Caida Al Abismo-Jorge Zaragoza Gomez

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CAÍDA AL ABISMO

(Segunda parte de la trilogía -


El pasado siempre vuelve)

Jorge Zaragoza Gómez


© Jorge Zaragoza Gómez, 2021
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Todos los derechos reservados. Caída al abismo es una novela de ficción

cuya trama y personajes son imaginarios.


ÍNDICE
PRÓLOGO
CAÍDA AL ABISMO
LA MOVIDA
ROTTWEILER
MONSTRUOS
LA GALERÍA
ESCUCHAS
EL PLAN
PRÓLOGO

Cuando vio su propia imagen sobre el espejo no pudo disimular una sonrisa.
Era la silueta de un auténtico atleta. Sin un gramo de grasa, cada músculo
aparecía definido, en relieve, en perfecta conexión con el resto. Repasó la
desnudez de su cuerpo, en silencio.
—Soy una obra maestra —murmuró al fin.
Limpió la maquinilla de afeitar y se pasó ambas manos por la cara y la
cabeza, perfectamente rasuradas.
Vijay se introdujo con reverencia en el santuario de su habitación y cerró
la puerta tras de sí. Su corpulento cuerpo se movía con la agilidad de un
depredador. Llevaba el muslo derecho tatuado con la cabeza de un león y el
alma de un guerrero maorí cubría su pectoral y hombro izquierdo. Aunque
no la viera, sabía que la musculosa espalda estaba cubierta por las alas de
un dragón, como si pudiera volar. Los tatuajes eran el símbolo de su
transformación.
—Soy una puta obra maestra —repitió, esta vez en voz alta.
Tan sólo seis horas antes había recibido la llamada.
—¿Tienes el sobre?
—Sí, lo he recogido esta mañana —había contestado con la voz
pausada, como de costumbre.
Vijay bajó la cabeza en ese momento y contempló el envoltorio marrón
sobre la cama. Lo abrió de nuevo. Al sacar las fotografías se sorprendió de
que realmente necesitaran de sus servicios. Ella no parecía representar
ningún peligro y sin embargo sus tarifas estaban al alcance de muy pocos
bolsillos. Su reputación y fiabilidad tras años sin errores se habían
cimentado en su nulo interés por hacer preguntas y, sobre todo, en no
subestimar jamás al enemigo. Miró con detenimiento por última vez ese
rostro, ligeramente pixelado, y el chalet de madera en medio de la nieve.
Pensó que la primera toma se había hecho con un teleobjetivo, a una
distancia prudencial de la víctima. Por el contrario, la segunda, la de la
vivienda, parecía una postal. Una mansión de madera de estilo alpino
moderno, hundida en un mar de nieve en polvo. La tenía entre sus dedos y
se la acercó para observarla con detenimiento. No, no se equivocaba. La
silueta piramidal del Cervino se adivinaba por detrás, amenazante. El chalet
ofrecía un gran ventanal desde el que las visitas, especuló, debían ser
espléndidas. Fuera quien fuera la mujer, tenía recursos económicos, no
cabía la menor duda. Suspiró mientras separaba el billete de avión que le
llevaría a Ginebra esa misma noche e hizo trizas el informe y las dos
fotografías cuyos diminutos fragmentos acabaron navegando por las
cañerías para perderse en el entramado de alcantarillas de Madrid.
Revigorizado por lo que le esperaba, se dirigió en un par de zancadas
hasta el armario. Los acordes de Californication de los Red Hot Chili
Peepers rebotaban por las paredes de la habitación, unos sonidos que
escuchaba como un ritual sagrado cada vez que abordaba una nueva misión.
De modo que tomó el mando a distancia y al pulsar el botón los altavoces
empezaron a vibrar de forma estruendosa. Tatareaba en voz alta la estrofa
principal y movía su cuerpo como si tuviera una guitarra entre sus manos.
Al acabar la canción, desplazó la puerta corredera del armario. Había una
caja plateada. La abrió y extrajo un cinturón adornado con la cabeza dorada
de un león. Al girar la faz rugiente del animal, una aguja de oro de punta
muy afilada salió escupida. Vijay la tomó con precaución entre sus manos,
como si se tratara de una joya de gran valor. Al rozar con suavidad el
extremo con la yema del pulgar, éste empezó a sangrar. Vijay succionaba su
propia sangre con el atronador ritmo de la siguiente canción de fondo
cuando colocó de nuevo la aguja en el dispositivo.
Su cara dibujó una mueca de satisfacción al ver la hilera de chaquetas y
pantalones meticulosamente ordenados. Sheppard no había perdido ninguna
habilidad. Vijay consideraba imprescindible tener varios trajes en el
armario, no dudaría en visitarlo de nuevo cuando volviera al corazón de
Picadilly Circus, en Londres. En su última adquisición, la espera para elegir
entre los cientos de telas la había compensado con un buen Macallan al
ambiente cálido de su gran chimenea decimonónica. Hicieron falta otras dos
visitas y varias horas de trabajo para el resultado final: un traje inspirado en
la elegancia, el corte y los tejidos british como máximo referente. La mueca
dio paso a una sonrisa satisfecha cuando tomó las prendas entre sus manos.
Las dos piezas se ajustaban a su cuerpo como una segunda piel. Tras un par
de vistazos al espejo y sus correspondientes ajustes, se dirigió al baño.
Tocaban los últimos preparativos. Le gustaba cómo le habían quedado la
larga barba, la peluca negra y aquellas gafas de pasta del mismo color.
Odiaba la nueva corriente hipster que se volvía a poner de moda aunque
tuvo que admitir que podría haber servido de modelo para cualquier
campaña publicitaria. Guardó los objetos que había preparado
meticulosamente en la maleta. El último paso. Del cajón de la mesita sacó
una pila de pasaportes que esparció sobre la cama. Al tomar entre sus
manos el cuadernillo granate con las tres coronas enmarcadas dentro de otra
mayor en el margen izquierdo, le vino a la mente Rudolph, ¿cómo podía
haberse equivocado de nombre en su última visita a Berlín? Ese estúpido
error de haber cambiado el nombre del padre por el de un hermano podía
haber echado por tierra una operación de semanas.
No volverá a ocurrir, pensó con rabia mientras se guardaba el pasaporte
sueco en el bolsillo interior de la chaqueta. Cuando hubo terminado se miró
por última vez en el espejo. El destello de la cabeza de león en la hebilla le
hizo sonreír. Satisfecho, se pasó las palmas de las manos por la cabeza.

Ángel llevaba demasiados años haciendo su trabajo como para que nada le
llamara la atención. Sin embargo, estudió con detenimiento al sujeto que se
acercaba. Era un tipo muy alto, de tez morena, esbelto, con una larga
melena lacia y una espesa barba que se alargaba hasta el principio del
pecho. No sabía bien el motivo, pero había algo especial en él. Llevaba un
elegante traje gris y una cartera de piel marrón, lo que le hizo suponer que
se trataba de un empresario o alguien dedicado a las finanzas. El hombre se
vació los bolsillos y depositó la cartera junto con las llaves y unas monedas
en una de las bandejas de la cinta transportadora. Antes de cruzar el arco de
seguridad le dedicó una sonrisa, como esperando confirmación. Ángel hizo
un ademán con la cabeza y el atleta pasó bajo el arco metálico. La máquina
emitió un pitido. A regañadientes, el guardia cogió el detector manual.
Cuando vio la hebilla de oro en forma de león, meneó la cabeza.
—Como no se ha quitado el cinturón… —masculló entre dientes, como
si le estuviera regañando.
Vijay se miró sorprendido la cintura.
—Disculpe, nunca me acuerdo de que lo llevo puesto.
«Pues como para no acordarse», dijo Ángel para sus adentros y meneó la
cabeza. Pasó el detector por el cinturón y tal como esperaba, emitió un
pitido. A continuación, estuvo un buen rato recorriendo cada parte del
cuerpo sin que la máquina volviera a sonar.
—Todo en orden —dijo al completar la revisión.
—Gracias —Vijay empezó a recoger sus pertenencias de la bandeja.
Al hacerlo, Ángel se dio cuenta de que tenía los nudillos tatuados. En los
cuatro dedos de la mano derecha pudo leer «odio», en los de la izquierda
«amor».
La gente se ha vuelto loca, pensó.

La sala de espera estaba casi desierta, tan sólo una azafata rubia que
arrastraba una maleta con ruedas a la carrera y un hombre encorvado con
una taza de cartón humeante entre sus manos. Vijay miró el reloj. El vuelo a
Ginebra salía en cuarenta y cinco minutos, de modo que tenía tiempo más
que suficiente para disfrutar de un café. El bar, sin un alma, mostraba unos
estantes prácticamente vacíos sobre los que tan sólo permanecían un par de
bollos de aspecto acartonado.
—Buenas noches —dijo Vijay, y la camarera que leía una revista detrás
de la barra levantó la cabeza.
No debía de haber cumplido los veinticinco. Llevaba el pelo corto, un
aro en una aleta de la nariz y tuvo que levantar la mirada para cruzar sus
ojos con los del hombre.
—Un café por favor, bien corto —la chica se levantó de un salto y se
dirigió a la máquina espresso. Vijay observó cómo se le caía la taza, que
volvió colocar en la base y a continuación se apresuraba en cargar café
recién molido en el mango que encajó no sin cierta dificultad. Regresó con
la cabeza agachada y dejó la taza en el mostrador.
—¿Azúcar o sacarina? —susurró, apenas con un hilo de voz.
—No, el café se debe tomar solo, para apreciar bien sus aromas y
matices —sentenció Vijay.
Dejó una moneda de dos euros y se sentó en una mesa orientada hacia la
puerta de embarque. Removía con lentitud la cucharilla en la taza pero su
cabeza repasaba una y otra vez los rasgos de la fotografía. Por un momento,
esos grandes ojos negros le habían recordado a un cervatillo, indefenso.
Había pasado por esa situación muchas veces, tantas como para no sentir el
más mínimo remordimiento. Se trataba tan sólo de eso, de trabajo. Una vez
más, el soldado perfecto había entrado en juego. Y no iba a fallar.
CAÍDA AL ABISMO

Alicante, Octubre 2009

1
Mientras Miguel se agachaba para coger una de las lombrices, Alejandro
dejó caer con cariño el hilo de su caña de pescar, arrastrado por el peso de
los plomos. El suave silbido del carrete dando vueltas le provocó la misma
excitación de siempre. Al fondo, sobre el horizonte, una lámina violácea
había emergido sobre el mar, como en un cuadro impresionista.
—Queda poco para que amanezca —masculló Miguel, que peleaba
contra la poca luz que ofrecía la linterna y el continuo movimiento de la
embarcación para conseguir pasar el cebo por todo el anzuelo.
Alejandro le observaba sin abandonar una sonrisa pícara.
—A ver si te das prisa, que los peces no esperan —le recriminó.
Miguel negaba con la cabeza, maldiciendo que con el paso de los años el
pulso le temblara cada día más.
—Voy a ponerme una taza de café, ¿quieres una? —Alejandro hizo
bailar la taza metálica ante sus ojos.
Miguel detuvo su minuciosa tarea y levantó la cara. A pesar del frío y la
humedad, una pequeña gota de sudor resbalaba por su frente. Se limpió los
labios con la lengua antes de hablar.
—Tal vez si me dejas tranquilo, grandullón, habré acabado antes de que
salga el sol.
Agachó de nuevo la cabeza y se concentró para ensartar de una vez por
todas la lombriz en el anzuelo. Alejandro optó entonces por sacar el termo
de la bolsa y servirse un café humeante. La taza caliente parecía diminuta
entre sus manos y valoró qué postura le convenía adoptar. Era una pequeña
lancha preparada para la pesca, de apenas cinco metros de eslora y cuatro
cañeros. La comodidad no era una de sus principales cualidades.
Finalmente, medio encorvado con su metro noventa y cinco sobre la popa,
se llevó la taza a la boca y se quedó pensativo unos segundos. Tras un largo
sorbo al café, volvió a su mueca de sorna.
—¿Qué te ha parecido lo del Balón de Oro?
Miguel obvió la pregunta y dio un grito de satisfacción.
—¡Por fin! —alzó la caña en signo de victoria. Se giró hacia babor, pero
antes detuvo su mirada sobre la sonda. Una multitud de pequeños peces
digitales se movía bajo la embarcación—. Hoy vamos a tener suerte.
Una vez que dejó caer la plomada al agua y puso la caña en el cilindro
metálico de estribor, recogió algo de hilo para mantener el sedal tirante. Iba
a cebar otro anzuelo cuando el graznido de una gaviota le hizo levantar la
cabeza. Miguel, sin apartar de ella los ojos, recordó la pregunta de
Alejandro.
—¿Qué me habías dicho del Balón de Oro?
Su compañero se incorporó sobre la pequeña bancada y le dirigió una
ojeada burlona.
—Lo de Messi, ¿qué te ha parecido?
Apenas había acabado la pregunta cuando la caña se tensó. Un tirón
fuerte del hilo hizo que la punta se doblara. El carrete silbaba con fuerza y
giraba a gran velocidad. Miguel saltó como propulsado por un muelle y la
tomó entre sus manos.
—Joder, este bicho es grande —bramó.
Con la caña cogida por el brazo izquierdo, y ayudado por su cuerpo,
hacía movimientos de adelante hacia atrás, mientras con la mano derecha
jugaba con el carrete. A veces le daba metros de sedal, a veces recogía. A
medida que el hombre tiraba, aumentaban las sacudidas. La lucha se
prolongó varios minutos, con las continuas indicaciones de su compañero.
El animal, finalmente, pareció darse por vencido.
—Coge el bichero, y mucho cuidado de que no se vaya a escapar —
Miguel daba las instrucciones entre resoplidos.
Quedaba poco carrete por recoger cuando vieron al pez acercarse, dando
coletazos, en un último esfuerzo por liberarse. Cuando llegó al borde de la
embarcación, Miguel levantó la caña y con la ayuda del gancho Alejandro
lo depositó dentro del cubo de plástico. Duro y reluciente, el pez se removía
todavía con fuerza. Tenía los ojos inmensos y con su cola golpeaba
frenéticamente los bordes del cubo.
—¡Vaya pedazo de dorada! —el pescador tensó los músculos del cuello.
El sol ya se elevaba sobre el horizonte y una franja de luz anaranjada
iluminaba la infinita lámina de mar azul. Los dos amigos chocaron las
manos. La jornada de pesca había empezado de la mejor de las maneras
posibles. Estuvieron un par de horas más sin conseguir ninguna captura, ni
tan siquiera una picada. El sol se hizo más intenso y sus rayos calentaban
con intensidad el ambiente. No parecía finales de octubre, más bien el inicio
de la primavera. Alejandro se desprendió del polar. Pudo ver a lo lejos, a ras
del agua, no muy lejos del Cabo de las Huertas, otro par de embarcaciones.
Tal vez ellos estuvieran teniendo más suerte. Dudaba si coger una cerveza
de la nevera o cambiar su estrategia y probar otro sitio. Finalmente, optó
por renovar el cebo de su caña y lanzarla bien lejos. Estaba recogiendo algo
de hilo cuando notó que el sedal se tensaba.
—Qué raro —Alejandro se rascó la cabeza.
Empezó a tirar con fuerza, pero no conseguía mover el carrete, resoplaba
y sus músculos se tensaron, pero no conseguía nada.
—Miguel, anda mueve la barca —se rindió—. No sé qué ha pasado con
la caña.
Zermatt, Octubre 2009

A Vijay le sorprendió que a la pequeña localidad de Zermatt en Suiza tan


sólo se pudiese acceder en tren cremallera o subiendo a pie por un
empinado sendero de unos cinco kilómetros. No estaban permitidos los
vehículos de combustibles fósiles y con el ambiente frío de la montaña se
había decantado por la opción del tren. Había tomado asiento en ventanilla
para observar cómodamente la multitud de picos de más de cuatro mil
metros cubiertos por un manto blanco que atravesaban las vías. Las nubes,
en un momento de tregua, se habían abierto y una radiante luz blanca
inundaba todo el valle. El tren, rojo carmín, destacaba sobre las nevadas
superficies y serpenteaba ladera arriba a ritmo constante, entre abetos
repletos de nieve, picos escarpados y cascadas de agua que fluían por las
rocas.
Al otro lado del pasillo un niño de unos ocho años jugueteaba con un
coche, pero en realidad no quitaba ojo a su misterioso acompañante. Desde
que el tren había abandonado la estación, no había dejado de quejarse,
moverse por el pasillo y gritar. Una muestra de hiperactividad que su madre
parecía no saber atajar. Vijay clavó sus espesos ojos negros sobre el
pequeño, que esquivó la mirada y empezó a arrastrar el coche con fuerza
sobre los pantalones de su madre, mientras bramaba como si tuviera un
auténtico fórmula uno en sus manos.
—Daniel, ¿te puedes estar quieto? —le recriminó ella.
El niño por el contrario insistía en tratar las piernas de su madre como
un circuito de competición. Estaba tan absorto en su tarea automovilística
que no escuchó el primer susurro que venía de la butaca opuesta. Fue
entonces cuando Vijay se levantó y una gran sombra los cubrió por
completo. La mujer alzó la cabeza y de sus manos resbaló la revista que
estaba leyendo. El niño paró de inmediato.
—¿Has visto el león? —Vijay se llevó las manos hacia la hebilla. El
niño permanecía quieto, los ojos muy abiertos. No se movía.
—¿Quieres tocarlo?
La mujer forzó una sonrisa antes de hablar. Las sílabas tardaron en salir,
como si le costara pronunciarlas, como si le faltara el aliento.
—No se moleste —carraspeó y desvió la vista—. Ves, Daniel, molestas
al resto de pasajeros.
—No me molesta, señora —Vijay movió una mano más enérgica de lo
que ella hubiera querido—. ¿Sabes cómo ruge un león?
El niño permaneció inmóvil, temeroso de hacer o decir nada.
Súbitamente, Vijay emitió un sonido ronco y continuado, un eco que rebotó
en las paredes del vagón, multiplicándose por cien. El niño se agarró con
fuerza a la pierna de su madre. Al acabar, con una amplia sonrisa en su
boca, Vijay se agachó a recoger el coche de juguete y dejarlo sobre el
asiento, al lado del pequeño.
—¿Sabes que en una manada de leones solo puede haber un macho
dominante? —posó su gran mano tatuada sobre la cabeza del chico—.
Cuando un joven aspirante vence al líder, a menudo mata a todos los
cachorros de la camada. Una forma de asegurar que serán sus genes los que
sobrevivirán —le dio unas pequeñas palmadas en la nuca—. De eso trata la
vida, de asegurar que los genes más fuertes se perpetúen.
En un gesto paternalista, Vijay dedicó una última caricia a la cabeza del
pequeño antes de volver a su asiento. La madre, con el pulso tembloroso,
cogió al niño y lo sentó a su lado. Daniel no volvería a abrir la boca ni a
moverse en lo que lo que quedaba de viaje.

El tren llegó a la estación antes de la media tarde. El hotel quedaba a poca


distancia y un coche de caballos esperaba para llevarlo, como si el tiempo
se hubiera estancado en medio de aquellas montañas. El carruaje anduvo
por la calle principal, entre vehículos eléctricos como los de los campos de
golf, y turistas felices que acababan su jornada de esquí o de montaña. Era
un pequeño pueblo repleto de casas de madera color chocolate y calles de
espíritu alpino punteadas de forma continua por tiendas de lujo y
restaurantes.
Había reservado una suite en el Hotel Mont Cervine Palace, un elegante
resort enmarcado en un edificio de principios del siglo XIX. Desde la
ventana de la habitación, tras un paisaje blanco navideño, se alzaba el
monte Cervino. La estructura maciza y granítica en forma de pirámide le
hizo contener el aliento y sintió que aquella gran roca y él abrigaban
muchas cosas en común: dureza, majestuosidad y el poder de atraer la
mirada de la gente.
Tenía trabajo que hacer, así que tras una ducha de agua fría se puso su
traje preferido, el plumífero, guantes y un gorro de lana y salió a dar un
paseo en dirección al famoso monte. Anduvo por la calle principal pisando
un fino manto de nieve, que crujía bajo su peso. En poco más de diez
minutos había alcanzado el final del pueblo. No tardó en reconocer, sobre
una pequeña ladera, el chalet de madera que había grabado en su memoria
tan sólo unas horas antes. La oscuridad ya se había adueñado del valle, pero
sobre la arista del famoso monte un destello de luz resplandecía. Echó mano
al bolsillo para coger los binoculares. Se los llevó a los ojos y simuló ser un
turista interesado en disfrutar de la visión de la cumbre. En realidad, había
centrado sus ojos en el gran ventanal de la vivienda. Al principio todo
estaba borroso, pero tras girar la rueda central de enfoque pudo observar
con nitidez el interior. Una persona se encontraba sentada en un gran sofá
semicircular en tonos burdeos, con las llamas de la chimenea al fondo. Puso
más aumentos y volvió a enfocar. Su cara dibujó una gran sonrisa. No había
duda. Era ella.
Alicante, Playa de San Juan, Octubre 2009

3
El cielo era azul luminoso y las gaviotas planeaban con desgana sobre el
Cabo de las Huertas con la silueta de un gran barco mercante de fondo. El
inspector Santi Blanes llegó hasta el final de la playa de San Juan donde se
amontonaban curiosos y los agentes de policía que habían acordonado la
zona. Cerca, la resaca rugía sobre las piedras de la orilla a ritmo del vaivén
del agua y un olor a alga podrida impregnaba el lugar. Distinguió al
subinspector Urrutia entre el grupo de gente y éste, al verle, se acercó.
—¿Qué ha pasado? —el inspector se aplastó la larga melena plateada y
levantó la mirada hacia el cielo.
Urrutia, como tenía por costumbre, se frotó las diminutas manos antes
de hablar.
—Aquellos dos estaban pescando —señaló hacia una pareja pintoresca
que hablaba acaloradamente sobre una roca, a una veintena de metros—,
cuando se encontraron con el cuerpo, en medio del mar —indicó en la otra
dirección.
En la orilla, justo donde la arena de la playa desaparecía para fundirse
con las rocas del Cabo de las Huertas, yacía un cuerpo desnudo en estado de
descomposición.
—El forense ya ha procedido con el examen —Urrutia dejó de hablar de
golpe, parecía repasar mentalmente los datos que el doctor le había
proporcionado—. Varón joven, unos dieciocho años, alrededor de metro
setenta de estatura y sesenta kilos de peso. Tiene múltiples contusiones y un
traumatismo severo en la zona cráneo facial. No se lo hicieron pasar bien
antes de arrojarlo al mar —concluyó.
Blanes se frotó el mentón. Hizo un amago de encenderse un cigarrillo,
pero arrastraba desde hace días un fuerte dolor en el pecho acompañado de
una tos seca y optó por abstenerse. Se arrodilló al lado del cadáver. Se
volvió en un primer momento tratando de protegerse del mal olor que
desprendía. Lo escrutaba con detenimiento. Tenía una cadena gruesa repleta
de óxido atada al tobillo izquierdo. Se habían asegurado de que no pudiera
salir a flote. La cara, amoratada e hinchada, como el resto del cuerpo,
parecía la de un monstruo sacado de una película de terror de bajo
presupuesto. Un aspecto grotesco. También tenía la piel muy dañada. Aun
así le pareció apreciar una tez morena y unos ligeros rasgos árabes. Durante
todos sus años como policía se había preparado para soportar cualquier
muerte violenta. Había visto de todo a lo largo de su dilatada carrera, pero
cuando se trataba de jóvenes, la cosa era diferente. Se sentía indefenso, sin
la coraza habitual.
—Supongo que lo encontraron, así, tal como llegó a este mundo —
preguntó Blanes mirando el cuerpo.
Urrutia, que se había alejado un par de metros, se lo confirmó con un
movimiento de cabeza. Se había levantado una ligera brisa.
—¿Y no han encontrado ropa ni ningún objeto personal? —continuó el
inspector, pasándose una mano por los cabellos que el viento alborotaba.
—Nada de nada, jefe.
Blanes se quedó pensativo unos segundos. Así que era eso. O podía ser.
Un joven torturado, asesinado y lanzado al fondo del mar encadenado por el
tobillo a un bloque de cemento. Alguien al que nadie nunca hubiera echado
de menos, un cuerpo que jamás debería haber salido a flote. Pero la
naturaleza era caprichosa. Los asesinos no habían previsto el temporal de
un par de días atrás, donde un levante embravecido había generado unas
olas gigantescas. La tormenta resultó de tal magnitud que la playa estaba
completamente recubierta de las algas, como si el mar hubiese decidido
despojarse de todo. Se acercó a la roca donde los dos pescadores que habían
encontrado el cadáver conversaban de forma acalorada.
—Inspector Blanes —al enseñar la placa los dos hombres callaron de
inmediato—. ¿Dónde encontraron al chico?
Un brillo pareció asomar tras los cristales de las gafas de Miguel. Tenía
los labios resecos y la cara desencajada.
—Estaríamos un par de millas, mar adentro —el hombre señaló hacia
dónde el sol se hacía más radiante—. Es un punto que nos suele dar muchas
capturas, nuestro sitio. Un lugar donde abunda la pesca. Cada uno conoce
los suyos, sin ir más lejos, la semana pasada…
Santi atajó las explicaciones sin ningún miramiento.
—¿Podrían indicarme el sitio exacto?
—Claro, lo tenemos marcado en la sonda GPS —dijo, satisfecho.
Blanes se puso la palma de la mano en forma de visera sobre los ojos y
fijó la vista en el sitio que le habían indicado.
—¿Qué profundidad calcula que habrá?
—¿En nuestro sitio secreto?
Blanes asintió.
—No hace falta calcularla —matizó el más alto—. La profundidad en
esa zona es de veinte metros. Hoy en día las sondas lo indican todo. Los
sitios con bancos de peces, la profundidad —pareció meditar sus palabras
—. Dentro de poco las máquinas van a lanzar las cañas por nosotros.
—Sí, la tecnología no tardará en superarnos —confirmó Blanes, apático
—. No se olviden, cuando puedan me dan esas coordenadas, veremos si ese
fondo marino esconde alguna otra sorpresa.

Santi abandonó a los dos hombres y avanzó por el camino de tierra y


rocas hasta la orilla de la playa, junto al doctor Herranz. Permaneció un
instante en silencio, de pie. A la derecha, tras un saliente, podía ver la punta
del Faro del Cabo de las Huertas y enfrente, al final de la lámina de agua, el
contorno de la Sierra de Bernia con las siluetas de los rascacielos de
Benidorm en su costado. Cuando miró hacia atrás, encontró al forense de
rodillas. Se había colocado de espaldas al mar y observaba el cadáver a
través de sus lentes. Blanes se ajustó el cuello de la chaqueta y se agachó
junto a él.
—Santi, ¿qué está pasando en este país? —el médico suspiró
profundamente, como si hubiera meditado sus palabras—. ¿Te lo ha
contado Urrutia?
Blanes asintió con rictus serio.
—¿Sabemos si murió ahogado? —preguntó el inspector.
—Ahora mismo es difícil de decir —el doctor hacía pequeñas
oscilaciones con la cabeza—. Si hubiera sido lanzado al agua ayer o un par
de días atrás a lo sumo, la espuma en la boca y nariz, sería una indicación
fiable. El caso es que el fallecimiento se produjo hace aproximadamente
una semana. Hasta que no hagamos el análisis de diatomeas en sangre, no lo
podremos saber.
—¿Diatomeas?
—Sí, son pequeñas algas microscópicas que se encuentran en el agua. Si
estaba vivo cuando lo lanzaron al mar, con los esfuerzos respiratorios se
debieron producir desgarros en los capilares pulmonares, pasando a la
sangre, y a partir de ahí, enviadas a distintas partes del cuerpo como los
riñones o el hígado.
Santi lo miró casi asombrado e inclinó brevemente la mirada sobre el
cuerpo.
—Entiendo, pero si ya estaba muerto, de igual manera se le habrían
inundado los pulmones, ¿no?
El doctor Herranz esbozó una pequeña sonrisa.
—En efecto, pero esa agua habría llegado de forma pasiva. Y las
diatomeas no habrían pasado a la sangre.
Blanes sintió de nuevo un fuerte impulso de encenderse un cigarrillo,
necesitaba al menos unas caladas para relajarse y centrar sus ideas. Se
levantó y echó mano al bolsillo de la chaqueta para coger el paquete. Le
ofreció uno al doctor que negó con la cabeza. Iba a prenderse el suyo
cuando le dio un repentino y fuerte ataque de tos. Sentía que el pecho le iba
a explotar, pero a pesar de las continuas convulsiones no conseguía
expectorar nada. Le faltaba oxígeno. Apoyó los dos brazos sobre las
rodillas. Le pareció percibir que el doctor quería ayudarle, aunque no estaba
seguro de nada. Una constelación de luces de colores le nublaba la vista. Se
dejó caer sobre la playa y apoyó los codos, la cara casi sobre la arena.
Finalmente, esputó un gargajo sanguinolento. Fue recobrando poco a poco
el aire. Cuando levantó la cabeza vio al doctor que le observaba con cierta
condescendencia.
Alicante, Octubre 2009

4
El bar del muelle de Levante del puerto de Alicante todavía estaba
abarrotado. Como cada mediodía, la barra y sus mesas mezclaban turistas
en bermudas y en chanclas con la piel enrojecida, hombres de negocios y
algún grupo de amigos de celebración. De todos ellos, no estaba claro quién
gritaba más. Cornelius echó un vistazo a la gran vitrina de la entrada.
Calamares, salmonetes, gamba roja, quisquilla y un dentón de al menos un
par de kilos, reposaban, brillantes, sobre una capa de hielo picado. El pez,
con los ojos muy abiertos y los afilados dientes que asomaban por la boca
entreabierta, parecía inspeccionar a todo aquel que pasaba por su lado. El
género había llegado esa misma mañana directo de la Lonja de Santa Pola.
—Se me ha abierto el apetito de golpe —comentó Cornelius en voz alta.
Manu, el camarero, con una gran paella de arroz a banda recién sacada
del fuego, cruzó por delante de ellos. El aroma del fumet de pescado les
golpeó el rostro.
—Ahora estoy con vosotros.
El holandés sonrió primero a Manu y a continuación se giró hacia
Antonio, su acompañante.
—¿Seguro que no tienes apetito?
El hombre puso gesto de desgana, pero no le dio tiempo a hablar. Manu
había llegado hasta ellos a toda prisa.
—Seguidme —arrancó a andar y les hizo un gesto con la mano. Se abrió
hueco entre las personas y el galimatías que reverberaba por la barra y les
guio hasta la esquina, donde dos taburetes, de manera milagrosa,
permanecían vacíos. Retiró unos centímetros un gran plato de cerámica
cubierto de verdura fresca y cogió un paño—. Porque sois vosotros, porque
sois vosotros —murmuraba mientras frotaba con ahínco la madera—.
Ahora vengo a tomaros la comanda —y se marchó veloz.
Cornelius aprovechó para sacar el cuaderno de notas de la cartera. Había
trazado en varias hojas un mapa con fechas, nombres y anotaciones; todos
los datos reunidos de sus archivos y las investigaciones recientes que había
llevado a cabo. Iba a empezar a hablar cuando Antonio le paró en seco.
—Dime que todo este esfuerzo merece la pena —rogó.
Cornelius dibujó su sonrisita ratonil, la misma que llevaba cuando llegó
a España el año 1977, proveniente de Ámsterdam. La misma que conquistó
a Antonio cuando se vieron por primera vez. Parecía que entre los dos
existía una conexión especial, algo casi sobrenatural, esa complicidad
otorgada por toda una vida compartida. Cornelius acercó la cara a su
compañero y, como si de un secreto se tratara, empezó a hablar en voz baja.
—Como ya sabíamos, Pelayo Pellicer, en 1982 fue asignado al CESID.
En aquellos años, se debían tener buenos contactos con el antiguo régimen.
No olvides que se trataba de la agencia de inteligencia española y que se
creó para sustituir a los organismos de la época franquista. La mayor parte
de sus miembros eran militares, policías y de la Guardia Civil. Ese mismo
año hubo una reforma impulsada por el ministro de Defensa —Cornelius
tomó aire—. A partir de ahí se pierde el rastro de Pelayo —Cornelius hizo
hincapié en cada una de las sílabas del nombre—. Más tarde y según unas
investigaciones salidas a la luz, se descubrió que el señor Pellicer había
hecho uso de los medios de los que disponía para espiar a todo dios en este
país.
—Dios está en todas partes —aclaró con simulado aire dogmático
Antonio.
Cornelius prosiguió.
—Al parecer, además, el inspector de homicidios Sánchez, el padre de
Clara, estuvo trabajando a sus órdenes al menos desde el año 1974 hasta el
año 1982, momento en que fue destinado a la brigada norte de Madrid,
encargada de limpiar de heroína la ciudad.
—Lo recuerdo, salió en los medios de comunicación a mediados de los
setenta con la resolución del caso del Guapito —Antonio entornó los ojos
suavemente—. No parece que asignarle a esa unidad fuese la promoción
esperada.
—Por lo que he podido averiguar, tenía que reemplazar a uno de los
miembros que encontraron asesinado fuera de servicio en un bloque de
viviendas, envuelto en un manto de heroína. Supongo que necesitaban a
alguien con una hoja de servicios y reputación envidiables.
—Y alguien en quien confiar —remató Antonio.
En ese momento el periodista agarró el cuaderno y pasó algunas hojas de
forma apresurada hasta alcanzar una marcada con varias indicaciones en
rotulador rojo.
—Ahora viene lo mejor —Cornelius se relamía como un gato—.
Escucha con mucha atención lo que te voy a contar.
Zermatt, Octubre 2009

5
Acodado sobre la mesa, Vijay no quitaba ojo a la cabaña. Había conseguido
que le sentaran de manera que tenía visión directa sobre la casa de la mujer.
El maître, de traje negro, camisa blanca y una corbata verde pistacho, le
alcanzó la carta. Era una encuadernación de formato grande, con unas
formas geométricas de colores dibujadas sobre la portada. El hombre, joven
aún, tenía unas amplias entradas y hablaba con un marcado acento francés.
—Mientras el señor estudia la carta, ¿desearía tomar algún apéritif?
Vijay meditó un instante.
—Un Martini blanco.
El atleta se recostó sobre la silla, la mirada de depredador fija en el
exterior. No pudo evitar pensar que habría hecho esa mujer para que alguien
quisiera pagar ese precio por su muerte. Sintió como si el destino estuviera
tirando de él y acercándose al de ella. ¿Una multimillonaria con algún
heredero ansioso de recoger su fortuna? ¿Una esposa infiel que debía morir
sin dejar rastro? En realidad todo esto me daba igual, él sabía cuál era su
papel.
Absorto en sus pensamientos de pronto vio que la luz del chalet se
apagaba. Su musculatura se tensó. Un torrente de adrenalina fluía por sus
venas, una sensación que conocía muy bien. No quitaba los ojos de aquella
pequeña mansión de madera. Finalmente, la puerta se abrió, y la mujer salió
a la calle protegida con un plumas blanco que le llegaba hasta las rodillas y
una gran capucha que le cubría casi la totalidad de la cara, elegante y
ensimismada. Vijay saltó de la silla. De camino hacia la salida del local se
cruzó con un camarero que llevaba un Martini en la bandeja. Vijay se paró a
su lado, liquidó la bebida de un trago y dejó un billete de cincuenta euros
antes de salir hacia la calle de forma precipitada. Ya tenía puesto el abrigo y
se disponía a abrir la puerta, cuando escuchó la voz del maître desde el
fondo.
—Señor, esto son euros, aquí se paga con francos suizos.
El gigante giró su voluminoso cuerpo y, tal como esperaba, no hubo
ningún comentario más. Salió a la calle, simulando ser un turista en busca
de diversión tras el esfuerzo de haber pasado todo el día entre montañas y
pistas de esquí.

La seguía a una distancia prudencial, por la otra parte de la calzada. La


mujer andaba con paso decidido, parecía tener claro su destino. De vez en
cuando Vijay se paraba en algún escaparate, como vivamente interesado por
unos zapatos. Luego se detuvo frente a una gran vitrina que mostraba una
hilera con relojes de lujo y joyas cuyo valor superaba el de un utilitario
medio. En el interior, una pareja de orientales esperaba a que un complacido
dependiente envolviera un par de cajas. Sin embargo, los ojos de Vijay
seguían el caminar de la mujer sobre el reflejo del vidrio. Pudo ver cómo se
introducía en lo que parecía un bar. Debía actuar con rapidez. En otras
ocasiones él había sido perseguido y había aprovechado algún local con
doble puerta para escapar. Al cruzar casi fue arrollado por uno de los
pequeños vehículos eléctricos que circulaban por el pueblo, pero en el
último instante, con un ágil salto, esquivó el atropello. Escuchaba los gritos
de desaprobación del conductor a lo lejos cuando abrió la puerta del pub.
Como si hubiera viajado en el tiempo, pasó de un ambiente gélido a otro
cálido, con un murmullo continuo que reverberaba por todas partes. Sobre
la barra se amontonaba la gente y el camarero no dejaba de servir cócteles.
Se sentó en un taburete libre y aprovechó para inspeccionar las mesas. Al
fondo, bajo un trineo y una bandera suiza, estaba ella. Se había quitado el
abrigo y llevaba una blusa de seda blanca, el pelo negro recogido en una
coleta. Tenía la piel tierna de color aceituna y unos grandes ojos negros.
Confirmó que rondaría la cuarentena. Sus facciones le resultaban familiares,
de alguna famosa, aunque en ese momento no acertaba recordar de quién.
De golpe le vino el mismo sentimiento que cuando vio la foto por
primera vez, esos grandes ojos tristes le recordaron la imagen de un
cervatillo. Y por un instante pensó si tal vez ya no fuera necesario acabar
con aquel encargo, ya tenía las manos suficientemente manchadas. Sin
embargo, había algo en su interior que le impedía dudar. Un vínculo de
sangre del cual no podía evadirse.
Su hermano Ranjit reunía todo lo que Vijay aspiraba a ser algún día.
Solo tenía cuatro años más pero le parecía que había vivido por lo menos
cuatro vidas más. Desde que tenía uso de razón lo recordaba cerca,
protegiéndolo y enseñándole a sobrevivir en las peligrosas calles del
inframundo de Mumbai. «Si dudas o detectan tu miedo, no eres nadie.
Debes ser fuerte y jamás dudar», le repetía. Aquella forma de actuar le
sirvió para forjar al guerrero en el que se había convertido y no doblegarse
ante ninguna adversidad. Así, cuando Vijay tuvo que marcharse de la India
con lo puesto, ya estaba preparado para las sorpresas que la vida le tenía
preparadas. Con el paso de los años descubrió que su hermano había
formado parte de un grupo del crimen organizado con origen en Mumbai.
Había empezado como muchos otros de ladrón de poca monta y
contrabandista en los muelles, trabajando para la banda de Rajan, pero
pronto ascendió en el escalafón. Llegó hasta Europa con el fin de establecer
una red para el blanqueo de capitales y tráfico de drogas a través de la
creación de una cadena de restaurantes de comida india. Era cuestión de
tiempo que Ranjit le ofreciera la oportunidad de ganarse su respeto para
formar parte de la organización. Y así ocurrió.
«Con esa fuerza, tus modos europeos y dominio de lenguas, serás el
soldado perfecto», le dijo al reencontrarse tras una separación de diez años.
Cuando la organización necesitaba asesinar a una o varias personas, Vijay
era capaz de perpetrar la muerte más cruel que se pudiera imaginar, para
mandar un mensaje claro a la competencia o por el contrario acabar con la
vida de un ser humano sin dejar rastro, como si se tratara de una muerte
natural. Sin embargo, el día que Ranjit le dijo que ofrecer ese tipo de
servicios podría representar unos ingresos muy generosos, a pesar de que no
se atrevió a contradecirlo, no pudo evitar torcer el gesto. Pero si su hermano
consideraba que era importante, no iba a ser él quien lo pusiera en duda. Y
mucho menos quien pensara en la posibilidad de fracasar.
Vijay tomó aire y volvió a centrar su mirada en la mujer. El camarero se
había acercado y le dio la impresión de que charlaban como si tuvieran
cierta amistad. Cuando volvió a la barra observó cómo servía una generosa
copa de vino blanco Chardonnay y se decantó por la misma opción. La
tomó entre sus manos, moduló la mejor de sus sonrisas y empezó a andar en
dirección a su mesa.
Alicante, Playa de San Juan, Octubre 2009

6
Santi tardó unos segundos en recuperar el aliento. Se había incorporado
sobre la arena, pero el dolor en el pecho y la dificultad para respirar no
cesaban. El doctor Herranz se acercó a él.
—Deberías hacerte una prueba —el doctor, al contrario de lo habitual
cuando no se trataba de temas profesionales, hablaba con el semblante tenso
—. En serio, tienes que…
—Estoy bien —cortó Santi de forma seca.
El forense pareció dudar antes de proseguir.
—Tengo una buena amiga que ha vuelto a Alicante y es la mejor
neumóloga que conozco —el doctor tomó el maletín y garabateó unos
trazos rápidos sobre una hoja de papel—. No pierdes nada por llamarla. Se
llama Mónica, dile que vas de mi parte.
Santi dudó pero finalmente tomó la nota entre sus manos. La alejó todo
lo que le daban sus brazos. Entornó los párpados y tras unos segundos se la
guardó en el bolsillo posterior del pantalón.
—A ver si algún día enseñan caligrafía en la Facultad de Medicina —
masculló entre dientes.
—A ver si de una vez por todas te pones las gafas —respondió irónico el
doctor.

