Capítulo 4-Pedagogía Del Oprimido.

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Pedagogía del oprimido.

Autor: Paulo Freire


(Fecha original del libro: 1969)

CAPITULO IV

La antidialogicidad y la dialogicidad como matrices de teorías de acción cultural antagónicas:


la primera sirve a la opresión; la segunda, a la liberación.
La teoría de la acción antidialógica y sus características:
—la conquista
—la división
—la manipulación
—la invasión cultural
La teoría de la acción dialógica y sus características:
—la colaboración
—la unión
—la organización
—la síntesis cultural
En este capítulo, en que pretendemos analizar las teorías de la acción cultural que se
desarrollan a partir de dos matrices, la dialógica y la antidialógica, repetiremos con frecuencia
afirmaciones que ya hemos hecho a lo largo de este ensayo.
Serán repeticiones o retorno a puntos ya referidos, ora con la intención de profundizar sobre
ellos, ora porque se hacen necesarios para una mayor claridad de nuevas afirmaciones.
De este modo, empezaremos reafirmando el hecho de que los hombres son seres de la praxis.
Son seres del quehacer, y por ello diferentes de los animales, seres del mero hacer. Los
animales no “admiran” el mundo. Están inmersos en él. Por el contrario, los hombres como
seres del quehacer “emergen” del mundo y objetivándolo pueden conocerlo y transformarlo
con su trabajo.
Los animales, que no trabajan, viven en su “soporte” particular al cual no pueden trascender.
De ahí que cada especie animal viva en el “soporte” que le corresponde y que éstos sean
incomunicables entre sí para los animales en tanto franqueables a los hombres.
Si los hombres son seres del quehacer esto se debe a que su hacer es acción y reflexión. Es
praxis. Es transformación del mundo. Y, por ello mismo, todo hacer del quehacer debe tener,
necesariamente, una teoría que lo ilumine.
El quehacer es teoría y práctica. Es reflexión y acción. No puede reducirse ni al verbalismo ni al
activismo, como señalamos en el referido a la palabra.
La conocida afirmación de Lenin: “Sin teoría revolucionaria no puede haber tampoco
movimiento revolucionario”,84 significa precisamente que no hay revolución con verbalismo ni
tampoco con activismo sino con praxis. Por lo tanto, ésta sólo es posible a través de la
reflexión y la acción que inciden sobre las estructuras que deben transformarse.
El esfuerzo revolucionario de transformación radical de estas estructuras no puede tener en el
liderazgo a los hombres del quehacer y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero
hacer.
Este es un punto que deberla estar exigiendo una permanente y valerosa reflexión de todos
aquellos que realmente se comprometen con los oprimidos en la causa de su liberación.
El verdadero compromiso con ellos, que implica la transformación de la realidad en que se
hallan oprimidos, reclama una teoría de la acción transformadora que no puede dejar de
reconocerles un papel fundamental en el proceso de transformación.
El liderazgo no puede tomar a los oprimidos como simples ejecutores de sus determinaciones,
como meros activistas a quienes se niegue la reflexión sobre su propia acción. Los oprimidos,
teniendo la ilusión de que actúan en la actuación del liderazgo, continúan manipulados
exactamente por quien no puede hacerlo, dada su propia naturaleza.
Por esto, en la medida en que el liderazgo niega la praxis verdadera a los oprimidos, se niega,
consecuentemente, en la suya.
De este modo, tiende a imponer a ellos su palabra transformándola, así, en una palabra falsa,
de carácter dominador, instaurando con este procedimiento una contradicción entre su modo
de actuar y los objetivos que pretende alcanzar, al no entender que sin el diálogo con los
oprimidos no es posible la praxis auténtica ni para unos ni para otros.
Su quehacer, acción y reflexión, no puede darse sin la acción y la reflexión de los otros, si su
compromiso es el de la liberación.
Sólo la praxis revolucionaria puede oponerse a la praxis de las elites dominadoras. Y es natural
que así sea, pues son quehaceres antagónicos.
Lo que no se puede verificar en la praxis revolucionaria es la división absurda entre la praxis
del liderazgo y aquélla de las masas oprimidas, de tal forma que la acción de las últimas se
reduzca apenas a aceptar las determinaciones del liderazgo.
Tal dicotomía sólo existe como condición necesaria en una situación de dominación en la cual
la élite dominadora prescribe y los dominados se guían por las prescripciones.
En la praxis revolucionaria existe una unidad en la cual el liderazgo, sin que esto signifique, en
forma alguna, disminución de su responsabilidad coordinadora y en ciertos momentos
directiva, no puede tener en las masas oprimidas el objeto de su posesión.
