Quintanilla - La Conquista Aristotélica de Las Emociones
Quintanilla - La Conquista Aristotélica de Las Emociones
Quintanilla - La Conquista Aristotélica de Las Emociones
LA CONQUISTA ARISTOTÉLICA
DE LAS EMOCIONES
Pablo Quintanilla
PUCP
Somos ‘invadidos’ desde fuera por emociones que irrumpen en nosotros. Esto es
importante, porque para los griegos pre-aristotélicos, considérese por ejemplo
los personajes de Homero, uno no es moralmente responsable de sus emociones,
como sí lo es uno en la tradición cristiana, porque uno no tiene voluntad ni
libertad para tener las emociones que tiene. Son los dioses los que nos envían las
emociones, como también nos envían dichas o desdichas. Por el contrario, con la
reformulación que Aristóteles hace de las emociones, somos moralmente
responsables de nuestras emociones y de nuestras creencias, con lo cual la ética
también incluye el cuidado de nuestros afectos.
Esta contraposición resulta interesante porque en términos generales no
existe concepto de voluntad en el mundo griego antes de aproximadamente el
siglo V a.C. Así por ejemplo, los personajes de Homero no actúan por libre
voluntad sino manipulados por los dioses; de hecho no hay un concepto claro de
culpa ni de responsabilidad moral en ellos. El concepto de voluntad comienza a
aparecer con los primeros trágediógrafos, Esquilo, Sófocles y Eurípides, quienes
describen personajes que tienen “una doble motivación”, como lo llama Albin
Lesky, es decir, sus acciones están fundamentalmente causadas por el destino o la
voluntad de los dioses, y sólo en menor medida por su propia voluntad, que va
apareciendo tímidamente como concepto y como experiencia. Será nuevamente
con Aristóteles con quien se desarrolle más ampliamente el concepto de volun-
tad, que en su griego se decía boúlesis.
El punto es que para el griego arcaico las emociones vienen de afuera, es
decir tienen una causa externa al individuo, como la locura, y son cosas que nos
afectan, que nos mueven. De hecho, ‘emoción’ viene del latín emotio-nis que
viene de motum que es precisamente ‘movimiento’, con lo cual una emoción es
algo que nos con-mueve, que nos per-turba, que nos moviliza. En lengua castella-
na, ‘emoción’ se tiene registrado recién desde el siglo XVII, según el diccionario
de Martín Alonso, con el significado de “agitación del ánimo”, lo que muestra
que se mantiene en el castellano la connotación de movimiento.
Así pues, para el griego arcaico no sólo no somos responsables de nuestras
emociones sino, además, estas son entendidas como fuerzas irracionales,
incomprensibles, inexplicables, que irrumpen en nosotros sin previo aviso. Aquí
se evidencia este sospechoso aspecto de la tradición occidental, que ve lo emocio-
nal como un aspecto del ser humano inconmensurable con lo cognitivo o lo
racional, como si fueran dos facultades que viajan en paralelo, a veces mante-
niendo relaciones conflictivas entre sí, pero estando básicamente en niveles
diferentes. Es en este contexto que aparece la teoría aristotélica de las emociones,
que pretende no sólo explicar sino también cultivar las emociones.
Pero la pregunta que debiéramos plantearnos ahora es por qué desea
Aristóteles explicar las emociones y qué pretende hacer con ellas. Aristóteles
dedica a este tema el libro segundo de la Retórica, escrito probablemente en el año
365 a.C. En gran medida, su objetivo en ese texto es elaborar una teoría sobre la
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persuasión, pero no sobre la persuasión como fin en si mismo, sino con un fin
epistemológico y uno ético. El epistemológico tiene que ver con el objetivo de
persuadir hacia la adquisición del conocimiento, mientras que el ético tiene que
ver con la formación de uno mismo, con la formación del alma, como lo diría
Aristóteles, es decir, como una especie de therapeía tes psychés.
Persuadir a alguien es inducirle a aceptar ciertas creencias que nosotros por
alguna razón deseamos que él acepte. Ahora bien, la mejor manera de persuadir a
alguien es infundiéndole aquellas emociones que permitirán o facilitarán que
esa persona acepte las creencias que queremos generar en él. Por eso, para
Aristóteles es necesario explicar qué son la emociones y cómo es posible generar-
las en el otro. Como un dato adicional, la palabra que emplea Aristóteles para
creencia es pistis, que significa especialmente confianza, fe o afirmación dubitati-
va, incierta y problemática.
