La Sublimación de La Belleza.

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32735/S0718-2201202100053944 89-100
LA SUBLIMACIÓN DE LA BELLEZA
The sublimation of beauty

SIXTO J. CASTRO
Universidad de Valladolid (España)
[email protected]
Resumen
En el presente texto trato de mostrar el cambio que ha supuesto para el concepto de belleza
poner en paralelo los conceptos de lo bello y lo sublime en el mundo moderno. Me centro de modo
especial en la pérdida del potencial revelatorio adjudicado a la belleza por el pensamiento platónico
y sus herederos y en la transferencia de esta capacidad al concepto de lo sublime de Kant en
adelante, si bien reducida esta capacidad al espacio inmanente. Ese cambio tendrá una influencia
radical en otra serie de conceptos básicos del arte, entre ellos, el de genio.
Palabras clave: bello, sublime, Platón, Kant.

Abstract
In this paper I try to show the change the concept of beauty has gone through when it has
run parallel to the concept of the sublime in the modern world. I focus particularly on the loss of the
revelatory potential attributed to the beauty by the Platonic thought and its heirs, and on the transfer
of this capacity to the concept of the sublime from Kant onwards, although this capacity will be
reduced to the immanent space. This change will have a radical influence on a series of basic
concepts of art, among them, that of genius.
Key words: beautiful, sublime, Plato, Kant.

INTRODUCCIÓN
De más está decir que en nuestra época la belleza ya no es el valor estético por
antonomasia, al menos en el arte. Hay muchos otros que dominan el discurso artístico, y la
belleza, a pesar de ostentar aún un brillo especial entre los valores, parece tener un cierto
carácter intempestivo, fuera del tiempo, fuera de nuestro tiempo artístico. Sin embargo, en
el espacio de lo cotidiano, la belleza se persigue, se valora, se vende, con ella se trafica y se
mercadea (Hamermesh, 2011). Se ha convertido en una mercancía carente de potencial
simbólico y revelador. Para que hayan podido producirse estos cambios, han tenido que
pasar muchas otras cosas en la historia del pensamiento, entre ellas su confrontación con
otro de los grandes términos de la tradición estética occidental: lo sublime.
Richard Rorty (2001) sostiene que la respuesta a la pregunta de ¿qué es filosofía?
es “una discusión informada y voluntaria sobre lo bello y lo sublime” (p. 51).
Independientemente del desarrollo de esta idea por parte del filósofo norteamericano, es
cierto que siguiendo el itinerario y la relación mutua de estos dos términos –si
consideramos su independencia mutua en un primer momento, la comprensión de cada
Recibido: 20 enero, 2019
Aceptado: 7 septiembre, 2020
Sixto J. Castro

uno de ellos en términos del otro más tarde y, finalmente, el triunfo total de lo sublime en
el discurso estético (y no solo en el estético)– salen a la luz ciertas relaciones de fuerza
fundamentales que han constituido la filosofía occidental en los últimos siglos. La
relación dialéctica de estos dos términos se da en el marco de otros cambios filosóficos
de no poca importancia, y, hasta cierto punto puede incluso hacerlos posibles.

