Paraíso
Paraíso
Paraíso
Prólogo
Un viejo amigo mío que fue a la facultad me ayudó a transcribir más de las
setenta cartas que Himmelfarb escribió en un lapso de año y medio antes de
fallecer; estaban dirigidas a su difunto padre, Dennis Underground, quien se
había suicidado en 1984. Las cartas fueron unidas en un manuscrito, aunque
muchos fragmentos fueron retirados debido a su letra ilegible y brusca.
Segundo Álvarez
de Septiembre, 2013 14
Primera parte
1
Querido papá:
Después de muchos años, hoy me siento feliz, ya que por fin tuve el coraje
suficiente para comenzar a escribir estas cartas. Tómalo como la confesión de
varios crímenes, memorias mal redactadas, una historia ficticia de muy mal
gusto o una carta de suicidio. No me importa. Posiblemente no esté viva
cuando ya estés leyendo esto. Sin embargo, necesito de alguna forma
desprenderme de este remordimiento, culpa y asco que siento por mi misma
antes de morir. ¿Y que mejor forma de plasmar todos mis sentimientos que a
través de la escritura? Aunque no haya escrito ni un mísero cuento en mi
vida. No obstante, estas cartas van dirigidas a ti, papá, porque sé que no me
juzgarás y sólo leerás sobre mis anécdotas para llegar a la conclusión de que
tú hiciste cosas mil veces peores, y lamento decirte que eso me da una
descarada tranquilidad moral.
2.
Luego de que mamá murió tras darme a luz, viví en un orfanato hasta los tres
años, cuando un hombre judío llamado César Himmelfarb — excelente
radiólogo — me adoptó para que su superficial esposa, Mercedes
Himmelfarb —ex modelo y estilista — pudiera tener la hija pelirroja natural
que tanto anhelaba. Estaban celebrando su primer aniversario visitando el
Pikes Peak en Colorado Springs, y cuando supieron del orfanato, no tuvieron
inconvenientes en hacerme una Himmelfarb y rápidamente considerarme
parte de su familia. No tengo derecho a decir que son un poco extraños
teniendo en cuenta a mi familia biológica. César era un hombre suave, de
pocas palabras, muy cortés y originario de Sevilla, España. Siempre mantenía
su cabello sobrecargado de cera y adecuadamente peinado hacia los lados de
su pálido rostro; vistiendo trajes costosos de colores sombríos y de corte
italiano como todo un caballero de la alta sociedad. Su esposa Mercedes
(quién me permitía llamarla cariñosamente "Mecha") era una señora muy
bella proveniente de la Cuidad de Córdoba, Argentina. Alta, de piel lisa,
ficticio cabello rubio, largas pestañas postizas, labios carnosos de color rojo
mate y figura de supermodelo; Mecha era ese tipo de mujeres que obtienen
lo que quieren cuando quieren, junto con un marido que las mima con su
dinero. Conociéndola, de seguro me quiso como su hija apenas vio que mis
ojos eran azules.
Me mudé a Argentina junto con mis nuevos padres y Martín, el que debía
cumplir con el supuesto papel de hermano mayor. Hijo primogénito de
Mecha en un matrimonio que finalizó el día de la boda. César le dio
legalmente su apellido luego de que su padre falleciera en un poco original
accidente automovilístico. Su personalidad no difería mucho de la de su
madre; un muchacho caprichoso y sin pelos en la lengua que nació en cuna
de oro. Desde que éramos pequeños, siempre hubo fricciones entre
nosotros. Cuando supo que mis padres eran hermanos, usó cualquier
oportunidad para burlarse de ello, preguntándome delante de sus amigos si
no tenía un ojo en la espalda o alguna otra deformidad. A veces,
sarcásticamente o no, le pedía a César mandarme con un psicólogo por si
había heredado alguna enfermedad mental. Siempre fue malo conmigo, y su
actitud egoísta y malvada no cambió, incluso después de conocer a Felipe.
Aunque debo admitir que tuve otros amores veraniegos, amores no tan
grandes como mi amor por Felipe o Lorenzo, pero tampoco menos
importantes para ser olvidados. Me gustaba mucho el hijo de mi profesor de
francés, Kevin. De grandes ojos verdes, dientes chuecos, cabello fino y rubio,
y piel de papel. De vez en cuando él insistía en quedarse durante las
meriendas. Con Martín obviamente sentado en la cabecera, Kevin y yo
siempre quedábamos enfrentados en la mesa de madera brillante en el salón
cerca de la cocina, donde la sirvienta nos servía café con leche y unos
bizcochos. Cuando nuestras miradas se cruzaban, yo comenzaba con mi
pestañeo continuo y alguna que otra mueca graciosa que lo hiciera reír. Era la
única forma inocente de comunicación que sabía por allá en mis siete años.
Aunque no tuve pudor en robarle un beso a un infante que a penas sabía
escribir su nombre y la fecha del día.
No fue hasta que cumplí catorce cuando supe sobre tu existencia, papá.
César y Mecha creían que ya tenía la edad suficiente para saber la verdad,
porque tenía derecho. Pero luego rápidamente se arrepintieron al decirme
que aún estabas vivo y estabas encerrado en un manicomio. Tal vez fue por
curiosidad o por morbo, pero quería, aunque sea una vez, conocer a una de
las dos personas que aportó para traerme a este mundo.
Durante las vacaciones de invierno, les insistí durante meses que me llevarán
a Colorado Springs hasta el punto que los irrité a ambos y aceptaron.
Casi a las afueras de aquella cuidad rodeada con montañas rocosas y secas se
encontraba ese viejo hospital psiquiátrico de mala muerte. A lo lejos parecía
una mansión embrujada a la que no quisieras entrar ni aunque te pagaran
por hacerlo. Cuando entramos, nos recibió una monja joven y de piel
morena, y luego de un poco de papeleo al que no presté atención, me
dejaron pasar hacía la fría y oscura sala principal donde soltaban a los
pacientes como si fueran ganado con morfina en la sangre.
La monja de piel morena me indicó donde estabas; sentado solo en una
gastada mesa, acosando sexualmente a otra monja mientras la sujetabas del
brazo. A medida que me iba acercando a ti, otros hombres vestidos de blanco
te colocaban una camisa de fuerza y tú te quejabas, ¿recuerdas? Seguro que
sí.
Tomé asiento frente aquel ti, eras un hombre acabado y sucio, de ojos grises
y cabellera apagada. No apartabas la vista de mis rizos pelirrojos, con la
mirada desconcertada y al borde de las lágrimas. Tal vez me confundías con
mamá —vi una fotografía de ella, somos idénticas—. Estaba segura de que tu
cerebro quedó calcinado por tantas terapias de electroshock durante tantos
años. Me hablaste sobre tus parientes fallecidos, afirmando que aún estaban
vivos y si quería conocerlos. Yo decidí seguirte el juego debido a la lastima
que me producías, a pesar de saber todo tus sanguinarios crímenes; las
torturas que le hiciste al tío Timothy, las violaciones a mamá y quien sabe
que otras cosas horridas hayas hecho. Nunca supe realmente porque sentí
tanta empatía por un hombre a quien vi sólo una vez en mi vida. Lazos
sanguíneos, ¿tal vez?
Sin embargo, con notable emoción —tal vez porque fui la única en no
recalcarte que nuestros familiares están muertos— me indicaste que hablara
con un doctor llamado Timothy Walsh. La monja que estabas acosando nos
interrumpió para decirnos que la visita había concluido. Me despedí de ti con
un beso en la mejilla y me llamaste por el nombre de mi muerta madre;
incluso hasta el día de hoy, hubiera deseado hablar contigo por más tiempo.
—Lo siento nena, pero ese doctor no existe. Es sólo una de las
personalidades de tu... padre —me respondió ella.
Cuando abandoné el edificio, me sentí un poco vacía por dentro. Junto con
un escalofrío que me produjo miedo. Tuve miedo de terminar como tú: sola,
encerrada y loca. A quién nadie le importa si vive o muere.
"Necesito silencio"
Repaso uno y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue en ese
entonces, en la fría y deprimente atmósfera de invierno en la ciudad de San
Isidro, cuando mi vida comenzó a desmoronarse lentamente. El hueco que
Felipe dejó en mi corazón era difícil de rellenar con cualquiera, siquiera con
Alessandro. Eso me recordó la enfermiza obsesión que tu poseías por tu
hermana, es decir, por mamá: Sally Underground. La sangrienta historia de
los Underground se hizo famosa en todo el suroeste norteamericano; no
había periódicos que no hablara sobre el tema. Los hechos me desvelaron
por noches enteras, temía con tan sólo pensar en que podría repetir la
historia. Y fue así. No repetí la historia. Lo que hice fue peor.
—Creo que es más urgente una mucama que un jardinero. Además, ¿no es
demasiado joven? Es explotación infantil. Sus padres se quejarán con
nosotros.
—Es un chico de la calle, Cyn. No tiene padres y necesita plata para al menos
comer algo. Igual, supongo que este es un mejor trabajo que hacer
malabares en los semáforos. Papá habló con él y... acá está.
César habló con él mientras lustraba sus zapatos de charol —uno de los
tantos trabajitos que Felipe hacía para ganar algunas monedas— En nuestro
jardín trasero, trabajaba días salteados de la semana (menos sábados y
domingos), su salario era un peso por día. El fin de semana venía a casa como
"compañero de juegos" de Martín. Se había ganado el cariño de la mucama
—Inés, de 47 años—, del chófer —Roberto, de 31—, y por supuesto, del
mismo César. Mecha era la única que hasta el último momento tuvo cierto
repudio hacia él. Decía que podía contagiarnos de liendres o que pensaría en
robarle algunos de sus anillos o collares; cosas que sólo una persona
avariciosa y soberbia como ella diría.
Por más atraída que me sintiera con Feli, tuve el coraje para establecer una
charla con él un mes después de que empezó a trabajar como nuestro
jardinero. Sólo me dispuse a observarlo de vez en cuando para no parecer
una acosadora. Fue un lunes por la tarde cuando regresé de la escuela —un
22 de Abril de 1985—. Él estaba con sus huesudas rodillas flexionadas y
apoyadas sobre la tierra húmeda plantando algunas masetas que Mecha
había comprado esa mañana. Estaba desesperada. Necesitaba tener alguna
mínima interacción con él.
—El otro día vi que robaste un durazno... —dije en un tono serio, tratando de
ocultar mi nerviosismo. Cuando escuchó mi voz, Feli volteó a verme
dándome una pequeña sonrisa.
Justo cuando iba a preguntarle que quería decir con "papirusa" Terry se
abalanzó alegremente contra las piernas de Felipe para que este le prestara
atención.
—Creo que mi perro te quiere más a vos que a mi.
—Es un cachorro lleno de energía. Tal vez debería sacarlo a pasear si querés.
—señaló riendo entre dientes.
—Estaría bueno pero ya me tengo que ir. Tengo que estar en mi casa antes
que anochezca.
Feli quedó en silencio por unos milisegundos. Hizo una pequeña mueca y
miró hacia abajo. Mi corazón latía a mil.
—Significa "chica bonita". Quiero decir, te queda muy bien porque vos si sos
bonita y bueno, que se yo...
—Cuando tenía entre ocho y nueve años, poco antes de que cerraran el
burdel, me di cuenta que ese tipo era mi papá, pero él nunca quiso saber
nada. Una vez me acerqué a él e intenté abrazarlo y lo llamé "papá"...
—¿Y qué pasó?
—Me dio un piña en la nariz antes de que pudiera tocarlo. "¿A quién le decís
papá, pendejo de mierda?", me dijo...
—Fácil, los dos somos recontra parecidos. Además, tenemos los mismo tres
lunares en el cuello. Ni dos, ni cuatro. Tres.
—El chabón era medio raro, un asqueroso. Ella no sabía como pedirme
perdón. Me dijo que quería ahorrar plata para comprarme un autito que
había visto en una juguetería media cara. Pero yo ya estaba grande para
juguetes y le dije que no pasaba nada.
—Tuviste una mamá muy buena, Feli. Quiero decir, siempre quiso lo mejor
para vos.
—Si... fue muy buena. Tenés razón —lo escuché un poco melancólico —
Después... ella se enfermó. Parecía que le habían contagiado algo, y yo ya no
pude hacer nada. La dejé morir.
6
Elegante papirusa
Sos más linda que una rosa,
Y esta noche estás preciosa
Nadie te puede igualar.
Me has vencido y al triunfar
Siento menos dolorida
Mi alma triste y abatida,
Que sufrió,
Sufrió por un amor.
He sufrido tanto
Pero tanto que mi vida,
No encontraba más que llanto,
Y el final sólo pedía.
Pero hoy tu amor me trae la calma
Y curás así mi herida
No estarás arrepentida
Si me das tu corazón.
Elegante papirusa
Juro amarte eternamente,
Juro ser tu confidente
Y de tu sueño el mejor.
Dime sí, que calmarás
Los desaires de mi suerte
Y este pobre corazón
Te colmará
Te colmará de amor.
Esta noche sos
Mi vida, mi cariño,
Esta noche sos
Mi dicha, mi soñar,
Esta noche vos
Me tienes como a un niño
Dime que los dos
Iremos siempre así.
Este fue uno de los poemas que utilicé para enseñarle a leer y a escribir a
Felipe. Cabe recalcar que mi Feli era un gran aficionado del tango argentino,
ya que era la única música que constantemente se escuchaba en el burdel.
Y el poema que escribí con anterioridad pertenece a un tango grabado en
1922 del músico Tito Roccatagliata. Pero por alguna razón, no se le incluyó la
música y quedó solo como una melosa poesía hacia una muchacha hermosa.
No soy escritora, pero intento lo mejor de mi para que tú, papá, puedas
ponerte en mi lugar y sientas alguna empatía por lo que yo viví en carne
propia. Esa noche marcó el principio del fin de una relación de dos jóvenes
que simplemente se gustaron y no se hicieron muchas preguntas al respecto.
El sentimiento estaba allí, era puro y sincero, y ya no podían deshacerse de el
como si nada.
Papá, no estoy segura si las tradiciones judías eran de tu interés, así que lo
explicaré brevemente: la ceremonia de Janucá se celebra el 25 de Kislev del
calendario judío, fecha que cae a finales de Noviembre y principios de
Diciembre en el calendario gregoriano, aunque ese año,1985, las fechas
cayeron a finales de Diciembre. Logré evitar el primer día de la ceremonia
gracias a una excusa adecuada para una chica en medio de su juventud.
—Ay amor, dejála que vaya a lo de la amiga. ¡Esta pobre chica no sale ni a la
calle!
Cuando bajé del auto, lo vi en la lejanía sentado en una banca de la plaza. Sus
pies apenas tocaban el suelo y los movía adorablemente de atrás hacía
adelante. Lo llamé gritando su nombre mientras agitaba mi brazo. Cuando
me vio, sus ojos brillaron y vino corriendo hacia mi. Me encantaba que
siempre viniera hacía mi y me saludara con un fuerte abrazo. Ojalá todos los
muchachitos me hicieran lo mismo. Envolverían sus brazos alrededor de mi
cintura, sus piernas rozando con las mías a la vez que yo hundo mi nariz en su
rizado y rojizo cabello con dulces aromas... No, no. Ese era Lorenzo. El cabello
de Feli era castaño.
En la cuidad casi dormida, tomamos el metro de San Isidro hasta casi llegar a
Tigre. Mi primer viaje en ferrocarril fue una experiencia muy divertida.
Aunque el lugar era desagradable y sucio, la presencia de mi dulce
compañero era más que suficiente para ignorar el mugriento ambiente.
Llegamos hasta un edificio abandonado con desgastada pintura rosa. Arriba
de la puerta principal se encontraba un cartel apagado que decía... no, no lo
recuerdo. Pero era algo así como un nombre cutre para un telo cutre. Toda la
vereda estaba ocupada con edificios de departamentos, salvo la esquina
donde se encontraba una pequeña almacén en donde puedes comprar de
todo. Según Feli, hace no más de dos años ese edificio solía ser un motel de
tres estrellas, pero cerró sus puertas para siempre luego del asesinato del
dueño. Tenía como un apellido alemán. «No entiendo por qué todavía no lo
demolieron», me comentaba Felipe mientras contemplamos la edificación
antes de entrar. No podía creer que él tuviera la valentía de vivir en un lugar
así. Pero cualquier lugar es mejor que dormir en la calle, ¿no?
Subimos los cuatro escalones para entrar por la puerta principal de cristal
roto. Como todo un adorable caballero, Feli me dejó entrar primero. Yo se lo
agradecí y me adentré en aquella atmósfera oscura y silenciosa. No tan
silenciosa cuando escuché los pesados pasos de alguien o algo acercándose
cada vez más hacía nosotros. Vi una mancha negra y robusta al final del
pasillo, donde se encuentran las habitaciones en planta baja. Justo cuando
estaba por gritar, la voz de Feli me desconcertó.
—¡Hola, Don Hermes! —saludó a aquella figura que resultó ser un indigente
de tercera edad. Barbudo y abrigado con suéteres apesar de que estábamos
en verano.
—Por allá está el baño —señaló la puerta a un costado que hasta ese
momento no había visto —Lo bueno es que, por alguna razón, todavía llega
el agua. Está congelada, pero peor es nada ¡Así que puedo bañarme! —
agregó sonriente.
—No, no me bañaba.
—Es una gatita callejera que apareció acá hace un par de meses para tener a
sus gatitos— se recostó en la cama junto al animal que no paraba de
ronronear— Pero todos fallecieron al poco tiempo de nacer. Estaban muy
chiquitos y mal formados. Tal vez porque alguien la pateó varias veces
cuando estaba embarazada...
Me recosté junto a él, con Renata separándonos. Con la tenue luz del farol
cuyo aceite ya se agotaba y se reforzaba con la claridad proveniente de la
ventana. Feli buscó debajo de la rechinante cama el libro de poemas de
Alfonsina Storni que le había emprestado para practicar lectura. Mientras
acariciaba su cabello, mi ángel me recitaba las últimas páginas del libro:
Recuerdo bien haber sentido miedo en ese instante, como si una fría ráfaga
azotara mi espalda. ¿Qué podría ser? ¿Que necesitad de decírmelo con esa
preocupación?¿Acaso hay otra chica? Él conoce a mucha gente y es muy
simpático a primera impresión. Estoy segura que más de una repugnante
chica puso su mirada en él. Es un chico lindo después de todo. Todas esas
idioteces recorrieron mi mente en menos de un segundo. Papá, por favor,
ten piedad de mi. Sólo tenía quince años.
—Sé que te prometí que no volvería a allá... pero mañana tengo que volver a
Constitución.
Me alivié. Por lo menos lo era que había otra chica. Aunque rompiera su
promesa.
Feli sonrió entre dientes y que besó en la frente. Vi a Renata, quién dormía
en mi regazo. Mi vestido ya estaba lleno de pelitos grises. Pero si ella era
preciada para Felipe, entonces también lo era para mí. Así que permití que la
gatita siguiera descansando sobre la falda de mi vestido.
Durante los últimos días de ese verano, Felipe había perdido su brillo. Ya no
reía constantemente y sus mejillas se tornaron pálidas sin su rojizo
característico. La pérdida de la gatita Renata le afectó demasiado, y la
aparición de Lucia —novia de Martín— no ayudó en la intensa atmósfera.
Lucia Lynch era la hija mayor de una familia rica residente en Nordelta. Una
chica regordeta de cabello voluminoso y ojos verdes. Comparada con la
demás chicas que estuvieron con Martín, sabía que ella no era su prototipo
de novia. Pero mi hermanastro sólo la quería para entrometerse en el
country de los Lynch y navegar en el yate privado de su padre. Sin embargo,
para gran desagrado de Martín —y también mío— Lucia empiezo a intentar
vincularse con el deprimido uruguayo.
Seguía y seguía denigrando a Felipe con ese intento de acento argentino que
me asqueaba.
Una risa comenzó a emanar desde su garganta. Una risa que me sacó de si y
por un momento logró que nada ni nadie me importara. Ni siquiera él.
Me abalancé sobre él con tal fuerza que ambos caímos al suelo mientras yo
intentaba golpearlo o clavarle mis uñas en su cara. Sus manos retuvieron mis
puños y comenzamos a forcejear como dos animales matándose por un trozo
de carne. Busqué rápidamente por el rabillo del ojo algún objeto duro para
poder golpear su cara hasta que sea irreconocible, pero no había nada a mi
alcance. Aún así, Martín era más fuerte que yo. Por lo que casi logra quitarme
de encima suyo de no haber sido por la irrupción de César que nos escuchó
pelear desde el comedor donde dentro de unos minutos se serviría la cena.
Logró que me desprendiera de mi hermanastro, si es que si quiera puedo
considerarlo como tal.
—¡Te voy a matar, hijo de puta! —grité mientras César me retenía por los
brazos.
