José María Arguedas y La Imaginación de La Naturaleza: Consuelo Pardo Cortés
José María Arguedas y La Imaginación de La Naturaleza: Consuelo Pardo Cortés
José María Arguedas y La Imaginación de La Naturaleza: Consuelo Pardo Cortés
naturaleza
Directora:
PhD. Patricia Trujillo Montón
Yo declaro lo siguiente:
He leído el Acuerdo 035 de 2003 del Consejo Académico de la Universidad Nacional. «Reglamento
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Por último, he sometido esta disertación a la herramienta de integridad académica, definida por la
universidad.
________________________________
Nombre: Consuelo Pardo Cortés
Fecha: 06/04/2022
Resumen
José María Arguedas y la imaginación de la naturaleza
Este trabajo es una exploración de las imágenes de la naturaleza en tres novelas de José María Arguedas:
Yawar fiesta (1941), Los ríos profundos (1958) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). La representación
de lo natural no solo define el pastoralismo de Arguedas, que se consolida en su última novela, sino que
está relacionada con la búsqueda constante de un lenguaje aconceptual y metafórico, capaz de expresar
la realidad. La tesis trata de examinar esa relación entre naturaleza, lenguaje y realidad en sus diferentes
capítulos. En el primero, sobre Yawar fiesta, veremos cómo la naturaleza es mitificada y se convierte en
una metáfora de la estructura de pensamiento indígena, pero también del progreso capitalista; en el
segundo capítulo, sobre Los ríos profundos, la naturaleza, que se representa en el rumoroso mundo, y es
captada por el narrador en sus momentos de estado poético, es una forma de mito pastoral pero no
trascendente, y en el tercer capítulo, sobre El zorro de arriba y el zorro de abajo, la naturaleza está totalmente
degradada y su lenguaje analógico imaginado se usa para describir la máquina y el capitalismo.
Palabras clave: José María Arguedas, naturaleza, pastoral, pastoralismo, mito, capitalismo, estado
poético.
Abstract
This work is an exploration of the images of nature in three novels by José María Arguedas: Yawar fiesta
(1941), Los ríos profundos (1958), and El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). The representation of the
natural not only defines the pastoralism of Arguedas, which crystallizes in his last novel, but is also
related to a constant search for a non-conceptual and metaphorical language, capable of expressing
reality. The thesis tries to examine this relationship between nature, language and reality across its
different chapters. In the first one, regarding Yawar fiesta, we will see how nature is mythologized and
becomes a metaphor for the structure of indigenous thought, but also for capitalist progress. In the
second chapter, regarding Los ríos profundos, nature, which is represented by a strident world and captured
by the narrator in his moments of poetic state, is a form of pastoral myth, but not a transcendent one.
Finally, in the third chapter, regarding El zorro de arriba y el zorro de abajo, nature is totally degraded and
its imagined analogue language is used to describe the machine and capitalism.
Keywords: José María Arguedas, nature, pastoral, pastoralism, myth, capitalism, poetic state.
Contenido
Introducción .......................................................................................................................... 7
1. La corrida y la carretera ............................................................................................... 18
2. La comunidad del rumoroso mundo ............................................................................ 41
3. La lengua de pato ......................................................................................................... 66
Naturaleza y totalidad ......................................................................................................... 89
Bibliografía ......................................................................................................................... 93
Introducción
No tengo ningún recuerdo nostálgico de la naturaleza ni tampoco tuve una relación muy estrecha con
esta, como la de quienes nacen cerca de las quebradas y ven su vida determinada por el ritmo de la
creciente de las aguas. No hubo un bosque que recorriera con mis padres durante mi infancia, ni un lago
cerca de mi casa, y las montañas que veía todos los días desde la calle ya no me asombraban. En Bogotá
me acuerdo solo de los árboles de Chicalá y sus flores amarillas llenas de aire, que jugábamos a estallar
con el zapato para asustar a los niños más pequeños, o de los caños que olían mal, y que solo hace poco
supe que eran ríos viejos que habían sido canalizados con cemento o desviados hacía mucho tiempo.
De pronto había algo más, pero yo era como esa “gente del lugar” de la que habla Arguedas, que ya no
puede sorprenderse con los detalles porque se integran en la costumbre. Solo siendo una mujer adulta
pude mirar algo del paisaje en el que crecí, ya no con sorpresa, pero sí por lo menos con curiosidad, y
traté de imaginar cómo había sido el resto del espacio de la ciudad antes de que su naturaleza fuera
tocada. Esto no fue sino por mi contacto con la literatura; nunca por el mundo estrecho de mi
experiencia.
Cuando decidí escribir esta tesis no sabía nada de lo que estaba pasando actualmente con la naturaleza.
Solo tenía alguna información más o menos preocupante, pero que parecía una posibilidad abstracta y
lejana. Y elegí el tema por un interés puramente estético, y no porque fuera activista ni por una necesidad
de ser interdisciplinar. Hoy, sin embargo, la naturaleza es el centro de una discusión pública y, más allá
de toda diplomacia o de pactos reformistas entre gobiernos, de medidas de consumo, o de datos
científicos, es difícil pensar en ella como un simple objeto de estudio: le pertenecemos; somos animales
frágiles, y es muy probable que estemos viviendo nuestros últimos años en este lugar. A pesar de que mi
interés sigue siendo, sobre todo, literario, cualquier pretensión académica o afán de reconocimiento que
yo tuviera me empezaron a parecer muy pequeños al lado de la posibilidad de extinción de lo humano.
Y por eso esta tesis ya no es para mí una tesis. Si me hubiera esforzado por seguir viéndola así, si me
hubiera concentrado en la supuesta recompensa a una prueba de excelencia, ya la habría abandonado.
8 Introducción
En una carta a Emilio Adolfo Westphalen, Arguedas escribió que, aunque tenemos que sufrir, todo se
sobrelleva y hasta se domina cuando hay otra cosa que oponerle1. El tema de este ensayo, o lo que
descubrí con él, justo en esta época del fin de las cosas, se volvió para mí ese gran opuesto: una aurora
interior —para usar las imágenes del poema de Whitman que cita Arguedas— que evitaba que cualquier
otra “tremenda y deslumbrante”2 me diezmara. Ya sé que no hay nada nuevo en esto. Al lado de la
mortalidad, es obvio, lo convencional no puede tomarse muy en serio. Así que para que pudiera seguir
escribiendo este trabajo, para que me dejara de parecer un requisito insustancial, me obligué a verlo
como algo más íntimo. No encontraba nada reconfortante en el significado de “una tesis”, si vivía en un
lugar que seguía siendo como el que retrataba Arguedas en sus novelas: lleno de patrones y empresarios,
y de chovinismo, y de naturaleza que se destruye en nombre del desarrollo, a pesar de que la riqueza no
sirva ya para nada.
Me tomé en serio ese “dolor cósmico” del que habla Arguedas y sentí que seguía acá, y que, ante este,
cualquier mérito individual perdía sentido: parece que, quitando todo lo accesorio, solo somos como el
toro dinamitado, los cañaverales que se vuelven basura o la anchoveta cuyo brillo apaga la máquina. Algo
de esto se intuye en el tiempo en el que hice este trabajo, pues se habla mucho de volver a la naturaleza
y de reconocernos como parte de ella. Pero la verdad es que no sé qué quiere decir “volver a la
naturaleza” (sé lo que imagina Arguedas, y de esto tratará también este ensayo); ni sé cómo es la
naturaleza a secas, la naturaleza en sí, si siempre la hemos visto bajo el velo de la cultura. Es posible que
esto de “volver a la naturaleza” se convierta en palabras muertas, desgastadas. Vaciado de todo sentido,
podría ser incluso un nuevo lugar común y una mentira, una máxima de coaching en medio de una época
de celebración del transhumanismo. Además, ¿qué tanto podríamos desear una naturaleza que no sea
para nuestro uso? Quien quisiera penetrar en la materia de esta sin hacerla su instrumento ya no podría
actuar como un dominador; podría si acaso tratar de apostrofarla, como lo hacen los colonos con el
canto al final de Los ríos profundos, o buscar una relación imaginativa con ella. Es en esta forma de
comunicación que Arguedas imagina un nuevo lenguaje de la totalidad: una música que, como la lengua
del pato de altura, repercute en el mundo. Pero este es un consuelo literario.
Sin embargo, más allá de este ideal, lo que aparece en la obra de Arguedas, y que tiene para mí un carácter
universal, es que nuestra historia es la de la desaparición de la naturaleza, la desaparición de Dios. O la
entronización del hombre como un nuevo Dios que vuela sobre el “lomo de fuego”3 del jet. Desde el
jet, los ríos poderosos “se han convertido en el más delgado hilo que teje la araña” 4, y lo que antes era
temible se ve “lastimoso”. Ahora el hombre se está mirando a sí mismo desde ahí, pequeño e impotente,
y en la imagen de la naturaleza totalmente controlada hay más amenazas que en la salvaje. Desde el lomo
del jet se da cuenta de que ha sido artífice de su propio exilio, que es uno de los temas que quiero exponer
a lo largo de este trabajo. Quiero encontrar la forma particular en que Arguedas exhibe ese destierro:
cómo los señores se apropian de la tierra y de las vacas de los indios para llenarse de billetes en Lima; el
modo en que someten a los colonos en las haciendas hasta convertirlos en “niños llorones”, y cómo los
empresarios de la costa se aprovechan del indio que escapa de los patrones de la sierra para someterlo
como mano de obra barata o como sobras de un viril capitalismo industrial. Todo esto tiene una
correspondencia con la naturaleza que, junto al hombre, se quiebra. La estructura de pensamiento de
esa alienación queda en evidencia en las tres novelas que interpretaré aquí: Yawar fiesta (1941), Los ríos
profundos (1958) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).
II
Aunque tenga mi propia versión sentimental sobre la naturaleza, que acabo de describir, o algunas
aproximaciones un poco más racionales, mi propósito fundamental en este trabajo no es desarrollar un
debate sobre su conceptualización, pues el término, como lo señala Raymond Williams, “contiene
muchas de las grandes variaciones del pensamiento humano”5. Tampoco quiero partir de una idea
filosófica específica que condicione la interpretación literaria o que se deforme con ella. Si tuviera que
decir de forma general qué es la naturaleza, me parece que lo más sensato sería partir del mismo
Arguedas, tanto de sus ensayos antropológicos como de algunas pistas que deja en su obra literaria:
naturaleza sería, según él, el hábitat, la materia original que compone al mundo y a los que viven en este,
aunque la experiencia con esa materia y lo que se pueda decir de ella estarán siempre mediados por la
cultura. Esta síntesis, sin embargo, me sigue pareciendo algo limitada, si se tiene en cuenta que lo que
trataré de rastrear es la naturaleza como metáfora, el modo en que las imágenes de aquella se comportan
en las novelas. Esto quiere decir que, aunque durante la lectura me toparé con la pregunta, más bien
existencial, de qué es la naturaleza, no pretenderé responderla, pues la entenderé mejor como un
conjunto de significantes que condensan parte de la historia. La naturaleza será así vista en su potencia
poética y, como símbolo, podrá encarnar varias caras o significados que le darán en cada ocasión un
nuevo carácter. Es de este modo que busco encontrar los rasgos fundamentales del pastoralismo de
Arguedas, cuyo centro no es tanto una nostalgia corriente por lo natural, sino la capacidad de servirse
de su imaginería para expresar una visión de la realidad, que es contradictoria.
4 Ibid.
5 Williams, “Naturaleza”, Palabras clave, 233.
10 Introducción
Sobre el término “pastoral” quiero hacer una precisión: cuando lo escuchamos, pensamos, por lo
general, en un cuadro bucólico europeo que dulcifica la vida pastoril o en la idealización de la vida
retirada en el campo. A pesar de que Raymond Williams aclara en El campo y la ciudad que esta noción ya
es un recorte de una pastoral original, que sí incluía el contraste entre el placer de una vida en la naturaleza
y la amenaza a ese estado de armonía. Esa visión sesgada de lo pastoral como un espacio edénico y sin
contradicciones, aunque tiene orígenes literarios, ha terminado por servir discursivamente a una
deformación de la realidad que desdibuja la historia, al punto de ver el paraíso en una hacienda azucarera.
Así que cada vez que me refiera al pastoralismo de Arguedas en esta tesis, quiero que sobrentiendan que
me estoy distanciando de ese recorte.
Otro autor, Leo Marx, llama a este pastoralismo recortado “sentimental”6. En oposición a este, sitúa un
“pastoralismo complejo”, propio de ciertas obras literarias que hasta pueden ironizar la ilusión de “paz
y armonía”7. En este grupo entraría Arguedas. A pesar de que la obra de Leo Marx se concentra en la
tradición literaria norteamericana, su lectura me dejó ver esta otra cara de lo pastoral, en la que la imagen
de la naturaleza tiene un potencial poético que solo se expresa plenamente por medio de la integración
de una contrafuerza histórica. Fue a través de esta complejización del concepto que pude distanciarme
de la lectura de Mario Vargas Llosa y de su noción de la arcadia, que acerca a Arguedas a la línea
sentimentalista. Lo que yo encuentro en mi lectura de las obras es que la imaginación de la naturaleza de
Arguedas justamente se opone a ese pastoralismo que, de hecho, es propio de la Colonia. Esto quedará
claro en la comparación que haré de un poema católico que recoge Arguedas en sus ensayos y uno de
su autoría: mientras en el primero hay una idealización de una naturaleza mansa y alegre a la cual debe
imitar el hombre con sumisión para limpiar su pecado, en el de Arguedas la naturaleza doliente está
aliada con la humanidad para vengar al padre Túpac Amaru.
Ni siquiera cuando hay momentos temporales de compenetración con el paisaje, semejantes a la epifanía,
el pastoralismo de Arguedas puede asociarse a la escena del jardín feliz o al Edén, que como veremos
fue, más bien, una herencia de la imaginación que Occidente vertió sobre el llamado Nuevo Mundo,
aunque de forma amañada, porque, a conveniencia, lo consideró al mismo tiempo como un territorio de
salvajes domesticables para el trabajo. Sin embargo, tendré en cuenta para mi interpretación este
pastoralismo colonial, que no solo fue determinante para la forma en que se dominó el paisaje y a sus
habitantes, sino que, con todas sus implicaciones y contradicciones ideológicas, fue el comienzo de una
tradición pastoral literaria suramericana, a través de los relatos de viajes, como lo recuerda Henríquez
Ureña: las descripciones de la naturaleza de los colonizadores pertenecen, para él, más a América, y
construyeron una primera imagen de esta alrededor del paraíso en la tierra. Sergio Buarque dice que no
era raro que, “en contraste con el viejo escenario familiar, de paisajes decrépitos y hombres atareados,
siempre debatiéndose contra una áspera pobreza, la primavera constante de las tierras recién
descubiertas”8 les hiciera pensar a los europeos colonizadores que estaban en el Edén, cuyo paisaje fue
para ellos un “don gratuito”. Porque la imaginación del Nuevo Mundo no solo era una inocente
asociación con la arcadia: esta era solo el significante del ideal del fisiócrata que veía la naturaleza como
una gran mina. En ese pastoralismo sentimental del Nuevo Mundo encontraremos una prefiguración de
la estructura de pensamiento desarrollista, pues no hay una “contradicción obligada entre la ambición
pecuniaria y la devoción cristiana”9: ambas “se hermanan y hasta se confunden”10. “Ya Cristóbal Colón
lo había expresado al decir que con el oro todo se podía hacer en este mundo, hasta enviar almas al
cielo”11.
Los colonizadores del Perú no fueron ajenos a esta ideología. Y si algo los llevó también a la sierra, el
terreno menos cómodo para su asentamiento, fue la explotación de los metales, que trajo consigo la
esclavitud de los indios, como lo describe Mariátegui en “El problema de la tierra”12. Pero, a pesar de la
apariencia feudal de la colonización —que en realidad es solo la forma que en el continente tomó la
modernización—, la naturaleza americana era un cuerpo de valor que ya circulaba en el sistema mundial
de mercancías: el oro y la plata que salían de las minas del Nuevo Mundo fueron “la causa más importante
de la reducción de los precios en Europa”13. De ahí que Karl Marx viera El Descubrimiento como la
consolidación del capitalismo14, como una de las palancas de la acumulación primitiva europea que
posibilitó la industrialización. Hago esta precisión porque una de las consecuencias del discurso
desarrollista es ver al capitalismo solo como su cara más progresista (la industrialización, la ciudad o la
existencia de una clase burguesa), mientras que la periferia o el “atraso” se ve como un síntoma de que
aquel no ha llegado. Esto no es cierto. Y es una de las verdades históricas que devela el pastoralismo de
Arguedas: la sierra, ni siquiera durante la Colonia, estuvo fuera del capital.
asuma que, por la apariencia feudal y evangelizadora, la colonización española estaba fuera del capitalismo. Pero lo más llamativo
es que, además, de la mano de José Vasconcelos, a quien reseña elogiosamente, considera que muchos de los problemas del
Perú se explican porque el colonizador español no pudo implantar un modelo económico tan efectivo como el del pioneer
anglosajón.
13 Clarence Henry Haring, Comercio y navegación entre España y las Indias, citado en Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la
Pero retomemos lo que estaba diciendo del ingreso de una tradición pastoral en América: aunque se
puede decir que esta comenzó con las crónicas y los relatos de viaje, según las historias literarias más
tradicionales, sería también necesario comenzar a contrastar la imagen del Edén con una poética de la
naturaleza de la literatura indígena prehispánica, es decir, comenzar a entender lo pastoral en ese sentido
más amplio que describí al principio de este apartado y no circunscribirlo a lo sentimental. De este modo,
puede funcionar como punto de partida para comparar las tradiciones literarias del Perú antiguo. Esta
lectura serviría, a su vez, para reconocer cómo la misma colonización fue también una ruptura en la
representación quechua de la naturaleza, que Arguedas asocia a una época de “dolor cósmico”.No haré
esta revisión minuciosamente aquí, pues implicaría que mi trabajo se convirtiera en una historia literaria
del Perú a partir de una nueva idea de lo pastoral, cosa que quizás valdría la pena hacer en otra
investigación.
Sin embargo, puedo constatar que estos antecedentes literarios quechuas, y que representan la realidad
a través de la naturaleza, sobreviven en el pastoralismo de Arguedas: está, pues, el sufrimiento del indio,
la soledad por la desintegración del Perú antiguo y la condena a la servidumbre, manifestadas en la
figuración de un paisaje quebrado. Si hay nostalgia en Arguedas, esta no es por un mundo constituido
según la imagen del Edén o de la arcadia, sino por uno de fraternidad imaginado. Sin embargo, es difícil
ver ese antecedente literario fuera de un complejo proceso de transculturación, que es ya evidente en los
mitos poshispánicos y, por ejemplo, en Dioses y hombres del Huarochirí. El pastoralismo de Arguedas, pese
a tener una evidente relación con la estructura de pensamiento indígena, sobre todo, frente a la
naturaleza, contiene otro tipo de influencias. Y, además, integra su propia visión del socialismo. De ahí
que incluya críticamente, en la piscología de sus personajes, en la imagen del mundo que representa, ese
pastoralismo sentimental heredero del capitalismo colonial, que no solo podemos asociar a una tradición
literaria, sino a un discurso político.
III
Para poner esto en contexto —y para dejar un telón de fondo que pueda ser útil a la hora de leer la
interpretación literaria que haré— voy a resumir la síntesis que hace Arguedas de la historia peruana, no
solo en su obra literaria sino en la etnográfica. Al comienzo de “La sierra en el proceso de la cultura
peruana”, cita la dedicatoria que hace, en la Crónica del Perú, Pedro Cieza de León, uno de los primeros
conquistadores y exploradores. La cita es una descripción de los contrastes del paisaje. Arguedas la toma
como punto de partida, porque en su ensayo busca identificar el papel que, en la historia del Perú, “ha
desempeñado esa región de sierras altísimas y valles profundos”15 que el cronista caracteriza, o sea, el
15 Arguedas, “La sierra en el proceso de la cultura peruana”, Formación de una cultura nacional indoamericana, 9.
13
papel del paisaje. A propósito, dice, esos contrastes determinaban “una diferencia de estilo”16 entre los
habitantes del Perú, una diferencia solo dada por el hábitat, pues la cultura que se interponía “como una
criba filtrante entre humanidad y naturaleza”17 era idéntica en todas las regiones incaicas. Había una
unidad en el Perú prehispánico conformada por “estilos diferentes de una misma cultura”18 y sus
habitantes se enfrentaban a la variada naturaleza “con medios tecnológicos” del mismo nivel. Los
“descubrimientos técnicos” estaban difundidos por igual en el territorio Inca.
Arguedas concluye que no había en ese entonces una conciencia de la separación entre la sierra y la costa.
Aquella había comenzado en verdad durante la colonización española, por su método y la capacidad de
dominación del paisaje: la costa era el terreno que el español podía dominar y explotar con más
comodidad y, por lo tanto, el lugar en el que pudo imponer y desarrollar mejor sus propios medios
tecnológicos, mientras que la sierra, aunque atractiva por los metales de sus montañas, era mucho más
agreste. Esta diferencia en el paisaje hizo posible que lo indio se extinguiera en la costa y sobreviviera en
la sierra. Como “en la estrategia militar”, concluye Arguedas, “el mundo físico se convirtió en un
poderoso aliado de un pueblo invadido”19. En los Andes hasta las plantas, los animales y las costumbres
de los españoles “fueron absorbidas por la naturaleza autóctona”20; el quechua se mantuvo como medio
de comunicación entre estos y los indios, aunque fuera por la servidumbre, y una literatura y arte
mestizos quechuas siguieron desarrollándose. Me parece fundamental tener en cuenta esta parte de la
historia dentro del proceso del capitalismo en el Perú: si bien el mundo andino tiene gran importancia
para Arguedas, por ser el lugar en el que se conservó algo del Perú antiguo y por la estructura de
pensamiento indígena que sobrevive en él, no debe verse como un lugar sin contradicciones. Parte de la
crítica, y no solo la de Vargas Llosa, también ha querido verlo como una arcadia. Esta visión es una
purga del socialismo de Arguedas. En los Andes está la semilla de una revolución, pero hay que ser muy
desatento para entender que el ideal es regresar a esta etapa de la historia colonial. Las mismas obras de
Arguedas desmienten esto.
Más adelante, ese aislamiento de la sierra y la costa se rompió durante lo que Arguedas llama el “periodo
de las carreteras”21, una nueva modificación del paisaje, una corrección, que implicó la integración de la
“civilización industrial”. En Todas las sangres vemos cómo esa nueva era desembocó en la decadencia del
capitalismo señorial y en la entrada del consorcio norteamericano; en Yawar fiesta, en la comprensión de
16 Ibid., 17.
17 Ibid.,18.
18 Ibid., 16.
19 Ibid., 21.
20 Ibid., 23.
21 En el ensayo “La soledad cósmica en la poesía quechua”.
14 Introducción
la situación de la sierra en términos socialistas que entra en conflicto con las creencias indígenas, pero
también con el gamonalismo, y en El zorro de arriba y el zorro de abajo vemos, sobre todo, las consecuencias
para los serranos que llegan a la costa y forman los barrios clandestinos. Esta nueva integración fue, sin
embargo, problemática: no supone, por supuesto, que las diferencias culturales desaparezcan, sino que
su choque sea más fuerte. Los serranos son parte de la clase obrera en la costa. Esto los lleva a la
precarización, a ser exindios, como los llama Arguedas, pero también a nuevas asociaciones políticas en
las que, paradójicamente, lo indio puede resucitar. Es posible rastrear todo ese proceso en las novelas,
precisamente a través de la representación de la naturaleza.
IV
Al lado de la progresiva descomposición de la naturaleza, en esas novelas también hay una evolución en
la forma de entender el lenguaje. Arguedas se enfrentó primero a un problema que, para él, era el del
mestizo peruano, y que le parecía evidente en Trilce de César Vallejo, porque en su estilo se manifestaba
el conflicto entre el mundo interior del hombre de los Andes y la lengua española, con la que en todo
caso garantizaba que la obra no quedara recluida en lo local. Trilce era una “consecuencia de la lucha
entre el alma del poeta y el idioma”22. En Yawar fiesta, ese dilema trata de resolverse con una mistura
entre el quechua y el español en las voces de los indios, pues la búsqueda de Arguedas era la
universalidad, pero sobre todo la veracidad, el realismo de la lengua. Sin embargo, en las metáforas del
narrador hay un esfuerzo por transmitir la forma particular en que los indios veían la naturaleza como
deidad, y que escapaba a la racionalidad de los gamonales y los leguleyos. Los ríos profundos está toda en
castellano. El quechua no es tanto una voz de algún personaje, sino una metáfora de una imaginada
lengua de la naturaleza que comunica a los seres de un mundo rumoroso. Esa lengua es el sonido, la
vibración de la materia, que se reproduce en los nombres onomatopéyicos. El lenguaje comienza a verse
como algo sensible, como el canto del zumbayllu, la voz de las chicheras o el jarahui final de los indios
colonos, y así lo mítico se empieza a acercar a lo inmanente. Con esa lengua de la naturaleza, Ernesto, el
personaje narrador de la obra, trata de actuar sobre el mundo, de interpelarlo y de enviar mensajes a su
padre. Después, en El zorro de arriba y el zorro de abajo, la última obra de Arguedas, esa lengua de la
naturaleza, que se imagina como analógica, se convierte en un lenguaje literario que le permite al narrador
hablar no solo de lo andino, sino del destierro de la humanidad en el capitalismo industrial.
Durante la investigación para este trabajo, también me di cuenta de que no existía una única relación de
lo mítico con la naturaleza en las obras de Arguedas. El mito no es un concepto o una categoría fija que
cobija a todas las novelas del mismo modo. Como las imágenes de la naturaleza, es móvil. Está en el
sentido en el que lo emplea Mariátegui, como la única fuerza capaz de satisfacer la necesidad de infinito
del hombre, y se asocia a una forma de ver la naturaleza fuera de los límites de lo instrumental. Pero
también está en el orden que se ha impuesto por medio de la violencia y que se disfraza de naturaleza
para prolongar su dominio, como lo cree Walter Benjamin. A través de imágenes míticas de la naturaleza,
vemos el capitalismo en toda su dimensión, como pasa en Yawar fiesta. El mito es, además, una visión
analógica del universo que, en ciertos instantes poéticos, les permite a ciertos personajes de Arguedas
creer que existe una comunión de la naturaleza, así esta sea la del dolor cósmico. Y, por último, el mito
es también el vacío, el dios que no se ve porque ha sido sustituido por el misticismo de la mercancía: la
destrucción de la naturaleza, la aniquilación de su carácter concreto por una metafísica del valor. En esa
alternancia, uno puede ver que, aunque la obra de Arguedas es nostálgica, nunca es un anhelo de una
utopía arcaica; el mito tampoco es sinónimo de lo primitivo. El hombre quiere volver al rumoroso
mundo de la naturaleza, de donde cree que fue arrancado, pero ese mundo no pertenece a un pasado
histórico. Es más preciso decir que el hombre quiere que ese rumoroso mundo que imagina despierte
en su presente.
Esto contradice de entrada la perspectiva de Mario Vargas Llosa: para él, en Los ríos profundos y en toda
la obra de Arguedas, “la añoranza de un mundo primitivo y gregario” es un motivo frecuente que se
opone a una “sociedad moderna en la que el individuo se halla —como el Ernesto de la novela—
desamparado y alienado”23. Esa interpretación, que puede sonar bella y sugestiva, reconoce una tensión
real entre dos mundos que, sin embargo, no se representan de forma tan separada en las novelas de
Arguedas: Ernesto, por ejemplo, no siente tanta nostalgia por un mundo primitivo, sino por un pasado
personal, compuesto por algunos instantes de su infancia, que llevan, eso sí, a un mundo indígena
experimentado por él a través de la inmersión en el ayllu. En la novela vemos que esta nostalgia no
conduce al personaje, como lo piensa Vargas Llosa, a la idealización de la arcadia, sino que, al contrario,
lo dirige directamente a las posibilidades del futuro: a la sublevación de los colonos, a que en sus
consciencias se oiga la furia desatada del Pachachaca. A esto me refiero en el segundo capítulo. Con tal
de hacer aparecer en la obra el consabido conflicto entre un mundo arcaico y un mundo moderno,
Vargas Llosa evade algunas particularidades: para él, el ayllu podría asociarse a la imagen de la “tribu
popperiana”24, a una “colectividad aún no escindida en individuos”25 propia de una “cultura mágico-
religiosa” que “puede ser de un refinamiento y de elaboradas asociaciones”, pero que siempre será
primitiva si se acepta “la premisa de que el tránsito entre el mundo primitivo y tribal y el principio de la
23 Vargas Llosa, La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, 227.
24 Ibid.
25 Ibid.
16 Introducción
cultura moderna es, justamente, la aparición de la racionalidad”26. Esto, dicho de forma general, puede
ser verdadero. Es parte del conflicto en Yawar fiesta y en Todas las sangres. Pero Vargas Llosa lo usa para
ver a Ernesto como a un solipsista que se refugia en una magia de la naturaleza y en el pasado para no
enfrentar la realidad. Lo que vemos en Los ríos profundos, en cambio, es que el ayllu, la magia y las creencias
pertenecen a la época moderna. En la novela no está ese “tránsito” de lo tribal a lo racional, porque
ambas cosas conviven. William Rowe también desconoce esto cuando dice que el problema de la obra
es que el mito “se propone como un principio objetivo”27 de la realidad con el que Ernesto no puede
enfrentarse a lo que pasa en Abancay, y que haría parte de un supuesto orden primitivo; Ernesto, cree
Rowe, está condenado a caer en el romanticismo. Sin embargo, tanto en Los ríos profundos como en otras
novelas de Arguedas, lo que queda claro es que el pensamiento mítico de los personajes, unido a lo
pastoral, se integra con su consciencia de la realidad, y que además puede ser crítico. El pensamiento
mítico es moderno.
Además de la lectura primitivista, está la de Antonio Cornejo Polar, que entiende la narrativa de Arguedas
a partir de otras oposiciones: “Primero fue la oposición indios y blancos, luego mundo andino y mundo
costeño”. Y, en Todas las sangres, “aunque no con la claridad de las etapas anteriores, la oposición
comienza a visualizarse entre los términos ‘país dominado’ y ‘país dominante’, dentro del imperialismo
en sus diversas facetas”28. Pero Cornejo, por lo menos, no considera que la narrativa de Arguedas expresa
una marcada diferencia entre un mundo antiguo tribal y uno moderno, pues es capaz de ver “una sólida
estructura relacional, suficiente para compatibilizar variantes y paradojas”29, una estructura fiel al
“proceso de la sociedad peruana” no tanto en su cronología como en sus tensiones. En eso tiene razón
y quizás podría haber ahí un argumento contra las críticas que señalaban la presunta imprecisión histórica
de Arguedas en la mesa redonda sobre Todas las sangres, como la de Henri Favre, que juzgaba como un
problema de la novela el hecho de que se introdujera una realidad que, según él, ya no existía en el Perú30.
26 Vargas Llosa, La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, 226.
27 Rowe, “Los ríos profundos”, 115.
28 Cornejo Polar, Antonio. “La obra de José María Arguedas: elementos para una interpretación”, 132.
29 Ibid.
30 La mesa redonda sobre Todas las sangres del 23 de junio de 1965, 39.
17
Para Arguedas, la convivencia entre diferentes estadios del desarrollo en el Perú era comprobable. Lo
que buscaba el realismo de su obra era hacer evidente esa complejidad.
