2013 (Rafael Chirbes) Abc
2013 (Rafael Chirbes) Abc
2013 (Rafael Chirbes) Abc
Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949) vive solo con dos perros, Tomás y
Ramonet, en una casa que le compró a un camionero jubilado hace diez o doce años a
las afueras de Beniarbeig, en la carreterita que se aleja sinuosa de las tapias del
cementerio, en una región tan hermosa como degradada por urbanizaciones y
puticlubs como buena parte de los personajes, endiabladamente humanos, de su
paisaje literario. Nos cita en su bar, El Moss de Segaria, donde saluda a los vecinos por
su nombre. Nada distingue al escritor, salvo su vida interior. Segaria es el macizo que
se ve desde la casa donde se desentiende de las pompas del mundo, pero no de sus
entrañas, como demuestra en sus novelas. Su penúltima obra «Crematorio» (premio
de la Crítica, éxito editorial en Alemania, de la que Canal Plus hizo una celebrada serie
protagonizada por Pepe Sancho), un aguafuerte del que no puedes salir una vez que
empiezas a leer, la situó, justo por detrás de «La fiesta del chivo», de Mario Vargas
Llosa, como la mejor novela española de lo que va de siglo, según una encuesta que
ABC convocó hace diez días. «En la orilla», publicada también por Anagrama, como
prácticamente toda la obra de este autor imprescindible si alguien quiere saber de
verdad qué ha pasado en esta península europea en lo que va de siglo, desde las cimas
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del ladrillo a la escombrera moral y económica posterior, es más que una secuela. Por
eso elegimos un marjal, el de Pego, para retratarle, porque es el de su último libro, el
que ahonda en las dudas y certezas de este hombre que cree que «no hay riqueza
inocente».
Desde los ocho años estudió en colegios de huérfanos de ferroviarios, estudió Historia
Moderna y Contemporánea, fue profesor de español en Marruecos y durante años
escribió en la revista «Sobremesa». Dice que por culpa de unos análisis ha pasado de
tomarse diez gin tónics diarios y fumarse tres paquetes de tabaco «a nada», de ser «un
adolescente inconsciente» a un «anciano enfermo», de un epicúreo a un estoico. Junto
a su trasteado ordenador, una leída y releída edición de San Juan de la Cruz, obras de
Peter Handke y de Gracián, botellas de agua y una cama sin hacer. Hablamos entre
plato y plato en Un cuiner a l'escoleta, en Sagra, entre Pego y Beniarbeig, un
restaurante donde saben cautivar el paladar de este escritor exquisito, pero sin pelos
en la lengua.
—Una cosa que fascina es la forma como construye las grandes tiradas de prosa, por
ejemplo en «Crematorio», que son como bloques de texto, recuerda una imagen de
Kafka: que el texto fuera precisamente eso, un bloque compacto en el que el lector
debía sumergirse, con muy pocos puntos y aparte, muy poco diálogo...
—Yo creo que tanto la vista como el ritmo de lectura, la atmósfera, te vienen marcado
por esas cosas. Por qué por ejemplo novelas como «Mimoun» o «La buena letra» son
novelas de párrafos cortos, novelas cortas. De «Mimoun» yo siempre decía que era un
sorbo de flautines, un poema, en donde cada capítulo está tratado como una estrofa,
cada frase como un verso, de algún modo. Y yo creo que es verdad que el impulso de
la prosa está en el ritmo de la puntuación, en la música, que es muy importante. Yo
creo que el lenguaje por sí mismo no es nada, si no es contenedor de cosas, pero
tienes que jugar con ese contenedor, cómo lo distribuyes. El ritmo de un libro es muy
importante, su respiración, la tensión. En libros como «Crematorio» o «En la orilla», se
busca, dado que el lector se enfrenta a cosas que no le hacen ninguna gracia, y que le
hablan de sí mismo de un modo no muy gratificante, que el lector no te deje. «En la
orilla» es un libro totalmente centrífugo, como un pulpo que quiere tocar todas las
cosas. No quiere ser un libro de personajes sino de un tiempo. Me viene a la cabeza la
trilogía de John Dos Passos («USA»), o «Manhattan Transfer».
