Ensayo Sobre El Fin de Nuestra Civilización - Marcel de Corte (V3)

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M A R G E L D E C O R T E

'U

ENSAYO SOBRE EL FIN


. DE NUESTRA
CIVILIZACION

FOMENTO DE CULTURA, EDICIONES


Doctor Vila Barbera, 16
VALENCIA
Reservados todos los derechos de
reproducción en lengua española

VERSION ESPAÑOLA: F . 8.

Tip. Pascual Quiles. — Grabador Esteve, 19. — Valencia


1
ENSAYO SOBRE EL FIN DE
NUESTRA CIVILIZACION
GABRIEL MARCEL
en
testimonio de afecto
Página

P r e f a c io ............................. .................................................................. 7

I n t r o d u c c i ó n ............................... ..................... .............. . ................ 11

Ca p ít u l o L—El conflicto entre ei espíritu y la vida ........... 49

— II.—El conflicto entre lo político y lo social ......... 97


— III.—Técnica y colectivismo ....................................... 143

— XV—Cristianismo y civilización moderna ............... 179


Co n c l u s ió n ... ... ...................... ... ··· ..................... . ··· ■·· ··· 225
PREFACIO

En nuestros libros anteriores: «Incarnation de VHomme


et Philosophie des Moeurs Contemporains» hemos proce­
dido por nuestra propia cuenta y, sin duda, también por
la de nuestros lectores al desmonte psicológico y moral del
«Homo rationalis)) fabricado por la civilización moderna,
Hemos presentado ahí un diagnóstico severo —algunos han
dicho hasta excesivo— de las taras que le abruman. Esos
dos libros escritos al iilo de la guerra, en el recuerdo del
período absurdo que la precedió, en presencia de aconte­
cimientos más absurdos aán que ponían al desnudo ael
alma)) —se puede decir— de nuestros contemporáneos, han
sido ampliamente confirmados por la experiencia ulterior
que la humanidad misma nos ha dado después de cuatro
o cinco años. A pesar de todos los que no quieren sepa­
rarse de ningún modo «del movimiento de la historia)) por
fidelidad sentimental, por ceguera ideológica o por debili­
dad, nosotros continuamos constatando que el hombre mo­
derno en tanto que moderno continúa evolucionando en
todas partes hacia la catástrofe.
Tal es, en efecta, «el movimiento)) de la civilización. Las
civilizaciones mueren como los hombres, para dejar lugar
a otras civilizaciones tan imprevisibles en su forma futura
como no la tiene el rostro del niño que aun no hemos en­
gendrado. En la mitad de ese siglo de hierro y de infierno
8 MARCEL DE CORTE

estamos colocados entre dos imposibilidades, de las cuales


habla Chateaubriand: la del pasado, que no existe ya; la
del porvenir, que no será; en otros términos, ante un fin
de civilización. No nos queda más que mantener los valo­
res esenciales, de los cuales está preñada toda civilización
por modesta que sea, y transmitirlos a nuestros hijos. El
destino que ellos iendrán depende de su problemática sen­
satez y de su vitalidad.
Terminada esa trilogía por el examen crítico y clínico de
la civilización moderna, terminamos el trabajo ingrato de
desbroce que hemos emprendido en la mole más impor­
tante de escombros. Pero no sentimos ninguna atracción
por las ruinas. Nuestra intención es, puesy hacer seguir
esa apars destruens))3 como decían los lógicos clásicos, de
una «pars construens)) cuyo tema está, por otra parte,
ampliamente contenido en nuestros análisis: es imposible
descubrir una enfermedad sin referencia a la salud. Diga­
mos para ilustrar al lector que ño vemos salvación para el
hombre y para la filosofía más que en la sumisión del espí­
ritu a las exigencias de la condición humana encarnada y
a las leyes profundas del universo.
La crisis actual de la civilización es, en efecto, una crisis
ametafísica»: la esencia del hombre y la del mundo no
están solamente conmovidas, están hechas pedazos, en pie­
zas separadas de un conjunto orgánico anterior. Bajo su
amontonamiento los gérmenes de una filosofía y de un tipo
humano eternos corren el riesgo de ser ahogados.
Trabajamos a ese nivel, en la tierra donde sus gérmenes
hacen raíces, a la vez para que se abran paso y para per­
mitirles que penetren en la realidad: que las nutra. Llama­
mos la atención del lector sobre ese movimiento: para nos­
otros se trata de dejar crecer3 en lo alto y en lo bajo, en él
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 9

suelo y hacia el 'rielo que están desembarazados de los es­


combros de la avalancha y pueden en adelante reponerse,
las dos simientes asinérgicas)) de la metafísica y de la antro­
pología. Una mirada escrupulosa lo discernirá fácilmente.
Estamos persuadidos que la filosofía del ser, a la cual
toda civilización viviente suspende, está indisolublemente
unida hoy a una filosofía del hombre, pues toda civiliza­
ción que vive es una conexión del hombre al universo,
así como lo exponemos más adelante. Nuestros padres vi­
vían esa relación: clavaban sus raíces vigorosas en el inago­
table terreno de lo real sin que tuviesen conciencia de su
potencia de asimilación. El pacto entre el hombre y el uni­
verso estaba sellado en el fondo de su alma. El hombre de
hoy lo ha roto: domina un mundo siempre dispuesto a
aplastarlo en cambio. La caída acelerada de la civilización
moderna ha tenido al menos por resultado el poner de
relieve esa esclavitud del dueño y la revuelta del esclavo.
Así, nos es menester a todo precio recuperar el equilibrio,
o más exactamente la comunión entre el hombre y el ser,
si queremos que una civilización naciente sustituya a la
civilización muerta. Para decir todo nuestro pensamiento,
no creemos la cosa posible. Heráclito lo ha dicho antes
que nosotros: alas Erinnyes, guardianes de la Justicia, se
encargarán de ello)). Ninguna filosofía nos hará ganar lo
que la vida ha perdido. Estamos aquí más allá de la posi­
ción entre la esperanza y el desespero. Pero una filosofía
que demuestra la unidad del hombre y del ser puede, al
menos, ilustrar a nuestros descendientes, a quienes los
acontecimientos y la necesidad todopoderosa obligarán a
'.(revivir)) el pacto fundamental entre el hombre y el uni­
verso.
10 MARGEL DE CORTE

Es a lo cual nos dedicamos aquí, de una manera alusiva,


y más explícitamente en los libros que preparamos.
Algunos juzgarán esa ambición desmesurada. Para res­
ponderles digamos que nos consideramos con una gran mo­
destia, como un simple obrero que sube los cimientos de
un edificio que otros terminarán después de nosotros.
INTRODUCCION

¿Qué es una civilización?

El fenómeno de la civilización resiste enérgicamente al


análisis. Su contenido es tan vasto que es difícil de asirlo y
proceder a su desmenuzamiento : religión, arte, literatura,
ciencia, costumbres, concepción de la existencia, etc., se
mezclan y se entrecruzan, se organizan y se funden los
unos en los otros en una inmensa colada homogénea. Una
solidaridad recíproca los liga entre ellos y a un conjunto
que huye ante el pensamiento desde que éste intenta co­
gerlo para planteárselo ante sí. Y ocurre con la civilización
lo mismo que con la vida : ella constituye un todo indes­
componible no solamente como consecuencia de su am­
plitud, sino en virtud de un carácter irreductible que hace
que ese todo no es equivalente a la suma de sus partes.
Conocemos, por ejemplo, los elementos principales de la
civilización griega. Innumerables investigaciones los han
puesto a la luz; la exploración está prácticamente termi­
nada. Y sin embargo, la controversia no tiene fin desde
que se trata de presentarlos: entre la interpretación de
Winckelmann y la de Nietzsche hay un abismo. Ocurre
lo mismo con las civilizaciones primitivas de las cuales
los sociólogos de gabinete se han hecho una especialidad.
En todas partes el camino se detiene en el umbral..,
12 MARCEL DE CORTE

Tanto tiempo como una civilización vive es imposible


separarla del hombre del cual ella emana; así, su origen
está profundamente oculto en su comportamiento con­
creto . Aún es menester añadir que esa metáfora del origen
es inadecuada: no hay, de una parte, el hombre, y de
otra, su civilización. La imagen espacial es aquí defor­
mante . Es más bien la del alma, principio de la vida y
de los órganos del cuerpo que impregna, que sería me­
nester evocar. Lo mismo que un cuerpo orgánico y un
cuerpo animado son idénticos, el hombre mismo y la
civilización que lo embebe no son más que uno. Nues­
tra civilización es nosotros mismos, un conjunto de seres
humanos orgánicamente ligados los unos a los otros, cu­
yas relaciones recíprocas de toda especie constituyen pre­
cisamente la civilización. No podemos ya separarnos de
él, como no podemos substraer los órganos de nuestro
cuerpo a sus relaciones mutuas y armoniosas. Es por­
que, por otra parte, el fenómeno de la civilización es
estrictamente indefinible : no está fuera de nosotros como
un objeto sobre el cual hubiésemos hecho presa, y como
nuestra vida individual, se confunde con nosotros de
una manera incomparablemente más profunda. A decir
verdad, nadie se apercibe de la presencia de una ci­
vilización viviente de la cual se forma parte; sea cual
sea su calidad o su nivel, es tan imperceptible como el
aire que respiramos, o mejor aún, como la salud que
gozamos, por diversas que sean nuestra talla y nuestra
fuerza. Y ello es así de todas las presencias de las cua­
les no nos separamos más que si estamos heridos mor­
talmente, como una flor se marchita cuando su tallo es
arrancado de su raíz. La civilización viviente crece silen­
ciosamente por la sinergia de todas sus partes. Y ocurre
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 13

corno con el amor o la fe, cuya densidad no se expresa


al tener consciencia de ellos, porque precisamente la
consciencia está llena de los mismos: los verdaderos
amantes no hablan de su amor, y no son ellos que dicen :
«Señor, Señor, quiénes entrarán en el reino del Padre.»
■ Esa civilización, imperceptible de tal manera que no
podemos darnos cuenta más que por algunas imágenes
que la sugieren, más bien que la traducen, es, sin em­
bargo, un hecho de expresión; es hasta la expresión
tipo del hombre, su proyección visible y, en alguna ma­
nera, su estilo de vida sobre la escena de la historia. Es
el resultado de un cierto empuje misterioso que la pre­
para a elevarse por encima de él mismo y a rebasar el
nivel en donde se forman definitivamente todos los otros
seres de la naturaleza desde que aparecen en el mundo.
Mientras que a su nacimiento el animal es todo entero
animal y dotado de un conjunto de instintos, de reflejos
y de automatismos que se manifiestan con una esponta­
neidad, una fuerza, una seguridad casi perfectas, el hom­
bre no accede más que lentamente, y por una labor sin
cesar renovada, a lo que está convenido en llamar la
existencia humana. El hombre es, como el animal, un «ser
del mundo», pero mientras el animal se adapta inmedia­
tamente al mundo que lo rodea, el hombre ejerce su ac­
ción sobre el mundo edificando una civilización. Sin civi­
lización, el hombre sería incapaz de comprender el mundo,
de insertarse en él, de anudar con él las relaciones indis­
pensables a su existencia; sería «sin mundo», perdido en
un universo hostil, que le reduciría al estado de animal
imperfecto, aislado, que lo eliminaría de su seno. El sen­
timiento de angustia que se apodera del hombre en las
épocas en que la civilización que ha construido amenaza
14 MARCEL DE CORTE

derrumbarse, no tiene otro origen que esa oscura aprensión


de la muerte. Asimismo, la rigidez y firmeza de ciertas
civilizaciones declinantes, significan que el hombre se ro­
dea inconscientemente de una armadura protectora, tan
rígida y fosilizada como es posible, a fin de aplazar la
inevitable expulsión de su tipo fuera de la escena del
mundo.
Por más que pudiésemos determinar la esencia de la
civilización, parece, pues, que sea la expresión, a veces
muy compleja, del hombre ante la realidad en que debe
vivir. Es el equivalente, sobre el plano colectivo, del ca­
rácter sobre el plano individual. Así como el carácter!
es la expresión de la reacción personal del hombre en
presencia del mundo, de los seres, de las cosas, de los!
acontecimientos, la civilización es la expresión de su acti­
tud fundamental en presencia de lo real, cogido a un nivel
de profundidad que el índice individual ignorará siempre.
Es, sin duda, la razón por la cual el genio, donde se re­
coge y se condensa un modo de civilización, aparece pa­
radójicamente como la cumbre de la personalidad imper­
sonal : el Yo, revestido de su carácter propio —a veces
de una calidad bien sospechosa—, abdica aquí ante la
expresión de una relación del hombre al mundo, llevada
de las profundidades de lo inexpresable y en donde cada
uno de nosotros se encuentra de nuevo. Es, por lo demás,
indudable que todas las grandes civilizaciones del pasado
han sido civilizaciones metafísicas y contemplativas, en las
cuales la relación sui gèneris del hombre al universo es ex­
presada a través de las funciones esenciales que las vuelven
transparentes: el arte, la filosofía, la religión, potentemente
articuladas la una a la otra. Basta con echar una mirada
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 15

retrospectiva sobre las civilizaciones de la China, de la


India, de Egipto, de Grecia y de la Edad Media europea
para estar convencido.

E je de la civilización

Es evidente que esas anotaciones son aun aproximadas


y con algunas sombras; más bien dan luz, que son defi­
nitivamente claras. Una civilización viviente —y aun una
civilización muerta, en la medida en que nosotros intenta­
mos resucitar el alma— no deja de ser, por otra parte,
misteriosa y de irradiar sobre nosotros más luz que pro­
yectamos sobre ella. Pero esta estructura específica de la
civilización nos permite precisamente desprender el eje
principal. Si la civilización nos determina más que la de­
terminamos, si constituye, según una expresión famosa,
un estado del cual recibimos más que le daríamos por el
trabajo personal de toda una existencia, es porque no
depende más que en una pequeña parte de la lucidez hu­
mana y de los objetos que ésta se fija racionalmente. De
hecho, el hombre trabaja, pena, sufre y a veces muere
por edificar la civilización, pero el resultado de su esfuerzo
es menos la obra de su espíritu y de su voluntad que la de
una exigencia de ser y de vivir que le posee. Proyectado
en el mundo por su nacimiento, es la relación de su ser
al mundo, es su relación constitutiva al universo, que
exige en él ese modo de expresión que llamamos civili­
zación. En ese sentido la civilización es un fenómeno tan
natural como el crecimiento de un árbol o el desarrollo
de un animal. La acción del ser universal sobre su ser
tiende invenciblemente, como toda acción, a traducirse y
16 MARCEL DE CORTE

a expresarse. Se podría decir a ese respecto que la civi­


lización es la receptividad creadora por excelencia : ella
capta los mensajes del mundo no como un mecanismo
montado por el hombre, sino como un organismo vivo, y
le confiere por el poder creador de su vitalidad una sig­
nificación y un contenido humanos; transporta hacia el
hombre la esencia del mundo que ella destila. No es,
pues, extraño que una civilización que nace esté muy
próxima de los aspectos del mundo más inmediatos y más
sensibles; es, en efecto, por la sensación que el hombre
hace raíces directamente en el universo y la civilización,
en el cual él se expresa a ese estadio, tiene algo de la espe­
sor y oscuridad amorfa de esa potencia de acogimiento
que atraviesan a veces algunos rayos de luz, así como
nos lo demuestran los vestigios del arte prehistórico.
Así, expresión e impresión son correlativos. La capaci­
dad de dones es equivalente a la capacidad de luz y el
hombre dilata más su alma en presencia del mundo ; su
próximo, la naturaleza, la belleza, Dios, los mil y un
secretos que murmura el ser, los expresa con más apti­
tud de cualquier manera, tal como son. El que se cierra,
por el contrario, no sacará de sí mismo más que una ema­
nación de sí, cuya imagen se superpone a lo real y lo
oculta o le ahoga. El lenguaje vulgar es aquí muy signi­
ficativo . Decimos de una palabra, de un cuadro, de un
canto, de un silencio o de una mirada que son expresivos
no porque revelan simplemente un estado de alma, sino
porque descubren una presencia real y porque comuni­
can la relación que el alma ha anudado con ella. Esos
modos de expresión «dicen alguna cosa», y la actividad
que se libera en la expresión no es plenamente creadora
más que cuando está llena de una cierta presencia efec­
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 17

tiva que ella ha captado. Así es ello de la expresión tipo,


que llamamos civilización: crea, porque recibe ; florece y
fructifica, porque hunde en el universo raíces que recogen
de él los jugos que la alimentan. Esos dos movimientos
no son más que uno, y lejos de ser opuestos, como lo
alto y lo bajo, separados el uno del otro son complemen­
tarios y participan en la misma vertical.
En el universo, del cual la civilización traduce la rela­
ción al hombre y que ella hace humano, se desliga el
hombre mismo, unido a su semejante por relaciones físi­
cas, por lazos de sangre y de parentesco que él no ha
creado completamente y que se le imponen con la fuerza
irresistible de una evidencia natural. No es el espíritu, la
razón o la voluntad deliberada que las engendran, sino
la vida y su deseo innato de expansión. La relación de
hombre a hombre en el seno del grupo familiar, es ante­
rior a la relación del hombre al mundo y se experimenta
como el más inmediato antecedente. Está, incluso, en la
carne del ser humano y constituye el hombre todo entero.
No es un producto del arte, de la técnica o de la indus­
tria, sino el chorro que sale de la fuente de la vida, lanza
al hombre en la existencia, cuerpo y alma, con todos sus
caracteres concretos, y le coloca ante su semejante en una
relación absolutamente primera, más allá de la cual no se
sitúa ninguna otra, salvo la que le liga al principio mis­
mo del ser. Todas las civilizaciones tienen su origen en
esa relación primitiva que aureola un nimbo religioso. En
todo lugar las civilizaciones que nacen están asociadas al
grupo social, tomado en su sentido orgánico de comuni­
dad parental (familia, clan, tribus, genos, gens, etc.), y al
culto de la Divinidad. No es por azar que la palabra civi­
lización deriva de civis, ciudadano, miembro de una ciu­
18 MARCEL DE CORTE

dad, d e ,la cual se conoce, después de los trabajos de


Fustel de Coulanges, el carácter familiar y sagrado, y que
su vieja denominación policie o pólice —hoy sintomática­
mente cambiada por vigilancia y coerción— evoca el cua­
dro social y religioso de la Polis griega» Y ocurre lo mismo
con los vocablos pólice, urbanité, etc., actualmente desapa­
recidos del lenguaje comente. Ese fenómeno histórico y
semántico significa que la civilización expresa nativamente
una relación sobre la cual el hombre no ejerce ninguna
influencia y que no domina en manera alguna porque la
funde y la establece en la existencia. Es por lo que todo
hombre, sea griego o bárbaro, es siempre, a un grado
cualquiera, un hombre civilizado; el salvaje puro, libre
de toda relación, con el cual soñó Rousseau y cuya ima­
gen no cesa de seducir secretamente el espíritu de nuestros
contemporáneos, es un mito o un monstruo.
Si es verdad, como dice Hölderlin, que el «nacimen-
to decide en mayor parte», el origen de las civilizacio­
nes constituye un testimonio capital sobre su naturaleza ;
significa que la civilización es la expresión de la vida hu­
mana, en el sentido de experiencia vivida de una relación
que el hombre no puede trascender si no es por subter­
fugio, desnaturalizando su esencia de ser civilizado o en
vía de civilización. El hombre no puede rebasar su propio
nacimiento más que de una manera estrictamente imagi­
naria, escindiéndose en dos partes; la una, voluntaria­
mente despreciada, depende de su origen, pero vejeta ; la
otra, voluntariamente construida por el espíritu, orienta su
acción hacia un mundo que no es ya más que materia a
transformar según su esquema. En otros términos, el hom­
bre puede siempre negar su nacimiento para trascender
la relación fundamental que le sujeta, Pero entonces está
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 19

reducido a construirse una civilización imaginaria que no


es más que expresión sin contenido y sin vida.
Ese carácter vital de la civilización que alimenta su cre­
cimiento en los principios de la existencia es inaccesible
al espíritu; no puede ser pensado más que en tanto que
anticipadamente vivido. La relación fundamental del hom­
bre al mundo precede el conocimiento y la voluntad hu­
manos, cuyo papel se limita a afirmarlo participando en
ello por la contemplación y la acción, o a negarla creán­
dose imágenes del ser auténtico y proyectándolas dentro
de una vida exangüe y disminuida.
Todo el desarrollo ulterior de la civilización, en sus for­
mas espirituales más elevadas, está basado sobre una in­
serción cada vez más profunda en la vida original, la cual
intenta expresar el inagotable arquetipo ; allí donde una
civilización se eleva no es difícil de discernir las energías
sociales y religiosas que alimentan su expansión y pene­
tran sus más nobles relaciones. El pasado es suficiente­
mente evocador a ese respecto.
Por oscura y algo irritante que sea para el espíritu esa
identidad entre civilización y expresión de la vida origi­
nal, no deja de ilustrar el fenómeno singular del poli­
morfismo de las civilizaciones que la humanidad ha cono­
cido. En su Outline of History, Arnold Toynbee señala
que los tiempos históricos han visto nacer veintitrés tipos
distintos de civilización, de las cuales sólo cinco subsisten
hoy, la mayoría gravemente atacadas en sus obras vivas.
i Por qué hay, pues, civilizaciones y no la civilización ela­
borando un tipo único y universal de hombres ? ( Por qué
la expansión de una civilización en elevación y en exten­
sión es siempre un signo de degeneración? El testimonio
de la historia lo prueba : el llamamiento a la universalí-
20 MARCEL DE CORTE

dad es por una civilización el llamamiento a la muerte.


Esos dos hechos conexos no tienen otra causa que el con­
traste, sino la antinomia que no cesa de oponer el uno al
otro, a pesar de su complementariedad, la expresión de la
vida y la vida misma. Cogida en su substancia, la vida
es inconmensurable a la expresión, pues es desbordante,
y la expresión exige la forma que limita en ella sus con­
tornos. Por ella misma, la vida aspira incesantemente a
hacer estallar las categorías del tiempo y del espacio, y
según la expresión bergsoniana, a voltear la muerte. Pero
la vida se manifiesta, y la vida humana en particular se
vacía, como toda vida, en moldes y estructuras que la
forman y le imponen una configuración espacio-temporal
que demuestra la experiencia más elemental, lo mismo
que la moral del fabulista. Más allá de un cierto punto
de crecimiento y de madurez toda forma viva se altera.
Así, todas las formas vivas están limitadas, y por consi­
guiente, multiformes; todas las perfecciones imperfectas,
y como resultado, distintas. Sólo el Ser, que es la Vida
expresándose por la vida misma, que es el verbo de
Vida, triunfa del espacio y del tiempo. La Forma o la
Expresión de la relación fundamental del hombre al mun­
do contrae necesariamente la amplitud, y sus límites mis­
inos ceden el lugar a otras formas y a otras expresiones.
La acción que traduce esa relación pasa en el tiempo y
se somete, como toda acción viva, al ritmo del nacimiento
y de la decadencia. Además la vida difunde y diversifica,
y si la civilización es bien, lo que permite al hombre
vivir en el mundo, ella debe ser, a su vez, viva, abiga­
rrada, múltiple.
Es porque, por otra parte, anotémoslo de paso, no hay
y no puede haber civilización cristiana, en el sentido pro­
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 21

pió de la palabra, a pesar del abuso que se hace hoy


con fines políticos de esa expresión; el cristianismo, sien­
do sobrenatural por esencia, y las civilizaciones, siendo
naturales, no puede existir más que una diversidad de
civilizaciones cristianas. La Fe cristiana es independiente
de la estructura de las civilizaciones que ella exalta. La
prueba es dada por la historia y la geografía : el cris­
tianismo no ha salvado la civilización romana decadente
y se ha adaptado a la nueva civilización bárbara que
iba a dar la Edad M edia; si realizaba su deseo ecumé­
nico, ni la India, ni la China, tendrían la misma civili­
zación que Europa. Pero tenemos una inclinación inven­
cible a mezclar la civilización actual, nacida en Europa, y
el cristianismo, no solamente por razón de un vago re­
cuerdo de la Edad Media, donde el fermento de fe ha
penetrado la respublica cristiana occidental, pero sobre
todo porque la civilización moderna desfalleciente en la
cual estamos incursos se confunde con la religión cristiana,
de la cual espera su salvación sin adoptar sus exigencias,
y porque el cristianismo, a su vez, teme el hundimiento
de sus puntales tradicionales carcomidos.

Civilización y vida

Puesto que la civilización es la forma de la vida para


el hombre, tiene, como la vida, sus vicisitudes, su ritmo,
«sus altos y sus bajos», su curso irregular y sus meandros.
Sería vano querer descubrir en una civilización viviente
cualquiera un elemento de regularidad, una serie linear,
o mejor aún, lo que el espíritu moderno llama un «pro­
greso indefinido». Una civilización no se desarrolla según
22 MARCEL DE CORTE

un encadenamiento riguroso de teoremas ni por una dia­


léctica de conceptos. La virtud esencial de la vida es su
imprevisible facultad de sobresalir, su capacidad de in­
vención, su repentina generosidad. Y esta virtud se dis­
persa si la forma no la coge.
De ese punto de vista, la dualidad entre expresión de
relación vital y la relación misma, que es en un sentido
la debilidad de toda civilización, es igualmente la fuerza.
La forma o la expresión constituyen en efecto potentes
acumuladores de vida latente : en ellos se depositan y se
amasan energías que parecen dormitar, pero cuyo nivel
ascendente las lleva poco a poco a la perfección. Con­
templada en su conjunto, una civilización aparece como
una tradición que a un cierto momento alcanza la cumbre
de una curva en donde la relación del hombre al mundo
se manifiesta de una manera eminente y a veces soberana.
Sin esa larga permanencia anterior de la forma, sin tra­
dición, jamás la civilización llegaría a expresar humana­
mente el mundo. Una civilización que desprecia la tra­
dición pierde las reservas de vida que le permiten sus
posibilidades de continuación, sus refecciones y, en la pro­
secución ondulosa que constituye vista de cerca su curva
ascendente, su poder de maduración. La unidad de la
forma viviente hace, por lo demás, la unión de las ge­
neraciones sucesivas, favorece la penetración intuitiva del
universo por hombres que saben comprenderse a través
del espacio y la continuidad, afirma la relación vital y le
abre la vía hacia una expresión superior.
Todo depende aquí del nivel de la vitalidad humana y
de la aptitud del hombre en introducirse en el mundo que
él determina el vigor por su presencia efectiva, c Por qué
es ello así? No hay respuesta a semejante pregunta, es
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 23

menester confesarlo ; es el misterio de la civilización como


del individuo. Lo mismo que existen individuos cuya vita­
lidad potente, fuego, colorido y luz están en armonía con
la vida universal, e individuos moralmente endebles, en­
fermizos, sin centelleo, existen civilizaciones hinchadas de
savia y civilizaciones estancadas. La ley de la vida y del
ser es la desigualdad concreta : tal árbol del bosque re­
basa su vecino que crece en la misma tierra; tal civiliza­
ción se eleva por encima de otras en la medida en que
las raíces del hombre que la ha creado son más profunda­
mente y más vitalmente ligadas en la experiencia de lo
real. La vida no dispensa sus riquezas según un plan uni­
forme. En un caso, la tradición de la forma y la conti­
nuidad de la expresión serán parecidas a la persistencia
orgánica de una salud sin tacha que dura ignorándose ella
misma, con alternativas ritmadas de actividad y de re­
poso, de facilidades en el esfuerzo, de momentos de ale­
gría creadora; en otro caso, no serán más que rutina,
repetición mecánica, régimen inmutable que mantiene en
una existencia precaria una vitalidad ruinosa. Aquí reinará
una esterilidad crónica; allá una fecunda disponibilidad.
Conviene, pues, distinguir claramente —pues nuestros oios
miopes no lo aperciben ya— entre la reiteración monó­
tona, que es un índice de agotamiento, y el estilo tradi­
cional, que es la siembra, renovada a cada estación, de
una potencia germinativa continua.
La misma unidad viva de la expresi5n que se observa
en las civilizaciones auténticas diversifica igualmente los
individuos que la comparten. Aquí aún las analogías con
la vida llaman la atención. Las hojas de un mismo árbol
no son idénticas: son solamente parecidas. Ninguna de
entre ellas recubre adecuadamente otra como dos mismas
24 MARCEL DE CORTE

figuras geométricas o dos objetos fabricados en ei molde de


una máquina. La diferencia entre las hojas, las flores, las
ramas, los frutos, el tronco, las raíces es aún más sensible.
Todos los elementos del árbol participan, sin embargo, a
là unidad orgánica del conjunto. Todos son solidarios y se
mueven sinergicamente a través de la misma expresión de
la vida vegetal. Lo propio de una civilización verdadera es
reunir orgánicamente, en una unidad diferenciada, in­
dividuos que sin su presencia serían condenados a la
identidad en la separación. Cuanto más se eleva el nivel
de una civilización, más vemos sus funciones sociales
políticas, religiosas, intelectuales, estéticas y morales di­
versificarse aumentando las relaciones que les unen, mas
constatamos que los individuos que las ejercen son des­
iguales y asociados a una misma labor. Una vez aún la
relación vivida y expresada del hombre al mundo no es
uniforme, pero sinfónica, pues la vida y su expresión en­
gendran en todas partes la diferenciación ; la relación
fundamental, plenamente asumida, se multiplica con una
suerte de prodigalidad profunda en otras relaciones cuyos
términos son distintos y unidos, exactamente como la si­
miente del árbol o el embrión de un organismo superior.
De cualquier lado que miremos la civilización aparece
como una abundancia de relaciones que surgen ellas mis­
mas de una relación anterior, extraordinariamente miste­
riosa, que se deja ver de una manera inconsciente y que
resalta a la esfera de la experiencia vivida. El ser civili­
zado se mueve fácilmente en el mundo que expresa su
tipo de civilización, y si es bruscamente trasplantado en
otro dominio experimenta el sentimiento de una falta de
correspondencia : una cierta armonía, primitivamente im­
ENSAYO SO BRE E L FIN B E NUESTRA CIVILIZACION 25

perceptible, está en adelante rota. Está en adelante solo,


extranjero. Es con una intuición notable de esta situación
que los griegos llamaron barbaroi, extranjeros, a todos los
que no participaban de su modo de vida y a su expresión
de la experiencia vivida del mundo.

E l ciclo de la civilización

La comodidad, la facilidad, la ausencia de esfuerzo


—que no excluyen la labor inherente a todo trabajo de
expresión—, he ahí lo que caracteriza la actitud del hom­
bre en su área de civilización : el ser humano se encuen­
tra al nivel del mundo que corresponde a su vitalidad;
está con un universo que él reconoce en las formas cons­
truidas por su tipo de vida; coexiste al ser hacia el cual
va su relación congenital que se refiere directamente a é l;
todo reviste para él un carácter familiar, amistoso, próxi­
mo ; la angustia del ser solo le es desconocida; a través
de todos los remolinos de la vida individual o colectiva,
que son el lote de la humanidad, tiene siempre «alguna
cosa» a la cual «asirse» ; por dura y disminuida que sea
su existencia, tiene un sentido. ¿Cuál? La mayor parte del
tiempo no sabe nada de ello o bien poco. Pero él siente,
experimenta, vive esa significación; le aparece consa­
grada, dedicada a una realidad que le rebasa y le cons­
tituye, que intenta definir y expresar porque toda vida se
mueve, agita, toma forma, y que, al fin de cuentas, tra­
duce en la polivalencia más o menos extendida de su civi­
lización. Esta, a su vez, orienta su acción hacia el término
que él presiente ; y así, sin parar en un ciclo sin fin, todas
sus maneras de ser y de obrar, desde la técnica más hu­
26 MARCEL DE CORTE

milde hasta los ritos de múltiples religiones naturales, pa­


sando por el arte, la ciencia, la moral y la sapiencia de la
vida, la filosofía, etc., sufren esa doble imantación. Las
manifestaciones de su ser emanan de su experiencia vi­
vida y le envuelven en un circuito vital que amplifica el
dominio del mundo sobre su existencia y su deseo re­
cíproco de revelarla. La civilización lo engloba como un
alma en su ritmo.
Tal es el momento luminoso de una civilización. Pero
toda vida está sujeta a la muerte : «Nosotros, como las
civilizaciones, sabemos que somos mortales.» Bien antes
que Paul Valery, testigo desilusionado, el hombre lo adi­
vina confusamente. Es porque las civilizaciones, a un ni­
vel vital superior, lanzan sus últimos fuegos, los más bri­
llantes de tono, antes de entrar en el largo período de
decadencia que anuncia su caída definitiva. Así hacen
todas las formas de la vida : el instante de la madurez, el
más breve de los que componen la existencia, reúne las
energías en una última floración. Lo que se ha llamado
siglo de Pericles, o de Augusto, o de Luis XIV —tan
eternos parecen los nombres—, es de hecho un lapso de
algunos años; último momento de una resistencia a la
muerte, de la cual la vida triunfa en una especie de im­
pulsión que nada hace prever y que es muy pronto se­
guida de los primeros signos manifiestos de agotamiento.
Ese fenómeno capital de la decadencia de las civiliza­
ciones ilustra notablemente su naturaleza, como la enfer­
medad que desprende por contraste la esencia concreta
de la salud.
Tanto tiempo como la experiencia vivida de la rela­
ción del hombre al universo desborda, penetra y envuelve
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 27

sus diversos modos de expresión, una civilización se man­


tiene y prospera: la vida.la alimenta sin agotarla. Su for­
ma encierra siempre lo real, porque lo real no cesa de
rebasar los límites. Una continuidad sin fisura se establece
entre los diferentes aspectos de estilo de la existencia hu­
mana y la relación fundamental. Algunos cambios se anu­
dan que los fortifican mutuamente : así, el arte, la filoso­
fía, la religión traducen la situación del hombre en el
mundo, y esa situación, a su vez, confiere a las formas
expresadas toda su densidad. Nada en ellas suena a hueco
mientras esa ligazón persiste.
CCómo se produce la hendidura ? ¿ Cómo la forma se
deslastra de la relación, se vacía de su substancia y se
transforma en un molde que se manifiesta en una realidad
empobrecida con una especie de automatismo? Esa de­
gradación de lo vital en mecánica, que el genio del aldeano
Peguy y el del intelectual Bergson han puesto igualmente
a la luz, es un proceso muy simple que revela la expe­
riencia inmediata. Uno se extraña un poco que no haya
sido más frecu en tem en te descrita, tan manifiesta es.
Quizá es menester ver ahí el tenaz predominio de esa
ilusión que nos oculta la presencia de la muerte y que
caracteriza siempre los últimos momentos de una civili­
zación.
La experiencia vivida de la relación fundamental se ma­
nifiesta, como hemos dicho, con el nivel de la vitalidad y es
toda la civilización. Y precisamente porque la experiencia
de la relación del hombre al mundo es vivida, ella invade
enteramente de dentro hacia fuera el ser humano : el
hombre vive y traduce de una manera compacta su rela­
ción con lo que le toca íntimamente, sus próximos, la tie­
28 MARCEL DE CORTE

rra, la presencia oscura de lo divino dispersos en la natu­


raleza. Las primeras civilizaciones son a ese respecto
patriarcales, agrícolas, religiosas. Es a ese fondo donde
se recogen las potencias telúricas que las nuevas civiliza­
ciones vienen a nutrirse cuando desaparecen las que las
han precedido, como se apoyan sobre él las civilizaciones
bamboleantes en período de crisis. Las formas más altas
de la civilización están aún sumergidas aquí a veces, hasta
ligadas, en una experiencia del ser que deja fuera de ellas
un excedente permanente cuya ubicuidad trasciende el
hombre y le comunica la impresión constante de su per­
tenencia orgánica a lo real. El espíritu, la inteligencia, el
querer, la imaginación, cuya actividad forja sin tregua
algunas expresiones del ser, son solidarias de la vida que
le aportan su indefinible y concreta participación a la exis­
tencia. Dependen estrechamente de ese calor interior y
radiante que es la marca misma de toda experiencia vivida,
estimula su desarrollo y las traduce auténticas. Cuanto
más se abren a la vida y al ser, más se encarnan en ellos
para recibir sus flúidos y darles una forma. Una civiliza­
ción que crece se dilata así de dentro hacia fuera, sin
solución de continuidad entre lo real, el hombre y la ex­
presión de su relación, como lo hace toda especie de-
vida. Ella se somete al ritmo esencial de toda existencia,
que es la participación al ser y la subordinación a su ley
de cambio orgánico.
Y he ahí dónde se insinúa la fisura: todas las expre­
siones de la relación fundamental, sean cuales fueran,
pueden, en tanto que son expresiones, separarse del hom­
bre como la hoja muerta del árbol. Se manifiestan, en
efecto, en innumerables formas materiales : lenguaje, colo­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 29

res, figuras, número, derecho, código, legislación, ritos,


convenciones etc., que constituyen los intermediarios en­
tre el hombre y el mundo por donde pasa como una co­
rriente de vida la relación hecha en adelante visible y
palpable. Así las palabras que empleamos en las relacio­
nes sociales o en el poema. Sobre todos esos medios pesa
la amenaza de la mecanización que los hace impermea­
bles e interrumpe el flujo vital, lo mismo que el espíritu
que lo crea se niega a inclinarse ante el primado de la re­
lación que no ha creado y que se le impone. En otros
términos, la negación del gesto religioso en todos los do­
minios desencadena el automatismo. El espíritu y sus pro­
ducciones se retiran fuera del campo relacional donde
gravita el ser humano. La consecuencia sigue inevitable :
las formas de la civilización no se asocian ya al ser, y el
ser mismo, en lugar de definirse como un centro de co­
munión y como un nudo de intercambios, se transforma
en una «materia)) plástica, dispuesta a soportar una huella
que ninguna vida anima ya. La civilización es entonces
reemplazada por una técnica de dominación del mundo,
en donde el hombre, identificado al espíritu cortado de
todos sus lazos, se presenta como trascendiendo al uni­
verso. Ella no tarda en degenerar en la medida en que la
vitalidad humana choca con formas artificiales que la
esterilizan ; encuentra cada vez menos espacio donde ma­
nifestarse. El hombre, armado de sus expresiones desvi­
talizadas, forma, quebranta, agita, maquiniza desespera­
damente toda existencia y la suya para subsistir...
Conocemos, por otra parte, períodos de la historia en
los cuales la civilización envolvía el hombre hasta su raíz
cómo un alma, y otros en que pesaba sobre él como una
30 MARCEL DE CORTE

losa de plomo . Tan pronto se integra a la substancia con­


creta del hombre, emerge y florece de su ser, se mani­
fiesta en él como una savia ascendente que sale de su
fuerza; tan pronto no es más que un orden exterior al
hombre, ensamblado sobre su vida abandonada, especie
de entidad hiposíasiada que aprehende su ser y lo absorbe
en su forma propia. Allí, es inmanente al hombre con­
creto y constituye la trama de su existencia; aquí, se
desprende de los seres humanos, planea sobre ellos y
le dirige parecido a una maléfica idea platónica. Pense­
mos un instante en la actitud del Griego en tiempos de
Pericles y en la época alejandrina, o en la del Romano
durante la prosperidad de la República, o en los últimos
siglos del Imperio. En el primer caso, el hombre se inserta
en el mundo por la civilización; en el segundo, tiende
sin cesar a evadirse fuera de lo real y a diluirse en el me­
canismo de la civilización que él ha montado. Todo su­
cede como si el hombre, a ciertos momentos de su histo­
ria, tuviera bastante energía para producir una civilización
que no haga más que uno con él y le ponga en relación
visible con el mundo, mientras que a otro, agotado, ané­
mico, sin vitalidad y siñ fuerza, se abandona a la corriente
de una civilización que no es es ya ella misma, irrigada del
interior por la presencia activa de una fuente humana, y
le arranca del mundo. El análisis filosófico confirma esa
observación.

Conciencia ij universalidad

Es precisamente ese fenómeno de la ausencia del mun­


do que produce la conciencia de la crisis que atraviesa
la civilización. Esta es, hemos dicho, un proceso absolu­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 31

tamente natural. Ahora bien ; toda actividad normal que se


interrumpe o amenaza desaparecer engendra inmediata­
mente la intuición aguda y lúcida de su necesidad. Así es
ello de nuestras funciones fisiológicas elementales : no te­
nemos conciencia de nuestro estómago más que cuando
su ritmo se entorpece. Y ocurre lo mismo de la inserción
orgánica del hombre en el mundo que hace la civilización.
La conciencia del drama que le abraza nos embarga en
la medida en que la civilización sale fuera de sus goznes,
donde el hombre que se beneficia de ella pierde raíces.
Los elementos misteriosos gracias a los cuales el hombre
adherido religiosamente al mundo para expresar en él el
carácter humano se disuelven en beneficio de la aprise de
conscience)). Su funcionamiento se transpone del plano de
la vida al plano del espíritu, de lo vivido a lo pensado,
de lo vital a lo conceptual. En un último sobresalto la
conciencia ensaya de cubrir las brechas de las cuales ha
salido, fabricando con precipitación algunos productos de
reemplazamiento. Estamos hoy de ellos tan saturados que
sólo un nuevo ersatz nos parece original: nos hemos he­
cho insensibles a esa atmósfera ficticia en donde parece
que vivamos...
El primer signo visible, pero también el más inadver­
tido, de la decadencia de la civilización es la conciencia
que de ello tenemos. Con la lucidez perfecta del enfermo
que conoce su mal seguimos el camino de esa decadencia.
Vemos una después de otra las funciones de la vida civili­
zada : las costumbres, el arte, la ciencia, la filosofía, la po­
lítica, la religión, la sociedad, atacadas por un implacable
proceso de decadencia. Nuestra conciencia se ensancha a
la medida del movimiento que las descompone y que la
32 MARCEL DE CORTE

libera. Nuestro espíritu se dilata en proporción de la nada


que nos invade, que domina y puebla en adelante de sus
creaciones autónomas, sin estar sujeto a nada. Experi­
mentamos en ello un goce secreto: sabemos que el mal
está ahí, presente, metódico, desdoblando de alguna ma­
nera nuestro ser en dos partes, de las cuales una se di­
suelve y la otra, proyectando su conciencia hasta los más
sutiles meandros del desorden. Los canaliza por sus ar-
ficios. Hoy somos capaces de organizar la desorganización
en una mirada de conjunto análoga al plano del arqui­
tecto que recompone los elementos dispersos. Pero no
somos capaces más que de eso. La conciencia de la uni­
dad de la civilización crece con su desmoronamiento, y
la acción que le asemeja no se opera más que al nivel
de lo que en nuestra fatuidad llámennos «el espíritu», el
mismo ayudado por lo que le es más próximo : el len­
guaje abundante y estéril, la astucia insidiosa, la fuerza
que violenta. Pues la vida es silenciosa, franca y des­
armada.
Si es verdad que un organismo muere cuando su cohe­
rencia interna desaparece, la civilización moderna ha lle­
gado a ese estadio. Pero Nietzsche no escribiría sin duda
y a : «He venido cerca de vosotros, hombres actuales, he
venido al país de la civilización... ¿Y qué me ha ocu­
rrido ? A pesar del miedo que he tenido, he debido po­
nerme a reír. ¡Mi ojo no ha visto jamás nada tan intrin­
cado !... El semblante y los miembros pintarrajeados de
cincuenta maneras; es así, con gran extrañeza mía, que
yo os veía los hombres actuales. ¡ Y con cincuenta espe­
jos alrededor de vosotros, cincuenta espejos que adula­
ban e imitaban vuestro juego de colores!... Y si uno
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 33

sabía escrutar las entrañas» c a quién haréis creer que


tenéis entrañas? Parecéis formados de colores y de peda­
zos de papel pegados juntos.» La civilización no es ya la
unidad de una diversidad, no es ya lo que era en tiem­
po de Nietzsche: una diversidad pura. Por un gigan­
tesco esfuerzo de conciencia ha llegado a ser la unidad
abstracta y formal de una multiplicidad sin cohesión de
seres idénticos contemplándose en el solo espejo de (da
conciencia humana, tenida por la más alta divinidad».
Nos bañamos en un continuo espacio-temporal de pen­
samientos, que se reducen cada vez más a un solo y co­
mún denominador ((espiritual», y vivimos en una discon­
tinuidad mórbida. Si cogemos una a una las grandes
corrientes «doctrinales» que interfieren en la civilización
actual y las consideramos menos en sus diferentes orígenes
que en la especie de delta pantanoso donde van a parar,
experimentamos la impresión desconsoladora de la simi­
litud en la pobreza. Marxismo, capitalismo y un cierto
cristianismo convergen a porfía hacia la dominación del
mundo por «el espíritu» humano. Pero ese mundo no es
más que una tierra abstracta, gris, uniforme; en vano
se busca en ella los hombres en carne y hueso. Es una
expresión algebraica, donde no encontramos a nadie, don­
de el próximo sensible y concreto ha desaparecido diluido
en la conciencia de la humanidad. Para esos sistemas los
hombres no están ya orgánicamente ligados entre ellos por
un yo no sé qué, imposible de describir, que les fuerza,
a través de choques y de vicisitudes, a articularse en la
cálida presencia de pequeñas comunidades, en las cuales
cada uno encuentra y comprende a cada uno sin esfuerzo.
Todo transcurre como si en los diversos órganos de ese
vasto cuerpo que es la humanidad, el cerebro, los riño­
8
34 MARCEL DE CORTE

nes, el corazón, las entrañas —c pero a quién haréis creer


que tenéis entrañas?—, las diversas especies de células
hubiesen perdido sus tabiques protectores y se hubiesen
transformado en átomos similares, sin lazos, yuxtapuestos
por la fría presencia —entrecortada de algunos sobresaltos
((místicos»— del «espíritu» que las desploma. La civiliza­
ción no tiéne ya ante ella más que átomos humanos que
desintegra, y de los cuales espera sacar energías psíquicas
desconocidas que renovarán la faz de la tierra bajo la
dirección del ((espíritu»; sea éste espiritual o material,
político o económico, agnóstico o científico, poco im­
porta, ahí está dirigiendo la pobre humanidad sangrienta
hacia su «bien». Después de cada desastre, después de
cada descenso de un grado de los valores humanos con­
cretos, ésta civilización proclama por la boca de sus in­
térpretes más calificados que un «espíritu» de justicia, de
caridad, de acceso de todos a los bienes terrestres di­
fundidos por una técnica grandiosa, superorganizando la
materia, trabaja invenciblemente el mundo pulverizado.
Cuanto más la vida auténtica se derrama, más la con­
ciencia imagina una vida nueva en un mundo nuevo sin­
cronizado a su desvitalización.
He ahí, pues, el drama de la conciencia o del espíritu
en los momentos de crisis profunda de la civilización : la
relación fundamental del hombre al mundo no tiene ya
otra existencia que pensada, de hecho imaginada, dada la
rareza efectiva del pensamiento propiamente dicho en la
especie humana. Abolidas la compenetración y la simpa­
tía del hombre y del mundo, éste no habla ya silencio­
samente al hombre por mil voces que se deslizan en su
inconsciente y le informan de sus secretos; el hombre
no le responde ya por la misma afección silenciosa. Su
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 35

diálogo amistoso» que impregnaba tal o cual área geográ­


fica civilizada de un carácter familiar» está interrumpido.
Una distancia se insinúa entre la conciencia liumana y su
situación en el universo que las hace incomunicables la
una a la otra en un plano fraternal. Por la aprise de cons-
c/ence» que colorea de una manera más o menos clara los
fines de civilización, el hombre se reconoce incapaz de
participar a lo real y a inscribir su acción en un conjunto
orgánico limitado: huye todo lo que es, huye de su ser y
huye el ser para concentrarse en la idea o en la imagen
que se hace de sí mismo y de la realidad. En lugar de
vivir la relación, el hombre la sueña. El religioso que en
su celda diserta sobre el matrimonio, las relaciones con­
yugales, las reformas de estructura, etc., sin tener de ello
la menor experiencia concreta; el político que construye
la sociedad; el sabio de laboratorio que traza los planos
de la ciudad futura; el ingeniero que trata al hombre
como hace con la máquina ; el artista que obra según una
teoría del arte; cada uno de nosotros que llevamos en la
cabeza una idea preconcebida de tal o cual aspecto de
la vida, somos arrastrados por esa corriente que nos se­
para del ser de una manera insidiosa o brutal. La mayor
parte de los hombres de hoy son incapaces de vivir su
vida: la civilización moribunda les traza sin descanso in­
numerables itinerarios de huida. El hombre actual se re­
fugia en la abstracción que reside en el espíritu porque
ha roto el pacto nupcial que la civilización había con­
cluido con la naturaleza, introduciéndole en la presencia
concreta de un mundo adaptado a su talla y a su potencia
de encarnación.
El segundo signo que marca todo fin de civilización de­
riva de ello : la tendencia a unlversalizarse. Toda abstrae-
36 MARCEL DE CORTE

ción es, en efecto, universal: trascendiendo el espacio y


el tiempo, es siempre y en todas partes parecida a sí
misma. Ya el marxismo, el capitalismo y el cristianismo,
que se reparten el orbis terrarum, atenúan sobre algunos
puntos sus oposiciones ficticias, simpatizan oscuramente y
se preparan a una especie de fusión cósmica bajo el efecto
de una corriente única a alta tensión de ((espiritualidad
colectiva». Sin duda los sistemas y los dogmas chocan
aún con violencia; sin duda también, el cristianismo se
niega, por las voces de los garantes de la ortodoxia, a
establecer pactos con las ideas que condenan la fe, pero
el moralista que pone atención en los hábitos y en la
mentalidad de los hombres de hoy no puede apreciar en
las élites como en la masa una orientación notable ha­
cia el sincretismo ; cuando más, por otra parte, el cris­
tianismo se desencarna, no siendo ya más que una inquie­
tud religiosa análoga a la que procuran las teosofías o un
código superficial cuya influencia no desciende más bajo
que el cerebro, no escapa a la irresistible fascinación que
ejercen sobre él las formas desencarnadas de la concien­
cia contemporánea. En resumen, la humanidad experi­
menta su afinidad planetaria y cambia de dimensión por
una aprise de conseience)) más intensa de su promoción a
lo universal: un braceo gigantesco va a borrar toda dife­
rencia entre los hombres.
Esos dos índices se encuentran indiscutiblemente en la
civilización antigua agonizante. Toda civilización que de­
sierta la relación fundamental, siempre concreta, del hom­
bre al mundo, para complacerse en los prestigios y en
los paraísos artificiales de la abstracción, está marcada
con el sello de la muerte. Toda civilización que se unl­
versaliza y franquea los límites que le impone la expre-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 37
sien, siempre definida y circunscrita, de la vida y de los
cambios orgánicos, abandona sus raíces y su profundidad.
IffffPéro lo que diferencia' la conciencia y la universalidad
modernas de las notas antiguas paralelas es su pesantez,
y si uno se atreve a decir, su potencia inédita de revesti­
miento de un tipo humano uniforme. La imagen espec­
tacular que el hombre se ha forjado de sí mismo se trans­
forma en realidad, constituyendo un ciclo que parte del
hombre para volver al hombre sin pasar por las exigencias
que le hacen participar al ser. El hombre viene a ser su
propia trascendencia pagando el precio de su tentativa :
la supresión de la diversidad orgánica; la deificación del
«grueso animal» platónico ; la nivelación de toda persona­
lidad en una ((conciencia colectiva» planetaria, privada de
vida y de pensamientos verdaderos. Pues la relación del
hombre al mundo no puede ser vivida y pensada por una
colectividad : es el atributo de la persona. Mi relación or­
gánica a mi familia, a mi grupo social, a todas las formas
de la civilización que la expresan, es irreductiblemente
personal: otro es incapaz de asirlo, de experimentarlo, de
comprenderlo si no es desde el exterior y de una manera
puramente abstracta. Nadie puede coger mi sitio en el
universo. Nadie es intercambiable, al menos que todos es­
tén reducidos al estado de autómatas. Que esa situación
se llame ahora «fin de querella entre el hombre y la natu­
raleza» con M arx; dominación de la tierra por la técnica
y la industrialización con el capitalismo privado o con el
capitalismo de Estado ; primacía del espíritu sobre la ma­
teria según la fórmula ambigua de un cristianismo des vi­
rilizad o que fascina el mito de un nuevo Paraíso terrestre,
esas distinciones no tienen más sentido que el verbal. Ellas
se recortan y se identifican en un mismo punto efectivo :
38 MARCEL DE CORTE

el hombre es la medida del ((mundo» que él ha creado ; el


hombre edifica una civilización que no le sirve ya para
encarnarse en lo real participando a sus leyes; parecido
al demiurgo, amasa la pasta fluida e inconsistente que
constituye en adelante para él el ser, e imprime en ella
su propia imagen empañada y divinizada. Nuestros con­
temporáneos son presa de la más extraña de las idolatrías:
la de la civilización. Cuando ella muere de consunción
interna, los adversarios que se combaten en la super­
ficie se reconcilian espontáneamente alrededor de la efigie
de su ser, que les presenta a la escala mundial, para
«defenderla, ((salvarla», ((promoverla», «extenderla», «puri­
ficarla», etc. Como los médicos de Moliere, están en des­
acuerdo en los medios, los remedios y las purgas necesa­
rias, pero todos aspiran unánimemente a su renovación.
Es la tragicomedia de hoy.
Abstracta y universal, la civilización moderna ofrece un
último carácter : no es ya la expresión de la relación de
participación del hombre al mundo, no es ya más que
expresión separada, desarrollándose según sus propias re­
glas, fuera de los hombres concretos, contra los vestigios
de organicidad que ella encuentra por encima del espacio
y del tiempo vividos.
De donde sus dos notas subsidiarias, con frecuencia re­
sumidas, pero raramente relacionadas a su principio gene­
rador.
En principio la «civilización» debe para llegar a sus
fines reducir a polvo el viejo mundo, amordazar las voces
impotentes que suben aún del corazón de tantos seres
vivos, operar una radical transmutación de valores. Agosta
y rompe los cuadros tradicionales que el hombre había
secretado de su propia substancia en el curso de milenios
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 39

con el fin de reunir el mundo alrededor de sí y hacerlo


más presente a su ser en la proximidad viva de sus com­
ponentes. Ella no reconoce ya los hombres, las cosas, los
paisajes que la envolvían en su misteriosa transparencia,
que recibía hace poco aún hasta el corazón mismo de su
coexistencia recíproca. En todas partes «la civilización»
del hombre arrancado de su raíz procede por efracción
para disociar el mundo. No es en modo alguno por azar
que factores aparentemente dispares se encuentren hoy
en una común obstinación en disociar los elementos del
mundo y del hombre con el fin de reunirlos en una proxi­
midad muerta y mecanizada. Citemos a granel: el psico­
análisis, el divorcio, el amancebamiento, un arte vulgar o
refinado, especializado en el desencadenamiento del cho­
que nervioso o de la onda cenestésica; la intrusión de la
política en todos los rincones de la vida y particularmente
de la profesión, la violación de la muchedumbre por la
propaganda, las grandes ciudades tentaculares, en las cua­
les cada habitante es una célula impermeable ; las psico­
sis agresivas de los diarios y revistas, la confusión operada
en la vida común por los mítines, las demostraciones es­
pectaculares, las reuniones episódicas en lugaies señala­
dos, tan pronto deshechas como rehechas; la acción del
cine, de los carteles, de la publicidad, de las exhibiciones,
de las luces violentas, del ruido, de la extrema facilidad
de los medios de locomoción, que distrae la atención de
la presencia de los hombres y de las cosas; el caos dis­
continuo del mundo de la radio, la dilaceración y el braceo
de las guerras, el eufemismo horroroso del displaced per-
sons, el gansterismo individual y colectivo, los ensayos de
terapéutica social operados en el hombre in vivo, el culto
generalizado del odio ; y para cerrar provisionalmente la
40 MARCEL DE CORTE

serie, la desintegración atómica y sus sucedáneos. En se­


mejante perspectiva, que se vulgariza cada vez más y se
prolonga hasta los campos, las montañas, el bosque y el
mar, en donde la reanudación del contacto entre el hom­
bre y la naturaleza es una prostitución para la una y para
el otro, no importa que, equivale a no importa que, los
seres y las cosas sin relación duradera, yuxtapuestos, sin
coexistencia en la continuidad o en el espacio, conmovidos
hasta sus fundamentos, se diluyen poco a poco en una
vasta colada inorgánica terriblemente triste y compuesta
de puros instantes sucesivos.
Por otra parte, es menester ver en la conquista de todo
el espacio disponible efectuada por la civilización mo­
derna el resultado del deseo que la mueve y la empuja a
liberarse de las condiciones impuestas por la calidad de
lugares, atmósferas y climas y por la presencia de otras
civilizaciones dispersas sobre el planeta. Así como lo de­
muestra demasiado bien la colonización actual, la civili­
zación moderna no se adapta a las otras formas que
encuentra, no establece con ellas ningún cambio vivo, nin­
guna simbiosis, de manera a constituir un tipo híbrido, tal
como lo intentó antes España en su imperio de ultramar.
La civilización moderna se impone desde fuera a todos
los medios en que se incrusta, como si despreciara las mo­
dalidades de la existencia terrestre a la manera del espí­
ritu puro. Ningún obstáculo espacial la detiene. Se extien­
de y envuelve, pero no toma raíces porque es incapaz de
ello. Forma una corteza que rodea las latitudes y longi­
tudes, y absorbe las reservas orgánicas aquí y allí aún
subsistentes. Trasciende el espacio para no ser más que
ella y para absorber los países, las razas y las almas en
una especie de alma mecánica del mundo. Igualmente
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 41

niega el tiempo. Es inútil insistir sobre su desprecio del


factor esencial de toda civilización viva : la tradición. No
guarda ningún recuerdo : la experiencia de los siglos y
hasta la del pasado inmediato es rechazada en el olvido
diario que es su medida. Vive en el instante presente dila­
pidando el porvenir.
La civilización moderna extiende así su nuevo orden
—en ensayos ellos mismos renovados en una línea inva­
riable y reanudados en seguida después del fracaso— fuera
del tiempo concreto que ritma los latidos del corazón del
hombre. Colocada delante de un mundo y de una huma­
nidad cuyas afinidades recíprocas están actualmente ago­
tadas —se rehacen invariablemente en el secreto de la
historia para organizar otra civilización—, intenta, sin em­
bargo, una empresa que jamás ha tenido ejemplo : aproxi­
mar el mundo y los hombres dispersos, en función de su
dispersión misma, sin preocuparse en renovar en espacios
restringidos los lazos concretos y efectivos que les unían
hace poco aún. Se trata por ella de encontrar un común
denominador, tan vago y vacío como es posible, capaz
de reunir esa multiplicidad caótica y construir, grado por
grado, de arriba hacia abajo, los moldes escalonados que
le darán una cohesión. Obra de un «espíritu)) proyectando
sus esquemas en un mundo y en una humanidad sin subs­
tancia, difunde por todas partes el artificio. No son ya el
hombre y el mundo que se organizan en una interacción
mutua, que reproducen en el curso de la historia los cua­
dros sociales, económicos, políticos, estéticos y religiosos,
correspondiendo a su crecimiento y a su amistosa compe­
netración. El hombre que ha dejado pudrir sus raíces y
su facultad de penetración concreta en el mundo está en
adelante consagrado a «organizar)) el universo en lo in-
42 MARCEL DE CORTE

temporal^ partiendo de teorías y planos abstractos, situa­


dos ellos mismos fuera del tiempo. Está colocado delante
de un mundo que ha perdido su aspecto humano.
Y es ahí que la civilización moderna encuentra su co­
mún denominador en un mundo qite no es ya más que
materia, del cual todos los elementos concretos : la belleza,
la grandeza, la nobleza, la profundidad ontológica, el
misterio, el reflejo de Dios, han sido borrados. Pues la
materia, como lo demuestran las más grandes filosofías,
es por esencia indeterminación, vacuidad, potencialidad
indefinida, aptitud a tomar todas las facetas, la forma sepa­
rada, que es la civilización moderna, no podía dejar de
ser atraída por la materia, su {{espíritu» debía ser materia­
lista desde que quería diferir su inevitable expulsión fuera
de la escena del mundo y proponer a todos los hombres
un término de la misma naturaleza que su universalidad
abstracta, anónima, inorgánica. La materia que atrae to­
das las codicias, provista de una infinita divisibilidad, res­
ponde a su promesa de disolución.
Así asistimos a la paradoja más desconcertante de la
situación actual: la relación del hombre al mundo no es
ya casi más que material, mientras que el espíritu huma­
no, cada vez más artificial, exigiendo de sí mismo un nú­
mero creciente de subterfugios, progresivamente glorioso
de la ciencia y de la técnica que le permiten dominar y
«organizar» el caos, elabora hoy sin tregua los nuevos cua­
dros a la escala mundial, que lanza en ese polvo volcánico
con el fin de amalgamarlo. El «espíritu» de la civilización
actual, siempre alerta, está obligado a una aprise de cons-
cience)) redoblada. Al menor desfallecimiento, es el hun­
dimiento, del cual tantas guerras y revoluciones nos han
dado el siniestro presagio. Sin esa aprise de conscíence»,
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 43

accesible a algunos iniciados que reinan sobre «el grueso


animal», privados de vida y de pensamientos auténticos,
que realizan el viejo sueño mefistofélico :
Un solo cerebro basta para mil brazos;

sin los príncipes de ese mundo que establecen, a pesar


suyo, empujados por la naturaleza de los acontecimientos,
su dominación sobre el universo : príncipes de la íinanza,
príncipes de la política, junto a los cuales los príncipes dei
arte y de la ciencia no son más que subalternos, la civili­
zación moderna estaría ya hundida. Su aprise de cons­
ciente)) no es más que su último retesamiento
Todo empezará de nuevo por algunos pequeños giupos
de hombres que se amarán y reharán una civilización te­
rrestre bajo la mirada de Dios.