Pero es probable que esas contradicciones no fueran solo los niveles que presenta Cornejo, y que definen
la obra de Arguedas como una cadena de contrarios a los que se añade, con cada nueva novela, un
eslabón. Mi objeción a la crítica de Cornejo es que estas oposiciones, que para él son resultado del
proceso social del Perú, no son necesariamente equivalentes a las antítesis que predominan en la
concreción formal de la obra, que son metafóricas y se relacionan con el pastoralismo de Arguedas.
Ángel Rama es mucho menos esquemático, en ese sentido, pues considera que Arguedas es, más bien,
un “paradigma de las soluciones transculturadoras”31 y se asemeja a un “agente de contacto entre
diversas culturas” enfrentadas. Rama hace énfasis en la intención política de Arguedas, tanto en su obra
literaria como en la antropológica. La interpretación de las novelas a la luz de la transculturación tiene
tintes de un compromiso político que fue asumido por el mismo Arguedas en su proyecto estético, en
el que fueron imprescindibles la influencia de la generación de la revista Amauta, fundada por Mariátegui,
y los proyectos socialistas de otros países. Pero las “operaciones transculturadoras” a las que se refiere
Rama no están solo en el “nivel de los asuntos” o de los “programas explicativos”, sino en “la literatura
misma, en el arte literario, en la escritura, en el texto”; en suma: “en el cuerpo mismo de la creación”32.
Toda esta crítica buscó, a pesar de sus diferencias, hacer una lectura inmanente de la obra de Arguedas.
A lo largo del trabajo la tendré en cuenta, y a veces discutiré con ella, pero trataré de concentrarme en
mi propio camino, que será el de revisar cómo la complejidad de lo real se expresa en las diferentes
imágenes de la naturaleza, en un lenguaje aconceptual. Lo que me propongo es descubrir cuál es el
desarrollo particular del pastoralismo de Arguedas y cómo, al final de su obra, ese pastoralismo termina
por hacer parte de un problema vital del escritor.
Después de que los pobladores de Coracora, capital de Parinacochas, “habían acordado abrir una
carretera al puerto de Chala, para llegar a Lima en cinco días, y para hacer ver a los puquianos que ellos
eran más hombres”1, los cuatro rabiosos ayllus2 de Puquio deciden hacer su propia ruta para llegar al mar
en un día. La construcción de la carretera comienza en la última noche de junio y el 28 de julio entra el
primer camión extranjero al pueblo. La corrida, centro de la historia, es justamente una conmemoración
de esa fecha, un reconocimiento al orgullo y la fuerza de los puquianos que construyeron los ciento
cincuenta kilómetros de camino para comunicar su territorio con la costa; es una remembranza de la
faena comunal del veintiocho que, más que un trabajo ordinario, es vista por los indios como una
competencia.
Comienzo con esta síntesis de Yawar fiesta (1941) solo para hacer explícita al lector la relación más obvia
entre un motivo original —la construcción de la carretera— y su celebración: la fiesta de sangre. Sin
embargo, me concentraré aquí en otro punto que une a ese primer acontecimiento con la corrida, y que
no es otra cosa que la convivencia siempre presente en la novela de lo mítico con lo mundano: el yawar
fiesta es, sí, una conmemoración ritual de la altivez del 28 de julio, pero también es eco de la voz de la
historia que se esconde detrás de la magnificencia de la carretera, y que habla de los indios que mueren
en la construcción o del socavón que rompe las montañas para llegar a la arena de la costa. La fiesta de
sangre, cuyo nombre es una coexistencia de opuestos, no es únicamente una celebración del progreso,
sino una representación de la inclinación sacrificial de este, que se condensa en la imagen del
enfrentamiento a muerte entre los hombres y el animal deificado. Es una rememoración del proyecto de
la carretera, una metáfora que busca representar con toda verdad la contradictoria vida desnuda del
capitalismo, y para eso acude a la imagen mítica de la naturaleza.
¿A cuál imagen de la naturaleza me refiero? Aunque esta es generalizada en la novela, como veremos
más adelante, estoy pensando por ahora en la figura del toro Misitu, elegido para luchar con los indios
en el yawar fiesta del 28 de julio. El toro es visto como el hijo de la laguna y de la tormenta y, a veces, es
un padre o un “diablo” que con su sombra “rabia” solo en el monte, como lo recordarán los lectores de
la obra. Parte del peligro que representa proviene de una elevación de su existencia natural, producto de
la imaginación mítica de los puquianos, que riñe con la precaria cotidianidad. La mitificación de Misitu
y el evento extraordinario que representa el hecho de que los indios k’ayaus lo logren bajar de la puna a
la plaza desempobrecen, por un momento, el ritmo de la existencia, que parecería avanzar en el pueblo
solo al compás del “látigo y la bala”3. Esa naturaleza mitificada es un intento por restituir expresivamente
la gravedad del mundo, perdida a causa de las habituales y opresivas circunstancias de un Puquio
dominado y envilecido por los vecinos principales, pero no debe verse como una negación de las
tensiones históricas. De acuerdo con esto, me detendré, en primer lugar, en la caracterización del animal-
deidad. De todas las imágenes del toro, esta es mi favorita en la novela:
Apenas amaneció, cuando la primera luz de la aurora alumbró al pueblo, el Kokchi le habló al Misitu.
Llorando había esperado que rayara el día. Cuando vio la cabeza del Misitu, con el hocico pegado a los
troncos de eucalipto de la puerta; cuando vio sus piernas traseras, embarradas, con todo lo que le habían
hecho zurrar, el Kokchi lloró como criatura, abrazándose al tronco de eucalipto donde comenzaba la
plaza:
—¡Papay! ¡Papacito! ¡Cómo pues! ¡Cómo te han traído, mak’ta4! Te hubieras corrido, niñito; corriendo
hubieras salido de tu k’eñwal5; por la pampa no más te hubieras ido a tu laguna; tranquilo te hubieras
entrado al agua de tu laguna, de tu mamay. ¡Ay Misitu, papay! Adentro te hubieras ido, al hondo, al hondo;
te hubieras dormido cuánto también; y después, ya en febrero, en enero, cuando en tu k’eñwal hay pastito
verde, hubieras regresado a tu Negromayo.
Llorando, le hablaba al toro. Los k’ollanas, los pichk’achuris, los k’ayaus, los chaupis que estaban en la
plaza, le oían. Chakchaban coca en silencio, ocultando difícilmente su pena. 6
Este fragmento pertenece al final de la obra, al capítulo “Yawar fiesta”, que es, obviamente, el relato de
la corrida del 28 de julio. El toro está encerrado, listo para ser liberado en la plaza. El narrador hace una
descripción del cuerpo de Misitu, sucio y con marcas de azotes, pero la imagen de la degradación, en la
que el ser deificado ha pasado a ser un animal cualquiera, solo se completa con la presencia del Kokchi
—el layk’a7 de los k’oñanis, indios de la puna—, que llora y le habla al toro, y con esa reacción nos
confirma que ha sido humillado. No podríamos decir que el narrador hace algún tipo de juicio personal
en este pasaje; sus palabras son, más bien, las de un testigo agudo, capaz de fijarse en las sutilezas e
interpretar, por ejemplo, que los indios de los ayllus preparados para la fiesta intentan disimular su
conmoción al escuchar las palabras del Kokchi. El narrador podría haber expresado una posición, como
el resto de los personajes, frente a la corrida o, por lo menos, frente a la figura de Misitu encerrado, pero
en la obra ha renunciado a asumir cualquier tipo de postura con relación al yawar fiesta, para que las
antítesis culturales que surgen alrededor de este se mantengan siempre irresolutas.
La imagen del cuerpo maltratado del animal salvaje que ofrece ese narrador imparcial funciona solo
como la introducción a la voz del creyente Kokchi que, cuando ve a Misitu, lo reconoce como a un
padre-niño, como a un ser deificado y, por ello, susceptible de deshonra. Solo esa inmersión en lo
subjetivo, a través de las palabras del layk’a, sublima nuevamente la figura del animal, porque, en el
reconocimiento de su humillación y sufrimiento, apela también a su origen divino: “Tranquilo te hubieras
entrado al agua de tu laguna, de tu mamay”, le dice el Kokchi, que no puede creer que el toro no haya
vuelto al lugar de donde mágicamente llegó al mundo. En otras palabras: el Kokchi que llora por Misitu
reducido a bestia le otorga nuevamente el estatus de deidad, aunque se trate de una deidad caída. La
aparición de esa naturaleza mitificada, de las aguas que dan origen a Misitu, es una irrupción de una
realidad de orden superior en el espacio de lo histórico, en el que el toro es solo un animal salvaje y
corriente dispuesto a ser dinamitado en la corrida. Se trata de una estructura semejante a lo que Leo
Marx llama diseño pastoral8, una yuxtaposición entre lo ideal y lo social, y que será dominante en varios
niveles de la narración, como veremos en el desarrollo del capítulo.
Para los puquianos que han ido a Lima y pertenecen al Centro Unión Lucanas, esa visión mágica del
mundo es pura superstición, un síntoma de la opresión de los señores principales que, en palabras del
estudiante Escobar, mantienen al indio ignorante y lo empujan “a arraigarse en esa vida oscura, temerosa
y primitiva; porque eso les conviene, porque por eso mandan y gobiernan”9. “Ellos precipitan al indio
hacia lo oscuro, al temor, a eso que en la universidad llamamos ‘el temor mítico’”10, dice Escobar a sus
8En Yawar fiesta, la metáfora paradigmática de Leo Marx se invierte, pese a que conserva dos opuestos similares a los que
conforman el diseño pastoral: en lugar de la máquina entrando al jardín –para tomar la imagen de Marx, que representa el ingreso
de lo histórico en lo idílico–, lo que vemos es la entrada de lo mítico, que a veces podría entenderse como naturaleza idealizada,
dentro de lo histórico.
Esta es la historia del concepto: una mañana, “Nathaniel Hawthorne se sentó en el bosque cerca de Concord, Massachusetts,
para esperar (como él lo expresó) ‘pequeños eventos que pudieran suceder’”. Su propósito tenía, sobre todo, fines literarios.
En su cuaderno de notas, en el que registró esta anécdota, el escritor se refiere a una serie de detalles sobre el paisaje: la
armoniosa disposición del lugar en el que estaba, la abundancia de un cultivo de maíz, el sonido que producían los animales.
Pero se refiere también al silbato de una locomotora que interrumpe abruptamente la paz de la escena, y cuyo sonido cuenta
“una historia de hombres ocupados, ciudadanos de la hot street, que han venido a pasar un día en un pueblo rural, hombres de
negocios” (Marx, The Machine in the Garden, 13-14). Esta experiencia es una metáfora: el tren es la intrusión de la historia, y su
ruido obliga a reconocer “una realidad ajena al sueño pastoral”. Marx regresa a este motivo, que se repite en varias obras de la
tradición literaria norteamericana y de la literatura universal, para referirse al pastoralismo propio de los escritores, opuesto al
“pastoralismo sentimental”, la mera idealización de un mundo intocado que evoca un espacio para escapar de la represión de
la cultura.
9 Arguedas, Yawar fiesta, 166.
10 Ibid.
21
camaradas. Este, que al principio ve la corrida como un símbolo de atraso, se alegra cuando reconoce
en la captura de Misitu una especie de acto de rebeldía contra el “temor mítico”: “Si al fin les han echado
lazo a las astas y están arrastrándolo como a un sallk’a11 cualquiera. ¡Han matado a un auki12!”13. La
captura prefigura para Escobar el momento en que los indios lograrán matar a todos los aukis, dioses,
que “atormentan las conciencias”, y alcanzarán así, igual que los miembros del Centro Unión Lucanas,
una especie de mayoría de edad que los capacitaría para llevar al “país hasta una gloria que nadie
calcula”14.
Pero la deducción de Escobar y de sus compañeros es solo una interpretación más de la situación,
limitada a su perspectiva como personajes de la novela. Sabemos, por toda la narración anterior a la
captura, que los indios k’ayaus no apresan a Misitu porque hayan dejado de verlo como un semidiós. Si
se han atrevido a sacar al toro de su territorio es porque creen estar cumpliendo con la voluntad del auki
K’arwarasu, “el padre de todas las montañas de Lucanas”, que ha hablado “directamente al corazón” del
varayok’ alcalde de K’ayau. Temible y protector, el taita K’arwarasu tiene mayor potestad sobre Misitu
que don Julián Arangüena, al que los k’ayaus han pedido permiso solo por un temor mucho más
mundano: porque es el gamonal del pueblo y, sobre todo, porque legalmente es el dueño de las tierras
altas de los K’oñanis y, por lo tanto, del toro, que azarosamente ha llegado a ellas. En contravía de la
tesis que asocia la sumisión al patrón con lo mítico, la creencia en el espíritu de las montañas —a la que
también se refiere Arguedas en su ensayo antropológico sobre Puquio15— puede verse, más bien, como
un modo de introducir una experiencia más orgánica con la naturaleza, que irrumpe en el orden legal
representado en la novela como el orden de los mistis16. Veamos este pasaje del segundo capítulo de
Yawar fiesta, que condensa perfectamente esa idea de la ley:
Año tras año, los principales fueron sacando papeles, documentos de toda clase, diciendo que eran dueños
de este manantial, de ese echadero, de las pampas más buenas de pasto y más próximas al pueblo. De
repente aparecían en la puna, por cualquier camino, en gran cabalgata. Llegaban con arpa, violín y
clarinete, entre mujeres y hombres, cantando, tomando vino. Rápidamente mandaban hacer con sus
lacayos y concertados una chuklla17 grande, o se metían en alguna cueva, botando al indio que vivía allí
para cuidar su ganado. Con los mistis venían el juez de Primera Instancia, el subprefecto, el capitán jefe
provincial y algunos gendarmes. En la chuklla o en la cueva, entre hombres y mujeres, se emborrachaban;
bailaban gritando, y golpeando el suelo con furia. Hacían fiesta en la puna.
[...]
11 Toro de monte.
12 Semidiós.
13 Arguedas, Yawar fiesta, 168.
14 Ibid.
15 Puquio, una cultura en proceso de cambio. Formación de una cultura nacional indoamericana.
16 “El misti no es el blanco; se designa con ese nombre a los señores de la cultura occidental o casi occidental que
tradicionalmente, desde la Colonia, dominaron en la región, política, social y económicamente. Ninguno de ellos es ya, por
supuesto, de raza blanca pura. Son criollos” (Arguedas, “Puquio, una cultura en proceso de cambio: la religión local”, 35).
17 Choza.
22 La corrida y la carretera
Aprovechando la presencia de los indios, el juez ordenaba la ceremonia de la posesión: el juez entraba al
pajonal seguido de los vecinos y autoridades. Sobre el ischu18, ante el silencio de indios y mistis, leía un
papel. Cuando el juez terminaba de leer, uno de los mistis, el nuevo dueño, echaba tierra al aire, botaba
algunas piedras a cualquier parte, se revolcaba sobre el ischu. Enseguida gritaban hombres y mujeres,
tiraban piedras y reían. Los comuneros miraban todo eso desde lejos.
Cuando terminaba la bulla, el juez llamaba a los indios y les decía en quechua:
—Punacumunkuna: señor Santos es dueño de estos pastos; todo, todo, quebradas, laderas, puquiales, es
de él. Si entran animales de otro aquí, de indio o vecino, es “daño”. Si quiere, señor Santos dará en
arriendo, o si no traerá aquí su ganado. Conque… ¡indios!, werak’ocha19 Santos es dueño de estos pastos. 20
En el fragmento, la legalización de la tierra aparece como lo que verdaderamente es: un despojo. Esa
revelación de las condiciones reales se consigue gracias a la plasticidad de la descripción: la voz del
narrador, en lugar de presentar una información abstracta, evoca una imagen particular de la situación,
semejante a la escena de una película21. “Año tras año”, dice al comienzo, como si se fuera a referir de
forma general a la habitual parafernalia de la apropiación de tierras, y, después, a medida que el relato
avanza, va dando más detalles que individualizan la anécdota hasta convertirla en un cuadro vivo de
mistis borrachos que ríen y bailan ante los indios, hasta convertirla en la historia puntual de cómo el
señor Santos se adueña por ley de los pastos de la puna. Cuesta pensar que la imparcialidad del narrador,
a la que ya había aludido, termine transformándose en una crítica directa. Sin embargo, este es un atributo
dominante en Yawar fiesta, pues el tono objetivo del narrador, en cuanto no toma partido de forma
expresa, contrasta con su elección a la hora de enfocarse en los detalles visuales más sugerentes, como
la imagen de los mistis tirando piedras, un rasgo que, aunque singular en la descripción, alimenta la
tipicidad de estos: la crueldad vulgar. Ese trazo específico de su personalidad, que está en la escena que
cito, es también la imagen amplia del misti “tinterillesco y politiquero”, como lo caracterizaría Arguedas
en uno de sus ensayos22 y de paso una evocación de la arbitraria legalidad de Puquio.
Me detuve en la representación del orden legal en la novela, porque contrasta con la jerarquía enunciada
implícitamente en la cosmovisión mítica de los creyentes, acusada de supersticiosa por el Centro Unión
18 Paja.
19 Señor.
20 Arguedas, Yawar fiesta, 24.
21 Es una de las marcas del narrador en toda la novela. Este se detiene en las imágenes que puedan ser dicientes para caracterizar
a los personajes o el mundo representado, pero no lo hace al modo de un naturalista; actúa, en realidad, como una cámara que
se acerca y se distancia, y dirige su lente hacia lo que busca acentuar por su significado. El jirón Bolívar, por ejemplo, es
“captado” intencionalmente desde arriba, porque esta perspectiva lo muestra como una “culebra que parte en dos al pueblo”,
y cuya cabeza es la plaza de armas. En esa descripción figurada del lugar, que es el espacio en el que están las casas de los
principales y las autoridades, hay un señalamiento al poder irruptor de los mistis. La luz de los faroles de la plaza iluminando a
los indios reunidos para hablar de la prohibición de la corrida es también un encuadre deliberado de ese narrador, pues, bajo
aquella, parecen una “tropa cerrada” que “resbala” hacia la alcaldía, una masa amenazante para la autoridad. El mismo
subprefecto ve a los indios como parte de la escena de una película y, a la vez, cuando se dirige al interior de la alcaldía en la
que él está, ve a los vecinos que hablan frente al corredor iluminado “como en una pantalla de cine”. Indios con cabezas que
no se distinguen individualmente están afuera, por una parte, y los vecinos principales actúan en la otra pantalla: para saludar,
inclinan su cuerpo ante el cura, cuya sotana oscurece la pared del corredor.
22 Arguedas, “La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú”.
23
Lucanas. Frente a la imagen concreta de la leguleyada con la cual es dirigida la sierra, la religiosidad
expresada en el amor y miedo del indio hacia esa naturaleza paternal, más que una muestra de atraso,
puede ser vista como una potencia de la imaginación para elevarse por encima de la estrechez del mundo
de los principales. Parecería que los límites de una naturaleza cercada por la creciente propiedad de los
terratenientes solo pueden ser derrumbados por el mito, el único capaz de “satisfacer toda la necesidad
de infinito que hay en el hombre” y “llenar su yo profundo”, como lo creía José Carlos Mariátegui. La
imagen de una naturaleza mitificada, del animal y de las montañas que son dioses, deja ver una nueva
dimensión del paisaje; se convierte en un espacio misterioso y, por ello, inagotable, inaccesible a la ley.
Considerar a Misitu deidad es una liberación simbólica de este, porque se supera la visión del toro como
puro “daño”, es decir, como animal invasor en tierras que son ya privadas y que, por lo tanto, está
condenado a engordar las filas de ganado del patrón.
Es verdad que esa resistencia no alcanza a ser revolucionaria en la historia de la novela, pues no sugiere
la posibilidad de un cambio concreto en la vida de los comuneros; pero sí es una expresión de rebeldía,
porque introduce en el cuadro del progreso capitalista una visión de la relación entre el hombre y la
naturaleza ajena a aquel. Mientras el misti busca domeñar la tierra y los animales para hacerlos
productivos, el indio se vincula más familiarmente con ellos: los montes son padres, taitas, aunque se les
tema, y, en ocasiones, hay una suerte de hermandad con el animal. Pero esto se vuelve más complejo
cuando Arguedas se concentra en la subjetividad del personaje, como en el cuento “Los escoleros”23, y
no tanto en la tipicidad del indio. A simple vista, “Los escoleros” es una representación de lo que los
estudiantes universitarios de Yawar fiesta buscan: la muerte del “temor mítico”. Leamos el siguiente
fragmento de la voz interior de —en apariencia— su escéptico narrador:
El tayta Ak’chi es un cerro que levanta su cabeza a dos leguas de Ak’ola; diez leguas, quizá veinte leguas,
mira el tayta Ak’chi; todo lo que él domina es de su pertenencia, según los comuneros ak’olas. En la
noche, dicen, se levanta a recorrer sus tierras, con un cuero de cóndor sobre la cabeza, con chamarra,
ojotas y pantalón de vicuña. Muchos arrieros y viajeros cuentan que lo han visto; alto es, dicen, y
silencioso; anda con pasos largos, y los riachuelos juntan sus orillas para dejarle pasar. Pero todo es
mentira. Los pastales, las chacras que mira el tayta Akchi, y el tayta también, son pertenencia de don
Ciprián, principal del pueblo. Don Criprián sí anda de verdad en las noches por las pampas del Distrito;
anda con su mayordomo, Don Jesús, y dos o tres peones más; el principal y el mayordomo carabina al
hombro y revólver con forro en la cintura; los peones con buenos zurriagos; y así arrean todo el ganado
que encuentran en los pastales; a látigos los llevan hasta el corral del patrón y allí los encierran hasta que
mueran de hambre o los dueños paguen “los daños”. 24
Toda la reflexión sobre el taita Ak’chi y el patrón don Ciprián está en medio de un diálogo entre el
narrador, Juancha, y otro escolar amigo. Aparece repentinamente entre las intervenciones de estos dos,
23 En Agua (1935).
24 Arguedas, Agua, 115-116.
24 La corrida y la carretera
como algo no dicho, sino pensado por el propio Juancha que, al contrario de su compañero, no confía
en ningún tipo de protección de una naturaleza deificada. Después, hacia el final de la conversación,
Juancha confiesa eso que ha pensado, que “nadie es padre de los comuneros” y que el taita Ak’chi “no
oye”, que es “zonzo”25. El lector podría pensar que el narrador es un misti y por eso no es presa de
ningún tipo de temor mítico: los aukis nunca han estado vivos para él. Sin embargo, además del episodio
en el que teme ser raptado por Janturumi26, y que con facilidad se puede interpretar como una
mitificación de lo natural y, por lo tanto, desmentiría esta tesis, Juancha tiene también una fuerte relación
de familiaridad con la naturaleza: a la Gringa, la vaca de su amigo Teófanes, la ve como una “madre de
verdad”. Y ese vínculo de amor con lo natural se convierte en una metáfora de la emancipación para él:
“Algún día en Ak’ola se morirá el principal y los comuneros vivirán tranquilos […]. Querrán libremente
a todos sus animales, con todo el corazón, como Teofacha quiere a su Gringa. Ya nadie hará reventar
tiros y matará de lejos a las vaquitas hambrientas; porque todas las quebradas y las pampas que mira el
taita Ak’chi serán de los comuneros”27. Su fe no está puesta en el dios, que no interviene y solo observa,
sino en un cambio histórico que implica una nueva relación con la naturaleza, una relación de fraternidad.
¿Por qué he traído estas líneas de “Los escoleros” para referirme a una visión más compleja de la
naturaleza? Porque, a diferencia de la perspectiva de los creyentes de Yawar fiesta, el narrador del cuento
no eleva el mundo por medio de la mitificación, sino que reniega primero de la existencia de un orden
trascendente, ajeno a la ley del patrón (“todo es mentira”, piensa), para regresar a una imagen utópica,
en la que el dios Ak’chi puede observar tranquilo un paisaje no domeñado, como el que en otras
ocasiones ve el mismo Juancha, cuando muy temprano, en horas desacostumbradas para el trabajo,
experimenta una naturaleza libre de toda actividad productiva, y cuya alegría le “enardece la sangre”.
Mientras en Yawar fiesta la sublimación de lo natural hace parte de la religiosa perspectiva de un indio
comunero no individualizado, en “Los escoleros” es una estructura de pensamiento de un narrador más
definido como personaje, que vive su propio conflicto entre el escepticismo y la creencia de una
existencia libre, cuya imagen está basada en lo que el paisaje ha despertado en su propio espíritu. En ese
sentido, podríamos pensar que se trata de una imaginación más pastoral que mítica, en la que la
naturaleza recupera algo de su ideal sin identificarse con la deidad. Hasta la mirada del Ak’chi en ese
nuevo tiempo de libertad es una proyección del sentimiento del narrador ante el paisaje desolado e
indómito; el ojo del dios se humaniza y, por ello, entra en la misma relación de fraternidad.
25 Ibid., 116.
26 La piedra más grande de Ak’ola.
27 Arguedas, Agua, 133.
25
Este desarrollo de la subjetividad no lo vemos en el narrador de Yawar fiesta y tampoco en los otros
personajes de la novela. Aquello se debe probablemente a que Arguedas se había propuesto crear una
obra en la que aparecieran los tipos del mundo andino, como lo ha reconocido en “La novela y el
problema de la expresión literaria en el Perú”: una obra que fuera el “relato de la aventura de pueblos y
no de individuos”, porque en los “pueblos serranos, el romance, la novela de los individuos, queda
borrada, enterrada, por el drama de las clases sociales”28. El logro estilístico de Yawar fiesta no podría
estar en esto; residía, en cambio, según lo creía Arguedas durante la escritura de la obra, en la creación
de una lengua artificial: un castellano capaz de integrar en su sintaxis elementos del quechua. Antonio
Cornejo Polar llamó a esto “realismo lingüístico” y Ángel Rama “operación transculturadora”. Pero lo
que he querido revelar en este trabajo es que, más allá de la conquista lingüística, es posible hallar en la
novela otra dimensión del lenguaje, en la que se manifiesta la estructura de pensamiento del indio con
relación a la naturaleza como antítesis de la del terrateniente, y también en contradicción con las
posiciones intermedias de otros personajes, como los mestizos indecisos, las autoridades o los
estudiantes alimeñados. No es la operación transculturadora del lenguaje la que representa la realidad
del indio, sino el amplio uso de la metáfora —en la que la naturaleza mitificada se vuelve significante de
lo histórico—, que trasciende la lengua “quechuaizada” de los personajes y se manifiesta también en la
voz del narrador, en la descripción de lo que este ve.
Es la metáfora, más que las características idiosincráticas representadas en la lengua de un solo personaje,
el indio, la que expresa su realidad. Este es caracterizado de una forma diferente a los otros personajes,
cuyas estructuras de pensamiento no se transmiten a través de una elevación de lo natural a lo mítico,
justamente porque emergen de una concepción netamente prosaica del mundo, que se hace patente en
la significación que dan al evento principal de la obra: la corrida del 28 de julio. Alrededor del yawar
fiesta, aparecen con mayor nitidez los rasgos de las “clases” más contrastantes de Puquio: la dignidad y
el pensamiento mítico de los indios, por un lado, y la visión de los principales que creen que la corrida
es un entretenimiento “fenomenal”, por el otro. La psicología de estos últimos, que ya habíamos visto
en la descripción del despojo de tierras, reaparece en la idea que tienen de la corrida. Lo que más disfrutan
de ella son todos los detalles que pueden ver desde sus balcones: los indios capeando, el toro furioso
que alcanza a algunos por la entrepierna y los retacea “como a trapos” o las enjalmas con monedas que
son cosidas en el lomo del animal para atraer a los contrincantes.
Pero, a propósito de la corrida, esa caracterización de los “grandes personajes” que busca Arguedas se
llena de matices: los principales se dividen entre el bando de aquellos que, solo por conveniencia y por
quedar bien con el gobierno, aceptan la misión “civilizadora” del subprefecto recién llegado a Puquio y
el bando de don Julián Arangüena y don Pancho Jiménez, que han apostado en contra y a favor,
respectivamente, de la capacidad de los indios para capturar a Misitu y bajarlo de la puna. Los primeros
aceptan la propuesta del subprefecto de contratar a un torero limeño para “enseñar a la gente que sepan
ver toros y corridas civilizadas”29 y los otros, pese a encarnar posiciones contrarias en la novela30,
coinciden esta vez en que se celebre la fiesta de sangre. La misma posición de los indios frente al yawar
fiesta se diversifica, pues mientras los comuneros de K’ayau y Pichk’achuri quieren batirse con Misitu y
competir, los indios de las punas de K’oñani hacen ofrendas para que el toro no sea capturado. Aunque
todos tienen una visión mítica de la naturaleza, solo los primeros quieren la corrida y los k’oñanis —
como ya quedó claro en el episodio citado, en el que uno de sus vaqueros llora por Misitu— buscan
salvar a su padre toro. Y es que Misitu también representa para los k’oñanis un mayor aislamiento de su
territorio: ya son las tierras, por ley, propiedad de don Julián, pero este no es capaz de dominarlas como
no pudo tampoco capturar al toro. Las alturas se convierten, gracias al animal, en un paisaje mucho más
agreste y, por ello, libre. “Los comuneros de K’oñani asustaban”, con la amenazante figura de Misitu, “a
los viajeros que pasaban por las estancias”31, dice el narrador. Como en varias de las leyendas y mitos
peruanos recopilados por Arguedas32, Misitu era una suerte de dios centinela de la naturaleza, igual que
los tres toros que cuidaban el pasto del cerro de Santa Rosa, “ambición de los pastores de ganados de la
región”33. Si los indios de los cuatro ayllus de Puquio conmemoran el progreso en el ritual del 28 de julio,
los k’oñanis se resisten, a pesar de ser ya subyugados por don Julián, a aquel; crean, gracias a la
mitificación del toro que han divulgado, ese contradictorio hortus conclusus, prístino y amenazante, pastoral
y contrapastoral.
También, como ya lo vimos, aparece el punto de vista del estudiante que se ha ido de Puquio. Creo que
su importancia reside en que, además de la crítica al “temor mítico”, su figura deja ver una imagen
ambivalente del mundo del progreso, pues, pese a que la descripción de este se asocia sobre todo a las
abusivas leyes de los mistis, es igualmente el marco de una toma de conciencia política mucho más
universal. Quienes han llegado a Lima o entrado a la universidad, gracias a la carretera, comprenden la
situación de la sierra en los términos de la lucha de clases, siguen las ideas de Mariátegui y pertenecen al
Centro Unión Lucanas, la organización de los “hijos de la provincia” que se ha propuesto defender a los
indios de la explotación y del despotismo de los terratenientes. Esa nueva asociación que vemos en el
grupo dirigido por Escobar y conformado por varios lucaninos es la de un proletariado consciente: el
chofer Martínez es el fiscal; “el sastre Gutiérrez, tesorero; el conductor Rodríguez, los obreros Vargas y
Córdova, y los empleados Guzmán, Valle, Altamirano y Gallegos, vocales”34. La interpretación proletaria
de la realidad queda al descubierto en la reacción de Escobar, cuando se entera de que el gobierno ha
prohibido las corridas: “¡El centro irá a Puquio! ¡Nunca más morirán indios en la plaza de Pichk’achuri
para el placer de esos chanchos”35. La fiesta de sangre es para él un puro espectáculo que los indios
oprimidos no deberían ofrecer a la clase enemiga.
