El Ser Humano y La Sociedad en El Pensamiento Griego

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El Ser Humano y la Sociedad en el pensamiento griego

1. La reacción humanista: la sofistica. Caracteristicas de la Sofistica


La filosofía griega, desde su surgimiento en el siglo VI a. C. con la figura de Tales
de Mileto, había estado absorbida por un gran problema, a saber, el problema de la
“physis” (naturaleza), es decir, por el problema de conocer el principio a partir del cual se
ha originado el mundo y que, a su vez, constituye a este ocupando un puesto muy
secundario entre los intereses de aquella la preocupación por los asuntos humanos.
Esta situación va a cambiar en la segunda mitad del siglo V a.C. En efecto, durante este
periodo la preocupación por el hombre y todo lo concerniente a él va a pasar al primer
plano filosófico en la especulación helénica. El cambio fue actuado por un movimiento
filosófico al que se denominará “sofística”, denominación que procede del término
“sofista”, el cual significaba primitivamente “sabio” (por ejemplo, para el historiador
Heródoto 484-406 a. C.) y que, a partir de la guerra de Poloponeso (431-404 a. C.)
adquiere un sentido peyorativo: Aristóteles (384-322 a. C.)-valga el siguiente botón de
muestra-en su obra “Argumentaciones sofisticas” designa con el nombre de “sofista” a
todo aquél que es portador de una “sabiduría aparente”. No obstante, antes de pasar a
enumerar las características de la sofistica, expondremos brevemente las causas que
determinaron el cambio citado en la filosofía griega.
Las causas que propiciaron que en la segunda mitad del siglo V a. C. la atención
filosófica se volviera preferentemente hacia el hombre y los problemas relacionados con
aquél, son, como era de esperar, de varios órdenes. En primer lugar, son de orden
filosófico. En efecto, en el siglo y medio que había transcurrido desde el natalicio de la
filosofía hasta el periodo mencionado, los “físicos” – nombre que se otorgaba los que
trataban el tema de la “physis” – habían sostenido opiniones muy diferentes y opuestas
entre sí: así, por ejemplo, si Heroclito afirmaba que la realidad estaba sometida a
perpetuo cambio, Parménides, por su parte, reducía la mutación a una mera ilusión de
nuestros falaces sentidos; si los milesios mantenían que únicamente existía un solo
principio, los filósofos pluralistas decían que había, al menos, vario principios; estos
últimos, a su vez, divergían en lo relativo a la causa eficiente de la composición y la
disolución, etc. Esta diversidad de opiniones tuvo como consecuencia directa que entre
los “intelectuales griegos”, por así decirlo, en el ecuador del siglo V a.C. se extendiera el
pensamiento de que en el tema de la naturaleza no se podía alcanzar certeza alguna, y
que, a raíz de aquel, dirigieran la mirada hacia el campo humano con la esperanza, tal
vez, de encontrarla allí. En segundo lugar, son de orden cultural. Grecia era una
península abrupta y con un suelo pobre; a tenor de esto, se comprende que sus
habitantes basaran más su economía en el comercio que en la agricultura o a la
ganadería. Gracias al comercio tuvieron ocasión de conocer las costumbres, las normas
morales y las leyes de pueblos como los egipcios, los babilonios y los persas – las de
estos últimos pudieron también conocerlas por motivos bélicos – y percatarse, por tanto,
de que aquellas diferían de un pueblo a otro y, naturalmente, con las de ellos mismos.
Este cúmulo de observaciones llevó inevitablemente a que muchos hombres lúcidos en la

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Hélade se formulasen la siguiente pregunta: ¿las normas éticas y legales son cosa de la
“physis”, esto es, vienen dictadas por la naturaleza humana y, por consiguiente, valen
para todos y para siempre, o, por el contrario, son cosa del “nomos”, esto es, son fruto de
la convención, del propio hombre y, por consiguiente, no gozan de asentamiento universal
y pueden ser cambiadas, es decir, no permanecen para siempre?. Pues bien, una
cuestión así, novedosa, atractiva y de semejante calibre, tenía por fuerza, como de hecho
fue, que ir acaparando más y más los esfuerzos de la “inteligentsia” griega en detrimento
del manido problema de la “physis”. En tercer y último lugar, son de orden político.
Después de las guerras Médicas (que finalizaron, como ya se sabe, con el triunfo final de
los griegos sobre los persas gracias a las victorias de Maratón, Platea y Salamina en los
años 490, 480 y 479 respectivamente) se formó la liga de Delos, que era una asociación
defensiva entre varias ciudades griegas, al frente de la cual se encontraba Atenas. El oro
que recibía Atenas de las demás ciudades para el sostenimiento de un ejército común, lo
desvió parcialmente aquélla para su propio engrandecimiento; de este modo, Atenas se
convirtió en el curso de aquellos años en la ciudad más prospera de Grecia. Dada la
prosperidad de Atenas, aquélla se convirtió en la Meca, por así decirlo, de artistas,
escritores y, por supuesto, filósofos, Además, tras las guerras Médicas el régimen
democrático ateniense capitaneado por Pericles (499 – 429. a.C.) – extraordinario hombre
de estado que da nombre nada más ni nada menos que a su siglo (se habla del siglo
Pericles) – permitía en la práctica a los ciudadanos que cumplían determinadas
condiciones, intervenir en la toma de decisiones políticas; esta posibilidad real del
ciudadano de participar en la vida política, motivó un interés de aquel por la política y por
los problemas políticos desconocidos hasta entonces, interés al que no podían
permanecer ajenos los filósofos establecidos en Atenas y que les obligó a hacerse cargo
de aquéllos, lo cual contribuyó todavía más a que se marginaran más las investigaciones
destinadas a desentrañar el misterio de la “physis”.
Pasemos ahora a detallar las características de la sofística. Para ello nos va a
servir en parte transcribir aquí el siguiente texto del dominico Guillermo Fraile
perteneciente a su obra “Historia de la Filosofía”: “Los sofistas no constituyen una
escuela filosófica, antes bien, siguen direcciones muy variadas y hasta opuestas. No
obstante, tienen entre sí las suficientes afinidades para permitir agruparlos bajo una
rúbrica común, en cuanto que representan un movimiento con caracteres propios y
netamente distintos de los filósofos anteriores.
- Relativismo: A diferencia de los filósofos del periodo anterior, preocupados por buscar
un principio estable y permanente debajo de las mutaciones incesantes de las cosas, los
sofistas se fijan más bien en la impermanencia y en la pluralidad. Nada hay fijo ni estable.
Todo se muda y todo cambia. Las esencias de las cosas son variables y contingentes.
- Subjetivismo: No existe verdad objetiva. Las cosas son como a cada uno le aparecen. El
hombre es la medida de las cosas.
- Escepticismo: Los sofistas plantean con caracteres agudos el problema crítico del valor
de nuestro conocimiento, adoptando una actitud negativa. No podemos conocer nada con
certeza.
- Indeferentismo moral y religioso.: Si las cosas son como a cada uno le aparecen, no hay
cosas buenas ni malas en sí mismas, pues no existe una norma transcendente de
conducta. En religión, la actitud de los sofistas llegaba con frecuencia al ateísmo, o por lo
menos al indiferentismo.
- Convencionalismo jurídico: Acentúan la contraposición entre ley y naturaleza (nomos –
physis). No existen leyes inmutables. Las leyes no tienen su fundamento en la naturaleza
ni han sido establecidas por los dioses, sino que son simples convenciones de los
hombres para poder vivir en sociedad. Fuera de ésta, los hombres no tienen más ley que

