Reale Agustin Iluminacion

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mundo, sino ahondando en el alma.

Las claves del alma son las claves de


Dios. Afirma con acierto É. Gilson: «Conocerse a sí mismo, como nos
invita a llevar a cabo el consejo de Sócrates, consiste según Agustín en
conocerse en tanto que imágenes de Dios. En este sentido, nuestro pensa­
miento es recuerdo de Dios, el conocimiento que se encuentra con Él es
inteligencia de Dios y el amor que procede de uno y de otro es amor de
Dios. En el hombre, por lo tanto, hay algo más profundo que el hombre
mismo. Lo que de su pensamiento permanece oculto (<abditum mentís) no
es más que el secreto inagotable de Dios mismo; al igual que la suya,
nuestra vida interior más profunda no es otra cosa que el desplegarse
dentro de sí misma del conocimiento que un pensamiento divino posee de
sí, y del amor que se dirige hacia sí.»

2.4. La verdad y la iluminación

La noción de «verdad» actúa como eje de esta temática alma-Dios, y a


dicha noción Agustín añade una serie de otros conceptos fundamentales.
Un pasaje de La verdadera religión, que se ha hecho muy famoso, ilustra a
la perfección esta función del concepto de verdad:

No busques fuera de ti...; entra en ti mismo; la verdad se encuentra en el interior del


alma humana; y si hallas que tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo. Ten
en cuenta, empero, que al trascenderte tú mismo, trasciendes el alma que razona, de modo
que el término de la trascendencia debe ser el principio donde se enciende la luz misma del
raciocinio. En efecto, ¿adonde llega un buen razonador, si no es a la verdad? La verdad no
es algo que se construya poco a poco, a medida que avanza el razonamiento; constituye, en
cambio, un término prefijado, una meta en la que uno se detiene después de haber razona­
do. En ese punto, un perfecto acuerdo final sirve de conclusión a todo; converge con él.
Persuádete de que tú no eres la verdad: ésta no se busca á sí misma; eres tú, algo distinto de
ella, el que la busca — con el afecto del alma, por supuesto, y no en el espacio sensible— :
cuando ha llegado a ella, el hombre interior se une con su propio huésped interno en un
transporte de felicidad suprema y espiritual...

Veamos con más detenimiento cómo llega el hombre a la verdad. La


argumentación más conocida es la que aparece en el pasaje citado en el
parágrafo precedente, que Agustín presenta a través de múltiples y diver­
sas formulaciones. La duda escéptica se invierte a sí misma y, en el mo­
mento mismo en que pretende negar la verdad, la reafirma: sifallor, sum\
si dudo, precisamente para poder dudar, yo soy y estoy seguro de que
pienso. Con esta argumentación Agustín se anticipa sin duda al cartesiano
cogito, ergo sum , aunque sus objetivos específicos son diferentes a los de
Descartes.
Más en general, Agustín interpreta así el proceso cognoscitivo.
a) La sensación, como había enseñado Plotino, no es una afección
padecida por el alma. Los objetos sensoriales excitan sus sentidos. Esta
afección del cuerpo no escapa al alma, que «reacciona» sacando de su
propio interior aquella representación del objeto, llamada sensación. Por
tanto en la sensación es el alma la que está activa.
b) Pero la sensación sólo es el primer escalón de la conciencia. En
efecto, el alma muestra su espontaneidad y su autonomía con respecto a
las cosas corpóreas, dado que las juzga con la razón, y las juzga basándose
en criterios que contienen un plus en relación con los objetos corpóreos.
Éstos son mudables e imperfectos, mientras que los criterios de acuerdo
con los que el alma juzga con inmutables y perfectos. Esto se hace espe­
cialmente evidente cuando juzgamos los objetos sensibles en función de
conceptos matemáticos o geométricos, o estéticos, o bien cuando juzga­
mos las acciones en función de parámetros éticos. Los conceptos matemá­
tico-geométricos que aplicamos a los objetos son necesarios, inmutables y
eternos, mientras que los objetos son contingentes, mudables y corrupti­
bles; lo mismo es válido para los conceptos de unidad y de proporción,
que aplicamos a los objetos cuando los valoramos estéticamente. Véase
este texto procedente de La verdadera religión:
Gracias a la simetría, cada obra de arte en conjunto resulta íntegra y bella. Ahora bien,
tal simetría requiere una correspondencia entre las partes y el todo, de modo que configuren
lina unidad, tanto por su proporcionada desigualdad como por su igualdad. Nadie, sin
embargo, lograría descubrir la igualdad o la desigualdad absolutas dentro de los objetos
observados; nadie, aunque los observase con gran diligencia, se atrevería a concluir que este
cuerpo o aquél poseen en sí mismos el puro y auténtico principio unitario. Todos los cuerpos
padecen vicisitudes que alteran su aspecto y su colocación, como resultado de determinada
yuxtaposición de las partes, cada una de ellas distinta de su lugar, y que sirven para distinguir
la posición del cuerpo en el espacio. El criterio originario de la igualdad y de la proporción,
es decir, el principio fundamental y auténtico de la unidad, hay que buscarlo fuera de los
cuerpos: no puede asirse mediante el órgano de la visión ni mediante ningún otro sentido, ya
que sólo puede captarse a través de la mente. En los cuerpos no podría reconocerse jamás
una simetría o una proporción, y jamás podría demostrarse en qué grado se apartan de la
perfección, si la inteligencia no conociese previamente el canon de la perfección increada.
Todo lo que en el mundo sensible se nos aparece dotado de belleza, trátese de lo bello
natural como de lo bello artístico, siempre constituye un fenómeno circunscrito en el espacio
y en el tiempo, al igual que están circunscritos los cuerpos y los movimientos de los cuerpos:
en cambio, la igualdad y la unidad, en la medida en que sólo son susceptibles de intuición
mental, y en la medida en que dictan normas al juicio de belleza aplicado por la mente a los
cuerpos conocidos mediante los sentidos, no poseen ni extensión espacial ni transcurso
temporal.

