Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
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Publicación del Instituto Riva-Agüero, n° 224
Introducción 13
Primera Parte
Salir de la nada 17
1. La oscura infancia de un bastardo, 1478 [?]-1501 19
Trujillo en Extremadura 19
Un padre noble, una madre criada 21
La fratría de los Pizarro 24
Los inicios de la vida de soldado 26
Segunda Parte
el triunfo de una increíble voluntad 49
3. En busca del Perú: las dos primeras expediciones
(1524-1528) 51
La Compañía del Levante 52
El fracaso del primer intento (noviembre 1524-julio 1525) 54
Las promesas tardías del segundo viaje (enero 1526-marzo
1528) 59
4. La larga preparación del asalto (1528-1532) 69
Las negociaciones de Panamá 70
Pizarro rumbo a España 72
Las capitulaciones de Toledo (26 de julio de 1529) 73
La organización del retorno a América (agosto de 1529-enero
de 1530) 75
Tensiones y desconfianza entre los socios 77
La campaña equinoccial (enero-noviembre de 1531) 80
La isla de la Puná (diciembre de 1531- abril de 1532) 84
tercera Parte
el oro, la gloria… y la Sangre 89
5. En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de
1532) 91
Sorpresas y desilusiones en Tumbes (abril de 1532) 92
La fundación de Piura (agosto de 1532) 95
Los arenales de la costa (octubre-noviembre de 1532) 99
Al encuentro de Atahualpa 101
Las tensiones internas del Imperio inca 103
cuarta Parte
la carrera hacia el abiSmo 175
10. El año de todos los peligros (abril de 1536-
abril de 1537) 177
Hernando Pizarro y Manco Inca 177
Cusco sitiado (abril-mayo de 1536) 181
El ataque a Lima (agosto de 1536) 185
El retorno de Almagro a la escena peruana (febrero de 1537) 187
La toma de Cusco (abril de 1537) 190
cronología 255
bibliografía 261
PANAMÁ
VENEZUELA
GUAYANA
SURINAM
COLOMBIA GUYANA FRANCESA
0º
ECUADOR
11
PERÚ
BRASIL
BOLIVIA
Biografía de una conquista
PARAGUAY
Francisco Pizarro
URUGUAY
C ARGENTINA
H
I
L
E
Límites aproximativos del
Imperio de los incas
0 400 800 km
60 º W
12
La familia Pizarro
Francisco Hernando Inés Isabel de Juan Gonzalo Graciana Catalina María Francisca
Francisco
Martín de Pizarro (1478- Pizarro Rodríguez Vargas Pizarro Pizarro Rodríguez
Alcántra († 1541) (1501- (1511- († 1548)
1541) 1578) 1536)
Introducción 13
Nuestra intención ha sido de otra naturaleza, pues este libro ha sido escrito
originalmente para un público europeo no tan familiariazado con estas páginas
de la Historia. Con el afán de no caer nunca en un didactismo fuera de lugar en
una obra como ésta, hemos querido sin embargo esclarecer, explicar y poner en
perspectiva peripecias, opciones, reacciones individuales o colectivas que, sin este
esfuerzo, corren el riesgo de tener como único interés su evidente valor novelesco
para lectores que están quizás apenas familiarizados con dicha época.
En toda su extensión, la existencia de Pizarro estuvo marcada por los contrastes
más violentos. Nacido en el seno de una cierta marginalidad social por el hecho
de su bastardía, entre un padre ocupado a lo lejos por su carrera militar, y una
madre de origen muy humilde casada después con otro hombre, su infancia, 15
su adolescencia y su primera juventud se desarrollaron en el anonimato más
completo. Sus sucesivos biógrafos se han reducido a menudo a suponer más que
a buscar las huellas problemáticas de este oscuro período. Un anonimato también
presente durante los largos años de aprendizaje americano. Cuando la Fortuna
parece modestamente sonreírle, la idea de la conquista del Sur, del mítico Perú,
se concreta. Hacia ahí, sin flaquear nunca, por lo menos sin mostrarlo, en tres
oportunidades Francisco Pizarro conducirá a sus hombres con una voluntad
de acero, a pesar de las peores dificultades, varias veces al borde de la quiebra,
Biografía de una conquista
rozando sin cesar la catástrofe, la muerte. Ahí también la búsqueda durará años.
Cuando finalmente el Perú es una realidad, nuevos extremos, pero esta vez son
cumbres, las del éxito inaudito, de la riqueza fabulosa. En unos cuantos meses,
Pizarro pasa a ser un jefe victorioso, indiscutido, el igual de los más grandes
Francisco Pizarro
del naciente Nuevo Mundo, y junto con sus hombres escribe una epopeya
continental con sangre y horror. Trata con Carlos V en persona. El bastardo
de Trujillo termina a la cabeza de un inmenso imperio en que, junto con sus
hermanos, se sirve la mejor parte. Ya es, en realidad, el sucesor del Inca bajo la
autoridad lejana y sobre todo nominal del rey de España. Sin embargo, no hace
más que acercarse a estas alturas que quizás ni siquiera imaginó en sus sueños más
extravagantes. Las rivalidades, los odios, los celos y los errores de su entorno hacen
su obra. Menos de diez años después de haber puesto definitivamente el pie en
el Perú, Francisco Pizarro muere asesinado. Sus enemigos triunfan y emprenden
inmediatamente la reorganización del país de la manera más ventajosa para ellos.
El hijo de la criada convertido en gobernador, el marqués, analfabeto toda su
vida, es inhumado a escondidas por una persona fiel, compasiva y valiente.
La oscura infancia de un bastardo (1478 [?]-1501)
Primera Parte 17
Salir de la nada
Biografía de una conquista
Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
18
La oscura infancia de un bastardo (1478 [?]-1501)
1 19
Trujillo en Extremadura
Pizarro— con patios interesantes a veces para el turismo actual. Muchas de ellas
ostentan aún restos de torres de proporciones modestas, pero que son testimonio
del orgullo nobiliario de los linajes que habitaban allí. Los sepulcros de las familias
más conocidas se encuentran en la hermosa iglesia de Santa María la Mayor. Más
abajo, al pie de la colina y alrededor de la Plaza Mayor, más reciente, por cierto,
mucho menos señorial pero llamado a convertirse en el verdadero centro de
Trujillo, estaba situado el barrio de los comerciantes y de las profesiones liberales.
A partir de la segunda mitad del siglo XV, las familias nobles habían comenzado
a descender hacia la Plaza y a establecerse en las calles circumvecinas. Finalmente,
más abajo del casco urbano, y abriéndose hacia la campiña aledaña, se extendía la
parte denominada, en ese entonces, arrabal. Ahí vivían y trabajaban los artesanos
y sus obreros, agrupados por calles según la tradición medieval, los labradores que 21
obtenían sus rentas de la tierra e incluso, como era a menudo el caso en la región,
algunas familias judías en una pequeña judería, por lo menos hasta su expulsión
en 14921.
1Para una buena presentación de la ciudad, de sus monumentos y de su historia, véase Juan Tena Fernández,
Trujillo histórico y Monumental, Trujillo, 1967.
Francisco Pizarro
hecha de operaciones puntuales que sirven para probar las defensas del adversario,
cercenan poco a poco su territorio y preparan el golpe de gracia. Se tiene recuerdos
de él particularmente en Loja, en Vélez Málaga y luego durante el asalto final
conducido por los Reyes Católicos contra Granada misma, a finales del año 1491 e
inicios del siguiente. Ascendido a alférez, primer grado de los oficiales subalternos,
lo encontramos más tarde en Italia, como a muchos soldados españoles de su
época. Permanece allí hasta comienzos del siglo siguiente por lo que a su retorno
gana el apodo de El Romano que viene a añadirse al que, aludiendo a su alta
estatura, ya se le conocía: El Largo.
Finalmente, con rango de capitán, participa en la guerra de Navarra suscitada por
22 las pretensiones dinásticas de la casa de Albret, y que se saldará con la anexión
definitiva de esta provincia a la corona de Castilla en 1515. Recordemos, de
paso, que durante esta campaña iba a destacar un tal Iñigo López, sería herido y
comenzaría durante su convalecencia el camino espiritual que, algunas décadas
más tarde, lo llevaría a fundar, bajo el nombre de Ignacio de Loyola, la Compañía
de Jesús. La crónica del conflicto, bastante bien conocida, muestra varias veces a
Gonzalo Pizarro y Rodríguez de Aguilar en su mejor aspecto en los combates, en
Logroño, en Pamplona y finalmente en Amaya, cerco durante el cual recibió un
arcabuzazo que le iba a ser fatal.
Fue trasladado a Pamplona, pero pronto su estado empeoró. El 14 de septiembre
de 1522 dictó un testamento, del que hablaremos más tarde, antes de fallecer
algunos días después. Primero fue enterrado en la ciudad pero como era tradicional
en el caso de un hombre de su calidad, su cuerpo fue trasladado posteriormente a
su ciudad natal para reposar en la iglesia de San Francisco.
En suma, una trayectoria y una carrera honestas, ceñidas a lo que dejaba
presagiar un nacimiento noble y provinciano pero sin ningún relieve particular.
La calidad de los teatros de las operaciones y el azar de los combates en los que
Gonzalo se vio envuelto no pudieron propulsarlo hacia las cumbres, y ni siquiera
hacerlo avanzar verdaderamente en la vía que había escogido como tampoco en
la jerarquía de su casta.
Francisca González, la madre del futuro conquistador, venía de un medio
totalmente distinto. Sus padres, Juan Mateos y María Alonso, pertenecían a
familias de labradores. Sin embargo como la rama paterna había comerciado
a veces ropa usada, se había ganado el apodo de Los Roperos. Cristianos viejos,
libres de cualquier parentesco con judíos, moros o personas convertidas a la fe
católica, honestos y que vivían del trabajo de sus campos, se trataba en realidad
de gente humilde (personas llanas). No sorprende, por lo tanto, que encontremos
a Francisca destinada al servicio de una monja del convento de San Francisco
el Real. Como sus pares, ella tenía que ocuparse en particular del vínculo entre
La oscura infancia de un bastardo (1478 [?]-1501)
su muerte en 1541, y el biógrafo más preciso del conquistador, José Antonio del
Busto Duthurburu escoge el año 1478. Sin embargo, a partir de otras fuentes,
siempre indirectas, algunos biógrafos, como María Lourdes Díaz Trechuelo López
Spínola4, hablan de 1476, mientras que la mayoría de diccionarios, guías y otras
Francisco Pizarro
2 El estudio más completo sobre la historia familiar de Francisco Pizarro es el de José Antonio del Busto
Duthurburu, La tierra y la sangre de Francisco Pizarro, Lima, 1993, sintetizado en Pizarro, Lima, 2001, t. I,
cap. 1.
3 Véase Clodoaldo Naranjo Alonso, Trujillo y su tierra, historia, monumentos e hijos ilustres, Serradilla, 1929, t.
I, 3ª parte, cap. 1, reeditado bajo el título Trujillo, sus hijos y monumentos, Madrid, 1983.
4 María Lourdes Díaz Trechuelo López Spínola, Francisco Pizarro, el conquistador del fabuloso Perú, Madrid,
1988.
Francisco Pizarro
los jóvenes hidalgos. Permaneció analfabeto toda su vida, y por esta razón sin
duda no le dio mayor importancia a lo escrito. He aquí una gran diferencia en
relación a Hernán Cortés, antiguo estudiante de la universidad de Salamanca
cuya abundante correspondencia se ha conservado, y quien, en sus maravillosas
cartas de relación de la conquista de Nueva España, se revela tanto a sí mismo
como al país que está descubriendo.
Un cronista que estimaba poco a Pizarro, Francisco López de Gómara, siempre
ocupado en exaltar la figura de su patrón, Hernán Cortés, propenso a rebajar la
de los otros conquistadores susceptibles de hacerle alguna sombra al vencedor
de Tenochtitlán, propagó sobre la juventud del primero aquello que es dable
llamar una leyenda que resistió al tiempo. A lo largo de toda su infancia, Pizarro
24
habría estado marcado por haber frecuentado a los cerdos, animales cargados de
la imagen negativa que les conocemos, pero principal riqueza de las dehesas de
Extremadura. Primero, abandonado en la puerta de una iglesia, el joven Francisco
habría sido alimentado por una cerda… Posteriormente, reconocido por su
padre entre dos campañas, habría sido empleado por él para pastorear piaras
de cerdos que la familia poseía en los alrededores de Trujillo en sus tierras de la
Zarza. Un día, sin duda en 1492 ó 1493, habiendo perdido algunos animales
y temiendo ser castigado, habría huido de Trujillo y partido hacia Sevilla en
compañía de viajeros que se dirigían a la metrópoli andaluza5. Tenía catorce años,
quizás apenas un poco más.
Daría la impresión de estar leyendo el primer capítulo de una novela picaresca.
José Antonio del Busto Duthurburu ha destacado el carácter apócrifo e interesado,
como se ha dicho, de esta leyenda. Sin embargo, ella ha atravesado los siglos.
Libre de las intenciones solapadas del trasfondo favorable a Cortés quien la
había provocado, no dejaba de tener cierto aire. Iba a seducir particularmente a
todos aquellos que, después, querían insistir en el sorprendente contraste entre,
por un lado, una infancia marginada y casi miserable, y por otro, el destino
extraordinario de un hombre que iba a hacerse dueño del imperio de los incas.
La literatura heroica abunda en ejemplos célebres del mismo tipo. ¿No fueron
Rómulo y Remo amamantados por una loba?
Para resumirnos, el historiador debe reconocer, con pesar, que no se sabe casi
nada de la infancia de Francisco Pizarro.
5 Francisco López de Gómara. Historia General de las Indias, Madrid, 1954, t. 1, 1ª parte, cap. CXLIV.
La oscura infancia de un bastardo (1478 [?]-1501)
Juan fue el más apagado de los tres. Cabe mencionar que murió en 1536, o sea
menos de cuatro años después de la llegada de los españoles al Cusco. Por el
contrario, Hernando, el hijo legítimo, y Gonzalo, también bastardo él, fueron
piezas esenciales del clan Pizarro en el Perú. Hernando tuvo a menudo a su cargo
Francisco Pizarro
tal vez más marcada aún, se debe destacar el carácter regional, incluso local, del
reclutamiento. La muy particular naturaleza de los vínculos que unían al jefe y a
sus hombres lo explica en gran parte como lo veremos después. No es asombroso
entonces que a lo largo de las campañas decisivas de Francisco Pizarro él estuviese
rodeado de amigos, de conocidos, de parientes cercanos o lejanos, en su mayoría
oriundos de Trujillo o en todo caso nacidos en Extremadura.
6 Raúl Porras Barrenechea, Cedulario del Perú, Lima, 1944-1948, t. II, p. 393.
La oscura infancia de un bastardo (1478 [?]-1501)
78 º W
28
4ºN
0 50 100 km
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
29
2
Veinte años de aprendizaje americano
(1502-1522)
La aventura de las Indias occidentales había partido de las orillas de la ría de
Biografía de una conquista
cien kilómetros más al este. La gran arteria fluvial del bajo Guadalquivir ofrecía
ventajas muy superiores desde todo punto de vista: primero, con Cádiz y su
bahía, un excepcional puerto de mar con salida al océano, buenas instalaciones
bien protegidas y fácil acceso a Sanlúcar de Barrameda y, más tierra adentro, a
Sevilla. En esta última, que ya era la gran metrópoli andaluza, existía un contexto
político y administrativo así como una estructura comercial capaces a la vez de dar
un marco apropiado a la reciente empresa americana y asegurar su desarrollo.
1Las Casas et la défense des Indiens, presentación de Marcel Bataillon y André Saint-Lu, París 1971, p. 8.
2 Véase Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas
posesiones españolas de América y Oceanía, Madrid, 1864-1884, v. XXXI, pp. 13-25.
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
auríferas de las que se había hablado tanto durante los primeros años, y hacia las
cuales se habían precipitado gran parte de los hombres que llegaron con Ovando,
no cumplían sus promesas. Había que buscar otras nuevas incesantemente y, de
Francisco Pizarro
3 Sobre los confusos años que precedieron a la llegada del gobernador Ovando y sobre su acción, véanse Carl
Ortwin Sauer, Descubrimiento y dominación española del Caribe, México, 1984, cap. I-VII y Frank Moya Pons,
Después de Colón, Trabajo, sociedad y política en la economía del oro, Madrid, 1986, cap. I y II. Respecto al
testimonio de Bartolomé de Las Casas, ampliamente utilizado por los dos autores precedentes, véase Historia
de las Indias (Ed. A. Millares Carlo), México, 1951, 3 volúmenes, lib. II, cap. 1°
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
como hemos visto. En todo caso, en esta lucha anti-guerrilla antes de tiempo, era
imposible ganar consideración, crédito y ventajas materiales. A ello se añadía el
hecho que a Pizarro ni se le ocurría esperar que el apoyo, incluso los favores, de
los poderosos de la colonia podrían compensar la escasez de su hoja de servicios.
Por cierto, según algunas fuentes, él era armígero del gobernador, pero este título
no debe crear ilusiones. De todos modos, la oscuridad de su nacimiento y su
ausencia de cultura debían ser también obstáculos que únicamente hazañas
verdaderamente fuera de lo común le habrían permitido hacer olvidar.
Además, al cuadro bastante sombrío de la situación de La Española que se ha
bosquejado más arriba, es conveniente añadir un elemento que no podía jugar
en favor de Pizarro. La llegada masiva de más de dos mil pasajeros en la flota
comandada por Ovando había provocado desequilibrios adicionales a una
sociedad española que no contaba más que con algunos centenares de individuos
en toda la isla. En este pequeño mundo, ya bastante frágil, esto hizo nacer nuevas
rivalidades, agudizó la competencia y aumentó el número de excluidos.
Para remediar este nuevo aspecto de las cosas, se imponía una solución, solución
que por cierto sería una constante mientras durara la Conquista: enviar —o
Francisco Pizarro
Urabá e instaló un fortín de madera que protegía a unas treinta viviendas cerca
de la punta Caribana, a la entrada del golfo, sobre la orilla oriental. Estábamos a
comienzos de 1510. En recuerdo del santo mártir que murió traspasado por las
flechas y de la masacre de Turbaco que muy bien podía repetirse, se puso el fortín
bajo la protección de San Sebastián y se le dio su nombre. A partir de aquí, Ojeda
inició con algún éxito razzias destinadas a encontrar oro y a conseguir esclavos, dos
objetivos que se había fijado. Por cierto, Ojeda envió a Santo Domingo un barco
cargado con su botín como prueba del «éxito» de su expedición. Tenía también
que encontrar imperativamente víveres porque las provisiones estaban agotadas y
solamente los pueblos indios podían ofrecerlos.
del oro que traían consigo. En vez de hacerse a la vela hacia Santo Domingo,
como ellos se lo pedían encarecidamente, Enciso prosiguió su ruta hacia el golfo
de Urabá, término de su viaje y sede de sus intereses en Tierra Firme, pues estaba
asociado con Ojeda en la empresa de éste.
Francisco Pizarro
llamado a convertirse en una ciudad pero que no fue durante mucho tiempo
sino algunas cabañas de madera cubiertas de paja. Los conquistadores dieron
primero a este campamento, de manera significativa, el nombre de La Guardia y
luego lo rebautizaron Santa María la Antigua del Darién en recuerdo de la Virgen
sevillana a la que los pasajeros en partencia para América tenían la costumbre de
encomendarse4.
El bachiller Martín Fernández de Enciso se encontraba muy naturalmente a la
cabeza de la nueva colonia. Puntilloso y hasta formalista, no dudaba en hacer
recordar sus años de estudios para asentar su autoridad frente a sus hombres
quienes, en su mayoría incultos y provenientes de medios populares, habían
38 conocido otro tipo de escuela. Les prohibía, en especial bajo pena de muerte,
trocar oro con los indios, oficialmente para impedir los tráficos, pero según sus
soldados, para que quien se beneficie sea él. Enciso no tardó en exasperarlos
y pronto terminó prisionero en un navío a punto de partir hacia las islas y,
después rumbo a España. Diego de Nicuesa también había puesto la mira sobre
Santa María la Antigua. En efecto, él estimaba que la «ciudad» dependía de la
gobernación de Veragua que le había sido confiada y cuyos límites, bastante
imprecisos evidentemente, pasaban por esta región. En verdad, casi no tuvo
tiempo de buscar pleitos. Sus soldados le hicieron correr la misma suerte que a
Enciso pero con un detalle, y de importancia, puesto que el navío en el que fue
despachado desapareció en el mar.
Estas querellas de autoridad y estas rivalidades eran ya una constante en el mundo
de los conquistadores, aunque la situación fuese de lo más precaria y el campo de
aplicación del poder en juego de lo más restringido. De todos modos había que
tomar precauciones para el futuro que cada uno esperaba muy favorable para sí,
aunque el presente podía parecer completamente incierto.
Vasco Núñez de Balboa había sido el alma de la conjura que había apartado
a Enciso. Poco después fue elegido alcalde de Santa María. Hidalgo de baja
alcurnia, nació también en Extremadura, en Jerez de los Caballeros, vino a
América con Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa durante uno de los «viajes
andaluces», exploró con ellos la costa de la Tierra Firme situada al oeste del cabo
de la Vela, es decir la costa atlántica de la actual Colombia. Al término de la
expedición, cayó preso junto con el resto de la tripulación en Santo Domingo,
porque Ovando los acusaba de haber incursionado sin autorización real en los
4 Para este período de la vida de Pizarro, véanse Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, op. cit., lib. II,
cap. LII y LXII-LXIII, Antonio de Herrera, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra
firme del mar océano, Buenos Aires, 1944, Década I, lib. VII-VIII, Francisco López de Gómara, Hispania Vitrix
o Historia General de las Indias, op. cit., Barcelona, 1954, 1ª parte, cap. LVIII, Gonzalo Fernández de Oviedo,
Historia general y natural de las Indias, Asunción, 1944, 2ª parte, lib. VII y Pedro Cieza de León Descubrimiento
y conquista del Perú, Roma, 1979, 1ª parte, cap. VI.
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
otras veces abriéndose paso a la fuerza, es decir sembrando el terror en los pueblos,
según la técnica de la época, con la espada, perros y detonaciones de armas de
fuego. En medio de la agobiante espesura y la humedad constante de una selva
tropical hostil, encontrándose con indios desconocidos, había que atravesar,
Francisco Pizarro
5 Véase María del Carmen Mena García, Sevilla y las flotas de Indias. La gran armada de Castilla del Oro (1513-
Al cabo de algunos días, los indios los atacaron, haciendo imposible cualquier
desembarco y, por ende, la búsqueda de alimentos. Como consecuencia de las
lluvias torrenciales en las montañas, pronto sobrevino una terrible crecida que
arrastraba árboles enteros. Cuando trataba de pasar de una embarcación a otra,
Juan de Tavira cayó accidentalmente al agua y desapareció en ella junto con el
tesorero de la expedición, Juan Navarro de Virués.
Pizarro se encontró pues a la cabeza de la expedición, en condiciones
tan dramáticas como la primera vez (en San Sebastián) en la que había
ejercido una jefatura. De acuerdo con sus hombres, agobiados, famélicos,
y desmoralizados, decidió regresar, por lo menos con los sobrevivientes,
42 pues cuando finalmente tocaron Santa María faltaba más de la mitad de los
efectivos de partida.
El fracaso fue estrepitoso. No obstante, para Pedrarias Dávila, en tanto que
gobernador, era esencial proseguir con las expediciones, traer oro y esclavos, los
dos productos más cotizados en la primera edad americana y de los cuales el
quinto del valor (el quinto real) correspondía a las Cajas Reales. Algunos meses
más tarde, en 1518, decidió entonces montar una nueva operación, pero en una
región que los españoles conocían, la de Abrayme, de donde algunos años antes
Luis Carrillo había regresado con varios centenares de cautivos. Como Pizarro
había sido su lugarteniente, el gobernador lo nombró esta vez capitán y jefe de
la expedición compuesta de unos cincuenta hombres. Éste daba así un nuevo
y decisivo paso en la jerarquía, y ya no debía su jefatura a la defección o a la
desaparición de su superior.
Ese operativo, en realidad bastante restringido en relación a las precedentes, fue
también un fracaso completo. No había oro, ni indios que capturar. Una vez más
los soldados se vieron obligados a comer sus caballos, cosa que se hacía sólo en
casos extremos.
Pizarro se había convertido en uno de los hombres de confianza del gobernador.
Sin más tardar se tuvo una nueva prueba de ello. Vasco Núñez de Balboa, cuyo
título oficial era adelantado del gobernador, es decir jefe de sus tropas, había
partido a la costa del Istmo. Ahí había fundado una pequeña ciudad aún en
devenir, Acla, y había emprendido la construcción de dos bergantines, con
madera transportada durante largas distancias a ombros de indios, muriendo
varios centenares de ellos. Su idea era ir por el Mar del Sur que había descubierto
algunos años antes, llevando a Pizarro de lugarteniente. En realidad, Pedrarias
tenía la sospecha de que Balboa abrigaba malas intenciones, en otros términos,
que quería partir hacia tierras desconocidas sin autorización y librarse así del
yugo de la autoridad del gobernador. Las tensiones entre los dos hombres no
eran nuevas y, con la esperanza de aquietarlas, el obispo del Darién, fray Juan de
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
Pizarro comandaba a los soldados que desembarcaban tanto para traer alimentos
indispensables como para efectuar misiones de exploración, a menudo arriesgadas.
En el regreso, se le encargó incluso tomar represalias, sin piedad según la moda
de esos tiempos, contra tal o cual cacique, por ejemplo contra el de Natá, que
Francisco Pizarro
había roto la paz con los escasos españoles que quedaron en el lugar6.
El regidor de Panamá
Pedrarias Dávila distaba mucho de tener la aprobación de todos sus administrados,
y para empezar por su manera de gobernar. Eran numerosos los que le reprochaban
en particular los graves excesos que había encubierto, y hasta aconsejado, durante
las expediciones enviadas hacia el interior del país. Sus opositores no arguían
razones humanitarias sino que insistían en que desde entonces el oro escaseaba
y los esclavos también. Las poblaciones autóctonas habían sido diezmadas por
las columnas precedentes, o habían huido a lo más profundo de la selva y a las
montañas en previsión del muy probable retorno de los españoles. De todas
maneras, hinterland de Santa María la Antigua era de muy difícil acceso y, por
6 Para mayores detalles sobre estas expediciones que a veces son tratadas por los cronistas de manera confusa,
incluso contradictoria, véase José Antonio del Busto Duthurburu, Pizarro, op. cit., pp. 89-101. De manera más
general, sobre Pedrarias Dávila y su gobierno, véase María del Carmen Mena García, Pedrarias Dávila o la ira
de Dios: una historia olvidada, Sevilla, 1992.
Francisco Pizarro
decirlo así, no parecía conducir a ninguna parte, por lo menos dentro de la lógica
colonial de la época. No asombra pues que Pedrarias se haya dado cuenta de que
la reciente apertura hacia el Pacífico constituía una gran oportunidad que no
podía dejar pasar. Partió para fundar una gran ciudad-puerto, en la costa del Mar
del Sur, con la intención de establecerse, y en consecuencia de desplazar hacia allí
el centro de gravedad de la joven colonia. Tuvo que enfrentar la abierta oposición
de una parte de los habitantes de Santa María la Antigua, para los cuales la
idea significaba en última instancia el languidecimiento de su ciudad y de los
intereses que se habían creado allí. Pedrarias Dávila hizo caso omiso de ello. El
15 de agosto de 1519 fundó su nueva capital, y la bautizó, teniendo en cuenta el
santoral, Nuestra Señora de la Asunción de Panamá.
44
Pizarro figura entre los primeros habitantes de la nueva ciudad. Muy cercano a
Pedrarias, éste lo llevó consigo en 1522, durante una expedición de exploración
marítima a lo largo de las costas, al término de la cual fundaron la ciudad de
Natá, por segunda vez porque un primer intento se había saldado con un fracaso.
Los indios sublevados habían desmantelado los establecimientos europeos antes
de recibir una pronta y viva respuesta española dirigida con mano de hierro por
Pizarro que conocía pues muy bien la región.
Al inicio de los años 1520, dos décadas después de su llegada a tierra americana, se
podría considerar que Pizarro había tenido éxito finalmente. Él, el oscuro bastardo
de Trujillo, olvidado en el testamento de su padre, el soldado sin hazañas de las
guerras de Italia y de las campañas de «pacificación» de La Española, el defensor
sacrificado del fortín de la punta Caribana, había alcanzado, finalmente, en la
sociedad por cierto reducida del Istmo, una notoriedad y un lugar envidiables.
Las numerosas expediciones en las que había participado desde hacía diez años,
con resultados muy desiguales, le habían valido una reputación de valentía, de
aguante, de espíritu de decisión, de eficacia contra los indios, con todo lo que
aquello podía significar en esa época. Aparentemente sin estados de ánimo,
siempre se mostró con una indefectible lealtad hacia sus jefes, cosa rara en su
medio, y pese a lo que pudiese a veces haberle costado. Eso se notó muy bien
durante el arresto de Vasco Núñez de Balboa.
Las recompensas se hicieron presentes. Pizarro tenía ahora el grado de lugarteniente
del gobernador, era su brazo derecho para los asuntos militares que en ese entonces
constituían el armazón de la joven sociedad americana. En reconocimiento a
sus méritos, Pedrarias Dávila le había atribuido una encomienda de indios. La
encomienda era un sistema heredado de la reconquista de Nueva Castilla y adaptado
a la situación americana desde los primeros años del siglo XVI. Un español se veía
«encomendar» —de ahí el nombre— un grupo de indígenas de variable tamaño
según los méritos por retribuir pero también según las posibilidades demográficas
de la región concernida. El encomendero tenía que tomar a su cargo y pagar la
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
Andagoya, su autoridad sólo fue nominal pues los indios de esta región aún no
«pacificada» rechazaban obstinadamente todo contacto con los españoles.
Además, la ciudad de Panamá acababa de ser fundada. ¿Qué representaba
entonces verdaderamente? Es difícil decirlo, pero recordemos la descripción
que hizo de ella unos ochenta años más tarde el jerónimo Diego de Ocaña,
cuando la ciudad desempeñaba un papel ineludible en el dispositivo español:
playas fangosas infestadas de innumerables caimanes siempre al acecho,
una humedad ambiental insoportable que hacía pudrir libros y lencería, una
continua pestilencia y miasmas que muy pocos soportaban, casas hechas aún
con tabiques mal ajustados que impedían cualquier intimidad, techos de paja
en donde anidaban escorpiones venenosos que caían al suelo en época de lluvias
diluvianas que anegaban las calles, toda suerte de enfermedades contra las cuales
no resistían los organismos debilitados por la larga travesía transatlántica y la
penosa caminata en el Istmo7. Todo aquello tenía que haber sido mucho peor
en 1520-1522. Según Gonzalo Fernández de Oviedo que vivió allí, en 1509 la
«ciudad» contaba apenas con setenta y cinco viviendas que él no llamaba casas
sino bohíos, su nombre indígena8.
En la actualidad es muy difícil decir, y sin duda imposible, hasta qué punto los
españoles llegados a las Indias en esa época se daban cuenta del salto cualitativo
que estaban dando, de qué manera experimentaban las dificultades que debían
enfrentar, las comparaciones que establecían entre el rincón de España donde
habían nacido y su nuevo anclaje americano.
¿Era capaz Pizarro, por sus orígenes, tal vez más que buen número de sus pares, de
relativizar muchas de las incomodidades que imponía en ese entonces el Nuevo
Mundo? No por ello debía estar menos decidido a tentar, hasta sus consecuencias
46 más extremas, tal como ya lo había demostrado muchas veces, la suerte que
estaba corriendo desde hacía tantos años. De todos modos, la dinámica de la
Conquista reside primero en la búsqueda desenfrenada, en el sentido fuerte de
este término, de perspectivas y de una fortuna más tentadoras, de condiciones
siempre más favorables, de un futuro que se anuncie bajo mejores auspicios. En
otros términos, la más hermosa de las conquistas era siempre la que estaba por
hacerse, aquella hacia la cual se iría más tarde en las tierras que quedaban por
descubrir.
Desde este punto de vista, en el momento del que estamos hablando, esto es
inicios de los años 1520, un importante acontecimiento acababa de producirse que
reforzaba a la vez lo que acabamos de decir, pero también cambiaba radicalmente
todo el orden americano. El 10 de febrero de 1519, pasando por encima de los
mandatos del gobernador de Cuba, Hernán Cortés, otro hijo de Extremadura,
de Medellín, había partido hacia el norte del continente. El 8 de noviembre del
mismo año, por las tierras altas, había llegado a Tenochtitlán, la capital azteca, y
ahí, se produjo el deslumbramiento! Ya no se trataba de aldeas con chozas de paja
dispersas en la gran selva ni de pueblos palafitos al borde de las lagunas, sino de
ciudades populosas, una inmensa capital, con palacios, templos, esculturas, joyas
a profusión, mercados, red de comunicaciones. Algunos osaron comparar todo
aquello con lo mejor que habían visto en España y en Italia, y no dudaron en
poner en paralelo su conquista con las más famosas epopeyas de la Antigüedad.
No más caciques enemigos entre sí, sino un emperador y reyes acompañados de
innumerables cortesanos, reinando sobre multitudes infinitas acostumbradas a
obedecer, a servir y a producir. Unas perspectivas de dominación inauditas. Una
oportunidad inimaginable para aquellos que, uniendo coraje, audacia y cálculo,
supieron hacerse dueños de semejante imperio.
8 Citado por María del Carmen Mena García, La sociedad de Panamá en el siglo XVI, Sevilla, 1984, p. 57.
Sobre los inicios de la ciudad de Panamá, véase también, de la misma autora, La ciudad en un cruce de caminos
(Panamá y sus orígenes urbanos), Sevilla, 1992.
Veinte años de aprendizaje americano (1502-1522)
Frente a esto, Panamá sólo podía parecer más miserable. Aquello que había
podido parecerse al éxito se encontraba relativizado y reducido a cantidad
verdaderamente deleznable. ¿Contentarse con ello o concebir otras ambiciones?
En vez de malcomer en el Istmo, pues el norte ya estaba tomado, ¿por qué no
tentar fortuna hacia el sur esta vez, la única dirección todavía inexplorada?
47
Biografía de una conquista
Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
48
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
Segunda parte 49
el triunfo de una
increíble voluntad
Biografía de una conquista
Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
50
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
3 51
1522. Pizarro tiene cuarenta y cinco años o un poco más, hoy en día la plenitud de
Francisco Pizarro
1 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, op. cit., 3ª parte, lib. VIII, Proemio.
Francisco Pizarro
el país adonde habían partido de exploración, sobre lo que Andagoya llamaba “el
viaje del Perú”, cuando en realidad tan sólo había bordeado la costa noroeste de
la actual Colombia. La palabra Perú (Pirú o Perú) provenía, parece ser, de Birú,
nombre de un cacique rico en oro y en perlas que, según los indios, vivía por allá,
Francisco Pizarro
en el sur, y de quien los españoles habían escuchado hablar durante sus primeras
exploraciones en la costa del Pacífico2.
¿Mito? ¿Realidad? ¿Tenían los indios un conocimiento confuso de este lejano
Birú? O bien, como aquello ocurrió tantas veces durante la Conquista, ¿no era
esta sino una manera de deshacerse de los españoles recién llegados? En todo
caso, la vía estaba más despejada que la de Nicaragua, en ese entonces objeto de
una competencia de intensas ambiciones.
Los cronistas del siglo XVI, en su mayoría, se han detenido complacientemente,
con algunas variantes, en un episodio que estimaban significativo e incluso
simbólico. En mayo de 1524, en la iglesia de Panamá en ese entonces bastante
modesta, Pizarro y Almagro habrían asistido a una misa celebrada por Luque.
Éste habría partido una hostia y los tres habrían comulgado entonces para dar
fe, ante Dios y ante los hombres, de su lealtad y de su compromiso solidario en
2Miguel Maticorena Estrada, «El vasco Pascual de Andagoya, inventor del nombre del Perú», Cielo abierto, V,
Lima, 1979.
Francisco Pizarro
la nueva empresa que se habían fijado3. Gómara precisa incluso que se habrían
jurado fidelidad sobre las Santas Escrituras, pase lo que pase4.
La escena impresionó las imaginaciones, más aún, evidentemente, cuando
se conoce el desenlace. Hoy en día los historiadores son más circunspectos.
Retomando una serie de argumentos desarrollados por especialistas reconocidos,
Rafael Varón Gabai, a quien se debe un estudio profundizado de los aspectos
económicos de la trayectoria de Pizarro en el Perú, emite serias dudas en cuanto
a este episodio, así como sobre la implicancia financiera de Luque, a quien
habitualmente se presenta como el financista de la empresa. Hace notar varias
cosas. El único documento que ha llegado hasta nosotros sobre la constitución de
la Compañía del Levante es una copia tardía de 1526, cuya autenticidad ha sido
54
cuestionada de manera convincente. Además, apenas una década más tarde, los
herederos de Luque, fallecido en 1534, no mencionaron nunca en sus trámites
contrato alguno, cuando la existencia de tal documento habría podido valerles
ventajas considerables. Rafael Varón Gabai insiste asimismo en el hecho de que
el principal financista de la operación puede muy bien haber sido en realidad el
licenciado Espinosa, uno de los hombres más conocidos y más ricos de Panamá en
esa época, pero cuya posición en relación a Pedrarias Dávila, de quien era alcalde
mayor, lo ponía en una situación delicada. No es pues imposible que Luque,
quien de todos modos participaba en la empresa, le haya servido de pantalla. Para
terminar, no olvidemos que el proyecto requería muchísimo dinero y que los
intereses comprometidos en esta empresa iban de una manera o de otra, mucho
más allá de los tres socios, Pizarro, Almagro y Luque5.
3 Véase el relato que hace Antonio de Herrera, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra
firme del mar océano, op. cit., Década III, lib. VI, cap. XIII.
4 Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, tomo I, op. cit., 1ª parte, cap. CVIII.
5 Rafael Varón Gabai, La ilusión del poder. Apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del Perú, Lima,
2ª edición, 1997, pp. 44-50. El autor se basa en particular en los estudios de Mellafe, Lockhart, Porras
Barrenechea y Lohmann Villena.
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
era poco, en razón de su precio quizás o, con más seguridad, de la falta de espacio
a bordo—, y un perro de guerra.
Enrumbando en dirección del sureste, los dos navíos se hicieron a la vela hacia
la costa descubierta algún tiempo atrás por Pascual de Andagoya, hacia el país
Francisco Pizarro
para dejar lo más que podían a los hombres de Pizarro, ella se había visto reducida
a comer el cuero de la bomba de bordo, previamente hervido.
Una vez que se olvidó el hambre y las fuerzas regresaron, Pizarro hizo una incursión
hacia el interior, pero no encontró nada. Entonces dio la orden a sus hombres
de reiniciar el avance hacia el sur. En recuerdo de los sufrimientos que pasaron,
decidieron desbautizar el lugar. La desembocadura del río de los Mártires sería
inscrita en adelante en la historia como Puerto del Hambre.
La continuación de la navegación no trajo ningún rayo de esperanza. La expedición
sólo encontraba manglares, un interior montañoso, inhóspito y de difícil acceso,
nubes de mosquitos que se abatían sobre los soldados y les daban apariencia de
leprosos, todo esto bajo una incesante lluvia tropical que hacía pudrir la ropa y los 57
sombreros. Algunos escasos signos de vida humana llevaban a veces a la vanguardia
hacia el corazón de una selva tan espesa que los hombres caminaban en una suerte
de penumbra. Los senderos indios no llevaban a ninguna parte, o sino hacia
pueblos prácticamente abandonados. Excepcionalmente, la expedición encontraba
joyas de oro fino, pero en una ocasión los españoles se toparon con comidas de
carne humana en preparación. A veces, tenían lugar sangrientas escaramuzas,
como cuando Montenegro se había adelantado en las tierras para capturar indios
destinados a hacer trabajar la bomba en la cala del barco.