Eso quiere decir que es un libro que lo mismo te habla de comida como del aceite,
de las putas, de la crisis económica, de pederastia... Yo que sé, está todo. Se
quiere hablar de todo.
Si además de estar todo y en un tono que al lector no le hace gracia, sobre todo
identificarse con algunas cosas, la única forma que tienes para tratarlo es el ritmo de la
prosa, meterle en una túrmix de la que no pueda salir...
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—Claro, es que yo creo que esa es la principal diferencia de la novela con cualquier
otro género, que es lo que plantea Bajtín con respecto a la epopeya o a la poesía. ¿Cuál
es la posición del novelista? Pues búscala. La posición del novelista es esa
incertidumbre de correr de un personaje a otro. ¿Pero tú con cuál estás? Estoy en la
dinámica de moverme entre unos y otros, escuchar todas las razones, y cada cual que
se forme su opinión. Me decían: "Hombre, es que el protagonista de «Crematorio» qué
malísimo es, es un especulador, es horroroso, y tal". A mí no me parece un personaje
tan malo. Es un personaje, un individuo que tiene una historia, y siento hacia él una
especie de piedad... En alguna novela he hablado de la tercera persona compasiva.
—Habla mucho también de ponerse en el lugar del otro...
—Eso es. La tercera persona compasiva.
—Como de querer entender las razones de cada uno...
—Sí, están estos personajes que se manchan para comprarle su inocencia a otros. En
«En la orilla» hay un momento en que se dice que si el dinero sirve para algo es para
comprarle inocencia a tus descendientes.
—¿Es un proceso de muchas sociedades, de blanqueamiento, que se ha vivido en
Estados Unidos y en muchas partes...?
—Es un proceso que hemos vivido aquí mismo. ¿Tras la guerra civil hay alguna fortuna
legítima? Ninguna. Porque las que se han mantenido ha sido por connivencia y los que
se han enriquecido a la primera ha sido por expropiaciones, por contratas, por
subcontratas. No hay riqueza inocente. En cambio sus hijos sí que son inocentes. Sus
hijos son mis contemporáneos.
—No son culpables de los pecados de sus padres...
—Pero gozan de ellos.
—Es un poco la conciencia que tiene Silvia en «Crematorio», que sí sabe de dónde
viene ella, de dónde viene su buena vida...
—Sin pararme a pensar cuál es la mejor novela, de construcción y eso, creo que son
seguramente «La buena letra» y «Los disparos del cazador». Me gustan más las
novelas cortas porque puedes manejar mejor las cosas, jugar con el material literario,
quitar las comas...
—Sin embargo en las novelas largas hay también un gran trabajo de depuración, de
corrección. No sé si corrige mucho...
—Se hace lo que se puede.
—En una entrevista hablaba de «cocer y cocer el plato de la novela hasta que tenga
un sabor determinado»...
—Hay una empatía con estos personajes. Siempre me cae mejor el cazador que el que
se come la caza y denuncia al cazador, que son los hijos de los disparos del cazador. La
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no querían pringarse con el franquismo, querían estar por encima de él sin enfrentarse
a él. Lo cual era imposible.
—Un lavado estético de conciencia.
—Ahí voy. De todo eso hablo en «Por cuenta propia», en el capítulo dedicado a
Galdós. Se inventan algo que es mentira: que el realismo es un garbanceo español, y
¿qué me dice usted de Dos Passos, u hoy mismo qué me dice usted de Roth, qué me
dice usted de Mailer, qué me dice usted de Capote, qué me dice usted de Updike? ¿Es
es garbanceo? Vamos a ver. ¿O qué me dice usté de Laurent Mauvignier, autor de una
novela tan extraordinaria como «Hombres», que habla de la presencia de la guerra de
Argelia en la Francia contemporánea? Para empezar, mentira. No es un fenómeno
español. ¿Qué me dice usté de Solojov, el de «El Don apacible», con todo lo que
ustedes pueden despreciar eso? Primero se crea esa ficción. Creo que es querer
superar el franquismo sin enfrentarse a él. Y eso no es posible. Cómo puedes decir que
Max Aub es el garbancero español. Para empezar es tan poco garbancero que
prácticamente no escribe ninguna novela aquí, las escribe todas en México. Y además
está en contacto con todos los intelectuales europeos, habla cuatro o cinco idiomas.
