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Artigos
Introducción
El cinco de noviembre de 2015, la Corte Constitucional colombiana emitió la
Sentencia C-071/15, que permite y normaliza la adopción consentida o complementaria
por parte de parejas del mismo sexo cuando la solicitud recaiga en el hijo biológico de uno
de los miembros de la pareja, generando un intenso debate entre activistas, miembros de
organizaciones religiosas y academia. Tal situación invita a la reflexión sobre algunas
nociones básicas tales como: hombre, mujer, masculinidad, feminidad, homosexualidad,
heterosexualidad, maternidad y paternidad, pues en esta sentencia de la corte se comprende
como pareja a aquellas constituidas por personas del mismo sexo, y si bien se aclara que
esta disposición no implica el reconocimiento imperativo y automático de este tipo vínculo
de filiación, sí reconoce la necesidad de estudiar cada caso de adopción teniendo en
cuenta las circunstancias que rodean al niño o niña, abriendo la posibilidad a las parejas
homosexuales.
Para contribuir al debate que genera esta decisión legal en Colombia, ese artículo
presenta algunas consideraciones desde el psicoanálisis sobre los conceptos que permiten
comprender mejor la sentencia, para así fundamentar las discusiones que se presentan en
el país y en otras naciones que avanzan en este proceso. Para ello, este manuscrito parte de
la conceptualización de la masculinidad y la feminidad, presentando una diferenciación
de la identidad sexual desde las dimensiones de lo subjetivo, lo sociológico y lo biológico.
En un segundo momento, se abordan la homosexualidad y la heterosexualidad como
opciones legítimas del ser humano en relación con el deseo, a partir de una revisión de
conceptos psicoanalíticos. Fundamentados en esta revisión conceptual, se llega a la
presentación de un apartado sobre la paternidad y la maternidad, y nuevamente desde
diversos autores psicoanalíticos se abordan sus dimensiones desde lo imaginario, lo
simbólico y lo real en la constitución de sujetos sociales y el ingreso a la cultura, para así
enfatizar en la importancia del amor y la protección de estas figuras para la crianza.
Masculinidad y feminidad
Los seres humanos estamos concernidos por tres clases de identidades en lo que se
refiere a la diferencia sexual (José CABRERA, 2012): se trata de una identidad que se refiere
a lo orgánico, otra identidad que podemos llamar histórico-social, y otra identidad,
relacionada con la posición del sujeto con el goce (Collette SOLER, 2016). Desde el punto
de vista orgánico, diríamos que los humanos nos dividimos en machos y hembras: la
diferencia estriba en la organización anatómica de cada individuo. Desde el punto de
vista histórico social, se hablaría de hombres y mujeres; esta diferencia tiene que ver con los
lugares y las funciones que cada cultura tiene asignados para los individuos que nacen
biológicamente machos o hembras. Desde el punto de vista de la relación con el goce,
algunos autores hablan de masculinidad y feminidad (Elena GARCÍA, Paula FERNÁNDEZ y
Rosa RICO, 2005). Diferenciar lo subjetivo de lo sociológico y lo biológico es importante,
porque estos tres pares de identidades no siempre marchan simétricas. Así, que una mujer
lo sea biológicamente, y exhiba, incluso exacerbadamente, los signos que culturalmente
se conocen como propios de las mujeres, no implica que su posición subjetiva sea
fundamentalmente femenina. Y, a la inversa, el que un hombre exhiba los signos codificados
histórica y socialmente como viriles, no implica que su posición subjetiva sea
fundamentalmente masculina.
Para pensar la diferencia entre un goce en posición masculina y el goce en posición
femenina es indispensable recurrir a la noción de falo. El falo puede definirse como “aquello
que alguien tiene y a otro le falta”. ¿Y qué sería aquello que alguien tiene que a otro le
falta? Puede ser cualquier cosa, incluso un pene. Dicho de otra manera: el falo es la
respuesta a la pregunta que se hace el niño cuando descubre que no captura totalmente
la mirada de su madre, cuando constata que el deseo de su madre se dirige hacia otro
lado. Entonces el niño se pregunta: ¿Qué es lo que tiene el otro que yo no tengo? La
respuesta es: el falo. Por eso, una de las definiciones del término falo es precisamente: “El
significante del objeto del deseo” (Jacques LACAN, 1990). Desde el punto de vista de la
relación del sujeto con el goce, podemos diferenciar un goce masculino o goce fálico de
un goce femenino o goce otro. El goce fálico puede entenderse como un goce de tener.