AUGE Y CAÍDA DE LA BELLEZA: LO BELLO Y ALGO MÁS


“Lo bello es difícil”, afirmaba Platón en el Hipias mayor, justo lo contrario de lo
que sostiene Santayana (1969) en El sentido de la belleza, en cuya penúltima página
afirma que “la belleza es, de todas las cosas, la que menos necesita de explicación” (p.
240). Llegar a esta afirmación, sin embargo, le ha costado 200 páginas. Es lógico que
cualquier conclusión relativa a la belleza muestre este carácter dual, pues “belleza” es un
término ambiguo. Por un lado, designa un valor o propiedad estética positiva: lo bello es
lo que es, desde un sentido, estético excelente; por otro lado, la belleza es un tipo particular
de valor o propiedad estética (algo armónico, placentero) que se opone, por ejemplo, a lo
sublime o lo feo (Roche, 2013, p. 327). El primer sentido domina la reflexión tradicional,
en la que no hay nada que se enfrente a lo bello. Todo lo que es, es bello hasta cierto punto
según su propia naturaleza. La belleza es el ideal de lo que las cosas deberían ser, y la
aparente ausencia de belleza, incluso cuando la llamamos fealdad, es en realidad una falta
del único valor positivo que es la belleza, el que “por defecto” está presente en la realidad.
Si el mundo fuese perfecto, sería un mundo bello. Por el contrario, en el pensamiento
moderno, la belleza abandona su lugar privilegiado y compite con muchas otras
propiedades estéticas. Esta depreciación del concepto tiene mucho que ver con la pesada
carga metafísica asociada con el concepto. La crisis de la belleza en el discurso filosófico
y artístico va de la mano también de la crisis de la metafísica misma.
Entre los antiguos griegos, la idea de belleza era inseparable de la idea de bondad,
de la de verdad y de la idea de lo divino1. Se ve con claridad en el desarrollo del concepto
que lleva a cabo Platón (1987, 1989, 1988a, 1988b, 2002a, 2002b, 2011) en Banquete,
República, Hipias Mayor, y otros textos, en los que también indaga qué es lo que
constituye esta realidad misteriosa, en qué términos puede describirse. Su preferencia son
las matemáticas: la forma (Cratilo 493c, Eutidemo 301a, Leyes 655c, Fedón 65d, 75d,
100b, Fedro 254b, Parménides 130b, Filebo 15a, República 476b, 493e, 507b), la
proporción y la unidad (Filebo 64e, 66b, Político 284b, Timeo 87c-d), y todas aquellas
relaciones matemáticas que son parte del reino inteligible. Pero en Platón las matemáticas
no son todo lo que es la belleza. Son lo que, en términos contemporáneos, llamaríamos
su base subveniente, es decir, aquello que la funda “materialmente” (si así pueden

1 Para algunas de las referencias históricas que siguen me baso en Ross (1998) y en Reschke (2003).

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entenderse las matemáticas), pero a lo que no puede reducirse. En apariencia la belleza


no se da sin una base matemática, pero no se identifica con ese fundamento matemático.
En Platón, la belleza es un concepto denso que incorpora elementos descriptivos (de
raigambre matemática) y elementos evaluativos. Por eso, no parece que ninguna
descripción sea del todo adecuada sin atender a ese elemento valorativo irreductible a la
descripción.
Para Platón, la belleza es una forma, una idea de la que participan las realidades
que llamamos bellas, es decir, todas las realidades. Para él, la belleza es una manifestación
o, mejor, una presencia del mundo inteligible en el mundo sensible, de la que no es posible
dudar. La duda al respecto no aparecerá en la historia del pensamiento hasta la
modernidad, donde la belleza empezará a ser vista como engañosa. Pero para Platón no
cabe la posibilidad de engañarnos. La belleza tiene un carácter revelatorio de lo inteligible
en lo sensible: mediante las bellezas sensibles podemos llegar a la belleza inteligible, que
es su origen, siguiendo la vía erótica, que realiza el anhelo del amante. Belleza y erotismo
forman la unidad platónica peculiar que da a la “experiencia estética” platónica ese
carácter exaltado, que contrasta con la concepción moderna de la misma. Plotino (1988,
2001), Agustín, y el Pseudo-Dionisio continúan esta idea platónica de que en la belleza
aparece siempre algo más que el objeto o la realidad que consideramos bella: se hace
patente la Belleza, el origen, y este elemento anamnético –como Platón, Plotino infiere
que cuando el alma es atraída por la belleza de los cuerpos percibe el recuerdo de algo
semejante a sí misma, más elevado, en esos cuerpos– conlleva en sí el placer de la
contemplación de la idea de belleza. La tradición medieval desarrolla esencialmente esta
idea bajo un tinte metafísico o teológico, con la diferencia de que, si en el mundo platónico
toda belleza procede de la idea de belleza, en el mundo cristiano esa Belleza es ahora Dios
mismo, pulchritudo tam antiqua et tam nova. Si para los platónicos toda belleza revela
en sí la Belleza (idea), una vez que el platonismo se cristianiza, toda belleza será
resplandor de la Belleza que ahora es Dios mismo. Esta idea queda bien expresada en De
divinis nominibus, de Pseudo-Dionisio, para quien el predicado “bello” es uno de los
nombres de Dios, que es quien confiere la belleza que es él mismo a las cosas, según la
naturaleza de cada una (pp. 301-302). La belleza de las cosas es vestigio de la Belleza que
es Dios, origen. Por eso la belleza tiene un potencial simbólico único y por esta razón las
conformaciones artísticas van a ser un recurso religioso privilegiado, como se mostrará
en las diversas querellas iconoclastas que ha habido a lo largo de la historia, de modo
singular en las del siglo VIII.
La concepción de la belleza ligada a la armonía y considerada una propiedad de lo
real –lo más real de lo real–, dotada de ese carácter revelador del orden subyacente a lo
visible se quiebra con la modernidad. Una vez que se comience a sospechar de la idea
misma de “orden” como un elemento constitutivo real del universo, el concepto tradicional
de belleza va a entrar en crisis. Quizá el orden, como pensaba Hume (2004) en sus Diálogos