La defensa que hace Escobar de los indios agudiza, sin embargo, el abismo entre la concepción de aquel
y la de estos, como ya era claro en la tesis académica del “temor mítico”, que reñía con la aceptación de
una visión mágica de la naturaleza. Me parece lícito extrapolar ese conflicto a una contradicción
típicamente moderna y mucho más amplia: la batalla entre una visión del mundo basada en la razón y la
ciencia, que podríamos llamar “ilustración”, y una comprensión mítica de la existencia. Los jóvenes
serranos que han llegado a la capital toman partido en esta crisis, aunque de manera mucho más compleja
que los mistis, que solo han reproducido el modelo de enriquecimiento del capitalismo y son más
provincianos. De hecho, el cosmopolitismo de los estudiantes, que proviene de su educación, los
convierte en una amenaza para los principales. “Esos cholos leídos son de peligro”; “el gobierno no
debería consentir que entren a la universidad”36, dicen los mitis, cuando se dan cuenta de que Escobar y
sus compañeros son capaces de enfrentárseles y no pueden ser amedrentados. Pero la ilustración del
grupo de Escobar se hace más compleja en la novela, cuando sus miembros asumen la posición del
subprefecto para impedir la corrida, que consideran una muestra de barbarie; en ese contrasentido se
“desproletariza”. En nombre de la civilización, el estudiante apoya la amenaza de escarmiento a los
indios durante la fiesta.
Volvamos a la contradicción moderna: a propósito, decía Mariátegui que la razón y la ciencia no solo
habían desplazado el mito, sino que dieron “al hombre una sensación nueva de su potencia”. El hombre,
“antes sobrecogido ante lo sobrenatural”, se descubrió de pronto “un exorbitante poder para corregir y
rectificar la naturaleza”37. La tesis es de un escrito de Amauta, publicado en 1930, la misma década
representada en la novela. Es fácil deducir que la similitud entre la posición del ensayo y el retrato de la
época de Yawar fiesta responde a esa coincidencia histórica, pues la “crisis de la civilización burguesa”
propia de ese momento —la falta de un mito— no solo se manifestaba en Europa, sino en todo el
mundo occidentalizado, incluido el Perú. No en vano esa caída de lo sobrenatural, a la que se refiere
Mariátegui, y ese nuevo estado espiritual en el que el individuo se siente capaz de “rectificar la naturaleza”
resuenan en el recuerdo que tenemos de la novela de Arguedas. ¿No es esa “corrección” de lo natural
una buena forma de definir la idea de progreso percibida en Yawar fiesta? La carretera es la imagen
paradigmática de esta: por un lado, es una rectificación del paisaje, pero, además, en términos figurados,
es un símbolo del desarrollismo, una vena que permite el intercambio de la sierra con la capital, sea de
bienes o de cultura. El estudiante de la obra es heredero de ese cambio histórico y de su estructura de
pensamiento: la “experiencia racionalista”. Para él, la antigua religiosidad ha caído en el “desprestigio” y
sus deseos de matar a los aukis son —si usamos los términos de Mariátegui— una evidencia del
abandono de las “raíces metafísicas”. Y, sin embargo, si Escobar es el hijo de este fenómeno, ¿no son
acaso los indios los actores principales de esa corrección del paisaje en la faena del 28 de julio? Me parece
ahora que no solo no permanecen en la novela intocados por ese racionalismo, sino que participan de
él, es decir, tienen alguna noción del dominio material de la naturaleza como progreso, y lo interpretan,
en el futuro, de acuerdo con su creencia mítica. Pensemos ahora en la otra cara del asunto: si el estudiante
y sus colegas del Centro Unión Lucanas son en realidad impermeables a lo sobrenatural, que
conscientemente rechazan. Me gustaría traer a la memoria de los lectores el siguiente episodio de la
novela, que hace parte de una de las reuniones del grupo:
Escobar citó a la directiva del Centro, para esa noche, en su habitación, calle Loreto, frente al basural de
la plaza de mercado del barrio.
Fueron el estudiante Tincopa, el chofer Martínez, el empleado Guzmán, el conductor Rodríguez y los
obreros Vargas y Córdova. Tres se sentaron sobre el catrecito de madera del estudiante y los demás sobre
cajones. Una fotografía de Mariátegui, clavada en la pared cabecera, dominaba la habitación. Bajo el
retrato, de una percha, colgaba una guitarra; una cinta peruana en rosón adornaba el clavijero de la
guitarra.
Escobar informó minuciosamente sobre sus gestiones y sobre las noticias que pudo conseguir acerca de
la prohibición de las corridas sin diestros.
—¡Están fregados! —dijo Martínez—. Ya no hay salida. Y estos imbéciles nos encomiendan la contrata
del torero. Iremos todos en mi carcocha, torero incluido.
—¡Será un triunfo del Centro! —El “Obispo” Guzmán dio un salto y se paró en medio del cuarto. Su
cuerpo redondo se interpuso entre los que estaban sentados en la cama y los demás.
—Pero haz campo, monseñor, tenemos que vernos las caras para hablar.
Guzmán retrocedió hasta el pie del retrato de Mariátegui. La luz del foco caía de lleno sobre su cara. La
gordura enorme había hecho casi desaparecer las cicatrices de la viruela, su barba corta, sin afeitar,
sombreaba su rostro, y Guzmán, el «Obispo», parecía un morochuco bandido.
—¡Esta vez nos haremos respetar! Ellos mismos han puesto el cuchillo en nuestras manos. ¡Es un milagro,
compañeros! Yo voy a fregar. Aunque sea de guardia civil me visto y tomo el fusil contra cualquier
gamonalcito. Somos en este instante las fuerzas del orden.
—¡Usted lo ha dicho, monseñor!
—¡Qué monseñor! Me haré crecer más la barba y pareceré un Anticristo.
Acordaron hablar con el director de Gobierno, contratar al torero y viajar a Puquio, todos.
Cuando terminó la sesión, Escobar se levantó de su asiento y se dirigió junto al retrato de Mariátegui,
empezó a hablarle, como si el cuadro fuera otro de los socios del “Centro Unión Lucanas”.
—Te gustará, werak’ocha, lo que vamos a hacer. No has hablado por gusto, nosotros vamos a cumplir lo
que has dicho. No tengas cuidado, taita: nosotros no vamos a morir antes de haber visto la justicia que
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has pedido. Aquí está Rodríguez, comunero de Chacralla, aquí estamos los chalos Córdova, Vargas,
Martínez, Escobarcha; estamos en Lima; hemos venido a saber desde dónde apoyan a los gamonales, a
los terratenientes; hemos venido a medir su fuerza. Por el camino de los ayllus hemos llegado. ¡Si hubieras
visto esa faena, taita! Capaz hubieran sanado tus piernas y tu sangre. ¡Si hubieras conocido Puquio! Pero
nuestro “Obispo” te va a tocar un huayno lucana y nosotros vamos a cantar para ti, como juramento. ¡Ya,
monseñor!
El “Obispo” bajó la guitarra, los siete se reunieron al pie del retrato, y cantaron en quechua:
Como en otras escenas de Yawar fiesta, el narrador se concentra aquí en las imágenes. En el fragmento,
se agrupan en dos campos de significación: en la pobreza de los miembros de la asamblea, manifiesta en
la descripción de la precaria habitación de Escobar y en el cuerpo y rostro del “Obispo” Guzmán, cuyos
rasgos iluminados por la luz parecen los de un “morochuco bandido”, por un lado, y en la idolatría de
los asistentes, revelada en sus gestos hacia la fotografía de Mariátegui, por el otro. Ambos campos se
unen en una misma atmósfera y la materia se convierte en significante del mito: el mismo Mariátegui no
aparece solo como un nombre mencionado en la conversación, sino como una fotografía, como una
mercancía captada por el ojo del narrador, y es, por lo demás, recordado como un cuerpo insano; aparece
como un elemento de la pobre habitación del estudiante y se concibe como un semejante que padece en
su carne. La naturaleza, que por lo general portaba lo mítico, ha desaparecido como algo visible en el
lugar, pero lo ideal —la promesa de justicia, en este caso— logra ingresar dentro de la esfera de lo
histórico a través de una representación concreta de lo humano: la sangre y las piernas enfermas de
Mariátegui, cuyo sufrimiento se une a la humanidad de sus seguidores y recuerda la figura sacrificial de
Cristo. Que el werak’ocha, el señor, sea a su vez un taita doliente —como lo es para los koñanis Misitu—
, una figura impetuosa y a su vez un enfermo, es análogo a la estructura compuesta por los dos campos
a los que me he referido, y que componen el retrato de la habitación: idolatría y pobreza. Al final, solo
gracias a la identificación con la humanidad de Mariátegui, con su carácter histórico que deviene incluso
38 En la novela, el huayno está también en quechua: “Tullutakapis inti rupachkan / Tullutakapis runa wañuchkan / ¡ama
wak’aychu hermano, / ama llakiychu! / Galeras pampapis chikchi chayachkan, / Galeras pampapis runa saykuchkan; / ¡ama
wak’aychu hermano / ama llakiychu! / Llapa runas mancharillachkan / wañuy chayaykamuptin, / ¡ama wak’aychu hermano
/ama llakiychu!”.
39 Arguedas, Yawar fiesta, 101-103.
30 La corrida y la carretera
objeto, es que este puede ser mesiánico. Por esa familiaridad, los creyentes se dirigen a él como un socio
más del Centro: le hablan, le prometen que cumplirán con lo que ha dicho y le cantan.
En principio, uno podría concluir que cierto desencanto de la modernidad, al que, de hecho, se refiere
el Mariátegui no novelado, aparece en esa pobreza desvelada en la mercancía, en ese cuerpo abultado
del monseñor que quiere parecer un anticristo, y, sin embargo, son estas imágenes las que remiten a la
posibilidad de la rebelión, de un mito, que es “lo que claramente diferencia [...] a la burguesía del
proletariado”. “La burguesía no tiene ya mito alguno”, dice el ensayista en Amauta, “se ha vuelto
incrédula, escéptica, nihilista”. “El proletariado tiene uno: la revolución social. Hacia ese mito se mueve
con una fe vehemente y activa”40. El Centro Unión Lucanas representa la creencia de ese personaje
colectivo. Esto se ve en el fragmento que elegí, pues más que la descripción de un encuentro destinado
a discutir la circular del gobierno que prohíbe la corrida, la conversación se convierte en una declaración
de fe: los socios van a cumplir con un destino revolucionario guiado por el signo de la carretera, “el
camino de los ayllus” que les ha permitido llegar a Lima, lugar de la universidad pero también el centro
de la explotación que se ha diseminado hasta Puquio. Porque si el poder de los mistis viene de la capital
y llega a la sierra, los lucaninos van de la sierra a la capital; esta es su verdadera conmemoración a la faena
del 28 de julio: repetir el trayecto de sus antecesores, pero ahora con una búsqueda política concreta.
El clímax del episodio es el huayno cantado a Mariátegui como una promesa de redención. En este
reaparece la imagen de la naturaleza, pero los significantes se han dislocado con respecto a su sentido
literario más común. Las pampas no son parte de un paisaje idílico regional sino de un mundo
amenazante: en ellas, el sol arde y los hombres mueren; cae la nieve y el corazón de estos se cansa. Ante
esa representación de lo natural solo se repite la voz: “No llores, hermano, no tengas pena”. En el canto
no hay nada de paisaje de arcadia, sino una utopía apenas sugerida en la petición al hermano, que debe
resistir el dolor. Esto quizás no es tan evidente en la canción, pero se justifica si tenemos en cuenta el
resto de la obra de Arguedas y su idea de que la liberación será posible cuando el individuo convierta el
sufrimiento en motivo de odio. Tiene mucho sentido que, en “A nuestro padre creador Túpac Amaru”,
Arguedas le cante: “Mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez más”. Solo la llaga abierta
conduce a la rabia de “las venas del padre”, a una comunión con su odio. La única revolución vendrá
cuando ya no haya miedo al escarmiento de los señores. Es lo que vemos al final de Todas las sangres
(1964) cuando Rendón Willka desafía a los soldados y les dice que se sabe eterno, que no tiene miedo ni
al fusil ni a la muerte.
Aunque Willka tiene un carácter individualizado en Todas las sangres, sus ideas políticas hacen parte de la
tipicidad del personaje indio, de la sierra, que ha ido a Lima, y en el que “hay una integración de este
mundo racionalmente comprendido” con lo que “es capaz de tener todavía” de “concepción indígena”,
como lo dice Arguedas en la mesa redonda sobre la novela. Cuando Willka “habla del potro le dice a
don Fermín: ‘ahí la luz de la luna está brillando sobre el potro como si fuera una luz diferente’; entonces,
él siente la belleza de la luz sobre el cuerpo del potro, con ojos y con una sensibilidad absolutamente
indígena, muy original. Pero, por otro lado, le dice al potro: ‘¡tú vas a desaparecer, tú no vales nada, una
máquina puede trabajar cien veces más que tú!’”41. Esa forma ambivalente de mirar la realidad es
semejante a la de los miembros del Centro Unión Lucanas. También como Rendón Willka, los
proletarios de Yawar fiesta conciben la dimensión de lo eterno como algo histórico: la potencia humana
no se agota en la muerte de un único individuo —del padre Mariátegui—, porque su sangre derramada
tiene un nuevo sentido: la liberación de una clase, del indio explotado… La liberación de la humanidad.
Los proletarios de la novela parecen fieles a la idea según la cual la presencia del mito “mueve al hombre
en la historia”, como lo dice el Mariátegui histórico en su ensayo: “La historia la hacen los hombres
poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza superhumana”42.
En la tipicidad de cada uno de los personajes universales de Yawar fiesta, Arguedas cristaliza el proceso
histórico, el paso del tiempo: en los proletarios, por ejemplo, convive lo mítico proveniente de un pasado
lejano con lo racional del mundo del intercambio, como dos eras que se yuxtaponen en sus conciencias.
En el caso de los indios que construyen la carretera, coexiste la forma de trabajo en faena, la mita
indígena, con una rectificación del paisaje destinada a la entrada de una nueva fase del capitalismo en la
sierra. Esa forma de entender “la vida de todos los personajes del ‘pueblo grande’ de la sierra peruana”43
se apoya en las manifestaciones de una estructura de pensamiento siempre contradictoria. La
subjetividad aparece poco (acaso en el pasaje que he traído a este capítulo para referirme a la
caracterización mítica de Misitu y en el que habla Kokchi) y no se encuentran los rasgos de un yo que
den indicios de una memoria individual. Es la razón por la que es difícil captar que existe algún tipo de
vínculo estrecho entre los estudiantes de la novela y la naturaleza, pues esta no se mitifica para ellos y
no entraña alguna relación de familiaridad para un Escobar, que está esbozado con las características
fundamentales de un tipo, pero no revela algo de sí mismo o de su pasado. En ese sentido, su posición
sobre la corrida del 28 de julio encarna la visión del intelectual proletario de su época, pero no remite a
41 Arguedas en La mesa redonda de Todas las sangres del 23 de junio de 1965, 29-30.
42 Mariátegui, “El hombre y el mito”, 3.
43 Arguedas, “La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú”, 155.
32 La corrida y la carretera
una experiencia irrepetible de su vida. Comparemos la exposición de su postura en Yawar fiesta con una
de las descripciones asociadas a la corrida india en El Sexto (1961):
Yo volví a ver en esos instantes, en la memoria, la marcha de los cóndores cautivos por las calles de mi
aldea nativa. Una orquesta de pitos y tambores marcaban el compás. El cerro de Auquimarca ardía con
el sol; estaba cubierto de las rojas flores de k’antu y el sol a esa hora lo hería de frente. Aún sobre las
piedras oscuras de la montaña sombrillas de flores crecían y jugaban con el viento. El resto de la tierra,
yerbas y arbustos, en ese mes de agosto, estaban ya quemados por la helada.
Frente al Auquimarca así radiante, marchaban los cóndores atrapados en la cordillera para la corrida de
toros. Cuatro hombres, dos de cada lado, les abrían y apresaban las alas. La multitud acompañaba en
silencio al cortejo; sólo a instantes vivaban la patria en su castellano bárbaro. Yo iba llorando delante de
los aukis cautivos; los otros niños festejaban la marcha, corrían de una acera a otra, reían, lanzaban gritos
de júbilo. Yo contemplaba padeciendo la marcha de esos cóndores a los que hacían caminar a saltos,
mientras que los señores del pueblo aplaudían desde las aceras y los balcones. Cada cóndor llevaba al
cuello cintas de colores. Caminaban con la cabeza echada a un lado; la mancha blanca, inmensa, del lomo
y las alas se extendía bajo la luz. Abrazaban casi todo el ancho de la calle, con las alas. Iban a saltos; yo
tenía la impresión de que sus patas les dolían, porque apenas tocaban las piedras del suelo, las levantaban
sufriendo.
—¿Por qué lloras; por qué no te vas? —me preguntaban.
—Estoy acompañando— les decía.
[…]
La marcha por la plaza duraba horas, cada vez más lenta. Con el sol y la caminata a pie, tensadas sus alas,
los cóndores abrían el pico, acezaban.
Cuando, por fin, les hacían subir las gradas que conducían al corredor de la cárcel, y los metían presos,
encostalándolos uno por uno, siempre entre música y cantos, yo me abrazaba alguno de los pilares del
corredor.44
Igual que Escobar, el narrador, Gabriel, es un estudiante; también se lamenta, a su modo, por la fiesta
de sangre, pero ya no está frente a ella, pues vive recluido en el piso de los presos políticos de la cárcel
El Sexto, en la que se desarrolla la escena. Los apristas de allí lo insultan porque creen que ha participado
en una treta organizada por los comunistas de la cárcel para causar agitación. El momento en que sube
las escaleras, mientras es intimidado, despierta la imagen de su infancia en la que los cóndores suben,
como él, las gradas para entrar a la cárcel. Ahora ya no es un observador que “está acompañando” a los
aukis, sino que está cautivo como ellos, y el recuerdo, lo que él “vuelve a ver”, se desata por la similitud
de los estímulos del pasado con los del presente: “el coro de insultos” se asemeja a los ruidos de los
niños, a sus gritos de júbilo, y la intuición del narrador de “tener la muerte encima” se parece a lo que
interpreta de la insoportable sensación de ardor que atormentaba el paso de los cóndores. “Yo
contemplaba padeciendo la marcha”, dice Gabriel, como si su sentimiento no fuera el del simple testigo, sino
que se fundiera con el dolor, con el cuerpo de los animales; ahora, en la cárcel, su identificación con los
cóndores ha revivido por las circunstancias en las que él ocupa su lugar. El estudiante de El Sexto, igual
que los otros “grandes personajes”, tiene rasgos universales propios de su tipicidad en toda la novela,
pero es capaz de revelar más sutilezas, incluso en su apreciación del mundo, porque su realidad histórica
es particularizada por la unicidad de su experiencia. El vínculo entre el pasado y el presente pertenece a
la memoria de Gabriel y su identificación con la naturaleza, que se manifiesta en esa relación de tiempos,
responde a una proyección del yo en la sensación de los animales. Los cóndores son aukis, pero esto no
importa mucho en la escena, a diferencia del episodio en el que Kokchi llora por Misitu, dios caído,
encarcelado. Gabriel llora porque ve que los cóndores sufren, mientras los otros festejan el comienzo
de la corrida. El resto de la naturaleza recordada y permeada por el estado del personaje conserva esa
distancia entre su ánimo y el de los que lo rodean: las “sombrillas de flores crecían y jugaban con el
viento”, mientras “la tierra, yerbas y arbustos, en ese mes de agosto, estaban ya quemados por la
helada”45. Tanto los cóndores como las plantas son imágenes arrancadas del paisaje idílico, y ahora se
convierten en significantes del dolor del sujeto, de nuevo, en una visión contrapastoral de la naturaleza
que, sin embargo, hace parte del pastoralismo complejo de Arguedas.
Esta forma de memoria no está en Yawar fiesta, pues el enlace entre el pasado y el presente no es resultado
de una suerte de momento de iluminación de un personaje, sino de la metáfora dominante en la obra,
que une a la carretera con la corrida. En lugar de la rememoración de un yo, lo que encontramos es una
cristalización de la historia y una memoria colectiva que da sentido a los grandes eventos del pasado de
Puquio, a través de la representación de estos en el presente: la faena del veintiocho para hacer la
carretera se reinterpreta a la luz de la fiesta o de la conciencia de un proletariado naciente, pues aparece
no solo como el producto de la racionalización, sino como el símbolo de la fuerza de los indios o como
el destino iniciado por el “camino de los ayllus” que han llegado a Lima, y que debe completarse, según
la promesa de los lucaninos del Centro a Mariátegui. Tanto el deseo por la fiesta de sangre como la
búsqueda de la revolución vienen de esa mitificación de la carretera: la fiesta introduce la sacralidad en
el progreso cuando deifica al toro y lo vuelve símbolo de su carácter sacrificial; el ansia revolucionaria,
por su parte, reconoce en la faena de los indios puquianos una prefiguración de la insurrección de los
serranos, que ahora están en Lima para “medir la fuerza” de los poderosos.
45 Ibid., 71.
34 La corrida y la carretera
Sé que ya había dicho que acudir a los significantes de la naturaleza, deificada o no, para representar lo
histórico no debía entenderse como sinónimo de estilización en la novela, es decir, como un modo de
ocultar la barbarie, y que era más bien una forma de condensar en la expresión aquello que había sido
envilecido y callado en el lenguaje leguleyo, pero me parece importante aclarar más detenidamente esto
con un ejemplo contundente. Me gustaría por eso volver al momento en que los indios acaban de
terminar la carretera: en ese instante, el narrador comenta que ellos “sentían cariño” por esta “como por
los duraznales que crecían en los ríos de los pueblos” o como “por las torcazas que cantan en los lambras
que crecen a la entrada de sus casas”46. Lo que tenemos aquí es una pastoralización de la carretera, pues
el sentimiento de los indios hacia esta se compara con el que tienen por la reproducción de la vida
natural, por su crecimiento. Sus palabras, las imágenes, expresan una cierta fraternidad por su obra, que
ha dejado de verse como una simple modificación del paisaje. Este tipo de figuración es semejante a la
de “Los escoleros”: algo ideal —en este caso pastoral y no mítico— irrumpe en la concepción capitalista
de la carretera; introduce en la imagen de esta, a primera vista contrapastoral, otra de una naturaleza
idílica: de frutos que crecen sin el trabajo de la mano del hombre y de pájaros que cantan. Algún lector
podría pensar que ese cariño hacia la carretera es también una muestra de sumisión y de atraso de los
personajes. “¡Indios estúpidos, trabajan para que sus explotadores se beneficien!”, es, de hecho, lo que
concluyen algunos de los estudiantes de Lima, pues no ven en este gesto de fraternidad sino una
idealización ingenua del progreso. Sin embargo, esa forma de integrar lo pastoral es y desvela una
paradoja: es porque introduce la existencia de una naturaleza no manipulada como imagen de la carretera;
desvela, porque la aparición de esa naturaleza, cuyo ritmo y crecimiento escapa a la legalidad, acentúa, por
contraste, el estatismo del orden desarrollista del capitalismo, dominante en la vida de Puquio y de la
costa.
La paradoja está también en la mitificación de la carretera, en la corrida del 28 de julio. Es un ritual que
celebra la fuerza destinada al progreso y, al tiempo, es un gesto de desobediencia hacia la autoridad que
lo garantiza, y que no quiere que los indios se enfrenten al toro deificado; parece una conmemoración
del desarrollismo, pero, al tiempo, se exhibe como una potencial fuerza de alzamiento que irrumpe en
el mundo uniforme de los hacendados. Ese mundo, por lo demás, se desnuda con toda su hostilidad en
la fiesta, porque no presenciamos solo la amenaza al invariable orden del progreso que tanto gusta de
apoyarse en la ley, sino la respuesta que busca retener esa fuerza de cambio: el escarmiento. Cuando el
subprefecto, en un principio aterrado por la “salvajada” de las corridas indias, se entera de que los
comuneros quieren entrar a torear a Misitu en contra de la instrucción del gobierno, ordena a los
tenientes que cuidan la plaza notificar a los alcaldes de cada ayllu que “al primer indio que salte al ruedo
se le pegará un balazo”47. Así que, en la fiesta, la sangre podrá ser la del indio corneado o la del toro que,
como las montañas que se rompen en la construcción de la carretera, será dinamitado en la faena, pero
también la que brota de los que se enfrentan a la autoridad, encargada de reafirmar el “monopolio”48 de
la violencia, únicamente “legítima” cuando defiende la legalidad tinterillesca del capitalismo.
La alusión al escarmiento en el día de la corrida nos lleva, pues, a otra cara de lo sacrificial del
desarrollismo: la reprimenda. Cuando los mistis “subían a las punas en busca de carne”4950, cuenta el
narrador de Yawar fiesta, los indios se llamaban y se reunían para “correrlos”; los apedreaban “ahí
mismo”. Pero después venía el castigo: “cachacos uniformados” “matando a indios viejos, a mujeres y
mak’tillos51, y el saqueo”52. Y es que el escarmiento, motivo frecuente en la obra de Arguedas, es un muro
de contención, una violencia que sostiene la inmovilidad del capitalismo. Aparece, por ejemplo, en
“Agua”, como la defensa de la propiedad: los personajes no solo recuerdan la masacre de los chaviñas,
“abaleados” por los soldados después de botar los cercos que don Pedro había mandado a hacer en las
tierras de la comunidad, sino que se enfrentan en su presente a las “balitas que don Braulio”, el patrón
ladrón de agua, “echa por las esquinas”53. El cuento, de hecho, deja ver que la “sanción” se convierte
también en un símbolo absurdo y ejemplarizante, pues don Braulio no solo le dispara a Pantaleón, el
cornetero incitador del levantamiento, sino que ordena el encierro del cadáver en la cárcel. En Yawar
fiesta, el recuerdo del escarmiento, por irónico que parezca, hace parte del ritual de conmemoración del
veintiocho: es un recordatorio de que no es posible ninguna rebelión contra el régimen cíclico del
capitalismo, que, creo, se representa a la perfección en la descripción que hace el narrador de la novela
de un primer vínculo entre la sierra y la costa:
Para Lima arreaban los principales, los cientos de novillos que hacían engordar en los alfalfares de la
quebrada; para Lima eran los quintales de lana que los vecinos juntaban en las punas, a látigo y bala; para
Lima eran las piaras de mulas que salían de las minas de Papacha don Cristián. De Lima llegaban las
ruedas de cigarros finos y ordinarios que colgaban de todos los mostradores de las tiendas; de Lima
llegaban las telas que llenaban los armarios de los comerciantes; de Lima venían las ollas de fierro, el
azúcar, los jarros y los platos de porcelana, las botellas, las cintas de color, los confites, la dinamita, los
fósforos…54
47 Ibid., 187.
48 Dice Benjamin en Para una crítica de la violencia (18): “Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente
posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación
la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo”.
49 Arguedas, Yawar fiesta, 22.
50 Este tipo de menciones dan pistas de la especificidad del orden capitalista en Puquio: dice William Rowe que la invasión de
los mistis a las tierras indias tenía como objeto la ganadería. “Como origen de este nuevo comportamiento económico se
menciona una expansión repentina del mercado para ganado”. Hay un aumento en el precio de la carne de res desde 1880 en
Perú, que terminó en un “un auge de la crianza de ganado” (“Agua y Yawar fiesta”, 23). Es significativo —y de nuevo
paradójico— el hecho de que la corrida saque, en cierto modo, al toro de la ganadería, de su condición de posible mercancía.
51 Muchachos.
52 Arguedas, Yawar fiesta, 22.
53 Arguedas, Agua, 94.
54 Arguedas, Yawar fiesta, 82-83.
36 La corrida y la carretera
De la sierra a la costa y de la costa a la sierra: no parece haber nada que amenace ese repetitivo
movimiento circular de intercambio de mercancías, salvo, paradójicamente, la construcción de la
carretera que lo hace más fácil, lo acelera. Como vimos, aunque ella desencadena, por un lado, la
agudización del capitalismo con todas sus consecuencias —el crecimiento precipitado de Lima por los
serranos que llegan y el surgimiento de los barrios pobres habitados por ellos, ahora obreros explotados
en las fábricas y empresas de la costa—, por otro, también impulsa la solidaridad de una clase social
proletaria y la creación del Centro Unión Lucanas, que se propone acabar con ese mundo de politiqueros
y gamonales que “siguen explotando a los comuneros, como hace doscientos años, a cepo y fuete”55.
Las consecuencias de la carretera desafían ese estatismo, pero también ella misma, como significante,
logra liberarse parcialmente, igual que el toro lo hace de la masa del ganado, de su mera utilidad para el
progreso: vemos por momentos su imagen como símbolo de movimiento, de fuerza que cambia. Ya no
es solo infraestructura, sino el camino de los ayllus, esto es, una fulguración de la utopía, que aparece
como una posibilidad sugerida y no como una prescripción o la imagen de un mundo que se ha
armonizado, un mundo como “debería ser”. Contra esto, Arguedas prefiere dejar el final de la obra, la
corrida, metáfora de la carretera, como una manifestación de lo irreconciliable, pues la fiesta es al tiempo
una sublevación y una ofrenda a los aukis: la sangre debe, repetitivamente, derramarse cada 28 de julio
como una restitución por ese paisaje corregido con violencia, por esa “tajada entre los cerros” creada
para traer “el mar hasta la orilla del pueblo”56, solo “para que las máquinas de ‘extranguero’, los camiones,
echaran su humito y roncaran en las calles de Puquio”57. En este punto me gustaría poner de manifiesto
algo que no habíamos visto hasta el momento: cuando ese progreso representado en Yawar fiesta es visto
solo como el ritmo acelerado que amenaza con ser la reincidencia de la misma explotación, tiene también
la apariencia de un mito, entendido este en su sentido más tradicional, es decir, como un fenómeno fuera
de la historia, en ocasiones cíclico —una acepción opuesta a la de Mariátegui—. Visto así, ese mundo
estático o, mejor, repetible es monstruoso, inhumano, pero, además, es una incitación. De ahí que el
valor de la desobediencia de los indios el día del yawar fiesta no esté en una presunta inversión inmediata
del orden de los mistis, sino en el significado del gesto: no hay ya temor en los indios, como tampoco lo
hay en la masa del poema dedicado a Túpac Amaru ni en Rendón Willka de Todas las sangres. Lo que
tenemos es que, ante la advertencia de un mito que niega la historia, el tautológico capitalismo, se opone
la posibilidad de un mito que se mueve hacia el futuro, de millares que por fin se congregan, como lo
dice Arguedas en su poema.
55 Ibid., 98.
56 Ibid., 85.
57 Ibid.
37
La corrida es una imagen crítica del progreso no solo porque exalte la fuerza de los indios, sino porque
es una nueva expresión, una metáfora que se eleva a la altura de la objetividad. La intrusión de lo mítico
que aquella representa manifiesta de manera más penetrante lo histórico, porque mientras el lenguaje de
la legalidad describe el capitalismo con eufemismos, llamando legalización de tierras al desalojo, el ritual
desnuda toda la violencia que hay de por medio. La fiesta de sangre sintetiza toda esta tensión, la
perplejidad en la que reside el realismo de Yawar fiesta. Es raro, por eso, que algunos críticos señalen que
en la novela existe una específica tesis cultural, la de un mundo que se rectifica: “A la larga los chalos
alimeñados fracasan y el mundo andino se recompone bajo su modelo tradicional”58, es lo que dice, por
ejemplo, Cornejo Polar, a propósito del final de la novela, que me gustaría citar a continuación:
El Wallpa corrió, como loco, derecho contra el Misitu. Los guardias se acomodaron para ver, quitándose
sitio entre ellos. El subprefecto no podía hablar; temblando, con los ojos duros, miraba el ruedo. El Misitu
cargó sobre el Wallpa. El k’ayau quitó bien el cuerpo.