Biografía de una conquista
Además de esos tormentos, un nuevo peligro se hacía cada día más acuciante.
El Santiago, cuyo casco estaba carcomido incluso desde antes de la partida,
hacía agua por todas partes. Cada vez con mayor fuerza los hombres reclamaban
Francisco Pizarro
pueblos del interior. El peligro estaba por todo lado. Durante un enfrentamiento
en las inmediaciones del fortín, Pizarro se encontró aislado, cayó sobre el suelo
en pendiente y recibió varias heridas, una de ellas en la cabeza que le hizo perder
el conocimiento, al punto que los indios lo dieron por muerto. Sus soldados lo
trajeron al fortín aunque ellos también creyeron en su deceso, pero poco a poco
Pizarro recuperó el conocimiento a pesar de encontrarse muy debilitado.
Desde aquel momento le fue imposible resistir a la presión que, desde hacía
mucho tiempo ya, los hombres ejercían sobre él para regresar. Entonces dio la
orden tan esperada de partir hacia al norte, pero exigió que no lo llevaran a él
hasta Panamá. Sin duda no quería reaparecer en tan lastimoso estado, habiendo
fracasado, y teniendo que rendir cuentas a sus financistas que habían invertido
58
en el negocio más de diez mil ducados de Castilla.
Pizarro ignoraba que entretanto su socio y amigo Almagro había fletado un
nuevo navío, el San Cristóbal, con unos sesenta soldados, con el objetivo de
partir en su búsqueda, porque nadie sabía en Panamá lo que le había sucedido
a la expedición. Sin mayor dificultad encontraron las huellas del paso de los
hombres del Santiago pero no vieron a ningún español, y llegaron así hasta el
fortín del río de la Espera que Cieza llama Pueblo quemado. Diego de Almagro
trató de tomarlo por asalto, llevando consigo a unos cincuenta hombres, muchos
de los cuales terminaron retrocediendo ante los clamores de los indios y sus
feroces pinturas. Almagro, igual que Pizarro estuvo a punto de perder la vida en
el mismo sitio. Cuando llegó a la empalizada, un indio le dio con un flechazo que
lo hirió gravemente en un ojo y, si no hubiese sido por la sangre fría de un esclavo
negro que lo acompañaba, muy probablemente habría sido muerto.
Su estado de salud y el resultado infructuoso de sus búsquedas llevaron a
Almagro a regresar a Panamá, él también presionado por sus hombres quienes,
en el momento de reembarcar, dice Cieza de León, no paraban de maldecir a ese
país que parecía hecho más para los demonios que para la habitación humana.
En cuanto llegaron al archipiélago de las Perlas, Almagro supo del retorno
del Santiago y de sus sobrevivientes quienes, junto con su jefe, esperaban en
Chochama. Era mediados del año 1525. Hacía más de seis meses que Pizarro y
los suyos habían dejado Panamá. Almagro se dirigió a Chochama y se reencontró
efusivamente con su compañero que estaba en bastante mal estado. A pesar
de todo, éste no quiso quedarse ahí. Convenció a Almagro para que regrese a
Panamá, repare el Santiago y el San Cristóbal, reclute nuevos soldados que, con
los refuerzos traídos por Almagro y los veteranos del primer viaje, constituirían
la tropa de un nuevo intento6.
6 Para mayores detalles sobre el primer viaje, véanse Crónica rimada o relación de la conquista y descubrimiento
que hizo el governador don Francisco Piçarro en demanda de las provincias que agora llamamos Nueva Castilla,
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
sobre todo porque las versiones son divergentes. Algunos afirmaron que, frente
a la voluntad de Pedrarias Dávila de nombrar a un tercero al lado de Pizarro,
Luque y Almagro se habrían arreglado para que este último fuera en definitiva
nombrado, con el fin de que no se le escapara nada a la Compañía del Levante.
Francisco Pizarro
Otros hasta sospechaban que Almagro, a pesar de sus negativas cuando la cosa le
fue anunciada, tenía que ver secretamente con el origen de este nombramiento
bastante sorprendente, y contrario a los usos de la época, pues correspondía al
jefe, y sólo a él, designar, eventualmente, un lugarteniente.
Diego de Almagro volvió a partir hacia Chochama a fines del año 1525 con los
dos mismos barcos, el Santiago y el San Cristóbal y dos botes de desembarco
servidos por veinte remeros —sin duda esclavos indios —, ciento diez soldados,
algunos caballos y, algo nuevo en relación al primer viaje, varios arcabuces.
El reencuentro de Almagro y de sus refuerzos, por un lado, de Pizarro y de los
cincuenta hombres que le quedaban, por otro, dio lugar a emotivas escenas, sobre
todo entre los dos jefes que se abrazaron efusivamente. ¿Qué pensó Pizarro del
inesperado nombramiento de su socio como segundo capitán? No se sabe. Corrió el
rumor de que estuvo notablemente afectado por ello, y escondió su furia pero no lo
Lima, 1968; Gonzalo Fernández de Oviedo, op. cit., 3ª parte, lib. I-V; Francisco de Jerez, Verdadera relación
de la conquista del Perú y provincia del Cuzco llamada Nueva Castilla, Madrid, 1947; Antonio de Herrera, op.
cit, Década III; Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. I-VIII; Raúl Porras
Barrenechea, Cartas del Perú (1524-1543), Lima, 1959, pp. 13-18.
Francisco Pizarro
olvidó para nada. En todo caso no dejó traslucir cosa alguna cuando se hizo pública
ante la tropa la decisión del gobernador. Según toda verosimilitud, Pizarro no
estuvo convencido de la buena fe de su socio, y se dedicó en los hechos a demostrar
que seguía siendo el único patrón de la empresa.
Esta vez, la expedición tuvo como primer objetivo el Río de la Espera, el punto
más adelantado del primer viaje y de siniestro recuerdo para Pizarro y Almagro.
Los indios habían vuelto a tomar el fortín y daba la impresión de que los
estaban esperando allí a los españoles. En realidad estos querían a la vez vengar
su desventura pasada, reducir un bolsón de resistencia que podía plantearles
problemas en el futuro y convencer a los indígenas de la región de la naturaleza
60 de su determinación. Después de algunos días de duros combates no quedó ni un
solo indio y, poco antes de la partida de los españoles, el fortín fue incendiado,
razón por la cual el lugar fue llamado desde entonces Pueblo quemado.
La navegación enrumbó hacia el sur. Los españoles encontraron algunos pueblos
indios en donde se reaprovisionaron y sufrieron varias emboscadas duramente
reprimidas. Siempre avanzando, cruzaron las desembocaduras de tres ríos
que fueron bautizados como el San Nicolás, el Río de los Egipcianos, porque
terminaba, como el Nilo, en un delta infestado de caimanes, y el Cartagena. Esta
parte ya había sido explorada por Almagro durante su expedición de auxilio. Más
allá venía lo desconocido. Pronto los dos navíos tuvieron a la vista un nuevo río,
más imponente que los anteriores, el San Juan. A diferencia de las otras escalas,
allí encontraron indios, les quitaron el oro —de un valor de quince mil ducados
de Castilla— y se hicieron de cautivos destinados al mercado de Panamá. No
obstante, la esperanza fue de corta duración. Las poblaciones locales no tardaron
en abandonar sus pueblos y las incursiones de los españoles río arriba provocaron
sangrientas escaramuzas.
Entonces Pizarro decidió establecer un campamento sobre una isla desierta y
fácil de defender, situada en la desembocadura, la isla de la Magdalena. De ahí,
la expedición avanzó hacia el sur y, para sorpresa suya, descubrió un extraño país
en el que los indios vivían en los árboles de la selva. Para desalojarlos, las ballestas
fueron de una temible eficacia, pero los soldados españoles tuvieron que trepar
a menudo de rama en rama y combatir ahí en condiciones de extrema dificultad
para ellos. Era el precio a pagar para conseguir las indispensables reservas de maíz
que los indios almacenaban en sus chozas encaramadas ahí arriba.
A pesar de ciertos éxitos, la expedición marcaba el paso. Requería más medios,
más hombres y más provisiones. Pizarro pensó entonces en enviar a Almagro
a Panamá, en el Santiago, para buscar refuerzos. Mientras tanto, el piloto
Bartolomé Ruiz de Estrada proseguiría con el San Cristóbal una navegación de
reconocimiento hacia el sur. Pizarro, a la cabeza de los hombres que le quedaban,
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
pensaba consolidar su dominio en el valle bajo del río San Juan y continuar
buscando oro en los pueblos. La empresa se reveló arriesgada.
Diego de Almagro se dirigió primero hacia la isla de Taboga en setiembre de
1526, es decir unos nueve meses después de su partida para el sur. En mejor
posición que nadie para conocer la actitud ambigua de Pedrarias Dávila frente
a la expedición, indudablemente no le causó molestia saber que éste había sido
remplazado en sus funciones de gobernador por un tal Pedro de los Ríos de quien
no sabía nada. Un intercambio de cartas con Hernando de Luque le confirmó
que el nuevo gobernador era uno de sus amigos. Además, cuando Almagro tocó
finalmente Panamá, Pedro de los Ríos vino a recibirlo a la playa, lo alentó en
su misión y, sobre todo, confirmó los títulos otorgados por Pedrarias a los dos
61
capitanes. El lugarteniente de Pizarro pudo pues reclutar sin problemas a unos
cuarenta hombres recién llegados de España. Compró seis caballos adicionales,
diversos equipos, medicamentos, cargó el barco con alimentos y, en los primeros
días de 1527, volvió a partir hacia la desembocadura del San Juan.
Entretanto, Bartolomé Ruiz de Estrada había bogado hacia el sur. En dos meses
de navegación, había alcanzado y dejado atrás la bahía de San Mateo, el Río de
las Esmeraldas, al noroeste de la actual república del Ecuador y, por primera vez
en la Historia, un barco español había cruzado en el Pacífico al sur de la línea
Biografía de una conquista
equinoccial.
Sin embargo, el hecho más notable de este viaje de reconocimiento no se produjo
en tierra. Un día, en alta mar, los marinos divisaron una gran vela latina que
tomaron primero, para gran sorpresa suya, por la de una carabela. En realidad, se
Francisco Pizarro
trataba de una balsa de gran tamaño bien habilitada, con un pequeño castillo, un
timón y una tripulación de diez indios. Los españoles apresaron la embarcación
y estuvieron completamente maravillados al descubrir, y en gran cantidad, un
verdadero cargamento de productos muy diversos: objetos y adornos de oro, de
plata, mantas, ropa de lana y de algodón delicadamente trabajada, collares de
perlas realzados de esmeraldas y de piedras finas, una especie de balanza para
pesar el oro y muchas conchas rojas. Bartolomé Ruiz de Estrada y los suyos
acababan de encontrar, por azar, a mercaderes provenientes del sur, e ignoraban,
evidentemente, que dichas conchas rojas, los spondylus, llamadas mullu
por los indios, constituían en esa región la moneda habitual para tal tipo de
transacciones.
Desde luego, el botín y la tripulación fueron llevados a la desembocadura del San
Juan en donde, a pesar de las dificultades de la barrera de los idiomas, Pizarro
y los suyos comprendieron que tenían por fin presente un signo manifiesto
de la existencia, más al sur, de un mundo muy diferente y cuán prometedor.
Seguramente no debía parecerse en nada a las orillas inhóspitas y apenas pobladas
de indios «bárbaros» sobre las cuales, desde hacía meses, batallaban por muy
Francisco Pizarro
escasos resultados. Ahora, el objetivo estaba sin duda próximo. En todo caso, el
sueño tomaba las formas concretas de la realidad.
Cuando Bartolomé Ruiz de Estrada retornó a las orillas del río San Juan, la
buena nueva sirvió como un poco de bálsamo para el corazón de los hombres
que se habían quedado con Pizarro. Durante estos dos meses, las cosas casi no
habían mejorado para ellos. En cierta ocasión, un bote en donde se encontraban
catorce españoles fue sorprendido en marea baja por los indios y no quedó ningún
sobreviviente. El agotamiento, las fiebres y el desaliento eran cosa común. Muchos
soldados murieron de enfermedades o devorados por los caimanes al momento
de pasar los ríos. En cuanto a los sobrevivientes, «odiaban la vida y desearían
62 más bien morir que verse en el estado en el que estaban». En sus conversaciones,
acusaban a Pizarro de retenerlos contra su voluntad en tan inhóspitas comarcas y
habrían querido regresar a Panamá pero no se atrevían a hacerlo, tanto por miedo
como por vergüenza de regresar miserables a su punto de partida. Pizarro lo sabía,
pero se hacía el que no veía nada.
El retorno de Almagro con víveres y refuerzos volvió a dar algún aliento que
Pizarro aprovechó para ordenar la prosecución del viaje. Los dos barcos tocaron
sucesivamente la isla del Gallo en la bahía de Tumaco, al sur de la actual Colombia,
la desembocadura del Santiago y luego el noroeste del Ecuador de hoy. Un día se
encontraron con una verdadera flotilla de balsas semejantes a la que había traído
Bartolomé Ruiz de Estrada. Aquello vino a confirmar sus esperanzas, pero las
condiciones del viaje seguían siendo siempre duras. Cuando ponían pie en tierra
y pasaban la noche allí, los hombres se veían obligados a enterrarse bajo la arena
para tratar de escapar de los mosquitos.
Los españoles llegaron enseguida frente a una aldea, Atacames. Tuvieron que
batallar duro, atacar con los caballos y disparar los arcabuces para propiciar
en los indios mejores sentimientos hacia ellos. Si la tropa pudo alimentarse a
saciedad, cosa que no hacía desde mucho tiempo atrás, el botín, una vez más, era
irrisorio. La esperanza suscitada por el retorno de Bartolomé Ruiz de Estrada no
desembocaba en nada concreto y el descontento que se incubaba en los hombres
se hacía cada vez más profundo. Recordemos que hacía casi año y medio que
habían partido. Su decepción debía estar a la medida de sus sacrificios, de las
esperanzas que había hecho nacer Bartolomé Ruiz de Estrada, pero también
proporcional a los hipérboles que, sin escatimar, debieron usar los jefes en sus
discursos para convencer a la tropa de volver al trabajo una vez más, la última
antes de ir finalmente al encuentro de la fortuna y de la gloria. Los hombres, en
su mayoría, eran de opinión de regresar a Panamá y retornar con refuerzos.
La situación se puso muy tensa. Los nervios estaban a flor de piel. Almagro
se mostró excesivo con aquellos que querían volverse. Les expuso que allá se
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
verían reducidos a pedir limosna o acabarían en prisión por deudores. Sin llegar
a defenderlos públicamente, Pizarro, exasperado, hizo notar a su segundo que
hablaba con facilidad pues había pasado la mayor parte de los dos años precedentes
en Panamá o en barcos de enlace. Almagro se sintió insultado, le dijo en su cara
a Pizarro que fuese él a buscar los refuerzos mientras que él se quedaría de buena
gana junto con los hombres. El tono subió. Los dos socios terminaron por meter
mano a la espada. Bartolomé Ruiz de Estrada y Nicolás de Ribera les impidieron
pasar a mayores, y los dos capitanes finalmente aceptaron reconciliarse. Aunque
en los hechos no ocurrió lo irreparable, en las mentes sí fue diferente. Pizarro
consideró, por muchas razones, que más valía que Almagro retorne a Panamá en
la primera oportunidad, mientras que él se quedaría con la tropa, fiel en ello al
comportamiento que ya había demostrado varias veces. 63
En un primer momento, la expedición volvió sobre sus pasos por tierra siguiendo
la costa en dirección al norte, luego, para mayor seguridad y para dar un respiro
a sus hombres —apenas quedaban ochenta—, Pizarro los hizo pasar a la isla del
Gallo explorada a la ida y en donde tuvieron que permanecer en definitiva tres
meses, de junio a agosto de 1527. Tal como estaba previsto, envió a Almagro para
Panamá a traer víveres, municiones y refuerzos. Le encargó también una carta para
el gobernador, en la que, extrapolando sobre el cargamento de la balsa interceptada
por Bartolomé Ruiz de Estrada, describía de la mejor manera las tierras, según él
Biografía de una conquista
7 Para sus biografías, véase José Antonio del Busto Duthurburu, Los trece de la Fama, Lima, 1989.
Francisco Pizarro
Tafur. Este era mandado por el gobernador Pedro de los Ríos alarmado por el
contenido de las misivas que habían debido entregarle y más aún por el costo en
hombres de estos viajes, hasta el punto que Hernando de Luque, a pesar de todos
sus esfuerzos, no lograba hacerlo cambiar de opinión. En realidad, Juan Tafur
tenía efectivamente por expresa misión regresar con los hombres que quisieran
seguirlo. Según toda verosimilitud, Pizarro no compartió de manera alguna el
entusiasmo de sus soldados, que lloraban de alegría y bendecían al gobernador
cuando vieron llegar el barco de Tafur que, además, traía un cargamento de maíz.
¿Por qué intervenía el gobernador en un asunto en el cual él, Pizarro, era el único
jefe ? ¿Otra vez Almagro había urdido algo? ¿Buscaban el fracaso de su empresa o
privarlo de una conquista en la que, a pesar de todo, él creía todavía?
64
Aquí se sitúa uno de los episodios más célebres de la Conquista americana, que
los cronistas, durante unos ochenta años, y los historiadores, durante siglos, se
han complacido en repetir, incluso si su veracidad es bastante dudosa. No tiene
importancia pues impresiona la imaginación e inscribe, con cierta teatralidad,
el carácter de los hombres en el linaje de los más grandes momentos de una
epopeya digna de la Edad Antigua. Al término de una discusión tensa sin duda
durante la cual, en una playa de la isla, Juan Tafur le había notificado que deje
regresar a Panamá a los hombres que lo soliciten, Pizarro se habría dirigido a los
soldados reunidos y les habría dicho que los dejaba en libertad de regresar. Por su
parte, fiel a su línea de conducta, a él le parecía peor que la muerte volver pobre a
Panamá en donde no los esperaba nada. Si bien les concedía que habían soportado
hambre y miserias bajo sus órdenes, forzosamente tendrían que reconocer que
él nunca se había puesto a salvo y siempre había sido el primero en padecerlos.
Luego, en un hermoso arranque oratorio, recordando las promesas de la balsa
que encontró Bartolomé Ruiz de Estrada, Pizarro habría invitado a los presentes
a continuar secundándolo.
Desenvainando la espada, habría marcado una línea sobre la arena, y había
propuesto pasarla a aquellos que, en vez de la oscuridad y de la miseria seguras de
Panamá, preferían el oro y la gloria venidera del Perú. A pesar de este discurso,
la tropa no quiso saber nada y presionó a Tafur para partir. Según la tradición,
trece hombres atravesaron la línea trazada por su jefe. La historia de la Conquista
los conoce bajo el nombre de Los Trece de la Fama: cinco andaluces (Nicolás de
Ribera el Viejo, Cristóbal de Peralta, Pedro de Halcón, García de Jarén, Alonso
de Molina), dos castellanos (Antón de Carrión, Francisco de Cuéllar), dos de
Extremadura (Juan de la Torre, Gonzalo Martín de Trujillo), un leonés (Alonso
Briceño), un griego (Pedro de Candia), un vasco (Domingo de Soraluce), y un
soldado de origen desconocido (Martín de Paz)8.
8Para mayores detalles sobre el segundo viaje, véanse las crónicas citadas en la nota 6 y al Inca Garcilaso de la
Vega, Historia general del Perú, lib. I, cap. X-XIII.
En busca del Perú: las dos primeras expediciones (1524-1528)
Bartolomé Ruiz de Estrada estaba de regreso. Aunque parece ser que había
escogido permanecer con su jefe en la playa de la isla del Gallo, el piloto había
partido con Juan Tafur, quizás a iniciativa de Pizarro mismo.
Almagro, luego Tafur y los que lo acompañaban habían llegado a Panamá en un
Francisco Pizarro
contexto muy particular. Pedrarias Dávila había regresado algún tiempo atrás
a la capital de Castilla del Oro en una posición bastante difícil. Su gestión en
Nicaragua y en Panamá era cuestionada por la misma Corona, y el desenlace de
su juicio de residencia, a saber la investigación realizada sobre el comportamiento
de los funcionarios reales al término de su mandato, se anunciaba para él
bastante arriesgada. Como estaba indudablemente preocupado por otros muchos
problemas más urgentes, Almagro y Luque supieron convencerlo, por medio de
un acuerdo financiero, de desentenderse de la Compañía del Levante. Desde el
comienzo fue uno de sus miembros pero, ocupado por otros proyectos, casi no
le había prestado atención hasta entonces y debía incluso mucho dinero a sus
socios.
Libres de toda preocupación en cuanto a este tema, Almagro y Luque tuvieron
también que defender su causa ante el gobernador Pedro de los Ríos quien, como
es sabido, les era favorable y lo había demostrado, pero la expedición de Pizarro
se dilataba, sin resultados probatorios. Su costo ya era preocupante, no sólo en
dinero y en productos escasos, y por ende caros, en el mercado del Istmo que no
estaba casi provisto, pero era un problema que concernía en primer lugar a los
Francisco Pizarro
un esclavo negro, a regalarle al jefe local una pareja de cerdos, un gallo y algunas
gallinas. Molina habló a su regreso, de una fortaleza llena de riquezas y rodeada
de seis o siete muros de defensa, Pizarro mandó desembarcar, para asegurarse,
al griego Pedro de Candia, el artillero de la expedición en quien tenía plena
confianza. Éste, con casco y revestido de su cota de mallas, fue enviado para
hacer a los indios una demostración de sus talentos de arcabucero, demostración
bastante exitosa ya que espantó a los espectadores. Traspasó de una sola bala un
grueso tabique de madera, y más tarde logró casi un milagro. El ruido de un
nuevo estampido lanzó a los indios al suelo, pero sobre todo detuvo de inmediato
la acometida de un puma y de un jaguar que habían sido soltados contra él.
Fuertemente impresionados, los indios acompañaron a Pedro de Candia a bordo
con numerosos presentes para su jefe y sus compañeros. 67
El viaje hacia el sur prosiguió sin dificultad. De tarde en tarde, los soldados
desembarcaban y el hombre encargado del estandarte real, Antón de Carrión,
tomaba posesión de esas nuevas tierras en nombre del emperador, rey de Castilla.
Tocaron así los alrededores de Paita, la isla Foca, rodearon el desierto de Sechura,
llegaron a la isla de Lobos de Tierra para después descender a lo largo de la
costa hasta la desembocadura del río Santa, esperando encontrar una ciudad
llamada Chincha que había sido objeto de grandes elogios por parte de los indios
Biografía de una conquista
de Molina a quien habían tenido que dejar en tierra durante una escala porque
como el viento se había levantado, no fue posible subirlo a bordo. Más tarde la
expedición fue suntuosamente recibida por una cacique, la Capullana. En honor
de los recién llegados ella ofreció una recepción que los dejó deslumbrados. Un
soldado, Pedro de Halcón, se enamoró perdidamente de ella y, parece ser que fue
recíproco. Le pidió incluso a su jefe que lo deje con los indios hasta el próximo
viaje que no dejaría de realizarse, pero su petición fue rechazada. Más lejos, en
Paita, hubo nuevamente una nueva recepción muy amistosa por parte de los
caciques locales, con intercambio de regalos y grandes banquetes. Un marino,
de nombre Ginés, se quedó en Paita a su solicitud. Alonso de Molina quiso
permanecer en Tumbes, y Pizarro aceptó, con la idea de que aprendería la lengua
y los usos de los indios, muy útiles en la perspectiva de la futura expedición que,
ahora sí era seguro que se llevaría a cabo. Por cierto, con esta idea Pizarro se llevó
consigo a varios jóvenes indios que le habían regalado y de quienes pensó hacer
sus intérpretes para el futuro.
El retorno se efectuó sin tropiezos, aunque Pizarro casi se ahoga un día porque
zozobró el bote en el que iba para tomar posesión de una playa. A la altura del
Francisco Pizarro
ecuador, los españoles encontraron varias balsas de indios, a veces otros, desde
tierra, vinieron a ofrecerles suntuosos presentes. Pizarro había visto ya bastante
sin duda, y pidió a sus hombres enrumbar a la isla de la Gorgona en donde
encontraron sólo a dos de los tres compañeros que habían dejado. El tercero
había muerto en el intervalo, y luego se hicieron a la vela, finalmente, hacia
Panamá.
El barco tocó sus orillas en el mes de marzo de 1528, casi al cabo de los seis meses
fijados por el gobernador. Como había partido para su primera expedición en
noviembre de 1524, hacía más de tres años que Pizarro había dejado la capital
de Castilla del Oro. Para sus hombres, el hambre, el sufrimiento, la muerte y
68 la desesperación habían estado presentes a menudo, pero él no había cedido
nunca. ¿Por qué estaba convencido de un desenlace favorable? ¿Simplemente por
terquedad o por orgullo de no regresar miserable y derrotado a Panamá?
Pizarro fue recibido con honores. Pedro de los Ríos, en particular, le testimonió
su admiración. Fiel a sí mismo, mientras que en la ciudad todos hablaban de sus
hazañas y querían festejarlo, Pizarro permaneció recluido y silencioso durante una
semana. Poco le importaba ahora la vanidad de tal agitación. Las adversidades,
los muertos y los sufrimientos quedaban atrás. Había triunfado la tenacidad.
Aunque parezca imposible, existía el Perú. El camino estaba abierto ahora pero
todo quedaba por hacerse. Se acabaron los banquetes, los intercambios de regalos
con los caciques y la navegación de exploración a lo largo de las costas, ahora
había que pensar en la otra etapa: la de la Conquista.
La larga preparación del asalto (1528-1532)
69
4
La larga preparación del asalto
(1528-1532)
Biografía de una conquista
embargo suscitó mucho entusiasmo, pues desde que se separaron en la isla del
Gallo, Pizarro, y sobre todo sus hombres, tenían mucho que contar. Los objetos
preciosos, las telas delicadamente tejidas y de magníficos colores, las cerámicas,
los indios destinados a ser intérpretes, los extraños «carneros», mucho más altos
de patas que los de España, de largos cuellos y grandes orejas —las llamas—,
todo lo que había sido traído no podía sino alimentar las conversaciones. Cieza
de León, por ejemplo, cuenta que en la ciudad «no se hablaba más que del Perú».
No se cansaban todos de elogiar a Pizarro y su indomable voluntad frente a las
más terribles adversidades y en el más increíble abandono.
Aunque sin duda se deba moderar la importancia de ese triunfo panameño,
recordando las dimensiones bastante modestas de la ciudad en esa época, no por
ello deja de ser cierto que las últimas noticias provenientes del Sur cambiaban
radicalmente muchas cosas. La confirmación de la existencia del Perú y de sus
riquezas —evidentemente amplificadas por el relato de los hombres y luego por
el rumor— equivalía prácticamente a la apertura de un nuevo mundo. Era un
descubrimiento que para todos, en Panamá, representaba sin duda el equivalente
de lo que había ocurrido diez años antes cuando Cortés y los suyos pusieron el
pie en Nueva España.
Francisco Pizarro
diferentes puntos con precisión totalmente notarial. Había pues que tratar con
el rey y su entorno.
Hernando de Luque, acostumbrado al mundo de los negocios, opinó que era
necesario enviar a la Corte a una persona con experiencia. Pensó en Diego del Corral
quien pronto iba a regresar a España. Del Corral era licenciado en derecho y desde
hacía muchos años, había estado encargado en el Istmo de diversas, y a veces muy
delicadas, negociaciones. Además, era un viejo conocido y un amigo de Pizarro.
Se habían visto por primera vez en el barco de Martín Fernández de Enciso que
Pizarro había encontrado por gran azar después de que junto con sus compañeros,
hubo abandonado, en el estado en que se sabe, el fortín de San Sebastián. Después,
los dos hombres se conocieron mejor en Santa María la Antigua. 71
El interés de esta elección radicaba también en que con del Corral, que pertenecía
a la Compañía del Levante, se podía esperar que no buscase aventajar ni
perjudicar a nadie. Diego de Almagro tuvo una opinión diferente. Considerando
que Pizarro había sido el gestor del asunto, el jefe de las sucesivas expediciones y,
en suma, el elemento determinante del éxito, estimó que era él quien debía ir a
España, además de que así se ahorraría la retribución evidentemente elevada que
se habría tenido que entregar a Diego del Corral.
Biografía de una conquista
les tocaría a los tres socios? Luque, además, veía más allá y quería impedir que
eventualmente, al retorno de España, surgiese entre los socios un sentimiento de
injusticia, hasta el de haber habido engaño. Entonces sugirió a Pizarro y Almagro
partir juntos a negociar. No logró nada. Cieza de León quizás influenciado por
lo que iba a suceder después, pretende que Luque habría pronunciado entonces
un discurso retrospectivamente premonitorio a los dos hombres. Les dijo que su
deseo más caro era no verlos destrozarse entre ellos más tarde («Quiera Dios, hijos
míos, que no lleguen a negarse una mutua bendición...»). Por su parte, fiel a su
costumbre, Pizarro fue parco en palabras y se contentó con afirmar que actuaría
conforme a lo que había sido decidido en común. Algún tiempo más tarde, los
tres socios redactaron un contrato en virtud del cual Pizarro se comprometía a
negociar como previsto, «lo que haría sin malicia, sin engaño ni astucia alguna».
Pediría para sí mismo el título de gobernador del Perú, para Almagro el de
adelantado, es decir de jefe de los ejércitos en la nueva frontera, y para Hernando
de Luque, la mitra episcopal del primer obispado fundado en el Perú1.
1 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., capítulo XXV.
Francisco Pizarro
ante los consejeros para exponerles el interés de ese Perú convertido en realidad y,
al término de puntillosas discusiones, las tan esperadas capitulaciones estuvieron
finalmente listas para ser firmadas3.
alguacil mayor, función sobre todo honorífica pero muy importante desde
el punto de vista jerárquico. Tendría la posibilidad de hacer construir cuatro
fortalezas en los lugares de su elección y de ser su alcaide. La Corona le aseguraría
Francisco Pizarro
hasta su muerte un salario de mil ducados al año, también pagaderos con las
rentas reales del país.
Pizarro se vio además confiar atribuciones muy importantes en un campo
decisivo. Podría conceder a los españoles tierras y terrenos de construcción en
las ciudades, siguiendo las normas aplicadas en Santo Domingo, pero más que
nada, recibía la posibilidad de asignar a los indios en encomiendas, es decir en los
hechos, de recompensar a su gusto a los hombres que lo secundasen.
Hernando de Luque sería propuesto a la Santa Sede como obispo de Tumbes,
con mil ducados de renta que serían tomados de los diezmos futuros. En espera
de la decisión papal, se lo hizo «protector universal de todos los indios de la dicha
provincia».
En cuanto a Diego de Almagro, su parte era mucho más pequeña de lo que la
había considerado el acuerdo inicial de Panamá entre los tres socios. No sería
3 Hernán Cortés se encontraba también en Toledo durante las semanas precedentes y allí recibió el título
de marqués del Valle de Oaxaca. Es muy probable que los dos hombres se encontraron. J. A. Del Busto
Duthurburu ha demostrado que estaban emparentados de manera muy lejana. Véase La tierra y la sangre de
Francisco Pizarro, op. cit., cap. II.
Francisco Pizarro
Nada permite inclinarse por una o por otra respuesta pero esto mostraba que los
temores de Luque, algunos meses atrás en Panamá, eran fundados4.
muy importante. Para Pizarro fue la ocasión de ver a los demás hijos que su padre
había tenido. Más allá del aspecto puramente familiar de estos encuentros, dada
la naturaleza a menudo compleja y frágil de los vínculos que unían a los soldados
con su jefe en las expediciones americanas de esa época, el hecho de tener cerca
Francisco Pizarro
4Para el texto de estas capitulaciones y las cédulas reales de confirmación, véase Alfonso García Gallo, Manual
de historia del derecho, Madrid, 1959, tomo II (Antología del antiguo derecho), pp.743-746 y Raúl Porras
Barrenechea, Cedulario del Perú, op. cit., t. I, pp. 24-58.
Francisco Pizarro
de edad. Hernando había tomado bajo su protección a sus dos medio hermanos
más jóvenes, Juan y Gonzalo, y se había encargado de su educación, posiblemente
a solicitud de su padre. Por el lado materno Francisco Pizarro encontró, o
descubrió otro hermano, Francisco Martín de Alcántara, nacido del matrimonio
de su madre con un hombre oriundo del pueblo de Alcántara en Extremadura, de
ahí su nombre. Unos vínculos particularmente estrechos iban a unir a estos dos
hombres, hasta en la muerte.
El otoño de 1529 fue empleado para organizar en Sevilla el viaje de retorno y el
reclutamiento de los ciento cincuenta hombre previstos por las capitulaciones.
Pronto la empresa se reveló difícil. Cieza de León explica que los candidatos
76 potenciales se quedaban perplejos frente a la falta manifiesta de medios de
Pizarro5. ¿Puede ser también que ellos pensaran que, aunque los años dorados
de la conquista de Nueva España habían pasado, más valía partir allí para probar
suerte, ahora sin gran peligro, en vez de ir a correr en pos de un Perú que seguía
siendo aún muy quimérico y sin duda lleno de peligros?
Después de varios meses de negociaciones y de transacciones financieras, Pizarro
logró finalmente reunir una flotilla de cuatro barcos, y por este motivo se dirigió
pues a Sanlúcar de Barrameda, pueblo situado a medio camino entre Sevilla
y el mar y que servía de antepuerto de la capital andaluza. Cada uno de los
barcos fue entregado a un hombre de confianza, a Hernando y Juan Pizarro y
al viejo compañero Pedro de Candia, Francisco evidentemente estaría al mando
del conjunto. Una vez que se los cargó con las armas y los víveres necesarios, los
barcos esperaron la señal de partida que, según las capitulaciones debía tener lugar
antes del 26 de enero del año entrante. Los trámites se dilataban. Los oficiales
reales que habían de acompañar a la expedición no llegaban. El reclutamiento se
eternizaba. Las inspecciones oficiales que normalmente precedían la partida no
se habían hecho todavía.
Para evitar algunos controles cuyo resultado podía revelarse contrario a los
reglamentos oficiales, y para cumplir con el plazo de seis meses que le fue
impartido, Francisco Pizarro decidió pues abandonar Sanlúcar de Barrameda,
aunque no clandestinamente pero sí sin avisar a las autoridades como debía
haber hecho. Dejó las orillas del Guadalquivir la noche del 26 de enero, en el
plazo exacto que le había sido fijado.
Cuando finalmente se presentó el funcionario encargado de la inspección, Pizarro
había partido y sólo pudo subir a bordo de los tres navíos restantes, el Santiago, el
Trinidad y el San Antonio. Allí encontró respectivamente a 59, 46 y 15 soldados,
y se le manifestó que Pizarro por su parte, había embarcado 65 hombres, cifra
5 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XXVIII.
La larga preparación del asalto (1528-1532)
altamente improbable. El total anunciado, 185, era pues superior a los 150
previstos y Pizarro estaba en regla frente a sus compromisos.Es muy probable
que la realidad era diferente. Pizarro no había esperado la inspección porque
se había encontrado en la imposibilidad de reunir el contingente anunciado.
Es lo que afirma claramente el cronista Pedro Pizarro que formaba parte de la
expedición6.
Puesto que ya más nada se oponía al viaje, los tres navíos pudieron partir sin
dificultad, llevando junto con los soldados a seis religiosos dominicos destinados
a fundar en el Perú la futura provincia de su orden. Los frailes predicadores, esta
vez, estaban resueltos a no dejarse ganar la delantera por los franciscanos como
había ocurrido en el caso de Nueva España. 77
Luego de algunos días de navegación, los navíos se acercaron al barco de Pizarro
quien los esperaba frente a la Gomera, una de las islas más occidentales del
archipiélago de las Canarias, y que en ese entonces era etapa obligada antes de
la gran travesía atlántica, en particular para aprovisionarse en productos frescos.
Cuando todo estuvo listo, la flotilla se volvió a hacer a la mar y enrumbó hacia
el Nuevo Mundo. Tocaron tierra en Santa Marta, pequeño puerto situado en la
costa atlántica de la actual Colombia. Ahí esperaba a los jefes de la expedición
una gran decepción. Según Pedro Pizarro, el gobernador local, un tal Pedro de
Biografía de una conquista
Lerma, se dedicó a hacer correr el rumor de que no había nada que comer en
el Perú fuera de serpientes, lagartijas y perros, de tal modo que varios hombres
desertaron y fueron a esconderse en la ciudad.
Francisco Pizarro
6 Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista del Perú, Lima, 1978, cap. II.
7 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XIX.
Francisco Pizarro
inicial entre los tres socios no había sido respetado, prorrumpió en quejas, en
la ciudad, contra Pizarro. Afirmaba que no lo recibiría, como tampoco a los
que venían con él, y que no pondría un ochavo más en el negocio. Hernando
de Luque le hizo ver que él era el primer responsable de esta situación y a quien
tenía que culpar era a sí mismo por su ingenuidad contra la que él mismo le había
prevenido. No escuchaba nada. Según Cieza de León, estaba tan mortificado
que ninguna palabra amable lograba calmarlo y se fue a esperar a Pizarro a pie
firme en Nombre de Dios. Almagro no era el único en este estado. El piloto
Bartolomé Ruiz, particularmente, estaba con mucha cólera. Le recordaba a quien
quería escucharlo su papel decisivo en varios momentos muy críticos, así como el
haber descubierto la balsa indígena cargada de mercaderías que había permitido
78 reactivar el proyecto.
Hernando de Luque escribió varias veces a Almagro, le recomendó calmarse,
ver con Pizarro en persona de qué se trataba exactamente. Le demostró que de
todas maneras el negocio estaba hecho en compañía lo que le permitiría sin
duda resolver ciertos puntos ya que Pizarro era un hombre de honor. Luque
envió incluso a Nombre de Dios a Nicolás de Ribera, conocido por su cordura,
quien formaba parte desde el inicio de la expedición precedente. Los dos juntos
lograron que Almagro cambiara de opinión pues este regresó a Panamá en donde
comenzó a reclutar hombres y a reunir material.
Cuando efectivamente Pizarro tocó tierra en Nombre de Dios con tres barcos
y ciento veinticinco hombres, Almagro partió inmediatamente para verle. Este
encuentro no dio lugar primero a ningún incidente, al contrario. Intercambiaron
en público amables palabras, pero tuvieron en privado una conversación muy tensa
durante la cual, siempre según Cieza de León, Almagro reprochó severamente a
su socio haberlo recompensado tan mal por todo lo que había hecho, por todo
lo que le había costado en esfuerzos, en dinero, y hasta en su cuerpo, su apoyo
indefectible. En particular, le pidió ver en qué términos había sido presentada
la solicitud hecha a la Corona. Pizarro le respondió algo indignado que no era
necesario traerle a la memoria el pasado ya que él lo conocía muy bien, pero que
en España nadie conocía a Almagro. De todas maneras, allá se habían opuesto a
dividir la autoridad suprema de lo que sería el Perú. En este aspecto todo reparto
no podía ser sino nefasto. El Perú era bastante grande como para que se hagan en
el futuro varias gobernaciones más, para ellos dos pero también para otros.
Con el tiempo, Almagro vino a tener mejores disposiciones aunque en el fondo
persistía su resentimiento. Los dos hombres volvieron a tener relaciones más serenas
y los habitantes de Panamá pudieron constatar que comenzaron a hablarse «como
antes». Hay que decir que en ese momento todos —no sólo los tres socios sino
también sus numerosos financistas— tenían interés en que los viejos rencores, por
fundados que fuesen, no vengan a obstaculizar la marcha hacia adelante. Desde
La larga preparación del asalto (1528-1532)
ya, todo estaba reunido para el éxito de la expedición venidera que presentían iba
a ser decisiva.