—¡Vieron que yo tenía razón! —chilló una vez más Martín, señalándome con
su acusador dedo— ¡Esta está loca! ¡Hay que encerrarla antes de que mate a
alguien!
—Bueno, que todo el mundo baje al comedor que Inés ya está por servir la
comida —mencionó glamurosa mientras bajaba las escaleras.
—Tú más que nadie sabe que él aún está un poco decaído por lo que le pasó
a su gata hace unos meses... pero en estos días no estuvo haciendo muy bien
su trabajo en el jardín y ya sabes como se pone tu madre cuando el jardín no
se mantien impecable...
Estúpida Mercedes.
—¿Y qué sugerís que haga para que se sienta mejor? ¿Recetarle
antidepresivos?
Tuve que sufrir una espera interminable para que llegara el fin de semana. Yo
trataba de tener pensamientos positivos y quería creer que él estaría mejor
con el pasar de los días. Aunque presentía que la muerte de Renata no era lo
único que lo tenía deprimido y necesitaba saber cuales eran las demás
razones.
10
«No sé, Cyn. Martín me molería a golpes si llegara a enterarse que usé unos
de sus trajes», recuerdo que eso fue exactamente lo que él me dijo cuando
me vio salir del vestuario de mi hermanastro con uno de sus trajes viejos, los
que ya no le entraban, pues había crecido quince centímetros en menos de
un año. Era obvio que llevaría todos sus trajes lujosos y nuevos a Nordelta.
Aunque eso no importaba, pues Feli era mucho más bajito que Martín.
Midiendo un metro sesenta aproximadamente (mi estatura en aquellos días).
Después de insistirle un par de veces finalmente cedió a que el traje color
cobalto cubriera su bella figura. Sentada en el borde la cama de Martín,
esperé durante unos interminables minutos a que él reapareciera del
vestuario.
—¿Me queda muy mal? —dijo mi amor saliendo de entre las puertas del
vestuario, acomodando la chaqueta del traje y sus puños abotonados.
—Bueno, ¿vamos?
Sin soltarme de su delgado brazo, recorrimos casi los cien puestos en la feria
de los artesanos. Feli miraba con curiosidad cada estatua de madera, cada
vasija de porcelana o cada pintura de aerosol, hasta que pude ver como su
actitud alegre y característica reaparecía luego de deprimentes meses de
audiencia. El cabello castaño de Feli se despeinada por la fría helada invernal
y también hacia flamear la falda de mi vestido blanco. Las pocas estrellas
visibles en San Isidro titilaban sobre nosotros junto con los faroles de postes
negros que iluminaban el camino por la plaza. «¡Cyn, míra esto! ¡¿Podemos
probar eso, Cyn?! ¡Cyn! ¡Cyn!», estaba tan contenta de verlo así de
energético y alegre que no pude parar de sonreír en ningún momento.
Casi al final del recorrido se encontraban dos muchachos con guitarras
acústicas cantando baladas de amor. Uno de ellos me miró y me guiñó un ojo
seguido de un suave: «Para la señorita de cabello de fuego... » seguido de
una canción súper molosa. Felipe frunció el ceño y yo dejé escapar unas
risitas mientras me sujetaba a su brazo con más fuerza.
—¡Pero si la pasás bastante bien acá, uruguayo! —dijo el más alto y moreno
de los tres —El chileno quiere saber cuando le vas a devolver la plata que le
debés —agregó esta vez en un tono más serio.
—Todavía no junte toda la plata. Decile que me espere unos meses más —
dijo tembloroso mi Feli. Ambos nos sentíamos intimidados.
—¿Y cómo la vas a juntar si estás acá boludeando con la pendeja esta? —dijo
vulgarmente el vestido de negro, señalándome con su mentón. Me aferré a
su brazo y él se colocó delante de mi.
—¿Y a vos quién te habló? ¡Ah, ya sé! —una risa salió de sus secos y feos
labios —Che, uruguayo, ¿ya le contaste a tu novia como hacías para ganar
plata en Constitución? ¿Cuanto era que cobrabas por tirar la goma? ¿Cinco
pesos?
—Dale, uruguayo, ¿por qué no te volvés para la estación? Los chabones que
te fifaban te re extrañan, ¿sabia'? ¿O te pensás que porque esta chetita te
muestra la bombacha ya sos de la alta sociedad? Boludito.
—¡No la toqués!
—Dejá, no vale la pena — dijo —Ya nos tenemos que ir. Solamente quería
que supieras eso. No hagas enojar al chileno y todos vamos a estar bien,
uruguayito.
11
—Perdoname...
—¿Qué?
—Nuestra salida... no tendría que haber terminado así —dijo mi joven amado
en un triste tono —Perdoname.
—Eso no importa. Podemos salir otro día —dije forzando una sonrisa. Dejé el
algodón ahora teñido de rojo encima de la mesita de luz y me senté junto a él
en la cama —Feli, ¿Quiénes eran esos chicos exactamente?
—El más alto se llama Lucho, los otros dos eran Juan y Enzo. Vivía con ellos
en un bajón abandonado en Constitución. Trabajábamos para el chileno.
—¿El quíntuple?
—Pero... ¿eras el que más plata tenía de los cuatro? ¿Toda esa plata te lo
deban los hombres que...?
—¿No te da asco verme o tocarme después de saber todo eso? Todo este
tiempo estuviste besándome sin saber lo que esos tipos me hacían hacer por
unos pesos de más...
—Felipe, jamás sería capaz de verte de tal manera —le respondí apresando
sus mejillas con ambas manos — No te juzgaré. Si tienes cosas que te
atormentan, siéntete libre de contármelas, por favor.
Ella preguntó: «¿Recuerdas cuando fue la primera vez que alguien te puso las
manos encima?» «Todavía vivía en el burdel. Mamá estaba viva», respondió
él. «Un día tenía mucha hambre. Hacia días que no comía nada. Trataba de
llenarme con agua para tener algo en la panza. Pero entonces vi que uno de
los clientes estaba comiendo chocolate con una de las chicas. Esperé a que se
fueran a una pieza y agarré los chocolates. Aunque tenían un gusto medio
feo por el licor, me los comí igual. Se sentía tan bien tener algo sólido en el
estómago... De golpe sentí un zarpazo. Era él. Me había descubierto, y me
empezó a pegar. "¿Así que te gusta meterte cosas ajenas en la boca,
pendejito ratero?" Se bajó los pantalones y... bueno, me agarró del pelo muy
fuerte y empujó una y otra vez. Yo me ahogaba. Trataba de gritar, pero no
podía... Al final, terminé vomitando los chocolates» La mano de Feli que
estaba entrelazada con la mía comenzó a temblar. «Después de eso, él le
contó a otros tipos que venían seguido al burdel. Nunca faltan los
degenerados que tienen algo por los chicos menores. Así que me encerraban
en el baño y ahí... y ahí...», su respiración se volvió agitada y sus ojos estaban
vidriosos. «Esta bien, esta bien. Respira profundo», intenté calmarlo. «¿Tu
mamá permitía que eso pasara?», pregunté una vez que su respiración se
había regularizado. «Ella no podía hacer nada. El cafisho estaba de acuerdo
con lo que me hacían siempre y cuando pagaran. Si ella llegaba a quejarse de
algo, nos iban a matar a los dos. Solamente me quedaba soportarlo hasta el
final. Siempre tuve que soportarlo hasta el puto final... »
12
Mi cabeza brincó de la almohada para ver el traje cobalto de Martín
pobremente doblado en los pies de la cama. «¿Felipe?»: fue lo único que
pensé en mis interiores. Me vestí con las mismas ropas que el día anterior,
salté de un brinco de la cama y comencé a llamar a mi amado por todas las
habitaciones de la casa desolada. «¡Feli! ¡Felipe!» Sin respuesta. Living: vacío.
La cocina: vacía. En el jardín: nadie. Terry apareció desde el comedor con un
juguete entre su hocico. «Ahora no», dije, aunque el perro me ignoró cuando
se escuchó la puerta principal abrirse y tanto Terry como yo fuimos en
dirección allá. Sin embargo, ambos nos llevamos una gran decepción cuando
la recién llegada resultó ser Inés.
—¿Inés? ¿Qué haces acá? Es domingo —dije remarcando que los fines de
semana eran los únicos días que Mecha le permitía descansar a la pobre
cuarentona.
—Lo sé, Cyn. Pero hoy a la tarde llegan los patrones de viaje y me encargaron
tener la casa impecable para ese entonces —respondió acomodando el nudo
de su delantal.
—Ya veo... De casualidad, ¿no viste a Felipe por la calle cuando llegabas?
El atardecer llegó más rápido de lo que hubiera querido. Estaba sentada bajo
el mismo duraznero en donde Felipe y yo nos besamos por primera vez, con
un desanimado Terry reposando su pequeña y peluda cabeza en uno de mis
muslos. Cuando volví a entrar a la casa la puerta principal se abrió una vez
más seguido de una cantaleta de las voces de Mercedes y la abuela Cecilia.
De tras de ellas, César ayudando a Roberto con las valijas y otras bolsas de
compras.
—¡Cyn, menos mal que estás acá! —exclamó la abuela. Parece que la
quimioterapia iba bastante bien — ¡Mira todas las cosas lindas que te
compramos en Córdoba!
—¡Y mira el collar que tu papá me regaló! ¡¿No es hermoso?! —chilló Mecha
abriendo ante mi una caja color caoba que contenía un hermoso collar de
plata.
—¡Lo voy a guardar con los demás! —dijo subiendo las escaleras hacia su
habitación.
—Sí, como verás, tu madre nos llevó de compras —respondió —¿Y? ¿Cómo
te fue con Felipe?
—¿Viste? Te dije que contigo se iba a sentir mejor. Me imagino que mañana
vendrá a trabajar de buen humor.
—¡Claro!
—¡Mi collar de oro blanco! —rugió —¡Falta mi collar de oro blanco! ¡Busqué
en toda la habitación y no está! ¡Esa fue Inés! ¡Seguramente fue ella! ¡Inés!
—¡Señora, por favor, yo solamente entré a cambiar las sábanas! ¡Ni siquiera
sé dónde guarda sus joyas!
Entre todo ese griterío, mi mente actuó sola un momento. Recordé la deuda
de Felipe. El collar de oro blanco. Su irracional desaparición. Todo era claro
como el agua. Con ayuda de César, Mecha logró calmarse y le pidió disculpas
a Inés. Aún así, la cena fue un frío cruce de miradas con la malhumorada
señora Himmelfarb haciendo sonar sus uñas largas y rojas contra el roble de
la mesa.
«¿Tendríamos que llamar a la policía?», sugirió ella. «Puedo comprarte otro
collar más bonito si quieres», respondió su marido. «Pero ese collar era
especial. Fue el primer regalo de aniversario, ¿te acordás?». Aproveché su
sentimental conversación para levantarme de la mesa con el pescado hervido
a medio terminar. Dije "buenas noches" y sólo César y la abuela me
respondieron entre las quejas de Mercedes. Disimulé ir en dirección a mi
habitación subiendo las escaleras, pero a penas salí del rango de división del
comedor me dirigí sigilosamente hacia la salida.
Una vez más, molesté a Roberto quien estaba a punto de irse. Le pedí que
me llevara a Tigre y que era urgente. Él al principio lo dudo pero cuando le
aclaré que era por el collar de su patrona cambió de opinión. Cuando le conté
sobre el motel abandonado Roberto me dijo que solía ir allí hace años pero
no quiso entrar en detalles. Luego de un tortuoso viaje, Roberto se estacionó
frente al edificio descuidado. «¿Entonces decís que el uruguayo robó el collar
de la patrona?» «Sí...», respondí arrastrando la s. «Puede que ya lo haya
vendido.» dijo el chófer, y tenía razón. Pero siendo sincera, el collar de
Mercedes no me importaba en lo más mínimo. Yo sólo quería ver a Felipe, mi
Felipe. «¿Vas a entrar sola? ¿No querés que te acompañe?» «No, esta bien.
Ya lo conozco por dentro» y dicho eso, salí de la calides del auto para subir
los tres escalones en la entrada y adentrarme una vez más en aquella
atmósfera negra.
La primera luz tenue que vi era la del farol de aceite casi extinto, y al lado de
esa luz había un bulto de harapos inamovible. «¿Don Hermes?», dije en un
susurro. Sin respuesta. Con un extremo miedo, sacudí el cuerpo del hombre.
Llevé una mano a mi boca cuando vi las cuatro marcadas apuñaladas en su
torso. Mientras subía las escaleras tropezándome por la falta de luz, sólo
podía rezar por que Felipe se encontrara bien.
13
Bajé las escaleras para encontrarme con Roberto al lado del cuerpo de
Hermes y llamando a la policía, o a una ambulancia, o a lo que sea. Ya no
podía pensar en nada, ni nada me importaba realmente. «¿No estaba Felipe
arriba?», preguntó él. Sacudí mi cabeza de un lado a otro, esquivé el cadáver
de Hermes y me dirigí a la salida. Estaba sofocada.
No estoy segura de cuánto tiempo pasó cuando llegó la policía, pero entre
medio de todo el bullicio de los federales y los vecinos curiosos, recordé
aquel hueco detras del intimidante espejo que Felipe utilizaba para mantener
a salvo y oculto sus ahorros. Roberto estaba recibiendo un regaño por
teléfono de César cuando lo empujé para escabullirme y adentrarme una vez
más al edificio. Volví al 45 y, aún con la oscuridad del hueco en el cemento,
pude ver el brillo blanco y resplandeciente del collar de oro.
14
Querido papá:
A continuación comenzarán los veinte años vividos hasta mi primer encuentro con Lorenzo. Sé que
es mucho tiempo, pero no te preocupes, trataré de no malgastar tu tiempo en estos años tan
insulsos. Aproximadamente dos o tres días después del incidente del collar de oro, un treintañero
enclenque y pecoso ocupó el lugar de Felipe en el jardín, para mi completo desagrado y tristeza.
Los terapeutas fueron recomendados mientras mi falta de entusiasmo por cualquier cosa empeora
más y más. Mi psicólogo terminó siendo el Dr. Gus Fleshman, un judío de mediana edad con leve
sobrepeso y cabello ondulado y grasiento. Yo me dispuse a convertir a nuestras sesiones en un
discurso sobre todo lo que sus oídos llenos de mugre querían oír. Tanto fue así que en unos pocos
meses me diagnosticó completamente sana y no tuve que volver a ver su fea cara nunca más en
mi vida.
Papá, no sé si recordarás lo que escribí en la primera página; sobre la «maldición» que yacía sobre
nuestra familia. La "maldición de los Underground" se manifestó y se ocupó de deshacerse de mis
familiares adoptivos uno por uno mientras los años transcurrían hasta mi adultez.
El primero en irse fue Terry: durante la madrugada de Janucá, el cocker de apenas dos años
falleció al lado de su juguete favorito esperando jugar con el jardinero que nunca llegó. Terry
murió de tristeza bajo el duraznero. La que le siguió fue la abuela Cecilia: dos años después del
desaparición de Felipe, su cáncer volvió de una forma abominable y acabó por fallecer en un
hospital rodeada de sus seres queridos. Yo estaba en la universidad cuando esto ocurrió. Era mi
primer año y opté por estudiar psiquiatría con la esperanza de algún día tener a un paciente con la
misma enfermedad mental de que tú, papá (desgraciadamente eso nunca pasó). A último
momento, me decidí por la psicología.
Un año después de la muerte de Cecillia, ocurrió el fallecimiento desafortunado e inesperado para
la familia Himmelfarb: durante un viaje a Santiago del Estero (provincia natal de los padres de
Mercedes) algún estúpido tuvo la idea de que César montara a un caballo durante un festival para
turistas. Algo salió mal y el joven animal enloqueció, provocando que César cayera debajo de este.
El potro golpeó con sus patas delanteras todo su peso contra pecho de mi padrastro, matándolo
instantáneamente. Mercedes Himmelfarb, ahora viuda y huérfana, denunció la negligencia de los
jinetes. Luego de un juicio, el organizador del festival nos pagó medio millón de pesos. ¿Medio
millón de pesos era lo que valía la vida de César? Como sea, doy gracias por no ver el momento en
el que mi padrastro era aplastado por el animal. Después de que mis ojos se desviaran hacia un
niñito de brillante melena castaña y tez bronceada, saqué provecho legal con un chico de más o
menos mi edad (puede que uno o dos años mayor) para ir a saciar ese fuego lascivo entre los
matorrales, en algún lugar alejado de todos. Regresamos y nos mezclamos entre la gente que no
paraba de hacer bullicio mientras yo aún acomodaba mi falda, cuando volví a ver a ese niño, ahora
sosteniendo una manzana acaramelada con su manito derecha, llevándola a su boca de vez en
cuando, y caminaba a trotes tomado de la mano de su mamá quien hablaba con otra mujer.
Aquella vista preciosa fue arruinada por la imagen de Mercedes corriendo hacia mi persona
mientras sollozaba y jadeaba. «¡Cynthia! ¡Tu papá... tu papá fue...!». No lograba entender nada
hasta que vi el cuerpo de César bajo una manta blanca y al caballo retenido por las cuerdas que
sostenían cuatro hombres. Mientras los paramédicos se lo llevaban, yo consolaba a una
destrozada Mercedes a la vez que buscaba al niño de la manzana con la mirada, pero no lo vi por
ningún lado. Mi padrastro acababa de morir y yo pensando en eso. ¿Qué fue lo que le sucedió a mi
empatía? ¡Estúpida y cínica Cynthia Underground! ¡El hombre que te dio su apellido y un hogar
acaba de morir de una forma atroz! ¡Al menos hubieras llorado un poco, maldición!
Cansada de mi soledad, comencé a involucrarme con muchachos de mi edad para tener compañía
de al menos una noche. A veces eran hombres pagados y brutos; a veces eran gratuitos e
inexpertos, pero la única semejanza que compartían eran lo insignificantes que eran para mí.
Debía sacar provecho de la limitada belleza juvenil antes de que fuera demasiado tarde. Recuerdo
que cuando vi una arruga en mi cara por primera vez lloré toda esa mañana. Parte del dinero que
ganaba en mi trabajos de medio tiempo después de la universidad (cafetería por la mañana,
comida rápida durante la tarde y la noche) fue invertido en cremas antiarrugas y maquillaje para
ojeras. Mis largas uñas y labios siempre se mantenían del mismo color rojo. Aún era una
veinteañera, pero mi cara se veía demacrada por la falta de sueño que me provocaba la maldita
tesis; así que no estoy exagerando, papá.
Después de la agobiante ceremonia de boda de Martín Himmelfarb y Lucia Lynch (ahora señora de
Himmelfarb), yo me encontraba sirviéndome mi quinta copa de ponche después de alcanzarle un
bocadillo a un encantador muchachito de grande ojos azules (creo que era uno de los sobrinos de
la novia), y fue entre mi regocijo con el ponche de crema y el adorable niñito de faroles azules
cuando la viuda Mercedes —bonita como siempre pero abatida por los años y usando un lujoso
vestido decorado con perlas— me dijo, de la forma más machista posible, que debía conseguir un
marido antes de llegar a mis treinta o que moriría como una solterona. Y aunque yo le respondí
con una risa forzada y sarcástica, sabia que en el fondo tenía razón. Debía hacer algo con mi vida,
después de todo. Así entró en escena Alessandro Sforza.
3
Descendiente de la dinastía Sforza y nombrado en honor al condottiero Alessandro, hijo ilegítimo
de Muzio Attendolo. Sus abuelos maternos eran polacos y su madre había sido concebida en algún
recoveco parisino. Sin embargo, él nació en el norte de Italia en 1953. Diecisiete años mayor que
yo. Todo un caballero a la primera impresión, galán a la segunda, romántico a la tercera, y un
imbécil a la cuarta. Tuve la desgracia de verlo por primera vez en el aeropuerto de La Plata, antes
de que abordáramos el avión que nos llevaría hacia la popular Venecia —un viaje que habíamos
planeado con Mecha para celebrar por un papel enmarcado que me llevó siete años obtenerlo—.
Ahora pasaría a ser la «Doctora Himmelfarb», aunque sólo unos meses después sería la «Doctora
Sforza» para mis pacientes. La química entre Alessandro y yo fluyó de forma rápida durante el
viaje de quince horas por encima del océano Atlántico. Estábamos sentados uno a la par del otro:
yo en el medio, Mecha a mi derecha, él a mi izquierda. ¡Que cruel fue la coincidencia conmigo! El
viejo desgraciado me hablaba en italiano y dijo una broma tonta que no vale la pena citar. Le hablé
en francés, él me habló en polaco y me hizo sonreír. Toda esa escena ridícula fue contemplada por
Mecha, que desde el primer instante en que ese italiano me dirigió la palabra, no dudó en
marcarlo como su ideal y futuro yerno.
