El Pishtaco

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EL PISHTACO

«Están en la puna, en un camino. En la noche saltan hacia un hombre. Lo


tumban al suelo. Sacan su cuchillo o su machete de acero, le tiran de los pelos
como a un cerdo, y ¡zas! le abren el cuello. Su cuerpo lo ponen patas arriba,
amarrado con una soga. Gota a gota la grasa va cayendo a unos recipientes.(...)
Es que la grasa vale. La grasa de los cholos vale. La mandan al Callao, la llevan
al extranjero. Pagan caro por la grasa peruana».
Relatado por Aurelia Lizame, de Andahuaylas, Apurímac. Recopilado por
Alejandro Ortiz Rescaniere

en De.Adaneva a Inkarri (1973)

Si estás atravesando un camino solitario donde las piedras ruedan


amenazantes y el viento silba el anuncio del peligro, debes afinar la
guardia, medir bien tus pasos y aguzar tus sentidos... Porque detrás de
un arbusto cómplice, a la vuelta de un camino desolado o al final de un
puente inquieto, de un momento a otro, unas toscas y fuertes manos
te cogerán con fuerza y un cuchillo filudo y reluciente buscará tu cuello.
Es el temible pishtaco, hombre de ojos secos y corazón estrecho; alto,
membrudo, vestido de oscuridad y con el rostro encubierto; pero por
sobre todo cruel e implacable.

Las voces populares saben mucho de este asesino que existe desde
tiempos remotos y que ha sobrevivido a lo largo de los siglos, derramando
sangre de indefensos para llevar a cabo sus fines macabros: negociar y
hacerse rico con el cuerpo humano, ser el sicario de quienes se
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benefician con los preciados órganos y la energía palpitante que todo


hombre guarda en su interior.

Se han contado innumerables y variados relatos, testimonios y


leyendas sobre este personaje tenebroso del Perú. Aquí algunas historias...

E L D ES T RI P A D O R

Lo primero que los dos guardias vieron al entrar en la vieja choza


fueron las uñas gruesas y renegridas de dos pies amoratados. El resto del
cuerpo yacía cubierto con una raída manta de colores, las dos ojotas de
jebe estaban desperdigadas y más allá se veían los restos de una silla partida.
Los hombres, armados con revólveres, siguieron entrando despacio, tanteando
el suelo aún pegajoso. Había un fuerte olor a carnicería, a camal.

La noche ya cerraba el cielo, de modo que los guardias tuvieron que


encender una linterna para alumbrar al fondo y distinguir qué era ese
bulto en un rincón. Con espanto notaron que se trataba de la cabeza
desprendida del cuerpo; aún llevaba puesto un gorro de lana y estaba tirada
como si la hubiesen pateado con furia, por inservible. Horrorizados, los dos
policías se acercaron al cuerpo tendido, retiraron la manta y comenzaron
a levantar lentamente el poncho endurecido por la sangre seca. Al hacerlo,
sintieron un fuerte impacto de pavor y asco por lo que se mostraba ante
sus ojos: el joven estaba despanzurrado, su vientre abierto y vacío, como
si una fiera hubiera devorado los interiores.
En Lircay, al día siguiente, toda la gente ya estaba enterada del terrible
asesinato y de eso nomás se conversaba. Incluso subió una camioneta de la
policía de Huancavelica para investigar el caso. En la plaza, la gente hablaba:

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—Pishtaco es —dijo una anciana de largas trenzas que estaba hilando


lana.
—Sí, el nakaq es —añadió otra señora que estaba a su lado, tejiendo—.
Tiempo no veíamos por aquí las maldades de esos barbudos. Buen muchacho
han agarrado. joven, fuerte... Se han llevado su energía, su interior.
Un policía se acercó: «A ver, señoras, cuenten todo lo que saben sobre
ese nacag».
- Aquí más se le conoce como nakaq, o sea, degollados. Pishtaco
también le decimos porque «pishtay» quiere decir cortar, descuartizar, pues
dicen que esos malditos no solo matan a la gente, sino también les gusta
despedazar, hacer tiras con la carne humana; algunos, peor todavía, la
comen como chicharrón. Pero lo que más buscan es la grasa del hombre
para venderla en las ciudades del exterior.
- ¿Y para qué la venden?
La grasa, pues, vale. La convierten en polvo, luego en pastillas, en
remedios. Así se curan ellos, los extranjeros.

