Bolivar
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Nos importa una cuestión central: el compromiso de los docentes como factor
crítico de la mejora y, paralelamente, qué tipo de política educativa sobre el
profesorado puede contribuir más decididamente a comprometer al personal. Si la
calidad de un sistema educativo no puede exceder la calidad de su profesorado,
como han reafirmado informes internacionales, ―sin compromiso, el éxito de los
esfuerzos para cambiar las cosas será limitado.
El asunto, pues, es qué tipo de política educativa puede contribuir más
decididamente a implicar y comprometer al profesorado con la mejora. Esta se ha
movido en la modernidad entre una lógica burocrática del control y otra profesional
del compromiso. Si las lógicas de control burocrático, de presión externa ―de
arriba-abajo‖, han mostrado sus límites; tampoco basta confiar ingenuamente en
el compromiso y autonomía profesional del profesorado. Nuevos modos
postburocráticos de regulación, en una nueva ―gobernanza‖ de la educación,
están aportando nuevas formas –sin duda, discutibles– de responsabilizar al
centro educativo. Hay modos performativos de presión que minan la motivación y
el compromiso, por el contrario hay contextos que la apoyan y promueven.
Las políticas de mejora de la educación, en las últimas décadas, han recorrido
diversas “olas”, con incidencia y tiempos variables según los países (Bolívar,
2012a).
En líneas generales, las políticas educativas de mejora han oscilado entre una
estrategia de control, desde una tutela y dependencia de la regulación
administrativa, a promover el compromiso e implicación, incrementado la
autonomía escolar y mayores poderes de decisión a la escuela. Serían lo que, en
su crónica del cambio educativo, llaman Hargreaves y Shirley (2009), la segunda y
tercera “vías”. Si la regulación top-down mediante un control normativo de las
escuelas y del currículum dejó de ser una estrategia deseable, en cuanto provoca
una desprofesionalización de la enseñanza e impide el desarrollo organizacional,
en el otro lado se situarían los que pretenden ver la solución en capacitación de
las escuelas y los profesores, con mayores márgenes de autonomía.
Frente a la tendencia planificadora, dominante en la segunda mitad del pasado
siglo, donde los niveles más altos del sistema creen estar más informados y
autorizados para la toma de decisiones que las propias bases; se produce una
quiebra (cuando no desengaño), surgiendo la visión de que la política
estandarizada es –por sí misma– incapaz de provocar la deseada mejora. En su
lugar, en una nueva “vía” para estimular y apoyar el cambio educativo, las políticas
educativas deben posibilitar y apoyar que los actores locales y los propios
establecimientos de enseñanza (bottom-up) tengan capacidad para tomar sus
propias decisiones, pues sólo ellos están en condiciones de analizar y responder a
los problemas y necesidades de sus propios contextos.
Después de la época gloriosa de los proyectos innovadores, propios del optimismo
de los setenta, con los gobiernos conservadores de la década posterior las
políticas educativas se recentralizan con estrategias de arriba-abajo, cuyo fracaso
posterior motiva una ―segunda ola‖ (reestructuración) dirigida a rediseñar la
organización, delegando en la escuela y en la profesionalización docente la
responsabilidad básica de mejora. Actualmente, en una cierta ―tercera ola, la
mejora pone el foco en el aprendizaje de los alumnos y en el rendimiento de la
escuela, sin la cual no cabe hablar de mejora o calidad. El dilema actual es si se
debe acentuar la presión o priorizar la innovación basada en la escuela como es la
escuela como comunidad profesional de aprendizaje. Una salida postburocrática,
cada vez más extendida, es dar una amplia autonomía, para controlar al final los
resultados.
Una política de cambio debe combinar de modo adecuado la presión y el apoyo.
Ahora bien, no todas las formas de presión y apoyo son efectivas, algunas son
negativas o tienen efectos desmotivadores (urgencia sin sentido, presión sin
medios, presión punitiva, competencia, división en grupos, etc.). Por el contrario,
cuando la presión tiene efectos motivadores promueve la mejora de la
organización o el sistema (sentido urgencia focalizado, rendimiento de cuentas no
punitivo, colaboración, transparencia de datos). Pero lo negativo de estas
presiones positivas es que las estrategias siguen siendo políticamente atractivas
porque obtienen resultados en plazos relativamente cortos – 2 a 3 años, no 5
Entonces si queremos comprometer al personal docente en la mejora, la presión
bruta tiene efectos perversos. Por eso, las políticas educativas no deben centrarse
sólo a los resultados, sino promover estrategias positivas a gran escala. Sin una
motivación del personal no habrá compromiso y, por tanto, la mejora no sucederá.
La creciente presión por los resultados y la libre concurrencia entre las escuelas
por conseguir alumnos, con la consiguiente competencia por la clientela, está
llevando, en efecto, a que las escuelas se vean obligadas a mejorar de modo
continuo.Este rendimiento de cuentas se inscribe dentro de una ―lógica del
mercado‖. Nuevos modos de regulación en la gestión de los establecimientos de
enseñanza, en efecto, han ido apareciendo, se confía en movilizar la capacidad
interna de cambio para regenerar desde la base la mejora de la educación. En
lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, se pretende
favorecer la emergencia de dinámicas laterales y autónomas de mejora, que
puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener
un mayor grado de sostenibilidad. La escuela, en las últimas décadas, ha ido
acumulando un exceso de expectativas y misiones, el incremento de demandas a
la escuela, apelar al compromiso puede convertirse ser un dispositivo retórico para
crear expectativas de su resolución, responsabilizando a la implicación del
profesorado En conjunto, actualmente pensamos que, más allá de lo que se pueda
esperar de la política educativa, es el compromiso particular de una escuela por
unos modos de trabajo y el compartir unas metas la única base firme para generar
una cultura de colaboración. Frente a la imagen de la escuela como una estructura
burocrática se trata de promover un cambio cultural para hacer de las escuelas
organizaciones basadas en el compromiso y la colaboración de sus miembros, en
que unos nuevos valores (solidaridad, coordinación, colaboración, autonomía,
interdependencia, discusión y negociación, reflexión y crítica) configuren una
cultura propicia al cambio educativo sostenible. Una dirección centrada en el
aprendizaje (leadership for learning), que pretende un liderazgo distribuido
(distributed leadership) entre todos los miembros, donde se abandona
decididamente el control jerárquico, requiere el compromiso del profesorado de la
escuela.En nuestra situación actual las regulaciones habituales se han
transformado, complicándose con niveles cruzados de acción y con mecanismos
postburocráticos de regulación. La regulación pública habitual (a nivel central,
local, o intermedio) entra en conjunción con las nuevas fuentes (―cuasi-mercado‖
y regulación interna de las escuelas). La presión normativa se traslada ahora a
presión por resultados (frecuentemente unida a presión por los clientes, en una
lógica competitiva), que rompen con la lógica burocrática anterior, en función de
una eficacia de los servicios públicos. Estos dos modelos postburocráticos
podemos decir que, actualmente, son transnacionales, aún cuando sean
contextualizados e hibridados según los factores políticos o culturales de cada
país.