Blanes escuchó un murmullo en la distancia. Se giró y vio cómo un grupo


de nadadores se amontonaba tras las marcas que impedían el paso a la
escena del crimen. Urrutia hablaba con el más mayor, un hombre
sexagenario, sin pelo, en buena forma física, que gesticulaba hacia el
extremo del cabo. Santi se acercó hasta ellos. Le pareció un grupo curioso.
Estaba compuesto por hombres y mujeres de todas las edades. Varios iban
cubiertos por trajes de neopreno, otros únicamente con el bañador, gorros de
colores, boyas naranjas pegadas al cuerpo por una cinta, como si hubieran
seguido un ritual sagrado y secreto previo al baño en el mar. Le parecieron
una tribu, ataviada con sus atuendos de gala y, como todo ser humano, con
ganas de curiosear. Con un gesto de cabeza le indicó a Urrutia que le
siguiera, alejándose unos pocos metros.
—¿Y estos? —el inspector arqueó las cejas.
—Al parecer vienen a nadar todos los fines de semana —aclaró Urrutia
—. Hacen siempre el mismo recorrido desde el final del paseo hasta ese
pequeño islote —señaló con su diminuto y femenino dedo índice una
pequeña roca, pegada al cabo, que apenas sobresalía de la superficie del
mar. Debía estar a casi un kilómetro de distancia y varias gaviotas
permanecían posadas sobre la misma. Un par de ellas batieron las alas y
emprendieron el vuelo—. Me han dicho que se llama «pajaritos» —el
policía se encaró de nuevo hacia el paseo—. Y salen desde «viejitos» —en
esta ocasión no pudo disimular una tenue sonrisa, algo en lo no se
prodigaba el subinspector.
—¿Viejitos?
—¿Sabes esa estatua de dos ancianos que está al final del paseo?
Santi asintió con la cabeza.
—Pues la llaman viejitos, y es su punto de partida —el subinspector
abrió las palmas, en un gesto como de incomprensión—. Les he dejado una
tarjeta por si descubren algo que pueda ser de interés.
—Bien hecho.
Santi empezó a caminar de nuevo hasta donde se encontraba el cadáver.
Se detuvo tras andar unos pocos metros. Al girarse hacia la línea de costa,
el emblemático Sidi San Juan se irguió ante él, uno de los pocos hoteles de
cinco estrellas de la Costa Blanca. El aspecto de deterioro no le pasó por
alto al inspector. Había leído en el periódico que la crisis estaba siendo más
dura de lo que cabía prever en un primer momento y la caída de la
ocupación, la ausencia de los pilotos de las compañías aéreas y los
problemas con las agencias de viajes, podrían precipitar su cierre. La
estructura triangular del edificio, con un vértice que apuntaba hacia el mar,
permitía que todas las habitaciones tuvieran visión directa sobre el azul del
mediterráneo. Pensó que era una pena que un sitio tan idílico para disfrutar
del buen clima de la costa Alicantina pareciera tener sus días contados.
Observó por unos segundos a una pareja de ancianos con albornoz blanco
que había aparecido entre dos palmeras del jardín, y paseaban de la mano.
Vio los árboles y plantas algo secos y descuidados, como anticipando una
muerte prematura. «Todo tiene un principio y un final, por muy bellos que
fueran los inicios», pensó Santi, lacónico, y se encaró de nuevo hacia
levante.
Estaba de pie, contemplando las olas, con la brisa del mar sobre su cara.
Se imaginó a continuación a ese grupo de nadadores llegando hasta el
pequeño islote.
—Pajaritos, —murmuró y no pudo evitar una leve sonrisa.
Luego pensó en el chico sin vida, cayendo al fondo del mar, arrastrado
por un bloque de cemento y luchando por salir a la superficie. No había sido
un final muy agradable. Otra vida truncada en sus inicios. Meneó la cabeza
y se aproximó de nuevo hasta donde yacía el cuerpo, entre algas. Esta vez
lo escrutaba con reforzada atención. Llevaba varios días sin vida y
posiblemente hubiera servido de alimento a peces y crustáceos. El forense
meneó la cabeza al tener al inspector a su lado.
—Si se puede, habrá que identificarle por la dentadura —dijo el doctor.
—¿Algún tatuaje o alguna marca de nacimiento? —Santi se tapó la nariz
para evitar el olor a putrefacción que emanaba del cadáver. El inspector
buscaba algún signo que le pudiera ayudar en la difícil tarea de identificar
ese cuerpo. El rostro, o lo que quedaba de él, no era de gran ayuda. Los
labios estaban hinchados y vueltos hacia fuera. Dirigió su mirada hacia las
hendiduras que había dejado la cadena en el tobillo del muerto. Levantó la
cabeza y buscó inspirar el aroma salado del mar. Luego recorrió con sus
ojos las piernas hasta llegar a las nalgas. Le pareció advertir algo entre la
carne amoratada en estado de semi-descomposición—. ¿Qué es lo que tiene
ahí? —y señaló con su mano a la parte posterior del cuerpo.
El doctor alargó sus brazos y giró ligeramente al hombre. Se mantuvo en
silencio unos segundos hasta que por fin exclamó, sorprendido.
—Pero… ¿Qué coño es esto?
Alicante, Puerto de Alicante, Octubre 2009

7
Cornelius clavó sus pequeños ojos azules en Antonio antes de comenzar a
hablar.
—No lo olvides —el holandés, bajó el tono de voz—. Lo que te voy a
contar por poco lleva a la tumba a Clara.
—Adelante, estoy preparado —como si hubiera cometido un error,
Antonio se mordió el labio inferior y negó con la cabeza—. Espera, tal vez
no. Tu relato será más llevadero si pedimos antes la comida.
Cornelius no pudo evitar su sonrisa ratonil y llamó al camarero. Este
llegó en un santiamén. Se quitó el lápiz de la oreja y sacó la libreta que
llevaba en el delantal.
—Supongo que dos cañas para empezar —el hombre les guiño un ojo.
Sin dar tiempo a responder, el camarero prosiguió—: Os recomiendo un
poco de quisquilla para abrir boca, luego una ensalada de tomate con
capellán, un calamarcito plancha de bahía y para rematar un dentón de
medio kilo a la sal.
—Qué bien nos conoces, Manu —afirmó el periodista holandés.
El camarero vociferó las bebidas que no tardaron en posarse entre los
dos. Antonio tomó el vaso repleto de escarcha y brindó con el de Cornelius.
—Impresióname —dijo el expolicía con la espuma todavía en los labios.
Cornelius se pasó las manos por la melena rubia y se aseguró la goma de
la coleta.
—¿Prefieres la versión larga o la corta? —preguntó.
—Empieza por la corta, luego ya veremos.
Cornelius echó mano a la cartera y sacó una cartulina azul, repleta de
anotaciones y números. La observaba como si se tratara de una obra
maestra. Con su dedo índice marcó el centro de la hoja.
—Madrid, año 1982. Pelayo Pellicer es asignado al CESID, el Centro
Superior de Información de la Defensa.
—Eso ya me lo has dicho antes. Y sé que es el CESID —le interrumpió
Antonio con sorna.
—Lo sé, pero hay que empezar por algo —Cornelius tomó su vaso y le
dio un largo trago a la cerveza—. Algo ocurre ese mismo año, 1982, que
deja de ser el jefe del servicio de información para pasar a tener otras
responsabilidades. Me ha costado, pero al final lo he descubierto: fue
asignado como responsable de la flamante y recién creada SSN.
—¿SSN?
—La Sección de Seguridad Nacional. Una unidad de nueva creación que
tenía como misión investigar a todos los ciudadanos sospechosos de
traicionar a la patria, en definitiva, vigilar la seguridad de la nación. No
olvides el intento del golpe de estado del año anterior. Se necesitaba un
mecanismo para asegurar la supervivencia de la joven democracia.
—Metieron al lobo en el gallinero, pensado que iba a cuidar de él.
Cornelius entornó los ojos y dibujó su sonrisa antes de proseguir.
—La unidad era pequeña, alrededor de unas quince personas y estaba
formada por policías, guardias civiles y militares, todos de alto rango y con
muy buenas conexiones. Mucho poder en manos de muy pocos. Su
principal misión era la protección constitucional y consistía en prevenir y
descubrir las amenazas contra el reino. En definitiva, defender la
democracia española de ataques. Un joven juez fue asignado para ayudar en
los temas jurídicos, desde el más estricto…
Antonio le interrumpió.
—No me digas más, nuestro querido y difunto De Pombo y Soto.
—En efecto, era un juez de apoyo en los casos relevantes de la unidad.
Tengo la impresión de que el verdadero trabajo de la Sección no era el
esperado, pero debían maquillar y justificar su presupuesto, de modo que en
algún momento llevaron a los tribunales casos sonados de la época. Todo
desde el más estricto secreto, no era el procedimiento habitual. Esta cordial
relación del juez con la SSN duró seis años —el periodista echó mano a una
de las carpetas y sacó un viejo periódico—. Mira el último caso del que
tengo constancia en el que participó. —La hoja estaba amarillenta y
desprendía un fuerte olor a rancio—. Es un milagro que lo guarde todo.
—Y que seas tan ordenado —corroboró el viejo expolicía.
—Este fue su último trabajo —el índice de Cornelius apoyó el titular de
la noticia— de nuestro querido juez con la Sección de Seguridad Nacional.
A partir de ahí desarrolló su labor jurisdiccional en la Audiencia provincial
de Madrid, luego fue nombrado magistrado de la Sala Civil y Penal del
Tribunal Superior de Justicia de Madrid y después flamante Presidente del
Tribunal Supremo.
Cornelius dio un largo trago al vaso de cerveza, se limpió los restos de
espuma del labio superior con la palma de la mano y clavó sus diminutos
ojos en el policía retirado.
—¿Qué me puedes contar de aquella época?
—¿La transición? —preguntó Antonio.
El periodista asintió con la cabeza y se incorporó sobre la silla. El
bullicio del local iba en aumento, de modo que Antonio acercó el rostro
hacia su pareja.
—Corrían los años finales de los setenta y principios de los ochenta. El
dictador acababa de fallecer, y mientras en la calle se vivía una cierta
euforia de liberación, en las comisarías se continuaba viviendo de la inercia
de la tiranía —el viejo inspector se pasó la mano por la barbilla—. Con la
llegada de la democracia, fue relativamente fácil encarrilar al ejército,
porque bastó jubilar a los oficiales de mayor graduación y poner a otros
nuevos.
Cornelius le interrumpió.
—¿Y el golpe del año 1981?
—Es cierto que una parte quedó encasillada en un pasado que no podía
volver. Pero no olvides que los militares basan su vida en la obediencia, y,
si varían las órdenes que llegan de arriba, cambia su carácter. Sin embargo,
ese principio no ocurre con la policía —Antonio miró de reojo al camarero,
ocupado tras la barra y bajó la voz, como si aquella época no hubiera
pasado—. Cuando se liquidó de repente la Brigada Político-Social,
dedicada a perseguir a todo aquel que criticase al régimen, se prolongó la
estancia de policías veteranos en las comisarías. Cornelius, no olvides que
un policía es él y el conocimiento que tiene de la calle, locales concretos,
confidentes. Esa experiencia no se puede cambiar de un día para otro. Los
métodos y las formas de la policía de la dictadura continuaron varios años.
Fue un cambio paulatino, que llevó su tiempo —Antonio se quedó por un
instante pensativo, la mirada perdida. Al cabo de unos segundos retomó la
conversación con cierta energía renovada—. Déjame el recorte de prensa —
tomó el papel raído y se puso los lentes. Observaba con detenimiento la
fotografía—. Esta cara me suena, pero no caigo —meditó.
Zermatt, Octubre 2009

8
Música, buen vino, conversaciones de fondo. A Clara Sánchez le gustaba el
ambiente de aquel local. Le dio un trago a la copa y se quedó pensativa.
Llevaba tan sólo una semana en Suiza, en el chalet de Cornelius y había
intentado retomar su pasión por la literatura. Estantes repletos de libros en
holandés, inglés y español poblaban la inmensa biblioteca de la villa. Se
mezclaban los clásicos de siempre con novela negra y alguna novelita ligera
y aunque había empezado unos cuantos, no había conseguido engancharse a
ninguno. No era capaz de concentrarse en nada. A veces tenía la impresión
de que la mala suerte siempre la perseguía, que era incapaz de sortearla.
Desde que había llegado a Zermatt, la ex inspectora había pasado
prácticamente tres días sin dirigirle la palabra a un alma. Bueno, estaba
Cornelius, eso era cierto, tuvo que admitir. El único que confiaba en ella y
daba crédito a lo que le había pasado en Alicante, y que con suma
puntualidad la llamaba por teléfono. El periodista holandés era consciente
del estado en que se encontraba y del probable peligro que podía correr. Era
por eso que se había visto obligada a aceptar su oferta: pasar una temporada
alejada de todo y de todos, donde nadie pudiera encontrarla. Ni el inspector
jefe Santi Blanes, ni su padre, ni el comisario sabían de su paradero;
necesitaba estar sola. Y a salvo. Una temporada para reflexionar y pensar en
el siguiente paso.
No podía eliminar de su cabeza la última conversación con Santi en el
paseo de la playa del Postiguet. El inspector no le había creído. Había
preferido confiar en Urrutia, ese mal nacido de metro y medio que no
dejaba de frotarse esas diminutas y femeninas manos que tenía. Por poco
acaban con su vida. Él y ese tipo bajito pero fuerte, con nariz de boxeador.
Recordarle encima de ella, moviendo su miembro, hizo que se le
revolvieran las tripas. Estaba cansada, todo se mezclaba en su mente. Sintió
una opresión en el pecho y las sienes tan fuerte que incluso debía hacer un
esfuerzo para respirar y tranquilizarse. Decidió eliminar todo pensamiento
negativo de su cabeza. Dio un largo trago a la copa. Se fijaba en los
clientes. Gente adinerada de muchas partes del planeta había llegado a la
ciudad para aprovechar las primeras nieves y disfrutar del acogedor sitio
tras la jornada de montaña. En el escenario, la banda ultimaba los
preparativos para la música en directo. Quizá ese día fuera sábado o festivo,
¿que más le daba? Con la esperanza de dispersar un poco sus pensamientos
la exinspectora de policía dejó el periódico sobre la mesa, apuró la copa de
vino y buscó al camarero tras la barra.
Entonces lo vio por primera vez. No pudo evitar fijarse en él. Le pareció
un hombre algo más joven que ella, moreno, con rasgos indios y que a pesar
de su tamaño se movía con extrema elegancia. Por un instante sus miradas
se cruzaron y aquellos ojos negros, brillantes e inmensos, ejercieron un
poder hipnótico en Clara. A ella le pareció una eternidad. Notó sin saber
bien el motivo que sus mejillas se calentaban y, de forma instintiva, hizo un
movimiento rápido con la cabeza para evitar esa mirada. De soslayo,
observó que el hombre se dirigía hacia ella. Se pasaba las manos sobre el
pelo recogido cuando el desconocido tropezó y derramó unas gotas de su
copa sobre sus piernas, que se retiraron con celeridad para evitar que el
desastre fuera mayor.
—¡Dios mío, disculpe! —dijo él en un inglés perfecto.
Clara reparó que sus facciones eran angulosas, atractivas. Porte de
guerrero. La larga melena lacia recogida con una goma y la espesa barba
negra, junto a una nariz atrevida y aguileña le daban un ligero punto
ascético. Vestía un elegante traje británico que encajaba a la perfección en
su esbelto cuerpo.
—Me permite que le ayude —sus manos tomaron la servilleta, pero
Clara la rechazó.
—No se preocupe —respondió ella en un inglés con marcado acento
español—. No ha sido nada.
El hombre se quedó parado hasta que por fin reaccionó.
—¿Viene usted de España? —el desconocido la observaba con pensativa
atención.
—¿Tanto se nota mi inglés? —replicó ella con una leve mueca de
sorpresa.
Entonces una inmensa dentadura blanca emergió tras la sonrisa del
desconocido. Los labios, gruesos y ligeramente amoratados, brillaban bajo
el foco de luz.
—Me encanta su país —confesó esta vez en un castellano más que
correcto—. ¿Me permite tomar asiento con usted? —su mano se posó sobre
la silla de enfrente de Clara pero no ejerció ningún movimiento sobre la
misma.
Clara observó con detenimiento a su nuevo acompañante. Estuvo tentada
de rechazar su invitación y ofrecer cualquier excusa, pero sin saber bien el
motivo, hizo un leve movimiento de aceptación con su cabeza. El hombre
se sentó a su lado.
Las palabras que llegaron en ese momento a sus oídos le devolvieron a
la realidad.
—Ya que le he manchado el pantalón, permítame al menos invitarle a
una bebida —abrió sus grandes manos y osciló la cabeza sin que esos ojos
negros brillantes le evadieran la mirada en ningún momento.
Llamó al camarero con el brazo en alto.
—¿Qué es lo que tomaba?
—Por favor, no me hables de usted.
El hombre rio y los dientes brillaron bajo la luz anaranjada de la lámpara
dispuesta en el centro de la mesa.
—Un vino blanco, Chardonnay —respondió ella.
El indio asintió, como si se tratara de una acertada decisión.
—Permítame que le recomiende en ese caso un Louis Latour Chevalier
—pasó del castellano a un francés que sonaba perfecto.
—Ya te he dicho que hagas el favor de no hablarme de usted —Clara se
mordió el labio inferior.
El maître llegó justo en ese momento. Intercambiaron unas frases en
francés y Clara pudo entender que no tenían esa referencia aunque debieron
llegar a un acuerdo satisfactorio por las sonrisas que cerraron la
conversación. Aquel gigante barbudo no parecía un turista en busca de aire
fresco de la alta montaña. Clara lo examinaba con sus ojos de psicóloga
hasta que finalmente le preguntó.
—¿Qué te ha traído por Zermatt?
Él cruzó las piernas y esperó a que el hombre ataviado con camisa negra
y pajarita le sirviera la bebida. Tomó con delicadeza la copa e inspiró antes
de responder.
—¿Un brindis?
Al chocar las copas Clara notó que la piel le quemaba. Ella le dio un
sorbo mientras que él vació la suya de un trago anhelante.
Alicante, Hospital General, Octubre 2009

9
Blanes y Urrutia aparcaron bajo un sol templado que invitaba más a
tomarse algo en alguna terraza de la zona que a adentrarse en las asépticas
instalaciones del Servicio de Clínica Médico Forense. Cuando alcanzaron el
despacho del doctor, Santi abrió con brusquedad la puerta. Herranz
analizaba algo en la pantalla de ordenador y, sobresaltado, levantó la
cabeza.
—¿Alguna novedad? —preguntó primero el inspector.
—Siempre tan diplomático —contestó el doctor antes de asentir con la
cabeza.
El forense se levantó de su asiento y se abrió paso entre los dos policías.
—Seguidme.
Fueron por un pasillo lóbrego hasta la sala de autopsias. Atravesaron la
puerta batiente dónde un auxiliar lavaba el cuerpo de una adolescente.
Blanes tragó saliva e intentó desviar la vista. Entre camillas vacías y
material médico, el doctor los llevó hasta una enorme pared metálica, con
varias puertas ordenadas por filas y columnas.
—He acabado de coserlo hace un rato —dijo mientras abría una de las
portezuelas.
Herranz extrajo con fuerza una camilla sobre la que descansaba un
cuerpo cubierto por una funda de plástico verde. Blanes recordaba la
imagen de la chica que acababa de cruzar cuando el frío de la cámara
golpeó sobre el rostro del inspector y un ligero escalofrío le hizo
estremecer.
El forense se manejaba con soltura y precisión, como una bailarina de
ballet con la coreografía repetida cientos de veces. Cerró la puerta de la
cámara frigorífica y llevó la camilla hasta una de las salas donde dos
grandes neones circulares chisporroteaban. Se puso un par de guantes de
látex y ofreció unas mascarillas a los policías bajo la potente luz
blanquecina. Se disponía a abrir la cremallera con energía pero la misma se
encasquilló a mitad de camino. Tras forcejear un poco ésta se rasgó de
golpe, con un fuerte sonido metálico, y la funda cayó a ambos lados de la
camilla. La imagen del cadáver con el torso cosido en Y se ofreció de forma
súbita bajo los destellos del foco. Los cortes en oblicuo que nacían a ambos
lados del cuello, cerrados por un grueso hilo, se juntaban en el esternón y
bajaban a lo largo del abdomen hasta el pubis. A Santi esas suturas le
recordaban la cremallera de la funda, otra apertura, pero esta vez para
alcanzar el interior del cuerpo de aquel hombre.
—Aquí tenemos a nuestro amigo —dijo por fin Herranz, que se puso las
lentes.
El forense iba a empezar su exposición pero Santi comenzó a toser y se
retiró ligeramente. El doctor meneó la cabeza y a continuación señaló el
rostro del joven.
—Se ensañaron antes de lanzarlo al agua —el forense apartó parte del
cabello de la sien izquierda y enseñó una herida cercada por un inmenso
moratón—. Un buen golpe con algún objeto no punzante ni cortante, en
cualquier caso, no se trataría de una lesión mortal. Las marcas de la cara
parecen puñetazos y a simple vista no se observa ninguna otra lesión de
gravedad —Herranz marcaba con el dedo índice cada una de los golpes—.
Y en efecto, confirmo que lo lanzaron al agua con vida, con un objeto
pesado atado al pie —dirigió su mirada meticulosa a las hendiduras sobre la
carne del tobillo izquierdo.
—¿Y lo de aquel paquete que encontramos en…? —Santi pareció dudar
y antes de que pudiera continuar el doctor le interrumpió.
—Una de las bolas que se le escapó a nuestro amigo. Llevaba otras
noventa en el intestino. Un total de casi kilo y medio. Las he entregado para
que procedan a su análisis.
—¿Cocaína?
—Podría ser, pero no lo puedo asegurar. Jamás había visto algo así —el
doctor se levantó las lentes y encaró a Santi—. Las había recubierto una a
una, con trozos de preservativo atados con hilo dental.
—¿Un mulero? —preguntó Urrutia que hasta ese momento había
permanecido en completo silencio.
Herranz arqueó las cejas.
—Una persona que utilizan las mafias para el transporte de drogas —
corroboró Blanes.
—Mula, mulero, yo que sé, ese es vuestro trabajo —el médico se
incorporó—. Con bastante certeza diría que es de origen magrebí. Poco
vamos a sacar de las huellas, los días que ha pasado en el agua han hecho
bien su trabajo. También le he hecho unas radiografías de la dentadura, pero
no confío que concuerden con ninguna persona registrada en vuestros
archivos.
—No, no lo creo —confirmó el inspector, que permaneció pensativo
unos instantes—. ¿Qué os parece esta historia? —dijo Blanes al fin—. Uno
de los integrantes de las mafias que operan por el norte del Magreb decide
engañar a sus jefes y quedarse con parte del botín. En medio de la operación
de transporte de la mercancía hacia la costa, en la misma embarcación, es
descubierto y deciden ajusticiarlo. Que sirva de ejemplo para todos. Le dan
un fuerte golpe con un objeto contundente, una barra de metal, un bate de
béisbol, que lo deja medio inconsciente. A continuación le atan un bloque
cemento al tobillo y esperan a que recobre la conciencia para interrogarlo:
¿cuántas veces nos has robado, a quién le vendes la droga? Por supuesto
cada pregunta va acompañada por su respectivo puñetazo. Cuando pensaron
que ya tenían la información, o que ya no les servía de nada, deciden
lanzarlo al agua —Blanes hizo una pausa y se pasó la mano por el mentón
—. Con lo que no contaban es con el temporal de estos días pasados.
El forense meneaba suspicaz la cabeza.
—Santi, ese es vuestro trabajo, no el mío. No querrás que también
resuelva los asesinatos —le dio una palmada a la espalda del inspector—.
Por cierto, Mónica te espera.
—¿Quién? —Blanes dio un pequeño respingo.
—Mira que lo sabía —el doctor resopló como un búfalo—. Mónica, la
neumóloga de la que te hablé.
—¿Para qué demonios tengo que visitar a tu amiga?
—No pierdes nada —le agarró con fuerza el brazo y Santi no necesitó
escuchar ninguna palabra más para entender que era importante.
Zermatt, Octubre 2009

10
En el escenario la banda de jazz tocaba What a Wonderful World de Louis
Amstrong y alguna pareja bailaba en la improvisada pista, justo enfrente del
saxofonista. El camarero, escrupuloso en sus modales, se abrió paso entre la
gente y llegó hasta la mesa de Clara y su desconocido acompañante. Dos
vasos adornaban la pequeña mesa circular junto a la lámpara de diseño art-
decó. Retiró la copa vacía de él y le dejó una llena en su lugar.
—¿Vas a contarme tu historia? —la expolicía observaba al hombre,
pensativa. El tipo tenía unos ojos profundos pero había algo en él que ella
no sabía cómo catalogar.
—No hay mucho que contar —se encogió de hombros.
—Siempre hay algo que contar —Clara tomó la copa y le dirigió una
sonrisa enigmática.
—¿Realmente te interesa saberlo?
Clara movió sus hombros y desvió la mirada.
—Podría ser —dijo al fin, como si se lo hubiera meditado—. Sí, puede
que me interese saberlo.
El hombre se mantuvo en silencio hasta que unos segundos después
dibujó esa sonrisa devastadora que debía haber ensayado un millón de veces
y empezó a hablar.
—Soy sueco, me llamo Fredrik Eklund, pero puedes llamarme Fred y
soy asesor inmobiliario.
—¿Sueco? —antes de que pudiera responder, Clara adelantó su rostro y
apoyó la barbilla en ambas manos—. ¿Asesor inmobiliario?
—Digamos que me dedico a la venta y alquiler de propiedades
exclusivas —se ajustó el gemelo en el puño de la camisa y empleó un tono
de voz como de anuncio publicitario—. Doy un servicio individual y
personalizado ajustado a las necesidades de mis clientes.
—¿Y qué te ha traído por Zermatt? —se acercó a él y tomó la copa entre
sus manos.
El barbudo se ajustó el chaleco de buen corte y suspiró como si tuviera
que contar algo que había contado mil veces. Se trataba de una propiedad
de cinco millones de euros y entornó uno de los ojos, casi un guiño y Clara
sintió que estaba interpretando un papel. Una maravilla en madera desde la
que se podría pasar el día entero observando el Cervino, aclaró, mientras
deslizaba su mano por encima de la copa como si fuera una cumbre de los
Alpes. Lo cierto era que se trataba de una propiedad única con terreno
circundante a las afueras de Zermatt. El acceso principal se abría a un área
de entrada de dos habitaciones con baño, una a cada lado, dijo, y entrecerró
los ojos como si invitara a Clara a que lo viera. Era un tipo tremendamente
atractivo y Clara desvió nuevamente la vista hacia la mesa de al lado a la
que llegaba una pareja. Un hombre entrado en años y carnes, ataviado con
traje gris y un anillo con un zafiro del tamaño de una almendra se acaba de
sentar con una jovencita que bien podría ser su hija. La chica llevaba un
vestido miniatura que cumplía a la perfección en la tarea de realzar su
voluptuoso cuerpo. Clara tensó el rostro. Fred continuaba hablando, ajeno,
y le preguntó si no le apetecería tener una casa así. Su mano buscó la de
Clara y ella en un gesto disimulado, la retiró. El hombre se llevó la copa a
los labios y, antes de tragarlo, movió el vino dentro de su boca durante unos
segundos. Clara, por su parte, liquidó el Chardonnay de un trago y asintió
con la cabeza.
—Entiendo Fred —desvió la vista hacia el camarero y un simple
movimiento de cabeza fue suficiente para que éste entendiera que
necesitaba otra consumición—. ¿Y qué secretos esconde un hombre con
rasgos indios de nombre y apellidos suecos que vende chalets en la
maravillosa montaña suiza?
Fred, Fredrik o como se llamara aquel gigantón hablaba español con un
acento gracioso.
—Llegué a Suecia desde Mumbai con veinte años y lo que cabía en mi
mochila —abrió sus grandes manos y sus largos y elegantes dedos
confirmaban que jamás había cogido una herramienta—. Al principio no
fue fácil.
—Los principios nunca lo son —le cortó ella.
—Cierto, pero para un indio del sur donde la temperatura media es de
más de treinta grados aterrizar en Estocolmo a doce grados bajo cero en la
mitad del mes de enero todavía lo es menos.
Algo en su interior, una vocecilla, avisaba a Clara de que lo que estaba
escuchando era mentira, o al menos, no verdad del todo. Además, los
recuerdos de lo que había vivido sus últimas semanas pesaban como una
losa que no podía quitarse, por mucho que lo hubiera intentado desde su
llegada a Zermatt. Visitar de nuevo a sus padres, el intento de violación en
el chalet, Urrutia, la muerte de Soler, Santi Blanes, en el que pensó que
podría confiar y que le había fallado como todos los hombres que se habían
cruzado en su vida, unos pensamientos que se intercalaban repetidamente
con los datos que su apuesto e inesperado acompañante parecía empeñado
en proporcionarle. Intentaba apartar esas ideas de su cabeza, pero era inútil,
iban y venían como el vaivén del oleaje sobre la arena.
—¿Sabes cómo empecé a ganarme la vida en la fría Suecia? —prosiguió
él.
—Sorpréndeme, Fred —la mano de Clara dibujaba círculos sobre la
copa medio vacía.
—De actor de cine X.
Clara no pudo evitar de nuevo una carcajada que hizo volverse a los
comensales de las otras mesas. Él la imitó y rio ampliamente. Y como si
estuviese volviendo a vivirlo le empezó a contar sus peripecias de juventud.
El recorrido desde la India a Estocolmo había sido un auténtico periplo.
Acumulaba una anécdota tras otra. La noche que tuvo que pasar durmiendo
en un banco del muelle del Bósforo, en Estambul, antes de poder meterse de
polizón en aquel carguero y cruzar a Europa. Mavi Marmara, jamás
olvidaría el nombre del barco. Él, que pensaba que jamás saldría de la India
y había acabado cruzando a otro continente.
El momento que recordaba más difícil había sido en Bucarest, cuando
tras estar bebiendo por primera vez en su vida durante horas con dos turistas
alemanas ya algo achispadas, la policía le detuvo y le mantuvo tres noches
en el calabozo, en unas condiciones penosas. Por un momento, sin poder
comunicarse con nadie, pensó que no saldría con vida de aquella. Y por fin
su llegada al país de la oscuridad y el frío. Las largas noches en vela
aprendiendo sueco, mientras por el día trabajaba de camarero en el
restaurante del Museo Vasa. Una vida anodina, hasta que un buen día un
sujeto que visitaba la famosa nave Vasa del siglo XVII con sus sesenta y
nueve metros de popa a proa, se cruzó en su camino y le hizo un escáner
completo de cuerpo. Le paró y le dio una tarjeta. «Llámame» fue toda la
conversación que tuvieron. Una semana más tarde se encontraba rodando
una escena de sexo con una mujer de piel nívea sobre la paja de un granero
de la típica granja escandinava. «Éramos el perfecto café au lait, como
dirían los franceses», matizó. Llegado a ese punto se detuvo, como para
cargar energía.
—No es para estar orgulloso, pero de algo había que sacar para poder
vivir mejor.
—¿Y?
El sueco arqueó las cejas.
—¿Cómo qué y?
—¿Y qué tal se te daba? —el hombre no abandonaba el gesto—. Lo del
cine porno —aclaró ella.
—Mal.
Fue la segunda vez en muchos días que Clara soltó una carcajada que
Fred acompañó de nuevo. Él no le dio tiempo a preguntar esta vez y se
humedeció los labios antes de hablar.
—No te pienses —se detuvo, como si no estuviera seguro de las
palabras a emplear—, es que grabar delante de la cámara me ponía muy
nervioso. De todas formas, no duró mucho, enseguida me di cuenta de que
lo mío era el negocio inmobiliario. Y no se me da nada mal. Me he hecho
un nombre entre las fortunas del Este, magnates del petróleo y otros
negocios que desean propiedades exclusivas. Trabajo en varias zonas, entre
ellas la Costa Blanca, en Alicante. ¿Has estado?
Vaya, últimamente parece que todo me une de forma irremediable a esa
ciudad, pensó Clara, de pronto entristecida. Iba a contestar, pero un
pequeño revuelo en la entrada hizo que levantara la cabeza. La banda había
parado de tocar y la gente miraba hacia allí, curiosa. Distinguió una mujer
de ébano muy alta con el pelo lleno de trenzas que le daba un cierto toque
salvaje e iba acompañada por un hombre corpulento, con aspecto de
luchador. El camarero los acomodó en una mesa al lado de la orquesta.
Nada más la pareja tomó asiento, el saxofonista se acercó hasta ella. Clara
vio a la mujer gesticular, como excusándose, hasta que finalmente accedió y
le acompañó al escenario. Llevaba un elegante vestido negro, con los
hombros al aire y un gran collar de perlas le recubría el cuello. Se movía
como una artista. Tomó el micrófono y empezó a cantar What difference a
day makes de la gran reina del jazz de la década de los cuarenta, Dinah
Washington.
—¿La conoces? —preguntó él, señalando a la cantante.
Clara negó con la cabeza.
—Una mujer hermosa.
—Mucho —confirmó Clara.
Apuró Fred la bebida, estirándose después el chaleco. Ella lo observaba
pensativa. Algo seguía sin encajar.
—¿Quieres más vino? —el sueco levantó delicadamente la copa y Clara
tuvo la sensación de que quería contemplarla a través del cristal.
Sin esperar respuesta el gigante indio hizo un gesto al camarero para que
les sirviera otra ronda. Era verdad, aquel hombre tenía una conversación
fluida y agradable, y por fin Clara ya sabía lo que le había llamado la
atención, lo que no encajaba en ese desconocido que la había hecho reír
como hacía mucho tiempo no lo hacía: no se había interesado en qué la
había llevado a ella hasta Zermatt. De hecho, no le había preguntado nada
sobre su vida. Inmersa en esos pensamientos Clara vio por el rabillo del ojo
como el gordo de la mesa de al lado levantaba una mano buscando al
camarero. La chica no había reído en toda la noche. «Cerdo», pensó
mientras miraba el reloj. Demasiada bebida, aquella noche. Demasiadas
copas de Chardonnay. Clara sabía lo peligroso que podía ser mezclar la
pastilla con el alcohol. Suspiró. Entonces él tomó una de sus manos, la miró
fijamente a los ojos y le preguntó algo que no se esperaba.
LA MOVIDA

Malasaña, Octubre 1982

1
Los inspectores Resines y Sánchez llegaron en el Seat 124 y lo dejaron
aparcado al lado de la plaza del Dos de Mayo, en el barrio de Maravillas,
aunque a la zona también se la conocía como Malasaña. Cruzaron a ritmo
marcial la plaza y vieron cómo un joven compraba lo que parecía unas
pastillas a una mulata de origen sudamericano. Cuando ésta les vio, se puso
nerviosa y se fue de forma precipitada. Se paró en la esquina de una
cafetería y gritó: ¡Agua!. La plaza empezó a quedarse sin gente, como por
arte de magia. De los bancos se levantaron un grupo de chicos y un hombre
se fue casi corriendo. De pronto se escuchó el sonido de una moto que
arrancaba y se perdía por la calle de arriba.
—No sé cómo cojones lo hacen, pero nos huelen —masculló entre
dientes el fornido inspector.
La mañana era fresca y unas nubes en tránsito pasaban a cámara lenta
por encima de sus cabezas. Las palomas revoloteaban a su alrededor
mientras un anciano les lanzaba migas de pan. Quedaban dos madres
jóvenes que charlaban y mecían unos carritos de bebé y también un chaval
en un banco con un cómic del Capitán Trueno, que los miró de reojo y
enseguida bajó la cabeza ante la mirada amenazante de Resines. Cruzaron
la plaza y fueron al otro lado de la calle. En la esquina había varios carteles
pegados en la pared. En uno de ellos, con fondo rojo, un punkie
postmoderno con antenas y micrófono en mano anunciaba conciertos para
cada martes del mes: Los Rebeldes, Alaska y los Pegamoides y Radio
Futura entre otros. Estaba girado sobre la fachada de un edificio en
rehabilitación.
—¿Dónde decías que vivía la chica? —preguntó Sánchez.
—Aquí mismo, en la calle de San Andrés —Resines lanzó un escupitajo
al suelo—. Hace ya tiempo que no se puede dormir en la zona. Todo lleno
de garitos con la gente colocada por la calle, hasta el amanecer. Alcohol,
drogas, música... que no falte de nada, y el que tiene que madrugar para
trabajar, que se joda.
—Así es, por un lado libertad y que la gente haga lo que quiera, pero por
otro, es a nosotros a quien nos toca trincar a los malos y jugarnos la vida.
Limpiar la calle de toda esta puta escoria —sabía bien lo que al inspector
número uno en la lucha antidroga le gustaba escuchar—. Y espérate que
lleguen los rojos al poder, las encuestas dicen que van a arrasar. Empezarán
a regalar el dinero a cambio de votos, seguro. Más dinero, más libertad, más
mierda y más traficantes —concluyó de forma tajante.
—Joder, lo que nos espera —asintió Resines que volvió a escupir con
rabia sobre una paloma que se había cruzado en el camino —. ¿Llevas las
papelinas?
Sánchez se palpó el bolsillo de la cazadora y asintió con la cabeza.
Alcanzaron un portal que tenía la cerradura de la puerta rota y la publicidad
sobresalía por las hendiduras de los buzones y se acumulaba en el suelo del
zaguán. Se fijó en un panfleto que anunciaba el estreno de una película
sobre un extraterrestre para la Navidad. Recordó que Clara ya le había
contado algo y por un momento pensó que podía ser una oportunidad para
acompañar a su hija al cine y acercarse más a ella. No había ascensor.
Tuvieron que subir hasta la buhardilla por las escaleras. Los escalones
estaban llenos de suciedad y papeles y un olor agrio, penetrante,
impregnaba el ambiente.
—¡Coño, es que no vive nadie normal aquí! —gritó Resines que subía
de dos en dos los peldaños. Sánchez apenas podía seguir el ritmo. Le faltaba
el aire. Cuando llegaron al rellano Resines sacó su arma reglamentaria,
acerrojó una bala en la recámara y quitó el seguro.
—Por si acaso.
Sánchez le imitó. Todavía le costaba respirar por el esfuerzo. Se guardó
el arma en el bolsillo de la chaqueta y dejó la mano dentro, el dedo índice
sobre el gatillo. Resines buscó su consentimiento con la mirada y golpeó
con los nudillos sobre la puerta. Tres veces. Con fuerza. Bom, bom, bom.
Repitió la operación.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina al otro lado.
Resines volvió a dar tres puñetazos. A cada golpe, la madera,
desvencijada, crujía como si se fuera a romper. Se oyeron unos pasos y la
puerta se entornó. El inspector dio un empujón y se metió dentro.
—¿Pero qué haces? —gritó la misma voz femenina.
Sánchez entró tras él. La chica retrocedió de espaldas a la entrada del
minúsculo salón. Era muy bajita y delgada y llevaba una camisa de manga
corta descolorida que le llegaba casi hasta las rodillas. Tenía unas pupilas
dilatadas de color pardo que les observaba con miedo. Resines parecía un
gigante a su lado.
—¿Hay alguien más en la casa?
—No —murmuró la chica en voz baja.
Con un gesto de la cabeza indicó a Sánchez que lo comprobara.
—Joder, vaya peste —gritó Resines.
Sánchez cruzó por la puerta que daba acceso a la cocina. Estaba abierta.
Las sartenes y los cazos ennegrecidos se mezclaban con envases abiertos y
restos de comida.
—Qué asco, ¡es que nadie ha limpiado esta casa en años!
Sánchez se llevó los dedos para taponarse la nariz. Abrió la nevera y un
plátano podrido con un par de botellas de cerveza de litro fue todo lo que
encontró, aparte de mucha mugre y moho. Había una pequeña puerta que al
abrir dio a una galería llena de basura. Me cago en la puta. La cerró por el
hedor, todavía mayor que en el interior de aquella nauseabunda cocina.
El salón acogía un pequeño sofá lleno de quemaduras de cigarrillo y en
la mesita había un cenicero de porcelana con papeles de estaño, un botellín
de agua mineral, una cuchara y un mechero. Un pequeña televisión en
blanco y negro, con interferencias, emitía con un suave sonido la melodía
del programa musical Aplauso. Tan sólo le quedaba por comprobar el
cuarto de baño. Abrió la puerta y al trasluz de la cortina de la ducha se
dibujó el cuerpo de un hombre.
—¡Sal de ahí!
Un espíritu con una camiseta blanca repleta de ronchones dejó asomar
una brazos esqueléticos. El joven sonrió, o lo intentó, y las encías mostraron
tan solo unos cuantos dientes ennegrecidos.
—Tranqui colega —levantó las manos en son de paz.
—Ni colega ni hostias, tira con tu amiguita —respondió Sánchez.
El tipo asintió y llevó los brazos arriba. Caminaba despacio, con las
manos en los bolsillos y se le veían marcas de pinchazos en los brazos.
—Vaya, ¿quién tenemos aquí? —gritó Resines al verlo llegar —. ¿Quién
coño eres tú?
—Un amigo —la chica se había incorporado y puso la mano encima del
inspector.
Resines le dio un empujón que la lanzó al sofá.
—¿Eh, pero quiénes sois vosotros? —el joven de las encías sin dientes
se acercó hasta Resines. El inspector le miró y le lanzó una bofetada con la
mano abierta en la mejilla. Plas. El golpe sonó estridente y el tipo cayó al
sofá.
—¿Pero qué haces? —gritó la chica mientras su amigo quedaba sentado
a su lado, con la cara enrojecida.
—Tú calla puta, si tuviera una hija como tú la mataba antes de tener que
aguantarla.
—Eh, oiga, un respeto —el chico se había rehecho y estaba incorporado
en el sofá—. Han entrado aquí a la fuerza, nos insultan, nos pegan. Saben,
tenemos nuestros derechos.
—Vaya, este tío es abogado y nos quiere enseñar leyes —Resines se
había girado hacia Sánchez. Dibujó una sonrisa de lobo en su rostro,
levantó el brazo que dibujó una trayectoria descendente y golpeó con
violencia con el canto de mano en la boca del chico. Clac. El labio se había
partido y sangraba.
—Y ahora puta, déjate de chorradas y vamos a hablar de Arash, ese
amigo tuyo iraní.
Madrid, Octubre 1982

2
Clara Sánchez miró a su alrededor. Estaba en la biblioteca, rodeada de
libros. Era un lugar luminoso, con grandes ventanales que daban al patio y
por dónde las ramas de los árboles asomaban como los brazos de un
espantapájaros. En la sala había varias mesas de madera, todas vacías. La
hermana Verónica, la bibliotecaria, era una joven de tez pálida y pelo rubio
y con un cuerpo tan flaco que se perdía dentro del hábito. Ordenaba con
mucho cuidado los lomos de los libros de los estantes para que quedaran
perfectamente alineados, sin que ninguno sobresaliera un milímetro más
que el otro.
Clara miró el reloj de pared. Todavía quedaban quince minutos de
recreo. A través de los cristales se filtraba el eco de las niñas jugando en el
patio. Esos sonidos la hicieron pensar que desde que había llegado al
internado nunca había estado acompañada de tanta gente y, a la vez, jamás
se había sentido tan sola.
¿Cómo serían las vidas de todas esas chicas? La mayoría estaban
perdidas. Sí, seguramente, igual que ella. No se dio cuenta de que la
hermana Verónica había dejado de alinear los libros hasta que la escuchó
hablar.
—¿Señorita Sánchez, no le apetece jugar con el resto?
La pregunta la cogió por sorpresa y Clara dio un respingo.
—Es que este libro me gusta mucho —pasó la mano por la cubierta de
La isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson.
La hermana Verónica puso los brazos en jarras y empezó a canturrear:
—¡Quince hombres sobre el cofre del muerto, you-hou-hou, y una
botella de ron!
Ver aquella mujer delgada como el palo de una escoba moverse dentro
del hábito le arrancaron una sonrisa. Al acabar, la monja cambió el
semblante.
—Los libros nos llevan a otros mundos —había posado la mano sobre la
espalda de Clara—. Una puerta abierta a poder experimentar otras vidas —
los dedos ejercieron una leve presión en su hombro—. Pero cada cosa tiene
su momento, ¿no crees?
Clara asintió con la cabeza pero lo último que le apetecía era salir
afuera, con el resto. Ver a Maia que llegaba fue su salvación.
—Señorita Poveda, ¿porque no acompaña a Sánchez, a que le dé un
poco el aire?
—A eso venía, Sor Verónica.
Maia le cogió la mano y salieron corriendo al patio. Había varios grupos
de niñas pero se fueron a una esquina, que quedaba al abrigo de los últimos
rayos de sol, bajo las ramas de una acacia, y se sentaron en el suelo. Fue la
primera vez que Maia le contó porque estaba en el internado. Su madre
había fallecido siendo ella muy pequeña, y su padre, un famoso empresario
de Madrid, se había vuelto a casar. Tenía dos hermanastros, y con el
nacimiento del segundo, su madrastra había decidido que la mejor opción
para todos era que ella estuviera en el internado.
—Creo que mi padre intenta comprar mi cariño con regalos.
—¿Por qué dices eso? —Clara abrió sus grandes ojos negros.
—Mira.
Se llevó la mano al bolsillo del uniforme y sacó una caja pequeña
metálica grisácea.
—¿Qué es eso?
—Un reproductor de casetes personal. Lo llaman Walkman.
Maia sacó también una cinta y un cable con unos auriculares.
—¿Quieres probarlo?
Clara asintió y su amiga le ajustó los cascos en las orejas.
—Creo que te va a gustar.
Pulsó sobre una tecla, clac, y en ese momento la música empezó a vibrar
con fuerza en su cabeza. El griterío del patio se silenció como por arte de
magia. Estaba maravillada. El sonido era nítido y a veces pasaba de un oído
al otro o de repente se escuchaba con una calidad asombrosa en los dos. Era
Mecano, el grupo de pop que se había hecho famoso en tan solo unos pocos
meses con su primer disco. Cerró los ojos. La melodía viajaba por su
cuerpo, intensa: «No me invitó, pero yo fui. Tras la esquina espero el
momento…» . Su tema preferido. Estuvo tarareando hasta que la canción se
acabó y le dio al botón de parar de reproducir. Debía ser tal su cara de
asombro, que Maia enseguida le preguntó:
—¿Qué te ha parecido?
—Nunca había escuchado tan bien la música. A veces, se oía por uno de
los auriculares, y, a veces, por el otro.
—Sí, es estéreo. Si te gusta, te lo puedes quedar y escuchar la cinta
entera. Es una pasada —Maia levantó los ojos y se mordió el labio—. Hoy
no me puedo levantar, Perdido en mi habitación, son todas buenísimas. ¡No
sé cuál me gusta más!
Se encontraba tan a gusto con Maia. Siempre estaba contenta y además
tenía la capacidad de contagiarle esa alegría. Seguían hablando de música,
de los grupos y de las canciones que les gustaban. En ese momento, Clara
ocultó su pasión por el violín, las horas de esfuerzo que tanto la habían
ayudado para evadirse cuando se encontraba en casa en compañía de sus
padres. Pequeños recuerdos que se intercalaban en la conversación.
Aquellos minutos sí que la transportaban a otro mundo y estaba tan
entretenida que no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que un zarandeo la
sobresaltó.
Levantó la cabeza. Ahí estaba aquella niña un par de años mayor que
ella, pelirroja y acribillada de pecas, acompañada por su séquito.
—¡Déjamelo!
Clara no reaccionó y la chica le dio un tirón al aparato. Los cascos se
engancharon en el pelo y le hicieron daño, pero no gritó.
Maia se levantó y le dijo que era suyo y que se lo devolviera.
—¿Y qué me vas a hacer si no te lo doy? —sostenía el aparato en la
mano izquierda y había apoyado la derecha en el cuerpo de Maia para
mantenerla a raya. Su mirada era amenazante.
Clara sintió como la rabia hervía en su interior pero el miedo era tan
grande que las piernas le temblaban y no se podía levantar. Tenía ganas de
orinarse encima.
—Dámelo, por favor —rogó con voz de súplica su amiga.
Maia obtuvo por respuesta un empujón que la hizo irse hacia atrás y por
poco pierde el equilibrio. Clara se maldecía por no tener la valentía de hacer
nada. La chica se giró hacia ella.
—Y tú, calladita. Como te chives, te buscaré.
Las otras rieron sus palabras como si fuera graciosa. Se iba a colocar los
auriculares pero Clara se levantó y se encaró hacia ella. La chica sonrió.
—¿Qué me vas a hacer?
Necesitaba reaccionar pero estaba espantosamente asustada, sin poder
moverse. Las piernas le temblaban y sentía un hormigueo en los brazos. Se
odiaba por eso. Sin saber bien cómo le propinó un manotazo en la cara. La
bofetada sonó fuerte. La chica repleta de pecas cambió el semblante y se
abalanzó sobre ella. Clara sintió un fuerte empujón y arañazos por toda la
cara. No pudo contenerse y unas gotas de orina se le escaparon. El miedo la
tenía paralizada hasta que un punzante dolor en la oreja hizo que una de las
amigas gritara alarmada y de repente la pelea se paró. El pendiente se había
quedado enganchado en la mano de la pelirroja. Clara notó como un hilo
húmedo y caliente bajaba desde la oreja izquierda hasta el cuello. Era
sangre. Las chicas se fueron a la carrera y Maia le tocó el lóbulo sangrando
por la herida.
—¿Estás bien? —tenía la cara descompuesta.
—Sí —una fría calma se había apoderado de Clara.
En ese momento Clara Sánchez se juró que nadie más le pondría nunca
la mano encima sin su consentimiento y que haría todo lo que fuera
necesario para aprender a defenderse.
ROTTWEILER

Alicante, Octubre 2009

1
Con Urrutia al volante y Blanes recostado en el asiento contiguo, el coche
tomó la avenida de Alcoy en dirección al mar. Urrutia no era un hombre que
se prodigara en las palabras y Santi tenía sus pensamientos en otro lugar. Al
pasar por la calle de Calderón de la Barca, el inspector miró a la derecha el
edificio del Mercado Central, con su ornamentada fachada modernista, y
que además de hacer funciones de mercado municipal se había puesto de
moda como punto de partida de la fiesta del fin de semana. Grupos de
jóvenes se amontonaban, con las bebidas en la mano y gesticulaban,
aparatosamente, entre risas y con las palomas revoloteando entre la gente.
Una de las chicas movió la cabeza en un gesto que le recordó a Cecilia.
¿Qué estaría haciendo? ¿Iría todo bien con el embarazo?
El semáforo se puso en verde y al girar la cabeza a la izquierda, Blanes
vio cómo la avenida de Alfonso X el Sabio se alargaba hasta las faldas del
Castillo de Santa Bárbara. No pudo evitar que su mente volviera a aquel
asesinato. Apenas habían pasado unos pocos días desde que habían
encontrado el cuerpo de Magdalena en ese lugar y por un instante le pareció
que había transcurrido una eternidad. No estaba convencido de que Lucian,
el rumano, fuera el asesino, pero el comisario había sido tajante. Asunto
resuelto. Y lo cierto es que las pruebas no dejaban margen de duda. Pero
entonces, ¿por qué Clara le había contado aquella historia sin pies ni cabeza
sobre una organización criminal? Una mezcla de enfado, tristeza e ira se
agolpaba en su interior, haciendo latir tan fuerte su corazón que el aire del
interior del vehículo se le antojó escaso. Cerró los ojos y se concentró en
recibir la bocanada de oxígeno que dejaba entrar su ventanilla, abierta unos
escasos centímetros.
Siguieron en silencio por la Rambla hasta alcanzar el Paseo de la
Explanada, momento en el que Blanes le pidió a Urrutia que le dejara.
Prefería andar un rato hasta su casa, dando un paseo. En cierto modo era un
bálsamo para su abatimiento, un alivio que el interior del coche con Urrutia
como compañero le negaba. Caminaba con determinación por los más de
seis millones de teselas con forma de olas que combinaban el granate,
crema y negro de la explanada en dirección a la Puerta del Mar y, como
toda su vida había hecho, evitaba pisar las líneas de separación de las
formas geométricas.
Al otro lado del paseo, frente a las palmeras, los mástiles de los veleros
amarrados en el puerto deportivo se balanceaban suavemente. Empezaba a
oscurecer y los ancianos recogían las sillas de madera sobre las que las
tertulias se habían alargado durante horas.
—Tal vez no me quede mucho tiempo para estar sentado con vosotros,
—murmuró el inspector.
Le apetecía fumarse un cigarrillo y echó mano al bolsillo de la chaqueta.
Se encontró con el papel arrugado y al abrirlo y ver garabateados aquellos
números, recordó las palabras del doctor Herranz: Mónica le esperaba en su
consulta.
—No sé para qué cojones se ha empeñado en que vaya a verla —dijo en
voz alta y, resignado, tomó rumbo al Perpetuo Socorro.

