La Cultivadora de Rosas - Charlotte Link

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La joven Franca Palmer está pasando por un mal momento.

Su matrimonio está en crisis y


ella no se siente a la altura de las exigencias de su esposo, ni en general de la rutina
cotidiana. De buenas a primeras abandona su confortable hogar de Berlín y se marcha a
Guernsey, la preciosa isla del Canal de la Mancha donde espera encontrar el sosiego
necesario para reordenar su vida.
Al poco de instalarse en una sencilla habitación en el viejo invernadero de rosas de Le
Variouf, nace una curiosa amistad entre ella y su anfitriona, Beatrice Shaye, una mujer
entrada en años que desde hace mucho tiempo comparte una espléndida finca con otra
mujer mayor, Helene Feldmann. Muy pronto Franca percibe que ambas parecen cautivas
de una fatalidad que las ha encadenado de forma imperceptible y misteriosa, y cuyo origen
se remonta al año 1940, cuando las tropas alemanas ocuparon las islas del Canal. En
aquel entonces, Helene y su esposo, un oficial alemán de alto rango, encontraron a
Beatrice abandonada en su casa y la adoptaron como hija propia. Sin embargo, desde un
principio, los Feldmann compitieron por el favor de la niña, puesto que Erich no sentía más
que desprecio por su mujer. Por eso, cuando el militar murió el uno de mayo de 1945, las
dos mujeres creyeron haber dejado atrás un periodo atormentado de sus vidas. Sin
embargo, ahora, otro día primero de mayo, una sombra se cierne sobre el invernadero de
rosas.
Charlotte Link

La cultivadora de rosas
ePub r1.0
lenny 25.02.15
Título original: Die Rosenzüchterin
Charlotte Link, 2000
Traducción: Octavio di Leo
Retoque de cubierta: lenny

Editor digital: lenny


ePub base r1.2
Prólogo
A veces no podía ni ver las rosas. No soportaba su belleza, el aspecto de sus pétalos aterciopelados
y multicolores, la altivez con que se alzaban hacia el cielo, como si los cálidos rayos del sol fueran
sólo para ellas. Las rosas podían ser más sensibles incluso que las proverbiales mimosas: unas veces
hacía demasiada humedad; otras, demasiado frío; o demasiado viento, o demasiado calor; y a
menudo, por motivos incomprensibles, se las veía cabizbajas, como dispuestas a morir, y costaba
esfuerzo, ánimo y paciencia evitar que lo hicieran. Pero después, de manera igualmente inexplicable,
mostraban una tenacidad insospechada: no les afectaban las inclemencias del tiempo ni el cuidado
inapropiado, y ellas solas florecían, perfumaban el aire y continuaban creciendo. No se lo ponían
fácil a nadie.
«No deberían irritarme tanto las rosas —pensaba—. Es una necedad, algo completamente
irracional.» Había dedicado cuarenta años de su vida al cultivo de rosas; pero nunca había tenido
buena mano para ellas. Probablemente porque no le gustaban, porque, en realidad, hubiera preferido
dedicarse a otra cosa. Había conseguido, eso sí, unos cruces muy interesantes, sobre todo con
híbridos de la rosa de té; y esa variedad, al menos, le había producido alguna satisfacción: aunaba
elegancia a cierta solidez, y además se vendía bien. Las rosas, en fin, habían garantizado el sustento
de su pequeña familia. Aunque más de una vez había pensado que, si de pronto apareciera un hada y
la cubriera de oro, no volvería a tocar una rosa en su vida.