Sin embargo, un hecho nuevo vino a complicar otra vez una situación que no lo
necesitaba. Los cronistas unánimes destacan el papel negativo de los hermanos
de Francisco Pizarro en el microcosmos panameño de esa época. Su parentesco
con el jefe, su inexperiencia juvenil, su ignorancia de los usos americanos, del
pasado y de los méritos de cada uno, todo ello unido a un comportamiento
personal a menudo inadecuado, les hizo cometer numerosas torpezas. En general,
las críticas no se ocupan de Francisco Martín de Alcántara y protegen a Juan
Pizarro. Cabe decir que este último murió poco tiempo después y no debió de
acumular contra él rencores ni prejuicios que son los que habitualmente llenan 79
las crónicas. Sucede todo lo contrario en el caso de Hernando y de Gonzalo. Al
primero se le dice imbuido de sí mismo y presuntuoso según Antonio de Herrera.
Gonzalo Fernández de Oviedo lo acusa de haber sido el principal responsable de
las tensiones con Almagro y de haber empujado a sus otros hermanos en este
sentido. En cuanto a Gonzalo, tenía la insolencia y la inmadurez de los jóvenes.
El hecho de ser el hermano del jefe de la expedición, del futuro gobernador del
Perú, no había hecho sino acentuar más su insoportable fatuidad. Se les podía
poner un solo punto en su favor a los tres hermanos: su coraje, su valor guerrero
Biografía de una conquista
con montar una expedición competidora con otros socios, siendo disuadido por
Hernando de Luque, e incluso por su viejo amigo común Gaspar de Espinosa,
entonces en su puesto de Santo Domingo y que vino expresamente a Panamá. La
única solución era evidentemente redactar un nuevo contrato que fue establecido
gracias a la intervención de personas sin duda interesadas, en todos los sentidos
del término, por el éxito del proyecto peruano.
Pizarro fue obligado a aceptar condiciones mucho más ventajosas y precisas para
su socio. Le cedió su encomienda de la Isla de Taboga, se comprometió en
nombre de sus hermanos y de él a no pedir nada más que no estuviese previsto
en las capitulaciones, a solicitar para Almagro una gobernación que comenzaría
en los límites de la que se le había dado a él. Todo lo que se ganase durante
la conquista: metales preciosos, pedrería, esclavos, y otro tipo de bienes, se
repartirían, únicamente y en partes iguales entre Pizarro, Almagro y Luque,
después cada uno se encargaría de recompensar a los suyos.
Por su lado, Pizarro no permaneció inactivo. Lejos de remitirse a Almagro en
todo lo que tenía que ver con la intendencia —como habría debido ser el caso—,
Francisco Pizarro
La campaña equinoccial
(enero-noviembre de 1531)
La expedición dejó el puerto de Panamá el 20 de enero de 1531. Llevaba más
de ciento ochenta hombres y unos treinta caballos. Este último punto merece
ser destacado. Además de la importancia de los medios empleados, conociendo
la importancia militar que tenían en ese entonces estos animales en los
combates contra los indios, es una prueba manifiesta que esta vez el objetivo
ya no era explorar el Perú, sino más bien conquistarlo militarmente, tanto más
cuando la artillería, bajo las órdenes de Pedro de Candia, había sido también
considerablemente reforzada. Después de la escala habitual en el archipiélago
de las Perlas, Pizarro partió con sus dos navíos, sin esperar al tercero al mando
de Cristóbal de Mena, quien debía unírsele algunas semanas más tarde. En lo
referente a la navegación, se la dejó bajo las órdenes de Bartolomé Ruiz, gran
conocedor del mar en esos parajes.
Las experiencias acumuladas durante los viajes anteriores los llevaron a no detenerse
en la costa hoy colombiana. Les había dejado demasiados recuerdos mortificantes,
no tenía ningún interés y, sobre todo, ahora había que ir directamente al objetivo,
sin perder tiempo ni desperdiciar valiosas fuerzas para el futuro. Luego de una
navegación muy rápida para esa época, unos diez días, la expedición ancló en la
bahía de San Mateo, cerca de la desembocadura del río Esmeraldas, en la costa
La larga preparación del asalto (1528-1532)
Cinco días después, la tropa reinició su avance y llegó poco después a la región de
los Cojimíes en donde los hombres tuvieron mucha dificultad en construir balsas
y en hacer pasar a los caballos cuando les tocó atravesar en tres oportunidades
Francisco Pizarro
Almagro había tenido con una india de la región. Después, Moyano quien pasó
a ser Belalcázar, y luego Benalcázar, y aunque era encomendero en el Istmo, se
fue a Nicaragua primero en 1522, y a Honduras después, en donde siempre
apostó por Pedrarías Dávila durante numerosos y graves conflictos que habían
estallado entre españoles. Allá había ganado una posición bastante envidiable
hasta el punto de ser incluso, según ciertas fuentes, alcalde de León, la capital, en
el año de su fundación.
El encuentro de Pizarro y sus hombres con Benalcázar y los suyos dio lugar a
una reveladora escena. Viendo el estado en el que se encontraban los primeros,
los segundos, temiendo el contagio, no quisieron apearse del caballo y se fueron
a acampar separadamente. Sin embargo, lo importante no es esto. Pizarro, sin 83
duda alguna, no estaba descontento de recibir estos apreciables refuerzos de parte
de un hombre a quien lo unía, además una larga e íntima amistad. Sin embargo,
esta llegada modificaba muchas cosas. Benalcázar tenía una personalidad fuerte,
era un jefe aguerrido, aureolado por un verdadero prestigio. Sus hombres, según
el viejo principio de la hueste medieval, sólo le obedecían a él. Consciente de la
ayuda que traía, ¿no intentaría cobrarla? Finalmente, llegado el momento ¿no
trataría de jugar su propio juego? Eran interrogantes que podían transformarse
en hipotecas para el futuro. Pizarro tenía demasiada experiencia para no ser
Biografía de una conquista
consciente de ello.
La llegada inopinada de Benalcázar no tardó además en provocar una
reorganización y, de hecho, un nuevo reparto de los poderes que Pizarro no
debió de aceptar sin pestañear. En Mataglán en donde la expedición hacía etapa,
Francisco Pizarro
Benalcázar fue nombrado capitán de la caballería, así como también uno de sus
fieles, Juan Mogrovejo de Quiñónez, mientras que otros cuatro de su entorno
eran designados en puestos claves: Rodrigo Núñez de Prado pasaba a ser maestro
de campo, Juan de Porras, alcalde mayor, administraría la justicia entre la tropa y
Alonso Romero sería el alférez, encargado de llevar el estandarte real.
La expedición bordeaba una costa particularmente árida, que hacía difícil el
avance de la columna, muy poco poblada, sin agua ni alimentos suficientes para
los hombres. A finales del mes de noviembre, llegaron al cabo llamado hoy en
día de Santa Elena, la punta más occidental de la república del Ecuador en el
continente. Los esperaba una sorpresa a los españoles. Prevenidos de su llegada,
los indios habían abandonado su pueblo, pero en lugar de adentrarse en las
tierras, como solían hacerlo, desapareciendo con mujeres, niños y equipajes,
se habían hecho a la mar sobre sus balsas y esperaban, a cierta distancia de la
playa, la partida de los intrusos. A pesar de todos sus esfuerzos, los españoles no
pudieron convencerlos de regresar, y pasaron cerca del cabo algunos días muy
difíciles, sobre todo a causa de la ausencia de alimentos que los obligó a cazar a
los perros, que habían dejado los indígenas, para comérselos.
Francisco Pizarro
La isla de la Puná
(diciembre de 1531 - abril de 1532)
El agotamiento ganaba a los hombres. Muchos de ellos, frente a la inutilidad de los
esfuerzos prestados en el transcurso de los últimos meses, pedían con insistencia a
su jefe volver atrás y establecer una ciudad en la comarca más hospitalaria en que
habían desembarcado. Fiel a sí mismo, Pizarro quería seguir adelante y no cambiaba
de parecer, pues desde algún tiempo atrás, los escasos indios que encontraron
habían hablado de una gran isla, más al sur y la habían pintado con colores muy
atractivos. Pizarro decidió entonces llegar hasta allá y envió por delante a cinco
jinetes quienes, efectivamente, llegaron frente a dicha isla, llamada isla de la Puná.
84 Muy extensa, ocupa la mayor parte del golfo hoy llamado de Guayaquil. No se
atrevieron a entrar por temor a que los indios les jueguen una mala pasada, pero
pudieron constatar que el medio ambiente se había modificado completamente en
relación a la región que acababan de atravesar. La costa cambiaba bruscamente de
dirección, ahora estaba orientada este-sureste, todo era más verde, más húmedo, y
los indios de los pueblos por los que atravesaron no parecían carecer de nada para
su subsistencia, muy al contrario.
En los últimos días de noviembre, Pizarro y sus hombres llegaron por fin frente
a la isla de la Puná. Fueron recibidos por un jefe local, Cotoir, quien se ofreció
a hacerles pasar el brazo de mar que los separaba de la isla. Advertido por un
intérprete que algo se tramaba, que los indios habían decidido ahogar a los
españoles y a sus caballos durante la corta travesía, Pizarro hizo saber a Cotoir
que quería conocer primero al rey de la isla, un tal Tumbalá del cual le habían
hablado. El 30 de noviembre, éste se presentó a los españoles con toda su pompa,
sobre una gran balsa decorada con magníficos paños de vivos colores, con sus
cantantes, sus músicos y acompañado de unas veinte embarcaciones en las que se
encontraba su séquito. La recepción de los indios estuvo llena de amenidad y, para
decirlo todo, Pizarro la encontró demasiado buena para ser honesta. Después de
haber conversado con Tumbalá por intermedio de un intérprete, consiguió que
primero pasen sus hombres y sus caballos mientras que él esperaría con su guardia
personal en la orilla en compañía del rey de la Puná convertido por decirlo así en
rehén, después de lo cual ambos atravesarían juntos. De hecho, no sucedió nada.
Los españoles, y luego su jefe, pusieron pie en la isla sin ningún problema.
Los hombres de Pizarro pudieron recorrerla por todo lado. Entre las numerosas
sorpresas, no fue la menor encontrar un día en un pueblo una gran cruz clavada
en el suelo y otra pintada en una choza de paja. Gracias a sus intérpretes indios,
les fue posible comprender que se trataba de las huellas dejadas por Alonso de
Molina, uno de los trece de la isla del Gallo, quien, durante el retorno del segundo
viaje, había pedido quedarse en Tumbes. Hecho enseguida prisionero por los
La larga preparación del asalto (1528-1532)
reforzaban las tropas de Pizarro, al mismo tiempo hacían aumentar las tensiones
potenciales de este ejército heteróclito en el que los soldados no reconocían sino
la autoridad —y los intereses— de su jefe directo.
8 Ibid., cap. XXX-XXXV; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. V;
Francisco López de Gómara, Historial general de las indias, op. cit., 1ª parte, cap. CX-CXII.
Francisco Pizarro
88
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
Tercera parTe 89
la expedición de 1532-1533
75 º W
0º
90
0 100 200 km
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
5 91
Para salir de la isla de la Puná, Pizarro tuvo que pedir ayuda a aquellos que
se habían convertido en sus aliados, Chilimasa y los indios de Tumbes. No
había suficiente lugar en sus barcos para transportar a la vez a sus hombres, los
Francisco Pizarro
La navegación iba a durar tres días, pero las balsas indígenas, mucho más ligeras
y sobre todo más manejables, no tardaron en distanciarse de los navíos españoles.
Ellas fueron pues las primeras en atracar en la zona prevista para este efecto,
a saber cerca del lugar en el que el pequeño río de Tumbes desemboca en el
océano.
1 Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú, op. cit., cap. VI.
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
mataron con horribles detalles2. Por su lado, Hernando de Soto tuvo más
suerte. Habiendo notado la gran alegría de los indios que lo acompañaban en el
momento de desembarcar, le pareció sospechosa y se mantuvo prudentemente
sobre aviso toda la noche junto con sus compañeros. De hecho, salvaron la vida
porque los indios esperaban sin duda que todos los españoles hayan llegado para
atacarlos. Al día siguiente en la mañana, en cuanto hubo desembarcado, y al
tomar conocimiento de lo que había pasado con las otras balsas, Pizarro, envió
a dos jinetes para prevenir a Hernando de Soto quien, según Agustín de Zarate,
subió prestamente a bordo de su balsa, se alejó de la orilla y pudo así ponerse a
salvo en espera de refuerzos3.
Francisco Pizarro había estado, con sus hermanos, entre los primeros en
93
desembarcar, operación después de todo siempre difícil cuando se trataba también
de llevar a tierra los caballos. Los jinetes se pusieron a correr en la orilla con el fin
de asustar a los indios quienes, de lejos, burlándose, mostraban a los españoles lo
que les habían robado en las balsas. Esa actitud volvió particularmente furioso a
Hernando Pizarro quien arremetió contra ellos en varias ocasiones.
Cuando todos estuvieron en tierra, Francisco Pizarro, muy decidido a vengar la
traición de la que habían sido —o habían estado a punto de ser— víctimas los
hombres de las balsas, pero temiendo también un ataque en regla, decidió primero
Biografía de una conquista
2 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XXXVI.
3 Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, Lima, 1944, lib. I, cap. III.
Francisco Pizarro
La fundación de Piura
(agosto de 1532)
La expedición se encontraba en Tumbes y en sus alrededores desde hacía cerca de
Biografía de una conquista
los peones, los perros de guerra y los rezagados . El suelo no era más que arena.
Cansaba mucho a hombres y caballos. No había agua fuera de la transportada
en calabazas, ninguna sombra para calmar las quemaduras del sol. Felizmente,
al cabo de algunos días de camino, los españoles —eran cerca de doscientos—
terminaron encontrando una gran “residencia real”, en realidad sin duda uno de
esos albergues que punteaban los caminos incásicos, un tambo, tal vez el de Silán.
Aunque abandonado, tenía agua así que hombres y animales pudieron apagar la
sed a su gusto. Después de descansar, la tropa retomó su camino, y varios días
más tarde, desembocó en un valle mucho más agradable, el del río Chira y, sobre
todo, en un camino bien señalado que evidentemente facilitó la progresión.
A lo largo del viaje, los españoles encontraron de vez en cuando pueblos indios.
Sin duda instruidos por lo que había sucedido, los jefes locales venían al encuentro
de los españoles para hablar con Pizarro. Éste los recibía de manera honrosa. Dio
la orden a sus hombres de no importunar a los indios que venían a someterse y de
respetar sus cultivos. A cambio, para evitar cualquier tentación en sus soldados,
solicitó a los jefes indígenas proveerlos en alimentos, lo que los indios hicieron
aparentemente sin hacerse demasiado de rogar, en particular en Poechos, en el
Francisco Pizarro
valle del Chira. El jefe local le entregó incluso uno de sus sobrinos a Pizarro quien
pronto hizo de él uno de sus intérpretes favoritos y lo bautizó cristianamente con
el nombre de Martinillo.
Pizarro y sus hombres acampaban un poco fuera del pueblo, en una fortaleza
india abandonada, con la intención de fundar una ciudad que serviría de base
para la instalación española y de punto de apoyo para la penetración cuando
finalmente hubiese que partir en reconocimiento hacia la cordillera, en la que
según todas las informaciones se encontraba la mayor parte de lo que había que
conquistar. Paralelamente a esta ciudad, donde el valle desemboca en el mar,
habría que encontrar un lugar que pueda servir de puerto con el fin de asegurar los
96 indispensables enlaces con Panamá.
En cuanto al primer objetivo, Pizarro hizo examinar la configuración del valle
del Chira. El del río Piura muy cercano a este lugar y mucho más amplio le
pareció adecuado, tanto por la disposición general de los lugares como por sus
riquezas potenciales, pero también por la existencia de una población india más
numerosa que podría servir a los españoles sin tener que efectuar largos trayectos
y por este mismo hecho, sería más fácil de vigilar e incluso someter. Pizarro
se hizo aconsejar por los oficiales reales, Navarro, Riquelme y Salcedo y por el
dominico Vicente de Valverde que acompañaba a la expedición. Finalmente puso
la mirada sobre las tierras del cacique de Tangarará situadas en las orillas del río,
a unos veinte kilómetros del mar en donde sería establecido el futuro puerto de
Paita. La fundación tuvo lugar el 15 de agosto de 1532, siguiendo un ceremonial
muy preciso que era habitual en los españoles desde que estaban en América. La
ciudad fue puesta bajo la protección de San Miguel y tomó el nombre del santo
arcángel. Cuarenta y seis españoles se inscribieron como vecinos, título que les
daba derecho a un terreno para edificar su vivienda, a la posibilidad de votar
y de ser elegidos en las futuras elecciones municipales, a algunas tierras en los
alrededores y, desde luego, al servicio —a tiempo parcial diríamos hoy— de los
indios de la comarca, en número variable según los méritos de cada uno durante
la campaña. Otros miembros de la expedición, unos doce, sin duda oscuros
peones, pidieron figurar también entre los fundadores de la ciudad pero no les
atribuyeron servidores indígenas. En virtud de los poderes que le había conferido
la Corona en las capitulaciones, Pizarro nombró finalmente a los dos alcaldes del
año en curso, Gonzalo Farfán de los Godos y Blas de Atienza, el tesorero Antonio
Navarro, por su parte, fue hecho teniente del gobernador, es decir representante
directo de Pizarro.
Para que esta ceremonia de tan particular importancia no fuese perturbada,
Francisco Pizarro había enviado a patrullar el valle a unos cincuenta jinetes bajo
las órdenes de su hermano Hernando, porque las informaciones recogidas daban
cuenta de movimientos indios en la sierra.
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
La sierra era pues un gran misterio para los españoles. Ya en la región de Tumbes,
Pizarro había enviado para allá en calidad de exploradores a unos jinetes al mando
de Hernando de Soto. El cronista Pedro Pizarro, que no le tenía mucha estima
a este último, insinúa incluso que en aquella ocasión a de Soto le habría faltado
poco para romper el vínculo de subordinación y de solidaridad que lo ligaba
a Pizarro y a la expedición. Habría estado a punto de sucumbir a la tentación
de proseguir solo la aventura, es decir junto con los hombres que vinieron de
Nicaragua. Falta probarlo. Evidentemente, Francisco Pizarro no tenía confianza
en Hernando de Soto, y sin duda tenía buenas razones para ello. Sin embargo,
un argumento bastante sólido parece infirmar la versión del cronista. Cuando
los españoles estuvieron instalados en el valle del Piura, el gobernador confió
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precisamente a de Soto la misión decisiva de marchar hacia el este y de ir a ver lo
que había en las tierras altas, mientras que él mismo, con el grueso de la tropa,
continuaba avanzando por la costa, hacia el sur.
A comienzos de octubre, a la cabeza de unos cincuenta hombres, Hernando de
Soto partió pues en dirección de los Andes. Empezó subiendo por el valle del río
Piura. Al cabo de tres días de camino, llegó a Cajas, una aldea en parte vacía de
sus habitantes, algunos de los cuales estaban aún colgados por los pies. El jefe
local, el curaca, explicó que aquello era consecuencia del paso de las tropas del
Biografía de una conquista
Inca Atahualpa. En Cajas, de Soto y sus hombres hallaron sin embargo bellos
edificios, grandes rebaños de llamas —que los españoles llamaban entonces muy
sencillamente los carneros de la tierra —, e incluso lingotes de oro fino, lo que,
según Cieza de León, los regocijó mucho más.
Francisco Pizarro
A medida que su estadía se prolongaba, los españoles descubrían cada día un poco
mejor los efectos y la importancia de un problema mayor: una lucha fratricida
sin piedad enfrentaba en la cumbre del Estado a Atahualpa y a Huáscar, dos hijos
que el precedente emperador había tenido en diferentes esposas. La ruina que
constataron en Tumbes poco después del desembarco era en gran parte, resultado
de esta guerra.
Si le creemos al cronista Diego de Trujillo, de Soto halló, sin embargo, en Cajas
bellos tejidos, vestimenta, maíz en abundancia, y sobre todo una suerte de
“convento” en el que estaban encerradas quinientas vírgenes destinadas al culto
del sol. Las habría sacado de su clausura para distribuirlas entre sus hombres. Este
último detalle, por lo menos en lo que se refiere a la importancia del “botín”,
hay que ponerlo en tela de juicio y sin duda debe ser más bien del dominio
de la imaginación. Siempre según Cieza de León, la cabalgata de los hombres
de Hernando de Soto no fue, por otra parte, una mera diversión. Sucedió que
fueron atacados por los indios, pero éstos, impresionados por las armas españolas,
se desbandaban fácilmente y a menudo eran capturados.
Francisco Pizarro
Mientras que se hallaba en Cajas, de Soto fue interpelado primero por un espía
que Atahualpa había enviado a la costa para conocer los actos y los gestos de los
españoles, y que los seguía a escondidas desde un comienzo. Allí, él se descubrió
y amenazó a de Soto y sus hombres revelándoles que el Inca Atahualpa y su
poderoso ejército se encontraban muy cerca. Esta proximidad le fue confirmada
a Hernando de Soto poco después, cuando recibió a un embajador de Atahualpa
quien le declaró tener el encargo de entregar unos presentes al jefe de los españoles.
De Soto lo detuvo, en espera de conocer la decisión de Pizarro a quien un correo
fue a prevenir.
De Soto prosiguió su marcha y llegó a Huancabamba, una aldea mucho más
98 importante que Cajas, por donde pasaba el camino del Inca que unía Cusco,
centro político y religioso del imperio, con el norte del imperio, en el actual
Ecuador. Deslumbrados por lo que vieron, y sin duda más aún por lo que
imaginaron o creyeron comprender de sus intérpretes, de Soto y sus hombres
regresaron sobre sus pasos, y se fueron donde Pizarro. Éste, para tener todas sus
fuerzas a su disposición, había enviado a buscar a los hombres que se quedaron
en Tumbes, y esperaba, como acordado, en Serrán con ciento sesenta soldados.
Por la misma época, había despachado un navío a Panamá para informar a Diego
de Almagro sobre el giro de los acontecimientos y los refuerzos que tenía que
traerle.
El embajador de Atahualpa se encontraba en el séquito de Hernando de Soto.
Para impresionarlo, Pizarro hizo disparar una salva de artillería en el momento
de su ingreso en el campamento. Se llevó a cabo un intercambio de obsequios
entre el jefe de los españoles y el mensajero del Inca. El primero regaló objetos
de Castilla, el segundo una suerte de bandeja decorada con lo que los españoles
tomaron por unas fortalecillas en miniatura y dos paquetes de patos secos que, una
vez reducidos a polvo, estaban destinados a ser quemados en unos perfumadores.
Hernando de Soto, por su parte, traía finos tejidos de lana bordados y objetos
de oro.
El mensajero de Atahualpa, cuyo nombre era Ciquinchara, fue autorizado
a permanecer en el campamento español con los demás indios nobles que lo
acompañaban. Los conquistadores se dieron muy bien cuenta de que, con
aire falsamente inocente, ellos medían su número, sus fuerzas, la calidad y la
eficacia de sus armas. Ciquinchara se sorprendió por la barba de los soldados y
se atrevió incluso, al parecer, a tirar violentamente una de ellas, lo que le valió
un rudo empellón por parte de su propietario, reacción que Pizarro condenó
inmediatamente. Algunos días después, el gobernador hizo llamar a Ciquinchara
y le preguntó sobre sus intenciones. Gracias a los intérpretes, se comprendió
que quería regresar donde Atahualpa para darle cuenta de su misión. Pizarro,
como prueba de amistad y de respeto, le entregó entonces bonitos regalos para
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
su soberano: una camisa fina, vasos, cuchillos, peines, espejos y tijeras, objetos
hasta entonces desconocidos en los Andes. Le participó también todo el interés
que tendría en encontrarse con Atahualpa.
De hecho, durante su avance, era cada día vez más evidente para los españoles
que el país que atravesaban era presa de una verdadera guerra civil: pueblos
abandonados por sus habitantes, fortalezas destruidas, relatos de grandes masacres,
caciques ausentes porque habían partido donde el Inca para avasallarse, o que se
habían escabullido para evitar las represalias del soberano. Según Cieza de León,
Pizarro y sus lugartenientes incluso habrían hablado largamente del problema, a
través de intérpretes, con Ciquinchara y los notables que lo acompañaban.
Los españoles habían notado que, a menudo, tan sólo escuchar el nombre de
Atahualpa inspiraba verdadero terror a las poblaciones con que se encontraban.
Todo lo que se conocía hasta ese momento confirmaba que el Inca se hallaba
bastante cerca, en las montañas del interior del país, a la cabeza de un sólido
ejército de varias decenas de miles de hombres, según se decía. Pizarro propuso
entonces a un jefe local que le sirva de espía ante Atahualpa —quien desde
4 Desde mucho tiempo atrás, los especialistas han tratado de reconstituir con la mayor precisión posible el
recorrido de Pizarro y de sus hombres en el norte peruano. Para el mejor trabajo al respecto, véase Anne Marie
Hoquenghem, Para vencer la muerte, Lima, 1998, pp. 233-261.
Francisco Pizarro
5 Miguel Cabello de Balboa, Miscelánea antártica, Lima, 1951, 3ª parte, cap. XXXII y Francisco de Jerez,
Verdadera relación de la conquista y provincia del Perú llamada Nueva Castilla, op. cit., p. 326.
6 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, op.cit., 3ª parte, lib. VIII, cap. IV.
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
del Inca y de sus consejeros, como una confesión de debilidad de parte de los
españoles, incluso como una prueba de que le temían. Semejante deducción
no podía sino acentuar más las ventajas del adversario, darle más confianza y
empujarlo, quizás, a querer terminar de una vez con esta amenaza latente, y
este ultraje que significaba para él la irrupción de un ejército extranjero en sus
reinos.
En la segunda parte de su discurso, Pizarro no habría anunciado claramente que
el objetivo fuese apoderarse del Inca, pero habría dejado saber a sus hombres
que debían estar listos para cualquier eventualidad. Poco importaba su pequeño
número frente a la “multitud de gentes” que rodeaban al Inca. Pizarro esperaba que
todos den muestra de coraje como tenían costumbre como buenos españoles que 101
eran. De todas maneras, la ayuda de Dios sería más fuerte que el ejército enemigo,
porque en las peores necesidades, ella viene a socorrer a los suyos, los favorece
para vencer y rebajar la soberbia de los infieles, y llevarlos al conocimiento de la
santa fe católica. ¿No se había visto a Nuestro Señor hacer a menudo semejante
milagro, e incluso otros más grandes todavía? La intención de Pizarro era pues
atraer a “estos bárbaros” a la unión de la república cristiana, sin hacerles daño ni
perjuicio, a menos que quieran oponerse a ello y tomen las armas.
Evidentemente, nada garantiza la exactitud de estas palabras, pero ellas
Biografía de una conquista
Al encuentro de Atahualpa
Parece que Pizarro y sus hombres permanecieron poco tiempo en Saña, prueba,
sin duda, de que la decisión ya estaba tomada desde mucho tiempo atrás. La
deliberación con sus lugartenientes y sobre todo el discurso del que se acaba de
hablar son, evidentemente, un paso obligado por la naturaleza épica del relato
de la campaña, pero cabe preguntarse si ocurrieron, por lo menos en la forma
relatada por el cronista.
La partida hacia Cajamarca se hizo por el valle del río Saña arriba, y para los
soldados acostumbrados, desde hacía siete meses, a los de arenales de la costa,
el paisaje así como los esfuerzos cambiaron pronto totalmente. En particular,
el calor bajó mucho a medida del avance. Los caballos más que los hombres
Francisco Pizarro
7 Francisco de Jerez, Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco llamada Nueva Castilla,
op.cit.,pp. 328-330.
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
2700 metros de altura, en una hermosa y muy verde depresión, y con un clima
templado, caracteres que, para los españoles, hacían un agradable contraste con
la rudeza de la cordillera que acababan de atravesar.
españoles durante su segundo viaje, pues esta enfermedad era hasta entonces
desconocida en América. Al mismo tiempo que él, y en las mismas condiciones,
había muerto el joven Ninan Cuichi quien por decisión del emperador iba a ser su
heredero. Con bastante rapidez había sido designado un sucesor, Huáscar, con el
apoyo de numerosos descendientes de los dos Incas precedentes, Túpac Yupanqui
y Pachacuti, pero también de manera general gracias al aparato estatal de Cusco, la
capital política, religiosa y simbólica del imperio. Huáscar, nacido en Cusco hacia
1502, tenía en su contra, sin embargo, el no ser hijo de una princesa imperial, una
coya. La tradición indígena relata incluso que, para reforzar la legitimidad de quien
iba a ser hecho Inca, habían casado en forma precipitada a su madre, Rahua Ocllo,
con la momia de Huayna Capac recién fallecido.
104
La designación de Huáscar estuvo lejos de crear unanimidad entre sus numerosos
hermanos. Indudablemente todos se estimaban con igual derecho que él en estos
imbricados linajes incas de una extrema complejidad. Además, desde un inicio
el nuevo soberano se hizo impopular, incluso entre los que lo habían colocado
sobre la tiana, el trono de los Incas. Envuelto en una suerte de fiebre obsidional,
pero tal vez con razón, comenzó a sospechar de todos los de su entorno, y llegó
incluso hasta a enfadarse con el clero del culto solar al que sin embargo le debía
mucho.
Frente a semejantes descontentos y tales torpezas políticas, no asombra que
Atahualpa haya buscado, él también, hacer valer sus derechos. Huayna Capac
lo tuvo a fines del siglo XV, algunos años antes que Huáscar, de una princesa
oriunda del norte de la actual república del Ecuador. Particularmente querido
por su padre, muy joven había participado en las guerras que éste libraba en el
norte de su imperio, y en ellas se había dado a conocer por los jefes militares.
Estos pertenecían con frecuencia, en aquella época, a la casta servil de los yanas. A
pesar de la tara de su origen, algunos habían llegado hasta los puestos más altos.
Esta situación puede explicar por qué apoyaron a Atahualpa en sus esfuerzos, sin
duda esperaban obtener una mejora de su suerte en el imperio tanto para ellos
como para sus semejantes. Huáscar, representante de la ortodoxia de Cusco que
lo había puesto en el trono, no debía de ser tan sensible a sus aspiraciones y a las
eventuales modificaciones sociales que habrían implicado.
Otro factor permite comprender de qué manera la corriente que lo apoyaba se
pudo congregar en torno a Atahualpa. Desde la época del Inca Tupac Yupanqui,
la extensión del imperio hacia el norte había llevado a construir en esa zona
una suerte de capital regional, Tomebamba, porque Cusco se encontraba a más
de dos mil kilómetros. Tomebamba estaba situada al sur de la actual república
del Ecuador, en la región de Cuenca. Allá, el Inca instaló colonos provenientes
de Cusco (mitimaes) cuya fidelidad le estaba asegurada. Con el tiempo, la
mayor parte de la panaca de Huayna Capac había echado raíces, hasta el punto
En el desierto del norte peruano (abril-noviembre de 1532)
ejército que había venido de Tomebamaba, una parte de sus mejores elementos
que habían escapado de la derrota, se reconstituían bajo el mando de generales
yanas de gran calidad como Quizquiz y Challco Chima.
La suerte de la guerra se decidió en Chontacaxas. El ejército de Huáscar fue
sorprendido pero, confiado en su superioridad numérica, no tuvo tiempo de
instalar su orden de batalla habitual. Fue arrollado por el ímpetu del ataque
enemigo que pronto tocó el corazón del dispositivo cusqueño, es decir el lugar
donde se encontraba el Inca instalado sobre la litera que servía para transportarlo
a hombros en todos sus desplazamientos. Lo agarraron y, señal de su ruina, lo
lanzaron violentamente al suelo. Esta captura fue la señal de la desbandada.
¿Tenían conocimiento los españoles de todos esos sucesos? La respuesta es
sin duda alguna afirmativa, muchos indicios convergentes están ahí para
probarlo. A inicios del siglo XVII, Antonio de Herrera escribió incluso que tales
8 Para mayores detalles sobre este enfrentamiento y su contexto, véase Juan José Vega, Los Incas frente a España,
las guerras de la resistencia (1531-1544), Lima, 1992, cap. I, y Franklin Pease, Los últimos Incas del Cuzco,
Madrid, 1991.
Francisco Pizarro
9 Antonio de Herrera, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, op.
político. Estos sentimientos, al menos en parte, eran vividos también por los
respectivos pueblos de estas elites regionales. Pizarro y sus hombres tenían
que haberse dado cuenta de ello durante los meses que pasaron recorriendo la
costa norte del Perú. Ahí estaba la fibra sensible que se podía tocar. Tal era el
caso de los tallanes de Tumbes recién sometidos por Cusco, más al sur el de los
llanpayecs de la región de Lambayeque. Después, en el transcurso de su avance,
los españoles debieron tener todo el tiempo de constatar que sucedía lo mismo
con los huambos, los huayacuntus, los huamachucos, los huailas, y sobre todo,
en el Perú central, con los huancas de los que hablaremos más adelante.
Las incertidumbres de estos largos meses, la acumulación de fatigas por muy
escasas ganancias iban a tener un desenlace. Aunque nadie lo conocía, era 107
evidente para todos que el encuentro con el Inca y su corte en Cajamarca iba a
marcar una nueva etapa, pues los españoles tocaban ahora el corazón del imperio.
Cajamarca les develaría sus esplendores y sus riquezas que hasta ahora les habían
sido esquivos.
A pesar del extraordinario desequilibrio de fuerzas entre el Inca Atahualpa y
Pizarro, la situación era mucho más compleja de lo que decían la sequedad y la
fría lógica de las cifras. La inteligencia a la vez política y militar de Pizarro y de
sus lugartenientes radica en haber comprendido que debía ser posible jugar con
Biografía de una conquista
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La trampa de Cajamarca (15-17 de noviembre de 1532)
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La trampa de Cajamarca
(15-17 de noviembre de 1532)
Biografía de una conquista
del valle y de las laderas, alusión sin duda a los andenes tan característicos del
ordenamiento del espacio serrano en los Andes centrales. Aproximadamente a una
legua al norte de la ciudad, Pizarro, a la cabeza de una vanguardia que marchaba
desde el amanecer, decidió detenerse y esperar al grueso de la tropa. Cuando
todos los hombres estuvieron reunidos, les dio la orden de armarse y, habiendo
organizado la columna en tres elementos, partió para hacer su ingreso a la ciudad,
el que tuvo lugar, nos dice Francisco de Jerez, a la hora de las vísperas.
La llegada a Cajamarca
Desde las alturas por donde habían desembocado sobre la planicie, la ciudad se
ofrecía a los ojos de los españoles, una capital regional del Imperio inca de cierta
importancia, indudablemente con varios miles de habitantes, construcciones
civiles y religiosas. También pudieron darse cuenta de que el Inca no se hospedaba
en la ciudad. A cerca de una legua, Atahualpa había instalado un campamento
compuesto en su mayor parte por tiendas de tela blanca que impresionó mucho
a los españoles por sus dimensiones pues, en opinión general, se extendía por
Francisco Pizarro
lo menos sobre una legua cuadrada. Era otra ciudad, según Ruiz de Arce.
Allí se encontraban reunidos innumerables servidores, una muchedumbre
de cortesanos, un sinfín de cargadores, un verdadero ejército de varios miles
de soldados, y grandes rebaños de llamas. Varios testigos, que después fueron
cronistas de la campaña, no esconden los sentimientos que experimentaron
entonces. Miguel de Estete evoca el gran temor que sintió con sus compañeros
al ver este espectáculo y al pensar en los combates que los esperaban, a ellos que
no eran ni siquiera doscientos. Cristóbal de Mena habla de manera más prosaica
y más neutral de su gran miedo. Sin embargo, los soldados se esforzaron por no
demostrar nada, porque eso hubiese significado firmar su sentencia de muerte.
Miguel de Estete precisa que si hubiesen dejado asomar la menor manifestación
110 de su desconcierto, los primeros en atacarlos habrían sido los indios que los
acompañaban desde la costa. En caso de derrota probable de los españoles
frente al Inca, aquellos tenían desde luego toda razón de creer que se ejercería
contra ellos una venganza implacable, y la tentación de tomar la delantera para
enmendarse ante los ojos del emperador debía de ser grande entre ellos.
Atraídos por la curiosidad, los indios, gente del pueblo en su mayoría pero
también algunos guerreros, terminaron por acercarse a los españoles para verlos
penetrar a la ciudad en orden de batalla. Pasaron frente al templo del sol y sin
duda también frente al cercano acllahuasi en donde estaban confinadas varios
centenares de vírgenes destinadas al servicio del culto solar y lunar. Bajo una
fuerte lluvia pronto acompañada de granizo, los jinetes, a órdenes de Hernando
Pizarro, recorrieron las calles con gran estruendo, seguramente para asustar a los
habitantes que no conocían todavía los caballos y les tendrían mucho miedo,
como sucedió con todos los indios que fueron encontrando desde Tumbes.
La tropa, presta para cualquier eventualidad, se reunió en la plaza central de forma
triangular. Sin embargo, no pasó nada, pues la ciudad había sido abandonada por
la casi totalidad de sus habitantes, lo que intrigó y sobre todo preocupó aún más
a los españoles. Mientras tanto, como para acentuar el carácter angustioso y casi
lúgubre de este ingreso casi al anochecer, los numerosos cargadores indígenas que
acompañaban a los españoles se pusieron a llorar y a lamentarse dando grandes
alaridos. Conociendo las prácticas del Inca, anunciaron que Atahualpa no iba a
tardar en dar la orden de hacer masacrar hasta el último de los intrusos.
Sin pérdida de tiempo y para poder hacer frente a cualquier eventualidad, Pizarro
dio la orden a sus hombres de acuartelarse en los edificios que rodeaban a la
plaza. Luego envió en reconocimiento a un pequeño grupo para ver si no había
un mejor lugar para atrincherarse, pero en vano. En aquel momento se presentó
un mensajero de Atahualpa ante el jefe de los españoles. Le hizo saber que el
Inca los autorizaba a acampar en la ciudad, a condición, sin embargo, de no
ocupar aquello que ellos habían tomado por una fortaleza que dominaba la plaza
central, y seguramente era un lugar de culto. Atahualpa indicó también que no
La trampa de Cajamarca (15-17 de noviembre de 1532)
ver al emperador, este no se dignó salir hasta que hizo preguntar al jefe de los
intrusos, por intermedio de sus cargadores, qué era lo que quería. De Soto le
hizo informar de su embajada y el Inca consintió finalmente en presentarse ante
los españoles.
Apareció, con aire muy digno, sin manifestar ninguna sorpresa al tener ante sus
ojos a los blancos y a sus caballos. Atahualpa (o Atabalipa, como lo llamaban los
españoles) era un hombre de unos treinta años. Los cronistas Francisco de Jerez
y Pedro Pizarro que lo conocieron bien, lo confirman. Ambos dicen que era
apuesto y tenía rasgos regulares. De buena facha, Atahualpa era más bien grueso,
tenía, al parecer, un aire cruel, y sus ojos estaban inyectados de sangre, detalle
que impresionó a muchos de los conquistadores. Hablaba lentamente y siempre
con aire grave, incluso con dureza, «como un gran señor».
Al llegar frente a Hernando de Soto, Atahualpa se sentó sobre un asiento
magníficamente decorado y, en voz baja, hizo interrogar al capitán español sobre
lo que tenía que decir. Desde lo alto de su cabalgadura, porque ni él ni sus
hombresse apearon —actitud inconcebible para los indios que no se atrevían
Francisco Pizarro
El plan español
Por su lado Pizarro y sus hombres no permanecieron inactivos. Las informaciones
Francisco Pizarro
Atahualpa, mientras que los indios que los acompañaban llenaban la noche con
sus lamentos.