Repitió la misma ruta que tantas veces había realizado años atrás con su
padre cuando le acompañaba hasta su casa en el barrio del Plá. Aún brillaba
el sol, pero las sombras vespertinas empezaban a alargarse. Santi no tardó
en alcanzar el edificio en forma de U de la clínica y observó tras la
estructura la pinada que nacía en la base del Monte Benacantil. Al llegar a
la puerta inspiró, llenándose los pulmones con el aroma del mar y recordó
lo que su progenitor le había contado. Conocido en sus orígenes como Casa
de Reposo y Sanatorio del Perpetuo Socorro, el año de su inauguración en
la década de los cuarenta disponía de cincuenta habitaciones y estaba
asistido por las Hermanas Carmelitas. Cercano al mar, en la ladera del
Monte Benacantil, y junto al Hospital Provincial y alejado en aquellos
tiempos del centro de la ciudad, se había vendido como lugar idóneo para la
recuperación. Según rezaba la publicidad de la época, en sus orígenes,
ofrecía a enfermos, convalecientes y personas delicadas una instalación
modelo para sanarse.
Un sitio para sanarse, pensó, los ojos entornados. Exhaló el aire y de
nuevo su mirada se clavó en la arboleda del Benacantil. Recordaba a la
perfección el sitio donde aquellos ciclistas habían encontrado el cuerpo de
Magdalena de Pombo y Soto. Su mente no tardó en ubicarlo, a unos pocos
metros de la única curva visible de la carretera que serpenteaba entre los
árboles ladera arriba, hacia la fortificación. Se la imaginó de nuevo
desnuda, con las manos entrelazadas y se preguntó lo que le habrían hecho
antes de acabar con su vida. A pesar de las continuas felicitaciones por la
resolución del caso, Santi no estaba satisfecho. Su intuición le advertía de
que algo no era lo que las pruebas parecían indicar. Además, el hecho de ser
abuelo y el nuevo encontronazo con su hija también se amontonaban en su
cabeza, como una amalgama de pensamientos tan violentos y extraños que
a veces incluso le arrebataban el aire. ¿Y Clara? Había llegado casi tan
rápido como había desaparecido. Un espejismo con sabor agridulce, como
en definitiva había sido toda su vida.
Santi Blanes nunca había creído en la suerte, ni en la mala ni en la
buena, aunque por un momento llegó a pensar que alguien le había echado
un mal de ojo recientemente. Estupideces. Todo tenía una causa y un efecto,
un orden preestablecido, como los números. No creía en los médicos, una
ciencia donde muchos factores no se podían controlar y donde uno más uno
a menudo no equivalía a dos.
—A la mierda con la visita —concluyó de forma violenta y redujo el
trozo de papel con el número de teléfono a una bola que lanzó con rabia a
una papelera.
Arrancaba a andar resignado de vuelta a su casa cuando la vio. Cuarenta
años desde que había desaparecido de su vida. Y ahora la tenía delante de
sus narices: Mónica Matesanz. Santi se paró y no supo bien qué decir. A
ella le debía pasar lo mismo porque también se detuvo en seco y dejó de
hablar por el móvil. Finalmente fue la mujer la primera en preguntar.
—¿Santi?
Él dio unos pasos hacia aquella mujer.
—¿Mónica?
Ella se llevó el terminal de nuevo a la boca.
—Perdona, luego te llamo —se guardó el móvil en el bolsillo con la
mano vagamente temblorosa.
Blanes parpadeó repetidamente, era como si estuviera viendo un
fantasma. La volvió a mirar nervioso. Cómo había cambiado y sin embargo
era la misma. No cabía duda, el paso de los años había sumado en lugar de
restar, el encanto de Mónica mujer había soportado con muy buena nota el
paso de los años. Había algo en ella que hizo que Santi se estremeciera. Su
voz, su forma de mirar, cómo se dibujaba un hoyuelo en las mejillas cuando
sonreía, el paso del tiempo no había alterado ninguno de sus recuerdos.
¿Cuándo fue que ingresó en su vida? Sí era octubre de 1969. Como una
cascada de imágenes le vino a la memoria los detalles el día en que había
posado por primera vez los ojos en aquella muchacha que habría de ser su
primer amor… y a la vez su mayor desengaño. Ocurrió pocos días después
de que cumpliera dieciséis años, a las ocho y media de la mañana, en la
escalinata de subida al instituto Jorge Juan. Ella estaba sentada sobre el
murete, la vista perdida hacia el paseo de Gadea. Cuando sus ojos se
cruzaron el mundo se abrió bajo los pies de Blanes y le arrastró de forma
inexorable a un vacío de sentimientos desconocidos.
—Santi, ¿eres tú?
Las palabras que llegaron en ese momento a sus oídos le devolvieron a
la realidad. El policía asintió con la cabeza y una gran sonrisa se dibujó en
la cara de la mujer.
Zermatt, Octubre 2009

2
—¿Bailas? —el gigante indio no le quitaba la mirada de encima.
La pregunta cogió por sorpresa a Clara. A sus cuarenta años en pocas
ocasiones un hombre le había propuesto bailar. No era ni mucho menos que
sus relaciones hubieran sido numerosas y había atravesado varias crisis de
descontrol, pero lo cierto era que le resultó chocante que fuera la primera
vez que recibía una proposición de ese estilo. Él se quedó inmóvil un
instante: había dejado de sonreír, como cuando le relató su viaje hasta la fría
y oscura Suecia, y la observaba fijamente, como para asegurarse de que no
bromeaba. Al fin se levantó muy despacio, y mirándola todo el tiempo a los
ojos apoyó la mano derecha, firme, en su hombro. Clara se estremeció, no
estaba segura de cómo reaccionar. Sentía cómo sus dedos ejercían una
ligera presión sobre el cuerpo, invitándola a seguirle. Ella permaneció así
un segundo hasta que accedió a ponerse de pie. Se abrieron paso entre las
mesas y la gente y él la llevó al lado del escenario, enfrente de la cantante.
El collar de perlas de la mujer brillaba bajo el foco y los brazos desnudos,
fibrosos, agarraban el micro como en un gesto de súplica. En ese momento
los labios gruesos de la cantante se movían entonando: «What a difference a
day made, and the difference is you».
Las manos fuertes de él tomaron el contorno de su cintura. Clara
permaneció erguida y serena, seria, hasta que Fred, tras oprimir suavemente
sus dedos para marcar el compás, la aproximó hacia él. Ella intentó oponer
resistencia, pero finalmente inclinó un poco el cuerpo y hundió la nariz en
el pecho del gigante. Era el suyo un cuerpo duro, musculado, protector.
Aspiró el nuevo aroma de ese hombre que apenas conocía, una grandiosa y
completa paz, que en nada se parecía a la agitación que la había
acompañado los últimos días, la embargó. Los dos empezaron a moverse en
silencio, enlazados, entre el resto de clientela y las mesas de la sala, ajenos
a las voces, a las risas y a la música. Cuando la mujer susurraba con la boca
pegada al micrófono: «Since that moment of bliss, that thrilling kiss», él
acercó sus labios a los de ella y le dio un beso suave, apenas un roce de piel
humedecida. Aquel pequeño gesto desató una tormenta en Clara, un deseo
de besar a aquel hombre que jamás había experimentado con anterioridad.

Clara no estaba segura de cómo habían llegado hasta la villa ni el tiempo


que había transcurrido. Sabía que la noche era fría, pero la piel le quemaba
y un hilo de sudor recorría su espalda. Estaba viviendo una especie de
sueño, donde era complicado separar la fantasía de la realidad y las
imágenes y sensaciones se desarrollaban a toda velocidad. Todo había ido
muy rápido, contrario al ritmo al que estaba acostumbrada. ¿Se abrazaron a
lo largo del camino? ¿Quién había buscado con ahínco los labios del otro
para besarse? Seguramente ella.
Había algo especial en Fred, un magnetismo que le había atrapado, pese
a sus primeras reservas. Alcanzaron la puerta de entrada entre empujones y
risas y por un instante tuvo la tentación de detener aquella locura y echar al
gigante indio de la casa, pero fue justo en el momento en que él la miró de
nuevo fijamente a los ojos en silencio, como un depredador. Sin mediar
palabra la levantó en brazos y, como si ella fuera una pluma, con las piernas
entrelazadas por su cintura, la llevó hasta la barra de la cocina. Fred apartó
de un manotazo los utensilios de un pequeño bote metálico que acabaron
con un fuerte estrépito contra el suelo. La depositó con suavidad sobre la
superficie de piedra. A continuación desabotonó lentamente la blusa
mientras la besaba por el cuello, debajo de la oreja y le susurraba al oído
frases nuevas, mareantes. Asombrada, descubría la boca de aquel
desconocido, su sabor, su aroma, su calor, tan diferente de otros. Clara
nunca se había sentido besada así, ignoraba aquella entrega sin barreras
surgida de la casualidad y no era consciente de haber disfrutado semejante
gozo por los labios de un hombre.
Tras unos minutos, o tal vez fueran horas, de intercambiar saliva y
besos, Fred se separó y tomó una fresa de un recipiente de cristal que hacía
de frutero sobre la encimera. La acercó a los labios de Clara; el aroma
ligeramente ácido y dulce impregnó sus papilas olfativas. Ella empezó a
masticar la pieza, y la pulpa perfumada, cremosa, se deshizo en su boca. Lo
siguiente que sintió fue el dedo índice de él, que jugaba con su lengua,
dando pequeños giros. Clara le tomó la muñeca, y de forma instintiva, la
acercó hacia su interior. Fred había introducido también el anular y Clara
succionaba ambos dedos con pasión. Él le acercó la boca al oído.
—Te he deseado desde el primer instante en que te vi.
Fred le rozó con sus labios el lóbulo la oreja. Un torrente como una lava
espesa bajó por la espina dorsal y puso a flor de piel cada una de las células
de su cuerpo. Clara cerró los ojos, se mordió los labios y lanzó un jadeo. El
indio tomó otra fresa y en esta ocasión le dio un mordisco, comiéndose la
mitad. De la otra porción caía un hilo de jugo. La pasó por los labios de
ella, y luego, la bajó, dibujando curvas sinuosas, desde la comisura de la
boca hasta la base del pecho. Clara se estremeció y clavó las uñas en la
espalda de él. Fred apretó la fruta y recogió los restos, una pasta húmeda
color frambuesa y espesa, en su mano y se la frotó por la areola y el pezón.
El hombre acercó la cara y aspiró fuertemente los aromas para luego lamer
con furia cada centímetro de esa parte del cuerpo. Clara se había soltado la
goma del pelo e inclinada, lo cubrió en su cabello salvaje y le tomó la cara
para besarle en la boca de nuevo. Recibió la pulpa masticada con un
escalofrío de sorpresa, aquello era chocante y maravilloso. Él le lamió la
barbilla y recorrió con su lengua esta vez el camino que unía el cuello con
el ombligo mientras con sus manos hacía que Clara se recostara sobre la
bancada. Besaba el bajo vientre y con mucha delicadeza, desabrochó cada
uno de los botones del pantalón que acabó con un tintineo en el suelo de
madera. Sus movimientos eran suaves, precisos, con la agilidad de un baile
ensayado cientos de veces y ella apenas notó cómo le retiraba la ropa
interior. Al trasluz de la trémula claridad de la calle que iluminaba la
cocina, Fred se tomó unos segundos. Sus ojos parecían arder. Admiró ese
cuerpo esbelto, las piernas firmes de tobillos finos, la cintura quebrada, los
senos redondos y opulentos y hundió la cabeza entre las piernas mientras
sus dedos jugueteaban con los pezones erguidos.
El cuerpo de Clara se estremecía en oleadas de placer, giraba la cabeza
de lado a lado, los labios abiertos, las manos en el pelo de Fred, hasta que
su lengua la hizo estallar de gozo. Clara tensó la espalda y lanzó un gemido
ronco que él sofocó aplastando su boca contra la suya. Luego la tomó en sus
brazos y la llevó hasta la habitación con los pies de ella cruzados por su
espalda. Una vez en la cama, Clara se incorporó y empezó a besarle por la
cara, el cuello, el pecho y su cabeza descendió por ese cuerpo de guerrero,
perfectamente depilado. La boca acogió el miembro erecto, en una
interminable faena de entrega hasta que él ya no pudo resistirlo y se
abalanzó sobre ella, penetrándola, en un enredo de brazos y piernas, besos,
sudor y jadeos, hasta bien entrada la noche. El verdadero placer, que apenas
había conocido antes con un hombre, volteó a Clara como una tremenda
ola, llena de energía, salitre y humedad. Tras la tempestad, quedó sumida en
un mar de relajación, y el reencuentro con su padre, el inspector Santi
Blanes y el intento de acabar con su vida, que no la habían dejado desde su
llegada a Zermatt, pasaron por fin a un segundo plano.
Vijay pasó el brazo por debajo del cuello de Clara y le dio un beso en la
mejilla. Ella se acurrucó en el hueco de su hombro izquierdo, inmóvil. El
gigante notaba el aire caliente que salía de la boca sobre su cuello. Le
gustaba su olor, le recordaba una fragancia de su Mumbai natal que no
llegaba a identificar, alguna de las muchas especias y aromas entre los que
había crecido. Permanecieron así, en silencio, mientras la respiración de ella
se hacía más pausada y regular. Parecía dormida, pero él no se atrevía a
retirar el brazo. Tenía los ojos abiertos y siguió quieto un buen rato,
temeroso de que un movimiento suyo la despertara. Cuando tuvo la certeza
de que ella no fingía dormir, con mucho cuidado, retiró su cabeza del
hombro y se levantó. Estaba desnudo. Llegó hasta la cocina y a través del
gran ventanal pudo ver cómo el viento balanceaba un gran abeto y los copos
de nieve, grandes como trozos de algodón, golpeaban sobre el vidrio.
Parecía imposible que con semejante ventisca reinara el silencio en el
interior de la vivienda. El pronóstico del tiempo no había errado y la furia
de la naturaleza se magnificaba en aquel valle rodeado de cumbres de más
de cuatro mil metros y con el Cervino como testigo imperecedero del paso
del tiempo. Suspiró y buscó por la tarima de la cocina su pantalón. ¿Dónde
lo había dejado? Lo encontró tras la barra, con la blusa y la ropa interior de
ella. Tomó el tanga entre sus manos. La suavidad de la seda le recordó la
piel tersa de la mujer. El reflejo de un rayo iluminó la estancia y le sacó de
su ensimismamiento. Tenía una misión, recordó, y no iba a fallar. No era
una opción. Dejó caer la prenda y en su lugar tomó el cinturón del pantalón.
La cabeza de león le miraba con dureza. De forma delicada accionó el
dispositivo de la hebilla, justo en el momento en el que un nuevo rayo
iluminaba la estancia. El oro de la fina aguja resplandeció entre los largos
dedos de Vijay.
Alicante, Octubre 2009

3
—¿Cuántos años han pasado? —preguntó Mónica sin abandonar esa mueca
suya de complicidad que Santi tan bien conocía.
—Muchos —respondió sin titubear.
—Sí, muchos —repitió ella en voz baja, sin dejar de menear la cabeza
—. Santi, ahora tengo prisa, pero —se paró, como si dudara—, si te parece
podríamos quedar otro día —arrancó finalmente a decir y se mordió el
labio, como si el tiempo no hubiera transcurrido.
Blanes sintió un escalofrío que le estremeció el cuerpo.
—Si quieres te acompaño. No tengo nada que hacer —mintió—.
¿Adónde vas?
—Trabajo aquí mismo —la mano de la mujer señaló el Perpetuo
Socorro.
El cerebro del inspector no tardó en hacer las conexiones.
—¿Eres Mónica, la neumóloga? —preguntó con el ceño fruncido.
El silencio se prolongó unos segundos.
—¿Eres tú el famoso inspector de policía? —respondió finalmente ella
con una sonrisa de complicidad.
El fuerte pitido de una furgoneta hizo que giraran la cabeza. Blanes fue
el primero en retomar la conversación.
—Herranz ha insistido en que viniera a verte.
El semblante de Mónica se ensombreció por un instante.
—Venga, acompáñame —le hizo un guiño y sus ojos se entornaron
como en el pasado, aunque esta vez un reguero de diminutas arrugas se
dibujaban alrededor de los párpados—. Llego justa de tiempo, pero te
puedo pasar el primero.
De camino a la consulta Mónica no paró de hablar. Cruzaron con paso
rápido por la recepción de la clínica y atravesaron un largo pasillo para
llegar hasta una zona más moderna, donde se ubicaban las consultas de los
especialistas. De camino, ella le había contado, con la misma velocidad de
cuando era una adolescente, que había decidido dar un giro a su vida y
aceptó una oferta para trabajar en Alicante. Al parecer, dijo mirándolo de
reojo, el azar había decidido que sus caminos se cruzaran de nuevo.
Caminando a su lado, Santi prefirió no entrar en disquisiciones sobre el azar
y el destino, porque le dio la impresión de que sus planteamientos no iban a
coincidir con los de ella y no estaba por la labor de contrariarla a las
primeras de cambio tras todos esos años sin haberse visto. Mónica
caminaba rápido y se detuvo al llegar enfrente de dos mesas donde había
una pequeña cola y un anciano discutía acaloradamente sobre la hora del
especialista. La médico sorteó a la gente y se dirigió a la enfermera con voz
firme pero amable, que no empezara con las visitas de la tarde hasta nuevo
aviso. Entraron en el despacho y ella se puso la bata blanca, se hizo un
recogido en el pelo con la pinza que sacó del bolsillo y se colocó las lentes.
Estaba de frente, algo reclinada sobre la pantalla del ordenador y tras
apoyar las gafas sobre el puente de la nariz, por fin dirigió su mirada a Santi
y cruzó ambas manos sobre la mesa. Santi le explicó, sin entrar en muchos
detalles, lo de la tos, la dificultad para respirar, los dolores en el pecho y el
suceso en la playa en presencia de Herranz. Fumaba más de un paquete al
día, le explicó incómodo, era fumador desde que al acabar la carrera de
matemáticas, «matemáticas», repitió ella con tono de asombro, se puso a
preparar las oposiciones para inspector de policía. Mónica anotaba todo en
la ficha que acababa de crear en el ordenador y de vez en cuando fijaba los
ojos en Santi, atenta a sus explicaciones.
—¿Te han hecho algún tipo de prueba recientemente?
—No soy mucho de ir a médicos.
Mónica esbozó su sonrisa pícara.
—Has tenido suerte de que nos reencontremos.
—El azar —susurró Blanes entre dientes—. El azar ha hecho que
nuestros caminos se vuelvan a cruzar —confirmó con una amplia sonrisa.
—Anda, deja que llame al doctor Font a ver si te puede hacer un hueco
hoy mismo para un TAC.

Una hora más tarde y tras haber recogido la neumóloga unas muestras de la
mucosa, Santi Blanes se encontraba metido en una claustrofóbica máquina
con ruido de martillo percutor que laminaba transversalmente los pulmones
del inspector. En el interior de aquel artilugio y con ese sonido atronador de
fondo fue la primera vez que Santi tuvo conciencia de que podía tener algo
grave. Hacía tiempo que las señales eran claras, pero se sentía más a gusto
si lo achacaba a un simple resfriado, nada serio. Un mecanismo de
autodefensa que le hacía más fácil el día a día. Tal vez había dejado pasar
mucho tiempo o tal vez no era más que un constipado que se había
complicado. Tal vez.
La espera en la sala se le hizo interminable a Blanes, hubiese dado
cualquier cosa por un cigarrillo. Se sorprendía de la facilidad de algunas
personas para abrir sus vidas a desconocidos. Fue entre la mujer que le
había confesado que estaba allí porque era la cuarta vez que a su hija de
dieciocho años le salía un forúnculo en el culo, momento en el cual la chica
había mirado de soslayo a Santi, y que era muy probable que la tuvieran que
operar de nuevo, y el joven que tartamudeando le había dicho que padecía
algo grave porque le picaba la garganta desde hacía meses, cuando vio
aparecer a Mónica. Sus ojos se cruzaron fugazmente y le pareció leer una
mirada distinta, de una amabilidad teñida de preocupación. Tras pedir un
informe a la enfermera, ella se había metido de nuevo en la consulta. En ese
momento le asaltó la pregunta que se había negado a hacerse durante tanto
tiempo, ¿y si fuera cáncer? El simple hecho de pensar en esa palabra le
revolvió el estómago.
En realidad, no le preocupaba la enfermedad, ni la muerte en sí, lo que le
daba miedo era el camino que tendría que recorrer para llegar hasta ella. Y
también le daba miedo su hija. ¿Tendría tiempo para enmendar su papel de
padre? Un sudor frío le hizo reclinarse sobre el respaldo. Cerró los ojos,
inspiró con fuerza y se imaginó buceando en un mar cristalino, rodeado de
pequeños peces de colores, bajo el oleaje. Flotaba en una especie de líquido
amniótico, sin ningún ruido que le molestase. Poco a poco notó cómo se le
calmaba la respiración.

Había anochecido y en la sala tan solo quedaban él y un hombre vestido de


negro con aspecto de enterrador, con las manos sobre las rodillas, y que no
había levantado la cabeza en la hora larga que llevaba allí sentado. Al
menos le había dado tiempo para responder a una llamada de Luengo sobre
el encargo del visionado de la cámara de seguridad.
Blanes estaba recostado sobre la silla, los brazos cruzados, cuando por
fin la doctora apareció. Se había soltado el pelo y la montura metálica de las
gafas asomaba por el bolsillo superior de la bata. Se percató de que Mónica
seguía sin tener pecho y acto seguido concluyó que era un estúpido por
pensar esas cosas en ese preciso instante. Con un movimiento de cabeza le
pidió que le siguiera. Entraron en la consulta y ella esperó a que pasara para
cerrar la puerta. El ambiente estaba cargado y Santi hubiera agradecido
abrir la ventana. Cuando agarró la silla metálica se percató de que le
sudaban las manos. En la pared de enfrente había colgado un cartel de la
Organización Mundial de la Salud donde se veían dos pulmones
ennegrecidos y sanguinolentos, envueltos en un aura de humo y sobre un
mar de colillas. El texto que había a su lado era explícito: «No dejes que el
tabaco te quite la respiración - Elige salud». Al otro lado de la ventana otro
póster, esta vez de carácter más académico, con el siguiente encabezado:
«Tratamiento cáncer pulmonar». Debajo había toda una serie de secciones y
párrafos con un texto difícil de leer pero fue la voz de ella lo que le
sobresaltó.
—No hagas caso de todo eso —apuntó con la mano hacia atrás sin
quitarle la mirada—. Somos médicos, si fuéramos diseñadores seguro que
estaría mucho mejor decorado —ella sonrió, en lo que parecía un esfuerzo
para rebajar la tensión.
Santi movía la pierna derecha con velocidad.
—¿Qué tengo? —preguntó sin pestañear.
La doctora Matesanz se puso las gafas y se encaró hacia la pantalla del
ordenador.
—El TAC es tan sólo una de las pruebas —respondió con gesto serio—.
Habrá que esperar a la biopsia de la muestra que tomé de las mucosas.
Además, debes saber que…
—Déjate de rodeos —el policía apoyó los antebrazos sobre la mesa.
Mónica giró el monitor y tomó un bolígrafo que parecía iba a usar como
elemento didáctico. Carraspeó, pero antes de pronunciar una sola palabra le
cogió la mano y se la apretó. Blanes volvió a sentir un escalofrío que le
bajaba por la espina dorsal hasta el estómago.
Zermatt, Octubre 2009

4
Existían muchas maneras de acabar con la vida de un ser humano y Vijay
podía asegurar que dominaba variadas técnicas para que un corazón dejara
de latir. Personas que pudieran retorcer el pescuezo como el de un ave o
propinar un puñetazo directo a la nuez, con resultado mortal, seguro que se
podían contar con los dedos de una mano. Llevaba años estudiando toda
una gama de golpes letales y además no le faltaba el entrenamiento
práctico. Sabía que una de las claves era no vacilar, un titubeo en el
momento inoportuno podía resultar catastrófico. Un día por casualidad, de
madrugada, había visto una película japonesa de los años ochenta en donde
una chica enjuta era adiestrada como una experta asesina para acabar con
hombres que habían abusado de mujeres. La joven era contratada por una
anciana millonaria que quería ejercer la justicia por su cuenta y por la vía
rápida. Tras un duro entrenamiento en diferentes artes marciales con un
viejo maestro Shaolin, viajaba por todo Japón ajusticiando a violadores y
pederastas. A Vijay le había parecido estúpido que una mujer pequeña y
delgada pudiera vencer a hombres de mayor estatura y con más fuerza, en
combates de uno contra uno. Era cierto que las escenas de acción estaban
bien grabadas y la protagonista era capaz de propinar unas patadas a los
testículos directas y precisas, que dejaban a sus adversarios inoperantes por
el dolor, hasta que ella los remataba de las maneras más impredecibles. Pero
la realidad no era como las películas. Eso lo sabía con absoluta certeza.
En cualquier caso, estaba en deuda con el director, al cual por supuesto
no conocía. Gracias al film, Vijay había aprendido y perfeccionado su
técnica. La que le había encumbrado en ese mundo oscuro, donde tan solo
los mejores sobrevivían.
En una escena, hacia el final de la película, la chica se había ligado al
supuesto abusador en el bar del hotel donde ambos se hospedaban. Subían a
la habitación y ella le rogaba que se quitara la ropa, ya que le excitaba ver el
cuerpo de un hombre desnudo. Él por supuesto accedía. Luego le besaba
con pasión, y al tomarle por el cuello, sorprendida, gritaba que tenía algo en
la nuca. El hombre perplejo en un primer momento no sabía cómo
reaccionar, hasta que siguiendo sus instrucciones se tumbaba boca abajo,
sobre la cama. Ella le exigía que no se moviera, que tenía una pequeña
mancha que quería inspeccionar. La mujer aprovechaba ese momento para
sacar un pequeño palo de madera con una aguja fina y muy afilada, de unos
diez centímetros. Una especie de punzón. Mientras le susurraba al oído unas
palabras que no se escuchaban, dado que la música subía de intensidad, con
golpes estridentes, ella le colocaba el dedo en un punto central de la nuca.
Entonces, alzaba la mano derecha y la dejaba caer secamente. Bom, golpe
de tambor. Una punción profunda y mortal. En cuestión de segundos todo
había acabado para aquel desgraciado. La mujer tan solo se tomaba la
molestia de presionar sobre la diminuta herida durante unos segundos y
limpiar la escena del crimen. A continuación, la cámara enfocaba el rostro
del hombre, de sorpresa, con los ojos abiertos, inerte sobre la cama,
mientras se intercalaban tomas de él abusando de chicas jóvenes, a menudo
casi niñas. Todo acababa con una voz en off que narraba cómo la muerte
causada por el pinchazo en aquel punto de la parte inferior del cerebro no se
podía distinguir de una muerte natural, fruto de un infarto. El asesinato
perfecto.
Vijay enroscó la aguja en la cabeza del león con las fauces abiertas. Se la
había encargado a Marco, un joyero especializado en el diseño de piezas
únicas en una de sus visitas a Florencia. El orfebre tenía la tienda en el
puente Vecchio y el puesto había pertenecido al menos a seis generaciones
de su familia, transmitiendo un conocimiento exquisito y al alcance de muy
pocos.
Con su arma preferida, diseñada por él mismo, arrastró los pies hasta la
habitación donde la mujer yacía dormida. La observaba en la penumbra,
apenas rota por la tenue luz que llegaba a través del gran ventanal. La
tormenta aumentaba su furia. Estaba tumbada boca abajo, la sábana por la
cintura y su larga melena negra le cubría toda la espalda. Respiraba de
forma suave y armónica. Vijay se sentó a su lado y dejó el arma en la mesita
de noche, la punta afilada hacia arriba. Se agachó para aproximar la cabeza
a su cuerpo y le fue dando un reguero de besos. Primero por la parte baja de
la espalda para, poco a poco, ir subiendo hacia el cuello. Al encontrarse con
el pelo, lo retiró con mucha delicadeza, dejándolo caer sobre el hombro
izquierdo. El primer beso en la nuca hizo que ese aroma de infancia le
envolviera de nuevo. Clara suspiró y fue a girarse pero él la detuvo con su
mano.
—Ssshhhh —susurró—. ¿Sabes que las mujeres tenéis un punto G en el
cuello?
Clara rio con dulzura.
—Sabes mucho, Fred —se relajó sobre la cama, con los brazos en cruz
—. ¿Dónde aprendiste tantas cosas?
—Cuando te expliqué lo complicado de mi viaje para llegar a Suecia,
digamos que no fui preciso del todo.
—Ah, ¿no? —Clara se estiró sobre el colchón—. Cuéntame más —y
cerró los ojos satisfecha, la cara ladeada.
Vijay acercó su boca a la oreja. Le hablaba en un tono de voz muy bajo,
casi sedante.
—¿Estás segura?
Clara no respondió.
—Aquella noche en Budapest, con las dos turistas alemanas,
¿recuerdas? —Clara asintió con la cabeza—. No solo bebimos —como si
no tuviera prisa, los dedos del indio se deslizaban por la columna vertebral
de ella, apenas un roce de piel que recorría el surco tibio de la espina dorsal.
—Eres un mentiroso, Fred —Clara quiso girar la cabeza pero él la
detuvo y la hizo volverse despacio.
—No, no exactamente. Simplemente no te conté toda la verdad.
—Una verdad a medias es media mentira —replicó ella aún con los ojos
cerrados.
Vijay obvió el comentario.
—Es cierto que estuvimos bebiendo —le intercaló un beso en la oreja—.
Yo era muy joven y si te soy sincero jamás había estado con una mujer. Las
cosas en la India funcionan de otra manera. Pero eso te lo contaré en otro
momento —Vijay era pródigo en caricias—. La cuestión es que se hizo
tarde. El bar dónde nos encontrábamos iba a cerrar, de modo que me
propusieron que las acompañara al hotel. Pidieron una botella de whisky y
tres vasos. Cuando se sirvieron la primera copa, la más alta empezó a
desvestir a la otra. Estaban semidesnudas, acariciándose en la penumbra,
hasta que una me preguntó: «¿no te gustará solo mirar, verdad?». ¿Sabes lo
que me susurró la más bajita? Jamás olvidaré esos ojos azules, casi blancos,
agrandados por las lentes.
—Estoy muerta de curiosidad —Clara permanecía con los párpados
cerrados.
—Schwein —lo pronunció lentamente, sin levantar la boca de su oreja
—. ¿Hablas alemán?
Clara negó.
—Cerdo —estiró la pronunciación de cada una de las letras—. La chica
estaba desnuda de cintura para arriba, la falda subida, la ropa interior por
los tobillos. Me hizo acercarme, como un perro, mientras su amiga se
ocupaba de asuntos más íntimos.
—Digamos que tuviste un buen estreno.
—Esa noche descubrí el punto G de las mujeres. Y no es donde tú
piensas —Vijay se incorporó y se sentó sobre las nalgas de ella, los brazos
estirados sobre la cama, en tensión. Mantuvo el izquierdo sobre el colchón
y posó el dedo índice de la mano derecha, con suavidad, en el punto letal de
la nuca. Luego tomó el león y cerró con fuerza el puño—. No abras los
ojos, enseguida vas a comprobar lo que te he dicho.
Inspiró. El olor de ella le embriagó por completo. No podía permitirse
fallar. Sabía que si dudaba estaba perdido. Las palabras de su hermano eran
un credo grabado a fuego. Él era el guerrero perfecto, un coloso al cual
nada iba a doblegar. Ni siquiera un ser tan bello como el que tenía bajo su
cuerpo iba a ser capaz de condenar su prestigio, ganado con tanto esfuerzo.
Contuvo la respiración y alzó con rapidez la mano derecha en el aire, la
aguja de oro apuntando a la nuca de Clara Sánchez. Unos segundos y todo
habría acabado para ella.
Alicante, Octubre 2009

5
Había anochecido y la luna terciada había aparecido tras el Castillo de
Santa Bárbara. Santi, cabizbajo y con las manos en los bolsillos de la
chaqueta, caminaba de vuelta hacia su casa. Decidió dar un rodeo, y en
lugar de bajar hacia la calle de Virgen del Socorro, la ruta más directa, tomó
el camino de tierra y repleto de pinos que rodeaba la falda del castillo, en
dirección al barrio de Santa Cruz. La zona estaba animada por corredores y
paseantes que tras finalizar la jornada de trabajo cambiaban las ropas del
día a día por pantalones cortos, camisetas y zapatillas deportivas de colores
estridentes. La mente del inspector estaba en otro sitio y sus piernas se
movían por inercia. Las palabras de la doctora todavía resonaban como un
potente eco por su interior cuando al llegar a la Plaza San Cristóbal levantó
la cabeza. La silueta de la Cara del Moro, en la parte más alta de la
fortificación, se dibujaba entrecortada entre unas nubes bajas y parecía
desafiar el paso del tiempo, como para recordarle a su vez, el escaso margen
que le quedaba a él.
—Maldita sea, —exclamó en voz alta y tomó la calle Labradores, ya en
el casco antiguo de la ciudad.
La zona, como era habitual, estaba animada de gente que disfrutaba de la
agradable temperatura para tomarse alguna copa o refrigerio en alguna de
las innumerables mesas que poblaban las terrazas. Al llegar al pórtico de
piedra del bar, se detuvo. La puerta estaba entreabierta y a través del amplio
cristal pudo ver a Manolo, tras la barra, que limpiaba un vaso con un paño
blanco. Decidió entrar. A la izquierda del local, pegados a la puerta de los
baños, se amontonaban unos turistas jóvenes, con la piel asalmonada, en
pantalón corto y chanclas. A juzgar por cómo vociferaban en un idioma que
no descifraba, dedujo que debían llevar un buen rato bebiendo. Se sentó en
un taburete, enfrente de la vitrina rebosante de productos frescos del mar.
Manolo dejó de sacar brillo por un instante y le señaló las fuentes bajo la
vitrina.
—Mala pinta tiene esta crisis, Santi, mala pinta —el dedo índice se posó
encima de un plato repleto de nécoras rojas, ordenadas como un pequeño
ejército, las pinzas beligerantes—. Ni una sola he vendido en todo el día —
y levantó el vaso de cristal, reluciente, que ojeó al trasluz del foco, para
asegurarse de que podía pasar al siguiente—. ¿Y, si no he entendido mal,
toda la economía se ha ido a la mierda porque unos bancos en Estados
Unidos tenían unas hipotecas que no valían nada?
Santi mantenía la cabeza agachada, incluso cuando por fin sus labios se
despegaron.
—Ponme un bourbon —su voz sonaba imperativa, pero a la vez falta de
fuerza.
Manolo suspiró y apoyó ambas manos sobre la barra.
—¿No te acuerdas de la última vez? —el hombre meneaba la cabeza—.
Perdiste el arma reglamentaria. Si no hubiera sido por aquel agente, ¿cómo
se llamaba?
—Rafael Castro.
—Eso, Rafael —tomó una copa en esta ocasión y la empezó a frotar con
fuerza—. Pues si no es por ese joven cordobés que la encontró—acercó la
cara a la del inspector—, te habrías metido en un buen follón. Suspendido
de placa y sueldo una temporada —Manolo se reclinó hacia atrás y le
señaló con el dedo índice—. Palabras tuyas, Santi, palabras tuyas.
Blanes tuvo un arrebato de contarle lo que le había dicho Mónica, la
doctora, unos minutos antes, pero no era él hombre de abrirse con otros y
menos todavía en un tema tan delicado. La que volvía una y otra vez a su
mente, era ella, Cecilia. Su hija, de la que sabía no atravesaba una buena
situación económica, y su futuro nieto, al que tal vez no llegaría a conocer.
¿Qué coño iba a dejarles? ¿Cómo iba a ayudarles si apenas tenía unos pocos
ahorros en el banco? Habló sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta.
—Ya casi en edad de jubilarme, y ni una casa en propiedad —meneó la
cabeza y sintió como se le humedecían los ojos—. No tengo nada.
Manolo cambió el rictus por uno más serio y dejó de limpiar la vajilla.
—La felicidad no se mide con las cosas que uno tiene —colocó dos
nécoras sobre una fina capa de hielo y una rodaja de limón—. Es la mente
la que te hace mísero o feliz, recuérdalo —le dejó el plato y le sirvió una
copa de vino blanco de la Marina Alta, sin preguntar—. Y esto te va a salir
gratis —el camarero sonreía—. Me refería al consejo, no a las nécoras —y
tras un guiño de ojo, salió a atender a los jóvenes que reclamaban con
ahínco más tapas y cerveza.
Muy bonitas esas palabras de autoayuda, pero lo cierto es que Mónica le
había dado noticias poco esperanzadoras. Un cáncer de pulmón en estado
avanzado, sin opción de operar, y al que podían aplicar una terapia
sistémica que combinara quimioterapia y medicamentos para reforzar el
sistema inmune, pero sin ninguna garantía de éxito. Tenía el estómago
cerrado, pero la copa de uva moscatel alejandrina parecía reclamar su
atención. La doctora le había aconsejado cuidarse y Santi no vio una mejor
manera para hacerlo. Se había formado una ligera escarcha sobre la
superficie y el brillo color pajizo, cristalino, fue el detonante final para que
le diera un sorbo. Le supo a gloria. Manolo había abierto los cangrejos,
separando con la precisión de un cirujano el cuerpo en dos partes y
amputando las patas. Incluso había partido la cáscara de las pinzas para
facilitarle la faena. Fue suficiente el primer bocado de la carne jugosa y
suave del crustáceo, con ese punto algo dulce, para que Blanes empezara a
encontrarse mejor. Ya había liquidado la copa de vino y el par de crustáceos
cuando el teléfono sonó. Era el comisario Muñoz. Pulsó la tecla de
descolgar y se llevó el terminal a la oreja.
—Santi, ¿dónde estás? —gritó Muñoz al otro lado de la línea—. La
subdelegada del gobierno no me ha dejado hasta ahora —un silencio se
apoderó de la conversación y justo cuando Santi iba a preguntar, el
comisario habló de nuevo—, un segundo —Blanes escuchó cómo hablaba
con otra persona—. A ver, cuéntame lo que sabes del cuerpo encontrado en
la Playa de San Juan.
—¿Desde dónde?
—Desde donde te parezca importante.
El inspector imaginó los cien kilos del comisario, sentado en el
despacho, sudando, y con ganas de marcharse por fin a casa.
Suspiró, cerró los ojos y volvió a hablar:
—Al joven, de unos veinte años, lo encontraron unos pescadores a un
par de millas del Cabo de las Huertas. Al parecer, el fuerte temporal de ayer
levantó un oleaje que rompió la cadena que lo debía tener atado con algún
objeto pesado al fondo del mar. Los buzos han inspeccionado la zona, pero
no han visto nada por el momento. Estaba sin ropa, ni un solo signo que nos
pueda ayudar en su identificación y además el agua ha hecho bien su
trabajo. Va a ser difícil que nadie lo pueda reconocer. Herranz ha
confirmado que le dieron una buena tunda de golpes antes de lanzarlo al
fondo. Eso sí, lo lanzaron vivo al agua. Murió ahogado —Santi hizo un
silencio antes de dar el siguiente dato—. Llevaba una sorpresa en su cuerpo:
varias bolsas de lo que pensamos puede ser algún tipo de droga nueva de
diseño. El laboratorio está con el análisis.
—¿Ajuste de cuentas?
—Tiene pinta.
—¿Y no sabemos nada más del hombre, no sé, alguna marca que
permita identificarle?
Blanes se quedó pensativo un momento.
—Se me pasó decirte que parece de origen magrebí.
Bufido. Blanes se pudo imaginar los dedos del comisario ensanchando el
cuello de la camisa bajo la gran papada.
—¿No se ha presentado ninguna denuncia?
—No, nada. Ya hemos lanzado un aviso nacional y también a través de
Europol. Ese chico puede venir de cualquier parte del mundo.
El comisario tardó unos segundos en hablar.
—Esto es de locos —dijo al fin, resoplando como un buey—. ¿Sabes por
qué elegí venir a Alicante?
Blanes no respondió, era consciente de que no hacía falta.
—Joder, porque me dije que en una ciudad con tanta luz y este buen
tiempo no podría haber muchos asesinatos —otro bramido tan fuerte que
Santi alejó el terminal—. ¡Llevamos cuatro muertos en menos de diez días!
Y que no vengan más —había convertido su voz, como si el hecho de
decirlo en voz alta pudiera anticipar un nuevo crimen—. Santi, necesito que
me mantengas informado de cualquier avance.
—Por supuesto.
—No te creas que soy yo —pareció meditar las palabras—, los tengo a
todos y a todas encima, con ganas de morder. Ya los conoces, a ellos lo que
les importa son los votos.
—Lo sé, y se agradece.
—Llámame cuando haga falta que sepa algo.
El comisario colgó. Santi se quedó pensativo y mientras fijaba los ojos
en los restos de las nécoras sobre el plato, flotando en el agua que no mucho
antes era hielo picado, volvió a ver a ese chico hundiéndose en el fondo del
mar, arrastrado por un bloque de cemento atado al tobillo, y se imaginó que
él también caía al fondo de un abismo, uno del que ya no saldría jamás.
Zermatt, Octubre 2009

6
Budapest, la ciudad estalló como la erupción de un volcán en la mente de
Clara. En el bar, Fred había dicho Bucarest. Estaba segura. En un acto
instintivo abrió los ojos y pudo ver reflejado en el cristal del gran ventanal
al gigante indio, el brazo levantado, con un objeto punzante en su mano. La
voz grave de Marcos, su primer instructor de defensa personal, fue lo
siguiente que resonó en su cabeza: «protegerse y atacar por el ángulo más
próximo al agresor, desde la posición en que nos encontramos,
minimizando los riesgos para uno mismo».
Concentró toda su fuerza en arquear la espalda para proyectar la parte de
atrás de la cabeza sobre el rostro del indio. Crock. El crujido del tabique
nasal al fracturarse le indicó que había conseguido el objetivo de atontarle.
Fred reaccionó como ella esperaba y se llevó la mano libre a la nariz. Ese
par de segundos de los que disponía le proporcionaban tiempo para aplicar
otro de los principios de su maestro: «intentar hacer uso de los objetos a
nuestro alcance».
Era una lampara de diseño nórdico, en acero negro, con una base
cilíndrica alargada y una gran caperuza, como un champiñón. Un lujo
inesperado. La tomó con una mano y se giró bajo el cuerpo del gigante. Su
brazo describió una trayectoria ascendente para golpearle con violencia en
la sien. Bom. Un golpe seco. Los ojos de Fred estaban abiertos cuando cayó
como el tronco de un gran árbol sobre la tarima de la habitación. La
expolicía saltó de la cama. El hombre se incorporaba, tenía la nariz
hinchada y un hilo de sangre le caía por el lateral de la cara. Lo más rápido
y efectivo era aprovechar la desventaja del contrario, aún en el suelo. Una
patada con la tibia en la mandíbula, en el mismo lado del impacto de la
lámpara, podría causar una lesión o al menos aturdirle de nuevo. En función
del resultado, ya vería la siguiente técnica a aplicar. Clara levantó la pierna
de forma lateral, doblando ligeramente la rodilla y la lanzó con todas sus
fuerzas sobre el rostro del indio. Antes de completar el golpe, supo que iba
a fallar. Fred había intuido sus intenciones y rodaba, pero para su sorpresa
no con un movimiento defensivo, sino de ataque. El hombre giraba hacia
ella con la intención de impactar en su pierna de apoyo, para derribarla.
Sensación de volteo.
Fuerte golpe en la espalda
Techo.
Levantarse.
Dos décimas después de entrar en contacto con la madera, Clara
Sánchez ya estaba de nuevo en pie. Era evidente que Fred sabía pelear
cuerpo a cuerpo. Y era todavía más evidente que era muy fuerte.
Sobrevivir.
Correr.
Huir.
La expolicía se giró de forma súbita y recorrió la distancia que le
separaba de la puerta de entrada moviendo sus piernas lo más rápido
posible. Tenía que aprovechar la escasa ventaja de la que disponía.
Sabedora de que Fred la iba a perseguir, miró por el rabillo del ojo. El
gigante indio venía a la carrera tras ella. Se acordó de las dos bolas
decorativas de plata sobre el aparador de la entrada. Otro lujo. Clara tomó la
de mayor tamaño y ayudada por el impulso del cuerpo al girar, la lanzó
sobre el hombre. Clock. Nuevo golpe de suerte. Fred aulló como un lobo y
quedó, desnudo, arrodillado sobre la tarima, con las manos en la cabeza.
A Clara le costó abrir la puerta, la tormenta había empeorado y a través
de la rendija un siseo de aire helado se coló en el interior. En cuanto salió el
vendaval la zarandeó con furia y estuvo a punto de perder el equilibrio. Se
dio cuenta de que ella también estaba desnuda. El tacto del hielo bajo los
pies hizo que por un instante se parara. Sin acobardarse, echó a correr. Se
encontró con fuertes rachas de viento en contra que le hicieron tambalearse.
Los copos de nieve zigzagueaban veloces por las ráfagas y le cortaban la
piel. Ni un alma en la calle.
Frío.
Miedo.
Alcanzaba ya la salida de la propiedad cuando giró por instinto la
cabeza. Un nuevo relámpago partió el cielo y la expolicía abrió los ojos de
par en par. Por primera vez sintió un terror paralizante. Detrás de ella, a
unos diez pasos, vio al gigante indio desnudo, ensangrentando y jadeante.
Le pareció que los tatuajes de aquel sujeto cobraban vida. Una imagen
momentánea congelada a la luz del rayo, un león que se elevaba
amenazante con la silueta de la cumbre del Cervino que se dibujaba por
detrás. Tras unos tumbos iniciales, comprobó, para su horror, que el indio
no corría en su dirección. Iba en diagonal, manoteando por el esfuerzo. No
tardó en comprender. Se dirigía hacia la pequeña valla de madera que
limitaba la propiedad con la calle. Se dio cuenta entonces de que si ella salía
y giraba hacia el pueblo, en busca de ayuda, Fred la interceptaría con
facilidad. La única vía de salvación consistía en escapar en sentido
contrario, hacia la oscuridad helada de la montaña.
La nieve caída se había acumulado formando una espesa capa blanca
donde los pies de Clara se hundían con espantosa suavidad. Chop, chop, el
sonido de sus pisadas se entremezclaba con la respiración entrecortada,
jadeante, y el silbido del aire entre las ramas de los abetos, que oscilaban
con fuerza por la ventisca. Estaba oscuro. Se dio cuenta de que el frío la
paralizaba. Cada vez le costaba un mayor esfuerzo sacar las piernas, que se
hundían hasta las rodillas, de aquel manto helado. Sabía que Fred estaba
detrás de ella, a poca distancia, pero no iba a regalarle unos segundos
preciosos girándose de nuevo.
Entonces se acordó. La cabaña de Joel. La idea de tener una ruta de
escape provocó que un hilo de renovada energía explotara recorriendo sus
músculos doloridos. Tomó dirección hacia la parte con mayor pendiente,
sentía los pulmones ardiendo y le faltaba el aire. Si conseguía pasar el punto
más alto, prácticamente lo habría conseguido. Sin embargo, el sonido de
unas pisadas fuertes por detrás la atenazaron de nuevo. Percibía que Fred se
estaba acercando. Estaba tan cansada que el cuerpo apenas ya obedecía sus
órdenes. Pararse un momento, pensó. Y, de repente, Clara tuvo la certeza de
que si se rendía y dejaba de mover las piernas, la probabilidad de morir en
esa montaña era evidente.
Veinte metros para alcanzar la pequeña cima. Diez. Cinco. Llegó, y en la
distancia, a unos doscientos metros, distinguió la cabaña de madera de Joel
que humeaba entre la luz entrecortada de unos farolillos que colgaban del
porche de entrada. Clara sintió que tal vez no estaba todo perdido. Animada
por la visión, el chute de adrenalina hizo que sus piernas se movieran más
rápidas y arrancó a correr con renovada energía.
Sensación de volteo.
Fuerte golpe en el tórax.
Cara hundida en la nieve.
Levantarse.
Una rama, pensó. Apenas había levantado el rostro para poder respirar
cuando unas manos fuertes la agarraron por los hombros y la zarandearon
como un muñeco. Lo siguiente que sintió fue como la aplastaban, boca
arriba, contra la nieve. Su cuerpo se hundió bajo la superficie de ese mar
blanco. El frío y el cansancio hacían que apenas pudiera pensar. Ya no
sentía las extremidades y aunque ordenó al brazo derecho lanzar un
puñetazo, no obtuvo respuesta. El aire le faltaba, un gran peso se había
sentado sobre el estómago. Boqueaba con desesperación, igual que un pez
fuera del agua. Notó como le abrían los brazos en cruz y apoyaban unas
rodillas. Clara consiguió por fin entreabrir los párpados cerrados por el
hielo tras la caída. Un relámpago partió de nuevo la noche en dos y la
imagen del gigante indio la dejó horrorizada. Tenía la nariz hinchada y
amoratada, un fuerte hematoma en la frente y la sangre en la sien se había
espesado, trazando un surco remolacha que le llegaba hasta la mandíbula.
Sin embargo, lo que considero terrorífico eran esos ojos inyectados en
sangre. Clara sintió entonces un dolor intenso en la tráquea. Las manos del
gigante, duras como garras, se cerraban en torno a su garganta y oprimían
con fuerza. Ya no tenía ganas de luchar y constató que no le importaba. Tan
fatigada. Más bien al contrario, tenía ganas de quedarse quieta y deseaba
que todo pasara rápido para poder dormir un sueño profundo.
Con asombro, casi ofuscada, se dio cuenta de que sus últimos
pensamientos cuando cerró los ojos fueron para Santi Blanes.
Alicante, Octubre 2009

7
Asomado en el balcón de su casa sobre la playa del Postiguet, Blanes no
conseguía concentrarse. Sólo pensaba en lo que le había dicho Mónica.
Hizo un esfuerzo para centrarse en todo lo que le atormentaba. No
encontraba razonables los motivos esgrimidos por la exinspectora por los
que Urrutia había querido acabar con su vida. Sin embargo, cuando el
levante que agitaba las palmeras le golpeó el rostro y le obligó a cerrar los
ojos, se le apareció como en una escena de una película la cara de Clara
cuando aquella noche llegó a su casa en busca de ayuda. Estaba
aterrorizada, un ser necesitado que había acudido a él y que finalmente tan
sólo encontró al ser frío y sin emociones en el que se había convertido.
Blanes suspiró, los ojos vidriosos, y entró al salón.
Esa noche el teléfono del inspector sufría una actividad inusual. De
camino a casa el comisario le había llamado una vez más para decirle que la
alcaldesa también se había interesado por el caso del cuerpo encontrado en
el Cabo de las Huertas. A continuación, había sido Mónica, aunque esa
llamada no la atendió. Ya había tenido suficientes diagnósticos médicos por
el día. El número que sonaba en ese momento era el de Luengo. Blanes
pulsó la tecla verde y se llevó el terminal a la oreja.
—Dime.
—Jefe, lo he revisado ya tres veces y nada.
Blanes tragó saliva.
—¿Estás segura?
Luengo lanzó una de sus risotadas.
—Jefe, ¿tú crees que te iba a llamar si no lo estuviera? —Blanes
percibió cómo la mujer sorbía lo que con toda seguridad era una lata de
refresco—. Desde las cinco de la tarde hasta las ocho, tres horas completas.
Me ha dado tiempo a acabarme dos cubos de palomitas —la carcajada se
prolongó varios segundos esta vez.
—Tenemos que estar seguros —Santi se rascó la barbilla—. Mira desde
las ocho hasta las nueve.
—Coño jefe —su tono había cambiado—. ¿Tan importante es saber si
estuvo?
—¿Cuándo lo puedes tener?
La agente mantuvo el silencio.
—Dame una hora, esta parte de la cinta la voy a visionar sólo una vez —
y colgó con una alargada risa.
Santi Blanes se giró y posó los ojos sobre la maqueta del bonitero del
cantábrico a medio hacer. Sabía que si se ponía para acabar el encaje de
popa estaría al menos un par de horas distraído. Al sentarse y ponerse las
lentes cometió el error de mirar la fotografía. Ahí estaba Cecilia. La rabia,
acumulada a lo largo del día, explotó de forma súbita. El primer puñetazo
partió por dos el esqueleto del buque. La parte de popa salió disparada hacia
el suelo, mientras la proa quedaba encajada hacia arriba, como un cohete. El
siguiente manotazo mandó esa parte del barco contra el sillón, donde Turco,
con las orejas de punta, le miraba con los ojos muy abiertos. El perro dio un
respingo y, tras un gran salto, corrió hasta el inspector. Movía el rabo de
lado a lado, se puso a dos patas y empezó a olfatear la entrepierna de
Blanes. Su cabeza daba pequeños golpes sobre el muslo del inspector. Santi,
los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos, empezó a
sollozar. El perro empezó a dar saltos a su alrededor, mientras emitía
pequeños aullidos, como si fuera consciente de la pena de su dueño. Estuvo
un rato así hasta que Blanes lo cogió y lo apretó contra el pecho. Turco
empezó a darle fuertes lametones por la cara.
—Vale, ya está —y lo dejó en el suelo.
Se pasó las manos por los ojos y tras sonarse con un pañuelo de papel
marcó de nuevo el teléfono de su hija. Esta, como las veces anteriores, no
respondió. Le dejó un mensaje en el contestador.
Tenía que asumir la nueva realidad y actuar. Se puso a rebuscar por toda
la casa paquetes de tabaco, mecheros y ceniceros, acumulados durante
tantos años de vicio en los sitios más insospechados, que lanzaba con rabia
al interior de una bolsa de basura. Aprovechó también para recoger los
restos y las instrucciones de la maqueta, y meterlo todo junto con su pasado
de fumador, que había decidido enterrar para siempre.
Cuando estaba seguro de que ya no quedaba ni un solo cigarrillo en toda
la casa, cerró la bolsa y cogió la correa del perro. Turco, nada más escuchar
el tintineo metálico llegó hasta la puerta. Daba vueltas alrededor de su
dueño, esperando a que este le encadenara. A Santi le gustaba pasear para
ordenar sus ideas. Una vez había escuchado en la radio que andar, aparte de
ser una actividad sana y saludable, servía para meditar y potenciar la
creatividad. Recordaba como uno de los tertulianos había remarcado que
incluso Nietzsche había dejado escrito que las ideas verdaderamente
importantes se concebían al caminar. A él, desde luego, le funcionaba. Y de
paso Turco disfrutaba.

