2 - Juez - Gherbod Fleming
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es digno de juzgar?
Douglas Sands es un director ejecutivo de mediana edad cuya cómoda vida
ha estado marcada por la pérdida y la decepción. Tiene un buen trabajo, vive
en una bonita casa y no le pide nada a la vida… salvo, tal vez, que todo sea
distinto, o al menos como solía serlo años atrás. Antes de que muriera su
hijo. Antes de que se esfumara la pasión entre su esposa y él. Antes de que
apareciera muerto uno de sus compañeros de trabajo.
Sands se encuentra añorando aún más el pasado cuando comienza a ver y a
oír cosas que no pertenecen al mundo que conocía. Los monstruos que
acechan en la oscuridad desean lo único que conserva algún valor para él.
Douglas Sands comienza apenas a abrir los ojos a las verdades del Mundo
de Tinieblas cuando se ve obligado a enfrentarse también a todos los
horrores humanos que ha cometido. No puede evitar preguntarse si será
realmente digno de juzgar a los demonios sobrenaturales que descubra.
Este es el segundo libro de una serie de seis en la que se examina a los
Cazadores, recién llegados al Mundo de Tinieblas, y a sus enemigos
sobrenaturales, cuya destrucción es el opositor para el que han sido creados.
Durante el transcurso de la serie, se desdibujará la línea que separa al
cazador de la presa.
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Gherbod Fleming
Juez
Cazador y presa - 2
ePub r1.1
TaliZorah 28.08.13
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Título original: Predator & Prey: Judge
Gherbod Fleming, 2000
Traducción: Manuel de los Reyes
Retoque de portada: TaliZorah
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Primera parte:
Adam
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Capítulo uno
El desparramado complejo de apartamentos se asemejaba a un gigantesco panal
derruido, una ruinosa colmena que alojaba a los desheredados. Las farolas fundidas
montaban guardia sobre los herrumbrosos vehículos de los vecinos. De los residentes
que tenían empleo, la mayoría trabajaban en la cadena de montaje de la fábrica de
Iron Rapids. Antes, Douglas Sands pensaba que los empleados de una empresa
automovilística conducirían coches más nuevos, pero ya había rectificado. Los
empleados recibían un buen suministro de coches nuevos, sí, que se apresuraban a
vender fuera de la ciudad para obtener pingües beneficios. Les hacía más falta el
dinero que otro coche. Preferían los modelos antiguos y baratos. En vez de pagar el
seguro de accidentes, pagaban el alquiler o compraban comestibles, o ropa para sus
hijos. Ése era el motivo por el que las calles de Iron Rapids estaban atestadas de
montones destartalados y abandonados de acero, caucho y vinilo.
«Parásitos», pensó Sands. Parásitos que se alimentaban de la generosidad de la
empresa. Si no empezaran a tener hijos antes de cumplir los quince, o si
permanecieran casados —«si se casaran»— cuando lo hacían, o si terminaran sus
estudios, tal vez fueran capaces de mantener una familia. «Nadie te da nada gratis».
Nadie le había dado nada gratis a Douglas; había llegado hasta donde estaba a fuerza
de trabajar.
No se habría estancado en ese lugar de no ser por Melanie. ¿Cuántas veces la
había animado a mudarse, incluso se había ofrecido a pagarle el alquiler en cualquier
otra parte? Pero ella estaba decidida a ser independiente. En teoría, eso no tenía nada
de malo, pero a Douglas le dolía que no fuera capaz de salir de aquel atolladero.
El edificio vecino al de Melanie estaba desocupado en aquellos momentos. Hacía
varios meses que se había desplomado un balcón. Algunas personas habían resultado
muertas o heridas; Sands no recordaba todos los detalles. Poco después se había
llevado a cabo una inspección, aparentemente tardía, y la estructura al completo había
sido declarada en mal estado. Desde entonces no había vuelto a suceder nada; nada
salvo que los inquilinos habían sido desalojados y obligados a pedir albergue a sus
familiares, o tal vez a alquilar cualquiera de las cochambrosas chabolas que se
levantaban cerca del río. Allí seguía la lona azul claveteada que cubría el boquete
donde se había desprendido un juego de puertas correderas junto al balcón
siniestrado. Se habían cegado con tablas las ventanas más bajas del edificio, pero los
vándalos habían puesto a prueba sus brazos —y sus gatillos— y habían conseguido
romper varias de las ventanas más altas. El complejo había sido el parto del ingenio
de los ingenieros sociales de la Gran Sociedad. Treinta años más tarde, asfixiado por
el crimen, las drogas y la pobreza, el proyecto de urbanización se había privatizado;
por lo que ahora los habitantes, al igual que las instalaciones, se sustentaban y
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languidecían por sus propios medios, y no a costa del erario.
«¿Por qué demonios se queda aquí?», se preguntó Sands.
Al fin encontró una plaza de aparcamiento relativamente próxima a una de las
pocas farolas que funcionaba. Su reluciente vehículo último modelo destacaba en
medio de los abollados coches con sus paneles de colores primarios. Cuando pisó la
calle, la apelmazada y mugrienta nieve crujió bajo sus pies igual que un puñado de
huesos. Pese a llevar puesta la gabardina, Sands se sintió fuera de lugar con las
perneras de sus pantalones y los zapatos de vestir aún visibles. Era casi un milagro
que no le hubieran atracado por el camino, o que no le hubieran destrozado el coche.
De momento, por lo menos. Miró en rededor, sintiéndose igual que un ciervo
iluminado por un foco bajo la solitaria farola. Un escalofrío recorrió su espalda; los
diminutos cabellos de su nuca se atiesaron. Se aferró con más fuerza al cuello de su
abrigo, ajustó mejor la bufanda.
El aparcamiento era una traicionera pista de hielo, con la nieve derretida y vuelta
a congelar convertida en una masa gris prensada por incontables neumáticos. Los
zapatos de Sands estaban diseñados para caminar sobre parqué y no le conferían
adherencia alguna. Extendió las manos enguantadas para ayudarse a conservar el
equilibrio y empezó a caminar por aquel páramo glacial; lo habría conseguido sin
mayores problemas, de no haber sido por el coche.
Los faros barrieron la curva del aparcamiento, describiendo una trayectoria
errática. Los neumáticos intentaron, sin suerte, aferrarse al hielo. El coche patinó
hacia el exterior de la curva, compensó, resbaló en dirección contraria. El motor
rugía, las ruedas giraban más deprisa de lo que avanzaba el vehículo… que seguía
siendo demasiado deprisa en aquellas condiciones. Sands no estaba seguro de que el
conductor le hubiera visto patinando con dificultad por el aparcamiento, pero lo cierto
era que el coche no se detuvo. Se abalanzó sobre él, una masa de acero, luces
cegadoras y bajo atronador.
Sands aceleró el paso y sintió cómo le abandonaba su precario equilibrio. Sus pies
dejaron de estar debajo de él. Se encorvó, intentando frenar la caída, y sintió la
familiar punzada en la espalda. Se apoyó en un contenedor de basura saturado en el
momento en que el coche pasaba rugiendo junto a él, con los neumáticos girando
enloquecidos y patinando sin rumbo sobre el hielo.
Permaneció allí durante algunos segundos, apoyándose contra el contenedor, sin
querer dejarse caer y ensuciarse las rodillas de los pantalones, pero incapaz de
erguirse por culpa del dolor que irradiaba de la parte inferior de su espalda. El metal
de color verde del contenedor le transmitía su frío a través de los guantes de conducir.
El hedor de la basura abandonada, unido a su dolor de espalda, comenzó a revolverle
el estómago.
Procurando contener la respiración, Sands se agarró con fuerza al metal. Se
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impulsó despacio, deslizando los pies bajo su cuerpo. Unas insoportables punzadas le
acribillaron la espalda y descendieron por sus piernas cuando hubo recuperado el
equilibrio. Al volver a sostener su propio peso, no pudo evitar soltar el aliento, y
cuando inhaló de nuevo, le asaltó el grasiento y penetrante tufo de los desperdicios.
Alzó la mano para taparse la nariz y la boca, para descubrir que tenía los guantes
recubiertos de una especie de substancia pegajosa que impregnaba el costado del
contenedor. Se quedó mirándose las palmas por un momento, antes de quitarse los
guantes y tirarlos al contenedor, asqueado. La brusquedad del movimiento le costó
otro espolonazo de dolor. Los guantes aterrizaron en medio de las bolsas, las cajas y
los andrajosos colchones que formaban un contrafuerte desparramado bajo la abertura
del sobrecargado contenedor.
Maldiciendo entre dientes, Sands pugnó por llegar a la escalera. No podía
caminar erguido, y con cada paso que daba, el dolor golpeaba como un relámpago
que le recorriera la espalda. Las escaleras individuales eran lo bastante altas, y tuvo
que levantar el pie lo suficiente, como para que dudara de ser capaz de soportar la
atroz agonía que suponía cada paso hasta llegar al tercer piso. Sin los guantes, su
mano no tardó en congelarse contra la barandilla de metal. Tras perder un trozo de
piel, logró tirar de la manga de su abrigo lo suficiente como para poder apoyarse; era
la única manera de subir aquellas escaleras. La peste a putrefacción seguía adherida a
él, como si se hubiera infiltrado en su interior y supurara ahora a través de sus poros,
intentando que vomitara por todos los medios.
La techumbre que coronaba la escalera actuaba como cañón de viento; una ráfaga
impulsó a Douglas por la oscura cavidad más deprisa de lo que podía moverse con
comodidad. El santuario ya estaba tan cerca. Esperaba que Melanie se diera cuenta
exactamente de lo que había tenido que soportar por ella; lo que estaba claro era que
tenía intención de decírselo. ¡Por si fuera poco que hubiera tenido que aventurarse en
aquel pozo infecto, un conductor psicópata había intentado atropellarlo!
Cuando Sands asió la aldaba de bronce de imitación de la puerta de Melanie, el
metal se zafó de sus dedos. La tosca cabeza de león, encima de los números inscritos
«666», abrió las fauces, como si se tratara de una aparición dickensiana, como si
quisiera rugir, como si quisiera morder. Sands retiró la mano de golpe…
Y no pasó nada. Nada inusual. El león de bronce de imitación aguardaba
pacientemente con la anilla de la aldaba sujeta entre los dientes. Nada de «666», tan
sólo el número del apartamento «3031». Sands se quedó mirando la aldaba. Se
esforzó por respirar más despacio y se humedeció los labios, fríos y secos.
—¿Qué demonios…? —susurró.
El vaho de sus palabras escapó en dirección al cielo oscurecido. Sentía las piernas
débiles, y su estómago bullía igual que una olla de aceite hirviendo. Su espalda… su
espalda tenía la culpa, se dijo. Llamó a la puerta, al fin, sin fuerzas, y se sintió
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inmensamente aliviado cuando le recibieron la calidez y la seguridad del interior.
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Capítulo dos
Julia no podía soportar la casa durante el día, por lo que había esperado a que se
hiciera de noche. Se dio cuenta de que resultaba extraño, porque era de noche cuando
había ocurrido.
Se quedó en la curva durante bastante rato. Junto al coche. Mientras el coche
estuviera a pocos pasos de distancia, siempre podría entrar en él de un salto y
marcharse. Luchó contra ese impulso todo el tiempo que permaneció allí.
La casa era muy parecida a casi todas las demás de aquella subdivisión:
revestimiento de vinilo blanco, con un garaje de ladrillo de cara a la calle; una
canasta de baloncesto encima de la puerta del garaje; unos cuantos rastrojos
enterrados en la nieve en la base del porche; macetas colgantes, hogar de plantas
muertas y arrugadas. La enredadera y las flores de los maceteros probablemente se
había marchitado mucho antes de que llegaran las nieves, durante el verano, tal vez
incluso en primavera. A David no se le habría ocurrido regarlas. Sólo quedaban los
tallos marrones y un puñado de hojas secas. No había ninguna luz encendida dentro
de la casa.
Al cabo, Julia Barnes se alejó de su coche. Dio un paso, luego otro, hasta el
camino de entrada. Se detuvo. Bloque abajo, la puerta de un coche se cerró de golpe.
Alguien reía, charlaba. Un adolescente, un padre, de regreso a casa procedente de
alguna parte. ¿Podían verla? Le parecía que no. O si lo hacían, no prestaban atención.
Transcurrieron algunos segundos más —menos de un minuto a lo sumo de animada
conversación— y luego se cerró otra puerta y desaparecieron, como si nunca
hubieran estado allí. Julia le pidió a Dios que ella hubiera tenido algún vecino
ruidoso, sólo uno, alguien con la cara pegada a la ventana de la cocina, sin perderse
detalle de las personas que iban o venían. Así Julia podría conocer la verdad. Pero
todas las familias se guarecían en sus cálidos bunkeres de vinilo, ladrillo y
aislamiento en las ventanas, con el televisor —o los distintos televisores, uno en cada
habitación— como única ventana al mundo exterior. Pero no a la realidad.
Reanudó el camino. Esta vez logró cruzar todo el sendero, subir los tres
escalones, pero sintió cómo la abandonaban las fuerzas ante la puerta principal.
Cuando dejaba de moverse, la inercia se adueñaba de su cuerpo. La llave, en el
bolsillo de su parka, parecía algo muy lejano. La capucha del abrigo descansaba sobre
su espalda; tenía entumecidas las orejas y la nariz. La cinta policial que había
precintado la puerta hacía mucho que había desaparecido.
¿Cómo podía haber estado tan segura la policía? ¿Cómo podía haber estado tan
«equivocada»?
Inhaló hondo, cogió la llave de su bolsillo, abrió la cerradura, abrió la puerta… Se
encontró delante del oscuro recibidor en el porche. Una nube de la nieve más ligera y
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pulverizada siguió a la ráfaga a través de la puerta abierta. Vacilante, Julia la siguió a
su vez.
La oscuridad y el silencio eran sobrecogedores. No parecía su casa. La tensión de
su cuerpo hacía que le dolieran la cara, los dedos y las rodillas. Tenía que hacer pis.
Hacía menos de un año que se había marchado, pero cuando encendió la luz, seguía
esperando que apareciera alguien, que le recriminaran su intrusión. Pero lo único que
había era el tenue zumbido de la calefacción, que había encendido el corredor de
fincas para evitar que se congelaran las tuberías. Dejó abierta la puerta del baño
mientras orinaba. El intenso vacío de la casa le producía congoja. No estaba bien,
encontrarse tan sola en un lugar que había estado tan lleno de risas y felicidad en el
pasado… aunque no al final.
Pero Timothy no había tenido la culpa de nada de eso; había sido culpa suya, y
puede que de David, pero no de Timothy. ¿Cómo iba a saber la joven pareja que
formaran David y ella hacía tan sólo unos cuantos años la tensión a la que iba a
someter un niño a su relación, tan firme en apariencia? ¿Cómo iban a saber que,
cuando empezaran a ocuparse de verdad de otra persona, del adorable Timothy, el
amor que sentían el uno por el otro se tornaría insignificante y estéril? Se suponía que
un hijo era la culminación del matrimonio; era cierto para la mayoría de la gente. El
que no hubiera sido así para ellos no era culpa de Timothy. Al final, había sido ella la
que había encontrado trabajo en otra parte, en el este; era ella la que se había
marchado, la que había accedido a dejar atrás a su pequeño, para que éste pudiera
quedarse cerca de sus abuelos. Qué excusa más patética. Ninguno de los amigos de
Julia lo había entendido… o puede que sí, que lo hubieran entendido mejor incluso
que la propia Julia. Ella no había querido creer que pudiera ser tan cruel, que elegiría
una vida de soltera y la libertad que ésta conlleva antes que la maternidad por
cualquier motivo salvo por el menos interesado, el bienestar de Timothy. No hasta
que se había producido la catástrofe y ella había descubierto que no era más que una
cáscara vacía, a cientos de kilómetros de su hogar.
De pie en la casa vacía, se preguntó qué podría haber ocurrido aquella noche. Le
costaba creer que David hubiera comenzado a pensar en el suicidio tras su
separación; no era proclive a guardárselo dentro, a sufrir en silencio y deprimirse.
Julia hizo un mohín al pensar aquello, al comprender la crítica que llevaba implícita,
pero sabía que tenía razón; incluso David se mostraría de acuerdo. Si siguiera con
vida.
Llegó a la sala de estar. Sus movimientos eran vacilantes, como si estuviera
asomándose a la vida de otra persona, de una desconocida; los libros y las fotos de las
estanterías parecían extrañas. Subió las escaleras a oscuras, sin encender más luces
por el extraño miedo a que los vecinos las vieran y llamaran a la policía. Pero los
vecinos no verían nada. Como no habían visto nada.
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Se asomó al dormitorio principal, su antigua habitación, de David y ella, donde
habían concebido a Timothy. Allí era donde había ocurrido… donde David se había
pegado un tiro. La alfombra y el edredón eran nuevos; el corredor de fincas debía de
haberse ocupado de eso.
La siguiente puerta constituía un reto aún mayor; había sido el cuarto de juegos, y
luego la habitación de Timothy cuando, en algún momento, había experimentado esa
ambigua transición porque ya era demasiado mayor como para dormir en un cuarto
de juegos. Por difícil de creer que fuera el que David se hubiera quitado la vida, lo
que Julia no lograba imaginar ni por un segundo era la conclusión a la que había
llegado la policía: que Timothy había descubierto el cadáver de su padre y había
huido. Timothy no había sido nunca un niño particularmente aventurero ni valiente.
«Tímido» sería una descripción más exacta. Cuando aún era un bebé, ella le había
mantenido lejos de las escaleras dejando la aspiradora al pie de las mismas. La
máquina le inspiraba tal pavor que huía corriendo y gritando en cuanto la veía. ¿Era
ése un niño capaz de escaparse y subsistir por sus propios medios? ¿Con la casa de
sus abuelos a escasos bloques de distancia?
La policía sospechaba también que el muchacho se habría visto metido en
problemas tras abandonar la casa; puede que lo hubieran secuestrado en la calle. Pero
sus pesquisas se habían limitado a lo convencional, lo mundano. ¿Cómo podía
hablarles Julia de los otros peligros, los peligros que sabía que debían de haber
conspirado para privarle del marido del que vivía separada y de su único hijo? Habría
pasado el resto de sus días en un manicomio. Así las cosas, había conocido a otras
personas que tal vez pudieran ayudarla a encontrar a Timothy. Si es que aún no era
demasiado tarde.
—Ojalá hubiera estado aquí… —Se desplomó de rodillas junto a la estrecha cama
gemela en la que solía dormir Timothy. Si hubiera estado aquí, tal vez hubiera podido
evitar lo sucedido, o al menos, no se habría quedado a solas con la duda y la
incertidumbre—. Ojalá hubiera estado aquí… —repitió, y las palabras desataron sus
lágrimas. Se quedó sentada y llorando hasta altas horas de la noche, sola en la casa
vacía.
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Capítulo tres
Douglas consiguió quitarse el abrigo a duras penas. Desvestirse habría sido un
suplicio de no ser por la solicitud de Melanie, que le ayudó a desprenderse de la
chaqueta y la colgó pulcramente en el respaldo de una silla. Tenía que haberse dado
cuenta, en cuanto hubo abierto la puerta, a juzgar por la expresión de Douglas y el
extraño modo en que se conducía, de que algo iba mal. Si reparó en el hedor del
contenedor de basura, no dijo nada ni arrugó siquiera su naricilla respingona.
—Tienes pinta de necesitar un trago —dijo, mientras le conducía hasta el sillón.
—Una cerveza me vendría de perlas. —Sands sonaba más lastimero de lo que
pretendía, como le indicó la franca mirada de compasión que le dedicó Melanie. No
podía quitarse de la cabeza lo que había visto, lo que no podía haber visto: la aldaba
de la puerta abriendo la boca para morderle. Eso, la nausea, y su espalda, se sobraban
para desconsolarle. Sentarse alivió un tanto su dolor de espalda, pero tampoco era del
todo cómodo, y cualquier intento por cambiar de postura generaba renovadas
punzadas de dolor.
Melanie abrió la puerta del frigorífico.
—¿Qué tal un vino frío?
—¿No tienes otra cosa?
—Tengo… vino frío.
Douglas exhaló un sonoro suspiro.
—Dios santo. Está bien.
Sin que se lo pidiera, le ayudó a reclinarse en el sofá, levantándole los pies, y
luego le quitó con cuidado los zapatos y los calcetines. Douglas había llegado a un
punto en el que no habría podido alcanzarse los zapatos, por no hablar de desatar los
cordones y quitárselos, pero mientras ella les sacudía la nieve y los dejaba junto al
radiador para que se caldearan, lo que más le preocupaba era el maloliente brebaje
embotellado de kiwi con algo que le había dado. Con el primer sorbo, sintió cómo se
le revolvía de nuevo el estómago y se le subía la bilis a la garganta.
—Agh. Esto es peor que la basura.
—¿Qué? —Melanie se sentó en el borde del sofá y comenzó a acariciarle el
cabello. Le gustaba buscar las primeras canas que habían empezado a surgir. El hecho
de que estuviera encaneciendo a los cuarenta y seis no era algo que a Sands le gustara
que le recordasen, y le apartó la mano más de una vez, irritado.
—¿Qué clase de infierno es éste en el que vives? Música rap y vino frío.
—Yo no toco rap.
—No lo tocarás, pero bien que lo escuchas. —Lo cierto era que el atronador bajo
de la música de uno de los vecinos provocaba que el suelo vibrara ligeramente. Para
ella no era más que ruido de fondo. Así era como le gustaba vivir mientras se pagaba
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el instituto de la comunidad, en lugar de aceptar la oferta de Sands de ponerla en otro
sitio. Desearía que ella hubiera accedido, aunque sólo fuera para no tener que volver
más a aquel agujero.
—¿Para eso has venido? —preguntó Melanie, aflojándole la corbata—. ¿Para
escuchar música?
Sands soltó una risa despectiva.
—Sí, justo.
La mano de Melanie se apoyó en su pecho y luego en su estómago, no del todo
firme, siguiendo la línea de los botones hasta la cintura.
—Esta noche trabajas hasta muy tarde. —Comenzó a desabrocharle el cinturón,
pero entonces reparó en su mano—. Estás sangrando.
Había un reguero de sangre donde se había desgarrado la piel, pegada a la
barandilla metálica a causa del frío.
—Sí, la aldaba de tu puerta me ha mordido. —Se sintió como un estúpido incluso
antes de acabar de decirlo. ¿Qué esperaba, que ella le confirmara lo que había visto?
«Ya, lo hace a veces. Tienes que andarte con cuidado».
Pero ella se limitó a mirarle extrañada y a dejarle cuestionándose su cordura
mientras desaparecía en busca de vendas, peróxido de hidrógeno[1] y una botella de
ibuprofeno. Le curó las heridas y le dio un vaso de agua cuando él rehusó tomarse el
ibuprofeno con el mejunje con sabor a kiwi. Sólo cuando se hubo ocupado de todo
aquello terminó de desabrocharle el cinturón.
—¿De qué estábamos hablando?
—Decías que trabajo muy duro.
—Me parece que dije «hasta muy tarde», pero ahora que mencionas eso de
duro…
Introdujo la mano bajo la cintura de sus pantalones.
Douglas Sands no venía a este lugar olvidado de Dios por la música, ni por la
conversación, ni siquiera por el amor ni la compañía. Venía para ver desnuda a
Melanie. El sexo era una bonita gratificación —esa noche, tras ayudarle hábilmente a
quitarse la ropa antes de desvestirse también ella, se puso encima y lo montó con una
intensidad que bien valía la leve sobrecarga de su espalda— pero lo más gratificante
venía después. El sexo vigorizaba a Melanie. No era de las que se quedaba rendida
con la cabeza apoyada en el pecho de Douglas; recorría el apartamento desnuda
mientras iba a buscar algo para beber, y parloteaba sin cesar de sus sueños para el
futuro, del momento en que ambos podrían estar juntos. Sands fingía interés, pero
sobre todo la observaba.
Melanie estaba atractiva con ropa de calle, pero no extraordinaria. Desnuda, no
obstante, su pequeño y grácil cuerpo adquiría una exuberancia desproporcionada para
su tamaño. El cabello le llegaba casi hasta los hombros y lo tenía constantemente en
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la cara. Tenía los hombros fuertes, no huesudos; sus pechos, poco más grandes que la
mano, eran tentadores y coquetos, y poseían una elasticidad agradablemente firme. El
estómago y las piernas eran firmes, pero no musculosas. Sus caderas estaban
generosamente curvadas. Se había acostumbrado a hablar a menudo de su deseo por
tener hijos; había llegado a sugerir incluso que Douglas y ella deberían formar una
familia algún día, pero su pétreo silencio la había acobardado, y no había vuelto a
mentar a los niños desde entonces.
Del mismo modo que el sexo vivificaba a Melanie, Douglas se sentía veinte años
más joven observándola. Le gustaba quedarse allí tumbado y mirar mientras ella se
paseaba y charlaba, sin tapar su cuerpo, completamente a gusto con su desnudez. Su
absoluta ausencia de tapujos absolvía a Sands de la preocupación —y arrepentimiento
— por su propio cuerpo envejecido. Para Melanie, la vida era un espectro de miles de
posibilidades; todavía tenía que experimentar las dificultades que abrumaban a Sands
con tanta tenacidad; al observarla, compartía sus sueños. No del modo en que se le
ocurriría a ella. Él sabía que jamás podría formar parte del futuro a largo plazo de
Melanie; nunca tendrían hijos, ni se casarían. Pero sus sueños eran tan intensos que
Douglas podía perderse en esa intensidad, ya que no en los sueños en sí. Durante
algunas horas, atrapado por la efusiva ambición de Melanie, podía sentirse joven y
vivo. Su cansina vida normal no tardaría en darle alcance.
Se despertó al oír la ducha. El que el sonido que oía lo produjera el agua corriente
tras la puerta cerrada del cuarto de baño fue algo que tardó en imprimirse en su
agotada cabeza. Su primera y somnolienta sensación fue de cierta frustración porque
Melanie volvería a estar vestida cuando saliera. Con el siguiente aliento, comprendió
en toda su magnitud el hecho de que se había quedado dormido…
Se despejó de inmediato y se incorporó de un salto… o casi de un salto, antes de
que su mente consciente recordara que se había lastimado la espalda. Era sencillo
acordarse —inevitable, en realidad— cuando un relámpago te recorría la espalda y te
dejaba postrado en el suelo, no sin antes haberte golpeado la cabeza contra la mesa de
café por el camino. Yació desnudo y jadeante durante un minuto, con los ojos
apretados con fuerza a causa del dolor. Para cuando hubo conseguido incorporarse y
llegar hasta el sofá y a continuación, con gran dificultad, vestirse, la ducha se había
cerrado. Pero no tenía tiempo para esperar a Melanie. Incapaz de enderezarse por
completo de cintura para arriba, Sands rastreó el apartamento en busca de un trozo de
papel para dejar una nota. No encontró nada que se mereciera su aprobación a mano,
por lo que cruzó el vestíbulo en dirección al dormitorio de Melanie. Montones de
ropa, pero nada de papel. Miró el reloj de soslayo; eran más de las doce la noche.
Dios santo.
Pensando que el único desastre que podría ocurrir ahora era que alguien le robara
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el coche, se acercó a la ventana y abrió las baratas cortinas de Melanie con dos dedos.
Le complació ver que parecía que el coche estaba bien, pero cuando se daba la vuelta,
algo le llamó la atención: una figura, no en el aparcamiento, sino en uno de los
balcones junto a la lona azul del otro lado de la calle, el edificio desahuciado.
Se detuvo y volvió a mirar entre las persianas. Nada. Había nieve en los balcones
que rodeaban la lona, pero ninguna silueta ominosa. Se quedó observando aquel
punto un buen rato, esperando ver algún tipo de movimiento. Pero las sombras
oscilantes que pudo ver pertenecían a los árboles cargados de hielo y nieve que se
mecían al viento.
—Habrá sido un reflejo —se dijo. Las luces de algún coche, reflejadas en la
nieve, o en la lona. Pero la forma que había visto, que le había parecido ver, no era un
destello fugaz. Era oscura y de alguna manera, le parecía, siniestra. Se burló de las
fantasías de su mente agotada. El exceso de trabajo y el dolor. Eso era todo. El dolor
que sentía en la espalda era casi peor que una migraña; a veces veía manchas, y podía
volverle susceptible—. No es nada más que eso.
—¿Qué haces aquí dentro farfullando a oscuras?
Se sobresaltó al oír la voz de Melanie a su espalda. Cerró las persianas y, de
nuevo, se lastimó la espalda al girarse. Se zafó de los intentos de la mujer por mitigar
su dolor.
—No deberías haber permitido que me durmiera —le espetó—. Es tarde. Tengo
que irme.
—¿No te puedes quedar un poquito más?
—No. —Bruscamente, añadió—: Tengo que volver a casa con mi esposa. —
Cruzó el vestíbulo con dificultad, se peleó con su gabardina, y se detuvo en la puerta.
Melanie no había salido del dormitorio. Sabía que le había hecho daño… pero,
demonios, su esposa era algo real, no los meros sueños infantiles de una cría—. Dile
a tu casero que eche más sal en el aparcamiento.
Dejó que la puerta se cerrara de golpe a su paso.
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Capítulo cuatro
Douglas se sentó en el coche con la cabeza desplomada contra el reposacabezas
durante varios minutos después de que la puerta del garaje se hubiera cerrado tras él.
El reloj del salpicadero marcaba la 1:16 AM. Había llegado a un frágil acuerdo con
su espalda: Él no se movería, y ella sólo le dolería la mitad. Pero ahora le palpitaba la
cabeza donde se había golpeado contra la mesa de café. Sentía cómo se estaba
formando un chichón a escasos centímetros por encima de su ojo derecho.
La calefacción estaba al máximo —la había subido en un intento por calentarse
los dedos después de haber tirado los guantes— y ahora hacía tanto calor dentro del
coche que le costaba respirar. Al cabo, apagó el motor; tal vez estuviera cansado y
dolorido, pero eso no significaba que quisiera suicidarse. De forma algo perversa,
casi daba gracias por el dolor. Refunfuñar para sí y regodearse en sus desdichas le
ayudaba a no pensar en asuntos más perturbadores, en visiones imposibles, vistas y
no vistas, el león y el hombre al acecho. Toda la noche había sido una mezcla
surrealista de lo doloroso y lo infame: la temeraria imprudencia del conductor en el
aparcamiento, la hediondez de la basura se había adherido tenazmente a Sands
(aunque sin duda Melanie lo habría mencionado si hubiera sido tan horrible). La
familiaridad del hogar sería un consuelo.