***

En ocasiones, cuando Beatrice Shaye tomaba conciencia de que en realidad no le gustaban las rosas y
de que no las trataba como una auténtica experta, se preguntaba qué era de verdad lo que la
emocionaba. De cuando en cuando necesitaba recordar que había otras cosas, pues reconocer que
había dedicado su vida a una actividad y a un objeto que le resultaban odiosos, la entristecía, e
intentaba a toda costa encontrarle un sentido. Justamente ella, que siempre se había mostrado crítica
con la gente que intentaba encontrarle sentido a las cosas. El sentido de la vida ella lo había
explicado siempre con el término sobrevivir; sobrevivir, en sentido amplio, sin dramatismos.
Sobrevivir quería decir hacer lo necesario: levantarse, realizar las tareas cotidianas, comer, beber,
acostarse y dormir. Lo demás eran adornos: el jerez que centelleaba en las copas como oro claro, la
música que tronaba en la habitación, que hacía que el corazón latiera más deprisa y la sangre corriera
más ligera… Ese libro que no podía dejar de leer. Un atardecer en el mar, en Pleinmont Tower, que
tocaba directamente el alma. Un hocico de perro, húmedo, ávido y frío, en la cara. Un día cálido y
tranquilo de verano, interrumpido sólo por los gritos de las gaviotas y el murmullo sordo de las olas
en Moulin Huet Bay. La piedra caliente bajo los pies descalzos. El aroma de los campos de lavanda.
En realidad ésa era la respuesta a su pregunta: adoraba Guemsey, su patria, la isla del Canal de
la Mancha. Adoraba St. Peter Port, la pintoresca ciudad portuaria de la costa este. Adoraba los
narcisos que florecían en primavera al borde de los caminos, los azules jacintos silvestres que
encontraba en los claros del bosque, el sendero de los acantilados sobre el mar, en especial el
trayecto que iba de Pleinmont Point a Petit Bôt Bay. Adoraba su pueblo, Le Variouf, y su casa de
piedra, situada en lo alto, a las afueras del pueblo. Adoraba incluso aquellas heridas abiertas que
había en la isla, las feas torres de vigilancia de las antiguas fortificaciones que los alemanes habían
erigido durante la ocupación, el deprimente «German Underground Hospital», que en esa misma
época construyeron en granito los trabajadores forzados; y las estaciones de tren, que los alemanes
habían ordenado ampliar para transportar los materiales que servirían para la construcción de la
muralla occidental. Además, había algo en el paisaje de la isla que a ella la fascinaba y que nadie
más podía ver u oír: recuerdos de imágenes y de voces, de momentos imborrables que permanecían
grabados en su memoria. Recuerdos de más de setenta años de vida transcurridos casi
exclusivamente allí. La isla era como una persona a la que conocía desde siempre…
El caso es que, para bien o para mal, acabó por conformarse con su destino. Llega un momento en
que uno deja de lamentarse por todo lo que no ha hecho y se limita a contemplar lo que ha
conseguido. Y se conforma.
Por supuesto, de vez en cuando se acordaba de su vida en Cambridge. En tardes como ésa, la
antigua ciudad universitaria de East Anglia se le aparecía con frecuencia. En tardes como ésa tenía la
sensación de haber estado miles de veces en esa misma mesa, como en ese momento, bebiendo jerez:
era como un símbolo de su vida, de la vida que había llevado en lugar de la vida de Cambridge. En
lugar, también, de una hipotética vida en Francia. Si entonces, al acabar la guerra, hubiera podido
marcharse a Francia con Julien…
Pero ¿para qué darle más vueltas?, se decía para no dejarse llevar por la nostalgia. Las cosas tal
vez habían ocurrido como debían ocurrir. Estaba convencida de que todas las vidas estaban repletas
de oportunidades perdidas. ¿Quién podía jactarse de haber sido siempre consecuente, perseverante,
decidido y de haber sido fiel a sí mismo?
Ella había asumido los errores cometidos. Los había mezclado con otros acontecimientos de su
vida, y en aquel todo se perdían un poco, pasaban desapercibidos, palidecían. Durante épocas
enteras podía incluso llegar a olvidarlos.
En su fuero interno, eso quería decir que los aceptaba.
Pero a las rosas no. Y tampoco a Helene.

El camarero de The Nautique, en St. Peter Port, se acercó a la mesa que había junto a la ventana,
donde estaban sentadas las dos señoras mayores.
—¿Dos copas de jerez, como siempre? —preguntó.
Beatrice y su amiga Mae lo miraron un instante.
—Dos copas de jerez, como siempre —respondió Beatrice—, y dos ensaladas. De aguacate y
naranja.
—Muy bien.
El camarero vaciló. Le gustaba conversar, y a esa hora tan temprana —no eran todavía las seis de
la tarde—, no había nadie más en el restaurante.
—Han vuelto a robar un barco —dijo en voz baja—, un gran yate blanco. El cielo puede esperar.
—Luego movió la cabeza—. Qué nombre más extraño, ¿no? Pero seguro que ya no lo conservará, ni
tampoco sus hermosas velas blancas. Lo más probable es que lo hayan pintado y ahora pertenezca a
algún francés del continente.
—¡Ladrones de barcos! —dijo Beatrice con aire escéptico—. Son tan antiguos como las islas.
Siempre los ha habido y siempre los habrá. ¿Quién se preocupa por ellos a estas alturas?
—La gente no debería dejar sus barcos abandonados durante semanas —opinó el camarero.
Luego cogió un cenicero de la mesa de al lado y lo puso en la de las señoras, junto al florero de
rosas. Después, les indicó el pequeño cartel blanco de reservado—. Necesitaré la mesa a partir de
las nueve.
—Para entonces ya nos habremos ido.