El inspector cruzó el puente peatonal sobre la avenida Jovellanos. Al llegar


al paseo de la playa, por instinto, echó mano al bolsillo de la chaqueta, en
busca de tabaco. Sus dedos no palparon nada y a su mente volvieron las
palabras de la doctora. Luego se giró hacia su bloque de apartamentos. Se
había dejado la luz del balcón encendida. Al mirar por encima del edificio,
vio la cabeza de la fortificación del Castillo de Santa Bárbara en la cima,
iluminada por los focos, que parecía custodiar la bahía y el puerto. Cerró los
ojos e inspiró de nuevo el aroma del agua salada.
Serpenteando entre los adoquines del paseo, fueron dejando atrás la
ciudad y enfilaron, paralelos al mar, la avenida de Villajoyosa. El perro iba
delante, dando pasos cortos y rápidos con sus pequeñas patas. Al pasar por
delante de una de las puertas enrejadas en la pared de piedra se acordó del
famoso caso de Ximo, a principios de los años ochenta, cuando tuvo que
entrar en la antigua fábrica bajo la Sierra del Molinet y la Serra Grossa.
Santi Blanes era Alicantino y hasta aquel momento no tenía ni idea de la
red de galerías subterráneas excavadas en las mismas entrañas de la
montaña. Si no hubiera sido gracias a la unidad de rescate y espeleología de
la Guardia Civil, difícilmente hubieran podido encontrar a aquel
desgraciado en el laberinto de túneles, depósitos y tuberías que había allí.
Blanes se interesó por unas instalaciones de las que no sabía nada. Se
informó de que todo había comenzado a partir de una antigua siderurgia, de
nombre La Británica, que funcionó en ese mismo emplazamiento hasta
1875. Luego la fábrica se reconvirtió en una refinería, y, tras pasar por
varios propietarios, finalmente fue expropiada por el Estado en 1929, por el
valor estratégico que ya por entonces había adquirido el combustible. A raíz
de la Guerra Civil y los bombardeos sobre la ciudad, se apostó por ocultar
los depósitos en el corazón de la montaña. Un prodigio de la arquitectura
industrial único en España y posiblemente en toda Europa.
Si en aquella ocasión no hubiese hecho caso a su instinto, el mismo que
le repetía una y otra vez que algo no cuadraba, ese malnacido no se estaría
pudriendo en la cárcel de Fontcalent. ¿Qué somos capaces de hacer por un
hijo?, pensó. Cuando descubrieron lo que había hecho Ximo, sus
progenitores decidieron proporcionarle una coartada, limpiar la escena del
crimen y deshacerse del cuerpo. Hasta el padre, al verse acorralado, se
había declarado culpable del homicidio. Y ahora mismo lo que su olfato le
decía es que había algo oscuro y real en la historia que Clara le había
contado. Estaba tan sólo pendiente de que Luengo le confirmara lo de la
cinta de vídeo. En caso de no ser reconocido, sabía lo que tenía que hacer.
Satisfecho por la idea, aceleró la marcha.
Había alcanzado la rotonda de la Isleta cuando se detuvo. Las varillas
cromadas de la escultura La Pirámide de Eusebio Sempere giraban,
reflejando la luz de los focos. Se percató de que habían puesto al lado una
figura de un delfín, relleno de hojas, jugando con una pelota. Cecilia volvió
a su cabeza como un sueño recurrente. El año que inauguraron el delfinario
de Mundomar en Benidorm, siendo ella una adolescente rebelde, tras
muchas discusiones, había accedido a acompañarle. Su niña se enamoró de
esos animales, un amor a primera vista. Con esos pensamientos rondando,
Blanes sacó el móvil del bolsillo del pantalón y marcó de nuevo su número,
en otro vano intento de contactar con ella. No sabía cuántas llamadas había
hecho ya. Su hija era tan cabezota como…, sí, era tan terca y testaruda
como él. Colgó sin dejar un nuevo mensaje en el contestador. ¿Para qué, si
no lo iba a escuchar? Maldijo en silencio y decidió que debía hacer algo
para que en el caso de que el tumor avanzara, tanto ella como su nieto no
tuvieran que preocuparse del futuro.
Pero, ¿qué? ¿Qué podía hacer él? Entonces lo vio claro, un chispazo de
genialidad que explotó como una pompa de jabón frente a sus ojos. Era
arriesgado. ¿Y? No tenía nada que perder. Estaba ensimismado orquestando
su nuevo plan cuando el móvil sonó y le devolvió a la realidad. Podía
tratarse de Cecilia. Quiso responder tan rápido, con el corazón en un puño,
que el terminal se le enganchó en el bolsillo. Un par de tirones y al sacarlo,
se le escurrió de las manos. Cuando por fin pudo pulsar la tecla de
responder llamada, escuchó un pitido anodino. Se le había estropeado la
iluminación de la pantalla, y sin las gafas, y con la poca luz ambiente, no
veía nada. Joder, siempre que tengo prisa me pasa algo. Mierda de
tecnología. Se acercó, apresurado, hasta una farola que proyectaba una luz
mortecina. Estiró el brazo y pudo ver que la llamada era de Luengo, no de
su hija. El ritmo cardíaco se relajó. Al menos por fin sabría la verdad sobre
la supuesta coartada.
Zermatt, Octubre 2009

8
Faltaba poco para las seis de la madrugada cuando Clara Sánchez volvió a
despertarse. Abrió lentamente los ojos y vio un haz de luz anaranjada
proveniente de una chimenea. Un instante después giró la cabeza y se
encontró con la mandíbula cuadrada y negra de un rottweiler, que la
observaba, atento. Tenía un fuerte dolor en el cuello y al intentar mover el
cuerpo, experimentó un malestar generalizado. Náuseas. Cerró los ojos.
Dónde estoy, pensó.
Se sentía extremadamente agotada. Al principio le costó concentrarse.
Luego una serie de imágenes, volvieron a suceder en su memoria. Por un
momento, fue presa del pánico, cuando a su mente llegaron como un
torrente recuerdos en los que yacía desnuda sobre la nieve, el indio encima
de ella, las manos oprimiendo las arterias del cuello. Apretó con fuerza los
dientes y se concentró en la respiración. No se acordaba con exactitud de lo
sucedido. Pero en su memoria guardaba un mosaico de imágenes en la villa
de Cornelius, el punzón en el aire, el golpe con la lámpara, la tormenta, la
carrera, aquel rostro furioso y desfigurado. No conseguía recordar qué había
ocurrido con Fred. La última escena de la que tenía un recuerdo era la cara
del hombre iluminada por un relámpago, con el odio grabado en su
expresión, y que apretaba con fuerza para intentar acabar con su vida.
Esos acontecimientos se le antojaron lejanos y quiso concentrarse en el
presente. Tosió y al ir a tragar saliva notó un nudo en la laringe, como si
tuviera una piedra, y mucho dolor. Le sorprendía estar viva. Quiso
preguntar en voz alta si había alguien ahí, pero se dio cuenta de que había
perdido la voz y no podía hablar. Tan solo escuchaba el crepitar de los
troncos devorados por el fuego y la respiración del animal a su lado. Miró
de reojo. Era un perro enorme y negro. Y no le quitaba la mirada de encima.
La cabaña era una construcción rústica en madera, muy austera. La
chimenea de piedra estaba ennegrecida en la parte superior y sobre la
baldosa se acumulaban objetos de menaje de cobre, y una plancha antigua,
también de algún metal que no supo identificar. Encima, clavadas a los
tablones de madera, unas sartenes que a Clara le recordaron las que había
visto una vez en una película del oeste, donde un cazador de pieles solitario
se establecía en el corazón helado de Alaska. A la derecha, sobre unos
anaqueles de madera, se acumulaban, desordenados, botes de barro y cristal
con alimentos. De una viga colgaban varias ollas de acero y unas ramas,
anudadas por el tallo, de varias plantas que no acertaba a identificar. Se dio
cuenta de que llevaba una ropa que no era suya y en los pies tenía algo
caliente. Estaba muy cansada. No podía moverse. Volvió a girarse hacia el
animal. El perro, más que un peligro, parecía cuidar de ella. Cerró los ojos y
se volvió a dormir.
Sólo llevaba unos pocos minutos en un estado que vagaba entre sueño y
realidad, cuando percibió que una puerta se abría y un soplido de aire gélido
se colaba en el interior de la estancia. El perro no se movió. Clara
entreabrió los párpados y pudo distinguir como un hombre mayor, con el
abrigo repleto de nieve, y lo que parecía una escopeta en la mano, se
acercaba. Cerró los ojos y se hizo la dormida.
—Me parece que está despierta —dijo el hombre.
—Mmm —murmuró Clara Sánchez.
—Hola, me llamo Joel, ¿te acuerdas de mí?
Clara intentó decir que sí, pero no pudo emitir ningún sonido.
—No hace falta que hables. ¿Me entiendes?
—Mmm —contestó la expolicía.
—¿Puedes mover la cabeza?
Clara asintió.
—Juana, a la puerta —Joel dio un chasquido a los dedos.
El animal, apoyado sobre sus patas traseras, se levantó y se fue, no sin
antes restregar su gran hocico por la mejilla de Clara.
—Te ha tomado cariño —dijo el hombre—. Y te protegerá con su vida si
hace falta.
Clara asintió de nuevo. El hombre se movió y el rostro agrietado por el
tiempo se entrecortó bajo la luz del fuego. La observaba, paciente, su
mirada rebosante de ternura. Finalmente dejó la escopeta apoyada contra el
muro de la chimenea y tomó la mecedora en madera. Al sentarse, ésta crujió
como si se fuera a romper.
—Anoche la tormenta no me dejaba dormir —estiró el brazo y agarró
una pipa de madera. De un bote de al lado sacó tabaco y lo prensó. Un
fuerte aroma a regaliz y vainilla llegó hasta Clara—. Esta cabaña no es
como la de la familia Gantt —se llevó el instrumento a la boca. Tenía la
mirada dura aunque de alguna manera le parecía un hombre tierno—. No te
preocupes, no la voy a encender —y le dio una larga chupada aunque no
había prendido el tabaco—. Como te decía, un gran relámpago lo iluminó
todo y entonces Juana se volvió loca. Nunca la había visto reaccionar de esa
manera —Joel se quedó pensativo—. Bueno, una vez, pero eso es otra
historia —se reclinó sobre el respaldo y empezó a balancearse, al ritmo de
un crujido armónico—. Estaba rabiosa, golpeaba la puerta con las patas
delanteras y las uñas, yo creo que si no la abro la hubiera derribado. Yo
estaba en ropa interior, sabes, no suelo dormir preparado para salir en medio
de la noche con una tormenta como esta —parecía que se justificaba—.
Juana desapareció como un rayo. No sé el tiempo que me llevó vestirme,
pero cuando alcancé el porche escuché unos gritos desgarradores, que
volaban por el valle, por encima de los truenos. Estaba asustado. No podía
imaginar que esos rugidos y el sonido de dientes, carne y el crujir de
mandíbula fueran provocados por Juana. Entonces, entre el ruido del viento
escuché sus ladridos —señaló con su mano elevada en una dirección—, me
llamaba. Venían de la parte de arriba de la colina. Ya no es como antes, me
costó llegar —Joel dejó de balancearse y se inclinó hacia ella—. Cuando te
vi, hundida en la nieve, sin sentido, pensé que estabas muerta —se llevó la
pipa a la boca y le dio una fuerte calada—. Juana tenía la boca con sangre y
justo al lado, entre la nieve, había marcas de una pelea. Encontré esto.
El hombre se levantó y Clara lo perdió de vista unos segundos. Regresó
con una espesa barba negra, cubierta de sangre y restos de lo que parecía
carne. La sujetaba por un extremo y tenía el brazo extendido.
—Es postiza —exclamó extrañado. Con una vara tomó una de las tinajas
que colgaban de la viga y la depositó en el interior. Luego, se sentó de
nuevo en la mecedora—. Un auténtico milagro que sigas viva, esas marcas
en el cuello —el anciano dibujó una mueca entre disgusto y rabia—.
Estabas desnuda —Joel meneó la cabeza—. Qué alivio cuando comprobé
que tu corazón latía.
Clara Sánchez sacó fuerzas para dibujar una sonrisa. El hombre se la
devolvió y sus ojos, medio ocultos bajo unos párpados caídos, brillaron.
—No tengo teléfono, ¿sabes? No me hace falta —Joel chasqueó la
lengua—. No podía irme al pueblo y dejarte sola. No sé quién te quiere
hacer daño, pero sospecho que podría volver. Yo he estado haciendo guardia
afuera —señaló a la escopeta y se levantó— y Juana no se ha separado de ti
en todo el tiempo. Si ese malnacido vuelve, va a tener que enfrentarse a dos
grandes problemas —empuñó el arma hacia la entrada y luego la dejó de
nuevo apoyada contra la pared—. Amanecerá dentro de poco —se acercó
hasta la ventana, los brazos en cruz—. Habrá que esperar a que cojas
fuerzas y amaine la tormenta para ir a la policía. Hasta entonces, descansa.
Clara hizo un terrible esfuerzo pero no consiguió agradecer a Joel todo
lo que había por hecho por ella. Estaba muy cansada y no tardó en quedarse
medio adormilada de nuevo.
Alicante, Octubre 2009

9
—Cuéntame, Luengo —preguntó Santi Blanes.
La mujer carraspeó.
—Nada, no aparece en ningún momento.
—¿Estás segura?
La agente se tomó su tiempo para responder.
—Llevo en la sala de visionado más de cinco horas revisando las
grabaciones. Te puedo asegurar que por esa entrada no pasó.
—¿Se ve bien la puerta de acceso y las caras de la gente?
—Perfectamente, y no necesito verle la cara para saber si es él.
A Santi le pareció que Luengo había querido decir algo más, pero se
había arrepentido en el último momento.
—¿Pero? —preguntó Blanes, confiando en que no hubiese un pero.
—Pero, ¿me puedes decir porque estoy comprobando estas cintas de
vídeo?
—Ya te dije, es un tema personal y privado.
Blanes no era consciente de que había elevado el tono de voz.
—Vale, vale, no te enfades, jefe —Luengo acompañó a la frase de su
habitual carcajada—. Donde hay patrón, no manda marinero. ¿Algo más?
—Recuerda también, ni una palabra a nadie.
—Soy una tumba.
El inspector iba a colgar pero se dio cuenta de que faltaba un tema. Algo
importante que durante muchos años había dejado pasar, sin darle
importancia. Ahora todo debía cambiar.
—Gracias, Luengo, has hecho un buen trabajo.
Blanes miró el reloj. Le quedaba media hora larga y pretendía
aprovechar el camino de vuelta a su casa para definir con claridad los pasos
que iba a dar.
Abrió la puerta y una vez dentro se tomó un analgésico para el dolor de
cabeza. Le llegó la algarabía y las risas de unos jóvenes que pasaban por la
calle. Al poco sus voces se perdieron. Se imaginó el tiempo que llevaba sin
salir de fiesta y se acostó. Sumido en cavilaciones, la última vez que miró el
reloj antes de dormirse eran las dos.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano. Había pasado casi toda la


noche en vela, con la cabeza buscando cómo encajar las piezas del puzzle y
sobre todo cómo encajar las noticias de su enfermedad. En sueños había
vuelto a ver la cara de Clara la noche que fue en busca de ayuda y también
había revivido la pelea con Lucian en aquel hangar subterráneo. Recordó
como Urrutia lo salvó cuando colgaba por los brazos de aquella cadena y el
rumano le apuntaba a la frente con un arma. Recordaba la frialdad de sus
ojos. Prefería no imaginar qué hubiera ocurrido si el subinspector no
hubiera llegado a tiempo.
Con esos pensamientos todavía rondando por su cabeza, se echó encima
la chaqueta que estaba sobre la silla y salió al balcón, a fumar. Su mano
buscó en el bolsillo pero no encontró el tabaco y se acordó de nuevo de la
visita al hospital y el rito funerario que había acabado con su arsenal de una
vida de fumador. Apoyado en la barandilla contemplaba el mar, el mismo
que había engullido el cuerpo de aquel joven con esos kilos de droga en sus
intestinos. No había amanecido, pero la incipiente claridad le permitió ver
en el horizonte cómo un transatlántico enfilaba hacia el puerto.
Al menos ese día el cargamento de turistas se propagaría como un
torrente sanguíneo por las arterias de la ciudad, tan necesitada de ingresos.
Recordó las palabras de Manolo, acodado en la barra del bar, de cómo unas
hipotecas basura al otro lado del océano habían sumido al país en una crisis
que parecía iba para largo. El mundo ahora era global. Eso decían. Y se
había vuelto loco.

Volvió a entrar para darse una larga ducha y fue a prepararse un café.
Cuando la cafeína ya había hecho efecto, se agachó y abrió el baúl que
habían comprado en aquella tienda de muebles étnicos que había cerrado el
año pasado. En ese momento, Turco aprovechó para darle un lametón.
—Quita, ahora te saco.
Pasaba el dedo por el lomo de las cubiertas de cartón, hasta que por fin
se detuvo en una.
—Aquí está —sacó el vinilo con el dedo índice y pulgar y sonrió al ver a
una joven Tina Turner envuelta en un abrigo rosa de plumas, bajo el cual se
deslizaban unas largas piernas al lado de Ike, su exmarido, en traje y pose
de rock, con su inseparable guitarra en las manos.
Santi se negaba a cambiar su viejo plato y el amplificador por un lector
de CDs. Eso era para los jóvenes. Nada podía sustituir el encanto de ver el
disco girar y el chisporroteo de la aguja previo a los acordes envolviendo la
estancia. Las primeras notas de la melodía A fool in love, el debut del dúo
en los años sesenta, empezaron a propagarse como un eco que rebotaba por
las paredes del salón.
Santi movía las caderas embrujado por los ritmos de soul y de rock y en
el momento en que empezaba a agitar con fuerza los brazos con la áspera
voz de Tina Turner de fondo, el perro decidió acompañarle con pequeños
saltos a su alrededor. Comenzaban los acordes de He is mine pero Blanes,
jadeante, volvió a asomarse afuera. El transatlántico ya había atracado en el
muelle y ahora, gigantesco, sobresalía por encima de la estructura del hotel
Meliá. La claridad del día reflejada sobre la superficie marina y un cielo
nítido hicieron que Santi Blanes entornara los ojos y aspirara de nuevo con
fuerza el aire salado que llegaba hasta las aletas de su nariz. Es tu mente la
que te hace mísero o feliz, ahí estaban las palabras de su viejo amigo.

La concatedral de San Nicolás de Bari estaba muy cerca de la casa de Santi.


El inspector había tenido tiempo de hacer la obligada lista de llamadas
matutinas y de dar un largo paseo a Turco. No pensaba que pudiera volver a
casa hasta entrada la noche y el perro necesitaba desfogarse. De camino,
había saludado a un par de agentes que hacían la ronda y ahora se
encontraba sentado a la izquierda del templo, entrando por la fachada de la
Plaza Abad Penalva, y alejado del altar. El interior de la nave estaba repleto
de imágenes y las paredes y el techo eran de piedra. Sobre su cabeza tenía
un hermoso retablo en madera dorada y policromada, pero lo que atraía a
más turistas, cámara fotográfica en mano, era la Capilla de la Comunión,
considerada una de las más bellas muestras del alto barroco español, y el
órgano, situado en la tribuna.
Santi los observaba pasear, con sus bermudas y camisas chillonas, la
cámara por el cuello, eso sí, en un silencio respetuoso y tomando
fotografías a diestro y siniestro. Más gente en pantalón corto, que
feligreses, pensó. Santi recordó cuando años atrás, ¿sería el verano del
ochenta y cinco? Sí, fue ese año, porque había coincidido con un temporal
cuyas olas habían devorado los espigones de la Cantera… él también había
sido un turista. Un viaje familiar hasta Burgos para visitar a la tía Encarni.
Después de gastar un carrete entero dentro de la catedral, con especial foco
en las vidrieras, envalentonado por esa vena de fotógrafo profesional que
proporciona llegar como visitante a otra ciudad, llegó a la conclusión de no
malgastar más dinero en el revelado de fotografías inútiles. Admitía,
asintiendo con la cabeza, que la llegada de las cámaras digitales había
cambiado las reglas del juego cuando el párroco alzó los brazos y todo el
mundo se puso en pie.
Santi Blanes caminó por el pasillo, entre los bancos, para tomar asiento
bajo la cúpula. Se entretuvo observándola. Calculó que el punto más alto
sobrepasaba los cuarenta metros y a través del óculo la luz se filtraba blanca
y cristalina, proporcionando un cierto aire místico a la bóveda. Pudo contar
que la misma contenía veintiocho hileras de cuadrículas concéntricas de
piedra para soportar el peso de la estructura. Recordó que en el pasado, el
veintiocho se consideraba un número perfecto ya que se podía obtener
como resultado de la suma de cada uno de sus divisores menos él mismo.
¿El azar o el arquitecto habría elegido ese número por algún motivo?
Se fijó en la mujer por la que había acudido. Fiel a la misa de las diez.
Arrodillada en la segunda fila, de negro escrupuloso, rosario en mano, el
pelo gris recogido y murmurando una letanía aletargada. Santi miraba el
reloj cada poco. Le parecía que el párroco perdía el hilo y repetía parte del
sermón, aunque no se consideraba un experto en liturgia católica. Esperó
paciente a que acabara el oficio y la siguió por el pasillo sin que ella se
diera cuenta. Salieron a la plaza de Abad Penalva y en ese momento Santi le
tocó el hombro por detrás. La mujer se detuvo y se giró. El sol la cegaba y
se cubrió con la palma de la mano izquierda.
—Santi, ¿eres tú? —tenía los ojos entrecerrados—. ¿Qué haces aquí?
Blanes sabía que Consuelo no tenía móvil así que con un poco de suerte
podría abordar a su marido antes de que ella hablara con él.
MONSTRUOS

Madrid, Octubre 1982

1
La hermana Verónica había acompañado a Clara hasta la enfermería. Más
que de una enfermería como tal, se trataba de la pequeña sala al lado del
gimnasio donde había una camilla y un botiquín con lo mínimo en el caso
de que se produjera algún incidente en las clases de actividad física: vendas,
tijeras, esparadrapo, agua oxigenada y mercromina.
—Entonces, ¿no me vas a contar qué es lo que pasó? —la monja la
miraba con esos diminutos ojos marrones que no dejaban de moverse de
lado a lado.
—Madre Verónica, ya le he dicho que se me engancharon los cascos del
reproductor en el pendiente y al tirar para quitármelos, fíjese lo que pasó.
—Si tú lo dices —la mujer había empapado un trozo de gasa con agua
oxigenada y frotaba sobre el lóbulo abierto —. Hay que limpiarlo bien
primero. ¿Te duele?
Clara negó con la cabeza pero apretaba con fuerza los labios.
—Eres una chica fuerte —prosiguió la hermana—. ¿Tu padre es policía,
no?
La pregunta pilló completamente por sorpresa a Clara. ¿Qué tenía que
ver su padre en todo esto?
—Sí —respondió cabizbaja.
—Mi tío también lo es —le esbozó una sonrisa mientras le aplicaba
mercromina sobre la herida —. ¿Sabes lo que va a hacer? Qué tontería —
dijo ella misma sin darle tiempo a responder—. Claro que no lo sabes.
Ahora te lo cuento.
La monja acercó la cara a la oreja de Clara para cerciorarse de que todo
estaba bien.
—¿Seguro que no te duele?
—Un poco —confesó, apretando los labios.
—En unos días lo tendrás curado —pasaba con suavidad un algodón
para limpiar los restos de mercromina—. Lo importante es que no se
infecte. Limpiaremos la herida un par de veces al día. ¿Te parece?
Clara sonrió.
—Y ahora si no me equivoco tienes clase de inglés —la mujer le
acarició la mejilla—. A la hermana Natividad no le gusta que lleguéis tarde.
—¿Y lo de su tío? —preguntó Clara.
—Pásate esta tarde, cuando acabes las clases, otra vez por aquí —le dio
una palmada en la espalda—. Ya verás, te va a gustar lo que te voy a contar.
Clara salió a la carrera. La clase de inglés se le atragantaba y a ella le
gustaba ser la primera. En todo. De modo que le tocó sufrir la hora entera al
comprobar de nuevo que estaba por detrás de sus compañeras, en especial
cuando debía leer en voz alta. En clase todas le decían Sánchez, incluso
Maia. Una manera de impersonalizar, de quitar protagonismo a la propia
persona y dársela a los antepasados, pensó cuando la hermana Natividad le
pidió que siguiera con la lectura del texto. Varias de sus compañeras rieron.
Por fortuna, Maia, que había vivido una temporada en Inglaterra, estaba
mucho más avanzada que el resto y empezó a ayudarla en los ratos libres.

Al acabar se la clase se fueron corriendo al ala norte, donde había una


zona de habitaciones en desuso. La congregación disminuía año a año, le
había contado la madre Verónica, y era más rentable cerrar las áreas que ya
no eran necesarias. Las dos chicas habían encontrado su lugar, uno donde
nadie las molestaría y podrían hacer o decir lo que quisieran con
tranquilidad.

De camino Clara pensó que sus padres la habían internado no para que
dejara de generar problemas y sacar buenas notas si no en realidad para
alejarla de él. Y había buenas razones para ello. Tenía gracia. Se le escapó
una pequeña sonrisa al pensar cómo se las gastaban algunas de las “niñas”
con las que ahora compartía habitación. Era cierto que mostrar las piernas,
aunque fuera únicamente de rodillas hacia abajo, era el único gesto de
coquetería que permitía esa tela gris plisada. Pero lo que había escuchado
de las chicas más mayores la había dejado asombrada. Quedaban con chicos
y se besaban y tocaban.
Maia no tardó en volver al asunto del patio. Estuvieron un rato
charlando del incidente con el Walkman y que debían hacer algo al
respecto, pero lo cierto es que las dos estaban atemorizadas de las
consecuencias y prefirieron dejarlo pasar por el momento. Luego Maia
tomó el libro de inglés para repasar la pronunciación pero entonces Clara se
acordó del tío policía de la hermana Verónica.
—Maia, ¡me tengo que ir! —gritó cuando ya había pasado por el hueco
que habían descubierto para colarse en la zona cerrada.
Cuando llegó pudo ver a la hermana ordenando los libros con mucha
atención y concentración. De hecho, hasta que no estuvo a su lado ni se
percató de su presencia.
—Sánchez, menudo susto me has dado —el libro que tenía entre las
manos por poco se le resbaló —. Ven, siéntate conmigo.
Tomó la silla y se puso enfrente.
—¿Cómo va esa oreja?
Clara ya ni se acordaba de la herida y debió dejarlo claro con la cara que
había puesto.
—Veo que está bien —sonrió la hermana—. ¿Tu padre es policía
verdad?
Clara sintió un escalofrío que le bajaba por la espalda. La mujer
continuó.
—No pongas esa cara, mujer. Te lo digo porque mi tío Enrique es
también inspector y lleva unos años en un programa de defensa personal
para el Cuerpo. Creo —Verónica arqueó las cejas—, que es una
combinación de judo y karate.
—¿Cómo en las películas de Bruce Lee?
La mujer se quedó pensativa hasta que respondió riéndose.
—Eso es, no se me hubiera podido ocurrir una mejor manera de
explicarlo. Cada día se escuchan cosas terribles que pasan en la calle —
había adoptado una postura más tensa—. Por eso he hablado para organizar
unas clases de defensa personal por las tardes. ¿Qué te parece?
Clara no sabía nada de judo o karate, no tenía ni idea de en qué consistía
salvo aquellas patadas acrobáticas que había visto en el cine de verano del
pueblo de mamá en una película, cuyo título no recordaba, de Bruce Lee.
Pero, por el contrario, sí que tenía muy clara una cosa: necesitaba aprender
a defenderse. A defenderse de niñas como las del patio, pero sobre todo a
defenderse de los monstruos que a menudo se ocultaban como uno más
entre el resto, con el aspecto de personas normales y bondadosas, y luego
eran capaces de infligir el más profundo y horrible de los daños al ser que
debían defender por encima de todo.
Malasaña, Octubre 1982
2
La chica había confesado a Sánchez y Resines dónde podrían encontrar a
Arash esa tarde: el bar Castilla. El barrio era más pequeño de lo que podía
parecer y las alimañas siempre rondaban por las mismas zonas, había
concluido Resines, adoptando ese aire dogmático y de catedrático de
universidad. No habían pasado ni dos horas desde que aquella jovencita que
apenas llegaría a los dieciocho años se había levantado la camiseta y les
había mostrado su sexo. Era pequeño y abultado, con unos pocos pelos
claros esparcidos, los labios hinchados. Se lo empezó a frotar de arriba y
abajo. Luego se metía y sacaba el dedo sin dejar de mirarles. “Os gusta lo
mío, a todos os gusta” repetía. Recostada sobre aquel sofá lleno de
quemones, las rodillas dobladas, las piernas abiertas y los pies sucios sobre
el tapizado beige. Lo manchaba todo. Había tenido una jodida erección y si
no llega a ser porque estaba con Resines se la hubiera follado de forma
violenta en aquel cochambroso antro en el que parecía vivir. Luego la chica
se había dado la vuelta, arqueando la espalda. “Os gusta también mi culo”.
Ese fue el instante que Resines la había agarrado por la nuca y le había
dicho que como les hubiera mentido dónde encontrar ese puto iraní se iba a
arrepentir de haber nacido. Nadie iba a echar en falta a una puta y
drogadicta como ella, un despojo de los tiempos que corrían. Le apretaba
tan fuerte el cuello que tuvo que darle a su corpulento compañero un golpe
en la espalda para que la soltara. Cuando la chica cayó sobre el sofá,
resoplaba como un toro, los ojos muy abiertos, la camiseta por encima de la
barriga, mostrando unos pechos pequeños y puntiagudos. Él por su lado
solo pensaba en follársela.
—¡Sánchez! —la palmada en la espalda le pareció una maza de hierro
—. ¿En qué coño piensas que estás tan callado?
Sánchez se miró el bulto en la entrepierna. Rezaba para que Resines no
se hubiera percatado de la erección que tenía en ese momento, aunque
sentados como estaban en el Seat 124 parecía difícil.
—Pues pensaba en lo que me has contado de ese hijo de puta iraní,
Arash —cogió el paquete del salpicadero y le ofreció a Resines un
cigarrillo. Este negó con la cabeza. Sánchez prendió el mechero e inspiró
lentamente la primera calada—. Así que tuvo una bronca en un bar y le dio
una paliza a un compañero.
Resines asintió sin quitar la mirada fija hacia adelante.
—Un novato —chascó la lengua y osciló la cabeza—. Iba de paisano y
por lo que dijeron los testigos, tan colocado que apenas podía hablar. La
discusión empezó por una copa derramada y poco a poco fue subiendo de
tono. Parece ser que el muy gilipollas no se identificó, y nuestro amigo iraní
le dio una paliza que no veas. Durante el juicio, se descubrió que Arash
había sido un sargento de las fuerzas de operaciones especiales del ejército
iraní. Un tipo peligroso —sentenció—. Dejó al otro medio muerto en el
suelo. Ahí fue cuando se le cayó la placa. Me puedo imaginar la cara que se
le quedaría al muy cabrón —se frotó la base de la nariz con el dedo índice
—. El hijo de mala madre se fue directo al juzgado de guardia, una pena
que no pasara directamente por comisaría, dónde le hubiéramos tratado
como le correspondía. Eso sí, no se libró de estar varios días encerrado.
—Entiendo —Sánchez asintió con la cabeza—. Y es ahí donde conoció
al Largo.
—En efecto, él se encargó de interrogarle —Resines arrugó el labio
superior y lo llevó hasta la base de la nariz—. Y desde ese momento se
convirtió en su mejor confite. No sabes cuantos soplos nos dio —el
inspector tensó la mandíbula—. Estoy convencido de que sabe quién le
llenó el cuerpo de hierro a nuestro compañero —por un momento pareció
que se le humedecían los ojos, hasta que agarró con fuerza el volante—. Por
mis santos cojones que si ese moro de mierda sabe algo, se lo voy a hacer
escupir por ...—acabó la frase de golpe y señaló hacia el final de la calle,
por donde cruzaba un tipo no muy alto, moreno, de complexión atlética con
vaqueros, una camiseta dos tallas por debajo de lo normal y una barba de
varios días. Andaba con seguridad y se metió directo en el Bar Castilla.
—Vamos —Resines se había bajado del coche sin tan siquiera haber
acabado la frase.
Sánchez lo seguía a paso acelerado. Cuando entraron el local estaba
medio vacío, aparte del hombre al que seguían y otro individuo, tan sólo un
par de parroquianos ocupaban una mesa en la esquina, bajo el televisor.
Había dos tercios de cerveza escarchados sobre la barra, que hicieron que
empezara a salivar. Arash tomó la botella que tenía enfrente suyo y le dio
un largo trago. El tipo con el que charlaba, aunque iba vestido con ropa
limpia y de marca, no podía ocultar que era drogadicto. Por cómo
gesticulaba con las manos, había cierta tensión entre ellos. El iraní, por su
lado, mantenía el rostro templado, con apariencia de tener la situación bajo
control. El camarero que estaba detrás de la barra discutiendo con un cliente
sobre el gol a Santillana anulado el último partido en el Santiago Bernabéu
zanjó la conversación de golpe y llegó hasta ellos.
—¿Qué va a ser?
Resines señaló los botellines ya medio vacíos y se acercaron hasta donde
charlaba la pareja. Sánchez pudo escuchar como el de la cazadora negra y
floreada le reclamaba en voz alta cinco gramos a Arash. La cara de éste
palideció cuando los vio llegar, como si hubiera visto un muerto viviente.
—¿Qué pasa Arash, no te alegras de vernos? —Resines le pellizcó la
cara con contundencia.
El otro también había enmudecido y se retiró unos centímetros.
—Tú te las piras —le dijo Resines a su acompañante.
—Tranqui colega —había levantado los brazos y dos manchas de sudor
asomaron por las axilas—. Ya me voy.
Arash tragó saliva antes de poder hablar.
—¿Viene a tomar una copa, señor inspector? —preguntó.
Resines sonrió.
—Joder, hay que reconocer que eres un tío educado —tomó el botellín
recién sacado de la nevera que había puesto el camarero y lo apuró de un
único trago—. Anda, vamos a dar una vuelta.
El iraní carraspeó.
—Tengo cosas que hacer, señor inspector.
Resines soltó una carcajada y le volvió a pellizcar la mejilla.
—Venga joder, no me obligues a hacerlo por las malas. Seguro que
llevas alguna papelina encima —le dio una palmadas por el pantalón.
—No llevo nada, estoy limpio —el iraní sonrió levemente—. ¿Qué
quiere usted de mí, señor inspector? Sea lo que sea lo podemos hablar aquí
mismo.
El camarero no quitaba la atención de lo que estaba ocurriendo. Sánchez
se encaró hacia él.
—Vete a la cocina, anda.
Resines acercó el rostro a pocos centímetros del iraní. Éste, a pesar de su
piel oscura, estaba blanquecino como la cal.
—Sabes Arash, nos ha costado encontrarte —le miraba hacia abajo—.
Tú eres un tío listo, ¿verdad? Te lo voy a decir por última vez. Vente un rato
con nosotros, tenemos que hablar, como buenos amigos que somos —
Resines abrió la chaqueta y la culata plateada del revólver resplandeció bajo
el foco—. Luego te dejamos de vuelta dónde nos digas —la sonrisa lobuna
se dibujó en sus labios—. No te quejarás, ¿no?, servicio de chófer.
Sánchez le agarró del brazo y Arash no opuso resistencia. Llegaron hasta
el Seat 124 en silencio. Un grupo de chicos y chicas pasaba al otro lado de
la calle. El iraní los miró y se detuvo a un par de metros del vehículo.
—Señor inspector, debería poder llamar a mi abogado.
Sánchez le empujó con fuerza y el hombre chocó contra la puerta del
coche. Los chicos, que hablaban en voz alta, se callaron y los miraron.
Entonces sacó la placa del bolsillo posterior del pantalón y se puso a gritar.
—¡Circulen, vamos, aquí no pasa nada!
El grupo se fue sin rechistar.
—!Las manos sobre el coche! —ordenó Sánchez.
El hombre colocó las palmas sobre el capó y abrió ligeramente las
piernas. Sánchez empezó a cachearle y cuando palpó los bolsillos
posteriores del vaquero, exclamó:
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —sacó las dos papelinas que tenía
preparadas—. Estos tíos no aprenden.
Resines colocó a Arash las esposas por detrás, abrió la puerta del
vehículo y le lanzó dentro.
—¡Eh, no tienen derecho a hacerme esto! —gritó el iraní antes de que
Sánchez arrancara el coche.
Vertedero en la zona sur de Madrid, Octubre de 1982

3
Sánchez conducía y detrás iba Arash esposado con las manos por la espalda
y con Resines a su lado. El iraní se había mantenido firme todo el trayecto y
aseguraba que no sabía nada de la muerte del Largo, tan solo lo que había
leído en la prensa. Sánchez le volvió a mirar a través del espejo retrovisor.
Las gotas de sudor le resbalaban por la frente. Tenía el rostro hinchado, la
mejilla izquierda enrojecida y por cómo habían sonado los puñetazos
hubiera apostado que también tenía varias costillas fracturadas. Respiraba
fuertemente.
—Ya hemos llegado —Resines le dio otro golpe en el costado y el iraní
se encorvó sobre sí mismo mientras exhalaba un quejido seco—. Venga,
vamos a dar un paseo, te vendrá bien un poco de aire.
El hombre tragó saliva antes de responder.
—Señor inspector, vamos a hablar primero —consiguió levantar la
cabeza y le miró a los ojos—. Le juro que yo no sé nada de lo que le pudo
ocurrir a su compañero. A veces le pasaba información de algún
movimiento importante, eso es todo. Luego ustedes salían en la prensa,
como héroes.
—Venga abajo —escupió Resines.
Esta vez el golpe sonó con contundencia y el iraní profirió un fuerte
grito. Cuando recuperó el aliento, se encaró hacia Sánchez, que lo
observaba desde el asiento del conductor.
—Usted tiene cara de ser un buen hombre, no me hagan daño —suplicó.
Sánchez vio como una mancha húmeda se agrandaba en la entrepierna
del iraní. Se había orinado encima.
—¡Joder qué asco! Me va tocar limpiar la tapicería —gritó Resines—.
Ahora resulta que este antiguo militar de operaciones especiales de Irán es
una puta nenaza.
Antes de haber sacado por completo el cuerpo del coche, con las piernas
por fuera, lo agarró por el cuello con sus manos como si fuera una
marioneta y lo lanzó al suelo. El iraní rodó sobre la tierra. Sánchez bajó
también. El olor era insoportable. A lo lejos, tras unas colinas de humeantes
de desechos, unos camiones descargaban basura bajo un sol anaranjado y en
el horizonte se dibujaba el contorno de la gran ciudad. Inspiró hondo y la
peste que reinaba en ese lugar le provocó náuseas. Resines había levantado
a Arash y le llevaba entre gritos y golpes hasta una montaña de escombros.
Sánchez comprobó primero que no había nadie por los alrededores y les
siguió. El iraní no había dejado de implorar que no le matara en todo el
camino.
—¡De rodillas! —ordenó Resines.
—Por dios, no vaya a hacer ninguna tontería —volvió suplicar Arash—.
Se trata de dinero, ¿es eso verdad? —la cara se le iluminó—. Yo puedo
darles dinero. Mucho dinero. Un millón a la semana, ¿qué le parece? —
cambiaba la mirada de uno a otro, buscando una señal afirmativa de
cualquiera de los dos.
—¿Qué vas a proponerme? —Resines tenía los ojos fuera de sí—. ¿Que
entre como un camello de mierda en el negocio de las drogas? Si me das un
millón a la semana, ¿cuántos ganas tú?
—Puede ganar mucho dinero, mucho. Señor inspector, usted me dice
cuanto quiere y nos olvidamos de todo. Como buenos amigos —Arash
forzó una sonrisa—. Dígame cuánto y esta misma noche se lo acerco dónde
usted me diga.
—Mira desgraciado —dijo con una voz infinitamente más fría que la
que había empleado hasta entonces—. Si no me dices lo que sabes del
asesinato del Largo, te voy a quemar los huevos a fuego lento hasta que te
cagues en la madre que te parió y luego voy a coger a esa novia que tienes
de tres al cuarto y le voy a arrancar la carne de la cara. Sin prisa.
Arash cerró los ojos y gimió.
—Terminemos de una vez.
Sánchez abandonó su actitud pasiva y se puso al lado del hombre. Éste,
cuando vio que el inspector sacaba el revólver de la funda, empezó a
sollozar.
—¡Por Dios Grande, no hagan ninguna tontería! ¡No, por favor!
Sánchez le dio una patada en la boca con la punta del zapato. Un diente
salió volando y la sangre le empezó a brotar por el labio. Lo cogió por la
nuca y lo puso de rodillas de nuevo. Acercó su cara a un palmo y vio como
aquellos ojos negros, muy abiertos, brillaban.
—Como no nos digas lo que queremos saber, te voy a pegar un tiro en la
boca. ¿Sabes lo que vas a ser? Te lo voy a decir —puso su rostro casi
pegado al del iraní—. Otro traficante muerto en un ajuste de cuentas. Nadie
se molestará mucho contigo —Sánchez se incorporó, agarró por el pelo al
hombre y le metió el caño entre los dientes. La sangre manchó el arma—.
Vamos a hacer un juego que te va a gustar. Consiste en contar hasta tres en
voz alta. ¿Lo conoces?
Arash gimió, pero no se le entendía nada.
—Uno
Sánchez metió más profundamente el revólver.
—Dos
El iraní empezó a llorar de forma descontrolada. Sánchez retiró
ligeramente el arma de la boca.
—Se lo contaré todo —entendieron que decía entre sollozos—. Se lo
juro, les voy a contar todo lo que sé —tenía la frente apoyada sobre el suelo
y continuaba llorando.