Si digo que nunca sentí algo por Alessandro, estaría mintiendo. Ya estás más que al tanto de mis
refinados gustos, papá, pero incluso una maníaca perversa como yo se sintió seducida por su
sensualidad de hombre maduro; alto, de melena rubia opaca pero extremadamente suave, ojos
pequeños y de color miel. El maldito cirujano plástico tenía su encanto. Durante el trayecto en
avión me contó que él viajaba a Italia dos veces por año para visitar a sus padres que residen allí.
No había meses específicos, sólo debían ser dos veces por año. Y cuando lo conocí (principios de
1995) iba en su primer viaje anual desde Argentina a su tierra natal. Nos hospedamos en el mismo
hotel de cinco estrellas —bendito sea el seguro de vida de César— y mientras Mecha se
encontraba con otra señora de su edad descubriendo la piscina del hotel, Alessandro vino a mi
habitación con dos copas y una botella de champán ridículamente costoso. Entre carcajadas y
copas desbordantes de espuma, el encantador italiano me robó un beso con sabor a champán de
frambuesa —los besos de Lorenzo sabían a chocolate—. Una cosa llevó a la otra y terminamos
teniendo relaciones sexuales con apenas veinte horas de habernos conocido. Cuando Mecha
regresó a la habitación, nos encontró acomodándonos la ropa interior. Hasta un par de años
después, Mecha siguió torturándome contando aquella anécdota en las cenas con la familia
Sforza, haciéndonos sonrojar de pies a cabeza.
Los padres de Alessandro estaban enamorados de las obras de Van Gogh y del cine moderno;
vestían de colores brillantes y pantalones amplios, ambos con el mismo cabello plateado, y
mantenían la expresión de haber vivido un matrimonio feliz. Los señores Sforza nos recibieron con
los brazos abiertos en su antigua y enorme casona cerca del Gran Canal después de que
Alessandro nos convenciera a Mecha y a mi de extender nuestra estadía en Venecia al menos una
semana más. «Bella ragazza! Bellissima!», exclamaba la señora Sforza mientras extendía su mano
hacia mi. La mesa estaba repleta de gente, todos pertenecientes al clan Sforza con sus cónyuges e
hijos. Había dos niñas y un niño que jugaban a perseguirse alrededor del patio interno donde se
encontraban todos los sofisticados familiares invitados. Me sentía un poco tímida, me hacía
pequeña en un costado de la mesa mientras Mecha se sentía más que dichosa de estar, después
de tanto tiempo, entre gente de tan buen porte. Alessandro me servía abundante vino en copa
cuando aquel niño se tropezó y cayó contra mis hombros, salpicado un poco de rojo en mi vestido.
«¡Boris!», gritó la que, aparentemente, era su madre. «Scusa», refunfuñó el angelito italiano,
haciendo una mueca. Yo, fingiendo ser una mujer que adora a los niños y espera un día tener uno
propio, (¡es que a la novia de Alessandro le fascinan los niños!), acaricié simpáticamente su fino
cabello. El jovencito estaba un poco confundido en un principio, pero luego me devolvió la sonrisa
y se aferró a mi hombro. Y con mi espantoso italiano le pregunté cuantos años tenía. «Nove,
signora». Nueve años. Tan virgen e inocente. ¡Qué belleza! Bellissimo! Bellissimo!
Podemos resumir un poco las cosas para que no resulte tedioso; contraje matrimonio con mi buen
mozo italiano a finales de 1995, después de que los señores Sforza nos insistieran en que la boda
sea en Italia. Tengo que admitir que en un principio sospechaba de que Alessandro era divorciado
o que tenía algún hijo ilegítimo escondido por ahí, bajo la alfombra de la vergüenza. Pero me llevé
una sorpresa cuando mi suegra me confesó que yo era la primera mujer que Alessandro les
presentaba; un gran alivio para ella, ya que descartó por completo la posibilidad de que
Alessandro fuera homosexual.
La boda se llevó a cabo en Burano, en la iglesia de San Martino que está románticamente rodeada
de casas de colores vivos. A pesar de mi apellido, yo no soy una judía se sangre, así que la boda fue
completamente católica y estereotipada. ¿Recuerdas como son las bodas en las telenovelas, papá?
Bueno, así mismo fue la mía. Con el vestido blanco (emprestado por parte de mi suegra, para no
perder la tradición de su familia por generaciones), el velo era pesado y me costada respirar
mientras iba al altar. La señora Sforza y Mecha sollozaban como tontas y no pude evitar sonreír.
Martín y Lucia también se encontraban entre los invitados junto a sus dos bonitas mellizas de tres
años. Alessandro no quitó su mirada de mi mientras el sacerdote comenzó a hablar. «Estás
hermosa...», susurró cuando Boris, ese niño cuya silueta me enloquecía, se acercó a nosotros con
los anillos dorados en un cojín de terciopelo adornado con plumas y... algo que parecía oro blanco.
Pasamos nuestra luna de miel en París. Yendo de bar en bar. Hablando con desconocidos parisinos
a la vez que mi marido se embriagaba más y más. Su tolerancia al alcohol era muy mediocre en ese
entonces. Luego de que vomitó en el baño del lujoso hotel donde nos alojamos, cayó muerto a la
cama. Yo me limité a tomar sólo una copa de vino esa noche —luego todos tragos sin alcohol—.
Quería estar fresca en la mañana para visitar a Ramona mientras Alessandro se recupera de su
patética resaca. Discúlpame, olvidé contarte sobre Ramona, ¿no es así, papá? Pues verás, ella era
una vieja amiga de la universidad. Durante nuestro segundo año hicimos una visita a la capital
francesa para su vigésimo cumpleaños. Ella terminó enamorándose de un escritor novato que
conocimos visitando el museo del Louvre. Quedé de muy mal tercio, así que volví para Argentina.
Sin embargo, de vez en cuando me llegaban cartas de Ramona; la primera fue para contarme que
ella y su pálido francés estaban casados y esperaban un bebé. El pequeño nació en Enero de 1991
—cuatro años y veintidós días antes del nacimiento de Lorenzo—. Luego llegaban cartas cargadas
de brillantina de "Feliz año nuevo", "Feliz Janucá" (ella también era judía, pero una auténtica judía)
o tonterías así. Yo por mi parte, le prometí que la visitaría ni bien pusiera un pie sobre París. Y así
fue, en una mañana sumamente fría y llena de neblina. Ella me recibió con un cálido abrazo; su
francés era perfecto y se le dificultó un poco hablarme con su tonada argentina. ¿Su marido?
Trabajando. Se rindió de su sueño de ser un escritor reconocido y comenzó a trabajar como
columnista en el diario local. Su hijo, ahora de cuatro años, caminaba con sus juguetes por toda la
casa, vistiendo un adorable conjunto celeste de algodón. «¡Oh, Jean-Marie, ya eres todo un
hombrecillo!» exclamé mientras lo sentaba en mi regazo. Tanto el pequeño francés como Ramona
rieron dulcemente ante mí comentario, apesar de que el niñito no entendía nada de lo que decía.
Los ojos de Jean-Marie eran como dos grandes y brillantes esmeraldas, mientras que su cabello
castaño se asemejaba al color del más dulce chocolate. Había heredado la palidez de su padre y
era bastante alto a comparación de otro niño de su edad, con extremidades largas y delgadas pero
que no dejaban de ser adorables. Cuando su madre fue hacia la cocina a buscar sus gachas de
avena favoritas, la criatura, aún sentada sobre mi regazo, fijó sus grandes esmeraldas en aquella
invitada extrañamente cariñosa e intentó jugar con uno de los rizos de esta, entrelazando sus finos
y suaves dedos contra la cabellera de fuego que ardía sobre el pecho de un perturbado corazón.
Sólo bastó con eso, en ese mínimo tacto, ese pequeño roce, para que todos mis sentidos se
estimularan en contra de la voluntad de la Cynthia Himmelfarb, la formal; de aquella Cynthia
recientemente casada con un hombre mayor que ella, esa misma Cynthia de la que nadie
sospecharía y sería la ultima a quien señalarían con el dedo, esa estúpida Cynthia que se cree
moralmente superior; pero que, sin embargo, sigue siendo útil para sobrevivir el día a día entre las
personas sensatas. Aún así, esta Cynthia a veces resulta ser débil y permite que la Cynthia
Underground, la perversa, la verdadera y genuina Cynthia, sea la dominante. Dejándola fantasear
libremente sobre el deseo de poder viajar al futuro, sólo con cuatro años en el futuro bastaban,
cuando Lorenzo aún pintaba con las manos en el jardín de infantes, si pudiera adelantarse ese
tiempo específico, entonces tendría a un Jean-Marie de ocho hermosos años sobre ella. Con esa
misma mano acariciando su cabello, presionaría sus labios contra los de él mientras su mamá está
en la cocina, acariciaría sus pálidas mejillas, mordería su labio inferior, dibujaría el trazo de sus
hombros con el pulgar de la mano huesuda que lo sostiene, movería la otra mano por todo el
contorno de su columna hasta llegar a una leve curva que la dirige hasta los redondos glúteos y
luego... Cuando Ramona volvió de la cocina, pedí permiso para ir al baño. Me encerré en aquel
pequeño cuarto envuelto en azulejos de color marfil, intentando calmarme. Me vi al espejo y noté
que estaba sonrojada y tenía la frente húmeda. Remojé mi ardiente rostro y me maldije por lo
bajo una y otra vez. De repente, alguien tocó a la puerta. La abrí y tuve que ver a hacia abajo para
percatarme de que Jean-Marie estaba ahí. Hizo algún comentario infantil sobre mi rostro
hinchando y enrojecido y se echó a reír mientras huía por el pasillo. ¡Precioso Jean-Marie! ¡Si tan
sólo hubieses crecido a mi lado!
Hubo momentos en donde me pregunté a mi misma si durante mis años de extrema juventud fui
deseada por algún hombre mayor. Era una pregunta que venía a menudo cuando estaba aburrida
o antes de que pudiera conciliar el sueño. Sin embargo, ¿las niñas saben que son deseadas? Puedo
suponer que es algo subjetivo de cada niña o niño. Por mi parte, cuando era niña amaba estar
acompañada de chicos más pequeños que yo. Es algo extraño, porque yo recuerdo haber sido así
desde que tengo memoria. Y mientras más años pasan, más atraída me siento hacia ellos, y
también me es más difícil lograr entenderlos. Pero eso es algo aparte. Las niñas corrientes sólo
piensan en ellas como... simples niñas. Si algún estúpido desquiciado llegara a informarlas sobre
sus encantos, supongo que sólo se limitarían a tratarlo como un loco y lo evitarían, y el pobre
hombre sería acusado y prejuiciado por las demás personas. ¡Por esa razón definitivamente no hay
que contarles sobre eso! Dejen que los niños crezcan ignorantes de su esencia deliciosa. No hay
nada más excitante que la inocencia pura, sea fingida o no. Ya sea un niñito francés, argentino o
norteamericano, no importa su lugar de origen, goza de sus encantos en discreto silencio. No
hables de más o lo asustarás. Si tienes pensamientos indecentes que te atormentan, escríbelos y
asegúrate que estén fuera del alcance de tu niño/niña. No les digas otras cosas aparte de halagos
tontos que a cualquier jovenzuelo le gustaría o correrás riesgos de que te acusen con el primer
adulto que vean. Deja que él o ella se acostumbre a ti, que las cosas fluyan naturalmente. Ganate
su confianza, que te vea como un compañero, se amable, paciente, hazle regalos, y verás como
viene derechito hacía tus brazos. Y si por alguna razón él da el primer paso... ¡mucho mejor!
Creo que me fui un poco del tema... En conclusión, jamás podré responderme aquella pregunta
con exactitud. Aunque no olvidaré aquellos profesores que acariciaban mi espalda y hombros
durante los actos escolares; o los que rozaban mi mano y antebrazo a propósito cuando se
acercaban para explicarme la tarea, a pesar de que ya la había entendido. Supongo que sólo tuve
suerte de que me dejaran crecer sin corromperme. Sí, tuve suerte.
A lo largo de los casi diez años que vivimos juntos, mi esposo, Alessandro Sforza, no paraba de ser
una caja de sorpresas para mi. Demostró tener un talento nato en la pintura. Era su pasatiempo
favorito y llegó a retratarme varias veces durante nuestros primeros años de matrimonio. Decía
que amaba mi cabello pelirrojo, mis caderas estrechas y el pequeño lunar que tenía en el pómulo
derecho. También amaba pescar, jugar golf, coleccionar vinos y hacer el amor incontables veces
cuando nos reencontrarnos en la tarde-noche luego de volver de nuestros respectivos lugares de
trabajo. Nos relajamos demasiado y no tardaron en aparecer las consecuencias; fue durante una
cena con Mercedes cuando confesé estar embarazada. Como una joven e ingenua esposa, llegué a
imaginarme envejeciendo junto a Alessandro, criando a nuestro Felipe juntos. «¿Por qué quieres
ponerle Felipe?» «No sé. Es un nombre lindo». Sugirió llamarlo Feliciano, por su ascendencia
italiana, pero me rehusé. Estaba decidida en que mi hijo se llamaría Felipe.
Las visitas a Mercedes se hicieron más frecuentes a la vez que su cáncer de mama empeoraba.
Creyó que no llegaría viva al nacimiento de Felipe Sforza, así que me obsequió un babero turquesa
que había pertenecido al malcriado de Martín. Hablando de Martín, antes de que me olvidé de
mencionarlo, le diagnosticaron VHI tres año antes de que Lorenzo entrara a mi vida. Al parecer el
imbécil se metió con la prostituta más barata, a la que nadie quiere coger por alguna razón.
Manchó la reputación intocable de los Lynch, aunque Lucia no se divorció de él sólo por piedad y
para que sus hijas pudieran estar cerca de su papá antes de morir. Finalmente, Martín murió dos
meses después que Mercedes, de la cual sólo Alessandro y yo fuimos al velorio. Durante el
entierro de Martín recordé la última vez que hablé con él: estaba conectado a un suero y su
cuerpo sólo era piel y huesos. «Si te lo digo, ¿me prometés que no se lo vas a contar a mi mujer?»,
asenté con la cabeza «Me contagió un tipo». Para mi mala suerte, se me escapó en carcajada
mientras enterraban el ataúd.
No estoy segura si fue un karma extremadamente cruel o si la maldición de los Underground iba
muy enserio: la primera contracción ocurrió mientras cerraba la puerta de mi sala de sesiones en
el trabajo; creí que había roto fuente cuando Florencia, una pedagoga del mismo edificio, vino
corriendo hacia mi para asistirme. Ella se sobresaltó al ver la inmensa cantidad de sangre que caía
desde mi entrepierna. Yo me rehusaba a pensar en que estaba perdiendo a mi bebé. «Sólo
llévame al hospital, por favor. Llama a mi marido...», dije a duras penas entre jadeos; ni siquiera
podía enderezarme por culpa del punzante dolor en mi abdomen que se extendía hasta la pelvis.
El olor a tanta sangre me hizo perder la conciencia, y cuando todo se volvió negro, deseaba
despertar con mi niño en brazos. Pero lo único que vi fue a Alessandro sollozando a un costado de
la camilla. Toqué mi vientre con una mano temblorosa «¿Dónde está él? ¿Dónde está Felipe?»,
pregunté cuando sentí mi vientre plano y doloroso. «¡Alessandro, te hice una pregunta!»
«Necesitas descansar», respondió él. «¡Eso no me dice nada! ¡¿Dónde está mi bebé?! ¡Deciles que
me devuelvan a mi bebé! ¡Mi bebé! ¡Felipe!». Intenté incorporarme, pero él me retuvo; me abrazó
mientras comencé a llorar hasta que mis ojos dolieron. Una vez más, sentí ese vacío junto al olor
asqueroso de la sangre. Los abrazos de Alessandro se sentían fríos, al igual que las palabras de los
médicos y enfermeras que me atendieron esos cinco días que estuve en el hospital. La cicatriz de
una cesárea fúnebre duele hasta el presente, y jamás logra curarse por completo. Realmente
hubiera deseado despertar con mi bebé en brazos.
Terminó por relatarme con todo detalle como le había hecho el amor a su asistente y discípulo,
Benjamín, una y otra vez durante los últimos meses. Mientras habría la séptima botella de vino
tinto en la noche, mi marido no paraba de hablar sobre la fuerte atracción sexual que sintió por él
al poco tiempo que lo contrató. Delgado, abundante cabello castaño y unos ojos azules que
derretirían a cualquiera. Su Benjamín era un veintenero enamorado y él un estúpido viejo
aprovechado. Lo invitó a pasar a su consultorio para, según él, desahogarse por la perdida de su
hijo, mientras su ingenua esposa pasaba horas encerrada en el baño, llorando y maldiciendo por el
dolor que aún sentía en su vientre. Sin pensarlo, tomé mi copa y arrojé el vino sobre su cara. Mis
ojos ardientes se llenaron de lágrimas y mi respiración se hizo agitada. Estaba tan ebria que mi
cabeza se convirtió en un revoltijo de sentimientos desagradables. Esperé una reacción por parte
de él. Creí que me daría un bofetazo o me empujaría contra la pared —como ya lo había hecho
durante otras peleas que tuvimos posteriormente a la perdida de Feli Sforza—, pero sólo se quedo
allí sentado mientras el vino se resbalan por su cuello hasta su camisa, ensuciándola de rojo. Hacía
mucho que un hombre no me provocaba tanta repugnancia. Tal vez no por lo que hizo, sino por
como lo confesó.
Exactamente un mes después de esa noche lúgubre, (una nublada mañana de Enero de 2005),
desperté sin Alessandro a mi lado. Me envolví en mi bata blanca y bajé las escaleras para
encontrarme con él sosteniendo su maleta en la puerta principal. Me dijo que me quedara con la
casa si quería, que no lo importaba. Él se iría a Venecia hasta el invierno y una vez que regresara, si
nuestra situación no tenía arreglo alguno, podríamos comenzar con los trámites del divorcio.
Cruzó la puerta y vi cómo un taxi se lo llevó. Rompiendo en llanto, tomé todas sus pinturas
colgadas en la sala y con toda la impotencia del mundo, las arrojé en el cuarto frío y lleno de polvo
que originalmente iba a ser la habitación de nuestro hijo. Descolgué todas las pinturas salvo una:
la que estaba en una de las paredes del comedor. Me quedé contemplándola durante varios
minutos mientras sollozaba y, cuando
pasé por la mesa secando mis lágrimas, noté que había una servilleta manchada de sangre.
Decidí tomarme unos días libres luego de aquellos incidentes con el homosexual de mi marido.
Odiaba admitirlo, pero sin Alessandro, la casa se volvía inmensa, silenciosa y demasiado aburrida.
Los compañeros de una noche sin compromisos no tardaron en ocupar mi cama. Aunque sin duda
el más interesante de todos ellos fue Lucas: veintiún años, cabello lacio, irises tan cafés que
parecían ser negras y de estatura promedio. Hacía mucho que había dejado de ser un niño para
transformarse en un joven de irresistible belleza sensual para Cynthia Himmelfarb, pero
sumamente mediocre para la Cynthia Underground, la faunulómana. Las dos Cynthias llegaron a
tener largas discusiones internas por lo moralmente incorrecto mientras Lucas dormía al lado de
ellas después de copular con la
—aparentemente— Cynthia Himmelfarb.
Este chico, Lucas, bastante inmaduro para su edad, fue uno de los primeros pacientes que tuve.
Tenia once años cuando nos conocimos y abandonó el tratamiento al cumplir los catorce, cuando
su familia no quiso seguir pagándole. Nos volvimos a encontrar
poco después de que quedé embarazada, en un café cerca del hospital donde lo habían internado
por un intento de suicidio. Era algo extraño para mí, ya que yo no veía a mis pacientes más que
como una entrada de dinero. Una hora y media como mucho. Pocos llegaban a tener un fuerte
vínculo conmigo. Unos se iban, otros llegaban. Una vez incluso tuve a una pareja de homosexuales
con problemas "conyugales" por un corto periodo de tiempo, a pesar de que ni siquiera me
dedicaba a las terapias en pareja. ¿El paciente más joven? Una niña pre púber y obesa con baja
autoestima, sin autolesiones, gracias a Dios. Pero fue necesario derivarla a un psiquiatra. Después
estaba Adrián, el paciente mayor: un adolescente de dieciocho, tímido, de cara grasienta y estaba
secretamente enamorado de mi. Era más que obvio que decía mentira tras mentira durante
nuestras sesiones, lo único posiblemente verídico que me dijo fue la muerte de su madre. Y
adivina que, papá... ¡el idiota dejó de verme cuando consiguió pareja! ¿Podría ser más patético?
Estaba comenzando a considerar a los adolescentes como una pérdida de tiempo, de dinero
también, pero me no importaba. Adrián era mi último paciente en el día y durante nuestras
últimas sesiones se marchaba antes de horario para llegar a tiempo a sus encuentros amorosos.