Al día siguiente, Atahualpa se hizo esperar. Pizarro le envió un mensajero indio
para recordarle su promesa de venir. El Inca respondió que tardaba porque su
gente tenía mucho miedo a los caballos y a los perros. Le pedía pues a Pizarro que
los hiciese amarrar y reúna a sus hombres en un solo lugar en donde escaparían de
su vista durante su entrevista con él. Al retornar el mensajero, Pizarro y los suyos
juzgaron que el Espíritu Santo había inspirado las palabras del Inca quien revelaba
así sus intenciones. Se dieron las últimas órdenes: los soldados se esconderían en
los edificios y, a una señal, atacarían por sorpresa al séquito del emperador. Era la
única manera de proceder pues, en cualquier otra circunstancia, el desequilibrio
114
de las fuerzas en presencia era demasiado desfavorable para los españoles.
Atahualpa no llegaba. Las horas pasaban, el día comenzaba a caer y los españoles,
ignorantes de las costumbres guerreras de los incas, empezaron a imaginar que
sus adversarios esperaban la noche para atacarlos. Finalmente Atahualpa llegó
pero, para gran estupor de los españoles, hizo detener la marcha de su gente en
los alrededores inmediatos a la ciudad, y ordenó levantar la gran carpa que lo
albergaba durante sus desplazamientos. Era un signo manifiesto que no tenía la
intención de ir más adelante y echaba pues por tierra todo el plan preparado.
Pizarro quiso enviar un mensajero a Atahualpa para recordarle su invitación
y decirle que se hacía tarde. Un tal Hernando de Aldana, que sabía un poco
la lengua india, se propuso y se fue ante Atahualpa, mientras que todos los
españoles, armas en mano, esperaban en cualquier momento un ataque. Aldana
llegó hasta la carpa de Atahualpa. Le dio parte de su mensaje, pero el Inca no
respondió nada. De bastante mal humor, éste quiso incluso arrancarle su espada
al español quien se opuso y estuvo a punto de encontrarse en muy mala postura
porque al ver su resistencia —y en consecuencia, la afrenta al emperador— el
entorno inmediato de este último quiso jugarle una mala pasada a Aldana. Salvó
la vida gracias a una intervención de Atahualpa en persona. El español retornó
a la plaza y no le quedó sino confirmar a su jefe las extraordinarias riquezas que
rodeaban al Inca en sus desplazamientos, pero también en estas circunstancias lo
que juzgó como sus malas disposiciones y su inmenso orgullo.
Por su lado, Pizarro y sus lugartenientes, su hermano Hernando, de Soto,
Benalcázar y Mena, habían tomado las últimas disposiciones. Todo estaba
listo. Los jinetes y los peones, escondidos de la vista del Inca, esperarían para
lanzarse una señal dada por Pedro de Candia, quien estaba sobre una altura
visible por todos y agitaría unas cintas. Además, controlando las dos puertas de
la plaza, los españoles no dejarían entrar más que a algunos escuadrones indios e
impedirían la penetración de otros a su interior. Según Cieza de León, también
La trampa de Cajamarca (15-17 de noviembre de 1532)
hubo una discusión sobre la manera de portarse en caso de que el Inca viniese
con intenciones verdaderamente pacíficas. Se habría acordado que entonces los
españoles harían lo mismo.
Esta última afirmación a posteriori tiene por objeto, indudablemente, librar a
Pizarro y a sus hombres de la posible acusación de haber estado determinados
a acabar con él de todas maneras. Francisco de Jerez, aunque secretario oficial
de la expedición, no dice nada al respecto. Al contrario, recuerda con mucha
precisión de qué manera los jefes encargaron a los artilleros que tengan sus
piezas dirigidas hacia el campo enemigo y no disparar antes de la señal acordada.
Francisco Pizarro distribuyó a los hombres en seis grupos, insistió en el hecho
de que jinetes y peones debían permanecer bien escondidos y no atacar antes 115
de escuchar: «¡Santiago!» —viejo grito de guerra de los españoles durante la
Reconquista sobre los moros— y cuando los cañones comenzarían a tronar.
En una de las habitaciones que daba a la plaza Pizarro conservaría consigo a
unos veinte hombres quienes estaban encargados de asegurarse de la persona
de Atahualpa, y se les precisó bien que el Inca tenía que permanecer vivo. El
único español visible era un vigía colocado para anunciar la llegada del Inca.
Mientras tanto, Pizarro y su hermano Hernando inspeccionaban los diferentes
destacamentos, los exhortaban a reunir todo su valor, a recordar que tendrían
Biografía de una conquista
por único apoyo la ayuda de Dios, quien, en las peores necesidades, viene a
socorrer a aquellos que trabajan para su servicio. Francisco de Jerez relata sus
palabras. Cuenta de qué manera los dos hermanos insistían en el hecho que
cada cristiano tendría que hacer frente a quinientos indios, pero se empeñaría en
Francisco Pizarro
los españoles desde su llegada al Perú y declaró que no partiría en tanto éstos
no hubiesen restituido sus rapiñas. Vicente de Valverde refutó tales alegaciones,
echó la culpa de lo que se había tomado a los indios de la escolta que actuaban a
espaldas de los jefes españoles y regresó trayendo a Pizarro la respuesta del Inca.
Mientras tanto, este último ahora de pie, arengaba a su séquito y le ordenaba estar
listo. El testimonio de Francisco de Jerez, sobre este punto tiene la apariencia de
ser tenue. Según otros testigos Valverde habría dirigido palabras muy duras al
emperador, lo habría tratado de «perro rabioso», de «Lucifer», y habría pedido
venganza a gritos por lo que acababa de suceder.
Pizarro reaccionó inmediatamente. Como no se había armado para recibir al
Inca, se puso una coraza de algodón, tomó su espada, un escudo y, en compañía
de unos veinte soldados, «con gran valentía» se abrió paso entre la muchedumbre 117
india. Sólo cuatro hombres pudieron seguirlo hasta el lugar en donde se hallaba
Atahualpa. Ahí, Pizarro —el gobernador, como lo llamaban sus hombres— quiso
tomar al Inca por el brazo y se puso a gritar: «¡Santiago!». Inmediatamente sonaron
las detonaciones de las piezas de artillería cuyo blanco eran las salidas de la plaza.
Las trompetas tocaron el paso de carga. Peones y jinetes salieron precipitadamente
de sus escondites y se lanzaron sobre la muchedumbre, buscando alcanzar en
prioridad, como había sido acordado, a los altos dignatarios colocados sobre las
literas y las hamacas.
Biografía de una conquista
Los indios, estupefactos por el brusco asalto de los caballos se pusieron a correr
en todos los sentidos, pero dada la densidad de la muchedumbre se produjo
inmediatamente un gigantesco atropellamiento. Por la presión, cedió un pedazo
Francisco Pizarro
del muro que rodeaba la plaza. Los indios, desesperados, caían unos sobre otros.
Los jinetes, comandados por Hernando de Soto, los pisaban, mataban y herían a
todos aquellos a quienes podían alcanzar. En cuanto a los peones, dice Francisco
de Jerez, actuaron con tanta diligencia contra los indios que quedaban en la plaza,
que pronto la mayor parte de ellos fueron acuchillados, un gran número de jefes
murieron también pero no se los tomó en cuenta porque eran una multitud.
Hernando Pizarro tuvo que reconocer más tarde que como los indios estaban
desarmados, fueron aplastados sin el menor peligro para ningún cristiano. Es de
añadir que, detrás de la soldadesca, los auxiliares indios que desde la costa venían
acompañando a los españoles no se quedaron a la zaga.
Pizarro continuaba sosteniendo fuertemente por el brazo a Atahualpa, pero no
podía sacarlo de sus andas que estaba en alto. Sobre este punto, como sobre
otros muchos, los testimonios divergen. Según Cieza de León, el primer español
en haber agarrado al emperador habría sido el peón Miguel de Estete seguido
luego por Alonso de Mesa. Los cargadores del Inca, todos pertenecientes a la
aristocracia, trataron de protegerle con sus cuerpos, pero fueron despedazados.
Igual sucedió con la totalidad de la escolta imperial. En su furia, los españoles
habrían hecho lo mismo con el Inca si el gobernador en persona no lo hubiese
Francisco Pizarro
defendido. Hasta llegó a recibir una herida en la mano. Los dignatarios que
acompañaban a Atahualpa en las otras literas y en las hamacas fueron masacrados,
así como el cacique principal de Cajamarca. Aterrorizados por los caballos y los
cañones, petrificados por la enormidad del sacrilegio —para ellos inimaginable—
cometido sobre la persona del emperador, ninguno de los indios presentes había
opuesto resistencia, ni los de la plaza ni los demás que no pudieron ingresar y
permanecieron en los alrededores.
Finalmente, las andas de Atahualpa sufrieron la arremetida de varios españoles.
Uno de ellos llegó a tomar al Inca por los cabellos mientras que los otros volcaban
el asiento imperial. El Inca cayó al suelo con las vestimentas hechas jirones, y
118 ahora prisionero, fue rodeado por los soldados.
Tan sólo había discurrido media hora desde que se escuchó el grito de guerra
lanzado por Pizarro. Hasta la noche los jinetes masacraron con sus lanzas a los
indios que huían a los alrededores de la ciudad. La llanura estaba cubierta por
una infinidad de cadáveres. Finalmente, las trompetas y los cañonazos llamaron
a formación, y los españoles regresaron al centro de Cajamarca para festejar su
victoria.
Pizarro hizo llevar a Atahualpa a uno de los edificios de la plaza y le dio vestimenta
indígena ordinaria para reemplazar sus ornamentos imperiales lacerados pero
también, seguramente, para notificarle simbólicamente que desde ese momento
estaba desprovisto de todo poder. Según Francisco de Jerez, los dos jefes, el
vencido y su vencedor, se habrían hablado. Pizarro habría buscado calmar la ira
y la confusión de Atahualpa, mientras que este habría estigmatizado la actitud de
sus capitanes a quienes les reprochaba en particular el haberle asegurado que los
españoles serían vencidos sin problemas.
Los peones y los jinetes que habían partido en persecución de los indios que
estaban fuera de la plaza regresaron con un gran número de cautivos, tres mil según
Jerez. Por su lado, el capitán de la caballería señaló en su informe únicamente
una herida ligera en un caballo. Pizarro se felicitó por este desenlace y vio allí
una señal manifiesta de la ayuda divina. Agradeció al Señor por este «milagro» y
por el «auxilio particular» ofrecidos a las armas españolas. Sin embargo, exhortó
a los soldados a tener mucho cuidado, porque temía una reacción de los indios
a quienes todos les conocían «la bajeza y la astucia» que no dejarían de ejercer
para liberar a Atahualpa, su señor «temido y obedecido». Durante toda la noche,
por cierto, se apostaron centinelas en los lugares estratégicos. A continuación,
Pizarro se fue a cenar en compañía del Inca a quien otorgó el servicio de varias
de sus mujeres que habían sido capturadas. Le hizo hacer una cama en su propia
habitación en donde el soberano estuvo libre de sus movimientos, sólo la puerta
estaba vigilada por la guardia habitual del gobernador.
La trampa de Cajamarca (15-17 de noviembre de 1532)
1 Esta jornada ha sido objeto de numerosos relatos, primero por parte de aquellos que fueron sus testigos y
sus actores. Entre los principales véanse Francisco de Jerez, Verdadera relación de la conquista del Perú, op. cit.,
pp. 330-331; Hernando Pizarro, Carta relación de Hernando Pizarro a los oidores de la Audiencia de Santo
Domingo sobre la conquista del Perú [1553], Lima, 1969, pp. 50-55; Cristóbal de Mena, La conquista del Perú,
en Relaciones primitivas de la conquista del Perú [1534], Lima, 1967, pp. 81-87; Juan Ruiz de Arce, Advertencias
que hizo el fundador del vínculo y mayorazgo a los sucesores de él [1545], Madrid, 1964, pp. 89-96; Diego de
Trujillo, Relación del descubrimiento del Perú [1571], Madrid, 1964, pp. 132-135; Miguel de Estete, Noticia
del Perú [1550], Lima, 1968, p. 378 sq.; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista del Perú [1571],
Lima, 1978, cap. VIII-XII. También se pueden consultar a Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del
Perú, op. cit. [1554], 3ª parte, cap. XLIII-XLV y Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista de la
provincia del Perú [1555], Lima, 1968, lib. II, cap. IV-VIII.
En cuanto a los historiadores contemporáneos, la presentación más completa es la de Juan José Vega, Los Incas
frente a España, las guerras de la resistencia (1531-1544), op. cit., cap. II.
Francisco Pizarro
2James Lockhart, Los de Cajamarca, un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú, Lima,
1986, v. I, 1ª parte, cap. III-VI.
La trampa de Cajamarca (15-17 de noviembre de 1532)
3 Mario Góngora, Los grupos de los conquistadores en Tierra Firme (1509-1530), Santiago de Chile, 1962.
4 Tomás Thayer Ojeada, Valdivia y sus compañeros, Santiago de Chile, 1950.
5 Bernard Grunberg, L’Univers des conquistadors, les hommes et leur conquête dans le Mexique du XVIe siècle, París,
7 123
El fin de Atahualpa
¿Qué hacer con el Inca ahora que estaba prisionero? No era un pequeño problema.
¿Cuál iba a ser la reacción de sus partidarios, de su ejército y hasta de su pueblo?
Biografía de una conquista
para ir hacia delante, adentrarse en los Andes sin garantía alguna y pasar a otra
fase, la de la conquista propiamente dicha, es decir el control del inmenso Perú.
Sin embargo, el emperador destituido, en manos de Pizarro y de sus hombres,
esto es a su merced, constituía una carta de primer orden. Muy probalemente,
mientras Atahualpa estuviera prisionero, los indios no intentarían nada contra
los españoles. Por lo menos en un primer tiempo, a éstos últimos pues no les
quedaba sino sacar provecho al máximo de la situación nacida de su golpe de
audacia.
grande a pesar de su ruina, y sin manifestar enemistad sino con fray Vicente de
Valverde. Garcilaso de la Vega, cuya madre pertenecía a la aristocracia inca, tiene
una opinión más matizada. Él afirma que Atahualpa cargaba pesadas cadenas
de hierro, versión empero poco probable en la medida que se sabe que el Inca
destituido gozaba de una relativa libertad de movimientos en la residencia en la
que estaba confinado.
Sea como fuese, y sea cuales hayan sido verdaderamente las relaciones entre
el conquistador y el Inca, el hecho es que terminaron por hablar de rescate.
Parece ser que la propuesta emanó de Atahualpa. A cambio de su libertad, él
habría propuesto a Pizarro llenar con oro la habitación en la que se encontraba.
124 Levantando el brazo y tocando la pared con la mano, habría hecho trazar una
línea roja indicando la altura por alcanzar. Se haría lo mismo con las otras dos
habitaciones contiguas pero éstas se llenarían con objetos de plata. El Inca habría
precisado incluso que éstos no habían de ser martillados para ocupar menos
volumen y aumentar así el rescate. Los españoles, atraídos solamente por el
peso del oro contenido en los objetos que encontraban y de ninguna manera
interesados por su valor estético, tenían en efecto la costumbre de triturar
platos, jarrones, pectorales, revestimientos de templos, objetos de culto, etc.,
para transportarlos más fácilmente en forma de gruesos lingotes en espera de
fundirlos. La habitación en la que sería almacenado el oro del rescate —y que
tiene grandes posibilidades de no ser aquella que se muestra hoy a los turistas
en Cajamarca— medía, según los testigos, más de ocho metros de largo por
casi cinco de ancho. Ante la incredulidad de Pizarro, Atahualpa se había dado
cuarenta días para llenarla.
Los caciques, con los que Atahualpa estaba siempre en relación, comenzaron
a traer el oro tan esperado a la vez por el ilustre prisionero como por sus
carceleros españoles. Al poco tiempo, los allegados del Inca conducidos por
uno de sus hermanos llegaron de Cusco. Traían, dice Francisco de Jerez,
una gran cantidad de vajilla de oro, cubos, jarrones, otros objetos y mucha
plata. Sin embargo, a los españoles les parecía que las cantidades prometidas
demoraban en llegar. Con el paso de los días, cierta impaciencia, por no decir
un verdadero descontento, comenzó a manifestarse en la tropa. Pizarro habló
al Inca. Entonces éste habría propuesto a los españoles enviar a varios de ellos
como emisarios con el fin de ir a buscar el precioso metal en el gran templo de
Pachacamac y hasta el mismo Cusco.
El templo de Pachacamac se encontraba en la costa, casi al borde del océano, al
sur del oasis que ocuparía la ciudad de Lima que no existía todavía. Se trataba de
uno de los principales centros de culto del imperio, y las ruinas que se pueden
ver todavía hoy, aunque muy imponentes, no pueden dar una idea del papel que
desempeñaba entonces como tampoco de su importancia en el Imperio inca.
El fin de Atahualpa
En realidad, ese templo cuyo nombre venía del dios al que se veneraba allí, era
muy anterior a la constitución del imperio de los incas. Estaba dedicado a una
de las divinidades mayores de las poblaciones de la costa, y su oráculo gozaba de
gran prestigio. Hacia el año mil después de Jesucristo, se había convertido en el
centro de un gran conjunto de santuarios que estaban ligados a él, en la costa
pero también en los Andes. A falta de haber podido someter totalmente esta
divinidad «extraña» a su sistema religioso —como tenían costumbre de hacerlo,
en cada una de sus conquistas—, los emperadores de Cusco, sobre todo el gran
Pachacutec, terminaron identificando a Pachacamac, «el que hace el mundo»,
con Viracocha que, en el sistema inca, era la divinidad creadora por excelencia.
Su gran templo había llegado a ser casi el equivalente del de Cusco, razón por la
cual se encontraban acumuladas allí inmensas riquezas. 125
Después de haber deliberado con sus lugartenientes, Pizarro decidió enviar a
Cusco a su hermano Hernando quien, poco tiempo antes, había conducido
una pequeña expedición de exploración en la región de Huamachuco, al sur
de Cajamarca. El destacamento español dejó la ciudad en los primeros días de
enero de 1533. Estaba constituido por unos veinte jinetes y algunos arcabuceros
guiados por indios nobles y sacerdotes que entonces vivían cerca del Inca, pero
habitualmente estaban al servicio de ese gran templo. Partieron hacia el sur por
los Andes, llegaron al callejón de Huaylas, el gran valle longitudinal que les
Biografía de una conquista
visto una colina de oro que brillaba al sol. Habiéndose acercado, se dieron cuenta
de la realidad. No era un fenómeno de la naturaleza, sino el montón de objetos
que unos cargadores conducidos por el príncipe Quilliscacha, un hermano de
Atahualpa, traían a Cajamarca y habían juntado mientras duraba su pausa.
En Pachacamac, el domingo 30 de enero los sacerdotes recibieron con honores
a los jinetes españoles, siguiendo en esto las instrucciones que había enviado
Atahualpa. De manera general, los indios del lugar, como aquellos de las regiones
por las que pasaron, los miraban sin agresividad y con mucha curiosidad. Al ver los
caballos morder su freno, creían que estos animales comían metal y los españoles
inducían a los indios a darles oro y plata mezclados con su hierba. Hernando
Pizarro, dice Garcilaso de la Vega, tomó del templo todo el oro que podía llevar
y ordenó que el resto sea llevado hacia Cajamarca. En realidad, el hermano del
gobernador no encontró lo que verdaderamente esperaba. Los sacerdotes y los
caciques de Pachacamac le habían asegurado que le darían todo lo que quisiese,
pero parece que en realidad ocultaron todo lo que pudieron y buscaron ganar
tiempo, esperando que los españoles se vean obligados a regresar. A pesar de
todo, Hernando Pizarro habría regresado a Cajamarca con unos noventa mil
pesos de oro.
Francisco Pizarro
1 Fuera de los testimonios citados en el texto y que remiten a las notas del capítulo precedente, véanse también
los de Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, op. cit., cap. CXIV; Miguel Cabello de Balboa,
Miscelánea antártica, op. cit., capítulo XXXII; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los reinos
del Perú, op. cit., cap. XI.
2 Garcilaso de la Vega, Historia General del Perú, op. cit., lib. I, cap. XXIX.
Francisco Pizarro
La muerte de Huáscar
El encuentro entre Huáscar y los tres españoles que habían partido como
exploradores a Cusco tuvo una consecuencia imprevista. Como se sabe Pedro
Martín de Moguer, Pero Martín Bueno y Juan de Zárate pudieron hablar con el
cautivo, escuchar sus lamentos, pero quizás también sus propuestas. En general,
los cronistas coinciden en afirmar que él habría ofrecido a los tres hombres, y por
ende a su jefe, mucho más oro que Atahualpa si lo hacían liberar y sobre todo
su alianza y la de sus partidarios. Aunque momentáneamente derrotados, estos
seguían siendo bastante numerosos en el sur del país y, habría dicho él, estaban
prestos a recibir a los recién llegados si él daba la orden.
Atahualpa habría estado al corriente de este encuentro. Como se sabe, el 129
Inca prisionero mantenía estrecha relación con los caciques que se quedaron
en Cajamarca o que vinieron al anuncio de su captura. Aunque confinado en
sus habitaciones y bajo constante vigilancia, tenía enlace directo con ellos, los
veía frecuentemente, recibía noticias, daba órdenes, y, al parecer, continuaba
teniendo una eficaz red de informadores, incluso de espías. Apoyado sin duda
por sus consejeros, Atahualpa tomó entonces la decisión de hacer matar a
Huáscar quien, dadas las circunstancias, se había vuelto muy peligroso para él.
Los españoles sabían dónde se encontraba el prisionero, estaba ahora en la región
Biografía de una conquista
legitimidad cusqueña. Una alianza con él les habría abierto a los españoles la
ruta del sur, y podía darles la seguridad de convertirse, sin pegar un tiro, en amos
y señores de la mitad del imperio. No eran pues pocas las ventajas que ofrecía
semejante alianza.
Los cronistas, como siempre con algunas variantes, cuentan que un día Pizarro
—que cenaba todas las noches con el Inca— lo habría encontrado desconsolado
y abatido. Habiéndole preguntado la razón de ello, Atahualpa habría respondido
que acababa de ser informado de la muerte de Huáscar. Uno de sus guardianes,
sin informar a nadie, lo había asesinado. Pizarro habría consolado entonces a su
prisionero, le habría dicho que después de todo la muerte era algo natural y que,
de todas maneras, ya que Atahualpa no tenía nada que ver con esta muerte no
podía sentirse ni responsable ni culpable de ello.
Se trataba de un ardid. En realidad, Atahualpa quería sondear a su carcelero
y conocer cuáles serían sus reacciones ante el anuncio de la desaparición de
Huáscar que, efectivamente podía hacer cambiar los planes españoles. Como a
Pizarro aquello no parecía afectarle mucho y sobre todo no le guardaba rencor a
Francisco Pizarro
Atahualpa por ello, éste decidió pasar a la acción. Dio la orden de hacer desaparecer
a Huáscar y fue obedecido sin demora. Las versiones sobre las circunstancias de
esta muerte varían. Garcilaso de la Vega, según una creencia india, afirma que los
asesinos habrían hecho pedazos el cuerpo de su víctima y se habrían comido una
parte de él, pero cita igualmente al padre José de Acosta, el que cree saber que
se habría quemado el cuerpo. Otras fuentes pretenden que el prisionero habría
sido lanzado desde lo alto de un barranco y habría desaparecido en las aguas del
río Andamarca.
Sea como fuese, Atahualpa se había deshecho de un adversario incómodo. Él
seguía siendo el único interlocutor de los españoles y podía esperar proseguir sus
130 negociaciones con ellos. El riesgo era que sepan la verdad y consideren que, a
falta de tener que jugar entre dos Incas, lo mejor para ellos consistía en eliminar
al que quedaba.
Cajamarca adonde llegaron sin ninguna dificultad, porque los indios, a sabiendas
de lo que había pasado en la ciudad, les manifestaron mucha deferencia en el
camino.
Pizarro y sus capitanes —informados de la llegada de estos refuerzos desde finales
de diciembre— fueron al encuentro de Almagro para recibirlo con honores. En
la tropa, este encuentro dio lugar a efusiones, de una como de otra parte. Los
dos jefes se abrazaron como los dos viejos amigos que eran, unidos por tantos
recuerdos, infortunios compartidos e intereses cruzados. ¿Los emisarios del
gobernador habían disipado las nubes y los malentendidos? ¿Simplemente por
el momento estaban ocultos los rencores y las sospechas nacidos de una secreta
enemistad, como dice Cieza de León? El cronista no se pronuncia y dice que,
deja sólo a Dios el cuidado de sondear los pensamientos de los hombres.
Otro problema amenazaba con complicar muchas cosas. Los soldados que
llegaron con Almagro no tenían la intención de dejar escapar una parte del botín
que, día a día, se iba acumulando en Cajamarca, y, con el retorno de Hernando
Pizarro, de Juan de Zárate y de sus compañeros, tomaba proporciones nunca
vistas. Los recién llegados estimaban que ellos también tenían derecho, en
Francisco Pizarro
3 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XLVII y L-LI.
4 Véase James Lockhart, Los de Cajamarca, un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú,
op. cit., v. I, 1ª parte cap. III-VI.
El fin de Atahualpa
Sin entrar demasiado en los detalles, una vez que se retiró lo que correspondía al
rey, a los marinos y a los soldados que permanecieron en San Miguel de Piura,
se dividió en 217 partes iguales, cada una de un valor de 4 400 pesos de oro
(a 4,55 gramos el peso, 20 kilos 20 gramos de oro) y de 181 marcos de plata
(cerca de 42 kilos, pues el marco valía 230,70 gramos) o sea un valor total de
5 345 pesos. Estas 217 partes fueron distribuidas entre 168 personas, de manera
ponderada en función del grado, de la participación en la campaña y del rango
social de cada uno, pero también como se verá, según criterios indudablemente
mucho menos objetivos. Francisco Pizarro, por supuesto el más beneficiado,
recibió trece partes, es decir 57 220 pesos de oro y 2 350 marcos de plata y,
según la tradición y fuera de reparto, el objeto del botín que más le gustase tener.
133
Escogió nada menos que el asiento cubierto de oro de Atahualpa, estimado en
aproximadamente siete partes (30 080 pesos de oro y 1 267 marcos de plata).
Hernando Pizarro, verdadero jefe segundo de la expedición recibió siete partes
(1 267 marcos de plata y 31 080 pesos de oro), Juan Pizarro tuvo dos partes
y media (11 100 pesos de oro y 407 marcos 2/8 de plata), Gonzalo Pizarro
dos partes y cuarto (9 909 pesos de oro y 384 marcos 5/8 de plata). En otras
palabras, los cuatro hermanos Pizarro se atribuyeron el 11 % del botín. Francisco
Martín de Alcántara quien se quedaba rezagado desde hacía varios meses y estuvo
Biografía de una conquista
plata) y dos partes y media, respectivamente. Se ignora cuáles fueron las bases para
establecer la ponderación pero, evidentemente, la familia Pizarro desempeñó un
rol determinante a la hora de fijar lo que correspondería a cada uno, y en primer
lugar a sus miembros.
Esta actitud no dejó de reavivar las tensiones, incluso los rencores ya existentes.
Tal vez se calmaron por el hecho que, sin duda alguna, en el transcurso de la larga
marcha hacia Cajamarca algunos jefes, en particular de Soto —enviado en varias
ocasiones como explorador— y Benalcázar, habían conservado en su poder una
buena parte de lo que les habían quitado a los indios. Así, éste habría ganado en
realidad en el transcurso de toda la campaña más de dos veces y media de lo que
finalmente le había sido atribuido en Cajamarca. En diferentes grados, debió
de ser así para todos, sobre todo porque, como se ha dicho, los oficiales reales,
garantes habituales de la ortodoxia fiscal se habían quedado prudentemente en
San Miguel de Piura, y por este mismo hecho, no habían podido ejercer ningún
control. De todas maneras, como lo hace notar Cieza de León, era de notoriedad
pública que una gran cantidad de oro había sido robada en el transcurso de la
campaña, y los capitanes no habían sido los últimos en servirse.
Francisco Pizarro
Todos los jinetes recibieron dos partes, una para el hombre y otra para el caballo, en
reconocimiento de su papel esencial. En términos generales, sobre los 1 160 000
pesos del botín, los jinetes se repartieron 724 000 y los peones 436 000. Además
de los lazos con el clan de los Pizarro, se tuvo en cuenta también, manifiestamente,
la antigüedad de los soldados en la conquista. Según los cálculos efectuados por
James Lockhart, fuera de los jefes de quienes ya se habló, 40 hombres recibieron
entre dos partes y dos partes y media, 47 entre una parte y una parte y media.
Finalmente, 77 peones de origen humilde tuvieron que contentarse con menos
de una parte, a veces incluso (14 de ellos) con menos de una media parte.
Desde luego, las cantidades de que hemos hablado no dicen gran cosa al lector de
134 hoy. A título de comparación y para dar una idea de su valor, cabe precisar que
unos diez años antes, durante la conquista de Nicaragua de donde venía, como se
sabe, una parte de los soldados, el total por repartir se había elevado finalmente
a tan sólo 33 000 pesos de los cuales 28 000 habían sido para el gobernador
y sus capitanes. Es obvio que en el Perú se había dado un salto cuantitativo
gigantesco.
Los desequilibrios y los prejuicios que se transparentaban en el reparto de
Cajamarca son el resultado de una organización interna muy jerarquizada de la
hueste de la conquista, de la naturaleza de las relaciones personales existentes entre
los jefes y sus hombres, de las relaciones de fuerza establecidas entre los diferentes
capitanes. Si, de manera general, la historiografía tradicional ha insistido ante
todo sobre las cantidades atribuidas a cada uno, sobre su carácter inaudito en
el contexto de la conquista americana, James Lockhart tiene razón al insistir
sobre el hecho de que este reparto tenía que provocar, o avivar, tensiones a veces
agudas y tenaces dentro del grupo español. El clan Pizarro acentuaba, o mostraba
abiertamente, su dominio sobre «la empresa» peruana pues consideraba que le
pertenecía. De Soto y Benalcázar, pero también sus hombres, podían sentirse poco
favorecidos y en consecuencia querer, aún más que en el pasado, jugar su propio
juego en el Perú o en otro sitio. No hablemos de Almagro y de los hombres que
llegaron con él, que asistieron prácticamente como meros espectadores, desde
luego despechados, a toda esta exposición de riquezas.
Quedaba otra opción, la de regresar a España, por decirlo así, después de haber
hecho fortuna. Un riesgo importante que corrían todas las expediciones de
conquista era ver que los soldados, en cuanto recibían su parte, las abandonaban,
estimando haber logrado su objetivo. Habida cuenta de las cantidades repartidas
en Cajamarca la tentación tuvo que ser fuerte en algunos, en los más viejos, los
enfermos o los menos ambiciosos. Francisco Pizarro, cuya fuerza en hombres era
limitada, veló porque no sucediese así. En el transcurso de los meses de julio y de
agosto de 1533 autorizó finalmente el regreso a Europa a unos veinte hombres,
no con el objetivo de satisfacer su deseo de volver a la tierra natal, sino con el
El fin de Atahualpa
no trajo al campo español la calma que se habría podido esperar. Los soldados de
Almagro estaban furiosos. De Soto, Benalcázar y su tropa se consideraban con
razón muy mal recompensados. Incluso en las huestes de Pizarro la desigualdad
de las partes y los criterios flotantes tomados en cuenta, unidos a la tendencia
Francisco Pizarro
natural de todos y cada uno de sobrevaluar sus propios méritos y de desestimar los
del otro, alimentaban y reavivaban las tensiones y los descontentos.
A todo esto vino a añadirse un elemento nuevo. Las informaciones, cada vez
más numerosas, precisas y concordantes, daban cuenta de una grave amenaza:
varios miles de indios en armas se escondían en los cerros de los alrededores de
Cajamarca. Sólo esperaban refuerzos y una señal —que sin duda daría el entorno
del Inca prisionero— para precipitarse sobre la ciudad, matar a los españoles y
liberar a Atahualpa. En verdad, los primeros síntomas de este peligro se habían
presentado incluso antes del reparto del botín. Por cierto, Challco Chima, el
general yana que regresó a Cajamarca con Hernando Pizarro, había sido su
primera víctima importante. Para hacerle confesar posibles complicidades, un
grupo de españoles conducidos por Almagro y de Soto se habían apoderado de
él, lo habían torturado, pero en vano, quemándole los pies. Salvó su vida por la
intervención, no de Atahualpa, lo que habría sido natural, sino de Hernando
Pizarro, quien, por decirlo así, se sentía responsable de su venida al campo español.
Una precisión: más adelante, en cuanto Hernando Pizarro dejó Cajamarca para
ir a España, Challco Chima fue detenido y sometido a una estrecha vigilancia.
Francisco Pizarro
Después del reparto del botín se duplicaron los centinelas. Los hombres vivían en
estado de alerta continua y creían ver espías por todo lado. Los nervios estaban a
flor de piel. Para saber a qué atenerse Pizarro pensó en enviar una cabalgata hacia
Huamachuco, al sur, de donde podía venir el peligro, porque estaba claro que
elementos del ejército de Atahualpa que hasta entonces luchaban contra Huáscar
venían hacia Cajamarca. Cuando interrogó a su prisionero sobre estos rumores,
o preparativos, el gobernador sólo obtuvo negativas. Sin embargo, los temores
españoles no eran infundados. La tropa enemiga, sí que existía. Uno de los más
sólidos apoyos de Atahualpa en la aristocracia inca, Cusi Yupanqui, había logrado
incluso penetrar en Cajamarca y vivir escondido allí. Habiendo logrado entrar en
contacto con el Inca prisionero, Cusi Yupanqui se esforzaba por tejer en el mayor
136 secreto los hilos de una conspiración destinada a liberarlo, pero en vano. Por
debilidad de carácter o exceso de confianza, Atahualpa no quería intentar nada,
lo que seguramente no dejaría indiferentes a sus más ardientes partidarios.
Entretanto, el príncipe indígena Túpac Huallpa, que era uno de los hijos del
Inca Huayna Capac —en consecuencia hermano de Atahualpa y de Huáscar,
y partidario de este último—, llegó, al parecer de incógnito, al campamento
español. Este jovencito representaba a la aristocracia cusqueña. Se puso bajo la
protección de Pizarro quien lo alojó en sus aposentos. Túpac Huallpa explicó
al gobernador las fechorías y los crímenes del Inca destituido, le precisó
seguramente que éste no gozaba del apoyo de los jefes tradicionales fuera de
su región de origen, es decir el norte del imperio. Los caciques presentes en
Cajamarca no pudieron sino confirmarlo, así como también la amenaza de
las tropas que se decía estaban escondidas en los cerros. Túpac Huallpa habría
podido desempeñar un papel importante en razón de la muerte de Huáscar y
del cautiverio de Atahualpa. Quizás lo pensó, o bien la aristocracia de Cusco
lo hizo por él, porque se trataba de un hombre muy joven aparentemente sin
mucho carácter ni experiencia. El hecho es que él no pesó de manera alguna en
la continuación de los acontecimientos.
A partir de aquel momento, la posición de Atahualpa se hizo cada vez más
precaria. La tropa española comenzó a reclamar abiertamente la muerte del
Inca. No era la única. Cieza de León destaca que los partidarios de Huáscar
pero también los yanas, los siervos de los Incas que pasaron al servicio de los
españoles, trabajaban en este sentido ante sus nuevos amos. Los yanas no eran,
por cierto, los últimos en querer la muerte de Atahualpa. Para ellos sería, así
pensaban, una justa compensación después de siglos de servidumbre, y les
abriría posibilidades hasta entonces prohibidas. Los testigos acusan también
el juego turbio, las traducciones voluntariamente falseadas, las insinuaciones
intencionales de Felipillo, el traductor principal de Francisco Pizarro, quien lo
había llevado a España. Proveniente de una etnia de la costa norte del Perú que
El fin de Atahualpa
poder hacerse escuchar y de pesar, a la hora de la decisión. Juan José Vega escribe
incluso que la cabalgata por Huamachuco fue una astucia de Pizarro para alejar a
su incómodo socio cuyas ideas conocía bien en cuanto al futuro de Atahualpa.
Uno de los lugartenientes de Hernando de Soto que se quedó en Cajamarca,
Francisco Pizarro
Los españoles en armas fueron reunidos en la plaza de Cajamarca, tanto para rendir
los últimos honores al soberano destituido como en previsión de una reacción
desesperada de los indios. El Inca apareció con las manos atadas a la espalda,
con una cadena en el cuello, rodeado por fray Vicente de Valverde quien abría la
marcha, el tesorero Riquelme, el capitán Juan de Salcedo, el alcalde mayor Juan
de Porras, y desde luego por hombres armados. Atahualpa parecía no creer lo que
le estaba sucediendo e interrogaba en este sentido a los hombres que lo llevaban.
Propuso incluso reunir un nuevo rescate más importante que el primero.
Al llegar al centro de la plaza, el Inca fue amarrado a un tronco y se colocaron
a sus pies haces de leña, pues se había tomado la decisión de quemarlo vivo
138 por idólatra. Vicente de Valverde no cesaba de exhortarlo a morir habiendo
recibido los santos sacramentos. Atahualpa habría preguntado adónde iban los
cristianos después de su muerte. Frente a la respuesta que eran enterrados en
una iglesia, el Inca habría entonces declarado su voluntad de ser cristiano. Fray
Vicente lo bautizó inmediatamente con el nombre de Juan o de Francisco, las
fuentes varían. En vista de este cambio súbito, Pizarro decidió inmediatamente
conmutar no la pena sino las condiciones de su ejecución. Atahualpa no moriría
quemado vivo sino estrangulado y con la nuca rota por el garrote, de manos de
esclavos encargados de este tipo de tareas. Los numerosos indios que asistieron a la
ejecución se dejaron caer al suelo y permanecieron postrados, como si estuviesen
borrachos, dice Pedro Pizarro.
El cuerpo del ajusticiado, cuya cabellera fue quemada, permaneció toda la noche
amarrado al tronco sin que nadie se acerque. Al día siguiente, un domingo,
fue llevado hacia el edificio que servía de iglesia provisional. En la puerta,
Pizarro, vestido de negro y con el sombrero en la mano, lo esperaba junto con
sus lugartenientes y los oficiales reales que representaban al Rey. El cadáver fue
depositado en un catafalco. Los españoles presentes oraron por el descanso del
alma del difunto. Parece incluso que se vio entre los asistentes a numerosos
hombres con lágrimas, que se escucharon suspiros y gemidos. Almagro estaba
impasible, Pizarro también, pero circuló un rumor según el cual, se le había visto
llorar en el momento de ordenar la muerte del Inca.
Cuando estaba finalizando la misa, varias mujeres del séquito de Atahualpa,
esposas y allegadas, vinieron a interrumpir el oficio pidiendo morir con él.
Devueltas al aposento del Inca difunto, se abandonaron ruidosamente a su dolor
y algunas se suicidaron con sus sirvientas. Cieza de León destaca con cierto asco
este desorden, y cuenta que los españoles comenzando por el mismo Pizarro, se
repartieron sin tardar las esposas y las parientes del Inca difunto.
A menudo presentada como una reacción brutal y cruel —casi un reflejo
condicionado— de la soldadesca, la muerte de Atahualpa estuvo, muy por
El fin de Atahualpa
140
Hacia el ombligo del mundo
8 141
Los dos Incas rivales habían muerto asesinados, se había alejado aparentemente
la amenaza del ejército de Atahualpa, buena parte de la aristocracia indígena
Biografía de una conquista
a los españoles pensar que el resto de su campaña iba por buen camino. Sin
embargo, todo o casi todo quedaba por hacer. La hueste de Pizarro no controlaba
más que una pequeña parte del Imperio Inca, cuya capital se encontraba todavía
a más de mil quinientos kilómetros, al cabo de un viaje que tenía que atravesar
regiones en principio favorables a Huáscar. Aún no había sido instalada ninguna
estructura verdaderamente colonial en el país. No había todavía establecimiento
europeo estable en el Perú, excepto en San Miguel de Piura.