¿Tener qué?, cualquier cosa, tener dinero, poder, saber, prestigio, belleza, incluso tener
hijos. Cuando la relación de un ser humano con un hijo se sitúa en el campo del goce de
tener, el hijo funciona como un falo (Philippe JULIEN, 1991).
Una palabra más sobre el goce masculino o goce fálico. Lacan insiste en que, en su
dimensión más radical, el goce de tener puede llegar a volver aleatoria la naturaleza del
bien del que se goza, lo fundamental es que se pueda inscribir en la dimensión mesurable
que permite las jerarquías que alimentan las pujas de poder y prestigio en los diferentes
ámbitos de las interacciones humanas (LACAN, 1974). En virtud de esto, los bienes de los
que se goza en el campo del goce fálico se pueden intercambiar.
En este punto puede proponerse que el goce femenino o goce otro pueda pensarse
como un goce de ser (Néstor BRAUNSTEIN, 2006). Pero el psicoanálisis sostiene que justamente
el ser es aquello que a los humanos nos falta. Precisamente lo que especifica el goce
femenino es esa condición de gozar de la falta. Esto lleva a la pregunta por la falta, ¿qué
es eso de la falta?, ¿qué es lo que falta y dónde falta? Si se admite la proposición de Lacan,
según la cual “en lo real no falta nada” (LACAN, 2006, p. 217), la falta nos queda circunscrita
al dominio de lo imaginario y lo simbólico, es decir, al universo significante. Y, por definición,
en el universo significante no puede faltar nada que no sea significante. De esta forma, la
falta es falta de un significante. El lenguaje tiene todas las palabras, menos aquella que
puede nombrar al goce femenino. El goce femenino es, pues, un goce que no es reductible
al universo significante.
Una de las lecturas posibles del célebre aforismo de Lacan “la mujer no existe”
(LACAN, 1974) es justamente, la imposibilidad para cernir lingüísticamente el goce femenino,
lo cual no impide señalar alguna pista que permita ponerse en la vía de su encuentro, sin
dejar de admitir su condición de innombrable. Cuando se dice que se trata de un goce de
ser y a momento seguido se define el ser como aquello que a los humanos nos falta, se está
señalando una orientación para la mirada. Y en estos casos, una referencia a lo opuesto
suele servir como punto de partida. En el goce masculino la estrategia para conjurar la
angustia que desencadena esa forma radical de la castración que es la falta de ser, se
resuelve por la vía de construir una respuesta en función del tener. “yo soy el que tengo”, o
“soy el que lo tengo” que se transforma en “yo soy lo que tengo”, el dinero, los bienes, los
títulos, los cargos.
Ahora bien, en el orden simbólico es imposible “no ser”, siempre se es algo para
alguien; así se trate de una condición precaria, por ello sería imposible representarse un
goce radical de la falta de ser, de la pérdida de los bordes y de los límites (BRAUNSTEIN,
2006). Pero sí se puede aproximarse al goce de la falta de ser por la vía de la alteridad,
entendida como el goce de ser otro. En este punto hay una sutileza que no puede perderse
de vista, el goce de la falta no tiene tanto que ver con el momento de ser algo, sino con el
movimiento continuo entre uno y otro posicionamiento del sujeto. Es este movimiento, el que
mantiene viva la experiencia de la falta y su goce, que como tal tiene las dos dimensiones
que le son consustanciales: la del disfrute y la del padecimiento, la de la fascinación y la
del horror.