—¡Só carago! ¡Misitucha!
Y se acomodó de nuevo, retrocediendo un poco. El Misitu volteó y cruzó las astas rozando la barriga del
indio.
—¡Só maula! ¡K’anra!
Con cuidado, calculando, el Misitu lo persiguió; el Wallpa cuadró todavía el poncho, pero cuando ya el
toro lo buscaba de nuevo, regresando.
—¡Lo va a matar! ¡Coño! —gritó el torero Ibarito.
Los otros capeadores se arrimaron más al Misitu, llamando a voz en cuello. Pero el Misitu sabía; siguió
tras el Wallpa. El k’ayau vio los cuernos arrimándose seguros a su cuerpo, y gritó alto, con toda su fuerza:
—¡Misitucha! ¡Pierro!
Pero el sallk’a le encontró la ingle, le clavó hondo su asta izquierda. Ya el Wallpa estaba pegado a la
barrera; los otros capeadores se habían arrimado hasta el sallk’a; y el «Honrao» le jaló del rabo. El Misitu
se volteó con furia, rajando la camisa del Wallpa. El «Honrao» tiró su poncho a la cara del toro; y mientras
el sallk’a revolvía el poncho, los capeadores se acomodaban para hacerle frente. El varayok’ alcalde de
K’ayau alcanza un cartucho de dinamita al Raura.
El Wallpa se hacía el hombre todavía; se paró difícil, agarrándose de la barrera, y templó sus piernas para
no derrumbarse. Estaba frente al palco de los principales. Casi todas las niñas y los mistis lo estaban
mirando. De repente, se hincharon sus pantalones sobre sus zapatos gruesos de suela, y salió por la boca
de su wara, borbotando y cubriendo los zapatos, un chorro grande de sangre; y empezó a extenderse en
el suelo. Un dinamitazo estalló en ese instante, cerca del toro. El polvo que salió en remolino desde el
ruedo oscureció la plaza. Los wak’rapukus tocaron una tonada de ataque y las mujeres cantaron de pie,
adivinando el suelo de la plaza. Como disipado por el canto se aclaró el polvo. El Wallpa seguía, parado
aún, agarrándose de los palos. El Misitu caminaba a pasos con el pecho destrozado; parecía ciego. El
«Honrao» Rojas corrió hacia él.
—¡Muere, pues, muérete, sallk’a! —le gritaba, abriendo los brazos.
—¿Ve usted, señor subprefecto?
Éstas son nuestras corridas. ¡El yawar punchay verdadero! —le decía el alcalde al oído de la autoridad.59
Las imágenes en las que se enfoca la descripción son cuadros de los personajes que se yuxtaponen
rápidamente: el Wallpa corre contra el toro; los guardias se acomodan para ver; el subprefecto mira
atónito la corrida; Misitu roza la barriga del indio; este intenta maniobrar con el poncho; Ibarito grita, y
el toro logra clavar su asta en la ingle del Wallpa… La mirada del narrador no se detiene y recorre con
velocidad todas estas acciones, a diferencia de otros momentos de la novela en los que es mucho más
lento y contemplativo. Ese rápido movimiento se debe a una disgregación del escenario, que exige que
aquel gire su “lente” con habilidad y se transporte entre la plaza y el palco, para no dejar fuera a ninguno
de los presentes en la faena. El culmen de esa agitada escena, que produce una tensión en aumento, es
la sangre borbotando y la explosión seguida de la música. El estallido y el sonido de los wak’rapukus
despiertan en el lector el recuerdo de los dinamitazos que reventaban los indios en los rocales y la música
que se tocaba durante la construcción de la carretera.
Para Cornejo, el episodio es una forma de “reafirmación de la unidad andina”60, una especie de
reconciliación. Lo que yo advierto, por el contrario, es que la elevación de la destructiva faena de la
carretera a la faena del ritual que culmina con el toro destrozado deja ver de forma más patente la acción
desintegradora del capitalismo, la sangre que abandona el cuerpo y lo deja sin vida. Pero no solo eso: la
mirada del narrador intenta cubrir la dispersión, y su celeridad irrumpe en la quietud, cualidad principal
del desarrollismo. Así podríamos decir que la corrida, como metáfora de la carretera, exhibe tanto la
barbarie como las posibilidades de la historia; tanto la sangre que brota, reiteradamente, en el cíclico
sacrificio del progreso, como la amenaza de un cambio, evocado en el movimiento del foco narrativo y
en algunos gestos (pensemos, por ejemplo, en la actitud desafiante del Wallpa, herido por el toro pero
agarrado a los palos de la barrera, de pie, frente a los mistis). Hay, entonces, distintas y contradictorias
dimensiones de la fiesta: la fiesta como sacrificio que mantiene el mismo orden social; la fiesta como
recordatorio de la carretera que trae consigo un cambio y una promesa de la transformación del mundo,
y la fiesta como desafío de los indios a los mistis que anuncia el fin del miedo.
Es cierto que el final de la novela es la constatación de que, pese a los intentos del gobierno y de los
miembros del Centro Unión Lucanas por hacer una corrida “más civilizada” y con torero de Lima, los
ayllus Pichk’achuri y K’ayau logran imponer su tradición. En esas circunstancias, Ibarito, el torero
español que llega de la costa, entra a competir como un representante de los mistis y termina
escondiéndose de Misitu. Esto puede ser leído como un símbolo en el que la fuerza de los indios se
superpone al poder de los señores, algo que, en parte, es verdadero. Pero es igualmente cierto que,
aunque la cobardía de Ibarito ridiculiza a los suyos, su sangre no se derrama y este se convierte, más
bien, en un testigo: el misti sigue intacto en el enfrentamiento a muerte entre los comuneros y el animal
deificado. A lo que voy es que es imposible llegar a un acuerdo a partir de las lecturas alegóricas. Si
interpretamos el final de Yawar fiesta como recomposición del “modelo tradicional” andino, a la manera
de Cornejo, o como la confirmación de que los mistis y los “chalos alimeñados” del grupo de Escobar
“fracasan”, desaparecemos toda la complejidad, el conflicto entre los elementos que Arguedas busca
mantener hasta el final, y lo haríamos solo por buscar la complacencia de una reafirmación cultural que
se celebra con ingenuidad. Lo que en realidad se ve es que no hay una restitución de un mundo más
auténtico, ¿cuál?, como no hay reconciliación en el progreso, pues la sangre del indio y de la deidad que
morirá —y que no es necesariamente, como vimos, una simple creación del “temor mítico”— es parte
de la fiesta.
“¿Ve usted, señor subprefecto? Estas son nuestras corridas. ¡El yawar punchay verdadero!”: así termina la
obra. Esta declaración, según la interpretación de Cornejo, es triunfal. El alcalde que la pronuncia, “uno
de los más principales” y que hasta ahora “había secundado al subprefecto”, termina rebelándose, para el
crítico, y reafirmando el mundo indio ante la amenaza de la imposición costeña61. Sin embargo, en estas
palabras del personaje hay una profunda ironía, ya que ese repentino apoyo a la tradición de los serranos
es, sobre todo, la expresión de la forma en que los principales, deseosos de sangre, son incapaces de no
emocionarse con la corrida y traicionan así su hipocresía, un rasgo de su tipicidad. El alcalde no es un
desobediente. Entender el problema de la novela como la lucha de una impositiva aculturación
proveniente de la capital, asumiendo el término con un valor moralizante, contra la resistencia de la
tradición andina eclipsa el verdadero conflicto que, más que oponer, vincula a la sierra con la costa en
un mismo proceso histórico. De la mano de Raymond Williams, uno podría decir que así como no se
puede contrastar el campo y la ciudad como lugares de “dos estilos fundamentalmente distintos de
vida”62, la oposición radical entre la vida de la costa y la sierra en el Perú no solo es una simplificación,
sino que, además, no está presente en la novela de Arguedas. El verdadero meollo está en aquello que
vincula a los dos territorios: el desarrollismo capitalista, cuya metáfora es la carretera. Aunque la sierra
era mucho más conservadora y en ella los señores siguieron por mucho tiempo con un sistema antiguo
de haciendas que esclavizaba a los indios, y la costa se industrializaba con rapidez, el periodo de las
carreteras que se exhibe en Yawar fiesta hizo que la civilización industrial estuviera presente en todo el
Perú: a la sierra llegaba la demanda y el espíritu de lucro de la capital, pero a Lima llegaban los serranos
que huían del régimen de las haciendas.
Si seguimos esta interpretación, podríamos desmentir que exista un “mensaje cerradamente andino”63
en la novela, porque su mundo no está circunscrito al de los pueblos grandes de la sierra; se amplía hasta
61 Dice también Cornejo que la corrida, “sin dejar de mostrar su faz sangrienta, se constituye como símbolo de la resistencia
andina, del apego a las tradiciones autóctonas, frente a la alienante presión de la costa” (“Yawar fiesta: lo único y lo múltiple”,
87). Esta perspectiva olvida que, precisamente, la corrida es una celebración de la construcción de la ruta hacia la costa.
62 Williams, El campo y la ciudad, 25.
63 Cornejo Polar, “Yawar fiesta: lo único y lo múltiple”, 61.
40 La corrida y la carretera
Lima y, diríamos, no se limita tampoco a un conflicto cultural del Perú; más bien, se extiende a un
contexto universal, algo que Arguedas se propuso buscar en principio en la representación lingüística de
su novela. En “La lucha por el estilo: lo regional y lo universal”, luego prólogo de la novela, Arguedas
va más allá y se refiere a la universalidad como la forma, en cuanto ella es un “equilibrio alcanzado por
la necesaria mezcla de elementos que tratan de constituirse en una nueva estructura”64. Es esa nueva
estructura, única, la que he intentado hallar en este capítulo, y la que confirma una tesis del propio
Arguedas: Yawar fiesta no es una obra indigenista. “Bien se ve que no se trata solo del indio”, nos dice
en su ensayo. Tiempo después, en la mesa redonda sobre Todas las sangres, Sebastián Salazar Bondy dijo
que el problema sociológico de esa novela estaba en la contradicción de dos “ideologías” de la obra, que
no se compenetraban en una sola “concepción del mundo”: una visión mágica heredada de lo indígena
y una “racional” y científica, que él creía podía haber sido un resultado inevitable de la educación
universitaria de Arguedas. Creo que es algo que podría decirse de Yawar fiesta, como lo apunté a propósito
del enfrentamiento en la modernidad, presente tanto en la estructura de pensamiento de los indios como
en la de los estudiantes, pero, a diferencia de Salazar Bondy, habría que hacer énfasis en que la aparente
contradicción no es un “problema” de la obra, sino la imagen realista que ella da de la sociedad.
En Los ríos profundos (1958) hay una correspondencia entre lo mítico y lo pastoral: la magia en la que
Ernesto cree está en el mismo movimiento de la naturaleza y no es una fe en lo trascendental. Mágica es
la comunión de lo existente, que el joven imagina cuando emparenta los detalles del paisaje que “la gente
del lugar no observa”1, pero que los peregrinos, como él y su padre, nunca olvidan. Recordemos la forma
en que para Ernesto reviven las amenazantes nubes de la altura, el aire que mueve la paja, cuando escucha
el huayno del collavino en Huanupata: se crea, de repente, un hilo entre la voz triste del que canta en el
valle y el paisaje del tiempo pasado. Gracias a que parte de la realidad puede ser experimentada y
expresada fuera de los límites del hábito o de la preminente estructura de pensamiento del desarrollismo,
Ernesto relaciona de un modo inesperado las cosas que habitan en el rumoroso mundo. Cada objeto
tiene el poder de evocar otro que está en la memoria, cada uno es familiar de otro, y hay una especie de
comunicación de estos y con estos. Se forma una corriente entre los objetos y Ernesto, como lo siente
con el muro inca que visita en Cuzco. En esta capacidad para hallar una comunidad de las cosas, como
hay también un parentesco fonético entre las palabras que las nombran, la realidad se sublima en el mito.
En la novela ya no prevalece una deificación convencional —la creencia en dioses locales, que podría
estar más presente en Yawar fiesta—, y lo que hay es el signo de lo mágico que el protagonista atribuye a
la naturaleza e, incluso, a lo artificial, que él ve como símbolo de esta. Lo mítico es la búsqueda obstinada
de Ernesto; la forma que, en el conflicto de su madurez, quiere dar al mundo.
Si en Yawar fiesta el mito viene de la imaginación colectiva, en Los ríos profundos es un efecto de la
exploración del yo que se hace adulto y vive con angustia ese momento. Es un mito personal. Ernesto
quiere reconciliarse con una visión maternal de la realidad, una visión que siente estar perdiendo —y
que podríamos llamar “mágica”—, pues con su llegada a Abancay comienza a vivir un “aislamiento
mortal”2 del mundo. Pero esta necesidad de reencontrarse con la naturaleza no puede reducirse a la
lectura arcaizante de Mario Vargas Llosa: Ernesto no quiere regresar al pasado, ni lo idealiza; quiere oír
el mundo y sentirlo suyo, experiencias que, si bien se asocian a la niñez que está abandonando, no hacen
de esta una “utopía personal arcaica” en la que se “ignora el mal”3. Sostener esto borraría el motivo por
el que termina en el ayllu: la huida de la crueldad de sus parientes y la reunión con el padre perseguido
por los políticos. Aun así, es cierto que su infancia se asocia a una sensibilidad particular, como su padre
bien lo dice: “Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos”; “la armonía de Dios existe
en la tierra”4. El problema de Ernesto es que deja de sentir esta armonía. El mal ya es un intruso que grita
en él y lo ensordece. ¿No es, pues, esto dejar de ser inocente? Sí, pero al final lo que busca Ernesto no
es tanto recuperar un yo incontaminado, sino la posibilidad de captar lo que aún no ha sido subsumido
por el “contaminante” desarrollismo, incluso cuando él ya ha sentido su corrupción, que aparece con
contundencia en una de sus experiencias del internado:
El patio oscuro fue desde entonces más temido e insondable para muchos de los internos menores. Desde
el patio empedrado, donde cantábamos huaynos jocosos y alegres, donde conversábamos plácidamente,
oyendo y contando interminables historias de osos, ratones, pumas y cóndores; desde el río pequeño de
Abancay, el Mariño cristalino, al tiempo que construíamos estanques cerrando la corriente, no podíamos
salvarnos del súbito asalto del temor a ese patio.
Las palabras del “Peluca” definieron un antiguo presentimiento. Yo sabía que los rincones de ese patio,
el ruido del agua que caía al canal de cemento, las yerbas pequeñas que crecían escondidas detrás de los
cajones, el húmedo piso en que se recostaba la demente y donde algunos internos se revolvían, luego de
que ella se iba, o al día siguiente, o cualquier tarde; sabía que todo ese espacio oculto por los tabiques de
madera era un espacio endemoniado. Su fetidez nos oprimía, se filtraba en nuestro sueño; y nosotros, los
pequeños, luchábamos con ese pesado mal, temblábamos ante él, pretendíamos salvarnos, inútilmente,
como los peces de los ríos, cuando caen en el agua turbia de los aluviones. La mañana nos iluminaba, nos
liberaba; el gran sol alumbraba esplendorosamente, aun sobre las amarillas yerbas que crecían bajo el
denso aire de los excusados. Pero el anochecer, con el viento, despertaba esa ave atroz que agitaba su ala
en el patio interior. No entrábamos solos allí, a pesar de que un ansia oscura por ir nos sacudía. Algunos,
unos pocos de nosotros, iban, siguiendo a los más grandes. Y volvían avergonzados, como bañados en
agua contaminada; nos miraban con temor; un arrepentimiento incontenible los agobiaba. Y rezaban casi
en voz alta en sus camas, cuando creían que todos dormíamos. 5
Este fragmento está después de que El Peluca, el abusador más asiduo de la demente en el patio interior,
es fastidiado por sus compañeros y, para defenderse, los condena por onanistas: “¡Todos, todos ustedes,
van a revolcarse en el infierno”6. El ensimismamiento de Ernesto viene de la culpa por esa
contaminación. Sin embargo, a pesar del sentimiento de desarraigo, lo que deja ver esta parte de la
narración es que la correspondencia entre el sentir de Ernesto y el mundo no se ha roto, porque en las
noches no hay una resonancia con la armonía de este, pero sí con su brutalidad, con su “pesado mal”.
La distinción entre el patio empedrado y el patio interior y polvoriento del internado es, de hecho, una
“espacialización” de la escisión que experimenta Ernesto, una metáfora: el primer patio, donde los
estudiantes cantaban “huaynos jocosos y alegres”, se asemeja a su gozo infantil, mientras que el patio
interior, mucho más rústico, es como el despertar de su culposo deseo sexual —precisamente, es el lugar
en que tumban en las noches a la demente, la Opa—. A primera vista, ese deseo es un instinto que debe
ser sofocado, así sea con la autoflagelación. El “ansía oscura” a la que teme Ernesto, el llamado del ave
atroz que en las noches agita su ala, parece una tendencia primitiva. Sin embargo, a lo largo de la obra,
es claro que ella no viene de ninguna naturaleza humana atávica, a pesar de que el narrador use la imagen
del animal, sino que es una huella de la cultura de los hacendados. La “fetidez” es la barbarie del mundo
de los señores, que se lleva a todos como lo hace un aluvión con los peces de los ríos7. Ernesto está
también en esa corriente, pero sabe que no hay rezo o correa sobre la espalda que pueda redimirlo.
Que en la sexualidad se proyecte la cruel tradición del desarrollismo, de este capitalismo de hacendados,
es algo preponderante en las novelas de Arguedas: en Todas las sangres (1964), por ejemplo, la desmesura
del patrón Bruno Aragón es su lujuria, que él mismo define como una “violencia” que lo lleva a la “boca
del infierno”8. Por ese impulso incontrolable viola a la Kurku Gertudris, esclava de la casa familiar. Por
el poder de su clase también puede reducir a los colonos que posee —por lo menos hasta el momento
de su conversión— al puro movimiento para el trabajo. En Los ríos profundos, Antero, que poco a poco
se va convirtiendo en un patrón, piensa que hay que aprender de su amigo Gerardo, el “positivista”,
sobre las mujeres: se dominan para “tumbarlas”, ir directo “a la carne”, hacerlas llorar y que hagan lo
que él quiera9, o para castigarlas, si, como Salvinia, son “traicioneras”. Como a los colonos de su
hacienda, cree, hay que amansarlas: así como a los indios que “hay que zurrar”10. “Yo, hermano, si […]
se levantaran, los iría matando, fácil”, le dice a Ernesto. “Hay que sujetarlos bien. Tú no puedes entender,
porque no eres dueño”11. Lo que vemos es que, en la sexualidad o en la esclavitud, se trata de dominar
el cuerpo y amaestrarlo. El erotismo —si es que se vale usar el término— es fiel a esa forma de ver el
mundo como un conjunto de objetos a la espera de ser domesticado. Porque si la naturaleza es un mal,
es lícito querer aleccionarla.
Quiero desviarme un poco para explicar cómo esta estructura de pensamiento es la misma que justificaba
la “corrección” de los hombres “salvajes” en la Colonia, ya que se remonta, por lo menos, a la época de
Huamán Poma de Ayala. En su Primer nueva crónica y buen gobierno, Huamán Poma describe cómo los
sacerdotes, que “solo codiciaban la plata y la ropa y cosas del mundo”12, tenían prisiones, “cepo, grillos,
cadenas, esposas” y “corma con llave”13 con los que sancionaban a los “pobres”14 del reino. Esto se
reproducía en una “administración” de las indias, pues, con la excusa de que estaban “amancebadas”,
no solo las hacían “tejer ropa por la fuerza”15 y “les daban de palos” como castigo, sino que, al no
pagarles, las obligaban a prostituirse. Esa forma de control sigue en la cultura hacendada de Los ríos
profundos. Para los mistis irrumpe como una iniciación en la madurez, en la que se les exige que asuman
una concepción instrumental de la realidad. En el cuento “Amor mundo” lo vemos: cuando el patrón
lleva a Santiago para que mire cómo viola a doña Gabriela, lo hace, en sus palabras, para que este
“aprenda lo más grande de Dios”16, para que “se haga hombre”. “Esta mujer se resiste como una vaca
de esas que saben que las van a degollar, cuando otras veces era paloma caliente” 17, le dice a Santiago.
El patrón ve el abuso como un justo castigo. El aplacamiento de una fingida resistencia, según cree el
“caballero” del cuento, es una sanción y un adiestramiento, también para Santiago que está siendo
“instruido”.
Ya en el capítulo sobre Yawar fiesta había identificado la corrección como un rasgo del desarrollismo. He
regresado a esta idea por otra vía: ya no hablamos acá de la corrección del paisaje, sino de los hombres,
que ahora podemos presentir como naturaleza. Pero cuando se trata de lo humano, la forma de esa
corrección es también una represión psíquica. El escarmiento, uno de los motivos literarios de Arguedas,
no es sino la reproducción de ese principio. La represión no solo es la acción física para contener
violentamente algo o a alguien, como lo hacen los contrafuertes que canalizan las aguas del Pachachaca
y lo obligan “a marchar bullendo”18 o las golpizas a los indios para domeñarlos, sino la imposición en la
psique que hace que veamos la tierra y a los hombres por su carácter abstracto, es decir, “por su fertilidad
o por su riqueza minera”19, o por lo aprovechable de su cuerpo, respectivamente. La represión es una
educación del pensamiento para que se adapte al constreñimiento impuesto a lo natural.
En la obra de Arguedas, la religión ideologizada es uno de esos medios de instrucción. Los hacendados,
los poderosos del capitalismo preindustrial, son bendecidos por la Iglesia. En Yawar fiesta, el cura va, con
los patrones y el juez, a despojar a los indios: se pone en los brazos una “faja ancha de seda, como para
bautizos”, mira a lo lejos, “en todas direcciones”, y reza un rato. Después, como el juez, les habla a los
indios: “Con la ley ha probado don Santos que estos echaderos son de su pertenencia. Ahora don Santos
va a ser respeto; va a ser patrón de indios que viven en estas tierras”20. Lo divino queda subsumido en
lo legal, porque “Dios respeta la ley”, y, a su servicio, se convierte en una especie de garantía de justicia,
de corrección del caos. La privatización de las tierras se muestra así como una mejora moral para los
indios, que se regirán, de ahí en adelante, por el respeto al patrón y a una ley celestial. En Los ríos profundos
vemos la misma defensa: el Padre Director dice que quien ataca a los hacendados atenta contra la
“Patria”, pues ellos son su “fundamento”, “los pilares que sostienen su riqueza”21. La religión es
mostrada como una suerte de instrucción para la adaptación a un capitalismo chovinista. Veamos, por
ejemplo, el discurso que el sacerdote da a los colonos luego del robo de la sal:
“Yo soy tu hermano, humilde como tú; como tú, tierno y digno de amor, peón de Patibamba, hermanito.
Los poderosos no ven las flores pequeñas que bailan a la orilla de los acueductos que riegan la tierra. No
las ven, pero ellos les dan el sustento. ¿Quién es más fuerte, quién necesita más mi amor? Tú, hermanito
de Patibamba, hermanito; tú sólo estás en mis ojos, en los ojos de Dios, nuestro Señor. Yo vengo a
consolarlos, porque las flores del campo no necesitan consuelo; para ellas, el agua, el aire y la tierra les es
suficiente. Pero la gente tiene corazón y necesita consuelo. Todos padecemos, hermanos. Pero unos más
que otros. Ustedes sufren por los hijos, por el padre y el hermano; el patrón padece por todos ustedes;
yo por todo Abancay; y Dios, nuestro Padre, por la gente que sufre en el mundo entero. ¡Aquí hemos
venido a llorar, a padecer, a sufrir, a que las espinas nos atraviesen el corazón como a nuestra Señora!
¿Quién padeció más que ella? ¿Tú, acaso, peón de Patibamba, de corazón hermoso como el del ave que
canta sobre el pisonay? ¿Tú padeces más? ¿Tú lloras más...?”
Comenzó el llanto de las mujeres, el Padre se inclinó, y siguió hablando:
—¡Lloren, lloren —gritó—, el mundo es una cuna de llanto para las pobrecitas criaturas, los indios de
Patibamba!
Se contagiaron todos. El cuerpo del Padre se estremecía. Vi los ojos de los peones. Las lágrimas corrían
por sus mejillas sucias, les caían al pecho, sobre las camisas, bajaban al cuello. El mayordomo se arrodilló.
Los indios le siguieron; algunos tuvieron que arrodillarse sobre el lodo del canchón. 22
Aunque es obvio que el Padre es una autoridad, casi un igual del patrón, cuando comienza su prédica a
los colonos, asume el rol del hermano humilde. De ahí que en el sermón aparezca, para Ernesto, como
un desconocido. No solo es que hable en quechua, sino que el tono de su voz es totalmente distinto al
que usa con los estudiantes del internado. Ahora imposta su expresión. La ambivalencia que sorprende
a Ernesto en ese contraste es evidente en el mismo discurso: es compañero y, a la vez, poderoso. Dice
que sufre por Abancay y esto lo emparenta con los colonos, pero, al tiempo, ese sufrimiento lo distingue
de estos, pues los que más padecen, él y luego el patrón, según dice, ocupan un lugar más alto en una
jerarquía, como si el sufrimiento fuera proporcional a la clase social. El sufrimiento es representado
como la única cualidad moral en la que se puede imitar a los patrones y a Dios. Así el cura justifica la
explotación de la hacienda: en su sermón pone ante el colono su propia vida de padecimientos como un
camino ascético que se debe perfeccionar.
El Padre Director de Los ríos profundos tiene algo del manipulador sacerdote de pueblo, a pesar de que no
está tan desindividualizado para que concluyamos que es un mero personaje tipo, como sí ocurre, por
ejemplo, con el cura de Yawar fiesta. Es verdad que tiene los rasgos generales del sacerdote que los
hacendados invitan para que el “colono sea más triste, más humilde”23. Sin embargo, en la perspectiva
de Ernesto, el cura se particulariza: en los sueños lo ve “como a un pez de cola ondulante y ramosa” que
persigue “a los pececillos que viven protegidos por las yerbas acuáticas”24, pero también como a don
Pablo Maywa, el indio que más quiso y que lo abrazaba “contra su pecho al borde de los grandes
maizales”25. Ernesto no puede objetivar del todo al cura porque, a pesar de que reconoce una fisonomía
social en él, lo ve a través de su propio afecto. Esa disparidad es un rasgo del realismo en Los ríos profundos:
hay una estructura de pensamiento histórica en los personajes, que convive, muchas veces en
contradicción, con la forma en que Ernesto los percibe a través del límite de su perspectiva. Pasa también
con Antero, al que Ernesto ve a veces como un niño y otras como un cachorro crecido; a veces como
amigo y otras veces como hacendado cruel. Lo llamativo es que Ernesto no solo capta esa ambivalencia
en la retórica de los personajes, como en el sermón del cura, sino en las características concretas,
plásticas, de estos, que traslada a la narración: los representa con imágenes, los compara con animales, y
se concentra en las variaciones de sus gestos y voces, en las que encuentra nuevos significados.
La ambivalencia del Padre Director reaparece en el modo de hablar diferenciado para los colonos y para
los hacendados. A estos últimos, dice Ernesto, “el Padre los halagaba, como solía hacerlo con quienes
tenían poder en el valle”26. “Era muy diestro en su trato con esta clase de personas; elegía
cuidadosamente las palabras y adoptaba ademanes convenientes ante ellos”27. Ernesto era “sensible a la
intención que al hablar daban las gentes a su voz”28, porque se “había criado entre personas que se
odiaban y que lo odiaban”, y que “no podían blandir siempre el garrote ni lanzarse a las manos o azuzar
a los perros contra sus enemigos”29. Se atacaban con el sonido de las palabras: “con ellas se herían”,
infundiendo al tono de la voz un veneno “suave o violento”30. Cuando narra este tipo de cosas, Ernesto
no solo describe la realidad, sino que detalla cómo la percibe, cómo intuye la psicología de los personajes
en el carácter sensible de lo que dicen. Las palabras y las metáforas adquieren cierta forma para adaptarse
a su destinatario, y él lo nota. El Padre Director las usa para manipular. Y en esa manipulación también
actúan los sonidos y las imágenes, que guardan un contenido ideológico tácito.
Hay un antecedente claro de esta forma de adaptación del lenguaje: Arguedas dice, en uno de sus ensayos,
que, para que los misioneros de la Conquista lograran “conmover a la grey india”, reducirla y “convertirla
a la mansedumbre total”31, fue necesario trasladar el cristianismo al quechua, lo cual no implicaba
solamente la traducción del castellano, sino la creación de nuevos cantos y oraciones en música india,
con todas sus características estéticas, capaces de reproducir la doctrina religiosa de los españoles. En
estas creaciones “estaban el cielo y la tierra como los veía y los sentía el indio”32: los árboles que florecen
y las serpientes que cambian de piel son imágenes del canto33 que elige Arguedas como ejemplo. Esa
naturaleza, sin embargo, se mueve, vive y muta para “homenajear a Dios”, su causa final. Un Dios que,
a diferencia del Sol, ya no es visible. Es probable que, de este tipo de nociones de la naturaleza, Arguedas
concluya que los misioneros le infundieron “el concepto racional superado de la filosofía y la metafísica”
“a la onomatopeya que llevaba el rumor y la música profunda del paisaje andino”34. La razón de ser de
la vida natural se había vuelto trascendente —el Creador— y teleológica, como en el paraíso, —“todo
árbol a la vista” lo puso Dios porque era “bueno para comer”35—. Pero, en la colonización, la
concepción abstracta se adaptó, además, a una nueva estructura de pensamiento afín a la economía
capitalista, que partía de que la naturaleza y el paisaje debían ser corregidos. “Y la salvaje vicuña se ha
tornado mansa criatura para adorar en la aurora al Creador omnipotente”36, dice el himno quechua
católico que recoge Arguedas. Hay en su letra un cuadro idílico: el paisaje y los animales están en armonía
con su sometimiento; actúan en él como si hubiera un alegre sacrificio, y la mansedumbre, que ha sido
embellecida, se convierte en un ejemplo para el hombre, separado de los otros seres de la naturaleza por
su pecado. Para “purificarse”, para adorar a Dios, hay que ser como la vicuña37. Algo de esto lo vemos
en la creencia de los compañeros de Ernesto que se azotan para limpiarse, para amansar su sexualidad,
como si esta fuera parte de su naturaleza y no algo cultural. Si el impulso sexual es naturaleza caída y no
consecuencia de lo histórico, se reafirma la idea de que lo salvaje es pecaminoso y debe ser siempre
encauzado para revivir la cercanía con Dios.
La imagen sacrificial de la naturaleza y el relato del martirologio de Cristo, cuya vida de sufrimiento era
semejante a la de los indios, se convirtieron en un significante de la estructura de pensamiento del
capitalismo colonial38. Es obvio en el discurso del Padre Director a los colonos, cuando pregona que
han venido al mundo a padecer, a trabajar, y que reproduce la idea de que hay una esencia en ellos que
los predestina a esto. Engels resume muy bien ese tipo de concepciones cuando critica la teleología de
Wolff, “según la cual los gatos habían sido creados para comerse a los ratones, los ratones para ser
comidos por los gatos y la naturaleza toda para poner de manifiesto la sabiduría del creador” 39. Los
32 Ibid., 192.
33 “Plegaria del amanecer”, primer himno de la colección de Jorge A. Lira.