No para de hacer experimentos. Lee «El correo de Euclides», que te mueres de risa.
Mira las obras de teatro, que son de un vanguardismo y de una actualidad rabiosa...
Galdós. O Clarín. O la Pardo Bazán. Son de los escritores más cultos de su tiempo,
están en contacto con Europa, viajan a París, a Londres. Saben lo que se está
publicando. Es todo mentira. Recuerdo una encuesta en los años ochenta de por qué
no había novela española. No teníamos esa cosa inglesa del «plot», del no sé qué.
¿Cómo no va a haber novela española en el país del que ha salido «El Quijote»,
«El lazarillo», la novela picaresca, «La Regenta»... «La Regenta» es de una
modernidad... Donde todas las metáforas son cubistas, es decir, se ponen de
perfil y es un triángulo. Y Blasco Ibáñez, te lees «La horda», «Arroz y tartana», o
El intruso», sobre el País Vasco, una novela excelente.
Es todo una pura fantasmagoría. Dime tres novelas que hayan quedado de aquel
movimiento de los setenta...
—¿«Tiempo de silencio»?
—Acusada de realismo, aunque en realidad se dijo que era un sainete. ¿Qué más?
—¿Algún experimento de Juan Goytisolo...?
—«Señas de identidad» es realismo en estado puro, y tiradas enteras de «Tiempo de
silencio»... Al final, en la resolución, que se quiere poner más moderno, la novela se te
viene abajo. La volví a leer hacia siete u ocho años, y al final, que se quiere poner un
poquito rarito, se te cae la novela en picado. Es una falsa polémica que ha servido para
que alguno hable de Galdós sin habérselo leído. ¿Cómo puedes quitar del diccionario a
Eça de Queiroz en Portugal, a Balzac y Zola en Francia, y a Galdós en España, que es lo
mismo?
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—No sé si forma parte de nuestra dificultad para asumirnos, para asumir nuestra
propia historia, del paradójico auto-odio, que luego es capaz de pasar a la exaltación
desaforada...
—Yo creo que es confundir lo que se oponía a la autarquía con la autarquía, y lo que se
oponía al casticismo con el casticismo. Decir que Galdós es un escritor castizo cuando
justamente es un escritor cosmopolita que se está enfrentando a la España
conservadora por tierra, mar y aire. Tú te coges los últimos «Episodios nacionales» y se
los puedes leer en la Puerta del Sol a los indignados y se rebelan los indignados. Yo
tengo un amigo que se está leyendo ahora los «Episodios» y está deslumbrado. "¡Pero
si está todo lo que está pasando ahora!", me dice. Hace tres o cuatro noches me llamó,
que estaba acabando «Prim», que es un episodio cojonudo. Pero si es que está lleno
de episodios cojonudos. «Aita Tettauen»: la alianza de civilizaciones, el relativismo del
punto de vista, la misma historia contada por un moro, por un cristiano, por un judío,
por uno que no se sabe si es moro o cristiano, porque se ha pasado al otro lado. Está
Torquemada, en los monólogos interiores. Luis Cernuda lo decía muy bien: hay tanto
idiota que se cree moderno despreciando cuanto ignora, despreciando a Galdós, y
cómo el manejo del monólogo interior está en Galdós.
—En «Crematorio», un personaje dice «me he cansado de buscarle sentido a lo que
lo tiene». ¿Es el novelista hablando por boca de su personaje? ¿Una fatiga de
intentar aplicar la razón a todo lo que existe?
—Es el novelista. El novelista es otro personaje. Me gusta autoflagelarme un poco en
todas las novelas.
—¿Por la cosa judeocristiana?
—Y porque creo que está muy bien reírte de ti mismo. En «En la orilla» sale un
gastrónomo, que se supone que es un hijo de puta, que es un poco chirbesco. ¿Qué
hubiera ocurrido con Chirbes si hubiera sido tan consecuente con su destino como
Ansón con el suyo, por ejemplo?
—Matías Bertomeu busca en «Crematorio» viejos libros perdidos, por ejemplo de
Angela Davis, y de Victor Hugo, y no los acaba de encontrar, y se pregunta ¿qué ley
biológica dice que la madurez sólo se alcanza cuando uno entierra definitivamente
ideas como la justicia? ¿No sé si vuelve a hablar el autor por boca del personaje?