Cuando dejaron el vertedero las sombras ya se cernían sobre el lugar,


pero los camiones seguían llegando para vaciar toneladas de escombros que
la ciudad no dejaba de producir. ¿Dónde acabaría toda esta porquería?,
pensó Sánchez al observar una fina capa humeante y espesa que se extendía
por encima de los detritos. Le costaría quitarse ese olor penetrante que
había impregnado la ropa. Ya tenía ganas de llegar a casa, darse una buena
ducha y bajar al bar. Desde que ella no estaba, todo era diferente. Había
tomado la decisión correcta. Quedaba asegurarse de que la niña no iba a
contar nada. Nada de nada.
—¿Pero qué cojones te pasa esta tarde? Estás muy pensativo —la mano
de Resines volvió a caer como una maza sobre el hombro de Sánchez—.
Tampoco nos hemos pasado tanto con el morito —giró el cuello y miró el
asiento posterior—. Eso sí, tendré que lavar el tapizado para que no coja
olor a amoniaco. Pues no se ha meado de miedo el muy hijo de puta —
lanzó una gran risotada y miró de nuevo hacia la carretera. De momento,
cambió el semblante y se puso serio—. ¿No ibas a disparar, no?
Sánchez permaneció en silencio. Por unos segundos, imágenes en forma
de flashes en su niñez, en el internado con el padre Zacarías tocándole,
atravesaron su cabeza como cuchillos. Empezó a tener sudores fríos.
—¡Qué si ibas a disparar! —gritó de nuevo Resines.
Sánchez negó con la cabeza y bajó la ventanilla unos centímetros. La
manivela no funcionaba bien. Luego giró el botón del radiocasete. Miguel
Ríos daba la bienvenida a los hijos del rock and roll con su voz quebrada.
—¿Es que no hay ya otra música en este puñetero país? —vociferó
Resines.
Sánchez tomó la rueda de plástico entre el dedo índice y el pulgar y la
movió en busca de otra emisora. Las melodías de música que no eran de su
agrado se intercalaban con continuos chisporroteos metálicos hasta que por
fin sintonizó un canal de noticias donde se anunciaba la inminente primera
visita del Papa Juan Pablo II a España. Afinó unos milímetros más el dial
hasta que el sonido se escuchó con nitidez. Por fin se decidió a hablar.
—¿De verdad piensas que el Largo hacía negocios con el clan de Los
Juanines y tú no sabías nada?
Arash les había contado como el inspector y hombre de confianza de
Resines que había acabado relleno de plomo y cubierto de polvo blanco
llevaba tiempo trabajando para el mayor clan de la droga del país. El
fornido inspector no había dado crédito a aquellas palabras y enfurecido
había golpeado con fuerza al iraní. Era posible que aquella rabia
incontrolada hubiera surgido más por descubrir que uno de sus hombres de
confianza trabajaba en solitario, a sus espaldas y no en equipo como
siempre se enorgullecía. Ahora deberían tirar del hilo y ver hasta dónde
llegaba esa conexión. En lo que de momento no había forma de avanzar era
en averiguar donde guardaba Resines la información de las personas que
había espiado en el pasado, y sobre todo, la del Ministro del Interior. El
auténtico motivo por el que Pelayo le había destinado en el Grupo 3.
LA GALERÍA

Zermatt, Octubre 2009

1
Vijay se había enfrentado a situaciones más peligrosas y siempre había
conseguido salir airoso de ellas, pero tenía que reconocer que jamás se
había sentido tan humillado y fracasado como en ese momento, con las
gotas de sudor resbalando por su cuerpo desnudo aunque la tormenta
hubiera arreciado. Sin embargo, la llama interior que le había ayudado a
sobrevivir desde bien pequeño en su Mumbai natal seguía prendida con
fuerza y las palabras de su hermano cobraban más vida si cabía.
Casi se había acostumbrado al ardor, intenso y punzante, en el antebrazo.
Lo que no podía soportar era la mezcla espesa de sangre y saliva que le
resbalaba por el cuello. Sentía como las ráfagas de viento se colaban en el
interior de su boca por donde antes la mejilla era una estructura muscular
sólida. Aquel maldito animal oscuro como la noche había pasado del brazo
al cuello en un santiamén. Por fortuna, en el último momento había
desviado la cabeza de la bestia, que iba directo a la yugular, y su mandíbula
había acabado haciendo presa entre el cuello y la mejilla.
En su mente resonaban con fuerza los pasos rápidos del animal sobre la
nieve. Estaba tan concentrado en apretar el cuello de la mujer que su
sistema de alarma no había saltado hasta prácticamente tenerlo encima. En
un primer instante no supo lo que le aferraba con violencia por el brazo
cuando rodó sobre aquella ladera. El segundo imprevisto de la noche. El
primero había sido comprobar, sorprendido, que aquella zorra sabía luchar.
Recordar cómo la mujer había neutralizado su técnica mortal y escapado de
la casa, donde, si todo hubiera salido como previsto, debía yacer muerta
sobre la cama con un cóctel de tranquilizantes en la mesita de noche, era un
disparo directo al orgullo de Vijay. El prestigio en su profesión lo era todo.
El indio tomó aire para afrontar el último tramo desde la valla hasta la
puerta de entrada al chalet, que chirriaba y se movía por la fuerza del
viento. Daba tumbos. Ya tenía la mano sobre la manivela cuando la luz de
la lámpara que colgaba en la entrada iluminó su antebrazo. No pudo evitar
lanzar un bramido de rabia al ver la mezcla sanguinolenta de hueso, carne y
sangre. No le quedaba mucho tiempo, si la mujer había sobrevivido, habrían
avisado a la policía. Un último esfuerzo le sirvió para llegar hasta el cuarto
de baño donde recordaba haber visto un botiquín metálico clavado a la
pared. Encendió la luz y esta vez la imagen reflejada en el espejo le provocó
un aullido de verdadero terror.
En esas situaciones era importante mantener la calma. Abrió la
portezuela blanca con una cruz roja y rebuscó entre el material. Tomó lo
que consideraba imprescindible y las cajas de medicamentos que había.
Buscaba también algún bote de líquido desinfectante pero tan sólo encontró
uno de alcohol y se giró hacia la pila. Se ocupó primero del antebrazo. Lo
puso bajo el agua y el nacimiento de un río rojo empezó a fluir por el
blanco cerámico hasta el sumidero. Luego tomó una toalla y secó la zona
alrededor de la herida, evitando tocar la parte abierta. Se había asegurado de
que no quedaba humedad cuando cogió la botella transparente que tenía
escrito en rojo chillón las palabras «noventa y seis grados» y se roció la
parte dañada. Vijay apretó los dientes, miles de pequeños cuchillos se
clavaban en la piel y eran enviados por el sistema nervioso hacia el cerebro.
Le quedaba cubrir bien con gasas y fijar con el esparadrapo para pasar a la
siguiente herida.
Venía la parte más dolorosa. Todavía podía sentir los dientes clavados en
la carne, las babas de aquella bestia por su cara. Se recostó bajo el chorro de
agua con la mejilla malherida. El agua se filtraba por unos agujeros donde
antes había músculo pero que los colmillos se habían encargado de triturar.
Impregnó una gasa con alcohol y arrancó una a unas pequeñas porciones
que convertía en volúmenes esféricos, para taponar las heridas. Tenía los
ojos en lágrimas cuando puso la última. Se incorporó y apoyó los brazos en
la pila. La imagen que le devolvió el espejo, media cara desfigurada, una
nariz hinchada y amoratada y un fuerte hematoma en la frente hizo que la
rabia y la necesidad de venganza se convirtieran en el combustible que su
maltrecho cuerpo necesitaba.
En ningún momento se le había pasado por la cabeza que todo se
pudiera torcer de un modo tan inesperado. En teoría aquello iba a ser pan
comido. Ahora le tocaba rematar lo que había empezado y esta vez iba a
disfrutar de ello como con aquel matón ruso que enviaron para matarlo y
había acabado atado al sillón de la clínica dental. Con la zorra también se
tomaría su tiempo. Reclinada en la silla, con un trapo en la boca sellada por
cinta americana y a mano un variado instrumental que incluía tenazas,
alicates y alguna navaja. Serían sus ojos los que hablarían. Aquella mujer
iba a dejar el mundo de los vivos recorriendo el más doloroso y
escalofriante camino jamás imaginado. Le arrancaría la piel de la cara, trozo
a trozo. Se permitiría además unas fotografías para hacerlas llegar a sus
seres queridos, si es que tenía alguno. Pensar en ello le pareció justicia, una
justicia real basada en el ojo por ojo y sangre por sangre.
Se tomó dos pastillas de antibióticos, analgésicos y antiinflamatorios y
guardó las cajas en el abrigo. Estaba acostumbrado al dolor físico, pero
incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban
enormes dolores en la mandíbula. Estaría varios días sin masticar nada
sólido. Los siguientes minutos los dedicó a limpiar de huellas la vivienda y
vestirse. Puso la peluca y el pasaporte en una bolsa que se consumió por el
fuego de la chimenea en cuestión de segundos. Antes de salir observó por la
ventana. Al abrir la puerta, la tormenta rugía con fuerza y no se escuchaban
sonidos de sirenas.
Sacó el teléfono del abrigo y buscó el número de la única persona que
podía sacarle de aquel embrollo. Iba a pulsar la tecla de llamar cuando un
escozor punzante se propagó desde la mandíbula hasta la garganta.
Orgullo.
Prestigio.
Vijay apretó los puños y empezó a caminar en dirección a la montaña.

Clara iba corriendo por la nieve, no estaba segura de qué peligro le


acechaba, pero con la certeza que daban los sueños, sabía que algo la
perseguía. Cada paso se volvía más difícil, como si una gelatina la
envolviera. Luchaba con todo su ánimo contra esa fuerza transparente. Se
sentía agotada. Los pasos de un animal a la carrera estaban cada vez más
cerca. Le faltaba el aire. En un último intento desesperado, intentaba correr
más rápido. Era inútil. Se dejaba caer sobre la fina película blanca y giraba
su cabeza. Un león albino de poderosa melena venía hacia ella con las
fauces abiertas. No tenía escapatoria. El animal saltaba y unos colmillos
enormes caían sobre su cuerpo. El rugido del león tronó en su cabeza con
tal fuerza que Clara se incorporó en la cama de forma súbita, sudorosa, el
corazón desbocado. Intentó gritar, pero sus cuerdas vocales no emitieron
ningún sonido. ¿Dónde estoy? Poco a poco, volvió a situarse. El dolor de
cabeza no ayudaba. Consiguió ir enfocando lo que tenía a su alrededor: la
silla mecedora de madera, la chimenea, las sartenes de la pared como la del
cazador de pieles en Alaska y aquellas ramas que colgaban del techo.
Joel.
Juana.
El viento soplaba con fuerza afuera y se dio cuenta de que el sonido del
rugido del león blanco del sueño eran en realidad los ladridos graves y el
repiqueteo de las uñas de Juana contra la madera. Tenía la nariz fría. El
fuego de la chimenea ya no crepitaba y donde antes los troncos ardían con
una llama alta ahora tan solo quedaban unas brasas anaranjadas.
—Joel —repitió. Esta vez un hilo de voz había salido por su boca.
Trató de levantarse pero cuando bajó las piernas de la cama se vio
asaltada por vértigos. Se dejó caer de rodillas, y a duras penas, gateando,
llegó hasta la puerta. Juana estaba fuera de control. En un último esfuerzo la
abrió y la perra desapareció en la noche, poseída por el diablo. El instinto le
dijo que debía tomar algún objeto como elemento defensivo. Estaba
demasiado exhausta. Se arrastró hasta el colchón, y aunque luchaba para
que no se cerraran sus párpados, se quedó dormida de nuevo.
Alicante, Octubre 2009

2
Santi alcanzó la comisaría con una idea muy clara en su cabeza. Consuelo
no le había contado la verdad. Llevaba demasiados años interrogando a
sospechosos como para leer con absoluta nitidez la mentira. Además, las
grabaciones visionadas por Luengo lo confirmaban. Andaba rápido a su
despacho y de camino comprobó que la mesa del subinspector estaba vacía
pero con el ordenador y el flexo encendidos. Las manos de Luengo
golpeando el teclado sonaban con fuerza por la sala. No le extrañaban las
quejas de sus compañeros sobre la posibilidad de concentrarse cerca de esa
mujer.
—¿Dónde está? —preguntó el inspector desde la distancia.
—¿Urrutia? —las cejas negras de la agente, que contrastaban con el
rubio del pelo, se arquearon.
Santi Blanes asintió.
—Abajo, en la galería —la mujer giró la silla para encararse hacia él y
empezó a hablar—. ¿Sabes que ya ha llegado…?
El inspector levantó la mano para que se callara.
—Luengo, después me cuentas.
De camino, Blanes no encontraba un motivo por el que Urrutia pudiese
querer hacer daño a Clara. Salvo que la trama de la organización secreta que
le había relatado la expolicía tuviera algún fundamento. A Santi le asombró,
y no era la primera vez, que en el fondo conociera tan poco de su
compañero. ¿Qué sabía en realidad cada uno de la vida del otro? Apenas
nada. Y, sin embargo, llevaban a sus espaldas muchos años de
investigaciones en común. No podía evitar que aquello le resultara
desalentador. El móvil vibró y comprobó que era una llamada del juzgado.
Era mejor no responder en ese momento.
La galería estaba construida en las entrañas de la comisaría y mientras
caminaba por las dependencias policiales los recuerdos del día de la
detención del rumano llegaban en tromba a su mente. Cuando alcanzó el
sótano, vio a Maldonado charlando con una joven pareja de agentes. A
Santi le resultó agradable encontrarse con la cara apaciguada y de buen
hombre del instructor de tiro, que repasaba con los policías los errores
cometidos en el ejercicio. Al verle llegar, éste le saludó con un gesto de la
cabeza. Blanes permanecía a un par de metros. Pudo escuchar cómo el
chico, con las prisas y los nervios, se había olvidado un par de veces de
quitar el seguro del arma reglamentaria.
—… y ya sabes que te toca pagar la cerveza a tu compañera —gritó el
instructor cuando finalmente se marcharon—. Blanes, cuánto tiempo —el
hombre le dio unas palmadas afectuosas en la espalda.
Santi sonrió.
—¿Qué tal los nuevos?
—Dos recién jurados —señaló a los agentes que ya subían por la
escalera—. Cada vez vienen mejor preparados —confesó, no sin cierto
orgullo—. La chica no ha fallado ni un tiro, y eso que les he puesto un
ejercicio divertido.
Santi conocía bien a qué se refería. Distribuidos por los quince metros
de galería, una serie de paneles de todos los tamaños y donde los policías
debían seguir las instrucciones para los disparos: andando y protegiéndose,
arrodillados, con la mano izquierda, y si había algún fallo, como castigo,
tocar una botella que colgaba en las dianas y luego carrera hasta la línea de
tiro más lejana, para tocar una campana. Suerte que la última vez que tuvo
que tirar, el instructor le había perdonado un par de errores. En ese
momento, Santi recordó los problemas de salud de la esposa y le preguntó.
—Y tu mujer, ¿cómo está?
El oficial de policía tragó saliva y bajó un momento la mirada, como si
no se decidiese a hablar.
—Ha empezado con la quimio hace un mes —explicó al fin—. Los
médicos dicen que va todo bien, que no nos preocupemos. Lo malo es que
hay días en que está muy cansada —el hombre se mordió el labio—. Se le
caía el pelo, ¿sabes? Pero hemos comprado una peluca y la veo más
animada.
Blanes se pasó las dos manos, lentamente, por su melena plateada. ¿A él
también se le caería cuando empezara el tratamiento?
—Estará guapísima —dijo Santi finalmente con convicción—. Ya verás,
para Navidad todo olvidado.
—Eso sí sería un regalo —el instructor acabó la frase en voz baja—.
Salud, no nos damos cuenta de su importancia hasta que nos falta.
¿Acaso todo el mundo tenía preparadas las típicas frases de autoayuda o
es que estaba más sensible desde el diagnóstico? Se concentró en lo que le
había llevado allí. Acercó la cabeza a la del policía y cambió de tercio.
—¿Está Urrutia?
—Ya lo conoces, no falla ni un sólo trimestre. Eso sí, ejercicio en
estático —Maldonado rio—. Ya sabes que eso de correr y moverse, no es
para él. Desde luego si hubiera muchos como él, en Madrid no estarían nada
contentos —hizo el gesto de frotarse el índice con el pulgar—. Ya sabes,
falta pasta.
Blanes sabía bien a qué se refería, la munición era dinero, y con la crisis
actual había que recortar por donde se pudiera. Incluso, se hacía la vista
gorda si no se cumplía con el Plan Nacional de tiro y la obligatoriedad de
acudir una vez al trimestre a realizar las correspondientes prácticas.
—Si, lo tienes ya dentro —la mano del oficial señaló hacia la puerta
metálica—. Y menos mal, ¿no?
Blanes le devolvió una mueca de sorpresa. ¿A qué se refería?
—El otro día, en aquella nave del Plá de la Vallonga. Si no es por
nuestro pequeño gran hombre, a saber lo que ese hijo de puta del rumano te
hubiera hecho. ¿Cómo se llamaba?
—Lucian.
—Una pena que muriera tan rápido. Ya sabes lo bien recibidos que son
los asesinos y violadores por sus compañeros cuando entran al talego.
Blanes no pensaba en la cárcel ni en Lucian, meditaba más bien en cómo
iba a abordar a su subordinado. Urrutia tendría defectos, pero desde luego la
astucia no era una cualidad de la que careciera. Le dedicó un gesto de
aprobación a Maldonado y entró a la galería.
Se trataba de una larga sala rectangular, estrecha y profunda. El
subinspector se encontraba de espaldas, en la línea de tiro, con las siluetas
negras de los cuerpos sobre las dianas, al fondo. Tenía los cascos de
seguridad puestos. Las dos manos apoyadas sobre la mesa, al lado de la
munición y del arma. Parecía pensativo. A través del cristal de la sala de
control, Maldonado aguardaba a que el inspector se uniera a su compañero.
Urrutia no le escuchó llegar porque cuando la mano de Santi tocó el
cuerpecillo del subinspector, éste dio un respingo. Se giró y lo miró con los
ojos muy abiertos, todavía más agrandados por el efecto óptico del plástico
de las gafas protectoras.
—Jefe, ¿qué haces aquí?
El que da primero, da dos veces.
—Tú me estás ocultando algo —Santi se lo lanzó de golpe, un directo a
la altura del gran Classius Clay.
Una mueca escéptica se adueñó de su semblante.
—¿De qué me hablas?
—¿Sabes de dónde vengo? De misa —Blanes dejó su Heckler & Koch
USP compact nueve milímetros y la caja con la munición—. He estado con
Consuelo.
Los ojos de Urrutia se agrandaron todavía más.
—¿Has ido a misa para hablar con ella?
Blanes asintió mientras se colocaba las gafas protectoras.
—¿Por qué? —la expresión de Urrutia se endurecía por momentos.
—Por tus mentiras.
En el instante que la musculatura maxilar de Urrutia se tensaba, como si
fuera a explotar, los altavoces empezaron a propagar la voz ronca de
Maldonado por la galería.
—Dejen el arma en la mesa —era un sonido metálico con alguna
interferencia. Los dos policías dejaron de mirarse y se ajustaron la
protección acústica. Tenían ambos la vista al frente, sobre las dianas.
—Con el arma dirigida hacia los blancos, quiten cargador y comprueben
recámara —Blanes observó que del arma de Urrutia saltaba una bala.
Cargaron la munición.
—Empuñamos arma, introducimos cargador municionado, bajamos
martillo y a la funda —el inspector se aseguró de que la lengüeta de la
automática estaba en posición vertical.
Con tantos años de servicio a su espalda y siempre que disparaba, el
mismo cosquilleo recorría su barriga.
—Fuego.
Santi fue pulsando el gatillo hasta acabar con todo el cargador. Tomaba
aire antes de cada disparo. Olía a humo de pólvora y a pesar de que los
cascos cumplían bien su papel de amortiguar el sonido, el estampido
todavía retumbaba en sus oídos. Los primeros disparos se habían ido
ligeramente hacia arriba, por la zona del hombro derecho. Había corregido
los últimos que se agrupaban sobre la zona abdominal. Los tiros de Urrutia
estaban perfectamente alineados en el pecho de la silueta.
—Alto el fuego, arma hacia los blancos, dedo fuera del disparador.
El subinspector dejó el arma y se quitó la protección auditiva. Las
facciones se habían relajado.
—Jefe, debes practicar más.
Santi tenía claro por qué estaba ahí.
—¿Sabes lo que me contó Sánchez? —los ojos del inspector se clavaron
sobre Urrutia.
—¿Sánchez? —rio con suficiencia—. ¿Esa puta enchufada por su padre?
No me jodas, Santi —su voz sonaba fría—. Una mujer, en homicidios —
carcajada cínica de nuevo—. Una recién salida de la academia, que no sabe
hacer la o con un canuto. ¿Y te crees la historia que se haya podido
inventar? —sus ojos irradiaban un brillo amenazante—. No me jodas —
meneaba la cabeza con pequeñas oscilaciones—. ¿Cuánto tiempo llevamos
juntos?
Blanes alargó una pausa calculada.
—El suficiente para saber que me has mentido.
Urrutia tragó saliva y le dedicó una mirada fulminante. La voz de
Maldonado volvía a propagarse por la sala. Nueva ronda. Los dos policías
ajustaron las armas y dispararon las trece balas. Esta vez Urrutia había
agrupado todos los impactos en el pequeño círculo sobre el esternón que
delimitaba el diez, la máxima puntuación. El ejercicio había acabado y el
instructor ordenó que recargaran de nuevo el arma con la munición que
habían traído. El subinspector echó la corredera atrás. La pistola estaba
armada. Santi no había observado ningún titubeo que delatara que estaba
mintiendo. Era el momento.
—Me mentiste —insistió—. La tarde que el rumano te golpeó con el
coche en el taller, ¿dónde estuviste?
El subinspector sopló como si le estuviera repitiendo la misma historia
una y otra vez.
—Ya te lo dije, en el hospital.
—Y yo te repito que me mientes —gancho al mentón—. Consuelo me lo
ha confesado.
Urrutia apretó sus manos. Sus dedos infantiles se pusieron blancos y la
piedra del anillo todavía destacaba más. Finalmente escupió la pregunta con
una rabia incontenida.
—¿Tú crees que te salvé la vida para luego querer acabar con la de
Clara?
Bingo.
Nunca le había dicho lo que Clara le explicó aquella noche. El silencio
que se produjo a continuación fue más elocuente que cualquier palabra.
Urrutia levantó el arma y encañonó a Santi Blanes.
Zermatt, Octubre 2009

3
La opción más correcta hubiera sido salir del país y planificar una venganza
con tiempo, pensó Vijay, pero debía hacer una comprobación. No podía huir
de forma precipitada como si fuera un matón de tres al cuarto. ¿Habría
apretado el tiempo suficiente el cuello de la zorra como para acabar con su
vida? ¿De dónde había salido aquel perro?
Pasó por el sótano y rebuscó entre la ropa de la sala guarda esquís. No
encontró nada que entrara en su cuerpo y que le ayudara con las gélidas
temperaturas de afuera. Un cuarenta y nueve no era una talla habitual para
el calzado. Siempre los mismos problemas. Chasqueó la lengua. Dolor
punzante en la boca. Al menos la linterna roja funcionaba. Y había unos
prismáticos.
La tormenta no había borrado del todo las huellas. Se subió el cuello del
abrigo y empezó a seguir los pasos marcados en la nieve y lo que su
memoria era capaz de recordar. Las largas jornadas de caza mayor tenían su
recompensa en noches como aquella. En Hungría, en plena berrea del mes
de septiembre, había abatido un ciervo descomunal. El más grande que
jamás había visto. La larga cornamenta hacía parecer de juguete la cabeza
de jabalí en la pared principal de su salón. En el fondo, se dijo, las personas
se dividían en depredadores y presas. Una fácil y práctica clasificación en la
que se jactaba de no fallar, salvo aquella jodida noche.
Cuando estaba a punto de alcanzar la zona dónde la zorra había
tropezado ya no sentía los dedos de los pies. Los quinientos euros de los
zapatos de cuero hechos a mano no estaban a la altura. Ya hablaría con
Sheppard. Se tumbó y su cuerpo reptó hasta el punto más elevado. Sobre la
nieve, el surco de haber arrastrado un cuerpo conducía hacia una cabaña
solitaria en el valle. Contuvo la respiración y enfocó con los prismáticos
hacia la casa que apenas se distinguía bajo la penumbra.
¡Qué coño! Sentado en un banco, bajo el porche, había un anciano con
un rifle. Parecía que estaba de guardia, vigilante. La policía no tardaría en
llegar. ¿Cuánto tiempo había pasado? Sí, al menos cuarenta minutos. ¿Y si
el anciano no tenía teléfono? Si fuera el caso, tendría una oportunidad.
Esperó. Más tarde, cuando su imaginación ya había arrancado con calma y
precisión unos cuantos trozos de carne de esa cara bonita con unas tenazas,
sabía que nadie había dado aviso a los servicios de emergencias.
Pensaba en cómo haría para llegar a la cabaña cuando el hombre se
movió y entró en el interior. A los diez minutos salía de nuevo con el arma.
Miraba a su alrededor, como si buscara algo. Por un momento le pareció
que lo había localizado y Vijay se parapetó de forma súbita, el cuerpo en
total alerta. Falsa alarma. El anciano se colgaba el rifle y se perdía en la
negrura del bosque, caminando despacio. Tenía una oportunidad.
Le llevó diez minutos bordear la zona a cielo abierto para poder encarar
la vivienda desde una parte más protegida y cercana, bajo los abetos. Había
dejado de nevar pero el viento soplaba con fuerza y los restos de hielo
acumulados en las ramas caían sobre su cuerpo. El interior de la vivienda
estaba iluminado. Podía ser que hubiera alguien en la casa, despierto. O si
había alguien, estuviera durmiendo. El pulso acelerado de la acción, que tan
bien conocía, retumbaba en sus sienes. Observó a su alrededor. Cada detalle
era importante, si había que escapar rápido, era preferible tener un mapa
mental del camino a tomar.
Era una vieja puerta que no aguantaría ni la primera patada, pensó, los
quinientos euros de Sheppard iban por fin a estar bien empleados.
Serpenteó de puntillas como una bailarina hasta llegar al porche. La zorra
tenía que estar dentro y el factor sorpresa estaba de su parte. Un tablón de
madera crujió bajo sus pies. Había tomado aire y levantado la rodilla
cuando dentro un animal empezó a ladrar y rugir como poseído por el
diablo. Vijay estaba paralizado cuando una voz le sorprendió por detrás.
—Levanta las manos, donde yo las vea bien.
Por el rabillo del ojo observó al anciano que le apuntaba con el arma. Un
hombre no amenazado no disparará. Vijay arrancó a correr pendiente
arriba, hacia la zona más escarpada. No escuchó ninguna detonación, en su
lugar los pasos acelerados de alguien corriendo tras él. No me jodas con el
abuelo. El dolor en la mandíbula era insoportable y la sensación de que el
antebrazo iba a desprenderse del cuerpo no ayudaba en su intento de correr
rápido. Apenas podía ver nada. Habría recorrido unos trescientos metros
cuando el instinto y un ensordecedor ruido le hicieron pararse en seco. Por
un momento casi perdió el equilibrio. Un gran abismo negro se abría ante
sus pies. Un paso más y hubiera caído devorado por la oscuridad. Abajo, en
la profundidad, el eco de una gran catarata se multiplicaba y rebotaba por
las paredes de roca de la montaña. No había escapatoria.
—¡Levanta las manos! —gritó Joel que respiraba con fatiga, emitiendo
un estridente silbido como si el aire se colara por una rendija.
Vijay se volvió hacia él con los brazos en alto y se desplomó sobre el
manto de nieve.
El viejo se acercó, despacio, y con el cañón de la escopeta dio dos
toques en la cabeza del hombre caído. Nada. Uno, dos. Calculó el tiempo
entre cada toque. Uno. Vijay se revolvió con la velocidad de una cobra y
agarró el arma con el brazo izquierdo. Joel salió catapultado, rodando un
metro ladera abajo. El rifle estaba cargado y sin seguro. El gigante dio un
paso adelante y le colocó el cañón sobre la boca.
—Ábrela —Vijay apretaba con fuerza los labios del anciano.
El tubo metálico se introdujo y se escuchó un crujido. Los músculos
faciales, contraídos, dejaban ver unos dientes teñidos de sangre.
—¿Puedes mover la cabeza?
El hombre asintió y la mirada le recordó la de una res en el matadero.
Depredadores y presas, era así de sencillo.
—¿Tienes a la mujer en la cabaña?
Ningún movimiento. El cañón se introdujo más en la garganta y Joel se
retorció sobre la nieve. Un esputo espeso y rojo le llevó a ganar cierta
distancia. Se lo volvió a preguntar.
—¿Tienes a la mujer en la cabaña?
Le había metido más profundamente el rifle. El anciano tuvo una arcada.
Finalmente parpadeó y después negó con la cabeza, moviéndola, el cañón
dentro de su garganta.
Vijay, tras esa cara desfigurada, sonrió como un zorro a punto de entrar
en el gallinero.
—Así que la tienes ahí abajo, junto a ese rottweiler —se pasó la lengua
por la comisura de los labios y mil cuchillos se clavaron en la carne. Su
expresión se tensó como el acero—. Primero me encargaré del perro.
Tendrá suerte, una muerte rápida. A ella sin embargo le dedicaré el tiempo
que se merece —las pupilas se dilataban con cada nueva palabra—. Seguro
que un cabrón solitario como tú tiene un buen arsenal de herramientas.
Vijay deslizó el dedo sobre el gatillo y le dedicó una última sonrisa,
cargada de un insultante paternalismo.
Pasos rápidos en la nieve.
Algo se acerca.
Jadeos de un animal.
Vijay se giró de forma súbita y tuvo el tiempo justo de ver la cara del
perro que saltaba sobre él. Levantó los brazos para detener el impacto del
animal, interponiendo el arma. Demasiado tarde. Las patas delanteras de
Juana golpearon su pecho. En ocasiones la suerte resultaba esquiva. El indio
tomó aire por la boca y, muy lentamente, fotograma a fotograma, retrocedió
un par de pasos hacia atrás. Los pies quedaron de nuevo al borde del
abismo, los talones en el aire. Levantó los brazos y los empezó a agitar,
primero el izquierdo, luego el derecho, de forma alterna, para intentar
recuperar el equilibrio. Entonces vio la mano del anciano. Lo iba a salvar.
El empujoncito final fue suficiente para que las células sensoriales del oído
interno le dejaran claro al sistema nervioso central que estaba cayendo. No
había remedio. Todo se había acabado. Vijay giraba por el aire. Ya no
escuchaba el sonido estremecedor de la catarata ni la oscuridad le envolvía.
Sol radiante.
Los aromas a especies acariciando su cara.
El único recuerdo que mantenía vivo de su madre cuando quedó
huérfano en Mumbai, fue lo último que vio.
Alicante, Octubre 2009

4
El frío en la galería de tiro no impedía que tras las gafas del subinspector
hubiera surgido un pequeño océano de diminutas gotas alrededor de los
párpados. Mantenía la mirada tensa, penetrante, y en las manos la pistola
cargada apuntaba directamente a su ombligo. Blanes tragó saliva y
desplazó, lentamente pero con firmeza, el brazo de Urrutia. Un par de
segundos después Maldonado abría la puerta de forma violenta.
—¿Qué cojones pasa aquí? —gritó con rabia.
El subinspector bajó la pistola.
—No pasa nada —dijo Blanes, que había girado su cuerpo hacia la
entrada—. No pasa nada —repitió, esta vez en un tono más suave, encarado
hacia Urrutia.
Las facciones del subinspector se suavizaron. Enfundó el arma y se
acercó hasta la diana.
—Me la llevo —sus deditos ya habían arrancado el cartón con los
disparos perfectamente agrupados en el círculo que delimitaba la máxima
puntuación.
—¿Me vais a contar qué cojones ha pasado? —berreó de nuevo
Maldonado.
—Pregúntale a Blanes —Urrutia había enrollado la diana bajo el brazo,
como si ahí dentro no hubiera pasado nada—. Parece que le gusta buscar
fantasmas donde no los hay.
Cruzó por delante del inspector, sin siquiera mirarle y salió de la galería,
con pequeños y atildados pasos.
—¿Qué coño ha pasado? —insistió enrabietado el instructor.
Santi rara vez había visto emplear ese tono de voz a Maldonado.
—Después te cuento —el inspector sacó el teléfono móvil del pantalón y
le hizo un gesto con la mano, dando a entender que la llamada era
importante.
Maldonado volvió afuera mientras lanzaba todo tipo de improperios en
voz alta. Santi se aseguró de que ya no pudiera escucharlo cuando marcaba
el número de Luengo.
—Jefe, ¿qué pasa?
—Escucha atentamente y no preguntes nada —por primera vez la agente
permaneció en silencio—. Urrutia va camino al despacho, quiero que no le
quites ojo. Y si llama por teléfono, intenta averiguar lo que dice.
—Pero…
—¿Has entendido? —le cortó Blanes.
—Alto y claro, jefe.
Colgó y se pasó las dos manos por la cabeza. ¡Qué ganas de fumarse un
puto cigarrillo y disfrutar de esa primera calada, bien cargada de nicotina!
Cerró los ojos e inspiró profundo. Exhaló el aire. Repitió la operación unas
cuantas veces. De vuelta a su oficina tuvo primero que convencer a
Maldonado de que no pusiera un parte. Desde la muerte de Soler y con la
acumulación de homicidios, la presión era excesiva y los nervios se perdían
con demasiada facilidad. Cosas del trabajo. Maldonado parecía haber
quedado convencido.
Cuando Santi llegó, el subinspector ya no estaba en la oficina. De
camino, le había hecho un gesto con la cabeza a Luengo para que entrara a
su despacho. Blanes se sentó y lo primero que hizo fue abrir los cajones de
la mesa, uno a uno, de forma violenta. En el último, junto a unos informes
periciales, encontró el paquete de emergencia. La sonrisa se transformó en
una mueca de rabia cuando comprobó que estaba vacío. Lo estrujó y lo
lanzó con fuerza hacia la papelera. Como de costumbre, había fallado el
tiro. Se agachó para recogerlo. Cuando se incorporó, sintió un repentino
mareo. Tambaleándose, volvió a su mesa. La mujer entraba en ese momento
por la puerta.
—Cierra —ordenó el inspector.
La agente puso los brazos en cruz sobre las anchas caderas y se
incorporó ligeramente hacia adelante.
—¿Te encuentras bien? Tienes mala cara.
Blanes negó con un gesto.
—No está siendo el mejor día de mi vida —aclaró después—.
Cuéntame.
—Tenías razón —Luengo había bajado el tono de voz—. Nada más se
sentó en la mesa, vi que descolgaba el teléfono y marcaba un número. De
mi sitio no se oye nada, no sé porque tanta queja con el ruido que hago, si
me han alejado como a una apestada —pequeña risa—. Me acababa de
comprar una lata de Cola, light, por el tema del azúcar y…
—Luengo, al grano por favor —Santi se frotó la cara.
—Quería averiguar lo que decía, así que me levanté para simular que me
iba a comprar otro refresco. A medio camino, justo a la altura de la mesa de
Urrutia, hice como que me había olvidado el dinero —la mujer le guiñó un
ojo—. Me giré, para regresar a mi sitio. Urrutia tampoco tenía su mejor
cara, bueno, tal vez algo mejor que la tuya ahora mismo. La cuestión es que
me pareció entender lo que decía, aunque es muy raro.
—Por Dios Luengo, ¿qué dijo?
—Creo que —silencio estratégico—: «sacadme de aquí».
—¿Lo crees o lo dijo?
—A ver, jefe, a nuestros años el oído ya no es el de antes. Además, ya
sabes que Urrutia no tiene una voz muy potente, siempre habla hacia
adentro, me recuerda a…
—Luengo, ¿lo dijo o no?
La mujer levantó la mirada.
—Yo creo que sí.
—¿Qué más?
—Colgó, cerró el ordenador y se marchó. Parecía tener prisa. Antes de
irse me avisó que se acercaba a ver al confite, por el muerto de la playa.
Blanes se pasó la mano por la barbilla.
—¿A quién coño llamaría?
—Eso es fácil de saber, jefe.
El inspector arqueó las cejas y la miró fijamente.
—Los teléfonos, nos los cambiaron el mes pasado, ¿recuerdas? Una
maravilla, agenda, registro de últimos números marcados, llamada en
espera, ¿no te has leído el manual de instrucciones? —la mujer negaba con
la cabeza—. Que no sois tan mayores, mírame a mí, a mis cincuenta y tres
años y me enloquece cualquier cosa relacionada con la tecnología.
Se acercaron hasta la mesa del subinspector. Nada fuera de su lugar, todo
recogido y alineado como si hubieran usado escuadra y cartabón. De la
vieja escuela.
—Qué ordenado nuestro Urrutia —rio Luengo—. A ver.
Sus dedos gruesos empezaron a volar sobre las diminutas teclas del
teléfono. Santi no podía leer nada de lo que ponía la pequeña pantalla del
terminal. La mujer tomó uno de los lápices perfectamente afilado, como si
le acabaran de sacar punta, y garabateó un número. El inspector sólo
distinguió los primeros, un noventa y uno. De Madrid. Lo dejó exactamente
como lo había encontrado y se fueron al puesto de Luengo que estaba en la
esquina del espacio abierto y parcialmente parapetado entre estanterías.
Varias montañas de papel se acumulaban sobre la mesa y tenía un teclado
especial, ligeramente en forma de «S». El monitor también era diferente al
resto, mucho mayor que los demás.
—Al menos aquí, en mi refugio, alejada de todos, tengo el control —
señaló con la barbilla hacia la caja del termostato que regulaba la
temperatura—. Llevo un año con unos sofocos, menudos calores me entran
—dejó caer su cuerpo sobre la silla y ésta hizo un ruido estridente, como
una queja—. Vamos a ver qué nos dice San Google de este número de
Madrid.
Santi movía de forma inconsciente la pierna.
—Debe de ser un número personal, porque no hay nada relevante. A ver
la guía telefónica. Hoy en día el que quiere vender algo, está al menos en el
listín.
Un par de tecleos y pantallas más tarde, el teléfono no aparecía asociado
a ningún abonado.
—¿Qué raro, no?
Blanes se frotó la barbilla.
—Busca en el registro mercantil —dijo finalmente.
La mujer accedió al registro de Madrid con la cuenta que tenía asignada.
Santi no paraba quieto, moviéndose alrededor de la silla de ella.
—En los campos por defecto no está el teléfono.
—Coño —Blanes no se percató de que lo había dicho en voz alta.
—Tranquilo jefe, que tenemos la búsqueda avanzada —tomó la lata de
refresco y le dio un largo sorbo. La papada se movía como la de un pelícano
engullendo un pez—. Lo que sucede es que la interfaz es una mierda. Me
gustaría agarrar por el pescuezo al informático que hizo esto.
Copió y pegó los caracteres que tenía guardados en la memoria del
ordenador y pinchó sobre la flecha azul. El cursor se quedó con la flecha
girando y la pantalla congelada.
—¿Y ahora qué pasa? —Santi había elevado el tono de voz.
—Se ha quedado colgado.
—¿Pero lo vas a arreglar?
Antes de que pudiera responder, el teléfono de Santi empezó a sonar. Del
juzgado otra vez. ¿Es que no lo iban a dejar en paz? Ya llamaría más tarde.
—Jefe, a ver si cambias el sonido del móvil y te actualizas a un politono
más actual —Luengo lo miraba de reojo cuando de repente se volcó en el
monitor—. Vale, ya está. Por fin. Y tenemos un resultado.
Sus ojos brillaron triunfales.
Blanes apoyó las manos sobre la mesa y se quedó a una distancia
prudencial de la pantalla. La necesaria para poder leer sin necesidad de ir a
buscar sus lentes. Puta presbicia.
—Vaya, vaya —murmuró el inspector cuando comprobó el sector de
actividad de la empresa a la que había llamado Urrutia.
Zermatt, Octubre 2009

5
Clara estaba adormilada cuando percibió un sonido chirriante. Al principio
no pudo identificarlo, hasta que se dio cuenta de que era el crujir de la
puerta y abrió los ojos. El sol se filtraba por la ventana y las motas de polvo
en suspensión parecían ejecutar un silencioso ballet. Afuera, el viento había
dejado de rugir y el cielo, azul, radiaba energía. Un silencio absoluto.
Escuchó entonces un traqueteo raspante, que se acercaba veloz hacia ella.
Se iba a incorporar cuando la lengua caliente y húmeda de Juana recorrió su
mejilla. El animal se tumbó a su lado. Los pasos lentos que se arrastraban
eran los de Joel. Lo vio con restos de sangre seca por la comisura de los
labios y la mirada distante. Le entró un intenso deseo de levantarse y se
incorporó con no poco esfuerzo. Esas fueron más o menos todas las fuerzas
que pudo reunir. Se dejó caer nuevamente en la cama y apoyó la cabeza en
la almohada.
—Tranquila —el anciano se agachó y le acarició la frente como a una
niña. Luego la tapó con la manta—. No debes preocuparte ya de ese
hombre.
—¿Qué ha pasado? —aunque débil, había recuperado la voz.
—Primero, mademoiselle, tenemos que reponer fuerzas.
Joel colocó un par de troncos grandes en la chimenea y avivó el fuego
con un fuelle de madera. También puso algo de agua en una olla de cobre y
Clara le escuchó murmurar por lo bajo en francés mientras rebuscaba entre
los botes de comida. ¿Cómo hablaba tan bien el español? Apenas tenía un
ligero acento. Le recordaba a aquel profesor de melena alocada y ojos
saltones cuando estudiaba en la facultad de psicología. El hombre añadió al
recipiente un trozo de manteca y unas hierbas. La virulencia de las llamas
provocaba que el vapor se escapara por el tiro de la chimenea con unas
formas veloces y sinuosas. Joel cogió un salchichón seco que colgaba al
lado de las sartenes y luego abrió una campana cerámica sobre una base de
madera.
—Quelle odeur —murmuró en la distancia, acercando la nariz a un
queso enorme. En una bandeja repartió los trozos de gruyere, salchichón,
unas rodajas de pan y un bol con mantequilla. Le puso la bandeja encima,
sobre las piernas y la ayudó a incorporarse.
Clara, curiosamente, tenía un gran apetito y no sabía por dónde empezar.
Se decantó por untar la mantequilla cremosa en una pequeña porción de
pan. El dolor al pasar por la garganta fue tan intenso que casi lo regurgita.
—Me lo temía —dijo Joel.
Le retiró la comida y se acercó a oler el agua hirviendo sobre el fuego de
la chimenea.
—Esto ya está listo.
Con la ayuda de un cucharón rellenó un cuenco de madera hasta arriba y
se lo acercó.
—Ve sorbiendo, ya verás cómo se te pasa el malestar.
Clara dio un trago. Estaba muy caliente, y esta vez, al contrario que la
anterior, le resultó agradable. Un furtivo recuerdo de los caldos de su madre
recorrió su cabeza como un relámpago. Se lo acabó en un santiamén.
—Prueba ahora con algo sólido. Esa mezcla de hierbas con la manteca
es milagrosa.
Joel tenía también en sus rodillas un hermoso plato con salchichón,
queso, pan y una jarra de vino. Clara le guiñó un ojo y el anciano captó
enseguida el mensaje.
—Anda, toma un sorbo.
El anciano se incorporó y le ofreció un trago.
—Esto también ayuda.
Acabó, sorprendida, dando cuenta del plato combinado que su anfitrión
le había preparado. El pan, con esa corteza dura y rasposa, era lo único que
había sobrevivido. Durante el tentempié, había tenido el tiempo suficiente
para volver a ver la cara terrorífica de Fred bajo la luz del relámpago.
Parecía que Joel pudiera leer su mente.
—Ese hombre ya no volverá a molestarla —se levantó y recogió los
platos para dejarlos en el fregadero—. Cayó por el precipicio, al río. Nadie
puede sobrevivir a esa caída —aseguró—. Nadie, ni ese gigante indio —sus
ojos se clavaron en los de ella—. Juana y yo esperamos al amanecer para
bajar, pero en el cauce no había nada. Ahora iremos a la policía, aunque con
la tormenta el caudal va muy crecido. Dios sabe cuánto tardarán en
encontrar el cuerpo y, sobre todo, dónde. ¿Lo conocía?
—No, no lo había visto nunca —Clara bajó la cara.
—Da igual —el anciano dibujó una tibia sonrisa, como si no le
importara—. Lo principal es que ya no podrá hacer daño a nadie. El mal
está más cerca de lo que uno piensa.
Eso lo sabía bien ella.
—Joel, le tengo que pedir un favor. Me gustaría que no avisara a la
policía.
El hombre se quedó como una estatua, con la cafetera a medio cerrar. A
continuación, acabó la maniobra y la puso en el fuego.
—¿Va a querer café?
Un par de tazas más tarde, la lengua de Joel se había soltado.
—Cornelius nunca lo tuvo fácil. Su padre era un hombre de negocios
muy conocido en Holanda, la familia Gantt. Propietarios de un
conglomerado industrial. El abuelo empezó con la industria química, pero
el padre de Cornelius siempre quiso diversificar. «Joel, nunca pongas todos
los huevos en la misma cesta», me dijo alguna vez. De modo que empezó
con los diamantes.
—¿Diamantes? —interrumpió Clara, incorporada en la cama.
—Sí, fue a finales de los años ochenta. Con la crisis industrial lo pasaron
mal y tuvieron que vender la empresa matriz. Creo que el comercio de
diamantes es ahora mismo la única empresa que permanece en manos de la
familia. El señor Gantt sólo tenía hijas, cuatro niñas, para ser exacto. Era
una persona fría e insensible que engendraba a las chicas para luego dejar
que su esposa se dedicara de su educación y bienestar. Todos los veranos,
sin excepción, venían a la casa familiar, donde usted está alojada. Yo era el
guarda y estaba a cargo del mantenimiento de la propiedad. Hasta que la
pequeña, Margarett, alcanzó los doce años, apenas lo conocía. En todos
esos años no recuerdo haberlo visto más que un par de veces. Todo cambió
con el nacimiento de Cornelius, por fin un varón. Porque, para usar su
vocabulario, los negocios necesitaban testosterona. Bueno, en realidad el
señor Gantt también empleó la palabra cojones. La ilusión pronto se
convertiría en un mar de desgracias. Cornelius no era el hijo que esperaba
—el hombre hizo ligeras oscilaciones con la cabeza—. Trabamos amistad.
Cornelius se sentía solo y charlábamos con frecuencia. Me confesó que no
podía recordar que su padre le hubiera expresado, ni tan siquiera una vez,
alguna muestra de afecto. Todo lo contrario, con frecuencia le dejaba claro
que era un incompetente y que la vida no era un camino de rosas.
—¿Le pegaba?
—No, no había castigos corporales. Hay cosas peores que unos azotes
—Joel se sirvió otra taza—. Hubo una discusión muy fuerte, el verano que
Cornelius cumplió los dieciocho, cuyo motivo nunca me comentó.
Cornelius se marchó a Utrech, a estudiar periodismo. El padre se puso
furioso. Perdió todo contacto con los suyos, salvo con Margarett, la única
que mostraba talento e interés en los negocios familiares.
Clara asintió, dando a entender que seguía escuchando la historia.
—No volví a verle hasta el fallecimiento del padre. Cornelius no quiso
nada de la herencia, aunque estaba en su derecho. Lo único que disfruta, y
muy de vez en cuando, son las propiedades familiares. La última vez que
vino a Zermatt, con Antonio, fue hace ya tres años. Lo recuerdo bien
porque también hubo una tormenta muy fuerte en octubre, como la de
anoche, y luego sin embargo no nevó hasta enero. Me temo que nos
tenemos que tomar en serio lo del cambio climático —el hombre movió la
cabeza con gesto reprobatorio—. Cuando me llegó el aviso de que tenía que
preparar la villa, lo cierto es que no me esperaba una mujer tan atractiva.
Clara se quedó con la impresión de que el viejo había hablado de la
familia Gantt en términos más bien despectivos. La imagen que le había
dado revelaba una familia económicamente exitosa, pero con un padre
autoritario, frío e insensible. Cornelius y ella tenían mucho más en común
de lo que había pensado en un principio.
Su mente volvió de forma rápida a Fred. Habían intentado acabar con su
vida por segunda vez. ¿Por qué era tan importante que no saliera a la luz esa
organización asentada en las estructuras del estado? ¿Qué escondía ese tal
Pelayo Pellicer? ¿Qué tenía que haber hablado con ella en aquel chalet de
Alicante, antes de supuestamente acabar con su vida? Con esas ideas
rondando por su cabeza, no pudo evitar una última pregunta.
—Joel, ¿cómo habla usted tan bien el español?
—Mi nombre completo es Joel García, pero eso, mademoiselle, es otra
historia.
Alicante, Octubre 2009

6
Santi Blanes apretó los dientes antes de hablar. Con la nicotina fluyendo por
sus venas todo sería distinto, más agradable al menos.
—Luengo, repítemelo, ¿qué dijo Urrutia?
—Menudo día, ¿eh? —la policía habló despacio y hacia dentro—.
«Sacadme de aquí» —acabó la frase con una gran risotada—. Las
imitaciones nunca fueron lo mío —se disculpó.
—No te parece raro —Santi se frotó la frente con ambas manos—.
Urrutia llama a esta empresa, Seguridad PyC en Madrid, y pide que le
saquen de aquí —levantó la cabeza hacia el techo y suspiró—. Este
rompecabezas no va a ser fácil.
—Tú sabrás, jefe. ¿Qué estamos buscando exactamente?
—No lo sé. Me temo que hay algo que conecta a Urrutia con el asesinato
de Magdalena y una organización secreta. Si encontramos esa conexión,
encajaremos las piezas.
Luengo se quedó frente al teclado, sin pestañear.
—Jefe, ¿me estás diciendo que el rumano no era el asesino y que nuestro
Urrutia tiene algo que ver? —dijo con expresión perpleja, mientras
intentaba asimilarlo.
Santi negó con un gesto.
—Ahora mismo no estoy seguro de nada —Blanes se frotó las sienes—.
Por eso tenemos que comprobarlo, para no hacer ningún movimiento en
falso.
Mientras Santi hablaba ella hacía pequeñas oscilaciones con la cabeza,
los ojos fijos en sus labios, como para asegurar de que entendía bien las
palabras del inspector.
—¿Y esa conexión está en la empresa Seguridad PyC?
—Eso es lo que tenemos que buscar.
Por espacio de veinte minutos navegaron por las redes de la página web
del Registro Mercantil. La sociedad estaba al frente de Concepción Canales
y otros dos socios. Luengo se sumergió en una interminable red de
consultas a la base de datos. Santi había tomado su bloc de notas e iba
trazando una especie de mapa con nombres y anotaciones. Al rato reparó en
que la agente permanecía silenciosa y había detenido su búsqueda. Levantó
la mirada y la encontró inmóvil, con los ojos clavados en la pantalla.
—¿Qué? —preguntó Blanes.
Luengo le señaló el campo que contenía los socios de otra empresa, en
esta ocasión, de comunicación y medios, ComMad RyC.
—¿Concepción Canales es la accionista principal?
Ella asintió. Al escribir el nombre Blanes sintió un escalofrío y no pudo
reprimir una sonrisa. Podían haber encontrado algo. Se acercó a la máquina
expendedora y le trajo un par de chocolatinas y un refresco. Una especie de
recompensa. Luengo las engulló, una detrás de otra, y empezó a sorber la
lata.
—¿No tienes que hacer unas llamadas? —sugirió la agente—. Luego te
paso todo lo que haya encontrado. Estoy en racha.