34 Arguedas, “El valor poético y documental de los himnos religiosos quechuas”, 192.
35 Génesis.
36 Arguedas, “El valor poético y documental de los himnos religiosos quechuas”, 194.
37 Escribe Arguedas, en su ensayo “La soledad cósmica en la poesía quechua” (95): “Sobre la llaga abierta por la Conquista, los
misioneros, predicando el juicio final, la indignidad de la vida, ensalzando el dolor y la resignación como únicas fuentes de
salvación, hundieron más a la multitud vencida; pretendieron quitarle su albedrío, su voluntad de luchar”.
38 En la Colonia ya había capitalismo. De hecho, todo el oro extraído en América influía en la economía europea. América hacía
colonos de Patibamba existen, según los patrones, para la servidumbre, igual que el oro está en la tierra
solo para ser sacado de las minas. La naturaleza paradisíaca se vuelve, en estas creencias teleológicas, una
naturaleza amansada y útil, mientras que la naturaleza libre se condena como naturaleza caída, una
imagen del pecado que debe rectificarse. Así como la vicuña abandona sus rasgos salvajes para adorar a
Dios, los indígenas tienen que ser mansos porque vinieron al mundo a sufrir y a servir; fueron creados
por Dios con ese fin ulterior, como la fruta en el árbol que es puesta para dar de comer. Cuando se
asocia la disposición de la naturaleza a ser domesticada con algo virtuoso que alaba a Dios, lo religioso
termina por ser lo que, en Yawar fiesta, los proletarios llamaban con desdén “temor mítico”, la forma de
dominio de quienes sacan provecho de la explotación del indio y le confirman que el miedo es “bueno
y sagrado”40.
árboles de la gran selva”47. El movimiento de la naturaleza, su danza, envía un mensaje: “¡Estamos vivos;
todavía somos!”. “¡Escucha la vibración de mi cuerpo! ¡Escucha el frío de mi sangre!”48, canta el poeta.
La naturaleza no es dulcificada por la moral de la domesticación, por su sumisión. En la imaginería del
poema de Arguedas, habla en su lengua: la calandria llora y sufre con el hombre; el río canta y brama, y
su bravura es equivalente al dolor humano. La vida de la naturaleza ya está penetrada por la fuerza de lo
histórico, por el despojo y la pobreza: “Nos arrebataron nuestras tierras. Nuestras ovejitas se alimentan
con las hojas secas que el viento arrastra, que ni el viento quiere; nuestra única vaca lame agonizando la
poca sal de la tierra”49.
Quiero aprovechar este momento para hacer evidente la diferencia de una pastoralización de la
naturaleza como la del himno católico colonial y la que encontramos en el poema de Arguedas. En el
primer caso hay un cuadro de un paisaje sin conflictos. El idilio está dado porque los animales son
obedientes, porque hasta “los barrancos y las rocas más duras se han cubierto de verdor para rendir
homenaje a Dios”50. La armonía de esa representación de la naturaleza contrasta con la violencia de la
historia colonial, con la realidad, en la que la explotación del paisaje y de las minas ya era un “sistema
abrumador de trabajos forzados y gratuitos”51. El pastoralismo de Arguedas, en cambio, incluye
conscientemente el rastro de lo histórico: aparece la naturaleza idealizada por su potencia, pero,
asimismo, uno ve la contrafuerza que la ha martirizado52. Solo la herida revelada nos permite entender
que lo natural —que incluye al padre desangrado y al hombre— busca una venganza, el exterminio del
dominio. De ahí que podamos pensar en una equivalencia entre lo pastoral y lo mítico: la promesa de
redención de la naturaleza es la del restablecimiento de la comunicación entre los seres. Podríamos decir
también que esto mítico es, como lo decía Mariátegui, histórico. Por eso, en Los ríos profundos, la visión
de las correspondencias no es solo la imagen de la creencia de Ernesto, sino de un nuevo orden:
comprender el rumoroso mundo como un cuerpo que se comunica en la profundidad de sus ríos se
opone a la concepción del capitalismo, según la cual la naturaleza no conforma una unidad, sino una
serie de piezas sustituibles según la demanda. Los vínculos de la naturaleza en el capital se limitan a las
relaciones de transacción, en las que la caña, el trabajo del colono, las tierras del hacendado se doman
para reducirse a recursos intercambiables, negociables.
47 Ibid.
48 Ibid.
49 Ibid.
50 Arguedas, “El valor poético y documental de los himnos religiosos quechuas”, 194.
51 Mariátegui, “El problema del indio”, 45.
52 Esta estructura es la del diseño pastoral de Leo Marx, a la que me referí en el primer capítulo de este trabajo.
50 La comunidad del rumoroso mundo
Lo que desencadena la crisis de madurez de Ernesto es el contacto con esa sociedad en la que las cosas,
los animales y las personas se abstraen y se reducen a cuerpos portadores de fuerza y valor. La tenaz
imagen del patio interior es una síntesis de esto, porque aunque en este caso la sexualidad no sea una
operación económica, aparece como cualquier forma de dominación en el capitalismo. En el patio
interior, vemos esta operación en la psique de Ernesto: la Opa está desterrada de la humanidad, de la
vida natural, y se puede violar porque es vista como un “distinto” que no sufre. La adultez exige asumir
esa contaminación. En la sociedad de los señores de Abancay, ese lugar cercado por la hacienda
Patibamba que, como una serpiente, lo asfixia, Ernesto experimenta por eso un “desprendimiento” de
la “imagen maternal del mundo”53, la soledad y el abandono. Él, “que no podía pensar, cuando veía por
primera vez una hilera de sauces hermosos vibrando a la orilla de una acequia, que esos árboles eran
ajenos”54, ahora se siente expulsado de la naturaleza. Este sentimiento de orfandad, sin embargo, es un
efecto de la agudización de su sensibilidad: “Que tu espíritu encuentre la paz en la tierra desigual”, le
dice el Padre Director, “cuyas sombras tú percibes demasiado”55. Pero la conciencia de la barbarie
desemboca para Ernesto en un regreso imaginario a la naturaleza, aunque sin ningún tipo de inocencia.
Ante las “sombras”, cree él, hay que ser como el río Pachachaca: “cruzar la tierra, cortar las rocas, pasar
indetenible y tranquilo entre los bosques y las montañas y entrar al mar acompañado por un gran pueblo
de aves que cantarían sobre la altura”56. Ser como el río es ser indomable; encontrarse con la vida que
toca en su curso.
Mientras que para Antero el Pachachaca es un “río bravo” y “traicionero”57 que puede burlar cuando
nada en él porque sabe cómo anda, cómo crece, qué fuerza hay en su interior y “por qué sitios pasan sus
venas”58, para Ernesto es un padre temido que “brama en el silencio” y extiende su ruido “como un
universo sobre otro universo”59. Ernesto, a lo sumo, se siente una criatura de él o un discípulo de su
bravura. No lo ve con los ojos del hacendado presto a domesticar la materia, sino como a un ser
poderoso al que puede acudir para enviar un mensaje a los colonos y a doña Felipa. En el Pachachaca
se comunican los miembros de esa comunidad que ha imaginado. No es azaroso que su nombre evoque
una imagen de la conexión: “Puente sobre el mundo”. El universo-puente une a sus criaturas, les habla
y las escucha. Así como Ernesto percibe el canto de sus aguas, pide, igual que la voz poética de la elegía
a Túpac Amaru, ser escuchado por ellas. En el río se concentra el rumoroso mundo que nadie nota, la
comunidad mágica en la que se congregan sus miembros. A continuación, citaré el episodio en el que
Ernesto hace evidente esta cosmovisión.
Yo recordaba al gran Tankayllu, al danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de
la iglesia. Recordaba también el verdadero tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los
arbustos floridos de abril y mayo. Pensaba en los blancos pinkuyllus que había oído tocar en los pueblos
del sur. Los pinkuyllus traían a la memoria la voz de los wak'rapukus, ¡y de qué modo la voz de los pinkuyllus
y wak'rapukus es semejante al extenso mugido con que los toros encelados se desafían a través de los
montes y los ríos!
Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma cómo Antero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos,
cerca del Añuco. Sólo vi que Antero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo
derecho. Luego escuché un canto delgado.
Era aún temprano; las paredes del patio daban mucha sombra; el sol encendía la cal de los muros, por el
lado del poniente. El aire de las quebradas profundas y el sol cálido no son propicios a la difusión de los
sonidos; apagan el canto de las aves, lo absorben; en cambio hay bosques que permiten estar siempre
cerca de los pájaros que cantan. En los campos templados o fríos, la voz humana o la de las aves es llevada
por el viento a grandes distancias. Sin embargo, bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con
una claridad extraña; parecía tener agudo filo. Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda
la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.60
Todos los objetos que recuerda Ernesto en este pasaje ya habían sido descritos en la introducción del
capítulo, “Zumbayllu”, una especie de ensayo o excurso en la narración. Yllu es la terminación quechua
que, por su sonido, estimula la remembranza que vemos en el fragmento. Pero Ernesto no solo habla
de estos objetos recordados como si fuera un etnógrafo, sino que con ellos da cuenta de la forma en que
funciona su memoria: un sonido o un nombre despiertan en él el recuerdo de otros seres que, a su vez,
y como en cadena, lo llevan a la voz de instrumentos oídos en el pasado y, en ese camino, hasta el mugido
de los toros. Con su memoria habita siempre en varios tiempos y paisajes y rechaza aquella del hábito,
que integra los detalles del lugar solo para la sobrevivencia. La memoria del viajero asocia los objetos
que, en la lógica del capitalismo, no tienen ninguna relación: se niega a encadenar la vaca al “daño” o al
ganado y el ganado al filete destinado a Lima y Lima al dinero. El siempre extranjero es un observador
desprevenido que, desconcertado por lo desconocido, como Ernesto lo está con el zumbayllu, anuda las
cosas nuevas, por la sensación que le producen, con otras ya experimentadas. Esta es la forma en la que
el narrador capta la realidad: la evoca. La misma novela es, pues, una gran evocación del pasado, de la
infancia y la madurez. Y esto se refleja en la concepción del lenguaje que vemos en el capítulo, porque
el parentesco que el narrador busca entre las cosas del mundo, entre él y el mundo, es semejante a la
comunidad fonética de las palabras que encuentra en el quechua, y que releva vínculos concretos. La
relación sonora entre la terminación que se refiere a cierto tipo de sonido (yllu) y la terminación referida
60 Ibid., 55.
52 La comunidad del rumoroso mundo
cierto tipo de luz (illa), por ejemplo, equivale también a una relación de sinestesia en la experiencia de
ese sonido y esa luz: escuchamos el zumbido en la vibración de la luz y vemos la vibración en el zumbido.
La onomatopeya, que es la forma orgánica en la que la palabra se une a la materia de la cosa, remite a
otra realidad: zumbayllu no solo recuerda el sonido del trompo, sino todo el universo emparentado por
la pronunciación del nombre. La comunidad formada por la onomatopeya es una metáfora de cómo
funciona, en el nivel más general, lo mítico en la novela: la naturaleza se hace mágica en su comunión y
no en una deificación; es mágica porque su materia se comunica. Lo mítico es pastoral e inmanente.
La correspondencia entre las imágenes o entre los motivos, que he llamado antes “evocación”, es la
característica predominante de la estructura de la narración. El relato se interrumpe con frecuencia para
obedecer al impulso de vincular el pasado con la historia que se desarrolla en Abancay. Las digresiones
están en toda la obra. Cuando Ernesto ve en el rostro de Alcira a la muchacha de Saisa, tan parecida, se
detiene para hablar de ella y de sus ojos tristes que, a su vez, despiertan en la memoria el paisaje del
pueblo desolado en el que vivía; cuando ve a las tarántulas sobre El Peluca, portadoras de la muerte en
los pueblos de altura, en sus sueños aparece el huayno oído en la infancia, que se repite como un
“estribillo tenaz”61 que pide a la araña que lo lleve de una vez a su “hogar de tinieblas”62. Así podemos
encontrar muchos ejemplos. De algún modo, es como si Ernesto convirtiera el presente en un símbolo
del pasado, en un estímulo que lo despierta. Hay una relación de analogía entre los tiempos: entre la
infancia, la época de Abancay y la del Ernesto que narra y de cuyo presente empírico nada sabemos. La
narración se guía por una memoria simbólica que enlaza a los seres del mundo en correspondencias,
incluso cuando son correspondencias por el dolor que comparten.
Antes de ver el trompo, Ernesto ya había presentido su materia, por la relación con los seres que ha
imaginado como parientes de este, miembros de una misma familia onomatopéyica. Al escuchar la
vibración, confirma esa correspondencia: el zumbido del juguete es semejante a la música de las alas de
los insectos. Pero, además, su canto de “filo agudo” puede atravesar el “aire de las quebradas profundas”
y el “sol cálido”, como si se propagara en el campo frío. Después Ernesto trata de enviar un mensaje a
su padre con otro zumbayllu brujo, winko y más poderoso, que cree va a llegar hasta el pueblo en el que
este vive. Esa fe, la imaginación que el personaje ha creado, es moderna. Lo que dice Raymond Williams
a propósito de Worsdworth es pertinente para entender por qué: el poeta “advirtió que cuando sentimos
incertidumbre en un mundo de gente aparentemente extraña que, sin embargo, ejerce decisivamente un
efecto común en nosotros”63 —consecuencia de un mundo capitalista e interconectado solo por el
61 Ibid., 69.
62 Ibid.
63 Williams, El campo y la ciudad, 364.
53
intercambio de las mercancías—, y cuando “las fuerzas que habrán de alterar nuestras vidas se mueven
permanentemente alrededor de nosotros en formas aparentemente externas e irreconocibles, podemos,
o bien retirarnos, por seguridad, a una profunda subjetividad, o bien mirar alrededor en busca de
imágenes sociales”64. Ernesto, a pesar de sentirse en un lugar doliente y ajeno, como Abancay, en el que
los indios son completamente distintos a los que ya conocía y la vida es dominada por señores que no
tienen rostro, no se refugia en el solipsismo. Busca esas imágenes sociales para “descubrir, de algún
modo, una comunidad”65. Los signos sociales que busca están en la naturaleza o en los objetos que la
representan, como el zumbayllu. Pero no solo se comunica a través de estos, como cuando quiere hablar
al padre o a los colonos de Patibamba, sino con estos. Le habla al trompo; le habla al río. Cree en su
poder porque a través del sonido forman una unidad. Y esa forma de comunicación mágica, a pesar de
contener una concepción antigua y analógica del mundo, pertenece a una conciencia secular. En su ideal
de comunicación, Ernesto quiere transmitir la bravura del río, del zumbayllu, a los colonos; quiere que el
sonido los incite a rebelarse contra las leyes del patrón.
La potencia comunicativa en la que confía Ernesto no es trascendental: depende del sonido como
movimiento, como vibración que es capaz de perturbar la materia. El efecto del zumbayllu en el paisaje
funciona como una metáfora que destaca una circunstancia social: en la novela, la profundidad del Valle
de Abancay es un símbolo de su orden opresivo; su aire sojuzga la tierra tanto como la hacienda
Patibamba ahorca sus límites, y aun así el canto del trompo es capaz de atravesarlo. “Abancay tiene el
peso del cielo”, dice Ernesto. “¿Has visto que las nubes se ponen como melcocha sobre los
cañaverales?”66. La pesadez es ciertamente contrapastoral: no es solo una forma de hacer alusión a la
objetiva profundidad del valle, sino que evoca la percepción del sujeto; es una observación de su malestar
por el orden represivo de Abancay. De hecho, los cañaverales son una imagen de la naturaleza sometida
en la novela, la mercancía en potencia de la fábrica de Patibamba. “Sobre los restos blancos de la caña
molida cae la lluvia, el bagazo hierve y su vaho cubre el caserío”67 en el que viven los colonos. La
melcocha que ensucia a los indios, condenados a vivir “entre nubes de mosquitos y avispas”68 que vuelan
entre los restos de la caña, se extiende a todo Abancay. Ernesto se marea en ella. Pero el zumbayllu cruza
con su vibración ese ambiente denso; su canto es un símbolo de los ríos profundos, pues se propaga
indetenible como las aguas del Pachachaca o del río Apurímac, “Dios que habla”, y que, según el
narrador, “alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio”69. El
64 Ibid.
65 Ibid.
66 Arguedas, Los ríos profundos, 111.
67 Ibid., 32.
68 Ibid.
69 Ibid., 33.
54 La comunidad del rumoroso mundo
zumbayllu penetra las cosas y a los hombres y los turba, igual que el sonido del wak’rapuku asciende hasta
lo más alto como un coro de toros furiosos; conmueve la materia de la naturaleza, del aire por el que su
canto se propaga, y así se vuelve una contrafuerza simbólica del peso de Abancay. Es como si el artificio
restableciera temporalmente una imagen pastoral, en la que el mundo se comunica de nuevo, no solo
con el personaje sino entre sus elementos. Esto es lo que sustenta el pensamiento mítico de Ernesto.
Nada tiene que ver con un regreso a una Edad de Oro, pues se trata de una experiencia momentánea.
En “El nuevo sentido histórico del Cuzco”, Arguedas relaciona, otra vez, la naturaleza con el artificio.
“Los indios”, dice, “perseguían la unidad entre el horizonte, el cielo y el paisaje con la urbe”70, y “hacían
de la ciudad la imagen del universo”71. El Cuzco poshispánico todavía guarda algo de aquella concepción
porque las huellas de la ciudad antigua permanecen en la construida por los españoles: en esa “nueva
armonía”, en la que se mezclan lo inca y lo castellano, “canta la gran campana”, “el oro inca refundido,
hecho voz cristalina e inimitable”72. Y, cuando canta, “parece que fuera realmente la voz de los aukis
lejanos, de las estrellas del cielo, de la ancha quebrada oscura, de las calles vacías y del propio corazón
sensible de quien la escucha”73. En las imágenes del ensayo, los sonidos del objeto son símbolos de la
naturaleza: la evocan, la acercan sensiblemente al sujeto. El que la escucha así parece entrar en esa
comunión formada por el canto, como ocurre también con el que oye el zumbayllu. Cuando Antero lo
lleva al internado y lo hace bailar, Ernesto dice que su zumbido se intensifica cada vez más y penetra el
oído “como un llamado que brotaría de la misma sangre del oyente”74. Porque el sonido de estos objetos
mágicos se vuelve expresión del sujeto, de algo que en su materia despierta. Él también es naturaleza y
lo siente ahora en la resonancia con el canto, como si rememorara su estado original perdido que, bajo
ese estímulo, aviva un sentimiento épico, de ganas de luchar por algo, de marchar con el ímpetu de los
ríos profundos. Cuando Ernesto oye el canto de la calandria, experimenta algo de ese tiempo salvaje: la
difusa región de la que fue arrancado para ser lanzado al mundo, la materia sonora de la que fue hecho.
Uno de los momentos favoritos de los lectores de la novela es en el que Ernesto se encuentra con el
muro inca. Quizás valga la pena traerlo aquí, ya que hemos citado precisamente el ensayo sobre el Cuzco:
Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme.
Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se
juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo; sobre la palma de mis
manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado. No pasó nadie por esa calle, durante largo
rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba.
Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrimé a ella. El hombre
orinó, en media calle, y después siguió caminando. “Ha de desaparecer —pensé—. Ha de hundirse”. No
porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba
instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me alcanzó y siguió de largo
siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y volteó. Debió de ser un borracho.
No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose. Mi
padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes
que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en
esos viajes.
Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las
plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía
siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad.
“¡Será para un bien eterno!”, exclamó mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el
odio.
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el
segundo piso encalado, que, por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las
canciones quechuas que repiten una frase patética constante: “yawar mayu”, río de sangre; “yawar unu”,
agua sangrienta; “puk-tik' yawar k'ocha”, lago de sangre que hierve; “yawar wek'e”, lágrimas de sangre.
¿Acaso no podría decirse “yawar rumi”, piedra de sangre, o “puk'tik yawar rumi”, piedra de sangre
hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de
los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más
poderosa. Los indios llaman “yawar mayu” a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en
movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar mayu” al tiempo violento de las danzas
guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
Ernesto emparenta el muro y el río a través de su tacto: la línea imprevisible formada por las rocas por
las que pasa la mano evoca la imagen de las bruscas aguas ondulantes. Se trata de un momento de
sinestesia, como la que familiariza a illa e yllu, la luz y el sonido. A través del tacto, se despierta en la
memoria la forma en que los ríos brillan como la sangre en verano y las frases de las canciones quechuas
que los homenajean. El muro es estático, inerte, pero, al mismo tiempo, se mueve, vive y habla, como
le dice, más adelante, Ernesto a su padre. Lo artificial adquiere todas las características del río que se
rememora. Y, en ese momento de correspondencia, está el sujeto: en Ernesto se crea la comunión entre
el muro y la naturaleza indomada, violenta como la danza guerrera, y también entre su tiempo y el de los
incas, símbolo de una libertad perdida.
El muro, el río y Ernesto crean una unidad: cada uno resuena en los otros dos. La confianza en esa
comunidad mágica hace que el joven quiera hacerle, más adelante, una promesa a la construcción inca.
“Piedra de sangre hirviente”, “¡Puk'tik, yawar rumi!”, grita frente a esta. Es un bautizo: el nombre de esa
congregación, en la que lo artificial, la naturaleza y la humanidad se hacen uno. Uno por el movimiento
75 Ibid., 56.
56 La comunidad del rumoroso mundo
de la sangre manifiesta en las piedras y en el río, pero que corre también en Ernesto, como en las venas
del que hizo la pared o de Inca Roca. Nada puede interrumpir este instante de correspondencias: ni el
hombre que orina ni la presencia de la construcción española, que se superpone como un segundo piso
sobre el muro, igual que el peso que oprime al valle y que está sobre el río profundo. A pesar de que ya
no está la “gran ciudad” de Cuzco, idealizada por el padre en los tiempos difíciles del viaje, la antigüedad
peruana logra revivir en Ernesto en el contacto con el muro, que es un símbolo de su promesa, de algo
desconocido.
Para Arguedas, ese simbolismo proviene del antiguo universo peruano: en ninguna otra edad “se creó
un arte en el que los símbolos alcanzaran una mayor sutileza” y “lo real y lo misterioso brotaban el uno
del otro, formando como la corriente poderosa de un río”76. Con base en esta precisión sobre la forma
artística, este quiso capturar la compacidad del mundo prehispánico quechua, el mundo anterior a la
Conquista, a la llegada de lo que él llama el “dolor cósmico”, y en cuyas formas de expresión se percibe
el “lamento de la propia naturaleza silente y terriblemente quebrada”77. Ese dolor, esa soledad, están en
la poesía que, motivada por la experiencia de ruptura, busca reunir a través de su forma a toda la
naturaleza sufriente. Es como si la poesía insistiera en recuperar la unidad perdida a través de la
correspondencia, del simbolismo que, por paradójico que parezca, el dolor cósmico crea entre todos los
seres. Hay algo de ese desarraigo de la poesía quechua que está en el personaje creado por Arguedas.
Ernesto aspira a recuperar algo de su propia edad de lo mágico: la niñez en la cual, a pesar de haber
experimentado la hostilidad de los otros, aún no ha irrumpido el sentimiento de extrema soledad. El
dolor que sigue hasta “nuestro siglo” es individualizado en Ernesto. La madurez, como la de la poesía
luego de la Conquista, es una forma imaginativa de expresar la crisis, el sufrimiento por un mundo roto.
Como Ernesto ya no puede evadir la soledad, el sentimiento de separación, cada vez que enfrenta la
violencia de la dominación, crea un nuevo modo de acercarse a la naturaleza, pero este ya incluye la
“llaga abierta”. Así es como, en esa búsqueda de correspondencias, aparece la voz de lo histórico. Está
en las mismas metáforas e imágenes de la narración, como lo vimos en el pasaje de los dos patios,
representación del sentimiento de alienación del personaje.
Cuando, en el primer capítulo, dije que lo mítico era también la expresión metafórica de la gravedad del
mundo, estaba pensando en la forma en que la barbarie de la historia era capaz de manifestarse a través
de la suerte de la naturaleza: en el toro endiosado y luego sacrificado. Hay antecedentes de esto. En la
elegía de Atahualpa —que Arguedas traduce—, “el odio al español y su identificación absoluta con el
imperio del Inca”78 también se manifiestan en el comportamiento de la naturaleza que lamenta la muerte
del indio: las nubes de los cielos bajan y se ennegrecen; la luna se hace más pequeña y la tierra “se niega
a sepultar a su señor”, como si temiera devorarlo79. En el tiempo de natura que parece cíclico e
imperturbable irrumpe el tiempo de la humanidad. En este poema ya no hay manipulación; ya no hay
un paisaje o animales que parecen gozar en su domesticación para ofrendar a Dios, sino el dolor de
todos, cósmico. Uno ve que pasa lo mismo con la peste en Los ríos profundos, pues es una expresión de
ese dolor universal, azuzado por el escarmiento a los colonos de Patibamba y los abusos a la Opa
Marcelina. La enfermedad, como el cometa que pasó por Abancay, es una maldición que se repite: los
piojos la llevan de hombre a hombre como la luz extiende la contaminación sobre la tierra80.
Pero la aparición de la peste sacude la quietud del desarrollismo que domina a Abancay. Su irrupción es,
en ese sentido, tan extraña como la llegada de Misitu al pueblo en Yawar fiesta: la corrida es una metáfora
del carácter sacrificial del progreso, al tiempo que es un evento capaz de desentumecer a los pobladores
del tiempo uniforme que este impone. Por la fiebre, las leyes y la coerción de los militares que llegan a
Abancay dejan de ser intimidantes para los colonos. Cualquier temor es demasiado trivial, convencional,
ante la muerte que —en palabras de Arguedas— “viene sola”, la “que no es lanzada con ondas trenzadas
ni exaltada por el rayo de pólvora”, pues esa muerte, la “santa muerte”, es una señal de que algo de los
hombres escapa al mando de la segunda naturaleza81. A su lado, la muerte que es un castigo deja de ser
amenazante: “Nuestras vidas son más frías; duelen más que la muerte”, canta el poeta a Túpac Amaru
en su elegía. Ya no hay miedo a los señores, “a las balas y la metralla”. Es un sentimiento similar al que
infunde la llegada de la peste entre los indios, aunque estos no están movidos por la rabia, sino por la fe,
por recibir la última misa. Una ironía en la novela, ya que la promesa de salvación, que funcionó para
someterlos, se convierte, durante el tiempo de tifus, en lo que motiva la desobediencia. Atraviesan el río
por oroyas, a pesar de los guardias, solo para recibir la bendición del Padre Director. En una carta a
Hugo Blanco, Arguedas dice que imaginó la invasión de los colonos al final de Los ríos profundos “como
un presentimiento”82 de la sublevación: “¡Cómo, con cuánto más hirviente la sangre, se alzarían estos
hombres si no persiguieran únicamente la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino la de los
gamonales; el día que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen!”83. Al igual que en Yawar fiesta,
no hay en Los ríos profundos una armonización, una reconciliación simbólica, como parte de la crítica ha
78 Ibid., 93.
79 Ibid.
80 También en Todas las sangres, el narrador asocia el temor a la montaña Apark’ora a la maldición de los túneles de su mina,
pues, en tiempos lejanos, habían sido aniquilados centenares de indios. “Se guardaba de esa época un recuerdo brumoso, como
el de las grandes pestes que pasaron como fuego sobre las aldeas”, dice.
81 La segunda naturaleza es el conjunto de lo convencional. Para Proust, por ejemplo, es el hábito que nos mantiene alejados
querido ver. Lo que vemos al final de la novela es, como bien lo dice Arguedas, un “presentimiento” de
la nueva conciencia del hombre, y quizás una constatación del sentimiento épico de Ernesto.
El sentimiento épico84, que descansa en el deseo de una sublevación india, viene de un estado poético85,
de esos momentos de iluminación en los que Ernesto siente en su materia el rumor de una naturaleza
indomable. Luego cree que puede extender esa sensación a los indios para que no tengan miedo. Cuando
cree que el canto del zumbayllu mezclado con la voz del río podrá llegar al oído de los colonos de la
hacienda de Antero, espera que el estímulo desentierre en ellos su humanidad, mutilada hasta entonces
por la culpa. Ya en Yawar fiesta el sonido de los wak’rapukus que anunciaban la corrida aparecía como una
incitación que sacudía a los hombres y a la naturaleza: con su voz “los luceros temblaban en el fondo
triste del cielo”86; el corazón se encogía, y una luz parecía arder en el pecho. “Como llorar grueso es;
como voz de gente”87; “voces de todos los que lloran”88, decían los mistis. En Los ríos profundos, Ernesto
no emparenta el zumbayllu con este tipo de instrumentos épicos solo porque comparten la terminación
de su nombre, sino porque, como ellos, produce con su voz una embriaguez semejante en los oyentes:
los “ofusca” y los “exalta”, “desata sus fuerzas”, “desafían a la muerte” mientras la oyen; “van contra
los toros salvajes cantando y maldiciendo; abren caminos extensos o túneles en las rocas, y danzan sin
descanso, sin percibir el cambio de la luz o el tiempo”89. “Ninguna música”, dice Ernesto, “llega más
hondo en el corazón humano”90. El zumbayllu enciende ese estado poético como los instrumentos
rituales o, por lo menos, lo hace en Ernesto. Sin embargo, en esta asociación, hay otra paradoja: animan,
a su vez, al indio para que manipule el mundo: a abrir caminos, como dice la cita, y a luchar en las
corridas. En Yawar fiesta y en Todas las sangres vemos cómo la música que infundía valor para las faenas,
para el trabajo comunal indígena, se adapta a las formas de trabajo capitalistas: la construcción de una
carretera, la explotación de la mina, del propio cuerpo. O estimula al indio para la corrida de toros, que
dijimos era una metáfora de lo sacrificial del progreso. Para Ernesto, en cambio, el estado épico se vive
de una forma más íntima: la música se une al canto del agua o a los recuerdos, y en él, que la oye, se
despierta algo extraño, como si viajara a un nuevo territorio de su yo en el que, con el sentir de un
extranjero, se sorprendiera con su primera naturaleza, con su animalidad en un cuerpo en que solo se
siente la sangre corriendo como el río. El canto infunde un sentimiento ambivalente: anima y ofusca.
84 El deseo de luchar en las faenas, en las corridas, estimulado por los cantos y por los instrumentos, pero que se vuelve
también un deseo de sublevación, de liberarse de un orden social opresivo.
85 El estado poético es un momento de embriaguez de los sentidos, que interrumpe la forma habitual en la que se
experimenta la realidad. En él los objetos y el cuerpo revelan nuevos aspectos del mundo, que eran opacados por la
costumbre.
86 Arguedas, Yawar fiesta, 143.
87 Ibid., 36.
88 Ibid.
89 Arguedas, Los ríos profundos, 54.
90 Ibid.
59
Incluye, igual que en la elegía a Túpac Amaru, la sensación de oír un mundo perdido, pero también la
rabia por su desintegración.