Dentro, la casa estaba a oscuras. Faye no había dejado ninguna luz encendida, ni
Douglas las necesitaba. El fulgor verde del reloj del microondas le ayudó a cruzar la
cocina. El comedor y la sala de estar, aun con las cortinas cerradas, recibían la
suficiente luz ambiental de las farolas como para que pudiera avanzar sin problemas.
Bregó por un momento para quitarse el abrigo y lo dejó encima del sillón reclinable.
El vestíbulo trasero estaba muy oscuro, pero también era corto y recto. Abrió la
puerta del dormitorio con cuidado, para no despertar a Faye, pero se despertó de
todos modos. Era siempre igual: Él intentaba no hacer ruido, para evitar sus
preguntas, y ella lo echaba todo a perder y se despertaba. Siempre. Sólo por
fastidiarle.
—¿Trabajando hasta tarde? ¿Qué hora es? —No parecía demasiado despierta; su
voz era áspera, pastosa.
—Vuelve a dormirte. —Intentó sonar tranquilo y conciliador, pero las palabras
brotaban carentes de emoción.
—¿No coge nadie el teléfono en tu oficina? —Estaba empezando a darse la
vuelta. Si se sentaba y seguía hablando, Douglas sabía que le costaría acallar su
interrogatorio.
—Para eso está el buzón de voz. Voy a darme una ducha. —Se dirigió
directamente al cuarto de baño, sin detenerse.
—Pero hay que comprobar el buzón de voz, o no servirá de nada —dijo cuando él
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cerró la puerta y encendió la luz y el ventilador.
Tenía razón. Debería haber comprobado su buzón de voz y haberle dicho que iba
a llegar tarde —que iba a quedarse trabajando hasta tarde— antes de visitar a
Melanie. Douglas no conseguía decidir si Faye lo sabía. Nunca le había preguntado
acerca de otras mujeres; sus preguntas, como esa noche, siempre parecían inocentes.
¿Sería producto de su imaginación el tono de suspicacia? ¿O su conciencia culpable?
«Por lo menos debe de sospechar algo», pensó. Probablemente las señales de su
aventura eran cosas que ella veía, pero se negaba a reconocer.
La Faye con la que se había casado hacía veinticinco años lo habría sabido. Pero
claro, el Douglas de hacía veinticinco años no andaría acostándose con otra. Antes
eran distintos. La Faye con la que se había casado era ambiciosa, decidida. «Sigue
siéndolo», pensó mientras se desnudaba despacio, con cuidado de no forzar la
espalda, y colgaba el traje en una percha en la puerta. «No puede ser que sólo haya
cambiado yo». Lo que les había ocurrido no podía ser sólo culpa suya. También ella
había cambiado. Hace veinticinco años, Faye siempre mantenía los ojos abiertos. Ella
se habría dado cuenta. Se habría preocupado lo suficiente para enterarse. No es que
Douglas estuviera acostándose con Melanie con la esperanza de que le pillaran. No
era ningún adolescente revoltoso que prefiriera llamar la atención de forma negativa
antes que no obtener ninguna atención. Ese no era el caso. Faye había cambiado.
Algo había muerto en su interior, y hacía diez años que ambos seguían caminos cada
vez más divergentes, hasta que había llegado un momento en que la distancia que los
separaba era mayor de lo que Douglas hubiera creído posible. «Y sigue sin darse
cuenta». Tanto si no lo veía como si quería verlo, lo cierto era que daba igual.
El agua caliente de la ducha suponía un merecido alivio. Douglas no se había
refugiado aquí tan sólo para eludir las preguntas de Faye. El vapor y el calor
mitigaban el martilleo que crecía, al igual que el chichón, por encima de su ojo
derecho. La sangre regresó a sus dedos, y su espalda comenzó a relajarse lentamente.
Moviéndose con cuidado y utilizando jabón en abundancia, se frotó a conciencia. Al
fin se sintió libre del hedor del contenedor, y también debía librarse del olor a sexo;
no estaría bien meterse en la cama con su mujer, oliendo a Melanie. Ése era el motivo
por el que se duchaba a menudo después de una larga noche «en la oficina».
Para cuando Douglas hubo terminado, tomado otro puñado de ibuprofeno, y
preparado para acostarse, Faye dormía como un tronco. Se metió en la cama, a su
lado, con movimientos rígidos, temiéndose que su agarrotamiento pudiera
despertarla, pero ella apenas se agitó. El dormitorio estaba muy oscuro tras la
brillante iluminación del cuarto de baño. Durante un buen rato, yació envarado,
escuchando la respiración de Faye. Cuando dormía profundamente, solía roncar un
poco; un sonido bajo y delicado que a Douglas siempre le había parecido entrañable.
Esa noche parecía un recuerdo inconsciente de la Faye de la que se había
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enamorado… la Faye a la que estaba engañando.
Pese al agotamiento, Douglas no conseguía dormir. La espalda no le dolía tanto
tras la ducha, pero seguía sintiendo un agudo pinchazo casi con cualquier
movimiento. Así, intentó permanecer inmóvil —sin querer despertar a Faye—
prisionero en su propia cama. Podía cerrar los ojos legañosos y fingir, intentar, pero
no conseguía engañar al sueño para que acudiera a él. Escuchó la suave respiración
de su esposa, intentó permitir que el ritmo pausado ralentizará los latidos de su
corazón; cuando falló eso, intentó aislar los sonidos que emitía Faye, para colocarse
en una vaina de vacío sensorial. De nuevo, en vano. Cada vez que miraba el reloj de
la mesilla, deseaba no haberlo hecho. Lo que se le antojaban horas no eran sino
minutos, aunque también las horas comenzaron a discurrir poco a poco.
Al cabo, agitado por su fracaso, se levantó y anduvo a oscuras. El lóbrego silencio
de la casa le oprimía, le constreñía y le asfixiaba, parecido al bochorno que había
padecido antes en el coche. En el comedor, se sirvió un gran vaso de güisqui, dio un
sorbo, y luego engulló un buen trago. Sofocó una tos, pero la tirantez de su pecho se
alivió un poco. Volvía a respirar con más facilidad.
En el exterior, el viento había arreciado de nuevo y gemía al doblar la esquina de
la casa. Douglas renqueó hasta la sala de estar. En la oscuridad, aquellos
pensamientos imposibles le asaltaron de nuevo: el león, el hombre que acechaba. Dio
otro trago de güisqui. Aguantando la respiración, apartó con cuidado la cortina de una
de las puertaventanas. Pues claro que no se veía más que la piscina cubierta de nieve,
se dijo. Esas otras cosas eran imposibles. No las había visto antes; no iba a verlas
ahora. Se regañó mentalmente y probó otro sorbo. El viento lanzaba nieve en polvo
desde el tejado y transformaba el patio de Sands en la típica escena de una de esas
bolas de cristal que se agitaban. Sin embargo, a Douglas no le apetecía ver el mundo
agitado en esos momentos. Se acomodó en el reclinatorio con mucho cuidado. Tal
vez el güisqui, y el estar lejos de Faye, le ayudaran a conciliar el sueño.
Se le cerraron los ojos, como dotados de vida propia, y se concentró tan sólo en el
cálido reguero de fuego líquido en su pecho. Proyectó el alcohol hacia su espalda, su
cabeza, su mano, a todos sus nervios desquiciados. Dio otro trago largo; el reguero de
fuego se avivó. Estaba demasiado cansado para seguir pensando. Retuvo la atención
en el calor que se extendía desde su pecho, en eso y en nada más. Durante algunos
momentos, no hubo Faye, ni Melanie, ni trabajo que le esperara mañana por la
mañana… esa mañana; faltaba poco para que amaneciera.
Se despertó sobresaltado. Echó un rápido vistazo a su alrededor. Pisadas. Había
oído pisadas. ¿O estaba soñando? Por fin se había amodorrado, pero su mente no
pensaba dejarle dormir. Se quedó sentado e inmóvil, a la escucha. No había señales
de Faye. Una respiración. Por un momento, Douglas estuvo seguro de haber oído
también a alguien respirando. Unas pisadas y una respiración.
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Cogió el vaso. Quedaba menos güisqui del que le hubiera gustado, pero estaba
demasiado derrengado como para ir en busca de más. Apuró el resto. «Malditos
sueños», pensó. No podía descansar ni siquiera cuando se dormía. Había estado
pensando en la respiración de Faye —«esos malditos ronquidos»— y la idea se había
colado en sus sueños. Faye y sus malditas preguntas le asediaban despierto y
dormido.
Pero un persistente recuerdo inalcanzable preocupaba a Douglas, le decía que la
respiración que había oído no se parecía a los suaves ronquidos de su esposa, como
tampoco eran suyas las imaginarias pisadas.
Al final, el salón repleto de sombras no le proporcionaba más solaz que su
dormitorio plagado de preguntas. En la oscuridad, la negra pantalla del televisor le
escrutaba como si se tratara de algún tipo de tecnología alienígena; las fotos de su
hijo sonriendo, siempre sonriendo, custodiaban el insomnio de Douglas; y el viento,
cargado de remolinos de nieve, le llamaba: «Papá», decía. «Papá…» alejándose igual
que se escurría el agua por el fregadero cuando creía que lo oía con claridad. Fingió
que no lo oía, que no reconocía aquella voz perturbadora y familiar. Los
remordimientos y el licor, ésos eran los culpables. Unas cuantas horas de sueño le
despejarían la cabeza, pero esa noche no iba a encontrar descanso.
Al cabo, Sands se levantó para rellenar el vaso, y luego otra vez. Pero el sueño
intranquilo no le llegó hasta que hubo salido el sol y hubo dejado de soplar el viento.
Incluso entonces, durmió a intervalos. Se fingió profundamente dormido cuando oyó
a Faye desperezándose, preparándose para un día de trabajo y actividad frenética.
Cuando se hubo marchado, llamó a la oficina para comunicarles que no iba a ir a
trabajar ese día, y luego se arrastró, acartonado y abatido, hasta la cama vacía.
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Capítulo cinco
—¿No estás de acuerdo, Douglas?
Sands regresó de golpe al aquí y ahora, pero su mente tardó algunos segundos en
cambiar de marcha. De un tiempo a esta parte, parecía que a menudo se quedara unos
cuantos pasos atrás, distantes sus pensamientos. Habían transcurrido casi dos
semanas desde la noche en que había salido renqueando del apartamento de Melanie
y hubiera oído la voz en el viento. Ésa había sido la primera vez, pero no la última.
La había vuelto a oír todas las noches a partir de aquélla. Despierto o dormido, sobrio
o borracho, con viento o sin él… esa voz pequeña y suplicante le llamaba todas las
noches. Pa-pá.
Pero ahora estaba en la oficina, en Iron Rapids Manufacturing, y la única voz que
le llamaba era la de Caroline Bishop.
—¿Douglas? ¿Estás aquí?
—Me… —Echó un vistazo al informe que tenía ante sí sobre la mesa de
reuniones, luego a los papeles que había delante de Caroline y Albert, y le alivió
comprobar que estaba en la página correcta, al menos—. Me he perdido con ese
último gráfico. Caroline.
Caroline frunció el ceño. Era una menuda mujer negra con los brazos tan
delgados que prácticamente se veían los huesos bajo la piel. Pero era fuerte, dura
como el hierro, después de criar y educar a cuatro hijos, y su desaprobación pesaba
tanto como la palabra del Antiguo Testamento.
—Es muy sencillo, Douglas. —Volvió a explicar el gráfico, con paciencia. Era
una mujer de carácter, pero no cruel.
Sands miró a Albert Tinsley, que le dedicó un ensayado arqueamiento de cejas.
Los gráficos y esquemas generados por ordenador de Caroline eran infames. Aunque
se hubiera incorporado a la jerarquía de la empresa después que Sands, Caroline era
el pegamento que mantenía unido al Departamento de Personal. Hija de unos
aparceros de Alabama, trabajaba en IRM desde hacía más de treinta años, desde que
se mudara al norte, y durante ese tiempo había vivido el sueño americano: ascenso en
la línea de producción hasta la dirección, pagando al mismo tiempo la educación de
sus cuatro muchachos. Cuando empezaron a imponerse los ordenadores, en lugar de
venirse abajo y volverse prescindible, había abrazado la tecnología en desarrollo
igual que un asmático arrojado de repente a un tanque de oxígeno puro. Había
medrado y prosperado y se había transformado en una de esas personas
indispensables sin las que las operaciones diarias de la oficina, sencillamente, no
existirían. También había desarrollado la costumbre de crear un gráfico cuando habría
bastado con una frase breve o una cita; no porque deseara airear el hecho de que
podía conseguir cualquier cosa del software que desafiaba a Sands y a todos los
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demás, sino porque utilizar todos los elegantes aperos de la era de la informática era
ya una segunda naturaleza para ella.
—… Así que las cifras del tercer cuatrimestre deberían ser evidentes.
—Ya veo —dijo Sands—. Tienes razón. Es muy sencillo. ¿De verdad
necesitábamos un gráfico para eso? —Supo al instante que no debería haberlo dicho,
que eran la frustración y la falta de sueño las que hablaban por él.
—¿Perdona?
Sands intentó pronunciar una disculpa diplomática, sonar más profesional y
menos patético:
—Es que detesto imaginarte perdiendo tanto tiempo con…
—Tardé treinta segundos —declaró Caroline, obviamente irritada porque se
cuestionara la forma en que empleaba el tiempo.
—Oh. Eso lo explica todo —dijo Sands, con una sonrisa de desaprobación—.
Estaba pensando en lo que habría tardado yo… por lo menos dos horas.
—Por lo menos dos días. —Caroline recogió sus papeles.
—¿Disculpa?
Pero Caroline se limitó a ensayar una dulce sonrisa.
—¿Necesita algo más, Sr. Sands? No querría quedarme aquí sentada cuando
podría estar utilizando mi tiempo más provechosamente.
—No, no, gracias. ¿Puede cerrar la puerta cuando salga, por favor?
Así lo hizo, dejando a Sands y Albert en la sala de conferencias.
—Una inteligente retirada estratégica —dijo Albert, sonriendo—. Es verdad que
no necesitábamos un gráfico para esos datos.
—Es verdad que no tardó nada. Tendría que haberme mordido la lengua. No
quiero ni imaginar lo que sería de esta oficina si Caroline me cogiera manía.
—El destino sería mucho peor que la muerte. Pero ¿a ti cómo te va, Douglas? —
La compostura de Albert seguía siendo natural, amigable, pero sus palabras sonaban
más serias—. Pareces cansado. Se nota que estás cansado. —Albert era la persona de
Personal, el que se ocupaba de realizar entrevistas, de distribuir el trabajo, de redactar
los informes interdepartamentales, y de resolver conflictos. Llevaba allí casi tanto
tiempo como Caroline, y donde ella era la matriarca de hierro del departamento, él
era la figura razonable y conciliadora. Las apreciables arrugas en las comisuras de sus
ojos y labios suavizaban sus fuertes rasgos, y una poblada barba gris ocultaba sólo
parcialmente la incipiente piel fláccida de su cuello y mandíbula, uno de los
irrevocables regalos de la edad.
—No he dormido bien —respondió Sands, cauteloso. Observó a Albert con
atención. ¿Qué diría cualquiera, por comprensivo que fuera, si Sands confesara que
estaba escuchando voces? «Diría lo mismo que diría yo. Que me estoy
desmoronando»—. Nada que no se solucione con una buena noche en la cama —fue
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todo lo que logró decir Douglas.
Tinsley aceptó su explicación sin realizar ningún comentario. Asintió con gesto
indulgente. Douglas empezó a ojear sus papeles, intentando al mismo tiempo vigilar
subrepticiamente a Albert. «¿Lo sabe? ¿Puede darse cuenta?» ¿Se evidenciaba de
alguna manera que Sands oía cosas, que veía cosas? ¿Era ése el motivo por el que se
había interesado Albert, para cazar a Sands en una mentira? ¿O sería tan sólo que
Sands parecía cansado? Pasó unas cuantas páginas más y al fin encontró la que
buscaba.
—Tengo que preguntarte algo acerca de Gerry —dijo Sands, cambiando de tema
—. Sé que ciertos asuntos son confidenciales, y no te estoy pidiendo que me cuentes
ningún detalle pero ¿me puedes decir si está cooperando? ¿Está viendo a un
consejero? Eso sí puedes decírmelo, ¿no?
—¿Ha mejorado su actuación?
—No de forma exagerada. —Sands entregó a Albert el informe pertinente. El año
pasado, Gerry Stafford había extraviado las nóminas electrónicas de diez empleados
de IRM. Diez. Era una información fácil de comprobar para un nuevo empleado,
asegurarse de que se hubiera introducido correctamente el número de cuenta, y era
una de las muchas labores que desempeñaba Gerry sin problemas desde hacía años.
Pero ahora era un problema, que se remontaba comprensiblemente a un horrible
accidente de coche en el que falleció la mujer con la que Gerry llevaba casado quince
años y del que él, milagrosamente, había salido indemne. Pero, así y todo, era un
problema.
Tinsley estudió el informe con gesto grave.
—Sí que está viendo a un consejero, pero tardará algún tiempo.
—No te creas que no lo entiendo, créeme —dijo Sands, y Tinsley asintió—. Pero
podría aprobarle una baja por enfermedad. Podría recibir más tratamiento intensivo si
lo necesita.
Cuando Albert alzó los ojos de nuevo, Sands pudo leer el mudo comentario en los
ojos de su compañero. «Pero tú nunca has pedido la baja, Douglas. Tú nunca has
visto a un consejero». Pero eso había ocurrido hacía diez años, y Sands no era Gerry
Stafford. Aun así, no era algo de lo que Douglas quisiera hablar, ni siquiera evitar
hablar, con Albert Tinsley.
—Habla con él, Albert. Tenme informado. —Sands salió de la sala de reuniones
un tanto bruscamente. No podía rechazar la ironía de que él estuviera recomendando
tratamiento a otra persona. «¿Oiría voces Gerry?», se preguntó con ironía. Pero al
menos Sands cumplía con su trabajo; no era él el que estaba cometiendo errores
laborales. Que Tinsley metiera sus comprensivas narices en los asuntos de otro.
Prácticamente pasó como una exhalación junto a las hileras de cubículos de la
oficina. Dejó atrás el escritorio de Melanie sin pronunciar palabra y cerró la puerta de
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su despacho. Antes de que se hubiera acomodado en su silla, escuchó cómo llamaba a
su puerta, despacio pero con firmeza, en absoluto vacilante.
—¿Sí?
Entró y cerró la puerta detrás de ella. Melanie era sumamente competente en la
oficina; tenía dotes profesionales. Hoy vestía blusa y pantalones. Un delicado
guardapelo colgaba de una cadena de oro en su cuello abierto; regalo de Sands las
Navidades pasadas.
—Dos cosas. Primero, el Sr. Grogan ha llamado para saber si podrías jugar al
tenis esta semana.
—Dile que sí, e intenta reservar la pista para nosotros.
Melanie asintió y tomó un rápido apunte.
—La segunda cosa —comenzó, colocando el capuchón al bolígrafo y sujetando el
bloc contra su pecho—, es… más personal.
Douglas se revolvió en su silla. Se frotó la nuca. Ése era el tipo de situaciones
violentas que podían producirse al padecer problemas de insomnio en la misma cama
que tu ayudante de dirección. Había convenido desde el principio que los negocios
eran los negocios, y todo lo demás quedaría al margen. Ninguno de ellos quería dejar
su trabajo, y de otro modo sería demasiado extraño. No se escamoteaban para besarse
en los lavabos, ni se dejaban notas en sus respectivas mesas. Hacía casi un año que
funcionaba con muy pocas excepciones, como ésta.
—¿Ocurre algo malo?
Douglas volvió a revolverse.
—¿Malo? No ocurre nada… no pasa…
—Es sólo que… hace un par de semanas que no te pasas, y ya casi no me diriges
la palabra en el trabajo. —No tenía los ojos húmedos; ése no era su estilo, pero estaba
preocupada—. Me preguntaba si…
—No… no ocurre nada. Es sólo que… —«Tenía demasiado miedo de regresar,
miedo de lo que pudiera ver. Es una locura»—. No he… dormido bien. Estoy
cansado. Eso es todo.
Melanie le observaba como un halcón, pero consiguió no tornarse insistente.
Poseía la cualidad de ser recatada y vagamente salvaje al mismo tiempo.
—¿No tiene que preparar Faye otra conferencia sobre bienes raíces? Podrías venir
a casa y quedarte. Yo te ayudaría a dormir.
Le agotaría hasta que se desplomara exhausto, eso era lo que quería decir. Sands
no podía fingir que no veía la fina línea de su sujetador debajo de la blusa
ligeramente transparente, o la curva de sus pantalones, pero tampoco podía olvidar lo
que había visto en su apartamento la última vez.
—No, no va a asistir a la conferencia de Phoenix este año.
—Denver.
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—Tienes razón, Denver. No va a ir. Estará aquí por Navidad.
Aquello afectó a Melanie. Seguían sin aflorar las lágrimas, pero estaban más
cerca; era evidente que le costaba mantener la compostura.
—Ya veo.
—Mañana por la noche. Iré mañana por la noche.
Melanie asintió y esbozó una débil sonrisa.
—Será mejor que llame al Sr. Grogan.
Sands permitió que se fuera y exhaló un sonoro suspiro cuando se hubo cerrado la
puerta. Se pasó los dedos por el cabello. La magulladura que recibiera en la frente al
golpear la mesa de café de Melanie había desaparecido, y la herida que le produjera
en la mano la barandilla helada casi se había cerrado. En un esfuerzo por olvidarse de
todo, se concentró en su trabajo.
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Capítulo seis
Douglas Sands no recordaba haber extraído jamás una satisfacción tan pura y
visceral del mero hecho de golpear una pelota verde y peluda. Tal vez no lograra
dormir, tal vez no consiguiera mantener un matrimonio feliz, pero sí que podía
machacar una pelota de tenis.
—Treinta a nada.
Sands envió un servicio a la T central para conseguir un ace. Mike Grogan hizo
un débil intento por alcanzarla, pero ni siquiera se acercó a golpear el servicio, mucho
menos a devolverla por encima de la red.
—Cuarenta a nada.
Con el siguiente servicio, desde la pista de saque, Sands hizo correr a Mike y
subió a la red. Grogan consiguió conectar la raqueta a la bola, a duras penas, y ensayó
un revés desesperado, que flotó perfectamente para que Sands la pusiera lejos de su
alcance con una bolea cruzada. Juego.
—Tío, no sé qué pastillas estarás tomando para la espalda, pero quiero un frasco
—dijo Mike, medio en broma, medio frustrado cuando cambiaron de campo y se
tomaron un respiro—. En serio, cuando te fastidias la espalda y te tomas una semana
de descanso, se supone que tienes que volver bajo de forma… y no pegando a la bola
mejor que nunca.
—Hoy me siento mucho mejor. —Sands se había dado una ducha caliente y había
dedicado algún tiempo a hacer estiramientos para asegurarse de que su espalda
estuviera relajada y en forma antes del partido. También había renunciado a sacar por
alto. Se podía sacar desde arriba sin demasiado esfuerzo e imprimirle la consistencia
necesaria, pero Sands conocía su naturaleza competitiva, y a fin de lograr que el
servicio llevara la fuerza precisa para poner en problemas a Mike, tendría que arquear
la espalda y fintar bruscamente, girando al mismo tiempo, y estaba convencido de
que eso le destrozaría la espalda. Ya le había pasado antes. Así que había recurrido a
su saque de lado, y le estaba saliendo de perlas, con mucha velocidad, y el suficiente
control como para que Mike vacilara, cometiera numerosos errores y las devolviera
flojas cuando acertaba. Lo extraño era que Sands se lo debía todo a la concentración;
estaba tan cansado de pensar en lo que ocurría con el resto de su vida que había
decidido olvidarlo todo en cuanto pisó la pista. El Club de Tenis de Iron Rapids
quedaba más allá del cinturón de la autopista, técnicamente fuera de los límites
urbanos de Iron Rapids. Tal vez eso contribuyera; estar aislado de todo y todos los
que le daban tantos problemas. Quizá se impusieran unas vacaciones, puede que uno
de esos cruceros de invierno por el Caribe.
—¿Qué tal está Faye, Doug? Hace tiempo que no la veo.
—Está… bueno… bien.
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Sands observó a Mike mientras se secaban con las toallas y bebían agua. «¿A qué
viene eso? —se preguntó—. «¿Qué tal está Faye? Está como ha estado siempre, hijo
de puta». ¿Sabía Mike algo que se estaba callando? ¿Había hablado con Faye? ¿Le
había confesado ésta sus sospechas?
Sacudió la cabeza con fuerza. Dio otro trago de agua. «Dios santo, ¿qué me
pasa?» No era más que una pregunta inocente, trivial. Tantas mentiras y subterfugios
estaban volviéndole paranoico acerca de las intenciones de todo el mundo. Douglas y
Mike, y Faye y Bárbara, la ex-esposa de Mike, se conocían desde hacía tiempo. Mike
había comenzado como jefe de sección en una de las plantas de IRM hacía algunos
años, cuando Douglas se había colocado en Personal. Ambas parejas habían jugado al
bridge y al tenis juntas en alguna ocasión, pero las partidas de cartas y casi toda la
relación social se habían disuelto con el matrimonio de Mike y Bárbara hacía años.
Sólo el tenis, intermitente a lo largo de los años, había sobrevivido. Probablemente
Mike hacía tiempo que no veía a Faye, y no se merecía las especulaciones de Sands.
—¿Cómo vamos? —preguntó, camino de la pista—. ¿Cuatro uno?
Mike se encaminó hacia el otro lado.
—Uno cuatro, saco yo.
—Vale.
Douglas necesitó tan sólo unos cuantos puntos para darse cuenta de que, sin lugar
a dudas, cualquiera que fuese la zona zen del tenis que había ocupado durante el
primer set y medio, había sido expulsado de ella. Los derechazos comenzaron a írsele
lejos y los reveses se estrellaban contra la red. Falló lo que debería haber sido una
bolea sencilla y golpeó con la madera de su raqueta. Ni siquiera rozó las cuerdas. La
pelota aterrizó a tres pistas de distancia y obligó a parar el juego a cuatro ariscas
dobles parejas octogenarias. Su servicio, que tan buenos resultados le diera durante
toda la mañana, le abandonó. No conseguía conectar el primer saque ni aunque le
fuera la vida en ello, y su segundo servicio era, como mucho, errático. Cuanto más lo
intentaba, peor. En lo que parecía un abrir y cerrar de ojos, y que en realidad eran dos
cambios de campo más tarde, Mike había empatado el marcador a cuatro iguales.
«¿Qué tal está Faye, Doug?», masculló Sands mientras se disponía a servir el
siguiente juego. Había conseguido ponerse de mal humor y ya no soportaba la alegre
cháchara de Mike. Éste no podría haber destrozado más la concentración de Sands ni
aunque lo hubiera intentado. «Para él es fácil preguntar por Faye. Su matrimonio se
fue al garete hace quince años. ¡El mío se está desmoronando ahora!»
Sin pensar, Sands lanzó la bola y dio todo lo que tenía en un saque alto que estaba
destinado a arrancarle la cabeza de cuajo a Grogan; cuando se inclinó hacia delante y
torció la muñeca, algo más se torció en su espalda. Al menos habría jurado que se
había torcido, o abierto, o desgarrado, o puede que alguien le hubiera asestado una
puñalada, o que le hubieran metido un asta de toro por el culo y estuvieran tocando el
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xilófono con sus vértebras.
Mike llegó a su lado antes de que Sands pudiera ponerse de pie. A decir verdad,
no habría podido incorporarse sin ayuda.
—Jesús, Doug. ¿Te encuentras bien?
—¿A ti qué te parece? —espetó, apartando el brazo de Grogan de un tirón. Sands
no sabía si le pitaban los oídos, o si lo que oía era su grito de agonía resonando en el
cavernoso complejo de pistas de tenis. Vio cómo le miraban los octogenarios, con el
ceño fruncido como si les molestara que hubiera interrumpido su partido por segunda
vez—. ¿Qué demonios están mirando? —les gritó—. ¡A ver si les hace gracia cuando
se rompan una cadera!
Mike estaba intentando contener la risa. Sands se encaró con él y se lastimó la
espalda en el proceso.
—Faye está estupenda, hijo de puta. Pero voy a dejarla.
Mike había dejado de reírse cuando Sands, encorvado y profiriendo maldiciones,
hubo salido de la pista.
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Capítulo siete
Sands se quedó delante de la puerta de Melanie, mirando, durante largo rato. En
parte, albergaba la poco realista esperanza de que ella se asomaría a la mirilla, por
ninguna razón en particular, le vería y abriría la puerta. Aunque no es que esperara
que eso fuese a ocurrir.
Miraba sobre todo la aldaba, el león de bronce de imitación que sostenía la anilla
entre los dientes. Miraba el número inscrito del apartamento, «3031», e intentaba ver
los otros números que se le habían aparecido, «666». No se preguntaba cómo ni por
qué los había visto. Quería convencerse de que no los había visto en realidad; quería
demostrar, de una vez por todas… ¿qué? No estaba seguro de lo que quería
demostrarse: ¿que estaba loco, que había sufrido una alucinación, que había delirado
por culpa de su maltrecha espalda? No lograba decidirse; a la larga, no creía que
supusiera diferencia alguna. Lo importante era que, esa noche, la aldaba no era más
que eso, y que el número del apartamento era el número del apartamento. Le
preocupaba menos él mismo que el mundo a su alrededor. Podía aceptar que hubiera
visto cosas inexistentes… ese hecho era menos ominoso que la posibilidad de que
dichas cosas hubieran estado allí.
El viento que soplaba a través del porche le entumecía la nariz y las orejas, pero
él apenas reparaba en ello. Bastaba con que el viento no le llamara; nada de lánguidos
y lastimeros «papás». Tenía las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo pese a
llevar puestos unos guantes nuevos. No había vuelto al apartamento de Melanie desde
aquella noche, y eso sí que era un problema. Hacía dos días que le había prometido
que se pasaría la noche anterior, y no lo había hecho. Le había mentido, no
intencionadamente, pero la noche anterior había llegado y no había sido capaz de
enfrentarse de nuevo a aquella puerta, de pasar junto a la lona azul donde había visto
a aquella figura (no había nadie en los balcones próximos a la lona cuando llegó esa
noche). Así que se había quedado en casa, sin pegar ojo, escuchando el viento.