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la “natural”, (physis) de sus instintos. Algunos, como el Trasímaco del república exageran
la ley “natural” hasta llegar a proclamar la fuerza como único derecho, en que los que más
pueden prevalecen sobre los más débiles.
Ahora bien, las ideas morales y políticas de los sofistas, el acervo de conocimientos
que fueron acumulando los sofistas, son destinados por parte de aquellos a una finalidad
concreta: formar al individuo. El suyo no es, desde luego, un saber teórico, sino
esencialmente práctico. En efecto, el individuo, el ciudadano, si quería destacar dentro del
régimen democrático, necesitaba poseer toda una serie de conocimientos, los cuales le
eran proporcionados por el sofista; pero el ciudadano, además, con ese objetivo
precisaba, ante todo, hablar con elocuencia y hablar con elocuencia enseñaban los
sofistas por medio del arte de la retórica. De la confianza que depositaron los sofistas en
el lenguaje florido y ampuloso como recurso para surtir los más variados efectos, nos da
testimonio la siguiente afirmación del sofista Gorgias (483 – 375 a.C.) perteneciente a su
obra “Elogio de Helena”; “La palabra es una gran dominadora, que con un cuerpo
pequeñisimo e invisible realza obras divinísimas”. Por las enseñanzas impartidas los
sofistas cobraban dinero a sus discípulos, lo cual suponía una auténtica novedad en el
marco del mundo cultural y académico griego, por así decirlo, y que les valió el ser
censurados por numerosas figuras de ese mismo mundo.

2.Sócrates.
Sócrates nació sobre el año 470 a. C. en Atenas de padre escultor, Sofronisco, y de
madre comadrona, Fenáretes. Su vida transcurre enteramente en Atenas salvo algunas
ausencias de su ciudad natal por motivos militares. A lo largo de su existencia tiene
oportunidad de contemplar el apogeo de Atenas bajo el gobierno de Pericles así como la
decadencia de aquélla que se inicia con el comienzo en el año 431 a.C. de la desgraciada
guerra del Peloponeso que la enfrentará con Esparta. Sócrates muere en el año 399 a.C.
debido a al ejecución de la pena de muerte que contra él dictará el régimen democrático
de Atenas por el delito de impiedad (irreligiosidad) y de corrupción de la juventud.
Sócrates no escribió nada. Toda su filosofía la transmitirá de forma oral. Ello ha
planteado ha los historiadores de la filosofía el peliagudo problema de saber cuál fue, en
realidad, el auténtico pensamiento de Sócrates. Tres son, principalmente, las fuentes de
que se disponen para intentar reconstruir el pensamiento de aquel:
Lo que nos cuenta acerca de la personalidad y doctrina socrática Jenofonte (Fl.h. 400
a.C.) en su obra “Memorables”.
Los diálogos de su discípulo Platón (427 – 347 a.C.) – en la mayor parte de los cuales
figura el personaje de Sócrates.
Las breves y precisas alusiones que hace de aquél Aristóteles (384 – 322 a.C.) en sus
diversas obras.
Actualmente se admite, tras no pocas polémicas entre los expertos, que la fuente
fundamental para conocer la doctrina de Sócrates la constituye la obra de Platón, aunque
limitada por los testimonios de Jenofonte y de Aristóteles, ya que se sabe positivamente
que Platón puso en boca de Sócrates tesis que el Sócrates histórico no sostuvo jamás:
“Así – nos dice Nicola Abagnano en su “Historia de la Filosofía” – no puede atribuirse a
este último (Sócrates) la doctrina de las Ideas, de la cual no hay indicio en Jenofonte ni en
Aristóteles”.
Cicerón (106 – 42 a.C.) afirma en su obra “Tuscutanae Disputationes” (“Tusculanas”):
“Sócrates ha bajado la filosofía del cielo a la tierra. Con ello quería decir el gran orador
romano que con la figura de Sócrates la filosofía había sustituido definitivamente la