c) Surge entonces el problema acerca de dónde llegan al alma estos


criterios de conocimiento con los que juzga las cosas y que son superiores
a las cosas. ¿Los fabrica, quizás, el alma misma? No, sin duda, porque
ésta —aunque sea superior a los objetos físicos— es mudable, mientras
que aquellos criterios son inmutables y necesarios: «Mientras el principio
valorativo... mencionado, que preside el juicio... es inmutable, la mente
humana, en cambio, aunque le sea concedido elaborar tal principio, es
susceptible de mudanza y de error. Por tanto es preciso concluir que por
encima de nuestra mente hay una Ley que se llama Verdad, y no hay duda
de que existe una naturaleza inmutable, superior al alma humana... El
alma, pues, aun sintiéndose superior a los objetos a los que aplica su
propio juicio, no puede ignorar que no ha sido ella quien ha inventado y
regulado el principio juzgador que le sirve para reconocer la forma y los
movimientos de los cuerpos. Además, debe inclinarse ante la superioridad
del valor del cual extrae el criterio de sus propios juicios y del que ella en
ningún caso puede constituirse en juez.» El intelecto humano, en conse­
cuencia, se encuentra con la verdad en cuanto objeto superior a él, y juzga
a través de ella, pero es asimismo juzgado por ella. La verdad es la medida
de todas las cosas y el intelecto mismo es medido con respecto a ella.
d) Esta verdad que captamos mediante el puro intelecto está constitui­
da por las ideas, que son rañones intelligibiles incorporalesque radones, las
supremas realidades inteligibles de las que hablaba Platón. Agustín sabe
muy bien que el término «ideas», en su sentido técnico, fue introducido
por Platón y que la teoría de las ideas es algo típicamente platónico. Sin
embargo, está convencido de que los filósofos anteriores también habían
poseído un cierto conocimiento del tema, porque «el valor de las ideas es
de tal clase que nadie puede ser filósofo si no tiene conocimiento de ellas».
Las ideas, afirma Agustín, «son las formas fundamentales o las razones
estables e inmutables de las cosas... Y aunque no nazcan ni mueran, sobre
su modelo se halla constituido y formado todo lo que... nace y muere».
Son el parámetro que sirve para hacer todas las cosas.
No obstante, Agustín rectifica a Platón en dos puntos: 1) convierte las
ideas en pensamientos de Dios (como ya habían hecho de una manera
distinta Filón, el platonismo medio y Plotino) y 2) rechaza la doctrina de la
reminiscencia o, mejor dicho, la replantea ex novo. Sobre el primer punto
volveremos más adelante. Por lo que respecta al segundo, hay que adver­
tir que Agustín transforma la doctrina de la reminiscencia en la célebre
doctrina de la iluminación. Dicha transformación se imponía en el contex­
to general del creacionismo, que se halla en la base de la filosofía agusti-
niana. Rechazando de modo explícito la formulación platónica de la remi­
niscencia, que supone la preexistencia del alm a—posibilidad excluida por
el creacionismo— Agustín escribe en la Trinidad: «Es necesario conside­
rar, en cambio, que la naturaleza del alma intelectiva ha sido hecha de tal
modo que estando unida —según el orden natural dispuesto por el Crea­
dor— a las cosas inteligibles, percibe a éstas mediante una especial luz
incorpórea, del mismo modo que el ojo carnal percibe lo que le circunda
gracias a la luz corpórea, habiendo sido creado capaz de percibir esta luz y
ordenado hacia ella.» En los Soliloquios se lee: «Y ahora, a través de mi
enseñanza, y porque lo exige la actual situación, aprende algo acerca de
Dios basándote en la semejanza con las cosas sensibles. Dios es inteligible
y también son inteligibles los principios de las disciplinas, aunque con
diferencias notables. Tanto las cualidades corpóreas como la luz son visi­
bles, pero no pueden verse las cualidades corpóreas si no son iluminadas
por la luz. En consecuencia, hay que afirmar que también los conceptos
relativos a las ciencias, que todo el que los entiende los considera como
absolutamente verdaderos, no pueden ser entendidos si no son ilumina­
dos, por así decirlo, por un sol propio. Así, del mismo modo que en este
sol pueden advertirse tres cosas: que existe, que brilla y que ilumina, en el
Dios inefable que quieres conocer hay en cierto sentido tres principios:
que existe, que es ser inteligible y que vuelve inteligibles todas las demás
cosas.»
Los intérpretes se han esforzado mucho por comprender esta teoría de
la iluminación ya que, para interpretarla, se han referido a evoluciones
posteriores de la doctrina del conocimiento, introduciendo temas y pro­
blemas ajenos a Agustín. En realidad, la doctrina agustiniana es la doctri­
na platónica transformada de acuerdo con el creacionismo. La analogía de
la luz es algo que Platón ya había utilizado en la República y que se
combina con la luz de la que hablan las sagradas escrituras. Al igual que
Dios, que es puro ser, participa su ser a las demás cosas mediante la
creación, del mismo modo Él —en cuanto verdad— participa a las mentes
la capacidad de conocer la verdad, produciendo una impronta metafísica
de la verdad misma en las mentes. Dios, como ser, crea; como verdad, nos
ilumina, y como amor, nos atrae y nos da la paz.
Hay que reseñar un último punto. Agustín insiste sobre el hecho de
que sólo la mens, la parte más elevada del alma, llega al conocimiento de
las ideas. Para esta visión «no todas y cada una de las almas son idóneas,
sino sólo aquella que sea santa y pura, la que tiene una mirada santa, pura
y serena, con la que intente ver las ideas, de un modo que resulte similar a
las ideas mismas». Se trata del antiguo tema de la purificación y de la
asimilación a lo divino como condición de acceso a la verdad, que habían
desarrollado los platónicos sobre todo y que en Agustín se enriquece con
los valores evangélicos posteriores: la buena voluntad y la pureza del
corazón. La pureza de alma se convierte en condición necesaria para la
visión de la verdad, además de ser imprescindible para gozar de ella.