Terminaba el día agotada mentalmente; sólo podía pensar en las cosas que piensa alguien en cuya
casa no lo espera nadie: tomar un baño, comer un aperitivo acompañado de una buena copa de
vino italiano (los vinos importados de Alessandro ahora eran sólo míos), leer un capítulo de ese
libro sobre historias infantiles y si no había compañía sexual previa, a dormir. Me desplomé sobre
la silla frente a mi escritorio, resoplé con brazos cruzados y esperé que algo hiciera más
interesante el fin de ese día. Fue el fuerte sonido del teléfono que hizo que me crispara del susto
tras tanto silencio en mi consultorio. Dejé que sonara unas veces antes de entenderle a la
recepcionista.
—¿Si, Claudia?
—Doctora, tiene una llamada por la línea dos —respondió ella con su tono dulce e ingenuo
característico.
—Lo sé, ¿se la paso igual o le dijo que vuelva a llamar mañana?
—En realidad no es para mi, sino para mi hijo que va a primaria—dijo la mujer interrumpiéndome
—. Los directivos de su escuela me la recomendaron. Uno de sus pacientes era la hija de la
directora.
—Entiendo... —respondí.
—Pues verá, estuvieron quejándose del comportamiento de mi hijo desde hace tiempo y si no lo
llevó con un profesional comenzarán a llamarme la atención más seguido porque la culpa es
siempre de la madre, ¿no?
Seguía parloteando pero no la escuché. Comencé a hojear mi agenda por algún horario libre para
tener a otro niño sucio y gordo, pensé. Estaba de mal humor.
—Olivia —repetí — Mañana justo tengo un horario libre a las cuatro. ¿Le importaría venir con el
nene? Como es menor, primero debo tener una pequeña entrevista con usted y el padre... ah, no
tiene. Lo lamento. Entonces... así es, cuatro de la tarde. Perfecto, Olivia. Los estaré esperando, a
los dos.
Esa soleada tarde de Febrero me encontraba patéticamente nerviosa. Pasé una prolija capa de
esmalte rojo sobre mis largas uñas para entretenerme. Cada minuto era semejante a la hora más
eterna. Había cancelado todas las sesiones de la tarde; no quería distracciones, aunque la
impaciencia y el tiempo libre no resultaron ser la mejor combinación. Tuve horas enteras para
pensar sobre mi visita de las cuatro: ¿y si ese niño era físicamente feo? ¿O si resultaba ser un niño
normal, con dentadura chueca y nariz sucia? ¿Sería él poseedor de esa esencia deliciosa que tanto
me hace babear? Trataba de mantener las expectativas en alto. Vi la hora: tres y media de la tarde.
Faltaba poco, pronto lo sabría. Mi corazón retumbaba como el tambor más entusiasmado a la
espera de ese niño. La aguja mayor ya marcaba el número nueve, sólo quince minutos. Rogaba
que fueran puntuales. El rojo de mis uñas brillaba más que nunca. El consultorio olía a frutas
dulces luego de una dedicada limpieza, y el tazón de mi escritorio rebalsaba de caramelos. La larga
aguja ya llegó al número dos, maldición. Esperaba que Olivia no se haya arrepentido. Escuché la
puerta principal abrirse acompañado del saludo de Claudia. ¡Llegaron!
Esperé unos dos minutos para disimular mi desesperación, respiré profundo y me dirigí a la
puerta. Oliva estaba sentada en el sofá de la sala de espera y se puso de pie a penas me vio;
resultó ser rubia y esbelta (la había imaginado obesa, no sé porqué). Era un poco más baja que yo,
aunque llevaba plataformas. Se disculpó por no llegar puntual. Miré el reloj de mi muñeca y las
agujas marcaban casi las cinco. Le dije que no se preocupara; di un paso atrás para dejar entrar a
Olivia y... supe que mis altas expectativas fueron acertadas. No, que digo acertadas. Fueron muy
superadas. Cuando Olivia se apartó de mi visión, sentí como si un relámpago escarlata hubiera
atravesado mi corazón de un extremo a otro, dejando en ridículo a las flechas de Cupido. Toda su
atención se había depositado en el auto de juguete, en los soldados de plástico y en los constantes
berrinches del infante que estaba frente a él, esperando también junto a su madre a ser atendidos
por alguna doctora mentalmente sana. Un abrigo celeste caía por sus estrechos hombros, el
cabello era rizado, tan rojizo como castaño, piel sedosa sin el menor defecto, mejillas regordetas y
labios rosados. Hipnotizada por la adorable imagen de sus pies rozando el suelo de madera, casi
tocándolo. Jugaba con el palillo del chupetín que sobresalía de su boca pequeña y brillante
mientras su cabeza reposaba sobre el respaldo del sofá. «Vení», lo llamó su madre. Él, mi nuevo y
pequeño amorcito, refunfuñó antes de erguirse y caminar hasta la entrada del consultorio; su
madre lo sujetó de los hombros, acomodando su abrigo, y lo expuso frente a mi, como si se tratase
del más exquisito obsequio. «Él es Lorenzo», dijo ella, apretando una vez más aquellos frágiles
hombros. Me encorvé para estar a la altura de su retoño, y con voz suave y una simpática sonrisa
le dije: «Hola corazón, yo soy la Doctora Sforza pero podés llamarme Cynthia. Espero que nos
llevemos bien». Sus ojos hazel se posaron en mi; una mezcla esférica y seductora de verde y
cobrizo que se formaba debajo de una gran cantidad de pestañas preciosas y curvas. Nuestra
distancia, poco menos que inapropiada, era perfecta para percibir ese oroma, esa deseable
esencia dulzona de su cabello rizado, dorado y rojizo como el fuego del amor que ardía en mi
pecho, haciéndome sentir que valía la pena seguir viviendo si eso significaba que estaría con él a
partir de ahora. Y eso, papá, es lo que provoca la fragancia atrevida del niño más hermoso que
alguna vez haya visto. «¡No me traten como si tuviera cinco años!», gruñó haciendo puchero antes
de pasar el marco, empujándome para entrar. «Perdóne», me susurró su madre cuando cerré la
puerta.
«Tomen asiento, por favor», dije señalando las sillas frente a mi escritorio, aunque Olivia fue la
única que se sentó, la otra silla quedó vacía. Él estaba ocupado revoloteando alrededor del cuarto
o dejándose caer sobre el diván, haciendo que su cuerpo entero rebote por el impacto de la caída.
Olivia no paró de hablar mientras rellenaba una planilla con los datos de aquella belleza, cuya
delicada silueta no paraba de moverse para mi gran deleite. Las puntas de sus rizos rozaban su
nuca y frente, y sus suaves labios rosados hacían una linda brecha entre ellos a la vez que movía el
palillo de un lado a otro, formando un adorable bulto en sus mejillas dependiendo de que lado se
encontrara la bola de caramelo. La primera y tercera línea de la planilla tenían la siguiente
información: «Nombre completo del paciente: Lorenzo Matías Ferreyra»; «Fecha de nacimiento:
14 de Febrero de 1995» Tan joven, mi amor.
—Pues para mí es el comportamiento típico de un niño— dije sonriente a la vez que guardaba la
planilla en un folio. Mis ojos se desviaron a él por un segundo.
—Si, pero es muy mal llevado. Se lleva mal con casi todo su curso y los maestros. Por algo tiene
solamente dos amigos.
—Bueno, pero... debe haber algo que le guste ¿no? Es decir, algún pasatiempo...
Eso llamó su atención, como si fuera un cachorro alzando las orejas cuando por fin escucha algo de
su interés. Se levantó lentamente del diván y se sentó se forma correcta para decir:
—Eso es maravilloso —dije— ¿Qué otros deportes hacés aparte del ciclismo?
—¿Y eso a vos que te importa? —dijo clavando su cruel mirada en mi; los ojos entrecerrados, el
ceño fruncido y haciendo puchero con su boca. ¡Deja de provocarme, maldición!
—¡Lorenzo! —gruñó Olivia —En realidad, no hace ciclismo. La última vez que estuvo en un club el
entrenador le dijo que mejor se dedicara al fútbol. ¿Te acordás, hijo?
Dejé salir una risita nerviosa en un intento miserable de llamar su atención, pero como era de
esperarse, Lorenzo no hizo nada. Estaba ofendido por el comentario de su mamá. No podía evitar
sentirme bastante ignorada por él, así que para concluir la visita le indiqué a Olivia que la terapia
de Lo podía comenzar mañana a la misma hora que la cita de ese día (cuatro de la tarde). Para mi
sorpresa y regocijo, la casa de Ferreyra estaba sólo a unas ocho cuadras del edificio. El rosado niño
haría esos ochocientos metros en bicicleta cada miércoles para llegar a mi paraíso. Él y yo, solos
entre cuatro paredes. Me había prometido que lo conquistaría de alguna forma u otra.
10
Sus ropas podían variar cada semana: a veces vestía camisetas simples de algodón o chombas a
rayas junto con la misma bermuda gris, verde musgo o blue jeans; la blancura de sus calcetines se
asomaban por encima de sus zapatillas deportivas,
algo que particularmente me encantaba. Los días menos calurosos llevaba puesta una camisa roja
a cuadros y un pantalón negro o marrón. Tenía una preferencia por los colores primarios de las
prendas que cubrían su torso; mi pequeño amado era tan bonito que todo se veía bien en él. Hubo
un día particularmente caluroso en el que llegó vestido con un pantalón provocativamente corto y
una musculosa que no dejaba nada a la imaginación. Las quemaduras rosas en su piel no era
perfectas, y eso era lo que lo hacía tan exquisito; esa musculosa me permitía observar las partes
que no estaban rosadas, dibujando toda la piel que su jersey llegaba a cubrir mientras andaba en
bicicleta bajo el rayo del sol veraniego. Su autentica piel era blanquecina pura, con una pequeña y
negra marca de nacimiento en el cuello, y poco a poco tomaba ese color rosáceo que se
apoderaba del resto de sus extremidades y mejillas. Ver semejantes detalles de su cuerpo me
hacían casi llorar de excitación.
Entró al consultorio sin saludarme y se desplomó en el diván, haciendo chocar sus piernas en el
aire. Su frente estaba cubierta de un sudor que se asemejaba a purpurina plateada, mejillas y
hombros sonrojados, y una tirita en su rodilla derecha producto de una caída en bicicleta. Como
hubiera regalado media América por besar cada milímetro de sus piernas inquietas sobre la
cabecera del diván. Pura belleza gracias a esos grados de más, imposible de quitarle los ojos de
encima. Su pecho se infló para dejar escapar un suspiro estremecedor mientras me sentaba cerca
de su aura. «Odio el calor, lo odio ..», dijo por lo bajo.
—¿Y? ¿Cómo estuvo el regreso a clases? —pregunté en un intento natural de controlar mi ardor
lascivo.
—Hummmmm
—Uh-uh
—Dale, contáme lo que quieras. Todavía tenemos cuarenta minutos para charlar.
Lorenzo dio otro suspiro y se quedó en completo silencio. ¡Qué frustrante que podía llegar a ser mi
pequeño amor!
—¿No querés hablarme de tus amigos como lo hiciste la semana pasada? ¿Cómo era que se
llamaban? ¿Carlos y...?
—¡Me molesta como hablás! —confesó— Querés hablar como nosotros pero no te sale. Me hacés
acordar a mi abuelo que vive en España.
—Bueno... me parece de mal gusto imitar el acento de un país del que no soy originaria. Es como
si estuviera intentando ser alguien que no soy.
Intenté sonar divertida y confiada de mi misma. De una forma muy patética, por cierto.
—Sos la señora más rara que conocí, enserio. Sos rarísima —dijo mi cínico amor.
—¿Por qué decís eso, corazón? Muchas personas hablan así. Mi marido, por ejemplo. Él es italiano
y su español neutro es perfecto.
—¿Qué?
Una desprevenida sonrisa se formó en mi cara, junto con otro hormigueo pero esta vez
proveniente de mi feminidad. Me dejé hundir en las fantasías de aquel paraíso que pronto
disfrutaría en carne propia. Todo por el simple comentario de la belleza rosada frente a mi. El
cuerpo se me crispó ligeramente cuando mi amorcito de cabello rizado tomó el extremo de su
bermuda y la subió hasta que la piel blanca de su muslo interno fue visible ante mis ojos. ¡Niño
lascivo! ¡Lo hacía apropósito! Me retracté de decir algo al respecto. Al parecer, no le importaba en
lo más mínimo que yo lo estuviera viendo.
—¡¿Pero sabés que si odio?! ¡El verano! ¡Mirá! ¡Me quemo de la nada! —exclamó él, haciéndome
sonreír de ternura.
—Ya estamos en Marzo, Lo. El verano ya está por terminar. Perdón, ¿no te molesta que te diga así,
verdad?
—¿Eh? No, no me importa. Mientras no me digas "tomatito", "Lolo" o alguna estupidez así, no me
importa —hizo una pequeña pausa —Aunque me gusta que me llamen por mi segundo nombre,
eso sí.
El iluso se río de su propio comentario. Esa expresión tan ingenua, tan inocentona, revivió la
imagen de Felipe, sentado en una banca de madera, una tarde de verano en 1985. ¿Felipe
Ferreyra? ¿Lorenzo Camillo? Me duele admitirlo, pero tengo que reconocer que Lorenzo era
mucho más bonito que Felipe; por lo menos en cuanto a lo físico, Lorenzo gana, y por mucho. Con
una atracción vulgarmente sensual pero al mismo tiempo suave e infantil. Su actitud directa y
grosera (típico del varón argentino) se me hizo más que atractiva. Tal vez porque ahora tenía las
preferencias de una mujer adulta y no las de una muchacha enamorada del chico tonto y
caballeroso. Sin embargo, Lo actuaba de una forma que nunca había visto en otros niños bonitos y
genéricos. Él era único. Y sabía que si lo perdía, ni todos los varones argentinos lograrían
reemplazarlo. Había encontrado la aguja en el pajar, el pez más delicioso y hermoso del océano,
mi compañero de vida definitivo.
En el momento que me percaté de que la piel de marfil de su muslo aún era visible, tuve el valor
de verlo a los ojos; esos ojos cuyas irises encendian cada milímetro de mi cuerpo, también me
miraron, perdidos entre esos rizos adorables. Deseosa de que un lascivo «¿Querés ver más?»
saliera de sus labios brillantes, resaltando su bellísimo acento. Pero aún era demasiado pronto
para llegar a ese punto, así que me limité a sólo a imaginarlo cuando estuve sola entre mis sábanas
esa misma noche.
Aquel día fue, lamentablemente, la primera y última vez que lo vi vestido de esa forma antes de
que el frío del otoño llegara. Sin embargo, gracias a esas brisas frescas pude verlo vistiendo un
conjunto de ropa que rápidamente se volvió mi favorito: pantalones de jean azul oscuro junto a
una camperilla del mismo material, desprendida, con grandes bolsillos a la altura del pecho, todo
eso encima de una camiseta de algodón amarilla. El rosáceo desaparecía un poco más cada
semana, haciendo que volviera a su tez blanca natural. Cada miércoles que llegaba era más bonito
que el miércoles anterior. Era como si estuviese gritándome: "¡Dale, da el primer paso!", pero mi
timidez me hacía retroceder por miedo a asustarlo. Teniéndolo sólo a dos metros de distancia
entre el diván y mi sofá individual, cruzada de piernas, fingiendo escribir algo en mi libreta
mientras él hablaba de sus riñas con sus maestros o con Ramiro, recostado, dejando que sus rizos
descansen en un almohadón decorativo, meciendo su fina pierna en el aire, haciendo visible a su
largo calcetín blanco; aún teniéndolo a mi merced, completamente solos en una enorme sala, no
me atrevía a arrojarme sobre él y a besarlo hasta que sus labios se tiñeran de morado y tuviera
que rogarme por respirar. No podía, simplemente no podía.
11
Un 18 de Mayo —memorizo más esa fecha que mi propio cumpleaños, por alguna razón— Lorenzo
me habló de su padre por primera vez. Un desgraciado que abandonó a mi niño cuando tenía seis
años, poco después de comprarle su primera bicicleta. Olivia estaba de compras mientras el
hombre armaba rápidamente sus valijas frente a su hijo. Y antes de que pasara la puerta, su niño
lo detuvo para preguntarle si le enseñaría a andar en bicicleta; el hombre le dijo que lo haría
cuando volviera, pero ahora tenía que irse antes de que mamá llegara. Cerró la puerta y nunca
más regresó. El mismo niño de seis años —pero ahora cuatro años y tres meses mayor— me contó
con una expresión increíblemente triste, que pudo ver desde la ventana como su papá se iba sin
siquiera voltearse a mirarlo. Sentí la necesidad de abrazarlo cuando noté que estaba a punto de
llorar, pero tenía prohibido hacer eso con cualquier paciente. Sólo pude limitarme a alcanzarle la
caja de pañuelos descartables como un gesto de consuelo. Su rostro se sonrojó a la vez que sus
largas pestañas se llenaban de gotas brillantes que parecían destellos de luz desde mi injusta
distancia de dos metros. Deseaba detener el tiempo, el menos por unos segundos, para lamer
aquellas gotitas saladas mientras apretaba sus mejillas.
—Esto es estúpido... —resopló, limpiando las lágrimas a un costado de sus ojos —Mejor hablemos
de otra cosa. ¿Ya te conté cuando le clavé un lápiz a un chico de mi escuela?
—Fue su culpa por molestarme. Puedo ser bastante bravo cuando me enojo.
—¿Ah, sí? —dije alzando una ceja— Para mi sos adorable cuando estás enojado o haces un
capricho.
—Ah, pensé que sí. Pero enserio, me llevaron con el director y el papá de Facundo no dejaba de
gritarme.
—No... no dijo nada —forzó una risa—Se quedó muda y dejó que me retara como si fuera mi
papá. Mi papá...
Lorenzo se quedó en silencio cuando comenzó a sollozar hasta que las lágrimas ya no se
contuvieron y se deslizaron por sus mejillas regordetas e infantiles. ¿Por qué volverlo de esa forma
me excitaba de una forma tan repugnante? Él trataba de cubrir su rostro enrojecido con sus
manitos a la vez que su semblante se arrugaba en un intento de reprimir su llanto. Me hipnoticé
tanto con esa hermosa imagen que no me percaté en que momento exacto mi Lo se levantó del
diván y fue directo a mi depravada persona. Envolvió mi cuello con sus brazos, hundiendo su carita
en mi hombro.
—No me gusta llorar frente a alguien... —dijo por lo bajo mi dulce amor — Me pongo todo rojo.
No me gusta...
Recuerdo la calidez de su cuerpo contra el mío; mis manos temblaron hasta apoyarse en su
pequeña espalda, el pecho se me infló y fui incapaz de moverme durante esos hermosos segundos
que duró el abrazo. Pensé que podría besarlo, aprovechándome de su frágil estado sentimental,
pero él me envolvió de la misma forma en que un niño indefenso abraza a su madre, un abrazo
lleno de fraternidad, sin intenciones lujuriosas; así que me retracté. Él se apartó de mi, y con su
rostro rojizo indecentemente cerca del mío me susurró: «Ojalá vos fueras mi mamá». El alma casi
se me sale del cuerpo, pero enseguida le pregunté sobre su auténtica madre; dijo que ella era una
despreocupada, un "tiro al aire" y que casi nunca estaba en la casa. Olivia trabajaba en horario
recorrido como dependienta en una tienda de ropa genérica. ¿Y luego qué? ¿A dónde se iba? Con
algún amante por ahí, era obvio. Ella era soltera, joven y hermosa, estaba en todo su derecho. El
problema era su negligencia con Lorenzo, su único hijo. La buena crianza va más allá de comprarle
ropa linda o tener varios gastos en él; a veces sólo basta con pasar tiempo con Lo, algo que yo
como su psicóloga estaba haciendo. Lorenzo era un chico dependiente, pero se sentía más solo de
lo que aparentaba, sin un adulto a quien recurrir, y eso realmente me partía el corazón, papá.
Agradezco al más poderoso Dios de cualquier religión por ponerme junto a él en el momento más
conveniente. Sin una figura paterna y una madre ausente, el solitario niño comenzaba a verme
como su único refugio.
12
Y entonces, la sesión se volvió una simpática charla sobre un partido de fútbol organizado
principalmente por sus compañeros de escuela. Estaba muy charlatán, poco común de él. Uno de
sus dos únicos amigos, Ramiro, tenía temperatura, y debía quedarse en cama, por lo que a último
momento llamaron a Lorenzo como su reemplazo. Él me contaba todo eso de manera eufórica
mientras movía sus manos cada vez que se quejaba de uno de sus compañeros de clase. Era lindo
pero extraño verlo así después de su escena dramática; raramente era tan expresivo conmigo.
Todo estaba marchando a mi favor.