Todo lo que es humano es cíclico

Pues la quiebra de una civilización, por larga y penosa


que sea, no fuerza al desespero y a la violencia más que
a las almas pusilánimes y débiles. Las civilizaciones son
parecidas a algunas generaciones multiseculares, y pare­
cidas a éstas aún, se suceden, según la expresión del poeta,
como las hojas de los árboles. Todo lo que es humano es
regido, en tanto que humano, por el principio corruptio
unis generatio alterius, del cual la antigua sabiduría griega
y oriental ha tenido la intuición profunda. Todo lo que es
natural está sometido, en tanto que natural, al ritmo de
la vida y de la muerte cuya alternación es la imitación de
la eternidad. Y las civilizaciones son fenómenos naturales.
Esa noción esotérica del círculo, que el Occidente ha
44 MARCEL DE CORTE

perdido desgraciadamente, es de una importancia capital


para comprender el destino de las civilizaciones. Estamos
de tal manera hechizados con la convicción inconsciente
que nuestra civilización moderna escapa a esa ley, porque
es la obra intemporal de una razón divinizada, que no
vemos, ya que el movimiento de la naturaleza es en todas
partes circular ; sin hablar aquí del universo astronómico,
basta recordar los ciclos del día y de la noche, del verano
y del invierno, del flujo y reflujo marinos, del sueño y de
la vigilia, de la inspiración y de la espiración, del creci­
miento y de la decadencia, del nacimiento y de la muerte
y su sucesión indefinida. Añadamos a ello la herencia, los
cii cuitos sanguíneos y nerviosos, los arcos reflejos, el latido
de la marcha, del vuelo, de la natación, del baile, el pe­
ríodo musical, la cadencia poética, la rima, el estribillo,
el ritmo que aparece en todas las artes y hasta en las que
parecen estáticas, la continua vuelta a los principios sobre
los cuales se basa todo conocimiento vivo, la incesante
alternación de la unidad y de la dualidad que esconde los
impulsos efectivos, la universal creencia en la existencia
de un mundo salido de Dios y volviendo a él después de
innumerables vicisitudes. De Job que clama en su rezo :
Manus tuae fecerunt me et plasmaveruni me totum in cir~
cuitu, a Gérard de Nerval:
El tiempo traerá el orden de los viejos días ,
pasando por el Yang y Yin chinos, el eterno regreso de los
griegos y de Nietzsehe, toda la historia de la naturaleza
y del hombre individual o colectivo se desarrolla en una
serie de sístoles y diástoles, englobadas ellas mismas en
pulsaciones más amplias, en el límite, en el ciclo funda­
mental de la vida y de su misterio insondable.
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 45
Sin duda, nos es imposible construir una teoría objetiva
del ciclo porque estamos inclusos en él y no podemos
substraernos a su presencia para ponérnoslo ante nos­
otros como una cosa : el ciclo no es una cosa, es la vida
misma. Por allí escapa a la ciencia positiva, que no se
ceba en el ser más que reduciéndolo a elementos despro­
vistos de toda relación polar, y a fin de cuentas, como lo
ha demostrado Meyerson, a la nada. Es extremadamente
significativo a ese respecto que la ciencia sea incapaz de
orientar sus investigaciones. sus descubrimientos, sus sis­
temas y su concepción de miras sobre la naturaleza de
otra manera que no sea linear : su acción sigue la línea
derecha y horizontal. El ideal de matematización, las teorías
de la evolución y de progreso indefinido que constituyen
sus asíntotas, son ejemplos de ello. Es que la ciencia no
alcanza la esencia de la naturaleza más que a un nivel
superficial. La experiencia que la nutre es sin espesor y
no reúne del ser más que una sola dimensión : la de la
línea que une los antecedentes y los consecuentes de los
fenómenos. La experiencia de la vida es inseparable del
tiempo vivido, irreductible a la cantidad, alcanzándose sin
cesar el mismo, formando círculo. Lejos de ser rectilínea
y de orientarse a todo precio hacia lo nuevo, se concentra
sobre sí misma y se encuentra perpetuamente parecida a
ella misma : ¡nihil no vi sub solé! La sapiencia de vida
se encuentra enriqueciéndose y se enriquece encontrándose.
Pero porque está viva tiene, como toda vida, sus límites,
y lo sabe : en todas partes choca con el infranqueable
misterio. Siendo limitada puede y debe morir: ahí está el
último misterio al cual toca su destino. Es porque la sa­
biduría humana, por densa y amplia que sea, es tristeza :
el dolor, y detrás el sufrimiento, la muerte, son su subs-
46 MARCEL DE CORTE

fcancia. La ciencia, al contrario, se prevé de una visión de


triunfo y de alegría : avanza en línea recta hacia la nove­
dad. Pero por una compensación inmanente no nos dice
nada : es tangente a la vida, que exige confusamente más
que ese débil conocimiento objetivo y que no lo obtiene
jamás porque está sometida al ritmo polar que desemboca
a la muerte. Ninguna ciencia ha podido satisfacer la sed
del hombre, al menos que el hombre no haya perdido el
deseo de las fuentes de la vida.
Desde entonces una civilización viviente, acumuladora
de sabiduría, está imantada también por la muerte, pero
para renacer, como la sabiduría misma, en una encarna­
ción ulterior. Una civilización como la nuestra, que se calca
cada vez más sobre el progreso científico para escapar
a su destino mortal, para prolongarse ad infinitum, por
una sucesión de retos, en incesantes novedades, no se
libera de esa norma imprescriptible, pues no se conserva
más que negándose a vivir y hacer vivir la humanidad.
Es ya una civilización muerta antes de ser barrida por el
movimiento cíclico de la historia. Todo lo que en ella vive
prepara el porvenir de otra civilización. El barniz de cien­
cia que posee cubre una barbarie cuyos sobresaltos hacen
crujir su envoltura.
Es menester, pues, resignarse a dejar morir esa civili­
zación moderna de la cual podemos apenas desligarnos,
tanto estamos aún cogidos en su proceso. Muere como to­
das las que la han precedido. Nada la salvará, porque su
tentativa de substraerse al ritmo de la vida y de la muerte
por los artificios de la técnica y de la ciencia, es aún una
integración anticipada en el ciclo que afecta todo lo que
es humano. Nada la salvará, ni aun el cristianismo. No
nos ilusionemos con esperanzas. El cristianismo no salva

I
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 47
más que lo eterno en el hombre, y el ciclo no es más que
la imagen lejana de la eternidad. El hombre no escapa al
ciclo que regla la naturaleza más que por lo sobrenatural
o por el desespero absoluto : el círculo no está abierto
más que por lo alto o por lo bajo. En ese íin de civiliza­
ción se trata de asegurar la salvación de lo que no pe­
rece, de lo que se acerca más a lo eterno : la relación
fundamental del hombre a la Creación, y más allá de
ésta al Creador, viviéndolo lo más posible en él mismo y
en sus ramificaciones esenciales.

Plan de la obra

La relación fundamental del hombre al universo depende


de la presencia de sus dos términos, y por consiguiente,
del hombre mismo. Así, pues, la libertad humana tiene el
poder, atestiguado por la experiencia, de rechazar o de
aceptar la participación al orden del ser. Estudiaremos,
pues, en un primer capítulo cómo se opera esa renuncia­
ción, sin, no obstante, abordar el misterio de la libertad
tomada como tal, cuyo examen rebasaría el marco de ese
estudio : veremos ahí que el conflicto entre el espíritu y la
vida dirige todo el proceso de disolución de los valores en
la civilización contemporánea.
En un segundo capítulo que prolonga el primero exa­
minaremos el conflicto entre lo político y lo social. Es na­
tural, en efecto, que pasemos al análisis de la desviación
que sufre la relación del hombre con su semejante des­
pués de haber diagnosticado el mal del cual sufre el hom­
bre mismo : no es, por otra parte, más que la secuela más
importante.
48 MARCEL DE CORTE

En un tercer capítulo el carácter técnico predominante


de nuestra época y el colectivismo que resulta de ello
serán analizados a la luz de los resultados precedentemente
desprendidos.
En fin, en un último capítulo trazaremos las grandes
líneas del conflicto que opone la civilización actual a la
religión, cuya clave le es5 no obstante, necesaria, no sien­
do, en definitiva, la relación del hombre al mundo más
que la forma visible de la relación del hombre a Dios.
CAPITULO PRIMERO

11?
¡I; EL CONFLICTO ENTRE EL ESPIRITU
¥ LA V I D A

E stad o de la cuestión

Saint-Exupéry ha escrito en alguna parte que una civi­


lización «es una herencia de creencias, de costumbres y de
conocimientos lentamente adquiridos en el curso de los
siglos, difíciles a veces de justificar por la lógica, pero que
se justifican ellas mismas, como los caminos, si conducen
a alguna parte». ¿L a civilización actual conduce a alguna
parte ? Parece evidente que el mundo en el cual vivimos
va siendo cada vez más inhumano y que la civilización
está en trance de revolverse contra el hombre. Es inútil
insistir sobre esta amarga constatación. ¿ Pero qué quiere
ella decir? ¿Bajo qué aspecto surge al nivel de nuestra
conciencia ?

Una civilización abstracta de la vida

Se ia podría expresar o caracterizar globalmente de la


manera siguiente: sentimos a grados diversos que la civi­
lización que nos rodea y que está destinada a hacernos
50 MARCEL DE CORTE

vivir, pesa sobre nuestra existencia, que no hace ya cuerpo


con todo nuestro ser, que se separa de nosotros como una
especie de caparazón, con peligro a cada instante de aho­
garnos. La civilización, que debería ser nuestro modo de
vida, es hoy nuestro modo de sufrir y de morir.
Pero esa primera constatación es aun insuficiente.
Si la civilización se separa cada vez más de nuestro ser
y de nuestra existencia diaria para sernos exterior y con­
dicionarnos desde fuera; si la vivimos cada vez menos y
si la sufrimos y morimos en ella cada vez m ás; si nuestra
vida concreta cotidiana, nuestras acciones ordinarias, nues­
tros gestos familiares soportan su peso y no consiguen a
integrarla, es alrededor de ese carácter separado, no vi­
vido, desencarnado de la civilización actual, que debemos
llevar nuestras investigaciones.
Pero, c qué es lo separado, lo no vivido, lo desencar­
nado por excelencia, sino lo abstracto ?
Es sobre esa oposición entre lo abstracto y lo concreto,
entre lo ideal y lo real, que importa hacer girar el diagnós­
tico de la crisis de la civilización.
La humanidad está en trance de sucumbir de una indi­
gestión de ideas, generosas o sórdidas, maquiavélicas o
ingenuas, que todas se caracterizan por una extraña im­
posibilidad de vivir, de encarnarse en la existencia de otro
modo que por la violencia o por la astucia y a concillarse
orgánicamente con ese instinto profundo y oscuro que en
los momentos más graves de su destino empuja al hombre
a triunfar de la muerte Si observamos nuestros contem­
poráneos, aun los más rudos y los más intelectualmente
desheredados, se nos aparecen en su gran parte cautivos
de una inmensa red de ideas, que ellos mismos han tra­
mado o pasivamente recibido del ambiente, que no co-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 51

¡□responden más que a una cerebralidad degradada, nada


-atenta a lo concreto, sorda a todas las solicitaciones de la
existencia, ¡ de las cuales, por una paradoja suprema, es­
peran la salvación ! Los hombres de hoy intentan liberarse
de su destino secretando ideas que les aprisionan y enca­
denan más dura y dolorosamente a su suerte. No es ya
a tal o cual realidad concreta de la vida diaria que ellos
se entregan, a tal mujer determinada por ejemplo, a tal
obra, a tal rincón de tierra, sino al Sexo, a una concep­
ción teórica del Trabajo, a una doctrina política, que cu­
bren y absorben las realidades antes anunciadas.
Examinemos el primer hecho. También, así como lo de­
cía Bergson, la característica de la civilización actual,
como de toda civilización que se deshace, es de ser afro­
disíaca.
Es menos tal ser determinado en lo concreto que atrae
la mayoría de nuestros contemporáneos más que cualquier
mujer. Eso no es decir bastante : la idea muerta del Sexo
que reside en ellos se coge a cualquier cosa que se le
presente y se sustenta de ella con avidez. Toda actitud se
colorea de sexualidad difusa y disimulada, pero esa sexua­
lidad es más bien una idea del espíritu que un brote de
la vida. Lo que lo prueba es que el reflejo sexual no tiene
la menor finalidad biológica: por una parte, funciona
como un recipiente que se vacía y se llena a su vez, y
por otra, tiene siempre necesidad para manifestarse de los
artificios del espíritu. Para esos decadentes el eterno fe­
menino del cual habla Goethe no es más que un término
abstracto. Véase la imagen de la mujer tal como es po­
pularizada por el cine, las revistas, la literatura, el arte,
sin hablar de la m oda; es el ser fisiológicamente menos
atrayente, artificial, construido por un espíritu sofistica­
52 MARCEL DE CORTE

do correspondiente a un instinto enfermo que implora


sus suplementos. C o n sid ére se el tipo conocido de la
wamp o de la pin~up~girl: la desvitalización está pintada
sobre todos sus trazos. Es, por otra parte, significativo que
el desbridamiento sexual de nuestra época sea provocado
no por un exceso de vida que se alivia sin medida, sino
por las obras del espíritu, por las imágenes, los libros, el
teatro, las disposiciones laboriosas del modisto, del ma-
quillador, de la peinadora, etc. El hombre sexualmente
sano no tiene necesidad, al menos no la tiene a ese punto,
de esas premeditaciones.
Conviene insistir sobre el lugar que ocupa la sexualidad
en la civilización moderna, no solamente porque es no­
table, sino porque el instinto sexual es sin duda la más
potente de las energías vitales que reside en el hombre
(él soporta todo el peso de la historia y de la humanidad)
y sus perturbaciones constituyen el índice esencial de un
cambio profundo de los hábitos y costumbres civilizados.
El pansexualismo, que hace estragos en la cultura con­
temporánea y que se ha abierto un camino hacia una
concepción general de la existencia a través de la obra
de Freud, demuestra, sin discusión posible, que la sexua­
lidad moderna tiende cada vez más a separarse de las
normas concretas de manifestación para izarse al nivel de
la abstracción.
Sin duda, la invasión de la sexualidad en el dominio
del espíritu es de todos los tiempos y lugares, así como
dan testimonio las tragedias y comedias de la común hu­
manidad . Es sobre ese plano que la encarnación del espí­
ritu en la vida, que constituye la obra moral del hombre,
se hace la más difícil. A ese nivel los contrastes entre los
elementos complementarios de la naturaleza humana son
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 53

tales que, sin la coadyuvante de un valor superior al sexo


y al espíritu mismo, la armonía sería siempre precaria y
condenada al fracaso: ¡ se trata de unir la extremidad ma­
terial y la extremidad espiritual del hombre ! Es porque
las costumbres sexuales retroceden y se hunden en el
barro desde que se descuida la religión que las eleva más
allá de sí mismas : el ejemplo de las costumbres greco-
romanas después del hundimiento del culto de los antepa­
sados y el de las costumbres actuales son suficientemente
elocuentes.
Pero la agresividad del instinto sexual puede interpre­
tarse de dos maneras diferentes y tomar una doble forma :
la una, sana ; la otra, malsana, que resulta de la balanza
y de la calidad de las fuerzas antagónicas : o bien el ins­
tinto sexual se inscribe en la línea de una vitalidad desor­
denada que rompe los diques del espíritu, o bien se in­
sinúa en el terreno esponjoso de un alma lagunar que
embebe y que transforma su debilidad vital en una irre­
sistible saturación pantanosa. El triunfo de la sexualidad
no es, pues, siempre la consecuencia de su fuerza : deriva
también de su debilidad insidiosa y de la complicidad del
espíritu.
La primera forma es salida de un exceso de vitalidad,
de un desbordamiento de las tendencias animales que
operan en la línea misma de su fin: la transmisión de la
vida, que sumergiendo el espíritu intentan recuperar su
pureza biológica. Es el pecado clásico de la carne, en el
cual el espíritu no interviene más que de una manera
negativa, cediendo a la irrupción de fuerzas que siguen en
sí mismas vírgenes de toda infiltración espiritual y sanas
en su orden. La Varende nos ha dado de él un admirable
tipo (cada vez más caduco) en Nez de cuir} gentilhomme
54 MARCEL DE CORTE

d’amour. El moralista más altivo y el médico más herido


de anomalías no podrían descubrir la menor fisura en las
bases vitales de un acto pecaminoso cierto cuyo ritmo se
exonera bajo esa forma. Porque la extremidad espiritual
del hombre, simplemente rechazada por el aluvión de la
vida, sigue intacta; su unión con la otra extremidad ani­
mal, siendo sana, será siempre posible. Se puede decir
que el héroe de La Varende no tiene nada de mórbido,
ni desde el punto de vista moral, ni del punto de vista
médico, porque el espíritu, si consiente la falta, no se
mezcla en el desencadenamiento de las potencias vitales
para deleitarse de ello : no estando mezclado a la vida es
susceptible de encarnarse en ella.
Otra bien distinta es la segunda forma, la más extendida
y de la cual la obra de Miller es el ejemplo. Si el instinto
sexual del hombre hipervitalizado se dirige sanamente ha­
cia su término porque está movido por su fin propio, que
es de orden vital porque funciona o tiende a funcionar
ál estado puro —no olvidemos que es el más animal de
nuestros instintos y que su posibilidad de autonomía es
por ese hecho muy amplio y no depende más que de un
desfallecimiento moral del espíritu—, el mismo instinto en
el hombre hipovitalizado verá debilitarse su finalidad. No
podrá ya moverse más que con la ayuda de suplencias
intelectuales y a continuación de una intervención positiva
del espíritu.
Y esto es extremadamente grave : allí donde la emo­
ción sexual juega en el sentido de la finalidad biológica,
sigue siendo capaz de espiritualización y de ordenación
al amor humano total y perfecto, en el cual se unen las
almas y los cuerpos. Allí, al contrario, donde el instinto
empobrecido solicita las excitaciones del pensamiento para
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 55

ejercerse» la fusión orgánica del espíritu y la vida es im­


posible . Cuando el espíritu es débil delante de la vida
exuberante puede volverse hacia valores concretos que le
rebasan, hacia Dios por ejemplo, y llenarse de fuerza con
el fin de encarnarse en la vida y dirigirla, en lugar de ser
rechazado por ella. Cuando la vida misma se anemia, no
tiene ese recurso : se desliza al interior del espíritu quien
no encuentra ya ningún punto de apoyo, degenera y se
aparta de su acto humano de encarnación para estable­
cerse fuera de lo real, en lo abstracto. Sin la vida en la
cual se injerta, i cómo el espíritu podría comunicar con
lo concreto y con la existencia ? Nihil in iniellectum quod
non prius fuerit in sensu, es menester repetirse sin cesar
ese admirable apotegma, c Cómo el espíritu podría aún
alimentarse de la realidad concreta cuando los puentes
que lo conducen a ella están rajados y se bambolean ? No
le queda más que volverse indefinidamente sobre sí mis­
mo para contemplarse él y su contenido, su ser y sus
ideas: el mecanismo puramente formal del pensamiento,
con su acompañamiento inevitable de obsesiones, de es­
crúpulos, de asedios, es entonces puesto en confusión. Se
puede, pues, decir que el descenso del «tonus» vital es
siempre correlativo al hiperlogismo y a la ostentación del
espíritu en una serie de abstracciones mecanizadas: la
pobreza del inconsciente es compensada con creces por
una seudorriqueza de la conciencia considerada en asigna­
dos o en papel desvalorizado.
Es lo que se produce en el hombre moderno : la emo­
ción sexual castrada penetra el espíritu que obsesiona en
adelante la idea —en el sentido casi platónico— del Sexo.
Pero como la tendencia a la unidad persiste siempre en
el hombre tan largo tiempo como la locura o la muerte
~1I |1 _
56 MARCEL DE CORTE

no le han atacado, esa idea abstracta del Sexo se con­


cierta con la vida tenue e impotente, le excita, le vapulea
y disfraza su indigencia en fuerza.
La explosión del instinto sexual, en la inmensa mayoría
de nuestros contemporáneos, exige, pues, ser correcta­
mente interpretada; no se trata de un exceso de vitalidad
que se libera; se trata, al contrario, de una falta de vita­
lidad que, pasando por el prisma del cerebro, se extiende
y se hincha como un odre. I
Otros ejemplos muy claros deL mismo fenómeno nos
son ofrecidos en la situación del hombre con relación a
las sociedades naturales en las cuales debería normal­
mente introducirse ; sea por nacimiento, como la familia;
sea por vocación, como la profesión ; sea en virtud de su ¡
destino histórico, como su pequeña o su grande patria. Es
extremadamente notable que esas diversas sociedades ha­
yan evolucionado, de una manera paralela, hacia un es­
tado de abstracción que no tiene otra relación con la vida
concreta más qué con la potencia de desorden y de co­
rrosión que ejerce sobre ella. La familia no es ya ese
conjunto orgánico de seres cuyo destino y reciprocidad
son análogos a los de los órganos de un mismo cuerpo :
es actualmente una simple entidad jurídica que tiende a
no tener otra existencia que la que le reservan los registros
del estado civil. La profesión, que la ley Le Chapelier I
ha roto la cohesión concreta, es atraída en la órbita de
una economía capitalista desequilibrada, en donde reina
la ley matemática y abstracta de la sola ganancia, o en
la de una economía nacionalista gobernada por una buro­
cracia sin alma. La patria se identifica cada vez más a
una ideología pura y simple que refunde en ella todos los
trazos.
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 57

Un vasto proceso de transmutación de todos los valores


de lo concreto a lo abstracto, de la existencia vivida a la
idea mecanizada, se produce actualmente ante nuestros
ojos en la historia. Liberados de todas las sujeciones y
necesidades de la vida concreta, los rodajes de la idea
separada están en trance de imponerse de nuevo a la
substancia del hombre y a moldearle según su esquema.
La boga de doctrinas estatistas y totalitarias, más amena­
zadoras que nunca a pesar de su quiebra aparente, es la
prueba tangible de la ironía de un destino que arrastra a
su pérdida los hombres encarnizados en superarle. Hemos
entrado en una nueva era, en la cual, según la profecía
de Hegel, el concepto lucha con la existencia : parece que
su triunfo esté hoy consumado.
Podríamos buscar de nuevo y descubrir en todos los
sectores de la vida contemporánea esa lenta y decisiva ab­
sorción de lo concreto por lo abstracto y de la existencia
por la idea.
En el arte en primer lugar. Contentémonos en subrayar
dos rasgos bien conocidos : el arte es cada vez más cere­
bral y abstracto ; penetran en él cada vez más elementos
ideológicos y sobre todo políticos, extraños a su esen­
cia. La obra de arte viviendo de su propia vida y provista
de una existencia concreta tiende a desaparecer : la novela
se transforma en un tratado de sociología; la poesía, en
medio de exploración de lo inconsciente; la música, la
pintura y la escultura van siendo una ((diversión cerebral,
parecida a la que proponen los crucigramas bastante difí­
ciles» ; la arquitectura participa cada vez más a la técnica
del ingeniero, etc.
Se podría decir lo mismo de la filosofía. Que se trate
de marxismo o de un cierto existencialismo, el mecanismo
58 MARCEL DE CORTE

puramente formal de la dialéctica y del encadenamiento


de conceptos se sustituye a la experiencia vivida de la
existencia concreta. Para el marxista, el mundo no es un
conjunto orgánico de seres multiformes, sino una materia J
económica homogénea, en la cual toda realidad particu­
lar se diluye en una especie de masa plástica y flúida, en
movimiento continuo, y en el cual la idea socialista, por f
una técnica estrictamente material, le imprime un nuevo
semblante. Pensemos aquí un instante lo que representan, f
para el marxista de la calle, las realidades de la vida a *
las cuales está mezclado. Esas realidades no viven ya. Son
abstracciones proyectadas en la existencia; ideas genera- b
les hipostasiadas; al Patrono, la Banca, los Trusts, los |
traidores, los que hacen pasar hambre, etc., a las cuales
se oponen otras ideas igualmente abstractas que no espe- i
ran más que la Gran Noche para mezclarse a la pasta de
la existencia y modelarla a su vez. La misma observación á
vale para el antimarxista vulgar, en sentido inverso. Igual­
mente, para los émulos de Sartre, la existencia es sin
consistencia: es blanda, fofa y pegajosa, y el hombre
no le presta una forma más que para los proyectos de su
libertad sin límites. A ese respecto, el existencialismo de
Sartre constituye quizá el mejor y el más decisivo testi­
monio que el hombre de hoy pueda darse a sí mismo. f
En cuanto a la religión, su evolución es evidente. Des­
pués de haberse renovado en un deísmo abstracto, donde ¡
la existencia de un Dios concreto ha cedido el lugar a una
especie de ley impersonal, a una especie de principio ge­
neral del orden, particularmente del orden social, tiende
cada vez más a transformarse, en la mentalidad de los ;
cristianos, en una colección de gestos y ritos, por otra parte 1
muy reducidos, en los cuales la presencia de Dios no es
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 59
ya comprendida más que de una manera tan evanescente
como posible, o aun en una religión teosofica, en la cual
reside un Dios reducido al estado de plástico mítico, dis­
puesto a tomar todas las formas.
En todas partes, lo abstracto, lo separado, la idea desen­
carnada, sin comunicación viva con lo real, natural o
sobrenatural, humano o divino, se coloca en el lugar de
¡3. existencia concreta. «Veo pasar el hombre moderno

—escribe justamente Valéry— con una idea de sí mismo


y del mundo que no es ya una idea determinada.» Tra­
duzcamos en nuestro vocabulario : que no es ya una idea
encarnada.

Dialéctica de la abstracción y del instinto

Ese primer fenómeno va acompañado automáticamente


de un segundo. Lo abstracto, lo separado, la conciencia
ideológica son incapaces de mover al hombre. No consti­
tuyen más que un canal, un marco, un exutorio que quie­
ren llenar las potencias indeterminadas, brutales y mal­
sanas, del instinto abandonado a sí mismo. cQué le queda
en efecto al hombre atrincherado detrás de las abstraccio­
nes que le fabrica el mundo actual, reducido a un es­
quema lógico ; qué le queda a semejante hombre para
dirigirse en la vida, sino los tentáculos del instinto y las
antenas del sentimiento? Toda desencarnación va acom­
pañada fatalmente de una animalización paralela. Si la
razón es libre, el bruto lo es igualmente. La ley de nues­
tra época está así constituida por un movimiento pendular
que de un mismo ímpetu proyecta el hombre de un extre­
mo a otro, de lo racional a lo irracional, y recíprocamente.
60 MARCEL DE CORTE

Podríamos aquí hacer mención de cantidad de ejemplos


de esa contaminación del instinto por la ideología y de la
ideología por el instinto: liberalismo e instinto egoísta;
igualitarismo e instinto de imitación; socialismo estático
e instinto gregario; freudismo e instinto sexual; pacifismo;:
y esa forma de defensa que es el temor; moral de super­
hombre e instinto de dominación y de agresividad ; mar­
xismo e instinto alimenticio, etc. Podríamos también ex­
plicar la increíble mixtura de amor abstracto por el pueblo,
la humanidad, el proletariado, y de crueldad concreta a
su respecto, pero es menester moderarse.

La ciencia y la civilización

Fiemos reservado el caso de la ciencia y su influencia


sobre el hombre actual porque es absolutamente típico.
No insistimos aquí sobre el fetichismo y la idolatría de la
Ciencia que caracteriza nuestro tiempo. No hay duda que
la Ciencia y la representación mítica que la mayoría de
hombres se hacen de ella, han subvertido sus hábitos.
Cojamos más bien la famosa expresión de Bergson : «El
cuerpo del hombre, agrandado por la ciencia, tiene nece­
sidad de un suplemento de alma.)) Proyectada sobre el
campo de los hábitos contemporáneos, esa fórmula es
extraordinariamente luminosa, a condición de precisarla
en un sentido que no es sin duda bergsoniano. Pues se
puede preguntar si la extensión prodigiosa dada al cuerpo
del hombre por la ciencia y por la técnica que la prolon­
gan, es capaz de recibir un suplemento de alma. Todo
ocurre al contrario, como si esa alma aumentada hubiese
continuado fuera del hombre, cuajada en una razón es­
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 61
quematizante, cuyo objeto es englobar y regir como una
máquina el universo y todos los sectores de la existen­
cia terrestre. No estando ya agitados interiormente por
un alma que se encarna en él, el cuerpo del hombre,
agrandado por la ciencia y el mundo, al cual ese cuerpo
participa, se lian transformado en polvo, en un sistema
de rodajes que una razón degradada de lo vital a lo me­
cánico compone en adelante desde fuera. Se puede decir,
volviendo a la fórmula de Bergson, que el espíritu del
hombre, agrandado por la ciencia, tiene necesidad de un
suplemento de vitalidad. Pero la conclusión es la misma :
la ciencia, tal como ella es asimilada por la estructura psi­
cológica del hombre contemporáneo, hace sentir todo su
peso sobre la humanidad para reducirla a sus esquemas.
He ahí una primera serie de hechos: cuanto más la
razón humana se encarniza en despojar el mundo de sus
secretos por una técnica minuciosa y precisa, más el hom­
bre mismo, ese ser concreto, en carne y hueso, sumergido
en el mundo por su cuerpo y por su naturaleza de ser
encarnado, se desarraiga, por decirlo así, del mundo y se
substrae a su condición de vivo. Todo ocurre como si la
transformación del mundo en «ideas)) dichas «científicas))
y en depuraciones racionales que eliminan en él toda oscu­
ridad y gracia, en las cuales el hombre puede obrar sobre
él con una seguridad sin igual, fuera sancionada de una
manera absolutamente paralela, por un agotamiento de la
vitalidad humana, por una impotencia cada vez más do-
lorosa, a asir los valores concretos de amistad, de proxi­
midad, de acuerdos afectivos, de enlaces y de acogimiento
que el mundo transporta sin interrupción siempre que el
hombre se abra a su influjo. El hombre de hoy no parece
ya adherido al mundo, a los seres que él encierra y a
62 MARCEL DE CORTE

sus hermanos más que por todos sus cierres. Nuestros


contemporáneos están yuxtapuestos al mundo y a sí mis­
mos, no están ya orgánicamente ligados. Tienen necesi­
dad constante-de una fuerza exterior para unirse, como
los rodajes de una máquina para ponerse en marcha. La
atracción que ejercen sobre él todas las formas del totali­
tarismo y del estatismo se explica por ahí.
He ahí , otra r en da medida en que la ciencia moderna
coordina sus esfuerzos, se sistematiza y progresa en su
investida al mundo, con su voluntad de arrancarle sus
misterios reduciéndolos a formas inteligibles, tiende al mis­
mo tiempo a sustituir a los seres concretos que lo pueblan
por la serie de datos abstractos y universales que cons­
tituyen el objeto de su investigación. Es así que nuestra
visión del hombre y de las cosas es cada vez más exan­
güe, más desencarnada, vaciada en formas a priori cada
vez más rígidas, de las cuales la sociedad contemporánea
nos ofrece tantos siniestros ejemplos. Pertenecemos hoy
a un mundo del cual parece que la vida se haya retirado,
y cuyos elementos concretos son poco a poco absorbidos,
bajo los efectos de un movimiento implacable, en los ro­
dajes de una máquina donde las ideologías se articulan a
los sistemas; las teorías, a los planes; las cifras, a las
fichas; las estadísticas, a los empadronamientos; las con­
cepciones doctrinarias, a las utopías; los decretos burocrá­
ticos, a las fórmulas administrativas; que opera esa deci­
siva transmutación del hombre en autómata, que nuestros
descendientes —si son inteligentes— considerarán como
la catástrofe más terrible y más risible de la historia de la
humanidad. Asistimos a una metamorfosis de la substan­
cia humana que no hay que vacilar en calificar de falsi­
ficación.
~1

ENSAYO SOBRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 63

Consecuencias morales

La moralidad del hombre está completamente invertida.


En lugar de dirigirse, con la espontaneidad inconsciente
que caracteriza los hábitos y costumbres tradicionales, ha­
cia un término concreto que la califica en bien o en mal,
se lanza, en una especie de fuga desenfrenada fuera de
lo real, hacia abstracciones salidas ardorosamente de la Ra­
zón humana, que se levantan ante ella como auténticos
ídolos provistos de mayúsculas : el Sexo, la Raza, el Tra­
bajo, el Pueblo, la Nación, el Socialismo, la Democracia,
el Capital, el Derecho, la Libertad, la Civilización, etc.
—cito a granel, cogiendo del montón— ; a veces, hasta
con un fariseísmo deslumbrador y una admirable hipocre­
sía disimulada, se añade a ellas la Persona humana. Tales
son los fines abstractos, racionales, lógicos, las ideas pu­
ras que persigue el hombre moderno y que intenta ob­
tener, por un uso coherente de su razón, por cálculo,
cuenta, enumeración, estimación, suputación, estableci­
miento de reglas, combinaciones matemáticas, dosificación
y conocimiento de determinismos elementales y del tro­
pismo de instintos que afectan la naturaleza humana. Cier­
tos corifeos de esa nueva moral, en la cual el eretismo
de las ideas reemplaza el lento y paciente trabajo de los
hábitos y costumbres y el prestigio del ejemplo, digo los
hombres políticos —pues el homo politicus es la proyec­
ción sobre un gran plano del hombre moderno— se han
hecho dueños en la utilización metódica de medios pro­
pios para desviar los seres humanos de fines concretos
que les son asignados por la naturaleza y a lanzarlas a la
búsqueda de esos seres de razón y de conceptos abstrae-
64 MARCEL DE CORTE

tos» bajo los cuales bullen los apetitos más desordenados :


la envidia» el odio, la concupiscencia, la impostura» la
mentira, la voluntad de potencia, el egoísmo, la Schaden-
freude, el gusto perverso de la nada, cuidadosamente dis­
frazados en ((principios)) lógicos e ideológicos de conducta.
Se les forma racionalmente en ios clubs, logias, asam­
bleas, células de toda especie, y aun en escuelas especia­
les establecidas en ciertos países con dinero del Estado.
En cuanto a los resultados de esa empresa, se presentan
hoy ante nuestros ojos, en su trágica amplitud, multipli­
cados por los mil y un medios técnicos de la propaganda
racionalmente preparada: literatura, diarios, cine, radio,
demostraciones espectaculares, etc., de los cuales dispo­
nen el hombre nuevo y la nueva moral para llegar a su
perfección. En el mundo moderno, el menor contacto
humano con sus semejantes, la menor persecución de un
fin humano concreto, el amor a su prójimo, de la familia,
del oficio, de la patria, de Dios mismo, tienden a ser
imposibles. Son inmediatamente reemplazados por lo que
se llama la organización —la cual es de hecho una me­
canización—, salida, no de la vida, de la experiencia, de
la historia, del ímpetu creciente del pasado o de la pre­
sencia del hombre, sino de la razón y de la potencia de
intoxicación de las ideas que ella libera.

El racionalismo disociador

Ese vasto movimiento que arrastra al hombre hacia una


racionalización exhaustiva de su ser y de su comporta­
miento no puede explicarse sin una alteración de su subs­
tancia, sufrida en el curso de los últimos siglos, que pro­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 65

ponemos llamar» por no encontrar una palabra mejor»


racionalismo. No se trata aquí del racionalismo trivial que
se quiere definir como una liberación del espíritu en rela­
ción con los dogmas religiosos, se trata menos aún del
racionalismo que, agudo y cortante como un hierro, ha
penetrado hasta el centro invisible de donde proceden
nuestros hábitos y comportamientos diarios y ha disocia­
do en el hombre los componentes de su naturaleza y las
fuentes de su acción.
El hombre es un animal singular. Hay en él inmensas,
permanentes posibilidades de ruptura, que los otros seres
ignoran. Situado en la cumbre de la escala biológica, «rey
de la creación», su desequilibrio es el rescate de su exce­
lencia. Mientras que los otros seres vivientes siguen con
simplicidad su vía y trazan su curva en la existencia, sin
otra quiebra que la muerte, el hombre conserva en sí, en
su existencia misma, una potencia innata de disolución.
Si simbolizamos bajo el término de espíritu el conjunto
de facultades racionales por las cuales el hombre emerge
fuera del mundo, le domina y le comprende, y bajo el
nombre de vida el complejo misterioso de raíces y raicillas
sensibles y afectivas que hunde en el universo para ali­
mentarse con sus jugos, es menester decir que esos elemen­
tos complementarios de la naturaleza humana que se lla­
man, se interpenetran y coinciden, no están de hecho
más que demasiado raramente unidos. Lo normal equi­
vale aquí a lo excepcional. No es excesivo pretender que
la historia de la humanidad, vista en su conjunto, obe­
dece a una especie de ley cíclica hecha de equilibrios
y rupturas sucesivas entre el espíritu y la vida. El hom­
bre se integra en la existencia auténticamente humana
cuando el espíritu y la vida se reúnen en él. Muere cuando
66 MARCEL DE CORTE

esos elementos se separan. Pero los nacimientos y las


agonías del hombre y de las civilizaciones son terrible­
mente largas y sus soportes de madurez breves en exceso.
Se conoce el divertido y amargo proverbio popular «Cuan-
do hay dientes, no hay nueces, y cuando hay nueces, no
hay dientes». Así ocurre frecuentemente en la historia hu- \
mana, donde el espíritu y la vitalidad no se corresponden
casi nunca a pesar de sus llamadas respectivas: dema­
siado espíritu, poca vitalidad; demasiada vitalidad, poco
espíritu. Lo que hemos llamado en otra parte encarnación
del hombrej es sin duda un arco que no se cierra en
círculo perfecto más que en un estado postumo e inena­
rrable que la Iglesia simboliza oscuramente en su dogma =
de la resurrección de la carne.
¿Dónde nos encontramos ahora? ¿Nos encontramos en
una fase de ascenso o de descenso de la espiral humana? ;
¿Tenemos aun bastante vitalidad, bastante capacidad para
adherirnos carnal y espiritualmente al mundo para comu­
nicar con él, para aspirar con los adoradores del Pro- |
greso, a «próximos días que cantan» ? ¿ Cómo el hombre
podría inmediatamente, bajo el efecto de un sistema o
de una ideología cualquiera, reconstruir la unidad ruinosa
de su civilización cuando él mismo está desunido? ¿Si el
mundo está «quebrantado» no es porque el hombre mismo
lo está de antemano ? Somos simultáneamente la presa ;
de las utopías más científicas y de los instintos más amor­
fos. Todo nuestro ser sufre la atracción de los planes
abstractos más invisibles y de las impulsiones ciegas de ;
nuestra naturaleza animal.
El hombre actual forma tina extraña mixtura de Don
Quijote y de Sancho Panza:, pero despojados cada uno
del sabor que les dio Cervantes y terriblemente degrada- (
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 67

dos. E stam o s cuarteados sobre la cruz que forman entre


ellos nuestro espíritu desvitalizado y nuestra vida desespiri-
tualizada, incapaz de concentrarse con las grandes leyes,
sim ples y consagradas por la historia que rigen la exis­
tencia del hom bre en el m u n d o . E l espíritu en el hom bre
moderno tiende a funcionar independientemente de la
parte vital que le es co m p lem en taría, y que sola es c a ­
paz de ponerle en relación con un universo concreto, p re ­
ñado el m ism o de espíritu de inteligibilidad inmanente.
E sa escisión, tan típicam ente actual, explica cóm o el es­
píritu d e sp o jad o d e su perfeccionamiento vital, se pue­
bla de abstraccion es de to d a e sp e c ie , a m p u tad as de toda
significación concreta y h um ana, engran án dose las unas
en ias otras según un determ inísm o form al, de naturaleza
ideológica, que las lleva to d as, por an tagó n icas que sean,
a un m ism o com ún denom inador inhum ano. Pero explica
tam bién cóm o la vida, p riv ad a de la p resen cia del espí­
ritu que se prolonga en ella, se co n d en sa, se esclerosa, se
m aterializa y es, a su vez, in cap az de com unicar con el
mundo si no es d e un a m an era m ecán ica y ciega.

El cáncer ideológico

N o h ay un asp e cto del m undo actual que no esté a fe c ­


tado por ese fenóm eno d e la d e se n cam ació n del espíritu
y de la anim alización d e la vid a. U n cam bio está en
trance de operarse en la estructura del hom bre ; el e sp í­
ritu, no estan d o injertado en la v id a y en lo concreto, se
hincha y se distiende del m ism o m od o que un e d em a de
carencia, m ientras que las posib ilid ad es de intuición c ó s­
m ica y de com pen etración del hom bre y del m undo dís-
68 MARCEL DE CORTE

m inuyen hasta el punto de desaparecer. Poco importa


aquí que las ((ideas» de las cuales el hombre es en lo
sucesivo presa sean informes o ingeniosas, cínicas o inge­
nuas, estúpidas o racionales, difusas o matemáticamente
preparadas, lo que es esencial es su estado común de se­
paración, su economía establecida en circuito cerrado, en
hostilidad constante para con lo que es; es su incapaci­
dad fundamental de comunicar con lo real objetivo y de
brotar de la experiencia; es la ruptura de los lazos vitales
que los religan al hombre en carne y hueso y al mundo.
La comparación con el cáncer se impone aquí de una ?
manera irresistible. Se sabe que las células cancerosas son
células anárquicas que se liberan, por decirlo así, de la
ley de complementariedad y de interacción mutuas que
rige el organismo. Proliferan fuera del resto del cuerpo,
pero absorbiendo todas sus energías, agotando en él toda
substancia, y así, provistas de un poder desorbitado de
crecimiento, se imponen de nuevo del exterior al organis­
mo que las alberga y que ellas matan. Así ocurre con las
«ideas» que han roto las leyes inmanentes al mundo y al
hombre. Absorben literalmente la humanidad bajo una for­
ma cualquiera: religiosa, filosófica, artística, social, polí­
tica, etc., en toda época de decadencia. Esa imagen po­
dría ser prolongada : como el cáncer fisiológico, el cáncer
ideológico tiene sus metástasis. Lo sabemos bastante hoy:
la masa cancerosa extirpada, algunos filamentos subsisten
que la hacen resurgir. El hombre tiende cada vez más a
no tener más relación que con sus «ideas», y como su
esencia es estar separados de lo concreto, el hombre que 5
se abandona a su corriente se desarraiga del mundo y
muere. Así, ha desparecido el tipo griego y el tipo ro­
mano del hombre. Así, está amenazado de desaparecer el
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 69

tipo occidental del hombre que nosotros conocemos y que


no subsiste ya más que sobre áreas geográficas cada vez
más restringidas que se reducen de día en día.
Los ejemplos abundan. Véase, sobre el plano indivi­
dual, ese burgués ((cristiano», cuya religión es reducida a
un deísmo teórico y cuya vida es un tejido de pasiones ;
ese otro ((emancipado», que cultiva mentalmente «los
grandes principios» y que desciende todas las pendientes
de sus deseos. He ahí, sobre el plano científico, el freu­
dismo con su reducción del hombre a la lógica despiadada
deí Sexo y su apología de la libido; la física moderna con
su visión puramente matemática de un universo en ecua­
ciones y la técnica que de ello resulta, halaga nuestros
instintos de muerte y de gozo. El Arte se evade en lo
abstracto y no provoca ya en nosotros más que una vi­
bración nerviosa o cenestésica. La justicia social se pro­
yecta en el ciclo de sistemas y el egoísmo de los individuos
y de los grupos se concentra. Las naciones se embriagan
de mitos y desencadenan los instintos más vulgares del
hombre. Desviado de su tarea propia, que es de invisce-
rar el espíritu en la vida y de humanizar el mundo y a sí
mismo, el hombre contemporáneo considera su razón am­
putada de todos los lazos concretos de lo real como un
absoluto. El es una abstracción: homo sexualis, homo
ethnicus, homo ceconomicus, hornos cives, etc., dotado
de una lógica prodigiosamente destructiva, subyugando el
hombre y el mundo a su apriorismo intransigente y abo­
liendo toda diversidad. Bajo esas abstracciones bullen una
multitud de instintos emancipados, escapando al control
del espíritu encarnado y atento a la vida, y que asociados
a un espíritu nuevo separado de la vida, a «un orden
nuevo», se extienden, con una violencia sin cesar acre-
70 MARCEL DE CORTE

Gentada, sobre el universo» Podemos prever la inevitable :¡j


orientación de ese movimiento específicamente moderno:
el desastre y el abismo; el hombre reducido a un esque- I
ma mecánico y a las pasiones brutales; la nueva horda
bárbara salida verticalmente de la ebullición racionalista.