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sobre la religión natural, sea solo temporal, aparente, impuesto o se haya dado solo en una
parte del universo, mientras que el resto es desordenado. Una vez que no podamos hablar
de orden, proporción, y la noción de completitud o integridad deje de ser aplicable, el
concepto de belleza acabará por volverse inútil o inutilizable y habrá que buscar otros que
nos permitan relacionarnos estéticamente con la realidad a un nivel también profundo, lo
que traerá como consecuencia la resemantización del término “belleza”.
Este cambio no es solo una sustitución de algunos conceptos por otros. Lleva
aparejada una nueva cosmovisión. Una vez que la reflexión estética cae bajo el paradigma
del juicio del gusto, pasamos de considerar la belleza como la aparición que testimonia un
origen a verla como una apariencia carente de arraigo en lo real. Mientras que la belleza, en
la consideración tradicional, nos habla de lo real –nos dice algo de lo real– y de nosotros
como parte de esto real, el juicio del gusto moderno solo nos puede decir algo acerca del
individuo que juzga, en cierto modo alienado de lo real, y, en última instancia, respecto de
nosotros mismos. Esto sucede en un mundo que, desde Descartes en adelante, se ha vuelto
cuestionable como fuente epistémica de certeza y confuso en todo lo relacionado con la
belleza. En el caso de Hume, la realidad fundamental ya no es la belleza, sino el gusto que,
como se constata, difiere de persona a persona. Ahora el discurso de la belleza ya no se
centra en el objeto, sino en el sentimiento del sujeto. La belleza ya no es una cualidad de las
cosas mismas, sino que existe solo en la mente que la contempla. El observador se convierte
en fundamental e incluso empieza a ocupar el espacio central en los cuadros que antes
retrataban lo real. Este ataque a la realidad de la belleza provoca las protestas de muchos
autores, de modo señalado las de Berkeley (1990):
“¡Qué placer tan sincero el contemplar las bellezas naturales de la tierra!... ¿Qué
tratamiento merecen, entonces, esos filósofos que privan de toda realidad a esas
nobles y deliciosas escenas? ¿Cómo pueden sostenerse en consideración esos
principios que nos llevan a pensar que toda la belleza visible de la creación es un
falso brillo imaginario?” (Berkeley, 1990, pp. 135-137).
Lo nuevo no es que la belleza se considere subjetiva –idea que se puede rastrear
en Grecia, aunque no fuese la dominante: ya desde Vitrubio se distingue entre simetría y
euritmia, entendiendo esta última como la adecuación de las proporciones objetivas a las
exigencias subjetivas de la visión–, sino que se establezca una división entre el
conocimiento del mundo natural, que se considera objetivo, y la belleza y la bondad, que
se reducen al espacio de lo subjetivo. Para tratar de encontrar una cierta norma frente a
esta disolución de la belleza en la subjetividad, Hume somete el gusto a la consideración
de los jueces verdaderos, personas libres de los muchos defectos que impiden a los demás
emitir un juicio de gusto auténtico: “Los hombres que posean buen gusto unido a
delicadeza de sentimiento, perfeccionado por la práctica y la comparación y libres de todo