De ahí que la manipulación, la esloganización, el depósito, la conducción, la prescripción no
deben aparecer nunca como elementos constitutivos de la praxis revolucionaria.
Precisamente porque constituyen parte de la acción dominadora.
Para dominar, el dominador no tiene otro camino sino negar a las masas populares la praxis
verdadera. Negarles el derecho de decir su palabra, de pensar correctamente. Las masas
populares no deben “admirar” el mundo auténticamente; no pueden denunciarlo,
cuestionarlo, transformarlo para lograr su humanización, sino adaptarse a la realidad que sirve
al dominador.
Por esto mismo, el quehacer de éste no puede ser dialógico. No puede ser un quehacer
problematizante de los hombres-mundo o de los hombres en sus relaciones con el mundo y
con los hombres. En el momento en que se hiciese dialógico, problematizante, o bien el
dominador se habría convertido a los dominados y ya no sería dominador, o se habría
equivocado. Y si, equivocándose, desarrollara tal quehacer, pagaría caro su equívoco.
Del mismo modo, un liderazgo revolucionario que no sea dialógico con las masas, mantiene la
“sombra” del dominador dentro de sí y por tanto no es revolucionario, o está absolutamente
equivocado y es presa de una sectorización indiscutiblemente mórbida. Incluso puede suceder
que acceda al poder. Más tenemos nuestras dudas en torno a las resultantes de una
revolución que surge de este quehacer antidialógico.
Se impone, por el contrario, la dialogicidad entre el liderazgo revolucionario y las masas
oprimidas, para que, durante el proceso de búsqueda de su liberación, reconozcan en la
revolución el camino de la superación verdadera de la contradicción en que se encuentran,
como uno de los polos de la situación concreta de opresión. Vale decir que se deben
comprometer en el proceso con una conciencia cada vez más crítica de su papel de sujetos de
la transformación.
Si las masas son adscritas al proceso como seres ambiguos,85 en parte ellas mismas y en parte
el opresor que en ellas se aloja, y llegan al poder viviendo esta ambigüedad que la situación de
opresión les impone, tendrán, a nuestro parecer, simplemente, la impresión de que
accedieron al poder.
En su dualidad existencial puede, incluso, proporcionar o coadyuvar al surgimiento de un
clima sectario que conduzca fácilmente a la constitución de burocracias que corrompen la
revolución. Al no hacer consciente esta ambigüedad, en el transcurso del proceso, pueden
aceptar su “participación” en él con un espíritu más revanchista86 que revolucionario.
Pueden también aspirar a la revolución como un simple medio de dominación y no concebirla
como un camino de liberación. Pueden visualizarla como su revolución privada, lo que una vez
más revela una de las características del oprimido.
Si un liderazgo revolucionario que encarna una visión humanista — humanismo concreto y no
abstracto— puede tener dificultades y problemas, mayores; dificultades tendrá al intentar
llevar a cabo una revolución para las masas oprimidas por más bien intencionadas que ésta
fuera. Esto es, hacer una revolución en la cual el con las masas es sustituido por el sin ellas ya
que son incorporadas al proceso a través de los mismos métodos y procedimientos utilizados
para oprimirlas.
Estamos convencidos de que el diálogo con las masas populares es una exigencia radical de
toda revolución auténtica. Ella es revolución por esto. Se distingue del golpe militar por esto.
Sería una ingenuidad esperar de un golpe militar el establecimiento del diálogo con las masas
oprimidas. De éstos lo que se puede esperar es el engaño para legitimarse o la fuerza
represiva.
La verdadera revolución, tarde o temprano, debe instaurar el diálogo valeroso con las masas.
Su legitimidad radica en el diálogo con ellas, y no en el engaño ni en la mentira.87 La verdadera
revolución no puede temer a las masas, a su expresividad, a su participación efectiva en el
poder. No puede negarlas. No puede dejar de rendirles cuenta. De hablar de sus aciertos, de
sus errores, de sus equívocos, de sus dificultades.
Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto más pronto se inicie el diálogo, más
revolución será.
Este diálogo, como exigencia radical de la revolución, responde a otra exigencia radical, que es
la de concebir a los hombres como seres que no pueden ser al margen de la comunicación,
puesto que son comunicación en sí.
Obstaculizar la comunicación equivale a transformar a los hombres en objetos, y esto es tarea
y objetivo de los opresores, no de los revolucionarios.
Es necesario que quede claro que, dado que defendemos la praxis, la teoría del quehacer, no
estamos proponiendo ninguna dicotomía de la cual pudiese resultar que este quehacer se
dividiese en una etapa de reflexión y otra distinta, de acción. Acción y reflexión, reflexión y