Ser y vitalidad
:41^
Estamos aquí en presencia de un proceso infinitamente
misterioso que trabaja toda civilización en declive y que
se encuentra de nuevo en las perturbaciones de nuestra
época. Es extremadamente difícil de circunscribir, pero
al extremo mismo del diagnóstico parece consistir en una
desafección del hombre para consigo mismo en tanto como
ser del mundo, es decir, en tanto que perteneciendo a ¿
un orden cósmico que él no ha establecido, y al cual ·
está unido por mil lazos invisibles cargados de cambios y I
de correspondencias. Esa carencia de raíces en el mundo
es precisamente el fenómeno de la desvitalización: el ;
hombre es incapaz de alimentarse en lo real y compensa
su inferioridad biológica y su carencia vital por un siste-
ma racional de conducta que le coloca fuera del mundo
y le da la ilusión de dominarlo elevándose él mismo. Al
límite, el hombre y la civilización que él edifica de esa
manera no están ya en el mundo y desaparecen rechaza­
dos por las leyes implacables de la naturaleza violada.
Es en efecto por la vida que el hombre se incorpora
en el mundo tal como es, sin deformarle, en un acto
de adaptación vigorosa que vence todos los obstáculos y ,
que traza entre su potencia y las leyes de lo real una ar- ■
moni a y una compenetración recíprocas. Todas las demás
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 71

facultades del hom bre sufren d e un a cierta distancia entre


ellas y su objeto, de las cuales su sola incorporación en la
vitalidad llega a triunfar. Es, al contrarío, en la vida una
fuerza de aprobativa adecuación, una potencia de prepa­
rativos cuya consecuencia directa es el hermanamiento del
hombre y del mundo, el acuerdo entre ellos de manera a
formar un conjunto completo, que es el esbozo indispen­
sable de la afirm ación metafísica del ser. Por ahí mismo
la vitalidad rebasa las categorías biológicas y el cuadro
de ciencias naturales, la cual un cierto espíritu racionalista
y racista, por otra parte decadente, aspiraría a cercar y
accede a lo que es menester llamar, por un término inevi­
tablemente deficiente, la presencia del ser. Lo propio de
la vitalidad es la aceptación, de ningún modo pasiva y
resignada, sino, al contrario, activa y alegre; de las con­
diciones de lo real tomadas hasta en su raíz metafísica.
Sin ese lazo nupcial entre la vida y el mundo, sin la con­
vicción vivida, y sobre todo más vivida que pensada, salvo
en algunos raros privilegiados, que el destino humano es
un tejido de lazos entre nosotros mismos y el resto del
mundo, ninguna «idea)), si no está degradada y funcio­
nando al interior de un orden conceptual ficticio y hueco,
no es rigurosamente posible. Todos los temperamentos
dichos «vitales», que no huyen delante la existencia y que
no se construyen un universo engañoso destinado a acol­
char su debilidad y a hacerles vivir fuera de ellos mis­
mos en una imagen puramente espectacular de sus aspi­
raciones impotentes, han sentido, a través de su espesor
y densidad, esa presencia in m ediata d e lo real sobre lo
cual ninguna negación puede hacer mella : el grado de
percepción directa y la evidencia del mundo real se mi­
den en el hombre a su grado de vitalidad y de abertura
72 MARCEL D E CORTE

a los influx cósmicos con los cuales la vida comunica. No


disimulemos que nos encontramos aquí al límite de la in­
vestigación inteligible de la vitalidad. No afirmemos tam- j
poco que una vitalidad pura y simple, aislada por hipó- !
tesis en el hombre de su complemento espiritual y de su 1
impregnación por las facultades superiores, pueda ele­
varse a ese grado. Lo que es cardinal en esa recuperación
del fondo último de nuestro ser que acabamos brevemente
de intentar, es que nuestra adhesión vital al mundo real. «
no deformado por nuestras «ideas», es al mismo tiempo i
una afirmación de carácter sagrado del ser y de nuestra
ligazón a un orden que no hemos construido y que con­
diciona nuestra existencia humana porque forma parte \
de nuestra estructura. Esa afirmación de lo Sagrado, lejos ■
de ser el resultado de una espiritualidad «pura», se sitúa,
al contrario, en el lugar de coincidencia de lo «alto» y
de lo «bajo», de lo espiritual a lo carnal en el hombre que, |
sintiéndose como ser del mundo, siente al mismo tiempo -
su pertenencia orgánica a una red de relaciones que él
no ha tramado y que le rebasan. Es solamente el ser des­
vitalizado, separado del resto del universo por razón mis­
ma de su qpobreza vital, que puede negar la Trascendencia
necesaria de lazos que la historia de la humanidad —His­
toria magistra viiae— hace aparecer.
El mundo y la civilización que el hombre elabora en
ellos son así conducidos no por las ((ideas», sino por la ■
capacidad vital del hombre y por su sentimiento religioso ■
de la participación de su ser a esas realidades exclusivas
de toda dominación integral: el respeto a la vida, el amor i
a la naturaleza, el culto a la familia, la piedad hacia la f
tierra de los padres, el gusto al trabajo, el reconocimiento
de un orden superior y divino ; en resumen, el conjunto
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 73

de relaciones concretas que el hombre está obligado a


irruir necesariamente, sea de una manera positiva, acep­
tándolas ; sea de una manera negativa, rompiéndolas, con
,«reres y cosas próximas a él que forman parte de su exis­
tencia y que él mismo no crea.

Trascendencia concreta y trascendencia


abstracta

E! sentimiento de la trascendencia concreta y de la pre­


sencia de seres, de estructuras y de leyes orgánicas sobre
las cuales no ejercemos ninguna influencia, es anterior a
todo conocimiento racional y sostiene todo el desarrollo del
pensamiento. De hecho, conocemos menos el ser en el cual
estamos situados, que no «conocemos)) de él, usando la
expresión de Claudel. Le reconocemos por un acto de re­
conocimiento, en la doble significación de la palabra. Ahí
está la eterna verdad del platonismo. Toda civilización que
hace participar el hombre a la realidad del mundo tiene,
pues, sus bases en la experiencia vivida y en el Erlebnis
de la originalidad del ser. Esa participación no es suscep­
tible de demostración, en el sentido actual de ese término,
pues probar significa esencialmente tener influencia por
el pensamiento sobre «alguna cosa» de exterior al pensa­
miento, reducir lo desconocido a lo conocido y dominar
racionalmente una serie de antecedentes de los cuales se
deducen otros, verificados, a su vez, de la misma manera
por la razón. Su experiencia es indispensable. Todo el sis­
tema racional de una civilización no tiene así valor más
que en la medida en que es la eflorescencia de ese senti­
miento fundamental.
74 MARCEL DE CORTE

Resulta de ello que el desarrollo espiritual e intelectual


de una civilización no es la obra de la razón, sino del con­
sentimiento del espíritu a la vida en la cual se encarna,
iluminando la potencia de participación al mundo, acrecen­
tando de esa manera su capacidad de comunión. Si esa
base no existe, todo lo demás no forma más que una piel
bajo la cual se agitará la más dura de las barbaries: Huex-
ley nos ha dado de ello una anticipación en Le Meilleur
des Mondes. Desde ese punto de vista, una civilización pa­
triarcal y aparentemente a ras del suelo, donde se mantiene
aún bajo formas irracionales, el carácter sagrado del ser
es superior al tipo de civilización que conocemos actual­
mente, en la cual todo contribuye a negar el alcance de
ello en nombre de una razón que se desencarna cada vez
más. El buen sentido, por otra parte, nos lo dice cuando
estima que el humilde labriego chino, acogedor y abierto,
quizá por superstición, se encuentra de hecho a un nivel
más elevado que un erudito «planista» occidental, cerrado
a las influencias misericordiosas que el acuerdo unánime
de los pueblos no ha cesado de considerar, hasta una época
reciente, como uno de los atributos esenciales de la vida
civilizada. A pesar de la exageración de sus diatribas,
Rousseau es sobre ese punto mejor juez que Voltaire : si
se ha menospreciado sobre el sentido de la «naturaleza»
que invoca perpetuamente y si la ha definido según la i
pendiente anárquica de sus deseos, él ha denunciado con
justo derecho, en los artificios de un siglo menos raciona­
lista que el nuestro, el peor disolvente de las sociedades y »
de la civilización verdadera. Los Enciclopedistas no se equi­
vocaron persiguiéndole con su odio.
Una civilización como la nuestra, regida por el primado
incondicional del intelecto, debía subvertir completamente
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 75

las relaciones sociales entre los hombres sustituyendo el


principio igualitario al principio de diversidad orgánica.
Cuando el trabajo de la vida es rítmicamente diversificado,
el espíritu separado de la vida opera según una medida
invariable. Los árboles del bosque no crecen de la misma
manera; unos son pequeños, otros grandes; los ríos trazan
curvas y meandros; ningún animal se parece adecuada­
mente a otro de su misma especie, etc. Pero todos los
postes telegráficos son iguales y derechos; los canales tan
rectilíneos como posibles; los vasos fabricados en serie
idénticos, etc. En donde el espíritu desencarnado se insi­
núa introduce la norma del concepto que borra toda dife­
rencia : todos los hombres son iguales porque están todos
englobados en el mismo concepto; un hombre vale un
hombre; «el buen sentido es la cosa mejor repartida del
mundo...». Con ese objeto debe con toda evidencia desor­
ganizar, pues la organización implica diferenciación, jerar­
quía y solidaridad. Es porque, por una paradoja que no es
más que aparente, el intelecto desvitalizado unlversaliza e
individualiza a la vez: pretendiendo ser el igual de otro,
es menester separarse totalmente y no conservar con él
ningún lazo. El igualitarismo y el individualismo son las
fases gemelas de un mismo proceso de disociación que
equilibra los miembros dispersos del cuerpo social al nivel
de un mismo concepta. El contenido de ese concepto :
nación, raza, trabajo, producción, humanidad, poco im­
porta en la. ocurrencia. Aquí lo esencial es el fenómeno de
desarraigo común a esas diversas proyecciones del hombre
fuera de su contexto orgánico y de una manera paralela,
el nacimiento en el seno del espíritu de una abstracción
cualquiera —porque inexistente— que intelectualiza y unl­
versaliza esa ruptura. Lo propio del hombre arrancado de
76 MARCEL DE CORTE

su raíz es en efecto de no existir ya orgánicamente y ele


concebirse en una idea de su ser : el hombre arrancado de
su raíz es incapaz de experimentar la p resen cia de lo reai,
de lo cual está separado; se represen ta en el único medio
que le queda de asirse a un ambiente, a saber, un concepto
abstracto. Poco importa aún que ese concepto sea sutil o ■
grosero, científico o vulgar, impregnado o no de imagina­
ción. Lo que es aquí capital es el carácter descarnado del
concepto y su esquematismo : no saliendo ya de la vida
que-comunica directamente con lo real, se ausenta de la
realidad, en un caso como en otro, por potente que sea
la imantación que ejerce. Cualquiera que sea su calidad, el
espíritu funciona aquí al revés de la existencia real; de
modo que el hombre arrancado de su raíz, amputado de la
vida, se encuentra al mismo tiempo mutilado en el acto
del pensamiento en el cual se representa: se consume por
los dos extremos. Al límite del desarraigo no puede ya
conducirse más que bajo la presión conjugada del instinto
bruto y del slogan sumario que constituye en él una espe­
cie de espíritu degradado, tanto más universal y más ex­
pansivo como él está más vacío y más cerca de la nada.
Todos conocemos de esos seres erizados de tropismos y
de fórmulas que se extienden por el mundo para devastarlo.
El planeta está lleno de ellos.
Pues la representación de si no está ya articulada a la
vida y que no emana ya de la realidad con la cual co­
existimos, constituye un absoluto estrictamente indepen­
diente de todo lo que no es él: es la trasce n d en cia
abstracta, diametralmente opuesta a la trascendencia con­
creta de estructuras anteriores al pensamiento, y sobre
el cu al el hom bre ejerce su im perio p orq ue se confunde
con su existen cia disminuida. En semejante perspectiva,
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 77
el hombre es él mismo su propia trascendencia : la repre­
sentación que tiene de sí mismo le domina y regula todas
sus funciones. Pero ese proceso no es posible más que
en la medida en que la imagen abstracta del hombre
pueda manejarse como una herramienta que transforma
la materia, es decir, en tanto que cada individuo, evolu­
cionando sobre la escena de la historia, se confunde con
ella para dirigir su acción: es evidente en efecto que
una abstracción es incapaz de obrar. Afirmar la trascen­
dencia del hombre por relación a él mismo, es, pues,
afirmar solidariamente que el hombre es por esencia un
ser conquistador. No se trata aquí de una conquista in­
terior ni de un dominio de sí mismo, ya que el individuo
es absorbido desde el origen en su propia imagen : se
trata, por el contrario, de la conquista de los otros. El
hombre, arrancado de su raíz, está así consagrado a la
transformación de otro según su propio esquema. No
puede dejar de hacer como la mancha de aceite, como
no puede dejar de ser contagioso. Cuanto más se repre*
senta, más debe imponer a otro su representación y en­
contrar de nuevo en toda la humanidad su imagen como
en un espejo de múltiples facetas idénticas que se la de­
vuelven en número infinito. Para alcanzar ese objeto el
individualismo universalista —si se quiere bien pasarnos
semejante expresión, en la cual se traduce la identidad
de los contrarios— encuentra potentes aliados en la cien­
cia que im p erso n a liz a y en la técnica que unifica.
Quizá aún será menester preguntarse si la alta marejada
científica y técnica que sumerge la civilización actual no
tiene su origen en la estructura misma del hombre con­
temporáneo, en lugar de ser, como se cree de ordinario,
la causa transformadora. Es por lo que vemos las ideo-
78 MARCEL DE CORTE

logias de hoy re sp ald arse en los prestigios de la ciencia


y d e la técnica, n egan d o secre ta o d escarad am en te toda
significación a la m etafísica que co lo ca el hom bre en el
corazón m ism o de su destino y le confronta personalmente
con la trascen d en cia concreta d e l C read or. Entre e sa s
ciencias, las que tienen m ás audien cia son la biología, la
econom ía y la p olítica, siem p re, por otra p arte, aso cia­
d as. L a razón d e ello es c la ra : e llas form an un conjunto
de relaciones que los h om bres estab lecen entre ellos, y
se m uestran por ello m ism o m ás a p ta s que cualquier otra
p a ra disolver las estructuras fu nd am entales sobre las cu a­
les la h um anidad ja m á s se h ab ía atrevido, según la e xp re ­
sión de P latón , a pon er una m an o parricida. E l hom bre
actual está literalm ente em b eb id o de ellas : b a sta a e se
resp ecto ech ar u n a o je a d a sobre el lugar que ocup an
en los diarios en to d as las p artes del m undo com o en la
form ación de la in fa n c ia ; b a s ta sobre todo señ alar su in­
fluencia m uy p rofu n d a sobre las p reo cu p acion es de todos
los que dirigen las colectivid ades. Se p u e d e decir que los
p rob lem as d e la salud, d e la producción, de la consum i­
ción, de la opinión, constituyen d e alguna m an era el
se sg o por el cu al e s posib le entrar en e i ((alma» del hom ­
bre ele hoy p a ra m an ejarlo con una facilidad sob eran a.
L o s m an ipuladores d e m ultitudes están o b lig ad o s a d ar
a los h om bres que acaud illan un p a sto que salve los con ­
trarios d e lo individual y de lo universal aco p lad o s. L a
trascen den cia d el hom bre en relación a sí m ism o tiene
ese p r e c io : si c a d a individuo g o za de bu en a salud , si
produce y consum e norm alm ente, si e x p re sa su opinión
política concerniente a la dirección d e la C iudad, ¿ q u é
otro d eseo p od ría tener ? S u «v id a» e stá ase g u rad a al m is­
m o tiem po que la «v id a» de los d e m á s : una excelente
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 79
higiene bien reglam en tad a en c a d a uno de esos dom inios
hará maravillas... L a trascendencia del hombre no se
eleva muy alta...

Civilización de masas

Una civilización, o m á s exactamente una seudociviliza-


cíón, regida por un sistem a de id e a s d e se n carn ad as, ali­
m entadas e llas m ism as en los cim ientos por instintos c a d a
vez m ás d esvitalizad os y m ec an izad o s, p on e así a la luz
lo que O rtega y G a sse t h a justam en te llamado la masa. El
h om bre-m asa se sitúa en el últim o punto del resultado
de la civilización racionalista a c tu al. E s esencialm ente un
espíritu que h a roto los lazo s que le religan en lo b ajo
a la realidad sensible y en lo alto a la realidad su p rase n ­
sible. E s una abstracción pesada que se d e g ra d a c a d a vez
m ás en su caíd a y que se p a re c e de un a e xtrañ a m an era
al átom o de la física e p icu rian a, provista de un clinamen
— en la circunstancia la visión d e un p araíso terrestre que
le presentan su s conductores— que le ata a los otros á to ­
m os y p ro v o ca su aglom eración . N a d a le retiene a la su­
perficie d e la tierra, lo m ism o que una p ied ra que cae y
choca con la d ureza del suelo im pen etrab le. E l h om bre-
m asa e stá co n d en ad o a l d e sce n so en un m undo que con ­
sidera m ale ab le , com o d esp rov isto de solidez substan cial,
y que a m a sa con a y u d a de «técn icas de envilecim iento»
que le p rocura la «civilización)) con el fin de construirse
un «m undo n uevo» en co n cordan cia con todos sus m e c a ­
nism os. N acid o de la civilización racionalista, le arrastra
hoy en todos su s av atares : p ara convencerse de ello no
h ay m ás que abrir los ojos y ver h acia qué fines absurd os
80 MARCEL DE CORTE

de aniquilamiento dirige el enorme esfuerzo de invención


de la ciencia y de la técnica contemporáneas. ¿ Qué son,
por ejemplo, en las manos del hombre-masa las facilida­
des de comunicación, la radio, el cine, la desintegración
atómica, para limitarnos a los principales descubrimien­
tos ? Instrumentos de destrucción de la vida espiritual, y
más simplemente de la vida en sí, he ahí la única res^
puesta. Y ocurre lo mismo del esfuerzo paralelo que tien­
de a liberar el individuo, los pueblos, las razas, la huma­
nidad, y que se ha traducido en las instituciones dichas
democráticas: éstas tienden en todas partes a la servi­
dumbre. Por evolución lenta o por revolución brusca,
el hombre-masa, rompiendo los lazos orgánicos que la
vida ha tramado en el curso de los siglos y que asegura­
ban libremente las líneas de comunicación del pensamien­
to y de la efectividad humanas con el mundo, construye
otro universo, en el cual, bajo la sombra de vocablos
cada vez más desnudos de sentido, se instaura el más
espantoso nihilismo que la historia haya conocido. Inte­
resa subrayar aquí el cambio capital que han sufrido en
dos siglos la técnica y la ciencia primitivamente orienta­
das hacia la armonización del hombre y del mundo ; ellas
son, en las manos del hombre-masa y de sus conductores,
instrumentos de despersonalización generalizada que des-
concretizan el ser humano al mismo tiempo que el uni­
verso, provocando su caída en un devenir cada vez más
privado de ejes, en donde los hombres y las cosas se
reemplazan los unos a los otros sin cesar a través de una
carencia total de carácter: el estilo de la vida moderna
es precisamente la ausencia de estilo. Asimismo, uno no
puede más que constatar la estrecha relación que existe
entre la irrupción de las masas en la historia y el des­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 81

censo de la familia» de la profesión» de la pequeña o


grande patria, de las Iglesias, de todos los cuerpos socia­
les orgánicos que comunicaban al hombre un carácter,
hábitos y costumbres, reflejos inmediatos, una diferen­
ciación y una personalidad acusada. En esa humanidad
abstracta y devastada tiene su sede el hombre-masa, cuyo
carácter es de no tenerlo idéntico a sí mismo en cada uno
de sus representantes; concepto puro no adulterado por
¡a presencia de lo real; idea repetida a un número infi­
nito de ejemplares y gozando de una falsa ubicuidad que
no tiene nada en propio porque está hueca y deja caer
al hombre con todo su peso en la animalidad del rebaño ;
fluido, inconstante y amorfo, en continuo devenir, a me­
dida que se desencarna. En semejante atmósfera la per­
sonalidad, fruto de la encarnación y constitutiva del ca­
rácter, es una pura ficción gramatical: el yo, el tú, el
nosotros, desaparecen en provecho de un él universal.
Como lo ha visto admirablemente Max Picard, el hom­
bre-masa es así, el hombre que huye ante lo real y, a
fin de cuentas, que «huye ante Dios», dueño de lo real.
Absorbido en sus ideologías y en el mundo artificial que
tejen a su alrededor, donde no encuentra ningún obstáculo,
el hombre-masa se empeña en una huida ilimitada que
aumenta y califica hasta lo absoluto su potencia de trans­
formación de lo real. Cortado de sus raíces vitales, el
hombre-masa desarrolla al extremo, hasta el vacío del
verbalismo y del mecanismo, como un hoja muerta bajo
el soplo y la presión de los vientos, su facultad de desvi-
talización y de esquematización. El mundo de la huida
es el mundo de la línea, de la geometría, del peso, de la
cantidad, de lo incalificable, donde todo matiz queda
abolido en una estructura uniforme. Además el hombre-
82 MARCEL DE CORTE

masa está obligado a transformar lo real, siempre diver­


sificado, en una imagen homogénea, siempre parecida,
y a liquidar los últimos vestigios de las instituciones na­
turales de la vieja civilización abigarrada : familia, oficio,
municipio, región, etc., que se oponen aún a su deseo
ilimitado de nivelación. Entonces comienza ese cambio
de la realidad en artificio, que nosotros llamamos (das
maravillas de la técnica» o «los triunfos de la política»,
que no puede jamás terminar porque es precisamente una
huida fuera de lo real, y lo real solamente constituye uif
fin. He ahí una de las causas importantes de la mística
moderna del progreso indefinido que se mueve y dialec-
tiza sin fin en un mundo en él cual cada uno vuelve la
espalda a toda determinación y rechaza toda permanen­
cia. Pero esa huida es de hecho el instrumento más po­
tente y la fuerza centrífuga más adecuada que permite
al hombre-masa construirse un mundo, una civilización
nuevos : porque ¡a huida es linear y sin matiz, se impone
a todo con una increíble facilidad ; porque nada la espe­
cifica no choca con ningún obstáculo ; porque no tiene fin
puede pretender satisfacer todos los deseos del hombre,
aun contradictorios. Por extraña que sea la paradoja, la
civilización d ese n carn ad a propia al hombre-masa se con­
vierte así en una civilización en donde todo es m ateria
destinada a ser transformada sin tregua a través de la
huida : es considerando la realidad bajo un ángulo más
material y convirtiendo su esencia en materia, que es más
posible de huirla y cambiarla en un mundo nuevo inde­
finidamente apto al itinerario de la huida. Lo real identi­
ficado a la materia exige en efecto una forma nueva,
que el hom bre sólo es en lo sucesivo c a p a z d e d árse la
y que evolucionará sin cesar según la perspectiva de su
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 83
huida. N a d a habrá ya en el ser que subsiste aún del pac­
to original entre el h om bre y é l ; n a d a y a que ligue al
hombre y d eten ga su h u id a ; n a d a y a que se a determ i­
nado anteriorm ente al h om bre : la id ea desencarnada que
el hom bre se h ace de sí m ism o, y que es su huida fuera
de lo real, p o d rá en lo sucesivo sobreim ponerse a ese
mundo convertido integralm ente en m ateria, de m an era
a transform arlo en un m undo nuevo.
En ese m undo d e la h uid a p or lo bajo se asiste al fe ­
nómeno singular d e la identificación de contrarios. C uan ­
do la civilización orgán ica del hom bre norm al reúne la
diversidad de individuos y g ru p o s en la unidad viva de
un alm a y un destino com ún, la civilización inorgánica
del h om bre-m asa e fe c tú a en su h uida fu era d e lo real la
coincidencia de térm inos m ás op u esto s. E s a confusión
no tiene, por otra p arte , n a d a de extraño, y a que la
huida realiza la identificación del uno y del m últiple, del
individual y del p á n ic o .
D esd e luego, la civilización del hom bre-rnasa asim ila lo
incorporal y lo m aterial. E n ninguna civilización anterior,
aun en la d e los ju e g o s del circo, no p o d e m o s darnos
cuenta de sem ejan te m ezcla de ideología ab stracta y de
glotonería, de evasión h acia entid ad es sin sem blante : la
Justicia, la P a z , el T ra b a jo , la L ib e rtad , e tc., y de m o­
verse en bien es m ateriales, por otra parte c a d a vez m ás
adulterados. D e u n a p arte , el h om bre-m asa se h ace de
sí m ism o u n a id e a tan d e se n carn ad a y tan unidim ensio­
nal com o p o s ib le : hom o vices, hom o oeconom icus, hom o
eihnicus, hom o rationalis, e tc ., que se alza com o un m o­
delo de la h uida fu era d e la v id a diaria, en la cual el
alm a y el cuerpo trab ajan , p e n an , am an , p ien san en un
mundo d en so, en contacto con los p ad res, la m ujer, ¡os
84 MARCEL DE CORTE

niños, los vecinos, los paisajes familiares, los reflejos del


Creador esparcidos en el universo; de otra parte, él se
precipita hacia los títulos sensacionales de los diarios, las
imágenes innobles de las revistas, el cine, la taberna, los
mítines, las demostraciones políticas o deportivas espec­
taculares, los ((placeres» y los reclamos de la radio ; en
resumen, hacia un mundo descarnado, rebajado al nivel
de simples superficies materiales, en el cual «mata el tiem­
po» en los intervalos de su trabajo fastidioso y mecani­
zado. La esencia de la materia, cogida bajo su ángulo
propio, es en efecto de ser plana, sin profundidad y de
reducirse a puras percepciones táctiles. Es curioso a ese
respecto constatar hasta qué punto las sensaciones visua­
les del cine o auditivas de la radio son en realidad cho­
ques o provocaciones cenestésicas. Y ocurre lo mismo
con todas las sensaciones que surgen de la gran pobla­
ción en donde el hombre-masa se aglutina. De hecho, el
mundo material, privado de alma y de vida, es el mundo
de la vulgaridad debajo de la cual no hay nada. Es el
mundo de los hombres que no tienen ya raíces vitales
y que son incapaces de penetrar al interior de la subs­
tancia nutritiva de lo real. No hay en él la menor den­
sidad carnal. Los elementos que lo componen rebotan
a la superficie de la piel donde se manifiesta el tacto. Pues
la materia es por sí impenetrable por defecto, estado ve­
cino de la nada : es la última piel que cubre el vacío. En
ese sentido, imita la chapa que el martinete forja; recibe
con facilidad la forma rudimentaria que proyecta en ella
la ideología incorporal; constituye, acoplándose con ésta,
una continuidad de ornatos ficticios, en los cuales evolu­
ciona un tipo de hombre que no puede ya ((vivir)) más
que en la superficie de sí mismo, al nivel de su pura ma­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 85

terialidad. Por ahí aún es el mundo de la huida, en donde


no subsiste casi más que el sentido bruto del tacto y el
andar a tientas. Lo que hay de más profundo en el hom­
bre moderno, decía amargamente Valéry, es su piel...
En segundo lugar, la civilización del hombre-masa mez­
cla inextricablemente el dogmatismo más inmóvil y la
interpretación más cambiante de los acontecimientos. Ca­
reciendo del criterio de la realidad, cae simultáneamente
en la intransigencia y en la versatilidad. Se parece a la
veleta fija y dando vueltas, a la vez, a la voluntad del
viento. Es lo que ciertos filósofos llaman púdicamente la
((dialéctica)). En realidad, esa dialéctica del hombre que
une los contrarios sucesivos en un sistema irreformable
es el punto de salida del racionalismo y de la hendidura
entre el espíritu y la vida que caracterizan la civilización
contemporánea. Porque, el hombre-masa huye fuera de
lo real porque debe edificar un mundo nuevo que le per*
mita respirar en su carrera y que no puede ya nacer más
que de su cerebralidad declinante en slogans y en eruc­
tación verbal, está condenado a modificar sin cesar su
apriorismo sin destruirlo: no habiendo ya nada de donde
pueda medir su esfuerzo y sacar de ello una regla de
acción, se dice a sí mismo que es la medida y la regla
de todas las cosas —es la parte de lo que él llama su
((humanismo»— alzándose por encima del mundo que
elabora, pero al mismo tiempo y bajo la misma relación,
evoluciona en la línea de la pura posibilidad siempre fluc-
tuante. Su racionalismo se torna flúido ; su lógica impla­
cable evoluciona sin tregua, al interior de su formalismo
integral, a lo largo de hechos y acontecimientos diarios.
El sí o el no no tienen ya para él ningún sentido, salvo
ante su voluntad de dominar el mundo que construye. Es
86 MARCEL DE CORTE

por lo que el h om bre-m asa sa lta con facilidad d e una


teoría a otra con tal que sean estrictam ente id eológicas.
Su carácter fo rm alista cu ad ra igualm ente con el m aq u ia­
velism o, el m ás seren am en te lúcido, cu y os cam b io s de
frente no se cuentan y a. Todo es .un pretexto p a ra la
dom inación, y el p a sa je de un extrem o a otro, tanto so ­
bre el p lan o de la id e a com o sobre el de los h echos, con ­
tribuye a sep arar los últim os fragm en tos de la realidad
que d e b e destruir p a ra ejercer su regencia. E s por lo
que el h om bre-m asa ad o ra igualm ente al juridism o, el
poder adm inistrativo con su cohorte d e p ap e le s inútiles,
el E sta d o burocrático y m ilitar: e sa s fo rm as v a c ía s e im ­
p eriosas, que d esp ó ticam en te tom an m odelo de un m un­
do en e ferv escen cia, constituyen p a ra él líneas d e huida,
g racias a la s cu ales co m p e n sa su caren cia d e raíces y
d esarrolla su pretensión n ativa al poder absoluto sobre
to d as las c o sa s. A l principio del form alism o hueco del
h om bre-m asa y de sus palin o d ias, se sitúan siem pre su
vacío y su ilusión ilim itada que im pone de nuevo a un
m undo sin alm a, creyendo en un a p ersp e ctiv a pura p a ­
recida a su h uida : n a d a m e re b a sa , n a d a es im posible.
C uanto m á s utópico e s un proy ecto, m á s e jerce sobre él
su fascin ació n .
E n fin, la civilización d el h om bre-m asa funde el e sp a ­
cio y el tiem po en la sola categ oría del porvenir. M arx
h a traducido e sa actitud en un a extrañ a fórm ula : el h om ­
bre es el futuro del h om bre, e xp resión su p rem a d e la
h uida. E l h om bre-m asa se p ro y ecta esencialm ente fu era
d e sí m ism o, fu era d el e sp acio y del tiem po concretos
que envuelven su existencia actu al en un porvenir que
se extiende a todo el p lan e ta : su estatuto d e abstracción
universal le ob liga a ello. E s in cap az de soportar su vid a
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 87
presente en el lugar que ella ocupa. Así, por un desplie­
gue de reivindicaciones, de insatisfacciones y de mitos,
se refugia en el sueño de un Paraíso terrestre en el cual
todo le será debido. Paralelamente, emigra al seno de vas­
tas aglomeraciones donde el espacio tiende a abolirse en
la promiscuidad, donde los hombres ocupan lugares in­
tercambiables, en los cuales abundan las distracciones que
les arrancan a la vida vivida y a la diuturnidad, en la
cual el tiempo, cortado en pedazos por el periódico, se
funde en el olvido diario. El hombre-masa —que no es
solamente el proletario, sino también, y mayormente,
el plutócrata, grande o pequeño— es incapaz de tener
un carácter en el hic et nunc de la existencia. Porque no
tiene raíces está en todas partes, sin familia, sin patria,
sin punto de sujeción concreto, diluido en el «género
humano)). Su contagiosidad proviene precisamente de su
negación del espacio. De otra parte, ya que dice no a
todo lo que le ha precedido, a todo lo que es «anticua­
do)), «rebasado)), «retrógrado)) —a la sapiencia secular
como al penúltimo modelo de los salones de ensayo de
la radio o del automóvil—, a todo lo que no corresponde
a su insatisfacción constante, no le queda más que la
sola dimensión del porvenir. Esa actitud típica (en la cual
centenares de ejemplos se descubren en la psicología dia­
ria del hombre-masa esencialmente aguijoneada por el
deseo, como en las promesas de la política o en las
anticipaciones propias a los eruditos y a los técnicos) en­
cuentra su explicación en el hecho bastante simple que
sólo el porvenir puede ser calculado. Pues el hombre-
masa carente de raíces no tiene fin: debe, pues, someter
su existencia al método más desprovisto que sea de fina­
lidad, que es el del cálculo. El hombre-masa, grosero o
88 MARCEL DE CORTE

refinado, prepara siempre matemáticamente «su golpe» :


dosifica, mide, computa, pesa su dominio sobre el tiempo
y sobre la imagen que se hace de sí mismo en el porve­
nir. Sus violencias mismas son preestablecidas: si él no ^
las calcula, otros lo hacen en su lugar ; lo futuro, que no
tiene existencia real y ninguna substancia cualitativa, se
encuentra así mecanizado de antemano y dispuesto a re­
cibir la materia humana en su forma, salvo error impu­
table a la imperfecta determinación de todos los datos
de los cuales dispone el hombre-masa. La desvitalización |
es aquí llevada a su máximo y reemplazada por la puesta í
en movimiento de rodajes y por el automatismo. Es lo i
que algunos llaman «el movimiento de la historia». El j
hombre-masa alberga bajo ese caparazón una indigencia, \
una incapacidad de tener un carácter y de asegurar su j
vida, que él bautiza de apoteosis. \
He ahí el sentido profundo de la civilización del hom- ¡
bre-masa : una' tentativa de mundanización de lo Abso- \
luto por impotencia de vivir la relación que suspende el
ser humano a su presencia. La relación no vivida tiene
en efecto por propiedad esencial no solamente de supri­
mir el impulso que la relaciona a lo absoluto, sino ma­
yormente de absolutizarse ella misma en un mecanismo i
temporal capaz de procurar la perfección terrestre. En |
otros términos, es ((el mundo al revés» o (da revolución j
permanente». La relación del hombre a lo absoluto se
repliega así sobre el hombre mismo mecanizándose abso- |
tatamente, de la misma manera como la relación del acto .
respiratorio con la atmósfera llama al pulmón de acero ¡
cuando no es ya vivido por el organismo. Así se obtiene j
automáticamente la perfección sin el menor esfuerzo vivo. [
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 89
De donde la definición del hombre-masa : el hombre es
la mecanización absoluta de todos los actos humanos.
Como lo decimos en otra parte, «al mismo tiempo que
separa en él el espíritu y la vida y que pierde, por conse­
cuencia, el sentido de toda trascendencia el hombre-
masa crea en su provecho de un solo movimiento una
nueva forma del Estado, del cual tenemos ante nuestros
ojos el desarrollo titánico. El Estado moderno, cuya po­
tencia repercute instantáneamente con un vigor fulminante
de un extremo a otro del cuerpo social, es una creación
del hombre-masa, adaptada a su mentalidad mecanizada,
racionalizada, anónima, que se imagina pertenecerle. De­
lante de las dificultades de la vida, grandes o pequeñas,
el hombre-masa llama al Estado y a los medios gigantes­
cos de los cuales su inercia le ha previsto. Para que todo
«marche)) mecánicamente, al ritmo mismo de su vida
mecanizada, el hombre-masa tolera todos los sacrificios:
admite con la mayor facilidad la coacción, el despotismo,
la esclavitud. Propende a su propia apoteosis en el Es­
tado, y para llegar a ser esa divinidad, para afirmar su
propia trascendencia, llega hasta a matar en él todo resto
de humanidad. El Estado así concebido da al hombre-
masa, como a un dios, la promesa de una vida despro­
vista de inquietud, asegurada de obtenerlo todo : es eso
la dicha del hombre-masa, su satisfacción más intensa,
mayormente cuando va acompañada de la convicción que
él es el «dueño)), que sus jefes son sus primeros servi­
dores, murmurada al infinito por los parásitos que todo
cuerpo social, y a fortiori una sociedad en decadencia,
lleva consigo. En cambio, el hombre-masa le mima, le
cuida, le considera, a su vez, como un dios dispensador
de todos los bienes; y si esos bienes son malos, como
90 MARCEL DE CORTE

dispensador de los malos que será menester soportar para


alcanzar la mayor dicha posible. Se produce aquí en toda
su perfección un fenómeno de doble parasitismo, por el
cual el h om bre-m asa se nutre del Estado y el Estado de]
hombre-masa. Tal es la concepción moderna de la civi­
lización simbolizada por el «Catoblepo)).

Perspectivas

C Y ahora, qué hacer ? Como Proudhon, creemos pro­


fundamente que la civilización racionalista está destinada
a desaparecer. Sus formas, cada vez más rígidas después
de algunas décadas, son el preludio de la muerte. No nos
aventuraremos a sondar el porvenir ni las catástrofes que
pueden prepararse. No somos pesimistas a ese respecto.
Aquí repetiremos con gusto la expresión de Bernanos:
«No es mi desespero que rehúsa el mundo moderno. Lo
desecho de toda mi esperanza.)) Sabemos que a una for­
ma de civilización sucede otra y que la vida está siempre
por encima. Hacia esa forma de civilización que podemos
y debemos preparar, aun si pertenecemos a generaciones
sacrificadas, «nuestra previsión —como decía Proudhon
aun— no va más allá de la antítesis que nos sugiere el
presento). No se trata aquí de ser «antimoderno)) y pre­
conizar una vuelta al pasado : no se pide a un enfermo
que vuelva a la edad que tenía cuando estaba bienc sino
de eliminar su mal y recobrar sus fuerzas. No se trata,
pues, de ser antimoderno, sino de salvar el mundo mo­
derno, de insuflarle-hábitos y costumbres sanas y vivas,
de eliminar de su seno todo mecanismo de muerte. Eso
no será fácil. Hemos llegado en efecto a un punto en el
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 91
cual la esclerosis de la vitalidad, la pérdida del sentido
de la comunión vital con el mundo y el rechazo de la
piedad hacia las almas y las cosas, no constituyen ya
fenómenos simplemente negativos que roen la substancia
humana, dejando intactas algunas reservas de vitalidad
capaces de explotar ulteriormente en un sobresalto de
energía. La desvitalización está, al contrario, afectada por
un índice positivo que revela una voluntad de engendrar
un «hombre nuevo» y una «nueva civilización» cuyo en­
rayo será incansablemente proseguido.
Las viejas civilizaciones han muerto bajo los efectos de
una simple disyunción entre el espíritu y la vida, aun­
que los recursos vitales de la humanidad eran aún consi­
derables y hacían posible el advenimiento de otra civi­
lización situada en la línea anterior. Al interior de esas
civilizaciones el lazo religioso del hombre al mundo y a
su principio no estaba completamente destruido porque
no había llegado, por falta de medios técnicos adecua­
dos, a apropiarse completamente el hombre y volverlo
como un guante. Además de esto existían fuera de su
área geográfica de influencia inmensos depósitos de vita­
lidad. No ocurre hoy lo mismo. La civilización llegada a
su apogeo técnico y que muere de consunción interna,
se presenta apta, en virtud de su expansión universal y
de sus medios materiales de penetración, a pasar de lo
negativo a lo positivo por una especie de salto dialéctico
en lo absoluto. Una táctica de una perfección sin igual
une todos los contornos de la vitalidad humana des­
aparecida. Obstruye automáticamente las brechas así cau­
sadas por erzatz y productos de reemplázamiento que
desnaturalizan progresivamente el hombre y sustituyen
al homo sapiens un tipo de homo rationalis inédito en la
92 MARCEL DE CORTE

historia, sin ligaduras vitales y sin lazos religiosos. A la vi­


talidad destruida sigue una intensificación de la razón
técnica que satura los instintos por los cuales la presencia
de lo Sagrado no represéhta nada, siendo los más visibles
los del goce y de dominación, y aun bajo su forma más
mecanizada. Semejante situación es grave, pero no es
que no tenga salida. Consideramos como cierto que las in­
mensas comunidades anónimas edificadas por el raciona­
lismo social están destinadas a desaparecer y a devorarse
entre ellas. La historia trae aquí su testimonio. En donde
subsisten aún, no lo hacen más que en virtud de las fuer­
11
zas vitales propias a las comunidades concretas que las
sostienen y que no han sido aún completamente destruidas.
Es a la restauración y a la adaptación a las condicio­
nes actuales de esas colectividades concretas donde los
hombres, por sus intercambios continuos, se sienten res­
ponsables los unos de los otros y sometidos a un mismo
destino, que debemos contra viento y marea aferrarnos.
En esas células sociales relativamente reducidas: tales
como la familia, la empresa, el sindicato, la profesión, el
municipio, la región, etc., en donde los hombres se tocan
y se sitúan concretamente los unos en relación con los
otros, en donde el ser se encuentra al alcance del ser, se
prepara la floración de relaciones sociales ulteriores y más
vastas, que serán tanto más cohesivas como las articula­
ciones primitivas habrán sido salvaguardadas. Una socie­
dad viviente obedece en efecto a la ley de interdepen­
I
dencia y de solidaridad recíprocas que gobierna toda vida:
en un cuerpo vivo, en vía de crecimiento, los órganos
más diversos están siempre en contacto efectivo y en re­
lación de ayuda mutua. Pero guardémonos aquí de come­
ter un grave error, que consistiría en considerar el pro-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 93

bkma de la civilización desde el ángulo exclusivo de la


moralidad, lo cual tendría como resultado el fracciona­
miento del mundo en dos bloques dispares: el orden de
les conservadores, la justicia de los progresistas, la cari­
dad de los cristianos, etc. No negamos la importancia de
ese punto de vista, pero estimamos que sigue siendo, hic
eí nunc, secundario en las circunstancias presentes res­
pecto a la desvitalización que afecta la humanidad con­
temporánea. i Para qué servirían un orden moral, una
justicia social y aun una caridad que pondrían a la dispo­
sición de seres empobrecidos* el medio de disimular su
decadencia ? Creemos que una cierta moral burguesa, que
una cierta moral proletaria y aun una cierta moral cris­
tiana, no son más que máscaras o emplastos sobre una
llaga purulenta. Cuando se nos propone una «idea del
hombre)) bajo tal o cual calificación, miramos a nuestro
alrededor y contemplamos la fuente irrisoriamente exan­
güe de donde podría escaparse la corriente de su realiza­
ción. c Cuántos ensayos de reconstrucción de la familia,
de la profesión, etc·, de reinstauración de la justicia o del
orden, de reconquista religiosa de masas han conducido
al fracaso o a la dictadura de un grupo de hábiles ma-
níobradores ? Los totalitarismos son la prueba de ello, que
para establecer su imperio cosquillean la fibra moral del
hombre. «A tomar por el idealismo)), decía uno de sus más
famosos corifeos.
Sin pretender anticipar por el instante sobre nuestras
conclusiones, estimamos, pues, que la crisis actual es esen­
cialmente una crisis antropológica, y en último análisis,
una crisis metafísica. ¡ Pero conviene entenderse! La
crisis metafísica actual no afecta al espíritu humano y no
le incapacita de entenderse con los valores trascenden-
94 MARCEL DE CORTE

tes más que en la medida en -que alcanza el ser huma-


no por entero» en sus condiciones de existencia y en su
capacidad de inserción en el mundo real. El hombre
no ve ya los valores trascendentes, sin los cuales no pue­
de ser, simplemente porque no los vive ya. Desde en­
tonces, lo mismo que es inútil hablar de colores a un
ciego sin excitar peligrosamente su propensión a declarar­
se infalible en ese dominio, es vano lanzar el hombre mo- ;
derno a perseguir un ideal espiritual, que disfrazará infa­
liblemente en abstracción y en mentira si es impotente
de vivirlo anticipadamente de una manera, al menos, in­
coactiva. c Cómo entonces volver a crear esa vida que se »^
empobrece cada vez más ? Digámoslo claramente : es im­
posible crear de nuevo la vida desaparecida. El hombre
que ha roto su relación con lo real no podrá jamás al- !
canzarla, y los artificios de los cuales se vale para diferir
su inevitable expulsión fuera de lo humano no son más
que maniobras de retardo. La vida no puede ser creada
más que por la vida : omne vivum ex vivo. Sólo aquellos
que habrán aceptado la vida, por débil, por desarmada
que esté, podrán transmitirla y salvar la civilización. Se 1
trata, pues, para el hombre moderno de mañana sostener,
cueste lo que cueste, con heroísmo si es menester, los ho- I
gares de vida auténtica al nivel mismo de lo elemental que 1
subsiste aún. A ese respecto, las virtudes familiares cons- *
tituyen aún, a pesar de su decadencia, la más potente *
reserva vital que nosotros disponemos : ellas mantienen el ¡
sentido de la trascendencia paternal que podrá sostener ,
la arquitectura ulterior de otras trascendencias a recons­
truir. No es, por otra parte, por azar que los hombres de f
hoy se preocupan — j con qué reticencia !-— de la suerte ,
de la familia bajo la presión misma de los acontecimien- ¡
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 95
tos. Toda vida empieza en lo bajo, por el tronco. Consi­
derándolo todo, el hombre no es tal vez más que un
vegetal razonable, cuyas raíces se hunden hasta las mis­
teriosas fuentes nutritivas.
De hecho, es menos el objeto a perseguir que el agua
viva original que importa considerar. La historia nos en­
seña, por otra parte, que al nacimiento de las civilizacio­
nes los seres provistos de vitalidad son los que soportan
la aplastante labor de las fundaciones subterráneas. No
es más que a condición de ser totalmente realistas y tener
los pies sólidos sobre la tierra que podremos ¡fijar los ojos
en la más lejana estrella real. Ningún idealismo suple a
esa exigencia fundamental. Todo idealismo verdadero, ca­
paz de encarnación, la presupone. Ese realismo no tiene
nada que ver con la Realpolitik., hecha de falsas ternuras
y de violencias metódicas, de las cuales se nos presenta
demasiado frecuente la caricatura. Es el realismo de la
vida, de la aceptación de las leyes eternas de la vida, y
no otra cosa. Es hacia el descubrimiento de ese realismo
y de esa vitaliad, cuyos islotes subsisten aún en un mundo
devastado por el hombre que los ha desconocido, que se
volverán las nuevas generaciones si ellas quieren vivir.
CAPITULO II

E L C O N F L IC T OENTRE LO POLITICO
¥ LO SOCIAL

Estado de la cuestión

De las numerosas grietas que desunen los materiales


oscilantes de nuestra civilización, ninguna es más peli­
grosa que la que separa esos dos sostenes de la vida co­
lectiva : lo político y lo social.
El lenguaje popular, rico de intuiciones concretas, nos
lo revela. Es muy notable que esos dos términos revistan
actualmente dos significaciones divergentes. La primera
tiende a ser peyorativa : «hombre político», «politicastro»,
«todo eso es política», «yo no me ocupo de política». En
esas locuciones corrientes se manifiesta una especie de re­
pulsión secreta y quizá aun una cierta dosis de desprecio.
La otra, por el contrario, ha tomado un sentido laudato­
rio : «hombre social», «obras sociales», «acción social». El
término ((social» y sus numerosas variantes o adiciones,
es adoptado por numerosos partidos del continente. Aña­
damos a ello el prestigio del cual gozan algunas palabras
vecinas por la resonancia que evocan confusamente en las
almas : comunismo, comunidad, comunitario, bien común,
98 MARCEL DE CORTE

y tendremos brevemente esbozado el cuadro. Que uno io


deplore o que se alegre de ello, no hay más que consta­
tar ese hecho innegable —sancionado, por otra parte, por
las abstenciones numerosas al «deber electoral))— y pre­
guntarse a qué evolución de la vida es debido ese singu­
lar proceso semántico. Todos nos damos cuenta a grados
diferentes, a veces aun con una especie de angustia, que
la superestructura política —para emplear el vocabulario
de Marx— corresponde cada vez menos a la infraestruc­
tura social, y recíprocamente.
He ahí un primer fenómeno. Y hay un segundo que
le es inmediatamente conexo. Al mismo tiempo que la
política se hace cada vez más sospechosa, que es con­
siderada como un «suplefaltas)) y que el hombre se apar­
ta de ella con temor, indiferencia u hostilidad, entende­
mos distintamente, a través los sordos estruendos de una
sociedad que se volcaniza y se disloca, el paso insinuante
y mullido de una política que ejerce sobre nosotros una
influencia creciente por intermedio del Estado, que ella
invade y puebla, a la vez, con su dogmatismo y sus cria­
turas. Nos encontramos en presencia de una situación
paradójica y trágica: de una parte, una sociedad que se
hunde y busca tanteando sus condiciones nuevas de exis­
tencia ; de otra parte, una política que afirma su imperio
sobre ella y que bajo forma de estatismo se apodera de
la vida humana en la medida en que sus veleidades so­
ciales no consiguen encontrar una salida a través del caos;
una humanidad que rechaza instintivamente la politización
de su ser y que, por debilidad y por deficiencia social,
está obligada a aceptarla. Asistimos a la más extraña dan­
za entre lo político y lo social, separados el uno del otro
y que intentan unirse, menos para unirse que para de-
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 99
ise. Todo ocurre como si e! alma» habiendo desertado
®u cuerpo» transformado en polvo, y siendo ella misma
dma, intentara tomarla de nuevo en un inmenso es-
de metempsicosis colectiva para metamorfosearla a
nagen.

«Excursus» histórico
«os dos fenómenos son relativamente recientes. Hace
o doscientos años la política era aún la ciencia
'tica más estimada. Ocurría 3o mismo en el Gran Si­
en la Edad Media o en la antigüedad. Para no citar
í más que un ejemplo, un cronista del siglo XIII, Bru­
to Latini, escribía: «Política, es decir, el gobierno de
• ciudades, es la más noble y alta ciencia y el más noble
./.ció sobre la tierra.» Hasta el último gran representante
de la tradición inaugurada por Platón, que es sin duda
Jean Bodin, la política ha sido siempre considerada como
||f|por<onación de la vida humana y como la expresión más
perfecta de su esencia terrestre : «el hombre es un animal
naturalmente político», decía ya Aristóteles. No es raro
encontrar textos viejos, medievales o del período de los
Capeto» que califican la política de ciencia «divina». El
mito de Protagoras es simbólico a ese respecto : Platón
nos cuenta en él cómo ■Prometeo se deslizó en el taller
de Vulcano y de Minerva para conocer la técnica del
fuego y suministrar así al hombre todas las cosas necesa­
rias a la vida. Pero el hombre no recibió el conocimiento
de la política, pues la política, representada por Júpiter y
Prometeo, no pudo entrar en ese santuario del más im­
portante de los dioses, cuya entrada estaba guardada por
100 MARCEL DE CORTE

guardias terribles. Y la continuación del diálogo es más


significativo aún, pues Protágoras el sofista nos pone en.
escena un nuevo Prometeo más feliz y más intrépido,
quien, bajo la figura de Mercurio, el dios de la economía,
pretende enseñar a todos los hombres esa ciencia poco ha
aun cuidadosamente escondida por el padre de los hom­
bres y de los dioses. ¿ Esa vieja historia no tiene un sabor
sorprendentemente moderno ?
Pero a partir del siglo XVIII la perspectiva cambia.
D’Alembert no vacila en decir : «la política no es otra cosa
que el arte de mentir a propósito)); y Voltaire le hace eco:
«El arte de la guerra, es el arte de destruir los hombres,
como la política es el de engañarlos.)) Desde entonces el
movimiento de protesta contra la política ha ido amplifi­
cándose , a tal punto que no hay un solo Maquiavelo que
no sepa hoy utilizarla para izarse en el poder. Sabemos
hoy por una amarga experiencia que las políticas rivales,
sea cual sea su signo, se levantan sin cesar las unas con­
tra las otras para acusarse de mentira o de traición, sin
preocuparse de las bases sociales que oscilan y se hunden,
hasta que una de ellas, apoderándose del poder envidia­
do por un voto mayoritario o por otro medio, expulsa sus
enemigas y se lanza por la vía del totalitarismo. Baude­
laire nos describía ya en el último siglo, con su admirable
intuición de poeta :
E l veneno del poder irritante y déspota.
Y el pueblo enamorado del látigo embrutecedor .i
i Cómo explicar ese doble fenómeno que separa hasta
la antinomia y la oposición violenta esos dos aspectos
rigurosamente complementarios de la vida colectiva que
son lo político y lo social ?
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 101

§ ív '1 Ensaya de explicación

1' 1,Nos parece imposible hacerlo sin emitir la hipótesis,


l· por otra parte confirmada por la historia, de una posibili-
I permanente en el hombre, de un descenso de su vita-
ildad y de su potencia de adaptación a ese conjunto de
; seres y de cosas, en el cual está obligado a vivir desde
su venida al mundo y con el cual anuda relaciones inme-
Y1' ¿latas cuya suma constituye una sociedad. A ese desarrai-
|í'1"1 go fuera de la vida social, el hombre es reemplazado en-
í tonces por construcciones teóricas, frutos venenosos de
j. su razón y de su espíritu desencarnados, que le dan la ilu-
| sión de la vida y de la continuidad. Cuanto más los lazos
!¡ sociales espontáneos, impuestos al hombre por la presen-
| cia concreta del prójimo, se aflojan, más la política abs-
I tracta, elaborada en los invernaderos de los sistemas,
i extiende sobre él su imperio. Cuando el ritmo de la acción

¡ de la comunidad va de b ajo arriba, de grupos sociales a


. grupos sociales articulados por la fuerza que empuja al
i hombre a vivir en sociedad, hasta el alma política que
j resulta de su organización; cuando esa vitalidad se irrita,
j se debilita y desaparece, él se invierte y va de arriba
\ abajo de un alma sin cuerpo que la sostiene, de una poli-
• tica inevitablemente consagrada a crear completamente
i una comunidad artificial que le corresponde, acometiendo
I al individuo aislado, perdido en una especie de no m an s
t land social, que deberá soportar hasta el fondo de sí mis-
j mo su huella invariable. Esa alma o esa política no sale
i ya del hombre concreto integrado por su nacimiento y
? por su vocación en un medio social, ya que su indigencia
f y su debilidad vitales son incapaces de hacerle existir. No
102 MARCEL DE CORTE

puede ser ya más que la emanación de un hombre abs­


tracto de todos sus complejos sociales originales, un pro- *
ducto de la razón, señal específica del hombre en gene- j
ral, o del carácter propio a un grupo de individuos, tales
la burguesía, el proletariado, la raza, y por intermedio
de esa razón lógica o de ese carácter, ella intentará de
embeber de alguna manera todos los hombres en su es­
quema único. Así surge en un mundo socialmente devas- ¡
tado una política separada de la vida y siempre encarni- !
zada a alcanzar el hombre para crear en él un pobre erzatz |
de vida social: una sociedad burguesa, una sociedad pro- j
letária, una sociedad étnica. Ese hombre que vive, valga ’
lo que valga, en medio de los escombros de una sociedad
desaparecida, se encontrará en adelante solo en presencia
de la política : experimentará ante ella el mismo miedo
o la misma fascinación que el creyente ante su Dios:
huirá ante ella para esconderse, lejos de sus semejantes,
en una soledad gozosa o despreciativa, o bien aún se agre­
gará mecánicamente a los otros hombres, sin comulgar j
con ellos de una manera viva en la inmensa empresa de
un Estado integralm énte politizado. ’:
Podríamos mostrar de otra manera las consecuencias de ;
esa retroversión de lo político y lo social. ,
Que lo social pertenece al orden de la vitalidad es un
hecho que toda la historia humana demuestra: la vida
social, los contactos personales y concretos, efectivos y
duraderos con el prójimo no han salido de la deliberación
de los hombres; las relaciones sociales tienen su origen,
bien más allá de la razón y de la técnica, en la genero- ¡
sidad, jcopiosa y casi d esen vu elta que es la marca misma f
de la vida. Hemos olvidado, después de Rousseau y sus '
innumerables émulos de todas las Revoluciones, esa líber- í
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 103
tad ingenua de la vida social, creadora de organismos
vivos, que el arte político codificaba antes con piedad, sa­
biendo que no hacía más que añadir a la vida un com­
plemento inteligible. Hemos seguido el camino inverso,
sustituyendo en todas partes lo arbitrario humano a las
exigencias de la vitalidad. ¿Y cuál es el camino inverso
del dinamismo sino la anquilosis, esa forma terrible de
la decadencia vital que hiere al mundo moderno y que
Thibon y yo mismo hemos propuesto llamar la parálisis
agitante ? La obra esencial de todas las Revoluciones que
han tenido a Europa como escenario después de varios
siglos ha sido desde ese punto de vista, de disociar todas
las relaciones que unen concretamente los hombres entre
ellos, en su familia, en su profesión, en su pequeña o en
su grande patria, y constituir la política como un absoluto,
elaborada por el pensamiento lógico, por la cual el indi­
viduo atomizado, errante en el desierto de una sociedad
esterilizada de arriba abajo, debe entonces soportar el
molde despótico. Las revoluciones no son hoy ya movi­
mientos superficiales, espectaculares y violentos, análogos
a una fiebre purgativa que libera el cuerpo social de sus
desperdicios, sino conmociones profundas, subterráneas,
orgánicas, de estructuras sociales que se hunden y se re­
construyen en seguida sobre el plano del artificio político
humano. No son ya esos bruscos sobresaltos espasmódicos
que testimonian una sana reacción del organismo social,
sino largas enfermedades evolutivas análogas a un agota­
miento progresivo que se instala fijamente ; posee, si se
puede decir, un estatuto crónico y conduce a todo un
pueblo a la decadencia. Recordamos aquí la teoría coloi­
dal ele ia muerte elaborada por Augusto Lumière. Podría
ser enteramente transpuesta al dominio social. Lo mismo
104 MARCEL DE CORTE I
que un organismo vivo, la muerte es provocada por h *
coagulación de los elementos coloidales de las células que- ¡
no pueden ya comunicar las fuerzas de las cuales están j
cargados, se aglomeran, se amontonan y, como dice ese I
maestro de la medicina, se form an copos; la muerte social ,
es aparente cuando se produce una precipitación de copos |
análoga de las comunidades naturales, en donde el hom- ■;
bre está obligado a incluirse, sea por nacimiento, como
su familia; sea por vocación, como su profesión; sea en
virtud de su destino histórico, como su pequeña o grande
patria» H hombre se agrega entonces a sus semejantes J
afuera de esas comunidades, para morir con ellos y con
ellas, en las nubes de las ideologías políticas. f
Supongamos en efecto —por una amarga ironía, pues ¡
tenemos el espectáculo ante los ojos— una «sociedad); ,
cuyos miembros están separados los unos de los otros j
porque han perdido su vitalidad social creadora de colee- :¡
tividades vivas. Imaginemos individuos diseminados, red- \
procamente incomunicables, nada atentos a toda realidad !
común de orden natural o histórico, o aun unidos entre 1
ellos de una manera puramente negativa, como los prole- .
tarios por ejemplo, porque spn incapaces de participar a ■
una o a otra de esas realidades como consecuencia de su ,
inferioridad económica. Representémonos esa «sociedad))
—-o más bien esa disociedad— privada de esos hábitos co- i
muñes que hacen adherir los ciudadanos, sin que lo sepan ¡
y en un movimiento espontáneo, a un orden moral, al 1
cual se subordinan sus intereses particulares y que se en- 1
cama en su vida como un reflejo biológico. Metámonos \
en otros términos, en presencia de una «agrupación» que ·
se disgrega desde abajo, en sus subestructuras sociales y !
en sus aspiraciones colectivas, cuyos elementos motores 1
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 105

--las élites— no poseen ya el sentimiento de pertenecer


a un todo, replegándose sobre sí mismas, drenando hacia
ellas uno u otro de los despojos de la comunidad des­
mantelada.
Es evidente que en semejante atmósfera de pulveriza­
ción social los hombres no podrán ya reunirse más que
sobre dos planos distintos : uno, que yo llamaría político,
de una representación puramente artificial de una nueva
sociedad y de una concepción lógica de un hombre nuevo
creando completamente la comunidad «por fin» armo­
niosa, en la cual el hombre intentará vivir; el otro, que
yo llamaría económico, de intereses materiales de clases,
en el cual los instintos egoístas, sean individuales o colec­
tivos, se darán libre curso.
Así asistimos, de una parte, a la disolución de lo social
en beneficio de lo político y de lo económico, y de otra,
a un singular derrocamiento de los valores; lo político no
emana ya de lo social y no surge ya como un fruto del
arraigo del hombre en la v id a social' o r g a n iz a d a ; es, por
el contrario, un producto de forma diversa: dogm ático,
doctrinal, técnico, científico, jurídico, mítico o pasional,
pero en todo caso separado, que trabaja desde el exterior
los instintos sociales destrozados del hombre y reducidos
a necesidades materiales, que los pliega y amasa según
su forma, que los utiliza en su provecho hasta que pueda
con un arte maquiavélico construir con ellos una nueva y
falsa unidad. La separación en la escala colectiva entre
lo político y lo social en gen d ra automáticamente el totali­
tarismo político-económico. El fascismo de derecha o de
izquierda —esas calificaciones no tienen hoy ningún sen­
tido— es la consecuencia directa del primado de la idea
política y de las necesidades m ateriales conjugadas sobre
106 MARCEL DE CORTE

Ja vitalidad social. Estamos ante el «grueso anim al», del


cual h ab la Platón» o de la Sémiramis, de V aléry , cuyo
genio constructor reúne y modela la potencia del pueblo
su by u gad o hasta no hacer más que uno con ella. '

¡Pueblo estúpido a quien mi potencia me encadena,


hay de m í! ¡M i orgullo mismo tiene necesidad- de tus brazo-!
¡Y que haría ese corazón si él no odiara,
cuya innumerable cabeza es tan suave a mis p aso s!