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prejuicio. El veredicto unánime de esos jueces, donde quiera que estén, es la verdadera
norma del gusto y belleza” (Hume, 2008, p. 261).
La resolución del juicio de gusto se deja en manos de esta comunidad de jueces
ideales, libres de todo defecto, que se convierten en la norma del gusto y de la belleza: la
norma “natural” del gusto resulta ser del todo artificial, una suerte de institución de jueces
ideales que carecen de los defectos que nos caracterizan a la mayoría de nosotros cuando
juzgamos y que, de hecho, carece de contenido fáctico más allá de la consagración de los
modelos que constituyen el “mundo del arte” occidental frente al cual los jueces prueban
sus capacidades (Castro, 2012).
La belleza, pues, ya no se considera parte del mundo objetivo; está en el ojo del
espectador y, como afirma Hume, cada espectador puede ver una belleza diferente, por
eso hay que acudir a esa estructura de los jueces verdaderos o ideales para instaurar un
criterio de certeza estética en un mundo que, desde ahora, rehúye toda posibilidad de que
la belleza se considere real en sí misma. Para Hume (2008) no hay nada que podamos
obtener de un análisis científico y llamarlo belleza. La percepción por sí sola no puede
dar una explicación de la belleza en términos de propiedades primarias. En definitiva, la
belleza parece no estar en los objetos. De ser lo más real de lo real, la belleza pasa a ser lo
más opinable y sin sustancia alguna sobre la que debatir. A diferencia de lo que sucede
en el ámbito ontológico en la modernidad, según el análisis heideggeriano (2010, p. 72),
donde lo real se sustituye por lo objetivo, aquí es lo subjetivo lo que ocupa el lugar de lo
real estético; pero en paralelo con lo que sucede en el ámbito epistémico, donde la verdad
se sustituye por la certeza, aquí es la belleza real la que se sustituye por la certeza estética
de los jueces ideales, que acaban cayendo en un razonamiento circular. En todo caso, la
reducción de la belleza a un sentimiento (o de todo lo que se puede decir de la belleza a
un estado de ánimo placentero) supone la ruptura de su carácter universal. El sujeto
estético delineado por la filosofía moderna no puede universalizar. Solo puede hablar de
sí mismo y, en último término, remitirse a esa comunidad de jueces ideales para justificar
su juicio de manera intersubjetiva, pero en ningún caso fundado en realidad alguna que
vaya más allá de esa comunidad circular. Lo que hasta entonces había sido una relación
inmediata con lo bello, se convierte ahora en un juicio de gusto que la mayoría de las
veces es erróneo y que cede su justificación al cuerpo extraño de los jueces.
Kant tratará todavía de salvaguardar el carácter universal de la belleza mediante
su artificio de la “universalidad subjetiva”, al considerar que el juicio de gusto se origina
en el sentimiento de placer generado por el libre juego de la imaginación y el
entendimiento, facultades que habitualmente operan para dar lugar al conocimiento, pero
que, en el caso del juicio estético, no logran un conocimiento conceptual, sino que se
mantienen en ese juego libre que combina la libertad de la imaginación y la legalidad del
entendimiento. En la medida en que postulamos que ese mismo proceso acontece en
todos los sujetos de la misma manera, podemos hablar de la universalidad de la belleza,

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pero subjetiva, porque no se apoya en un concepto, sino en un sentimiento. Esta aparente


