Crespin
Crespin
Crespin
que más se ha difundido y a la cual muchos compositores le han dedicado sus letras y
música.
Dicen que dicen que Crespín era un hombre muy trabajador, en cambio su esposa, a
quien llamaban Durmisa, era haragana y solo la animaban las fiestas, la música y el
baile.
Crespín adoraba la vida sencilla y sobria, pero a pesar de sus diferencias se amaban
mucho. Había veces, que Crespín se disgustaba con ella, en su afán de bailar,
olvidaba algún que otro quehacer de la casa, claro que él jamás permitió que su mujer
realizara las duras tares de la labranza.
Ese era un año especialmente duro y Crespín había tenido que trabajar día y noche,
aunque sus esfuerzos resultaban insuficientes.
Durmisa se ofreció solícita, ella no era muy exigente y solo el baile la perdía.
Ella lo dudó por un instante, pero la tentación fue mayor y pronto estaba festejando.
Desde que la música comenzó a sonar, ella bailó y bailó, estaba tan feliz que pronto
se había olvidado del encargue.
Al poco tiempo, llegaron a la fiesta otros vecinos, que le trajeron noticias de Crespín.
Él necesitaba las medicinas porque empeoraba cada vez más, pero ella fascinada por
el jolgorio les dijo: -Hay momentos pa? preocuparse y momentos pa? divertirse...y este
es tiempo pa? bailar-.
Cuando la fiesta estaba en su punto más álgido, la mujer enceguecida por la música
seguía bailando sin parar llegaron otros vecinos con nuevas noticias de Crespín.
Él agonizaba. Entonces ella dijo: -lo que ha de ser, ha de ser-, y no dejó de bailar.
Crespín no vio la luz del día siguiente, él dejó esta vida en completa soledad y
consumido por la fiebre.
Otros vecinos, apiadados, le dieron sepultura en un campo cercano y sin tener
noticias de Durmisa.
Cuando la noticia de la muerte de Crespín llegó a los oídos de Durmisa, ella rumió: -
¡que siga la música que pa? llorar siempre hay tiempo!-.
Recién al entrar a su casa se dio cuenta del silencio espectral reinante y pudo
asimilar que había dejado morir a su esposo en la más inmensa soledad, todo por su
despiadada y egoísta pasión por la danza, entonces comenzó a llorar y gritar, pero era
demasiado tarde.
¡Crespín!, ¡Crespín! Lo llamaba, sabiendo que jamás volvería a verlo, dio miles de
vueltas, recorrió los campos que ya debían haber sido cosechados y se internó en el
monte, siempre llamándolo, siempre gritando su nombre.
Desde ese día, su silbo melancólico, apenas puede ser oído, ocultándose
vergonzosamente de sus actos.