Es, por otra parte, significativo que toda la política,


europea al menos, se haya vaciado en un molde de un
socialismo estrictamente político —-yo no digo social, ¡ ay
de m í!—, el mismo injertado sobre un instinto alimenti­
cio de clase o de raza. Esa politización de la existencia
significa que las potencias sociales naturales de construc­
ción de la vida en común, que trabajan normalmente el
hombreaban entrado en una fase de liquefacción y que no
tienen bastante fuerza para hacer surgir de sí mismas una
política que les corresponda. Su desaparición engendra un
ersatz político de sociedad, del mismo que la rarefacción
del azúcar hace aparecer la sacarina en el mercado.
Pero sería un grave error creer que ese «socialismo» po­
lítico, nacional o internacional, utópico o científico, que
ha invadido la sociedad moderna, sea el solo represen­
tante de ese proceso de politización del ser humano. Toda
política «burguesa» que se desarrolla en el mismo clima
de anemia social está, a su vez, radicalmente infectada
de esa politización. Sólo cambia aquí la superestructura,
y la concepción de la sociedad no es más que la de un
orden ficticio, desvitalizado, o de una piel rígida igual­
mente artificial y muerta bajo la cual se mueve el interés
privado. Me parece superlativamente evidente que del
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 107
conservadurismo esclerosado a las diversas formas del ((so­
cialismo» político, la continuidad es ininterrumpida : en un
caso como en el otro, es el mismo descenso de la vitali­
dad social, creadora de comunidades orgánicas, que pro­
voca su aparición. El humorista Alfonso Aliáis ha subra­
yado ese parentesco en una notable estrofa:

El uno quisiera para él solo la conservación de los abusos;


el otro dice a su vez que es hora que él los pruebe;
¡os blancos son, en una palabra, rojos enriquecidos,
y los rojos, blancos en camino.

Vean aún el mismo proceso de desvitalización social y


de racionalización política a la obra sobre el plano del
Estado. Es patente que el hombre es cada vez más tra­
tado como una cosa que el Estado administra y a la cual
imprime su marca, m ad e in ..., según una técnica tomada
a la explotación industrial y que ciertos países han llevado
a su último punto de perfección. No es difícil de discer­
nir la pérdida de substancia social que disimula esa racio­
nalización política de la actividad humana operada por
el Estado moderno. El ser desvitalizado y socialmente
exhausto emite, por decirlo así, fuera de sí mismo un
Estado abstracto que envuelve con un manto protector, o
más bien con un revestimiento rígido, su capacidad social
disminuida casi como el neurótico emite fuera de sí mismo
la neurosis que le sirve de mundo, que le permite vivir,
que le fascina y le produce horror, y que en seguida le
absorbe completamente. Jung afirma que la vida no vivida
engendra la neurosis. Se podría transportar la fórmula: la
vida social no vivida en sus cu ad ro s naturales y p erm a­
nentes produ ce, a su vez} e sa g ig an tesca neurosis que es
el E sta d o de hoy. Ese Estado no es ya una forma encar-
108 MARCEL DE CORÍTE

nada en una materia dotada de vida, no es y a un pueblo


políticamente organizado en un orden salido de su vitali­
dad social: es una forma a priori, sin contenido humano.
El arte político no corresponde ya a la medida porque la
naturaleza no tiene ya la fuerza y la salud suficientes para
expresar a través el lento crecimiento de la historia, la
perfección política que se encuentra adaptada a su dina­
mismo social nativo que culmina en la forma del Estado.
El orden político, que es el Estado, se convierte entonces
en una superestructura intemporal y abstracta, situada por
encima de la vida empobrecida que ella trasciende y do­
mina despóticamente. La política se encuentra de esa
manera separada de lo social porque lo social carece de
vitalidad.
Ahora podemos comprender por qué la política ha lle­
gado a ser un ídolo cada vez más despreciado o —lo que
es lo mismo— suscitando el peor de los fanatismos; es
porque la política de estilo es incapaz de cumplir sus pro­
mesas. El hombre la desdeña o se aniquila en ella en una
especie de desespero inconsciente. Después de dos siglos
de la caída del Antiguo Régimen esperamos aún la socie­
dad nueva que, por la gracia de la política, debía salir de
sus ruinas. Las revoluciones que la política intenta para
llegar a ello, sea por la violencia o por la vía legal, no
son a ese respecto más que abortos sucesivos. U na política
se p a ra d a del hom bre concreto, que es a d em ás un ser per­
teneciente a com u n id ad es naturales üivas, es in cap az de
suscitar un orden so c ial; es en su existencia m ism a una
contradicción p e rm an en te , y a que ella es hecha, p a ra «go­
bernar las ciudades)) y no hay y a «c iu d ad e s» a gobernar,
sino lo que V aléry llam a m uy justam en te (da m ultiplica­
ción de los so lo s». Para superar su contradicción no le
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 109

queda más que una salida : apoderarse completamente del


hombre y efectuar en él una refundición. A una política
que se puede llamar an ticon cepcion al porque impide el
nacimiento de la sociedad, sucede fatalmente una polí­
tica practicando la insem inación artificial. Basta, por otra
parte, reflexionar un instante sobre la inevitable conse­
cuencia de la concepción del hom o politicus substraído
a la influencia social de sus comunidades naturales : no
puede ser más que el Estado omnipotente, ubiquitario y
totalitario, modelando de nuevo el hombre en su anula­
ción soberana.

Lo social y lo colectivo

La disyunción entre lo político y lo social supone la


desaparición de este último en provecho de lo colectivo.
Importa oponer fuertemente lo social y lo colectivo, no
solamente porque éste caricatura a aquél y que es más
difícil de distinguir una cosa de su desfiguración que de su
contrario ; no solamente porque son siempre confundidos,
sea por los partidarios de la libertad individual que repu­
dian lo colectivo e ignoran lo social, sea por sus adversa­
rios que reabsorben lo social en lo colectivo, sino sobre
todo porque su determinación nos da la llave de una serie
de fenómenos en apariencia inexplicables que intervie­
nen en el síndrome de la crisis moral de la civilización.
Lo social existe: familia, pueblo, ciudad, parroquia, re­
gión, etc. Lo colectivo no existe m ás que en im aginación.
Lo social existe en la medida en que es orgánico, es de­
cir, en la medida en que reúne seres humanos que viven
unos por los otros como órganos de un mismo cuerpo :
no MARCEL DE CORTE

así, el padre, .la 'madre y los hijos, o aun, en la escue’


simplicidad de la relación que ellos sostienen, el herrer
del pueblo aprovisionándose en su vecino el carnicero, e
cual, a su vez, hace herrar su caballo por su vecino. I§!f
donde se ejerce un intercambio hay sociedad, y la reía
ción social es tanto más fuerte y viva cuanto más cal
humano vehicula : así, el lazo de sangre y de espíritu es
más generador de existencia social que el lazo puramente
económico gobernado por la ley matemática del do ui des.
Añadamos, sin embargo, que los lazos económicos pue-
den, por el solo hecho de su presencia, acarrear fuerzas
de intercambio de calidad más elevada. Lo colectivo, por
el contrario, no tiene otra existencia que la de la imagen
que reside en el pensamiento, o más exactamente, en un
ersatz de pensamiento. En donde la relación social ve des­
fallecer su vitalidad, él surge automáticamente como medio
de representación destinado a servir de guía en un caos
de monadas sin cohesión, en el cual los intercambios son
reducidos al mínimo. Pero esa representación no conduce
a ninguna presencia: no hay nada más allá de la imagen.
Basta en efecto reflexionar un instante sobre la adición
de una unidad a otra, de éstas a una tercera y así a conti­
nuación, que suministra el concepto de colectividad : la
operación y su resultado "se efectúan en el sujeto y no en
otra parte; la realidad propiamente dicha no supone más
que una yuxtaposición inorgánica en la cual el pensa­
miento abstracto introduce un lazo puramente imaginario.
Las consecuencias de esa distinción son esenciales.
Para dar ((existencia» a una colectividad es menester
insertar en ella relaciones imaginarias y hacer creer a los
individuos de la colección que esas relaciones son reales.
Ello es menester aunque no sea más que para asegurar
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 111

un gobierno fantasma y rechazar un insostenible caos.


Pero para que la relación imaginaria parezca real es ne­
cesario desarrollar la imaginación en detrimento del pen­
samiento : pues el pensamiento sabe, por la reflexión y la
experiencia, que la relación es imaginaria e inexistente.
Eso no es en absoluto por azar, sino en virtud de una
necesidad interna, que la civilización contemporánea ve
desarrollarse esas formas de abolición de la relación entre
el pensamiento y lo real, esencialmente suscitadores de
imágenes, como son el periódico, el cine, la radio, que por
su velocidad matan la reflexión En una colectividad toda
reflexión será proscrita. Para que la relación imaginaria
parezca real importa impedir toda comparación entre am­
bas : el mejor medio que se ofrece es suprimir la relación
social, amputándola del ser humano que la soporta, por
el servicio militar por ejemplo, o por la estructura de la
economía. Entonces no queda más que transformar la
imaginación en fe degradada, en fides de non üisis que
confiere una existencia invisible a lo inexistente. Todo co­
lectivismo es religión, y por consecuente, antirreligíón, Igle­
sia, y por consecuente, anti-Iglesia.
CPero cómo hacer tomar cuerpo a relaciones imagina­
rias? En principio por el verbo. Una relación orgánica
se sostiene silenciosamente: es, por otra parte, tanto más
expresable porque es más profunda. La palabra presta a
la relación imaginaria una especie de existencia alada,
ambigua, a medio camino entre la tierra y el cielo ; de un
lado, está quebrada hacia el sujeto que la profiere; de
otro, hacia los objetos que designa normalmente. La rela­
ción imaginaria aprovecha de ese calor de la palabra ha­
cia la significación de la existencia para parecer existente.
Por esa razón todas las colectividades se rodean de con­
112 MARCEL DE CORTE

ceptos oscuros que difunde el verbo generoso : oímos la


voz del partido, de la clase, de la raza, de la nación, del
pueblo, el gran murmullo de fantasmas que nacen del
bosque ruidoso de las palabras. Es muy curioso constatar
que nadie diserta en las sociedades cuando todo el mundo
lo hace en las colectividades.
En seguida, presentándolas en supérficie, sobre un plano
sin espesor, en un mundo a una sola dimensión : cuanto
más vasta es la relación imaginaria, más real parece:
cuantas más unidades cuenta la colección, más ella parece
ser; cuanto más hacer —si me atrevo a decir— sin relieve,
más surge en la existencia ficticia. Las colectividades «na­
cen» al mismo tiempo que las nacionalidades y los nacio­
nalismos, extendiéndose con los internacionalismos.
CPor qué ese flujo de palabras, de impresos y de imá­
genes que rechazan la simple reflexión y la experiencia
inmediata ? La razón es clara. No interesa remover las
profundidades del hombre con el fin de hacer parecer lo
que no és. Se corre el riesgo de hacer surgir lo real. Es
menester, pues, cosquillearle la piel, decir vulgaridades,
lanzar la imaginación en un solo sentido para que dé el
máximo. Jamás evocar lo concreto, que es siempre denso,
sino la abstracción uniforme, que siendo superficial y uni­
versal es un medio simple y corto de hacer oración colec­
tiva. Un lógico que analice la relación imaginaría la en­
contrará siempre tomada en su más grande extensión y
en su más pequeña comprensión. Por otra parte, el sen­
timiento de estar englobado en una relación imaginaria
inmensa confiere a éste una fuerza de presión que le hace
parecer real, como el náufrago que se imagina que el
océano lo ahoga cuando una sola ola lo aplasta. De donde
la regla para toda actividad que se quiere ser: apoderarse
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 113

de una colectividad m á s grande, la R esisten cia por ejem ­


plo, o la N ación o la H u m an id ad .
En fin, los textos legislativos o administrativos ayudan
potentemente al ((nacimiento» de las colectividades. Pues
la ley es, y terriblemente, gracias a la policía que existe
e impone su respeto. Basta comparar el tiempo en que
las sociedades vivían aún y el nuestro. ¿Qué hay más
real que la fuerza? En donde las colectividades dominan
¿¡e descubre inevitablemente una abundancia de leyes y
reglamentos, una policía numerésá y una multitud de fun­
cionarios.
Esa lista no tiene nada de limitativo. Se puede añadir
en ella la reivindicacióji, es decir, la exigencia de existir lo
que no existe aún, la visión del porvenir que no existe,
pero que existirá («adelante, por mil años de bienestar...»),
ej fetichismo de la cien cia que define lo real, etc.
i Otra consecuencia: la relación imaginaria, no existiendo
I más que en la imaginación, tendrá su máximo de eficacia
\ en la imaginación más potente, la más alejada de la reía-
í ción orgánica y de la realidad; en una palabra, en el pen­
samiento más vacío, entendido aquí el pensamiento en el
sentido de instrumento que muerde sobre el ser. He ahí
í la necesidad de un gran hombre, de un jefe de orquesta
' a la cabeza de la colectividad, que pueda adicionar en una
relación imaginaria g igan te las unidades dispares del gru­
po : para llegar a ello estará inevitablemente obligado a
cogerlos en su más bajo nivél, a ras de su más pequeño
é común denominador. Toda colectividad nivela, cuando que
| toda sociedad eleva. Toda colectividad perfecta exige un
| solo calculador, según la expresión de Goethe: «basta
| un solo cerebro para mil brazos». Esa necesidad es tanto
■¡ más imperiosa porque las imaginaciones débiles tienen
114 MARCEL DE CORTE

necesidad de un socorro que las galvanice. Quieren ade­


más de esto encontrarse en una imaginación fuerte donde
ellas dilatan su mediocridad, como el mal poeta en un
modelo genial, un colegial haciendo mal versos románticos
—-en tiempos pasados—, en Hugo, por ejemplo. Las épo­
cas como la nuestra, en la cual domina un proletariado
obrero, exigen tales conductores: el trabajo manual tal
como se practica actualmente, anemiando el alma, la huida
en la imaginación (cine o mitin), es una liberación. Tam­
bién un jefe de colectividad advertido"·'· debe expandir tanto
como sea posible el trabajo servil. Para afirmar su triunfo
hará uso del terror, de la evocación del «enemigo», de la
amenaza de guerra: medios infalibles para excitar la ima­
ginación ; del maquiavelismo que desvía el pensamiento
de las pistas de lo real; de la «ducha escocesa» que le
extenúa; del complejo de inferioridad que suscita su con­
trario, etc.
Todos esos rasgos de la «vida» política actual tienen su
raíz en la desaparición de lo social en provecho de lo co­
lectivo y en la crisis moral que esa sustitución engendra.
He ahí, pues, la inmensa y paradójica verdad : lo colec­
tivo, el «grueso animal» espantoso de Platón, no existe.
Estamos regidos por una política hechicera, como Don
Quijote por los encantadores : es la inexistente Dulcinea
quien hace a Sancho gobernador de la isla que éste co­
dicia. La gran superioridad de lo colectivo sobre lo so­
cial que existe, pero que pasa inadvertido, tan invisible
como el aire que respiramos, yace ah í: en su nada real
que mima la impalpable presencia de lo social del cual el
hombre tiene necesidad para vivir, y que siendo visible ex­
cita la imaginación.
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 1 15

La mayoría de los hombres penan y mueren por lo que


no existe. Sólo los ((incrédulos)) serán salvados. Como lo
ha cantado amargamente el poeta :
Un dios falta en el altar donde yo soy la víctima.

El problema de la democracia

Pero antes de seguir en nuestra encuesta disipemos un


equívoco : es el proceso de la Democracia y del pueblo
dueño de sus destinos; es una apología del Pasado que
usted instaura, nos dirán en efecto los espíritus «moder­
nos)) inquietos de ser «de su tiempo». Responderemos en
seguida con Lacordaire que «ser de su tiempo es soportar
con convicción las preocupaciones de la época en que se
vive. El filósofo que se abstiene de ideas corrientes para
reflexionar sobre las condiciones fundamentales de la exis­
tencia de las sociedades humanas no tiene esas debilida­
des. Dice lo que le parece justo y verdadero, sin pre­
ocuparse de saber si esto choca o no con un prejuicio
accidental dominante». Diremos en seguida que la de­
mocracia es un régimen político tan viable como otro
cualquiera, siempre que haya salido de una sociedad pre­
viamente viva. Señalamos simplemente que la disociedad
actual está en un estado violento y preconizar a un en­
fermo una terapéutica que ha hecho sus pruebas no con­
siste en modo alguno en hacerle volver a la edad que
tenía antes de contraer su enfermedad. Estimamos, en fir
que el orden político depende estrictamente del orden
social y no a la inversa (exactamente como el alma, ha­
blando el lenguaje aristotélico, es «alguna cosa del cuer­
po»), y que las épocas florecientes de la historia han im-
116 MARCEL DE CORTE

plícitamente realizado esa. ley» Cuando se nos pide hacer


crédito al porvenir, decimos que esa letra es fraudalosa
porque no descansa sobre ningún conocimiento, y a for-
Som sobre ninguna realidad : la sola cosa que nosotros
podemos conocer, con aproximada certeza que nos co­
rresponde por derecho, sobre el plano concreto —y lo
político y lo social son intensamente concretos—, es el
Pasado. Sabemos, por ejemplo, que todas las democracias
socialm ente d e so rgan izad as y puram ente poli .cas del pa­
sado han evolucionado hacia la tiranía. Pedimos simple­
mente el permiso de buscar la causa de ello Para nos­
otros, esa causa es evidente : la democracia p olítica que
no está fundada sobre una sólida democracia social pre­
via, es decir, sobre cuadros familiares, profesionales, co­
munales y regionales a talla de hom bre, en donde cada
uno toca y comprende a cada uno de una manera orgá­
nica y concreta, porque todos se sienten sometidos a un
mismo destino, y que sean estrictamente despolitizados
—semejante democracia es la muerte de un pueblo. Desde
entonces, si queremos purgar la democracia de sus males
y devolverle la salud, importa efectuar la san atio in radice
indispensable y fu era de la política establecer los funda­
mentos sociales del régimen que parece bien el de nues­
tra época. No pretendemos que la cosa sea fácil. Pero
entre vivir socialmente y perecer políticamente, la elec­
ción de todo hombre al que no cieguen los prejuicios de
un tiempo absurdo está ya hecha.
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 1 17

La paradoja de la potencia política


>.iím :
Dicho esto, volvamos a nuestro objeto.
Vivimos en una época en la cual, por la más mons­
truosa de las paradojas, la p oten cia política del ciudadan o
es estrictam ente igual a su im potencia social. Para com­
prenderlo conviene referirse al contenido sociológico del
axioma que rige el mecanismo del Estado contemporáneo :
todos los poderes emanan de la nación. Esta fórmula —co­
mo toda fórmula, por otra parte— es, a la vez, exacta e
inexacta. Si uno la aplica a una nación organizada que
se ha formado en los cuadros sociales adaptados a su cre­
cimiento y creados por ella en el curso de la historia, es
muy evidente que esa fórmula no nos enseña nada : tra­
duce simplemente un proceso normal. La realeza en Fran­
cia, por ejemplo, fue la emanación precisa del desenvol­
vimiento orgánico de la sociedad francesa durante una
época determinada: la nación ha proyectado, por decirlo
así, fuera de su seno instituciones monárquicas y el poder
real que correspondía a sus aspiraciones colectivas. Todos
los poderes emanan aquí de una sociedad organizada.
Podríamos decir lo mismo de la república helvética. Com­
pletamente diferente es la significación de esa fórmula
cuando se trata de uña sociedad sin órganos, tal como la
nuestra, y que es incapaz de expresarse sobre el plano
político porque no tiene ya ninguna cohesión. La nación
o el pueblo no responden ya a una situación social viva;
constituyen una entidad socialmente informe que aspira
a encontrar su unidad. Y el p od er político q ue le perte­
nece no p u e d e ser m ás que inm enso porque no está ya
ligado a factores sociales q ue lo lim itaría, ejerciéndose y
118 MARCEL DE CORTE

articulándose a él casi de la misma manera como la bellota ;


limita el roble que nacerá de ella y le impide ser ese árbol
monstruoso que en las viejas leyendas nórdicas engendra f
el mundo. Ese poder político es esencialmente de orden f
demiùrgico y muy superior al derecho divino de los reyes, i
ya que recae sobre él la tarea, jamás emprendida bajo |
el Viejo Régimen, de rehacer una sociedad. Resulta de f
ello que cuanto más el ciudadano está desprovisto de ór­
ganos sociales de existencia que le permiten su expansión,
más exigirá y más obtendrá el poder político con el fin *
de alcanzar por ese lado un sustituto de existencia social :
es lo que manifiesta claramente la evolución del sufragio
hacia la universalidad pura y simple éñ una sociedad cada
vez más vacilante. Los poderes érríanán, pues, siempre
de la nación, pero hay nación y nación. La democracia
política burguesa y censitaria, nacida de una sociedad de
Viejo Régimen que se hundió bajo el peso de sus taras,
de su anatomía social, de sus sistema de castas esclerosado
y de su vejez, qué ha arrastrado en su hundimiento las
comunidades orgánicas de la familia, de la profesión, del *
municipio, de la región, cuyo complemento es indispensa- j
ble al hombre para vivir socialmente, ha debido rápida­
mente evolucionar hacia la democracia política total. El "
dinero no constituye en efecto más que un lazo social !
de los más frágiles. En cuanto a la relación entre dinero y j
la ausencia de dinero, es superfluo indicar que es nula. ^
La aplicación del sufragio universal puro y simple consa­
gró de alguna manera esa disgregación del cuerpo social. i
No es el sufragio universal él que está aquí en causa, pues f
el sufragio universal, implícito o explícito, existirá siempre i
porque siempre ha existido, sino su injerto sobre una so­
ciedad delicuescente, en la cual el grupo político se sus- j
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 1 19

tituye de una manera progresivamente perfecta al grupo


social. Cada individuo aislado, sin relación social vivida
con su semejante, se agrega en adelante a otros individuos
no en función de su p a p e l en una so cied ad que no existe
yo.., sino en función de sus opiniones políticas sobre la re­
construcción de la so cied ad d e sa p a re c id a. Al extremo, el
ciudadano socialmente desorganizado no tolerará ya, ni
el freno de una pluralidad de partidos que se neutralizan
en el ejercicio del poder, ni la presencia de instituciones
—tales como el Senado— que dificultan su potencia direc­
ta ; quiere confundirse por el intérprete del partido único,
con el mismo Estado, sin ningún intermediario. Estamos
entonces en presencia de la dictadura totalitaria —bien di­
ferente de la tiranía antigua—, que refunde integralmente
las bases y la forma de la sociedad. Todos los poderes
emanan de la nación, y particularmente el de cambiar la
naturaleza social del hombre.
Y eso no es más que una ilusión, una neurosis colectiva,
un vasto simulacro en el cual se momifica para siempre
toda relación viva entre los hombres. C uanto m ás la polí­
tica se disocia de la so cie d ad organ izad a, m ás se se p a ra
en hecho del p ueblo que p arece ejercer en ella el poder.
La nación toda poderosa está inmovilizada.
Sus olas de gigante le impiden elevarse

La alienación política
t
En el estado de «disociedad» la opinión pública no pue­
de en efecto rehacer los lazos sociales más que refiriéndose
a un sistema a priori completamente exterior a la substan­
cia social indeterm inada, a la cual se aplica casi como un
120 MARCEL DE CORTE

ingeniero construye una máquina según un plano previo,


el cual se impone hasta el más pequeño detalle a una ma­
teria amorfa dispuesto a soportar el modelo. No puede Iias-
t# tiiier:: en úüeñ|ú:;;:ite sociales un tanto vivos que
a|f)ii|in:|a desde fuera y utilizando
-s# piténcial plra#®iirillilil ella misma en los hechos'. El
pueblo desprovisto de ejes sociales efectivos y reducido
a una especie de: fluidez informe, ve así el poder político
que usufructa serle exterior e imponerse despóticamente
avéb'jáo#"lá voluntad de un Estado soberáñó' y trascendente.
Se produce aquí una verdadera alienación política del
hombre análoga a la que Marx ha descrito sobre el plano
económico. Pues cuanto más el pueblo está disocializado
y separado de sus comunidades naturales, más le faltan
órganos internos de expresión. Lo que se ha llamado, un
poco cómicamente, «el advenimiento de las masas en la
historia», es la tragedia del pueblo perdido en la inorga­
nización y la pasividad propia a toda masa. Se dirá sin
duda que el pueblo no hace más que delegar su poder a
mandatarios, a los cuales él controla la acción y que son
siempre revocables. Es olvidar la trivial régla psicológica
según la cual uno no da más que lo que tiene : sin vitali­
dad social, el pueblo es incapaz de expresarse socialmente.
Su representación será puramente política. Y los repre­
sentantes políticos del pueblo serán, por el hecho mismo,
separados del pueblo tomado en tanto que sociedad a
construir. Además experimentarán la tentación constante,
verificada por toda la historia contemporánea, de acen­
tuar la trascendencia del Estado del cual tienen las palan­
cas de mando porque están obligados a ello por su posi­
ción misma: para realizar la reforma social que el pueblo
desea instintivamente, es menester que el Estado sea de­
ENSAYO SOBRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 121

tentador de un poder ilimitado sobre él. Cuanto más que­


rrán, pues, el «bien» del pueblo, aun con toda la sinceri­
dad deseable, más estarán llamados a tratarlo como el de­
miurgo del mundo o como el escultor la materia maleable
de su obra.
iCJLa asimilación del pueblo al poder político del Estado,
sin los contrapesos sociales de orden natural indispensa­
bles, engendra una situación paradójica, en la cual vivi­
mos actualmente en Europa todos los efectos a grados
diversos según nuestras íeservas sociales, siendo el poder
político del Estado el solo elemento activo en la nación que
es considerada por él como una cosa pasivaf porque el
pueblo se ye obligado, en virtud de su carencia social,
a escindirse en un elemento político activo o en otro ele­
mento social y pasivo. El pueblo desocializado y politiza­
do se instituye en la condición patológica del esquizofré­
nico que el poeta ha descrito :

¡Soy la herida y el cuchillo!


¡Soy el bofetón y la m ejilla!
¡Soy los miembros y la rueda!
¡Y la víctim a y el verdugo!

Europa está en una disposición enfermiza de la cual no


podrá salir más que por la curación, es decir, por la reor­
ganización del pueblo en sus comunidades naturales o
por la muerte. El antiguo adagio médico se aplica aquí
con todo rigor :

Quae fundatur in natura crescunt.


Quae in opinione confunduntur.
122 MARCEL DE CORTE

L a soledad del Estado

La consecuencia sigue inevitable y dando vueltas en un


círculo vicioso,. Con el fin de disminuir la distancia que
le separa del pueblo, el Estado se sujeta a una doble
empresa que acentúa aún su soledad trascendente.
Por una parte, se lía al pueblo por todos los procedi­
mientos de lá propaganda y en particular por la difusión
de una ((mística)). En ese sentido y contrariamente a la
fórmula de Péguy, se puede decir que la política degenera
en «mística)). Pero lo propio de la «mística)) es precisa­
mente quitar al pueblo el control político rudimentario que
él detenta, y por la cual amenaza el Estado de una manera
tanto más permanente como su insatisfacción social es más
pronunciada. Gracias a la «mística)) el pueblo está soldado,
por decirlo así, al Estado o al partido que intriga u ocupa
el poder en el Estado, como el hierro inerte está colado al
imán. La mística política, como la mística religiosa, produce
el éxtasis, la salida fuera de sí, la disolución de la persona­
lidad, no en alguien que esté en mí más que yo mismo,
como en la experiencia de lo divino, sino en lo impersonal
colectivo del Estado o del Partido. Es superfino añadir que
la pérdida de la personalidad es la definición misma de
la esclavitud, y que semejante mística es, en realidad,
un embaucamiento que hace del pueblo «soberano)) un
esclavo.
Por otra parte, el Estado se lía al pueblo por una ac­
ción exteriormente social: la organización corporativa,
por ejemplo, o la nacionalización de los medios de pro­
ducción. Pero esa acción es de hecho puramente polí­
tica, estableciendo, al contrario, el estatuto crónico agra­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 123

vado. Porque obedece a una dialéctica descendente, cuyo


ritmo va del poder político a las infraestructuras que pre­
tende organizar socialmente, pone a la luz un tipo de co­
munidad inédito en la historia, en la cual el movimiento
y la vida, lejos de salir del hombre, se difunden en él a
partir de la generadora del Estado. Así aparece a la exis­
tencia una sociedad artificial, nacida de la hipertrofia po­
lítica y de la desvitalización social del ciudadano, en la
cual el hombre ejerce una función social mecánica, como
un rodaje agregado a otro rodaje. La política separada de
lo social se degrada aquí, en fin de cuentas, en téc­
nica y estatismo que quitan al ciudadano los últimos
restos de su poder. Los dos principios de la política trans­
formada en mística y en dirígismo están llamados, por
otra parte, a combinarse entre sí de modo que podemos
deducir la consecuencia siguiente : en una atmósfera de
distensión entre lo político y lo social, cuanto más el Es­
tado se acerca al pueblo, más el poder efectivo de este
último desaparece. Nadie ha estado más cerca del pueblo
que un Napoleón, un Lenín y un Hitler, quienes han sido
los primeros en comprender el sentido de nuestra época
desocializada y politizada al extremo, y el Estado que
ellos fundaron ha tenido de hecho todo el poder.
En las democracias a partidos múltiples, en las cuales
los basamentos sociales están quebrantados, el fenómeno
es idéntico : está simplemente fraccionado. Cada partido
constituye una especie de Estado autónomo, con su Es­
tado Mayor de ((místicas» y de ((técnicos» donde se refle­
ja el mismo proceso. La historia moderna muestra, por otra
parte, claramente que el partido que se solidariza con la
fracción socialmente desheredada del pueblo gobierna me-
124 MARCEL DE CORTE

cárneamente a su voluntad. Es con un instinto muy seguí o


de esa situación que el partido nazi emprendió la conquista
metódica de Alemania.

E l Leviaíán, económico

Pues la politización del ciudadano que no siente ya la


presencia concreta de los lazos que le unen a la Ciudad
contribuye de una manera precisa, implacable y matemá­
tica, a la destrucción de las últimas relaciones sociales
que pueden aún subsistir en él bajo una forma incons­
ciente. Obsesionado por la visión de un porvenir preten­
dido próximo, en el cual podrá, en fin, vivir socialmente,
según el deseo profundo de su naturaleza, pero arrastrado
por el movimiento giratorio de la política que le deporta
fuera de su ser social, él ciudadano rompe las últimas
amarras por las cuales estaba aún adherido a la colecti­
vidad viva. Así se convierte, en el sentido estricto de la
palabra, en un partidario. Nada cuenta para él respecto
a lo que codicia desenfrenadamente : ni familia, ni ami­
gos, ni trabajo, ni patria, ni religión. Está cogido comple­
tamente por la máquina política. Entonces se encuentra
delante de la nada social que es menester poblar en
adelante.
i Cómo hacerlo? ¿Cómo conducir esa empresa ? Pues,
en fin, con la desaparición del mundo social y de las co­
munidades naturales a su alrededor ; si lo ha perdido todo,
le quedan sus necesidades materiales y fisiológicas: co­
mer, beber, dormir, laxarse, etc. ; así como la perspec­
tiva política de una sociedad mejor que le encanta. Ni
el uno ni el otro de esos ímpetus que le trabajan pue-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 125

den satisfacerse en el caos. La desorganización no hace


más que exasperarlos. El hombre desocializado, expulsa­
do de los contextos sociales originales que le sostenían
y que eran flexibles porque estaban vivos, aspira a cua-
\ dros políticos rígidos que le permitan vivir materialmente.
j Quiere una regla firme, inqueb ran tab le, enormemente
j dura si es menester, que pueda asegurarle su subsistencia,
j Lo ideología política no será otra cosa a ese estadio más
que el mecanismo riguroso gracias al cual la nueva socie­
dad se establece sobre bases estrictamente económicas.
La sociedad se ha convertido en una inmensa fábrica, de
la cual el hombre saca toda su substancia a condición que
sea una unidad en las líneas metódicamente compuestas
I del conjunto : el hormiguero moderno ha nacido, the great
\ Leüiathan de Hobbes ha aparecido, which is but an ar~
| üficial Man. Todos los caracteres de lo político separado
| de lo social emanan de esa situación.
p lIfí
i
; La ortodoxia política

\ Lo principal, y sin duda lo más inadvertido, es la co-


¡ herencia. Entendemos por ello que la política se des-
; arrolla por ella y en ella misma en función de su propio
f contenido. La verdad política es en ese sentido esen-
; cialmente conformidad á una «línea general». Podrá tal
i vez admitir ciertas atenuaciones, ciertos bordeamientos,
| un cierto reformismo, alguna vez cambios de frente es­
pectaculares, pero únicamente sobre puntos de detalle:
¡ su dirección sigue siendo invariablemente constante. No
i lo hace, por otra parte, más que en donde encuentra re-
f sistencias sociales a su penetración, las cuales tiene en
I
126 MARCEL DE CORTE

cuenta no para extraer su contenido y promover ia eflores­


cencia, sino para reducirlas. Toda otra actitud le es en
efecto prohibida: separada de la sociedad porque ésto,
está desvitalizada e incapaz de dar a luz una política que
le sea adecuada, no puede sostenerse más que por ella '
misma en el engranaje, tan estrecho como posible, de *
sus propios rodajes, tanto desde el punto de vista ideo- 1
lógico como desde el punto de vista de la acción. La *
política es así una Weltanschauung, y aun una religión. ‘
Es extremadamente notable a ese respecto que la política *
sea doctrinal y aun doctrinaria en la «sociedad» contem­
poránea : cuanto más las fallas de ésta son visibles, más
el sistema político es rígido y sin fisura. Así, se desarrolla
un conformismo político o una ortodoxia que tiende no !
solamente a la expulsión o aun al aniquilam ien to del j
hereje o del independiente, sino hasta a esa unión sin *
amor que, según Agustín Cochin, es la definición misma ¡
del odio, y que agrega los hombres unos a otros menos ¡
en función de sus relaciones vivas que en razón de sus j
ideas muertas y mecanizadas. Resulta de ello que el ser j
humano, sumergido en esa atmósfera deletérea, se defi- \
ne por yuxtaposición y por oposición a su semejante,
como todo lo que es material y sin vida: es solamente \
sobre el plano de la vida que se encuentra la relación \
orgánica. Es porque los ciudadanos agrupados así en par- \
tidos políticos, en los cuales las raíces naturales comunes *
a todos los humanos han sido amputadas, no pueden más
que oponerse irreductiblemente los unos a los otros. Los \
partidos no son aquí diferenciaciones secundarias o com­
plementarias, provistas de una subestructura común aná­
loga a la vida difusa en los órganos diversos de un mismo
cuerpo, sino compartimientos primarios y antagónicos que
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 127

cogen completamente al hombre y le dirigen contra su


vecino.
Lo que se llama la lucha de clases, no es, desde ese
punto de vista, más que el resultado previsible de una
humanidad definida únicamente por sus necesidades eco­
nómicas, de una parte, y de otra, por sus opiniones po­
líticas, con exclusión del factor estrictamente social de
las comunidades naturales.

La nueva sofística

El pensamiento especulativo, tomado en su doble sen­


tido doctrinario y económico, contribuye grandemente al
hinchamiento del poder político cortado de sus fuentes
sociales en donde existe en efecto un orden social hay
una complejidad infinita de elementos que se interpe­
netran, una multitud de factores cuyo ajuste es invisible
porque son vividos e integrados a la acción cotidiana. El
pensamiento especulativo los ignora, o si poseen aún al­
guna consistencia, los elimina como irracionales porque
no trabaja soberanamente más que sobre lo inerte, sobre
residuos abstractos de la vida, in vitro. El poeta ha can­
tado magníficamente esa permeabilidad de la muerte a la
reducción calculadora :
,
Otoño transparencia o soledad acrecentada
de tristeza y de libertad,
iodo se me hace claro apenas desaparecido:
lo que no existe ya se vuelve claridad.

El triunfo de la especulación es la coherencia mecánica


de la fórmula de álgebra que le reserva de lo concreto
y de lo vivo. Asociada en la antigüedad a la tiranía bajo
128 MARCEL DE CORTE

la forma de la filosofía, es hoy bajo la de la cie:«icia la


aliada de la dictadura efectiva o larvada que soportamos.
En todas partes va sustituyendo el orden y las leyes pro­
pias de la materia inerte a los empujes vitales e «ilógicos))
de las fuerzas inmanentes a toda sociedad organizada. {
Lo científico y lo político se atraen el uno al otro desde t
que la sociedad pasa de lo vivo a lo inorgánico y del ^
estadio animado al estadio físico. La política tiene nece­
sidad de la ciencia cuando quiere descubrir las leyes que
rigen esas partículas disociadas que han llegado a ser
los hombres (sobre los cuales debe moverse conociendo
las relaciones de antecedente a consecuente que rigen sus
actos —tanto más mecánicos cuanto menos vivos—) y j
dominarlos con todo rigor. j
Toda una psicotécnica muy precisa se ha puesto así al (
servicio del Estado trascendente. Balzac lo había previsto
cuando escribía: ((Emplear hábilmente las pasiones de
los hombres y de las mujeres como resortes que se hacen
mover, poner los rodajes en su lugar en esa gran máquina j
que llamamos un Gobierno y satisfacerse en encerrar en *
ella los más indomables sentimientos como un disparador J
que uno se divierte en vigilar, c no es esto crear y, como j
Dios, colocarse en el centro del universo ?» La ciencia, j
a su vez, tiene necesidad de la política así concebida j
para realizar su sueño universal de orden y de método. ¡
Al límite de esa atracción recíproca tenemos la máquina }
social que nos ha descrito Huxley en Le Meilleur des
Mondes, cuyos administradores son técnicos fríos y lú- i
cidos. |
Es inútil añadir cuánto esa interpretación contribuye r
a la trascendencia absoluta de lo político en relación con j
lo social y a la eliminación de los últimos lazos afectivos
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 129

que unen los hombres entre sí. Ejemplos muy claros de


esa aleación entre positivismo puro y política sin arraigo,
nos son suministrados -—para limitarnos aquí al pasado-—
en las relaciones entre Diderot y la Gran Catalina, Vol-
i:aire y Federico II, Augusto Comte y el zar Nicolás.
c Por qué el erudito contemporáneo está cada vez más
mezclado en la política? i Por qué la política actual soli­
cita el apoyo de la ciencia positiva? Una nueva sofística,
paralela a la que denunció Platón, se desarrolla en nues­
tros días con rapidez, quien va de la estadística concebida
como instrumento de sondaje de la opinión hasta la físi­
ca nuclear presentada como medio de dominación del
planeta, pasando por la medicina llamada social y por
lo que Thibaudet llama «la república de los profesores».
Hay otros intermediarios... No es difícil establecer la ra­
zón de esa contaminación. Lo propio de la ciencia posi­
tiva es en efecto exteriorizar el mundo, como lo propio
de la política moderna es exteriorizar el hombre.
Para el erudito, el mundo es un conjunto de fenóme­
nos rigurosamente objetivos, al cual no participa en ma­
nera alguna : el esquema del mecanismo acompaña cada
una de sus representaciones. No existe ningún lazo preli­
minar entre el pensamiento del sabio y su objeto. Así
la existencia no tiene para él ningún sentido : se compor­
ta ante el ser como si éste no existiera; como si el ser
no fuera más que una continuación de antecedentes y con­
secuentes ; como si él mismo, en tanto que erudito no
existiera, como no sea como aparato registrador y como
espectador imparcial de la pura sucesión analítica de las
cosas. Ante el texto del universo el erudito se comporta
como un filólogo que no estudia más que el signo, sin
participar a la cosa significada. Y así como lo ha demos-
130 MARCEL DE CORTE

trado Meyei'scm, esa concepción positiva de la ciencia


no deja de ser imantada en lo bajo por una tendencia más
profunda, propia a la razón humana que ha roto su reía- i
ción de participación a lo real. Las teorías que el erudito
moderno -construye para explicar los fenómenos y api- ·
ñarlos en una red de leyes, tienden todas al descubrí- j
miento de sus causas reales por un proceso de identífi- j
cación: explicar un efecto, es identificarlo a su causa. ■
es reabsorberlo en ella, es reducir lo diverso a la unidad |
y lo heterogéneo a lo homogéneo. Al extremo la expli- *
cación científica elimina la calidad, el tiempo, la plurali- ¡
dad en provecho de un monismo puro cuya fórmula se­
ría : todo no es más que esto o aquello, materia, espacio, i.
razón, lógica, etc., y a partir de la cual se opera de una \
manera implacable la deducción del universo. Lo mismo \
que para el espectador colocado sobre un promontorio, j
la diversidad del paisaje al cual no está ya mezclado, se
disuelve en una forma única, así para el erudito, de lo alto
de su ciencia, la visión de lo real se reduce a un inva- !
ríante que impone su figura perentoria a la multiplicidad I
del ser. Pero de hecho toda esa cosmogonía no es más ¡
que un sueño que la razón introduce en la realidad para j
disolverla porque resiste a la explicación integral: «la \
razón no tiene más que un medio de explicar lo que no j
viene de ella, el de reducirlo a la nada». Como lo había %
ya previsto Nietzsche, el erudito moderno es —si sigue
su pendiente— un nihilista. No puede más que negar la
existencia de lo existente, porque separarse de ello es
hacerle morir, como el miembro amputado de un cuerpo
está en seguida privado de la vida.
La analogía de estructura con la de la política contem­
poránea, separada de lo social, es notable. El hombre
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 131

político· moderno no tiene casi y a relación con la reali­


dad social, a la cual debería participar en virtud de su
nacimiento, de tu vo cació n y de su destino histórico : sus
acciones se llevan a cabo bajo el ángulo y el incidente
del mecanismo electoral. Teniendo cuenta de lo que
supone norm alm ente el lugar en donde se ejerce su ac­
tividad , se p u ed e decir q ue no existe ningún lazo proba­
ble entre él y su o b jeto , com o no s e a extrínseco y o c a ­
sional. L a existencia social d el ser h um ano en su s diver­
sas com u n id ad es n aturales no tiene p a ra él ninguna sig­
nificación ; en presen cia d e é s ta s se com p orta com o si
no existieran, com o si el grupo del cual e m an a no fu era
más que un a su m a d e individuos, com o si él m ism o no
tuviera ninguna existen cia social y fu era m enester injer­
tarle de «la voluntad popular)) inorgánica. E n presen cia
de la realidad social, se co m p o rta, a su vez, co m o un lexi­
cógrafo que tuviera com o nula la sintaxis. P ero esto no
es aún m ás que el asp e cto m ás superficial de su actitud.
De hecho, su acción e stá dirigida por una filosofía m ás
profunda, aun que inconsciente y exigida por su com por­
tamiento príjnitivo de homo politicus d esprovisto de sen ­
sibilidad social. L a p u ra d iversidad que él represen ta se ­
guiría an árq uica si no fu era conducida a la unidad de
un todo co m p acto. L a m ultiplicidad individual que expli­
ca, en el sentido etim ológico d e la p ala b ra , es reducida
a su s ojos a una esp ecie de individuo único y gigante :
el p u eblo, el partido, la raza, la c la s e , la lengua, etc.,
4 w o m an ejo es m ás có m o d o sustituyéndose a la diver­
sidad social orgánica. A l extrem o, e sa agru p ación h om o­
gén ea se reduce aún a un a idea del hom bre : el hom bre
es razón, m ateria, productor, esto o aquello. E n función
de e sa id ea del h om bre se o p e ra un a esp ecie de deduc-
132 MARCEL DE CORTE

ción de la existencia social paralela a la que efectúa el


erudito. La sociedad debe ser esto o aquello, y no puede
ser más que esto o aquello ; es una masa homogénea
que soportaría la huella de la idea inicial en su dia­
léctica ^descendiente.. :Todo lo que no es la idea será
eliminado sin piedad : «la razón política separada de lo
social no tiene más que un m edio de explicar lo que no
viene de ella, es reducirla a la nada». La lucha emprenli
dida por la política contra las comunidades naturales y
contra su renacimiento —a veces caótico— tiene su ori­
gen en esa necesidad que se impone al hombre de Esta­
do moderno en la medida en que él gobierna : en el caso
contrario, no hará m á s que seguir las fluctuaciones de-
costumbres poco comentes.
Para estar seguros que nos encontramos ante una nue­
va sofística que tran spon e sobre el plano de la civiliza­
ción co n tem p o rán ea el m ism o com portam iento ingénito
que la v ieja b a s ta con leer los d iálogos de P latón . L a
sofística, com o el erudito m oderno, e s el técnico de la p o ­
lítica, indiferente al bien o al m al concreto que resultan
del m an ejo de la técn ica m ism a, cu y a presen cia no puede
ser revelad a m á s que por la p articipación a la existencia
social. L a técn ica se justifica por ella m ism a en virtud de
su triunfo, que es la con quista del P oder, el cual, a su
vez, aseg u ra a la técnica su su p rem a eficacia. P o co im­
porta enton ces que el hom bre se a reducido a 3a condición
de au tóm ata : la política h a rizado el lazo que le sujeta,
y sep arán d o se de lo social p ara unirse a la ciencia, se ha
convertido ella m ism a en su propio fin. G racias a las téc­
n icas ap ro p ia d a s que e n se ñ a la ciencia, todo parte d e la
política y todo vuelve a ella. E s por e sa razón que P la ­
tón aso cia sin cesar la sofística y la tiranía, cuyo princi-
\ ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 133

pío oscila entre el terror y la satisfacción de los goces


■ más materiales del ciudadano. Así ocurre con la ciencia,
. ¿ende en manos de la política un instrumento de temor
í universal y de goce terrestre : el uno y el otro reempla-
I. :art la sociedad natural desaparecida, en la cual el hom-
j Sre se expansionaba libremente en un acto de participa-
| c\6n a una misma comunidad de destino.

j La orientación materialista de la vida

\ Semejante política tomará inevitablemente un aspecto


■ materialista cada vez más a c u sa d o . Examinemos breve-
j mente la curva que lia seguido después que la sociedad
i europea ha entrado en d e lic u e sc en cia.
| Es evidente que una sociedad que se deshace libera de
í alguna manera la libertad de sujeciones de toda suerte que
j interfieren sin cesar con ella en la vida social cotidiana,
I Cuando disfrutamos de salud o del orden social, nuestros
i órganos o nuestras personas funcionan lib re m e n te f pero en
una interdependencia recíproca. En una sociedad viviente
' la libertad no es nunca la antítesis del lazo social, es,
\ por el contrario, el exacto complemento. Así, una em-
1 presa artesana cuyos elem entos se sienten dependientes
i uno del otro, engendra en sus miembros un sentido de li-
| berfcad, de facilidad, de familiaridad, de gozo al trabajo ;
tu a ausencia de coacción que ignora el obrero de una
importante fáb rica sin cohesión interna. Así, la afectuosa
dependencia ace rc a del rincón de tierra en donde lian
nacido y que ellos no han elegido, hace nacer en los ciu­
dadanos de un pueblo un gusto de la libertad que no sen­
ilvá jamás el que ha perdido sus raíces. La libertad es aquí
134 MARCEL DE CORTE

el coronam iento y la flor d e una n ecesidad social vivida.