Pero esa noche, era su propio hogar el que no sabía si podría soportar… su hogar
y Faye. Douglas sufría de pie en el umbral… igual que la vez anterior. Le dolía la
espalda. No sabía por qué le había soltado aquello a Mike esa mañana. ¿Podía culpar
también a su espalda lastimada? Tal vez el hecho de decirlo en voz alta… eso había
sido bastante impulsivo. Pero ¿dejar a Faye…? Sabía que había considerado esa
opción, al menos de pasada, alguna vez a lo largo de los últimos años, pero no
lograba recordar un momento concreto. ¿Dejar a Faye? ¿Era eso lo que quería hacer?
¿Era eso lo que necesitaba? Tal vez fuese mejor para ella, pensó. Lo cierto era que no
se había comportado como un marido ejemplar, no de un tiempo a esta parte. Había
abandonado a Faye a su tormento personal y se había contentado con que no
interfiriera en su vida diaria. Pero, desde luego, lo había hecho. Ésos eran los
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pensamientos revueltos que pugnaban por obtener su atención dentro de su cabeza
mientras miraba al león: león, silueta, viento, esposa, querida…
Esta última, su querida, constituía el problema más inmediato (siempre y cuando
el león, justo delante de él, se comportara). Sands la había ignorado por completo la
noche anterior, no había llamado, y cuando se hubo presentado en el trabajo esa tarde
después del partido de tenis, no la había visto. Le había dejado el mensaje por medio
de Caroline de que ese día se encontraba mal.
Así que aquí estaba Sands… ¿por qué? Esa noche parecía inconfundiblemente
inseguro respecto a la dirección a seguir. ¿Había venido para tranquilizar a Melanie?
¿Para decirle que estaba dispuesto a abandonar a su esposa? ¿Para practicar el sexo y
ver a la joven desnuda (por lo menos, albergaba esa esperanza)? «¿O para quedarse
mirando esa maldita puerta?», se preguntó, al cabo.
Levantó un puño enguantado y, sin tocar el león, llamó a la puerta. La expresión
de Melanie era inescrutable cuando abrió, no tanto sus palabras:
—Llegas un poco tarde.
Esta vez no le ayudó a acomodarse en el sofá, ni le quitó los zapatos y los
calcetines para colocarlos junto al radiador. Sin embargo, para cuando él se hubo
desembarazado del abrigo y se hubo sentado, sí que le ofreció una cerveza.
—Compré un paquete de seis cuando pensaba que vendrías anoche. —Se sentó en
la silla que había delante de él. Juntó las manos sobre el regazo (era un gesto forzado,
casi melindroso, nada propio de Melanie) y le miró expectante. Tras unos cuantos
segundos de tenso silencio, estiró el cuello y le observó con los ojos muy abiertos—.
¿Bien?
—¿Bien? —Sands intentó revolverse en su asiento, pero su espalda no estaba
dispuesta a consentirlo. Si intentaba impulsarse con los pies, un relámpago le surcaba
el costado y bajaba por su pierna. Por último, se vio obligado a apoyar las manos, con
las palmas hacia abajo, y a empujarse hacia arriba para moverse ligeramente. Incluso
esto le resultó complicado, puesto que los cojines cedían un poco bajo su peso—.
Melanie… —dijo, aflojándose la corbata, pero perdió el hilo. Dio un trago de
cerveza.
»Tengo toda la noche.
«Voy a dejar a mi esposa», estuvo a punto de decir. Cogió aliento para pronunciar
las palabras, abrió la boca, pero la frase se le atragantó. Se lo había dicho a Mike,
pero esa mañana había brotado de sus labios sin pensárselo dos veces. Se preguntó si
decirlo le confería validez. ¿Iba a dejar a su mujer? ¿Lo haría más real decírselo a
Melanie que decírselo a Mike? Subiría las apuestas, eso seguro. Pero no podía
decírselo a Melanie. Las palabras, ya escogidas, se marchitaron en su garganta y
amenazaron con asfixiarle. Exhaló un suspiro.
—No… no tenía ninguna excusa para no venir anoche. Ninguna buena. He
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pasado una mala racha. No podía enfrentarme…
—¿A mí? —aventuró Melanie, sin timidez ni belicosidad, pero llena de pesar y
resignación.
—No —dijo Sands, en voz baja, sonriendo apesadumbrado—. No eres tú. —«Soy
yo». No tenía nada que ver con Melanie. Era él. Era el sentimiento de culpa que ardía
en su interior y deformaba todo lo que veía y hacía—. No podía enfrentarme… a este
lugar.
Era todo cuanto podía decir, aun cuando el lugar fuese sólo un síntoma y no la
enfermedad.
Melanie estaba perpleja.
—No quiero que digas algo porque creas que quiero oírlo, o que no lo digas
porque no sea lo que quiero oír.
—No. No es eso. —«No eres tú. No tiene que ver contigo. Soy yo. No puedo
hablar. No puedo creerlo».
—Ya veo.
Permanecieron sentados, en silencio, por un momento.
Sands no la miró a los ojos. Contempló el suelo, la puerta; se preguntó si el león
sostendría la argolla plácidamente, o si estaría merodeando al otro lado, el demonio
en el umbral, presionando su ojo metálico contra el lado equivocado de la mirilla.
—Quiero darte las gracias —dijo Melanie, al cabo—, por no haber venido
anoche.
—Darme las gracias.
—Sí. Gracias. Fue mejor que no vinieras. Oh, estaba furiosa, y lloré, pero después
de un rato me puse a pensar, y no pude parar. —Mientras hablaba, Melanie se levantó
de la silla y empezó a pasear por el apartamento. Ganó en intensidad, se animó; eso
era más normal, más como ella; no sentarse en silencio con las manos recogidas en el
regazo—. Tienes tus preocupaciones, ya lo sé. Algunas de ellas, creo que me las
imagino; otras, tal vez no. Bueno, también yo tengo las mías. Sé que te incomoda que
hable acerca de nuestro futuro juntos, así que voy a hablar de no tener un futuro
juntos… he estado pensando en eso casi toda la noche. Porque tú tienes una vida, una
esposa, que no me incluye, y tal vez lo que tenemos ahora sea todo lo que vamos a
tener. No, calla y escucha. Antes o después, sabremos si no tenemos futuro. Quizá tú
ya lo sepas. Si ha de ocurrir así… de acuerdo. Encontraré a otro… quizá a alguien
que no sea mayor que yo, ni esté casado. Todo irá bien. Tú volverás con tu mujer, y
puede que te vaya bien, o puede que no. Ésa es tu vida. Pero yo también tengo mi
vida. Sólo quiero que lo sepas. Si vienes a verme, perfecto; si no, perfecto.
Douglas la observaba pasear por el apartamento, y se sentía como si el sofá
estuviera hecho de arena y estuviera desplomándose a su alrededor. Había dicho que
pensaba dejar a su esposa; había comenzado, lentamente, a aceptar ese hecho. Se
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había dicho a sí mismo que tal vez fuera mejor para Faye, que tal vez fuera mejor
para Melanie… eso era lo que estaba súbitamente convencido de haber decidido,
aunque sus pensamientos hubieran estado completamente confusos, y siguieran
estándolo. Tras dar ese tortuoso salto lógico, el paso siguiente era más bien modesto:
Estaba haciendo esto, dejar a su esposa, sólo por Melanie. Y ésta le estaba diciendo,
según creía entender, que le daba igual lo que hiciera. No conseguía comprender el
significado completo de sus palabras, no lograba apreciar su punto de vista desde el
interior de su propia vida. «¿No se da cuenta de los riesgos que he corrido, de todo lo
que he sacrificado por ella?» Aparentemente no. Sands estaba convencido —tan
convencido como estaba a veces de que el león se había movido, de que el viento le
llamaba— de que lo había hecho todo por ella: había puesto en peligro su integridad
física visitando esta cloaca, descuidando su matrimonio. Todo por Melanie. Y ahora
ella le decía que le daba igual.
Cualquier otra noche, Sands se hubiera encolerizado: le habría gritado y habría
salido del apartamento hecho una furia. Pero esa noche, tras semanas de insomnio,
martirizado por el dolor físico, e incapaz de dar crédito a sus propios ojos, estaba
demasiado débil para sentir cólera. No sólo el sofá sino el mundo entero parecía
hecho de arena que se desplomara a su alrededor, y la desesperación lo bañó todo, Un
violento oleaje que destruía los muros del castillo que había construido. Sands no
estaba acostumbrado a contener el llanto; las lágrimas se agolparon en sus ojos antes
de que pudiera darse cuenta. No recordaba cuándo había llorado por última vez —y
menos la última vez que había llorado delante de alguien— pero las lágrimas corrían
por sus mejillas. Cuando se dio cuenta, no supo reprimir los sollozos que
estremecieron su cuerpo de repente.
Su desolación cogió a Melanie tan desprevenida como a él, tal vez más. Superada
la sorpresa inicial, se unió a él en el sofá, le rodeó con un brazo, y empezó a
acariciarle el cabello.
—Oh, cariño —dijo, en voz baja. Douglas intentó apartarla, pero sus esfuerzos no
conseguían más que empeorar su dolor de espalda, y ella insistió en sus intentos por
consolarle.
Sabía lo que estaba pensando: que no podía soportar la idea de perderla. Y tal vez
eso estuviera añadido en su mezcla de confusión. Lo principal, no obstante, era que
sentía que lo había perdido todo, y todo de golpe; ella era uno de muchos
componentes. Tal vez fuese un componente más emocional de lo que él había
imaginado. No creía que la amara —nunca lo había creído— pero ¿acaso no formaba
ella parte de lo que le estaban arrebatando? No lo sabía; ya no podía estar seguro de
nada. No podía decir nada de esto en voz alta. No podía decir nada en esos
momentos; le moqueaba la nariz y parecía que fuese a asfixiarse con cada aliento. Por
fin, se rindió al solaz de los brazos de Melanie. Le abrazó contra su pecho y le
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acarició el pelo y, al cabo de algunos minutos, cuando pudo volver a hablar, sus
palabras —al igual que las palabras de esa mañana, y al igual que su agotador
arrebato emocional— no eran las que esperaba. No eran las que hubiera planeado
decirle a nadie:
—Mi hijo me llama.
—¿Qué? —inquirió Melanie. La voz de Douglas sonaba amortiguada contra su
pecho.
—Mi hijo, Adam —susurró Sands de modo apremiante, incapaz de detenerse
ahora que había comenzado—. Me llama por la noche.
Melanie le abrazó con más fuerza.
—Oh, Dios mío. Douglas.
—A veces parece el viento, pero es él. Me está llamando. Se ahogó. Dios santo.
Hace diez años. Se ahogó en nuestra piscina.
—Oh, Dios mío —repitió Melanie. Sands sintió sus lágrimas, bañándole el rostro
y goteando sobre el de él—. Oh, Douglas.
Le abrazó con fuerza mientras sollozaba y gimoteaba.
Sands no estaba seguro del tiempo que había pasado llorando. Parecía que sus
lágrimas no tuvieran fin; los ojos, la nariz y la garganta se le habían irritado. Le dolía
el estómago; su espalda palpitaba. Al final, como al principio, no supo qué había
motivado aquel acceso: ¿que él fuera a abandonar a su esposa, que Melanie fuera a
dejarle a él, que su cordura estuviera desmoronándose, que su difunto hijo le llamara
en el viento, todo aquello irrevocablemente mezclado y entrelazado? Melanie seguía
sosteniéndole cuando por fin logró volver a respirar con normalidad; seguía
acariciándole el cabello encanecido.
Sin mediar palabra, le apartó de sí y se puso de pie. Le cogió con delicadeza de la
mano y le condujo a su dormitorio. Allí, le puso las manos sobre las mejillas y le
besó. La ternura de sus labios le emocionó, pero no le quedaban más lágrimas. Sands
estaba rendido; no recordaba haberse sentido así de agotado en su vida; entre las
recientes semanas en vela y el imprevisto arrebato de esa noche. Melanie cogió sus
dedos, aún trémulos, y los guió debajo de su camisa. Douglas suspiró, gimió casi, al
abrirse paso bajo el borde del sujetador. Ella retrocedió un paso y se quitó la camisa
por encima de la cabeza. Sands se libró de la chaqueta; se daba cuenta ahora del calor
que había hecho, de cómo había empapado su camisa de sudor. Plegó la chaqueta
encima de una silla y, por costumbre, estiró un brazo para cerrar los postigos de la
ventana cercana…
Y vio la silueta. En el balcón bajo la lona azul, a menos de cincuenta metros.
Observando. Esta vez vio algo más que un perfil indefinido; vio un rostro: ojos
fulgurantes debajo de un cráneo pálido y rasurado; una nariz aplastada, un mentón
llamativamente fino, y una boca cruel y retorcida. Era una cara inimaginablemente
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grotesca… y distaba mucho de ser humana.
Sands se fue antes de que Melanie pudiera preguntarle adónde iba. Trastabilló en
el vestíbulo, con su espalda recriminándole cada paso que daba. En el salón, recuperó
la olvidada botella de cerveza, llena en dos tercios, y se apresuró a llegar a la puerta.
El viento que se filtraba a través del porche intentó frenarle, pero se abrió paso. Cogió
la botella por el gollete, boca abajo y derramando la cerveza, y en lo alto de las
escaleras la estrelló contra la barandilla metálica. El cristal se rompió, dejando sólo el
cuello de la botella, un arma aserrada, en su mano.
Bajó las escaleras sin hacer caso del dolor, se enfrentó al hielo, corriendo, pero
con cuidado de no resbalar y cortarse la garganta. Avanzó a través de la profunda
nieve en dirección al otro edificio, deteniéndose sólo cuando estuvo delante de él.
Con cada bocanada de aire, el aliento que soltaba se perdía en volutas en la noche. El
maldito edificio estaba a oscuras y en silencio, vacíos los balcones.
—¡Sal aquí, maldito seas! —aulló Sands. No hubo respuesta; no había nadie que
pudiera responder. Tal vez alguien se hubiera asomado a alguna de las ventanas del
edificio que había dejado atrás, el edificio de Melanie, pero Sands estaba concentrado
en la estructura abandonada. No sabía cuántos minutos permaneció allí, mirando,
esperando… pero el enloquecido martilleo de su corazón comenzó a ralentizarse al
cabo del tiempo, y pudo sentir el frío que se filtraba a través de su camisa empapada
de sudor. Sentía las mejillas y la nariz ateridas, allí donde los restos de sus lágrimas
se habían congelado.
—¡Douglas! ¿Qué estás haciendo?
Melanie estaba detrás de él, pero Sands no conseguía apartar la vista de aquel
condenado edificio. Esperaba que algo —algo inhumano— se moviera, que se
mostrara.
—Vuelve adentro. Cierra la puerta.
—Y un cuerno. —Ahora estaba tirando de él; vio lo que quedaba de la botella—.
Oh, Dios mío. ¿Qué estás…? Douglas, vuelve adentro. Ahora. Ahora mismo.
Al principio le sorprendió la falta de confianza en él que evidenciaba. ¿Acaso no
se daba cuenta de que estaba haciéndolo por ella? Pero entonces cayó en la cuenta:
Claro que no. Nadie en su sano juicio tendría razón alguna para creer en lo que le
había contado, y menos en lo que se había callado, y el hombre al acecho encajaba en
esta última categoría. Melanie ya había demostrado su insensibilidad; estaba
dispuesta a cortar con Douglas a pesar de todo lo que éste había arriesgado por ella. Y
ahora ahí estaba, armado con una mera botella rota contra sabe Dios qué clase de
demonio, y ella insistía en que entrara de nuevo en casa.
—Tienes que alejarte de aquí, Melanie. —Sands podía ser tan testarudo como ella
—. Tienes que mudarte.
—¿Qué?
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—Tienes que mudarte. Aquí no estás a salvo.
—¿Pero qué…? Douglas, entra…
—Prométemelo. —No estaba mirándola; escrutaba el oscuro edificio vacío, como
si los mismísimos balcones cegados pudieran abalanzarse sobre ellos de un momento
a otro.
La intensidad de su demanda acalló a Melanie. Balbuceó, le soltó el brazo, pero
no estaba dispuesta a rendirse. No del todo.
—Me lo pensaré. Te prometo que me lo pensaré.
A juzgar por el tono de su voz, Sands sabía que no estaba limitándose a seguirle la
corriente; se lo pensaría, y ése era probablemente el mejor resultado que podía
esperar por el momento. Se felicitó por esa pequeña victoria, por su disposición a
razonar; le resultaba reconfortante, una evidencia de su cordura, de la que dudaba
cada vez más a cada hora que pasaba.
—De acuerdo. —No había ni rastro del merodeador. «Pero lo he visto», se dijo.
El dolor de su espalda era insoportable ahora que la inyección de adrenalina
comenzaba a perder efecto. Soltó la botella. Permitió que Melanie le condujera de
nuevo al interior.
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Capítulo ocho
Era tarde, casi medianoche, cuando Sands regresó a casa. No le había contado a
Melanie nada más de lo que había visto. No exactamente.
—Un intruso —había respondido ante sus persistentes preguntas acerca de qué
diantre perseguía con una botella rota—. Había un intruso en la calle. Ya le he visto
antes por aquí.
—Probablemente vive aquí.
—No. No.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro? —Pero Sands no había dicho
nada más. Habían pasado un par de tensas y extrañas horas esquivando diversos
temas. En retrospectiva, a Sands le costaba creer que le hubiera contado lo del viento,
lo de la voz. Sospechaba que habérselo dicho era una locura aún mayor que oír la
voz. Al final, la había dejado. No habían practicado el sexo; ella ni siquiera había
vuelto a besarle. Se había marchado cojeando, esperando que al menos la hubiera
convencido para tener más cuidado; tal vez pudiera sacar algo bueno del infierno por
el que estaba pasando. No tenía ninguna prueba real de que aquel… ser, aquel
merodeador, estuviera espiando a Melanie, pero claro, tampoco podía explicar nada
de lo que le estaba sucediendo. No del todo. Cada vez que le parecía que había
descubierto una excusa razonable para las jugarretas que le estaba haciendo su
atribulada cabeza, ocurría de nuevo algo inexplicable. Veía algo; no veía nada. Creía
lo que veía; no creía lo que veía. Dudaba de su propia cordura; estaba convencido de
que cada uno de los sucesivos espejismos era increíblemente real. Avanzando y
retrocediendo por encima de la línea que separaba la convicción del escepticismo,
llegó a casa. Faye nunca se quedaba despierta hasta tan tarde, pero allí estaba,
esperándole.
—No te pagan lo bastante —dijo, antes siquiera de que él tuviera tiempo de
colgar su abrigo.
Las defensas habituales intentaron entrar en acción —¿hablaba de corazón, o
estaba fingiendo? ¿Lo sabía?— pero Sands estaba demasiado cansado. Su mente
estaba demasiado llena de posibilidades, de locura y de merodeadores demoníacos.
Estaba insensibilizado a su esposa y sus quejas. Le daba todo igual. Pero las cansinas
palabras carentes de inflexión seguían llegando hasta él.
—Las revisiones de cuentas internas son un infierno. Llevan mucho tiempo.
—¿Podrías avisarme cuando vayas a llegar tarde?
—Pierdo la noción del tiempo.
—Y no compruebas tu buzón de voz.
—Y no compruebo mi buzón de voz.
Llevaba puesto un jersey azul marino y unos vaqueros que la favorecían; tenía
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una figura estupenda, pese a superar los cuarenta. Ya podía; hacía aeróbic al menos
tres o cuatro veces a la semana y comía como un pajarito. Estaba acurrucada en el
sillón reclinable de Douglas y no hizo ademán alguno de cederle el puesto. Sands se
tomó su tiempo en el comedor sirviéndose un vaso de güisqui, antes de acomodarse
en el sofá junto a la butaca reclinable en la sala de estar.
—¿Has terminado ya?
—¿Qué?
—Con la revisión de cuentas. ¿Has terminado ya? No pensarán que vas a seguir
haciendo todas estas horas extras en vacaciones.
—Ya casi he terminado. Aunque estas cosas se alargan a veces.
—Ya se ha alargado demasiado.
Por primera vez en quizá meses, Douglas la miró a los ojos, verdes y grises.
¿Estaba hablando de su ficticia revisión de cuentas o de su matrimonio?
—Ya, verás…
—Dijiste que colocarías los adornos esta tarde. Faltan sólo diez días para
Navidad, y no tenemos siquiera una guirnalda en la puerta. Me gustaría adornar el
árbol y colocar las velas en las ventanas antes de que se pase la fecha.
—¿No llegas a ellas? Están en…
—Ya sé dónde están. Dijiste que ibas a bajarlas.
—Ya lo haré mañana.
—No, no vas a hacerlo. —Su brusca e hiriente contradicción golpeó a Douglas
igual que un guantazo. El resentimiento rezumaba de sus palabras igual que el pus de
una herida infectada.
«He vuelto demasiado pronto —pensó Douglas—. Tenía que haber pasado de
largo cuando vi las luces encendidas». Pero allí estaba, demasiado cansado,
demasiado agotado, física, emocional y mentalmente, para rehuirla. En vez de eso, se
rió por lo bajo.
—¿Quieres decir que no voy a hacerlo mañana porque voy a hacerlo ahora
mismo, o que no voy a hacerlo porque nunca cumplo lo que prometo?
—Elige.
Douglas se humedeció un dedo con la lengua y trazó una raya imaginaria en el
aire.
—Touché. —Dio un trago largo de güisqui.
—¿Es que todo te da igual? —preguntó Faye, filtrándose al fin a su conducta el
fuego frío de su mirada—. ¿No te importa nada?
—En estos momentos —respondió Douglas, pronunciando muy despacio cada
palabra—, me preocupa mi maldito dolor de espalda. Me he lastimado esta mañana
jugando al tenis, gracias por preguntar. Me preocupa que estas cuentas no cuadren,
podría jugarme el empleo.
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—No se atreverían a despedirte.
—Pues claro que se atreverían. ¿Quién sabe de lo que son capaces esos capullos?
Eso es lo que me preocupa en estos momentos: mantener el techo sobre nuestras
cabezas…
—Y traer comida a la mesa, y comprar zapatos con que calzarnos. —Faye puso
los ojos en blanco—. Por favor, no me hagas llorar. Sabes perfectamente que
podríamos apañárnoslas con mi sueldo y las comisiones durante una temporada si
fuera preciso… que no lo es. —Le costaba calentarse, pero ahora Faye estaba
echando humo. Estiró las piernas y se sentó en la silla. Su ferocidad, aparte de
sorprender a Douglas, reavivaba su belleza, que parecía haberse atenuado de un
tiempo a esta parte. Sands recordó lo hermosa que había sido, vio lo hermosa que
seguía siendo, y sintió el color de la vergüenza aflorando a sus mejillas.
«Va a pensar que me he enfadado», pensó, y se dio cuenta de que estaba
enfadado. Ella no sabía la agonía por la que estaba pasando; ¿cómo se atrevía a
juzgarle y a regañarle en aquel tono santurrón? Sorbió el güisqui con los dientes
apretados.
—Si tienes que quedarte a trabajar hasta tarde, de acuerdo. ¡Pero podías tener la
consideración de avisarme! Podemos colgar los adornos mañana si quieres, pero si
tanto te preocupa mantener un techo sobre nuestras cabezas, procura esforzarte un
poco por aquí de vez en cuando. —Levantó las manos y las golpeó contra los muslos,
exasperada—. Dijiste que ibas a ocuparte de preparar la piscina para el invierno hace
ya no sé ni cuántos meses. Y ahora la cubierta se ha hundido por culpa de la nieve…
—Para empezar, yo nunca quise esa maldita piscina. Si por mí fuera, ni siquiera
estaría ahí. ¡Nunca habría estado ahí!
No le hacía falta terminar la frase: «¡Y nuestro hijo seguiría con vida!».
Aquello fue el final. Faye apartó los ojos de él. No podía mirarle y evitar que le
temblara el labio. Le apuntó con un dedo, como si de veras estuviera a punto de
descargar su furia sobre Douglas, pero su ferocidad la abandonó. Apretó los labios
hasta que pareció que habían desaparecido y se cubrió la boca con una mano. Dejó a
Douglas allí sentado en el sofá. El portazo de la puerta del dormitorio sacudió toda la
casa. Entumecido, Douglas bebió su güisqui, y a medida que transcurría la noche,
escuchó el viento.
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parecida sobre la puerta del copiloto. «Malditos parásitos», pensó. Sólo por un
momento sopesó la idea —que descartó por completo— de que las marcas pudieran
ser de garras, de algo que hubiera estado agarrado al techo del coche.
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Capítulo nueve
John Hetger aparcó al borde de la carretera en una curva a cincuenta metros del
paso a nivel. Había conducido por aquel tramo al menos cien veces, a casi todas las
horas del día y de la noche. Esta vez caminó. Apuntó cada curva y cada inclinación,
cada grieta en el asfalto y cada bache que pudiera ser lo bastante grande como para
afectar a la trayectoria de un automóvil.
La ruta estatal 217 no tenía mucho tráfico. Nunca, según había observado Hetger.
No durante lo que sería la hora punta de la mañana en la ciudad, no ahora a última
hora de la tarde, y sin duda no en plena noche. Probablemente debido a que la sinuosa
carretera de dos carriles no llevaba a ninguna parte en concreto. Iba a alguna parte,
desde luego, pero sin prisa, y sin demasiada eficacia. Discurría hacia el norte, en
dirección a Flint. «¿Pero quién demonios querría ir a Flint?», se preguntó Hetger. Y
para cualquiera que quisiera ir, la I—75, más o menos paralela a la 217,
proporcionaba una ruta mucho más rápida, en detrimento del paisaje.
La visibilidad, para el conductor, no era buena al acercarse al paso a nivel que
atravesaba la ruta 217. Hetger pasó junto al indicador reflectante. La señal era nueva.
La antigua había sido robada, al parecer, y no se encontraba allí la noche del
accidente.
Continuó bordeando las dos curvas cerradas que sucedían a la señal. Hetger
llevaba puesta una cazadora blanca, no le importaba el frío. La luz se desvanecía
deprisa; su chaqueta blanca contribuiría a hacerle visible, pero un conductor que
condujera imprudentemente en esas curvas en particular, aunque viera la cazadora
blanca, no podría reaccionar a tiempo. Ningún conductor, imprudente ni de otro tipo,
sorteó las curvas. La ruta 217 no tenía mucho tráfico.
Habían reemplazado la barrera. Estaba levantada junto al par de luces rojas
oscuras. Hetger se quedó inmóvil y la estudió. Se la imaginó bajada, y las luces rojas
centelleando rápidamente, primero una y luego la otra (no costaba imaginarlo; había
visto pasar los trenes por allí en varias ocasiones). Se imaginó al padre George
Stinson, dormido al volante con otros dos sacerdotes en su coche… eso era lo que
decía el informe de la policía: que se había quedado dormido. De alguna manera, si el
informe era fidedigno, George se habría dormido en alguno de los pocos metros
transcurridos desde la última curva; era bastante improbable, estimaba Hetger, que un
conductor somnoliento diera aquellas curvas cerradas y llegara hasta las vías. Pero
George, según la policía, se había quedado dormido. Se había estrellado contra la
barrera cerca de la base donde se sujetaba al poste de metal que sostenía las luces. La
barrera de madera se había astillado. El capó del vehículo se había aplastado contra el
poste metálico.
Ninguno de los sacerdotes llevaba puesto el cinturón de seguridad. Hetger había
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viajado con George Stinson en varias ocasiones, tanto en calidad de conductor como
de pasajero, y nunca había visto que el sacerdote no se abrochara el cinturón de
seguridad. La policía, no obstante, aseguraba que Stinson y sus dos pasajeros no
llevaban puesto el cinto esa noche cuando George se quedó dormido después de dar
las curvas cerradas y estrellarse contra la barrera y el poste. El coche había girado
hasta los raíles. Los tres sacerdotes debían de haber sufrido sendas conmociones,
porque ninguno de ellos había salido del vehículo pese a que había un tren de
mercancías que estaba echándoseles encima.
Era posible. Todo era posible. Siempre que se hubiera producido una
concatenación de numerosas improbabilidades. Aunque albergaba sus dudas, Hetger
no estaba dispuesto a tomarse esa posibilidad a la ligera. Había visto un montón de
cosas improbables… por decirlo de algún modo. El propio padre Stinson era (en
opinión de Hetger) un exponente de lo improbable: George creía, había creído, que el
pan y el vino, por medio del sacramento de la Eucaristía, se transmutaban y se
convertían en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ése había sido uno de los acalorados,
aunque respetuosos y amigables, debates que mantuvieran Hetger y Stinson a lo largo
de los años.
«¿Por qué no ir a un bufé o a un mercado? —había escrito Stinson en cierta
ocasión cuando Hetger pensaba en suscribir la fe unitaria—. Me llevo este dogma, y
un poco de budismo, y oh, qué diantre, un poco de paganismo también. Menuda
ganga, no la voy a dejar escapar. ¿Tú qué crees, John? Una comunidad sin credos
compartidos no es una comunidad».
«Y —había respondido Hetger a su amigo— una comunidad que mantiene
durante cientos de años la unanimidad de pensamiento quemando “herejes” en la
hoguera no es una comunidad para mí. ¿Acaso no es el conocimiento y la veneración
de la dignidad humana universal una creencia compartida?».
Hetger había dedicado horas a releer las cartas tras enterarse de la muerte de
Stinson. No fue hasta que hubo conocido más detalles que a John comenzaron a
incomodarle las circunstancias oficiales del accidente de su amigo. ¿No ocurría, sin
embargo, que todos los días se apagaba una vida como resultado del azar, del
estúpido destino? A menudo la muerte carecía de sentido, parecía. No como la vida.
Mas Hetger no podía dejarlo así. ¿Por qué iba a conducir el padre Stinson por esa
carretera con dos compañeros? ¿Habían decidido los tres dar un paseo turístico en
dirección a Flint en medio de la noche? ¿Habían decidido por una vez, en esta
ocasión, que Dios sería su escudo y que por eso no eran necesarios los cinturones de
seguridad?
A Hetger no le satisfacían las respuestas que tenía por el momento. Era
inquisitivo por naturaleza. En cierta ocasión, George le había acusado de «blandir un
signo de interrogación como si de una espada se tratara». Tal vez estuviera en lo
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cierto. Pero las cosas que había visto, tocado y oído en los últimos meses le habían
convencido de que había fuerzas operantes en el mundo de las que la mayoría de la
gente no sabía nada. Alguien tenía que enseñárselas; alguien tenía que formular las
preguntas, descubrir la verdad.
La ruta estatal 217 estaba completamente embozada en la noche cuando John
Hetger regresó a su coche. La oscuridad era la reina del engaño, pero albergaba en su
casa engaños aún mayores.