Blanes no se había dado cuenta de que la mañana había pasado volando. La


primera llamada fue al juzgado. La juez no pudo atenderle, pero diez
minutos más tarde y cinco maldiciones en voz alta por no poder fumarse un
cigarrillo, el móvil sonó. Blanes se alegraba de que fuera el juzgado número
dos el que estaba de guardia cuando encontraron el cadáver. Era una juez
meticulosa y exigente, pero si las circunstancias lo requerían, sabía que
estaba de su lado y podía facilitar ciertas peticiones. Antes de responder, la
voz de Luengo en la distancia le recordaba que debía cambiar el tono del
móvil.
—Blanes —le saludó la juez—, ya me ha dicho Raúl que por fin te has
dignado a llamar. ¿Qué está pasando en esta ciudad? —no esperaba ninguna
respuesta—. Parece que estemos en el Chicago de los años veinte. ¿Qué hay
del nuevo cadáver?
—No mucho, señoría.
—Pues rapidito, que no tenemos todo el día. Si vieras la pila de
expedientes que tengo sobre mi mesa. Me imagino que ya me entiendes —a
Santi le sorprendía el desparpajo de la mujer con su juventud—. Al grano,
los hechos nada más.
Santi le puso al tanto de la poca información de la que disponía. Un
hombre que llevaba en el agua varios días muerto, arrancado del fondo
marino por la tormenta, torturado, sin nada que pudiera identificarle y unos
intestinos repletos de droga como un pavo con relleno para la cena de
Nochebuena.
—Por lo que me cuentas va a ser difícil identificarle. Y todavía más
encontrar a los culpables.
—Eso me temo —Santi carraspeó—. Para el comisario el caso tiene
prioridad: tenemos que resolverlo rápido.
—Pues vamos a ver qué podemos hacer —convino ella—. Si en mis
manos está ayudar de alguna manera, me lo dices.
Dos nuevos intentos baldíos de hablar con Cecilia dieron paso a un
deseo irrefrenable de fumarse un cigarrillo. Santi Blanes se sentía
mortificado por la abstinencia de nicotina y le empezaba a doler la cabeza.
Comenzó a toser y se acercó al baño. Se mojaba la cara cuando un súbito
dolor en el pecho le hizo escupir un gargajo que desapareció por el
remolino del desagüe. Apoyó los brazos en el fregadero y levantó la vista al
espejo. Todavía no me voy a ir, exclamó en voz alta y arrancó a andar de
forma enérgica hacia su despacho. Luengo aguardaba en la puerta con una
amplia sonrisa. Verla embutida en esos pantalones ajustados y un jersey
verde que marcaba cada rollito de su torso le recordó a un barrilete.
—Jefe, saca punta al lápiz.
Blanes no disimuló una sonrisa. Invitó a la policía a sentarse y limpió la
mesa de papeles. Luengo se recostó sobre el respaldo y empezó a hablar.
—Anota bien ese nombre: Concepción Canales. Esta mujer es la
accionista mayoritaria de tres empresas. Todas sociedades limitadas y
constituidas por tres socios, que salvo Consuelo, no coinciden con el resto.
Los sectores de actividad son muy diversos —empezó a enumerar con los
dedos—. Tenemos una que se dedica a la seguridad e investigación, otra de
comunicación y por último una ONG.
—¿Una ONG? —le interrumpió Santi, sorprendido.
—Sí, Cuidemos los Niños, una ONG que trabaja para la infancia.
Desarrollan varios proyectos para niñas y niños desfavorecidos de varias
barriadas en Madrid. Acaban de financiar una iniciativa para dotar de
sistemas de calefacción las chabolas de Cañada Real. Se prevé que el
invierno va a ser duro. Es la única de las empresas de la que he podido
encontrar información en Internet. Hasta hay una fotografía con el alcalde
de Madrid, rodeado de su séquito, paseando por un camino de barro entre
paredes y techos de planchas de aluminio. Es increíble que en el siglo XXI
todavía haya gente que tenga que vivir así.
—¿Reconoces a otras personas? —se interesó Santi.
—No, además la fotografía no es de buena calidad. He hecho un zoom y
se pixela demasiado. De las otras empresas, nada. Como si no existieran. Y
ya sabes jefe, hoy en día, si no estás en internet, estás perdido —la mujer se
pasó el dedo pulgar por la papada como si de una navaja se tratara—. Nadie
te va a encontrar para conocer los servicios que ofreces. Estás destinado a
morir.
—A menos que ya tengas unos clientes fijos —rectificó Blanes—. O
unos ingresos fijos. En ese caso, estar en San Google o no, importa un
carajo, ¿no crees?
Luengo ladeó ligeramente la cabeza, dando a entender que tenía razón.
—De los otros socios, ¿qué tenemos?
—Ninguno vuelve a coincidir con Concepción Canales, pero son socios
participativos de otras sociedades.
—Un entramado de empresas de las que va a ser difícil seguir el rastro.
—Eso me temo, jefe.
—¿Me preparas un informe con todos los datos?
La mujer se volvió a recostar sobre el asiento y esbozó una amplia
sonrisa.
—Lo tienes todo en el correo que te he enviado.
—Luengo, antes de que te vayas, un par de cosas.
—Soy todo oídos, jefe.
—Comprueba las propiedades de Concepción Canales o de las
sociedades de las que forma parte.
La mujer asintió.
—¿Y la otra?
—¿Cómo puedo hacer para hacer una llamada y que mi número quede
oculto?
España, Octubre 2009

7
Habían pasado dos días. Clara Sánchez tenía apoyada la cabeza contra la
ventanilla del tren cuando abrió los ojos. La tierra color naranja pasaba a
toda velocidad, y de vez en cuando, una encina solitaria rompía la
monotonía del paisaje. Cerró los ojos y el cuerpo del gigante indio sobre
ella, oprimiendo el cuello, llegó como un torbellino. El pulso se aceleró y
empezó a notar golpes rápidos en las sienes. Una mano había tomado la
suya y la apretaba.
—¿Estás bien? —los ojos de Cornelius se movían rápidamente, de lado
a lado—. ¿Que si estás bien? —repitió.
Clara simuló una sonrisa y apoyó de nuevo la cara sobre el cristal.
Estaba frío. En el fondo tenía ganas de desaparecer e irse lejos de todo y de
todos. Donde nadie pudiera encontrarla ni reconocerla y, sin embargo, ahora
estaba en ese tren camino otra vez de Alicante, en compañía de Cornelius y
Antonio. Lo que su corazón le pidiera no importaba. Se hallaba inmersa en
una suerte de espejismo que le impedía pensar con claridad. Había pasado
los últimos días en una pesadilla y tenía el pánico aferrado a los huesos. No
era fácil desprenderse de él, por mucho que Cornelius lo hubiera intentado.
Al menos, por momentos conseguía alejar la tormenta. Fue en uno de esos
instantes de lucidez que decidió que iba a sobreponerse. Demasiadas
muertes, demasiados inocentes cuyo único papel había sido formar parte de
una venganza macabra. Primero debía entender lo que había ocurrido y
desenmascarar a esa organización criminal. Parecía que de alguna manera el
holandés podía leer su mente porque rompió sus pensamientos con una
pregunta.
—Te gustaría estar en otro lugar, ¿verdad?
—Me gustaría encontrar a los culpables y que paguen por ello —dijo
con una voz helada.
—A veces nos debemos encontrar primero a nosotros mismos —
Cornelius apretó con fuerza su mano—. La vida es un camino repleto de
aristas que vamos limando con el paso de los años.
Por la cabeza de Clara pasó lo que Joel le había contado sobre el padre
de Cornelius, aquel empresario de éxito que solo había mostrado desprecio
por su hijo. También le vino la última imagen que guardaba de su propio
padre, encorvado en el sillón, conectado al respirador y, por primera vez en
toda su vida, suplicándole que se alejara de aquellos hombres. Había podido
descifrar el miedo en esos ojos acerados. Sin saber bien el motivo, todo lo
que respondió fue:
—Hemos llegado a ese punto que ya no tiene retorno.
Cornelius apretó con fuerza su mano. Se quedaron un momento en
silencio, mecidos por el leve traqueteo del tren surcando veloz aquel paisaje
ocre.
—Lo primero es ponerte a salvo.
Clara le miró perpleja.
—¡A salvo! —la expolicía se agitó en el asiento—. Me han encontrado
en medio de los Alpes donde supuestamente tan solo tú y Antonio conocíais
mi paradero. ¿Cómo es posible? —replicó con viveza—. Esa gente es
poderosa. Mucho.
Como si fuera un árbitro, Antonio se interpuso entre ambos con
delicadeza.
—La casa donde vamos no la conoce nadie. Es imposible que nos
encuentren allí.
—¿Me voy a quedar toda la vida encerrada? —miró a ambos escéptica
—. La mujer de la casa solitaria. Tal vez sería un buen guion para una
película de misterio.
Las comisuras de los labios de Cornelius se arquearon hacia arriba y la
señaló con el dedo índice antes de hablar.
—Hemos estado haciendo unas averiguaciones.
Antonio, sentado al otro lado del compartimento, asintió con la cabeza y
afirmó:
—A Napoleón se le atribuye una frase que en realidad era de uno de sus
mariscales de campo.
—¿Y cuál es esa frase? —la expolicía se había incorporado, la espalda
tensa.
—La mejor defensa es un buen ataque —respondieron al unísono los
dos hombres.
Clara se volvió a recostar sobre el asiento, ensimismada. ¿Se estaban
volviendo todos locos? Dejó escapar una larga exhalación de aire, un
silbido prolongado. ¿En qué consistiría ese plan de ataque? Se llevó los
codos a las rodillas y se sujetó la cara con ambas manos.
—No visteis al indio o sueco, o lo que en realidad fuera, que enviaron
para matarme. Estoy viva de milagro, y —miró primero a uno y luego al
otro—, y os recuerdo que de momento no han encontrado el cuerpo.
Se hizo un silencio denso. El holandés le acarició levemente la mano en
un gesto de compasión.
—Joel me ha asegurado que nadie puede sobrevivir a una caída como
esa.
—¿Y dónde está?
Cornelius negaba enfático con la cabeza.
—Con la tormenta el caudal iba muy crecido. Tal vez se ha quedado
enganchado en una roca y pasen días, incluso semanas, hasta que alguien lo
encuentre. En medio de aquellas montañas la mayor parte de kilómetros del
río son inaccesibles.
—Nadie busca su cuerpo —ratificó Antonio, dando a entender que
Cornelius estaba en lo cierto—. Joel no dirá nada y sospecho que Juana
tampoco. Y dudo mucho que los que le enviaran hayan llamado a la policía
para informar de su desaparición, ¿no crees?
Ella apartó la vista y se concentró en la ventana. La vida dentro del
vagón era tan diferente de lo que se veía afuera. Sentía una opresión en el
pecho. Hubiera preferido estar al aire libre, sin preocupaciones.
—Llevo dos días sin poder dormir —suspiró al fin.
Se subió el pañuelo que le cubría el cuello y el hematoma que
circundaba su garganta resplandeció bajo el brillo del neón.
—Ese gigante está muerto —aseveró Antonio—. Y como te decíamos,
nosotros hemos hecho nuestras pesquisas.
Clara se fijó con detenimiento en el hombre que acababa de hablar.
Parecía incapaz de matar a una mosca, el típico profesor de colegio jubilado
que desea disfrutar de la vejez en un clima tan benigno como el de Alicante
en compañía de su pareja y compañero de camino, Cornelius. Y ahora
ambos, un expolicía y un periodista con sus ideales intactos, en el otoño de
sus vidas, le estaban diciendo que la mejor defensa era un buen ataque.
—Vamos a necesitar ayuda —aclaró Cornelius.
—¿Qué tipo de ayuda? —preguntó Clara.
Miraba a uno y a otro con renovado interés. Antonio se encogió de
hombros. Cornelius retomó la conversación donde la había dejado.
—Vamos a necesitar ayuda desde dentro.
Clara contempló los almendros que pasaban veloces a través del cristal.
Los destellos cobrizos del sol de la tarde acariciaban sus copas. Iban a
pasar al ataque. Tal vez todavía estaba en estado de shock y no era capaz
de procesar de forma correcta la información. En su trabajo durante tantos
años como psicóloga había tratado a mucha gente con diversos grados de
angustia y estrés. En algunos casos, las situaciones traumáticas
desembocaban en actitudes de indiferencia o de negación. Clara repitió la
pregunta al periodista holandés.
—¿Qué tipo de ayuda? —insistió.
—Cada cosa a su debido tiempo —replicó este con una enigmática
sonrisa.
Alicante, Octubre de 2009

8
El sol del mediodía caía con fuerza sobre la terraza del bar en la avenida de
Oscar Esplá. Santi Blanes tenía una botella de agua con gas y junto a ella un
paquete de chicles de menta. Masticar esa maldita goma no era ni
remotamente como fumarse un cigarrillo pero había descubierto que le
ayudaba a relajarse. Más allá, tras el paso continuo de automóviles,
motocicletas y autobuses, las palmeras permanecían impertérritas al
trasiego de la ciudad a la hora donde confluían los que paraban la jornada
laboral para rellenar el estómago o aprovechar para hacer unas compras. En
el paseo de la avenida, el último padre se retiraba de la zona de juegos
infantiles con su niña en brazos, que, entre lloros e hipos, se negaba a
abandonar la pequeña caseta colorada con forma de seta.
Miró el reloj. El inspector Martínez, el jefe del grupo de estupefacientes,
llevaba cinco minutos de retraso cuando por fin apareció por la esquina. Era
un tipo de estatura mediana, vestido con vaqueros y una camisa azul,
zapatillas de deporte, cabellos de un color castaño indefinido y ojos de un
tono entre marrón claro y pardo. Lo único que llamaba la atención era lo
normal que era, uno más entre la multitud. Le calculaba unos cinco años
menos que él. En definitiva, no era más que otro mastodonte con varias
mochilas a cuestas. Tomó la silla enfrente a la suya y se sentó, cara al sol.
—Blanes.
—¿Has comido?
—No.
—Yo tampoco, si te parece pedimos antes de nada y luego hablamos, ya
más tranquilos.
Le caía bien ese tipo. No llevaba mucho tiempo destinado en Alicante,
pero había conexión entre ellos. Santi coincidía de pleno en que las cosas se
veían mejor con el estómago lleno, de eso no cabía la menor duda. Y si bien
esa terraza no era el sitio más tranquilo para conversar, las tapas de Elena
merecían la pena. Como de costumbre, Martínez empleaba un tono amable
y ligeramente risueño.
Resueltas unas dudas trascendentales sobre la comanda y qué bebida
debía acompañar a la tortilla de espárragos trigueros, el tomate trinchado
con capellán y una ración de rabo de toro, pasaron a hablar de modo
introductorio de la elección de Río de Janeiro como sede para la celebración
de las Olimpiadas del 2016 y del secuestro del barco pesquero Alakrana en
las costas del Sur de Somalia. Sobre la mesa ya reposaba la tortilla, poco
cuajada, como los cánones establecían, cuando pasaron a tocar el tema que
les había llevado a reunirse. Martínez fue el primero en engullir un trozo y
una gota de aceite manchó el mantel en el trayecto hasta su boca.
—Hay un nuevo grupo que se está haciendo con el negocio de las drogas
en Alicante. Y no se andan con chiquitas. Son unos moteros. ¿Te suenan
Los Ángeles del Infierno?
—¿Los de California?
Martínez deglutía la mezcla de patata, huevo y cebolla en perfectas
proporciones e hizo un gesto afirmativo con la mano. Cuando hubo
acabado, continuó.
—Sí, eran originarios de Estados Unidos y una de sus ramificaciones se
estableció en Cataluña. Fueron clasificados como una organización
delictiva. Se dedicaban al tráfico de drogas, de objetos robados y
prostitución —el tenedor cambió en el último momento de dirección y
cogió un trozo de capellán ensartado en una rodaja de tomate—. Siempre
defendieron que eran tan solo un grupo de entusiastas de las motocicletas
que se reunían para organizar eventos sociales como viajes en grupo, fiestas
y encuentros.
—Pobrecitos —dijo Santi irónico y rebaño un trozo de pan por el huevo
no cuajado de la tortilla.
—A principios de los noventa un grupo similar a los Ángeles del
Infierno se fundó en Holanda, One Blood, en español algo así como Una
sangre.
—¿Una sangre?
—Al parecer los fundadores tienen raíces indonesias. ¿Sabías que la isla
fue colonia holandesa hasta el año 1949? — Martínez apuró la cerveza y se
pidió otra. Santi todavía aguantaba su agua con gas y no estaba seguro de
que tenía más ganas: de si tomarse una cerveza o de fumarse un cigarrillo.
O ambas cosas. Tocaba cuidarse—. Se ve que en algunas tribus originarias
del país los pactos de sangre son sagrados, si entras a formar parte del grupo
eres uno más, indivisible. Tan sólo la sangre derramada dejará que te salgas.
La cuestión —apoyó los dos codos en la mesa y bajó el tono de voz—, hace
cosa de unos seis meses se han establecido en la provincia, One Blood
Spain. Vienen pisando fuerte.
—Sorpréndeme.
El otro se llevó una servilleta a los labios.
—Están centrados en la marihuana y el hachís y mueven cantidades a lo
grande, aunque parece que últimamente se están moviendo también con
drogas de diseño, de última generación. Nuestro confite dice que son
violentos y muy peligrosos. No me extrañaría que lleguen al homicidio para
marcar el territorio o definir nuevas reglas. Ya sabes, el eterno problema:
¿cómo garantizar un transporte regular y seguro desde el Norte de África
hasta España?
Blanes no estaba seguro de si su interlocutor esperaba una respuesta
suya. Martínez fue rápido en atajar la duda.
—Parece que han conseguido establecer una cadena de distribución con
una maquinaria bien engrasada. Se rumorea que han introducido hace poco
un cargamento de varias toneladas.
—¿Cómo?
Martínez trincho otro trozo de tortilla y antes de llevárselo a la boca,
habló:
—Traen la droga en veleros de lujo.
El padre y la niña del parque volvieron a pasar y en esta ocasión la
pequeña reía y llevaba un molinillo plateado que giraba por la brisa y
resplandecía por la luz del sol. A Cecilia siempre le habían encantado.
—Blanes, ¿me estás escuchando?
El inspector carraspeó antes de hablar.
—Me decías que meten la droga con la ayuda de grandes veleros.
Martínez asintió y su boca dibujó una mueca de satisfacción al ver llegar
el plato humeante con el rabo de toro. La salsa era oscura y espesa y una
ración de patatas paja acompañaba a los trozos de hueso con la carne muy
melosa, desprendida en algunas zonas gracias a las horas de cocción lenta.
—Embarcaciones de lujo que no levantan sospecha y navegan desde los
puertos del norte de África hasta los nuestros. Recibimos el chivatazo de un
transporte importante que debió llegar hará cosa de unos diez días.
Blanes dejó el trozo de carne que había pinchado a medio camino entre
el plato y su boca y se incorporó.
—¿Hace diez días?
—Más o menos. La patrullera de vigilancia aduanera salió en búsqueda
del Sweet Lady, una embarcación de casi veinticinco metros de eslora y
bandera del Reino Unido, pero por el fuerte oleaje la operación se tuvo que
interrumpir. Al día siguiente localizamos el barco en el puerto de
Campomanes. Ya era demasiado tarde.
Blanes relamía un trozo de pan impregnado de aquella maravillosa salsa.
Hacía diez días aproximadamente que aquel joven había sido lanzado al
agua. ¿Iría embarcado en el Sweet Lady?
—Y tú, ¿qué puedes contarme? — Martínez apoyó los antebrazos en la
mesa.
Blanes le expuso que la pesquisa estaba en pañales, tanto en lo que se
refería a las pistas como a las vías de investigación. Pero era lo que tenía y
sabía por experiencia que a veces las cosas cambiaban de rumbo
súbitamente por un golpe de suerte.
—Me gustaría poder contarte más.
Martínez se quedó mirando el plato donde un trozo de rabo todavía
sobrevivía con restos de la espléndida salsa. Una mirada con aire de
condescendencia fue suficiente para que el jefe de grupo de estupefacientes
rematara la ración. Blanes sonreía cuando el móvil sonó.
—Dime.
Era Luengo.
—Jefe, tenemos una mujer aquí muy preocupada porque hace días que
no sabe de su hijo y teme que le haya podido pasar algo grave. Por la
descripción, podría encajar con el cuerpo de la playa.
—Estoy ahí en cinco minutos.
Tras una breve discusión sobre quién debía correr con los gastos de la
comida, Santi Blanes pagó la cuenta y se dirigió con paso acelerado a la
comisaría. «Te debo una», fueron las últimas palabras de Martínez.
Busot, Octubre 2009

9
Urrutia condujo hasta la solitaria casa de campo en Busot, a unos escasos
diez kilómetros de Alicante con una idea que le rondaba desde hacía
tiempo: un ascenso. Había sido un peón fiel durante muchos años, una
pieza, que salvo el último contratiempo con aquella zorra recién salida de la
academia, siempre había ejecutado las órdenes de forma efectiva. Nunca se
había planteado si eran justas o no, esa no era su misión. Su papel era otro.
Y lo cumplía a la perfección. Por fin había llegado el momento de ese
merecido ascenso en el escalafón. El día que tanto anhelaba. En el momento
justo. Necesitaba más que nunca un cambio de aires. Santi Blanes
sospechaba algo y no soltaría el hueso hasta dar con ello.
Tamborileaba con el anillo sobre el volante. Cuando giró y tomó el
camino de grava que le llevaría hasta el chalet, se quedó cegado por el sol
un instante. Bajó el parasol y pudo distinguir el Jaguar con los cristales
tintados aparcado al lado del porche de la casa. Sabía que no había ningún
dispositivo de vigilancia. Estacionó a su lado y antes de quitar la llave, se
miró las uñas. Estaban inmaculadas. Un último vistazo al espejo retrovisor.
La raya perfilada con la ayuda de un buen chorro de colonia había
conseguido aplastar el pelo, ligeramente rebelde. Ya tocaba peluquería.
Cada quince días tenía hora con Dani. La próxima cita era en dos días. Se
bajó del coche y se estiró la chaqueta.
Por un fin un reconocimiento de la organización, un momento que debía
haber sido de total satisfacción, de no ser por Blanes. Maldito cabezota.
¿Por qué se había entrometido a última hora? El plan para acabar con las
prostitutas, inculpar al rumano y hacer agonizar a Magdalena había llevado
tiempo. Y mucha planificación. Como repetía Pelayo: «la venganza era un
plato que se debía comer frío, despacio, para poder deleitarte con él y
gozarlo».
Más de un año había transcurrido desde que supieron que el novio de la
hija del juez había adquirido una propiedad en la playa de San Juan.
Muchos meses de trabajo hasta encontrar al culpable perfecto: un rumano
con antecedentes que encima se había movido por otras provincias antes de
asentarse de nuevo en Alicante. Había sido perfecto. Maquiavélico. Genial.
Tan solo hubo que esperar a que la pareja viniera a disfrutar del buen
clima del levante y asegurarse de que Blanes encontrase las migas de pan
que conducían de manera irrevocable al rumano. La guinda fue que
acudieran a ese local de intercambio de parejas y luego dejara a la chica
sola. Cuando cruzó la puerta una mueca de sonrisa dibujaba su cara, un
gesto en el que se prodigaba en contadas ocasiones.
En el sillón, sentado como siempre de cara hacia la entrada estaba
Pelayo. Vestía un traje claro y llevaba un pañuelo de seda beige a juego con
la corbata. Tenía una rodilla sobre la otra y ambas manos apoyadas en la
misma. Tras las gafas de pasta grandes, sus ojos grises parecían afilados
como cuchillos. El aire relajado le confería ese aspecto de empleado de
banca o funcionario, un hombre pacífico, incapaz de romper un plato.
Pelayo alzó la vista y le sonrió. Con un gesto de la mano le invitó a que
se aproximara y tomara asiento enfrente de él. A su lado, de pie, estaba
Villegas, su lugarteniente. En el lateral, contra el ventanal, Nacho apoyaba
sus anchas espaldas. Tenía la nariz ligeramente desviada y un pequeño
hematoma amarillento todavía se extendía bajo sus ojos. Recuerdos de la
puta.
—¿Quieres beber algo? —ofreció Pelayo.
Villegas le tendió un vaso repleto de agua. Urrutia sorbió el líquido.
Pelayo levantó las manos y las abrió, como un predicador.
—Cuéntame qué sabe Blanes.
Urrutia carraspeó y dio otro trago.
—No sabe nada —creyó oportuno ocultarles la conversación que habían
mantenido en la galería de tiro. Y por supuesto, había sido una tumba con
respecto a la visita del inspector a la iglesia para hablar con Consuelo—.
Llamé porque siempre me dijiste que cuando acabáramos con la hija del
juez, era el momento de un ascenso. Llevo demasiados años —tragó saliva
y apoyó los codos en las rodillas—. Necesito un cambio de aires.
Pelayo se levantó y se acercó hasta la ventana. Urrutia observó la silueta
inmóvil perfilada con los almendros de fondo. Había aprendido que a
Pelayo le gustaba tomarse su tiempo antes de responder.
—Imagino que no te ha preguntado nada sobre el caso, ninguna
sospecha, por pequeña que sea.
—No, nada —confirmó el subinspector desviando la mirada.
Pelayo suspiró, vagamente contrariado. Se apartó de la ventana y regresó
con parsimonia a la butaca. Dedicó unos segundos a observar a Urrutia con
ojos de forense.
—Nuestra amiga se ha escapado de su guarida y hemos perdido su
rastro.
Los ojos de Urrutia se abrieron como los de un besugo.
—La maldita zorra ha sobrevivido —señaló Pelayo al fin con un gesto
de desprecio—. Parece que tiene más vidas que un gato. Y ahora mismo no
sabemos por dónde anda. Ni ella, ni ese periodista holandés casado con el
expolicía.
A Urrutia le costó tragar la saliva. Maricones. Pelayo retomó la palabra.
—No te preocupes, tú no tienes nada que ver con eso. Acabar con esa
joven es mucho más difícil de lo que pensábamos —le dedicó una mirada
de soslayo a Nacho—. Si en vez de guiarnos por la polla lo hiciéramos con
la cabeza, otro gallo cantaría. Basta seguir las órdenes. Punto.
El subinspector recordó cómo por haber querido abusar de ella, Clara
había escapado de esa misma casa donde ahora mismo se encontraban.
—¿Qué vamos a hacer? —Urrutia se removió sobre la silla.
—Se acabaron las tonterías —advirtió Pelayo con un tono amenazador
—. No podemos permitirnos un solo error más —su mirada volvió a
centrarse en el subinspector. Le observaba como si pudiera leer su
pensamiento—. Olvídalo, ya no es cosa tuya. Es cierto que acordamos
sacarte de aquí y es el momento de que tomes nuevas responsabilidades —
Pelayo se levantó de nuevo, se situó a su espalda y le dio unos golpes
paternales en el hombro—. El destino perfecto te espera en la Subdirección
General de Recursos Humanos y Formación.
Urrutia sintió como un escalofrío de satisfacción le bajaba por la espina
dorsal.
—Gracias Urrutia. Todos estos años por la causa han sido importantes.
Te has ganado este merecido ascenso —le volvió a dar unos golpes en la
espalda—. Está todo preparado. No creo que Muñoz ponga ningún
problema, la orden viene de arriba. En pocos días podrás disfrutar junto a
Consuelo de un merecido descanso en Madrid.
Pelayo sonrió con calidez y Urrutia sintió un deseo de levantarse y darle
un abrazo pero se limitó a tenderle la mano.
—¿Consuelo está bien?
La sonrisa se había transformado en una mueca de depredador. Había
arqueado las cejas. Urrutia necesitó un segundo para verlo todo claro. No se
trataba de ningún ascenso ni nada que se le pareciera. Los brazos de Nacho
lo habían agarrado por detrás como tenazas. Villegas le había colocado una
bolsa de plástico transparente por la cabeza. A través del traslúcido material
podía ver la sonrisa de Pelayo.
—No te resistas, todo va a pasar rápido. ¿No querrás que le pase nada a
Consuelo, verdad?
Sabía que era inútil luchar. Tampoco tenía ganas. Poco a poco lo fue
viendo todo borroso. Sus pulmones necesitaban aire y podía notar como se
movían dentro de su caja torácica, en busca de oxígeno. El corazón estaba
acelerado. Pensó en Consuelo hasta que todo se volvió negro.
Pelayo se había alejado y observaba el cuerpo inerte de Urrutia en la
silla. Se aproximó de nuevo al ventanal y, sin mirarle, se dirigió a Villegas.
—Ya sabes lo que toca hacer ahora. Y no voy a tolerar ni un solo fallo
más.
ESCUCHAS

Madrid, Octubre 1982

1
La Sección de Seguridad Nacional fue idea de Pelayo. Le gustaba llamarla
la última línea de defensa, un reducto de afines a la Patria. Un grupo
ultrasecreto dentro del CESID, el Centro Superior de Información de la
Defensa, la agencia de inteligencia española que se había fundado en el año
mil novecientos setenta y siete tras la muerte del dictador Francisco Franco.
La Sección, cómo se acabaría llamando de forma abreviada, era una unidad
invisible, que no aparecía en ningún informe ni partida presupuestaria y
dónde cada miembro sería selectivamente reclutado. Su creación fue
fácilmente defendible. En una joven democracia, con un golpe de estado
reciente, y unas estructuras políticas que podían caer a la deriva en
cualquier momento, alguien debía vigilar las amenazas internas del país.
Además, el encargo del Director General de Seguridad para averiguar qué
sabía el inspector Resines sobre el ministro había prendido la llama para
obtener la aprobación y los fondos para la creación de la nueva unidad.
Pelayo Pellicer obtuvo carta blanca y mucho dinero. Sabía que no
convenía un número grande de recursos, un mayor volumen facilitaría por
un lado las posibles filtraciones y, por otro, contar con mayor número de
piezas no equivalía a poder hacer más. Si acaso, lo contrario. Empezó con
cinco colaboradores elegidos a dedo. El siguiente en la lista era el inspector
Sánchez, una vez hubiera acabado con la tarea que le había asignado para
obtener la información en poder del inspector Resines sobre el ministro. Un
tema delicado que sabía estaba en buenas manos. Sánchez era un policía
duro e inteligente. Y sobre todo, podía confiar en él.
En teoría Pelayo se hallaba subordinado al director del CESID. En la
práctica hacía y deshacía lo que le venía en gana. Él, y sólo él, tomaba las
decisiones de a quien espiar y podía poner en marcha sus propias
investigaciones y escuchas telefónicas sin tener que explicar o informar a
nadie. Iba a disfrutar de una situación única, con muchos poderes. Actuaba
al margen del resto. Quería tomar como modelo los grandes espías de la
CIA y la KGB en el esplendor de la guerra fría y hacer uso de los avances
tecnológicos que llegaron en la década de los ochenta.
Pelayo y sus colaboradores desaparecieron de la vida pública y de
cualquier organigrama. No existían para la burocracia del gobierno, la
policía o el ejército. Tan sólo el director del CESID, única y
exclusivamente, conocía el nombre de los agentes encargados de velar por
la seguridad de la nación.

Por razones de seguridad, ni siquiera compartían instalaciones con el


resto del personal del centro de inteligencia. Dos plantas en un bloque de
apartamentos en las afueras de Madrid, con un escueto cartel con las letras
Azur, empresa de comunicaciones, en el exterior. Una dirección que muy
pocas personas conocían. Un búnker con aspecto de oficinas que acogía a la
recién creada Sección. Las viviendas se habían reforzado con las más
estrictas medidas de seguridad y se había habilitado una zona dónde
siempre debía haber alguien de guardia al cuidado de las instalaciones, las
veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

En seguida, la realidad fue diferente de lo que la misión principal de la


Sección de Seguridad Nacional tenía establecido. Crearon una compleja
trama para realizar operativos de seguimiento, que incluía escuchas
telefónicas, a todo aquel que tuviera un papel importante en la reciente
instaurada democracia del país: políticos, empresarios, periodistas, incluso
la Casa Real. Nada ni nadie quedaba fuera de sus tentáculos. Una tela de
araña que no dejaba nada al azar y que acumulaba información profesional
y personal que podría ser usada en el futuro a cambio de favores o dinero.
Oficialmente, las partidas presupuestarias se destinaban con el objetivo
de realizar investigaciones especialmente delicadas y de vital importancia
para la seguridad de la nación. Algunas de estas operaciones llegaron a ser
aprobadas por el propio Presidente del Gobierno y todos los documentos
eran clasificados de máximo secreto. Esa firma del principal mandatario del
país, de alguna manera, significaba que él había dado su visto bueno a la
necesidad de crear ese grupo de control de temas sensibles. De vez en
cuando, Pelayo se encargaba de destacar casos sonados que eran hinchados
para justificar el presupuesto. Por lo general se trataba de operaciones de
soporte en la lucha antiterrorista. Y algunos favores personales que Pelayo
no dudaba en prestar cuando la ocasión lo requería.
Los expedientes de la Sección eran siempre instruidos por el mismo
juez, Don Carlos de Pombo y Soto, un hombre con el que Pelayo forjaría
con el paso de los años una profunda amistad. Una alianza que serviría para
lanzar la carrera de ambos y que acabó en vía muerta cuando el juez no hizo
nada para ayudar al hijo de Pelayo Pellicer en un juicio que a la postre le
llevó a ingresar en la cárcel de Soto del Real. Pero para ese suceso, faltaban
todavía muchos años.

Cuando el inspector Sánchez llegó a la cafetería del hotel Wellington,


Pelayo estaba sentado en su mesa habitual, sosteniendo una taza de té y
sonriendo tranquilamente. Con la mano le mostró la silla que tenía enfrente.
—Anda, siéntate, tienes cara de cansado. Espero que eso signifique que
ya tienes más información sobre lo que sabe Resines del asunto que
llevamos entre manos.
Cuando iba a empezar a hablar, el flamante nuevo responsable de la SSN
le interrumpió:
—¿Estás seguro de que no quieres tomar nada?
El inspector negó con la cabeza y dejó que Pelayo prosiguiera.
—¿Todo bien en casa? —había suavizado el tono de voz.
Sánchez se mojó los labios antes de hablar.
—Sí todo bien.
—¿Y tu hija? ¿Cuántos años tiene?
Clara llegó como un relámpago a su cabeza. No se quitaba de la cabeza
que ya no estuviera viviendo con ellos. Si supiera o pudiera controlarse. Era
imposible. Lo había intentado muchas veces, pero cuando empezaba a notar
la euforia del alcohol por su cuerpo, un deseo irrefrenable de acariciar la
piel tersa de su hija crecía como un demonio en su interior y le arrebataba el
control. Sí, era eso, se convertía en un monstruo por culpa de alcohol. El
inspector tragó saliva antes de responder.
—Cumplió trece años el otro día.
Pelayo asintió con la cabeza.
—Mi hijo va a cumplir dieciséis y me pidió salir el sábado por la noche
—el flamante director de la SSN le señaló con el dedo índice—. Mano dura,
Sánchez. Hay que atarlos bien cortos, las calles se han llenado de chusma
muy peligrosa —Pelayo frunció el labio y endureció la mirada antes de
hablar—. Esto es lo que nos trae la democracia. Drogas, sexo y rock and
roll —emitió una ligera risa que parecía la de una hiena—. Todos estos
supuestos músicos, cineastas o escritores, progres de tres al cuarto, se
pasan el día colocados, de fiesta en fiesta y pretenden darle un barniz
místico o, tal vez artístico, al consumo de la heroína y de las drogas. Que no
parezca algo peligroso. Quieren un mundo nuevo, romper con el pasado y
se lo van a cargar todo —Pelayo entornó los párpados, como satisfecho por
la perorata—. ¿En fin, qué avances tenemos de lo nuestro?
Pelayo hizo un gesto demandando la información. Sánchez se encogió
ligeramente sobre sí mismo antes de hablar.
—Me he ganado la confianza de Resines.
Pelayo dejó la taza sobre la mesa, como si se armara de ánimos para
escuchar lo que Sánchez le iba a contar y enfrentó aquella mirada acerada,
cruzando los dedos de las manos con los codos sobre la mesa.
—¿Te importa que me encienda un cigarrillo? —Pelayo asintió y le
invitó a que continuara y el camarero, que se mantenía en la distancia pero
atento a prestar servicio, al ver el paquete de tabaco se acercó con fuego.
Sánchez dio una larga calada y expulsó el humo hacia arriba en pequeñas
constelaciones circulares—. El otro día nos internamos en el poblado de La
Celsa en una operación antidroga y jugué bien mis cartas.
Pelayo le dio un sorbo a la taza y tardó unos segundos en aclarar:
—Sánchez, ya sabes lo que nos jugamos en todo esto.
Madrid, Octubre 1982

2
La clase de pretecnología de la hermana Pilar era una de sus favoritas. Clara
tenía todo el material sobre el pupitre. Había perfilado mentalmente el
dibujo para la servilleta que quería regalar a Maia. Cogió el bordado e
introdujo la tela en el mismo. Luego, de su caja de hilos, escogió el de color
azul y empezó a tejer con punto de cruz. Se sorprendía de que desde que
había llegado al internado no hubiera echado en falta el violín. Su
instrumento, el mismo que cuando habitaba la casa del horror se había
convertido en el arma secreta para evadirse y desconectar de la realidad,
ahora había pasado a formar parte, como tantas otras cosas, de un pasado
que se había conjurado enterrar para siempre. Tal vez por ello, esa clase con
la hermana Pilar le proporcionaba una calma profunda, semejante a cuando
deslizaba el palo sobre las cuerdas y los acordes emergían como parte de un
guión establecido. En esos instantes en que su mente se mantenía ocupada
al cien por cien, los monstruos y las tinieblas se mantenían a raya. Por eso,
apenas se percató cuando la hermana Verónica interrumpió la clase. No fue
hasta que llegó al lado de la profesora, que de pie en primera fila, corregía
la técnica de su amiga. Entonces vio como ambas hermanas cuchicheaban y
la miraban. No había duda de que el motivo por el que la hermana Verónica
estaba allí era ella. Sintió un dolor en la parte baja del estómago, como un
puñetazo, y el corazón se le encogió. Este, empezó a palpitar con fuerza
contra la caja torácica. Maia también se había girado para mirarla. Su amiga
esbozó una sonrisa, que le pareció un rayo de esperanza, hasta que ambas
monjas empezaron a avanzar en su dirección. Clara empezó a frotarse las
manos. Tenía la piel húmeda por el sudor. La hermana Verónica fue la
primera en hablar.
—Clara —había apoyado la mano en su pelo y lo acariciaba—. Tienes
que acompañarme.
Quiso preguntar para qué, pero le faltaba el aire. Le costaba respirar y
tenía un nudo en la garganta. De algo debió percatarse la hermana, que le
dijo con la voz calma.
—Tranquila, no pasa nada. Tienes visita, te alegrarás cuando sepas quien
ha venido a verte.
Clara se levantó y empezó a andar, Era el centro de atención, todas las
niñas la miraban, como si fuera un animal de circo y el espectáculo
estuviera a punto de empezar. Notó un fuerte calor en las mejillas. No
llevaría andados más que un par de metros cuando una espiral de puntos de
colores empezó girar hasta que todo se fundió en negro.
Clara se veía cayendo a un agujero oscuro y negro, atraida por una
fuerza misteriosa que la hacía girar y de la que no podía escapar. Junto a
ella volaban unos pájaros negros. Eran unos cuervos gigantescos y caían en
picado hacia ella, en un intento de atacarla. Los picos eran puntiagudos y
estaban manchados de sangre. Quería gritar pero no era capaz de emitir
ningún sonido. En la lejanía, empezó a escuchar como su madre la llamaba,
en un intento de salvarla. El grito se repetía, cada vez con más fuerza hasta
que abrió un ojo. Lo primero que vio fue a la hermana Verónica, que la
tenia agarrada por el cuello y la zarandeaba como a un monigote.
—Clara, ¿estás bien?
No pudo responder. Tenía la sensación de haber despertado de un sueño
profundo. El contorno de la clase, con las niñas alrededor mirándola le hizo
ser consciente de que en realidad se había desmayado.
—¿Estás segura que estás bien? —la hermana Verónica había repetido la
misma pregunta al menos de tres veces.
Clara asintió con la cabeza.
—Toma, bebe un poco de agua.
Clara tenía la boca reseca y se acabó todo el vaso de un único trago.

Cruzaron el patio bajo el silbido del viento que arremolinaba las hojas
caídas en una de las esquinas. La hermana Verónica la condujo a lo largo de
unos pasillos en los que no se oía nada y detuvo en la puerta de la Madre
Superiora. Clara estaba desconcertada y pensaba que todo era por el
incidente en el patio con las otras niñas. La profesora golpeó con los
nudillos sobre la madera.
—Adelante — la voz de la Madre Superiora llegó amortiguada.
La puerta se abrió. Entonces lo vio. Estaba de espaldas, sentado en el
sofá del despacho, pero pudo reconocer de inmediato aquel olor que
mezclaba su loción de afeitado con el tabaco. Sostenía una taza de café en
la mano derecha y tenía las piernas cruzadas, una encima de la otra. Clara
se quedó lívida en el umbral. Su padre se giró y puso una de sus sonrisas
cautivadoras.
—Y yo que pensaba que te alegrarías de verme, Clara —dijo Sánchez
incorporándose.
La madre superiora hizo una reverencia con la cabeza y cerró la puerta.
Estaban los dos solos. Clara se adelantó unos pasos y su padre tras darle un
fuerte abrazo, se sentó de nuevo.
—No… no sabía que venías —musitó al fin, con la cabeza gacha.
—Tenía ganas de verte —con la mano la invitó a que se acercara—.
Sabes que el trabajo apenas me deja tiempo libre, pero he decidido
escaparme un rato —le guiñó un ojo —. Mi pequeña se lo merece todo.
Clara permanecía de pie, con las dos manos por delante de la falda.
—Te veo algo pálida —continuó su padre—. Levanta la cara y mírame
—apoyó el dedo índice bajo su barbilla y la empujó levemente hacia arriba
—. ¿Va todo bien? Y ya sabes, no me mientas.
Clara asintió con la cabeza.
—Anda, dame un beso. Hace días que no te veo.
Ella se acercó y le rozó las mejillas con los labios. Le llegó de nuevo el
olor de su loción para después del afeitado. Por un momento se lo imaginó
con la toalla enrollada por la cintura y el cuarto de baño repleto lleno de
vaho. De pequeña le encantaba verle de espaldas mientras se afeitaba
escrupulosamente frente al espejo con las noticias puestas en la radio.
Cuando acababa, se limpiaba la espuma de la cara con una toalla. Después,
se echaba un buen chorro de loción en las manos y se masajeaba la cara
con ambas manos. Ella le observaba embelesada. Cuando su padre retiró la
cara, un brillo en sus ojos le indicaron que por su parte él había detectado
algo.
—¿Es que has vomitado?
Clara se mordió el labio antes de responder..
—Tengo el estómago algo revuelto —sabía que no valía la pena intentar
mentir, él se daría cuenta.
Sánchez hizo pequeñas oscilaciones con la cabeza.
—Tienes que cuidarte más —le cogió las dos manos. Ella asintió de
forma sumisa—. Me ha dicho la madre superiora que el otro día en el patio,
te peleaste con otra niña —su padre chasqueó la lengua—. Anda, siéntate—
dio unas palmadas suaves sobre el cuero del sofá. Clara se movió unos
centímetros y ante la mirada insistente de su padre, tomó asiento a su lado
—. Cuéntame.
—No fue culpa mía.
—Las peleas no son nunca culpa de uno mismo —se recostó, pensativo,
y volvió a cruzar las piernas—. Déjame que te abrace —la tomó entre sus
brazos y apretó con fuerza.
Ella olió de nuevo esos aromas varoniles, familiares. Asfixiantes.
Entonces la cogió por la cara con sus dos manos. Acariciaba sus mejillas.
—¿Sabes que papá te quiero mucho, verdad?
Clara volvió a sentir que le faltaba aire. Él retiró las manos y se recostó
de nuevo.
—He estado hablando con la madre superiora. Me preocupo por tí.
Mucho. Lo que te pasa —se detuvo y esos ojos acerados se clavaron en ella
—. Lo que puedas contar de nosotros.
Así que era eso. Papá había ido hasta el internado para comprobar si ella
podría haber contado algo de lo que le hacía cuando se acostaba en su cama
para darle las buenas noches. Quería tenerlo todo bien atado, como de
costumbre. Clara deseaba gritar pero no pudo pronunciar ni una sola
palabra. Ni una sola, como de costumbre. La autoridad de él ejercía un
poder hipnótico sobre ella.
—Te he traído algo —prosiguió su padre. Se levantó y llegó hasta la
mesa del despacho. Hasta ese momento Clara no se había percatado del
paquete con el envoltorio que reconoció de inmediato—. Son los que más te
gustan.
Clara no tenía necesidad de abrirlo. Sabía que dentro habría al menos
una docena de petisús rellenos de chocolate. Sus preferidos.
—No te los comas todos y te vayan a sentar mal. Mira lo que te ha
pasado. Anda, levanta, te quiero dar un abrazo antes de irme.
Ambos se pusieron de pie y él la volvió a abrazar y a repetir lo mucho
que la quería. Le dio un beso en la frente y el olor de su aliento hizo que
tuviera un escalofrío de placer. Se sentía rota por dos mitades opuestas, por
un lado el odio y por el otro la atracción que le provocaba. Abrió la puerta y
llamó a la madre superiora. Con ella vino la hermana Verónica que se
encargó de acompañarla de nuevo a la clase. Antes de marcharse, su padre
le aclaró que se iba a quedar un rato hablando y que volvería con cierta
frecuencia para asegurarse de que todo iba bien. Te quiero mucho, Clara,
fue lo último que escuchó de sus labios.
EL PLAN

Cabo de las Huertas, Octubre 2009

1
Hacía una noche tranquila y la suave caricia del aire húmedo le recordó a
Clara lo diferente que era el aroma a sal del mar al de su reciente estancia
en Suiza. Sobre la bahía la luna creciente brillaba, un inmenso haz de luz
plateada que parecía mirarla de soslayo. Las vistas eran espléndidas y no se
oía otra cosa que el rumor de las olas. Allí sola, con el Mediterráneo y la
noche como testigos, se acordó de cómo la oscuridad le inspiraba temor
cuando era una niña. Sin embargo, lo que treinta años atrás era miedo, ahora
se había transformado en una calma despreocupada. Estaba segura de que
por malo que pudiera llegar a ser el destino, siempre había forma de seguir
hacia adelante.
Deseó que lo que le iban a contar Cornelius y Antonio no fuera un plan
descabellado. ¿Cuántas situaciones peligrosas había esquivado en unos
pocos días? Sabía que había escapado dos veces de la muerte de manera
milagrosa y que la suerte no siempre caía del mismo lado. Cerró los ojos y
respiró hondo. Para empezar, en el chalet de Alicante, con aquel hombre
más ancho que alto, postrado sobre ella. Luego el gigante indio en la villa
de Zermatt. Una arcada le hizo echarse la mano a la boca. ¿De qué se
trataba todo? ¿Era en realidad por una venganza con el juez? Si lo
averiguaba tal vez no estaría todo perdido.
¿Debía hacer un último esfuerzo? ¿Era capaz? Ella siempre había sido
una luchadora, nunca se le había dado nada en bandeja de plata. Todo lo
había peleado. Desde bien pequeña. Sí, no iba a permitir que el cabrón o
cabrones que estuvieran detrás de ese rompecabezas acabaran con ella.
Porque no había duda de que, si podían, intentarían de nuevo hacerla callar
para siempre.