The Nautique estaba frente al puerto de St. Peter Port, capital de la isla de Guernsey. Por las dos
grandes ventanas del restaurante se disfrutaba de una vista maravillosa de los innumerables yates
anclados; uno tenía la impresión de estar sentado en medio de los barcos, formando parte de aquel
escenario.
Desde el restaurante se veía a la gente que deambulaba por las pasarelas de madera, a niños y
perros que jugaban, y a lo lejos se divisaban los grandes vapores que llevaban a los veraneantes
desde el continente. A veces aquella vista parecía salida de un cuadro colorido e irreal. Demasiado
hermosa, demasiado acabada, como la foto de un folleto turístico.
Era lunes 30 de agosto. La tarde era calurosa y soleada y, sin embargo, se presentía la
proximidad del otoño. El aire ya no tenía la tibia suavidad del verano; ya era como el cristal, más
fresco. El viento llevaba un olor acre. Las gaviotas se elevaban hacia el cielo desde el mar y luego
descendían gritando, como si supieran que pronto llegarían las tormentas de otoño y el frío, que los
bancos de niebla cubrirían la isla y su vuelo resultaría más difícil. El verano no duraría ya más de
diez días o un par de semanas. Después, quedaría atrás inexorablemente.
Las dos mujeres conversaban poco. Coincidieron en que la ensalada, como siempre, estaba
excelente, y que no había nada como un buen jerez, sobre todo cuando lo servían en altas copas de
champán y tan generosamente. Por lo demás, no dijeron casi nada. Ambas parecían sumidas en sus
pensamientos.
Mae miraba detenidamente a Beatrice, cosa que podía permitirse porque su interlocutora estaba
distraída. Opinaba que Beatrice, a sus setenta años, se vestía de un modo absolutamente inadecuado
para su edad, pero ya habían discutido muchas veces al respecto y jamás se ponían de acuerdo. Le
gustaba llevar vaqueros hasta que se le caían a jirones, y camisetas desteñidas, y hasta un jersey
grueso, cuya única ventaja era que la abrigaba contra el viento y el mal tiempo. El cabello, blanco y
rizado, solía llevarlo recogido con una goma elástica.
A Mae, por su parte, le gustaba ponerse vestidos claros y entallados, iba cada dos semanas a la
peluquería, ocultaba las marcas de la edad con maquillaje y no se cansaba de animar a su amiga para
que cuidara más su aspecto.
—¡Ya no puedes vestir como una adolescente! Tenemos setenta años y hemos de adaptarnos a
nuestra edad. Esos vaqueros son demasiado estrechos y…
—… quedarían fatales si fuera gorda…
—… y esas eternas zapatillas, que son…
—… lo más práctico que una puede ponerse cuando anda todo el día de aquí para allá.
—Y llevas el jersey lleno de pelos de perro —se quejaba Mae, resignada, porque sabía que no
cedería un ápice ni con los pelos de perro ni con las zapatillas ni con los vaqueros.
Pero ya no dijo nada más. Eran amigas desde la infancia, y desde entonces había desarrollado
unas antenas que captaban el estado anímico de su amiga. Sentía que Beatrice no estaba de muy buen
humor. Tenía aire de estar pensando en cosas poco agradables, y era mejor no irritarla más
criticando su manera de vestir.
«Tiene buena figura», pensó Mae con envidia. Era evidente que desde los veinte años no había
engordado un solo gramo. Beatrice se movía con tanta agilidad que los achaques de la vejez parecían
algo inventado para los demás, no para ella.
Mae pensó en el barco robado que acababa de mencionar el camarero. El cielo puede esperar.
«Un nombre extraño de verdad», pensó.