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investigación de la naturaleza por la investigación acerca del hombre. En efecto, con
Sócrates se consolida la nueva dirección que los sofistas habían imprimido a la reflexión
filosófica a mediados del siglo V a.C., a saber, convertir el problema del hombre en el eje
de aquella; en este sentido – y quizá sólo en este sentido – Sócrates es un continuador de
la sofistica. Ahora bien, para llevar a cabo una investigación se precisa previamente que
reconozcamos nuestra ignorancia, que sólo sabemos que no sabemos nada, pues sólo
cuando tenemos conciencia de que ignoramos algo, nos esforzamos por averiguar ese
algo; por el contrario, aquellos que vanaglorian de saber (un saber ficticio a ojos de
Sócrates) e ignoran así hasta su propia ignorancia, no están en condiciones de
emprender investigación alguna, puesto que ya creen que saben. Contra estos portadores
de un saber ilusorio pone en práctica Sócrates su más formidable arma intelectual: la
ironía. La ironía socrática consiste en dirigir preguntas,aparentemente inocentes, a
alguien que ha sentado una determinada tesis, con objetivo de que, merced a aquéllas,
caiga en contradicciones con respecto a su tesis original y de este modo demostrar su
absoluta ignorancia. En este último punto Sócrates contrasta fuertemente con los sofistas,
ya que los segundos que se presentaban a sí mismos como maestros, mientras que el
primero hacía entre sus conciudadanos profesión de ignorancia ( razón por la cual el
Oráculo de Delfos, según se dice, proclamó a Sócrates como el más sabio de los
hombres). Empero, a afirmar respecto a Sócrates que para él la filosofía consiste
meramente en una investigación acerca del hombre, es algo demasiado genérico; hay
que concretar más y decir qué aspecto humano, según Sócrates, ha de investigar aquélla.
Pues bien, la filosofía ha de averiguar, a juicio del maestro Platón, cómo ha de vivir el
hombre, el modelo de existencia de éste, esto es, la filosofía se convierte en manos de
Sócrates totalmente en ética.
Aristóteles en su “Metafísica” afirma respecto a Sócrates: “Dos cosas se pueden
fundadamente atribuir a Sócrates: los razonamientos inductivos y la definición de lo
universal (concepto) y ambas se refieren al principio de la ciencia”. Aplicada esta
atestación de Aristóteles al plano ético – que es el que verdaderamente interesa a
Sócrates -, aquélla quiere decir que nuestro filósofo pretendía dentro de ese plano que se
llegara a una aprehensión nítida del contenido de las nociones morales (como por
ejemplo, la templanza, la piedad e impiedad, la justicia, etc.) o a partir de la consideración
de una serie de casos particulares. Este elevamiento por parte de Sócrates y de sus
interlocutores – pues Sócrates concibe la actividad filosófica como una tarea colectiva – a
la definición de conceptos de carácter ético a partir de una serie de casos particulares, lo
consigue el primero dirigiéndole hábilmente a los segundos toda una batería, por así
decirlo, de preguntas, procedimiento que se conoce bajo el célebre nombre de la
“maieútica” o “mayeútica”.
No obstante, para Sócrates la búsqueda del significado de las nociones morales no es
algo que tenga valor por sí mismo, sino sólo en la medida que conociendo el significado,
el contenido de aquéllas podemos ponerlas en práctica. Y es que para el maestro de
Platón el saber y la virtud se identifican: en primer lugar, porque únicamente en materia de
ética es posible el verdadero conocimiento; en segundo lugar, porque sólo se puede
actuar con arreglo al bien, correctamente, si se tiene previamente idea de lo que está bien
y es correcto; de lo cual se deduce que el que obra el mal no es un malvado o un
“pecador”, sino, en el fondo, un ignorante que desconoce auténticamente lo bueno y lo
correcto. Esta última tesis se conoce bajo la denominación de “intelectualismo ético” y
en torno al intelectualismo ético – cuyo primer representante es Sócrates – creció una
polémica que ha atravesado toda la historia de esa disciplina filosófica que es la ética.

3. La filosofía política de Platón.

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La política constituyó a lo largo de la existencia de Platón una de las preocupaciones
fundamentales de aquél, como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que viajó, pese a
unos repetidos fracasos, hasta tres veces a la ciudad – Estado de Siracusa – en la Magna
Grecia – con objetivo de poner en práctica sus ideas políticas; dado el interés que
experimentó el sabio ateniense por aquella, durante toda su vida, es lógico que
encontremos en él una filosofía política, la cual representa una de las mayores glorias de
su pensamiento. Para seguir la filosofía política de Platón tres son los diálogos claves: la
“República”, “El político” y, por último, “Las leyes”.
La “República” está considerada por muchos como la obra cumbre de Platón;
independientemente de si ello es cierto o no, lo que queda fuera de toda duda es que se
trata de una obra de plena madurez donde el fundador de la Academia expone no sólo su
doctrina política, sino también su ontología, su gnaseología, su antropología, etc. ;
además, lo hace en un estilo de gran altura literaria; hasta tal punto esto es así que
Bertrand Russell (1872-1970), en su célebre “Historia de la Filosofía Occidental”, (1946),
escribió: “Posee (la “República”), a trozos, una extraordinaria belleza literaria; el lector
puede estar en desacuerdo -como yo- con lo expuesto, pero no puede por menos sentirse
conmovido”
La “República” desde el punto de vista social y político que es el que ahora interesa a
efectos de nuestro tema, nos muestra una utopía, la primera utopía importante en la
historia de la filosofía. ¿Qué es una utopía? Una utopía es un proyecto de sociedad
perfecta a sabiendas de que éste es irrealizable; precisamente ese carácter irrealizable
que posee toda utopía ha bastado para que un buen número de autores la desdeñen sin
entran en mayores consideraciones. No obstante, ello no significa que la utopía no haya
podido jugar un papel positivo: en efecto, cada utopía, en el momento histórico en que se
diseñó, ha servido para mostrar indirectamente lo imperfecto de la sociedad de la época,
ya que si ésta hubiese sido perfecta, no hubiera habido necesidad de formular aquélla; en
suma, la utopía ha coadyuvado a la toma de conciencia del carácter deficiente de las
configuraciones sociales humanas y dicha toma de conciencia representa el primer paso
para su mejora. En cuanto a Platón hay que decir que no tuvo nunca una mentalidad
totalmente utópica en la medida que siempre estuvo aferrado a la idea de que bastantes
aspectos de su modelo ideal de sociedad podían ser llevados parcialmente a la práctica.
El diálogo se inicia con una discusión entre varios interlocutores en torno al concepto
de justicia y su definición. La primera definición de justicia la ofrece el personaje
Trasímaco, el cual identifica lisa y llanamente la justicia con la fuerza, con lo que hace el
fuerte, con el derecho del más fuerte; para Trasímaco, como se puede apreciar, el “ius” se
confunde con la “potencia”. Frente a esta posición de Trasímaco - de indudable
transcendencia histórica – Platón siempre por boca de otro, opone lo siguiente: si se
identifica la justicia con la fuerza, entonces se ha de considerar como justo las desgracias
que un individuo, haciendo uso de la fuerza, puede ocasionar a los demás, cosa que no
puede pasar ordinariamente por justo; además, quien en sus relaciones con otros se sirve
de la fuerza, se expone a ser tratado de la misma guisa por parte de aquellos con todas
las consecuencias nefastas que ello puede acarrearle. La segunda definición de justicia
viene propuesta por Glaucón, para el cual la justicia consiste en la convención, es decir,
justo es aquello en que cada comunidad humana las leyes determinan como tal; de esta
postura de Glaucón -de una influencia histórica no menor que la anterior- le parece
demasiado endeble a Platón como para molestarse en refutarla y pasa de inmediato, a
través de Sócrates, a manifestarnos su noción de justicia. Según Platón, los individuos
nacen ya con la noción de justicia impresa en sus mentes, esto es, la noción de justicia
resulta innata al hombre; de este modo, el pensador ateniense estaba anticipando tesis
que son propias de una gran corriente filosófica muy distante en el tiempo, a saber, el
racionalismo del siglo XVII; el contenido de esta noción innata de justicia, a juicio del

