Pasaporte Sellado

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Pasaporte sellado : cruzando las fronteras entre ciencias sociales y literatura Titulo

Waldman M., Gilda - Compilador/a o Editor/a; Trejo Amezcua, Alberto - Autor(es)


Compilador/a o Editor/a;
México Lugar
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, DCSH/UAM-X Editorial/Editor
2018 Fecha
Teoría y análisis Colección
Ciencias sociales; Literatura; Crónica; Narrativas; Interdisciplinariedad; Temas
Libro Tipo de documento
"http://biblioteca.clacso.org/Mexico/dcsh-uam-x/20201029110914/pasaporte-sellado.pdf" URL
Reconocimiento-No Comercial-Sin Derivadas CC BY-NC-ND Licencia
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.0/deed.es

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www.clacso.org
PASAPORTE SELLADO
CRUZANDO LAS FRONTERAS ENTRE CIENCIAS SOCIALES Y LITERATURA
D.R. © 2018 Universidad Autónoma Metropolitana

UAM-Xochimilco
Calzada del Hueso 1100
Col. Villa Quietud
04960 Ciudad de México
[dcshpublicaciones.xoc.uam.mx]
[[email protected]]

Primera edición: diciembre de 2018

Cuidado de la edición: Luz María Escalante Borreguín


Diseño de cubierta: Ana María Mateos
Diagramación: Sandra Mejía de la Hoz

ISBN 978-607-28-1430-1
ISBN de la colección Teoría y análisis: 978-970-31-0929-6

Esta publicación de la División de Ciencias Sociales y Humanidades


de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco,
fue dictaminada por pares académicos externos especialistas en el tema.

Impreso y hecho en México

00A PASAPORTE SELLADO preliminar.indd 2 08/01/2019 01:30:44 p. m.


Pasaporte sellado
Cruzando las fronteras entre ciencias sociales y literatura

Gilda Waldman Mitnick


Alberto Trejo Amezcua
coordinadores
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA
Rector general, Eduardo Abel Peñalosa Castro
Secretario general, José Antonio de los Reyes Heredia

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA-XOCHIMILCO


Rector de Unidad, Fernando de León González
Secretaria de Unidad, Claudia Mónica Salazar Villava

DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES


Director, Carlos Alfonso Hernández Gómez
Secretario académico, Alfonso León Pérez
Jefe de la sección de publicaciones, Miguel Ángel Hinojosa Carranza

CONSEJO EDITORIAL
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Diego Lizarazo Arias / Graciela Y. Pérez-Gavilán Rojas
José Alberto Sánchez Martínez

Asesores del Consejo Editorial: Luciano Concheiro Bórquez


Verónica Gil Montes / Miguel Ángel Hinojosa Carranza

COMITÉ EDITORIAL
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René David Benítez Rivera / Cristián Calónico Lucio
Arnulfo de Santiago Gómez / Roberto Diego Quintana
Roberto Escorcia Romo / Roberto García Jurado / Álvaro López Lara
Enrique Guerra Manzo / Rhina Roux Ramírez
Adriana Soto Gutiérrez

Asistente editorial: Varinia Cortés Rodríguez

D.R. © Universidad Autónoma Metropolitana


Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco
Calzada del Hueso 1100, Colonia Villa Quietud,
Coyoacán, Ciudad de México. C.P. 04960
Sección de Publicaciones de la División de Ciencias Sociales y Humanidades.
Edificio A, 3er piso. Teléfono 54 83 70 60
[email protected]
http://dcshpublicaciones.xoc.uam.mx
Índice

Introducción
Bitácora de viaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 07

capítulo 1
En el andén
La herida platónica y sus aporías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Enrique Díaz Álvarez

Biografía, curriculum vitae, rebeldes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33


Hugo Enrique Sáez Arreceygor

Literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53


Xavier Rodríguez Ledesma

Los outsiders de las ciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71


Alberto Trejo Amezcua

capítulo 2
Itinerarios
Escrituras superpuestas. Territorios de la sociología y la literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Carlos Virgilio Zurita

Miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo XX: Herta Müller . . . . . . . . . . . . . . . . 101
Concepción Delgado Parra

El matadero. Una lectura (im)posible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119


Cintia Daiana Garrido

Ni tan lejos ni tan cerca: de cómo un concepto viajero puede aproximar


a la teoría literaria y la sociología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Nattie Golubov

El texto debe actuar. Literatura, historia y política en Rodolfo Walsh y Paco Ignacio Taibo II . . . . . . . 147
Fernando Beltrán Nieves
capítulo 3
Cruzando las fronteras
Nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena
(o sobre cómo acceder a una dimensión desconocida) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  171
Lorena Amaro Castro

Crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189


Claudia Darrigrandi Navarro

Notas sobre crónica fusión (o crónica ficción) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203


Fabián Soberón

Niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística . . . . . . . . . . . . . . 223


Ariadna Razo Salinas
capítulo 4
¿Destinos tentativos?
Ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género . . . . . . . . . 241
Héctor Domínguez Ruvalcaba

La contribución de la novela polifónica de Svetlana Aleksiévich a la revitalización


de los enfoques humanistas en ciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   259
Irene Martínez Sahuquillo

Cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian.


Historia de los abuelos que no tuve (Ivan Jablonka): un itinerario de lectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
Gilda Waldman Mitnick

Ciencias sociales y ficción literaria. La ucronía como estrategia para


repensar el mundo contemporáneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   291
Paola Vázquez Almanza

capítulo 5
Otros viajeros
Un asunto de lentes y distancia: entre la sociología y la literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307
Andrea Jeftanovic

Entrevista a Yuri Herrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311


Paola Vázquez Almanza

Tres cuentos de temática política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315


José Luis Najenson
INTRODUCCIÓN

Bitácora de viaje

Gilda Waldman Mitnick1


Alberto Trejo Amezcua2

Este libro no es fruto del azar, sino de una larga travesía reflexiva e intelectual iniciada hace ya algún
tiempo en las aulas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Universidad
Autónoma Metropolitana (Xochimilco), en la que mediante diálogos, conversaciones y lecturas
con colegas y estudiantes se fueron planteando, a lo largo de varios años, diversas interrogantes.
Cuestionamientos que versaron en torno al alcance explicativo de las ciencias sociales frente a un
mundo tan complejo y contradictorio para el que las grandes referencias teóricas resultaban insu-
ficientes. Así también, discurrieron alrededor del imperativo actual de la búsqueda de renovados
puntos de encuentro e intersección con otros universos cognoscitivos que nos permitan, valga el
símil fotográfico, una mirada “de gran angular” para comprender un escenario social irreductible
a dejarse enmarcar en narrativas únicas y excluyentes.
Algunas de las preguntas que surgieron en seminarios, talleres y cursos, fueron: ¿pueden las
ciencias sociales dar respuesta no sólo al malestar social generado por la menor presencia del
Estado y la erosión de su autoridad moral, la crisis de la representatividad política, la mayor brecha
social o la emergencia de nuevas subjetividades móviles que se juegan en las redes sociales, sino
también a un mundo sobresaturado de datos que resulta casi imposible de procesar y en el que la
ciencia ficción parece haberse trasladado a la realidad?, ¿ha quedado la “imaginación sociológica”
más cercana a las artes audiovisuales (el cine, las series o el periodismo de investigación) con lo
cual corre el riesgo de volverse irrelevante “al establecer una barrera con el mundo que inves-
tiga” (Bauman, 2014, p.14) por la fetichización de su metodología y el desarrollo de un lenguaje
especializado “diseñado para confundir a los no iniciados” (Bauman, 2014, p. 15)?, ¿han llegado
las ciencias sociales a un punto en el que “efectivamente, el lenguaje de la sociología ha dejado de
hablar [refiriéndose más bien] a hombres muertos, los actores del pasado: el Estado, los partidos,
las clases sociales, los sindicatos, las civilizaciones, las revoluciones; prácticamente [sin referirse]
a hombres vivos: las o los enfermos de sida, soldados, empleados del Registro Civil, ídolos de la
canción, innovadores, académicos, pobres de hoy, nuevos ricos, enamorados, resentidos, jugadores
de fútbol, atormentados por la sequía, emergentes grupos de poder” (Brunner, 1997, pp. 30 y 31)?,

1
Profesora-investigadora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de
México.
2
Profesor-investigador del Departamento de Política y Cultura. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad
Xochimilco (México).

[7]
gilda waldman mitnick y alberto trejo amezcua

¿acaso el discurso científico se topa “con lo inexpresable en sus propios términos y necesita recurrir a
la metáfora, o a [otro] tipo de lenguaje” (González García, 1998, p. 211)? En esta tesitura, ¿no nece-
sitamos quizá acercarnos a otros registros de la realidad, a otras formas de “decir” lo social –en las
que Howard Becker incluye el arte visual, la dramaturgia, el cine, la fotografía– (Becker, 2015)?
El imaginario simbólico de la literatura es de entre todas estas formas, una privilegiada, en tanto
da cauce al sentir y a la subjetividad de una época o, como recordaba Octavio Paz (1983), constituye
“una respuesta a las preguntas que sobre sí misma se hace la sociedad”, enfoque que coincide con
el de la ensayista argentina Beatriz Sarlo, para quien “una sociedad habla, entre otros discursos,
con el de la literatura” (Sarlo, 1983, p. 9).
Pero ¿cómo superar la “gran separación” (Jablonka, 2016) que desde finales del siglo XVIII
expulsó a la literatura de los senderos del saber social y negó el carácter de conocimiento a toda forma
de “decir” que no cumpliera con un lenguaje conceptual neutral que diera cuenta de investigaciones
orientadas a alcanzar la exactitud que se plasma en formatos explicativos racionales? ¿Cómo hacer
converger la mirada reflexiva propia de las ciencias sociales –centrada en descubrir y comprender
los procesos generales– con la escritura narrativa de la literatura, focalizada en las experiencias
biográficas y sociales, mediante la cual se expresan tales procesos? ¿Cómo “cerrar la tramposa falla”
(Cohen, 2017, p. 33) entre dos registros de construcción de la realidad que con sus propios instru-
mentos y maneras de proceder comparten temáticas, personajes, paisajes sociales (Nisbet, 1979)
–“personajes en el caso de los novelistas y sujetos colectivos en el de los sociólogos” (Zurita, 2015, p. 31)–,
así como la preocupación por “la experiencia humana [al tener] un innegable aire de familia, y
[servir] una como referencia de la otra” (Bauman, 2014, pp. 33-35)?
Si, como escribe Claudio Magris, todo viaje “es a la vez un viaje en el tiempo” (Magris, 2008, p. 19),
el nuestro comenzó con pasaportes sellados con visas de ciencias sociales, en un andén que nos remi-
tió, inevitablemente, a la escisión originaria en la que, a fines del siglo XVIII, las ciencias sociales se
erigieron como tales en oposición a la literatura y dejaron atrás a un pensador como Denis Diderot,
que escribía novelas que ilustraban su filosofía; a un escritor como Daniel Defoe, que recreaba
novelísticamente el “estado de naturaleza” explorado por Thomas Hobbes, y a un filósofo como
Rousseau que reflexionaba sobre los orígenes de la desigualdad, al tiempo que escribía tratados
políticos, musicales y autobiográficos. El paradigma científico cortó lazos con la literatura y creó su
propio lenguaje conceptual –sistemático, objetivo y racionalista–, así como estrategias metodológicas
que se orientaron a alcanzar la exactitud científica, la verdad, al asumirse como el conocimiento que
poseía el monopolio de lo real y desdeñaba el potencial cognoscitivo de la literatura en cuanto “ficción
imaginativa”. Desdén que, más allá del descuido en torno a los aspectos estilísticos de la escritura
(Zurita, 2015), niega que la ficción pueda tener su propio contenido cognitivo y de verdad (Saer, 1997)
que proporcione elementos para el análisis social (Coser, 1963), o que “los ámbitos de la ciencia y
la ficción se encuentren y se enfrenten mutuamente en el mismo terreno: la experiencia humana”
(Bauman, 2014, p. 35). En esta misma línea, la impronta positivista no pudo reconocer tampoco
que incluso el lenguaje científico está hecho de metáforas. El científico social y filósofo español
José María González se cuestiona: “Podríamos preguntarnos qué quedaría de la historia del pen-
samiento político si suprimiéramos todas las metáforas que contiene, si elimináramos leviatanes,
cuerpos políticos, máquinas, teatros, pactos con el diablo, panópticos, velos de ignorancia, mercados,

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introduccion. bitácora de viaje

naves del estado, etc.” (González García, 1998, p.14). A propósito, el antropólogo Néstor García
Canclini (2014), escribe: “Las prácticas actuales de científicos y artistas se acercan. También la
gente de ciencia usa metáforas, se mueve con aproximaciones y compite con teorías dispares, que-
riendo probar cuál tiene mayor capacidad explicativa. Por su lado, los artistas manejan conceptos y
organizan intelectualmente sus representaciones de lo real; convierten sus intuiciones en lenguaje,
las comunican y las contrastan con experiencias sociales” (p. 54).
A partir de estas últimas consideraciones, nuestro viaje –a pesar de ocasionales desvíos por calle-
jones sin salida–, y en coincidencia con la afirmación de Claudio Magris de que “no hay viaje sin
que se crucen fronteras” (Magris, 2008, p. 15), va marcando un itinerario: encontrar las “afinidades
electivas” (González García, 1989) que cruzan y traspasan las contraposiciones excluyentes entre
ciencias sociales y literatura. Sabemos que las fronteras demarcan y circunscriben, identifican lo
que está “adentro” y lo que está “afuera”. La frontera puede ser una herida cuyo dolor sirve para
reafirmar nuestra identidad, pero también, ser un punto de encuentro que se transgrede, cruza y
traspasa. Por naturaleza, y aunque esté recorrida por cercas, muros y ríos, la frontera es un espacio
abierto, un punto de confluencia e intersección.
Entre las ciencias sociales y la literatura, los puentes han sido muchos y muy diversos. El cientí-
fico social José María González García (1992) nos recuerda, en el caso de la sociología clásica, que
“las reflexiones de Marx sobre el dinero en el tercero de los Manuscritos de 1844 se abren con un
texto del Fausto de Goethe, al que sigue una larga cita de Timón de Atenas de Shakespeare” (p. 210).
González García destaca, al mismo tiempo, no sólo la cultura literaria de otro importante autor,
Max Weber, sino también que éste encontrara en la obra de Goethe elementos que luego incorporó
en sus reflexiones teóricas, y que reelaborara temas que ya habían sido planteados literariamente
por el escritor –por ejemplo, la idea de las “afinidades electivas”, o la conexión entre la ética protes-
tante y el desarrollo del capitalismo (González Garcia, 1992)–. Por otra parte, Emile Durkheim
halla ejemplos en la literatura para su propuesta teórica sobre las diversas formas de suicidio; en la
sociología contemporánea, Raymond Boudon recurre al Mefistófeles de Goethe para ejempli-
ficar su teoría sobre el “efecto perverso” (Boudon, 1980); Foucault comienza su libro Las palabras
y las cosas, diciendo: “Este libro nació de un texto de Borges” (Foucault, 2005, p. 1), y Zygmunt
Bauman encuentra en Ítalo Calvino la inspiración para elaborar su perspectiva de la modernidad
líquida como una sociedad de desechos (Bauman, 2005).
De igual modo, la literatura ha servido como modelo de comprensión de procesos y fenómenos
sociales e históricos. La ficción ha contribuido a agudos y lúcidos análisis de la realidad. Federico
Engels leía a Balzac para comprender la historia de Francia, y el sociólogo Lewis Coser (1993)
estudiaba conceptos sociológicos a partir de textos literarios. Al respecto, el historiador Jean
Meyer (2010) afirma: “cuando comencé a trabajar en mi libro Rusia y sus imperios no tardé en darme
cuenta que los escritores rusos (Pushkin, Lermontov, Gogol, Turguenev, Dostoievski, Tolstoi) me eran
mucho más útiles que tantos documentos y publicaciones” (p. 2). En refuerzo a los aportes que la
literatura ha hecho a las ciencias sociales, Craig Calhoun y Michel Wieviorka (2013) se pregun-
tan: “Para comprender hoy en día el terrorismo, ¿acaso no vale más leer a Dostoievski o a Camus
que la prosa de los investigadores, por más especializados que se digan? Para comprender lo que
fue la Gran Depresión en el campo estadounidense, ¿no es mejor leer a Steinbeck?” (pp. 53 y 54).

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gilda waldman mitnick y alberto trejo amezcua

A su vez, los fragmentos de Georg Simmel o la obra de Walter Benjamin son también cercanos
a una creación literaria, en tanto su escritura se acerca más a la literatura que a la ciencia social
convencional.
En el mismo sentido de los aportes de la literatura a las ciencias sociales, el historiador Ivan
Jablonka (2016) destaca que la novela histórica de Walter Scott a inicios del siglo XIX renovó el
arte de escribir y el método de la historia al introducir el pueblo a escena, ampliar la problemática
abordada por los historiadores y ligar lo singular con lo colectivo, en tanto que “detrás de cada
personaje de Scott hay una época, una nación, una clase social, un combate” (p. 61). Por otro lado,
para comprender el poder político en América Latina las mejores claves nos las proporcionan, sin
duda, las novelas sobre dictadores. El crítico literario Fernando Ainsa (2010) sintetiza la impor-
tancia que ha tenido la literatura para comprender la realidad latinoamericana, cuando escribe:
“En América Latina no es contradictorio afirmar que la literatura –especialmente la novela– ha
permitido conocer mejor la realidad empírica del continente antes de que se desarrollaran las cien-
cias sociales, y que ese conocimiento literario ha determinado lo que se pretendiera luego, saber
científico” (p. 394). Y agrega:

Desde el costumbrismo, pero sobre todo del naturalismo, la novela propone el inventario de un
continente que todavía se ignora y para el que las ciencias sociales no tienen herramientas de
relevamiento fáctico ni adecuado análisis.
¿Cuántos rasgos de lo que se considera más representativo de la sociedad hispanoamericana
no han cristalizado alrededor de una imagen, cuando no de un tópico, a partir de una página de
ficción? Basta pensar en cómo la representación social del mundo indígena pasa inevitablemente
por la obra de Ciro Alegría y José María Arguedas en el Perú, por Miguel Ángel Asturias en
Guatemala y Rómulo Gallegos en Venezuela, del mismo modo que el arquetipo forjado por Martín
Fierro (1872) de José Hernández condiciona toda proyección sociológica del gaucho argentino.
(pp. 395 y 396)

Por su lado, la literatura puede contribuir a crear conocimiento sociológico mediante la apropia-
ción e interpretación de textos y personajes literarios, como lo hace Marshall Berman (1988) para
construir su reflexión sobre la modernidad social y económica a lo largo de tres siglos. De igual
manera, la literatura puede tener una multiplicidad de implicaciones sociológicas, como lo muestra
Bernard Lahire al analizar, en las novelas policiales de George Simenon, las tensiones y conflictos
del mundo social que desencadenan el acto criminal cometido por el culpable (Lahire, 2006).
Pero la sociología ha dejado también su marca en la literatura. Émile Zola creó una obra lite-
raria marcada por la lógica de la ciencia, y El proceso de Kafka, como lo explica con detenimiento
José María González García (1989), está marcado por la teoría de la burocracia propuesta por
Max Weber, a la que tuvo acceso el escritor checo por medio de Alfred Weber, hermano del reco-
nocido sociólogo.
Un viaje por el tiempo no necesariamente es lineal, sino más bien, una travesía laberíntica por
épocas que se cruzan y superponen. Sin duda, la persistencia por mantener muros inexpugnables
entre las ciencias sociales y la literatura –y considerar a esta última incluso como prescindible– sigue
presente en ciertos contextos académicos, en el marco de una organización institucional del trabajo

10
introduccion. bitácora de viaje

intelectual sustentada en estrictos criterios de evaluación que privilegian la eficiencia, la especia-


lización y la función utilitaria del conocimiento. Esta organización establece, al mismo tiempo,
protocolos de escritura estandarizados que se traducen en constricciones discursivas que traban
la fluidez expositiva y dificultan la posibilidad de comunicación ante un público no especializado
(Bauman, 2014; Jablonka, 2016). De esta manera, se condena a las obras de las ciencias sociales a
quedar arrumbadas en las bodegas universitarias y se desalienta al mismo tiempo la búsqueda de
nuevos caminos del conocimiento, a pesar de los recientes giros epistemológicos que han gravitado
alrededor de las nuevas perspectivas interpretativas en las más recientes tendencias de la investiga-
ción en ciencias sociales. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer la existencia de un malestar
creciente entre algunos sectores académicos ante los modelos de textualidad predominantes, lo cual,
obliga a detener el viaje por un momento y plantear interrogantes. ¿Cómo explorar nuevas formas
escriturales para dar a conocer investigaciones en ciencias sociales que superen la camisa de fuerza
de un lenguaje congelado, críptico y abstracto, “con su erudición aparente, sus pretensiones de
objetividad, sus frágiles pruebas a las que asigna el peso de la autoridad” (Moulian, 1997, p. 9)?
¿Cómo replantear el quehacer investigativo de las ciencias sociales no sólo para dar cuenta de “una
época plagada de experiencias límite” (Moulian, 1997, p. 7) en el marco de una nueva cartografía
social, política y cultural que desafía la insuficiencia de los lenguajes teóricos tradicionales (Moulian,
1997; Brunner, 1997), sino para avanzar en una nueva aproximación escritural que ilumine, con
“emociones que permitan la ‘comprensión’ ” (Moulian, 2007, p. 7), las experiencias de los seres
humanos mediante cuya subjetividad, cuerpos y rostros atraviesan los procesos históricos y cultu-
rales de nuestra contemporaneidad? ¿Qué nuevos horizontes de apertura, diálogo y contrapunto se
podrían encontrar en la actualidad en “los dos grandes momentos de puesta en discurso” (Cohen,
2017, p. 29): el razonamiento argumentativo de las ciencias sociales y los espacios de la narración
literaria? ¿Qué nuevas formas expresivas se están generando entre ambas disciplinas, a la luz de una
época histórica de cruce de fronteras (entendida la frontera como metáfora de nuestro mundo actual
y tema central en los nuevos debates intelectuales y políticos)? ¿Qué nuevas formas de movilidad y
desplazamiento incesantes rompen con los lindes fijos y con certezas e interpretaciones únicas?
Si “el siglo XXI se erige como una era experimental” (Eltit, 2016, p. 20) y las “metáforas de
movimiento, migración, mapas, viaje” (Chambers, 1996, p. 169) se inscriben profundamente en
los itinerarios de gran parte de la reflexión actual en las ciencias sociales y humanidades (Clifford,
1992; Chambers, 1996; Magris, 1988 y 2008) como en la literatura (Castro y Forné, 2015), no
resulta extraño, entonces, la aparición de nuevos planteamientos en los que se cruzan los saberes
estrictamente disciplinarios y las formas literarias tradicionales, así como de otras propuestas
textuales de intersección en las que se experimenta con formas expresivas que se traducen en
nuevos horizontes de diálogo, abiertos a otras voces y otros discursos. La erosión de las fronteras,
que dividen y delimitan, abre paso a modalidades plurales de conocimiento de límites imprecisos,
móviles e híbridos, que hacen estallar las formas discursivas tradicionales, transgreden los lindes
entre géneros y aproximan –de las más diversas maneras y modos cada vez más decididos– al cien-
tífico social a la literatura y al escritor a las ciencias sociales. Las nuevas producciones textuales se
ubican, entonces, en territorios fronterizos, dado el creciente interés actual por historias de vida,
autobiografías, testimonios, diarios, cartas, etcétera (Arfuch, 2002); por las nuevas formas de expre-

11
gilda waldman mitnick y alberto trejo amezcua

sión personalizadas, como las narrativas que aluden a las contradicciones, paradojas y ambigüedades
del ser humano (temas esenciales de la literatura); así como por la apertura hacia temáticas relativas
a los afectos, las emociones, el sentir individual y la explosión del yo (Ariza, 2016; Abramowski
y Canevaro, 2017), alusivas a una dimensión emocional e intimista que se refiere a lo singular e
irrepetible, y ajenas a perspectivas centradas en generalizaciones y regularidades. En el campo de
las ciencias sociales, estas producciones rompen con la idea de que el conocimiento es inmune a la
subjetividad, y al mismo tiempo, en el campo de la literatura, la mayor presencia de escritores que
utilizan herramientas de las ciencias sociales trasgrede la premisa de que la literatura es siempre
subjetiva en su manera de narrar la realidad.
Las modalidades de renovación del quehacer de la investigación social y de sus formas escritu-
rales, son múltiples, en el marco del escepticismo frente al pretendido “conocimiento objetivo”, así
como de la crisis de los grandes paradigmas teóricos; la falta de confianza en las ciencias sociales;
la disolución de fronteras entre disciplinas; la aceptación de que las situaciones de clase, género
y etnicidad influyen en la investigación; la problematización de la distinción entre observador y
observado; el reconocimiento del valor cognoscitivo de la metáfora y de que la verdad no coin-
cide siempre con lo fáctico; el planteamiento de que las interpretaciones en ciencias sociales son
ficciones (en el sentido de que son “construidas”) que no son necesariamente falsas, pues pueden
tener su propio contenido cognitivo y de verdad; el florecimiento de la investigación cualitativa y
las historias de vida, como parte del giro epistemológico en el que tomó relevancia una perspectiva
hermenéutica o interpretativa focalizada en los significados de los actores en sus discursos, acciones
e interacciones sociales.
Como muestra de lo anterior, la “investigación narrativa” experimenta en la actualidad con
novedosas formas expresivas en las que, por ejemplo, lo íntimo y lo autobiográfico se inscriben en
el análisis social por medio de una “narrativa personal” que incluye “diálogos, tensión dramática
y una trama” (Ellis and Bochner, 2000, p. 734), y en la que historias “verdaderas se ubican en
el espacio entre ficción y ciencia social, ligando la escritura etnográfica y la literaria [así como] la
comprensión autobiográfica y sociológica” (Ellis, 1993, p. 711). El sociólogo Richard Sennet,
por ejemplo, conjuga historias de vida, entrevistas, trabajo etnográfico y análisis sociológico, al
investigar cómo las transformaciones en el ámbito del trabajo en las sociedades contemporáneas
afectan la subjetividad de los trabajadores (Sennett, 2000); en este mismo tenor, el autor tampoco
desdeña la escritura de novelas.
Otros científicos sociales como Loïc Wacquant o Alice Goffman han plasmado la escritura de
sus investigaciones en una forma narrativa cercana al relato novelesco. La obra del primero, Entre
las cuerdas (Wacquant, 2006), es resultado de un trabajo de campo en un gimnasio de boxeo en el
ghetto negro de Chicago, al que el investigador ingresa como “trampolín” para interpretar las rela-
ciones sociales en esta comunidad. Pero el trabajo se convierte paulatinamente en un estudio sobre
el mundo social del boxeo; es una narración en la que destacan la tensión dramática, los diálogos y
la caracterización de los personajes, entretejidos con reflexiones personales y bibliográficas. Por su
parte, en la obra On the Run, la socióloga Alice Goffman (2014) construye, a partir de un trabajo
etnográfico de seis años en un barrio pobre de Filadelfia, un texto sociológico que puede leerse como
una novela. Goffman estudia el día a día de un grupo de muchachos negros sujetos a vigilancia

12
introduccion. bitácora de viaje

policíaca para impedir que comercien con drogas, lo cual convierte sus vidas en un laberinto del
que no pueden escapar, y en el que luchan por evitar a la policía y ser llevados a la corte.
El sociólogo y antropólogo cubano Miguel Barnet construye “novelas testimonio” a partir de
rigurosas investigaciones etnográficas, mediante la recopilación de historias de vida de personajes
marginales (un cimarrón, una artista de cabaret, un migrante, entre otros). Barnet reproduce el
lenguaje oral y popular de sus personajes por medio de una decantada transmutación literaria
(Barnet, 1996; 2002). A su vez, la antropóloga Ruth Behar (1996), que se define a sí misma como
alguien que hace antropología como escritora, defiende contundentemente un trabajo de campo en
el cual se explicitan la subjetividad y los afectos del investigador. Behar plasma en su texto Cuén-
tame algo, aunque sea una mentira (2009) una investigación sobre la historia de vida de Esperanza,
una vendedora ambulante de la provincia mexicana, en la cual no sólo la vida de la protagonista se
entreteje con la de la antropóloga, sino que se convierte en un texto testimonial “a partir de las
palabras de aquellos que usualmente no producen literatura” (Behar, 2009, p. 64), en un estilo
“en el que las pausas, gritos, murmullos, interrupciones y disgresiones dentro del recuento del
performance verbal” (p. 64) lo acercan a un relato novelesco.
El historiador Leo Spitzer, en su libro Hotel Bolivia (1998), que se refiere a la emigración
alemana-austríaca de origen judío y de la cual formó parte su familia, narra cómo debió abandonar
presuroso Europa, en marzo de 1938, para emigrar a Bolivia. Spitzer entreteje la investigación
histórica con crónicas familiares, relatos personales y autobiográficos, fotografías, documentos
y memorabilia, en un juego permanente entre las dimensiones tradicionalmente dicotómicas de
lo “objetivo” y lo “subjetivo”. Este autor reflexiona sobre su propio quehacer de investigador
que recoge sus experiencias y memorias como participante y testigo; utiliza la primera persona
para reconstruir y reinterpretar la historia social de un complejo y paradójico proceso inmigratorio,
y convierte así la historia en un vuelco interior. A su vez, el sociólogo francés Didier Eribon en su
libro Regreso a Reims (2015), a la luz de diversas perspectivas teóricas, entreteje su autobiografía
con el análisis sociológico del entorno obrero excluyente, homofóbico y racista de su infancia, del
que escapa para construirse una vida intelectual y militante en París.
En otra línea, un sociólogo como Tomás Moulian (1997) en su texto Chile actual: anatomía de
un mito, propone a sus lectores recurrir “a todos los recursos disponibles: el concepto, la cita eru-
dita, el análisis numérico con el juego lingüístico, las referencias literarias, las técnicas retóricas y
de la ficción, los relatos periodísticos o la invención cultural a lo Borges: Pierre Menard creando
el Quijote” (p. 10).
En el ámbito antropológico, algunos investigadores han creado nuevas formas de escribir el
relato etnográfico, lejos de los “techos descoloridos de los libros de teoría y metodología” (Olivares,
1995, p. 24), y han expuesto los datos de su quehacer etnográfico mediante una escritura poética,
única manifestación que podría expresar de manera fidedigna lo vivido en este campo (Olivares,
1994). En el mismo ámbito, cómo no mencionar a Roger Bartra (1987), quien en sus indagaciones
en torno a la cultura e identidad mexicana conjuga la antropología con el ensayo y la narración.
A Néstor García Canclini, quien en El mundo entero como lugar extraño (2014) crea un texto
ensayístico y narrativo, incluso con algunos elementos ficcionales; o a Beatriz Sarlo, una de las
figuras más interesantes de la actual cultura latinoamericana, quien en Ciudad Vista (2009), al

13
gilda waldman mitnick y alberto trejo amezcua

analizar las transformaciones sociales y culturales de Buenos Aires durante las últimas décadas,
escribe un ensayo en tono narrativo e introduce “fragmentos de narraciones y poemas; también
pinturas y fotografías” sin “renunciar ni a la literatura ni al registro directo, documental” (Sarlo,
2009, pp. 9 y 11).
El ámbito literario, por su parte, está igualmente sujeto a la disolución de fronteras nítidas entre
géneros, lo cual se traduce en la explosión de nuevas formas literarias híbridas que se sitúan en un
espacio de intersección entre el relato, el ensayo, la autobiografía, la historia, el análisis social, la
memoria, la etnografía o incluso los relatos de viajes. Esta confluencia se inserta en un proceso en el
que “la realidad asalta a la ficción” (González Harbour, 2014) y la literatura, en especial la novela,
se ancla en la realidad, acecha las páginas de los periódicos y husmea en la vida cotidiana para
apoderarse de historias a ser relatadas de manera rigurosa y precisa, detallada y exacta, amplia-
mente documentada –mediante entrevistas, recopilación de testimonios orales, observación par-
ticipante, análisis de documentos y archivos, cotejo de fechas y nombres, etcétera– a la manera
de un científico social, pero narrando los hechos con estrategias literarias, aunque el rigor de la
documentación sea incuestionable y cada suceso narrado se sustente en fuentes de información.
Estamos entonces en presencia de aproximaciones literarias no ficcionales que quieren “sonar a
verdad” y sustituir una de las premisas básicas de la literatura, la verosimilitud, por la de veracidad
(González Harbour, 2014).
En esta tesitura, no es casual que la crónica, “texto fronterizo que cabalga entre el periodismo, el
análisis social y la literatura” (Reguillo, 2000, p. 64), y en el que se intersectan desde múltiples pun-
tos de vista saberes disciplinares y estrategias literarias, haya alcanzado una gran visibilidad en los
espacios de las ciencias sociales (Reguillo, 2000; Sefchovich, 2017) y la literatura (Ruiz Abreu, 2007;
Aguilar, 2010; Jaramillo, 2012). Lábil en sus fronteras, irónica, dolorosa, transgresora, colérica,
poética, lúdica, crítica, irreverente y subversiva, la crónica entreteje la información factual con la inter-
pretación subjetiva de los hechos ocurridos, abriéndose a la “palabra ajena” en contraposición a
las narraciones hegemónicas. Anclada en la realidad, sustentada en datos factuales pero narrada
a través de estrategias literarias, la crónica irrumpe en el texto académico “para romper el silencio
de personas, situaciones, espacios, normalmente condenados a la oscuridad del silencio” (Reguillo,
2000, p. 62) y dar a conocer “realidades que no se dejan contar más que mediante el lenguaje coti-
diano en el que se ha convertido la crónica” (Reguillo, 2000, p. 64). Por su carácter de brevedad
y provisionalidad, la crónica es adecuada para un mundo que cambia rápidamente más allá de los
marcos asépticos de las ciencias sociales, para dar cuenta de la experiencia del día a día; del dolor del
hambre (Caparrós, 2014); la violencia de la migración y la trata de personas (Caparrós, 2009); la
descomposición social que se vive en una ciudad como Torreón y cómo ésta transforma las relaciones
sociales y el espacio público (Velázquez, 2013); el horror de la prostitución infantil (Almazán, 2011),
o las vicisitudes de un obrero para vivir con un salario mínimo (Solano, 2011).
Asimismo, en los últimos años, han proliferado creaciones literarias a horcajadas entre la his-
toria, el ensayo, el relato de viajes, la autobiografía, la ciencia política, la etnografía y, por ratos, la
novela; nutriéndose y fecundándose entre sí sin clasificaciones certeras. Así por ejemplo, Enrique
Vila-Matas (1985) entreteje la narración con el ensayo y la autobiografía. G. W. Sebald (2008) relata
su viaje a pie por el este de Inglaterra y fusiona la autobiografía, el ensayo y el artículo científico con

14
introduccion. bitácora de viaje

fotografías y mapas. En su Anatomía de un instante (2009), el escritor español Javier Cercas realiza
un espléndido análisis de coyuntura (acontecimientos; escenarios en los que se desenvuelven las
acciones de la trama social y política; relación de fuerzas sociales, económicas y políticas entre
los actores sociales; articulación entre estructura y coyuntura) sobre el fracasado intento de golpe de
Estado por parte de un grupo de militares contra la joven democracia española, el 23 de febrero
de 1981. El estudio está sustentado en “construcciones teóricas, hipótesis, incertidumbres, nove-
lerías, falsedades y recuerdos inventados” (Cercas, 2009, p. 23), así como en análisis fotográficos,
múltiples entrevistas, archivos y sentencias jurídicas, declaraciones de testigos y acusados, etcétera
(la obra fue ganadora en España del premio al mejor libro de narrativa, en 2010). En el mismo
sentido, el escritor francés Emmanuel Carrere analiza la historia de la Unión Soviética a lo largo
de los últimos cincuenta años a partir del reportaje a un personaje desmesurado y estrambótico,
Limónov, pero también a partir de su autobiografía (Carrere, 2013). Lo anterior ubica a Cercas y
a Carrere, así como a la periodista bielorusa Svetlana Alexiévich, entre otros, –tal como lo plantea
Ivan Jablonka (2016) en su estimulante, complejo, provocador y sugerente libro La historia es una
literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales– en el ámbito de una “literatura de lo
real”, que sustentada en documentación verificable y materiales fácticos “adapta y a veces anticipa
los modos de investigación de las ciencias sociales. El escritor que quiere decir el mundo se erige,
a su manera, en investigador” (p. 12). En este sentido y de acuerdo con la sugerente propuesta
de Jablonka, la literatura puede “comprender el mundo” al desplegar el “razonamiento histórico,
sociológico, antropológico” (p. 12) propio de las ciencias sociales (es decir: planteamiento de un
problema, contextualización, demostración, comprobación y refutación). Al mismo tiempo, las
ciencias sociales están profundamente imbricadas en la literatura, no sólo en términos estéticos sino
esencialmente porque “el investigador se encuentra frente a una posibilidad de escritura” (p. 11)
en tanto la investigación misma se despliega también en la escritura.
A esta travesía para cruzar la frontera entre las ciencias sociales y la literatura –que, como toda
frontera, marca el fin de una zona segura y el principio de otra, quizá incierta, que al mismo tiempo
nos encierra en la seguridad de un territorio familiar, pero se convierte en prisión a ser defendida a
ultranza– convocamos a distinguidos colegas de otras universidades nacionales e internacionales,
tanto del ámbito de las ciencias sociales como de la literatura, así como a escritores que formados
en el dominio de las ciencias sociales se han dedicado a la creación literaria, para reflexionar –desde
distintos registros, enfoques y temáticas– en torno a los diálogos existentes entre las ciencias sociales
y la literatura, y abrir nuevos espacios de debate.
En este volumen se exponen, de una u otra forma, los problemas planteados en la introducción.
Desde los inicios de una ruptura de larga data originada en el momento en que Platón expulsa de
la República a la imaginación narrativa y poética por ser potencial amenaza al cuerpo social, inducir
a la inmoralidad y atentar contra la justicia (texto de Díaz, E.), escisión que continuó siglos más
tarde, cuando el arte se desvalorizó frente al conocimiento utilitario (Sáez, H. E.), hasta considerar
las nuevas propuestas de Ivan Jablonka en el sentido de que ciencias sociales y literatura se pueden
conciliar y crear textos que pertenezcan a ambas dimensiones (Waldman, G.). Desde la crítica a las
ciencias sociales que se asumen como único conocimiento posible de la realidad social en términos
de la posesión de verdades absolutas, y al mismo tiempo, como medio de poder que excluye otras

15
gilda waldman mitnick y alberto trejo amezcua

interpretaciones de lo social (Rodríguez, X. y Trejo, A.), hasta la demanda de una lectura interdis-
ciplinaria de las ciencias sociales con otros derroteros no convencionales, como el de ser fuente de
conocimiento para explicar, por ejemplo, un fenómeno como la violencia de género (Ruvalcaba, H.).
Desde el análisis de las homologías entre las ciencias sociales y la literatura, medidas por la escri-
tura (Zurita, C.), hasta la imposibilidad de las mismas (Golubov, N.). Desde la lectura del cuento
El matadero del argentino Esteban Echeverría, a la luz de los teóricos Chantal Mouffe y Ernesto
Laclau (Garrido, D.), hasta la convergencia entre las nuevas tendencias de la historia y la literatura
en función de su interés por iluminar zonas oscuras del pasado reciente y privilegiar su memoria
–por ejemplo, la reciente dictadura chilena– (Amaro, L.). Desde la aportación literaria de la obra
de Herta Müller al entendimiento de un proceso histórico como el del totalitarismo (Delgado, C.)
hasta el análisis de la obra de escritores como Rodolfo Walsh y Paco Ignacio Taibo II como vía para
expandir la reflexión político-histórica más allá del mundo de los especialistas (Beltrán, F.). Desde
los distintos modos de comprender el carácter híbrido de la crónica como fuente de saber social y
reflexión sobre la realidad (Darrigrandi, C.; Soberón, F.; Razo, A.) hasta el planteamiento de que
la literatura puede incidir en la producción académica renovando temáticas, enfoques y la escritura
misma, vía el género literario de la ucronía (Vázquez, P.), o el análisis de la “novela polifónica” de
Svetlana Aleksiévich que, ubicada en la frontera entre ciencias sociales, literatura y periodismo,
puede enriquecer a las primeras, reconfigurando la relación entre todas ellas como una poderosa
herramienta de explicación (Martínez, I.).
Hemos incluido, asimismo, tres colaboraciones de figuras que en distintos registros representan
y sintetizan algunas de las modalidades en las que ciencias sociales y literatura se pueden cruzar:
una entrevista a Yuri Herrera, escritor mexicano egresado de la carrera de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM; un texto de la científica social y escritora chilena Andrea Jeftanovic en el que,
a partir de su propia experiencia, reflexiona sobre la escritura; y tres cuentos de temática política
del antropólogo, politólogo y cuentista argentino José Luis Najenson.
Escribe Claudio Magris (2008): “El viaje –en el mundo y en el papel– es de por sí un continuo
preámbulo, un preludio de algo que siempre está por venir y siempre a la vuelta de la esquina;
partir, detenerse, volver atrás, hacer y deshacer las maletas” (p. 9). Nuestro viaje no concluye aquí.
Volverá a recomenzar, una y otra vez, en nuevos diálogos con otros colegas y estudiantes en semi-
narios, cursos y talleres; porque viajar es un permanente deambular en el que, aun si regresamos
a casa, no seremos los mismos. “No hay viaje sin que se crucen fronteras –políticas, linguísticas,
sociales, psicológicas–, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las
existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Viajar no
quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en
el otro lado” (p. 15).

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18
1. En el andén
La herida platónica y sus aporías

Enrique Díaz Álvarez1

Comprender la ofensa

El 27 de enero de 1945, hacia mediodía, Primo Levi y su amigo Charles llevaban a la fosa común
el cadáver de un compañero del campo de concentración de Auschwitz. Semanas antes, los alema-
nes los habían abandonado a su suerte ante el implacable paso del Ejército Rojo. En su huida los
nazis se llevaron consigo sólo a los hombres que podían ser capaces de trabajar. Levi y Charles,
como cientos de prisioneros más, entraron en la categoría de los prescindibles.
La historia es conocida. Primo Levi no sólo venció el frío, el hambre y las dolencias en una enfer-
mería desvencijada, sino que dicho abandono le permitió narrar, en primera persona, el momento
preciso en que fue rescatado. En La tregua (2012) Levi relata que justo cuando él y su compañero
cargaban aquel cuerpo avistaron la primera patrulla del Ejército Rojo que entró al campo de con-
centración. Cuatro soldados rusos a caballo. Al verlos, volcaron la camilla sobre la nieve sucia y
“Charles se quitó el gorro, saludando a los vivos y los muertos.” (Levi, 2012, p. 252).
Al leer La tregua uno imagina a los supervivientes, quienes no podían quitar la vista de esos
extraños salvadores. También se figura el gesto fruncido de aquellos soldados mientras se acer-
caban con cautela, metralleta en mano, bordeando la carretera que limitaba el campo. Gracias a
Levi sabemos que, al llegar a las alambradas, los cuatro rusos se percataron de aquel despropósito.
Intercambiaron palabras breves, tímidas. Aquellos muchachos de rostro rudo e infantil no podían
ocultar su asombro ante los cadáveres descompuestos, los barracones destruidos, la esquelética
figura de los supervivientes que empezaban a asomarse:

No nos saludaban, no sonreían, parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una
timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto.
Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y
cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían,
la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha
sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena volun-
tad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla. (Levi, 2012, p. 252)

1
Profesor-investigador del Centro de Estudios Políticos. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad
Nacional Autónoma de México.

[ 21 ]
enrique díaz álvarez

El estupor fue compartido. Pocos prisioneros cayeron de rodillas o corrieron al encuentro de


aquellos soldados. Levi y Charles, por ejemplo, se quedaron de pie junto al hoyo desbordante
de cuerpos. Mientras algunos tiraban de las alambradas, ellos volvieron con la camilla vacía para
llevar la noticia a sus compañeros. Gracias al testimonio de Levi y otros supervivientes de ese campo
de exterminio sabemos que, para buena parte de los cautivos, la libertad sonó de una forma grave
y difícil; confusa. Los días siguientes no hubo niños pelirrojos subiéndose a los tanques aliados ni
vecinos agitando una banderita. La ayuda que llegó fue lenta, irregular y escasa. Cientos murieron
antes de emprender el viaje de regreso a casa.
Si nos detenemos a relatar e interpretar esta anécdota de Primo Levi es para evidenciar que su
testimonio constituye un documento privilegiado para comprender lo vivido y experimentado en
Auschwitz. A más de setenta años de distancia de la liberación de ese campo de exterminio, segui-
mos necesitando de la literatura para aproximarnos a lo inaprehensible y reconocer la complejidad
de lo humano.
En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben (2013) menciona que las circunstancias histó-
ricas en las que tuvo lugar el exterminio de los judíos han sido aclaradas suficientemente. Hace
décadas que los historiadores estudian los detalles materiales, técnicos, burocráticos y jurídicos de lo
que sucedía en ese y otros campos de concentración durante la fase final del exterminio. La cuestión
es que, si bien podemos describir y ordenar temporalmente todos estos sucesos con precisión, siguen
siendo particularmente opacos en cuanto intentamos comprender las razones y los comportamientos
de aquellos que, como Levi y Charles, sobrevivieron a ese laboratorio. Al explorar las formas de
subjetivización moral y política del horror, uno advierte que seguimos lejos de superar el problema
y comprender el “significado ético y político del exterminio, e incluso a la simple comprensión
humana de lo acontecido; es decir, en último término, de su actualidad.” (Agamben, 2013, p. 7)
Agamben no se equivoca: se han recopilado datos, reconstruido y recreado los crímenes, pero
nada de ese acopio, e incluso sobreexposición, ha terminado de aclarar el enigma que envuelve a la
Shoah. En este sentido, si lo que se pretende es comprender la ofensa y penetrar en las razones del
comportamiento humano en situaciones y contextos límite (e incluyo aquí contextos de violencia
radical como la que se vive cotidianamente en países como el nuestro) es preciso contar con ciertas
narrativas, imágenes y prácticas artísticas que develan los alcances éticos, políticos y epistemoló-
gicos de la violencia subjetiva y objetiva; asumirlas como una forma legítima y privilegiada de
conocimiento. Hay algo del estupor de Levi y Charles que nos atañe a todos; su testimonio es un
documento que nos permite aproximarnos al horror y el desasosiego humano.
Para comprender el impacto de la escritura en la vida pública y reconsiderar el poder de la lite-
ratura para explorar y expresar un pensamiento crítico, hay que remontarse a la expulsión de los
poetas en La República de Platón; pensar de nueva cuenta la vieja tensión entre filosofía y poesía;
develar sus aporías; y advertir las enormes consecuencias éticas, políticas y epistemológicas que han
secundado la célebre sentencia platónica.

22
la herida platónica y sus aporías

Sobre la aporía platónica

Es significativo que Platón dedique las páginas finales de La República (2013) a fundamentar la
exclusión de la poesía de su Estado ideal. Si decide cerrar así ese tratado, en el que diserta sobre
justicia y educación, es porque es plenamente consciente del poder y los alcances que tienen la ima-
ginación narrativa y la representación para la comunidad política ateniense. De otra forma, para
qué insistir en descalificar una y otra vez las lecciones de Homero y otros poetas trágicos a lo largo
de la obra La República.
Ya en el libro I, durante un diálogo que mantienen Sócrates y Polemarco, aparece la primera
descalificación de Platón a Homero como alguien que ha construido su renombre a partir de
fraudes y robos. Es decir, Platón no sólo pretende distinguir entre ciencia, ignorancia e imitación,
sino descalificar al poeta al tildarlo de estafador. Le incomoda esa desfachatez que tienen aquellos
imitadores para versar sobre lo que realmente no son o lo que no conocen. En el caso de Homero,
Platón le recrimina el conferenciar sobre las guerras, los regímenes de las ciudades y la educación
de los hombres sin tener real conocimiento de ello. De ahí que al final del tratado no dude en pre-
guntar sarcásticamente a su “amigo Homero” si podría responder cuál es la ciudad que le atribuye
el haber sido un buen legislador en provecho de sus ciudadanos, o qué guerra recuerda que haya
sido conducida por su mando o consejo (Platón, 2013, p. 635).
En el libro II de La República, este recelo platónico vuelve a relucir en el momento en que Sócrates
reflexiona sobre el tipo de educación ideal para la ciudad, hasta entonces dividida en gimnástica para
el cuerpo y música para el alma. Al especular sobre la pertinencia de incluir (o no) ciertas narraciones
para la formación de los niños, Sócrates no duda en comenzar así: “en el caso de que tuviéramos
tiempo disponible para contar cuentos...” (Platón, 2013, p. 175). Si esta especie de preámbulo al
abordar la pertinencia de las narraciones resulta significativa, es porque fundamenta esa arraigada
narrativa en la que se tacha a la literatura de accesoria, banal, distracción.
No deja de ser significativo que, por un lado, Platón menosprecie a la poesía al darle un estatus
de mero pasatiempo y por el otro sea profundamente consciente del impacto social y político que
puede tener esa mentira en el juicio de los ciudadanos. De ahí que Platón no sólo se confiera el
poder de clasificar entre buena y mala ficción, según los efectos que deriven de ellas, sino de vigilar
y censurar a los forjadores de mitos o apariencias:

—¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados
por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que
creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?
—No debemos permitirlo en modo alguno.
—Debemos, pues, según parece, vigilar ante todo a los forjadores de mitos y aceptar los creados
por ellos cuando estén bien, y rechazarlos cuando no [sea así;] y convencer a las madres y ayas para
que cuenten a los niños los mitos autorizados, moldeando de este modo sus almas por medio de
las fábulas, mejor todavía que sus cuerpos con las manos. Y habrá que rechazar la mayor parte
de los que ahora cuentan. (Platón, 2013, pp. 176 y 177)

23
enrique díaz álvarez

El censor se erige desde entonces como el guardián que protege a los seres sensibles e impre-
sionables del poder de la mentira. Una afrenta que Platón (2013) justifica especialmente en
La República cuando entiende que se da una falsa imagen de los dioses y de los héroes. Como arqui-
tecto de la mejor ciudad posible, Platón teme que esta clase de narraciones conduzca a la confron-
tación y deforme a los futuros vigilantes de la ciudad. De ahí que en el célebre libro X advierta que los
fabricantes de apariencias no sólo nos alejan tres grados de la esencia de las cosas, sino que “parecen
causar estragos en la mente de cuantos los oyen si no tienen como contraveneno el conocimiento
de su verdadera índole.” (p. 626)
A partir de esa amenaza, Platón perfila la relación del funcionario interventor con la poesía:
construye la idea de un hombre implacable que no tiene la obligación de componer fábulas, sino
sólo de censurarlas. Esto es, de dar a “conocer las líneas generales que deben seguir en sus mitos
los poetas con el fin de no permitir que se salgan nunca de ellas” (p. 181). Además, el censor debe
prescribir leyes que ordenen a los poetas que inventen narraciones e interpretaciones en las que se con-
venza “que las acciones divinas fueron justas y buenas y que el castigo redundó en beneficio del
culpable.” (p. 184)
Si Homero y otros poetas no tienen cabida en la ciudad platónica es porque sus creaciones
inducen a la inmoralidad y atentan contra la justicia. La poesía es considerada como una amenaza,
como una posible fuente de infección al cuerpo social. De ahí la necesidad de censurarla, expul-
sarla y condenarla al ostracismo. La cuestión es que basta leer entre líneas para advertir que no fue
del todo fácil para Platón el hecho de enfrentarse a Homero y exiliar a la poesía de la formación
espiritual griega.
Aún en las páginas en que Platón acusa directamente a las artes imitativas de causar estragos,
tiene el paradójico gesto de darles su lugar. Incluso llega a confesar que siente algo de vergüenza al
decir lo que piensa acerca de la poesía por “un cierto cariño y reverencia que desde niño siento por
Homero” (p. 626). Esta suerte de respeto en el que reconoce a Homero como primer maestro –no sólo
de los poetas trágicos, sino de todos los griegos– hace todavía más significativo el hecho de que
combata a la poesía y sus efectos, sin tregua. A sus ojos ningún hombre debe ser honrado por encima
de la verdad, y el poeta era, ante todo, un productor de mentiras.
En “Hay que expulsar a los poetas de la República”, un texto recogido en Utopía y desencanto (2004),
Claudio Magris recuerda que Platón, al hacerse discípulo de Sócrates, quemó una tragedia
que acababa de escribir. La anécdota no es insignificante si pensamos que poco tiempo antes de
hacerlo había pensado presentarse con ella a uno de los certámenes literarios más importantes
de Atenas. Este detalle demuestra que lo que motivó a Platón a destruirla no fue el considerarla una
pieza mal acabada –si no estuviera satisfecho con su valor poético ¿por qué pensar en concursar?–,
sino inmoral.
Detrás de la aporía platónica hay una convicción ético-política: en el momento que opta por
seguir el camino de Sócrates y consagrar su vida a la filosofía y la búsqueda de la verdad, le resulta
incompatible considerar a la literatura como hasta entonces lo hacía. Por más que disfrutara la obra
de Homero y otros poetas trágicos, estaba convencido de que no existía ninguna buena razón para
darle un lugar en el Estado que intentaba confeccionar (Magris, 2004, p. 23).

24
la herida platónica y sus aporías

A partir de esta renuncia personal no sólo sabemos que las palabras y las imágenes importan a
la política, sino también que detrás del censor suele esconderse un profundo devoto. Si algo revela
su contradictorio gesto –como los de tantos otros defensores de la censura que le han secundado
después– es que es plenamente consciente del poder que tiene la imaginación y el simulacro para
la vida pública. De otra forma, ¿para qué molestarse en quemar o censurar un texto? ¿Por qué
condenar a un poeta al destierro?
En ese hilo delgado que separa al inquisidor del admirador se devela la profunda contradicción
de un filósofo que es autor de una prosa que se distingue por su ritmo y dramatismo. Los diálogos
platónicos embriagan y trasladan al lector como sólo puede hacerlo la buena literatura. Se trata de
una prosa repleta de imágenes y alegorías que a Platón le resultan imprescindibles para fundamentar
sus premisas. Basta releer cómo narra los momentos finales de la vida de Sócrates en el Fedón para
asombrarse de la aporía que supone leer a un filósofo que, a pesar de sí mismo, escribe con los recur-
sos y el talento de un dramaturgo. Platón no duda en hacer uso de su gran habilidad narrativa para
acercarnos a ese conocimiento que juzga como verdadero, mientras niega y condena la fiabilidad de
la poesía. En el Fedón, Platón intuye que necesita la tensión dramática para transmitir el último gran
gesto y la lección ético-política de su maestro. Para Magris, la elocuente contradicción platónica
es una prueba de cómo las verdades filosóficas, religiosas o políticas se entrelazan inevitablemente
con las esperanzas, los miedos y los deseos de los autores:

Todo esto hace al arte nocivo para la formación del individuo –al menos para Platón, que sin
embargo amó como pocos su encanto, su fuerza de arrastre y transfiguración, su capacidad de ver
los demonios y los dioses, su “divina manía” que celebra en el diálogo lon, dedicado a un aedo.
Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla
en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta el arte,
la literatura. (Magris, 2004, pp. 24 y 25)

Necesitamos el poder comprensivo de la literatura para interpretar nuestra existencia y aproxi-


marnos a las razones de sujetos de carne y hueso. Platón, el poeta, es conciente de ello, de lo contrario,
cómo explicar que contradiga a su maestro –rabiosamente ágrafo– al poner por escrito sus lecciones
y dramatizar su muerte. En este sentido, Alberto Manguel no se equivoca cuando menciona que
poco importa si Platón adaptó las ideas de Sócrates a las suyas propias o si atribuyó a su maestro
palabras que en realidad nunca pronunció. Lo que interesa es que, para nosotros los lectores,
Sócrates es el personaje que Platón nos presenta:

Quizás el Sócrates de los diálogos sea un portavoz de Platón mismo pero, en la realidad del texto,
Sócrates posee una coherencia, una personalidad, una voz absolutamente propia. Es de sobra cono-
cido que Platón ha sido reclutado por los filósofos profesionales y pertenece, obligatoriamente, a la
historia de la filosofía; sin embargo, para el lector desprejuiciado, su verdadero lugar está entre los
grandes creadores de personajes literarios, colega de Shakespeare, de Cervantes, de Dostoievski,
de Flaubert. No sé si no es equivocado leer el discurso de Sócrates como equivalente al de

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enrique díaz álvarez

Platón como sería equivocado leer el discurso de Hamlet como el de Shakespeare y el del príncipe
Mishkin como el de Dostoievski. Lo cierto es que no tenemos manera de cotejarlo, ya que Sócrates
casi no existe fuera de los textos platónicos, y Platón tampoco. (Manguel, Letras libres, 2012).

Quizá habría que ir todavía más lejos y admitir, como sugiere Giorgio Colli (1994), que hemos
malinterpretado el origen de la filosofía y distorsionado su lugar e historiografía:

Platón llama “filosofía”, amor a la sabiduría, a su investigación, a su actividad educativa, ligada


a una expresión escrita, a la forma literaria del diálogo. Y Platón contemplaba con veneración el
pasado, un mundo en que habían existido de verdad los “sabios”. Por otra parte, la filosofía pos-
terior, nuestra filosofía, no es otra cosa que una continuación, un desarrollo de la forma literaria
introducida por Platón. (p. 11)

En cualquier caso, Platón no es el único pensador que, al intentar optar entre filosofía y poesía,
cae en una contradicción significativa; irreconciliable. A partir de su renuncia y agravio, son diversos
los filósofos y escritores que se han visto obligados a tomar posición y defender, contra Platón, la
expresión literaria y artística del logos.

Sobre la aporía nietzscheana

El 18 de febrero de 1870, Nietzsche pronunció en Basilea una conferencia titulada “Sócrates y la


tragedia” (1996) en la que realiza una crítica contundente al racionalismo que Sócrates heredó a
Occidente. Arremete contra sus discípulos –en concreto contra Platón y Eurípides, aunque consi-
dera a este último más pensador que poeta– por haber acabado con la tragedia griega. Entre otras
cosas, los acusa de atentar contra el mito y haber generalizado esa ingenua convicción de que todo
debe ser consciente para ser bello o bueno (Nietzsche, 1996, p. 221).
Pocos meses después de pronunciar esa conferencia, Nietzsche escribe su obra El nacimiento de la
tragedia (1996) en la que, además de desarrollar la célebre duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco
en el arte, profundiza su crítica al racionalismo excluyente y miope. Entre otras cosas, Nietzsche
culpa al socratismo estético, de amplia difusión en el mundo moderno, por su desprecio al arte
trágico. Le reclama por considerarlo un arte lisonjero e inútil que sólo representa lo agradable.
La ira de Nietzsche se dirige al hombre teórico “el cual está equipado con las más altas fuerzas
cognoscitivas y trabaja al servicio de la ciencia, cuyo prototipo y primer antecesor es Sócrates”
(Nietzsche, 1996, p. 146). Está convencido de que la cultura y vocación científica aleja al conoci-
miento de la vida, y que a partir de instaurar esa distancia se ha negado el instinto, el sufrimiento,
el dolor que nos enseña y es consustancial.
En ese texto fundacional, no es casual que Nietzsche también rescate y critique la exigencia de
Sócrates a sus discípulos de abstenerse rigurosamente de los atractivos y embustes de la poesía; no
sólo lo critica, también lo culpa de orillar a Platón –a quien nunca deja de calificar como joven poeta
trágico– a quemar sus poemas para convertirse en su alumno. La bella paradoja, sugiere Nietzsche,

26
la herida platónica y sus aporías

es que la fuerza de la poesía no sólo combatió la prohibición y resistió esas máximas socráticas que
buscaban asfixiarla, sino que terminó por encontrar posiciones nuevas, hasta entonces desconocidas,
en el quehacer de ese discípulo manipulado:

[...] él, que en la condena de la tragedia y del arte en general no quedó ciertamente a la zaga del
ingenuo cinismo de su maestro, tuvo que crear, sin embargo, por pura necesidad artística, una
forma de arte cuya afinidad precisamente con las formas de arte vigentes y rechazadas por él es
íntima. El reproche capital que Platón había de hacer al arte anterior –el de ser imitación de una
imagen aparente, es decir, el pertenecer a una esfera inferior incluso al mundo empírico–, contra
lo que menos se tenía derecho a dirigirlo era contra la nueva obra de arte y así vemos a Platón
esforzándose en ir más allá de la realidad y en exponer la idea que está a la base de esa seudorrea-
lidad. Mas con esto, el Platón pensador había llegado, por medio de un rodeo, justo al lugar en
que, como poeta, había tenido siempre su hogar y desde el cual Sófocles y todo el arte antiguo
protestaban solemnemente contra aquel reproche. Si la tragedia había absorbido en sí todos los
géneros artísticos precedentes, lo mismo cabe decir a su vez, en un sentido excéntrico, del diálogo
platónico, que, nacido de una mezcla de todos los estilos y formas existentes, oscila entre la narra-
ción, la lírica y el drama, entre la prosa y la poesía. (Nietzsche, 1996, p. 120)

Nietzsche devela una profunda ironía: la célebre renuncia orilló a ese alumno aventajado a crear
una obra filosófica híbrida y sorprendentemente narrativa. A pesar del optimismo teórico de Sócrates
que le hace creer en la posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas; de su intento por reducir
el saber a la explicación; de su terca vocación que le impulsa a establecer una separación tajante
entre el conocimiento verdadero y la apariencia, y conceder al saber y el conocimiento el grado de
medicina universal, Sócrates resultó ser el gran renovador involuntario e indirecto de la tragedia
griega (Nietzsche, 1996, p. 129).
Nietzsche no duda en afirmar que el diálogo platónico fue la barca en que “se salvó la vieja poesía
náufraga”; esto es, Platón fue el que realmente legó a la posteridad el prototipo de una nueva forma
de arte: la novela (Nietzsche, 1996, p. 121).
Incluso sugiere que la misma experiencia vital de Sócrates, a quién Nietzsche llama sarcástica-
mente “el héroe dialéctico del drama platónico”, permite poner en duda la inquebrantable y miope
fe racionalista.
La contradicción platónica empuja a preguntarnos si realmente existe una relación antagónica
o antípoda entre el conocimiento lógico y científico, y la poesía; entre el pensamiento y la vida.
Nietzsche intuye que Sócrates, aquel lógico despótico, tenía un sentimiento de vacío, una laguna,
un deber desatendido frente al arte. Piensa que una prueba de esa ambivalencia es la frecuencia con
que el reproche se le presentaba vívidamente en sus sueños. Cuando Sócrates enfrentaba la condena
de muerte en la cárcel les cuenta a sus amigos un sueño recurrente que le perturbaba. En dicho
sueño, una voz le susurraba al oído una y otra vez: “Sócrates, cultiva la música”.
Hasta el final de sus días, Sócrates trata de convencerse de que el filosofar es el arte supremo de
las musas y que ninguna divinidad le invitaría a cultivar esa música popular. La cuestión es que el
sueño sigue visitándolo puntualmente, ajeno a su voluntad y consciencia. Esa voz se repite noche

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enrique díaz álvarez

tras noche en su celda, hasta que un buen día Sócrates se deja tentar por el susurro y cultiva aquella
música que tenía en tan baja estima, “con esos sentimientos compone un proemio en honor de Apolo
y pone en verso algunas fábulas de Esopo” (Nietzsche, 1996, p. 123).
No le falta razón a Nietzsche, nada como el sueño de sus últimos días para advertir el nacimiento
de un Sócrates artístico. Parte de la grandeza de El nacimiento de la tragedia gira en torno a sacudir
la soberbia y estrechez de la ciencia. En demostrar la aporía que encierra una lógica que se “enrosca
sobre sí misma y acaba por morderse la cola” (Nietzsche, 1996, p. 124).
La cuestión es que tampoco pasa inadvertido que Nietzsche defienda el arte, la imaginación
y el instinto como uno de esos hombres teóricos que tanto le irritan. Thomas Mann (2000), un
admirador confeso de su obra filosófica, resalta la profunda contradicción de Nietzsche al defender
a la poesía y la música frente a la lógica, con la fuerza de los conceptos y los argumentos:

Durante su vida entera Nietzsche estuvo maldiciendo del “hombre teórico”. Pero él mismo es ese
hombre teórico par excellence y en estado puro. Su pensamiento es genialidad absoluta, imprag-
mática hasta el máximo, carente de toda responsabilidad pedagógica, profundamente apolítica;
es, en verdad, algo que no tiene ninguna relación con la vida, con la amada, defendida vida, con
la vida que él ensalzó por encima de todas las demás cosas. (p. 132)

En defensa de Nietzsche, Mann matiza que la prosa filosófica de éste sacude como los viejos
mitos. No le falta argumento. Lejos de rehuir a los instintos, la vida y la poesía en favor de la razón,
Nietzsche los introduce en su filosofía con la fuerza de una percusión. El resultado también es
música. Basta leer sus aforismos para sentir como retumban, estremecen.
La prosa de Nietzsche intenta reivindicar el ritmo e instinto vital y creador que el racionalismo
socrático-platónico ha velado. Repatriar al poeta errante. La grieta que abrió Nietzsche al develar la
crisis de la modernidad y sus valores –entre ellos la forma de hacer ciencia anteponiendo la verdad
a la vida– es un referente claro e ineludible para todos aquellos pensadores que hoy en día buscan
dar lugar a los efectos de la compasión trágica en la ciudad.

Sobre la razón que hospeda y conmueve

La expulsión de los poetas de la República de Platón radicalizó la vieja discordia entre filosofía
y poesía. Esa brecha, que se agudizó con el racionalismo cartesiano, ha dejado enormes secuelas
epistemológicas en la tradición occidental. El peso de esa condena puede rastrearse hasta nuestros
días. Sólo hace falta ver cómo las ciencias sociales suelen negar a la imaginación como forma de
conocimiento legítima. Hoy en día la estela de la herida platónica puede rastrearse cuando se dis-
tingue a la concepción científica, cuantitativa y comprobable, de un falso saber que nos hace ver lo
que no hay, lo que no existe, o lo que no importa. Un saber que explota las sensaciones y las apa-
riencias para hechizarnos y entretenernos como si fuéramos niños.
Pocos pensadores han hurgado más en la herida platónica y sus consecuencias para la compren-
sión de lo humano, que María Zambrano. Parte importante de su proyecto intelectual radica en
pensar un espacio de relación que reconcilie a la filosofía y la poesía. Como en el caso de Sócrates

28
la herida platónica y sus aporías

y Nietzsche, la vida de la filósofa malagueña bien puede narrarse como una tragedia. Zambrano
padeció la guerra, la persecución política y un largo destierro. Fue parte de una generación que
atestiguó el sacrificio y la eliminación de masas en campos de concentración “de nombre innecesario
de recordar, por inolvidables” (Zambrano, 2006, p. 123).
Por más que el pensamiento de Zambrano no suela detallar el horror mundano, no está distan-
ciado del contexto histórico y su vivencia. Al contrario. Parte de lo que hace extraordinaria su obra
es el sentido que dota a la experiencia personal frente a esa historia que se revela como tragedia.
La razón de Zambrano, lejos de ser ahistórica, es sentida, de carne y motivo. A lo largo de sus más
de cuarenta años en el exilio, Zambrano pensó en forma aguda a partir de su propia dislocación.
No es casual que Filosofía y poesía (2006), la obra en la que explora con profundidad el enfrenta-
miento entre ambos campos, haya sido escrita en el otoño de 1939 durante su periplo en Morelia.
En ese texto, que Zambrano califica como nacido –y no se equivoca, porque al leerlo resuena el
temblor y dolor de un parto–, explora la aporía platónica ya advertida por Nietzsche:

En Platón el pensamiento, la violencia por la verdad, ha reñido tan tremenda batalla como la poesía;
se siente su fragor en innumerables pasajes de sus diálogos; diálogos dramáticos donde luchan las
ideas, y bajo ellas otras luchas aún mayores se adivinan. La mayor quizá es la de haberse decidido
por la filosofía quien parecía haber nacido para la poesía. Y tan es así, que en cada diálogo pasa
siquiera rozándola, comprobando su razón, su justicia, su fortaleza. Mas también es ostensible,
que en los pasajes más decisivos, cuando parece agotado ya el camino de la dialéctica y como un
más allá de las razones, irrumpe el mito poético. (Zambrano, 2006, p. 18)

No es extraño que el autor explore el problema del conocimiento, en particular el realojar a la


literatura y la poesía, en una época en la que el horror llegó de la mano de un racionalismo ciego y
soberbio. Desde la orfandad del exilio, Zambrano es testigo de una Europa –y con ella del racio-
nalismo occidental– que terminó perdiendo el rostro. Le duele pensar que en sus ciudades se haya
juzgado, condenado, desterrado y asesinado apelando a la razón, al progreso, a la uniformidad.
Y es que, como Adorno y Horkheimer plantearon en Dialéctica de la Ilustración, no se puede ignorar
que Auschwitz y otros campos de exterminio fueron resultado de una instrumentalización del
conocimiento y fe sobre el dominio de la naturaleza que se tornó delirante (Adorno y Horkheimer,
2009, p. 97).2
Zambrano sospecha que la decadencia de la cultura occidental está ligada a la tiranía de una
racionalidad abyecta que expulsó de sí al mito y la poesía. Eso explica que en una coyuntura seme-
jante examine, con tanta fuerza y detenimiento, el célebre desencuentro entre filosofía y poesía. En la
genealogía que este autor ofrece, a partir de Platón el mundo se dividió surcado por dos caminos;
por un lado el pensamiento quedó asignado al camino de lo claro y lo ordenado. La filosofía se
erigió como un saber optimista y ambicioso que parte de la admiración, la manquedad, y persigue

2
No es casual que en este texto Theodor W. Adorno y Max Horkheimer reflexionen, a partir de la historia de
las sirenas y otros pasajes de la Odisea, sobre el significativo nexo entre el mito, el trabajo racional y el exceso de la
Ilustración.

29
enrique díaz álvarez

la unidad por medio de un método que gira en torno a la interrogación permanente y la búsqueda
de una verdad universal. El camino de la poesía es diferente; no se distingue por la búsqueda de
unidad y perspectiva, sino que está marcado por el encuentro. Más que en el método, confía en el
hallazgo, por lo que lejos de tratar de modificar o renunciar a la diversidad se apega y deleita con ella.
Observa, toca y siente. La poesía se sabe ella misma contradicción y no busca dotar de principio;
forma un mundo que parece resistirse al orden (Zambrano, 2006, pp. 13-27).
Más allá del diagnóstico detallado, el mérito de Zambrano radica en explorar el intersticio entre
ambos saberes. De alguna manera intuye que la forma de zanjar la herida abierta entre la literatura
y el pensamiento parte de comprender y visibilizar su interdependencia. A la luz de la crisis de
la modernidad –una crisis encarnada en la agonía y desolación de la Europa de la posguerra, y el
fracaso estrepitoso del racionalismo ilustrado–, el autor aboga por una concepción más abierta, sen-
sible y plural de la razón. La reconciliación entre ambas disciplinas queda explícitamente enunciada
en esa categoría que Zambrano, siguiendo la estela de Nietzsche y contemporáneos como Machado
y Ortega y Gasset, denominó como razón poética:

Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo
para captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluyente, movediza, la radical heterogeneidad
del ser. Razón poética, de honda raíz de amor. (Zambrano, 2006, p. 177)

El gesto integrador de Zambrano resulta significativo porque da lugar a la literatura (y al arte)


como una forma de conocimiento legítima e insustituible. Al hospedar a la poesía defiende la
potencia de pensar con las entrañas, con la imagen, con el resto. Se trata de un logos cálido, encarnado,
piadoso y felizmente degenerado por las vivencias y emociones que también nos constituyen como
sujetos. Es como si Zambrano necesitara fundamentar la repatriación de la poesía, en tanto forma
de conocimiento, para saldar cuentas y comprender su propio destierro, su propia contradicción,
la ruina de su tiempo.
Pocos pensadores como este autor son tan conscientes que en todo exilio hay algo de sacro e
inefable que necesita ser descubierto, y que esa revelación –término que la filosofía significativamente
confinó exclusivamente al campo religioso– no es reductible al análisis lógico, ni a la explicación
científica o filosófica. La posibilidad de revelar tiene que ver más con el atisbo, con el fulgor, con la
intuición y un develamiento que está íntimamente ligado a la poesía. (Zambrano, 2014, p. XXXVIII)
La potencia de la literatura está ligada a este fulgor revelador que intuye Zambrano. Giorgio
Agamben parte de este resplandor común, este fuego que sólo puede ser relatado, para defender que la
poesía y la filosofía no son campos incomunicados, sino dos fuerzas que atraviesan el campo del
lenguaje humano y están destinadas a cruzarse: “Aquello que la poesía acomete con la potencia de
decir, la política y la filosofía deben acometerlo con la potencia de actuar” (El País, 22 de abril de 2016).
Ya no sólo es que este filósofo insista en que ambos saberes no pueden separarse –lo que muestra
para él, que Hölderlin se haya refugiado en la filosofía o que Heidegger haya intentado convertirse
en poeta– sino que devela el sitio clave que la filología tiene para la filosofía:

30
la herida platónica y sus aporías

[...] no se puede separar el amor por el lenguaje (filología) del amor por la sabiduría (la filosofía).
Un filósofo es siempre un filólogo. Y si éste intensifica su campo de trabajo tiene que volverse
filósofo, como ocurrió con Nietzsche. La filología no es sólo una doctrina que se imparte en
las universidades. Está relacionada con el propio devenir del hombre. Es como una memoria
de la antropogénesis, de lo que hay de humano y de inhumano en el hombre (El País, 22 de abril
de 2016).

Esta necesidad de explorar lo humano y lo inhumano en el hombre la experimentó intensamente


Primo Levi al verse en libertad. Habría que preguntarse, por ejemplo, qué tanto comprenderíamos
de la liberación de Auschwitz sin aquel pasmo con el que Levi y Charles recibieron a los cuatro
soldados rusos. En este sentido, cómo no pensar en el apremio de Levi de testimoniar y relatar lo
incomprensible sin intuir que “sólo podemos acceder al misterio mediante una historia” (Agamben,
2016, p. 13). Es justamente en esta capacidad para develar donde radica la necesidad de hospedar
a la metáfora en una razón más integradora y sentida que permita juzgar hechos que, como el
comportamiento de víctimas y victimarios en los campos de exterminio, resisten una lectura simple
o reduccionista.
Uno de los casos más evidentes en los que ha encontrado eco la apuesta reconciliadora de
Zambrano está en la filosofía de Reyes Mate. Este filósofo contemporáneo propone un modelo
de razón compasiva que no parte de lo abstracto, sino de la condición humana: “la razón no es neutra,
ni impasible, ni atemporal. La razón, como esos rostros apergaminados de quienes han vivido mu-
cho, está surcada por las arrugas y cicatrices que ha ido dejando la vida” (Reyes Maye, 2008, p. 25).
Como Agamben y otros autores que han dedicado parte de su obra a explorar la actualidad moral
y política después de Auschwitz, Reyes Mate critica el hecho de que, en su obcecado intento de
tener valor universal, la filosofía haya intentado alejar a la razón de las inclemencias del tiempo y el
espacio en su aspiración de ser atemporal e ilocalizable.
La vocación de una razón más poética y sentida conlleva una dimensión ética, política y epis-
temológica que conviene reconsiderar en tiempos en los que se experimentan nuevas formas de
violencia, racismo y amplios desplazamientos humanos. Se trata finalmente de una razón que burla
las fronteras que impiden reconocer y aprehender la vulnerabilidad en una época en la que el
estado de excepción no deja de generalizarse en sociedades como la mexicana. La posibilidad de
contrarrestar las actuales políticas de odio y resentimiento entre extraños no parece ser posible sin
advertir el carácter contingente e histórico de los propios valores, lo que exige cultivar una razón que
tienda la mano a la metáfora y la imaginación. Una razón que hospede y explore, descaradamente,
el misterio y la complejidad de lo humano.

31
Bibliografía

Adorno, T. W. y Horkheimer, M. (2009). Dialéctica de la Ilustración. Madrid, España: Trotta.


Agamben, G. (22 de abril de 2016). El ciudadano es para el Estado un terrorista virtual. El País. Recu-
perado de http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/19/babelia/1461061660_628743.html
——— (2016). El fuego y el relato. Ciudad de México, México: Sexto Piso.
Colli, G. (1994). El nacimiento de la filosofía. Barcelona, España: Tusquets editores.
Magris, C. (2004). Utopía y desencanto. Barcelona, España: Anagrama.
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Reyes, M. (2008). La herencia del olvido. Madrid, España: Errata Naturae.
Zambrano, M. (2014). El exilio como patria. Barcelona, España: Anthropos.
——— (2006). Filosofía y poesía. Ciudad de México, México: Fondo de Cultura Económica.

32
Biografía, curriculum vitae, rebeldes

Hugo Enrique Sáez Arreceygor1

¿Será la posverdad la verdad de la política?

Sin interrupción, día con día se acuñan nuevos nombres para designar este “tiempo indigente” en el
que nos impacta una crisis tras otra. A partir de ciertos fenómenos recientes se comenzó a divulgar
un nuevo nombre caracterizado con el término posverdad,2 el cual hace referencia a la imposición
sistemática en la propaganda política de ciertos discursos, de información deliberadamente falsa, con
el fin de inducir en las masas conductas contrarias a los intereses de los sectores medios y pobres,
que terminan obedeciendo a las plutocracias ultraconservadoras. Retorna a la memoria el caso de
los sofistas griegos expertos en retórica basada en mentiras, y también la neolengua de Orwell, en
la que libertad significaba esclavitud.
El proceso de desinformación y la guerra psicológica en el Reino Unido se manifestó cuando se
votó a favor del brexit; en Estados Unidos cuando Donald Trump triunfó en las elecciones presi-
denciales; en América Latina con los gobiernos neocoloniales de Argentina y Brasil, y en Europa
con el ascenso del racismo, entre otros fenómenos.
En suma, aparecen nuevas formas de identidad asociadas a la influencia mediática, que se
refuerzan en el espacio físico de las sociedades debido a la fragmentación social existente. Por tanto,
la antigua teoría de las ideologías no capta las nuevas estrategias de cooptación de la voluntad de las
masas, por lo que se requiere una explicación original que no dependa de señalar cómo se transgrede
una verdad referencial contenida en el discurso, sino una con la cual se puedan desmadejar los
mecanismos en que se apoya su efectividad pragmática.
Con ese propósito se examina a continuación el papel que desempeñan las biografías escritas y
mediáticas como elemento simbólico conformador de la identidad. De forma paralela se exponen
las estrategias de reclutamiento empresarial por medio del curriculum vitae y el coaching, mecanismos
que engendran máscaras sociales para navegar en el mar de la economía y desempeñan un papel
reforzador de los valores difundidos vía el espectáculo. El resultado de la sutil propaganda política

1
Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). Universidad Autónoma
Metropolitana, Unidad Xochimilco (México).
2
Según el diccionario Oxford, el término posverdad expresa situaciones “que se refieren o denotan circunstancias
en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que los llamamientos
a la emoción y las creencias personales”.

[ 33 ]
hugo enrique sáez arreceygor

es conformar una ética de la arbitrariedad, en la que sea legítimo imponer cualquier deseo si se
cuenta con los medios materiales suficientes.
Frente a este panorama considero que hay biografías dignas de apoyarse para construir una ética
alternativa a la versión hegemónica, que ya fue utilizada en periodos históricos anteriores desde la
perspectiva rebelde de los movimientos contestatarios.
La época de la descarada posverdad pone en cuestión la identidad del sujeto frente a la repre-
sentación y la volición propia, ya que lo convierte en alguien representado en forma inadecuada o
contraria a sus intereses, lo cual se obtiene influyendo sobre un aparato emocional en crisis con el
fin de condicionar su voluntad y su percepción.

La lectura del mensaje se descifra desde distintos códigos

Cabe puntualizar que una imagen cualquiera no tiene validez en sí misma, sólo la tiene en un con-
texto determinado; y puede moverse por distintos círculos de valor en los que es objeto de lectu-
ra e interpretación. Nos referimos, por ejemplo, a la imagen de enemigo externo que en Estados
Unidos y en Europa se ha construido para denostar al extranjero como fuente de violencia y como
alguien que aprovecha, sin tener derecho a ello, los recursos que son propiedad de los nacionales.
En sus diversas versiones esa imagen contiene un mensaje de amenaza que atrae la atención de
los receptores hacia “el invasor”, al que es necesario expulsar, con lo cual las elites económicas y
políticas se exculpan.
Por su parte, cada contexto tiene sus propios códigos de recepción. Los creadores de campañas
propagandísticas profesionales estudian un mercado político específico y producen spots adecuados
a la interpretación prevaleciente en dichos contextos. Por ende, la conducta ajustada a esa interpre-
tación torna “verdaderos” los mensajes distorsionantes de la realidad económica, social y política.
En países de América Latina, principalmente, se construye la figura de una amenaza que proviene
del interior calificando a actores políticos como “populistas”, pese a la heterogénea ambigüedad del
término. Luego, la verdad referencial es suplantada por otro tipo de “verdad”, reflejada en conductas
manifestadas en elecciones presidenciales o en un referéndum. En todos los casos la efectividad del
mensaje se garantiza por la función nominativa; es decir, porque el emisor habla “en nombre” de
algo. Trump se dirigía a los electores en nombre de la “grandeza perdida de Estados Unidos” y
sus consecuencias sobre el desempleo en ciertos estados del país.
En este escrito se examina la elaboración y difusión de la biografía como un elemento central
para identificar una concepción del mundo que se adopta como símbolo de reconocimiento en el
terreno social. Durante mi infancia observé que en cualquier puesto de revistas se vendían histo-
rietas que narraban biografías de santos. En la escuela aprendíamos la heroica vida de los hombres
que nos dieron patria, elemento utilizado por el Estado para adoctrinar a las masas, aunque en la
interpretación de la historia nacional siempre se enfrentaban la versión oligárquica y la popular.
Como fin, en las películas se remarcaba el amor y la violencia para atraer a niñas y varones. Unas
querían ser princesas, otros cowboys o indios.

34
biografía, curriculum vitae, rebeldes

Con todo, la lectura de la biografía es determinada por los códigos del contexto en que se
difunde, de modo que el significado de las mismas imágenes se distingue en función del desti-
natario del mensaje elaborado. Así, el significado de la muerte que trasplantó el catolicismo de la
Contrarreforma en México se modificó a raíz de las creencias indígenas vigentes en el extenso
territorio conquistado. De esta manera, la conmemoración de la fecha de los difuntos discrepa entre
Tzintzuntzan y Milán, por ejemplo.

El curriculum vitae como la máscara del trabajador

En muchas actividades profesionales –y no profesionales– se requiere presentar un curriculum vitae3


bien confeccionado, en el cual el sujeto refleje sus antecedentes laborales para apoyar su solicitud de
ingreso a un puesto de trabajo, o bien, su aspiración a obtener un cargo, un premio o un recono-
cimiento. Conozco a un filósofo narcisista que optó por mandar a imprimir un pequeño libro con
su currículum. No he tenido la curiosidad de enterarme la versión por la cual se halla transitando
dicha obra o selfie intelectual. En contraste, al elaborar una biografía a menudo se asume un estilo
que refleja intimidad en relación con la vida de un individuo o de un grupo social. En ambos casos
es posible rastrear los estrechos vínculos entre las ciencias sociales y la literatura. Una primera dife-
rencia estriba en el hecho de que el curriculum vitae se destina a un mercado laboral, mientras que
la biografía literaria se enfoca a un público que atraviesa los siglos.

La biografía literaria es mi sombra

En consecuencia, cuando el autor de la biografía se enfoca en las letras, no necesariamente


persigue el objetivo de narrar la crónica de un personaje específico; como ocurre, por ejemplo, con
Siddhartha de Hermann Hesse, o con Werther de Goethe. Lo que deseo enfatizar es que en el inte-
rior de una trama novelesca o teatral se contienen numerosos elementos que relatan asuntos singu-
lares de sus personajes y el escenario en que se desenvuelven. Así, la lectura de libros de Gabriel
García Márquez y/o de Juan Rulfo aporta datos de una precisión cualitativa, digna de la mejor
etnografía. El drama de Hamlet se detiene en expresar sentimientos decisivos de sus actores.
De hecho, la popularidad de la figura de Edipo, rey de Sófocles, se ha obtenido merced al psicoa-
nálisis de Freud. Con cierta confusión respecto de la conducta desordenada de su hijo, una pacien-
te le confiesa al pediatra lo que ella sospechaba: “tengo la impresión de que anda mal del Edipo”.
La ciencia política se ha enriquecido analizando caciques y déspotas descritos con minuciosidad
en el teatro y en la novela de diversas épocas (evoco Tirano Banderas). A su vez, El proceso de Franz
Kafka y otros relatos suyos muestran los entresijos de un poder anónimo por encima de los rostros
sonrientes que adoptan los funcionarios en turno.4

3
Relación de los títulos, honores, cargos, trabajos realizados, datos biográficos, etcétera, que califican a una
persona. Definición del Diccionario de la lengua española, RAE.
4
“¿De qué se ríe, señor ministro?”, se interroga Mario Benedetti con ironía en uno de sus poemas.

35
hugo enrique sáez arreceygor

En la poesía se halla la fuente de muchas investigaciones lingüísticas. En particular, Roman


Jakobson (1985, p. 347 ss.) diseñó su teoría de la comunicación a partir de identificar la función
poética del lenguaje mediante el análisis de una frase de la campaña presidencial en Estados Unidos
(I like Ike).5 Jean Valjean, el personaje de Los miserables (1862), fue condenado a galeras por treinta
años a causa de haber robado un pan. ¿No constituye un suceso de este tipo una fuente de inspiración
que removería las vagas ideas adquiridas respecto de la justicia?
Las cárceles continúan albergando a individuos que han cometido hurtos similares al mencio-
nado, mientras que delincuentes de guante blanco caminan impunes por las calles. En las prácti-
cas de campo que durante años llevé a cabo con estudiantes resultó muy útil recomendarles una
lectura literaria previa relacionada con el tema a investigar. A menudo la observación directa de
las comunidades se entorpece porque el observador se comporta de acuerdo con categorías inge-
nuas o románticas sobre las relaciones sociales. Bachelard diría que las mencionadas páginas
novelescas engendran un corte epistemológico (Bachelard, 1974, p. 45).
En síntesis, sería largo enumerar los lazos que unen a disciplinas que hoy se clasifican separadas
en las instituciones, aunque no dejan de retroalimentarse entre sí. Un creador de letras o de arte,
al igual que los científicos sociales, también investiga los objetos que incorpora a sus productos.
No los extrae de su pura subjetividad. Goya llegó a determinar, con la observación atenta, que
cuando los caballos galopaban había momentos en que las cuatro patas estaban en el aire de manera
simultánea, hecho que muchos años después se comprobó mediante la fotografía y la grabación
de videos.

Leonardo da Vinci inventó de todo

¿Qué ocurre con el curriculum vitae (CV)? La traducción literal de la locución latina, propuesta por
el Diccionario Panhispánico de Dudas, es “carrera de la vida”. El documento así presentado contiene
los datos propios del sujeto, resumidos, que abarcan desde su fecha y lugar de nacimiento, sexo y
estado civil, pasando por su escolaridad y formación académica, los conocimientos adquiridos y las
habilidades desarrolladas, los puestos de trabajo ocupados, los idiomas que domina, sus productos
u obras realizadas, hasta la información ad hoc para los fines perseguidos.
Un aspecto importante del CV es la certificación de la información contenida (títulos de escolari-
dad, constancias, diplomas, etcétera). En otras palabras, se trata de comprobar que los antecedentes
reseñados en el documento son auténticos. Luego, la “verdad” de un CV se soporta en documentos
institucionales. Por cierto, se considera que el primer CV del que se tiene noticia en la historia fue
escrito por Leonardo da Vinci en 1482, cuando a sus treinta años ofreció sus servicios a Ludovico
de Sforza, regente de Milán. Como se lee en el anexo 2, Leonardo prescinde de la mención de
sus obras artísticas por considerar que son datos particulares, no profesionales. Entre estos últimos

5
En efecto, el mero sonido de la rima no reflejaba referente alguno, mientras que “Ike” mencionaba el apodo
del candidato Dwight Eisenhower.

36
biografía, curriculum vitae, rebeldes

menciona su capacidad para construir puentes y cañones transportables, así como sus habilidades
en la arquitectura de edificios y, de manera elíptica, afirma que sabe pintar.
Quizá Leonardo nunca imaginó que esta sencilla carta de presentación devendría con el tiempo
en lo que hoy llamamos curriculum vitae. En la redacción de su texto se advierte que sólo considera
valioso enumerar las destrezas con las que cuenta como ingeniero experto en el diseño de armas de
guerra, por lo que deja de lado cualquier comentario sobre sus estudios previos o sus datos de filia-
ción biográfica. No aclara dónde ni con quién aprendió la competencia adquirida en esos terrenos.
Ahora bien, tampoco se remite a constancias institucionales que certifiquen la veracidad de las com-
petencias descritas con detalle. En vez de eso expresa lo siguiente: “Me declaro dispuesto a hacerle
una demostración en su parque o el lugar que prefiera. Vuestra Excelencia, a quien me encomiendo
con toda humildad”. La “verdad”, en este caso, se revela mediante la experiencia in situ.
En este último punto se evidencia que la actual certificación con documentos no existía, úni-
camente se empleaba la prueba experimental en terreno, practicada por Leonardo en persona.
Al parecer el éxito coronó sus esfuerzos, ya que fue aceptado para desempeñar el puesto, y durante
17 años trabajó al servicio del Duque en la ciudad de Milán.

De cómo nos convertimos en empresarios de nosotros mismos

Las empresas más poderosas del planeta han iniciado en el siglo XXI la contratación de personal
basándose en una gama de competencias concernientes a la movilidad de los puestos de trabajo.
Siguiendo esta tendencia, en la actualidad la educación de todos los niveles, de acuerdo con los
planes de estudio oficiales, se fundamenta en competencias, al tiempo que se demerita el estudio
de la filosofía y las ciencias sociales. En la actualidad, la redacción de los CV se ha convertido en
una rama de la retórica, y en las librerías se ofrecen manuales que compiten en elocuencia a la hora
de enseñar el arte de producirlos. Como es obvio, en una sociedad capitalista impulsada por una
intensa competencia en todos los rubros de la actividad humana, el plagio y la mentira acechan
incluso en la circulación de títulos y diversos documentos apócrifos.6 Por eso, para considerar váli-
dos los antecedentes contenidos en un CV, se intenta contener el engaño confiando en instituciones
certificadoras de calidad. Por ejemplo, no basta con declarar que se domina una lengua extranjera,
se deben incluir diplomas de instituciones reconocidas.
Existen testimonios de que en la década de 1930 se comenzó a tomar nota de las cualidades del
solicitante de un puesto de trabajo, aunque más bien se trataba de una ayuda para evaluar su perfil
y tomar una decisión al respecto. En el decenio siguiente, en Estados Unidos, se hizo habitual el
registro de la edad, la estatura, el estado civil, la religión y algunos hábitos. De esta forma se trazaba
un retrato más amplio del sujeto de marras. En los lejanos años cincuenta del siglo pasado, por
influencia de la incipiente Guerra Fría, los criterios de selección de personal se tornaron más rígidos,

6
En el periódico El Universal (20 de enero de 2014) se informaba que en las inmediaciones de la Plaza de
Santo Domingo, a escasas cuadras del Zócalo de la Ciudad de México, por seis mil pesos se podía obtener un título
universitario, una cédula profesional y una credencial de elector.

37
hugo enrique sáez arreceygor

y el CV asumió carta de ciudadanía. Desde el decenio de 1990, gracias al desarrollo de los medios
electrónicos, se empezó a disponer de sitios en internet que configuraron el actual mercado virtual
de la oferta y demanda de empleos, como el llamado Linkedin. En nuestros días, los profesionales
no sólo utilizan el formato PDF para escribir y enviar sus datos personales, también han hecho que
la presentación sea más sofisticada al optar por grabar un video que agilice la comunicación directa
con los empleadores.
El proceso de compra-venta de fuerza de trabajo se ha diversificado a tal punto que posibilita
contratar personal que se desempeñe a distancia. Por otra parte, las empresas han asumido estrate-
gias más agresivas en su organización interna, entre ellas destaca, en primer lugar, el muy exigente
diseño de perfiles y la búsqueda de talentos. Los perfiles responden a características definidas con
precisión a fin de eliminar candidatos con capacidades difusas. Una de esas características es la
edad, que para las personas en paro que rebasan cierto umbral (entre los cuarenta y cincuenta años)
se convierte en una barrera; otra es el uso de las nuevas tecnologías, ya que se anda a la caza de
talentos que puedan incorporar nuevas herramientas productivas. En segundo lugar, se privilegia el
coaching en el interior de la empresa para incorporar al individuo como sujeto productivo. En pocas
palabras, la herramienta fundamental para el condicionamiento del empleado es el conductismo.
La oferta de fuerza de trabajo está determinada por una demanda muy estructurada, que establece
una separación estricta entre “profesionales” (con ingresos elevados organizados en una pirámide)
y “personal dedicado al servicio de limpieza y tareas subalternas” (sometido a la supervivencia).

Vidas ilustres de los vagabundos

A continuación expongo un caso especial de biografía a fin de extraer conclusiones sobre el papel
que, en palabras de Mircea Eliade, desempeñan las “vidas ilustres” en la conformación de los “mitos
modernos”. La repercusión de estos objetos escritos o filmados repercute en la imaginación y en la
voluntad al configurar relaciones sociales. Afirma Mircea Eliade (2001):

Parece improbable que una sociedad pueda prescindir totalmente del mito, ya que de las caracte-
rísticas esenciales del comportamiento mítico –modelo ejemplar, repetición, ruptura de la duración
profana e integración en el tiempo primordial–, al menos las dos primeras son consustanciales
a toda condición humana. Así, no resulta difícil identificar lo que se ha dado en llamar, entre el
hombre moderno, la instrucción, la educación, la cultura didáctica, con la función que en las
sociedades arcaicas desempeñaba el mito. (p. 30)

El autor agrega más adelante “la continuidad mito-leyenda-epopeya-literatura moderna”, a la


que yo añado “sociedad del espectáculo”, aunque en el texto (publicado originalmente en la década
de 1950) se alude a las películas como fuente de inspiración para incorporar elementos míticos en
la conformación de las identidades colectivas. ¿Cómo inventa cada uno su propia identidad en busca
de sentirse singular a partir de modelos ejemplares? Es evidente que las figuras legendarias de
cualquier tipo cumplen una función esencial en ese proceso de imitar y repetir los caracteres selec-

38
biografía, curriculum vitae, rebeldes

cionados del modelo ejemplar, al insertar esos discursos en el cuerpo. Aun así, ¿qué escenarios sirven
de fondo a la conversión de un individuo en un sujeto?
Obras como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o 1984, de George Orwell, se clasifican como
distopías (según definición de la RAE: “Representación ficticia de una sociedad futura de carac-
terísticas negativas causantes de la alienación humana”), es decir, la construcción de un mundo
opuesto a las utopías, ya que estas últimas trazan los rasgos de un universo armónico en el que
la sociedad es justa y disfruta de un sistema de gobierno ideal. En la misma línea de elaborar un
objeto contrastante con el modelo, ¿es posible indagar el significado de una contrabiografía propia
de movimientos contestatarios, como fue el de los hippies en la década de 1960? La versión más
antigua de esta alternativa de una existencia autónoma, en Occidente, se halla en la vida del filósofo
cínico llamado Diógenes, perteneciente a la escuela filosófica conocida como “Los perros”. Una de
las justificaciones para dar a la escuela esta denominación genérica, según Aristóteles, obedecía a la
“indiferencia” que mostraban sus miembros en su forma de vivir y a que, al igual que los perros, co-
mían y hacían el amor en público, andaban descalzos y dormían en las calles. Otra razón es que culti-
vaban la impudicia o desvergüenza como cualidad superior a la vergüenza. La tercera es que eran
perros guardianes de su filosofía; y la última es que distinguían entre amigos y enemigos, y a estos
últimos les ladraban con ferocidad.

En un lenguaje moderno se puede expresar con pocas palabras lo que excitaba a los contemporáneos
de Diógenes: “negación de la superestructura”. Superestructura, en este sentido, sería aquello que
la civilización ofrece en tentaciones, seducciones confortables para atraer a los hombres al servicio
de sus fines: ideales, ideas del deber, promesas de liberación, esperanzas de inmortalidad, metas de
ambición, posiciones de poder, carrera, artes, riqueza. (Sloterdijk, 2003, p. 263)

Precisamente, la publicidad difundida por los medios de comunicación construye ese tipo de
“superestructura” ideológica, que se basa en un “mundo feliz” donde se hallan a la mano todos
los objetos para satisfacer las necesidades, en una tarjeta de crédito, por ejemplo. Como efecto de
estas condiciones, de la producción en masa se deriva un público con un alto grado de homoge-
neidad en cuanto a gustos y modo de vida. El consumo cultural define el estatus de los individuos
y de las masas, que se enfrentan en todos los terrenos para obtener los bienes que les otorgan el
reconocimiento social. Así, alguien que se siente deprimido no concurre a la iglesia sino al centro
comercial más cercano. Por supuesto, dichas conductas son condicionadas por el poder adquisitivo
de los sujetos, el cual determina su acceso a los objetos y/o a los rituales públicos que se convierten
en espectáculo como modelo y espejo de las multitudes que se vuelcan al escenario virtual. Como
afirma Debord (1974):

Toda la vida de las sociedades en que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia
como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes era vivido directamente se ha
alejado en una representación. (p. 5)

39
hugo enrique sáez arreceygor

En la práctica, la singularización de los sujetos sociales se obtiene mediante la apropiación de


objetos intransferibles, que son expulsados de la circulación mercantil y estructuran la conducta.
En su mayoría esas historias y los objetos que las integran se hallan en las pantallas de la televisión,
de internet y del celular. La vigencia del tatuaje revela ese tipo de singularidad sin precio, ya que
dicha inscripción refleja que ese preciso cuerpo es irrepetible. Sin la intervención de los medios
electrónicos no se hallaría tan difundido, y lo que en origen significaba singularidad se ha convertido
en el sello de individuos mecanizados en serie. Claro está que no toda singularidad conduce a la
liberación del sujeto. El tatuaje se aprecia en un universo indiferenciado y anónimo de personas que
lo adoptan como una moda. En una escena de la película Toy story, el juguete Buzz Lightyear, que se
creía guardia espacial real, cae junto a un estante de juguetes en que reposan cientos de muñecos
idénticos a él. Se vive en un sueño diurno que se apropia de la mente y de la percepción del sujeto.
Tal como se aprecia en el Segundo monólogo de Segismundo, de Pedro Calderón de la Barca:7

Sueña el rey que es rey, y vive


con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!):
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!

Sueña el rico en su riqueza,


que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Frente a la singularización estandarizada de sujetos sociales, expongo a continuación las claves


políticas y sociales que condujeron a Diógenes a elaborar una singularidad autónoma y social.

7
Célebre monólogo de Segismundo, al final de la segunda jornada en La vida es sueño, de Pedro Calderón de
la Barca.

40
biografía, curriculum vitae, rebeldes

Diógenes, el perro que muerde cuerpos y mentes

Platón y Aristóteles delinearon el pensamiento racional de Occidente. Platón lo hizo sosteniendo la


prioridad de las ideas abstractas como elemento para captar los hechos sensibles. Aristóteles fundó
la lógica, con sus categorías y con el principio del tercero excluido. En ambos casos la naturaleza
y la sociedad se concebían subordinadas a la comprensión por medio de los conceptos universales.
¿Y la singularidad? Una de las consecuencias de desarrollar las categorías inteligibles fue la
subsunción de las realidades individuales concretas a clasificaciones jerárquicas y cuantitativas.
En contrapartida, surge la rebelión frente al proceso de homogeneización y sometimiento de la
vida en el planeta.

1. Naturaleza y civilización

Diógenes fue autor de libros que se han perdido. Su filosofía es al mismo tiempo una biografía nove-
lada y una obra de arte escrita con su cuerpo y mente. ¿Cuándo se convierte en el pensador ambu-
lante que fue? Previamente se había obstinado por seguir las enseñanzas de Antístenes, un pensador
cínico, pese a que éste era un maestro reacio a los discípulos. Como se observa en este texto:

Aunque éste trató de rechazarlo porque no admitía a nadie en su compañía, le obligó a admitirlo
por su perseverancia. Así, una vez que levantaba contra él su bastón, Diógenes ofreció su cabeza
y dijo: “¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices
algo importante”. (Diógenes Laercio, 2013, p. 316)

Su obstinación puso a prueba la fuerza de carácter que poseía y Antístenes decidió aceptarlo
en su entorno. Diógenes adoptó una frugalidad de costumbres, pero a pesar de eso todavía no
se sentía filósofo, digamos que “la lamparita se le prendió” en una ocasión en que reposaba en la
calle, cubierto por su palio, en las cercanías de un lugar en que los poderosos de Atenas celebrarían
un banquete. Mientras masticaba una galleta marinera ambicionaba poseer mejores alimentos.
De pronto advirtió que,  junto a sus pies, un simple ratón devoraba con fruición las migajas que caían
al piso cuando masticaba la galleta. Comprendió que esa actitud de lamentarse y compadecerse de sí
mismo era detestable, y que necesitaba meditar sobre la situación en la que se hallaba y dejar de
soñar con bienes superfluos, porque hacerlo le provocaba el deseo constante de estar en otro lado.
Entonces reflexionó sobre sus planes de apoderarse de los restos de comida que dejaran los ricos
después de la fiesta. Le pareció que ambicionar esas sobras era miserable y lo deslumbró el hecho
de que el ratón consumiera las suyas. No fue una idea lógica la que operó ese cambio radical frente
a la sociedad y la naturaleza; el llamado a modificar su forma de actuar y de pensar surgió de su
propio cuerpo cuestionado.
Hay que precisar la diferencia entre persona común y personaje. Cuando a un niño, que es
una persona común, se le pregunta: ¿qué quieres ser cuando seas grande?, lo que responde, por
lo general, es que va a ser bombero, médico, policía, superhéroe, médico, peluquero o maestro.

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hugo enrique sáez arreceygor

Al responder así está modelando sus energías para asumir, en el teatro del mundo, un papel que le
gusta por algún atributo que captó en él. Al hacerlo elige al personaje que desea protagonizar en
su vida, aunque de adulto termine dedicándose a una actividad que ni siquiera había considerado.
Diógenes se asumió como un filósofo muy peculiar: en su conducta no mostraba diferencias
entre la persona privada y el personaje público, ni entre la mente y el cuerpo. El aprendizaje más
profundo se obtiene respondiendo al cuerpo, en principio, desconocido. La mente siempre está
dividida, vaga sin sentido y compara: ¿por qué ellos gozan esas ambrosías y yo debo conformarme
con una simple galleta? El cuerpo modifica la mente cuando emite sus propias señales. La mente
tiende a silenciar al cuerpo y a someterlo a horarios convencionales. Se come a tal hora, aun sin
hambre. El cuerpo tiene que intervenir para acallar los discursos que la mente repite todo el tiempo.
¿Quién no ha tratado de permanecer en silencio y de no seguir oyendo en algún lugar de su cerebro
el río incontenible de palabras? Sólo un cuerpo poderoso es capaz de detener ese diálogo interno
que parece venir de fuera y perseguirnos por dentro.

2. La escritura del cuerpo

Los cínicos se identificaban de inmediato por su cuerpo, que de continuo se transformaba, a dife-
rencia de los sofistas que ejercitaban la lengua conectada al cerebro para producir discursos convin-
centes aun con argumentos falsos. También eran distintos a quienes usaban la dialéctica verbal como
medio para el desarrollo de pensamiento verdadero. El trabajo del alma se beneficia del trabajo
sobre el cuerpo, y ello genera un compromiso con las tesis cínicas.
Con todo, el cuerpo no termina en la piel. Se requiere cubrirla de acuerdo con las esta-
ciones del año. Para Diógenes era suficiente el palio. Se requiere un lugar de residencia. Para
Diógenes el célebre tonel rodeado de perros servía de morada, casi idéntica a las casitas que hoy
se destinan a las mascotas modernas. Un báculo oficiaba de bastón de mando sobre sí mismo, el
cual se logra obedeciendo al deseo, incluso venciendo el pudor. Caminaba descalzo y en su morral
guardaba un tazón, que abandonó el día en que vio a un joven que empleaba las manos para beber
agua. La singularidad se construye día a día. Consumo diverso de consumismo. Menos necesidades
significan también menos dependencias y más libertad. La sed de propiedades engendra el miedo a
la pérdida de los bienes adquiridos –miedo que dio lugar al nacimiento de las compañías de seguros
en Londres–, y provoca que los sujetos envidien a quienes los superan en riquezas.
Varios pasajes de la existencia de Diógenes (a los que Hegel despreciaba reduciéndolos a la
categoría de anécdotas) reflejan esa forma de regreso a la naturaleza que practicaban los cínicos.
Si no tenía una pareja sexual en los momentos que le surgía el deseo –recuérdese su amistad con
prostitutas que no le cobraban– se masturbaba en la plaza, diciendo a quienes se escandalizaban
con su “impudicia” que si frotándose el vientre se le pasara el hambre, también lo haría. Un autén-
tico desafío a las hipócritas acciones de quienes hoy en día recurren a escondidas a los moteles.

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biografía, curriculum vitae, rebeldes

3. Banalidad del poder versus sujeción por el trabajo

La primera noticia que tenemos sobre la existencia de Diógenes, nativo de Sínope, hace referencia
a una falsificación de monedas. Su padre, Icesio, banquero para más datos, fue desterrado a Atenas
perseguido por la acusación de adulterar la moneda. Diógenes lo acompañó y Eubúlides opina que
fue él quien se encargó de hacer circular dinero falso. Notable metáfora. ¿En qué se diferencia el
dinero falso del auténtico, sea de papel, de metal o de plástico electrónico? O en última instancia, ¿no
es la moneda una abstracción que posibilita la acumulación de riquezas producidas por otros?
El pensador liberal John Locke (1632-1704) sostenía que cada uno es dueño de lo que produce;
el problema es que el poner precio a lo que cada quien produce dio lugar a que a los depredadores
sociales se les ocurriera inventar el dinero, esa nueva divinidad que permite a los tiburones econó-
micos acumular fortunas con las que pueden hacer que otros produzcan para ellos. El tío Rico del
pato Donald se baña en un cuarto repleto de monedas: la perfecta suplantación de la naturaleza
por un producto artificial. Si no hubiera dinero, cada uno produciría lo que necesita sin apremio de
venderse como esclavo de otro. La comunidad sería la organización en que sólo hubiera trueque
para intercambiar bienes complementarios entre dos miembros diferentes. El gobierno del planeta
está ahora en manos del capital financiero, ante cuyo altar se hincan incluso los presidentes de los
países del llamado primer mundo. En la plutocracia se aposentan auténticos monstruos del apo-
calipsis, cuya arma principal son los bancos, ese núcleo canceroso que amenaza con convertirse en
metástasis. Bertolt Brecht dijo: “Peor que asaltar un banco es fundar uno”.
Lo que Diógenes sí desmontó a fondo fue la falsedad de la moral vigente en Atenas, el lugar a
donde emigró y en el cual conoció a Antístenes, como antes se expuso. Al advertir el carácter doble
de la moral vigente comenzó a aprender más de los animales y de la naturaleza, invirtiendo la relación
sujeto humano versus objeto natural. “Criticaba a los que elogiaban a los justos, por estar por encima
de las riquezas, pero por otro lado envidiaban a los muy ricos” (Diógenes Laercio, 2013, p. 319).
Fue hecho prisionero y vendido como esclavo. Le preguntaron qué sabía hacer y él respondió
sin titubear: “Gobernar hombres” (Diógenes Laercio, 2013, p. 319), y a continuación ironizó al
averiguar si alguien quería comprarse un amo en medio de todos esos. Ningún CV presumiría estas
afirmaciones; sin embargo, el mensaje de éste es el de que se busca un amo. Jeníades adquirió a
Diógenes y éste se convirtió en maestro de sus hijos, a quienes exigía obediencia, como la que se
debe a un médico o al piloto de una nave.

4. Menos necesidades, más libertad

Paco fue un amigo al que quise mucho. Su biografía no figura más que en el recuerdo de quienes
tuvimos un contacto cercano con él. Su fuerza y su valentía iban de la mano con su rebeldía fren-
te a los oropeles del entorno. Se negó a dejar que explotaran su cuerpo; su música no perseguía
fines comerciales, pese a que su maestría con el charango le habría brindado un lugar especial en
el espectáculo. Pero no; él rechazaba las tareas fáciles y el éxito de los reflectores. Provenía de una
familia tradicional de Argentina, entre cuyos antepasados estaba el general más cercano a José de

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hugo enrique sáez arreceygor

San Martín, Tomás Guido. Paco fue un rebelde iconoclasta desde la adolescencia y despreció las
oportunidades que le habría posibilitado el capital social y cultural de su dinastía si hubiera querido
vincularse con los círculos de poder. En vez de eso terminó habitando las calles de Mendoza, donde
lo encontramos por mera casualidad después de que huyera de la casa paterna.
Su única propiedad era el charango que portaba en una rudimentaria bolsa de supermercado. Se
lo hurtó un vagabundo que lo vendió al peor postor por una botella de alcohol de 96 grados. Yo se lo
repuse y él lo recibió como que “en este valle de lágrimas nada es seguro”. Mientras caminábamos
por horas me daba informes sobre su itinerario: “En esta panadería sí regalan pan fresco, no del
día anterior”; “los de esta iglesia te dan de comer sin necesidad de ir a misa”; “en esta plaza no te
molesta la policía si te acuestas en el pasto”. La percepción del espacio varía en función de la
supervivencia. A menudo dormía al aire libre porque no soportaba a los individuos sumisos que
se acogían en los refugios. Le pregunté cómo hacía para soportar el frío de invierno y su respuesta
fue: “Me lo aguanto, como los indios que fueron los primeros habitantes de estas tierras.” Evoqué
a Diógenes, que en invierno era inmune a la nieve y en verano soportaba el tórrido sol. Paco murió
joven, sin aceptar una cirugía para quitarle el tumor canceroso que lo dejó sin voz. Nunca conocí
una persona tan atrevida frente al peligro y con tanta capacidad para afrontar todos los riesgos.
No soñaba con ser filósofo, pero a muchos nos dejó enseñanzas inextirpables sobre la naturaleza
y la sociedad.
Los movimientos contestatarios a menudo habitan en los márgenes de la ciudad y denuncian
que la ciudad es una máquina de reproducir identidades iguales. El gobierno de la ciudad impone
a los súbditos un control externo de su conducta, mientras que Diógenes se inclina por el gobierno
autárquico del individuo. El control externo internaliza en los sujetos una relación entre la mente
y el cuerpo que privilegia la belleza de la armonía corporal y fomenta el asco por la naturaleza de
la micción y la defecación, que se deporta a espacios cerrados. La moral exige una disciplina del
cuerpo, que en nuestros días se enfoca a una productividad exponencial. Foucault (1976) expresa
esto como sigue:

La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye
esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En una palabra: disocia el poder del
cuerpo; de una parte, hace de este poder una “aptitud”, una “capacidad” que trata de aumentar,
y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una
relación de sujeción estricta. (p. 142)

Diógenes resalta con agudeza la separación entre el trabajo y el sujeto que lo realiza al indi-
car que los hombres compiten en cavar zanjas y en dar patadas, “pero ninguno en ser honesto”.
Es decir, destaca que el individuo pone su propio interés por encima del interés del otro, y lo con-
vierte así en un adversario. También remarca su admiración por quienes investigan los trabajos de
Odiseo mientras pasan por alto sus propias desventuras. Le resultaba extraño que los matemáticos
estudiaran el Sol y la Luna sin fijarse en sus asuntos cotidianos. La actual profesionalización de
los investigadores abre una brecha entre los problemas abordados en sus artículos y los problemas
reales, como la guerra o el deterioro del planeta. Por otra parte, los niveles de jerarquización de los

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biografía, curriculum vitae, rebeldes

investigadores incitan la ambición de los mejor clasificados, y ello erige una muralla que ignora la
miseria. Sólo algunos hombres y mujeres distinguidos logran evadirse del engañoso paraíso de la
abundancia y de los halagos narcisistas.
En fin, la doble moral también implica una separación entre las ocupaciones humanas y
el acontecer de todos los días. En ese contexto es comprensible que las masas en la época de
Diógenes prestaran más atención a quienes los divertían que a quienes los “mordían” para
analizar sus acciones. Un día, Diógenes ensayó pronunciar un discurso orientado a explicar la
sujeción de los individuos por el gobierno de la ciudad, y nadie se acercó a escucharlo. A continua-
ción se puso a tararear canciones y de inmediato fue rodeado por curiosos, lo cual lo llevó a concluir
que los charlatanes de feria tenían más éxito que quienes trataban asuntos serios. Experiencia similar
a la de Zaratustra con la multitud. Quizá esa sea la razón por la que el índice de audiencia de los
canales de televisión educativos está muy por debajo de los que difunden deporte mercantilizado
o “culebrones”.
Ante la sordera y mediocridad de sus contemporáneos, Diógenes se refugiaba en estos versos,
cuyo autor se desconoce hasta la fecha. Una especie de anticurrículum:

“Sin ciudad, sin familia, privado de patria, pobre,


vagabundo, tratando de subsistir día a día”.