***

Beatrice miraba por la ventana hacia el puerto mientras bebía a sorbitos su copa de jerez, pero
estaba tan absorta en sus pensamientos que en realidad no veía lo que tenía delante.
Mae rompió por fin el silencio.
—¿Cómo está Helene? —le preguntó.
Beatrice se encogió de hombros.
—Como siempre. Lamentándose todo el tiempo, pero nadie entiende por qué su vida es tan
terrible.
—Quizá ni ella misma lo entienda —opinó Mae—. Se ha acostumbrado a los lamentos y ya no
puede vivir de otro modo.
Beatrice detestaba hablar de Helene.
—¿Qué tal Maia? —preguntó para cambiar de tema.
Mae siempre se ponía nerviosa cuando le preguntaban por su nieta.
—Me temo que anda con malas compañías. Hace poco la vi con un hombre que me horrorizó.
Pocas veces he visto una cara tan desagradable como ésa. ¡Dios mío, lo feliz que me haría que ella y
Alan se entendieran de una vez!
Pero Beatrice no quería hablar de su hijo Alan.
—Ya veremos —repuso en un tono que dejaba a las claras que no tenía intención de seguir
hablando del tema.
Mae se dio cuenta enseguida, y volvieron a guardar silencio; pidieron otras dos copas de jerez y
contemplaron la última y suave luz de aquel día de agosto que tocaba a su fin.
Y en aquella luz, en aquel crepúsculo que iba cayendo deprisa, Beatrice creyó reconocer de
pronto a una persona a la que había visto por última vez hacía muchos años. Un rostro en la multitud
que le llamó la atención, que hizo que se estremeciera y se pusiese pálida. Duró una fracción de
segundo, y después se convenció a sí misma de que se había engañado. Pero Mae notó el cambio.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Beatrice frunció el entrecejo y dejó de mirar por la ventana. De todos modos, había oscurecido y
ya no se distinguía nada con claridad.
—Por un momento me ha parecido ver a alguien… —contestó.
—¿A quién?
—A Julien.
—¿A Julien? ¿A nuestro Julien?
«No es nuestro Julien», pensó Beatrice, molesta, pero se lo calló.
—Sí. Pero seguramente me he equivocado. ¿Qué iba a hacer en Guernsey?
—Santo cielo, debe de haber cambiado mucho —dijo Mae—. Ya estará a punto de cumplir
ochenta, ¿no?
—Setenta y siete.
—Bueno, es casi igual. No creo que lo reconociésemos. —Luego lanzó una carcajada, y Beatrice
se preguntó qué era lo que le parecía tan gracioso—. Y me temo que él a nosotras tampoco, estamos
hechas unos vejestorios.
Beatrice no dijo nada, sino que se limitó a mirar otra vez por la ventana, pero, aunque hubiera
sido capaz de ver algo, aquel hombre al que había confundido durante un instante con Julien ya se
habría extraviado entre la multitud.
«Una equivocación —pensó—, ¡y por una equivocación no hace falta que el corazón me palpite
así, por Dios!»
—Vámonos —le dijo a Mae—, paguemos y vayamos a casa. Estoy cansada.
—De acuerdo —dijo Mae.
PRIMERA PARTE
1
Todas las mañanas se repetía la misma rutina. A las seis sonaba el despertador de Beatrice. Se
permitía cinco minutos para quedarse en la cama y disfrutar del calor y el silencio que la rodeaban.
Un silencio a veces interrumpido por algún ruido familiar: el gorjeo de los pájaros que procedía del
jardín y, si el viento era propicio, el murmullo sordo del mar; una tabla de madera que crujía en
alguna parte de la casa, un perro que se rascaba, un reloj que hacía tictac… Después, la puerta de la
habitación se entreabría y Misty asomaba el hocico. El pelo de Misty era de color gris plomizo,
como la niebla que en otoño cubría Petit Bôt Bay. Al principio, Misty había sido un cachorro de
patas grandes y torpes, un pelo suave y tupido y unos ojos que parecían botones, vivaces y negros
como el carbón. En ese momento tenía el tamaño de un ternero.
Misty cogió impulso y saltó a la cama, que se balanceó y chirrió bajo su peso. El animal se
acurrucó entre las mantas, se revolcó sobre el lomo y le lamió brevemente la cara a Beatrice, una
húmeda muestra de cariño que le salía del corazón.
—Misty, baja de la cama —le ordenó Beatrice sin mucha convicción, y el perro, que sabía que
no había que hacer caso de las protestas de su ama, se quedó donde estaba.
Habían transcurrido los cinco minutos de contemplación de Beatrice. Se levantó con brío, sin
prestar atención a la rigidez de sus articulaciones, que de vez en cuando le recordaban que ya no era
tan joven como a veces se sentía. No quería volverse como Mae, que se pisaba la vida
preocupándose por su cuerpo y que iba cada tres días al médico porque creía que había algo en su
organismo que no andaba bien. A Beatrice le parecía que lo único que conseguía con eso era
provocar las dolencias. Pero ya habían hablado mucho al respecto sin que ninguna de las dos
cambiara de opinión. De todos modos, su amistad consistía sobre todo en mirarse la una a la otra con
expresión de sorpresa y desaprobarse mutuamente negando con la cabeza.
Mientras se duchaba, Beatrice pensaba en lo que iba a hacer durante el día. Desde que había
abandonado su actividad profesional, que había determinado sus horarios, podía permitirse el lujo de
reflexionar sobre lo que tenía por delante. Sólo se ocupaba de las rosas por mero placer, aunque la
palabra «placer» no se correspondía totalmente con la realidad. Las rosas estaban allí y había que
ocuparse de ellas. A veces, cuando alguien iba a comprar rosas, generalmente turistas, se deshacía de
algunas. Pero ya no ponía anuncios en las revistas especializadas y había suspendido completamente
los envíos. Tampoco intentaba cultivar nuevas variedades. Eso lo dejaba para otros; además, era
algo que nunca le había gustado demasiado. Cuando salía del baño ya se le habían ocurrido cientos
de cosas que hacer, y volvía a impregnar sus movimientos de su velocidad e impaciencia típicas.
Daba la sensación de que todo lo hacía deprisa, y a la mayoría de las personas que la rodeaban les
parecía innecesaria tanta actividad.
De seis y media a siete y media, Beatrice salía a pasear con los perros. Además de Misty, tenía