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fundador de la Academia, se puede resumir así: la justicia es armonía.
Si aplicamos dicha noción al plano social, de ahí se sigue que una sociedad
perfectamente justa será aquella que goce de armonía. Una sociedad armónica para
Platón es aquélla que, por un lado, está bien estructurada y, por otro lado, distribuye
correctamente a los individuos en las diversas partes de su estructura.
Así pues, una condición necesaria pero no suficiente para que una sociedad sea
armónica y, por ende, justa, es que se encuentre bien estructurada. ¿y cuando una
sociedad se encuentra bien estructurada? Cuando en ella, además de una acertada
división social, se dan las relaciones apropiadas entre las distintas partes del todo social.
La “República” nos presenta a la sociedad perfecta dividida en dos clases: la clase de los
trabajadores –artesanos y campesinos- y la clase de los guardianes; a su vez,esta última
clase se escinde en dos estamentos, a saber, el de los soldados y el de los gobernantes.
La clase de los trabajadores se halla subordinada, como era de esperar, a la de los
guardianes; dentro de ésta, el estamento de los soldados está supeditado al estamento
de los gobernantes. ¿Por qué la sociedad paradigmática ha de estar organizada de esa
manera? Porque de ese modo, según Platón, aquella constituye un fiel reflejo de la
naturaleza humana.
El filósofo ateniense nos muestra en esta obra maestra suya de la que venimos
hablando al hombre como un compuesto de cuerpo y alma; asimismo, distingue dentro del
alma tres partes: el alma racional ó espiritual, el alma irascible y, por último, el alma
concupiscible. La primera desempeña las funciones intelectivas; la segunda desata los
sentimientos de la ira, del valor, de la esperanza, etc. ; la tercera, en fin, es el asiento del
instinto de conservación, del apetito sexual y de descanso, así como de las sensaciones
de dolor y placer. En un diálogo posterior, el “Timeo”, Platón ubicará el alma racional,
irascible y concupiscible en la cabeza, en el pecho y en el vientre respectivamente. De las
tres partes del alma es la primera, el alma espiritual, la que posee, como era también fácil
de prever, un carácter superior: ésta representa para nuestro pensador la verdadera alma
y está dotada del don de la inmortalidad. Las otras dos son inferiores a la primera, aunque
la segunda, la irascible, es más noble que la tercera, la concupiscible; ambas constituyen
la que Platón llamaba el “alma sensible” la cual corre la misma suerte que el cuerpo, es
decir, fenece como aquél (esta cuestión de la mortalidad del alma sensible será
intensamente debatida después por los neoplatónicos). Según el más famoso de los
discípulos de Sócrates, en cada individuo va a ser una u otra de las partes del alma la que
va a tener siempre mayor peso: de este modo, en los diferentes individuos o bien puede
predominar el alma concupiscible, o bien el alma irascible, o bien el alma racional. Si lo
que predomina es el alma concupiscible, entonces el individuo en cuestión pertenecerá a
la clase de los trabajadores; si lo que predomina es el alma irascible, entonces el
individuo en cuestión pertenecerá a la clase de los guardianes, estamento de los
soldados; por último, si lo que predomina es el alma racional, entonces el individuo en
cuestión pertenecerá a la clase de los guardianes, estamento de los gobernantes. Así
pues, en la utopía platónica la división social no está basada en criterios económicos, sino
en criterios de excelencia moral e intelectual. Por todo lo que llevamos dicho, creo que
está justificada la aseveración de que la sociedad ideal con la que sueña Platón es, en
cuanto a su estructura, un fiel reflejo de la naturaleza humana individual.
En la “República” nuestro pensador se extiende más en la caracterización de la clase
de los guardianes que en la de los trabajadores. Dentro de la caracterización que hace de
la clase superior el rasgo más sobresaliente lo constituye el del consumismo: en efecto,
tanto los soldados como los gobernantes carecerán de propiedad privada alguna, todo de
lo que hagan uso será común; incluso las mujeres serán comunes; este último se explica
simplemente por el hecho de que también los hombres serán comunes para las mujeres:

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según Platón, las mujeres son, desde el punto de vista intelectual, iguales a los hombres y
en la sociedad ideal estarán –y esto constituye uno de los puntos de la “República” que
más “sintoniza” con la mentalidad contemporánea- totalmente emancipadas, ya que en
aquélla no existirá la institución de la familia, en la cual, a ojos del filósofo ateniense,
estriba la causa –lo cual, podemos agregar nosotros, históricamente es cierto – del
sometimiento de las mujeres por parte de los varones. Se ha afirmado con anterioridad
que en esa comunidad humana modélica la clase de los gobernantes deberá estar
integrada por los individuos en los que prepondere el alma racional; ello quiere decir que
para Platón las tareas de gobierno son cosa exclusivamente de los sabios, o sea, de los
filósofos, puesto que el término “filósofo” significa, literalmente, “amante o amigo del
saber”. ¿Y que es lo que sabe o debe saber el filósofo? Debe saber, fundamentalmente,
que la realidad se halla dividida en dos mundos, el mundo inteligible y el mundo sensible,
que es el nuestro; el mundo inteligible, que es superior al nuestro, invisible y se sitúa por
encima de él, está compuesto por unas entidades – las ideas – eternas, inmovibles,
inmutables y perfectas, dentro de las cuales la que ostenta mayor dignidad es la Idea de
Bien en sí; por el contrario, el mundo sensible es sumamente imperfecto, atravesado por
los fenómenos del cambio y movimiento, y cuyos entes, desde la perspectiva formal,
imitan deficientemente las Ideas del mundo inteligible. Así pues, en la sociedad
arquetípica la dirección política de aquélla ha de recaer en manos de los filósofos o, al
menos, en las de un filósofo-rey; de este modo, Platón se oponía frontalmente a un hecho
frecuente en su tiempo, y, por desgracia, en otras épocas: el hecho de que el poder fuera
detentado por una variada fauna de incompetentes: pusilánimes, necios, locos, egoístas...
Ahora bien, si en la sociedad que Platón planea no hay lugar para la institución de la
familia, entonces ¿quién se hace cargo de la educación de los niños, dado que esta
misión, casi universalmente, ha correspondido ha dicha institución? La respuesta de
nuestro filósofo a esta pregunta es clara: el Estado. En efecto, será el estado el que
tenga la responsabilidad de educar a los niños desde su más tierna infancia; de esta
manera, en el diálogo la “República” encontramos la primera formulación histórica de dos
principios pedagógicos importantísimos, a saber, que todo individuo tiene derecho a la
educación y que este derecho ha de estar garantizado por parte del Estado. No obstante,
si estos últimos rasgos le confieren al sistema educativo ideado por Platón en la obra que
venimos comentando un carácter, por así decirlo, “progresista”, existe otro claramente
“reaccionario”: en aquel se ejercerá activamente la censura, esto es, se determinarán qué
cosas deben enseñarse a los niños y cuales no. Platón, como se puede comprobar,
constituye un adversario de lo que hemos dado en llamar el “pluralismo ideológico”, lo
cual le ha valido los ataques del renombrado filósofo contemporáneo Karl Popper (n.
1902) en su celebre libro “la sociedad abierta y sus enemigos” (1944). ¿Cuál es la
finalidad del sistema educativo? La finalidad del sistema educativo, según el pensador
ateniense, consiste en conocer, al cabo de un cierto número de años, la personalidad de
cada individuo, de manera de que el Estado, gracias a esta información, destine
posteriormente a cada individuo dentro del entramado social, a la posición que más se
adapte a aquella; en consecuencia, en la sociedad ideal nadie puede sentirse frustrado,
ya que cada sujeto desempeña las tareas que están más en consonancia con sus
capacidades y disposiciones naturales. En suma, este sólido sistema educativo constituye
la segunda condición necesaria para la existencia de una sociedad justa (cuya armonía
reflejaría aquí, en el mundo sensible, la armonía del mundo inteligible) en la medida que
proporciona al Estado una serie de datos básicos para que aquél asigne acertadamente a
cada individuo a una clase u otra y, en su caso, a un estamento u otro.
Para terminar este apretado comentario que venimos haciendo acerca del diálogo la
“República”, diremos que, a juicio de Platón, la realización de su utopía sólo es posible si
se persuade a algún poderoso gobernante en ese sentido (esto último explica, sin duda,

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los repetidos viajes del sabio ateniense a Siracusa); Platón, pues, cree en lo que en
nuestro tiempo se ha denominado “revolución desde arriba”.
El segundo diálogo que vamos a pasar a examinar muy brevemente es “El político”.
En dicho diálogo (compuesto muchos años después de la “República”) prosigue nuestro
filósofo exponiendo sus ideas a acerca del individuo sobre el que recae la responsabilidad
de gobernar. Según Platón, el gobernante ha de fundar su derecho a gobernar sobre la
base de que él sabe más que el propio pueblo; por consiguiente, aquél, a la hora de
gobernar, puede prescindir perfectamente del parecer del pueblo, puesto que conoce
mejor que éste lo que en el fondo le conviene. De este modo, el más célebre de los
discípulos de Sócrates estaba proporcionado el principal argumento del que se han
servido todos los déspotas que en el mundo han sido para justificarse así mismos.
Además, no ha de preocupar al quien tiene las riendas del poder no contar con la opinión
del pueblo, ya que, si es sabio, su ejercicio del poder conllevará consecuencias
beneficiosas para aquél y ello, a la postre, es lo único que, en verdad, interesa al pueblo.
No obstante, Platón señala en esta obra que si el gobernante revela en su actuación
ignorancia y arbitrariedad, entonces puede ser desalojado del poder; de esta manera, el
pensador ateniense aprobaba, en ciertos casos, la eventualidad de un derrocamiento.
El último diálogo a fin de poseer un a idea algo completa acerca de la evolución del
pensamiento político de Platón es “Las Leyes”. “Las Leyes” es un diálogo que pertenece
al denominado “período tardío o de vejez” de su autor; se trata de una obra cuya lectura
se hace bastante onerosa dada su extensión (es el más largo de todos los diálogos de
Platón), su carácter repetitivo y sus valores literarios, inferiores, por ejemplo, a los de la
“República”. Sin embargo, su contenido resulta fundamental para conocer el punto al que
finalmente arribó la filosofía política de Platón.
En “Las Leyes” el pensador ateniense adopta un planteamiento político bastante más
realista que en la “República”. En efecto, según Platón, si se considera que el modelo
social diseñado en este último diálogo es inaplicable, pero que dicho modelo se inspira en
unos principios moralmente válidos, entonces toda la labor consiste en tratar de plasmar
aquéllos en la sociedad en la medida en que las circunstancias lo permitan; o sea, “Las
Leyes” constituye una obra que gravita en torno a la preocupación de determinar el mejor
Estado posible, no el Estado ideal. Dijimos, como se recordará cuando comentábamos la
“República”, que Platón era un partidario de lo que se ha dado en llamar “revolución
desde arriba”, esto es, nuestro filósofo creía que la realización de su utopía dependía de
que algún gran gobernante la asumiera y, en consecuencia, procurara trasladarla a la
práctica; desde este punto de vista, las leyes estatuidas eran valoradas negativamente
por Platón, ya que representaban un obstáculo para el gobernante que se hubiera
empeñado en llevar a efecto las ideas políticas platónicas. No obstante, en el diálogo que
nos ocupa asistimos a un cambio de opinión, puesto que el maestro de Aristóteles juzga
positivamente las leyes, la ley; ¿por qué? Porque ahora piensa que el mejor Estado
posible es aquel donde la ley tiene un carácter soberano o, en otras palabras, donde todo
el mundo, incluidos los que ostentan el poder, se ve sometido a ella. De este modo, se
evita que los ciudadanos y, muy especialmente, los gobernantes reales -que raramente
son sabios- comentan abusos; la ley, a ojos de Platón senil, es lo más racional que puede
darse entre hombres débiles.
Las leyes deben estar claramente recogidas en una constitución escrita. Platón, en el
diálogo que estamos glosando someramente, se dedica a delinear –una herencia del
modo de proceder en la “República”- una constitución que permita a la sociedad que la
adopte funcionar razonablemente bien. Hay que destacar respecto a esa constitución que
posee, a pesar de todo, un tono claramente democrático. No obstante, ello se ve
contrarrestado por el hecho de que el pensador ateniense, todavía en su vejez, siga