Aja, así es - continúo la señora -

Pero también dicen que la grasa la llevan a las grandes ciudades para
hacer funcionar sus máquinas; con la grasa del hombre la maquinaria
funciona mejor, trabaja mejor y dura más. Esto no es de ahora nomás, esto
ya es de tiempos lejanos, desde que los españoles han llegado. Por eso,
antes la grasa de los cholos la usaban para fabricar las campanas de las iglesias,
y los curas contrataban a los pishtacos para que maten y les lleven tinajones
de grasa de hombre...

- Sí, las campanas de la iglesia suenan mejor, tienen un lamento más


triste con la grasa de los hombres. Así dice que decían antes —añadió la

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señora de trenzas.
Los policías encargados del caso continuaron recogiendo datos,
historias, relatos. Días después, encontraron un cuchillo con sangre tirado en
un camino perdido, y muy cerca de ahí una capa negra. Nada más. Después
la policía se fue y todo quedó en eso. Pero los lircaínos, luego de esa noche
sangrienta en la que mataron a uno de sus jóvenes, estaban avisados y ese
era el tema de conversación y pánico en todas las casas: pishtaco ha
venido, hay que andarnos con cuidado, en grupo, hay que mirar bien las
curvas de los caminos, hay que cerrar las puertas, hay que estar con
nuestros machetes y picos a la mano para darle duro al nakaq.

Pero nunca volvió a aparecer un pishtaco ahí en Lircay.

ASE SI NO S A S UE LD O
Se sabe que los sanguinarios pishtacos tienen también otros fines y
más modalidades de crueldad. Para servir y dejarse mandar p or hombres
ric os y p oderosos, a c ambio de oro y dinero, también se prestan los
desalmados.
Poco tiempo después de la llegada de los españoles, los curas y
colonizadores de entonces impusieron cambios violentos en la vida de los
hombres vencidos y de los indios naturales que poblaron estas tierras desde
tiempos remotos. Los invasores destruyeron a sus dioses, hicieron que
doblaran sus rodillas ante nuevas y extrañas imágenes, y castigaron con
crueldad a quienes se negaban a aceptar la nueva religión. Hubo buenos
cristianos que buscaban el bienestar y la paz entre los hombres, pero también
existieron clérigos que mancharon sus manos con la sangre de los caídos.
Los hombres más viejos cuentan que estos malos religiosos hicieron
contratos con sicarios para que maten sin piedad a los indios rebeldes. Y
todavía algo peor: buscaron la manera de valerse de sus cuerpos. Un anciano
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de Vinchos, Huamanga, relata:


«En tiempos antiguos, los pishtacos eran personas designadas. Los mismos
curas les entregaban el hábito bendecido, un machete curvo y un cuchillo.
Cuando el asesino salía de la ciudad, sonaban las campanas. Y ya en la puna,
en sitios solitarios, esperaban callados nomás a las personas y las agarraban
con toda su fuerza, porque eran altos, brazudos, fuertes. También dicen
que los mismos indios se volvieron pishtacos, porque les pagabán y preferían
el color del oro que a su gente. Negros pishtacos también ha habido,
pero ellos más lo hacían por obligación, porque eran esclavos.
Entonces, después de matar a sus víctimas, las llevaban a unas
cuevas oscuras en donde las colgaban de los pies con sogas gruesas.
Prendían velas o fuego en la parte baja del muerto, para que chorree poco
a poco la grasa en unas tinajas.

Y no eran sonsos ni improvisados; todas se las sabían. Los muy


desgraciados escogían y daban muerte principalmente a las personas que
eran más gorditas y que además tenían bonita voz, porque decían que la
sangre y la grasa de estas servían mejor en la fundición de las campanas;
y dicen que cuanto mejor voz tenía la persona, más sonora salía la campana,
más dulce y triste era el tan-lan, tan-lan.

Al final de su faena, los pishtacos entregaban la grasa a esas personas


poderosas que la habían solicitado. Eran los hacendados ricos o los
sacerdotes sin corazón los que pagaban bien por ella, ya que tenían mucha
plata, y ellos mismos se encargaban de mandarla al extranjero. Así nos han
contado los abuelos».