Cornelius y Antonio la esperaban en la sala de estar del chalet junto al mar


en el Cabo de las Huertas. Diseñada como el resto de la vivienda, tenía un
toque muy actual, todo en hormigón, acero y madera. Los muebles parecían
de una colección de arte moderno y estaban situados de manera estratégica.
No había muros, los reemplazaban unos grandes ventanales que
proporcionaban unas espléndidas vistas sobre la bahía. Sus ojos se quedaron
clavados sobre el mar, el reflejo de la luna la había seguido desde la
habitación en la parte superior.
—Cristales blindados —dijo Cornelius que se había levantado y
golpeaba el vidrio de seguridad con sus nudillos.
¿Había dicho cristales blindados? ¿De verdad? La familia Gantt tenía
recursos, más de lo que había pensado cuando conoció al periodista en
aquel bar. Desde luego los diamantes eran un negocio muy lucrativo.
—¿Una nueva propiedad de Margarett? —la mano de Clara fue
recorriendo la sala, como la guía de un museo mostrando las obras de arte.
Cornelius irguió el cuello y no dijo palabra. La carcajada de Antonio
rompió el silencio.
—Vaya con la inspectora —sus manos simularon un aplauso—. Se
supone que nadie sabe de la existencia de esta hermosa casa. Y menos
todavía de quién es su propietaria.
Por fin el holandés se repuso y habló.
—Acabaron la obra en septiembre. La amueblamos hace tan sólo una
semana. Nadie conoce este chalet —se mordió el labio—. Y sí, está a
nombre de una sociedad de Margarett, mi hermana —su cuerpo se relajó—.
Por si te interesa saberlo.
Clara tomó asiento en el sofá gris, enfrente de la mesa de cristal repleta
de papeles y cartulinas con gráficos. Los dos hombres estaban uno al lado
del otro, tras la mesa, sentados en sendas sillas color pistacho y con el
ventanal blindado con la imagen oscura del mar como una gran acuarela
tras ellos. A su lado había una mecedora. Mucho más moderna, pero pudo
ver a Joel balanceándose en la misma. Y a Juana, tumbada a su lado.
—¿Estás preparada? —preguntó Cornelius.
Pudo también ver al holandés de niño, sufriendo por un padre autoritario
y sin sentimientos. La exinspectora asintió con la cabeza.
—Pelayo Pellicer es el cabecilla de una organización de la que tenemos
la impresión se fundó a principios de los ochenta, con la llegada de la
democracia. Eran tiempos convulsos, y a pesar de los intentos de limpiar el
pasado, está claro que hubo quien supo jugar bien sus cartas. Fue nombrado
un alto cargo en el CESID y podía espiar a quien le viniera en gana, sin
necesidad de tener que dar parte a nadie.
—La información es poder —aseveró Antonio, tajante.
—Don Pelayo —exclamó Clara con pesadez. El mismo nombre al que
había llegado aquel día en su casa con Soler.
—Debe ser un hombre muy astuto. Desde su puesto pensamos que tejió
una red de colaboradores que todavía mantiene. Personas bien colocadas en
el escalafón más alto de la administración, de los cuerpos de seguridad del
estado y tal vez de las fuerzas armadas.
—Estamos en el 2009 —Clara se había incorporado como accionada por
un resorte—. ¡Han pasado casi treinta años!
Antonio intervino de nuevo.
—No sabemos a día de hoy cuál es su verdadero poder. Ni hasta dónde
llegan sus tentáculos. Es de suponer, como bien has dicho, que ya no tiene
la misma capacidad de maniobra que antaño, pero…
—Pero te han localizado en poco más de tres días. Y no era una tarea
fácil, pensábamos que a más de mil kilómetros de distancia, estarías más
segura. Nos equivocamos.
Uno y otro iban entrelazando sus comentarios en la conversación.
—Y enviaron a un asesino profesional a Zermatt.
Clara se llevó las manos al rostro y se recostó de nuevo.
—¿Pero todo esto por una venganza?
Los dos hombres intercambiaron una mirada, luego fijaron la vista en
ella y preguntaron al mismo tiempo:
—¿Cómo sabes eso?
Entonces Clara les contó lo de la nota encontrada bajo la tapa de uno de
los cajones del juez en su villa de la sierra de Madrid. Lo que entendía se
debía de tratar de una especie de salvoconducto en el caso de que las cosas
se torcieran. Un papel que contenía los números de sentencias que
permitirían vincular al juez con su oscuro pasado y que la había llevado a
encontrar la noticia de la muerte de Francisco Pellicer, el hijo de Pelayo, en
la cárcel de Sotomayor. Una estancia que el juez debería haber evitado. Una
condena que finalmente había acabado conduciendo a los hijos de ambos a
una dolorosa muerte.
—El tiempo juega en contra nuestra —Antonio parecía estar muy seguro
de sus palabras.
—Nos hemos desecho de nuestros móviles. El tuyo se quedó en la nieve
de Los Alpes. Nadie sabe que esta propiedad, está a nombre de una de las
sociedades de mi hermana, pero…
—Tenemos unos días de margen, pero nos acabarán encontrando —
confirmó tajante Antonio.
—¿Recuerdas lo que te dijimos en el tren? —a los labios de Cornelius
volvió su habitual mueca de sonrisa.
Clara asintió con la cabeza, aunque no estaba segura si le parecía una
buena idea: «la mejor defensa es un buen ataque».
—¿Me vais a contar de una vez lo que habéis pensado?
Alicante, Octubre de 2009

2
Cuando Santi Blanes llegó había una mujer esperando sentada afuera de su
despacho. Llevaba un velo negro que le cubría la cabeza. Al verle, ésta se
puso en pie y le hizo un gesto, una especie de saludo, con la cabeza. Blanes
le calculó unos cuarenta cinco años. Tenía los ojos rojos y húmedos y los
párpados hinchados.
—Mi nombre es Santi Blanes y soy inspector de homicidios.
La mujer le tendió la mano.
—Mi nombre es Amira.
Santi la invitó a que entrara y él se dirigió al otro de la mesa, a su silla.
Tenía que acordarse de llamar a mantenimiento porque una de las ruedas se
había roto y se ladeaba, como un buque medio escorado. Amira tomó
asiento enfrente. Blanes limpió la mesa de cosas y sacó su libreta y el
bolígrafo.
—Usted dirá —apoyó los antebrazos y se incorporó.
—Se trata de mi hijo —la mujer se había sentado en el borde de la silla y
había bajado el tono de voz—. Samir —los ojos se le humedecieron y
apenas podía hablar—. Es un buen chico, pero sabe usted, cuando mi
marido murió, dejó los estudios porque quería ayudar en casa.
—¿Cuándo falleció su marido?
—Hace dieciocho meses.
—¿Y qué edad tiene su hijo?
—Veintiún años.
—¿Estatura?
—Un metro setenta y cinco y unos sesenta kilos.
La altura y el peso coincidían con los del cadáver.
—Entiendo que el padre de Samir también era árabe…
La mujer arqueó las cejas y asintió. Blanes lo anotaba todo en la libreta
y con un gesto le pidió a la mujer que continuara.
—Verá —se acurrucó en su asiento—. Como le decía, Samir dejó sus
estudios en la Universidad y empezó a estar todo el día fuera, en la calle.
No me explicaba nada y yo le preguntaba, ¿pero Samir qué haces? Él no me
respondía, hasta que un día, hará unos seis meses, llegó con un fajo de
billetes. Eran verdes, de cien euros. Había por lo menos un taco así de
grueso —la mujer separó el pulgar del índice unos centímetros—. Los soltó
como si fuera el hombre de la casa en la mesa del salón. Estaba tan
contento. Tan orgulloso —rio de forma despectiva—. Me pidió que dejara
mi trabajo como limpiadora, no quería que siguiera con esa vida.
—¿Y usted qué hizo?
La madre tensó el rostro y dos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas.
—Se los tiré a la cara. Discutimos —Amira empezó a sollozar. Blanes
buscó en los cajones y encontró el paquete de kleenex. Le tendió uno. La
mujer se sonó y retomó la conversación—. Desde ese día, empezó a pasar
temporadas fuera de casa, sin que yo supiera nada de él. Pero siempre me
avisaba el tiempo que pensaba estar fuera, y —la mujer se atragantó—
cuando estábamos juntos, Samir seguía siendo ese chico tan cariñoso,
¿sabe? Se tumbaba conmigo en la cama, como cuando era un niño y
hablábamos de cosas del pasado, de recuerdos comunes, de la infancia.
Samir no podía estar haciendo nada malo. Él no era así, siempre tan atento
conmigo, tan servicial. En el barrio todas las madres me repetían la suerte
que había tenido.
—¿Nunca le preguntó de dónde sacaba el dinero?
La mujer agachó la cabeza y negó.
—Un par de veces más, pero solo conseguí que discutiéramos. Yo le
intenté convencer de que volviera a la universidad, que yo era feliz con mi
trabajo y con el Samir de antes, ese chico estudioso, atento y cariñoso,
aunque no trajera nada a casa. Que podíamos seguir viviendo, sin necesidad
de su dinero y cuando fuera un abogado de éxito, todo cambiaría. Él me
decía que no me preocupara tanto, que ya no era un niño, y que sabía bien
lo que hacía. No necesitaba que cuidara de él.
—Entiendo —Blanes asentía con la cabeza.
—Hará cosa de dos semanas me dijo que se iba a Argelia, con el ferry.
Que había conseguido un buen trabajo ahí, gracias a Abdul, su primo. Que
iba a estar unos días fuera, pero a la vuelta todo iba a cambiar —los ojos se
le llenaron de lágrimas—. No sé nada de él desde entonces. Ayer por fin
pude hablar con Abdul. Me dijo que Samir había tomado el barco de vuelta
hace ya por lo menos diez días. Él nunca ha estado tanto tiempo sin venir a
verme —la mujer se incorporó y le miró—. ¿Cree usted que le ha pasado
algo?
Había una posibilidad de que el cuerpo desfigurado que todavía
reposaba en la nevera del Anatómico Forense fuera el de Samir. La
descripción del chico coincidía con el cadáver, las fechas… Todos los
elementos parecían converger como en una película con desenlace fatal.
Ver cómo una persona se descomponía por el dolor era un episodio que
Santi odiaba presenciar, y, sabía de sobra que el sufrimiento de una madre
de tener que reconocer a un hijo sin vida era enorme. A pesar de los años
que llevaba a sus espaldas, acompañar a los familiares para el
reconocimiento de un cadáver era un trámite que odiaba. También sabía que
era importante recabar información de lo que le podía haber ocurrido a
Samir antes de visitar al doctor Herranz. Si finalmente se trataba de su hijo,
pasaría un tiempo precioso hasta que la mujer estuviera lúcida, ya fuera por
el estado de shock o por los efectos de los antidepresivos. Y si Amira tenía
la suerte de no reconocer a su hijo cuando se abriera la funda de plástico, al
menos él podría echarle un cable en su búsqueda y hacer que el chico
retomara el buen camino.
—¿Me puede dar los datos completos de su hijo, de su sobrino y de
algún amigo o compañero de la universidad?
Amira le dio la información solicitada y Blanes se acercó hasta Luengo.
—Comprueba con la naviera del ferry a Argelia las fechas de embarque
de Samir Ferab. Dice su madre que debió embarcar rumbo a Orán hará unas
dos semanas y ya debía estar de vuelta —le dejó el papel con los nombres.
—De acuerdo jefe.
—¿Urrutia, ha llamado?
—No, jefe.
Santi se mordió el labio.
—Me voy a acercar con Amira al Anatómico Forense para que vea el
cadáver.
—¿Puede ser su hijo? —preguntó la agente dejando de teclear. Sus ojos
lo miraban con gravedad.
Blanes puso cara de póker.
La mujer había venido en transporte público de modo que ella se sentó
en el imponente asiento forrado de cuero al lado de Blanes. Se trataba de un
flamante todoterreno confiscado en la última operación antidroga. Mientras
conducía se le ocurrió que realmente amaba su trabajo. Encontrar a
desgraciados como los que habían lanzado al mar a aquel joven era una
tarea sobre la que se sustentaba los cimientos de la sociedad. El resto podía
derrumbarse, como había venido a enseñar el fulminante hundimiento de las
finanzas públicas y privadas por aquellas hipotecas al otro lado del
Atlántico. Pero la ley y la justicia era algo que bajo ninguna circunstancia
se podía perder. Era la base de toda sociedad desarrollada y civilizada. Y él
formaba parte de esos cimientos.
La miró de reojo y vio a la mujer con la cabeza agachada y las manos,
que apretaba con fuerza, a la altura del pecho. Estaba a punto de hacerle una
pregunta sin trascendencia pero ella habló primero.
—Dese prisa, por favor —rogó con tono de súplica y sin mover ni un
ápice la cabeza.
El tráfico era denso y se encontraban parados en una larga fila de
coches, detenidos por un autobús escolar con las luces parpadeando. Cada
semáforo en rojo hacía que el corazón de Santi se acelerara. Usó la bocina
al menos en tres ocasiones, las mismas que se arrepintió. Podía sentir la
angustia de la mujer a su lado. ¿Y si estuviera haciendo ese trayecto para
reconocer el cuerpo de Cecilia? ¿Cómo se encontraría? ¿Qué pensamientos
rondarían por su cabeza? Espero no verme jamás en esa tesitura, y pisó con
fuerza el acelerador.
Cabo de Las Huertas, Octubre 2009

3
Cornelius y Antonio cogieron las carpetas y los papeles y cruzaron a lo que
era el salón-comedor de la casa. Clara los siguió. Se trataba de una estancia
espaciosa, que tendría sus buenos cuarenta metros cuadrados. Lo pusieron
todo en la imponente mesa central que presidía la sala. Era amplia, con una
base ancha de hormigón que simulaba una especie de algas, y una gran
lámina de cristal de al menos tres metros de largo. Podía dar cabida sin
problemas a diez comensales. Cual debía ser su cara de sorpresa que
Cornelius intervino.
—Según nos dijo el decorador, evoca corales marinos en sus arrecifes —
hizo un gesto como abarcándolo todo—. Como podrás comprobar, son muy
acordes con la filosofía de la vivienda.
Antonio dio unos leves golpecitos sobre la base transparente.
—Sus palabras exactas fueron: «un objeto soberbio inspirado en la
belleza de la imperfección natural» —aclaró con una leve sonrisa.
Las sillas en color kaki le parecieron sencillas en un primer momento
pero pronto descubrió que el respaldo disponía de un mecanismo de relax.
Dominando el espacio, en mitad de uno de los lados, había una inmensa
pantalla de televisión.
—Voy a preparar café —anunció el periodista—. ¿Cómo lo quieres?
—Solo —dijo Clara.
Regresó al poco con una bandeja. El café venía mezclado con leche en
las tazas, salvo en una. También tenía un azucarero, una jarrita con más
leche y unas cucharillas de plata. Y las deliciosas pastas que había tomado
aquella noche en casa de Cornelius. Clara se puso dos cucharillas bien
cargadas y se llevó la taza a los labios. La galleta de mantequilla
compensaba un café más que regular.
—Me di cuenta de que te gustaban y las traje —explicó Cornelius—.
Una delicia de mi tierra. No sólo tenemos vacas, quesos y leche —aclaró
con cierto tono de sorna.
—Acércate —Antonio había tomado una carpeta y sacaba varias
fotografías que fue colocando una al lado de la otra. Por debajo del cristal,
la estructura coralina brillaba a causa de la potente luz de los focos.
—¿Una nueva propiedad de la familia Gantt?
Antonio soltó una risotada.
—Dos expolicías y un periodista en sus últimas, vamos a formar un
grupo muy peculiar —su dedo se posó en la imagen de mayor tamaño—.
Mira —Clara se incorporó y fijó la vista en la fotografía—. Esta es la
vivienda de Pelayo Pellicer. Un bonito chalet en Boadilla del Monte, al
oeste de la capital.
—Parece una inversión interesante —apuntilló Clara con cierto retintín.
En esta ocasión fue Cornelius quien dejó escapar una risa larga y aguda,
como acostumbraba.
—Esta inversión no estaba prevista, pero se lo comentaré a mi hermana.
Clara se había acabado el café y se relamía como una gata con otra de
aquellas maravillosas galletas.
—A lo que vamos —Antonio miró primero a Cornelius y luego a Clara
—. Lo estamos estudiando. Desde que supimos de su existencia.
—¿A quién?
—A Pelayo Pellicer —Antonio se recostó sobre el asiento y accionó el
mecanismo para relajar la espalda—. Es un hombre muy metódico. Todos
los días, a las ocho en punto de la mañana sale en coche a su oficina. Su
esposa acude al gimnasio tres días por semana: los lunes, los miércoles y
los viernes, media hora después de que llegue la mujer de la limpieza.
—Es decir, siempre hay alguien en casa —aclaró el periodista.
—Aunque los vientos del destino nos son favorables —el expolicía
había adoptado un aire académico—. Desde hace un mes la esposa juega
una partida de pádel con tres amigas. Todos los jueves. Se tiene que ir
quince minutos antes de que llegue el servicio. Mens sana in corpore sano
—apostilló.
Que endiabladamente ricas estaban esas pastas. Clara Sánchez se llevó
la última a la boca, antes de hablar.
—Si no he entendido mal, los jueves, la vivienda del señor Pelayo
Pellicer —remarcó cada una de las sílabas del misterioso personaje—, se
queda libre por espacio de quince minutos. ¿A qué hora se produce este
hecho?
—Entre las nueve y cuarto y las nueve y media, aproximadamente.
Clara cambió su tono de voz.
—¿Qué quieres decir con aproximadamente?
—Que la joven esposa de Pelayo no tiene la puntualidad de su marido,
pero, por lo general, sobre las nueve y cuarto, abandona el chalet.
Ambos hombres asintieron con la cabeza.
—¿Y cómo sabéis todo eso? —Clara notaba la adrenalina corriendo por
sus venas con furia—. Hace apenas unos pocos días que sabemos de la
existencia de ese cabrón y ahora me contáis que conocéis su vida al detalle.
¿Cómo? ¿Por arte de magia?
Antonio se levantó y se quedó de pie frente al ventanal con el
mediterráneo plateado por el reflejo de la luna. Inspiró hondo.
—Todavía tengo mis contactos, fueron muchos años en el cuerpo. Me
deben muchos favores —se giró hacia ella de forma lenta—. Debes saber
que este es un asunto muy peligroso…
Clara también se levantó y se acercó hasta su amigo.
—No me digas, no me había dado cuenta —puso los brazos en jarra,
sobre las caderas—. ¿Me vais a decir de una vez qué es lo que se supone
que vamos a hacer?
Obtuvo por respuesta otra frase en latín del expolicía.
—Fortes fortuna adiuvat.
—La fortuna sonríe a los valientes —aclaró el periodista holandés—.
Ahora viene la mejor parte. Acércate.
Clara resopló y volvió hasta el arrecife de color beige. El periodista
sonreía. Sacó algo de su bolsillo y lo puso en el centro de la mesa. La
exinspectora lo miró con detenimiento. No estaba segura de qué se trataba.
Era una especie de pequeño tubo metálico que brillaba por la luz de los
focos.
—¿Vamos a estar jugando toda la noche a los acertijos? —exclamó por
fin.
—En mi profesión la información también es poder —la voz del
periodista sonó contundente.
Clara se quedó callada. Esa noche no parecía capaz de concentrarse en lo
que le decían los dos hombres. No podía explicar por qué sintió de repente
que todo iba a encajar y que por fin había algo de luz al final del túnel.
—Acabo de recibir hoy mismo por correo encriptado un programa que
he grabado en esta memoria USB. Es de Jonás —prosiguió Cornelius.
—¿Jonás?
—Jonás es su apodo. Ya sabes que en el mundo de Internet y de los
hackers nadie revela su identidad. Jonás puede ser en realidad una
adolescente sueca adinerada que se pasa el día con su ordenador,
destripando los PCs de la gente, por el simple y puro disfrute de su ego.
—O un joven universitario que se alimenta de pizzas y hamburguesas,
con un sobrepeso más que notable y la cara repleta todavía de acné que ha
encontrado una lucrativa forma de ganarse la vida —aclaró el expolicía.
—Quien sea Jonás, poco nos importa —Cornelius tomó la memoria
USB y la levantó como si de un trofeo se tratara—. Esta puede ser la llave
de tu salvación. Mi dinero y mis contactos han dado su fruto.
Clara cruzó los brazos y dirigió la mirada hacia las oscuras aguas del
mar Mediterráneo que se destilaban a través del gran ventanal.
Reflexionaba. Pasado mañana era jueves, el día en que la vivienda de
Pelayo quedaba vacía por espacio de media hora. Se sentía como un radar
en estado de máxima alerta.
Anatómico Forense Alicante, Octubre 2009

4
Santi Blanes había avisado a Herranz de que se dirigía al Servicio de
Patología Forense para reconocer el cadáver acompañado por la que podría
ser la madre del fallecido. En todo el camino, el inspector Blanes no se
había atrevido a preguntarle a aquella mujer llorosa si Samir era su único
hijo o si tenía algún hermano o hermana. Si tienes más de un hijo, tal vez
sea más llevadero. Tal vez.
Estaban a punto de llegar. Cerró los ojos un segundo y cuando los abrió,
justo delante, en la calle, había un niño en bicicleta. Apretó el pedal del
freno y dio un volantazo a la derecha y el coche avanzó dando tumbos en el
arcén de tierra, hasta que se caló. ¿De dónde había salido? El pequeño, que
no llegaba al suelo más que de puntillas, puso cara de inocente y
reemprendió la marcha por la calle en dirección al cementerio. Santi tuvo la
sensación de que la muerte le perseguía. En ese momento lo atenazó el
miedo. Lo único que le venía a la cabeza era el accidente que tuvo cuando
bajaban de Jijona y al que su mujer no había podido sobrevivir. Durante un
rato mantuvo las manos aferradas al volante de forma compulsiva. Una vez
que hubo recuperado la calma, maldijo por lo bajo y aparcó ahí mismo el
coche, a la sombra de uno de los cipreses que adornaban la avenida. Los
pocos metros que les separaban de la sala de cadáveres los hicieron a pie.
El doctor los estaba esperando cuando entraron en su despacho. Tras
unos saludos de cortesía los acompañó hasta la sala con las cámaras
frigoríficas. Amira no había abierto la boca en ningún momento. Estaba
tensa, la mirada distante. Cada segundo hasta que la camilla metálica salió
por la portezuela le parecieron a Santi siglos. En ese momento Herranz miró
a Blanes. Esperaba un gesto, una confirmación del inspector, para abrir la
cremallera. Al asentir este con la cabeza, el doctor tomó el cabezal metálico
con cuidado. Al igual que la vez anterior, se quedó enganchado y tras un
forcejeo, acabó cediendo, aunque el rostro todavía quedaba oculto bajo la
tela. La mujer tenía los ojos entornados y murmuraba algo, una especie de
rezo, en voz muy baja. Era fácil imaginar que su mente repetía una plegaria
recurrente: «Por favor, no; por favor, no», y lo hacía, aunque todos los
presentes sabían de sobra que la rogativa no iba a servir de nada, el destino
ya estaba escrito y poco se podría hacer para cambiarlo, fuera el que fuera.
—Quizá debería sentarse —sugirió el médico a la mujer, haciendo un
gesto cauteloso hacia una silla.
—No quiero sentarme —dijo ella cerrando los ojos y negando con la
cabeza—. Por favor, abra de una vez la tela.
El doctor separó la funda, quedando visible del cuello hacia arriba. Un
olor fétido se apoderó de la habitación y Herranz, que nunca llevaba
mascarilla, se tapó las fosas nasales con los dedos. Santi retrocedió y se
cubrió la boca y la nariz con la mano.
El cadáver tenía todavía el rostro hinchado, los ojos desorbitados y la
boca abierta mostraba una lengua amoratada. Amira se llevó las manos a la
cara. Empezó a sollozar, y de repente, sin tiempo para que nadie hiciera
nada, se desplomó sobre el suelo. Bum. Sonó como un saco de patatas al
caer.
Los dos hombres la tomaron en sus brazos y la llevaron hasta una de las
mesas de la sala de exploración. La misma dónde estaba aquella chica un
par de días atrás. El doctor le elevó las piernas y Blanes empezó a hacerle
aire en la cara con una carpeta. Amira se había quedado pálida como una
calavera. Poco a poco, la sangre iba dando color a sus labios morados.
Abrió los ojos y cogió a Blanes por la camisa. Le dio un tirón para que se
agachara. Santi acercó la cabeza a su boca.
—Es Samir —la voz de la mujer se quebró en un aullido apenas audible.
Sin embargo, le apretaba con fuerza la tela—. Es mi pequeño —su
confirmación temblorosa terminó en un llanto.
Blanes tragó saliva. Sabía que ese dolor quedaría en la mujer para
siempre, un peso que no podría quitarse jamás.
—Si puedo ayudar de alguna manera… —fue todo lo que le nació de
forma instintiva al inspector.
—Encuentre a los culpables.
—Haremos todo lo posible.
La mujer le miraba aturdida, como si las palabras no le alcanzaran.
—¿Cómo murió? —balbuceó al fin.
—Ahogado.
Tal vez no era el momento para decirle lo que sabía. Pero le debía una
explicación. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.
—¿Ahogado, cómo que ahogado? ¿No le ha visto la cara? —se limpió
las gotas que resbalaban por las mejillas con la ayuda de las manos—. Le
golpearon. Golpearon a mi hijo.
El forense intervino en ese momento.
—Amira, debe saber que los golpes no le ocasionaron ninguna lesión
grave —el doctor se mordió el labio—. Encontraron el cuerpo en el mar. La
causa de la muerte fue por ahogamiento.
La mujer tensó la cara y los dos hoyuelos se dibujaron de nuevo en sus
mejillas.
—¿Sufrió mucho? —alcanzó a preguntar, la voz llena de angustia.
El doctor la miró con cierta tristeza y permaneció en silencio unos
instantes antes de responder.
—Sinceramente, no lo creo. Ahogarse dura como mucho uno o dos
minutos —pareció dudar de las palabras a emplear—. Es en realidad una
lucha silenciosa por tratar de respirar, pero como le he dicho, todo pasa
rápido. No hay un gran dolor físico.
Blanes no sabía si se lo decía para consolarla o era verdad. Ella había
centrado los ojos vidriosos de nuevo en él.
—Inspector, júreme una cosa —la mirada se le había transformado,
pasando del dolor a la ira en cuestión de segundos.
Santi le tomó la mano.
—Júreme que encontrará a los culpables.
Podía sentir la mezcla de rabia y tristeza a través de sus dedos. Iba a
responder, pero la mujer se adelantó.
—Júremelo, aunque mi hijo no sea la niña de un famoso juez. Como el
caso que usted resolvió hace pocos días. Lo leí todo en la prensa. La muerte
de Samir no es tan importante —la mujer se incorporó sin liberar la mano
—. Aunque mi hijo sea un don nadie, un inmigrante con su padre fallecido
y una madre que limpia casas, los culpables deben pagar por esto. Que se
pudran en la cárcel.
—No se preocupe, haremos todo lo que esté en nuestras manos.
La mujer apretó todavía con más fuerza.
—No —dijo de forma tajante—. Júreme que encontrará a los culpables y
que pagarán por lo que hicieron —repitió con los ojos vidriosos.
Esa rabia la había mantenido firme hasta que se derrumbó. Blanes le
hizo un gesto a Herranz y el doctor la cogió por los hombros.
—Quizá quiera llamar a algún familiar o algún amigo para que la
acompañe —sugirió el forense.
Santi aprovechó ese momento para salir al pasillo y hacer una llamada.
Espero unos larguísimos segundos hasta que por fin oyó que descolgaban.
—Soy Blanes, señoría —saludó sin rodeos.
—Inspector —oyó la voz femenina al otro lado—. ¿Novedades con el
cadáver de la playa?
—Sí, ya sabemos de quién se trata.
—Por fin buenas noticias.
Blanes la puso al tanto de lo que sabía sobre Samir. Un buen chico que
desde hacía un tiempo había tomado el camino equivocado y seguramente
se había juntado con quien no debía. Como tantos otros. Al menos, ya había
un hilo de dónde tirar. Sería cuestión de tiempo saber con quién se había
relacionado y lo que le había llevado hasta el fondo del mar con los
intestinos repletos de droga. Mantenme al corriente y si necesitas cualquier
cosa, házmelo saber, dijo la juez antes de dar por concluida la llamada.
Al colgar probó con el número del comisario, pero saltó de inmediato el
buzón de voz. Esperó unos segundos apoyado contra el frío de los azulejos.
Observaba desde aquel ángulo la escena, la mujer todavía incorporada en la
camilla hablaba por el móvil. Si la que hubiera estado en la nevera hubiera
sido Cecilia, ¿a quién habría llamado? Sonrió amargamente al pensarlo. El
olor a muerto que se le había quedado impregnado en la ropa hizo que
tuviera una arcada.
Boadilla del Monte, Octubre de 2009

5
Lloviznaba con suavidad sobre el asfalto. El otoño había llegado con fuerza
al oeste de Madrid. Clara vestía deportivas, mallas negras, sudadera,
chubasquero y llevaba una mochila de corredor sujeta a la espalda. La
capucha se le inclinaba sobre los ojos. Apoyada contra el murete de una
valla, estiraba los gemelos como una deportista matutina. Era un buen día
para actuar, la calle estaba vacía y silenciosa. Había una comisaría de
policía a apenas un kilómetro, pero en el barrio no se veían señales de vida.
Una ventaja que la densidad de viviendas fuera pequeña y la mañana triste y
gris no invitara a salir a la calle. Repasaba una y otra vez los pasos
acordados en el plan trazado por Antonio.
A poca distancia, Cornelius y el expolicía estaban en el interior de una
furgoneta alquilada, estacionada en una calle perpendicular al chalet de
Pelayo Pellicer. Se encontraban en una posición desde la que era difícil ser
detectados, pero se veía con nitidez la puerta de salida de vehículos de la
propiedad. Ya le habían confirmado que la pista para la partida de pádel
estaba cubierta, de modo que el suave chirimiri no debía ser un problema y
la mujer no tardaría en salir.
Clara miró el reloj de pulsera. Marcaba las nueve y diez y aunque era
una mañana fría, tenía calor. Notaba las pulsaciones en el pecho. Era un
buen día para actuar, repitió mentalmente, como tratando de convencerse.
Una voz vagamente entrecortada que resonaba en su cerebro la hizo
sobresaltarse.
—Hora de empezar —el auricular funcionaba bien, una manera de
seguir conectada con Antonio y Cornelius.
—Mensaje recibido —confirmó Clara.
Se bajó todavía más la capucha y empezó a trotar hacia la esquina.
Habían cronometrado varias veces el ritmo que debía llevar para llegar en el
momento oportuno, justo cuando hubiera la apertura suficiente para cruzar
la valla corredera. La puerta interior del garaje era más lenta y debía
poderla franquear a tiempo. Si no, siempre le quedaba el juego de ganzúas
en la mochila y su pericia. Lo repasaba todo una y otra vez, intentando
detectar algo pasado por alto. Algún error en los planes previstos. No había
dudas. El plan era perfecto.
El Mercedes todoterreno de lujo había asomado ya el morro. Bien, todo
va bien. De modo instintivo, Clara agachó la cabeza y redujo el ritmo de
zancada. El coche se había detenido, con medio cuerpo fuera en la calle y la
mitad posterior todavía en el jardín. Le pareció que la mujer al volante
había sacado un móvil y miraba la pantalla. Maldita sea. Se paró, como si
tuviera una sobrecarga muscular en la pierna y empezó a estirar de nuevo,
contra la verja señorial del chalet de al lado. No quería mirar hacia el coche.
«Tranquila», la voz de Antonio se escuchó con más nitidez. «Tranquila,
ahora saldrá, está mirando el móvil». No había acabado la frase y el
vehículo ya estaba en movimiento y se incorporaba a la calzada. «Ahora»,
gritó Antonio. Clara miró de soslayo y vio, al cruzarse con el coche, que la
mujer la estaba mirando. Se agachó para repasar el nudo de las zapatillas y
cuando el Mercedes se había alejado lo suficiente, reemprendió la carrera, a
un ritmo más fuerte. ¿Tendré tiempo? La valla metálica se encontraba casi
cerrada, apenas unos pocos centímetros por recorrer sobre la guía. Aceleró
y la atravesó de medio lado. Un instante después chocaba contra el muro.
Clack, un sonido grave del metal contra la piedra.
Había conseguido entrar. Miró hacia la vivienda. La puerta del garaje
bajaba a ritmo constante, acompañada de un chirrido de cadena bastante
sonoro. Estaba a unos escasos cuarenta centímetros del suelo. Ahora o
nunca. Cruzó al sprint el camino empedrado, dio una zancada larga y se
lanzó al suelo para rodar sobre sí misma sobre el suelo encharcado. En el
instante justo que pasaba por debajo de la lámina notó un fuerte golpe en el
hombro.
—Au —gritó.
Ese sonido, como el de una carraca, no cesaba. Estaba bloqueada, con la
base metálica que le oprimía con fuerza el costado. Estiró el brazo. Tenía
que haber algo para poder ayudarse. A tientas, consiguió agarrar una vara
metálica que formaba parte del mecanismo de la puerta y tiró con fuerza.
Notó un crujido en la escápula pero había conseguido liberarse del peso de
encima.
Jadeaba sobre el suelo de cemento del garaje. Se quedó tendida unos
segundos boca arriba, para recuperar el aire. Estaba empapada. Todo va
bien. Se sorprendió de no escuchar la voz de Antonio y se llevó la mano a la
oreja izquierda. Al palparla, comprobó que el auricular no estaba. Se puso
de rodillas y buscó con ahínco por la zona dónde se había quedado
enganchada. Maldita sea. Se debía haber caído fuera, cuando rodó sobre
aquel charco. Había perdido la conexión con ellos. Respiró de forma
profunda, lentamente, un par de veces, y se levantó.
Oteó a su alrededor. El garaje era mayor de lo que se esperaba. Había
dos coches de época aparcados. El más cercano, un gran descapotable en
color crema. Le recordó los de esas películas de gánsteres en la América de
la ley seca, con unas ruedas enormes de llantas rojas y un par de faros
esféricos y plateados en el frontal. No pudo evitar fijarse en la gran rejilla
metálica con la chapa de la marca en azul: Chevrolet. El coche perfecto
para un mafioso como Don Pelayo Pellicer. A su lado, un Jaguar azul
marino algo más moderno. Calculó que sería de los años cincuenta, con el
interior forrado de cuero, acabados de lujosa madera y frontal enorme,
adecuado para albergar un motor de gran cilindrada. Definitivamente, un
hombre de gustos refinados.
Movió un par de veces el hombro. Todavía tenía molestias por el golpe
con la puerta del garaje. Nada serio. Se colocó la capucha y se dirigió hacia
el fondo de la nave. Había una gran bancada repleta de todo tipo de
herramientas para carpintería y una casa de muñecas a medio hacer. Restos
de serrín, un formón y un martillo, parecían indicar que habían trabajado
recientemente con la madera. Toda una caja de sorpresas, Don Pelayo.
Llegó hasta una puerta de aluminio ligeramente abierta. La empujó y
ante sus ojos apareció la cocina. Había memorizado el plano de la vivienda,
lo que no sabía era cómo estaba decorada. El suelo ajedrezado brillaba, y
los muebles de estilo clásico en caoba maciza contrastaban con la
carpintería blanca de las puertas. Olía todavía a pan recién tostado. Empezó
a andar en dirección al comedor dónde estaba la escalera para alcanzar la
planta superior y de pronto se dio cuenta de que había manchado uno de los
azulejos blancos. Se quitó las zapatillas, las dejó con cuidado tras la puerta
de aluminio y limpió los restos de barro con un poco de papel de cocina.
Era mejor ir descalza. Sin saber bien el motivo, se dio cuenta de que había
cruzado la cocina de puntillas.
Alcanzó el gran salón comedor donde el silencio reinaba con la única
oposición del tic-tac de un reloj antiguo de pared. Era un ambiente regio. La
sala giraba en torno a una gran chimenea blanca de mármol. Los retratos de
Pelayo y su esposa colgaban a ambos lados, y encima de la repisa había un
par de candelabros de plata, labrados con esmero, que medían algo más de
un metro y se apoyaban sobre cuatro pies. A un costado, contra una de las
paredes, un sofá chéster en cuero marrón oscuro, envejecido, con los
tradicionales botones cosidos en la tapicería. En la mesita, una botella de
cristal tallada con un líquido ambarino que parecía coñac y varios vasos a
juego. En aquel momento no le hubiera venido mal un trago, pensó.
Llegó hasta la escalera de mármol blanco de estilo clásico. Clara subía
lentamente, con la respiración contenida, cada uno de los peldaños cuando
un ruido extraño la sorprendió.
Gong
Gong
Gong
Dio un salto que casi le hace perder el equilibrio. El gran reloj de pared
marcaba las nueve y media. Los latidos de su corazón bombeaban con
fuerza en la caja torácica, bom, bom, bom. Miró su muñeca y comprobó
complacida que aquella antigüedad iba cinco minutos adelantado. Debía
darse prisa.
Alicante, Octubre 2009

6
Todavía no había salido el sol cuando Santi Blanes se despertó esa mañana.
Como acostumbraba, se acodó en el balcón para contemplar el amanecer
sobre el mar. Esos minutos, apoyado en la barandilla, con el sol emergiendo
como la yema de un huevo sobre la lámina de agua, eran un pequeño regalo
que le ayudaba a centrar sus ideas y preparar el día.
Sin embargo, ese día Blanes miraba más allá, hacia el Cabo de las
Huertas, cuyo perfil comenzaba a insinuarse ya y dónde al otro lado
encontraron el cuerpo sin vida de aquel desdichado chico. No podía dejar de
pensar en Amira y su hijo. Esos pensamientos se amontonaban junto con la
información que Luengo había hallado sobre las sociedades de la esposa de
Pelayo y las sesiones de quimioterapia que debía empezar esa misma
semana.
No le había confiado a nadie lo del cáncer, ni tenía intención de hacerlo.
Pero cuando se le empezara a caer el pelo, sería difícil ocultarlo. Debía
adelantarse.
Se fue al baño y tomó la afeitadora eléctrica. No hay que pensarlo
mucho. La encendió y empezó a vibrar en su mano derecha. Era un
zumbido continuo. Con la cabeza agachada, estuvo a punto de empezar a
pasarse la máquina por la base del pelo. Esa señal alertaría al resto, siempre
había llevado orgulloso su melena. Optó en su lugar por afeitarse y darse
una ducha.
Después de vestirse, se acercó al salón y vio sobre la mesa los folios con
los datos de las empresas vinculadas a la misteriosa llamada de Urrutia.
Como si no tuviera bastante lío entre manos, otro tema que debía llevar en
secreto. Le hizo un hueco a la taza de café entre los papeles y abrió el
ordenador. Tenía pendiente hacer unas comprobaciones sobre la banda de
motoristas cuando el teléfono le sobresaltó. El número era de la comisaría.
Por la hora tan temprana, enseguida sospechó que no podía anunciar nada
bueno. La sensación era siempre la misma. Se le encogía el estómago.
—¿Blanes? —la voz al otro lado de la línea era dura.
El inspector reconoció la voz de Buendía, el inspector de guardia aquella
noche.
—Dime, ¿qué pasa?
El hombre carraspeó antes de hablar.
—Se trata de Urrutia.
—¿Qué ha pasado?
—Verás…
—¡Qué me digas que ha pasado!
—Hemos encontrado su cuerpo hace un par de horas, en una habitación
de hotel.
¿Cómo no le habían avisado antes?
Blanes no estaba seguro de entender las palabras de Buendía.
—¿Quieres decir que está muerto?
—Parece que se ha suicidado —le confirmó una voz débil.