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creyendo que el Estado tiene derecho a conocer todo los detalles de la vida de los
ciudadanos y a vigilar de cerca todos sus movimientos, y ya sabemos, merced de la
amplia experiencia que podemos sacar de lo acontecido en este siglo próximo a terminar,
a qué horrores conduce un Estado policía.
4. La solución de Aristóteles.
4.1 El Analísis ético de Aristóteles
Debemos la elaboración de la noción clásica de bien a la filosofía griega (Platón y
Aristóteles). La noción clásica de bien es, primariamente, de carácter ontológico. En
efecto, Platón, como se sabe, dividió la realidad en dos esferas separadas entre sí: por un
lado, la esfera sensible y, por otro, la esfera inteligible. La primera está compuesta por las
cosas que nos son dadas a través de los sentidos; la segunda, por el contrario, por
entidades ideales a las que Platón da el nombre de “Formas”. Dentro de las formas, la
que ostenta la mayor dignidad, según nos declara este filósofo en su diálogo la
“República”, es la forma del Bien en sí; ésta es al mundo inteligible lo que el sol al mundo
sensible. Platón posee, pues, un concepto unívoco del bien: el bien es, en suma, la Forma
suprema. El que fuera por un tiempo discípulo suyo, Aristóteles (384 – 322 a. C.), maneja,
sin embargo, un concepto plurívoco del bien o, para utilizar estas palabras suyas
contenidas en la “Etica de Nicómano”, “el bien se dice de tantos modos como el ser”. A
juicio de Aristóteles, no se puede hablar, como lo hace Platón, de un único bien supremo
y trascendente, si no de una pluralidad de bienes inmanentes a cada una de los cuales
tienden lo diversos seres; por eso dirá más adelante Sto. Tomás de Aquino: “Bonum est
quodomnia appetunt” (“Lo bueno es lo que todos apetecen”). El bien, es por tanto, aquello
que cada cosa particular apetece; empero, aquello que cada cosa apetece no es sino su
propio desarrollo, o sea, el bien consiste en la realización de la esencia de cada cosa
particular.
Hemos dicho que para el Estagirita el bien consiste, en resumidas cuentas, en la
realización de la esencia de cada entidad concreta; pero la realización de cada entidad
concreta es lo que Aristóteles designa con la palabra “acto” (“energueia”); por ello
podemos afirmar que el bien consiste en el acto, pero como el acto es, según el propio
Aristóteles, una de las modalidades del ser, el bien, en última instancia, termina
identificándose como el ser. No obstante, la noción clásica de bien tiene, además, un
carácter moral. Ello sucede cuando se trata de determinar cuál es el bien de un existente
concreto: el hombre. Aristóteles se aplica en esta tarea en tres obras: la “Magna moral”, la
“Etica de Eudemo” y, la más importante de todas, la ”Ética de Nicómano”. Como ya
sabemos, para Aristóteles el bien es la realización de la esencia de cada entidad
concreta; empero, ¿en qué consiste esta realización? Aristóteles contesta a esto
señalando que dicha realización consiste en el ejercicio por parte de cada entidad
concreta de su actividad específica, lo que él nombra con el término “érgon”. Así pues, el
bien del nombre reside en la ejecución por parte de éste en su érgon. ¿Cuál es este
érgon? Para responder a esta cuestión el Estagirita se embarca en el examen de esa
sustancia concreta que es el existente humano. Como sustancia que es, el hombre consta
de materia (hýle) y la forma(eîdos); en él la materia se identifica con su cuerpo (soma) y la
forma con su alma (psykhé). Distingue, asimismo, Aristóteles tres partes en el alma
humana; una parte vegetativa, otra sensitiva y una tercera intelectiva. Las dos primeras
tienen un carácter irracional y la última un carácter racional. Cada una de estas partes del
alma humana desarrolla una serie de funciones que les son propias. Así, por ejemplo, el
alma vegetativa es la responsable de las funciones de nutrición, crecimiento y
reproducción; el alma sensitiva constituye la sede de nuestras pasiones, voliciones y
decisiones y, por último, el alma intelectiva tiene por misión el conocimiento de las cosas
contingentes y variables (razón práctica) y el de las cosas necesarias e inmutables (razón