otros dos, grandes y salvajes, cuya raza era imposible precisar. Beatrice adoraba a los perros, sin
excepción, pero prefería a aquellos que tenían la estatura de un poni o un ternero. Los perros salieron
disparados en cuanto Beatrice les abrió la puerta. La casa estaba situada en la parte alta del pueblo
de Le Variouf, y desde allí se divisaba el mar. Por todas partes se veían vastos prados, salpicados
aquí y allá por grupos de árboles. Cuando bajaba la marea se oía el rumor de los arroyos, en cuyas
orillas había algún viejo molino que en otro tiempo había funcionado con la fuerza del agua. En los
prados, cercados por muros de piedra, pastaban vacas y caballos. El aire olía a sal y a mar, a algas y
a arena. Cuanto más cerca del mar, más fresco era el aire. Beatrice no tardó en llegar al sendero de
los acantilados. Los pocos árboles que allí había eran bajos y se inclinaban sacudidos por el viento.
El camino estaba flanqueado por setos silvestres, retamas y arbustos de moras, de los que pendían
frutos gruesos y maduros. Los perros, animados por los gritos de las aves marinas y por el viento en
los hocicos, corrían ladrando. Beatrice sabía que conocían el terreno palmo a palmo y no se
preocupaba por los arriesgados brincos que daban. Se detuvo en un saliente del terreno y respiró
hondo.
Aunque aún era temprano, el sol ya se había asomado sobre el horizonte, al este, y arrojaba sus
rayos teñidos de rojo sobre las olas. Era un día claro de septiembre y pronto haría casi tanto calor
como en pleno verano. Durante toda la semana anterior había hecho un calor inusual para esa época
del año. Los brezos de las rocas más elevadas resplandecían con tonos rojizos, y abajo, en las
ensenadas, la arena brillaba. Los cormoranes y las golondrinas de mar efectuaban sus primeras
correrías.
Beatrice continuó su camino por el sendero. De vez en cuando cogía una mora y se la llevaba a la
boca. En cierto sentido era una maniobra dilatoria. Esos instantes del día, ese paseo sobre el mar,
constituían los momentos más felices de su vida cotidiana. El sendero conducía a Petit Bôt Bay, que
le procuraba recuerdos, buenos y malos, entremezclados. En los malos revivían antiguos temores que
aún conservaban su poder. Los buenos evocaban un pasado irrecuperable, lo cual le producía
tristeza, pues la hacían recordar que los momentos felices rozan la vida pero no perduran. Hacía
mucho tiempo que Beatrice se había prohibido caer en la autocompasión; aunque a veces no podía
evitar la amargura de pensar que su vida no le había dado demasiada felicidad. Sobre todo cuando la
comparaba con la sencillez y la complacencia con que había vivido Mae, al menos cuando no se
dejaba llevar por enfermedades imaginarias o sombríos augurios sobre el futuro del mundo. Mae
nunca se había visto en la situación de tener que afrontar una gran desgracia; el acontecimiento más
doloroso había sido la muerte de su padre, que había ocurrido cinco años antes: había muerto de un
infarto a los noventa y dos años en un bonito geriátrico cercano a Londres. A Beatrice le parecía que
la vejez de aquel hombre había sido más fácil y su muerte más llevadera que la de la mayoría de las
personas. Mae lo vivió como un drama, mientras que su anciana madre, que se había quedado sola en
el asilo, hizo frente a ese golpe del destino con asombrosa dignidad.
El marido de Mae la había mimado; sus hijos nunca la habían decepcionado, e incluso sus nietos
crecían de manera ejemplar. Con la excepción quizá de Maia, de quien ningún hombre en la isla
estaba a salvo; pero una vez superase su época tempestuosa, también ella llegaría a ser una persona
perfectamente estable. No, a Mae la vida nunca la había tratado realmente mal.
«¿Y a mí? —se preguntaba Beatrice—. ¿Me ha tratado mal la vida?»
Era la pregunta que más la acosaba cuando paseaba por el sendero del acantilado; por esa razón
a veces Beatrice prefería evitar la bahía y sus alrededores. Pero hasta el momento siempre había
conseguido esquivar la pregunta y dejarla sin respuesta, así que cada mañana, con furiosa
obstinación, tomaba el mismo camino desde hacía décadas y no permitía que ningún pensamiento
tortuoso la apartara de él.
Esa mañana volvió a evitar la pregunta sobre las adversidades de su vida y llamó a los perros.
Era hora de emprender el regreso. Helene estaría sentada en la cama esperando el té de la mañana.
Beatrice sabía con qué impaciencia aguardaba su vuelta del paseo. No porque tuviera hambre o sed,
sino porque después de una prolongada noche Helene ansiaba la presencia de una persona ante la que
pudiera quejarse y lamentarse. Helene lloraba mucho y a gusto, y al igual que Mae, perdía demasiado
tiempo en lamentaciones. Pero mientras ésta tenía su lado alegre y campechano, lo único que hacía
Helene era criticar y amargarse.
—¡Vamos, chicos! —llamó Beatrice a los perros; por supuesto, Misty, la única hembra, estaba
también incluida en ese chicos—. Tenemos que volver a casa a ocuparnos de Helene.
Los perros pasaron junto a ella a la carrera y salieron trotando en grupo rumbo a la casa. Si antes
le había hecho ilusión ir a ver el mar embravecido, en ese momento, en cambio, le atraía la idea de
un opíparo desayuno en casa.
«Ellos siempre están contentos —pensó Beatrice—, porque las cosas más importantes de su vida
son las más simples. No se hacen preguntas. Viven y nada más.»
El camino de regreso lo recorrió a paso más veloz que a la ida, y cuando llegó a casa ya se había
deshecho de todos los pensamientos tortuosos. La casa parecía un pequeño y pacífico paraíso en la
luz matinal. Los muros mostraban el granito parduzco de la isla, y estaba rodeada de rosas,
rododendros y enormes hortensias azules. Los postigos verdes de las ventanas estaban abiertos de
par en par, excepto los del piso donde dormía Helene, que permanecían cerrados. Eran exactamente
las siete y media. En la isla de Guernsey, todo el mundo podía poner el reloj en hora con Beatrice.