Si su experiencia se interpretara en el sentido de que hay que convertirse en vagabundo, se esta-


rían desvirtuando sus enseñanzas. Sería como pensar que alguien va a hacer una revolución porque
usa barba y boina al estilo del Che Guevara. La clave estriba en cómo se resuelve el “subsistir día
a día”. Si al leer esto el lector concluye que puede vivir con menos, esta disminución de necesidades
redundará en el aumento de su libertad. Nada más.

5. Filosofía y poder

Quizá se extrañe la mención de dos episodios muy conocidos de Diógenes. Helos aquí.

Cuando tomaba el sol en el Craneo se plantó ante él Alejandro y le dijo: “Pídeme lo que quieras”.
Y él contestó: “No me hagas sombra”. (Diógenes Laercio, 2013, p. 324)

Platón dio su definición de que “el hombre es un animal bípedo implume” y obtuvo aplausos.
Él [Diógenes] desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela y dijo: “Aquí está el hombre de
Platón”. (Diógenes Laercio, 2013, p. 325)

Estas anécdotas tienen un vínculo interno que se explicita más adelante. Al propio Filipo le
había expresado que observaba en él una ambición insaciable, y en otra oportunidad manifestó
que Alejandro era un miserable. No se amilanaba ante el poder. Al presenciar la detención de un
sacristán que había robado un copón, exclamó: “Los grandes ladrones han apresado al pequeño”.
Asimismo, criticaba a la corte de Alejandro porque sus miembros se sometían a su voluntad hasta

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hugo enrique sáez arreceygor

para saber cuándo podían comer y cuándo no. Su rechazo al conquistador de gran parte de Asia lo
salvó de la sujeción a la voluntad del soberano. “El poder tiende a corromper y el poder absoluto
corrompe absolutamente” (Dictum de Acton).8
La negativa a encontrar una definición del ser humano con validez universal ha sido calificada
como nominalismo. En realidad, el propósito de Diógenes al desplumar el gallo no era inscribirse
en la galería de los teóricos, sino hacer un llamado a la acción frente a la contemplación de pala-
bras vacías que no conmueven a nadie. Una defensa a ultranza de la singularidad que resguarda
la singularidad del otro, en lugar de homogeneizar a la multitud bajo la sombrilla de un concepto
abstracto. Ya Sócrates se había definido en su relación con la ciudad de Atenas: se concebía como
un tábano que pica a un enorme caballo dormido. Hay quienes definieron a Diógenes como un
“Sócrates furioso”. Por consiguiente, ser singular en el sentido que lo practicaba este filósofo signi-
fica ser rebelde, reducir el poder del soberano a su carácter de ser un hombre más, enfrentar a los
sujetos sometidos revelándoles que son despreciables heces.

El gran secreto del régimen monárquico y su principal interés consisten en engañar a los hombres,
disfrazando bajo el hermoso nombre de religión al temor del que necesitan para mantenerlos en
la servidumbre, de tal modo que crean luchar por su salvación cuando pugnan por su esclavitud;
y que lo más glorioso les parezca ser el dar la sangre y la vida por servir el orgullo de un tirano,
¿cómo es posible concebir nada semejante en un Estado libre, ni qué cosa más deplorable que
propagar en él tales ideas, puesto que [no hay] nada más contrario a la libertad general que
cohibir con prejuicios, o de cualquier otro modo que sea, el libre ejercicio de la razón individual?
(Spinoza, 1975, p. 35)

Diógenes derrochaba valentía y urgía a sus contemporáneos para que reconocieran el miedo a
vivir que les había sido imbuido, para que despertaran del sueño diurno en que envuelve el poder,
ya que esto es un requisito sine qua non para asumir la lucha por la liberación. Así también lo asume
el budismo Zen. El Zen afirma que “la persona que alcanza la iluminación se parece a un mudo
que ha tenido un sueño maravilloso que no puede contar a nadie” (Watts, 1999, p. 19).
En suma, ¿qué enseñanza se desprende de esta biografía? Primero, es una invitación rotunda
a superar el mimetismo; en particular, sería equivocado emular a Diógenes y lanzarse a las calles
para honrar su ejemplo, porque no hay vidas ejemplares. Cada individuo construirá su propia expe-
riencia. A Paco diversas circunstancias lo condujeron a preferir vivir al margen de su sociedad,
incluso carecía de datos sobre la existencia del filósofo cínico. A escala mundial se producen indivi-
duos sujetos a una disciplina que controla sus sentimientos y voluntades. El método de sujeción se
basa en el mimetismo derivado de figuras producidas en el espectáculo. En el mundo virtual
se engendran los modelos que las masas intentan remedar, motivados sólo por el deseo de obtener
la fama y el éxito, principalmente económico, que este mismo mundo les ha creado. Y los padres
dejan la educación de sus hijos a cargo de las pantallas.

8
Frase atribuida el historiador británico John Emerich Edward Dalkberg, conocido como Lord Acton.

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biografía, curriculum vitae, rebeldes

Segundo, ¿en qué consiste el proceso de singularización? La subjetividad se orienta por valores
que animan el deseo de posesión y configuran la concepción del mundo. Desde el momento en que
el individuo se involucra con el mandato de esta representación, el deseo se comprende a partir de
una triple determinación: el hombre concreto, la representación imaginaria y el objeto del deseo.
René Girard (1985) ya lo establecía en su explicación del Quijote:

D. Quijote ha renunciado, a favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo: ha de-


jado [de] escoger los objetos de su deseo, y es Amadís quien escoge por él. El discípulo se precipita
hacia los objetos que le designa, o parece designarle, el modelo de toda caballería. Llamaremos
a este modelo el mediador del deseo. La existencia caballeresca es la imitación de Amadís en el
mismo sentido en que la existencia del cristiano es la imitación de Jesucristo.9

En consecuencia, cuando Don Quijote lucha con molinos de viento, poseído, en el papel de
Amadís de Gaula, no los “confunde” con gigantes, para él “son” gigantes. Como individuo pri-
sionero del significante discursivo “caballero andante”, flota en el flujo imaginario y su identidad
se conforma de acuerdo con las pautas simbólicas de las novelas de caballería; ello coloniza su
percepción. La conformación de una sociedad de masas requiere la generación de significantes
que induzcan el sentimiento de poder. Así, el agente individual, elaborado en serie, se mueve de
acuerdo con una especie de “sueño diurno” que selecciona los objetos de su percepción siguiendo
el trazo de sus imágenes mentales condicionadas.
En este triple funcionamiento del deseo se advierte otra consecuencia: las pautas perceptivas del
individuo se transforman organizadas por el deseo y el modelo al que éste se ajusta. No hay una
percepción pura, los sentidos “se educan” de acuerdo con leyes vinculadas a la historia del deseo
en el individuo. En la actualidad los medios electrónicos desempeñan un papel central en la
“instrucción” de masas a escala planetaria. Una sociedad en crisis requiere terapias individuales y
políticas que desarmen las fuentes de la violencia. El propósito del psicoanálisis, por ejemplo, es posi-
bilitar que cada quien descifre el singular “dialecto” que ha ido elaborando en el curso de su vida,
lenguaje que también condiciona su percepción cotidiana (al igual que como sucede en las manchas
del test de Rorschach).
Tercero, se critica la actitud de Diógenes porque separa a la sociedad y desde esa posición externa
juzga los problemas cotidianos, aunque si se entiende bien su posición, lo que hace es ironizar sobre
el aislamiento en que se encuentran los miembros de una sociedad fragmentada al extremo, como
la de nuestros días. Y una sociedad fragmentada porque los aficionados del Barcelona odian a los
aficionados del Real Madrid, y viceversa, es un festín para los tiburones de la política y del dinero.
Ser autónomo no conduce al narcisismo, sino a tender puentes con el otro.

9
Es un párrafo literal de René Girard, correspondiente a su obra Mentira romántica y verdad novelística (1985),
citado por José Antonio Millán Alba en “Los mitos según René Girard”, Amaltea. Revista de mitocrítica (1989), p. 64.
Recuperado de http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/cero/05_Millan.pdf.

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hugo enrique sáez arreceygor

Cuarto, ¿qué se puede aprender de un individuo extraño que murió hace más de dos mil
cuatrocientos años en una sociedad muy diferente de las que existen hoy en el planeta? Interesante
pregunta. En los días que corren del siglo XXI, el número de marginados que transcurren su tiempo
sin relojes, deambulando por las calles sin rumbo y comiendo lo que pueden, no lo que deberían
ni lo que querrían, se incrementa a cada segundo. Una de las múltiples diferencias con el filósofo
es que la mayoría de esas masas no escogieron la situación de homeless (en español: “sin techo o sin
hogar”), sino que fueron las sociedades en las que la opulencia se alimenta de la extrema pobreza
quienes las arrojaron con violencia a ese destino precario. Son fantasmas invisibles a los ojos del
ciudadano común. El “otro” incógnito, ajeno al sistema escolar y al de la salud, despierta en las
conciencias de los aborrecibles mediocres el temor de que un día se subleve y escale las murallas de
las mansiones para reclamar lo que siempre le fue negado. Diógenes escogió moverse con libertad,
sin muros que constriñeran su forma de pensar y de actuar. Se negó a pagar la cuota de sumisión
que exige un orden jerárquico, impuesto por gobiernos corruptos y de ricos, y por los vasallos de
éstos, con corazones sórdidos y vacíos. Su juego era desplazarse como vagabundo por el espacio
abierto. Nos enseñó que sin juego quedamos amarrados y sometidos al ego, ese ídolo chupasangre
que nos otorgan los de arriba como premio por convertirnos en sus cómplices. Jugar y reír, son
anillos que nos remiten unos a otros. Si alguien pretende ser consecuente con la lección del griego
y se lanza a vivir en las calles, es porque no entendió su mensaje.

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Anexos

Anexo 1. Captura de pantalla de computadora en la que se muestra


el curriculum vitae de Leonardo da Vinci.

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hugo enrique sáez arreceygor

Anexo 2. Traducción del curriculum vitae de Leonardo da Vinci.

A Ludovico Sforza, regente de Milán:

Ilustrísimo Señor mío, después de ver y considerar suficientemente las pruebas de todos aquellos que se
llaman maestros y compositores de instrumentos bélicos, y toda vez que la invención y operación con dichos
instrumentos no están fuera del uso corriente, me esforzaré, sin menoscabo de otras, en hacerme entender
por su excelencia, le abriré mis secretos y me pondré a disposición de su excelencia para llevar a efecto y
demostrar, cuando lo estime oportuno, aquellas cosas que, en parte brevemente, se anotan a continuación:

1. Tengo proyectos de puentes ligerísimos y fuertes, que se pueden transportar con mucha facilidad.
2. Sé cómo hacer el asedio de un terreno para sacar el agua de los fosos y hacer un número infinito de
puentes, escaleras de cuerda y otros instrumentos.
3. Si por la altura del terreno o por la fuerza del lugar y del sitio no se pudiese usar un asedio, sé hacer
bombas, conozco maneras de acabar con ciudadelas y fortalezas, aun cuando estén construidas con roca.
4. Asimismo, tengo ideas para hacer cañones comodísimos y muy fáciles de trasladar, con los que tirar
piedras pequeñas como una lluvia de granizo.
5. Y si sucediera algo en el mar, tengo planos de numerosos instrumentos utilísimos para atacar y defen-
derse, incluyendo barcos que resistirían el fuego de los mayores cañones, polvo y humo.
6. También conozco modos de llegar sigilosamente a un determinado lugar por cuevas y pasajes secretos,
aunque para ello fuera necesario pasar bajo un río.
7. Puedo construir carros cubiertos (tanques), seguros e inofensivos con los que entrar dentro de las
líneas enemigas con artillería, y no habrá compañía de hombres con armas tan grande como para que
los carros no la deshagan. Y tras ellos la infantería llegará y los encontrará prácticamente desarmados
y sin ninguna oposición.
8. Del mismo modo, si fuera preciso, haré cañones, morteros y artillería de formas bellísimas y útiles,
fuera del uso común.
9. Donde no sea posible usar cañones, diseñaré diferentes tipos de catapultas y otros instrumentos de
inmejorable eficacia muy diferentes de los comúnmente usados, en resumen, dependiendo de lo que
las variadas circunstancias dicten, diseñaré infinitos artefactos de ataque y defensa.
10. En tiempos de paz creo que puedo darle tanta satisfacción como cualquier otro en arquitectura, con
la construcción de edificios públicos y privados, así como en la conducción de agua de un sitio a otro.
11. Puedo realizar esculturas en mármol, bronce o barro, así como pinturas, y mi trabajo puede compararse
al de cualquier otro, quien quiera que sea.
12. Además, yo podría asumir la obra del caballo de bronce que sería una gloria inmortal y honor eterno
de la memoria feliz de su señor padre y de la ilustre casa de los Sforza.
13. Y si alguna de las cosas mencionadas le pareciesen a alguien imposibles o no factibles, me declaro
dispuesto a hacerle una demostración en su parque o el lugar que prefiera. Vuestra Excelencia, a quien
me encomiendo con toda humildad.

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Bibliografía

Bachelard, G. (1974). La formación del espíritu científico. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI.
Eliade, M. (2001). Mitos, sueños y misterios. Barcelona, España: Editorial Kairós.
Debord, G. (1974). La sociedad del espectáculo. Buenos Aires, Argentina: Ediciones La Flor.
Laercio, D. (2013). Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Madrid, España: Alianza.
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. Ciudad de México, México: Siglo XXI.
Jakobson, R. (1985). Ensayos de lingüística general. Barcelona, España: Origen/Planeta.
Sloterdijk, P. (2003). Crítica de la razón cínica. Madrid, España: Ediciones Siruela.
Spinoza, B. (1975). Tratado teológico político. Ciudad de México, México: Juan Pablos Editor.
Watts, A. (1999). Budismo: la religión de la no-religión. Barcelona, España: Editorial Kairós.

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Literatura y ciencias sociales:
verdad, poder, resistencias y puentes

Xavier Rodríguez Ledesma1

Que nos dejen en paz cuando se trata de escribir.


Michel Foucault

I. Del temor al espejo

Recientemente escuché a una colega europea recordar su experiencia cuando en 1994, junto con
muchos otros profesores, periodistas, escritores y demás miembros de la sociedad civil de diversas
partes del mundo, llegó a Chiapas a trabajar en las comunidades zapatistas que se habían levantado
en armas contra el Estado mexicano. Ella narró que, durante una de las actividades educativas
organizadas como parte de la agenda de apoyo, hubo que encargarse de explicar la teoría de la evolu-
ción de Darwin a los hombres y mujeres de la zona en la que estaba laborando. Los asistentes,
indígenas de diversos grupos étnicos, escucharon atentamente su disertación. Cuando se abrió
la ronda para expresar comentarios y preguntas, uno de ellos pidió la palabra. Su intervención
habría de cimbrar por entero a la colega, tanto así que le significó el inicio de una reconversión
política, filosófica y cultural de raíz. Palabras más, palabras menos, lo que aquel hombre dijo, fue:
“Me parece muy bien que usted descienda de los monos, pero aquí todos nosotros venimos del
maíz”. Así, simple y claro.
Por otra parte, durante un evento académico, otra investigadora, conocedora profunda de la his-
toria cultural literaria contemporánea, nos compartió sus desventuras cuando intentó registrar en
una de las facultades de la universidad más importante de este país, un protocolo de investigación
para su tesis doctoral, que proponía como objeto de estudio hacer la reconstrucción crítica de la
historia de una de las revistas literarias y políticas más trascendentes e influyentes de la segunda
mitad del siglo XX en México. Su sugerencia fue rechazada por el colegio de académicos respon-
sable de ese posgrado, con la argumentación de que dicha publicación no constituía un “corpus
literario”, amén de que ya existían muchas investigaciones sobre el director de dicha revista, quien
fue un protagonista central del devenir de la república de las letras. Años después, bajo la firma de
una de las editoriales de mayor prestigio en Latinoamérica, esta investigadora publicó los resulta-
dos de su análisis, realizado lejos de aquel grupo de profesores que no había considerado adecuada,

1
Profesor-investigador de la Universidad Pedagógica Nacional (México).

[ 53 ]
xavier rodríguez ledesma

apropiada, válida y legítima la elección y construcción del tema para desarrollarse bajo los auspicios
de tan prestigiada institución de educación superior.
Las anteriores son tan sólo un par de anécdotas de entre una infinidad de ejemplos que podría-
mos traer a colación para iniciar la reflexión sobre los vínculos entre literatura y ciencias sociales y,
por consiguiente, avanzar en la historización de algunos aspectos centrales que los definen. Entre
estos, destaco dos que se condicionan mutuamente:
a. La consolidación hegemónica de concepciones epistemológicas que llevan, de manera intrín-
seca, la imposibilidad de historizar como constructos políticos a las ciencias sociales, e incluso
a la ciencia en general.
b. La generación y fortalecimiento de comunidades especializadas que se arrogan la capacidad
de expedir certificados de legitimidad sobre los diversos saberes.
Ambos puntos son factibles de analizarse críticamente a fin de reconstruir la manera en que
surgieron y se han desarrollado hasta la actualidad. Dicho ejercicio analítico no goza de gran acep-
tación entre las comunidades de científicos sociales, pues significa mirarse en el espejo construido
por sus propias metodologías y protocolos, lo cual abre la posibilidad de ver reflejada una imagen
que evidencie la historicidad de sus convicciones acerca de su accionar profesional y, en conse-
cuencia, de las distinciones y monopolios académico-culturales que se han autoarrogado desde
hace algunos siglos.
A pesar de ello, la reflexión sobre las características y especificidades del atributo científico de
las ciencias sociales es tan antigua como la propia búsqueda y anhelo de legitimidad enarbolada
por estas disciplinas, y además, es cada vez más copiosa. Las ciencias sociales han debido vivir con
la impronta de ser las hijas de crianza de la Ilustración, las hermanas menores y adoptadas de las
ciencias exactas y naturales. La consolidación hegemónica de la ciencia como la única forma legí-
tima de conocer la realidad para generar saberes válidos y objetivos obligó a las entonces nacientes
ciencias sociales a hacer suyos aquellos protocolos y formas de proceder que se habían diseñado para
los objetos de estudio de las otras ciencias. El anhelo de objetividad, de aprehender la realidad, las
modeló y, desde entonces, marcó su dificultad para ejercer la autocrítica.
Las ciencias sociales normalizaron convenciones y mecanismos dentro de su hacer, que difícil-
mente resistirían un acercamiento crítico. Recuérdese, por ejemplo, la necesidad de diseñar inves-
tigaciones de índole social ateniéndose a protocolos donde se exige la formulación de hipótesis,
las cuales son herramientas diseñadas específicamente para investigaciones que se desarrollan en
condiciones idóneas dentro de un laboratorio. Esta obligación, lo sabemos, se obtuvo a partir de la
forma de concebir el mundo propia de las ciencias de la naturaleza, y por lo tanto, de su manera de
conocerlo y aprehenderlo. Su adopción acrítica por parte de las ciencias sociales implica la considera-
ción de que los hechos sociales pueden (y deben) ser medidos y calificados de cierta manera –y sólo
de cierta manera–, pues de no hacerlo así, los resultados de su investigación no serán reconocidos
como legítimos y, en consecuencia, estarán condenados a reposar en el limbo de la no cientificidad
junto con otras formas de entendimiento y comprensión de los acontecimientos sociales, culturales
y políticos. En ese sentido, podemos entender también la recurrente discusión y polémica sobre la
validez o ilegitimidad del ensayo como forma de analizar lo social.

54
literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

Otra expresión contemporánea de la preeminencia hegemónica de las ciencias duras y de la acep-


tación sumisa del imperativo metodológico impuesto por éstas, es la que se encarna en un fenómeno
que hemos atestiguado desde hace apenas algunos lustros. Nos referimos a la paulatina imposición
dictatorial que hemos padecido respecto a la existencia de una única manera válida de referir las
fuentes utilizadas en investigación. La obligatoriedad del uso de las reglas de citación impuestas
en años recientes por la American Psychological Association (APA) es un síntoma de la vigencia y
profundización del anhelo de las ciencias sociales por ser ungidas con los aceites benditos del esta-
tuto de cientificidad. Cuando las ciencias naturales y exactas –en este caso la psicología clínica–
afirmaron e impusieron la idea de que la única forma válida para referir las fuentes consultadas en
una investigación sería la que ellas habían diseñado, dicho protocolo fue asumido rápidamente y
sin mayor resistencia por las ciencias sociales. Tanto es así que hoy en día el formato APA es prác-
ticamente de uso obligatorio para la presentación de trabajos de investigación y la reflexión de lo
social en los diversos espacios del establishment académico.
¿Qué fue de las otras formas de referir y citar? La respuesta es sencilla: perdieron la batalla y
parecen haber sido sentenciadas al olvido. Frente a ello es legítimo preguntarse ¿realmente la norma
APA es la mejor y más eficiente? La respuesta es tan clara como contundente: no, incluso pueden
identificarse en ella deficiencias que encarnan en la falta de datos precisos sobre la fuente consultada,
además de que dicho protocolo obstaculiza tanto la maleabilidad argumentativa como la plasti-
cidad narrativa que otras formas de citar sí permiten. APA constituye un formato simple e ineficaz
debido a su celo por el detalle para destacar cuestiones anodinas y su nula atención a información
que puede ser tan importante como enriquecedora e ilustrativa.
APA anhela generar documentos que informen de manera mecánica y escueta, deshumanizando
las fuentes referidas al convertirlas en simples datos, casi numéricos, que parecieran aspirar a llegar
a ser algo así como simples códigos de barras que regateen la importancia de la herencia cultural
de las fuentes referidas. Por ejemplo, un trabajo que requiera discutir y citar las propuestas políti-
cas de uno de los candidatos que se presentaron a las elecciones presidenciales del Perú en 1990,
de acuerdo con APA habrá de referirse en el cuerpo de la investigación como: Vargas, 1993; mien-
tras que en la bibliografía aparecería como: Vargas, M. (1993), seguido del título y otros datos de
edición. Me parece evidente que esta paupérrima forma de llamar la atención del lector sobre un
autor impide darle el peso, reconocimiento y los matices histórico-culturales adecuados al sujeto
referido, en este caso Mario Vargas Llosa, escritor, político, intelectual, por demás referencia dentro
de la historia contemporánea latinoamericana.
Por si ello fuera poco, APA también es ineficiente y poco precisa, ya que no permite identificar, por
ejemplo, qué número de edición y/o reimpresión se consultó; según esta norma, esos datos serían
innecesarios por redundantes.2 En ciencias sociales en muchas ocasiones es fundamental informar

2
Al respecto, la American Psychological Association (2017), afirma:
Las Normas APA establecen que la extensión de un escrito debe ser únicamente el necesario para transmitir de manera
clara las ideas y juicios. No se debe ampliar innecesariamente el texto, pero tampoco dejar inconcluso o poco argumen-
tado. El lema APA ‘menos equivale a más’ es aplicable a todas las pretensiones de alargar el tema a base de redundancias
o repeticiones que no aporten.

55
xavier rodríguez ledesma

de manera precisa a los lectores a qué edición (e incluso reimpresión) de la fuente consultada se
está haciendo referencia, pues las correcciones, modificaciones, agregados, etcétera, que puede
haber entre una y otra constituyen posible materia fundamental para imprimir tonalidades especí-
ficas imprescindibles en la argumentación. Este formato hoy hegemónico es incapaz de compren-
der la necesidad de tales sutilezas narrativas por lo que sólo se remite a recuperar algo tan simple y
llano como el nombre del autor, el año de publicación, la firma editorial y el lugar de publicación,
escatimando el resto de la información que los lectores anhelan conocer y los autores desean pro-
veer y especificar. ¿Es simple nostalgia vetusta y trasnochada recordar lo acogedor que resultaba
encontrar, por ejemplo, en qué colección de cierta editorial aparecía el título referido? No lo creo,
ese tipo de datos formaba parte del placer de escribir y de leer, pero éste, el placer, es uno de los
demonios que debe ser exorcizado del discurso científico.
Hubo un tiempo no muy lejano en el que podíamos escribir nuestros trabajos refiriendo las
fuentes utilizadas como mejor nos pareciera, siempre y cuando señaláramos toda la información
necesaria para que el lector supiera qué documento habíamos consultado. Éramos felices pues en
nuestra escritura ejercíamos a conciencia esa libertad, por lo cual el asunto de las citas, referencias
y bibliografía se resolvía rápida, adecuada, eficientemente, y nadie se metía con nuestros escritos
por la forma de citar seleccionada. Todo cambió cuando las ciencias sociales una vez más sucum-
bieron a su marca de nacimiento y, paulatinamente, empezaron a ceder frente a la jetatura de las
instrucciones venidas desde las ciencias naturales hasta terminar como estamos, pendientes de
las cuasi “sagradas formas” (Juan Goytisolo dixit) dictadas y modificadas prácticamente cada año
por la APA, pues esta ínclita asociación considera que las adecuaciones periódicas son imprescin-
dibles para mejorar su protocolo. En esa lógica hemos llegado al absurdo de que si hace un año
se afirmaba que era necesario poner una coma después del autor, hoy, si se escribe así, los trabajos
pudieran ser rechazados, ya que aquella coma fue sustituida por un punto, y nadie puede asegurar
que el próximo año APA no exija que en vez del punto ahora deberá asentarse un punto y coma,
o quizá dos puntos o tal vez ya nada. Además, por si ello fuera poco, la actual “dictadura del paper”
obliga a aceptar sin objetar dicha imposición autoritaria: se escribe bajo esas reglas o el trabajo no
será publicado, con las consecuencias que ello implica para la evaluación cotidiana de la actividad
académica del investigador.
Hagamos una pausa para preguntarnos algo obvio: ¿la “cientificidad” de un texto, su capacidad
de soportar con atingencia y claridad los argumentos esgrimidos, su posibilidad de aprehender la
realidad (objetividad) o presentar verdades, etcétera, dependerá de un punto, una coma, un parén-
tesis, unas comillas o el uso exclusivo de mayúsculas para escribir el nombre de un autor? ¿Cuáles
son las razones de que se le dé tanto peso y poder a algo tan simple, insustancial y llanamente for-
mal como lo es la forma de referir las fuentes citadas en un escrito? ¿El nivel de veracidad de una
investigación depende de acatar un determinado orden y una forma específica de referir y citar las
fuentes consultadas?
Estas interrogaciones son hermanas gemelas de otras que, a pesar de haberse planteado hace ya
algunas décadas, continúan siendo desdeñadas dentro del ámbito de las ciencias de la educación
y, por tanto, sus respuestas y posibles consecuencias siguen sin asumirse en la práctica cotidiana

56
literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

del sistema escolar. Me refiero a los cuestionamientos acerca de la razón de ser de ciertas normas
disciplinarias concernientes, por ejemplo, al uso obligatorio del uniforme; el tamaño máximo del
cabello permitido a los hombres; la prohibición para todos los estudiantes de lucir piercings, tatuajes
y maquillaje en el caso de las mujeres, y un largo y represivo etcétera. Al igual que lo hicimos con
las reglas APA respecto a la presentación por escrito de los productos de una investigación, en el
ámbito de lo educativo –y desde una concepción netamente pedagógica– podemos cuestionarnos
acerca de esas instrucciones y normas referidas a la vestimenta e imagen de los alumnos y alumnas:
¿qué relación existe entre el tamaño del pelo de un niño o un joven y sus posibilidades intelectuales
para aprender los saberes que le impartirán en la escuela? ¿En qué afecta que una alumna se pinte
las uñas para el desarrollo de su capacidad reflexiva o para aumentar sus niveles de aprendizaje?
¿Un piercing o un tatuaje reducen el nivel intelectual y/o de atención de un sujeto? Vistas en frío,
estas preguntas (y muchas más que se nos podrían ocurrir) son absurdas. Sin embargo, hoy en día
aún es posible enunciarlas, ya que el ejercicio autoritario que las inspira se ejerce cotidianamente
en el espacio escolar.
Autoridad, orden, disciplina, palabras utilizadas en los últimos párrafos para explicar la exigencia
de cumplimiento de reglas y normas mediante las cuales se ejerce un específico tipo de poder sobre
el quehacer investigativo y académico (educativo) que anhela ordenar, homogenizar la diferencia,
eliminar la diversidad y la pluralidad, imponer una sola forma, una sola voz. Ya se trate de la forma
de citar las fuentes en un escrito o del tipo de vestimenta y apariencia de los alumnos en la escuela,
obedecer lo impuesto por el poder es requisito indispensable para que la autoridad legitime, avale
y apruebe un texto o a una persona. La forma deviene en fondo, y ese fondo está lejos de referirse
–para el caso de la actividad investigativa– a la condición epistémica de lo escrito, o –en el espacio
de lo escolar– a las capacidades intelectuales de los alumnos para aprender los saberes curriculares
que se les enseñan. De lo único que se trata, entonces, es de que investigadores y alumnos aprendan
(asuman y actúen en consecuencia) otra cosa: su lugar subordinado dentro de una particular relación
de dominio, de ejercicio del poder. Hace ya medio siglo, Foucault (2002) lo identificó claramente;
tanto es así, que pareciera estar refiriéndose explícitamente a la norma APA cuando escribió:

[...] grupo de procedimientos que permite el control de los discursos. [...] se trata de determinar las
condiciones de su utilización, de imponer a los individuos que los dicen cierto número de reglas y
no permitir de esta forma el acceso a ellos a todo el mundo. Enrarecimiento, esta vez, de los sujetos
que hablan; nadie entrará en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no está, de
entrada, cualificado para hacerlo. (p. 39)

Por ironías del trabajo académico, justo aquí plantearé una hipótesis sobre el recrudecimiento
del imperio de las “sagradas formas” en las que debe presentarse una investigación que anhele ser
ungida con la dignidad científica: el incremento del fundamentalismo acerca de la manera correcta
de citar (la exacerbación del control sobre el discurso) coincide con la puesta en boga y la profun-
dización de las reflexiones y análisis acerca del carácter histórico del conocimiento científico.
Es decir, frente al surgimiento de estudios y disertaciones acerca de la necesidad de historizar el

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xavier rodríguez ledesma

discurso, no solamente de las ciencias sociales sino de la ciencia en general, los cuales, de manera
genial, Michel de Certeau (1995) sintetizó y explicitó cuando urgió a las ciencias sociales (específi-
camente a ciertas historiografías) a hacer su duelo de la realidad,3 éstas respondieron no solamente
menospreciando dichas apreciaciones, sino mediante dos estrategias perfectamente identificables:
a) el fortalecimiento de las formas de exclusión mediante la hiperespecialización por disciplinas del
posible acercamiento al conocimiento, y b) la radicalización de la exigencia de aceptación y el uso
de ciertas reglas y normas para legitimar los diversos saberes.4
Se generó así una especie de ingeniería discursiva que al desbordar malabarismos argumentativos
y enarbolar siempre la bandera de la ciencia como única forma válida de alcanzar y construir cono-
cimiento verdadero, continuó y ahondó el razonamiento acerca de las bondades y atributos que el
discurso científico posee, los cuales lo distinguen del resto de explicaciones y reconstrucciones de la
realidad. En esa defensa hay de todo, desde algunas posturas que simplemente eluden la discusión
y continúan aferradas de manera acrítica a la autoasignada superioridad de su racionalidad, hasta
otras que, aceptando el reto, se baten duramente en la arena epistemológica tratando de mantener y
evidenciar la superioridad de la ciencia como la única vía para alcanzar conocimientos verdaderos.
En esta última posición, se ubica un texto de reciente aparición que rebosa una gran condescen-
dencia cargada de soberbia a través de las más de 300 páginas utilizadas para desarrollar una narra-
ción enciclopédica de los devenires que las ciencias sociales –en particular la historia– han vivido
en su andar para diferenciarse de la literatura y afianzarse como el único discurso que sí accede a
la verdad y se distingue de todo lo que sea ficción. Este libro, publicado apenas en 2014, puede
ser visto como una respuesta a la reflexión sobre el carácter discursivo y narrativo de la historia o,
lo que es lo mismo, una réplica a la argumentación de que las investigaciones de índole histórica
y social, al estar condenadas a presentar por escrito sus resultados, terminan siendo narrativas que
anhelan ser veraces, pero que al igual que la literatura, se limitan a ser “tinta sobre papel”. Por esta

3
De Certeau (1995) escribió:
[...] la ficción, bajo sus modalidades míticas, literarias, científicas o metafóricas, es un discurso que “informa” lo
real, pero no pretende ni representarlo ni acreditarse en él. Por eso, ella se opone fundamentalmente a una historiografía
que se funda siempre en la ambición de decir lo real –y por lo tanto en la imposibilidad de hacer su duelo de lo real–.
(p. 54. Las negritas son mías)
4
En este tenor, Hayden White (2003) explicó:
La única “teoría de la historiografía” admitida por los historiadores profesionales son las reglas para escribir historia
honradas por el establishment historiográfico en un tiempo y lugar determinados. A cualquiera que trate de conceptualizar
una historia de estas reglas, sus variedades y los cambios que han sufrido a lo largo del tiempo, en un lenguaje distinto al
sancionado por estas mismas reglas, inmediatamente se le tildará de hacer teoría o de practicar la despreciada “filosofía
de la historia”. (p. 50)
Por su parte, Boaventura de Sousa (2013) señaló:
[...] el dilema básico de la ciencia moderna: su rigor aumenta en proporción directa de la arbitrariedad con que compar-
timenta lo real. Siendo un conocimiento disciplinar, tiende a ser un conocimiento disciplinado, esto es, segrega una orga-
nización del saber orientada para vigilar las fronteras entre las disciplinas y reprimir a los que quisieran traspasarlas. Es hoy
reconocido que la excesiva parcelación y disciplinarización del saber científico hace del científico un ignorante especia-
lizado. (pp. 47 y 48)

58
literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

razón, cualquier distinción epistémica con la que se quiera caracterizar dichas investigaciones debe
asumirse exclusivamente como una construcción histórica que puede explicarse mediante el análisis
de la conformación de cierto ejercicio del poder; esto es, determinados regímenes de autoridad y
hegemonías culturales específicas.
La obra La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, escrita por
Ivan Jablonka, es un grito desesperado, una plegaria para que la historia sea nuevamente investida
con el don de reconstruir y presentar conocimiento válido frente a otro tipo de narraciones (espe-
cialmente la literatura) que en las últimas décadas han osado cuestionar su monopolio de la verdad.
Si bien el autor reconoce que tanto la literatura como la historia provienen de la misma matriz,
él se encarga de narrar la manera en que las hermanas se separaron y cómo fue que una de ellas se
especializó de cierta forma para acercarse, representar, imaginar o construir la realidad.5 Y justo
ahí es donde radica la condescendencia del libro, pues Jablonka, autoinvestido en fiel de la balanza
epistémica –cuando en realidad funge como juez y parte de la reflexión–, adopta un tono compla-
ciente respecto a la literatura al reconocerle sus grandes méritos, atributos y aportaciones incluso
para la propia escritura de la historia, pero siempre señala, al final de cuentas, que es simple ficción:
lindas y hermosas palabras que tan sólo nos proveen de invenciones. Frente a la literatura, la histo-
ria (debido al vínculo metodología-narración que la define) sí es capaz de aprehender la realidad,
mostrar lo auténtico y, en consecuencia, constituirse en verdad.
De acuerdo con Jablonka, uno de los rasgos que diferencian a la literatura de la historia es que
esta última tiene “ambición de conocimiento”. Sin embargo, conocedor de los cuestionamientos
acerca de que los científicos sociales, quieran o no, terminan escribiendo sus trabajos con lo que
dicho proceso de escritura significa, y al respecto de que la realidad no está en sí en las palabras
asentadas en un documento, Jablonka (2016) señala:

Los historiadores, los sociólogos y los antropólogos tienen una conciencia muy aguda del desfase
existente entre sus frases y la realidad, de la dificultad que se presenta para encontrar las palabras
justas y de la incomunicabilidad de determinadas experiencias. Ninguno tiene la ingenuidad de querer
restituir la realidad “objetiva” o los hechos “tal como son”; pero ninguno puede aceptar la idea de
que su palabra esté desligada de las cosas. [...] Por defectuosa que sea, nuestra palabra es prensil: un
texto puede, pese a todo, explicar lo que está fuera del texto. El lenguaje es a la vez nuestro problema
y nuestra solución. (p. 9. Las negritas son mías)

“Desfase”, “desligada”, “estar fuera”, tres conceptos que de una u otra forma refieren a los funda-
mentos de la lingüística moderna, pero que no son suficientes para que el autor dé el siguiente paso
que pareciera obligatorio para llevar su reflexión hasta las últimas consecuencias. Nos referimos al
reconocimiento de que la atribución de objetividad otorgada a las ciencias sociales no radica en la
aprehensión de la realidad lograda en sus discursos, sino en la constitución de dichos discursos como

5
Utilizo el concepto “construir” de acuerdo con la idea de Oliver Sacks (1997) en el sentido de que “El mundo no se
nos da: construimos nuestro mundo mediante una incesante experiencia, categorización, memoria, reconexión.” (p.152)

59
xavier rodríguez ledesma

expresión de un poder particular. Todo concepto es tan sólo una metáfora de la realidad, ninguno
“es” la realidad, sin importar el protocolo metodológico utilizado para acercarse a su conocimiento.
Desde el cientificismo, es imposible asumir las consecuencias de los argumentos provistos por la
lingüística, pues hacerlo conllevaría a abjurar su distinción.
En comparación con esas argumentaciones, los literatos lo tienen perfectamente claro:

La distancia entre la palabra y el objeto –que es la que obliga, precisamente, a cada palabra a con-
vertirse en metáfora de aquello que designa– es consecuencia de otra: apenas el hombre adquirió
conciencia de sí, se separó del mundo natural y se hizo otro en el seno de sí mismo. La palabra no es
idéntica a la realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas –y, más hondamente, entre el
hombre y su ser– se interpone la conciencia de sí. La palabra es un puente mediante el cual el hombre
trata de salvar la distancia que lo separa de la realidad exterior. Mas esa distancia forma parte de la
naturaleza humana. (Paz, 1986, pp. 35 y 36. Las negritas son mías).

Todo texto, ya sea un libro legitimado y avalado por el establishment académico o uno de literatura,
son sólo palabras, conceptos, metáforas de la realidad. La carga de veracidad que se le asigna a uno
y se le regatea o niega al otro, no tiene que ver con su mayor o menor capacidad de aprehender la
realidad (pues ninguno lo hace), sino que está referida a determinadas relaciones de poder perfec-
tamente constituidas, definidas y, por ende, posibles de ser identificadas y analizadas.
Asumir la idea de que todo concepto es una metáfora, como magistralmente lo explica en la
cita recién referida, no un científico sino un poeta, significaría verse obligado finalmente a hacer el
duelo de la realidad sugerido por De Certeau, cuestión imposible de aceptar para la historiografía
científica y ciertas corrientes hegemónicas dentro de las ciencias sociales. Hacerlo representaría
renunciar a su razón de ser, a su sentido de existencia y, en última instancia, a la posibilidad de
ejercer el poder que se han atribuido.
Dada la forma de concebirse a sí mismas, para las ciencias sociales es imposible aceptar el carácter
metaepistémico de la asignación o negación del estatuto de verdad a las diversas narraciones que se
pueden hacer de la realidad. No importa que ello de facto signifique una inconsecuencia brutal que
cimbra todo el armazón de su discurso crítico-cientificista. Las ciencias sociales son incapaces de
verse en el espejo constituido por su propio pensamiento crítico, ya que hacerlo las llevaría a poner
en el centro de la reflexión los vínculos entre conocimiento y poder, lo cual es uno de los pasos fun-
damentales en la problematización del conocimiento social. Hacer visible lo que aparece invisible
es un atentado contra las bases mismas de la hegemonía cultural, de tal forma que la imposibilidad
de las ciencias sociales de ejercer la crítica histórica sobre sí mismas es una consecuencia natural de
la relación entre poder y cultura.
Es por eso que cuando los científicos sociales acceden a reflexionar sobre el tema, sus argumen-
taciones y elucubraciones se detienen justo en el momento en que continuarlas llevaría a concluir
que la realidad está fuera de las palabras, de los conceptos y, por lo tanto, habría que pensar que las
razones de su autoridad no se refieren a cuestiones epistémicas sino simplemente históricas, como
expresión de poderes consolidados e instituidos. Estos defensores a ultranza de la posibilidad de que
las ciencias sociales alcancen la verdad nos recuerdan a los personajes de El ángel exterminador de

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literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

Luis Buñuel, ya que no solamente son incapaces de atreverse a cruzar los umbrales de la sala
de la casa en la que se encuentran atrapados por razones que nunca sabemos, sino que en algún
momento de la película, si bien ellos mismos se percatan de lo absurdo de la situación pues no existe
ninguna fuerza física que les impida salir, no se atreven a dar el paso indispensable. Percatarse del
hecho de lo absurdo de mantener su situación es insuficiente para que se animen a cruzar hacia
la libertad. Sí, aceptan algunos científicos sociales, todo es lenguaje. En efecto, el lenguaje no es la
realidad, pero, retrocediendo en el quicio de la puerta hacia la otredad, malhumorados vociferan:
“Quien suprime la frontera entre realidad y ficción, entre verdad y fabulación, destruye las ciencias
sociales” (Jablonka, 2016, p. 205).
La condescendencia crítica de este autor sobre sobre sus afanes y sus razones de ser profesionales
tiene límites precisos que lo obligan a saldar la discusión con un golpe de autoridad:

Consideraciones de prestigio contaminaron durante demasiado tiempo el debate: ser “elevado al rango”
de ciencia, no ser “más que” literatura. En el fondo, lo único que cuenta es que la historia explicita y va-
lida sus enunciados, es decir que demuestra conforme a un método y un razonamiento. En ese sentido,
es una ciencia social. (Jablonka, 2016, p. 146. Las negritas son mías)

El científico social, el historiador, da un manotazo en la mesa y enfadado se levanta de la discu-


sión mientras exclama: “¡La historia es ciencia, es conocimiento verdadero porque lo digo yo junto
con mis colegas y con eso basta!”. Él es incapaz de concebir y, por tanto, aceptar la argumenta-
ción sobre la historicidad y el sentido político (como ejercicio de poder) del atributo y de la distinción
otorgada al método científico, a los procesos de validación inherentes a él, y por consecuencia, a
los conceptos de cientificidad y de verdad. Molesto cierra los ojos y, agobiado por lo que alcanzó
a atisbar afuera de los muros de la cientificidad, regresa al interior del espacio en el que es todopo-
deroso, sin importarle quedar atrapado en la edificación que él mismo construyó, donde la ficción
es súbdita y la verdad posee el trono, esto es, el reino de las ciencias sociales.6

2. La historicidad de la verdad

Cuando desde el ámbito de la literatura José Donoso afirmó que, “con carcajadas el tiempo se ven-
ga de las certidumbres”, puso el dedo en la llaga de uno de los mayores anhelos instaurados por la
modernidad: el afán de certezas, la urgencia por encontrar verdades. Con su cruda sentencia, el
escritor chileno nos recordó que las verdades son tan relativas como fugaces. En esos mismos años,

6
Al respecto, Jablonka (2016) expresó:
“En las ciencias sociales, la ficción nunca es reina: es súbdito, está subordinada a otros fines distintos de sí misma.
La única reina del sabio, escribía Bayle en el siglo XVII, es la verdad. Hoy diríamos que la ficción es una de las herra-
mientas que sirven para buscar y construir lo verdadero” (p. 222).
Estas contundentes afirmaciones de Jablonka, aun antes de haberse hecho, ya tenían respuesta en la pluma de
Edward Said (2004): “la mayoría de los conocimientos que se producen hoy en día en Occidente [...] está sometida a
una limitación determinante: la concepción de que todo conocimiento está constituido por ideas no políticas; esto es,
ideas eruditas, académicas, imparciales y suprapartidistas” (p. 31).

61
xavier rodríguez ledesma

desde el ámbito de la reflexión social, Michel Foucault (1979) concluiría de manera contundente y
sin contemplación alguna para las epistemologías, que la verdad es tan solo una cuestión de poder,
socavando así de manera decisiva los cimientos de la filosofía de la ciencia. Curiosamente, coinci-
diendo en tiempo con ambos autores, y a partir de la especificidad de la reflexión historiográfica,
Hayden White (1992a y 1992b) se encargó de evidenciar que la historia, por ser una entidad
escrita, tan solo es una narración, y en consecuencia, producto de las subjetividades e historicidades
inherentes a quien la escribe. Poco después, Michel de Certeau (1992 y 1995) coadyuvó a debilitar
la posibilidad de objetividad en la historia al señalar que todas las historiografías se fundan en la
ambición de decir lo real, por lo cual son incapaces de asumir que son discursos históricos, narra-
tivas subjetivas, es decir, únicamente representaciones de esa realidad.
Ya hemos visto que para las ciencias sociales es prácticamente imposible aceptar las consecuencias
epistemológicas y políticas de esta vertiente del pensamiento crítico, pues hacerlo significa aceptar
el impedimento de llevar a buen término su “voluntad de verdad”,7 la cual –de acuerdo con los
postulados que ellas mismas se han impuesto– es factible de ser alcanzada siempre y cuando se
atiendan los procedimientos y las metodologías adecuadas.
La respuesta más común de las ciencias sociales frente a aquellos señalamientos acerca de la
urgencia e inevitable obligación de historizarse a sí mismas es refugiarse en el espacio construido
por sus propias reglas y metodologías para continuar mandando al limbo de la no verdad y la fic-
ción, a todo lo que no se atenga y someta a sus directrices. Sin embargo, desde el propio espacio
del quehacer científico-social es posible encontrar voces que demuestran la inconsistencia de los
argumentos que sostienen a capa y espada la veracidad de los conocimientos legitimados por la aca-
demia y, en consecuencia, su superioridad. Veamos dos ejemplos de este tipo de cuestionamientos
hechos desde las propias entrañas de los cenáculos académicos.
Martin Bernal escribió uno de los estudios más ilustrativos (y curiosamente más desconocidos)
sobre la forma en que las explicaciones históricas, las grandes escuelas interpretativas del pasado,
son deudoras de cuestiones tan mundanas y pragmáticas como los asuntos del poder.8 En su
Atenea negra, él reconstruye con apasionado detalle las vicisitudes político-ideológicas de la historia
de la historiografía sobre Grecia. Después de identificar que la versión moderna de la historia de la
civilización grecolatina tenía su punto de partida en un tiempo tan cercano a nosotros como
lo es el siglo XIX (particularmente a partir de la década de 1840), Bernal desmenuza la manera
en que el racismo imperante en las ideologías europeas de esa época dejó sentir su influencia en la
reconstrucción de la historia antigua, al sustituir las explicaciones hasta ese entonces vigentes, por
una nueva, distinta y a modo de los vientos políticos dominantes. Atenea negra muestra la mane-

7
De acuerdo con Foucault (2002):
[...] esta voluntad de verdad apoyada en una base y una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros
discursos –hablo siempre de nuestra sociedad–, una especie de presión y de poder de coacción. Pienso en cómo la lite-
ratura occidental ha debido buscar apoyo desde hace siglos sobre lo natural, lo verosímil, sobre la sinceridad, y también
sobre la ciencia –en resumen, sobre el discurso verdadero–. (pp. 22 y 23)
8
Un primer acercamiento a los trabajos de Bernal, Said y Peters se encuentra en el libro Una historia desde y para la
interculturalidad (Rodriguez X., 2008).

62
literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

ra en la que los historiadores decimonónicos aprovecharon el prestigio arrollador que las diversas
disciplinas científicas estaban obteniendo para, al identificar sus métodos con los de éstas, des-
calificar los estudios previos por no respetar los cánones establecidos por las ciencias naturales.
Al arrogarse la exclusividad de la “cientificidad”, el camino se allanó para postular ciertas interpre-
taciones históricas como las únicas verdaderas pues se acoplaban a un método particular, el validado
por estas ciencias para aprehender la realidad.
Una de las interpretaciones de la historia antigua que mayor aversión levantaba en esa atmósfera
cultural era la que postulaba que las raíces de la cultura griega se encontraban tanto en la cultura egipcia
como en la colonización que de esas tierras habían hecho los fenicios. Dicha lectura era inacep-
table para los europeos decimonónicos. Ese modelo antiguo de explicación histórica obstaculizaba
las nuevas creencias que señalaban a Grecia como una cultura esencialmente europea, cuna de la
civilización y la filosofía. Era menester, entonces, crear una nueva interpretación que se ajustara
a los modernos requerimientos ideológicos, y así se hizo. Se ideó un modelo explicativo que suponía
que unos vigorosos conquistadores venidos del norte habían sido los fundadores de la civilización
griega y eliminaron así la influencia ejercida por los fenicios, incluso, omitiendo flagrantemente
los vínculos lingüísticos que indicaban el poderoso influjo de los egipcios en la conformación de la
“madre de las culturas”. El estudio de Martín Bernal (1993) muestra la manera en que la legiti-
midad y veracidad de las historiografías deben ser explicadas a partir de las diversas relaciones de
poder y de autoridad:

[...] lo que aquí pretendo demostrar es que los arqueólogos modernos y los historiadores antiguos de
este campo siguen trabajando con unos modelos establecidos por unos individuos que eran descara-
damente positivistas y racistas. Por tanto, me parece muy improbable que esos modelos no se vieran
influidos por semejante tipo de ideas. En sí mismo ello no demuestra la falsedad de tales modelos,
pero, teniendo en cuenta las que podríamos considerar en la actualidad circunstancias dudosas de su
creación, deberían ser examinados con sumo cuidado, y habría que contar asimismo con la posibilidad
de que existieran unas alternativas tan buenas o incluso mejores que ellos. (p. 36)

Junto a lo señalado en Atenea negra es posible identificar otro nivel reflexivo acerca de la manera
en que los conocimientos e interpretaciones de lo social son construidos histórica e ideológicamente,
esto es, cómo funciona lo que podríamos denominar la “ingeniería de la verdad”. Los estudios de
Edward Said son ilustrativos a este respecto, pues abordan con excelsitud, por ejemplo, la forma en
que Oriente fue “orientalizado”, es decir, la manera en que desde la cultura europea se creó, consolidó
y arraigó un discurso sobre lo oriental que expresaba una representación política, sociológica, militar,
ideológica e imaginaria, que estaba lejos de poder ser sostenida en términos “científicos”.
Said escribió (2004b):

Yo mismo creo que el orientalismo es mucho más valioso como signo del poder europeo-atlántico
sobre Oriente que como discurso verídico sobre Oriente (que es lo que en su forma académica o
erudita pretende ser). Sin embargo, lo que tenemos que respetar e intentar comprender es la solidez
del entramado del discurso orientalista, sus estrechos lazos con las instituciones socioeconómicas y
políticas existentes y su extraordinaria durabilidad. (p. 26)

63
xavier rodríguez ledesma

Para Said es claro que este orientalismo, debe su razón a una relación de poder específica, a una
compleja red de dominación político-cultural. Para su comprensión es necesario partir de la exis-
tencia de una identidad occidental que, junto con su hija –la ciencia– nacida durante la Ilustración,
se considera superior a todos los pueblos y culturas no occidentales. La dominación expresada en
este ámbito de lo imaginario –evidentemente negada desde la interpretación hegemónica occidental
y colonial– determina finalmente el conocimiento académico sobre Oriente. Así, la construcción
del “orientalismo” como la representación europea-occidental sobre las culturas enmarcadas den-
tro de ese concepto, se entiende no sólo desde la lógica simple de la existencia de una determinada
correlación de poder político que permitiría dicha imposición, sino a partir de la consolidación de
un intercambio desigual en los diversos espacios de poder intelectual, cultural o moral.
De acuerdo con el analista palestino, una vez instituida una hegemonía política, cultural y
académica específica, los productos de los diversos escritores y pensadores se moverán y fructifi-
carán dentro de los cánones establecidos por ella. Dicha hegemonía no inhibe la crítica, más bien lo
que genera es algo mucho más sutil e interesante: que ella se realice dentro del sistema de valores
(culturales, ideológicos, políticos, académicos) imperante.
La imposición y legitimación de los saberes han de ser visualizadas desde esta perspectiva; su
consolidación no se reduce a una superioridad epistémica, sino que debe comprenderse a partir
de una correlación de poder específica referida a la existencia y mantenimiento de un colonialismo
académico o, para decirlo en palabras de Boaventura De Sousa, a la ejecución impune de un “epis-
temicidio”.9 Said nos muestra que las representaciones sobre Oriente no son más que eso, represen-
taciones, las cuales se hacen pasar como retratos “naturales” ya sea que se vistan con la aureola de ser
verídicos (estudios científicos, historias, análisis filológicos o tratados políticos) o adopten la figura
de “simples” textos literarios. Así, el aspecto trabajado páginas atrás reaparece contundente: sin
importar los ropajes con los que se atavíen, ambas formas (ciencias sociales y literatura) son úni-
camente narraciones. No importa que las primeras se arroguen el objetivo central de generar un
“efecto de realidad”.10

9
Boaventura De Sousa (2010) escribió:
[...] la opresión y la exclusión tienen dimensiones que el pensamiento crítico emancipatorio de raíz eurocéntrica ignoró
o desvalorizó y, por otro, que una de esas dimensiones está más allá del pensamiento, en las condiciones epistemológicas
que hacen posible identificar lo que hacemos como pensamiento válido. La identificación de las condiciones epistemo-
lógicas permite mostrar la vastísima destrucción de conocimientos propios de los pueblos causada por el colonialismo
europeo –lo que llamo epistemicidio– y, por otro lado, el hecho de que el fin del colonialismo político no significó el fin
del colonialismo en las mentalidades y subjetividades, en la cultura u en la epistemología y que por el contrario continuó
reproduciéndose de modo endógeno. (pp. 7 y 8)
10
Cfr. Araujo (2016):
Los historiadores, con el modelo de ciencia que elaboraron en el siglo XIX, con la idea de realidad histórica, de hechos
históricos, de ‘la historia tal y como fue’, de ocultamiento del relato, de extraer la historia de los hechos –pero contando
con el esquema de organización, historia y su noción de temporalidad– con la defensa del método de crítica de fuentes
y el recurso del archivo como formas de fundamentar su saber como científico, contribuyeron, me parece, a producir
relatos, narrativas y discursos que han generado un ‘efecto de realidad’ que ha densificado eso que llamamos ‘pasado’
cuando lo pensamos como historia. (p.166)

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literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

Ahora bien, respecto al tema concreto de la frontera entre ciencias sociales y literatura, uno de
los puntos más significativos e interesantes del análisis de Said es su disección acerca de cómo, una
vez instituido el sistema de ideas general, las narraciones e imágenes construidas desde su interior
–sin importar el carácter que adquieran (conocimiento científico o literatura)– serán partícipes de
los valores ahí expresados. Ello explica las razones por la cuales muchos de los trabajos producidos
por los propios pensadores, académicos y literatos orientales se inscriben en la lógica discursiva
construida desde Occidente sobre su propia cultura, lo cual hace difícil, sino es que imposible,
que ellos adopten un horizonte de visibilidad distinto, diferente y contrario: “El poder para narrar,
o impedir que otros relatos se formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y el impe-
rialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos.” (Said, 2004a, p.13). Inteligente,
el autor se cuida de posibles confusiones y descalificaciones al afirmar que está lejos de plantear que
todas las creaciones literarias, artísticas, etcetera, sean simples panfletos propagandísticos. Nos dice
que el mecanismo de colonización cultural para ser eficiente debe ser mucho más sutil: después de
dar por hecho la verdad de una realidad construida, simplemente se continúa bordando sobre ella;
así se le reproduce, arraiga y consolida. Para él los creadores, los escritores, no son “agentes del
imperio”, es decir, individuos profesionales que se dediquen intencionalmente a imaginar, diseñar y
llevar a cabo la forma en que manipularán las verdades y construirán mensajes ideológicos especí-
ficos. Said se refiere a una cuestión aparentemente más sencilla: los creadores son sujetos históricos
y, por lo tanto, es necesario historizar sus obras.11 Luego entonces, si la manipulación no es mecá-
nica ni se da en automático se abre la posibilidad para la existencia de resistencias.
La imposición de ciertas concepciones del mundo, y dentro de ellas, determinadas formas de
construir saberes y consolidar conocimientos, es hoy por demás evidente. Sin embargo, el que tal
imposición sea cada día más clara y sencilla de detectar no obstaculiza en demasía su manteni-
miento y reproducción acrítica. Mencionaré un último ejemplo que de tan evidente, deviene en
grotesco.
En la actualidad, las nuevas generaciones continúan construyendo su imagen del planeta que
habitamos a partir de una representación bidimensional en la cual desde hace siglos la humanidad
aprendió a ubicarse espacialmente. Esta representación es la proyección de Mercator. El planisferio
diseñado en el siglo XVI por Gerardus Mercator continúa utilizándose sin mayor problema en todas
partes –incluso en las páginas de geolocalización que usamos en nuestros ultramodernos dispositi-
vos electrónicos– a pesar de que hace ya casi medio siglo, en 1974, el geógrafo alemán Arno Peters
evidenció lo falaz y grotescamente equivocado de las imágenes allí representadas. Peters identificó
la absoluta desproporción entre los tamaños reales de ciertas regiones y países frente a las dimen-
siones con las que aparecen en esa representación, las cuales siempre engrandecen los volúmenes
de países y regiones ubicados en el hemisferio norte del planeta; asimismo llamó la atención hacia

11
Al propósito, vale la pena escuchar la conferencia de Chimamanda Adichie titulada “El peligro de la historia única”.
La novelista nigeriana narra la manera en la que sus primeros escritos (stories, los llama) reproducían acríticamente la
visión que de su cultura presentaba la literatura escrita por europeos, a pesar de que ella diariamente vivía una realidad
diferente. Véase bibliografía al final.

65
xavier rodríguez ledesma

el hecho de que el ecuador, esto es, la línea transversal que divide al planeta en dos hemisferios de
igual tamaño, no se encuentra en el mencionado planisferio donde su propia definición señala, sino
mucho más abajo de la mitad de la imagen, lo cual refuerza el aumento del tamaño del Norte con
el respectivo empequeñecimiento del Sur.
Transcurridas ya cuatro décadas desde que la proyección de Peters vio la luz, continúa prácti-
camente desconocida. Su uso es excepcional en alguna escuela y prácticamente nunca aparece en
las innumerables ocasiones en las que un planisferio es utilizado en los medios de comunicación.
Una imagen del mundo se impuso desde hace más de cinco siglos, y hoy día, continúa pasando
por verdadera, por lo cual es reproducida sin hacer caso a su absoluta falsedad anclada en su carga
política colonial, norteña y eurocéntrica.
Epistemicidio, colonialismo académico, historización de los saberes, racismo cultural, etcétera.
Conceptos fuertes y no gratos para el establishment académico que debiera hacer de la autocrítica su
razón nodal de existencia. En este sentido resulta significativo, por ejemplo, que en las disertaciones
llevadas a cabo en los espacios académicos especializados en procesos de enseñanza aprendizaje de
las ciencias sociales acerca de este tema de las proyecciones, exista una clara diferencia en la recep-
ción, de acuerdo con la conformación cultural del público. Los académicos y profesores europeos
usualmente asumen una posición de desdén y minimización hacia la información y las pruebas que se
les presentan, mientras que los colegas latinoamericanos y de otras regiones sureñas del planeta
se muestran sorprendidos, entusiasmados e, incluso, indignados por lo planteado. El poder de la
hegemonía y el peso colonial en la academia es cierto y continúa vigente.12
Colonialismo, hegemonía, poder, términos políticos que permiten apuntar hacia el fondo de
la discusión acerca de las formas de acceder al conocimiento de los hechos sociales y, por tanto,
a la relación de amor-odio establecida entre las ciencias sociales y la literatura. Desde la racionali-
dad cientificista se distinguen por lo menos dos figuras contra las que esta misma se bate, en aras
de imponer su voz.
El primer aspecto está constituido por las otras racionalidades, esto es, por la forma de con-
cebir el mundo de las diversas culturas existentes en el planeta, cuyas voces no solamente han de
ser visibilizadas y escuchadas, sino aceptadas en condiciones de igualdad y con el reconocimiento

12
Al respecto, Richard Rorty (1996) escribió:
La invocación ritual de la ‘necesidad de evitar el relativismo’ puede comprenderse mejor como expresión de la ne-
cesidad de mantener ciertos hábitos de la cultura europea contemporánea. Éstos son los hábitos alimentados por la
Ilustración, y justificados por ésta en términos de apelación a la razón, concebida como capacidad humana transcultural
de correspondencia con la realidad, una facultad cuya posesión y uso vienen demostrados por la obediencia a criterios
explícitos. (p. 48-49)
Más recientemente, De Sousa (2013) señaló: “Siendo un modelo global, la nueva racionalidad científica es también
un modelo totalitario, en la medida en que niega el carácter racional a todas las formas de conocimiento que no se pau-
taran por sus principios epistemológicos” (p. 21).
Por su parte, uno de los autores españoles más reconocidos en el ámbito del estudio de la enseñanza y aprendizaje
de la historia, en un texto donde aborda la necesidad de valorar y recuperar las otras voces para la construcción de una
memoria histórica de índole global, inconscientemente ejemplifica el enorme peso cultural del colonialismo académico
al escribir: “En el próximo capítulo vamos a explorar los modos concretos en que estos problemas globales se presentan
en la periferia, concretamente en América Latina” (Carretero, 2007, p. 210. Las negritas son mías).

66
literatura y ciencias sociales: verdad, poder, resistencias y puentes

de que la relación con ellas, no sólo enriquece, sino incluso, define a ambas (las racionalidades
hegemónicas y las alternativas). Este punto no es menor ni fácil de aceptar, si no se es capaz de
identificar las condiciones históricas por las que se han consolidado ciertas relaciones de poder y
los diversos ámbitos sociales en los que éstas se ejercen. Así, por ejemplo, el reconocimiento de la
chapuza colonial e imperial expresada en la representación Mercator va de la mano con la acep-
tación (y valoración) de la explicación de los grupos indígenas del sureste mexicano en el sentido
de que ellos descienden del maíz y no del mono, según el relato referido al inicio de estas páginas.
Son, en efecto, cosmovisiones distintas. La decisión de cuál de ellas es la mejor o más acertada alu-
de, como hemos visto, a relaciones inequitativas del ejercicio del poder. La idea de avanzar en la
lucha por la equidad de las epistemologías, es decir, por la validez y legitimidad de los sistemas de
conocimiento de las culturas no “occidentales”, va justo en ese sentido, ya que la postulación del
monopolio del acceso a la verdad por medio de un único método, y la consecuente eliminación de
cualquier atributo positivo de otras formas de acercarse y explicar la realidad, es a todas luces, un
ejercicio colonial e incluso racista.13
El segundo aspecto y gran antagonista, con el que se habrá también de acordar reglas de con-
vivencia pacífica, es la literatura. Si el discurso sobre la superioridad epistémica de una concepción
del mundo por encima de otra habrá de analizarse e historizarse desde relaciones de igualdad, el
vínculo entre racionalidad científica y literatura también deberá visualizarse desde una perspectiva
distinta, en la cual una de ellas no intente imponerse sobre la otra a partir de la supuesta superio-
ridad debida a su cercanía o lejanía con la verdad; ambas son en última instancia, no lo olvidemos,
simples narraciones. Más bien, su relación tendría que tener como soporte el reconocimiento desde
ambos ámbitos de las posibilidades de aportación mutua a la construcción de una mejor (más rica,
problemática y profunda) interpretación y comprensión del mundo.
La idea anterior no deja de poseer cierto tufo romántico pero, si la vemos con cuidado, significa
poner en picota todo el andamiaje institucional, cultural y académico, dentro del cual se ubica
la existencia de cenáculos que se arrogan los derechos y atributos para legitimar una única forma
de acercarse, comprender y generar saberes sobre la realidad. En otras palabras, es atentar contra
el poder establecido, que se expresa en cuestiones como, por ejemplo, la definición de temas válidos
y no válidos para ser investigados. Ese fue el caso de la otra anécdota narrada al inicio, en la cual
la revisión del devenir de una revista literaria, crucial para comprender y echar luz acerca de
la historia cultural contemporánea mexicana, fue descalificada como objeto de estudio válido y/o legí-
timo por el cenáculo de los estudiosos de la Universidad donde el proyecto se presentó, ya que ese
grupo colegiado –al igual que el resto del gremio académico– se consideran los únicos capaces y
autorizados en exclusiva para decidir cuáles temas son dignos de ser objetos de estudio y cuáles no;
amén de convenir la forma (“metodología”) de hacerlo para garantizar la veracidad de los resul-

13
Said (1996) lo tenía muy claro al señalar que: “Perderemos de vista lo esencial acerca del mundo en la última cen-
turia, si desdeñamos o no tomamos en cuenta la experiencia cruzada de occidentales y orientales, y la interdependencia
de los terrenos culturales en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros mediante sus
proyecciones, sus geografías rivales, sus relatos y sus historias” (p. 24).

67
xavier rodríguez ledesma

tados. Las identidades gremiales son fuertes, gozan de cabal salud, están profundamente arrai-
gadas y requieren la delimitación precisa de fronteras inamovibles. Sin embargo, la otredad
–que siempre ha estado ahí pero que en la actualidad se planta en el centro del escenario donde se
representa la historia, y reclama, evidenciándolo, su papel protagónico en la gran obra del devenir
de la humanidad–, irrumpe en la escena con tal fuerza, que obliga a repensar todo, empezando por
la manera en que la hegemonía política, cultural, académica y epistemológica se ha consolidado y
se reproduce cotidianamente.
De lo que se trata, entonces, es de hacer el ejercicio de historizar la construcción de los saberes y
la legitimación de las formas con las cuales estos se construyen. Sólo así se podrán abrir las puertas
para reconocer la diversidad tanto de las culturas como de las formas de narrar, y para asumir que
cualquier tipo de superioridad o legitimación son simplemente expresiones de poderes instituidos.
Esto, irónicamente, no se nos olvide, debería ser la característica que defina el funcionamiento del
pensamiento crítico. Aceptarlo es por demás complicado pues significa renunciar a los nichos de
poder instituidos, donde la academia vive y se reproduce. Al hacerlo, quizá ésta se anime a dar el paso
que los burgueses protagonistas de la película de Buñuel no se atrevían a dar. Por fortuna la litera-
tura no tiene ese problema, ya que desde siempre ha vivido bajo la libertad de no estar bajo el yugo
del anhelo de verdad, lo cual no implica que su esfera esté exenta de cenáculos, rituales y anhelos
de construir muros por parte de sus creadores. Baste recordar, por ejemplo, la reciente polémica al
interior del feudo literario acerca de si Bob Dylan era merecedor del Premio Nobel de literatura o,
peor aún, si debía simplemente ser reconocido como poeta o literato.
En fin, la literatura y las ciencias sociales habrán de asumir que su enfrentamiento puede com-
prenderse como “un conflicto hecho de desafíos, préstamos recíprocos, hibridaciones” (Ginzburg,
2010, p. 12) en el cual la existencia de una enriquece y define a la otra, y viceversa. Sólo así la aten-
ta solicitud hecha por Foucault destacada en el epígrafe de este texto respecto a que nos dejen en
paz cuando se trata de escribir, podrá ser cabalmente atendida, sin molestias, enojos, vituperios o
descalificaciones venidas de uno u otro lado.
Recordemos, insisto, que ya se trate de un ensayo, una investigación con datos duros, una novela,
un tratado o una poesía, todo, finalmente, se remite a ser tinta sobre papel.

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69
Los outsiders de las ciencias sociales

Alberto Trejo Amezcua1

En suma, empieza a asquearme el soberbio desprecio que aquí se profesa


por todas las cosas bellas y por toda literatura, sobre todo porque no me
entra en la cabeza que la cumbre del saber humano consista en saber
política y estadística. [...] Sucede así que lo placentero me parece más
útil que todas las cosas útiles, y la literatura útil de una forma más
verdadera y cierta que todas estas aridísimas disciplinas.
Giacomo Leopardi
Pensamientos y cantos.

¿Cuál es el sentido que hoy tiene la ciencia como vocación? La respuesta


más simple es la que Tolstoi ha dado con las siguientes palabras:
“La ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las
únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo
debemos vivir”.
Max Weber
El político y el científico.

Apostilla

Difícil tarea la de reflexionar sobre la textura de la frontera que divide las ciencias sociales y la lite-
ratura. Los encuentros y desencuentros entre estos campos brindan la posibilidad de ser pensados
desde diferentes perspectivas; sin embargo, los estudios epistemológicos o la sociología de la lite-
ratura, por ejemplo, no dan cuenta de lo que me he propuesto analizar y sugerir en este estudio.
Entre otras cosas, he decidido señalar primero que las ciencias sociales se encuentran en un atolla-
dero, lo cual se debe sobre todo a que son rehenes de las exigencias de productividad que dominan
en la actualidad, y a la posición que han asumido frente a otras fuentes de conocimiento (en especial
la literatura). De lo anterior se desprende la segunda parte de mi reflexión, que tiene que ver con la
marginación y estigmatización a la que son sometidos ciertos individuos que, mediante prácticas
cognitivas y discursivas, se atreven a cuestionar el monopolio del conocimiento de la sociedad que
pretenden detentar las ciencias sociales.
Es el propio futuro de las ciencias sociales lo que verdaderamente se discute cuando se habla
de los encuentros y desencuentros entre estas disciplinas. La relación de las ciencias sociales con la

1
Profesor-investigador del Departamento Política y Cultura. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad
Xochimilco (México).

[ 71 ]
alberto trejo amezcua

literatura tiene, por así decirlo, dos vertientes: la primera de ellas se refiere a cómo cada uno de es-
tos campos influye en el otro, es decir, al grado de validez que, como fuente de conocimiento, tiene
cada uno frente al otro; la segunda vertiente se refiere a la manera en que la literatura y las ciencias
sociales utilizan el lenguaje en sus respectivos discursos, y en este punto es donde puede entenderse
mi afirmación respecto a la pugna sobre el futuro de las ciencias sociales, ya que, como sostiene
Ivan Jablonka, “[estas disciplinas] deben discutirse entre especialistas, pero es fundamental
que también pueda leerlas, apreciarlas y criticarlas un público más amplio. Contribuir mediante la
escritura al atractivo de las ciencias sociales puede ser una manera de conjurar el desamor que las
afecta, tanto en la universidad como en las librerías” (Jablonka, 2016, p. 12). Si por otro lado, las cien-
cias sociales se obstinan en desdeñar las herramientas del discurso literario y niegan su contenido
como una fuente de conocimiento enteramente válido, se corre el riesgo de llegar a un extremo tal
vez ridículo, a lo que podríamos llamar: “el día cero de las ciencias sociales”, un día en el que las
ciencias sociales no resulten inteligibles ni siquiera para los propios especialistas.
Todos estos elementos se combinan en el presente trabajo; con él intento desplazarme a ambos
lados de la frontera entre las ciencias sociales y la literatura, ya que no pretendo permanecer está-
tico con un pie en cada lado, sino ir y venir de una a otra, con movimientos zigzagueantes. En aten-
ción al lector y a los demás autores del libro, aviso que mi pasaporte para cruzar la frontera, está
sellado. Comienzo.

La otra voz. El necesario reconocimiento de diferentes


registros del conocimiento social

Según Ricardo Piglia, pueden identificarse dos tipos de narración básicos, anteriores a toda
diversidad de géneros. El primero, encarnado en la figura de Edipo, el investigador, descifrador de
enigmas, que narra una realidad que está oculta hasta que su actividad la haga visible; y el segundo,
identificado con Ulises, el viajero, aquel que se encuentra alejado de la tradición cultural que le es
propia y que narra lo novedoso, lo diferente, lo imaginable (Piglia, 2015b, pp. 43-52). Podemos,
por lo tanto, entender que existen dos voces narrativas, cada una con arietes propios para acometer
sus objetivos; y podríamos identificar también uno y otro tipo de narración con la actividad cientí-
fica y la literaria, respectivamente. Mientras la ciencia se apoya esencialmente en el concepto, y por
medio de su búsqueda y profundización logra su sentido más hondo (Weber, 1998, pp. 181-233),
la literatura argumenta con el relato como vehículo, escapa a las tenazas de la categorización y apela
a la experiencia de vida para alcanzar la comprensión por empatía.
El discurso científico busca ser nítido. Por medio del uso del concepto pretende ser inequívoco y
eliminar cualquier posibilidad de interpretación, sus argumentos son cerrados, y contrario a lo que
se predica en el seno del campo de la ciencia, este discurso está negado desde el inicio a cualquier
tentativa de diálogo; es desde su origen intencionalmente taxativo. Por el contrario, la literatura
nunca pone el punto final a sus argumentos, por lo que su discurso siempre está abierto y ávido de
interpretaciones que lo prolonguen, considerándolas todas in/correctas, y en el diálogo constante y
nunca acabado encuentra su finalidad última.

72
los outsiders de las ciencias sociales

La forma en que las ciencias sociales y la literatura usan el lenguaje es otro rasgo que las separa
de manera definitiva. Como ha apuntado Roland Barthes, la ciencia ha reducido el lenguaje al ran-
go de instrumento, mientras que para la literatura, el lenguaje es su propio mundo, el elemento de
su ser (Barthes, 2009a, p. 15).
Aunque resulta sobrado abonar en cómo las ciencias sociales y la literatura encarnan dos for-
mas de abordar el conocimiento de la realidad social, y no obstante que todo el mundo tiene claro
(o así debería ser) que ambos campos poseen coincidencias y también singularidades, debemos partir
del presupuesto de que las realidades sociales se han vuelto cada vez más complejas, y que se torna
difícil aprehenderlas por medio del discurso de la ciencia en estado puro o mediante la utilización
de las herramientas científicas canónicas. Por ejemplo, en La cámara lúcida Roland Barthes relata
que cuando decidió estudiar Fotografía, inicialmente experimentó cólera, ya que no encontraba es-
tudios que hablaran de las fotografías que a él le interesaban, que lo emocionaban o le producían
placer. Ni los manuales técnicos, ni los libros sociológicos sobre la Fotografía la explicaban satisfac-
toriamente. Para Barthes la ciencia está confrontada a significados que van más allá de ella:

Cada vez que leía algo sobre la Fotografía pensaba en tal o cual foto preferida, y ello me encolerizaba.
Pues yo no veía más que el referente, el objeto deseado, el cuerpo querido; pero una voz importuna
(la voz de la ciencia) me decía entonces con tono severo: ‘Vuelve a la Fotografía. Lo que ves ahí y que te
hace sufrir está comprendido en la categoría Fotografía de aficionados, sobre la que ha tratado un equipo
de sociólogos: no es más que la huella de un protocolo social de integración destinado a sacar a flote a la
familia, etcétera’. Sin embargo, yo persistía; otra voz, la más fuerte, me impulsaba a negar el comentario
sociológico; frente a ciertas fotos yo deseaba ser salvaje, inculto. (Barthes, 2009b, pp. 28 y 29)

Y no es sólo la Fotografía, si algo deja claro Howard Becker en su libro Para hablar de la sociedad
(Becker, 2015), es que existe una multiplicidad de fenómenos que las ciencias sociales, en realidad,
“disciplinas de reflexión en torno a lo social”,2 ya no pueden entender completamente con sus herra-
mientas tradicionales: para hablar de la sociedad y sus dinámicas actuales las ciencias sociales ya
no son suficientes. En respuesta a esto, resulta interesante y altamente estimulante la aparición de
lo que puede llamarse “artefactos cognitivos”, obras híbridas que se escapan de cualquier intento
de clasificación y que parecieran haber sido elaboradas por lo que llamo “la máquina de Pauls”,3
obras que conjuntan ipso facto tanto los contenidos, como las formas discursivas de la literatura y
las ciencias sociales, y de esta manera logran explicar de manera más completa, más redondeada, la

2
Referirme a las ciencias sociales como “disciplinas de reflexión en torno a lo social” me parece lo más adecuado en
este momento en el que ninguna “ciencia social” se encuentra en forma pura, ya que todas se han enriquecido al incor-
porar (aun sin proponérselo, o sin siquiera percatarse) elementos propios de la literatura para realizar su aprehensión de
la realidad y transmitir sus resultados.
3
En su obra El pudor del pornógrafo, Alan Pauls (2014) escribe:
Quisiera por ejemplo que mi mano corriera a una velocidad tan extraordinaria que me fuera posible escribir todo
lo que tengo para decirte; quisiera disponer de una máquina que registrara por escrito cada uno de mis pensamientos en
el orden en el que se presentan a mi espíritu y sólo en ese orden; una máquina que excluyera tanto la omisión como la
selección; un artefacto dotado del poder sobrenatural de decirlo todo sin olvidar nada, ni siquiera lo más insignifi-
cante... (Pauls, pp. 27 y 28).

73
alberto trejo amezcua

realidad social. Tal vez el género literario en donde las ciencias sociales y la literatura se conjuntan
de manera más natural, un tanto desapercibida, sea la crónica, pero las obras a las que me refiero
son más complejas, como Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador, de Loïc Wacquant
(2006) y Una luna, de Martín Caparrós (2009), obras que no sólo fusionan géneros literarios como
el ensayo y la crónica, sino también el diario de viaje y la autobiografía; y contienen, además, ver-
daderos análisis sociológicos sobre los temas que tratan.

Alguna vez, durante mis estudios superiores, entregué a un profesor un trabajo fi-
nal para acreditar una materia; por supuesto reprobé. El hecho se debió a que en el
mencionado trabajo había citado un poema de Heinrich Heine y el profesor, de cuyo
nombre no quiero acordarme (y jamás lo haría, aunque me lo propusiera), estaba
infectado de positivismo sociológico, y para él todas aquellas fuentes que no fueran
“científicas” valían menos que un billete falso. Fue a partir de ese momento que
comencé a experimentar la sociología como una camisa de fuerza; aquella experien-
cia comenzó a abrir un abismo en mi interior, una herida que llevo abierta y que de
cuando en cuando supura. Tomé conciencia de la existencia de la absurda muralla
que divide a las llamadas ciencias sociales y la literatura.

Barthes confesó que al persistir en su intento por comprender la Fotografía, decidió desobe-
decer “la voz importuna” de la ciencia; que frente a ciertas fotos deseaba ser “salvaje” y aparecer
como “inculto” a los ojos científicos, por ello buscó otras formas de interpretación y narración del
fenómeno fotográfico, así como hacen Wacquant y Caparrós con los temas de la marginación y la
migración, respectivamente.
En realidad no se trata de elegir entre una u otra voz, o entre algún elemento de la pareja
falsamente dicotómica que conforman las ciencias sociales y la literatura. Hablamos de dos registros
distintos, de campos en los que el conocimiento resuena en distintas frecuencias. Por el contrario,
hoy más que nunca debemos estar atentos a los puntos de fusión entre el discurso científico y el
literario, entre la dureza del dato y el suave roce de la invención, entre las certezas y la imaginación.
Las voces de las ciencias sociales y la literatura pueden tener mayores ecos y mejores resonancias
si se pronuncian juntas.

Creo que todos los que son como yo sienten lo mismo. He hablado con algunos colegas
que reconocen en la literatura una fuente de conocimiento válida y también experi-
mentan, en diferentes grados, una especie de desconsuelo. En más de una ocasión hemos
sido acusados de falta de rigor académico por incluir fuentes literarias en nuestras inves-
tigaciones. En realidad somos unos outsiders, nos parecemos mucho al Mowgli de
Kipling, no pertenecemos al mundo de los hombres, pero tampoco tenemos las habi-
lidades para movernos con entera libertad por el reino de los animales. No poseemos
el genio literario, pero dicen que tampoco manejamos diestramente las herramientas
científicas. Somos extranjeros en ambos mundos, nos hemos atrevido a cruzar las fron-

74
los outsiders de las ciencias sociales

teras que los dividen. Y todo esto no lo hacemos con soberbia ni altanería, lo único
que pensamos es que las llamadas ciencias sociales y la literatura no pueden excluirse
mutuamente y que enlazadas pueden brindarnos mejores resultados cognitivos.

Todo es cuestión de tiempo. El tiempo de la literatura y el tiempo


que el productivismo le ha marcado a las ciencias sociales

Ciertamente, como cada época, la nuestra tiene particularidades, y uno de los elementos que definen
a quienes la vivimos es la noción del tiempo. Como Zygmunt Bauman ha señalado ampliamente,
esta época se caracteriza por el efecto de aceleración con el que transcurren nuestras vidas, pero la
rapidez con la que fluyen los avances tecnológicos no termina en la dinámica capitalista y sus exigen-
cias de productividad, sino que se prolonga hasta llegar incluso a nuestras esferas más íntimas.
Nuestras relaciones personales, por ejemplo, también suceden a ritmo de vorágine, y deben ser
cada vez más “eficientes”, es decir, deben brindarnos placeres inmediatos sin que tengamos que
invertir demasiados esfuerzos en ellas, lo cual imposibilita cualquier amortización y nos coloca de
nuevo en el inicio, sintiendo de nuevo avidez por relacionarnos (Bauman, 2005).
Ya en los albores del siglo XX Max Weber denunciaba la paulatina identificación de las univer-
sidades e institutos de investigación con las empresas:

Los grandes institutos de Medicina o de Ciencias se han convertido en empresas de “capitalismo


de Estado”. No pueden realizar su labor sin medios de gran envergadura, y con esto se produce en
ellos la misma situación que en todos aquellos lugares en los que interviene la empresa capitalista:
la “separación del trabajador y los medios de producción” [...] Su situación es frecuentemente tan
precaria como cualquier otra existencia “proletaroide”. (Weber, 1998, pp. 185 y 186)

Actualmente la dinámica de las ciencias sociales también está condicionada por la velocidad.
Los organismos gubernamentales que evalúan el trabajo académico, y que en última instancia lo
validan (a cambio de lo cual le otorgan apoyos económicos que complementan los bajos salarios
universitarios), obligan a los investigadores a trabajar a destajo y a hacerlo lo más rápido posible. Esta
situación estructura no sólo el ritmo de producción académica, sino el contenido mismo de las inves-
tigaciones. “Tal como señaló Ralph Waldo Emerson, cuando uno patina sobre hielo fino, la salva-
ción es la velocidad. Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la cantidad”
(Bauman, 2005, p. 13). Es común observar cómo los académicos, cuando ven en peligro los apoyos
de los que depende su productividad, optan por abordar en sus investigaciones temáticas superfi-
ciales que abonan en la repetición de lo existente, de análisis coyunturales apoyados en los “datos
duros”, con lo que convierten sus trabajos académicos (o papers como ahora los llaman) en acora-
zados que no pueden ser alcanzados por la artillería del disenso, que surcan de manera eficiente las
rápidas aguas del ritmo impuesto por las necesidades inmediatas, pero que pueden ser hundidos
con una pedrada que contenga al menos un poco de reflexión.

[Todos los actores de las ciencias sociales, sin excepción, los investigadores, los estudiantes de pos-
grado], también los profesores, se transforman cada vez más en modestos burócratas al servicio de la

75
alberto trejo amezcua

gestión comercial de las empresas universitarias. Pasan sus jornadas llenando expedientes, realizando
cálculos, produciendo informes (a veces inútiles) para estadísticas, intentando cuadrar las cuentas de
presupuestos cada vez más magros, respondiendo cuestionarios, preparando proyectos para obtener
míseras ayudas, interpretando circulares ministeriales confusas y contradictorias. El año académico
transcurre velozmente al ritmo de un incansable metrónomo burocrático que regula el desarrollo de
consejos de todo tipo (de administración, de doctorado, de departamento, de curso de graduación)
y de interminables reuniones asamblearias. (Ordine, 2013, p. 80)

Diversos factores han contribuido a que las ciencias sociales se encuentren en su posición de
acorralamiento actual. El principal es que han ingresado a la dinámica productivista que domina
el mundo, los individuos encargados de desarrollarlas están también sujetos a los imperativos de
rendimiento de la sociedad del trabajo tardomoderna, que según Byung-Chul Han, devienen en
una depresión que tiene como primer síntoma la imposibilidad para crear (Han, 2012, pp. 25-32).

Una mesa llamó mi atención en el congreso de ciencia política al que acudí en una
capital sudamericana: “Participación política de las mujeres”. Escuché atentamente
la exposición de una ponente y traté de no perderme en el montón de gráficas que
presentaba para respaldar sus palabras (unas gráficas extrañas, más parecidas a las
redes del Hombre Araña que a las tradicionales barras y pasteles a las que estoy acos-
tumbrado). Al finalizar comenzó la ronda de preguntas y decidí levantar la mano,
la exposición me dejó claro que el porcentaje de mujeres que ocupaban cargos polí-
ticos se había incrementado durante la última década y que la tendencia, según se
pronosticaba, se mantendría a la alta. Sin embargo, yo tenía dudas, ya que las cifras
presentadas se extraían del momento en que las mujeres tomaban posesión de su car-
go, así que disparé mis preguntas a quemarropa: “En mi país la participación de las
mujeres en política también se ha incrementado, sin embargo, existen ciertas prácti-
cas que hacen de esa participación una farsa (odio cuando el país del que provengo
sirve para ejemplificar hechos nefastos). ¿Su investigación incluye la medición, por
ejemplo, de cuántas mujeres ocupan el cargo político para cumplir con la ley de equi-
dad de género y después de unas semanas renuncian para que un hombre ocupe de
manera definitiva la posición? ¿Su investigación mide también cuántas mujeres se
han integrado al mercado político sexual para poder alcanzar sus puestos políticos?
¿Su investigación mide la capacidad o experiencia de esas mujeres para poder deter-
minar si son competentes o si sólo se las nombra para cumplir la ley? Pregunto esto
porque en México eso es común y esas prácticas sólo muestran que un cambio en pos
de la equidad de género hecho ‘a golpe de ley’ y sin que contenga una verdadera con-
vicción social, sólo reproducirá indefinidamente los problemas de inequidad.”
La respuesta fue sorprendente y duró el resto del congreso: al principio hubo
unos incómodos segundos de silencio, acompañados de intercambios de miradas de
los panelistas, y después, la ley del hielo durante el resto del evento. Hoy las ciencias
sociales quieren comprender la realidad con tan sólo una calculadora en las manos.
Eso no es posible.

76
los outsiders de las ciencias sociales

Es cierto, la salida más rápida y cómoda de los actores de las ciencias sociales para lidiar con la
imposibilidad creativa que les imponen sus necesidades, no sólo académicas sino también económi-
cas, es entregarse al extremo del discurso científico, a saturar las cuartillas que escriben únicamente
con afirmaciones respaldadas con los suficientes datos empíricos para cancelar cualquier demora
en su comunicación. Hoy, las ciencias sociales, rehenes de la superproducción, están encaminadas
a informar, no a producir un conocimiento reflexivo.
Las ciencias sociales y la literatura no sólo están separadas por sus distintas concepciones del
lenguaje o sus formas particulares de narrar, también se encuentran distanciadas por el ritmo dife-
renciado al que se desarrollan. Alessandro Baricco ha acertado al señalar que la literatura siempre
ha estado orientada al mercado y en todo momento ha sido apoyada por el aparato de la industria
editorial, aun en “épocas doradas” anteriores (Baricco, 2011, pp. 72-80); sin embargo, y aunque
sus tiempos se aceleren cada vez más, el tiempo del arte es otro, sus ritmos de producción son impo-
sibles de medir y tampoco se pueden planificar, “siempre se tarda demasiado (o demasiado poco)
para ‘hacer’ una obra” (Piglia, 2015a, p. 117). Mientras que las ciencias sociales mercantiliza-
das tienen la necesidad de marchar a toda prisa, la literatura camina a otro ritmo, contempla y se
embriaga para comprender la realidad. La construcción de una metáfora, el rumiar una idea y el
pensar en el uso intencional del lenguaje que la define, son elementos esenciales de la creación lite-
raria que conllevan otro tiempo, un tiempo que las ciencias sociales mercantilizadas no pueden des-
perdiciar. Finalmente Benjamín Franklin ya lo aconsejó en el modelo del hombre superproductivo:
“Recuerda que el tiempo es dinero”. Como el propio Byung-Chul Han afirma: “[Hoy] lo narra-
tivo pierde importancia considerablemente. Hoy todo se hace numerable para poder transformarlo
en el lenguaje del rendimiento y de la eficiencia. Así, hoy deja de ser todo lo que no puede contarse
numéricamente” (Han, 2014, p. 60).
La conveniente negación de ese ritmo literario que hoy se considera lento, pesado e ineficiente por
su carácter de incontrolable, coloca a las ciencias sociales en una paradoja muy parecida a la de los
individuos líquidos que no pueden relacionarse, pero que están ávidos de ello; deben ser eficientes
y explicar la caótica realidad social, tarea que ya no pueden hacer sin recurrir a las actividades que
rodean a la literatura, para las que no tienen tiempo. El ritmo que las exigencias de productividad
imponen a las ciencias sociales las acerca cada día más al día cero.

En pos de la objetividad y el rigor

El principal argumento arbitrario que separa a las ciencias sociales de la literatura, y que Jablonka
ha señalado como una trampa, sostiene que las ciencias sociales son inicialmente incompatibles con
la literatura, que un escritor no produce conocimientos y que al final un autor debe inclinarse ya sea
por la cientificidad, sacrificando las formas de la escritura, o por lo literario, disminuyendo la estima
científica de su trabajo (Jablonka, 2016, p. 11). Lo que conduce a las ciencias sociales a esta pos-
tura es su eterna búsqueda de objetividad para poder presentarse como legítimas, como las únicas
disciplinas capaces de hacer comprensible la realidad. Pero en realidad la objetividad no se busca,
no puede encontrarse en ningún lugar mediante ningún método; la objetividad, como cualquier
otra ficción, se construye. No quiero referirme en este punto al histórico complejo de inferioridad

77
alberto trejo amezcua

que las ciencias sociales han desarrollado por no ser totalmente aceptadas por “sus mayores”, las
llamadas ciencias exactas; quiero tratar sobre algunas prácticas en las que estas disciplinas incurren
para rodearse de la tan ansiada aura de objetividad, para construirla.
Uno de los principales mecanismos que los autores de ciencias sociales utilizan para contribuir
a la construcción de la objetividad en sus disciplinas es el de anularse a sí mismos, lo cual logran
por medio del uso de una narración que pretende aparecer como que no fue enunciada por ningún
sujeto. En las ciencias sociales existe una fuerte resistencia a la escritura en primera persona, esto se
debe a que nos enseñaron que las rígidas e inconmutables formas narrativas neutras son símbolos de
rigor científico, frente a las cuales la narración en primera persona aparece como una ruptura, como
una forma equivocada e indebida, prohibida, y al parecer, sacrílega.
En El susurro del lenguaje Barthes observa que el rigor y la objetividad son cualidades del tra-
bajo intelectual que no deben abandonarse por ningún motivo, pero que no pueden transferirse
al discurso de ninguna manera; afirma que toda enunciación tiene un sujeto, y que todas las for-
mas en que éste se constituya en el interior del discurso designan siempre formas del imaginario.
Barthes concluye que:

Entre todas esas formas la más capciosa es la forma privativa, que es precisamente la que se practica
de ordinario en el discurso científico, de la cual el sabio se excluye por necesidades de objetividad,
pero lo excluido, no obstante, es tan sólo la ‘persona’ (psicológica, pasional, biográfica), siempre,
de ninguna manera el sujeto; es más, este sujeto se rellena, por así decirlo, de toda la exclusión que
impone de manera espectacular a su persona, de manera que la objetividad, al nivel del discurso –nivel
fatal, no hay que olvidarlo–, es un imaginario como otro cualquiera. (Barthes, 2009a, pp. 19 y 20)

Mi “tutora” (que no era la maestra particular de mi familia, ni yo menor de edad o inca-


pacitado mental como para necesitar una tutora) de estudios de posgrado, una promi-
nente investigadora, y yo librábamos batallas encarnizadas para defender nuestras
posiciones. Cuando entregué mi original para optar por el grado, recibí de vuelta sus
observaciones, todas se limitaban a tachar, con un horrible crayón rojo, las expresiones
en primera persona, y me sugería (para decir amablemente que me ordenaba) que las
sustituyera por expresiones “neutras”. En verdad me parecía una afrenta pretender
que borrara mis propias huellas, que olvidara el camino que recorrí para aprender
todo aquello y por fin escribirlo, exigirme que cuando preguntaran quién construyó
esa casa, yo mirara a otro lado y me encogiera de hombros. Las críticas a mi escri-
tura en primera persona han sido fuertes, alguna vez incluso me hicieron renunciar
a una publicación, ya que el comité editorial encargado de verificar que los escritos
cumplieran con las formas narrativas ficcionales propias de las ciencias sociales, me
entregó el ultimátum por escrito. O cambiaba la primera persona por el fantasma
o no se publicaba el capítulo. Decidí no publicar. “Al que por su gusto muere, hasta la
muerte le sabe”. Sí, me he marginado por propia mano, pero al final me ha quedado
una extraña satisfacción: la de decir “YO escribí eso”. Como Borges, creo que “hay
derrotas que tienen más dignidad que la victoria”.

78
los outsiders de las ciencias sociales

En realidad la aniquilación narrativa del autor responde a la demanda de colaborar con la


construcción de la ficción de objetividad propia del discurso científico, mientras que la narración
en primera persona, más cercana a la narrativa literaria, le inyecta una fuerte dosis de sospechosa
e inaceptable subjetividad.
La anulación del autor en ciencias sociales va más allá de la negación a la narración en primera
persona, continúa con una demanda constante de que se deben validar todos los datos empleados en
los argumentos de las investigaciones en ciencias sociales, que deben provenir también de las propias
ciencias sociales. La endogamia cognitiva como canon de las ciencias sociales ha contribuido a que
los científicos sociales se encierren en un ghetto, en el que, por un lado, se defienden de la infección
de novedosas, pero también nocivas fuentes de conocimiento y, por el otro, desde esa posición de
aislamiento, desdeñan a la literatura como fuente de conocimiento. El riesgo que se corre al otorgar
legitimidad al conocimiento proveniente de la literatura, según esa creencia, es el de relajar el rigor
y sacrificar la neutralidad que debe imperar en el desarrollo y en la narración científica, algo que
debe ser defendido con uñas y dientes. Todos los prejuicios están alimentados por la ignorancia y,
en ocasiones, por la propia ceguera del lugar que uno ocupa en el mundo. Jablonka ha observado
que, en el siglo XIX, durante su lucha por imponerse, las ciencias sociales estimaron que debían
“depurarse” de la literatura, pero que ahora están lo suficientemente institucionalizadas como para
poder abrirse de nuevo a ella (Jablonka, 2016, p. 317).
Actualmente, hablar de pureza disciplinaria y actuar para defenderla, además de parecer ana-
crónico, hace estremecer a quien escucha esos argumentos, que recuerdan otros tiempos en donde
la pureza fue utilizada para defender fines aún más ruines. Hoy, además, las ciencias sociales
deben abandonar esa soberbia, ya no es sólo una decisión unilateral la de “abrirse” frente a otras
formas de saber, también hay que preguntarse: ¿la literatura y quienes la escriben están interesados
o pueden necesitar de alguna forma los conocimientos que se producen en el ámbito de las cien-
cias sociales?

Como si no fuera ya suficiente, debo reconocer otra derrota. Al coordinar un libro


sobre la frontera entre las ciencias sociales y la literatura contacté con varios escritores
con la finalidad de invitarlos al proyecto, contar con su punto de vista al respecto me
parecía, además de necesario, altamente estimulante. Algunos ni siquiera se tomaron
la molestia de contestar las llamadas o los correos electrónicos, con otros los encuen-
tros fueron cálidos, tal vez porque pertenecen a mi generación o porque los leo y
admiro, pero tampoco accedieron. No logré que ninguno de ellos se sumara a la lista
de autores. Pensé en varias posibles causas. Si eres un autor exitoso, multipremiado
por tu actividad literaria, ¿por qué te puede resultar interesante colaborar en un libro
académico? Quizá eres uno de esos escritores que intentaron insertarse en la academia
y recibiste un portazo en la nariz. Ahora, después del “éxito”, vienen a buscarte, si ése
fuera mi caso, tal vez yo mismo no colaboraría. Otra posibilidad es que también estás
encerrado en un ghetto, el literario, y piensas que la literatura y las ciencias sociales,
por el bien de ambas, no deben mezclarse. O tal vez subestimas tu actividad y crees
que lo que escribes no sirve más que para pasar el rato. Posibilidades.

79
alberto trejo amezcua

Piglia afirmó que hay algo perturbador en el acto de leer, que la lectura provoca una extraña
escisión entre el lector y la realidad (Piglia, 2005, p. 26), pero “la lectura [también] es el arte de
construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los
libros leídos vuelven como recuerdos privados. [...] Son acontecimientos entreverados en el fluir de
la vida, experiencias inolvidables que vuelven a la memoria como una música” (Piglia, 2015a, p. 53).
La lectura, ya sea de literatura o de estudios de ciencias sociales, genera en nosotros un conocimiento
que después se experimenta como propio, como recuerdos de lo vivido, en ocasiones resulta una
tarea sumamente difícil tener claro cuáles han sido las fuentes que uno ha leído para tener ciertos
conocimientos, para discernir entre nuestros recuerdos y aquellos que la lectura nos proporciona.
Este tipo de conocimiento es inaceptable para las rígidas formas de las ciencias sociales, que no
sólo contribuyen a la anulación de la persona-autor, sino que condicionan de manera grave la
creatividad que podríamos desplegar para crear o utilizar herramientas literarias para explicar-
nos la realidad social que buscamos comprender. ¿Por qué ciertos autores (todos “consagrados”) de
las ciencias sociales pueden escribir de esa forma, más libre, sin reparar en la exactitud de la cita?
¿Cómo hacen para conseguir esa licencia? ¿Acaso es una cuestión de tiempo? ¿O es el azar lo que
hace que su discurso se vuelva impermeable a los cuestionamientos metodológicos sobre las citas
o conocimientos previos que utilizan? ¿Existe una clase o casta de autores de ciencias sociales que
tienen vedadas esas posibilidades?

Como es común en la universidad, en una ocasión presenté para su discusión uno


de mis trabajos que contenía la frase “el sistema político mexicano es corrupto”.
Todo fluyó con aparente normalidad hasta que una colega me cuestionó duramente
cuáles fueron las fuentes que consulté que me permitían hacer esa aseveración y si
había encontrado en mis fuentes cifras para apoyar mi argumento. Por un momento
pensé que hablaba sarcásticamente y compartí con ella una risa de complicidad, pero
cuando noté que hablaba en serio, el que empezó a hacerse preguntas fui yo. ¿En dónde
vivía esta mujer? ¿Acaso venía de Marte? ¿Acaso ella no era como yo y necesitaba
evidencias más allá de las extraídas en la vida diaria? ¿Acaso ella no padecía las terri-
bles consecuencias de los recortes presupuestales con los que el sistema político
estaba acuchillando a la Universidad? ¿Acaso no se sentía ofendida por los casos de
gobernantes que se roban hasta el último centavo del erario público y después se
disculpan por tener propiedades altamente suntuosas que contrastan con la miseria
de esta sociedad? ¿Acaso aquella mujer no era de carne y hueso? ¿Cómo contestar
a sus preguntas? No las contesté y aun hoy, cuando recuerdo el episodio, me siento
confundido, desorientado.

Los outsiders de las ciencias sociales

El extranjero no es sólo aquél que se encuentra lejos de una construcción nacional originaria; una
concepción más amplia de la extranjería nos permite entender esta figura como aquél que porta con-
sigo costumbres y hábitos que no proceden del grupo al que se incorpora (Simmel, 2012, p. 21).

80
los outsiders de las ciencias sociales

Así, uno puede ser extranjero dentro de su delimitación territorial nacional original, en espacios
y círculos específicos. El rechazo a sus costumbres en el seno de esos espacios y círculos es lo que
coloca al extranjero, al forastero, en una posición marginal, en una condición de outsider.
Alfred Schütz definió al  forastero como “una persona adulta, de nuestra época y civilización,
que trata de ser definitivamente aceptada, o al menos tolerada por el grupo al que se aproxima”
(Schütz, 2003, p. 95). Las ciencias sociales forman en sí un endogrupo, con esquemas de pensa-
miento habitual que les son propios, el centro de ese pensamiento habitual es que las ciencias sociales
detentan el monopolio de la comprensión de todos los fenómenos sociales, y las prácticas a las que
me he referido no hacen más que apuntalar esa idea; el “rigor” y la “objetividad” que construyen
las coloca en una cima que les da la autoridad suficiente para autoproclamarse como las únicas dis-
ciplinas que pueden explicar la realidad social.
Sin embargo, existen actores de las ciencias sociales que no se alinean a los presupuestos y
exigencias de rigurosidad y objetividad que sus disciplinas les imponen y también las cuestionan.
El forastero, tal y como lo entiende Schütz, lleva consigo su propio pensar habitual, y es justo del
choque entre esas dos formas de pensamiento de donde surge el cuestionamiento del pensar habi-
tual del endogrupo hacia el forastero, que en este caso resulta extraño por tener hábitos cognitivos
y discursivos cercanos a la literatura, que le permiten moverse de manera distinta en el campo
de las ciencias sociales. Para el caso de las ciencias sociales y la literatura, ese cuestionamiento
ha rebasado, desde hace mucho tiempo, el maniqueísmo que interpreta a la producción intelec-
tual como dividida entre el contenido científico riguroso y las formas literarias, bellas, pero un
tanto huecas.
El forastero representa una forma de claridad que además de cuestionar el pensar habitual
del grupo al que quiere pertenecer, también cuestiona el suyo. La crisis que sufre se presenta en el
momento en que cobra plena conciencia de la artificialidad de las creencias, que tanto para él como
para el endogrupo al que se aproxima se explican por sí solas. Como afirma Schütz, la actitud crí-
tica del forastero no es suficiente para explicar su objetividad:

[...] la razón más profunda de su objetividad reside en su propia amarga experiencia de los límites
del ‘pensar habitual’, la cual le ha enseñado que un hombre puede perder su status, las reglas que lo
guían y hasta su historia, y que la manera normal de vida está siempre mucho menos garantizada de
lo que parece. Es por ello que el forastero discierne –frecuentemente con penosa claridad– la aparición
de una crisis que puede amenazar a todo el fundamento de la “concepción relativamente natural del
mundo”, mientras que todos esos síntomas pasan inadvertidos para los miembros del endogrupo,
que confían en la continuidad de su manera habitual de vida. (Schütz, 2003, p. 106)

Los outsiders de las ciencias sociales que intento tipificar no sólo poseen hábitos cognitivos y dis-
cursivos cercanos a la literatura4 que permiten al endogrupo estigmatizarlos, en este caso señalando
su falta de rigurosidad científica o haciendo patente su secreta lealtad a las formas y contenidos

4
El pensar habitual de los outsiders de las ciencias sociales puede resumirse en un conjunto de ideas entre las que
destacan: que las ciencias sociales no detentan el monopolio de la comprensión y explicación de la realidad social y que,

81
alberto trejo amezcua

literarios, sino que también aparecen ante los ojos de los establecidos en las ciencias sociales como
anómicos. “La anomia es, quizá, el reproche más frecuente contra ellos; es posible encontrar una
y otra vez que el grupo establecido no los considera de fiar, sino indisciplinados y anárquicos”
(Elias, 2016, p. 39). Seguir las reglas del grupo significa ser recompensado, en este caso se podría
hablar del acceso a becas, a financiamientos para proyectos de investigación o posibilidades aún
más profundas y enmascaradas, como el acceder a un tratamiento diferenciado. Esto explicaría, por
ejemplo, la permisividad de la que gozan aquellos miembros consagrados del grupo establecido de
las ciencias sociales incluso para contradecir y desacatar las reglas autoimpuestas de rigor y objeti-
vidad; para asomar la cabeza a la superficie y hacer un uso más libre del discurso científico. Por el
contrario, actuar de manera autónoma con respecto a esas reglas conlleva sanciones en el seno del
grupo, la estigmatización, la marginación y el exilio.

Cuando pienso en mi formación, vienen a mí recuerdos de mis maestros, algunos de


ellos: Hugo Sáez, quien me enseñó una crítica a la noción de progreso por medio del
Informe para una academia de Kafka; Jacques Gabayet, quien intentaba comprender a
Marx buscando sus fuentes literarias; Gilda Waldman con Lemebel y Zambra; José
Luis Velasco, que me hizo comprender la guerra civil en España al presentarme el
Homenaje a Cataluña de Orwell. Pienso en ellos, no sólo en su apertura para dar valor
a la literatura como fuente de conocimiento, sino también en su capacidad para ense-
ñar las ciencias sociales de manera distinta. Creo que, de alguna manera, todos ellos
son outsiders. Estoy seguro que aprendí de ellos y creo que ahora cumplo un destino.

Zygmunt Bauman entendió el exilio como algo que no necesariamente conlleva un traslado
físico o corporal, una situación que no se define con referencia a ningún espacio físico, sino como
una posición autónoma con respecto al espacio como tal. Al hablar del exilio del escritor, Bauman
decía que éste radica en no integrarse a las normas y al respecto escribió estas líneas:

Crear (y, por lo tanto, también descubrir) siempre implica transgredir una norma; seguir una norma
es mera rutina, más de lo mismo, no un acto de creación. Para el exiliado, transgredir las normas no es
resultado de una libre elección, sino una eventualidad que no puede evitarse. [...] Eso no despierta
gran afecto en los nativos de los países a los que lleva su itinerario de vida. Pero, paradójicamente,
también les permite llevar a esos países dones que son muy necesarios allí, y que nunca hubieran
recibido de otras fuentes. (Bauman, 2003, p. 218)

En su clásica introducción a Establecidos y marginados, Norbert Elias observó que el uso en


sociología de algunos términos como “racial” o “étnico”, o para nuestro caso, “no riguroso” o
“subjetivo”, orientan la atención hacia lo periférico y disfrazan lo que en verdad se disputa en las

por el contrario, existen otras disciplinas que también producen conocimiento legítimo; que la literatura es también capaz
de expresar pensamientos rigurosos y abstractos; que las formas discursivas propias de las ciencias sociales, en muchas
ocasiones, son rígidas e impiden una comunicación con públicos más amplios con los que sería sumamente fructífero
dialogar y discutir. En general, que entre las ciencias sociales y la literatura no hay rupturas, sino continuidades.

82
los outsiders de las ciencias sociales

relaciones entre establecidos y marginados: el poder (Elias, 2016, p. 45). Tal vez, lo que hay en el
fondo de toda esta discusión es la asimétrica distribución de poder entre dos grupos de las ciencias
sociales, que disputan la visión hegemónica que consideran debe prevalecer en ellas, la postura de
unas ciencias sociales cercanas o lejanas a la literatura.

Colofón

Byung-Chul Han señala que cuando se habla del poder, éste se encuentra debilitado (Han, 2016,
p.12). He aterrizado mi disertación en un problema de poder al interior de las ciencias sociales, sin
duda esto significa que el poder del monopolio de las ciencias sociales para comprender y explicar
a la sociedad, como idea, está decreciendo. Como cuerpo sólido, sin permeabilidad transdisci
plinaria, las ciencias sociales ya no son capaces de dar cuenta de una realidad social cada vez más
compleja, caracterizada por el resquebrajamiento global de la confianza en la democracia, por
la inexistencia de alternativas, por migraciones masivas, por las redes sociales y por la realidad
virtual.
El papel de los outsiders de las ciencias sociales es de suma importancia, pues cumplen con
el necesario cuestionamiento para que estas disciplinas no caigan en el fango de la autocom-
placencia; en la estéril repetición de contenidos y formas discursivas que parecen perennes, para
evitar la censura que nos acerca al estancamiento intelectual. El forastero, de cualquier manera,
habla otro idioma, y eso es justo lo que hace aquél que pretende conjuntar ciencias sociales y lite-
ratura, obliga a las palabras a decir otras cosas, a adquirir nuevos significados.
En éste, más que en cualquier otro momento de la historia, resultan necesarias unas ciencias
sociales que expliquen y promuevan el entendimiento, –para utilizar la expresión de Bauman– que
nos demuestren que los muros que nos encierran no son indomeñables.
El outsider camina cuestionando el pensar habitual de las ciencias sociales, sin embargo, tam-
bién cuestiona sus propias creencias, por lo cual deseo plantear una última cuestión. En su socio-
logía de la literatura Gisèle Sapiro afirma que la significación de una obra literaria no se reduce a
la intención de su autor y que aquella depende de su relación con otras producciones sobre el tema
(Sapiro, 2016, pp. 13 y 14). Sin embargo, debemos hacernos la gran pregunta: ¿al utilizar la litera-
tura para explicar la realidad social no nos parecemos a aquel lector criminal descrito por Ricardo
Piglia, que usa los textos en su beneficio, les da un uso desviado y termina funcionando como un
hermeneuta salvaje?

83
Bibliografía

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Siglo XXI.
Weber, M. (1998). El político y el científico. Madrid, España: Alianza.

84
2. Itinerarios
Escrituras superpuestas.
Territorios de la sociología y la literatura1

Carlos Virgilio Zurita2

El propósito de estas notas es examinar las homologías que existen entre la literatura y la sociología3
en tanto ambas están mediadas por el proceso de escritura, que suele ser vocacional en el caso de la
primera y profesional en el caso de la segunda. Aunque se trata de suposiciones que es conveniente
matizar, a menudo se afirma que los literatos materializan sus producciones al dar respuesta a una
pulsión interior, en tanto que los sociólogos proceden en razón de una presión externa.
Aquellos sociólogos que, para bien o para mal han emprendido una carrera académica o cientí
fica, se sienten compelidos a escribir y, sobre todo, publicar, para dar señales de vida o para asegurar
su existencia institucional. Publica o perece, amenaza o recomendación de larga data, es la disyuntiva
insoslayable generalizada en las universidades de todo el mundo y que se refleja en el ciclo de las
“novelas de campus” de David Lodge.
A raíz de que en siglo XIX la historia y la sociología se desagregaron de las bellas letras, Jablonka
(2016) señala que la discusión en torno a las relaciones de la literatura con las ciencias sociales a
veces se articula sobre la base de dos postulados equívocos: que las ciencias sociales no tienen una
dimensión literaria y que los literatos no producen conocimiento, por lo que habría que optar por
la alternativa engañosa de escoger una historia o sociología que sea “científica” en detrimento de la
escritura, o por una historia o sociología que sea “literaria” en detrimento de la verdad. La superación
de tal dicotomía debiera provenir de una reflexión acerca del carácter y el rol que la escritura posee
tanto en las ciencias sociales como en la literatura, y de procurar escribir de “una manera más
libre, más justa, más original, más reflexiva, no para relajar la cientificidad de la investigación
sino, al contrario, para fortalecerla” (Jablonka, 2016, p. 11). “La escritura no es la maldición del

1
Cuando estaba preparando estas notas, realicé algunas consultas. Estoy agradecido con las opiniones y sugeren-
cias que recibí de Ana Dinerstein, Natalia Luxardo, Ruth Sautú, Ania Tizziani, Ricardo Sidicaro y Juan Montes Cató.
Particularmente me siento en deuda con Waldo Ansaldi, quien tuvo la generosidad de enviarme pormenorizados detalles
sobre su vasta experiencia en el trabajo con novelas, tomándolas como metáforas de la historia.
2
Instituto de Estudios del Desarrollo Social (INDES). Universidad Nacional de Santiago del Estero (Argentina).
Correo: [email protected]
3
Algunas de las argumentaciones que se desarrollan en el presente texto fueron sustentadas en trabajos anteriores
(en “El bloqueo de la página en blanco. Notas sobre la sociología como género literario”, Sociología del Trabajo, 55, Univer-
sidad Complutense de Madrid, 2005; y en “Acerca del sociólogo como escritor. Desgajes de un oficio”, Política y Sociedad,
46, Universidad Complutense de Madrid, 2009). El sentido de tales argumentaciones, ahora, las mantengo en ciertos
casos, y en otros, las reformulo.

[ 87 ]
carlos virgilio zurita

investigador, sino la forma que adopta la demostración, y no entraña ninguna pérdida de verdad:
es la condición misma de la verdad.” ( Jablonka 2016, p. 18).
Por su parte Ansaldi (2010), que como Jablonka es historiador y también está dotado de una mi-
rada sociológica, sostiene que los relatos ficcionales deben ser tomados por los investigadores como
“fuentes”, concediéndoseles el mismo nivel de verosimilitud con que son considerados, por ejem-
plo, los resultados de un enfrentamiento bélico, una disputa electoral o las evidencias provenientes
de datos estadísticos o censales. Ansaldi aclara las numerosas ocasiones en que ha tomado novelas
como referencias ilustrativas en sus investigaciones, destacando tres: Amalia, de José Mármol;
La gran aldea, de Vicente F. López, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Es posible encontrar similitudes, aunque también diferencias, entre la sociología y la literatura.
Con referencia a la escritura, ese arte espectral, diría Norman Mailer, de la que participan las dos,
en ocasiones se advierte que constituye un “fin” para la literatura y un “medio” para la sociología.
La cuestión de la escritura ha tardado un tiempo en ocupar un lugar en la preceptiva metodológica
con la que se pretende formar a los estudiantes de sociología, pero en todo caso, se la considera sólo
como una “etapa” de la trayectoria de investigación.