CANÍBALES Y CRIMINALES

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Cuentan que hace mucho tiempo, en la provincia de Canta, existía


una muy estrecha unión y fraternidad entre los ciudadanos que
formaban la comunidad de San Buenaventura, y eran como una sola
familia para todos sus trabajos.
Cierta vez, uno de ellos quiso hacer su casa y, como era costumbre,
todos, hombres y mujeres, fueron a hacer la minka. Pero hacía falta la paja
para el techo, así que decidieron ir por ella a la agreste puna, donde el
viento azota y hace silbar el ichu dorado. A medio camino, se sentaron a
descansar y se dispusieron a comer su fiambre; habían llevado cancha,
queso, charqui, papas asadas y habas tostadas.
C u a nd o es ta b a n c o mi e nd o tr a nq u i la mente, fueron sorprendidos
por unos desconocidos que les ofrecieron su amistad y les quisieron
invitar unos chicharrones que llevaban en una alforja con hebilla gruesa.
Pero estos chicharrones estaban hechos con carne humana, y además
contenían un polvo que producía sueño profundo. Las esposas de los
hombres reconocieron en los individuos desconocidos a los temidos pishtacos,
pues les vieron sus barbas descuidadas, sus correas de cuero y las manos
llenas de cicatrices y sangre seca. Asustadas, hicieron señas a sus esposos
para que no comieran la carne, pero ellos no dieron importancia a sus
mujeres y siguieron comiendo rico. Terminado el almuerzo, los
desconocidos se levantaron y se retiraron a merodear por ahí.
A los pocos minutos, ya casi todos los hombres habían caído en un
profundo sueño; entonces las señoras, desesperadas, los arrastraron como
pudieron a esconderlos en cuevas, y los taparon con paja, para que no los
vieran los pishtacos; y de inmediato regresaron al pueblo a dar aviso a las
autoridades y al resto de la gente que se había quedado allí. Cuando todos
estos llegaron armados de hachas, cuchillos y machetes al lugar donde habían

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quedado escondidos los infelices, faltaban dos hombres. Todos se


afligieron por la desaparición de sus compañeros y parientes, y decidieron
ir en busca de los pishtacos.
A unos dos o tres kilómetros de distancia, llegaron por fin a una cueva
donde descubrieron a primera vista los cadáveres de los hombres que
faltaban; estaban sin cabeza y colgados de los pies, de unos ganchos
asegurados a las rocas que formaban la cueva. En la parte baja había un
perol grande en el que se depositaba la sangre y la grasa de los cuerpos
muertos. Llenos de indignación y horror, se pusieron a buscar a los
bandidos. Uno de ellos descubrió, a unos metros de la cueva, a uno de los
pishtacos que dormía tranquilo después de su obra... Se acercó cuidadosamente a
él y, con el hacha que llevaba en la mano, ¡caj!, le descargó un golpe en el
cuello y la cabeza salió rodando por un lado. Sin embargo, la reacción del
pishtaco fue tan rápida que el cuerpo sin cabeza, con un movimiento
brusco, logró ponerse de pie, pero no pudo permanecer así y volvió a caer,
sin vida.
Los otros pishtacos, al oír los ruidos, huyeron rápidamente. Entonces
los hombres recogieron los cadáveres de sus familiares y los llevaron al
pueblo para darles sepultura, dejando en el mismo lugar el cuerpo del pishtaco
para que se lo comieran los zorros y los cuervos.
En otra ocasión, un hombre encontró, en un camino de piedras
agrestes, a una mula bien ensillada. Se montó en ella, pero la mula, sin
hacer caso de sus gritos y golpes, lo llevó al trote hasta una cueva en la que
había una mujer muy guapa sentada en el suelo. Imaginando que allí vivía
un pishtaco, el hombre quiso escapar, pero la señora lo llamó y le dijo:
— No me tengas miedo. Yo soy como tú, ¡sálvame! Aquí viven dos
pishtacos; pero se fueron de viaje: uno de ellos se fue hace quince días y el

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otro no debe tardar mucho.