—En «En la orilla», el protagonista, en un momento determinado, dice que él también
ha buscado en los estantes de su casa libros de Rosa Luxemburgo. Y se dice, «a lo
mejor es que no me los había leído. Estaban en el ambiente».
—¿Quién se ha leído «El capital»?
—Un servidor.
—¿Los cuatro tomos?
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—Ahí arriba está subrayado [dice, como si estuviéramos en su casa, con las librerías
abarrotadas de libros leídos y releídos, desordenados, con un orden muy chirbesco].
No entendí nada. A partir del tomo primero, luego de los otros no entiendes nada. No
sólo me leí eso, sino también el Cornu, que era un libro así de gordo, que tenía como
mil páginas, y era la biografía de juventud de Marx y Engels, que acababa con los
manuscritos del 48. Yo quería saber, no como ahora. Yo he tenido muy mala memoria
y luego muy mala cabeza para el saber abstracto.
—Pero el saber abstracto y la novela son antitéticos.
—Mi pensamiento es que, como no tengo nada dentro, me caben los personajes.
—Pero tal vez porque su pensamiento es más plástico que teórico.
—Como estoy hueco, pues ahí dentro entran personajes.
—¿Eso hacen los actores, no?
—No tienes nada dentro y cabe todo.
—Pero escucha bien, le gusta poner la oreja...
—Pero en filosofía y todo eso soy muy malo, porque no soy capaz de creerme las
teorías ni de entrar en ellas.
—Pero visto el resultado práctico de las teorías es como para desconfiar de cuando
se aplican en la realidad. Porque los resultados son devastadores, sobre todo las que
venían con las mejores intenciones...
—Jemeres, y compañía. Yo sí que creo, cosa que yo no tengo, es que hay que tener
una visión del mundo. Lo que yo no sé es hacia dónde.
—¿Sigue teniendo una visión del mundo?
—Tengo muchas.
—¿Se ha vuelto más piadoso hacia la condición humana, o más despiadado, o más
implacable con los corruptores de almas y de cuerpos?
—Más piadoso y más implacable. Odio más a los que más saben.
—¿A los más cínicos?
—A los que más saben.
—¿Se ha vuelto un descreído pero no un cínico?
—No, descreído, no. Me gustaría que hubiera justicia. Una idea muy simple. Que el
que más trabaje más gane, que el que tenga más responsabilidad responda. Hay
cuatro ideas que son muy simples, pero que son dificilísimas de aplicar. Lo que sí que
sé es que no puedes cambiar las cosas porque desde el siglo XIX han cogido mucho
poder. No es aquello de que hacen los bulevares anchos para que los caballos del
ejército puedan entrar. Una de las ideas que Haussmann [el que, con Napoleón III,
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renovó París] tenía en la cabeza era acabar así con las barricadas. Pero es que ahora no
es así. Es que ahora no tenemos un arma para oponernos a sus armas. El poder se ha
vuelto mucho más astuto y más poderoso. Es que cuando lo pillas te bombardea, y se
queda tan tranquilo. Y además no sabemos ya quién representa a quién. ¿Por
ejemplo? Está reunida la oposición a Al Asad en Madrid en estos momentos. ¿Son
mejores que Al-Assad? Yo solo sé que si leo en el periódico un accidente que ha
ocurrido aquí en la esquina, que yo he presenciado, descubro que todo lo que cuenta
es mentira. Que la mujer no iba por la acera...
—Pero yo no sé si es un problema que tenemos aquí, agravado, y que es el problema
de la prensa española con la verdad.
—Esa es una. El desprecio absoluto por los hechos. Si esto que está cerca se ve así,
imagínate qué podemos pensar de Siria... Luego, cómo puede ser que yo ponga la
televisión a la hora de las noticias y todas las cadenas den como gran noticia la misma,
que a lo mejor es que han rescatado a una niña china de un terremoto.
—Ferlosio se preguntaba por qué todos los días había, pongamos por ejemplo, 80
páginas de noticias. ¡Será por la publicidad, no por las noticias!
—Y además las mismas noticias, que si salen cuatro griegos, quién maneja mi barca.