A l contrario, d e sd e que el lazo social se d e sh ace en una
socied ad agonizante, la libertad se p roy ecta h acia afuera de
la e sfe ra d e com unión y d e in terd e p en d e n cia: e s enton­
c e s u n a libertad ab stra c ta , teórica, com o si dijéramos
inexistente, y degenera en autom atism o, en esclavitud y
en m u e rte . A sí, el obrero que no está y a ligado a su pa­
trono en un a empresa en la cual no e s m ás que un ele­
m ento in tercam biable entre otros elem entos intercam bia­
bles, p ued e decirse libre por la econom ía liberal clásica
o por el E sta d o que suprim e la autoridad p a tr o n a l: pero
la ley de bronce d e la oferta y d e la d em an d a, lo mismo
que la tiranía bu rocrática del E sta d o , p e san sobre él con
todo su p e so . Así, el patrono sep arad o del obrero porque
no com parte y a con él el destino com ún de la empresa
que los aso cia, p u e d e p roclam arse libre : de hecho es el
esclavo del cap ital. C om o lo nota con hum or Chesterton
en oposición a G id e : «el h ogar es el solo terreno d e liber­
tad ; qué digo yo , el solo terreno de an arq uía. E s el solo
lugar de la tierra don de un h om bre p u ed e cam biarlo todo
bruscam en te d e lugar, h acer una experien cia o permitirse
un a fan tasía. E n to d a s p arte s d e b e ace p tar las reglas es­
trictas de la tienda, d e la p o sa d a , del círculo o del museo
donde se encuentra. E n su c a s a el hom bre p u ed e comer
en tierra si a sí le g u sta. P a ra un hom bre sim ple el hogar
no es el único refugio de la vulgaridad en un m undo de
aventuras, es el único refugio d e la salvajería en un mundo
d e tare as d e sig n ad as. E l h ogar e s el solo lugar en donde
p u e d e poner la alfo m bra en el techo y la pizarra en el
suelo si quiere. C u an d o un h om bre p a s a to d as su s noches
errando de bar en bar o d e music-hall en music-hall, se
dice que lleva una vida irregular. Pero no, lleva una vida
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 135
todo lo más regular bajó la s leyes tristes, y a veces tirá­
nicas, de ese género de lugar». Pero el ejemplo más típico
es sin duda aquí el proletario : la libertad de la cual parece
gozar y que le confiere la política, no es más que una pa­
labra vana porque él no forma parte de ninguna sociedad
viviente. Por ello la s sociedades proletarizadas son una
presa preparada para el totalitarismo.
T od a difusión d el id eal d e libertad en un a Socied ad
que se d islo ca — y D ios sa b e si la c o sa e s fácil— , a c a b a
de esa m an era con un hincham iento del p od er político y
del autocratism o b ajo su fo rm a m ás m ec an izad a. La ne­
cesidad social rechazada desde bajo se reconstruye despó­
ticamente en lo alto de la maquinaria del Estado, y la
libertad no es más que el nombre vulgar de la servidum­
bre. D esd e entonces e s fatal que el idealism o prim itivo
se cam bie en m aterialism o : cu an d o un alm a com ún no
reúne y a los diversos ó rgan os d e un m ism o cuerpo, e s
l menester recurrir a la q uím ica d e los m ed icam e n to s. L a
* política, por otra parte, e stá o b ligad a a recurrir a ello
f por una n ecesid ad im periosa, p o rq u e el hom bre exp u lsad o
de su contexto social ve al m ism o tiem po su estabilidad
( material com prom etida. L a ideología de la libertad engen-
f día así el m aterialism o ideológico que e m p u ja al hom bre
l a considerar to d as las c o sa s b a jo el ángulo exclusivo de la
producción, de la consum ición y de la repartición d e
\ bienes terrestres. E n la an tigü ed ad era b ajo la fo rm a del
apanem et cirsenses)); en el e stad o del m undo actual,
y es bajo la form a m ás co m p le ja d e la ob sesión econ óm ica.
Las c lase s profundam ente d iv id id as entre ellas y en ellas
mismas, se d isp utan la p osesión d e los m ed io s d e p ro d u c­
ción con el fin de afirm ar su segurid ad v acilan te . El ideal
de una libertad desintegrada de todas las obligaciones so-
136 MARCEL DE CORTE

c¡Mies y ele la c o a c c ió n d e la s c o stu m b re s s a n a s difundid


c o m o sa n g r e g e n e r o sa a través las c o m u n id a d e s d e ba$Q ■
d o n d e el h o m b re e stá obligado de incluirse para vivir en
■h o m b re se transforma en ideal de seguridad material. £¡ j
poder político que natural o artificial, legítimo o ilegítimo, *
está fundado para extender el orden, no puede más que |
engrandecerse por ese. hecho. La ruptura de las relacio- -1
nes sociales orgánicas bajo la presión de la ideología de j
la libertad, debe así conducir el poder político ante la ¡n- :
seguridad .reciente, a erigirse en asegurador universal de ■
la vida humana y de sus exigencias materiales. Pobres ¿ ;
ricos le convocan a ello : los primeros, porque no tienen
nada; los segundos, porque temen perder sus bienes en i
las fluctuaciones peligrosas del desorden. El poder poií-
tico se arraiga de esa manera en la plebe y en los bajos i
fondos y contrae alianza con los a b e a ti possidentes». Si ■
es maquiavélico, ju e g a fríam ente el doble ju ego p ara au- :
mentar su potencia. A pesar de sus diatribas contra las ,
«plutodemocracias)), Hitler no hizo otra cosa en Alemania. ■
La dialéctica misma del p o d e r sin raíces le o b lig ab a a ello, .
y el secreto de reclutam iento d é pretorianos del régimen '
consistía muy simplemente en substraer el candidato S. S. ;
si su familia, a su región, a todas sus comunidades de base
y colocarlo solo a solo delante de la política.

La funcionarización de la existencia j
De otra parte, es menester especialistas para las gran- j
des y pequeñas tareas con el fin de asegurar el orden en |
la anarquía y para desembrollar la complicación de inte- ¡
resantee materiales enmarañados. El poder político se fun- |
I; ''1' ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 137

dona riza entonces con una rapidez desconcertante. Se


transforma en una dictadura de técnicos de la administra­
ción, quienes teniendo los puestos de mando coi:ticos y
económicos dirigen de hecho de arriba hacia abajo, de i
cerebro hasta las entrañas —pues no hay ya corazón se­
ria! vivo, sino un mecanismo de reloj—, toda la vida hume -
r.a. Aislados en su ((ciencia», no tienen ya contacto con
;a ((sociedad» más que para transmitirle sus órdenes. Les
miembros de la ((sociedad» que el deseo de segundad o
r!e potencie' material hipnotiza, le prestan, por otra parte,
todo su apoyo con el fin de participar a su vez en el ((«sec­
tor abrigado» de la empleomanía, La disyunción entre
lo político y lo social está en to n c e s c o n s u m a d a . L e jo s de
que los poderes emanen de la nación viviente o rg a n iz a d a
en sociedad, es del conjunto de p o d e re s q u e la n ació n
depende en su totalidad. Estamos en presencie, de una
sociedad artificial, completamente reconstruida y cambia­
da, que se identificará ((normalmente» con las formas más
artificíales de agrupaciones sociales : la policía y el ejér­
cito. La sociedad se m ilitariza de io d o s los p u n io s d e vista.
Al extremo, el poder político s e p a r a d o 3 donde las comu­
nidades naturales no representan ya ningún papel, es así
la guerra total porque no puede tolerar ningún obstáculo,
ningún otro mando más que el suyo. La experiencia hit­
leriana que hemos vivido, como la experiencia jacobina
y napoleónica del siglo pasado a un grado menos, son
suficientemente elocuentes. Los dos han salido de la de­
mocracia política que no estaba organizada previamente
en democracia social.
Í5 8 MARCEL DE CORTE

Perspectiva*

E se divorcio entre lo político y lo social es de toda evi­


d en cia un producto d e lo que h em os llam ad o en otra
parte la desvitalización del hom bre : debilitado, abatido,
perdiendo por to d a s p arte s su sub stan cia hum ana, ei
hom bre de h oy es in cap az de construir un a socied ad viva
que p u e d a irrigar por la s solas p ulsacion es d e su corazón
la política y la econ om ía, el cerebro y la s entrañas de la
socied ad . L a so cied ad actu al sufre d e un a enfermedad
card íaca y d e esclerosis arterial. S em ejan te enferm edad no
e s curable m ás que a larga fech a.
Si so n d am o s prudentem ente el porvenir entrevem os tres
líneas p o sib les d e ev o lu c ió n :
1 .a E l p ro c eso que a c a b a m o s de describir, y a amplia­
m ente iniciado en varios lu gares de E u ro p a, m enos virulen­
to pero activo en otros, continuará im p lacab le m en te . Es
entonces la finís Europee, «el «fin d el orden m oral en Euro­
p a » que p rev eía B on ald . L a p e q u e ñ a península helénica,
que en la civilización an tigua ju g a b a un p a p e l análogo al
que E u ro p a asu m e d e sp u é s de mil añ os en el m undo, el
vasto im perio rom an o, han conocido ese destino. Europa
entra en la historia com o una m om ia polvorienta y frágil.
2 .a E u ro p a está in vad id a por p u eb los extranjeros que,
com o en la é p o c a de los b árb aro s, dispon en de una vita­
lidad social cu y a m adu rez política no se ha llevado a
cab o aún. S o la s R u sia y A sia se encuentran en e sa situa­
ción, por lo que uno p u ed e conocerlas. Pero R u sia mismo
h a recibido y a u n a d o sis m asiv a del virus europeo. Es
posible y aun p ro b ab le que p u e d a elim inarlo. P ero, una
vez aún, e sa reacción de la vida será larga, sobre todo
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 139

después de una guerra internacional y civil que acrecen ­


tará aún la sep aración entre 1c político y lo social y e x a s­
perará su conflicto.
3.a E u ro p a h a llegad o al fondo y encuentra la p e n ­
diente. E stam o s en la h o n d o n ad a que d ibuia la larga cri­
sis que nos debilita d esd e h ace m á s d e d o s s ig lo s : la
sociedad que la política revolucionaria fran cesa y que nin­
guna política ulterior nos ha d a d o , v a a reconstituirse
de nuevo lentam ente, casi com o se form ó la socied ad cris­
tiana a través de la «n o ch e» de la alta E d a d M edia. E u ro ­
pa se parece a un enferm o que se n iega a injerir las p o ­
ciones «salv ad o ras» que le han prescrito los m édicos, del e s­
pecialista al ch arlatán, p a sa n d o por to d o s los interm edia­
rios, que con fía en la n aturaleza en el últim o soplo de
la vida que le a n im a : natura medicatrix. E u ro p a e stá can ­
sada de todos los m edicastros d e izq uierd a y d e derech a,
fascistas o an tifascistas, p arlam en tarios o antiparlam enta-
rios. que la han elegido com o co b ay o p a ra su s exp erien ­
cias. Europa se despolitiza y se socializa.
C Q ué quiere esto decir ?
Quiere decir que el P o d er — que subsiste siem pre, p ues
todo cao s e s tem poral — lle g a a ser clarividente y sab e
practicar un a clara descrim inación entre lo político y lo
social para reunirlos mejor. Si se nos perm ite una com ­
paración, E u ro p a se p arece a un m iem bro fracturado que
se ha sold ad o m al y que e s m en ester rom per de nuevo
para asegurar la juntura, y por ello m ism o la ca p a c id a d
de m arch a y d e trab ajo n o rm al. Si el P oder se ob stin a en
pretender : la socied ad d e b e ser esto: luego, d e sp u é s de
un oleaje que lo re em p laza a decir : la so cied ad d eb e ser
aquello, y a trazar un com prom iso entre e s a s d o s afirm a­
ciones, a h acerse fuerte en una voluntad de transform a-
14 0 MARCEL DE CORTE

cióii radical de la sociedad, o dejarse invadir por --i vo;ici


político que el mismo lia difundido en el pueblo, entor
ces Europa está perdida. Importa que el Poder se ir clin;
con una atención constante sobre los gérmenes de la vicia
social que aspiran a nacer o a renacer, sobre esas romii í
nídades naturales en las cuales el hombre no se libera más
que para acostarse en la tumba, y que impide enézgic: !
mente todo lo que puede dificultar su crecimiento. Peo
no esperemos demasiada lucidez por parte del Estado
moderno : es sobre nosotros, sobre nuestra acción cciidin
na en el seno de nuestras asociaciones familiares, de puies
tras empresas, de nuestros sindicatos, d e nuestros ayan· s
tormentos, por el ejercicio continuo de .nuestras capacida­
des sociales, que descansa la restauración de la sociedad ,■
m o d e rn a en fin organizada en sus comunidades vivas, No
insuflaremos la vida y la sangre en la sociedad anémim
más que en la medida en que estaremos desbordantes de ¡
vitalidad. '
Semejante tarea es simple e inmensa.
Supone —empiezo por lo más difícil— la desaparición ¡
del mito de la igualdad, que ahonda una desnivelación
infranqueable entre lo social y lo político. Lo so cu] no '»
es jamás igualitario, porque es esencialmente la unidad i
de una diversidad de órganos y de miembros reunidos
en un destino común. Sólo lo político separado de ío so­
cial es igualitario : por cuya razón la política es incitada
sin cesar a estandardizar los hománculos de ios cuales c3is- j
pone y a englobarlos en una seudounidad por una ((ruis 4
tica)) de calidad, tanto más falsificada cuanto la igualdad j
es menos visible. 1
Supone la p a rtic ip a c ió n de todos los grado© de la jera*·· 1
quía a la unidad del grupo social, como los órganos des- j
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 141

iguales y diversos en un mismo cuerpo vivo. La dimisión


y la inercia de las ((élites» no son otra cosa, a ese respec­
to, más que un producto de la extirpación de sus raíces.
- Requiere el establecimiento de células relativamente
restringidas, en las cuales el sentimiento de n o so tro s pueda
ser vivid.o al alcance del hombre, a través de una proxi­
midad y de cambios efectivos. Como lo ha dicho Ches-
terton, ((por un gran Estado, la más esplendorosa esperanza
consiste en considerar la feliz y sagaz transformación en
un pequeño Estado».
Exige tiempo, paciencia, hábitos, tradiciones que per­
mitan al hombre de rehacerse raíces, costumbres en su
medio social, y a las élites animar d el interior la comuni­
dad que representan.
Supone la solución del gran drama de la civilización in­
dustrial, iniciada por el capitalismo y orquestada por el
estatismo ; donde el hombre se diluye en la m asa; donde
el dinero y el decreto burocrático anulan todo intercambio
vivo ; donde la propiédad pierde su carácter de servicio
social y es un robo en beneficio del parasitismo de los
individuos, de una casta de funcionarios o de una místi­
ca nacionalista. Postula la reintegración en el ciclo de la
vida social de ese vasto proletariado engendrado por el
primado del dinero sobre el trabajo y que el hstado polí­
tico ha institucionalizado en todas partes. Las nacionali­
zaciones no son otra cosa, a ese respecto, más que la
institucionalización de la condición proletaria
Digamos más generalmente que reclama el acercamien­
to y la armonización del tradicionalismo y del socialismo
desembarazados de sus superestructuras políticas, cu al­
quiera que se a el signo. Se dirá que semejante empresa
es ((reaccionaria». Replicaremos que ser reaccionario sig­
! 42 MARCEL DE CORTE

nifica para nosotros, como para el buen sentido, una vo


Juntad de imponer a los problemas sociales una solució™
política que les baga retroceder, los estabilice o —ponien
do las cosas mejor— los baga progresar p a ra fines polí­
ticos de dom inación. La cuestión social es, al contrarío,
únicamente social; su finalidad es la conquista de la uni­
dad vka en la diversidad viva y no la posesión del Poder.
Si la democracia política actual no comprende esa ver­
dad de primera magnitud, si no ve que su garantía es un
pueblo organizado socialmente, es que ha entrado ya en
el callejón sin salida de la reacción y de la tiranía, donde
abortan los regímenes que no pueden vivir. Prepara con
su propia ruina la de la sociedad y !a de la civilización.
C A P IT U L O III

TECNICA ¥ COLECTIVISMO

Apogeo y naturaleza de la técnica

Se La dicho mil veces : el ideal de la civilización con­


temporánea es la técnica. Se trata de realizar la manu­
misión del hombre en relación con la naturaleza y en
todos los dominios: religioso, político, social, estético, psi-
cofisiológico, internacional, etc. En cada uno de esos sec­
tores una técnica precisa es puesta en obra para llegar a
ese objeto. De todos esos medios convergentes de libera­
ción y de dominación de la naturaleza, la economía moder­
na constituye el símbolo'más visible y más adecuado : en­
carnándose en automatismos palpables y espectaculares,
p articularmente en máquinas que se interponen entre el
hombre y la naturaleza, su técnica ha llegado a ser la Téc­
nica por excelencia, alrededor de la cual gravitan todas
las otras. Quiérase o no, el hombre contemporáneo sigue,
pues, una vía que se inscribe en la perspectiva trazada por
Carlos Marx, según la cual las infraestructuras económicas
■determinan todas las superestructuras. La evolución parece
ser fatal. Algunos cristianos la bautizan ya. Como los mar-
i44 MARCEL DE CORTE

xistas de estricta observancia, no ven en los males engen·


diados por la Técnica más que malestares propios a una
((crisis de crecimiento» que debe preceder la transfiguración
del hombre... De la ecuación que se establece entre téc­
nica, economía, dominación del mundo, liberación del
hombre, debe surgir la incógnita : el hombre nuevo.
Pero importa preguntarse : c Qué hombre ?
Digámoslo inmediatamente : no es cuestión aquí de dar
una opinión de valor sobre las técnicas. Han existido
siempre y existirán siempre. Desde que se las define como
conjunto de procedimientos puestos en obra por las artes
y oficios, se apercibe inmediatamente su necesaria per­
manencia : la inteligencia y la mano se prolongan natu­
ralmente en ellas, y sin ellas el hombre se encontrada
tan desprovisto como el animal amputado de sus instin­
tos. Pero la esencia: de la técnica es de estar hueca: no
es más que el canal por donde pasa la acción humana.
Todo depende del contenido; todo depende del lugar
donde desemboca. Es demasiado evidente que la técnica
puede transportar el bien y el mal, el ser y el no ser, la
inspiración o la indigencia, y puede orientarse hacia lo alto
o hacia lo bajo. Tomada en sí misma, toda técnica es,
pues, indiferente. La técnica no tiene sentido más que por
su origen o por su finalidad.
Esas nociones son elementales. Uno enrojece casi de
recordarlo en un mundo que comúnmente las ha olvidado.
Una importante consecuencia se deriva de ello : es que
la técnica se adapta al hombre y no el hombre a la téc­
nica. Un arco de dos pies sirve al violinista, pero la ins­
piración musical más noble carece de medio de expresión
en presencia de un instrumento desmesurado : en ese caso,
vegeta, se deforma y acaba por desaparecer. No hay ya
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 145

4acia en la embocadura, porque ya no hay nada en el


manantial’ fajfca de un intermediario adecuado,
^Cuál es, pues, el tipo de hombre que se sitúa al ori-
oen y al término de la técnica contemporánea? Basta
con míeriogar a ésta para saberlo.

Su carácter colectivo

Lo que llama inmediatamente la atención del observa­


dor es el carácter colectivo de la técnica actual : en todas
las actividades transformadoras de la materia el fenóme­
no ha tomado una amplitud sin precedentes. El poder
del espíritu no está, por otra parte, exento de ello : tal
vez es el más sutil y profundamente impregnado de ello.
Si.o hablar aquí de los gabinetes de estudios, thinking de­
partments, consejos de administración, etc., que son de re­
gla en la economía contemporánea, basta pensar en la es­
tructura de la ciencia de hoy : ningún cerebro puede ya
abrazarla en su conjunto. No hay ninguna técnica, nin­
guna ciencia positiva, que no requiera la colaboración
de numerosos especialistas.

Su causa

Ese proceso es bien conocido, pero lo que no lo es


menos es su causa. Se le atribuye de ordinario a una ne­
cesidad imperiosa : la división del trabajo, impuesta por
\;í complejidad de las tareas a las cuales se obliga una
civilización que crece, se extiende y se eleva. La expli­
cación nos parece bien molieresca : se parece a la virius
146 MARCEL DE CORTE

dormitiva del opio. Se la compara aún a la divergida*


creciente de ¡as estructuras orgánicas en la medida h
que se elevan en la escala de la vida: no hay, se n~
dice, especialización en la amiba, pero la hay en
animal más evolucionado. El determinismo del progre
lo exige. Así ocurre con la civilización contemporánea
más evolucionada, más progresiva que todas las que la
han precedido. :;|ff¡í
Ciertamente, no se puede negar la especialización or­
gánica. Pero va acompañada siempre de una unión, orgá­
nica también, más intensa y más acentuada Se puede
fraccionar un animálculo, pero es imposible romper, sin
peligro de muerte, la unidad vital de un ser más complejo.
Los riñones no cumplen la misma misión que el corazón,
pero su unión mutua es tan potente, a pesar de su es­
pecialización, que se agotan ayudándose si uno de ellos
desfallece. Y la experiencia histórica lo atestigua de una
manera indudable : la especialización técnica y el colecti­
vismo que la acompaña aparecen siempre en el momento en
que la unión entre los hombres es más precaria y menos
orgánica. Las técnicas se especializan cuando la Ciudad
griega se hunde. Una división extrema del trabajo se esta­
blece cuando declina la civilización romana.
El carácter universal de la inteligencia se desmigaja
al término de la civilización medieval, al mismo tiempo
que se raja el vasto edificio comunitario edificado por los
esfuerzos de grupos humanos y de la iglesia. Y es en un pe­
ríodo parecido de hundimiento de estructuras sociales or­
gánicas y de fisuración de relaciones entre los hombres
que surge y se multiplica la especialización moderna. Los
ejemplos abundan. Citemos algunos casos-límites suges­
tivos : es significativo que el médico de familia —que
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 147

ha anudado con los que rodean al enfermo lazos casi


afectuosos y que forma con él una secreta unidad moral·—
sea cada vez más reemplazado por el especialista ence­
rrado en su clínica, que no conoce más que una porción
determinada del cuerpo y no concede al paciente más
que una parte limitada de su tiempo ; es notable que el
filósofo —que por vocación debe intensamente experimen­
tar su relación con el universo y a la totalidad del ser para
elevarla más al nivel del pensamiento— se haya transfor­
mado en nuestros días en un hombre tan especializado,
tan alejado como posible de todo contacto vibrante con
la naturaleza : el profesor ; es, en fin, notable que el hom­
bre político —cuya función debe ser consolidar o mante­
ner por su presencia vigorosa los lazos sociales entre los
humanos— sea, bajo la forma de periodista, de escritor
o de diputado, el artesano especializado de su ruptura
y que no frecuente los medios sociales más que cuando
éstos están desorganizados por los sofismas de la propa­
ganda electoral.

La división del trabajo

El hundimiento de estructuras sociales orgánicas: fa-


fnilia, profesión, pueblo, región, pequeña patria (la verda­
dera), donde los hombres estaban antes reunidos en una
estrecha comunidad de destino y de solidaridad recípro­
ca, al cual asistimos ciegamente —o en tuertos burlones,
a veces untosos—, ¡ qué quiere usted !, después de uno
o dos siglos, es el fenómeno que da la explicación de las
transformaciones de nuestra época.
Nos explica en principio la forma que reviste actual·
148 MARCEL DE CORTE

m en te —decimos bien : actualmente— la espec:c-lr_.aeión


o división del trabajo. En el sentido amplio de la palabra,
ésta lia existido siempre, como la técnica misma. Nos
costaría trabajo citar un solo período de la hisloiia Je
Jas civilizaciones en el cual estuviera ausente. ■_a dicen-
bución de las tareas en el seno de la familia de tipo ‘¿ ¿ yí-
cola o artesana tradicional lo manifiesta sin ambages ■ ;
al padre, el trabajo terminado de la tierra o del oficio,
la mano forme y flexible que decide y termina ; a la madre,
el cuidado del gobierno de la casa, la acción del sus ti- J
tuto ; a los pequeños, las pequeñas obras de preparación,
de cooperación, rebuscar aquí y allí; a los domésticos,
si los hay, el trabajo de desbaste, las cargas pesadas, el i
rudimento. La vieja fábula de los Miembros y deí Esto- ¡
mago simbolizan bastante bien esa técnica que nosotros \
llamamos hoy primitiva. Nos pone también de relieve el !
asp ecto vital de la división del trabajo en ese medio de ■
las comunidades naturales: como en un cuerpo sano, 1
musculoso, en el cual todos los gestos, todas las actitudes, *
internas o externas, se lían y se asisten, la diversidad de
atribuciones es el producto de la unidad viva del grupo
social y contribuye sin cesar a reforzarla. Un ¡filósofo di- ¡
ría justamente que la división del trabajo es aquí inmanente f
a la agrupación natural y constante orientada hacia él. En \
otros términos, lo social regulariza aquí la economía y se \
le subordina de la misma manera en que el alma impieg- i
na y fuerza a la unidad los diferentes órganos de un cuerpo I
vivo. Hay, pues, un tipo de.división de trabajo que parte *
del grupo social y vuelve a él, realizando su unidad oí- f
gánica.
En las sociedades desvitalizadas, ruinosas, la división J
del trabajo subsiste —ninguna se pasa sin ella—, pero una i
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 149

simple, enorme inadvertida diferencia la hace cambiar


de plano r no siguiendo 51a la regla del cuadro social, se
convierte en autón om a.
Los caracteres de la técnica y de la economía contem­
poránea derivan de esa situación-engañosa.

Producir por producir

En primer lugar, el trabajo no tiene ya el objetivo —casi


siempre antes inconsciente— de comunicar al grupo so­
cial una más sólida cohesión vital: no transportará ya
hacia él una actividad económica que le alimente, mate­
rial y espiritualmente, como la comida sostiene al cuerpo,
y por éste, el alma. El trabajo y su especialización ten­
drán en adelante el solo objeto que les es posible : produ-
Ipctr: siempre producir, nada más que eso. El traba]o se
convierte estricta, únicamente, en una actividad transitiva
que pasa en una obra exterior al agente y provoca una
alienación perm anente del h om bre, sin recuperación por
| :el intermedio de vías sociales arteriosclerosadas. El homo
naturaliter politicus se cambia en homo oeconomicus, con
todas las consecuencias que Marx ha sacado sin piedad.
Desde ese punto de vista se puede decir que si la intui­
ción de Marx fue genial, ha sido malhadadamente dema­
siado corta, espantosamente despuntada al primer cho-
? que : Marx no ha visto de ninguna manera que lo econó­
mico es parte integrante de lo social, que lo atempera,
lo purga, lo agranda por ello mismo y lo vitaliza; de
golpe ha lanzado al hombre contemporáneo en una vía
sin salida intentando suprimir la alienación clel hombre
por el mito de una seudosociedad tecnicoeconómica que
150 MARCEL DE CORTE

consolida y acrecienta al· infinito esa alienación. Lejos de


curar al hombre, el comunismo perpetúa su enfermedad.
Está condenado a la mentira continua que rechaza eter­
namente en el porvenir la verdad social que él no puede
alcanzar, y hacia la cual se lanza en vano la aspiración
confusa del hombre alienado. Fascinado por lo económi­
co, Marx ha inclinado de esa manera hacia la alienación
total, irrevocable, el· deseo del hombre de escapar a esa
alienación.
La obsesión económica que nos asedia no tiene otro
origen que nuestra ceguera en presencia de la imperiosa
necesidad de restaurar los cuadros sociales naturales, y
por ello el limitar la multitud de intermediarios entre el
productor y el co n su m id or, que exige cada vez más
—i oh irrisión !— una economía que traiciona su papel
Producir para vivir, y vivir para producir, tal es el círculo
infernal en el cual el comienzo y el fin se revén de una
manera automática, en una ronda inmensa, aumentando
sobre: sus arcos el número de intermediarios porque no
tiene otro recurso que ensancharse. De hecho, el hombre
moderno no puede más que producir: le es imposible
vivir si no es en el sentido más bajo y más material de
la palabra, pues la transitividad de la técnica y la inma­
nencia de la vida se rechazan recíprocamente tanto tiem­
po como el individuo que trabaja e intenta vivir no es en­
globado en comunidades orgánicas que les reconcilien.
El principio del homo oeconomicus es de esa manera,
que sea capitalista o comunista: producir por producir,
pesadilla que se renueva en el acto y provoca en el hom­
bre el frenesí inmóvil de la neurosis. El axioma de Jung
juega aquí en toda su amplitud : la neurosis es engendrada
por la vida no vivida, por la vida cuya substancia se de­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 151
rrama hacia afuera y se coagula como un cuajo de san­
gre. Por una paradoja inaudita producción equivale en­
tonces a destrucción, empobrecimiento, crisis.
mi
E l autómata

' Por otra parte, la especialización y la técnica abando­


nadas a sí mismas, sin el contrapeso que resulta de su
integración en una área social vivificada por cambios or­
gánicos, trae fatalmente la automatización del hombre y
su absorción en el ritmo de su trabajo. El hombre aislado
de sus contextos sociales se diluye, en cierto modo, en su
trabajo, que tomará progresivamente una marcha tanto
más mecánica como él esté privado de ese calor y de
esa pulsación inherentes de vitalidad. Se produce enton­
ces una involución causal extremadamente típica que nos
da la explicación de un fenómeno sobre el cual los so­
ciólogos no han cesado de disputar : ¿es el «adelanto))
del hombre que ha provocado la inmensa floración de
técnicas de toda especie en el cual nos ahogamos hoy,
o al contrario, es la evolución de las técnicas que modi­
fica, hasta hacerlo mecanizable, el comportamiento del
hombre contemporáneo? En verdad, no hay alternativa
y las dos tesis que se enfrentan son exactas. Las palabras
adelanto y evolución empleadas son tan falsas como po­
sible en la imagen linear que hacen surgir : ellas ocultan
el verdadero proceso, que es cíclico. La esclerosis y
la caída de los cuadros vitales tradicionales se acompa­
ñan en efecto de fases que se suceden según un deter-
minismo implacable, y que vuelven a su punto de partida
para recorrer de nuevo su círculo aumentando su viru­
152 MARCEL DE CORTE

lencia i .desamparo correlativo del hombre en el mundo ;


imposibilidad para el hombre de comunicar con el mundo
de otro modo que por su trabajo ; desvitabzacién y me­
canización de éste ; prolongación de ese automatismo er
la invención de técnicas materiales inéditas que suplen
las deficiencias humanas; maqumismo; aumento de 1?
soledad del hombre, incapaz de encontrar un nuevo punto
de integración vital en ese mundo nuevo tecnicisado ; pre­
sión consecutiva de la mecánica social naciente, calcada
de la técnica sobre los cuadros tradicionales y a carco­
midos ; intensificación de su caída. El ciclo empieza de
nuevo: reacción del hombre para adaptarse al universo
de las técnicas por el solo medio que él dispone, saber
la técnica misma; modificación del comportamiento clá­
sico del hombre bajo la influencia de las técnicas indus­
triales y sociales en adelante conjugadas; tendencia a
la tecnización última del hombre, del mundo y de la so­
ciedad ; aparición cíe la creencia en un «hombre nuevo))
que difunde a su alrededor el olvido, si no el desprecio del
pasado. Y el movimiento circular empieza otra vez, en
teoría indefinidamente, hasta el «hombre autómata)).
Pérdida masiva del sentido vivido de la comunión entre
los hombres, he ahí el déficit que ningún sistema ((perso­
nalista y comunitario)), «socialista o comunista)), inventa­
do, por otra parte, para tapar la rotura, llegará jamás
a colmar. Veamos las cosas un poco más de cerca.
El ser humano, bañado en una atmósfera cargada de
intercambios, dilata, en cierto modo, todas las posibili­
dades de su cuerpo individual en un cuerpo social acre­
centado: cuerpo invisible, impalpable, transparente, en
el cual experimenta la presencia en una experiencia vivi­
da y familiar, en el cual percibe intuitivamente los órga­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 153

nos, padres, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, pai­


sajes, etc. Nada iguala en plenitud a ese sentimiento de
dilatación dei ser, una vez la labor terminada, que nos
invade entonces alrededor de la mesa común, ante el
horizonte fraternal, sobre el banco del jardín, en la con­
versación con gentes del país, en el curso de una rumia
solitaria. Cada gesto del trabajo terminado, la obra em­
prendida toma un sentido que le rebasa, oscuro, inacce­
sible a la conciencia por exceso de densidad, y que tra­
duce torpemente la palabra comunión: el trabajo ha en­
trado en el círculo vital de la comunidad ; el trabajador
se siente sostenido por un cuerpo inmenso que ampli­
fica su alma. Aislado por su tarea particular, menos tenso
en adelante, se prolonga en ese gozo secreto de ser más
grande en sí, sin apercibirse de ello. Y cada día ve esa
■sístole y esa diàstole.
Pero el que no tiene más que su trabajo, se pierde
en su obra o más frecuentemente —pues es menester que
minie la inmanencia vital que no tiene ya— en la ganan­
cia que la traduce en reciprocidad. Todo su ser pasa en
los objetos que fabrica o en el dinero, es decir, en las
cosas. Y las cosas no comunican entre ellas : la potencia
de comunión les falta completamente. Están yuxtapues­
tas, exteriores las unas a las otras, en el espacio que
les sirve de lazo. Hechizado por los prestigios de la ci­
vilización técnica, entregado al mecanismo de la división
del trabajo, el hombre se yuxtapone a los otros hombres,
a sus hermanos, sin comunicar con ellos, como una cosa
a las otras cosas. No es ya definido por su relación orgá­
nica a un conjunto, sino por su lugar a! lado de otro, como
un rodaje al lado de otro. Las expresiones típicamente
modernas : tener un puesto, encontrar, perder, buscar un
154 MARCEL DE CORTE

puestoa etc., nos demuestran hasta qué punto el hombre


contemporáneo se considera como un objeto. En el mun­
do de las técnicas nadie es, por otra parte, irreemplaza­
ble, y cada uno puede ser desplazado con un mínimo de
pérdidas.
El colectivismo nace entonces bajo el influjo de causas
físicas tan apremiantes como las que rigen las moléculas,
y que se reducen a algunas leyes fundamentales.

El doble aspecto del colectivismo

En primer lugar, el hombre presa de las técnicas se


envilece inevitablemente : que la civilización técnica sea
precisamente una civilización de masas lo confirma. Esa
palabra lo dice todo : el hombre cae como un peso muer­
to y su energía se degrada al nivel del determinismo ma­
terial, el más apremiante. Pasando de la inmanencia a
la transitividad, siendo una cosa, soporta la ley de las co­
sas. Y toda caída de un conjunto primitivamente arqui-
tecturado hace montón, forma masa. Aglomeración geo­
gráfica, co n cen tració n política, espesor fisiológico y
estética siguen a ello: no hay más que dar una ojea­
da sobre el proletariado industrial de nuestros suburbios.
Pero no es ahí aún más que la mondadura del fenómeno
de colectivización que provoca el primado de la técnica.
La división del trabajo, abandonada a su propia pen­
diente, conduce sin duda a la especialización en lo alto,
muy visible, pero desemboca igualmente en la especia­
lización en lo bajo, demasiado corrientemente olvidada.
Mientras que en un medio inervado por una red de cam­
bios sociales orgánicos esa división conduce a la comple-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 155

mentariedad del inferior y del superior; a la convergencia


de sus esfuerzos manuales y espirituales hacia un mismo
fin; a la necesaria intervención del pensamiento, del sen­
timiento, de la fuerza física de todos, a grados diferentes,
jamás nulos, requerido por la percepción vivida del con­
junto ; al contrario, en una zona de acción mecánica,
amputada de sus relaciones sociales vivas, la división del
trabajo separa los hombres en dos grupos bien distintos:
los trabajadores manuales y los trabajadores intelectuales,
estos cuyo pensamiento y el ser han pasado en las cosas
y en la producción —pueden ser ingenieros—, los que
James Bumham llama los organizadores. Esa línea de di­
visión es visible lo mismo en régimen comunista que en
régimen capitalista, i Por qué? Porque la técnica desin­
tegrada del tejido social lo exige.
La técnica liberada de toda dificultad tiene por finali­
dad una producción creciente. Esta postula en toda evi­
dencia una cooperación acrecentada que disponga los es­
fuerzos de cada uno de manera que constituyen un esfuerzo
único multiplicado. La cooperación combina las activida­
des parcelarias en una actividad colectiva y reúne los tra­
bajadores en una especie de trabajador gigante : fábrica,
razón social, almacén, etc. El lenguaje que la reclama es
aquí revelador : se evoca en ella la producción de tal o
cual entidad colectiva.
Pues es menester decirlo una y varias veces : una re­
lación inorgánica o artificial que combina diversos movi­
mientos en uno sólo no se efectuará jamás sin la inter­
vención del espíritu y de un solo espíritu. Es en vano creer
que un espíritu colectivo acompaña el nacimiento de ese
cuerpo. No hay ni puede haber espíritu colectivo. El nú­
mero dos, pensado (por Pablo, y el número dos, pensado
¡56 MARCEL DE CORTE

por Pedro» no se combinarán jamás de manera a formar


cuatro en el «espíritu colectivo)) de Pedro y de Pablo aso­
ciados. Sólo el espíritu de Pablo y el de Pedro es capaz
de efectuar esa relación. Lo mismo» la concepción que
se Lace cada trabajador de su trabajo parcial no corres­
ponderá a la concepción de otro más que al interior de
un solo y mismo pensamiento que les será irreductible­
mente exterior. Un «pensamiento)) colectivo es radical­
mente incapaz de pensar : no tiene más existencia que
verbal o imaginaria. Desde entonces, como lo dice Si-
mone Weil, «para que los esfuerzos de varios se com­
binen es menester que sean todos dirigidos por un solo y
mismo pensamiento)). Es el sentido del famoso verso de
Fausto : un solo espíritu basta para mil brazos. Los regí­
menes en los cuales se instaura el primado de 3a técnica
evolucionan todos, en grados diversos, en una dirección
monárquica o mejor dictatorial: Stalin, Hitler, Roosevelt
y su New Deal, Truman y su plan Marshal!, Attlee y sus
naciohalizaciones, son de ello testimonios más o menos
francos, más o menos atenuados, por presiones anta­
gónicas.
Es precisamente porque no hay espíritu colectivo, que
la colectividad existe en tanto que masa desprovista de
pensamiento, de efectividad, de capacidad, de comunión
y de cambios. El drama de «la mujer sin cabeza», de la
cual habla Maurras a propósito de 3a democracia, se re­
pite por la economía. Tal es el tipo de hombre que ela­
bora la técnica contemporánea al extremo de su movi­
miento propio. Que no haya error en ello : todos están
englobados en una esfera de atracción, pues si las técnicas
conjuntas y paralelas nos hacen entrar en la «era de los
organizadores», éstas no dejan, a su vez» de ser arrastra-
ENSAYO SO BRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 157

cías por el torbellino de la masa. La crítica anticapitaiista


-yre distingue los oprimidos y los opresores, la crítica an-
ticomimista que opone los esclavos ai Dueño, ceden ante
una critica más profunda que asimila la victima al verdugo
v éste a la víctima. Está demasiado claro en erecto que la
organización de colectividades y de masas requiere de
oorte del organizador que éste se coloque a su nivel:
vns cosa material no puede cambiarse más que por una
cneigía material. He ahí la verdad de primera magnitud
cu·;: un residuo de creencia en un Dios trascendente pe­
ligra de hacernos olvidar : el hombre autómata será diri­
girlo por un hombre autómata ; la máquina, por la má-
rjjlna. El organizador está él mismo envuelto en el me­
canismo de su organización. Cuanto más los hombres se
someterán a las necesidades de la colaboración que exi­
ge la técnica pura, más serán tratados como cosas por
el pensamiento que las combina, pero más también ese
mismo pensamiento estará obligado a obrar sobre ellos
por el solo medio que estremece las cosas : la potencia
material. La espantosa mecanización interior de tantos
hombres de negocios» de generales» de conductores de
pueblo, es superfino subrayarla. Todo pensamiento téc­
nico que no está compensado por la presencia de comu­
nidades orgánicas anteriores a su acción se vuelve tiránico,
es decir, como lo demuestra Platón» servil, pues depen­
de para ser de la esclavitud que instaura y del «material
humano» que utiliza. El dueño es esclavo como el escla­
vo» el opresor oprimido como el oprimido y el pensa­
miento materia como la materia. Separado un instante
de la colectividad que domina» el pensamiento director se
sumerge de nuevo en ella desde que pasa a la acción.
El colectivismo y el materialismo universales, propios de
158 MARCEL DE CORTE

la civilización técnica, tienen así una raíz común : se lla­


man el uno al otro, y el hombre colectivo no es más
que el hombre convertido en energía material tanto en ou
alma como en su cuerpo, sometido como la materia a
la ley de entropía.
Es por lo que la civilización técnica sigue una segunda
línea de fuerza que se despliega cada vez más ante nues­
tros ojos. Privada de relaciones orgánicas que recorren
el tejido de las comunidades naturales, en las cuales se
inscribe el destino de los hombres, debe crear completa­
mente nuevos lazos sociales que acentúen su colectivismo 1
congenital. Una sociedad puramente técnica es en efecto
un monstruo, pues la técnica es incapaz por ella sola de
ser social: yuxtapone, encaja y fija el lugar de cada uno, ]
eso es todo. La unión que ella requiere viene únicamente i
de fuera, y la convergencia de esfuerzos parciales, que j
combina en un esfuerzo único, no tiene su origen, ni en ■
las entrañas, ni en el pensamiento de los hombres que re- j
une. También es congenitalmente inestable, agitada, so- j
bresaltada. Para durar es menester que instaure un orden j
«social» nuevo, capaz de mantener la unidad de sus ele­
mentos. ¡
Se tratará, pues, de construir una comunidad nueva en ¡
la cual los miembros se fusionarán, según el esquema téc- ^
nico, en un individuo único y gigantesco. La operación ¡
se lleva a cabo por la sola puerta que queda abierta en i
el hombre desvitalizado y desespiritualizado : la imagina- |
ciónf en la cual penetran innobles mitologías. Una «so­
ciedad» técnica no se mantiene más que por los mitos
de los cuales se rodea donde ella se enquista. Pueden i
diferir de un país a otro, pero ellos se reducen a un solo ¡
tipo : la constitución del grupo «social» en un bloque en
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 159

el cual cada parte es atraída por una «Idea» que las


trasciende todas y las instala, por el intermedio de estruc­
turas institucionales o semiinstitucionales, en el campo de
gravitación de la economía. Es el nacionalsocialismo, del
cual los pueblos modernos están infectados en grados di­
versos y en formas diferentes, aparentemente desviados;
es el «grueso animal» que evocaba ya Platón en su R e­
pública y que toma hoy el aspecto internacional y pla­
netario respondiendo a su dinamismo nativo.
- Desde ese punto de vista las diferencias superficiales
entre capitalismo y comunismo se atenúan hasta el punto
de desaparecer. En donde reina la técnica pura surgen
instituciones nuevas que no pueden ser más que socia­
listas. Marx ha visto mejor que nadie que la infraestructura
económica rige la superestructura del Estado ; pero aquí,
como en todo, su intuición aborta infecunda, pues ello
no es así más que en el caso de sociedades que la técnica
embebe hasta la medula, y en las cuales el estatismo debe
abrazar el mismo ritmo en que «un solo espíritu basta a
mil brazos». Ahí está creemos la única definición posible
del socialismo proteiforme que se encuentra en todas
partes en la sociedad contemporánea.
Una civilización exclusivamente técnica que repudia
las comunidades de destino no puede ya evitar el desorden
social que suscita más que por una extensión de su mé­
todo centralizador : a los choques entre los membra dis­
jecta de la economía interna por las nacionalizaciones, a
los conflictos entre pueblos por la internacionalización.
Le es menester engendrar un homo politicus análogo al
horno oeconomicus, en el cual los reflejos «sociales» se
Ipmbinarán entre ellos de manera a formar la única po­
tencia del Estado; por el sufragio universal el servicio
160 MARCEL DE CORTE

militar, los seguros sociales y mil medidas mas, nuestros


contemporáneos se funden cada vez mas en una sola y
misma masa, que el listado político —de hecho econó­
mico—.. maneja a su antojo, sin que ellos tengan entre sí
el m enor lazo orgánico, listamos hoy verdaderamente en
la ultima fase del proceso. . ,
Bajo un velo democrático —liberal o popular-— cada
vez más transparente, dos formas homologas del pensa­
miento técnico —que no son antagónicas más que en ls
medida en que no se han encamado aún en los hechos a
la escala mundial— dan a luz el hombre colectivo. Que
la una o la otra se realice, el resultado será idéntico : ((el
grueso animal» universal se levanta al final de la aventui

El «grueso animal»

El ((grueso animal» toma figura económica indudabl


mente. Le venios hacerse, deshacerse, volverse hacer a:
nuestros ojos en todos los países, bajo forma de careéis,
trusts, de estatizaciones, de tentáculos financieros, de en­
sayos internacionales, .parecido a un espectro que busca
su cuerpo y que arrastra el torbellino de la metempsico-
sis. Alianzas se anudan y se desatan entre sus diversos
miembros. A veces se fija por astucia o por violencia,
para disolverse poco después en guerras o revoluciones.
Inestable por esencia, como la materia; dispuesto a to­
mar todas las formas, como ella aún, interiormente des­
garrado por la impermeabilidad recíproca de sus partes
y por los individuos sin relaciones humanas que lo com­
ponen ;. llevado hacia la derecha o hacia la izquierda por
sus organizadores, que se disputan entre ellos la preemi-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 161

aencia, está condenado a nacer, morir y renacei perpe­


tuamente. Ese polimorfismo, esas ascensiones y caídas,
se explican : «el grueso animal)) de la producción tiende
siempre a aumentar, a ser mundial, en virtud de su mismo
mecanismo, ya que la división del trabajo acentuada exi­
ge una cooperación más estrecha, pero tiende siempre
igualmente a desmoronarse, a decrecer, a recogerse en
áreas geográficas restringidas en la medida misma en que
no es más que un «grueso animal)) económico, incapaz de
constituir la menor relación viva entre los hombres. Desde
el momento que rebasa un cierto volumen, las relaciones
puramente materiales que traza entre sus diversas partes
se vuelven tan complejas, tan enredadas, que se desequi­
libran. Para mantener la propia estabilidad cada parte
se separa entonces del conjunto comprometiendo y ame­
nazando su propia existencia. De una parte, las necesida­
des que el «grueso animal)) ha suscitado determinan de
nuevo su Linchamiento. Quieren estar saturadas, llaman
la organización mundial, pero como su origen y la divi­
sión del trabajo las particularizan, introducen en el me­
canismo universal en gestación una inasimilable comple­
jidad que provoca su abortamiento.
La colaboración mundial a la cual la técnica aspira para
alcanzar su perfección es un mito por una razón muy
simple y desconocida: es pensada y proyectada en la
existencia, que la rechaza antes de ser vivida por los
hombres; está impuesta desde fuera a una multiplicidad
sin cohesión vital de seres humanos aglutinados en masas.
En una sociedad en la cual las relaciones orgánicas ele­
mentales tramadas por las comunidades naturales han
sido abolidas, ella interviene como una circulación arti­
ficial en un cuerpo despojado de su corazón, de sus arterias
í>
162 MARCEL DE CORTE

y de sus venas. Produce y consume alimentos, pero su


asimilación vital y su transformación en carne en un organis­
mo digno de ese nombre, no se produce por falta ie cir­
cuito sanguíneo. La alimentación material o espiritual no j
llega a las células, quienes no estando desembarazadas {
de sus residuos se engrasan y se envenenan.
Nuestros contemporáneos no se aperciben que «el grue­
so animal» es incapaz de tomar verdaderamente cuerpo *
porque es incapaz de tomar alma, y es incapaz de fcomai i
alma porque las relaciones orgánicas elementales le faltan i
desde su nacimiento. La verdad es ésta : «el grueso ani- ;
mal», el hombre colectivo de la técnica moderna, no existe,
están en continua formación, solicitando sin cesar un pee- j
samiento rector que les haga ser. Es lo que los m&rxis- j
tas llaman : dialéctica, tesis antitesis, síntesis siempre a
comenzar de nuevo. «El grueso animal» no está más que |
en la imaginación de los hombres de hoy. Es la razón de j
su enorme prestigio. Nadie ignora que se ha vuelto para j
millones de hombres el objeto de un culto e x c l u s i v o j
la historia de los dos últimos siglos está llena de oleajes \
que provoca ese fantasma. Del estadio económico, se
insinúa en la política, en la moral, en las costumbres,
atravesando mismo las murallas que levantan ante él sus
adversarios. Se corona de un nimbo religioso : los sacri­
ficios sangrientos que exige no están ya en la imaginación,
están en la historia de todos los días. Representa para
los modernos lo que el fetiche para los primitivos E<? el '%
ídolo por excelencia.
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 163

Causas de su nacimiento

CP or qué la técn ica y la m asa se h an convertido en


ídolos ? N o h ay m ás que un a re sp u e sta : «el grueso animal))
es la proy ección, el engrosam ien to im aginario de innu­
m erables «p e q u e ñ o s anim ales)) reales, p u e s él no es m á s
que un ídolo, el yo3 la im agen desm esu rad am en te engran­
decida del yo m ism o, el yo h in ch ado, el y o h u e c o . T an to
tiem po com o persisten lazo s v itale s entre ios hom bres,
la idolatría es im posible : la organización m ism a d ei cuerpo
social dificulta la dilatación d el yo. E n lo s bu en o s tiem ­
p o s de la C iudad an tigua la religión p a g a n a no era id ó ­
latra en el sentido lleno de la p a la b ra . E l apostrofe de
S an P ab lo al A re o p a g o d a fe de ello : «4 A ten ien ses, en
todo yo os veo em inentem ente religiosos ! » L o s G riegos
y los R o m an o s, lo m ism o que los B árb aro s, no a d o rab an
d ie ses com pletam en te fa lso s : atribuían a la divinidad la
figura y las cu alid ad es del h om bre, pero no divinizaban
a éste ; tenían un a visión estrech a d e D ios, pero no hin­
ch aban el ser h um ano. N a d a le s in sp irab a tanto horror
com o el hybris. S u s e p o p e y a s y sus trag ed ias están llenas
d e ese horror. G u a rd a b an el resp eto de la trascen den cia.
H a sido m enester el fin d el Im perio, el d esord en social
a su colm o, la ruptura de to d o s los lazos h um anos en b e ­
neficio de un enorm e ap arato burocrático d e adm inistra­
ción, p a ra que surgiese a la superficie d e la tierra la fa z
innoble d e l «grueso animal)) divinizado. D e hecho, «el
grueso animal)) antiguo se distingue radicalm en te del n u es­
tro : no e sta b a realizad o m ás que en un núm ero restrin­
gido de individuos ; los otros ab an d o n án d o se p asivam en te
a su suerte ; no so ñ ab an en él m ás que un núm ero m enor
164 MARCEL DE CORTE

aún p or falta d e m edios técnicos ap ro p iad o s. E l homo


oeconom icus no h ab ía n acido libre de toda relación so­
cial efectiva, no teniendo y a ante él más que su propia
im agen, no h abien do y a límite a la actividad por la cual
la p roy ecta en el universo, m enos un a sola : el Dinero.
¿ Cuál e s él solo ob stácu lo que se p a ra el h om bre de los
beneficios d e la técn ica g en e ralizad a sino é ste ?
((El grueso animal)) im aginario, erigido en ídolo, ha
salido d e la n o lu n tad de destruir ese ob stáculo. P o co ha
aún, el individuo aislad o, se p a ra d o de sus com unidades
naturales, c a ía inevitablem ente : si no e sta b a provisto de
un alm a fuerte, d e un a voluntad con cen trada, la soledad
lo a p la sta b a , lo a b a rq u illa b a en un a vid a m ediocre. Pro­
visto de dinero e n jam b ra hoy en to d as p arte s sin perjui­
cio : la técnica le ofrece un a infinidad de m edios p ara
substraerse a la caíd a. E n cuanto a los otros, los que no
tienen, los exclu id os, los e x p o liad o s, están y a coaligad os
por el m ecan ism o m ism o d e la té c n ic a : codo a codo,
h acen m a sa y lo saben , p u e s la interrupción de todo
ritmo orgánico p ro v o ca inm ediatam en te la aprise de cons-
cience)). M etidos en el inm enso engran aje seu d osocial que
la té cn ic a-h a construido, vienen a ch ocar, en su esfuerzo
colectivo mismo, contra un ob stáculo idéntico al que ven­
cen todos los d ías: el D inero, que es co sa com o las co sas
q ue fabrican . Sólo algun os residu os hereditarios políticos,
religiosos, retrasan su m arch a h ac ia adelante. ¿C ó m o no
soñaron en un a victoria an áloga, a la que obtienen ? N o
p u ed en im aginar un esfu erzo gigan te, único, revolucio-
nario) fruto de m últiples esfu erzos individuales, aju stad o s
en uno solo, que crearía un a «sociedad)) hipertécnica,
de donde sería elim inado el último dique que les se p ara
de ellos m ism os, de su yo que quiere extenderse y que
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 165

ana sola cosa detiene. N o pueden dejar de adorar el d e s­


vanecimiento im aginario de la entidad colectiva no ter-
! minada que ellos constituyen, en la cual experim entan co-
- tidianamente las posib ilid ad es indefinidas, p orq ue el ídolo
de lo colectivo les prom ete la salvación . Sería fácil dem os-
trar aquí cóm o el com portam iento cap italista y el comu-
; nista son estrictam ente idénticos: e s el m ism o m ecanism o
■ i;humano)) ; el prim ero, visto d e sd e lo alto ; el segundo,
visto d esd e a b a j o ; el m ism o y o que se afirm a, la m ism a
hinchazón del «p e q u e ñ o animal)). T o d o lo d e m á s : indi-
: -/dualidad, p e rso n alid ad , dign id ad del b o m b re, justicia,
, libertad, etc., no es m á s que literatura, por d e m ás m edio-
; ere, nlosofía y sociología v an as, en las cu ales el yo se
pulsa, se p a lp a , se encuen tra de nuevo y se adora.
í Entendám onos — eso p a ra uso d e sord os— . C reem os
j tanto com o cualquiera en la justicia, en la libertad, etc.
j Pero es m enester decirlo bien alto: las e sen cias abstrae -
| tas, fórm ulas en térm inos universales, no tienen el m ism o
| contenido si florecen en un clim a social san o donde la
í vida las h a sem brad o, o si d an su fruto en un clim a so ­
cial m alsan o, en el cual las h an lan zad o un a im aginación
1 y un p ensam ien to sin raíces. O curre lo m ism o com o el
¡ azúcar en un cu erp o san o o en el de un enferm o diabé-
¡ tico. L o que es alim ento d el alm a se tran sform a en ve-
1 neno cu an do el organism o que lo prod u ce se su bstrae a
j la ley del conjunto o que el conjunto d egen era.
Wffjf
< La unidad colectiva

i El m ás sutil de e so s alcaloides ven en osos e s segura-


; mente la idea d e un idad que la técn ica m odern a h a pro-
, pagado en los espíritus y h a sta en los reflejos inconscien-
166 MARCEL DE CORTE

tes de nuestros co n tem p o rán eos. S e nos can ta en todos


ios tonos y sobre lo s tab lad o s m ás v ariad o s que la unidad
del m undo y de los h om b res e stá en cam in o de hacerse ;
gracias a la t é c n ic a : ( n o teñ em os hoy m ás que nunca ne­
cesid ad los un os d e los otros p a ra vivir? Y examinándola ,
de cerca e sa un idad no e s m ás que im aginaria. N o podría '
existir m ás que en el p ensam iento único c a p a z de coordi- *
nar en un solo m ovim iento los m ovim ientos parciales re­
queridos por la producción. C om o e se pensam iento no
existe, si no es en fo rm a em brionaria, e s m enester imagi­
narlo. Supon ien do aún que se realizara, sería menester
que la m a sa que crea autom áticam en te fu era capaz ,
p en sar o, en su d efecto , d e vivir. P ero la m a sa no piensa j
ni vive. L a m asa e s c o sa p a siv a que no d isp on e ya más j
que de la im agin ación , exactam en te com o el esclavo que j
no p ued e p en sar m ás que en la evasión , en la libertad. \
S erá, p u es, m enester desarrollar al m áxim o la imaginación j
d e la m asa. T o d o s los can d id ato s al p uesto de pensador ‘
de la unidad p lan etaria se e m p lean a ello, c Q ué puede
im aginar la m a sa sino que d e b e serlo todo y a que no es
n ad a ? E l ob jeto d e la im agin ación e stá siem pre ausente
Sin unidad interna, la m a sa e stá tanto m ás dispuesta a
im aginarla, a colgarse en ella cuanto que estará siempre
d e sp ro v ista de ello en tanto que m asa , com o el condenado
cu y a suerte d e p en d e d e la g rac ia de un príncipe malé­
volo que p ie n sa sin cesar en lo que no p u e d e creer ; la
suposición le invade co m p letam e n te , se confunde con él
m ism o, la g rac ia no p u e d e venir m ás que de él porque
no tiene otra salida. L a m a sa no p u e d e creer m á s que en j
su p ro p ia gracia : el régim en d e la técnica le im pide toda «
otra posibilidad, d o b lán d o la a su inm anencia. L a salva- 1
ción de la m asa ven d rá de la m asa : a¡ P roletarios de todos £
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 167

los p aíse s, u n io s !» E n otros térm inos, la m a sa cree en la


masa com o en un D ios salvad or : se siente a m p a ra d a en
su prop ia divinidad. L a m a sa e s el opio del p u e b lo la­
borioso.
Salida del estilo se u d o so cial im puesto a los hom bres
por la técnica d e producción, el ídolo d e la unidad colec­
tiva es contradictorio. P or u n a p arte, no p u e d e iniciar
su realización m ás que a partir d e la técn ica m ism a que
la funda : c cóm o e n efecto se crearía sin m edios técnicos,
los únicos que d isp on e, p u esto que d e sp re cia, rech aza o
ignora los instrum entos tradicion ales de la vid a h u m an a?
Por otra p arte, no p u e d e em p lear ios m ed io s técnicos
sin agravar la suerte d e la m a sa a la cual d a n acim ien to.
Por ello el ídolo de la un idad se a le ja m ás a m ed id a que
se acerca, cu an do los h om bres p arece que la tocan : cuan­
to m ás e stam o s cerca de su faz , m á s horrible y devorante
se m uestra. E s m enester q ue m uera p a ra nacer. P a ra cum ­
plir sus p ro m e sas de liberación el ídolo d e b e traicionarles.
Su verdad em p ieza por la m entira.
Por am arg a y co sto sa que se a p a ra nuestro orgullo la
afirmación, la técnica no p u e d e d ar n a d a de socialmente
vivo. D a a luz un a colectivid ad sin relacion es orgán icas
de seres h um anos que h acen m a s a y que construyen una
civilización cuyo título m ás n otab le, a nuestro reconoci­
miento, es llam ar un idad y libertad lo que el com ún de
los h om bres h a n om brado siem pre c a o s y esclavitud . E n
ese sentido, im porta elim inar con el último rigor un a n o­
ción de tal m an era corriente h oy que h a p a sa d o en el v o ­
cabulario diario de todos los h om bres, sin que ja m á s h ay a
sido som etid a a la m enor crítica : la noción de c la s e . L a
colectividad que se d esarrolla b a jo la influencia d e la téc­
nica no com porta ninguna estructura d e c l a s e s : to d os,
168 MARCEL DE CORTE

d ueñ os y esclavos, que la com pon en , están oprimidos,


y a que todos e stán som etid o s a la presión d e las solas
energías m ateriales que utiliza la técn ica. Pretender con
los m arxistas que el capitalism o libera algunos privile­
giad os, d e te n tad o re s d e los m edios d e producción, y es­
claviza a los otros, e s un absu rd o que no resiste al exa­
m en. N o h ay clase op re siv a, h ay solam ente u n a estructura
opresiva d e la seu d o so cied ad , n acid a de una técnica que
no en cuad ra y a ninguna com u n idad viva.
Im porta a d e m á s reaccion ar contra el slogan estúpido,
extendido h asta e n los m ed io s cristianos, d e un a liberación
d e l h om bre p or la técn ica. C iertam ente, no se puede
n egar que la técn ica h a y a realizad o en b a sta n te s domi­
nios la liberación d e l h om bre en relación con las fuerzas
d e la n aturaleza. P ero e sa afirm ación no p u e d e ser consi­
d e rad a sin su terrible c o n tra p a rtid a : la servidum bre del
hom bre a la colectivid ad. E s posib le e scap ar a la atadura
d e las p oten cias n aturales por un sim ple d esplazam ien to.
E s tanto m ás im posib le evad irse de lo colectivo, que eso
últim o significa, de un a p arte, el p an diario, y que la otra,
siendo im aginaria en to d a s la s prolon gacion es, encierra
el hom bre en la alta e in fran queab le encinta del yo.
A h í e stá la irrem ediable tara de lo colectivo : aprisiona
el ser hum ano en sí mismo, se lla h erm éticam ente tod as las
abertu ras por las cu ales p od ría com unicar con el exterior.