Esta experiencia de alteridad, que aviva la alternancia entre la experiencia de ser y
la pérdida de ser, y que permite al ser humano abismarse en el pasaje de un ser a otro, al
goce femenino de la falta de ser, es algo que implica una posición de creador y recreador
en relación con el propio ser. Ahora bien, esta dimensión de la creación no hay que
entenderla como privativa de artistas y científicos, también se puede encontrar en el campo
de la experiencia cotidiana de seres modestos que viven su experiencia vital en una
perspectiva de relación con el goce que está más del lado de lo femenino que de lo
masculino (Carolina ROLDÁN, 2006).
Homosexualidad, heterosexualidad
La sexualidad en los seres humanos no es un instinto, en el mismo sentido en que se
habla del instinto sexual en los animales, es decir, como el impulso dirigido a poner en
contacto los genitales con un individuo adulto de la misma especie y de sexo contrario, en
una cópula, en función de la reproducción (Sigmund FREUD, 1998).
En los animales, el instinto sexual aparece en la edad adulta, cuando ya el individuo
está preparado para la función de la reproducción. En los seres humanos, en cambio,
aparece desde la infancia, mucho antes de que pueda ponerse al servicio de esta función.
En los animales, el instinto sexual tiene por objeto a un individuo adulto de sexo opuesto.
Hay casos en los que esto se puede alterar, ocurre con algunas mascotas domésticas, pero
obedece a factores que son explicables. En el ser humano, el objeto sexual puede ser un
individuo del mismo sexo y no se trata de casos excepcionales, ni de perversiones o
patologías. El psicoanálisis es categórico en este punto. Así, podemos afirmar que la
homosexualidad es una opción sexual tan legítima y tan normal como la heterosexualidad
(Guy HOCQUENGHEM, 2009). Pero, además, en el ser humano no es menester que el objeto
sexual sea adulto. Más aún, el objeto sexual en los humanos no tiene que ser un individuo
de la misma especie, puede ser un animal, como lo atestiguan las prácticas zoofílicas
propias de algunas regiones del país. Pero ni siquiera tiene que ser un ser vivo, Freud
describe que puede ser una prenda o una parte del cuerpo, como en el caso del fetichismo;
o un pedazo de papel como en el caso de la pornografía, o una voz por una línea telefónica
como en el caso de las líneas calientes (FREUD, 1998). También hay satisfacciones que
tienen que ver con el infligir dolores o recibirlos, con el exhibirse o el mirar la intimidad del
otro sin su consentimiento. Incluso satisfacciones que prescinden de cualquier objeto material
y que se relacionan, por ejemplo, con el humillar a otro o ser objeto de humillaciones. Freud
concluye que el objeto sexual en los seres humanos se caracteriza por ser especialmente
variable.
Volviendo a la definición del instinto sexual en los animales, decíamos que está en
función de la reproducción de la especie. En los seres humanos, la sexualidad juega un
papel fundamental en la búsqueda de placer y la reproducción a menudo es, por el
contrario, un accidente indeseable.
Entonces, puede decirse que la sexualidad humana no es ni una necesidad, ni un
instinto. Tenemos que buscar otros conceptos para nombrarla. El psicoanálisis propone dos
conceptos: la pulsión y el deseo.
Para entender qué es la pulsión sexual, el mejor camino es situarla en su origen.
Apoyándose en las teorías freudianas, Carmona expresa que las pulsiones sexuales, varias,
nacen originariamente apoyadas en algunas necesidades como comer y excretar. Estas
pulsiones no tienen en su origen la forma de un deseo sexual como el que sentimos los
individuos adultos cuando decimos que nos atrae sexualmente una mujer, por ejemplo. Las
pulsiones sexuales surgen a partir de un placer agregado a la satisfacción de la necesidad.
El niño satisface su necesidad de alimento y sigue chupando el dedo porque esto le
produce placer. Es el ejemplo más simple (Jaime CARMONA, 2002).
Lo más interesante de la pulsión para Freud no es lo que ocurre en la zona erógena
comprometida, la boca, el ano etc., sino lo que ocurre en la vida psíquica. En la memoria
quedan almacenadas las representaciones del placer sentido en la experiencia de
satisfacción y el aparato psíquico empieza a reproducirlas automáticamente en función
del placer. Y esa reproducción de estas representaciones que quedaron en la memoria
tiene el efecto de generar excitación en los órganos correspondientes (FREUD, 1998).