Ahora que estaba a la cabeza de unos cuatrocientos soldados españoles, y con
una coyuntura favorable en todos sus aspectos, había llegado el momento para
Pizarro de adentrarse en los Andes y de marchar hacia el sur.
como para poder apoyarse en el aparato de Estado del Imperio cusqueño, Pizarro
pensó en darle a este último de nuevo un Inca. Esta era también una manera de
parar en seco el gran descontento que manifestó Hernando de Soto cuando, a su
regreso de Huamachuco, se encontró frente al hecho consumado y le reprochó
severamente a Pizarro y a Almagro la ejecución de Atahualpa.
Después de haber hablado de ello con los orejones presentes en Cajamarca, el
gobernador decidió poner sobre el trono, e investir en calidad de Inca, al joven
Túpac Huallpa. A los españoles les parecía que él reunía todas las cualidades
del candidato ideal. Era hijo de Huayna Cápac, como Huáscar y Atahualpa,
representaba la legitimidad cusqueña, y la desaparición de Huáscar hacía de
142 él «un señor natural del país» totalmente aceptable para los indios como para
el formalismo jurídico español. Por otro lado, para Pizarro y los suyos, Túpac
Huallpa ofrecía otra importante ventaja. Muy joven, obviamente sin experiencia
política, desde su llegada a Cajamarca en donde vivió bajo la estrecha protección
del gobernador, nunca mostró cualquier veleidad de independencia, ni la menor
capacidad de decisión. ¿Qué más se podía pedir?
Se decidió pues que Túpac Huallpa (llamado Toparpa o Tobalipa por los
españoles) sería Inca. Como, de momento, era impensable entronizarlo en Cusco,
se organizó una ceremonia en la misma Cajamarca. Los conquistadores reunidos
y los orejones presentes lo reconocieron como emperador, siguiendo el mismo
ceremonial que para sus ancestros, dice Cieza de León. Su trono, la tiana de los
Incas, fue colocado frente a la residencia ocupada por Pizarro. Uno tras otro, los
jefes indígenas con tocados de coronas de plumas vinieron a saludarlo y a rendirle
homenaje. De acuerdo con la tradición de Cusco, se sacrificó una llama de color
blanco inmaculado. Luego, el Inca se retiró para el ayuno tradicional en esta
circunstancia y que se supone marcaba el duelo del precedente soberano. Otras
festividades, con bailes y cantos acompañaron esta suerte de coronación. Los
caciques fueron invitados a un gran banquete al que le hicieron honor.
Los españoles, Pizarro y sus capitanes a la cabeza, asistieron a todo. Para dar
más solemnidad al acontecimiento que estaban creando, se vistieron con sus
trajes más bellos. El alférez estaba ahí con el estandarte real. Túpac Huallpa,
reconocido, manifestó su profundo deseo de ponerse bajo la protección del
emperador Carlos V, rey de Castilla y de León. Hubo un intercambio de regalos.
El nuevo Inca entregó a Pizarro magníficos objetos de plumas blancas que le
habían regalado los caciques. Después, antes de separarse los dos hombres se
abrazaron efusivamente.
Al día siguiente tuvo lugar una nueva ceremonia, más política. Pizarro hizo un
discurso a los caciques para convencerlos de sus deberes para con el soberano
español. Luego, tomó el estandarte de Castilla y de León y lo blandió «una,
Hacia el ombligo del mundo
dos y tres veces” según la fórmula consagrada. A su solicitud, el Inca y los jefes
presentes lo imitaron de buena gana, y luego le dieron un abrazo. Para dejar una
huella oficial de la ceremonia, el gobernador hizo levantar un acta al notario de
la expedición.
Las apariencias —pero solo las apariencias— se habían salvado. Todo esto no era
más que un pálido reflejo, digamos más bien una mala parodia, de las ceremonias
que solían acompañar el advenimiento de un Inca en Cusco. No hubo nada de
ello, ni el lujo ni la abigarrada multitud de los caciques representantes de los
cuatro suyus del imperio, ni el fervor del pueblo, ni el significado religioso de
las ceremonias en las partes altas de una ciudad, Cusco, cuya organización del
espacio, así como la de sus alrededores, estaba impregnada de cargas simbólicas 143
muy fuertes y antiguas1.
¿Durante cuánto tiempo Túpac Huallpa, con la inexperiencia y la inocuidad
mostradas, sería un Inca fantoche entre las manos de Pizarro? ¿Cuál iba a ser su
futuro dentro de la larga lista de soberanos coronados, o que regresaron a su país,
gracias a las armas del ejército extranjero que lo ocupaba?
1 Para esta organización, véanse Tom Zuidema, La Civilisation inca au Cuzco, París, 1986, en particular las
lecciones IV y V, pp. 67-99, y Matti Pärssinen, Tawantinsuyu, el Estado inca y su organización, Lima, 2003,
cap. V.
Francisco Pizarro
muy reveladores, digamos que Benalcázar iba a dar pronto un giro inesperado
a su misión. El gobernador había sido informado, o temía, que vengan otras
expediciones españolas atraídas por el éxito, y busquen conquistar tierras aún
inexploradas. Según Pedro Pizarro, le habría encargado a Benalcázar que se les
adelante y se adueñe del norte del imperio de los incas. En términos más retorcidos,
Cieza de León presenta otra versión preferida en general por los historiadores.
Benalcázar, desde hacía mucho tiempo, estaba deseoso de lanzarse por su cuenta.
Cuando supo que una nueva expedición procedente de Nicaragua llegaría pronto
al Perú, pensó que seguramente ésta no intentaría seguir de lejos las huellas —en
consecuencia sin esperanza de beneficio— de la hueste de Pizarro que caminaba
hacia Cusco. La única región en donde podría ejercer sus ambiciones sería el
144 norte del imperio del que los conquistadores habían escuchado que era una
región casi mítica y en la que se podía contar con un botín mayor al conseguido
en Cajamarca. Ahí era también en donde se había replegado Rumi Ñahui, el
célebre general yana cuyos consejos no había querido escuchar Atahualpa la
víspera de su captura.
La ocasión era demasiado buena. Sebastián de Benalcázar no la dejó pasar. Se
hizo dar un poder por el concejo municipal de Piura —que no podía negarle
nada— para ir a la conquista del norte del imperio Inca, con el pretexto de que
alejaría así las amenazas que pesaban sobre la ciudad. Él pensaba que de esta
manera se cubría frente a Pizarro pues abandonaba, ni más ni menos, el puesto
que el gobernador le había confiado. Durante este tiempo, Benalcázar invirtió
su parte del botín de Cajamarca en comprar caballos y en equipar hombres y,
apenas pudo, se fue a conquistar Quito. Pero esta es ya otra historia2.
Otros personajes hasta ese entonces importantes en la expedición de conquista
no tomaron tampoco la dirección de Cusco, pero por otras razones. Vimos en
el capítulo anterior que en el mes de julio los capitanes Cristóbal de Mena y
Juan de Salcedo, cada vez más descontentos del papel subalterno en que estaban
confinados, habían pedido volver a España así como también unos veinte
soldados, en general de edad avanzada, con largas hojas de servicio en América
y deseosos de retornar al país después de haber hecho fortuna. No obstante, la
partida más notable fue la de Hernando Pizarro. Desde su llegada a las Indias, el
mayor de los hermanos del gobernador había ejercido un gran ascendiente en la
conducción de los acontecimientos. Algunos historiadores han llegado incluso
a decir que manipulaba a Francisco, cosa que parece completamente exagerada.
Sin embargo, había desempeñado un papel central en el dispositivo español en
2Para la primera campaña de Sebastián de Benalcázar, véase Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista
del Perú, op. cit., cap. LVII-LX.
Hacia el ombligo del mundo
que por cierto se posee. Allí se encuentran particularmente, unos veinte jarrones
grandes de medio dedo de espesor y que podían contener siete baldes de agua
cada uno, una docena de tableros destinados a decorar puertas y bancos, cerca de
un centenar de bandejas grandes y chicas, diecisiete paquetes y dos bolsas grandes
de piezas variadas, cajas de metal precioso, una escribanía, representaciones de
pájaros, de saurios, de mazorcas de maíz, tambores de guerra, estatuas de mujeres
y de hombres —de las cuales una era del tamaño de un niño de diez años—,
carcajes, espejos de metal pulido, calderos, tapas de ánforas, medallas, recipientes
diversos. Había también numerosos objetos de la misma naturaleza pero de plata,
veintidós camisas bordadas con oro y plata realzadas de plumas «a la moda del
país», y veintisiete abrigos «del corte más extraño que se haya podido ver»3.
146
El comienzo del viaje se desarrolló sin mayores problemas. El camino era conocido
por los españoles hasta Huamachuco, visitada algunos meses antes por de Soto
y Hernando Pizarro. Allí la hueste fue bien recibida. El gobernador, dice Cieza
de León, dio la orden a sus hombres de no importunar a la población. No era
visible señal alguna de resistencia verdadera de parte de los restos del ejército de
Atahualpa aún presentes en la región, pero que aparentemente trataban de regresar
a sus bases de Quito. De vez en cuando, en las alturas y fuera del alcance de los
españoles, algunos guerreros insultaban a los invasores, pero huían muy rápido
en cuanto veían venir a su encuentro a los soldados. Un príncipe imperial Huari
Tito, fiel aliado de los españoles y a quien Pizarro había enviado por delante para
supervisar el despeje del camino y la reparación de los puentes colgantes, cayó
en una emboscada y fue muerto por los hombres del general Quizquiz, quien 147
dirigía a las tropas aún en pie de guerra. Pizarro y sus capitanes, empujados por
algunos de sus consejeros indígenas, presintieron que el general Challco Chima,
aunque era su prisionero, permanecía en contacto con sus antiguos soldados, y
seguía siendo en realidad el alma de la resistencia india. Se decidió pues someter
al general yana a una vigilancia aún más estrecha.
La progresión se hizo alternando pasos relativamente fáciles y otros mucho más
problemáticos. Un ejemplo del primer tipo fue el Callejón de Huaylas, ese largo
Biografía de una conquista
llegar hasta las nubes y luego perderse en las profundidades de valles sin fondo,
dice Cieza de León. Hubo incluso que atravesar pasos nevados que, según la
misma fuente, produjeron angustia a los españoles aun cuando el camino de los
incas estaba tan bien trazado y construido sobre las pendientes que no se sentía
casi lo atormentado del relieve. De manera general, las etnias indígenas con que
se encontraron se mostraban favorables, como los huaylas que espontáneamente
se pusieron al servicio de los españoles y les proveyeron los cargadores necesarios.
Incluso un cacique huanca, Huacrapáucar, vino del sur junto con sus hombres
para someterse a los españoles.
A veces, los soldados tenían gratas sorpresas. Así, en Chocamarca, en un tambo
del camino de los incas, encontraron una buena cantidad de oro destinada al
rescate de Atahualpa pero que, por razones desconocidas, no había llegado a
Cajamarca y había sido abandonada en el camino. A pesar de todo, una angustia
lancinante debido al peligro enemigo asaltaba a los españoles. Cerca de Tarma, la
hueste fue informada de la llegada inminente de un gran número de escuadrones
enemigos. Después de deliberar rápidamente con sus capitanes Pizarro decidió
abandonar precipitadamente el campamento e hizo formar a sus hombres
Francisco Pizarro
en orden de batalla sobre una llanura alta muy fría donde pasaron la noche
esperando en vano el asalto enemigo. Los españoles sospecharon después que los
indios del lugar habían dado esta falsa noticia para obligarlos a dejar su pueblo.
A la entrada de Tarma, un jefe militar fiel a Atahualpa, Yucra Huallpa, a la cabeza
de soldados oriundos del norte, trató de detener la columna española, pero los
caciques locales, opuestos desde siempre a la hegemonía de los incas, se negaron.
El proyecto ni siquiera llegó a conocer un inicio de realización y Yucra Huallpa
se replegó hacia el sur.
Consciente de que había que mostrarse aún más prudente, Pizarro envió por
delante un fuerte elemento de caballería bajo las órdenes de Almagro secundado por
148 Pedro de Candia, Juan Pizarro y Hernando de Soto. Poco después desembocaron
estos en un nuevo valle longitudinal, el del río Mantaro, el granero de los Andes
centrales, cuya belleza y riqueza los deslumbraron después de la ruda travesía
de las desoladas alturas de la cordillera. Los jinetes entraron efectivamente en
contacto con escuadrones enemigos que, pese a insultarlos a distancia, según
su costumbre, buscaban sobre todo evitarlos. Se creyeron a salvo pasando a la
otra orilla del río. Aunque éste se encontraba en época de crecida, Hernando de
Soto y algunos hombres lograron pasar y cortarles la retirada. Atenazados entre
de Soto, Almagro que les pisaba los talones y Juan Pizarro quien, al seguir por la
orilla, les impedía pasar a la otra banda, los indios fueron despedazados. Había
sangre y cadáveres por todo lado, nos dice Cieza de León. Al final, los españoles
cansados de pelear, regresaron donde el grueso de la hueste que estaba llegando
al valle.
El botín no estuvo a la altura de sus esperanzas. Los españoles sospecharon que los
caciques se habían llevado o escondido muchas cosas. El incendio de la principal
aglomeración del valle, Jauja, ordenada por Yucra Huallpa, causó también
grandes pérdidas. Hubo algunos sangrientos combates callejeros en la ciudad
con los últimos defensores. Sin embargo, la tropa pudo encontrar alimentos en
abundancia y cientos de fardos de tejidos que fueron los bienvenidos. El templo
del sol proporcionó un poco de oro y de plata, pero también las vírgenes que lo
servían, mientras tanto los jinetes recorrían los alrededores y aterrorizaban a las
poblaciones ahora indefensas.
Pizarro permaneció aproximadamente unos quince días en Jauja. Su estancia
fue marcada por dos acontecimientos de naturaleza muy diferente. Desde
mucho tiempo atrás, se le había informado al gobernador de que las comarcas
al sur de Jauja y por las que iba a tener que pasar, estaban pobladas por etnias
tradicionalmente enemigas de los incas desde que éstos las sojuzgaron. Entonces,
se esmeró en ganar su alianza, sobre todo la de los huancas, la más importante.
Los jefes tradicionales, reticentes al principio, terminaron encontrándose con
Pizarro y sellaron con él una suerte de alianza, cuya solidez atempera Cieza de
Hacia el ombligo del mundo
del general yana. Afirmaban que Challco Chima, ya desde Cajamarca, había
envenenado poco a poco al soberano para castigarlo por su alianza con Pizarro y
privar al gobernador del apoyo decisivo que él representaba.
Muy consciente de la gran utilidad, para los fines que perseguía, de tener un
Francisco Pizarro
quedaron heridos diecisiete. Perdieron unos quince caballos, algo que ocurría por
primera vez. Aparentemente los indios ya no tenían miedo y combatían cuerpo
a cuerpo entre los soldados y sus monturas. Luego de una noche de angustia
para los españoles, los salvó el anuncio de la llegada de Almagro que hizo salir
corriendo a los hombres de Quizquiz. A continuación, Pizarro, aconsejado por
su socio, evitó sancionar a de Soto, un capitán valioso a pesar de todo.
Ignorando si los refuerzos habían conseguido unirse a de Soto, el gobernador y
sus hombres trataron a marcha forzada de ir a prestarles ayuda. El avance era muy
difícil. En esta región, los Andes no presentan, como en el norte, grandes valles
longitudinales para facilitar la penetración. La cordillera, de manera general, es
también más alta y los valles son particularmente encajonados. El enemigo había
incendiado los puentes colgantes de cuerdas. No quedaba sino bajar hasta los
ríos, buscar balsas, hacer pasar los caballos a nado, a veces agarrándose de ellos y
después subir las interminables pendientes.
Exasperada, seguramente muy tensa también por la cercanía del descubrimiento
de Cusco del que esperaba tanto pero ignoraba qué recibimiento tendría, la
tropa española veía en todas sus desgracias la mano de Challco Chima. Pizarro
Francisco Pizarro
lo amenazó con el peor castigo y le hizo poner de nuevo las cadenas. Algunos
días después, los españoles llegaron a Jaquijaguana, casi en vistas de Cusco. Ahí,
a Pizarro y a sus hombres les esperaba una sorpresa. Manco Inca Yupanqui, el
heredero del imperio que habían propuesto los orejones de Cusco reunidos en
Jauja, se presentó ante Pizarro, para ponerse por decirlo así bajo su protección y
hacerse reconocer por él. Era un jovencito, casi un adolescente, como su predecesor,
Tupac Huallpa, sin ninguna experiencia política, manipulado por su entorno.
Challco Chima fue la primera víctima de este acercamiento. Como en el caso de
Atahualpa, los cronistas insisten en el hecho de que su muerte fue solicitada por
Almagro a Pizarro. El general yana polarizaba, con razón seguramente, el odio
de los soldados y de sus aliados indios. Además, si los españoles se apoyaban tan
152 abiertamente en la aristocracia de Cusco, Challco Chima ya no servía para nada,
su muerte se convertía incluso en una buena garantía que se daba a los orejones
de Cusco. Challco Chima fue pues conducido a la hoguera para ser quemado
vivo. A diferencia de Atahualpa, se negó a convertirse como se lo sugirió fray
Vicente de Valverde y pereció en las llamas.
En Jaquijuagana, en medio de una bella comarca muy poblada y cubierta de
cultivos, la hueste española encontró unos depósitos estatales abundantemente
abastecidos. También capturó a doscientas vírgenes del sol. Pizarro dio la orden
de no cargar con semejante séquito. Dejándolo al cuidado de algunos soldados
y de auxiliares indios, reunió sus fuerzas, Almagro, de Soto y Juan Pizarro por
delante con la caballería, él a la cabeza del grueso de la tropa. Cerca del pueblo de
Anta tuvieron otro sangriento enfrentamiento con los soldados de Quizquiz, pero
éstas fueron aniquiladas. Los españoles tenían numerosísimos aliados indígenas
mientras que, al mismo tiempo, las filas de Quizquiz estaban cada vez más ralas
en razón de la defección de varios grupos étnicos.
De ahora en adelante ya nada se oponía al ingreso de los españoles en Cusco.
Hubo todavía escaramuzas. Pronto se elevaron humaredas por encima de la
ciudad. Algunas fuentes acusan a los hombres del general yana Quizquiz de
haber incendiado la capital. Otros afirman lo contrario, el incendio habría sido
causado por partidarios de Manco Inca Yupanqui despechados al ver la ciudad
totalmente en manos de los invasores.
Sea como fuere, el tiempo apremiaba, había que entrar sin demora en Cusco para
evitar su destrucción y su pérdida. El 14 de noviembre por la mañana, los jinetes
de Juan Pizarro y de Hernando de Soto recibieron la orden de hacerlo, seguidos
de cerca por los hombres de a pie de Francisco Pizarro. Un año atrás, estaban a
punto de llegar a Cajamarca4.
4 Para el relato del trayecto Cajamarca-Cusco, seguiremos, cruzándolas y completándolas, las versiones de José
Antonio del Busto Duthurburu, muy precisa en detalles (Pizarro, op. cit., t. II, cap. VI) y la de Juan José Vega,
centrada en la resistencia india (Los Incas frente a España, Las guerras de la resistencia, 1531-1544, op. cit., cap. III).
Hacia el ombligo del mundo
para los peones y de 6 000 para los jinetes, con toda una gama de bonificaciones
y deducciones, según un sistema comparable al de Cajamarca. Si comparamos
estas cifras con las del rescate de Atahualpa —en el que las partes fueron, oro y
plata confundidos, de 5 345 pesos—, se constata que cada español recibió menos
que la primera vez, pero cabe recordar varios puntos. En Cusco los soldados eran
por lo menos el doble que en Cajamarca. Según Cieza de León, se tuvo que hacer
480 partes, en vez de las 217 del rescate de Atahualpa. Por cierto, el metal precioso
recogido solamente en la capital fue reunido en algunas semanas, mientras que
se necesitó mucho más tiempo para hacer venir el rescate de Atahualpa desde la
mayor parte de las regiones del imperio. De todos modos, observa Garcilaso de
la Vega, como fue el segundo reparto de este tipo en el espacio de algunos meses,
no tuvo para los españoles la misma resonancia que el primero. No obstante, si 155
hacemos el cálculo en base a lo arriba indicado, nos damos cuenta que de el botín
total de Cusco fue superior al de Cajamarca en cerca de 20%.
Algún tiempo después, es decir en la segunda mitad del año 1535, la Corona
despachó al lugar a un inspector encargado de verificar que los procedimientos
seguidos en el Perú estaban conformes a las leyes vigentes y a los intereses reales.
El nuevo obispo de Panamá, Tomás de Berlanga, fue encargado de esta misión de
control. No le faltaron informantes para decir abiertamente entonces que tanto en
Biografía de una conquista
Cajamarca como en Cusco Pizarro y sus allegados, pero también los funcionarios
del fisco, se habían tomado algunas libertades. Pizarro, en particular, fue acusado
de no haber actuado de manera muy clara durante la fundición del oro y de la
plata, de haber jugado sin duda con la ley de diversas piezas y también de haber
Francisco Pizarro
5 Ver Rafael Varón Gabai, La ilusión del poder, apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del Perú, op.
por cierto, al mayor número posible. Por muchas razones a la vez simbólicas,
económicas y, como se diría hoy en día, geoestratégicas, le parecía absolutamente
necesario establecer en Cusco una fuerte base española que podría irradiar y señalar
su presencia en todo el sur peruano. Según la misma fuente, para incitar a los
hombres a quedarse, algunos días después el gobernador atribuyó también muy
generosamente repartimientos, es decir derechos de prestaciones y de tributo sobre
los indios de las regiones aledañas. Empero, tuvo el cuidado de no otorgarlos sino
a título provisional con el fin de poder, después, retirárselos a los beneficiarios, o
en todo caso proceder a los ajustes que le parecerían necesarios. La composición
del primer concejo municipal de la nueva capital es por cierto reveladora del
control que el clan Pizarro ejercía allí. Pedro de Candia, quien formaba parte de
156 la aventura desde su inicio, fue uno de los dos alcaldes. Los dos hermanos del
gobernador en ese entonces presentes en el Perú, Juan y Gonzalo, figuran entre los
regidores, así como los fieles Pedro del Barco y Francisco Mejía.
Desde su llegada, Pizarro también había limpiado la ciudad de la suciedad de los
ídolos, como escribe Cieza de León. Había señalado una construcción que sería
la iglesia, un lugar decente para decir misa, para que se predique el Evangelio y
se alabe el nombre de Jesucristo. Hizo clavar cruces en los caminos, algo que,
dice el mismo cronista, causó el terror de los demonios a quienes se les quitaba el
dominio que tenían sobre esta ciudad6.
Hasta finales del primer tercio del siglo XVII, durante un siglo entonces, hemos
visto multiplicarse los textos que describen y explican lo que fue la capital de
los incas en la época de sus antiguos dueños. En esta abundante literatura, muy
influenciada por los debates suscitados acerca de la instalación de la sociedad
colonial, hay verdaderas minas para las investigaciones efectuadas por los
arqueólogos y etnohistoriadores. En cambio, a pesar de todo el interés de las
anotaciones de un Pedro Pizarro, por ejemplo, no hay en el Perú testimonios
de la llegada de los españoles a Cusco comparables a los que han dejado sobre
su ingreso a Tenochtitlan-México un Hernán Cortés, casi en vivo, o un Bernal
Diaz del Castillo, con varias décadas de distancia. Se conoce muy poco sobre
sus sentimientos, sus reacciones frente a tanta belleza, tanta riqueza y tantas
novedades de todo tipo.
Indudablemente, Tenochtitlán era una capital mucho más impresionante que
Cusco, aunque sólo sea por su situación lacustre y en razón del esplendor de
6 Para los testimonios sobre el ingreso de los españoles en Cusco o los relatos que se hicieron de ello, véanse
Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, op. cit., lib. II, cap. VII; Pedro Cieza de León, Descubrimiento
y conquista del Perú, op. cit., cap. LXIX; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del
Perú, op. cit., cap. XIV-XVI; Pedro Sancho de la Hoz, Relación de la conquista del Perú, Madrid, 1962, cap. XI.,
Diego de Trujillo, Relación del descubrimiento del reino del Perú, Sevilla, 1948, pp. 63-65; Agustín de Zárate,
Historia del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., lib. II, cap. VIII.
Hacia el ombligo del mundo
sus múltiples monumentos civiles y sobre todo religiosos. Tampoco hay que
olvidar un hecho evidente, entre los conquistadores del Perú no habían plumas
ni sensibilidades para decir estas cosas, lo que es la base de todo. Por añadidura,
la experiencia de Cajamarca y de los largos meses de peripecias en tierra peruana
habría embotado, o agotado, su capacidad de maravillarse. Para terminar, mientras
que el ingreso a la capital azteca marcó para los conquistadores, al menos eso
creían, la consagración de sus esfuerzos y el fin de sus penas, el establecimiento
de Pizarro y de sus hombres en lo que había sido el corazón del Imperio de
los incas parece haberse llevado a cabo en un contexto mucho más tenso, hasta
cargado de amenazas y de incertidumbre. Sobre la inmensidad de los Andes,
solamente dos ciudades —San Miguel y Cusco—, a casi dos mil kilómetros una
de otra a través de valles vertiginosos, interminables desfiladeros y tierras altas 157
glaciales de la cordillera. En las inmediaciones mismas de la antigua capital de
los incas, la inseguridad que hacía reinar Quizquiz y sus tropas. En el norte,
Cajamarca atacada, Rumi Ñahui, el general yana, seguía siendo dueño de Quito.
Finalmente, en el seno mismo del grupo conquistador, la rivalidad con Almagro,
las dudosas iniciativas de Benalcázar, la falta de confiabilidad de Hernando de
Soto y, como si fuese poco, el anuncio del desembarco, por Quito, de un nuevo
competidor español que venía a la encarna.
Biografía de una conquista
158
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
9 159
A fines del mes de marzo, algunos días después de haber procedido a la atribución
de los repartimientos de indios a los soldados, Francisco Pizarro decidió alejarse
de Cusco y regresar a Jauja dejando en la ciudad a unos cuarenta hombres
Francisco Pizarro
para hacer frente a cualquier eventualidad, pues la paz no había vuelto todavía
completamente a las provincias aledañas a la antigua capital del Tahuantinsuyu.
Se hizo acompañar por el nuevo Inca, Manco Inca Yupanqui, quien tomó
la cabeza de un ejército de dos mil guerreros indios destinados a combatir a
Quizquiz quien se dirigía hacia el norte con cerca de mil soldados. Se anunciaba
además la llegada de tropas procedentes de Quito y comandadas por un hijo
de Atahualpa. Como de costumbre, Hernando de Soto había sido despachado
por delante, misión que cumplió perfectamente con el ímpetu —y la parte de
inconciencia— que ya había demostrado tantas veces.
La situación en el Perú central seguía siendo también muy incierta. Quizquiz
había marchado sobre Jauja con la intención de destruir la guarnición que
Pizarro había dejado allí. Al borde del Yacusmayo, un afluente del Mantaro,
se produjo una batalla decisiva en la que hubo muchos muertos indígenas.
Los españoles gozaron del beneficio de la alianza de los indios de la región, los
huancas, enemigos tradicionales de los incas, y de los errores tácticos de Quizquiz,
quien sin embargo pudo escapar de la derrota abandonando precipitadamente
el valle y refugiándose con sus hombres en las alturas de la cordillera donde los
Francisco Pizarro
La fundación de Jauja
El gobernador y su séquito llegaron al valle del Mantaro aproximadamente un
mes después de haber partido de la antigua capital de los incas. Fueron recibidos
160 por el tesorero Riquelme a quien Pizarro había dejado a la cabeza de la guarnición
mientras se dirigía a Cusco. Para este encuentro, Manco Inca Yupanqui hizo
organizar una gigantesca cacería en la que participaron varios miles de ojeadores
indios y que impresionó mucho a los participantes españoles por su importancia,
su organización y sus resultados.
Sin embargo, no era objetivo del gobernador dedicarse a semejantes placeres.
Además, al parecer, de que esto no iba con su carácter, la situación general distaba
mucho de permitirlo. El objetivo era fundar en Jauja una ciudad llamada a
desempeñar un papel particularmente importante dentro del dispositivo del nuevo
Perú colonial. En ese entonces solo se contaba en el país con tres asentamientos
españoles, San Miguel de Piura, Cajamarca y Cusco, sobre una extensión de dos
mil kilómetros a través de los Andes. A grosso modo equidistante de Cajamarca y
Cusco, Jauja era una etapa esencial de este camino, el único conocido y utilizado
entonces por los españoles. Menos descentrada por el sur y menos adentrada en
la cordillera que Cusco, ocupaba además un lugar excepcional en el centro de
un rico y grande valle longitudinal que hacía de ella un lugar agradable, por su
altitud moderada, y lleno de perspectivas económicas alentadoras, por la riqueza
de su agricultura y el número de sus habitantes, garantía de jugosas encomiendas.
Un detalle de vocabulario dará una idea de ella: en castellano, Jauja, es un país
imaginario donde se supone reina la felicidad, la prosperidad y la abundancia,
por eso se dice la tierra de Jauja.
Finalmente, aunque situada en la cordillera, los contactos de la nueva ciudad con
la costa eran relativamente fáciles. Existían ya caminos bien mantenidos. Éste era
un punto esencial para el futuro. Tumbes, a donde llegaron los españoles, y Paita,
el puerto de Piura, eran las únicas puertas de ingreso al Perú. El desarrollo de la
conquista hacia el sur las alejaba ahora del probable futuro centro de gravedad de
la colonia. Este nuevo equilibrio hacía necesaria la instalación de un puerto más
central. Todo concurría pues a hacer de Jauja la piedra angular del dispositivo
que los españoles, con algunos titubeos, se empeñaban en implementar.
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
con el valle del Mantaro. Después, fue a Chincha de la que los indios le habían
hablado tanto durante su primer viaje al Perú, y que primero había constituido
el punto extremo, por el sur, de los territorios que la Corona le había confiado
gobernar. Un correo recién llegado de España acababa de informarle que este
límite había sido desplazado en unas veinticinco leguas. En la solicitud presentada
a este efecto ante la Corona, Pizarro había pedido que sean cincuenta. No recibió
entera satisfacción, pero, sin embargo, la decisión real era conveniente para su
clan. Faltaba saber de qué manera su socio Almagro tomaría este asunto, el día
en que sería informado de ello, porque los territorios puestos bajo su autoridad
en virtud de las capitulaciones de Toledo comenzaban al sur de aquellos que
estaban atribuidos a Pizarro. Para señalar bien la importancia que otorgaba a la
162 región de Chincha, Pizarro tomó la decisión de confiarla en su totalidad en tanto
que encomienda a su hermano Hernando, a la sazón en España, para entregar al
soberano el quinto real y, más secretamente renegociar —o por lo menos hacer
precisar— dichas capitulaciones, que eran ya obsoletas en varios puntos por el
desarrollo y el éxito de la Conquista.
La estancia de Pizarro en la costa se interrumpió brutalmente. Un correo de
Gabriel de Rojas, a quien el gobernador había investido con sus poderes en
Jauja en espera de su regreso, le proporcionó informaciones confidenciales que
daban cuenta de una posible sublevación de los huancas del Mantaro. Hasta ese
momento, éstos habían sido aliados eficaces y fieles de los españoles, por lo menos
mientras se había tratado para ellos de deshacerse del pesado yugo de los incas.
Sin embargo, las exacciones de los recién llegados no tardaron en convencerlos
de su error, en demostrarles que no gozarían de ningún privilegio y no volverían
a encontrar su independencia, más bien todo lo contrario. En definitiva, la
continuación inmediata de los acontecimientos mostró que se trataba de una
falsa alarma, y Pizarro pudo pues dedicarse en las tierras altas a implementar la
organización del país según las nuevas reglas de la explotación colonial.
Pronto se les presentó a todos otro problema. Algunos españoles de Jauja habían
recibido en encomienda a indios de la costa. Ellos tenían que vivir cerca de sus
tributarios porque no se podía obligar a estos últimos a efectuar constantes idas
y venidas entre las tierras bajas y el valle del Mantaro. Además de la distancia,
los cambios de clima debidos a los rigores de la altura les eran a menudo fatales.
Pizarro parece haber comprendido, al término de su viaje por la costa, que le sería
necesario fundar allí una ciudad-puerto destinada a desempeñar un papel capital
en todos los sentidos del término. Las discusiones entre los conquistadores fueron
largas y profundas. En fin de cuentas, a últimos del mes de noviembre el concejo
municipal de Jauja, reunido en la iglesia, por entonces el único edificio público
ya construido —aunque en partes solamente y de manera provisional—, decidió
mudar la ciudad y trasladarla a la costa.
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
Aquel día se festejaba con gran pompa el bautizo de una niñita que acababa de nacer
y a quien se llamó Francisca. Su padre, es fácil adivinarlo, no era otro que Francisco
Pizarro. En cuanto a la madre, se la conocía entonces con el nombre de doña Inés
Yupanqui, pero antes se había llamado Quispe Sisa. Era la hija del antiguo Inca
Francisco Pizarro
Huayna Capac y de una joven noble cuyo padre era uno de los jefes tradicionales
de la región de Huaylas. A la muerte de Huayna Capac, ella se había retirado con
su madre, luego había ido a vivir a Cusco de donde salió cuando Atahualpa, su
hermano, cayó preso y mandó venir a una parte de su entorno y de su corte.
Ahí, Atahualpa se la había «dado» a Pizarro. Para los incas era una práctica
corriente ofrecer o intercambiar mujeres de su entorno inmediato con los jefes
de las etnias antes enemigas para sellar su nueva amistad. Quispe Sisa, Inés por
bautizo, tenía entonces quince o dieciséis años pues había nacido en 1516 o
1517. Pizarro tenía más de 55. No se dispone de información sobre lo que uno
no se atreve a llamar su relación, o su vida en común, a no ser el nacimiento, a
finales de 1534, de la pequeña Francisca y al año siguiente de un hijo, Gonzalo,
que murió a la edad de once años. Francisca, de la que hablaremos más adelante,
vivió, ella, hasta fines de siglo. Sea como fuere, la solemnidad de las festividades
que marcaron el bautizo de doña Francisca muestra bien el rango que tenía en la
joven sociedad colonial, y el lugar que le daba su padre. Fruto de la unión del jefe
de los españoles y de una hija del último de los grandes Incas, a ojos de todos, de
los conquistadores pero también quizás más aún de los indios, ella era un símbolo
vivo, la prueba de una suerte de alianza en la cúspide entre las dos naciones.
En los primeros años que siguieron a la Conquista, cuando se establece poco
a poco el dominio español en los Andes, este ejemplo se fue repitiendo muy a
menudo en diversos niveles. El más conocido es el del cronista mestizo de los
incas, el célebre Garcilaso de la Vega a quien hemos recurrido. Fueron numerosos
los conquistadores que se aliaron de esta manera con los altos linajes incásicos,
particularmente cuando estos últimos habían sido jefes étnicos de las regiones en
164 las que los nuevos dueños del Perú tenían encomiendas. Todos salieron ganando:
los caciques —curacas en el Perú—, una alianza que reforzaba su prestigio frente
a sus súbditos y les daba además garantías ante las nuevas autoridades españolas;
los conquistadores se beneficiaban con aliados interesados por el mantenimiento
de sus privilegios en la implementación del sistema de explotación de los
indígenas. Casi siempre, la historia terminaba de la misma manera. Una vez
ricos, los españoles se casaban con compatriotas y, sin olvidar, sin embargo, en
general, a su progenitura mestiza, casaban a sus concubinas indias con soldados
de menor rango, muy felices de conseguir mediante ello elevarse en la jerarquía
de la nueva sociedad, cosa que no hubieran podido lograr de otra manera.
Las cosas sucedieron así en el caso de doña Inés. Desde 1538 ella estaba
oficialmente casada con un tal Francisco de Ampuero, que llegó al Perú en el
séquito de Hernando Pizarro cuando regresó de sus negociaciones en España. El
joven había servido en calidad de paje en la misma casa del gobernador. Como,
después de su matrimonio este lo gratificó con una buena encomienda en la
parte sur del oasis de Lima, todo hace pensar que hubo algún arreglo en todo
esto, y no, como han escrito algunos historiadores, una trivial historia de amores
paralelos. Cabe precisar que en ese momento Pizarro tenía otra amante india
con título, la ñusta (princesa de sangre real) doña Angelina, antes Cuxirimay
Ocllo, de alta alcurnia y destinada primero a ser una de las numerosas esposas de
Atahualpa. En Cusco Pizarro tuvo con ella dos hijos: Francisco que murió poco
antes de sus veinte años, y Juan, fallecido a corta edad2.
2Véase María Rostworowski de Díez Canseco, Doña Francisca Pizarro, una ilustre mestiza, 1534-1598, Lima,
1989, en particular el cap. I y Alvaro Vargas Llosa, la mestiza de Pizarro, Madrid, 2003, cap. I.
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
bahía de Caraques, al norte del actual Ecuador. Parece que después de haber
dudado en cuanto a la ruta a seguir y el objetivo a alcanzar, decidió marchar hacia
la región donde se encuentra actualmente Quito, pues sabía que Pizarro y sus
hombres estaban ocupados en Cusco, allá en el sur. La progresión hacia las altas
tierras fue particularmente penosa y mortífera para los españoles y aún más para
los cargadores indígenas.
Mientras tanto, procedente del sur, Benalcázar trataba de abrirse un camino pese
a la resistencia encarnizada del ejército del general yana Rumi Ñahui, siempre fiel
a Atahualpa y, por cierto, acompañado de varios hijos del Inca difunto. Una vez
más, la alianza de etnias locales opuestas a los incas, en este caso los cañaris, fue
166 decisiva para los españoles. Al precio de duras batallas, en particular en Soropalta
y en Teocaxas, Benalcázar logró tomar la capital regional de los incas, Tomebamba
y luego Riobamba y Ambato, en mayo, casi en el momento en el que el gran
volcán que domina la región, el Tungurahua comenzaba a erupcionar. El 22 de
junio, la columna de Benalcázar ingresó en Quito, la misma que a continuación
Rumi Ñahui intentó retomar.
Mientras que Benalcázar se encontraba más al norte, en Cayambe, buscando
infructuosamente el tesoro destinado al rescate de Atahualpa que Rumi Nahui
habría escondido, recibió la noticia de la llegada de Almagro y de su tropa, reforzada
de paso con soldados reclutados en San Miguel de Tangarará y despachados con
toda urgencia por Pizarro para cerrarle el camino a Alvarado.
Almagro y Benalcázar, a la cabeza de ciento ochenta españoles fueron en
búsqueda del intruso pero tuvieron que enfrentar en el camino a una revuelta
india. Por no conocer el país, Alvarado había tomado el camino más largo y que
pasaba además por las tierras más altas. En el transcurso de un terrible periplo,
su tropa fue azotada por tempestades de nieve y diezmada por el frío, en especial
los cargadores indios acostumbrados a un clima tropical. Cieza de León cuenta
entre los muertos a unos veinte españoles, tres mil indios y «numerosos negros».
Almagro terminó encontrando la huella de Alvarado y de sus hombres al norte de
Ambato. Los primeros contactos fueron muy tensos. Alvarado hizo detener a los
exploradores que Almagro le había enviado. Por otro lado, en el propio campo
de Almagro, algunos, entre los más jóvenes que tenían la sangre caliente, dice
Cieza de León, eran de opinión de tentar su propia suerte en esa nueva región y
romper el vínculo que los unía a Pizarro. Almagro terminó yendo a encontrarse
con Alvarado que acampaba más al sur, en Riobamba. Hay un detalle que es
significativo del ambiente que se vivía en aquellos momentos: Almagro fue
acompañado de una escolta que, además de sus armas visibles, escondía otras
para poder enfrentar cualquier eventualidad.
