Critica Literaria - MC 7

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Centro de Estudios a Distancia de Salta –CEDSa.

Profesorado de LENGUA
2º AÑO CRITICA LITERARIA MÓDULO VII

MATERIAL COMPLEMENTARIO: anexo literario

Eduardo Galeano
       (Uruguay, 1940)

  Escritor nacido en Montevideo. En 1959, se casó con su primera


esposa, Silvia Brando. Se divorciaron y tres años después se
casó con Graciela Berro. Se casó con su tercera esposa, Helena
Villagra, en 1976. Galeano ha tenido una carrera larga y muy
importante que incluye tanto su trabajo como periodista e historiador
como su participación activa en las cosas políticas, específicamente
socialistas. Cuando tenía trece años, empezó a publicar caricaturas para
El Sol, un periódico socialista en Uruguay. En 1961-64, fue director de la
publicación diaria Época, y fue jefe de redacción del semanario Marcha.
En la década de los setenta, un grupo derechista militar en Uruguay lo
encarceló. Por ésta causa marchó a Argentina. Sin embargo, lo mismo
ocurrió en Argentina, y más tarde a España donde vivió desterrado hasta
que pudo regresar a Uruguay en 1984. Ha publicado muchos libros
sobre la política de América Latina. Los libros más populares, entre
otros, son: Las venas abiertas de América Latina (1971), La canción
de nosotros (1975), Días y noches de amor y de guerra (1978), la
trilogía Memoria del fuego: Las nacimientos (1982), Las caras y las
máscaras (1984), y El siglo de viento (1986). Esta trilogía combina
elementos de la novela, la poesía, y la historia. Otros libros son El libro
de los abrazos (1989), Las palabras andantes (1993), y El fútbol a
sol y sombra (1995). Galeano recibió tres premios por sus libros:
Premio Casa de las Américas en 1975 para La canción de nosotros y
en 1978 para Días y noches de amor y de guerra, y en 1989, el premio
-American Book- Award por Memoria del fuego©

"Las venas abiertas de América Latina"


( Escritor uruguayo Eduardo Galeano publicado en 1971)
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Introducción

La división internacional del trabajo consiste en que


unos países se especializan en ganar y otros en
perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy
llamamos América Latina, fue precoz: se especializó
en perder desde los remotos tiempos en que los
europeos del Renacimiento se abalanzaron a través
del mar y le hundieron los dientes en la garganta.
Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus
funciones. Este ya no es el reino de las maravillas
donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los
trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la
región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las
necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la
carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los
países ricos que ganan. consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina
gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los
compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como
declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el
Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval.
Estamos en plena época de la libre comercialización ... » Cuanta más libertad se
otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes
padecen los negocios. Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo
funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos
manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones
extranjeras en los mercados internos dominados. «Se ha oído hablar de

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concesiones hechas por América Latina al capital extranjero, pero no de


concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros países...» Es que
nosotros no damos concesiones», advertía, allá por 1913, el presidente
norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro: «Un país -decía- es poseído y
dominado por el capital que en él se haya invertido». Y tenía razón. Por el camino
hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los
cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes de
que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth.
Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros
habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de
nebulosa identificación.
   Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento
hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más
tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos
centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en
minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos
naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases
de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su
incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha
asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli
extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias
sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también
comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus
vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes
ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de
obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades
latinoamericanas más pobladas de la actualidad.)
     Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria
de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos;
otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros

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perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha


dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo
siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre
nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus
caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en
chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí, Zacatecas y Ouro Preto
cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos
al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa
chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de
Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago
de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas
que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros
del poder imperialista aboga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y
simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes - dominantes hacia
dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes
condenadas a una vida de bestias de carga.
   La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los
países ricos del mundo excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países
pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de
1969, en su discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per capita
en Estados Unidos será quince veces más alto que el ingreso en América Latina.
La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria
desigualdad de las partes que lo forman, Y esa desigualdad asume magnitudes
cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos en
términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de la
disparidad creciente. El capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus
propios mitos de opulencia, pero los mitos no se comen, y bien lo saben los países
pobres que constituyen el vasto capitalismo periférico (…)

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(Los siguientes artículos fueron extraídos de diferentes ensayos de Eduardo


Galeano)

De la lucha indígena

Uno de los muchos músculos secretos, de las muchas fuentes de energía que
contienen estas tierras es su gente, la recuperación de los movimientos indígenas
y la tremenda vitalidad de los valores que encarnan esos movimientos. Son
valores de comunión con la naturaleza, valores comunitarios de vida compartida y
no centrada en la codicia. Valores que vienen del pasado, pero que hablan al
futuro y tienen mucho que decir a la humanidad. Hoy encuentran un eco grande,
porque son valores que la humanidad entera está necesitando recuperar, porque
estamos ante un mundo donde los lazos de solidaridad han sido gravemente
lastimados, y en muchos casos rotos. Un mundo muy centrado en el egoísmo, en
el “sálvese quien pueda” y en el “cada cual a lo suyo”.