acción se dan simultáneamente.
Al ejercer un análisis crítico, reflexivo sobre la realidad, sobre sus contradicciones, lo que
puede ocurrir es que se perciba la imposibilidad inmediata de una forma de acción o su
inadecuación al movimiento.
Sin embargo, desde el instante en que la reflexión demuestra la inviabilidad o inoportunidad
de una determinada forma de acción, que debe ser transferida o sustituida por otra, no se
puede negar la acción en los que realizan esa reflexión. Esta se está dando en el acto mismo
de actuar. Es también acción.
Si, en la educación como situación gnoseológica, el acto cognoscente del sujeto educador (a la
vez educando) sobre el objeto cognoscible no se agota en él, ya que, dialógicamente, se
extiende a otros sujetos cognoscentes, de tal manera que el objeto cognoscible se hace
mediador de la cognoscibilidad de ambos, en la teoría de la acción revolucionaria se verifica la
misma relación.
Esto es, el liderazgo tiene en los oprimidos a los sujetos de la acción liberadora y en la realidad
a la mediación de la acción transformadora de ambos. En esta teoría de acción, dado que es
revolucionaria, no es posible hablar ni de actor, en singular, y menos aún de actores, en
general, sino de actores en intersubjetividad, en intercomunicación.
Con esta afirmación, lo que aparentemente podría significar división, dicotomía, fracción en
las fuerzas revolucionarias, significa precisamente lo contrario. Es al margen de esta comunión
que las fuerzas se dicotomizan.
Liderazgo por un lado, masas populares por otro, lo que equivale a repetir el esquema de la
relación opresora y su teoría de la acción. Es por eso por lo que en esta última no puede
existir, de modo alguno, la intercomunicación.
Negarla en el proceso revolucionario, evitando con ello el diálogo con el pueblo en nombre de
la necesidad de “organizarlo”, de fortalecer el poder revolucionario, de asegurar un frente
cohesionado es, en el fondo, temer a la libertad. Significa temer al propio pueblo o no confiar
en él. Al desconfiar del pueblo, al temerlo, ya no existe razón alguna para desarrollar una
acción liberadora. En este caso, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni
por el pueblo para el liderazgo.
En realidad, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni por el liderazgo para el
pueblo sino por ambos, en una solidaridad inquebrantable. Esta solidaridad sólo nace del
testimonio que el liderazgo dé al pueblo, en el encuentro humilde, amoroso y valeroso con él.
No todos tenemos el valor necesario para enfrentarnos a este encuentro, y nos endurecemos
en el desencuentro, a través del cual transformarnos a los otros en meros objetos. Al proceder
de esta forma nos tornamos necrófilos en vez de biófilos. Matamos la vida en lugar de
alimentarnos de ella. En lugar de buscarla, huimos de ella.
Matar la vida, frenarla, con la reducción de los hombres a meras cosas, alienarlos,
mistificarlos, violentarlos, es propio de los opresores.
Puede pensarse que al hacer la defensa del diálogo,88 como este encuentro de los hombres en
el mundo para transformarlo, estemos cayendo en una actitud ingenua, en un idealismo
subjetivista.
Sin embargo, nada hay más concreto y real que la relación de los hombres en el mundo y con
el mundo. Los hombres con los hombres, como también aquella de algunos hombres contra
los hombres, en tanto clase que oprime y clase oprimida.
Lo que pretende una auténtica revolución es transformar la realidad que propicia un estado
de cosas que se caracteriza por mantener a los hombres en una condición deshumanizante.
Se afirma, y creemos que es ésta una afirmación verdadera, que esta transformación no
puede ser hecha por los que viven de dicha realidad, sino por los oprimidos, y con un liderazgo
lúcido.
Que sea ésta, pues, una afirmación radicalmente consecuente, vale decir, que sea sacada a luz
por el liderazgo a través de la comunión con el pueblo.
Comunión a través de la cual crecerán juntos y en la cual el liderazgo, en lugar de
autodenominarse simplementen como tal, se instaura o se autentifica en su praxis con la del
pueblo, y nunca en el desencuentro, en el dirigismo.
Son muchos los que, aferrados a una visión mecanicista, no perciben esta obviedad: la de que
la situación concreta en que se encuentran los hombres condiciona su conciencia del mundo
condicionando a la vez sus actitudes y su enfrentamiento. Así, piensan que la transformación
de la realidad puede verificarse en términos mecanicistas.89 Esto es, sin la problematización de
esta falsa conciencia del mundo o sin la profundización de una conciencia, por esto mismo
menos falsa, de los oprimidos en la acción revolucionaria.
No hay realidad histórica —otra obviedad— que no sea humana. No existe historia sin