Y le sonrió y lo invitó a pasar diciéndole que no temiera nada.
Tranquilizado por las palabras amables y la sonrisa, el hombre entró a la
cueva, aunque con mucho miedo, y ahí vio velas encendidas y muchas pailas
que estaban recibiendo la grasa que se derretía del cuerpo de aquellas
personas que habían sido muertas por los pishtacos.
Pero vio otra cosa más terrible aún. La señora tenía las piernas
cortadas desde las rodillas con el fin de que no pudiese escaparse de la
cueva. El hombre cargó a la señora sobre la mula, más un cajón de
dinero que tenían allí los pishtacos, y se dirigieron a su casa en el pueblo.
Ahí la hizo su compañera. Ya luego de todo eso, la señora recién le contó
que se había perdido una noche buscando a sus animales y que así había
llegado a dar con los pishtacos, y ellos, en vez de matarla, la retuvieron
para que los sirva y los atienda. Por eso le cortaron las piernas, para que
no pudiera regresar a su casa.
El hombre, entonces, se llenó de valor y fue a la cueva con un grupo
de personas bien armadas, y entre todos mataron a los pishtacos mientras
estos dormían. Después ya no tuvieron a quién temer. Pero la señora de los
pishtacos no se acostumbraba a vivir en la casa de su libertador
comiendo la comida normal, porque se había habituado a comer lengua de
gente. Siempre estaba inconforme y decía:
—¡Ay, nunapa jalollan jallu! (¡Ay, la lengua de la gente sí es lengua!)

DEGOLLADORES DEGOLLADOS
MUERTE DE UN PISHTACO POR UN TORO

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Algunos pishtacos, así como matan, también mueren de mala manera.


Y a veces unos furiosos cuernos o unos duros colmillos pueden ser más
poderosos que el metal del cuchillo asesino.

Cuentan que había dos pishtacos que vivían en una cueva y se dedicaban
a matar gente indefensa. Un día, en época de siembra, un hombre y su mujer
iban de viaje con el fin de traer sus toros que pastaban en la puna. A mitad
de un camino escarpado, fueron sorprendidos por un toro enorme y bravo
que parecía echar chispas por los ojos.

Al ver que el toro se les venía encima, con una furia capaz de hacerlos
trizas y devorarlos, corrieron con espanto buscando dónde esconderse.
Felizmente, encontraron una cueva y se metieron ahí, perseguidos por el
animal. Adentro había una especie de escalones de piedra que conducían
a la parte alta, y subieron ahí para mayor seguridad. El toro entró detrás
de ellos y se detuvo a la entrada pateando el suelo y bramando, mientras el
hombre y su mujer, acurrucados arriba, miraban espantados. Pero viendo que
sus víctimas no salían, el toro se tumbó a la salida de la cueva y fingió dormir.
Los esposos adivinaron las intenciones de la bestia y no tuvieron más remedio
que permanecer en la cueva hasta que el toro se marchara.
Uno de los pishtacos había visto de lejos entrar en su cueva a las dos
personas. La oscuridad dominaba el cielo. Llegando a su guarida, se bajó de
la mula en que venía montado y entró solo.
El hombre y la mujer lo vieron entrar, cayeron en la cuenta de que era un
pishtaco y, llenos de terror, se dijeron en voz baja:
—¡Ahora sí ha terminado nuestra vida! —y se pusieron a rezar en
silencio.
El pishtaco entró a tientas, buscando en la oscuridad; de pronto, vio un

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bulto negro en un rincón de la cueva. Creyó que eran las personas que buscaba y
se lanzó sobre ellos exclamando:
—¡Van a morir! ¡Aquí los tengo!
Y sacó su cuchillo de acero. Ni bien lo vio venir, el toro se levantó y se
lanzó sobre el pishtaco, y lo corneó con furia y lo revolcó a su regalado gusto.
El pobre pishtaco gritaba en el suelo:
—¡Ya basta! ¡Ya basta, papacito!
Hasta que ya no gritó más. Pero el toro no se contentó solamente
con matarlo, sino que lo hizo pedacitos con sus cuernos filudos,
masticando los despojos del asesino. Luego, satisfecho, salió de la cueva
y no volvió más en toda la noche. Los esposos se sobrepusieron al temor y
escaparon de la escena como pudieron, sin hacer ningún caso a las riquezas
que brillaban en la oscuridad y que parecían llamarlos
EL PERRO QUE MATÓ A UN PISHTACO

Cerca de la cueva en la que vivía un pishtaco, un anciano solitario


estableció su humilde choza. Luego de sembrar y cuidar su chacrita,
regresaba a su casa por la tarde en compañía de su fiel perro, de
nombre Jarimán.
Cuando el pishtaco se dio cuenta de la presencia de su vecino, no
le gustó la idea de tener alguien cerca y, ante el temor de ser encontrado, pensó
que lo mejor era matar al anciano. En una noche cerrada, sin luna llena, fue
hacia la pequeña choza y encontró al anciano comiendo, saltó sobre él y le
puso la navaja en el cuello:
—¿La plata o la vida, viejo?
Desesperado y sin poder defenderse, el anciano le respondió: No
tengo nada de valor, ¿qué cosa te podría dar?
Entonces estira tu cuello nomás, me pagarás con tu vida y tu grasa
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—dijo el pishtaco, a punto de degollarlo.-