Almagro y su séquito testimoniaron gran deferencia al mariscal Alvarado,
en ese entonces uno de los hombres de mayor prestigio en América. Los dos
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
la operación era excelente. Sería pagada por Pizarro, pero entretanto el mariscal
abandonaba toda autoridad sobre sus hombres. Algunos refunfuñaron, por
cierto, de solo pensar que habían sido vendidos «como negros». Según Cieza de
León, después del acuerdo, Alvarado habría mostrado un poco de despecho ante
Francisco Pizarro
una salida muy poco conforme con su imagen. La perspectiva de una riqueza
asegurada en el Perú calmó sin embargo los ánimos de sus hombres.
Los dos jefes partieron al sur a encontrarse con Pizarro. Este había sido informado
del desenlace cuando se encontraba en Jauja y decidió pagar la cantidad prevista
sin chistar. Aumentaban de golpe y de manera considerable los medios de acción
de los que iba a disponer en un momento en el que, precisamente, dada la nueva
importancia de la conquista del Perú, tenía la imperiosa necesidad de refuerzos.
Sin embargo, su alegría se quebrantó cuando unas personas le susurraron que en
realidad Almagro y Alvarado se habían aliado contra él y venían a derribarlo. No
estuvo convencido de ello y las acciones futuras demostraron que tenía razón.
Los tres hombres se encontraron a finales de diciembre de 1534 o en los primeros
días de 1535 en Pachacamac, y fueron alojados en el Gran Templo. Según testigos,
su encuentro dio lugar a una escena de intensa emoción, así como a grandes
fiestas que al parecer provocaron excesos. Pizarro prometió tratar a los recién
llegados como a hermanos. Les anunció que les reservaría buenas encomiendas
y aseguraría su fortuna con las conquistas venideras. Por otro lado, preocupado
porque Alvarado retorne lo más pronto a sus tierras guatemaltecas, el gobernador
Francisco Pizarro
despachó a Hernando de Soto a Cusco para reunir el dinero convenido, aunque sea
sacando de los fondos que pertenecían a los conquistadores fallecidos y en espera
de destinatarios. Le aconsejó también a Almagro partir a la antigua capital de los
incas con los hombres de la expedición de Alvarado, pues su futuro se situaba allá
en el sur. Por su parte, el gobernador de Guatemala se reembarcó hacia América
Central el 5 de enero, a partir de un fondeadero en aguas profundas descubierto
poco tiempo antes, ligeramente más al norte y que se bautizó El Callao porque
el suelo que conducía hasta allí estaba casi exclusivamente hecho de guijarros de
todos los tamaños.
No por ello había terminado la aventura americana de Pedro de Alvarado. Retornó
168 a España para firmar con la Corona en 1538 las nuevas capitulaciones que lo
autorizaban a partir a la conquista de las islas de las Especies en el Océano Pacífico.
En algunos meses, esta operación gastó trescientos mil pesos, en particular en la
construcción, el año siguiente en El Salvador, de la flota necesaria, cuyo material
fue transportado a hombros con las peores dificultades desde Vera Cruz en el
golfo de México. Pedro de Alvarado nunca fue de la partida porque la muerte lo
sorprendió en 1541.
Este intermedio que tuvo de protagonista a Alvarado en el norte de Quito también
tuvo otra consecuencia imprevista. Benalcázar había ido a fundar la ciudad de
Quito tal como se le ordenó pero el desenlace de la suerte de crisis provocada por
la irrupción del mariscal había demostrado que en el Perú, Pizarro y Almagro
tenían bien sujetas las riendas. Más que nunca, seguían siendo los dueños del
juego y nada podría hacerse sin su aval. Sin duda, cansado de desempeñar papeles
segundarios y deseoso de trabajar finalmente por su cuenta, Benalcázar se decidió
a dar el salto. Reunió a sus hombres y partió hacia el norte, a la conquista de la
provincia de Popayán, hoy en día en el sur de Colombia, y situada fuera de los
territorios asignados a Pizarro por la Corona4.
4 Para mayores detalles sobre la irrupción de Alvarado y sus consecuencias, véanse particularmente, Pedro Cieza
de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. LXXII-LXXVIII; Agustín de Zárate, Historia del
descubrimiento y conquista de la provincia del Perú, op. cit., lib. II; Juan de Herrera, Historia general de los hechos
de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, op. cit., Década V, lib. VI., y Juan José Vega, Los Incas
frente a España op. cit., cap. VI.
El año de todas las esperanzas (abril de 1534-julio de 1535)
capital del Perú español, vio confluir todo hacia ella, tanto más porque su puerto,
El Callao, la ponía directamente en relación con Panamá y, más allá, con España,
desde donde venía todo aquello que ella necesitaba.
A continuación, el gobernador prosiguió con su política de fundación de
ciudades, y por ende de consolidación colonial, todavía muy floja, del espacio
peruano. A finales del mes de enero, partió por la costa norte a varios centenares
de kilómetros. Allí, en el corazón de un gran conjunto de ricos oasis drenados
por los ríos Chicama, Moche y Virú que, antes de la llegada de los incas habían
visto el desarrollo particularmente brillante de la civilización Chimú, fundó el 5
de marzo una nueva ciudad bautizada Trujillo, en recuerdo de su ciudad natal.
Situada casi a medio camino entre San Miguel de Tangarará y Lima —de allí
su interés— fue instalada como esta última, apenas a algunos kilómetros del
mar, muy cerca de lo que había sido la capital todavía visible de los Chimú,
Chanchán. El gobernador no tuvo tiempo de quedarse porque unos problemas
muy importantes lo requerían más al sur.
Si la estatura de Almagro había tomado envergadura como es sabido, la posición
de Pizarro también salía reforzada en esta nueva fase de su aventura común.
Francisco Pizarro
Dicha gobernación fue llamada Nueva Toledo. La Corona trató con Hernando el
contenido de las capitulaciones firmadas en semejante caso. El 21 de mayo de 1534,
Almagro fue también nombrado adelantado, es decir jefe militar de los territorios
que le eran asignados. Se designó a los funcionarios del Tesoro encargados de velar
por la buena marcha de las operaciones fiscales que tendrían lugar durante la futura
conquista. Como la caridad comienza por casa, Hernando Pizarro hizo también
precisar que la gobernación atribuida a su hermano, cuyo límite, en principio, se
encontraba al sur de Chincha, sería prolongada en setenta leguas. El objetivo era,
desde luego, englobar Cusco y su región. Por otro lado, se hizo atribuir un hábito
de la orden militar de Santiago, una de las distinciones más altas de España en esa
época, reservada en general a los miembros de la nobleza.
171
Entretanto la Corte se había desplazado de Toledo a Valladolid, pues España
no tenía aún en esa época una capital fija. Desde ahí, Hernando Pizarro se
fue a Trujillo para ver a su familia, y luego a Sevilla para regresar a América.
Iba acompañado de un largo séquito de jóvenes, a veces de buenas familias,
deseosos de ir ellos también a probar suerte en el fabuloso Perú. Se embarcaron
en Sanlúcar de Barrameda, sobre el Guadalquivir, río abajo de Sevilla, pero el
viaje fue particularmente movido desde el inicio. Los barcos soportaron varias
tempestades que los obligaron a capear por el lado de Gibraltar, y después
Biografía de una conquista
llegaron por fin al Istmo, a Nombre de Dios. Allí, el espejismo del Perú ya había
actuado. Gente proveniente de todos los horizontes afluía para ir allá y participar
en la arrebatiña. Todo estaba muy caro, se instalaba la escasez. El clima hacía
talas masivas entre los recién llegados cuyos organismos debilitados no resistían
Francisco Pizarro
El final feliz de la crisis fue sin duda de gran satisfacción para Francisco Pizarro.
Una vez más, supo evitar que se cristalicen las oposiciones y pudo, sin choques,
calmar los ánimos. Por otro lado, no había cedido en lo referente a Cusco, que era
esencial para él. Finalmente, Almagro había partido hacia un destino que le sería
propio, vaciando además al país de los soldados de Alvarado, cuya impaciencia y
arrogancia —sin duda también cuya decepción— constituían el primer ejemplo
de lo que sería más tarde en el Perú, y por largo tiempo, un mal crónico y un
grave factor de desestabilización, los soldados sin empleo.
Pizarro tuvo pronto otro motivo de satisfacción. Hernando de Soto había esperado
integrar la expedición de Almagro. Este, al parecer, lo había pensado en un primer
tiempo, por cierto, pero luego había cambiado de opinión. Sin duda, con este 173
aliado molesto, no tenía ganas de volver a vivir la situación ambigua que había
soportado durante años con Pizarro. Hernando de Soto tuvo mucha pesadumbre.
Veía alejarse la última oportunidad para él de realizar su destino en América del
Sur. El clan de los Pizarro siempre había sospechado de él y, más recientemente
aún, había podido medir el odio que en el fondo le tenían. Para ellos, él sólo era
bueno para ir de explorador con sus hombres, para adelantarse a lo desconocido y
al peligro, hasta para enderezar las situaciones más comprometidas. Para nada más.
Desde su llegada inopinada a la costa actualmente ecuatoriana, en realidad nunca
Biografía de una conquista
pudo imponerse como un verdadero socio. A la hora del reparto de los despojos,
tanto en Cajamarca como en Cusco, le pareció, y con razón, que su porción era de
poco valor y no estaba a la medida de todo lo que había hecho y arriesgado.
Puesto que Benalcázar, que llegó al mismo tiempo que él, intentaba la aventura
Francisco Pizarro
por su lado y por su cuenta en el norte en donde sus talentos podían ejercerse
libremente, Hernando de Soto tomó una decisión más radical. Dejó el Perú,
indudablemente para gran alivio de la familia Pizarro. No por ello su aventura
americana había terminado, al contrario. A su regreso a España se casó con una
hija del antiguo gobernador del Istmo, Pedrarias Dávila, aprovechó las relaciones
que tenía su suegro —y su propia hoja de servicios que no era escasa— para hacerse
nombrar gobernador de Cuba. Ya en la isla, imaginó un proyecto gigantesco: la
conquista de América del Norte, el equivalente de lo que Pizarro y Almagro habían
hecho en el sur. El único intento emprendido hasta entonces, el que fue conducido
por Pánfilo de Narváez en 1528, que terminó con un estruendoso desastre. De él,
sólo lograron escapar un puñado de sobrevivientes de los cuales uno, Alvar Núñez
Cabeza de Vaca, nos ha dejado el relato de su extraordinario periplo desde Tampa,
Florida, hasta México adonde llegaron varios años más tarde.
A la cabeza de seiscientos hombres, Hernando de Soto emprendió en la primavera
de 1539 un viaje también fuera de lo común. Partió de Florida, atravesó los
actuales estados de Georgia, Carolina del Sur y del Norte, Tennessee, Alabama,
Mississippi, Arkansas e incluso parte de Texas. Descubrió el gran río Mississippi,
Francisco Pizarro
lo atravesó y llegó a las grandes llanuras, dejando a su paso por todo lado un
reguero de sangre y de muerte. Algunos testigos han relatado, por ejemplo, que
se le había hecho una especialidad hacer monterías de indios. La expedición
provocó también su lote de epidemias, que acabaron por diezmar a las poblaciones
encontradas y además se expandieron mucho más allá de las regiones atravesadas,
todo en vano, porque no había ni oro ni plata en estas vastas regiones.
En mayo de 1542, a orillas del Mississippi, Hernando de Soto cayó enfermo y
murió. Sus compañeros lo hicieron desaparecer en el gran río, haciendo creer a
los indios que no había fallecido sino que había subido al cielo, pues era inmortal.
Ante la inutilidad de sus esfuerzos y de sus crímenes el resto de la expedición,
174 comandada por Luis de Moscoso, optó al año siguiente por descender hacia
la desembocadura en balsas improvisadas. Cuando llegaron, los sobrevivientes
continuaron su viaje por mar y tocaron finalmente México en setiembre de
1543.
12 º S
Francisco Pizarro
0 100 200 km
72 º W
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
10 177
parecía sonreírles, ya nada se oponía a su poder en este nuevo Perú español cuya
geografía, centro de gravedad, equilibrios internos, organización y perspectivas
económicas habían sufrido en el espacio de dos años profundas mutaciones, a la
vez convergentes y benéficas en provecho de los conquistadores.
Francisco Pizarro
Aunque estos testigos no lo digan —en la medida en que, sin duda, no eran
conscientes de ello—, semejante actitud por parte de los hermanos Pizarro y de
sus partidarios no era una garantía muy positiva para el futuro. En particular,
los dos hermanos del gobernador que permanecieron en Cusco, manifestaban
una arrogancia, una voluntad de gozo y una codicia que sus hombres imitaban a
menudo, seguros del aval sin restricciones de sus jefes. Allí estaban, en potencia,
los gérmenes de nuevas tensiones en el seno del grupo español y la posibilidad de
ver resurgir dificultades impensables, algunos meses atrás, con los vencidos de la
Conquista, los indios.
otro, la apuesta política que habían hecho sobre los españoles numerosos linajes
incásicos. Entonces, no es difícil suponer los sentimientos de los jefes étnicos
frente a la suerte reservada a Manco Inca, en todo caso a las conclusiones que
debían sacar de para sí mismos y para el futuro.
Cuando Hernando Pizarro llegó a Cusco en calidad de lugarteniente de su
hermano, se encontró con una situación muy tensa. Aureolado por el éxito de
Francisco y por el de su misión en España, de un carácter muy autoritario, hasta
imperioso, se había ganado una reputación justificada de jefe de guerra en el
transcurso de las campañas precedentes. Ante los peligros que se anunciaban en
Cusco, él podía ser pues el hombre de la situación. Una de sus primeras medidas
fue liberar al Inca de sus grilletes y suavizar, sin suprimirlo, su cautiverio. No
actuó así movido por algún sentimiento de humanidad, de lo que carecía. Sin
duda comprendió que el trato inflingido a Manco Inca hacía correr el riesgo
de conducir a una ruptura entre los españoles y la aristocracia indígena. Él la
necesitaba para asentar el control de los vencedores sobre las poblaciones indias,
pero también para llevar a buen término la búsqueda de estatuillas, objetos y
joyas de oro que habían escapado a los españoles cuando llegaron a la antigua
Francisco Pizarro
capital y que los indios habían enterrado a toda prisa para sustraerlos a la avidez
de los conquistadores.
Hernando Pizarro iba pues a conversar de manera regular con el prisionero.
En particular, buscó obtener informaciones sobre los alarmantes rumores que
circulaban en Cusco. Se decía que Villac Umu, el gran sacerdote, y Paullu, el
pariente del Inca, que acompañaban a Almagro en su marcha hacia el sur, habían
desertado y se escondían en Cusco mismo, y con malas intenciones. También
corría el rumor de que las poblaciones del altiplano situado allende el lago
Titicaca se habían sublevado, exasperadas por el comportamiento de los hombres
de Almagro. Una voz insistente propagaba incluso que la expedición, de la que se
180 estaba sin noticias, había sido aniquilada y su jefe muerto.
El Inca desmintió esas informaciones y anunció simplemente el retorno del gran
sacerdote quien vino a ver a Hernando Pizarro para testimoniarle su sumisión.
Algunos días más tarde, Manco pidió hablar con Hernando. Le hizo saber
la existencia de una estatua de oro que había sido enterrada. El hermano del
gobernador le dio autorización para ir a buscarla. Al cabo de una semana, el Inca
estaba de regreso con dicha estatua, que medía unos ochenta centímetros de alto.
Poco después, Manco ofreció renovar la operación, esta vez en Yucay, una gran
aldea situada a apenas unos cuarenta kilómetros en el valle del Vilcanota, llamado
actualmente «valle sagrado de los incas», que conduce a Machu Picchu. Hernando
Pizarro, sin duda seducido por las promesas de Manco, decidió dejarlo libre de
sus movimientos con la condición de volver de Yucay con la famosa estatua.
¿Acaso no había regresado sin problemas la vez anterior? Además, Hernando
había llegado a Cusco con refuerzos que permitían seguir siendo optimistas en
cuanto a las capacidades de defensa de los españoles.
Era una apuesta que no dejaba de ser arriesgada. Juan y Gonzalo Pizarro
le recordaron a su hermano que si, antes de su llegada, Manco había estado
encadenado en su prisión, había sido porque había querido abandonar el campo
de los vencedores. Justo después de la partida de Almagro, cuando ya no había
sino pocos españoles en la ciudad —porque, además, la mayoría de los restantes
se habían marchado a visitar su encomienda—, Manco había huido una noche.
Había sido necesario que Juan Pizarro parta en su búsqueda junto con cincuenta
jinetes y lo detenga en el camino al altiplano. La dirección de su fuga había dado
forma al rumor según el cual los indios se habían sublevado después del paso de
Almagro.
De manera general, la noticia de la liberación del Inca y de su partida a Yucay
fue muy mal recibida por los españoles de Cusco, pero no se pudo hacer nada.
Seguro de sí, como de costumbre, Hernando se negó a escuchar los consejos. Sin
embargo el cronista Pedro Pizarro recuerda la preocupación que asaltó a todos
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
abruptas laderas de la margen derecha del Vilcanota que los ponía al abrigo de la
caballería. Esta situación incierta duró tres o cuatro días, hasta que un mensajero
procedente de Cusco y enviado por Hernando Pizarro dio la orden de volver a la
ciudad a toda prisa.
Cusco sitiado
(abril-mayo de 1536)
Cuando los jinetes tuvieron la ciudad a la vista, encontraron las inmediaciones
de la ciudad ocupadas por una multitud de campamentos indios. A media legua
a la redonda, se habría pensado que la llanura estaba cubierta de un inmenso
manto oscuro, alusión al color de los ponchos. En la oscuridad de la noche, el
resplandor de los fuegos de campamento parecía un cielo estrellado. Siempre
según Pedro Pizarro, los gritos, los alaridos, el eco de los instrumentos de música
guerrera eran tales que los españoles se quedaron como petrificados. Semejante
multitud no había podido reunirse espontáneamente. Es probable que Manco
Inca, en su cárcel, y cierto número de aristócratas incas habrían preparado esta
revuelta desde mucho tiempo atrás.
Francisco Pizarro
más o menos a la normalidad. Cuenta varios episodios durante los cuales sus
compañeros y él mismo estuvieron a veces en gran peligro, particularmente
cuando se encontraron aislados en los cultivos de los andenes situados en el
flanco de la montaña en las inmediaciones de la ciudad donde, al contrario de
Francisco Pizarro
muy mermada defensa de la ciudad, y las escasas posibilidades que tenían estos
cuantos hombres de llegar sanos y salvos a Lima, pues tendrían que cabalgar
buen tiempo en territorio hostil.
Por su lado, Francisco Pizarro, muy preocupado por no tener noticias de lo que
sucedía allá, a cientos de leguas en las montañas, intentó reanudar el contacto
con la antigua capital. Envió sucesivamente a varios grupos de jinetes. En mayo,
los primeros en partir, setenta hombres al mando de Gonzalo de Tapia, fueron
sorprendidos en un desfiladero por los indios quienes los aplastaron bajo las
piedras y remataron a los sobrevivientes. Una nueva expedición, bajo las órdenes
de Diego Pizarro de Carvajal, pariente lejano del gobernador, corrió la misma
184 suerte un poco más tarde pero más lejos, en el valle del Mantaro. Intentando
por tercera vez restablecer las relaciones, Juan Mogrovejo de Quiñónez siguió
las huellas de sus predecesores y terminó como ellos. En el mes de junio, le tocó
el turno de partir a Cusco a Alonso de Gaete. Estaba acompañado de un nuevo
Inca, Cusi Rímac, que Francisco Pizarro había coronado en esta ciudad poco
antes, una vez más con la esperanza muy ilusoria de reforzar su posición y su
legitimidad ante las poblaciones indias. El resultado de esta expedición fue el
mismo que para las precedentes. Por cierto, parece que el nuevo «Inca», pese a
haber sido escogido por su fidelidad a la causa española, entró en contacto con el
enemigo y lo hizo saber el plan de marcha español. La batalla tuvo lugar cerca de
Jauja. Otra vez fue un desastre, pero hubo algunos sobrevivientes españoles. En
su retorno desenfrenado hacia la capital de la costa, se encontraron en agosto con
una quinta expedición a las órdenes de Francisco de Godoy. Después de haber
escuchado su relato y ante su espanto, éste juzgó más prudente volver atrás.
Cuatro capitanes, cerca de doscientos españoles y sus valiosas monturas habían
perdido la vida en estos intentos. Se contaba que las cabezas de los soldados y los
cueros de los caballos muertos en combate adornaban las fortalezas en manos del
Inca, en particular la de Ollantaytambo, su cuartel general, pueblo situado sobre
el Vilcanota río abajo de Yucay. Ya no cabía duda alguna, no solo Cusco sino todo
el país se encontraba ahora en gran peligro, el de una sublevación general de los
indios. Manco Inca había enviado al centro, por Jauja, un ejército mandado por
uno de sus parientes, Titu Yupanqui, conocido por su valor militar. Esta tropa
fue la que infligió los desastres ya mencionados a las columnas de socorro1.
Entretanto, Cusco continuaba soportando ataques episódicos, incluso nuevos
asaltos en regla, como a comienzos del mes de junio, otras veces los españoles
1 Véanse Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XIX-XX y, de un encendido
partidario anónimo de los Pizarro, la Relación del sitio del Cuzco y principio de las guerras civiles del Perú hasta
la muerte de Diego de Almagro, Lima, 1934. Sobre Manco Inca, véase más particularmente a Juan José Vega,
Manco Inca el gran rebelde, Lima, 1995.
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
iban al encuentro de las tropas indias para tratar de sacar partido de ventajas
puntuales.
El sitio de Cusco fue para los españoles un verdadero traumatismo. Aunque
tienen tendencia a exagerar en sus crónicas, como siempre, el desequilibrio de
las fuerzas en presencia, evidentemente distaba mucho de serles favorable, y sus
desventajas tácticas también eran manifiestas. El tratamiento historiográfico al que
han sometido este episodio y el sentido que han querido dar posteriormente a su
victoria son reveladores y significativos. Durante el ataque indio, el 23 de mayo,
Pedro Pizarro, testigo ocular, indica que el techo del edificio entonces utilizado
como iglesia había comenzado a arder, pero que el inicio del incendio se había
detenido de manera inexplicable. Emplea incluso la palabra milagro, pero sin más 185
detalles, y de manera aparentemente desprovista de connotación verdaderamente
religiosa. Sin embargo, desde comienzos de la segunda mitad del siglo, esto es
unos quince años después, cuando gente como Juan de Betanzos, y tras él muchos
otros, retomaron la narración de esos sucesos, insisten sobre el hecho de que fue la
Virgen la que apareció súbitamente sobre el techo del edificio, que apagó las llamas
y echó arena, o cenizas, a los ojos de los asaltantes indígenas para enceguecerlos. En
cuanto al asalto de Sacsayhuamán, la victoria española había sido posible gracias a
la aparición en el cielo, sobre su caballo blanco y blandiendo su espada de fuego, del
apóstol Santiago, patrón secular de los ejércitos castellanos. Una vez más, derrotó a
Biografía de una conquista
los enemigos de España. ¿Quién en ese entonces, podía dudar de que Dios estaba
del lado español y que la empresa americana no era más que la continuación de la
Reconquista peninsular sobre los moros2?
Francisco Pizarro
El ataque a Lima
(agosto de 1536)
Las comunicaciones entre Lima y Cusco estaban cortadas desde hacía meses,
las preocupaciones de Francisco Pizarro y las angustias de los españoles de Lima
no cesaban de aumentar. Pronto se concretaron. Como medida de precaución,
Pizarro había enviado por la costa hacia el sur, jinetes y auxiliares indios con Pedro
de Lerma a la cabeza para peinar la zona y ver lo que pasaba, con la orden de no
alejarse demasiado de la ciudad y de no correr riesgos inútiles. Estos exploradores
supieron rápidamente lo que pasaba. A dos leguas apenas, entraron en contacto
con un gran número de indios en armas que estimaron, indudablemente y como
siempre, de manera muy exagerada, en cincuenta mil. Según parecía, llegarían a
Lima al día siguiente. Los combates duraron varias horas, pero los exploradores
2Para la elaboración de estos milagros en las crónicas, véase Monique Alaperrine, La Vierge guerrière, symbolique
indentitaire et représentations du pouvoir au Pérou (XVIe et XVIIe siècles), París, Universidad de París III, Travaux
et documents du CRAEC, n° 1, 1999.
Francisco Pizarro
tuvieron que retirarse y regresaron a rienda suelta con el fin de prevenir a Francisco
Pizarro y a sus conciudadanos sobre lo que les esperaba.
La muy joven ciudad se puso en estado de defensa. Los indios, divididos en tres
cuerpos, la rodearon casi inmediatamente. Fieles a su nueva táctica, tomaron
los cerros de los alrededores a donde los caballos no podían subir. Ocuparon
en particular el cerro llamado por los españoles San Cristóbal, muy cerca de
la Plaza de Armas, corazón de la nueva ciudad. Se repetía casi el mismo guión
que en Cusco. No obstante, el ejército indio cometió dos errores. El primero
fue dejar tiempo a los sitiados quienes se organizaron y comenzaron a retomar
confianza. En realidad, parece ser que para dar el asalto final, los indios esperaron
186 la llegada de su jefe, el príncipe Titu Yupanqui. Mientras tanto, los españoles
estaban particularmente enardecidos por las arengas y el ejemplo de Francisco
Pizarro. Se lo veía por todas partes sobre su caballo, espada en mano. Hubo una
serie de escaramuzas pero no un asalto general. Pensando primero ir a las alturas
para desalojar a los indios, al gobernador se le ocurrió usar unos grandes escudos
de madera, para proteger a sus hombres de las piedras y de las flechas, pero
su peso los hizo inutilizables. Finalmente, el sexto día, Titu Yupanqui decidió
finalmente atacar. Segundo error, lo hizo en el orden de batalla tradicional en los
incas. Sus tropas, que dirigía de pie sobre su litera, descendieron del cerro San
Cristóbal, vadearon el Rímac, y una vez en la orilla izquierda, entraron a Lima
aparentemente muy confiados.
Pizarro los esperaba. Los jinetes españoles, escondidos en las primeras casas de
la ciudad y divididos en tres grupos de asalto, uno de los cuales era comandado
por el gobernador en persona, se lanzaron entonces sobre el enemigo, los
sorprendieron, sembraron el desorden en sus filas y efectuaron una verdadera
masacre. Los jinetes españoles, como hicieron en Cajamarca, buscaron decapitar
al ejército enemigo. En la pelea, un tal Pedro Martín de Sicilia atravesó de un
lanzazo a Titu Yupanqui. Nuevamente, en cuanto se vieron privadas de sus
jefes, las tropas indias se desbandaron, atravesaron el Rímac casi corriendo y
regresaron a lo alto del cerro San Cristóbal. Allí esperaron refuerzos, en vano,
porque las poblaciones de la costa estuvieron lejos de hacer causa común con ese
ejército al mando de orejones incas. Los costeños recordaban muy bien que sus
ancestros habían sido sometidos sin piedad por la gente de Cusco. Por cierto,
las filas españolas estuvieron reforzadas, una vez más, por numerosos auxiliares
indígenas, en este caso por huancas de la sierra central y sobre todo por yungas,
es decir indios de los valles costeros, cuyos jefes tradicionales se habían negado
a responder al llamado de Titu Yupanqui porque no tenían ganas de que se
reconstituya el imperio de Cusco. Al no ver venir nada, los soldados de Titu
Yupanqui comenzaron a regresar a sus regiones de origen. El hecho duró en total
unos doce días largos.
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
hambruna. Esta última, debida a una gran sequía pero también a las brutales
rupturas provocadas en el mundo indígena por la irrupción de los españoles y
por la guerra, había tenido, además, como consecuencia aflojar sensiblemente la
presión sobre Cusco. Aparentemente, Manco Inca había decidido suspender las
operaciones. Considerando el momento favorable, Hernando Pizarro no perdía la
esperanza de acabar con él. Intentó incluso, en enero de 1537, un golpe de mano
sobre Ollantaytambo con la idea de capturar a Manco, pero fue un desastre, en
particular para los auxiliares indios lanzados al asalto de las posiciones defendidas
por los hombres del Inca.
Un día, unos exploradores comandados por Gonzalo Pizarro detuvieron a dos
indios quienes les anunciaron una noticia que produjo estupefacción en todos.
Diego de Almagro retornaba del sur y se aprestaba a ingresar en Cusco. Hacía
más de año y medio que había dejado la capital de los incas. Estábamos en
febrero de 1537, y su expedición, dividida primero en dos columnas de las cuales
él dirigía la segunda, había dejado la ciudad en julio de 1535. Se trataba de una
claramente negativa del país. Sucede que nada respondía a lo que esperaban
los españoles y a la lógica de su acción. Había pocos indios a los que, además,
la huella de los incas no había marcado mucho. Aparentemente no estaban
dispuestos a servir sin pestañar a los nuevos dueños y los jefes étnicos parecían
Francisco Pizarro
poco inclinados a menudo a entrar en el juego de éstos. Por el sur y el río Maule,
se encontraban temibles etnias —que los españoles denominarían más tarde,
de manera genérica, los araucanos—, para los cuales la guerra era el elemento
central de la organización colectiva. En conclusión, no se encontró ahí más que
una mano de obra reducida y de difícil utilización. Para terminar, y sobre todo,
no había o no había casi nada, de oro!
En este sur lejano, de un lado como de otro de la cordillera, se estaba pues en las
antípodas de todo aquello que podía ofrecer el Perú que se había dejado algunos
meses atrás. Diego de Almagro, hombre de decisiones, y sin duda también bajo
el efecto de un rencor tenaz suscitado por el diferendo a propósito de los límites
de su gobernación, decidió no perder más tiempo, volver a partir hacia el norte y
hacerse reconocer finalmente —o tomar por la fuerza si fuese necesario— lo que
debía constituir el corazón de lo suyo, esto es Cusco.
Para el retorno la expedición escogió otra vía, la de la costa, que tenía el mérito
de evitar el interminable calvario de la travesía de los Andes que habían vivido
algunos meses antes. El cálculo se reveló arriesgado. Esta vez hubo que hacer
frente, y sobre más de 2 000 kilómetros, al desierto de la costa durante el verano
Francisco Pizarro
La toma de Cusco
(abril de 1537)
Regresemos al anuncio del retorno a Cusco de Diego de Almagro. Algunos
190 días después del encuentro fortuito de los dos indios y de los exploradores
comandados por Gonzalo Pizarro, la noticia llegó oficialmente a la antigua
capital de los incas. Almagro y sus hombres acababan de llegar al pueblo de
Urcos, situado a algunas decenas de kilómetros solamente. No es dudoso que
el antiguo socio de Francisco Pizarro haya tratado de actuar por cuenta propia
en el enfrentamiento entre Manco Inca, con quien tenía buenas relaciones,
y los sitiados de Cusco, como si no se tratara de una guerra entre indios y
españoles sino de un simple enfrentamiento de facciones rivales, en virtud de ese
antiguo principio según el cual los enemigos de nuestros enemigos son nuestros
amigos. Cabe decir que los cronistas favorables al clan Pizarro no han dejado de
recalcar esta suerte de traición a la causa española. Diego de Almagro envió dos
mensajeros a Manco en su cuartel general de Ollantaytambo, Pedro de Oñate
y Juan Rodrigo de Malaver, pero no se pudo llegar a un acuerdo, en particular
porque Hernando Pizarro, por su lado, hizo saber al Inca que Diego de Almagro
quería manipularlo. Evidentemente, Manco no tenía la intención de ser, una vez
más, un mero peón entre las manos de los españoles, sino de expulsar fuera de
los Andes a los invasores europeos. Finalmente, se decidió que tendría lugar una
entrevista en Yucay gracias a la intervención de un nuevo emisario de Almagro,
Ruy Díaz, pero las cosas se complicaron. Hernando Pizarro intervino de nuevo
ante Manco para disuadirlo. Un indio del séquito de Ruy Díaz le confirmó al
Inca las malas intenciones que tenía con respecto a él el clan de Almagro. Los
planes cambiaron precipitadamente y los proyectos de alianza entre Almagro y el
Inca no prosperaron. Incluso llegaron a producirse escaramuzas entre las tropas
de los dos bandos.
Mientras tanto, informado de la llegada de Almagro, Hernando Pizarro se dirigió
a su encuentro para saludarlo y para tratar de entender sus proyectos. Almagro,
a la sazón en Yucay, no estaba ahí para recibirlo, pero el comportamiento de sus
hombres no dejó ninguna duda, si acaso los hermanos Pizarro tenían alguna.
Hernando y su escolta se volvieron por cierto sin esperar, temiendo que Diego
de Almagro, desde Yucay los hubiese precedido en Cusco.
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
valientemente con su jefe. Viendo que no llegaría a sus fines, Almagro ordenó
entonces incendiar el techo de paja. En el momento en que todo iba a hundirse y
a quemar vivos a sus hombres, Hernando Pizarro acabó entregando las armas.
Rápidamente Diego de Almagro hizo transformar en prisión una torre del
Francisco Pizarro
palacio de Huayna Capac, que en Cusco era la residencia del gobernador, y allí
hizo encerrar a Hernando. Al día siguiente, por orden de su jefe, los soldados
de Almagro recorrieron la ciudad para desarmar a los hombres conocidos por
su fidelidad al clan Pizarro y para detener a los más allegados a Hernando y a
Gonzalo.
Mientras tanto, se le informó a Almagro que una nueva columna de auxilio,
doscientos cincuenta hombres de los cuales unos cien a caballo, se encaminaba a
Cusco enviada desde Lima por el gobernador. Se trataba del sexto intento. Estaba
al mando de Alonso de Alvarado y había tardado mucho en su avance porque,
si bien toda la sierra no se había sublevado, habían por todas partes bandas
armadas muy decididas a hacerles la vida imposible a los españoles. Alonso de
Alvarado había partido de Lima a inicios del mes de noviembre del año anterior
—estábamos entonces en julio de 1537—, y en el camino tuvo que combatir
duramente contra los indios en repetidas oportunidades y se había entregado
sin ninguna moderación a una brutal represión. Tuvo conocimiento de lo que
estaba pasando en Cusco cuando llegó a Abancay, es decir ya bastante cerca de
esa ciudad. Al enterarse de que los hombres de Diego de Almagro iban a marchar
Francisco Pizarro
sobre él, Alvarado hizo proteger el paso obligado sobre el río Apurímac y esperó
la llegada del adversario. Éste trató de tomar el puente pero no se produjo la
gran batalla que se esperaba. Uno de los capitanes de Alonso de Alvarado, Pedro
de Lerma, que había defendido Lima y desde entonces no ocultaba mucho su
rencor por no haber sido designado jefe de la expedición, se pasó del lado del
enemigo y, el 12 de julio, en Cochacaxas, permitió a los españoles que venían
de Cusco tomar la columna, sus hombres y todos sus pertrechos. El jefe de la
expedición terminó en prisión junto a los dos hermanos Pizarro.
Diego de Almagro tenía dominada la situación en la región. Para estar
completamente tranquilo en la perspectiva de la continuación de los
192 acontecimientos, es decir el enfrentamiento directo que no dejaría de producirse
con el gobernador, lo único que le faltaba era acabar con Manco Inca pues éste
había rechazado sus insinuaciones. Envió a verlo a su capitán Rodrigo Orgóñez,
con parte de los hombres que regresaron de Chile pero también con la mayoría
de los de Alonso de Alvarado, obligados a ponerse al servicio del nuevo poder.
El Inca estaba en Tambo. Conminado a someterse de buena voluntad, prefirió
internarse en las montañas sabiendo que eran inexpugnables para los españoles,
pero gran parte de su séquito fue tomada por los hombres que se lanzaron en
su persecución. Sus equipajes habían frenado su marcha, y en ellos se encontró
mucho del botín tomado por los indios a los conquistadores desde que se habían
rebelado, pero también a dos soldados españoles que se habían pasado al campo
del Inca. Diego de Almagro quiso ahorcar inmediatamente, pero dejó para más
adelante su decisión a solicitud de sus hombres. Tal reacción de la tropa es sin
ninguna duda muy significativa.
Muy decidido a terminar con Manco, Almagro lanzó una nueva ofensiva contra
él y se la encargó a su fiel lugarteniente Orgóñez. Este, en un lugar llamado Vitcos
por los cronistas, sin duda cerca de Machu Picchu, y con la ayuda de un gran
número de indios fieles, derrotó a las tropas del Inca. Los españoles aprovecharon
una gran fiesta religiosa para atacar por sorpresa y masacrar al séquito del Inca
quien estuvo a punto de ser hecho prisionero junto con el gran sacerdote del
sol. Según Juan José Vega, esta batalla puede ser considerada como la última del
ejército inca, tanto más porque poco después, Manco y el gran sacerdote, opuestos
en cuanto a las acciones futuras de su lucha, terminaron separándose. Dentro del
botín, los españoles tomaron momias de los ancestros que Manco llevaba consigo
en sus peregrinaciones, y sobre todo a Titu Cusi Yupanqui, el propio hijo del
«soberano». En un último esfuerzo por apoderarse del Inca, los conquistadores
peinaron toda la comarca y estuvieron incluso a punto de capturarlo. En una
ocasión, Manco pudo escapar gracias a la alerta dada a último momento por
una de sus hermanas Ccori Occllo. Se cuenta que en su huída habría mandado
tirar a un río el último gran ídolo que le quedaba, impidiendo así que caiga en
El año de todos los peligros (abril de 1536-abril de 1537)
Incas hasta que, utilizando la astucia, a comienzos de los años 1570 el virrey
don Francisco de Toledo logró convencer mediante intermediarios al Inca de
entonces, el joven Túpac Amaru, de venir a Cusco para verse. Allí, gracias a
una emboscada, cuyo guión hace recordar en muchos puntos al de Cajamarca,
fue detenido y algunos días más tarde ejecutado. Este procedimiento expeditivo
permitió entonces al virrey poner punto final a la dinastía cusqueña pero sobre
todo cerrar definitivamente el debate que algunos religiosos españoles, imbuidos
de las ideas de Bartolomé de las Casas, habían promovido en cuanto a los «justos
títulos» de la posesión del Perú por el rey de España y a los «derechos naturales»
sobre el país que podían invocar los incas.
Si el año de 1535 había sido para Pizarro y su clan el año de todas las esperanzas,
los meses que corrieron de abril de 1536 a abril de 1537 fueron los de todos
los peligros.
La sierra se había incendiado. Manco, el antiguo Inca fantoche que regresó a
Cusco con los conquistadores, había logrado federar alrededor de su proyecto una
voluntad y una capacidad de resistencia de los que los españoles indudablemente
Francisco Pizarro
11 195
Para el uno, Lima, la costa, los Andes del norte y del centro, bajo la tutela de
Francisco Pizarro, cuya autoridad gozaba de una segura legitimidad sobre esos
territorios, pues estaba reconocida desde los orígenes por el soberano, y estaba
fuera de toda discusión. Para el otro, en el sur, el de Diego de Almagro, por el
contrario, todo estaba por definir. Sean cuales fueren sus razones, había tenido
que recurrir a la fuerza para afirmarse contra los representantes del gobernador
nombrado por el Rey. Hacía falta probar que estaba en su derecho. En este
asunto muy complicado, dada la carencia de medios para esclarecerlo, con toda
seguridad, tarde o temprano la cúspide del Estado sería llevada a tranzar en
última instancia. ¿En qué sentido lo haría? Los Pizarro eran ahora poderosos
en España. Sus argumentos tendrían el apoyo decisivo de todo lo que habían
aportado, en todos los sentidos del término, a la Corona.