***

A las ocho menos diez, Beatrice entró en la habitación de Helene con una bandeja sobre la que había
una taza de té y un plato con dos tostadas. Helene decía que ella por la mañana no podía comer nada,
pero las tostadas, misteriosamente, desaparecían. Una vez que Beatrice se lo preguntó, Helene le
contestó que se las había dado a los pájaros, pero Beatrice no la creyó. Helene era frágil y delgada,
aunque no tenía en absoluto aspecto demacrado; no cabía duda de que comía a escondidas más de lo
que ella admitía.
Tenía la luz de la mesilla encendida y se encontraba apoyada en los cojines. Ya había ido al
baño, pues estaba peinada y tenía un destello rosa en los labios. Beatrice se preguntó irritada por
qué, ya que se había levantado, no se había dignado abrir las ventanas y los postigos. Su habitación,
oscura, calurosa y asfixiante, parecía una sepultura, y era probable que ésa fuera exactamente la
impresión que Helene quería que ofreciera. Tenía ochenta años y a veces podía ser olvidadiza y
confusa, pero, cuando se trataba de despertar compasión en los que la rodeaban, mostraba una
lucidez asombrosa.
Helene quería que se compadecieran de ella de la mañana a la noche. Beatrice sabía que no
siempre había sido así, pero desde hacía mucho tiempo tenía tendencia a hacerse la mártir, forzando
a las personas de su entorno a mostrar simpatía y compasión por ella. Esa tendencia se había
agravado con los años, y ya sólo quedaban unos pocos que aguantaban su continuo lloriqueo.
—Buenos días, Helene —le dijo Beatrice, y colocó la bandeja sobre una mesita que había junto a
la cama—. ¿Has dormido bien?
Ya conocía la respuesta, que no tardó en llegar.
—Casi no he pegado ojo, la verdad. He pasado la noche dando vueltas, he encendido la luz
varias veces y he intentado leer, pero con lo tensa que estoy estos días no he podido concentrarme
y…
—Es que aquí dentro hace demasiado calor —la interrumpió Beatrice. Cuando llevaba medio
minuto en aquel aire cargado, ya le costaba respirar—. ¡Nunca entenderé cómo puedes dormir con
las ventanas cerradas en pleno verano!
—¡Pero si ya no es verano! ¡Hoy es dos de septiembre!
—¡Pues hace tanto calor como en verano!
—Tengo miedo de que alguien entre por la ventana —dijo Helene con desaliento.
Beatrice dejó escapar una exclamación de desdén.
—Pero Helene, por Dios, ¿qué dices? ¡Nadie puede trepar hasta aquí!
—La pared no es completamente lisa. Un experto trepador de fachadas podría…
Beatrice abrió las ventanas y los postigos de un golpe. El aire suave y fresco de la mañana entró
de repente en la habitación.
—Yo duermo con las ventanas abiertas desde que tengo uso de razón, Helene. Y nunca ha entrado
nadie en mi cuarto. Ni siquiera de joven, cuando no me hubiera importado que alguien lo hiciera…
—agregó, con la intención de calmar con una broma el enfado que delataba su voz.
Helene no sonrió. Cerró los ojos cegada por la súbita claridad, tanteó hasta tocar la taza y bebió
un sorbo de té.
—¿Qué planes tienes para hoy? —le preguntó.
—Esta mañana quiero ocuparme del jardín. Por la tarde he quedado con Mae en St. Peter Port.
—¿Ah, sí?
La voz de Helene sonó esperanzada. A veces, Beatrice y Mae la llevaban con ellas cuando salían
a pasear o cuando iban de compras por la isla. A Helene le encantaba estar con Mae. Ésta siempre la
trataba con delicadeza, y era más cariñosa y afectuosa que Beatrice. Le preguntaba con todo lujo de
detalles cómo se sentía y escuchaba pacientemente sus quejas. Nunca se la veía irritada, como a
menudo ocurría con Beatrice, y con ella nunca tenía la sensación de ser una persona mayor y molesta
que no hacía más que enervar a todo el mundo. Mae era siempre encantadora y amable. Pero, por
desgracia, rara vez era ella quien decidía qué hacer; siempre era Beatrice la que llevaba la voz
cantante, y a ella nunca le apetecía ir con Helene a ninguna parte.
Esa vez tampoco reaccionó al comentario de «¿Ah, sí?», sino que se dedicó a poner en orden la
habitación, cogió la ropa que Helene había usado el día anterior, buscó una muda limpia en la
cómoda y la colocó ordenadamente sobre el sillón.
