2.1 La Noción de Revelación

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Melloni, J., (2007). Vislumbres de lo real.

Religión y revelaciones, Barcelona:


Herder. pp. 15-28.

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La noción de revelación

El ser humano, ese animal de profundidades.


José Antonio Marina

Revelar, del re-velare latino,1 significa «apartar el velo», dejarlo


caer, manifestar lo que estaba oculto tras él. Es también un «apare-
cer» (phanêroô), un «hacer conocer» (gnôrizô), un «desvelar» (apoka-
luptô). El hecho de que se haya aplicado este término al campo de la
fotografía no deja de ser pertinente: mediante un determinado pro-
cedimiento químico, la huella que ha quedado grabada en la placa
libera la imagen presente pero escondida. En la superficie se halla la
impresión, pero es inaccesible a la vista. Para que salga a la luz se tie-
nen que realizar determinadas operaciones en una cámara oscura. Las
religiones son esas cámaras, estos ámbitos de revelación, donde, me-
diante determinadas prácticas (textos, normas, dogmas, símbolos y ri-
tos), se desvela una visión de la realidad. Si no se entra en ellas es im-
posible acceder a la realidad que a través de ellas se manifiesta. Sin
embargo, a diferencia de las placas fotográficas, en toda revelación
religiosa se da también, y simultáneamente, un ocultamiento: si bien
se descorre el velo, es mucho más lo que queda sin ser mostrado que
lo que ha sido atisbado. El re- como partícula de retroceso adquiere

1. «Re» es partícula de retroceso, de separación o alejamiento; también puede


serlo de repetición o de intensidad (como en religión, de re-legere o re-ligare) o pue-
de ser también privativa (como en réprobo).

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Vislumbres de lo real

entonces uno de sus otros sentidos, el intensificador: el velo re-vela


densamente para que lo Trascendente no se considere nunca ago-
tado. Toda revelación aumenta el Misterio, no lo desgasta.
Con todo, hay que decir que el concepto de revelación es más pro-
pio de las religiones monoteístas o personalistas, las cuales conciben
la existencia de un Ser trascendente que se manifiesta a sí mismo o
que muestra algún aspecto de sí mismo. El ser humano no puede po-
ner la mano sobre ello. En cambio, en las religiones oceánicas o su-
prapersonales, más que de revelación, se habla de iluminación o de
despertar, lo cual se concibe como un proceso de transparentación o
diafanización de la conciencia mediante la supresión del ego que
comporta una nueva percepción de la realidad. A pesar de ello, uti-
lizaré el término revelación porque es más cercano a nuestro universo
mental y porque no traiciona la experiencia religiosa de Oriente, tal
como intentaré mostrar, en la medida en que pretende indicar una
experiencia de apertura y de conocimiento de la realidad diversa de
la ordinaria. Lo que varía es considerar si esta experiencia procede
de fuera o de dentro.

1. Elementos del acontecimiento revelatorio

En todo proceso revelatorio se pueden destacar tres aspectos. En


primer lugar, la mostración de un contenido sobre algo que trasciende
el mundo o la realidad ordinaria, en la que, muchas veces, el Ser que
se revela es al mismo tiempo su contenido. En segundo lugar, la exis-
tencia de un receptor que se halla implicado de manera enteramente
pasiva, el cual queda transformado por la radicalidad y contunden-
cia de tal experiencia y queda marcado por un antes y un después en
su comportamiento y en su vida. El tercer elemento es la comunica-
ción de esa revelación a otras personas, las cuales son llamadas a adhe-
rirse incondicionalmente para que su contenido sea eficaz. Veamos
con un poco más de detenimiento cada uno de estos factores.
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La noción de revelación