Del hombre y la tierra

Hace cinco siglos que América Latina fue adiestrada


para separar la naturaleza del hombre, del llamado
hombre, que en realidad es la mujer y el hombre. La
naturaleza por un lado, la persona humana por el otro.
En el mundo entero ocurrió ese divorcio.
Muchos de los indígenas que fueron quemados vivos
por delito de idolatría no eran más que ecologistas de
su tiempo que practicaban la única ecología que me
parece que vale la pena. Una ecología de la comunión
con la naturaleza. Comunión con la naturaleza y espíritu
comunitario son las dos claves que explican la supervivencia de los valores
indígenas tradicionales, a pesar de cinco siglos de persecución y de desprecio.
Durante siglos la naturaleza fue una bestia que había que domar. Enemiga
extraña, traidora. Ahora que todos somos verdes, de la mano de una publicidad
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mentirosa hecha de palabras, no de hechos, la naturaleza ha pasado a convertirse


en algo que hay que proteger. Pero en cualquiera de los dos casos, es decir, la
naturaleza como objeto de dominación, para arrancarle ganancias, o como objeto
de protección, está separada de nosotros. Es necesario recuperar el sentido
indígena de la comunión con la naturaleza. La naturaleza no es el paisaje, está en
nosotros y con nosotros vive. Y no me refiero sólo a los bosques, sino a todo lo
relativo a la concepción sagrada que de la naturaleza tenían y tienen los
aborígenes americanos. Sagrada en el sentido de que todo lo que podamos hacer
contra ella se vuelve contra nosotros. Todo crimen se convierte en suicidio y esto
se manifiesta también en las grandes ciudades latinoamericanas, una mala copia
de las ciudades del mundo desarrollado en las que es virtualmente imposible
caminar y respirar.
Estamos hoy habitando un mundo que tiene el aire envenenado, el agua
envenenada, la tierra envenenada. Pero sobre todo tiene también el alma
envenenada. Ojalá podamos recuperar energías lindas para curarnos.

De la memoria como catapulta

En Días y noches de amor y de guerra” me pregunté: “¿Nos dará


permiso la memoria para ser felices?” Todavía no tengo
respuesta. En una novela de una escritora norteamericana hay
un bisabuelo que se encuentra con su biznieto. El bisabuelo no
tenía ninguna memoria porque la había perdido. Estaba gagá.
Sus pensamientos tenían el color del agua. El biznieto no tenía
ninguna memoria porque estaba recién nacido. Cuando estaba
leyendo esa novela pensé: “Ésa es la felicidad perfecta.” Pero no la quiero. Quiero
una felicidad que nace de la memoria y contra ella combate. Que proviene de la
memoria y de la experiencia y que está de ella adolorida, que está de ella herida,
está por ella lastimada, pero que a partir de ella camina. No es la memoria como
ancla, sino la memoria como catapulta, no la memoria como puerto de llegada,
sino como puerto de partida.
Hay una tradición indígena americana que existía en las islas del Pacifico, en
Canadá y también en otras comunidades como Chiapas, en México. Consiste en
lo siguiente: cuando el maestro alfarero va a dejar el oficio porque ya las manos le
tiemblan y los ojos ven poco, entrega en una ceremonia su vasija mejor, su obra
maestra, al alfarero joven que empieza. El aprendiz recibe esa vasija perfecta y la

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revienta contra el piso en mil pedacitos. Recoge esos pedacitos y los incorpora a
su propia arcilla. Ésa es la memoria en la que yo creo.

La identidad en movimiento

(…) La identidad cultural no es una vasija quieta en una


vitrina de un museo. Está en movimiento, cambia
constantemente. Es continuamente desafiada por una
realidad que también es dinámica. Yo soy lo que soy, pero
también soy lo que hago para cambiar lo que soy. La pureza
cultural no existe, como no existe la pureza racial.
Afortunadamente, todo está muy mezclado a partir de cosas
que a veces vienen de afuera; lo que define el carácter de un
producto de cultura —sea un libro, un baile, una expresión
popular, un modo de jugar al fútbol— nunca está en su
origen, sino en su contenido. Una bebida típica de Cuba como el daiquirí no tiene
ningún elemento cubano: el hielo vino de fuera al igual que el limón, el azúcar y el
ron. Colón trajo el azúcar de las islas Canarias. Sin embargo el daiquirí es
cubanísimo. Los churros andaluces vienen de Arabia. Las pastas italianas
provienen de China. No hay nada que pueda ser calificado o descalificado a partir
de su origen. Lo que importa es lo que se hace con eso y en qué medida una
colectividad puede reconocerse en un símbolo que tiene que ver con su modo
preferido de soñar, vivir, danzar, jugar, amar.
Eso es lo bueno del mundo, que de las mezclas incesantes van surgiendo nuevas
respuestas a nuevos desafíos. Pero hay una indudable tendencia actual —
resultado de la globalización obligatoria— a la uniformización que en gran medida
tiene que ver con la concentración de poder en los medios de comunicación
dominantes.

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