Emilia Pardo Bazan - Bajo La Losa

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Bajo la Losa

Emilia Pardo Bazán

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Texto núm. 5297

Título: Bajo la Losa


Autor: Emilia Pardo Bazán
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 27 de octubre de 2020
Fecha de modificación: 27 de octubre de 2020

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c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Bajo la Losa
Cuando entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos
años, no al cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:

—Mañana puedes ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en
opinión de santa... Está enterrada en la capilla y tiene una lápida muy
antigua, muy anterior a la época del fallecimiento de esta señora; una
lápida que, si mal no recuerdo, lleva inscripción gótica. La señora es de
mediados del siglo dieciocho.

—Veremos un puñado de polvo —observé.

—La tradición de familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se


exhala una fragancia deliciosa.

—¿Y cómo se llamaba? —interrogué, empezando a sentir curiosidad.

—Se llamaba doña Clotilde de la Riva y Altamirano... Vivió siempre aquí, y


no debió de ser casada, pues papeleando en el archivo he encontrado sus
partidas de bautismo y defunción, pero no la de matrimonio.

—¿Se sabe algo de su vida?

—Poca cosa... Lo que de boca en boca se han transmitido los


descendientes... A mí me lo dijo mi madre, yo te lo repito ahora... Parece
que era una especie de extática tu tía... Y añaden que curaba las
enfermedades con la imposición de manos. Lo que puedo asegurarte es
que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo curaba los
cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que sentir, se
la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón poniendo la
palma encima.

—Pero de todo eso, ¿quedan testimonios escritos? —insistí con anhelo de


evidencia en que apoyar los deliciosos abandonos de la fe.

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—Ninguno... Esas cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más
interesantes... Pero si mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo
dudar de que tenemos a una santa en la familia?

Mi padre no añadió palabras sobre el asunto, porque tuvo que dar


disposiciones relacionadas con el problema de cenar y dormir. Todo
estaba abandonado en el caserón; aquella gente labriega tenía los
muebles destrozados, y las camas torneadas, de columnas salomónicas,
dedicadas a frutero. Al fin logramos que nos habilitasen dos colchones y
que se friesen unos huevos y se calasen unas sopas de leche. Después
de la frugal refacción, mi padre se fue a celebrar una conferencia con los
caseros, matrimonio ya encanecido, y yo me asomé a un balcón que daba
al antiguo jardín de mirtos, y sobre el cual, formando ángulo, presentaba
su fachadita algo barroca la capilla donde reposaba doña Clotilde. El jardín
era ya bosquete confuso y enmarañado. Cada planta había crecido a su
talante, y la forma severa y geométrica del diseño ni adivinarse podía.
Arboles enormes se destacaban sobre la masa de verdor oscuro, y a
trechos las sendas y glorietas aún blanqueaban. Olores de miel subían de
los macizos en flor. A lo lejos, la ría enroscaba su lomo de dragón de plata,
dormido bajo los ópalos misteriosos de la luna. Se escuchaba el cristalino
gotear de una fuente, oculta entre los arbustos, que, sin duda, en otro
tiempo manó hermoso chorro de agua; pero ahora, obstruido el caño,
exhalaba un sollozo interrumpido, lento. Y dentro de mi alma le contestaba
otro sollozo. Porque yo —y al llegar aquí de su relación, el sobrino y nieto
de doña Clotilde estaba tan pálido como debió de estarlo su tía y abuela
en el féretro—, yo, entonces, tenía el corazón más enfermo de lo que
pudieran tenerlo las mozas a quienes la Santa curaba aplicándoles la
mano; y enfermo de peor enfermedad, pues no era impureza, sino pasión
desesperada a fuerza de ser pura y llena de idealismo, lo que yo padecía,
lo que ocultaba como debiera Don Quijote haber ocultado su locura
generosa, y lo que, habiendo subyugado mi razón, amenazaba dar al
traste con ella, llevándome sabe Dios a qué abismo, entre negras ondas
de melancolía... Clavando los ojos en la cerrada puerta que guardaba el
arcano de una vida más cercana al cielo que al suelo vil, invoqué a la
Santa, recordándole que soy de su estirpe, que me une a ella un lazo que
jamás se rompe... «¡Santa Clotilde —murmuré, como a mi pesar—, la del
cuerpo incorrupto!... Pon tu palma fina sobre este corazón donde circula la
misma sangre que circulaba por el tuyo, superior a las miserias de la vida y
a los afanes que la consumen... Sáname, sáname... Que yo piense en otra
cosa, que yo me liberte de esta idea mortalmente adorada...».