1.1. El contenido de la revelación

Toda revelación supone la recepción de un contenido que aporta


algún tipo de conocimiento y orientación sobre la realidad esencial,
un conocimiento que tiene carácter soteriológico, esto es, salvífico.
En lo que se desvela está en juego la Vida, la Vida verdadera, lo único
que realmente importa, lo que da consistencia a los demás ámbitos
de la realidad. Detrás de toda revelación está en juego la dirección y
sentido de lo existente, su origen y su destino. Por ello toda revela-
ción es sagrada y por ello también es fundamental para el ser huma-
no discernir lo que es revelación de lo que es invención, alucinación
o engaño.
Ahora bien, lo que las religiones consideran revelación no atañe
únicamente al ámbito de lo trascendente, sino que, desde él, habla
de lo humano y de lo cósmico. Todo contenido de revelación compren-
de, inseparablemente, atisbos sobre Dios o la Realidad Última, sobre
el ser humano y sobre la sustancia del mundo. Su modo de transmi-
tirlo no es fragmentario, sino que pone en relación los tres ámbitos
desde un horizonte de trascendencia y de finalidades últimas. De
aquí su carácter religante, religioso.
Lo que comunica es siempre, de un modo u otro, una paradoja
que está constituida por una afirmación y una negación inseparables:
implica una afirmación sobre el Ser trascendente, a la vez que supo-
ne una negación de las categorías ordinarias con que la mente huma-
na tiende a concebirlo; es también una afirmación sobre la condición
humana y su sacralidad, pero a la vez conlleva una negación de cier-
tas evidencias que llevan a instalarnos en ellas; es una afirmación de
la consistencia y sacralidad del entorno cósmico, pero supone tam-
bién una superación de lo que espontáneamente captan los sentidos.
El efecto revelatorio comporta, pues, un triple descentramiento de
las propias evidencias, tanto de las personales como de las aceptadas
por el grupo: hacia la Realidad o el Ser trascendente, hacia los demás
y hacia las cosas del mundo. Sin este triple excentramiento —que,
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en su fondo, es un único descentramiento, porque lo que hace es des-


plazar el propio centro hacia algo mayor que uno mismo— no hay
revelación, sino repetición del propio psiquismo o del contenido cul-
tural bajo la forma de disfraz religioso. Ahora bien, este descentra-
miento supone, al mismo tiempo, un recentramiento, en la medida
en que devuelve a cada persona a su más profundo centro, hacién-
dola crecer desde su propio fundamento. La revelación no es una
alienación, sino una anticipación de realidades y de comprensiones
a las que la conciencia antes no tenía acceso. No saca de la reali-
dad, sino que abre y se adentra más en ella. Al abrir, altera, pero
esta alteración no enajena sino que permite descubrir ámbitos de
mayor luminosidad y profundidad que los que antes se habían per-
cibido.

1.2. La experiencia de revelación


La experiencia revelatoria varía según se conciba su Fondo. Exis-
ten fundamentalmente tres modos. El primero lo comprende como
la dimensión sagrada del mundo, presente en las cosas mismas, que
las vivifica desde dentro. Tal es lo propio de las religiones aborígenes.
En su cosmovisión, o mejor, en su cosmosensación, dioses, mundo
y humanos forman un todo entrelazado. Todos los seres se perciben
como habitados, transidos de un alma que hay que aprender a cap-
tarlo.
El segundo modo lo concibe como un Ser trascendente que tiene
la iniciativa de mostrarse. A esta concepción corresponden las religio-
nes monoteístas o personalistas, principalmente el judaísmo, el cris-
tianismo y el islam, y entre las cuales se hallan también el zoroas-
trismo, el sikhismo y la fe bahá’í. Todas ellas conciben la revelación
como un ámbito que se halla en otras dimensiones distintas que la
ordinaria, desde donde Alguien o Algo «desciende», «se muestra». Se
pueden asociar con las místicas de la trascendencia, referidas y atraí-
das por el Totalmente Otro, más propias de Occidente y del Medio
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La noción de revelación

Oriente. Frente al mito de Prometeo, que osa robar el fuego de los


dioses, la experiencia religiosa de las religiones monoteístas está radi-
calmente marcada por el carácter descendente por parte de Dios, que
se manifiesta libre y gratuitamente. La revelación es iniciativa del Ser
divino, que no se reserva sino que desea darse. En la Biblia queda re-
saltado a través de múltiples relatos, comenzando por la Creación,
donde repetidamente se insiste en el impulso divino: «Y dijo Dios:
—Que se haga la luz; y la luz se hizo; y dijo Dios: [...]» (Gn 1,3ss);
prosigue con las promesas y alianzas hechas a Abraham, a Moisés y
a los profetas; el Nuevo Testamento está constituido por el descen-
dimiento encarnatorio, y el islam, por el descendimiento del Libro
eterno. Los mediadores son sólo receptáculos, no conquistadores,
que se sienten elegidos para sorpresa y desconcierto de sí mismos.
El tercer modo de comprender ese Fondo que se abre correspon-
de a las tradiciones más orientales y extremo orientales, las cuales
conciben la revelación como fruto de un despertar interno, resultado
del desprendimiento del ego. Los rishis, los sabios, los tathagata o los
maestros, son los «que han visto», «los que saben» o «los que han lle-
gado», fruto de su trabajo de transparentación. No se trata de nin-
guna otra dimensión que haya que alcanzar, sino de abrazar esta
misma realidad pero en grados de mayor transparencia. Pueden con-
siderarse místicas de la inmanencia, atraídas por la transformación in-
terior que permite percibir las cosas de un modo diferente. En el
hinduismo, a esta experiencia cognitivo-transformativa se le llama
anubhava; en el buddhismo, bhavanamaya panna; en el taoísmo, chih.
Lo propio de esta experiencia es precisamente su falta de contenido
verbal-racional:

En el estado de pura existencia se alcanza aquello que se denomina la


unión del individuo con el Todo. En este estado hay un flujo ininte-
rrumpido de experiencia, pero el experimentador no puede ser cons-
ciente de él porque no sabe que hay cosas, y menos aún diferencia
alguna entre ellas, como tampoco la hay entre sujeto y objeto y entre

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Vislumbres de lo real

«yo» y «no-yo» porque, en este estado, lo único que existe es la Uni-


dad, la totalidad.2

Ante tales palabras, la religión queda desnuda y desnudada, ya que


no hay nada a lo que religarse. En todo caso, todo es religión y ello
hace innecesaria cualquier mediación que religue.
Todavía se puede mencionar un cuarto modo de revelación, que
sería la indagación científica y filosófica, así como la creación artís-
tica. Lo que permite hablar de revelación en estos ámbitos es el he-
cho de que se da un conocimiento de las cosas o una percepción de
la realidad que no procede únicamente del propio esfuerzo, sino que
se experimenta, de algún modo, como don y donación. Ello no ex-
cluye el trabajo de la mente, pero el resultado final no se percibe úni-
camente como una conquista sino como algo que es dado. La entro-
nización de la diosa razón durante la Revolución francesa puede ser
considerada desde esta clave: como la necesidad de simbolizar el don
de la razón como herramienta intelectiva que nos ha sido dada para
acceder a la realidad. La capacidad de pervertirla no sólo es exclusiva
de la secularización o del racionalismo, sino también del instinto re-
ligioso cuando se rigidiza o ideologiza.

1.3. Receptividad y adhesión


La noción de revelación supone que se da un excentramiento en
el que la recibe. Ello implica una apertura existencial, un estado de
receptividad y de entrega, esto es, de transparencia, que es indispen-
sable para poder acoger el acontecimiento revelatorio, tanto por lo
que se refiere a la experiencia personal del mediador fundamental e
iniciador de cada religión, como en la actitud de sus seguidores. La
revelación tiene fuerza transformadora en la medida en que se da una

2. Fung Yu-lan, Chuang-tzu, p. 15-17, citado por: David Loy, No dualidad,


Kairós, Barcelona 2000, p. 50.

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La noción de revelación

adhesión incondicional a ella. Esta entrega es lo que hace tan difícil


la aceptación de otra revelación. Estamos ante una cuestión consti-
tutiva de nuestra psicología. La prohibición de adorar a los dioses ex-
tranjeros es un modo de asegurar la unificación de la persona en una
sola dirección. No se pueda avanzar en la fe como mero observador.
En las tradiciones monoteístas, la importancia del acontecimien-
to revelador implica inseparablemente la adhesión al mediador —o
mediación— a través del cual Dios se ha manifestado, así como al
contenido revelado. La respuesta no se concibe en términos de in-
dagación cognitiva sino de entrega incondicional. De aquí la centra-
lidad incuestionable de la Torah en la tradición hebrea,3 de Jesucris-
to en la tradición cristiana,4 del Corán y su Profeta en el islam,5 del
Gurú Nanak en el sikhismo y de Bahá’u’lláh en la fe bahá’í, etcétera.
Según este modelo, el ser humano es concebido constitutivamente
como «oyente de la Palabra».6 Su existencia consiste en ser recep-
táculo de la comunicación de Dios. La revelación le hace un ser abier-
to. Es más, le supone esta apertura. Cuanta más apertura haya, más
revelación podrá darse. Así, la revelación es inseparable de la dispo-
sición del que la acoge. Sin acogida no hay revelación. Por ello esta-
mos ante una categoría religiosa, no sólo cognitiva o epistemológica,
porque implica a la totalidad de la persona. Lo importante no es el
conocimiento que otorga, sino la transformación integral que este con-
tenido revelatorio conlleva.
En las religiones de inmanencia no hay tanto un legado doctri-
nal en el que creer, sino más bien la aceptación de un camino hacia el

3. Cf. Éx 12,49; Nm 5,30; 15,29; Lv 6,2; Is 8,16-20; 55,10-11; Jr 18,18; et-


cétera.
4. Cf. Rom 16,25; Ef 1,9; 3,3-9; Col 1,26-27; 2,2; 4,3; 1 Tim 3,16.
5. Cf. Corán 13,39; 18,109; 20,2-4; 56,78-79; 85,21-22.
6. Tal es el título de la tesis doctoral y obra programática de Karl Rahner (1941),
en la que trató de poner las bases de una filosofía de la religión en función de una
comprensión del ser humano como apertura radical. Cf. Oyente de la Palabra, Her-
der, Barcelona 1967.