Prueba, prueba esto.
—¿Qué es? ¿Alcachofa?
—Alcachofa.
—Está muy buena. Dice un personaje de «Crematorio» que cree que lo peor que le
pasó fue descubrir que la democracia acaba con la política. ¿Es un descubrimiento
del personaje o del autor?
—Mío y de cualquiera. Es decir, la política desaparece porque lo que nos dan son otras
cosas, lo que vemos todos los días.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—No lo sé. Los principios son muy elementales. Como además estás escarmentado,
cuando ves un movimiento ya ves quién anda por detrás enredando. Hemos perdido la
inocencia. Lo que pasa, como se cuenta en «La larga marcha», la suerte es que la
derrota no se hereda genéticamente. Cada generación tiene derecho a combatir la
injusticia y a experimentar su propia derrota.
—¿La lucha que justifica una vida aunque la derrota sea el final?
—Ahí voy. Hay un personaje en «La larga marcha» que dice que el mal triunfa siempre,
y entre los malos los peores. Si viene uno después será peor que el que había antes.
Pero claro, el mal absoluto es la muerte, y esa sí que triunfa siempre. ¿Está bueno el
arroz o no?
—Estupendo.
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—Por esa regla de tres cuando nace un niño casi es mejor que se muera enseguida la
criatura. Le evitas 80 años de sufrimiento. Pues no, el niño nace, le operan de fimosis, y
luego de anginas, y luego le quitan la tos que tiene, y luego le quitan un riñón que
tiene...
—Pero también se enamora, se pega unas buenas comidas...
—Ahí voy, ahí voy. Se enamora. Pero y de viejo todavía le ponen una sonda, y le están
cambiando los pañales. La dignidad de la persona es oponerte al mal y mantenerlo a la
puerta de tu casa aunque sea un minuto. Y ya has cubierto tu vida y ya te puedes sentir
tranquilo, y el que le abre las puertas al mal es el que vive con indignidad y muere con
indignidad.
—¿Y usted ha intentado hacerlo al menos como novelista, aparte de vitalmente? Ha
sido honesto con su propio oficio.
—¿Como novelista? Sí. Para empezar es que no me ha atraído nunca la pasta.
—¿No está en su cuadro genético?
—Y luego que no me gusta que me tomen por tonto, aunque quizá lo sea.
—Eso es algo que alguien comentaba acerca de cómo trata a sus personajes. No le
gusta ponerse por encima de ellos, escuchar sus razones, y hacerlo de buena fe.
—Cuando escribo lo que procuro es contar algo que ahora llaman el relato. Un relato
paralelo al que ellos han contado, que es el que yo he visto. Cuando me dicen: "Usted
ha querido...". No, yo no he querido... En cada novela he tocado algo que me
desazonaba en ese momento. Como historiador he vuelto siempre atrás para poder
entender lo de delante. La novela sale de una necesidad vital. Es verdad que si ahora lo
miro se han ido encadenando una serie de episodios, de relato paralelo. Cuando salían
las primeras novelas me decían los amigos: "Ya era hora de que alguien contara eso",
como en «La larga marcha», desde el punto de vista de los que perdieron en la
transición. O no participaron en ello. Eso ocurre desde «Mimoun», que es la historia de
un tipo que se va a Marruecos, y se va buscando un paraíso, se supone, y al final se
vuelve a su país. Es una novela escrita el año 85, 86, por ahí, que es cuando España
miraba a Europa, la narrativa era como comedia ligera, se buscaba europeización, y tal,
y esta novela miraba a Marruecos. Era una novela sólida, de perdedores, y
curiosamente cuando se publicó en Alemania hicieron una lectura política del libro,
cosa que en España nadie hizo. Es verdad que desde entonces, «En la lucha final» era
contar lo de Roldán veinte años antes de Roldán. El que ha guardado el romanticismo
de la juventud y luego es un impostor, y todo el mundo huye de él.
—Ha dicho que «en España los que llegan al poder pierden la memoria y si no
vendieron su alma es porque no la tenían». ¿Hemos cultivado ese fenómeno con
delectación aquí?