1. Textos y contextos

En el decurso de su vida académica los sociólogos deben producir materiales escritos. No obstante,
la instancia de la escritura es una temática que no suele estar presente con frecuencia ni en las
reflexiones y balances sobre la disciplina, como tampoco en las estrategias curriculares de forma-
ción de recursos.4 Intentaremos apuntar las motivaciones por las que se ha producido una suerte
de ocultamiento de la escena de la escritura sociológica, y también resaltar que ella no sólo forma
parte del proceso de investigación, sino que es constituyente de la misma, que no se trata del mero
registro, del recuento, de la “memoria” que se realiza una vez concluida la investigación.
Al indagar en las prácticas escritas y las concepciones respecto de la escritura en alumnos
universitarios de las ciencias sociales de la Universidad de Buenos Aires, Alvarado y Cortés (2000)
sostienen que la escritura promueve procesos de objetivación y distanciamiento respecto del propio
discurso, posibilitando una recepción diferida, un descentramiento que permite la revisión crítica
de las propias ideas y su reconversión. Pero para poder afrontar los propios textos como ajenos,
resultan necesarias habilidades y estrategias maduras de lectura y escritura, cuya adquisición exige
de un entrenamiento sistemático y especializado. Tal entrenamiento no se encuentra generalizado en
el sistema educativo argentino –ni en varios sistemas latinoamericanos– lo que implicaría, según el
punto de vista de la psicología cognitiva, ciertas restricciones en los jóvenes para desplazarse desde
las prácticas repetitivas (inexpertas) hacia las críticas (maduras).
A nuestros fines conviene tener presente que cuestiones tales como el texto, la escritura, el dis-
curso, si bien poseen tradición analítica entre semiólogos, filósofos y críticos literarios, no están

4
Sólo en los últimos años, con la proliferación de estudios de posgrado, comenzaron a institucionalizarse actividades
tales como los talleres de tesis.

88
escrituras superpuestas. territorios de la sociología y la literatura

presentes en el ámbito de los sociólogos o, más bien, sólo comenzaron a estar presentes tardíamente.
En el listado de obras reconocidas de sociólogos y científicos sociales centradas en la temática
deben mencionarse, entre otros, el aporte pionero de Nisbet (1979), y también los de Geertz (1989),
Lepenies (1994), Becker (1986a y 1986b), Lahire (2006), R. H. Brown (2002), Jablonka (2016)
y, aunque con propósitos diferentes, Bourdieu (1992 y 2008). Asimismo, se registran los casos de
sociólogos que, sin haberse dedicado particularmente a nuestro campo de interés, realizaron singu-
lares contribuciones; entre ellos mencionamos a Wright Mills (1961), Passeron (1991), Bauman
(2003), Archetti (1994) y Castillo (2003).
De los autores mencionados se adquiere la certidumbre de que el aprendizaje y la enseñanza de
la sociología no sólo debiera consistir en transmitir a los alumnos repertorios de conceptos teóricos
y procedimientos metodológicos sino, sobre todo, en compartir experiencias y prácticas reflexivas
sobre un oficio y una artesanía.

2. Formas de la escritura

Acerca del examen de la escritura sociológica en cuanto tal, aún persisten ciertos recaudos herme-
néuticos, y en algunos ámbitos se sostiene que los escritos sociológicos sólo debieran ser analizados
en sus implicancias “académicas”, esto es, en la pertinencia del enfoque teórico, en la adecuación
metodológica y en la suficiencia de los datos empíricos aportados, pero no en su materialidad, no
en cuanto textos, en cuanto artificios generados –y mediados por actores sociales–. Lectura y mar-
caje de correcciones por la sociedad sobre sí misma. No sólo en sociología, sino también en otras
ciencias sociales se manifiestan similares prevenciones. Apunta Geertz (1989) que “el análisis
de la etnografía como escritura se ha visto obstaculizado por consideraciones varias, ninguna de
ellas demasiado razonable; una de éstas es que sería poco antropológico hacer algo así. [Se suele
afirmar que] lo que un buen antropólogo debe hacer es ir a los ‘sitios’, volver con información
sobre la gente que vive allí y poner dicha información a disposición de la comunidad profesional
de un modo práctico, en vez de vagar por las bibliotecas reflexionando sobre cuestiones literarias”
(Geertz, 1989, p. 11). Geertz ironiza las aseveraciones de quienes postulan que “la preocupación
por el modo en que están construidos los textos etnográficos semeja una distracción insana”, que
“lo que debe importar son los tikopia y los tallensi en sí mismos, y no las estrategias narrativas de
Firth o los mecanismos retóricos de Fortes” ya que los textos antropológicos no merecen tan delica-
da atención. También cuestiona afirmaciones de los defensores del estilo comunicacional aséptico y
positivista de que una cosa sea “investigar cómo consiguen sus efectos Conrad, Flaubert o Balzac
y otra, distinta e injustificable, pretender hacer lo mismo con Lowie o Radcliffe-Brown”, ya que
“los buenos textos antropológicos deben ser planos y faltos de toda pretensión: no deben invitar al
atento examen literario, ni merecerlo” (Gerertz, 1989, p.12)
Porque Geertz no considera que prestar atención al modo en que se presentan los enunciados cog-
noscitivos mine la capacidad de tomarlos en serio, ni que otorgar relevancia a problemas tales como
“las metáforas, la imaginería, la fraseología o la voz” conduzca a un corrosivo relativismo que
convierta a la antropología en un mero juego de palabras como la poesía o la novela.

89
carlos virgilio zurita

Las raíces, ya no de la cautela, sino del auténtico miedo a considerar la antropología como escri-
tura –lo que implicaría, según Steimberg (2004), tornar visible su retórica– Geertz las atribuye a
la persistencia de mitos profesionales que impiden reconocer el carácter literario de la antropología,
mitos que suponen que la verdad y el poder de convencimiento de la etnografía debe buscárselos
en la “pura sustantividad factual”, aunque en rigor la capacidad de los antropólogos y sociólogos
de convencer para que se tome en serio lo que dicen, deriva de haber podido penetrar –o haber sido
penetrados por– otras culturas, otras formas de vida, “y en la persuasión de que este milagro invi-
sible ha ocurrido, es donde interviene la escritura” (Geertz, 1989, p. 14).

3. La infinitud sin sentido de lo real

Un aspecto común en las ciencias sociales y la literatura concierne a la relevancia de la narración y


el relato que se manifiesta en la imagen del sujeto como Homo loquens (Longo, 2006); puesto que
tanto en sociología como en literatura, contar, es decir narrar, sería una forma de gestionar la tempo-
ralidad, al desarrollar representaciones lingüísticas que articulan escenarios, personajes y “esta-
dos de ánimo” a lo largo de una secuencia temporal que implica la distinción de un antes y un
después. “Contar supone seleccionar, de una infinitud sin sentido de lo real, aspectos que se mues-
tran significativos y relevantes: se trata de la función organizadora de la realidad que posee el
proceso narrativo” (Longo, 2006, p. 14).
Las perspectivas narrativas de la sociología son examinadas, entre otros autores, por Lepenies
(1994) y Nisbet (1979). Lepenies se concentra en los procesos de diferenciación de los valores y
las prácticas literarias y científicas, en tanto que Nisbet extiende el análisis hacia la vinculación de
la sociología, no sólo con la literatura, sino con otros sistemas de producción artística, particular-
mente las artes visuales. Nisbet sostiene que la afinidad del arte con las ciencias sociales se mani-
fiesta en el concepto de estilo. Los estilos permiten estructurar los temas; éstos, antes de perfilarse
como tales pueden haber sido mitos o metáforas. La metáfora5 no es tan sólo un recurso gramatical,
una mera figura retórica, sino una vía al conocimiento; se mencionan tres: crecimiento, genealogía
y mecanismo. En tanto que los temas centrales de la sociología, antes y ahora, serían el individuo,
el poder, la libertad, el cambio.6
La transposición de géneros y procedimientos retóricos desde la esfera artística hacia la sociológica
(Steimberg, 2004, p. 15) adquiere visibilidad en la utilización de diseños construidos, como el
paisaje y los retratos. Nisbet señala algunos de los paisajes sociales más significativos: las masas,
el poder, el sistema industrial y la metrópolis. Entre los retratos, menciona a las figuras del burgués, el
obrero, el burócrata y el intelectual.

5
Sobre metáforas y el uso de razonamientos analógicos en sociología, véase en Lahire (2006), el capítulo 3 “Sociología
y analogía”, donde el autor presenta alrededor de un centenar de registros metafóricos clasificados en trece categorías.
6
En The sociological tradition Nisbet menciona los mismos temas, aunque bajo la forma de conceptos polares: comu-
nidad/sociedad, autoridad/poder, estatus/clase, sagrado/profano, alienación/progreso.

90
escrituras superpuestas. territorios de la sociología y la literatura

En un trabajo anterior (Zurita, 2005) he sugerido que los sociólogos proceden como los nove-
listas, ambos crean, mediante la descripción, espacios y territorios. Y también crean identidades
simbólicas: personajes, en el caso de los novelistas, y sujetos colectivos, en el caso de los sociólogos.
El mundo está lleno de personajes que andan en busca de su autor, de alguien que les confiera
identidad, escribiéndolos. Puede que los configure un sociólogo (el proletario: Marx), un novelista
(la mujer soñadora: Flaubert) o ambos al mismo tiempo (el burócrata: Kafka y Weber).7 Los perso-
najes muestran su autenticidad, su verosimilitud, cuando adquieren vida propia y pretenden ser ellos
mismos, a veces en rebelión contra su autor. En cuanto a los personajes sociológicos, la experiencia
ha mostrado que es necesario, de vez en vez, reconfigurarlos, para que sigan teniendo aliento vital,
para que no se conviertan en máscaras vacías. En este sentido, un ejemplo positivo lo constituye la
continua reelaboración de la figura del “trabajador”.

4. Continuidades y rupturas

Tanto los individuos, como los grupos, sustentan su afirmación de identidad insertándose en linajes
y genealogías. Extremando la argumentación, Borges solía sugerir que a cada escritor le asiste el
derecho –incluso la obligación– de elegir o inventar a sus antecesores.
Ante tal perspectiva, resulta de interés indagar en lo acontecido en el campo de la sociología en
Argentina y, aun en Latinoamérica, en el establecimiento de genealogías dominantes y paradigmas
retóricos (Zurita, 2009a).
Solari, Franco y Jutkowits (1978), en una obra ya clásica sobre la evolución de las teorías
sociales en América Latina, describen las características que asumió hacia mediados del siglo XX el pro-
ceso de institucionalización de la sociología en la región. Dicho proceso,8 cuyos representantes proto-
típicos fueron Gino Germani, en Argentina; Florestán Fernándes, en Brasil, y José Medina
Echavarría, en Chile y México, implicó el logro académico de incorporar los estudios sociológicos
a la grilla universitaria y fue apreciado como una ruptura epistemológica con el pasado. Según
Medina Echavarría, la sociología a emprender debía consistir en una teoría, pero sobre todo en una
técnica, y para ello resultaba insoslayable acentuar la diferenciación de los nuevos estudios sociales
con la filosofía social y la especulación reflexiva, y alentar la realización de aportes cuantitativos con
datos provenientes de la realidad social. En los hechos, tal propuesta conceptual y metodológica
significaba separarse radicalmente de la tradición ensayística9 que hasta entonces, con sus luces y
sus sombras, había sido el paradigma expresivo dominante.

7
Sobre este punto véase José María González García (1989): La máquina burocrática. Afinidades electivas entre
Max Weber y Franz Kafka, Madrid, España: Visor.
8
Proceso que, según los autores, comprende tres fases, no estrictamente secuenciales: i) pensadores o ensayistas,
ii) sociólogos “científicos” y iii) sociólogos “críticos”.
9
Sobre la significación del ensayo como género expresivo, véase Theodor Adorno, “El ensayo como forma”. En Pensa-
miento de los confines, (1), 1998, Buenos Aires, Argentina.

91
carlos virgilio zurita

La ruptura con dicha tradición fue una acción necesaria, dotada de progresividad histórica en
el desarrollo de la disciplina, y que contribuyó a afianzar el estatus epistemológico de la sociología;
sin embargo, al implantar –¿como una consecuencia no querida?– el modelo comunicacional y
discursivo del “proyecto de investigación” tuvo serias consecuencias en la esfera de nuestro centro
de interés, esto es, la escritura.
Las postulaciones de los pioneros de la sociología científica, –los mencionados Medina Echavarría,
Germani y Fernandes– como todo discurso fundacional, exageraró los rasgos negativos del pasado,
de la etapa presociológica. Fueron particularmente críticos con los valores y, fundamentalmente,
con el tono expresivo del ensayismo, cuestionando su delectación en el cuidado de la forma, el uso
de la primera persona, la ponderación de los hallazgos intuitivos.
La consolidación del cientificismo sociológico en el nivel universitario –en sus vertientes de
“izquierda” y de “derecha”, y tanto entre los sociólogos cualitativos como cuantitativos– tuvo como
resultado que se haya educado a generaciones de alumnos en la obligatoriedad de utilizar un dis-
curso comunicacional que debía manifestarse por medio de un lenguaje lo más objetivo, despojado
y neutro posible: científico, en una palabra. Por lo tanto, si la sociología debe tener como modelo
de referencia una textualidad plana, no había que preocuparse en enseñar a escribir a los alumnos,
ya que la escritura era un mero medio, y no formaba parte del proceso de producción sociológica.
En rigor, en la actualidad, el paradigma retórico de la expresividad, de las maneras de decir en
ciencias sociales debe adecuarse a diversas prescripciones, como ser las vigentes para la presenta-
ción de informes ante el Conicet,10 las Fundaciones y Agencias de financiamiento, el Programa de
Incentivos,11 y las normas de publicación de las revistas especializadas.
El proceso creativo se convierte así en un repertorio de recetas y convenciones que deben ser
escrupulosamente respetadas: formular hipótesis, que cada hipótesis esté acompañada de indica-
dores y dimensiones observables, usar tipografías en cuerpo 12 a doble espacio, colocar las citas
y las notas al pie en los lugares adecuados, etcétera. De tal forma se ha generado una suerte de
manierismo en el discurso de la sociología y de las ciencias sociales en general.
Para intentar superar tales limitaciones, a nuestro juicio, los sociólogos, en tanto productores
de relatos, debieran procurar insertarse en una genealogía que incluyera a referentes de la disci-
plina como Weber, Marx y Germani, pero también a escritores como Flaubert, Borges o Piglia.
Mencionamos nombres consagrados y casi convencionales de las ciencias sociales, y asimismo a
tres autores literarios que se han caracterizado por ejercer una reflexión y una vigilancia profunda
sobre el proceso de escritura.
Al escoger sus antecedentes filiatorios, los científicos sociales no deberían olvidar las potencia-
lidades creativas que proporcionan el mestizaje y la hibridación de géneros. Y, finalmente, tener
siempre presente que existen ciertas obras a las que se les concede la perdurabilidad del clasicismo

10
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
11
Por medio de este programa se evalúa y categoriza a investigadores de Universidades Nacionales (estatales) de
Argentina, tomando en cuenta su desempeño académico e institucional y, en gran medida, su producción escrita. Los
resultados de la categorización pueden implicar un considerable plus salarial.

92
escrituras superpuestas. territorios de la sociología y la literatura

(v.g. El 18 Brumario..., El suicidio, Dependencia y desarrollo en América Latina), y que dicha cualidad
se sustenta, sobre todo, en términos de Nisbet, en su factura artística.12

5. La sociología como género literario

Las demarcaciones entre géneros literarios se sustentan, básicamente, en convenciones, como


señalan Altamirano y Sarlo (1980) y Williams (1977). Otro tanto se podría postular acerca de las
distinciones entre las diversas ciencias sociales; y también entre los diversos tipos de escrituras. Pero
ahora nos va a interesar adentrarnos, ya no en las diferencias entre géneros sino, por el contrario,
en el solapamiento de géneros y discursos.
Jules Michelet sostenía que la historia formaba parte de lo que él llamaba bellas letras. La más
transparente argumentación a favor de considerar a “la sociología como una forma de arte” fue formu-
lada por Robert Nisbet (1979).13 La contigüidad y superposición de las ciencias humanas con la
literatura, en el caso de Michelet, se sustentaba en las afinidades estilísticas que son prolijamente
examinadas en Pucci (2016), pero en Nisbet se afirmaba no sólo en tales afinidades, sino también
en la entonación moral y, sobre todo, en la factura artística de los hallazgos conceptuales y de las
dimensiones expresivas de ciertas obras clave de la sociología.
En La formación del pensamiento sociológico, Nisbet (1976) sostiene:

¿Quién se atreve a pensar que las Gemeinschaft y Gessellschaft de la tipología de Tönnies, la concep-
ción weberiana de la racionalización, la imagen de la metrópoli de Simmel, y la idea sobre la anomia de
Durkheim provengan de lo que hoy entendemos por análisis lógico-empírico? [...] Estos hombres
no trabajaron en absoluto con problemas finitos y ordenados ante ellos. No fueron en modo alguno
resolvedores de problemas. Con intuición sagaz, con captación imaginativa y profunda de las cosas,
reaccionaron ante el mundo que los rodeaba como hubiera reaccionado un artista, y también como
un artista, objetivando estados mentales íntimos, sólo parcialmente conscientes. (p. 36)

Extendiendo las argumentaciones de Nisbet, se podría decir que la sociología puede considerarse
como un género literario, a partir de sus dimensiones escriturales y caligráficas, pero también por
sus exigencias, por su necesidad, de crear escenarios y territorios, y, sobre todo, de generar pers-
pectivas, miradas sobre el mundo, esto es, personajes.
La creación, constitución o redefinición de los sujetos colectivos, la configuración de identidades
simbólicas, obedecen a la misma lógica constructiva que en literatura se llama “creación de perso-
najes”. En este sentido, Shumway (2002) sugiere que la invención de la Argentina es el resultado

12
César Vapñarsky, quien fuera un adelantado en materia de preocupaciones sobre la escritura académica –y cuya obra
sobre el tema permanece lamentablemente inédita–, solía recomendar a sus alumnos y a sus amigos la lectura frecuente
de los textos de Ortega y Gasset y Octavio Paz para adquirir “un clima de buena escritura”.
13
En tanto que, para Zygmunt Bauman la escritura del sociólogo debe ser como la del poeta: traspasar los muros de
lo obvio y lo autoevidente, poner de manifiesto “lo que siempre estuvo allí” y no se lo veía. “Epílogo. Acerca de escribir;
acerca de escribir sociología”. En Modernidad líquida.Véase bibliografía.

93
carlos virgilio zurita

de narrativas –“ficciones orientadoras”, en sus términos– imaginadas por escritores del siglo XIX,
fundamentalmente, Echeverría, Alberdi y Sarmiento.
Los sociólogos proceden como los novelistas, ambos crean espacios y territorios mediante la
descripción, y también crean identidades simbólicas: personajes, en el caso de los novelistas, y su-
jetos colectivos, en el caso de los sociólogos.
Personas soñadoras y con el seso sorbido por la lectura siempre existieron, pero dejaron de pasar
desapercibidas, adquirieron identidad cuando se transformaron en Don Quijote, Emma Bovary y
Adán Buenosayres; convirtiéndose no sólo en personajes auténticos, sino definiendo tipos huma-
nos, referencias de estilos de personalidad. Estos casos, a los que se podrían agregar tantos otros,
consistirían en ejemplos de influencias de la literatura sobre la realidad.
Pero también existen incidencias de la sociología sobre la realidad. Para ilustrar este último aspecto
es posible enunciar algunos ejemplos, pertenecientes a la sociología argentina actual, de creación
de personajes, es decir de identidades sociológicas. Así, en cierto sentido, se podría postular que el
servicio doméstico es una invención de Elizabeth Jelin; los cortadores de rutas y los piqueteros, de
Javier Auyero; la familia rural, de Floreal Forni. Una fecundidad especial en la creación de persona-
jes es el caso de Eduardo Archetti: los chacareros, la cocina, los deportes, el tango, la masculinidad.

6. Ficciones y evidencias acerca del poder

Me parece conveniente ir un poco más allá de las afirmaciones generales sobre los usos de materiales
literarios en la sociología y circunscribir un campo, al menos, en el que se pueda señalar puntual-
mente la utilización de determinadas novelas o relatos que fueron considerados como “fuentes” o
“fragmentos empíricos”. Y con ese fin, elegimos el ámbito de la sociología política, que es también
decir las esferas del poder y la dominación.
Diversos autores, entre ellos Samir Amin, han indicado que el aporte más relevante latinoame-
ricano a la sociología del siglo pasado fue la teoría de la dependencia. Se podría sugerir que una
contribución sustantiva a la literatura de los escritores de la región fueron las novelas de caudillos
(Zurita, 2009b).
Impresiona el nivel, la calidad y la cuantía de materiales literarios de que disponen los sociólogos
que pretendan adentrarse en estudiar la sociología política y las diversas dimensiones del poder.
En este punto seguiremos a Polit (2008) en su obra Cosas de hombres. Escritores y caudillos en
la literatura latinoamericana del siglo XX. A nuestro juicio, se podría afirmar que las indagaciones
de Polit se focalizan en tres espacios: el poder, el género y la autoría, que son minuciosamente
examinados. El primero, la cuestión del poder o, más precisamente, de la dominación; para el caso,
no sólo la dominación política y social, sino personal: las asimetrías en el ámbito claroscuro de la
intimidad. La segunda cuestión, el género, no consiste en las habituales reivindicaciones feministas,
sino en una singular perspectiva de reflexiones, como sólo pueden encontrarse, quizás, en Nancy
Fraser (el género como reclamo de reconocimiento) y en Eduardo Archetti (la construcción de
masculinidades). En el tratamiento de la tercera temática, la autoría, se manifiestan algunos de los

94
escrituras superpuestas. territorios de la sociología y la literatura

rasgos más originales de sus análisis. Se trata de la recurrente perplejidad pirandelliana. Quién crea
a quién, quién antecede, ¿el personaje o el autor?; ambos se necesitan, se requieren. Está el tantas
veces recordado caso de las relaciones de Sarmiento con Facundo, en que el vituperio se entrecruza
con la fascinación. Siempre hay disputa por el poder del autor. Como apunta Molloy (2008), en la
presentación de la obra de Polit: “Donde hay caudillo hay escritor que lo escribe, es decir, escri-
tor que se arroga el poder no sólo de construirlo sino de criticarlo, de corregirlo, de imponerse
a él. Escribir al caudillo es, también escribirse. La novela de caudillo es también fantasmago-
ría autobiográfica”. Polit se concentra en cuatro novelistas: Beatriz Guido, Elena Garro, Sergio
Ramírez y Mario Vargas Llosa.
Son dos las novelas de Beatriz Guido que se examinan, Fin de fiesta y El incendio y las vísperas.
La primera es una diatriba contra una clase en ascenso, y la segunda, la evocación nostálgica de
una clase que pareciera desvanecerse. No obstante tratarse, ostensiblemente, de novelas de tesis
(Barceló = Perón = Rosas), de literatura engagée, se valora el carácter visual de la narrativa, la
presencia reinventada de los repertorios de violencia, promiscuidad y apuestas (desde los juegos de
naipes a la riña de gallos), y que Guido haya acertado con la nota original de conferir una dimen-
sión estética a la representación del poder, esto es, la figura masculina del caudillo.
Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, se sitúa en México, hacia 1920, durante la Guerra de
los cristeros (que son los tiempos en que también transcurre El poder y la gloria de Graham Greene).
El valor de la novela de Garro deviene de alterar la tradicional división de los espacios público y
privado, lo que le permite visibilizar a las mujeres y otorgarles un rol protagónico en el relato.
Margarita, está linda la mar, de Sergio Ramírez, es la narración más escrita, la más experimental.
La novela une a dos hombres fundamentales de Nicaragua, Rubén Darío y Anastasio Somoza
Debayle, el primer Somoza. La articulación de la literatura con la política posee una connotación
especial, porque Ramírez es escritor y político (fue vicepresidente sandinista), y porque el asesi-
nato de Anastasio Somoza García lo comete un poeta, Rigoberto López Pérez, literalmente, una
“pluma” que mata. Hay una escena antológica: luego de su muerte, el cerebro de Rubén Darío
es extraído y conservado en un frasco con formol. Dos personas se sienten propietarios de tan
augustos sesos, una quiere venderlo a un museo de Buenos Aires, la otra pretende examinarlo
para encontrar secretas claves entre las circunvoluciones. Comienza la disputa, y en el forcejeo el
frasco pasa de unos brazos a otros, hasta que finalmente el cerebro se desliza y se estrella contra
el suelo.
En La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, el caudillo que aparece es Rafael Leónidas Trujillo,
uno de los dictadores más atractivos para protagonizar una novela, ya sea por los más de treinta
años que estuvo en el poder, o por su singular personalidad: su megalomanía lo llevó a denomi-
nar con su nombre y el de su familia a cuanto fuera posible, y la capital pasó de llamarse Santo
Domingo a Ciudad Trujillo (estas prácticas “denominatorias” también fueron ejercidas por Alfredo
Stroessner y Juan Domingo Perón).
Las novelas mencionadas constituyen para los sociólogos no sólo un rico yacimiento de frag-
mentos empíricos, sino instrumentos que pueden operar como una cartografía, como una sugerente
guía de viaje para internarse en los territorios públicos y privados del poder, puesto que la empiria,

95
carlos virgilio zurita

el “trabajo de campo”, no debiera consistir tan sólo en la inspección de materiales estadísticos, ni


tampoco meramente en los protocolos de entrevistas, sino también en asomarse a los ámbitos de la
imaginación y la verosimilitud, es decir, de los relatos ficcionales.

7. Excurso: Humboldt y Darwin

En el discurrir de este esbozo acerca de los entrecruzamientos de géneros quizás no resulte del todo
inapropiado dar un paso más y convocar las figuras de Alexander von Humboldt y Charles Darwin.
Hay diversas razones para hacerlo. No sólo por ser fundadores de discursividad en las ciencias
naturales, ni porque sus aportes cruciales se les hayan revelado en su transitar por América Latina,
sino porque ambos expresaron reiteradamente la necesidad de articular las observaciones cientí-
ficas con la expresividad literaria. Sobre esta preocupación han dejado numerosas constancias en
casi todas sus obras, particularmente Humboldt en su Viaje a las regiones equinocciales y Darwin
en su Diario.
Sorprende la edad en que emprendieron sus viajes que, en el fondo, fueron de autodescubri-
miento. En 1804, a los veintitrés años, Humboldt se embarcó en el Pizarro y anduvo por Venezue-
la, Ecuador y México. Darwin a los veintidós años, en 1831 ocupó su litera en el Beagle y recorrió
Argentina, Chile y las Galápagos. Eran tan jóvenes, tenían los ojos tan abiertos y lo que vieron y
sintieron en Sudamérica –las plantas, los animales, las montañas, la humedad, el calor– les resultó
tan sorprendente y fascinante que sus notas de viaje y luego sus artículos y libros se tornaron en
textos en los que se mixturan los registros cuantitativos de mediciones con observaciones impresio-
nísticas de los atardeceres, de los ruidos de la noche, los colores de la vegetación...
Los modelos textuales de los exploradores, de los científicos viajeros, en los que las prolijas ano-
taciones objetivas se entrecruzan con glosas íntimas y subjetivas, parecieran haber sido plenamente
asumidos y valorados, por ejemplo, por antropólogos e historiadores. Otro tanto debiera acontecer
por parte de los sociólogos.

8. Literatura y sociología: descubrimiento y justificación

En ocasiones los sociólogos suelen reconocer sus deudas con la literatura. Al comienzo de
Las palabras y la cosas, Foucault (1984, p. 7) declara “Este libro nació de un texto de Borges”.
En El suicidio, Durkheim, para elaborar tipologías de suicidas, apeló a fisonomías de carac-
teres provenientes de la narrativa (Fausto y Werther, de Goethe; Don Juan, de Musset; Raphael, de
Lamartine y René, de Chateaubriand).
Es frecuente la convicción de que en las obras de ficción, particularmente las novelas, se podían
encontrar fragmentos empíricos de considerable valor para el análisis social. Esto se puede advertir, tan-
to en las valoraciones de un Marx acerca de las obras de Balzac o Fielding, como en las apelaciones

96
escrituras superpuestas. territorios de la sociología y la literatura

de Peter Berger a Robert Musil o de Erving Goffman a Jane Austen. En los tiempos que corren,
continúa vigente la búsqueda de “escenas de vida” en la literatura por parte de sociólogos; i.e. los
usos de Charles Bukowski en Rhodes y Brown (2005),14 y de Paul Auster en Auyero (2001).15
Acerca de la superposición de escrituras, de los cruces entre novela y sociología, pueden encontrarse
sugestivas referencias en el capítulo IX, “L’illusion romanesque” de Le raisonnement sociologique
de Passeron (1991) y, en especial, en el capítulo 9, “Sociología y literatura” de El espíritu sociológico de
Lahire (2006), donde se examinan en detalle las implicancias sociológicas de narraciones de George
Simenon, Albert Memmi y Luigi Pirandello. Por otra parte, las virtudes etnográficas de un nove-
lista, Émile Zola, y las puntuales anotaciones que realiza en sus Carnets d’enquete, sus “cuadernos
de campo”, son adecuadamente valoradas por Castillo (2003).
Ambas escrituras, la sociología y la literatura, son cosas distintas, en tanto se trata de prácticas
específicas. Pero es conveniente precisar el sentido de las diferencias y similitudes. Como ya se
advirtió, se suele considerar que la escritura es un “fin” en la literatura y un “medio” en las ciencias.
Otro postulado resalta que se trata de “géneros” distintos. Más allá de la discusión sobre el carác-
ter instrumental o autónomo de la escritura, sólo apuntaremos que la demarcación de géneros no
resulta un criterio válido de especificidad, más aún en la actualidad en que casi la norma parece
ser la superposición e hibridación de géneros (blurred genres, en términos de Geertz), tanto en las
expresiones artísticas como en las ciencias sociales.
Tal vez podrían considerarse las diferencias en marcos analíticos popperianos. La sociología,
en cuanto discurso comunicable que pretende ser convincente y compartido, debe tener en cuenta
los repertorios de reglas y convenciones vigentes en el “contexto de justificación”. En tanto que la
literatura opera en el “contexto de descubrimiento” y, en rigor, no requiere trascenderlo: no necesita
demostrar una verdad, su verdad es ella misma, o no logra serlo, pero siempre su poder de conven-
cimiento, su sustancialidad factual, está en el propio texto. Es lo que pasa con la gran literatura, no
sólo con el ciclo de las novelas realistas del siglo XIX, sino con la buena literatura de nuestros días.
Cuando ciertos ejercicios de la literatura tienden a desplazarse hacia el contexto de justificación,
generalmente se suele incurrir en producciones desacreditadas en el campo académico: las novelas
de tesis o los best sellers.
Finalmente, una recomendación que quien escribe estas líneas no suele practicar como debiera.
Hay que procurar examinar los propios textos como ajenos; leerse con distanciamiento. Quizás esta
actividad de desdoblamiento, uno mismo como escritor y lector, contribuya a reconocer los límites
de la realidad y la ficción: lo que quisimos decir y lo que dijimos. Esta perplejidad, entre lo que
se intentó y lo que se pudo, no debe inquietar hasta la parálisis. Más bien es un punto de encuen-
tro en los menesteres de quienes ejercen el maravilloso y malsano oficio de la escritura, tanto soció-
logos como novelistas. El pasaporte ya está sellado; no hay que cruzar aduanas, sólo fronteras
interiores.

14
Rhodes y Brown examinan particularmente Post office de Charles Bukowski.
15
Para ilustrar la “economía de sensaciones”, que está en la base del proceso de escritura sociológica, el autor menciona
unas líneas de Leviathan de Paul Auster: “My desk had become a sanctuary, and as long as I continued to sit there, strugglind
to find the next word, nothing could touch me anymore...”

97
Bibliografía

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99
Miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo XX:
Herta Müller

Concepción Delgado Parra1

En De Kafka à Kafka, Maurice Blanchot se refirió a la literatura como aquella palabra que objetiva
el dolor constituyéndolo en objeto. No lo expresa, lo hace existir en otro mundo, imprimiéndole
una materialidad que ya no es la del cuerpo, es la de las palabras por las que se significa la inversión
del mundo que el sufrimiento pretende ser. No se trata de una imitación de lo que el dolor produ-
ce en nuestras vidas, se constituye para presentarlo, no para representarlo (Blanchot, 1981, p. 87).
Herta Müller, galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2009, describe la experiencia
de la dictadura de Nicolae Ceaușescu en Rumanía en el marco de los totalitarismos de la antigua
Unión Soviética y la Alemania nazi, por medio de una obra literaria que transforma el trauma de la
opresión en un lenguaje poético que contribuye a tejer el discurso de la teoría política en otro registro.
Mediante su prosa presenta las prácticas totalitarias de la inhumanidad y la desmesura. Materializa
el sufrimiento infligido por los regímenes comunistas y nacionalsocialistas, alertándonos de las
consecuencias que estas doctrinas tendrán en las llamadas democracias liberales contemporáneas, y
refleja las condiciones existenciales de la escritura haciendo patentes los vínculos indisolubles entre
el texto y lo vivido en primera persona, como una condición única de la realidad misma (Renner,
2013). A partir de este alegato de la literatura que surge de la vivencia y cuya justificación se loca-
liza en el territorio de lo existencial, ensayaré la lectura de la poética de Herta Müller, colocando la
ética de la compasión como telón de fondo.
Dos figuras derivadas de la ideología totalitaria se postulan para conducir la reflexión en tor-
no de la obra de la escritora: el miedo y el odio. Figuras entretejidas a la luz de dos peligros que
acechan a la democracia de nuestros días: el mesianismo político y la xenofobia coludida con el
racismo, cuyas prácticas mantienen una estrecha relación, como si la desmesura de uno justificara
la violencia radical de la exclusión.

El miedo...

Las primeras semanas de regreso a Alemania, resultado de su huída del régimen estalinista rumano
de Nicolae Ceaușescu, Herta Müller miraba con temor la austeridad con que estaban decorados
los cuartos alemanes. Las casas rumanas estaban siempre abarrotadas de cosas: vida almacenada en

1
Profesora-investigadora del Posgrado de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Autónoma de la Ciudad
de México.

[101]
concepción delgado parra

cada espacio donde se posara la vista. Los sitios vacíos de las habitaciones alemanas, en cambio, le
producían miedo; no había cosas de dónde aferrarse. Ningún perfil ni un trozo al cual afianzarse.
En Rumanía, el miedo impedía dejar ni el más mínimo espacio vacío en la casa. Donde hay poco se
quiere tener mucho. Por eso era preciso rodearse de objetos, para tener algo a lo que agarrarse.
Alargar la mano y tocar un objeto dentro de casa daba confianza, porque afuera, en la calle, sólo
imperaba el temor ante la posibilidad de ser lastimado o la sospecha de un posible daño corporal.
Los objetos que cada cual había buscado y acumulado, garantizaban la propia historia indi-
vidual. Las personas ligaban su vida a las formas concretas y firmes de los objetos para no perderse
a sí mismas. Allí, donde la existencia tiene forma de lo incierto, la inseguridad es la regla (Müller,
2011a, p. 41).
En esta experiencia aparecen ecos del pensamiento hobbesiano, particularmente cuando Hobbes
afirma que si un pacto o convenio no es voluntario en virtud de quienes lo realizan, entonces éstos
lo hacen por miedo (Hobbes, 1994, p. 162). Este sentimiento encuentra su sitio en la desmesura2
de un Estado despótico, que lo convierte en una sensación que paraliza y anula. El miedo crea una
relación asimétrica entre el dictador y las personas, arrojándolas al sometimiento y la obediencia
ante la palabra irresistible del que ordena.
Robando las palabras de Svetlana Alexiévich (2016), expresaré que la obra de Müller habla des-
de su tiempo, no podría hablar desde la nada. Recolecta la vida de su tiempo, la historia del alma,
aquello que la gran Historia suele obviar, de la que prescinde su visión altiva. Y, aunque aún es muy
pronto para interpretar lo ocurrido, basta con pronunciarlo. Así se empieza. No hay frontera entre
el hecho y la ficción, entre la ciencia y la vida. Lo que sí requiere la escritura, compás por compás,
es una posición ética basada en la compasión. Vale decir que esta ética no tiene nada que ver con la
idea judeocristiana de ponerse en el lugar del otro, algo, terriblemente altivo y prepotente. El senti-
do es diferente, apela al acompañamiento, a la hospitalidad, implica “situarse al lado” del que sufre.
Por eso pueden existir políticas de piedad, pero no de compasión. La piedad es compasión perver-
tida. Esta ética de la compasión nos obliga a repensar los vínculos entre el sentimiento humanitario,
el reconocimiento por el otro y la capacidad para pensarnos nuevamente desde el principio (Revault
d’Allonnes, 2009). Por ello, nuestra escritora permanentemente nos arrostra a la pregunta: “¿qué
harías tú si...?”. Sin embargo, la cuestión ética que postula emerge desde el principio como una
situación a la que es imposible responder a priori. Es decir, no hay ética no porque sepamos lo que
debemos hacer, sino precisamente porque no lo sabemos. No es posible responder por adelantado
a la cuestión ética; postura que interroga al edificio kantiano erigido sobre la cuestión práctica: ¿qué
debo hacer? (Kant, 2014, pp. 115-127).
En el cuarto que habitaba cuando vivía en Rumanía, donde los miembros de la Securitate3
entraban y salían en su ausencia, un poema de Sara Kirsch pegado en el armario formaba parte del
anclaje a su mundo:

2
En la Antigüedad, los griegos consideraban que el peor defecto de la acción humana era la hybris, la desmesura, la
voluntad ebria de sí misma. La virtud política por excelencia era exactamente lo contrario, la moderación, la templanza
(Aristóteles, 2004; Platón, 2006).
3
La Securitate (Departamento de Seguridad del Estado) fue la policía secreta que operó durante el período de la

102
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

Esta noche, Bettina, es


todo igual que siempre. Siempre
estamos solos cuando escribimos a los reyes.
A los del corazón y a los del Estado. Y aún así
nuestro corazón se estremece
cuando al otro lado de la casa se oye un vehículo.
(Müller, 2011a, p. 42).

El poema era la garantía de que a cada día seguiría otro más. Todo el tiempo era consciente de
que podían ponerle fin a su vida. Entre líneas se inscribía este mensaje y eso le daba miedo, pero a
la vez, significaba fuerza para resistir. En cuanto salía de su cuarto recitaba el poema en su cabe-
za, de memoria, tratando de imaginar que podía sobreponerse al peligro. “Si llega un día en que
la muerte con la que los Servicios Secretos te amenazan es asunto zanjado, pensaba, también será
asunto zanjado el peligro. Entonces habrá cesado.” (Müller, 2009, p. 42).
¿Qué se puede decir de esto? Podríamos declarar que la violencia ejercida en una dictadura
dirigida a producir miedo y terror en las personas es una estrategia fría, planificada, racional, creada
por la civilización –como afirmaba Freud (2001)–. Sin embargo, las personas que pasan miedo tie-
nen hambre de vida. Toda su existencia está constreñida y por eso las palabras de un poema viven
en ellas, sin límite. Bettina von Arnim (1789-1859), a quien está dedicado el poema que Müller
guarda con todo cuidado, considerada una de las mujeres más influyentes de su época, muchas
veces comparada con George Sand, sufrió la persecución de la policía después de escribir en 1840
Este libro pertenece al rey, en el que lo exhorta a disolver la monarquía y abrir así el camino a un
gobierno liberal. Su vida política se expresa en esta sátira escrita en forma de diálogo entre una
mujer y la madre de Goethe –con quien mantuvo una importante relación epistolar, continuada
más tarde con el propio Goethe–, un cura y un alcalde, representantes de la Iglesia y el Estado.
La obra de Bettina von Arnim ejerce una fuerte crítica a las irregularidades de la administración
y a la política restauradora de la época, y propone una monarquía constitucional que disminuya la
creciente miseria del proletariado (Roetzer y Siguan, 1990, pp. 192 y 193). Sin embargo, no será
sino hasta después de la aparición de su libro Armenbuch (Libro de los pobres, 1844), cuando se coloca
de forma decidida del lado de los presos y perseguidos políticos. A partir de este momento, su obra
literaria será frenada por la censura prusiana (Sábate, 2011). Quizá por ello, Herta Müller afirma

República Popular Rumana (Rumanía comunista), fundada el 30 de agosto de 1948, con el apoyo de El Comisa-
riado del pueblo para asuntos internos (NKVD, por sus siglas en ruso) y disuelta en diciembre de 1989, tras el colapso
del régimen y la ejecución de Nicolae Ceaușescu y su esposa. Herta Müller soportó el hostigamiento de varios miem-
bros del Servicio Secreto desde 1977, año en el que dio inicio el acoso para incorporarla como colaboradora de la red de
espionaje, tarea que rechazó inmediatamente. A partir de ese momento fue sujeto de persecución y exclusión en la fábrica
de maquinaria Tehnometal, donde trabajó como traductora técnica. Aunque, en un principio no la despidieron, utili-
zaron una serie de acciones para obligarla a renunciar por “voluntad propia”. Primero, le limitaron su espacio físico hasta
expulsarla a la escalera, prohibiéndole mantener relación con persona alguna. En su discurso de aceptación del Premio
Nobel apuntó: “la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir con-
migo misma más cosas de las que podían decirse” (Müller, 2009). La hostilidad, acoso y tortura se mantuvo hasta 1987,
cuando huyó exiliada a Alemania con Richard Wagner, su esposo en aquel momento.

103
concepción delgado parra

que el amor a la poesía en el este de Europa es un mito poco bonito. Surge del miedo. El coqueteo
con la palabra no va a ninguna parte, el miedo siente con total precisión qué aliento corresponde a
cada palabra. Como las palabras guardan miedo, también sirven para calmarlo. No lo desaparecen,
pero tranquilizan sin engañar cuando lo constatan (Müller, 2011a; 2015a). El amor por la lírica es
algo solitario. Una triste forma de caminar por la cuerda floja. Poesía entendida como espacio, el
espacio no de las palabras, sino de sus relaciones, la idea de un espacio como puro devenir, imagen
y sombra, del doble y la ausencia, constituido de forma más real que la presencia. Los poemas reco-
gen el miedo propio en palabras ajenas, ya hechas. Es la violencia que nunca permite pensar sin
peligro (Blanchot, 2008, p. 376).
La fuerza política de la novela de Bettina von Arnim, así como la obra literaria del expresionista
Theodor Kramer, exiliado durante el nazismo; de Ruth Klüger, superviviente del holocausto, y de
la poeta Inge Müller, quien se quitó la vida a mediados de los años sesenta en la antigua República
Democrática Alemana (RDA), le permitían a Herta Müller sobreponerse del terror y estar a solas
consigo misma durante unos instantes mientras enfrentaba la inseguridad, la incertidumbre y el
miedo. Recitando poemas para sus adentros, lograba mantenerse firme durante las largas horas de
interrogatorios y tortura. Mientras caminaba por las calles repetía el poema dedicado a Bettina; aquel
poema sabía que ella debía de fijarse en cada coche que pasara, acordarse de su color, la matrícula,
el conductor, la hora. Para nada más que comentarlo con sus amigos, que vivían igual de acosados
que ella. Así obligaban al miedo a permanecer siempre pegado a hechos muy concretos. No podían
permitir que el miedo estallara en sus cabezas. Bajo la vigilancia del régimen, se trataba de estirar al
máximo los límites de lo prohibido. Durante las reuniones en la fábrica o en los interrogatorios era
necesario manifestar el asco mediante el silencio, de mostrar una postura evidente, pero no demos-
trable. El miedo existía en dos idiomas. En su lengua materna alemana era una sílaba: angst.
En la lengua rumana eran dos: frica. Pronto entendió que ambas lenguas, con lo distintas que eran
en sus maneras de ver el mundo, servían para ser el idioma de los asesinos. Al final, todas las len-
guas en cualquier rincón del planeta se utilizan para eso (Müller, 2011b, p. 101).
Indudablemente, la experiencia no siempre es la misma y engendra formas de aprehensión dife-
rentes; aunque extrema en todos los aspectos, sigue siendo parcial y limitada. No obstante, la lucha
por la exigencia de la libertad se imprime en cada gesto del ser humano. Ningún pensamiento es
monolítico, siempre hay contradicciones. Incluso, en autores como Maquiavelo se manifiesta el
deseo de “poder” en su eterno choque con la exigencia humana de la libertad. Ruptura donde
la esperanza, el dolor y el miedo se acuerpan, como escribe en su célebre octava autobiográfica a
Francesco Vettori:

Yo espero
y mi esperanza agranda mi tormento,
yo lloro
y el llanto me alimenta el corazón,
yo río
y esa mi risa no penetra adentro,
yo ardo

104
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

y no pasa ese fuego al exterior.


Yo temo lo que veo y lo que siento,
cada objeto renueva mi dolor.
Así, esperando, lloro, río y ardo:
lo que oigo y veo me llena de pavor.
(Maquiavelo, 1981, p. 372)

Aquí nos alcanza como un dardo una comparación que, de por sí, duele. Lo que queda plasma-
do sobre la hoja de papel no es literatura a la manera habitual, sino la acción de asomarse al propio
abismo. La escritura es algo angustioso y sin salida, tanto como el peligro. Al leer estos textos la
trampa vuelve a cerrarse. Leer una y otra vez a Paul Celan, Theodor Kramer, Ruth Klüger, Inge
Müller, duele. Entra en juego de nuevo el miedo. Porque nunca olvidamos que la experiencia de
los regímenes totalitarios vividos está ahí para recordarnos que si pasamos por alto cada detalle,
representado por las grandes líneas de fuerza históricas, nos encaminamos inevitablemente a la
catástrofe. No se escribe si no se tiene una necesidad interior, pero esa necesidad está relacionada con
la biografía, con las experiencias, con la vida misma. Como expresa la propia Müller (2009):

Como teníamos miedo, Edgar, Kurt, Georg y yo nos veíamos cada día. Comíamos juntos, pero el
miedo permanecía a solas en cada cabeza, como antes de encontrarnos. Sin embargo, el miedo se
escapa. Si controlas la expresión, se te cuela en la voz. Si consigues controlar la expresión y la voz como
si de un pedazo de carne se tratara, se te cuela en los dedos. Se te adhiere a la piel. Se escapa y lo ves
en todos los objetos a tu alrededor. Sabíamos dónde estaba el miedo de cada uno, porque hacía tiempo
que nos conocíamos. Con frecuencia no nos soportábamos, porque nos necesitábamos. (p. 69)

Corey Robin (2009) postula una doble adscripción del miedo expresada en la cita anterior.
Por un lado, al miedo lo atraviesa la posibilidad de renovación de la fuerza que resiste, al mismo
tiempo que se expande como instrumento de adoctrinamiento interno. Herta Müller, apuesta por
la primera adscripción, pero desde la existencia misma. Por ello, busca hablar a partir del detalle,
evade la gran Historia sobre la que se inscribe la negación de los crímenes de la humanidad.
De continuo se cuestiona acerca de cómo se originan las grandes acciones políticas, mediante qué
mecanismos se crean los aparatos de poder y las jerarquías. Las preguntas permanecen inexpli-
cables. No existe un método clarificador. Lo único que aparece con toda nitidez es el origen de la
impotencia, la degradación de las personas a las que aniquila y destroza. Sistemas que funcionan
mejor en cuanto más potencial destructivo desarrollan (Müller, 2015b). Pero, cómo tratar el miedo,
cómo abordarlo. En esto radica el esplendor de la obra de Müller. Se coloca enmedio y, desde ese
intrínseco lugar escribe y llama a la escritura de los otros. Apela al miedo a la muerte en el sentido
utilizado por Ruth Klüger: “el miedo por sí solo no crea ese estado, tiene que ser el peligro al haber
caído en una trampa de la que no se puede salir”. Y para reforzar esta precisión tan concreta, para
evitar equívocos alude a un poema de Theodor Kramer en La trampa:

105
concepción delgado parra

¿Quién llama a la puerta


en cuanto hay algo de luz?
Voy, amor, solo era el chico
Que traía los panecillos.

¿Quién llama a la puerta?


Tranquilo, voy yo, cariño.
Era un hombre a preguntar
al vecino quiénes somos.

¿Quién llama a la puerta?


Deja llena la bañera.
El correo. No está la carta
que tenía que llegar.

¿Quién llama a la puerta?


Tú ocúpate de las camas.
El casero: que el día uno
nos tenemos que marchar.

¿Quién llama a la puerta?


Cerca, las fucsias en flor.
Ponme las cosas de aseo
y no llores. Han venido.
(Müller, 2015b, pp.16 y 17)

Un miedo a la muerte que tiene su origen en el poder político del Estado y sus múltiples disposi-
tivos. Lo que la paraliza e incita a escribir es el sentimiento abrumador del crimen institucionalizado
como profesión, subvencionado, encubierto y premiado por el Estado. La impotencia de mirar el
modo en que sospechosos y disidentes son arrojados a la muerte “por accidente”, o a la exclusión
en hospitales psiquiátricos. La dictadura siempre encuentra el camino para deshacerse de quienes
no son del agrado del sistema, como se advierte en este texto:

El peletero miró la escudilla. “Arriba en la montaña más alta”, dijo, “hay un sanatorio. Ahí están los
locos. Dan vueltas alrededor de una valla en calzoncillos azules y abrigos gruesos. Uno de ellos se
pasa todo el día buscando piñas en la hierba y hablando solo. Rudi dice que es minero. Y que una
vez organizó una huelga”.
La mujer del peletero metió la punta del dedo en la clara batida. “Y ahí está el resultado”, dijo,
lamiéndose la punta del dedo.
“Otro”, dijo el peletero, “solo estuvo una semana en el sanatorio. Regresó a la mina. Y un coche lo
atropelló” (Müller, 1992, p. 30).

106
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

En este proceso se termina con muchas vidas humanas, se roba la vida. Después de todo lo que
Müller vivió y sabe sobre el nacionalsocialismo, el estalinismo y el socialismo posestalinista4 postula
que las personas se encuentran ante las mismas situaciones de base en todas las dictaduras, a pesar
de sus diferencias. De su hipótesis se derivan formas particulares de experimentar el miedo:
Puede ser que la persona se ponga a disposición del régimen sin que se lo soliciten. Sucede cuando se
quiere alcanzar una posición de privilegios. En ocasiones esto se reduce a obtener una simple reba-
nada de pan más gruesa que la del resto. En este caso, el miedo no entra en juego, sino el deseo de
reconocimiento y autoridad. El voluntario quiere mandar sobre todos a pesar de su mediocridad.
El voluntario observa diariamente cómo su reconocimiento es mayor en cuanto menor es el esfuerzo
por ganarlo. Todo el tiempo realiza actos para ganarse la confianza del régimen, para mostrar su
confiabilidad, con el propósito de que sus acciones sean recompensadas. Construye trampas y se con-
vierte en un verdugo que no tiene miedo ni ética. Su discurso gira en torno a la idea de que lo que
hizo fue lo correcto y lo realiza por el “bien de todos” (Müller, 2015a, p. 21). Desde esta lógica, las
pasiones hobbesianas toman lugar, el deseo de prominencia en el hombre se acuerpa mediante la
ambición de congratularse con el poderoso y transforma sus acciones con el propósito de obtener
bienes personales (Hobbes, 1994, p. 44).
Puede ser que alguien colabore con el régimen porque se lo solicitan expresamente. En este momento
entra en juego el miedo, la inseguridad y la mala conciencia. Aquí, la ética muta, de pronto quien
comienza a colaborar con el régimen se da cuenta que vale la pena. La mala conciencia de este cola-
borador se desplaza, toda vez que su vida comienza a transitar por el espacio de la certidumbre
y la tranquilidad (aparentes). Pone entre paréntesis el principio de la ética de la compasión que
remite a vivir en lo abierto, en la situacionalidad, en lo ambiguo, en lo provisional. En palabras de
Ernst Bloch, “el camino hacia nosotros mismos no es nunca seguro” (Bloch, 2004, p. 17). Si la
vida fuera capaz de ensamblarse en el mundo, estaríamos hablando del final del camino, sería una
existencia invisible, una “nuda vida”, mera zoé, sin bíos, sin forma de vida (Agamben, 2001, p. 13).
Sin embargo, quienes colaboran con el régimen colocan este principio fuera de su camino y hacen
funcionar la trampa, se convierten en verdugos que tienen miedo. Por eso realizan su trabajo con el
mayor empeño, se adelantan a sus obligaciones. Práctica que deriva en el sometimiento al verdugo
que no tiene miedo –señalado en líneas anteriores–, precisamente porque el que colabora doble-
gando toda su ética, realiza su actividad aunque nadie se lo solicite, simplemente por el temor de
ser sancionado. Esto permite que la maquinaria funcione, aunque nadie se lo pida. Al final, dirá
que él solo cumplió órdenes, que no es culpable ya que simplemente respondió a las órdenes que

4
Herta Müller habita un doble sentimiento abrumador de pudor y culpabilidad. Por una parte, sufrió la persecución
y tortura durante el período de la República Popular Rumana (Rumanía comunista), pero por la otra, no puede evadir
el hecho de que su padre sea Josef Müller, formado como nazi en su juventud e integrado a las Waffen SS, durante la
Segunda Guerra Mundial. El primer libro que escribió fue sobre la vida de la minoría rumano-alemana, los llamados
Suabos del Danuvio, asentados desde hace varios siglos en Rumanía, en la región germanohablante de Timisoara en la
cual nació, denunciando la participación de muchos de sus miembros al régimen nacionalsocialista. Este hecho la ex-
pulsó de la comunidad a la que había pertenecido, convirtiéndose en minoría dentro de una minoría política. Müller ha
navegado contra todas las corrientes totalitarias: del nacionalsocialismo a los campos de trabajo forzados en la antigua
Unión Soviética, pasando por la Rumanía de Ceaușescu.

107
concepción delgado parra

se le daban. Afirmará sin disimulo que todo lo hizo para ganarse el pan y alimentar a su familia
(Müller, 2015a, pp. 22 y 23).
Cuando Hannah Arendt remite a la “banalidad del mal” en su obra Eichmann en Jerusalén (2009),
precisamente aludirá a la lógica citada con anterioridad, en la que la mentalidad de los verdugos
encarnaba a la perfección su incapacidad de pensar y juzgar por sí mismos, su ineptitud para dis-
tinguir el bien del mal, transformando esta práctica en una “terrorífica normalidad”. Admitir la
banalidad del mal no significa banalizar un crimen. Por el contrario, lo hace más monstruoso al ser
perpetrado por personas “normales”, ni crueles ni trágicas ni torturadores sádicos ni personajes
shakespearianos desgarrados por conflictos interiores (Arendt, 2002, p. 30). La banalidad radica
en la naturaleza de los ejecutores. Reconocer la terrible, la indecible, la impensable banalidad del
mal, significa reconocer una nueva dimensión del horror, aún más inquietante y turbadora por su
vínculo de normalidad con los ejecutores (Traverso, 2001, pp. 105 y 106).
Puede ser que la persona esté dispuesta a colaborar, pero nadie se lo pida. Se da por sentado que esta
relación no manifiesta ningún tipo de adhesión al Estado por parte del sujeto. Pero, si le pregun-
taran por qué no ha participado en las actividades del Estado mostraría absoluta simpatía por ellas
y se ofrecería pronto a hacerlas voluntariamente. El miedo aquí aparece como un doble juego:
miedo por hoy... miedo por mañana. Cada día, esta persona siente temor de que puedan cuestio-
narlo acerca de por qué no se ha puesto a disposición de las fuerzas de seguridad, o bien, confun-
dirlo con un resistente y desaparecerlo. Su vida transcurre en el borramiento, vive con timidez, no
quiere llamar la atención. Habita el mundo “callando” e intenta ser percibido como un “simpati-
zante” al régimen. Apuesta por invisibilizarse a sí mismo, neutralizarse, antes de que el Estado lo
“mire” (Müller, 2015a, pp. 23 y 24). Mediante esta práctica, el opresor degrada a sus víctimas y
las hace similares a sí mismo al imponerles complicidades grandes y pequeñas. Resistir a este me-
canismo exige contar con una ética sólida, aunque el sistema mismo se encarga de fracturarla, de
romperla. Aquí resuenan las palabras de Primo Levi (1989) cuando escribe:

Cuanto más dura es la opresión más difundida es entre los oprimidos la buena disposición para co-
laborar con el poder. Esta disposición está teñida de infinitos matices y motivaciones: terror, seduc-
ción ideológica, imitación servil del vencedor, miope deseo de poder (aunque se trate de un poder
ridículamente limitado en el espacio y en el tiempo), vileza e, incluso, un cálculo lúcido dirigido a
esquivar las órdenes y las reglas establecidas (pp. 18 y 19).

Por ello, las formas más refinadas y brutales de destrucción sistemática física y psicológica de los
seres humanos nos exigen volver a la discusión ética en el presente. Aquí tendríamos que abrir un
paréntesis y señalar que, a diferencia de las deshumanizaciones instrumentadas por los nazis que
reducían a sus víctimas a infrahombres y los utilizaban como objetos de experimentación médicos,
y la de los comunistas que trataban a las suyas como esclavos haciéndolas trabajar hasta el agota-
miento y la muerte, el modelo de deshumanización que hoy experimentamos es el de la máquina
perfeccionada. Se trata de individuos “libres”, no privados de su voluntad, quienes son obligados
a interiorizar los objetivos de las entidades públicas o privadas y en lugar de limitarse a obedecer
órdenes, deben tomar decisiones para enfrentar situaciones imprevistas. Esto les permite sentir

108
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

que asumen verdaderas responsabilidades, cuando en realidad las órdenes proceden ya no de je-
fes brutales, sino de organismos que utilizan un poder coercitivo sin rostro, como los consejos de
administración, formación y auditoría. La ley está ausente, pero la presión sobre cada individuo es
tanto más fuerte cuanto que es insidiosa, toda vez que se la implanta por sí misma para reproducir
su bien programada conciencia. Las decisiones no serán más producto de la voluntad sino impues-
tas por la razón, la naturaleza misma de las cosas, las leyes de la economía y las circunstancias de
cada situación. A estas prácticas, el modelo neoliberal las denomina “gobernanza”, que consiste en
la aplicación de una técnica de “normalización de los comportamientos” (Todorov, pp. 125-127).
Explicitar y codificar a la persona la priva de su autonomía y la reduce a una cadena de corto circuito.
Al final, el efecto creado con este discurso no es mostrar la realidad, sino esconderla, del mismo
modo que lo hicieron los burócratas soviéticos de antaño. Indudablemente, esta fórmula deteriora
la vida social y psíquica de las personas, pero se presenta bajo la apariencia de autonomía y libertad
de los individuos en las sociedades contemporáneas.
Puede ser que alguien no se preste a colaborar. Cuando se le exige cooperar, se niega a participar.
Se trata de un insumiso y, por lo tanto, deviene en un enemigo del régimen. Para los verdugos,
tanto para los que no tienen como los que tienen miedo, se trata de un provocador, un renegado, y
lo perciben como algo personal. Esta relación permite al régimen medir el “grado de compromiso”
de los verdugos a partir de su nexo con los insumisos. Estos últimos son conscientes de la posición
que juegan, saben que están en la trampa, los “simpatizantes” del régimen los ven, sienten compa-
sión, pero al mismo tiempo los evitan para que no los vinculen a ellos. El miedo en el insumiso es
permanente. Sabe que está en la trampa porque se sabe vigilado, espiado. En cualquier momento
puede ser sometido a interrogatorios, a tortura, a la propia muerte. Mientras camina por la calle,
incluso de día, gira su cabeza todo el tiempo para saber que nadie lo sigue. Por las noches prefiere
quedarse en casa, no porque sea más seguro sino porque sabe que si sale, cuando regrese encontrará
signos de que violaron su espacio. Se mantiene alerta para escuchar adónde se dirigen los pasos al
otro lado de la habitación. Respira aliviado cuando llaman al timbre de otra puerta. Cuando que-
da de verse con amigos llega puntual para que no supongan que ha desaparecido. Si tras la caída
del régimen no le han quedado secuelas importantes, es que está muerto (Müller, 2015, pp. 24
y 25). Y si sobrevive, como escribe Primo Levi: “Quien ha sido torturado lo sigue estando [...]
la fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no
se recupera jamás” (Levi, 1989, p. 22). El mesianismo impuesto por los sistemas totalitarios se
caracteriza por imponer la tendencia al perfeccionamiento, por “salvar a los demás”. Por eso es
que los insumisos (o renegados) deben ser conducidos por el camino correcto. En una dictadura
todos los aspectos de la vida están implicados. No basta con modificar a las instituciones, también
es necesario reestructurar cada lugar, cada gesto habitado por los seres humanos y para hacerlo la
dictadura no duda en recurrir a cualquier maniobra. Sin embargo, al final, las esperanzas mesiá-
nicas se desploman ante la realidad y lo único que permite garantizar la supervivencia de una dic-
tadura es la vigilancia y la represión sistemática. Sea cual sea la versión concreta del totalitarismo
–como afirma Todorov– (2012, pp. 48 y 49), la destrucción sistemática aparecerá siempre, aunque
adquiera rostros diferentes.

109
concepción delgado parra

Descender con lucidez y fidelidad al espacio abierto de los miedos en el régimen dictatorial ruma-
no como lo hace Herta Müller, no desplaza los saberes existentes en el pensamiento político y social,
sino que los acompaña en una especie de ética narrativa de la compasión. Una ética alimentada de
la excepción, precisamente porque la respuesta a la demanda del otro siempre se da en una situación
de radical singularidad.5 Esta mirada poco tiene que ver con los imperativos categóricos, con las
leyes y principios universales kantianos, está más cerca de los subjuntivos y conjuntivos, justamente
porque necesita del matiz, detalle, pensamiento para emitir juicios, espacio y tiempo. No se trata
de cumplir con obligaciones, ni aplicar un marco normativo, ni ser fiel a la ley (moral, jurídica, po-
lítica), sino de estar pendiente del dolor del otro, mantenerse siempre perplejo frente a esta situación,
asumiendo la perplejidad como responsabilidad y compromiso. Esta perspectiva ética, a diferencia
de la moral, no queda encerrada en un código. Al contrario, surge de una situación en la que los
parámetros se ponen en cuestión y entran en crisis. La ética sólo existe cuando descubrimos, como
dice Ernst Bloch, que nadie puede tener cuentas claras consigo y con los demás (Bloch, 2004, p. 9).
Allí donde el miedo aparece rodeado por el horror vacío y la sombra de la violencia que fractura
la vida, allí comienza el diálogo con la escritura de Herta Müller. Su decir, hay que repetirlo, apuesta
por aquello que Magris expresa acerca de la literatura: defiende lo individual, lo concreto, las
cosas, los colores, los sentidos y lo sensible, contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a
los hombres y los esteriliza frente a la historia. La literatura contrapone y hace surgir aquello que
queda en sus márgenes, otorgando voz y memoria a todo lo que ha sido rechazado, reprimido,
destruido y borrado. La literatura es portadora de la defensa de la excepción y del desecho, contra
normas y reglas. Todo el tiempo nos recuerda que la totalidad del mundo ha sido resquebrajado y
que ninguna representación de lo sucedido podrá fingir la reconstrucción armoniosa y unitaria de
una realidad. Tal representación siempre será falsa (Magris, 2001, p. 28).

El odio...

Al igual que todos los mesianismos,6 el comunismo tuvo que crear su propio enemigo en torno a
quién construir una barrera de odio. El enemigo concebido por el comunismo defiende la idea de
que la historia debe cumplir con su destino manifiesto. Durante mucho tiempo, los seguidores de la
doctrina marxista tuvieron una existencia marginal, incluso clandestina y de persecución. En 1917
–como advierte Todorov–, Lenin invierte la máxima marxista y asume que la consciencia deter-
mina la existencia. Este voluntarismo revertiría la lógica de que la Revolución tendría como lugar
un país industrializado y Rusia se convertiría en la depositaria de la lucha para modificar el orden
mundial y develar el destino de la historia. No importa que se trate de un país atrasado y campesino,

5
Para profundizar en el debate sobre la ética de la compasión se sugiere revisar la obra del filósofo catalán Joan-Carles
Mèlich (2010).
6
Todorov postula tres oleadas del mesianismo en la historia moderna, mediante las que rastrea el eje articulador que
las configura, y cuya expresión se manifiesta en muchos gestos del populismo contemporáneo. La primera oleada del
mesianismo, influida por la Revolución francesa y acuerpada en las guerras revolucionarias y coloniales; la segunda,
instrumentada por el proyecto comunista, y la tercera, la “imposición de la democracia con bombas”, tras la caída del
imperio comunista en Europa, en 1989-1991 (Todorov, 2012, pp. 35-53).

110
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

en adelante la lucha será liderada ya no por los proletarios, sino por el partido, en el que confluyen
revolucionarios profesionales emergidos de la burguesía y del ámbito intelectual (Broué, 1973).
En este proceso se impuso el principio de que la dictadura del proletariado era indispensable para
transformar a la sociedad, pero en función de un programa preestablecido. Este cambio de estrate-
gia permitió sustituir el estado real del país por una serie de ficciones derivadas de la necesidad del
partido en cada etapa de la historia. El golpe de Estado bolchevique, en el contexto de la Primera
Guerra Mundial, marca la nueva etapa de reivindicación del poder espiritual de sus fieles, pero
ahora adosada al poder real de un gran Estado: Rusia. “Empieza entonces el periodo de expansión
de esta forma del mesianismo, ese intento de introducir la utopía en la realidad, que dará lugar a
una formación social inédita, el Estado totalitario” (Todorov, 2012, pp. 46 y 47).
Lo que sucedió a continuación fue el ascenso en Europa de otro modelo de régimen totalitario,
el nazismo, resultado de las mismas causas estructurales que el comunismo, pero con una diferencia
crucial: su cientificismo no apelaba a las leyes de la historia, sino a las de la biología. Sin embargo, los
dos sistemas compartieron un método: el terror, cuya expresión adoptó diferentes procedimientos.
La especificidad nazi fue el exterminio racial, mientras que Stalin ahogó la utopía comunista en
un baño de sangre (Bullock, Ferro y Quadruppani, 1994, p. XIV). Ambos regímenes coincidieron
en la estructuración de gobiernos totalitarios, cuya formación es diferente de las dictaduras y las
tiranías, desde el punto de vista de Arendt.7 La diferencia radica en que “la dominación total es la
única forma de gobierno con la que no es posible la coexistencia” (Arendt, 2015, p. 48). La con-
clusión de la Segunda Guerra Mundial a favor de la alianza que formó la antigua Unión Soviética
con las democracias occidentales, no significó el final del gobierno totalitario en Rusia. Por el con-
trario, fue continuado por la bolchevización de Europa oriental, extendiendo sus dominios, entre
otros países, a Rumanía. Aunque este último no alcanza la denominación de régimen totalitario,
según la caracterización de Arendt, constituye la aplicación más extendida del sistema totalitario
del modelo estalinista.
El comunismo heredado a la República Socialista de Rumanía, Estado socialista que existió
entre 1965 y 1989, denominado oficialmente República Popular Rumana, enfrentará al mesia-
nismo que caracterizaba a las guerras imperialistas en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad
emprendidas por las democracias occidentales y a las conquistas coloniales en nombre de la “civili-
zación europea”. La especificidad de su utopía estará dirigida a alcanzar una sociedad sin clases, y
la guerra que la llevaría al éxito tendría su distintivo en la guerra civil entre clases. Cuando Marx
dejó creer, según una interpretación que estuvo en curso durante mucho tiempo, que la historia, la

7
Aunque escapa a la discusión desarrollada en este ensayo, vale la pena abrir un paréntesis para señalar que el análi-
sis que realiza Arendt en Los orígenes del totalitarismo (2015) es incapaz de capturar la naturaleza contradictoria del esta-
linismo. En otras palabras, esta interpretación identifica que existe un carácter comparable, pero no asimilable entre los
crímenes de Hitler y Stalin. Pero, no sólo eso, olvida que el estalinismo fue un fenómeno complejo y paradójico que encar-
naba un gigantesco sistema totalitario y, a la vez, una esperanza liberadora para millones de personas en el mundo entero.
La Unión Soviética aparecía como una promesa de liberación, incluso para quienes arriesgaban la vida luchando contra
el fascismo en Occidente. Esta contradicción le imprime una dimensión profundamente trágica al estalinismo, surgido
de una revolución en la que la esperanza suscitada por los soviets, en 1917, produce un fuerte misticismo y un crédito
inagotable que se verá enfrentado al terror y los horrores del Gulag (Traverso, 2001, pp. 101 y 102).

111
concepción delgado parra

vieja, gravosa y dialéctica historia, llegaba por ella misma y se encarnaba en un hombre listo para
comenzar a asumir con justicia el poder (Marx y Engels, 1978), el vértigo de esperanza se apoderó
del mundo y lo que sobrevino fue absorbido por una utopía “rasurada”, en la que el proletariado
de Marx excluyó al proletariado harapiento, al hombre caído por debajo de sus necesidades. Esta
utopía implicó la desaparición del enemigo (Broué, 1973), lo que demandó mecanismos de terror
y prácticas de exterminio de capas enteras de la población.
En tiempos de la dictadura de Ceaușescu (1965-1989) eran momentos de arrebato moral, de
encontrar la muerte en la fuga, del desmoronamiento de las palabras, porque todas las dictaduras,
de derecha o izquierda, ponen la lengua a su servicio. En rumano, escribe Müller, el paladar se
llama “cielo de boca” (cerul gurii). En la lengua rumana siempre es posible proferir maldiciones
con “giros” nuevos y sorprendentes. Del mismo modo que la palabra “maleta” podía ser censurada
por una editorial por considerarse una provocación, toda vez que remitía a la emigración de la mi-
noría alemana en el pueblo de Bánato suabo. Emitir una maldición bien lograda suponía “media
revolución” en el paladar. Las maldiciones devenían en aviesas tiradas poéticas de la amargura.
Las palabras parecían inocuas, pero ocultaban posturas políticas con verdadera agudeza (Müller,
2011b, pp. 33 y 34). Sin embargo, lo perverso de las dictaduras es que se apoderan de los pequeños
espacios que la gente encuentra para reivindicar su dignidad. Los dictadores convierten el campo
semántico “normal, norma, normalidad” en una trampa. Colocan estas palabras en un escenario de
necesidad para todos haciendo que la vida cotidiana esté atravesada por la garantía de superioridad.
Esta jerarquía desmesurada, doliente, se expresa en el siguiente fragmento de una entrevista entre
Adina y el director, dos personajes de la novela La piel del zorro (Müller, 1996, p. 85):

Sobre la dalia, suspendida en la luz hay una mancha de polvo, ¿no es así, camarada director?, dice
Adina. Su voz es baja, el director da un paso sobre la mancha de tinta [en el piso], está parado detrás
de la silla de Adina. Su respiración es seca y corta, su mano se estira hacia el escote de su blusa, baja
por la espalda, sin CAMARADA, dice él, ahora no se trata de eso. [...] El director se ríe, está bien,
dice, ella oprime la espalda contra el respaldo de la silla, él saca la mano de su blusa, no la reportaré
esta vez, dice él.

Poco a poco, la lengua y los actos se convierten en una especie de sentencia que aparece repetida,
repartida, a lo largo de las acciones del día a día, donde las palabras comienzan a construir una gra-
mática del odio. Si un dictador necesita tener una patria en la cabeza, el nombre de ésta se condensa
en desprecio a la humanidad. Lo terrible es que este sentido de menosprecio comienza a apropiarse
de las palabras en el mundo ordinario. La gente comienza a colocar una gran barrera para prote-
gerse a diario contra el “Gran Hermano”, mediante infinidad de juegos de palabras peyorativos.
Inventan chistes en los que se oculta el sentido, con lo que el resultado se convierte en algo terri-
blemente sarcástico. Al mofarse de los objetos de la pobreza, el sarcasmo se vuelve extensivo a las
propias personas. En cada burla, ese sarcasmo revela también el anhelo que lo trasmina. El sentido
del humor en tiempos de la dictadura se convirtió en una práctica admirable, pero, simultánea-
mente, implicó afirmar sus perversiones. El chiste obliga a poner en juego una chispa en torno a la
cual se articula la comicidad, cuya fórmula brilla cuando no se muestra compasión alguna por el otro.

112
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

En el trayecto, el desprecio hacia el ser humano se convirtió en una forma de entretenimiento. Mirar
por encima del hombro a los demás, colocándose en un espacio de superioridad y arrogancia en el
punto culminante del chiste, se transfiguraba en una práctica común, exenta de todo juicio crítico.
De esta manera, los chistes subversivos contra el Estado se convertían en chistes racistas. Sin darse
cuenta cada contador de chistes devenía en un replicador de la exclusión (Müller, 2011b, p. 35).
Sin embargo, el racismo y la xenofobia son arcaísmos que sobreviven a la desaparición de las con-
diciones que los hicieron posibles. Ningún terror vacuna contra la tentación de estigmatizar, contra
el hábito de excluir, incluso, contra el placer de odiar al diferente (Traverso, 2012, p. 411).
Müller muestra que las palabras también son capaces de borrar de la memoria la violencia y el
daño que mutila a las personas, de colocar en el imaginario interpretaciones perversas, de mani-
pular la vida de la gente, de convertirse en representación. Hay, por tanto, que comenzar a com-
batir el odio racial por medio de cuestionar el orden social, el modelo de civilización. Desentrañar
las palabras y su tratamiento significa ya develar los límites de lo soterrado: “En la lengua de los
alemanes de hoy –escribe Müller (2015), recuperando la narración que Ruth Klüger relata en su
novela Seguir viviendo (1997)–, se utilizan tres palabras para referirse a las personas que fueron
llevadas en su momento a los campos de concentración: Gastarbeiter (trabajadores invitados8);
Kriegsgefangene (presos de guerra); y Zwangsarbeiter (trabajadores forzados)” (p. 57). La particula-
ridad de la lengua consiste en borrarse a sí misma mediante imprecisiones lingüísticas que no son
fruto de la ligereza sino de un falseamiento consciente. Por esta razón, los alemanes prefieren no
enunciar la frase ‘trabajadores forzados’. De esta manera las generaciones de la posguerra eluden
la responsabilidad de lo que la generación de la guerra instrumentó de forma violenta. ‘El trabajo
te hace libre’ decían los asesinos. ‘Hablar es plata, callar es oro’, reza aún el refrán en esta lengua,
que robaba el oro de los dientes de los muertos. ‘Vive y deja vivir’, decían los asesinos en pleno
funcionamiento de la máquina de matar. [...] Las frases hechas convierten lo dicho en algo abso-
luto” (Müller, 2015, p. 58).
Suavizar los hechos con palabras colocando entre paréntesis lo sucedido, implica colocar un velo
sobre un pasado que permanecerá latente. En esto último radica el éxito del racismo y la xenofobia.
Esta forma de operación, acompañada de la permanente construcción histórico-cultural, reactiva el
símbolo del “enemigo inventado” como figura negativa, en torno a la que se satisface una nueva
búsqueda de identidad, un deseo de pertenencia, una necesidad de seguridad y protección (Traverso,
2012, p. 411). Mediante este procedimiento, las sociedades modernas crean discursos “objetivos”
que reproducen con dispositivos compensatorios, tras la búsqueda de chivos expiatorios que per-
mitan dar cuenta de las atrocidades cometidas en contra de los seres humanos.
En la obra de Herta Müller es posible rastrear el odio en múltiples expresiones que derivan
muchas veces en lo inexplicable, justamente porque las presenta en su desnudez. En su discurso
de aceptación del Premio Nobel (2009), cuando narra el momento de su emigración de Rumanía a
Alemania, mismo que coincide con la captura de su madre por parte de la policía rumana para con-

8
Estos términos hacen alusión a los inmigrantes turcos, españoles e italianos que desde mediados de la década de
1950 se trasladaron a Alemania para trabajar en programas de intercambio.

113
concepción delgado parra

ducirla a un campo de trabajo forzado en Rusia, Müller remite a una anécdota que podría atenerse
a un lugar común, pero la narración presentida es más profunda. Justo cuando estaba en la puerta
y la policía se encontraba desesperada por llevársela, su madre preguntó: “¿Tienes un pañuelo?”,
frase que siempre manifestaba a Herta cuando salía de casa desde que era niña en un gesto afectivo
con el que le expresaba, sin decirlo, lo mucho que la quería. Mientras esto sucedía, la policía estalló
en gritos e improperios. Aunque la mujer conocía la lengua rumana, no comprendía los rugidos
del policía. Más tarde, durante su detención, pasó horas en la oficina de la Securitate, encerrada allí.
Las primeras horas permaneció sentada a la mesa, llorando. Después comenzó a ir de un lado a
otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo bañado de lágrimas que horas antes había
agarrado de casa. Finalmente, tomó el cubo de agua del rincón y una toalla que colgaba de una
pared y fregó el piso. Cuando Herta conoció la historia quedó aterrada. Sin embargo, su madre le
respondió: “quería hacer algo para matar el tiempo. El despacho estaba tan mugriento. Hice bien
en llevarme uno de los pañuelos [...]”. En ese momento comprendió que con esa humillación adi-
cional, pero voluntaria, su madre imprimía dignidad a su arresto (Müller, 2009). Sólo la poesía de
Müller es capaz de expresar este sentimiento de miedo, horror y odio en palabras:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón


en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio
(Müller, 2009).

La escritura de Müller nunca adopta un tono sentimentalista, por el contrario, adquiere tintes
lacónicos y ásperos en los que las metáforas crean un aura literaria donde se confunden realidad y
ficción en un escenario en el que se mezcla la desolación y desesperanza con una mirada filosófica
que muta a la ética del decir, como describe Hariet Quint (2009):

Blanco y negro son los dos extremos entre los cuales se produce la mezcla de colores. Los álamos
son “cuchillos verdes” y cortan el cielo, mientras que sus “sombras oscuras en el río ahuyentan a los
peces”; “los cuervos se quedan en el bosque porque está negro. Las ramas se hacen las muertas”;
“el sol es una calabaza ardiente”. En las “calladas avenidas del poder” donde viven los directores,
oficiales del servicio secreto y el alcalde, “tiemblan de miedo las ráfagas del viento”; las caras de los
niños en la escuela “huelen a fruta descompuesta”, sus ojos cansados “no escuchan”; la “mancha
negra en el ojo del dictador” vigila el comportamiento de todos.

Del mismo modo que narra la manera en que los chistes devienen en racismo, atravesados por el
odio, Müller engarza las palabras como espacio de dignidad frente al odio construido por el régi-
men hacia su población. Pero, su prosa y poesía no tienen límites, se internan precisamente en el

114
miedo y odio, cristalización de los totalitarismos del siglo xx: herta müller

discurrir de sus palabras, en los objetos más pequeños, en los detalles; ya sean trompetas, acordeones
o pañuelos, para atar experiencias límite, y así, preparar su habla a los confines de la vida. Aquí, los
objetos giran y, en sus desviaciones, crean un círculo vicioso que impide decir, pero no escri-
bir. Precisamente, porque la escritura puede evadir al poder. Por un extraño golpe de mano reduce
el miedo y el odio a un quehacer mudo, silencioso, un trabajo que va del desvelo al sueño profundo.
Se trata de un momento del habla de una escritura en silencio que comenzó en aquella escalera de
la fábrica. Reacciona a la muerte con el hambre de vida. Semejante experiencia ética de la sinrazón
captura el torbellino en el que anida el círculo vicioso de las palabras que no pueden decirse con la
boca. Esa absoluta denuncia de lo vivido, entra en acción con la pantomima de lo dicho, donde se
entrelazan extravío y creación, locura y comprensión, miedo y odio, todo mezclado para conferir
una especie de lógica maldita a la experiencia. Ahí, exacto ahí, es donde el tema del dolor en la dic-
tadura surge de manera espontánea, justo porque la postura ética ante este “deber de recordar”, de
mantenerse perplejo al lado del sufriente, de la responsabilidad de valorar lo sucedido se extiende
por todo el cuerpo.

En el tránsito hacia la frontera...

El miedo agujera el alma, la vida y, la mayoría de las veces, los poderes emergentes lo aprove-
chan para convertirlo en bandera de odio. No puede negarse que los mesianismos contemporáneos
han sabido capitalizar este recurso. Basta escudriñar un poco la actitud de los partidos populistas
surgidos en las últimas décadas en Europa en contra de los extranjeros, en especial los musulmanes,
en los que se depositan miedos, inquietudes y rechazos de la población, y los convierten en el nuevo
objeto de ataques de xenofobia, racismo e islamofobia, mismos que estos partidos capitalizan para
acceder al poder político. En Holanda, Pim Fortuyn funda un partido, el cual se sostiene sobre la
idea de erradicar la “islamización” de su cultura. Después de su asesinato en 2002, este partido al-
canzó un récord en la votación electoral que le permitió obtener el diecisiete por ciento de los esca-
ños en el Parlamento. En 2007, cinco años después, apareció Geert Wilders para tomar la batu-
ta de Fortuyn. Dirigió la película Fitna, en la que exige la prohibición del Corán, al que compara
con Mi Lucha de Hitler. En la actualidad lidera al Partido de la Libertad fundado por él mismo,
y es miembro del Parlamento de los Países Bajos. Hasta 2011, el gobierno de derecha se mantiene
en el poder apuntalado por el Partido del Pueblo Danés, dirigido por Pia Kjaersgaard. Este par-
tido reivindica lo expresado en la frase “Dinamarca para los daneses” y califica al Islam como un
cáncer. En Bélgica, el líder del partido Vlaams Belang declara que el Islam es el principal enemigo,
no sólo de Europa sino de todo el mundo. En Suiza, el partido xenófobo de Cristophe Blocher,
Unión Democrática del Centro, afirma en su propaganda que los extranjeros son las ovejas negras
que hay que expulsar del país. En 2010, ingresan al Parlamento sueco los demócratas nacionalistas,
xenófobos e islamófobos. Nigel Farage, miembro del Partido de la Independencia del Reino Unido,
considerado un populista de derecha que combina la demagogia, el antielitismo, el antintelectua-
lismo y el autoritarismo con el conservadurismo cultural y la oposición a la inmigración rumana y
del Estado Islámico, se convierte en el principal promotor de la separación del Reino Unido de la

115
Unión Europea. Farage ocupa el liderazgo de su partido en el periodo 2010-2016 y actualmente
sostiene el cargo de Diputado al Parlamento Europeo por Inglaterra-Sureste. En 2017, Marine Le
Pen, líder del Frente Nacional en Francia, compite en la segunda vuelta para las elecciones presi-
denciales, y logra una votación del 33.9 por ciento frente al actual presidente Emmanuel Macrón.
En esta larga, pero limitada enunciación de lo que sucede con los líderes que conducen la políti-
ca europea, el inmigrante (en especial el musulmán) ocupa el lugar del “chivo expiatorio” sobre el
que se deposita la nueva amenaza ideológica, que sustituye al judío y al burgués de los regímenes
anteriores. La vida pública de un país, una vez más, construye un “enemigo” al que rechazar, so-
bre el cual proyectar el miedo y el odio. En el ensayo “¿Está rico el matarratas?” (Müller, 2011a) el
diálogo de la anciana muestra este nuevo y, a la vez, viejo síntoma en un pueblo Alemán:

“Dónde está mi escalera, con lo bien que encajaba debajo del árbol y ahora no está. Me la han roba-
do, a ver si no”, dice la anciana. “Sí es que ésos te lo roban todo, desde que han venido ésos ya no se
puede tener nada”, y se refiere a los inmigrantes. [...] La anciana que despotrica al pie del manzano
no se refiere a un inmigrante en concreto, se refiere a todos. [...] La lugareña inculpa arbitraria-
mente, calumnia y sabe que puede hacerlo como le venga en gana; nunca tendrá que demostrar lo que
dice. [...] Ella es una de muchos, hace lo que es habitual en esa zona, calumnia a diario en cuanto se
presenta la ocasión. [...] Esta vida que da el odio se convierte en algo natural. (pp. 46, 48 y 49)

Un gesto que se asoma en la obra de Müller es aquel que permite vislumbrar mediante prácticas
concretas, como si de una especie de antropología de la novela se tratara, la comprensión teorética
de los ominosos hechos ocurridos en el marco de los totalitarismos del siglo XX y las devastadoras
consecuencias para nuestra existencia presente. En lugar de escribir una teoría abstracta de la domi-
nación y el poder en regímenes totalitarios, vuelve letra el dolor que primero estuvo en su carne, y
asimismo muestra los recursos de las personas para sobrevivir en condiciones extremas; explora la
ética que se expande en los insumisos, en los renegados, y apertura caminos de posibilidad para
la existencia de los seres humanos en la actualidad. Sostenida en la voz de sus personajes, reescribe
una forma particular del conocimiento histórico, de la crítica cultural y del pensamiento político,
y transfigura así la frontera del discurso entre los saberes y la ficción en vasos comunicantes de
expresión. Presenta una nueva ética desde la que es posible imaginar un lugar para permanecer
juntos y actuar en la pluralidad. La insumisión de sus personajes, no sólo niega y combate un sis-
tema opresor, sino que afirma la posibilidad de decir “sí” a la vida; no al asesinato, al crimen, a la
exclusión. No existe nada más creador que decir no a la crueldad, como afirma Todorov (2016).
En este sentido, Müller teje memoria y saber con la hebra de la escritura para recordarnos, una
y otra vez, que la creación de la ficción en la literatura constituye el testimonio del escritor en el
mundo. De ahí, la urgente necesidad de estudiar y comprender lo entregado por esta escritora en
páginas sembradas de relatos que esculcan en el vacío ahuecado de la dictadura rumana. Palabra
que cuenta, a partir de la poesía, los secretos de los cuerpos precipitados al dolor, a la muerte. Pala-
bra soportada en una prosa que sueña a quienes quedaron sin un lugar en el mundo.

116
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118
El matadero: una lectura (im)posible

Cintia Daiana Garrido1

Todo orden de la ciudad implica un cierto orden de la palabra (un


cierto orden que hace que tal palabra sea entendida –sea contada– como
palabra, como discurso, como logos, y tal otra como mero ruido), es que
la política es siempre una lucha por la palabra. Por la definición de las
palabras, desde luego, pero –incluso antes que eso– por la definición
misma de qué cosa debe ser entendida como una palabra.
Eduardo Rinesi
Política y tragedia. Hamlet entre Hobbes y Maquiavelo.

Se diría que existe una atracción fatal entre política y lenguaje. Si la


política pertenece al reino de la acción, esta última, cuando se hace
política, aparece interpretada, envuelta y completada por el lenguaje.
Confiere y otorga palabra. No se trata de una simple función de
transmisión; hay algo intrínsecamente constitutivo, que a muchos les
parece se configura incluso como una potencial identificación. En este
caso el lenguaje no se considera únicamente el trámite privilegiado,
sino el objeto mismo de la política. Verdadera política es aquella tan
completamente traducible en lenguaje como para coincidir, en última
instancia, con él: política en el lenguaje y del lenguaje. Cuando entre los
dos se abre la brecha de una diferencia –sea hiato, fractura o distorsión–
es signo de que la política es absorbida por el torbellino mudo del engaño
o cortada por el artificio de lo doble.
Roberto Esposito
“Palabra”, en Confines de lo político.

Que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por


inmadurez o irresponsabilidad, los riesgos que exige el tratamiento de
‘la verdad’, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo
de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo
verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento.
Juan José Saer
El concepto de ficción

1
Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
(UBA). Doctoranda en Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Jefe de Trabajos
Prácticos (JTP), Cátedra de Pensamiento Contemporáneo. Fundación Universidad del Cine (FUC).

[ 119 ]
cintia daiana garrido

Presentación

Es posible sostener la presencia de un conjunto de teorías y análisis con los cuales se abordan los
textos que transforman al universo literario en un punto de interrogación para comprender los
fenómenos sociales. Los estudios sobre literatura y sociedad, por lo tanto, conforman un campo
analítico nutrido por una muy variada, aunque no necesariamente coincidente, bibliografía que
inscribe los alcances y límites de esta relación. La diversidad de posiciones y enfoques, tanto en sus
coincidencias como en sus divergencias, repone la complejidad y ambigüedad de los vínculos que
trazan esa tensión en la que lo social y la literatura se reflejan, cuando no se refractan. Repasemos
algunos casos.
En su análisis de la obra Gargantúa y Pantagruel (1534), Mijail Bajtin propone un espacio con-
figurativo que no sólo sirve para la reflexión de una teoría propiamente literaria, sino también en
especial, para el estudio y comprensión del entramado social medieval. En La cultura popular en
la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais (1941), el autor ruso recupera
el clásico texto literario con el fin de utilizarlo como textura para examinar la disposición de una
retícula social que en la excepción del carnaval habilita la observación de los fenómenos cotidianos.
Es decir, la literatura se presta a una arqueología de lo social que cifra un recorte temporal, no
como una forma estática, sino como una forma dinámica en la que se desenvuelve esa realidad.
Un esfuerzo teórico semejante, aunque no necesariamente igual, permite inscribir algunas de las
obras de Norbert Elias y de Michel de Certeau en este recorrido.
En El proceso de la civilización (2010), Elias retoma una serie de fuentes literarias cuya circulación
en el periodo analizado describe la transición hacia un tipo de comportamiento que no sólo ordena-
ría la vida cortesana de entonces, sino que, ya fuera del microespacio de la nobleza, definiría ciertas
formas de ser y estar en sociedad. En este sentido, Elías refiere en sus observaciones a las modula-
ciones que instruyen al cuerpo en un conjunto de comportamientos societarios y cuyas resonancias
todavía pueden ser constatadas en muchas de las prácticas sociales que hasta hoy definen las buenas
costumbres. Como señala este autor, la importancia del análisis de la obra literaria radica en que no
se trata de “un fenómeno aislado o un trabajo individual, sino que constituye un síntoma de una
transformación y una materialización de unos procesos sociales” (Elias, 2010, p. 100). Es preci-
samente ese aspecto de la literatura como síntoma de lo social, de sus prácticas y transformaciones,
lo que el trabajo de De Certeau recupera, aunque con ciertos desvíos.
En el capítulo “La belleza de lo muerto: Nisard” incluido en La cultura en plural (1999),
De Certau nos propone implícitamente un doble análisis: por un lado, la reconstrucción histórica
de la circulación de esa literatura de cordel, la cual dispondría el entramado de producción de un
conjunto de textos literarios que coincide con los procesos de acceso a la lectura y a la escritura por
parte de las clases populares. Es decir, el autor analiza los fenómenos de producción, distribución
y apropiación de esa literatura popular por los grupos sociales populares, algo que también puede
observarse en el trabajo sobre la novela sentimental que Beatriz Sarlo desarrolla en su libro El imperio
de los sentimientos (2011), en el Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX. Por otro lado, y
quizá lo más interesante del análisis de De Certeau, es el estudio sobre el estudio de esa literatura popu-

120
el matadero: una lectura (im)posible

lar que surge en Francia a mediados del siglo XVIII. Se trata de un ejercicio que establece una her-
menéutica social, esto es, cómo fueron los primeros análisis de esa literatura estabilizada, sustraída
de ese pacto popular al que estaba destinada. Allí radica la belleza de lo muerto: un extrañamiento
por el exotismo de lo socialmente próximo, y al mismo tiempo alejado, que cifra la mirada de la
burguesía ilustrada por esa literatura vulgar. Una curiosidad analítica que coincidió con la censura,
con la incautación de obras que, en su disección, ofrecían pautas para ser comprendidas.
Los textos literarios también pueden ser objetos de denuncia. Resultan conocidos los numerosos
estudios que, inscritos dentro de la tradición marxista, indagan sobre los modos en que la literatura
religa las condiciones materiales de producción que configuran la realidad social de los sujetos a las
diversas estrategias de producción y reproducción de la ideología dominante. El conflicto social es,
según esta perspectiva, neutralizado por un conjunto de configuraciones retóricas que conforman,
cuando no refuerzan, ciertos arquetipos que cooperan para mantener y reproducir el orden social
imperante. En Para leer al Pato Donald, Ariel Dorfman y Armand Mattelart (1972), por citar un
ejemplo, denunciarán cómo ocurre, en las modernas sociedades de masas, la transposición de una
gramática de producción y reproducción ideológica al comic o historieta. Así, el análisis sociológico-
-literario supone un abordaje que pone en evidencia la politicidad de los relatos a partir del estudio
de las formas de figuración ideológica que, en el caso propuesto, aparecen transfiguradas en una
narrativa gráfica secuenciada en viñetas. Desde esta perspectiva, los estudios sociales que indaguen
en la literatura auspiciarán una sociología que sea, al mismo tiempo, una estética. Es decir, se tra-
ta de una sociología que no descuida ningún aspecto del proceso literario y, a su vez, atiende a las
relaciones materiales que tienen lugar en esos procesos y sus productos.
Dicho esto, es factible pensar en la complejidad sinuosa que inscribe a la relación entre la sociolo-
gía y la literatura en el orden de lo múltiple, aunque con algunos puntos en común. En cualquiera de
los enfoques propuestos, tanto la literatura como el análisis sociológico se enlazan en una indagación
para dar con el flujo reticular en el que participa la obra literaria, pero también el elemento social
que es parte de ella. En este sentido, el abordaje social de la literatura auspicia una comprensión
alegórica de los fenómenos, la cual instala la posibilidad de indagar esos sentidos literarios y socio-
lógicos. La alegoría, entonces, propone un lugar que es externo al relato, pero que está contenido
en el propio relato, cifrando de este modo ese andamiaje de sentidos complejos que componen el
espesor de lo real. Esto es, un punto de referencia que, lejos de establecer continuidades o seme-
janzas, traza un intersticio entre lo social y lo literario. Es en ese hiato, en esa intersección, donde
emerge el sentido de uno y otro como un efecto de ese entrelazamiento. Así, los textos literarios y
lo social se prestan a una comprensión ampliada: se trata, en ambos casos, de un conjunto de sig-
nos cuyos efectos son el resultado de un tipo de configuración que es conflictivo por definición, y
tal como se propondrá en este análisis, también imposible.
Propongo, por lo tanto, una lectura alegórica de El matadero, de Esteban Echeverría (1838-1840),
considerado el texto inaugural de la literatura argentina, como un caso paradigmático que habi-
lita la posibilidad de recuperar los conceptos teóricos en torno al problema de la discursividad y
sus vínculos con lo político, planteados por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Esta lectura de
El matadero es un ejercicio analítico que intentará rastrear los postulados conceptuales de la teoría

121
cintia daiana garrido

señalada, para lo cual se retomará la hipótesis desarrollada por Maristella Svampa en El dilema
argentino: civilización o barbarie (1994), según la cual la política argentina puede ser reconstruida
desde la tensión permanente entre “civilización” y “barbarie”, resignificada a lo largo de la histo-
ria nacional. Éstos elementos –civilización y barbarie–, desde la perspectiva de Laclau y Mouffe,
pueden ser aprehendidos como significantes vacíos cuya flotación en las cadenas analizadas des-
cribe los intentos por establecer prácticas articulatorias con las cuales se pretende llenar la plenitud
imposible de lo social. Se propone reponer algunas de las articulaciones significantes enunciadas
en la obra El matadero, a partir de los elementos civilización-barbarie como significantes que cifran
los encadenamientos discursivos en torno a los proyectos de país que, especialmente durante los
años 1820-1852, pugnaban por imponerse. Estos elementos no aparecen expresados literalmente
en el texto de Echeverría y, sin embargo, no son menos evidentes que los acuñados en Facundo por
Domingo F. Sarmiento (1845). En esto radica, precisamente, el esfuerzo analítico que permite obser-
var en la superficie del texto las modalidades articulatorias que definen coyunturalmente el campo
político que enmarca a El matadero. “Civilización” y “barbarie” pues, funcionan como elementos
cuyo exceso de sentido posibilita establecer estas cadenas, según las lógicas de la equivalencia y de
la diferencia en tanto síntoma de las distintas acentuaciones en pugna.
En este trabajo se presentan tres momentos: en el primero, titulado “Conflicto y orden, o el
fundamento imposible y necesario de lo político”, se reconstruyen los conceptos teóricos necesa-
rios para un análisis posterior. En el segundo, que se titula “Esto (no) es una ficción”, se indican
algunos aspectos que sitúan a la obra de Echeverría en el género narrativo de ficción, pero en la
cual también se esbozan líneas teóricas para problematizar el concepto de ficción y aproximarlo a
lo desarrollado en el primer apartado; y, finalmente, el apartado que lleva por título “El origen de
la tragedia”, en el cual se despliega el análisis propuesto.

Conflicto y orden, o el fundamento imposible y necesario de lo político

La afirmación: “La sociedad no existe”2 es, quizá, una de las más inquietantes de la reflexión aca-
démica reciente. En diálogo con el marxismo, el posestructuralismo, el deconstructivismo y el
psicoanálisis, entre otros y, al retomar y reformular conceptos como el de “hegemonía” de Antonio
Gramsci, o bien, los de “punto nodal” y “cadena significante” de Jacques Lacan, Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe plantean, en especial en la obra Hegemonía y estrategia socialista (1985), la sentencia
con la cual comienza este apartado: la sociedad no existe. Esta afirmación sólo puede entenderse
en relación con el concepto de antagonismo social que los autores definen como aquellas relaciones
que develan los límites de toda objetividad. Es decir, el antagonismo, como constitutivo de lo so-
cial, es ese “exceso de sentido” que impide la plenitud de toda producción significante –aunque
se nos presente como lo contrario–. Laclau y Mouffe vuelven a situar al interior de la sociedad
la tensión schmittiana amigo-enemigo como el eje que define, a partir de los entrecruzamientos en-

2
Como señala Slavoj Zizek, esta afirmación remite a la afirmación lacaniana “la mujer no existe”.

122
el matadero: una lectura (im)posible

tre orden-y-conflicto, la constitución social de lo político. En tanto se trata de una construcción


coyuntural, esto es, históricamente definida, la premisa que opera como trasfondo de estos plan-
teamientos afirma la imposibilidad de todo intento social y discursivo3 de producir una experiencia
común de sentido.
La propuesta de estos autores denuncia la aparente totalidad, última y definitiva, trascendental,
transparente, necesaria y absoluta, de toda práctica social que afirme el carácter universal de las
representaciones significantes así definidas. En su lugar, los desarrollos teóricos de Laclau-Mouffe
van a sostener la inestabilidad de estos procesos en términos de intentos siempre fallidos (porque
nunca pueden ser totales aunque se presenten como autoevidentes y necesarios), precarios (en tanto
son redefinidos coyunturalmente) y relacionales (es decir, definidos en relación con otros signifi-
cantes) de suturar la disparidad polisémica de las demandas y sentidos socialmente enfrentados.
El antagonismo niega una reconciliación acabada y final, y en eso radica la imposibilidad de la so-
ciedad: “El carácter incompleto de toda totalidad lleva necesariamente a abandonar como terreno
de análisis el supuesto de la ‘sociedad como totalidad suturada y autodefinida’ ” (Laclau y Mouffe,
1985, p. 151). Por eso la sociedad no existe.
Es esta imposibilidad de cierre la que hace de todas las tentativas de clausura intentos fallidos y
provisorios. Esto, a su vez, define el carácter abierto e incompleto de lo social que es donde se inserta
el concepto de hegemonía trabajado por estos autores. Hegemonizar supone una práctica articu-
latoria que intenta resolver, temporalmente, la no plenitud de toda significación. No se trata de
un enfrentamiento reductible a una distinción semántica entre significantes, más bien se refiere al
conflicto por el cual un contenido particular se apropia de la universalidad del término. En este
sentido, toda relación hegemónica es efectiva cuando logra elevar a la categoría de universal a una
o varias representaciones –demandas o sentidos– parciales. El todo es encarnado en y por una
determinada parte, en tanto

[...] no existe ninguna universalidad que no sea una universalidad hegemónica [...], no existe plenitud
social alcanzable excepto mediante la hegemonía; y la hegemonía no es otra cosa que la investidura,
en un objeto parcial, de una plenitud que siempre nos va a evadir. (Laclau, 2005, pp. 147 y 148)

Sostener el carácter contingente de toda práctica hegemónica de articulación revela su carácter


reversible, es decir, que siempre puede ser subvertida, resistida y modificada, lo cual pone en evi-
dencia el rol protagónico de lo político en la definición de las modalidades estructurantes de lo so-
cial. Como señala Eduardo Rinesi (2003): “Hay política porque ningún orden hegemónico puede
exhibir un fundamento universal, pero ninguno puede dejar de intentarlo” (p. 229).
La hegemonía, por lo tanto, supone una totalidad estructurada –aunque siempre fallida– que
es resultado de los elementos puestos en relación al tomar como punto de partida las prácticas de
articulación. Toda práctica hegemónica es posible a condición de que existan elementos que, por su

3
Es necesario recordar que para Laclau y Mouffe no existe un exterior extradiscursivo. Es plausible someter esta
afirmación a una serie de indagaciones que, sin embargo, desbordan el alcance propuesto por este trabajo.

123
cintia daiana garrido

propia naturaleza, no estén predeterminados a formar parte de una u otra articulación, y es en esas
articulaciones posibles, externas a ellos, que resultan configurados. Los significantes4 serán enton-
ces estos elementos que entran en el juego articulatorio y, por esta razón, importan a la política.
Podemos decir citando a Laclau:

Las dos condiciones de una articulación hegemónica son, por lo tanto, la presencia de fuerzas anta-
gónicas y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Sólo la presencia de una vasta región de
elementos flotantes, y su posible articulación a campos opuestos, constituye el terreno que permite
definir una práctica como hegemónica. Sin equivalencias y sin fronteras no se puede hablar estricta-
mente de hegemonía. (Laclau y Mouffe, 1985, pp. 178 y 179)

Laclau y Mouffe distinguen entre significantes vacíos o significantes sin significado, y significan-
tes flotantes. Los significantes vacíos o sin significado renuncian a su identidad diferencial a fin de
poder representar una identidad equivalencial. Por su parte, los significantes flotantes son aquellos
significantes que parecen dotados de un exceso de sentido. Este flotamiento implica, por un lado,
una relación indefinida –no uno a uno– entre significante y significado, es decir, en términos de los
autores, una vacuidad tendencial. Pero, a su vez, supone que el significante flotante puede articu-
larse en diferentes cadenas discursivas opuestas y, dentro de esas cadenas, cada significante flotante
actúa como un componente diferencial y a la vez equivalencial respecto de los demás componentes
que también forman parte de la cadena de sentido. El significado no es entonces un a priori natural-
mente evidente y necesario. Por el contrario, sólo es posible por el juego de correlaciones que enla-
zan un significante con otro significante, vale decir, por la articulación de estos elementos en una o
varias cadenas significantes. Es allí, en esas tramas significantes, donde emerge el sentido.
El vaciamiento y la flotación de los significantes son dos operaciones que hacen a la lógica equiva-
lencial, esto es, una lógica de la simplificación que crea un segundo sentido donde las diferencias son
anuladas para que puedan expresar algo idéntico subyacente a ellas. Es esta ambigüedad por la cual
todo término particular, para ser equivalente a otro, debe ser diferente y así entrar en una relación de
equivalencia con otras particularidades, lo cual permite que los elementos –en un encadenamiento,
así dado– puedan sustituirse unos a otros. La constitución de lo social a partir de prácticas articu-
latorias supone esta lógica de la equivalencia. Pero, junto a ella, Laclau y Mouffe definen también
la lógica de la diferencia, esto es, “una lógica de la expansión y la complejización del espacio polí-
tico” que absorbe las diferentes demandas conservando la diferencia. Mientras esta última lógica
expande el polo sintagmático del lenguaje, es decir, “el número de posiciones que pueden entrar
en una relación combinatoria y, por consiguiente, en una contigüidad las unas con las otras”, la

4
En este punto Laclau y Mouffe retoman los desarrollos que Jacques Lacan sigue de la distinción saussureana entre
significante (imagen acústica) y significado (concepto). Según Saussure, el significante queda subordinado al significado
en la relación de significación. El análisis lacaniano plantea, por el contrario, la supremacía del significante en relación
con el significado, descartando, además, la relación biunívoca significante-significado, declarando así la “independencia”
del significante respecto del significado. En este sentido, el significante será asociado con el orden simbólico (esto es, la
ley del orden o de la cultura en términos de L. Althusser) y el significado se reconocerá en el orden de lo imaginario, es
decir, en la manera en que el hombre experimenta la significación.

124
el matadero: una lectura (im)posible

lógica de la equivalencia “expande el campo paradigmático [por las relaciones de sustitución] y con
ello reduce el número de posiciones combinatorias” (Laclau y Mouffe, 1985, p. 174).
Por lo tanto, el flotamiento de un término y su vaciamiento son los dos momentos que definen
a toda operación discursiva. Es decir, la significación es relacional, pero como esta relación no
puede fijar un conjunto estable de diferencias –porque hay una apertura constitutiva– la práctica
articulatoria sólo puede establecer sentidos parciales, esto es, puntos nodales. Un punto nodal
(o point de capiton, en la terminología lacaniana) es aquel significante que permite unificar los sen-
tidos enlazados en los encadenamientos discursivos. Un punto nodal detiene, “acolchona”, diría
S. Zizek, la flotación y deviene en el elemento a partir del cual los enlaces significantes cobran sen-
tido. Se trata, en todo caso, de aquellos significantes privilegiados que permiten fijar parcialmente
el sentido al interior de una cadena significante. Este carácter parcial de todo acolchonamiento
remite a la apertura de lo social, que constantemente lo desborda, pero también es condición para
todo cierre de sentido, esto es, para que la significación surja a partir de tal encadenamiento. Este
cierre produce, en términos de Zizek, una “ilusión transferencial” por la cual el sentido parecería
estar presente desde el inicio. En esto radica el éxito del acolchonamiento que hace “natural” y
“evidente” los encadenamientos discursivos.
La clausura, o mejor dicho, los intentos de clausura como condición para la emergencia del sen-
tido cifran la dialéctica entre necesidad e imposibilidad: todo intento –necesario– por suturar los
sentidos apela a cierta sistematicidad para construirse como tal, pero se trata de un intento siempre
fallido –por eso es imposible–, ya que nunca es absoluto, total o permanente. De esta manera la
relación hegemónica se define como intentos conflictivos y coyunturales de establecer puntos noda-
les. La hegemonía –según la reformulación del postulado gramsciano que hacen Laclau y Mouffe
a partir de la recuperación del concepto lacaniano point de capiton–, en tanto práctica de articula-
ción, remite a este esfuerzo por llenar esos significantes vacíos. El sentido tiene como condición
necesaria la clausura, pero el que esa clausura sea siempre incompleta –por la apertura de la socie-
dad, esto es, que la sociedad sea imposible– lleva a que la hegemonía sea posible y necesaria para
la política: siempre se pueden fijar otros sentidos (fijación también parcial, precaria, nunca total ni
absoluta). Así, hegemonizar implica llenar ese vacío. Esto es lo que permite el campo político, pues
la sociedad, al ser imposible, sólo puede representarse a sí misma por medio de estos significantes
vacíos. La plenitud ausente, que define desde esta perspectiva a lo social, resulta contingente-
mente hegemonizada “por aquel significado específico que proporcione mayor y más ‘legitimidad’ a
la hora de entender la experiencia cotidiana”. Tal legitimidad no supone un ajuste conflictivo entre
una realidad extradiscursiva y múltiples narrativas; antes bien, refiere a una relación que es al mis-
mo tiempo circular y autorreferencial, pues “la narración pre-determina nuestra percepción de la
realidad ” (Zizek, 2008, p. 17). Así, estas narraciones pueden inscribirse materialmente en prácticas
o incluso pueden fijarse institucionalmente. Entonces, ¿cómo tiene lugar esta subversión,5 es decir,

5
Laclau y Mouffe definen el concepto de subversión como “la presencia de lo contingente en lo necesario” (Laclau,
Mouffe, 1985, p. 154). La subversión se presenta bajo la forma de simbolización o metaforización que deforma la li-
teralidad social.

125
cintia daiana garrido

cómo ocurren estos esfuerzos por cerrar el sentido? Para observar este proceso propongo analizar
El matadero, de Esteban Echeverría, como un ejercicio teórico para rastrear los modos histórica-
mente situados y coyunturales que definen la práctica articulatoria de universalización de sentidos,
esto es, para determinar cómo la producción social de sentido encuentra en este texto inaugural de
la ficción argentina un conjunto de representaciones, recíprocamente en pugna, en las que el sentido
de la política local quedará trabado por una tensión recurrente, según la propuesta de Maristella
Svampa, entre el significante “civilización” y el significante “barbarie”. Pero antes debemos dar
cierto marco de referencia a la obra por tratar.

Esto (no) es una ficción

Escrito por Esteban Echeverría alrededor de 1839, pero publicado por José María Gutiérrez en
la Revista del Río de la Plata en 1874, varios años después de la muerte en el exilio de su autor,
El matadero6 es, para muchos, la obra que da origen a la narrativa argentina. Considerado por
algunos como un borrador que formaría parte del poema Avellaneda; por otros, como un cuadro
de costumbres; y por muchos, como un cuento, El matadero es un relato estructurado en dos
secuencias: en un primer momento el texto narra los acontecimientos ocurridos en el matadero de la
Convalecencia, durante la inundación que tuviera lugar en la “Cuaresma de 183...”7, en especial,
la persecución y posterior muerte de un toro, un animal extraño en el matadero. En un segundo
momento describe la aparición del unitario y su muerte repentina, ante la posibilidad de ser tortu-
rado por los federales que lo capturaron. Si bien este segundo momento del relato interrumpe la
linealidad de los primeros acontecimientos, se puede establecer cierta continuidad entre los suce-
sos narrados en uno y otro momento. En cualquier caso, las representaciones que allí se enlazan
a “lo unitario” y a “lo federal”, como veremos más adelante,8 dan lugar a la tensión articulante
al definir estos significantes que serán analizados conforme a los aspectos teóricos señalados en
el apartado anterior.
El matadero es el lugar de la violencia simbólica y material, en donde las pasiones desmedidas
se desbordan, donde hace su ingreso la prosa de ficción nacional, pero no lo hace ingenuamente, pues se
trata de un origen “oscuro, desviado, casi clandestino” (Piglia, 1993, p. 10). No hay duda de que se trata
de un texto marcado por su contexto histórico, lo cual significa que repone, desde el relato ficcional,
el enlace civilización-barbarie que fuera sintetizado algunos años después por Domingo F. Sar-
miento en su obra Facundo (1845). Ambos textos narran esa tensión conflictiva y constitutiva de
un nos-otros nacional, aunque de modos diferentes: si el escrito de Sarmiento encubre su “verdad
histórica” en la forma de un discurso autobiográfico, el relato “paranoico y alucinante” de Echeverría
(Piglia, 1993, p. 9) es una ficción donde las alusiones al contexto histórico se travisten en un labe-
rinto de pistas que permiten introducirnos en una lectura alegórica.

6
En adelante, todas las menciones a esta obra corresponden a la edición: Echeverría, E. (1994). La cautiva. El ma-
tadero. Buenos Aires, Argentina: Editorial Colihue.
7
Tal como lo escribe Echeverría en el primer párrafo de El matadero.
8
Ver el apartado El origen de la tragedia.

126
el matadero: una lectura (im)posible

Existe una pretensión de “verdad referencial” que serviría de criterio de demarcación entre rea-
lidad y ficción a la que todo género literario es sometido. Poner en entredicho esta tensión proble-
mática que describe “las lógicas de construcción de la realidad ” en tanto “pueden ser desmontadas
para mostrar los intereses particulares que tejen la aparente universalidad de lo verdadero” (Grüner,
1997, p. 137) es el primer paso para comenzar nuestro análisis.
La relación entre realidad y verdad ha sido conceptualizada de diferentes formas desde las dis-
tintas perspectivas teóricas que han intentado dilucidarla. No es objeto de este trabajo hacer tal
reconstrucción analítica. Aquí nos basta con señalar que, dentro del campo de los estudios litera-
rios –de manera principal pero no exclusiva–, esta relación puede sistematizarse en dos posiciones
enfrentadas: por un lado, nos referimos a aquellas consideraciones que suponen un continuum
referencial entre la realidad y la forma en que es representada por el texto narrativo; por el otro,
hacemos referencia a las posiciones antirreferenciales que niegan cualquier pretensión de la litera-
tura de imitar a la realidad. En cualquier caso, se trata de un extenso debate que desborda a este
análisis, pero que evidentemente nos permite preguntarnos por aquello que llamamos realidad y,
también, verdad.
El relato histórico, la (auto)biografía, la entrevista, entre otros géneros discursivos, serían los
ejemplos privilegiados de la primera caracterización, vale decir, de esa aparente relación metafórica
entre la realidad y su relato. Se trata, en esos casos, de textos cuya clave de lectura nos hace creer
que lo narrado es, por definición, la verdad de lo acontecido. De este modo, la verdad del relato
“histórico” queda presa de una ilusión autorreferencial que borra sus marcas de producción
enunciativa y, en ese mismo movimiento, establece una relación de continuidad, en apariencia au-
toevidente, con aquello que llamamos realidad, como si lo narrado fuera su reflejo exacto, sin la
mediación, precisamente, de la narración. Sin embargo, en esto radica la trampa que elude la na-
rrativa ficcional. La literatura que llamamos de ficción se organiza como verosímil, lo cual significa
que sus marcas de producción –evidentes o tácitas– ofrecen un contrato de lectura menos perverso
que el del relato autorreferencial, en tanto se sustenta en esta lógica (lo verosímil) que es ofrecida
y aceptada como parte del juego de producción y recepción del texto. Analizado en su estructura
interna, todo texto de ficción es verosímil en tanto los criterios de “verdad” y “falsedad”, confron-
tados con un referente externo al relato, resultan inválidos o poco pertinentes porque cada obra
crea y es, a su vez, sometida a sus condiciones de credibilidad. Sin embargo, el potencial sentido
alegórico del relato, esto es, la posibilidad de leer el texto en otro(s) sentido(s) que desborda(n) la
literalidad de la superficie textual, es aquello que en nuestro caso nos permite clasificar a la obra
El matadero en el género de ficción, al menos con dos acepciones, las cuales, aunque diferentes, no
son excluyentes, e incluso en algún punto devienen complementarias entre sí.
Por un lado, el texto de Echeverría pertenece, como cuento, al género de ficción. Por otro, tam-
bién es un relato que la lectura alegórica acierta en caracterizar como un texto sociológico y político
que coincide con el concepto de ficción en términos más amplios, esto es, como una construcción
social, contingente e históricamente situada, que lejos de oponerse de forma radical a la realidad, la
construye narrativa y discursivamente. Como señala Grüner, retomando a Freud:

127
cintia daiana garrido

La verdad tiene estructura de ficción y, por lo tanto, la interpretación sólo puede producir la crítica
de lo que pasa por verdadero a partir de esas ficciones tomadas en su valor sintomático. Dicho lo
cual, no significa en absoluto que todas las construcciones ficcionales tengan el mismo valor crítico,
solamente lo tienen aquéllas en las que puede encontrarse la marca de un conflicto con lo que se llama
‘realidad’, y que, por lo tanto, son capaces de devolverle su opacidad a la engañosa transparencia de
lo real. (Grüner, 1997, p. 137)

Asumir esta versión ampliada del concepto de ficción nos aproxima a la definición de articulación
de la que antes hablamos, esto es, un entramado narrativo producido y producente, performativo
en todo caso, de las modalidades en que la experiencia social “real-y-verdadera” cobra forma dis-
cursiva, y nos permite, a su vez, introducirnos en lo que quedó pendiente desde la presentación de
este trabajo: analizar los encadenamientos significantes con los que El matadero inaugura, material
y simbólicamente, la literatura y la política nacional. Es por esta razón que el relato de Echeverría
funciona, de manera paradigmática, como un texto alegóricamente político o, en todo caso, como
el que fundó lo político en Argentina.