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Vislumbres de lo real

despertar. Y, sin embargo, no se puede obviar que tal camino tiene


un marco conceptual en que se ancla y que no es puesto en cuestión.
De ahí de nuevo la paradójica y tensa —aunque también fecunda—
relación entre las mediaciones religiosas y la inmediatez de la expe-
riencia mística. Esta paradoja es particularmente sorprendente en el
buddhismo, puesto que el Buddha se presenta como un simple hom-
bre que enseña a los demás hombres la vía del despertar, pero acaba
constituyéndose en el centro de toda la realidad.
En las religiones aborígenes, la adhesión al contenido revelato-
rio se hace a través de las ritualizaciones colectivas, en las que todos
los miembros del grupo activan su pertenencia mediante celebracio-
nes periódicas por las que consolidan sus vínculos entre ellos, con las
divinidades y con el entorno natural.

2. Modelos de revelación

Lo propio de toda religión es su coherencia interna. Cada una de


ellas es una configuración que emana de un núcleo revelatorio. Sólo
alcanzando ese núcleo se puede acceder a su verdadero sentido. Se
han señalado seis criterios de credibilidad para discernir un conteni-
do revelado: la coherencia interna de los diversos elementos; la plau-
sibilidad de lo que presenta; la adecuación a la experiencia; sus fru-
tos prácticos; sus frutos teóricos, esto es, su fecundidad intelectual; y
su valor para entablar diálogo con otros marcos revelatorios.7
En base a la estructura cosmoteándrica (cosmos-theos-andros) que
configura lo real,8 vamos a distinguir tres tipos de religión que están

7. Cf. A. Dulles, Models of Revelation, Doubleday Nueva York 1983, p. 17.


8. Aunque la formulación sea reciente y pertenezca a Raimon Panikkar (La
intuición cosmoteándrica, Trotta, Madrid 1999), encontramos la concepción tripar-
tita de lo real en muchos otros autores, desde la Ética de Baruch Spinoza hasta el pen-
samiento de Xavier Zubiri, particularmente en: Naturaleza, Historia, Dios [1944],
Alianza y Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1999.

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La noción de revelación

constituidas por tres tipos de revelación: las religiones cósmicas o de


la naturaleza; las religiones teístas, que conciben la existencia de un
Dios trascendente de carácter personalista; y las religiones interiores
u oceánicas, afines a una concepción a-dual, en las que trascenden-
cia e inmanencia constituyen las dos caras de la misma realidad. Las
primeras hablan de las entidades cósmicas, las segundas de la abisal
naturaleza divina y las terceras de la insondable capacidad de la con-
ciencia humana. Esta clasificación se aproxima a las clasificaciones
que vienen haciéndose en los últimos años por los estudiosos del fe-
nómeno religioso.9
Con todo, hay que decir que una aproximación por modelos pue-
de ser válida mientras no se absoluticen, ya que toda sistematización
supone una simplificación de una realidad más compleja. Sirven como
presentación pedagógica y orientativa, pero hay que manejarlos cons-
cientes de que cuando una realidad es catalogada bajo un determinado
parámetro, se le impide que manifieste elementos que no pertenecen
a la óptica con la cual se la mira. El hinduismo, por ejemplo, con-
tiene elementos de las religiones personalistas que no se perciben si
sólo se lee en clave oceánica. Con todo, son innegables sus acentos
suprapersonales, tal como en algunos místicos del cristianismo o del
islam se pueden encontrar referencias transpersonales, sin negar que
su marco es claramente personalista.