Además, Cusco, es verdad, era y con mucho la ciudad más rica, pero el antiguo
«ombligo del mundo» ya no era la capital del Tahuantinsuyu. En la nueva
configuración colonial, el Perú que controlaba Almagro, en realidad bastante
reducido, se hallaba descentrado, clavado en el corazón de la cordillera, pero más
que nada sin la posibilidad de vínculos directos con la Península y sus centros de
Francisco Pizarro
de Mala, y la dejó bajo las órdenes de su hermano Gonzalo, cuyo rencor hacia
Almagro no es difícil de imaginar.
Cuando, el 13 de noviembre, el gobernador partió al encuentro de éste con la
escolta reducida prevista por los acuerdos, Gonzalo se desplazó hasta Mala con
los soldados. Los escondió bajo unos árboles situados en una altura que domina
el valle al norte, y emboscó a cincuenta arcabuceros prestos para cualquier
eventualidad. Estaba previsto que Almagro, viniendo de arriba, desembocaría en
este lugar para dirigirse al lugar de la cita. ¿Estaba Francisco Pizarro al corriente
de la maniobra de su hermano? Los cronistas que le son favorables, como Pedro
Pizarro, afirman que no. Dudar de ello, no significa tampoco desconfiar del
gobernador, tanto más cuanto que Almagro había hecho lo mismo. El grueso de 199
su tropa estaba escondido también detrás de una colina muy cercana.
Cuando por fin apareció con los doce miembros de su escolta, se asistió a una
escena que, si no fuera por su anacronismo, parecería salida directamente de
una película del Oeste. Almagro hizo beber sus caballos en el río, al alcance de
los arcabuceros escondidos por Gonzalo Pizarro. Éste tuvo entonces que hacer
uso de toda su autoridad para que sus hombres no disparen y terminen con el
adversario sin otra forma de proceso.
Biografía de una conquista
La entrevista entre ambos jefes había sido fijada en un tambo incásico que estaba
por allí y donde Pizarro esperaba a su viejo amigo, abiertamente su rival en ese
momento. Los dos hombres se saludaron, se hablaron, pero lejos quedaron
las efusiones —hasta las lágrimas— que siempre habían caracterizado sus
Francisco Pizarro
Ahora, para ambos ejércitos el objetivo estaba claro y consistía en ser el primero
en ingresar en Cusco, incluso en hacerlo solo, por ende después de haber
aplastado al contrario. Francisco Pizarro, que entre tanto había llegado con el
resto de su tropa, consideró que no estaba preparado para un trayecto tan largo
Francisco Pizarro
y sobre todo para las dificultades que lo esperaban en camino, dada su edad y el
cansancio acumulado. Decidió no ir a Cusco, cesar personalmente la persecución
de Almagro y partir hacia Ica, en la costa.
¿El gobernador, muy enconado con Almagro, abandonaba el juego? ¿Estaba
cansado y disminuido hasta tal punto que no podía seguir a sus hombres por
las tierras altas hasta la antigua capital del Tahuantinsuyu? Lo que sigue en su
biografía permite ponerlo en duda. La opción más verosímil es que, convencido
del carácter inevitable y necesario del futuro enfrentamiento con Almagro,
prefirió no participar en él y dejar que sus hermanos den el golpe decisivo. Eso
es lo que ellos querían, por cierto. Su desventura cusqueña había acrecentado
—y desde ya justificaba abiertamente— el odio tenaz que Gonzalo, y más aún
Hernando, sentían desde mucho tiempo atrás pero tuvieron que controlar,
respecto del antiguo socio de su hermano. Además de las rivalidades de interés
siempre vivas, su inmenso orgullo no soportaba el recuerdo de las humillaciones
infligidas, de la prisión y de las cadenas.
Francisco Pizarro
La batalla tuvo lugar en la tarde del seis de abril de 1538 y duró un buen momento,
dice Pedro Pizarro, sin duda aproximadamente dos horas. Los cronistas se han
complacido en describir detalladamente el desarrollo del combate. Digamos,
para simplificar, que a la señal de Hernando Pizarro, los ejércitos se abalanzaron
uno hacia otro, lanzando los gritos de guerra tradicionales de los castellanos de la
Reconquista. Desde un inicio, las descargas de arcabuces bien ajustadas causaron
estragos en las filas almagristas. La caballería entró en acción enseguida, y muy
pronto reinó la mayor confusión a pesar de los planes de batalla preparados por y
de los cuales hablan los cronistas. Lejos de dirigir las operaciones desde un lugar
apartado, Hernando, como solía, tomó parte en los combates valientemente,
lo que galvanizó el ardor de sus tropas. En particular, se lo vio enfrascado en
un singular y terrible combate de lanza contra Pedro de Lerma con quien tenía 203
viejas cuentas personales que ajustar. El hermano del gobernador llegó incluso
a ser herido en el vientre. Gonzalo Pizarro, comandante de la infantería, no se
quedó atrás. Garcilaso de la Vega lo describe en primera línea, dando valor a sus
soldados y dirigiendo la maniobra con el maestre de campo Pedro de Valdivia.
Inferiores en número, «los de Chile» comenzaron a doblegarse, tanto más cuanto
que uno de sus puntos fuertes sobre el que fundaban grandes esperanzas, su
cuerpo de piqueros, vio la mayoría de sus armas hechas añicos como consecuencia
de dos nutridas descargas de balas especiales llamadas «pelotas de alambre». Se
Biografía de una conquista
Esta vez, los indios no fueron solamente los auxiliares olvidados por la Historia de
uno u otro campo. Cieza de León relata que muchos de ellos, de toda condición,
acudieron de Cusco y de los alrededores, vinieron, como si fuese un espectáculo,
para asistir desde las alturas a la batalla fratricida de los españoles, un cambio de
situación inesperado por ellos. Cuando todo terminó y cuando los dos bandos
avanzaron o retrocedieron, según el caso, hacia la ciudad, los indios se precipitaron
para despojar a los muertos, hasta de su ropa, y se llevaron todo lo que pudieron.
Retrospectivamente, Francisco López de Gómara destacó el riesgo que semejante
situación había hecho correr a todos los españoles, independientemente de
su partido. ¿Qué habría sucedido si los indígenas hubiesen aprovechado la
confusión, los muertos, la fuga desenfrenada de los vencidos y la preocupación
204 de los vencedores, por ajustar cuentas con cada uno de manera separada? Parece
ser que algunos de ellos lo pensaron. En opinión de Garcilaso, los españoles
tuvieron la suerte que sus servidores permanezcan fieles, pero sobre todo que en
ese momento ningún curaca se haya lanzado entre los indios para ponerse a la
cabeza de la revuelta.
¿Y qué fue de Diego de Almagro en todo esto? Cansado, enfermo, minado por la
sífilis que arrastraba desde sus inicios americanos y que lo había torturado tantas
veces en su carne, había asistido de lejos a los enfrentamientos, desde la colina
de que hemos hablado. Al constatar el desastre, y parece ser sorprendido que no
haya habido, a su juicio, una verdadera batalla, decidió dejar su observatorio.
Sostenido por cuatro fieles servidores que lo ayudaron a montar a caballo, partió
precipitadamente a refugiarse en una torre de la fortaleza de Sacsyhuamán hasta
la que tuvieron que izarlo. Los partidarios de Pizarro no tardaron en descubrirlo.
Estuvo a punto de ser ejecutado ahí mismo después que lo bajaron en brazos.
Afortunadamente, Alonso de Alvarado se interpuso, pese al odio tenaz que le
tenía desde su derrota en el Apurímac.
Almagro fue conducido a Cusco. Hernando Pizarro lo recibió en las inmediaciones
de la ciudad. Nos imaginamos su júbilo, que no se cuidó de esconder. De manera
eminentemente significativa, hizo encerrar al vencido, bien vigilado, en la misma
prisión donde él había estado detenido el año anterior y en la que todavía en la
víspera de la batalla se podrían unos treinta seguidores del gobernador.
Aunque Pedro Pizarro diga que Hernando se tomó el cuidado de hacer saber que
ningún hombre de Almagro podría ser injustamente despojado ni maltratado,
es difícil creerlo. Como siempre, los vencedores manifestaron su alegría sin
moderación. El estandarte de Almagro fue arrastrado en el fango y pisoteado.
Cuando el degollador de Rodrigo Orgóñez entró a la ciudad, enarbolaba la cabeza
de aquél sujetándola por la barba y hacía molinetes con ella. Los otros soldados
recorrían las calles de Cusco gritando: «¡Viva el Rey, mueran los traidores!» Inútil
decir que los partidarios de Almagro se escondían. Tenían muchas razones para
Del espectro de la guerra civil a sus tragedias
hacerlo. Garcilaso de la Vega relata cómo murió Pedro de Lerma. Herido varias
veces durante la batalla, en particular por un golpe que recibió de Hernando
Pizarro, se curaba de sus heridas en una casa amiga. Un soldado, llamado Juan de
Samaniego, con quien había tenido un problema de honor, partió en su búsqueda
y lo encontró en cama. Después de haber tenido un encendido intercambio verbal
con el herido, lo mató de varias puñaladas y regresó a la ciudad vanagloriándose
por su hazaña. Como escribe Francisco de Gómara, los partidarios de Pizarro
ingresaron en Cusco sin resistencia pero su comportamiento dejó, a escondidas,
mucho que desear.
Aunque el comienzo de la campaña parecía prefigurar escenas de western, su fin
se parecía sin duda a las guerras citadinas de facciones rivales en las repúblicas 205
italianas del siglo precedente.
La ejecución de Almagro
(8 de julio de 1538)
El vencido en la batalla de las Salinas tuvo que permanecer encarcelado durante
varios meses. Su vencedor, Hernando Pizarro, lo visitaba con bastante regularidad
en su prisión. Según algunos cronistas, hasta le animaba para soportar sus penas
Biografía de una conquista
sobre todo durante los últimos meses, aceptaría decidir lo irreparable en su contra.
Además, es muy probable que el derrotado jefe de «los de Chile» tuviese algunas
inquietudes respecto de las demostraciones y de las palabras de Hernando Pizarro.
Había tenido todo el tiempo de conocer los resortes de su carácter, la fuerza, por
no decir la violencia, de su ambición y de sus sentimientos, su falta de escrúpulos
a la hora de las decisiones. No podía dudar del deseo de venganza que movía al
hermano del gobernador, cuyo orgullo había sido herido profundamente por
sus desventuras cusqueñas acaecidas el año anterior. Para Diego de Almagro, la
salvación no podía venir, por lo menos esa era su convicción, sino de Francisco
Pizarro. Desde este punto de vista, le había dado tranquilidad que su hijo, que se
llamaba Diego como él, fuese enviado a Lima. Hernando Pizarro había alejado al
joven por temor a verlo algún día servir de jefe a los amigos de su padre.
Las acusaciones imputadas al prisionero no eran pocas. El arresto de Hernando
Pizarro, a la sazón lugarteniente del gobernador nombrado por el Rey, venía
a ser una rebelión contra la Corona. La captura de Alonso de Alvarado y el
enrolamiento forzado de sus soldados en un ejército particular equivalían a una
traición, pues Francisco Pizarro los había enviado a Cusco para combatir a Manco
Francisco Pizarro
y para aliviar a los españoles del sitio a los que eran sometidos. Desde que tomó el
poder en la antigua capital de los incas, bajo la presión de sus hombres, Almagro
había privado de sus indios a los encomenderos nombrados por el gobernador y
los había atribuido a sus leales. Como escribe sentenciosamente Francisco López
de Gómara, con esta guerra del día a la mañana unos se encontraban ricos y
otros pobres. Este era el primero de una larga lista de altibajos de la fortuna en
el Perú que salía de la Conquista. En el transcurso de las décadas muy agitadas
que iba a conocer el Perú , aquello se repitió varias veces según la victoria de las
armas. Sin embargo, la decisión de Almagro había invadido el campo reservado
al soberano, el único habilitado en la materia. Recordemos los escrúpulos de
Francisco Pizarro sobre este tema. Por precaución, él nombraba primero a los
206 encomenderos a título provisional en espera de la confirmación del Rey. En base
a estos tres puntos al menos, porque había otros, se podía inculpar, juzgar y
condenar a Diego de Almagro por el delito más grave: el de atentar contra la
autoridad real.
Mientras más pasaba el tiempo, más atenciones le prodigaba Hernando Pizarro
a su prisionero. La mayoría de las crónicas, inspirándose a veces una de otra
de manera manifiesta, destacan este comportamiento. Uno puede interrogarse
también y preguntarse qué fue lo que pasó verdaderamente. ¿El origen de esta
insistencia no estará en la voluntad de ensombrecer el retrato de Hernando,
presentado en general bajo un aspecto bastante negativo, de mostrarlo gozando
secretamente, como el gato con el ratón, de las angustias y de las falsas esperanzas
dadas al antiguo amigo de su hermano?
Un acontecimiento exterior precipitó el fin de este juego perverso. Con el afán
de reducir la presión reinante en Cusco, de dar alguna esperanza a los excluidos,
en su mayoría partidarios de Almagro, y en consecuencia de alejar a probables,
o posibles, promotores de disturbios, Hernando Pizarro habría recurrido a
una técnica utilizada muchas veces en semejantes circunstancias en la América
de entonces: organizar, o dejar hacer, una expedición de conquista de varios
centenares de hombres. Ésta tenía por objetivo una zona particularmente difícil
por su clima y por su escarpado relieve, la vertiente amazónica de los Andes al
sureste de Cusco. Se puso la columna bajo las órdenes de un capitán seguro,
Pedro de Candia, antiguo jefe de artillería del gobernador durante sus viajes en
busca del Perú. Resultó un rotundo fracaso. Terminó estallando una rebelión
entre los hombres agobiados y una vez más decepcionados. Hernando Pizarro
vio en esto la mano de los partidarios de Almagro. Como no quería dejar Cusco
para ir en persona a poner orden, pues el proceso de Diego de Almagro no había
llegado a su fin, habría hecho apresurar su conclusión.
Este guión tiene todas las apariencias de ser lógico. No obstante, Pedro
Pizarro, testigo directo y actor de los acontecimientos, sitúa la organización de
Del espectro de la guerra civil a sus tragedias
que el viejo compañero de Francisco Pizarro sintió un terrible despecho por ello.
Se esforzó empero por ocultarlo, pero este episodio tuvo por efecto de acercarlo
definitivamente a los partidarios de Almagro. Hernando nombró en su lugar a
Francisco Pizarro
uno de sus fieles, conocido por la energía que había demostrado también en un
pasado reciente, Peranzúrez de Camporredondo. A la cabeza de los soldados que
le quedaban, partió con éxito a la conquista del Collao, con admirable prontitud
nos dice López de Gómara, pero con el costo de un sinnúmero de muertos,
sin precisar además si se trataba de españoles o de indios, siendo la segunda
opción la más probable. Después, López de Gómara demuestra que en este caso
comete un error de cronología. En efecto, afirma que a su retorno, Hernando se
habría reunido con el gobernador, que como se sabe llegó a Cusco después de la
ejecución de Almagro.
Diego de Almagro fue pues condenado a muerte. Se le anunció al mismo tiempo
y de manera brutal su condena y su próxima ejecución, cuando sus carceleros
lo invitaron a aliviar sin demora su conciencia. Para postergar el desenlace, el
condenado rechazó confesarse. No pudiendo creer lo que le sucedía, Almagro
quiso ver a Hernando Pizarro. Éste accedió a su deseo pero cuando el viejo
capitán, en llanto, le pidió perdón, el hermano del gobernador, saboreando sin
duda una venganza sazonada por la ruina de su enemigo, le hizo saber que la
muerte era algo muy natural. Él no era el primero ni sería el último en tener que
pasar por aquello, y tenía pues que conformarse.
Francisco Pizarro
desmoralizados por los desfiles que hacían en la ciudad los partidarios de Pizarro
y las medidas de retorsión tomadas contra ellos desde hacía varios meses, quizás
incluso abrumados por el desenlace, inesperado en su brutalidad, de la aventura
de su jefe.
¿Qué pensaba de todo aquello Francisco Pizarro? El gobernador supo en Lima
de la victoria de las Salinas e inmediatamente se puso en camino hacia Cusco. Él
anunció alrededor suyo, nos dice Cieza de León, que quería velar por la vida de
Almagro, prueba de sus temores en este sentido, a menos que el cronista quiera
disculparlo así de la ejecución. Pizarro siguió el camino principal, por Jauja y
los Andes centrales. Al llegar a la región de Abancay, recibió un mensajero de su
hermano Hernando que venía trayéndole la noticia de la ejecución. Abandonando 209
al resto de su séquito, se apresuró en ir hacia Cusco donde fue recibido con
honores por la municipalidad, en ausencia de su hermano, a la sazón en el sur,
por el Collao.
El gobernador, como siempre, permaneció silencioso, se negó a compartir
la alegría de los vencedores. Manifestó incluso un mal humor contrario a su
costumbre y no buscó esconderlo de manera alguna. Las «víctimas» de dicho
descontento eran tanto los amigos de sus hermanos como los indios que vinieron
a pedir su protección o los partidarios del difunto Almagro con los cuales tuvo
Biografía de una conquista
que tratar. José Antonio del Busto Duthurburu ve ahí la prueba de un inicio de
estado depresivo causado por el traumatismo que significó, sin ninguna duda,
para el gobernador las condiciones particulares del fin de su antiguo socio.
Francisco Pizarro
clanes ávidos de gozar. Dadas las circunstancias, lo habían hecho con muchos
menos escrúpulos que antes.
Pizarro envió hacia el Apurímac a Illán Suárez de Carvajal a la cabeza de un
fuerte destacamento para hacer entrar en razón al Inca. Illán Suárez conocía mal
el tipo de guerra al que iba a tener que enfrentarse y además no tuvo suerte.
Su vanguardia compuesta por unos treinta peones encargados de apoderarse del
Inca por sorpresa cayó en una emboscada y casi todos fueron muertos. Francisco
Pizarro decidió entonces tomar personalmente la dirección de las operaciones.
Partió con setenta hombres hacia el reducto de Vilcabamba pero, una vez más,
se les escapó Manco, o más bien permaneció fuera de su alcance un poco más
210 adentro en la cordillera. Finalmente, Pizarro decidió regresar a Cusco, dejando a
Manco, y más tarde a sus sucesores, en ese reino en miniatura, lejos del mundo
colonial que se iba instalando1.
La crisis abierta durante la toma de Cusco por parte de los hombres de Diego
de Almagro, y que terminó después con la batalla de las Salinas y sus dolorosas
consecuencias, llamó la atención, desde muy temprano, de los comentaristas de
aquel tiempo. En general ellos expresan directamente sus sentimientos respecto
de ambos jefes. Sus apreciaciones son sin complacencia frente a Hernando,
pero impregnadas de una verdadera compasión por Almagro. En el plano de
las trayectorias personales, no pueden callar el encadenamiento trágico, en el
sentido más fuerte de este término, de un enfrentamiento que puso fin a varias
décadas de una amistad muy estrecha, de una solidaridad sin falla a lo largo de
las más duras pruebas. Sin embargo, todo aquello se concluyó por el libre curso
que se dio a las peores pasiones, con la sangre de uno de los protagonistas, el
envilecimiento de la víctima como de su verdugo.
Dentro de una perspectiva forzosamente más distanciada, y por deber mismo
empeñado en no tener en cuenta las interferencias de todo tipo del discurso de
entonces, hoy en día el analista se ve obligado a ver en la muerte de Diego de
Almagro el final sin duda inevitable, y la lógica cínica, de una competencia cuya
evolución, durante años, había sido escondida por la necesidad cómplice de hacer
frente juntos a enemigos, o a rivales comunes. Únicamente el descubrimiento
de un Chile que hubiese sido un nuevo Perú podía haber evitado este final
1 Los acontecimientos analizados en este capítulo llamaron muy tempranamente la atención de los cronistas.
Véanse en particular Pedro Cieza de León, Crónica del Perú, cuarta parte, vol. I; Guerra de Las Salinas, Lima,
1991; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XXII-XXV; Agustín de
Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., lib. III, cap. VIII-XII; Francisco López de
Gómara, Historia general de las Indias, op. cit., 1ª parte, cap. CXXXIX-CXLI: Antonio de Herrera, Historia
general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, op. cit., Década VI, lib. III-V;
Garcilaso de la Vega, Historia General del Perú, op. cit., lib. II, cap. XXXVI-XXXIX; Gonzalo Fernández de
Oviedo, Historia general y natural de las Indias, op. cit., 3ª parte, lib. IX, cap. XVII-XIX.
Del espectro de la guerra civil a sus tragedias
trágico. Pero no fue así. Por un lado, las numerosas decepciones guardadas, las
frustraciones de todo tipo, las esperanzas sin cesar postergadas de todos esos
largos años. Por el otro, cierta espiral en la que se enloquecieron la ambición del
poder y del oro, la voluntad de no ceder nada, pues se había ganado todo. La
conjunción de todo esto desencadenó las pasiones y condujo a lo ineludible: un
ajuste de cuentas entre jefes de bandos.
Dentro de la perspectiva a más largo plazo de la nueva historia de esos países
que se ponía en camino, la batalla de las Salinas fue el primer ejemplo de una
larga serie que la historiografía denomina comúnmente «las guerras civiles
del Perú». Durante décadas, los Andes iban a estar desgarrados por reiterados
enfrentamientos, de variable gravedad. Ellos iban a oponer el poder central que 211
buscaba afirmarse definitivamente, reducir en lo esencial toda competencia,
incluso hasta eliminarla de manera radical, y a los excluidos, a los frustrados
del sueño americano. En otros términos, se encontrarían frente a frente los
hombres fuertes del momento —o el Rey representado por sus funcionarios— y
los desafortunados, los rezagados, convencidos de que se les había robado la
oportunidad, y que denunciaban haber sido estafados en cuanto a su parte de
los despojos.
Biografía de una conquista
Francisco Pizarro
Francisco Pizarro
212
El reinado exclusivo del clan Pizarro (abril de 1538-junio de 1541)
12 213
1 Véanse Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, op. cit., lib. II, cap. XL, y lib. III, cap. I y II; Francisco
López de Gómara; Historia general de las Indias, op. cit., cap. CXLIII; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento
y conquista del Perú, op. cit., cap. XXV; y Miguel León Gómez, Encomenderos y sociedad colonial en Huanuco,
Lima, 2002, cap. III.
Francisco Pizarro
A finales de los años 1530, se contaba en particular que, en el norte del antiguo
imperio, al este de Quito —pero más allá de las regiones sometidas poco
tiempo atrás por los incas y por ende desconocidas hasta ese momento—, se
encontraba una vasta comarca dotada de todas las riquezas, y donde en especial
crecía a profusión el árbol de la canela. Este producto exótico y bastante raro, en
consecuencia muy buscado y caro, ¿no sería para los descubridores el equivalente
de lo que habían sido las especies para los portugueses en su búsqueda asiática?
Cabe añadir otro elemento que tuvo sin duda su incidencia en la decisión de
Francisco Pizarro. Desde su llegada al país, los españoles sentían una verdadera
fascinación por la selva amazónica y sus franjas andinas. El miedo y el atractivo
que ejercía sobre ellos estaba por supuesto a la medida de su ignorancia de este
mundo extraño. Tal actitud también provenía de los indios de la cordillera que
nunca habían podido penetrar en ella, mucho menos instalarse, ni siquiera en los
mejores tiempos de los incas, y habían transmitido a los conquistadores españoles
sus propios fantasmas deformados y amplificados.
Siempre empeñados en asentar la autoridad de su clan y no dejar nada a otros
en lo referente a la consolidación de su fortuna, el gobernador decidió montar
Francisco Pizarro
una expedición hacia ese país del que se esperaba tanto, y confiar, una vez más,
la dirección de la empresa a Gonzalo. Para asegurarle la autoridad necesaria así
como la ayuda que podrían —y deberían— aportarle los españoles de la región,
Francisco Pizarro lo nombró gobernador de Quito. Más de doscientos soldados,
entre los cuales un centenar de jinetes, dejaron Cusco para ir al norte, a dos mil
quinientos kilómetros. Garcilaso estima el costo inicial de la operación en sesenta
mil pesos. En el camino, en particular en Huánuco, la columna fue atacada y
puesta en peligro, al punto que Gonzalo Pizarro tuvo que solicitar a su hermano
refuerzos comandados por el capitán Francisco de Chaves.
Ya en Quito, un centenar de soldados se unieron a los recién llegados y, en Navidad
218 de 1539, la expedición se puso en movimiento hacia el este acompañada de cuatro
mil cargadores indios, de los equipajes habituales en semejantes circunstancias y
del ganado que se llevaba para alimentar a todo el mundo. Habiendo dejado a
Pedro Puelles en calidad de teniente en la ciudad, Gonzalo se dirigió a la región
conocida con el nombre de provincia de los quijos. Todo se unió contra los
españoles. A las ya muy conocidas dificultades de este tipo de incursión, se agregó
la resistencia de los indios determinados a hacer retroceder a los invasores, como
lo habían hecho otrora exitosamente con los incas. Un terremoto particularmente
fuerte sacudió la región acompañado de impresionantes tempestades que
aterrorizaron a los hombres y a los animales. Antes de entrar en la selva, tuvieron
que enfrentar la cordillera oriental, su frío y sus nieves. Luego, durante más de
dos meses, la columna avanzó bajo un diluvio que no cesaba nunca. El ganado
de consumo, los cargadores indios y numerosos españoles no resistieron. Las
provisiones y las vestimentas se pudrían, y era imposible encontrar en el lugar
con qué reemplazarlos.
Gonzalo tomó la decisión de hacer acampar al grueso de su columna, que ya casi
no avanzaba, y partió por delante con los hombres más decididos y más válidos.
Terminaron por llegar a un río, el más imponente que ninguno de ellos había
visto jamás. Sin saberlo acababan de descubrir la cuenca del Amazonas, llamada
más tarde por los españoles el Marañón. Cuando el resto de la expedición llegó,
después de dos meses, Gonzalo y su vanguardia, bajo la amenaza constante de
los indios, sin otro alimento que las raíces, las hierbas y los retoños de árbol
emprendieron el descenso del río sobre más de doscientos kilómetros, hasta que
decidieron construir un bergantín improvisado, utilizando sus camisas como
estopa para la impermeabilidad.
Francisco de Orellana (nacido en Trujillo y amigo de infancia de Francisco
Pizarro) fue nombrado capitán con la misión de ir a explorar río abajo. En vez
de esperar, como acordado, a Gonzalo y a sus hombres que permanecieron en
tierra, Orellana habría tomado la decisión de ir hasta la desembocadura y de allí,
retornar a España para dar a conocer su hazaña y llevar el oro de la expedición que
El reinado exclusivo del clan Pizarro (abril de 1538-junio de 1541)
había puesto a bordo. Cabe precisar que esta versión, complacientemente hecha
por Garcilaso y sus predecesores, es desmentida por uno de los participantes
de la expedición, Gaspar de Carvajal, que ha dejado una versión diferente de
los hechos y exonera a Orellana de toda culpa. Sea cual fuere la verdad, esta
loca empresa tuvo éxito. Orellana desembocó en el Océano, compró un barco
en la isla de Trinidad al sur del arco de las pequeñas Antillas, consiguió toda la
gloria en España ocultando por supuesto su «traición». La Corona lo autorizó a
volver encabezando una gran expedición, esta vez de conquista. Se embarcó en el
puerto de Sanlúcar de Barrameda con quinientos hombres, pero murió durante
la travesía de retorno y su expedición se dispersó.
Mientras tanto, solo les quedó a Gonzalo y a los sobrevivientes —apenas el tercio 219
de los efectivos de la partida—, pobres, enfermos y agotados, regresar a pie a
Quito, distante de centenares de leguas, lo que no obstante lograron hacer con el
costo de las peores dificultades y después de varios meses de caminata2.
2 Véase Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, op. cit., lib. III, cap. III y IV.
Francisco Pizarro
tiempo. Sus herederos se vieron incluso obligados a efectuar largas y duras batallas
jurídicas para hacerse reconocer el usufructo de por lo menos una parte de este
patrimonio.
Los Pizarro no fueron una excepción. Hay que pensar en la codicia y en la
habilidad financiera de un Cortés en México en la misma época. En ambos
casos, la rapidez de su ascenso y la explosión de su fortuna, en todos los sentidos
de esta palabra, son conformes a la lógica de la Conquista, a sus egoísmos, a
su brutalidad, a su dinámica de grupo. Sus problemas ulteriores también,
aunque de origen diferente, son reveladores, por un lado, de los excesos, de las
envidias de sus semejantes, y por el otro, de los temores del Estado que este éxito
inaudito había hecho nacer. Los comentaristas de la época encontraron aquí, en
muchas oportunidades, materia para profundas reflexiones sobre la fortuna y el
movimiento ciego de su rueda3.
3 Rafael Varón Gabai, La ilusión del poder, apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del Perú, op. cit.,
en particular cap. VI, VIII y IX. Para el impacto de la Conquista sobre la economía y la sociedad de Trujillo,
véase la tesis, aún inédita de Gregorio Salinero, Trujillo, une ville entre deux mondes 1529-1631, les relations des
familles de la ville avec les Indes, París, EHESS, 2000.
Francisco Pizarro
séquito hacia la región donde se encuentra hoy en día la capital del sur peruano,
Arequipa.
Cuando comenzaba a ocuparse allí de la realización de su proyecto, unos
mensajeros vinieron a anunciarle que el Inca Manco, como dijimos antes, parecía
Francisco Pizarro
lugar un entierro. Las campanas tocaban a muerto por lo que algunos testigos las
habrían juzgado de muy mal augurio. A pesar de la distancia que le separaba ahora
de la antigua capital de los incas, no por ello el Marqués dejó de estar confrontado
a las consecuencias del conflicto pasado y de las graves decisiones tomadas por su
Francisco Pizarro
hermano Hernando. Éste había enviado bien escoltado a la nueva capital al hijo
de Diego de Almagro, Diego de Almagro el Mozo. No era propiamente hablando
un prisionero, digamos más bien que tenía arresto domiciliario. Lo esencial era
tenerlo alejado de Cusco donde los partidarios de su padre eran aún numerosos,
y sobre todo estaban muy exasperados. Pese a estas precauciones, Diego de
Almagro el Mozo no tardó en ver reconstituirse alrededor suyo a un grupo de
partidarios. Más que el fruto de un oscuro cálculo político, aquello fue el efecto
de una solidaridad normal de parte del hijo de un jefe vencido, preocupado por
no dejar en la miseria a los hombres de su padre. En efecto, Diego disponía para
vivir de las rentas de una buena encomienda que había heredado. Las utilizaba
para subvenir, malo que bueno, a las necesidades de un grupo de soldados que
habían dejado Cusco para no seguir padeciendo las vejaciones de los vencedores
o, por lo menos, para no presenciar sus fanfarronadas.
En Lima, se les hizo una cuestión de honor, a diferencia de un buen número de
sus antiguos compañeros, no aceptar nada de Pizarro y de los suyos, y no habían
vuelto a partir, como otros tantos, hacia nuevas campañas por las provincias. Se
dice que su miseria era tal que tenían una sola capa para todos. Preocupados por
Francisco Pizarro
pareció que había que esperar la venida de Vaca de Castro, de matarlo también si
no mostraba, como se temía, todo el rigor que se esperaba de él.
A pesar de las advertencias cada vez más apremiantes y alarmistas, Pizarro seguía
sin emprender nada contra «los de Chile». Dedicado a sus ocupaciones en la
ciudad o en los alrededores acompañado de un solo paje, rechazaba una guardia
especial para su residencia. No quería, decía él, que la gente pueda creer que tenía
miedo por la venida del juez investigador enviado por el Emperador. Un día, en
una huerta, tuvo lugar una entrevista entre Pizarro y Juan de Rada, una de las
figuras centrales del partido almagrista. Los dos hombres se juraron mutuamente
que ni ellos personalmente ni sus amigos abrigaban malas intenciones. Juan de
Rada evocó la perspectiva de la partida del Perú de Diego de Almagro y de sus 227
amigos. Mientras tanto, en la ciudad, los partidarios de Almagro hacían correr
el rumor de que Vaca de Castro había muerto en camino, esperando que de esta
manera Pizarro bajaría la guardia.
Los partidarios del Marqués por su parte, tampoco permanecían inactivos. Entre
los más exaltados figuraba Antonio Picado, su secretario, al que los conjurados
le habían prometido la horca. Fuera de las advertencias que no cesaba de hacerle
a su jefe, un día se mostró en la ciudad con el sombrero ornado con una gruesa
medalla de oro en la que estaba esmaltado un gesto obsceno con la inscripción:
Biografía de una conquista
«para los de Chile». Ante la insistencia de sus consejeros, Pizarro terminó tomando
precauciones, a regañadientes. Para la fiesta de San Juan de 1541, no fue a misa.
Se supo más tarde que sus enemigos habían pensado precipitadamente en esta
ocasión para asesinarle. El domingo siguiente, 26 de junio, tampoco lo hizo. Un
Francisco Pizarro
Rodeado por sus enemigos, Pizarro continuó defendiéndose, pero las fuerzas
comenzaron a faltarle, aprovechándose de esto, uno de los conjurados para herirle
en la garganta. Se desplomó, pidió un sacerdote a gritos, luego, con el pulgar y el
índice doblado formó una cruz, la besó y expiró.
Juan de Rada y sus hombres salieron a la calle con sus espadas ensangrentadas en
la mano. La noticia se conoció inmediatamente en la ciudad, que a la época era
apenas un poco más que una aldea. A los pocos instantes, todos los partidarios de
Diego de Almagro el Mozo confluyeron a la plaza. Luego se esparcieron por Lima,
detuvieron, hasta asesinaron, a los partidarios conocidos de Pizarro. Su casa y las
de sus allegados fueron saqueadas. Felizmente, los hijos del Marqués pudieron ser
escondidos en casas de amigos. Juan de Rada ordenó montar a caballo a Diego 229
de Almagro y lo paseó por las calles, gritando a quien quisiera escucharlo que no
había en el Perú nadie por encima de él, ni gobernador, ni siquiera el Rey. Poco
después, respetando las formas, Rada ordenó reunir el cabildo. Arguyendo las
capitulaciones otrora otorgadas a Diego de Almagro el Viejo, hizo organizar una
ceremonia de investidura sin valor alguno, y tampoco sin razón, pero destinada
a asegurar al menos la neutralidad de los cuerpos constituidos.
Mientras tanto, varios esclavos negros llevaron a la iglesia el cuerpo de Pizarro,
casi arrastrándolo, nos dice Zárate. Nadie se atrevía a encargarse de su entierro
Biografía de una conquista
hasta que Juan de Barbarán, un antiguo paje del marqués, y su esposa, le dieron,
así como a su hermano, sepultura, después de haber pedido autorización para
ello a Diego de Almagro. Todo se hizo de prisa. Apenas tuvieron tiempo de
envolverlo con su hábito de caballero de la orden de Santiago, pero no de calzarle
Francisco Pizarro
con sus espuelas como era de regla en la orden. Barbarán apuró la inhumación
porque corría el rumor de que los partidarios más exaltados de Diego de Almagro
iban a venir a cortarle la cabeza a Pizarro para exponerla en la picota como la de
un vulgar tirano destituido4.
Francisco Pizarro estaba muerto, Diego de Almagro el Viejo había sido vengado,
la vergüenza y el dolor de la derrota de las Salinas desaparecían. Una nueva era
se abría para los vencedores del momento, muy ocupados en sustituir a aquellos
que los habían precedido, y en perseguirlos. En suma, este nuevo giro que dio la
rueda de la fortuna se inscribía en una suerte de lógica ahora bien establecida. Pese
a la enormidad de los beneficios que generaba, la Conquista parecía excluir todo
reparto. Las luchas de interés y de poder de aquellos que la habían conducido
no podían cesar hasta que una autoridad superior y exterior venga a poner orden
en ella.
4Sobre la muerte de Pizarro véase el relato de Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, op. cit., lib. III, cap.
VI y VII, que sigue en lo esencial a los de Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, op. cit., cap.
CXLV y Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., lib. IV, cap. VI-IX. Véase
también el análisis del desarrollo hecho por Salvatore Munda, El asesinato de Francisco Pizarro, Lima, 1985.
Francisco Pizarro
13 231
Juan de Rada, el alma de los conjurados durante meses y cuya actuación había
sido capital durante el asesinato de Pizarro, fue nombrado Capitán General por
Diego de Almagro. No tardaron en engrosarse sus filas. Pedro Pizarro habla de
quinientos hombres, Garcilaso de ochocientos entre los cuales «los de Chile»
pronto fueron minoría. La mayor parte estaba constituida de vagabundos y
hombres perdidos, dice Garcilaso. En realidad, se trataba de individuos que, no
habiendo encontrado aún su lugar en la sociedad peruana, consideraban buena
la ocasión de participar en el reparto de los despojos que se anunciaba y que tuvo
efectivamente lugar.
Almagro despachó emisarios a las principales ciudades con la misión de hacerlo
reconocer como gobernador. Como cada uno llegaba a la cabeza de unos
232 cincuenta jinetes, los cabildos se sometían más por miedo que por verdadera
adhesión. En las provincias también fueron numerosos los ajustes de cuentas y
las venganzas. En el norte, el enviado de Almagro, García de Alvarado, dimitió
a las autoridades de Trujillo. En San Miguel de Piura y en Huánuco, mandó
degollar a las personalidades locales conocidas por sus vínculos con Pizarro. En
el otro extremo del país, en Charcas, cuando Diego Méndez entró para establecer
el nuevo orden almagrista, encontró a la ciudad fundada por partidarios de
Pizarro abandonada por sus habitantes. La llegada de los hombres de Almagro a
cada ciudad iba acompañada también de atropellos financieros. Las cantidades
destinadas al Rey, provenientes en su mayor parte del derecho de quinto tomado
sobre el oro y la plata, eran confiscadas. Sucedió lo mismo con los bienes dejados
por los difuntos y las personas ausentes. Los personajes más ricos, en general
pizarristas, eran detenidos y, en el mejor de los casos, se veían en la obligación
de entregar mucho dinero para recuperar la libertad. En Porco, en el Alto Perú
—la actual Bolivia—, donde el Marqués, pero también algunos de sus allegados,
poseían grandes intereses en las minas, Diego Méndez lo confiscó todo y puso a
nombre de Diego de Almagro, indios, minas y haciendas.
La violencia reinaba también entre los vencedores. Diego de Almagro, un jovencito,
pues había nacido en 1520, no parece haber tenido, por lo menos todavía, la fibra
de un verdadero líder que la situación requería. En su campo, la dirección de las
operaciones correspondía a los hombres que habían combatido con su padre y
conservaban una gran autonomía frente a ese heredero considerado sin duda
muy tierno. Juan de Rada era, de hecho, el verdadero jefe, y no compartía nada
de su poder. Su omnipresencia fue muy rápidamente mal aceptada por algunos
soldados bien decididos a continuar actuando según su parecer. Hasta comenzó
a tramarse un complot destinado a eliminarlo. En el ambiente de rivalidades
exacerbadas y de traiciones que reinaba entonces, se lo descubrió y su inspirador
murió en el garrote.
Sin embargo, lograron manifestarse oposiciones al partido de Almagro. Así, en
Chachapoyas donde estaba ocupado en «pacificar», Alonso de Alvarado se negó a
El fin de los conquistadores
obedecer las órdenes escritas por Almagro y las presiones de su emisario. Organizó
incluso la defensa de la región, con la esperanza de darse la mano con otras
resistencias del mismo tipo. El nuevo poder encontró sus mayores dificultades
en Cusco. Por cierto, sus partidarios eran numerosos allí, pero los de Pizarro aún
más, y además con una diferencia muy clara. Los segundos eran en general gente
importante y rica, los primeros soldados pobres, con poco tiempo en el Perú
y deseosos de semejantes disturbios, dice Garcilaso, para abrirse camino ellos
también. Presionado para manifestarse en favor de Almagro, el cabildo trató de
ganar tiempo. Los ediles no querían avasallarse a un gobernador evidentemente
privado de toda legitimidad. Para no dar tampoco a los hombres de éste razones
para ejercer sus represalias, consideraron que los documentos enviados por Diego
de Almagro no eran suficientemente explícitos, y debían ser respaldados en el 233
plano jurídico. En vista de la duración del viaje de ida y vuelta entre Cusco y
Lima, aquello les dejaba por delante varios meses de espera.