Freud insiste que eso mismo ocurre con la sexualidad infantil, pero con algunas
diferencias. No se trata de un fantaseo consciente, además las imágenes que acompañan
estas fantasías son igualmente parciales (FREUD, 2006).
Cuando Soler afirma que Freud y Lacan en el psicoanálisis han descubierto que “no
hay relación sexual”, es por estas características particulares de las pulsiones sexuales de
los seres humanos, en especial a la falta de un objeto definido (SOLER, 1997). La sexualidad
humana no tiene un ordenamiento natural. En cada cultura y en cada momento histórico se
ordena de acuerdo con las necesidades de lo que algunos autores llaman el proyecto
ético-social de la cultura en cuestión (Jaime CARMONA, María Paulina MEJÍA; Hernando
BERNAL, 2004).
En este punto es importante introducir otro término que va a ser muy útil en esta
reflexión: el término goce. Para Braunstein, esta actividad sexual de las pulsiones, que es
una actividad fantasmática y autoerótica, y que consiste en reproducir huellas de memoria,
lo cual genera excitación sexual en las distintas zonas, tiene como producto un goce
(BRAUNSTEIN, 2006). Debe llamarse “goce” para diferenciarlo del placer, porque si bien en
su origen aparece asociado a la búsqueda de placer, posteriormente se independiza y
puede llegar a provocar intensas sensaciones de displacer. Un ejemplo simple es el
masoquismo. Hay allí un goce sexual que se obtiene al precio de un sufrimiento corporal.
En este punto es importante retomar el concepto de deseo. Freud dice que el deseo
se eleva desde la pulsión como el hongo desde su micelio. El deseo sexual se apoya en las
pulsiones sexuales. Se pasa de hablar en plural a hablar en singular, lo cual es un cambio
importante. Uno de los primeros efectos de la emergencia del deseo en el ser humano es
precisamente una cierta unificación de la sexualidad que en su forma pulsional funcionaba
más o menos anárquicamente, en el sentido en que cada pulsión buscaba el goce por su
cuenta sin contar con las otras (más aún: sin contar siquiera con la voluntad del sujeto). Por
eso es que Freud dice que el niño es un ser “perverso polimorfo”. Algunas de estas formas de
goce pulsional tienen que ver con acciones como el morder, el golpear y ser golpeado, el
mirar, el insultar (FREUD, 1998). En el psicoanálisis el deseo se entiende fundamentalmente
como “deseo del otro”. Entonces, el deseo implica pasar la pulsión por el otro, y en este caso
el otro es el semejante. Es un paso fundamental porque ya la sexualidad no se reduce
solamente a un goce de órgano con su correspondiente actividad fantasmática, sino que
se trata de una sexualidad que tiene como objeto a otro ser humano (Diana RABINOVICH,
1993). El paso del goce pulsional al deseo sexual es, nada menos, que el paso de
humanización de la sexualidad, lo cual implica una socialización del goce y una regulación
del mismo, supone negociarlo, en últimas, someterlo a una legislación. Eso hace que Freud
exprese que acceder al deseo signifique para los seres humanos una pérdida fundamental
de goce. No produce el mismo goce una pulsión en estado silvestre que una pulsión
domesticada (FREUD, 1998).
La relación entre el deseo y el goce no es una relación simple. El deseo nace de una
regulación que implica una pérdida de goce. El deseo puede definirse como un deseo de
goce. En ese sentido, el goce perdido sirve como horizonte al cual va a apuntar el deseo.
Incluso podríamos ir un poco más allá y decir que en el deseo tiene una vocación suicida,
en la medida en que aspira al goce que es su propia muerte. El goce es la muerte del
deseo. Esto se ve muy claramente en la experiencia del orgasmo. El desear y el gozar son
dos experiencias excluyentes. En este sentido Soler hace énfasis: o se desea o se goza
(SOLER, 2016).