Pero el viejo le imploró:
—Antes de que me mates, quiero rezar por mis pecados y también
quiero despedirme de mi fiel perro con una canción.
—¡Hazlo ya, pedazo de gente, rápido! —le respondió el pishtaco.
De inmediato, el anciano se puso a rezar al cielo rogando que le
perdonen sus faltas, y luego se puso a cantar, diciendo:
- ¡Ay, Jarimán, Jarimán! ¡Ha llegado mi fin, Jarimán! ¡Ojalá me estés
escuchando, mi Jarimán! ¡Ya estoy por irme de este mundo, Jarimán! ¡Ay,
Jarimán, Jarimán!
El perro, que se había quedado fuera de la choza, escuchó la voz de alarma
de su amo. Entonces fue corriendo hacia la choza, entró sigilosamente
detrás del pishtaco y se lanzó contra él hasta clavarle sus colmillos en el
cuello, tumbándolo al suelo. El viejo aprovechó el momento: tomó el puñal
del pishtaco y se lo incrustó en el corazón.

El anciano, con mucho esfuerzo, logró enterrar el cadáver y luego fue


hacia la cueva del pishtaco, donde halló joyas y tesoros. Cargado de esas
riquezas, volvió a la ciudad, rico, y en lo que le quedó de vida atendió
muy bien a su fiel e inteligente perro Jarimán, quien lo había ayudado a
librarse de una muerte fija.

NUEVOS CRÍMENES

Las voces, creencias y relatos de los tiempos más recientes no se han


detenido y han seguido contando historias sobre los pishtacos
milenarios, quienes no cesan en su trabajo criminal y ansioso de asesinar
personas indefensas.

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En Huanta, en los duros tiempos del conflicto entre peruanos, la gente


hablaba así:
«Estamos asustados, el pishtaco está caminando en las calles. A dos
ya ha matado. A una mujer joven que estaba en cinta. Y al opa que
caminaba de noche también, a ese le han cortado su barriga, para sacarle
su grasa sería.
Dicen que es gringo, de cabello largo, con abrigo hasta la rodilla, con
botas. Ahí tenía su cuchillo, y además tenía arma, pistola. En la noche
camina, en medio de las chacras, cogiendo fruta, para matar a todos los
que caminan de noche. Siempre le sacan la grasa, seguro para llevar al
extranjero con autorización de los gobiernos, dicen que el mismo gobierno
los manda, con papel, porque con la grasa quieren pagar la deuda externa,
dicen.
¿En qué situación todavía nos veremos? ¿Hasta dónde todavía
llegaremos? Desde antes siempre ha habido pishtaco. ¿Qué será pues?».
«En el distrito de Palmayoq, el rumor de la presencia del pishtaco
estaba muy difundido. Personalmente yo no creía eso de que el pishtaco
sea un gringo que mataba gente para sacar su grasa. Pero un día una vecina,
muy asustada, me dijo:

—Ama chakrantaqa riichu, mejor carreteranta. Hatun paqay sikimpim pistaku


samachkan. (No vayas por la chacra, mejor ve por la carretera, que el
pishtaco está descansando debajo del pacae grande).

Yo seguí caminando, cortando el camino por la chacra de la señora


por no dar la vuelta, pensando si será cierto. Tenía temor y me alejé un
poquito, por el borde, tratando de mirar el pacae. Disimulado miraba. Ahí
había un hombre descansando. Un moreno de pelo largo, con vincha roja

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amarrada, bien alto, con casaca verde, vaquero y botas de cabito. En su