El origen de la tragedia

Podemos definir someramente la tensión política, económica, social y cultural que tuvo lugar en
Argentina entre los años 1820 y 1852, como el enfrentamiento entre unitarios, partidarios de una
forma de ejercicio del poder centralista que subordina la administración gubernamental y legisla-
tiva a esa unidad céntrica; y federales, que abogan por un modelo que propicia la autonomía de las
provincias. Evidentemente, esta caracterización puede resultar restringida, o incluso maniquea, en
tanto que omite los matices propios de toda confrontación facciosa. Sin embargo, y según nuestra
hipótesis, es también esta caracterización la que introduce los elementos implicados en el enlace
civilización-y-barbarie, esto es, las prácticas articulatorias que traban la adscripción a unos y otros
sentidos, en relación con la definición del modelo de Estado que impulsaba cada uno de los dos
grupos. En definitiva, unitarios y federales son los significantes que sintetizan los primeros enfren-
tamientos internos posindependencia por la constitución del Estado-nación argentino.
Ahora bien, la tensión porque el Estado argentino se configurara como cada uno de los grupos
en pugna consideraba mejor, aparece en El matadero como la oposición entre “arquetipos sociales
que Echeverría hace coincidir con bandos políticos y mundos morales en conflicto” (Altamirano
y Sarlo, 1997, p. 43). Esos arquetipos intentan asir sus sentidos a partir de las cadenas signifi-
cantes desplegadas en torno a civilización-o-barbarie. Éstas, a su vez, confluirán para trazar la
frontera entre “ellos” y “nosotros”, identificando a los primeros con la barbarie del matadero,
y a los segundos, con el modelo de civilización propuesto por los unitarios.9 En todo caso, se trata
de encadenamientos discursivos que, paralela y simultáneamente, van enlazando a cada uno de es-

9
Es preciso no perder de vista que la voz del narrador de este relato se posiciona, claramente, en el bando unitario.
Sin embargo, esto no impide que el relato recupere, como veremos más adelante en este análisis, los enlaces significantes
que los federales asignaban a los unitarios.

128
el matadero: una lectura (im)posible

tos elementos en pares opuestos a los sentidos que les son atribuidos. De este modo, la conjunción
civilización-barbarie permite verificar los procesos de producción hegemónica en tanto mecanismos
de articulación antagónicos.
El matadero se identifica, equivalencial y diferencialmente, como el lugar de la barbarie: el re-
lato refuerza la oposición establecida entre la trama significante mundo rural-naturaleza-desierto,
asignada al proyecto federal, y los enlaces que engarzan la vida urbana-social-civilización al dis-
curso unitario. La barbarie del matadero es suturada a la figura del matarife “con el cuchillo en
mano, brazo y pechos desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá, y rostro embadurnado
de sangre”, al que acompaña “una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras,
cuya fealdad trasuntaba las arpías de las fábulas; y entremezclados con ellos, algunos mastines que
olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa”, en contraposición al joven unitario,
“de gallarda y bien apuesta persona” (Echeverría, 1994, pp. 132 y 139). La conjunción significante
que intenta asirse al enlace barbarie-federales denuncia, en el relato que inscribe la cadena civilización-
-unitarios, el peligro latente que supone la consolidación o, en todo caso, la penetración de ese
mundo precultural en la ciudad. El matadero es el lugar de la indiferenciación: sangre, animales,
barro, heces, achuras, “personas animalizadas y animales antropomorfizados” (Salesi, 2000, p. 73).
Es el desorden de la naturaleza que se instala en el centro de la ciudad10 y las fronteras geográficas
devienen sintomáticas de las demarcaciones socioculturales.
El caos y la desorganización que el relato civilizado-unitario construye respecto del bárbaro-
-federal alcanza su paroxismo en las representaciones asignadas a la figura del Juez y en el ejercicio
de la justicia federal que, lejos de ajustarse a un modelo de racionalidad sistemática, se caracteriza,
entre otras cosas, por prácticas de tortura diversas: “¡Insolente!”, dice el juez federal, “te has embra-
vecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas. Abajo los calzones a este mentecato cajetilla, y
a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa” (Echeverría, 1994, p. 142). Hacia el final
del relato, cuando el unitario ya ha sido capturado, esta escena, previa al intento fallido de sodo-
mización y posterior muerte del joven, describe de manera grotesca y bufona los procedimientos
judiciales de la política rosista. Allí “se parodian las formas de juicio, se establecen las bases de la
acusación y, en una síntesis vertiginosa, se produce el veredicto” (Altamirano y Sarlo, 1997, p. 45).
La indiferenciación-barbarie-federales establece, por consiguiente, una línea de continuidad con
la amenaza que, según lo descrito por los enlaces orden-civilización-unitarios, implican los avan-
ces ruralizantes definidos por la política rosista. El matadero, entonces, es también el tropos simbó-
lico y material de esa “peligrosa” indistinción que, metafórica y metonímicamente, vale decir, por
continuidad y contigüidad significante, reinstala el conflicto en torno a la consolidación-impugna-
ción del rumbo que el país debía asumir: “Simulacro en pequeño, era éste el modo bárbaro en el
que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales” (Echeverría,
1994, p. 134).

10
Recordemos que el matadero de la Convalecencia, también llamado del Alto, estaría ubicado en el actual barrio de
Barracas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en Argentina.

129
cintia daiana garrido

El (des)orden desquiciado y bestial, en todo caso amoral, de El matadero, se liga significati-


vamente a una dimensión pasional-irracional al que se suscriben las acciones de los bárbaros-
-federales que allí tienen lugar:

[...] se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias [...]
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones, y
por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad a dondequiera que concurrían
gentes. (Echeverría, 1994, p. 128)

Por el contrario, las significaciones asociadas a la civilización-unitarios arrogan un compor-


tamiento racionalmente iluminado. Esta distancia entre voluntades, signadas unas por la razón,
otras por las pasiones, se manifiesta en el relato mediante marcas simbólico-materiales en las que
resuenan tales oposiciones. De esta manera, el lenguaje culto del joven unitario –y también del na-
rrador– contrasta con las expresiones populares que el relato repone. A su vez, esta distancia queda
apresada en rasgos materiales de identificación-diferenciación que describen la pertenencia o no a
cada grupo enfrentado. El siguiente diálogo resume los encadenamientos significantes menciona-
dos hasta el momento:

—[...] ¿Por qué no traes divisa?


—Porque no quiero.
—¿No sabes que lo manda el Restaurador?
—La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
—A los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera,
también son fuertes como vosotros. Deberías andar como ellos, en cuatro patas.
—[...] ¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
—Porque lo llevo en el corazón por la patria, por la patria que vosotros habéis asesinado.
(Echeverría, 1994, pp. 128)

El relato, ya lo dijimos, es claramente narrado por una voz unitaria, pero en determinadas
secuencias repone los enlaces significantes que ligan las representaciones propias de lo federal en
el marco de la problemática civilización-barbarie. Lo unitario se encadena ahora en un entramado
radicalmente opuesto a las trayectorias significantes antes señaladas. Desde esta perspectiva, enton-
ces, la civilización se enlaza al modelo federal y la barbarie responde a las agitaciones revolucio-
narias de los impíos-libertinos-salvajes-unitarios. Esta aparente contradicción muestra, en realidad,
la vacuidad tendencial de los significantes, esto es, su carácter abierto y polisémico, que les permite el
flotamiento entre una y otra cadena. Apropiarse, vale decir, hegemonizar como propio de cada fac-
ción a la civilización y sus encadenamientos significantes y, concomitantemente, desplazar lo bárbaro
al grupo rival, es la pauta que describe las articulaciones posibles de los términos en conflicto:

130
el matadero: una lectura (im)posible

En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga
y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchi-
llas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la
cofradía, a todo el que no era degollador, ni carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y
de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso
anterior puede verse a las claras que el foco de la Federación estaba en el Matadero. (Echeverría,
1994, p. 143)

Intencionalmente, entonces, propongo volver a leer uno de los momentos más estudiados de esta
obra: el incidente del toro, animal raro en el matadero (como también lo fuera la presencia del uni-
tario), cuya persecución y posterior sacrificio anticipan el destino del joven ilustrado. Ahondar en
los paralelismos entre estas escenas es recurrente en los análisis que se hacen de esta obra. Sin embar-
go, desde el marco teórico propuesto por este trabajo, es posible comprender tal simetría como un
momento paradigmático del juego de relaciones de articulación hegemónica.
La persecución, captura y muerte del toro parece describir el triunfo de la operación política
hegemónica: el toro-salvaje-unitario es preso y sometido por el modelo de la Federación. Pero el
relato no se detiene allí. A la muerte del toro le sigue la aparición del unitario, que tendrá, en cierto
punto, la misma suerte. En estos paralelismos la narración hace explícita la ambigüedad polisémica
de los significantes que intentan articularse: el unitario resignifica el salvajismo que le es atribuido en
la cadena federal de sentido. Ahora, el toro-salvaje es asociado a bravura-coraje-honor como elemen-
tos que religan los sentidos vinculantes al modelo unitario-civilización. Estos enlaces conjeturan
la resignificada simetría entre toro-salvaje-unitario-bravura. Sin embargo, las coincidencias entre
las dos escenas quedan refractadas: a diferencia de la muerte sacrificial del toro, la inmolación del
joven unitario fracasa y, de esta manera, anuncia la reposición del antagonismo de fondo que, situa-
do fuera del relato, no tendría lugar sino años después, es decir, la consolidación y organización del
Estado-nación argentino. El desenlace de El matadero es el origen trágico de lo político nacional:
la plenitud nunca posible pero necesaria y parcial, contingente en todo caso, de aunar demandas y
hegemonizar sentidos, también precarios e históricamente definidos. La tragedia de El matadero
se impone porque la sociedad no existe: “Lo trágico es, justamente, lo que excede la capacidad de
simbolización discursiva, pero que al mismo tiempo la determina en un choque perpetuo e irrecon-
ciliable entre el discurso y algo del orden de lo real” (Grüner, 2002, p. 31).

Conclusiones

Acabamos de ver cómo El matadero sirve de caso paradigmático para rastrear los intentos, siempre
fallidos, de colmar la plenitud –necesaria e imposible– de lo social. En todo caso, se trató de un
análisis sincrónico de la obra, esto es, en forma simultánea con el presente histórico “real” de su
narración (aproximadamente de 1839), en el cual, según los postulados desarrollados por Laclau y
Mouffe, fue posible reconstruir algunos de los intentos por trazar enlaces significantes asociados a
los enfrentamientos facciosos entre unitarios y federales. La confrontación articulante, en relación
con la definición del modelo real o posible que la organización nacional de gobierno debía asumir,

131
cintia daiana garrido

operó como el punto nodal en el cual se cifraron los encadenamientos discursivos “civilización o
barbarie” a fin de suturar la imposibilidad para fundar lo social. De este modo, El matadero pone
en evidencia una estética política conforme a las formas de distribución y asignación de sentidos,
los cuales están permanentemente confrontados en los procesos de articulación sobre la dirección
que, según el caso analizado, la organización nacional debería alcanzar. Son éstos intentos por fi-
jar un sentido universal sobre el Estado argentino a partir de las demandas parciales (es decir, del
proyecto de modelo de país que cada facción defendía), los que dieron lugar a las modalidades que
expresan cómo la clausura o cierre del sentido se encarnó en uno o varios objetos diferentes de sí
mismos (unitarios-federales-civilización-barbarie).
Sin embargo, y siguiendo la propuesta de Svampa, la tensión entre civilización-o-barbarie no se
agota en el periodo analizado. En este sentido, sería plausible proponer un análisis diacrónico de
El matadero y ver cómo este binomio significante fue y es resemantizado, reenlazado, en todo caso
rearticulado en los distintos periodos de la historia nacional. El significante “civilización” y el signi-
ficante “barbarie”, por lo tanto, se constituyen como elementos que configuran un campo comple-
jo de múltiples y contingentes prácticas y demandas entrecruzadas por diversos sujetos y sectores
sociales. Son esas articulaciones variadas y precarias, aunque se nos presenten como universales nece-
sarios, las que dan por resultado configuraciones sociales, históricas y culturales particulares.
Finalmente, debemos volver al principio axiomático propuesto por este análisis. Me refiero a
la imposibilidad de un cierre absoluto y pleno que caracteriza a las prácticas hegemónicas a partir
del concepto de antagonismo y su función producente y provocante de lo político. En efecto, este
carácter abierto de lo social es lo que señala el relato de Echeverría en esta lectura alegórica: no hay
una reconciliación acabada y final, sino una universalidad que es siempre fallida porque es precaria
y contingente. La muerte del joven unitario en el relato es la transición a lo político, lo cual, desde la
propuesta desarrollada, no se define únicamente porque hay luchas por fijar prácticas articulantes.
Por el contrario, estas luchas son posibles porque lo que hay es una imposibilidad fundante. Ésa es
la trampa que denuncia El matadero: no hay civilización-o-barbarie, sino civilización-y- barbarie.
Es una imposibilidad constitutiva interna que no permite la plenitud acabada de ningún sentido.
La necesidad de investir esa ausencia y proponer tramas significantes que enlacen “particulares” a
un “universal” –también imposible, también fallido– es el trabajo de la ficción definida en un sentido
amplio, esto es, como las modalidades que asumen los intentos por trazar encadenamientos entre
elementos diversos que permiten la emergencia de una experiencia social y discursiva de sentido.
Todo orden social necesita prácticas hegemónicas que propongan sistemas de organización, pero
estos órdenes están continuamente jaqueados por la imposibilidad fundante de lo social. Es decir, “que
esos sistemas estén ‘fallados’, y que entre sus fallas no deje de aparecer, permanentemente, la posi-
bilidad de una actividad que los impugne, que deshaga la naturalidad de las divisiones sobre las que
se sostiene” (Rinesi, 2003, p. 229) es lo que define, en definitiva, la tragedia de la política.

132
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133
Ni tan lejos ni tan cerca: de cómo un concepto viajero
puede aproximar a la teoría literaria y la sociología

Nattie Golubov1

Acepto, contrita, que con frecuencia mal disimulo la indignación que siento cuando algunos de
mis colegas en la disciplina de los estudios literarios, o con más frecuencia de otras disciplinas,
usan una obra literaria para ilustrar o comprobar un fenómeno social general o un principio abs-
tracto, como serían por ejemplo la opresión femenina o algún rasgo de la naturaleza o experiencia
humana. Refunfuño porque una obra literaria no es un panfleto, un informe, no refleja la realidad,
los personajes no son personas de carne y hueso con psiques, la obra no necesariamente expresa las
posturas del autor ni es acerca de su vida, no tiene profundidad porque no es más que una colección
ordenada de palabras impresas, la obra no esconde nada detrás ni debajo de estas “marcas negras
en una página” (Eagleton, 2017, p. 59), no es un síntoma de una condición que le es exterior ni
ejemplifica una condición universal.
Me apena reconocer mi mal disimulada indignación, porque estoy consciente de que las obras
literarias son lo que son precisamente porque se pueden interpretar de muchas maneras y con pro-
pósitos distintos; reciben lecturas imprevistas por el propio texto, su autor y los custodios del aura
que rodea a la obra literaria y la aparta de lo mundano y fugaz, así como por quienes aprendimos las
técnicas aceptadas para el análisis literario. Tampoco es mi papel actuar como custodia intolerante
y paranoica de las fronteras disciplinarias al imponer una estrategia de lectura sobre otras: aquélla
autorizada por mi disciplina. Reconozco, además, que si no fuese por las lecturas improbables e
impredecibles, incluso abiertamente irreverentes que han recibido hasta las obras más canónicas,
no tendríamos teoría y crítica literarias poscoloniales o feministas, por ejemplo; ambas perspectivas
han revolucionado nuestras formas de leer con libros como Orientalismo, de Edward Said, o Episte-
mología del armario, de Eve Kosofsky Sedgwick.
Entonces no se trata de ofrecer una metodología de análisis apropiada, sino de ponderar los empo-
brecimientos, riesgos y debilidades de algunas lecturas que llamaré apresuradas, retomando de
Jacques Derrida la idea de que un mal lector es aquel que, impacientemente, predestina su lectu-
ra, clausura de antemano el sentido del texto y encuentra en él lo que busca en lugar de dejarse
conmover. Últimamente los debates en el ámbito de la teoría literaria se han dispuesto como oposi-
ciones entre, por ejemplo, la lectura distante y la cercana, la lenta y la apresurada, la superficial y
la sintomática, la paranoica y la reparativa, indicio no sólo de la pluralidad de posturas teóricas,

1
Doctora en Literatura Inglesa. Investigadora del Centro de Investigaciones sobre América del Norte, Universidad
Nacional Autónoma de México.

[ 135 ]
nattie golubov

intereses estéticos y éticos, compromisos políticos que existen en la academia, sino también de su
creciente interdisciplina y dinamismo.
Estos debates, que merodean a la teoría literaria desde hace algunos años, y que seguramente
en años venideros no dejarán de importunar a los teóricos de la literatura, aunque en otros térmi-
nos, porque las nociones de “lo literario” son cambiantes, son muestra de que no hay vuelta atrás a
la época en la que dominaba un solo tipo de enfoque, cultivado en los departamentos de letras de
Estados Unidos y los países de Europa, y asociado con aquel formalismo para el que la obra lite-
raria era un objeto estético autónomo y autocontenido. Queda claro que el texto literario no habla
por sí mismo, no es un mensaje a la espera de ser leído, ni tiene la estabilidad que solía imputár-
sele: la distinción entre texto y mundo es borrosa porque “los textos tienen formas de existencia
que hasta en sus formas más sublimadas están siempre enredadas con la circunstancia, el tiempo,
el lugar y la sociedad: dicho brevemente, están en el mundo y de ahí que sean mundanos” (Said,
2004, p. 54). Es evidente, también, que el crítico literario es un sujeto situado y que, por tanto, es
insostenible la noción de que pueda ocupar un lugar fuera de la cultura para observar al hecho
literario con objetividad. La literatura conmueve, deja una impresión en quien la lee, una impre-
sión marcada incluso en el cuerpo si aceptamos que los textos literarios nos hacen reír, sudar, llorar,
desear, además de ponernos a pensar. Y generan estos efectos en nosotros en coordenadas espacio-
-temporales específicas.
Quiero discutir aquí algunas estrategias de interpretación propias de los estudios culturales que
nos permiten tender un puente entre las lecturas apresuradas y las lentas, y más específicamente,
entre los estilos de lectura teológico e ideológico, para citar la definición de Rita Felski, que des-
cribe al primero como cualquier afirmación contundente acerca de los aspectos espirituales de la
literatura, perspectiva que aprecia a la literatura por sus cualidades de otredad, su (falsa) autono-
mía en el sentido de que se cree que “la literatura es fundamentalmente diferente del mundo y de
otras formas de darle sentido al mundo, y que esta diferencia –ya sea que se exprese en el lenguaje
de la originalidad, la singularidad, la alteridad, la intraducibilidad o la negatividad– es la fuente de
su valor” (Felski, 2008, p. 4). Por su parte, la lectura ideológica sería aquella que ubica a la lite-
ratura en el mundo social por medio del uso estratégico del concepto de ideología. El riesgo de
esta perspectiva, en opinión de Felski, es que decide de antemano que las obras literarias pueden
ser objetos del conocimiento pero jamás fuentes de él, y que están en inevitable colusión con las
jerarquías sociales y participan en las luchas de poder (Felski, 2008, p. 7). Adicionalmente, en esta
perspectiva, la obra literaria se examina a partir de preguntas que proceden del exterior del corpus
literario, lo que plantea el problema de su selección (Cros, 1986, p. 16).
En el campo de los estudios literarios, la “sociología de la literatura” suele remitir en prime-
ra instancia a la crítica de marxistas renombrados del siglo XX, como Pierre Macherey, Lucien
Goldman y Georg Lukács, por una parte y, por la otra, más recientemente, a la obra del sociólogo
Pierre Bourdieu, quien ha elaborado algunas herramientas metodológicas y conceptos para analizar
la externalidad constitutiva de la obra de arte literaria. A estos nombres conocidos podemos sumar
los de Terry Eagleton, Fredric Jameson y Raymond Williams, aunque en la actualidad sería difícil
encontrar un teórico literario que no exprese conocimiento del marxismo, aunque no se refiera a él

136
ni tan lejos ni tan cerca: aproximar a la teoría literaria y la sociología

directamente; en este sentido, entre todos estos marxistas existiría una “semejanza de familia teórica”
y una perspectiva política general, como señala Imre Szeman atinadamente, ya que en cierto sentido
no existe tal cosa como la crítica marxista, porque no hay aproximaciones acordadas ni una meto-
dología clara, no se tienen ideas compartidas acerca de cómo aproximarse a un texto ni qué textos
serían los apropiados para una lectura marxista, ni siquiera si hay temas específicos como la clase
o el trabajo que bastarían para considerar que una lectura es marxista.
Szeman identifica tres formas de intervención de la crítica literaria marxista: la primera consis-
te en una serie de señalamientos metodológicos a las formas existentes de crítica literaria, como el
formalismo o el idealismo. Se insiste en el imperativo de historizar y de no perder de vista la rela-
ción entre las fuerzas y relaciones de producción y la vida social y cultural. Este impulso crítico no
cuestiona la noción misma de literatura, se centra en las condiciones de posibilidad que regulan
la producción de las obras literarias, que es a su vez el tema del segundo tipo de crítica marxista.
La literatura es resultado de una compleja dinámica de instituciones y prácticas institucionales,
organizaciones profesionales y educativas, industrias y normas jurídicas (como los derechos de
autor), de tal manera que la crítica marxista analiza la función política e ideológica de estos factores
en la fabricación de algo que se identifica como “literatura”. Es importante recordar, en este sentido,
que el concepto de literatura, así como los tipos de escritura que abarca y los valores y criterios usados
para que un escrito se considere “literario”, el gusto que se cultiva y la sensibilidad que se privilegia,
son fenómenos históricos relativamente recientes en la historia occidental (Williams, 2009, p. 62).
Esta perspectiva marxista desacraliza y desmitifica a la figura autoral, el proceso creativo y a la obra
literaria misma (ahora convertida en una mercancía cultural), al demostrar que incluso la práctica
de la crítica literaria o la idea de que la literatura trasciende la historia son resultado, como lo ha
mostrado Bourdieu, de poderosos intereses de clase.
El tercer movimiento de la crítica marxista, que puede denominarse sintomática, inspirada en
Louis Althusser, es una estrategia de lectura que argumenta que las respuestas simbólicas a las
condiciones materiales y objetivas pueden ser una manera de releer esas condiciones: en esta pers-
pectiva la cultura no está firmemente ubicada en la superestructura, sino que puede, por su relativa
autonomía, ofrecer una mirada a las contradicciones y fracturas de las realidades sociales capitalistas
e identificar formaciones culturales emergentes. Se trata de “desenmascarar” las condiciones ideo-
lógicas y sociales latentes en la obra (Piquer 2002, p. 410) con el objetivo de cambiar la realidad
social. Este ejercicio de la crítica literaria como motor de cambio ha sido retomado por las teorías
literarias feminista y poscolonial, por ejemplo, así como por los estudios culturales. El análisis de
las representaciones de las relaciones de poder es central para estos enfoques, así como también lo
es el análisis de las configuraciones del yo ficcional que enuncia el discurso. La crítica sintomática
parte del supuesto de que las verdades más significativas no son aprehensibles inmediatamente,
e incluso pueden estar veladas o ser invisibles, y la labor del crítico es hacer visible lo invisible, mani-
fiesto lo latente, así como desmitificar la ilusión ideológica.
Es evidente que el abanico de propuestas agrupadas como “sociología de la literatura” no son tan
simples como parece por esta breve descripción. Por ejemplo, se ha problematizado ampliamente la
teoría del reflejo, que fue sustituida por el concepto de mediación (Rodríguez, 2008, p. 34), ambos

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nattie golubov

son conceptos que anteceden a otros más actuales, como “reproducción” y “representación”, reela-
borados por los estudios culturales para evitar cualquier tipo de determinismo. Tenemos, entonces,
que en términos generales, la sociología de la literatura se bifurca entre las perspectivas que se inte-
resan por los elementos extratextuales, como lo haría la perspectiva de Bourdieu, y aquéllas para las
que “la obra literaria es un documento histórico que ofrece testimonios directos sobre la realidad
de las sociedades implicadas” (Cros, 1986, p. 14), ya sea por medio del análisis de contenidos o de
la identificación de las estructuras mediante el establecimiento de relaciones de homología
o de correspondencia entre formas y procesos sociales (Williams, 2009, pp. 133-142). Un ejem-
plo de esto sería la relación que Lukács establece entre la forma novelística burguesa del siglo xix
y el realismo, y otro más reciente lo encontramos en la relación entre narrativa e ideología descrita
por la narratología, que rechaza la definición de ideología como falsa conciencia para enfocarse en
la forma en que “el sistema más o menos coherente de normas e ideas”, que es la ideología (Her-
man y Vercaeck, 2007, p. 217), muchas veces implícita o naturalizada como sentido común, or-
dena la acción con una determinada causalidad; a los acontecimientos o los personajes los dispone
en oposiciones binarias, de tal manera que, por ejemplo, a los sujetos femeninos se les asigna un
papel pasivo de objeto del deseo, y a los masculinos, una complejidad activa de la que ellas carecen;
el contraste entre espacios y tiempos tiene implicaciones ideológicas (pensemos en las oposiciones
oscuridad/luminosidad, alto/bajo, cerrado y abierto, interior/exterior), así como también lo tiene
el orden de la presentación de los eventos y la perspectiva narrativa: un narrador convencional
en ocasiones es “la voz de la ortodoxia prevaleciente” porque expresa la ideología implícitamente
aceptada como normal.
Philippe Hamon (1990) propone el concepto de “efecto-ideología” (p. 5) para sustituir a la crí-
tica que estudia “las ideologías en el texto, el texto en la ideología, la ideología como texto, la ideo-
logía del texto, etc.” (p. 2). Su propuesta toma al texto como punto de partida para estudiar cómo
el “efecto-afecto” está construido y deconstruido por el texto, “lo cual corresponde a un recentra-
miento de la problemática en términos textuales, y al mantenimiento de cierta prioridad (que no es
primacía) para el punto de vista textual” (p. 5).
No obstante la creciente interdisciplinariedad que distingue a los estudios literarios, así como sus
evidentes compromisos políticos, resulta claro que actualmente se escucha un reiterado llamado a
recuperar “una atención especial a la forma y técnica literarias” en el análisis literario (Eagleton,
2017, p. 11). El malestar que implica esta vuelta al texto resulta de una preocupación disciplinaria
por la pérdida de la especificidad del objeto de estudio, así como del propósito de los estudios lite-
rarios, acechados por la neoliberalización de las instituciones de educación superior, junto con las
demás disciplinas humanísticas.
En 1997 Jonathan Culler (2004) explicó, en su presentación del estado de los estudios literarios
en ese momento, que éstos se habían modificado porque la teoría literaria, “la explicación sistemática
de la naturaleza de la literatura y de los métodos que han de analizarla”, había sido reemplazada por
un género nuevo que denomina simplemente como “teoría”, y que se refiere a la obra de un conjunto
de autores como Michel Foucault, Jacques Derrida, Judith Butler, Roland Barthes entre otros, cuya
obra –aunque distinta e incluso incompatible entre sí– comparte un efecto práctico, porque “pone

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ni tan lejos ni tan cerca: aproximar a la teoría literaria y la sociología

en duda el ‘sentido común’, las ideas que son de sentido común sobre el significado, la escritura, la
literatura o la experiencia” (Culler, 2004, p. 14). Este conjunto de reflexiones teóricas en el estu-
dio de la literatura condujo a que se pusieran en tela de juicio los fundamentos tanto del objeto de
estudio como de la práctica del análisis literario. Poco más de una década después, los editores
de la antología Theory After ‘Theory’ declararon que la era de la teoría ya pasó, y que fue sustituida por
una orientación también teórica pero hacia distintos temas y otras fuentes. Este desplazamiento de
la teoría incluye un interés por otras propuestas teóricas asociadas con Giorgio Agamben, Jacques
Ranciére, Alan Badiou, Bruno Latour, Roberto Esposito y Niklas Luhmann; y otros temas y orien-
taciones menos enfocados en el contenido “lingüístico, discursivo y cultural” y más interesados en
lo “material, biológico y expresamente político” (Elliott y Attridge, 2011, p. 3)
Este vuelco a lo material, llevado al terreno de lo literario, se estudia en los efectos que los tex-
tos literarios tienen en sus lectores, logrados porque, a diferencia de otro tipo de textos, la litera-
tura descansa sobre una paradoja: es por un lado un acontecimiento retórico inseparable del acto
de enunciación que lo crea (la obra se constituye a sí misma, es performativa), aunque también,
inevitablemente, se despliega hacia afuera de sí misma por los materiales culturales que asimila y
transforma, incluyendo, además del lenguaje mismo que es su materia prima, factores formales,
genéricos y todo tipo de materiales culturales, entre los que se incluyen otros textos literarios y
artísticos.
La literatura es una práctica discursiva que debe distinguirse de otras prácticas discursivas con
las que coexiste y dialoga en un mismo espacio sociocultural y un contexto histórico determinado.
No se caracteriza por un rasgo esencial y universal, sino por su diferencia con respecto a otros usos
significantes del lenguaje. Terry Eagleton menciona que, por lo general, son cinco los rasgos que
suelen asociarse con la literatura. Aunque no basta que un documento tenga uno solo de estos rasgos,
tampoco debe forzosamente combinarlos todos para ser considerado “literario”: la ficcionalidad, la
función poética de su lenguaje, la idea de que brinda algún tipo de comprensión de la experiencia
humana, en contraste con el reporte de verdades empíricas, no es práctico en el sentido de que no es
instrumental, eficiente y útil, y por último, es aquello que se valora como ejemplo de la buena escri-
tura (Eagleton, 2012, p. 25). Tanto Terry Eagleton como otros teóricos de la literatura han demos-
trado plenamente que muchos textos “no literarios”, así como otros procesos de significación, com-
parten estos rasgos, de tal manera que no son exclusivos de la literatura. En otras palabras, lo que
se considera “literario” es una caracterización histórico-social, así como lo que es imaginario en un
periodo, no necesariamente lo es en otro (pensemos en las naves espaciales que en el siglo XIX tenían
existencia sólo en la imaginación). Entre otras cosas, entonces, aquello que se clasifica como “lite-
ratura” o “literario” se configura en primera instancia a partir de su diferenciación con otros tipos
de documentos de ficción y no ficción, desde reglamentos, notas periodísticas y diarios, informes
oficiales y series de televisión, novelas gráficas y tuiteratura, por ejemplo. Luego, si a un texto se le
otorga el estatus de literario es porque probablemente tenga, en mayor o menor medida, todos los
atributos que Eagleton identifica como necesarios.
Para proteger a la obra literaria de su posible disolución en una infinita textualidad, pero sin
aislarla completamente del contexto en el cual se inspira y al cual nutre, vale la pena puntualizar lo

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nattie golubov

que se entiende por discurso y texto antes de volver a la propuesta de que “deberíamos fijarnos en
lo que se ha hecho en una obra literaria en términos de cómo se ha hecho” (Eagleton, 2017, p. 15).
La palabra “discurso” se usa para designar un “conjunto de enunciados” (González, 1981, p. 164)
que, siguiendo a Foucault, pueden obtener una cierta regularidad y estabilidad por su activación
específica en una formación discursiva, que es un conjunto de enunciados que no son simples uni-
dades lingüísticas, sino aquello que se dice de un objeto, y que adquiere coherencia por medio de
la regularidad de la práctica y uso, de la compleja materialización y la manera en que forma a sus
objetos, y no de la descripción de los objetos, porque éstos no existen naturalmente: “Un objeto de
discurso surge cuando varias personas pueden decir de él cosas distintas, cuando se inscribe en un
dominio de parentesco con otros objetos” (González, 1981, p. 166).
A partir de esta noción de formación discursiva podemos afirmar que el designar a un conjunto
de discursos como literarios, en un momento histórico determinado, no obedece al hecho de que los
objetos clasificados como literatura tengan propiedades inherentes, sino que, como señalamos ante-
riormente, instituciones, prácticas culturales, grupos sociales, industrias editoriales, relaciones labo-
rales, símbolos, pedagogías, participan en la fabricación de lo que se conoce como literatura y, por
lo tanto, inciden directamente en la forma en que nos aproximamos a ella, de tal manera que se res-
tringen las posibilidades de interpretación que, aunque nunca son ilimitadas, sí son múltiples.
Si bien las obras surgen de contextos específicos, sus significados “no están confinados a esos
contextos (Eagleton, 2017, p. 135) por la naturaleza del lenguaje mismo y el proceso de signifi-
cación. El concepto de “texto” recupera esta inestabilidad del sentido porque remite, más bien, a
los procesos significantes que “tienen como base la facultad de lenguaje, la capacidad de establecer
relaciones de significación, de representar lo real por signos y de comprender esos signos como
representaciones de lo real” (González, 1981, p. 167). Esta producción de significados es inevita-
blemente social porque el lenguaje es una creación social, y como las unidades del lenguaje tienen
un vasto potencial de connotación, este proceso de significación es potencialmente infinito porque
“consiste en una red” de posibilidades. De allí que todo discurso, literario o no, “es lugar de mani-
festación de las determinaciones sociales” (González, p. 167) susceptible de una multiplicidad de
lecturas por ser el punto de intersección de varios sistemas diferentes y heterogéneos (Gonzalez,
p. 68). En otras palabras, los significados surgen en las relaciones sociales, entre personas, grupos,
clases, instituciones, estructuras y cosas, y como se producen, circulan y son intercambiados en el
mundo social, jamás están del todo fijos. Como explica Tony Thwaites, algunos significados pue-
den ser relativamente estables, otros altamente inestables, pero nunca están del todo determinados
por el contexto original: migran de un contexto a otro, son modificados, tergiversados y sustitui-
dos (Thwaites, 1998, p. 2), y son tema de contención y de creación de conflicto, de autodefinición
y de exclusión.
Un texto es, en la tradición semiológica, un tejido denso de materiales culturales, de signos y
significados, así como de discursos, de tal manera que la noción de “texto” remite a “una continuidad
ilimitada, porosa, sin fronteras, en las que distintos discursos traspasan formas e instituciones sin
someterse a sus leyes, sino que sigan, más bien, una lógica que les es propia” (Legrás, 2009, p. 271)
porque funciona como una especie de punto de convergencia y de dispersión de esta “continuidad

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ilimitada” de discursividad. Los análisis que utilizan el concepto de texto suelen emplear una “lógica
textual” que efectúa un proceso de “textualización” de todo tipo de fenómenos y acontecimientos
sociales, de tal manera que éstos sean susceptibles de ser analizados como si fuesen textos porque
poseen significado e incitan a la interpretación; pueden incluir desde el estudio de la moda hasta el
de la playa o los centros comerciales, o de movimientos sociales de protesta o subculturales, porque
todos ellos participan de la cultura, entendida como el ensamblaje de procesos sociales por medio de
los cuales se producen, circulan e intercambian significados (Thwaites, 1998, p. 1). Pensemos en
el cúmulo de imágenes, sensaciones, valores y supuestos que evoca la idea de la playa, así como las
relaciones sociales que invoca, tipos de trabajo,  jerarquías sociales, economías, migraciones, etcétera;
este tipo de temas han sido analizados por John Fiske (2000). En la transformación metodológica
y analítica del análisis cultural, que se centra en el concepto de texto, la obra literaria se ha desdi-
bujado considerablemente porque, como sus fronteras se han vuelto porosas, asimila los materiales
culturales que otro tipo de texto también incorpora, incluyendo información fáctica. Bien lo dijo
Roland Barthes cuando anunció que un texto literario está tejido enteramente:

[...] de citas, referencias, ecos: lenguajes culturales (¿qué lenguaje no lo es?), antecedentes o con-
temporáneos, que lo atraviesan de parte a parte en una vasta estereofonía. Lo intertextual en que está
comprendido todo texto, dado que él mismo es el entre-texto de otro texto, no puede confundirse
con un origen de texto: buscar las “fuentes”, las “influencias” de una obra, es satisfacer el mito de
la filiación; las citas con las que se construye el texto son anónimas, ilocalizables y, sin embargo, ya
leídas: son citas sin comillas. (Barthes, 1994, p. 77)

¿Cómo podemos entonces recuperar la especificidad del texto literario sin volver a una ingenui-
dad formalista? Quiero sugerir que el concepto de “contexto” puede resolver este dilema, al que se
enfrenta el análisis literario que ha dejado atrás completamente la perspectiva teológica de la obra
pero que, en su lugar, tiende a sepultarla en una densa descripción sociohistórica. “Contexto” es
lo que Mieke Bal denomina un “concepto viajero” que “nos ofrece una teoría en miniatura” (Bal,
2009, p. 35), especialmente cuando se usa en los estudios culturales y, por ello, podría emplearse
en el análisis de la literatura y las situaciones a las que ésta remite o sobre las que actúa, sin perder
de vista que las relaciones de poder son el contexto más importante en la interpretación textual.
Se trata de un concepto “viajero” porque puede migrar entre disciplinas, entre estudios individuales,
entre comunidades académicas geográficamente dispersas (Bal, 2009, p. 38), y aunque cada uso
que se le dé ha de someterse a definición, explicación y diferenciación, esta movilidad le impone
flexibilidad, rasgo que nos permite adaptarlo a usos disciplinares particulares e identificar el fenó-
meno o conjunto de fenómenos que se estudian, porque también viaja entre la teoría y los objetos
sobre los que ha sido arrojado.
La propia Mieke Bal propone el concepto “enmarcado” en sustitución del concepto “contexto”,
el que, a su juicio, “es sobre todo un nombre que se refiere a algo estático. Se trata de una ‘cosa’,
una colección de datos cuya facticidad deja de ponerse en duda desde el momento en que se veri-
fican las fuentes” (Bal, 2009, p. 178). En su interpretación, “contexto” remite a una colección de
hechos dados que se toman como incuestionables y autoevidentes, no problematizados, digamos, y

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nattie golubov

a partir de ellos se establece una relación de correlación entre los contenidos de una obra literaria
y este conjunto de hechos; una estrategia de lectura que finalmente es una forma de determinismo
que en vez de interpretar un fenómeno cultural como el literario, se esfuerza por explicarlo. Pero
para los estudios culturales el significado del texto depende de las circunstancias históricas espe-
cíficas en las que se creó, circuló y se consume, condiciones que posibilitan y limitan la escritura,
circulación y recepción. Estas condiciones, que en ocasiones también se describen como coyuntu-
ras, son construidas por el investigador a partir del objeto, no de forma aislada como si formaran
parte de un estático telón de fondo. Debemos reconocer que los mismos “datos” pueden ensam-
blarse de maneras muy distintas dependiendo del contexto que se les dé, y hay una multiplicidad
de contextos legítimos –verosímiles– que un investigador puede reconfigurar para entender mejor
un fenómeno cultural. Basta comparar las distintas versiones que emergen de la imagen de un au-
tor cuando comparamos varias biografías escritas sobre su vida y obra. Pero los estudios culturales
han dinamizado el concepto porque concentra algunos de los rasgos que los definen como campo
de estudio, tal como el antiantiesencialismo, el construccionismo y el antirreduccionismo.
Lawrence Grossberg (2012) explica que los estudios culturales parten del supuesto de la rela-
cionalidad, esto es, que la identidad, el sentido, la significación y los efectos de una práctica o
acontecimiento (como lo sería el fenómeno literario) se definen sólo “por el complejo conjunto de
relaciones que los rodean, interpenetran y configuran, y que los convierten en lo que son” (p. 36).
Al respecto afirma:

Propongo conceptualizar el contexto como una singularidad que también es una multiplicidad, un
ensamblaje activo organizado y organizador de racionalidades que condicionan y modifican la dis-
tribución, la función y los efectos –el ser mismo y la identidad– de los acontecimientos que, a su vez,
están activamente implicados en la producción del contexto mismo. (Grossberg, 2012, p. 48)

La propuesta de que cualquier fenómeno o acontecimiento sólo puede ser entendido como un
nodo o condensación de múltiples determinaciones y efectos es, según Grossberg, “el corazón de
los estudios culturales”, y emplea el concepto de articulación para explicar la compleja interacción
entre fenómenos de muy distinta índole que coinciden para configurar ese espacio problemático
que sería la coyuntura, y no sólo los niveles de la totalidad de una formación social.2
La articulación ayuda a explicar la inestable pero estructurada ensambladura de prácticas, for-
maciones culturales y regímenes discursivos, así como las estructuras sociales e institucionales que
hacen posible, dan sentido y materialidad a los objetos o acontecimientos que se estudian, pero
evitando cualquier indicio del reduccionismo económico y de clase que aqueja al análisis cultural
marxista más convencional, que desde esta perspectiva sería un tipo de esencialismo. Para Stuart
Hall, la articulación es:

2
Obviamente el concepto de articulación no es invento de los estudios culturales. Jennifer Daryl Slack ofrece una
genealogía del concepto y su redefinición en los estudios culturales, en su artículo “The Theory and Method of Arti-
culation in Cultural Studies”.

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ni tan lejos ni tan cerca: aproximar a la teoría literaria y la sociología

[...] la forma de la conexión que puede hacer una unidad de dos elementos diferentes, bajo ciertas
condiciones. Es un vínculo que no es necesario, determinado, absoluto ni esencial todo el tiempo.
Hay que preguntar: ¿bajo qué circunstancias puede forjarse o establecerse una conexión? La su-
puesta “unidad” de un discurso es en realidad la articulación de elementos diferentes y distintivos
que podrían ser rearticulados de diversas maneras porque entre ellos no existe una “pertenencia”
necesaria. La “unidad” que importa es un vínculo entre el discurso articulado y las fuerzas sociales
con las que puede, en ciertas condiciones históricas, pero no necesariamente, estar conectado. (Hall
citado en Stack, 2003, p. 115)

El punto de articulación sería la “puerta de entrada al contexto” (Grossberg, 2012, p. 40), por-
que es allí donde convergen diferentes trayectorias sociales, económicas, políticas y culturales, así
como las relaciones entre ellas y sus diferentes escalas, las relaciones de poder y posibilidades ima-
ginativas de desafiarlas. Ya no basta con afirmar que categorías generales que parecen trascender
lugares y territorios, como “modernidad”, “posmodernidad”, “neoliberalismo” y “patriarcado”, son
el telón de fondo de un fenómeno cultural como una obra literaria individual o un género, porque
se exige una mayor complejidad en las dimensiones espacio-temporales del análisis, de tal manera
que se abre la puerta a una “multiplicidad de contextos superpuestos, de contextos que operan en
diferentes escalas y en lo que podríamos llamar contextos integrados” (Grossberg, 2012, p. 45).
Esto no significa que este tipo de abstracciones sean irrelevantes; más bien, se trata de entender las
diferencias históricas y geográficas de sus configuraciones específicas, y aquellos rasgos, dinámicas
y discursos que son relevantes para el análisis, y cuya relevancia sólo puede ser establecida a partir
del objeto de estudio y no de antemano.
Así como no existe una teoría o metodología única en los estudios culturales porque las herra-
mientas teórico-conceptuales se forjan de acuerdo con el objeto que estudian, tampoco podemos
suponer que basta una sola teoría literaria para analizar un fenómeno literario, ya sea una sola obra
o varias obras de un solo autor, un género literario, un periodo o escuela, factores socioeconómicos
relacionados con la industria editorial o los procesos de lectura, o fenómenos como los círculos de
lectura y los sistemas de premiación y formación de cánones. Pero todos estos textos pueden ser
punto de entrada para la reconstrucción de contextos, en un movimiento dinámico entre texto y
contexto, dado que el propio acto de lectura lo requiere. Como señala Rita Felski (2011), cuan-
do se invoca el contexto en los estudios literarios suele introducirse una serie de dicotomías: texto
versus contexto, palabra versus mundo, literatura versus sociedad e historia, explicaciones internas
al texto versus las externas (p. 576). El contextualismo de los estudios culturales contribuye a evitar
los obstáculos que estas dicotomías introducen al análisis, las cuales reducen al texto a una pequeña
unidad rodeada de las condiciones preestablecidas de un todo mucho más amplio, al que ésta sólo
puede reaccionar. El crítico asigna una lista de atributos al contexto, pensado como una caja, con
el objetivo de identificar cómo éstos atributos –estructura económica, ideología política, mentali-
dad cultural– aparecen en la obra, de tal manera que “comprender un texto significa clarificar los
detalles de su ubicación en la caja, enfatizando las correlaciones, causalidades u homologías entre
texto-como-objeto y contexto-como-contenedor” (Felski, 2011, p. 577).

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nattie golubov

La obra en particular nos llega con poca información del contexto del que surge, pero va creando
su “escenario sobre la marcha” (Eagleton, 2017, p. 137) con ayuda del lector. Antes mencioné
que uno de los rasgos propios de una obra literaria es su autorreferencialidad, lo cual significa que
alude a sí misma, porque aunque incorpore o haga referencia a información por todos conocida,
a lugares que existen o acontecimientos y personajes históricos, éstos son ficcionalizados, operan
“en un contexto en el que no es importante si es cierta o falsa. Lo que importa es cómo se com-
porta[n] dentro de la lógica imaginativa de la obra” (Eagleton, 2017, p. 139). Éste es uno de los
rasgos que distingue a un texto literario de uno no literario: aunque esté saturado de información
útil, comprobable empíricamente, la modifica para cumplir con algún propósito de acuerdo con la
lógica impredecible del mundo de ficción, y también para contribuir a la configuración de un punto
de vista particular, puesto que siempre hay un agente narrador, tanto en la poesía como en la narra-
tiva; los lectores aceptamos esta “distorsión” por las leyes que rigen el contrato de lectura que, entre
otras cosas, está ceñido por las normas de los géneros literarios con los que los públicos lectores están
familiarizados y otras convenciones relacionadas con el estatuto cultural de la ficcionalidad en un
momento determinado. Muchos elementos formales tienen la función de afianzar el significado
del texto, pero el lenguaje milita contra este esfuerzo por estabilizar sentidos, ya que por su natu-
raleza misma, los signos son polisémicos. Sus valores connotativos están sujetos a la variabilidad
sociocultural e histórica, porque cambian por medio del tiempo, de tal manera que son activados
en el proceso de lectura.
Es por esta cualidad autorreferencial por lo que podemos separar al mundo de ficción del mundo
que se describe en otro tipo de textos (informes, reportajes, instructivos) que tienen una orientación
más pragmática. Esta autonomía textual se consigue por medio de varias estrategias, entras ellas un
particular uso del lenguaje que genera una proliferación de sentidos posibles. Esto no significa que
una atención especial al lenguaje sea propiedad exclusiva de lo literario, pero en los textos literarios
la sensibilidad a las cualidades del lenguaje es más intensa. Su uso es de naturaleza dual y paradó-
jica, porque cuanto más se especifica algo, más posibilidades de significado evoca:

[...] describir una cosa en toda su singularidad significa saturarla de lenguaje; pero esto a su vez
la envuelve en una densa red de connotaciones y permite que la imaginación juegue libremente a
su alrededor. Entre más lenguaje se apile, más posibilidades se tienen de asir la quididad de eso que
se describe; pero también se desplaza más por la evocación de una plétora de otras posibilidades.
(Eagleton, 2012, p. 84)

Además de permitir interpretaciones imprevisibles por el propio texto, sobre todo si entre el acto
de lectura y las circunstancias de la escritura existe una distancia temporal o cultural significativa,
esta densidad del texto, que va de la mano de una mayor indeterminación del lenguaje, remite a
otro rasgo literario más relacionado con los contextos y el cual Terry Eagleton describe como su
dimensión moral.
Este teórico sugiere que las obras literarias representan una especie de praxis o de conocimiento
en acción: no comunican mensajes ni pueden sus contenidos ser reducidos a proposiciones gene-
rales, porque su particularidad resiste este tipo de esfuerzos. Cuanto más próximo esté el texto a

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ni tan lejos ni tan cerca: aproximar a la teoría literaria y la sociología

sus contextos, menos susceptible será de abstracción y generalización, entonces el valor moral de
las obras “no puede ser fácilmente abstraído de su cualidad y textura, y ésta es una de las maneras
en las que más se parece al comportamiento en la vida real” (Eagleton, 2012, p. 64). Para evitar
que la obra sea reducida a unos cuantos mensajes simples –o simplistas–, es necesario destacar y
analizar cómo los diferentes elementos formales del texto –caracterización, lenguaje, focalización,
descripción, metáforas, metonimias, etcétera– son constitutivos de cualquier contenido moral; y si
acaso hubiese una lección generalizable, sería el hecho de que el comportamiento humano es siem-
pre, inevitablemente, contextual. Eagleton sugiere incluso que las obras que más tenaces son en el
sentido de que parecen transitar íntegras de un momento histórico a otro, son las que más íntima-
mente están ligadas a su propio momento histórico (Eagleton, 2012, p. 80) en distintos niveles.
La literatura es la descripción más densa de la realidad que tenemos, más semejante a la etno-
grafía que a la filosofía en este sentido, y se consigue por medio de la forma, porque como lectores
suponemos que todo lo que nos encontramos es relevante y se relaciona entre sí significativamente.
Derek Attridge propone la noción de singularidad para nombrar esa disposición sin precedentes,
anteriormente inimaginable, de materiales culturales que aparecen en la forma de una obra litera-
ria: una novela, un poema, un cuento (Attridge, 2004, p. 63). Esta singularidad deriva del hecho
de que una obra es diferente de otras obras con las que puede compararse, no simplemente como
una manifestación particular de reglas generales, sino como una articulación peculiar que repro-
duce, al mismo tiempo que modifica, las normas que la rigen. Explica que no se trata ni del aura
benjaminiana que rodea una obra única e irrepetible, ni tampoco del tipo de búsqueda modernista
por lo nuevo. Sugiere, en cambio, que la singularidad no es una propiedad de las obras literarias,
como lo sería la “originalidad”, por ejemplo, sino un “evento de singularización” que ocurre cuando
son leídas. Esta singularidad es constitutivamente “impura” porque se constituye en el juego entre lo
familiar y lo diferente, la recontextualización, adaptación y reinterpretación de los materiales que un
texto asimila y acomoda de formas inesperadas, pero todavía reconocibles y legibles. Para que estas
estrategias tengan sentido, el acto de recepción de la obra es esencial, porque la singularidad de la dis-
posición verbal ocurre en la experiencia de lectura y en particular, como efecto de la plena aprehen-
sión de la otredad que se activa cuando las relaciones entre las partes de la obra interactúan entre sí
durante la lectura, cuya dinámica consiste en continuos movimientos de apertura y de clausura del
sentido. Si retomamos la noción de contexto en esta propuesta, podemos decir, para concluir, que
la singularidad de una obra literaria emerge cuando el lector aprehende la resonancia de ese con-
junto de relaciones que la obra literaria reconfigura, sumando a los contextos posibles, pasados y
actuales, su propio mundo.

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146
El texto debe actuar. Literatura, historia y política
en Rodolfo Walsh y Paco Ignacio Taibo ii

Fernando Beltrán Nieves1

Preámbulo

Emilio Renzi, personaje principal de Respiración artificial (1980), conversa en una taberna largas
horas por la noche con Tardewski, un exiliado proveniente de Polonia, a quien Renzi le habla de
Bertolt Brecht:
—Conocía bien el alemán –decía Renzi a Tardewski–, a la vanguardia rusa de la década de 1920:
Yuri Tinianov, Lissitzsky, Sergio Tretiakov. Fue este último –continuaba Renzi– el responsable de
la teoría de la “literatura fakta”. Un modo de narrar con base en el documento crudo y el testimo-
nio directo. Un montaje de textos. Una conciencia clara de la técnica del reportaje. (Piglia, 2013,
Capítulo II;2 Jablonka, 2016, pp. 234 y 235).
En su estudio sobre las tres vanguardias argentinas: Saer, Puig y Walsh, Ricardo Piglia sugiere
que la vanguardia de la década de 1920 –los rusos y el surrealismo– llevó al epicentro de la esce-
na una discusión simultánea sobre la forma y los problemas sociales. Según Walter Benjamin, nos
recuerda Piglia, esta vanguardia no fue sino la respuesta formal a una situación social, no obstante,
su particularidad fue la de hacer pública esta idea (Piglia, 2016, Clase 1).3
La primera vanguardia tiene como figura central a Baudelaire y abarca a Rimbaud y al conde
de Lautréamont. Ésta se define por la ruptura que el artista hace con el conjunto de la sociedad.
Una segunda vanguardia, ligada a las experiencias de la década de 1920 (los rusos de los que hablaba
Renzi y el surrealismo), intentó resolver la tensión existente entre el arte y la vida. Una vanguardia
conocida como “histórica”, cuya ambición fue la unidad entre estos dos aspectos.

1
Doctorando en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.
2
La edición de los e-books carece de paginado, pero esto se enmienda ubicando la posición del texto, como si se tratara
de una página. En adelante, cuando la referencia corresponda a un e-book, como en este caso, se señalará el capítulo al
que pertenece la cita, para que el lector interesado cuente con una guía confiable para su búsqueda.
3
Los puntos nodales de la vanguardia rusa tendrán repercusión global cuando en la década de 1930, apropiados por
Bertolt Brecht y Walter Benjamin, éstos entren en polémica con el teórico mayor del realismo literario, el crítico marxista
Georg Lukács, así como con el exponente soviético del género realista más claro del siglo veinte, Máximo Gorki.
El realismo que teorizó Lukács no se opuso al montaje de lo real. Como buen discípulo de Max Weber, Lukács habla-
ba de “tipos”, pero le exigía al escritor un retrato fiel del ser humano con toda su complejidad, según la época (Lukács,
1966, p. 24; 1965, pp. 13 y 14). Para el ensayista húngaro, las catedrales máximas de lo que debe apreciarse como lite-
ratura (realista) son Balzac y Tolstoi. En las obras más representativas de estos autores como La comedia humana o Ana
Karenina, Lukács encontró unidad a la infinidad que toman por objeto.

[ 147 ]
fernando beltrán nieves

El contexto de esta última vanguardia es al que sin duda pertenecen Rodolfo Walsh y Paco
Ignacio Taibo II, y desde él es necesario leerlos.4 La anterior contextualización intelectual es
indispensable para evitar la percepción de originalidad que subyace tras las actitudes escriturales
de Walsh o de Taibo II. Este ensayo propone entenderlos como escritores que se sumergen en el
torrente de lo real, pero que son literarios o narrativos en su exposición textual. En ambos casos se
trata de una actitud compartida: emplear los recursos de la literatura para hablar del mundo real,
hipótesis principal de este análisis y razón por la que dichos autores representan expresiones de
vanguardia. Más adelante se definen los tres ámbitos en donde estos escritores realizan operacio-
nes similares y comparables.
Pero ¿qué clase de tensión existe entre la vida y el arte? En ciertas posiciones escriturales se in-
sinúa, por ejemplo, que para escribir desde la conciencia de un homicida se tiene que haber asesi-
nado. Sólo la experiencia vivida permite saber cómo le funciona la mente a un criminal. Un polo
de energía que siempre se encuentra a punto de terminar afuera de la literatura. El movimiento
concluye en la literatura de no ficción, una posición escritural que busca la verdad, que va al hecho
mismo o crudo para reconstruir el acontecimiento tal cual fue. ¿Cómo se produce el efecto de ver-
dad? ¿Qué cosa es entonces un hecho? (Piglia, 2016, Clase 10).
Textos disímiles de Walsh tienen en común la fascinación por la verdad que se esconde detrás
de algo que parece imposible de admitir al final de su vida: el horror de la política de la dictadura.
Walsh, empero, tiene una postura parecida a la de los escritores argentinos del siglo XIX: descon-
fía de la ficción. La escribe, sí, pero para él como para Sarmiento la ficción es un espacio menor y
antiestatal, enfrentado al discurso establecido, al discurso de la verdad. Menor, en el sentido de lujo,
y gratuito, excesivo y derroche, frente a la eficacia y la utilidad, porque produce un alejamiento de
lo real. El sujeto de la verdad, se opone así, al sujeto de la ficción.
Por su parte, acostumbrado a la persecución de delincuentes y al descubrimiento de cadáveres,
el novelista Paco IgnacioTaibo II, probado en el género de detectives, realiza operaciones similares
a las del escritor de relatos policiales cuando se propone desempolvar archivos y escribir la historia
de México con el objetivo claro de mover los ánimos del presente. El encono puede o no llenar el
corazón de los lectores, pero esto no se consigue mediante consignas, discursos moralizantes o pan-
fletos. Ocurre, sin embargo, algo más que cólera y malestar cuando se narran las pruebas suficientes
de los atropellos que coronan a personajes que han pisado o merodeado los recintos medulares del
poder político de México. No es sólo el arte de narrar sino convertir la narrativa en motor vital.

4
La idea de una larga periodización de la literatura no significa que las vanguardias aludidas no coexistan en el pre-
sente. En efecto, debe romperse con la idea de una linealidad en la historia literaria. Es un error que se señala en el es-
tudio de Jacques Rancière, cuando el filósofo francés escribe acerca de los espectadores (Rancière, 2010). Lo propio de
la historia literaria y del debate entre los modos de narrar hace que, por ejemplo, en la discusión en torno a Baudelaire o
Flaubert puedan verse cuáles son sus posiciones en el presente de la polémica literaria. Lo mismo sucede con la tensión
entre vanguardia estética y vanguardia política o entre arte y vida, características de la vanguardia histórica. Cualquiera
que haya intentado sacar al arte de un espacio privilegiado para llevarlo a la vida mantiene esta posición. ¿Qué es la vida?
La vida pueden ser las alcobas o el sexo, en el caso de Henry Miller; el movimiento revolucionario, en el caso de Walsh;
el encuentro del azar y la cotidianidad, en el caso de la experiencia surrealista.

148
el texto debe actuar. literatura, historia y política en rodolfo walsh y paco ignacio taibo ii

En los textos de historia de Taibo II conviven y se entrelazan investigación documental y montaje


narrativo, crítica social y crítica de fuentes.
Frente a la tensión del arte con la vida o viceversa, la posición que se encuentra en Walsh supone
un intento de romperla y establecer una unidad. El arte se mezcla con la política. La preocupación
formal, en Walsh, se relaciona con la política. Visto de otro modo, la tensión entre la “alta litera-
tura” y la cultura de masas no sólo la enfrenta el escritor literario sino también el que trabaja en
otro campo cultural específico: la escritura de la historia. El debate, en efecto, es entre la especia-
lización extrema o la divulgación. El desafío es encontrar un estilo de escritura que permita salir
de las fronteras que se alzan en cualquier esfera cultural relativamente autónoma. Un estilo que
exceda la torre de marfil y logre conectar el arte con la vida (o la política). De esta conexión emerge
el uso de los medios masivos de comunicación y la reflexión en torno a ello. ¿Cuál es el uso posible
de los medios de comunicación de masas? Bertolt Brecht y Walter Benjamin, ligados a este debate,
dieron un paso más decisivo al no preguntarse por los medios en sí mismos, sino por quiénes los
usan o desde dónde nos hablan.
Acaecidos los fenómenos típicos del siglo XX como la tecnificación de la vida, la sociedad de
masas y los medios masivos de comunicación, se desencadenaron intereses, reflexiones y ocupacio-
nes sobre el montaje literario por parte de no pocos escritores, ensayistas o teóricos de la literatura.
La vanguardia rusa y el surrealismo, Walter Benjamin y Bertolt Brecht, Hanns Eisler y Paul Valéry,
entendieron, todos ellos, que la foto, el disco, el filme y la radio abrían nuevas posibilidades para el
tratamiento de los temas literarios. Más aún, para otros significados y funciones, otras interpela-
ciones y nuevos diálogos con lo real (Benjamin, 1989, pp. 17-57; Gallas, 1973, pp. 15-28; Amar
Sánchez, 1994, pp. 90-93; 2008, pp. 27-31).
Un lector se acerca al texto literario como cuando asiste a un ritual religioso. El lector va con fe.
Espera que lo que está a punto de leer reforzará la creencia en la historia narrada en la medida en
que se conduzca en el terreno de lo verosímil. Que lo contado se sostenga porque pudo haber ocu-
rrido en algún lugar. En este mismo sentido operan las exigencias del realismo. Cuando lo vero-
símil o creíble ha sido rebasado por lo real, empero, las exigencias del realismo pierden eficacia.
El siglo XX fue puesto en crisis más de una vez; lo real fue llevado a límites inimaginables, nunca
antes vistos o creíbles. ¿Cómo era sostenible exigirle a cualquier escritor que “refleje fielmente” un
mundo que hizo efectivo o real lo imposible?
Una de las funciones que los teóricos del “realismo socialista” le reclamaban al género (rea-
lista) era el “carácter revolucionario” de sus obras. A partir de las exigencias del naturalismo, le
demandaban una narración muy pormenorizada de los problemas sociales y políticos. Esta teoría
desdeñaba la experimentación técnica: la fragmentación del relato, la ruptura con el tiempo, el
cuestionamiento de la objetividad mediante el monólogo interior (James Joyce o Marcel Proust).
Lukács creyó que el tipo de novela cuyas fronteras debían permanecer cerradas y con un interés
exclusivo por el placer estético, tendría que marcar aún el horizonte de la del nuevo siglo. Pero el
siglo XX traía consigo rapidez, manipulación, enajenación, cosificación. Un nuevo período que
imponía también nuevos retos y posibilidades para la literatura. En efecto, Benjamin, Brecht o
Eisler se propusieron teorizar un tipo de literatura que confrontara a un lector moderno producto

149
fernando beltrán nieves

de la masificación, ensordecido por el mundo de las técnicas, sometido también a los medios de
comunicación masiva. Las nuevas atenciones, en suma, corrieron a contracorriente de los reclamos
del realismo, en decadencia con la muerte del siglo XIX (Gallas, 1973). No sólo se trataba de entre-
tener al lector, sino de informarlo. No sólo informarlo, sino cuestionarlo. No sólo cuestionarlo, sino
transformarlo (Piglia, 2014, Novela y utopía).
En su teoría marxista de la literatura, Helga Gallas recuerda que, en el período de entreguerras
en Alemania y la Unión Soviética, escritores como Egon Kisch, Ernst Ottwalt y Upton Sinclair
buscaron la relación entre la técnica documental (como el registro) y la expresión literaria. Este
tipo de literatura factual se opuso a la llamada “burguesa” cuya materia prima no eran los he-
chos documentados, sino los meros actos de la imaginación. A la cabeza de otros, estos escritores
marxistas no se oponían a la experimentación escritural que supone todo montaje literario, sino a
la separación tajante entre la literatura y la vida. Refutaban una concepción de la literatura que no
se propusiera salir de sí misma y no se planteara otras funciones más allá del placer estético. Estos
escritores apelaban a la consciencia política del lector y a las sugerencias para la acción (Gallas,
1973, pp. 75,102 y 103).5
En resumen, no fueron pocos los escritores que entendieron que el siglo XX traía consigo otras
posibilidades y exigencias a la escritura. Asimismo, las demandas al lector fueron más ambiciosas.
Nuevas funciones que no devendrían, o difícilmente lo harían, de la mera “evolución” de las formas
literarias. Muchos escritores no fueron indiferentes a los cambios técnicos. A la exigencia de verdad
de lo que se narra. A los reclamos políticos que recaen sobre la literatura. En pocas palabras, no
permanecieron ajenos a toda “exterioridad” de la que Lukács renegó para la literatura.
Lo siguiente es un ejercicio comparativo entre Walsh y Taibo II en consideración de su postura
compartida acerca del montaje literario, los medios técnicos y el lector.

I. El montaje literario

Se ha vuelto imposible, convengamos muy difícil, aceptar un relato sobre el pasado que haga afirma-
ciones fácticamente exactas. Referirse al pasado es una reconstrucción. Un dar forma; una relación
de hechos, frases, dichos, eventos, deseos, ideas. Cuando los acontecimientos forman parte de un
texto que los contiene y los narra, los pondera y los relaciona, éste los dota de un sentido. No ocurre
un “retoque literario”, sino que su sentido es textual y es factual al mismo tiempo. No son sólo
hechos acontecidos, sino referencias textuales. Ana Amar Sánchez (1994, 2008), teórica de la lite-
ratura, reflexiona acerca de lo que es un texto de no-ficción. El mejor ejemplo contemporáneo

5
Georg Lukács criticará esta concepción de “literatura proletaria” al denominar “reportajes” a esos textos, ya que
no reflejan la totalidad del mundo que toman por objeto, y porque, agregaba Lukács, una exposición artística con obje-
tivos científicos (como informar) los convierte en “seudociencia” o “seudoarte” (Gallas, 1973, p. 104). En definitiva,
para Lukács, la ruptura con la ilusión y con la verosimilitud mediante las irrupciones del afuera: hechos verídicos, inter-
vención del autor, diálogo con el lector, eran rupturas con lo literario. Así, el filósofo y ensayista resolverá su rechazo, en
cuanto literatura.

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el texto debe actuar. literatura, historia y política en rodolfo walsh y paco ignacio taibo ii

que proporciona la autora son las investigaciones de Rodolfo Walsh; por mi parte, yo añadiría las
historias narrativas de Paco Ignacio Taibo II.
La “intertextualidad” es la geografía de un texto en la que convergen referencias o materiales
de origen diverso, fácticos y textuales, en aras de una distinción general. En la medida en que el
montaje literario no vulnere la autenticidad de los materiales, no hay razón para contentarse con la
verosimilitud si lo que está en juego es la veracidad. Impugnado el carácter ficcional o imaginativo
de este tipo de relatos, el montaje no sólo cumpliría la función informativa, sino activaría la com-
prensión (política) del lector (Amar, 1994, pp. 92 y 93). Los referentes primeros de un relato no
ficcional son los externos (testimonios, registros, documentos, etcétera), con los que suele trabajar
el historiador. Es decir, todo aquello que permita el anclaje con lo real. Los referentes internos, en
cambio, serían todos los recursos escriturales disponibles para llevar a cabo una narración, auna-
dos al ánimo conversacional o polémico con otros textos; aquello útil en términos textuales para la
descripción de personajes, la ambientación de escenas o contextos; lo imprescindible para la ela-
boración de diálogos, anécdotas, voces reales mediante el testimonio, la voz en primera o tercera
persona del narrador; lo adecuado para la conversación teórica o ideológica; lo conveniente para la
denuncia y los juicios de valor, las consignas; los comentarios a los hechos, su interpretación y el
uso del subjuntivo para el libre cauce de la conjetura.

1.

En las orillas de la década de 1960, Walsh se volcó obsesivo con el periodismo de investigación,
cuyo compromiso fue mostrar cómo ocurrieron hechos que la prensa de su tiempo olvidó. Más gra-
ve aún, intentó censurarlos. Los hechos que dinamitaron el impulso de Walsh como escritor que
investiga fueron las llamadas “matanzas de José León Suárez”, en el Gran Buenos Aires, acaecidas
la noche del 9 de junio de 1956. Los fusilamientos en el basurero de León Suárez fueron conse-
cuencia del levantamiento armado a cargo de Juan José Valle y Raúl Tanco, cuyo móvil no era otro
sino la reinserción de Juan Domingo Perón al poder. En efecto, a un año de la caída de Perón a
causa del golpe militar llamado “Revolución Libertadora” (1955), el peronismo inició un periodo
de resistencia. Perón se había exiliado a España, lo que provocó severas críticas. Por su parte, los
dirigentes obreros peronistas huían o estaban encarcelados, y el decreto 4161 de 1956, ratificado
en 1963, penaba con cárcel a todo aquel que elogiara en público a Perón o a Evita Perón.
Seis meses después de los acontecimientos del 9 de junio, Walsh escuchará una noche en
La Plata:“un fusilado que vive”.  José Pablo Feinmann (2011a) sostiene que Walsh intuyó que este
rumor contenía algo oscuro que debía investigarse con cuidado. ¿Quién era ese fusilado? ¿Dónde
se encontraba? ¿Cómo hallarlo? Este rumor y las preguntas que generó obtendrían respuesta en
el episodio que se conoció como Operación masacre (Walsh, 1994), pesquisa cuyas primeras nueve
notas periodísticas se dieron a conocer en la revista de orientación nacionalista Mayoría, del 27 de
mayo al 29 de julio de 1957; aunque algunas notas habían salido también en otras revistas. Como
libro, Operación masacre salió a la luz el 12 de diciembre de 1957.

151
fernando beltrán nieves

No se sostiene que Walsh asumió un compromiso a priori con el cual afrontó la investigación entre
los años 1956 y 1957. Sucedió lo contrario. En el transcurso de su indagación se le revela que algo
muy grave, siniestro y oscuro, desencadenó el móvil de los fusilamientos. Así, cuando la policía, los
tribunales, los jueces, las instancias responsables de castigar a los culpables evidenciados y denuncia-
dos en la investigación no resultan sino cómplices y encubridores, Walsh abonará su descreimiento
en aquellas instancias, así como en la particular “evolución” de su conciencia política.
¿De qué trata Operación masacre? En una carta a su amigo Donald Yates, Walsh sintetiza sus
esfuerzos:

Los hombres del grupo Livraga [el fusilado que vive] fueron detenidos a las 23 horas del 9 de junio,
cuando aún no regía la Ley Marcial [ley que pretendió legitimar el sofocamiento del levantamiento
encabezado por los militares peronistas Valle y Tanco]. La Ley Marcial se decretó a las 0:32 del 10 de
junio. Es evidente que no podía aplicarse a hombres que estaban detenidos el día anterior. Ninguna
ley es retroactiva [...] Si a esto se añade que esos hombres no fueron juzgados, que no actuaron en
motín, y que la mayoría era inocente hasta en la intención, se comprende toda la magnitud del caso.
Ignoro lo que decidirá el Tribunal Militar, pero me parece evidente que sólo tiene autoridad para
castigar al jefe de policía de la provincia, y no para reparar los daños causados: es decir, indemnizar
a los sobrevivientes y a los familiares de los muertos... Entretanto, el jefe de policía sigue en su pues-
to, impávidamente protegido por Aramburu [presidente de facto desde 1955 hasta 1958]. (Walsh,
2007, pp. 40 y 41)

¿Qué clase de texto es esta obra? La investigación del caso se sirvió de componentes subya-
centes o propios del clásico relato policial. Existe un enigma, se presentan evidencias, se escla-
rece la culpabilidad de los responsables. Es verdad que Walsh no sólo renegará, años después, de
su inmersión en este género literario (Walsh, 2007, p. 15), sino que no volverá a escribirlo, pues
respondía a un mero acto de imaginación, un ejercicio alejado de la realidad concreta (Feinmann,
2011b). Recuérdese una de sus frases más absolutas emitida hacia 1970: “Hoy es imposible en la
Argentina hacer literatura desvinculada de la política” (Piglia, 2013b, p. 513). Es necesario apun-
tar que esta distancia de Walsh frente al género clásico policial, el cual había estudiado y cultivado
con sumo interés, responde a las propias posibilidades e imposibilidades del mismo género.
Los personajes principales son policías y detectives; en el relato queda implícito que el orden, la ley
o la justicia darán cuenta de los culpables. No existe ninguna problematización de las instituciones,
porque el relato clásico las omite. Si acaso existe interés por el tratamiento ficcional del crimen es
gracias al enigma que encierra, al desafío a la razón del personaje encargado de resolverlo. Daniel
Hernández, el detective que creó Walsh en Variaciones en rojo (Walsh, 1953), y que reaparecerá en
otros cuentos (Walsh, 2013), es un personaje marcadamente conservador. Al resolver este detec-
tive los asesinatos, deja implícito que la justicia recaerá sobre los culpables. Como corolario, son
inexistentes los vínculos del crimen con la sociedad en la que ocurre. Dada la temática de Operación
masacre, es claro que el género de enigma no podía responder a todas las exigencias con las que se
toparía el curso de la pesquisa.

152
el texto debe actuar. literatura, historia y política en rodolfo walsh y paco ignacio taibo ii

Si el género de enigma se expresa al desmontar las hipótesis regularmente validadas por la policía o
los testigos principales de un crimen, su “deconstrucción” se lleva a cabo por el detective, mediante
el hallazgo de otros indicios, o señales no vistas, que formulan una nueva hipótesis que resuelve el
enigma y da con el verdadero culpable. Sin duda esta “lógica narrativa” que configura, da sentido
y resuelve los sucesos, no le fue indiferente a Walsh para escribir sobre los fusilados. Los sobre-
vivientes de los fusilamientos proporcionan nuevos indicios que habrá que recuperar y ordenar.
La hipótesis de su existencia: “fusilados que viven”, nunca había sido enunciada porque el sistema
de justicia argentino no estaba interesado en formularla. El caso había sido silenciado. Operación
masacre ofreció, entonces, otra hipótesis que no sólo esclareció los hechos, sino que dio con los cul-
pables: la policía misma, los jueces mismos, el orden mismo.
Al escribir Operación masacre, Walsh opera con una disposición semejante a la que mostró en
la escritura de sus primeros cuentos policiales. Cree que es posible la justicia, porque si no lo cre-
yera, no escribiría esta obra. Él mismo lo deja plasmado en la siguiente frase: “Yo libraba una ba-
talla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana”
(Ferro, 2000, p. 145). En resumen, más que rechazarlos o despreciarlos, Walsh potenció los rasgos
del género policiaco, y junto con otros recursos, construyó un nuevo saber (Jozami, 2006, p. 75,
Notas 109 y 110).6
Quizá la principal fuerza narrativa de Operación masacre es que no existe en la voz narrativa
intención alguna de explicar lo que va ocurriendo. De esta manera, los hechos que se refieren, los
testimonios que se ofrecen, las pruebas y los fragmentos que van enterando al lector (acaso al autor
que los escribe) hacen del relato uno de impacto, de sorpresa, de indignación (Jozami, 2006, p. 82).
Operación masacre posibilita más de una lectura. Tanto más, porque su autor lo escribió varias ve-
ces en sucesivas ediciones y los contextos de lectura fueron configurándole significados diversos o
diferentes a los originales.7
Asimismo, Ricardo Piglia ha señalado el obsesivo apego de Walsh a descifrar cómo ocurrieron los
hechos. Operación masacre conlleva una forma peculiar de hacer partícipe al lector, pues éste descubre
lo que ocurre mediante las voces de los testimonios y las versiones (contradictorias) que propor-
cionan los sobrevivientes y allegados al fusilamiento, los registros policiales y las declaraciones
escritas obtenidas mediante el interrogatorio que efectuaron algunas instancias policiacas. Operación
masacre no es un relato lineal ni cronológico. La investigación hace de la narración una comuni-
cación fragmentaria. Hace del acaecimiento de los hechos un suspenso. La trama de enigma y de

6
Tal lo evidencia una investigación particular: Rodolfo Walsh: del policial al testimonio (Bocchino et al., 2005).
7
En la época en la que Walsh escribió por primera vez Operación masacre (se sabe que hubo tres reescrituras),
el también cuentista de relatos policiales estaba lejos de comulgar con el peronismo. Por supuesto, legítimo derecho de
autor es la advertencia, la sugerencia o la recomendación, y como muchos otros, Walsh no se ahorró la suya. Había adver-
tido que si alguien quería leer sus textos como “simples novelas policiales”, era decisión de los lectores. No le hicieron caso.
Casi veinte años después, en el meollo del tercer round político, digamos, de Perón, las juventudes peronistas leyeron a
Walsh como fe de bautismo para el ataque y la resistencia. Las generaciones juveniles de la década de 1970 hicieron de los
textos de Walsh una obligada lectura de conversión al no menos equívoco “movimiento peronista”. ¿Se leyó mal a Walsh?
En absoluto. Más bien hubo un uso de los textos, un “efecto productivo” que el empleo de los textos provocó.

153
fernando beltrán nieves

expectación provoca tensión en el lector a lo largo de la historia. Piglia lo describió así: “El relato
gira alrededor de un vacío, de algo enigmático que es preciso descifrar, y el texto yuxtapone rastros,
datos, signos, hasta armar un gran caleidoscopio que permite captar un fragmento de la realidad”
(Piglia, 2000, p. 14). En otro lugar, el también compilador de todos los cuentos de Walsh, subraya
la brevedad con la que se manufacturan las historias investigadas: “la rapidez, la temporalidad que-
brada, la capacidad de construir la historia a partir de mínimas situaciones, escenas fugaces, líneas
de diálogo, cartas, elipsis. No hay un desarrollo lineal [...] el relato avanza en ráfagas, con grandes
cortes y escansiones, en destellos de acción, instantáneos” (Piglia, 2013c, p. 11).
En Operación masacre, Walsh produce una permanente articulación entre el material testimonial
y su reconstrucción. Cuando se arriesga a narrar lo probable, siempre lo indica: “podemos conje-
turar”, “tal vez”, “pensó”, “dijo”, “quizá”. Interesante juego de ficción-realidad: dar espacio a lo
imaginario, invadir con él la narración de lo real pero advertir antes al lector (Amar, 2008, p. 117).
Si la conceptualización de los textos documentales es difícil, ello se debe al constante juego y fric-
ción entre los referentes internos y externos.
La de Walsh fue una obsesión por investigar el silencio, lo que se confirma con las 32 notas
publicadas en la revista Mayoría, entre junio de 1958 y enero de 1959, acerca del asesinato del
abogado judío Marcos Satanowsky, quien defendía la propiedad del diario La Razón. Como lo
recuerda Roberto Ferro, prologuista de la tercera y última edición, Caso Satanowsky no fue publi-
cado en principio como un libro, sino hasta 1973. Por su parte, el prólogo de la primera edición
explica en pocas palabras de qué trata el nuevo libro (Walsh, 1997). A diferencia de otras obras de
Walsh, Caso Satanowsky permaneció inédita durante 15 años. Dice el autor: “A fines de 1958, ya
era claro que el gobierno de Arturo Frondizi [1958-1962] se hacía cómplice de todo lo actuado
por la ‘Revolución Libertadora’. En esas condiciones no valía la pena reeditar la serie publicada
en Mayoría. El Caso Satanowsky reveló la profunda corrupción de un régimen –que alardeó de de-
mocrático– que intentaba resolver, mediante el grupo parapolicial armado por la SIDE [Servicio
de Inteligencia del Estado], el litigio de la propiedad del diario La Razón. Semana tras semana,
generales, almirantes y jueces soportaron impávidos la campaña de un periodista que los acusaba
de asesinato, extorsión y encubrimiento. Triunfó el silencio y la impunidad. Pero la historia investi-
gada es hoy [1973] más ejemplar que en 1958. Los que mataron a Satanowsky, son los que gober-
naron la Argentina hasta el 25 de mayo de 1973 [el día que Héctor Cámpora asume la presidencia
tras elecciones presidenciales completamente libres]”. Walsh concluye en su prólogo: “Aprender a
conocerlos es impedir que vuelvan”.

2.

En tanto oficio de custodios del pasado, la historia se remonta al tiempo de los mitos. Sin embargo,
Heródoto arrojó a Occidente un “proyecto intelectual” en el que el comercio entre imaginación y
narración no sólo fuera productivo, sino que nutriera los sentidos, las reflexiones y las escrituras del
tiempo histórico. Un proyecto que asimismo se alimentara de lo conjetural y lo visto, escuchado
o vivido. Tucídides, por el contrario, sancionó este comercio y reorientó el oficio al escrutinio de

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las fuentes documentales. En suma, desde la antigüedad se definieron los dos modos del ejercicio
escritural de la historia, en general. Dos polos en los que se ha distribuido la pasión por los hombres
en el tiempo (Jablonka, 2016, Capítulos I y VI).
Ya Marc Bloch afirmaba que la Biblia no era sino un compendio de narraciones, producto de
amantes del pasado y del contar historias. El arte de narrar historias, sin embargo, no fue ajeno a la
influencia del “espíritu científico” que, a la manera de un espectro de los que hablaba Karl Marx
en su famoso panfleto, comenzó a recorrer y a invadir el mundo. En efecto, en la Alemania de la
medianía del siglo XIX, Leopold von Ranke definió la tarea científica de la historia: “contar las
cosas tal como acontecieron” (Wallerstein, 2004, p. 45). Esta sentencia definió el programa de una
nueva disciplina vista así desde su método, interesada en desempolvar documentos y vivir de los
archivos. Lo que debía contarse, o mejor aún, lo que era objeto de la historia, era todo aquello que
debía verificarse mediante evidencias observables. Además de instaurar el laboratorio del historia-
dor reducido a un archivero, los propósitos de von Ranke se dirigían a combatir cuanta mitología
o invento contaminaba los hechos que realmente habían ocurrido. Por supuesto, los ecos del pro-
grama se expandieron a los cuatro vientos, pero no todos los escucharon. Cuenta Wolf  Lepenies en
Las tres culturas que un contemporáneo alemán de von Ranke, Ernst Kantorowicz, no sólo com-
batió dicho programa, sino que escribió una biografía sobre Federico II de Prusia en el entendido
de que la historia no era sino una literatura de las almas. Un arte en torno a la resurrección de los
muertos (Lepenies, 1994, p. 282; Jablonka, 2016, pp. 274 y 295).
La historia económica y la historia diplomática “nadan como pez en el agua” bajo el programa
verificable. Los problemas fundamentales de este tipo de historia no son los de su construcción o
problematización, sino el hallazgo del documento, al que se le remendará el polvillo acumulado por
los años con el ánimo de escribir un recuento neutro o seco. Luis González y González lo explicó
muy bien en un breve texto sobre la interrogante de ¿la historia para qué? (González, 2004). De las
cuatro posibles formas típicas de escribirla: anticuaria, crítica, de bronce o científica, el autor de
Pueblo en vilo desconfió de las pretendidas virtudes de cada una. Pero les reconoció, en cambio, su
funcionalidad, quizá su inevitabilidad. El placer de contar, de viajar por el tiempo, de llenar de
colores el recuento, es el corazón mismo de la anticuaria, pero es cara a los apremios del presente.
Emparentada con la novela policial, la historia crítica descubre cadáveres y denuncia delincuentes.
Lo suyo es el estudio de “lo feo” del pasado para movilizar los ánimos del presente, sin embargo,
no está exenta del embaucamiento y de falsa terapéutica. La más pragmática o utilitaria de todas, la
de bronce, es la que más le gusta a los gobiernos, pues hace de cualquier niño un héroe, es morali-
zante y toma por objeto hombres de estatura extraordinaria. Sin embargo, como ya le criticó Valéry,
produce delirios de grandeza o de persecución y hace de las naciones soberbias, unas insoportables
y vanas. Por último, el pretendido don de previsión de la científica, aún está en “veremos”.
El cambio del punto de vista artístico puede ilustrar la dinámica, tal vez el vaivén, que ocurre
con las tipologías esculpidas por González y González. Se trata, en efecto, de una dialéctica de los
puntos de vista. Aunque la tipología de Luis González y González puede no hallarse con fidelidad
en la realidad, se puede afirmar que los tiempos posrevolucionarios fomentan la historia de bron-
ce y anticuaria. Por el contrario, en tiempos prerrevolucionarios la historia crítica es terreno fértil.

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Cuando han llegado demasiado lejos las pretensiones de la historia científica en la que el esprit de
géometrique ha intentado apoderarse de igual modo de los muertos, la historia narrativa emerge
con fuerza. De Fernand Braudel y de la historia de las mentalidades se ha dado paso a la “nueva
historia política” en Francia, que toma su distancia de la cuantificación o la obtención de series.
En cambio, esta nueva historia se concentra en las cosas particulares y no desconoce el placer de
la narración (Mina, 1993).
La historia de bronce en México, por su parte, ha sido de consumo significativo. De los cua-
dernos de Guillermo Prieto esta historia ha pasado al cine y la telenovela, que la han explotado con
singular entusiasmo. No es menos el gusto por el viaje turístico en el tiempo, razón por la cual la
historia anticuaria no es desconocida o despreciable entre nosotros.
Posicionada en el género de la novela costumbrista y de folletín, Los bandidos de Río Frío es un
viaje de los más celebrados en la literatura preñada de historia nacional (Payno, 1968). El lector
ya formado ejerce un peso y hace que los que escriben historia usufructúen el terreno labrado por
generaciones anteriores. La historia científica, por el contrario, es objeto de interés de un grupo
selecto: universitarios, profesores, especialistas. Advertía González y González, empero, que la
escritura de la historia en la práctica no es sólo crítica o sólo anticuaria, sino que ambas podían
contaminarse o coexistir en alguna medida. Tanto es así, que el propio Luis González y González
escribió cuadernillos al más puro estilo de la historia de bronce. Uno en particular se difundió con
gran tirada a propósito del bicentenario de la Independencia. Enrique Krauze, discípulo suyo, ha
hecho del documental expuesto en televisión una mezcla entre historia moralizante y anticuaria.
Y sobre esta última en nuestros días, Pepe Cruz se halla en su elemento en sus programas radio-
fónicos de la media noche (Cruz, 2017).
Las aulas escolares, los puestos de periódicos, estaciones de radio y canales de televisión han
sido los puntos de venta de la historia de bronce. La reforma de las costumbres ha pasado una y
otra vez (sin mucho éxito) por el recuento del indio zapoteco que alcanzó la presidencia. Una de las
punzantes interrogantes sobre este tipo de historia es que no logra ser efectiva como transmisora de
conocimiento complejo. Como si se tratara de una sustancia muy diluida, lo que de hecho ocurre
es que año tras año de lecturas acerca de personajes de estatura extraordinaria, el lector vuelve a las
preguntas de formación básica: ¿quién fue Hidalgo?, ¿qué fue exactamente lo que hizo?
A la historia científica le interesa poco el gran público. Son contados los historiadores vinculados
a la divulgación. Javier Garciadiego o Patricia Galeana, reconocidos historiadores de actualidad,
tienen presencia en la radio nacional. La historia científica que ambos divulgan toma su distancia del
discurso moralizante o pedagógico. Sus programas de radio no desconocen la narración, el punto
de vista breve y bien fundamentado; el ánimo analítico de sus intervenciones son propiedades
clave de sus emisiones de radio. La cantidad de llamadas que suelen recibirse en cada programa
refuerza la idea de que hay un público atento. No son desapercibidas, por otra parte, las charlas o
conferencias abiertas a todo público que organiza con regularidad el Instituto Nacional de Estudios
Históricos de las Revoluciones en México, INEHRM, o el Colegio Nacional, así como el mercado
editorial que produce revistas dedicadas a un público no especialista, como lo han sido Relatos e
historias de México o Arqueología mexicana, entre otras.

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el texto debe actuar. literatura, historia y política en rodolfo walsh y paco ignacio taibo ii

Las fronteras entre los tipos de escritura de la historia, sin embargo, no son nítidas ni efectivas.
Ocurre, sin embargo, que divulgación no es sinónimo de moralina pedagógica, que rigurosidad
en el tratamiento de los archivos no está exenta de la atracción por medio de una escritura ágil, y
que crítica al establishment no es sólo propósito de llenar de odio el corazón de los lectores. Las posi-
bilidades, sin embargo, no están disponibles para cualquier autor. Tampoco están presentes en to-
das las épocas. Dudo también que todo intento al respecto sea inmune de crítica. Existen ciertas
condiciones necesarias para esperar que un escritor o un investigador pretendan librar todas las
batallas y salga ileso.
Los programas de radio y las charlas abiertas, entre otras, no son menores en cuanto a su cali-
dad o importancia, pero la tendencia general de los historiadores profesionales es la producción, la
distribución y el consumo por y para los especialistas y aspirantes a serlo. Un circuito que vitaliza
por sí mismo la existencia y justificación de la historia científica. Como en todo envite científico, el
objetivo es el hallazgo y el reconocimiento tras la crítica acérrima entre pares. Quien no lo logre,
puede o debe dedicarse a otro oficio. Que alguien adentro de este terreno movilice energías para
hacer otra cosa, no será sino un correlato de lo que en verdad está instituido en las intenciones y
en las acciones de los participantes: publicaciones de aureola. Como muchos otros mundos cultu-
rales, el de los historiadores es uno de rivalidad, competencia, defensa y contraataque (Bourdieu,
1984). La historia de bronce, la anticuaria o la crítica pueden ser catarsis de “espíritus” adiestrados
en el descubrimiento y la coronación institucional de los manuscritos. Desde el punto de vista de la
científica, los otros tres modos de escritura de la historia no son sino oficios menores o quehaceres
de domingo. En una palabra, no tienen crédito. Al menos, el que no le otorgan las instancias ofi-
ciales por las que la científica se valida a sí misma. Una crítica que reconoce legítima la abundancia
de fuentes, la escritura formal o formalista, la búsqueda del hallazgo. Sin embargo, todas estas
propiedades expuestas en un texto hacen muy a menudo desgastante, sufrible y un verdadero reto,
una lectura promedio. Se trata de una forma clara de hacer notar que la cuota de entrada es alta y
para el consumo de las clases favorecidas.
La renovación o el cambio del punto de vista al respecto es el desafío a este juego. El hartazgo
de esta autosuficiencia. La búsqueda de una válvula de escape a riesgo de sufrir consecuencias veni-
deras que echará a andar el propio juego. La expulsión, el descrédito o la censura simbólica, que
serán ejercidas por los mismos concurrentes. También otros efectos, como la omisión o silencio
frente a un libro publicado y la deliberada renuncia al diálogo abierto. Variantes como la cancela-
ción de espacios de discusión y de debate, o el acto consciente de no citar o de no referir las obras
escritas. Es poco probable que los dominantes o los complacidos por el juego sean los que coloquen
artefactos explosivos para dinamitar la creencia en la escritura de la historia científica: el lenguaje
gélido y la infatigable referencia a las fuentes primarias.
La tensión entre la “alta cultura” y la cultura de masas no sólo la enfrenta el escritor de ficción,
sino también aquel que trabaja en un campo cultural específico. El debate es entre especialización
extrema o divulgación. El desafío es encontrar un estilo de escribir que permita salir del campo ce-
rrado de los especialistas que intercambian artículos codificados. Hallar un estilo para que la “alta
cultura” exceda su tradicional espacio (Piglia, 2016, Clase 10).

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fernando beltrán nieves

Este panorama fue intuido, quizá prefigurado, por un novelista que, viniendo de afuera de las
regulaciones del mundo de los historiadores académicos, exento de las exigencias aludidas, revi-
talizó el punto de vista narrativo dentro de la escritura de la historia. No es sólo el arte de narrar,
sino convertir la narrativa en el epicentro o en el motor vital. En los escritos de historia a los que
me referiré más adelante, conviven y se entrelazan investigación documental y montaje narrati-
vo, crítica social y crítica de fuentes. Estos textos son obra del también escritor de policiales Paco
Ignacio Taibo II.
En entrevista con Sabina Berman, perplejo e incómodo Taibo II observaba cuando Berman
“etiquetaba” como “novelas” sus investigaciones históricas (Berman, 2013). La periodista debió
aclarar que usaba dicho término para referirse a cualquier texto; lo que no aminoró el ánimo con
el que el historiador precisó las diferencias que las separan. En no pocas ocasiones Taibo II ha
declarado que la historia hay que investigarla con tremendo rigor y contarla de una manera muy
ágil. Ha señalado que saber narrar la historia significa usar los recursos de la literatura, que no de
la ficción: nada de inventar diálogos, nada de inventar situaciones. El uso de la narrativa, por el
contrario, como técnica poderosa para saber contar lo que se investigó (Pacheco, 2012). El énfasis
en la rigurosidad con la que se estudia un material histórico, lo que supone el ejercicio de crítica de
fuentes, impide novelar a los personajes, las frases, los dichos, las ideas, las épocas. Aquí, novelar
es sinónimo de mentir o de distorsionar.
Gran novelista, Martín Luis Guzmán noveló a Villa en Memorias de Pancho Villa, pero el revolu-
cionario se expresa como intelectual. En esta ocasión, el usufructo de la literatura dañó al personaje
histórico. Si se reivindica la configuración narrativa del material empírico con el que suele trabajar el his-
toriador es porque se han utilizado diálogos, anécdotas, conjeturas (controladas o advertidas), el
uso de la interpretación, la ambientación, entre otras. El montaje literario es, por supuesto, una
selección de materiales y referencias que activa un “yo escritural”. Este modus operandi del texto
histórico no atenta de ningún modo contra la llamada objetividad porque los hechos, testimonios
o registros nunca hablan por sí mismos.

3.

Walsh realizó un periodismo que él mismo concebía como “no periodismo” porque la concepción
tradicional que reside en su fondo supone la neutralidad. Al igual que el discurso histórico positi-
vista, el periodista común se exige la nulidad de su mirada, aunque este malabarismo es una inven-
ción literal. Para Walsh el cambio de identidad, la transmutación en detective, portar una pistola, el
riesgo en el pellejo en aras de seguir las pistas y dar con los culpables, de publicar y denunciar, dan
vida a un “periodismo comprometido”: vinculado con un bando, testimonial y subjetivo.
Pablo Albarces señala con razón que los personajes de Operación masacre y de ¿Quién mató a
Rosendo?, la última investigación que Walsh escribió (Walsh, 1985), son populares o excluidos, lle-
nos de cotidianidad (Albarces, 2000, pp. 30-33). Lo que lo afilia a otros escritores argentinos como
Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Roberto Gutiérrez (primer escritor argentino de cuento poli-
cial), preocupados todos por narrar, cada quien a su manera, lo popular. Walsh da voz a los sin voz

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y ellos son expuestos mediante diálogos o descripciones físicas o de temperamento, así como de los
ambientes domésticos en los que se mueven. La narración que los refiere entra en polémica con los
registros de los archivos judiciales, referentes empíricos de importancia. Las pesquisas, sin embargo,
no responden a una “visión total” de la época de la que forman parte los acontecimientos. En resu-
men, las investigaciones de Walsh no son expansivas sino intensivas, se concentran en los más
pequeños detalles. Si el periodismo de investigación que hace Walsh no es realista sino documental
es porque lo que testimonia rebasa por mucho lo creíble: ¿fusilados que viven? De tal suerte que una
posible novela de los fusilamientos, del asesinato del abogado Marcos Satanowsky o del tiroteo en la
avenida Real de Avellaneda narrada en ¿Quién mató a Rosendo?, haría perder lo que en verdad fueron:
hechos. Un intento de novela no haría sino romper en pedazos toda denuncia y movilización políti-
ca a propósito de una historia sólo configurada en su plausibilidad. Walsh mismo reflexionó sobre
el daño que hubiera causado a sus investigaciones si hubiera optado por la novela, porque hubiera
desactivado toda denuncia, y ésta se hubiera sacralizado como arte (Piglia, 2013b, pp. 511-516).
Reducida en su acepción de imaginación, la ficción tendría un lugar perjudicial, atentaría contra el
carácter factual de los hechos. Walsh escribe en el prólogo de ¿Quién mató a Rosendo?: “Si alguien
quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya”. Walsh se convenció de que
la conjunción entre las estructuras narrativas del relato policial y el periodismo desenmarañaban la
opacidad de los acontecimientos investigados, para revelar la verdad contenida.
Mientras que el periodismo convencional y el texto histórico vanagloriado de científico se pre-
tenden objetivos y distanciados, y tratan de borrar al mismo tiempo toda marca de la posición del
autor, el texto de no ficción, por el contrario, nunca oculta la renuncia a la neutralidad. En Miguel
Hidalgo y sus amigos, Taibo II se concentra en Agustín de Iturbide. Narra algunos sucesos turbios de
cuando éste combatió del lado del ejército realista, llega a la conclusión de que no pudo ser amigo
del cura de Dolores, y resuelve: “que mejor vaya y chingue a su madre” (Taibo II, 2007, p. 166).
Todo intento de neutralidad ha sido abandonado.

II. Los medios técnicos

¿Cuál es el uso posible de los medios de masas? No se trata de indagar sobre los medios en sí, sino
por quiénes son usados o desde dónde nos hablan.

1.

Cuando Rodolfo Walsh despertó en diciembre de 1956, la comunicación de masas ya estaba ahí,
así como la nueva tecnología que la hacía posible. El terreno al que pertenece Walsh es uno que
observa los nuevos medios técnicos como una gran disyuntiva para la literatura en términos tanto
de su manufactura como de su difusión. Cuando se despabiló, Walsh no desconoció que los medios
técnicos y la comunicación de masas concluían en gran medida en la llamada convencionalidad y el
consumo alienado, la homogeneidad del gusto y la despolitización o la manipulación. Así como la

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tecnología interpelaba al escritor a replantearse el acto literario, la comunicación de masas contri-


buía también, acaso con mayor fuerza, a llenar de “telarañas” las neuronas de los públicos.
Arriesgada actitud pero no desconocida en lo que iba del siglo, Walsh se convenció con la
escritura de Operación masacre que las exigencias del tiempo que le tocó vivir lo distanciaban del
realismo. No estuvo en contra de la novela ni de los medios tradicionales de hacerla o difundirla.
No es que la ficción perdiera su atractivo. El problema de Walsh era la veracidad de lo contado.
Walsh se pregunta cómo los escritores de derecha como Jorge Luis Borges no tienen ningún reclamo
de conciencia al rechazar el replanteamiento de las funciones tradicionales de la literatura, sus
componentes y sus exigencias (Piglia, 2013b, pp. 511-516). No es que los mandatos de la repre-
sentación de lo real carecieran de razón de ser, porque, alegato a su favor, Walsh cultivó el cuento
policial simultáneamente al trabajo de escritor que investiga. En tanto cuentista, no cuestionó la
legitimidad de la ficción, sino que el mundo real que le interesó testimoniar no respondía a las exi-
gencias del realismo. No es la renuncia al oficio de escribir ficción, sino la tensión entre la escritura
y la acción. Como dice David Viñas, no consistía en palabras por un lado y actos por el otro, sino
“palabras-acto”, “actos cargados de sintaxis” (Viñas, 1994, p. 339). Para el logro de lo que buscaba
Walsh, “que el texto actúe”, trajo consigo, vía medios técnicos de su época, el registro testimonial,
el documento o la fotografía.
Walsh habló del mundo real como si escribiera una novela. Aplicó estructuras narrativas de los
relatos policiales a los testimonios, registros y documentos del mundo real. Estructuras del relato
policiaco que conocía como pocos en la Argentina de su tiempo. En definitiva, esquivándose de
las fronteras que separan el periodismo de la literatura, o viceversa, Walsh fusionó ambos géneros
como respuesta formal a las apremiantes circunstancias políticas que tuvo frente a sí. No se trataba
de hacer sólo un acto político, para ello no era necesario recurrir a la literatura, ya que una intentona
no resuelta legitimaría el reproche de la derecha a propósito de escritores que hacen mala litera-
tura. Autores, digamos, de panfletos o demagogos. Como escritor vinculado con una versión de
los hechos, se demandó a sí mismo una literatura con claras referencias políticas. Del periodismo
reivindicó el interés por un público masivo, que no masificado, así como el carácter factual de los
hechos, conquistados con los mejores medios a su alcance. De la literatura, demandó técnica de
escritura y la narrativización policial del material documentado. En términos de composición escri-
tural, esta fue la respuesta formal de Walsh para no sólo imponer su voz sino informar, cuestionar
y provocar a sus lectores. No eran gratuitas las reivindicaciones de la elaboración del testimonio o
del documento, así como del montaje, la compaginación, la selección, como una forma híbrida de
arte e investigación (Piglia, 1994, p. 68; Amar Sánchez, 1994, p. 92).

2.

Imprescindible conjugación entre literatura e historia la siente de igual manera Taibo II. Cada obra
de historia narrativa refuerza esta creencia. Cada nuevo título es un cuestionamiento a la historia
científica que suele concentrar todas sus fuerzas en la crítica de documentos y en la lucha cons-
tante contra el error de sus frases, pero descuida el flanco de la escritura y de los lectores. En el caso

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de la tecnología como insumo en la obra de historia, es necesario observar que una gran parte del
material empírico al que suele acudir Taibo II está atravesado por el uso de medios técnicos. Esta
observación puede rayar en lo obvio, pero deja de ser evidente cuando las fotografías, pongamos
por caso, se usan para propósitos de una narración (Taibo II, 2011c; 2012): cuando el parque de
guerra ilustra el temperamento o el carácter del personaje que lo suscribe (Taibo II, 2007b; 2011);
en el momento en que el mapa geográfico ofrece coordenadas de intelección de lo que se narra
(Taibo II, 2011c; 2012); cuando el testimonio vía documento o el dicho popular traído a cuenta
abonan a la complejidad entre lo que pasó y lo que se dice que pasó (Taibo II, 2011b), circunstan-
cias, ambas, que dotan de sentido a los hechos, no sólo a su veracidad.
Los intelectuales de izquierda en México han satanizado la televisión. Sin embargo, la relación
de Taibo II con este mass media ha sido intensa. Más de una vez el escritor ha aparecido en entre-
vistas, foros o programas de “orientación cultural” de los dos canales de mayor presencia nacional
en el país (Zuckerman, 2010; Berman, 2013), así como en otros lugares de auditorio más selecto.
El hecho es que Taibo II no desaprovecha la oportunidad, y ya sea en uno u otro, discurre en la
historia narrada que ha escrito. No sólo eso, el documental por televisión es una de sus cartas más
recientes, más experimentales, más entusiastas. Al igual que las iniciativas de los foros callejeros y las
tertulias literarias en la calle, esta empresa no se redujo sólo a las energías del escritor. Con respecto
al documental, se trató de la conjunción de History Channel Latinoamérica y de un equipo de dise-
ñadores gráficos y dibujantes profesionales de Argentina. Como se intuye, orquestar un documen-
tal está lejos de ser asunto de pasatiempo o de manufactura fácil. En los documentales resulta más
claro observar el montaje narrativo y el visual. Disponibles para su reproducción, se encuentran los
documentales que Paco Ignacio Taibo II narra sobre Hidalgo y Pancho Villa, La Decena Trágica,
El Álamo o Los muralistas de los años de 1920, los cuales se basan en argumentos que el autor
expone en sus libros. El documental por televisión es una apuesta por la gran difusión al público
que habla español. No se trata de una alternativa a la lectura de los libros. Más bien debe conce-
bírseles como complemento o una invitación abierta para acercarse a la lectura de la historia.

3.

Como muchos otros antes de él, Walsh se planteó la interrogante de si los cambios en los medios
técnicos interpelaban la composición y difusión del arte, si le abrían nuevos caminos u otras posi-
bilidades. Ante la literatura (realista) tradicional, Walsh opuso la literatura documental o testimo-
nial. Por su parte, ante la historia científica, que ha preferido la comunicación de sus avances en
un espacio reducido o limitado: las revistas especializadas y los foros universitarios (¿podría ser de
otro modo?), Taibo II ha opuesto la tertulia callejera, el documental por televisión, el texto narrativo
y de fácil lectura. Sin duda, estamos frente a cambios sociotécnicos o sociomateriales que posibi-
litan otros alcances. Las nuevas propuestas, como el documental animado por televisión, hacen
suyas las exigencias de información y entretenimiento, cuestionamiento e interpelación al lector.
Cuatro funciones simultáneas que muy difícilmente se logran a partir de la consideración de los
textos académicos.

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III. El lector

Marx había escrito que el arma de la crítica no reemplaza a la crítica de las armas, pues la fuer-
za material debe ser derrotada por la vía de la fuerza material. Pero la teoría, a su vez, deviene en
fuerza material desde que penetra en las masas (Marx y Engels, 1964, p. 27). Pero ¿cómo se llega
a esas masas?

1.

Walsh explotó todo lo que su tiempo le ofreció para su oficio de periodista: en cuanto al tratamiento
del testimonio, el grabador y la imagen fotográfica; en cuanto al lector, la rápida publicación vía
el tiraje del periódico, o la reproducción de la nota con cristalinos fines políticos. Walsh apunta:
“Escribí [Operación masacre] para que fuera publicado, para que actuara. Quienquiera me ayude a
difundirlo y divulgarlo, es para mí un aliado” (Ferro, 2000, p. 149). El rostro de Walsh periodista
muestra el interés privilegiado por el lector, al que considera un aliado. Esta intención no sólo se
observa en las publicaciones originales (notas periodísticas) de sus tres investigaciones, o exclusi-
vamente en la dedicatoria al obrero militante peronista de ¿Quién mató a Rosendo?, sino en su par-
ticipación como fundador y activo colaborador de los mecanismos de información de su tiempo:
la Agencia Internacional de Noticias en Cuba, el Semanario de la CGTA (un órgano de debate y
comunicación del obrerismo peronista independiente), el Semanario Villero (diario local para las
villas miseria) y el periódico Noticias del grupo Montoneros (publicación convertida después en la
Agencia de Noticias Clandestina, ANCLA). Esta última actividad fue fundamental para la informa-
ción que ofreció en su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Muy precisa, si se toman
en cuenta las condiciones que había instaurado la dictadura durante el primer año de su mandato:
“15 mil desaparecidos, 10 mil presos, 4 mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra
desnuda de ese terror” (Walsh, 1994b, p. 242). Como apunta Gonzalo Moisés Aguilar, estos meca-
nismos de difusión de la información son ejemplos de una red de circulación alternativa, lo que
implicó un cuestionamiento del receptor, del mercado y de los lugares sagrados de ubicación del
escritor (Aguilar, 2000, p. 61).

2.

Ciudadano del siglo XXI, Taibo II tiene presencia activa en Twitter.8 El medio de internet ópti-
mo en la actualidad para la comunicación de ideas, datos, hechos, fotos, video, eventos, publica-
ciones, chismes, propaganda, denuncias, nuevas ediciones, foros, tertulias, invitaciones, crítica y un

8
Según el reporte de Carlos Páez, especialista en análisis Big Data y análisis de redes, colaborador, además, del no-
ticiero de Carmen Aristegui en internet, sostuvo el pasado 10 de marzo de 2017 que Twitter –fundado en 2006– es la
novena red social más usada en el globo. La población mundial de los usuarios de esta red se calcula en 317 millones
de usuarios, con 1,300 millones de cuentas creadas. Véase en bibliografía: Páez, 2017. El formato de los 140 caracteres,

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largo etcétera. Los lectores de esta red se suman por millones, desperdigados por todo el mundo.
La explotación de esta red social hace de la comunicación, una efectiva y exponencial, instantánea
o conversacional con otros usuarios (entiéndase también lectores). ¿Qué hubiera ocurrido si Walsh
hubiera usado Twitter?
No creo a ciegas en lo cuantitativo, mucho menos en la internet, pero en octubre de 2018 la cuen-
ta @taibo2 sumaba poco más de 350 mil seguidores. Para que el lector tenga una idea genuina de
su significado, la cuenta @bourdieu contabilizaba poco más de 40 mil, la de @gagarciamarquez
poco más de 113 mil y la de @octaviopaz más de 13 mil, en el mismo periodo. Pierre Bourdieu,
Gabriel García Márquez y Octavio Paz ya no se encuentran físicamente entre nosotros, pero los
responsables de sus cuentas de Twitter, irremediables fanáticos, los mantienen de algún modo vivos.
Junto con sus seguidores, se produce asimismo la ilusión de su permanencia.
Por otra parte, las nuevas técnicas digitales de elaboración del libro, reproducido éste en cualquier
formato de texto, a menudo PDF, o como libro electrónico, han hecho posible otra vía de acceso
al lector, así como una nueva forma de difusión de las obras. Aunque en México el libro impreso
sigue siendo la base de la lectura en general, los nuevos medios técnicos abren vías, cada vez más
poderosas, de encuentro entre autor y lector. Como se muestra en el catálogo de libros electrónicos
de la asociación civil Brigada para leer en libertad (2017) –entre cuyos fundadores se encuentran el
escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II y Paloma Saiz Tejero–, existen más de cien libros listos
para su descarga gratuita. La asociación afirma en sus propósitos que los libros disponibles han sido
obsequiados por sus autores, con fines exclusivos de difusión y descarga sin costo.
Como acto literario, Taibo II no desconoce que el escritor es una parte del binomio, la otra está
en el lector (Pacheco, 2012). La inspiración o la invención pueden reducirse al trabajo individual
del escritor: sus fobias, sus manías, sus obsesiones. Como suelen olvidar los que escriben, la preo-
cupación por el lector se filtra muy a menudo por la producción de textos llamados de divulgación.
Sin embargo, esta preocupación es equívoca. El escritor no atrae siempre a sus lectores cuando está
vivo, a veces los obtiene ya muerto: los casos de Kafka o Nietzsche son ejemplo. El autor no escribe
sólo en función de tener un público, preocupación que puede ser juzgada de mezquina, meramen-
te mercantil o envilecida. En definitiva, no siempre este interés por el lector supone la producción
de una obra importante, porque si el vicio de la estadística contara, los llamados best sellers, cuyos
lectores se cuentan por miles, serían la literatura por excelencia.
La fórmula que combina la investigación minuciosa y la escritura amable, dirigida a un públi-
co numeroso, es un arte que no se reduce a la técnica depurada de escribir sino a una conciencia
política del trabajo del investigador: la gente común debe conocer lo que se investiga. Aunque se
han señalado los matices de esta fórmula, ésta es una crítica a los excesos o abusos en los que sue-
len caer muy a menudo los investigadores nacionales (Hernández Navarro, 2006). A propósito de
Schiller, Madame de Staël dijo: “La conciencia es su musa”. Como ocurrió con Walsh, quien se

dicho sea de paso, ha revitalizado tres géneros literarios: el aforismo, la micro-ficción y la poesía. Se habla entonces de
twitteratura. Además de lo anterior, la cuenta @realDonaldTrump, por ejemplo, ha revolucionado la forma de hacer
política en el mundo.

163
fernando beltrán nieves

movilizó para rescatar e impedir el olvido de los hechos que debieron trascender como inolvidables
(Amar Sánchez, 2008, p. 51), Taibo II ha tratado de ofrecer una salida intelectual a sus convic-
ciones políticas. Con los libros de historia que ha investigado, pretende insuflar vida a las luchas
del presente mediante acontecimientos y personajes pretéritos marcados y configurados por la épi-
ca. Reinventados por Thomas Carlyle, la épica y el culto a los héroes, de mayor o menor estatura,
dotan de un nuevo impulso a la dosis moralizante de los textos históricos que escribe el novelista.
En la larga lista de personajes tratados por el autor bajo la lupa del asombro, la emotividad, la per-
plejidad, la filiación y el gusto militante, así como el tono ejemplar con el que se posicionaron frente
al mundo, encontramos a Librado Rivera y Juan Escudero; a Max Holz y Larisa Reisner (Taibo II,
1986); Pancho Villa (Taibo II, 2006); Hidalgo, Morelos y Guerrero (Taibo II, 2007a); Mariano
Escobedo (Taibo II, 2007b),Tony Guiteras (Taibo II, 2008) e Ignacio Zaragoza (Taibo II, 2012).
En un pueblo como el mexicano, en donde la derrota y el abatimiento, la condena y el desprecio
o menosprecio son asuntos que atraviesan y se repiten en nuestra historia nacional, se necesitan
historias combativas. Tanto más, cuanto que el pasado reconstruido glorioso y aguerrido dota de
sentido al presente e insufla fuerzas al ciudadano de a pie o al movimiento popular. No se escribe
sobre estos personajes con el fin de abonar en la épica abstracta, sino para alentar y dotar de vida a
los corazones de los lectores, para proporcionar apoyo y documentar una guía interpretativa, para
utilizar la historia en “clave militante” y hacer saber que no siempre se perdió la batalla.
Llena de dificultades es la escritura de un texto. No lo es menos la narración de las historias
de viva voz. El novelista sale muy a menudo a las calles y cuenta las historias de México, se roza
con la gente, discute a menudo con ella. Sufre y goza al auditorio vivo. Así, el objeto investigado,
la historia de México, no sólo vive en el texto. La posibilidad y la búsqueda de espacios vivos y
abiertos no se reduce exclusivamente a las energías del novelista. Conglomerados alrededor de
la Brigada para leer en libertad, se trata de redes que se han ido entretejiendo en los últimos diez
años, por lo menos, entre colectivos ciudadanos y universitarios, grupos de fomento a la lectura,
libreros, casas editoras pequeñas, asociaciones militantes de clara filiación de izquierda, periodistas y
escritores, algún puñado de investigadores nacionales y, también, personajes que trabajan en gobier-
nos locales los cuales gestionan los permisos para hacer uso de calles, plazas, jardines y espacios
públicos. De estos últimos fue el triunfo de haber logrado la Feria Nacional del Libro, celebrada en
el zócalo capitalino en diciembre de 2013, cuando el gobierno de Miguel Ángel Mancera decre-
tó de manera oficial la cancelación del evento a sólo pocos días de la inauguración. Por otra parte,
de manera itinerante pero decidida, durante todo el año se llevan a cabo jornadas, foros, ferias y
tertulias del libro en diferentes puntos de la capital y alrededores, e incluso en varias ciudades de
provincia. Ciudad Nezahualcóyotl, Ecatepec, Texcoco y Azcapotzalco, por ejemplo, ya cuentan
con una tradición consolidada de celebrar ferias del libro, a las que asisten y participan periodistas,
escritores e investigadores, aun extranjeros. Foros abiertos donde exponen, todos ellos, sus pesqui-
sas, novelas y primicias.