—Yo creo que seguramente ocurre en todas partes, pero es que aquí se ha producido
una cosa que no ha ocurrido en ningún otro país europeo, quizás en Nicaragua sí, en
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sitios así. Que de repente la generación que estaba tirando piedras en la calle dos años
después esté dirigiendo las prisiones del país. Eso creó una velocidad de ascenso social
que no es muy frecuente, tan rápida y tan deslumbrante, y al mismo tiempo digamos
de suicidio como pensamiento. Porque todo eso suponía negar radicalmente todo lo
que habías afirmado dos años antes. No había habido un proceso.
—Creo que es Silvia, en «Crematorio», quien hablando de su promoción dice que «en
las facultades españolas de letras no se había enseñado jamás pensamiento, orden
en la mente, sino retórica, variante de la escolástica». No sé si eso forma parte de
nuestros males históricas, de tener unas bases filosóficas y educativas tan endebles.
—Eso es muy importante. Nos hemos educado sin un sentido cívico de la moral. Nos
hemos educado con una moral teológica, y eso no lo acabamos de perder. La mala
conciencia tiene que ver, y no con un hecho concreto, objetivo. Y todos los valores que
se llevan los republicanos a México. En «Por cuenta propia» hay un capítulo que
cuenta cómo la generación que debía haber restituido, o reimportado, o reconstruido
esos valores y esa agitación de la España de la República, en la que había multitud de
prensa, ateneos obreros, grupos de teatro, todo eso, lo que hace es al revés. Acabar
con lo poco de eso que funcionaba durante el franquismo, es decir, asociaciones de
vecinos... O se hacen del PSOE o se eliminan...
—Buscando la adhesión inquebrantable.
—Yo recuerdo que además nos acostumbraron muy pronto a las barbaridades.
Después de eso, ¿qué se podía hacer? Si tú a los pocos meses de llegar haces el
peinado del Barrio de Pilar, que hizo Barrionuevo, cuando el secuestro de Villaescusa y
Suñén, peinas sin orden judicial las casas de 120.000 personas, entras, patada en la
puerta cuando no te abren, a partir de ahí has dado barra libre para justificar lo
injustificable, y de ahí lo "gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones",
"la codicia no es mala"... Pues hasta hoy.
—Salvo excepciones, como la suya, la novela española ha intentado estéticas
escapistas, aparentemente modernas...
—La crisis lo que ha hecho es evidenciar la debilidad de todas estas propuestas entre
psicologistas, o bien tragedia psicológica o comedia psicológica flotante. Porque aquí
es curioso que a algunos novelistas poner el primer nombre en español les ha costado
cinco o seis novelas, ¿no? Que un personaje se llamara “Paco” o “Manolo” les ha
costado. Y ya cuando lo han metido ha sido por oportunismo porque ha cambiado la
onda y de repente la república se había puesto de moda y las actrices querían ser
fusiladas contra una tapia, libertarias, revolucionarias... Eso es así, como que en la
novela española no comía nadie, nadie se sentaba a comer... Cada sociedad tiene la
novela que toca. Porque es curioso que "La buena letra» sale en el 92 y precisamente
como reacción al 92. Yo la escribo en el año 90, estaba viviendo en Extremadura, en un
pueblo pequeño, y eso estaba lleno de referencias, olores, a mi infancia, al pueblo que
yo había conocido, y eso había desaparecido, y además todo lo que tuviera que ver con
eso. En los últimos años de la muerte de Franco se publicaron algunas cosas de Max
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Aub, como «Las buenas intenciones», «Vida y obra de Luis Álvarez Petreña» y «La calle
Valverde», y creo que la revista «Primer Acto» se publicó alguna de ellas.
Inmediatamente después de la muerte de Franco se publicaron los «Campos», en la
colección azul, de Alfaguara, y se agotaron, y se agota «Las buenas intenciones». Y nos
pasamos doce años en España hasta que aquí, en la Diputación de Castellón, se decidió
a reeditar las obras. Pero nos pasamos doce años sin Max Aub y no pasa nada.
Imagínese que en Francia se pasaran doce años sin Proust, o sin Balzac. ¿Dónde está
esto en los colegios, en los institutos, en la formación de nuestros alumnos? ¿Dónde
cojones está, ahora que dicen que en nuestra generación no saben quién era Franco?