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Capítulo diez
«Paz en la tierra, buenos deseos para todos los hombres». Se suponía que la
Navidad solventaba todas las diferencias. Durante una breve estación vacacional, se
suponía que todo el mundo estaba lleno de amor hacia sus semejantes. Douglas Sands
se había preguntado siempre por qué, si era tan buena idea, la gente no era así durante
todo el año. Lo cierto era que había muchas personas que no se merecían ni un gramo
de amor o amabilidad. Aumentaban sus sospechas de que él fuera una de tales
personas.
Aunque no todo estaba perdonado, Faye y él se colocaron sus máscaras más
cívicas para la fiesta de Navidad de la oficina. Para cualquier observador, los
veintitrés años de matrimonio de la pareja habían sido un paseo por la senda de la
concordia marital. Estaba, desde luego, aquel terrible accidente, el hijo pequeño que
se había ahogado, pero nadie habló de eso. Muchos de los empleados más recientes
de IRM, e incluso algunos de los más veteranos, no tenían ni idea de lo que había
ocurrido. No había nada en la conducta o actitud de la atractiva pareja que apuntara a
las cicatrices de la tragedia que había marcado sus vidas. El toque de distanciamiento
con que se dirigían el uno al otro y se relacionaban entre sí era, sin duda, nada más
que una nota de formalidad, consecuencia de su buena educación.
Douglas, pese a peinar canas, ofrecía un aspecto relativamente joven. Tal vez no
estuviera tan en forma como antaño, pero la ligera corpulencia no desentonaba en un
hombre de su edad y estatura; seguía teniendo buena figura con su traje de Brooks
Brothers. Faye estaba deslumbrante con su vestido esmeralda, con la espalda y el
cuello al descubierto, con gusto, aunque suficiente para atraer las miradas de algún
que otro grosero.
Del mismo modo que la estación resolvía las dificultades de la humanidad, se
suponía que un poco de decoración navideña transformaría el adusto escenario de la
rutina diaria en un oasis festivo en medio del desierto corporativista e industrial. Los
cubículos estaban atestados de cadenetas de cartulinas rojas y verdes, témpanos de
oropel, y Santas y renos recortados hacía ya diez años, ya que no coronas de acebo.
El ponche corría a raudales y, lo más importante, con fuerza. El ágape era respetable
y apropiadamente variado para la festividad. Alguien había puesto un álbum de
Navidad de Don Ho en el sistema de megafonía.
Casi antes de que el ascensor se hubiera cerrado tras Douglas y Faye, Melanie,
igual que un misil teledirigido, ya había colocado sendos vasos de ponche en sus
manos.
—¡Feliz Navidad! —exclamó, con las mejillas, sospechaba Douglas, más
maquilladas por el ponche que por el colorete. Melanie no aguantaba la bebida, aparte
de algún que otro refresco de vino o un vaso de Chardonnay, pero esa noche parecía
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poseída por el espíritu navideño. Llevaba puesto un vestido de gala negro y gris, un
poco más provocativo que su acostumbrado atuendo de trabajo, pero no exento de
buen gusto; el traje, al igual que su incipiente borrachera, era más sutil que ostentoso.
—Feliz Navidad —dijo Faye, aceptando e ignorando a un tiempo el vaso de
ponche.
—Gracias —dijo Douglas, viendo cómo sus esperanzas de pasar una velada sin
incidencias se diluían en la nada, como tantas de sus promesas olvidadas. Dio un
buen trago de ponche. Se le humedecieron los ojos.
—¿No son geniales los adornos? —preguntó Melanie, quizá con demasiado
entusiasmo.
—Son muy bonitos —respondió Faye.
—La música… —Melanie puso los ojos en blanco—. No sé qué decir.
En ese momento, Douglas alargó el brazo y dio una palmada en el hombro de
Melanie.
—Feliz Navidad, Melanie. —El gesto no tenía nada de sensual ni provocativo; la
saludó como si se tratara de un niño pequeño, o una mascota. Indicó con la cabeza a
varios de los empleados más jóvenes de los alrededores, muchos de los cuales habían
abusado del ponche más que Melanie—. Que te diviertas con los chicos.
Condujo a Faye junto a la joven y entre las filas de cubículos de gala.
—Es muy atractiva —comentó Faye.
—¿Hm? Oh, ¿Melanie? —Douglas se encogió de hombros, asintió con la cabeza
—. Es muy maja.
Cuando Faye se dio la vuelta para saludar a otro de sus compañeros, Douglas
apuró el resto del ponche de un trago.
La fiesta de Navidad era una tortura especial a la que los empleados de IRM se
sometían todos los años. Aquellos individuos que hubieran conseguido establecer
relaciones laborales estables se veían arrojados a un entorno social formal sin nada
más que alcohol y canapés para allanar el camino; era como encerrar a todo el
departamento en la sala de descanso y llenar la máquina de agua de Jim Beam. Se
forjaban pocas carreras en la fiesta de Navidad, pero eran varias las que se iban al
garete. Douglas podía enumerar los nombres de las jóvenes promesas que, durante el
transcurso de los años, gracias a un comentario desafortunado o a un flirteo indebido,
no habían llegado más allá de los primeros meses del nuevo año. Ésa era la turba
hacia la que había dirigido a Melanie. Ya habían sobrevivido a una indiscreción en
una fiesta navideña; no podían permitirse otra.
—¡Sands! —tronó una familiar voz de barítono. Una mano carnosa se asió al
brazo de Douglas y le propinó un buen apretón—. Sands, me alegro de verte. ¡Feliz
Navidad! —Marcus Jubal, vicepresidente encargado de Personal, era un oso. Si les
hubiera hecho falta alguien para encamar a Santa en la oficina, él habría sido el
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elegido—. Y, Faye, estás más guapa que nunca.
—Vaya, gracias, Marcus. ¿Os gusta la casa a Annie y a ti?
—Ya lo creo. Fue una compra estupenda.
A Douglas no dejaba de sorprenderle la cantidad de compañeros de trabajo que
conocían a Faye, incluso su jefe. No gracias a él, sino al trabajo de su mujer —era
ella la que había vendido una casa a Jubal y su esposa hacía dos años— o las
campañas de donación de sangre, o a su trabajo en la cocina económica, o con la Liga
de las Mujeres. A veces Douglas se sentía como un intruso en aquellas reuniones en
la oficina.
Intruso o no, lo cierto era que se sentía particularmente incómodo ese año.
Cuando Jubal desapareció en busca de otros empleados a los que saludar, Douglas
volvió a estudiar la multitud en busca de Melanie. Esperaba que hubiera pasado lo
peor, pero no podía estar seguro. No podía bajar la guardia.
El año pasado, Faye había acudido a una conferencia sobre bienes raíces en
Denver la semana previa a la Navidad. Melanie era su ayudante de administración
desde hacía dos meses por aquel entonces, y Douglas creía que había detectado cierto
interés por parte de la joven. Era una situación peliaguda, habiéndose convertido el
acoso sexual en la fuerza social que era. Hacía quince años, cuando Douglas mantuvo
su primera aventura, otear el horizonte era mucho más sencillo; los intentos fallidos,
las palmadas en el trasero o los comentarios picantes rara vez tenían mayores
repercusiones. Pero ahora, una palmada en el sitio equivocado podía suponer el
despido, la inhabilitación o un litigio.
Ingredientes de la fiesta de Navidad de la oficina: agítese a todos los integrantes
del departamento de personal en un brebaje de ponche afrutado, vodka y ginebra.
Añádanse unos cuantos jefes de sección a la mezcla, una pizca de atavíos
sugerentes… Lo horrible y maravilloso del alcohol, había descubierto Douglas, era
que le daba a la gente licencia para decir y hacer cosas que les habría gustado hacer o
decir de todos modos, si tuvieran más coraje o menos sentido común. Se ahogan unas
cuantas inhibiciones y, de repente, pelar la pava con esa joven y coqueta ayudante
parecía la más brillante de las ideas, y si a ella le parecía aceptable, tal vez tampoco le
importara llegar un poco más lejos; puede que incluso le agradara y correspondiera.
Eso era en gran medida lo que había ocurrido durante la fiesta del año pasado: Unos
cuantos comentarios velados, y antes de darse cuenta, Douglas estaba en un discreto
aseo y Melanie tenía la falda remangada sobre la cintura y las medias en los tobillos.
Ésa era la única vez que había hecho o dicho algo remotamente sexual en la
oficina; desde entonces, ni siquiera un beso o un achuchón. La disciplina les había
sido útil, y para Douglas, había un cierto erotismo en relacionarse a un nivel
perfectamente normal y rutinario con una mujer a la que sabía que iba a ver desnuda
en cuestión de horas. La anticipación era por lo general tan excitante como el propio
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sexo, y siempre le quedaba esa sensación de bienestar que experimentaba
simplemente observando a Melanie.
Considerando el historial de su aventura, a Douglas no le sorprendía del todo que
Melanie se sintiera inclinada esa noche hacía la belicosidad en detrimento del espíritu
navideño. No lo aprobaba, no obstante, y planeaba mantener a Faye tan alejada de la
joven como le resultara posible, A tal fin, Albert Tinsley, bendito fuera su tierno
corazón, era un regalo del cielo.
—Faye, hacía siglos.
—Albert, ¿cómo te va? —saludó Faye, con la primera sonrisa genuina que
Douglas hubiera visto agraciar sus rasgos en mucho tiempo.
—Feliz Navidad, Albert. —Douglas se giró hacia su esposa—. Cariño, ¿me
disculpas un minuto?
Tinsley era la persona más simpática y reconfortante que hubiera conocido
Douglas, y a Faye también le caía en gracia. Probablemente fuera la única persona en
cuya compañía pudiera dejar a Faye sin tener que arrepentirse más tarde. Y casi tanto
como deseaba mantener alejadas a Faye y a Melanie, Douglas deseaba mantenerse
alejado de Faye a su vez.
Habían colocado los adornos de Navidad la noche anterior, la noche después de
que Douglas hubiera «perseguido» al merodeador con una botella de cerveza rota.
Douglas había amenazado a la aparición vista y no vista, pero era a su esposa a la que
había lastimado más profundamente; la había herido con toda la saña que pudo reunir,
¿y por qué? ¿Por atreverse a enumerar algunos de sus defectos?
Así que el jueves después de salir de la oficina, tras cumplir con el horario normal
de trabajo, había ido a casa y la había ayudado con el árbol de plástico, el acebo, los
adornos del mantel, las velas de las ventanas. Si contribuir a la decoración era el
intento de Douglas por expiar sus pecados, para Faye era la ejecución de su castigo.
Habían intercambiado apenas una docena de palabras durante el transcurso de las tres
horas de actividad. Al cabo, incómodo por la inconfundible frialdad de su hogar,
Douglas se había retirado al exterior donde el frío, pese a ser igual de inclemente, no
resultaba sofocante. Había colgado la guirnalda en la lámpara que iluminaba el
camino de entrada y se había quedado mirando los extraños arañazos del techo de su
coche. Había regresado adentro y se había tomado unos cuantos vasos de güisqui para
entrar en calor, pero el gélido silencio de Faye persistía. Se alargó durante toda la
noche sin alterarse apenas.
«Que hable con Albert —pensó Douglas—. Se lo pasará mejor que
ignorándome». Le alegraba, le aliviaba, que Albert hubiera aparecido cuando lo hizo.
Además, Douglas había atisbado a Mike Grogan, y sentía que le debía al jefe de
sección una disculpa de las que no podría permitirse en presencia de Faye. Así,
Douglas se alejó de su esposa, y ésta pareció no percatarse siquiera.
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—Sobre lo de ayer, Mike —dijo Douglas, cuando Phil de Contabilidad se hubo
sumado a otro grupo de compañeros de trabajo, y los dos tenistas se hubieron
quedado solos en medio de la multitud.
—Feliz Navidad, Doug.
—Um, vale. Pero sobre lo de ayer…
—No te preocupes por eso, amigo. —Mike estaba alimentando su propia hoguera
de Navidad, a juzgar por el rubor de sus mejillas, pero distaba de encontrarse
borracho.
—He tenido un montón de preocupaciones últimamente, y no he podido dormir
—continuó Douglas—. Y me lastimé la espalda en el último servicio, pero no tendría
que haberla pagado contigo. Estuvo mal.
—No le des más vueltas —respondió Mike, con una palmada en la espalda, del
tipo que es la extensión del contacto atlético entre deportistas—. Mereció la pena sólo
por ver las caras de aquellos carcamales de la pista número dos. —Entre otras cosas,
Douglas se había olvidado de los ancianos de la otra pista—. Pero mira —añadió
Mike, con voz más seria—, sé lo que es. He pasado por eso. Si necesitas cualquier
cosa, dímelo… aunque espero que Faye y tú consigáis superarlo. Creo que sois el uno
para el otro.
Douglas se encogió de hombros.
—También parecía que Bárbara y tú erais el uno para el otro. —Grogan se
encogió de hombros a su vez, pero no rechistó—. Pero gracias. Te lo agradezco. En
serio.
No había mucho que decir después de eso. Intentaron entablar una conversación
en torno al tenis, y Douglas se interesó por la planta —Mike dirigía el complejo que
fabricaba los chalecos de emergencia, que más tarde eran transportados a Detroit y se
colocaban en los maleteros junto a las ruedas de recambio— pero el tema dio poco de
sí. Douglas no era propenso a abrirse a los demás, y aunque lo hubiera sido, la fiesta
de Navidad no era el entorno adecuado para sincerarse sin cortapisas. Se separaron
con un «Feliz Navidad» a modo de despedida, y Douglas se dirigió a la fuente de
ponche con la intención de servirse otro vaso.
Pasó junto a un grupo de jóvenes, que habían cogido posiciones cerca de los
refrigerios, para encontrar a Gerry Stafford vertiendo el rojo y pestilente jugo en su
vaso. Estaba armando un estropicio —el ponche chorreaba por el exterior de su vaso,
por encima de sus dedos, y volvía a caer a la fuente— pero no parecía que estuviera
dándose cuenta.
—¿Dándole al ponche? —preguntó Douglas. Comentar lo obvio, uno de esos
ganchos innatos con los que se trababa conversación, era algo que le hacía rechinar
los dientes en cuanto las palabras salían de su boca.
Gerry asintió de forma automática.
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—Sí.
«Pues claro que está empinando el codo —pensó Douglas—. Hace un año que
murió su esposa». Éste sería el primer período vacacional que pasaría solo Stafford
tras quince años de matrimonio. No podía ser fácil. Gerry era varios años más joven
que Douglas, pero aparentaba al menos diez más. Era como si hubiera envejecido
considerablemente durante el transcurso de los últimos meses. Su barba, antes corta y
aseada, era ahora una colección de pelos erráticos que apuntaban en todas
direcciones. Tenía más arrugas; parecía que su piel hubiera perdido casi toda su
elasticidad. Sus ojeras rivalizaban con las de Douglas. El cambio más llamativo
operado en Gerry, no obstante, se apreciaba en sus ojos; donde antes reflejaban una
sempiterna sonrisa, ahora se veían apagados, ausentes, y acuosos, como si estuviera
constantemente al borde del llanto. Douglas quiso decir algo más, algo reconfortante,
pero no encontró las palabras. Se sentía hipócrita, intentando consolar a un
compañero mientras él mismo estaba haciendo todo lo posible por dar al traste con su
propia vida. Fue entonces cuando cayó en la cuenta: lo que le había dicho el otro día
a Mike era cierto, era real. Más de dos días después de haber pronunciado aquellas
palabras, Douglas supo que iba a dejar a su esposa; no tenía sentido que Faye y él
continuaran sufriendo de ese modo. Lo mejor era poner fin al dolor. Iba a dejar a
Faye. Al mirar a Gerry, Douglas se preguntó si sería más fácil para él, puesto que era
culpa suya, puesto que era él el que renunciaba a Faye, y no ella la que le era
arrebatada injustamente. ¿Sería más difícil?
En el intercomunicador, Don Ho había dado paso a Elvis que, desde los
momentos capturados de sus años de esbeltez, cantaba «Blue Christmas». Hechizado
por su propia revelación personal, Douglas se vio completamente incapaz de
encontrar algo que decirle a Gerry Stafford, y al fin se decidió por una palmada en el
hombro y un torpe, «Feliz Navidad». Era un gesto sincero, aunque
inconfundiblemente inadecuado, pero cuando la mano de Douglas tocó el hombro de
Stafford, le cosquillearon los dedos y se le quedaron tan congelados como la noche en
que se le había pegado la piel a la barandilla metálica a causa del frío. Un violento
escalofrío recorrió el brazo de Douglas. Se examinó la mano, pensando que podría
desprendérsele de un momento a otro, mientras Stafford, evidentemente ajeno a lo
que había sucedido, seguía su camino.
Douglas estiró los dedos, que sentía prácticamente dormidos; apretó y abrió el
puño repetidas veces. Vio cómo se alejaba Gerry. «¿Qué demonios…?» Había
experimentado un breve entumecimiento en la pierna en alguna que otra ocasión,
pero esto era distinto… esto era frío.
La sensación le afectó sobre manera. Le costaba imaginar que Gerry Stafford
tuviera algo que ver con el entumecimiento, y a juzgar por la serie de extraños males
que le aquejaban de un tiempo a esa parte, parecía probable que eso no fuera sino otro
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indicativo de que tenía algún problema. ¿Habría sufrido alguna clase de lesión
nerviosa o mental? ¿Se estaría volviendo esquizofrénico? ¿Serían los primeros
síntomas del Alzheimer?
Mientras Elvis entonaba «Grandma Got Run Over by a Reindeer», Douglas
decidió que ya estaba bien de frivolidad por una noche, por un año, tal vez por un par.
Estaba dispuesto a recoger a Faye e irse a casa. Engulló su ponche y posó el vaso
vacío encima de la mesa. Cuando desandaba sus pasos en dirección al lugar en que
había dejado a Faye, no obstante, Melanie se interpuso bruscamente en su camino.
Douglas se detuvo en seco para no chocar con ella.
—Encuentro a Elvis de lo más romántico. ¿Tú no? —dijo Melanie. Su tono era un
tanto pausado, aunque no del todo pastoso, pero las mejillas y la nariz habían
adoptado un fulgor rosado equiparable al del mismísimo san Nicolás.
—Esto ya no es Elvis —espetó Douglas, bruscamente, pero al mismo tiempo que
lo decía, recordó cómo había sonado Elvis de fondo durante su polvo en el aseo del
año pasado.
Douglas miró en rededor; escrutó por encima de una hilera de cubículos: Faye
seguía con Albert; Caroline Bishop se había unido a ellos, al igual que Lavonda de
Publicidad. Todos ellos parecían estar enfrascados en su amigable conversación, y no
parecía que nadie prestara atención al jefe de Personal y a su tambaleante secretaria.
Cogió a Melanie por el codo y se la llevó a la fuerza lejos del gentío.
—Ven aquí.
Al doblar una esquina, a punto estuvieron de toparse de bruces con un joven
negro al que Douglas no reconoció. Iba vestido más desaliñadamente de lo que
parecía apropiado para la fiesta, con unos pantalones militares demasiado ajustados, y
una raída chaqueta de cuero.
—Disculpe —balbució Douglas, pero el hombre siguió su camino a buen paso sin
reparar en ellos. «Será alguno de los obreros», pensó Douglas. A veces algún gerente
reservaba una de las salas de reuniones de la planta baja para celebrar su fiesta de
Navidad de la fábrica; el escenario era un poco más acogedor que el de la cadena de
montaje atestada de materiales.
Douglas condujo a Melanie un poco más lejos por el recibidor, lo bastante como
para asegurarse de estar lejos de oídos indiscretos.
—El aseo está por ahí —dijo Melanie con una sonrisa, señalando en otra
dirección.
Douglas le propinó una bofetada. Nada exagerado, pero lo suficiente para que
escociera y le mereciera su atención.
—Tienes que dejarlo ya —siseó. La sorpresa de Melanie no tardó en tornarse ira;
intentó liberar el brazo, pero Douglas la sujetaba con fuerza—. ¿Me estás oyendo? Te
estás comportando como una histérica. —Pugnó por no levantar la voz—. Sé que las
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cosas están… un poco raras en estos momentos, pero no podemos permitir que nada
de eso transpire aquí. ¿Lo comprendes?
Los ojos de Melanie ya estaban completamente lúcidos; el alcohol de su
organismo había quedado relegado a un segundo plano frente a su orgullo herido.
Douglas respiró aliviado al ver que no rompía a llorar ni a proferir gritos ni a montar
una escena. En vez de eso, la joven inhaló hondo y dijo:
—Lo siento. —Volvió a coger aire—. Suéltame el brazo. —Dijo, serena. Cuando
Douglas lo hubo hecho, añadió—: Y no vuelvas a ponerme la mano encima.
Apartó las manos de ella. Le parecía que su agresión había estado justificada,
pero no era una persona violenta; no recordaba haber pegado a nadie en su vida,
nunca, ni siquiera de pequeño.
—No vuelvas a ponerme la mano encima.
Douglas ya había tenido bastante con sentirse culpable por lo que ella le había
obligado a hacer.
—Vuelvo a la fiesta. Tómate un minuto para tranquilizarte.
—Estoy tranquila. Mejor te lo tomas tú.
Se alejó sin él.
«Genial». A Douglas le daba igual que tuviera que esperar él en vez de ella. Lo
importante era que regresaran a la fiesta por separado. No tenía sentido correr riesgos.
Inhaló hondo y exhaló un suspiro. Por incómodo que hubiera sido eso, podría haber
sido peor, pensándolo bien: nada de escenas en público, nada de gritos. «Ya he
tentado bastante a la suerte —pensó Douglas—. Es hora de largarse de aquí». Había
hecho acto de presencia y había satisfecho las expectativas de superiores y
subordinados por igual… aquello era suficiente.
—Aquí estás —dijo Albert Tinsley cuando Douglas hubo vuelto junto a Faye.
Lavonda también seguía presente. Faye no tenía nada que decir ante el regreso de
Douglas, pero éste sabía que estaba aburrida y enfadada. Al parecer, la reserva de
confort del bueno de Albert tenía sus límites.
—¿Lista para irnos, cariño? —preguntó Douglas.
—Oye, no me llames así delante de tu mujer —bromeó Albert.
Cuando Douglas y Faye se hubieron despedido y se dirigían hacia el ascensor,
Faye dijo con toda naturalidad:
—He tenido una conversación de lo más interesante con Caroline.
—¿En serio? —Douglas escrutaba los grupos de gente, con la esperanza de que
Melanie no quisiera buscar un enfrentamiento por última vez. Los Sands llegaron al
ascensor acompañados por los compases de Bing Crosby. Douglas aporreó el botón.
Ya casi había salido de allí.
—Le dije que estaría contenta ahora que la revisión de cuentas estaba casi
terminada. ¿Sabes lo que me contestó?
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Douglas se quedó sin saliva de repente. Su mente trabajaba a toda velocidad, pero
lo único que consiguió decir fue:
—¿Qué te contestó?
—Me contestó: «¿Qué revisión de cuentas?».
Douglas volvió a aporrear el botón; lo estudió con intensidad, así como los
números de encima de las puertas.
—Sólo hay tres plantas. Ya podía estar aquí. —Se volvió hacia Faye—. ¿Qué
decías…? Ah, Caroline. Sí. Ella está ocupándose del cuatrimestre en curso mientras
nosotros… los demás, comprobamos las cifras del anterior. Cuatrimestre. Ya sabes —
recitó, sin pausa—, cómo tarda este ascensor. No me vendría mal un poco de
ejercicio. Bajemos por las escaleras.
Escoltó a su esposa al doblar la esquina que conducía a la escalera y le abrió la
puerta.
—Pero Caroline estará al tanto de la revisión, aunque no participe en ella. —Las
preguntas de Faye eran particularmente mordaces esa noche, menos inocentes de lo
habitual. A Douglas le vino a la cabeza la imagen de un gato jugando con un insecto
—. Con todo lo que estáis tardando los demás…
—¿Qué? Ah, sí. Claro que está enterada. Te estaría tomando el pelo. Ya sabes,
como ella no es la que tiene que ocuparse de ello.
—Aún así —insistió Faye—, me parece que…
Doblaron la esquina y vieron a Gerry Stafford. Sentado en el rellano de la
escalera. Con la cabeza abierta hasta el puente de la nariz. Douglas experimentó una
súbita flaqueza en las piernas. Faye gritó.
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Capítulo once
Para variar, Melanie se quedó tumbada en la cama junto a Douglas en lugar de
corretear parloteando desnuda por el apartamento. Jugueteaba con los rizos negros y
canos de su torso y estómago. Él le acariciaba los senos ocasionalmente, observaba
cómo se endurecían sus pezones, se relajaban, y se volvían a endurecer al siguiente
roce. El polvo de esa noche —para Douglas siempre era un polvo, nunca hacían el
amor; el sexo que practicaban era más primario e instintivo que emocional— había
sido desapasionado, casi desesperado. Tal vez fuera una reacción a —o contra— la
discusión que habían tenido la noche anterior en la fiesta; tal vez ambos se hubieran
dado cuenta que era muy posible que pudieran perderse el uno al otro. O tal vez se
debiera a que habían encontrado el cuerpo mutilado de Gerry Stafford en la escalera,
en reconocimiento a su propia mortalidad.
—Así que creen que eso se lo hizo alguien —dijo Melanie, tras dos horas de
esquivar el tema.
—No se cayó por las escaleras. —Douglas sólo había visto otro cadáver con
anterioridad a esa noche: el de su hijo ahogado. Los recuerdos eran agónicos,
inevitables, y nada placenteros; tampoco para Faye. Esa noche había tomado sedantes
y estaba durmiendo. Douglas había tenido la prudencia de no confiar en los
tranquilizantes ni en su viejo güisqui, y sabía lo que le esperaba si por casualidad
conseguía conciliar el sueño. No estaba seguro de qué era peor, si el viento o los
sueños, pero no se había quedado a pensar en una opción. Había venido aquí, a los
brazos de Melanie. Había asido la anilla de la boca del león y había llamado a la
puerta.
—Lamento que tuvieras que encontrarlo tú.
—Alguien tenía que hacerlo. —Douglas le acarició el brazo hasta que
desapareció la piel de gallina—. No había mucha sangre —comentó, ausente—.
Cualquiera diría que estaría todo empapado de sangre al ver cómo le habían abierto la
cabeza. —Melanie se estremeció—. Perdona. No debería hablar de eso.
—¿Por qué querría alguien asesinar a Gerry? Era tan… inofensivo. Parecía
siempre tan abatido.
—No le conocías antes del accidente, ¿verdad?
—No muy bien, pero eso no impidió que me diera cuenta del cambio.
Sands asintió con la cabeza, pero no estaba pensando en el cambio operado en
Gerry Stafford. Pensaba en la desolación de Faye tras la muerte de Adam, en la
vibrante chispa que se había apagado junto con la vida de su hijo. Había llenado su
tiempo de reuniones y actividades, de grupos cívicos y deporte, pero sus numerosos
compromisos tras el fallecimiento de Adam le habían parecido a Douglas más
frenéticos que entusiastas. «Maldita piscina —pensó—. Nada de esto habría
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ocurrido si…»
—¿Crees que se habrá tratado de un robo, de un asalto?
Douglas se sintió perdido por un momento, confundido por la incongruencia entre
una piscina y un robo, hasta que recordó al desventurado Gerry.
—No lo sé. La policía hizo muchas más preguntas y obtuvo pocas respuestas. —
Aquello había sido casi peor que el hallazgo del cadáver: tener que quedarse allí y
responder al interrogatorio. Douglas se había sentido ofendido, pero Faye se lo había
tomado mucho peor. Había estado tan cerca de la histeria que los agentes habían
terminado dejándoles marchar. «Ya saben dónde vivimos», les había gritado,
prácticamente. «No vamos a darnos a la fuga. No pensarán que le hemos matado
nosotros, ¿verdad? ¿Por qué no van a arrestar al culpable, en vez de
atormentarnos?».
—No quiero hablar de ello. No quiero seguir pensando en ello.
A Douglas le parecía perfecto; tampoco él quería seguir pensando en ello. Pero
seguía: en Gerry, en Faye, en Adam. Incluso cuando Melanie se encaramó de nuevo
encima de él, siguió pensando en ello. Le enardeció, se montó sobre él y cabalgó sin
descanso. Douglas era consciente de la creciente sensación; el placer no le era del
todo indiferente, pero seguía pensando en la cabeza partida de Gerry, en su cráneo
destrozado; en la histeria de Faye, en sus ojos enrojecidos; en el cuerpo flotando sin
vida de su hijo. Conforme el cuerpo de Melanie y el suyo se mecían, vio las olas que
lamían el lateral de la piscina. Cuando Melanie se aplastó contra él una y otra vez, y
otra, se imaginó la increíble fuerza necesaria para que un objeto contundente le
hubiera hecho aquello a la cabeza de Gerry. Cuando Melanie arqueó la espalda y
soltó un gemido, Douglas escuchó el grito animal de dolor que había escapado de los
labios de Faye cuando supo lo de Adam.
Las tragedias se arremolinaban irrevocablemente en la mente de Douglas. Agarró
la sábana bajo su cuerpo, la apretó entre los puños, y cerró los ojos. El inesperado
martilleo en sus sienes se sumó a las pesadas vibraciones del rap que sonaba en el
apartamento contiguo. Melanie era tan pequeña, y aun así pesaba sobre él igual que
un océano enfurecido. Se abalanzó sobre él, y él se alzó para interceptarla con un
choque similar al de un accidente de tráfico. A continuación, un instante eterno, en
equilibrio al pie del precipicio que separaba el cielo del olvido. E impactar, liberarse,
rendirse. Melanie se desplomó encima de él, y yacieron inmóviles, como cuerpos
tendidos en la autopista. Con la excepción de que respiraban, jadeaban, sus corazones
latían el uno contra el otro.
Al cabo, Douglas se dio cuenta de que seguía sujetando la sábana en los puños.
Abrió los dedos y sintió cómo le abandonaba la última brizna de fuerza. Melanie
seguía sobre él, respirando en su oído. Su aliento era lo único que señalaba el paso
del tiempo, así como sus ralentizados latidos, y el machacón estruendo del vecino.
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Douglas ladeó la cabeza y miró el reloj de la mesilla de Melanie, pero en vez de
números, vio letras digitales: PARA MATAR.
Parpadeó con fuerza, en un intento por despejar la neblina roja que rodeaba al
reloj, y las letras cambiaron. Pero no a los números que deberían haber aparecido en
la pantalla, sino a otra palabra distinta: ESPERA.
«¿Qué demonios…?»
Y mientras observaba el reloj que no daba la hora, las palabras se fueron
alternando al compás de su corazón desbocado… PARA MATAR : ESPERA : PARA
MATAR : ESPERA : PARA MATAR.
