El documento discute la relación entre el alma y Dios según San Agustín. Explica que para Agustín, el alma humana es una imagen de Dios y que al conocerse a sí mismo uno conoce a Dios. También describe cómo Agustín cree que el alma llega a la verdad a través de la razón y la iluminación, no a través de los sentidos o la experiencia, y que la verdad es superior al alma y es lo que mide todas las cosas.
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El documento discute la relación entre el alma y Dios según San Agustín. Explica que para Agustín, el alma humana es una imagen de Dios y que al conocerse a sí mismo uno conoce a Dios. También describe cómo Agustín cree que el alma llega a la verdad a través de la razón y la iluminación, no a través de los sentidos o la experiencia, y que la verdad es superior al alma y es lo que mide todas las cosas.
El documento discute la relación entre el alma y Dios según San Agustín. Explica que para Agustín, el alma humana es una imagen de Dios y que al conocerse a sí mismo uno conoce a Dios. También describe cómo Agustín cree que el alma llega a la verdad a través de la razón y la iluminación, no a través de los sentidos o la experiencia, y que la verdad es superior al alma y es lo que mide todas las cosas.
El documento discute la relación entre el alma y Dios según San Agustín. Explica que para Agustín, el alma humana es una imagen de Dios y que al conocerse a sí mismo uno conoce a Dios. También describe cómo Agustín cree que el alma llega a la verdad a través de la razón y la iluminación, no a través de los sentidos o la experiencia, y que la verdad es superior al alma y es lo que mide todas las cosas.
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mundo, sino ahondando en el alma.
Las claves del alma son las claves de
Dios. Afirma con acierto É. Gilson: «Conocerse a sí mismo, como nos invita a llevar a cabo el consejo de Sócrates, consiste según Agustín en conocerse en tanto que imágenes de Dios. En este sentido, nuestro pensa miento es recuerdo de Dios, el conocimiento que se encuentra con Él es inteligencia de Dios y el amor que procede de uno y de otro es amor de Dios. En el hombre, por lo tanto, hay algo más profundo que el hombre mismo. Lo que de su pensamiento permanece oculto (<abditum mentís) no es más que el secreto inagotable de Dios mismo; al igual que la suya, nuestra vida interior más profunda no es otra cosa que el desplegarse dentro de sí misma del conocimiento que un pensamiento divino posee de sí, y del amor que se dirige hacia sí.»
2.4. La verdad y la iluminación
La noción de «verdad» actúa como eje de esta temática alma-Dios, y a
dicha noción Agustín añade una serie de otros conceptos fundamentales. Un pasaje de La verdadera religión, que se ha hecho muy famoso, ilustra a la perfección esta función del concepto de verdad:
No busques fuera de ti...; entra en ti mismo; la verdad se encuentra en el interior del
alma humana; y si hallas que tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo. Ten en cuenta, empero, que al trascenderte tú mismo, trasciendes el alma que razona, de modo que el término de la trascendencia debe ser el principio donde se enciende la luz misma del raciocinio. En efecto, ¿adonde llega un buen razonador, si no es a la verdad? La verdad no es algo que se construya poco a poco, a medida que avanza el razonamiento; constituye, en cambio, un término prefijado, una meta en la que uno se detiene después de haber razona do. En ese punto, un perfecto acuerdo final sirve de conclusión a todo; converge con él. Persuádete de que tú no eres la verdad: ésta no se busca á sí misma; eres tú, algo distinto de ella, el que la busca — con el afecto del alma, por supuesto, y no en el espacio sensible— : cuando ha llegado a ella, el hombre interior se une con su propio huésped interno en un transporte de felicidad suprema y espiritual...