cuadratura del círculo pretende salvar para la belleza ese carácter de universalidad que a
priori consideramos que tiene, pero, al no poder fundarlo en el objeto (recordemos a
Hume), hemos de fundarlo en el sujeto y en sus operaciones. Toda la carga metafísica
que la belleza había arrastrado desaparece en Kant. Su espacio es el de las apariencias.
En la Crítica del Juicio, Kant (1977) define la belleza a partir del gusto en cuatro
momentos negativos: 1) el gusto es satisfacción desinteresada; lo bello es el objeto de tal
satisfacción; 2) lo bello place universalmente sin requerir un concepto; 3) lo bello se juzga
a partir la forma de la finalidad de un objeto sin la representación de un fin; 4) lo bello es
el objeto de una satisfacción necesaria independiente de un concepto. En otras palabras,
la belleza no cae bajo concepto alguno, científico o ético; place desinteresadamente, sin
finalidad y place (o mejor dicho, debería placer) en forma universal. Esta es la raíz de la
postulada universalidad subjetiva del juicio de gusto. Usando un ejemplo
wittgensteiniano, Scruton trata de explicar la posición de Kant. Cuando un carpintero
elige, de entre los posibles marcos de una puerta, todos los que cumplen su función, elige
tal o cual porque le parece el adecuado en virtud de su apariencia, liberándose así del
razonamiento instrumental, eligiendo un objeto que ya no es medio para un fin, sino fin
en sí mismo. Una vez cubiertas las cuestiones de función y utilidad, lo que queda es la
apariencia. Y este interés en la apariencia corresponde a dos de las condiciones que Kant
señala para lo estético: está ligado a la experiencia sensible y es desinteresado, pues surge
solo cuando nuestros intereses prácticos ya se han cumplido o se han dejado de lado.
Querer algo por su belleza implica abstraer de su función, y hasta de su misma existencia.
Por eso podemos decir, con Scruton (2009), que “llamamos a algo bello cuando
obtenemos placer de contemplarlo como un objeto individual, por sí mismo, y en su
forma presentada” (p. 26). Esto lo desarraiga por completo de cualquier espacio que no
sea el meramente fruitivo, que es la acusación fundamental que Gadamer lanza a la
teorización kantiana. Para Gadamer (1996), en la Crítica del Juicio, Kant renuncia a que
haya algún conocimiento del objeto cuando se dice de él que es bello y concluye que ese
juicio solo atañe a la relación del objeto con nuestras facultades cognoscitivas en general
(p. 63). Además, en Kant la belleza queda reducida al estatus de símbolo de la moralidad.
La relación simbólica ya no es real, sino solo pragmática: representamos la bondad
mediante la belleza, pero la bondad ya no se presenta en la belleza, como sucedía en el
mundo platónico. Por último, en Kant comienza también el proceso de disolución de la
belleza a favor de lo sublime. La belleza adquiere ahora los rasgos de orden, perfección
y forma, frente a lo sublime, que asumirá los caracteres de lo que sobrepasa el orden, el
fin y la forma2.

2 Lo narrado hasta ahora puede tomarse como índice de un cambio. La belleza, para Tomás de Aquino, place a

quien la ve (Summa Theologiae, q.5, a.4 ad 1), en último término a todos los que la ven, como el bien, ya que
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Tras Kant, la reflexión acerca de la belleza sigue presente, por ejemplo, en la obra
de Hegel, que la vincula necesaria y en exclusiva al arte, pero esta es algo del pasado, de
modo que la belleza va a ser desalojada también como categoría estética. El arte se hará
sin la referencia a la belleza y el aspecto puramente filosófico del arte toma su lugar,
convirtiendo al arte en algo más semántico que estético.
En el panorama filosófico esbozado quedamos, en cierto modo, huérfanos de
belleza. El mismo proceso de despliegue del espíritu humano parece volverla innecesaria.
Si sirvió para que el espíritu se autocomunicase, ahora ya parece que no es útil para este
fin. Dentro del mundo del arte, el término “belleza” va a ser cada vez menos utilizado.
Otras categorías estéticas ocasionales ocupan su lugar: lo siniestro (das Umheimliche), lo
abyecto, lo camp, lo kitsch, lo trash, etc. Todas ellas, sin embargo, beben, al menos en
parte, de un concepto que sí tiene una importancia histórica grande: lo sublime, y la
superación de lo bello por este tiene consecuencias no solo para la estética, sino para
nuestra misma concepción de lo real.