Empezó a tantear en busca de la sólida lámpara metálica que había junto al reloj,
pero su mirada se concentró despacio más allá de la lámpara, en la ventana, y en las
persianas que estaban bajadas casi por completo… y vio unos ojos. Rojos,
fulgurantes, al acecho. Douglas se incorporó de un golpe, estrellando la cabeza contra
la de Melanie, pero no prestó atención al golpe.
Todo estaba ocurriendo de improviso. La parte consciente de su mente no
alcanzaba a comprenderlo. «No hay balcón…». Sus pensamientos eran confusos, pero
la fuerza imbuyó su cuerpo, súbitamente tenso. Melanie le preguntaba cuál era el
problema.
ESPERA : PARA MATAR.
El merodeador estaba colgado de la fachada del edificio, y la bestia demoníaca
pretendía asesinar a Melanie cuando tuviera ocasión, a menos que Douglas hiciera
algo por impedirlo. En ese instante lo supo a ciencia cierta, como le dijera el
parpadeante fulgor del reloj… ESPERA : PARA MATAR : ESPERA : PARA
MATAR. Ya se había sumergido en recuerdos de muerte esa noche, y no estaba
dispuesto a permitir que Melanie se sumara a ellos, sin importar el precio.
Los ojos parecieron reparar en Douglas al mismo tiempo que éste se fijaba en
ellos. Se apartaron de la ventana. Douglas empujó a Melanie a un lado y esta vez
consiguió asir la lámpara. No encendió la luz, sino que sostuvo la sólida lámpara de
metal por encima de la base y arrancó el cordón de la pared. El grito de Melanie
resonó en su mente cuando la arrojó… sin soltarla, dejándose llevar por el impulso.
El fuego prendió en las venas de Douglas. Le impulsaba una justa indignación. De
repente, el mundo se convirtió en cristales rotos, un amasijo de extremidades,
postigos baratos y una pantalla de lámpara rota.
Por lo que pareció un momento muy largo, fue liviano, aunque el suelo acudiera a
su encuentro a gran velocidad. Douglas y el merodeador cayeron, y lo vio por lo que
era: un muerto. Tan muerto como lo había estado Gerry Stafford. Muerto y en busca
de vida, en busca de sangre, de la sangre de Melanie. La criatura emitió un silbido.
Sus ojos inyectados de odio ya no eran humanos, como tampoco sus colmillos
aserrados y su semblante deforme. Sus garras, que segundos antes habían estado
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prendidas de la pared vertical, atacaron el rostro de Douglas. Mientras caían, Douglas
blandió la lámpara contra aquel demonio sediento de sangre. Estaba poseído por un
poder sobrenatural, imbuido por primera vez tras tantos años de un firme propósito…
Y entonces chocaron contra el suelo. La nieve no era lo suficientemente profunda
como para amortiguar el sobrecogedor impacto. Se produjo un destello de dolor, y
luego nada. La visión de Douglas se empañó. Vio la insignificante lámpara, medio
enterrada en la nieve, a varios metros de distancia. Vio al demonio, cojeando,
mientras se refugiaba en la oscuridad. Sintió vagamente la fría nieve que se derretía
contra su cuerpo febril. Y luego nada.
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Capítulo doce
Las luces de Navidad alumbraban inmersas en una bruma de tranquilizantes
prescritos. Los médicos habían dicho que debía dormir; le habían atiborrado de
sedantes, y Faye se había ocupado de que siguiera las instrucciones de los doctores a
rajatabla. Douglas se veía a salvo del viento, pero había sido arrojado sin remedio al
tormento de los sueños. Había empezado a escamotear los somníferos y a doblar la
dosis de analgésicos. Su teoría: Si 600 mg eran buenos, 1200 tenían que ser la leche.
Sin contar sus atribuladas cabezadas, hacía dos días que no dormía en condiciones, y
se pasaba la mayor parte del tiempo lo bastante groggy como para fingir que aquella
voz imperiosa no estaba llamándole a él.
Gran parte de la semana transcurrida desde su caída era un desordenado
rompecabezas de fichas blancas de hospital —un enjambre de médicos y enfermeras;
la escayola alrededor de su brazo derecho; Faye, pálida sin el maquillaje— pero en
medio del remolino de recuerdos confusos, sobresalía una frase que había
pronunciado su esposa durante uno de sus breves encuentros con la lucidez: «Cuando
puedas… cuando te encuentres bien, quiero que te vayas».
La compañía aseguradora se había ocupado enseguida de que saliera del hospital,
por lo que supuso que se refería a irse de casa, del hogar en que había vivido durante
veintitrés años, y en el que había muerto su hijo. Faye no había abundado en su
petición, y Douglas no había pedido ninguna aclaración, ni entonces ni más tarde,
pero le mortificaba: Había decidido abandonarla, y al final era ella la que le daba la
patada. Le había mandado a tomar por saco, mientras él estaba en el hospital, nada
menos.
No es que pudiera rebatir su decisión. A fin de cuentas, los muchachos de
urgencias le habían encontrado inconsciente, desnudo en la nieve, rodeado de
cristales rotos y una persiana veneciana hecha añicos, a tres pisos de la ventana
destrozada de una esbelta y atractiva, si bien un tanto histérica, subordinada del
trabajo que afirmaba que él había hecho el salto del ángel desde su cama y a través de
la ventana, con nada más que una pesada lámpara para amortiguar su caída. No tenía
buena pinta.
Ni siquiera podía culpar a Melanie por no haber mentido. Estaba desquiciada, y
no conocía toda la historia… como si decirle a los médicos y a la policía (oh, sí, la
policía había mostrado un gran interés; un ejecutivo «encuentra» el cuerpo de un
colega asesinado una noche y se tira por la ventana a la siguiente) que un monstruo
sediento de sangre había estado agarrado a la fachada del edificio y les había espiado
mientras practicaban el sexo hubiera contribuido a que su historia sonara más
inocente, o verosímil.
Sands no había ofrecido aquella información, después de todo. No al detective
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Havelin, que investigaba la muerte de Gerry, y no a Faye, y tampoco a Melanie. Ésta
había acudido una vez a visitarle al hospital. Douglas se sorprendió inicialmente al
verla, pero claro, su secreto ya no era ningún secreto, por lo que su presencia
resultaba más torpe que estúpida. Estaba tan confusa como cualquiera acerca de lo
ocurrido; no había visto la cosa fuera de la ventana, y Douglas no se había molestado
en convencerla de que el merodeador había regresado. No había manera, escalera o
escalada libre aparte, de que pudiera haber habido alguien en esa ventana. No había
explicación alguna que pudiera proporcionar Douglas. Ninguna explicación
razonable. Así que se quedó con su propia explicación, privada e irrazonable. Lo peor
era, esta vez, que sabía que era verdad. Sabía que el merodeador había estado allí —
su garra le había dejado veintiocho puntos alrededor del ojo a modo de prueba— y
que se habría bebido la sangre de Melanie. Pero ¿quién le habría creído? El corte que
tenía en el rostro se debía «obviamente» a los cristales rotos de la ventana por la que
se había tirado.
Por convencido que estuviera Sands de que el merodeador había estado presente,
había otra cosa que le tenía igual de perplejo: Él no se había propuesto saltar por la
ventana. Al menos, pensaba que no. ¿Qué había querido hacer? ¿Ahuyentar al
merodeador? ¿Matarlo? Estaba claro que suicidarse no era la mejor manera de
conseguir ninguno de esos objetivos, ni de proteger a Melanie a la larga. Y luego
estaba la cuestión del cómo lo había hecho. No tendría que haber sido capaz de
atravesar la ventana de aquella manera… no desde la cama, no sin coger impulso y
blandiendo una enorme y pesada lámpara. Sands no encontraba explicación que le
satisficiera, pero tenía que improvisar explicaciones para todos los demás.
Ya había decidido que lo mejor sería convencerles de que se había quedado
dormido y había tenido una pesadilla. Por eso había saltado por la ventana. El
psiquiatra que le había evaluado en el hospital no había ocultado su escepticismo.
—Los terrores nocturnos no son algo infrecuente —había dicho el médico—,
pero la señorita Vinn afirma que no le parece que usted estuviera dormido.
Ojeaba las páginas de su carpeta, comprobando sus apuntes.
—Se equivoca.
—Dice que acababan de terminar de hacer el amor.
Douglas había intentado incorporarse apoyándose en los codos, con escasa
fortuna.
—Mire, doctor… ¿cómo ha dicho que se llamaba?
Intentó ver la tarjeta identificadora, pero no consiguió enfocar la vista
correctamente.
—Laney. Doctor Laney.
—Vale. Bueno, mire, doctor Laney… ¿está usted casado? —El doctor Laney
asintió—. Bien. ¿Y qué es una de las primeras cosas que hace usted después de tirarse
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a su esposa… o a la esposa de otro, eso da igual? ¿Hm? Se queda frito. Me da igual lo
que le parezca a la señorita Vinn, se equivoca.
Evidentemente, el doctor Laney había dictaminado que Douglas estaba en sus
cabales, si bien un tanto irascible. No le habían sometido a un examen psiquiátrico
exhaustivo. Las cabezas pensantes del hospital Memorial de los Fundadores le habían
enviado a casa con su mujer. Quizá hubieran decidido que ése sería un tratamiento lo
suficientemente desagradable para un paciente decididamente desagradable.
Douglas había pasado la primera noche en la cama de matrimonio. Solo. Al día
siguiente, se había trasladado a su butaca reclinable y había decidido que ése era el
lugar más cómodo que podía encontrar. Y allí se había quedado… con la excepción
de sus ocasionales visitas al cuarto de baño. La comodidad no era ninguna trivialidad,
no con una muñeca rota que necesitaba una escayola de brazo entero, un cuello
lastimado, una conmoción aguda, ciento veintiocho puntos y algunas costillas rotas.
Todos habían coincidido en que había tenido una suerte increíble al no romperse el
cuello, o la espalda, o de no haberse perforado ningún órgano interno… casi todos
habían coincidido, mejor dicho. Douglas pensaba que todo el mundo tenía un
distorsionado concepto de la suerte. Irónicamente, al tirarse por la ventana y caer tres
pisos en picado hasta el suelo, no se había lastimado la espalda.
Así que el sillón reclinatorio de Douglas se había convertido en su trono y su
lecho. No estaba dispuesto a permitir que Faye se sintiera superior dejándole su
propia cama y durmiendo en el cuarto de los invitados. Herido como estaba, era él el
que renunciaba a cualquier lujo. De todos modos, no le apetecía dormir. Quería
sentarse y contemplar las malditas luces de Navidad; quería mirar los adornos e
intentar recordar en qué año los había comprado; quería revivir los primeros años de
su matrimonio y recordar exactamente qué era lo que había arrojado por la borda. Se
quedaba sentado, y pensaba, y se escudaba del viento arrebujándose en una manta.
Faye se ocupaba de sus necesidades físicas pero sin dirigirle la palabra… hasta esa
noche, Nochebuena.
Hacía algunas horas que se había acostado, pero ahora reaparecía arropada por un
grueso albornoz. No aparentó sorpresa al encontrar todavía despierto a Douglas; no le
dirigió ni una mirada, sino que pasó de largo y llegó hasta el comedor, donde se sirvió
un dedo de güisqui.
—No te gusta el güisqui —dijo Douglas. Ella se dio la vuelta y lo apuró de un
trago, con una mueca, antes de servirse otro—. Bueno, al menos podías servirme uno
a mí.
—No puedes beber estando medicado.
—Vaya por Dios.
Faye regresó a la sala de estar y se sentó en el sofá, con los pies recogidos bajo el
cuerpo. Inhaló hondo y exhaló un suspiro. Acarició el borde del vaso con un dedo. El
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silencio era tenso y pesado, igual que una asfixiante manta mojada. Cuando habló al
fin, sus palabras fueron vacilantes:
—¿Estás enamorado de ella? ¿Os vais a casar?
Ambas preguntas cogieron a Douglas por sorpresa, aunque supuso que no tenían
por qué. Lo cierto era que no había pensado en el futuro, en lo que iba a hacer ahora
que había conseguido estropearlo todo. Los fantasmas que asolaban sus pensamientos
pertenecían al pasado: un niño, un monstruo. El pasado, no obstante, era lo único a lo
que Faye daba la espalda; mantenía el rostro apuntado valientemente hacia el futuro,
aunque fuese el pasado, por mucho que quisiera ignorarlo, aquello de lo que no podía
desprenderse. Intentaba encontrar, anhelaba asir desesperadamente, algo noble en el
sórdido desastre en que se habían convertido sus vidas; quería que Douglas le
concediera eso al menos. Pero éste descubrió que estaba resentido con ella, y con la
venda que le había tapado los ojos durante tantos años, casi tan resentido como
consigo mismo.
—¿Casarme con Melanie? No. —Sacudió la cabeza lentamente, como si no
quisiera lastimarse el cuello. Faye, con la cabeza gacha, aceptó su respuesta sin
comentarios, pero Douglas no había terminado—. Y no, no estoy enamorado de ella.
No se trata de algo tan honorable.
Faye dio un respingo. Cuando volvió a mirarle, sus ojos centelleaban.
—Se trataba sólo de sexo. Era insaciable. Me extraña que no me diera un ataque
al corazón. Y, oh, por si estás grabando esto para tu abogado, ella es la cuarta. La
cuarta amante.
«Deberías haberte dado cuenta —pensó—. No podría haberte engañado si no
hubieras querido que te engañara».
La torva mirada de Faye se evaporó casi tan deprisa como había aparecido. Sus
ojos estaban cansados, tristes. Terminó el güisqui, dejó el vaso encima de la mesa de
café y, sin decir nada más, regresó al dormitorio. Douglas sabía lo que significaba
aquella retirada: Si él no pensaba ayudarla a rescatar siquiera una pequeña porción de
su dignidad, tampoco ella estaba dispuesta a concederle la satisfacción de una
discusión. Eso ya no le importaba, y Douglas sabía que a él tampoco, no por su
matrimonio. Pero la perspectiva de la noche, de su necesidad de dormir, le
atemorizaba.
—¿No oyes el viento? —se apresuró a preguntarle cuando doblaba la esquina.
Faye se detuvo, se volvió hacia él; no comprendía la pregunta.
—A veces sopla con fuerza en la parte de atrás —dijo, confusa—. A veces suena
como si fuera un gemido. ¿Por qué?
«Porque no siempre es el viento —quería decir Douglas—. A veces es Adam.
Llamándome. ¿A ti no te llama?». Douglas quería decir todo eso, pero no podía. No a
Faye, no después de todo. «Porque si ese otro monstruo es real, un chupador de
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sangre… un vampiro, por el amor de Dios… si eso es real, tal vez la voz lo sea
también».
—Así que… lo has oído.
Faye suspiró de nuevo.
—Buenas noches, Douglas.
Le dio la espalda, y él permitió que se fuera.
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Segunda parte:
El Sr. y la Sra. Kilby
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Capítulo trece
Sands despertó sobresaltado. El cristalino cielo blanco pesaba sobre él, le
apabullaba. Con un grito, levantó las manos para protegerse y golpeó un cristal
húmedo y empañado. Sólo el dolor le resultaba familiar: La infalible hoja de un
estilete que apuñalaba su cuello una y otra vez, la torcedura resentida por súbito
movimiento brusco. Menos familiar era el palpitar de su rodilla; se la había golpeado
contra el volante.
Los penachos de su aliento inundaron el interior del vehículo mientras jadeaba,
esta vez no por culpa de las pesadillas, sino por comprender que se había quedado
dormido. «¡Debería permanecer despierto! ¡Debería permanecer despierto!» A pesar
de las semanas sin descanso, se había prometido que permanecería despierto. Pero, de
nuevo, había demostrado ser incapaz de mantener una promesa.
Impulsado por el ansia, arañó el interior del parabrisas, que estaba cubierto por
una fina capa de hielo, su aliento, condensado y congelado mientras dormía. Su brazo
derecho, con la escayola, era increíblemente torpe; ladeó el espejo retrovisor de un
golpe. Sólo pudo trazar unos estrechos surcos en el hielo con los dedos de su mano
izquierda. Al otro lado, el mundo era una sábana gris.
Procurando ignorar las airadas quejas de sus costillas, se agachó y tanteó bajo el
asiento, palpando frenéticamente hasta que hubo encontrado el rascador. Desprendió
el hielo del parabrisas con mucha mayor facilidad, pero seguía sin ver nada. Una
ligera nevada había caído durante la noche; ligera, pero suficiente para cubrir con un
fino manto el exterior del cristal. Giró la llave de contacto parcialmente y puso en
marcha los limpiaparabrisas. Seguía respirando aceleradamente. Pese a la naturaleza
mundana de sus acciones, temía lo que no podía ver; temía lo que, por un momento,
podría ver.
Conforme los limpiaparabrisas trazaban su acompasado arco, desprendiendo la
capa inferior de condensación congelada, la nieve pulverizada de la superficie corría
por el parabrisas para ser empujada a un lado por los brazos de goma y metal. Por fin,
Sands pudo ver, no completamente a través de los trozos congelados que se aferraban
tenaces al cristal, pero lo suficiente.
Podía ver el oscurecido complejo de apartamentos: el edificio de Melanie, las
escaleras que conducían al porche elevado, la maleza oprimida por el peso del hielo y
la nieve, el contenedor y su desbordante contenido cubierto por una delicada capa de
escarcha, el edificio desahuciado, la lona azul. Según el reloj de su salpicadero, era
más tarde de lo que hubiera podido adivinar. El velo de nubes era tan sólido, tan
uniforme, que parecía que el sol aún no hubiera salido, por lo poco que se hacía notar.
Pero el sol había salido, y eso significaba que mantendría a raya al merodeador…
¿no?
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¿No era eso lo que hacían los vampiros: Salían por la noche, y la luz del sol —
incluso la luz del sol filtrada por las nubes, esperaba— los convertía en un montón de
escoria humeante si les pillaba en la calle? Nunca había visto al merodeador durante
el día, pero claro, tampoco visitaba nunca a Melanie más que por la noche. Intentó
recordar todos los detalles relevantes de las películas y los libros: el crucifijo, el ajo,
la estaca en el corazón, la luz del sol… ¿No había algo acerca de que no podían entrar
en tu casa a menos que les invitaras? No estaba seguro. Hacía tanto tiempo…
probablemente treinta años desde que leyera Dracula por vez primera, y tal vez diez
o quince desde que leyera unos cuantos capítulos de uno de aquellos libros de Anne
Rice que habían estado en boca de todos por aquel entonces.
«¡Son simples libros, cuentos!», se dijo, poseído de repente por una sensación de
profundo absurdo, a la que parecía vulnerable cada pocas horas. Pero él había visto al
merodeador y lo había reconocido: ¡estaba muerto y ansiaba la sangré de Melanie!
Eso lo convertía en vampiro, ¿verdad?
Mientras observaba el edificio de apartamentos aquella mañana de Navidad,
Sands no ahondó en el cómo había reconocido al merodeador. Había estado seguro…
como nunca lo había estado de otra cosa en su vida. Tal vez no supiera responder a
otras preguntas —¿iba a dejar a su esposa?, ¿la quería?, ¿estaba enamorado de
Melanie?— pero había estado seguro, sin lugar a dudas, de que el ser que se había
abalanzado sobre él era un vampiro. Seguro, al menos, de lo que era el monstruo, de
lo que hacía. «Vampiro» era el único nombre que se le ocurría para él.
Sands frotó el interior del parabrisas; se estaba levantando la niebla. Sintiendo
claramente ahora el frío que impregnaba todos sus huesos y articulaciones, puso el
coche en marcha, encendió la calefacción, y volvió a taparse hasta los hombros con la
manta que se le había caído hasta la cintura. Encendió la radio y escuchó canciones
de Navidad. Oyendo apenas los porropompones de «El tamborilero», los
pensamientos de Sands vagaron hasta otro niño pequeño, un niño que no debería
haberle tocado el brazo la noche anterior, que no debería haber hablado con él.
Douglas y Faye habían compartido dos Navidades con Adam. Sólo dos. Se había
hecho lo bastante mayor como para disfrutar de los regalos, abriendo el reluciente
papel y rompiendo las cintas, pero seguía sin comprender del todo el concepto de
vacaciones.
Douglas ya había empezado a sacudir la cabeza violentamente para aclararse las
ideas antes de acordarse de su cuello. Una lanza de dolor salió disparada desde su
mentón, recorriendo su oído, hasta la sien, ocupándose de recordárselo. Muchas de
sus costumbres, de sus respuestas naturales, parecían resultar dolorosas… para él o
para los demás.
Pero este dolor, el dolor físico, le servía de distracción. No iba a pensar en Adam;
no había nada que pudiera hacer. Pero el merodeador, el vampiro, eso era distinto.
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Anoche, cuando Sands salió de casa con la manta sobre los hombros, no sabía qué
dirección tomar. Había empezado a caminar. Lejos de allí. Había transcurrido una
hora antes de que regresara, y aunque su maltrecho cuerpo le dolía y palpitaba, había
sido incapaz de enfrentarse a su esposa, su hogar, su hijo. Así que se había subido al
coche, llevándose consigo nada más que la manta y un viejo bate de béisbol que
languidecía cubierto de polvo y olvidado en la esquina del garaje.
La mano izquierda de Sands flotó hasta su rostro, trazando las marcas de los
puntos junto a su ojo. Recordaba bien los fulgurantes ojos rojos del merodeador, el
siseo bestial, la boca atestada de colmillos irregulares, las garras clavadas en su
rostro. Apagó el coche y salió, Louisville Slugger en ristre. Se dispuso a cruzar el
traicionero aparcamiento, sin estar seguro de lo que había venido a buscar. Había
venido aquí esta noche para proteger a Melanie, para velar por ella, y se había
quedado dormido. Necesitaba cerciorarse de que se encontraba bien.
Avanzó con cuidado por el pavimento congelado, procurando no partirse el
cuello. Le dolían las costillas, hiciera lo que hiciera; una inspiración profunda era
todo cuanto hacía falta para descolocarlas. Si se encontraba con el merodeador, se
preguntó qué podría hacer un manco con un bate de béisbol. Probó a enderezarlo con
los dedos de su mano derecha que sobresalían bajo la escayola, e intentó unos cuantos
golpes, suaves y torpes. Los resultados no eran halagadores. Decidió que lo mejor
sería confiar en que los vampiros no salieran de día.
No se dirigió a las escaleras y al porche interior, sino que rodeó el edificio. Hoy
podría haber plantado cara al león —en el peor de los casos, podía machacarlo con el
bate— pero no podía hacer frente a Melanie. En el perjudicado cuerpo de Sands había
demasiadas emociones enfrentadas. Sentía una cierta firmeza de propósito en su
necesidad de protegerla, y no quería que la pasión, o el amor, o lo que fuera que
sintiera por ella se interpusiera y enturbiara el asunto.
La nieve de la parte trasera del edificio estaba surcada por cientos de pisadas; la
suave nevada de la noche anterior no había sido suficiente para cubrirlas. La zona
aplanada más extensa era en la que había aterrizado Sands. Pensándolo bien, lanzarse
a través de la ventana no había sido ninguna genialidad, pero no había tenido tiempo
de pensar, de calcular, y le había sobrecogido la certeza de que aquel ser maligno
acechaba en el exterior. Seguía sin creer que su idea original fuera la de saltar por la
ventana, pero era tan difícil reconstruir con detalle lo que había ocurrido, y el porqué,
una vez pasada la dificultad.
Le pareció que todavía podía distinguir dónde había aterrizado la lámpara y
excavando un profundo agujero en un montículo de nieve. Por lo demás, el suelo era
un maremagno de pisadas pertenecientes a los miembros del equipo de urgencias y,
más recientes, al detective Havelin, sin duda.
Sands miró más allá del «escenario del accidente» en dirección al edificio
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desalojado, desprovisto de árboles, luces o adornos; sólo la lona azul confería una
nota de color al sombrío paisaje gris y marrón de nieve, hielo y árboles pelados. Se
giró y miró en dirección a la ventana reemplazada de Melanie.
Tenía las persianas levantadas —«¿es que no había aprendido nada?»— y se veía
una luz cálida y acogedora, desafiando la penumbra. Mientras observaba, Sands vio
movimiento en el interior, alguien que pasaba por delante de la luz y la eclipsaba por
un instante. No vio a Melanie, pero sabía que debía ser ella… no con toda seguridad,
como la que había sentido con el merodeador, pero la suficiente. Corrió, en la medida
de sus posibilidades, para rodear el edificio y regresar al coche.
Antes de irse, garabateó una breve nota, con la zurda —Baja las malditas
persianas. Hasta abajo del TODO— y la coló a medias por debajo de la puerta de
Melanie.
El centro de Iron Rapids se encontraba alicaído y casi desierto los días entre
semana. En Navidad, era una auténtica ciudad fantasma. Hacía años que casi todas
las tiendas habían emigrado a los suburbios y a los centros comerciales del exterior
del perímetro de la autopista. Los conjuntos de casonas que antaño había alojado a la
flor y nata de la sociedad se habían subdividido en apartamentos y habían quedado
reducidos a sórdidos pisos de alquiler.
Los años no habían tratado bien a la ciudad, ni a las industrias que la sustentaban,
que eran su razón de ser. Las minas de hierro se habían agotado hacía décadas, y no
tardó en ocurrir lo mismo con las fábricas siderúrgicas que habían engendrado. Sólo
la previsión de los padres de la ciudad y la tenaz determinación de sus habitantes
habían mantenido aquel lugar con vida. Muchas de las fábricas se habían convertido a
la manufacturación, y Iron Rapids se había convertido en otra de esas comunidades
satélite que alimentaban la todopoderosa industria automovilística de Detroit. Y al
igual que ocurriera con esas ciudades, Flint, Pontiac, la amenaza de desplome y la
consiguiente reorganización de la industria a principios de los ochenta habían pasado
por encima de Iron Rapids como un sedán de lujo que se hubiera dado a la fuga. Por
lo que podía ver Sands, aquellos primeros y tenaces ironrapidianos habían cedido el
paso a las generaciones poseedores de empleos precarios y dependientes del estado.
A Sands le sorprendió ver algo abierto en el centro; había estado conduciendo por
las calles desiertas sin motivo aparente, por el placer de conducir, hasta que divisó las
luces de la Panadería de Zahn en la esquina de Main con Burlington. El aparcamiento
se convertía en un ejercicio impreciso en las calles nevadas. Acercó el coche cuanto
le fue posible al túmulo de nieve sucia y congelada que ocultaba plazas de
aparcamiento y parquímetros por igual.
En cuanto hubo abierto la puerta de la panadería y se hubo visto asaltado por el
saludable olor del pan recién cocido, Sands se dio cuenta del hambre que tenía. Le
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había parecido prudente dejar la manta en el coche, por lo que iba en mangas de
camisa, con un pantalón de chándal y unas zapatillas de deporte, pero la muchacha
que atendía el mostrador no pareció reparar en ello, pese al cortante frío y las
ocasionales rachas de viento que azotaban la calle. Sands pidió una baguette y un café
y se acomodó en una dura silla de madera en una mesa de la esquina. También allí
sonaban canciones de Navidad por los altavoces, aunque se trataba de una emisora
distinta de la que sintonizaba él en su coche.
El pan todavía humeaba cuando lo partió. Cerró los ojos y suspiró mientras
masticaba. A pesar del café, sentía que le embargaba un intenso letargo. No sabía si
se debía al calor y a la comida, al cansancio, o a los analgésicos, de los que engulló
otro puñado. Intentó concentrarse en preguntas inmediatas como ésa, en asuntos
triviales e inconsecuentes: ¿Qué emisora estaba sonando? ¿Cuántas hogazas
hornearía esta gente al día? El café estaba rico, ¿qué marca era? ¿Recordaba que este
edificio hubiera sido un restaurante chino hacía algunos años? ¿Cuánto azúcar
cristalizaría en el fondo de su taza de café? Intentó pensar en cualquier cosa del aquí
y ahora, en el momento, no podía enfrentarse al pasado, en las cosas que había visto y
hecho, ni al futuro, en cuál sería su destino.
La figura familiar que entró por la puerta poco después de que Sands comenzara
su segunda taza de café parecía fuera de lugar; transcurrieron varios segundos antes
de que se activaran las sinapsis y Douglas comprendiera a quién estaba viendo.
Albert Tinsley pareció experimentar una reacción similar. Su mirada pasó por encima
de Sands, se concentró en el menú elevado detrás del mostrador, regresó de golpe a
Douglas.
—¿Douglas? Has salido del hospital. ¡Feliz Navidad! ¿Está Faye contigo?
—Ve y pide. —Sands indicó a la dependienta con un movimiento de cabeza y
procuró disimular su fatiga.
—Buena idea —convino Tinsley—. Hola, Michelle —saludó a la joven. Iba
vestido con unos vaqueros, botas, y un grueso jersey de lana, atuendo mucho más
apropiado para el tiempo que el de Sands. Vestido de esa guisa, la barba cana de
Albert le confería el aspecto de un montañero, y las profundas arrugas de sus ojos y
boca parecían atestiguar más las horas pasadas a la intemperie que el paso de los
años. Cuando se unió a Sands su talante era, como de costumbre, complaciente—.
¿Qué tal estás, Douglas? —Hizo una pausa mientras miraba con atención a su
compañero de trabajo—. Tienes un aspecto horrible.
—Gracias —dijo Sands, levantando su taza a modo de brindis.
—No, en serio. Estás horrible —repitió Tinsley, preocupado—. ¿Hace mucho que
saliste del hospital? ¿Duermes bien?
—Ni bien ni mal. Anoche conseguí pegar ojo. Un poco. Oye, ¿qué tal si hablamos
de otra cosa?
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—Claro —convino Tinsley, pero no podía ocultar su preocupación. Empero, se
esforzó por aparentar naturalidad—. Bueno, ¿qué te trae por el centro? No te había
visto antes por aquí.
—¿Vienes a menudo? ¿Vives cerca de aquí?
—No muy lejos. A algunas manzanas.
—Oh. —A Sands le sorprendía oír eso. Aquella no era la mejor zona de la ciudad,
y sabía que el salario de Albert le daba para bastante más—. Bueno, yo… Faye me ha
dado la patada.
Tinsley se rió… hasta que, abochornado, se dio cuenta de que Sands no
bromeaba.
—Oh, Dios. Douglas, lo dices en serio. Yo… lo siento. Pero ¿en Navidad…?
—No me especificó la fecha —dijo Sands, secamente—. Pero supongo que más
vale no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.