E l y o y lo colectivo

E se proceso p sico so cio lógico e s d e un a im portancia tal


que exige un atento e x am en . L a colectivid ad, en el sen­
tido propio d e la p a la b ra , no existe, lo h em os dicho,
m á s que sobre el plan económ ico de la g ru esa industria
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 169

y ele la producción intensificada, d o n d e c a d a elem ento


del conjunto e s considerado a título d e p arte d e un esfu er­
zo único sincronizado. Y la p resión e je rcid a por la e co ­
nomía y la decadencia de los cuerpos sociales orgánicos
son hoy tan fuertes que el h om bre con tem porán eo no
puede y a apreh enderse a sí m ism o m ás que a título d e
parte integrante d e un todo y conjuntamente, com o un
yo a isla d o . E stá , a la vez, solo en un desierto social y s o ­
lidario del destino m aterial d e la h um anidad. E s a situación
f c o n t r a d i c t o r i a define la esencia del hom bre m oderno,
·: am putado d e su p ensam ien to person al por la técn ica y
de sus cu erp o s superiores por su desvitalización, vacío
i de un lado, h inchado de otro, reducido a su sola superficie,
¡ extensible com o un a tripa de b u ey : lo que h ay d e m á s
profundo en el h om bre, escribía V ale ry , es su piel. D e
hecho, vacu id ad e hinchazón se com plem en tan y consti­
tuyen la presunción. E l resultado m ás claro del desarrollo
de la civilización técnica y de la an em ia d e las so cied ad e s
naturales es la pululación de se re s presun tuosos que se
i creen todo cuando no son nada, y lo d esm ed id o que nues­
tra é p o c a p arece estar a fe c ta d a se reduce en último a n á ­
lisis a dim ensiones liliputienses. E n efecto, la especiali-
f zación que m an iob ra un a zon a restringida del ser, sin
j encontrar en él ob stácu los, am plifica el yo fu era d e su
m arco. L e p enetra la convicción que p od ría dom inar el
universo d e sd e lo alto de su p e q u eñ e z. L o s d os fa c to ­
res del tecnicism o y de la d esvalorización d e las com uni­
dades n aturales conjugan su s esfu erzo s en una sola y
m ism a dirección : la trascen d en cia del yo. P ero c a d a yo
se encuentra d e otra p arte articulado a otros yo sim ilares
I en la potente m áq u in a que e xp lota las riq uezas del mun-
| do, que refuerza aún su pretensión congenital y la trans-
í 70 MARCEL DE CORTE

m uta en una esp ecie de regen cia có sm ica. C a d a conciencia


individual se experimenta a sí como conciencia univer­
sal. N o h ay , p u e s — p orq u e no p u e d e h ab erla— , con­
ciencia u n iv e rsa l: rep itam os que sem ejan te expresión no
e s m ás que tintineo d e p a la b ra s y conflicto verbal. Hay
simplemente resid u os del yo lle v ad o s por el movimiento
de la civilización técn ica que les une a considerarse cada
uno dueño del m u n d o.
E n ese clim a d eletéreo todo h om bre tiene la pretensión
exorbitante d e ser todo el h om bre y llevar en sí el d es­
tino d e la h um an id ad . C om o c a d a uno (o al m enos un
gran núm ero) se encuentra en u n a situación idéntica,
todos se im aginan com unicar entre ello s al interior de una
colectividad in m ensa y p lan etaria, cu an do efectivamente
son prisioneros d e u n a sim ple ilusión com ún que contri­
bu y e a im pedirles e stab le ce r entre ellos la m enor relación
v iv a . C a d a yo e stá secu estrad o en sí m ism o de parecida
m an era a m últiples ejem p lares, rod ead o de la m ism a fic­
ción co m o d e u n a v e n d a o de un a arm ad ura protectora
que le confirm a en su presunción in atacab le que él lo es
todo. Por ello el fra c a so o la agitación de otro yo reper­
cute de extrem o a extrem o en e sa m a sa fo rm ad a de áto­
m os idénticos, com o un ch oq u e a la extrem idad d e una
b a rra de hierro m ueve la s m oléculas del conjunto. El
acontecim iento es con siderado com o una injuria o como
u n a victoria person al, sin que h a y a en ello la m ás ele­
m ental relación orgán ica que lo vehículo : la identidad
d e situación b a sta p a ra p rovocar la p u esta en movimiento
de c a d a yo dividido en sí m ism o, sin que se p rod u zca del
u n o al otro el m á s p e q u e ñ o intercam bio real, sin que
nadie tenga que salir d e sí y de su estricta soled ad . La
m etáfora de la barra d e hierro que a c a b a m o s de emplear
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 171
podría ser reemplazada aquí por la del vacío, en donde
j todos los cuerpos caen a la misma velocidad. El hombre
colectivo, del cual tantos intelectuales, cristianos o no,
; traducen los mensajes, es el vacío donde caen los indi­
viduos, cualquiera que sea su nivel o su espíritu, su gro­
sería o su agilidad dialéctica. Envueltos en una misma
; inexistencia orgánica, sin otra relación entre ellos que ver­
bal, com ulgan todos en la nada. Es superfino añadir que
nada encierra m ás seguram ente el hom bre en sí m ism o
que esa participación común al no ser : a través la au ­
sencia de vida, ninguna vida circ u la.
,· D igám oslo y repitám oslo, p u e s ello es n ecesario : el
j hombre colectivo e s el individuo que se im agin a ser la
! hum anidad porque el colectivism o económ ico aso ciad o a
| la d e cad en cia orgánica d e los cu erp o s so ciales, le obliga
| a ello ; el colectivism o es el individualism o p a sa d o al ex-
j tremo y físicam ente som etido a la ley de g rav ed ad hum a-
I na. E s a hum ilde y radiante verd ad se h ace luz len tam en te.
* Los h echos la m uestran, la em p u jan , la im ponen : si el
[ Espíritu rech aza aún su en señ an za, la carne m ism a de los
hom bres recibe por ello la h uella doloro sa que desp ierta
« a los m ás obstin ados de su sueño d o g m á tic o . E n tod os
i los dom inios d on d e se instala el colectivism o el ojo me-
! nos advertido ve nacer el M onstruo sin alm a y sin cuerpo
' que petrifica c a d a yo en su ilusión asfixiante. Sólo los
i incorregibles pueden aún dudar, por e je m p lo , que las na-
í cíonalizaciones que pretenden d ar a la colectividad el be-
[ neficio de la técn ica m odern a cu ajan p a ra siem pre el yo
í de c a d a proletario en su condición inhum ana. L a regla
i es, sin excep ción , aun ap aren te, p u es los h áb iles y ios
! bribones que se e sc a p a n de ese «p erfecto y definitivo hor­
m iguero» entran en él por la puerta b a ja de los partidos
172 MARCEL DE CORTE

políticos o de las ideologías que ios fijan más imperiosa­


mente aún a su suerte : toda h erejía es aqu í inm ediatamen­
te san cion ad a, y d e b e serlo, a m en os que la ficción no es­
talle en seg u id a en p e d az o s.

El engaño del colectivismo

L a m ística colectivista e s el m otor y el fin de una


seu d osocied ad donde reina sólo la técnica. P ero es tam­
bién la m á s form idable fa rsa de la historia, propues­
ta, d efen d id a y aun b au tizad a por un ejército de sabios, ,
d e intelectuales, de «esp iritu ales», todos, por otra parte. j
sin raíces y so p o rtan d o el em baucam iento del «hombre ¡
colectivo», puro reflejo im aginario e irrisorio de las con-
diciones del trab ajo en el alm a d e nuestros contem porá­
n eos. L a célebre argu m en tación d e M arx (y d e Feuer- :
baeh) contra la religión se vuelve a q u í contra su s autores. \
S e sa b e que, según el ateísm o ortodoxo, D ios no e s más
que el producto fan tástico d e arrobam iento por el cua! ;
el h om bre intenta e scap ar en gañ osam en te a la situación ’
que le im pone el capitalism o.
N o n eg am o s co m p letam en te la pertinencia de ese aná­
lisis : e s d em asiad o cierto que el h om bre tiene la singu­
lar propensión a divinizar su p ro p ia im agen . Pero no
practica solam ente la idolatría p a ra huir d e su destino o
p a ra an estesiar su dolor. M uy frecuentem ente aún se
construye un ídolo p a ra confirm arse en la b u en a concien­
cia que tiene d e sí m ism o. N o se p u e d e dud ar, por ejem- j
pío, que el dios del deísm o bu rgu és no se a la proyección ;
divinizada d e un orden universal d on d e d e se m b o c a, en j
fin d e cu en tas, el laissez-faire de c a d a in d iv id u o : todo }
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 173
«se arregla» en lo ab stracto com o en lo im aginario. O cu ­
rre lo m ism o con el h om bre colectivo, d egrad ació n del
deísm o trascendente al nivel d e u n a h um anidad p e rfec­
tam ente llana : justifica el m aterialism o de nuestros con­
tem poráneos. P u es ninguna d iv agació n d ialéctica d e b e
disim ularnos el hecho fu n d a m e n ta l: la sola razón de ser
de u n a h um anidad que ve agotar la fuente d e sus ca m ­
bios orgán icos y d esarrollarse sin m ed id a su poten cia in­
dustrial, no p u e d e ser m á s que la explotación de la m ate­
ria p orq ue e stá o b l i g a d a a bu scar un sustituto a sus
reservas vitales a g o ta d a s.
P ero ningún h om bre, ningún sistem a, se atreve a con­
fesar e sa caren cia. L o s m á s a u d a c e s se engríen en su
m aterialism o «científico» ; y añ ad en inm ediatam ente : por
el m ejor bien d e la colectivid ad. O tros m ás so lap a d o s se
ap oy an sobre el p e d al «esp iritu alista» : i qué p ersp ectiva
ofrece la técnica al desarrollo del «espíritu » d e se m b a raz a ­
do de sus tare as m á s in gratas ! T o d o s predicen un a nueva
e d ad d e oro d e la h um anidad, bajo el m anto de lo colec­
tivo que no existe. L o colectivo e s el ídolo im aginario
que absuelve su m ala conciencia y la restituye a su bon ­
d ad o rig in al; es el d io s que reúne ficticiam ente los yo
ávid o s d isp erso s que atrae en adelante la so la p osesión
d e los bien es terrestres. D án d o se a la colectividad im a­
ginaria, c a d a uno se d a con to d a seguridad a sí m ism o .
Sacrificán d o se aún, c a d a uno se iza sobre un p ed estal.
T en ien d o, según la expresión de M arx, «la conciencia hu­
m an a p or la m ás alta divinidad», c a d a uno se erige en
p equ eñ o d io s d esp ó tico. E l esp ectácu lo del «cesto de can ­
grejos» que ofrece la h um anid ad actual se p a sa a ese res­
p ecto d e todo com en tario.
L o colectivo no h ace aq u í m á s que e x asp erar e sa sitúa-
174 MARCEL DE CORTE

ción en dos variantes invariables: «la batracornada» es


el reino del h o m o lo q u a x , allí donde las individualidades
son débiles ; «la titan om acia» y el triunfo del más fuerte,
allí donde no hay escrúpulos; el yo charlatán, que trara
de .convertir los otros y que los capta en la red de palabras
para dominarles; el yo violento, que les su b y u g a y les
aprision a en el tem or q ue inspira. A ñ ad a m o s la expresión
cruel d e C le m e n c e a u : se p u e d e siem p re acum ular.
L a in estabilidad d e los e n sa y o s colectivistas d eriva de
ello sobre to d os lo s p lan o s que han sido em prendidos.
L a pretensión del yo h ace e stallar la tenue p elícula verbal
o jurídica en la cu al se envuelven. A llí m ism o donde la
astucia de un acogim iento sim ulado (el brazo tendido, h
m an o ten d id a...) y la fu erza am en azan te del m iedo (eí
puño ce rrad o ...) les estab ilizan, un oído atento entiende
la sord a protesta de ios individuos frustrados en su d eseo
inconsciente de divinización : to d o s aspiran al O lim po, y
por una d e sg racia constante, la m áq u in a colectivista no fa ­
brica m ás que un solo d ios, que b a s ta p a ra tod os y que,
instalado sobre un terreno volcánico, b u sc a sin cesar un
punto de equilibrio. E l P araíso colectivo está cerca del
Infierno.
N o se insistirá ja m á s b astan te sobre el h echo que la
crítica colectivista del individualism o «b u rg u é s» es, en
realidad, un a con fesión sim u lad a que ech a sobre otro
la falta com etida por él m ism o. P u e s la devoción a lo
colectivo no tiene otra existencia m ás que im aginaria, es
decir, en el yo, no es m ás que un a d evoción a sí m ism o
y a su p ropia e x celen cia. L a traducción de e sa solicitud
en m ecan ism os bu rocráticos sin alm a, m ultiplica, p or otra
parte, al infinito la traición e go ísta del «b u rg u é s».
L a b o g a del «h om bre colectivo» no significa, p u es, de
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 1 75

ninguna manera, la desaparición de la complacencia hacia


sí. Subraya solamente la transposición a la escala del
mito y de lo imaginario donde se abre un refugio. Aquí,
aun el modelo técnico que se impone a la «sociedad»
contemporánea, ejerce en pleno sus destrozos. Se trata
para todos de colaborar mecánicamente al «bienestar»
de todos, sin pasar por relaciones orgánicas en adelante
superfluas y, por otra parte, demasiado exigentes, Y el
resultado descontado no será jamás parecido al de una
técnica de producción m asiva: llágase lo que se haga,
el hombre no es una cosa fabricada. Para beneficiarse
del mecanismo colectivo el hombre no tiene desde en­
tonces más que un recurso: «hacer como que es» una
cosa, hacer participar lo más hábilmente posible su com­
portamiento en los rodajes de la máquina, mimar su ca­
rácter anónimo, adaptar su existencia a su existencia
imaginaria; en otros términos, imaginar «tener» lo que
no tiene o ser lo que no es, o aun «engañar». Es lo que
ocurre con los seguros sociales por ejemplo. Está por de­
más comprobado que en ese dominio el mecanismo in­
terviene tanto menos cuanto que un interés vital, es decir,
personal, estrictamente humano, entra en juego. Lo ima­
ginario y lo real se rechazan. El solo resultado tangible
del mecanismo colectivo así montado, es el aparato téc­
nico que se basta a él mismo y que amasa los egoísmos
dispersos.

Bajo el signo de lo abstracto

Encontramos de nuevo de esa manera la inmensa anti­


nomia entre lo abstracto y lo concreto que atraviesa toda
civilización decadente. Por prodigiosa que sea ¡a técnica
176 MARCEL DE CORTE

de nuestra civilización, por vastos que sean los automa­


tismos colectivos que engendra a su imagen, su conjunto
«está en el aire». En un caso como en otro, el hombre
llega a ser incapaz de vivir concretamente la relación entre
su trabajo o su intervención y su resultado : el signo abs
tracto del plan técnico de conjunto o de la maquinaria
administrativa y papelera se interpone como un muro in­
franqueable entre los dos, obstruyendo y rechazando sus
energías vitales subsistentes, condenándolas a debilitarse
en la sombra bituminosa que proyecta. Que se piense
'aquí en el esfuerzo del hombre subyugado por la división
del trabajo, en el trabajo a la cadena, en la monotonía
de una tarea sin interés, en intervenciones políticas y so­
ciales que se pierden en un todo que es imposible de
abrazar realmente : su alma, su vida, humanizada en una
vista orgánica de conjunto. Todo contribuye a hacer vivir
y pensar en su lugar el signo abstracto, esquemático e
irreal que constituye de hecho el pensamiento técnico y
su superestructura social. Y la característica del signo
abandonado a sí mismo es de proliferar como una mala
semilla. Cuanto menos el hombre vive y piensa la reali­
dad concreta en su conjunto, más la suplencia de nuevos
signos abstractos es requerida y más el muro que separa
el esfuerzo de su resultado se hace denso. El signo se multi­
plica a expensas del significado, del perjuicio de los hom­
bres que nivela en su abstracción. Para ser asida por los ini­
ciados, su progenitura exige lo que Simone Weil llama
«signos de signos», culminando, al fin de cuentas, en el
solo signo supremo que sea sobre tierra: el Estado nacio­
nal, muy pronto mundial, gobernado por algunos bajo el
nombre de Democracia universal, y que no siendo vivido
EiNSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 1 77

y pensado por ellos, les absorbe como si fuera «un per­


fecto y definitivo hormiguero».
Creemos que es imposible de retardar en las circunstan­
cias presente® ese movimiento hacia la centralización abs­
tracta. Iniciado por la política, como acabamos de verlo en
el capítulo precedente ; continuado por la técnica, trans­
puesta de nuevo de ahí sobre el plano social, avanza como
una irresistible marejada alta. El hombre moderno, desvita-
iizado, desespiritualizado, se abandona al automatismo de
la imaginación abstracta, la sola facultad que le queda
y que le consuela de su carencia de raíces, obrando sobre
él como una religión laicizada, degradada, estupefacta.
Y la imaginación abstracta es el lugar de todos los po­
sibles: excluye, pues, lo imposible y, a la vez, la realidad
paciente, inmóvil, eterna que le rompe, le aniquila. Entre
lo que es, lo que dura y lo que no puede ser, lo que no
nacerá jamás, se abre una vía rectilínea, somnambúlica,
que desarrolla sus etapas, una después de otra, con una
maravillosa destreza de geómetra inconsciente. Gracias a
la técnica asociada a la política y a la ((organización»
social, todo es hoy posible, cualquiera que sea el obstácu­
lo. Nada puede detener esa carrera, si no es la catástrofe,
pues el imposible de hoy será lo posible de m añana:
basta disolver la realidad concreta que se levanta ante
la imaginación artificiosa y que ofrece tanto menos re­
sistencia cuanto más sus relaciones orgánicas internas están
^minadas sobre vastas zonas. Los hombres actuales son
potentemente ayudados en su obra por su horror al su­
frimiento y al mal que la manumisión técnica parece
poder eliminar descargándoles del peso de leyes naturales
siempre contrapuestas, siempre mezcladas de gozo y de
amargura. Incapaces de realizar las relaciones interhuma-
178 MARCEL D E CORTE

ñas sobre el piano de la naturaleza, son al mismo tiempo


incapaces de asir la indefectible relación que une el mal
al bien sobre el plano de la existencia terrestre. Por ello
están ciegos ante el mal que hacen o el sufrimiento que
causan. Sueñan en un bien puro, imaginario, desprovisto
de toda sombra maléfica» Una técnica ampliada a todos
los dominios de la vida, domando la naturaleza, les pare­
ce el instrumento de su realización. Para alcanzarla se
perdonarán las más inimaginables crueldades.
Pero el bien imaginario, aun realizado, sigue imagina­
rio, como la imagen realizada de un hombre sigue siendo
una imagen. Ese bien es falso, hueco, estéril, análogo a
las delicias de los paraísos artificiales que conducen a una
irremediable decadencia.
Aquí, como en otra parte, no hay otra decisión viril a
tomar más que la de preparar el porvenir, conservando
lo eterno, incluso, en el pasado.
í
CAPITULO IV

; CRISTIANISMO Y CIVILIZACION
' MODERNA

j Los tres signos de decadencia de la civilización que


í hemos puesto de manifiesto : la disyunción entre el espí-
ritu y la vida, el conflicto entre lo político y lo social, el
! prestigio de la técnica colectivizante, no han dejado de
i influenciar el cristianismo en la medida en que éste par-
i ticipa en las fluctuaciones de la historia por intermedio
1 de sus miembros.
| Esa influencia se manifiesta de una doble manera : en
primer lugar, una regresión automática del cristianismo se
| produce en el área de influencia de la civilización dicha
moderna; en segundo lugar, los gérmenes mórbidos que
transporta la civilización agonizante se apuntan en las
costumbres de la mayoría de los cristianos, los tuercen
y transforman sus reacciones frente al mundo y a Dios.
En el primer caso, la civilización moderna esteriliza las
\ posibilidades de inserción y de crecimiento del cristianis-
j mo en el corazón de los hombres; elimina radicalmente
j el cristianismo e instaura en su lugar un ((humanismo))
-¡ que se quiere humano, nada más que humano, infrahu­
mano. En el segundo caso, corrompe el sentido del cris­
180 MARCEL DE CORTE

tianismo, arrebata la fe cristiana sin su esfera de atraco


patológica» opera una fusión en la base del sineretis:
entre el mundo que elabora y un cristianismo nuevo»
ciado de su substancia secular.
Analizaremos sucesivamente esos dos fenómenos.

E l carácter antirreligioso de la civilización


moderna

Si se exceptúan los territorios que la civilización rae


nalista de nuestro tiempo no lia desquiciado aún, de 1
cuales forman parte la mayoría de países de misión,
todas partes el cristianismo se estanca, retrocede o a
muere en las sociedades humanas. Donde se forma
hombre-masa —que no es solamente el proletario-
cristianismo se anemia y desaparece: basta con lan
una mirada sobre las vastas aglomeraciones edificadas
el industrialismo para estar convencido de ello. En prese
cia de esa lepra inmensa y desbordante que aumenta
parar, se tiene la impresión desconsoladora que el Sei
empieza: de nuevo, según la fuerte expresión del P. D .
coeur» la política del Arca de Noé.
La crisis peligrosa actual es evidentemente conten^
ránea de la civ iliz ac ió n racionalista; tiene de ella
extensión territorial. Hay ahí mucho más que una simple
coincidencia.
Lo propio del racionalismo moderno es en efecto des­
encarnar el hombre separando de él el espíritu y la vida.
Los miasmas que difunde gracias a una técnica y una polí­
tica tan colectivas como posible, penetran en él por todos
sus poros y le hacen incapaz de soportar la menor dosis
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 181
de fermento cristiano. El hombre formado por la civili­
zación contemporánea rechaza mecánicamente el injerto
del cristianismo. Se ha vuelto constitutivamente inapto
para recibir el mensaje de encamación que le propone
la fe cristiana, pues las bases naturales que podrían aco­
gerlo han sido minadas en él de arriba abajo. El fracaso
de la evangelización de las masas es un hecho patente»
a pesar del trabajo y de la santidad desplegados por aque­
llos que generosamente la han emprendido. Ese fracaso
tiene» por otra parte, un antecedente histórico : el cris­
tianismo no penetró en las masas romanas entregadas a
los juegos del circo y a los vendavales del Imperio en
perdición, aunque estaba entonces en la plenitud de su
juventud y de su ardor conquistadores.
La razón de ese fracaso resonante —que no excluye,
por otra parte, ciertos resultados individuales o esporádi­
cos— nos parece clara. Uno de los resultados más claros
de la desvitalización del espíritu y de la desespiritualiza­
ción de la vida provocados por el racionalismo es la pér­
dida del sentido ontologico de lo real, en particular de lo
real más próximo : el prójimo mismo. El hombre-masa
tomado como tal, es literalmente inabordable ; si no es
cuando se excita en él el último reflejo de su vitalidad en
descenso : el de conservación y de defensa, que se opone
precisamente al prójimo. Su espíritu desencamado? des­
arraigado de la vida y de los cuerpos superiores que son
la familia, la profesión, la patria, se encuentra sin defensa
delante de las ideologías y las técnicas del colectivismo
que alaban su propensión nativa al rompimiento y que se
le aparecen como un ersatz de salvación. En la medida mis­
ma en que aspira confusamente a salvarse, su desarraigo
de la vida le desvía de lo real y le obliga a construir com­
182 MARCEL DE CORTE

pletamente esas ideologías y esas técnicas, que bastará


en seguida a hábiles conductores orquestar y sistematizar
en función de su último reflejo de defensa contra la muer­
te. Es esta sin duda la tara esencial del liberalismo ((bur­
gués» y del socialismo ((proletario» : haber desconocido
en provecho de su propio triunfo la condición encarnada
del hombre y sus relaciones orgánicas con la realidad.
Habiendo perdido el sentido de lo real y del prójimo,
pero obligado a vivir al lado de sus semejantes, el hom­
bre se refugia entonces en una representación abstracta
e imaginaria de la existencia social, que se presenta para
él como un absoluto porque entretiene su yo ilusoriamente
liberado de todo cuadro, de toda obligación, y que, sin
embargo, es lo contrario de lo absoluto porque es irreal.
Su ateísmo, como su creencia degradada, su «mística»
—que parecida a la que él niega, admite grados, después
del gesto ritual, recubriendo una participación reducida
hasta la visión—, derivan directamente de ello.
Pues lo colectivo, en la medida en que lo es, no piensa,
no siente, no experimenta ninguna impulsión afectiva ha­
cia otro o hacia lo que le rebasa. Sólo un ser personal,
en quien el espíritu se encarna en la vida y que por la
vida percibe la trascendencia de lo real, es capaz de pen­
sar, de sentir o de amar.
Un hombre- que se identifica a lo colectivo se reduce:
un mecanismo maniobrado desde el exterior, de donde
la menor idea de Dios es desterrada. Si la desflora, es
como la simiente caída sobre la piedra, cuyo germen no
puede penetrar al interior de un medio vital. Aborta sin
remisión. Es solamente en un ser cuyo espíritu no está
separado de la vida que la idea de Dios puede ser un
inicio, un presentimiento, una especie de palpitación os­
ENSAYO SO BRE E L FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 183

cura de la realidad existencial de lo Absoluto, porque


encuentra en ella un terreno ya preparado por todas las
trascendencias terrestres .concretas que ha encontrado.
¡fifíPor cuya razón el hombre que está absorbido por lo
colectivo se produce ciegamente desde que se le presenta
la idea de Dios, a fortiori la de Cristo, Dios encarnado
en la existencia terrestre. Sumergido en un no-ser colecti­
vo y en un absoluto social irreal, su pensamiento en des­
censo se cierra herméticamente ante toda idea que se
prolonga en una existencia personal y concreta. Su apri­
sionamiento en el yo desde abajo y en un universal sin
forma y sin semblante en lo alto, hace de él un ateo para
quien la idea de Dios no tiene ningún sentido.
La palabra misma de Dios le trastorna, pues no puede
creer más que en una seudoexistencia colectiva que con­
forta idealmente su vitalidad desfalleciente. Tocamos aquí
al gran misterio del ateísmo religioso. El hombre que no
cree en nada sin duda no ha existido jamás, aun antes
de la predicación del Evangelio, Creer es esencialmente
adherirse a alguna cosa que no se puede ver, palpar o aun
pensar, pero que existe más allá de lo inapresable. La
fe es consubstancial al hombre porque él no lo es todo.
Pero en el hombre desencamado la creencia se va de un
solo ímpetu hacia la colectividad universal e imaginaria
que lleva en su espíritu, a la cual se coge con tanta más
fuerza cuanto que se confunde con su propio yo. Lo co­
lectivo es, a la vez, el mismo y más allá, como Dios.
Sin esa sumersión en lo colectivo y en el codo a codo del
rebaño que multiplica su debilidad y la enmascara en po­
tencia, sería barrido sin piedad fuera del mundo, donde no
tiene más que ínfimas posibilidades de inserción. Le es
menester encontrar de nuevo el mundo del cual se ha
184 MARCEL DE CORTE

desarraigado: es menester que viva. El solo sentido de


lo divino que posee aún es el de un panteísmo degra­
dado, que se condensa totalmente en la posesión del
mundo por la colectividad imaginaria de la cual es miem­
bro, porque no puede ya estar en el mundo solo: su
desencarnación lo expulsa de él. Se coge así al colectivis­
mo ateo y religioso como a una tabla de salvación. Para
él, la colectividad se erige en mediadora de la existencia,
como el Cristo, pero de una existencia exclusivamente
orientada hacia la tierra en que debe vivir. Su panteísmo
se dobla de materialismo radical.
Así, el hombre formado en el clima de la civilización
moderna evoluciona hacia la pendiente opuesta del cris­
tianismo : es incapaz de concebir un Dios personal, un
Dios espiritual que se encarna para la salvación de los
hombres. Para concebirlo es menester que el evangeliza-
dor le haga subir las pendientes que ha descendido. Los
fundamentos de la creencia en Dios están hundidos en
su ser : no quedan más que cimas cuyo ascenso penoso
será de hecho excepcional. Lo demás, los imperceptibles
movimientos hacia la trascendencia, Dios sólo los ve y
los juzga.
Por amarga que sea esa constatación, es menester decir
que la readaptación al cristianismo del hombre entregarlo a
los prestigios de la civilización actual —y semejante hom­
bre forma legión— no es posible más que en la medida
en que escapará a las influencias deletéreas que soporta.
Y nada permite preverlo. De la misma manera que al
término de la civilización antigua —pero incomparable­
mente más profunda y más unlversalizada—, parece que
el hombre moderno esté atado a la civilización que ha
construido y que será necesaria una catástrofe inimagina-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 185

ble para romper su convivencia maléfica. Cuando se con-


i sidera con qué avidez, con qué exaltación o con qué
! estupor resignado el hombre actual acoge las ideas racio­
nalistas que llenan su espíritu sin vida y saturan sus ins­
tintos animales, hay que convenir que esas ideas cons­
tituyen la proyección de su substancia más íntima y que
se encuentra de nuevo en ellas.
■ El cristianismo tiene tanto más trabajo en mantenerse
en su ambiente cuanto más se articulen en tres líneas de
f¡ fuerza directamente opuestas al dinamismo del mensaje
cristiano : la idea de progreso, los sortilegios de la téc­
nica, el asedio de la política.
i

La idea de progreso
f
? La idea de progreso que ha invadido el mundo des-
j pués del siglo XVIII y que encanta aún la imaginación de
nuestros contemporáneos a pesar de tantas advertencias
severas expresadas por los hechos, es el producto directo
de la disyunción entre el espíritu y la vida. Aparece en
r todas partes desde que se rompen las relaciones orgáni-
j cas entre los seres, tanto que constituye un índice indu­
dable de decadencia. La historia nos lo demuestra: se
* encuentra en estado puro en los mitos de evasión fuera de
lo real diario que difundieron en la civilización antigua
decadente las religiones orientales,
j La idea de progreso prolonga el desarraigo del hombre.
El alma des vitalizada, proyectada fuera de lo real, pri-
« vada de su contacto caluroso con la naturaleza que pro­
voca la inserción del espíritu de la vida, no tiene otro
j recurso más que identificarse a un alma, a una razón
186 M A R C E L D E C O R TE

colectiva» a una especie de espiritualidad o de racionali­


dad cósmica en la cual cada ser humano se bañaría como
en un plasma regenerador. Le es muy difícil al hombre-
perder su alma sin remisión. Transformamos siempre lo
que hemos perdido; lo perseguimos bajo una forma des­
mesurada, caricatural; le prestamos una existencia au­
mentada de vanas aportaciones de la imaginación. Esa
ley se verifica en todos los órdenes. Lo que estaba mez­
clado a nuestro ser y limitado por él se infinitiza al ex­
terior, como un círculo que se rompe y libera una tangen­
te huyendo en línea recta sin parar. Lo mismo, cuando
el alma se desencama bajo el empuje de la desvitaliza-
ción, se dilata en un alma del mundo en la cual la huma­
nidad del Siglo de las Luces, la Idea hegeliana, la Idea
marxista» el mito del Comunismo universal representan las
fases sucesivas. Como esa alma o esa razón colectiva no
es más que una abstracción, goza de la propiedad de ser
sin límite en el espacio y en el tiempo. La conciencia
humana coextensiva al mundo, evoluciona entonces de
sí hacia un estatuto divino.
Semejantes sueños no tendrían ninguna importancia si
no determinaran las costumbres. En el fondo, no perde­
mos jamás nada : nuestras energías se conservan y se
transforman. La mentira es el producto de la descompo­
sición de la verdad* pero aspira, a su vez, a ser verdad.
El celo que ponemos en perseguir lo auténtico se desplaza
simplemente hacia lo inautèntico. La idea colectiva que en­
gendra la desvitalización es así llamada, en virtud de su
existencia misma, a pasar en los hechos y a realizarse en
ellos de una manera cada vez más perfecta. Y no puede
llevarse a cabo más que por un proceso de negación : para
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 187

que ella sea es menester que elimíne lo que no es ella


misma; estando situada en el porvenir» es necesario que
aniquile las reservas del pasado que la embarazan; desde
que toca lo que no está adaptado a su estructura lo des­
truye . c Cómo no sería entonces progreso, puesto que edi­
fica sobre ruinas ? Su no existencia la obliga a negar la
existencia para existir y para manifestar la superioridad
constante de su movimiento. Todo progreso es, pues, dia­
léctica, como lo ha visto bien el marxismo ; se desenvuelve
inflexiblemente por negaciones sucesivas. Pero lo que no
ha visto el marxismo es que esa dialéctica no se traduce
más que en un clima de desvitalización humana acen­
tuada.
De donde el extraño maniqueísmo que atraviesa hoy
todos los planos de la vida humana, y que es debido a la
obsesión negativa de la existencia : progreso y reacción,
ciencia e ignorancia, luz y tinieblas, moderno y antiguo,
fascismo y antifascismo, bien y mal, etc. Nuestro tiem­
po es el de la ((depuración», tan pronto en un sentido
como en otro.
Porque es un seudoabsoluto hacia el cual se orienta la
desvitalización del hombre moderno, la idea de progreso
se cambia en un nihilismo revolucionario que mata lo rela­
tivo, el intermediario ; lo que Platón llamaba el metaxw
cuya naturaleza es de ser ente. «¿Qué es lo que es sacrilego
de destruir? —nota Simona Weil—. No lo que está en lo
bajo, pues ello no tiene importancia. No lo que está en lo
alto, pues, queriéndolo, no se le puede tocar. Los metaxu.
Los metaxu son la región del bien y del mal. No privar
ningún ser humano de sus metaxut es decir, de esos bie­
188 MARCEL D E C O R TE

nes relativos y mezclados (hogar, patria, tradiciones, cultflff


ra, etc») que calientan y alimentan el alma, y sin los cuales,
fuera de la santidad, ninguna vida humana es posible.))
Y la idea de progreso, salida de la negación del alma en­
carnada, pulveriza en todas partes los metaxu: borra todo
lo que por su relatividad y por su mezcla misma puede
recordar al hombre su condición de ente.
Es curioso constatar a ese respecto la decadencia con­
comitante, bajo la influencia de la idea de progreso, de
intermediarios sociales entre el individuo y el Estado, de
intermediarios morales entre los hombres y lo real (tradi­
ciones, costumbres, proverbios, conocimientos intuitivos
de la naturaleza, sabiduría ancestral), intermediarios efec­
tivos entre los hombres y Dios (religiones, cultos, Iglesias),
intermediarios entre el hombre y la mujer (padres, hijos,
familias), intermediarios técnicos elementales, donde se
manifiesta la continuidad del trabajo humano y de las co­
sas, y tantos otros aún. La idea abstracta de progreso se
traduce por una negación masiva de lazos naturales y
espontáneos entre los seres : anula el sentido de la na­
turaleza, del próximo, de la creación, del coesse que une
en haz las innumerables relaciones del universo. Es por
lo que se proclama fatal, automática : tiene el mismo des­
tino que la hoja caída del árbol sometida a la presión del
viento. La convicción actual que no hay progreso más
que en la mecanización resulta de ello. Pero mina igual­
mente el sentido innato del Creador que poseen los hom­
bres. Porque se quiere el bien puro, negando sin cesar los
metaxu, reemplaza a Dios. Es la idea atea por excelencia,
que se sitúa perpetuamente más allá de ella misma, se
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 189

trasciende sin jamás terminarse y, caricaturizando el infi­


nito, desarrolla indefinidamente su automatismo. Si el
, hombre es el porvenir del hombre y si se define por ese
rebasamiento temporal, Dios es inútil, inconcebible, inexis­
tente. Es el retorno a la posición del viejo ateísmo clásico,
: donde el ser se identifica a su propio pasado : atóme?-, ma­
teria, dinero, situación social, etc. En donde H hombre
ss asimila al tiempo, lo Eterno no existe ya.
A la inversa del antiguo ateísmo que se adosa a la seudo-
njedad material de la naturaleza y a su constancia, con
alguna cosa dura, espesa, enmarcada en la doctrina como
en los hábitos —testimonio de un carácter aún robusto—.
■ la idea atea de progreso se define esencialmente por la
i indeterminación, por lo impersonal, por lo que el hombre
i moderno llama la libertad, es decir, la ausencia de contor-
. nos y de orientación precisa en sus actos. Bajo su infiuen-
!¡ cia vemos nuestros contemporáneos rechazar toda acep-
, ;ación de ¡o finito, como un ataque a esa indeterminación
; que cultivan, porque responde a su desvitalización, a su
pérdida de contacto con las bases ontológicas de su ser
y de sus límites. De donde, el efecto despreciativo de ese
¡ progreso y su carácter sin duda más profundo, la infide­
lidad. El progreso dice no a lo que le determina y le fija.
' Desacredita y profana los lazos substanciales que el hom-
; bre anuda con él mismo, con los seres y las cosas, desde
que son percibidos. Toda adhesión, toda ligazón personal,
• será la expresión de una esclavitud, o si se establece,
: será siempre a través el halo de una idea abstracta —sexo,
nación, raza, partido, clase, etc.— donde el yo se en-
■cuen¡;ra de nuevo. El hombre obnubilado por el progreso
190 M A R C E L D E C O R TE

no llega ya a recordar las fases anteriores de su mo­


vilidad : secreta el olvido sobre su pasado, pues la me­
moria es aún una indeterminación. El carácter cruel del
progreso, su indiferencia ciega ante sus actos y sus liazas,
derivan de ahí. «¡Qué quiere usted ! ¡ Es el progreso h>,
tal es su justificación. Así el progreso va de indetermina­
ción a indeterminación hacia un universalismo abstracto,
cuya acción devastadora lleva ante todo a la irresponsabi­
lidad personal. En nuestro mundo entregado al progreso
cada uno se declara y se encuentra irresponsable, cada uno
se rodea de una red de seguros que transfiere sobre una co­
lectividad anónima las obligaciones que han hecho nacer
sus actos. No es extraño que desaparezca entonces la con- ^
ciencia de la falta personal, del pecado, de la sanción i
moral, del remordimiento. En adelante todo acto es del 1
hombre que no arrastra nada detrás de sí. Es también ■
porque la extensión del progreso es paralela a la desapari­
ción de la noción de un pecado original que determina el ·
ser humano desde su venida al mundo. 1
Y he ahí la paradoja. El hombre formado por el pro- \
greso y que rehúsa toda determinación divina y natural, i
no puede considerar el mundo que le rodea y en el -j
cual debe vivir como indeterminado. Desde el punto de vis- I
ta concreto de la acción, el mundo se nos aparece siempre |
tal como somos: sin relieve, si no lo tenemos; profundo, si J
nuestra alma lo es, etc. Que ese hombre sea del tipo blan- 1
do, se abandonará simplemente a la corriente del mundo, |
soportando por un mimetismo automático sus flujos y re* \
flujos, sus colores cambiantes, sus impresiones múltiples. J
Es la historia de la mayoría de humanos subyugados por ¡a J
moda, por las consignas de la política, por las incitaciones \
E N SA Y O SO B R E E L F IN D E N U E ST R A CIVILIZACION 191
del reclamo, etc. Si es del tipo fuerte y avasallador impon­
drá al mundo la forma de sus actos, de sus deseos y de sus
ideas. El universo, hombres y cosas no será ya para él
más que un lugar de experiencia análogo al de la primera
materia de los escolásticos, indiferente a no importa qué
forma, sin profundidad de ser. En un caso como en otro
estamos delante de un materialismo muy diferente del
antiguo materialismo que se podría nombrar rabelesiano,
donde las cosas d e ja tierra son buscadas y gustadas en su
estabilidad terrestre. El materialismo que extiende la idea
de progreso hace, al contrario, las cosas de la tierra fluen­
tes y plásticas: las transmuta en formas muy alejadas de
su naturaleza primitiva y les comunica un inapresable
aspecto cerebral y abstracto. El espectáculo de las gran­
des ciudades es sugestivo a ese respecto. La materia no
es ya cogida aquí en su densidad sensible, en sus límites
materiales mismos; pero, por decirlo así, fuera de su con­
figuración propia y en su carácter amorfo, del cual se am­
para el artificio humano para prestarle las figuras más cam­
biantes. Al inverso del materialismo ordinario, que no ab­
sorbe más que la vida y deja a veces el espíritu intacto, el
materialismo contemporáneo absorbe, a la vez, la vida y
el espíritu. No es ya un materialismo del cual el hombre
podría liberarse porque no se sumerge completamente en
é l; es un materialismo nuevo, desconocido de las edades
precedentes, en el cual el hombre se proyecta cuerpo y
alma, que no le deja ninguna salida para huir y que le
devuelve incesantemente las imágenes sucesivas que se
hace de su ser.
Desde el punto de vista religioso semejante situación es
192 MARCEL DE CORTE

extremadamente grave, porque convierte el movimiento


trasascendente del hombre hacia Dios en un movimiento
trasdescendente del hombre hacia la posesión demiúrgi-
ca del mundo. La materia sensible es aún del ser que
retorna, como todo ser, al Ser absoluto por una especie
de refracción y de resalte de la mirada del hombre que lo
alcanza: la historia de los grandes convertidos hipervita-
les da fe de ello, c Pero qué es esa materia dúctil y fugitiva
cuyas entrañas son irresistiblemente registradas por la
mirada del hombre desencarnado de nuestro tiempo ?
CCómo podría aún volver a Dios cuando no refleja más
que la sola imagen del hombre que la trabaja ? c Cómo
podría llevar aún la huella de Dios cuando acoge e inviste
totalmente la del hombre ?

Los sortilegios de la técnica

Asimos aquí la influencia reductora ejercida por la civi­


lización industrial de nuestro tiempo sobre el cristianismo
y en general sobre todas las religiones. Esa influencia es
visible en todas partes y hasta en el seno de las civiliza­
ciones más alejadas de la nuestra. Según una ley constante
de la psicología humana, engendra una ((mística» nueva,
una ((religión del hombre» que toma el lugar del adver­
sario vencido. El alma del vencido pasa deformada en el
cuerpo del vencedor y venga su derrota, degenerando aquí
en superstición.
Las fases del proceso aparecen claramente al examen.
En efecto, en la medida en que su desarraigo le ha
hecho romper el pacto nupcial y las relaciones orgánicas
que había anudado con la realidad concreta, se ve obli­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 193

gado a buscar en él mismo y en él sólo los recursos que


ie permitirán reinsertarse en el universo donde debe vivir.
Su inmanencia le comunica la impresión imaginaria de
ser intensamente libre, de no depender en nada de las
cosas y poderlas transformar a su deseo. Su inmanencia
se convierte de esa manera en radical trascendencia. Pero
el espíritu divorciado de la vida no podrá considerar el
universo más que bajo el aspecto mecánico que esté de
acuerdo con su desvitalización. El fenómeno se observa en
tocias partes : en donde la mujer, por ejemplo( deja de ser
para el hombre el término de una relación orgánica, se
vuelve un mecanismo productor de gozo tratado como tal.
A la vitalidad en declive que no une ya los grandes rit­
mos elementales de la naturaleza, se sustituyen las inno­
vaciones técnicas que transforman el pacto de solidaridad
primitivamente concluido entre el hombre y el universo en
una empresa de explotación que parece realzar aún la
trascendencia humana. Nos enim sumus qnodammodo finís
omnium artificilium: el mundo de las técnicas así cons­
truidas tiende completamente hacia el hombre. En rea­
lidad, esa trascendencia que reemplaza la religión de Dios
por la religión del hombre es tan ilusoria como la libertad
que la ha producido. El hombre ha caído en la trampa
preparada por su propia victoria sobre la naturaleza y lo
sobrenatural. Se encuentra sin la menor defensa ante la
técnica que ha suscitado, y que constituye en adelante
su mundo porque no tiene ya la menor relación orgánica
que podría regularizarla: la máquina engendra la máqui­
na. En todas partes el hombre se encuentra prisionero de
sus propias invenciones que le trazan imperativamente el
camino a seguir. Las técnicas se confunden entre ellas,
constituyen un cuerpo autónomo en el cual las relacionee
7
194 M A R C E L D E C O R TE

aumentan, miman la vida y rodean el alma del .hombre


de un círculo que se ensancha, pero que parece infran­
queable. Los mitos de Prometeo o del Aprendiz de brujo
son la leyenda de la aventura : la realidad es la esclavitud.
Una vez más el dueño aparente es el esclavo real. El
hombre d ep en d e de la técnica no solamente para mover­
se, sino para ser. La única salida que se ofrece entonces
al esclavo para ocultar su propia condición es la idolatría
del tirano que se ha dado. De esa adoración de la técnica
por el hombre los ejemplos son innumerables, desde sus
formas más ingenuas hasta su resonancia más sutil en el
corazón mismo del espíritu que afecta estar desprendido
de ella. El hombre contemporáneo cree en la técnica
omnipresente de la misma manera que sus antepasados
lejanos creían en los dioses. La sostiene porque ella le
sostiene, pone en ella confianza y ella en él. El circuito
está cerrado: a la religión natural se sustituye una reli­
gión del artificio, a la cual cada uno sacrifica con una
conciencia tanto más alegre y más inocente cuanto que
cada uno sacrifica de hecho a sí mismo.
Y esto es de nuevo m uy. grave para el cristianismo.
Cuando el conocimiento de las técnicas viene a ser cono-
cimiento de sí y del mundo, es demasiado evidente que s
el misterio mismo del ser se desvanece. No conocemos
con toda claridad más que lo que hacemos : no queda el
menor enigma, el menor porqué en la técnica que triunfa.
La adecuación es perfecta entre el «sen) y «conocerle))
cíe todos los artificios. No hal nada más allá. En un mun­
do de donde lo natural es echado lo sobrenatural des­
aparece.
Pero resurge bajo la forma de la superstición de sí.
Ninguna superstición paganizante es profundamente
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN 195

peligrosa para el cristianismo, aun si es antropomórfica,


puesto que lleva al hombre, a pesar de todo, más allá
de él mismo. La magia técnica lleva, al contrario, todas
las cosas al hombre : el disparador de una máquina en
función, y he ahí el universo presente al hombre, el hom­
bre presente al universo. Para quien goza de la técnica
esto produce aquello automáticamente, y eso es todo : el
resultado esperado surge. Esa «simbiosis)) del mundo de
las técnicas y del hombre, donde cada uno se ofrece al
otro sin esfuerzo, engendra una incalculable pretensión,
refugiada en el inconsciente, que determina todo el com­
portamiento del ser: seguridad, confort, salud, rapidez,
facilidad, al alcance de la mano, efectivamente para los
ricos, en esperanza revolucionaria para los otros, sin des­
gaste de energía interior, c cómo el hombre no estará per­
suadido que todo se le debe ? i Cómo no se consagrará
una especie de culto supersticioso ? A partir de ese mo­
mento el Dios cristiano está muerto para la conciencia de
semejante hombre, pues él es por esencia El Que no debe,
El Que se da por gracia. En el mundo de las técnicas se ve
estrecharse la zona donde la dicha, la expansión del ser,
el manadero de las energías espirituales —y físicas, aun
desviadas— conduciendo a Dios. La de la desgracia, del
sufrimiento, de la incertidumbre y de la debilidad se estre­
cha a su vez, ya que las técnicas tienen por función elimi­
narla. El hombre sólo reina en ella, esclavo del esclavo,
tirano del tirano, blando y duro a la vez, ahogando la gra­
cia o rechazándola.
196 MARCEL DE CORTE

E l asedio de la política

Al contrario de las civilizaciones anteriores, la civiliza­


ción técnica no deja ningún lugar a la religión, a la
relación personal, a una trascendencia personal. El prin­
cipio religioso que ha regido hasta el presente todas las
otras culturas bajo una forma cualquiera : grosera o refina­
da, natural o sobrenatural, es reemplazado aquí por ei
principio político, salido éste de un virus antirreligioso y
laico que aparece por primera vez en la historia.
La desvitalización no agota solamente las potencias de
comunión del hombre con el cosmos, agota su capacidad
de participación al bien común de los diferentes grupos
sociales de los cuales forma parte y de los cuales se des­
arraiga. Los hombres de hoy no sufren ya de estar unidos
orgánicamente a sus semejantes por una especie de lla­
mada inconsciente, indefinible, como todo lo que surge de
la vida, que los empuja más allá de ellos mismos hacia
una situación social vivida, donde su individúala i aa se pro­
longa. no unen ya las relaciones de ser concreto a ser con­
creto que la vida establece sin cesar en gremios. Se estable­
cen en una discontinuidad recíproca que les acerca los unos
a los otros en función de su común carencia. Tienen oscura­
mente consiencia de su agotamiento social y se reúnen al
nivel de esa conciencia. Como hemos dicho más arriba,
lo colectivo toma entonces el lugar de lo social. «Los hom­
bres de hoy —ha escrito Ramuz— reniegan sus familias de
carne, reniegan hasta su carne, habiendo sufrido por ella.
Se busca hermanos de espíritu por encima de las fronteras
terrestres y no se reconocen ya ellos mismos en los que lee
rodean. Se quieren hermanos de ideas y ponen sus espe­
E N S A Y O S O B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 197

ranzas en parentescos de abstracción. Se han refugiado en


las regiones del pensamiento por temor y por repugnancia
de la realidad. Desconocen toda especie de suelo y toda
especie de lazo camal, como si su pensamiento sacara su
substancia de ella misma y se alimentara de su propio
fondo.»
¡¡¡Así surge en la existencia la agrupación política, emana­
ción de la anemia social, que agrupa los hombres en fun­
ción de una conciencia ideológica muerta y mecanizada.
La generalización de la política sucede a la sociabilidad des­
aparecida, como la enfermedad a la salud: cuanto más
frágiles son los lazos orgánicos sociales, más fuerte es la
influencia de la política sobre la existencia humana.
Y esta generalización de la política significa la diviniza­
ción de la misma. Los hombre lo esperan todo de la política
a la cual se adhieren; todo, hasta su propia refundición.
Una vez las relaciones sociales elementales desaparecidas,
el hombre se encuentra solo : no es más que un yo. La
política deberá asegurarle todo lo que es menester, por la
misma razón él se encuentra yuxtapuesto a sus semejan­
tes. La política deberá tejer entre él y los otros relaciones
artificiales destinadas a hacer de su conjunto un cuerpo
coherente. En otros términos, la política está llamada a
refundir totalmente al hombre en su persona y en sus rela­
ciones, del mismo modo que la Gracia: mima la presencia
de Dios en el alma del cristiano y en el Cuerpo místico
que forma el conjunto de bautizados. Los hombres están
hoy colgados a la política como a la trascendencia que ella
caricaturiza. Lo hacen, por otra parte, con tanta más faci­
lidad cuanto más la política se confunde con su propio
yo : no siendo más que idea, no tiene existencia más que
en su imaginación. La política no puede desde entonces
198 MARCEL DE CORTE

más que excluir el cristianismo del campo total de la vida


humana porque le hace concurrencia. La verdadera reli­
gión es en adelante la ideología política. No hay otra
que pueda ofrecer al hombre la salvación. Por una coinci­
dencia nada fortuita, la política dispone además de medios
técnicos apropiados para dirigir los hombres tanto en el
fuero interno como en el externo, suaviter ac fortiter como
Dios mismo. c Cómo, una vez aún, podría el cristianismo
subsistir a su lado ?