—Es que todos los familiares de mis compañeros van a ir a verlos y yo voy a estar solo...
—¿Qué querés exactamente, Lo?
Lorenzo rodó sus ojos hacia arriba y dejó caer su cabeza contra el respaldo del diván, haciendo que
sus rizos se sacudieran por el impacto. Por lo menos su buen humor fue lindo mientras duró.
El partido resultó ser al día siguiente, en una cancha relativamente cerca de su escuela. Oh, papá,
no puedes siquiera imaginar toda la felicidad que sentí cuando me invitó a ir a verlo jugar.
Ocupando el lugar en la pequeña tribuna que su estúpida madre debería ocupar, viéndolo correr
tras una pelota rodeado de otros muchachitos de su edad, sudado, agitado y con el reflejo del sol
en su cabello.
Llegué un poco tarde por culpa del tránsito, así que me apresuré lo más que pude desde el
estacionamiento hasta la cancha. En la tribuna pobremente mantenida, conseguí sentarme entre
un hombre y una madre con su bebé en brazos; la mujer le gritaba a un niño específico, supongo
que era aquel que intentaba ocultarse de la vergüenza. Con eso, reviví la imagen de Lo
prohibiéndome hacer eso; su voz, su dulce y a la vez irritante voz resonó en mi conciencia,
provocando de manera instantánea que lo comienzara a buscar con la mirada entre todos los
demás niños que lograba ver a través de una molesta red. Un suspiro se escapó de entre mis labios
cuando nuestras miradas chocaron al mismo tiempo. Estaba con las rodillas flexionadas,
acomodando la canillera y el largo y grueso calcetín que cubría hasta abajo de su rodilla. El verano
había concluido hace meses, por lo que su piel rosada ya estaba desteñida por completo, dejando
que su figura mantuviera ese blanco legítimo, resaltando a la vista de todos el deslumbrante
celeste de la camiseta que lo vestía. No era una sorpresa, desde luego, que mi Lo fuera el más
agraciado en ese campo lleno de mocosos desaliñados y con cabello sucio —aunque el cabello de
Felipe también era bastante sucio—. Un milisegundo después de que nuestras miradas se
encontraran, sacudí mi mano con entusiasmo desde la tribuna y él me sonrió... ¡Me sonrió!
Recordé ver la bicicleta de Lo aparcada cerca del estacionamiento, asegurada con una cadena.
¿Había llegado solo? ¿Su madre no consideró al menos llevarlo? ¿En dónde estaba? Santos cielos,
seguro ni estaba informada de tal partido. Pero, ¿eso que importaba de todos modos? Yo estaba
con él. Yo y nadie más. Olivia no resultó ser el estorbo que pensé que sería, pero aún así...
—¿Ese es tu nene? —dijo una voz a mi lado. Era un hombre flacucho y con un mal tatuaje debajo
de los nudillos —Ese, el coloradito —señaló a Lorenzo cuando pateó la pelota.
—Ah mira, él mío es aquel. El más alto. Creo que al tuyo le saca como una cabeza y media.
Vi al niño que tanto apuntaba y noté que efectivamente era demasiado alto para ser de la misma
edad que Lo.
—Doce. Sí, repitio un par de veces el tarado. Pero para el fútbol es una máquina. ¿Sabias que fue
el que más goles hizo en el torneo del año pasado? Hasta lo llamaron para entrenar en Gimnasia,
pero mi señora no quiso. Dijo que es preferible que se concentre en sus estudios.
—Opino lo mismo —respondí — Los chicos necesitan una buena educación, de lo contrario...
Repentinamente toda la gente en la tribuna festejó el gol que fui incapaz de ver por estar
"charlando" con el imbécil a mi lado. Tan pronto devolví la vista a la cancha, varios de sus
compañeros parecían elogiar a Lorenzo, quien sonreía de manera orgullosa. Intenté gritarle algo
pero en ningún momento volteo a mirarme, aunque me sentía feliz por él.
—Así que fue tu nene el que hizo el gol...—comentó decepcionado — Que raro, generalmente
todos se la pasan a Rodrigo para que él anote. Mi hijo nunca le erra al arco.
—Bueno, de vez en cuando alguien más tiene que anotar. Se supone que son un equipo, ¿no?
Un golpe seco nos descolocó a ambos, seguido del silbato del árbitro. Lorenzo tenía su mano
cubriendo su nariz sangrante mientras le gritaba al estúpido de Rodrigo.
El árbitro le indicó a Lo de ir a cierto lugar cerca del bufet. Su nariz sangraba mucho y tenía un
raspón en la mejilla derecha. Y a pesar del escándalo que Lorenzo armó, decidieron tomarlo como
un accidente por parte de Rodrigo y seguir con el partido que estaba por acabar. Mi estado de
preocupación teatral era evidente para los demás padres en el momento que dejé la tribuna y
corrí a donde fuera que se dirigía Lo. Llegué al... ¿vestuario? Sí, era el vestuario donde Lorenzo
estaba atendiendo sus heridas.
—Me imaginaba que me ibas a seguir —dijo él mientras limpiaba la sangre de su nariz.
—¿Enfermera? Es un partido así nomas, no la copa del mundo. Por lo menos tenemos árbitro, o
algo parecido.
—¡Dios, mirá! ¡Mirá como estás sangrando! —exclamé envolviendo mis manos en su rostro,
rozando mi pulgar cerca de su pequeño orificio nasal —Deberíamos ir al hospital. Puede que te
hayas fracturado —agregué.
—¡Estoy bien! —gritó él empujándome para salir del vestuario —¡Te lo dijo enserio, estoy bien!
Tengo que volver a jugar. El partido ya va termina.
—Pero, Lo...
Olvidé preguntarle si aquella palabra de cuatro letras fue dicha apropósito o simplemente no lo
había pensado. Sin embargo, la simple pronunciación de esta saliendo de su boca fue más que
suficiente para dejarme contenta al saber que fue dirigida a mi.
Salimos hacia el estacionamiento cuando el partido finalizó con el equipo de Lo como ganador
gracias a los dos goles que hizo (el otro fue momentos antes de que el partido terminara). Algunos
chicos lo felicitaban y sugerían que fuese el reemplazo definitivo de Ramiro a partir de ahora, a lo
que Lorenzo respondió con un largo «Naah», y siguió caminando a la par de su silenciosa y
elegante madre. Mientras algunas familias subían a sus autos con sus respectivos niños, Lorenzo
me detuvo cuando vio a lo lejos un puesto de comida callejera.
—¿Me comprás una hamburguesa? — preguntó él. Aunque el tono en que lo dijo se oyó más
como una orden, y yo, tontona enamorada, obedecí.
Encaminé hacia el humilde puesto atenido por un gordo desagradable y sucio cuando noté que
Lorenzo miraba sobre su hombro para ver a quien lo llamaba desde otro auto. Era otro niño de su
edad, rechoncho y moreno, con un enorme grano rojo en la mejilla derecha que era visible incluso
desde la distancia en que nos encontrábamos. ¡Qué asco!
—Es Carlos —respondió Lo —Tengo que hablar con él. Ahora vuelvo —agregó.
—¡Esperá, esperá! —exclamé de una manera tan rápida que pareció una sola palabra. Lo tomé del
brazo antes de que pudiera alejarse de mi, algo que lo desconcertó, pues me lanzó una mirada con
los ojos bien abiertos y el ceño fruncido —Eh... ¿Con o sin mayonesa? —añadí tratando de
disimular mi exagerada reacción.
—¡Con! ¡Y mucha! —contestó después de soltarse de mi agarre y correr hacia su feo amiguito.
¡Dios! ¡Que malvada que era al no tolerar que mi Lo tuviera relación con niños tan poco
agraciados! Pero al fin y al cabo eran sus únicos amigos, y eran útiles para resaltar aún más la
delicada belleza de mi pequeño y blanquecino amor. Una vez que ambos estuvimos dentro del
auto —la rueda trasera de la bicicleta de Lo apenas sobresaliendo del baúl—,
realmente moría de ganas por interrogarlo sobre la charlita con su amigo que por desgracia no
estuvo al alcance de mi rango auditivo. Pero me contuve para tampoco abusar de su casi dichosa
confianza. Me bastó con sólo observar su adorable perfil por el rabillo de mi ojo desesperado,
mientras él llenaba su boquilla con la carne grasienta entre dos panes. Sus huesudas rodillas,
manchadas con el verde del pasto y tierra, se asomaban por debajo de la mochila en su regazo, un
poco cubierta con migas de pan. Su tierna mandíbula se movía se arriba hacia bajo de una manera
más que acelerada, con una mejilla rosada rellena de comida. Trataba de que alguna forma mi
mano rozara con su rodilla o muslo cuando pasaba los cambios, pero Lo, totalmente distraído al
mirar por la ventanilla, movía sus inocentes piernas lejos de mi alcance. Ante los intentos fallidos
de acariciarlo, decidí hablar con él: le pregunté cómo estaba su hamburguesa (ya la había
devorado un poco más de la mitad), dijo que estaba rica pero se quejó porque no tenía mayonesa.
«¡Uy, me olvidé!», mentí. No iba a permitir que su hermosa piel fuera corrompida por el exceso de
esa porquería, sufriente tenía con esa desagradable hamburguesa. Pero antes de que pudiera
decir algo más, él me pidió, de forma muy despreocupada, que lo llevara a mi casa para ducharse.
Íbamos muy rápido, ¿no, papá? Pero, ¿qué tan idiota tendría que ser para rechazar semejante
petición? La idea original era llevarlo hasta su casa —creo que cabe aclarar que yo sabia su
dirección de memoria desde que Olivia me la hizo saber en la planilla con todos los datos de Lo—,
pero él ya traía otra muda de ropa consigo en la mochila que utilizaba para llevar sus útiles
escolares. ¿Había Lorenzo planeado ir a mi residencia desde un principio? ¡Que importaba! ¡Él
podía ir y quedarse todo el tiempo que deseara! ¡Podía ducharse en mi baño! ¡Dormir en mi cama!
¡Quedarse conmigo para siempre, desde luego que podía hacer eso! Pero me lastima saber que no
tendrá diez años para siempre. Incluso una flor tan pura y hermosa como él obligatoriamente
comenzará a marchitarse...
Una vez que la hamburguesa ya estaba en sus entrañas, Lo se encontraba observando a un perro
en el auto vecino; me armé de valor para acariciar su sueve mejilla durante un semáforo rojo. Fue
un roce leve, inofensivo, pero lleno de mís más grandes deseos por aquel chiquillo de pómulos
rosados. Pues en ese instante mágico, en ese preciso tiempo en que perdurara la luz roja, él era
mío, con la luz roja él era un niño de diez años, estaba conmigo y era mío, sólo mío. De una forma
inevitable, la luz cambiaría a amarillo, y luego a verde, y él ya no sería mío. Sin embargo, durante
el plazo de la luz roja, él volteó a verme. No podía resistirme por aquellos ojitos encantadores,
esos labios brillantes y entreabiertos, su manito deslizándose hacia mi... Pensé en robarle un beso,
uno muy pequeño y rápido, sin importarme que alguien pudiera vernos. Pero el cruel semáforo ya
había cambiado a verde junto a un bocinazo que me obligó a seguir adelante, y Lorenzo volvió a
mirar al perro mientras sonreía.
13
Papá, una cosa es tener a Lorenzo, a mi hermoso Lorenzo, a una lamentable pero normal distancia
entre un sofá de un cuerpo y un diván —diván que por cierto había acercado un poco más a mi
sofá desde que Lo comenzó a ir —, pero otra cosa muy distinta era tener a ese mismo muchachito
prepúber, desnudo y mojado, encerrado entre las cuatro paredes de mi baño, en mi casa, en la
telaraña gigante en que se había transformado desde el momento en que él pasó por el gran
portón blanco,
—portón que Alessandro mandó a reconstruir dos años antes de casarse conmigo—. Oh, sí que
era muy distinto. Mi excitación lo dejaba muy en claro.
Lorenzo quedó sorprendido por el gran tamaño de la casa y de lo llamativa y refinada que era en
comparación con las demás casas aledañas, con pintura desgastada y sucias baldosas despegadas.
Decía que le recordaba a las casas que se veian en nefastos programas de comedia yankees o en
los dibujos animados, con una larga escalera que lleva principalmente a los dormitorios. Pero allí
arriba también se encontraba el baño, y Lo subió contento por la escalera poco después de que se
lo indiqué.
Le mostré como usar las llaves del agua mientras él, sin ningún pudor, comenzó a deshacerse de
las largas y gruesas medias que cubrían la mitad de sus encantadoras piernas. Quedó allí sentado,
en la tapa del inodoro, cuando me dijo que ya podía salir. Cerró la puerta con fuerza detrás de mi
y, unos segundos después, escuché como el agua empezó a correr. Le pregunté si no necesitaba
algo más, (alguna toalla, un jabón o lo que sea, yo sólo quería tener alguna excusa para entrar),
pero me respondió que estaba bien, que no necesitaba nada y que lo dejara en paz. Suspiré
decepcionada y bajé por las escaleras. Pasé por el living hasta llegar a la cocina y apoyé ambos
codos contra la cerámica de la barra. Me revolví el pelo, me mordí las uñas arruiando mi esmalte
rojo y volví a resoplar dolorosamente. ¿Qué podía hacer en una situación como esa, papá? ¡Con mi
amorcito allí arriba! No lo soporté y volví a subir. No quise tocar la puerta, sólo me quedé tras ella,
para, de alguna forma, poder persivir el perfume de su ropa con sudor dispersa en algún rincón del
tibio suelo, estremecerme al escuchar como el agua se desliza por su cuerpo de contornos
infantiles, la espuma del shampoo acomulándose en los pliegues de sus orejas y en el adorable
hoyito que era su ombligo. Tanta espuma burbujeante entre sus dedos... tanta agua abrazando ese
cuerpecito tallado en marfil...
Sin embargo, los pensamientos indecentes se reventaron al igual que alguna burbuja de jabón en
medio de sus muslos, seguido del chirrido al cerrar la llave, y dos pequeños pasos se sintieron al
apoyarse contra los húmedos azulejos. Bajé una vez más y me precipité hasta la cocina, donde
después de servirme un trajo, tomé una lapicera y usé la hoja en la que Alessandro escribió una
receta que jamás cocinamos. Los pequeños pasos se volvieron a oír pero esta vez en la madera de
los escalones, salteando el último escalón de un brinco, y tan pronto me encontró en la cocina,
pidió que bajara su bici del auto para marcharse. Las puntas de sus rizos
goteaban, empapando el borde de su camiseta roja y resaltando más el tierno contorno de su
cabecita. No lo dejé salir así, desde luego. Siempre preocupada por su bienestar, le indiqué que
tomara asiento para pasar mi secador de pelo por sus rizos naturales, y él aceptó a regañadientes.
Apoyando su pequeño pero firme trasero sobre el cuero azabache de la silla, el molesto ruido del
secador no me permitía escuchar lo que estaba diciendo, aunque podía deducir que era sobre una
pintura de Alessandro visiblemente colgada en el comedor. Estaba muy arrepentida de haberla
dejado ahí, ya que mi niño curioso comenzó a hacer preguntas estupidas que no quería responder:
«¿Tu esposo pintó eso?» «¿Es un artista profesional?» «¿Dónde está él?» «¿Están divorciados?».
No quería responder, pero mi debilidad por él me obligó a contestar —de una manera sutil —cada
una de sus incertidumbres que no eran de su incumbencia. En efecto, mi esposo pintó aquella
pintura; pero no es un artista profesional, sólo es un pasatiempo. Sí, yo era su modelo. Él está en
Venecia. No, Venecia no está en Francia, Lo. Queda en Italia. Tendrías que estudiar más geografía.
¿Por qué viajó? Oh, asuntos de trabajo, mi amor. No lo entenderías —pasé mis dedos por su cuero
cabelludo, sacudiendo los mechones de cabello que ya estaban secos —. Pero no, no estamos
divorciados, aún. Tu pelo es hermoso, Lo. ¿Ah, si? ¿Quién te lo dice seguido? Bueno, está bien, no
respondas si querés. Sí, ya casi termino. Dios, Lo, ¿tan apresurado estás? ¿A dónde vas
exactamente? A lo de Carlos, ah. ¿En serio sabés cómo llegar? No quiero que te pierdas, Lorenzo.
Pero... ¿no querés que...? —Lo me interrumpió con un fuerte, pero agudo y adorable estornudo —
¿Viste? Y vos querías salir con el pelo todo mojado. ¿Qué estaba por decir? No, nada, no importa
—sus rizos, ya casi secos por completo, se seperteaban entre mis dedos, acariciando mis huesudos
nudillos, una que otra caricia en sus hombros —Ya está, terminé.
La tarde era rosada y naranjosa aún. Quería que Lo llegara a la casa de Carlos antes de que
anocheciera, aunque al mismo tiempo anhelaba que se quedara conmigo. Sin embargo, antes de
que Lo pusiera su otro pie en el pedal, le entregué un trozo de papel con varios números escritos
en él, junto con dos monedas de un peso. «¿Y esto?», preguntó mi amor.
«Es el número de mi casa», respondí. «Si llega a pasar algo, llamáme desde un teléfono público»,
agregué. Acaricié su cabello a la vez que él me entregaba una sonrisita de lo más encantadora,
logrando que me ruborice un poco. «Anda con cuidado, por favor», dije a lo último mientras él
asentaba con el cabeza, acomodando un rizo detrás de su enrojecida oreja. Apoyó la suela de su
zapatilla en el pedal y enfiló hacia la calle, sin darse cuenta de que yo permanecí en la vereda para
observar como logró desprenderse de mi telaraña sin ser devorado.
14
Lo primero que noté al volver a entrar al baño fue que el tontuelo de Lorenzo había olvidado su
ropa sucia en el bidet. Su camiseta parecía una pequeña sábana desgastada y debajo de ella
estaba el aún más interesante pantalón corto con una casi invisible mancha de verde musgo en la
parte trasera. Las canilleras y medias estaban detrás del bidet, como si Lolo las hubiera arrojado a
la nada antes de meterse a la ducha, porque estoy muy segura que eso fue lo que hizo, el muy
impaciente. ¿En serio estaba tan desesperado por ir a la casa del niño gordo ese? O puede que las
haya dejado ahí a propósito, y si fue así... ¡Qué considerado era mi niño! ¡Teniendo en cuenta las
necesidades lascivas de la pobre mujer a quien tenía tan locamente enamorada! Deducí que él
podría regresar en cualquier momento por sus prendas, así que sólo jugué un poco con ellas antes
de que las lanzara al lavarropas: extendí el pantalonsillo de modo que imaginé la estrecha cintura
de mi amor atrapada entre mis manos temblorosas y hundí mi cara en su entrepierna con una
fuerte inhalación. Su esencia no era nada parecida a la de un muchacho mayor, desde luego que
no, era suave y deliciosa; tampoco tenía sabor, pero era demasiado exquisita. Su camiseta no
poseía ningún olor desagradable a sudor, no como los pubertos o adultos malolientes. Ay, papá,
las hermosas y delicadas ventajas de desear a un niño de apenas una década de vida.
Después de que el agua del electrodoméstico comenzara a ahogar su ropa —no sin antes una que
otra inhalación sobre las telas que abrazaron su cuerpo —, me dispuse frente al ordenador en mi
habitación para encotrar algún consejo del viejo mundo. Un foro de origen británico donde cientas
de mujeres europeas de todas las edades intercambian anécdotas y opiniones. Ramona era una de
las participantes más activas del foro, y fue ella quien me adentró a aquel sitio poco despues de
casarme, pero nunca publiqué una anécdota propia.
Luego de tener a Lorenzo en mi residencia, había tenido una visión en donde Olivia, la mayor
autoridad legal de mi pichoncito, era aniquilada de la faz de la tierra, dejando a Lo, de alguna
forma, a mi merced. Pero, ¿era necesario llegar a ese punto? ¿Podría gozar de mi Lorenzo sin
deshacerme de su madre? En realidad, no soy una asesina sanguinaria como tú, papá, sin ofender,
ya que estoy segura de que me sentiría terriblemente angustiada si llegara a eliminar
a Olivia con mis propias manos. Así que, luego de muchos años, volví a adentrarme una vez más en
aquella muchedumbre virtual de féminas ordinarias.
Para mi sorpresa, no encontré ninguna publicación reciente de Ramona. Pero luego de escarbar
entre miles de textos, vi una publicación que ella había hecho hace dos años atrás (en el mismo
lapso de tiempo donde perdimos contacto), y en el texto afirmaba que abandonaría el foro por
razones desconocidas. Algunas participantes le hicieron preguntas, pero ella nunca respondió. Me
sentí un poco preocupada, sobre todo por Jean-Marie, quien para ese entonces tenía catorce
años. Sin embargo, los recuerdos de las fantasías y anhelos que tenía por ese chiquillo francés se
desvanecieron como polvo insulso al repensar su edad y, por supuesto, al remplazar su imagen
puberta por la infantil de Lo.