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teorética). Estas funciones pueden ejercerse bien o mal; si se ejercen bien, es entonces
cuando se habla de “virtud” (“areté”), pues la areté, según los griegos, consiste en la
excelencia de la ejecución de una actividad dada. De este modo cada parte del alma
corresponden una serie de virtudes; a las virtudes asociadas a las partes sensitiva e
intelectiva de nuestra alma las denomina Aristóteles, respectivamente, “virtudes éticas” y
“virtudes dianoéticas”. La virtud ética, propia del alma sensitiva consiste en decidir
ponderadamente y una decisión ponderada es, a juicio de este filósofo, aquella que se
inclina por el “justo medio”: de ahí la posición Aristotélica, que se ha hecho célebre, que
identifica la virtud con el ”justo medio”. Entre las virtudes éticas se encuentran, por
ejemplo, la valentía, la templanza, la libertad, etc. Como se ha dicho, el alma intelectiva
está dividida en razón práctica y razón teorética; la razón práctica tiene, en realidad, por
objeto dirigir la vida del hombre y esto es lo que hace señalando en cada caso el término
medio óptimo, el cual debemos ambicionar. Si nuestra razón práctica suele dar con ese
término medio óptimo, entonces somos poseedores de la virtud de la prudencia
(“phrónesis”). No se puede, por tanto, ser virtuoso desde un punto de vista ético si no se
posee la virtud de la prudencia. La razón teorética, por el contrario, está encaminada al
conocimiento de los principios de las cosas. En la medida que aquella aprehende
efectivamente los principios de las cosas, se adquiere la virtud de la sabiduría (“sophía”).
Pues bien de las tres partes de que consta el alma –vegetativa, sensitiva y racional-, sólo
la última es propia del hombre y, dentro de aquella, es la razón teorética la que sostenta
mayor dignidad. Quiere decir esto que la actividad específica del hombre, su érgon, es la
actividad teórica; dado que la virtud de la sabiduría representa el ejercicio a la perfección
de esa actividad, el bien del hombre, su felicidad (“evolaimonía”), consiste en la virtud de
la sabiduría. En definitiva, la vida contemplativa es el ideal de existencia humana para
Aristóteles y, a su manera, también para sus seguidores filósofos medievales, pues no en
vano éstos identificaron el bien del hombre con la contemplación de Dios (“contemplatio
Dei”).
4.2 La filosofía política de Aristóteles.
El Ser humano es, según Aristóteles, un animal político cuando el Estagirita realiza
esta afirmación en su obra “Política”; lo que quiere dar a entender es que el hombre
constituye un animal social, un ser que no puede vivir aislado; y no puede vivir aislado
porque necesita el concurso de sus semejantes para hacer frente a sus necesidades. Así,
pues, el ser humano es un animal social. La familia representa, a los ojos de nuestro
filósofo, la primera unidad social, la “célula de la sociedad”, como se suele decir ahora. La
familia está compuesta por el hombre libre adulto, por su esposa, por los hijos de ambos
y, por último, por los esclavos; la familia está compuesta, en fin, por elementos
heterogéneos por razón de sexo, edad y condición. No obstante, el hecho de que la
familia esté compuesta por elementos heterogéneos no significa, según Aristóteles, que
aquella sea algo anárquico, no, en la familia se da una jerarquía, es decir, existe un rector
y unos regidos. Quien rige en aquella, como era de esperar, es el hombre libre adulto,
mientras que la esposa, los hijos y los esclavos son los regidos; con todos ellos mantiene
aquel relaciones de dominio distintas, pero fundadas sobre una base natural. En efecto, la
relación entre el hombre y la mujer es natural, ya que en todas las especies animales se
produce la unión entre el macho y la hembra con vistas a la reproducción; una vez
constituida la pareja, está en la naturaleza del hombre, en opinión de Aristóteles, el dar
las órdenes y en la de la mujer obedecerlas: «tratándose de la relación entre macho y
hembra -son palabras de la “política”-, el primero es superior y la segunda inferior por
naturaleza; el primero rige, la segunda es regida». Asimismo, el padre ha de mandar
sobre sus hijos por naturaleza, en concreto, porque, al tener más edad que aquellos, tiene
mayor experiencia y en virtud de esta sabe lo que les es mejor para su bien. Por último,
es sometimiento de los esclavos al amo también reviste carácter natural, ya que el último,

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además de ser libre, posee la inteligencia suficiente para conocer lo que se necesita, y
cómo lograr aquello que se necesita mientras que los segundos poseen la indispensable
–esta escasa inteligencia es lo único que los diferencia de las bestias- para entender las
prescripciones se reciben, así como la fortaleza física adecuada para realizar lo prescrito.
Según Aristóteles, los esclavos han de ser reclutados, aunque ello no era en muchas
ocasiones de ese modo, de los pueblos bárbaros, ya que estos son naturalmente
inferiores a los helenos, por lo que está en consonancia con la realidad que los segundos
dominen a los primeros: «el arte de la guerra -son palabras nuevamente de la “política”-
(...) debe utilizarse frente (...) a los hombres que, habiendo nacido para ser regidos, no
quieren serlo, porque esta clase de guerra es justa por naturaleza». Resulta del todo
probable que Alejandro Magno, cuando se lanzó a su vasta empresa; estuviera influido
por estas ideas; que seguramente le transmitió Aristóteles durante el tiempo que fue
preceptor suyo.
El conjunto de familias o de comunidades domésticas da lugar a la aldea y a su vez, el
conjunto de ideas da lugar a la “polis”. Aunque se traduce la palabra griega “polis” por
nuestro término “ciudad”, hay que entender la polis helénica más bien como una comarca
dotada de casco urbano. La formación de la polis obedece principalmente, según el
Estagirita, a necesidades defensivas. Es en aquella donde alcanza el hombre su pleno
desarrollo. En efecto, el ser humano posee el don del lenguaje y, gracias a este, puede
discutir acerca de lo justo y de lo injusto, de lo conveniente y de lo perjudicial, etc. , y
puede, por tanto, llegar a acuerdos respecto a los temas que discute, acuerdos que luego
quedan reflejados en las leyes de la ciudad; en suma, esas posibilidades encerradas en el
don del lenguaje son actualizadas en la vida política de la ciudad. No todo el mundo que
vive en la ciudad tiene la condición de ciudadano; tiene la condición de ciudadano el que
puede participar en la administración y gobierno de la ciudad; dado que son los hombres
libres y adultos los únicos que pueden participar en la administración y gobierno de la
ciudad, carecen de la condición de ciudadanos las mujeres, los niños y, por supuesto, los
esclavos. Esto en líneas generales, ya que, como señala Aristóteles, es la constitución de
cada ciudad la que determina exactamente las condiciones para ser reconocido como
ciudadano. La función del ciudadano consiste, por un lado, en combatir por su patria
cuando haya guerra, y, por otro lado, intervenir activamente en la vida política de aquella.
Para hacer esto último con acierto es menester que el ciudadano sepa mandar y,
asimismo, obedecer. Precisamente cuando el ciudadano no observa las leyes de su
ciudad o dispensa un trato discriminatorio a alguno o algunos de sus iguales, entonces se
realiza el "disvalor”, para utilizar el término de la filosofía contemporánea, de la injusticia.
Platón, en la “República”, describió la ciudad ideal o, tal vez sería mejor decir, su
ciudad ideal. Aristóteles, en su juventud (cuando era más permeable a las influencias de
su maestro), también hizo, para usar la expresión de Jesús Mosterín, sus “pinitos
autopistas”. No obstante, conforme fue ganando en madurez y encontrándose a sí mismo
como pensador, abandonó por completo la proyección de utopías y se dedicó al frío
análisis de la realidad política; asimismo, efectuó agudas críticas contra la sociedad
paradigmática que ideó su maestro en la obra mencionada. De esta críticas nosotros
seleccionaremos dos, a saber, la que dirige contra la abolición de la institución familiar y
la que dirige contra el comunismo. En efecto, en la sociedad perfecta de la que nos habla
Platón en la “República” no existirá la institución de la familia, siendo el Estado el que se
hace cargo de la educación de los niños; a esto objeta Aristóteles que difícilmente los
niños serán mejor educados por el Estado que por sus propias familias, ya que no puede
profesar hacia aquellos el mismo cariño quien los educa en nombre del Estado, si es que
les profesa alguno, que sus padres naturales, y el cariño se revela imprescindible, como
enseña la experiencia, para criar a un niño. Por otra parte, dicha sociedad estará dividida
en dos clases, la de los trabajadores y la de los guardianes, constituyendo el rasgo más