En otro momento fundamental de la novela, el día del motín de las chicheras, Ernesto experimenta la
misma embriaguez auditiva. El capítulo narra el acontecimiento a través de una sucesión de imágenes
sonoras que llevan su ánimo hacia un sentimiento épico, a querer pelear contra alguien: las campanas y
el griterío de las chicheras que piden la muerte de los ladrones de sal; las cés suavísimas del quechua de
doña Felipa, que parecen “notas de contraste especialmente escogidas”91, y los cantos camino a
Patibamba; todo hace sentir a Ernesto como parte de una insurrección. Esta vez no está extasiado ante
una naturaleza pastoral que, cree, le pertenece, como en otros momentos de correspondencia; la nueva
congregación se da con la marcha de las chicheras, cuyos gritos se vuelven uno solo, que se mueve por
el grupo como “una onda en el cuerpo de una serpiente”92. Ernesto vive el motín como un evento de
momentánea unidad restablecida, y el día tan rumoroso acaba en una descolocación de sus sentidos: “Se
balanceaba el mundo”, dice. “Mi corazón sangraba a torrentes”, “una sangre dichosa, que se derramaba
libremente en aquel hermoso día en que la muerte, si llegaba, habría sido transfigurada, convertida en
triunfal estrella”93. Igual que en el encuentro con el muro, aparece la imagen de la sangre en movimiento,
esta vez como el flujo sustancial del propio cuerpo, que remite de nuevo a la equivalencia de la materia
de Ernesto con la del yawar mayu, con la de la naturaleza. Ha llegado a la correspondencia a través de la
sublevación de las mujeres. Y esto hace parte de su entrada a la adultez. No se teme a la muerte en esa
embriaguez porque morir aparece como una conclusión tranquila, ideal, de la existencia; morir, como en
la imagen del yawar mayu, solo implica dejarse arrastrar por la corriente que lo reintegra todo a la
naturaleza.
Esta visión está también en otro cuento de Arguedas: “La agonía de Rasu-Ñiti”. Rasu-Ñiti es un viejo
danzante de tijeras que un día se levanta de su cama de pellejos con la sensación de que va a morir. No
parece muy acongojado; sabe que está listo porque el “corazón le avisa”94, porque su wamani, el espíritu
de la montaña que lo preside, se lo ha hecho escuchar en el pecho. Su muerte es un baile de despedida.
Manda a llamar a Lurucha, su arpista de siempre, y a Don Pascual, el violinista, para que lo acompañen
con la música. Varios de los presentes pueden ver al wamani en forma de cóndor sobre la cabeza de Rasu-
Ñiti. Cuando este comienza a bailar y a mover las tijeras, saben que es el wamani el que controla todos
los movimientos. Morir, como cualquier danza de tijeras, es una ceremonia de correspondencias: Rasu-
91 Ibid., 74.
92 Ibid., 75.
93 Ibid., 80.
94 Arguedas, “La agonía de Rasu-Ñiti”, 170-171.
60 La comunidad del rumoroso mundo
Ñiti está poseído por la naturaleza que entra y se mueve a través de su cuerpo, por la montaña que
aparece en forma de cóndor y por el río que se manifiesta en el arpa de Lurucha, y que da sonido al
ritmo. Todos los que están en el cuarto del bailarín se unen de alguna forma en el baile: lo ven y escuchan
su compás y se sienten afectados por las órdenes del espíritu de la montaña. Hacia el final, cuando Rasu-
Ñiti avisa que está por terminar, Lurucha toca el yawar mayu, el último paso en las danzas. Lo hace de
forma suave, lentísima, como se mueven esos ríos pesados, cargados con las primeras lluvias. Pero la
muerte de Rasu-Ñiti solo es un movimiento más de una continua transmutación. Este no desaparece
porque continúa, renace, “con tendones de bestia tierna”95, en el cuerpo de su joven aprendiz, que está
entre los invitados. La danza culmina como ese río, el yawar mayu, que transforma los restos de la
naturaleza y a los muertos en patos negros o en peces, así como lo imagina Ernesto en Los ríos profundos.
Sin embargo, hay una diferencia entre ese momento de éxtasis de “La agonía de Rasu-Ñiti” y el de
Ernesto cuando llega al caserío de los colonos en Patibamba, luego del motín. Mientras que, en el ritual
de Rasu-Ñiti, casi todos los presentes ven al cóndor hasta que solo el bailarín se queda con él, todos
viven la misma visión embriagadora, la experiencia poética de Los ríos profundos está determinada por el
límite de la perspectiva de Ernesto. En el cuento del danzante, la embriaguez aparece como una
experiencia objetiva, pues envuelve a todos los personajes; para Ernesto, en cambio, el estado poético
es intransferible; es la culminación de una gran hazaña en la que se siente la vida del cuerpo, la sangre
que corre lenta, y se presiente la muerte. Ernesto nos deja ver que la asociación entre la hazaña y la
embriaguez está solo en su imaginación: es subjetiva. Ese estado de turbación de los sentidos es, a su
vez, producto del “olor agrio del bagazo húmedo, de la melaza y de los excrementos humanos”96 que
rodean las chozas de los colonos. Ese sopor es lo que hincha las venas de Ernesto; lo que conmueve su
sangre. El estado poético no es solo dicha, sino que proviene también de las “nubes metálicas”
extendidas como “grandes campos de miel”, que hacen que su cabeza navegue en ese “mar de melcocha”
que le “apretaba crujiendo”97. La embriaguez de Ernesto, lo que despierta su sentimiento de comunidad,
se debe también a la opresión a la que están sujetos él y los indios de Patibamba.
Las correspondencias ahora abarcan lo social. Es más: la relación de Ernesto con la naturaleza empieza
a aparecer mediada por esto, y ya no solo se establece a través de la embriaguez. El personaje tiene esos
momentos de iluminación en ocasiones, pero lo importante es que, en medio de un mundo con el que
ya no hay una comunión permanente, puede reordenar su experiencia a través de una imaginación de las
correspondencias, ya no tanto experimentadas sino creadas más racionalmente. Es como si, en su
95 Ibid., 178.
96 Arguedas, Los ríos profundos, 79.
97 Ibid.
61
madurez, desarrollara una estructura de pensamiento analógica. Un ejemplo de esto es cuando identifica
a la chichera doña Felipa con el Pachachaca: la evoca en la corriente del río que se “pierde en una curva
violenta, entre las flores de retama”98, y así se consuela pensando en que los gendarmes no la alcanzarán,
porque ve en ella la persistencia y la indomabilidad del agua. En otro momento, la asocia con la Opa, la
demente que violan, pues cree que esta se purifica con el rebozo. Ernesto se lo dice, en su forma especial
de comunicación, durante una misa del internado: “Doña Felipa: tu rebozo lo tiene la Opa del colegio;
bailando, bailando, ha subido la cuesta con tu castilla sobre el pecho. Y ya no ha ido de noche al patio
oscuro. ¡Ya no ha ido!”99. La demente, según piensa, se ha salvado, y él mismo cree después que se
purifica gracias a ella que, rogando “en la gloria”, “quemará las alas de los piojos”100 que transmiten la
peste. Estos enlazamientos con los otros tienen connotaciones religiosas, tanto del mundo indio como
del cristiano, pero en la novela vemos que solo pueden responder a la experiencia única de Ernesto, que
está mediada por lo histórico.
Por momentos Ernesto ve a los demás como a la naturaleza, gracias a que es capaz de notar el dominio
que se les impone, dominio que es ajeno a un imaginado estado original de lo humano que, aunque
inaccesible, se intuye. En ese sentido, podríamos decir que sí hay algo de pastoralismo romántico en él.
Ya no piensa en la demente como la causa de la contaminación que lo tienta, cuando la ve como una
sufriente. “Su risa, el movimiento de su cuerpo, sus cabellos” —dice mientras la observa escondido—
“repercutían en mí con atroz tristeza”101. En el sufrimiento puramente sentido de la Opa aparece una
animalidad humana oprimida. Los raros son, en la obra de Arguedas, seres en los que se desvela la
realidad: han venido a padecer, como dice también el Padre Director a los colonos, pero esa condena
no se recubre con el endulzamiento de la obediencia cristiana; tiene algo de monstruosa. Y, sin embargo,
en la extrañeza de los raros hay también un cierto carácter mágico, como el que tiene el zumbayllu winko
en la inesperada deformidad que rompe su redondez. Igual que otros seres mágicos, los distintos102 son
réprobos o malditos, aunque en su excepcionalidad se acerquen a los mayores sufrientes, como Cristo y
otras figuras mesiánicas. Y ahí aparecen como benditos, porque en ellos se concentra la llaga atenazada
por el mal; en sus cuerpos, como en los de los santos, hay marcas del dolor cósmico. En Todas las sangres,
la enana Kurku es santificada, considerada una “elegida del señor”103. Cuando por fin puede llorar, lo
hace como si un yawar mayu le “brotara del corazón”. Su canto reconforta, pero su presencia, que
representa la sangre, la boca y la herida de Dios104, hace que los comuneros y los vecinos lloren, “no por
98 Ibid.
99 Ibid., 128.
100 Ibid., 170.
101 Ibid., 151.
102 También don Mariano, de “Diamantes y pedernales”, es un distinto, un “upa” (“el que no oye”), un “idiota o semidiota”.
103 Arguedas, Todas las sangres, 429.
104 Ibid., 430.
62 La comunidad del rumoroso mundo
El llanto de los indios luego de la corrida, y que Ernesto recuerda de su paso por otros pueblos, tiene el
mismo efecto. Es un llanto que quita el miedo, que arrastra a la pelea a quien lo oye, y que contrasta con
el llanto afligido de los colonos de hacienda en Abancay. Una de las cosas que hace Ernesto durante su
primera época en el pueblo es tratar de encontrar a los indios aguerridos o altivos que conoció en sus
viajes. Cree que en los colonos hallará el mismo consuelo que, en el pasado, recibió de los comuneros
de su aldea nativa. El problema es que aquellos desconfían de los forasteros y, además, ya no escuchan
“el lenguaje de los ayllus”109, en el que Ernesto, con sus palabras y tono, intenta comunicarse con ellos.
Ante la imposibilidad de hablar con los colonos temerosos y olvidadizos, aparece una voz que sobrevive
en su recuerdo: el jarahui —el canto de despedida— que las mujeres del ayllu echado de menos le habían
dedicado en su partida. Es una de esas evocaciones que interrumpen la narración. La nostalgia que
experimenta Ernesto despierta el recuerdo de la canción, cuyos versos eran una petición a la naturaleza
para que él regresara. Las mujeres les piden al cerro, al agua y al halcón que intercedan por el niño. No
hay tanto una rememoración de la arcadia, pues el ayllu no lo es, sino de la sensación provocada por el
canto. Se invoca el lenguaje de la comunidad —definido en la novela como palabras que se oyen— y la
canción en quechua que lo representa. El jarahui anuncia que la materia de lo natural puede ser alterada
por medio del sonido; hay, por lo tanto, una voluntad de modificación de la naturaleza para que interceda
a favor de Ernesto. Igual al canto poderoso del zumbayllu winko que “no se quema y se hiela”110, el jarahui
busca un efecto en la realidad. De hecho, lo que hacen los colonos al final de la novela es apostrofar a
la fiebre. En Huanupata, cree Ernesto, “cantarían o lanzarían un grito final”111, dirigido a los “mundos
105 Ibid.
106 Ibid.
107 Arguedas, “Diamantes y pedernales”, 21.
108 Arguedas, Los ríos profundos, 138.
109 Ibid., 33.
110 Ibid., 94.
111 Ibid., 185.
63
y materias desconocidos que precipitan la reproducción de los piojos, el movimiento menudo y lento de
la muerte”112. El mundo desconocido se alcanza con un estímulo porque es materia. El intento de
restablecer la comunicación del mundo concreto y natural a través del sonido hace pensar en la liberación
de los objetos presos en la forma instrumental, como están en Abancay: el paisaje que se está tragando
Patibamba y que el señor acumula reduce al pueblo a una tierra destinada a convertirse por completo en
propiedad; la caña de la fábrica de Patibamba solo parece crecer para, por fin, ser cargada por las mulas
hacia el gran patio del ingenio azucarero113, y los indios colonos viven solo para mantener con su fuerza
la hacienda productiva. Toda la vida del pueblo, todas las relaciones, parecen estar en función de
Patibamba y de su economía. La supuesta venganza de doña Felipa, regresar a Abancay con los chunchos
para quemar los campos de caña, tiene todo el sentido a la luz de esto: quemar la naturaleza destinada a
ser mercancía que enriquece al patrón es una forma radical de acabar con el orden que domina al pueblo
y así atraer a los colonos hacia el bando contrario.
La creencia mítica de Ernesto, la reunión con una comunidad del sonido, tiene algo de utópico, pero al
tiempo es un síntoma de la ruptura, del “sentimiento corrosivo y degradante”114 de la soledad cósmica.
El jarahui, que representa la nostalgia del personaje en un momento de la novela, está impregnado de ese
cambio histórico, porque, aunque es una forma musical prehispánica y es considerado por los indios
como “la forma más excelsa de la poesía y de la música”115, se transforma en la Colonia en un canto de
dolor por la integración del indio y de la naturaleza al capitalismo: el jarahui, cuenta Arguedas, era el
canto dedicado a los indígenas que, encadenados, tenían que caminar “cientos de leguas” “hacia las
minas” y “se despedían de sus pueblos para siempre”116. En el recuerdo del jarahui no está solo el
conflicto íntimo del personaje, sino el histórico: el deseo de regresar al ayllu es, metafóricamente, el
anhelo de una imagen maternal del mundo y una señal de la estrechez de Abancay, en la que se revela la
soledad universal. Pero el regreso que pide el canto no es a un pasado feliz, como podría pensarse en
una lectura arcaizante. En Yawar fiesta —para tener en cuenta el motivo literario en otras obras de
Arguedas— es el regreso de los puquianos desde Lima, por la carretera construida en la faena, para
ajusticiar a los gamonales, y, en Todas las sangres, es el regreso de Rendón Willka, que, luego de ocho años,
vuelve de Lima a Lahuaymarca. El jarahui que le canta su comunidad es semejante al que le dedican en
el ayllu a Ernesto: en ambos casos, no solo le piden al personaje que vuelva, sino que “no olvide”, que
resienta el pasado. Y eso, aunque es más obvio en el caso de Willka, del que tenemos un relato más
detallado de la crueldad que vivió a causa del maltrato de los principales, encierra un deseo vindicativo117.
El regreso pedido tiene un propósito combativo, épico.
Pero lo más importante del jarahui en la novela es que tiene una relación de analogía con el zumbayllu.
“La voz de las mujeres” que lo cantan, dice Arguedas, “alcanza notas agudas imposibles para la
masculina. La vibración de la nota final taladra el corazón y transmite la evidencia de que ningún
elemento celeste o terreno ha dejado de ser alcanzado, comprometido, por ese grito final”118. Lo que
existe es susceptible de ser perturbado, movido, por el sonido que zumba. Incluso lo celeste pertenece
a ese espacio inmanente en donde todo resuena. La estructura de pensamiento que se refuerza en este
ideal, tal y como lo vemos particularizado en Ernesto, y entrelazado con sus intuiciones y temores, deja
presentir que la materia toda, como primera naturaleza, es una sola, igual a un mismo río en movimiento.
Hace pensar en esa misma idea de unión del yawar mayu como un puente (“¡Pachachaca! Puente sobre el
mundo, significa este nombre”119). El hecho de que esto parezca mágico o delirante —como los otros
personajes califican a Ernesto— es solo una prueba de lo lejos que está de nosotros la posibilidad de
concebir un estado en el que nos unimos al resto de los objetos; en el que, junto a estos, somos
simplemente “mundo”. Es llamativo que el propósito fundamental de Fermín Aragón, uno de los
hermanos de Todas las sangres, sea acabar con cualquier intento por acercarse a esta estructura de
pensamiento, que él asocia con los indígenas: “No sé cómo he de hacerlo. Pero el indio debe desaparecer.
Es la oscuridad de un pasado extraño. En ellos está metido el Ande con su turbamulta de misterios y
con su fuerza. El misterio es lo contrario de la técnica, del progreso”120. Aragón es un modernizador
nacionalista; su proyecto desarrollista rechaza cualquier modo de ver la realidad más allá de un carácter
abstracto: la naturaleza debe ser vista como instrumento, y los indios deben convertirse en “gente de
empresa” o en obreros dedicados a buscar dinero. Para apartarlos del “fanatismo”, “hay que
dispersarlos”, hay que hacer “que ambicionen y que se maten un poco unos a otros”121.
El Viejo, los señores sin rostro de Patibamba y los curas manipuladores en Los ríos profundos tienen algo
en común con el ideal de Fermín Aragón, aunque este “recorre” más etapas del capitalismo y termina
conociendo la especulación y los consorcios. La propia madurez de Antero Samanez es producto de esa
estructura de pensamiento, que se revela en el alejamiento de las creencias míticas que lo unían al
zumbayllu, en su conversión en “cachorro crecido” y en positivista. La pumatinka, que Arguedas define
117 “Jamás has de olvidarte: / vas en busca de la sangre, / has de volver para la sangre, fortalecido” (Arguedas, Todas las
sangres, 66)
118 Arguedas, Señores e indios, 178.
119 Arguedas, Los ríos profundos, 36.
120 Arguedas, Todas las sangres, 309.
121 Ibid.
65
con ironía en la voz de uno de sus personajes como un “presentimiento de puma”122, es la astucia de los
leguleyos, la de los señores y hacendados y la de los empresarios: un rasgo común de los poderosos
manifiesto en sus leyes para someter a la naturaleza y a los hombres. La pumatinka es la ideología de los
capitalistas; es —para ponerlo en los términos de este capítulo— una sordera. Uno de los personajes de
Todas las sangres, Cisneros, el “señor de Parquiña”, se siente heredero de esa astucia. Cuando cuenta que
ha “hecho correr a un puku-puku”123 y que por eso “va a cantar más temprano todavía”, dice que se ha
enterado por los otros que “es triste su canto”, y que él no lo siente124. Para Arguedas hay una relación
entre quienes ven la naturaleza como una gran mina que hay que explotar y el entumecimiento, la
insensibilidad, frente a la realidad. La naturaleza no se oye; se exprime y se deja como el bagazo que
queda de la caña.
El zorro de arriba y el zorro de abajo se vuelven a ver después de dos mil quinientos años1, cuando
Arguedas los revive para que hablen de lo mismo: de cómo están los de la sierra y de cómo están los de
la costa. Son testigos y heraldos; se dan noticias de dos de los mundos que conforman el Perú. Sin
embargo, en la reunión que tiene lugar en la novela, cuestionan su comunicación: “¿Entiendes bien lo
que digo y cuento?”2, le pregunta el zorro de abajo a su amigo de arriba. “Confundes un poco las cosas”3,
le responde este. Confunde porque la palabra con la que se está expresando tiene que “desmenuzar” la
realidad para ser precisa; porque la palabra, como lo confiesa el zorro de abajo que la usa, es lo opuesto
al canto del pato de altura que repercute en la materia y “hace entender todo el ánimo del mundo”4. Los
zorros reconocen, en este encuentro, que la exactitud del lenguaje misti se contrapone al lenguaje de la
naturaleza, el de la resonancia del rumoroso mundo, el mismo que intuye el protagonista de Los ríos
profundos.
También Arguedas confiesa en los diarios de la novela su malestar con el lenguaje de la precisión y piensa
en su propia dificultad para “transmitir a la palabra la materia de las cosas”5, sobre todo, cuando el
vínculo con estas parece roto. ¿No es esa ruptura el mismo aislamiento que experimenta Ernesto en Los
ríos profundos? Sin duda. Pero para Ernesto es, como lo habíamos visto, parte de su crisis de madurez: ya
no puede sentir los árboles o los ríos como suyos porque el canto que lo une al mundo es acallado por
la corrupción de este, con la cual empieza a identificarse íntimamente. Luego de la conciencia de la
barbarie del patio interior, Ernesto trata de apostrofar a las fuerzas de la naturaleza para que actúen en
1 Su primer encuentro sería el narrado en Dioses y hombres de Huarochirí (1966), traducido del quechua por Arguedas. Acá, el
pasaje de esta obra en el que los zorros se reúnen: “Vino un zorro de la parte alta y vino también otro zorro de la parte baja;
ambos se encontraron. El que vino de abajo preguntó al otro: ‘¿Cómo están los de arriba?’. ‘Lo que debe estar bien, está bien
—contestó el zorro—; solo un poderoso que vive en Anchicocha, y que es también un sacro hombre que sabe de la verdad,
que hace como si fuera dios, está muy enfermo. Todos los amautas han ido a descubrir la causa de la enfermedad, pero ninguno
ha podido hacerlo […]. Así dijo el zorro de arriba. En seguida preguntó al otro: ‘¿Y los hombres de la zona de abajo están
igual?’. Él contó otra historia: ‘Una mujer, hija de un sacro y poderoso jefe, casi ha muerto por causa de un aborto’” (37).
2 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 63.
3 Ibid., 63
4 Ibid., 63.
5 Ibid., 17.
67
contra de lo que considera su “contaminación”. El narrador de los diarios de El zorro de arriba y el zorro
de abajo (1971), en cambio, siente que ya no solo se trata de recuperar los momentos de coexistencia con
lo natural, la unión con el rumoroso mundo, sino de traducir la expulsión de esa vida maternal a la
palabra, y esto mientras la saca de los límites de la precisión. Con la precariedad de la palabra debe ser
capaz de expresar la materia de la naturaleza en decadencia y su propia animalidad perdida que ha
desembocado en la enfermedad. De esto se trataría el ser escritor. Pero expresar esa experiencia no es
solo una cuestión de virtuosismo; es el enfrentamiento con lo que Arguedas define como una sensación
de ima sapra, sensación de la salvajina temerosa que cuelga de los árboles hacia el abismo, y que produce
parálisis, astenia. “¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal!”6, dice en el diario. Y uno entiende
que la traducción ya no implica, como lo habíamos deducido del escritor más joven, autor de Yawar fiesta,
un problema netamente lingüístico o cultural. Traducir, en este caso, es ir contra la corriente de la propia
materia amenazante para hablar de ella; cargar la palabra “de todo el peso de padeceres, de conciencias,
de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de ceniza, de piedra, de agua, de
pudridez violenta por parir”7, tal como lo hacía Juan Rulfo.
En esta búsqueda de expresión, la novela se vuelve, figuradamente, una continuación del encuentro de
los zorros que se tratan de comunicar: otra vez vemos el esfuerzo de uno de arriba, el narrador de los
diarios, por comprender el mundo de abajo, que será la materia de su obra. Pero a diferencia del zorro
de arriba, que puede pedirle a su amigo yunga que, “como un pato”8, le hable de Chimbote, el Arguedas
de los diarios no puede esperar que un mensajero le dé, en la lengua de la naturaleza, noticias de la costa;
él mismo debe experimentarla, comprenderla e incluso hablar de ella con la palabra “desmenuzadora” o
a través del personaje medio etnólogo que inventa: el zorro Diego. Narrar lo que se vive en la costa no
solo exige entender la vida y el lenguaje ajeno, sino ir al germen de la propia enfermedad, consecuencia
de una alienación general de la naturaleza en la que está contenido el hombre. En la costa, centro de la
modernización, está el origen de lo que hay que descifrar. Hay un lazo que une al de “lana”, el narrador
serrano de los diarios, con la novela que quiere escribir sobre Chimbote —esto es: el lazo que une las
dos líneas narrativas de la obra—, y es la voz de una historia común. Cuando Arguedas dice que su
novela está lisiada —“lisiado y desigual relato”, pone en el epígrafe—, está pensando en su enfermedad,
que se corresponde con la disparidad objetiva del mundo que se le revela en Chimbote, y no tanto en
un defecto de su obra. La astenia del escritor se relaciona con una experiencia dolorosa, la dolencia
psíquica de la infancia, pero esta no es sino una consecuencia particular del volcamiento de la naturaleza
hacia la mercancía. Parece que extrapolo demasiado al decir esto… Pero tanto lo que vive el Arguedas
6 Ibid., 20-21.
7 Ibid., 21.
8 Ibid., 65.
68 La lengua de pato
narrador de los diarios como lo que ocurre en Chimbote vienen de la misma moral de la pumatinka, que
podríamos pensar como la estructura de pensamiento del capitalismo. El niño Arguedas sufre por el
gamonal que lo hace ver cómo viola a las señoras, y que le arroja el plato de comida a la cara, a la par
que los indios y los trabajadores lo hacen por Braschi; el patrón y el empresario son domesticadores y
comparten un mismo principio ideológico colonial: la instrumentalización absoluta. Su psicología nos
hace pensar en un personaje tipo que se corresponde con los ideales del capitalismo en sus diferentes
etapas, que hemos podido ver desde el principio de este trabajo.
Arguedas y sus personajes están sometidos a un poder común. Los bendecidos con la pumatinka, los que
se roban el agua, los que raptan las vaquitas a los indios o los que hacen “parir” billetes a la naturaleza
(hace “parir a la mar”, dicen de Braschi y su compañía) abastardan tanto a los animales como a los
hombres, a los de Chimbote y también al propio narrador de los diarios. El escritor es, como todos,
expulsado de un mundo madre. Igual que el alcatraz obligado a comer la carroña, vive el exilio como un
permanente extranjero, como enajenado. Y ya sabemos que, para Arguedas, esto termina en una ruptura
con el lenguaje y con la expresión. No es una coincidencia que los diarios estén llenos de alusiones a la
imposibilidad de escribir y, asimismo, los personajes de la novela sobre Chimbote tengan en común la
impotencia del habla: el tartamudo, el mudo que no es mudo, los indios que apenas dominan el castellano
para trabajar en la fábrica de Braschi, el padre gringo, Maxwell, etc.; todos son, a su modo, forasteros
queriendo decir algo en una lengua extraña. Arguedas pone de manifiesto los límites de la palabra y los
vincula con la vida de exilio, a través de metáforas que rememoran el mundo natural perdido. La
metáfora se vuelve una forma de señalar los límites del lenguaje conceptual de los mistis. Busca
representar la naturaleza abastardada, que tiende hacia el abismo —para seguir usando la imagen del ima
sapra—, por medio de un castellano que trata de traducir, con su limitada potencia, la lengua de pato; o,
más bien, diríamos, que con el castellano crea esa lengua, una suerte de lenguaje literario. Pienso que
uno de los capítulos en los que es más evidente este empeño es en el que describe lo que pasa en la
fábrica de anchoveta. Detengámonos, por lo tanto, en un fragmento:
Llegaron a esa puerta y entraron a una galería que trepidaba con la fuerza que constreñían ocho aparatos
raros, como de cobre, fierro, láminas, cucharas, alambres, aire feroz comprimido, todo bajo un techo no
muy alto. El visitante quedó detenido a pocos pasos de haber entrado. Respiraba no con su pecho sino
con el de las ocho máquinas; el ambiente estaba muy iluminado. Don Diego se puso a girar con los brazos
extendidos; de su nariz empezó a salir una especie de vaho algo azulado; el brillo de sus zapatos peludos
reflejaba todas las luces y compresiones que había en ese interior. Una alegría musical, algo como la de
las olas más encrespadas que ruedan en las playas no defendidas por islas, sin amenazar a nadie,
desarrollándose solas, cayendo a la arena en cascadas más poderosas y felices que las cataratas de los ríos
y torrentes andinas, de esas torrenteras a cuyas orillas delgados penachos de paja florida tiemblan; una
alegría así giraba en el cuerpo del visitante, giraba en silencio y por eso mismo, don Ángel, y los muchos
obreros que estaban sentados allí, tomando caldo de anchoveta, apoyados en los muros de la galería,
sintieron que la fuerza del mundo, tan centrada en la danza y en esas ocho máquinas, los alcanzaba, los
hacía transparentes:
69
—¡Por tuberías aéreas viene el líquido a estas centrífugas! ¡Estas centrífugas separan el aceite del líquido!
¡Mire el agua espumosa que sale de las centrífugas al canal conductor de cemento! ¡Mire cómo el canal se
lleva un quince por ciento de cola, de materiales ricos! ¡Se van al mar, pero la otra fábrica de Braschi las
recoge! Mire, don Diego, cómo gotea aceite de las centrífugas a los tubos; los tubos son de cristal. Se ve
gotear el aceite. Ese aceite es oro que chorrea las veinticuatro horas del día, sin parar, sin parar nunca. De
ese aceite se hacen cosméticos, pintura, manteca, lubricantes finísimos, don Diego. El agua espumosa cae
del canal a la playa, cría gusanos algo tibios de vida precaria. No sirven para nada.
El cuerpo tan desigual del visitante giraba casi en el mismo sitio, no se desplazaba sino unos centímetros;
pero como era desigual y la velocidad de las vueltas no era regular sino destemplada, la forma del visitante
cambiaba, y también la extensión y el color de su leva. El vaho azul que brotaba de su nariz empezó a
abrillantarse y se apagó, luego, de golpe. Don Ángel vio que los obreros palmeaban todos, ya de pie.9
El zorro Diego, el visitante, respira con la máquina; se une a ella. Su ropa, sus zapatos, toda su apariencia
reflejan el movimiento de la fábrica. El episodio nos recuerda el estado poético que aparecía en Los ríos
profundos, pero, en este caso, el que lo vive se integra con el aparato y no con la naturaleza. Y, sin embargo,
lo paradójico es que la “alegría musical” que se despierta en ese momento de reunión con la fábrica
evoca el movimiento feliz de las olas sobre la playa, la fuerza de lo natural sin ningún tipo de atadura o
domesticación. No es solo Diego el que experimenta y expresa esa sensación de unidad extática; también
don Ángel, el jefe de planta de la Nautilus Fishing, y los obreros que están presentes: “Sintieron que las
fuerzas del mundo, tan centradas en esas ocho máquinas, los alcanzaba”. La fuerza del mundo… Lo que
expresa con tanta plasticidad el narrador es su funcionamiento: el capitalismo a partir de la degradación
de la naturaleza en su camino hacia convertirse en mercancía. Arguedas lo condensa en un momento,
en pura sensación, y en el deslumbramiento del estado poético revela el desconcertante misticismo de la
técnica, lo que Marx llamaría “fuerzas productivas”.
Diego está poseído por la fuerza maquinal; su cuerpo se mueve, igual que el del danzante de tijeras, bajo
la orden de un espíritu, aunque acá se trate de uno hechizo y no haya otra música que la del cuarto. Al
final de la escena, es claro que, si Diego parece desplazarse, es solo una ilusión causada por la
irregularidad de las vueltas que da, por el cambio de su forma y de su tamaño. No podría ser de otro
modo el baile del que está habitado por el funcionamiento del capital, pues su lógica no es otra cosa que
un movimiento veloz y discontinuo (eso sí: encantador), que en realidad no es más que una repetición.