LO SUBLIME TOMA EL CONTROL


Hoy usamos el término sublime cuando hablamos de agujeros negros, de un
paisaje alpino, de una pintura de Mark Rothko, de una pieza de piano de Stockhausen, de
una obra arquitectónica de Frank Gehry, de una performance de Marina Abramovic, o
de cualquier obra que nos desafíe emocional e intelectualmente. También lo aplicamos al
ámbito cotidiano sin demasiadas precisiones. Sublime, según el diccionario de la RAE,
significa “1. adj. Excelso, eminente, de elevación extraordinaria. U. m. en sent. fig. apl. a
cosas morales o intelectuales. 2. adj. Dicho de una persona: Que cultiva algún arte o
técnica con grandeza admirable (…). 3. adj. Ret. Dicho del estilo: Dotado de extremada
nobleza, elegancia y gravedad”. Este último es el sentido que tiene originalmente en la
obra del Pseudo-Longino (Sobre lo sublime), autor del siglo I d. C., quien lo utiliza para
referirse a un tipo de discurso que trata no de proporcionar placer o de ser útil, sino de
lograr una intensa conmoción de la mente, un éxtasis que sorprende al alma y la mueve
con la fuerza de la pasión, en contraposición a lo bello, que deleita y resulta de la armonía
del discurso. El discurso sublime cae sobre nosotros, nos provoca una suerte de éxtasis y
revela al alma su propia infinitud. Platón había observado este efecto en la poesía para
desacreditarlo, pero el autor de Sobre lo sublime construye toda una poética respecto de
la valoración de este pathos. Ahora se supone que la pasión es la fuente de la obra.
Boileau traduce este tratado en el siglo XVII, y ejerce una gran influencia en el
siglo XVIII, donde las ideas sublimes se tratan de manera profusa en la obra de John

la belleza solo se distingue del bien sub specie rationis y el bien es lo que place a todo el mundo (est enim bonum
quod omnia appetunt). Según Hume, la belleza solo place a los jueces verdaderos, los dotados de la capacidad
de emitir un juicio de gusto puro. Finalmente, para Kant, la belleza solo le place a uno mismo (aunque debiera
placer a todos).
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Dennis, Addison, Shaftesbury, Burke, Priestley, etc. En el siglo XVIII lo sublime se


refiere a una clase muy limitada de objetos o nociones, en la que se puede incluir cualquier
objeto que se considere que excite una de estas pasiones, sentimientos o emociones:
elevación, transporte, entusiasmo, exaltación, estupefacción, éxtasis, terror entusiasta,
horror delicioso, asombro agradable, admiración apasionada, temor indescriptible,
complacencia inefable, entusiasmo sagrado, locura extática, rapto divino (Kirwan, 2005,
p. 3). Así, la idea de sublimidad, que hoy consideramos típicamente estética, pertenecía
en el siglo XVIII al campo de la filosofía moral, donde se estudiaban sobre todo las
pasiones y los sentimientos. No se trataba tanto de la experiencia estética como de la
experiencia en general. Por ejemplo, Kant (2008), en la sección III de sus Observaciones
acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, una obra que recuerda mucho a De lo
sublime y lo bello de Burke, compara a los hombres (sublimes) con las mujeres (bellas),
y se refiere a los diversos temperamentos (estados de ánimo) como más o menos
adecuados para comprender lo bello o lo sublime. Es el melancólico quien tiene una
sensibilidad especial para lo sublime.
El Pseudo-Longino no opuso hýpsos a kalós; los primeros en hacerlo fueron
Addison y Burke, a mediados del siglo XVIII y con ello se dio un cambio en la misma
concepción de lo bello, que ahora va a mutar su significado –al menos el que tiene en la
filosofía griega y medieval– al ser contrapuesto a lo sublime. Al principio, lo sublime se
entendía como un aspecto de lo bello, pero esta identificación no duró mucho. En De lo
sublime y de lo bello, Burke (2005) señala que lo bello se origina en la armonía y el orden.
Lo sublime, por el contrario, en la grandeza y el poder. Aquel en el amor, este en el miedo.
Pero ambos nos elevan por encima de los pensamientos utilitarios que dominan nuestra
vida cotidiana. A diferencia de lo bello, lo que caracteriza a lo sublime es un momento de
disgusto seguido de un placer, y esto es lo que lo distingue del puro horror. Esto se debe
bien a la sensación de seguridad frente a lo que nos amenaza, bien al hecho de que lo
sublime refleja la grandeza interna del alma (esta última justificación está en especial
presente en Longino).
El contraste entre lo bello y lo sublime adquiere su forma definitiva cuando Kant
(1977), en la Crítica del Juicio, lo vincula a la diferencia entre lo finito y lo infinito, lo
condicionado y lo incondicionado, entre entendimiento y razón. En el mundo kantiano,
cuando juzgamos algo como bello experimentamos la adaptación de la mente y la
realidad, mientras que cuando lo juzgamos sublime tenemos la experiencia de los límites
de nuestras capacidades cognitivas y nos damos cuenta de que no nos es posible conocer
el mundo como una totalidad infinita. Mientras que la experiencia de la belleza apuntala
al sujeto en lo real, lo hace consciente de que el mundo al que tiene acceso cognitivo no
le es ajeno (ya que, como señalamos, en el juicio de lo bello intervienen imaginación y
entendimiento, las mismas facultades que se ponen en movimiento para elaborar el
conocimiento conceptual), la experiencia de lo sublime lo supera y lo sobrepasa, lo
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descentra, le hace tomar conciencia de su finitud, de su insignificancia en el universo, y