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Y con la fuerza y el relieve que tienen las alucinaciones, me representé a
la tía Clotilde tal cual estaría en el momento en que alzásemos la lápida
desgastada que cubría sus restos... Parecería dormida, no muerta. Sus
ojos, dulcemente cerrados, darían sombra con las pestañas largas a las
mejillas de magnolia. Sus manos, llenas de sortijas, largas como manos de
retrato, cruzadas sobre el pecho, no habrían perdido nada de su
flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; y yo, cometiendo una respetuosa
profanación, cortaría una de esas sagradas manos, para aplicármela sobre
el corazón y curarme. Después guardaría la mano milagrosa en una caja
de plata, lo más rica posible, cuajada de gemas y de topacios, y siempre
que la pasión me rondase en la sombra, sacaría el talismán, y su contacto
de sedosa nieve volvería la calma a mi espíritu...

En medio de mi ensueño, me sobrecogí... La puerta de la capilla se abría


sin ruido, y salía de ella una mujer... Era imposible distinguir a aquella
distancia y entre la sombra que proyectaban los arbustos, entrelazados y
espesos, ni sus facciones, ni aún su forma; su ropaje era una vaguedad
blanca, y su rostro, una mancha más blanca aún, bajo el ópalo triste de la
luna. Más indecisa aún la visión, porque, como temerosa, se escondió
prontamente entre el follaje. Hasta podría dudarse si era real su aparición.

Ya se deja entender que apenas dormí. No era la incomodidad de la cama


lo que me impedía cerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de ver las
manos divinas que consuelan los corazones y mitigan las fiebres de las
almas locas...

Apenas mi padre despertó y despachó un frugal desayuno, bajamos a la


capilla provistos de herramientas para desquiciar la losa. El casero nos
acompañaba. La capilla estaba más abandonada y destruida aún que el
resto del edificio. Por los claros del techo, podrido de humedad, entraba la
luz del día. Paja y boñiga alfombraban el pavimento. Mi padre, enojado, se
volvió hacia el casero.

—¿Por qué metéis aquí los bueyes?

El hombre negó primero; luego, trató de excusarse torpemente... Empezó


a desquiciar la losa de carcomidos caracteres góticos, y mi padre y yo le
ayudamos con nuestros palos de hierro. Al fin logramos conmoverla, y
fuimos alzándola cuidadosamente. Mi fantasía, excitada, me hacía percibir
un aroma exquisito, que sin duda era el de las rosas del jardín pasando al

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través de la puerta.

Salió la losa de su engaste. Un hueco sombrío apareció. Era una sepultura


en cuyo fondo se veían algunos huesos carcomidos, trozos de tela de
color indefinible y próximos a deshacerse en ceniza; en suma, lo que suele
hallarse en todo sepulcro. ¡No ya cuerpo incorrupto, ni siquiera cuerpo
momificado!

Nos miramos llenos de contrariedad...

Resolvimos dejar caer otra vez la losa en su sitio, cuando reparé en un


puntito brillante que asomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogí un
medallón pendiente de cadena sutil. No me vieron cometer el piadoso
latrocinio: mi padre estaba distraído en examinar los desperfectos del
retablo, de suntuosa talla dorada, y el casero en disculparse. Habían
hecho establo, y sabe Dios si pajera, de la capilla...

Después, así que averigüé que el casero tenía una hija joven, comprendí
que era ella la que vi salir de noche, recatándose, después de haber
borrado precipitadamente y mal la huella de tantos abusos.

Y cuando examiné el medallón hallado en la tumba de Clotilde, comprendí


también por qué no podría curarme su mano... El medallón contenía un
retrato y un rizo de pelo. ¿Cómo me había de curar la desdichada, si debió
de padecer mi propio mal, y acaso de él murió?

«La Ilustración Española y Americana», núm. 28, 1909.

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Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de


mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata
novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga,
traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del
naturalismo en España. Fue una precursora en sus ideas acerca de los
derechos de las mujeres y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las
mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su
actuación pública a defenderlo. Entre su obra literaria una de las más

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conocidas es la novela Los Pazos de Ulloa (1886).

Pardo Bazán fue una abanderada de los derechos de las mujeres y dedicó
su vida a defenderlos tanto en su trayectoria vital como en su obra literaria.
En todas sus obras incorporó sus ideas acerca de la modernización de la
sociedad española, sobre la necesidad de la educación femenina y sobre
el acceso de las mujeres a todos los derechos y oportunidades que tenían
los hombres.

Su cuidada educación y sus viajes por Europa le facilitaron el desarrollo de


su interés por la cuestión femenina. En 1882 participó en un congreso
pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza celebrado en Madrid
criticando abiertamente en su intervención la educación que las españolas
recibían considerándola una "doma" a través de la cual se les transmitían
los valores de pasividad, obediencia y sumisión a sus maridos. También
reclamó para las mujeres el derecho a acceder a todos los niveles
educativos, a ejercer cualquier profesión, a su felicidad y a su dignidad.

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