164
el texto debe actuar. literatura, historia y política en rodolfo walsh y paco ignacio taibo ii

3.

Épica pura fue también la historia de los fusilados sobrevivientes o el obrero peronista militante
que no abandonó sus convicciones y resiste, condenado a sufrir lo indecible. Se puede hacer polí-
tica a la distancia de la investigación. Las marchas y los mítines, la carrera en la función pública o
el asambleísmo pueden ser sumamente útiles para dicho fin. Pero ello no quiere decir que los usos
políticos que ofrece una investigación no sean movilizados y usufructuados para un bando claro:
los humillados y ofendidos. Para Walsh, los obreros peronistas. Para Taibo II, los sectores sociales
que se mueven en el metro, los muy a menudo desperdigados militantes que votan por la izquierda
o el pueblo raso.

165
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168
3. Cruzando las fronteras
Nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena
(o sobre cómo acceder a una dimensión desconocida)1

Lorena Amaro Castro2

En los últimos cuarenta años han cambiado los modos de enfrentar la historia y la literatura. Como
Loriga (1996) afirma, la historia ha girado desde la llamada historia científica, “basada sobre los con-
ceptos totalizantes de clase social o de mentalidad”3 (p. 210), esto es, tendencias historiográficas que
desconocían o limitaban el sentido de la acción humana al resultado de ciertas interacciones produc-
tivas (p. 210), hasta una mirada más próxima, atenta a la vida material y las historias individuales
recogidas por la nueva historia oral. Una orientación que ha permitido recobrar memorias silencia-
das y/o extraviadas, en particular de aquellos grupos habitualmente no reconocidos en el relato de
los grandes procesos históricos, inscripciones del subalterno y las minorías que Michel de Certeau
(1993) llamó “heterología”, discurso sobre el “otro” (p. 17). En cuanto a la literatura, las últimas
décadas muestran un interés que no decae en formas autobiográficas y memorialísticas, que si bien
tienen su origen en la modernidad –cuando se instaló la posibilidad de un relato como en Las Con-
fesiones rousseanianas–, descomponen y proponen nuevos ensamblajes de la memoria.
En Argentina, Alberto Giordano (2008) habla de un “giro autobiográfico”, en el que se establece
“un ejercicio ético de autotransformación que en lugar de negar la fuerza de las particularidades
subjetivas, las afirma menos para fortalecer la representación de lo privado que para tentar la expe-
riencia singular de su descomposición” (p. 39). Beatriz Sarlo analiza “el giro subjetivo” provocado
por las circunstancias políticas y sociales de la región, si bien en su análisis también apunta a una
canalización global de la indagación de la memoria, en contextos como los del Gulag o la Shoah.
Sarlo (2005) enfatiza la necesidad de “comprender” por encima de “recordar”: la memoria es una
construcción y debemos ser cautos respecto de la posibilidad de establecer una “verdad” mediante
el recuerdo, ya que “la idea misma de verdad es un problema” (p. 163).
Tanto en el ámbito literario como en el histórico se revisa, asimismo, la compleja noción de
escritura y sus relaciones con elementos discursivos que han reactivado el interés por la retó-
rica. Desde la década de 1970 el concepto de “escritura” como gesto, proceso y experimentación
de un espacio de goce (Barthes, 1977, 1993), desmarcado de la concepción más institucional de
“literatura”, ha sido central en el planteamiento de poéticas que, con mucha libertad, han combi-

1
La escritura de este artículo se inserta en el marco del proyecto FONDECYT Regular Nº 1150061, “Fábulas
biográficas: las vidas imaginarias de la narrativa hispanoamericana”, en el que participo como investigadora responsable.
2
Académica e investigadora del Instituto de Estética. Pontificia Universidad Católica de Chile.
3
En el original, “...fondée sur les concepts totalisants de classe sociale ou de mentalité”.

[ 171 ]
lorena amaro

nado procedimientos y prácticas artísticas provenientes de distintos ámbitos creativos. Su propó-


sito es explorar de este modo los límites de la decibilidad, cuando el paradigma representacional
de la literatura o el arte no parece dar abasto para plantear el conflicto social, el desgarro identi-
tario, la recuperación de memorias colectivas anegadas por los discursos hegemónicos. Florencia
Garramuño (2015) plantea la noción de “literatura fuera de sí” para nominar estas nuevas formas
de escritura, muchas de las cuales se detienen en el archivo personal del escritor o de las comu-
nidades que enmarcan, para producir textos en los límites del testimonio, la crónica, la novela, la
poesía y la instalación visual. En el ámbito historiográfico, Michel de Certeau (1993) visualiza
la escritura como una práctica significativa

[...] símbolo de una sociedad capaz de controlar el espacio que ella misma se ha dado, de sustituir
la oscuridad del cuerpo vivido con el enunciado de un ‘querer saber’ o de un ‘querer dominar’ al
cuerpo, de transformar la tradición recibida en un texto producido [...], de convertirse en página en
blanco, que ella misma pueda llenar. (pp. 19 y 20)

Para este historiador, que tanto hizo por revelar las prácticas cotidianas y resistentes de las
comunidades silenciadas:

[...] escribir es salir al encuentro de la muerte que habita un lugar determinado, manifestarla por
medio de una representación de las relaciones del presente con su “otro”, y combatirla con un traba-
jo que consiste en dominar intelectualmente la articulación de un querer particular con las fuerzas
presentes. (p. 25)

Escritores e historiadores aportan así al trabajo de reconstrucción de una memoria colectiva,


el cual, como plantea Maurice Halbwachs, “sugiere no solo la selectividad de toda memoria sino
también un proceso de ‘negociación’ para conciliar memoria colectiva y memorias individuales”
(Halbwachs citado en Pollak, 2006, p. 19).
En este artículo, que aborda narrativas chilenas de los últimos años, es central considerar el
carácter problemático de la construcción memorialística, sobre el que argumentan autores como
Halbwachs, Pollak o Sarlo. Existe un interés común de las ciencias sociales y la literatura por
rescatar una memoria colectiva, que en el caso de las dictaduras, se proyecta en una vasta red de
producciones que ponen de manifiesto memorias silenciadas, ocultas, en “la frontera de lo decible
y lo indecible, lo confesable y lo inconfesable” (Pollak, 2006, p. 24). Para la historia y la sociología
resultarán primordiales los relatos de vida que configuran la llamada historia oral de una comuni-
dad; para el tejido literario, esta necesidad llevará a tentar los límites entre documentalismo y ficción
con el fin de iluminar las zonas oscurecidas del pasado reciente. Tanto las nuevas formas históricas
como literarias, desde sus comprensiones más abiertas de los procesos de escritura, la construcción
de subjetividades y los reclamos cognitivos asociados a las situaciones traumáticas y dolorosas de la
historia reciente, han permitido aproximaciones que desde lo afectivo, lo sensorial, lo fragmentario,
dan nueva cuenta de un periodo particularmente brutal, como el de las dictaduras del Cono Sur de
América. Me referiré en concreto a la aparición en el campo literario chileno de libros que, con mate-

172
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

riales históricos y cierta cercanía al género biográfico, abordan dicha etapa con propuestas inéditas
por su carácter simbólico y su contribución a las negociaciones de la memoria en el país.
Como bien observa el filósofo Sergio Rojas en un artículo sobre la narrativa de posdictadura
en Chile, “no se pertenece a una historia por el hecho de poseer una identidad a la que le ocurren
hechos que ella misma puede luego ‘recordar’, sino que se tiene una ‘identidad’ porque se puede
recordar” (p. 232), y agrega: “la escritura de la historia –como escritura del pasado– no es sino la
producción de esa identidad, la producción de un sujeto”. Elizabeth Jelin (2013) lo pone de este
modo: “Hablar de memorias significa hablar del presente. En verdad, la memoria no es el pasado,
sino la manera en que los sujetos construyen un sentido del pasado, un pasado que cobra sentido
en su enlace con el presente en el acto de rememorar/olvidar; así como también en función de un
futuro deseado” (p. 79). Las últimas generaciones de escritores y escritoras chilenos contribuyen a
esta reconstrucción desde un presente que Alejandra Botinelli ha llamado “la Post”, una escena en
que perduran las pérdidas producidas por la dictadura y es imposible la recuperación de un tiempo
histórico interrumpido por el colapso de 1973, apenas recuperado con la movilización social que
en 1988 produjo el triunfo del “No” y la salida de Pinochet. Botinelli (2016) plantea que “la estig-
matización y el borramiento de vocablos y modos del habla cotidiana” que produjo la dictadura,
así como “el uso de imposturas comunicativas que expusieran su dominación total sobre los indi-
viduos, sus cuerpos y su lenguaje” (p. 13), son situaciones que no fueron resueltas por el llamado
“retorno a la democracia” o transición. Al contrario de lo que los chilenos movilizados esperaban,
no se logró –plantea Botinelli– recuperar la antigua sintaxis:

El fin de la dictadura, suponíamos, nos devolvería una forma de organización del sentido que había
existido antes del Golpe, según nos contaban. Pero no pasó. Porque los textos, los tejidos de la cultura
chilena del siglo XX, los relatos de trascendencia colectiva, las formas para nombrar al/a otro/a en
un horizonte común se habían arcaizado, habían sido exitosamente enterrados por la discontinuidad
que la dictadura introdujo en el relato de la historia de Chile, que condenó como antimoderno
todo el período que le antecedió (la modernización autoritaria se asumió como única modernidad
posible para el país del orden de la excepción, el milagro chileno, ejecutado por los ingleses, por los
jaguares de Latinoamérica). Esos tejidos de formas y sentidos se quedaron, entonces, asilados en un
tiempo-experiencia perdido y no recobrado (una pérdida que, pienso, se debió a la particularidad
de nuestra Post, que aceptó habitar un suelo neoconservador que no estuvo en debate, justo porque
ese silencio fue condición de la transición y de su forma de comunicación: la política de los con-
sensos [sic]. El “No” (y toda su carga crítico-negativa) había sido una maravillosa epifanía, breve.
(Botinelli, 2016, p. 13)

Si bien las nuevas textualidades se caracterizan por su extraterritorialidad (Noguerol, 2008) o su


aproximación a “los nuevos códigos del mundo mediático”, “las nuevas tecnologías” o “la cultura
audiovisual” (Waldman, 2016, p. 357), esto no impide que los narradores vuelvan a la escena dicta-
torial y procuren redefinir, desde este presente globalizado, diaspórico y neoconservador, en que
una mayoría de autores produce desde las grandes capitales del primer mundo, su relación con las
escenas y el relato traumático y todavía incompleto de la dictadura pinochetista.

173
lorena amaro

En este sentido, llama la atención no sólo el recurso cada vez más consolidado de la llama-
da “autoficción”, entendida ésta en un sentido lato, como el que le da Régine Robin (2005), como
“deconstrucción de la ilusión biográfica” y “reconstrucción, elaboración de un lugar distinto
no aleatorio, lugar de verdad” (p. 54. La cursiva es suya), en que se constata la imposibilidad de la
autobiografía como suma de sentido y verdad. Esto implica una escritura fragmentaria, a pincela-
zos, la cual puede reconstruir, sólo así, las subjetividades quebradas por la violencia y el trauma.
Pero hay también otras formas singulares de acercarse, desde la literatura, a estas experiencias. Sin
ser específicamente autobiográficas, oscilan entre la historia y la literatura, lo documental y lo fic-
cional, cercanas a un discurso asociado desde siempre –y problemáticamente– a la historiografía:
las formas biográficas.

Fábulas biográficas y biografías autobiográficas

La biografía es un género ensayístico-memorialístico (Aullón de Haro, 1992), cuya práctica se


ancla en la Antigüedad, en estrecha relación con el surgimiento de la disciplina histórica (Romero,
1945; Momigliano, 1986; Valcárcel, 2010). Biografía e historia tienen un origen común en ese pe-
ríodo, y sus prácticas “inicialmente son similares y tienen la misma finalidad y objeto de análisis”,
escribe la investigadora del género María Teresa del Olmo (2015, p. 19). De acuerdo con ella y
con otros autores, la primera condición del género debiera ser, de hecho, la de atenerse a la vida
real de un individuo.
La investigadora española Anna Caballé (2012) subraya esta condición ontológica: “La biogra-
fía, como género, se ha construido sobre personajes reales, no sobre personajes mitológicos o ficti-
cios” (p. 41). Philippe Lejeune (1991) lo dice de otra forma: en tanto el horizonte de la autobiogra-
fía es la identidad, el de la biografía no es otro que el de la semejanza. Sin embargo, la misma Anna
Caballé plantea que ya en los orígenes del género, Plutarco incluía en sus Vidas paralelas la compa-
ración entre Rómulo y Teseo (Caballé, 2012, p. 41), ambos personajes legendarios de cuyas vidas no
se tienen más documentos de prueba que los escritos por autores como el propio Plutarco.
Otro tanto ocurre con las hagiografías, cuyo propósito moralizador acaba por supeditar la
veracidad del texto a su función formadora. El historiador y biógrafo François Dosse (2007) escri-
be que, “lejos del pacto de verdad que presupone la escritura histórica, la vida de santo enseña
al lector algo muy distinto de un hecho comprobado” (p. 137). Siguiendo a Michel de Certeau,
Dosse argumenta que las hagiografías “sirven ante todo para interrogarse sobre la concepción de
mundo transmitida por el hagiógrafo, más que sobre las vivencias efectivas del santo cuya vida se
relata. Son un resumen de la percepción, de la relación con el mundo de una época, de una con-
ciencia colectiva” (p. 138).
Es inevitable que la imaginación o la invención interfieran el relato biográfico, problema que a
fines del siglo XIX se hizo evidente para sus cultores, como lo manifiesta el famoso prólogo de
Marcel Schwob a sus Vidas imaginarias (1896), que vincula la biografía al arte y a la historia, tan
cercana esta última, hasta entonces (la biografía que se cultivaba era básicamente la histórica), a la
ciencia. La gran diferencia entre estos ámbitos es que la práctica artística “solo describe lo indivi

174
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

dual, no desea más que lo único” (Schwob, 2015, p. 499), no trabaja con ideas generales. Es por
la misma época de Schwob que la crítica y los propios cultores del género biográfico comienzan a
hacerse cargo de su ambigüedad, situándolo entre la ciencia y el arte, la historia y la construcción fic-
cional, la experiencia individual y el destino colectivo. Conscientes de la radical oposición entre fide-
lidad histórica y libertad artística, sus cultores se han ido involucrando a lo largo del tiempo en esa
discusión. Las posiciones son muy diversas: algunos, como el crítico estadounidense Leon Edel,
biógrafo de James Joyce y Henry James, han defendido, sin por ello abandonar un discurso literario,
el rigor referencial de estos textos. Edel (1984) escribía en su Principia Biographica que “el escri-
tor de una biografía debe ser claro y ordenado y lógico [...] puede ser tan imaginativo como lo
desee –cuanto más imaginativo, mejor– en lo que se refiere a la manera en que reúne su material,
mas no debe imaginar el material” (p. 27).
A Virginia Woolf, autora de biografías muy disímiles –como la de Elizabeth Barret Browning,
en la cual el narrador es su perro Flush, o la mucho más convencional biografía de su amigo, el
crítico Roger Fry– le interesó el dilema entre “ciencia” y “arte” biográfico, pero se inclinó por este
último: “La biografía aumentará sus perspectivas colgando espejos en rincones extraños”, escribía
en su Arte de la biografía (Wolf, 1942, p. 209). El conocido biógrafo Richard Holmes no dudaba en
afirmar que a partir de la obra del imprescindible biógrafo Samuel Johnson, en el siglo XVII:
“biography became a rival to the novel” (Holmes citado en Backscheider, p. XXI), frase que resu-
me la sensibilidad que en torno a estos textos se desarrolló a lo largo del siglo XX, y que extrema
el ejercicio de la imaginación hasta el punto de quebrar el espejo referencial e ingresar plenamente
en el universo de las ficciones.
Roland Barthes afirmó que “Toda biografía es una novela que no se atreve a decir su nombre”
(Barthes citado en Dosse, 2007, p. 308), enfatizando así el resultado ficcional del trabajo biográfico.
También se atrevió a esbozar una idea de la biografía de carácter fragmentario, no totalizadora.
En la obra Sade, Fourier, Loyola, Barthes (1971) planteó la idea de “biografema”: la posibilidad de
reducir la vida, gracias a los cuidados de un biógrafo “amistoso y desenvuelto”, a tan sólo “algunos
detalles”: “algunos gustos, a algunas inflexiones, digamos a algunos ‘biografemas’ cuya distinción
y movilidad pudieran trasladarse fuera de todo destino y llegar a tocar, como átomos epicúreos,
algún cuerpo futuro, destinado a la misma dispersión, en suma, una vida abierta en brecha, así
como Proust supo escribir la suya en su obra [...]” (p. 15). Barthes se refiere al sujeto, que retorna
“en migajas, disperso” (Dosse, 2007, pp. 307-316), a partir de este concepto.
La aparición del “biógrafo amistoso y desenvuelto” de Barthes pone la atención sobre el sujeto
que escribe, quien proyecta en la biografía una relación con su biografiado. Ésta puede ser de iden-
tificación, como también de rechazo o, como lo plantea Robert Gerwarth (2015) cuando se refiere
a las biografías de los agentes del nazismo, “de empatía fría”: “un intento de reconstruir la vida
[...] con distancia crítica pero sin caer en la tentación de confundir el papel del historiador con el
de un fiscal en un juicio por crímenes de guerra” (p. 430).
Hasta ahora, la biografía ha merecido escasa atención por parte de los críticos literarios latinoa-
mericanos, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra o Francia, donde la producción biográfica es
de larga data y cuenta con una gran cantidad de lectores y comentaristas del género. Existen espa-

175
lorena amaro

cios muy activos de reconocimiento e investigación, como la Red Europea sobre Teoría y Práctica
de la Biografía –administrada desde la Universidad de Valencia–, que reúne a una treintena de
especialistas en el tema, o la Unidad de Estudios Biográficos, creada por la Dra. Anna Caballé en
1994, en Barcelona.4 En el Cono Sur comienza a visibilizarse un creciente interés, primero de los
historiadores, pero también de los críticos literarios, sobre este tema. Existe la Red de Estudios Bio-
gráficos Latinoamericanos (REBAL), 5 creada por la Dra. Paula Bruno en Argentina, donde recien-
temente –al igual que en Chile–, se han realizado encuentros de discusión sobre este tema.
Devorada por la ficción, la biografía aparece en el campo cultural chileno como una forma de
producción secundaria, quizás más vinculada a la construcción histórica. No obstante, los textos
a los que me referiré buscan, en el género y sus formas, nuevas posibilidades expresivas asociadas
con las retóricas de la ficción y, al mismo tiempo, de la reconstrucción de la memoria colectiva.
Si tensamos todo lo posible la relación historia-ficción, encontramos un tipo de relatos que he
llamado “fábulas biográficas”: biografías de sujetos que no existieron, del todo imaginarias salvo
por el hecho de que emplazan a sus protagonistas en contextos históricos reales, que revelan la vio-
lencia política y social de los años recientes. A esta forma obedecen textos como La literatura nazi
en América, de Roberto Bolaño, colección enciclopédica que muestra las vidas de escritores nazis,
que evocan, en algunos casos, la existencia de escritores reales. O por ejemplo, la novena parte de
la novela Caja negra, titulada Enciclopedia del cine B chileno, en la que Álvaro Bisama da vida a reali-
zadores, actores y guionistas de un mundo cinematográfico que nunca existió. Tanto en uno como
en otro caso hay un trasfondo político violento, sobre el cual testimonian los textos, un trasfondo
que por momentos pasa a un primerísimo plano, y que constituye la contribución de estos textos a
la construcción de una memoria compartida.6
Pero existen otras formas de acercamiento a lo biográfico. Gilda Waldman (2016) ha escrito,
con toda razón, que:

Uno de los giros interesantes en la creación autobiográfica contemporánea es la articulación entre el


relato de la propia vida con la de otro protagonista (una figura muy cercana a quien escribe) en un
paradójico juego de espejos en el que, finalmente, por medio de los ojos del autor/narrador/personaje
que reconstruye su propia vida –sin excluir los elementos ficcionales presentes en toda narrativa
vivencial– se privilegia la reconstrucción biográfica del segundo personaje mencionado, que suele
ser por lo general el padre, la madre o algún otro pariente cercano. La historia de vida de los hijos

4
Se puede acceder a más información en la web en http://www.valencia.edu/retpb y en http://www.ub.edu/ebfil/
ueb/presentacion.htm
5
Se puede acceder a información sobre REBAL en https://biografiaehistoria.net/. Por citar dos ejemplos de 2016: se
realizaron las jornadas “Vidas Ajenas: Perfiles, Retratos y Biografías Latinoamericanos”, el 24 y 25 de mayo, organiza-
das por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Finis Terrae; y el coloquio “Un arte vulnerable.
La biografía como forma”, efectuado el 11 y 12 de noviembre en la Universidad Nacional de Rosario (Argentina).
6
Abordo estos relatos con más detenimiento en un artículo de próxima aparición en la revista chilena Literatura y
Lingüística, 36(2017), pp. 149-175, “De la ‘vida de artista’ a la ‘fábula biográfica’: autores quiméricos en las obras de
Bolaño, Bisama, Guebel y Pron”.

176
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

se entreteje con la de los padres en una suerte de novela autobiográfica oblicua, en una búsqueda
primigenia de orígenes, genealogías, identidades, historias familiares, pero también en un intento de
preservar a estas últimas de la desaparición [...] (p. 366)

Cuando la biografía predomina sobre lo autobiográfico propongo hablar de “biografías auto-


biográficas”, como se verá en los textos que analizaré de forma breve, los cuales revelan hasta qué
punto el tiempo, siempre móvil, origina nuevas propuestas para leer lo que ocurrió antes, en un
pretérito que incesantemente vuelve a nosotros. Como plantea Elizabeth Jelin (2013), “las me-
morias del pasado no están, ni pueden estar, fijadas y cristalizadas, sino que cambian a lo largo
del tiempo” (p. 78). En el caso de la escena literaria chilena y como propone Waldman, diversos
autores han canalizado en particular sus memorias de infancia, enfrentados ya a una medianía de
edad en la que se inicia un diálogo con los hijos. La paternidad y la maternidad personales y el
enjuiciamiento de padres y madres bajo la dictadura figuran en muchos de estos relatos en la forma
de autoficciones,7 pero aunque más periférico o menos trabajado, se podría hablar también de las
“biografías autobiográficas” que he mencionado antes.
Diversos críticos del género biográfico coinciden en que éste requiere de cierto nivel de empatía
del biógrafo con el biografiado (Dosse, p. 31; Holroyd, p. 29; Backscheider, pp. 30-60; Ellis, p. 5),
al grado de que muchas veces estos textos se transforman en espacios de autoindagación para su
autor, quien pone en diálogo su propia subjetividad con la del biografiado. Es cierto que estos tex-
tos podrían ser considerados, sin más, “novelas”; pero algunos detalles de su planteamiento for-
mal permiten una reflexión específica desde lo biográfico. A continuación abordaremos los libros
Mi abuela, Marta Rivas González, del novelista Rafael Gumucio (1970), quien publica esta historia
en la colección Vidas Ajenas de las Ediciones de la Universidad Diego Portales abocadas a géneros
referenciales, y La dimensión desconocida, de Nona Fernández (1971), la cual indaga –con un acopio
importante de archivos de la época, que la autora ha empleado en sus últimas producciones8– en la
vida de Andrés Valenzuela, alias Papudo, personaje real a quien la narradora menciona con insis-
tencia como “el hombre que torturaba”. Valenzuela, quien se encuentra vivo y reside en Europa,
fue el primero en romper el pacto de silencio de los represores, que secuestraron, torturaron y ma-
taron a miles de chilenos durante la dictadura de Pinochet.
A continuación abordo con brevedad cada uno de estos textos, para mostrar hasta qué punto
se encuentran en un cruce en el que archivo, memoria e imaginación generan una nueva aproxi-

7
He abordado antes varios de estos textos, de autores tales como Nona Fernández, Lina Meruane, Luis López-
-Aliaga, Alejandro Zambra, Leonardo Sanhueza; y otros en los artículos “Formas de salir de casa, o cómo escapar del
Ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente”. Literatura y Lingüística 29(2014), pp. 109-129; “La pose auto-
biográfica”. Revista Dossier, 30(2015), pp. 37-41, y “Parquecitos de la memoria: diez años de narrativa chilena
(2004-2014)”. Revista Dossier, 26(2014), pp. 35-42.
8
Desde la publicación de la novela Fuenzalida (2012), el estreno de la obra teatral El taller (2012) y el guión de la serie
televisiva Los archivos del cardenal (2011) hasta esta fecha. A Fuenzalida la siguieron las novelas Space Invaders (2013) y
Chilean Electric (2015), ambas muy bien recibidas por la crítica y muy cercanas por su temática. Con La dimensión des-
conocida conforman una suerte de tetralogía de la memoria de la dictadura.

177
lorena amaro

mación, sensible y material, a lo que fueron los años de dictadura; un acercamiento en el que con-
curren cuestiones atingentes tanto al discurso crítico literario como al de las ciencias sociales y, en
particular, a la escritura biográfica e histórica.

Biografía del exilio y la clase (y el exilio de la clase)9

Llama la atención que un escritor llamado Rafael Gumucio (al igual que su padre, su abuelo,
su bisabuelo y su tatarabuelo, algunos de ellos inscritos en los libros de historia como activos agen-
tes parlamentarios y reconocidos participantes de la vida política chilena), decida escribir no sobre
su conspicua rama familiar, sino que concentre su mirada en una mujer, su abuela, Marta Rivas
González. Y llama la atención porque decide hacer de su figura la protagonista de una biogra-
fía, que no sólo en Chile, sino en la larga tradición del género, se asocia por lo general al espacio
público en que, por lo menos hasta el siglo XIX, figuraban sobre todo los llamados varones ilustres,
hombres de letras, etcétera. En las primeras páginas de la obra de Gumucio (2013) encontramos
una explicación que tensiona una posible reflexión sobre los géneros:

Mi abuela fue, moralmente hablando –y sin que yo dudara un segundo de que estaba frente a una
mujer–, el primer hombre, el primer varón que conocí, la primera imagen de valentía, de moral y de
lealtad caballeresca que me fue ofrecida. O más bien fue mi abuela la primera imagen de masculinidad
que yo elegí reivindicar como propia (por mucho que mi padre y mi padrastro fueran indudablemente
más machos que ella). (p. 16)

Se ve aquí la primera de una serie de dualidades y aparentes contradicciones que van tejiendo
este texto, en parte biografía, en parte carta dirigida a Marta Rivas. A esa bonhomía de la abuela
se suma su indiscutible primacía sobre la familia, pues desplazó a un lugar secundario a su marido,
habitualmente protagónico de la puerta de casa hacia fuera:

Mi abuela reinaba en el departamento sin contrapeso. Ni un mueble, ni un adorno habían sido im-
puestos o sugeridos por su marido. ¿Dónde dormía mi abuelo? Mi abuelo –que daba discursos en los
mítines del partido de mis padres, del que era fundador y máxima figura– había elegido refugiarse
discretamente tras la diminuta bambalina del escenario en que mi abuela era la indiscutida actriz
principal: una habitación exigua que antes había sido un clóset [...] (p. 15)

9
Algunas de las ideas de este acápite están presentes en el artículo “Del biografema a la comunidad: dos casos
recientes en la literatura latinoamericana”, escrito en conjunto con la Dra. Claudia Amigo y publicado en la revista
Alea (2018), pp. 165-183, en el que se contrasta la narrativa de Gumucio con la del brasileño-argentino Julián Fuks, des-
de la luz del concepto de “biografema” barthesiano y la conceptualización crítica de lo que significa “hacer comunidad”
a partir de la literatura y la lectura.

178
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

El autor incluso atribuye su patronímico a la influencia difusa de su abuela:

Yo me llamaba como mi padre, como mi abuelo, como mi bisabuelo y mi tatarabuelo, pero era mi
abuela, que no llevaba ese nombre y desafiaba cualquier herencia o leyenda en torno a los Gumucio,
la verdadera dueña de mi nombre. Era ella el verdadero puente con un Chile para el que –ahora lo
sé– nunca dejé de prepararme. (p. 43)

Si bien el texto funciona como una autobiografía que revela los múltiples legados recibidos por
Rafael Gumucio como escritor y sujeto político, y como miembro de una contradictoria “aristo-
cracia de izquierda”, “roteadora”10 y de moral tribal –que su autor ubica en particular en Chile y
en ningún otro lugar del mundo– el discurso que construye es una crítica de esa clase social, que el
nieto, el hijo, el escritor, sopesa y juzga con crueldad. Y que, a ratos, también defiende con indul-
gencia. Sobre la figura del biógrafo predomina, indiscutiblemente, la de la abuela, como vehículo
que sostiene todo el armado ensayístico y crítico del texto.11
No es la primera vez que Gumucio escribe sobre su historia familiar. Ya en sus Memorias prema-
turas (2000), el autor (entonces de escasos 30 años) observaba perplejo a sus padres y su padrastro,
una familia atípica, producto no sólo del exilio y la persecución política de la que fueron también
objeto tíos y abuelos, sino de una historia más larga que se explica en este nuevo libro, donde cons-
truye el personaje de su abuela y con ese fin intercala algunas páginas del diario de ella durante su
exilio en París, hasta ahora no publicado.
Gumucio es quizás el único escritor de su generación que retrata la vieja aristocracia chilena,
una que hace tiempo dejó de ser adinerada y que sostiene su orgullo en símbolos, tradiciones,
entradas de enciclopedia y modos de pensar y hacer. Con voz destemplada, el autor destaza los
libros de historia y busca hacer un relato de la elite por dentro, sobre todo del grupúsculo que tuvo
el atrevimiento de poner en marcha una revolución. Allende figura como el principal activista de
esa transformación elitista, de origen burgués, la revolución de la Unidad Popular, culta, respetada
en el mundo entero. Su abuela, como otras mujeres de clase alta, se vio involucrada en esos cam-
bios, y debió soportar por ello el rechazo de otras mujeres de su condición social, las que militaban
atávica, inconscientemente, en las filas conservadoras: “Hablaba quizás por usted misma, clasista,
refinada, aristocratizante pero votando siempre por la izquierda, donde había escogido que estu-
viera su corazón” (Gumucio, 2013, p.152). Tuvo también que soportar el desprecio –o por lo menos

10
“Rotear”, en Chile, es tratar como inferiores a personas de clases trabajadoras y humildes, por ejemplo, considerar
que son perezosos, maleducados o de mal gusto. El Diccionario de Americanismos define la voz “roto” como “persona de
clase social baja o de condición humilde” en Chile y México; y como “persona maleducada y de modales groseros” en
Chile y Perú.
Diccionario de Americanismos, recurso virtual de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Recuperado de
http://lema.rae.es/damer/?key=roto
11
Gilda Waldman (2016) sostiene que Gumucio “se instala en un lugar relativamente marginal para poner en pri-
mer plano la figura de su avasalladora abuela, la matriarca de una familia de abolengo ya sin dinero, pero que basa su
nobleza en el mundo de los símbolos, las tradiciones y el peso de las genealogías, una mujer que fue, al mismo tiempo,
adelantada para su época” (p. 368).

179
lorena amaro

la sospecha– de las y los intelectuales y activistas alineados en la izquierda, provenientes de la clase


media, que sólo podían ver en mujeres como Marta Rivas la cara de la aristocracia. Sin embargo, el
nieto resalta el discurso amoroso y violento, contradictorio, de la abuela, en quien la familia exiliada
encontró un ejemplo de coraje. También el ingenio, la inteligencia de una mujer atrapada por con-
venciones sociales, que procuraba disfrazar las marcas de su formación con retruécanos que daban
nuevo sentido a la discriminación social: “Por puro miedo a los rotos –dice buscando resumir toda
la historia de Chile–, los caballeros se volvieron rotos, y los rotos, caballeros” (Gumucio, 2013,
p. 103). La admiración por los apellidos (muy extendida en Chile) y la clasificación social se torna,
en la mirada del nieto, una pasión por la geografía, quien se dirige así a su abuela:

Porque para usted los apellidos eran ante todo eso, una especie de geografía alterna, zanjas, monta-
ñas, valles, ríos sin los cuales no podía comprender Chile, ese país que sabía que era cualquier cosa
menos una pampa plana y monótona sin accidentes, un país lleno de volcanes, dunas, desiertos y
glaciares. (p. 102)

En los momentos más íntimos de su elegía familiar, Gumucio le pregunta a la abuela por qué:
por qué quiso morir en Chile, qué significó para ella –dos veces exiliada por los militares chile-
nos– este país. “¿Su infancia?”, pregunta el nieto como si en las respuestas al enigma que es toda
persona, procurara precisar las suyas propias. La abuela ya no puede responder: su silencio es el de
los espectros, habitantes usuales de los textos “heterográficos” (Derrida, 1995), donde los fantas-
mas toman cuerpo y a la vez fantasmagorizan el cuerpo y la voz de donde emana el relato, en una
complicada forma de duelo. Éste consiste en “intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes, en
primer lugar en identificar los despojos y en localizar a los muertos” (Derrida, 1995, p. 23). Estas
presencias, inscritas en la ausencia, cuya perseverancia en el tiempo es un desorden, una turbulencia,
una intervención ineludible en el presente y el futuro de los vivos, son en gran medida la materia
de este libro, en que Gumucio intenta entender los mandatos de su herencia, entre ellos el de la
escritura, un legado que la abuela dejó –no sin crueldad– sobre todo cuando rechazaba los prime-
ros textos de su nieto y transformaba sin miramientos su primera novela, escrita a los 16 años, en
una crónica, en otra cosa, en algo que le negaba la posibilidad de la ficción:

Mi abuela me dejaba ser escritor a condición de que contara mi vida y sólo mi vida. En venganza
escribo hoy la suya, que de seguro no le habría gustado leer. Hizo de mi primera novela un testimonio;
hago entonces de su propio testimonio, que escribo sin cambiar nombres ni acontecimientos (a no ser
los que mi memoria cambia y acomoda por sus deficiencias), una novela. (p. 115)

La narración de Gumucio también podría inscribirse en la categoría “relato de filiación” (récit


de filiation, término acuñado por Dominique Viart en 1996), en el cual el tema de la herencia fami-
liar o lo que Viart llama “la anterioridad” del sujeto (a diferencia de su “interioridad” autobiográ-
fica) es fundamental en el relato. Por supuesto, esa anterioridad puede ser documentada (en parte,
Gumucio lo hace cuando cita los diarios de su abuela), pero por otro lado suele ser narrada con
grandes dosis de ficción, ya que el heredero sólo puede suponer o inferir, de los silencios familia-

180
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

res o de sus incompletos recuentos, los hechos reales que se supone dan base a toda autobiografía.
La especulación y las digresiones alimentan o glosan la incierta narración biográfica.
Con humor cruel y melancolía, Gumucio, el heredero, no deja nada fuera en su recuento de la
vida de la abuela ni del trecho que les tocó experimentar en común, el cual se inaugura en el exilio,
con la partida de su padre de París y la asunción que la abuela hace del rol paterno. Ambos viven
la condición de transterrados, ambos también la orfandad (del padre, del hijo). Y al identificarse
con ella nos hace oír la voz de la abuela en sus momentos de sabiduría estoica, también en los de
patética decadencia, en que la vejez se muestra con ribetes donosianos.
Ni buena ni mala, claroscura como somos todos, la abuela vive poco más de noventa años.
Su biografía, como las más preciadas del género, se cruza con los grandes hitos históricos, nacio-
nales y mundiales. Nacida en los años de la Primera Gran Guerra, ni más ni menos que en 1914,
la historia de Marta Rivas González está teñida por las grandes batallas del siglo: el parlamenta-
rismo y luego el gobierno de Alessandri en Chile, el exilio de su padre conservador, la guerra civil
española, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, las revoluciones latinoamericanas, las dic-
taduras y la cobarde transición democrática. Muere en 2009, ya inconsciente de quién es y privada
de su lengua materna. En el viaje a sus funerales, el narrador de esta historia declara su odio hacia
los chilenos, sobre todo hacia “los que no son como yo”, reclamo identitario que es el centro de este
relato. Pero el odio se resuelve finalmente en el diálogo trunco con la abuela:

Tantos años llevo mintiendo, abuelita, tantos años. Para salvarme, para ser feliz tanto tiempo llevo
protegiéndome de esa verdadera desnudez que su muerte ahora me pide de vuelta. ¿Me duele?
¿Me molesta? Hasta que de pronto, cuando dejo de intentarlo, lloro como niño, lloro porque lloro,
como un juego que asusta. Estoy orgulloso de mi llanto que le daría tanta vergüenza a usted, abuela.
[...] Lloro sin control alguno, lloro con los niños, río de tanto llorar, lloro como un niño, por primera
vez en mi vida lloro como lloran los adultos. (pp. 223 y 224)

El nieto asume la biografía como un acto de restitución, de crecimiento, de extraño equilibrio.


Como gesto de madurez. Lejos del tartamudeo y del odio, la belleza del texto de Gumucio anun-
cia su plenitud como narrador y una forma singular y lúcida de acercarse a la historia chilena del
siglo XX.

En otra dimensión12

Nona Fernández escoge como protagonista de su última novela a Andrés Valenzuela, alias
Papudo, ex integrante de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) que en los años más duros de la repre-
sión formó parte de la maquinaria que apresó, torturó y aniquiló a miles de chilenos. Con un regis-
tro íntimo, librado sobre todo al discurso de la imaginación, pero apoyado en todo momento por

12
Parte del texto a continuación ha sido publicado antes, en 2016, en forma de reseña crítica, “La consolidación de
un proyecto”, en Revista Santiago. Recuperado de http://revistasantiago.cl/la-consolidacion-de-un-proyecto/

181
lorena amaro

abundante material de archivo, la autora va más allá de los hechos documentados, para tantear el
mundo afectivo y la cotidianidad de los chilenos que aun hoy, a 43 años del Golpe, no logramos
remontar los loops de una historia que parece clausurada. O más bien, abierta sólo como repetición
continua de un presente uniforme: el del mercado.
El relato registra las principales acciones represivas vinculadas al Papudo: episodio por episodio,
la narradora procura entrar en las vidas y las cabezas de quienes sufrieron la detención, la tortura y
la muerte. Si bien la historia comienza en un mundo cercano y familiar –la escritora cuenta la rutina
habitual del desayuno– lentamente el relato se transfigura, para dar cabida a historias que, si bien
parecen inauditas y extrañas, fueron posibles y por momentos incluso corrientes en el enloquecido
mundo de los mandos militares y la instalación pinochetista. En eso consiste el efecto siniestro de
la “dimensión desconocida”, expresión que da título al libro, y que fue tomada de una serie esta-
dounidense de la década de 195013 dirigida por Rod Serling, en la que mundos peligrosamente
cercanos o paralelos secuestran cualquier posible cotidianidad. Como en otra serie de entonces, la
Galería Nocturna (también de Serling), los rostros de los desaparecidos penden extraños y distantes
en el Museo de la Memoria, atrapados para siempre en esa dimensión:

Comienzan a enfocarse en esta pantalla que les da un rostro, una expresión, un poco de vida. Aunque
sea una vida virtual. Extensión de las fotografías que cuelgan de este muro transparente y celeste
que parece un pedazo de cielo. O mejor, un pedazo de espacio exterior en el que naufragan perdidos,
como astronautas sin conexión, todos estos rostros que fueron tragados por una dimensión desco-
nocida. (Fernández, 2016, p. 47)

Es fundamental la elección que hace la autora de La dimensión desconocida (2016) de su prota-


gonista: un torturador arrepentido. Acerca de la complicada figura de los represores se ha escrito
poca literatura en Chile. Bruno Vidal y Roberto Bolaño lo hicieron, con diversos acentos.14 En esta
obra, la narradora, quien plantea una voz generacional que al mismo tiempo que relata sus rutinas
cotidianas con su hijo y marido revela por fragmentos sus memorias de la dictadura, conjetura que
Valenzuela nunca pudo recuperar una vida como la que tuvo hasta los 19 años, cuando, como cons-
cripto de la FACh, se vio en el trance de colaborar y formar parte de la violencia institucionalizada.

13
En la tetralogía antes mencionada, Nona Fernández echa mano de una serie de recursos provenientes de la cultu-
ra mediática. En estas novelas aparecen las películas de artes marciales (Fuenzalida), el juego de Atari (Space Invaders)
o la figura del astronauta Yuri Gagarin (personaje central en La dimensión desconocida y también en la obra teatral Liceo
de Niñas, escrita por Fernández y estrenada en 2015). Estos intertextos señalan un espacio generacional, el de quienes
nacieron poco antes o durante la dictadura (los “niños de septiembre”, escribe Rubí Carreño, p. 20) y vivieron su infan-
cia en la década de 1980.
14
Bolaño en Historia de la literatura nazi en América crea al personaje de Carlos Ramírez Hoffman, miembro de la
FACh y poeta vanguardista que entre sus producciones artísticas tiene una secuencia de fotos de tortura y vejámenes
efectuados por él y sus compañeros. Este personaje da origen a Carlos Wieder, protagonista de la novela Estrella distante.
Para el poeta Andrés Urzúa de la Sotta (2013), los libros Arte marcial (1991) y Libro de guardia (2004), del poeta chileno
Bruno Vidal, “narran la tortura y la violencia propias de la dictadura chilena de Augusto Pinochet, mediante un narrador
o un hablante lírico fascista, militarizado y obsesionado con el mal” (Urzua, 2013, párr. 39).

182
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

Fernández humaniza al personaje, quien a los 29 años decidió desertar; nos permite asomarnos a
sus complejidades, dejando esparcidas en el texto varias preguntas difíciles de zanjar. Valenzuela es
comparado con Frankenstein, el monstruo de Mary Shelley: “Imagino el paisaje blanco del Ártico
y a esa criatura, mitad bestia y mitad humana, deambulando por el vacío, condenado a la soledad.
[...] El monstruo se arrepintió, insisto. Por eso termina escondido en el Ártico. ¿Ese gesto no tie-
ne valor?” (p. 229).
En sus páginas finales, la narración ofrece una suerte de línea de tiempo, que comienza con
el Golpe de 1973 y llega hasta nuestros días. Suceden cosas, muchas, de todo orden. En el ám-
bito cotidiano, en el político, en el de los medios de comunicación. Pero una sola frase retor-
na como un mantra: “Familiares/de/detenidos/desaparecidos/encienden/velas/en/la/Catedral”
(pp. 214-225).
Sin afectación, la autora logra acercarnos los rostros de los ausentes con una voz poética y al
mismo tiempo extrañamente espontánea, coloquial, como si se tratara de una voz amiga y familiar
que nos habla al oído. Una voz que se ha consolidado en sus últimos cuatro libros, más sencilla y
directa que en sus primeras publicaciones.
En los textos de Fernández suele haber dos o tres imágenes que vertebran el relato: en Fuenzalida,
la del padre que es artista marcial, y que lucha contra los esbirros de Pinochet; en Space Invaders, la
de los marcianitos verdes de la dictadura y los sueños de un grupo de escolares que alguna vez
representaron el combate naval de Iquique; en Chilean Electric, la imagen incierta de los prime-
ros faroles eléctricos iluminando el centro de la capital y una historia familiar en la cual la política
no puede sino tener un lugar, como lo tiene en toda la producción de esta autora. Es admirable el
empeño de Fernández por ir agregando estos fragmentos al infinito cuadro de la dictadura, con
fluidez, inteligencia y también mucha ironía. Su proyecto artístico es el que quizás ha llegado más
lejos, el más certero y contundente –de cuantos vemos en el panorama literario actual– en la batalla
contra el olvido. Como si cada nueva obra fuera una página desplegable, una hoja más de un tablero
infinito, con incontables casillas, en las que se juegan las historias de los chilenos. La voz íntima y
confesional de la narradora podría ser la de la propia Fernández:

He dedicado gran parte de mi vida a escudriñar en esas imágenes. Las he olfateado, cazado y colec-
cionado. He preguntado por ellas, he pedido explicaciones. [...] Las he transformado en citas, en
proverbios, en máximas, en chistes. He escrito libros con ellas, crónicas, obras de teatro, guiones
de series, de documentales y hasta de culebrones [...] He saqueado cada rincón de ese álbum en
el que habitan buscando las claves que puedan ayudarme a descifrar su mensaje. Porque estoy segura
de que, cual caja negra, contienen un mensaje. (p. 65)

Tal como plantea en su relato, Nona Fernández en efecto saquea el archivo de la dictadura,
procurando sobrepasar su materialidad: lo interviene, juega con él, monta y desmonta informa-
ciones, con la conciencia de que la documentación nunca es suficiente para acercarnos con afecto
a la dimensión histórica.

183
lorena amaro

El paralelo con la serie creada por Rod Serling, cuyas microhistorias ilustran el relato de alguno
de los horrores de la represión, es acertado: al leer el libro se puede sentir el estremecimiento que
provoca la apertura de esa dimensión infame, donde la gente se extravía, se pierde, se queda sola.
Es el caso de Alonso Gaona Chávez, llamado “el compañero Yuri” por la admiración que sentía por
el astronauta Yuri Gagarin. Detenido en un centro de tortura de Gran Avenida, Gaona murió en el
baño por una bronconeumonía, después de pasar toda una noche colgado bajo el agua de la ducha:

Imagino al compañero Yuri inmovilizado en ese baño [...] No hay ventanas, pero si cierra los
ojos puede imaginar una redonda en el techo, justo por sobre su cansada cabeza. [...] Lo imagino
sumergiéndose en las profundidades de ese mar azul que el mayor Gagarin logró ver desde el espa-
cio tiñendo el planeta completo. La Tierra es azul, dijo por radio mirando por medio de su ventana
redonda el mar en el que dormiría años después y para siempre el compañero Yuri. La Tierra es
azul y hermosa, dijo, y desde aquí, que la Historia lo registre, por favor no lo olviden nunca: no se
escucha la voz de ningún dios. (pp. 109 y 110)

Fernández emplea también y con inusual belleza, la imagen de Gagarin, en Liceo de niñas, su
última obra teatral. Algo similar ocurre con el personaje de Estrella González, hija de Guillermo
González Betancourt, culpable del caso “Degollados”,15 que aquí aparece vinculada a Valenzuela,
pero que también fue central en Space invaders y en la crónica de Fernández incluida en el libro Volver
a los 17. Estas intromisiones o guiños intratextuales entre sus propias obras generan una sensación de
vértigo, como si la historia de la dictadura pudiera crecer ad infinitum, hecha un mecano, un collage,
un juego de la mente como los que menciona la narradora de La dimensión desconocida; un juego
que en cada nueva mirada, nos lleva a enfocarnos en algo que no habíamos visto la vez anterior.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió Pavese. “Vendrá el futuro y tendrá los ojos rojos
de un demonio que sueña” (Fernandez, 2016, p. 233), le escribe la narradora en una carta a Valen-
zuela, instalada en ese tiempo de mañana, donde sólo se puede soñar, imaginar y suponer, ser uno
mismo el fantasma de la historia. Le escribe esa carta desde la playa de Papudo, donde “el hombre
que torturaba” fue también, alguna vez y como todos, tan solo un niño.

Conclusiones

Es innegable el impacto afectivo de textos como los de Gumucio o Fernández, imposibles de enca-
sillar como “novelas”, “testimonios”, “autoficciones”, “autobiografías” o “biografías”. Estos escri-
tores rastrean en sus textos las huellas del dolor íntimo y personal, también del otro, el de largo
alcance, el del trauma histórico. Dan voces y rostros a sus protagonistas, dialogan con ellos (no en
vano ambos apelan por momentos a un “tú”: la abuela, en el caso de Gumucio; el Papudo, en el de
Fernández), los interrogan, plantean ambivalencias y silencios, lagunas y desconfianza en la exis-

15
A fines de marzo de 1985, tres dirigentes comunistas fueron secuestrados y degollados por carabineros. Ellos es-
taban trabajando para que el testimonio del Papudo se diera a conocer en la prensa extranjera.

184
nuevas formas biográficas en la comprensión de la dictadura chilena

tencia de una verdad única. De esta manera contribuyen a la creación de una memoria colectiva,
que se negocia en el marco de una escena amplia, impactada por una realidad de mercado en que
por momentos Chile recobra la crítica social y las demandas colectivas, como ha ocurrido en los
últimos diez años, a partir de las movilizaciones estudiantiles que reclaman una educación digna,
gratuita y de calidad.
A más de 40 años del Golpe militar, los autores instalan nuevos discursos de la memoria, resca-
tando del olvido historias invisibilizadas, como la del exilio y ostracismo social vividos por la abuela
de Gumucio, o la del represor que traiciona a sus compañeros y abre un camino al testimonio o
la búsqueda de los desaparecidos en Chile, pero de las cuales no podemos olvidar su ignominioso
pasado. ¿Quién fue la abuela de Gumucio?, ¿quién, el “monstruo” frankensteiniano de Fernández?
Pero sobre todo, ¿cuánto pueden decirnos sus existencias sobre el Chile que les tocó vivir y que
también construyeron con sus dichos, sus actitudes, sus tomas de postura y de bando? Desde luego
que la historia busca para ellos explicaciones fundadas en una gran cantidad de información
documental; pero la literatura, desde siempre anclada en la singularidad –como antes se ha dicho
de Marcel Schwob–, proporciona cuotas de afecto, de materialidad de las sensaciones, de ambi-
güedad, que el discurso histórico hoy reconoce y se apropia de ellas, en muchos de los mejores tex-
tos historiográficos que se están produciendo, con el fin de explorar una “dimensión desconocida”
hasta ahora, de la experiencia social.
Las formas biográficas aquí revisadas proponen a un lector inquieto una compleja suma de fic-
ción e historia, que habla de la interpenetración de los discursos históricos y literarios en nuevas
modalidades escriturales, que constituyen también nuevas modalidades de entendimiento y cola-
boración.

185
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187
Crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente1

Claudia Darrigrandi Navarro2

En una clase dictada recientemente, tras la lectura de algunas crónicas del libro Perlas y cicatrices.
Crónicas radiales (1998) de Pedro Lemebel, una estudiante dijo: “es como estar leyendo al soció-
logo Tomás Moulian”. Se refería a su libro Chile, anatomía de un mito (1997), uno de los primeros
textos en cuestionar los mecanismos y pactos políticos implicados en el retorno a la democracia y
el proceso de transición. El comentario es interesante porque primero, no enmarcó a ninguna de
las dos publicaciones en un sistema de valoraciones; tampoco estableció jerarquías de ningún tipo
entre ellas, ni subordinó la escritura literaria a la académica, o viceversa. Su comentario se limitó
sólo a un aspecto de la escritura. De esta ocasión, destaco que ella supo identificar con claridad
que ambos autores abordan un mismo objeto: el Chile de la década de 1990, sin embargo no hizo
distinción en las formas de sus escrituras, en sus diferencias genéricas.
De todos modos, tras la intervención de esta alumna, la clase derivó en una enriquecedora conver-
sación sobre los géneros discursivos y, en este caso en particular, en cómo esos dos géneros que
responden a pactos de lectura diferentes contribuyen al conocimiento y entendimiento del pasado
reciente chileno. Lemebel y Moulian escriben de lo mismo, del Chile de la posdictadura. Sin em-
bargo, una de las riquezas de ponerlos en diálogo es que cada uno se adscribe a distintos registros
y se apoya en las convenciones propias del área a la que pertenecen: la literatura y la sociología,
respectivamente. De este modo, tanto desde la escritura periodística-literaria (Lemebel) como de
la escritura académica y científica (en el caso de Moulian) se despliega ante los ojos del lector una
manera especializada y particular de acercarse al pasado inmediato (Dictadura cívico-militar y Uni-
dad Popular) y al presente de la enunciación (posdictadura); uno lo hace en la escritura literaria, el
otro desde la escritura acorde con un estudio académico de sociología.
Minutos después, otro estudiante intervino y preguntó si las crónicas de Lemebel podían ser
fuentes para la escritura de la historia. Entonces aparecieron en la discusión asuntos que establecían
cierta jerarquía entre ambos textos. Por un lado, en las palabras de los estudiantes parecía que el dis-
curso literario no fuera suficiente en sí mismo para acercarse a ese pasado reciente. En tal sentido, se
debatía un problema antiguo, que desde los estudios literarios y culturales se da por superado, en

1
Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto FONDECYT iniciación Nº 11140881, del cual fui investiga-
dora responsable.
2
Profesora-investigadora del Departamento de Literatura. Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez
(Chile).

[ 189 ]
claudia darrigrandi navarro

cuanto que se reconoce la diferencia epistemológica, pero no es un mecanismo para el estableci-


miento de una jerarquía en la legitimidad de sus discursos. Que una escritura tenga pretensiones
de verdad histórica y la otra no, que una se construya a partir de un método científico y la otra no,
no hace más significativa a una que a la otra, tampoco más o menos autorizada para hablar de ese
pasado reciente. Sin embargo, en este debate se señalaba con insistencia que el registro de la ciencia
está vinculado a categorías de verdad, que dotan de cierta autoridad de la cual carecen las escrituras
que apelan a lo simbólico.
En ese sentido, se planteaba que al someter las crónicas al método científico de la historia podrían
adquirir otro valor que les dotaría su condición de fuente para elaborar una escritura histórica, en
sus términos, verdadera. Sólo así se podrían convertir en un recurso, en un material, en una fuente
para avalar o dar sentido a otra cosa, aquello que sea impuesto por el saber de la disciplina que la
interroga. Sin embargo, a raíz del comentario del estudiante, nos preguntamos: ¿Por qué el dis-
curso literario no pareciera ser suficiente y/o convincente para contar ese pasado? Siguiendo estas
ideas pareciera que esa expresión, ese saber de la cotidianidad, de la vida urbana, por ejemplo, que
puede entregar una obra literaria no estuviera legitimada para hablar del pasado. Pero, desde otro
punto de vista, esa posible tensión también sugiere otro asunto que ha ido cobrando cada vez más
importancia: el diálogo interdisciplinario como metodología relevante para abordar problemas impo-
sibles de resolver desde una única mirada, desde un solo saber.
A pesar de lo antes mencionado, es innegable la riqueza de las crónicas como fuentes para la his-
toria, razón por la cual la enorme producción cronística del siglo xx se presenta como un importante
material que debe ser recuperado de los archivos de prensa para ser consultado e incorporado en
proyectos de investigación que no sólo se atienen a lo literario o periodístico. En sus estudios sobre
las mujeres trabajadoras y la feminización de los empleos administrativos, la historiadora social
Graciela Queirolo (2004) ha dado un lugar relevante a las crónicas de Alfonsina Storni, cronista
argentina que publicó en la revista La Nota y el diario La Nación a inicios de la década de 1920,
y a Josefina Marpons, quien escribió su columna en la década de 1930 (Queirolo, 2004). Sostie-
ne Queirolo que las imágenes sobre el trabajo femenino en las crónicas de Storni y las aguafuertes
de Roberto Arlt “que recorren un arco valorativo de lo negativo a lo positivo, constituyen indi-
cios del imaginario de una sociedad que estaba siendo transformada por complejos procesos que
afectaban las relaciones intergenéricas” (p. 200), producto de cambios en el trabajo realizado por
mujeres que, por parte de ciertos sectores, se veían como una amenaza dentro del discurso de
la domesticidad (p. 206). Sin desconocer la producción historiográfica sobre el trabajo femenino, la
inclusión de las crónicas le permite a Queirolo (2004) profundizar en aspectos que en otras fuentes
no es posible abordar, y señala:

La representación que hace Storni del trabajo femenino es ampliamente positiva. Éste colabora con
la economía familiar, sin victimizar a las mujeres que lo ejercen [...] Es necesario destacar la minu-
ciosidad con que se describe el mundo del trabajo femenino, en particular las actividades vinculadas
con el tercer sector. (p. 214)

190
crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente

Las crónicas son un medio para profundizar en aspectos que, a primera vista, parecen datos
insignificantes; no obstante, entregan pistas interesantes para entender las complejidades sociales
y culturales de lo que significó la entrada de las mujeres al mundo laboral profesional a inicios del
siglo xx. Como bien lo estudia Queirolo para el caso de las dactilógrafas, las crónicas de Storni
transmiten con ironía y aguda crítica los prejuicios y valoraciones que el trabajo femenino fuera del
hogar despertó en la sociedad bonaerense en la primera mitad del siglo pasado. Esto concuerda
con lo que ya ha dicho Julio Ramos (1989) para la crónica modernista: jugó un importante papel
para literaturizar aquello que en el fin de siglo no podía ser parte de la literatura, lo que él llama
el “exterior”, en oposición a un “interior” que era lo propio de la literatura que –en el periodo estu-
diado por Ramos– correspondía, principalmente, a la poesía. Ese exterior es el objeto compartido
con las ciencias sociales: la calle, el trabajo, la experiencia de la ciudad, etcétera.
Si el trabajo de la historiadora Queirolo entrega luces de cómo la crónica puede ser una fuente
para la historia social y cultural, también es necesario señalar lo que Ignacio Corona ha indicado para
la crónica de Elena Poniatowska. En la cronista mexicana, según Corona, resuena el trabajo de
campo del antropólogo Oscar Lewis, con quien la escritora tuvo la oportunidad de trabajar durante
su visita a México (Corona, 2002, p. 128). La observación, la toma de notas, el registro visual, las
grabaciones, entrevistas, entre otras prácticas, acercan a cronistas y sociólogos al compartir tecno-
logías y metodologías.
En las siguientes páginas la atención no está puesta en continuar la discusión de cuál de estas
escrituras es el mejor registro de la verdad sobre el pasado reciente chileno, cuál es más o menos auto-
rizada o legítima, o si es necesario siempre subordinar la crónica a otros saberes o defender su
autonomía. Al contrario, interesa esa retroalimentación que se puede hacer entre literatura y cien-
cias sociales, en particular entre las ciencias sociales y la crónica (periodística-literaria), que ya en sí
misma presenta esa hibridez entre ciencia social y literatura que es el eje articulador de este libro.
Es decir, la crónica periodística-literaria es un ejemplo concreto de cómo la literatura se puede rela-
cionar con las ciencias sociales, en particular con el periodismo y las comunicaciones. No obstante
este vínculo es el básico, pues la relación es más amplia. Ese encuentro inicial desemboca en un
género literario y en uno periodístico en particular, que permite comenzar esta reflexión.

Un poco de historia de la crónica latinoamericana3

La crónica latinoamericana tiene una historia larga y ciertos momentos paradigmáticos que dan
señal de las funciones que ha cumplido en sus respectivas sociedades. En primer lugar, es necesa-
rio mencionar lo escrito por los cronistas de Indias durante los periodos de Conquista y Colonia;
en segundo lugar, la que surgió en el marco del modernismo hispanoamericano, y que hoy es parte
del campo literario gracias a los estudios de Aníbal González, Julio Ramos y Susana Rotker; y por

3
Algunas de estas ideas han sido trabajadas en un artículo que publiqué el año 2013 en Cuadernos de Literatura,
revista editada por la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.

191
claudia darrigrandi navarro

último, la que se comenzó a publicar en la década de 1990, más reconocida en el marco del perio-
dismo literario o el narrativo. Para Jorge Carrión (2012), cronista y académico que ha intentado
señalar algunos lazos entre estos tres periodos, los del modernista “no invocaron a los cronistas de
Indias como sus antepasados” (p. 23) y, a su vez, no todos los cronistas contemporáneos se sienten
herederos o vinculados con sus antecesores del fin de siglo XIX.
En cuanto al tercer momento, corresponde a la generación que se identifica con lo que conoce-
mos como Nuevo Periodismo, término que, según Carlos Mario Correa, fue patentado por Tom
Wolfe con la publicación de una antología compuesta por 23 ejemplos de este género en la década
de 1970 (Correa, 2011, p. 14). Uno de los sellos distintivos de este periodismo fue la apropiación de
las técnicas narrativas, de técnicas literarias.
El Nuevo Periodismo se conoce también como Periodismo Narrativo. Sin embargo, aunque el
Nuevo Periodismo se identifique con una forma de ejercer y escribir periodismo, tiene un carác-
ter “nacional”, una denominación de origen perteneciente a los Estados Unidos de las décadas de
1950 y 1970. En cambio, el Periodismo Narrativo, está vinculado a una práctica periodística que no
responde a un espacio geográfico o nacional determinado. En esta definición también se inscriben
los autores asociados al Nuevo Periodismo. Los antecedentes más inmediatos de esta nueva oleada
serían Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez y Carlos Monsiváis, a
quienes además es posible suscribir al Nuevo Periodismo; estos autores empezaron a publicar cró-
nicas entre las décadas de 1950 y 1970, al igual que los estadounidenses. En palabras del cronista
mexicano, Carlos Monsiváis (2006):

El Nuevo Periodismo es, como el Boom de la literatura latinoamericana, una etiqueta victoriosa pero
inexacta, porque ya antes y con enorme talento han combinado las técnicas narrativas y la información
periodística autores como Jack London (The People of the Abyss), John Hershey (Hiroshima, la crónica
definitiva del genocidio de 1945), Lilian Ross [...]. (p. 94)

Por su parte, Robert S. Boynton, en la introducción de El nuevo nuevo periodismo (el doble “nue-
vo” no es un error), establece algunas de las diferencias entre el Nuevo Periodismo estadounidense
desarrollado en la década de 1960 con aquel que se identifica como Periodismo Literario que co-
menzó a ejercerse en la última década del siglo xix en Estados Unidos. Desde otro punto de vista,
estudios más recientes se han desmarcado de esa periodización, como el libro de Viviane Mahieux,
enfocado en la crónica latinoamericana de la década de 1920 y 1930, y también han abordado la
crónica desde una perspectiva trasatlántica como el libro de Tania Gentic.

Algunas definiciones

El estudio de la crónica latinoamericana comenzó formalmente en la década de los ochenta del siglo
pasado por parte de investigadores de la literatura y de los estudios culturales, cuando se rescató la
crónica modernista. Sin este esfuerzo, la crónica no hubiera entrado al campo literario latinoame-
ricano, hecho que problematizó el concepto de literatura. Sin este gesto, además, quizás hoy no

192
crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente

se harían preguntas desde los estudios literarios y culturales sobre la crónica escrita durante el
siglo XX. En el campo de estos estudios, como señalamos páginas atrás, la crónica es de reconocido
carácter híbrido. Una de las definiciones más comunes para entenderla es la que plantea Susana
Rotker (2005): “punto de inflexión entre el periodismo y la literatura” (p. 25). La autora indica
que el cronista impone en su trabajo una voluntad estética, pero no por ello su escritura abando-
na el “alto grado de referencialidad y actualidad (la noticia)” con el que suele asociarse la crónica
publicada en prensa (p. 116). Al contrario, arguye Rotker, debido a su función periodística, el
archivo de lo “poetizable” aumentó en gran medida, enriqueciendo, de esta manera, las temáticas
de los escritores del fin de siglo (pp. 118 y 173). La crítica venezolana, además, señala que la cró-
nica modernista se enfoca en hechos menores y en divertir más que en informar, pero de cualquier
modo se constituye en “un relato de la historia de cada día” (pp. 123 y 130).
En el libro Desencuentros de la modernidad en América Latina, Ramos se aboca al análisis de los
mecanismos de autonomización del campo literario que, en gran medida, se debe al desarrollo de
la prensa durante el periodo que conocemos como fin de siglo. En palabras de Ramos (2003): “La
crónica [...] tematiza el proceso de la elisión: la confrontación de la literatura con las zonas ‘anties-
téticas’ de la cotidianidad capitalista” (p. 227). Entonces, en el campo periodístico, la crónica pudo
hacer su aportación al proceso de distinción del discurso literario.
Por su parte, Mahieux (2011), estudia las crónicas publicadas en la década de 1920 y 1930
por Roberto Arlt, Salvador Novo, Mário de Andrade, Cube Bonifant y Alfonsina Storni. En este
contexto, define las crónicas como “artículos breves que comentan variados aspectos de la vida
urbana en un tono ligero y anecdótico” (p. 6. La traducción es mía). Al mismo tiempo, consi-
dera la crónica “como un foro donde influencias estéticas de larga duración y eventos inmediatos
se intersectan e interactúan” (p. 7. La traducción es mía). Es decir, Viviane Mahieux –al igual que
Rotker– acentúa el alto grado de referencialidad de la crónica. Asimismo, Mahieux postula que las
crónicas que componen su corpus de investigación están estrechamente vinculadas al desarrollo de
las vanguardias en sus respectivos países, en particular, por la aceptación de los cambios que trajo
consigo la incorporación de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana y, por su puesto, en el ejer-
cicio del periodismo. Estos antecedentes dan cuenta de la flexibilidad del género.
María Josefina Barajas (2013), quien estudia la crónica venezolana de finales del siglo xx, carac-
teriza la crónica como una “discursividad excéntrica”; esta excentricidad proviene de las disciplinas
de las cuales es heredera: el periodismo, la historia, las ciencias sociales y la literatura. Es por esto
que el título de su libro lleva la palabra “salvoconductos”, porque esas escrituras tienen la posibi-
lidad de circular libremente por variados objetos; en ese contexto, destaca Barajas que también se
apropian de otras “hablas” y “escrituras”. La biografía, la autobiografía, la escritura de la informa-
ción, y la escritura del consejo y el diálogo son algunos de los géneros y herramientas de los que se
nutren las crónicas estudiadas por Barajas para constituirse en escrituras singulares y autorizadas.

193
claudia darrigrandi navarro

Jorge Carrión (2012) aborda un punto similar, aunque no lo dice explícitamente:

Toda crónica es un contrato con la realidad y con la historia. Un doble pacto: un compromiso
doble. Con el otro (el testigo, el entrevistado, el retratado y sus contextos, el lector) y con el texto que
tras un complejo proceso de escritura (y montaje) lo representa en su multiplicidad utópicamente
irreducible. (p. 20)

Dicho de otro modo, si se considera la crónica como una práctica, es posible identificar una
serie de actividades compartidas, referidas a la investigación y al levantamiento de información,
entre cronistas y profesionales de las ciencias. Aunque esta generalización no puede hacerse cargo
de cada una de las ciencias sociales y su desarrollo durante todo el siglo XX, las diferencias entre
el cronista y el antropólogo –por seguir el ejemplo trabajado por Ignacio Corona– encuentra un
punto de quiebre en la profesionalización de cada uno de estos oficios.
En un libro recién traducido al español, Ivan Jablonka se enfoca detenidamente en las relacio-
nes entre la literatura y las ciencias sociales y señala dos ideas que parecen adecuadas para lo que se
ha planteado en estas primeras páginas. Primero, Jablonka (2016) pone en primera fila la impor-
tancia de las características de la crónica, sin mencionarla, atribuyendo esas cualidades a una valora-
ción de la multidisciplinariedad: “la verdadera multidisciplinariedad es un elogio de lo híbrido: una
forma inestable, un texto no definido, que puede ser a la vez investigación, testimonio, documento,
observación, relato de viaje [...]” (p. 321). Sin embargo, la hibridez de la crónica del fin de siglo
XIX y principios del XX era de distinta naturaleza que la crónica de la segunda mitad del siglo XX
porque era híbrida y “multidisciplinaria”, en la medida que la división de los saberes no estaba
totalmente definida. En cambio, la del siglo XX y sobre todo la de sus finales, como la estudiada
por Barajas, puede estar dotada de esa multidisciplinariedad desde la especialización. La cita de
Jablonka también dialoga con el reconocido texto del mexicano Juan Villoro (2012) que se refiere
a la crónica como al ornitorrinco de la prosa: “Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el cen-
tauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa”
(p. 579). Retomando al historiador francés, unas páginas más adelante éste enfatiza o desmantela los
criterios de especialización que organizaron los saberes durante el siglo XX, al mismo tiempo que
desautoriza a historiadores y escritores al señalar que: “Para hacer historia y literatura de otro modo,
tal vez haya que empezar por dar la espalda a la historia y literatura. Para escribir, no ser ya escritor,
sino químico, periodista, sacerdote, médico, explorador, abogado, investigador o meramente un
internauta anónimo” (Jablonka, 2016, p. 325).
Barajas (2013) también señala que lo literario pertenecería al ámbito de la ficción y lo perio-
dístico, al de la información (noticia, hecho o suceso). De todos modos, desde un principio señala
que la hibridez trasciende esa dicotomía, en tanto que la crónica no es “ni historia ni literatura ni
periodismo del todo. Acaso textualidades que circulan en el espesor de documentos memorables,
en la liviandad de los periódicos o en algunas junturas de textos literarios o no ficcionales, llamados
compilaciones” (p. 41. Las cursivas son del original). Aquí es importante destacar que la investigadora
menciona en reiteradas oportunidades que estas escrituras se vinculan con la historia y las ciencias

194
crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente

sociales, ya sea con la historia de los grandes procesos como con aquella que hasta no hace mucho
pasaba inadvertida, la historia en la que lo cotidiano y lo privado ocupan un lugar central.
Mahieux también ha realizado un trabajo importante al vincular la práctica de la crónica
latinoamericana de las décadas de 1920 y 1930 con la experiencia del día a día en las ciudades de
dicha región cultural. En cuanto a lo señalado en el estudio de Barajas, al plantear las crónicas como
escrituras con “salvoconducto”, se indica, por lo tanto, que circulan por distintos saberes y discipli-
nas. Es así que dejan de ser escrituras propias de un área específica del conocimiento, aunque por
lo general son más fácilmente reconocidas en el ámbito de la literatura, el periodismo y la historia.
Otra característica importante de destacar es que, según Mahieux (2011), esas crónicas son rela-
tos verosímiles, “lo que la gente cree que es real” (p. 32); se articulan en torno a una noticia o no
tienen un alto contenido de actualidad, convirtiéndose, de este modo, en relatos compartidos.
Las características de los relatos compartidos, también trabajadas por Mahieux en su libro, am-
plían los horizontes de estas escrituras que poseen un modo narrativo particular. Barajas indica
que existe una necesidad de dar a conocer algo, y eso que permite saber el cronista –que, a su vez,
cumple una función de mediador cultural– puede ser tan diverso como los asuntos relativos a la
política local o un comentario sobre arte.

Funciones de la crónica

“En el siglo XVI la crónica es un gran instrumento de afirmación de los conquistadores”, señala
Monsiváis (2006) en el prólogo de A ustedes les consta, pero también fue un registro literario de los
procesos de conquista y colonización (p. 15). En cambio en el modernismo, la crónica cumplió una
función crucial en la literaturización de la vida cotidiana, en particular, la de la nueva vida urbana,
y se constituyó en un espacio fundamental para el proceso de autonomización del campo literario.
Los modernistas hicieron de la experiencia urbana una metodología para la escritura periodística.
En “palabras de Mónica Bernabé fue ‘la forma capaz de dar cuenta de los cambios propios de la moder-
nidad literaria en América Latina’” (Darrigrandi, 2013, p. 134). Según Rotker (2005), la crónica
se puede leer como una “arqueología del presente” (p. 174). Hoy, según Carrión, es una forma de
construir memoria. La crónica ha cumplido diversas funciones que, si bien unos periodos se carac-
terizan o destacan por algunas de ellas, no necesariamente hay que pensarlas como exclusivas.
Por ejemplo, para Ramos es una forma altamente estetizada de representar la ciudad. Según
J. Agustín Pastén (2007), la crónica lemebeliana es heredera de la modernista, en parte, porque el
tema urbano está presente en toda su producción cronística, pero también por los recursos léxicos
y el estilo de escritura. Ramos plantea la ciudad como uno de los principales temas con los cuales
se asocia la crónica latinoamericana, y fue un medio de “procesar”, mediante la escritura, la vida
cotidiana urbana que en el contexto de fin de siglo está marcada por la novedad, la tecnología, el
cambio en el ritmo de vida, la expansión de los límites de la ciudad, entre otros elementos. La vida
urbana, la ciudad como escenario y como espacio, siguen siendo algunos de los temas más reite-
rados por los cronistas estudiados por Mahieux. Asimismo, estudios como Más allá de la ciudad
letrada: crónicas y espacios urbanos (2003) editado por Silvia Spitta y Boris Muñoz, los libros de

195
claudia darrigrandi navarro

Anadeli Bencomo (2002) y el de Bielsa (2006) perpetúan los estrechos lazos entre crónica y ciu-
dad. Por todo lo antes señalado, la crónica, desde su vertiente urbana, tiene mucho que aportar al
entendimiento de la experiencia de la ciudad; articula percepciones y, del mismo modo, construye
ciudades. Asimismo, la literatura en forma de crónica aporta un corpus importantísimo que dialoga
con los estudios urbanos, la antropología urbana y los imaginarios urbanos.
La función de la crónica ha ido variando en el tiempo. Es una escritura cambiante cuyo diálogo
con el contexto la hace mutar. Por eso, si –como la han estudiado Susana Rotker y Julio Ramos–
en el periodo modernista tuvo una función básica para la especialización de los discursos, otra es
la función que escritores y periodistas contemporáneos le asignan a la crónica. Por ejemplo, Julio
Villanueva Chang (2012) señala que:

[a]lgunos editores [...] ven a la crónica de este siglo más periodística que narcisista, y aspiran a que
descubra falsedades [...] En tiempos de mayor inseguridad y confusión, una crónica ya no es tanto
un modo literario y entretenido de ‘enterarse’ de los hechos sino que sobre todo es una forma de
‘conocer’ el mundo. Cuando se propone ir más allá de la narración y adquiere un vuelo ensayístico,
una crónica es también una forma de conocimiento. No un conocimiento científico sino uno en el
que los hechos conviven con la duda y la incertidumbre. (p. 590)

Esta idea de conocer que Villanueva Chang destaca es otra cualidad que se debiera considerar
cuando planteamos que la crónica es un género discursivo que coquetea con otras escrituras, de
las cuales, a partir de ciertas convenciones académicas, no se duda su carácter científico.
Al tomar en cuenta todo lo anterior, en este trabajo se arguye que la crónica es un espacio escri-
tural idóneo para la reflexión sobre diferentes objetos, gracias a la hibridez y flexibilidad que la
caracteriza como género. Mientras la cualidad citada puede ser distintiva de este género discursivo,
las posibilidades de abordar distintos objetos la convierten en una escritura, una literatura que dialoga
con otros campos del saber, en particular con los propios de las ciencias sociales. De este modo, en
el transcurso del siglo XX, se plantea que la crónica se ha convertido en una plataforma relevante
para que escritores y escritoras, periodistas e intelectuales desarrollen y difundan sus ideas en torno
a literatura, cultura y sociedad. La crónica es un espacio apropiado para, primero, dar cuenta
de la producción literaria y cultural en tanto se convierte en un registro y, segundo, en el ejercicio de
informar, también formula un juicio sobre el objeto “cronicado”. Por lo tanto, es un espacio en el
que se negocian la legitimidad y validez de ciertos saberes, prácticas y manifestaciones culturales.
Por otra parte, dentro del género de la crónica latinoamericana también se incluyen reseñas, perfiles,
biografías y entrevistas de novelas, películas, escritores, artistas, entre otros productores culturales,
que arremeten de forma directa en el ejercicio de la crítica.
Durante el modernismo fueron comunes las crónicas dedicadas a escritores y su obra, al arte,
así como también a figuras célebres de la incipiente industria cultural y del espectáculo (Sarah
Bernhardt, Josephine Baker, Isadora Duncan, por mencionar algunos ejemplos). Grínor Rojo al
estudiar la escritura periodística, ensayística y poética de Manuel Gutiérrez Nájera, José Martí,
Rubén Darío y José Enrique Rodó, plantea que de 1876 a 1907 la teoría crítica latinoamericana
transita desde los gérmenes de la modernidad literaria y crítica hasta una de carácter profesional

196
crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente

(Rojo, 2012, p. 45). Rojo sitúa estas escrituras periodísticas en un lugar privilegiado del campo
cultural latinoamericano, cuestión que enfatiza la idea del “salvoconducto” planteada por Barajas
para el caso venezolano de finales del siglo XX.
Según la crítica uruguaya Mabel Moraña (2014), “la división disciplinaria [...] se consolida
desde fines del siglo XIX como parte del aparato epistemológico de la modernidad” (p. 128) y este
contexto de especialización permite el surgimiento de la crónica que, a pesar de la división disci-
plinaria y de la diferenciación de los discursos, se mantiene como un género híbrido (González,
Ramos, Rotker). En este proceso, Moraña señala que “[e]l campo de las humanidades, destinado
a producir un saber no-científico, se limita a la alta cultura, y se restringe al estudio y conservación
de los legados de la tradición entendidos como patrimonio de las culturas nacionales” (p. 131).
Gracias a su hibridez y a pesar de la división de los saberes, la crónica publicada en prensa
es un espacio privilegiado (no académico y no especializado en cuanto a una disciplina en particular)
para problematizar las fronteras disciplinarias. Entonces planteamos que la crónica, en tanto
que es publicada en prensa, se constituye en un espacio flexible para el abordaje de la política, la
cultura, las prácticas urbanas, la vida cotidiana, las artes, mientras que quien escribe es o puede ser
periodista, cronista y/o escritor, artista, político, sociólogo o burócrata.
La relevancia de la crónica como espacio para la crítica se ubica en otro lugar, en la segunda mitad
del siglo XX, en específico en la década de 1980, cuando Moraña (2014) identifica una “integración
de los saberes” que demanda “explorar los procesos de innovación e hibridación metodológica como
síntoma de los desajustes y reacomodos del trabajo intelectual en el contexto de la globalidad”
(p. 128). En este sentido, la “indefinición” de la crónica antes de la década de 1980, era vista,
quizá, como una desventaja que la excluía del campo literario y de otros saberes, dada la valoración
por la especialización y profesionalización de la que fue testigo el siglo XX. Se podría argüir que
hoy ese carácter híbrido es una ventaja en el marco de la “integración de los saberes” que señala
Moraña, sin embargo no olvidemos que, al publicarse en la prensa, se mantiene vinculada al regis-
tro periodístico no necesariamente académico y –aunque se constituye como un género híbrido–
continúa participando de los debates sobre la especialización y la definición del campo literario y
cultural, así como las discusiones de otros saberes vinculados a las ciencias sociales.
Ignacio Corona (2002) es otro especialista que ha explorado los vínculos entre la crónica y las
ciencias sociales, en particular, desde el punto de vista de la textualidad. Así destaca que “a pesar de
las visibles similitudes textuales entre la crónica y la etnografía, también existen sutiles diferencias”
(p. 131. La traducción es mía). En este contexto, Corona se refiere a ciertas características clásicas
de la crónica latinoamericana desde el modernismo, como el uso de metáforas, lo cual acentúa la
estetización del punto de vista del cronista, así como la importancia de destacar la subjetividad de
quien escribe por sobre una mirada objetiva o con pretensiones de objetividad. Asimismo, Corona
(2002) indica la importancia del estilo, el tono y la predominante presencia de “modos de repre-
sentación visuales” (pp. 131, 145).
Por otra parte, el hecho de que la crónica sea publicada en prensa, la hace un espacio particu-
larmente interesante por la relación que se establece entre el o la cronista (que muchas veces posee
también otro oficio) y la masa lectora –asunto que Mahieux estudia para las décadas de 1920 y

197
claudia darrigrandi navarro

1930–, y el posible intercambio con el espacio académico. Es decir, los productores de la crónica
tienen la posibilidad de dialogar con un público que no es necesariamente especializado y, de este
modo, participar de la opinión pública, pero al mismo tiempo es posible constatar lazos entre los
cronistas y el mundo académico, como sería el caso de Tomás Eloy Martínez. De este modo, la
versatilidad de la crónica ya no se instala necesariamente como un espacio que tensiona los discur-
sos de la especialización tan propios de la crónica modernista o de la “modernidad” latinoameri-
cana, sino que su hibridez se convierte, potencial y especialmente a partir de las últimas décadas
del siglo xx, en una forma plausible para el ejercicio de la crítica que merece ser estudiada desde
esta óptica y cuyo impacto en el público lector es, quizá, más inmediato que la desarrollada en espa-
cios académicos.
En un análisis de las crónicas martianas, Ramos señala en su libro Desencuentros de la modernidad
que, en sintonía con lo planteado por Moraña, el cronista se convierte en un especialista de la crítica
cultural al mismo tiempo que construye su crítica contra la especialización de la cual era testigo en
Estados Unidos (2003, pp. 255-286). Según afirma Ramos (2003), para el caso de Martí:

Ya en ‘Coney Island’ y en otras crónicas de sus Escenas norteamericanas, el escritor figura como
‘pensador’ en medio de la materialidad de la masa. Figura como crítico cultural, defensor, y en
muchos sentidos, generador del mundo superior de la alta cultura [...]”. (p. 255. Las cursivas son
del original)

El autor agrega que es interesante destacar la posibilidad que tuvo “el literato [para] ampl[iar]
su territorio social co[m]o intérprete y divulgador de lo bello [...]” (p. 271). Ramos identifica a
Martí con la figura del crítico cultural, entendiéndolo como el intelectual que se posiciona por
encima de la masa, como una autoridad dentro de una incipiente cultura popular producto de
los procesos de industrialización. Martí es una figura emblemática dentro del modernismo, pero
no fue el único que hizo crítica por medio de la escritura de la crónica. Amado Nervo, Julián del
Casal, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo también hicieron crítica literaria y cultural por medio
de perfiles, notas biográficas, entrevistas y reseñas de manifestaciones y artefactos culturales, por
mencionar algunos subgéneros que se enlazan con lo que se entendía por crónica. Si bien, en un
primer momento, en plena especialización, se observa la tendencia a crear un canon literario,
artístico y cultural asociado a la alta cultura como plantean Moraña y Ramos, a medida que avanza
el siglo xx, los cronistas también van a crear un archivo asociado a la cultura de masas o cultura
popular, que no siempre será subestimado.
Para el caso del corpus de esta investigación, interesa analizar no sólo la relación de los y las
cronistas con la alta cultura y la reflexión acerca de ella, sino también con lo que se identificó con
la cultura popular y la cultura de masas. Según Michael Lazzara:

198
crónica y ciencias sociales: entre registro híbrido y fuente

[...] la crítica cultural responde a “un deseo de cambio social y del perfeccionamiento del ser
humano” y, en ese contexto, sus practicantes se preguntan, debaten y cuestionan asuntos como
‘el papel del intelectual en la sociedad, el funcionamiento del poder y las instituciones; el lugar del
subalterno; la relación entre centro y periferia; la alta cultura y la cultura popular; la naturaleza
de las prácticas sociales; y a un cuestionamiento del concepto de lo canónico. (Lazzara citado por
Darrigrandi, 2013, p. 138).

Lazzara (2009) afirma que la crítica cultural “aboga por una salida de la rígida compartimen-
tación de las disciplinas académicas” (p. 60) en la medida que recurre a una variedad metodoló-
gica. Destaco la última característica señalada por Lazzara porque refuerza la relevancia que tiene
la porosidad de las fronteras disciplinarias para el ejercicio de la crítica, la cual, a su vez, también
puede constituirse en literatura. Con esto no se plantea que los cronistas del siglo XX hagan, necesa-
riamente, un gesto deliberado por borrar esas fronteras sino que, en cuanto cronistas, periodistas,
burócratas, antropólogos o críticos que publican en prensa, realicen su crítica desde otro lugar.
Del mismo modo, al ser la crónica un registro breve, pero cotidiano, quien la escribe tiene la opor-
tunidad de diversificar sus puntos de vista y perspectivas.
Después del modernismo, es posible identificar que se mantiene la escritura cronística, refe-
rida al campo literario y cultural. Sólo por mencionar algunos ejemplos, José Carlos Mariátegui
siguió esta línea; Roberto Arlt con sus “aguafuertes” escribió una serie de comentarios y reseñas de
libros publicados mientras trabajaba para el tabloide El mundo y para Crítica; asimismo, Joaquín
Edwards Bello, por medio de su crónica semanal en el diario La Nación, dio cuenta de autores, obras y
problemáticas sociales no sólo atingentes a la realidad chilena sino también a la latinoamericana y de
otras zonas culturales. Por su parte, el cubano Alejo Carpentier hizo lo suyo al escribir sobre artistas
de variadas manifestaciones (músicos, bailarinas, escritores, dibujantes). Conocida es su columna
“Letra y solfa” publicada en El Nacional de Caracas y su afición a la música. Muchas veces su refe
rencia al mundo del arte era el mecanismo para hacer su crítica política contra el nacionalsocia-
lismo de las décadas de 1930 y 1940, como lo evidencian sus crónicas “El triunfo de la muerte de
Brueghel o actualidad de una obra maestra”, “¡Ha muerto James Joyce!”, “El éxodo de Josephine
Baker”, publicadas todas en su libro Crónicas del regreso (2002).
Asimismo, los cronistas construyen una cartografía de lo que para ellos es la crítica, un caso
emblemático para el contexto literario chileno son las de Hernán Díaz Arrieta (1997). Moraña
(2014) plantea que para el siglo XXI: “La noción de cultura abarca ya no sólo repertorios canó-
nicos sino expresiones marginales, masivas, populares, así como el amplio abanico de discursos y
prácticas sociales mediante las cuales los distintos sectores expresan sus proyectos y sus expecta-
tivas” (p. 127), de los cuales, arguyo, la crónica comenzó a hacerse cargo desde el modernismo
y continúa haciéndolo hasta el día de hoy. Para el periodo de los últimos veinte o treinta años las
figuras literarias, artísticas y las provenientes del mundo de la cultura popular siguen siendo parte
de esta práctica escrituraria, y los perfiles se mantienen como una forma de hacer crítica política,
social, literaria y cultural.
Hace más de veinte años que Néstor García Canclini (1993) instaló, en un espacio fundamen-
tal para la comprensión de la ciudad, los lenguajes simbólicos. Hace menos años, un estudio so-

199
bre la ciudad de Santiago también planteó la importancia de los estudios cualitativos en contraste
con los basados en métodos cuantitativos. En ese sentido, áreas de desarrollo de conocimiento que
tienden a la inter-multi y/o transdisciplinariedad dan un espacio importante a estos lenguajes para
abordar las preguntas propias de su área. En el prólogo a su antología de crónicas, Carrión señala
que, desde sus inicios, este género estuvo vinculado a la escritura de viajes, rememorando la crónica
de la “Conquista de Indias”. Señala Carrión (2012): “[...] la historia del viaje [...] es la historia de
la crónica” (p. 14), pero también agrega otra idea interesante en cuanto que los cronistas son porta-
dores de información y generadores de conocimiento: “cada cronista vuelve a tocar ciertos temas,
escribir de ciertos lugares o personajes de los cuales ya se ha escrito antes” (pp. 14 y 15).
Para concluir esta disertación, quisiera destacar una reflexión de Beatriz Colombi (2010) que,
en cierta medida, recoge gran parte de lo que aquí se presenta:

La escena base de la crónica es el acontecimiento moderno, la culminación de lo que entendemos


por actualidad (siguiendo a Pierre Nora) [...] el acontecimiento ocupa el lugar de lo maravilloso en
las sociedades secularizadas y su efectividad reside, precisamente, en su capacidad para atrapar a los
lectores del periódico. (p. 14)

200
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202
Notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

Fabián Soberón1

Realidad y escritura

La realidad es caótica, desordenada, sigue el fluir del tiempo. Marc Auge (en El tiempo sin edad)
habla del tiempo como algo plástico, modificable (la edad es lo opuesto al tiempo). Borges decía
que el pasado es plástico. La realidad está hecha de pasado, de tiempo: el tiempo de la conciencia
y el de los hechos.
En contraposición, la literatura, la escritura, es la creación de un orden falso y por eso necesita
ser precisa. La escritura literaria y la escritura periodística crean un orden a partir del caos de lo real.
Ese orden debe ser construido según reglas. Esas reglas existen gracias a los recursos de la ficción:
punto de vista, narrador, escena, personajes, tiempos, montaje. La crónica surge, entonces, como
una forma imaginaria para controlar y contener el caos originario, el fluir sin reglas de la realidad.
No hay posibilidad de escribir lo real. Lo único que tenemos es la escritura como una ilusión, como
una forma de pensar la “equis” kantiana.

La crónica y la conversación

La crónica nació de las conversaciones entre vecinas, dice Machado de Asís en un texto insosla-
yable. El texto del brasileño contiene una explicación risueña, cotidiana, sobre el origen de la crónica.
Una crónica es un relato y es también una reflexión sobre las cosas, sobre el mundo. Una crónica
contiene una historia y el pensamiento sobre lo que se narra.
Sostiene Martín Caparrós (2009): “La crónica es el género de no ficción en donde la escritura
pesa más... La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es
central para el cronista. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo
adoptar la actitud del cazador” (p. 56).
Los pensadores como Montaigne o Nietzsche, los escritores como Machado de Asís o Roberto
Arlt han sido cazadores de historias y de ideas, y se han valido de la crónica como un medio para
la creación y la reflexión.

1
Profesor en Teoría y Estética del Cine. Escuela Universitaria de Cine (Argentina).

[ 203 ]
fabián soberón

Camino

En este recorrido indagaré en las relaciones entre crónica y autobiografía, ciudad y escritura,
viaje y no ficción. Es decir, mis notas transitarán diversos haces de luz de la crónica, entendida no
como género sino, más bien, como la forma contemporánea de pensar la búsqueda existencial y
literaria de escritores y filósofos.
Según Leila Guerriero (2009, p. 78) “La crónica es lo opuesto de la noticia, un texto de no fic-
ción atravesado por la mirada del cronista que aprovecha las técnicas narrativas de la literatura para
contar la historia”. En este sentido, mi inquisición explora cómo han usado la crónica filósofos y
escritores a los que no les interesó la noticia ni el periodismo de fórmula sino que encontraron en el
“plurigénero” un laboratorio de la escritura y del pensamiento. Los autores analizados se interesaron
menos por la verdad que por la conjetura sobre el sentido. Y así, las relaciones entre la crónica y la
ficción fueron entendidas menos como una llegada que como un punto de partida.

Montaigne: autobiografía, crónica y ensayo

Como dijo Machado de Asís (2008), la primera crónica nació en una conversación. Con el tiempo,
ese recurso, ese “plurigénero” polimorfo, fue usado y valorado por un filósofo francés. Montaigne no
sólo contó los pormenores de su vida en la larga serie de textos que pueblan su libro sino que, además,
se apropió de los “recursos” para pensar la existencia y la realidad en sus múltiples facetas.
Montaigne es el inventor del ensayo. Él fue el primero (y no San Agustín, aunque éste si es un
antecedente, no del ensayo sino de la autobiografía filosófica, o en todo caso del cruce entre auto-
biografía y filosofía) que se da cuenta de que las vacilaciones, las dudas, los avances y retrocesos de
su yo, de su empresa individual para pensar algo pueden incluirse en el texto que se refiere a esas
hipótesis filosóficas. Montaigne no niega –como han hecho los filósofos como corporación, como
grupo– los devaneos, las dudas, las vacilaciones, los quiebres. No se niega a develar la situación de
la que parte para pensar sino que, al contrario, en el cuerpo del texto incluye reflexiones y narra-
ciones, confesiones, advertencias, comentarios sobre sus propias dudas y vacilaciones.
Montaigne escribe su vida –esa minuciosa crónica impensada– al reflexionar sobre el mundo.
Su punto de vista acotado y de época está presente en el océano de pensamientos sobre los temas
abordados. Por eso es el primer ensayista. Y todos los que vienen después de él cumplirán con ese
requisito. El ensayo es una prueba, un salto al vacío que incluye las conjeturas vitales. Ese carácter
de prueba y autorrefutación es el rasgo que vincula al ensayo con la autobiografía (y con la crónica).
Montaigne piensa en el género no sólo como el terreno de la reflexión sino también en el de la
vocación biográfica.
En la nota introductoria a sus Ensayos, Montaigne escribe (2006): “Quiero que en él me vean
con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias. Sin disimulo ni artificio. Pues píntome a mí mis-
mo” (p. 45). Esta nota es una declaración de los principios que guían su empresa y marca su clara
vocación autobiográfica. A diferencia de la mayoría de los filósofos que lo precedieron, no elude
la subjetividad sino que la tiende “sobre la mesa como un mapa”. “Yo mismo soy la materia de mi

204
notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

libro”, agrega. Montaigne dice que él es el libro. Los ensayos abundan en diversos asuntos y en esa
selva de problemas nunca deja de estar presente el ululante “yo” del filósofo Montaigne.
En esta afirmación se cifra, casi como en el “yo pienso” de Descartes, la subjetividad moderna.
Montaigne es el filósofo que se da cuenta de que ahí hay un tesoro. Que no es un obstáculo ha-
blar del yo. No tanto de su persona, de su biografía entera, de su trayecto vital, sino más bien de
su conciencia, del mar de sus pensamientos. De hecho, es una afirmación sintética que abarca la
vocación del ensayo. Y con este gesto funda la relación entre autobiografía y crítica que es propia
del ensayo. Este tipo de texto siempre está centrado en un yo que es consciente de su yo y que hace
uso de las herramientas literarias y de escritura, de las fluctuaciones del pensamiento, de ese fluir
de la conciencia para construir las opiniones que pueblan y conforman el ensayo.
Montaigne funda la vocación autobiográfica ligada a un género que perdurará en Occidente.

Los filósofos y la negación de la biografía

Salvo los extraños casos de Montaigne, Pascal y Nietzsche, la mayoría de los filósofos ha negado
la relación entre filosofía y biografía. En contra de esa tendencia, creo que la filosofía es, de alguna
manera, una forma privada de la utopía. El filósofo encuentra en las cavilaciones sobre el mundo,
sobre la política o sobre el arte, una forma íntima, personal, de la utopía.
El filósofo, desde Platón hasta Heidegger, realiza una crítica a la sociedad de su tiempo y pro-
pone una ciudad ideal. Es el principal crítico de la mediocridad de la sociedad en la cual vive.
Por eso el filósofo vive en la modestia: sólo puede aspirar a la condición microscópica y personal de
la ciudad ideal. Pero creo que en su pequeña habitación se inicia el proyecto de la sociedad futura.
El filósofo como crítico radical de la sociedad en la que vive, como un anarquista continuo, desconfía
de la sociedad contemporánea y crea, en el silencio de su intimidad, el proyecto de otra sociedad.
¿Qué lugar ocupa la biografía en la cavilación del filósofo como crítico? Él piensa en el presente.
Le está vedado, a pesar de sus aspiraciones a la eternidad, caminar en la sociedad romana o entre los
árboles de la Edad Media. El filósofo especula, inevitablemente, en la sociedad de su presente.
Y las experiencias que le han tocado vivir son las condiciones desde las que piensa el mundo y
proyecta la sociedad futura.
La filosofía como forma de la crítica, podríamos decir, es la forma especulativa de la autobiografía.
Quiero decir: cuando un filósofo piensa el mundo lo hace desde su biografía. A pesar del intento
repetido y permanente de sobrevolar el aire de la historia, no puede ir más allá de su tiempo. En todo
caso, lo que hace –al pensar la realidad social y política– es dar una visión sobre el futuro y el pa-
sado desde su presente. Es por eso que su vida, su circunstancia, su cosmovisión individual, con
sus avatares y desdichas, se inmiscuye, a su pesar, en su pensar. De ese modo aparece la biografía,
de una forma más o menos velada, en el pensamiento. Así, la filosofía puede ser entendida como
la forma especulativa de la autobiografía.
Desde esta perspectiva, la literatura y el arte tienen mucho para decir al filósofo. Un novelista
o un artista, no tratan de negar la influencia de la vida en sus creaciones. Los filósofos, en cambio,
han tratado de negar la influencia de la experiencia vital en sus filosofías. Al leer las historias de la

205
fabián soberón

filosofía occidental o al estudiar los ensayos sobre los filósofos, no encontramos, con frecuencia, un
análisis de las influencias mutuas entre la existencia (las circunstancias de la vida) y la especulación.
Sin embargo, si no concediéramos importancia a la biografía (vida), ¿cómo explicaríamos las desvia-
ciones en la filosofía de Platón, Kant, Kierkegaard, Wittgenstein o Sartre? La filosofía de Sartre
no se puede entender si no indagamos en los vaivenes de su vida en relación con el marxismo.
La filosofía de Nietzsche no sería la misma sin el cruce intempestivo con Schopenhauer y con el
excepcional Wagner. La filosofía del propio Schopenhauer pasó por diferentes etapas relacionadas
con sus pasiones y sus momentos de felicidad. El pensamiento de Wittgenstein ha producido
dos modos de pensar el mundo y esas alteraciones no se entienden si no recurrimos al estudio de
los avatares de su biografía.
Queda, para el final, una pregunta: ¿por qué los filósofos –o ciertos divulgadores de la filoso-
fía– han intentado negar u obliterar las relaciones que existen entre el pensamiento y la biografía
del filósofo?

Vidas conjeturales

En el siglo XIX hubo un crítico y escritor francés que, de alguna forma, prefigura una línea esté-
tica del siglo XX. Este autor produce un resurgimiento y –a la vez– la invención de un género, de
una escritura. Ese hombre se llama Marcel Schwob, quien recupera una tradición que se inicia
con Diógenes Laercio en la Antigüedad y que continúa con Giorgio Vasari (en el Renacimiento)
y con el crítico holandés Laer hasta llegar a él mismo. Por medio de Schwob llegamos a Borges.
¿Qué hace Marcel Schwob? Convierte en operación literaria, deliberada, lo que sus precursores
acometían como empresa irreflexiva. Por eso es un continuador y un inventor. Schwob realiza una
operación sencilla y a la vez compleja: imagina el pasado que desconoce; conjetura, inventa, sueña
aquello que el tiempo ha borrado o ha eliminado; tiene una voluntad de restitución ficcional.
Con los restos, con la huella o el contorno de lo perdido, escribe una vida (una parte que parece
el todo) ficcional. Esa es la operación que define su libro Vidas imaginarias. Y esa es la premisa de
Borges en la obra Historia Universal de la infamia; de Tomas Eloy en Lugar común la muerte; de
Patrick Deville en sus novelas Peste y cólera, y Ecuatoria, y de Jean Echenoz en la Trilogía de vidas ima-
ginarias. Yo me he sumado, modestamente, a esta tradición con mis libros Vidas breves y El instante.
Borges descubre a Schwob y siente que ya no puede ser el mismo. Yo diría que esta operación
–que podríamos llamar “narración conjetural”– es clave para leer la obra de Borges y una buena
parte de la literatura del siglo XX. ¿Cómo narramos lo que es –posiblemente– real pero irrecupe-
rable? Imaginamos. Imaginamos con la destreza de la ficción. Schwob se consolida como autor de
ficciones cuando narra sucesos de la historia que, sin embargo, son falsos, y porque son falsos y ficcio-
nales pueden ser leídos como verosímiles. Es decir, Schwob hace un uso deliberado de la crónica y
convierte el pasado real en una zona ciega para catapultar la ficción. Crónica y ficción, podríamos
decir: un antecedente clave de lo que he denominado crónica fusión.

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notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

Vidas de escritores

Durante el siglo XX, ha habido escritores que narraron su propia vida como un modo de expandir las
fronteras lábiles de la ficción. Quizás el caso paradigmático sea el de la inigualable Habla, memoria,
de Vladimir Nabokov. Dueño de una prosa exquisita –que ha encontrado herederos en las novelas
de John Banville– Nabokov retrata su propia vida valiéndose de los recursos de la ficción. Una
prueba contundente de la contaminación de los géneros es que varios capítulos de su Habla,
memoria fueron publicados también como cuentos. Es decir, Nabokov entra y sale de la autobio-
grafía de manera que pueda ser leída por un hipotético Pierre Menard nabokoviano.
En los últimos años ha habido un resurgimiento del género de la crónica que adopta los proce-
dimientos de la autobiografía. Se trata de novelas que trabajan con el registro de la no ficción y
que incorporan, sin remilgos, los gestos o los tics autobiográficos como una manera de ampliar el
modo de entender la narración. Es el caso de los escritores Emanuel Carrère, Delphine de Vigan,
Philippe Claudel y Mauro Libertella.
En uno de sus últimos libros publicados en español, Limónov, Carrère escribe la vida del poeta
maldito Limónov y, a la vez, una parte de su vida.
Como una crónica ficción, narra la historia diversa, polifónica, andrajosa y artística de un poeta
ruso homosexual y mujeriego, de un ídolo de multitudes alocadas, de un fascista moderno, de un
sexópata incurable, de un provocador irremediable. Limónov es el seudónimo de un hombre que
tiene cien caras y cien trajes, que vive en Rusia pero que vivió en diez ciudades y que fue un pen-
denciero y un peleador, que luchó por la revolución perdida. Carrère enumera los hechos de la vida
de Limónov y, a la vez, saca cuentas de la historia de Rusia, de la vanguardia rusa, de las rencillas
entre los poetas. Cuenta la vida de Limónov en Nueva York como homosexual y como sirviente
de un rico de Manhattan.
Aunque cuenta la historia real de un personaje real, está escrito con los recursos de la ficción.
Carrère no sólo domina el arte de la ficción sino que pone las herramientas de la ficción para contar
la vida inverosímil del hombre de las mil caras y de los miles de fracasos. La historia de Limónov
es la de un hombre y la de la transformación de un país. De esa Rusia que pasó de ser el centro del
comunismo mundial al centro de la corrupción del posestalinismo, a la era de Brézhnev, al deshielo.
Lo mejor es que cuenta la historia política sin contar la historia política. Mira a los ojos de los poetas
para narrar la vida de los pusilánimes y de los héroes anónimos.
Carrère, configurado como narrador de la historia, incluye sus opiniones y su punto de vista
sobre las particularidades de la vida del poeta maldito. Esa sensación y esa ética se evidencia en
diferentes momentos del libro, pero es al final –en particular– que el yo del narrador se convierte
en autobiografía intelectual ya que Carrère habla de sí mismo y de su pasado para engarzarlo con
la historia de Limónov.

207
fabián soberón

Alberdi y Macedonio: la autobiografía y su imposibilidad

En Argentina hay dos casos que representan las posiciones extremas respecto de la crónica autobio-
gráfica. Juan Bautista Alberdi y Macedonio Fernández diagraman un arco que va de la autoafirma-
ción a la negación de la autobiografía. Alberdi, en un evidente gesto político, escribe su propia vida
para hacer pública su oposición a Rosas. La escritura de su vida íntima tiene como objetivo denun-
ciar la persecución del tirano Rosas y contar su obligada fuga. Alberdi escribe su vida para denunciar
un hecho político de esa existencia. En el otro extremo, Macedonio Fernández, en un claro gesto
vanguardista y anarquista, niega la posibilidad de dar cuenta de la experiencia vital en su minu-
ciosidad. Macedonio, el filósofo cínico, entiende que la escritura autobiográfica trabaja con algo que
se desvanece o que se disuelve como agua en el agua. La vida misma es imposible de ser contada.
Entre Alberdi y Macedonio se dibuja un horizonte que alberga a los distintos escritores e intelec-
tuales que han tratado de evocar desde un “yo” la experiencia autobiográfica.

Alberdi y la roja cinta obligatoria

En Mi vida privada (Autobiografía), Alberdi cuenta que fue hijo de la señora Josefa Rosa de Aráoz
quien tenía afición por la poesía; que su padre nació en Vizcaya y que hablaba tan bien el español
como el francés, y que era lector fervoroso de Rousseau, que apoyó el Congreso que declaró la
Independencia y que había sido aceptado ciudadano de Argentina por su aporte a la revolución;
que su padre era sobrino de Bernabé Aráoz y que él, siendo niño, vio la letra de San Martín, en
una carta, que recomendaba designarlo para desempeñar un cargo.
En un fragmento memorable, dice que su padre era amigo del general Belgrano y que él jugaba
con los cañoncitos que usaba el general para enseñar a los oficiales las estrategias militares. También
refiere que viajó a Buenos Aires con el propósito de estudiar y que su viaje duró dos meses, que allí
aprendió latín y poco recuerda de esa lengua muerta aunque haya rendido cinco exámenes; que en
el colegio de Ciencias Morales conoció a Miguel Cané, con quien compartía el mismo banco, y
que él lo introdujo en la lectura de Rousseau.
Cerca del final de su autobiografía –relato que se detiene en 1848–, Alberdi cuenta que siente
cerca el peligro de la muerte, que conoce otros casos de persecuciones a intelectuales y políticos
que han osado diferir de Rosas, y que por eso piensa que éste puede eliminarlo. Alberdi teme por
su vida, motivo por el cual decide huir.
La presurosa fuga y su recuerdo conforman un episodio central en el laberinto sinuoso que
dibuja su relación con Rosas. Esta secuencia, escalofriante, cinematográfica, configura el primer
eslabón de una serie de episodios que jalonan las relaciones entre él y Rosas. Éste es, para mí, un
momento clave de su vida y del país. Alberdi escribe sobre la situación de la política argentina al
hablar de su propia vida.

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notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

Macedonio: la biografía imposible

Álvaro Abós escribió la única biografía sobre Macedonio Fernández y ha dicho que resulta impo-
sible esbozar el preciso recorrido vital de un escritor errante como el susodicho. El propio
Macedonio escribió a propósito de la autobiografía: “todo lo que afirma de sí el autobiografiado
es lo que no fue o lo que quiso ser”.
La pregunta es: ¿cómo se escribe la biografía de alguien que se burla de las biografías? ¿Cómo
se escribe la vida de un “errante”?
Al considerar la dificultad de esta empresa, y si es imposible pensar en la totalidad de la vida,
Macedonio propone esbozar la vida mediante gestos que capten esos momentos. Por esta razón,
es lícito pensar en los gestos de Macedonio, no para definir una vida, sino para pensar una actitud
ante la vida y la biografía.
Si imaginamos a Macedonio como un cínico griego, podemos referir algunos gestos que
ayudan a esbozar esa esquiva biografía que él mismo se ocupó de negar. Un cínico es un hombre
que rechaza las convenciones, ignora o quiere ignorar las normas de la ficción, de la filosofía, de
la tradición, de la sociedad. Un cínico se define por su actitud. Cree que una convención es eso y
no un producto de la naturaleza. Por consiguiente, Macedonio es el gran cínico de la literatura argen-
tina. Es el que sale del centro de la ciudad, el que mira la ciudad de la filosofía desde el altillo
de la pensión. La altura del altillo le permite ver lo que otros no ven.
Como a Crates o Antístenes, podemos imaginar a Macedonio encerrado en el altillo de la pen-
sión por voluntad propia. Se ha cansado de las repeticiones de la sociedad burguesa y ha optado
por el encierro. Sin embargo, el aislamiento que para otros sería como el mapa de la desdicha, es el
descanso del tortuoso centro de la ciudad.
El humor posee para Macedonio una función cínica: le permite encantar al interlocutor pero tam-
bién tomar distancia. Con el chiste o la ironía, Macedonio toma distancia de las convenciones lite-
rarias y filosóficas. Su burla lo convierte en un Duchamp de la filosofía y la literatura.
Así como Duchamp jugaba ajedrez en un bar, Macedonio tocaba la guitarra en un fogón.
El rasgueo es un símbolo de su actitud. Mientras rasguea la guitarra, piensa. Piensa en la posibi-
lidad de desentrañar el sentido de la realidad. Escribió en Papeles de Recienvenido: “Era la guitarra
del pensar, el tango del pensar”.
Desde los primeros años de su participación en las revistas literarias, anunció la publicación de
una novela, que sería la futura Museo de la novela de la Eterna. Macedonio quería publicar el museo
con el nombre de un escritor conocido y probar los efectos de la recepción. Con este gesto, no
sólo anuló el yo como concepto fundamental de la metafísica (y de la autobiografía), sino también
como centro de gravitación de la literatura. Este experimento con la publicación al revés define su
negación de la autobiografía.

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Mamá y yo: Richard Ford y Delphine de Vigan

En contra del gesto macedoniano, autores como Richard Ford, Joyce Carol Oates, Jorge Fernán-
dez Díaz, Marcelo Damiani y Delphine de Vigan, entre otros, han escrito una novela de no ficción
en torno de la figura de la madre. En estos casos, la narración de la vida se vale de los recursos de
la ficción. Los géneros se mezclan y los recuerdos (las evocaciones, las trampas de la memoria) son
un trampolín para evocar ese pasado y reconstruir, de manera a veces indirecta, la propia vida del
autor. Ford, Damiani y De Vigan hablan inevitablemente de sí mismos al referirse a la figura
materna. En sus “novelas” de no ficción hay una especie de contaminación impostergable entre
vida materna y vida del autor.
Así, Richard Ford ha escrito en Mi madre un texto inclasificable. Lo defino así porque si bien
es un narrador experto, cuenta episodios de la vida de su madre sin limitarse a esa vocación, a esa
precisa actividad. En el libro, breve, hay conjeturas, digresiones, revelaciones personales, excursos,
hipótesis sobre episodios reales y reflexiones. Es cierto: es claramente una obra hecha de memoria,
de evocaciones, de olvido, sí, de buscado olvido. Richard Ford narra episodios de la vida de su
madre. Y dice que en aquella vida hay hechos que recuerda pero que no desea contar. De modo
que elige recordar unos hechos y elige olvidar, para el lector (no para sí), otros. Hechos, quizá, no
menos memorables que los recordados. Hechos que no son necesarios para el relato.
Mi madre, de Richard Ford, ¿es una biografía de Edna Akin? No. ¿Es una autobiografía velada
de Ford? No. ¿Es una reflexión sobre la relación entre madre e hijo? No. Es todo eso a la vez.
Por eso el texto de Ford es inclasificable. Aunque contenga en su seno gérmenes o fragmentos que
pertenecen a los diversos géneros, el libro incorpora los gestos de los diversos géneros y los combina
redefiniéndolos. Tal vez por eso, por esa indefinición prístina, por esa mezcla despojada y trémula,
el libro atrapa como una novela (¿cuántas veces se ha dicho esta frase?). Ford se vale de sus trucos
de hábil narrador. Sabe que este relato tiene un fin previsible y fatal. Si alguien narra la vida de un
padre muerto, sabe que el final del relato termina con la muerte del sujeto evocado. El escritor y el
lector lo saben. Ford no termina el relato con la muerte de la madre. La cuenta pero deja para el final
una especie de balance real, una reflexión demoledora y sincera, un modo crudo de la confesión:
“No hubo en su vida nada particularmente brillante, nada notable. Ningún logro honorífico que
ensanchara el corazón. Se daban bastantes factores negativos: una niñez que no merecía ser recor-
dada; un marido al que amó para siempre y al que perdió; a continuación, una vida que no requiere
ningún comentario” (Ford, 2010, p. 78).
Al mismo tiempo, Ford compara lo que su madre le dejó con la relación más fructífera entre el
lector devoto y su obra literaria. Dice Ford (2010): “[ella] hizo para mí posibles mis afectos más
verdaderos, como los que una gran obra literaria conferiría a su lector devoto” (p. 82).
¿Cómo inicia Ford el relato? De manera sobria, rotunda y económica, dice: “Mi madre se llamaba
Edna Akin y nació en 1910... en un lugar de cuya localización no estoy del todo seguro”. Comienza
con una incerteza, que ubicada al inicio es una buena forma de intriga. Es decir, el propio narrador
(en este caso Richard Ford) no sabe dónde nació la protagonista. Recuerdo lo que Borges citaba
que había aprendido de Kipling. Un narrador es más eficaz cuando manifiesta dudas o cuando

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notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

vacila frente al lector. Y eso hace Ford: empieza con una vacilación. Más allá de la duda real, está
el dato evidente de la incertidumbre.
Al lado de la duda, está el misterio. Nadie sabe quiénes fueron sus padres antes de su nacimiento.
Antes de existir hay un pozo ciego, un agujero negro. El mundo es una “equis”, como decía Kant.
Más allá de los relatos de nuestros padres, más allá de la reconstrucción histórica, el mundo es algo
desconocido, la vida de los otros es un misterio. Dice Ford: “Los padres nos conectan con algo
que nosotros no somos pero ellos sí; una ajenidad, tal vez un misterio, que hace que, aun juntos,
estemos solos” (2010, p. 65).
¿Por qué Ford escribe la vida de la madre? Me he preguntado muchas veces: ¿qué tiene de
memorable una vida? ¿Qué hace que una vida sea memorable? En el caso de Ford (2010), no hay
un claro motivo para volver sobre el pasado. Afirma este autor:

No éramos una familia a la que la historia tuviera mucho que ofrecer. Esto tenía seguramente algo
que ver con el hecho de no ser ricos, de vivir en el campo, de tener una educación incompleta, o
simplemente a un conocimiento insuficiente de muchas cosas. Para mi madre la historia se reducía
a muy poco, no había acontecimientos heroicos o dramáticos, solo pequeños asuntos, residuos olvi-
dables, mezquinos algunos de ellos (34).