marca un límite a su capacidad de conocer. Juzgar que la naturaleza es bella, en la filosofía
kantiana, es sentir una satisfacción que Susan Neiman (2015) interpreta en estos términos
cuasiteológicos: “Si yo hubiera creado el mundo, lo habría hecho precisamente así”;
implica tener una idea de perfección. Juzgar que la naturaleza es sublime es ser consciente
de que hay algo que sobrepasa nuestras capacidades: “por muy grandes que imagine mis
poderes creadores, nunca serán suficientes para hacer eso” (p. 83). Cuando lo sublime se
hace cargo, desaparece la idea misma de perfección, de orden, de cosmos. Toda
revelación posible ha de ser ahora mediada por las ideas de la razón –lo pensable, no lo
cognoscible–, que vienen en ayuda del sujeto y lo hacen consciente de su naturaleza
suprasensible –moral–. El cambio es fundamental: lo suprasensible, lo nouménico, ya no
será revelado por lo bello, sino por lo sublime, lo que trae consigo una depreciación de la
belleza en su función revelatoria. La misma consideración de la naturaleza como sublime
también implica un cambio en la forma de concebirla. Ya no se puede pensar en un
sentido empírico (como en la Crítica de la razón pura), sino sobre todo como un exceso
que no es reducible a lo empírico (como en la Crítica del Juicio): las magníficas
montañas, las poderosas cascadas, los grandes desiertos, el cielo estrellado sobre nosotros
señalan ese exceso que, al principio, nos hace sentir insignificantes, pero pronto, gracias
a la ayuda de las ideas de la razón, causa una elevación que revela algo que está más allá
de la representación, algo que pertenece al reino de lo suprasensible: el destino infinito
del ser humano como ser moral, la revelación del hecho de que el ser humano es más que
su naturaleza sensible.
Lo sublime, pues, toma el lugar de la naturaleza bella en la revelación de lo
suprasensible, pero esta revelación solo puede tener lugar en un espacio inmanente. La
posibilidad de ascender a lo trascendente propia de la belleza le está vedada a la
experiencia de lo sublime. La conversión de lo sublime en categoría estética principal
supone la inversión del ascenso platónico: ya no partimos de las realidades sensibles para
llegar al mundo inteligible que es su fundamento, sino que penetramos de manera directa
en la profundidad del sujeto, donde horadamos cada vez más sin la esperanza de hallar
fundamento alguno. Ya no buscamos el “brillo” de la belleza, sino la oscuridad de lo
sublime, de la que dependen buena parte de los conceptos clave del pensamiento
moderno y contemporáneo: la voluntad schopenhaueriana, lo dionisíaco nietzscheano, lo
inconsciente freudiano… hasta llegar, probablemente, al gen egoísta de Dawkins, una
realidad que se postula como fundante, siempre esquiva, inaccesible y, sobre todo, oscura
desde todos los puntos de vista.
Lo sublime adquiere de este modo el carácter de la presentación de lo no presentable.
Se configura, según Milbank (2004), como “esa cualidad dentro de la representación que
excede la posibilidad de representación” (p. 212) y así adquiere, en palabras de Lyotard
(1987), el carácter de la presentación de lo inefable, de “lo impresentable en la presentación