Había una española registrada como «Rosa» que con un inglés espantoso relataba su amorío con
el mejor amigo de su novio, con quien se casaría en dos meses; muchas le aconsejaron cancelar la
boda y que hablara con su prometido, otras la incitaban a pensar que sólo había sido un desliz
inofensivo, y otras simplemente la mandaban al demonio por ramera traicionera. Una
norteamericana que residía en Londres escribió un sermón porque su esposo no la ha tocado
desde hace tres años y sospechaba que tenía una amante. Otra lloraba porque el chico que le
gustaba salía con su mejor amiga y bla bla bla. Muchas... no, que digo muchas, todas las desgracias
de aquellas mujeres eran en torno a algún hombre-niño, y yo no era la excepción. Publiqué lo
siguiente:
"Hola. Estoy en medio de una situación que quiero compartir con todas ustedes, lo más seguro es
que varias se sentirán identificadas. Me divorcié hace ya varios años y estuve sola por mucho
tiempo. Pero gracias a Dios pude encontrar el amor una vez más con un joven hermoso que me
ama con locura. Lamentablemente, su único defecto es el gran apego que tiene por su madre. Es
algo difícil para mí, porque lo amo más que a nada y no quiero dejarlo sólo por ser dependiente a
ella de una manera emocional, y a veces también económica. ¿Qué me recomiendan hacer?
Muchas gracias"
En realidad, sólo buscaba una solución alternativa a la mía: volverme amiga de Olivia. ¿Te lo
imaginas, papá? ¿A mi, a Cynthia Undergraund, siendo la compañera de bar de la mujer que tuvo a
mi amado dentro de ella durante ocho meses y tres semanas?
Puedo fingir ser muy simpática cuando me es conveniente, y estaba consiente de que no sería un
método rápido. Podría tardar meses enteros para conseguir el tipo de confianza que yo
necesitaba, pero valdría la pena. «Lorenzo, hijito, los papás de Carlos no van a estar en su casa el
fin de semana. ¿Por qué no te quedás en la casa de Cyn? Siempre y cuando ella no tenga ningún
problema». Oh, por supuesto que no lo tenía. La tierna y solitaria Cynthia requería un poco de
compañía después de su doloroso divorcio, y sus brazos enredarían el pequeño torso de Lory
después de verlo llegar en bicicleta con el sol reflejado en su piel e irises. Sin embargo, necesitaba
que alguna mujer mentalmente sana me diera su opinión o que sin vacilar dijera que debía
asesinar a mi pobre suegra. Pero no pensaron diferente a mi. ¿Tal vez si pienso como una mujer
sana después de todo? Una participante cuyo estúpido nombre era el de una fruta me respondió
que ser compañera de mi suegra era una de mis mejores opciones si es que no quería cortar con
mi supuesto novio; si la relación de nuera-suegra es buena, entonces hay más posibilidades que la
relación amorosa también sea más llevadera.
Aunque la opción más fácil siempre es terminar la relación, ¿no es así? Rameras inútiles.
Decepcionada, escape de aquel sitio nefasto para malgastar mi tiempo en cosas más importantes.
No sin antes bajar para ascender las luces de la casa y servirme otro trago. Todavía lograba
escuchar el lavarropas andar desde el cuarto de lavado hasta la cocina. La casa era demasiado
silenciosa aún. Anhelaba escuchar la vocecita Lo llamándome desde
mi habitación, sentado en el borde de la cama y pidiéndome que le ayude a quitarse las zapatillas
con
las suelas llenas de barro. ¿Eso lo había imaginado y realmente ocurrió unas horas después? Como
sea, parte de mi aún tenía la desdicha de que jamás podría poner una mano encima de Lo, así que
busqué por línea alguna cámara lo suficientemente pequeña como para lograr ocultarla en un
lugar específico en la sala donde podía estar con mi Lo a solas una vez a la semana, un lugar
mágico donde el lente de la cámara enfocara sus piernas juguetonas e inquietas, así podría
deleitarme con sus exquisitos cortometrajes durante muchos, muchos años. ¡Qué tonta fui al
retractarme de cometer aquella locura! Ahora mismo tendría un mínimo regocijo al poder ver,
aunque sea a través de una pantalla, a mi amado Lorenzo cuando aún era deseable de pies a
cabeza.
15
El pitido del lavarropas resonó en la casa cuando el agudo rechinido de la puerta también lo
acompañó. Me atraganté con el whisky en el momento que oí la puerta cerrarse de golpe. Apagué
el monitor del ordenador mientras intentaba aclarar mi garganta con comezón. Cerré la puerta de
mi habitación y abandoné todo pensamiento lujurioso al deslizarme poco a poco hacia el barandal
de la escalera. ¿Acaso era Alessandro? ¿Se había arrepentido de su cobarde
huida y regresó a la Argentina sin avisarme? ¿O es que acaso era Olivia que había venido hacia mi,
furiosa y asqueada, luego de que su hijo le contara que su terapeuta había intentado manosearlo
varias veces? Estaba muy alerta en aquellos tiempos, a pesar de que entre Lorenzo y yo aún no
había pasado
nada. Y es porque Lo no era ningún tonto cuando no quería serlo. De modo que todo lo que podría
llegar a pasar ocurriría con su total aviso y consentimiento.
Ahora bien, cuando me encontraba ya casi a la mitad de la escalera, un suspiro —bastante
estremecedor debido a la sorpresa más que por la excitación— se escapó desde lo más profundo
de mi ser. Era...
—Dejála ahí, no importa —respondí cuando Lo soltó los manubrios y dejó caer la bici contra la
puerta. Sus zapatillas tenían un poco de barro y ensuciaron los cerámicos grisáceos mientras se
acercaba más y más a mi. Ninguno de los dos sabía que hacer.
—Sí, ya fui. Pero me acordé que mi mamá no viene a mi casa hoy, así que... ¿puedo quedarme
acá? Tengo
mucha hambre, y sueño...
—Dios mío, Lo —me apreté el entrecejo, fingiendo indignación como toda una adulta responsable
—Son casi las nueve de la noche, ¿cómo permitieron que anduvieras solo por la calle? ¡¿Y por qué
no me llamaste?! ¡Si te llegara a pasar algo...!
—Los papás de Carlos no estaban —respondió apoyándose en el barandal —Y gasté la plata que
me diste en chocolatines, ¿querés uno? —palpó con su manita el bolsillo izquierdo de su bermuda
—No le digas a mamá lo que hice, ¿dale? Es un secreto.
—Sos un caso perdido, Lolo —dije a propósito —Vení, vamos a ver si tengo algo para que comas.
Él me siguió por detrás, con una radiante sonrisa y rubor en sus pómulos. Sus ojos parecían perlas
recién pulidas, su cabello rizado estaba enmarañado
y el rubor de sus mejillas no desaparecía por más helada que estuviera la noche. Le preparé unos
dos sándwiches de mermelada con el pan lactal que encontré en la alacena. Hacia mucho que no
cenaba en mi casa, por lo que no poseía los alimentos para una cena decente; aunque Lo se veía
más que feliz, con ese ardor inapagable en su rostro que me llevó a creer que podría tener fiebre.
Deslicé la palma de mi mano hasta rozar su frente, pero él sólo se quejó a la
vez que seguía masticando. Lo observé, desde aquel rizo rebelde que se asemejaba a una antena
en el centro de su cuero cabelludo, hasta el huesecillo que sobresalía de la articulación de su codo,
pasando a sus pequeñas manos que sostenían un improvisado sándwich, el suave rosado de sus
uñas, su mandíbula
inquieta, las pupilas resplandecían y las esquinas de sus labios se elevaban a cada momento. Lo
observé sintiéndome la persona más afortunada del planeta.
«¿Qué?», preguntó sin dejar de sonreír. «¿Tengo algo
en la cara?» Tal vez empezó a sentirse observado y lo avergoncé ¡Tan lindo, lindísimo! Pero por
más encantadora que fuera nuestra cena en la barra de cerámica, no podía disfrutarla del todo
debido a la curiosidad que me provocaba saber sea lo que sea que hizo mi Lorenzo antes de llegar
a mi. Pensé: ¿Qué es lo que dos niños de diez años pueden hacer en dos horas en una casa
despojada de adultos? Era más de lo que podía soportar. No quería malpensar.
—¿Ahora que pasa? —dijo con algo de preocupación reflejado en su rostro, a pesar de que sus
palabras intentaban sonar firmes.
—¿En serio solamente eran vos y Carlos en su casa? ¿Carlos no tiene hermanos? ¿O hermanas? —
arrastré
la última palabra de una manera un tanto exagerada.
Lorenzo me miró. Su sonrisa ya se había apagado, al igual que sus mejillas, pero el brillo de sus
ojos permanecía, siempre permaneció. Miró el pan en el plato, lo tomó con sus manitos, y le dio
un mordisco.
Lo y yo nos miramos y volvimos a reír. Saqué un poco de provecho de la simpática situación para
apoyar mi frente en su hombro. Todo era más que perfecto, así que dejé pasar la interrogación y
decidí disfrutar de la tan milagrosa presencia de mi amor. Y es que lo amaba demasiado,
¿comprendes, papá? Una vez que comenzaron los bostezos, dejó reposar su mejilla en el hueco
que formaba la palma de su mano hecha de marfil. Quería esperar a que se durmiera en el sofá y
así poder cargarlo hasta mi habitación, con mis brazos sosteniendo su peso y su carita contra mi
corazón palpitando a una alocada velocidad. Sin embargo, mi fantasía quedó una vez más como un
distante anhelo cuando me dijo que quería ir a dormir directamente en una cama y no en un sofá.
Sus parpados se entrecerraban mientras lo guiaba hasta la habitación donde dos adultos solían
tener sexo incontables veces durante sus primeros años de matrimonio. Me preguntó entre
bostezos si aquella segunda habitación estaba ocupada, la que estaba justo al lado del baño, pero
esa habitación no pertenecía nadie, por lo menos no a alguien vivo. Allí sólo se pudrian las pinturas
de Alessandro, junto a una cuna, un cochecito y un sonajero. Ya dentro del cuarto pintado de
colores azulados y negruzcos, de la misma forma en la que se lo hubiera ordenado, Lo se precipitó
hacia la cama y se dejó caer, quedando boca abajo y con la vista de sus glúteos listos para ser
apretados. Dijo que estaba muy cansado y que le dolía un poco la nariz a la vez que yo, de la
manera más rápida posible, abría las sábanas de la cama para lograr irme de la habitación cuando
antes. Con un autocontrol sobrehumano, trababa de no mirar a Lo para poder rechazar mis
impulsos más lascivos. Él seguía hablando, casi en susurros, sobre que a la mañana siguiente
debíamos pasar por su casa para que tomara su guardapolvo y útiles escolares, y que debía estar
en la escuela a las ocho en punto. También había hecho algún comentario sobre el ordenador,
pero por primera vez no presté atención a lo que dijo exactamente; sólo recuerdo haberle dicho
que no podía usarla porque era de mi marido. Le recordé sobre su ropa olvidada, a lo que él
respondió con un débil «Ah, mi ropa...», mientras frotaba sus parpados. Me dirigí al clóset para
buscar una sábana para mi en tanto que le comentaba a mi fatigado compañero que su ropa ya
estaba limpia y que podría
llevársela mañana. Giré sobre mis tobillos, cargando una manta de lana color beige, y logré ver el
preciso
momento en el que Lo cubría su adorable figura con las sábanas, apoyó su cabeza en la almohada
y terminó de cubrir el resto de su cuerpo, de modo que sólo sus ojos y su cabello eran visibles
gracias a la tenue luz de luna que entraba por la ventana. Tragué saliva. Mi corazón, que palpitaba
a mil, estaba por salir disparado de mi pecho en cualquier momento.
Vi una vez más a ese pequeño y encantador bulto en la cama matrimonial, con sus rizos dispersos
por la suave almohada que, debido a la oscuridad, parecían ser castaños, y con sus ojitos
viéndome a mi, sólo a mi, y a nadie más que a mi. «Voy a estar abajo. Si necesitás algo, llamáme»,
susurré. Él contestó con un pequeño quejido mientras se retorcía debajo de las sábanas floreadas.
«Hasta mañana», me susurró mi dulce amor. «Sí, hasta mañana», dije tomando el picaporte.
Retiré mi aura ardiente de deseo y cerré la puerta, huyendo cobardemente del paraíso.
16
No estoy segura de cuánto tiempo estuve sentada frente a la barra de la cocina, tambaleándome
en la butaca por el sueño y una ligera borrachera, pero incapaz de dormir por obvias razones.
Comencé a recorrer el living, con un vaso de whisky en mano. Vi por el ventanal que da a la calle:
ni un alma, total silencio. La noche mágica, aunque poco estrellada, estaba adornada con una gran
luna llena. Pasé por el sofá, donde estaba la manta extendida, intacta, esperando a que me
durmiera sobre ella. Llegué al oscuro comedor y lo primero que contemplé fue la pintura de
Alessandro; todavía no lograba entender que era lo que me impedía quitarla de allí y arrojarla
junto a las otras en la habitación de mi difunto hijo. Tomé un sorbo de whisky y seguí mi recorrido
hasta pasar por el estante donde se encontraba una gran foto del día de mi boda, en la colorida
Venecia. Estábamos frente a un gran pastel blanco, ambos sosteniendo el cuchillo mientras
sonreíamos a la cámara. A su lado había otra fotografía enmarcada, un poco más pequeña, que
había sido tomada durante nuestra luna de miel en París. Estábamos frente a la Torre Eiffel. Ale
tenía sus brazos alrededor mi cintura, mientras que yo tenía los brazos sobre su cuello. Los lados
de nuestras caras inicialmente se habían apretado, aunque en el último segundo me volví y besé a
mi amado esposo en la mejilla, lo que provocó que él cerrara los ojos y tuviera una sonrisa genuina
en su rostro. Yo también sonreía, y tenía mis propios ojos cerrados. De fondo, un hermoso
atardecer naranja y amarillento pintó nuestra foto llena de amor. Las esquinas de mis labios se
elevaron débilmente al recordar nuestros momentos dorados como marido y mujer. Tomé otra
linda fotografía aledaña —una en donde se notaba mi barriga de embarazada, Ale me besaba la
mejilla y estábamos rodeados de ropa y chucherías para bebés— y, de repente, pensé en los
fósforos que guardaba en la alacena o por encima del refrigerador. Me precipité hacia mi punto de
partida para llevar acabo las intenciones de un auténtico pirómano, pero cuando pasé por la
puerta principal me detuve al ver la pequeña bicicleta de Lo apoyada contra la madera de roble.
Junto a ésta estaba su mochila, descansando contra los rayos de la rueda trasera. Era tan azul y
negra que casi era invisible a la simple vista. Me paralicé por un segundo frente a la bicicleta y, en
ese momento de deslumbre, me mordí el labio para evitar insultarme por ser tan estúpida al
pensar demasiado en el maricón de Ale cuando a unos pocos metros de mi tenía al nebuloso
Lorenzo, envuelto en mis sábanas, durmiendo entre suspiros cálidos y con sus pestañas reposando
en sus pómulos como si fueran las alas de un ángel. Tomé la mochila y la llevé conmigo. Arrojé la
maldita fotografía al tacho de basura y me dejé caer en la blandura del sofá abrazando la
encantadora mochila.
Olía a lápices y cuadernos nuevos, acompañado de una esencia a chocolate, una de las
características de Lo que tanto me enloquecían. Cuando la abrí para ver su interior con aún más
aroma a chocolate, lo único que había era el abrigo celeste que mi amor llevaba puesto el día que
lo conocí, y en el fondo más profundo de la mochila se encontraba una hoja de papel doblada a la
mitad, como si Lo la hubiera puesto allí abajo con la intención de ocultarla. Fruncí un poco el ceño,
saqué la hoja de aquella oscuridad y me deslicé hasta la cocina (el único ambiente de la casa con la
luz encendida). En la claridad, abrí la hoja que ya estaba un poco arrugada y lo primero que pude
distinguir era que no había letras escritas, sino el dibujo a lápiz de un niño; los trazos se unían y
formaban el torso y un poco más de la cintura del pequeño modelo, y en el extremo de la redonda
cabeza los trazos se enloquecían haciendo espirales y formando rizado cabello. El niño dibujado
vestía una camiseta y unas bermudas muy simples. En el centro de su rostro había dos adorables
ojos llenos de brillo y una sonrisa de lo más hermosa: no había duda alguna, aquel niño dibujado
era mi Lo. Llegar a esa conclusión me produjo cientas de emociones en menos de un milisegundo,
y el ceño se me frunció de una forma inimaginable al notar que a un costado del dibujo había unas
pequeñas letras —junto a un ridículo corazón mal hecho— que decían:
«De: Juli
Para: Mati»
El corazón estaba junto a «Mati». ¿Mati? ¿Matias? ¿Lorenzo Matias Ferreyra? ¿Quién carajos era
Juli?
¿Y cómo era posible que sintiera tanto odio hacia una chica de la que apenas unos segundos antes
no conocía su existencia? Debido a aquella visita a la casa Carlos, deduje de inmediato de que
«Juli» era hermana (o prima, o lo que sea) de la bola de grasa.
Era un revuelto de sentimientos de ira e excitación que me provocaba al leer el diminutivo de su
segundo nombre del que, por alguna razón, nunca había pensado mencionarlo antes. Volví a
poner el papel en la mochila, me incorporé del sofá y la dejé donde la había encontrado. La
mochila cayó con un golpe seco que retumbó en toda la casa. Miles de arañas recorrieron mi
columna vertebral al girarme y quedar frente al frío barandal de la escalera. Miré una
vez más la bicicleta y puse un pie en el primer escalón. Por ciertas razones, tenia unas terribles
ganas de llorar en el momento en el que escuché la voz de Lorenzo llamándome desde arriba.
«¡Subo enseguida, amor mío!», grité en mis interiores. Y, de repente, me vi pisando cada escalón
con gran sigilo. Cuando ya me encontraba frente a la puerta, la voz de Lorenzo se desvaneció en
una alucinación.
17
La habitación se asemejaba a un pintura borrosa, como si un artista enamorado le hubiera hecho
el amor a su lienzo en estado de extrema ebriedad.
Cerré la puerta con lentitud y me quedé allí parada por un instante mientras aclaraba mi mente. El
reloj digital en la mesita de noche proyectaba los números
dos y treinta en color rojo brillante. El ordenador ya no emitía ruido alguno (había subido a
apagarlo cuando Lo aún cenaba en la cocina), y noté que la puerta del clóset seguía abierta de par
en par. La ventana estaba desnuda sin su persiana, y gracias a eso, una leve y más que útil
iluminación entraba por su vidrio, y eso me facilitó percibir la situación en la que se encontraba mi
adorable niño durmiente: su bermuda estaba en el otro extremo de la cama (se deshizo de ella
luego de que me fui, supuse), las piernas y el torso estaban rectos a excepción de su cabeza que
estaba de lado, mirando justo hacia la ventana y profundamente hundida en la almohada con los
rizos de su cabello revueltos. Tenía ambos brazos sobresaliendo de las sábanas, el derecho estaba
apoyado sobre su pecho y el izquierdo formaba una linda L junto al lado vacío de la cama.
Me incliné sobre él y contemplé los mechones de pelo que estaban sobre su rostro. Con un
gemido pavoroso, logré quitarle un mechón del párpado. Pero no era suficiente. Me incliné aún
más, de modo que las puntas de mis cabellos casi rozaban contra la marca de nacimiento en su
cuello. Sus tibios suspiros perforaban en mis poros, y me obligaron a retroceder cuando estuve a
sólo unos milímetros de besarlo. Era una continua canción con un ritmo un tanto acelerado, pero
extremadamente excitante al hacer que su pecho se infle y desinfle debajo de mi.
Parecía una obra de arte, una ilusión erótica, un bello fáunulo que cayó en un hechizo de colores
sobrios. El rubor invadió mis mejillas cuando Lorenzo tuvo un fuerte mioclono que lo sacudió
desde algún lugar de su pierna hasta las puntas de sus dedos infantiles y huesudos, acompañado
de un tembloroso gemido. Me apoyé lentamente sobre mis rodillas, ahogando mi propio gemido
en la garganta, y mis colmillos descubiertos quedaron frente a él. Rogaba que se despertara, que
diera fuertes patadas contra las sábanas para que me alejara de él y que me gritara mientras huía
como un insecto en una telaraña. Pero nada de eso ocurrió. Abandoné toda dignidad de mi ser,
respiré profundo y, poco a poco, fui aproximando
la caliente yema de mi dedo contra su mejilla suave y esponjosa. El cuerpo entero se me crispó
cuando Lorenzo balbuceó algo sin sentido. Estaba soñando, mi adorable criaturita. Arrastré la
sábana hasta desnudar gran parte de su pecho. Miré a Lo una vez más. Nada. Seguía
profundamente dormido. Podía seguir avanzando. Jalé más de la sábana y me detuve cuando vi el
elástico gris de su ropa interior.