Ahora dicen que es un escándalo que los chavales de 18 y 19 años no conocen la
historia de España. Pero es que la quitásteis de los planes de estudio. Si no queríais
que se supiera la historia de España.
—Y eso sumado al delirio de que cada comunidad autónoma cuente su propia
historia de España.
—Esa es otra, que de un río nos interesa la margen derecha, que es la que da a nuestra
comunidad, y la margen izquierda son ranas manchegas, porque son del otro lado del
Júcar.
—Es evidente que la España contemporánea le interesa mucho, pero no le gusta
nada. Le interesa como sujeto narrativo...
—No son valores que comparta, en general, porque ni me va el fútbol ni me va el
mamoneo este de la cultura, este ir de aquí para allá, de cóctel en cóctel...
—Por eso no le gusta aparecer con frecuencia en los periódicos, ni como columnista
ni como entrevistado...
—Si digo esto puede parecer cinismo puro, porque hace dos meses que no paro. No sé
a quién se lo decía, que parezco una cotorra ambulante, pero se está muy bien uno en
casa y yo creo que las opiniones del novelista cuando las dices en una entrevista lo que
haces es ponerles una tapia y un cinturón y cerrarla. ¿De qué trata su libro? Empieza
así, sigue y termina. ¿Y qué piensa usted sobre la España contemporánea? Lea
«Crematorio»...
—Ahí lo ha dicho de la mejor manera que ha podido...
—Todo lo que sea explicar eso es ponerlo peor.
—Tiene que ver con el esfuerzo, porque leer a fin de cuentas, aunque pueda ser
placentero, es un esfuerzo, y estamos siempre buscando el picadillo, el potito...
—No, la gente opina si un escritor es bueno o malo porque le ha visto en la tele. No ha
leído ningún libro de él. Oye, Gala es estupendo. ¿Usted ha leído algún libro de ese
hombre? No, pero es tan simpático, habla tan bien, es tan poético cuando habla... Muy
bien, señora.
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celestinesca, pero aquí en «En la orilla», creo que más aún. «En la orilla» es una
especie de repaso de todos los tópicos contemporáneos, alejándose un pasito de ellos
y manejándolos con un poco de ironía o de sarcasmo.
—¿«En la orilla» es, respecto a «Crematorio», un paso siguiente después de la
burbuja inmobiliaria, los escombros de la burbuja, o eso sería una simplificación? ¿En
esto hemos desembocado?
—No, yo diría que es lo que había detrás de la burbuja, eso que parecía intocado pero
que ha ido acumulando estratos de desperdicio y en realidad haces una excavación,
como hacen los arqueólogos, y te vas encontrando la basura de diferentes épocas,
desde los que se refugiaron ahí en el 36 y fueron cazados y tiroteados por unos hasta
el que tiró tiras asfálticas en la época del progreso, hasta el que tiró escombros, hasta
los mafiosos que han tirado armas, incluso algún coche que han enterrado ahí dentro.
—Estratigrafía moral de España.
—Ahí voy. Es una novela pulpo y hay en todo ello un uso del lenguaje tópico y buenista
con un pasito de distancia convertido en ridículo. Ah, la soledad y tal, ay, te vas a
quedar solo. El único mal terrorífico y la única enfermedad de verdad es la pobreza.
—Dice en «Crematorio»: «En cuanto te descuidas tres o cuatro días sin hacer
limpieza, lo oscuro, lo sucio, lo prehumano empieza a acometerte». ¿La escritura es
también una forma de luchar contra eso?
—Es. Es y luego hay también una ironía sobre los códigos. Por qué hemos decidido que
los escritores son la cultura, que hemos decidido que es estupenda, y ser un fontanero
es una mierda. Pues no, mire, usted, sin «El Quijote» puede usted vivir, pero sin un
fontanero que le arregle la casa cuando se le escape la tubería, no. Estos son códigos
que vienen desde los bisontes de Altamira y que año tras año repetimos. Nosotros
somos los que sabemos explicarlo bien, pues seguimos manteniendo esos códigos.
Uno de los temas de mi novela es el respeto al trabajo. De hecho «En la orilla» termina
con una especie de glorificación oculta de las manos...
—Del trabajo manual...