2.5. Dios

Cuando el hombre ha alcanzado la verdad, ¿ha llegado también a


Dios, o bien Dios se halla por encima de la verdad? Agustín considera que
la noción de «verdad» admite múltiples significados. Cuando la entiende
en su significado más fuerte, como verdad suprema, coincide con Dios, y
con la segunda persona de la Trinidad: «Dado que la verdad suprema no
es inferior al Padre, siendo connatural a él, no sólo los hombres, ni siquie­
ra el Padre juzga acerca de la verdad: todo lo que Él juzga, lo juzga por la
verdad»; «Comprende, pues... oh alma, ...si puedes, que Dios es verdad».
Por consiguiente, la demostración de la existencia de la certeza y de la
verdad coincide con la demostración de la existencia de Dios. Como han
puesto de relieve los expertos desde hace tiempo, todas las pruebas que
brinda Agustín de la existencia de Dios, se reducen en última instancia al
esquema de las argumentaciones antes expuestas: primero se pasa desde
la exterioridad de las cosas a la interioridad del alma humana y, luego,
desde la verdad que está presente en el alma hasta el Principio de toda
verdad, que es precisamente Dios.
Sin embargo, en Agustín se encuentran también otros tipos de prue­
bas, que vale la pena exponer. En primer lugar, recordemos la prueba
—muy conocida para los griegos— en la que, analizando los rasgos de
perfección del mundo, se asciende hasta su artífice. Leemos en la Ciudad
de Dios: «Aun dejando de lado los testimonios de los profetas, el mundo
en sí mismo, con su ordenadísima variedad y mutabilidad y con la belleza
de todos los objetos visibles, proclama tácitamente que ha sido hecho, y
hecho por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisible­
mente bello.»
Una segunda prueba es la conocida con el nombre de consensus gen-
tium, que se hallaba presente en los pensadores de la antigüedad pagana:
«El poder del verdadero Dios es tal que no puede permanecer totalmente
oculto a la criatura racional, una vez que ha comenzado a hacer uso de la
razón. Si se exceptúan algunos hombres cuya naturaleza está corrompida
por completo, toda la especie humana confiesa que Dios es el creador del
mundo.»
Una tercera prueba se halla en los diversos grados del bien, desde los

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