De modo que el origen de la madre nada tiene que ver con lo extraordinario. La vida anodina y
parca de la progenitora parece lo contrario de la excepción. Sin embargo, el autor se las arregla para
armar con esos despojos de olvido, con esa vida miserable y monótona, un rompecabezas atrapante.
De nuevo, surge la idea de que no es la buena historia lo que convierte el relato en algo inusual.
Ya sabemos: lo impactante es la manera de narrar los hechos.

El laberinto de Delphine de Vigan

Nada se opone a la noche no es una novela y sí lo es. Es mucho más. Delphine de Vigan cuenta la vida
de su madre desde la niñez hasta la madurez. ¿Cómo lo hace? Como una novela. Pero lo que narra,
entrelazado por las estrategias de la ficción y por las llagas del dolor, es el conjunto desmesurado
y amorfo de episodios, terrible, como un huracán, que rodeó y modificó la vida de Lucile.
Delphine de Vigan ha elaborado un relato de no ficción sobre la vida de su madre. Y una investiga-
ción descarnada sobre las relaciones entre Delphine y su progenitora, sobre la herencia inmarcesible
de Lucile. Y también, como en un policial, narra, desesperada, las peripecias de la escritura, los
devaneos, las dudas, las preguntas.
Al principio se niega a escribir. Una coincidencia férrea y subterránea la decide: un día com-
prende que su escritura está ligada a la vida de Lucile.
Como en un thriller, las preguntas y las inquietudes se suceden. Y los enigmas serpentean y
persisten: ¿quién fue Lucile?, ¿por qué amó a un vagabundo llamado Gaspar que fue asesinado?,
¿por qué nadie reaccionó cuando Lucile escribió una carta a toda la familia diciendo que George,
su padre, la había violado?

211
fabián soberón

La “novela” de Delphine de Vigan atrapa porque es un huracán silencioso y amargo, porque


es un río que lleva en su seno la narración y las dudas, la historia desaforada y los interrogantes.
La locura y el dolor, el proceso estrambótico y secreto que la lleva a la locura conviven con el ritmo y los
conflictos que genera la escritura misma. De Vigan entrevista a las hermanos vivos de Lucile y
les pide su testimonio. Escucha las grabaciones que ha dejado George sobre su vida. Escarba en las
cartas, las fotos en blanco y negro, los archivos, los diarios íntimos, los recuerdos rotos, el dolor
vivo. Todo es objeto de su desaforada investigación. De Vigan mete los dedos y el corazón late y la
música de pájaro mustio y desolado sobrevuela las páginas.
En Nada se opone a la noche, los muertos abundan y el suspenso es una escalera hacia lo siniestro.
Delphine de Vigan se interna en los meandros oscuros de la locura, en las grietas de la noche, en la
espesura del dolor, en un viaje sin regreso. Por medio de la vida de su madre, se interna en los
laberintos oscuros de su propio yo.

Papá y yo: Piñeiro y Libertella

En el 2013, Claudia Piñeiro y Mauro Libertella publicaron, bajo el registro de la crónica ficción,
dos libros que se ajustan a los cánones de las obras de escritores que tratan acerca de la figura del
padre. Lejos de la mirada kafkiana sobre el padre (tal vez la más famosa fórmula del hijo escri-
tor que pelea con ese padre opresor), Claudia Piñeiro evoca la figura paterna para hablar de otros
asuntos. Un comunista en calzoncillos contiene dos partes diferenciadas. La primera es una nouvelle
al modo de La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel; o de La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi.
En la segunda parte, la memoria, el armado del pasado, aparece en la forma de las “cajas chinas”,
las cuales son evocaciones de un pasado real, un retrato familiar en el que entran y salen la abuela
Cándida, el abuelo Adolfo, la abuela María y los padres. Cada retrato está escrito como un relato
breve, con tensión, nudo y desenlace. La nouvelle y los fragmentos de la segunda parte dialogan
y pueden leerse por separado. O bien pueden leerse de manera salteada, como si fueran figuras
disímiles de una misma obra ficcional y crónica. Y ésta es una de las claves del libro de Piñeiro: el
cruce decidido entre crónica y ficción.
La “novela” tiene el tono de la crónica pero concurre con los recursos de la ficción. Lo más
importante no es, por supuesto, cuánto de realidad hay en la historia sino cómo ha hecho Piñeiro
para entrelazar realidad y ficción, cómo ha logrado que todo sea un conjunto coherente y literario.
El cruce deliberado de realidad y ficción muestra que la autora de Las viudas de los jueves tiene, en
este libro, otra forma de enfrentar la relación ficción-realidad. Un comunista en calzoncillos es una
biografía del padre, una historia seductora sobre el pasado, una mirada indirecta y lúcida sobre el
Golpe del 76, una ficción con suspenso y una velada autobiografía. Es decir, es una novela y un
retrato familiar escrito con el ritmo de un thriller.
Como hemos dicho, el libro se centra en la figura del padre, personaje que profesa ciertas ideas
que pueden asociarse al comunismo. El hecho de que viva o se pasee en calzoncillos atempera su
ideología. Se trata de un curioso comunista templado. En este sentido, el libro trabaja en sordina
la cuestión política. Y creo que esto es un acierto. El golpe militar no suena como una sinfonía de

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notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

Gustav Mahler sino como una pieza de Eric Satie, como una melodía de fondo. Suena como el
bajo continuo de Bach: el asunto político no está escrito con registro directo ni panfletario.
Si bien es una novela también es una especie de crónica. La “novela” de Claudia Piñeiro es
menos una novela convencional que una atípica forma de la crónica que mezcla la crónica con
la ficción.
Piñeiro habla del padre y por consiguiente, se refiere a sí misma, casi en un gesto autobiográ-
fico. En ese gesto, Claudia Piñeiro está presente, tal como sucede en Aromas, de Philippe Claudel;
o en Limónov, de Carrère.
Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, narra (2013) una serie de hechos ligados a la experien-
cia con un tono a la vez íntimo y directo, parco, metafórico y rítmico. La prosa es directa y, a la
vez, sinuosa a tal punto que encandila con las palabras. No se queda en la mera anécdota trágica o
tremenda sino que trabaja los asuntos con pericia, cautela, y destreza narrativa. Es difícil contar la
historia del padre sin caer en los trillados lugares comunes del sensacionalismo. La obra de Mauro
sale airosa del cliché, lo cual es un gran mérito. Además, administra la información en gotas certeras
y punzantes. El libro se lee de un tirón, y ese es otro mérito. Mi libro enterrado trabaja el registro
que cruza el testimonio (o la crónica) con los recursos de la literatura.
Mi libro enterrado es una biografía de la enfermedad de Héctor Libertella y, también, una vela-
da autobiografía del autor. Es una puesta a punto entre la vida del padre (se narran ciertos episo-
dios de su vida) y la del joven Mauro, o, al menos, la mirada sobre la vida del padre y la del autor.
Ese cruce está presente, a pesar de que el escritor busca acallar, a veces, la referencia personal.
Mauro Libertella ha encontrado el matiz preciso, eso que Ricardo Piglia ha llamado “tono”.
Es decir, la relación justa entre la perspectiva del narrador y el asunto que está contando.

Autobiografía y ficción: la metáfora de Vargas Llosa

Siguiendo la célebre comparación del oficio de escritor con el de stripper, Mario Vargas Llosa (2007)
sostiene que toda ficción parte de un núcleo biográfico o autobiográfico. Pero la vida misma es sólo
un punto de partida. A medida que la escritura avanza, los velos de la ficción recubren, capa a capa,
ese núcleo. La postura de Vargas Llosa presenta una mirada sobre las complejas relaciones entre
autobiografía y ficción, entre no ficción y ficción. Es el caso en el cual el fondo biográfico es negado
o encubierto con el objetivo de urdir una ficción. En la crónica o en la escritura autobiográfica, en
cambio, el autor tiene la vocación directa y decidida de contar su vida. Pero, ¿cuáles son los límites
de la escritura en relación con la experiencia? O, a la inversa, ¿cuáles son los límites o los bordes de
la experiencia? ¿Es la vida una equis inaccesible, inabordable?
Macedonio Fernández, como un cínico griego, ha negado la posibilidad de la autobiografía.
En el otro extremo, Raymond Carver (2009) sostiene: “todo lo que escribimos es, de alguna
manera autobiográfico”. La opinión de Carver marca un punto ciego, un punto radical de no
retorno. Carver da cuenta de la imposibilidad de escapar a la experiencia, o al relato de la experiencia.
La posición de Carver, que podría ser suscrita por otros autores, no deja dudas sobre el lugar cen-
tral de la experiencia autobiográfica en la escritura de ficción.

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Aunque hemos detectado experiencias de escritura autobiográfica a lo largo de la historia de la
literatura (Montaigne, Nabokov, etcétera), es evidente que ha habido un interés especial en el gé-
nero en los últimos años.

La crónica, el viaje y el tiempo

En el viaje la experiencia se acelera, se modifica. Un volcán temporal, hecho de astillas de presente


huidizo, hace que durante el viaje se modifique la percepción de la experiencia. El tiempo actúa sobre
los hechos de una manera insospechada: los perfora, los atraviesa, los hiere con otra flecha. Es una
punta certera y punzante, una adarga inusual y milimétrica. La aceleración se profundiza y las cosas
adquieren un nuevo rostro. La crónica capta la aceleración del instante, la anomalía del tiempo, la
corrosión de la experiencia provocada por el abuso del tiempo durante el viaje. Pero el viajero vive
feliz esta anomalía. No padece ni sufre. No le duele la enfermedad de la experiencia. Se podría decir
que el viajero anhela esa anomalía, la desea. Por eso cada viaje es la realización de un deseo, el deseo
de la alteración de la experiencia. Y por eso, la crónica es testigo de una discontinuidad, es el relato de
una modificación de la realidad. El mundo es otro bajo los velos huidizos del viaje. Y la crónica, la
lupa irreverente de la crónica, capta las bifurcaciones de la experiencia, las nervaduras del tiempo,
las grietas de la realidad. Casi se podría decir que el viajero es un miope voluntario que se lanza a
los vaivenes de lo que ve y de lo que oye desde un panóptico alterado y anómalo.
La crónica no busca copiar las alteraciones sino que hace de esas bifurcaciones insospechadas su
baluarte, su escudo, su clepsidra. La crónica convive con los tiempos revueltos porque los instantes
revueltos forman parte de su naturaleza. Toda crónica surge en el volcán inquieto de un viaje, en
el terreno resbaladizo de los instantes alterados. Podríamos decir, haciendo una paráfrasis de Jean
Paul Sartre que una crónica lleva en su ser la cuestión del tiempo alterado, modificado.

La crónica es una pulsación intermedia entre la expectativa y el desencanto. El viaje se inicia con la
esperanza. Antes del viaje, antes de la partida, se ve el lugar futuro como una zona utópica: tiempo
por venir, es la dicha posible y encubierta. Después, la evocación traerá no sólo la expectativa des-
fasada o cumplida sino también la irreparable desilusión o el inevitable disgusto frente a lo perdi-
do, a lo no vivido.
Son ejemplares en este sentido los viajes metafísicos de los poetas. Dos casos paradigmáticos:
Homero y Matsuo Basho.
Ya sabemos que los célebres poemas de Homero son una manera indirecta de contar un viaje.
Pero Basho logra cristalizar en un registro múltiple y astillado las complejidades de la escritura
simultánea de la crónica y la poesía. Sus breves y sísmicos poemas son una condensación del registro

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del viaje y de la percepción del mundo. Casi se podría decir que los haikus de Basho cifran la idea
misma del viaje, de la modificación de la experiencia durante el viaje.
Basho escribe crónicas mientras escribe sus poemas mínimos. A la vez, cuando diagrama los
versos infinitos y breves expone una pulsación, la experiencia alterada por el viaje. Esta experiencia
doble, esta constatación doble está presente en el exquisito libro Sendas hacia Oku. Se podría decir que
una crónica involuntaria de Basho es el dibujo cartográfico de un tiempo alterado por el viaje.

“La literatura”, dice Tabucchi (2012) citando a un poeta, “es la demostración de que la vida no
nos basta”. El viaje, como parte de la vida, no nos basta. Es necesario el ejercicio de la literatura.
Y eso hace Tabucchi en Viajes y otros viajes: ejercer el oficio de la literatura. Tabucchi narra viajes,
cuenta experiencias que ya son en la nostálgica escritura, episodios, escenas; recorridos que ya son
recuerdos narrativos, encuentros que ya son evocaciones críticas. Tabucchi escribe sus viajes y en
ese acto rutinario y mecánico convierte las experiencias en la materia huidiza y diáfana, hermosa y
fatal de la literatura.
Para Tabucchi, todo viaje es un lúcido pretexto para el pensamiento, para la crítica. Se podría
decir que este escritor cumple el dictamen de Oscar Wilde: ensaya, en este libro, el viaje como
la forma moderna de la crítica. El viaje autobiográfico como una forma indirecta de la crítica.
En estas páginas pletóricas de versos y de referencias históricas, llenas de pretéritos diversos, el
viaje es una forma de filosofía del pasado, una filosofía del tiempo. Tabucchi reflexiona, a pesar
suyo, sobre aquello que continuamente se pierde, que deja de ser. En el viaje, el huidizo acontecer
se potencializa. Todas las cosas y las personas fluyen, quedan atrás, y se convierten en un curioso
ejemplo del hermoso y fascinante río del pasado que vuelve al inasible presente, que vuelve como
recuerdo utópico, imposible.

He buscado indagar en la tensión entre viaje y escritura, entre ciudad y lectura. Creo, no sin temor,
que mis viajes fueron un pretexto para la lectura o la relectura. O también, un medio para la
escritura. Mientras indagaba en las difíciles sombras de las geografías nuevas y desconocidas
me refugiaba en los recovecos de la escritura. Nunca sabía hacia dónde iría con la escritura.
Así como nunca sabía dónde me llevarían los senderos del barrio chino o las calles interminables de
Manhattan. Creo que la exploración del viaje es más intrigante y más fascinante si uno la “lee”
desde la historia del cine o del arte. Inevitablemente he leído el rostro de las calles de Boston desde
las letras de Thoreau o he visto las imposibles montañas de Irvine desde la perspectiva atmosférica
de Leonardo da Vinci. “La naturaleza imita al arte”. No he podido librarme de ese manto, no he
podido escapar a las alas disímiles de la historia.
Sé que he librado una batalla. Y sé que la he perdido. Pero me queda en el centro íntimo del
corazón la certeza de haber navegado las aguas de la ilusión desde los remos de la lectura y el cine.

215
Otros dirán que han triunfado en el recorrido minucioso y acumulativo. Yo diré que he perdido
mis días en las páginas doradas de los viajes y que he ganado mil horas en las calles de un libro
o de una película. El cruce de experiencia y cultura es el que ha dictado los pasos en el vacío.
La dupla es antigua y fascinante pero no por eso menos inquietante e inesperada. Basado en esa
dupla indagué el horizonte. Encontré no el conocimiento sino la felicidad del instante, acaso su
única forma posible.

La autoconciencia modifica el viaje y la escritura: viajo para escribir. Tanto Ciudades escritas como
Cosmópolis surgieron de mi estadía de varios meses en diferentes ciudades de Estados Unidos. Ambos
libros funcionan como una autobiografía existencial y literaria. Una crónica es un poema narrativo
escrito bajo la presión del tiempo. En el viaje, cada acción y cada desplazamiento conforman un
nudo cuántico. Cada instante contiene la posibilidad de la mínima eternidad. Como en el haiku,
el instante del viaje amplifica la relación entre sujeto y ciudad, entre yo y el espacio urbano. Desde
esa relación paradigmática, la escritura es un haiku narrativo, una versión expansiva del instante.
La crónica –en mi caso– es el laboratorio de la escritura. Como la novela en la década de los
veinte del siglo pasado, la crónica es el terreno ideal para la experimentación y el cruce de regis-
tros. Es la forma posible para la combinación de poesía, ensayo, autobiografía, arte y filosofía.
El turista viaja para repetir los clichés del marketing. Yo viajo para escribir: para pensar el sentido
de mi vida. No se me ocurre otra posibilidad. La crónica es la forma privada y filosófica del viaje.
Las ciudades pasadas y futuras funcionan como espejos deformes de mi yo.

Escritura y ciudad. Ciudad y crónica

Una de las modalidades del uso de la crónica es la escritura de la ciudad. Entre escritura y ciu-
dad, hay un doble movimiento. Si no hay escritura, o cuando no hay escritura, el movimiento es
de alejamiento. Al intentar atrapar una ciudad, notamos que es imposible asirla. Aunque visitemos
innumerables veces las calles, las esquinas, las salas, los jardines, percibimos que esos espacios se
nos escapan, como agua entre los dedos. Hay algo de escurridizo en la ciudad. Ésta se aleja cuando
más queremos acercarnos.
Hay un efecto extraño en relación con la escritura. La pretensión de anotar la experiencia de una
caminata o de un recorrido azaroso o controlado por la ciudad, obliga a poner en foco, a distinguir
ese fragmento de ciudad. La ciudad me obliga a mirar de cerca una esquina, por ejemplo. Es decir,
la escritura me obliga a penetrar en ese espacio, a hundir mis ojos y mi producción de sentido a pro-
pósito de ese rincón. El deseo de escritura produce, entonces, un efecto de zoom inevitable. Y cuando
el cronista empieza a escribir, cuando empieza a darle forma al relato de la ciudad, la narración
ahonda ese zoom, profundiza el movimiento de cercanía. Inevitablemente, la proximidad es tal
en cierto instante que produce una ceguera. Hay un punto ciego en la proximidad que también
puede ser contraproducente. En una situación opuesta a la que propone Borges entre la ciudad

216
notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

y el mapa milimétrico, la cercanía excesiva no deja ver el espacio. Y es necesario hacer un


desplazamiento hacia atrás, una especie de alejamiento programado. Asimismo, la escritura es
un proceso doble de acercamiento y alejamiento controlados que buscan sintonizar (escribir) ese
espacio de la ciudad. El zoom es doble. Y desde la máquina de visión que es la escritura, el cronista
capta y captura la ciudad de mejor manera que si quisiera, hipotéticamente, construir el contra-mapa
al que se refiere Borges. Las caminatas, entonces, están dirigidas por la escritura y es el zoom de ésta
la que permite tener una mirada de la ciudad. O sea, el mero transitar lo lleva al mapa imposible o
contra-mapa (referido por Borges). Es sólo la escritura, en los cronistas y en mi caso, la que ayuda
a ver y a recordar la ciudad. Pero la escritura no como un documento sino como un doble movi-
miento óptico. Cuando escribo sobre una calle, la escritura me obliga a mirarla de cerca y es enton-
ces cuando puedo “ver” la calle de otra manera. Y es ahí cuando llego hasta el punto ciego. En el
límite del punto ciego, me muevo hacia atrás y recupero el anterior movimiento de acercamiento y
tomo lo que puedo tomar de la experiencia. Es decir, nada me garantiza que la experiencia sea cap-
tada en la escritura, pero es la única forma que tengo de capturar una zona o una parte de esa expe-
riencia de la ciudad. Escritura, experiencia y ciudad son formas distintas de lo mismo: mi deseo de
escribir la ciudad es la forma que tengo de captar la experiencia de la ciudad. Y sólo puedo tener
experiencia de la ciudad mediante la escritura.

Crónica e imaginación

En el caso de la ficción, las ciudades son siempre imaginarias a pesar de que resulten de una bús-
queda mimética de captar la ciudad real. Aunque los cronistas quieran reproducir zonas o rincones
de las ciudades escritas, visitadas; siempre, pese a su fervor cartográfico, imaginan una parte, com-
pletan con su deseo de escritura un resquicio o una hendija de eso que perciben y que escriben.
Tanto en las crónicas como en las ficciones la imaginación es mediadora entre la realidad y la
escritura. Todos sabemos que es imposible colocar de manera precisa los rasgos de un espacio
real en la escritura. Baste recordar la paradoja que señala Borges en ese texto insuperable sobre la
relación del mapa con la realidad. Si alguien quisiera hacer una cartografía idéntica y detallada de
la ciudad, el mapa tendría el tamaño del espacio real y no sólo sería imposible de ubicar sino que,
además, sería innecesario. Por tanto, la creación de un texto que busque emular los rasgos especí-
ficos de un espacio urbano no sólo es inútil sino imposible.
Una crónica es una clepsidra que condensa rincones de la ciudad. La crónica narra el espacio
mientras es atravesada por el inevitable tiempo. Una crónica siempre narra un instante o diversos
instantes. El espacio se modifica con el tiempo.

Mapas y crónica

¿A qué se debe mi afición por los mapas y las ciudades? ¿Qué relación hay entre cartografía y crónica?
El mapa describe con detalle la ciudad. Propone una vista abstracta y general. La crónica, en
cambio, no abarca la ciudad en su totalidad. Busca los rincones. Hace íntimos los espacios públicos.

217
fabián soberón

Con los años, he acumulado nostalgias bajo la forma de mapas. ¿Es el mapa una huella, una
prenda de lo que se pierde? La crónica es un sucedáneo del mapa, pero es una seguidora que reduce
y especifica la captación de la ciudad. La crónica es un mapa personal, arbitrario y subjetivo. Es un
mapa miope, decididamente deforme. Y en esa deformación encuentra su figura.

Crónica fusión (o crónica ficción)

El vasto universo de la crónica es hospitalario. Ciertos textos de autores como Sebald, Piglia, Ema-
nuel Carrère y Etgar Keret han alcanzado un grado de fusión entre la crónica, la ficción y otros
recursos, que producen lo que podemos llamar “crónica fusión”. No se trata de crónica convencional
(una crónica moderna convencional al modo de Truman Capote o Gay Talese) sino de un tipo de texto
que está a medio camino entre la novela y la crónica moderna. Es, quizás, un exponente de cró-
nica fusión o crónica ficción. El concepto de crónica ficción es una variación de una idea del cuba-
no Guillermo Cabrera Infante, quien modifica el nombre de ciencia ficción y propone hablar de
“ciencia fusión”. El autor de Tres tristes tigres sostiene que el nombre de ciencia ficción no le hace
justicia al género ya que no muestra la urdimbre trabajosa de géneros que contiene la ficción cien-
tífica. Por ello, difunde la idea de ciencia fusión, rótulo que permite pensar en el género como una
trama que se conforma a partir de una matriz que tiene a la ciencia como base. En este sentido, se
puede pensar la crónica fusión como un “plurigénero” que combina diversos recursos extraídos
de la ficción, el reportaje, el teatro, la investigación, el ensayo y que confluyen en el mar-matriz de
la crónica. La crónica funciona como catalizador que recibe, reúne y combina múltiples géneros y
estrategias. El ornitorrinco de la prosa contiene y ordena, algo así como la novela a comienzos del
siglo XX. En mi escritura, pienso la crónica como un laboratorio, un lugar, un tiempo, que permite
al escritor experimentar, fusionar, fundir los diversos recursos. Los elementos son tan variados que
una crónica combina sin complejo y sin vergüenza desde la pieza filosófica hasta el diario íntimo,
desde la ficción hasta la autobiografía.

Coda

Mis tías me dijeron que en la familia hay un premio Nobel francés. En numerosas oportunida-
des hablaron de la relación de la familia con los ancestros perdidos en algún pueblo de Francia.
Un día, compelido por el pedido de mi tía Marta, busqué en un diccionario el apellido de un
ignoto escritor francés. Encontré una breve biografía y una lista de sus libros. Ese día, el nombre
del autor apareció intacto y brillante.
Hoy no recuerdo su nombre. He olvidado los únicos restos de mi conexión con ese pasado gran-
dioso. Mi escritura se define –entonces, en el origen– por una relación perdida, por un hilo que
alguna vez existió pero que ha sido olvidado. Mi escritura se relaciona con la huella del pasado
que no puede ser recuperado. Hay un principio de amnesia, y por tanto, de huella falsa, en los
inicios. ¿Es un dato cierto el que decían mis tías? ¿O es una pura invención frente al vacío de

218
notas sobre la crónica fusión (o crónica ficción)

los orígenes? Sólo me queda la duda. Sobre la base móvil de la duda empecé a escribir. He pensado
que mediante la lectura de los escritores franceses busco recuperar mi pasado familiar. Y que en el
fondo es un empecinamiento vano.
Mis tías han hecho lo mismo que he intentado en algunos cuentos y crónicas. Han mezclado
deliberadamente la invención con el pasado, han creado un enigma para tratar de tapar una fal-
ta. Frente al vacío de los orígenes, han inventado, creo, una historia ficcional. De alguna forma,
mis tías han anticipado mi futuro oficio literario. De modo que mi escritura sigue, en secreto, esta
prefiguración. Mi escritura es un hilo que continúa la operación de invención y enmascaramiento,
crónica y ficción.
Mi relación con el francés es nula. No puedo leer los textos en la lengua originaria. Pero tengo
la sensación de que detrás de los libros hay algo más. Tengo la curiosa creencia de que detrás de
cada libro hay una señal, una extraña huella de eso que he perdido. Como si cada libro contuviera
un atisbo, un mínimo gesto detrás de la niebla. El pasado es una bruma y la literatura –la cróni-
ca, la ficción– es el barco falso que me lleva a un horizonte que se escabulle, que se esfuma y que
siempre va a huir.

219
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222
Niveles de realidad para la creación de mundos posibles
en la crónica periodística

Ariadna Razo Salinas1

A medida que la teoría social abandona las metáforas propulsivas


(el lenguaje de los pistones) para asumir las metáforas lúdicas (el lenguaje
de los pasatiempos), las humanidades se vinculan a sus argumentos, no al
modo de espectadores escépticos, sino, como fuente de su imaginario,
al modo de cómplices imputables.
Clifford Geertz

Todas las áreas de las ciencias sociales tienen como insumo principal el uso de la palabra. La única
forma de acceder a la realidad, comprenderla, interpretarla, asirla y generar conocimiento, es
mediante su uso, con el objetivo de construir discursos capaces de describirla, explicarla, anali-
zarla, valorarla e incluso teorizarla. Desde un paradigma dogmático, escribir sobre la realidad ha
implicado un acto aséptico, donde el tamiz de la subjetividad de quien sostiene la pluma queda al
margen de la hoja.
Suscrito dentro de las ciencias sociales, el periodismo no ha sido la excepción. Quienes hemos
sido formados desde la academia nos topamos con el periodismo canónico, aquel que enarbola la
objetividad del periodista a ultranza, el uso de la pirámide invertida para ofrecer toda la informa-
ción en el primer párrafo alterando el orden de los acontecimientos en función de las cinco W (qué,
quién, cuándo, dónde y por qué), en función del dato, la medida o cifra irrefutable como soporte
y prueba de “verdad”; es decir, el periodismo cuantificable, la declaración del personaje clave o
intachable, la garantía del documento oficial.
Sin embargo, ahí donde la declaración, el dato duro y la respuesta comprimida en un solo
párrafo no alcanzan para explicar el cómo sucedió, se hace evidente la necesidad de escribir diferente.
Porque escribir es ante todo un acto creativo que implica un alto grado de imaginación cuando las
formas canónicas resultan insuficientes para hilar fino al disponer en la escena discursiva el hecho
periodístico, con el fin de plasmar las subjetividades y experiencias de los involucrados, incluyendo
la del propio periodista. De esa necesidad insoslayable, se entabla una compleja pero sostenida
complicidad entre periodismo y literatura,2 misma que se fraguó desde el origen de ciertos géneros,

1
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autóno-
ma de México.
2
A partir de la década de 1960 se ha establecido un debate entre periodistas, académicos y estudiosos de los géneros,
quienes además de reconocer la relación entre periodismo y literatura, se han ocupado de describir y caracterizar dicho
fenómeno como: Nuevo Periodismo, Periodismo Narrativo, periodismo literario, literatura de hechos, literatura de no
ficción, periodismo personal, paraperiodismo o crónica. Con base en estas acepciones se ha agrupado todo el trabajo perio-
dístico que nace del rigor periodístico, pero que en su ejecución toma y se alimenta de los recursos que ofrece la literatura.

[ 223 ]
ariadna razo salinas

como es el caso de la crónica periodística, pues antes de su aparición, la crónica histórica ya daba
cuenta del devenir humano con los recursos propios de la literatura.
La confluencia entre historia, literatura y periodismo hacen de la crónica periodística un género
fronterizo que se encuentra siempre ante las distintas herencias y exigencias de cada área. Del perio-
dismo, la crónica responde ante todo a un carácter informativo, al criterio de lo noticioso-noticiable,
pues además de poseer relevancia, pertinencia e interés social, el hecho cuenta con un alto margen
de rentabilidad para su comercialización dentro del mercado de la información, derivado del hecho
mismo en la mayoría de los casos, o de la pluma de quien firma el trabajo. Sin este primer elemento
informativo, no se puede considerar crónica periodística, como advierte Susana Rotker (2005):

[…] esto revela también la presencia de un género nuevo donde comunicación y creación, infor-
mación, presiones externas y arte parecían reñidas, pero terminaron encontrando en las crónicas su
espacio de resolución. Tanto es así que, como material periodístico las crónicas debían presentar un
alto grado de referencialidad y actualidad (la noticia). (p. 116)

Al igual que las crónicas históricas, este carácter informativo obliga a la crónica periodística a
retomar los hechos trascendentes de las grandes historias nacionales; los fenómenos sociales que
muestran el pulso de una realidad marginal, transgresora, cruda, violenta, grosera; lo anómalo,
aquello que escapa al ojo poco entrenado; lo cotidiano, cercano y lejano; lo propio de toda clase
de personajes. Como advierte Carpentier (1989), “el periodista es en sí una forma de historiador.
Él es el cronista de su tiempo y es el que recoge la participación inmediata del hecho” (p. 10)
De la literatura, la crónica hereda las formas discursivas, la estética, el estilo, los procedimientos
narrativos (recreación de ambientes, escenografías, escenas; el uso de diálogos, monólogos; la des-
cripción y construcción de los sujetos involucrados a nivel físico y psicológico para incorporarlos
como personajes dentro de una historia; así como el uso de figuras retóricas). Esta capacidad de
expresión con un alto grado de plasticidad hace de la crónica periodística uno de los géneros más
complejos y completos en su estructura, que incluso puede equipararse a una pieza literaria capaz
de asir la experiencia, darle forma, generar conocimiento y –en los casos más certeros– atrapar para
cautivar al lector desde la primera línea.
La crónica concibe la construcción de un mundo narrativo cuyo objetivo es la configuración del
hecho periodístico como historia, no como un cúmulo de datos, como afirma Tomas Eloy Mar-
tínez (2016), “enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo
desplegaba ante los ojos del lector una realidad más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo
como si al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por primera vez” (p. 126).
Si bien son identificables el legado histórico, literario y periodístico en la crónica, es sin duda la lite-
ratura el punto de inflexión que potencializa el género, pues como advierte Calvino (2002),
“la literatura se basa justamente en la distinción de variados niveles de realidad y sería impensable
sin la conciencia de esta distinción”3 (p. 362).

3
La literatura documentada es sin duda un caso emblemático donde es posible advertir estos niveles de realidad.
Se considera literatura documentada todas aquellas obras basadas en hechos históricos, periodísticos, personajes, fechas

224
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

Así, arropada con los recursos propios de la literatura, la crónica detalla la realidad para responder
al qué pasó, cómo, y lo más importante: por qué de esa manera y no de otra; cuáles son las causas,
los efectos, los procesos, pues de acuerdo con Tomás Eloy Martínez (2016) significa “una voz por
medio de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la
realidad, entender el porqué, el para qué y el cómo de las cosas con el descubrimiento de quien las
está viviendo por primera vez” (p. 127).
Ese es el poder de la crónica periodística adscrita al periodismo literario, responder a las pre-
guntas con mayor profundidad, abarcando distintos niveles de realidad, para que cualquier clase de
lector, entendido o no, comprenda la complejidad expuesta. También esa es su condición primera,
no inventa una realidad para ser embellecida con recursos literarios, la descubre para describirla,
como advierte Kundera (2014) “hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de
la existencia humana y, por otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad
en un momento dado, una historiografía novelada” (p. 47). El equilibrio de la crónica se encuentra
justamente en ese intersticio, describir la dimensión histórica del hecho que aborda para ser
narrada a partir de un fragmento de realidad viva sin perder su calidad informativa. Como afirma
José Revueltas (2004):

La realidad tiene un movimiento interno propio, que no es el torbellino que nos muestra en su
apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez. Tenemos entonces que
saber cuál es la dirección fundamental, a qué punto se dirige, y tal dirección será, así, el verda-
dero movimiento de la realidad, aquel que debe coincidir con la obra literaria. Dicho movimiento
interno de la realidad tiene su modo, tiene su método, para decirlo con la palabra exacta. (Su “lado
moridor”, como dice el pueblo). Este lado moridor de la realidad, en el que se la aprehende, en el
que se la somete, no es otro que su lado dialéctico: donde la realidad obedece a un devenir sujeto a
leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma
cualitativamente. (p. 19)

Representar este aspecto dialéctico de la realidad demanda una reformulación del género, acción
que dinamita su estructura en el mejor de los sentidos, pues a diferencia del resto de los géneros
periodísticos, existe en la crónica un carácter vivencial, en gran medida testimonial, por parte del
cronista, quien se sitúa “en el lugar de los hechos”. Esta característica, además, coloca a la cró-
nica dentro del mejor periodismo testimonial, pues hace del cronista una especie de antropólogo
social, sociólogo o cualquier otro tipo de investigador de las ciencias sociales, pues al igual que éstos,
emplea métodos y prácticas como la observación, la observación participante, la entrevista, el levan-

o datos extraídos de una realidad histórica dada, concluida o no; su composición es abiertamente literaria por medio de
una novela, una obra de teatro, una sátira, etcétera. Es común encontrar advertencias por parte del autor donde señala
que hay una interpretación libre, lejos del rigor que exige la historia o el periodismo; libertad que permite ofrecer un
análisis e interpretación diferentes donde cabe la duda, el supuesto, la especulación, la pregunta no resuelta, el dato sin
fundamento, y sin embargo, muchas de estas obras son objeto de estudio de historiadores, antropólogos, sociólogos,
politólogos, entre otros científicos sociales.

225
ariadna razo salinas

tamiento de notas e incluso la elaboración de una bitácora o diario de campo acorde con el hecho
que cubre y el periodo de tiempo dedicado.
Estas prácticas permiten al cronista incorporar en su trabajo no sólo la descripción y narración,
sino también su valoración al ofrecer un punto de vista explicito, y lo más importante, si así lo
decide, situarse como protagonista. Esta característica provoca que existan tantas formas de escri-
bir una crónica como cronistas ejecutando el género, pues cada experiencia es única e irrepetible
como la realidad misma. Ante la riqueza de cronistas, temas y modelos de crónica, se vuelve casi
indispensable presentar una caracterización del género con la finalidad de exponer sus engranajes,
su funcionamiento y cómo cada uno de éstos representa un nivel de realidad.

Diseccionar el género

(Arte poética I)

Tenemos una sola cosa que describir:


este mundo.

(Arte poética II)

Escribe lo que quieras.


di lo que se te antoje:
de todas formas vas a ser condenado.
José Emilio Pacheco

No es fácil congregar los criterios con respecto al significado del término crónica, sin duda, es
uno de los géneros más debatidos por teóricos, estudiosos de los géneros periodísticos, los propios
periodistas y cronistas.4 Al hacer una revisión de quienes participan en el debate es posible agrupar
las características atribuidas a la crónica mediante una serie de aparentes antagonismos: periodis-
mo-literatura; realidad-ficción;5 actualidad-intemporalidad; experiencia propia-experiencia ajena;

4
Se hace la división entre periodistas y cronistas, porque existen periodistas que a partir de su experiencia reali-
zan manuales de periodismo abarcando todos los géneros periodísticos, aunque no necesariamente sean especialistas en
la ejecución de un género en particular. Por otra parte, reconocidos cronistas también se han ocupado de realizar impor-
tantes reflexiones sobre el género con base en su experiencia y obra.
5
Este antagonismo es uno de los más debatidos entre la relación periodismo-literatura, pues se contrapone realidad
versus ficción al atribuirle a este último término cualidades como inexistente, no verdadero o irreal, en resumen, falso.
Con base en esta premisa, existen autores que establecen una división tajante entre ambos, pues mientras que el perio-
dismo se apega a “hechos reales”, la literatura aborda aquéllos extraídos de la imaginación de su autor, como si la imagi-
nación no partiese de una experiencia cuya raíz se encuentra en el mundo real, el de la acción, en el que se desenvuelven
de manera cotidiana todos los sujetos, o como si la literatura no tuviera la necesidad de la verosimilitud. Asimismo, esta
división niega la existencia de un proceso de “ficcionalización” que comparte toda obra, sin importar su naturaleza, obje-
tivo y función. En el caso concreto del periodismo, la “ficcionalización” comienza con el proceso de selección, jerarqui-
zación y ordenación de la realidad que el periodista realiza en la construcción discursiva del hecho, ante la necesidad de
establecer una secuencia lógica que dote de sentido a su trabajo, con independencia del género periodístico que aborde.

226
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

objetividad-subjetividad; descripción y narración-interpretación y valoración. Este panorama


plantea los dos extremos en los cuales se han polarizado las disertaciones sobre el género, dando
lugar a una serie de equívocos: el primero es reducir la crónica a la modesta descripción de hechos
en un inofensivo orden cronológico; el segundo, considerar como crónica todo trabajo periodístico
que alberga recursos literarios.
Ante este panorama, por crónica entiendo al género que representa el hecho periodístico en
un relato que se basa sobre todo en la narración y descripción detallada del hecho mismo, en una
trama que respeta un orden cronológico. Al estructurarse en orden secuencial, responde primor-
dialmente al cómo se desarrollan los acontecimientos. Este relato es producto de un ejercicio de
observación in situ por parte del cronista, quien da fe de lo ocurrido puesto que la narración se basa
en su presencia y experiencia del hecho, característica que le permite incorporar en su trabajo una
serie de detalles como elementos de credibilidad ofrecidos al lector. La convivencia con las fuentes
y el tipo de información al que accede y que recopila contribuyen a la construcción de su punto de
vista como autor.
Y lo más importante, para responder al cómo se desarrollaron los hechos, la crónica hace suyos
recursos literarios. El talento y la habilidad con que el cronista los usa contribuirán a la consoli-
dación de un estilo personal como sello distintivo de su obra. Martínez Arnaldo (2006) afirma:
“el cronista que asume una mayor responsabilidad y subjetividad, y trata con vigoroso razonamiento
los argumentos, con un estilo más literario y narrativo, habrá de influir más decisivamente en los
lectores y aumentará su prestigio” (p. 70).
Al igual que la obra literaria, la crónica establece una realidad autónoma e independiente al
presentarse como un discurso acabado. Asimismo, plantea un mundo narrativo que obedece
las mismas reglas que cualquier obra literaria, se plantea una introducción que prepara el camino
al conflicto, y un desarrollo y consecuencias que conducen al desenlace.
El alto contenido informativo mediante una serie de referentes (lugares, fechas, objetos, docu-
mentos, acciones, situaciones, personajes, declaraciones, emociones, sensaciones, olores, sabores,
sonidos, experiencias, vivencias, etcétera) son puestos a disposición del lector para que sea capaz de
comprender e imaginar ese mundo narrativo, aun cuando se trate de un hecho por completo ajeno
y lejano. Al describir la realidad de todo lo observado y percibido mediante una serie de detalles y
particularidades, la crónica obliga al lector a construir una imagen mental a partir de sus palabras,
por lo cual la realidad ahora se encuentra adentro del lector causando un efecto en él.
Para alcanzar este objetivo, Albert Chillón (2014) dice que los referentes “tienen que repre-
sentar sucesos partiendo de lo que [para] ellos es posible observar y comprobar. Sea persuasiva
o narrativa, una enunciación puede considerarse verificable si se basa en pruebas susceptibles de
ser empíricamente contrastables o lógicamente inferibles, cuando no en discutibles evidencias”
(p. 68). Es importante subrayar que el rigor periodístico –que implica cubrir el hecho– se traduce
en el soporte del mundo narrativo construido en la crónica, pues la cantidad y calidad de informa-
ción obtenida facilita ofrecer las evidencias susceptibles de ser verificadas.

227
ariadna razo salinas

Al seguir la propuesta de Calvino (2002), si equiparamos a la crónica periodística con una obra
literaria, es posible identificar los mismos niveles de realidad, relativos a:
• Los sujetos involucrados: el cronista, los protagonistas y testigos; quienes son presentados
como personajes complejos con características tanto físicas como psicológicas, cuyas historias
de vida son expuestas en función de sus acciones y su participación dentro del mundo narrado.
• La recreación de ambientes mediante una selección y descripción intencional de escenografías
y escenas mediante las cuales se construye el hecho de manera discursiva.
• Un uso intencional y premeditado del lenguaje, en su sentido más amplio, con el objetivo de
designar la realidad con formas poco convencionales, más cercanas a la composición literaria.
Cada nivel de realidad responde a una transformación: los sujetos dejan de ser sólo fuentes para
encarnar personajes; las declaraciones, así como la información obtenida a partir de entrevistas, se
presentan en voz de los sujetos a partir de diálogos; sus pensamientos e ideas son recuperados para
ser expresados mediante monólogos; el lenguaje no sólo designa, es usado a propósito por el cro-
nista bajo la marca de su estilo, como elemento estético y eje de construcción del mundo narrado.
Recreada así la realidad, no es extraño que la crónica se califique como literatura.
Con la finalidad de conocer cómo los cronistas son capaces de crear mundos narrativos de la
misma manera que los literarios, a continuación se presentan una serie de fragmentos tomados de
diversas crónicas a modo de ilustrar lo hasta aquí expuesto.

Una historia en primera persona

Si la condición fundamental de la crónica es la presencia del cronista en el lugar de los hechos, esta
característica abre la posibilidad para que quien escribe asuma un rol protagónico a partir de su
experiencia. Un ejemplo de ello es el trabajo de Andrés Felipe Solano (2011), quien decide vivir
como obrero durante seis meses; su crónica estructurada en cuatro capítulos da cuenta de dicha
experiencia:

Al partir en este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad. He decidido vivir seis meses
en Medellín con el salario mínimo y no sé cuál será mi casa, si tendré amigos, si un día me acostaré con
una mujer. Mis únicas certezas son un número de teléfono y un puesto como bodeguero, que he conse-
guido por medio de un conocido en una empresa de confección infantil llamada Tutto Colore. Repito
el nombre en voz alta y con un falso acento italiano: Tu-tto Co-lo-re, una ironía si pienso en la mono-
cromática vida que me espera como operario de una fábrica. Además de mi ropa, en la maleta llevo
varios tubos de crema dental y pastillas de jabón, tres desodorantes y dos cepillos de dientes. Es la
única trampa que voy a hacer. Los artículos de aseo son lo más costoso de la canasta familiar: en ellos
me he gastado unos sesenta mil pesos, casi una sexta parte de lo que voy a ganar al mes. En la billetera
tengo un calendario de bolsillo para tachar los días en que viviré como un honesto impostor: serán
seis meses de ser lo que no soy y de saber lo que puedo llegar a ser. (p. 307)

228
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

El cronista es la fuente directa de información; a partir de su experiencia se accede a la realidad


de uno de los municipios más poblados de Colombia, los personajes del barrio en que vive, su for-
ma de vida y su lucha cotidiana por buscarse la vida. En las novelas, por lo común, el protagonista
es quien da cuenta de su historia, pero en esta crónica es el propio Andrés Felipe Solano (2011) el
punto de partida, el origen del relato; sus vivencias son la garantía de lo descrito. Dar cuenta des-
de su experiencia hace posible no sólo describir hechos, sino también emitir su punto de vista, sus
emociones, sus sensaciones y rescatar la historia ajena mediante la propia:

Se acaba el mambo y la música deja de sonar por tres segundos. Alirio nos maneja con el dedo meñi-
que. En medio de la fiesta –ya no hay mesas disponibles– suenan Los desaparecidos,6 una canción muy
lenta de Rubén Blades. Desde que Brisas funciona en este local, parte de su público está compuesto
de hombres con varios muertos sobre los hombros y esta canción les altera el pulso. Otra de las noches
que pase aquí uno de ellos me habló. Estaba en la mesa de al lado, me ofreció un trago de aguardiente
y, como no tenía plata más que para dos cervezas, se lo recibí. Llevaba puesto el uniforme de una
empresa de mensajería y estaba rapado. Era corpulento y el amigo con el que venía le decía “Ne-
gro”. Bastó brindar con un tercer aguardiente para que se confesara. Al parecer, necesitaba hacerlo.
El hombre había sido soldado profesional y combatió en Urabá por la época de las masacres en los
pueblos bananeros, pero le dieron de baja después de tres años de servicio. Regresó a San Javier, su
barrio en la comuna 13, y vagó por tres meses. Una madrugada, después de estar tomando con sus
amigos de la cuadra, volvió a su casa y se encontró con un señor que lo estaba esperando en la puerta.
—Tenía una ruana y era cojo. Cojo —repitió la última palabra mirándome a los ojos.
Se refería a Diego Murillo, Don Berna. Un día, el sucesor de Pablo Escobar quedó con la pierna
derecha destrozada después de recibir 17 tiros. El señor le dijo que quería que trabajara para él.
El Negro aceptó y así fue como se convirtió en uno de los comandantes paramilitares de San Javier.
Ahora está desmovilizado y conduce un camión.
—Soy un don nadie —me dijo cuando terminó la historia. (p. 332)

Una de las grandes oportunidades que ofrece la crónica al situar al cronista como protagonista
es conocer todos los aspectos que causaron un impacto en él, su comprensión de lo vivido así como
la interpretación que sobre los hechos emite.

No son números, son personas

Entre el 16 y 19 de febrero del año 2000 en el pueblo El Salado en la Costa Caribe de Colombia,
el Bloque norte de las Autodefensas Unidas de Colombia perpetraron una de las matanzas más
sanguinarias: torturados, decapitados, violaciones y ejecuciones sumarias, fueron el resultado de
este crimen. Las cifras oficiales determinaron que habían sido más de cien los asesinados, sin contar
el número de desplazados. Sin embargo, las cifras no dicen cómo impactó este hecho en la vida de
los habitantes de El Salado. En su crónica, Alberto Salcedo Ramos (2011) lo narra:

6
Aunque Andrés Felipe Solano menciona que se escucha Los desparecidos de Rubén Blades, el título de la canción
es Desapariciones.

229
ariadna razo salinas

Domingo de rutina en El Salado: Nubia Ureta hierve el café en una hornilla de barro. Vitalino Cár-
denas les echa maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres
hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan Antonio Ramírez
cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego
de semillas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro
machaca panela con un martillo. Jámilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David
Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer cigarro
del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos,
o en sus cultivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los
techos de las casas. Cualquier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la
gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es así. Sin embargo –me advierte
Oswaldo Torres–, tanto él como sus paisanos saben que después de la masacre nada ha vuelto a ser
como en el pasado. Antes había más de seis mil habitantes. Ahora, menos de novecientos. Los que
se negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía duele. (p. 105)

Al presentar a los sobrevivientes en un pasaje de la vida cotidiana, Salcedo Ramos (2011), les
confiere una personalidad, un oficio y rescata historias individuales como la siguiente:

Tal es el caso de María Magdalena Padilla, veinte años, quien a esta hora hierve leche en una olla des-
cascarada. En 2002, cuando retornaron los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia
nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse de El Salado dejó a
su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se
pusieron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra, y la niña más pequeña, la alumna. Una
vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así
se alargó la cadena hasta llegar a treinta y ocho niños. Como no había escuelas, el divertimento se fue
tornando cada vez más serio. En ésas apareció una periodista que quedó maravillada con la historia,
una periodista que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de ‘Seño Mayito’, dizque
porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el alma de los colombianos.
A María Magdalena le retrataron al lado del presidente de la república, la ensalzaron en la radio y
en la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron
–vaya, vaya– el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en su
habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los gobernadores exaltaron
su ejemplo. Pero en este momento, María Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no
ha podido estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. (p. 109)

Tragedias como la de El Salado son comunes en la historia de América Latina; sin embargo,
crónicas como la de Salcedo Ramos permiten acceder a una realidad que no es comprensible por
medio de cifras oficiales. Al igual que los personajes en una novela, cada sobreviviente posee una
historia como la de cualquier otra persona. Dejar de lado la cifra oficial para identificar a cada una de
las víctimas y presentarlas en su dimensión humana es la forma más directa de establecer empatía con
el lector independientemente de lo lejana, poco conocida y terrible que sea la tragedia descrita.

230
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

En sus palabras

Dar voz a los involucrados para que expresen lo acontecido mediante diálogos y monólogos es la
forma más eficaz de dar realismo a los sujetos al incorporarlos como personajes. En su crónica
Un viaje a la indolencia, Juan Carlos Guárdela Vásquez (2006) rescata la historia de Marlon Ahu-
mada, un conductor de ambulancia, y de Carmen Helena, una paciente terminal de sida a quien
le niegan el ingreso en diferentes hospitales de Cartagena de Indias:

Rosa Bermúdez se quedó adentro con Carmen Helena y pudo ver que en cada rincón había
pacientes de urgencia que se quejaban, algunos estaban en el piso y había heridos. Rosa sintió el olor
a medicamento esparcido y ese tenue aire de angustia de los hospitales. Notó cerca de 50 personas
apretujadas en un espacio muy reducido. No se sabe qué logró hablar con los médicos, pero cuando
trató de salir el vigilante la detuvo y la regañó:
—Usted no sale de aquí sin la paciente.
—Pero si ella necesita ayuda —respondió.
—Ya le dije que usted no sale de aquí si no es con ella.
Afuera Ahumada veía lo que pasaba. Un hombre mediano, algo obeso, se le acercó a Bermúdez.
Su bata mostraba algunas manchas de sangre, tenía guantes y sudaba.
—Esa paciente no puede entrar aquí. Está en fase terminal y es imposible atenderla —le dijo a
Bermúdez.
Nadie le explicó a Marlon que ese hombre era el médico, pero él lo dedujo. El médico señaló con su
mano enguantada el panorama de pacientes en el poco espacio.
—¡Mire! Cualquiera podría contaminarse.
—Entonces, ¿cómo hago con esta paciente? —dijo Ahumada desde el otro lado de las rejas.
—No sé. Pero aquí no se puede quedar —respondió el médico desde adentro.
—Le dije que no sabía dónde llevarla —me asegura Ahumada mientras conversamos en su casa—,
que la paciente era indigente y que el Universitario estaba cerrado y que la institución obligada a
cumplir el plan de contingencia era el Hospital San Pablo, pues había hecho una contratación con el
Departamento de Salud Distrital, pero nada. Salió la jefa en turno, Mary Castillo, una señora gordita
y con cabello rubio, y me dijo lo mismo. Que no podía quedarse. (p. 154)

Editar, parafrasear o recuperar datos a partir de las declaraciones y testimonio de los sujetos invo-
lucrados, resta realismo, pues se disfraza o suaviza la emoción detrás de las palabras así como su
intención. Sin embargo, al otorgar voz a los protagonistas, como en el ejemplo citado, se recupera
la emoción de los sucesos.

En el camino se bajó y revisó a la paciente. Estaba muy mal. Pedía agua. Le miró a los ojos y soltó
una de las frases que Ahumada nunca olvidará en su vida:
—¡Cuando sea más tarde me dejas en un parque, y listo!
—Pero le dije que no, que alguien tenía que ayudarla. Que alguien tenía que ayudarnos. Cuando
llegué al San Pablo encontré un candado puesto en la reja. De nuevo salió el grupo de urgencias.
Yo comencé a rogarles. Que no sabía qué hacer con esa paciente, que lo hicieran por una vida, o por
lo menos para que muriera como la ley manda, y dijeron:
—Eso sale de nuestras manos. (Guardela, 2006, pp. 156 y 157)

231
ariadna razo salinas

Mediante diálogos y monólogos el cronista puede contar la historia a partir de las voces de los
otros, los sujetos involucrados de manera directa en el hecho. La crónica de Guárdela Vásquez es
un ejemplo de cómo es posible recuperar la versión de los hechos en palabras de los propios impli-
cados independientemente de que sean víctimas, victimarios, afectados o simples testigos.

A escena

Entre las decisiones que toma el cronista se encuentra la selección del escenario, la escena y las
acciones en las cuales decide situarse junto con los protagonistas o testigos de los hechos. La natu-
raleza del hecho, así como los aspectos que el cronista desea mostrar de la realidad, se transcriben
en el siguiente ejemplo:

Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya iban a ser las cuatro de la tarde. La primera cosa que me
impresionó fue la avioneta que estaba empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada.
La gente, que siempre habla, decía que ésa era la avioneta del primer kilo de cocaína que Escobar
había logrado meter a los Estados Unidos. Después me impresionaron los árboles alineados en per-
fecto orden a lado y lado de una carretera pavimentada y sin un solo hueco. Empezamos a ver los
hipopótamos, los elefantes, los canguros y los caballos que corrían libres por el campo verde. Mi hijo
le dio de comer a una jirafa a través de la ventanilla del auto, con la ayuda del guardaespaldas.
A medida que nos adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando puertas custodiadas por guardia-
nes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba una tarjeta escrita de su puño y letra por el patrón. Con la
tarjeta, las puertas se abrían de inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a una de las
últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o un Dodge de los años treinta y
estaba completamente perforado por las balas. (Guardela, 2006, p. 177)

Uno de los traficantes de droga más importantes de Colombia fue sin duda Pablo Escobar.
En su crónica Un fin de semana con Pablo Escobar, Juan José Hoyos Naranjo (2006) narra la expe-
riencia de conocer al capo, visitar su hacienda y tener contacto directo con él, sus trabajadores,
familiares y amigos:

En ese momento apareció Pablo Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero llena de respeto
por mi oficio y por el periódico para el cual trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un bigote corto.
En su cara, en su cuerpo y en su voz aparentaba tener aproximadamente unos treinta tres años.
Me invitó a sentarme en una de las sillas que bordeaban la piscina donde los coroneles seguían
disfrutando de su baño.
Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca Wurlitzer, lleno de baladas
de Roberto Carlos. La que más le gustaba a Escobar era Cama y mesa. Desde que eran novios, él se la
dedicaba a su esposa, María Victoria Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos metros de la nues-
tra, acompañada sólo por mujeres. Entonces me di cuenta de que todos los hombres y las mujeres
estábamos sentados aparte los unos de los otros.
Por los corredores de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad en su triciclo. Era Juan
Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una que otra garza llegaba sin miedo hasta el borde

232
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

de la piscina a tomar agua con su largo pico. En la mitad de la piscina había una Venus de mármol.
En un estadero cubierto que podía verse desde la piscina, había tres o cuatro mesas de billar cubiertas
con paños verdes. Varios pavos chillaban junto a la puerta del bar donde un mesero joven vestido de
blanco preparaba los primeros cocteles de la noche. (p. 178)

A lo largo de la crónica, Juan José Hoyos Naranjo coloca al capo en diferentes escenografías al
describir su hacienda, los interiores, sus animales de zoológico en los vastos terrenos de su hacienda,
sus autos, etcétera. Esta escenografía cobra vida en función de las acciones de su personaje princi-
pal, Pablo Escobar, de ahí que las escenas también ayuden al lector a conocer cómo era la relación
con sus trabajadores, sus invitados y su familia.

Desde donde estábamos también se divisaba un comedor enorme de unos 20 o 25 puestos. Los pájaros
saltaban sobre la mesa comiéndose las migajas de pan que la gente había dejado sobre los manteles.
Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran el comedor, los corredores y los
salones de juego. A un costado del comedor había un gran cuarto de refrigeración donde se guarda-
ban las provisiones para los habitantes de la hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos aislados del
área social de la piscina, donde se hallaban las habitaciones.
El cuarto de Escobar, totalmente separado del resto de la casa, estaba en el segundo piso, en el ala
derecha. Los demás cuartos estaban en el ala izquierda. La casa no era excesivamente lujosa. Parecía
expresamente construida para las necesidades de Escobar: afuera, alrededor de la piscina, espacios
generosos para atender a los invitados. Adentro, silencio e intimidad para su familia y para la gente
que quisiera recogerse a descansar. (Hoyos, 2006, pp. 178 y 179)

La elección de los escenarios, las escenas y los personajes realizando determinadas acciones y expre-
sándose mediante diálogos no es inocente, pues la suma de todas estas decisiones permite al lector
imaginar el mundo del personaje. En el caso de la crónica de Hoyos Naranjo, presenta a Escobar
en su cotidianidad, como patrón exigente, amigo generoso, padre, esposo, como hombre de ideas
y convicciones propias, quien se beneficiaba de los lujos que su actividad le podía garantizar.

Palabras que forman figuras

La crónica periodística permite al cronista poner de manifiesto su estilo, su capacidad de jugar con
el lenguaje a partir de una serie de principios estéticos con el objetivo de “capturar” las sutilezas,
crudezas y ambigüedades de la experiencia humana. En el caso de la crónica es posible analizar
cómo el uso de figuras retóricas, además de aportar una estética, sirve como mecanismo de denuncia
y como una forma de visualizar aquellos hechos que el cronista describe en su trabajo.
Es posible identificar en una sola obra una serie de figuras retóricas que cumplen diferentes
propósitos, aunque existe una que rige la composición del mundo narrado con un propósito deter-
minado. Por ejemplo, la metáfora es una figura utilizada por su capacidad de capturar ideas com-
plejas en pocas palabras, además de que permite aludir a ciertas situaciones, que nombradas con
otras palabras, no tendrían el mismo efecto sobre el lector:

233
ariadna razo salinas

Sólo entonces la mira sin calentura, como si de un momento a otro la fragua del ensarte se conge-
lara en un vaho sucio que nubla el baldío, la sábana nupcial donde la loca jadeando pide aún “otro
poquito”. Con los pantalones a media canilla, ofrece su magnolia terciopela en el recuajo que la florece
nocturna. Partido en dos su cielo rajo, calado y espeluznante, que venga el burro urgente a deshojar
su margarita. Que vuelva a regar su flor homófoga goteando blondas en la aprieta y suelta pétalos
babosos, su gineco de trasnoche incuba semillas adolecentes (sic). Las germina en el ardor fecal de
su trompa caníbal. Su amapola erizo que puja de tajo abierta aún descontenta. Vaciada por el saque,
un espacio estelar la pena por dentro. La pena por el pene que arrugado se retira a guardarse en su
forro. Como una avispa que ha succionado miel de esas mucosas y abandonada la corola retornando
el músculo a su fetidez de vaciadero. Pasando el festín, su cáliz marchito es una pupila ciega que par-
padea entre las nalgas. Así fuera un desperdicio, una concha tuerta, una cuenca marisca, un molusco
concheperla que perdió su joya en mitad de la fiesta. Y sólo le queda la huella de la perla, como un
boquerón que irradia mi memoria del nácar sobre la basura. (Lemebel, 2012, p. 277)

Sólo la prosa de Pedro Lemebel fue capaz de describir mediante una cadena de metáforas los
encuentros clandestinos de los homosexuales chilenos, si bien es un tema difícil de abordar, en su
crónica Las amapolas también tienen espinas, esta figura contribuye a una estética del lenguaje que
resta crudeza al encuentro sin dejar de ser altamente explícito. En otra de sus crónicas, Lemebel
(1999) utiliza la metáfora como arma de denuncia:

Pero son muy pocos los que recuerdan el rostro impreso en las fotos de los diarios. Son contados los
que descubren su cara, como si encontraran un pétalo chamuscado entre las hojas de un libro. Son
escasos los que pueden leer en esa faz agredida una página de la novela de Chile. Porque la historia
de Carmen Gloria nada tiene que ver con la literatura light que llena los escaparates. Y si alguien escri-
biera su historia, difícilmente podría escaparse del testimonio sentimental que remarca sus rasgos
incinerados con el afán de la escritura. Quizás decir de ella, pasa inevitablemente por narrar su historia
que pudo haber sido común a la de muchas jóvenes que vivieron los densos humos de las protestas,
en las poblaciones, por allá en los ochenta. De no ser por esa noche, cuando Chile era un eco total
de caceroleos y gritos. Y había que cortar esa calle con una barricada. Y estaban Rodrigo Rojas de
Negri y ella con el balón de bencina, en esa esquina del terror cuando llegó la patrulla. Cuando los
tiraron al suelo violentamente, riéndose, mojándolos con el inflamable, amenazando con prenderles
fuego. Y al rociarlos todavía no creían. Y al prender el fósforo aún dudaban que la crueldad fascista
los convertiría en mecheros bonzos para escarmiento opositor. Y luego el chispazo. Y ahí mismo la
ropa ardiendo, la piel ardiendo, desollada como raza. Y todo el horror del mundo crepitando en sus
cuerpos jóvenes, en sus hermosos cuerpos carbonizados, iluminados como antorchas en el apagón
de la noche de protesta. Sus cuerpos marionetas en llamas, brincando al compás de las carcajadas.
Sus cuerpos al rojo vivo, metaforizados al límite como estrellas de una Izquierda flagrante. Y más
allá del dolor, más allá del infierno, la inconciencia. Más allá de esa danza macabra un vacío de tum-
ba, una zanja donde fueron abandonados creyéndolos muertos. Porque solamente muertos podían
argumentar un accidente, un derrame de bencina que prendió sus ropas. Y vino el amanecer, sólo
para Carmen Gloria, porque Rodrigo, el bello Rodrigo, quizás más débil, tal vez más niño, no pudo
saltar la hoguera y siguió ardiendo más abajo de la tierra.7

7
La crónica fue consultada en la página electrónica: http://puntofinal.cl/990205/artetxt.html

234
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

Carmen Gloria Quintana es una psicóloga y activista chilena quien durante una protesta nacional
contra del régimen de Augusto Pinochet, el 2 de julio de 1986, fue quemada viva por los ocupantes de
una patrulla militar. Este hecho fue conocido en Chile como el “caso quemados”. La brutalidad del
suceso narrado mediante una serie de metáforas, lejos de aminorar la crueldad, provoca en el lector
una serie de imágenes mentales que capturan la emoción del momento con gran agudeza.
Otro ejemplo del uso de figuras retóricas como elemento de denuncia lo ofrece la crónica de Oriana
Fallaci (1990) sobre la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre
de 1968 en México, posiblemente uno de los pasajes históricos que marcarían la memoria de va-
rias generaciones:

En aquel momento apareció el helicóptero. Era un helicóptero verde, idéntico a los que yo tomaba en
Vietnam. Tenía abiertas las portezuelas y las ametralladoras apuntando, idénticas a las de Vietnam. Des-
cendía en círculos concéntricos, cada vez más bajos, cada vez más familiares, como en Vietnam, y hacía un
ruido cada vez más fuerte, cada vez más familiar, como en Vietnam. No me gusta, pensé, no me gusta.
Y mientras pensaba esto lanzó dos bengalas. Y eran las mismas bengalas que yo había visto durante
meses en Vietnam, las macabras estrellas fugaces que descienden lentamente dejando una negra
estela de humo. Y una estrella descendió hacia nosotros y la otra hacia la iglesia.
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Es una señal!
Pero los muchachos se encogieron de hombros.
—No. ¡Qué va a ser una señal!
—Se lanzan las bengalas para localizar un punto sobre el cual hacer fuego —insistí.
—Tú ves las cosas como en Vietnam. (pp. 304 y 305)

La analogía es una figura retórica utilizada para establecer una semejanza o correspondencia
entre diversas cosas, situaciones, personas, etcétera. En este texto, Oriana Fallaci recurre a la ana-
logía con el objetivo de aportar una serie de semejanzas entre dos hechos que en apariencia son de
naturaleza diferente: la matanza de estudiantes desarmados a manos del gobierno mexicano equi-
parada a una guerra entre una potencia y un país del tercer mundo. En el caso de Oriana Fallaci
(1990) es importante subrayar que esta figura retórica también le permite caracterizar a cada uno
de los actores del hecho, por ejemplo, a los estudiantes como víctimas.

—¡Goya, Goya, cachún cachún rrarra! ¡Cachún cachún rrarra, Goya, Goya, Universidad! Y en
otro coro: —¡Gueu, gueu, gloria a la cachi cachi porra! ¡Gueu pin porra! ¡Politécnico, gloria!
Yo les pregunté qué quería decir, y ellos me dijeron: “No quiere decir nada, son nuestras canciones,
son canciones de niños”. Porque en el fondo aquellos estudiantes, aquellos terribles estudiantes que
ponían en peligro las Olimpíadas y el prestigio del gobierno mexicano, eran niños. A mí en efecto
me habían gustado porque eran niños con el entusiasmo de los niños y la pureza de los niños y la
superficialidad de los niños, e hice amistad con ellos. (p. 302)

235
ariadna razo salinas

Gracias a la analogía, la cronista evoca, comparte, compara y evidencia los hechos que presenció.
Estas analogías sustentan la valoración que realiza y expone a lo largo de su trabajo; por último,
caracteriza a los actores involucrados para indicarle al lector quiénes son las víctimas y quiénes los
victimarios.
Si bien la crónica es el recurso que se caracteriza por la descripción pormenorizada de los he-
chos, también es una figura retórica que tiene diferentes utilidades de acuerdo con lo descrito.
Alma Guillermoprieto (2011),8 en sus crónicas sobre la masacre ocurrida en los años ochenta en el
poblado de El Mozote en El Salvador, explota la topografía para describir el lugar de la masacre
con detalles pormenorizados:

En el interior el hedor era insoportable y de entre los escombros sobresalían innumerables huesos:
calaveras, costillares, fémures, una columna vertebral. Las quince casas de la calle principal estaban
aplastadas. En dos de ellas, como en la sacristía, los escombros estaban entreverados de huesos.
Parecía que todas las edificaciones habían sido incendiadas –incluidas aquellas donde había restos
de cadáveres– y los restos humanos estaban tan chamuscados como las vigas. Del pueblo salen vere-
das que conducen hacia varios caseríos: estos caseríos formaban la comunidad de Mozote. Salimos
por uno de esos caminos, una ruta idílica a cuya vera cada casa solía tener una huerta, un gallinero
pequeño y al menos una colmena. Sólo los árboles frutales estaban intactos. Las colmenas habían sido
volcadas y había abejas zumbando por todos lados. Las casas habían sido destruidas y saqueadas.
Habían arrojado los cadáveres de las vacas y de los caballos en la carretera. En los maizales detrás de
las casas había más cuerpos, pero estos habían sido calcinados por el sol. En un claro en uno de los cam-
pos había diez cadáveres: dos viejos, dos niños y un bebé con un tiro en la cabeza, en brazos de una
mujer; el resto eran adultos. (p. 30)

Al describir el lugar detallando todo aquello que se observó, se permite al lector imaginar el
caos y la brutalidad ejercida por el ejército salvadoreño a la población, las ruinas del pueblo y
los cadáveres como evidencia de la barbarie y brutalidad con las cuales se exterminó a la comuni-
dad de El Mozote. Este mismo procedimiento es utilizado para hacer referencia a la cotidianidad
con que se vivía en El Salvador el rastreo de cadáveres:

Los zopilotes están cebados. Su color es el mismo de la explanada de roca volcánica gris y negra que
se extiende a lo largo de veinticinco kilómetros a espaldas del volcán San Salvador, el centinela que
cuida de la capital de El Salvador. A primera vista, parece como si las rocas estuvieran vivas y aletearan
y se tropezaran en bandadas sobre la basura humeante y las botellas rotas. Pero son los zopilotes y
están atareados limpiando otro esqueleto. Y esto es El Payón, un campo de lava atravesado por una
carretera principal flanqueada de basura por ambos lados. Como muchos otros vertederos, El Payón
se convirtió hace poco –nadie sabe con certeza cuándo– en un tiradero clandestino de cadáveres. Pero
la extensión del lugar lo hace único. Hay tantos cuerpos –varias docenas, quizá un centenar– que ya
nadie se molesta en recogerlos. (Guillermoprieto, 2011, p. 21)

8
Tanto el ejemplo del trabajo de Oriana Fallaci como el de Alma Guillermoprieto se derivan de la investigación rea-
lizada en mi tesis doctoral, cuya referencia completa se enlista en la bibliografía.

236
niveles de realidad para la creación de mundos posibles en la crónica periodística

El objetivo de esta figura retórica es dar detalles de las condiciones en las que se vivía en el país,
con dos objetivos: dar verosimilitud al trabajo periodístico y ofrecer elementos al lector para que
establezca empatía con esta situación, es decir, se apela a su emoción, piedad, indignación, asom-
bro y horror.
El uso de figuras retóricas por parte de estos tres cronistas representa un mecanismo discur-
sivo de visualización y denuncia de los hechos que abordan. Cada figura permite una puesta en
escena del acontecimiento a partir de su estilo, pero a la vez, dicha figura es el eje de construcción
del mundo narrado que le ofrece a su lector. La libertad estilística de la crónica hace posible que
cada cronista construya un mundo narrativo, un mundo posible por medio de su versión perso-
nal de los hechos. Se debe señalar que la forma no queda subordinada a una simple estética de la
composición, por el contrario, la forma potencializa el fondo de aquello que se expone, en algunos
casos con escenas de suma crudeza, sin caer en la morbosidad.
Al igual que un dramaturgo construye y dispone una historia para su representación, el cronista
amparado por los recursos literarios construye un mundo donde lo específico de cada hecho per-
mita al lector comprender las generalidades del mundo. Si la literatura es el laboratorio donde se
explora la naturaleza humana, la crónica periodística habita las formas literarias con la finalidad de
descubrir y revelar los diferentes ámbitos de esa naturaleza humana, con la condición de no valerse
del único recurso que le está reservado a la literatura: inventar.

237
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238
4. ¿Destinos tentativos?
Ciencias sociales y literatura:
acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

Héctor Domínguez Ruvalcaba1

En este ensayo se propone una reflexión sobre la experiencia de investigación interdisciplinaria en


torno a la violencia de género. El estudio se ha desarrollado a lo largo de más de una década por
un grupo de académicos, estudiantes, artistas, activistas, miembros de la comunidad y familiares
de víctimas en Ciudad Juárez, Chihuahua. El interés se centra en describir las dificultades meto-
dológicas y discursivas que se enfrentan al abordar la violencia de género de manera colectiva, y
analizar los resultados que el diálogo interdisciplinario tiene en la comunidad. Esta propuesta busca
también atender las cuestiones de formación de archivos frente al ocultamiento de datos, así como
la implementación de un lenguaje común para lograr el intercambio entre diversos especialistas, la
interrelación de metodologías y la creación de otras nuevas, y la integración de conocimientos,
tanto de los que surgen de la academia como de los que se construyen desde la comunidad, como
resultado de una acción concertada.

En el principio era la emergencia...

La interdisciplina llegó sin habérnoslo propuesto. No estábamos preparados para recibirla; nadie
nos enseñó cómo ejercerla. No hubo cursos de metodología ni siquiera trabajos teóricos a la mano
para entender su fundamento e importancia. Llegó a nuestras discusiones porque era imperativo
recurrir a ella; porque ante las circunstancias, ésta era inevitable. No recuerdo habérmela planteado
hasta que la fuerza del diálogo la hizo presente y prolongó su presencia, de manera que lo que al
principio era una aventura terminó por hacernos abandonar nuestra seguridad metodológica y nues-
tros hábitos de estudio. Debido a que cada experiencia interdisciplinaria es distinta, y dado que ésta
depende de la combinación de disciplinas determinada por la necesidad de atender problemas espe-
cíficos de investigación, no puedo más que ofrecer una perspectiva de la interdisciplina, articulada a
partir de mi propia experiencia en el trabajo sobre la violencia sexogenérica y criminal en México.
Se trata entonces, de un boceto de autobiografía epistémica, en el que me propongo analizar el
proceso de convertirse en académico interdisciplinario.
La interdisciplina responde a la necesidad de entender un fenómeno a partir de preguntas y
preocupaciones originadas en la experiencia de vida. No depende del desarrollo intrínseco de las

1
Profesor investigador del Departamento de Español, Portugués y Estudios Latinoamericanos. Universidad de
Texas (Estados Unidos).

[ 241 ]
héctor domínguez ruvalcaba

disciplinas –por lo menos, no en nuestro caso– sino de las preocupaciones surgidas frente a eventos
que apremian a la colectividad. Antes de que nos abocáramos al estudio del problema, éste ya se abor-
daba en los discursos sociales, el arte popular, los medios y los movimientos políticos de base (por
lo general, no partidistas ni institucionales). En el caso de la violencia en México, estamos ante la
presencia de una variedad de reacciones y formas de representarla desde diversos sectores. Hemos
tomado estas representaciones de la violencia como punto de partida para un debate público que
nos lleve a explorar las posibles respuestas a la emergencia social. A partir de esta alerta, nuestra
atención se distrae de las conversaciones propias de las disciplinas académicas. Disciplinas que res-
ponden a un continuum constituido en la especialidad, a la que cada investigador contribuye con
su trabajo; sin embargo nosotros necesitábamos responder a otro mandato: el de la preocupación
por la muerte debida al género.
Para Harvey J. Graff (2015), “la interdisciplinariedad se define y construye con preguntas y pro-
blemas surgidos de la teoría y la práctica, los saberes o las condiciones de vida, y los instrumentos
desarrollados para responder a esas preguntas en formas nuevas y diferentes” (p. 5).2 A partir de la
definición, podemos afirmar que la decisión de emprender un proyecto interdisciplinario depende de
las preguntas que surjan y la necesidad que exista para solucionar los problemas compartidos
colectivamente. Estas preguntas determinan el alcance de las respuestas y el imperativo de encon-
trar herramientas propias para resolverlas es central en la decisión de recurrir a metodologías
pertenecientes a otras disciplinas, o más aún, en la creación de nuevos marcos metodológicos a
partir de las adecuaciones a dichas respuestas.
En primera instancia exploramos las diversas formas de comprender la crueldad contra las
mujeres. Perspectivas parciales: algunas erráticas, otras moralistas; teorías surgidas de marcos de
conocimiento diversos, de ideologías variadas –es imposible no advertir aquí que toda verdad sobre
la violencia está ideológicamente construida–. El evento violento moviliza a casi todos los aparatos
del saber, e inclusive así los hechos son elusivos a la mirada; nos dejan con grandes lagunas de
información. Encontramos entonces, que el problema es mucho mayor que los instrumentos que
la sociedad del conocimiento tiene a la mano para abordarlo. No se trata de un problema metodo-
lógico o conceptual, nada tienen de erróneos los laboratorios ni las bibliotecas, en nada se equivo-
can las discusiones en las aulas, y mucha razón tienen los artistas y escritores cuando elaboran sus
apreciaciones: o bien se abstienen de hacerlas públicas por temor, o por considerar que no es de
su incumbencia entenderse con la muerte. El problema de construir un conocimiento profundo
de la violencia es básicamente político: tratar de comprender la violencia en México es enfrentar
una inconfesada política pública de desinformación y ocultamiento de datos. La única evidencia
con la que contamos, muchas veces sólo son los cadáveres de las mujeres, y toda explicación de
lo sucedido parte directamente de los informes forenses. Los numerosos obstáculos y evasivas de la
investigación policial imposibilitan la identificación de los perpetradores de la violencia, e impiden
determinar perfiles psicológicos e implicaciones sociales, políticas o culturales que puedan sustentar
un estudio detallado y certero del problema de la violencia feminicida.

2
La traducción es mía (H. R.).

242
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

Ante esta clara voluntad de impedir el conocimiento que lleve a resolver uno de los problemas
prioritarios de nuestra sociedad, los estudios de la violencia sexogenérica han tenido que orientarse
hacia los indicios, valerse de la imaginación ficcional y formular de manera inductiva sus hipótesis
de trabajo; por ejemplo, desde las huellas y los signos encontrados aquí y allá. Debido a esta preca-
riedad en la construcción del objeto de análisis, se detona una variedad de especulaciones, ya que
cada visión imagina, desde su marco de referencia, su mejor conclusión sobre lo que produce la
violencia feminicida y a quién beneficia.
Una de las primeras tareas que mi colega Patricia Ravelo y yo emprendimos en este estudio
fue la de recopilar las distintas hipótesis sobre los feminicidios que en 2003 circulaban entre los
muy diversos actores sociales: políticos, trabajadores, parientes de las víctimas, líderes de organiza-
ciones, académicos, periodistas, artistas, religiosos, etcétera. Identificamos 32 hipótesis, lo cual no
hizo más que ahondar nuestra incapacidad como sociedad para dar respuesta a las preguntas que
los cadáveres nos planteaban (Domínguez y Ravelo, 2003). Nadie estaba fuera de la verdad, porque
cada quien construía su verdad de acuerdo con los recursos que tenía a su alcance y los marcos de
credibiliad en los que se basaba su perspectiva. Pero ninguna verdad había sido capaz, por sí sola,
de develar la complejidad de fuerzas que se combinaban en esta serie de victimizaciones.
El reto más importante, sin embargo, ha sido determinar los obstáculos que mantienen invisible
al perpetrador. Como sociedad, presenciamos eventos de abuso extremo cuyo ocultamiento es tan
prioritario para las autoridades y los poderes que nos representan, que las propias instituciones están
impedidas para esclarecerlos. Entonces no son las disciplinas del conocimiento ni sus métodos los
que fallan, sino las instituciones que imponen una restrición a la mirada social. La investigación,
por lo tanto, debe dirigirse a detectar las fuentes de poder capaces de impedir a las instituciones de
impartición de justicia poner la información vital en manos de la sociedad civil, investigadores y
periodistas. Llegar hasta esta dimensión en la que la corrupción e impunidad “ocultan” exige echar
a andar métodos que escapen a las formas convencionales de construir el conocimiento.
Una de las vías más directas de accionar estos métodos es el estudio de las ficciones. Pocas
novelas, un puñado de obras teatrales, algunas películas de baja calidad y realizadas desde una mira-
da prejuiciosa se habían ocupado del tema de los feminicidios de Ciudad Juárez.3 ¿A qué podríamos
adjudicar este desaliento en la producción literaria? A nivel local, a una amplia campaña mediática
que consideraba que lanzar críticas a la violencia sexogenérica y el crimen organizado en Ciudad

3
De acuerdo con nuestras indagaciones, la obra El silencio que la voz de todas quiebra (Benítez et al. 1999) ha sido
pionera en abordar el tema de los feminicidios. Pero no se trata de una novela, sino de una serie de textos de diversa
factura, donde predominan el testimonio y la crónica. En 2002 se publica la novela Tierra marchita de Carmen Galán
Benítez; Desert Blood de Alicia Gaspar de Alba aparece en 2005, y en 2008 se publica la novela de Stela Pope Duarte
If I Die in Juárez. En el caso de la poesía, es importante mencionar los encuentros de poetas en la frontera, organizados
por Carmen Amato, donde el tema de los derechos humanos y la violencia contra las mujeres ha sido dominante. Desta-
can en este grupo las poetas Arminé Arjona y Micaela Solís. Es necesario resaltar, asimismo, la producción dramatúrgica
sobre el tema, donde destacan Víctor Hugo Rascón Banda, Antonio Zúñiga, Perla de la Rosa y Pilo Galindo. La mayor
producción sobre el tema se produce en el género de libro reportaje: Diana Washington, Sergio González Rodríguez y
Víctor Ronquillo, destacan en este rubro.

243
héctor domínguez ruvalcaba

Juárez obraba en contra de la economía al ahuyentar las inversiones, a tal punto, que las autoridades
locales expresaron que se trataba de una leyenda negra que actuaba en desventaja del desarrollo de
la ciudad. Esta campaña indujo, por ejemplo, a que la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
se mostrara renuente a apoyar investigaciones sobre la violencia, hasta que la muerte alcanzó a la
propia comunidad universitaria. Otra fuente para explicar la autocensura literaria puede rastrearse
en la tendencia crítica de la propia ciudad letrada mexicana a considerar el tema de la violencia
como poco literario, al aducir debilidades en el aspecto estilístico y abominar formas de escri-
tura como el costumbrismo y la caracterización esterotípica de los protagonistas. Si como crítico
literario me enfrentaba a la escasez de textos en los cuales basar el juicio, y a la ausencia de interés
por el tema en la academia literaria mexicana, ahora además, había que salir a la búsqueda de
narrativas plasmadas en los objetos culturales y en la etnografía, lo que exigía entrar a la arena de la
disputa política por la representación del problema de los feminicidios.
El discurso de las autoridades durante la década de 1990 pretendía establecer una interpretación
que solamente abría más la brecha entre la sociedad civil y el aparato de poder. Los voceros oficiales
y los medios incurrían en culpar a las víctimas de su victimización y se abocaron a la construcción de
chivos expiatorios, alimentando la desconfianza de la ciudadanía. La exigencia de saber se convirtió,
entonces, en acto político, y el deber académico de interrogar y documentar la realidad tuvo que
buscar derroteros no convencionales. En respuesta a las afirmaciones difamatorias de las autorida-
des, se publicó el libro pionero en el tema de los feminicidios: El silencio que la voz de todas quiebra
(Benítez et al., 1999). Se trata de un texto polifónico que escapa a todas las ortodoxias de la institu-
ción literaria: diarios de víctimas, testimonios, documentos periciales y crónicas de las integrantes
del S Taller de Narrativa, un taller literario que se reunía en Ciudad Juárez a finales de los años
noventa. Por ello, el libro no podía ser leído desde una sola perspectiva. No era un texto académico
ni periodístico ni literario, o era todo ello de una manera heterodoxa: requería de un lector que
suspendiera por un momento su mirada especializada y empezara a plantearse la búsqueda de
un saber útil destinado a encontrar un alivio a la emergencia. No atender a los modelos literarios
que típicamente los talleres literarios impartidos en las instituciones de cultura tomarían como punto
de partida y, en su lugar, aventurarse a la exploración de narrativas extraliterarias, como los diarios de
las víctimas y los testimonios de sus familiares, no era un mero capricho experimental. Se trataba
de la irrupción de las “otras” voces, las que vivían cotidianamente los hechos violentos en la esfera
pública. Esta irrupción de discursos diferentes forma una polifonía, una especie de democracia
textual que ya el crítico ruso Mijail Bajtin había teorizado en sus estudios acerca de los textos medie-
vales, lo cual nos sugiere una mirada multidisciplinaria propia para abordar esta violencia.
Las hipótesis oficiales dejaron de tener legitimidad ante los testimonios y narraciones de prensa.
Los foros académicos de investigación diversificaron las preguntas. Al darnos cuenta de que nadie
desde la especialidad podría atender la complejidad que muestra el fenómeno, las diversas disci-
plinas de las ciencias sociales y las humanidades comenzaron a confluir en torno a un archivo
inesperado y un lenguaje común, y a implementar combinaciones metodológicas que resultaran
efectivas.

244
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

El archivo posible

A partir de las diversas representaciones procedentes de una variedad de emisores –periodistas,


artistas, antropólogos, sociólogos, políticos, escritores, activistas– recopilamos un archivo amplio
que nos permitiera articular las formas de hacerle frente a la emergencia social. La interdisciplina
no consiste en la amenaza de deslegitimación de las disciplinas constituidas, en cuanto que éstas
son generadoras de metodologías y conceptos que posibilitan la producción de conocimientos nece-
sarios. Se trata, en todo caso, de concebir la interdisciplina como un proceso de lectura transversal
cuyos problemas no se generan desde la discusión conceptual y metodológica de los campos espe-
cíficos, sino desde la detonación de representaciones narrativas, científicas, literarias, etcétera, con
respecto a eventos que desafían nuestra capacidad de comprensión y acción. Por ello es que este
texto empieza asegurando que a la interdisciplina llegamos sin habérnoslo propuesto. Es un resul-
tado emergente de las circunstancias; una interrupción en nuestra disciplina para atender asuntos
prioritarios de la vida.
Puede decirse, entonces, que la opción interdisciplinaria ha sido resultado de la improvisación,
de la misma manera que inventamos una respuesta ante las emergencias o situaciones de carencia.
En este sentido, puedo afirmar que la interdisciplinariedad fue un recurso del que tuvimos que
echar mano al no encontrar contestaciones, desde los lenguajes y métodos instituidos en las disci-
plinas, a las contingencias de lo inesperado; los hechos concretos de violencia que nos resultaban
inconcebibles o inexplicables. Era a partir de lo increíble pero concreto, de lo que rebasaba nues-
tros marcos de comprensión y nos ponía en jaque contra nuestras verdades constituidas y clichés,
el lugar desde donde teníamos que abrirnos paso hacia otras interpretaciones. Esto es, recurrimos
a la interdisciplina no por ser “el método de métodos”, una suma de posibilidades del saber, sino
por la precariedad metodológica de no poder explicarnos lo que estaba pasando. Nadie nos había
entrenado para tal complejidad y más valía movernos en alguna dirección, que renunciar a la em-
presa investigativa.
Nos encontramos entonces con que el problema de la violencia consiste, en términos epistemo-
lógicos, en un estado de crisis del conocimiento. Si bien la violencia ha sido visitada con frecuencia
por la filosofía bajo los conceptos de humillación, crueldad, vergüenza, crisis moral, o juicio reflexio-
nante, no basta con abundar en el plano de las definiciones. La psicología y la neuropsiquiatría han
hecho suya a la violencia como problema de conducta producido socialmente, o como falla bioló-
gica. Se trata de una visión que supone una normalidad y un referente natural: la regularidad provi-
dencial de la biología que es puesta en crisis por la violencia. La biología y la metafísica son, a fin de
cuentas, discursos normativos que encuentran en la violencia una alteración a corregir, o bien una
disrupción necesaria en la consecución del equilibrio natural: la violencia se entiende como esencial
a lo humano, y por tanto, inerradicable.
Desde las ciencias sociales, en especial desde la sociología, la psicología social y las ciencias
políticas, la violencia es resultado de fallas en el sistema político y económico. La violencia es una
consecuencia de la marginación y la educación, es producida estructuralmente y se requiere de
transformaciones en la organización social y las políticas públicas para combatirla. Para las cien-

245
héctor domínguez ruvalcaba

cias jurídicas, la violencia es un reto a los sistemas legales, en el sentido de que exige una reconside
ración de las normas a partir del surgimiento de nuevas condiciones no previstas en los reglamentos
vigentes. Desde los estudios del lenguaje y las representaciones, la violencia es un acto de habla que
desestabiliza los marcos de sentido. Es una disrupción de los sistemas de comunicación: la violencia
empieza donde la comunicación se interrumpe. El mal permanece fuera de los marcos de sentido,
es lo que no se puede comprender; por ende, la violencia se entiende no como un lenguaje sino
como la extinción del lenguaje. Tras el asesinato de su hijo por las fuerzas del crimen organizado
en 2011, el poeta Javier Sicilia declaró que “no escribiría más poesía” (Sicilia, 2016, p. 281). Esta
decisión corrobora que la violencia impone la cancelación del lenguaje. Hay un punto de inefabilidad
que encontramos en las diversas expresiones que tratan de aprehender los hechos violentos.
Como vemos, los métodos y fines de cada disciplina relativizan la comprensión de la violencia y
se muestran, en un punto, imposibilitados de resolver sus propios marcos explicativos. La violen-
cia es también una crisis en los procedimientos mismos de producción de saberes. Frente a estas
limitaciones, podemos recurrir a dos opciones: o pensamos que la suma de contribuciones de las
disciplinas se traduce por fin en soluciones holísticas para un problema multifactorial, o bien con-
cluimos que este encuentro de saberes sólo nos llevará a contradicciones que entorpecen las posi-
bilidades de solución a los problemas concretos.
Desde el primer punto de vista, el diálogo entre disciplinas requiere de un entendimiento de los
diversos lenguajes para contribuir al conocimiento de todos los factores que se mantienen conectados
interseccionalmente. Desde el segundo, podría llegarse a la imposibilidad de comprender a la vio-
lencia como concepto, objeto de conocimiento o fenómeno social factible de intervención. En todo
caso, esta negación abriría el camino a otro tipo de imaginación cognitiva que nos ubique en la
pasividad de quien sólo observa las catástrofes y los fenómenos, más allá de la capacidad humana
de intervenirlos. Ejemplos de estos fenómenos suprahumanos serían las teorías de la entropía y
el Big Bang, donde la crisis es sustancial para la renovación, y donde poco podríamos hacer para
controlar el curso de los acontecimientos. Esta última perspectiva es una continuación de la visión
biologicista-metafísica que define la violencia como parte de la naturaleza humana y nos lleva por
el camino de la fatalidad providencialista, y a los límites de lo teológico: la letra alfa y la omega, el
génesis y el apocalipsis, y la idea de la divinidad entendida como “quien ejerce violencia porque
está en sus designios”; éstos siempre incomprensibles para la conciencia humana. Aunque resulta
evidente que las diversas disciplinas del saber resistirían someterse a directrices providencialistas en
este momento epistemológico en el cual se encuentra la humanidad, lo cierto es que el elemento
siempre constante a la hora de definir la violencia (por lo menos para la filosofía y las ciencias de
la significación) es justo el límite de la comprensibilidad, que nos coloca en la tentación de conocer
los sucesos de manera pasiva.
Frente al saber fatalista, proponemos como una de las tareas centrales de la práctica interdisci-
plinaria, la constitución de datos para el análisis y la formación de archivos que suplan el problema
de la falta de información. En nuestro caso, al impedirnos por decisión política acceder a datos rele-
vantes para la investigación sobre la violencia, nos hemos visto compelidos a conformar un archivo
amplio del fenómeno, donde quepan todas las representaciones posibles; comprenderlas requiere,

246
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

sin duda, de la concurrencia de diversos métodos y campos de conceptualización. Pero antes ha-
bría que determinar (mediante diversos recursos de observación, análisis discursivo y datos cuan-
titativos) el conjunto de saberes en torno a los eventos violentos. Este reconocimiento inicial nos
permitiría distiguir las diferentes violencias estructurales que preceden al hecho o grupo de hechos
en cuestión. A partir de este registro sería posible, entonces, destacar los factores del conflicto:
la subjetividad de los actores; sus perspectivas, deseos, intereses y los discursos sociales que los gene-
ran. Si observamos que gran parte de los diversos acercamientos a la violencia tienen en común el
concebirla como un efecto desestabilizador, es decir, una irrupción en las regularidades que produce
una crisis, entonces se busca, en primer término, localizar en las narrativas cada uno de los ejes de
sentido que se ubican en la intersección.
¿Qué aspectos llegamos a conocer con respecto a la violencia desde la concurrencia de las dis-
ciplinas? En primer lugar, que la relación víctima-victimario es el eje de un complejo de implica-
ciones en todo el sistema social, económico, cultural y político. Conocer la forma de interrelación
entre estos sistemas cuando estamos frente a un evento violento es poner en función estrategias
multidisciplinarias. En los actos violentos confluyen los odios aprendidos en un sistema de repro-
ducción de la ideología del patriarcado. La imposición de dicho patriarcado se lleva a cabo desde
las diversas instituciones sociales, las cuales son parte nodal de las políticas de control de los cuer-
pos, o biopolítica, en tanto que ésta tiene un determinante de género. Las relaciones de género son
asimétricas, lo que estructura relaciones de poder jerárquicas. Las relaciones violentas se agra-
van y organizan en extremo en un contexto neoliberal, en la medida en que la victimización está,
en la actualidad, motivada por el lucro. No podemos ignorar, entonces, el hecho de que la crimi-
nalidad se consolida y reproduce porque está organizada como una “economía de alta renta”. Esta
sistematización de la violencia como parte del mercado, incorpora la actividad criminal al sistema
neoliberal de organización política y económica. En una muerte por violencia de género son legibles
procesos culturales de feminización del trabajo, así como la política y el desarrollo de una cultura
del hedonismo, donde el consumo de drogas y la sexualidad violenta, con fines comerciales, domi-
nan las prácticas ilícitas del entretenimiento.
La cadena de factores que se engarzan convoca saberes de fuentes diversas. Aquí se articula el
género con la economía criminal, lo criminal con la política neoliberal y ésta con una cultura del
consumo hedonista. Esta serie de vínculos de diversos órdenes de significación y prácticas necesita
por lo tanto la formación de equipos constituidos por especialistas de diferentes disciplinas. Esto no
significa que cada estudioso tome, de todo el complejo interseccionado, sólo el aspecto que incumbe
al área en la que es experto. No se puede hacer de cada proyecto interdisciplinario una Torre de Babel,
donde cada disciplina tenga un lenguaje incomunicable por completo para quienes no comparten
la especialidad. Por el contrario, me inclino a plantear que, por cada proyecto interdisciplinario,
debemos estar dispuestos a experimentar un proceso de aprendizaje único, el que demande el tipo de
intersección del problema a investigar.
En la medida que evaluamos los diversos discursos y las instituciones que producen violencia por
obra de su propia normativización, el análisis multidisciplinario de dicha violencia nos permitirá con-
cebir que es en las ideologías dominantes donde se articulan las relaciones agresivas; que el sexismo,

247
héctor domínguez ruvalcaba

el racismo, la xenofobia y las condenas a la diferencia, en general, son parte de los principios de or-
den social. De esta forma, lejos de reiterar la imagen del monstruo que mitifica a los victimarios y
los convierte en sujetos irredentos, excepcionales y ajenos a nuestra cultura, lo que encontramos es
que las instituciones sociales y los discursos dominantes son en gran medida las fuentes de repro-
ducción de la violencia. La violencia es, en primer lugar, producida estructuralmente, y las acciones
letales que lamentamos no son sino la realización de un deseo de dominio que se ha promovido en
la propia cultura que educó a los victimarios. Las intertextualidades encontradas en las narrativas
nos permiten visualizar los contenidos ideológicos y determinar las matrices políticas de las acciones
violentas. La violencia forma parte, entonces, de la dinámica de significación. Al humillar y matar,
los victimarios están poniendo en juego sus deseos, temores y convicciones. Al ocultar o minimizar
estas acciones, las autoridades están respaldando y validando la victimización. De esta manera, el
sistema de impunidad se entiende como un aparato que perpetúa la dominación patriarcal.

La interdisciplina como política del conocimiento

La relación del victimario con la violencia estructural nos lleva a entender a las instituciones impar-
tidoras de justicia, las de educación (incluida la familia) y las religiosas como generadoras de
muerte, y a establecer que la solución a la crisis de violencia sexogenérica pasa por la revisión y
transformación crítica de tales instituciones. La violecia se concreta en el momento del conflicto
individual con los discursos que lo constriñen. Aquí es innegable reconocer que las relaciones de
poder, así sea en el micromundo de la lucha cotidiana del individuo, son violentas. La violencia
estructural no parece conflictiva, pero el hecho de que se exprese por medio de la norma, la presenta
como normalizada, como un “deber ser”. Habría que insistir en que la violencia se produce según
diversos factores generadores que se interrelacionan. Son actos concretos de victimización que res-
ponden al sistema de poder, el cual provee de contenido a los abusos. El análisis, en este sentido,
encuentra correspondencia a lo largo de los distintos principios estructuradores de lo social: el sis-
tema de género forma la masculinidad violenta; el colonialismo genera la violencia racial; el capi-
talismo produce la inequidad en que se basa la violencia social y política. ¿Podrían estas formas de
violencia comprenderse plenamente si no consideramos su intersección? Sería imposible encontrar
una relación violenta que no implique a la otra. La interseccionalidad de la violencia nos lleva a la
necesidad de conducir nuestro trabajo por el camino de la interdisciplina. En este punto deberemos
concebir una posible respuesta a la pregunta sobre cuál sería la metodología para desarrollar un
estudio interdisciplinario.
Está claro que al abordar interdisciplinariamente la red de relaciones de poder que produce la
violencia estamos pisando el terreno de lo político. El conocimiento se reconsidera más que como un
producto del experto clarividente que diagnostica sobre el fenómeno, como un saber situado social-
mente y puesto en funcionamiento en la esfera pública como acto colectivo. Es decir, trabajar sobre
el tema de la violencia nos llevó a concebir la investigación como una práctica de participación
político-cultural-cognoscitiva. Tampoco eso estaba proyectado en nuestros primeros trabajos
de investigación que realizamos en colaboración con colegas de otras disciplinas. La identidad de

248
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

académicos nos trazaba funciones determinadas: escribir crítica especializada; impartir cursos,
talleres y seminarios; participar en eventos para presentar los resultados de las investigaciones.
En todos los sentidos, un proyecto interdisciplinario es una experiencia de aprendizaje a lo largo
de sus facetas, en la medida que nos saca de nuestros hábitos profesionales y nos deja a la intem-
perie en la esfera pública.
En este desplazamiento, los métodos se reconfiguran a partir de aplicarlos a objetos de análisis
que no les son comunes. La traducción entre diferentes registros de lenguaje mantiene a los inves-
tigadores en una relación dialógica desde la cual elaboran sus interpretaciones, conceptos y pro-
yectos de intervención. Quiero sintetizar este aprendizaje de la interdisciplinariedad en el campo
de la violencia en tres aspectos: la transferencia metodológica, la comprensión dialógica y la acción
comunitaria.

Transferencia metodológica

Planteada la serie de preguntas que concitó a especialistas de diversas disciplinas, la apertura hacia
los lenguajes y los métodos de los otros, será entonces, un paso primordial. No se trata de una
conversión a los otros campos de estudio o someterse bruscamente a la lógica de otros saberes.
Es, ante todo, un ejercicio de lectura guiado en todo momento por las preguntas de investigación que
se han planteado desde los diversos actores sociales. El contacto con otros discursos del saber nos
lleva a realizar una transferencia metodológica como primer paso hacia la interdisciplina. A partir
de la metodología de mi propia disciplina, los estudios literarios y culturales, ahora hago lectura no
sólo de textos literarios, sino de historias de vida obtenidas etnográficamente a partir de noticieros,
programas cómicos o testimonios orales y crónicas periodísticas. El fin de esta lectura no es esta-
blecer un perfil filológico del objeto de análisis, sino entender cómo su estructuración simbólica
permite encontrar las claves de un problema social concreto, que es también conflicto de repre-
sentación y conocimiento: hablo de la preeminencia de la muerte violenta como agente desesta-
bilizador de todos los órdenes. Me refiero entonces a que, cruzar el umbral de la interdisciplina
pone en cuestión las políticas de la producción crítica, sus métodos, objetos de análisis, propó-
sitos y función social. En primer lugar, no se trata de probar la calidad escritural de los textos, sus
hallazgos estilísticos, sus filiaciones estéticas. Tales lineamientos taxonómicos en nada responden
a las preguntas sobre las raíces y el desarrollo de la violencia sexogenérica ni, mucho menos, nos
llevarían por ningún camino práctico de alivio del problema. Recordemos que la crítica literaria,
sobre todo la que se somete a las reglas positivistas del estructuralismo, ha hecho suya la máxima
kantiana de que lo estético es libre de todo contenido. En cuanto emprendemos un proyecto inter-
disciplinario empezamos por desnudar las imposiciones ideológicas que hacen de una disciplina
un obstáculo para todo saber transformador de lo social.
Esta lectura de lo que hemos llamado el texto cultural encuentra, desde los estudios culturales,
que el narrar no es privativo de la literatura, en tanto que la narrativa es una forma transversal de
organizar la experiencia. Ya desde la década de 1970 el historiador Hayden White había planteado
la necesidad de estudiar la historia con métodos narratológicos, en la medida que el texto histórico

249
héctor domínguez ruvalcaba

se organiza bajo criterios narrativos (White, 1973). La historia, la etnografía, el cine, el perio-
dismo, el testimonio oral y los expedientes judiciales, también están articulados narrativamente.
Al encontrarle estructura narrativa a textos no literarios aplicamos una mirada que inquiere, por la
subjetividad y las tensiones que describe. Conocer la subjetividad violenta fue también uno de los
objetivos clave en mi investigación sobre la masculinidad en la cultura mexicana, lo cual apuntaba
hacia el lugar de la reproducción de la violencia (Domínguez, 2014; 2015).
La lectura del texto literario se continúa en el texto histórico, los datos cuantitativos, las artes,
la prensa u otras formas de narrativa cotidiana, y termina siendo planteada como una interpre-
tación que requiere dialogar con las hipótesis producidas desde las ciencias sociales y de la conducta.
Contrastar narrativas con evaluaciones de especialistas de otras disciplinas implica un proceso
de traducción, que es a la vez una relación de diálogo a nivel de conceptos y teorías.
No se podría aprehender la violencia sin seguir el recorrido de sus múltiples representaciones.
El trabajo en torno a los feminicidios (que involucró, además de mi relación académica con Patri-
cia Ravelo, a un grupo amplio de investigadores, estudiantes, artistas y miembros de la comuni-
dad) significó un recorrido en colaboración dirigido a comprender la complejidad del problema
de forma dialogada.
Este viaje de lectura empezó hacia 1993, año en que yo vivía cerca de Ciudad Juárez y me topé
por vez primera con la imagen de una mujer arrojada al desierto y una narrativa de nota roja marca-
damente misógina. Aquella primera lectura precedió al interés académico que arrancó alrededor
del año 2000. Sin embargo, ya desde entonces me planteaba preguntas sobre las causas, la iden-
tidad de los victimarios y las responsabilidades morales y jurídicas que guiarían la investiga-
ción hasta ahora. En ese entonces cursaba un taller de narrativa con el escritor Ricardo Aguilar
Melantzon en la Universidad Estatal de Nuevo México. Como respuesta a un ejercicio que
consistía en componer un relato sobre situaciones contemporáneas siguiendo el modelo de algún
cuento de hadas, yo había elegido el de la Caperucita Roja de los Hermanos Grimm y escribí desde
esa perspectiva un cuento que aludía al rapto de una niña. Con este ejercicio trataba de responder
desde una representación clásica de la literatura infantil a la pregunta: ¿qué pasaba en las calles de
Ciudad Juárez cuando una joven desaparecía? La trama del abuso sexual se hacía obvia, y el hecho
de estar implícita en una historia para niños me revelaba que la formación de género desde los rela-
tos infantiles incluye la violencia sexual.
El género es también el eje de discusión y acción que reúne al grupo Género, Violencia y Diversi-
dad Cultural desde 2006. En los seminarios realizados en los más de diez años de existencia, el grupo
ha identificado diversos derroteros por los cuales abordar la violencia: la educación, el machismo,
las acciones colectivas, el activismo jurídico, los proyectos estéticos, el análisis de los medios y otras
narrativas. Leerse mutuamente, desde diversas perspectivas teóricas y metodológicas, ha tenido
múltiples resultados: la colección Diversidad sin Violencia;4 dos documentales dirigidos por Rafael
Bonilla, La batalla de las cruces (2006) y La carta (2010), y una serie de proyectos comunitarios.

4
Incluye los títulos: El hombre que ejerce violencia intrafamiliar: hacia una psicoterapia psicoanalítica desde Ciudad Juárez
de Juan Vargas (2010); Crímenes de odio por homofobia: los otros asesinatos de Ciudad Juárez de Efraín Ortiz (2010); Edu-

250
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

Perspectiva dialógica

Cuando Patricia Ravelo y yo decidimos combinar el método etnográfico con el del análisis narra-
tológico, aplicamos distintas formas de recopilación de datos, y una especie de diálogo permanente
sobre el sentido y la utilidad de los materiales. Nos interesaba encontrar la significación política,
cultural y ético-legal de las historias y representaciones que recopilábamos. Los estudios literarios
y la etnografía nos permitieron articular un modo de conocimiento empírico y hermenéutico a
la vez. El análisis hermenéutico se aplicó a testimonios y datos de la observación de campo, en un
intento por encontrar la cadena narrativa que nos permitiera reconocer los elementos que compo-
nen la cultura de los perpetradores y su matriz cultural.
En nuestro libro Desmantelamiento de la ciudadanía. Políticas de terror de la frontera norte (2011),
Patriacia Ravelo y yo empezamos por reconocer aspectos de la caracterización de los perpetradores
mediante la categoría de “hombres armados”, descripción que compartían tanto textos literarios y
fílmicos como los testimonios y las observaciones etnográficas. Al entenderlos como fuerzas que
realizaban voluntades ideológicas inscritas en las relaciones de poder político y criminal, nos parecía
que estos sujetos eran portadores de un privilegio otorgado por las estructuras patriarcales domi-
nantes. De ahí que pudimos concebir el matar como el goce de una prerrogativa que daba pleno
sentido a su violencia. El victimario es un sujeto y su carácter de sujeto pone en función diversos
discursos sociales. Justamente todo sujeto es el lugar de concreción de diversas ideologías, las cuales
se ejecutan o se ponen en práctica en sus acciones y representaciones. Hay, por lo tanto, un desfasa-
miento de diversas formas de subjetividad, resultantes de asimetrías y relaciones jerárquicas que se
concretan en relaciones violentas inscritas como normas en el sistema social, cuyo fin es precisamente
reproducir tales jerarquías. Las ideologías de raza, sexualidad, género, religión y nacionalidad, se
ponen en juego o se ejecutan mediante relaciones violentas. Comprender esta interrelación de discur-
sos nos exige una actitud dialógica, donde tendremos que reconocer las lógicas distintas de repre-
sentación e interpretación de las disciplinas para incorporarlas en un texto donde se pongan en
diálogo conceptos y prospectivas, lenguajes y modos de organización de los datos empíricos.
Para Chela Sandoval, la conciencia oposicional ha creado un léxico que atraviesa varias discipli-
nas en la época de la globalización (Sandoval, 2000, p. 68). Partir de una situación de crisis como
la violencia sexogenérica nos ubica en un lugar de disconfort para las disciplinas constituidas.
El conocimiento termina por articularse desde un lenguaje transdisciplinario, una especie de lingua

cación y discriminación de género, un estudio de caso en Ciudad Juárez de Diana Carolina Nava S. y María Guadalupe López
(2010); Sueños de palabras en la estepa. Experiencias lectoras contra la violencia en Ciudad Juárez de Susana Báez, Ana Laura
Ramírez e Ivonne Ramírez (2011); Diálogos desde la subalternidad, la resistencia y la resiliencia. Cultura obrera en las ma-
quiladoras de Ciudad Juárez de Sergio Sánchez Díaz (2011); Desmantelamiento de la ciudadanía. Políticas del terror en la
frontera norte de Héctor Domínguez Ruvalcaba y Patrica Ravelo Blancas (2011); Miradas etnológicas.Violencia sexual y de
género en Ciudad Juárez, Chihuahua. Estructura, política, cultura y subjetividad de Patricia Ravelo Blancas (2011); Mujeres:
el fuego de cada día. Discurso y subjetividad de Célica Cánovas Marmo (2011); Diálogos interdisciplinarios sobre violencia se-
xual (antología) coordinado por Héctor Domínguez Ruvalcaba y Patricia Ravelo Blancas (2011), y Tácticas y estrategias
contra la violencia de género de Patricia Ravelo Blancas et al. (2015).

251
héctor domínguez ruvalcaba

franca que se ha venido constituyendo desde las dos últimas décadas del siglo veinte. Una biblioteca
común a las disciplinas de las ciencias sociales y humanidades permitió que nos entendiéramos.
Las bibliografías posmarxistas, posestructuralistas, así como los estudios de género, queer y
pos/decoloniales ya eran parte de nuestros cursos teóricos; y los problemas que formulábamos
apuntaban hacia los temas críticos que, como en el caso de la violencia, no podrían abordarse sin
echar mano de una multiplicidad de métodos.
Trabajar con esta multiplicidad de perspectivas no ha sido simple; ha ido depurándonos por
medio de los debates en los encuentros académicos sobre la violencia.
En julio de 2003, en un foro realizado en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores
en Antropología Social en la Ciudad de México, un colega cuestionaba la validez de mi investi-
gación por no considerarla científica. Yo aplicaba un análisis narratológico a la historia de vida de
una trabajadora sexual juarense, quien testimoniaba sobre una red de secuestradores de mujeres
para utilizarlas en el narcotráfico y esclavismo sexual. De acuerdo con este colega, entrenado en
los métodos cuantitativos de las ciencias sociales, yo debía proporcionar primordialmente estadís-
ticas sobre la cantidad de sexoservidoras que laboraban en la ciudad y una tipología e inventario de
los centros de prostitución en la frontera. En suma, datos que le aseguraran que había hecho algún
tipo de medición. La exigencia metodológica es, en este caso, una exigencia discursiva disciplinaria
para la cual la verdad se manifiesta en el lenguaje cuantitativo. Es decir, la corrección metodológica
se caracteriza por anteponer la precisión de los aspectos que se someten a la medición, al contenido
de los hechos estudiados. Este es el caso en el cual la práctica metodológica específica de una dis-
ciplina se toma como criterio de validación de las investigaciones. En esta ciudad con alto flujo
de población flotante, ¿habría manera de poder calcular esas cifras? ¿Respondería este conteo al
cuestionamiento de las razones por las que las mujeres son exterminadas? ¿La investigación sobre
la violencia debe consistir en probar la efectividad de unos métodos sobre otros? ¿O tendríamos
que ajustarnos a los métodos posibles, como finalmente ha tenido que suceder? Nos encontra-
mos, entonces, ante el desafío de intentar cruzar las fronteras de las disciplinas: la necesidad de
cuestionar nuestros métodos.
Desde el final de la década de 1980, cuando mi colega Manuel Apodaca Valdéz y yo empren-
dimos la aventura de colectar piezas de la oralidad cómica en Baja California Sur, nos enfrentamos
a una confusión de campos y lenguajes de conocimiento. Lo que para nosotros era un proyecto
de literatura oral (un concepto que por entonces causaba incomodidad en la academia de estudios
literarios y recelos entre algunos etnógrafos), para los científicos sociales era una etnografía incorrec-
tamente conducida (Apodaca y Domínguez, 2001). Sin duda alguna, desde cualquier rasero con
que se evaluara este experimento, nuestro trabajo estaba equivocado, fuera de toda normatividad,
aunque finalmente resultara en una modesta contribución a los estudios de la cultura popular en
ese estado. Las disciplinas se sustentan en métodos que validan sus campos de verdad; valen por
el rigor de sus procedimientos. Por ello no ha de parecer extraño que los estudios que se aventuran
hacia la interdisciplina reciban sospechas de validez.
No es mi intención defender un trabajo que, desde esta orilla, termina por parecernos insufi-
ciente y lleno de titubeos en su misma escritura, en tanto que ni era ensayo literario ni respondía a

252
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

los requerimientos de la etnografía. Solamente me interesa señalar el carácter desconcertante de los


experimentos interdisciplinarios. En el caso de los estudios de violencia, es precisamente este des-
concierto metodológico el que me importa resaltar como fuente de aprendizaje más que como
aspecto errático de la investigación. Desconcertar es renunciar a lo concertado en términos de pro-
cedimientos de estudio, y con ello, problematizar los marcos de producción de verdades, lo que nos
hace dudar de la certeza alcanzada por los métodos disciplinarios. Es decir: en el momento en que
nos enfrentamos a la necesidad de investigar interdisciplinariamente, estamos también poniendo
en cuestión toda una estructura institucionalizada de producción de verdades. Es decir, estamos
poniendo en revisión la política del conocimiento.
El saber narrativo del testimonio oral es la materia prima concreta con la que hemos conta-
do a lo largo de estos años. De acuerdo con John Beverley (2004),5 el testimonio no solamente
nos lleva a entender la verdad desde o sobre el otro, sino también la verdad del otro, “el sentido
que el otro tiene de lo que es verdadero y lo que es falso” (p. 7).6 Esto no quiere decir que estoy
proponiendo que la narrativa testimonial como herramienta de conocimiento sea superior a
los métodos convencionales de las ciencias sociales y las humanidades. Quiero decir que los
modos de conocimiento que se desprenden de la narrativa testimonial, e incluso la misma pro-
ducción de esta narrativa, pertenecen a marcos de verdad para los cuales la institución académica
no nos había entrenado. El caso del testimonio de la trabajadora sexual arriba mencionado nos
muestra que los métodos de las ciencias sociales por sí solos han sido insuficientes para conocer
las razones por las que las jóvenes juarenses desaparecen. Ese solo hecho nos exige mudarnos de
punto de vista, ver con otros ojos, los de quienes pueden atestiguar el curso de los hechos. Como
vemos, la interdisciplinariedad no solamente desconcierta nuestros métodos y discursos frente a
los de otras disciplinas. Es, ante todo, un punto de confrontación entre los modos hegemónicos y
legitimados de conocer, y los conocimientos que escapan a nuestros métodos y discursos. La visión
de los otros, los que viven y narran su vida desde fuera de los marcos institucionales, es la que
irrumpe y nos apela (Beverley, 2004, p. 2).
El dialogismo que la interdisciplinariedad implica va más allá de la conversación académica.
Se trata de un acto de interpelación que reclama nuestra atención desde una zona de lo real que ha
estado oculta a nuestros alcances instrumentales. Esto no quiere decir que cancelemos los métodos
que las ciencias sociales y las humanidades han desarrollado. En todo caso, implica que es necesario
redirigir tales instrumentos en la línea en que la apelación del testimonio nos propone. Los estudios
narratológicos han sido fundamentales, es cierto, pero otras formas de saber también han llegado a
complementar y abrir nuestros modos de investigar (la demografía, el psicoanálisis, los estudios jurí-
dicos han significado importantes aportaciones cuando entran en relación interdisciplinaria con res-
pecto a la violencia). Es decir, el testimonio nos apela y los saberes académicos, a su vez, contribuyen
con sus recursos metodológicos y teóricos a dar respuesta a los problemas que se plantean.