—¿Qué vais a hacer en St. Peter Port? —insistió Helene—. ¿Tomar un café?
—¡Nunca salgo sólo a tomar un café, Helene, lo sabes muy bien! —dijo Beatrice en tono
impaciente—. No, tenemos varias cosas que hacer. Vendrá también Maia; quiere elegir ella misma el
regalo de cumpleaños que le hará Mae, y así yo también le compraré alguna bagatela.
—Pero si Maia no cumple años hasta el mes que viene —protestó Helene. Y aunque tenía
sentimientos encontrados con respecto a la nieta de Mae, trató de permanecer neutral—. ¿Cuántos
cumple?
—Veintidós. Quiere celebrar una fiesta y le gustaría ponerse algo muy sexy para atraer a los
hombres como la miel a las abejas. Eso es al menos lo que ella dice.
Helene suspiró. Una mujer decente sólo podía sentir desprecio por la vida promiscua de Maia,
pero a veces, para su sorpresa, notaba un deje de envidia entre tanto rechazo, indignación y agravio
moral cada vez que Maia debía pagar las consecuencias de su desenfrenado libertinaje, aunque no
fuera más que un ojo morado causado por un amante ofendido o una dolorosa operación para evitar
el efecto indeseado de una noche de amor. Maia ya había abortado dos veces. Helene, por su parte,
había tenido al menos otros dos, aunque podían ser más. Mae le había contado que Maia era
insuperable olvidándose de tomar la píldora. Helene pensaba que no había en toda Guernsey ni en las
islas aledañas un hombre que estuviera dispuesto a casarse con Maia, una muchacha que se acostaba
con todo el que se cruzaba en su camino. ¡No había ningún motivo, pues, para sentir envidia! Sin
embargo, a veces algo la carcomía; no sabía a ciencia cierta de dónde procedía ese sentimiento, y tal
vez tampoco quería hallar una explicación, porque reconocer la verdad en esos casos no traía más
que dolor. Y aunque considerara que en otra época ella también había sido joven como Maia y que la
vida se regía entonces por una escala de valores completamente distinta, de vez en cuando no podía
evitar establecer comparaciones entre la joven Helene y la joven Maia. Y cada vez que lo hacía
sentía un dolor fuerte y extraño.
Le habrías sacado más provecho a la vida si hubieras sido más valiente, le había dicho una vez
su voz interior, que resonaba con aspereza, y desde entonces la voz nunca había vuelto a callarse del
todo.
—A mí también me gustaría regalarle algo a Maia —dijo bruscamente—, iré con vosotras y así
podré escoger algo.
Beatrice suspiró; sabía que Helene insistiría hasta el final.
—Helene, tú no quieres regalarle nada a Maia, y además nadie espera que lo hagas —le dijo—.
Ni siquiera te cae bien, y estás en tu derecho; así que no tienes que fingir por su cumpleaños que no
es así.
—Pero…
—La única razón por la que quieres venir con nosotras es porque, como de costumbre, no tienes
nada mejor que hacer. No es una buena idea. Ya sabes cómo es Maia cuando le compran un regalo.
Recorre todas las tiendas, y ni siquiera Mae y yo podemos seguir su ritmo. Contigo de remolque
estaríamos perdidas. ¡Piensa en todas las calles y escaleras empinadas de St. Peter Port, y en tu
reuma!
Helene estaba encorvada y tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Eres cruel, Beatrice. ¿Por qué no dices de una vez que soy una carga para vosotras?
—Porque entonces dirías que soy aún más cruel —contestó Beatrice mientras se dirigía a la
puerta. Había dejado la habitación más o menos limpia y en orden, y tuvo de nuevo la sensación de
que se asfixiaría si seguía escuchando la voz quisquillosa de Helene y viendo su pálido rostro—.
Hoy hará un día espléndido. Puedes sentarte en el jardín a leer; luego te alegrarás de no haber salido
a dar vueltas por ahí.
Helene apretó los labios. Había gente que parecía antipática cuando fruncía los labios, pero no
era su caso. Ella siempre daba lástima.
—Ya que te preocupas tanto por el cumpleaños de Maia —le espetó Helene—, ¿te acuerdas de
que muy pronto será el mío?
—Eso no podría olvidarlo aunque quisiera —respondió Beatrice en tono seco.
¿Cómo iba a olvidarlo? Ella y Helene cumplían años el mismo día, el 5 de septiembre. Sólo que
Helene había nacido diez años antes que ella. Y no en Guernsey, como Beatrice. Sino en Alemania.