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misma, aquello que niega ello mismo el consuelo de las buenas formas” (p. 25), una realidad
que alude a algo pensable que no puede ser representado.
Ya no estamos, pues, en el mundo estético platónico, ni en el neoplatónico o en sus
herederos cristianos. Podemos comprobar cómo el concepto de belleza ha cambiado y ha
perdido su sustancia cuando comparamos las exaltadas afirmaciones platónicas en
Banquete respecto del potencial revelador, encantador, afirmador de nuestra experiencia de
lo real que tiene la belleza, con las comedidas y sospechosas reflexiones de Hume, para el
que la belleza queda reservada a un pequeño número de escogidos que tienen que realizar
complejas operaciones de análisis para certificar que, en efecto, lo que han contemplado
puede ser considerado bello, a pesar de que sea solo una experiencia puramente subjetiva3.
Si lo bello tradicional se refiere a un origen trascendente que muestra en su mismo aparecer,
lo bello y lo sublime modernos permiten evitar cualquier tránsito hacia ese origen, ya que
no hay otro origen más allá del sujeto. De modo especial, en el concepto de lo sublime hay
un triunfo absoluto de la subjetividad inmanente en el pensamiento filosófico. El origen,
todo origen, está en la acción o experiencia humana, no fuera. La canonización de lo
sublime implica por fuerza un eclipse de la belleza “real” o “sólida”. Ya no hay nada que
pueda oponerse a la subjetividad libre y creadora, de modo semejante a como sucedía en la
controversia religiosa nominalista y reformada, en la que no se aceptaba que existiesen
esencias preexistentes que pudieran limitar la libertad omnímoda y la omnipotencia
absoluta de Dios. El exceso romántico y postromántico de la subjetividad, que en parte es
una secularización de la polémica teológica nominalista (Blumenberg, 2008), provoca que
la interioridad infinita ya no se sienta en casa en el espacio de la belleza, que ahora, al haber
sido contrapuesta a lo sublime, solo apunta a la forma definida, limitada y placentera,
rompiendo con la tradición platónica de la belleza maníaca y la medieval de la belleza
epifánica. Nada determinado puede oponerse a esta pretensión de infinito. Pero, en tanto
que lo sublime implica una conciencia de un límite, nos hace al mismo tiempo, conscientes
de lo que hay más allá de él. Esta será una idea clave para los románticos: la experiencia de
lo sublime nos permite vernos en relación con una realidad absoluta.
Esto tiene como consecuencia que el artista, creador de belleza en la materia,
según la concepción neoplatónica, pasa a ser sustituido por el genio. En el mundo
premoderno, el artista crea belleza al introducir la forma de belleza en la materia –una
forma que no está en él, sino de la que él participa, pero le preexiste–, de ahí que el arte
adquiera un potencial simbólico: permite al contemplador remontarse a la Belleza

3 “Hagamos una experiencia e intentemos probar la intensidad de la belleza o la deformidad de algo: debemos
escoger con cuidado el tiempo y lugar propicios, y dirigir la imaginación hacia la situación y en la disposición
adecuadas. Debemos lograr una perfecta serenidad de la mente, poner en orden los pensamientos, prestar una
debida atención al objeto; y si en cualquier de esas circunstancias falta, nuestro experimento será fallido y no
podremos juzgar la belleza sincera y universal” (Hume, 2008, p. 252).
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La sublimación de la belleza

(platónica o divina) que es el origen de esa belleza. En el mundo moderno, el genio mismo
deviene origen y no remite a nada más allá de su propia subjetividad. Por eso no se somete
a regla alguna, y se vuelve él mismo origen. Cada una de sus obras es un ejemplar que no
puede juzgarse frente a modelo alguno. Eso que en el mundo platónico había suscitado la
condena (Ion, República) se vuelve el ideal del artista. El genio devendrá en nuevo
sacerdote y lo sublime será el nuevo espacio espiritual en un mundo, el dieciochesco, en
el que las seguridades proporcionadas por la religión han empezado a debilitarse.

CONCLUSIÓN
Lo aquí expuesto ha tratado de mostrar que el cambio de conceptos estéticos no
es una cuestión menor o marginal, sino que lleva consigo un cambio de cosmovisión que
afecta a múltiples consideraciones filosóficas. La belleza ha desaparecido del espacio
filosófico fundamentalmente porque el espacio de apertura a lo pensable pero no
conceptualizable ha sido ocupado por lo sublime. Pero la belleza ha migrado de la
filosofía y el arte a otros espacios. Ha perdido su B mayúscula, su capacidad revelatoria,
porque el mundo en el que se muestra no admite revelaciones, pero, manteniendo algunos
elementos de la concepción tradicional, ha colonizado el mundo en el que vivimos, al
servicio, en ocasiones, de causas nada bellas.

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