9. Es clásica la clasificación de R. C. Zaehner en torno a la distinción entre reli-


giones místicas y religiones proféticas. Su obra fundamental salió publicada con un tí-
tulo menos conocido que el de su traducción francesa: At Sundry Times. An Essay in
the Comparation of Religions, Faber & Faber, Londres 1958. En francés: Inde, Isräel, Is-
lam. Religions mystiques et revelations prophétiques, DDB, París-Bruges 1965. Lo recoge
también J. Martín Velasco, en: El fenómeno místico, Trotta, Madrid, 1999, pp. 88-90;
semejantemente, Xabier Pikaza distingue tres tipos de religiones: del cosmos, de la in-
terioridad y de la historia. Cf. El fenómeno religioso, Trotta, Madrid 1999, pp. 157-
199. Desde otra perspectiva, se han distinguido cinco modelos de revelación: el pro-
posicional, a partir de la presentación de una doctrina; el histórico, a partir de
acontecimientos fundantes que han sucedido; como experiencia interna; como pre-
sencia-ausencia y como nueva conciencia. A. Dulles, Models of Revelation, op.cit.

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Vislumbres de lo real

Para situar los tres modelos en base a la estructura cosmoteándri-


ca, podemos vincularlos a tres ejes básicos: el vertical, el horizontal y
el central. Todo ello se puede expresar mediante el siguiente gráfico,
en el que aparecen las cuatro direcciones en las cuales el homo reli-
giosus contacta con lo Trascendente:10

dirección anatípica

dirección arquetípica dirección teleotípica

dirección catatípica

Podemos poner en relación las revelaciones de la naturaleza o


aborígenes con el eje vertical, en el que el ser humano siente que
forma parte del todo cósmico en un mundo tripartito de carácter
vertical: el supramundo, el mundo visible y el inframundo; todas las
entidades participan de esta tríada. El eje vertical, a través de la me-
táfora espacial altura/profundidad, da una explicación mítica del
mundo en la cual la polaridad cielo/infierno es un modo de expresar
los estados psico-espirituales internos. La verticalidad es intemporal
y puede encontrar en cualquier punto o instante el eje horizontal,
atravesándolo repentinamente. Si bien asociamos primordialmente
el eje vertical con las religiones aborígenes, está presente en todas las
configuraciones religiosas, en las que lo trascendente tiende a ubi-

10. Tomado de: J. S. Croatto, Experiencia de lo sagrado, Guadalupe-Verbo


Divino, Estella 2002, p. 66.

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La noción de revelación

carse en un arriba (ana), desde donde desciende hasta abajo (kata),


tal como queda simbolizado en las teofanías de las montañas bíbli-
cas, en la encarnación del Verbo que desciende según el imaginario
cristiano, así como también desciende (nazala) la revelación en el
Corán. Menos frecuente es situar la trascendencia en un abajo. Apa-
rece en los mitos de las aguas que cubren la tierra primordial; en los
mitos órficos, donde el héroe se sumerge en las profundidades; en las
Upanishads es frecuente la imagen de la cueva del corazón; también
el Evangelio habla del tesoro escondido que sólo se encuentra tras ca-
var (Mt 13,44); Eckhart hablará del Fondo originario, el Funda-
mento abismal del que emerge el mundo manifestado. También en-
contramos este abajo radical en la kénosis de Cristo, en el despojo del
Hombre-Dios que desciende hasta los infiernos de lo humano y de
la historia (Flp 2,5-8).
Las religiones teístas, además de participar de este eje vertical, se
despliegan sobre todo en el eje horizontal desde un origen hacia una
meta, descubriendo el sentido de la temporalidad. De aquí que, pa-
radójicamente, las religiones teístas y de la trascendencia queden com-
plementadas por el valor de la historia y por el cuidado de la comu-
nidad, tal como sucede en el judaísmo, el cristianismo, el islam, el
sikhismo y la fe bahá’í. Las religiones históricas se despliegan sobre
esta horizontalidad, remitiéndose, por un lado, a los orígenes (arché)
—tanto de la propia religión como de la humanidad— y, por otro,
a un final (télos) escatológico hacia el cual convergen todos los acon-
tecimientos humanos. Este eje horizontal, que transcurre en el tiempo,
suscita el sentido de la historia, tanto la colectiva como la referida a
la existencia individual. Las religiones monoteístas están transidas
por esta doble polaridad: existe un momento revelatorio fundante
que tiene una preeminencia absoluta (la constitución de la Torah, el
acontecimiento de Cristo, la revelación del Corán a Muhammad, et-
cétera), pero, al mismo tiempo, se espera una consumación final que
se dará en el futuro. En cambio, en el modelo oceánico, el carácter
circular del hinduismo, del buddhismo y del taoísmo hace que este
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Vislumbres de lo real