Recordemos que, a propósito de Yawar fiesta, describí el desarrollismo como un cíclico y deslumbrante
sacrificio de la naturaleza; y, en Todas las sangres, el progreso capitalista se descubre como un puro
estancamiento: los negociantes millonarios prefieren entenderse con hombres que “están decididos a
mantener las antiguas costumbres”10. Arguedas enfatiza este rasgo en El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Lo que vemos en el pasaje citado es que el cuerpo del zorro Diego cautiva a los presentes como lo hace
la tendencia sacrificial del progreso. Todos están fascinados con su baile, a pesar de que es solo una
reproducción del ritmo desintegrador de la máquina, pues Diego solo está obedeciendo a quien vive en
él, como lo haría el danzak’ cuando sigue la orden del espíritu de la montaña. Arguedas, que había
confesado en los diarios tener problemas para comenzar a escribir este capítulo, pues no entendía “a
fondo” lo que pasaba “en Chimbote y en el mundo”11, usa a Diego como un investigador que hace
preguntas12 sobre la fábrica, que la recorre y la descubre. El funcionamiento de esta se vuelve una imagen
sintética de la historia de la mercancía. En la descripción y los diálogos de la visita que hace Diego a la
Nautilus Fishing, el capítulo trata de atar lo local con eso que se sabe orden mundial. Para ello, Arguedas
le da un carácter mítico a la narración: necesita explicar el capitalismo como algo total, como una fuerza
primera, y no solo la industria pesquera de Chimbote. Así que recurre a las metáforas que vienen de la
embriaguez, a la experiencia analógica de la naturaleza, tal como la había representado en otras de sus
obras. Es necesaria la presencia del zorro y el estado poético para que la representación de la fábrica no
sea la de una narración meramente descriptiva y general, que simplemente hace un inventario de los
detalles de un proceso industrial puntual. Diego no solo extasía a su interlocutor, don Ángel, o lo hace
hablar de la fábrica sin ocultamientos; en el baile se convierte también en el médium de esta, y del proceso
detrás de la mercancía. Solo un ser que puede ser traspasado por el mundo, que puede unirse con lo
exterior, como lo hace Diego, es capaz de representar la ambivalencia de lo fabril: la danza alucinante de
su técnica a la vez que su carácter retardatario. Diego desnuda con su cuerpo el hechizo de la
modernización, el fetichismo que hace pensar en la fuerza maquinal como lo que mueve el mundo,
porque muestra cómo lo mueve siempre, y aunque con toda potencia, hacia el mismo punto.
En él coexisten la deidad, la naturaleza y la humanidad. Por eso no es raro que su presencia sea una
modulación del estado poético, de un momento de unidad, y paradójicamente, en este caso, de expresión
íntegra del proceso que desintegra al pez. Quiero comparar la escena citada con otra parte del mismo
capítulo, que tiene lugar antes del recorrido por la fábrica, en la que don Ángel experimenta otro estado
de embriaguez, cuando la danza de Diego despierta su “oído de recordar y no de cantar ni de silbar”13.
Don Ángel recuerda el ritmo de la yunsa serrana de Cajabamba —el lugar de su niñez—, que cantan y
bailan los cholos en la hacienda Casa Grande, y, en medio de la rememoración, comienza también a
bailar y a cantar; entremezcla versos sobre la hacienda y sobre Chimbote, que se le aparecen como
equivalentes en ese estado. Cómo no: si ambos, “como toda estadística lo prueba”14, son los más grandes
del mundo. Lo que llama la atención es que en su canción no solo está la gran potencia de la industria,
sino la degradación que produce de lo humano. De repente canta: “¡Pobres hombres!”15, y recuerda que
“esa exclamación la había oído en un disco long play, y que lo decía alguien que no era el cantante, mientras
este entonaba la estrofa: ‘Los hombrecitos de Casa Grande...’”16. Bajo ese efecto, don Ángel mira a
Diego: sus bigotes le parecen como las espinas de un árbol de la infancia, cerca del cual danzaba el
picaflor, “mientras él, hijo espurio, negado, miraba el temblar del pajarito, con lágrimas en los ojos”17.
En esta sucesión indetenible y algo desordenada de recuerdos, la bastardía de don Ángel se une a la
imagen de la barbarie de Casa Grande, la de los pobres hombres que viven en ella y cantan. Tenemos,
de nuevo, una imagen de deslumbramiento por la modernización y la técnica, que es parte del discurso
apologético del desarrollismo, la de la grandeza del puerto y de la hacienda azucarera, y, al mismo tiempo,
una visión de lo sacrificial, evidente en el sufrimiento humano.
Pero volvamos al fragmento que cité primero, pues la misma ambivalencia está presente en otro detalle:
cuando don Ángel habla de cómo las centrífugas separan el aceite, “el oro que chorrea las veinticuatro
horas del día”, está embelesado con la máquina. Sus palabras son pura emoción por la técnica. Sin
embargo, a su vez, en la escena queda en evidencia cómo la eficacia tecnológica se mide en su capacidad
para convertir la naturaleza en algo irreconocible de su forma original: su poder no es otro que el de la
deformación en la que el pez deja de ser pez, y el aceite que sale de él se transforma en una materia
uniforme, portadora de valor, casi como si se tratara de gotas de dinero. “¿Cómo chucha... estos amos
de fábrica hacen parir billetes a cada anchovetita, metiéndoles candela a fierro violento?”18, se pregunta
con ironía el Chaucato en otro momento. Lo que hace Arguedas en el capítulo sobre la Nautilus Fishing
es responder esa cuestión: deja a la luz la potencia de la técnica que desintegra la anchoveta, y así vemos
la modernización sin el entusiasta velo del progreso. Se descubre el desarraigo de la forma natural: el pez
que es expulsado de su reino para convertirse en harina y en aceite, en mercancía. A través de la imagen
de la desintegración de la naturaleza se condensa la fisonomía del capitalismo de Chimbote; vemos por
qué es, de verdad, la “fuerza que mueve al mundo”, solo que ahora leemos esto en un tono mucho más
mordaz. Para eso el narrador no elige describir la fealdad de la máquina, como es usual en algunas escenas
contrapastorales de lo fabril y de la ciudad. Por el contrario, nos muestra su encantamiento, su
misticismo, y en estos concentra una suerte de conclusión poética sobre la existencia: si la vida es como
el brillo metálico de la anchoveta, un resplandor que “el mar nos manda”19, la muerte es el fin de esa luz
que la fábrica apaga. La muerte es como los gusanos de acero que, girando, llevan el pez a las rastras de
abastecimiento, y que don Ángel pone a funcionar en el vacío solo para hacer una demostración a Diego.
15 Ibid., 129.
16 Ibid., 126.
17 Ibid., 130.
18 Ibid., 41.
19 Ibid., 139.
72 La lengua de pato
La fuerza maravillosa de la máquina, que se mueve sin importar si lo que come es anchoveta o aire, tiene
algo que ver con esa contundencia arbitraria de la muerte.
Solo el pez expulsado de la naturaleza deja en evidencia al desarrollismo como un proceso contrapastoral.
Esto se opone a la ilusión fisiocrática de la estructura de pensamiento del capital, que idealiza a la
naturaleza al verla como “recurso”, como riqueza dispuesta a la explotación. En El zorro de arriba y el
zorro de abajo, Arguedas pone de manifiesto la naturaleza sacrificada, el animal desterrado, como la causa
objetiva del empobrecimiento en Chimbote. La Nautilus Fishing no solo desnaturaliza a la anchoveta,
sino que deja a los alcatraces que antes se alimentaban de ella como aves mendigas y errantes que comen
basura, semejantes a los serranos que la industria no puede absorber como trabajadores, y que pasan a
engrosar la pobreza de la ciudad. Arguedas antepone esta objetiva cara sacrificial a la moral de la
pumatinka, que oculta la relación social en su apología del progreso. Porque la pumatinka se presenta
como el don del hombre práctico, pero no deja ver toda su utilería: la explotación de los obreros, el
despojo, la especulación y todas las tretas posibles que puedan servir para ello. Por momentos, el
narrador muestra lo que hay detrás de aquella: al empresario idealizado le contrapone la imagen de un
Braschi que unta una sustancia secreta y maloliente a los atunes frescos para pagar menos a los
pescadores.
En la novela hay una insistencia en mostrar los restos de la industria de Braschi: los pájaros, los
trabajadores no contratados, el agua sobrante que cría gusanos de vida precaria. La idea de Chimbote
como “centro de enriquecimiento del serrano”20 se enfrenta permanentemente con la miseria que
provoca la migración, y que el narrador asocia a la lloqlla: el mismo río de sangre o yawar mayu21. De
nuevo, el comportamiento de la naturaleza se convierte en una metáfora de lo histórico, en este caso, de
la llegada de los serranos a la costa: “La gente ‘homilde’, como se llaman a sí mismos, bajó de la sierra a
cascadas”22. La migración masiva de esos a los que llegó tarde la voz de la mafia antigua, según la cual
en Chimbote se iban a llenar de billetes, es vista como una avalancha de agua “que quiere llevarse todo,
porque está recién desgalgándose”23. El yawar mayu o la lloqlla —que habíamos visto en Los ríos profundos
y en otras obras de Arguedas como una imagen de comunión y vida— se vuelve un símbolo de la
arrasadora industria pesquera, que determina la relación entre el mundo de arriba y el de abajo. La
corriente indetenible “que come hambre” no es sino otra forma de hablar del capitalismo que conecta
al Perú, de la transición de los indios de un capitalismo de hacienda a uno industrial. La posibilidad de
sobrevivencia a través de la industria de la anchoveta desencadena el movimiento de los serranos que
huyen de los patrones hacia las barriadas de Chimbote. En la metáfora de la lloqlla también vemos el
paisaje en su continuidad y no dos territorios separados, como lo estableció la imaginación colonial24. A
pesar de las diferencias de la sierra y la costa, a pesar de la desigualdad en términos de su industrialización,
estos lugares aparecen como engranajes de un mismo proceso histórico contrapastoral. Para decirlo con
fidelidad a la imagen elegida por Arguedas: aparecen como parte de la misma agua en curso. Ya habíamos
visto el vínculo entre ambos lugares a través de la figura de la carretera en Yawar fiesta. Pero, además, en
la novela hay una correspondencia entre la lloqlla, que como la carretera y el puente comunican dos
mundos, y los diálogos de los zorros, pues son los que “hilvanan” lo que pasa en la interioridad del
novelista con el mundo de su novela.
A lo largo de la novela está esa forma de hilvanar los dos mundos. Arguedas mismo se presenta a través
de su pertenencia a uno de ellos: “El individuo que pretendió quitarse la vida y escribe este libro era de
arriba”, dice uno de los zorros; “tiene aún ima sapra sacudiéndose bajo su pecho”25. Y su procedencia se
vuelve una forma de manifestación del forasterismo, una característica que lo une a los personajes de
Chimbote; metafóricamente, se refiere al hecho de que lo hayan hecho “descender”26, causa de la
sensación de ima sapra. Pero la expulsión del mundo de arriba no es con exactitud el hecho de que
Arguedas haya abandonado la sierra —aunque alguien podría deducir esto de su biografía—, sino la
separación de un mundo fraternal, que se asocia a lo andino, igual a la que experimenta Ernesto en Los
ríos profundos. En ambos casos se vive una alienación que es, al tiempo, una iniciación: el descubrimiento
de un aspecto más sombrío de la realidad.
El zorro de arriba: La Fidela preñada; sangre; se fue. El muchacho estaba confundido. También era
forastero. Bajó a tu terreno.
El zorro de abajo: Un sexo desconocido confunde a ésos. Las prostitutas carajean, putean, con derecho.
Lo distanciaron más al susodicho. A nadie pertenece la “zorra” de la prostituta; es del mundo de aquí, de
mi terreno. Flor de fango, les dicen. En su “zorra” aparecen el miedo y la confianza también.
24 Pues, a pesar de que había una diferencia entre los hombres de la llamada sierra o de la costa, a causa del hábitat, en el Perú
prehispánico “no existieron muchas culturas diferentes, sino estilos diferentes de una misma cultura” (Arguedas, “La sierra en
el proceso de la cultura peruana”, 16)
25 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 65.
26 En el Primer diario, Arguedas escribe: “Guimaraes me hizo una confidencia en México, mientras yo me sentía más ‘deprimido’
que de cotidiano, a causa de una fiebre pasajera. No he de confesar de qué se trata. Pero, entonces, sentí que ese Embajador
tan majestuoso me hablaba porque había, como yo, ‘descendido’ hasta el cuajo de su pueblo; pero él era más, a mi modo de
ver, porque había ‘descendido’ y no lo habían hecho “descender” (El zorro de arriba y el zorro de abajo, 26).
74 La lengua de pato
El zorro de arriba: La confianza, también el miedo, el forasterismo nacen de la Virgen y del ima sapra; y
del hierro torcido, retorcido, parado o en movimiento, porque quiere mandar la salida y entrada de todo.
El zorro de abajo: ¡Ji, ji, ji...! Aquí, la flor de la caña son penachos que danzan cosquilleando la tela que
envuelve el corazón de los que pueden hablar; el algodón es ima sapra blanco. Pero la serpiente amaru no
se va a acabar. El hierro bota humo, sangrecita, hace arder el seso, también el testículo.
Solo podemos entender la conversación hermética de los zorros porque, en parte, es un resumen de lo
que Arguedas acaba de describir antes en la novela: su iniciación sexual con Fidela en la infancia. En el
diario, esto se cuenta en una especie de carta a João Guimarães Rosa28; se dirige a él porque ha muerto,
y la muerte es algo que Arguedas “amasa desde que era niño”, desde la tarde en que fue al riachuelo de
Huallpamayo para rogar por esta “al santo patrón del pueblo y a la Virgen”29. Esto no está desconectado
de lo que se narra sobre Fidela, pues la experiencia con ella pertenece más a la tanatofilia que a lo erótico.
De hecho, el ima sapra del que Arguedas habla en el diario, y que reaparece en este diálogo de los zorros,
es una imagen del paisaje del pueblo de donde viene Fidela, y un símbolo natural de la atracción y el
miedo a la muerte: el ima sapra se inclina, tiende hacia el abismo, hacia las rocas y el agua, en contravía
del usual crecimiento vegetal, pero, cuando llega el viento, “se balancea pesadamente o se sacude
asustado, y transmite su espanto a los animales”30. Sin embargo, el ima sapra se relaciona con Fidela no
solo porque hace parte de su pueblo, sino por la contradicción que ella entraña para Arguedas: sus manos
lo tocan y lo excitan, pero, al tiempo, esa excitación se vive como una sofocación, como si fuera la
“muerte en forma de aire caliente”31. Pero, además, Fidela comparte con el niño abandonado su
forasterismo; está huyendo del mundo de abajo porque está “preñada”, y en su sexo habita también una
emoción ambivalente: “el miedo y la confianza”. ¿Qué tiene que ver todo esto con el hierro y con las
otras cosas de las que hablan los zorros? Si en Los ríos profundos hay una relación entre la sexualidad del
patio interior y la moral de dominación de los hacendados, lo que se descubre en las asociaciones que
hacen los zorros es la conexión entre lo sexual y la virilidad de la técnica. Pensemos en que Braschi es
presentado en la novela como el gran fecundador de la industria. La virilidad es domesticadora y, en ese
sentido, parte fundamental de la estructura de pensamiento de la pumatinka: los que son prostituidos por
los poderosos —la Opa, Kurku o los hombres violados en El Sexto— tienen el mismo destino de la
naturaleza en el capitalismo. Son raptados como las vacas que entran en las tierras de los señores o son
vistos como “la mar” de Chimbote, “la más grande concha chupadora del mundo” en busca de
“pincho”32, como la describe Chaucato. No hay nada propiamente erótico en Arguedas, salvo quizás las
pequeñas referencias a la ceremonia del ayla33, de la que habla Maxwell brevemente, cuando le cuenta a
Cardozo cómo se acuesta con una joven de Paratía.
La virilidad del hierro, que “manda la salida y entrada de todo”, es la potencia de la dominación. Vargas
Llosa dice, a propósito del cuento “Amor mundo”, que a la sociedad descrita por Arguedas le “conviene
como anillo al dedo la etiqueta de ‘chovinista fálica’, un mundo donde, como explica con crudeza el
chofer Antonio a Santiago: ‘Con su voluntad, sin su voluntad, por el mandato de Dios, la mujer es para
el goce del macho’”34. El capitalismo de Chimbote encaja perfectamente con la imagen de esa sociedad
fálica: la feminización no solo se impone a las mujeres, sino a la naturaleza y a los que sean necesarios
para la reproducción del dinero. De hecho, la imagen contrapastoral de “la mar” es construida a través
de una analogía con la prostituta: es “la gran zorra”. “Antes era un espejo”, dice Zavala, y “ahora es la
puta más generosa ‘zorra’ que huele a podrido”35.
La prostitución es también parte fundamental de la economía de Chimbote: lo que ganan los serranos
con la industria de la anchoveta, aunque sean “cientos y hasta miles de soles”, regresa a Braschi a través
de lo que pagan en el burdel, como se lo confiesa don Ángel a Diego. “Les pagaremos unos cientos y
hasta miles de soles y ¡carajete! Como no saben tener tanta plata, también les haremos gastar en
borracheras y después en putas y también en hacer sus casitas propias que tanto adoran estos
pobrecitos”36. Esta lógica de circulación aparece con énfasis en otras novelas latinoamericanas cuyo
fondo es la explotación: en Mancha de aceite (1935) de Uribe Piedrahita, por ejemplo, el sueldo de los
obreros vuelve a los petroleros a través de las deudas que aquellos acumulan y de lo que gastan en lugares
de entretenimiento; en La vorágine (1924) de Rivera, los indígenas y enganchados terminan siendo
esclavos, a causa de que deben mucho más de lo que reciben por el caucho. La circularidad no es, sin
embargo, algo ilícito en el capitalismo, sino más bien una de sus propiedades: la vimos también en Yawar
fiesta, en el intercambio de mercancías entre la sierra y la costa, aunque allí no fuera evidente su
perversidad. En El zorro…, el burdel deja en evidencia el modo en que la industria es solo una cara de la
mafia del capital.
32 Ibid., 38.
33 Para Vargas Llosa, esta diferencia se debe a que, en el ayla, “hacer el amor no es un acto individual sino social, una
representación comunitaria que se lleva a cabo según una tradición” (“José María Arguedas, entre sapos y halcones”, 107).
34 Vargas Llosa, “José María Arguedas, entre sapos y halcones”, 105.
35 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 55-56.
36 Ibid., 107.
76 La lengua de pato
¿Qué es la mafia? “Dos máquinas”, responde don Ángel: la mafia “antigua montada a la bruta, sobre la
marcha, que ahora es máscara, y la otra, renovada, fina, como las máquinas de las fábricas”37. “La
montaron y afinaron después de la gran huelga”38. La comparación de la mafia con el avance de la
tecnología fabril no es una coincidencia: cuando pensamos su sofisticación como la de las fuerzas
productivas es clara la correspondencia con el capital, con esa cara que se ha dado a llamar
modernización. Pero hay algo más: en esa modernización, la mafia antigua, que es la que se encarga de
asegurar el movimiento circular del capital, sacando los billetes a los serranos, termina por ser solo la
más evidente, “la máscara”, de una mafia más avanzada. Arguedas logra mostrar esta nueva cara al poner
en primer plano la “modernización del escarmiento”. Cuando el sindicato se enfrenta al “abanico legal”
de la industria y entra en huelga, consigue que la ganancia del pescador aumente en treinta soles por
tonelada, que se revisen las tolvas pesadoras de las fábricas e incluso que se devuelvan algunos dineros
robados por las compañías. Luego viene el escarmiento: “Después de tanto aumento”, dice don Ángel,
“¡ras!, ‘devaluamos’ la moneda, de veintisiete soles el dólar a cuarenta y tres”. “Ahora el pescador gana
treinta por ciento menos que antes de la huelga. No hay escape: en el Perú y el mundo mandamos unos
cuantos”39. Lo que deja ver Arguedas es que el castigo ya no es solo la reprimenda de los guardias civiles,
sino la especulación del capital, impalpable e inmaterial.
La fuerza de los patrones sin rostro de Los ríos profundos es, en cierto modo, más concreta que la de
Braschi, que ya ni siquiera vuelve a Chimbote. Los hacendados por lo menos dejan el rastro de sus
órdenes y su represión sobre los colonos es evidente. Braschi, en cambio, ataca mucho más claramente
con la leguleyada, con el poder de su firma y de la especulación y ya no tanto con sus mandones; su
violencia es la del “empresario químicamente puro” regido por la razón y el rigor, que opera como una
fuerza invisible y, por lo tanto, inderogable. Aunque tiene un nombre, casi ni es un personaje de la
novela, sino de las anécdotas de otros personajes en ella; es una leyenda, un hombre sin otra historia que
la de su fábrica, pero, por el poder de esta misma, omnipresente. En Braschi se consolida el ideal de
Fermín Aragón, el personaje de Todas las sangres: el hombre sereno y “limpio de pasiones” del “mundo
del futuro”, que “no es ni será de amor, de la ‘fraternidad’”; el hombre que puede imponer su poder
“sobre los inferiores que deben trabajar”40. Cuando uno entiende que ese modelo es el de la “lucidez”
que defiende un Aragón —para desaparecer a los indios, dice, hay que hacer de ellos “lúcidos obreros
de las fábricas”—, puede darse cuenta de qué es lo que se ha llamado locura en el capitalismo. La locura
es la astenia, la parálisis ante un mundo que exige la pumatinka.
37 Ibid.
38 Ibid.
39 Ibid., 117.
40 Arguedas, Todas las sangres, 245.
77
En el capítulo anterior he insistido en que la humanidad es también naturaleza. Que el resto de los seres
se vean como puros objetos para ser dominados y no como congéneres es solo la forma de existencia
más convencional y, por ello, más aceptada: la del capital, el mundo antifraternal que idealiza Aragón.
En contravía de ese sentido común, Arguedas trata de ver una posible humanidad integrada con el todo.
La comunidad del sonido en Los ríos profundos es una metáfora de esa creencia: la materia, incluida la del
hombre, canta y se comunica, y hay una corriente que une a la naturaleza con la sangre de Ernesto. Sin
embargo, la realidad domesticada se antepone a la plenitud de ese sentimiento de comunión, pues,
aunque Arguedas nos deja intuir una cierta animalidad en los instantes de éxtasis de su personaje, no
oculta la intromisión de la historia. Esta aparece también en El zorro de arriba y el zorro de abajo, en el
propio padecimiento de la enfermedad, por ejemplo. Pero algo de la comunidad pervive, pues la neurosis
de Arguedas guarda cierta correspondencia con el sufrimiento de la naturaleza desterrada y con la
enfermedad de los colonos o de los trabajadores de pulmones contaminados. El sufrimiento compartido
es, por raro que parezca, el último rescoldo de lo natural. Pensemos en el poema a Túpac Amaru, según
el cual la naturaleza puede cantar que todavía está viva, que todavía es, gracias al dolor de la herida. “No
hay generosidad ni lucidez sino como fruto, en gran parte, del sufrimiento”, escribe Arguedas en los
diarios de El zorro… “Porque cuando se hace cesar el dolor, cuando se le vence, viene después la
plenitud”41. Al contrario de lo que dice un Aragón, para Arguedas la lucidez solo proviene de sentir el
sufrimiento y del deseo de vencer objetivamente las causas dolor.
Pero vivir en el capitalismo es vivir en el dolor soterrado, porque, en él, hasta el poderoso es como esa
vicuña que abraza su amansamiento. Un Braschi o un Fermín Aragón representan esta estructura de
pensamiento, no solo porque escarmientan y domestican a los otros, sino porque pueden controlar en
su propia existencia toda “ternura salvaje y despreciable”42, cualquier imaginación que desvele en su
cuerpo alguna familiaridad con la naturaleza o alguna correspondencia entre su ánimo y el paisaje. La
moral de la pumatinka dice: la fraternidad es un “camino de retroceso a la barbarie”43. Esto tiene más
sentido si pensamos en que para dominar la naturaleza es necesario expulsarse a sí mismo de cualquier
comunidad con ella: hay que verla como amenazante y ajena e integrarse, más bien, a las fuerzas
maquinales que mueven el mundo. Hay que entregarse, en otras palabras, a la disciplina de la técnica.
Algo de eso está en la ideología de la tesis del “temor mítico” de los estudiantes de Yawar fiesta: para
ellos, el amor de los indios hacia los aukis, que no es más que una idealización del paisaje para convertirlo
en padre, para recuperar, pues, la familiaridad, es una manifestación del atraso, una superstición que los
aleja del progreso. Después vimos, sin embargo, que esta mitificación indígena de lo natural se oponía
al enaltecimiento del desarrollismo, y que los mismos estudiantes no estaban muy alejados de la sustancia
del mito por el mesianismo que practicaban. Volvamos a El zorro…: ¿hay alguna mitificación de la
naturaleza en la novela como la de Yawar fiesta? Rara vez. Solo identificamos algo mítico o mágico cuando
aparece Diego, en los diálogos de los zorros y quizás en una que otra anécdota. Si hay algo mítico en la
sociedad de Chimbote está latente en la estructura de pensamiento de algunos personajes. Pero lo que
sale a flote, más bien, es el poder del dinero, cuya abstracción controla la existencia de un modo tan
voluble como la devaluación monetaria. A la imagen de una comunidad de la materia, en la que conviven
el hombre y la naturaleza, se antepone la de una existencia controlada por algo suprasensible: el valor44.
El universo de Chimbote es el de la sustitución de lo mítico material, de una naturaleza que zumba, por
el misticismo de la mercancía; Chimbote es “obra de las armazones cibernéticas”45. Lo mítico ya no es
la familiaridad con los aukis ni la comunicación de la materia de la naturaleza, como lo concebía Ernesto
en Los ríos profundos. No: en El Zorro…, el mito es ajeno a la naturaleza presente y casi que hace parte de
un mundo perdido: es Tutaykire, fantasma protector, que la prostituta Orfa busca encontrar trenzando
una red de oro y plata en la cima de El Dorado, y que no ve porque tiene los ojos “con una cerrazón de
feroces arrepentimientos, de ima sapra”46. En el “¿Último diario?”, en que confluyen las vidas de
Chimbote y la de Arguedas, nos enteramos de que Orfa, desengañada por no ver a Tutaykire, salta al
abismo con su hijo bastardo47. Allí Arguedas anuncia lo que no alcanzará a narrar de sus personajes en
la novela, porque los destinos de estos se interrumpirán con su suicidio. Se confirma la correspondencia
entre su vida y la de estas que transcurren en Chimbote, entre su propia desazón y la del universo dirigido
por la máquina, a pesar de su esperanza en una nueva era del Perú. Ya en el diálogo de los zorros era
evidente: el ima sapra del Arguedas de los diarios está en la misma naturaleza alienada por la técnica, en
la naturaleza mercancía. El ima sapra de Orfa es un significante de la sensación de descreimiento que
comparte con Arguedas y, al final, sobre todo una imagen del suicidio, que aparece como ese raro destino
vegetal que tiende hacia los abismos.
Hay otra equivalencia en la novela: el ima sapra y la lloqlla son dos fenómenos de la naturaleza cuyas
imágenes son similares, pues evocan un mismo movimiento de descenso. Descender es también el verbo
que usa Arguedas para hablar de su separación de un mundo maternal. Tanto el ima sapra del narrador
de los diarios como la lloqlla tienden, aunque con ambivalencia, hacia la muerte, la buscada por el suicidio
o la que resulta de la miseria por la migración. En la figura de Orfa, por ejemplo, la correspondencia de
44 El valor es la unidad común de todas las mercancías; es el trabajo abstracto e indiferenciado que las hace conmensurables e
intercambiables. No tiene nada que ver con sus características naturales o con el cuerpo de estas. La expresión del valor es el
valor de cambio y la forma más acabada de este es el dinero. (Marx, “La mercancía”, El capital)
45 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 105.
46 Ibid., 272.
47 Ibid.
79
estas imágenes es la de lo íntimo con lo social: se lanza al abismo por el ima sapra, por la culpa que le
impide ver al dios, pero esto, sin duda, se relaciona con su desclasamiento, que la hace parte de la lloqlla
de serranos que llega a Chimbote. Orfa es una hija de hacendado, “botada, deshonrada”, y termina
prostituyéndose en el espacio más barato de la ciudad. Como la Fidela y como el niño Arguedas retratado
en los diarios —o como muchos de los personajes de El zorro…— es una extranjera. Este rasgo será
una característica común entre el Arguedas de los diarios y algunos personajes de su novela. El
forasterismo tiene un sentido más metafórico en la obra: según el zorro de abajo, en el raro diálogo
citado, nace “de la Virgen”, a la que el niño ruega para que le envíe la muerte, del ima sapra y del “hierro
torcido”, claro significante de la técnica. El forasterismo viene de la constatación de no pertenecer al
mundo.
No es la primera vez que el forastero aparece en la obra de Arguedas. Están los serranos de Yawar fiesta,
que van a Lima gracias a la carretera, y allí, en ese nuevo mundo de la universidad y del trabajo,
consolidan su formación política. En Los ríos profundos, tanto Ernesto como su padre son errantes,
viajeros, y es por esa condición de siempre forasteros que pueden sorprenderse con las características
del paisaje que visitan y se exhiben ante ellos como novedad. Mariano, el protagonista de “Diamantes y
pedernales”, vive su forasterismo como un estado de permanente nostalgia: recorre las calles del pueblo
frío al que ha llegado “como si en realidad no fuera nadie”48, como si no estuviera allí. Pero el arpa que
toca mientras recuerda el valle que abandonó es lo que hace de su música una especie de misterio
encantador para quienes lo oyen… El forastero es un personaje que obsesiona a Arguedas. Siempre se
enfrenta a lo desconocido, pero, en la gente de esas tierras que apenas visita, descubre algo de la sociedad
de la que viene, una especie de historia compartida. El mismo Arguedas se ve como un extranjero de
ese estilo. Para su tesis doctoral, incluso, insiste en serlo: visita las comunidades castellanas apartadas, de
donde provenían los conquistadores y colonizadores, para entender a los grupos indígenas del Perú,
pues era claro que en ellas los españoles, además de implantar el “régimen económico y político de la
monarquía absoluta y el catolicismo”49, y de convertir a los indios en una “propiedad de la corona”,
habían “trasplantado formas de organización peninsulares”50. Este vínculo entre lo conocido y lo nuevo
es, precisamente, lo que Arguedas desarrolla en el cuento “El forastero”: el personaje principal llega a
una ciudad extraña y termina, “sin darse cuenta”, en el barrio de la sucia estación del ferrocarril. En el
corredor, ve a “pasajeros sin dinero y vagabundos”. Sigue cantando y, “a pesar de la turbación de su
memoria”, percibe “la gran semejanza de esos hombres recostados en el suelo, con los pies desnudos, y
la musical estación de su pueblo lejanísimo donde muchos dormían en iguales posturas, mientras tocaban
quenas y charangos”51. “También ellos”, dice.
¿Qué pueden ser estos rasgos comunes aquí y allá? Los hombres no comparten algo propiamente
idiosincrático, sino su hambre, los restos visibles del capitalismo. Lo que percibimos no es la simple
confirmación de que hay convenciones culturales supranacionales, sino una nueva imagen social del
dolor cósmico. El cuadro de los vagabundos durmiendo en el suelo de la metrópoli guatemalteca del
cuento bien podría ser un retrato de una calle de Lima o de Chimbote, o de nuestra actualidad. La ciudad
ya no es el lugar en el que el forastero se reconoce con orgullo como un hombre de mundo, sino en
donde prueba la imposibilidad de escapar a la sociedad determinada por la “imprescindible urgencia de
ganar plata”52, es decir, donde cae en cuenta de que es un provinciano o un desclasado, como Orfa o
como el Arguedas de los diarios. A todo lugar al que llega, podría repetir: “También yo”, una vez
reconoce que los límites de la civilización lo convierten, como a todos, en un parroquiano atado a las
normas de su mundial terruño. El cosmopolitismo es el camino para hacerse consciente de esto. Cuando
el forastero se reencuentra con lo propio en lugares desconocidos, adquiere la conciencia de que ya no
hay ningún sitio sin el toque del capitalismo. Individuos y naturaleza están domesticados. De ahí que
Arguedas escriba con ironía que, cuando ve “las estrellas fabricadas por el hombre” en medio de los
“mundos celestes”, es decir, cuando contrasta la técnica y la vida conocidas con lo natural desconocido,
“hasta podemos hablar poéticamente de ser todos provincianos de este mundo”53. La discrepancia entre
Cortázar —a quien va dirigido ese comentario— y Arguedas no es tan radical con relación a este punto,
como ellos mismos pensaban, y como alguna crítica quiere presentarlo todavía hoy de forma algo
maniquea. La verdad es que, revisando el debate con más frialdad, ambos buscaban comprender una
esfera supranacional. La diferencia es que, para Cortázar, esto se lograba por medio de una distancia
buscada: “A veces hay que estar muy lejos para abarcar de veras un paisaje”54, decía. Para Arguedas, en
cambio, lo universal se podía entender en lo local o en cualquier parte: creía, por ejemplo, que en “el
hervidero de Chimbote” se iba vaciando su “propio hervidero y acaso el del propio ser humano actual”55.