lado había una metralla. Caminé más rápido pensando que podría ser
de verdad pishtaco»
Y en los tiempos más recientes, en el ahora, cuando la inseguridad y el
miedo dominan las calles de las ciudad, cada vez más moderna, los nuevos
asesinos caminan sueltos, como muertos vivientes que apuestan noche a
noche su vida por un fajo escuálido de billetes. Son los sicarios
implacables, esos a los que no les tiembla la compasión y acaban con la vida
de un ser que no puede defenderse de igual a igual.
Algunas madres preocupadas refirieron casos sobre una ola de
delincuentes, pishtacos modernos, que buscaban hacerse ricos con los
cuerpos de inocentes niños. Ya no es la grasa. Son los diversos órganos del
cuerpo, aquellos con los que uno nace y que tiene el derecho de llevarse
hasta más allá de su muerte.
«Los ladrones de ojos se hacen pasar por médicos del Seguro. Ellos son
hombres que andan en grupo, en un carro negro por los pueblos jóvenes.
Roban niños y niñas menores de ocho años que tengan ojos sanos y que
estén jugando o caminando solos en la calle. Dicen que los ojos se los
llevan al extranjero para usarlos en los trasplantes a las personas que lo
necesitan. Los pobladores no han hecho ninguna denuncia porque tienen
miedo de que los maten, por eso se callan. Mis vecinos en Collique dicen
que han encontrado niños muertos en lugares oscuros y solitarios; y los
han encontrado sin ojos, sin corazón y sin riñones».
«En Villa María, unos hombres barbudos, en una camioneta,
estuvieron dando vueltas y ya oscuro llegaron, después se robaron a un
niño, lo subieron al carro y ahí adentro le sacaron los ojos. El niño apareció
muerto en una calle de Villa María, con plata guardada dentro de su ropa.

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Dicen que esos gringos andan por lugares solitarios, buscan niños menores
de diez años que estén distraídos o que nadie los cuide».
«Mi prima vive asustada. Dice que están robando niños para quitarles
sus órganos. Roban niños en el Parque de las Leyendas y en parques
solitarios; después los devuelven vivos, pero sin ojos. Esos que roban deben
haber estudiado Medicina porque saben cómo hacerlo.
La mayoría de los niños son de seis a catorce años, de familias
numerosas pero pobres, de bajos recursos económicos. Al hijo del vecino
de mi prima lo dejaron sentado en la puerta de su casa con 50 dólares en
el bolsillo.
Mi prima me dice que han hecho varias denuncias a la policía, pero
hasta ahora nada se sabe». «En el mes de septiembre, la gente de
Leonardo Ortiz, en Chiclayo, corrió a los colegios a sacar a sus hijos
porque habían llegado unos hombres en una camioneta negra; eran
altos, barbudos y bien vestidos; iban para robar niños a los que les sacaban
los interiores y los ojos. La gente estaba muy asustada. Las clases
tuvieron que suspenderse; entonces la policía ofreció hacer vigilancia,
pero nada más, y nada hasta ahora...».
Varones jóvenes, personas con bonita voz, hombres gordos y bien
alimentados, mujeres indefensas, campesinos inocentes y hasta niños
desprotegidos, todos han sido víctimas de asesinatos señeros bajo las
manos sangrientas de los pishtacos, esos hombres que no tienen poderes
sobrenaturales pero cuya crueldad los asemeja a las criaturas más salvajes
y temibles. Hay que andar con cuidado...

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VOCABULARIO
- Camal: matadero, lugar donde se sacrifica al ganado.
- Cancha: maíz tostado.
- Charqui: carne seca, deshidratada, que se ha expuesto al sol y cubierto
con sal para poder conservarla durante periodos prolongados.
- Chicharrón: fritura crocante de carne, usualmente de chancho. En las
zonas andinas suele acompañarse de mote, cebolla y hierbabuena.
- Despanzurrado: que ha sido reventado y cuyo relleno está esparcido por
fuera.
- Deuda externa: deuda estatal, pública, con entidades extranjeras.
- Escuálido: muy flaco, esquelético.
- Ichu: pasto que crece en la puna, empleado como alimento para el
ganado.
- Membrudo: fuerte, musculoso, de cuerpo y miembros.
- Merodear: vagar por un lugar y sus alrededores, en general con fines
perversos.
- Minka: en quechua, trabajo colectivo y gratuito realizado entre amigos
o vecinos, con fines de utilidad social.
- Ojotas: calzado de cuero o jebe que usan los indígenas y campesinos de
algunas regiones de América del Sur.
- Opa: de poca capacidad intelectual: tonto, idiota. También se llama así
a los locos indigentes.
- Pacae: árbol de las zonas andinas cuyo fruto, del mismo nombre, es
comestible y dulce.
- Paila: recipiente de metal poco profundo, similar a una sartén.
- Perol: recipiente de metal semiesférico, con asas, que se usa para
cocinar alimentos.
- Puna: en el Perú, región andina habitable de mayor altura; altiplano.
- Señero: aislado, único.

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