Los partidarios del Rey, es decir los pizarristas, lo aprovecharon para organizarse.
Pronto, uno de ellos, Pedro Álvarez Holguín, tomó la decisión de levantar
el estandarte de la revuelta contra Almagro. Varios centenares de hombres
confluyeron de todo el sur peruano, Arequipa y Charcas. Unos cincuenta
partidarios de Almagro consideraron más prudente dejar Cusco de noche para
ir a unirse al grueso de su tropa en Lima, pero fueron detenidos y llevados bien
Biografía de una conquista
y sobre todo a evitar que los dos focos «rebeldes» logren unir sus fuerzas. Hizo
regresar a García de Alvarado que se encontraba en el norte, en Trujillo, y pensaba
ir a atacar Chachapoyas. Reunió una imponente expedición de más de seiscientos
soldados con él a la cabeza y partió a Cusco.
Entretanto, ocurrió un hecho nuevo y de extrema importancia. El nuevo
gobernador enviado por el Rey, el licenciado Vaca de Castro de quien se hablaba
desde hacía meses, se acercaba por fin a la capital. Su viaje se había retrasado en
diversas oportunidades, pero en esa época aquello no era nada excepcional. En
cuanto llegó a los territorios que dependían de su autoridad, es decir al norte de
Quito, nombró nuevos jueces e informó los cabildos sobre las instrucciones que
le habían dado. En Lima, se recibió la noticia apenas algunos días después de la
partida de Diego de Almagro. Temiendo la reacción de los partidarios de don
Diego, incluso el retorno de éste, el cabildo sesionó una noche, aceptó todas las
decisiones de Vaca de Castro y fugó inmediatamente hacia Trujillo para escapar
de una eventual venganza de Almagro.
Francisco López de Gómara, Agustín de Zárate y luego Garcilaso de la Vega,
son muy prolijos en detalles sobre las peripecias de esa época, los preparativos
Francisco Pizarro
de un lado y otro, las traiciones, los asesinatos, las tretas de guerra que se
usaron, los combates y la evolución general de la situación. Pasando el tiempo,
el gobernador Vaca de Castro controlaba mejor las cosas. Las adhesiones se
sucedían, lo que significaba reforzar la causa real. Por su lado, Diego de Almagro
había perdido a su capitán más fiel, y principal consejero, Juan de Rada, muerto
a inicios de la campaña como consecuencia de una herida contraída en la pierna
durante el asalto dado a la casa de Francisco Pizarro. Almagro hizo su ingreso en
Cusco. Aprovechó la situación para reforzarse, particularmente en lo referente a
artillería. En efecto, Pedro de Candia, experto en la materia, se había pasado a su
campo, a raiz de las vejaciones que le había infligido Hernando Pizarro durante
la expedición fracasada de la cual ya hemos hablado.
234
Sin embargo, no todo iba de lo mejor. La discordia reinaba en el campo de
Almagro que tenía dificultades en imponerse en medio de los viejos soldados de
su entorno. Dos de sus capitanes más cercanos, García de Alvarado y Cristóbal
de Sotelo, terminaron peleando y el primero mató al segundo. La venganza de
los amigos de éste no tardó en llegar. Algún tiempo después, en presencia de don
Diego, tendieron una celada a García de Alvarado y le tocó morir. A pesar de
estas peripecias, en suma normales en aquella época, el campo de Almagro estaba
lleno de esperanzas en cuanto al resultado de la campaña. Incluso un refuerzo
inesperado se había presentado. Manco Inca había sido puesto al corriente de lo
que se preparaba. Desde su reducto andino de Vilcabamba, en recuerdo de su
amistad con el padre de don Diego, le hizo entregar a éste una buena cantidad
de lanzas, espadas, corazas y sillas de montar que los indios habían tomado a los
españoles durante sus pasados enfrentamientos. Inútil precisar que esta generosidad
fue considerada por los adversarios de don Diego como una verdadera colusión
con el enemigo, y por ende una prueba de traición a la causa española.
En el otro bando, un nuevo elemento debe ser señalado también. Por fin,
Gonzalo Pizarro había regresado de su expedición al país de la canela. Desde
Quito, había informado a Vaca de Castro que se ponía a su entera disposición
para sacar del poder al asesino de su hermano. Pese a la ayuda que aquello
significaba, el nuevo gobernador no aceptó la oferta. La presencia de Gonzalo a
su lado cortaría toda posibilidad de negociación con Almagro, se corría el riesgo,
además, de transformar en lucha de facciones movidas por viejas rivalidades un
enfrentamiento que oponía en realidad las armas del Rey y las de un «tirano».
Se llevaron a cabo transacciones. Vaca de Castro envió a sus emisarios hasta
don Diego. Éste, persuadido de la superioridad de sus fuerzas, convencido por
allegados que el Rey no se oponía a él verdaderamente, respondió con altivez
que aceptaba someterse. Ponía una condición: el perdón general para todos
sus hombres. Don Diego quería también que le sea reconocido el gobierno de
la Nueva Toledo —Chile—, otrora atribuido a su padre y la confirmación de
El fin de los conquistadores
todas las encomiendas que había otorgado el viejo conquistador. Todo aquello,
desde luego, era inaceptable para Vaca de Castro. El enviado real probó entonces
otro método. Mandó al campo contrario, por otras vías, un soldado disfrazado
de indio, un tal Alonso García, provisto de documentos que prometían a los
capitanes de don Diego una amnistía y buenos repartimientos de indios si sabían,
en el momento oportuno, encontrar de nuevo la vía de la legalidad real, elegante
manera de sugerirles una traición. El mensajero fue descubierto, ahorcado sin
otra forma de proceso, y don Diego hizo saber al gobernador que todos los
puentes estaban rotos, en adelante solo las armas decidirían la suerte.
La batalla tuvo lugar a mediados de setiembre de 1542, en Chupas, aldea distante
unas leguas de la ciudad de Huamanga. Puso frente a frente a más de mil quinientos 235
españoles. Fue la batalla más grande desde la llegada de los conquistadores al
Perú. Los cronistas disfrutan contando en detalle, aún más que para la batalla
de las Salinas, las peripecias del combate. No se guardan nada, las órdenes de
los jefes, las señales rojas de reconocimiento de las tropas realistas o blancas de
las de Almagro, el movimiento de los escuadrones, las acciones brillantes o las
crueldades de tal o cual, la lista de los muertos, de los que dieron pruebas en un
bando u en otro de gran valentía o de despiadada crueldad. Los vencedores, los
hombres de Vaca de Castro, tuvieron más de trescientos muertos. Fueron un
Biografía de una conquista
poco menos numerosos en las filas de Almagro. Se contó entre ellos al célebre
Pedro de Candia. Según algunas fuentes, él habría participado a Vaca de Castro,
la víspera de la batalla, que la artillería que él comandaba no haría ningún daño
a sus tropas. Unos cuatrocientos heridos de ambos lados perecieron en la noche
Francisco Pizarro
unas buenas personas pagaron al verdugo el precio de las escasas ropas que
llevaba el ajusticiado. Para que el castigo fuera para todos manifiesto, el cadáver
permaneció expuesto durante un día entero. Se lo llevaron después a la iglesia
de la Merced donde fue enterrado a lado de su padre. Así terminaba aquel que
Garcilaso considera como el mejor mestizo de todo el Nuevo Mundo si hubiese
obedecido al ministro de su Rey.
En los siguientes días una diez partidarios de don Diego fueron también ahorcados
en la plaza de Cusco. Otros conocieron la prisión. Cinco de ellos lograron escapar
y consideraron más prudente, en vista de los ejemplos anteriores, huir a territorios
controlados por los indios de Manco Inca. Éste los recibió amablemente, les hizo
236 regalos, dado que habían combatido al lado de su amigo Diego de Almagro el
Viejo. Más adelante, tendremos la ocasión de volver a hablar de este extraño
retiro. En otra región, más cerca del campo de batalla, otros vencidos de la
batalla de Chupas también se habrían refugiado en aislados pueblos indios de la
cordillera. Allí habrían marcado con su huella duradera la etnia de los por mucho
tiempo feroces morochucos quienes recuerdan aún hoy en día con orgullo a estos
ancestros quizás míticos1.
1Véanse Agustín de Zárate, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., lib. IV, cap. XIV-XIX;
Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, op. cit., cap. CXLIX-CLX; Garcilaso de la Vega,
Historia general del Perú, op. cit., lib. III, cap. XI-XVIII.
El fin de los conquistadores
homenajes por su larga hoja de servicios, en particular por sus esfuerzos infelices
durante la última expedición, luego le aconsejó ir a descansar y a ocuparse de sus
lejanas propiedades en el Alto Perú. No había manera más elegante de separarlo
de la escena peruana.
La venida el gobernador Vaca de Castro no tenía solamente por objetivo restablecer
el orden en un país desgarrado, y poner término a las pasiones rivales de aquellos
que lo habían conquistado. Su nombramiento se inscribía dentro de un marco
mucho más vasto y de un alcance político a largo plazo. Hacía ahora medio siglo
que los españoles habían puesto el pie en América, más de veinte años que habían
comenzado a invadir los imperios continentales. La Conquista se había efectuado
casi exclusivamente por empresas privadas, la del Perú era un perfecto ejemplo. 237
Esto no significaba sin embargo que la Corona se desinteresaba de ello, muy
por el contrario, y el sistema de las capitulaciones estaba ahí para recordar con
precisión los papeles, los intereses y los límites de la acción de las partes presentes.
Desde los orígenes, los conquistadores habían corrido con la mayor parte de los
gastos y de los infortunios. Consideraban pues que la legitimidad de sus derechos
sobre los territorios que ellos sometieron, luego organizaron y pusieron en valor,
era por lo menos igual a la del Rey en nombre de quien supuestamente habían
actuado. En consecuencia, habían visto con cierta reticencia que la Corona les
Biografía de una conquista
envíe directivas, funcionarios para aplicarlas, y les quite poco a poco y de muchas
maneras la total libertad de acción que había sido la suya. Estas discrepancias
habían aparecido desde la fase antillana de la Conquista. Las nuevas dimensiones
de la empresa en el continente no las habían hecho sino más tensas aún.
Francisco Pizarro
A estas sospechas recíprocas había venido a añadirse un hecho nuevo. Desde hacía
muchos años, Bartolomé de las Casas luchaba en España por una colonización más
justa, que tomase mejor en cuenta el derecho de los indios y quería la supresión
de los sistemas inicuos de opresión y de explotación de los que eran víctimas,
en particular de la encomienda, fuente de abusos a menudo vergonzosos. Este
no es el lugar de recordar las campañas efectuadas por el famoso dominico. Él
se basaba en argumentos jurídico-teológicos del derecho natural desarrollados
en sus conventos por sus hermanos de orden, en una compasión cristiana de la
mejor calidad. Esto no le impedía tener un sentido agudo de cómo actuar ante
las personas más encumbradas del Estado. Desde este último punto de vista, el
inicio de los años 1540 marca su mejor momento. Había logrado convencer
al entorno inmediato del Emperador, y al mismo Carlos V, quien gozaba a la
sazón en España de uno de los escasos descansos que le permitían los asuntos
europeos.
El 20 de noviembre de 1542, es decir dos meses después de la batalla de Chupas,
el Emperador firmó en Barcelona un conjunto de leyes destinadas a América. El
objetivo era a la vez armonizar las disposiciones relativas a las diversas regiones
Francisco Pizarro
peninsular y los lejanos reinos americanos. Tal como se había hecho para Nueva
España, esto es Méjico, nombró a un virrey para el Perú. El título dice bien que
él representaría en el lugar al soberano, y estaría investido de la casi totalidad
de sus atribuciones. Carlos V decidió también que habría una Audiencia en
Lima, tomando como modelo las Chancillerías existentes en España. Siguiendo
el principio de la confusión de poderes tan propia del Antiguo Régimen, esta
Audiencia, presidida por el virrey, tendría autoridad en materia administrativa,
judicial y legislativa. En otras palabras, venía a ser en el Perú el órgano central
– que faltaba hasta ahora – del gobierno colonial. En paralelo, Agustín de Zárate
fue nombrado para dirigir los servicios fiscales de la colonia, con el mandato
de ordenarlos correctamente y de hacerlos realmente eficaces, en unión con la
Audiencia. 239
El Virrey designado fue Blasco Núñez Vela, a la sazón inspector general de
las guardias de Castilla. Es significativo que esa elección haya recaído en una
persona que había ocupado altas funciones militares después de haber tenido
una larga experiencia administrativa en calidad de corregidor de Cuenca y de
Málaga. En cuanto a los oidores, cuyo número era entonces de cuatro, habían
tenido igualmente en España una larga práctica del funcionamiento del Estado.
La voluntad de retomar las cosas en manos era evidente. El Virrey y los oidores
Biografía de una conquista
tenido lugar en México. Los cabildos de las ciudades españolas del virreinato le
mostraron al Visitador General su estupefacción ante las decisiones tomadas en
España. Hubo incluso que encarcelar a algunos cabezas calientes de quienes se
temía alguna locura. Tello de Sandoval, el Virrey y la Audiencia de México hilaron
fino. Sin ceder en lo esencial, escucharon las quejas, prometieron transmitirlas
y aceptaron que una delegación constituida por religiosos y representantes de
las municipalidades pueda ir a Europa con el fin de defender su causa ante el
Emperador. Los emisarios fueron hasta Alemania en donde se encontraba Carlos
V. En la primera flota para México, prescribió a su Virrey una serie de medidas
necesarias para poner un poco de bálsamo sobre las heridas en carne viva de
los colonos. No obstante, el soberano no cedió en nada sobre el fondo, el fin
programado de las encomiendas. Los rencores permanecieron fuertes. Aunque no
llegaron nunca a desaparecer, terminaron por atenuarse y dejaron de constituir el
centro de los discursos y de las preocupaciones.
En el Perú las cosas fueron muy diferentes. Aunque Blasco Núñez Vela no fue
siempre tan cortante y altivo como algunos cronistas se complacen en decirlo,
no tuvo la habilidad política de su colega de México o de Tello de Sandoval.
Francisco Pizarro
Respondía a las quejas de sus administrados, dice Garcilaso, de mala gana y con
rudeza. Se debe, empero, tener en cuenta dos otros factores. El Perú se levantaba
apenas de la grave conmoción de la batalla de Chupas y de sus consecuencias.
Por otro lado, la relación colonial, con todas sus implicancias, había sido en él
siempre más tensa, más áspera que en Nueva España. Aquello debía haberlo
obligado a ser más prudente. Pero no fue así.
Después de haber tocado Tumbes el 4 de marzo de 1543, el Virrey decidió
dirigirse a Lima por tierra sin esperar a los oidores. En camino, en Piura, en
Trujillo, no admitió ninguna súplica, despachó emisarios a Lima y a Cusco, todo
a la vez para encaminar las reformas y solicitar a Vaca de Castro que desaparezca.
240 La situación del Gobernador era difícil porque los enviados de las dos principales
municipalidades de la Colonia le pedían que no reciba al Virrey, y que suplique
insistentemente al Emperador para que dé marcha atrás en sus decisiones. Vaca de
Castro consideró más prudente, e inevitable, retirarse, no antes sin haber atribuido
una nueva hornada de encomiendas a aquellos que lo habían servido bien.
El ambiente era cada vez más tenso entre los españoles. Cuando Vaca de Castro
partió hacia la costa norte para ir al encuentro del Virrey, hubo manifestaciones
de mal humor respecto de él por su negativa en seguir los consejos que se le
prodigaba. Hasta ocurrió algo más grave. En el camino de retorno hacia Cusco,
en Huamanga, algunos delegados de la antigua capital inca se llevaron la artillería
dejada por Diego de Almagro durante la batalla de Chupas. En Trujillo, el
Gobernador fue atacado por los encomenderos. El tono había subido. Algunos
anunciaban que iban a abandonar al país dejando a sus esposas allí, otros querían
el reembolso del precio de sus esclavos indios quienes no debían ya trabajar en las
minas. Todos se quejaban amargamente de haber sido engañados y de encontrarse
sin nada en el umbral de la vejez. Para probar lo que decían, algunos mostraban
a Vaca de Castro sus encías ya sin dientes a causa de las privaciones, otros unas
espantosas mordidas de caimán, y todos sus impresionantes heridas.
Entre los españoles del país se escuchaban encendidos discursos. Los rencores se
expresaban directamente, tanto más porque, según un rumor, todos aquellos que
habían participado en las pasadas guerras civiles, sea cual fuese su partido, serían
privados de sus indios. En Lima, el cabildo se negó primero a recibir al Virrey.
Fue necesaria toda la fuerza de convencimiento de Diego de Agüero y de Illán
Suárez de Carvajal para que, en definitiva, ello no ocurra.
La recepción oficial se llevó a cabo como tenía que ser. Al día siguiente, informado
de los diversos movimientos provocados por las «Leyes nuevas», y en particular
de la actitud de los delegados de Cusco, Blasco Núñez Vela responsabilizó a su
predecesor que había estado al mando del país durante año y medio. Los oidores
que llegaron poco después estaban lejos de compartir y de querer avalar las
decisiones del Virrey. Pronto sus disensiones no fueron un secreto para nadie.
El fin de los conquistadores
En Cusco, los ánimos estaban por lo menos tan caldeados como en Lima. Se
llevaron a cabo debates de extrema vivacidad particularmente en el seno del
cabildo. Un elemento imprevisto vino a complicar aún más la situación. Los
partidarios de Diego de Almagro, que habían huido de prisión para ir a buscar
refugio donde Manco en su reducto montañés, supieron convencer al Inca para
que escriba al Virrey, proponiéndole entrar dentro de la legalidad colonial, si
acaso el representante real tenía a bien otorgarle su perdón, cosa que hizo. No
se conocerá nunca el desenlace que hubiera podido tener este cambio, ni el
alcance de este inesperado acercamiento. Durante un juego de bolas, uno de los
españoles refugiados en Vilcabamba y muy conocido por su irritabilidad se peleó
con Manco por un motivo fútil. Le propinó un golpe en la cabeza con una de sus
bolas y el Inca falleció poco después a consecuencia de ello2. 241
2 Véase los capítulos siguientes a aquellos que están indicados en la nota precedente.
Francisco Pizarro
con los representantes del soberano. Terminaron por hablar al interesado sobre
la suerte de malentendido que comenzaba a instalarse tanto más cuanto que
Gonzalo hablaba ahora de ir a negociar acompañado de una escolta de doscientos
hombres armados. Se justificó arguyendo amenazas que, según los rumores,
pesaban sobre su persona y la actitud notoriamente amenazante de Blasco Núñez
Vela. En su propio campo se comenzó a murmurar que en realidad Gonzalo
quería recuperar, primero que nada, el título de Gobernador. Francisco Pizarro,
con todo su derecho, se lo había transmitido mediante acta notarial, para el
caso en el que él falleciera. Aquello no se había producido pues, el día fatídico,
Gonzalo aún no había regresado del país de la canela. Luego, Vaca de Castro,
nombrado gobernador por la Corona, se había empeñado siempre en tenerlo
242 apartado, aunque con deferencia.
En Lima y en Cusco los dos bandos se dedicaban a los preparativos, nombraban
capitanes, almacenaban pólvora, encarcelaban a los sospechosos, a los tibios, o
simplemente a aquellos que tenían una opinión menos tajante. Así, Blasco Núñez
Vela hizo detener a Vaca de Castro. Puesto que tenía la misión de entrevistarse
con el Virrey, Gonzalo se puso en marcha y dejó Cusco por Lima, a la cabeza de
unos quinientos soldados, miles de cargadores indios —veinte mil según Agustín
de Zárate—, y particularmente con una importante artillería. Por su lado, el
Virrey podía contar con tropas equivalentes en número y bien remuneradas,
porque se había apoderado de un barco cargado de metal precioso a punto de
partir para Panamá y destinado al soberano por su predecesor.
El giro de los acontecimientos y el choque ahora sí casi inevitable con las tropas
reales causaron un gran desconcierto entre los hombres de Gonzalo Pizarro.
Poco después de la partida de Cusco, cierto número de soldados, e incluso de
capitanes, desertaron. Regresaron a la antigua capital de los incas. La guerra
que se anunciaba no era la suya. Varios de ellos pensaron en unirse a Blasco
Núñez Vela por otra vía, utilizando dos navíos que Gonzalo poseía en la costa
sur. Cuando llegaron a Arequipa, se enteraron de que los dos navíos ya habían
partido para unirse al Virrey.
El asunto comenzaba mal para el campo pizarrista. Se dice que Gonzalo estuvo
a punto de abandonarlo todo y de regresar a sus tierras del altiplano, incluso
de partir a Chile, cuando supo que Pedro Puelles, teniente del Gobernador de
Huánuco y enviado contra él por el Virrey, cambiaba de partido y se unía a
su causa. Gonzalo regresó precipitadamente a Cusco, castigó como se puede
imaginar a aquellos que lo habían abandonado, les retiró las encomiendas de que
gozaban y se las atribuyó.
En el camino que unía Cusco con Lima ocurrieron muchas tragedias. Pedro
Puelles y Francisco de Carvajal, el maestre de campo de Gonzalo, se señalaron
por venganzas o ejecuciones sumarias de gran crueldad. El Virrey no se quedó
atrás, sobre todo con la ejecución de Illán Suárez de Carvajal, un personaje muy
El fin de los conquistadores
buscar al Virrey adonde se encontraba. Blasco Núñez Vela era en efecto el último
obstáculo a su poder absoluto.
Cuando Gonzalo subía por la costa norte, el Virrey retrocedió y fue a buscar
refugio en los Andes de Quito. Le fue muy mal. No encontrando la ayuda con
que contaba, continuó aún más hacia el norte, hasta alcanzar, en el sur de la actual
Colombia, la gobernación de Popayán, feudo de Benálcazar, un viejo conocido
de los Pizarro. Gonzalo solucionó el problema con astucia. Evidentemente no
deseaba combatir contra las fuerzas conjuntas del Virrey y de Benálcazar. Y
menos aún quería tener que ver con este último. Pensaba, con razón, que además
de sus vínculos de antaño, podía ser un aliado de hecho en la lucha contra las
244 «Leyes nuevas» que también lo afectaban. Gonzalo Pizarro retrocedió cuando
se encontraba a punto de alcanzar a su adversario. Hasta dejó Quito. Ante esta
noticia interpretada como una confesión de debilidad, el Virrey decidió atacar,
pese a los consejos de prudencia y de negociación de Benálcazar. El choque tuvo
lugar al norte de la ciudad en donde Pizarro, desde el 18 de enero esperaba
a pie firme en un lugar llamado Iñaquito. Sus fuerzas eran muy superiores.
Blasco Núñez Vela fue completamente derrotado e incluso muerto. Herido
en el combate, fue rematado por un esclavo negro que le cortó la cabeza, y la
transportó a Quito en donde fue expuesta en la picota. Gonzalo Pizarro estuvo
muy descontento por ello y ordenó que el cuerpo y su cabeza sean enterrados sin
demora, con gran pompa y con los principales capitanes muertos en el combate.
No por ello la guerra había terminado. Francisco de Carvajal fue encargado
de continuar la lucha contra diversos grupos armados que permanecían fieles
al Virrey, particularmente aquellos comandados por Diego Centeno, Lope de
Mendoza y algunos otros. Desde Quito hasta el sur peruano, el «demonio de los
Andes» dio muestras de una resistencia a toda prueba, de gracejo y de sentido de
burla en la crueldad, de un valor guerrero que maravillaron pero que no ganaron
muchos partidarios a su causa, aunque, cuando retornó a Lima, Gonzalo le hizo
organizar una recepción multitudinaria.
Mientras tanto, el emisario de Gonzalo Pizarro, por una parte, y el del Virrey
por la otra, habían llegado a España para presentar cada cual al soberano su
versión de los acontecimientos. El poder estaba entonces entre las manos del
príncipe Felipe —el futuro Felipe II— quien, desde Valladolid, se ocupaba de los
asuntos del reino, porque su padre el Emperador estaba, otra vez, fuera del país.
La Corona fue de opinión de enviar un nuevo presidente para la audiencia de
Lima. Escogió para ello a un sacerdote, Pedro de La Gasca, un hombre conocido
por su firmeza, su experiencia y su sentido de lo político, cualidades todas que no
podían dejar de ser útiles en el Perú.
Salió de España a fines de mayo de 1546, y en la escala de Santa Marta La
Gasca se enteró de la muerte del Virrey. Esto cambiaba muchas cosas. Desde
El fin de los conquistadores
Panamá escribió a Gonzalo para hacerlo entrar en razón y decirle que retorne a
la legalidad. Al mismo tiempo recibió una ayuda providencial. Unos emisarios
del jefe de los insurgentes le entregaron la flota que éste había enviado al Istmo.
En secreto se comenzó a discutir eventuales amnistías, acuerdos a los que se
podría llegar en caso de oportunas adhesiones a la causa real. En los Andes, seguía
habiendo combates esporádicos, prueba de que los partidarios de la Corona
no se habían desarmado. El anuncio de la llegada del presidente La Gasca a
Tumbes acentuó más el movimiento de las deserciones. Hasta fue recibido de
manera muy reverenciosa por Hernán Mejía y el almirante Hinojosa enviados
por Gonzalo para impedir su desembarco. En Lima, el viento también había
cambiado de sentido. Los ediles, y con ellos buena parte de los habitantes, se
declararon oficialmente en favor del nuevo presidente. 245
Sólo le quedaba a Gonzalo la salida de replegarse a las tierras altas del sur, aunque
el pequeño ejército de Diego Centeno continuaba por allí peinando los campos.
Gonzalo Pizarro partió a enfrentarlo y lo derrotó el 26 de octubre de 1547 en
Huarina, a orillas del lago Titicaca. Por su parte, La Gasca se tomaba su tiempo.
No tenía demasiada confianza en sus capitanes y prefería esperar que la situación
de su adversario continúe degradándose. Así, en diciembre, a la salida de Jauja,
recibió el refuerzo inesperado de hombres reclutados para ir a Chile a reforzar la
Biografía de una conquista
3 Fuera de los tres autores ya indicados y a quienes se puede referir para lo esencial, estos acontecimientos han
sido narrados con lujo de detalles por Diego Fernández (el Palentino), Historia del Perú, lib. I y II, Madrid,
1963; Pedro Gutiérrez de Santa Clara, Quinquenarios o historia de las guerras civiles del Perú (1544-1548), lib.
I-V, Madrid, 1963; y Juan Cristóbal Calvete de Estrella, Rebelión de Pizarro en el Perú y vida de don Pedro Gasca,
Madrid, 1963.
Francisco Pizarro
4 Marcel Bataillon, “La rébellion pizarriste enfantement de l’Amérique espagnole”, Diogène, n° 43, julio-
setiembre. 1963, pp. 47-63, y “Les colons du Pérou contre Charles Quint, analyse du mouvement pizarriste
(1544-1548)”, Annales E.S.C., mayo-junio 1967, pp. 479-494. Para un buen estudio del transfondo ideológico
de la rebelión, véase Guillermo Lohmann Villena, Las ideas jurídico-políticas de Gonzalo Pizarro, Valladolid,
1977.
El fin de los conquistadores
estaba ahora bien decidida a someter a los jefes de la Conquista tanto mejicana
como peruana, a limitar su poder en un primer tiempo, a apartarlos después.
La mayor parte de diversos procesos incoados en contra de Hernando tiene que
ver con las condiciones de adquisición y de ejercicio de su fortuna. En cuanto
a la muerte de Almagro, en un primer proceso Villalobos había concluido en la
responsabilidad de Hernando pero había dejado a la Corona decidir de ello en
última instancia, cosa que no hizo. Mucho después, en 1550, siempre el mismo
Villalobos decidió abrir un nuevo procedimiento, mostrándose esta vez mucho
más preciso. En efecto, hacía de Hernando uno de los principales culpables
de todos los desórdenes, muertes, injurias, daños, robos y malos tratos y otros
excesos cometidos en las provincias del Perú contra el servicio real.
Evidentemente, entre los dos procesos tuvo lugar la «rebelión» de Gonzalo que
no solucionó ni mucho menos los problemas de la familia. Hernando había sido
condenado primero por el Consejo de Indias al exilio en un presidio —una plaza
fuerte— de África del norte. Luego la sentencia había sido conmutada, en el mes
de mayo de 1540, en pena de prisión en una fortaleza de Madrid, y finalmente
en el imponente castillo de la Mota, cerca de Medina del Campo adonde llegó a
Francisco Pizarro
inicios del mes de junio de 1543. Permaneció allí hasta el 21 de mayo de 1561,
término pues de más de veinte años de encarcelación.
¿Encarcelación o arresto domiciliario? No se sabría decir, porque Hernando parece
haber gozado sin embargo de un trato conforme con su rango. Primero vivió con
una jovencita perteneciente a una familia noble arruinada de Medina del Campo,
Isabel Mercado, de la que tuvo dos hijos que murieron a corta edad. Cuando llegó
la noticia a la Mota de que doña Francisca, la hija de Francisco Pizarro, llegaba a
España, Isabel fue llevada a un convento donde terminó sus días.
Doña Francisca tenía en ese entonces diecisiete años, Hernando cerca de
cincuenta. En 1552, el tío y la sobrina se casaron en la Mota y permanecieron
248 allí cerca de diez años. Para entonces la calma había retornado al Perú, el poder
real se encontraba ahora bien establecido y sin oposición, el clan Pizarro no
era más que un recuerdo. La Corona podía entonces considerar la liberación
de Hernando. La pareja partió a Trujillo, a la Zarza, propiedad familiar de los
Pizarro. Allí, Hernando se pasó el tiempo y gastó su dinero en implementar,
por medio de muy numerosos procesos con desiguales resultados, lo que
Rafael Varón, después de haberlos estudiado en detalle, llama una estrategia
de reconstrucción de su patrimonio. Sus querellas judiciales referentes a sus
asuntos americanos no le impidieron ocuparse también muy activamente de la
administración de su fortuna española y de la, muy considerable y no discutible,
de su esposa.
Para señalar bien el lugar que era ahora el suyo en el microcosmos de Trujillo,
ambos esposos mandaron edificar un palacio, el más bello de la gran plaza, de
estilo seudoplateresco. Se adornó uno de sus ángulos con un escudo monumental,
el que Carlos V concedió a Francisco Pizarro pero que nunca fue usado por
este último. Lo rodean cuatro cabezas de piedra que representan a Francisco
Pizarro y a doña Inés Yupanqui por un lado, Hernando y Francisca por el otro.
Para que la pareja asiente definitivamente su situación dentro de la aristocracia
española de la época y haga de ella la igual de los más grandes, sólo le faltaba un
título nobiliario. Mediante cédulas reales, Francisca primero, Hernando después,
fueron autorizados a fundar y después a unir, en 1576, sus dos mayorazgos que ,
bajo Felipe IV, se convirtieron en marquesado de la Conquista. La Corona había
hecho borrón y cuenta nueva pues los Pizarro, instalados ahora en sus tierras de
Extremadura y muy decididos a vivir allí de sus rentas, no representaban ningún
peligro para ella.
Hernando murió a fines de agosto o comienzos de setiembre de 1578. En un largo
testamento cuidadosamente redactado y completado por sucesivos codicilos,
repartió su fortuna entre sus hijos, sus acreedores, diversas obras piadosas y, por
supuesto, su esposa quien le sobrevivió todavía veinte años5.
El fin de los conquistadores
del mundo creado por sus padres. No les dio ningún resultado. La organización
que se instaló iba a durar casi sin modificación hasta el siglo XVIII e incluso, en
algunos aspectos, mucho más.
Francisco Pizarro
5 Rafael Varón Gabai, La ilusión del poder, apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del Perú, op. cit.,
en particular el capítulo V; María Rostworoswky de Diez Canseco, Doña Francisca Pizarro, una ilustre mestiza
(1534-1598), op. cit., pp. 54-73; y Alvaro Vargas Llosa, la mestiza de Pizarro, una princesa entre dos mundos,
Madrid, 2003, cap. “El castillo de la Mota”.
6 James Lockhart, Spanish Peru (1532-1560), a Colonial Society, Madiseon, 1968, y en castellano El mundo
250
Conclusión
251
Conclusión
tuvo lugar, ya sea en función de su futuro. Algunos libros han intentado hacerlo,
pero se trata de una empresa evidentemente destinada al fracaso y que no tiene
sentido en una perspectiva verdaderamente histórica.
Es mejor regresar a la trayectoria de Francisco Pizarro, al retrato que se puede
Francisco Pizarro
adivinar de él, no a través de las crónicas, casi siempre sesgadas, de sus turiferarios
o de sus despreciadores del siglo XVI que le prestan tal o cual intención, sino
en la filigrana de los comportamientos que fueron efectivamente los suyos en
momentos claves de su vida aventurera.
Hablar de Pizarro, es hacer la historia de una voluntad inquebrantable, a la que
nada detuvo nunca, ni las largas y oscuras décadas de los inicios, ni los fracasos
rotundos y reiterados durante años, ni los prestamistas de Panamá, siempre
al acecho de las repercusiones de sus inversiones y que se impacientaban, ni
las tensiones crecientes en el seno de su pequeño ejército y de su entorno más
inmediato, ni la resistencia india cuando intentó organizarse una vez que los
conquistadores pusieron el pie en el Perú.
Otra dimensión parece marcar profundamente esta existencia con un sello muy
particular: la economía de palabras, incluso el silencio. En Pizarro, éste parece
despojar a la voluntad de los efectos a veces inoportunos, o de los afeites de la
elocuencia. Ese silencio la hace destacar más en lo que tenía de más sencillo, la
tensión y el esfuerzo. Analfabeto, Pizarro no nos ha dejado nada escrito, fuera
Francisco Pizarro
a todos en una misma empresa, pero que también podía hacerlos desgarrarse,
luego matarse, como vulgares delincuentes a la hora del reparto. Desde el día
en que dejó Panamá por el mítico Perú, la trayectoria de Pizarro está marcada,
o puntuada, por estas tensiones, con el paso del tiempo cada vez más cruciales,
y que hacia el final se embalaron, en los dos campos, hasta armar el brazo de los
asesinos.
Queda una última observación. La historia de Pizarro, de la fratría de los Pizarro,
es también reveladora de un punto esencial de la joven historia americana y de los
sobresaltos de su futuro: la actuación de la Corona. Ésta, prudente al comienzo,
siempre bien decidida a sacar el máximo beneficio de sus conquistadores a quienes
no prodigaba más que hermosas palabras pero a quienes fijaba por adelantado la
naturaleza y sobre todo los límites de la retribución. Ahí estaban los gérmenes de
tensiones y de conflictos futuros. Cada uno a su manera y según los momentos,
Francisco, Hernando y Gonzalo Pizarro han ilustrado las facetas posibles de
esta relación entre la Corona y los conquistadores. Si fue ejemplar en el caso
del primero de los nombrados, las desviaciones de Gonzalo empujado por los
encomenderos terminaron conduciendo a la tragedia que conocemos. En cuanto
Francisco Pizarro
254
Cronología
Cronología 255
256
Fechas Francisco Pizarro Historia Europea y Española Historia General de América
1474 Isabel reina de Castilla
1478 Probable nacimiento de Creación de la Inquisición
Francisco Pizarro
1482 Inicio de la guerra de Granada que pondrá
Francisco Pizarro
fin a la Reconquista
1483 Nacimiento de Lutero
1485 Nacimiento de Hernán Cortés
Bartolomeu Dias llega hasta el Cabo de Buena
Esperanza
1491 Sitio de Granada. Nacimiento de Ignacio
de Loyola
1492 Toma de Granada y expulsión de los judíos de Primer viaje de Cristóbal Colón quien llegó a las
España Lucayas (Bahamas) el 12 de octubre
1494 Tratado de Tordesillas que divide al mundo no
europeo entre España y Portugal
1495-1497 Pizarro soldado en Italia
1497 Vasco da Gama abre a los portugueses la ruta de
la India por el Cabo de Buena Esperanza
1499-1515 «Viajes andaluces» hacia las Antillas y la
costa venezolana
1500 Nace en Gante Carlos de Habsburgo Alvares Cabral descubre el Brasil
nieto de los Reyes Católicos
1502 Pizarro se embarca para la
Española
1504 Muere Isabel la Católica. Regencia del cardenal
Cisneros
1509 Pizarro se embarca rumbo a Tierra Nacimiento de Calvino
Firme (fortín de San Sebastián
y fundación de Santa María la
Antigua del Darién).
1511 Sermón del dominico Montesinos en la catedral de
Santo Domingo denunciando los crímenes de
la colonización española
Cronología
1512 Anexión de Navarra a Castilla Leyes de Burgos. Primer conjunto legislativo referente
a América. Juan Ponce de León descubre la Florida
1513 Vasco Núñez de Balboa con
Pizarro como lugarteniente
descubre el Pacífico
1515 Francisco 1˚ rey de Francia, victoria francesa
en Marignan. Nacimiento de Santa Teresa de
Ávila
1516 Muerte de Fernando de Aragón, marido de
Isabel la Católica. Carlos de Habsburgo (Carlos
1˚) rey de Castilla y de Aragón
1517 Publicación de las noventa y cinco tesis de Lutero Hernández de Córdova bordea las costas de Yucatán
1519 Carlos elegido emperador de Alemania Partida de la expedición de Magallanes. Hernán
Cortés parte a la conquista de México
1520 El papa León X condena a Lutero Los españoles son sitiados en México (Noche Triste,
30 de junio)
1520-1521 Pizarro alcalde de Panamá Rebelión de las Comunidades de Castilla y en
Germanías de Aragón
1522 Retorno de la expedición de Magallanes
1524 Partida de la primera expedición
de Pizarro hacia el sur
1525 Victoria de las tropas imperiales sobre los Pedro de Alvarado funda Santiago de Guatemala
franceses en Pavía. Francisco 1˚ prisionero
1526 Segunda expedición de Pizarro hacia
el sur. Episodios de las islas del Gallo
y de la Gorgona (agosto de 1527).
Exploración de las costas peruanas
(diciembre de 1527-enero de 1528)
257
258
1527 Saqueo de Roma por las tropas imperiales
de Carlos V
1528 Pizarro parte a España. Capitu-
laciones de Toledo (julio de 1529)
1529 Protesta de los príncipes protestantes
Francisco Pizarro
alemanes
1531 Tercer viaje al Perú. Estancia en la isla
de la Puná. Fundación de San Miguel
de Tangarará (15 de agosto)
1532 Campaña en la costa norte del Perú.
Llegada a Cajamarca y captura del Inca
(15-17 de noviembre)
1533 Ejecución de Atahualpa (26 de julio).
Partida hacia el sur siguiendo los Andes
(agosto de 1532). Ingreso en Cusco
(14 de noviembre)
1534 Fundación de Jauja Excomunión de Enrique VIII, rey de Inglaterra
1535 Fundación de Lima (enero) Sitio y toma de Túnez por Carlos Quinto
1536 Los indios sitian Cusco y después
Lima (agosto)
1538 Batalla de las Salinas entre Almagro Santa Liga contra los turcos
y Hernando Pizarro (abril)
1539-1540 Pizarro es hecho Marqués (febrero de Revuelta de Gante contra Carlos Quinto
1539)
1541 Asesinato de Pizarro (junio) Fracaso de la expedición española contra Argel
1542 Nuevas Leyes de las Indias que
reforman el sistema de encomienda
1544 Gonzalo Pizarro se subleva contra
la Corona
1545 Apertura del Concilio de Trento
1546 Muerte de Martín Lutero
1547 Mueren Enrique VIII y Francisco 1˚. Victoria
de Carlos Quinto sobre los protestantes de
Cronología
259
Bibliografía
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