5
Beverley se refiere a la discusión acerca de la autobiografía de Rigoberta Menchú, que ha desatado una amplia
polémica en la academia norteamericana.
6
La traducción es mía (H. R.).

253
héctor domínguez ruvalcaba

El saber como acción

La verdad nunca es un hecho dado, sino que se está construyendo, de contínuo, socialmente.
O por lo menos eso es lo nos sugiere la propuesta de Boaventura de Sousa Santos (2014), al afir-
mar que “no hay... conocimientos sin prácticas ni actores sociales” (p. 7). La verdad no es sólo la
representación de los hechos sino que parte de los mismos es lo que les da significación social.
En la medida que estudiamos lo que entendemos como verdad, producimos efectos en el terre-
no de lo concreto, validamos una interpretación de la realidad y se pone en acción una política de
autoridad en los saberes. Desde la coordinación de Patricia Ravelo, el estudio de las acciones colec-
tivas contra la violencia de género se convirtió en un proyecto comunitario educativo en la colonia
Lomas de Poleo de Ciudad Juárez, de los años 2006 a 2010. Este proyecto desarrolló una serie
de actividades orientadas hacia la prevención de la violencia de género, mediante el trabajo en un
jardín de niños y una ludoteca, coordinados por la Fundación Sagrario González Flores, bajo el
liderazgo de Paula Flores, una de las madres de víctimas de feminicidio más visibles.
Ya en su trabajo seminal Ciudad, democracia y socialismo (1977), el sociólogo español Manuel
Castells encuentra en los movimientos urbanos autogestivos surgidos en los últimos años del fran-
quismo y los primeros de la nueva era democrática en España, la vía de construcción de
conocimientos intrínseca a las prácticas comunitarias. Castells habla del involucramiento de investi-
gadores desde afuera y desde adentro de los movimientos colectivos urbanos, pues no se trata sólo de
extraer información para su difusión en revistas especializadas y de divulgación, sino de participar
en la construcción de consensos y en las diversas tareas imaginadas y puestas en realización desde
la comunidad (Castells, 1977, p. 6).
Lo que empezó siendo un diálogo académico entre investigadores de diversas disciplinas pasó
a ser una red de diversos actores que contribuyeron a la formación de un jardín de niños y una
ludoteca, y a la producción de dos documentales y una serie de libros que analizan las diversas
experiencias de investigación, agrupados en su mayoría en la colección Diversidad sin Violencia,
antes mencionada. Desde su activismo autónomo, la comunidad de Lomas de Poleo, agrupada en
torno a la Fundación Sagrario González Flores, planteó de manera central la necesidad educativa
para la prevención de la violencia. Además de los académicos interesados en la investigación sobre
estas acciones, se sumaron al objetivo estudiantes de diversas áreas de la Universidad Autónoma
de Ciudad Juárez, artistas plásticos como el grupo de arte urbano Rezizte, el equipo del cineasta
Rafael Bonilla y la productora de cine documental Huapango Volador, así como la ludoteca móvil
de la Universidad Autónoma Metropolitana. Cada participante contribuyó con un aspecto que res-
ponde a la pregunta sobre la victimización desde la producción de representaciones, interpretaciones
y acciones educativas. Estas dimensiones del conocimiento de la violencia corroboran la definición
de investigación acción propuesta por Hillary Bradbury: “La investigación accción le imprime una
orientación democrática y participativa a la creación de conocimiento. Reúne acción y reflexión,
teoría y práctica, en la persecusión de soluciones viables a problemas apremiantes. La investigación

254
ciencias sociales y literatura: acercamientos interdisciplinarios a la violencia de género

acción es una creación pragmática de conocer con, y no sobre, la gente” (Bradbury, 2014, p. 1).7
Esta implementación del conocimiento como un proceso democrático termina por encontrar en la
construcción de la civilidad orientada hacia la erradicación de la violencia un método de producción
de conocimiento y de opción política, a la vez. Etiénne Balibar opone a la violencia, la ciudadanía
que se inventa a partir del problema padecido colectivamente (Balibar, 2015). Nuestra utopía, en
todo caso, consiste en la construcción dialógica de nuevas ciudadanías sobre la base de la equidad
de género y la cultura de paz.

Conclusión

Nuestra experiencia interdisciplinaria basada en la transferencia metodológica, el diálogo transdis-


ciplinario y la investigación acción nos ha permitido construir una red colaborativa orientada espe-
cíficamente a dar respuesta al problema apremiante de la violencia de género en México. En estas
páginas se sintetiza de manera esquemática el desarrollo de varios años de investigación. Destaco el
proceso de traducción entre lenguajes disciplinarios, pero además, entre el conocimiento producido
en el ámbito académico y el generado desde el testimonio oral, central en el estudio de la violen-
cia. Sin duda, nuestro proyecto de investigación acción tiene varios aspectos en común con otras
experiencias de producción de conocimiento desde una base colectiva. Iniciativas como Talleres
de Historia Oral y Mujeres Creando en Bolivia, así como la Comunidad de Historia Mapuche
en Chile, se asumen como esfuerzos comunitarios decolonizadores donde el énfasis se pone en la
búsqueda de epistemologías liberadoras por la vía del diálogo. El diálogo se multiplica y no puede
cerrarse, bajo pena de cancelar nuestra responsabilidad ciudadana.

7
La traducción es mía (H. R.).

255
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257
La contribución de la novela polifónica de Svetlana Aleksiévich a la
revitalización de los enfoques humanistas en ciencias sociales

Irene Martínez Sahuquillo1

1. Introducción.
El desdibujamiento de las fronteras entre literatura y ciencias sociales: una
oportunidad de diálogo o colaboración

Antes de acometer el análisis de la literatura de Svetlana Aleksiévich objeto de esta indagación, con-
viene detener la mirada en una tendencia de gran alcance que se observa tanto en el ámbito de la
cultura como en el de las ciencias, en cuya intersección se inserta la obra de esta escritora bielorrusa
y exsoviética. En referencia al primero de estos ámbitos, la cultura, en la actualidad asistimos a una
proliferación de géneros artísticos híbridos, de difícil clasificación. Asimismo en el ámbito de las
ciencias, en particular las sociales o humanas, presenciamos la multiplicación de campos de estudio
interdisciplinarios, como los estudios culturales o los de género, los cuales tampoco son susceptibles
de ser clasificados de acuerdo con criterios muy claros y distintos. Vivimos, como tantos analistas
sociales han señalado, en una era marcada por la hibridación, así como por las más variadas meta-
morfosis o mutaciones dentro de cada género o disciplina, con la consecuencia de que cada vez se
torna más ardua la tarea de definición y delimitación de lindes entre ellos.
No se trata sólo de un desdibujamiento de fronteras nítidas entre géneros artísticos y disciplinas
(por no hablar de profesiones), sino también entre lo que Weber llamaba “esferas de valor”, pues
la información se convierte en diversión; lo privado se hace público; la política se rinde a la lógica
del espectáculo; el arte se politiza o se fusiona con la publicidad y el consumo de masas, y cede la
representación de lo bello a la tecnología, la ropa u otras industrias; y en nuestro ámbito discipli-
nar, las ciencias sociales siguen imitando a las naturales (al menos dentro del mainstream), y éstas
se impregnan a veces de un lenguaje humanístico, que su versión más positivista considera dema-
siado literario, por poner sólo algunos ejemplos de los cruces o intercambios de papeles y lógicas
que salpican una vida social cada vez menos ordenada y por ende menos sujeta a patrones estables.
Algunos sociólogos, como Stephen Crook, interpretan esos fenómenos, en especial los referen-
tes al campo de la cultura, como parte de un proceso general de desdiferenciación que se originaría
como consecuencia paradójica de la multiplicación de géneros y formas artísticas. De tal manera que,
si la modernidad se había caracterizado por la diferenciación de esferas y, en particular, por la
autonomización de la esfera artística, la posmodernidad estaría marcada por la corriente contraria,

1
Profesora de Sociología. Departamento de Sociología y Comunicación, Universidad de Salamanca (España).

[ 259 ]
irene martínez sahuquillo

esto es, por una disolución de líneas demarcadoras entre arte y no arte, así como entre los distin-
tos géneros artísticos, cada vez más fragmentados pero menos diferenciados (Crook, 1992). Este
último proceso es al que el sociólogo del arte Paul DiMaggio denomina “desclasificación cultural”,
consistente en una creciente dificultad para fijar un sistema de clasificación nítido y estable, debido
tanto a razones de estratificación social –insuficientemente rígida y estable como para permitir
a los grupos de estatus imponer un sistema de clasificación jerárquico– como a razones internas
propias del campo, como es la existencia de un número cada vez mayor de creadores que, para
competir, tienen que inventar, innovar o mezclar de manera constante diferentes géneros y estilos
(DiMaggio, 1987).
Ese panorama cultural esbozado, tan inestable como confuso, que el sociólogo fundador de la
revista Theory, Culture and Society Mike Featherstone (1991) caracteriza a su vez con el término
“desorden cultural” (el arriba citado Stephen Crook prefiere el de “poscultura”), tiene como con-
secuencia perversa un estado de desorientación en el público, el cual, falto de referencias o criterios
claros para seleccionar e interpretar las manifestaciones artísticas e interdisciplinares que contempla,
oye o lee, estaría perdido, sin brújula qué guiarle en ese laberinto. Esa es al menos la interpreta-
ción que ofrece, entre otros, el crítico del posmodernismo Fredrik Jameson (1984), en cuya obra
señera El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío sostiene que la lógica que gobierna
la cultura en la posmodernidad es la de una confusa y variada mezcolanza marcada por la super-
posición de todo tipo de elementos artísticos de distintos géneros, niveles culturales y épocas, sin
referencias históricas que permitan diferenciar unos de otros y por ende facilitar su comprensión
en su contexto. El resultado, para el autor, es un pastiche o collage ininteligible para un espectador
que carece de los necesarios “mapas cognitivos” para decodificar las formas y discursos artísticos,
así como para cartografiar el mundo de forma unitaria y coherente.
Sin embargo, si en lugar de fijarnos en los desconcertados consumidores centramos la atención
en los creadores, su situación es manifiestamente más ventajosa al encontrarse situados ante un
horizonte cada vez más ancho en cuanto a posibilidades de innovación y de fertilización mutua
de artes, géneros y saberes. Por ello puede afirmarse que, si bien es cierto que ese totum revolutum,
como cabría calificar al ámbito de la cultura,2 genera problemas de categorización y de comprensión
a sus receptores, al mismo tiempo auspicia multitud de experimentos en la forma y el contenido de
sus productos. Desde el punto de vista de los creadores culturales, la apertura cada vez mayor del
espacio por el que pueden transitar, la libertad sin límites de la que gozan desde la irrupción de las
vanguardias y, en general, la ausencia de códigos rígidos que constriñan en exceso su actividad,
les ofrece la oportunidad de ensayar nuevos géneros, o bien combinar o fusionar los antes existentes
para crear otros nuevos (lo que podría denominarse “hibridación”, si seguimos a García Canclini),
sin olvidar la posibilidad de tender puentes entre ellos y establecer diálogos que pueden resultar
enriquecedores.

2
A la confusión que reina en ese ámbito contribuye el hecho de mezclar las dos acepciones principales del término
cultura: por un lado, la antropológica y omniabarcante, y por el otro, la restringida o circunscrita a ciertas actividades
y productos de valor estético o intelectual, como sostengo en mi artículo “Los dos conceptos de cultura: entre la oposi-
ción y la confusión”, publicado en 1997 en la Revista Española de Investigaciones Sociológicas (REIS), (79), pp. 223-242.

260
la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

Por supuesto, lo que más interesa plantear aquí es la oportunidad y pertinencia de recuperar el
diálogo entre la literatura y las ciencias sociales, en especial la sociología, pues dicho diálogo existió
en los comienzos de la disciplina, como sostiene Wolf Lepenies en su célebre libro Las tres culturas.
La sociología entre la literatura y la ciencia (1994), donde el sociólogo presenta a la disciplina sociológica
como una tercera cultura que se debatía entre la literatura y la ciencia, especialmente en países como
Alemania donde el historicismo gozaba de gran predicamento. Dicha perspectiva teórica, como es
sabido, entendía las ciencias humanas o del espíritu (las Geisteswissenschaften según la denomina-
ción de Dilthey) como un tipo de saberes completamente distintos de los de las ciencias naturales.
Fue el positivismo, especialmente fuerte en su país de nacimiento, Francia, la corriente que alejó
a la sociología del campo de la literatura para dotarla de un método científico concebido a imagen
y semejanza del de las ciencias naturales, cortando también sus vínculos con la filosofía y demás
humanidades.
En efecto, hasta mediados del siglo XIX la exploración de lo social era una empresa dominada por
la filosofía y la literatura, como indican González y Serna (2005), y la recreación literaria del mundo
social era un recurso legítimo para sondearlo y conocerlo; sin embargo, la ciencia social acabó expul-
sando a los poetas (por utilizar un símil platónico) y se apoderó del espacio al que cabe denominar
“conocimiento social”, sobre todo a finales del siglo XIX y principios del XX, esto es, en la etapa de
institucionalización de la sociología. Lo anterior no impidió que los novelistas continuaran empe-
ñados en producir obras que, además de entretener y emocionar, reconstruyeran épocas y mundos
sociales minuciosamente descritos y descifrados, pues su programa realista, frente al romántico,
se basaba en el compromiso con la realidad social del presente, cuyo conocimiento era necesario
para poder diagnosticar sus males y contribuir a su mejora; una idea ilustrada que era compar-
tida por los sociólogos (Martínez, 2001). Para Lukács, el más ilustre analista y admirador de la
novela realista clásica, el gran autor era, además, quien conseguía develar los múltiples nexos que
unen los rasgos individuales de los protagonistas con los problemas generales de la época (Lukács,
1966), precisamente lo mismo que para C. Wright Mills significaba la imaginación sociológica en
su obra señera.
Por su lado, la sociología no siempre se caracterizó por perseguir una “febril imitación de las
ciencias físicas” (dicho en palabras de Pitirim Sorokin) para, junto con otras ciencias sociales, cons-
truirse en un alter ego de aquéllas (Sorokin, 1964, pp. 233, 249), como sostiene este sociólogo en su
obra demoledoramente crítica con las ciencias sociales Achaques y manías de la sociología moderna y
ciencias afines. La sociología también desarrolló, desde su época clásica, una perspectiva interpretativa
o hermenéutica capaz de dar cuenta del elemento más interesante y al mismo tiempo esquivo de la
acción social; me refiero, claro está, al sentido subjetivo mentado por el actor, que era lo que pre-
tendía captar la sociología comprensiva weberiana. En los Estados Unidos se inició, asimismo, una
línea análoga centrada en el análisis de las creencias, valores o actitudes, para entender, entre otras
cosas, los procesos de cambio cultural, como pretendía el estudio exhaustivo que dio lugar a la obra
El campesino polaco (1918-1919) de los sociólogos W. I. Thomas y Florian Znaniecki. Este último
autor escribió también una obra metodológica, The Method of Sociology (1934), donde abogaba por

261
irene martínez sahuquillo

una sociología que, frente a la que había propuesto Durkheim, tuviera en cuenta el carácter indivi-
dual, humano, que hay en todo fenómeno social y que él llamaba “coeficiente humanístico”.
Sin embargo, la sociología estadounidense no siguió de forma predominante esa línea humanís-
tica y cualitativa; más bien se impuso una investigación sociológica de corto alcance, rutinaria y sin
una adecuada conceptualización teórica. El sociólogo crítico C. Wright Mills sometió a una crítica
implacable este tipo de investigación en su imprescindible obra, ya aludida, La imaginación sociológica
(1959), entre otras cosas, porque a su juicio carecía de esa “imaginación sociológica” que debe tener
el investigador para pasar de los órdenes más impersonales (como la política o la economía) a los
más íntimos y personales, con el fin de mostrar el vínculo existente entre las biografías particulares y
la historia (Mills, 1961); algo que sí habían logrado los grandes novelistas, de acuerdo con Lukács.
Por supuesto, hubo otros autores además de Mills que también criticaron esa sociología de corte
positivista y, sobre todo, de muy poco alcance, a la que Mills aludía con el nombre de “empirismo
abstracto”. Severyn Bruyn, un contemporáneo de Mills, por ejemplo, en su libro de 1966 La pers-
pectiva humana en sociología, argumentaba a favor de los métodos alternativos a la encuesta, como la
observación participante, defendiendo además la necesidad de desarrollar una perspectiva “interna”
similar a la del novelista o el dramaturgo para acceder a ese elemento crucial de la vida social que
es el significado. Asimismo, abogaba por otros métodos antaño juzgados demasiado “subjetivos”,
como los narrativos, en especial las historias de vida.
En la actualidad, la antorcha de Mills, Bruyn o Znaniecki, sin olvidar a los sociólogos europeos
de línea interpretativa encabezados por Weber ni tampoco a autores contemporáneos como Peter L.
Berger (quien siempre defendió una sociología humanística), ha pasado, entre otros, a Ken Plummer
(2001), defensor de un humanismo crítico, así como de ese “giro narrativo” que a su juicio se está
produciendo en la sociología. En general en todas las ciencias sociales, en especial en antropología,
historia, sociología y psicología social, se confirma una “revitalización de los enfoques humanistas”
en las dos últimas décadas, lo cual se puede entender, de acuerdo con el antropólogo español Joan
J. Pujadas, como “una reacción a la hegemonía de las perspectivas positivistas” que operaron durante
el largo periodo que va de la década de 1940 a 1970 (Pujadas, 2000, p. 127).
En suma, en las últimas décadas parece perfilarse una tendencia que puede resultar fructí-
fera, la convergencia o al menos aproximación entre la sociología y sus ciencias hermanas por un
lado, y la literatura por el otro. Desde las décadas de 1950 y 1960 la literatura se ha aproximado al
periodismo y a las ciencias sociales para ofrecer crónicas de hechos reales. Así lo atestigua el caso
de Truman Capote y su célebre novela A sangre fría (1966), la cual presentó como una novela de
no ficción (nonfiction novel), género que creía haber inventado. Tom Wolfe le disputó tal pretensión
aduciendo que él había desarrollado antes esa categoría bajo el nombre de “Nuevo Periodismo”,
una etiqueta que finalmente se impuso para referirse a todas las novelas que daban forma literaria
a historias verídicas que podían ser objeto de una crónica periodística;3 si bien, “literatura de no

3
En España, un adelantado de este tipo de literatura, que es a la vez crónica, fue el periodista y escritor Chaves No-
gales, un auténtico cronista de la guerra civil en la década de 1930, junto con Arturo Barea. En la España actual, Javier
Cercas es un exponente de la crónica novelada.

262
la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

ficción” o “novela de no ficción” (o, mejor, sin ficción) son términos igualmente aceptados y usados
en la literatura académica.
Por otro lado, si nos situamos en el ámbito de las ciencias sociales, también se recurre cada vez
con más frecuencia a la literatura como fuente, especialmente en el campo de la historia4 –disciplina
de la que además se ha desgajado una subdisciplina, la historia oral, que trabaja con testimonios
orales–, pero también en otras disciplinas. Incluso en la psicología, que es la ciencia social más
apegada a la metodología de corte naturalista (me refiero claro está, a la psicología experimental,
no al psicoanális), están proliferando algunas iniciativas heterodoxas que plantean la necesidad
de introducir una perspectiva humanística de tipo hermenéutico o fenomenológico para entender
la conciencia como un todo dinámico. Eso es lo que pretende hacer Mark Freeman, discípulo de
Ricoeur y experto en el estudio de la identidad mediante el análisis de autobiografías de todas las
épocas (Freeman, 1993).
Por supuesto, la antropología es indudablemente la ciencia más cercana a la literatura, aunque sea
sólo porque ha trabajado de manera más intensiva con el método biográfico y las historias de vida,
uno de cuyos frutos más conocidos y apreciados es Los hijos de Sánchez (1961), de Oscar Lewis.
Pero lo que más interesa a efectos de este trabajo es ese híbrido entre antropología y literatura que
suele llamarse testimonio o historia oral, género que ha sido desarrollado como es sabido principal-
mente en Latinoamérica. En el próximo apartado me referiré a ese género que guarda una afinidad
evidente con la novela polifónica, el género cultivado por Svetlana Aleksiévich.

2. La novela polifónica de Svetlana Aleksiévich como


género híbrido entre literatura e historia

Novela de voces o polifónica o, más exactamente, novela-confesión polifónica,5 es como la escritora


Svetlana Aleksiévich denomina al género que ha cultivado durante décadas y, pese a su ambigua
ubicación en la frontera que separa (o une) el periodismo, la ciencia social y la literatura, su crea-
dora ha merecido el Premio Nobel de literatura en 2015. Aunque esta decisión no suscitó la polé-
mica levantada por el premio concedido a Bob Dylan un año después, muchos se preguntaron la
razón de otorgar el galardón más preciado a una obra como la suya, novela sin ficción, pero que, al
contrario que A sangre fría u otras novelas de ese tipo, no pretende contar una historia de principio
a fin, sino entretejer una multitud de voces de un gran número de habitantes de la antigua Unión
Soviética entrevistados por ella para componer una suerte de tapiz histórico a lo largo de los cinco
libros que conforman el ciclo literario-documental llamado Voces de la utopía.
La finalidad de esa pentalogía escrita durante tres décadas, a partir de los testimonios de miles
de personas, ha sido contribuir a la conservación de la memoria viva de todo un pueblo o pueblos

4
Incluso hay revistas de historia que publican números monográficos sobre la literatura como fuente historiográfica,
tal como el coordinado por Francisco Fuster en 2011 en la revista de la UNED Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Historia
Contemporánea, tomo 23.
5
Reproduzco el término que utilizan Marta Rebón y Ferrán Mateo (traductor este último de la autora) en su artículo
“La novela-confesión polifónica de Svetlana Aleksiévich”, publicado en Revista de Libros en junio de 2017.

263
irene martínez sahuquillo

cuyo único nexo común es haber pertenecido a una comunidad imaginada, como diría Benedict
Anderson, y haber sido partícipes del más grande y ambicioso experimento con seres humanos
que jamás se haya llevado a cabo en la historia de la humanidad: la utopía roja o comunista o, sim-
plemente, la gran utopía, como la llama la autora. Aunque Alexiévich pertenece a la generación de
Gorbachov –cuando el comunismo había perdido ya su aura– se empapó, en su juventud, de la
ideología que lo sustentaba: fue pionera y miembro del Komsomol, y celebró con su pletórico padre
el viaje de Gagarin al espacio, que tanto orgullo patriótico infundió en la población. Más tarde lle-
garía la decepción con el comunismo, así como con esa gran patria soviética, tan reverenciada en su
momento por una población entusiasta y dispuesta a dar su vida por ella, como muestran muchos
relatos de vida recogidos por la escritora.
En efecto, esa inmensa extensión geográfica que albergaba a poblaciones tan diversas como
Rusia, Ucrania, Uzbekistán o Turkmenistán, ofreció a todas ellas una supraidentidad heroica
a la cual adherirse; un tipo de identidad, la nacional, que, como explica Anthony Smith (1991),
proporciona al individuo una suerte de trascendencia o inmortalidad al sentirse parte de una gran
comunidad de destino. De ahí que la novelista se identifique tanto con sus entrevistados, por muy
distintas que fueran sus procedencias e historias a la suya, sobre todo las de aquellos que pertene-
cen a generaciones anteriores o posteriores, pues a todos ellos les une al mismo tiempo una gran
patria y una enorme causa, por muchas tragedias que ésta desencadenara. Por ello, en el prólogo de
su última obra, El fin del Homo sovieticus, que cierra un ciclo de cinco tomos de testimonios
dedicados a la gran utopía, Alexiévich confiesa formar parte de esa “especie” sui géneris que fue
el Homo sovieticus6 y que es inconfundible, alega, pese a las muchas lenguas que se hablen, por
ser todos ellos “vecinos por la memoria” además de ser tratados en forma despectiva, mediante la
expresión coloquial de “sovoks”. Ella, sin embargo, dice no avergonzarse de pertenecer a una
especie en extinción7 y, pese a ser bielorrusa, su idioma literario es el ruso, lo que no le ha granjeado
el reconocimiento que merece en su tierra por su falta de patriotismo hacia ese pequeño país sin
una identidad muy asentada.
La literatura de Alexiévich se inserta por ello en toda una tradición literaria de la que han par-
ticipado los grandes escritores rusos que, como ella, pretendieron dar testimonio de los males so-
ciales de ese inmenso país a partir de relatos orales, como hizo Tolstoi en Relatos de Sebastópol o
Dostoievski en Apuntes de la casa muerta, por citar a los más conocidos. Sin embargo, el género
que Alexiévich llamado novela de voces o polifónica, que es el que ha cultivado, se debe sobre
todo al escritor Alés Adamóvich, su maestro, cuya obra Soy una aldea en llamas –narración que
recoge el testimonio de casi trescientos testigos del genocidio perpetrado por los nazis en aldeas de
Bielorrusia–, se convirtió en el modelo para su “literatura del documento” (Rebón y Mateo, 2016).
La literatura documental o literatura de documento es el nombre que recibe en Rusia un géne-

6
Homo sovieticus es un apelativo acuñado por el sociólogo, filósofo y novelista ruso Alexsandr Zinóviev en una novela
homónima de 1982, en la que hacía una sátira de ese “hombre del futuro” imaginado por Trotski pero que él presentaba
como un parásito que vivía a costa del Estado (Rebón y Mateo, 2017).
7
Sobre su identidad, dice la autora: “ya no importa si soy bielorrusa o rusa, sino que soy representante de una especie
biológica que puede extinguirse, como se extinguieron los mamuts” (Rebón y Mateo, 2017, p. 5).

264
la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

ro que consiste en narrar hechos reales con cierto grado de licencia poética (Pinkham, 2016); un
género en el que ha destacado otro premio Nobel: Aleksandr Solzhenitsyn.
Por su parte, la obra de Svetlana Aleksiévich sigue la línea iniciada por la novela modernista de
las primeras décadas del siglo XX, cuya característica principal es la ausencia de linealidad en la
narración, en ocasiones tan fragmentada que dificulta sobremanera su comprensión y exige del
lector un esfuerzo notable de interpretación. No es éste sin embargo el caso de la autora, pues
la lectura de su obra no obliga a hacer el esfuerzo; sin embargo, su carácter fragmentario es mucho
mayor al ser éste no sólo un rasgo más del estilo narrativo, sino que conforma la estructura misma
de la composición del texto, que se basa en la yuxtaposición de historias. Dicha estructura permite
al lector leer las novelas en forma parcial o total, así como empezar la lectura por donde se quiera
y proseguirla también por cualquiera de sus partes, lo cual no impide captar una lógica subyacente
que une todas las historias, como también a los libros. Para Aleksiévich, como dijo en su discurso del
Nobel, sus libros son uno solo, puesto que todos ellos narran la historia de una utopía, o mejor, de
cómo vivieron esa experiencia los habitantes de los territorios soviéticos donde se implantó. Como
explica en una entrevista, lo que ella narra es la historia del “socialismo doméstico”;8 por ello, y
pese al carácter no lineal antes mencionado, el lector tiene la impresión de haber asistido a una
tragedia bien orquestada.
Asimismo, y puesto que el énfasis se pone en los sentimientos, es decir, en la dimensión emocional
y espiritual de la vida humana –la escritora se califica a sí misma de historiadora de los sentimientos
o del alma–, su prosa llega a adquirir tonos poéticos, en ocasiones puede incluso tacharse de prosa
poética dado el recurso insistente de la autora a la frase breve, concisa, desnuda de todo artificio y
que, como en el lenguaje oral, va directamente al grano (como lo hace la prosa de Juan Rulfo, por
ejemplo) o, como en el verso, sugiere una metáfora que sintetiza toda una cadena de impresiones
o vivencias íntimas. También abundan en su obra las elipsis, expresadas a través de puntos sus-
pensivos o frases inacabadas, cuyo fin es traducir la incapacidad de los hablantes para expresar con
palabras y frases completas experiencias inenarrables, dado su carácter monstruoso o absolutamente
incomprensible e inasimilable, como fue la catástrofe de Chernóbil. El antropólogo Manuel García
Pérez (2012) se refiere a este rasgo estilístico por medio del concepto de “inefabilidad expresiva”.
De esta manera Aleksiévich consigue transmitir, con mayor o menor fortuna, un estado de alma
colectiva que se manifiesta en representaciones y emociones comunes. Pues pese a que su meta es
rescatar del olvido cada vida singular de hombres y mujeres que le han confesado sus dichas y
desdichas, y le han instado a dejar constancia de su sufrimiento y su verdad individual, profunda,
frente a la verdad oficial,9 al final, el volumen del coro acaba ahogando las voces individuales o
diluyéndolas. Esto es algo que se le ha reprochado, pues en su afán por abreviar las voces para
reducirlas al enunciado esencial, o a lo que ella considera más relevante, acaba borrando el carác-
ter individual de sus personajes, al menos según la opinión de la crítica literaria Sophie Pinkham

8
Como contesta Aleksiévich a la periodista Bridget Kendall en el Hay Festival de Gales de 2016. Recuperado de
http://www.com/mundo/noticias-america-latina-36955893
9
En Rusia se distingue una verdad más profunda llamada istina, de la verdad literal o de los hechos, a la que alude
la palabra pravda.

265
irene martínez sahuquillo

(2016). En todo caso hay que matizar que el mayor o menor relieve de cada relato depende de la
obra; el texto en el que más breves son las historias, monólogos o voces intercaladas es en Voces de
Chernobil, que recuerda a un oratorio, como indican Rebón y Mateo (2017).
Pero precisamente esa labor de selección, poda y depuración de los testimonios es la que otorga
a la obra de Aleksiévich su cualidad literaria. Pues la autora quería hacer literatura, aunque fuera
una literatura sui géneris, que trabajara con la realidad y no con la ficción. Su afán era, en efecto,
producir una “superliteratura”, por utilizar el término de su maestro Adamóvich para, como éste
había pretendido hacer, zarandear las formas tradicionales de concebir la literatura en un mundo,
el de las guerras mundiales, el Lager, el Gulag y demás atrocidades –sin olvidar la muy posterior
destrucción nuclear invisible, de trazos apocalípticos, que produjo el desastre de Chernobil–, en
el que la literatura tradicional había dejado de tener sentido. En su discurso de Oslo, la premio
Nobel se remitió a la frase de Adamóvich según la cual escribir prosa después de las pesadillas del
siglo XX era un sacrilegio, a lo que la galardonada añadió: “Aquí no se tiene derecho de inventar;
hay que transmitir la verdad tal cual. Se necesita una superliteratura. Son los testigos los que deben
hablar” (Aleksiévich citada en Rebón y Mateo, 2017, p. 5).
El problema de este planteamiento es que los testigos, cuyas historias eran contadas por media-
ción de la escritora, podían considerar éstas como suyas y reclamar algún tipo de derecho sobre ellas
como, por ejemplo, una modificación o supresión de su relato, e incluso, por qué no, el derecho a
participar en los beneficios de la venta de los libros. Eso fue precisamente lo que ocurrió tras la publi-
cación de la tercera obra de la pentalogía Los muchachos de Zinc (1989), que aborda la guerra de
Afganistán, y que dio lugar a diversos pleitos iniciados por algunos de los testigos entrevistados que
alegaban que la escritora se había desviado de su relato literal al volcarlo en la obra. Como Marta
Rebón y Ferrán Mateo (2017) explican en su artículo “La novela-confesión polifónica de Svetlana
Aleksiévich”, en el juicio al que dio lugar la denuncia tuvo que abordarse el problema de la natu-
raleza del género que la autora había creado, para determinar hasta qué punto ella tenía el derecho,
asociado a la autoría, de dar forma a ese material documental, o si por el contrario había sido una
mera intermediaria y las historias pertenecían consiguientemente a sus entrevistados. Afortuna-
damente para ella, el dictamen de los peritos literarios fue claro y rotundo: la literatura documental,
aunque trabaje con un material recopilado, decían los dos expertos, “requiere una participación
activa del autor, que determina el tema y el enfoque de la obra” (Rebón y Mateo, 2017, p. 4).
El nuevo género, en consecuencia, había entrado, incluso legalmente, en el universo de la litera-
tura, que había ampliado su campo de no ficción e invadido otros campos no literarios, como el de
la antropología, la historia oral o la sociología cualitativa. Al fin y al cabo, como sostiene Todorov
(1988) en El origen de los géneros, un nuevo género es siempre la transformación de uno o varios
géneros antiguos y fruto de una renegociación de las fronteras, así como de un proceso de codifi-
cación que hacen los observadores (pp. 34 y 35). El autor propone una definición muy sociológica
según la cual un género es “la codificación históricamente constatada de propiedades discursivas
de un texto” (p. 39).

266
la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

Si ese género se considera literario, tal como parece que ha sido consagrado,10 en especial tras
recibir la autora el Premio Nobel de literatura, queda entonces la tarea de definirlo o clasificarlo
para que,  junto con otras obras semejantes, pueda subsumirse en una categoría común que englobe
a otras clases de novelas o relatos testimoniales. Pues bien, una categoría amplia que puede cumplir
esa función es la utilizada por el antropólogo ya mencionado Joan J. Pujadas (2002): “géneros de la
memoria”, un campo en el que podrían tener cabida diversos documentos, desde la autobiografía
convencional hasta los textos propiamente testimoniales, esto es, las historias de vida, ya sean indi-
viduales o colectivas, que han sido recopiladas por el autor de una obra y que le sirven como base
documental para escribirla. Al referirse a los métodos narrativos usados en las ciencias sociales, en
particular en la antropología, Pujadas distingue a su vez entre historias de vida de relato único y las
de relatos múltiples, una distinción muy pertinente para diferenciar la novela polifónica de nuestra
autora de otro género hermano, el llamado “testimonio”, el cual, como se ha dicho, se ha cultivado
predominantemente en Latinoamérica.
De manera breve, el testimonio puede ser definido como una modalidad de género de la memo-
ria que consiste en una historia de vida de relato único que puede ser contada en primera persona
como si fuera una autobiografía, toda vez que el intelectual o letrado se concibe como una especie
de médium entre el testigo, ese sujeto subalterno elegido al que da voz y al cual cede todo prota-
gonismo, y el público. Al menos este es el planteamiento del antropólogo y/o historiador cubano
Miguel Barnet, autor (o coautor) de Biografía de un cimarrón (1966), que cuenta la historia de vida
de Esteban Montejo, un ex esclavo de origen africano que encarna al sujeto subalterno. Es preciso
tener en cuenta el contexto en el que Barnet escribió la biografía, esto es, el de la revolución cubana,
para entender que esa “novela-testimonio”, como la denominó, formaba parte de un programa
intelectual revolucionario cuyo objetivo era “devolver el habla al pueblo y otorgarle el derecho de
ser el gestor de sus propios mensajes” (Barnet, 1986, p. 47). El intelectual comprometido con los
principios de la revolución tenía como misión hacer aflorar la “verdadera cultura del pueblo” sin
apenas mediaciones o reelaboraciones, como indica Mercé Picornell (2011).
Sin embargo, esa pretensión de ser un simple mediador entre el relator o informante y los lectores
soslayaba la cuestión capital ya mencionada de la autoría y del consiguiente papel activo que tiene el
escritor al dar forma literaria a la historia de vida recabada para convertirla en una novela-testimonio.
Entre el relato oral y la obra escrita media, efectivamente, un abismo generado por la labor creativa
y sintetizadora del letrado, por mucho que este quiera conservar lo esencial de la historia de vida
recogida en su grabadora, tanto en lo que se refiere al habla popular que usa el informante como
en lo sustancial de la vida narrada. El propio Barnet era consciente de esa ambigüedad del género
nuevo, por lo que decidió situarlo en una frontera interdisciplinaria que llamó socioliteraria, ya que
la novela-testimonio era para él, al mismo tiempo historia, antropología y literatura.

10
Una prueba de lo difícil que es clasificar este género es el hecho de que el libro de Alieksévich, Voces de Chernóbil,
sea catalogado por la editorial Debolsillo, que lo publica en español, como “crónica” o “ensayo”. Asimismo, uno de los
premios que recibió la autora antes del Nobel (en 2013) fue el galardón literario francés Médicis de Ensayo.

267
irene martínez sahuquillo

Por otro lado, el género en el que se inscribe la obra de Aleksiévich pertenece de lleno a la moda-
lidad de relatos múltiples y contiene un buen número de ellos, pues como se ha explicado, la meta de
la escritora era dar voz a muchos testigos para, a partir de sus historias o retazos de ellas, componer
un collage histórico que recogiera sus experiencias vitalmente cruciales. El efecto que consigue por
ello es coral, pues aunque cada uno canta su canción según le ha ido en la vida e interpreta desde
allí los acontecimientos, no se produce una impresión cacofónica, dado que existen melodías que
se repiten rítmicamente: por ejemplo, el llanto por el hijo muerto o por la terrible violencia vivida o
presenciada; el lamento sin fin por las enfermedades y penalidades padecidas, como el hambre y el
frío siberiano, sin olvidar los malos tratos sufridos por las mujeres a manos de sus maridos alcohó-
licos y un largo etcétera. Dichas experiencias dramáticas van acompañadas además de una cultu-
ra popular manifestada en refranes, chistes macabros, supersticiones u opiniones fatalistas sobre
Rusia, que puntean los discursos y contribuyen a proporcionar un efecto de unidad, al menos de
unidad de sentido y de sentimiento.
La diferencia fundamental de los relatos múltiples con el testimonio es, por tanto, que éste
último se centra sólo en la vida de una persona del pueblo, cuya historia, piensa el mediador,
posee un valor ejemplar por expresar la forma de vivir, pensar y sentir de toda una colectividad a
la que el sujeto representa. La pregunta que cabe hacer es si es legítimo proyectar una experiencia
individual en una colectividad; algo que ha sido cuestionado por algunos autores. La crítica más
atinada la formula Spivak (1999), quien señala que ese tipo de testimonio fuerza al testigo a renun-
ciar a sus particularidades en aras de representar a un colectivo en lucha, lo que el autor considera
una muestra de “esencialismo estratégico”. Parece, en efecto, una contradicción ceder la palabra a
los silenciados de la historia y al mismo tiempo pedirles que sacrifiquen su propia individualidad
única e intransferible porque habrán de representar al grupo. Como también indica Picornell, se
les visibiliza, sí, pero siempre y cuando sean “representantes de toda una clase y no personas indi-
viduales con motivaciones y conciencias particulares” (Picornell, 2011, p. 138).
En cambio, y como se viene diciendo, lo que pretende Aleksiévich es reconstruir la memoria
colectiva de un pueblo a partir de una multitud de recuerdos individuales que ejemplifiquen tanto
la variedad de experiencias vividas como esa unidad de “hábitos del corazón”, por usar la clásica
noción de Tocqueville, que conforman la identidad colectiva de una población. Si la autora recoge
tantos testimonios es porque quiere que cada persona deje constancia de su paso por la historia y su
voz quede recogida en un documento que se ocupe de las personas corrientes. En Voces de Chernó-
bil lo explica de este modo: “yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos
de los hombres... ni de un solo hombre” (Aleksiévich, 2016, p. 56). Asimismo, en su discurso del
Nobel redunda en la misma idea cuando declara que ella se siente atraída por “el pequeño espacio
llamado ser humano, un solo individuo”.11 Ahí, afirma, es donde transcurre todo.
Por otra parte, pese a compartir con Barnet y otros testimonialistas el deseo de dar voz sobre todo
a los humildes, a esos seres humanos que no dejan huella porque la pobreza los convierte, como

11
Los extractos del discurso están tomados del artículo “Speak with a Human Voice”, publicado en el Financial
Times el 19 de diciembre de 2015.

268
la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

decía Camus en El primer hombre, en seres “sin nombre y sin pasado” que son devueltos “al inmen-
so tropel de los muertos anónimos que han constituido el mundo, desapareciendo para siempre”
(Camus, 2003, p. 167). La autora no se circunscribe a las clases populares ni pretende dividir el mun-
do en dos grandes bloques: los dominantes o poderosos y los dominados o subalternos, como hace
la literatura de testimonio de inspiración marxista. Ella presta su voz a todos los hombres y mujeres
de la antigua Unión Soviética, también a científicos, periodistas, profesores o militares, porque su
filosofía es humanista, no revolucionaria. Y tampoco los divide en víctimas y verdugos, porque
muchas de las personas entrevistadas o mencionadas en los relatos fueron ambas cosas a la vez.
Como Olia, la mujer que denunció a su hermano antes de la Segunda Guerra Mundial –que fue
muerto en los campos de prisioneros– o los otros muchos que colaboraron de las más variadas y
siniestras formas con el régimen, o simplemente miraron hacia otro lado.
En todo caso, conviene destacar que tanto la novela-testimonio como la sinfónica o de voces tie-
nen algo en común: ocupan un espacio intersticial entre la literatura y la ciencia social, en especial
la antropología y la historia. De hecho, la autora se define como historiadora, además de escritora;
aunque la historia que ella escribe es la interior, la vivida o experimentada por el hombre y mujer
corrientes. Como declara en Los muchachos del zinc: “eso es a lo que me he dedicado desesperada-
mente libro tras libro: a disminuir la historia hasta que tome una dimensión humana” (Aleksiévich,
2016, p. 29). Por ello, cuando un crítico de su primera obra La guerra no tiene nombre de mujer,
que fue censurada por antisoviética, la acusó de no mostrar ningún amor por “nuestros héroes y
nuestros grandes ideales”, la escritora respondió: “Sí es verdad, no amo las grandes ideas, amo al
hombre pequeño” (Nikitin, 2016, p. 144).
La historia que Aleksiévich escribe es, en definitiva, congruente con su humanismo y con el
consiguiente deber ético que cree tener como escritora de denunciar los atropellos a los derechos
humanos fundamentales, especialmente graves y numerosos en los regímenes que, como el soviético,
se sustentaban en el desprecio por la vida humana individual, y por ende, en el olvido de aquel princi-
pio ético capital que enunció Kant, según el cual un ser humano no puede ser nunca tomado como un
medio sino como un fin en sí mismo. Bajo el comunismo, como también denunció Arthur Koestler
en su novela sobre los juicios de Moscú  El cero y el infinito, los individuos no tenían ningún valor:
eran una mera multitud de un millón dividida por un millón (Koestler, 1947, p. 284). La gigan-
tesca y cruel deshumanización que desencadenó el proyecto utópico por excelencia es precisamente
lo que la obra de Aleksiévich pretende desplegar ante nuestros ojos con toda su crudeza. Algu-
nas escenas descritas por los testigos son tan pavorosas, sobre todo las que relatan experiencias de
las guerras o el Gulag, que resultan irreales, como si de imágenes del infierno se trataran, o bien
recuerdan a las que nos interpelan desde los grabados de Goya sobre Los desastres de la guerra.

3. La novela de voces de Aleksiévich como fuente documental y ejemplo


para una sociología humanística atenta a las emociones

Llegados a este último y no menos importante punto, lo que procede es reflexionar sobre la induda-
ble relevancia que posee la literatura de Svetlana Aleksiévich para las ciencias sociales en general y la

269
irene martínez sahuquillo

sociología en particular. En principio, y como es patente, porque se trata de una fuente documental
repleta de historias de vida o extractos de ellas, así como de monólogos reflexivos o conversaciones
grupales que pueden servir como material para el estudio tanto de la historia del socialismo “do-
méstico”, como lo llama la autora, como de fenómenos sociales tan dispares como el poder de las
ideologías, la construcción de identidades supranacionales, el papel de la memoria en la construcción
de la identidad individual, o el síndrome de estrés postraumático, por poner algunos ejemplos.
En segundo lugar, y en lo que que a mi parecer constituye una aportación aún más valiosa, por-
que la obra en su conjunto puede contribuir a un replanteamiento teórico de nuestra disciplina o,
al menos, a una ampliación de la perspectiva excesivamente estrecha y pobre en lo que se refiere
a la exploración del componente subjetivo y simbólico de la vida social, para recuperar eso que
Znaniecki llamaba el “coeficiente humanísico” y, en especial, para poner el foco de atención en
una dimensión que es vital conocer para entender la conducta humana: las emociones. Dado que
la autora es, como ella misma se define, “una historiadora de los sentimientos”, su ejemplo puede
servir para impulsar aún más ese giro afectivo que, a juicio de diversos autores que más adelante
mencionaré, está experimentando la sociología y otras ciencias sociales.
Al mismo tiempo, las novelas de Aleksiévich pueden ayudar a clarificar e ilustrar algunos con-
ceptos fundamentales de la sociología, tal y como pretendía hacer Lewis Coser en su libro Socio-
logy through Literature. An Introductory Reader (1963), una recopilación de diversos textos literarios
cuyo fin era introducir al estudiante en las distintas temáticas y categorías sociológicas mediante una
selección de extractos de obras de grandes autores de épocas y países diversos. Como este soció-
logo norteamericano adujo en favor de la literatura: “ciertos tipos de conocimiento alcanzados por
métodos intuitivos pueden ser aprovechados para el uso de la sistematización teórica” (Coser, 1963,
p. 5). Uno de esos usos puede ser, como sugiero, el cuestionamiento de algunos de los supuestos
en los que se basa el análisis sociológico que, al darse por sentados, no son habitualmente objeto
de discusión.
En lo que concierne a la cuestión metodológica es evidente que ese género “socioliterario”, por
usar el término de Barnet, cultivado por la autora es una mina en cuanto a la cantidad y variedad
de testimonios que contiene, es decir, de “documentos humanos”, tal y como los llamaba Znaniecki,
para quien no sólo eran útiles para la investigación: eran el “tipo perfecto de material sociológico”;
así lo sostenía él mismo y W. I. Thomas en sus notas metodológicas al El campesino polaco (Plummer,
2001, p. 37). Como señala el sociólogo Ken Plummer (2001, p. 3), parecía incluso que ese tipo de
documentos se iba a establecer como un recurso central de la sociología alrededor de las décadas de
1920 y 1930. Pese a que, como es sabido, esto no ocurrió, en las últimas décadas vuelve un flore-
cimiento de los métodos biográficos, hasta el punto de que algunos autores como Paul Atkinson
(1999), el citado Ken Plummer o el español Joan J. Pujadas (2002), entre muchos otros, hablan
de un retorno de la perspectiva biográfica.
Por ello cabe afirmar que la obra de nuestra autora ha aparecido en un momento oportuno en
el que su ejemplo puede ser un acicate para el uso de dichos métodos biográficos o narrativos, así
como para su legitimación académica. Seguramente que, de ser cuestionada, Aleksiévich apoyaría
la reivindicación que de estos métodos hacen algunas autoras feministas, con el argumento de que

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la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

los hombres han tendido a subestimarlos por ser demasiado blandos y subjetivos para tomarlos en
serio, como denuncia la psicóloga feminista Carol Gilligan (1982), o como sostenían más recien-
temente Arthur Bochner y Carolyn Ellis (1998), quienes en el libro Fiction and Social Research:
By Ice or Fire, exhortan a los investigadores sociales a explorar la intersección entre la ficción y la
investigación social y les instan a dejar de desdeñar los géneros literarios personales por ser dema-
siado subjetivos, blandos y emocionales como para ser científicamente relevantes (Bochner y Ellis,
1998). Por su parte, la escritora y ensayista versada en psicoanálisis y neurociencias Siri Hustvedt
(2017), además de criticar la dicotomía duro-blando por estar asociada a la contraposición entre
masculino y femenino, aboga por un diálogo entre las artes, las humanidades y las ciencias para
entender desde distintos planos (el de lo material o corporal, y el de la conciencia) el complejo mundo
de la subjetividad humana. De esa manera se conseguiría tender puentes entre lo que C. P. Snow
llamaba las dos culturas, la científica y la humanística, que han sabido ignorarse mutuamente.12
En cuanto a la aportación que la obra que nos ocupa puede hacer a la dimensión teórica de la
investigación sociológica, me centraré en tres puntos, a mi juicio, los más interesantes: primero,
la concepción de la sociedad, en particular, la vieja polémica entre nominalistas y realistas socio-
lógicos; segundo, la cuestión del modelo de actor social; por último, y ligado al anterior, el papel
crucial de las emociones en la vida social, y por consiguiente, la necesidad que se hace cada vez
más patente en las ciencias humanas de considerar ese factor clave cuando se estudian expresiones
tales como ideologías, religiones, conflictos étnicos y muchos otros fenómenos que concitan senti-
mientos y reacciones pasionales.
En lo que se refiere a la primera cuestión, el planteamiento coral de la memoria colectiva que
hace la autora resulta muy útil para ilustrar la idea de que no existe solución de continuidad entre
lo colectivo y lo individual y que, por tanto, la vieja oposición durkheimiana entre lo social o colec-
tivo y lo psicológico o individual no tiene sentido, como tampoco lo tiene la regla del sociólogo
francés según la cual hay que tratar los hechos sociales independientemente de sus manifesta-
ciones individuales.
No está de más recordar que la literatura en general, y no sólo la novela de nuestra autora, tiene
una gran ventaja sobre la ciencia social, pues ofrece, frente a la unilateralidad de las ciencias socia-
les, especializadas como están en una sola dimensión de lo social, una visión del mundo integrada
que no distingue órdenes, porque lo psíquico, lo social y lo cultural se dan indisolublemente unidos
y, además, lo más interesante para el novelista es justamente mostrar cómo repercute la época y la
sociedad sobre la vida de los individuos (Martínez, 1998). Esto es algo que la ciencia no tiene por
qué indagar, pues ésta persigue un conocimiento de lo general y no de lo particular. Pese a ello, se
puede afirmar que, en las ciencias sociales, la separación tajante entre los planos individual y colec-
tivo que Durkheim proponía por mor de su perspectiva realista sociológica no resulta tampoco con-
vincente para una parte de la sociología, y por ello diversos teóricos desde Berger y Luckmann
hasta Giddens, pasando por Bourdieu, han intentado tender puentes entre ambos planos: el del

12
Un ejemplo de un científico que usa la narración literaria es el del neurólogo Oliver Sachs, quien en sus obras cuenta
las historias de sus pacientes para explicar los mecanismos neurológicos que producen ciertas patologías.

271
irene martínez sahuquillo

individuo o el agente, y la sociedad o las estructuras. Como bien es sabido, esa problemática cons-
tituye un problema teórico central en la disciplina.
Pues bien, retomando la cuestión planteada más arriba, mi tesis es que la novela polifónica de
Aleksiévich puede contribuir a la tarea emprendida por algunos sociólogos de despejar esa falsa
oposición, al ilustrar de forma intuitiva aquello que afirmaba Norbert Elias en su ensayo clásico
La sociedad de los individuos (1939), a saber, que la sociedad no se puede desligar de los individuos
que la conforman ni tampoco el individuo de ésta, puesto que incluso lo más íntimo, lo que consti-
tuye su ser más personal, surge de su interacción con las otras personas que integran la tupida red
de relaciones de las que consiste lo social. Lo que el individuo siente como su “interior”, explica
Elias, “es moldeado por la historia de estas relaciones” (Elias, 1990, p. 50).  Justamente es ese “inte-
rior” al que la mirada de la escritora se dirige a escrutar porque es ahí adentro, en esa caja negra a
la que muchos científicos no osan asomarse, donde anidan los pensamientos y emociones más per-
sonales, pero que no pueden comprenderse desprendidos del entorno social o de la configuración
cultural al que los sujetos pertenecen, una sedimentación histórica formada por maneras de pensar,
sentir, actuar y vivir que conforman el espíritu de un pueblo, sin que ello signifique hipostasiar a
la comunidad al estilo völkisch.
En lo que atañe al segundo punto, lo más significativo del modelo de ser humano que emerge de
la obra de Aleksiévich, y que puede servir de ejemplo para las disciplinas humanísticas, es que res-
ponde a un tipo que cabe catalogar como Homo sentiens en la misma o mayor medida que sapiens.
Se trata de un ser humano muy emocional que se parece más al viejo modelo trazado por David
Hume y Adam Smith en los albores de la ciencia social que al que acabó triunfando en las ciencias
sociales: un actor, esto es, que no es ni enteramente racional ni enteramente emocional, sino ambas
cosas a la vez. Lo más destacable de esa concepción de hombre es que éste es retratado como un
sujeto dotado de una naturaleza humana universal de la que brotan sentimientos e inclinaciones a
ella inherentes: tanto la propensión al egoísmo (“self-interest”) como a la empatía (“sympathy”), sin
olvidar el móvil fundamental de conseguir el reconocimiento y aprecio de los demás. Además, y de
acuerdo con el modelo poco o nada racional de actor, trazado por Hume, el filósofo que sentenció
que “la razón es esclava de las pasiones”, el ser humano se rige por hábitos más que por cálculos
de futuros beneficios. Por supuesto, dicho modelo de actor social no llegó nunca a ser hegemónico
en las ciencias sociales, pues triunfó el Homo economicus, así como el actor racional de las teorías de
la elección racional, por lo que estas ciencias tomaron un sesgo racionalista muy en sintonía con la
tradición filosófica occidental.
De lo anterior se deriva que haya autores, como Ramón Máiz (2010), que denuncien la hege-
monía de ese paradigma de actor racional que ha llevado a la ciencia social (Máiz se refiere espe-
cíficamente a la ciencia política) a erigirse, en sus palabras, sobre la “exclusión fundacional de las
emociones”, por lo que éstas habrían quedado marginadas en los estudios políticos. Y cuando se
han tomado en cuenta, señala otro politólogo español, Manuel Arias Maldonado, se abordan desde
un enfoque constructivista-culturalista que tiende a considerarlas, de acuerdo con el diagnóstico
crítico de este autor, como una suerte de “epifenómenos culturales dependientes del contexto his-
tórico y de las prácticas lingüísticas” (Arias, 2016, p. 54). Por ello el autor ve con buenos ojos “el

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la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

retorno de las emociones”, como plantea en La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo
XXI, no sólo en las ciencias sociales sino también en la literatura, y cita como ejemplo, precisamente,
a Svetlana Aleksiévich, a la que califica de “notaria de los sentimientos”.
La autora también es considerada por este politólogo –cuyo libro mencionado no ha pasado
desapercibido en España– como alguien que apoya, desde la literatura, a esa corriente de las ciencias
sociales dirigida a recuperar las emociones y situarlas en el centro de la indagación. Y, en efecto,
Aleksiévich era consciente de que estaba contribuyendo a cubrir una laguna en la historia con su
pentalogía, como parece sugerir su observación de El fin del Homo sovieticus (2015, p.14) según la
cual “a la historia solo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas,
no se les suele dar cabida en la historia”. A mi modo de ver, esta crítica puede hacerse extensiva a
otras ciencias sociales, y en particular, a la sociología, si bien, como se ha señalado ya, la disciplina
está experimentando un giro afectivo, como lo demuestra el hecho de que en los últimos lustros se
haya desarrollado una sociología de las emociones, aunque uno de sus promotores, Jack Barbalet
(2002), sostiene que las emociones no debieran ser abordadas sólo desde un tipo de sociología es-
pecial, sino tenerse en cuenta asimismo en cualquier investigación.
Otro sociólogo interesado por las emociones es Jonathan H. Turner, en cuyo libro On the Origins
of Human Emotion (2000) las aborda de manera sistemática desde distintos campos: el de la biolo-
gía evolutiva, la psicología evolucionista o la neurociencia, pues opina que la sociología no puede
permanecer al margen de los hallazgos que sobre las emociones han hecho esas ciencias. Turner
critica además el sesgo cognitivista de la sociología, a la que acusa de hacer demasiado hincapié en
el lenguaje y en la experiencia consciente, y de subestimar las dimensiones inconscientes y afecti-
vas del ser humano.
No se puede olvidar, por supuesto, la aportación de Jon Elster, quien ha estudiado la lucha que se
produce en el sujeto entre las emociones que le impulsan en una dirección y la racionalidad que
le empuja hacia la opuesta. El autor, por otro lado, en su libro Alchemies of the Mind, hace un
examen de las emociones básicas en su contexto histórico a través de textos de autores clásicos, desde
Aristóteles o Plutarco hasta Shakespeare o Stendhal, con el fin de demostrar asimismo que, si bien
las emociones humanas son universales, se pueden entender y hasta vivir de forma distinta según
el momento histórico, como ilustra el ejemplo del amor romántico; este caso viene a demostrar,
según Elster, que las pasiones pueden ser desencadenadas por profecías autocumplidas, “self-fulfilling
beliefs”, (Elster, 1999, p. 267).
En conclusión, cabe establecer un diálogo que promete ser fructífero entre la sociología y cien-
cias afines, por un lado, y la novela de voces de la escritora bielorrusa por el otro, en la medida en
que esta última entraña una inmersión en el mundo de los sentimientos, las creencias y, por supues-
to, de la vida cotidiana y su indisoluble conocimiento basado en el sentido común. El estudio de
este último resulta, efectivamente, imprescindible para entender cómo la gente común construye
cognitivamente la realidad y da sentido a las cosas que le rodean, develando de este modo la dis-
tancia entre las versiones oficiales de la realidad y las de la calle; una distancia que siempre existe,
pero que es aún mayor en sociedades totalitarias en las que la ideología dominante pretende acallar
cualquier voz discordante. Asimismo, y dada la cantidad de testimonios, una vez que éstos se

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irene martínez sahuquillo

agrupan de acuerdo con categorías relevantes como el sexo, la generación a la que pertenecen los
entrevistados o su cultura de procedencia, entre otros, se puede constatar una variedad de respues-
tas irreductibles a factores sociales, por un lado, pero por otro, posibles de reconocer los patrones
comunes en las reacciones y experiencias relatadas.
En lo que se refiere a la primera variable mencionada, el sexo, las historias de Aleksiévich reco-
gidas en su libro La guerra no tiene nombre de mujer dejan constancia de un hecho fundamental, a
saber, que las mujeres viven la guerra de una manera muy diferente de los hombres, pese a sufrir las
mismas consecuencias. Pues ellas no perciben el elemento épico ni disfrazan la terrible violencia que
ésta desata detrás de una retórica heroica y patriótica. Y en el campo de batalla lo que ven es, funda-
mentalmente, el horror y la muerte, de forma que queda borrada la diferencia entre ambos bandos.
Por ejemplo, en uno de los relatos recogidos por la autora, una mujer explica que, tras una bata-
lla, al contemplar el campo regado de cadáveres, tanto de amigos como de enemigos, lo único que
pensó es que “eran tan bellos y estaban muertos”.13 La conclusión a la que llega la autora ante este
y otros muchos testimonios de mujeres que estuvieron en el frente es que: “He comprendido que
para una mujer matar es mucho más difícil” (Aleksiévich, 2015, p. 21).
Lo que más interesa de esta última afirmación, que se basa en todo un arsenal de entrevistas, es
que pone en tela de juicio un supuesto que manejan muchos sociólogos, especialmente sociólogos
feministas, según el cual hombres y mujeres son iguales en todo y sólo la socialización sexista explica
las diferencias. Dicha premisa ignora algo tan evidente como que existen predisposiciones y sen-
timientos que preexisten a la socialización, esto es, emociones primarias, como las llamaba Simmel, y
que algunas de ellas están más arraigadas en las mujeres (se manifiestan en el apego a los hijos, el im-
pulso de cuidado y protección) y otras en los hombres (impulso de lucha, “ardor guerrero”), lo que
permite explicar el mayor entusiasmo de ellos ante el estallido de una guerra y su adhesión también
mucho más intensa a las consignas guerreras, que a las mujeres les suenan huecas.
En lo que respecta a las variables culturales, otra de las conclusiones que cabe extraer de la obra
es la importancia que posee el patriotismo como factor clave para explicar la disposición de mu-
chos ciudadanos soviéticos a dar su vida por la patria, sufrir las más terribles penalidades o reali-
zar sacrificios inmensos por ella. Así, en uno de los monólogos recogidos en Voces de Chernóbil, un
profesor de historia que estuvo en Chernóbil tras el accidente para luchar contra las consecuencias
del siniestro relata cómo los soldados se encaramaban al techo de la central sin protección alguna
y, orgullosos, plantaban una bandera en el lugar donde había ondeado la anterior, antes de ser tra-
gada por las llamas. El profesor cuenta también cómo los condenados a muerte se jugaban la vida,
pero “estaban llenos de sentimientos. Lo primero, el sentimiento del deber; y lo segundo: el amor
a la patria” (Aleksiévich, 2016, p. 152).

13
Frase extraída de una entrevista a la autora en el Hay Festival de Querétaro , publicada el 30 de agosto de 2016.
Recuperado de http://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-36955893.

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la contribución de la novela polifónica de svetlana aleksiévich

En este y otros relatos se puede apreciar el grado en el que un valor como el patriotismo se vive
como un sentimiento, uniéndose en una misma experiencia el elemento cognitivo y el emocional.
Lo anterior corrobora los hallazgos de los estudiosos en neurociencias como Antonio Damasio, así
como reafirma la idea de Jon Elster (1999) de que la lógica de los sentimientos es completamente
distinta a la de la racionalidad, pues los primeros empujan al ser humano a hacer cosas que son
fatales para él y de las que no va a sacar ningún beneficio: otra forma de decir lo que Pascal descubrió
hace siglos y que expresó con el aforismo: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Otra enseñanza que se puede obtener de la obra es que las ideologías, sea la comunista, como
en este caso, u otras como el nacionalismo, poseen un componente emocional tan profundo y
poderoso que pueden vivirse con la misma fe de una religión, como sostenía Raymond Aron en
El opio de los intelectuales. Éste fue el primero en utilizar el concepto de religión secular para referirse
a las ideologías totalitarias (Aron, 1957), pero él pensaba fundamentalmente en los intelectuales y lo
que muestran los relatos de nuestra autora es que esa fe en el comunismo se hallaba diseminada por
todos los estratos sociales. Como señala Nikitin, los testimonios de “los hombres pequeños” muestran
que estos necesitan grandes ideas (Nikitin, 2016, p. 144).
En relación con este punto crucial, el factor más relevante que puede explicar la adhesión a la
ideología comunista es, sobre todo, como se desprende de las obras de la autora, la generación de
pertenencia, otra de las variables con mayor relevancia. En efecto, las historias recogidas ponen
de manifiesto que los testigos que integran la primera y segunda generación de las entrevistadas
por Aleksiévich (la de Stalin y la de Jruschov), al haber sido socializados durante la gran utopía
en una época en la que imperaba esa atmósfera de efervescencia colectiva que implica, como plan-
teaba Durkheim, una transferencia de energía del grupo al individuo y un sentido intensísimo de
comunidad, se muestran mucho más pesimistas hacia el presente y añoran esa etapa de su vida.
Pues por muchas penalidades que sufrieran, incluso la de pasar años en el Gulag o perder a sus
seres queridos a manos del régimen, tenían una fe ciega en un proyecto grandioso del que formaban
parte. Como botón de muestra, un viejo miembro del partido, de 87 años, se lamenta en El fin del
Homo sovieticus de que “Jamás volveremos a vivir en un país tan grande y tan poderoso”, y hace la
siguiente declaración de fe: “Mi patria es Octubre, es Lenin, es el socialismo”, para añadir que el
carnet del Partido es su biblia (Aleksiévich, 2015, p. 227).
Si no se entiende la emoción cuasi religiosa que inspiraba la gran utopía de la antigua Unión
Soviética, unida al fervor patriótico señalado, es imposible explicar la enorme nostalgia que sienten
muchos ciudadanos rusos que vivieron la primera época de la Unión Soviética, un periodo convulso
y cruel, desprovisto también de toda comodidad material, pero que tenía sentido y proporcionaba
una solidaridad colectiva de la que la nueva sociedad individualista carece. Como indica Vadim
Nikitin (2016), lo que muchos de los entrevistados de Svetlana Aleksiévich temían más, no era el
sufrimiento o la muerte, sino la “falta de sentido” (p. 144). La anomia que se instauró después de
una era “hipernómica” es lo que, cabe interpretar, condujo a bastantes de ellos al suicidio, lo que
confirma la teoría de Durkheim en su clásico estudio. Asimismo, otro concepto que los sociólogos
Peter Berger, Brigitte Berger y Hansfried Kellner (1979) denominan homelessness en su obra The
Homeless Mind se puede aplicar a una sociedad, la postsoviética, que había dejado de proporcionar

275
irene martínez sahuquillo

“un hogar”, metafóricamente hablando, a sus habitantes, como fue la patria soviética en la etapa
anterior, esa Heimat por la que merecía la pena sacrificarse. Aunque el testimonio que aclara me-
jor el significado de ese vocablo (homelessness) y que no evoca una patria perdida sino más bien un
cosmos perdido es el que proporciona una campesina que vivió la tragedia de Chernóbil y que le
dice a la escritora: “Dios nos mandó la señal de que el hombre ya no vive en la tierra como en su
propia casa” (Aleksiévich, 2016, p. 238).
En conclusión, la obra estudiada suministra todo un caudal de datos cualitativos, además de
unos escasos pero reveladores comentarios que hace la escritora, los cuales resultan imprescindibles
para entender tanto a la antigua Unión Soviética como a la Rusia actual. En esta Rusia contempo-
ránea, como señala Aleksiévich en el prólogo de El fin del Homo sovieticus, vuelve el culto a Stalin,
se recupera el himno soviético, así como los Komsomoles (ahora llamados Naschi: los nuestros), y se
siente nostalgia del gran imperio que fue la antigua Unión Soviética. Como dice un testigo del pasado:
“Asesinaron a Dios sabe cuánta gente, pero vivíamos en una época grandiosa” (Aleksiévich, 2015,
p. 391). Además de abundar en claves que nos permiten ahondar en la historia soviética del siglo
XX y comprender algunas corrientes sociales de la Rusia de hoy, la pentalogía Voces de la Utopía
ofrece, en fin, todo tipo de ideas penetrantes (“insights”) que pueden iluminar la condición humana,
por un lado, y la condición del hombre moderno, por el otro.
Ayuda a entender, por ejemplo, que el proceso de desencantamiento del mundo que Weber creía
irreversible en las racionalizadas sociedades modernas encuentra muchos obstáculos para abrirse
paso y consolidarse, porque la necesidad del mito y de lo numinoso o sacro sigue siendo muy pode-
rosa en los seres humanos, lo que explica que los movimientos que reencantan el mundo dotándole
de un nuevo sentido –al trasladar la sacralidad del plano trascendente al inmanente, como sostenía
Eric Voegelin (1938) a propósito de lo que llamó “religiones políticas”– tengan tantos seguidores.
Muchos de los conceptos e ideas que forman parte del corpus sociológico se ven, en suma, con-
firmados, matizados o cuestionados en una obra que, como toda literatura de calidad, somete al
mundo humano no sólo a un escrutinio psicológico y social, sino también a un examen de carácter
ético, porque la literatura es el arte humanístico por excelencia que nos interpela como seres huma-
nos capaces de juzgar la realidad y obrar en consecuencia. Por supuesto, el género híbrido que ha
sido objeto de reflexión no es del todo literatura, como tampoco es enteramente ciencia, pero tal vez
sea verdad el aforismo que dice que “el conocimiento avanza por las costuras de sus disciplinas”.
En todo caso, hay que tener cautela porque, como advierte Mercé Picornell (2011), “los espacios
de frontera interdisciplinaria, como todas las fronteras, son espacios de intercambio productivo,
pero también donde abunda el contrabando” ( p. 139). En este caso, sin embargo, podemos tener
la certeza de que la “mercancía” es auténtica y legítima, y por consiguiente, no vamos a sentirnos
defraudados.

276
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278
Cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian.
Historia de los abuelos que no tuve (Iván Jablonka):
un itinerario de lectura
Gilda Waldman Mitnick1

Escribir, lo que hago ahora, no es más que una de las formas que adopta
la memoria. Lo que escribo es lo que recuerdo, lo que recuerdo es lo
que escribo.

El pasado sólo existe para ser reproducido en un libro.


Guillermo Cabrera Infante

El hallazgo

Diciembre de 2015. Deambulo entre los pasillos estrechos y los pabellones coloridos de la Feria
Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, abrumada por los miles de libros que permanecerán
intactos, alejados de mis manos porque ni en muchas vidas alcanzaría yo a leer todos los volúmenes
que tengo postergados. Busco sin embargo, con porfiado anhelo, aquel libro que, como señalaba
Kafka en una carta a Oscar Pollak en 1904, me obligue a sentir un puñetazo en la cara y –cito de
memoria– sea el hacha “que rompa el mar helado dentro de nosotros”. De pronto, una portada capta
mi atención. Sobre un fondo de color gris perla, un título en el centro, de enormes letras verdes:
Historia de los abuelos que no tuve. Debajo del título, el nombre del autor: Iván Jablonka, desconocido
para mí. En la parte superior, la imagen de un soldado francés y otro alemán con fusil en la espalda,
ubicados delante de un camión militar, resguardan una calle de París durante la ocupación nazi de
esa ciudad. En el extremo inferior la foto de una pareja de jóvenes, en blanco y negro, que evoca a
gente humilde de Europa Oriental en la década de 1930. Ella, una adolescente de rostro redondo,
con dos largas trenzas que le caen sobre el pecho y una mirada dulce y misteriosa. Él, un muchacho
de rostro blanco y afilado, con ojos penetrantes que miran con fijeza hacia el frente, vestido con un
chaquetón oscuro, bufanda y un gorro de obrero. Me detengo, paralizada. En la portada del libro
me veo reflejada como en un espejo. El título me evoca mi propia historia: nunca conocí ni supe
nada de mis abuelos paternos, cuyas existencias se vieron interrumpidas una tarde de septiembre
de 1941 en el bosque de la pequeña ciudad polaca de Kostopol cuando los nazis masacraron a toda
la población judía de la zona, y sus vidas –y sus muertes– fueron absolutamente silenciadas por mi
padre, el único sobreviviente de aquella familia que logró escapar al Holocausto. La fotografía de
los jóvenes –muda, carente en sí misma de narrativa– me remitía a la infinidad de fotos, polvorientas
y amarillas, que yo había examinado a lo largo de muchos años en viejos álbumes de la época:

1
Doctora en Sociología. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 279 ]
gilda waldman m.

imágenes perdidas de un pasado que me permitieran orientar entre las brumas de una genealogía
marcada por una ruptura irreparable, y que acompañaron mi lectura de numerosos libros sobre la
vida judía en Europa Oriental previa a la Segunda Guerra Mundial, en busca de algún indicio que
me dejara saber quiénes habían sido y cómo habían vivido mis abuelos paternos.
El título del libro y la fotografía de los jóvenes me gatillaban, así, a un largo viaje personal: el
de la exploración de una historia fracturada y largamente diferida. De la familia yo sólo conser-
vaba una fotografía borrosa, y su silencio, que ni él mismo se quería romper ni yo lograba descifrar.
En medio del ruido de los altavoces de la FIL –que anuncian firmas de autor y mesas redondas
sobre los más variados temas– y el tráfago de gente que pasa junto a mí buscando ofertas, tomo el
libro de Jablonka en mis manos sintiendo que el ¿el interés?, ¿la obsesión? del autor por conocer la
historia de sus abuelos, es también la mía, y no puedo sino preguntarme: ¿Quiénes eran los jóvenes
de la fotografía? ¿Su vida se habría parecido a la de mis abuelos? ¿Quién era el nieto que se había
propuesto reconstruir y relatar la historia de unos abuelos evidentemente desaparecidos, como los
míos y tantos otros judíos europeos, en un exterminio que no solamente asesinaba sino que también
borraba el recuerdo de sus vidas? ¿Qué fantasmas lo acosaban? ¿Cómo lograba este nieto poner
palabras al silencio –siempre cargado de contenidos, bien lo sabía yo– y al quiebre genealógico que
hacía sombra sobre la vida misma? ¿Cómo transmitía éste una memoria o reconstruía una trayectoria
biográfica e histórica cuando mediaba una experiencia de radical ruptura del bagaje generacional,
sea por muerte o por silencio? ¿Mediante qué lenguaje podía llenar los huecos y superar las frac-
turas de la memoria, las trizaduras biográficas, los silencios y las medias palabras que nos fueron
heredadas por la generación anterior y que moldearon nuestra biografía, aunque no hayamos vivido
los acontecimientos traumáticos que marcaron sus vidas? (Hirsch, 1996, p. 420).

Primera lectura

Después de dos noches de desvelo leyendo La historia de los abuelos que no tuve (algo que sólo me
había ocurrido con Cumbres borrascosas y Cien años de soledad) escribo algunas notas a vuelo de pájaro:
El valor de un libro reside, sin duda, en lo que provoca con su lectura, en la apelación a ciertas
fibras del lector, en la conmoción que produce en algún rincón de la sensibilidad y la mente. Pien-
so que Ricardo Piglia tiene razón cuando afirma que el lector va construyendo con sus lecturas su
propia historia (Piglia, 2015). La historia de los abuelos que no tuve (Jablonka, 2015) apela directa-
mente a mi biografía. Me convertí en una adulta llevando tras de mí la memoria transgeneracional
de una catástrofe histórica que, más allá de la reconstrucción intelectual que haya podido realizar,
está cargada de silencios, olvidos y ausencias.
Pero el libro me impacta por algo más: un historiador francés, joven pero ya reconocido, au-
tor de una abundante y original producción historiográfica, inicia en 2007 una investigación para
recuperar la huella de sus abuelos paternos, Mates e Idesa, dos jóvenes judíos polacos nacidos a
principios del siglo XX en el pequeño pueblo de Parczew (ubicado en la frontera entre Polonia,
Ucrania y Bielorrusia). Estos jóvenes, que provenían de un entorno religioso y tradicional, fueron
militantes comunistas que sufrieron cárcel y represión a mediados de la década de 1930, refugiados

280
cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian

“indeseables” y clandestinos en Francia en tiempos del Frente Popular, deportados al campo de in-
ternamiento en Drancy en 1943 y enviados posteriormente a Auschwitz, de donde desaparecieron
sin dejar rastro, y de quienes sólo se conservaron algunas fotos, fichas de identidad, un puñado de
cartas y dos hijos pequeños (uno de ellos, el padre del historiador Jablonka) salvados milagrosa-
mente por haber dormido la noche de la captura en casa de un vecino polaco católico.
A Jablonka lo motiva un deseo íntimo: conocer la historia y el destino de sus abuelos; y una obse-
sión personal: encontrar sus orígenes, su filiación, su identidad. Para ello, viaja al lugar donde inicia
la historia de sus abuelos, el pueblo de Parczew; examina innumerables archivos en tres continentes
y siete idiomas, recurre a los pocos recuerdos fragmentados que conserva su padre, explora sitios
de genealogía judía, entrevista a tíos y primos en Argentina, Estados Unidos e Israel, así como a
un sinfín de personas que conocieron –o pudieron haber conocido– a sus abuelos, revisa una vasta
bibliografía sobre el contexto histórico, social y político europeo durante la primera mitad del siglo XX,
etcétera. El resultado es una impecable investigación histórica, en la que Jablonka reconstruye de
manera transparente el itinerario de su investigación y da cuenta de su implicación subjetiva en la
misma. El autor rompe con la voz de una escritura historiográfica omnisciente, objetiva, carente
de subjetividad, y demuestra que la experiencia personal del historiador no sólo no es ajena a la
construcción del relato histórico, sino que el historiador puede ser, al mismo tiempo, investigador,
autor y sujeto del texto. Pero más allá que eso, o mejor dicho, simultáneamente, Jablonka escribe
un texto de resonancias literarias.
Fascinada y conmovida, leo Historia de los abuelos que no tuve como un relato histórico y a la vez
literario. Todavía sin aliento por la conmoción que me produce un libro que apela a mi propia obse-
sión por llenar los silencios y preguntas abiertas en un relato familiar inconcluso y que asimismo
invoca a mis propios fantasmas, pero también a ciertas inquietudes intelectuales largamente deba-
tidas con colegas y estudiantes, me cuestiono: ¿Es posible pensar en nuevas formas de escribir en
ciencias sociales que puedan emocionar y conmover? ¿Se pueden conciliar, por fin, la voz literaria y
la de las ciencias sociales, la imaginación sociológica con la imaginación poética? ¿Cómo encontrar
nuevas formas de proximidad entre la escritura literaria y la de las ciencias sociales, más allá de la
indiferencia institucional hacia posibles nuevos métodos expositivos que interesen a un lector lego,
que no vive dentro de los muros cerrados de la academia?

Segunda lectura

Semanas después, me pregunto... ¿Qué era lo que había leído? ¿Una biografía familiar, una inves-
tigación histórico-social en torno a la vida judía europea del siglo XX, un “relato real” al estilo de
Javier Cercas en Los soldados de Salamina, un libro de microsociología, un ensayo narrativo, una
novela de no ficción, un libro memorialístico en el que el autor despliega sus pensamientos y emo-
ciones, un relato de filiación, un trabajo de duelo, una autobiografía entretejida con una reflexión
personal? Me quedaba claro que La historia de los abuelos que no tuve era un libro inclasificable que
rompía con cualquier frontera de género académico y/o literario. Sin duda, era un libro histórico, fiel
a los procedimientos de trabajo de la investigación histórica, acorde con las reglas de la disciplina

281
gilda waldman m.

(fuentes, citas, pruebas),  pero totalmente ajeno a la escritura neutral, objetiva, fría, aséptica, restrictiva,
indiferente al empleo del yo y renuente a las seducciones de la literatura. Escrito por un historiador
que va más allá del lenguaje académico, tampoco se trata de un libro de historia escrito de forma
estética. No es una novela histórica ni un libro de literatura con trasfondo histórico, ni un texto
sociológico dispuesto en forma novelada. Es un libro de historia, sí, pero que no se subsume en
la literatura, ni recurre a la ficción para ilustrar episodios insuficientemente documentados por la
historia, aunque en ciertos momentos imagine o conjeture situaciones y atmósferas imposibles de
documentar. No es un libro de ciencias sociales transformado en literatura ni un libro de literatura
absolutamente ficcional. Tampoco es sólo un texto de no ficción que retoma una historia real y la
relata con la mayor precisión, y que recurre a estrategias narrativas y recursos de la ficción. Historia
de los abuelos que no tuve me resultaba un libro inasible. Pero intuía que era un libro que iba más allá
del relato de un nieto-historiador que partió un día tras las huellas de sus abuelos y que superaba
una simple combinación entre historia y literatura, marcando una nueva interacción entre ambas y
abriendo nuevas posibilidades de escritura.

Llega a mis manos...

Siempre he pensado que los temas lo buscan a uno. Concuerdo con la afirmación de Borges de
que “un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el
indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre
entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicolo-
gía ni la retórica” (Borges, 1988, p. 5).
En 2016 llega a mis manos otro libro de Ivan Jablonka, La historia es una literatura contemporánea.
Manifiesto por las ciencias sociales (2016), primero en francés y un poco más tarde en español. Lo leo
repetidas veces. Me parece un texto provocador y complejo, estimulante y asombroso. Escribo notas
al margen, subrayo párrafos, indago en muchas de las fuentes citadas. Finalmente, y para facilitar
mi trabajo docente en uno de mis seminarios, resumo las ideas principales:
Escrito como un largo ensayo de explicitud teórica y metodológica, el libro de Jablonka
La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales gira en torno a un nuevo
paradigma de encuentro entre ciencias sociales y creación literaria. Más allá de los ya lejanos debates
en torno al carácter narrativo (o no) de la historia y a los elementos que permitirían distinguirla
(o no) de la literatura, Jablonka (2016) se interroga en torno a la posibilidad de una renovación
escritural de la historia y las ciencias sociales, al proponer una escritura de lo real que las com-
prenda a ambas en textos que sean a la vez literatura y ciencias sociales. En sus palabras, en la for-
ma de un texto “que sea íntegramente literatura e íntegramente ciencias sociales, que aporte en y
por un relato. ¿Podemos imaginar textos que sean a la vez historia y literatura?” (p. 257), comienza
preguntándose Jablonka. Y agrega: “El investigador se encuentra frente a una posibilidad de
escritura. De manera recíproca, una posibilidad de conocimiento se ofrece al escritor: la litera-
tura está dotada de una aptitud histórica, sociológica, antropológica.” (p. 11). Es decir, la propuesta
de Jablonka es inventar un nuevo espacio textual que sea simultáneamente ciencia social y literatura,

282
cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian

e invita tanto al científico social como al escritor a enlazar ambas posibilidades. Se trata de una pro-
puesta que va más allá de concebir a las ciencias sociales como el ámbito en el que se insertan “los gran-
des acontecimientos, la sociedad, las instituciones” (p. 22), o de pensar a la literatura como la esfera
asociada a “la vida, el individuo, la sicología, lo íntimo, la complejidad de los sentimientos” (p. 22),
desafiando así la añeja distinción, la oposición binaria entre ciencia/relato, razón/imaginación,
fondo/forma. En esta línea, asevera Jablonka, las ciencias sociales, orientadas por su propia
naturaleza a “comprender”, pueden ser literarias y por tanto más atractivas y legibles para un
público no especializado, “huyendo de la erudición que se vierte en un no-texto, [encarnando]
un razonamiento en un texto, [elaborando] una forma al servicio de su demostración.” (p. 11), sin
descuidar ciertos criterios literarios (ambición estética, creación de formas nuevas, despliegue de
imaginación), al tiempo que la literatura también puede decir la verdad sobre el mundo si descifra
la vida, si comprende lo sucedido, “[extirpando] a los acontecimientos sus secretos, [rechazando] sus
silencios” (p. 236), como lo hacen aquellas obras que “estallan en medio del decurso calmo de la
vida, haciendo pedazos las certezas y destruyendo todo” (p. 232). De este modo, y aún con la afir-
mación contundente de que “la historia no es ficción, la sociología no es novela, la antropología no
es exotismo, y las tres obedecen a exigencias de método. Dentro de ese marco, nada impide que el
investigador escriba” (p. 11), el autor asevera que “la historia es más literaria de lo que pretende
[y] la literatura, más historiadora de lo que cree” (p. 13). El desafío no es transformar a las ciencias
sociales en literatura o viceversa, sino “determinar cómo se puede decir algo verdadero en y por un
texto” (p. 20) mediante un nuevo encuentro entre ambas que dé paso a nuevas formas de escritura
sin renunciar a las distinciones entre ellas.
La propuesta que plantea Jablonka es, entonces, una renovación de las ciencias sociales mediante
un nuevo encuentro con la literatura, y como consecuencia, la concepción de un género original
que cruce la posibilidad de escritura para el científico social y que despliegue la investigación en
la escritura al posibilitar la creación de conocimiento por parte del escritor. En esta línea, la pro-
puesta de Jablonka busca ampliar las posibilidades narrativas de la investigación histórica –y en
términos generales, de las ciencias sociales– y sugiere otra manera de realizarlas mediante la bús-
queda de una nueva forma literaria, en palabras de Jablonka: “una posibilidad de experimentación
literaria” (p. 257), en la que la investigación esté asociada a la escritura y se entreteja el proceso
intelectual con la construcción narrativa, ampliando al mismo tiempo las posibilidades de explica-
ción de la literatura, y quedando ésta, nutrida por la capacidad de problematización, demostración,
exposición de las pruebas y debate crítico del “razonamiento histórico”, elementos que constituyen
el corazón de la investigación en ciencias sociales. En este sentido, afirma Jablonka, “hay compa-
tibilidad entre la literatura y las ciencias (sociales) porque el razonamiento ya está instalado en el
corazón de lo literario” (p. 20), con el fin de desplegar la investigación en escritura. Y agrega:
“Las ciencias sociales ya están presentes en la literatura: cuadernos de viaje, memorias, autobiogra-
fías, correspondencias, testimonios, diarios íntimos, historias de vida, reportajes, todos esos textos
en los que alguien señala, consigna, examina, transmite, cuenta su infancia, invoca a los ausentes,
rinde cuentas de una experiencia, traza el itinerario de un individuo, recorre un país en guerra o una
región en crisis; investiga un hecho de la crónica menuda, un sistema mafioso, un medio profesional.

283
gilda waldman m.

Toda esa literatura revela un pensamiento historiador, sociológico y antropológico, provisto de cier-
tas herramientas de inteligibilidad: una manera de comprender el presente y el pasado” (p. 12).
En esta línea, la escritura no puede ser para el científico social sólo un “mero vehículo de resulta-
dos” (p. 12), es decir, la forma en la que se envuelven los resultados de su estudio, sino que la for-
ma en la investigación se despliega “en cuanto método y creación, [es decir] epistemología en una
escritura” (p. 13). La literatura tampoco puede ser sólo documento, fuente o inspiración para las
ciencias sociales, como reflejo o representación de lo real, sino que tendría también una ambición
cognoscitiva, aproximándose a éstas al comprender una época y el funcionamiento de una socie-
dad, de la manera en que lo hacen, según Jablonka, escritores como Javier Cercas, George Perec,
Emmanuel Carrere, Svetlana Aleksiévich, Arthur Koestler, Primo Levi, George Orwell, Ryszard
Kapuscinski, Roberto Saviano, Robert Antelme, Vassili Shalámov o Aleksandr Solzhenitsyn, quie-
nes logran “aprehender lo real, descifrar nuestra vida, comprender lo sucedido. Hacer de la litera-
tura un medio de conocimiento” (p. 20). Se trata de crear textos que, sin abandonar la rigurosidad
de los métodos de las ciencias sociales, puedan considerarse literarios al asumir que la escritura
constituye un esfuerzo de naturaleza cognitiva y estética, al tiempo que la literatura pueda ser, asi-
mismo, un modo de conocimiento del mundo.
La propuesta de Jablonka va, entonces, encaminada a reconciliar a las ciencias sociales con la
creación literaria sin diluir sus especificidades propias, pero en la aceptación de que lo importante
en ambos casos son las exigencias intelectuales y las formas de escribir, en tanto las dos comparten
el esfuerzo por comprender el mundo en que vivimos, y constituyen, al mismo tiempo, posibili-
dades de escritura y conocimiento. La propuesta también está dirigida a conjugar el rigor de la inves-
tigación con los recursos de una escritura creativa, unidos ambos por el razonamiento histórico
(planteamiento problemático, inscripción de los acontecimientos en un contexto más amplio, ir y
venir entre pasado y presente, así como entre tiempo y espacio, etcétera) y las estrategias de inves-
tigación (recolección de pruebas, comprobación, refutación, etcétera). La invitación es a construir
un texto literario desde las ciencias sociales y a escribir literatura sin abandonar las exigencias pro-
pias de estas ciencias; también a pensar a las ciencias sociales como literatura, rigurosa y atractiva a
la vez, y al mismo tiempo, a la literatura como una herramienta para comprender lo real. Estos son
los elementos esenciales de la propuesta de Jablonka. En pocas palabras, pensar, desde las ciencias
sociales, en un “texto-investigación” y, desde el espacio literario, en una “literatura-verdad”.
Después de terminado el seminario me pregunté si la sesión no había sido demasiado farra-
gosa y abstracta. Mientras caminaba por los jardines de la Facultad, me surgieron una serie de pre-
guntas: ¿Cómo entretejer los fundamentos intelectuales planteados en La historia es una literatura
contemporánea con la escritura de la biografía familiar de La historia de los abuelos que no tuve? ¿Cuál
es el entramado de hilos entre la reconstrucción histórica del pasado y las cualidadades narrati-
vas de las ciencias sociales? ¿Cómo enlazar la mirada sociohistórica con el planteamiento teórico-
-metodológico? ¿Cómo y de qué manera está pensada la cuestión de la escritura en el centro de la
propuesta de Jablonka?
Para la siguiente sesión del seminario, esbocé algunas ideas en torno a alguna lectura posible que
responda a tales interrogantes, sin afán de exhaustividad. Las reproduzco a continuación.

284
cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian

Tercera lectura

Iván Jablonka (2012) comienza su libro Historia de los abuelos que no tuve con el siguiente párrafo:
“Partí, como historiador, tras las huellas de los abuelos que no tuve. Sus vidas terminaron mucho
antes de que la mía comenzara: Mates e Idesa Jablonka son tan parientes míos como absolutos
desconocidos. No son famosos. Se los llevaron las tragedias del siglo XX: el estalinismo, la Segunda
Guerra Mundial, la destrucción del judaísmo europeo” (p. 11). Pero Jablonka no parte solamente
como historiador, sino también como un judío para quien el Holocausto está siempre presente
aunque haya ocurrido hace tanto tiempo; asimismo, como un hombre de su época, envuelto en lo
que Andreas Huyssen ha llamado “una obsesión memorialista” (Huyssen, 2002) que alienta la
constante exhortación a “recordar” y el permanente llamado a ejercitar el “saber de la memoria”
como respuesta a una realidad incierta, frágil, volátil y contingente en la que, en palabras de Elie
Wiesel (1991): “hace falta muy poco para que el arraigado se vea arrancado de sus raíces y para
que el feliz y sosegado pierda su lugar al sol” (p. 19).
Jablonka inicia también su investigación como un nieto, es decir, como parte del tema a estudiar.
Este autor constituye lo que se denomina la “tercera generación”, es decir, la de los nietos –nacidos
en la década de 1960 o 1970– de quienes vivieron los más traumáticos acontecimientos del siglo XX.
Están, por tanto, menos afectados directamente por las heridas históricas, más dispuestos a abor-
dar el tema de manera abierta, interesados en preservar la historia de las generaciones precedentes
–en especial cuando están próximas a desaparecer– con las que se encuentran profundamente conec-
tados. Las personas de esta tercera generación que se dedican a la historia o la literatura se han
mostrado ávidos de poner en negro sobre blanco, a través de los “relatos de filiación” (Viart, 1999)
plasmados en memorias, novelas, relatos cortos, e investigaciones, su enfrentamiento simbólico
con el pasado familiar a fin de reconstruir una genealogía fracturada e insertarse en ella. Así, por
ejemplo, Emmanuel Carrere, en Una novela rusa (2008), narra –entre otros relatos– su viaje hasta
una pequeña ciudad rusa para encontrar, aunque sea de forma indirecta, alguna traza de su abue-
lo materno: un inmigrante en Francia desaparecido misteriosamente en 1944, al parecer en rela-
ción con sus actividades de colaborador con la ocupación alemana, algo de lo cual su madre –una
destacada historiadora– nunca quiso hablar. A su vez, el escritor norteamericano Jonathan Safran
Foer describe en Todo está iluminado (2016) su quijotesco viaje por Ucrania para encontrar la aldea
en la que su abuelo vivía antes de la guerra, y también a la mujer que lo salvó de los nazis, de quien
apenas conserva una antigua foto. Asimismo, Daniel Mendelsohn investiga, a lo largo de cinco años
y en diversos países, las huellas del exterminio de un tío abuelo y su familia en Galicia, un evento
trágico en torno a lo cual su abuelo guardó un hermético silencio (Mendelsohn, 2006). El histo-
riador Omer Bartov, a su vez, en su libro Borrados (2006) escribe una crónica del viaje que realiza
a Ucrania para conocer los orígenes europeos de su familia, visitando paisajes y monumentos, y
recabando testimonios, para encontrar sólo el olvido acerca de la presencia judía en ese lugar. Y el
escritor francés Christopher Boltianski, en su libro Un lugar donde esconderse (2017), recorre de manera
metafórica y literaria la casa familiar en París, para desentrañar la historia de su abuelo, hijo de un

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gilda waldman m.

emigrante judío ruso, quien a pesar de considerarse ya francés, se esconde durante veinte meses en
su propio hogar, en pleno corazón de París, para escapar de la persecución nazi en Francia.
Ivan Jablonka, el nieto de Mates e Idesa, como otros escritores pertenecientes a la tercera gene-
ración, inicia su investigación a partir de una ausencia: el tiempo que se esfumó entre la generación
de su padre y la suya (Jablonka, 2015, p. 127), así como de una búsqueda existencial: encontrar las
huellas perdidas de su filiación: incompletas, oblicuas, crípticas. Jablonka se lanza, así, a un viaje
por los espacios en blanco de la genealogía familiar, hacia el agujero negro de la historia que devoró
a los abuelos que nunca conoció, para reconstruir más que su final trágico, el recorrido de sus vidas,
antes que dichas huellas desaparezcan definitivamente. De hecho, de Parczew, la aldea natal de
Mates e Idesa, han desaparecido todas las trazas de la presencia judía. Del cuarto en el que se refu-
giaron en el Pasaje Eupatoria en París, mientras huían de la persecución antisemita, tampoco queda
nada. Y si bien Auschwtitz ha sido convertido en museo, el tiempo no ha cesado de deteriorar lo
que fuera el mayor campo de exterminio nazi. Pero es como historiador que Jablonka quiere res-
ponder las preguntas que quedaron abiertas en el relato familiar, como señala en el primer párrafo
del libro. Es como historiador que quiere dibujar la vida de sus abuelos, visiblizar a esas figuras
anónimas de la historia y dar voz a sus silencios. Es como historiador que inicia una investigación
minuciosa en respuesta a un suceso que lo afecta en lo subjetivo, por medio de una actividad cog-
nitiva guiada por “la obsesión por la exactitud” (Jablonka, 2016, p. 193) que le permita conocer y
comprender, y que le aporte conocimiento sobre Mates e Idesa. En sus palabras: quiere escribir
no sólo una biografía, sino “un libro de historia sobre ellos” (Jablonka, 2015, p. 89) mediante los
más rigurosos métodos de las ciencias sociales. Es decir, por medio de una “actividad intelectual
definida por un proceder, un conjunto de operaciones intelectuales que apuntan a comprender lo
que los hombres hacen de verdad” (Jablonka, 2016, pp. 139,142). El corazón de este proceder es
“el razonamiento histórico”, que se inicia con un planteamiento problemático a través de pregun-
tas que desencadenan la investigación y constituyen el marco en el cual ésta se va a desarrollar.
Si indudablemente existe una correspondencia entre la historia personal y la historia colectiva, si
“la distinción entre nuestra historia de familia y lo que quiere denominarse Historia con su pom-
posa mayúscula no tiene sentido, [si] no están, por un lado, los grandes de este mundo, con sus
cetros y sus intervenciones televisadas y, por el otro, el vaivén de la vida cotidiana, las iras y las
esperanzas sin porvenir, las lágrimas anónimas” (Jablonka, 2015, p. 156), si la muerte de Mates e
Idesa ocurrió en el marco de un genocidio, entonces Jablonka se pregunta: ¿Quiénes fueron estos
personajes anónimos y cómo se cruzaron sus zozobras vitales con los grandes acontecimientos de
la vida judía durante la primera mitad del siglo XX: el paso a la modernidad, las migraciones, las
diversas militancias políticas, el antisemitismo, las persecuciones, las deportaciones, el Holocausto?
¿Cuál fue el itinerario trágico de sus abuelos en el panorama sobrecogedor de una época atrave-
sada por las grandes catástrofes históricas y sociales de la primera mitad del siglo pasado? ¿Dentro
de qué grandes fuerzas sociales y políticas se inscribe su vida y su muerte? ¿Hasta qué punto sus
historias individuales fueron prisioneras de los grandes dramas del siglo XX?”
Escribe Jablonka (2016): “El investigador no es un adivino que “sabe” por ciencia infusa.
Las ciencias sociales se hacen con fuentes, y la historia en particular necesita documentos. La historia

286
cuando las ciencias sociales y la literatura se reconcilian

es un conocimiento indirecto cuyo objeto es comprender el pasado por intermedio de huellas”


(p. 173). Agrega: “No hay pasado en sí, ‘hechos por descubrir’. No hay más que problemas, es
decir, preguntas hechas a las huellas –objetos, documentos, testigos– que han perdurado” (p. 172).
Y reitera: “El ‘hecho’ no es lo que se expone, sino lo que se busca, mediante la formulación de un
problema, el cruce de fuentes, la puesta a prueba de hipótesis, la administración de las pruebas, la
invención de ficciones de método, la voluntad de comprender” (Jablonka, 2015, p. 249). Su inves-
tigación comienza con muy pocas huellas: escasos recuerdos difusos de su padre, unas cuantas
cartas, pocas fotos. Pero el historiador sólo puede construir conocimiento ateniéndose con rigor a
las fuentes, que son los vestigios rescatables del hecho pasado, inasible. Jablonka viaja entonces
a lo largo de cinco años a seis países en tres continentes: recorre las calles de Parczew, en París;
examina en los más variados idiomas (idish, polaco, hebreo, alemán, inglés y español) registros rabí-
nicos, expedientes policiales y judiciales, informes y actas administrativas, archivos familiares y
municipales, carpetas de servicios secretos y de seguridad nacional, censos de población, páginas
de internet, libros conmemorativos, memorias de sobrevivientes; entrevista a una multiplicidad de
personas que conocieron a sus abuelos; recaba información entre amigos e individuos de la misma
generación de sus abuelos que pudieron haber compartido experiencias similares; recoge los
testimonios de descendientes de sobrevivientes y de los hijos y nietos de los hermanos de Mates y
de la familia de Idesa; encuentra algunas cartas remitidas por los padres de Idesa y Mates, otras
enviadas por éstos a los hermanos de Mates emigrados a Argentina y las notas finales enviadas a
sus hijos momentos antes de partir de Drancy a Auschwitz; busca semejanzas en textos literarios
para deducir lo que no puede conocer; junta fotografías y retoma descripciones de relatos contempo-
ráneos; lee una vasta bibliografía sobre el Holocausto; busca a quienes vivían en el mismo barrio
pobre de sus abuelos en París y recorre infinidad de veces el barrio obrero parisino de Ménilmontant
donde vivieron sus abuelos en clandestinidad y donde fueron capturados (y que es ahora el lu-
gar donde está la escuela de sus hijas); se sustenta en obras literarias y en una muy vasta biblio-
grafía de contextualización.
Jablonka (2015) también se plantea hipótesis: “París no es más que una etapa antes de Argen-
tina” (p. 111) pero el pasaje es demasiado caro y Mates tiene un prontuario policial. Entonces, con-
jetura: a los dieciocho años, Mates “trabaja el cuero desde hace varios años. Es un simple obrero.
¿Por qué esta suposición? Porque ningún documento o testimonio indica que posee un puesto, y
también frecuenta asiduamente el Sindicato de los Oficios del Cuero y las Juventudes Comunistas.
Concluyo que trabaja para un patrón” (p. 43). Cuando no tiene las pruebas documentales, extra-
pola de lo que se conoce sobre el tema: “Mates frecuenta el ‘jeder’, la escuela religiosa. No tengo
pruebas formales de ello, pero no veo como podría ser de otro modo” (p. 22).  Jablonka, como histo-
riador, examina, comprueba, demuestra, vincula, compara, contextualiza. Pero también lo hace
como escritor, a partir de su propuesta de que la historia es también literatura y que el historiador
es asimismo un escritor, aunque sujeto a condicionamientos específicos. Desde esta perspectiva,
la escritura de Jablonka no apela a la literatura testimonial ni a la ficción, pero sí convierte a esta
última en un recurso cognitivo al plantear lo que denomina “ficciones de método”, es decir, hipó-
tesis modeladas en el ámbito de lo posible y que se aplican a la realidad tratando de explicarla.

287
gilda waldman m.

Por ejemplo, para saber cómo falleció su abuelo en Auschwitz, y al carecer de pruebas documen-
tales, Jablonka elabora varias “ficciones”: enfermedad, ejecución, suicidio o muerte en la rebelión
del Sonderkommando (grupo de prisioneros encargados de trasladar los cadáveres de las cámaras
de gas a los crematorios), al que Mates presumiblemente perteneció, en octubre de 1944. Pero al
mismo tiempo que el autor no apela a la ficción, su escritura tampoco se inscribe en la literatura de
no ficción en la medida en que, si bien es un relato fáctico que se basa en documentos y entrevistas, no
introduce, como el mismo Jablonka (2016) menciona: “el criterio del problema, la investigación,
la demostración, la prueba, el saber que componen el razonamiento histórico” (p. 247). Es decir,
no busca una explicación, no argumenta, “no persigue la verdad porque no hace ninguna
pregunta” (p. 249). El historiador Jablonka interroga, prueba, valida, corrobora los hechos, con-
fronta las fuentes, inscribe los acontecimientos en un contexto más amplio, dando vida a un razona-
miento histórico “en y por un relato” (p. 257), que se convierte en una nueva forma de exposición para
las ciencias sociales. En sus palabras: “La escritura es la forma que adopta la demostración” (p. 18).
Y agrega: “la literatura se convierte en una herramienta de explicación-comprensión del mundo, un
texto cargado de razonamiento” (p. 229), al internarse en “aquel punto de contacto entre literatura
y ciencias sociales, [en aquella] zona de interpenetración donde las pertenencias son imposibles
de decidir” (p. 229).
Historia de los abuelos que no tuve llama a recuperar la esencia narrativa de la historia (y las ciencias
sociales) –más allá de las virtudes literarias del escritor– como un esfuerzo cognitivo que se nutre,
indudablemente, de estrategias narrativas: cuidado con las palabras que se utilizan, construcción de
personajes, atmósfera, intriga, ritmo, descripciones, diálogos, puntos de vista, efectos de suspenso,
climax, complicidad con el lector, encuadre, discontinuidades temporales, etcétera. El historiador/
escritor hace visible su voz, adquiere un rostro, hace sentir su presencia compartiendo con el lector
sus emociones, reflexiones, dudas y descubrimientos, al mismo tiempo que va mostrando cómo se
construye el conocimiento: cómo se razona, investiga, descubre, comprueba, se duda. En la pro-
puesta de Jablonka plasmada en Historia de los abuelos que no tuve se entretejen el registro de los
hechos y la pasión escritural, la rigurosidad del historiador experimentado con el fuego interior de
una pluma poderosa, la voz en primera persona involucrada existencialmente en la investigación
con la fuerza de una prosa espléndida, los requerimientos de una investigación académica con una
notable construcción narrativa, la investigación académica con la escritura creativa, la documen-
tación minuciosa con la prosa cálida, subjetiva y sensible de la literatura. Y todo encaminado a
comprender. ¡Qué enorme desafío nos deja!

Coda final

“Lo importante es dejar de avergonzarse”, escribe Jablonka (2016) en las páginas iniciales de su
Manifiesto por las Ciencias Sociales (p. 23). Y al concluir, reitera: “Investigador, no tengas miedo
de tu herida. Escribe el libro de tu vida, el que te ayude a comprender quién eres” (p. 291). Tomo en
mis manos nuevamente Historia de los abuelos que no tuve. Un nuevo desafío, y esta vez no necesa-
riamente intelectual.

288
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289
Ciencias sociales y ficción literaria. La ucronía como estrategia
para repensar el mundo contemporáneo

Paola Vázquez Almanza1

Introducción

El historiador inglés Tony Judt (2014) escribió que el derrumbe del comunismo y la antigua Unión
Soviética no sólo significó la desaparición de un sistema ideológico, sino implicó también la pérdida
de coordenadas políticas y geográficas. A partir de este eje se explicaba el mundo, por lo que dicho
extravío continúa afectando hoy en día nuestro presente y hasta ahora no se ha sustituído con otros
que den sentido u orden a la vida contemporánea para minimizar la sensación de desamparo,
angustia, desarraigo y desconcierto que se experimenta en la actualidad.
Teóricos e intelectuales como Zygmunt Bauman, Norbert Lechner, Ulrich Beck y Mark Lilla
han intentado comprender el mundo actual y nos han dado algunas pistas para hacerlo. Pero como
el mismo Bauman (2007) afirma: “la situación posmoderna ha dividido el gran juego único de la
época moderna en muchos juegos pequeños y mal coordinados, ha trastocado las reglas de todos los
juegos y ha acortado radicalmente la vida de cualquier serie de reglas” (p. 148). Y no se trata sólo de
que las fisuras y la desaparición de fronteras discernibles hagan ilegible el mundo, el problema es que
seguimos utilizando conceptos que antes se aplicaban para comprender un mundo que ya no existe,
y continuamos peleándonos con ellos.
Si bien en un principio la crítica a los conceptos “izquierda”, “derecha”, “Estado”, “sociedad
civil” o “identidad nacional”, así como a sus respectivas visiones del mundo, fue un ejercicio positivo,
hoy este ejercicio no permite hacer las paces con nuestro pasado reciente. En la actualidad se tiene
un profundo desprecio y desconfianza por casi todo lo que antes se creía, y se invierte demasiado
tiempo en reconstruir o menospreciar el pasado, sin dedicarlo a construir ideas nuevas y positivas
con las cuales sustituir las tradicionales. Esta forma de pensar conduce de forma irremediable a
interpretar nuestro presente desde dos posturas extremas: una “visión pesimista, nihilista y apo-
calíptica para la cual no hay nada más que comprender, o bien una visión triunfalista y evangélica
para la cual todo se ha realizado o está en vías de realizarse. En los dos casos, el pasado ya no es
portador de lección alguna y nada hay que esperar del porvenir” (Augé, 2015, p. 13).
Estas posiciones se observan en el campo intelectual cuando se apuesta todo al poder transfor-
mador de la “affirmative action”, la “accountability”, las “políticas públicas”, los “pueblos originarios”

1
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 291 ]
paola vázquez almanza

o “las identidades emergentes”. En el otro extremo, se escucha el tono desencantado y apocalíptico


que a veces asumen autores como Gilles Lipovetsky (2012), Zygmunt Bauman (2007), Slavoj Žižek
(2008) o Byung-Chul Han (2012), quienes piensan en un mundo “líquido” ahogado en “posver-
dad”, “positividad” y “crisis civilizatoria”. Pero este fenómeno es de larga data. Ha sido resultado,
justo de esa batalla contra los conceptos, cosmovisiones e ideas tradicionales, la cual surgió con
los movimientos contraculturales del siglo pasado y con teorías como las de Michel Foucault, que
se encargaron de poner en tela de juicio las nociones de “autoridad”, “institución”, “normalidad”,
“historia”, “Estado” y “verdad”. Insisto en que el enfrentamiento fue beneficioso en su momento,
pero el error en el que caemos ahora es el de seguir pensando con este esquema cuando la realidad
es muy diferente en la actualidad. El Estado, por ejemplo, ya no es lo que era en la década de 1970,
en casi ningún rincón del mundo; el tándem izquierda/derecha tampoco es como lo entendíamos
antes, y hasta el poder mismo se ha descentralizado, lo que hace casi imposible ubicarlo.
Para las ciencias sociales y la sociedad en general es importante redescubrir la ambición razo-
nada de transformar el presente con referencia a un futuro que proyectamos, y para lograrlo
resulta necesario un mínimo de arraigo en el presente. ¿Pero cómo asirnos del presente si nuestros
“mapas cognitivos” –en términos de Norbert Lechner (2002)– ya no nos sirven para diagnosticar
el presente?
Uno de los caminos posibles es la literatura, la ficción entendida como parte de la imaginación
social que sirve para cuestionar aquello que damos por sentado como un “estado natural”. Sería
equivocado suponer que experimentamos una crisis cultural. En todo caso, sería una crisis cogni-
tiva: un desajuste entre la realidad y nuestras herramientas para leerla e interpretarla. Y la literatura,
la ficción, ayudan a renovar estos instrumentos de interpretación, porque como nos recuerda el es-
critor y catedrático Ricardo Piglia (2001, p. 11), “la realidad está tejida de ficciones”.

Imaginación, ficción e investigación científica

Si bien la sociedad ha cambiado en las últimas décadas, también lo ha hecho el campo intelectual.
Para bien o para mal la instrucción se ha especializado, fragmentado, profesionalizado y depar-
tamentalizado, a pesar de los intentos de crear estudios transdisciplinarios, pluridisciplinarios o
interdisciplinarios. Asimismo los tiempos y modos de la investigación se han transformado para
privilegiar la eficiencia, los “resultados” y las investigaciones que hablen de coyunturas, dejando
de lado, en ocasiones, proyectos de largo aliento. En este contexto, resulta útil recurrir a pensado-
res clásicos de las ciencias sociales, como Max Weber, Émile Durkheim, Alexis de Tocqueville o
Charles Wright Mills, quienes resolvieron de manera ingeniosa y creativa sus investigaciones, pues
se abrieron al influjo de otros campos intelectuales como el arte, la literatura, las ciencias naturales,
la música, etcétera.
Pero ¿por qué es importante la imaginación en la investigación científica? Porque la ciencia sin
imaginación –sea “exacta” o “social”– no cumple su función de leer el presente, no innova, no
es creativa, no logra conectarse con lo contemporáneo, porque ajusta la realidad a sus categorías
inflexibles acerca de un mundo que quizá ya no está ahí. ¿Y cómo pueden los científicos sociales

292
La ucronía como estrategia para repensar el mundo contemporáneo

hacerse de un poco de imaginación? Un manantial de ficción accesible para todos es la litera-


tura, cuya dimensión antropológica –como la llama Marc Augé– permite que ésta capture la esen-
cia y las resonancias de la sociedad y su historia. El sociólogo Howard Becker (2015) en su libro
Para hablar de la sociedad la sociología no basta recuerda una lección que en ocasiones se olvida:
“los cuentos y las novelas no son sólo producto de la imaginación, sino que a menudo contienen
valiosas enseñanzas acerca del mundo en que la sociedad se construye y funciona” (p. 25).
Becker tiene razón. La literatura en general, permite indagar, por ejemplo, en las relaciones que
un individuo –el escritor, el lector o el personaje de ficción– crea con su entorno. “La literatura, como
búsqueda o descubrimiento de sí y de los otros, posee, por el mero hecho de que esta dimensión
existe, una fuerza crítica y prospectiva que supera a su objeto inmediato” (Augé, 2015, pp. 69 y 70).
De acuerdo con esta dimensión antropológica de la literatura, distintas obras de ficción han ser-
vido como vehículo para el análisis de la sociedad. En tal caso se encuentran los ejemplos clásicos
de Gustave Flaubert, Émile Zola, Charles Baudelaire, James Joyce, Charles Dickens, Italo Svevo,
Marcel Proust o Stefan Zweig, quienes “encarnan descripciones complejas, intuitivas e innovadoras
de la vida social y de sus procesos constitutivos” (Becker, 2015, p. 25), que han enriquecido el pen-
samiento de las ciencias sociales. En el campo de las ciencias exactas, las obras de ficción han tenido
importancia para la innovación y el planteamiento de problemas, por ejemplo, los libros de Julio
Verne, la serie de ciencia ficción Foundations de Isaac Asimov o las novelas de Phillip K. Dick.
Con el propósito de reforzar el puente entre las ciencias sociales y la literatura, es pertinente recor-
dar que a pesar de que son distintas en cuanto a la retórica y estrategia cognitiva, suelen compartir
los mismos objetos de estudio: acciones colectivas, relaciones humanas, motivaciones, identidad,
memoria, presión social, etcétera. Y no es sólo que la literatura sirva de herramienta para las ciencias
sociales, la literatura recurre cada vez más a las ciencias sociales como efecto del desvanecimiento
de las fronteras entre estos dos campos.2 Lo que cada disciplina hace con el objeto de estudio es,
por supuesto, muy distinto. En realidad me refiero en específico a ese momento inicial, intuitivo,
en el que tanto las ciencias sociales como la literatura exploran la realidad.
Charles Taylor (2004), filósofo canadiense conocido en todo el mundo por su “política del reco-
nocimiento”, define el “imaginario social” como la forma en que las personas imaginan su existencia
social, cómo se adaptan a los otros, y cómo las cosas suceden entre ellos y los demás. La literatura,
entendida como producto cultural, como parte del “imaginario social”, debería pensarse como algo
imbricado en la realidad que pretendemos y necesitamos entender.
Autores como Jon Elster (2011), Bernard Lahire (2006) o Pierre Bourdieu (2002) han teorizado
sobre la importancia de la literatura para su investigación. Algunos como Thomas Piketty (2014)
o Keith Thomas (2009) la han utilizado como herramienta para sustentar sus investigaciones.
Otros como Tony Judt (2014), Byung Chul-Han (2012), Alice Goffman (2014), Loïc Wacquant
(2004) o Simon Schama (1989) se han alejado de los enmohecidos y áridos cánones de la escritura
académica y los artículos, para acercarse a públicos más amplios. Richard Sennet (1986) y Patricia

2
Un ejemplo de este paso de la literatura a las ciencias sociales se puede apreciar en libros como The City & The City
(2009) y October: The Story of the Russian Revolution (2017), del autor inglés China Miéville.

293
paola vázquez almanza

Leavy (2015) incluso han ido un poco más lejos y se han lanzado de lleno a la escritura de novelas
que, obviamente, conservan la mirada del científico social.
Estos intentos de hacer otro tipo de escritura dan, como decía Pierre Bourdieu (2003), una “fuer-
za simbólica, mediante una forma artística, a ideas críticas y análisis” (p. 25), en especial porque
existe en este ejercicio un potencial político y social para comunicar ideas de manera atractiva, sin
dejar de ser profundo y crítico, una posibilidad que ponga en duda lo que damos por sentado: nues-
tra forma de vivir, el orden de las cosas, los sistemas políticos y económicos, el futuro, el pasado,
el presente. La realidad compleja e híbrida de hoy hace necesario que el científico social reflexione
sobre la propia ciencia social. Se necesita una ciencia autorreflexiva que se apoye en el mayor número
de campos de conocimiento, como sugieren los sociólogos Néstor García Canclini (2016, p. 40) y
Howard Becker (2015). Es posible que este acercamiento a la literatura no entusiasme a muchos
científicos sociales ya que quizá les parezca un retorno al momento germinal en que las ciencias
sociales necesitaban apoyarse en otros campos disciplinares porque todavía no adquirían el carác-
ter de “ciencias”. Pero entender así este acercamiento es un error. Precisamente porque las ciencias
sociales se han consolidado como “ciencia” y han definido su lógica, metodología y control científico,
necesitan retornar a la literatura para ampliar su campo de visión y enriquecer sus explicaciones.