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destacado de la última el comunismo; a aquél opone el Estarigita, en palabras de
Johannes Hirschberger, que “si todo es para todos, nadie se entregará con entero interés
a nada, puesto que lo que no es nuestro no solicita ni cautiva por entero nuestro cuidado”;
no es la propiedad privada en sí, a ojos de nuestro pensador, la fuente de los males
sociales, sino la distribución de aquella. En suma, en opinión de Aristóteles, la institución
familiar y la propiedad privada deben ser para la filosofía política, al igual que el cambio y
el movimiento para la ontología, hechos primarios que se han de aceptar y que no
podemos permitirnos el lujo de negar.
A la luz de una gran cantidad de datos y materiales, el autor de la “Metafísica”
concluye que son seis los regímenes políticos de que puede estar dotada una ciudad-
Estado: monarquía, aristocracia, democracia, tiranía, oligarquía y democracia demagógica
o, simplemente, demagogia. La monarquía consiste en el gobierno de un solo hombre, el
más noble, que gobierna con el consentimiento del pueblo y respeta las leyes; la tiranía
consiste también en el gobierno de un solo hombre, pero que se ha hecho con el poder
por la violencia y gobierna sin el consentimiento del pueblo y sin respetar las leyes de la
ciudad; la aristocracia consiste en el gobierno de unos pocos, los ciudadanos mejores; la
oligarquía consiste también en el gobierno de unos pocos, pero en este caso esos pocos
los constituyen los ciudadanos más ricos; la democracia consiste en el gobierno del
pueblo, siendo los miembros del pueblo más o menos igualmente competentes para
gobernar; la demagogia, por último, consiste también en el gobierno del pueblo, pero de
un pueblo compuesto en su mayoría por pobres que gobiernan contra los ricos. De estos
seis regímenes políticos, según Aristóteles, dos, la monarquía y la aristocracia, no
existían ya en su propia época y otros dos, la tiranía y la demagogia, eran nefastos, por lo
que sólo tiene en consideración los dos restantes, a saber la oligarquía y la democracia:
Respecto a estos dos regímenes lo importante no consiste para el más aventajado de los
discípulos de Platón, pasándose con ello un tanto de rosca, en determinar cuál de ambos
es el mejor, sino estudiar la manera de preservarlos, pues lo peor, sin duda, que le puede
ocurrir a una ciudad-Estado es estar sometida a constantes conspiraciones,
sublevaciones y revoluciones. La experiencia enseña, en líneas generales, que un
régimen oligárquico, corre el riesgo de verse suplantado por una demagogia, mientras que
en un régimen democrático -que es, con todo, más estable que el primero- corre el riesgo
de verse suplantado por una oligarquía. Ello acaece -señala con perspicacia Aristóteles-
cuando existe un número ingente de pobres y un escaso número de ricos: en a primer
caso por que los pobres envidian las riquezas de los ricos y esa envidia los mueve a
alzarse contra ellos con la esperanza de apoderarse de aquéllas y repartírselas; en el
segundo caso, por que los ricos despreciarán a la plebe y, además de la desigualdad
económica, aspirarán a la desigualdad política y, por tanto, a gobernar ellos. A la luz de
esto, el Estagirita propone la siguiente solución para evitar que se produzcan esas
eventualidades políticas: que en la polis los ciudadanos pertenecientes a la clase media
sean más que la suma de los ciudadanos ricos o pobres. En efecto, la clase media, al
tener medios más que suficientes para subsistir, no envidia a los ricos y, por consiguiente,
no intriga contra ellos, y, a su vez, no es objeto de desprecio de los ricos (o, al menos, no
la desprecian tanto como a los pobres) y, por ende, no traman golpes de Estado; de la
bondad de esta medida propuesta por Aristóteles para asegurar la estabilidad política
creo que ha dado testimonio fehacientemente la historia.
A manera de colofón de este punto, podemos afirmar que a nuestro pensador no le
interesa la política por sí misma para reflexionar acerca de ella, sino que reflexiona sobre
ella como medio para que haya en la ciudad un clima de paz y tranquilidad que permita a
algunos hombres, dentro de ella, llevar una vida contemplativa. A Aristóteles lo que le
interesaba en definitiva, era la ciencia.

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Blibiografía
- Abbagnano, Nicola: (1964) “Historia de la filosofía”, Barcelona, Editorial Montaner y
Simón,.
- Fraile, G. (1956): “Historia de la filosofía”, Madrid, B.A.C.,
- Giner, Salvador (1992).: “Historia del pensamiento social”, Barcelona, Editorial Ariel S.A.
- Hirschberger, J. (1970): “Historia de la filosofía”, Barcelona, Editorial Erder..
- Mosterín, J. (1986): “Historia de la filosofía”, v. IV, Madrid, Alianza Editorial S.A..
- Russell, B. (1971) “Historia de la filosofía occidental”, Madrid, Espasa – Calpe S.A.
- Copleston, Frederick: (1984) “Historia de la filosofía”, vol. 1 Barcelona, Editorial Ariel S.A
- Romero I. (1961) “Filosofía de la persona”. Buenos Aires Losada

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