Guardaron silencio durante unos incómodos minutos. El café sabía amargo de
repente, y el olor del pan cocido y a no resultaba tan reconfortante. Tinsley, al haber
visto cómo fracasaban sus primeros intentos por entablar conversación, se sentía
desorientado, y a Sands no le apetecía charlar. Pero Albert tenía una buena capacidad
de recuperación, y pronto volvió a la carga.
—¿Tienes donde quedarte? O sea… parece que hayas dormido en el coche.
—Ha sido una noche larga. He estado cazando vampiros.
—¿Cómo?
Douglas exhaló un suspiro.
—No importa. Y no, gracias. No quiero ponerte en un compromiso. Buscaré un
hotel.
—No te lo digo por cumplir, Douglas. Si no tienes donde quedarte… ven a mi
casa. Siquiera por una noche.
—¿No te asusta que pueda tirarme por la ventana?
Tinsley hizo una pausa.
—Me han contado una historia un poco rara a ese respecto. Pero mi casa es toda
planta baja, así que es el lugar más seguro al que podrías ir.
Albert vivía en una de las chozas de conveniencia levantadas a orillas del río Iron.
Las atestadas y apiñadas estructuras habían albergado en sus inicios a familias
mineras, hombres y mujeres que trabajaban mucho y vivían poco y que, por lo
general, estaban empeñados hasta las cejas con la empresa. Los trabajadores del acero
nunca se habían dignado habitar en ese barrio, al que llamaban «las Islas», debido a la
tendencia del río, un manso afluente del río Grand durante la mayor parte del año, a
desbordarse en primavera, transformando la inundada cuenca fluvial en un diminuto
archipiélago de tejados de tablas. Una serie de alcantarillas diseñadas por el Cuerpo
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de Ingenieros del Ejército en los años setenta había aliviado ese problema, aunque los
sótanos de tierra de las Islas seguían anegándose con regularidad. Para entonces, no
obstante, las minas se habían agotado, las fábricas habían cerrado, y los trabajadores
de ambas industrias poblaban la zona azotada por la miseria en igual número.
Algunos consiguieron comprar sus hogares, pero la mayoría de las cabañas eran
ahora casas de alquiler, propiedad de las familias ricas establecidas de la ciudad: los
Peck, los Schneider, los Ellsworth y los Gordon, entre otras.
La cabaña de Albert era lo que Faye habría llamado un «búngalo», lo que quería
decir que el techo no tenía demasiadas goteras, y que la estructura disponía de
aislamiento y cañerías (las Islas habían sido el último barrio en recibir el suministro
de agua y los servicios de alcantarillado de la ciudad, cuando los activistas sociales
habían llamado al fin la atención al gran público acerca del grave peligro para la
salud que suponían aquellas cosas durante la inundación de primavera anual).
—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó Sands cuando entraron. Pese a su reticencia
inicial, supo reconocer de inmediato la gran cantidad de trabajo que debía de haber
volcado Tinsley en ese lugar. Era cálido y cómodo, habitable.
—Unos pocos años. Tenía una casa más nueva en Spring Cove, pero no me hacía
falta algo tan grande, y después de adecentar esto, he podido emplear mi dinero en
otras cosas.
Mientras hablaba, Tinsley condujo a Sands al cuarto de invitados, parecido a un
trastero.
—Te habrás dejado los cuernos trabajando —dijo Sands, suprimiendo un bostezo.
Se sentó en la cama, para probar los muelles; se tumbó y levantó los pies.
—Pues sí. Arrancar las paredes. Poner cañerías nuevas y tendido eléctrico.
Levantar el suelo de linóleo, colocar las tablas de duramen. Puede decirse que lo he
remodelado de la cabeza a los pies.
Sands bostezó de nuevo. Esta vez no pudo contenerse.
—Perdona. No es que me aburra. —Se estiró, con cuidado, para no agravar
ninguna de sus diversas heridas, y gruñó—. Así que, dime, Albert…
Antes de que pudiera terminar de formular la pregunta, Sands se había quedado
dormido.
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Capítulo catorce
El detective Eric Havelin golpeó con un nudillo el deslustrado cristal de la puerta
del despacho de la inspectora médica. Su «Adelante» fue inconfundiblemente arisco.
No le ofreció una silla, pero se sentó de todos modos. Se dejó puesto el abrigo; el
lugar era tan frío que se preguntó si la mujer guardaba los fiambres en el archivador.
Ya se había entrevistado antes con la buena doctora, brevemente. Tenía aspecto de
vivir para su trabajo. Suponía que era poco más joven que él, cuarenta y pico tal vez,
pero aún era capaz de atraer las miradas, pese a su adustez.
—Doctora Vanderchurch, lamento de veras molestarla en vacaciones —comenzó,
procurando sonar conciliador.
—Por algo será que mi número no aparece en la guía, detective.
—Lo entiendo. No se preocupe por eso. No me costó encontrarlo. Fue un mero
trabajo de detective, je, je. Para eso me pagan. —Havelin, lanzando discretas miradas
a su alrededor, pensó que no había visto en su vida una oficina tan pulcra como
aquella: nada de montones de papeles ni carpetas, salvo algunos en el casillero de su
escritorio, y una carpeta en la mesa junto al ordenador de Nissa Vanderchurch—.
¿Eso es para mí? —preguntó, indicando la carpeta seleccionada con un movimiento
de cabeza.
Vanderchurch se la entregó.
—No entiendo por qué esto no podía esperar. Suelo pasar el día de Navidad con
mi marido y mis hijos.
—Ya, como le he dicho, crea que lo lamento. —Havelin comenzó a ojear las
páginas del informe de la autopsia—. Suelo molestar a Lois para este tipo de cosas —
dijo, apropiándose de la sintaxis de la médica, aunque con un tono de voz ligero, no
del todo burlón—. Pero ella me dijo que fue usted la que realizó esta autopsia, la que
tenía la carpeta y la que pensaba tomarse toda la semana libre. Verá, estoy buscando
pistas referentes a un arma homicida, y no puedo esperar hasta Año Nuevo. —
Levantó la vista del informe, en dirección a Vanderchurch, y añadió más
solemnemente—: Así que ya ve, por eso no podía esperar. Y le agradezco que se haya
tomado tantas molestias. Oh, y a ver si le concede un aumento a Lois. Le dije que lo
más fácil sería que ella me consiguiera esto, pero se negó. No estaba dispuesta a tocar
sus papeles por nada en el mundo.
—No esperaba menos de ella.
—Es buena chica. —«Y mucho más fácil de camelar para que haga lo que le pido
que tú… la mayoría de las veces», pensó. Sonrió a la sombría doctora, con el pelo
recogido en un moño apretado. Parecía estar en forma y bien dotada, pero Havelin la
veía fría y rígida. Se preguntó si habría encontrado el trabajo perfecto para ella, o si
era el trabajo lo que la había convertido en una dama de hielo.
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—No creo que encuentre nada que le sirva de gran ayuda —dijo Vanderchurch,
indicando el informe que tenía Havelin entre manos, imitando exactamente el gesto
anterior del detective.
«Fría, rígida, y sarcástica».
—¿Y eso por qué?
—Porque no tengo ni remota idea de lo que provocó esa herida.
Havelin frunció el ceño, antes de volver a concentrarse en el informe.
—Traumatismo craneal masivo debido al impacto de un objeto contundente… —
leyó.
—El cráneo —recitó Vanderchurch—, resultó fracturado verticalmente desde la
cresta del hueso frontal hasta la glabella de resultas de un único impacto.
—Un único impacto. Caray. —Havelin silbó y sacudió la cabeza—. ¿Qué podría
haber provocado ese tipo de fractura, partiendo casi la mitad del cráneo, sin
reventarlo todo?
—Como le he dicho —Vanderchurch volvió a imitarle—, no tengo ni pajolera
idea.
—¿Y si aventura alguna suposición?
—Fuera lo que fuese, estaba muy caliente. La hemorragia fue mínima. Es como si
la herida se hubiera cauterizado enseguida, tal vez al instante.
Havelin estudió el informe e intentó ignorar a Vanderchurch. Su suficiencia le
irritaba; parecía alegrarse de que el truncamiento de sus vacaciones no fuera a servirle
de nada. Lo menos que podía hacer, decidió, era malgastar la mayor parte posible de
su tiempo.
—¿Me puede enseñar el cuerpo?
—Ya ha sido enviado al crematorio.
—Ah. Ya veo —dijo Havelin, contrariado. Miró por encima el informe durante
algunos minutos más e hizo todas las preguntas que se le ocurrieron. Al cabo, cerró la
carpeta—. Bueno —dijo, ensayando una sonrisa forzada—, lo que está claro es que
alguien se la tenía jurada a don Gerald Stafford. Y como sé que yo no era, y usted
tampoco, supongo que lo mejor será que vaya a buscar a otra parte.
—Eso sería lo más conveniente —convino Vanderchurch, expeditiva.
—Vanderchurch. ¿Eso es escandinavo? No parece usted escandinava.
—Es un apellido holandés.
—Tampoco tiene pinta de holandesa, je, je.
—Es el apellido de mi marido —aclaró la doctora, con un suspiro de impaciencia.
—Oh. Bueno. En fin… —Havelin se puso de pie y llegó hasta la puerta—. ¿Tiene
usted hijos? Eso ha dicho, ¿verdad?
—Me gustaría reunirme con ellos en casa, detective.
—Claro. Vaya… seguro que sí. Gracias de nuevo. —La saludó con la carpeta y
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cerró la puerta del despacho al salir.
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Capítulo quince
—¿Sales otra vez? —preguntó Tinsley.
—Sí. —Sands seguía vestido con su camiseta de manga larga, el pantalón de
chándal y las zapatillas de deporte. Había cambiado la manta por un abrigo de
invierno que le prestara Albert. La casa era cálida, pero Sands mantenía los brazos y
el abrigo firmemente apretados contra el cuerpo; no había pedido permiso para tomar
prestado el frasco que sujetaba bajo el sobaco izquierdo, y tenía prisa, aunque no
creía que Tinsley tuviera nada que objetar. Mientras Sands se dirigía a la puerta,
reparó en que Albert estaba calzándose las botas—. ¿Y tú? ¿También sales?
—Pues sí.
Sands ya había abierto la puerta, pero sentía que un momento de conversación
intrascendente era lo mínimo que podía hacer después de que Albert hubiera sido tan
amable de darle cobijo… y de habérselo dado en su propio hogar.
—¿Con la persona que llamó antes? ¿Tu amiga?
Albert sofocó una risita.
—Voy a reunirme con esa persona, sí, y da la casualidad de que es una amiga.
—Bueno… pues que te lo pases bien.
—Douglas —llamó Tinsley cuando Douglas salía y empezaba a cerrar la puerta a
su paso. Sands volvió a asomar la cabeza en el interior—. ¿Adónde vas? —Se
produjo una pausa incómoda—. Lo que quiero decir es que… espero que no tengas
pensado quedarte sentado solo en un bar o algo así. Sabes que puedes unirte a
nosotros. No se trata de una cita ni nada de eso.
—Te lo agradezco, Albert. En serio. Pero no te preocupes. Diviértete con tu
amiga.
Sands cerró la puerta antes de que Albert pudiera protestar… y al hacerlo, el
frasco se resbaló bajo su brazo y el abrigo, y se estrelló contra el suelo del porche.
Recogió el recipiente tan deprisa como le fue posible, sin olvidarse de su cuello y sus
costillas, y se apresuró a cruzar el sendero limpio de nieve.
La brumosa penumbra del atardecer había dado paso a la oscuridad más completa
de la noche. Con un manto de nubes tan denso, la escasa luz que hubiera durante el
día desaparecía rápidamente al caer la noche. Tal vez en alguna parte hubieran
disfrutado de una puesta de sol espectacular, pero aquí se producía una breve
acentuación de la penumbra, y ya era de noche. Cuando Sands se introdujo en su
coche, sintió que el cielo encapotado le aplastaba bajo su peso; tan próximas parecían
las pesadas nubes que se extendían en todas direcciones. Tal vez fuera ése el motivo
por el que los trabajadores nunca conseguían escapar de Iron Rapids, aunque ya no
hubiera trabajo y pareciera que lo más juicioso que podían hacer era mudarse a otro
sitio: El horizonte parecía tan cercano e impenetrable que no le extrañaba que
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pudieran creer que el mundo entero quedaba reducido a aquella ciudad.
Sands depositó el frasco plateado en el asiento del copiloto junto a su Louisville
Slugger. Lo había encontrado dentro de una caja en el armario del cuarto de
invitados; a decir verdad, el armario era más bien un chiribitil. El propio cuarto de
invitados se parecía más a un armario con una cama empotrada. Pero la habitación se
le había antojado digna de un palacio… aunque fuera un palacio pequeño. Se había
quedado dormido la mañana de Navidad justo después de su llegada, y había dormido
durante todo el día, toda la noche, y todo el día siguiente. Al despertar, se había
sentido algo aturdido pero enormemente reconstituido. Para bien o para mal, había
dormido el sueño de los justos, como un muerto… mejor que algunos de los muertos
que había visto de un tiempo a esa parte. Tal vez su cuerpo había llegado por fin a su
límite, o puede que fuese el estar lejos de Faye, de la casa y de la piscina lo que
marcaba la diferencia. En cualquier caso, Sands volvía a sentirse persona. Sus ojeras
se habían reducido. Seguía vigilando sus dolores y achaques, pero el mero hecho de
saber que podía dormir hacía que la incomodidad fuera mucho más tolerable.
—Dios te bendiga, Albert Tinsley —dijo Sands, con una sonrisa torcida. Albert le
había proporcionado un techo, una cama, comida, y anoche, al igual que esa noche,
también le había ofrecido su compañía. Douglas no quería parecer desagradecido,
pero lo cierto era que no se dedicaba a quedarse sentado y compadeciéndose de sí
mismo… o, al menos, no se dedicaba sólo a eso. Agradecía la oferta de Albert, pero
aún tenía que encontrar una forma satisfactoria de explicar hacia dónde se dirigía y
qué estaba haciendo: «Bueno, verás, es que hay un vampiro que acosa a mi
amante…» no sabía por qué, no le parecía la mejor manera de enfocarlo.
El día anterior, Sands se había despertado a última hora de la tarde y, pese a
sentirse descansado, le había horrorizado comprobar cuánto tiempo había pasado en
la cama. ¡Había dejado sola a Melanie una noche entera! Le daba igual que hubiera
estado sola durante más de una semana mientras él convalecía primero en el hospital
y luego en casa, y que hubiera vivido sola durante varios años antes de eso. La
necesidad de Sands de estar allí, de montar guardia ante su apartamento, había
alcanzado un grado de intensidad rayano en lo compulsivo. Lo sabía. Pero eso no
cambiaba los hechos: Él era el único que conocía la existencia del merodeador; era el
único que tal vez pudiera detener al monstruo, aunque eso le costara la vida.
«Probablemente sea lo que me merezco —pensó—, después de todo lo que he
hecho». Tampoco es que nadie fuera a echarle de menos.
Así que había vuelto a rechazar los amables ofrecimientos de Tinsley, y se dirigía
al apartamento de Melanie. Sólo se detuvo una vez, en una tienda de licores para
comprar una botella de güisqui, parte de la cual había vertido en el frasco de Albert.
Éste había estado lleno de agua, que Sands había derramado en el congelado
aparcamiento del establecimiento. La monótona guardia de la noche anterior le había
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dejado frío y envarado, por lo que había decidido que algún trago que otro le ayudaría
a elevar la moral y a relajar sus músculos doloridos.
Había bastante gente en la calle para ser lunes por la noche. Muchas personas,
sobre todo en la licorería, conducían furgonetas con la parte trasera cargada de
equipos de pesca. Probablemente regresaban de un largo fin de semana de pesca en el
hielo. «Eso bastaría para empujar a cualquiera a la bebida», pensó Sands, dando un
sorbo de güisqui.
También había mucha más actividad en el complejo de apartamentos donde vivía
Melanie: más furgonetas en el aparcamiento, música country sonando a todo
volumen, compitiendo con el rap que emanaba furiosamente de otros coches
engalanados con luces de neón y hacía que vibrara el espejo retrovisor de Sands. Al
contrario que en las ocasiones anteriores en que había visitado a Melanie, se alejó de
las escasas farolas en activo y encontró una plaza de aparcamiento oculta entre las
sombras. Entró marcha atrás y se quedó sentado y observando el desfile de vándalos
estereofónicos. «¿Cómo diablos puede quedarse en este sitio?», se preguntó, por
enésima vez.
Cuando hubo transcurrido una hora, y luego otra, y el tráfico del aparcamiento se
hubo reducido, los pensamientos de Sands cambiaron de rumbo. Gradualmente, su
resentimiento hacia los demás conductores se atenuó, y se preguntó: «¿Lo sabrá
alguno? ¿Seré yo el único?».
Cuando pasó otro coche, púrpura, en primera, sacudido por la música, Sands
intentó atisbar algo a través de sus ventanillas tintadas, lo que fuera… pero no
consiguió ver nada al otro lado del cristal oscurecido. Era la primera vez que pensaba
en el merodeador en un contexto más amplio. «¿Habrá visto alguna de estas
personas lo que he visto yo?» La idea, la ilusión de que alguien más pudiera
confirmar y validar lo que él había experimentado, le pareció esperanzadora al
principio. Sands se animó; por un momento, no se sintió tan aislado, tan solo… pero
su mente, poco dispuesta a dejarle en paz, continuó entonces la progresión de su
siguiente paso lógico: «Si yo no soy el único que ha visto un monstruo de verdad, ¿no
será igual de posible que el merodeador, mi merodeador, no sea el único de su clase
que camina entre nosotros?».
La incipiente filosofía de confort y esperanza de Sands se tornó casi al instante en
una mofa cruel. Sintió un frío repentino, cortante. Los demás conductores, que por
unos breves momentos había comenzado a considerar aliados potenciales, volvían a
ser desconocidos y hostiles. Probablemente todos ellos fuesen merodeadores,
depredadores de uno u otro tipo. Sands había conocido a unos cuantos depredadores
humanos; tal vez no todos fueran tan humanos como pensaba. Deseó que las ventanas
de su auto también estuvieran tintadas, que pudiera ser completamente invisible
sentado en la oscuridad.
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«Debo de ser el único que lo ha visto —pensó—. Debe de ser el único, el único
merodeador, el único vampiro». Ésta tenía que ser la verdad. No podía ni empezar a
imaginarse un mundo plagado por esas criaturas. Expulsó aquella desoladora e
inquietante cuestión de su cabeza.
Con anterioridad, Sands había puesto el coche en marcha un par de veces para
encender la calefacción. Con tanto tráfico y ruido, se había sentido lo bastante
desapercibido. Ahora, estaba seguro de que si volvía a hacerlo, alguien o algo se
daría cuenta. Por consiguiente, cogió el frasco, reticente a realizar siquiera aquel leve
movimiento. Intentó permanecer tan inmóvil como fuera humanamente posible y, a
pesar del güisqui, sintió que el frío le calaba hasta los huesos a través de la ropa. Los
calcetines de lana y las playeras ofrecían escasa protección; durante la hora siguiente,
la sensibilidad emprendió la retirada de los dedos de sus pies. También se le
entumeció el cuello, y su rostro se volvió tan frío e inerte que temió que la piel
pudiera contraerse y se le saltaran los puntos.
Pero ahora había muy poco tráfico. Un coche paseando sin rumbo llamaría
demasiado la atención. El reloj del salpicadero anunciaba las 12:18. Sands se
preguntó de repente si debería cubrir el reloj; ¿le delataría la tenue luz verde a ojos
del merodeador? A fin de cuentas, la criatura les había observado a Melanie y a él con
sus ojos rojos desde uno de los balcones del edificio desahuciado.
Entonces se le ocurrió otra terrible idea: ¡El monstruo podía trepar por un costado
del edificio y entrar por una de las ventanas mientras Sands estaba ahí sentado
vigilando las escaleras! «¡Dios santo!» Cogió el bate, sin saber exactamente qué
debía hacer, pero con la certeza de que tenía que vigilar el apartamento más de cerca,
asegurarse al menos de que no estaba rota ninguna ventana, ni la puerta de cristal
corredera del balcón. «¿Cómo podía ser tan estúpido?».
Como en respuesta a su pregunta, en ese momento, Melanie apareció en su coche
y aparcó en la plaza vacía junto a él. Cuando salió del vehículo, ensayó un gesto
vacilante.
—¿Douglas? —Había entrado de frente, de modo que sus respectivas ventanillas
quedaran paralelas.
Sands se quedó paralizado por la sorpresa. Se retrajo en su asiento, pero no servía
de nada; ni siquiera arrastrarse debajo del asiento habría valido de nada en esos
momentos. No sólo le habían descubierto, lo que ya era malo de por sí, sino que había
estado vigilando el apartamento de Melanie, supuestamente protegiéndola, «y ella ni
siquiera estaba en casa».
—¿Douglas? —Melanie golpeó suavemente su ventanilla.
Sands suspiró, y se sintió como si el vaho de su aliento fuera todo el aire que
escapaba de un globo. Apretó el botón de la ventanilla, pero no ocurrió nada; giró a
medias la llave de contacto, y volvió a accionar el botón. Bajó el cristal apenas unos
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centímetros.
—Eh… hola.
—¿Qué estás haciendo? ¿Llevas mucho esperándome?
«No te estaba esperando a ti», pensó. Pero no podía decirle eso. Había
demasiadas cosas que explicar.
—Eh… no. No… mucho. No mucho tiempo.
Melanie se quedó plantada, mirándole. No tenía intención de irse. Lo que más
quería Sands en el mundo era que se marchara. En vez de eso, arrugó la nariz y
husmeó.
—¿A qué huele? ¿Has estado bebiendo? —Sands guardó silencio—. Oye… —
dijo, después de algunos segundos—. ¿Te apetece entrar?
—No. O sea… no puedo. Te… te acompaño hasta arriba.
—Ah… vale.
Sands quería, al menos, asegurarse de que su apartamento era un lugar seguro,
pero no pensaba quedarse; no podía permitirse ninguna distracción.
—Lamento que hubiera salido —dijo Melanie cuando empezaron a caminar—.
Tendrías que haber llamado antes. Estaba con una amiga. —No reparó en el bate de
béisbol hasta que hubieron cruzado medio aparcamiento—. Douglas, ¿qué es eso?
—¿El qué?
—Lo que intentas esconder a tu espalda… eso.
—Ah, esto. —Le enseñó el bate, tímidamente—. Nada. Es sólo un… eh… un…
—Bate de béisbol.
—Exacto.
—Y lo llevas encima… ¿para qué? ¿No faltan todavía dos meses para que
comience el precalentamiento de primavera?
—Subamos, Melanie. —Escrutó los alrededores mientras la cogía del brazo y la
conducía hacia los escalones.
—¿De qué vas? —preguntó la joven, pero Sands no respondió. Dio un tirón para
liberar el brazo; Douglas sujetaba el bate con la mano izquierda, y la escayola no le
permitía hacer fuerza con la derecha. Se detuvo—. Ya está bien. ¿Qué ocurre? —
Sands la miró de soslayo brevemente. Le preocupaba más intentar penetrar la
oscuridad del edificio desalojado, aunque no podía distinguir ninguna silueta al
acecho. Sólo aquella lona azul—. ¿Douglas?
—Mira. Podemos hablar arriba. Por favor.
Melanie accedió, pero no permitió que la cogiera del brazo mientras subían las
escaleras. Cuando abrió la cerradura de la puerta, Sands asió con fuerza el bate y miró
torvamente al león de bronce de imitación, retándole en silencio a atreverse a mover
siquiera los bigotes.
—Déjame entrar a mí primero —dijo cuando la puerta estuvo abierta.
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—¿Qué estás…?
Pero él ya había pasado junto a ella y estaba examinando la sala de estar y la
cocina. Fue entonces cuando vio que ella se había quedado en el umbral, sola,
observándole.
—Dios santo. Entra. Cierra la puerta y echa la llave. No… espera. —¿Debería
cerrar la puerta con llave? ¿Y si el monstruo ya estaba dentro y necesitaban una salida
de emergencia, en vez de estar acechándola desde el exterior?
Melanie, no obstante, parecía no tener tiempo para sus indecisiones, y tampoco
estaba dispuesta a recibir ninguna orden. Cerró la puerta y echó la llave.
—¿Cuándo has salido del hospital? ¿Sigues en tratamiento?
—Espera aquí y no te muevas. Junto a la puerta. —Sands rastreó el resto del
apartamento, rápida pero concienzudamente: cuarto de baño, armarios, debajo de la
cama. Al darse cuenta de que había omitido el balcón, regresó corriendo a la sala de
estar y descubrió que Melanie, a decir verdad, no se había quedado junto a la puerta.
Maldijo entre dientes mientras levantaba la cortina y se asomaba al balcón.
—Todavía me quedan cervezas en el frigorífico —dijo Melanie, apartándose el
pelo de los ojos—, aunque hueles como si ya hubieras estado empinando el codo.
¿No estarás tomando algún medicamento que no se pueda mezclar con alcohol?
—No puedo quedarme —dijo Sands, camino de la puerta—. Parece que todo está
en orden por aquí.
—Ah no, ni hablar. —Melanie se cruzó delante de él—. Me esperas sentado en el
aparcamiento, ¿y ahora das media vuelta y te largas? No señor. No hasta que me
cuentes a qué vienen tantas payasadas.
Sands la oía sólo a medias; estaba intentando decidir cuál sería el mejor lugar
para vigilar el apartamento. No podía ver gran cosa al lado de la escalera en el
aparcamiento. Tal vez el bosque que había detrás del edificio; desde allí podría ver su
ventana, el balcón y la puerta, además del edificio desahuciado.
—¿Douglas? ¿Hola? ¿Qué ocurre?
—Tengo que irme. Es el acosador —dijo. «El merodeador. El vampiro».
—¿Qué? ¿Le has visto? ¿Mientras esperabas?
—Sí —mintió. Si tenía que recurrir a ello… Había mentido por causas mucho
menos nobles.
—Vale. Pues llamemos a la policía.
—No ha hecho nada —objetó Douglas—. Como ya comentaste una vez,
probablemente viva por los alrededores.
—Hay leyes escritas contra los merodeadores, siempre y cuando no se traten de
imaginaciones tuyas.
—No son imaginaciones mías.
—Vale. Entonces, por lo menos, la policía podría identificarle. Seguro que eso le
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quita las ganas de rondar por aquí.
—No van a encontrarle. No le encontrarán nunca.
Había algo en la forma en que lo dijo que preocupó a Melanie. Se alejó de él, bajó
la mirada, al bate que empuñaba.
—Me parece que no deberías conducir, Douglas. ¿Por qué no te quedas?
—No puedo. —Pasó junto a ella camino de la puerta—. No puedo distraerme. No
puedo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? Puedes dormir en el sofá si lo prefieres. No
creo que debas conducir. Esta noche no.
—No puedo —repitió, abriendo la puerta—. Asegúrate de cerrar con llave cuando
salga. Y mantén las cortinas echadas y las persianas bajadas del todo.
Melanie ladeó la cabeza y le dedicó una mirada acerada.
—Supuse que habías sido tú el que escribió aquella nota, pero debiste de hacerlo
con la mano izquierda —dijo, observando su escayola—, y no estaba segura. ¿Qué
hacías aquí el día de Navidad por la mañana? ¿Cuánto hace que…?
Pero Sands ya había cerrado la puerta. De repente sabía exactamente lo que tenía
que hacer. Se encaminó hacia el edificio desalojado.
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Capítulo dieciséis
Todas las ventanas de la primera planta del edificio desahuciado estaban
entablonadas. Aquella medida parecía haber desanimado a la mayoría de los vándalos
en potencia, pero algunos se habían entretenido arrojando piedras o destrozando a
balazos los cristales del primer piso. Sands, igual que cualquiera de aquellos
fervientes vándalos, no se dejaba disuadir por unos tablones. Tenía los pies
congelados hasta el punto del entumecimiento cuando rodeó el edificio pisando la
nieve, pero apenas reparó en ello. Estaba demasiado concentrado en averiguar la
manera de entrar.
Melanie no le había seguido, por lo que daba gracias. No parecía comprender el
hecho de que estaba haciendo todo aquello por ella, corriendo todos aquellos peligros
por ella. No la culpaba por su ceguera —ella no había visto lo mismo que él—, pero
un poco de fe no le habría venido mal. Su escepticismo era una afrenta personal
contra él, pero, en fin, suponía que no le había dado demasiados motivos para
respetar su integridad.
Subió las escaleras hasta el porche de la tercera planta del edificio desahuciado.
Desde la barandilla, decidió que debería ser capaz de trepar hasta el balcón que
quedaba debajo de la lona azul; sólo había medio metro entre la barandilla del
descansillo y la del balcón. Sin nieve ni hielo, y para una persona moderadamente
atlética, habría sido un ascenso bastante sencillo… casi como dar un paso. Pero había
nieve y hielo. Y Sands, aunque se consideraba al menos moderadamente atlético,
tenía un brazo en cabestrillo y se estaba recuperando de una luxación en el cuello y
unas cuantas costillas rotas.
Empleó el bate para despejar ambas barandillas en la medida de lo posible. Ése
era el mayor reto, no patinar, pensó. Descubrió, no obstante, que subirse a la primera
barandilla no resultaba tan fácil como había creído, no con un único brazo disponible.
Decidió rápidamente que no podía trepar y sujetar el bate, por lo que lo lanzó al
balcón. Ahora, con la esquina del edificio como único asidero, se encaramó a la
barandilla. Podría haberse sentado a horcajadas sin problemas, pero tenía que ponerse
de pie. Sands era plenamente consciente del feroz martilleo de su corazón mientras,
con el rostro pegado al congelado edificio, apoyaba los pies y, al fin, se incorporaba.
El medio metro aproximado que separaba las barandillas se le antojaban ahora
uno o dos, con el espectáculo del vacío y la nieve endurecida en el suelo a sus pies.
Ya había cubierto tres pisos en picado esas vacaciones; no le apetecía repetir la
experiencia.
Aparte de la esquina del edificio, a la que tendría que aferrarse con su mano casi
inútil, había un brazo de farola que sobresalía de la pared por encima del balcón; no
sabía cuánto peso podía soportar ese saliente, pero esperaba que le ayudara a
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apoyarse siempre y cuando no cargara todo su peso sobre él. Aun tendría que poner el
pie en la barandilla del balcón antes de llegar a la barra metálica.
De pie encima de la barandilla, tiritando, y sopesando su futuro inmediato, Sands
se vio embargado por un fuerte presentimiento. A pesar del frío, sudaba
profusamente. Si su pie o mano derecha resbalaba cuando adelantara el pie izquierdo,
se caería. Si su pie izquierdo patinaba y no lograba agarrarse al pequeño saliente, o si
se agarraba pero éste no sostenía su peso, se caería. Si se caía, quizá no tuviera tanta
«suerte» en esta ocasión; podría romperse el cuello, o la espalda, o el otro brazo, o las
dos piernas, o…
«¡Dios santo!», pensó Sands, asqueado de sí mismo y de su mal agüero. Dio el
paso.