Aquí es necesario introducir el último concepto necesario para esta reflexión y es el
concepto de “la ley de la castración”. Esto no hay que entenderlo en el mismo sentido que
tiene para los zootecnistas. Aunque tiene alguna relación, por lo menos metafórica, en el
sentido de que castración significa un recorte del goce. Vamos a decirlo de esta manera,
toda cultura tiene una ley que regula la sexualidad. No hay ninguna cultura que deje la
sexualidad al libre albedrío. Cada cultura hace un recorte distinto, pero todas, sin excepción,
comparten una prohibición que es la prohibición del incesto. Hay algo muy interesante y es
que el deseo sexual en el ser humano siempre va a tener como horizonte la búsqueda de
recuperar ese goce perdido. Y el erotismo va a estar ligado a la transgresión de las leyes
que marcan los límites al goce (Maria Paulina MEJÍA, 1998).
La moral sexual judeocristiana es la expresión de la ley de la castración, tal y como
ella opera en esta cultura. Esta ley de la castración prohíbe el incesto, la paidofilia, el
onanismo, mejor dicho, se gana tiempo si se dice qué es lo que no prohíbe. Básicamente la
sexualidad permitida por la moral judeocristiana es la sexualidad heterosexual entre adultos,
preferiblemente bajo la institución del matrimonio. La consecuencia fundamental que puede
derivarse de este desarrollo en torno a la sexualidad humana para el debate que ocupa
este escrito, es que en el paso del orden animal al orden imaginario y simbólico propio de
la experiencia humana, se pierde la regulación natural instintiva de la sexualidad y ésta
ingresa en el campo de los ordenamientos culturales propiamente humanos, es decir en el
orden de las instituciones (Ana María BIDEGAIN, 2005).
En este sentido, algunos autores afirman que ciertos avances en el campo jurídico
que se han logrado en algunos países occidentales en las dos últimas décadas, como el
matrimonio entre parejas homosexuales y la adopción y legalización de los propios hijos
por parte de parejas del mismo sexo, son una muestra de ese carácter histórico del orden
que instituyó la moral sexual cultural judeocristiana y de la evolución del ordenamiento
sexual hacia otro orden (María MARTÍN, 2011; Paula CEBALLOS, Juliana RÍOS; Richard
ORDÓÑEZ, 2012).
Una de las expresiones más claras de la erosión de la hegemonía de la moral sexual
cultural en el campo de los discursos disciplinares sobre la sexualidad, se puede ver en el
campo de la Psiquiatría, en las sucesivas modificaciones que tuvo la homosexualidad en
el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana, conocido como el DSM. Este manual es reconocido y avalado por la
Organización Mundial de la Salud y acogido por las Asociaciones de Psiquiatría de la
mayoría de los países occidentales. En el DSM-I, publicado por la Asociación Psiquiátrica
Americana – APA –, se incluyó a la homosexualidad como una enfermedad mental, apelando
a una supuesta conexión entre la homosexualidad y algunas formas de desajuste
psicológico, y la idea que ésta era necesariamente el síntoma de una enfermedad mental
(APA, 1952). En el DSM-II, se eliminó la homosexualidad como categoría diagnóstica de la
sección de “Desviaciones Sexuales” (APA, 1968). En 1974, la American Psychological
Association confirmó oficialmente su decisión de eliminar la Homosexualidad del DSM II
con una mayoría simple (58%) de los miembros generales, quienes decidieron sustituir este
diagnóstico por la categoría de “Perturbaciones en la Orientación Sexual”. En la tercera
edición de este manual -DSM-III-, se incluyó el diagnóstico de “Homosexualidad
Egodistónica”, refiriéndose al persistente e intenso malestar sobre la orientación sexual
propia (APA, 1980). Este último diagnóstico fue definitivamente eliminado en la versión
revisada de esa misma publicación -DSM-III R- (APA, 1986). Esta situación fue confirmada en
la cuarta edición -DSM-IV- (APA, 1994), y en la versión revisada de la misma edición -DSM-IV
R- (APA, 2001). Es así como en la actualidad, esta Asociación cataloga el persistente e
intenso malestar sobre la orientación sexual propia, en heterosexuales y homosexuales,
como uno de los llamados “trastornos sexuales no especificados”. Es decir, que se trata de
un malestar que no es privativo de los homosexuales (APA, 2014).