Conclusión

Nuestra conclusión sobre ese punto será breve. Las nor­


mas directrices de la civilización contemporánea : idea de
progreso, técnica e ideología política, minan todas las con­
diciones propicias al desenvolvimiento del anima natura­
liter cristiana o se oponen radicalmente al cristianismo. La
simiente cristiana cae hoy sobre la piedra. Como Chateau­
briand lo había previsto, «el tiempo del desierto vuelve;
el cristianismo comienza de nuevo en el desierto de la
Tebaida, en medio de una idolatría temible la idolatría
del hombre hacia sí».

La influencia del racionalismo sobre los


hábitos cristianos

Los intersignos anunciadores dél declive de la civiliza­


ción calan el cristianismo de buen número de cristianos.
El fenómeno no tiene nada de extraño : nadie escapa a
E N S A Y O SO B R E EL FIN D E NUESTRA CIVILIZACION 199

un ambiente tan saturado. Vamos, pues, a encontrar de


nuevo en la mentalidad de la mayoría de cristianos actua­
les la dehiscencia entre el espíritu y la vida que carac­
teriza nuestra época. Así los primeros Padres de la Igle­
sia señalaban la influencia persistente de los hábitos de su
tiempo sobre sus correligionarios : «Son parecidos —es­
cribía 'Clemente de Alejandría— a esos pólipos que se
cogen a las rocas y toman el color de las piedras a las
cuales se adhieren.»
Después de varios siglos, y hoy con una vertiginosa
rapidez, el virus racionalista se infiltra en los hábitos de
los cristianos y en su comportamiento frente a Dios y a
la creación. Ha renunciado a quebrantar el intermediario
entre el cristiano y Dios, que es la Iglesia con su inspira­
ción, sus dogmas, sus sacramentos, su estructura, que si­
guen estando intactos. El tiempo de las grandes herejías
que atacaban de frente la esencia del cristianismo parece
terminado. La última de entre ellas, tan justamente lla­
mada modernismo, apuntaba menos al dogma mismo que
la actitud del cristianismo ante Dios y el mundo ; atacaba
más la manera de creer que la creencia; hacía desviar la
orientación de la fe más que la fe misma; envenenaba las
fuentes del río más bien que su curso o su estuario.
El fenómeno del modernismo es extremadamente reve­
lador. Significa que el enemigo ha cambiado de táctica.
Son en adelante los miembros de la Iglesia que amenaza.
No sitia ya, como antes, la casa para transformarla. Aco­
mete por insensibles caminos a los habitantes mismos que
envuelve con su presencia invisible, quienes se encargarán
de ese trabajo.
La escisión entre el espíritu y la vida, la dislocación de
las bases de la religión natural que sigue a elL, el debí-
200 MARCEL DE CORTE

ìitamiento del sentido intuitivo vital de la presencia de


Dios en el universo, la ruptura de los lazos orgánicos entre
la criatura y la creación, todos esos factores asociados
tienden a corromper el hombre en el cristiano y a en­
globar por ahí el cristianismo en la decadencia de la ci­
vilización.
Si el cristianismo se define como una relación sui gè­
neris entre la naturaleza y lo sobrenatural, el resultado de
ese proceso será alteran: la estructura de esa relación al­
terando uno de sus términos. Para establecer el equilibrio
el cristiano no tendrá otro recurso más que hacerse un
cristianismo desvalorizado que corresponda a la desvalo­
rización de su ser, o bien se persuadirá, en sentido con­
trario, que esa transformación no tiene nada de nega­
tiva y que constituye una etapa nueva en la historia del
espíritu humano y de la influencia creciente de Dios sobre
la naturaleza. En el primer caso, el equilibrio es restable­
cido desde abajo ; en el segundo, desde arriba. En ausen­
cia de una terminología más apropiada, llamaremos «bur­
guesa» esa primera forma del cristianismo contemporáneo
e «histórica o progresista» la segunda.

E l cristianismo «burgués»

La forma primitiva del cristianismo burgués es induda­


blemente el jansenismo. La exaltación de lo sobrenatural
que lo caracteriza no debe hacer ilusión. Si el burgués jan­
senista no cree más que en un Dios sobrenatural, infinita­
mente distante de ese mundo donde se ejerce la actividad
del hombre, es ante todo porque no cree ya en la natura­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 201

leza, en la religión natural y en las misteriosas armonías


que gobiernan el universo. La extraña agudeza psicológica
de la cual hace prueba supone, por otra parte, en él la
presencia del mal que denuncia con tanta certeza. Si se­
para la naturaleza y lo sobrenatural por compartimientos
estancos, es que observa en sí su recíproca repulsión: la
Gracia no tiene ya la menor raíz en el hombre y el cristia­
nismo reviste para él un aspecto desencarnado, ascético
e incoloro que anuncia ya su desvitalización ulterior. Pre­
servando la fe de toda relación con la naturaleza y sus
prolongaciones afectivas, el jansenista introduce en ella
un fermento racionalista que preludia su descomposición.
Su teología, regu lad a como un teorema por un riguroso
encadenamiento de proposiciones claras y limpias, duras
y cortantes, que trazan entre la creación y el Creador una
violenta antítesis y que hacen de Dios un implacable geó­
metra, indica que el espíritu ha consumado en él su rup­
tura con la vida. El aparato ortopédico con el cual rodea
su religión es el signo de una deficiencia congenital: nos
ofrece el espectáculo de una carencia de vitalidad com­
pensada con exceso por un rigorismo más premeditado
que vivido. En resumen, el cristianismo jansenista refluye
de los confines del ser hacia las regiones superiores de la
especulación, donde se encierra y aprisiona con él el
comportamiento del hombre. En ese sentido, es el esbozo
del formalismo radical: su último avatar.
Nada es más opuesto a la forma jansenista del cristia­
nismo burgués que el cristianismo aldeano de Péguy, ali­
mentado de las savias de la creación :
Y el árbol de la gracia y el árbol de la naturaleza
han unido sus dos troncos de nudos tan solemnes ,
han confundido tanto sus destinos fraternales,
que es la misma esencia y la misma estatura.
202 MARCEL DE CORTE

En la medida en que era insostenible (pues la vida cris­


tiana es también orgánica y hecha de relaciones), esa fase
deí cristianismo burgués es rápidamente transformada en
creencia deísta. Su Dios abstraído del mundo, concreto,
elaborado por un ser humano obligado él mismo a abs-
traerse de la vida para condensarse ascéticamente en el
pensamiento,;, ha degenerado en un concepto impersonal,
del cual las leyes de la materia, paralelamente descubier­
tas y formuladas, suministran el gálibo algebraico. Apare­
ce el Dios del burgués (!) Voltaire, que reina y no gobier­
na, cuya trascendencia es en ese punto inaccesible, que no
se apercibe ya y que deja el mundo de aquí abajo evolu­
cionar en una libertad total. El sobrenaturalismo janse­
nista. ha seguido su pendiente : su rigidez se cambia en
delicuescencia. Recordemos, por otra parte, la expresión
de Bayle : el deísmo está cerca del ateísmo.
Entre esos dos extremos se sitúa la forma muy particular
que reviste el cristianismo burgués de nuestra época. Aun­
que varíe sin cesar y se componga casi siempre con sutiles
degradaciones psicológicas, se ve en ella fácilmente los
rasgos más importantes de toda religión en su declive, con­
taminada por la civilización ambiente : la desencarnación
de Dios y del hombre, la proyección de los valores divi­
nos y humanos en la región de la impersonalidad, el cisma
entre el espíritu y la vida, el endurecimiento de lo sobre­
natural y de la naturaleza en categorías espaciales.

(1) En la época de Voltaire la palabra burgués tenía un signi­


ficado bien diferente del que tiene hoy. Entonces se llamaba bour-
g e o is (burgués) al ciudadano, a las personas que vivían en las ciuda­
des, m ie n tra s q u e hoy, como se sabe, burgués se dice el poseedor,
el rico, el amo, el dueño de una explotación cualquiera. ( N o t a del­
ir a d u cto r,)
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 203
¡|í;Las relacione© entre esos cristianos y Dios son difícil­
mente personales. Repugnan a la incorporación total y vi­
sible. Se establecen a la altura del cerebro» sin descender
hasta las fuentes de la acción e impregnarlas. La realidad
divina es considerada en ellas como un principio abstracto,
como una ley general del orden, particularmente del orden
social, el mismo impersonal, jurídico, convencional, ace­
chado por la mecanización. Cristo, tomado como persona
de la Santísima Trinidad encarnada para la salvación del
género humano, diluye su presencia en una vaga ima­
gen exangüe, irreal, evanescente. El mensaje evangélico
ve debilitar su fuerza y agotarse en algunas máximas mora­
les de conducta, de las cuales las más salientes se reducen
a una corteza de respetabilidad que recubre las relacio­
nes mundanas. El misterio cristiano pierde su ímpetu vi­
tal. En los casos más favorables procede de una fe '(ilustra­
da», es decir, hecha tan aceptable como posible por todo
espíritu, desembarazada de toda excrecencia «supersticio­
sa» secretamente hostil a la intervención de Dios en el curso
de los acontecimientos de la existencia. Adornando ante
todo el pensamiento o los actos importantes de la vida en
sociedad, esa fe no adhiere más que a lo que es «razo­
nable». Lo más frecuente, el misterio cristiano» no es creído
más que «en grueso», como una masa importante, impo­
nente, pero exterior, a la cual no se acerca apenas, que
se asimila ocasionalmente de la misma manera que un
cordial en caso de malestar y que no se integra de ningún
modo en la existencia diaria. Esta corresponde al trabajo
en un mundo distinto, separado, que no es ya la creación
y que no refleja ya el semblante del Creador.
Semejante mundo no tiene nada ya de misterioso, de
apocalíptico, de oscuro : el burgués lo conoce claramente,
204 MARCEL DE CORTE

distintamente, puesto que él lo crea cada día a su alrede­


dor con su actividad industrial o comercial. Entre Dios y
el mundo se interpone el hombre, entidad sólida, espesa,
consciente y contenta de sí, que pide a Dios sus títulos de
admisibilidad en el universo y que no le acoge más que
en la piel de un espíritu desarraigado de la vida, decidido
a no dejarle entrar más adelante. La vida del burgués
está al lado del mundo profano, su espíritu está por eclip­
se del lado de D ios: entre los dos no hay, en modo algu­
no, una medida común. Desprovisto de esa capacidad vi­
tal de inclusión en lo creado, que le permitiría suspender su
ser al Creador, no tiene más que ofrecer a Dios que su espí­
ritu demacrado. No estando ya con los seres en estado de
comunión vital, no forma parte ya de su conjunto polifó­
nico y abigarrado, está solo ante Dios, que no residirá más
que en el seno de su conciencia. Su religión se interioriza,
pero esa interiorización es lo contrario de una encamación
y de un arraigo en la existencia. La religión ((espiritual»
del burgués pierde así la fuerza, el colorido, la sangre y
la savia que confiere la vitalidad. Es un Dios pensado, re­
flexivo, prudente, enemigo de toda locura, y no un Dios
vivido, experimentado, que tiende a ser el Dios burgués.
Es un Dios que no es ya un tú, sino un ser de íazón. La
religión burguesa, privada de esa potencia de adhesión
al ser y al Principio del ser que comunica la participación
vital al universo, consiste más en una ((religión» del yo a
su propia inmanencia, que en una relación afectiva a la
trascendencia divina.
Una doble consecuencia sigue : primero, el cristianismo
burgués se vacía de su substancia, despoja la relación del
yo al Tú absoluto de su riqueza concreta y personal; se
empobrece* cae en una tibieza y en una neutralidad si­
E N SA Y O SO B R E E L F IN D E N U E ST R A CIVILIZACION 205
nuosa que rechaza el compromiso total; en seguida se me­
caniza en un puro ritualismo. Ciertos ritos religiosos son
subrayados en él con ostentación, en la medida en que
van acompañados de pompas y solemnidades exteriores
jÉpaces de disimular esa ausencia de relaciones efectivas
Impersonales entre el hombre y D io s : el Bautismo, el M a­
trimonio, los Funerales, que ocultan por su carácter social
la indigencia de la relación y que, en rigor, pueden pasar­
se de la intervención personal. Esos ritos resisten mucho
mejor que los otros a la usura y a la desafección. No
ocurre lo mismo con los sacramentos que obligan a la
comunión directa entre la personalidad total del hombre y
D ios: la Penitencia y la Eucaristía, por ejemplo. Por cuya
razón ese cristianismo desvitalizado las coloca en segun­
do lugar o las hace desaparecer : donde Dios no puede ser
transformado en una abstracción y donde su presencia es
sentida como una necesidad que debe encarnarse en la
vida, se desvanece del campo de la conciencia. Esta no
retiene más que lo que se adapta a su desvitalización :
quidquid recipitur ad modum recipierdis recipitur. A ese
fenómeno típicamente burgués se sujeta la distinción en­
tre creencia y práctica : « ¡ Somos creyentes, pero no somos
practicantes!» En otros términos, la creencia en Dios no
franquea el abismo que separa en el hombre el espíritu de
la vida. Se encierra en una interioridad que no es más que
un vacío.
Esa desencarnación del cristianismo en la burguesía es
esencial para comprender la descristianización del pueblo.
Va acompañada, por otra parte, de una desencarnación
correlativa —se la ha señalado poco frecuentemente— del
sentido del prójimo : la ideología de los Derechos del Hom­
bre, difundida en el mundo por la burguesía, ha tomado
206 M A R C E L D E C O R TE

paralelamente el lugar del prójimo efectivo y concreto.


Por más que se Laya dicho de ello, esa fraternidad abs­
tracta no revela de ningún modo la presencia de una ener­
gía cristiana desviada, sino su desvitalización caricatural:
e© demasiado evidente que una doctrina que no considera
ya el prójimo, en tanto que prójimo, en su proximidad
viva, se sitúa en los antípodas del cristianismo.
Esa separación entre el espíritu y la vida sobre el plano
de las relaciones con el prójimo, es potentemente refor­
zada por una nueva herramienta económica que la bur­
guesía ha inventado y perfeccionado desde su nacimiento :
el dinero. Es absurdo soñar con un mundo terrestre en el
cual el dinero no representará nada. Pero una cosa es el
dinero puesto al servicio de ¡os intercambios vitales de
hombre a hombre, y otra cosa es el dinero considerado
como medio de intercambio absoluto, independiente de
toda relación concreta. El primero es vitalizado y fecun­
dado, por su subordinación 0 los valores humanos, como ley
planta al sol; el segundo no es más que un designio del es­
píritu que conduce a sí todo lo que le rebasa. Y esa abs­
tracción separada de la vida se adapta admirablemente a
la mentalidad hendida de ese cristianismo burgués que se
sitúa en el origen de nuestra civilización industrial y xnei-
cantil, que se integra en ella y de la cual ha recogido sus
beneficios. Es inútil rehacer aquí ese proceso, muy fre­
cuentemente contaminado en quien lo dirige por un deseo
idéntico al que anima al acusado. Señalemos simplemente
ios destrozos que provoca el dinero considerado en su flui­
dez abstracta : está en su poder matar al prójimo por­
que permite al hombre pasarse sin él. «Usted me ha
dado su trabajo. Yo le he dado su salario. Estamos en
paz.» Bajo el dinero, m-edio de intercambio absoluto, ve­
ENSAYO SOBRE E L F IN DE NUESTRA CIVILIZACION 2 07

geta un ser humano anónimo, intercambiable, sin relación,


y que por ese hecho se presentará, a su vez, como un
absoluto. Desencarnado y ((espiritualizando)) el valor del
dinero, la civilización industrial, que es la obra de la bur­
guesía, ha roto los lazos vitales entre los hombres. Ha con­
tribuido al descenso del «tonus» vital de la religión cristiana
en aquellos de sus representantes que deberían servir de
ejemplo al pueblo.
La estructura económica y social de la burguesía ofrece,
por otra parte, una línea de menor resistencia a las posibi­
lidades de escisión entre el espíritu y la vida que no dejan
de trabajar los hombres de nuestro tiempo. Es un hecho
sólidamente establecido por la historia que el cultivo del
campo y de los oficios próximos a la naturaleza viva, ba­
sados sobre cambios directos de prójimo a prójimo, son
eminentemente propicios al espíritu religioso —si no han
sido perturbados previamente por las influencias del dine­
ro—. La razón de ello es simple. Por la mano y la herra­
mienta que la prolonga el hombre pasa por su obra. Se
encarna, por decirlo así, en lo que hace. El hombre, con
sus dos componentes : espíritu y vida, está en relación in­
mediata con lo real que trabaja, que domina sin duda de
cierta manera, pero lo cual debe sin cesar tener en cuenta
porque lo real le domina a su vez y le inculca las virtudes
de obediencia, de resignación, de prudencia y de abertura
a todas las voces del universo : ¡ el labriego y el artesano
modifican poco el mundo en cuanto a lo que de él acep­
tan ! Están cerca de las fuentes del ser y esa vecindad les
dispone a la contemplación. La relación religiosa de la
persona concreta a la Trascendencia concreta de la cual
sienten la presencia en el mundo, se anuda normalmente
en su corazón tanto como se manifiesta' en las relaciones
■208 M A R C E L D E C O R TE

de la vida diaria. La encamación es necesaria a su fe. Por


eso el campo es la gran reserva del espíritu religioso, en
tanto que las élites alrededor de las cuales gravita la vida
social lo mantengan a su nivel y lo hagan visible.
No ocurre lo mismo en las profesiones específicamente
burguesas : industria, finanzas, comercio ; al menos cuando
rebasan el plano local y anulan por su importancia la
posibilidad de un contacto inmediato con los seres y las
cosas. Por viva que sea la fe de los que las ejercen, su
influencia religiosa es casi nula por falta de líneas natu­
rales de comunicación. Esas actividades ponen a la dispo­
sición del hombre fuerzas de un carácter anónimo que exi­
gen de él una atención y una presencia desencarnadas.
Más allá de cierta medida que puede variar de individuo a
individuo, pero que sigue restringida, le es imposible al
hombre de abrazar una vasta porción de la realidad social
sin diluirla artificialmente en abstracciones manejables. La
corriente de vida que va del hombre a lo real está entonces
rota. Entre el hombre y el ser se interponen construcciones
del espíritu que no emanan ya de la vida y que toman un
sesgo mecánico : administración, máquinas, papeleo, gráfi­
cos, estadísticas, cálculos, etc., donde se disuelve la perso.-
nalidad de los elementos del conjunto y sobre los cuales el
hombre no actúa más que desencarnándose él mismo. Está
demasiado claro que semejante actitud es hostil a la rela­
ción del hombre a D ios: ¿ cómo que no puede amar al
prójimo que debería ver, puede amar a Dios que no puede
ver ?
Y donde la ley de encamación no juega ya no hay ya
ejemplo. Y en donde se oculta la verdad el cristianismo se
marchita y desaparece. No hay que engañarse sobre este
punto; ninguna predicación, ninguna instrucción religio-
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 209

$a, puede reemplazar el ejemplo. Los valores cristianos


vividos a título ejemplar son y siguen siendo en la prác­
tica el solo vehículo de la propagación de la fe para la
mayoría de los hombres. Sobre la burguesía que asume la
dirección de la civilización moderna y que se encuentra
social y religiosamente desencamada recae en gran parte
la responsabilidad de la defección religiosa de las masas.

El cristianismo histérico

Ese fenómeno que ha tomado en nuestros días una enor­


me amplitud nos conduce derecho al examen de la for­
ma progresista del cristianismo actual. Persuadidos que la
burguesía ha terminado su papel histórico, convencidos
que el advenimiento de las masas en la historia constituye
una evolución a la cual sería inútil oponerse, buen nú­
mero de cristianos esperan evangelizar «el cuarto Estado»
dilatando la fe cristiana a la medida de la tarea inmensa
que afronta. Pero esto no es más que el aspecto exterior
de ese nuevo cristianismo. Por difícil que sea de penetrar
en los arcanos de un movimiento en formación, donde se
confunden inextricablemente la utopía y la generosidad, es,
sin embargo, posible de vislumbrar ciertas grandes líneas
directrices.
La civilización contemporánea, se nos afirma, es hija
del cristianismo. No es más que en apariencia que puede
renegar de sus orígenes, engañándose ella misma sobre
su sentido verdadero. Además después de Cristo la evolu­
ción del mundo es inseparable de la realización de las
promesas evangélicas, que se prosigue indefectiblemente,
210 M A R C E L D E C O R TE

sin la menor detención, hasta que- no haya más que un


sol© rebaño y un solo pastor: el Cristo universal. La cri­
sis actual no tiene, pues, nada que deba conmover el alma
cristiana : no es más que una simple crisis de crecimiento,
acompañada de impurezas, de excesos, de violencias de
toda especie, como toda crisis de adaptación a un estado
superior. Los males de los cuales sufrimos son los dolores
que acompañan el nacimiento de una nueva humanidad
elevada a dimensiones cósmicas. Una sociedad nueva, de
la cua! la democracia y el proletariado llevan el peso,
emerge lentamente fuera de las cavernas de la historia.
Elabora valores culturales, políticos, económicos : ciencia,
técnica, libertad, justicia, progreso, solidaridad, prosperi­
dad, que tienden a unificar el mundo bajo su estandarte
gracias a una organización metódica de las aspiraciones
y necesidades terrestres, mejorando los ensayos aún infor­
mes de las edades precedentes. Su carácter mismo les
dispone a insertarse en la catolicidad de la Iglesia. Su
empuje es irresistible. La humanidad laboriosa les ha con­
cebido para escapar a la esterilidad de un pasado que su
desarrollo no tolera. Repuestos en su perspectiva autén­
tica, momentáneamente desviada por su propia exuberan­
cia, esos ideales de la conciencia moderna no son. por
otra parte, más que la refracción en el tiempo de verdades
evangélicas que los cristianos han dejado caer de sus
manos por cansancio y por debilidad, importa, pues, que
los cristianos de hoy, más preocupados del ecumenismo
de su fe, más conscientes del humanismo que se despliega
a la medida del mundo, trabajen con toda su alma a la
realización social y temporal de esos ideales que prolongan
el Evangelio en el universo. Su tarea es reconciliar la Igle­
sia y la civilización moderna, separadas una de la otra por
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 21 1

ciegos prejuicios heredados de una época pasada, con


el fin de ofrecer a Dios el mundo del porvenir al término
de esa asunción de la humanidad. Lejos de estar amena­
zado —si no es por los espíritus retrógrados—·, el cristia­
nismo ve, pues, abrirse ante él inmensos horizontes apos­
tólicos.
Esas tesis dispersas en la nebulosa del neocristianismo
en formación y que toman, según los casos y las circuns­
tancias, un acento filosófico político o científico, incitan
las reservas siguientes.
En principio es menester ponerse bien en la cabeza,
y especialmente en el corazón, que el cristianismo no
está hecho, ni para salvar las masas, ni para promover
los valores de una civilización. sino para introducir en cada
ser humano concreto el fermento de la Gracia. Concebir
el cristianismo como capaz de coronar las aspiraciones de
una colectividad cualquiera o de bautizar los ideales de
la civilización moderna, cualesquiera que sean, es reba­
jarlo al nivel de las diversas ideologías que se ponen de­
lante de las multitudes para inocularles «un orden nuevo».
Un complejo de inferioridad solapado, insidioso y dema­
siado visible trabaja los neocristianos influenciados por
la ciencia, la técnica y la filosofía modernas, incluso
por la política. Reaccionan ahí «sublimando» su propia
fe y, por una curiosa transposición del freudismo, haciendo
de la Gracia —antes concebida como un «accidente» por
la teología escolástica— el motor y la substancia hiposta-
siada de la evolución de la humanidad. El cristianismo no
es .social, más que sí es en principio personal; tal es la
verdad de primera dimensión que importa recordar.
Además las masas constituyen un fenómeno sociopato-
lógico que rebasa la pobreza o miseria hacia la cual se
212 íVIARCEL d e co r t e

dirige el ímpetu de la caridad cristiana. Santo Domingo !o


describía en una imagen notable : «El grano amontonado
fermenta.» Y Lamartine preveía de ello las consecuencias :
Guardad que en sus caminos el hombre no se codee .
Que el semblante humano sea para el hombre un jú bilo:
la multitud, asediándole, pervierte sus inclinaciones,
y los hombres demasiado cerca de los hombres son malos.

La tarea que se impone es de disolver el fenómeno de


las masas con el fin que los hombres, en lugar de estar
aglutinados a sus semejantes, puedan rehacerse lazos or­
gánicos que les hagan presentes unos a otros y les dis­
pongan a una interacción mixtua donde se bosquejaría
su amor recíproco. El problema actual no consiste, pues,
en una carrera de velocidad entre el cristianismo, por
dilatado que esté y las diversas seudoideologías que ejercen
su atracción sobre las masas. No se trata de combatir la
civilización moderna en su propio terreno, con peligro de
hundirse con ella. Se trata simplemente de descongestio­
nar las masas. Y esa operación —suponiendo que sea aún
posible— rio será la obra del cristianismo tomado como
ta l: la Gracia no transforma más que los individuos. Es
un acto de curación social, política, económica, que co­
rresponde al orden natural, pero que encontraría con toda
evidencia un ayudante superior en el cristianismo si fuera
emprendida. Pues si la fe no incorpora al cristianismo más
que a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo ; si no incluye
al hombre en ningún cuerpo social determinado puede
mejorar de una manera precisa las sociedades, las institu­
ciones, la civilización pasando por el canal necesario de
los individuos. Para tomar un caso típico, el cristianis­
mo no «informa» en ningún modo la familia, pero eleva
E N SA Y O S O B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 213
la calidad de sus miembros y confiere una cohesión más
perfecta a los cambios familiares naturales. Todas cosas
iguales por otra parte, es indiscutible que la familia cris­
tiana —si sus miembros son verdaderamente cristianos—
está más unida que una familia no cristiana. La pretensión
de proyectar en las formaciones sociales y temporales de
una época las verdades evangélicas o discernir entre las
unas y las otras hipotéticas armonías, procede de un error
del cual las mejores inteligencias de nuestro tiempo no
consiguen liberarse, y que consiste en considerar lo social
—que sea sano o no— como una especie de individuo gi­
gante. Nuestros contemporáneos están literalmente hipno­
tizados por lo colectivo. El mito del «grueso animal)) les
subyuga : las entidades colectivas están dotadas de una
vida propia a sus ojos.
Tornemos de nuevo la conclusión del capítulo prece­
dente : lo colectivo, tomado como tal, no tiene ninguna
existencia, como no sea en donde el hombre degenera.
Lo que existe es un conjunto de personas interdependien­
tes las unas de las otras en virtud de factores estrictamente
naturales donde el artificio humano no se introduce más
que a título supletorio : su ligazón orgánica constituye en­
tonces una comunidad. Desde entonces, si una comunidad
es cristiana, lo es en la medida en que está compuesta de
individuos que son cristianos ellos mismos, donde las rela­
ciones de interdependencia que se manifiestan están car­
gadas de cristianismo. La fe que impregna el comporta­
miento individual de sus miembros no puede dejar de
impregnar su comportamiento social. Llegamos aquí a esa
perogrullada elemental que una sociedad es cristiana úni­
camente en la medida en que sus miembros son cristianos:
cuanto más ellos son cristianos, más la sociedad en que
214 M A R C E L D E C O R TE

viven será, cristiana, Pero con una condición sine qua non:
con la condición que haya previamente sociedad. Y la
masa no es una sociedad. Es imposible que sea nunca
cristiana cualquiera que sea el grado de santidad del
evangelizado!. Las conversiones individuales que puedáif
producirse en ella no tendrán nunca ninguna irradiación
social porque no dispondrán de esas relaciones de interde­
pendencia capaces de transportar la fe. Para que la masa
acepte el cristianismo será menester que desaparezca como
masa, será menester que los lazos sociales se rehagan pri­
mero en ella. El cristianismo vigoroso de las edades apos­
tólicas no lia salvado las masas romanas decadentes. El
cristianismo debilitado de hoy no salvará ias masas en­
gendradas por la civilización contemporánea.
En cuanto a los valores o postulados de la conciencia
moderna, conviene considerarlos en los hechos donde se­
cretan uno a uno su contrario : la libertad, la servidumbre,
la justicia, la venganza, 3a técnica, la parálisis de la eco­
nomía y la guerra, la solidaridad, la división, la grandeza,
la mezquindad partidista, la prosperidad, el hambre,
etcétera. Hasta el valor universal de la ciencia, traducida
y difundida en las mentalidades, engendra una ignorancia
libresca, una barbarie pretenciosa, de las cuales el hombre
moderno está saturado hasta la medula por la escuela, el
periódico, la radio y el cine.
Esa dialéctica de los contrarios no tiene nada de miste­
riosa. Los valores modernos deyectan automáticamente su
propia negación porque H hombre que los elabora es
presa del antagonismo de un espíritu desvitalizado y de
una vida desespiritualizada que se devuelven el uno al otro
por un juego de báscula. Esos valores, tomados en ellos
mismos, no están en litigio: su nobleza no es discutible.
ENSAYO SOBRE EL FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 215
Lo que está en litigio es la estructura antropológica del
hombre que los recibe y los desnaturaliza. Cuando se ha
comprendido el fenómeno de la desencarnación, el pro-
fjblema de los valores dichos modernos, donde florecen las
peores confusiones, se vuelve maravillosamente claro. El
mejor de los alimentos, recibido en un estómago averiado,
tiende a veneno. La ruptura del lazo nupcial entre el es­
píritu y la vida, entre el hombre y el orden del ser donde
su existencia se arraiga, transforma los valores en abstrac­
ciones mecánicamente distribuidas en una materia ((hu­
mana» privada de alma, donde se cambian en su contra­
ria. El espíritu desvitalizado los proyecta en una «vida))
amorfa que no alimenta ya la experiencia de lo real. Anu­
lados por el espíritu y la vida, los valores giran en es­
quemas de conducta imaginarios que destruyen de arriba
abajo lo que pretenden instaurar : el alimento imaginario
elimina el alimento real. Así, la libertad desencarnada del
ser humano, que es de ella la sede y el límite, reduce
al hombre a la esclavitud pulverizando los lindes al in­
terior de los cuales podría efectivamente ser libre. So­
breimpuesta a un ser dividido, huye a través de sus
fisuras, llevándose todas las libertades concretas de las
cuales habría podido gozar. Semejante libertad desarrai­
ga el árbol, impide circular la savia por sus ramas ' 3
entrega el árbol muerto al hacha del leñador. Ocurre
lo mismo con los otros valores. que están en trance de
unificar el planeta. Su movimiento dialéctico lleva el
mundo hacia una unificación en lo vacío, que cubre con
un manto verbal la dispersión e impermeabilidad de los
hombres. La unidad ficticia y su contrario se revelan indi­
solublemente ligados : la unidad real perece aplastada en­
tre la caricatura y su negación alternadas.
216 M ARCEL DE CORTE

Después de esto es inútil añadir que los ((valores mo­


dernos», tomados no en tanto que valores o en tanto que
modernos, sino en su relación con el hombre de nuestro
tiempo, revelan una formidable regresión vital de la hu­
manidad, análoga a la que sufrió la civilización antigua
antes de sucumbir por su descomposición interna. Lejos
de ir al encuentro del cristianismo, se alejan de él cada
día más porque son perseguidos por un hombre abstracto
y desencamado, incapaz de actuar si no es en masa y
bajo la dirección de agitadores que les substraen sus últi­
mas reservas de vitalidad. Para estar experimentalmente
convencido de ello no hay más que asistir a un mitin cual­
quiera : se asirá allí en lo vivo, o más bien en lo que
muere, el instante preciso donde las últimas reacciones
vivas de un pueblo son lanzadas sin vergüenza en el bra­
sero de los «valores», que los disipa en humo Toda ver­
dad guardada aún por el hombre debilitado, es inmedia­
tamente destruida por 3a mentira de los «valores».
Comprendemos ahora la razón simple y profunda por
la cual el cristianismo no penetra en la humanidad con­
temporánea. Contrariamente a la idea popularizada por
Nietzsche, el cristianismo exige de sus adeptos la virtud,
esencial de fuerza. No es la religión de los débiles, de los
desdichados, de los mal construidos que enquistan su po­
bre egoísmo vital en un sobrenatural adulterado. Es la reli­
gión de los que resisten a la corrupción. Si la fuerza es el
principio, del hacer humano, como lo es de la naturaleza
—[ las fuerzas de la naturaleza !—, existe entre ella y la
Gracia^ principio del hacer sobrenatural, un acuerdo tá­
cito. Y si el cristiano cae, como todo hombre, es tocando
de frente la ley moral y no construyendo un sistema de va­
lores destinado a poner el universo en armonía con su
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 217

caída. En ese sentido el pecado de los fuertes tiene más


recursos que la «virtud)) de los débiles. Los progresos del
cristianismo en el mundo bárbaro de otro tiempo, su retro­
ceso en el mundo «virtuoso)) de hoy, no tienen otra expli­
cación. Clovis era pecador ; Robespierre era «virtuoso» :
midamos la diferencia.
He ahí lo que no comprende ya cierta intelligentzia cris­
tiana, abrigada en el sobrenaturalismo, en el desconoci­
miento del pacto nupcial que el hombre ha concluido con
la naturaleza, en el olvido de la presencia concreta del
prójimo en carne y hueso. A ese respecto recordamos a
un eminente filósofo cristiano, especializado en las cues­
tiones sociales y políticas, que nos confesó un día de no
haber estrechado nunca la mano de un obrero, i Cuántos
sacerdotes, religiosos, encerrados en sus seminarios, en
sus conventos, en sus cátedras expresan a todo pro­
pósito teorías sobre el porvenir de la civilización, sobre
las relaciones entre la Iglesia y la Ciudad nueva, sin tener
la menor experiencia del hombre de la calle, hoy «sobe­
rano» en la materia !
Es desconsolador ver esa efusión de amor espiritual hun­
dirse en el pantano de los «valores» abstractos bajo pre­
texto de propagar la caridad evangélica y de no mantener­
se separados del «Movimiento de la historia». Pues el amor
espiritual que debe coronar los «valores» contemporáneos
no subsiste más que en donde subsiste lo abstracto, es de­
cir, en el espíritu. Como lo hemos dicho en otra parte, «se­
mejante amor puede hacer ilusión, pues es vivo, extraordi­
nariamente vivo aun, pero en el sujeto sólo, ya que su
objeto no es más que una idea». El ser concreto es sola­
mente aquí el soporte ocasional de la idea. Es un puro
posible en el campo de la reflexión. En esa perspectiva el
218 M A R C E L D E C O R TE

prójimo se encuentra inmediatamente degradado. No es


ya considerado en tanto que prójimo» sino en tanto que
función de valores encomiados. Es asido en tanto que pro­
longación del espíritu, es decir, de sí mismo Por para­
dójica que sea la consecuencia de ello, el prójimo se trans­
forma en ídolo, pues no hay más que un ídolo : el sí.
Asistimos al nacimiento de una idolatría en el seno del
cristianismo actual: la idolatría del prójimo transmutada
en valor abstracto.
Como toda idolatría, esa actitud es exclusiva. Dividirá los
cristianos en dos grupos : los que están «en retardo en el
mundo moderno)) y los que se adelantan resueltamente a
su cabeza. Los primeros, que practican tradicionalmente las
virtudes vulgares, se verán reprochar sus torpezas, sus fal­
tas, sus impulsiones groseras, su interés, a veces sórdido;
en resumen, esas demasiado numerosas escorias humanas
que suponen la encarnación y el alumbramiento : los de­
beres de estado, a los cuales se mantienen con fuerza,
serán subestimados en provecho de un llamamiento román­
tico a la caridad que descuida las virtudes terrestres para
esparcirse sobre un absoluto humano sin forma y sin sem­
blante. A ese respecto, no se señala bastante cómo el neo-
cristianismo se muestra indiferente a las virtudes familia­
res y profesionales, al amor del suelo y de la pequeña
patria, donde el prójimo es precisamente asido, en tanto
que prójimo, en su presencia concreta y sensible. Durante
siglos esas relaciones simples y directas han servido, no
obstante, de base a la difusión de la fe. El nuevo cristianis­
mo se preocupa sólo de los segundos: han tomado con­
ciencia de su dignidad, se han liberado de un pasado ter­
minado, se centran en su autonomía, contribuyen al mismo
tiempo al rejuvenecimiento de la Iglesia acentuando el pro­
E N SA Y O SO B R E E L F IN D E N U E ST R A CIVILIZACION 219
greso del mundo que la Iglesia debe asumir por vocación.
Esa descriminación prolonga la que el cristianismo bur­
gués establecía antes entre la fe «ilustrada», de la cual
pretendía ser la luz, y la fe «supersticiosa» de los humildes.
El pasaje dél cristianismo burgués al cristianismo progresis­
ta es, por otra parte, visible : el mismo fenómeno de desvi-
talización es el hilo conductor ; la misma dialéctica de los
contrarios es la corriente. Jansenismo, deísmo, ateísmo y
neocristianismo tienen un punto común que les sirve de eje:
negación de la condición humana, consecuencia directa de
la desencarnación del espíritu. Dios es expulsado a título
personal de la naturaleza de la cual el hombre forma parte,
sea porque la naturaleza es mala, sea porque Dios es im­
personal o mítico, sea porque la persona humana, sólo
capaz de acoger a Dios, trasciende la naturaleza de la
altura de su autonomía espiritual. En cada caso la na­
turaleza cae entre las manos del hombre, que la utiliza
a su gusto : el espíritu humano planea por encima como
un demiurgo. Del asedio a la naturaleza por el genio hu­
mano nace la idea de progreso : i cómo podría ser ello de
otro modo, puesto que el hombre no es creador ex nihilo ?
El cristianismo burgués se instala en esa organización del
mundo. Incapaz de asir la presencia de lo divino en la na­
turaleza que domina su esfuerzo industrioso constituye
Dios como capa protectora de sus actos, exterior a su
ser y al mundo donde su trabajo progresa. El neocristia-
nismo acentúa esa separación : la autonomía que el cris­
tianismo burgués se arroga en su trabajo, él la extiende
al espíritu mismo : es libremente, sin la menor obligación
natural, que el hombre quiere en adelante ir hacia Dios.
El ser humano se espiritualiza cada vez m á s : entra en la
«noosphére». Los valores que establece su espíritu libe­
220 MARCEL DE CORTE

rada de la naturaleza son ((virtualmente» cristianos. De la


naturaleza rebelde al espíritu humano y a Dios el neo cris­
tianismo establece de esa manera una sola fusión que pro­
gresa hacia la divinización del hombre. En otros términos,
licúa la corteza quitinosa del cristianismo burgués.
Una vez más la desvitalización, la opacidad que invade
la relación transparente y misteriosa que une el ser huma­
no a la naturaleza, nos explica cómo el cristianismo actual
se deja invadir por las potencias de muerte que minan la
civilización contemporánea.
Esa rotura congenital atrae las otras. Una vez rota la
relación de coesse del hombre al universo, el esse mismo
del cristianismo se pulveriza en elementos dispares: vida
privada y vida pública, fe y ciencia, filosofía y teología,
religión y política, Iglesia y Estado, historia y Providencia,
etcétera. El comportamiento del cristiano es en adelante
regido por la separación kantiana entre el fenómeno y el
noúmeno, ese último rechazado al interior mismo del es­
píritu desencarnado. «El mundo físico, la historia, el co­
razón en sentido pascaliano, tantos mundos sin Dios»,
leemos en una revista católica reciente. «La fe en los cris­
tianos mismos toma acto de esas carencias, y arroia fuera
de su santuario ese mundo que la rechaza 3' renuncia a en­
contrar en ella a Dios. Ese es el hecho al parecer de un sen­
tido auténticamente religioso de la trascendencia divina:
arrojar los falsos dioses.» c Qué es esa «trascendencia» que
abandona el mundo y el hombre, del cual la menor ex­
periencia nos revela que es un «ser — en el mundo—»,
sino una inmanencia apenas enmascarada? ¿Cómo el ser
humano llegará a un Dios per ea qncB jacta sunt, si la
reducción científica, psicológica, histórica y sociológica le
da la ilusión, de la cual su inteligencia y su amor son las
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 221

víctimas ? c Dónele encontrar a Dios entonces sino en el


espíritu impersonal de la Ciencia» de la misma mane­
ra que Renán lo descubrió en el espíritu impersonal de
la humanidad} Estamos aquí en presencia de la más
monstruosa de las idolatrías : la que transforma el verdadero
Dios en un ídolo, en una idea pura residiendo en el fondo
del abismo de un espíritu totalmente desencantado. Seme­
jante actitud tiene un nombre : hiperespiritualismo he-
gelianizante. Por un escrúpulo que es el signo mismo de
la desvitalización, el cristiano moderno se encuentra im­
potente, si no ridículo —c que diría de ello la psicología o
la sociología ?—, para sentir Dios en la multiplicidad or­
gánica y abigarrada de la naturaleza. Tiene miedo de sen­
tir porque no puede ya sentir, y no puede ya sentir por­
que está cerebralizado hasta los huesos, porque no existe
ya de una manera indivisible, todo de una pieza, como
dice la magnífica expresión popular; habiéndose vuelto
eunuco para el mundo, se imagina serlo de golpe para
el reino de los cielos. Un cierto aire, difícilmente defini­
ble, cercano a la sensación, le falta para encontrar de
nuevo a Dios en un universo revestido de un valor sa­
grado, en el cual todas las partes se religan orgánicamente
las unas a las otras porque depende de Dios en su ser
mismo. Semejante espontaneidad no supone nada a sus
ojos de ((científico» : es hasta peligrosa, fetichista, pan-
teísta» naturalista. Compromete lo sobrenatural.
El cristiano progresista im puede ya recuperar en una
experiencia viva esa finalidad de la criatura que muchos
paganos poseían. Para hablar el lenguaje tomista, no ve
ya que la Gracia dirige sus actos sobrenaturales suaviter
ei prompte, del mismo modo como la forma substantialis
regula sus actos naturales. No percibe ya la analogía que
222 M A R C E L D E C O R TE

Santo Tomás discierne entre la creación y la infusión de


la Gracia. No tiene ya «potencia obedencial», está de
provisto de esa soberana plasticidad de la vida cok
bajo el influx divino porque la vida muere en él, EfiMil
siglo de las luces, ¿cómo se atrevería aún a afirmar
presencia de Dios en la naturaleza y en la historia cua:
do los hombres desintegran la materia y están bastani
provistos de medios técnicos para inclinar a su gusto el
curso de los acontecimientos ?
Pues el nudo está ahí en definitiva : el temor secreto
del «se» disfrazado en audacia, el miedo de no «estar
al día» o de no «ser de su tiempo», enmascarado en nue­
vo esplendor de la Iglesia; la fobia a lo denso, la huida
en lo superficial, la pérdida del sentido de la presencia
concreta de Dios y sü transformación en una entidad abs­
tracta cuidadosamente cerrada en el alvéolo del espíritu,
el descenso de la personalidad, el mimetismo. Es así como
el eristianismo, cediendo a la civilización que le ahoga,
se acostumbra a vivir, Dios en espíritu, en el rincón más
invisible de su alma, abandonando lo demás a una racio­
nalización intensiva. Desconoce que lo espiritual es él
mismo carnal y se deja invadir por esa descomposición
absoluta del espíritu que es el espíritu laico.
¿ Hay que extrañarse, pues, que los hábitos cristianos
se laicisen cada vez más bajo la presión del racionalismo
y de la rotura que opera en el ser humano ? «¿Cuál es el
mayor elogio —escribía hace poco Etienne Gilson— que
muchos de entre nosotros puedan esperar? El mayor que
les da el mundo : es un católico, pero lo es verdadera­
mente bien ; no se creería que lo es. ¿No es exactamente
lo contrario que habría que desear ? No católicos que
llevan su fe como un lazo de cintas en su sombrero,
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 2 23

sino que hagan pasar de tal manera el catolicismo en su


vida y en su trabajo diario que el incrédulo llegue a pre­
guntarse qué fuerza secreta anima esa obra y esa vida, y
que habiéndola descubierto, se diga al contrario : es un
hombre de bien, y ahora sé por qué lo e s : porque es
católico.»
CONCLUSION

Llegado al fin de este estudio uno se encuentra aplas­


tado por el horizonte del porvenir que se astriñe inexora­
blemente. De todas partes las preguntas surgen, no tenien­
do más que una respuesta: el progreso de desvitalización
se prosigue sin parar. A partir de cierta disminución
de su substancia vital, a partir de un cierto grado de
desarraigo, el hombre no es ya susceptible de un solo
tipo de explicación : la casualidad física y su determinis-
tno estadístico. Los imprevisibles saltos de la vida están
excluidos. El pacto original entre el hombre y el mundo
ha sido denunciado : las consecuencias se deducen de ello
tan precisas como una continuación de teoremas. El ciclo
de una civilización se acaba y otro empieza ya que nada
deja discernir, pues los engendramientos de civilizaciones
son parecidos a los de los hombres: se disimulan en la
matriz de la historia antes de nacer a plena luz.
Es, pues, inútil preguntarse lo que serán los «valores»
y nuestras «conquistas» modernas: lo temporal es que­
bradizo y todo lo que nace un día es condenado a morir
otro. Estamos todos en la situación del viejo que sabe
8
226 MARCEL DE CORTE

que va a morir y que no puede persuadirse de ello : nos


cogemos como él a las vanas razones de ser de nuestra
existencia en el tiempo, como si pudieran prolongar nues­
tra vida, y descuidamos ciegamente lo que jamás podrá
desaparecer. Para las civilizaciones, como para la mayoría
de los hombres en su declive, lo accesorio toma el lugar
de lo esencial: técnica y libertad hoy, honor y fe jurada
ayer, tienen la importancia inigualable de un vaso de
porcelana sobre un mueble, de una fotografía amarillen­
ta, de un recuerdo obsesionante, c Qué quedará de ello}
¿ Mucho ? c Poco ? c Nada ? El porvenir está mudo.
Eso no tiene, por otra parte, ninguna importancia. ¿En­
tonces es menester volverse hacia «el hombre nuevo», ha­
cia «el nuevo orden», a toda costa? Helos ahí cómo se
presentan: ese espectáculo no engaña. Sus rasgos son
groseros aún, signo indudable de su afinamiento futuro.
Han sufrido en los limbos o en los infiernos de la historia.
Porque son nuevos y porque han sufrido son inocentes.
Un movimiento que no se puede reprimir les empuja en
la escena del mundo : sacuden y mueven la herencia de
los siglos, pero su ardor juvenil lo enderezará.
Hay que responder : ¿ qué sabemos de ello ?, lo nuevo
no es más que muy frecuentemente lo viejo acicalado,
Lo nuevo demasiado visible no es jamás lo nuevo que
dura y que promueve lo eterno. Porque se ve demasiado
todos se precipitan a su encuentro y el rebaño masivo le
hace bascular del lado de la fuerza bruta. La novedad
toma así el carácter de una pesantez física que arrastra
y desequilibra el mundo sin el menor retoño de vitalidad.
El mimetismo de lo nuevo y de lo vistoso es un fenómeno
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 227
bien conocido que conserva, sin que la savia afluya a él,
una energía desfalleciente.
Contra ese conservadurismo de lo nuevo, peor aún que
el conservadurismo de lo caducado, importa resistir con la
seguridad alegre y calma del guerrero que no verá la vic­
toria. La tragedia de nuestro tiempo es en efecto lo in­
mediato. Para los adoradores del progreso como para los
adoradores del pasado, el triunfo sensible y consciente es
un consuelo necesario : sin él se abandonan a la corrien­
te de un destino que les deshumaniza y transporta en lo
imaginario. Tienen necesidad de ver su sueño extendido
en la tierra en seguida, por miedo que su mentira, que
presienten oscuramente, no se convierta en una realidad.
Pero el sueño que da la ilusión más aguda de lo real se
llama pesadilla.
Los hombres de hoy deben rechazar la tentación de lo
inmediato no solamente porque la muerte y el nacimiento
de una civilización rebasan la duración de la vida huma­
na, sino por una razón más profunda y, si hay que de­
cirlo, metafísica: en otros términos, oculta, discreta, infi­
nitesimal. Sobre el plano de una civilización naciente lo
inmediato no es jamás metafísico : se ofrece a los ojos
como una imagen gigantesca, imperiosa, fascinadora, sin
la cual el hombre no podría jamás ser salvado. Los
cuadros viejos de la existencia crujen. Nada sostiene ya
en apariencia a la humanidad más que el deseo de esca­
par a la angustia de su hundimiento y a sus consecuencias
materiales. Los que contribuyen a dislocarlos, los que
absorben su substancia, los que los ignoran, están en la
misma situación: la existencia material está en juego. La
obsesión aumenta a medida que los artificios —materiales
ellos también— intervienen para eliminarla. La existencia
228 M A R C E L DE C O R T E

humana se reabsorbe enteramente en una imagen física


tanto más atrayente como parece en adelante posible de
obrar sobre ella con facilidad por medios físicos apropia­
dos. La novedad surge, a su vez, bajo el mismo aspecto,
inscribiendo su rasgo en la misma imagen en que el hom­
bre se reconoce. La potencia de ilusión es tan grande
que el pensamiento mismo rede a ella en tanto que pensa­
miento y rechaza su estatuto metafísico encamado.
Sin embargo, una sola cosa permanece bajo la forma
de un infinitamente pequeño metafísico, de una monada
leibnitziana sin puerta ni ventana» de un grano de jenabe
escondido en lo más profundo del alma : la relación inva­
riable del hombre al mundo que funda toda civilización.
Que el hombre se eleve o empequeñezca a través de
esa civilización que comienza, la relación subsiste y ella
sola es necesaria en tanto que relación inalterable, inde­
pendientemente del contenido cuantitativo de sus térmi­
nos. Nada la descubre ni traduce en fórmula. No es
apresable más que en él pensamiento que la vive en­
carnándola en el comportamiento diario del hombre. Si
se quisiera expresarla a: toda fuerza habría que recurrir
a la medida, a la armonía y al equilibrio griegos. Entre el
hombre y el mundo, un nada, un infinitamente pequeño,
inmóvil y vibrante, establece el astil de la balanza en la
.pura dimensión de la verticalidad. Como los griegos lo
han demostrado aún, la armonía es imposible sin una es­
pecie de igualdad de amor extremadamente misteriosa
entre el hombre y el mundo, entre el mundo y el hom­
bre, sin la presencia en ellos de una chispa divina : «todo
está lleno de dioses». Sólo el pensamiento cósmico al
cual participan puede impedir el orgullo humano de do­
minar el mundo y la pesantez mundana de aplastar el
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 229

hombre. L o infinitamente p e q u eñ o mefcafísíco es ese pac­


to original entre los dos componentes de la civilización
que anula su desequilibrio posible colocando el mismo
peso divino en los platos de la balanza. Como realidad
profunda, es imposible de expresarla de otro modo que
por símbolos, y la desaparición total del pensamiento
simbólico en nuestro tiempo, desfigurado por los slogans,
hace difícil esa empresa.
Es sobre ese elemento metafísico infinitesimal que se
edificará la civilización que debemos preparar. Significa
que las actividades y los hombres en apariencia más dé­
biles, los más próximos de su naturaleza, tendrán un
papel capital a representar en esa obra de largo aliento :
el espíritu religioso de una parte, la élite de otra, es de­
cir —para emplear las solas palabras que disponemos-—,
la ((nobleza» y el «clero» ; aquélla que se encarna en el ser,
éste que lo transfigura por la contemplación, ejercerán
una influencia que nuestra ceguera subestima. Entre todos
los problemas que presenta una civilización que se prepa­
ra a través de las ruinas de la que la precede los conside­
ramos como esenciales. Ninguna civilización verdadera
se ha pasado, por otra parte, de religión y de élites. La
una como acto, las otras como actores, son los deposi­
tarios del sillar, del grano de arena vivo que sostiene toda
fundación.