hombres así como no hay una historia para los hombres sino una historia de los hombres que,
hecha por ellos, los conforma, como señala Marx.
Y es precisamente cuando a las grandes mayorías se les prohíbe el derecho de participar como
sujetos de la historia que éstas se encuentran dominadas y alienadas. El intento de sobrepasar
el estado de objetos hacia el de sujetos —que conforma el objetivo de la verdadera
revolución— no puede prescindir ni de la acción de las masas que incide en la realidad que
debe transformarse ni de su reflexión.
Idealistas seríamos si, dicotomizando la acción de la reflexión, entendiéramos o afirmáramos
que la mera reflexión sobre la realidad opresora que llevase a los hombres al descubrimiento
de su estado de objetos significara ya ser sujetos. No cabe duda, sin embargo, de que este
reconocimiento, a nivel crítico y no sólo sensible, aunque no significa concretamente que sean
sujetos, significa, tal como señalan uno de nuestros alumnos, “ser sujetos en esperanza” 90 Y
esta esperanza los lleva a la búsqueda de su concreción.
Por otro lado, seríamos falsamente realistas al creer que el activismo, que no es verdadera
acción, es el camino de la revolución.
Por el contrario, seremos verdaderamente críticos si vivimos la plenitud de la praxis. Vale
decir si nuestra acción entraña una reflexión crítica que, organizando cada vez más el
pensamiento, nos lleve a superar un conocimiento estrictamente ingenuo de la realidad.
Es preciso que éste alcance un nivel superior, con el que los hombres lleguen a la razón de la
realidad. Esto exige, sin embargo, un pensamiento constante que no puede ser negado a las
masas populares si el objetivo que se pretende alcanzar es el de la liberación.
Si el liderazgo revolucionario les niega a las masas el pensamiento crítico, se restringe a sí
mismo en su pensamiento o por lo menos en el hecho de pensar correctamente. Así, el
liderazgo no puede pensar sin las masas, ni para ellas, sino con ellas.
Quien puede pensar sin las masas, sin que se pueda dar el lujo de no pensar en torno a ellas,
son las élites dominadoras, a fin de, pensando así, conocerlas mejor y, conociéndolas mejor,
dominarlas mejor. De ahí que, lo que podría parecer un diálogo de éstas con las masas, una
comunicación con ellas, sean meros “comunicados”, meros “depósitos” de contenidos
domesticadores.
Su teoría de la acción se contradiría si en lugar de prescripción implicara una comunicación, un
diálogo.
¿Y por qué razón no sucumben las élites dominantes al no pensar con las masas?
Exactamente, porque éstas son su contrario antagónico, su “razón” en la afirmación de Hegel
que ya citamos. Pensar con las masas equivaldría a la superación de su contradicción. Pensar
con ellas equivaldría al fin de su dominación.
Es por esto por lo que el único modo correcto de pensar, desde el punto de vista de la
dominación, es evitar que las masas piensen, vale decir: no pensar con ellas.
84 V. I. Lenin, ¿Qué hacer? en Obras escogidas, Ed. Progreso, t. I p. 137.
85 Otra de las razones por las cuales el liderazgo no puede repetir los procedimientos de la élite
opresora tiene relación con que los opresores, “al penetrar” en los oprimidos. se alojan en ellos.
Los revolucionarios en la praxis con los oprimidos no pueden intentar “alojarse” en ellos. Por el
contrario, al buscar conjuntamente el desalojo de aquellos deben hacerlo para convivir, para
estar con ellos y no para vivir en ellos.
86 Aunque es explicable que exista una dimensión revanchista en la lucha revolucionaria por
parte de los oprimidos que siempre estuvieron sometidos a un régimen de explotación, esto no
quiere decir que, necesariamente, la revolución deba agotarse en ella.
87 “Si algún beneficio se pudiera obtener de la duda —dice Fidel Castro al hablar al pueblo
cubano confirmando la muerte de Guevara—, nunca fueron armas de la revolución la mentira y
el miedo a la verdad, la complicidad con cualquier falsa ilusión o la complicidad con cualquier
mentira.” (Granma, 17 de octubre de 1967. El subrayado es nuestro.)
88 Subrayemos una vez más que este encuentro dialógico no puede verificarse entre antagónicos.
89…“las épocas en que el movimiento obrero tiene que defenderse contra el adversario potente,
a veces amenazador y, en todo caso, solamente instalado en el poder, producen naturalmente
una literatura socialista que pone el acento en el elemento 'material' de la realidad, en los
obstáculos que hay que superar, en la poca eficacia de la conciencia y de la acción humanas”.
Lucien Goldman, Las ciencias humanas y la filosofía, Nueva Visión. Buenos Aires, 1967, p. 73.
90 Fernando García, hondureño, alumno nuestro en un curso para latinoamericanos, Santiago de
Chile, 1967.

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