La realidad social en la literatura contemporánea


como objeto y fuente de conocimiento

La literatura concebida desde las ciencias sociales como objeto de estudio contribuye a la explora-
ción y comprensión de temas clave de la realidad contemporánea, mundial y regional. La literatura
proporciona pistas para leer el presente; cumple además la función de describir para un gran público
el funcionamiento de los factores que causan algunos de los problemas actuales. Por ejemplo, las
crónicas que Carlos Velázquez incluye en El karma de vivir al norte (2015) nos acercan a la vida
cotidiana de una región afectada por el narcotráfico y la violencia; Fabrizio Mejía en Un hombre
de confianza (2015) revisa críticamente el México de la Brigada Blanca y la guerra sucia; Sergio
González Rodríguez con su reportaje novelado Huesos en el desierto (2005) dio notoriedad a los
feminicidios de la frontera norte de México; Daniel Sada en Porque parece mentira la verdad nunca
se sabe (2012) explora los tentáculos de la corrupción, la pobreza y la violencia que corroen las
regiones más recónditas del país; Julián Herbert en La casa del dolor ajeno (2015) realiza una acertada
exploración de la creación de los mitos nacionales; Selva Almada recrea magistralmente la sensación
de desprotección y vulnerabilidad de las mujeres en Chicas Muertas (2015); Junot Díaz en The Brief
Wondrous Life of Oscar Wao (2008) realiza una radiografía del Trujillato y la identidad dominicana a
partir de un relato familiar; Don Winslow, desde el género negro, desentraña y describe las raíces
del narcotráfico que se expanden en todos los espacios de la vida social y los destruyen, en El poder
del perro (2009) y El Cártel (2015).
Si consideramos a la literatura como fuente de conocimiento resulta útil retomar como ejemplo
la cartografía básica de la literatura latinoamericana contemporánea sugerida por la socióloga Gilda
Waldman (2016). En la clasificación realizada por la autora destacan tres corrientes principales:

294
La ucronía como estrategia para repensar el mundo contemporáneo

la novela histórica, el género negro y la literatura de la memoria y lo íntimo. Es sorprendente ob-


servar que estas tres vertientes han florecido de manera global sin importar latitudes y, más intere-
sante aún, es descubrir la enorme cantidad de coincidencias que existen entre los temas y enfoques
de la literatura y la teoría e investigación social de las últimas décadas. A continuación mencionaré
brevemente algunas de las características compartidas entre estos tres géneros y la teoría social contem-
poránea, así como algunos de sus aportes y los problemas que representan.
Novela histórica. Esta corriente ofrece una revisión crítica de la historia desde la mirada de
personajes marginales o populares; se ambienta en lo cotidiano, desmitifica a los protagonistas
de la llamada historia de bronce e incluye “temas y sujetos silenciados por la reflexión histórica”
(Waldman, 2016, p. 362). Son ejemplos de esta vertiente: El Entenado de Juan José Saer (2003),
El informe de Martín Kohan (2000), Noticias del imperio de Fernando del Paso (2012) y Sombras
nada más (2015) de Sergio Ramírez.
Este género literario tiene su reflejo en la teoría social de las últimas décadas, la cual se ha encar-
gado de cuestionar los discursos de identidad nacional y lucha por la inclusión de la “small voice”,
defendida por los subalternative studies, la microhistoria italiana, los black studies o por libros como
A People’s History of the United States: 1492-Present de Howard Zinn. Estas nuevas perspectivas y
explicaciones pusieron en duda los aparentemente sólidos e inamovibles paradigmas del oficio de
historiador; surgió así una historia menos árida, más humana, alejada de los grandes personajes o
eventos. Está claro que esta nueva relación con el pasado tiene sus antecedentes en la Antropología
histórica de la Escuela de los Annales, de Jacques Le Goff o Georges Duby, así como en la reno-
vada Historia de las ideas de François Furet, Pierre Rosanvallon y Pierre Nora. Resulta relevante,
en especial, la vuelta de tuerca dada por Nora y sus “lugares de la memoria” que trastocaron el
panorama de la historia y provocaron que se dejara de interrogar el pasado para empezar a pensar
en nuestra relación –desde el presente– con el pasado.
Género negro. Desde su origen, este género literario formula críticas demoledoras hacia la sociedad
en la que se desarrolla la acción; devela, de esta manera, la naturaleza humana de sus personajes y
exhibe las dinámicas del poder, usualmente corruptas y perversas. En el caso latinoamericano, nos
dice Gilda Waldman (2016), este género ha implicado un importante “retorno al realismo social y
político del continente” (p. 362). Abril rojo (2010) de Santiago Roncagliolo, Paisaje de otoño (1998)
de Leonardo Padura o Días de combate (1998) de Paco Ignacio Taibo II son novelas que dan luz
al fenómeno de la violencia y corrupción que azota a nuestras sociedades y que se ha complejizado
con la descentralización del poder, el neoliberalismo y la globalización.
La memoria y lo íntimo. Esta tercera corriente literaria es híbrida, en tanto conjunta ficción y tes-
timonio. La literatura de la memoria y lo íntimo se vincula a veces con la lucha política; piénsese
por ejemplo, en Un comunista en calzoncillos (2013) de Claudia Piñeiro, o El espíritu de mis padres
sigue subiendo en la lluvia (2013) de Patricio Pron. En otras ocasiones se ocupa del recuerdo íntimo
vinculado a la identidad individual, al espacio privado y a su relación con su entorno como su-
cede en Canción de tumba (2011) de Julián Herbert, o en También esto pasará (2016) de Milena
Busquets.

295
paola vázquez almanza

Así, la memoria y el desplazamiento a lo íntimo se convierten en un nuevo lugar de trabajo para


la escritura y reflexión del pasado, presente y futuro; fenómeno que es, en cierta medida, un reflejo
del desarraigo social experimentado en las sociedades contemporáneas. Dicho desarraigo, curiosa-
mente, es producto de los cuestionamientos a las cosmogonías y conceptos tradicionales que fueron
desacreditados por la novela histórica que, al haber destruido parcialmente los “grandes relatos”
y mitos colectivos fundacionales, obligó al individuo a refugiarse en mitos individuales o en pe-
queños espacios sociales. Esta búsqueda incesante de la identidad individual provoca, de manera
paradójica, que el sujeto entienda el mundo a partir de su propia subjetividad, es decir, que el indi-
viduo moldee y ajuste el mundo a su mirada personal, íntima e incompleta, y reafirme así su propia
y particular identidad, y no al revés, como sucede en las “novelas de formación” (Bildungsroman)
como La montaña mágica de Thomas Mann, en las que el sujeto se descubre a sí mismo a partir de
la experimentación del mundo, es decir, desde lo universal.
Autores como Gilles Lipovetsky (2012) y Byung-Chul Han (2012) han teorizado sobre esta
retirada al espacio de la memoria y lo íntimo, y sugieren que, en el mundo contemporáneo, los indi-
viduos trazan su propia identidad sin pasar necesariamente por la vida social, creando mundos
íntimos, autorreferentes e impermeables a lo universal. Este desplazamiento a lo privado obviamente
influye en el tipo de historia que se hace; en cómo se piensa el pasado, el presente y el futuro.
Entre los posibles desatinos y tropiezos que provoca esta mirada al pasado se pueden mencio-
nar la obsesión conmemorativa y la mitificación de una memoria individual –o de sectores reduci-
dos de la sociedad– que parecieran agotar todas las explicaciones del pasado y las esperanzas en
el futuro. Pero no toma mucho tiempo darnos cuenta de que este punto de vista es fragmentario,
subjetivo y relativo. En este sentido, el historiador Eric Hobsbawn (1997) criticaba la “Identity
History” por sustraerse al cumplimiento del deber de universalismo. De igual manera, Mark Lilla
en The Shipwrecked Mind: On Political Reaction (2016) considera que la fascinación con nuestra
“psique individual” nos hace menos aptos para entender la psicología y motivaciones de la socie-
dad, las naciones, las religiones y los movimientos políticos.
El antropólogo francés Marc Augé, en su libro ¿Qué pasó con la confianza en el futuro? reflexiona
sobre los cambios recientes del quehacer histórico y cómo esto afecta la noción de “futuro” que
tenemos. El autor afirma que “la historia, hasta un pasado relativamente reciente, se había escri-
to desde el punto del porvenir, en función de lo que sería o debería ser el porvenir; restauración,
progreso o revolución” (Augé, 2015, p. 94). ¿Pero cómo podemos construir un futuro en términos
colectivos, si con el cierre del siglo XX se apagaron poco a poco las esperanzas e ilusiones ligadas
a estos tres tipos de porvenir (restauración, progreso, revolución) provocando que naufraguemos
indefinidamente en un presente sin mañana?
Paralizados como estamos, las lecciones del pasado parecen obsoletas, de la misma manera en
que cualquier deseo de imaginar un porvenir colectivo resulta ingenuo o peligroso. Una prueba
de este entumecimiento provocado por nuestro acercamiento al pasado reciente se encuentra en el
sentimiento de nostalgia vivida en algunos países excomunistas que extrañan a figuras como Josip
Broz “Tito”, o que se pierden en el sueño de un pasado mágico y remoto, como los húngaros que
enaltecen su origen magyar. Estas ensoñaciones promueven la creencia en una Edad de Oro que se

296
La ucronía como estrategia para repensar el mundo contemporáneo

nos perdió y que no sabemos muy bien cómo recuperar. Enzo Traverso lanza una interesante hipó-
tesis al preguntarse si acaso la obsesión memorialista es “producto de la decadencia de la expe-
riencia trasmitida, en un mundo que ha perdido sus referencias, desfigurado por la violencia y
atomizado por un sistema social que borra las tradiciones y fragmenta las existencias” (Traverso,
2011, p. 16).
Lo sugerido por Traverso parece acertado. Resulta interesante, además, que en su explicación
del fenómeno se mencionen los problemas y procesos que exploran cada una de las tres vertientes
literarias abordadas: violencia (género negro), pérdida de referencias y atomización que borra las
tradiciones (novela histórica) y fragmentación de la existencia (literatura de la memoria y lo íntimo).
De alguna manera se confirma la hipótesis de que el agotamiento de los mapas cognitivos afecta
por igual a la teoría social como a las artes en cualquier lugar del mundo. Un proceso similar se
puede rastrear en el campo del arte contemporáneo mexicano: la obra de Teresa Margolles sería un
excelente complemento del género negro, Silvia Gruner con sus críticas al “pasado” se acercaría a
la novela histórica y Gabriel Orozco sería uno de los máximos representantes de un arte intimista
o de la memoria.
Esta añoranza de un “pasado mejor” no sólo significa un asedio del pasado que contamina el
presente e imposibilita el futuro; también termina siendo muy rentable para el capitalismo, pues la
reificación del pasado se transforma en un producto de consumo estetizado y neutralizado como el
“turismo de la memoria comunista” o como el sueño de un imperio restaurado bañado en vodka,
bendecido por la iglesia ortodoxa y promovido por Vladimir Putin. La frase “Érase una vez...”,
nos recuerda Mark Lilla (2016), tiene un enorme poder de seducción en nuestros días, en espe-
cial porque el desencanto del futuro y el desarraigo social ha provocado que el individuo busque
cohesión social en organizaciones anacrónicas y nocivas como el partido griego neonazi Chrysí Avgí
(Amanecer Dorado) o en el cada vez más organizado Estado Islámico, por ejemplo.
Retornemos a las corrientes literarias descritas para analizar sus desventajas. A pesar de que
creativamente iluminan muchos espacios de la realidad social, no alcanzan a contribuir a la recons-
trucción y renovación de los mapas cognitivos necesarios para leer y entender nuestra aparen-
temente ilegible realidad. Slavoj Žižek (2008) nos recuerda que la existencia de una narrativa
predominante no significa que sea la que más se ajusta a la realidad; ésta es más bien autorreferen-
cial y predetermina nuestra realidad, legitima formas específicas de ver las cosas y nos lleva a pensar
que no existen formas alternativas de entender el mundo. Basta recordar el diagnóstico del mundo
poscomunista escrito por François Furet (citado en Bensaïd, 2004): “La idea de otra sociedad se
ha hecho casi imposible de pensar, y por otra parte nadie avanza sobre el tema en el mundo de hoy.
Estamos pues condenados a vivir en el mundo en el que vivimos” (p. 153). De esta manera, quizá
sin ser la intención del autor, se naturaliza el orden de las cosas y se le considera una transfigu-
ración “natural” en un determinado “orden social”. Al momento de hacer una investigación científi-
ca es clave, escribe Jeffrey Alexander, estar siempre conscientes de que “la teoría social no sólo es un
programa de investigación, es también un discurso generalizado, del cual una parte importante es
ideología. Como estructura de significado, como forma de verdad existencial, la teoría científica so-
cial funciona, efectivamente, de forma extracientífica” (Alexander citado en Lechner, 2002, p. 20).

297
paola vázquez almanza

¿Y cómo evitar estos dilemas? ¿Cómo evitar caer en una reproducción acrítica o inconsciente
de las narrativas predominantes que evitan la ambición universalista de la que hablaba Eric
Hobsbawn (1997)? ¿Cómo ofrecer una explicación de la realidad que contribuya a la elaboración
de una mirada más amplia de los problemas y que quizá hasta ofrezca una posibilidad de fantasear
con un porvenir que escape al individualismo?
Si uno de los propósitos de las ciencias sociales es descifrar las piezas esparcidas de nuestra rea-
lidad social, y evitar fragmentarla aún más con miradas y explicaciones microscópicas que eluden
la responsabilidad de imaginar un futuro como sociedad, es útil recurrir al género de la “ucronía”
que bien puede poner en duda todas nuestras ideas preconcebidas del pasado, presente y futuro.
En el siguiente apartado se explica lo que es la ucronía y sus posibilidades como herramienta de
las ciencias sociales.

Ucronía y la construcción de nuevos mapas cognitivos


para entender la realidad social

Como se ha evidenciado en este texto, el giro hacia lo privado ha transformado las concepciones del
futuro y conducido a las sociedades a que depositen sus esperanzas en la autorrealización y autode-
terminación, y a dejar de lado la posibilidad de que exista una visión a futuro en términos colectivos.
Una sociedad sin una idea de porvenir difícilmente puede hacer un diagnóstico acertado de lo que
tiene, puesto que carece de referencias con las cuales comparar su realidad.
El problema no es que haya llegado el “fin de la historia” –como anunció Francis Fukuyama
en 1989–, y no existan proyectos viables alternativos a la democracia, el capitalismo o el neolibe-
ralismo. El problema está en el imaginario político de nuestra sociedad. Giovanni Sartori (1996)
comparte esta idea y apunta que “dentro de todo vocabulario actual de la política no contamos con
un término para ‘lo imposible’; y si lo imposible carece de denominación, tampoco se pueden deli-
mitar los ‘posibles’ ” (p. 90). Cada periodo histórico, explica Jeffrey Alexander (1995), necesita una
narrativa de su pasado en términos del presente que sugiera un futuro que sea fundamentalmente
(e incluso) “mejor” que lo contemporáneo.
En el libro Las sombras del mañana, Norbert Lechner menciona la necesidad de reformular nues-
tros códigos interpretativos, nuestros “mapas mentales cognitivos” para dar cuenta del mundo en
el que vivimos. Es pertinente aclarar que para Norbert Lechner (2002) un mapa cognitivo es “una
representación simbólica de la realidad mediante la cual estructuramos una trama espacio-temporal.
Los mapas nos ayudan a delimitar el espacio, trazar límites, medir distancias, establecer jerarquías,
revelar obstáculos y entornos favorables” (p. 27).
De lo escrito por Lechner podemos deducir que ante un mundo que dejó de ser familiar, es
necesario un nuevo mapa, una forma distinta de observar la sociedad, así como otros conceptos
que representen el nuevo entramado de la realidad. Una estrategia útil para la construcción y plan-
teamiento de nuevos mapas cognitivos es recurrir a la literatura ucrónica. Si lo que hoy damos por
sentado no explica el mundo, ¿por qué no pensar en lo que no es, en lo que pudo haber sido y así
cuestionar lo que damos por hecho, lo que aceptamos como “natural”?

298
La ucronía como estrategia para repensar el mundo contemporáneo

Para profundizar en las razones que hacen de la ucronía una buena oportunidad para entender
nuestro mundo, plantearemos antes, grosso modo, qué es la ucronía, y sugeriremos algunos puntos
de encuentro con las ciencias sociales en términos teóricos y metodológicos.
La ucronía se suele llamar “historia alternativa” o “historia contrafáctica”, y es una rama de la
literatura –un subgénero de la ciencia ficción– que se construye a partir de la premisa básica de
que algún evento del pasado no ocurrió como sabemos que sucedió, y sugiere, en consecuencia,
un curso distinto de la historia que reconocemos como verdadera. Toda historia alternativa es una
especulación sobre el tiempo, el vínculo del pasado con el presente, el nexo entre presente y futuro,
el papel de los individuos en el proceso histórico y la causalidad histórica, lo cual obliga a los lectores
a repensar su mundo y preguntarse cómo éste se ha convertido en lo que es en la actualidad.
Las primeras historias alternativas datan de principios del siglo XIX, pero es hasta 1857 que
Charles Renouvier publica Uchronie (L’Utopie dans l’histoire); Esquisse historique apocryphe du
developpement de la civilisation européenne tel qu’il n’a pas été, tel qu’il aurait pu être, obra en la que el
autor acuña el término “ucronía”. En el siglo XX, la ucronía se convirtió en un recurso utilizado
por políticos y escritores: Winston Churchill escribió una historia ucrónica titulada “If Lee Had
Not Won The Battle of Gettysburg”; G. K. Chesterton hizo lo propio con “If Don John of
Austria Had Married Mary Queen of Scots” y André Maurois publicó “If Louis XVI Had Had
an Atom of Firmness”. Al explorar las relaciones de causalidad y sus efectos en la historia, la ucro-
nía también fue utilizada por la historia económica para comprender la esclavitud, el desarrollo
ferroviario inglés y el crecimiento industrial. La rama de la historia económica conocida en
EstadosUnidos como “cliometría” combina el uso del análisis estadístico con el análisis contrafác-
tico o condicionales subjuntivas.
Entre las obras literarias de historia alternativa destacan Bring the Jubilee (1997) de Ward Moore,
Ada o el ardor (1990) de Vladimir Nabokov, The Alteration (2013) de Kingsley Amis y La conjura
contra América (2011) de Philip Roth. Pero quizá la más conocida y mejor lograda de todas sea
El hombre en el castillo (2010) de Philip K. Dick.
La trama de El Hombre en el castillo se desarrolla en un mundo en el que los nazis ganaron la
Segunda Guerra Mundial y se han repartido el mundo con sus aliados japoneses. Este libro, a
pesar de subrayar el papel del individuo en la construcción de la realidad, tiene múltiples prota-
gonistas que se conectan con el mundo en que viven, provocando que los personajes sobrepasen
poco a poco su mirada individualista para alcanzar una visión más compleja e interconectada de la
realidad alternativa que se describe en la novela. Si bien El hombre en el castillo cuenta la historia de
un mundo controlado por los nazis a partir de un tiempo y una mirada subjetiva, la novela teje las
acciones individuales con el desarrollo de la historia y asume todos sus efectos negativos y positivos,
esperados e inesperados. Influenciado por la filosofía de Immanuel Kant y Henri Bergson, Philip
K. Dick utiliza en El hombre del castillo una estructura narrativa muy compleja para evidenciar que
el tiempo subjetivo e individual está conectado con el tiempo histórico y universal.
Los lectores de El hombre del castillo podrán reconocer que todas sus preconcepciones de lo histó-
rico, así como su memoria de los hechos del siglo XX, no le servirán para entender o contextualizar
la novela, imponiéndose, de esta manera, un interesante ejercicio crítico por encima de su propia

299
paola vázquez almanza

memoria histórica. El efecto de la historia alternativa en el lector es una forma lúdica de cuestionar
la realidad al preguntarse cómo la construimos. Esta pregunta que se hace el lector es la misma que
se plantea el escritor y el investigador científico.
El relato sobre los posibles efectos que tiene en un lector la interpretación de El hombre en el
castillo se realiza con la finalidad de señalar al menos dos puntos en los que la ucronía y las ciencias
sociales coinciden:
1. La ucronía, al sugerir otro curso de la historia, cuestiona lo que se da por sentado, lo que se
piensa como un estado “natural” de las cosas. Es decir, tiene un efecto disruptivo en la narra-
tiva dominante que se ha construido de la historia humana, y rompe con la forma en la que
hemos organizado nuestra experiencia temporal como sociedad.
2. La ucronía o historia contrafáctica explora la noción de causa y efecto de los eventos históricos
y sugiere escenarios alternativos que sean probables y racionales.
Estos dos procesos intelectuales que implica la ucronía son muy similares (al menos en una
etapa muy inicial) a:
i) el proceso de la formación de los tipos ideales de Max Weber,
ii)  la discusión en torno al “juicio de posibilidad” que es tan importante en los estudios históricos
de Weber, especialmente en Ética protestante y el espíritu del capitalismo.
Al igual que la ucronía, el concepto de “tipo ideal” de Max Weber tiene la función de explorar
las posibles causas de un fenómeno a partir de abstracciones, claramente alejadas de la realidad.
Es decir, esta idea implica la creación de modelos imaginarios mediante la eliminación de uno o
varios elementos de la “realidad” y la construcción conceptual de un curso alternativo de los acon-
tecimientos. Los tipos ideales, al igual que la ucronía, descomponen “lo dado”, cuestionan lo que
se establece socialmente como “natural” para especular qué habría sucedido en caso de que se
eliminaran o modificaran determinadas condiciones sociohistóricas. Esto implica un salto de la rea-
lidad a una abstracción o una ficción para después volver a la realidad. En términos de Giovanni
Sartori (1995), se podría decir que la teoría y sus conceptos son parte de una ficción que sirve de
ventana para ver la realidad.
Al igual que sucede en la ucronía, en las ciencias sociales se utiliza el “juicio de posibilidad obje-
tiva” como experimento crucial para comprender cómo una condición singular dentro de muchas
posibilidades desencadena o no un hecho histórico. Weber ofrece múltiples ejemplos de esta meto-
dología y hace uso del juicio de posibilidad objetiva cuando propone “eliminar” u olvidar por un
momento la Batalla de Maratón para determinar la relevancia de las guerras persas en el desarro-
llo de la cultura occidental. De igual manera, Weber utilizó el juicio de posibilidad objetiva para
rebatir las afirmaciones de Eduard Meyer acerca de que la Segunda Guerra Púnica –entre Roma
y Cártago, producida de 218 a. C. a 201 a. C– se debía a una decisión del militar Aníbal; o de que
la Guerra de los Siete Años (1756-1763) y la Guerra Austro-prusiana (1886) fueron desencade-
nadas por la sola decisión de Federico II de Prusia y de Otto von Bismarck, respectivamente.
Es evidente que el hecho de que la ucronía y las ciencias sociales compartan en principio algu-
nas herramientas para la exploración de la realidad histórica no significa que la primera sea ciencia.
El mismo Weber, al discutir sus conceptos sobre el tipo ideal y el juicio de la posibilidad obje-

300
La ucronía como estrategia para repensar el mundo contemporáneo

tiva estaba consciente de que si dejaba de lado la validez lógica, metodológica o empírica podía per-
derse en el “capricho subjetivo”. Pero lo cierto es que la ucronía sí puede servir como una provoca-
ción, un incentivo para hacer una ciencia con imaginación y nuevos mapas cognitivos que ayuden
a comprender los problemas de nuestras sociedades.
En síntesis, podemos decir que la literatura ucrónica puede cambiar nuestra mentalidad por
medio de la ficción y poner en duda lo que creemos saber, al proponer ideas poco familiares que
responden mejor a nuestro presente, y encontrar de esta manera una narrativa que utilice mapas
cognitivos más cercanos a la realidad. La ucronía, por comparación, pone en la balanza nuestra
representación de la realidad, ayuda a comprender que la forma en la que pensemos el pasado in-
fluirá en nuestro diagnóstico del presente, y sugiere la posibilidad de actuar y participar en la cons-
trucción de nuestra realidad.
La ucronía fomenta una importantísima y necesaria curiosidad en las ciencias sociales, siembra la
duda de cómo serían las cosas si algo en el pasado fuese distinto, y conduce al descubrimiento de que
lo que pensamos como un “estado natural” e inamovible de las cosas, no lo es, en sentido estricto.

Conclusiones

Las ciencias sociales se encuentran en un momento clave de su desarrollo en el que deben tomar la
decisión de explorar otros campos de conocimiento y otras formas de escritura (y por ende, ampliar
su público), o por el contrario, seguir su proceso de hiperespecialización y profesionalización.
Lo mejor es tomar el primer camino, y un buen inicio de ruta en la exploración de otras formas y
espacios es la ucronía, no sólo porque la literatura nos aleje de la árida escritura académica destinada
a engordar los estantes de las bibliotecas especializadas, sino porque para comprender un mundo
que, de tan caótico y complejo, nos parece ilegible. La ucronía es una buena forma de poner en la
balanza nuestro presente, pasado y futuro; de superar la nostalgia del pasado (ya sea de izquierda o
de derecha); de disminuir los síntomas de desarraigo social; de caer en cuenta de que “lo que se ha
dado” no es la única forma en la que podemos organizar nuestras sociedades y de recordar nuestra
responsabilidad en la construcción de una idea, imperfecta quizá, de un porvenir colectivo.
Un pasado artificial, una ucronía, es una herramienta para replantear nuestras expectativas del
presente, así como reorientar y construir nuestra idea de futuro. La ucronía ilumina nuestro presente
y cuestiona todo lo que consideramos natural (el capitalismo, la democracia, el narcotráfico, la corrup-
ción, la pobreza), así también, pone en duda el uso que le damos a nuestra libertad y capacidad de
imaginar.
¿Qué hubiera sucedido si el sueño bolivariano hubiera sido alcanzado? ¿Si Ernesto Che Guevara
no hubiera sido asesinado en Bolivia? ¿Si el muro de Berlín no hubiese caído? ¿Si la Unión
Soviética hubiera salido victoriosa de la Guerra Fría? ¿Estaríamos en el mismo lugar en el que nos
encontramos? ¿Viviríamos mejor o peor? ¿Qué tipo de sistema económico tendríamos? Todas estas
preguntas, que a algunos les parecerán ociosas, son quizá un primer paso para imaginar y reconstruir
los conceptos (tal y como lo hizo Max Weber) a partir de aquellos con los que entendemos y expli-
camos nuestro pasado, presente y futuro.

301
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304
5. Otros viajeros
Un asunto de lentes y distancia:
entre la sociología y la literatura

Andrea Jeftanovic1

La literatura es siempre un diálogo fronterizo. Escribir es levantar una barrera e invitar a cruzarla.
La literatura intenta descifrar las fronteras que separan los territorios geopolíticos, mentales,
sociales. Los paisajes culturales son como grandes textos escritos en muchos idiomas, algunos
legibles, otros requieren especialistas para leerse. De muchos escritos se conoce a los autores, pero
la mayoría son anónimos. Entre algunos textos hay correspondencia, pero otros carecen de toda
referencia mutua. A veces la serie aparece rota y hay que recomponerla. De muchos textos se ha
perdido el original y sólo existen como cita indirecta. Me he situado entre la sociología y la litera-
tura para reconstruir y descifrar tales textos, por lo que intento seguir las líneas de continuidad y
escribir o reescribir donde hay discontinuidad.
La literatura está “escribiendo” de continuo esas fronteras geográficas, históricas, culturales,
idiomáticas, íntimas, emocionales, vitales. En las “fronteras” se pueden estudiar procesos de mez-
cla, transferencia y amalgama, en los que surge algo nuevo. La frontera ofrece un conocimiento
de una cualidad particular. Reescribir, reformular, puntuar, es algo que se lleva a cabo en plazos de
generaciones e intervalos de siglos.
En este cruce de fronteras, como autora, soy la suma de muchos libros. ¿Qué fue primero: leer o
escribir? Forman parte de un mismo viaje. Tal vez leer fue la partida, escribir la llegada. Cada cierto
tiempo parto con un nuevo texto, y tras leerlo, arribo al mismo punto de origen, pero unos centíme-
tros más adentro, más al oeste, más transversal. Leer para saber si soy de aquí o de allá. Leer para
descifrar las citas de otro cuerpo. Para alumbrar la oscuridad de otros sujetos. Leer para tener memo-
ria. Para ser irreductible. Leer para ir en la dirección opuesta. O para desplazarme a mi centro.
Leer de noche, de día, con poca luz, cuando todo está muerto y hay una ventana iluminada. Leer para
detener todo eso que toca vivir. Para dejar de existir por un momento. Para quedar entre parén-
tesis. Leer el pasado lejano, el reciente, lo que está ocurriendo ahora, lo que está por pasar.
Cuando leo lo hago en variadas direcciones. A veces me da por leer longitudinal en el tiempo,
y paso sin problemas desde la última novela de Paul Auster a las tragedias clásicas del siglo V a. C.
Eurípides, Sófocles son magistrales. Por cierto, leer teatro tiene mucho encanto, obliga a ensayar una
perspectiva, y a saborear el arte del diálogo. Y por eso sumo a Lorca, Shakespeare, Racine, Ibsen,
Heiner Müller, Griselda Gambaro, Juan Mayorga. Otras veces leo transversal en el planisferio

1
Investigadora asociada de la Universidad de Santiago de Chile.

[ 307 ]
andrea jeftanovic

y escojo los autores de Europa del Este, poéticamente crudos, y desfilan en mi biblioteca: Herta
Müller, Agotha Kristof, Milan Kundera, Thomas Benhard, Elías Canetti. El mundo lusófono es
un universo riquísimo: Clarice Lispector, Machado de Assís y António Lobo Antunes. Y después
puede ser el dramatismo y la contención de los japoneses; inigualable la maestría de Yukio Mishima
y Yasunari Kawabata. Y cuando leo en círculos concéntricos, afloran las obsesiones de siempre y
aparecen: Virginia Woolf, Manuel Puig, Juan Rulfo, Peter Handke, James Joyce, Carlos Fuentes,
Rosario Castellanos, Blanca Varela.
Escribo leyendo en diagonal las noticias del periódico. Escribo sobrecogida por la violencia de la
historia. Escribir por la presión del ruido externo, distanciarse de la peripecia. Escribir para el lector
que llevo adentro, para escapar de la individualidad. Escribo con incertidumbre para entender a
mis padres. Escribo porque una vez me dijeron, en los años de la dictadura de Pinochet: “Escribe
todo eso que ahora debes callar o no entiendes, para que algún día lo leas en voz alta”.
En tanto autora me ha interesado trabajar la violencia en la memoria, en las historias individuales
y colectivas, y llevar esta violencia a una propuesta estética. A una “forma” que contenga esa fuerza
destructora que arrase con personajes y tramas, signos y significantes, e incluso busque en medio
del caos, imágenes portadoras de belleza. Como dije, la violencia es la fuerza vectora que atraviesa
argumentos y explosiona el lenguaje en búsquedas literarias. Una propuesta que me hace sentir
que escribir es una urgencia, una urgencia curiosamente lenta. La pulsión toma su tiempo, decanta
en flujos, personajes y capítulos con el riesgo de perder su sentido. Y la violencia se desencadena
sobre su soporte clásico: el cuerpo. Me interesa la mirada del cuerpo como un lugar en el que se
cruza la biografía y la historia nacional. El cuerpo como un lugar de citas, vitales y bibliográficas.
El cuerpo como un contenedor de recuerdos. En la memoria las cosas ocurren por segunda vez.
En la lectura por tercera. En la escritura para siempre.
Confieso que escribo con la ingenua esperanza de corregir la historia, la mía y la de mi tiempo.
Cada libro es un corrector de prueba que colisiona dos soledades.
Escribo atenta al sonido, a la grafía, a la connotación de las palabras. Una vez dije que escribía
prosa porque no sabía escribir poesía, en el sentido de crear imágenes que golpeen. La literatura es
un trabajo de artesanía donde las costuras siempre quedan a la vista. Intento escribir consciente del
ritmo, del sonido inherente a la poesía; y también trabajo con imágenes visuales que me provocan
pintores, cineastas, escultores y fotógrafos de nuestro tiempo. Pienso, por nombrar a algunos, en
Picasso, Bacon, Schiele, Cartier-Bresson, Salgado, Munch, Kieslowski, Polanski, Louise Borgois,
Niki Saint Phalle.
Para un escritor, el libro impreso es un punto de divergencia entre el texto y el autor; en algún
punto se vuelve ajeno, desconocido, misterioso. Con la publicación cesa la fuerza centrífuga que
por años funcionó atrapando todo lo leído, vivido, imaginado para ese texto que se iba escribiendo;
componiéndose de retazos de películas, de otros libros, conversaciones, obras de teatro, historias
escuchadas, fantasías, investigaciones personales. Un eje preciso y prolífico que multiplicaba asocia-
ciones, activaba búsquedas. A mí me sigue fascinando el proceso de la novela o el cuento a fuego
lento, de cocción demorada, donde cada ingrediente, cada frase se escoge con espíritu de colec-
cionista.

308
un asunto de lentes y distancia: entre la sociología y la literatura

Cuando se escribe y publica un libro surge la inevitable pregunta: para qué escribir. La ficción
es inútil, prescindible, bordea lo absurdo. En este punto recuerdo que una vez leí que cuando la
ayudante de laboratorio de Einstein escuchó por la radio la noticia del ataque nuclear se paró sin
decir palabra y colgó su delantal para no volver nunca más. Escribir es mi personal forma de “colgar
el delantal”, aunque sea por momentos acotados, mi pequeña resistencia al tiempo y a los tiempos.
Un modo de exorcizar la angustia que me produce leer en diagonal las noticias del diario. A eso
agrego “terminar un libro es una pequeña victoria frente a las infinitas exigencias de la vida cotidiana
frente a todo lo que nos toca vivir”. Escribo y edito para el lector que llevo adentro, para que mi
intimidad entre en contacto con otra, que no conoce ni conocerá; para que en un punto mínimo
mi biografía se cruce con la historia.
La literatura en tanto memoria puede ser un ejercicio colectivo, una construcción coral de regis-
tros y perspectivas trazando un arco. El resultado de un proceso plural de ensamblaje de recuerdos
y archivos personales que se reúnen en un texto.
Me he dedicado a trabajar el relato de las genealogías, los pactos de filiación, los “hijos de”.
Ahí está una primera novela, Escenario de guerra, que quiso indagar en la memoria traumática de las
familias inmigrantes de posguerra: cómo diseñan de nuevo sus existencias, las estrategias de vida que
tienen a partir de la memoria dañada. Hablar de la guerra no como un discurso verbal sino mediante
el cuerpo, de lo que pasa con las extremidades, el cómo uno somatiza ese trauma.
Luego, una segunda novela, Geografía de la Lengua, en la que me interesó la superposición o el
cruce de las historias subjetivas con la historia universal (guerras, dictaduras, estructuras econó-
micas, conflictos culturales, atentados), y cómo se resienten esos macroeventos en una pareja.
En este libro quise trabajar, en el sentido del cuerpo como un campo de batalla: el cuerpo de los viaje-
ros que se desplaza; el cuerpo de los amantes crispado por las noticias internacionales; el cuerpo de
los personajes por separado, que se tensiona en la distancia, que cambia por esta relación; en fin,
el cuerpo enfermo que se deteriora, que muta, que se metamorfosea en sus apetencias y posibi-
lidades. Y claro, me interesaba generar personajes que estuvieran siempre en desplazamientos,
mirando lo que se deja atrás, lo que viene, intentando acomodarse, teniendo pensamientos un poco
discordantes entre otros lugares y tiempos.
Se sumó más adelante un libro de cuentos, No aceptes caramelos de extraños, once relatos que
exploran en torno a historias de padres e hijos, hermanos y parejas en situaciones extremas.
Una prosa poética e intimista que traza un retrato hiperrealista sobre la violencia ambigua y sensual
que tensiona estas relaciones “nucleares”. Historias que parten en el deseo, pero no en un deseo
morboso sino en un deseo cargado de soledad y angustia que trastoca todo y cuyo escenario inelu-
dible es el cuerpo. A veces la inminencia del peligro, otras, el abismo de la normalidad pero siem-
pre el cuerpo como un escenario ineludible. La moralidad como un laboratorio de la experiencia
humana con un lenguaje depurado en imágenes, frases que saltan como esquirlas logrando crear
una sintaxis psíquica y emocional.
En paralelo surgió un libro de ensayos, Hablan los hijos, en el que se reflexiona sobre los niños
como extrañas entidades de percepción y criaturas que suscitan la mirada entre sorprendida y escan-
dalizada de la sociedad, porque pese a todo esfuerzo de control y formación, consiguen inaugurar

309
andrea jeftanovic

un territorio impenetrable e imposible de reproducir. Un libro que analiza la infancia como una
estrategia literaria que, mediante un artificio –la perspectiva infantil en manos de un autor adulto–
genera un instrumento que supera la mirada de ésta como tema, para examinarla desde posiciones
estético-ideológicas: ¿Por qué y en qué situaciones hablan los niños? ¿Cuál es el deseo que despliega
el autor en esta narrativa? ¿Cuáles son las consecuencias de esta joven presencia en la operación
ficcional? Estas interrogantes subyacían al ejercicio ensayístico que intenta comprender las diversas
funciones que cumple la perspectiva infantil en inquietantes textos narrativos y dramáticos de autores
contemporáneos iberoamericanos: Laura Alcoba, Ana María Del Río, Francisca Bernardi y Ana
Harcha, Lygia Fagundes Telles, Beatriz García Huidobro, Clarice Lispector, Compañía La Troppa,
Juan Mayorga, Andrea Moro, António Lobo Antunes, José Sanchís Sinisterra y José Triana.
En estos casos los sujetos “menores” sirven de metáfora del cuerpo como plataforma de poder
y de abuso, de la inherente pulsión de dominación y aniquilación, de la necesidad de un chivo
expiatorio en el que satisfacer la violencia, de la tendencia a la mercantilización de las existencias
vulnerables. La ficción desde la infancia, siempre una trampa, pasa a ser una maquina con función
creadora, que despliega procesos de subjetivación y empuja el lenguaje y el imaginario a límites y
zonas insospechadas.
En el ejercicio de la escritura también me ha interesado escribir libros con otras personas, salir
del solitario oficio para cruzar diálogos, experiencias, generar otros universos creativos. Es una
autoría más indirecta, que se tergiversa hacia direcciones impredecibles, donde se pierde cierto
control sobre el acto creativo y sus resultados como Conversaciones con Isidora Aguirre, Cuartos Con-
tiguos, .cl Textos de frontera.
Tal vez hay que comprender las convenciones sociales para entrar a la complejidad de la psiquis
humana. Analizo esas zonas de transgresión porque develan la ambivalencia de los vínculos huma-
nos, esos que oscilan entre el amor y el odio, la zona de las fantasías y los deseos. El mayor número
de dramas y los que más hondo nos tocan, los que son nuestros, propios, personales, no se desarro-
llan en espacios públicos ni en la arena de la lucha política, sino en una fantasía demasiado grande
para hacer de la casa familiar el escenario en que se anuda todo cuanto es esencial a una vida.
La sociología quizá es lo público, la literatura lo privado. La sociología ha sido lo general, la
literatura lo particular. Una requiere el lente angular, la otra el zoom.

310
Entrevista a Yuri Herrera

Realizada por Paola Vázquez1

Estudiaste ciencia política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Tu tesis fue incluso
sobre una temática muy politológica. Pero tu maestría y doctorado fueron en Creación Literaria y Litera-
tura Hispánica, respectivamente. De igual modo, has impartido clases de Narrativa y Teoría Literaria, y
te has dedicado a la edición. Escribes cuento, ensayo, crónica y novela. ¿Por qué ese alejamiento (o en len-
guaje coloquial, “fuga”) de las ciencias sociales? ¿Qué te proporcionaron, y qué no, las ciencias sociales en tu
formación? ¿Tu formación en ciencia política te dio elementos imprescindibles para comprender la realidad,
que sin esa enseñanza no tendrías?

¿Podrías contarnos un poco cómo se dio en ti dicha transición, de las ciencias sociales a la literatura?
No hubo tal transición. Desde que entré a la Facultad yo ya sabía que lo que quería hacer era
escribir cuentos y novelas, pero lo que no quería era estudiar literatura. Tenía el prejuicio de que
si estudias literatura no escribes literatura. Y aunque es cierto que hay escritores que se frustran por
tratar de ajustarse a la teoría, ya no tengo ese prejuicio. Si quieres escribir vas a escribir, la carrera
que estudies es lo de menos.
Estudiar en ciencias políticas en esa época fue muy interesante: el fraude electoral de 1988,
la movilización contra la imposición de Salinas, la derrota sandinista a manos de los Estados
Unidos, la elección de Fujimori, el plebiscito en Chile, la caída del bloque soviético, todo sucedió
en un lapso muy breve; la desaparición rápida de puntos de referencia con los que creíamos enten-
der el mundo abrió el campo para discusiones menos rígidas. Eso, por un lado, la incertidumbre y
al mismo tiempo lo emocionante de imaginar a dónde iba a llevar todo eso. Por otro lado la Facul-
tad me dio modelos de pensamiento, esquemas sobre cómo se define la sociedad, quiénes son sus
actores, cómo se dan sus conflictos; pero son eso, esquemas que están ahí para ser refutados, que
pueden servir como un ejemplo, pero que irremediablemente caducan.

Has migrado de la comunidad académica de las ciencias sociales a la de la literatura, así como de la
comunidad literaria mexicana a la estadounidense. ¿Qué dilemas implicó esa transición? ¿No tuviste una
sensación de extranjería? ¿No te sentiste como un intruso, un transgresor de fronteras disciplinarias?

1
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 311 ]
paola vázquez

Desde chico he tenido esa sensación, por distintas razones: por pertenecer a una familia rara,
por tener intereses raros, por ser “de provincia” (en la Ciudad de México), por ser “chilango” (en
el norte), por ser “poco académico” (en la academia), por ser “de color” (entre los gringos blancos),
por no ser suficientemente oscuro (entre los gringos negros); pero nunca ha sido algo dramático,
más bien fue una constatación de que los uniformes son artificiales. Y estar consciente de eso es
algo que ayuda a escribir con más libertad.

La mirada de las ciencias sociales, ¿te dio alguna herramienta para la escritura literaria?, ¿o más bien
se convirtió en un obstáculo por superar? ¿Influyó, de manera positiva, en tu forma de escribir, de mirar, de
pensar el haber estudiado ciencia política como licenciatura?
No sé en qué haya influido, no podría definirlo con precisión, pero supongo que si acaso fue en
la conciencia de que en todo problema individual, aún en el más íntimo, interviene siempre una
serie de condicionantes sociales en las que no reparamos. Que las normas nos persiguen hasta en
la intimidad y que algunas de las mejores historias suceden cuando se las confronta.

A tu juicio, ¿qué le aporta la literatura a las ciencias sociales? ¿Y las ciencias sociales a la literatura?
¿Cuáles son los alcances de la literatura que no tienen las ciencias sociales?
Las ciencias sociales también construyen ficciones, sobre la nación, sobre el orden, sobre el
“funcionamiento” de la sociedad. La literatura puede ayudar a romper la rigidez de esas ficciones.
Ver otras escalas, otros ritmos, cuestionar los artificios que se nos venden como representaciones del
orden natural del mundo. Las ciencias sociales ayudan a concebir las sociedades como organismos
en transformación, el problema está en que a veces existe resistencia a revisar ciertas categorías que
han funcionado pero que a la larga han terminado por ser la articulación de la nostalgia por una
forma de entender el mundo.

¿Consideras que las ciencias sociales rechazan la literatura, no como objeto de estudio, sino como fuente de
conocimiento? Parecería que es así en México. ¿Piensas que sucede lo mismo en Estados Unidos? ¿Crees que
el rechazo es mutuo, es decir, que la literatura también se encarga de distanciarse de las ciencias sociales?
No diría que es algo generalizado, pero sí sucede, sobre todo entre gente que de algún modo se
ha convencido de que su forma de conocimiento es la “verdadera” forma de acceder a la realidad,
como si otras no fueran también formas de construir la realidad.

¿Qué autores de las ciencias sociales se podrían leer como literatura? ¿Y viceversa, es decir, qué literatos
se podrían leer como ciencias sociales?
Toda teoría es un artificio para enmarcar el mundo de los sentidos de acuerdo con ciertas premi-
sas, pero no toda tiene la consistencia de una buena obra narrativa. Mimesis de Eric Auerbach, es
una de esas obras que son a la vez una teoría de la literatura y una especie de melodrama sobre los
seres humanos buscando cómo narrarse. El ensayo de Marc Augé sobre los No-lugares puede leerse

312
entrevista a yuri herrera

como un relato gótico, en el cual sí aparecen los protagonsitas, pero son absorbidos por escenarios
intercambiables. Por otro lado, La casa de cartón, la novela o “prosa poética” de Martín Adán, es
un libro hecho para alterar cualquier esquema de representación de la realidad.

¿Qué tipo de literatura se podría leer en las carreras de ciencias sociales, pensando que en muchas ocasiones
la literatura descifra mejor la realidad que las propias ciencias sociales?
De todo tipo, pero en especial poesía, porque la poesía es el género que menos se deja maniatar
por las versiones hegemónicas de la realidad, pues su naturaleza está en revisar constantemente sus
propios recursos, en poner la lengua bajo presión, que es como poner la realidad bajo presión.

Como en las ciencias sociales, el oficio del escritor también se ha academizado. Escritores como Ricardo
Piglia y Zadie Smith no se han dedicado exclusivamente a escribir; mucho de su tiempo lo pasan en la aca-
demia. ¿Influye en algo esta academización del oficio de escritor en la escritura literaria? ¿Esta mirada tan
autorreflexiva del oficio literario transforma en algo a los escritores?
Es posible, pero no es una maldición, depende del tipo de trabajo académico que realices
y de si dejas que éste se convierta en el centro de gravedad de tu vida, de tu mirada, de tu rela-
ción con la lengua. Sí existe todo un género de novelas escritas desde ciertas premisas de la crítica
literaria, pero dudo que alguien las lea fuera de los amigos más pacientes de sus autores.

¿Lees textos de ciencias sociales al momento de escribir literatura? ¿Cómo los lees? ¿Qué uso les has dado?
¿Te pueden brindar algún tipo de material para la creación literaria? ¿Cuando escribes, utilizas algo de esa
particular mirada de las ciencias sociales o no?
No como un insumo para la narración. Sin duda esas lecturas informan la escritura, pero no son
parte de un método. A veces sirven justamente como un punto de referencia del cual alejarse, para
escribir entre las grietas de esas ficciones aparentemente tan bien ordenadas.

¿Qué nueva manera de hablar de la realidad podrían buscar las ciencias sociales? ¿Crees posible que,
aunque fuese en parte, éstas se puedan renovar y buscar nuevas formas de escritura? ¿Están ya demasiado
calcificadas o simplemente no es su papel acercarse a la literatura?
Por supuesto que se pueden renovar, pero en esa renovación influirá no sólo qué tanto se acerquen
a la literatura sino también a otras disciplinas, qué tanto se resistan a la “estabilidad” de las disci-
plinas en boga, qué tanto se realicen nuevos ejercicios taxonómicos. Insisto, para esto, pocas cosas
pueden ser más efectivas que leer poesía, pacientemente.

313
Tres cuentos de temática política

José Luis Najenson1

Proemio

La literatura y la política tienen fronteras comunes, porosas y cambiantes. A menudo la escritura


imita a la realidad, y a veces, la realidad parece imitar a la literatura. Pero si el quehacer literario
conlleva cierta forma de conocimiento, quizá más cercano a la doxa que a la episteme, es en el campo
político-social (Zola, Tolstoy, García Márquez, Vargas Llosa, etcétera) donde éste se ha manifes-
tado, creo, de manera tan clara como en el ámbito físico-matemático y astronáutico (Verne, Dumas,
Wells, Bradbury, etcétera).
En el manojo de cuentos que en este apartado presentamos, se plantea la temática política en un
sentido amplio, al entender la guerra como la continuación de la política –según la definición clásica
de Carl von Clausewitz–. Así el primer cuento transcurre en Israel durante la Primera Guerra del
Golfo. El segundo, está ambientado en Santiago de Chile en 1968, en el Instituto Pedagógico de
la Universidad de Chile, el “Pedagógico”, organismo diluido en la nostalgia y transfigurado por el
quehacer literario. El tercero, sucede en el barrio Clínicas de Buenos Aires, pero no en el mítico año
1968, sino en la época actual, agobiada por la melancolía, tanto la propia de la edad como la que deja
la política, en un café ficticio que lleva por nombre así, “Café”. En los tres cuentos se vincula la polí-
tica con el sexo, tópico inherente a todos los tiempos y, por supuesto, de candente actualidad.
Cabe señalar que la literatura de inspiración política siempre toma partido y no puede ser neutral
ni intenta serlo; a diferencia de la ciencia política, que procura lograr la objetividad, aunque a me-
nudo tampoco lo consiga.
La literatura y la política no son compartimientos estancos; ya el propio Maquiavelo había es-
crito obras literarias que ilustraban de muchas maneras los asertos expresados en El príncipe y otros
escritos propiamente políticos, como la pieza de teatro La mandrágora o la fábula cómica Belfagor
archidiablo. Numerosas novelas, relatos y poemas se inspiran en acontecimientos políticos con la
debida “licencia literaria”, y viceversa, los políticos de toda época y laya utilizan la literatura –propia
o ajena– como instrumento para propagar ideas y objetivos políticos.
Otro aspecto que vincula a estos dos ámbitos es el llamado “compromiso político” de los lite-
ratos. Hubo una época, a mediados del siglo XX, cuando apenas empezábamos a borronear pape-

1
Doctor en Filosofía. Director Literario del Instituto Cultural Israel Iberoamérica (Jerusalén, Israel).

[ 315 ]
josé luis najenson

les, en que se suponía (llevados de la mano de Sartre, Camus, y otros) que el compromiso político
era nuestro deber; es decir, no sólo debíamos escribir para realizar una aspiración personal, sino
para participar en el mejoramiento de nuestra sociedad y del mundo en general. Es necesario aco-
tar que la bandera del compromiso político del escritor ya había sido planteada (aunque no con
ese nombre), incluso antes que lo hicieran los existencialistas franceses, por los poetas y escritores
españoles de la generación de la guerra civil: Alberti, los hermanos Machado, Semprún, León
Felipe, etcétera. Luego fue enarbolada con matices propios de la Revolución cubana, por autores
isleños como Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, y los admiradores de esta revolución en América
Latina, entre los cuales se encuentran Julio Cortázar y Ernesto Cardenal.
En referencia a aquella primera época, Mario Vargas Llosa, en una conferencia dictada con
motivo de la asunción de la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico de Monterrey
(11 de mayo de 2000), recuerda la impresión que le había causado una frase de Sartre (1945) en
Les Temps Modernes: “las palabras son actos. Por medio de la escritura uno participa en la vida, por
lo tanto es una actividad profunda, esencialmente social” Y confiesa Vargas Llosa: “Así comencé
a escribir, no me sentía un político, pero hubiera sido para mí imposible concebir una literatura que
estuviera totalmente de espaldas a la política”. Más aún, los escritores citados le aseguraban que la
literatura no era un lujo o un pasatiempo, sino un “instrumento formidable de transformación, de
resistencia a la injusticia”.
Sin embargo, más adelante, Vargas Llosa admite:

Eran ideas ingenuas, como se vio después. No es verdad que una novela o un poema tan generosa-
mente motivado en ese designio de tipo social y ético, pueda cambiar una realidad histórica o una
realidad política. Lo comprobó el propio Sartre [...] la revolución socialista a la que él se adhirió no
sólo no ocurrió [...] la Quinta República de De Gaulle estaba exactamente en las antípodas de lo
que Sartre y gente afín esperaban.

En su libro posterior Qué es la literatura, Sartre (1948) retoma el tema del compromiso, esta
vez vinculado al tiempo presente: “el escritor debe estar comprometido con su época y la literatura
resultante ha de estar comprometida por ella”. Una lectura simplista de esta premisa ha confun-
dido el concepto de “literatura comprometida” con la escritura asociada a posiciones políticas
progresistas o revolucionarias. La postura de Sartre, mucho más amplia y sutil a la vez, alude a
la premisa existencialista de que el escritor, en cuánto ser humano, debe ser auténtico en relación con
su tiempo, el universo y la humanidad como un todo; porque cada acto lo compromete y tiene un
carácter moral. Es decir, la literatura no puede confinarse en la torre de marfil del “arte puro” o el
arte por el arte, ni está restringida a la prisión de las ideas y metas de un partido o facción política
de cualquier índole, lo que la convertiría en escritura panfletaria.
A esta última redefinición sartreana, agregamos una de las múltiples definiciones que formuló
Borges a lo largo de su permanente reflexión sobre la obra literaria:

316
tres cuentos de temática política

El lenguaje es la materia de la literatura, como los colores lo son de la pintura y la piedra de la escul-
tura. Pero una obra literaria es algo más que una estructura lingüística, es el pensamiento que logra
plasmarse en la palabra, es la intención del autor, es la cosmovisión que se desprende de esa arqui-
tectura verbal, es la interrelación que el libro establece con su época y con las épocas venideras, en la
dialéctica del libro y sus lectores.

Borges añade la dimensión del futuro, porque toda obra cuando ya está publicada sigue su miste-
rioso camino, independiente de los deseos y compromisos del escritor; es interpretada y reinterpretada
de diferentes maneras, incluso, a veces, de un modo opuesto a la intención del autor. Por últi-
mo, podemos añadir otro aserto borgiano que consta en su escrito sobre Kafka y sus precursores:
“Un gran escritor crea sus propios predecesores”; lo cual permite vislumbrar la dimensión del
pasado en toda gran obra literaria.

317
El amor a pesar de las máscaras

“Haced el amor y no la guerra”


(pancarta de muchas rebeliones).

Durante la Primera Guerra del Golfo, guerra injusta y absurda como la mayoría, Israel, que no
intervino en la contienda, y en concreto Tel Aviv, fueron atacados con misiles sin causa alguna.
El forzoso encierro en los hogares y dentro de cuartos sellados, retrotrajo a muchas parejas a la
primigenia situación del Edén: frente a frente y sin nada que hacer.
El soldado bajó del ómnibus en plena Ibn Gabirol, esa lustrosa avenida repleta de portales, algo
frívola e inmensamente generosa, justo cuando sonaba la primera sirena.
Ya no alcanzaría a llegar a su casa a varias cuadras de distancia ni volver a la base; de modo que
hizo lo que estaba prescrito para todos: ponerse la máscara antigás y acudir al edificio más cercano
en busca de refugio. Llamó a la primera puerta, sin obtener respuesta. En la segunda, le abrió una
azorada joven que pugnaba por ponerse la máscara con una mano, mientras, con la otra, trataba
en vano de abrochar su robe de chambre, demasiado estrecha. Él la ayudó a sujetar la máscara y a
subir el cierre, el cual se había trabado en el sitio más prominente. Luego le preguntó por el cuarto
sellado, cuya existencia era rigurosa, sin recibir respuesta, y suponiendo que estaba muy asustada,
empezó a buscar él mismo por la pequeña casa. Al no hallarlo, condujo a la absorta dama hacia el
dormitorio, pareciéndole la habitación más adecuada –por carecer de ventanas– y tapó los inters-
ticios de la puerta con un trozo de cinta aislante que, por precaución, había guardado en su bolsillo
antes de partir del cuartel.
Expectante, ella no se había movido del sitio donde él la dejara, a la vera del lecho, y miraba lo
que él hacía con sus grandes ojos zarcos, consternados. Una gruesa trenza baya, en parte mutilada
por la máscara, le colgaba sobre la espalda, y el ceñido ropaje apenas cubría su cuerpo, de líneas
clásicas, si bien algo entrado en carnes.
Como la joven sólo respondía con señas, pensó que era muda o que había perdido el habla por
el susto, pero después se percató de su timidez, acentuada por la emoción. La alcoba no tenía tele-
visión ni teléfono y carecía de las vituallas y el agua que era menester guardar. Como la espera
fuera larga –más de tres horas– hizo lo único que se podía hacer: el amor. La imagen semides-
nuda de la rolliza rubia y su silencio, amén de su bondadosa complacencia, lo provocaron tanto que,
a pesar de las máscaras, le abrió el cierre hasta el final y, desenvolviéndole como una confitura, se
la llevó a la cama.
En tales circunstancias, la joven se portó valiente, e incluso no careció de habilidad. Moviéndose
con ágil elegancia, no obstante los kilos, logró paliar la interferencia de las hocicudas máscaras,
que chocaban entre sí como platillos de una batería insólita. Probó posturas y vaivenes, hasta dar

319
josé luis najenson

con la posición que restringía al máximo la incomodidad de su estrecha cama de soltera; adivinó
cada intención del visitante, adelantándose siempre un par de jugadas en ese callado ajedrez sexual.
De lejos, hubieran semejado una pareja de armadillos, buscándose en la cueva. De cerca, un ser de
otro mundo, bicéfalo, hermafrodita y cuadrúpedo, con apéndices táctiles engarzados.
No obstante esa apariencia, una suave terneza fluía del encuentro, embelleciéndolo todo.
Sin duda, no escucharon la sirena que anunciaba que el peligro había pasado, ni el torrente de
coches que atronaba de nuevo en la avenida. Mucho después, cuando la radio de bolsillo –que el
soldado llevaba siempre consigo– transmitía quejas de rabinos mediante la dulce voz de la locu-
tora y se percibía el tono provocativo de las canciones, ellos despertaron de un leve sueño, con las
máscaras todavía puestas.
Cuando ya se iba y al final de un largo beso sin máscaras, él le preguntó si podía volver a verla.
Y ella, comprendiendo el sentido, sin saber palabras hebreas, le respondió sencillamente “da”, y
asintió varias veces, como si aún portara la máscara.

320
Entre Deimos y Fobos...

En mayo del 68, Santiago no era París ni Buenos Aires ni Tlatelolco; ni siquiera se parecía a Cór-
doba o Rosario iluminadas por los fuegos fatuos de la Revolución. Pero había cierta euforia en el
aire que las noticias de esas remotas ciudades exaltaban. Sobre todo en “el Pedagógico”, campus
de la Universidad de Chile, en el viejo barrio de Macul, que atesoraba –así se rumoraba– a las
mujeres más bellas del país.
Los estudiantes nada querían saber de clases o exámenes parciales y exigían de los profesores
–fuesen o no del área de humanidades– una sesión de “seminario” acerca de lo que estaba pasando
en las calles y en los claustros universitarios, a ambos lados del charco. En aquel entonces yo enseñaba
astronomía, y estaba a años luz de todo aquel galimatías de estudiantes y obreros que se rebelaban
contra el Estado, el gobierno y la cultura de sus respectivos países. Un aura romántico-guerrillera
resplandecía en los rostros de mis alumnos, otrora más interesados en las fases de las lunas de
Saturno que en el Che Guevara. Me resistí un par de veces a conceder una sesión “libre” sobre “los
acontecimientos en Nanterre y la lucha de clases”, alegando que yo no era sino un humilde explo-
rador del cielo, donde todo estaba en perfecto y maravilloso orden desde el Big Bang.
Pero fue en vano; el mundo sublunar se había apoderado de mis alumnos y siendo yo un
extranjero exiliado –trasmontano por añadidura– no podía negarme sin perder varios puntos en el
ranking de preferencias. Y como la nueva moda jacobina del asambleísmo se había impuesto, no
podía arriesgar mi precario cargo docente; lo único que me permitía subsistir.
De modo que accedí a abandonar las novas y galaxias lejanas para referirme a la cercanía de los
“acontecimientos”. Pergeñé, no obstante, un tema en el cual podría defenderme con más soltura
que “la lucha de clases”, y les propuse un título alternativo para el seminario: “Astropolítica: quien
domine el espacio, dominará el planeta”. Me refería, desde luego, a la expansión de los satélites
artificiales, por parte de las potencias que entonces se disputaban el mundo; pero ellos lo entendieron
como “La invasión imperialista del cielo” y tuvo un éxito inesperado. Tanto, que los estudiantes de
otras carreras vinieron a escuchar mis clases, y la interminable discusión que se prolongaba por horas
culminaba en el café de enfrente de la Facultad, que por cierto aún se llama “Deimos y Fobos” 2,
en honor de las lunas de Marte.

2
El nombre del café es ficticio, así como el de la Facultad de Astronomía y el del observatorio adyacente.

321
josé luis najenson

Al aumentar la audiencia también proliferaron, como era de esperar, las estudiantes encachadas
–para usar el término local por “buena moza” o “guapa”– y los peligros que ello entrañaba, sobre
todo en la atmósfera íntima del café. Era sólo una cuestión de probabilidad (“tendiente a uno”) que
un joven profesor soltero cayera presa del encanto de alguna de sus alumnas.
Y el día en que el filósofo Marcuse dio su célebre clase magistral en la Sorbona tomada, ante
miles de estudiantes y obreros envueltos en un mar de banderas rojas, o rojas y negras, sucedió lo
previsible. En el grupo que se quedaba hasta el final en el café Deimos y Fobos, había esta vez una
alumna bien encachada que nunca había visto antes, y estaba tan fascinada por las “huevadas” –otro
término obvio del argot trasandino– que yo decía, que no me sacaba los ojos de encima. Dentro de
lo provocativas y seductoras que son las chilenas, pudiendo confundir a un pobre forastero con su
innata coquetería, la mirada fija y sonrisa perenne de la muchacha no dejaban lugar a dudas. Todos
los demás estudiantes se percataron de la seducción, y luego de intercambiar unas pocas señales de
entendimiento, me dejaron solo con ella, listo para caer en la trampa. Y ésta cayó de golpe, pero
dejando todo el queso adentro y al ratón indemne.
—Soy penquista —me dijo— de Concepción, y he venido para dos cosas: escuchar tu clase y
acostarme contigo.
Traté de parapetarme en la ironía para ocultar mi sorpresa ante una alusión tan directa:
—No sabía que mi fama había llegado tan al sur...
—No sabes cuánto. El Movimiento me envió para ello... tus teorías sobre el poder y el espacio
nos interesan sobremanera.
Allí se me fue al suelo toda ilusión de haberla conquistado por mí mismo, o al menos con mi
palabra, y le contesté despechado:
—Si tú eres un mero pago por mis ideas, mejor nos separamos ya, y por las buenas.
—¡De ninguna manera! —replicó ofuscada—. Lo de ir a la cama contigo fue una inspiración
totalmente mía y reciente, ni yo me la esperaba.
—Amor a primera vista, sin telescopio —seguí bromeando.
—Algo así... Aunque prefiero llamarlo deseo; el amor hace infeliz a la gente, sólo el sexo da
placer y no pide sino lo mismo. La vida es breve.
Al decir esto, pasó una sombra por sus ojos pardos, sin duda los más bellos con los que me ha-
bía topado tras la Cordillera. Entonces, pensé que era porque esas pupilas habían visto demasiadas
cosas: compañeros muertos o torturados, campesinos perseguidos, indios vejados; en algunas de
las audaces “corridas de cerco” o las tristemente célebres quemas de aldeas de indios mapuches.
Después, mucho después, supe que también era una premonición de su muerte, prematura, algu-
nos años más tarde en una redada militar.
—Además el concepto de “pago” no va con nuestra ética —aclaró para terminar con el
asunto—. “Su moral y la nuestra”, ya lo dijo el gran viejo para quien no había visas en el mundo. Y
tú, que eres un exiliado de la dictadura de un país hermano, lo comprenderás... Luego se levantó
y fue a pagar la cuenta, lo que logré impedir a duras penas.

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tres cuentos de temática política

—Por lo menos, déjame con la fantasía de que esto es una conquista —le dije, retobado aún.
—Me has conquistado de verdad —contestó tan suave y encantadoramente, que tuve que
creerle—. Si no, ya me hubiera ido. Y al abrir su cartera para sacar un lápiz de labios, alcancé a ver
el perfil de la pistola, que llevaba cargada.
El gran problema era a dónde ir. Era viernes por la tarde, yo no podía disponer del departa-
mento que compartía con otros exiliados solteros, porque, según nuestra propia convención, para
tener el departamento libre yo debía avisar, por lo menos, un par de horas antes. Tampoco era fac-
tible trasladarse a un hotel de citas, donde había que entrar en automóvil, ya que ninguno de los
dos tenía coche y un taxi nos hubiese costado el doble de la pieza, la que apenas habríamos paga-
do juntando el poco dinero que ambos poseíamos. Con ostensible desparpajo, ella sugirió enton-
ces asaltar un negocio o una fuente de sodas, pero yo se lo impedí recordándole la misma frase:
“su moral y la nuestra”.
—¡Esa no es nuestra moral sino la moral burguesa! —replicó airada—. Que para Trotsky no
era moral; él quiso oponerse, más bien, a la falsa ética del estalinismo...
Mas no insistió en ello y nos sentamos a meditar bajo los árboles del parque del Pedagógico,
donde pude contemplarla a gusto. Era más bien grandota, de musculosas nalgas y piernas, pero
tenía unos pechos pequeños y cónicos que bailoteaban a su andar, porque no usaba corpiño, toda
una audacia para la época. Sus rasgos eran finos y estilizados, y sus ojos tristes ocupaban casi todo el
rostro, ya medio cubierto por la melena larga y lacia, de un tono azabache. La corta minifalda pli-
sada no dejaba nada librado a la imaginación, sobre todo porque tampoco usaba calzones.
Allí fue donde se le ocurrió la peregrina idea:
—¡Ya sé! Vayamos a algún lugar del mismo Pedagógico y esperemos hasta que lo cierren.
Después saldremos de cualquier manera, ya sea rompiendo una ventana o forzando una puerta.
Le echarán la culpa a los ladrones. De todos modos, el campus no está cercado y basta con escapar
del sitio que elijamos. ¿Qué tal tu propia Facultad de Astronomía que está aquí cerca?
A mí no me convencía del todo el plan, pues temía que nos quedásemos encerrados, y ese era
un fin de semana largo, ya que lunes y martes serían días feriados debido a las fiestas patrias. Y así
se lo dije, pero ella desechó mis argumentos con una sencilla e imbatible respuesta:
—No tendrás otra oportunidad, debo partir en la madrugada.
—Sea —contesté—. Pero busquemos antes en otros edificios; preferiría no hacerlo en mi
facultad.
Después de un largo recorrido por diversos centros, institutos y escuelas, incluido el club estu-
diantil, no conseguimos nada que pudiera servirnos de albergue por unas horas. En el silencio de
la noche del viernes, el Pedagógico se volvía tétrico, hostil, como si rechazara nuestra presencia o
nos quisiera retener en su interior para siempre.
Al final, volvimos al punto de partida, y ella —cuyo nombre aún desconocía— volvió a insi-
nuar serpentinamente:
—Supongo que tendrás la llave para entrar a tu oficina, ¿no es así?
—Desde luego, eso no es problema, pero la Facultad está junto al observatorio, en la colina, y
para que nadie merodee por allí, cierran más temprano. No creo que podamos entrar.

323
josé luis najenson

—Con probar no perdemos nada... Además, ¿no vamos a echarnos para atrás ahora, verdad?
Bordeamos cautelosamente la colina, en cuya cima se alzaba el pequeño observatorio donde los
estudiantes aprendían los rudimentos de la ciencia celeste. Había allí un viejo telescopio de principios
de siglo, por el que aún lanzaban sus primeras miradas estelares todos los neófitos. Alrededor del
observatorio se cernían los demás edificios, como protegiéndolo. Una valla alambrada de unos tres
metros de alto circundaba el complejo y estaba herméticamente cerrada.
—Te lo previne —una involuntaria sonrisa debe habérseme escapado, porque ella contestó,
desafiante.
—Este cerco no es obstáculo para mí, mayores he tirado abajo y peores he logrado saltar ¡aun
con vidrios y púas!
Y sacando una pequeña pinza de su cartera empezó a abrir un boquete por el que luego pasamos
sin tener siquiera que agacharnos.
Maravillado, la seguí cuesta arriba, a campo traviesa, por donde corría como una Diana Caza-
dora, melena al viento. “Cazadora de hombres, vivos o muertos”, me dije,  jadeando como un perro,
mientras a duras penas trataba de seguirle el paso.
Al llegar donde estaban las aulas y escritorios de los profesores, me pidió la llave, buscando entre
los carteles indicadores con tal presteza, que parecía conocer el lugar de antemano.
—¿De verdad que nunca has estado aquí?
—Quizá en mis vidas pasadas —respondió divertida—. He violado ya tantos sitios que esto
es “pan comido” para mí.
Encontró mi escritorio en un santiamén, pero éste no ofrecía ninguna comodidad digna de la
aventura, de modo que exploramos el resto de los edificios de la facultad, uno por uno, guiándonos
con una pequeña linterna que ella también portaba en su insondable cartera. Los duros bancos de
las salas de clases tampoco se veían muy hospilatarios. Ya no sabíamos qué hacer, cuando de repente
ella descubrió, como me lo temía, la entrada al observatorio.
—¿Y esto adónde conduce?
—Al telescopio, pero no pretenderás que hagamos el amor allí adentro, ¿o sí? ¡Ahí sí que ve-
ríamos todas las estrellas!
Ignorando mi humor astronómico, insistió: —Aparte del telescopio, ¿no hay siquiera algún si-
llón o un par de butacas cómodas? Incluso con ellas nos las arreglaríamos. Sólo hay que buscar la
posición adecuada...
Esa simple propuesta me hizo bajar la guardia. Para mi desdicha, subimos la escalerilla que con-
ducía al pequeño recinto en forma de cúpula. No había más que un piso circular, corredizo, con
una silla única, también cambiable, a la que llegaba el tubo del telescopio, cuya mayor parte se
hallaba fuera de la habitación. La silla, no obstante, era de cuero, y alrededor de ella el suelo estaba
cubierto con una funda gruesa de plástico para protegerlo de las pisadas. Con algo de imaginación,
haría las veces de una alfombra, si bien no demasiado confortable.
Pero a ella le encantó todo, especialmente la cercanía del telescopio y la existencia de un dimi-
nuto baño, con ducha y todo, al que se ingresaba por una abertura disimulada en la pared, que se
había construido para aliviar a los que tenían que pasarse horas o noches enteras siguiendo el paso

324
tres cuentos de temática política

de un cometa, u observando eclipses. Como se trataba de una habitación interior, herméticamente


cerrada, se podía prender las luces, e incluso hacer funcionar el telescopio, sin peligro de que se viese
desde afuera. El conmutador accionaba también un mini calefón que proveía de agua caliente.
Cuando estábamos desnudos probando la relativa comodidad de la silla, ella quiso mirar a tra-
vés del telescopio que estaba justo encima y cuyo aspecto exterior, en ese punto inicial, no era muy
diferente al de un catalejo marino.
—Lo pondré en funcionamiento si me dices tu verdadero nombre, no el nome de guérre, sino el
de pila, así te hayan o no bautizado.
—Si te lo digo no me vas a creer, son demasiadas coincidencias astronómicas —contestó
riendo—. ¡A que no adivinas!
—Con ese dato no resulta difícil, pues no será Osa, ni Hidra, ni Medusa; difícilmente sea Venus
o Libra. Mhmm... Quizá Andrómeda...
—¡Acertaste! Y eso que es un nombre poco común, que no me gusta.
—Es un nombre hermoso, su constelación está entre Pegaso y Perseo, los tres ligados por el mito.
—Lo sé, Andrómeda está atada a una roca junto al mar para ser devorada por el monstruo, y
Perseo, jinete en el Pegaso, la salva, casándose luego con ella. Un romance con final feliz...
—Hay algo, sin embargo, en ese nombre, que no parece ir contigo. Andrómeda es la personi-
ficación de la debilidad femenina, que encuentra en el hombre su defensor natural.
—Esto es lo que no puedo soportar; se revela como un personaje desamparado, una víctima, y
carece de otro don que el de la belleza.
—Al menos en eso sí se asemejan...
—Piropeador, como todos los argentinos... Pero muéstramela, quiero verla.
—¿A Andrómeda? Desde aquí es imposible porque está en el hemisferio septentrional. Busca-
ré alguna constelación alternativa, las Tres Marías, por ejemplo, que también luce una tríada de
estrellas.
Apresté los mecanismos que permitían la observación, abrumado por la cercanía de su cuerpo,
que olía a magnolias. La única posición viable para poder hacer ambas cosas a la vez, era sentados
en la silla; yo debajo, teniendo las manos libres para manipular el aparato y pasarlo de uno a otro
par de ojos. Mientras trataba de fijar la lente, Andrómeda se entretenía jugando con otro instrumento,
que soltó de inmediato cuando di un respingo, al ver lo que se mostraba en el campo de visión.
—¡Deimos y Fobos! —exclamé—. ¡Siguen provocando sustos las muy malditas! Alguien debió
enfocar el telescopio hacia ellas.
—¿Qué pasó? —Andrómeda parecía reacia a dejar lo que tenía entre manos.
—¡Cielos! ¿Qué día es hoy?
—Quince de septiembre, ¿por qué?
—¡Carajo! Es la fecha en que las observan este año, por la conjunción de Marte con Venus...
Pueden venir en cualquier momento.
—¿Quiénes?
—Algunos de mis colegas, o todos juntos, incluido el Decano de la Facultad. Es la época en que
investigan, también, las lunas de Marte. ¿Cómo diablos no me acordé de eso?

325
josé luis najenson

—Será la influencia de Andrómeda... —dijo ella suavemente, logrando tranquilizarme—.


Déjame verlas luego.
Y acomodándose con gran pericia, hizo de un modo que no me quedara otra alternativa que se-
guir el juego. Moviéndose rítmicamente de arriba a abajo y de un lado al otro, canturreaba: “¿Cuál
es Deimos y cuál es Fobos?”, masajeándose al mismo tiempo ambas nalgas con el respaldo de la
silla, e imprimiéndole un sentido de rotación que equilibraba el vaivén.
—Acerca los ojos —conseguí balbucear a duras penas—. La de la izquierda es Deimos y la de
la derecha es Fobos. Y continué cabalgando como un Perseo cósmico, que ha cambiado favorable-
mente al Pegaso por Andrómeda, cruzando todos los signos celestes, hasta que estalló el mapa
estelar.
—Ahora hay que dar la vuelta al revés —musitó traviesamente Andrómeda, cambiando de
postura para quedar abajo, de modo que yo diese la espalda al telescopio y ella pudiera seguir con-
templando las lunas.
—Parecen dos pelotas de golf... ¡Ah! Ahora se ven como un par de bochas.
—Ya no se agrandan más, este es un aparato muy primitivo.
—¿Por qué se llaman así?
—Deimos quiere decir miedo y Fobos, terror, en griego. Su descubridor las encontró casual-
mente, al observar el planeta rojo, y no se las esperaba. La primera le causó temor, y la segunda,
horror, por lo repentino de su aparición. De ahí sus nombres. Por lo demás, son bastante extrañas,
como todo lo que atañe a Marte. Hay quienes afirman que son satélites artificiales de imponderable
antigüedad, aunque no hay pruebas convincentes.
Andrómeda se quedó mirándolas un largo rato, fascinada, mientras la cabalgata proseguía en
sentido contrario y la silla se tambaleaba peligrosamente. En el momento culminante cayó sobre su
respaldo, mientras yo sostenía a Andrómeda por detrás y ella lograba aferrarse al tubo por donde
miraba, que gracias a Dios, fue lo suficientemente fuerte para aguantarnos a los dos. Así, nos que-
damos colgando como una pareja de monos a dos metros del suelo. Mi cabeza hundida entre sus
pechos y mis manos agarrotadas en sus muslos, sostenido sólo por el enganche natural.
—¡Estoy entre Deimos y Fobos! —gritó eufóricamente, sin dejar de mirar por el telescopio.
—Tratá de que dure la “conjunción” porque si no, nos vamos al suelo —le dije volviendo a mi
pronunciación vernácula, como siempre me sucede en los grandes aprietos.
En ese instante oímos pasos en la escalerilla, y yo salté al piso como para caer de pie, sostenién-
dola en mis brazos. Justo a tiempo para meternos al baño, no sin algunos magullones. Como es
obvio, no alcanzamos a recoger las ropas, que quedaron dispersas por el sitio.
Con la premura, apenas logré correr el cerrojo del panel que disimulaba la entrada, para que
nadie pudiera abrirla desde afuera. Le hice señas para que guardara absoluto silencio, en tanto
trataba de descubrir la identidad de los recién llegados. Pude distinguir la voz del Decano y la de
tres profesores, dos de los cuales eran amigos míos. La tercera voz pertenecía a una vieja insopor-
table y chismosa, quien dizque enseñaba historia de la astronomía, pero en verdad distraía a los
alumnos hablándoles de astrología y haciendo sus horóscopos. Como todo eso estaba muy de moda,
incluso entre los jóvenes revolucionarios, y los estudiantes la querían porque no exigía exámenes ni

326
tres cuentos de temática política

trabajos, no era posible prescindir de sus dudosos servicios. Solía subir al observatorio a completar
sus cartas astrales, importunando a todo el mundo con sus preguntas sobre las posiciones de los
astros. Ella de por medio, las cosas se complicaban, ya que no cejaría hasta descubrir lo que allí
estaba pasando. Podría ser un gran bochorno, quizá la expulsión de la Facultad.
Sin poder explicarle todo esto a Andrómeda por la pena de que nos oyeran, la conminé a seguir
guardando silencio y a no moverse, para escuchar mejor lo que decían.
—¿Qué significa esto? —cacareaba la vieja—. ¿De quién son estas ropas tiradas?
—Más importaría saber por qué está todo en funcionamiento —dijo el Decano, cuya espe-
cialidad eran los sistemas lunares. Se acercó al telescopio y enfocó sobre Deimos y Fobos—.
¿Alguien más debía venir hoy?
—¡Aquí han entrado intrusos! —la vieja sin duda había comenzado a juntar las ropas y a meter
sus manos en los bolsillos, con el claro propósito de descubrir nuestra identidad. Desde donde está-
bamos se oía claramente el ruido de las llaves y monedas que ella arrojaba sobre el piso.
—Deje eso Doña Calvario...
Mis dos amigos se habían unido al Decano en su observación, y estaban más interesados en lo
que pasaba en el cielo que en lo que ocurría a su alrededor.
Andrómeda señaló hacia la cisterna, sobre la cual había dejado (¡por suerte!) su bolso, indi-
cándome así que nada había que temer por ese lado; pues, como ella sabía (por haberme quitado
la ropa), yo no portaba ningún documento aquel día. El alivio duró poco porque Doña Calvario
(bien puesto tenía el nombre), empezó a golpear la pared donde estaba la pseudopuerta, que segu-
ramente conocía, y sumando uno más uno en la más sencilla de las “restas”, se había dado cuenta
de cuál era nuestro escondite. Nos quedamos tiesos y mudos, conteniendo incluso la respiración.
—¡Yo sé que están ahí, salgan afuera! Sus ropas, así como el negarse a abrir la puerta, los dela-
tan. ¡Si no contestan llamaré a la policía!
Los tres hombres, seguramente ensimismados en las revoluciones de Deimos y Fobos, no pres-
taban mayor atención a los exabruptos de la señora, hasta que ya no pudieron aguantarla.
—¡Basta Doña Calvario, basta! ¡Déjenos trabajar! —ordenó el Decano, para nuestro regocijo—.
Ésta es una oportunidad que no podemos perder, ya que la próxima gran oposición de Marte se
repetirá... ¡hasta el año 2003!
—Pero aquí pasa algo raro, hay una pareja desnuda encerrada en el baño —insistió la vieja—.
Quizá cometieron un crimen...
Con resignación, sin duda, uno de mis amigos, el profesor de Astronomía solar, se acercó a la
invisible puerta, pegando su oreja al panel.
—Acá no hay nadie, Doña Calvario. ¿Por qué no viene a ver las lunas de Marte? Le aseguro
que es todo un espectáculo celeste.
—No me interesan sus lunas. Yo sólo necesitaba corroborar el año de la próxima gran oposición
de Marte para un pronóstico, y ya me lo ha dicho el señor Decano. Mas aquí hay gato encerrado,
o mejor dicho, una “yunta” de gatos... Y quiero saber qué hacen, por qué se esconden.
—¡Vengan pronto! —clamó mi otro amigo, el profesor de Física estelar, quien estaba manipu-
lando el telescopio—. Ahora son muy visibles, es el mejor momento para tomar las fotos.

327
josé luis najenson

—¡Yo voy a telefonear a la policía! —bramó nuevamente la terca mujer, dirigiéndose a paso
militar hacia las escaleras.
—Aquí no hay teléfono Doña Calvario —trató de serenarla mi amigo, el que había hablado
primero—. Olvídese del asunto; debió ser una parejita de estudiantes enamorados que no tenían
a dónde ir...
—Y eso debería comprenderlo bien usted, que es tan compinche de los estudiantes... —terció
mi otro amigo.
—Usted sabe mejor que yo que está prohibida la entrada al observatorio; si quieren revolcarse
como perros que se vayan al parque, o a un hotel de “ésos”, de mala fama. Hacerlo aquí, además
de ser ilegal, es un ataque a la moral.
—¡No es para tanto, Doña Calvario! —el Decano mismo, tuvo que intervenir nuevamente—.
No se preocupe, yo me hago responsable de todo. ¡Ahora déjenos en paz!
Hasta entonces, la obstinada mujer abandonó el observatorio con evidente disgusto, como lo
demostraba su furioso taconeo, pero no atinó a regresar. Aprovechando el ruido de sus pasos y en la
suposición de que mis colegas estarían absortos en sus tareas, me decidí a entreabrir la puerta para
ver si podíamos huir sin ser notados. Pero, para nuestra desgracia, la cerradura se había atrancado
a causa de los feroces golpes de la vieja. No nos quedaba sino aguardar a que los astrónomos con-
cluyeran su trabajo para forcejear con más soltura, lo cual duró unas dos horas adicionales, al cabo
de las cuales nuestros relojes marcaban las cuatro de la madrugada. Durante todo ese tiempo, aun
creyendo que mis colegas estarían absortos en sus tareas, no nos atrevimos a hablar en voz alta, por
lo que la espera se hizo interminable; más aún ante la perspectiva de no poder abrir la puerta, en
un sitio donde ya empezaba a escasear el aire.
Pocos minutos antes de que ellos se fueran, Andrómeda perdió toda compostura y con una voz
irreconocible me pidió que llamara a los profesores amigos para que nos ayudaran a salir de allí.
—¿Y que nos vean así desnudos? —le contesté en el mismo tono—. Además, piensa en el escán-
dalo que se va armar, imagínate los titulares de la prensa amarilla: “Profesor y estudiante extre-
mistas hallados en el observatorio del Parque Pedagógico, sin ropas ni prejuicios”. Tendría que
abandonar el país...
Esto último no lo dije en tono serio, sino de modo jocoso, para aliviar la tensión; sin embargo
produjo el efecto contrario. Desconociendo el humor negro argentino, ella se lo tomó en sentido
literal, ya que había perdido la actitud altiva de antes y estaba en verdad atemorizada.
—Estás literalmente entre Deimos y Fobos... —susurré, un tanto maliciosamente—. Ahora
compruebo que, a pesar de todo, llevas bien puesto tu nombre. Estás a merced del monstruo del
miedo y el horror, y esperas la decidida acción masculina que pueda salvarte. ¡Oh! bella Andrómeda,
amarrada con las más fuertes e invisibles cuerdas, las de la desesperación, a la roca del destino.
Y me acerqué para enjugarle las primeras lágrimas que ya bordaban sus párpados.
—No hace falta llamarlos —dije en voz un poquito más alta para que ésta sonase más alenta-
dora—. Pronto se irán, y para algo servirá el arma que llevas en tu cartera...
Sus ojos se iluminaron como si hubieran visto al ángel de la guarda.
—¡Qué torpeza, cómo pude olvidarme de ella!

328
tres cuentos de temática política

Un poco después de que los tres hombres abandonaran el observatorio y apagaran la luz, prendí
el encendedor para que Andrómeda pudiera descerrajar la puerta de un certero balazo. Gracias al
silenciador que siempre llevaba consigo, nadie escuchó el disparo, y conseguimos salir al recinto
del observatorio. Allí buscamos inútilmente nuestras ropas, hasta caer en la cuenta de que la vieja
se las había llevado.
—¡No creo que fuesen los profesores, tuvo que ser ella, la  chucha de su madre! —rugió Andró-
meda, otra vez al borde del colapso, pero recuperando la energía de su voz.
Con actitud de Perseo, si bien ahora carente de su Pegaso, pude tranquilizarla un poco con algo
que parecía una broma, pero que esta vez sí la tomó en sentido cabal.
No te preocupes, si nos ve un policía le diremos que fuimos víctimas de una despedida de sol-
teros...
Al verse otra vez libre en el parque, fue tal su contento, que me recompensó con un largo beso
de alivio, lo cual me alentó para que se me ocurriese la última buena idea:
—A esta hora el café “Deimos y Fobos” ya cerró sus puertas —le dije—. Entrar allí será para ti
un juego de niños. Y hay algunos sillones que son más cómodos que la silla del telescopio. Además,
los atuendos de los mozos están esperándonos en un armario, y no tendremos que salir desnudos a
la calle. Por si fuera poco, tendremos todo lo necesario para un desayuno de reyes.
—No sin antes terminar allí el jueguito inconcluso del observatorio —respondió entusiasmada,
con una mirada pícara donde ya no había restos de lágrimas.
Y todo culminó con un nuevo entrevero, esta vez sobre un cómodo sofá de mimbre en el jar-
dín del café, que olía al rocío de la madrugada. Ya no parecía la Diana Cazadora del comienzo de
la aventura, sino una irresistible Andrómeda liberada, copulando con un feliz Perseo, todavía sin
Pegaso. Pero ambos habían olvidado sus pasadas penurias y labores, sin querer pensar en lo que
les deparaba el futuro.

329
Café melancolía

“Sólo es nuestro lo que perdimos”


Jorge Luis Borges

Había conocido mejores tiempos y, sin duda, más jubilosos nombres de personajes: “Marx”,
“Che Guevara”, “Perón”, y otros más que ya nadie recordaba. Cercano al Hospital de Clínicas de
Buenos Aires, tuvo su auge y efímera gloria durante la Rebelión (quizá ésta sea la mejor palabra
para referirse a ella) del 68-69 del siglo pasado. Su nombre actual se debía a la sutileza de uno de
sus habitués, amigo de los dueños en turno, que lo había definido como “el último refugio de la
izquierda melancólica”.
Allí recalaron exbolches, exguerrilleros, exmontos, tupas expatriados, trotskos remanentes y
alguno que otro espécimen indefinible como el que escribe estos párrafos vástagos de la nostalgia,
esa “décima musa”. La mayoría contaba más de cincuenta abriles (que aquí son otoños), y unos
pocos se acercaban a los setenta.
Nos conocíamos todos bien, porque las mesas se llenaban al azar, según el orden de llegada, y
no había grupos cerrados. En la noche de la melancolía todos los gatos son pardos. Hubo quienes
criticaron veladamente ese nombre, “melancolía”, pues alegaban que para la izquierda tenía conno-
taciones “burguesas y derrotistas”, pero cuando Tauro, el que lo propuso, trajo el Diccionario de
la RAE, la discusión se generalizó. Tauro, un sesentón de poblada melena y barba, que había sido
militante del Ejército Revolucionario del Proletariado Argentino,3 leyó en voz alta: “Melancolía:
tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que
el que la padece no encuentre gusto ni diversión en ninguna cosa”.
—Acepto la definición hasta la palabra “morales”, incluida ésta, y desecho lo demás —dijo Mal-
vina, una rubia bien conservada, que había sido correo de las PJ—. No somos zombies amargados.
—Estoy de acuerdo —terció Rulo, un mastodonte de cien kilos de peso, con cabellera “afro”,
que se había exiliado de Chile en 1966 y, regresado después del “pinochetazo”—, el resto de la
definición no se adecúa.
—Sin embargo —repuso Tauro—, no recuerdo haber oído nunca una risa, ni escuchado un
chiste, sólo esta mufa4 espesa, resignada, como si ya no tuviéramos sueños ni esperanza.

3
Todos los nombres de grupos políticos, así como el del café, son ficticios (N. del A.).
4
Mufa: desgana

331
josé luis najenson

—¿Y acaso no es así? Después de ver caer en vano a tantos camaradas, extrañar a tantos desa-
parecidos, con el furor de la derrota en el alma, ¿de qué reiríamos? —preguntó Natacha, que aún
mantenía su nombre de guerra otorgado en las ya disueltas Brigadas Coloradas.
David Stern, el más viejo del grupo, ex Secretario de la 5ª Internacional escindida, tomó la
palabra justo al final:
—Estamos peor que los exiliados de la guerra civil española. La mayoría de ellos, por lo menos,
tuvo la suerte de morir fuera de su patria sojuzgada, madurados por la añoranza que provoca el
destierro. Muchos fueron escritores y poetas, de entre los mejores de la Península. Nosotros, en
cambio, vegetamos en este exilio interno donde ni siquiera nos persiguen ya, y en el que la totalidad
de nuestras magras fuerzas está dedicada a la sobrevivencia cotidiana.
Un furibundo debate colectivo siguió a la intervención del veterano Stern, en el que todos grita-
ban y gesticulaban al mismo tiempo, como si esas palabras hubiesen tocado algún punto neurálgico,
el honor o el orgullo de los parroquianos. Pero, justo en ese momento, apareció una mujer que se
sentó en una de las mesas. Su inusitada presencia puso fin a la discusión.
Nos reuníamos a partir de la medianoche, hora de brujas y bohemios, hasta las primeras luces
del alba. El “Café”, como le llamábamos, cerraba entonces sus puertas y las abría hasta el mediodía
para recibir a otros clientes, apegados a sus célebres “minutas”.5 Durante la tarde lo copaban los
“jubilados”, y luego, antes de los “melancólicos”, las parejitas de las calles aledañas y el personal
del Hospital, así como los pacientes más afortunados (y sus parientes), que salían a tomar un poco
de aire fresco anticipando el anhelado momento en que les darían de alta. Los convalecientes men-
cionados, aun en pijama o camisón, daban una nota más alegre que los melancólicos.

II

Hasta ahora no había sucedido que ningún extraño al grupo se instalara en el Café a la hora de la
melancolía, y menos aún, que una extranjera llegara y comenzara a hablar, como lo hizo esta mujer,
la Coneja, que aprovechando el silencio que había provocado, puso de manifiesto su origen con el
puro seseo, que para todos era más bien un zezeo.
—¿Porqué habéis “zezado” de discutir? ¿Acaso tengo monos en la cara?
Pero no era para menos. Su aspecto no resultaba menos llamativo que su acento. En primer
lugar, porque parecía una piba de quince, con los pechitos diminutos bajo una blusa infantil,
si bien semitransparente, de marinero. La pollera, una minifalda como las usadas en 1960, no dejaba
nada librado a la imaginación: muslos bien torneados, nalgas perfectas, apenas ceñidas por una
bombachita que remedaba a una cinta para el pelo, como la que sostenía su melena rojo dorada.
Los ojos grandes, de un celeste intenso a pesar de los anteojos, no podían ocultar su picardía inte-
rior, disfrazados de aparente inocencia externa. Los labios finos, apretados, y una nariz pequeña,
respingona, aumentaban su aspecto de niña traviesa y perversa. Cruzando las piernas de un modo

5
Minuta: comida que se cocina rápidamente, como un buen bife con papas fritas o una tortilla a la española (no es
precisamente el concepto de fast food).

332
tres cuentos de temática política

que la hacía aparecer desnuda de la cintura para abajo, lanzó al aire lo que conquistaría el corazón
blindado de los melancólicos:
—¡Os amo a todos, coño!
Un aplauso cerrado le dio la bienvenida y todos, hombres y mujeres, la abrazaron como a una
vieja amiga que hubieran recuperado. Nadie le preguntó por su origen ni indagó su historia per-
sonal. Ni siquiera se enteraron cuál era su nombre. Al principio le decían Gallega, hasta que ella
amenazó con irse para siempre si continuaban llamándola así.
—Galicia —dijo— es sólo una región de España, a la que vosotros llamais “madre patria”, no
toda ella; y yo soy catalana, amén de española, y a mucha honra.
Fue en vano que trataran de explicarle que “gallego” era el mote empleado para todos los espa-
ñoles, así como los árabes eran “turcos”, los italianos “tanos” y los judíos “rusos”, y que ninguno
de esos apelativos era ofensivo.
—Siempre hemos tenido una geografía fantástica, imaginaria, que discurre desde el propio
error del Gran Almirante, que nos creyó “indios” —repuso Tauro—. El nuestro también es un
“descuido a sabiendas”, pero que no hace mal a nadie.
—Incluso a los inmigrantes italianos se los llamaba anteriormente “gringos” —agregó Nata-
cha—, cuando los únicos merecedores del apodo eran los “yanquis”. Nadie quería que los tanos,
ni ningún otro, se fueran —decía con referencia al significado del vocablo “green-go”.
Pero la forastera no se dejó convencer, y al final, logró que la llamaran la Coneja.
—Ese es mi apodo, el de la infancia, pero no os diré porqué, deberéis averiguarlo vosotros...

III

Ni qué decir tiene que el arribo de la Coneja cambió la fisonomía de todo el grupo. No es que hubie-
se desaparecido la melancolía, demasiado arraigada en los corazones, sin embargo hubo una suerte
de resignación, de convivencia con ese sentimiento, que nos hizo, no voy a decir “más felices”, pero
sí menos desdichados. Sobre todo a los hombres; porque la Coneja, bastante casquivana, coqueteaba
con todos sin preferir claramente a ninguno. Era una especie de novia colectiva, a cuya seducción
nadie se resistía, aunque nadie, tampoco, podía jactarse ni siquiera de haberle robado un beso o
hecho una caricia demasiado íntima. Parecía el recuerdo redivivo de una primera novia intocable.
Eso aumentó la nostalgia de los melancólicos, pero fue una nostalgia airosa, rejuvenecedora,
que generaba un tipo de amor abstracto, al que hubiésemos llamado “platónico”, si no fuera por
un contraste paradójico que tenía que ver más con lo dionisíaco u órfico: la coneja era, sin duda,
la persona más malhablada del Café, y con frecuencia introducía la interjección que había hecho
célebre sus primeras palabras: ¡Os amo a todos, coño!
Además se expresaba con crudeza y liberalidad sobre cualquier tema, pero más que nada el
sexual, indudablemente su preferido. Hablaba de igual manera de erotismo que de pornografía, sin
tapujos; no obstante, su aspecto inocente y aniñado destruía toda impresión desfavorable.
—Sos tan piba —le decían— que cualquier cosa que digas es como una máscara, una muletilla
de tu generación para darse coraje.

333
josé luis najenson

—Así como me veis —protestaba ella— cuento ya con 38 años, y si me veo así es porque he
entregado mi culo al Diablo, y no os confundáis, el culo, más no el alma.
Todos reían ante esas ocurrencias, pero nadie le creía una palabra. Y dijera lo que dijese, su
presencia generaba un ambiente romántico, al que no hacían mella sus guasadas, como dirían
nuestras abuelas.
Las mujeres, aunque un poco celosas, no eran inmunes a su encanto, y muchas incluso, jugaban
al juego de la atracción mutua o la sentían en realidad como a un hombre.
Muchas... pero no todas. Ya que algunas la encontraban —para continuar usando vocablos
griegos, que son mi debilidad— un tanto andrógina. Y en medio de la asexuada melancolía, ella
insinuaba el misterio y la inquietud del hermafrodita (hijo de Hermes y Afrodita), aunque su parte
masculina no se manifestase en forma corporal sino verbal.
Malvina, una de las que así pensaba, lo expresó a su modo, en voz tan baja que casi no la oyó
nadie:
—Habla como un carretonero, a pesar de su pinta de “lolita” fina.
Natacha, más audaz, si bien en el mismo tono de voz, susurró:
—Me gustaría verla desnuda, aunque se nota que tiene el pene en la boca.
Entre los hombres, Stern, era el único que no caía totalmente conquistado por su singular belleza
y atractivo. Una madrugada cuando salíamos del Café, Stern dijo de manera velada:
—Ella es el basilisco, deslumbra pero ciega.
Tauro y Rulo, ambos perdidamente enamorados de la Coneja, reconocieron empero, que ella
parecía esconder algo, guardar un secreto...
—Todos tenemos secretos —asintió Rulo—, y el suyo está oculto en su apodo, como lo admitió
la primera noche.
—Es verdad. ¿Pero qué puede haber detrás del mote de “Coneja”? —Tauro se detuvo al llegar
a la esquina donde siempre nos separábamos.
—¿Un sobrenombre de la infancia, que además, no es tan lejana? —agregó Rulo.
—Esto último no creo que sea cierto —repliqué—. Ella tiene por lo menos la edad que ha
confesado, casi cuarenta años.
—¿Y vos como lo sabés? —preguntaron ambos al unísono.
—Por el ceño, la profundidad de la arruga vertical en la frente muestra la verdadera edad de las
personas. Y a ella los anteojos se lo tapan. Yo lo vi por casualidad una noche, cuando un cubo de
hielo en su bebida le salpicó y le obligó a sacarse los lentes para limpiarlos.
—¿Y esta arruga no podrá deberse a otros motivos? Por ejemplo, angustias o preocupaciones
—insistió Tauro—. O a la pura casualidad, ya que no tiene otra en el rostro ni en el cuerpo...
Rulo miró a Tauro, como reafirmando una convicción compartida.
—No —respondí impasible—, hay una ciencia nueva que se basa en las fisonomías, que así
lo afirma.
—¿Y qué relación tiene eso con el presunto secreto que mencionábamos antes?
—No lo sé aún —admití—, pero lo descubriré.
Y nos separamos, con la inquieta intuición de que aquel secreto escondía algo inconfesable.

334
tres cuentos de temática política

IV

A la noche siguiente, fui de los primeros en llegar al Café, y me senté en la mesa que solían ocu-
par Tauro, Rulo, Malvina y Natacha, quienes siempre llegaban antes de las doce.
—Creo que tengo el hilo de Ariadna para develar el secreto del laberinto, que en lugar del mino-
tauro alberga a la Coneja —les dije a boca de jarro, fiel a mi propensión helénica—. Pero necesito
la colaboración de ustedes cuatro.
Tauro y Rulo, como lo supuse, ya habían contado a las chicas nuestra conversación de anoche;
lo resumiré con un proverbio que se origina en la tradición cristiana: “El diablo sabe por diablo,
pero más sabe por viejo”. Desde este momento y hasta que llegó la Coneja, nos sumimos todos en
un conciliábulo a sottovoce. Ellos aprobaron mi plan, sin hacerme demasiadas preguntas.
Habíamos guardado, de común acuerdo, un lugar para la Coneja, y ella vino derecho a la boca
del lobo, pizpireta y encantadora como siempre. Mientras charlábamos de cualquier banalidad, alcé
el vaso para brindar por la amistad, ese don incomparable que los dioses concedieron a los mortales,
quizá porque ellos carecían del mismo, y con un brusco ademán que simulaba un accidente, logré que
las gafas de la Coneja cayeran al suelo, haciéndose trizas. La ira y el desconcierto colorearon su faz
generalmente blancuzca a pesar de los afeites, y guardando los anteojos rotos en su cartera, marchó
al baño a recomponerse, seguida por Natacha y Malvina, como habíamos convenido.
Regresó luego de unos pocos minutos, flanqueada por las chicas, ostentando nuevamente su
eterna sonrisa, con las gafas puestas, ya sin vidrios. Yo había recogido fragmentos de ambos lentes,
los cuales metí en mi bolsillo.
—No puedo estar sin anteojos —explicó—, los uso desde que era muy pequeña.
Luego todo siguió como de costumbre, y la Coneja correteó de mesa en mesa hasta la madru-
gada. A media mañana llevé los restos de los cristales a un optometrista amigo, quien confirmó mi
suposición: los lentes eran neutros, sin graduación; ella los usaba sólo para tapar el ceño. Esa noche,
llegué al Café media hora antes para contarles mi hallazgo al resto del quinteto conspirador.
—Ahora no hay duda —comenté—. No necesita los anteojos, son una máscara.
—¿Para esconder qué cosa? —preguntó Malvina.
—Su edad.
—¿Los 38 años? —Tauro apuró de un trago la ginebra doble que tenía en la mano.
—Sin duda.
—¿Pero no te parece demasiado engorro por tan poca cosa? Y, en última instancia, ¿no sería más
eficaz una buena cirugía estética? —Natacha me miró, desconfiando de todo.
—No, porque el ceño está muy cerca de la “silla” del hueso esfenoides, que es un sitio muy
delicado. Lo que oculta no son sus aparentes 38 primaveras —agregué—, sino el tiempo que ha
estado estacionada en esa edad.
—¿Qué querés decir? ¡No entiendo nada! —clamó Rulo.
—Que ella tiene más de 38 años desde hace mucho tiempo; siglos tal vez...
—¡Estás loco de remate! —Tauro volvió a llenar las copas.

335
josé luis najenson

—A mí también me pareció una conclusión disparatada al principio —admití—, pero esta tarde
he comprobado lo que les digo, al revisar viejos libros en la Biblioteca Nacional. Cagliostro inves-
tiga, entre otros temas, el de la “longevidad juvenil”, aunque esto parezca un oxímoron, como diría
el viejo Borges, a quien también le fascinaban las palabras de origen griego.
—No vas a venir ahora con el cuentito de Drácula, ¿verdad? —se burló Malvina—. Conoce-
mos tus ínfulas de escritor, aunque nunca hayas publicado nada.
Soslayando su ironía, le contesté con toda la calma y seguridad que podía ostentar; dos de mis
escasas virtudes.
—El vampirismo no es más que una moda literaria iniciada por el secretario de Lord Byron y
auspiciada por el afortunado libro de Bran Stoker. No obstante, un investigador estudioso y serio
de este y otros temas similares fue Charles Fort, quien se dedicó a indagar hechos ocultos o no
solucionados por la ciencia “oficial”. En su obra más conocida El libro de los Condenados, registra
una colección de fenómenos rechazados y condenados al olvido por los científicos ortodoxos (para
llamarlos con una palabra griega), y que sin embargo, numerosos testigos presenciales los han
constatado. Entre estos fenómenos se encuentra el que ahora nos ocupa, la longevidad juvenil.
Todavía se edita en Gran Bretaña una publicación llamada Fortean Times que reúne indagaciones
en este campo. La longevidad juvenil, más rara que su contraparte, la longevidad senil, se ha docu-
mentado suficientemente, aunque sus causas no se determinaron con seguridad. Charles Fort
alude a varias alternativas sin pronunciarse por ninguna: mutación genética, origen extraterrestre,
viaje en el tiempo...
—Estás loco de atar —dijeron todos al mismo tiempo.
Como no conseguí convencerlos de nada, tuve que enfrentar yo solo al minotauro en versión
Coneja.

La acorralé esa misma madrugada, cuando nadie nos veía, y la llevé a mi bulín6 de solterón con
el pretexto de tomar un buen desayuno. Dudó un momento, pero luego accedió con su aparente
ingenuidad de siempre. Una vez que dimos cuenta de las magníficas medialunas que compré de
paso en una panadería del barrio, y de sendas tazas de mate cocido,7 arrojé el dardo que dio justo
en el blanco.
—Coneja, ¿cuánto tiempo hace que cumpliste 38 años?
—Rompiste mis anteojos para lograr esa pregunta, ¿verdad?
—No puedo decírtelo, pero sí podés suponerlo...
—¿Lo hiciste para ver la hondura de mi ceño?
—Esa es una de las señales más claras... ¿Pero cuál es todavía una más evidente? ¿La palma de
la mano izquierda?

6
Bulín: cuarto humilde.
7
Mate cocido: infusión a base de yerba mate.

336
tres cuentos de temática política

—Veo que eres un buen lector de Charles Fort.


—Sí, él cita varios testimonios que dan fe del nexo entre esos rasgos distintivos.
—Los descubrimientos forteanos son sólo una minúscula porción del gran “iceberg” de la rea-
lidad. La parte hundida es inmensa. Por ejemplo, los alquimistas, sabían mucho, mucho más que
ese estadounidense sagaz e irónico. Ellos hallaron el elixir de la vida eterna, no obstante, se dieron
cuenta de que eso los conduciría a la extinción de la especie humana por pura “melancolía”, valga
la coincidencia, y lo olvidaron.
—¿Y vos qué o quién sos? Desde luego no eres catalana, aunque imites ese acento.
—Yo conozco todas las lenguas, dialectos y sesgos de la Tierra... Pero “mi reino no es de este
mundo”, como dijo vuestro Jesús...
—¿Acaso venís de otro planeta u otra galaxia?
—No, ni tampoco soy mutante ni vengo del futuro. Como te he dicho, Fort se quedó corto; en
el fondo él era el más escéptico de todos, el menos ingenuo. Por eso iba contra la corriente. Entre-
vió la verdad, pero no pudo o no quiso decirla.
—Entonces, ¿sos un ángel? Eso, mención aparte de tu encanto angelical.
—Los argentinos siempre tan piropeadores, como decís vosotros. Pero no, los ángeles son eté-
reos, su cuerpo es aparente. Toca el mío, ¿te parezco acaso una entelequia? —Y Coneja se acercó
tanto que tuve miedo, a pesar de mi presunta valentía al haber iniciado esta aventura.
—Más bien, ¿quizá seas un demonio?
—Es lo más cerca que has llegado. Pero no soy uno cualquiera, soy Lilith, la reina de los
demonios.
—Cada vez entiendo menos.
—Ya entenderás.
Y aprovechando que había bajado yo la guardia, se desnudó en un santiamén y sus ojos titilaron
como luciérnagas extraviadas. Hacer el amor con ella fue hacerlo con todas las diosas y mujeres
de todas las épocas, al mismo tiempo. Poseía las virtudes y los recursos amorosos, incluso, algu-
nos desconocidos. Después, cuando fumábamos un habano a medias, me dejó su último mensaje:
—Yo vine a este mundo absurdo, desorbitado, para salvaros de vuestra melancolía y restaurar
la rebeldía que habéis perdido; porque “vosotros sois la sal del mundo”, como decía el Galileo.
Y el alma de la sal de los alquimistas corresponde al nefesh hebreo; no al ruaj ni a la neshamá, espiri-
tualmente más elevados, sino al alma que está en contacto con lo corporal y los deseos, con el lado
terrenal del hombre. ¡Rebelaos siempre, aun equivocados, aun sin razones, porque ello me manten-
drá a mí en el Jardín del Edén! Yo me encamé con todos (y con todas) en sueños, sin que lo supieran.
Sólo a ti te he permitido tener conciencia de ello, como un premio, porque adivinaste mi naturaleza.
—Lilith, la primera hembra de Adán y amante de Lucifer, la primera rebelde, despechada por
la creación de Eva, la mujer primigenia...
—Sí, a ambos (Adán y Lucifer) logré seducirlos sin mayor esfuerzo. No así al Nazareno, aun-
que reconocerlo me pese.

337
josé luis najenson

—¡Pero eso es una blasfemia! —le dije indignado.


—¿Qué le hace una raya más a la tigresa? ¿Y por qué crees que aún no me han echado del
paraíso, a pesar de que soy mil veces más diabólica y más cruel que Satanás? Yo mandé a la ser-
piente, bípeda entonces y bífida, a incitar a la pareja primordial a desobedecer, y a Caín a matar
a su hermano Abel. Al primero lo seduje adoptando la forma de Eva, su madre, lo mismo que al
joven Set, aun después de la caída.
—¿Y por qué te llaman Coneja?
—Deberías haberlo intuido. Mi castigo por seducir al Hijo, ya que el Padre y el Espíritu Santo
no tienen una dimensión material, fue, y todavía sigue siendo, permanecer para siempre insatisfecha;
follar y follar sin fin, ad nauseam, sin tener siquiera náusea, lo cual sería, al menos, un cierto alivio.
—Una especie de ninfomanía permanente —aventuré a decir, usando otro vocablo helénico—
la contraparte de aquel griego condenado a tener el miembro viril siempre en erección.
—Con Príapo hemos pasado días y noches sin cuenta, juntos, hasta que él, de puro dolor, tuvo
que cesar por un rato. Todavía me lo agradece. Pero mi castigo es peor que el suyo, porque es
eterno. No me libro de él ni un solo instante. Por eso vengo incitando a todos a la rebeldía, desde
la Antigüedad: gnósticos, cátaros, shabataístas, bandidos, revolucionarios, melancólicos... Y sigo
tratando de conquistar a Jesús, sólo para conseguir su perdón.
—Creo entender, aunque aún no sé por qué te pusieron el sobrenombre de Coneja...
—Hombre, pues no hay ser más follador en vuestro puñetero mundo que la coneja. Imagínate
lo que era ella en el Edén...
Y riendo a carcajadas, masculló de nuevo su clásico: ¡Os amo a todos, coño!
Antes de desaparecer para siempre. Yo apenas alcancé a balbucear: —Gracias, Coneja...
—y escribí este cuento para que nadie creyera la verdad.

338
Acerca de los autores

Enrique Díaz Álvarez. Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona (España).


Profesor-investigador del Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México.

Hugo Enrique Sáez Arreceygor. Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Cuyo
(Argentina). Escritor. De 1980 a 2016 fue profesor-investigador de la Universidad Autónoma
Metropolitana, Unidad Xochimilco (México).

Xavier Rodríguez Ledesma. Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Nacional Autónoma de
México. Profesor-investigador de la Universidad Pedagógica Nacional (México).

Alberto Trejo Amezcua. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma
 
de México. Profesor-investigador del Departamento Política y Cultura de la Universidad Autónoma
Metropolitana, Unidad Xochimilco (México).

Carlos Virgilio Zurita. Doctor en Sociología por la Universidad Católica Argentina. Director de la
revista Trabajo y Sociedad de la Universidad Nacional de Santiago del Estero (Argentina). Instituto de
Estudios del Desarrollo Social. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina).
 
Concepción Delgado Parra. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional
Autónoma de México. Profesora-investigadora del Posgrado de Humanidades y Ciencias Sociales de
la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

Cintia Daiana Garrido. Doctoranda en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad


Nacional de Quilmes (Argentina). Jefe de Trabajos Prácticos de la cátedra de Pensamiento Contem-
poráneo I, Fundación Universidad del Cine (Argentina).

Nattie Golubov. Doctora en Literatura Inglesa por el Queen Mary College, de la Universidad de Londres
(Inglaterra). Investigadora del Centro de Investigaciones de América del Norte, Universidad Nacional
Autónoma de México.
 
[ 339 ]
Fernando Rodrigo Beltrán Nieves. Candidato a Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la
Universidad Nacional Autónoma de México.

Lorena Amaro Castro. Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (España).
Académica e investigadora del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica
de Chile.

Claudia Darrigrandi Navarro. Doctora en Literatura y Cultura Latinoamericanas por la Univer-


sidad de California, en Davis (Estados Unidos). Profesora-investigadora del Departamento de
Literatura. Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez (Chile).

Fabián Soberón. Profesor de Teoría y Estética del Cine de la Escuela Universitaria de Cine
(Argentina).

Ariadna Razo Salinas. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional
Autónoma de México. Profesora de asignatura de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Univer-
 
sidad Nacional Autónoma de México.

Héctor Domínguez Ruvalcaba. Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Colorado,


en Boulder (Estados Unidos). Profesor-investigador del Departamento de Español, Portugués
y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas, en Austin (Estados Unidos).

Irene Martínez Sahuquillo. Doctora en Ciencias Políticas y Sociología, por la Universidad


Complutense de Madrid (España). Profesora de Sociología del Departamento de Sociología y
Comunicación de la Universidad de Salamanca (España).

Gilda Waldman. Doctora en Sociología. Profesora-investigadora de la Facultad de Ciencias Polí-


ticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Paola Vázquez Almanza. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional
Autónoma de México.

Andrea Jeftanovic. Doctora en Letras Hispánicas por la Universidad de California, en Berkeley


(Estados Unidos). Escritora. Investigadora asociada de la Universidad de Santiago de Chile.

Yuri Herrera. Doctor en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad de California, en


Berkeley (Estados Unidos). Escritor. Profesor de la Universidad Tulane, en Nueva Orleans
(Estados Unidos).

José Luis Najenson. Doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge (Inglaterra). Profesor
retirado. Escritor. Director Literario del Instituto Cultural Israel Iberoamérica (Israel).

340
Pasaporte sellado. Cruzando las fronteras entre ciencias
sociales y literatura, coordinado por Gilda Waldman
Mitnick y Alberto Trejo Amezcua, de la Colección
Teoría y Análisis de la DSCH de la UAM-Xochimil-
co, se terminó de imprimir en diciembre de dos mil
dieciocho. El tiro consta de 500 ejemplares impresos
sobre papel cultural de noventa gramos; cubiertas
impresas sobre cartulina sulfatada de 14 puntos. For-
mación e impresión: Monarca impresoras. Constan-
tino 338-A, col. Vallejo, G.  A.  Madero, C. P. 07870
Tel. (55)19.97.80.45, [email protected].
9 786072 814301

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