Veamos con más detenimiento cómo llega el hombre a la verdad. La
argumentación más conocida es la que aparece en el pasaje citado en el parágrafo precedente, que Agustín presenta a través de múltiples y diver sas formulaciones. La duda escéptica se invierte a sí misma y, en el mo mento mismo en que pretende negar la verdad, la reafirma: sifallor, sum\ si dudo, precisamente para poder dudar, yo soy y estoy seguro de que pienso. Con esta argumentación Agustín se anticipa sin duda al cartesiano cogito, ergo sum , aunque sus objetivos específicos son diferentes a los de Descartes. Más en general, Agustín interpreta así el proceso cognoscitivo. a) La sensación, como había enseñado Plotino, no es una afección padecida por el alma. Los objetos sensoriales excitan sus sentidos. Esta afección del cuerpo no escapa al alma, que «reacciona» sacando de su propio interior aquella representación del objeto, llamada sensación. Por tanto en la sensación es el alma la que está activa. b) Pero la sensación sólo es el primer escalón de la conciencia. En efecto, el alma muestra su espontaneidad y su autonomía con respecto a las cosas corpóreas, dado que las juzga con la razón, y las juzga basándose en criterios que contienen un plus en relación con los objetos corpóreos. Éstos son mudables e imperfectos, mientras que los criterios de acuerdo con los que el alma juzga con inmutables y perfectos. Esto se hace espe cialmente evidente cuando juzgamos los objetos sensibles en función de conceptos matemáticos o geométricos, o estéticos, o bien cuando juzga mos las acciones en función de parámetros éticos. Los conceptos matemá tico-geométricos que aplicamos a los objetos son necesarios, inmutables y eternos, mientras que los objetos son contingentes, mudables y corrupti bles; lo mismo es válido para los conceptos de unidad y de proporción, que aplicamos a los objetos cuando los valoramos estéticamente. Véase este texto procedente de La verdadera religión: Gracias a la simetría, cada obra de arte en conjunto resulta íntegra y bella. Ahora bien, tal simetría requiere una correspondencia entre las partes y el todo, de modo que configuren lina unidad, tanto por su proporcionada desigualdad como por su igualdad. Nadie, sin embargo, lograría descubrir la igualdad o la desigualdad absolutas dentro de los objetos observados; nadie, aunque los observase con gran diligencia, se atrevería a concluir que este cuerpo o aquél poseen en sí mismos el puro y auténtico principio unitario. Todos los cuerpos padecen vicisitudes que alteran su aspecto y su colocación, como resultado de determinada yuxtaposición de las partes, cada una de ellas distinta de su lugar, y que sirven para distinguir la posición del cuerpo en el espacio. El criterio originario de la igualdad y de la proporción, es decir, el principio fundamental y auténtico de la unidad, hay que buscarlo fuera de los cuerpos: no puede asirse mediante el órgano de la visión ni mediante ningún otro sentido, ya que sólo puede captarse a través de la mente. En los cuerpos no podría reconocerse jamás una simetría o una proporción, y jamás podría demostrarse en qué grado se apartan de la perfección, si la inteligencia no conociese previamente el canon de la perfección increada. Todo lo que en el mundo sensible se nos aparece dotado de belleza, trátese de lo bello natural como de lo bello artístico, siempre constituye un fenómeno circunscrito en el espacio y en el tiempo, al igual que están circunscritos los cuerpos y los movimientos de los cuerpos: en cambio, la igualdad y la unidad, en la medida en que sólo son susceptibles de intuición mental, y en la medida en que dictan normas al juicio de belleza aplicado por la mente a los cuerpos conocidos mediante los sentidos, no poseen ni extensión espacial ni transcurso temporal.
c) Surge entonces el problema acerca de dónde llegan al alma estos
criterios de conocimiento con los que juzga las cosas y que son superiores a las cosas. ¿Los fabrica, quizás, el alma misma? No, sin duda, porque ésta —aunque sea superior a los objetos físicos— es mudable, mientras que aquellos criterios son inmutables y necesarios: «Mientras el principio valorativo... mencionado, que preside el juicio... es inmutable, la mente humana, en cambio, aunque le sea concedido elaborar tal principio, es susceptible de mudanza y de error. Por tanto es preciso concluir que por encima de nuestra mente hay una Ley que se llama Verdad, y no hay duda de que existe una naturaleza inmutable, superior al alma humana... El alma, pues, aun sintiéndose superior a los objetos a los que aplica su propio juicio, no puede ignorar que no ha sido ella quien ha inventado y regulado el principio juzgador que le sirve para reconocer la forma y los movimientos de los cuerpos. Además, debe inclinarse ante la superioridad del valor del cual extrae el criterio de sus propios juicios y del que ella en ningún caso puede constituirse en juez.» El intelecto humano, en conse cuencia, se encuentra con la verdad en cuanto objeto superior a él, y juzga a través de ella, pero es asimismo juzgado por ella. La verdad es la medida de todas las cosas y el intelecto mismo es medido con respecto a ella. d) Esta verdad que captamos mediante el puro intelecto está constitui da por las ideas, que son rañones intelligibiles incorporalesque radones, las supremas realidades inteligibles de las que hablaba Platón. Agustín sabe muy bien que el término «ideas», en su sentido técnico, fue introducido por Platón y que la teoría de las ideas es algo típicamente platónico. Sin embargo, está convencido de que los filósofos anteriores también habían poseído un cierto conocimiento del tema, porque «el valor de las ideas es de tal clase que nadie puede ser filósofo si no tiene conocimiento de ellas». Las ideas, afirma Agustín, «son las formas fundamentales o las razones estables e inmutables de las cosas... Y aunque no nazcan ni mueran, sobre su modelo se halla constituido y formado todo lo que... nace y muere». Son el parámetro que sirve