Cuando Santi Blanes llegó a la comisaría ya se había procedido al


levantamiento del cadáver y llevado el cuerpo de Urrutia al anatómico
forense. Al cruzarse de camino al despacho del comisario, Buendía, cruzado
de brazos, le miró con desdén, en silencio. Se encontró al comisario sentado
tras la mesa con cara de haber pasado una noche terrible. La papada, mal
afeitada, sobresalía por el cuello de la camisa. Le miraba con esos ojos
azules translúcidos y con la mano hizo un gesto para que se sentara.
Blanes iba a objetar, cómo no le habían avisado antes, pero Muñoz
levantó la mano instándole a esperar. El resoplido que vino a continuación
fue más aclaratorio que cualquier explicación. Finalmente habló.
—Siéntate —ordenó—. ¿Qué coño está pasando? —continuó,
rompiendo el silencio que se había adueñado del despacho por unos
segundos. El dedo le señalaba de forma amenazante—. Que no te parezca
mal lo que voy a decirte, Santi, pero te vas a apartar unos días de todo esto.
—¿Cómo? —Blanes dio un salto sobre la silla.
—No sé qué hostias está pasando en tu grupo, pero está claro que las
cosas no van bien. Algo huele muy mal —el comisario movió el cuello y las
cervicales crujieron—. Parece que Urrutia no pudo aguantar la presión.
—Pero… —Blanes estaba confuso.
—Todo indica que Urrutia se ha suicidado —le informó el inspector—.
La doctora Cabrera me va a enviar el informe preliminar de la autopsia.
Santi procesaba la información lo más rápido que podía. ¿Había dicho
que necesitaba apartarse unos días? De golpe le vino a la cabeza la cara de
odio del subinspector, apuntándole al estómago en la galería.
—¿Cómo se quitó la vida?
—Lo encontraron tumbado sobre la cama con una bolsa de plástico en la
cabeza, anudada al cuello. Una de esas bolsas de basura de plástico fino,
con una cinta para cerrarla —Muñoz se mordió el labio—. En la mesita al
lado de la cama había una botella de brandy, parcialmente vacía, un vaso
con restos de la bebida y… —un nuevo silencio—, una nota —el dedo
amenazante volvió a apuntarle.
—¿Qué dice esa nota? —preguntó Blanes.
—Ya te he dicho que no te vas a ver implicado en todo esto. Dos
muertes en tu grupo en menos de dos semanas —el comisario refunfuñó
algo que Blanes no entendió bien—. Primero Soler, apuñalado por un
drogadicto en su casa. Ahora Urrutia se quita la vida. Y esa nota…
—¿Qué dice la nota? —repitió.
—Santi, por los años de amistad te voy a dar un consejo —el comisario
se cruzó de brazos y lo miró directo a los ojos—. Tómate lo que queda de
semana de vacaciones. Tienes permiso.
—Pero…
—Santi, no me obligues a hacerlo más difícil todavía —el comisario se
incorporó de mala gana—. Esta semana te la tomas de vacaciones. Te irán
bien unos días de descanso. Ya te he dicho que no te conviene verte
involucrado en esta investigación, demasiado cercana a ti. Además, por el
momento parece que se trata de un suicidio —el comisario se quedó
pensativo—. Todos tenemos nuestras propias mochilas que llevar a cuestas.
Santi Blanes sintió que el mundo se le caía encima. ¿Qué decía la nota?
¿Qué había dejado por escrito Urrutia? ¿Por qué se había quitado la vida?
¿Y si no había sido un suicidio? El percance en la galería de tiro y la
conversación con Consuelo no serían fáciles de explicar. Asuntos internos
iba a intervenir, meditó. Muñoz, entrelíneas, se lo había dejado claro. Debía
apartarse una temporada y ver cómo evolucionaban las cosas. Iba a ser
investigado.
No le había confiado a nadie la posibilidad de que Urrutia anduviera
mezclado en actividades de dudosa legalidad, y que no se podía descartar
que el asunto salpicara a otros. La única que estaba al corriente era Luengo,
pero confiaba que guardaría silencio si le preguntaban. Volvió a constatar lo
poco que sabían de la vida los unos de los otros. Tantos años trabajando
juntos, y en realidad, ¿qué conocemos de nuestros compañeros?
Sentado en su despacho, Blanes tuvo tiempo para ordenar sus ideas y
decidir cómo actuar. Hacía años que no cedía al abatimiento, pasara lo que
pasase. Si querían dejarle fuera de juego, no lo iban a tener fácil. Ni el
comisario, ni el mismísimo ministro de interior, si se interponía. A mayor
dificultad, mayor era su determinación para superarla. En ese momento,
Blanes no era consciente de que lo peor todavía estaba por llegar.
Boadilla del Monte, Octubre de 2009

7
El ordenador de Pelayo debía de estar en la habitación que tenía
acondicionada como despacho. El plan era sencillo: buscar documentos que
pudieran demostrar la implicación de Pelayo en la trama policial secreta y
pinchar la memoria en el puerto USB para tener acceso al ordenador. A
continuación, largarse de la casa a toda pastilla por la parte de atrás, dónde
estarían Antonio y Cornelius esperándola en la furgoneta. Si no conseguía
hacerse con papeles, al menos una vez ese cabrón encendiera el PC, el
programa espía se instalaría y tendrían una copia del disco duro en la red,
que se sincronizaría de forma automática con cualquier nuevo archivo o
correo electrónico. Si guardaba documentos comprometidos,
definitivamente, Pelayo Pellicer iba a estar bien jodido.
Clara andaba pegada a la pared en dirección a la habitación donde
supuestamente debía encontrar el ordenador. Tenía calor. Le sudaban un
poco las manos y la capucha de plástico del chubasquero le sofocaba la
cabeza. Se la quitó. Llegó hasta un pequeño rellano y se detuvo en él. Abrió
la puerta con precaución. Dentro estaba oscuro. Tanteó con la mano
izquierda la pared en busca del interruptor de la luz y cuando ésta se
encendió vio una gran mesa de despacho, centrada contra el ventanal con la
persiana bajada. En la pared, un óleo de gran tamaño reproducía una escena
de la Biblia. Escrutó la mesa y decepcionada comprobó que ahí no estaba.
Los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave. Cuando fue
abriéndolos uno a uno, vio que todos estaban prácticamente vacíos. Frunció
el ceño, ¿por qué en aquellos cajones apenas había unos pocos bolígrafos y
un abrecartas antiguo? Sus ojos recorrieron entonces la estancia en todas
direcciones. Pasó un dedo por los lomos de los libros de una estantería. El
pulso empezó a bombearle ruidosamente en los oídos.
Había cinco habitaciones y dos eran cuartos de baño. Primero se dirigió
al dormitorio de matrimonio. Sobre una de las mesitas había un rosario de
cuentas negras y cadena de plata pero ni rastro del ordenador. Ni tampoco
de documentos. Revolvió en todos los armarios y cajones. Ninguno estaba
cerrado con llave. Nada. Incluso se arrodilló debajo de la cama. A
continuación, revisó en detalle cada una de las diferentes estancias, una tras
otra. En comparación con la de la pareja se trataba de dormitorios anodinos,
decorados sin mucha personalidad. No encontró nada. El plan se había ido
a la mierda. El corazón seguía acelerado, latiendo con fuerza, pero
curiosamente era capaz de canalizar la adrenalina en centrar su mente.
Le pareció que al fondo, el rellano se bifurcaba en un pasillo. Se acercó
y vio una escalera que subía a la planta superior. Ya no se trataba de la
estructura señorial de mármol blanco, sino simplemente de dos palos casi
en ángulo vertical y peldaños muy separados, todo de madera. En los planos
de la vivienda, no constaba la existencia de ninguna buhardilla. Con
precaución, procurando pisar de puntillas, empezó a subir. Ascendía muy
despacio, conteniendo el aliento. Ir descalza le permitía moverse en
completo silencio.
Cric, cric, el único sonido eran los leves crujidos de las tablas de madera
al pisarlas. Llegó a otro pequeño rellano y en la penumbra distinguió lo que
parecía una puerta. Sacó la linterna de la mochila y alumbró la zona oscura.
El suelo de láminas de madera estaba descuidado, y en efecto, había una
puerta de aluminio, con un candado cogido a una argolla pegada a la pared.
Se había preparado con esmero para cualquier contratiempo.
Clara Sánchez se sorprendía al ver que el peligro y la situación de
tensión, en contra de lo que había supuesto, le inyectaban una fría calma.
Empezaba a disfrutar de la sensación de riesgo ahí arriba, tenía que
reconocerlo. En cierto modo se parecía a un juego peligroso, uno que
consistía en rebasar los límites como muy pocos se atrevían. El conjunto de
emociones le provocaba un chute de adrenalina, tan adictivo, que no estaba
segura de que le conviniera.
Le llevó menos de cinco minutos abrirlo con el juego de ganzúas.
Lentamente, empujó la puerta metálica. Olía a cerrado, rancio, un sitio poco
aireado. Pulsó el interruptor y una bombilla amarillenta, que colgaba de un
cable en el centro de la habitación, prendió sobre su cabeza desvelando algo
terrible. Un escalofrío recorrió toda su espalda. Había abierto la puerta del
infierno.
Cornelius ya había divisado a lo lejos a la mujer de la limpieza, que venía
con el paso acelerado. El holandés llevaba una camisa hawaiana bajo la
sudadera con cremallera de la universidad de Ámsterdam, la capucha
puesta, bermudas, cámara fotográfica y un mapa en la mano. Un guiri en
toda regla. Al cruzarse con ella, le sonrió.
—Disculpe…
La mujer le devolvió la sonrisa y se detuvo.
—Dígame.
—¿Vive usted por aquí?
Ella asintió con un movimiento leve de cabeza.
—Verá, estoy buscando la comisaría de policía y no la encuentro…
El holandés abrió el plano y se puso las lentes. La mujer tomó el mapa y
lo giró antes de hablar.
—No se preocupe, no queda muy lejos —le llevó un rato situarse—.
Mire, estamos aquí —el dedo índice se posó en la calle en la que se
encontraban—. En unos diez minutos habrá llegado, si hace este camino.
La mujer le empezó a dar una serie de indicaciones que acompañaba con
todo tipo de gestos con las manos. Todo iba bien hasta que Cornelius atisbó
por la calzada el jaguar con cristales tintados y chófer. Era lo último que
deseaba ver en esos momentos. No podía ser. Pelayo volvía a casa. La
mujer que también reconoció el vehículo se disculpó y habló con prisa.
—Si tiene alguna duda, pregunte por el camino. Todo el mundo sabe
dónde está la comisaría —le dijo antes de dejarlo y salir con paso acelerado
en dirección a la vivienda.
Cornelius se puso el comunicador en la oreja. Le temblaban las manos y
un par de veces se lo tuvo que recolocar.
—¡Antonio!
—¿Qué pasa? —gritó el expolicía, que aguardaba estacionado en una
calle perpendicular.
—Pelayo vuelve a casa —Cornelius no quitaba la vista de la vivienda
tras el mapa.
Vio cómo la mujer había llegado antes de que el vehículo entrara en el
chalet señorial. Pelayo había bajado la ventanilla y conversaba con ella. Al
poco, los vio desaparecer en el interior. Si encontraban a Clara en el
interior, todo estaría perdido. Esperó un par de minutos antes de dirigirse en
esa dirección.
Clara no podía creer lo que estaba viendo. La habitación medía
aproximadamente cuatro por cinco metros. No tenía ventanas. Le pareció
una cámara de torturas, una sala del horror diseñada por una mente
pervertida. Escrutaba con atención y se preguntaba qué otros secretos
tendría escondidos ahí. A la derecha había un colchón, con cadenas y
argollas metálicas colgadas del techo. Enfrente, un trípode con una cámara
de vídeo antigua conectada por un cable a una televisión. Ésta descansaba
en una especie de aparador gris con la puerta cerrada por un candado.
Mobiliario de oficina. Clara se acercó a la cámara de vídeo. Por un instante,
estuvo tentada de darle al botón de reproducción, pero no tenía tiempo. En
su lugar sacó la cinta mini DV de 8mm de su interior y la guardó en la
mochila. Maldito hijo de puta. Le costaba imaginarse los horrores que
habrían tenido lugar en esa buhardilla, en medio de aquella zona residencial
de lujo, bajo aquella aparente imagen de tranquilidad. Los monstruos se
ocultan a menudo bajo el aspecto de gente normal. Eso lo sabía muy bien.
Por un momento, un pequeño espejo que colgaba de la pared reflejó su cara.
El rostro de aquella Clara de trece años a la que le temblaban las manos
cuando caía la noche, la observaba con frialdad.
Se había arrodillado para abrir el candado del aparador cuando un ruido
en la parte inferior de la vivienda la hizo estremecer. Cerró la puerta, apagó
la luz y cogió el trípode que era bastante consistente. Podía ser usado como
bate para golpear en caso de que fuera necesario. Solo escuchaba el corazón
que golpeaba violentamente su pecho. Oyó a un hombre hablar, pero no se
distinguía lo que decía. Parecía enfadado. Entonces, se hizo el silencio unos
instantes y luego se escucharon pasos por la habitación de abajo. Clara no
se atrevía ni siquiera a respirar. Se miró los pies. Mierda, se había dejado
las zapatillas de deporte pegadas a la puerta de la cocina. Agarró con
fuerza la pata metálica del trípode e inspiró aire para oxigenar los
pulmones. Se incorporó y tensó todos los músculos de su cuerpo. Estaba
lista para la acción y contaba con el factor sorpresa de su lado.

Antonio bajó de la furgoneta y se acercó a la valla por donde Clara debía


salir. Habían estudiado en detalle la propiedad y desde ese punto
estratégico, era sencillo saltar afuera. Las cosas se habían torcido desde el
primer momento. Haber perdido el comunicador no entraba en ninguno de
los planes. En caso de necesidad, Clara debía confirmar con dos golpes
largos y uno corto al micrófono que todo iba bien, sin necesidad de decir
palabra. En ese momento no había forma de saber si ella estaba bien. No se
escuchaba nada del otro lado.
El expolicía se ajustó la gorra y volvió al interior del vehículo. Los
siguientes minutos iban a convertirse en una eternidad. Si Clara no salía en
ese tiempo, harían lo que fuese necesario para entrar al chalet. Por las
buenas o por las malas.
Alicante, Octubre 2009

8
Esa mañana el tiempo había cambiado y el viento azotaba con violencia la
ventana del despacho de Santi Blanes en la comisaría. El inspector apoyó
las dos manos contra el cristal, la cabeza gacha. Un silbido continuo se
filtraba por uno de los laterales del marco de aluminio. La ciudad, como un
ser vivo más, empezaba a cobrar vida bajo un manto negro de nubes que
permanecía amenazante a baja altura. Era cuestión de poco tiempo que
empezara a diluviar.
El agua siempre era bienvenida en Alicante, una ciudad con un
importante déficit hídrico, pero por el mes en que se encontraban y la
densidad de las nubes, más valía que todo quedara en un aguacero fuerte y
no pasara a mayores. Las famosas riadas. Bolsas de aire frío en capas altas
de la atmósfera que cuando entraban en contacto con el aire cálido y
cargado de humedad del Mediterráneo, provocaban episodios de
precipitaciones localizadas muy intensas.
Los servicios meteorológicos habían mejorado y avisaban con bastante
precisión aunque hasta la fecha jamás habían podido anticipar dónde y
cuándo se produciría la tromba de agua. Todavía guardaba en su memoria la
del año noventa y siete, en la que tres personas perdieron la vida. Lo
recordaba bien. Aquel día empezó a llover a las nueve y media y la
tormenta llegó a descargar más de doscientos cincuenta litros por metro
cuadrado en menos de cinco horas. En menos de dos horas se recogieron
ciento sesenta litros por metro cuadrado. Era como si estuvieran tirando
cubos de agua con una violencia y una insistencia que el inspector no
recordaba. En pocos minutos las calles se anegaron, y las grandes avenidas
de la ciudad, geográficamente situadas sobre antiguas ramblas, se
convirtieron en ríos mortales. Más valía que esa mañana todo quedara en un
aguacero.
Blanes regresó a la mesa del despacho y cerró los ojos. Sus
pensamientos, tan oscuros como las nubes, no cesaban. ¿Urrutia, muerto?
¿Sería él, aunque fuera en parte, responsable de que se quitara la vida? Todo
carecía de sentido. El subinspector estaría a la mañana siguiente como todos
estos años, sentado en su mesa perfectamente pulcra y ordenada. Los gritos
de Luengo que entraba a la carrera le pillaron de imprevisto.
—¡Jefe! —tenía la cara colorada por el esfuerzo.
¿Qué más podía haber pasado?
—Conéctate a la web de Alicante Digital —dijo la agente entre fuertes
respiraciones.
Santi cogió el teclado y buscó el diario digital en el navegador. Cuando
vio la fotografía de la portada sintió que el mundo se le caía encima. ¿Cómo
era posible? El titular de la portada era claro:

¿ESTÁ LA CIUDAD DE ALICANTE EN BUENAS MANOS?

Al texto le acompañaban varias fotografías dónde se apreciaba con


claridad cómo le practicaban sexo oral a Blanes dentro de una oficina
bancaria. La nota indicaba que el inspector jefe del grupo de homicidios de
la policía nacional era adicto al alcohol y al sexo y había indicios de qué
podía tener conexiones con las redes internacionales de tráfico de drogas y
personas.
Blanes se llevó las dos manos a la cabeza y apoyó los codos en la mesa.
No decía nada.
—¿Es un montaje, no? —preguntó Luengo, que ya parecía haberse
recuperado del esfuerzo físico.
Santi no supo bien qué contestar. En su lugar, recordaba cómo había
estado bebiendo con aquel hombre y acababa con aquella mujer en ese
cajero. Por un instante le vino a la cabeza una película de Tom Cruise donde
un joven abogado de éxito era contratado por la mafia y le tendían una
trampa con una mujer joven, muy atractiva y con la que acaba teniendo
relaciones. Unas fotografías que ayudaban para que antes de irse de la
lengua, se lo pensara dos veces. A él, a pesar de sus años, también le habían
puesto un cebo que se había tragado como un auténtico novato. Ahora iba a
pagar muy caro por aquel descuido.
Pero, ¿por qué lo de la relación con las redes de prostitución y drogas?
¿Qué era todo aquello? Y todavía no se había filtrado el suicidio de Urrutia
ni la famosa nota. Ni…
La agente le volvió a preguntar y le sacó de sus pensamientos.
—¿Se trata de un montaje?
Blanes tragó saliva antes de responder.
—¿Te refieres a las fotos?
—¿A qué va a ser si no, jefe? —el tono de Luengo era cortante.
El inspector no se atrevió a contestar y asintió con la cabeza. La agente
le miró de manera despectiva y empezó a andar hacia su mesa.
—Luengo —gritó Santi.
La mujer se detuvo y se giró hacia él.
—Me han tendido una trampa —se levantó—. Te aseguro que no sé a
qué viene lo de las mafias, pero sospecho que es el principio. Alguien
quiere dejarme fuera de juego. Para siempre.
—Entiendo.
Un silencio denso reinó en la estancia hasta que Santi habló de nuevo.
—Luengo, ¿sabes lo de Urrutia?
La mujer abrió los ojos y negó con la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
—Parece que se ha suicidado —Blanes notó que se le hacía un nudo en
la garganta.
—¡Dios mío, qué horror!
Blanes comprendió que su compañera estaba a punto de echarse a llorar.
Ella se acercó hasta la mesa de Urrutia, balanceándose como si fuera a
desmayarse. Entonces miró a Santi con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué ha hecho algo así?
—No lo sé —el inspector se levantó y se acercó hasta ella—. Se fue
después de aquella llamada y nadie volvió a saber nada de él hasta que
encontraron su cadáver en un hotel.
—Esto no es normal —comentó Luengo—. Primero esa llamada
misteriosa, luego me pides que rastree el número… Jefe, ¿qué está
pasando?
Blanes pensó durante unos segundos. Y en efecto, durante ese corto
lapso de tiempo, comprendió que había algo muy extraño en todo aquello.
Algo que no encajaba en absoluto.
—Habrá que investigar a fondo para esclarecer el asunto —prosiguió
Santi y entonces recordó las palabras de Muñoz—. De todas formas, el
comisario me deja fuera —la observaba con gravedad.
—Ya no sé qué pensar —dijo finalmente la agente por lo bajo y se fue a
sentar en su mesa.

Dos horas más tarde todos los medios de ámbito nacional se habían hecho
eco de la noticia. Un auténtico desastre. La prensa iba a tener carnaza para
una larga temporada. Una vez había hablado con un periodista que le decía
que cuanta más sangre, más cerca de la portada. Un muerto por accidente de
tráfico sería rápidamente relegado a segundo plano por un ajuste de cuentas
con dos cadáveres. «La sangre y el morbo venden, es el alimento para
animales de un circo hambriento», le había explicado con una sonrisa llena
de sorna. Desde luego, aquellas fotos en el interior de la oficina bancaria
tenían morbo. Demasiado. Y la sangre no iba a tardar en llegar. Estaba
claro. Y si había algo que Blanes quería evitar en aquellos momentos eran
los medios de comunicación.
Dentro de poco le tocaría lidiar con el comisario y posiblemente con la
subdelegada del Gobierno. Tenía la boca seca y le dolía el pecho, pero
aguantó el tirón y se dio ánimos para seguir adelante. El móvil estaba en
modo silencio y cuando lo miró comprobó que tenía seis llamadas perdidas:
dos de Muñoz, una del juzgado, otra de Martínez y, no se lo podía creer, la
última de su hija, Cecilia.
Por fin se había dignado a marcar su número de teléfono. El problema es
que esas fotografías ya estarían en boca de todos y seguramente Cecilia
también las habría visto. No era un elemento tranquilizador para mantener
una conversación con ella.
Blanes se secó el sudor de la frente y le devolvió la llamada. Tras los
pitidos de rigor, saltó el buzón. Iba a dejar un mensaje, pero no supo bien
qué decir, así que colgó. Mientras tamborileaba sobre la mesa le asaltó una
idea que, por lo precipitada y alocada, consideró que era necesaria.
Boadilla del Monte, Octubre de 2009

9
Clara permanecía en el más absoluto silencio. Podía notar su respiración
agitada y las fuertes pulsaciones del corazón en la caja torácica. Las voces
en la planta de abajo habían cesado pero sabía que había alguien ahí. Podía
oír sus pasos moviéndose de un lado a otro. Su expresión fue mutando hasta
convertirse en una mueca de horror. Había escuchado el ruido que menos
deseaba escuchar en ese preciso instante.
Cric
Cric
Cric
Los peldaños de madera de la pequeña escalera a la buhardilla crujían.
Alguien había empezado a subir. Solo tenía una opción. Clara aspiró hondo,
se separó medio metro de la puerta, pegada a la pared, y cogió el trípode
como si de un bate de béisbol se tratara. Estaba lista para la acción.
Cornelius miraba nervioso el reloj. Tenían que hacer algo. Se bajó la
capucha de la sudadera y empezó a andar en dirección a la puerta por donde
la mujer había desaparecido. Sin tener todavía muy claro qué iba a decir,
pulsó el timbre de la puerta exterior. Había una cámara y cuando una voz
femenina contestó al otro lado, una pequeña luz blanca se iluminó sobre el
panel de plástico. Cornelius creyó reconocer la voz de la mujer con la que
acababa de hablar en la calle y puso su mejor sonrisa.
—Disculpe —el periodista carraspeó—. Creo que acabamos de hablar
hace unos cinco o diez minutos.
Tras un breve silencio, la mujer respondió.
—¿Qué quiere?
—Verá, es que cuando se ha ido tan apresurada, he revisado el mapa y
guardado mis cosas y, entonces, me he fijado que a unos dos metros, en la
dirección en la que se había ido usted, había un billete de cincuenta euros.
En medio de la acera —Cornelius hizo una pausa para ver si había alguna
reacción. Ante el silencio prolongado, volvió a hablar—. Me preguntaba si
ese dinero podía ser suyo.
Se oyeron por detrás voces de un hombre. Le pareció entender que le
estaba preguntando a la mujer con quien hablaba. ¿Sería la voz de Pelayo?
Sopesó que ahí dentro todo parecía normal, no era la situación que uno
podía esperar si se hubieran encontrado con un intruso. Se imaginó a Clara
escondida en algún lugar de aquella vivienda. Debía estar muy nerviosa. Al
poco la mujer volvió a hablar.
—No, no son míos.
—¿Está usted segura?
—Totalmente, y ahora perdóneme, tengo cosas que hacer.
Era inútil. Ya había colgado y no se le ocurría otra excusa para pulsar el
interfono. Al menos el tono tranquilo de la mujer le reafirmaba la impresión
de que en el interior reinaba la calma y no habían descubierto a Clara.
Aún… Ni seguramente sospechaban que había alguien escondido con una
memoria USB para tomar el control de un ordenador y buscar cualquier
papel que comprometiera a Pelayo. ¿Cuánto tiempo tendría sin que dieran
con ella? Cornelius habló por el micrófono.
—Todo parece correcto ahí dentro.
—Debe de estar escondida —susurró Antonio—. Esperando para poder
salir. Ven conmigo, esperaremos en la furgoneta. Necesitamos tiempo para
pensar. De momento, no podemos hacer mucho más —sentenció con una
voz autoritaria, que a Cornelius le hizo suponer era herencia de los años
como policía.
Clara estaba preparada para abrir la puerta y golpear a quien estuviera en
el rellano. Un suave tintineo metálico de timbre llegó hasta sus oídos. Un
sonido que le pareció milagroso. Los pasos habían parado. Lo siguiente que
escuchó fue que quien estuviera subiendo aquella escalera hacia los
infiernos, se alejaba. Voces de hombre. Preguntaba a alguien quién había
llamado. Clara se imaginó a Cornelius pulsando el timbre, para ver si
respondían, y evaluar si podían haber dado con ella.
Tenía muy poco tiempo y debía tomar una decisión. ¿Aquella distracción
iba a evitar que el hombre subiera hasta la buhardilla? No, tan solo había
ganado unos minutos preciosos, pero era cuestión de tiempo que los
peldaños volvieran a crujir. Dejó el trípode en el suelo y muy despacio abrió
la puerta. Silencio. Cerró y puso el candado. Iba descalza. Bajó de puntillas
cada uno de los escalones, sin respirar. Al pisar el último peldaño, la
madera hizo ese maldito ruido quebrado.
Cric.
¿Lo habrían oído? Ya daba igual.
Clara arrancó a correr por el rellano para bajar a la planta de abajo.
Cuando atravesó la puerta de la habitación de matrimonio, se escuchó un
grito: «¿Quién está ahí?». Bajaba a toda velocidad la escalera de mármol.
Había alcanzado el salón y al ver el retrato de Pelayo al lado de la
chimenea, supo que la voz que profería aquellos gritos desde la primera
planta era la suya. Sentía su presencia, como la de un ser demoniaco. Se
giró y sus miradas se cruzaron. Estaba arriba, apoyado en la barandilla, con
aquellos ojos acerados como los de su padre, inyectados de odio. Clara le
dedicó una mueca de rabia y giró en dirección a la cocina. Iba
completamente de negro y la capucha le cubría la frente.
Se encontró de cara con la mujer del servicio que llevaba una bandeja de
plata con una taza y un azucarero. Al ver a Clara, arqueó las cejas y emitió
un leve grito, como un gemido. El estrépito del metal contra el suelo sonó
estridente y todo se derramó como en un cuadro modernista sobre aquellas
baldosas ajedrezadas. La expolicía pasó veloz a su lado, sin que la mujer
atinara a moverse, y fue a abrir la puerta que daba acceso al jardín.
Sentía la hierba húmeda y fría bajo sus pies con alivio. Corría tan rápido
como le daban las fuerzas. Estaba cerca de la esquina donde habían
planificado saltar al exterior, cuando otra voz masculina, ronca, en la
distancia, gritaba que se detuviera. Ya subida al borde, se giró y miró de
soslayo. A lo lejos, pegado a la vivienda, ese maldito hijo de puta más
ancho que alto que la había intentado violar la miraba y hacía gestos con los
brazos. Antes de saltar al otro lado, vio como Pelayo se juntaba con el
hombre y entraban de nuevo en la casa.
Clara pasó las piernas al otro lado de la valla. La Citroën de color blanco
estaba parada justo en la esquina. Antonio gritó:
—¡Entra por la parte de atrás!
¿Dónde estaba Cornelius? Reconoció de inmediato la peculiar
morfología del holandés, con exceso de peso y unos brazos muy largos, que
agitaba como un velocista, y venía por la acera a la carrera. Clara abrió la
portezuela de atrás y saltó al interior del vehículo. Antonio arrancó mientras
con la mano derecha abría la puerta del acompañante.
Cornelius se incorporó tras una especie de salto. Respiraba como un pez
fuera del agua. Las ruedas chirriaron y la furgoneta se incorporó a la
calzada. Había nula actividad en la calle, lo que parecía normal en aquella
zona residencial y a esa hora del día. Tenían que salir de ahí lo más rápido
posible. El día anterior habían planificado dos rutas de escape por las vías
menos transitadas y que les llevarían hasta la gran arteria de circunvalación
de Madrid, la M-50. Luego, abandonarían el vehículo en el punto
establecido para coger el otro coche. Un sitio alejado de cámaras, como
habían comprobado con antelación.
Llegaron hasta un semáforo en rojo. Cada segundo se convertía en una
espera agónica. Lo urgente era abandonar aquel lugar. Cuanto antes.
Entonces Antonio gritó: «¡Nos siguen!». Clara se incorporó y miró por la
pequeña luna del portón posterior, aterrada. El Jaguar gris se acercaba a
toda velocidad conducido por aquel maldito hijo de puta que trabajaba para
Pelayo. Iba solo.
El semáforo todavía no estaba en verde, pero las ruedas de la Citroën
derraparon sobre el asfalto mojado. Clara resbaló y al chocar contra el
suelo, un agudo dolor en el omóplato le recordó el golpe con la puerta del
garaje.
—¿Estás bien? —preguntó Cornelius que se había girado y hablaba a
tropezones. Todavía no se había recuperado de la carrera.
Clara asintió y asomó de nuevo la cabeza por la ventanilla posterior. El
Jaguar iba ganando terreno, casi podía ver la expresión fría de su conductor.
Antonio pisó a fondo, la M-50 no quedaba muy lejos. Sabía que el coche
que les seguía tenía mayor velocidad punta que esa vieja furgoneta que
sufría en cada cambio de marcha.
—Agárrate fuerte —le ordenó Antonio a Clara.
El tráfico era todavía intermitente. Antonio puso la furgoneta a más de
cien y comenzó a adelantar a los coches. El Jaguar hizo lo mismo. Llegaron
a otro semáforo en rojo junto a un Opel Corsa. No podían pararse. Antonio
dio un volantazo y le pasó por la izquierda. No vio el autobús que llegaba
perpendicular por la derecha. Clara escuchó el bocinazo y se agarró con
fuerza al asiento de Cornelius, que a su vez lanzó un grito ininteligible en
neerlandés. El impacto parecía inevitable pero en la última fracción de
segundo Antonio pisó frenó y giró violentamente a la izquierda. El vehículo
culeó, zigzagueando sobre el asfalto mojado, y Clara se temió lo peor. Fue
una auténtica sorpresa que Antonio resultara un hábil y experimentado
conductor. Pisó de nuevo el acelerador y enderezó el rumbo, pasando a unos
escasos centímetros de la cabina del autobús. Clara pudo ver con nitidez la
cara de pánico del conductor que agarraba con fuerza el volante. Un
fotograma congelado como en una película. Que poco ha faltado. Habían
conseguido ganar unos segundos ya que el autobús bloqueaba la calle e
impedía el paso a su perseguidor.
—Ahí está la entrada a la M-50 —el dedo de Cornelius señaló el desvío,
por donde entraba con lentitud un camión y se incorporaba al tráfico más
bien denso.
Con nerviosismo comprobaron que se había formado una pequeña fila
de coches que avanzaban a escasa velocidad para acceder a la
circunvalación. Antonio cogió el arcén y empezó a adelantarlos ajeno a la
sinfonía de cláxones que protestaban por su maniobra. El Jaguar estaba de
nuevo ahí. Tras ellos. Cada vez más cerca. Se incorporaron a la autovía y
empezaron a adelantar a la izquierda y a la derecha a todos los vehículos, a
menudo a escasos centímetros, como si de un Tetris mortal se tratara. La
furgoneta iba a su máxima velocidad, unos ciento sesenta kilómetros por
hora y parecía que se iba a desarmar cuando… ¡Bom! El golpe fue tan
fuerte que Clara salió despedida y chocó contra el asiento de Cornelius.
—¡Maldito hijo de puta! —gritó Antonio, que no quitaba ojo del espejo
retrovisor.
El coche les había golpeado por detrás. Apenas le dio tiempo a avisar de
nuevo.
—¡Cuidado!
Clara se había agarrado a la asidera esperando un nuevo impacto pero
esta vez lo que se escuchó fue un crujido seco en el interior. No estaba
segura de lo que había pasado hasta que vio un boquete en la chapa
metálica de la puerta trasera. El segundo proyectil llegó antes de que
pudiera procesar con claridad la información y evaluar lo que estaba
ocurriendo. De pronto todo fue un dolor punzante en el costado, como si
algo le hubiera mordido con ferocidad a la altura de las costillas y luego
nada más. Se desplomó sobre el frío suelo de la furgoneta.
Alicante, Octubre 2009

10
Aquel jueves de octubre, a media mañana, con las nubes negras
amenazantes sobre la ciudad, Santi Blanes hizo algo que sorprendió a todos.
Simplemente sintió que no podía más y se marchó de la comisaría. Para
poder hacerse una idea de la situación, necesitaba algo de perspectiva y
soledad, y estar entre aquellos muros con Muñoz, Luengo y el resto de
compañeros, ni mucho menos se la proporcionaban.
Sabía que, como jefe del grupo de homicidios, él era el último
responsable. O, al menos, hasta hacía bien poco lo había sido. Las palabras
de Muñoz de que se tomara una semana de vacaciones escondían un
mensaje claro. De algo empezaba a estar seguro, todo estaba relacionado: el
asesinato de Soler en su casa a manos de un toxicómano, el suicidio de
Urrutia y las muertes de Magdalena y Lucian.
Empezaba a sentir que el cansancio y el abatimiento le vencían pero se
obligó a seguir adelante. A la salida de la comisaría se aseguró de que no
merodearan periodistas y se fue andando hasta su casa. En las calles había
calma, lo cual le venía muy bien. El camino le sirvió para poner en orden
sus ideas. Le bullía una extraña sensación en el estómago, le pasaba lo
mismo con cada caso cuando se le empezaban a aclarar las ideas. Buscaba
en su subconsciente la solución al enigma. Podía haber aceptado las
muertes de Soler y Urrutia como lo que aparentaban ser. Pero sabía que no
todo era tan sencillo, no podía serlo. La sucesión de los hechos a veces
resultaba impredecible, pero siempre había un hilo lógico del cual poder
tirar. Definitivamente, todo este asunto huele muy mal, pensó cuando abrió
la puerta de la casa y Turco ya estaba esperándolo al otro lado.
Al plantarse panza arriba, Santi clavó una rodilla en el suelo y empezó a
rascarle con afecto. De repente se inclinó bruscamente y empezó a toser
cada vez más fuerte, como si los pulmones quisieran estallar. Se quedó un
rato agachado, hasta que la molestia pasó. Turco le lanzaba esporádicos
chupetones.
—Ya ha pasado todo —dijo en voz alta.
Le hizo una última caricia al perro y se incorporó con dificultad, aún
jadeando. Al fondo, al trasluz, pudo ver que la cristalera estaba manchada y
necesitaba una limpieza. Se acercó andando a la terraza y, al pasar junto a la
mesa, las hojas con las instrucciones del montaje de la maqueta del bonitero
del Cantábrico se movían por el efecto de la corriente de aire. Se acordó de
la estructura del buque partida por la mitad. No debía ser tan impulsivo, no
llevaba a nada. Apoyó los codos en la barandilla y clavó la vista en el
horizonte, donde el mar se fundía con el cielo.
Si la historia se hubiera limitado a Soler y Urrutia, bien podría haber
sido como parecía: la coincidencia del asesinato del agente seguido del
suicidio del subinspector. Pero el relato de Clara sobre aquella organización
policial era lo que realmente le inquietaba. Así como aquella misteriosa
llamada de Urrutia a la empresa de seguridad en Madrid y todas las
sociedades propiedad de los Pelayo. He de dar con el autor o los autores de
todas estas muertes.
Estaba decidido a pasar a la acción, aunque fuera por su propia cuenta,
cuando sonó el móvil. Era Ivorra, compañero suyo desde la academia y
desde hacía cinco años destinado a Asuntos Internos. Llevaban tiempo sin
hablar, pero Ivorra era una de esas amistades que aunque pasaran años sin
tener noticias el uno del otro, sabían que podían confiar mutuamente, para
lo que fuera. El suicidio de Urrutia, pensó enseguida, notando cómo la
tensión crecía en su interior.
—Ivorra, cuánto tiempo sin saber de ti.
—Blanes —el policía se paró, como para tomar aire—, por todos
nuestros años de amistad, creo que por fin ha llegado el momento de
devolverte el favor.
Santi sintió como un puñetazo en el estómago. Sí, hacía muchos años de
aquello, cuando los dos estaban destinados en Madrid. Desayunaban en un
bar, sobre las nueve y media de la mañana, cuando dos jóvenes estacionaron
una motocicleta a la puerta de la entidad bancaria que tenían enfrente. La
actitud de ambos era sospechosa. Miraban hacia todos lados, llevaban gafas
y gorra calada hasta las cejas. Ivorra se levantó para observar lo que ocurría.
Entonces, en una fracción de segundo, vio cómo sacaban una pistola y
amenazaban a las personas del interior de la oficina. Manteniendo la sangre
fría ambos policías esperaron a que los delincuentes salieran y les dieron el
alto a punta de pistola. El más delgado de los dos lanzó el arma al suelo y se
tumbó, pero el más pequeño salió a la carrera.
Ivorra salió tras él, mientras Blanes esposaba e inmovilizaba al suyo.
Una vez se aseguró de que no podía escapar, Santi corrió tras su compañero.
Cuando llegó hasta ellos, ambos forcejeaban en el suelo, la pistola a punto
de encañonar al rostro de Ivorra. Si Blanes hubiera llegado un par de
segundos más tarde, todo habría sido muy diferente. Por fortuna el tiro no
alcanzó el objetivo y todo quedó en heridas leves en la cabeza por las
esquirlas del disparo.
—Parece mentira, pero van detrás de ti —Ivorra hablaba en voz baja y
con pausas—. Tienen algo muy gordo.
Para Blanes todo era incomprensible salvo una cosa: alguien le quería
bien jodido y fuera de juego.
—No me puedo creer nada de lo que he escuchado —prosiguió su
compañero—, pero al parecer hay pruebas evidentes.
Habló después de unos segundos, con la voz ronca.
—¿Qué pruebas?
—No puedo decirte más —escuchó la respiración de su amigo—. Ya te
lo he dicho: Te he llamado por nuestros años de amistad. Sabes lo que me
juego con esto.
—Lo sé —susurró Santi, pero su amigo ya había colgado el teléfono.
Esa llamada era lo último que necesitaba para poner en marcha su plan.
Así, sin perder un segundo, desbloqueó el ordenador y abrió el correo
electrónico. No recordaba la dirección a la que enviar el mensaje, pero nada
más teclear las iniciales del nombre de la persona, el programa le sugirió la
cuenta de destino. Malditas máquinas, lo saben todo. Dentro de poco ya no
tendremos ni que pensar. Le asaltaban muchas dudas, pero no veía otra
escapatoria que esa huida hacia adelante. Le llevó cinco minutos escribir el
texto y casi veinte repasarlo antes de darle al botón para que saliera de su
bandeja y eliminarlo. Satisfecho, apagó el portátil y se quedó pensativo. No
le quedaban otras opciones, o al menos, en ese momento no las veía.
Luego se fue al cuarto de baño. La máquina de afeitar eléctrica seguía
sobre el lavabo. Sin pensarlo más se la pasó desde el centro de la parte
superior de la frente hasta la coronilla. Los largos mechones plateados se
acumulaban sobre una montaña de pelo. Continuó repasando toda la cabeza,
con cuidado, procurando no dejar ni un solo espacio sin rasurar. Cuando por
fin pensó que había acabado, cerró los ojos un instante y levantó la cara. No
reconoció la imagen que le devolvía el espejo. Miraba en silencio, algo
confuso. Era como si hubiera envejecido varios años de golpe, de un
plumazo. Se pasó ambas manos por la cabeza y suspiró. Al menos, nadie
contaba con un Santi Blanes sin su melena plateada y una cabeza brillante.
Abrió el agua caliente de la ducha. Tenía las dos manos apoyadas sobre
los azulejos y las gotas resbalaban por todo su cuerpo. El tacto de la piel sin
pelo era una sensación diferente, agradable. Estuvo quince minutos largos
intentando aprovechar la calma de ese momento para esta vez sí poner en
orden sus ideas y fue enumerando mentalmente los pasos que iba a dar.
Se vistió, puso en una bolsa de deporte algo de ropa, cogió el poco
dinero en metálico que tenía en casa y el reloj de su padre y llevó a Turco
hasta donde su vecina, Margarita. Le pidió que por favor cuidara del animal
unos días ya que debía ausentarse por trabajo. La anciana insistió en que no
los necesitaba, pero finalmente accedió en aceptar los cincuenta euros para
la comida y cualquier imprevisto.
Finalmente, sacó todo lo que pudo en metálico del banco, compró un
móvil y una tarjeta de prepago y marcó el número de teléfono de la única
persona que podía ayudarle en ese momento.
Boadilla del Monte, Octubre de 2009

11
Cornelius profirió un grito de horror al ver que habían disparado a Clara.
Estaba tendida sobre el suelo metálico de la furgoneta, los ojos cerrados, las
manos en el costado. Por fin, tras unos segundos eternos, arqueó las cejas y
dijo en voz baja.
—Menos mal que me puse el chaleco —la exinspectora consiguió
incorporarse—. Si no tal vez, ahora no lo contaría.
Antonio iba dando volantazos de lado a lado, pero parecía tener las ideas
mucho más claras que Cornelius, que no paraba de girar la cabeza hacia
adelante y hacia detrás, sin saber bien qué hacer o decir. Antonio, sin quitar
la vista de la carretera, le gritó:
—¡Coge el arma, salta detrás y dispara a ese cabrón!
Cornelius abrió la guantera y sacó la pistola. La mantuvo unos segundos
en sus manos, como si no supiera bien qué hacer con ella. Finalmente, y no
sin ciertas dificultades, pasó su voluminoso cuerpo a la parte posterior del
vehículo. Intentó sortear el asiento pero perdió el equilibrio y rodó al lado
de Clara.
—¡Joder Cornelius, quieres disparar de una vez a ese maldito cabrón! —
Antonio apenas había acabado de recriminar a su pareja cuando volvió a
gritar—. ¡Al suelo!
El holandés se tumbó cubriendo con su cuerpo a Clara. Ese grito tal vez
le salvara la vida. Un sonido seco volvió a escucharse y el proyectil cruzó la
furgoneta a media altura y atravesó el asiento del acompañante para acabar
incrustado contra el salpicadero. Un milagro que no hubiera dado en el
cuerpo del holandés. Cornelius consiguió levantarse, y se palpó primero
todo el cuerpo para comprobar que estaba bien. Luego, tras pelear unos
segundos eternos con la manivela, las portezuelas se abrieron. El ruido de
las mismas al golpear sobre los laterales fue ensordecedor. El aire se colaba
con fuerza en el interior de la cabina y ver el asfalto pasar a esa velocidad
bajo sus pies hizo que Clara tensará todo su cuerpo. Centró la vista en la
carretera. Ahí estaba. Tenían el Jaguar a escasamente un par de metros. El
hombre volvió a sacar el brazo izquierdo por la ventanilla y apuntó hacia
ellos.
—¡Va a disparar! —gritó Clara.
Con un volantazo seco y preciso, Antonio se salió de la línea de tiro,
teniendo que pisar el freno para no chocar contra un camión de cuatro ejes
que circulaba mucho más despacio por el otro carril. Si no hubiera sido por
la pericia de Antonio al volante, hubieran acabado aplastados contra veinte
toneladas de hierro. El Jaguar no tardó en ponerse detrás de nuevo. A esa
velocidad, mucho menor, era más fácil apuntar.
—¡Dame el arma!
Clara le arrebató la pistola a Cornelius. Se puso de rodillas y levantó los
dos brazos. Se aseguró de que el seguro no estaba puesto y tomó aire. Los
ojos de aquel hombre estaban marcados de odio y al verse apuntado sacó de
forma apresurada su arma por la ventanilla. Es ahora o nunca. Clara apretó
el gatillo. Bum. El disparo hizo trizas la ventanilla del Jaguar. El coche
perdió el control, derrapando hacia el quitamiedos, hasta que lo atravesó
como si fuera de papel. Lo último que vieron fue como volaba sobre un
desnivel suave y acababa aterrizando sobre un campo de labrar entre una
cortina de polvo.
Antonio redujo la velocidad y pudieron cerrar las puertas traseras. El
aire dejó de silbar en el interior. Clara se pasó las manos por el pelo,
alborotado, en un intento de alisarlo.
—Ojalá se haya quedado bien jodido —dijo—. Ese era el cabrón que me
quiso violar en el chalet de Alicante.
—No te preocupes ya por él —Antonio alzó el pulgar en signo de
victoria y tomó aire—. Ahora debemos continuar con el plan y cambiar de
coche. Cuando lo encuentren verán los disparos, pero está alquilado con un
carnet falso holandés y me aseguré de ir bien cubierto a recogerlo. No
pueden relacionarlo con nosotros.
Cornelius miró a Clara, abrió sus manos y su rostro dibujó una mueca de
disgusto, como si ese tipo de artimañas no fueran del todo de su agrado.
—¿Pero has conseguido algo? —prosiguió Antonio.
Clara se mordió el labio antes de hablar.
—En esa casa no guarda ningún documento. O al menos yo no los he
encontrado. Y lo que es peor, no había ningún ordenador.
—¡2009 y ningún ordenador! —gritó primero Antonio. Luego se quedó
pensativo un rato—. Errare humanum est —hablaba en voz baja, como si
estuviera pensando lo que debían hacer a continuación—. Vamos a seguir
paso a paso con el plan establecido y regresar a Alicante. Si fueron capaces
de encontrar la casa de Zermatt, es posible que acaben encontrando el chalet
del Cabo de las Huertas, pero disponemos de unos días de ventaja. Saben
que estamos tras ellos, hemos perdido el elemento sorpresa, pero no la
guerra.

Blanes era consciente de que lo primero que harían al ver que había
desaparecido sería rastrear su móvil y las llamadas. No le quedaba mucho
tiempo. Volvió a marcar el número de su hija y no hubo contestación. Era
de esperar. Se enfundó en el chándal, se ajustó la gorra y se fue a la estación
de trenes y sacó un billete a Madrid. Sabía dónde estaba colocada cada una
de las cámaras, de modo que se aseguró que al pasar ante ellas fuera
realmente difícil identificarle. Llegó hasta la cola para cruzar el arco de
seguridad y acceder al andén y cuando faltaban un par de metros para pasar
el escáner deslizó el móvil en el interior del bolso de la mujer que llevaba
delante, y abandonó la estación por la salida lateral, con la gorra bien calada
y la cabeza gacha. Esa noche iba a dormir en una habitación de mala muerte
dónde no sería necesario identificarse. Tantos años en la profesión le
permitían conocer ese tipo de sitios, algún beneficio debía de haber tenido
investigar durante tanto tiempo a la escoria de la sociedad. Le quedaba una
última comprobación. Se fue al único cibercafé que había sobrevivido a la
proliferación de internet por los hogares y se pidió un agua mineral con gas.
Golpeaba con los dedos índices de cada mano las teclas, lo más rápido que
era capaz. ¡No me lo puedo creer, me ha respondido! Abrió el correo
electrónico con el corazón encogido.

TENEMOS QUE HABLAR. LLAMA AL 626 968 226 DESDE UNA

CABINA TELEFÓNICA. CS.


Luego miró el reloj y constató que eran poco más de las nueve y media
de la tarde. Apagó el ordenador, pagó lo que debía y salió a la calle en
busca de una cabina. Tenía una alegre sensación en el cuerpo, una renovada
energía. A pesar de la luna creciente, entre las luces de la ciudad se
distinguían las estrellas. Blanes levantó la vista e identificó la constelación
de Pegase. Recordó las horas con el telescopio en su época de estudiante y
añoró no tener treinta años menos para hacer las cosas de otra manera. De
nuevo Cecilia vino a su cabeza. Dios mío, que va a pensar de mí cuando
vea las fotografías.
Blanes se había asegurado de tener cambio en monedas, de modo que
introdujo un par de euros por la ranura que tintinearon al caer al fondo de la
caja metálica. El teléfono le dio línea y marcó el número. Veinte minutos
más tarde el taxi estaba en la dirección que le había dicho. Llevaba un
aspecto curioso, pero daba igual. Todo el camino le acompañó un continuo
cosquilleo en el estómago.
Blanes pagó al taxista con una generosa propina y agachó la cabeza sin
apenas decir palabra. Se quedó atónito ante la propiedad que tenía ante sus
ojos. Un casa unifamiliar en primer línea de playa en el Cabo de las Huertas
era un lujo permitido para una buena fortuna. La vivienda estaba recién
construida y no había escatimado en cemento, acero y cristal. ¿Cuánto
costaría? Por encima del millón, millón y medio de euros, eso era seguro.
Se quitó la gorra y se pasó las dos manos por la cabeza. Se había olvidado
de que ya no tenía la melena plateada. Pulsó el timbre con decisión y confió
que se oyera dentro en la casa, situada al menos a veinte metros de la
entrada.
—¿Sí? —respondió una voz metálica a través de la caja en aluminio
clavada en el muro. Un objetivo en forma de ojo de pez se abrió.
—Soy Blanes —Santi se sentía observado.
—Un momento.
El momento se prolongó al menos dos minutos largos y estaba a punto
de volver a pulsar cuando un crujido separó ligeramente la puerta. Empujó
con cuidado y entró en la propiedad. La misma luna de la ciudad se
reflejaba sobre el mar y sus pulmones se llenaron de aire con aroma a
salitre. El jardín de césped estaba perfectamente cuidado. Al fondo había
una piscina infinity, de unos quince metros de largo, que estaba elevada
sobre una loma. Menudas vistas el que se bañe ahí. Tomó el camino
embaldosado por piedras y cruzó una pérgola de madera con una gran mesa,
varias sillas a su alrededor y una barbacoa de carbón.
Un hombre que pasaba holgadamente los sesenta y cinco le esperaba en
la puerta cuando llegó. Vestía de forma informal con vaqueros, unas
alpargatas y una camisa blanca arremangada. Se acaba de duchar y olía a
colonia.
—¿Santi Blanes?
El inspector asintió con la cabeza.
—¿Se podría identificar?
Echó mano a la cartera y sacó el carnet de identidad.
—Ya no tengo placa —en ese momento alzó la cara y se quitó la gorra
—. Y me he rapado por completo.
Antonio sonrió, se hizo a un lado y Blanes entró. Cruzó el hall y cuando
llegó al salón la vio. Se había soltado el pelo y lo tenía ondulado, no
completamente liso como cuando la última vez discutieron en el paseo de la
playa del Postiguet. Llevaba un pantalón corto de deporte que le debían
haber prestado y una camiseta blanca de algodón que le venía holgada.
—Clara —murmuró Santi.
La exinspectora llegó hasta él y hundió la cabeza en su pecho. No sabía
bien el motivo pero sintió un nudo en la garganta y los ojos se le
humedecieron.
—Per…—tuvo que tragar saliva—. Perdóname —alcanzó a decir. Notó
como una lágrima le bajaba por la mejilla. Intentó controlarse, pero fue en
vano. Empezó a llorar como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Le
costaba pronunciar las palabras—. Perdóname por no haberte creído —
apretó las manos sobre su cabeza—. Espero que me puedas dar una segunda
oportunidad.
Clara seguía con la cara aplastada contra él. Notó como ella también
lloraba en silencio. Tras la mesa del comedor observó a un tipo que ya no
cumpliría la cincuentena y con aspecto de extranjero que tenía un pañuelo
de papel en la mano y que hipaba con dificultad entre lágrimas y mocos.
Cuando sus miradas se cruzaron el hombre se acercó hasta ellos y cruzó sus
grandes brazos por encima de Clara, abrazando también a Santi. Los tres
lloraban en silencio. Estuvieron así cinco largos minutos hasta que el
hombre que le había abierto llegó hasta ellos con los ojos húmedos y dijo en
voz alta y serena.
—Damas y caballeros, hemos de pasar a la acción.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

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TRILOGÍA
EL PASADO SIEMPRE VUEVE

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