Sentí pena por la indeseada «Juli». Sentí pena por cualquier fémina en el mundo que no estuvo en
mi lugar en aquel momento. Aprecié cada centímetro de su pecho blando y lechoso cuando subí
su camiseta roja hasta la altura de sus pezones. Puede que ahora sea el momento preciso para
indicar que por aquella época, mi Lo no media más de un metro cuarenta y pesaba menos de
cuarenta y dos kilos, de modo que sus costillas eran ligeramente visibles debajo de su piel de
porcelana, y las rocé con la punta de mi nariz cuando deposité un pequeño beso en una de ellas.
Mi huella dactilar siguió su lascivo camino desde su ombligo hasta pasar por el contorno de su
pezón tan rosado como sus pómulos y labios. Y sin el más previo aviso, Lorenzo tembló
nuevamente al pellizcar aquella tierna y pequeña bolita de carne que sobresalía de su pecho. Mi
corazón dio un brinco, lleno de terror descarado. Todo a mi alrededor parecía levitar. Tenia ganas
de llorar, o de gritar, o de reír. Era una mezcla peligrosa de emociones, demasiado peligrosa y
degenerada.
Cuando escapé corriendo hacia el baño, sentí como de mis ojos caían tórridas lágrimas de
vergüenza.
Golpeé los azulejos del baño varias veces hasta dar con el interruptor. La luz me encegueció en
camino al lavado y mojé mis párpados para lograr, de alguna forma, detener el llanto que me
tanto me agobiaba. Estaba hecha polvo. Jamás imaginé que me pondría se esa manera sólo por un
poco de toqueteo al torso de mi amado. Palpé mi entrepierna con el dedo incide y medio y cuando
los lleve hacia mi vista aún un poco borrosa, noté un largo hilo transparente y viscoso entre ellos.
Desabroché mis pantalones, los bajé a la altura de los tobillos y percibí mucho más de esa
sustancia viscosa que inundó la parte delantera de mis bragas y se sobrepasó hasta humedecer la
tela de mi pantalón, haciendo parecer que me había orinado encima. Con piernas trémulas, me
dirigí otra vez hasta mi habitación. Busqué en el clóset ropa limpia para ponerme y... una
sensación de lo más extraña me impidió escabullirme de allí. Tuve el coraje de observar a Lo
durante un segundo embarazoso y vi que estaba completamente envuelto en la sábanas, lo que le
daba el aspecto de una crisálida con flores estampadas. Tal vez todo había sido una ilusión. Quería
creer que todo había sido una ilusión. Pero la viscosidad ya estaba en mi entrepierna y ya no podía
deshacerme de ella.
En la mañana, lo que me despertó no fue una alarma, ni tampoco una fuerte jaqueca por la resaca:
fue un pequeño y tibio dedo que se apoyó en la punta de mi nariz varias veces, hasta que
finalmente abrí los ojos y percibí los rizos de Lo asomándose por detrás del respaldar del sofá. «Ya
van a ser las ocho... y todavía tenemos que ir a buscar mis cosas», dijo él entre bostezos. Le sonreí
tímidamente y me incorporé del sofá, tomando la manta que se hallaba en el suelo.
Parecía que aún estuviera dormida y atrapada dentro de un sueño, uno demasiado hermoso; el sol
apenas estaba apareciendo por encima de los tejados y se podía oír a los pájaros tritinar en las
copas de los árboles más cercanos. Lorenzo bebía un vaso de leche mientras yo guardaba su ropa
limpia en la mochila. Estaba de espaldas cuando sentí que mi niño me observaba desde la puerta
del lavado, con el vaso casi vacío en una mano y con un adorable bigote de leche sobre sus labios
superiores. «¿Pasó algo?», dije en un tono amistoso, pero Lorenzo sólo se limpió su bigote blanco
con la manga de la camiseta, giró sobre sus tobillos y se marchó. Una leve sensación de
incomodidad se desprendía desde sus ojos inexpresivos y fatigados. Evitaba el contacto visual
conmigo y, cuando pasaba demasiado cerca de su aura, el ardoroso calor de su cuerpo infantil
reaparecía en las yemas de mis dedos temblorosos. Cada partícula viviente de mi ser anhelaba
volver a repetir los acontecimientos ocurridos durante la noche anterior, aunque creía que eso
sería imposible si mi Lo estaba despierto.
Sin cruzar palabras o miradas, ambos subimos al auto y partimos hacia el complejo de
departamentos donde Lo y su madre residían desde hacía tres años. Pasamos cerca de una mujer
obesa que caminaba por la vereda con su hijo vestido de blanco; su mano izquierda tomaba la
mano de su hijo y la derecha cargaba a un bebé contra su cintura. Parecía que la mujer regañaba al
niño para que caminara más rápido, provocando que Lorenzo se riera por lo bajo. Doblamos dos
calles después, cerca de una humilde mueblería que subía sus persianas y un anciano barría las
hojas acumuladas en la vereda; otra mujer igual de vieja saludaba agitando suavemente su mano
mientras su perro orinaba el tronco de un árbol. Atravesé unas angostas calles agrietadas hasta
finalmente estacionarme frente a varios edificios bajos—de no más de tres pisos— y unidos por
escaleras confusas para los que no viven allí. «¡Vuelvo enseguida!», gritó Lo un segundo antes de
cerrar fuertemente la puerta del coche. Había dos hombres apoyados contra una columna
desgastada y que compartían un cigarro; uno de ellos me guiñó el ojo. ¡Qué desagradable! Gritaba
en mis interiores que Lo regresa pronto, y así fue: volvió a mi envuelto en tela blanca hasta la
altura de las rodillas y con sus brazos hacia raros pero encantadores movimientos para acomodar
la mochila en sus hombros. Tan bello, mi amor. Una vez que Lo subió y cerró la puerta, enfilé hacia
el camino. Intenté —con insólito miedo— entablar una conversación como solíamos hacerlo una
vez a la semana en mi consultorio, pero él me ignoraba mientras fingía jugar con las tiras sucias de
su mochila, o revisaba la guantera, donde sólo había notas viejas de Alessandro y envolturas de
caramelos de frambuesa.
Una cuadra antes de llegar a la anticuada escuela, Lo
me obligó a estacionar para bajarse ahí mismo. Yo, por mi parte, le sugerí llevarlo hasta la entrada
del colegio, a lo que mi malhumorado niño me gritó que le bajara la bicicleta del baúl. Le advertí
que se calmara cuando sentí que mi corazón volvía a enloquecerse ante sus palabras tan rudas.
Los dos nos sincronizamos al salir del auto y bajé su bici tal y como me lo ordenó. Estaba dispuesta
a despedirlo con un beso en la mejilla, pero aquí es cuando sucede lo extraño, papá: Lorenzo,
aunque se veía muy enfadado, se quedó junto a mi sosteniendo su bici por los manubrios; miraba
a su alrededor, con las irises inquietas, como si procurara que nadie nos estuviera escuchando, se
remojó los labios y dijo:
—Quería decirte algo... —comenzó finalmente— Creo que en tu casa hay fantasmas. Deberías
llamar a un exorcista. Lo vi en una película. Tiran un poco de agua bendita o algo así y... ¡Poof!
Chau fantasmas.
Lo miré desconcertada, con una mueca tonta. Él puso los ojos en blanco y prosiguió a decir:
—Un fantasma estuvo tocándome anoche. Lo pude sentir, pero tenía un poco de miedo, así que
no hice nada... —una expresión triste, parecía que quería
llorar —Solamente llama al exorcista, ¿dale? ¡Nos vemos el miércoles! —volvió a sonreír
dulcemente y se escapó sin darme mi tan esperado beso.
Quedé más que confundida ante su cambio tan repentino de humor. Pero sus palabras disfrazadas
de inocencia fueron las que me destrozaron. El cuello me sudaba, el estómago me dolía y creí que
me desmayaría si no salía se aquel lugar repleto de niños y padres. Subí rápidamente al auto, lista
para escapar de mi agonía, pero un mar de autos acumulados cerca de la entrada del colegio me
obligó a ir despacio para torturarme. Pude ver a Lo llegando encima de su bicicleta, simulando
haber hecho el corrido de su casa hasta allí solo. Dos niños
—uno gordo (Carlos, por supuesto) y uno muy delgado (Ramiro, supuse) —se acercaron a él, como
si hubieran estado esperándolo a que llegara para entrar juntos. El niño delgado, blanco y con
lentes de marco negro (Ramiro) se volteó a último momento para verme, clavándome su mirada
fruncida, como si supiera todos mis pecados, como si supiera que yo era peligrosa y que no debían
acercarse a mi.
18
Volví a fumar. Sí, lo sé. No lo mencioné antes porque no lo vi como algo relevante, pero durante
mis días en la universidad había fumado uno que otro cigarro para llamar la atención de un chico
en particular con rasgos aniñados que me volvía loca, a pesar de que tenía más de veinte años.
Después de saciarme sexualmente de aquel jovenzuelo cuyo nombre ni siquiera recuerdo,
comencé a fumar con más regularidad: antes o después de los almuerzos, de cenar o, incluso,
desayunar. Los abandoné cuando conocí a Alessandro y me juré a mi misma que jamás
volviera a tocar un cigarro luego de embarazarme.
Pero esa mañana, tan insólita como maravillosa, decidí mandar al demonio aquella promesa que
para ese entonces la sentí tan vacía como mi útero. Luego
de dejar a Lo en la escuela, fui al kiosco más cercano
a comprar cinco, seis o siete atados de cigarrillos (no recuerdo exactamente cuántos fueron);
también compré algunas variedades de golosinas: caramelos masticables de yogur, alfajores, bon
o bones, barras de chocolate con maní, chicles sabor frutilla y menta,
confites de colores y, lo más importante, varios chupetines de chocolate con la forma de un
elefante, un payaso, un conejo y el favorito de Lorenzo: un osito. A veces, lo veía llegar con una
mancha de ese chocolate a un costado de su boca, o cada vez que lo hacía dibujar el niño bajo la
lluvia (el niño se veía sumamente triste) podía percibir ese aroma a dulce cacao. Lorenzo tenía la
costumbre de jugar con el palillo hasta guardarlo en sus bolsillos, o en el fondo de su mochila, o
arrojarlo en algún lugar cerca de mi.
Las yemas de mis dedos aún estaban llenas con sus partículas doradas; en el hueco de mis uñas, en
la punta de mi lengua y en el borde inferior de mi labio.
Durante esos seis infernales días que debía esperar para ver a Lo de nuevo, fumé cada sentimiento
de tristeza o ansiedad que me provocaba al repensar sobre las últimas palabras que me dijo. Pensé
en llamar a su casa para aclarar las cosas con él y no tener que mencionar algo tan absurdo como
un exorcista o fantasmas perversos. Pero cuando fumé
mi undécimo atado, ya lo tenía sentado en el diván, satisfecho por las golosinas que había
comprado para que su papilas gustativas estuvieran de buen humor; aunque su preferencia se
enfocó en esos chupetines de chocolate que tanto lo enloquecían. Los devoraba de a uno,
introduciéndolos más allá de sus labios y chupándolos de forma lenta, placentera, haciendo que
ese afortunado trozo de chocolate se deshiciera en el interior de su boca, en ese espacio cálido
entre su lengua y paladar. Yo en ese entonces estaba en un estado de placer que descaradamente
se mezclaba con pavor, pero al menos estaba más que aliviada de tenerlo conmigo después de
nuestro inconveniente con los fantasmas depravados. Lorenzo estaba muy silencioso y con su
mirada inexpresiva, como si su humor no hubiera cambiado en los últimos seis días que estuvo
ausente. Intenté con los típicos inicios de conversación que puedes tener con un niño: «¿Cómo
estuvo la escuela?» «¿A qué jugaste en el recreo?» «¿Fueron tus amigos?» «¿Tuviste un examen
sorpresa?» «¿Cómo lo hacés verte tan adorable?» «¿Qué debería hacer para que me permitas
besarte de una buena vez?»
Esas dos últimas obviamente sólo fueron delirios del momento desesperante por el que estaba
pasando, aunque quedé en completo silencio. Sin embargo, Lo me dirigía su mirada de vez en
cuando, fría como el hielo y adornada en los costados con sus rizos, mientras mordía la oreja del
conejo hecho de chocolate. Suspiré tristemente y decidí hablar:
—El año pasado —comenzó— mi mamá salía con un tipo que se la pasaba fumando. Fumaba más
de veinte cigarrillos al día. ¡Parecía una chimenea ese pelotudo! —río dulcemente, echándose
hacia atrás—. Mamá le terminó después de que lo vio poniéndome un cigarro en la boca. Era un
tarado, pero me caía bien. Me dejaba que le dijera "papá" por lo menos.
—No, no importa igual —mordisqueo la otra oreja del pobre conejo—. Mi mamá dice que
solamente las personas infelices fuman.
—¿Ella fuma?
—Si, mucho.
Su mirada se tornó afligida una vez más, junto con unos segundos de completo silencio incómodo.
Pero, para mí sorpresa, Lo fue el primer en hablar.
(Estoy malditamente nerviosa ahora que sé lo que ocurrirá. Léelo con cariño, papá).
—Sí, amo a mi esposo —contesté firmemente, oyéndome confiada de mi misma y de mis palabras.
—No te creooo...— dijo, alargando esa última palabra como si estuviera cantando, el muy tonto —
Dale, decíme, ¿de quién estuviste muy enamorada?
Fingí meditar sobre algún viejo amor del que Lo se sentía curioso de saber, por alguna razón. Pero
en ese momento de «meditación» llegué a la conclusión de que aquella pregunta sólo era la forma
en la que Lo intentaba llegar al tema que realmente le interesaba hablar y que se moría por
contarme.
—Bueno, cuando tenía quince años estuve muy enamorada de un chico que trabajaba en mi casa.
—No, no —reí —. Era algo así como el jardinero. Trataba de mantener "impecable" el jardín de mi
madrastra.
—Sí, casi.
—¿Cómo se llamaba?
—Felipe.
Una agradable sensación pasó por mis sentidos al pronunciar ese nombre luego de tanto tiempo.
—Oh... —dijo él, finalmente acabando con la miseria de ese conejito al masticar el último trozo.
Lorenzo sonrió y miró hacia abajo, ocultando su vergüenza encantadora. ¡Dios, ya no lo resistía
más!
—Ajá (¡lo sabía!) —me acomodé en el sofá, estaba ardiendo — ¿Cuántos años tiene? ¿Es linda?
—Quince —respondió casi en un susurro —. Va a cuarto de secundaria y... es la chica más linda del
mundo —agregó sonriendo dulcemente.
La sangre se fue hasta sus mejillas, trayéndome recuerdos de su hermosísima piel rosada en los
días de verano. Sabía que sería muy hipócrita de mi parte se le decía que su Julieta era mayor para
él, porque entonces... ¡¿qué me quedaría a mi que le llevó más de veinte años?! Guardé silencio y
lo dejé continuar.
La tarde era cálida. Los autos hacían bullicio afuera. Escuché la voz de Claudia desde la recepción.
Unas personas entraban y salían por la puerta principal. El sol resplandecía tímidamente entre las
nubes de algodón, esa inolvidable tarde de Mayo... Lorenzo dijo que no sabía cómo besar. Temía
que su Julieta se burlara de él cuando, dentro de unos cuatro o cinco años, estuvieran saliendo
(¡qué imaginación podía llegar a tener mi niño!); pero tuve que ponerle los pies en la tierra, de una
forma que me favoreciera, por supuesto, pues todavía faltaba mucho tiempo para que esa zorrita
de Julieta estuviera interesada en él. Había muchas cosas que aprender, y yo, la doctora Cynthia
Underground de Sforza, una mujer con el corazón al rojo vivo, tenia muchísima más experiencia
amorosa que aquella quinceañera entrometida. Pues, le enseñaría como besar de forma correcta y
algunas otras tonterías que Lorenzo se tragó como si fueran el más exótico chocolate. Yo moría
por un cigarro, y por un beso suyo. Mi amado, mi niño hermoso, se irguió para dirigirse
lentamente a mi persona, dejando caer algunas envolturas de caramelos que se encontraban
en su regazo encantador. Nuestros rostros estaban muy cerca, de modo que los suspiros de ambos
se mezclaban y formaban un vapor ardiente. Las pupilas
le temblaban, al igual que sus hombros y mentón, y su aliento era dulce. Sentí que me desmayaba.
Sus blancas piernas, que parecían de porcelana, estaban débilmente flexionadas, quedando a la
altura de mis labios pintados de escarlata, a los que él miraba con curiosidad. Cuando se inclinó un
poco hacia mi, me eché para atrás, esquivándolo, y Lo frunció el ceño.
—No te muevas —dije —. Si te movés, ya sabés lo que va a pasar. Estás advertido que...
Sin embargo, ese niño prepúber de cabello rizado y grandes ojos hazel, ese niño que entró a mi
vida como la maldición más deseada y prohibida, ese mismo niño, Lorenzo, siquiera permitió que
se me hiciera posible terminar mi advertencia, ya que apenas contemplé sus labios, rosados y
brillantes, acercándose hacia los míos, tuve un arranque de locura que me llevó a atraparlo entre
mis brazos, sujetándolo de su abrigo color sangre, para unir nuestras bocas en un apasionado beso
con sabor a chocolate. Lorenzo emitió un pequeño gemido antes de que presionara mis labios
contra los suyos. Su boca estaba cerrada en un principio, debido a la fuerza súbita de mi amor
volcado en ese beso; pero, pasados unos segundos de nuestra presión, Lo abrió su boca
gentilmente, dándome libre paso al interior cálido y húmedo donde mi lengua danzó de regocijo.
Entre tanto forcejeo, ambos terminamos cayendo sobre la alfombra —yo encima de él, con sus
piernas pataleando a los costados de mis caderas —, su abrigo carmín estaba extendido sobre la
suave felpa
y le dio un pintoresco parecido al vino derramado sobre la camisa de Alessandro, a sangre de niño
virgen expandiéndose debajo de un cuerpo no desarrollado, una copa voluminosa volcada sobre
mi decencia extinta. Luego de asegurarme de que Lo no escaparía de mis garras, tomé su
esponjoso rostro entre mis manos, al mismo tiempo que él dio un último intentó por empujarme.
«No», susurré contra su boca, y atraje sus labios otra vez contra los míos.
Era una orquesta de gemidos que se ahogaban en lo profundo de la garganta del otro,
limitándonos de aire y enrojeciendo nuestras piel con sudor. Él se estremeció cuando succioné su
lengua, lo que le provocó un espasmo encadenado a un golpe en mi cadera con su rodilla desnuda.
Y, finalmente, cuando el sofoque se volvió insoportable para los dos, Lo aprovechó de un descuido
mío (depositar pequeños y dulces besos en su cuello), para despejarse de mi ardor con sus manos
apoyadas en mis hombros. Pasé una de mis manos por su frente, empapada en sudor, y peiné su
pelo cobrizo hacia atrás mientras escuchaba sus lascivos jadeos, provocando que todo en mi
entrepierna se hinchara y humedeciera. Él me corrió la cara cuando intenté reanudar nuestro
beso, y con su vocecita aún jadeante me susurró: «Dejame respirar». No fue hasta que mis
sentidos se calmaron un poco cuando me percaté de lo que había hecho. Me aparté rápidamente
de él para que se pusiera de pie, pero ambos terminamos sentados en la alfombra, y Lo se
acomodaba el borde de su calcetín blanco, con sus labios y mentón manchados de labial rojo.
Utilicé un pañuelo de paño que había traído desde mi casa esa mañana para ayudarlo a limpiar el
desastre que hice en su cara. También limpié la mía y pasé una nueva capa de labial brillante y
rojo, ruborizada de pies a cabeza y con la frente empapada en sudor, mientras Lo se erguía del
suelo afelpado y se subía el abrigo carmín hasta sus hombros. Estando en tal estado de fogosidad,
me importaba un comino ser descubierta por Claudia o por cualquiera que estuviera en el edificio
si necesitaba volver a pegar mis labios contra los del niño cuyos jadeos por recuperar aire aún era
capaz de oír. Lo se alejó al verme acercándome una vez más a él, y después de aclararse la
garganta dijo:
—Te dije que encadené mal la bici —repitió y se marchó sin más, sin voltearse a verme.
Sabía que no valdría la pena detenerlo, pues al menos ya había tenido un contacto con él (¡nuestro
primer beso!), y tratar de obligarlo a que se quedara conmigo sólo provocaría llamar la atención
de alguien por los berrinches que estaba segura que Lo haría. Sin embargo, Claudia tocó la puerta
de mi consultorio y me preguntó por qué el niño se había marchado antes de cumplir los cuarenta
minutos de la sesión, a lo que yo le respondí que «estaba cansado y de mal humor», así que lo
dejé irse antes.