Su pie derecho resbaló; los dedos de su mano derecha, sobresaliendo del extremo
de la escayola, tantearon la pared sin efecto; su pie izquierdo golpeó la barandilla del
balcón; y, tras intentar y conseguir agarrarse al brazo de farola, descubrió cuánto peso
podía soportar: no el suficiente.
Lo único que salvó a Sands en aquellos escasos, eternos segundos en los que
aleteó sobre el vacío, fue el impulso. De alguna manera consiguió el empuje
suficiente con su pie derecho, en el momento en que patinaba, para lanzarse hacia el
balcón, y aunque erró el paso y se lastimó el pie derecho, logró caer en el balcón y no
en dirección contraria. El brazo de luz, rematado por cables semejantes a las venas de
una bestia decapitada, se soltó de la pared. La breve resistencia que ofreció, no
obstante, bastó para que Sands girara en redondo. Mientras giraba, el exterior de su
rodilla derecha tropezó con la barandilla del balcón y se volteó por encima, hasta el
suelo. Aterrizó de golpe sobre la espalda. Encima del bate de béisbol.
Durante un momento, yació aturdido.
El cielo negro y encapotado parecía muy próximo a la esquina del tejado del
edificio, quizá a escasos metros. Sands observó ausente esa esquina, y los gruesos
nubarrones, y las copas desnudas de los árboles que se asomaban a su campo de
visión. La primera impresión de la que fue consciente fue el frío. Sentía frío en la
nuca; también en la cara, por cierto, puesto que el viento arrebataba las últimas trazas
de sensibilidad de su nariz y alanceaba sus mejillas con cientos de diminutos alfileres,
pero su nuca descansaba a varios centímetros de la nieve. El dolor sucedió al frío
rápidamente cuando intentó mover la cabeza. Su cuello no estaba dispuesto a
obedecerle, o al menos no sin rechistar. Sands dejó que su cabeza descansara de
nuevo sobre la nieve, rindiéndose a las candentes punzadas. Tal vez por solidaridad
con su cuello, su rodilla empezó a palpitar. Sands reparó también dolorosamente en el
bate alojado, bastante incómodamente, debajo de su espalda.
Se obligó a actuar despacio, tentativamente, moviendo con cuidado esta parte del
cuerpo y luego aquella, asegurándose de que no se había roto nada. La rodilla derecha
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era lo que más problemas le daba, pero parecía que seguía funcionando en mayor o
menor medida. Pese a sus precauciones, sentarse supuso un tormento; el agudo dolor
de su cuello provocó que se asomaran lágrimas a los ojos. Permaneció sentado en la
nieve durante varios minutos, con el trasero tan dormido como su rostro. Su cabeza se
despejó lentamente.
«Esto es una locura», se dijo. Pero el término locura había dejado de tener
sentido para Sands, o al menos había dejado de ser lo bastante específico como para
cubrir sus necesidades. O tal vez fuera la distinción entre sujeto y objeto lo que
carecía de la debida exactitud. ¿Era esto (el hecho de que se hubiera jugado la vida
saltando/cayéndose al balcón de un apartamento vacío) una locura, o simplemente
una estupidez, y era él un estúpido (léase: loco)? ¿Era el hecho en sí de haber visto al
merodeador en repetidas ocasiones una locura (imposible pero cierto), o era Sands, de
nuevo, el loco? ¿Qué (o quién) era más absurdo: la situación, o el desdichado
bastardo atrapado en ella? ¿O las dos cosas?
Sería mucho más sencillo, pensó Sands, si fuera él, si de veras hubiera estado a
punto de matarse sin motivo. Una breve estancia en la institución apropiada y luego
todo sería mejor, de vuelta a la normalidad, se acabaron las estupideces y las locuras.
Quería creer que eso era lo que estaba ocurriendo… quería, pero no podía. No podía
descartar su propia cordura, aun cuando hacerlo colocaría el peso de la locura
directamente sobre sus hombros y no, lo que sería aún peor, sobre los del resto del
mundo.
«En cualquier caso —decidió—, aquí estoy, maldita sea». Se puso de pie y
empezó a examinar la lona azul que había sobre él. Estaba sujeta sobre la abertura de
la pared que había estado cubierta por puertas correderas de cristal antes del
derrumbamiento del balcón de la cuarta planta. La lona no estaba sujeta tan
firmemente como para que no pudiera colarse una persona por el borde inferior y así
entrar o salir del apartamento vacío y semiexpuesto que había tras ella. Se giró y miró
el edificio de Melanie, su ventana, y vio que había cerrado las persianas y las había
bajado del todo. Se concedió una breve sonrisa de felicitación.
Al volverse hacia la lona, comprobó que la pared bajo ella, justo encima de su
cabeza, estaba marcada por diversos arañazos extraños… surcos, en realidad. Su
forma le resultaba vagamente familiar, pero si bien Douglas Sands estaba
recuperando gradualmente la confianza en su propia cordura —o al menos en la
lógica interna dentro de su propia psicosis— todavía no estaba dispuesto a establecer
según qué relaciones, por lo que atribuyó los arañazos al derrumbamiento del
balcón… lo cual entraba dentro de lo posible.
Pegó el rostro a las frías puertas de cristal de su nivel. El interior del apartamento
estaba oscuro y desierto, aunque quienquiera que lo hubiera vaciado no se había
molestado en sacar todos los muebles antes de mudarse, y los de mantenimiento no se
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habían molestado en limpiar los apartamentos desahuciados. Sin darse una pausa para
pensárselo dos veces, Sands estrelló el bate contra el gran panel de cristal de una de
las puertas correderas. El movimiento iba dirigido por una mano, la zurda para más
señas, con torpeza; rebotó contra el cristal sin causar daños. La cubierta de nieve de
los edificios, los árboles y el suelo amortiguó en parte el ruido del golpe. Ahora que
sabía con cuánta fuerza debía golpear, empuñó el bate con los dedos de su mano
derecha y volvió a intentarlo. Apareció una grieta de varios centímetros de longitud.
Sands volvió a golpear la puerta; la raja se agrandó y se dividió en una serie de vetas
ramificadas, como afluentes. Tres golpes más y esa porción de la ventana se hizo
añicos, dejando el resto del panel intacto, salvo por una serie de grietas expandidas.
Sands atisbó el otro edificio ocupado desde el balcón. El silencio imperaba de
nuevo tras el estruendo de los golpetazos y el tintineo del cristal roto. Por lo que él
sabía, Melanie no estaba espiando a través de las persianas, y no vio a nadie más que
se hubiera asomado a investigar el ruido.
No había necesidad de romper el resto de la ventana. Sands introdujo una mano y
abrió la puerta. Decidió que un sofá abandonado del interior serviría para lo que se
proponía, pero maniobrarlo demostró ser demasiado difícil. El sofá no era pesado,
pero sí corpulento, y Sands, con un solo brazo, tenía problemas para encontrar un
asidero. Si empujaba demasiado fuerte con el cuerpo, sus magulladas costillas
protestaban. Al mismo tiempo, procuraba no lastimarse el cuello; a continuación, se
hirió en la palma de la mano buena con un clavo del fondo del sofá. Al final, Sands
tuvo que colocar el sofá de costado y arrastrarlo a través de la puerta abierta hasta el
balcón. Según estaba yendo la noche, no le habría extrañado que ese balcón se
hubiera venido abajo y qué el sofá y él hubieran terminado despachurrados contra el
balcón inferior, y que luego también éste se hubiera desplomado, y el siguiente, y el
siguiente, y así hasta el infinito, hasta llegar al desmoronado balcón de la novena
planta del infierno.
Por fin, consiguió situar el sofá como lo quería: de pie, apoyado en la pared bajo
la lona azul. Recogió el bate y se subió al sofá, utilizando los muelles y las tablas del
fondo a modo de escalerilla. Habría preferido que el sofá fuese más largo; así las
cosas, podía tocar la abertura debajo de la lona, aunque por los pelos. La escalada no
era sencilla. Si se sujetaba a la lona, lo conseguiría. También por los pelos. Pero como
le ocurriera mientras subía al balcón, tuvo que arrojar el bate primero. Y cuando por
fin se hubo encaramado y hubo entrado en el apartamento sin balcón, se topó de
bruces con el merodeador inhumano.
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Capítulo diecisiete
Una reseña en particular de la página web de comercio de propiedad llamó la
atención de Nathan. Había visitado la página impulsado por la mera curiosidad. Sí,
tenía la vaga intención de alquilar un espacio de oficina en alguna parte, pero no se
había hecho el firme propósito ni se había fijado una fecha concreta. La idea parecía
una extravagancia injustificable, por no decir un riesgo innecesario. Por otro lado, la
variedad de localizaciones le conferiría más flexibilidad, además de dificultar el
seguimiento de sus operaciones y de las de sus aliados. Así mismo, en algún
momento, iba a querer acudir a múltiples proveedores, y el espacio de su actual
«despacho» tenía sus límites.
Había curioseado contemplando la anodina oficina por un momento, antes de
pasar a estudiar otros listados más orientados hacia la industria. Su interés en esta
página en particular era, simple y llanamente, mórbida fascinación. Iron Rapids no
engendraba industria; las fábricas reducían la plantilla o cerraban, aumentaba la
oferta de espacio industrial, y los precios caían en picado. Nathan volvía a comprobar
cada pocas semanas para ver cuánto habían bajado los precios los propietarios. Le
producía un placer malsano observar cómo encajaban el golpe aquellos blanquitos
forrados de pasta; se sentía como un motorista mirón que pasara junto a los restos
siniestrados del coche de alguien que no le caía bien.
Ninguno de aquellos precios, desde luego, había bajado lo suficiente como para
suscitar su interés, ni lo harían jamás. Nathan no era ningún capitalista especulador.
Sobrevivía gracias a sus negocios de compraventa y a unas cuantas inversiones
tangenciales, lo que servía a sus propósitos. Si creciera demasiado, llamaría una
atención no deseada. No, lo suyo no era el negocio de la propiedad.
Lo que le llamó la atención fue que aparentemente había alguien que sí estaba
interesado. En Iron Rapids. «Hm. Mira tú por dónde», pensó. La antigua fábrica
Hadley, que había permanecido vacía durante años en el corazón de la ciudad, había
sido vendida. La página web que estaba consultando sólo ofrecía listados de bienes
raíces; no ofrecía los detalles de las transacciones, aparte de indicar que el lugar había
sido comprado. Eso no suponía más que un mero contratiempo pasajero.
Dos búsquedas y un código de seguridad insultantemente infantil más tarde,
Nathan tenía el nombre de la empresa que había comprado la planta Hadley:
Soluciones Sintéticas.
Hm. Había oído hablar de ellos, desde luego. Estaba al día del índice NASDAQ
además de las fluctuaciones del Mercado de Valores de Nueva York, entre otras
bolsas. Como tantos otros valores tecnológicos, SolSin había experimentado un año
volátil, pero en conjunto había salido revalorizada; no era una de esas punto-com que
surgían de la noche a la mañana, hoy te he visto, mañana no me acuerdo. No
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recordaba gran cosa acerca de la empresa, pero tomó nota mental para no perderla de
vista. También hizo una apuesta consigo mismo, a ver cuántos meses pasarían hasta
que la directiva hubiera recuperado el buen juicio y se retirara del mercado de Iron
Rapids. La mano de obra abundaba, sólo había que pensar en la tasa de desempleo de
la ciudad pero ¿trabajadores con la educación y la formación necesarias para una
empresa de tecnología…?
«Jamás conseguirán despegar aquí —pensó Nathan—. No se quedarán por
mucho tiempo. Nadie con dos dedos de frente se queda aquí».
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Capítulo dieciocho
—¿Quién eres? —susurró la bestia—. ¿Quién eres tú para juzgarme?
Sands acababa de arrastrarse por debajo de la lona para entrar en el apartamento.
El bate de béisbol, que había lanzado con anterioridad, se encontraba medio metro
fuera de su alcance. Todavía no se había sentado cuando vio al merodeador… y el
merodeador le vio a él.
Los pulmones de Sands se paralizaron y el aliento se atascó en su garganta. Un
pútrido hedor inundó su boca y su nariz; era como la peste del contenedor la primera
noche que había visto… visto a esa cosa.
El merodeador estaba acurrucado en una esquina. Sus ojos parecían refulgir rojos
en la penumbra del apartamento cegado. La criatura era tal y como la recordaba
Sands: Su cabeza calva blanca como el hueso, la piel rugosa y untuosa; el mentón era
apenas más ancho que su boca abierta, superpoblada de colmillos aserrados. Las
estalactitas y estalagmitas que eran sus dientes rechinaban emitiendo un sonido
semejante al roce del metal cuando hablaba el merodeador.
—¿Quién eres tú para juzgarme?
Sands no asimiló el significado de aquellas palabras. Estaba demasiado
conmocionado por el hecho de que aquella cosa estuviera hablando. Estaba
«muerta», pero se movía y hablaba. No había vida en la criatura, salvo la que hubiera
robado. Sands no pudo perder más que un par de segundos preguntándose cómo sabía
todo aquello: ¿Cómo sabía que estaba muerta, que bebía sangre, que era sobrenatural,
malvado? No estaba seguro; sencillamente lo sabía. Y también sabía que tenía
problemas más inmediatos de los que preocuparse.
«¡Idiota!», se insultó a sí mismo, mirando el bate de soslayo. Se abalanzó sobre
él, pero el merodeador fue más rápido. Pese a haberse encontrado en la otra parte de
la habitación, el monstruo cogió el bate al mismo tiempo que Sands. Los dedos con
garras se hundieron en el grueso tronco de madera cuando las manos de Sands
asieron el mango. El merodeador clavó el bate al suelo. Sands no podía liberarlo.
—¿Qué eres? —preguntó el merodeador. Le costaba pronunciar las palabras;
pugnaba y vocalizaba exageradamente, con sus dientes rechinando igual que un
bocado de navajas de afeitar. Las ropas del ser eran poco más que harapos andrajosos;
una piel pálida asomaba por varios agujeros.
—¿Qué soy? —repitió Sands, perplejo—. ¿Que qué soy? —Sus dedos se
aferraban al mango del bate como si le fuera la vida en ello… y tal vez así fuera. El
merodeador no había intentado arrebatárselo, pero tampoco permitía que lo
empuñara. Sands se obligó a respirar. Estaba a pocos pasos del monstruo, pero el
hedor no parecía más fuerte que antes. Sentía los ojos desorbitados a causa del terror,
secándose por culpa del aire frío. «No me ha atacado —se dijo, procurando
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tranquilizarse, intentando no gritar y salir corriendo—. Podría haberme atacado
antes de que yo levantara siquiera la cabeza. Quizá no quiera matarme». Quería
creerlo; deseaba creerlo con todas sus fuerzas.
Con un supremo esfuerzo de voluntad, Sands se arrodilló, sin apartar la vista del
merodeador ni la mano del bate. Su forzada serenidad parecía incomodar al
merodeador; una lengua fina como una cinta asomó entre los apretujados dientes.
Sands quería incorporarse —no se sentiría tan vulnerable si estuviera de pie— pero
aún más quería mantener la mano pegada al bate.
—Que qué soy… ¿Qué demonios eres tu?
Siseó. Sands dio un respingo. Puede que hubiera dado media vuelta y hubiera
salido corriendo de no ser porque estaba agarrado al bate como si de un chaleco
salvavidas se tratara. Observó, casi distraídamente, que los dedos anular y meñique
del merodeador estaban fundidos en una garra deforme que atravesaba la madera del
bate. Sands se imaginó esa garra rajándole la garganta; casi podía sentir la punta
hundiéndose en la carne de su cuello, degollándole. «No quiere matarme —se dijo,
infundiéndose ánimos—. No quiere matarme».
Volvió a fijarse en el bate: En lugar de «Louisville Slugger», de repente ponía
«Louisville Killer» con la misma caligrafía fluida. Las esperanzas de Sands se
desvanecieron. Sabía que estaba comportándose como un estúpido. Esa cosa se
bebería su sangre en cuanto tuviera ocasión. «¡No me ha atacado porque estaba
sorprendido!», se dio cuenta de repente. No sorprendido ante su aparición —había
hecho ruido como para despertar aun muerto, si es que el acechador había estado
dormido— sino porque le había visto. «Se oculta —pensó Sands—. Se esconde,
espera, mata». La leyenda del bate volvía ser normal, «Louisville Slugger», pero
podía verde nuevo las intermitentes palabras de la pantalla del reloj: ESPERA: PARA
MATAR.
«Tal vez —pensó Sands—. Pero no va a matar a Melanie».
—¿Quieres saber quién soy? Soy el que puede verte. —El monstruo se enderezó
y bufó—. ¿Te enteras? —continuó, con la cabeza inundada de revelaciones frente al
merodeador—. Te escondes, esperas, y matas. Bebes sangre, bastardo enfermizo.
Pero nunca te ven, ¿verdad? No hasta que ya es demasiado tarde. No hasta…
Sands puso los ojos en blanco. Veía al monstruo, pero la bestia ya no estaba en el
edificio desahuciado. Se encontraba en un lugar oscuro y reducido, observando pies y
tobillos. Un coche. Estaba debajo de un coche. Viendo cómo pasaba alguien. En el
aparcamiento. El aparcamiento del exterior. El merodeador salió de debajo del coche
a una velocidad asombrosa. El peatón era un joven, medio borracho. Pero aun así
tendría que haber visto a la criatura que se aproximaba a él por un costado. Pero no la
veía, no podía verla. El merodeador se abalanzó sobre él, sus colmillos se acercaron
al cuello del hombre…
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Sands volvía a estar en el apartamento, con los nudillos blancos contra la madera
pulida del bate de béisbol. La bestia seguía sujetando el otro extremo. Sands
parpadeó. Se humedeció los labios sin sentirlos; el frío se los había entumecido. No
estaba seguro de qué acababa de ver… tan sólo de que había ocurrido. Le perseguía
la imagen de unos pies deslizándose bajo el coche, un cuerpo arrastrado. Su mirada
volvió a centrarse en el merodeador, en el aquí y ahora.
—No es tan fácil cuando te vemos, ¿verdad? —La rabia se apoderó de Sands. No
siempre sería un hombre anónimo la víctima del merodeador; en algún momento
sería Melanie—. Soy el que puede verte —repitió, golpeándose el pecho con la
escayola—. Soy el que no va a permitir que te la lleves. Soy el que…
El dorso de la mano de la bestia golpeó de pleno el rostro de Sands. El mundo
empezó a dar vueltas de repente. Aterrizó sobre su espalda. Al principio creyó que le
habían arrancado la cabeza. No. Estaba tosiendo, sin aliento, con las costillas
doloridas a cada espasmo. Y dolor lacerante de su cuello lastimado… no le dolería
tanto si le hubieran arrancado la cabeza de cuajo.
Abrió los ojos a tiempo de ver y sentir el pie que se aplastó contra su estómago
con una fuerza monstruosa. Las costillas al rojo vivo. Luces centelleantes. Una
abrumadora sensación de nausea. Otra patada.
El merodeador estaba encima de pie, observándole con aquellos ojos bestiales y
hablando a través de las navajas de afeitar.
—Deberías preocuparte menos por tu amiguita y más por tu mujer.
Sands se obligó a abrir los ojos, a mirar aquella sonrisa de cocodrilo. ¿Faye?
Observó las garras, los dedos fusionados. El coche. Los arañazos sobre las puertas.
Los mismos surcos en el lateral del edificio bajo la lona. La nausea se apoderó de él.
La bilis y la cena parcialmente digerida se agolparon en su garganta y salieron
disparadas de su boca cuando se hizo la luz en su cabeza: «Lo conduje directamente
hasta Faye. Dios santo. ¿Qué he hecho?».
Otra patada en el estómago. Sands se atragantó con su propio vómito. Se revolcó
en él cuando se encogió para intentar protegerse. Faye no. Las luces centelleantes le
dificultaban la vista. La consciencia comenzaba a evaporarse. La vida no tardaría en
seguir sus pasos.
—Me alimento donde me apetece —dijo el merodeador, estirando la boca para
vocalizar cada palabra con claridad—. Me beberé la sangre de tu chica y luego la de
tu esposa —gruñó, con una mueca.
«¡Faye no!» Sands estiró el brazo, intentando inútilmente desviar el siguiente
golpe, y su mano rozó algo… el bate. El merodeador debía de haberlo soltado para
atacarle, y el bate había rodado. Algo así. Daba igual. Cerró los dedos en torno al
mango —¡Faye no!— y lo blandió.
Estaba tendido en el suelo. Sin punto de apoyo. Utilizando la zurda. Aun así, de
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alguna manera, el bate cortó el aire como si lo impulsara la cólera de Dios. Sands
jamás podría haber hecho aquello, jamás podría haber encontrado una fuerza de ese
tipo… pero lo hizo. El tronco del bate se estrelló contra la cara de la bestia. Su nariz,
ya achatada, se hundió. Hueso y cartílago por igual crujieron por el impacto. Las
manos del merodeador volaron, demasiado tarde, hasta su rostro desfigurado.
Trastabilló alejándose de Sands.
Sands vaciló cuando quiso incorporarse. Quería estar de pie antes de que se
produjera el siguiente asalto… pero éste no llegó. El merodeador se convirtió en una
mancha borrosa mientras desaparecía detrás de una esquina. Sands levantó el bate,
pero no había nada contra lo que blandido.
Poco inclinado a creer que el merodeador había huido, Sands dobló la esquina,
adentrándose en el apartamento. A su derecha, frente al vestíbulo de la entrada, la
puerta principal seguía cerrada con llave; a su izquierda, una delgada reja metálica, de
un metro de lado, había sido arrancada de la pared. Sands se aproximó al boquete.
Había un calentador de agua en el espacio, y detrás otro agujero más pequeño que
conducía tan sólo a la oscuridad. Gotas de sangre señalaban el camino desde la sala
de estar hasta el angosto túnel. Sands, sin querer acercarse demasiado, se asomó al
telón de tinieblas tras el calentador. «Ni loco…» A continuación, regresó al salón.
Al doblar la esquina, comenzaron los espasmos en su espalda. Justo por encima
de la cadera, subiendo por el costado, traspasándole el hombro hasta llegar al cuello.
Aferró el bate con fuerza, utilizándolo ahora a modo de bastón y no como arma.
Consiguió dar dos pasos más antes de desplomarse y yacer en agonía junto a las gotas
de sangre del merodeador y el charco de su propio vómito.
Sands tardó algún tiempo en poder ponerse de pie. Supuso que debía de haber
perdido el conocimiento al menos por un momento. «Estúpido. Podría haber
regresado», pensó, pero sin mucha convicción. Consultó su reloj. Casi las 3:30 AM.
Ya podía incorporarse, aunque no conseguía enderezarse del todo; las
convulsiones de su espalda habían cesado, pero sus músculos seguían estando
increíblemente delicados. Tuvo que caminar medio agazapado. Siguió empleando el
bate a modo de cayado y salió por la puerta principal, que pudo abrir desde dentro, en
vez de por el balcón.
«¡Dios santo! —comprendió mientras bajaba las escaleras con dificultad—.
¡Podría haberla asesinado mientras yo estaba ahí tumbado!» No lo creía; le había
dado una buena en los morros al merodeador… y ése era otro misterio: ¿Cómo había
conseguido blandir el bate de aquel modo? No obstante, lo que más le preocupaba era
Melanie. Y Faye, pensó, maldiciéndose a cada paso dolorido. «¡Conduje a esa
maldita cosa hasta ella!» Pero el merodeador había estado más recientemente; era
Melanie la que corría un mayor peligro. «¡Demonios, tal vez ya haya matado a
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Melanie y ahora vaya a por Faye!». Pero lo único que podía hacer por el momento
era comprobar cómo se encontraba Melanie y esperar que no hubiera ocurrido nada.
Su apartamento parecía seguro: La ventana, el balcón, no se apreciaban signos de
forzamiento. Sands rodeó la fachada del edificio y subió con dificultad los tres pisos
de escaleras. La puerta principal parecía intacta.
Cuanto más andaba, más le dolían las costillas. Además, la rodilla que se golpeara
contra el balcón comenzaba a fallarle. Para cuando hubo vuelto a bajar las escaleras y
hubo llegado a su coche, lo único que podía hacer era reír. Se imaginó el espectáculo
que debía ofrecer: medio encorvado, cojeando y con un bate de béisbol por bastón,
con el cuello ladeado de forma extraña para aliviar el dolor, ciento veintiocho puntos
en la cara, el brazo derecho en cabestrillo y firmemente pegado al cuerpo y a sus
rodillas magulladas, la mano izquierda cubierta de sangre por culpa del corte que se
hiciera con el sofá, desgarrados los pantalones y el abrigo. Y ahora había que añadir
un acceso de risa ligeramente histérico. Cualquiera que le viera pensaría que estaba
loco… y puede que no anduvieran muy desencaminados.
Antes de entrar en el coche, se agazapó y miró debajo, y debajo de los vehículos
vecinos. Escrutó atentamente el asiento trasero. Ningún merodeador a la vista.
«¿Podría verlo en todo momento?», se preguntó. A veces, como en el edificio
desahuciado, le parecía que conocía muchas cosas acerca de la criatura; otras, como
ahora, no estaba tan seguro. Al Diablo le gustaban los detalles… y este diablo tenía
una boca repleta de dientes como cuchillos, y garras que encajaban con los surcos del
techo del coche de Sands. «¡Maldita sea! ¡Encima de llevarle hasta Faye, le di un
maldito paseo!».
Encendió el motor y puso en marcha la calefacción, pero no dejó que el interior
del coche se caldeara demasiado; bebió un sorbo de güisqui, no demasiado. No quería
quedarse dormido. No podía permitírselo. Tardó algunos minutos en sofocar los
esporádicos arrebatos de risa incontrolable. Se alegró cuando lo hubo conseguido; las
carcajadas eran veneno para sus costillas. Cuando su lúgubre humor se hubo disuelto,
le quedó poco más que desesperación. «No puedo salvarlas a las dos —pensó,
abatido—. ¡Demonios, a lo mejor no puedo salvar a ninguna!». Agitó el bote de
analgésicos pero no tomó ninguno; quería estar alerta, para lo que pudiera servir. Era
lo menos que podía hacer por Melanie. Y por Faye. Las pastillas le aturdirían. El
dolor le mantendría despierto.
No supo con exactitud cuándo había salido el sol. El cielo estaba tan cubierto de
nubes que costaba distinguirlo. Poco después de las 8:00 AM, se dio cuenta de que la
cenagosa noche había sido reemplazada por una cenagosa alba. Mientras se alejaba,
rezó para que la llegada del nuevo día significara que Melanie y Faye estaban ya a
salvo, al menos durante unas cuantas horas más.
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Capítulo diecinueve
Sands dejó el frasco plateado debajo del asiento de su coche y entró con la botella
de güisqui medio vacía en el «bungaló» de Tinsley. Albert estaba en la cocina,
leyendo el periódico. El penetrante aroma del bacón despertó el apetito de Sands,
tentando a su estómago revuelto. Intentó pasar frente a la puerta de la cocina camino
del baño sin alertar a Albert, pero sus movimientos eran tan rígidos que su anfitrión
salió de la cocina antes de que se cerrara la puerta del cuarto de baño.
—¿Douglas? —La preocupación de Albert ante el aspecto desaliñado y
vapuleado de Sands era evidente—. ¿Qué demonios te ha pasado?
Sands no recordaba haber oído maldecir antes a Albert. Tampoco tenía fuerzas
para pensar en lo que le había pasado, mucho menos para hablar de ello. No se
detuvo, sino que continuó cojeando vacilante hacia el interior del cuarto de baño.
—Siento haberte roto el abrigo —dijo, incapaz de obligarse a ignorar a Albert por
completo. Cerró la puerta del baño y echó el pestillo.
—¿Douglas? —Albert estaba llamando; no dando golpes y exigiendo que le
dejara entrar, tan sólo llamando, dubitativo— ¿Douglas? ¿Te encuentras bien?
Sands dejó correr el agua en la bañera tan caliente como podía soportarla.
Comenzó la laboriosa tarea de quitarse la ropa. Cada movimiento era una agonía;
cada gesto, giro o acción aparentemente inocua lastimaba alguna parte de su cuerpo.
Albert no insistió, parecía al menos parcialmente satisfecho de escuchar el sonido del
agua en la bañera. «O tal vez piense que voy a intentar ahogarme, y está llamando a
la policía», pensó Sands. ¿Iba a intentar suicidarse?, se preguntó por un instante. ¿No
en la bañera, sino con el resto de estupideces demenciales que estaba cometiendo?
Suponía que no. Si muriese, ¿quién velaría por Faye y Melanie?
Cuando su ropa estuvo amontonada por fin el suelo, Sands se introdujo en la
humeante bañera, manteniendo la escayola alejada del agua. La bañera no estaba todo
lo limpia que hubiese deseado —Albert distaba de ser el ama de casa que era Faye—
pero, en esos momentos, Sands prestaba más atención al relajante agua, casi
hirviendo, que a las manchas rojas de moho de las esquinas de fibra de vidrio y
alrededor del desagüe. Cuando se hubo acomodado, dio un trago al güisqui y, con
mucho esfuerzo, volvió a dejar la botella en el suelo junto a la bañera. Se sumergió,
intentando dejar que el agua le masajeara el cuello, pero mantener la escayola fuera
del agua le resultaba difícil e incómodo. Su piel adquirió enseguida un tono rosado.
Mucho menos deprisa, su espalda comenzó a relajarse. Pensó que probablemente
sería mejor aplicar frío en vez de calor a su rodilla, que se había hinchado
considerablemente tras golpear la barandilla del balcón en su caída, pero como le
ocurriera con el moho, estaba demasiado agotado como para ponerse quisquilloso.
Prácticamente le dolía hasta el último centímetro de su cuerpo.
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«Todo en una noche de duro trabajo», pensó con una sonrisa cáustica… lo que le
condujo a otro pensamiento, uno que borró la poco entusiasta sonrisa de su rostro:
«Tengo que volver esta noche. Todas las noches. Dios santo, esto me va a matar».
Apenas podía tenerse en pie. ¿Cómo iba a proteger a Melanie? ¿Cómo iba a
proteger a Melanie y a Faye? El merodeador las había amenazado a ambas: «Me
beberé la sangre de tu chica y luego la de tu mujer». Sands se hundió bajo una ola de
impotencia y futilidad que era más palpable que la humeante agua de la bañera. «Y lo
conduje directamente hasta Faye». Había visto los arañazos en el coche y no les
había hecho caso; se había permitido creer que un vándalo cualquiera había intentado
robarle. Tendría que haberlo sabido, tendría que haber reconocido las señales.