avance «hacia delante» no sea significativo, porque el progreso no se


da hacia el futuro, sino hacia dentro, ya que la linealidad del eje ho-
rizontal, en verdad, está cerrada en su curvatura. El crecimiento, en
el modelo oceánico, se da hacia la profundidad.
Las religiones de la interioridad se concentran en el punto de con-
vergencia de los dos ejes, anulando así tanto la espacialidad vertical
como la temporalidad horizontal. Este centro, que es sede tanto de
la conciencia como del corazón, es el que atribuimos a las religiones
oceánicas, en la medida en que se caracteriza por el trascendimiento
de las coordenadas espacio-temporales: «Así como los radios de la
rueda están fijados en el cubo y en la llanta, así también todos los se-
res, todos los dioses, todos los mundos, todos los alientos, todos los
âtmans están fijados en Âtman», dice una Upanishad.11 En el bud-
dhismo y en el taoísmo, ese centro se concibe vacío porque es el que
posibilita todo lo demás: «Treinta radios convergen en el medio, pero
es el vacío que hay entre ellos lo que hace marchar el carro».12
En el eje vertical encontramos la figura del chamán, que viaja
por los tres mundos, adquiriendo un conocimiento restaurador. A
las religiones que se desplazan preponderantemente por el eje hori-
zontal les correspondería más el arquetipo del profeta, mientras que
el arquetipo del místico estaría más asociado con las religiones oceá-
nicas, en las que se diluye o se trasciende la espacio-temporalidad.
En las religiones aborígenes, lo que se busca es, sobre todo, conse-
guir el equilibrio con el entorno natural y la armonía con el mundo
de los espíritus; en las religiones histórico-proféticas, lo que autenti-
fica la experiencia revelatoria es la incidencia en la vida de la comu-
nidad y el compromiso con una historia que hay que mejorar; en las
oceánicas, el acento está puesto en la superación de los límites del yo
en un estado transtemporal donde se experimenta una unión pleni-
ficante con la totalidad.

11. Brihadâranyaka-Up., II,5,15.


12. Tao te king, XI, 1-2.

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La noción de revelación

Al eje vertical le corresponde un lenguaje eminentemente mí-


tico-simbólico y la actuación ritual; al eje horizontal le corresponden
la palabra, el desarrollo conceptual-doctrinal, el sentido de lo comu-
nitario y el compromiso histórico; al centro le corresponden el Si-
lencio y el trabajo de autotransparentación. Pero en los tres modelos
religiosos encontramos mito, concepto y silencio, así como ritualiza-
ción, compromiso ético y abismamiento místico.
Si bien es cierto que el punto de encuentro en el Centro de las
cuatro direcciones sería lo específico de las religiones oceánicas-trans-
personales, hay que decir que también es el lugar del núcleo revela-
torio de todas las demás. Es su lugar y no-lugar por excelencia, pun-
to de convergencia y de expansión de donde emana la experiencia
de lo Absoluto. En el cristianismo, esta centralidad la ocupa Cristo:
«Que podáis comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y
la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo co-
nocimiento, para que os vayáis llenando hasta la plenitud total de
Dios» (Ef 3,18); en el buddhismo, la ocupa el Buddha, icono de la
naturaleza última; en el taoísmo, el Tao, que es un espacio vacío;
etcétera.
Cada religión tiene un Centro del que emana el resto, y cada una
de ellas pone un acento particular en cada una de estas dimensiones.
En función de sus acentos, se desarrolla uno u otro aspecto de ellas.
Los tres modelos revelatorios contienen simbolismo, palabra y silen-
cio, pero con predominancias indiscutiblemente diferentes.
Pero todavía se puede decir más. Como resultante del encuentro
del eje vertical con el horizontal, no sólo se produce un punto de
contacto que se pierde en su propia profundidad, sino que se origina
una diagonal, donde el desplazamiento de la historia es impulsado
por un movimiento ascendente e interior:

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Vislumbres de lo real

dirección anatípica

RITO
dirección arquetípica dirección teleotípica
PALABRA DOCTRINA

MITO
SILENCIO / MÉTODOS DE
ABISMAMIENTO

dirección catatípica

Podemos considerar que la diagonal aparece como una resultan-


te de nuestra mentalidad contemporánea, donde el encuentro de las
religiones puede ser vislumbrado como una convergencia hacia aden-
tro (profundidad mística) y un hacia delante (utopía social), rasgando
el cuadrante superior derecho hacia un punto asintótico entre esca-
tología e historia. Volveré sobre esta cuestión en el último capítulo.

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