Aristóteles entiende la persuasión de esta manera: el discurso es persuasivo
cuando tiene la habilidad de transformar los contenidos más abstractos de la
argumentación a figuras más fácilmente comprensibles por el entendimiento.
Para expresar eso Aristóteles usa las metáforas de la visión tan caras a Platón y, en
general, a la tradición griega. Dice que el discurso persuasivo “pone ante los ojos”
o “hace que salte a la vista” el contenido del discurso. (Retórica, III, 1410b34,
1411b 24-25). Y sostiene que la mejor manera de hacer esto es empleando buenas
metáforas, es decir, encontrando e iluminando conexiones y asociaciones
inesperadas entre cosas o conceptos diversos.
¿Pero como podrá Aristóteles explicar las emociones? Su estrategia será
vincularlas con creencias. De esta manera logra dos cosas: por una parte, las
puede explicar racionalmente, y por otra parte las puede diferenciar. Pero, sobre
todo, lo que hace Aristóteles es rechazar la idea tradicional según la cual lo
racional y lo emocional son aspectos inconmensurables del ser humano.
Aristóteles no sólo sostendrá que las emociones se forman sobre la base de
estructuras cognitivas, es decir, creencias, sino también afirmará que las creen-
cias adquieren un significado u otro, así como uno adopta una creencia u otra
influido por sus emociones. Así, por ejemplo, en la Retórica I, 1, 1358 a 14 dice
“no hacemos los mismos juicios estando tristes o alegres, o cuando amamos que
cuando odiamos”.
Por otra parte, hay un objetivo práctico que hereda de Platón. En el Fedro se
dice que “la virtud del discurso es conducir a las almas (psychagogein)”, por lo
cual “quien quiera enseñar seriamente retórica deberá describir el alma con toda
la exactitud posible”. (Fedro, 271 a - 272b). El objetivo de describir el alma lo
realizará en el Peri psychés o De Anima), que es su tratado acerca del alma y es el
primer libro de psicología jamás escrito, así como uno de los más hermosos.
Pero probablemente hay otra razón, más acorde con el estilo y espíritu de
Aristóteles, para elaborar una teoría de las emociones. Se trataría de elaborar una
teoría de lo mental que incluyese descripciones objetivas de fenómenos subjeti-
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que uno tenga cierta creencia (por ejemplo que nos sobrevendrá un gran daño),
para que tengamos cierta emoción (por ejemplo miedo). Esta es condición
suficiente aunque no necesaria, porque uno podría tener la emoción (por
ejemplo el miedo) sin que esté presente la creencia en cuestión, como por
ejemplo en los casos de ansiedad generalizada o injustificada; aunque también
podría sostenerse que en esos casos sí hay algún tipo de creencia inconsciente
respecto de algún daño en ciernes. Aristóteles admite la posibilidad de tener
creencias que transitoriamente “hemos olvidado”, pero que siguen actuando en
nuestro comportamiento, con lo cual intuye de una manera bastante temprana
el concepto de inconsciente.
La teoría aristotélica de las emociones es un tipo de teoría causal porque
sostiene que las emociones son causadas por ciertas creencias. Pero no se trataría
de creencias de cualquier tipo, sino de aquellas que confieren una especial
significación a ciertos objetos del mundo exterior, es decir, son creencias que
comportan un fuerte elemento valorativo y normativo. El elemento normativo
radica en que es normal pero además correcto tener ciertas emociones ante ciertas
circunstancias (por ejemplo, miedo, horror o ira si nuestra familia está en
peligro), lo cual además sería parte de la vida virtuosa. Es decir, podría sospechar-
se de una persona que careciera de tales emociones en esas circunstancias.
Así pues, para Aristóteles las emociones son estructuras de la personalidad
que tienen las características de ser racionales, cognitivas (están integradas con
creencias), epistémicas (producen conocimiento) y valorativas (incorporan una
calificación o un juicio de estimación acerca de la realidad).
Por otra parte, parece haber en Aristóteles un presupuesto universalista. No
lo sostiene, pero da la impresión clara de que asume que su análisis de las emocio-
nes vale para todos los hombres y no sólo para los griegos, esta es, en general, una
posición que él suele tener pero sobre lo que es difícil internarse porque los
actuales problemas filosóficos de la interculturalidad y la alteridad eran total-
mente ajenos a los griegos, quienes eran fundamentalmente etnocentristas y
consideraban bárbaros a todos los que no fuesen como ellos.