«Faye no correría ningún peligro si yo no hubiera estado acostándome con
Melanie», pensó, pero ésa era más culpa de la que estaba dispuesto a aceptar. No todo
podía ser culpa suya… esperaba. Melanie seguiría estando en peligro. El monstruo la
habría acechado tanto si Douglas hubiera estado allí como si no. «Demonios —pensó
—, ¡tal vez ya la habría matado si yo no hubiera estado allí!». Eso, para su mente
fatigada, parecía una distribución de la culpa más equitativa. Era culpa suya que Faye
estuviera en peligro, pero el merodeador había encontrado a Melanie sin ayuda de
nadie.
Tampoco es que eso cambiara los hechos palpables —el merodeador seguía
habiendo amenazado flagrantemente con matar a ambas mujeres— pero para Sands,
eso suponía una especie de trato justo. Si las salvaba a las dos, se redimiría por haber
puesto en peligro a Faye.
Pero a pesar de su tortuosa lógica y su vanaglorioso razonamiento, la pregunta
seguía siendo: ¿Cómo demonios iba a salvarlas?
Cuando el agua se hubo enfriado, Sands vació la bañera y volvió a llenarla de
agua casi hirviendo. Deseó que pudiera hervir el dolor de su cuerpo… el dolor, las
dudas y el miedo. No tenía intención de ahogarse, daba igual lo que pensara o dejara
de pensar Albert, pero sí le hubiese gustado desprender la carne de sus huesos. Estaba
arrugado como una ciruela pasa… «o como un cadáver disecado», pensó. Por
primera vez desde que comenzara la noche anterior, no sentía frío ni tenía ninguna
parte del cuerpo entumecida, aunque el entumecimiento se le antojó un concepto más
atractivo cuando hubo tomado nota de sus numerosas contusiones, arañazos y
luxaciones.
Intentó desterrar todos esos dolores de su cabeza, dejar que sus pensamientos, al
igual que su cuerpo, flotaran sin impedimentos. Era una gallina en una olla,
cociéndose hasta la nada; era un traje colgado en el respaldo de una silla, el vapor
eliminaba sus arrugas. Pero el vapor se disipó, el agua se enfrió, y el merodeador
seguía siendo real.
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—Douglas, quiero presentarte a alguien —dijo Tinsley.
Sands acababa de meterse en la cama; su cabeza apenas había rozado la
almohada. El baño no había conseguido eliminar el dolor de su cuerpo, pero le había
relajado hasta el punto de no poder seguir combatiendo el cansancio. Si cerraba los
ojos siquiera por un minuto, se quedaría dormido. Mantuvo los ojos cerrados, pero
Tinsley no le concedió ese minuto. Albert había escuchado a Sands saliendo del
cuarto de baño y le había seguido hasta el diminuto cuarto de invitados.
—¿Douglas?
—Deja que consulte mi agenda —musitó Sands—. Mmm. Lo siento. Todo
ocupado.
—Douglas —dijo Albert, apoyando una mano en la rodilla de Sands, sugiriendo
que no pensaba marcharse ni permitir que le ignoraran—. Te puede ayudar.
Sands suspiró, abrió los ojos. Demasiado exhausto como para enfadarse, miró a
Tinsley.
Albert estaba decidido.
—Sé que estás cansado… pero te estás matando. —Esperó. No se marchó; no
pensaba marcharse—. Ella te puede ayudar.
Sands se levantó. No llevaba puesto más que unos calzoncillos. Su pantalón del
chándal y la camiseta de manga larga yacían donde los había dejado tirados en el
suelo. Cuando se los puso, seguían estando fríos y algo húmedos contra su piel recién
tonificada. Se le puso la carne de gallina en los brazos y las piernas. Por costumbre,
se atusó el cabello mojado con los dedos, antes de seguir a Albert a la cocina, donde
la mujer estaba esperando, de pie.
Era más baja que Sands y Albert, tal vez metro sesenta o sesenta y cinco. Su pelo
lacio estaba cortado a lo chico, pero eso era lo único que parecía levemente joven en
ella. Sus hombros eran delgados, la espalda estrecha; parecían demasiado pequeños, o
demasiado rectos, en comparación con el resto. Era redonda: el rostro, los
voluminosos pechos, las caderas. También los hombros deberían haber sido redondos,
ligeramente encorvados, pero eran dos postes fijos que mantenían erecto el resto de
su cuerpo. Era notablemente anodina —sin maquillar, jersey y pantalones del montón
— a excepción de sus ojos: Eran de un azul brillante, claros como un manantial de
montaña, demasiado brillantes y claros, demasiado límpidos y efímeros para aquel
cuerpo redondeado y terreno. A Sands no le gustó la forma en que le miraba, como si
fuese un niño desvalido.
—No necesito su compasión —fueron las primeras palabras que le dirigió Sands.
—Mi compasión no va dirigida a ti.
—Douglas —intervino Albert—, ésta es Julia. —La cocina no era grande. Los
tres estaban muy cerca entre sí; cualquiera de ellos podría haber tocado a los otros
dos al mismo tiempo sin moverse.
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—Siéntese.
—¿Es usted psicóloga o algo de eso?
—Algo de eso.
—Procura tranquilizarte, Douglas —medió Albert—. Por favor, siéntate.
«Estaba intentando tranquilizarme antes de que vinieras a molestarme», pensó
Sands, pero se sentó. La silla era de madera y de respaldo recto, rígida como los
estrechos hombros de Julia, inadecuada para tranquilizarse.
—Cierra los ojos si lo prefieres —dijo Julia.
Sands no quería. Julia estaba de pie a su espalda. Miró a Albert con escepticismo
cuando sintió las yemas de la mujer en la nuca, ahondando en su cabello húmedo. Sus
dedos eran fuertes; fuertes y… ¿cálidos? Sands estaba a punto de advertirle que no
apretara demasiado —se había golpeado la cabeza en más de una ocasión esa noche y
presagiaba la aparición de varios chichones de considerable tamaño— pero no sintió
dolor cuando ella apretó esos lugares. Sólo calor. Igual que el confort del baño
humeante, aunque más profundo. Los ojos de Sands se cerraron lentamente.
Los dedos se movieron hacia arriba y adelante. Sintió cómo tanteaban la línea de
puntos de sutura de su rostro. No los había cubierto con una venda tras el baño.
Sentía la piel lacerada, tan tensa a causa del frío en el exterior y reblandecida por el
calor del baño, refrescada y cómoda, casi adormecida; prácticamente por primera vez
desde hacía días, no le picaba en absoluto.
Julia le tocó el otro lado de la cara, donde le había golpeado el merodeador. Sands
podía oler la lana de su jersey; estaba inclinada sobre él, los senos junto a su rostro.
Había dejado de detectar la dura superficie de madera de la silla. Estaba frotando algo
caliente contra su cuello. A Sands le costaba mantener la cabeza erguida; se ladeaba a
un lado y al otro, moviéndose libremente.
Ahora estaba detrás de él. Debía de haberle empujado hacia delante, porque
estaba masajeándole la espalda. La profunda calidez se extendió a lo largo de su
columna hasta sus caderas. Volvía a estar delante, presionando firmemente los dedos
contra sus costillas. Aquellos huesos fracturados deberían haber estallado de dolor y
arrebatado su aliento, pero sólo sentía calor. La rodilla… estaba frotándola por
encima y por debajo, moviendo la porción superior de su pierna arriba y abajo,
despacio, sin dolor, arriba y abajo, arriba y abajo…
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Capítulo veinte
—Es hora de levantarse, Douglas.
La cabeza de Sands era un lingote de plomo que no podía levantar de la
almohada. La voz de Albert era serena, tranquilizadora, pero seguía siendo una
intromisión. Sacaba a rastras a Sands, suave e incontestablemente, de un sueño sin
sueños.
—Puedes seguir durmiendo más tarde, pero ahora tengo que hablar contigo. —
Sus ojos avellana eran agudos y penetrantes, le observaban desde su nido de arrugas.
La mente de Sands se despidió del sueño a regañadientes.
—¿Qué hora…? ¿Ya es mañana?
—Nunca es mañana —respondió Albert, en voz baja. Sands debió de poner cara
de incomprensión—. Todavía es martes —aclaró Albert—. Sólo has dormido unas
cuantas horas. Pero hay algo de lo que tenemos que hablar.
—¿Ahora?
—Sí. —Tinsley abrió los postigos de la ventana, permitiendo que entrara la
escasa luz del exterior.
—Todavía no es de noche —dijo Sands. En las profundidades del pozo de su
letargo, podía sentir cómo pugnaban por escapar sus enloquecidos pensamientos.
Tenía que proteger a Melanie, y a Faye; tenía que irse enseguida; el merodeador había
dicho que se bebería la sangre de su chica y luego la de su mujer; ¿sería en ese orden
preciso? ¿Significaba eso que podía permitirse el lujo de vigilar sólo a Melanie al
principio? Estaba tan cansado…
—No, todavía no es de noche —confirmó Albert. En el espacio de un puñado de
desesperados segundos, Sands se había olvidado casi por completo de su anfitrión—.
Aún faltan un par de horas. Por eso tenemos que hablar ahora. —Sands intentó
recuperar el sentido; miró fijamente a Tinsley, pero Albert no se explicó—. Aquí
tienes unas botas, y ropa de abrigo —fue lo único que dijo, señalando una silla junto
a la cama. Se giró y dejó a Sands para que se vistiera en la angosta habitación.
Cuando salió, Sands llevaba encima unos vaqueros resistentes, botas, y una
camisa de franela a rayas. Albert le hizo una seña llevándose un dedo a los labios.
Había una mujer tumbada en el sofá de la salita. Julia. De espaldas a ellos. La manta
escocesa que la cubría convertía su hombro y su cadera en montículos parcelados.
Tinsley entregó a Sands el abrigo prestado, el que rompiera Douglas la noche
anterior, y salieron de la casa sin hacer ruido.
—No llevo encima las llaves del coche —dijo Sands, ya en la calle—. Tendrás
que conducir tú.
—Demos un paseo.
Sands había vivido en Iron Rapids la mayor parte de su vida adulta, pero nunca
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había paseado por las Islas. La primera nevada de otoño, veinte centímetros, había
llegado en octubre, y los dos meses siguientes habían amontonado mucha más nieve
encima de aquella primera capa. Los escasos días despejados de ese período habían
sido muy fríos, y el diminuto reguero que se derretía volvía a congelarse al caer la
noche, para recibir otra nevada, formando un firme traicionero para conductores y
peatones por igual. Esa noche, Sands y Tinsley andaban por la calle. Muchas, aunque
ni por asomo todas, las cabañas de la vecindad tenían estrechos senderos limpios de
nieve que comunicaban la puerta principal con el coche aparcado delante de la casa,
pero ninguna de las aceras laterales, que comunicaban las viviendas entre sí, estaba
despejada. Los montículos de nieve, asistidos por los esfuerzos de las máquinas
quitanieves, parecían decididos a borrar prácticamente cualquier traza de civilización
humana: Los automóviles que no se utilizaban con frecuencia estaban emparedados o
enterrados; las bocas de incendio, los buzones, y los setos de mediano tamaño eran
indistinguibles; las barandillas de los porches sobresalían apenas algunos centímetros
de las blancas dunas.
A pesar del frío, Sands no conseguía desprenderse del letargo que se resistía a
abandonarle y le agarrotaba las articulaciones. Cada paso que daba en la resbaladiza
calle requería un esfuerzo de voluntad; aunque ahora moverse, observó, era
prácticamente indoloro. El cielo, también esa noche, estaba cubierto de nubes, y bajo.
Conforme se aproximaban el crepúsculo y la noche y las nubes grises se tornaban
negras, el efecto opresor se acentuaría. La luz ambiental de la ciudad parecía atraer
aún más las nubes. Al reconocer esos heraldos de la noche, los pensamientos de
Sands volvieron de nuevo a Melanie y Faye, pero no conseguía permanecer
concentrado durante más de algunos segundos seguidos. Estaba demasiado cansado;
habían ocurrido demasiadas cosas extrañas.
—Estás pasando una mala racha —dijo Tinsley.
Sands no supo qué responder; no sabía qué pensar de esa frase. Albert no podía
saber lo «malas» que habían sido las últimas semanas; estaría hablando del
matrimonio desmoronado de Sands… ¿o no? ¿Se habría convertido Tinsley, otrora la
voz de la calma y la razón, en un componente extraño más? Había llevado a Julia
hasta Sands. «¿Y qué demonios pasaba con ella?», se preguntó Douglas. No es que le
importara sentirse mejor: La hinchazón de la rodilla se había reducido y ya no le
dolía; podía respirar sin problemas, incluso el gélido aire del exterior; ya no le
molestaba el cuello. No es que le importara, ¡es que no tenía sentido!
—¿Qué demonios está pasando? No sé qué es lo que me ha hecho Julia. No sé si
quiero saberlo. No estará muerta, ¿verdad? —Su mente cambió de tema de repente,
regresando a un terreno que ya había cubierto, a preguntas que ya había formulado
pero que no conseguía recordar—. ¿Qué hora es? Pronto será de noche.
—Julia no está muerta —respondió Albert, con su acostumbrada tranquilidad—.
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Sólo está cansada. Agotada después de haberte ayudado.
—Ayudarme… ¿dándome un masaje?
—¿Un masaje es lo que sentiste?
Sands no respondió. Sabía que no podía haberse recuperado de ese modo. «A lo
mejor el baño caliente me ha venido mejor de lo que pensaba», intentó decirse. O tal
vez ella le hubiera hipnotizado, y simplemente no sintiera el dolor. Pugnó por
encontrar una explicación racional… ¿pero cuántas cosas de las que había visto a lo
largo de las últimas noches era racional?
—¿Por qué te asusta la noche, Douglas? —Sands se paró. Albert también se
detuvo, y se encaró con él—. Sigamos caminando. Tenemos que ir a un sitio.
Además, como tú mismo has dicho, pronto será de noche.
—¿Adónde vamos?
—Yo he preguntado primero. ¿Qué es lo que te asusta?
Si Albert hubiera seguido adscrito al viejo mundo de la normalidad, Sands le
habría dejado plantado. ¿Qué podría haber dicho para que le creyera nadie?
Explicarse sería confesar su locura. Pero Tinsley había traído a Julia, con sus ojos
claros, su lengua afilada y sus dedos sanadores… No. No podía tratarse de eso. Sands
no comprendía lo que había ocurrido, pero algo había ocurrido, y Tinsley estaba
mezclado en ello. Formaba parte de la locura que se había apoderado de la vida de
Sands. Así, bajo las nubes arremolinadas en la creciente penumbra, se lo contó.
—Hay… algo que ha amenazado con matar a Melanie. Y a Faye. Es… no sé lo
que es.
—Sí que lo sabes —dijo Albert. Sands se detuvo de nuevo—. Dímelo.
Sands le miró fijamente. Los ojos de Tinsley seguían mostrándose amables, su
gentileza intrínseca seguía ahí, pero también había firmeza en su expresión; la fuerza
del acero se ocultaba tras aquellos bigotes grises.
—No es humano. Es… —Pero no podía decir el resto, ni siquiera a Albert.
—El otro día —le incitó Tinsley—. La mañana de Navidad, en la panadería.
Dijiste que habías estado cazando vampiros. No estabas bromeando, ¿verdad? —
Sonó casi razonable cuando lo dijo, no era una pregunta, no era ninguna locura… no
una locura completa.
Sands negó con la cabeza.
—No. No estaba bromeando. Me gustaría que lo hubiera sido. Ojalá lo fuera.
Tinsley le cogió del codo y le animó a seguir caminando.
—Cuéntamelo mientras paseamos. No tenemos mucho tiempo. Dime lo que viste.
Lentamente al principio, pero ganando impulso a cada momento, Sands se lo
contó. Le habló del merodeador: de cómo había visto una silueta vagamente siniestra
en el balcón; cómo lo había visto con más claridad y cómo había empuñado una
botella de cerveza rota frente a la noche vacía; le habló del rostro, del sonido metálico
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de los dientes que entrechocaban, del estrecho mentón, de los ojos rojos y
fulgurantes; de la piel blanca como el hueso; de las garras; de los dedos fundidos.
Cuando Sands se hubo obligado a empezar a hablar, no podría haberse detenido ni
aunque lo hubiera querido. La presión había crecido durante semanas; el dique estaba
a punto de reventar, y cuando se formaron las primeras fisuras, el resto se desplomó
enseguida.
Sands oía y sentía las palabras que emanaban de su boca. Lágrimas de alivio se
agolparon en sus ojos, pero las contuvo. No iba a llorar delante de Albert. No se
sentía tan emocionalmente exhausto como la noche en que había llorado sobre el
hombro de Melanie y había confesado que su hijo muerto le llamaba con el viento (no
mencionó a Adam delante de Tinsley, ni una palabra; Sands no podía revelarse tan
completamente). Habían ocurrido muchas cosas desde entonces; Sands estaba
cansado, adormecido en más de un sentido. Tras el inicial asalto del llanto, la fatiga
se apoderó de él y habló casi desapasionadamente, describiendo los horrores que le
habían asolado como si se trataran de las desdichas de otra persona. La cadencia de
sus palabras se amoldó al ritmo de sus pisadas.
Habló a Tinsley de la persona que se había dado cuenta de que el merodeador
acechaba tras la ventana del cuarto en que estaba haciendo el amor; de la abrumadora
necesidad de esa otra persona de interponerse entre la bestia y la chica; de la caída
desde la ventana, no completamente intencionada (omitió cualquier mención del
viento, de la voz, de Faye).
Habló a Tinsley de los torpes intentos de esa otra persona por proteger a Melanie
(omitiendo el detalle del frasco plateado), y del aún más torpe intento por entrar en el
apartamento abandonado. Sands relató el enfrentamiento con el merodeador, hasta la
última palabra que había pronunciado la criatura, y hasta el último detalle que la otra
persona había sabido, pese a la ausencia de pruebas discernibles, acerca de la bestia.
Para cuando Sands hubo terminado, la cabeza le martilleaba tan ferozmente como lo
hiciera cuando le golpeó el merodeador; estaba tan exhausto como si Melanie hubiera
terminado de montarle. Se dio cuenta de que sus pasos, al igual que el fluir de sus
palabras, se habían acelerado. Las botas que le prestara Tinsley le ofrecían una buena
sujeción, y no había patinado ni una sola vez. Ahora que había terminado, se detuvo,
derrengado.
Albert apoyó una mano en el hombro de Sands, casi como si quisiera impedir que
se cayera. Con la otra, Tinsley sacó un teléfono móvil del bolsillo de su abrigo.
Marcó un número.
—… Vale. Escucha. Tengo dos direcciones que necesitan vigilancia. Para
empezar, esta noche. Probablemente más. A ver si Clarence puede ocuparse…
Sanguijuela… De acuerdo. La primera dirección… —Dio cuenta de la dirección de
Sands, y describió a Faye—. La segunda… —Miró a Sands—. ¿Dónde vive Melanie?
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—Sands se lo dijo y Albert repitió la información a quienquiera que estuviera al otro
lado de la línea— … Vale. Se llama Melanie Vinn. Veintipocos, media melena,
castaña, delgada… Eh, espera. ¿Apartamento de la tercera planta? —preguntó a
Sands, que sintió con la cabeza—. Apartamento de la tercera… Muy bien. Gracias.
Volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.
—Estarán bien. Al menos por el momento. Lo suficiente para que tengas tiempo
de… volver a ser tú mismo.
«Estarán bien». A Sands esto le parecía el summum de la demencia. Más extraño
que el merodeador o los irrazonables extremos a los que había llegado Sands para
frustrar sus planes. Tinsley le había escuchado, parecía no sólo que le creía sino que
le comprendía, y había transmitido la información a alguien más que evidentemente
también lo entendía, y que protegería a Melanie y a Faye. La locura había dado una
vuelta completa, se había mordido la cola y se había convertido en realidad. Sands
podía seguir cuestionándose su propia cordura, pero eso significaba que tendría que
cuestionar también la de Tinsley, y la de Julia, y la de quienquiera que fuese el
interlocutor de Albert. El viejo mundo, la antigua vida de Sands, había dejado de
existir. El merodeador y sus amenazas eran reales.
—Vamos —dijo Tinsley, reanudando el camino.
Sands, siguiendo sus pasos, no lograba identificar las sensaciones que le inspiraba
este nuevo mundo: ¿alivio (porque ya no estaba solo), temor (porque no todos sus
vecinos eran benignos), miedo por lo que pudiera depararle el futuro (porque si el
merodeador era real, entonces la voz, y la mano de Adam sobre su brazo, también
podían serlo)? Tal vez todas estas cosas en distinta medida. Sands estaba
desorientado; el relato de su historia había agotado sus fuerzas y siguió a Tinsley sin
poder evitarlo durante otra manzana.
Entonces Albert se detuvo. Se encontraban ante una de las cabañas menos
decorosas de las Islas, un edificio en mal estado con la pintura agrietada y
descascarillada. Podría haber pasado por cualquiera de al menos un centenar de los
edificios de la zona, pero Albert se paró, convencido.
—Ya hemos llegado.
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sin dificultad… pero la puerta no cedió. La cerradura no estaba echada. ¿Un pestillo
en el interior?
—Se pega —dijo Albert.
Sands empujó con más fuerza, arrimando el hombro; la puerta cedió con un
crujido y se abrió hacia dentro. Permaneció de pie en el umbral de la penumbra por
un momento, esperando a que sus ojos se acostumbraran. A continuación salieron de
la noche invernal y se adentraron en un frío mucho más intenso.
Casi al instante, a Sands se le helaron las aletas de la nariz. Parpadear era casi
doloroso. Dio otro paso. Entre los penachos de su aliento, Sands vio la luz de una
farola que se reflejaba contra una pared interior… contra una plancha de hielo sólido.
Rascó lo suficiente para pulsar un interruptor, pero no se encendió ninguna luz.
—No hay luz. Siempre pasa lo mismo —dijo Albert. Sands no supo si se refería a
que siempre pasaba lo mismo con esa casa, o si estaba hablando en un sentido más
general—. Suele estar en la cocina. —Indicó un vestíbulo lateral—. Es la habitación
más fría. —Como si eso lo explicase todo.
Al adentrarse en el recibidor, Sands vio otras habitaciones. Todas las paredes
estaban cubiertas de hielo. Los cuadros estaban incrustados; colgaban témpanos de
las lámparas y las lamparillas. Los suelos de madera pintada crujían bajo sus pies
como si estuvieran en una tundra cubierta de escarcha. Esto era algo más que una
casa desprovista de calefacción y abandonada a los elementos… aquí los elementos
no eran tan crueles, tan devastadores; tal vez a varios cientos de kilómetros hacia el
norte, pero no en Iron Rapids.
El frío era penetrante, traspasaba las prendas de abrigo de Sands. Se frotó los
dedos de la mano derecha; la escayola imposibilitaba que los metiera en algún
bolsillo. Distraído por el frío preternatural, Douglas no estaba preparado en absoluto
para ver al anciano en camiseta de tirantes y calzoncillos de pata larga que se
encontraba sentado con las piernas cruzadas encima de la mesa de la cocina.
La cocina no estaba tan oscura como los demás cuartos; la puerta del frigorífico
estaba abierta, pero la luz del interior apenas bastaba para producir un fulgor y alargar
las sombras, más que para alumbrar. El resuello del anciano disparaba un constante
afluente de nubes al aire. Era frágil, con la piel abolsada sobre los huesos, y tenía más
pelo, blanco y rizado, en los hombros que en la cabeza. Una porción de escroto
avellanado sobresalía de una pernera de sus calzoncillos y descansada, como si
estuviera congelada, sobre la mesa. Al lado había un cuenco de pasta solidificada a
causa del hielo, con la cuchara protuberante reluciendo a la luz del frigorífico. El
hombre les vio entrar en la estancia.
—No era ninguna borracha —dijo.
—Hola, Sr. Kilby —dijo Albert, como si encontrar a un hombre medio desnudo
en aquella cueva de hielo fuera lo más normal del mundo.
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—¿Por qué no está muerto de frío? —susurró Sands. Sentía que debía susurrar, a
pesar del hecho de que el anciano sin duda podía oír cada una de sus palabras.
—Mírale, Douglas. Mírale bien. —La voz de Albert se amplificaba en el interior
de la resplandeciente cocina.
Pero Sands no estaba dispuesto; había algo en la amarga desesperación del Sr.
Kilby que soliviantaba a Douglas. No podía mirar al anciano, no conseguía
proponérselo. En vez de eso, se mantuvo ocupado con los detalles de la cocina: las
sillas de madera que habrían sido inestables de no ser porque sus junturas estaban
pegadas por el hielo; la mesa, en parecido estado; los armarios con una gruesa capa
de pintura, mano sobre mano pero nunca rascados, bajo el hielo; un linóleo sucio y
agrietado cubría el suelo, salvo donde se había desprendido de la pared en las
esquinas; el deslustrado interior blanco del frigorífico abierto.
—¿Cómo es que hay luz en la nevera si no hay corriente? —preguntó, susurrando
todavía. Ya puestos, no oía ningún generador, ni el zumbido del motor del frigorífico.
—Mírale bien, Douglas. —Albert hablaba en tono normal, pero su voz parecía
resonar y desafiar a aquel infierno ártico, como si la voz humana pudiera traspasar el
hielo, como si las propias palabras pudiera atravesar la lustrosa armadura de
abatimiento, pudieran abrir una fisura que creciera y se extendiera hasta que toda la
cueva de hielo, la casa, se desplomara y no quedara rastro de ella.
—No era ninguna borracha —repitió el Sr. Kilby, ajeno a la tensión entre Sands y
Tinsley. La voz del anciano estaba como en casa en aquel sitio, sus palabras
encajaban. Su aliento súbitamente dejó de desprender vapor, ni humedad, ni calor.
Sands oyó cómo se espesaba el manto de hielo, sintió cómo ocurría.
Comenzó a tiritar violentamente. Al mismo tiempo, reparó en un tenue perfume…
creciendo, rivalizando y superando enseguida el crepitante y seco olor a hielo. Sands
reconocía el olor, el hedor del contenedor, de la putrefacción, de la muerte, de todo lo
que era indigno. Se abrió paso por su garganta y le abrasó las entrañas. Cayó de
rodillas, y aunque tenía el estómago vacío, su cuerpo intentó vomitar. El amargo
sabor de la bilis le inundó la boca. «No era ninguna borracha». Las palabras reptaron
por su cerebro; intentaron brotar de su boca.
—Basta —ordenó Tinsley, no a Sands, sino al anciano—. Douglas, mírale. Tienes
que ver.
Al fin, Sands levantó el rostro, miró a los ojos del anciano… y vio algo más que
el cacarañado y resentido semblante del Sr. Kilby. Era otra cara la que fulminaba a
Douglas con la mirada. Otra cara que estaba donde debería estar la del Sr. Kilby,
donde seguía estando el Sr. Kilby, aunque Sands podía ver ambas claramente de
algún modo. El segundo rostro era más pleno que el del anciano, con mejillas
rubicundas y papada, pero igual de furioso y contencioso, tal vez incluso más. Y era
el de una mujer.
Después de desayunar, Sands salió a pasear. Pensaba que no sería capaz de comer
nada después de escuchar la historia de Albert, pero cuando sonó la alarma y sacó las
galletas del horno, su estómago, vacío y abandonado durante un día y dos noches de
sueño, se recompuso. Albert tenía razón en una cosa: El melocotón en almíbar estaba
El martes, en conjunto, fue un poco mejor. La mañana no había sido tan buena, no
obstante. Sands seguía viviendo con Albert. Tinsley no presionaba a Sands para que
se marchara, y Sands no se sentía todavía con fuerzas de buscar otro alojamiento. No
después de lo del lunes. A decir verdad, el trayecto en coche del martes fue
ligeramente peor, porque Sands anticipaba la ansiedad que le había abrumado el día
anterior. Todos los conductores le miraban con ojos rojos; todos los maleteros estaban
llenos de cadáveres en descomposición. Mientras cruzaba andando el aparcamiento
Lo cierto era que Sands no adelantó demasiado trabajo esa tarde. Su despacho
parecía un refugio seguro tras el estrés de la cafetería. Caroline se dejó caer para
decirle que Marcus Jubal quería reunirse con él por la mañana. También pareció
tomar nota de que estaba esforzándose por ponerse al día. Sands sospechaba, pronto,
empezarían a desaparecer archivos, y que algunos asuntos de personal empezarían a
resolverse por sí solos, silenciosa y eficazmente. Lo mismo podría haberle pedido a
Caroline que sacara unas cuantas carpetas de su maldita caja —era su subordinada, a
fin de cuentas— pero parecía más seguro, menos turbulento, para todos los
implicados que le siguiera la corriente.
Eran casi las 5:00 PM, y estaba a punto de marcharse cuando Sharon le habló por
el comunicador.
—Sr. Sands, Mike Grogan en la línea dos.
—Gracias, Sharon. —Pulsó el botón de la línea dos—. Mike, ¿ya te has rajado
para mañana?
—Ni lo sueñes, Doug. Allí estaré. —Grogan hizo una pausa—. ¿Tienes un
minuto?
—Claro. Estaba a punto de dar por terminado el día. ¿De qué se trata?
Otra pausa.
—Doug… sobre lo que hemos hablado a mediodía, Amelia Kilby…
Sands sintió un nudo en el estómago. No había vuelto a acordarse de la Sra. Kilby
desde el almuerzo; se sentía aliviado por no haber vuelto a pensar en ella. «Puedes
darle carpetazo», había dicho Mike, y Sands había estado encantado de seguir su
consejo.
—¿Qué pasa con ella?
—Esto tiene que quedar entre tú y yo… lo que voy a decirte…
—Vale, Mike.
—El accidente de Kilby sí estuvo relacionado con el alcohol. Había estado
bebiendo. No dispuso el equipo de seguridad debidamente. Se pilló los dedos, fue
tragada como una corbata cogida en la trituradora de papel. —Se produjo un largo
silencio en la línea—. ¿Doug?
—¿No te acordaste de esto durante el almuerzo?
—Claro que me acordé. Sabía de lo que estabas hablando en cuanto mencionaste
su nombre.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no refleja eso su informe?
—Doug, tú trabajas todo el tiempo con la compañía aseguradora. Ya sabes cómo
se habrían puesto si hubieran sabido que esa mujer resultó herida por culpa de su
propia negligencia.