para hacer todas las cosas. No obstante, Agustín rectifica a Platón en dos puntos: 1) convierte las ideas en pensamientos de Dios (como ya habían hecho de una manera distinta Filón, el platonismo medio y Plotino) y 2) rechaza la doctrina de la reminiscencia o, mejor dicho, la replantea ex novo. Sobre el primer punto volveremos más adelante. Por lo que respecta al segundo, hay que adver tir que Agustín transforma la doctrina de la reminiscencia en la célebre doctrina de la iluminación. Dicha transformación se imponía en el contex to general del creacionismo, que se halla en la base de la filosofía agusti- niana. Rechazando de modo explícito la formulación platónica de la remi niscencia, que supone la preexistencia del alm a—posibilidad excluida por el creacionismo— Agustín escribe en la Trinidad: «Es necesario conside rar, en cambio, que la naturaleza del alma intelectiva ha sido hecha de tal modo que estando unida —según el orden natural dispuesto por el Crea dor— a las cosas inteligibles, percibe a éstas mediante una especial luz incorpórea, del mismo modo que el ojo carnal percibe lo que le circunda gracias a la luz corpórea, habiendo sido creado capaz de percibir esta luz y ordenado hacia ella.» En los Soliloquios se lee: «Y ahora, a través de mi enseñanza, y porque lo exige la actual situación, aprende algo acerca de Dios basándote en la semejanza con las cosas sensibles. Dios es inteligible y también son inteligibles los principios de las disciplinas, aunque con diferencias notables. Tanto las cualidades corpóreas como la luz son visi bles, pero no pueden verse las cualidades corpóreas si no son iluminadas por la luz. En consecuencia, hay que afirmar que también los conceptos relativos a las ciencias, que todo el que los entiende los considera como absolutamente verdaderos, no pueden ser entendidos si no son ilumina dos, por así decirlo, por un sol propio. Así, del mismo modo que en este sol pueden advertirse tres cosas: que existe, que brilla y que ilumina, en el Dios inefable que quieres conocer hay en cierto sentido tres principios: que existe, que es ser inteligible y que vuelve inteligibles todas las demás cosas.» Los intérpretes se han esforzado mucho por comprender esta teoría de la iluminación ya que, para interpretarla, se han referido a evoluciones posteriores de la doctrina del conocimiento, introduciendo temas y pro blemas ajenos a Agustín. En realidad, la doctrina agustiniana es la doctri na platónica transformada de acuerdo con el creacionismo. La analogía de la luz es algo que Platón ya había utilizado en la República y que se combina con la luz de la que hablan las sagradas escrituras. Al igual que Dios, que es puro ser, participa su ser a las demás cosas mediante la creación, del mismo modo Él —en cuanto verdad— participa a las mentes la capacidad de conocer la verdad, produciendo una impronta metafísica de la verdad misma en las mentes. Dios, como ser, crea; como verdad, nos ilumina, y como amor, nos atrae y nos da la paz. Hay que reseñar un último punto. Agustín insiste sobre el hecho de que sólo la mens, la parte más elevada del alma, llega al conocimiento de las ideas. Para esta visión «no todas y cada una de las almas son idóneas, sino sólo aquella que sea santa y pura, la que tiene una mirada santa, pura y serena, con la que intente ver las ideas, de un modo que resulte similar a las ideas mismas». Se trata del antiguo tema de la purificación y de la asimilación a lo divino como condición de acceso a la verdad, que habían desarrollado los platónicos sobre todo y que en Agustín se enriquece con los valores evangélicos posteriores: la buena voluntad y la pureza del corazón. La pureza de alma se convierte en condición necesaria para la visión de la verdad, además de ser imprescindible para gozar de ella.
2.5. Dios
Cuando el hombre ha alcanzado la verdad, ¿ha llegado también a
Dios, o bien Dios se halla por encima de la verdad? Agustín considera que la noción de «verdad» admite múltiples significados. Cuando la entiende en su significado más fuerte, como verdad suprema, coincide con Dios, y con la segunda persona de la Trinidad: «Dado que la verdad suprema no es inferior al Padre, siendo connatural a él, no sólo los hombres, ni siquie ra el Padre juzga acerca de la verdad: todo lo que Él juzga, lo juzga por la verdad»; «Comprende, pues... oh alma, ...si puedes, que Dios es verdad». Por consiguiente, la demostración de la existencia de la certeza y de la verdad coincide con la demostración de la existencia de Dios. Como han puesto de relieve los expertos desde hace tiempo, todas las pruebas que brinda Agustín de la existencia de Dios, se reducen en última instancia al esquema de las argumentaciones antes expuestas: primero se pasa desde la exterioridad de las cosas a la interioridad del alma humana y, luego, desde la verdad que está presente en el alma hasta el Principio de toda verdad, que es precisamente Dios. Sin embargo, en Agustín se encuentran también otros tipos de prue bas, que vale la pena exponer. En primer lugar, recordemos la prueba —muy conocida para los griegos— en la que, analizando los rasgos de perfección del mundo, se asciende hasta su artífice. Leemos en la Ciudad de Dios: «Aun dejando de lado los testimonios de los profetas, el mundo en sí mismo, con su ordenadísima variedad y mutabilidad y con la belleza de todos los objetos visibles, proclama tácitamente que ha sido hecho, y hecho por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisible mente bello.» Una segunda prueba es la conocida con el nombre de consensus gen- tium, que se hallaba presente en los pensadores de la antigüedad pagana: «El poder del verdadero Dios es tal que no puede permanecer totalmente oculto a la criatura racional, una vez que ha comenzado a hacer uso de la razón. Si se exceptúan algunos hombres cuya naturaleza está corrompida por completo, toda la especie humana confiesa que Dios es el creador del mundo.» Una tercera prueba se halla en los diversos grados del bien, desde los