Uno podría preguntarse si el análisis Aristotélico de las emociones no es algo
esquemático, pero no porque su descripción de las emociones no haya sido
suficientemente complejo, sino porque en su época la experiencia que la gente
tenía de sus emociones era así de esquemática. Por ejemplo, Aristóteles dice que
no se puede sentir ira y miedo al mismo tiempo (Retórica, 379 a 35). ¿Es que
Aristóteles está subestimando la complejidad del asunto, o en el siglo III a.C. la
manera como la cultura griega entendía la ira y el miedo hacía que la experiencia
fenoménica que los griegos tenían de estas emociones fuese excluyente? Este es
un problema difícil de resolver, porque requeriría de contestar una pregunta
previa, que es esta: Cuando exponemos la manera como una sociedad o una
cultura clasificaba o describía las emociones, ¿estamos solamente exponiendo la
manera como ellos las veían y consideraban, o también la manera como ellos las
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cultural (en gran medida como consecuencia del desmembramiento del imperio
de Alejandro), sólo unificada por la lengua griega, por lo que esta época recibe el
nombre de helenística.
El estoicismo floreció desde más o menos el siglo II a.C hasta el II d.C. En lo
relativo a nuestro tema, el más temprano de los estoicos, Crisipo, pensaba que las
emociones no son otra cosa que creencias radicalizadas, desbordadas o excesivas.
Su razonamiento era el siguiente: si uno retira de una emoción todo el elemento
fisiológico (las palpitaciones, el sudor, el temblor, etc.), no queda sino un
conjunto de creencias. Ellos pensaban que hay cuatro creencias básicas: deseo,
miedo, placer y dolor y las emociones son combinaciones de esas cuatro creen-
cias básicas en intensidades extremas.
Crisipo escribió un libro titulado Terapia y Ética, en el que se proponía
sugerir una manera de curar (cuidar, cultivar) las emociones. Su estrategia es
precisamente quitar a las emociones el carácter excesivo, el desborde fisiológico,
con lo cual estaríamos convirtiéndolas nuevamente en creencias “racionales”, es
decir, no desbordadas. De ahí que el modelo de la virtud para los estoicos haya
sido la vida racional, austera, apacible y equilibrada, es decir, la vida no emocio-
nal. Sostenía Crisipo que la vida virtuosa es apathés, es decir, apática, desapasio-
nada. Se verá que en este punto hay una suerte de retorno a posiciones pre-
aristotélicas, y es interesante ver cómo estas concepciones estoicas se entroncan
con el cristianismo en lo correspondiente a la interpretación de las pasiones
como incluyendo siempre un elemento de desborde. ¿Pero en qué sentido es que
estas creencias se radicalizan? En el sentido en que al volverse excesivas contravie-
nen los dictados de la razón correcta. Esto ocurre por ejemplo cuando uno se
obsesiona por algo que es básicamente verdadero, placentero, adecuado o
justo, pero de una manera tal que resulta excesivo. Así podría ocurrir por ejem-
plo, para los estoicos, con el amor, la ira, la pena, etc. Entonces, según ellos, una
creencia que puede ser básicamente racional y verdadera, al radicalizarse se
convierte en una emoción, la cual termina generando comportamientos desbor-
dados y, por tanto, irracionales e inapropiados.
No todos los estoicos coincidían en las causas de estos desbordes de creen-
cias. Crisipo pensaba que era el carácter débil, pero Posidonio (según Galeno),
creía más bien que se trataba de un lado irracional del alma, con lo cual se
menciona nuevamente un cierto desdoblamiento del alma (lo que hoy se
llamaría la división de la mente) para explicar el comportamiento en contra de
nuestro mejor juicio. Epicuro, que no era propiamente un estoico pero vivió en
la misma época, sostenía que las emociones no son creencias radicalizadas sino
sentimientos radicalizados, en base a los dos sentimientos básicos, que son el
placer y el dolor. Pero Epicuro también pensaba que el objetivo de la vida virtuo-
sa es acceder a la ataraxia, que sería una suerte de vida tranquila y sin preocupa-
ciones, para lo cual es necesario primero curar las emociones, es decir, revertirlas
en sentimientos tranquilos.
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