También es fácil comprobar cómo, en Todas las sangres, a través de la historia familiar de Bruno y Fermín
Aragón, que es a su modo una historia del Perú, se puede entender el capitalismo global. Por otra parte,
ni Cortázar ni Arguedas son escritores que, hastiados de la civilización, busquen refugiarse en el paisaje
impoluto o en la cabaña, como los pastoralistas norteamericanos, aunque en Arguedas haya instantes de
compenetración mística con la naturaleza. De hecho, en el momento en que se escribe El zorro de arriba
y el zorro de abajo, ambos escritores tienen un propósito político y romántico: el socialismo, que
“transformará al hombre en el hombre mismo”56, como lo cree Cortázar, y que hará que se multipliquen
“los árboles y los andenes que son tierra buena y paraíso”57, como lo escribe Arguedas en su diario.
Escapar del provincianismo sería equivalente a escapar de las fuerzas invisibles del capital, de la
metafísica del dinero. En oposición a esta, Arguedas imagina, en un modo muy personal, una
cosmovisión andina de retorno a lo concreto. “Hablé de nuestro maravilloso mundo de los Andes”60, le
escribe a Murra, “de cómo se aprende tanto a amar y llegar a la materia misma de todas las cosas. Se
trata de un amor lúcido, iluminante”61. A través del amor el hombre se reencuentra con la realidad; el
56 Cortázar, “Lo que sigue se basa en una serie de preguntas que Rita Guibert me formuló por escrito…”, 237.
57 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 19.
amor la penetra como lo hace el canto del zumbayllu o la música de los ríos. Esto coincide con la visión
cristiana presente en El zorro…, la del padre Cardozo. Recordemos el momento, el último de la novela
sobre Chimbote, en el que Cardozo lee: “Si reparto todo lo que tengo, y si entrego hasta mi propio
cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me sirve... El amor nunca muere”62. Ese amor
es, para él, el camino hacia la unidad, hacia un nuevo tiempo “en que ya no se tendrá que dar mensajes
recibidos de Dios, ni se hablará en lenguas, ni se necesitará el conocimiento”63, porque se conocerá solo
“en forma completa”, y “lo que es en parte”, incluido el mensaje divino, desaparecerá”64. Acá hay otra
coincidencia con el ideal de Arguedas. La aspiración cristiana de alcanzar lo completo es comparable
con un ideal del lenguaje, el de la naturaleza, que es visto como un sonido integrador, pues el canto del
pato de altura no desmenuza las cosas, sino que las hace mover en consonancia cuando entra en ellas,
las expresa en una “unidad de propiedades físicas y semánticas”65, como lo explica Rowe. Pero el ideal
de la completitud, la final correspondencia entre el hombre y el mundo, de la elegía a Túpac Amaru,
también tiene un carácter explícitamente histórico en su mesianismo: recordemos a los serranos de Yawar
fiesta que piensan en esa utopía como la consumación del destino de Mariátegui; en los colonos de Los
ríos profundos que, “a pesar de la metralla”, avanzan por una misa, pero alguna vez irán por “algo que sea
más grande”66, o en el propio padre Cardozo que asocia el Che a Cristo y a la Revolución cubana como
el comienzo de una revuelta mayor. La prefiguración de esto es el mito de Inkarri: Inkarri, decapitado
por el rey español y luego enterrado, “se está reconstruyendo de la cabeza hacia abajo” y “saltará del
mundo” cuando esté completo67. La cabeza mutilada adopta la naturaleza de la semilla, cuyas raíces, el
cuerpo que crece, permitirán a Inkarri brotar sobre la tierra. En esta historia se funden, de nuevo, el
cristianismo y una visión más indígena de la naturaleza. Las figuraciones revolucionarias de Arguedas
son herederas de este pastoralismo. Aparece también en Todas las sangres, cuando fusilan a Rendón Willka,
que en todo caso ya no le teme a la muerte: “El fusil de fábrica es sordo, es como palo; no entiende”, le
dice al capitán. “Si quieres, si te provoca, dame la muertecita, la pequeña muerte”68. Willka tiene la idea
de que él y sus compañeros “han de vivir eternamente”69, igual al pisonay “que derramará sus flores por
la eternidad de la eternidad”70 o al amor inmortal del que habla Cardozo en El zorro… Lo que sobrevive
a las figuras mesiánicas es una promesa: son como semillas que aspiran a germinar en el futuro o como
el río subterráneo que empieza su creciente, y que todos escuchan al final de Todas las sangres como la
señal de un nuevo tiempo. Todos menos el gran Zar, que nos recuerda la insensibilidad de la pumatinka:
“Yo no escucho nada. Soy sano de cuerpo y mi conciencia solo tiene en cuenta lo que mi voluntad le
ordena”71.
La recuperación que busca Arguedas parece imposible, en cuanto exige tácitamente una conversión total
de la sociedad. No puede ser individual o de una parte porque la enfermedad está diseminada: está en el
escritor, en la vida de la novela sobre Chimbote y en el mundo. Está en lo animal y lo humano. El
71 Ibid., 477.
72 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 75.
73 Arguedas, Los ríos profundos, 179.
74 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 18.
75 Ibid., 20.
84 La lengua de pato
zumbido del bicho moribundo que encuentra Diego en la oficina de don Ángel, y cuyo nombre significa
“enfermedad de enfermedad”, “es la queja de una laguna que está en lo más dentro del médano San
Pedro”76, donde están las pobres barriadas serranas de Chimbote. En el insecto se manifiesta el dolor
del serrano de la costa que es, a su vez, el dolor cósmico. Los “sanos” que viven en ese mundo enfermo
son los patrones o los empresarios como Braschi. El que se siente contaminado, en cambio, vive una
lucha entre la primera naturaleza, sentida solo por momentos milagrosos de comunión, y la segunda
naturaleza, que se experimenta sobre todo en una sexualidad permeada por la dominación; es una lucha
entre lo animal y lo convencional. El reclamo de la cultura es, sobre todo, el de la barbarie77. Es así, por
lo menos, durante el capitalismo, tal como se ve en la estructura de pensamiento de la pumatinka. No se
trata de que Arguedas idealice la imagen del buen salvaje, pero sí imagina al hombre unido a un mundo
de compacidad: el que sus personajes creen experimentar, sentir corporalmente, en momentos de unión
con la naturaleza. En cierto modo, ese sentimiento oceánico se asocia a su pastoralismo y a su idea del
lenguaje del canto de pato que conecta toda la materia. La exigencia del capital va en contra de esa
fraternidad de las cosas.
Por eso el pastoralismo de Arguedas, concentrado muchas veces en los instantes de embriaguez, es la
imaginería de su idea de revolución, revolución de un mundo que se une como un solo cuerpo, y que
representa la ruptura con lo abstracto y la legalidad. Es una coincidencia que Cortázar sugiera que la
revolución es el fin de una “metafísica compensatoria”78, el fin de los “fantasmas inventados por una
historia alienante”79. En eso se asemeja a la forma en que Arguedas representa el capitalismo como lo
verdaderamente espectral. De hecho, los consorcios son definidos en Todas las sangres como “una cadena
sin fin de cabezas, como diablos que no podemos ver, que no muestran la cara”80, pero que dominan el
mundo. El pastoralismo de Arguedas reacciona contra esto y contra el orden cibernético de Chimbote:
es una búsqueda de lo inmanente, de la integración de la materia que se conmueve toda. No en vano, en
una de las partes del diario en las que imagina su suicidio y los preparativos, Arguedas piensa en
despedirse con un retiro de compenetración con los animales: rascar la cabeza de los chanchos por unos
días, hablar con los perros y revolcarse con ellos “como perro con perro”81. Cuenta también cómo
acaricia la cabeza de un chancho, que gruñe y gime de placer, en San Miguel de Obrajillo. En su sonido,
en la textura del pelaje, dice Arguedas, canta “la altísima cascada que baja desde la inalcanzable cumbre
76 Ibid., 105.
77 Esto parece ser contrario a lo que consideraba Freud sobre la neurosis: “La experiencia enseña”, dice, “que para la mayoría
de los seres humanos existe un límite más allá del cual su constitución no puede obedecer al reclamo de la cultura. Todos los
que pretenden ser más nobles de lo que su constitución les permite, caen víctimas de la neurosis; se habrían sentido mejor de
haberles sido posible ser peores” (“La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, 29).
78 Cortázar, “Lo que sigue se basa en una serie de preguntas que Rita Guibert me formuló por escrito…”, 245.
79 Ibid.
80 Arguedas, Todas las sangres, 214.
81 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 18.
85
de las rocas”82. “El sol tibio que había caldeado las piedras”, su pecho y “cada hoja de los árboles y
arbustos estaban mejor que en ninguna parte en el lenguaje del nionena [chancho], en su sueño
delicioso”83. Se trata de un momento de sinestesia: el calor del sol parece fundirse con el sonido del
chancho, con el pelo que es acariciado. En esta reunión de los sentidos es como si cantara la lengua de
las alturas, la voz original de la naturaleza. Es un lenguaje sensible semejante al quechua que Arguedas
caracteriza en Los ríos profundos, un lenguaje que transmite la materia de las cosas en su sonido, en la
onomatopeya. No es coincidencia que, inmediatamente después de la escena con el chancho, Arguedas
hable de esa lengua: las cascadas del Perú que cantan en el animal “alentarán” sus ojos antes de morir,
“porque en ellas se retrata el mundo para los que cantan en quechua, para los que podrían oírlas
eternamente”84. Hay una obsesión con hablar de ese lenguaje analógico en El zorro…, con traducirlo en
la metáfora del castellano, y con usarlo como expresión completa de la realidad. La lengua de pato
expresa una cierta plenitud, pero Arguedas busca también, como ya lo vimos en el episodio de la fábrica
de anchoveta, usar ese lenguaje analógico natural para describir la desnaturalización. Veamos otro
ejemplo de esto en lo que le dice Moncada a Esteban:
—¡He ahí la raíz cogollo del color, de la brillosidá gruesura de tus pestañas, compadre! —dijo el loco y
siguió hablando—. Yo siempre he estado sospechoso, miedo ansiedad que hay frente a cosa fuera de
lugar, como tu pestaña. No es muerte sino vida... Estás botando carbón. Los astros entranquilizan al
humano; las minas martirizan al humano, los comerciantes triunfan; los polecías son gotas del pus que
sale para muestra y ejercicio de lo qui’hay en el corazón, ni aire ni arena, del Gobierno Palacio Pizarro.
Andando estamos en el descarriamiento médano desierto, sin dueño, donde policía y comerciante te cobra
un paso, otro paso, un paso, otro paso, otro...85
Estas palabras vienen después de que don Esteban está tosiendo de rodillas para escupir el carbón
retenido en el cuerpo, por su trabajo en la mina Cocalón. Para Moncada hay una relación entre la pestaña
negra de don Esteban “fuera de lugar” y el carbón, aunque la vea como una señal de vida, de que este
podrá escupir las cinco onzas del polvo negro y quedar libre. Esto lo sabemos por otras cosas que dice
en el capítulo. Sin embargo, la parte más llamativa de este fragmento es la que se asemeja a las prédicas
del personaje, en apariencia ilógicas e inconexas, y que le han dado el título de loco en Chimbote. Lo
que hace Moncada es vincular la historia de don Esteban con un estado de cosas mucho más universal
de la sociedad que, a su vez, son anécdotas de la novela: con el padecimiento de los trabajadores que
extraen su materia a la naturaleza; con la preeminencia de los hombres de negocio, y con la policía o las
fuerzas de la ley que se encargan del escarmiento, y que Moncada ve como “gotas de pus”, como síntoma
de una infección. Toda la vida le cuesta al pobre. El mal de don Esteban es una especie de símbolo de
la enfermedad social, porque la desnaturalización del cuerpo, su fuerza usada solo como acción mecánica
82 Ibid., 19.
83 Ibid., 19.
84 Ibid., 19.
85 Ibid., 182.
86 La lengua de pato
para el trabajo brazal, termina por ser un sacrificio para sacrificar la naturaleza. En el intento de don
Esteban por salvarse, uno ve la misma desnaturalización: como quiere devolver lo raptado a la montaña,
guarda el papel con cada escupitajo para pesar el polvo negro y calcular luego cuánto le falta por “pagar”.
Es curioso que hasta en esta creencia más o menos mágica opera no la estructura de pensamiento que
cree en la comunicación de la naturaleza, sino sobre todo la del intercambio, la de la deuda. Me explico:
según el ideal del rumoroso mundo, como lo había dibujado Arguedas en Los ríos profundos, había
correspondencias entre toda la materia; estaba unida por el sonido, como si el mundo, en últimas, fuera
un solo cuerpo. En el capitalismo, en cambio, la materia no se corresponde del mismo modo, sino que
es intercambiable, porque todos los objetos se reducen a una misma unidad, el valor, para ser
equivalentes de otra cosa: todo es sustituible por todo, gracias a que se abstrae. El carbón puede
cambiarse por la vida de Esteban, y es como una suerte de pago a la naturaleza, que parecería obrar
como la policía o los comerciantes.
Pero regresemos al lenguaje de Moncada: no podemos dejar de percibir la coincidencia con el lenguaje
analógico y, sin embargo, en las asociaciones que hace se revela ese orden contranatural del intercambio,
de la enajenación. Es como si Moncada tratara de mostrar con el lenguaje de las correspondencias la
totalidad del capitalismo, la enfermedad diseminada, y para hacerlo uniera fenómenos o anécdotas, en
apariencia apartados, de la vida de Chimbote. Con cada disfraz que elige para predicar, Moncada es un
personaje del puerto, y ese personaje parece decir cosas incoherentes solo porque hila su discurso en
una lógica que busca expresar la totalidad86. Moncada es capaz de tener un sentimiento de
correspondencia con la realidad semejante al de Ernesto en Los ríos profundos, solo que, a diferencia de
Abancay, en Chimbote no hay ninguna imagen pastoral permanente de la naturaleza, como el río, en la
cual descansar en momentos de emoción poética. Arguedas escribe, en el “¿Último diario?”, que, si la
novela sobre Chimbote continuara, Moncada habría hecho el “balance final” de cómo ha visto “a los
animales y a los hombres”, porque “es el único que ve en conjunto y en lo particular las naturalezas y
destinos”87. Ya que esa capacidad de correspondencia total con las cosas no puede ser en Chimbote sino
terrible, Moncada debe exiliarse de sí mismo, despersonalizarse, como lo nota Esteban en sus
encuentros; solo siendo otro, disfrazándose, puede representar lo que ansía decir. La causa del
enardecimiento de Moncada empieza a ser lo que le cuenta Esteban de su vida y su enfermedad: después
de sus charlas, dice el narrador, “caminaba solo, conteniendo las ganas de hablar en voz alta”88. Cuando
86 Esto lo vemos también cuando se disfraza de “elegante”: “Os saluda el loco Moncada. ¡Ja, ja, ja! El sol, la luna, las estrellas,
el hociquito de la ballena, el tiburón pescadito. ¡Never las anchovetas! Buenos días, padre Cardozo, norteamericano yanki.
Cuerpos de Paz ¡arriba las manos! Dios, intranquilidad, Braschi arriba, abajo, a la entrepierna...” (Arguedas, El zorro de arriba y
el zorro de abajo, 71).
87 Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, 272.
88 Ibid., 175.
87
no lo lograba, decidía qué personaje encarnaría al otro día para predicar. Solo convirtiéndose en una
mujer preñada, en un hombre elegante o en el extraño que carga la cruz el día de la marcha de los vecinos
hacia el nuevo cementerio, Moncada puede expresar la totalidad de cosas que ve y lo exaltan.
Sin embargo, en los momentos más tranquilos de sus charlas con don Esteban, Moncada se refiere a
otra manera de despersonalización, que es también la de fundirse con la naturaleza. Esto lo vemos
cuando habla, como el Arguedas de los diarios, del chancho: cree que en su gruñido se siente el “agua
fría y caliente, el aire limpio y la pestilencia”89, y que las “lumbres y raíces del mundo, del mismo culo de
la tierra se manifiestan”90 en ese “sonar profundo de su garganta”91. William Rowe aprovecha este pasaje
para contrastar el lenguaje de Moncada, que se le parece “al lenguaje escatológico de los burdeles” y
asocia al mundo costeño, con el castellano de los serranos de la novela92. No estoy segura de si esto es
verdadero o, más bien, de si es relevante. Más interesante es la otra observación de Rowe sobre la forma
en que Moncada siente lo mismo que el animal, a través de su gruñido: en este experimenta el placer de
comer y el “desahogo del defecar” del chancho, “las cosas en su existencia verdadera, pero sin
fragmentar la unidad viviente del mundo”93. El sujeto deja su yo cuando se incluye en esa comunión de
percepciones. La experiencia de Moncada con el chancho es similar a la que describe Arguedas en el
diario: cuando lo acaricia en San Miguel de Obrajillo, recibe en su gemido una especie de conocimiento
integral y sensible de la naturaleza.
A pesar de momentos como este, Rowe dice que, en la novela, “la naturaleza no podía servir ya como
fuente universal de conocimiento”94 y que “Arguedas tenía que encontrar otras alternativas para definir
e interpretar la realidad”95. Esto es verdadero solo parcialmente. Aunque es cierto que en la novela ya
no prevalecen instantes de comunión como los que vive Ernesto en Los ríos profundos, la imagen
contrapastoral de la naturaleza, su conversión en mercancía o en deshecho, es de hecho un significante
de lo real. Así que la naturaleza sigue siendo una fuente de conocimiento. Solo en esta representación
de lo natural, que es analógica y metafórica, la de los peces destruidos, los alcatraces errantes o los
gusanos que viven en los restos, se entiende lo histórico. Lo que consolida Arguedas en El zorro… es un
lenguaje con un comportamiento mimético frente a la que imagina es la lengua de la naturaleza, para
hablar de la vida humana y de su desintegración. Pero no se trata de una mera búsqueda formal del autor:
cuando los personajes de Chimbote tratan de hablar del fervor de sus vidas buscan, sin ser siempre
89 Ibid., 170.
90 Ibid., 170.
91 Ibid., 170.
92 Rowe, “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, 203-205.
93 Ibid., 204.
94 Ibid., 191.
95 Ibid.
88 La lengua de pato
conscientes de ello, la expresión de la misma lengua de pato; es como si el Arguedas escritor se proyectara
en ellos: el propio Esteban, por eso, se la pasa citando y pensando en el lenguaje del profeta Isaías,
porque siente que, en la fuerza de esas palabras, hay algo que traduce su dolor, su insatisfacción; las
palabras se vuelven como un conjuro contra la muerte. Maxwell, luego del tiempo que pasa con los
indígenas, y de experimentar un “agua de fondo, un espejo de azogue común que refleja cada cosa como
diferente pero con lo que en sus naturalezas tienen de vibramiento, de salvación y nacimiento común”96,
se sabe preso en el español y el inglés, y por eso no le puede hacer entender a Cardozo lo que descubrió
en Paratía, el origen de la conversión. El zorro de arriba y el zorro de abajo es el testimonio del dolor de la
naturaleza en su totalidad y la enajenación del hombre siempre extranjero. Pero solo Moncada puede
tener una visión abarcadora. Quizás es porque la única lengua que permite hablar del contradictorio
mundo, al modo del canto de pato, es necesariamente la de la locura o la de la guitarra que a oscuras
toca Antolín Crispín. Mientras tanto, dice el final de la novela, los zorros que no saben llorar solo ladran.
Naturaleza y totalidad
Es común en la tradición del marxismo hablar de la sociedad capitalista como una totalidad. Para el
Lukács de Historia y conciencia de clase (1923), se trata de una totalidad determinada por la mercancía, una
estructura que, a lo largo de este trabajo, he tratado de entender a partir de la alienación de la naturaleza
retratada en las novelas. Históricamente la naturaleza ha sido reducida a la utilidad de su cuerpo. Pero el
mayor problema es que, en el capitalismo, ese cuerpo ya no existe en primer lugar para satisfacer de
forma inmediata las necesidades humanas, sino como instrumento para producir dinero (ese obligado
medio universal para asegurar la subsistencia). La naturaleza se convierte, bajo esa lógica, en un conjunto
de cuerpos portadores de valor, expresiones diferentes de una misma unidad: una vaca, una tierra con
cañaverales o los brazos de un obrero se vuelven solo mercancías o materias primas que se desintegran.
Todas son, pues, conmensurables y negociables cuando se les pone un precio. En este mundo, la vida
queda sujeta a la búsqueda del lucro y a una “serie de actos de intercambio” para “satisfacer las
necesidades”97, y la realidad, como dice Lukács, se atomiza. Al tiempo, sin embargo, podríamos decir
que esa disgregación, por ser un reflejo de la misma estructura de la mercancía, por ser parte de un
mismo destino impuesto por ella, conforma una totalidad. Hablaríamos entonces de una totalidad
contradictoria.
También Cornejo Polar se refiere a una totalidad contradictoria para comprender la complejidad del
Perú, aunque ya no usa el concepto, como Marx o Lukács, para captar explícitamente la proyección de
la mercancía en la sociedad. El énfasis es otro: considera que es necesario tener en cuenta que el proceso
histórico del Perú tiene una “acción vinculadora” que surge de las “diferencias étnico-sociales que
desgarran la nación”98. Esto, según él, se puede entender de forma dialéctica: los acontecimientos
históricos intensifican las contradicciones y, a su vez, estas son las que crean la cohesión, la “naturaleza
misma de la totalidad” peruana. Cornejo extrapola la idea de totalidad para plantear su postura sobre el
problema de la literatura nacional. Así como no hay una unidad ética, social o de clases en el Perú, explica
que tampoco hay solo una tradición literaria, sino distintos “sistemas literarios” que lo histórico
“envuelve” en “procesos más vastos”99. La historia reúne esa disparidad, y así la literatura peruana es,
más bien, un conjunto de literaturas “entre sí imbricadas”100. Esta totalidad contradictoria está en las
Latinoamericana, Año 25, No. 50, La Trayectoria Intelectual de Antonio Cornejo Polar (1999), pp. 7+9-12.
90 Naturaleza y totalidad
obras y Cornejo pone precisamente como ejemplo El zorro… de Arguedas, porque en esta es posible
reconocer la convivencia de distintos sistemas literarios, como la oralidad o la escritura, que “otorgan
consistencia” a un todo101.
De acuerdo con esas concepciones, me gustaría pensar en la totalidad contradictoria de forma más
general, considerándola como una abstracción de la realidad en el capitalismo que, en el caso del Perú,
integra también los conflictos culturales de su historia, a los que se refiere Cornejo. Aunque estoy de
acuerdo con la consideración que este hace sobre la literatura peruana, no trataré de comprender la
totalidad a partir de la coexistencia de los “sistemas literarios” en las obras. A partir de la lectura
inmanente que he hecho de las novelas de Arguedas, pienso que esa totalidad contradictoria se cristaliza
en algunas imágenes paradigmáticas de la naturaleza. Pero en ellas la contradicción no será evidente a
través de la disección de su cuerpo, con el propósito de ver, separadamente, cada uno de sus elementos:
la verdad es que cada uno contiene dentro de sí la tensión. Cuando he tratado de entender las metáforas
del pastoralismo de Arguedas, la contradicción entre lo ideal y lo histórico es, más bien, una
compenetración. Y, en ese sentido, también es claro que hay una relación dialéctica: quizás no se puede
captar, por un lado, lo ideal de la naturaleza —la figuración de esta como mito, por ejemplo— y, por el
otro, lo histórico. Ambas cosas están suficientemente integradas, aunque percibamos la tensión.
Pensemos, por ejemplo, en el toro Misitu. Mitificado o amado como un padre, logra escapar a la
identidad de mercancía que le daría el capitalismo: ya no es solo ganado de don Julián. Pero esto es
apenas una perspectiva en Yawar fiesta, pues, durante la corrida, será sacrificado como la naturaleza en la
modernización. Y, por ello, su muerte no es solo el premio al trabajo comunal de los indios en la
competencia, sino el recuerdo de la destrucción que trae el progreso. De hecho, la carretera, desvelada
como naturaleza “corregida” y no entendida bajo su caracterización habitual, no es otra cosa que una
“tajada en los cerros”, una montaña dinamitada como el pecho del toro al final de la novela. Arguedas
deja suficientes elementos en común en las faenas, la construcción y la corrida, para que sea posible
hacer esta asociación: aparecen la sangre, los cantos y los wak’rapukus que suenan como si los toros
gritaran102. Pero el cuadro total se vuelve todavía más contradictorio, porque la carretera tampoco es
solo es el paisaje sacrificado; representa el periodo de la nueva integración de la sierra y la costa en el
capitalismo que, aunque problemática, permite que los serranos lleguen a la universidad y, con un ideal
socialista, den otro significado a la propia faena del veintiocho: la fuerza de los ayllus es una prueba de
que pueden llegar al centro “desde donde apoyan a los gamonales”103. De seguro podemos encontrar
101 “Literatura peruana: totalidad contradictoria”, 49. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año 9, No. 18 (1983), pp. 37-50.
102 Yawar fiesta, 66.
103 Yawar fiesta, 45.
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más conflictos de este tipo en la correspondencia toro-carretera, conflictos que contienen la pugna pero
también la mixtura de lo andino y lo occidental, de lo mítico y la ilustración, del socialismo y de las ideas
desarrollistas. Misitu junto a lo que gira simbólicamente a su alrededor es una metáfora totalizadora, una
imagen de la naturaleza que no elimina la complejidad de la sociedad, sino que la hace patente.
En Los ríos profundos, esa naturaleza es encarnada en el artificio, en el zumbayllu. Su sonido, que se relaciona
de forma integral con su nombre, evoca la comunidad del rumoroso mundo y, de hecho, se integra a él,
cuando extiende su vibración a la materia, en la que está incluida el mismo Ernesto o los personajes que
sienten el zumbido como un llamado que “brota de la propia sangre”104. El zumbayllu evoca el quechua
y los ríos profundos, el lenguaje y la naturaleza, porque, así como las cosas se emparentan por sus
nombres onomatopéyicos, los seres del mundo lo hacen por las corrientes de la profundidad. En esa
doble caracterización del artificio hay un ideal: no hay en realidad una distancia entre la naturaleza y su
expresión, pues la manifestación de aquella es su nombre, la onomatopeya. Ese ideal, sin embargo, es el
negativo de la impotencia del escritor que siente perder el vínculo que le deja transmitir “a la palabra la
materia de las cosas”105 y del Ernesto que dice que la naturaleza ya no le pertenece. Así que el zumbayllu,
ese mito personal, señala al tiempo la utopía y la contrafuerza de la historia. Surge, además, en la opresión
de Abancay. Esta es, de hecho, la que lleva Ernesto a buscar estas imágenes sociales en la naturaleza: el
sonido del zumbayllu es poderoso porque con su filo corta el aire pesado de la melcocha evaporada por
la destrucción de los cañaverales. En lo sonoro, en la música quechua, en los gritos de las chicheras,
Ernesto busca encontrar la naturaleza. Y, al final, se encuentra con que la musicalidad, el canto de los
colonos a la fiebre, “dirigido a los mundos y materias desconocidas”, prefigura la insurrección. El mito,
la comunidad del rumoroso mundo, es también, como lo decía Mariátegui, movimiento en la historia.
Esa comunidad del sonido se actualiza en El zorro: es representada en el canto de pato de altura que
repercute en la materia del mundo y la une. Arguedas asocia esta lengua al quechua, ahora por sus
características más poéticas y, de nuevo, siente que debe tratar de traducirla al castellano o, más bien,
emular su potencia analógica. Pero esta vez lo hace para describir la sociedad capitalista de Chimbote,
cuya realidad, como lo confiesa en sus cartas, le parece difícilmente expresable. Debe representar, al
tiempo, una lengua poética imaginada y un mundo que, por su complejidad, no es fácil de sintetizar. Y
lo logra en la voz de los zorros, en los sermones de Moncada, que puede ver en conjunto, y en la
descripción de la fábrica desde la mirada del estado poético. Usa ese lenguaje analógico y aconceptual
—y por eso asociado a veces a la locura— para dar una imagen totalizadora del funcionamiento del
capitalismo en Chimbote, de la mercancía: la de la destrucción del brillo de la anchoveta. Otras imágenes
de la naturaleza se vuelven también metáforas de la enfermedad: el ima sapra o la lloqlla, el mismo río de
sangre, que ahora representa el descenso, la migración masiva de los serranos a Chimbote.
La misma novela, cuya estructura se sostiene en la imagen de los zorros que hilvanan el mundo de arriba
y el de abajo y la vida del escritor con su obra, puede ser toda una metáfora de la totalidad contradictoria.
La novela es, en cierto modo, como el paisaje peruano: aparentemente está fragmentada, como parecen
estar también los dos mundos, pero esa fragmentación es en realidad una continuación: Arguedas no
yuxtapone partes de un mecanismo, como lo haría Cortázar juguetonamente en Rayuela: lo que vemos
es cómo su vida, en los diarios, desemboca en la de Chimbote y cómo la realidad de este continúa y se
conecta con el monólogo del escritor. El movimiento final es la despedida, el anuncio del suicidio, que,
al mismo tiempo, es una declaración de esperanza por un Perú nuevo.
En El zorro…, se hace explícita una idea de totalidad más utópica, que ya estaba anunciada en las otras
novelas: la de un mundo en el que la parte se acaba, y se conoce solo de forma completa, un mundo en
el que se llega a la materia de las cosas a través del amor lúcido de los Andes, o del amor fraternal, como
lo dice el padre Cardozo. Esa totalidad fraterna, sin embargo, solo puede surgir del odio, de la herida y
del fin del miedo, de la “fuerza que la muerte fermenta y cría en el hombre” y que hará que “revuelva el
mundo, que lo sacuda”106. El amor solo vendrá de la soledad cósmica que se acrecienta en los Andes
empobrecidos y del fin de la soledad de los serranos que han bajado hasta la costa y se reunieron para
llegar al centro de poder. Solo de ese mundo contradictorio puede surgir uno nuevo. No es ya la
integración del capitalismo (que es la que comienza en el periodo de las carreteras), sino la que provoca
la revolución.
Arguedas tiene su propia concepción metafórica del socialismo y se corresponde con su imaginación
pastoral: la naturaleza que vibra, que se mueve con el canto del pato, es una figuración de lo que no tiene
parte, de lo que solo se manifiesta como un todo. Ese enlazamiento de la materia se imagina como algo
concreto y se contrapone a la estructura de la mercancía: los seres de la naturaleza no son simples cosas
abstraídas a un valor que las hace intercambiables, para que, de forma absurda, produzcan más valor; no
están, pues, como diría Arguedas, “para el aprovechamiento egoísta de las energías ajenas”107.
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