Ese día llegué a mi casa antes de las cinco. Dentro de mi vehículo, iba deslizándome por la calle
que parecía ser de seda, con una sonrisa inquebrantable dibujada en mi rostro y una sensación de
felicidad acompañada de inquietante remordimiento, pero felicidad al fin y al cabo. Pensaba en
llamar a Lucas para que me socorriera del calor infernal que el impúber Lorenzo Ferreyra había
dejado en mi. Debía esperar otra semana para volver a verlo, y eso era más tiempo de lo que mi
pasión era capaz de soportar. Quería proyectar, de alguna forma, a mi Lorenzo en Lucas; que ese
tipo de a penas veintiún años fuera mi Lo (Lucas, Lu) durante esos siete días que tendría que
soportar con paciencia hasta tener otra sesión de besos con mi legítimo amor. Sin embargo, Lu
murió para mundo —como lo hará dentro de un mes—, cuando vi a Lorenzo apoyado contra el
portón blanco de mi casa, con su bicicleta a un lado suyo como si fuera su única leal amiga.
Con el cielo ya ausente de luz de sol, el niño me dijo que su madre no estaría en casa hasta las diez
u once, y que teníamos un par de horas para que le enseñara a como hablar con las chicas, o algo
así.
Se revolvió el pelo, acomodó su abrigo —ahora de color gris —, y tendió sus brazos hacia mi para
que lo cargara. Vi a ambos lados de la vereda, procurando que no hubiera ningún chismoso
mirándonos. Ni un alma, por suerte. Abrí el portón, tomé a mi cachorrito y froté mi nariz contra la
suya, haciéndolo reír. Pero mientras más me acercaba a la puerta, más me arrimaba hacia esos
labios rosados que tanto anhelaba manchar de rojo carmín una vez más.
—¡Ey, la bici, la bici! —gritó rápidamente Lo, extendiendo un brazo por mi hombro para señalar a
su amiga con ruedas.
—Primero tenés que darme un beso —susurré cerca de su oreja, lo que le provocó un escalofrío.
Lo contestó con un simple «Bueno» y me besó cuando ya estábamos en el porche. Me dijo que si
robaban su bici tendría que comprarle una nueva, mientras enrollaba sus piernas en mi cintura.
Y... ¿qué otra cosa podría hacer? Sólo me quedaba reír.
19
El frío de Junio ya estaba con nosotros cuando Lorenzo comenzó a frecuentar en mi vivienda, en la
cueva de la apasionada y solitaria Underground.
Seguía apareciéndose una vez por semana en aquel cuarto cerrado de colores suaves donde
nuestras bocas se unieron por primera vez. Pero cuando Olivia trabajaba horas extras en la tienda,
Lo también pasaba otras horas extras conmigo. Nos besábamos
hasta que Lo me rogaba por aire y que le diera su paga porque... ah, sí. Papá, perdón, casi me
olvido de contarte algo (estoy bastante atontada por estos hermosos recuerdos): con Lo hicimos
un trato (sí, hice un trato con un niño de diez años), que consistía que por cada beso o caricia que
le diera debía pagarle. Una caricia en cualquier parte de la cintura para arriba costaba 50 centavos;
cabello, nuca y frente 25; un beso (variando la intensidad del mismo) de 2 a incluso 10 pesos. Un
vez quise quebrantar las reglas pidiéndole permiso para tocar sus piernas, pero Lo se rehusó
apesar de la suma de plata que le ofrecí. ¡Qué niño tan precavido!
¡Ah, como extrañaba sus bermudas de verano y sus camisetas de manga corta! Aunque sus
prendas invernales le hacían ver el doble de adorable: un camperón azul oscuro tres veces más
grande que su torso infantil, pantalones de cargo marrones, las mismas zapatillas deportivas pero
esta vez con calcetines muchos más gruesos sobresaliendo por encima de ellas, a veces traía
guantes de lana negra o un gorro del mismo material con un pompón rojo.
Que vista preciosa obtenía al verlo quitarse esos accesorios junto al molesto camperón azul que
incrementaba su tamaño; también se deshacía de sus zapatillas y corría por toda la casa con el
sonido de sus talones enfundados en algodón, haciéndome derretir de ternura. Ocasionalmente,
sólo le pedía acurrucarse junto a mi en el sofá mientras acariciaba
su cabello y murmuraba entre sus rizos cuanto lo amaba. Sin embargo, Lorenzo nunca respondía ni
reaccionaba a las confesiones de mi amor. Pero, apesar de su frialdad, él siempre se las ingeniaba
para ganar más de veinte pesos por semana.
En un principio, no entendía que fue lo que lo llevó a «prostituirse» (¿es esa la definición
correcta?) de esa forma. Supuse que sólo quería plata para atiborrarse de las porquerías que tanto
le gustaban
—frituras, caramelos, helados, y esas paletas de chocolate —, cosa que me preocupó por miedo a
que engorde. Otra suposición que tenía era un poco más indeseada por mi: creía que Lo ahorraba
plata para comprarle alguna chuchería —pulseras, aretes, o que se yo —a su amada Julieta; lo
creía capaz de hacer semejante estupidez. No podía esperar mucho de un tontuelo niño
enamorado, así que lo amenacé con dejar de pagarle a menos que me dijera que pensaba hacer
con toda esa plata, algo que lo molestó en gran medida, y después de chillar idioteces como: «¡Eso
a vos no te importa!» o «¡Ya te dejé que me mordieras el labio! ¡Hasta me lastimaste!», terminó
confesándome todo: dijo que después de que nos diéramos nuestro primer beso, fue pedaleando
hasta su casa, y allí encontró, sobre la mesa del comedor, un papel que contenía las deudas de su
madre. «Seguramente se lo olvidó ahí arriba», dijo Lo. Debía meses de alquiler, compras de fiados,
cuentas de luz, gas, y también me debía a mi unas dos o tres sesiones que se las dejé pasar
porque... bueno, se trata de mi tiempo especial con Lo. Pero era cuestión
de tiempo para que comenzara a quejarme de la falta
de pago y de que prácticamente su hijo estaba yendo
a terapia gratis; si se hubiera tratado de otro niño que no fuera mi amado, las cosas serían muy,
pero que muy distintas. No obstante, sabía que podía sacar provecho de la delicada situación de
Olivia Díaz. ¿Te das una idea, papá, de lo afortunada que se sentiría una mujer tan miserable como
Olivia si otra mujer adinerada y bondadosa repentinamente se volviera su amiga? De modo que
podría llegar a mi inculposo deseo: que Olivia me confiara a su hijo.
Ese mismo día, a la noche, lo llamé por teléfono para preparar nuestro próximo encuentro. Le
sugerí que podríamos hornear un budín o un bizcochuelo, ver una película que fuera de su agrado
o jugar algún juego de mesa infantil. No todo tenía que ser besuqueos o mimos —tenía miedo de
malgastarlo y aburrirme de él —, porque le pagaría de todos modos sólo por su mera compañía.
Cuando le pregunté por qué hablaba tan despacio, una voz malhumorada se escuchó de fondo
diciendo: «¿Con quién hablás?». Era Olivia, y la verdad es que había escuchado su voz tan pocas
veces que no la reconocí a la primera. Lorenzo le respondió a su madre que hablaba con Ramiro
sobre una tarea que debía pasarle un día que faltó a la escuela. «Decile que no llame tan tarde»,
dijo Olivia y acto seguido, percibí el ruido recio de un portazo. «Ya se fue a acostar», me dijo Lo.
«¿Hoy no tiene que salir con algún amigo?», pregunté. «No. Esta un poco cansada por... bueno, ya
sabés porque»,
dijo. Intenté retomar nuestra anterior conversación, y cuestioné si tenía algún plan para el fin de
semana —quería verlo lo antes posible —. Pero Lo me hizo tragarme mis palabras al decirme con
esa voz neutra que tanto me hería —parecida a la de su madre —, que ese fin de semana lo quería
pasar con ella, con su progenitora. Involuntariamente, se me frunció el ceño y suspiré mientras
pensaba una alternativa; empecé a cuestionarlo sobre las actividades tan interesantes que haría
con la idiota de su madre, a lo que Lorenzo me dijo bostezando que irían a un hipermercado
después de que Olivia recibiera un adelanto de su salario. Él me contagió su tierno bostezo, y
después de sacarme las lágrimas de mis ojos, le prometí un billete de cincuenta si me decía con
exactitud a que mercado irían y a que hora. «¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contarle a mamá sobre lo
nuestro?». Le ofrecí otro billete de diez si se ahorraba en hacer preguntas estúpidas, y él aceptó.
¡Mi ingenuo y bello Lorenzo!
20
Después de pasar por la caja y llevar toda la mercadería a nuestros respectivos autos (la lluvia ya
había cesado), invité a Olivia y a su tierno retoño al café Urquiza, una cafetería que Alessandro y
yo solíamos frecuentar durante las tardes de invierno. Nos tomó menos de doce minutos llegar
desde el hipermercado, cuyas cafeterías eran demasiado costosas y menos limpias que la sencilla
Urquiza.
Luego de que llegaran nuestras ordenes —un café cortado para Olivia, una lágrima para mí, y un
gran submarino con una porción de tarta de crema y cerezas para Lo —, la lluvia volvió a caer.
Olivia fingió indignarse cuando dije que todo iba a mi cuenta, pero
en el fondo yo sabía muy bien que disfrutaba de mi bondad. Era sábado y ambas habíamos tenido
el día libre de trabajo, por lo que nuestras charlas se basaban en alguna noticia que habíamos visto
en la tele ese mismo mediodía, o en el clima lluvioso y gris,
o en las mejoras de las notas escolares de Lo, o en que tanto había decaído la tienda donde
trabajaba. Todos ese parloteo que mi cerebro no retenía por falta de interés (menos sobre las
notas escolares) era escuchado por la atenta doctora Sforza a la vez que su mirada se ladeaba de
cuando en cuando para ver a Lorenzo, quien cortaba grandes trozos de tarta con el filo de la
cuchara para guiarlos al interior de su boca mientras esperaba que la leche con la barra de
chocolate se enfriara. Intenté rozar su pierna con la punta redonda de mi zapato negro, pero no
quise arriesgarme. Sin previo aviso, Olivia se puso de pie y dijo sin deshacerse de su tonta sonrisa:
«Tengo que ir al baño, vuelvo enseguida», y se marchó haciendo un ruido fastidioso al arrastrar la
silla. Lo se rió por lo bajo después de darle un sorbo a su submarino, pero a penas Olivia se perdió
detrás del mostrador, su sonrisa desapareció. Me miró de reojo y volvió a sorber del alto vaso de
vidrio. «¿Cómo estuviste?», pregunté. «Bien», respondió Lo. Agarré mi cartera y puse los sesenta
pesos que le debía al lado de la porción de tarta. Lorenzo miró los dos billetes por un segundo y
después los guardó rápidamente dentro del bolsillo de su camisa, pero en ningún momento se
volteó para verme. «¿Cuanto tenés ya?», dije, golpeando mis uñas contra la mesa. «Con esto, casi
doscientos, supongo», dijo él. Lo único que pensaba en hacer era decirle lo mucho que lo había
extrañado.
No me importaba si tenía que gastar mi sueldo, sólo lo quería a él. Y sus rizos brillaban por las
gotas de lluvia que lo adornaban, su boca se había caliente, sus manos estaban peligrosamente
cerca de las mías (las mesas eran muy pequeñas), y mis garras depredadoras se posaron en su
cabello y nuca, simulando una mediocre caricia fraternal. «Basta, acá no», se quejó el pequeño Lo,
y apartó mi pobre mano amorosa. ¡Ah, papá, como me destrozaba que me rechazara de esa
manera tan seca! (Prefería que lo hiciera llorando o temblando de miedo, porque eso sólo me
encendía más). ¡Y qué injusto fue que estuviéramos en público, rodeados de viejos que aún leen el
diario y matrimonios infelices! Porque de lo contrario me hubiera abalanzado sobre él, furiosa, y
habría depositado miles de besos a lo largo y ancho de su cuerpo emblanquecido por el invierno.
Noté la profanación de su tierno labio inferior que tomaba forma de un pequeño corte horizontal,
hecho por una Cynthia Underground que había bebido de más. Y justo cuando me disponía a decir
algo, su mirada se elevó al ver que, por desgracia, su tonta madre ya se acercaba a la mesa.
«Perdón, ¿tarde mucho?», dijo ella, acomodando su silla y repitiendo ese chirrido insufrible. «Una
eternidad, señora», respondió Lo.
Posteriormente a aquella tarde lluviosa en Urquiza, pasé el sombrío domingo en soledad. Sin las
agallas suficientes para llamar tanto a la madre como al hijo para decirles que había pasado un
buen momento y que quería que saliéramos a cenar a un restaurante más formal o... lo que sea.
Dios, es increíble cuán patética puedo llegar a ser sólo por interés. Sin embargo, tres días después
(cuando el cielo ya se había despejado pero el frío permanecía), fue Olivia quien me llamó a mi
para invitarme a un bar el fin de semana en modo de agradecimiento por la merienda en Urquiza,
aunque esta vez sin la compañía de Lo, tristemente. También me dijo que Lo no iría a terapia el
miércoles, ya que había contraído una gripe que lo dejaría postrado en la cama varios días. «Al
principio pensé que era una resfriado porque el domingo se la pasó jugando bajo la lluvia. Pero el
médico me dijo que lo más probable es que se haya contagiado en la escuela. Estas épocas son las
peores», dijo Olivia, muy relajada. ¡Esta mujer idiota! ¡Sólo podía esperar que cuidara bien de mi
Lo! Y luego de lanzarme ese preocupante dato, comenzó a hablar sobre nuestra salida del próximo
sábado, tratando de endulzarme el oído al prometerme que me pagaría las tres sesiones que me
debía apenas cobrara el aguinaldo.
Y, entre todas sus palabras insulsas y prometedoras, pude notar la urgencia de compañía femenina
que tenía esa mujer. ¿De qué sirve tener tantos amantes si ninguno de ellos está dispuesto a
escucharte aunque sea un poco? ¡Me importa un carajo de todos
modos! ¡Yo sólo podía pensar un mi moribundo Lo!
Abatido en su camita, ardiendo en fiebre, con dolores
estremecedores, con sus pómulos hinchados de un rojo intenso, debilitado, como si fuera un
muñeco de lana con el que puedes jugar hasta el agotamiento... Oh, dios mío. Sin resistirlo más,
me desplomé en el sofá y me froté agresivamente (imaginando al hirviente Lo sobre mi regazo,
carente de movilidad y sin la capacidad de hablar), hasta dar con ese exquisito escalofrío que me
hizo temblar tanto como Lo temblaba cuando lo abrazaba o lo besaba.
21
En la ocasión en que una mujer de mi edad es invitada a una salida nocturna con una mujer nueve
años menor que ella, lo mínimo que puede esperar es que el lugar seleccionado por la mujer joven
no sea una discoteca de strippers con olor a testículos mal lavados, o una cueva de mala muerte
lleno de viejos verdes en busca de yiros, entre otros colmos de horrores que me inducen al
vómito. Fue bueno para mí estado de humor —y mi sanidad — que el bar resultara ser un lugar
«tranquilo»; espacioso, con paredes de distintas tonalidades de marrón y blanco, y decorado con
luces de sobria iluminación amarilla. Estuve esperando varios minutos a la llegada de Olivia,
acompañada de un delicioso daiquiri de fresa. En las profundidades de la ilusión, Lorenzo aparecía
a mi lado, vestido con matices de rojo menstrual y amarillo dulce; se reía, hacía morisquetas
infantiles, y me arrebataba la fresa para morderla lentamente, sin dejar de perforar mi corazón
con sus ojos tan brillantes como dos piedras preciosas; su pelo con polvo de estrellas, el más bello
de los querubines...
Tan absorta que estaba en aquella preciosa imagen que no me percaté en que momento Olivia se
sentó en la banqueta aledaña a la mía. Sino hubiera sido por su voz, habría estado unos minutos
más envuelta
en la fantasía con mi querubín de alas invisibles. Se disculpó por llegar un poco tarde, como
siempre, pero es que tuvo que dejar a Lo en casa de Carlos, cargar nafta y conseguir un lugar
donde estacionar. El señor y la señora Calderón, los padres de Carlos y Julieta, habían preparado
«una noche de películas» a los dos niños mientras su madre salía a divertirse un poco con su nueva
amiga. ¿Si la hija mayor estaba en
casa? No. Tenia una pijamada en el otro extremo de la ciudad, gracias a Dios. La señora Díaz pidió
una pinta de cerveza tan rubia como ella, para «ponernos al ritmo» (yo ya iba por mi tercer
daiquiri). El fino tacón de su zapato rozaba con mi tobillo, su aliento olía a chicle de menta, y el
rojo opaco de sus labios hacía resaltar la blancura de su dentadura cada vez que sonreía. Lucía tan
distinta (menos miserable) a como la vi en el hipermercado, era como si se hubiera quitado diez
años de encima, y sólo había pasado una semana. Aunque, obviamente, sus características faciales
seguían siendo las mismas: cara ovalada, nariz respingada, pómulos rellenos, cejas depiladas y
arqueadas, el labio inferior mucho más voluminoso que el superior, con el arco de Cupido casi
irreconocible. Puede que haya sido la culpa de las capaz de maquillaje, o por la cejas depiladas, o
porque era la primera vez que la veía con atención, pero en ese entonces pude apreciar lo
abominablemente parecida que era Olivia a su hijo.
¡Como me fascinaba que habláramos del ausente Lorenzo Ferreyra! Ella me contaba todo tipo de
anécdotas —no tan maravillosas como pensaba—
que Lo jamás me hubiera contado: una vez, cuando tenía nueve años, tuvo un accidente en la
cama tras una supuesta pesadilla en donde era raptado por un monstruo, y dejó de creer en Papá
Noel después de que Ramiro le dijera que son los padres los que colocan los regalos bajo el árbol;
cuando apenas tenía ocho llamó a la maestra «mamá» y todo el curso se rió de él durante
semanas, también le pegaban chicle o chupetines en el pelo, lo hacían tropezar, le manchaban el
guardapolvo con témperas o tierra, o le escondían la mochila y no se la devolvían hasta que
comenzaba a llorar; cuando tenía siete se calló de la bicicleta y se quebró la muñeca, pero nadie
quiso firmar su yeso, y tampoco nadie fue a su fiesta de cumpleaños; cuando tenía seis... supongo
que eso ya lo debe saber... su papá se fue y... bueno, unos chicos de segundo grado lo molestaban
porque era «gordito» y sus compañeros de clase lo detestaban en la hora de educación física
porque no corría rápido y no era bueno jugando al fútbol. Los niños pueden ser muy crueles a
veces. Y Lorenzo creció rodeado de esos niños, por lo que tuvo que amoldar su personalidad para
poder sobrellevar el día a día en esa aula infernal con más de cuarenta mocosos, mi pobre
amorcito. Durante todo cuarto grado fue una completa pesadilla para sus compañeros y maestra;
casi siempre terminaba en dirección o suspendido por burlarse de la niña más gorda del curso, o
por jalarle el pelo a la niña más bonita, o por insultar a la maestra y hacerla llorar, o por clavarle
cosas puntiagudas a los chicos que intentaban molestarlo otra vez. Pasaba más horas en dirección
que en el aula de clases, por lo que la vice directora comenzó a verlo como un caso serio, a pesar
de que siempre se trató de un niño que quería venganza por los años de abuso que sufrió, y
porque quería tener la atención que nadie le daba en casa, siempre se trató de eso. Sin embargo,
la vice directora aconsejó a Olivia de llevar a Lorenzo con un psicólogo para así ablandar un poco
su carácter, porque de lo contrario debían cambiarlo al turno tarde o directamente expulsarlo de
la escuela. Pero tenían esperanzas en Lo, por lo que le propusieron hacer terapia durante el
verano y comenzar quinto grado como un niño renovado y sereno. No obstante, el doctor público
recomendado por la vice directora se había mudado a Santiago de Chile por conflictos familiares, y
una de las opciones que quedaron fue una psicóloga privada «muy profesional» que la directora
recomendó ya que había atendido a su hija durante años y era de «precio accesible».
Olivia lo pensó durante meses, dejando ir a Diciembre
y a Enero, y soportando las quejas de su hijito, quien no quería saber absolutamente nada sobre ir
a terapia. «¡Ahora todos van a pensar que estoy loco! ¡Y se van a burlar de mi otra vez! ¡No quiero
que nadie lo sepa!», chillaba y chillaba el pequeño Lo cuando aún no había llegado a cumplir su
década de vida. Y es que a sus nueve primaveras era un niño malhumorado y retozón; pero a los
diez años y siete meses ya tenía una amante que le triplicaba la edad.