# *

CCómo, pues, encontrar la «fuerza secreta», de la cual


hablaba Etienne Gilson, que el cristianismo ha induda­
blemente perdido a los ojos de la mayoría de los hom­
bres? c Es posible aún encontrarla ? Parece que el cris­
230 •M A R C E L D E C O R TE

tianismo esté condenado a retroceder —temporalmente


ya que tiene las promesas de la vida eterna— . Asisti­
mos al ascenso de un nuevo paganismo» infinitamente más
peligroso, más virulento que el viejo» que d e sn a tu ra liz a
el espíritu religioso orientándolo hacia la idolatría del
hombre. Toda especie es ciecimiento hacia arriba por
ínfima que sea. El cristianismo ha venido a realzar esa
tendencia sin cesar descendiente. Después de Jesucristo
no le es permitido descender sin caer por debajo de su
p.cp:c i._v o,. íNü Lene más que una salida : la ascensión.
Una cosa es el paganismo antes de Jesucristo, prepara­
ción informe de la Buena Nueva, como lo testimonia el
alma de Virgilio ; otra cosa el paganismo después de Je­
sucristo, corrupción simultánea de la especie y del Men­
saje evangélico, como lo atestiguan las doctrinas actuales
de salvación ideológica. El primero era una ascensión; el
segundo es una caída.
Cuando se considera el problema en su conjunto hay
que confesar que ninguna respuesta es posible : nuestra
acción, por auténticamente cristiana que sea, no puede
traducirse sobre el todo. Es la totalidad de la existencia hu­
mana que se encuentra hoy conmovida. La existencia
cristiana está ligada completamente a esa e xisten cia
humana y sufre de ello la repercusión inevitable. Sólo
Dios puede accionar sobre el todo.
Importa, pues, circunscribir el problema y traducirlo
a una medida que nos sea accesible. Es manifiestamente
vano querer colocarse por encima del mundo agrietado
en la situación privilegiada de un Dios contemplador dei
universo y de sus peripecias. El cristiano está en ese mun­
do que se disuelve. Debe tenerlo en cuenta. Desde enton­
ces ligar la suerte y la acción del cristianismo al porvenir
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 231

de una civilización que está en trance de morir nos pa­


rece el más grave error que puede cometer el cristiano.
Cuando oímos decir a nuestro alrededor que sólo el cris­
tianismo es capaz de salvar la civilización, no cedamos
a la voz de las sirenas : e s a civilización está condenada
porque ha separado el espíritu y la vida, porque se ha
desviado de Dios desviándose de la vida» porque macera
en la certeza espantosa que «Dios es muerto». La incli­
nación a lo vasto» a lo holgado, que suscitan en las almas
las ideologías, no es más que la tentación intensa y rui­
nosa del suicidio. El cristianismo no h a impedido el hun­
dimiento de la civilización, antigua aun después del edicto
de Constantino que permitió a los cristianos ocupar los
puestos más importantes del Imperio.
S eñ ale m o s, por otra parte, que el cristianismo se en­
cuentra en un a situación infinitam ente más difícil que en
la época de la invasión horizontal de los bárbaros en los
primeros siglos de su expansión, Los bárbaros que inva­
dieron el O ccidente poseían una vitalidad potente, de la
cual los bárbaros v e rtic ale s actuales están bien d esp rov is­
tos. E ran h om bres terriblem ente encarn ados, cu y a vida
d esb o rd an te lle v a b a en su s olas el frágil esquife del e sp í­
ritu. Si el espíritu d e unos z o zo b rab a, el d e los otros con ­
tin uaba flotando. Ja m á s fra c a sa b a en seco. B a sta b a al
cristianism o calm ar y d i s c i p l i n a r la vida, com o Je su ­
cristo el m ar d e se n c a d e n a d o . U n a continuidad se e sta ­
b lecía entre los ab ism os de lo real, el océan o, el b ajel
y el p ab e lló n de la G racia. E s a tare a era relativam ente
fácil. N o suced e lo m ism o hoy. P u esto en p resen cia de
b árb aro s d e un nuevo gén ero, en quienes el espíritu s e p a ­
rad o de la vid a no com unica y a con lo real, el cristianism o
se m anifiesta im potente. U n a solución de continuidad es
232 MARCEL DE CORTE

trazada entre la naturaleza humana y la Gracia. La natu­


raleza humana misma se desune. El cristianismo no to
ya al hombre . moderno porque no puede alcanzar más
que a un ser encamado. No puede ya emprender la con·
quista de hombres en quienes la naturaleza humana está
en trance de desaparecer bajo el empuje de una desencar­
nación que se acentúa de día en día. El fracaso de la
recristianización de la burguesía y de las masas por la
acción católica se explica por ahí : gratta naturam supponit.
Contra eso la espiritualidad cristiana más ardiente no pue­
de nada : Dios no se dirige más que al hombre con­
creto . Una vez más aún, el cristianismo ha evangelizado
ia burguesía romana decadente y las masas del Imperio ?
Ha sido escuchado por aquéllos que a título personal
habían guardado bastante vitalidad y espiritualidad hu­
manas para presentir a través de su imploración la tras­
cendencia de Dios.
Es, pues, desde el primer momento, en el orden cro­
nológico coincidente con el orden ontologico, lo que condu­
ce a una restauración de todas las formas de vida que favo­
recen la eclosión del hombre concreto que debe orientarse
el cristianismo de mañana : es demasiado evidente que
el amor sobrenatural no salva lo natural cuando éste está
ausente. Y el hombre cuyo espíritu se encarna en la vida
—y se muestra así capaz de percibir la trascendencia—
nace en condiciones bien determinadas que el estudio his­
tórico de los pueblos y civilizaciones revela experimental­
mente. Estimamos a ese respecto que la suerte del cris­
tianismo depende de una vuelta a las tradiciones sociales
que se encuentran en el origen de todas las civilizaciones.
La existencia de grupos relativamente restringidos, en
los cuales los miembros están ligados orgánicamente los
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 2 33

unos a los otros y que favorecen, haciéndola sensible, la


presencia concreta del prójimo, es in d isp e n sa b le al
desarrollo del instinto religioso : amando al prójimo que
ve, el hombre amará a Dios que no ve. En esas comu­
nidades de la vida diaria: familia, empresa profesión,
parroquia, región, patria, los hombres se unen de una
manera viva porque coinciden en finalidades que les re­
basan, que ellos no han creado pero que les sujetan.
Esas finalidades les llevan hacia otro y acrecientan en
ellos el sentimiento fundamental del coesse. A ese tí­
tulo, la familia constituye la estructura social mas favo­
rable al nacimiento de la intuición religiosa. Por los cam­
bios constantes que provoca, por la jerarquía que forma
su eje, es la imagen misma de la relación que une la
creación y el Creador. No es por azar que todas las re­
ligiones llaman Dios Padre y que la Iglesia es dicha la
Madre de los fieles. No es por azar que las otras institu­
ciones sociales donde un cierto grado de intimidad ha
aparecido entre ios hombres han sido en otro tiempo cal­
cadas sobre ese modelo. La recíproca es igualmente ver­
dad : en la medida en que esas comunidades de la vida
diaria han sido abandonadas, el sentimiento religioso se
ha desflorado en todas partes.
Importa, de una parte, que los cristianos de hoy se des­
embaracen de la obsesión de lo colectivo que les fami­
liariza, a la cual ceden muy frecuentemente bajo la pre­
sión de una economía que yuxtapone los hombres sin
reunirlos. Colocarse al remolque de potentes ideologías
económicas de nuestro tiempo; querer conquistarles por
un amor sobrenatural privado de su fin que ellas amputan :
el prójimo concreto; estimar que el mundo evoluciona
hacia un espíritu de justicia y de fraternidad que asegu­
234 M ARCEL DE CORTE

rará en él la cohesión sin fundarla sobre las estructuras soL


cíales elementales, es propiamente mixtificar el cristianismo.
Sin duda el colectivismo pretende instaurar sobre la tierra
un bien puro de todo· lodo y proseguir, rebasándola, la
tarea emprendida por: la religión cristiana. Pero el bien
imaginario y abstracto no es otra cosa que el mal real.
Realizándose, el colectivismo estiriliza el bien efectivo in-
extricableíñente mezclado de imperfecciones diversas en
el seno de las comunidades tutelares. Si mata el mal, eli­
mina al mismo tiempo el bien. Toma así el aspecto de
un absoluto cambiado que arrastra al hombre en su mal­
dición. Hay que consentir aquí al mal relativo sabiendo
que el amor del Bien absoluto y de un Dios personal pue­
de sólo reducirlo y al extremo hacerle desaparecer. Partir
de la «tabla rasa)) es condenarse a no partir nunca, es
aniquilar bajo la masa del «grueso animal)) lo infinitamen­
te pequeño metafísico que protegen las relaciones más
simples entre el hombre y sus semejantes, entre el hom­
bre y el mundo.
De otra parte, el cristianismo mismo no se mantendrá
en los remolinos tempestuosos del presente y del porve­
nir más que si se coge, con una energía apasionada, a
las realidades infinitesimales que la corrupción del siglo
lio alcanza y que han recibido como él las promesas de
la eternidad. Nada sería más nefasto al cristianismo que
adaptarse al «movimiento de la historia)), como se siente
tentado de ello a cada instante, pues el movimiento de
la historia, siendo cíclico, lo arrastraría en el círculo infer­
nal de muertes y de renacimientos. Se imagina desde lue­
go lo que sería el cristianismo si hubiese seguido la curva
de la civilización romana decadente. Con una intuición
infalible que indicaba su vitalidad, se entregó, al contrario,
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 235

a todo lo que despreciaba esa civilización en trance de


morir; se apartó sin temor del «grueso animal)) ateo y ma­
terialista de la Roma Imperial; lia sido resueltamente
«antimoderno)); se arraigó en el hombre concreto, en lo
más profundo de su estructura eterna, más allá de su de­
venir histórico que disipaba en él las últimas reservas y
las condenaba a la muerte; ha mantenido contra viento y
marea el sentimiento del límite humano; se levantó contra
todo lo que desarraiga el hombre y le somete a la influen­
cia del tiempo ; ha salvado ese infinitamente pequeño que
es el hombre individual, con su alma, su cuerpo, sus cuer­
pos superiores, su medio humano de existencia, sus me-
taxu: hogar, familia, patria, tradiciones eternas, sin pre­
ocuparse de la salvación del pueblo, de la nación, de la
raza, de la clase o de la humanidad. El solo valor histó­
rico que haya contado a sus ojos es el pasado, no en
tanto que pasado, sino en tanto que intemporal, en tanto
que recuerdo duradero de un elemento eterno que trans­
portado por la tradición y sin cesar revigorizado en el
presente, en tanto que escapando a lo que será y a su
ciclo. Pues lo infinitamente pequeño que lleva la carrera
del tiempo es eterno : trasciende toda la historia por su
alma, principio de su vida. Es ahí que el cristianismo lo
ha asido siempre a la juntura del alma y del cuerpo, en
el lugar preciso donde el alma se encarna en la realidad
del mundo que ella vivifica, a la articulación de la relación
fundamental que el hombre sostiene con el universo y
que constituye el eje permanente de toda civilización. El
hombre entra en el mundo para vivir en él las leyes y la
rigurosa necesidad. Por tenue que sea esa relación el cris­
tianismo hará del hombre que la vive un cristiano injer­
tando sobre su eternidad la eternidad de la Gracia. Pero
236 MARGEL DE CORTE

hay que descubrirla bajo el montón de falsas imágenes


que el hombre forja sin cesar de el mismo para liberarse
de ella y que hoy se acrecienta desmesuradamente. Desdas
que el cristianismo la toca, el injerto triunfa porque
relación discreta, oscurecida y muy frecuentemente aplas­
tada, transporta una savia auténtica. Al mismo tiempo el
cristianismo la fortifica. Para tomar un ejemplo visible
hoy, a pesar de las deformaciones que la abaten, se
podrá ver dentro de algunas d é c a d a s que la familia
—relación fundamental del hombre al hombre— habrá
sido salvada por el cristianismo porque los cristianos solos
habrán observado las leyes naturales de crecimiento y de
expansión exentas de cálculo y de artificios.
Pero eso exige en nuestra época un verdadero heroís­
mo. Ser n atu ral supone hoy más que nunca una perso­
nalidad fuerte, y una personalidad fuerte supone, a'su vez,
la integración completa del espíritu en la vida. Al extremo
la personalidad suprema es el mártir, el ser más encar­
nado : hasta la última gota de sangre. Esa tarea, eri­
zada ya de dificultades en el plano familiar, es más difícil
aún en los otros dominios de la vida social permanente.
Será menester, sin embargo, llevarla a cabo. Serán me­
nester en todas partes hombres ejemplares que se compro­
metan. Sobre nuestras espaldas, sobre las espaldas de las
generaciones que nos siguen, descansa ya el aplastante
peso de la Naturaleza y de la Gracia desnudas, ofrecidas
sin protección —salvo la de Dios— a todos los asaltos de
una civilización mecanizada. Esa fidelidad en lo eterno,
en la Naturaleza y en la Gracia preparará la eclosión de
una civilización y de una cristiandad nuevas.
No creemos, sin embargo, que el cristiano moderno
pueda recuperar su ((fuerza secreta)) sin una inmensa efu­
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 237

sión de la Gracia sobrenatural. La naturaleza humana ha


caído tan bajo que está desmantelada en sus fundamentos,
a tal punto que es menester reconstruirla completamente.
Nos hemos vuelto tan débiles, que hoy y a una profundi­
dad jamás alcanzada, no podemos hacer nada sin Dios.
Todo ocurre como si la naturaleza debiera ser en princi­
pio totalmente reconstruida por la Gracia : Dios debe en
principio galvanizar nuestra vitalidad desfalleciente antes
de izarla en la cumbre.
A ese respecto la elevada y noble figura de Santa Teresa
de Jesús nos impone una dirección. No es en ningún modo
faltar al respeto1a la santa de nuestro tiempo el constatar
hasta qué punto el terreno donde germinaron tantas vir­
tudes se presentaba con todas las apariencias de la fragi­
lidad. Es d e m asiad o claro que su temperamento, en
comparación con el de una Santa Teresa de Avila por ejem­
plo, aparece a primera vista como hipovital y casi desen­
carnado. Y no obstante bajo esa superficie la Historia de
un alma nos revela la existencia de un ser de una es­
pontaneidad moral, de una fuerza y de una luz que se
imponen por su natural. Hay que hacer un esfuerzo, a
veces considerable, para romper esa facilidad de gracia
un poco ficticia, esas guirnaldas de «rosas», es ornato
pueril y artificial del cual se rodea el mensaje robusto san-
juanista de la santa. Creemos está precisamente ahí el
sentido profundo, conmovedor, del llamamiento que lanza
a nuestra época la humilde carmelita de Lisieux y de la
doctrina de la «Pequeña Vía» que se encuentra conte­
nida en é l : Dios se ha servido de un ser de apariencia
frágil, idéntico por todos sus aspectos exteriores a los po­
bres humanos desvitalizados que nos hemos vuelto, para
proponernos esa vuelta y ese «peregrinaje a las fuentes))
238 MARCEL DE CORTE

naturales y sobrenaturales de nuestra resurrección. Para


nuestra humanidad desquiciada y vacilante Dios ha sus­
citado un tipo de santidad, un valor ejemplar que parti­
cipará en apariencia a los defectos de su época y le en­
señará la manera de triunfar en ella.
Cada tiempo tiene: en efecto los santos que correspon­
den providencialmente a sus propias exigencias: las es­
pantosas maceraciones de los Padres del· Desierto, la fi­
delidad en las pequeñas cosas de Santa Teresa de Jesús,
son enseñanzas que introducen lo eterno en lo temporal
apropiado. La historia de la sañtidad y la historia de la
manera de la cual el hombre tiene necesidad de Dios son
rigurosamente simétricas. Entre la plétora vital capaz de
soportar atléticamente la disciplina ascética de antes y la
declaración de Santa Teresa: «No es necesario llevar a
cabo obras brillantes, sino más bien ocultarse a los ojos
de los demás y de sí mismo», no hay la menor contradic­
ción. Hay simplemente adaptación a la evolución de la
humanidad de un idéntico llamamiento. La naturaleza
exuberante de otro tiempo tenía necesidad de ser seve­
ramente podada; la naturaleza anémica de nuestros con­
temporáneos exige ser revigorizada sin cesar hasta su ori­
gen. Dios se dirige a seres concretos, a hombres en carne
y hueso que se sitúan en una época determinada de la his­
toria, y si exige de nosotros el mismo desprendimiento,
no lo hace en todas partes y siempre de la misma manera.
Es siempre una ley psicológica constante, cuya eviden­
cia se impone, que la Gracia tiene necesidad de una na­
turaleza capaz de so p o rtar el peso del Cielo. Santa
Teresa de jesús enseña a nuestros contemporáneos a reha­
cer su naturaleza y a reconstituir sus energías, a cubrir
todas las brechas abiertas en ellos por la desvitalización.
E N SA Y O S O B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 239
Su aparente debilidad, donde se recoge secretamente un
núcleo de fuerza incomparable, pone exactamente Dios al
nivel de los hombres de hoy : ai Dónde estaría vuestro
mérito si era menester que combatierais y lo hacíais so­
lamente cuando os sintierais con ánimos ? Q ué im porta que
no los tengáis p a ra que hicierais com o que los teníais.))
Por ello la recuperación de la vitalidad y de lo natural
en la humanidad contemporánea está indisolublemente
ligada a la práctica de la conducta teresiana. No es per­
siguiendo en principio un ideal inaccesible de moralidad
universal, soñando a no sé qué quimera internacional,
proponiendo al mundo una panacea extraída a golpes
de abstracciones, de una naturaleza y de un derecho
humanos quintaesenciados en fórmulas, que llegaremos
a reconstruir el edificio d e sp lo m a d o de la ética. La
razón de ello es simple, aunque sistemáticamente desco­
nocida : no solamente no se empieza por el fin, no se
pone un tejado en las nubes, sino que no se llega a lo
universal, a lo que vale en todas partes y siempre, más
que en la medida en que la naturaleza concreta del hom­
bre habrá sido elevada a un número suficiente de ejempla­
res. Hay que empezar por el principio, cimentar sólidas
fundaciones, rehacer las raíces. He ahí la única garantía
del porvenir y de una eventual ascensión del espíritu que
no sea una evasión fuera de lo real, cayendo de nuevo
con todo su peso en una vida mecanizada para mecanizar­
la más. Quz fidelis est in m ínim o et in m ajori jidelis est.
Nuestra vitalidad ruinosa, nuestra naturaleza humana
que se disgrega y cuyos elementos liberados se atrofian
y se endurecen en una implacable lucha mutua, tienen
necesidad de ser reparados pieza a pieza con una increí­
ble paciencia : a ras de tierra, bajo tierra mismo y hasta
240 MARCEL DE CORTE

en lo inconsciente de los reflejos psíquicos desacordes.


La tarea será larga y Santa Teresa de Jesús, por su
ejemplo personal y bajo la inspiración divina que la puso
en la Pequeña Vía, nos designa la dirección donde debe
en adelante manifestarse nuestra’ actividad en la noche de
esa nueva Edad Media —señalada no por el exceso de
fuerza, sino por el exceso de debilidad— que tenemos
que atravesar.
L a lección de la pequeña Santa Teresa nos parece aún
más pertinente sobre otro punto. Nos enseña la humildad
y sin la menor paradoja, lo que Nietzsche. el profeta,
llama la vuelta a la tierra, glorificada por el canto del
Salmista: vertías de ierra orta &st. Tomar de nuevo con­
tacto con el humus fecundo de lo que subsiste de natural
en nosotros, hacer crecer la planta humana en ese lugar
propicio y no en los invernaderos de un racionalismo
cualquiera, construidos a grandes precios para la venta
de flores cortadas, tal es la significación de la humildad
teresiana. Sin duda esa humildad tiende a un cierto as­
cetismo, a la compresión de nuestras facultades embria­
gadas de su perfección, no obstante, relativa. Pero ella
consiste ante todo en el reconocimiento vivido de lo que
es, en una exacta valuación y medida de la persona. No
es una humildad que pretenda podar un crecimiento exu­
berante del ser o regularizar un desbordamiento de savia,
sino una humanidad existencial que aúna adecuadamen­
te los contornos de nuestro ser, que soporta paciente­
mente los límites concretos de nuestra propia realidad,
que rechaza de escapar en lo vacío del no-ser y que des­
de entonces, como todo lo que es, se dilata en gozo.
Ahí aún el método de la Pequeña Vía es soberano, c En
qué consiste sino en llevar constantemente la persona a
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 241
su c a p a c id a d real de ser, por un control minucioso y de
alguna manera permanente, no de ((aspiraciones)) nobles
y trascendentes que pueden ser el disfraz de la pobre­
za, sino de los m ú ltip les actos de los cuales la vida
diaria .está tejida? Esa especie de glorificación de lo tri­
vial real} de nuestra pobre actividad terrestre diaria, pone
al desnudo la eternidad que la ilumina. Ese retorno a lo
elemental es una ascensión a la personalidad autén tica .
Todo ocurre como si la santa hubiese intuitivamente per­
cibido la importancia esencial del desenvolvimiento em­
brionario de la existencia en la atmósfera en que vivimos,
la urgencia de proteger ese pequeño germen de vida real
que poseemos todos y que la desencarnación peligra siem­
pre de estirilizar.
Santa Teresa ha discernido con una extraordinaria agu­
deza psicológica que la reconstrucción de la persona hu­
mana no podrá hacerse en plenitud y en verdad más que
en la humilde necesidad tenestre cotidiana. Consejo a
las ((personalidades» de todas calidades que obstruyen
las plazas públicas con sus lamentaciones y sus utopías.
Ahí descollan la libertad y la dignidad de la persona que
encanta el verbalismo de nuestros modernos reformado­
res. Pues si el hombre quiere salvar su libertad compro­
metida, esa libertad que le sirve para regentar el mun­
do y tiranizarse él mismo, es menester que recupere la
concepción sobre la cual han vivido sus antepasados y que
Santa Teresa ha magnificado : la libertad está en la acep­
tación de la necesidad de los límites del ser y no en su
destrucción. La enseñanza de Santa Teresa nos parece
aquí inagotable. En su homilía de la misa de canonización
de la Santa Pío XI lo había ya subrayado: «i Si esa
conducta de la infancia espiritual se generalizará, qué
242 M A R C EL -DE C O R TE

fácil sería la realización de la reforma de la sociedad hu­


mana que nos hemos propuesto desde el principio de
nuestro pontificado !» La sola «teología de la historia» que
no sea un calco de la filosofía marxista de la historia y
la expresión de un complejo de inferioridad ante ella, se
encuentra en esa enseñanza.
Toda la doctrina teresiana se resume en un realismo
integral que no pierde jamás el sentido del misterio y
de lo eterno, incluso en todo lo que existe, auténtica­
mente. Y ..nosotros tenemos necesidad de ese realismo
como el pan que comemos. Tenemos necesidad de vivir
a ras de tierra, en contacto con la ierra justissim a de
Virgilio, ..que- soporta el peso del cielo y se confunde con
él. Bien lejos de vivir demasiado a ras de tierra y ser
acechados por el minotauro del materialismo, bien lejos
de sufrir una carencia de idealismo, es lo contrario que
es verdad. No hacernos más que desconocer la emi­
nente dignidad de la materia; pretendemos sojuzgarla,
modificarla, transformarla, a pesar de su naturaleza con­
creta y en función de nuestra propia proyección, en un
absoluto demiárgico. La ley dei ^divide ut im peres juega
aquí de lleno. Por eso la desintegramos bajo pretexto
de liberar su energía, exactamente como descompone­
mos el hombre bajo p re te x to de redimir en él su
((libertad espiritual». Los elementos complementarios de
la naturaleza del ser se encuentran así dislocados en un
proceso analítico de una complejidad creciente, cuyo tér­
mino no puede ser ya más que el polvo de la muerte, y
queremos reunirlos desde fuera en un acto de síntesis
que es la obra de nuestra regencia sobre nosotros mismos
y sobre el universo; Semejante tentativa supone en toda
evidencia una desencamación creciente de las cosas y del
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 243

hombre, así como un desprecio total de su naturaleza.


Cuanto más el hombre se desprenderá de las necesidades
naturales para vivir «según el espíritu», más se ajustará
en el mecanismo sin. alma de una necesidad contra natura
que le asimile a un autómata.
Es inútil añadir que ese seudoespiritualisrno desenfre­
nado, cuyo origen maniqueo no es dudoso, es profunda­
mente hostil al cristianismo : vivir según ese «espíritu» es
rechazar de encamar el espíritu en la vida, es evadirse
de la tierra de los méritos y odiar el dogma central de
nuestra fe : la Encarnación. La obra esencial del hombre
aquí abajo es mantener el ímpetu nativo de su naturaleza
encarnada a cada instante de su existencia terrestre y ha­
cer pasar en todo su ser, en todos los actos y hasta la
medula de sus huesos, el espíritu que le anima. Santa Te­
resa ha traducido hasta las más pequeñas laíees de su
vida porque el hombre de hoy d eb e empezar por ahí el
drama de la Encamación. Nos demuestra cómo el ideal
auténtico y lo real, la teoría y la práctica, no son más que
uno. Nos señala cómo el menor gesto de la vida ordinaria
puede condensar en él, en su existencia efímera, toda la
luz descendiendo del cielo. Nos desvía también del orgu­
llo del espíritu, que de creerlo — ¡ el pobre !—, sería él
sólo digno de acoger la Divinidad. Ella liga la necesidad
humana, puro reflejo de Dios que la ha creado, a la ne­
cesidad divina.
Así la humilde pequeña hermana, desprovista de toda
calidad intelectual, pero provista por Dios de una percep­
ción incomparable, encuentra el diagnóstico de Nietzsche,
que fué a la vez y como ella, pero sobre un plano huma­
no, demasiado humano, inhumano, un decadente y lo con­
trario de un decadente : «Es menester no solamente sopor­
244 MARCEL DE CORTE

tar lo que es necesario... ; es menester también amarlo.»


((Todas las cuestiones de política, de orden social, de edu­
cación, Kan sido falseadas desde el origen porque se ha
enseñando a despreciar las ’ pequeñas’5 cosas, quiero decir
los asuntos fundamentales de la vida.»
Sobre ese fundamento infinitesimal y en la superabun­
dancia de la Gracia, los hombres de mañana reconstrui­
rán la nueva civilización.
* *

No hay civilización sin jerarquía} sin un «influx» religioso


y sagrado que emana de ciertos hombres, encarnando su
relación orgánica en su actitud cotidiana. Nuestra época,
nivelada por las ideologías abstractas, no escapa a esa
ley : por encima de los hombres desvitalizados y que se
asemejan cada vez más, planea el d esp o tism o de las
ideas maniobradas por ((organizadores» seleccionados. La
muerte supone también una jerarquía. Tiene su nobleza :
los técnicos de la máquina social y su clero : los doctri­
narios, filósofos y teólogos de la humanidad.
Pero el diablo mismo lleva piedra. La experiencia de
dos siglos prueba suficientemente que es imposible lu­
char del exterior contra una civilización que se abstrae
de la vida sin ser inmediatamente contaminada por ella,
Todo remedio externo contribuye a la extensión de la en­
fermedad hundiéndola profundamente en los órganos.
Está demasiado claro, por ejemplo, que las tentativas de
hacer fracasar los productos secundarios de la civilización
actual : democracia política, fascismo y comunismo, que
derivan de ella, se han saldado por un aumento de los
males que se pretendía extirpar. Después de haber ven­
E N S A Y O S O B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 245
cido al nacionalsocialismo, todos los países han afirmado
su victoria en su propio seno : un ídolo combatido por
otro asegura su longevidad. Ese principio se verifica, sin
una sola excepción, en todos los dominios de la vida ci­
vilizada. La evidencia se impone, pues, al menos a al­
gunos espíritus: es inútil esperar cualquier cosa que sea
de una «contracivilización» aún cristiana. Saquemos de
ello la consecuencia como en la parábola de la cizaña,
cuyo alcance no es solamente sobrenatural, es menester
esperar con una ardiente paciencia el fin de la cosecha.
En otros términos, se trata por el trigo de hundir sóli­
damente sus raíces en la tierra y elevar su tallo hacia el
cielo para no ser ahogado por la vegetación parásita. En
otros términos aún, la presión misma ejercida sobre los
hombres por la civilización declinante obliga a aquellos
que han guardado en su alma o en su consciente bastante
fuerza y vida para adherirse con vigor a la doble realidad
de abajo y de arriba, de la tierra y del cielo. Las simien­
tes que ellos llevan hará lo demás.
Llamamos a ésos las élites. La necesidad que soportan
sin desfallecer les obliga a ser lo que son, sea por na­
turaleza o por gracia. Llegado el fin serán los únicos que
subsistirán porque habrán resistido. Habrán n^antenido la
relación fundamental del hombre al mundo por su vitali­
dad. Una vez más en el curso de los siglos el mal extremo
habrá engendrado un bien. Un nuevo ciclo empieza, con
sus promesas de grandeza y de miseria, alrededor de una
nueva aristocracia.
No nos es rifícil prever el proceso. La nobleza —ha­
blamos en futuro— se define por sus raíces; el clero, por
su ñor.
Es de esencia de la nobleza no poder discernirse de
246 M A R C E L D E CORTE

la personalidad misma que califica : forma cuerpo con el


ser donde se encarna, lo penetra y lo embebe hasta él·
fondo de él mismo. Nada menos sujeto a la división o a
la duplicidad del alma noble : odia pura y simplemente^
la mentira. En ese sentido pertenece enteramente al reino
vegetal transpuesto : 'Cuando el animal se disimula y el
hombre ordinario se muestra fértil en truhanerías, la plan­
ta sola se exhibe tal como es, sin la menor máscara, sin la
menor tendencia a decir: yo. El ser noble hace coincidir
en sí la afirmación neta de su persona y la negación total
del egoísmo. El desprecio de la muerte, común a todos
los tipos de aristócratas, subraya, por otra parte, esa apa­
rente antinomia. Por lo cual el alma noble supone siem­
pre también una especie de inocencia : como el árbol, es
radicalmente incapaz de torpeza y de felonía. Su rasgo
más visible se sujeta a ella : la fidelidad a las raíces de la
existencia y a las leyes del universo donde se alimentan,
elevándola por encima de los mortales en una vertical
vigorosa. El alma noble es esencialmente el alma derecha
que se pone en pie sobre su tronco y que prefiere la
muerte a la podredumbre de las raíces de las cuales ha
salido, a todo aparato de prótesis que reemplazaría a su
desfallecimiento : potius mori quam fcedari; ella sacrifica
la fortuna, el confort, la vida al honor de una rectitud
que no deba nada más que a ella misma y al sol de Dios.
Resulta de ello que la nobleza es inseparable de una cier­
ta rudeza exterior de carácter, al menos en su nacimiento,
destinada a protejer con su corteza la integridad, la indi­
visibilidad del ser. Resulta, en fin, que vida privada y
vida pública se confunden a su nivel: los reyes de Fran­
cia no lo ignoraban en modo alguno y desde el naci­
miento hasta la muerte vivían bajo los ojos de su pueblo.
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 2 47

No es lo mismo en lo que concierne al clero : su characicr


indelibilis puede recubrir la ausencia de personalidad, el
vicio y otras mil fallas. (¡Si el clérigo es entero, tanto
mejor!, entonces está en camino de santidad... o a la
inversa.) .Nos referimos con eso a un punto preciso, pro­
pio a la clericatura, a saber, que no hay nada más absur­
do que juzgar al cura por su vida privada. En un sentido,
cuanta más diferencia hay entre la vida pública y la vida
privada en el cura, o mejor, cuanto más grande es la ten­
sión que puede soportar entre las dos, más su carácter
sacerdotal indeleble se manifestará. No es la virtud que
hace al cura, sino muy exactamente el «manto)) sagrado
del cual va revestido : «el hábito)) hace rigurosamente al
monje, a condición que no esté sucio, agujereado, andra­
joso ; a condición que sea hierático. Una acción baja
mancha al noble, ningún vicio puede empañar al cura.
Pensamos actualmente lo contrarío, y es sin duda ese
uno de los signos más manifiestos de la decadencia de la
nobleza y del clero contemporáneos.
Pero si la personalidad entera, arraigada y vertical,
no constituye la esencia humana del clérigo, es indispen­
sable comprender que la unción santa requiere del cura
otras cualidades naturales que no tienen nada que ver
con la sangre, con la savia de las raíces, y que se con­
densan muy particularmente en el pensamiento cósmico,
en la intuición de la presencia universal de Dios. Es menes­
ter ante todo que ; cura tenga un temperamento con­
templativo. La clericatura tiene tan pocos puntos de con­
tacto con la nobleza, aunque no sea opuesta a ella, que
la Iglesia ha cogido sus curas en todas las clases sociales
con una percepción infalible.
Hemos olvidado, desgraciadamente, eso : lo esencial,
248 MARCEL DE CORTE

desde el ponto de vista de la naturaleza, aquello sin lo


cual el carácter sobrenatural indeleble del cura toma el
aspecto de una simple galvanoplastia : un cierto baño en
una cierta solución, una permanencia en una cámara de
ambientación, un adiestramiento del comportamiento...
Ese don natural de la contemplación no puede de nin­
guna manera ser -reemplazado por la virtud, por la moral
o por las costumbres. El cura puede tener las virtudes
éticas, es deseable que las posea; no es indispensable,
como no sea llamado a la santidad, que las cultive con
amplitud. Su misión exige ante todo de él las cualida­
des diano éticas: son éstas las que le hacen capaz para
difundir .la ..palabra·,.de Dios, porque adivina y contempla
ya por ellas la presencia de Dios en el ser. La paradoja
actual del clero se explica por eso : infinitamente más
virtuoso que antes, es también mucho menos conquista­
dor ; sus costumbres son incomparablemente más puras,
pero su abertura de compás espiritual es mucho menos
grande; su percepción para descubrir a Dios en todas
partes y hasta en la más humilde realidad, se extenúa y
canaliza según la orientación de sus virtudes éticas parti­
culares ; su potencia exigua de contemplación no le per­
mite apenas percibir a Dios más que en zonas restrin­
gidas del ser que entran entonces en conflicto con las
otras partes del universo y limitan su celo evangelizado!.
Todo ocurre como si el clero, aliado de la burguesía
ascendente, hubiese querido vencer con ella la nobleza
en su propio terreno y, como ella, aun ejercer su función
en la sociedad. Y nada es más difícil, si no contradicto­
rio, la misión del cura no siendo más que indirectamente
social: el noble está en el plano del más por sus virtudes
vitales ; el clérigo está en el plano de lo trascendente por
E N SA Y O S O B R E E L F IN D E N U E ST R A CIVILIZACION 249
sus virtudes espirituales. Por lo demás, no hay de ningún
modo sociedad sin potencia de transmisión, y el pensa­
miento gaje de la clericatura no puede transmitirse de
ninguna manera. Es lo que acentúa, por otra parte, el
absurdo natural del casamiento de los curas : Jesucristo no
habló de ello, tanto estaba sobrentendido. La interven­
ción efectiva y directa del cura en la vida social, cuando
su vocación misma le proyecta fuera de sus fundamentos
familiares y comunitarios, ha sido sin duda, y sigue sién­
dolo aún, uno de los más graves errores que la religión
haya cometido y el origen de confusiones inextricables
de las cuales se aprovechan sus adversarios: desprovisto
de raíces sociales profundas y —con excepción debida a
una santidad manifiesta— empobrecido de sus recursos
contemplativos, el cura, revuelto en el siglo, no puede ser
generalmente más que un demagogo o un dictador, fre­
cuentemente los dos a la vez. Mientras la nobleza es se­
dentaria y está fijada al suelo, la trascendencia del pen­
samiento contemplativo obliga al clérigo a la distancia, a
la discreción, que una vez desviadas y corrompidas se
cambian automáticamente en una especie de nomadismo
espiritual, en fingimientos, en palinodias, en habilidades
maniobreras donde la faz es salvada y la substancia per­
dida. Tal es el inmenso peligro que acecha continuamente
al cura: la ruptura con lo real bajo todas sus formas, hu­
manas o divinas; la brusca rotura del lazo tenue e invi­
sible, pero sólido, que transporta el pensamiento, le hace
llevar su flor y que la pesantez de la vida social rompe de
un solo golpe. La simiente de la flor cortada demasiado
pronto aborta siempre.
El lugar del noble y del cura en la civilización y en la
250 M A R C EL D E C O R TE

sociedad que se preparan, y que no pueden aparecer sin


su presencia, se precisa ahora en sus grandes líneas.
El noble auténtico tomará el lugar desertado por su
predecesor : será el mediador entre el hombre y lo real,
entre el hombre y sus semejantes. Todo ser humano debe
poder encontrar en él un ejemplo de arraigo y de encar­
nación. El noble verdadero es la forma del hombre, en el
sentido aristotélito de la palabra, su esencia terminada y
su fin. Su dominio es el de la acción. El verdadero cura
es el mediador entre la tierra y el cielo. Eso significa que
está ligado al uno y al otro y perpetuamente cuarteado
sobre la cruz. Está ligado al cielo por la gracia sacerdo­
tal ; a la tierra, por el pensamiento, no desencarnado,
pero altamente espiritualizado. Las dos tendencias le son
necesarias : si el cura no es atraído hacia abajo y hacia
arriba por la sobreelevación de la cruz, es menester de­
cirlo, no vale nada. Su dominio es el de la contemplación
en quien el ímpetu del espíritu anula la pesantez de la
naturaleza. Es, pues, insensato, en el sentido fuerte del
vocablo, concebir al cura como hombre de acción, como
hombre político, como diplomático o administrador. Si lo
es, es casi siempre en detrimento de su vocación huma­
na que le llama imperiosamente al pensamiento. El pen­
samiento del clérigo no se limita solamente al estudio, la
escolástica, la filosofía, ni aun la teología : es la sobreele­
vación de la experiencia cósmica y de la presencia uni­
versal del Creador en la criatura. Es precisamente esa
potencia contemplativa que le da el sentido visionario
de la realización : es un hecho que ios más grandes reali­
zadores, los que han marcado más profundamente el
mundo con su influencia, como Dios formando la crea­
ción, han sido contemplativos. Cuando el símbolo del
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 251

noble es la mano que coge y palpa lo reai el del cura es


el ojo que trasciende, domina e impone una dirección.
Mientras el espíritu aristocrático tiende a la purificación
del tacto y al máximo de flexibilidad, el espíritu clerical
debe llegar al máximo de lucidez y a la purificación del
pensamiento basta el desinterés absoluto. Por lo cual el
noble no puede ir más que en el sentido de la dimensión
creciente, capaz de alcanzar las más vastas superficies ;
el cura, en el sentido de la pequeñez y de la humildad.
El noble obra -modelando ; el cura obra únicamente como
un fermento ; el noble sostiene su peso —honor onus— ;
el cura registra con su mirada todos los pliegues de la pe­
santez terrestre.
Es igualmente la razón por la cual la moral aristocrá­
tica y la moral eclesiástica son diferentes. La primera está
enteramente dirigida contra el yo; es una ética de grupo,
constituida por la relación de los seres en contacto, por
el sentimiento del nosotros, por un destino común; es
conservadora y tradieionalista en ese sentido que conoce
las fórmulas ensayadas que mantienen la personalidad
contra la usura de lo contiguo y del tiempo : aun cuando
las raíces que la alimentan envejen, ese revestimiento
eminentemente social y personal persiste, parecido a la
corteza musgosa de un árbol secular que la muerte ya ba
socavado. Todo va aquí del interior hacia el exterior,
aun cuando el interior no es más que polvo. La segunda
es, por el contrario, autónoma, sin ser individualista. Se
puede decir que cada cura tiene su moral propia porque
es solo con su pensamiento ante Dios. Por una paradoja
extraña el yo que alcanza por sus solas fuerzas el pensa­
miento cósmico —pues la contemplación humana y a for-
252 M A R C E L DE C O R TE

tiori la que emana de la gracia divina, no se trasmiten


como no sea verbalmente— debe anularse para ser : debe
estar asumido y consumido por la Trascendencia a fin de
realizarse. Ese yo, que no es más que mirada, no puede
ver ni verse más que en la luz divina que lo oscurece. En
todas partes la cruz impone su marca ardiente sobre el com­
portamiento del clérigo. Todo aquí se interioriza, todo llega
a ser el yo, más profundamente que el yo mismo que se
abandona para ser sobre su rueda un yo universal, con­
tradictorio, lleno y vacío a la vez. De donde el enorme
peligro de psitacismo clerical que mima lo universal va­
ciándolo y el yo llenándolo de sí mismo. Desde ese punto
de vista no bay quizá hombre que esté más expuesto que
el cura a la simulación inconsciente o consciente. De donde
aún la nada del nosotros clerical. Si surge, es lo que es: un
nada de mala ley. La mayoría de reuniones de curas, los
conventos donde domina lo colectivo, etc., son ejemplos
de ello. De donde, en fin —que se excuse la expresión
vulgar, pero no hay otra—, ese «ten con ten» eclesiástico
que parodia la amplitud de lo universal, acogiendo con
libertad todas las opiniones y que fuerza el yo a un papel
de equilibrista. Es sin duda para reaccionar contra esos
males inherentes a la función sacerdotal que el dogma de
la infalibilidad del Soberano Pontífice, ejemplo primero
del que es solo delante Dios, ha sido proclamado.
La significación de la decadencia de las élites en el or­
den natural y en el sobrenatural se desprende de ese aná­
lisis. El fenómeno capital de nuestra civilización es la
pérdida del sentido de lo sagrado en las aélites)) mismas, y
por consecuencia, en la sociedad entera: el río que des­
ciende agotado de la montaña no irriga ya la plana. Con­
E N SA Y O S O B R E E L F IN D E N U E ST R A CIVILIZACION 253

viene aún subrayar con fuerza que no se trata en manera


alguna de la opinión o del sistema profesado por las
élites aristocráticas y eclesiásticas sobre el plano social o
religioso. Se trata de una actitud vivida delante del ser
universal, que transforma ese revestimiento en caparazón
artificial y mecánico o en órgano vivo de expresión, según
su ausencia o su presencia. Llamaríamos a gusto a esa ac­
titud concreta una piedad ante el misterio de la vida y del
espíritu, pero no una piedad cualquiera : una piedad que
se abre activamente al «influx» humano o divino y que
se inclina para recibirlo. Lo sagrado no se separa en la
civilización del respeto ante el orden del mundo, y por
decirlo así, de una genuflexión que subraya el carácter
religioso de la existencia humana, es decir (para evitar
aquí los equívocos confesionales que podrían enredar la
perspectiva), su relación «no conmutativa» al Absoluto
del cual deriva y que no puede en ningún sentido modi­
ficar. A un cierto nivel de profundidad el mundo no pue­
de ya ser cogido más que vn una especie de visión sacral
de su esencia intangible, en una especie de comunión
esotérica que constituye el privilegio y el «don divino»
de algunos cuyo papel es difundir a su alrededor, por el
prestigio y el ejemplo, el tesoro de su experiencia: el
privilegio no es para el privilegiado, es para otro.
i Por qué ello es así} La respuesta es evidente : el pri­
vilegio no resulta en ningún modo de una adquisición
cualquiera sobre el plano del haber, sino pura y simple­
mente de una capacidad innata de ser ; no es cualquier
cosa que se posee, sino cualquier cosa que se es. En otros
términos, es la relación vivida del hombre con lo sagrado.
El hombre que advierte que el universo supon e una
254 M A R C E L D E C O R TE

estructura que le es menester aunar por la vida o con­


templar por el espíritu, es el privilegiado ; comunica pri­
vadamente con las leyes del ser : son ellas que le hacen
lo que es.
La sumisión al orden profundo del universo, en el or­
den natural o sobrenatural, por la acción o la contempla­
ción, funda la aristocracia ; la aceptación de la necesidad
vital o espiritual constituye su base : nadie se armoniza
con el destino sin ser predestinado. La aristocracia de la
nobleza y del clero, tomada en ese sentido, es una lla­
mada continua a la existencia de lo sagrado, de lo tras­
cendente, de un orden ontologico del cual no puede se­
pararse sin interrumpir el acto de comunión que le liga
a él, sin hacer nacer la tentación de llevar sobre él por
esa suptura una mano profanadora. Quizá es menester
decir aún que esa rotura de la relación es el sacrilegio por
excelencia.
La rotura se ha producido en todas partes. Lo hemos
dicho extensamente y a ese respecto, la distinción que
tiende a acreditarse entre la forma sacrai y la forma pro­
fana de la civilización cristiana constituye un índice que
hay que tener presente. Podemos contemplar con nues­
tros ojos un fenómeno que no se ha producido más des­
pués de la caída del mundo antiguo : el envejecimiento
de las «élites» que desnaturaliza el pacto concluido entre
el hombre y el universo. El modelo de la vida activa y de
la vida contemplativa degenera y se transforma en cari­
catura. Las «élites» cansadas se consideran incapaces de
llevar a cabo su función : lo mismo que el individuo ex­
tenuado, su comportamiento evoluciona hacia la inercia o
hacia la agitación sin freno ni objeto ; sus rasgos se des­
E N S A Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 255

figuran, se esfuman o se exasperan. Esa doble tendencia


propia a la fatiga se encuentra de nuevo en la «burgue­
sía» parásita y en la «burguesía» del dinero, dueña de la
economía, que Kan reemplazado la vieja nobleza ya de­
cadente ; en el clero encerrado en la práctica de las vir­
tudes morales y en el clero atraído por el culto de la
técnica, de la acción y de las ciencias positivas, que lian
abandonado la vieja norma de la contemplación. El ins­
trumento, ordenado y desviado al fin, se escapa de las
manos del obrero que su labor extenúa y le impone su
propia ley. El dinero no es un auxiliar; la ciencia, sus
prolongaciones y sus posibilidades no son ya sirvientas.
Esta se vuelve anticósmica y profana el espíritu: aquél
se vuelve antivital y profana la vida. El medio que las
élites no retienen ya fuertemente, en vista de su fin, se
vulgariza y cae, en tanto que separado de su objeto, en
el dominio público, en el depósito de la vida y del espí­
ritu que son las fuentes populares y los envenena. Es la
vida, es el espíritu a buen precio, al alcance de todos con
su consecuencia, que el genio del poeta ha descubierto :

Yo soy todos, el enemigo misterioso de todo.

Pero no está ahí aún más que el aspecto exterior de


la perturbación que provoca la arteriosclerosis de las éli­
tes. El mal que causa su carencia en nuestra civilización
es infinitamente más grave, y también, i ay !. más desco­
nocido . Si se nos dieran prisas para definir concretamente
el papel de las élites vivientes, diríamos con gusto que
consiste en transformar por el ejemplo personal los males
inherentes a la condición humana (la guerra, el dolor, la
privación, etc.) en bienes superiores e impedir los bienes
256 MARCEL DE CORTE

(la fortuna, el lujo, el confort, el conocimiento, la técnica,


etcétera) de degenerar en males. La élite se sitúa esencial­
mente «más allá del bien y del mal» humanos que purifica
y regulariza. Pues todo el bien real proyecta sobre el pla­
no del destino terrestre la sombra de un mal correlativo ;
-todo mal real posee oculto e^ sus pliegues, indiscernible a
la común mirada, una chispa de bien ; el bien absoluto
no pertenece a ese-mundo y el mal absoluto no está más
que en un mundo vacío de toda relación, incapaz de ser
vivido. Bien y mal están ligados el uno al otro:

Como la vértebra está unida a la vértebra .


El papel de las élites es de asegurar a través de la civi­
lización una especie de circuito sanguíneo y de metabo­
lismo orgánico que filtre el mal y alimente el bien, porque
el sentido de la relación que les anima y la intuición de lo
sagrado que los vivifica les hacen dominar e integrar los
contrarios en una síntesis asimiladora, como un cuerpo
sano que se inclina y destila un alimento mezclado.
La experiencia histórica, como los hechos recientes, nos
demuestran demasiado la impotencia de las élites para
proseguir su obra por decrepitud. Las vemos entonces
agarrarse a sus privilegios vueltos puramente exteriores,
sin ser capaces —con alguna excepción— de ejercer su
función primera. La civilización que se inscribe en la ór­
bita de lo relativo y no puede conocer —porque es terres­
tre— el Absoluto realizado, se inmoviliza en inmensos
esfuerzos impotentes. Es la revolución permanente : los
males siguen males o se vuelven peores; los bienes se
degradan; la relación polar entre el bien y el mal, no
siendo ya dominada, se rompe. Al mismo tiempo, como
ENSAYO SOBRE EL FIN DE NUESTRA CIVILIZACION 257

la circulación entre los bienes y los males relativos no


puede ya operarse, la pasión de un bien absoluto o de
un mal absoluto, realizables aquí bajo, invade el alma de
los hombres. La civilización se vuelve nihilista y mística
a la vez.
No hay que extrañarse del envejecimiento de las élites:
en cada gran recodo de la civilización que se prepara, a
través de un período de transición, aparece una renova­
ción sin la cual ninguna vida humana sería ya posible. Las
élites cansadas se cortan del pueblo —en el sentido de esa
palabra de Péguy— donde su vitalidad se templa de
nuevo y renace. La historia de la nobleza bajo el absolu­
tismo real en el siglo X V III ; la de la burguesía absorbida
en el ritmo automático de la producción de los siglos XIX
y X X ; en fin, la del pueblo mismo desvitalizado por los
partidos políticos hoy, nos trazan en líneas de fuego ese
proceso de cenescencia en el cual los beneficios de la
autoridad, de la técnica y de las bases populares del orden
social no son ya compensados. El bien se cambia enton­
tes ineluctablemente en su contrario.

# * *

No se trata de profetizar. Existen, sin embargo, condi­


ciones generales y concretas que presiden la aparición de
élites que permiten sondear el porvenir. Toda aristocracia
sale del pueblo, en el sentido pleno de esa palabra : pue­
blo orgánico, pueblo viviente según la ley de sus asocia­
ciones naturales, independientes del artificio humano. Tan
largo tiempo como esos núcleos subsistirán serán aún capa­
ces de regenerar la nobleza y el clero, o más exactamente,
de producir de éstos tipos nuevos.
258 M A R C E L D E CORTE

La evolución de la sociedad contemporánea trabaja pa­


radójicamente en ese sentido : la ascensión de las masas
elimina la ((burguesía» y hace posible una nobleza nueva;
la servidumbre de la ciencia al Estado destrona el sabio
y hace posible un clero nuevo si las raíces persisten sub­
terráneas.
La nobleza futura volverá sin duda a sus orígenes: el
trabajo o el laboreo ; la clericatura, al pensamiento cós­
mico desinteresado. Todo contribuye en el movimiento del
mundo moderno a aislarlos, a forzarles a una soledad re­
cogida. Demagogia universal y antirreligión que se ampli­
fican van de alguna manera a ponerlos de relieve, prepa­
rarlos para sus inmensas tareas futuras. La mano y el
ojo, forzados a no ser más que mano y ojo, van a purifi­
carse. Si una nueva civilización aparece, tendrá su nobleza
y su clero : éstos deben, pues, nacer de las condiciones
mismas de la civilización que muere, y según toda proba­
bilidad, de la fuerza, puesto que el edificio de la civiliza­
ción futura será su obra. Lo mismo que el noble de la
civilización medieval es lejanamente salido del hombre
corpori adnexus et glebce adscritas del edicto de Diocle-
ciano, el noble de la nueva civilización surgirá de esas co­
munidades rígidas creadas por el Estado moderno, que
podrá lentamente animar desde el interior porque no ten­
drá ya la menor facilidad de evadirse fuera de la vida,
como la nobleza débil de hoy. El cura futuro nacerá de
la ciencia, reducida a esclavitud por el Estado y llevada
a su papel instrumental puro. La nueva nobleza saldrá de
la familia sedentaria, obligada a serlo; el nuevo cura
del nómada perseguido, obligado a huir, del hombre es­
condida, hundido en las criptas y en las catacumbas del
E N SA Y O SO B R E E L FIN D E N U E ST R A CIVILIZACION 259

universo, obligado al pensamiento solitario, a considerar


el mundo. Raíces jóvenes se reharán. Un clero órfico, un
nuevo fermento, un ojo desinteresado, contemplativo, es­
tarán presentes.
* * *

Siempre el ciclo : los extremos se tocan. En la extrema


desgracia y en la era de organización creciente en la cual
estamos aprisionados se elabora confusamente el germen
infinitesimal de la civilización ulterior. Es necesario que el
viejo ciclo termine para que el nuevo comience. El tiempo
no cuenta : la semilla preservada que espera con paciencia
el advenimiento de la luz lo desdeña. Conviene solamente
preservarla: es nuestra única tarea, infinitamente más activa
que toda acción espectacular que entra en la noche can­
dileja apagada. Dos mitos de aire platónico nos lo dirán,
de los cuales el uno nos fue contado por un viejo labriego
provenzal y el otro fue recitado por un labriego de in­
genio . Ellos nos demuestran la acción duradera, inolvida­
ble, que brota de la exuberancia de la contemplación y
de la fuerza de las raíces. Semejante acto no muere.
He ah í: «Cada uno de nosotros recuerda aún al obispo
de nuestra diócesis que en la segunda mitad del siglo XIX
vino en persona a cuidar las gentes de nuestras parroquias
atacadas de cólera. Pero hemos olvidado todos, una hora
después de haberlo oído, el último mandamiento de Cua­
resma de su sucesor actual.»
He ahí aún. Se trata de Derborence. Algunos pastores
subieron a guardar sus trashumantes rebaños en sus caba­
ñas encima de las nubes. Una noche la montaña donde se
adosaban sus apriscos se hundió. Sólo uno escapó del
260 MARCEL DE CORTE

alud. Está sepultado bajo un montón gigantesco de ro­


cas. Durante dos meses se alimentó de pan seco y de
agua chirriante ; tantea bajo las piedras» se abre una sa­
lida ; tan pronto vencido, siempre obstinado. Llega un día
tartamudeando, espectral. Pues él quiere vivir : su hogar
le espera. Desciende de nuevo al pueblo, el cual se emo­
ciona ante su fantasma. El cura se adelanta a su encuentro
armado con la cruz. Su mujer se acerca. Y habiendo mi­
rado atentamente, pero a distancia, como si no se atre­
viera a acercarse :
—¡O h ! Antonio, ¿eres tú?
—Toca solamente, es la piel, es la carne y desde ahora
que he pasado bajo la cruz... Toca solamente —decía
él—, tú verás, no es la idea, es sólido, eso es duro, soy yo.
—¡ Oh ! —decía ella—, c es posible ?
El porvenir pertenece a los santos y a los héroes, visi­
bles e invisibles a la vez. Basta con abrir los ojos.

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