—Que me parece una forma de redención, de eso que hablamos. Es una mierda la
apropiación del trabajo, pero saber hacer esto y hacerlo. Es tan hermoso saber hacer
mesas y sillas. ¿Qué haríamos si no hubiera trabajo? El trabajo te salva. A mí me salva y
a ti te salva. Gracias al trabajo tienes la sensación de que esto no te ha devorado del
todo. Si no escribiera, qué haría en este mundo. Yo no sirvo para ir de alterne, de
restaurantes y de no sé qué, no sirvo para hacer negocios y frotarme las manos porque
le acabo de mangar a uno 2.000 euros. No sirvo para jugar a las cartas porque digo: si
pierdo soy un idiota y si gano soy un hijo de puta. Prefiero no jugar.
—¿No tiene la sensación de que en España hemos acabado por hacer parques
temáticos de antiguas minas, de antiguos puertos, de antiguas metalúrgicas?
¿Entonces qué hacemos? Aparte de algunos viñedos, de atender a los turistas, de
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perspectiva desde donde ves las cosas. Que a veces escribir es también una forma de
librarte de eso, porque es reírte de ti mismo un poco, hacer un auto-análisis y darte
cuenta de que tampoco tienes ninguna importancia en el cosmos este en el que nos
movemos. Y por eso todos los libros míos siempre aparezco yo por tres o cuatro lados,
y amigos que me conocen dice: "Joder, en esta novela todos los personajes eres tú". Y
es verdad. Juegas con eso. Y es una manera de hacerlo soportable, porque si no, lo que
te digo: ¿En qué podíamos trabajar, empleado en un banco, en una fábrica? Yo de
carpintero, con estas manos, fatal.
—Ha dicho en alguna ocasión que cada vez le interesa menos la trama, que la trama,
como decía Benet, es una dictadura.
—Vamos a ver, la trama en el sentido tradicional, que tiene que haber un desenlace,
un muerto, un asesino que se descubre, todo eso... En «En la orilla» salen las voces
despegadas, cada una a su aire. ¿Por qué? Porque yo creo que hay otras formas
literarias que no lo necesitan. Porque aquí los personajes que hablan están todos
relacionados con el taller del protagonista, así si los hilas y entra... Pero, ¿para qué,
para qué? Tenemos otros recursos narrativos que no son los de planteamiento, nudo y
desenlace en el sentido tradicional. Sí, ¿pero de qué? No de algo que se descubre, de
algo que ocurre, de algo que se levanta. Yo creo que «Crematorio» tiene ese
planteamiento en la tensión del lenguaje y en esa especie de crescendo que te va
llevando hasta el final. Hay como una especie de purificación del lector en ese
momento. Porque yo siempre digo que para mí la literatura tiene algo de ejercicio
ignaciano, de ejercicio espiritual, ascenso al monte Carmelo. Escribes y te salvas, no de
una manera muy cínica, sino como experiencia de conocimiento. Me gusta que el
lector con ese juego de párrafos cortos o de párrafos largos viva una experiencia
paralela a la tuya, que para el lector sea también un ascenso al monte Carmelo o un
ejercicio espiritual ignaciano, y que cuando termina el personaje en el último camino
llorando por sí mismo el lector se tenga pena a sí mismo porque en definitiva se ha
visto en ese paseo.
—¿Es un descubrimiento simultáneo, suyo y del lector?
—Eso me gusta.
—¿No hacerle trampas al lector?
—Ahí voy. Yo siempre digo que una novela es lo que quitas y no lo que pones. Cuando
tú terminas una novela no tienes nada, tienes el mundo entero. Solo cuando empiezas
a darte cuenta de qué trata la novela ya la estás terminando, es cuando tienes que
hacer la novela: quitar todas las adherencias para ir dejándola en ese camino que hace
que una novela sea una frase que empieza en la primera página y termina en la última
sin hacerle ninguna trampa al lector por medio. Y las trampas se pagan siempre. Yo sé
si he metido tres o cuatro frases en un libro porque sí, porque me sonaban bien o me
parecía que eran un guiño a algo ajeno al libro y cuando pasa un año y las lees se te
caen al suelo. Y esa es la estructura del libro, no si muere la chica y luego descubren
que la ha matado su primo. En ese sentido es en lo que cada vez me da más igual la
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