Paternidad y maternidad
El padre, desde el punto de vista psicoanalítico, es diferente al papá, biológico o
adoptivo. El padre en la obra de Lacan aparece bajo dos formas, como “función paterna”
y como “metáfora paterna”. Ambos términos tienen su especificidad, pero son solidarios
entre sí. En su primera acepción, su función es separar al hijo de la madre y lanzarlo al
mundo del deseo, hacer operar la ley de la castración que sentencia al hijo: “no cohabitarás
con tu madre”, y a la madre: “no reintegrarás tu producto”. En este sentido su función es
introducir al hijo en la ley y con ella en el deseo (Leslie ARVELO, 2001).
La segunda acepción –expresada por Miller– subraya la condición metafórica, es
decir el significante del padre. Un significante que puede operar (o no) sobre el deseo de la
madre. La importancia de esta formulación es que subraya que si la metáfora paterna
opera en el deseo de la madre, no importa si el papá biológico o de crianza está o no
presente, o incluso la índole del mismo. Más aún, la metáfora paterna puede soportarse en
un portarretrato, en un amor idealizado o clandestino de la madre, en una relación con una
persona del mismo sexo, o en las más variadas formas de la sublimación que orientan su
deseo más allá de su producto (Jacques-Alain MILLER, 2005).
Una tercera expresión, propia del lenguaje psicoanalítico para referirse al padre es
“El Nombre del Padre”. Se refiere en general a su función de transmitir la ley de la castración:
“es en el nombre del padre donde debemos reconocer el soporte de la función simbólica
que, desde la aurora de la historia, ha identificado su persona con la figura de la ley”
(Norberto RABINOVICH, 2010, p. 433).
Conclusión
Solamente una palabra para iniciar con el debate en torno a la adopción por parte
de parejas del mismo sexo: En lo que tiene que ver con la dimensión simbólica que es la
fundamental para el ingreso en la cultura, la maternidad y la paternidad son funciones que
pueden o no coincidir con los progenitores biológicos. Lo que muestra la experiencia cotidiana
y la clínica psicoanalítica es que con frecuencia los padres biológicos de una criatura,
justamente por su imposibilidad de asumir la dimensión simbólica de esta función, en nombre
de la responsabilidad o la costumbre, intentan sostener el semblante de la maternidad y la
paternidad, y producen estragos en la crianza que se manifiestan en las más diversas formas
de la patología, que van desde la psicosis y la neurosis hasta las más variadas formas de la
perversión. Algunos, en un acto de desesperación, simplemente abandonan a sus hijos. Es
este último hecho el que nos plantea el debate sobre sí una pareja homosexual puede o no
asumir las funciones simbólicas e imaginarias de padre y madre para estas criaturas. Para
autores como Uziel es menos difícil criar a un hijo entre dos personas, y para el niño será mejor
tener a dos que lo guíen, lo amen y lo protejan, afirmación que no deja de causar revuelo aún
en los sectores relacionados con la adopción (Anna UZIEL, 2010).
La academia, desde la fundamentación y la revisión conceptual, puede adherirse
a esta posición, y con este tipo de artículos enfatizar que la adopción de niños por parte de
parejas homosexuales constituye una oportunidad para mejorar las condiciones de crianza
de aquellos que no cuentan con la posibilidad de tener una pareja que ejerza tales
funciones. Desestimar las parejas homosexuales por los imaginarios moralistas en torno a su
condición desacredita la función que podrían ejercer como padres y madres de niños que
los necesita, pues ser homosexual no puede constituirse en una razón para disminuir la
garantía del ejercicio pleno de sus derechos como ciudadano de un país.
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pid=S0104-026X2010000100017.
[Recebido em 10/02/2017,
reapresentado em 08/02/2018
e aprovado em 16/03/2018]