Pidió estiércol de vaca a un agricultor de Le Variouf. Quería abonar las rosas por última vez ese año.
El estiércol de vaca era lo más apropiado, mucho mejor que cualquier otro fertilizante que se pudiera
comprar en las tiendas. Sam, el agricultor, llegó con una carretada justo después del desayuno. Ahora
el cobertizo apestaba y Beatrice no se sentía con ánimo de empezar el trabajo. Quizá era porque
hacía demasiado calor. Sam también había dicho que ese día el calor sería casi insoportable,
excesivo para esa época del año.
—Me he dado cuenta nada más levantarme —dijo, con el sombrero hacia atrás mientras se
secaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Hoy va a hacer un calor del demonio, he pensado. Y
eso que en ese momento por lo menos había brisa. Ahora no corre nada de aire, ¿se da usted cuenta?
Ni una pizca de viento, ¡nada! ¡Hoy el trabajo va a ser duro!
—Y justamente hoy tengo que ir a la ciudad —dijo Beatrice—, pero qué le vamos a hacer.
Sobreviviré.
—Por supuesto. ¡Usted sobrevive a todo, señora Shaye! —Se rio y, a pesar del calor, aceptó la
copa que la mujer le ofrecía. A Sam le gustaba echar un trago de vez en cuando, pero debía hacerlo a
escondidas porque su mujer le regañaba si se enteraba.
Beatrice se puso a pensar en lo que había dicho Sam mientras caminaba por el jardín con un gran
sombrero que la protegía del sol, una cesta de mimbre en el brazo y unas tijeras de podar con las que
cortaba las flores marchitas y quitaba los brotes de hierba que crecían junto a las rosas. Era una tarea
amena y relajada con ese tiempo.
¡Usted sobrevive a todo, señora Shaye!
Ella sabía que tenía fama de indestructible y de no doblegarse ante nada ni nadie, y a veces se
asombraba de la terquedad con que la gente mantenía esa convicción. Ella misma no se sentía ni la
mitad de fuerte de lo que las personas de su entorno creían. Más bien tenía la impresión de que había
conseguido forjarse una fuerte coraza a su alrededor que resistía a todo lo que viniera de fuera, pero
que sobre todo protegía su vida interior de las miradas de los curiosos. Aún tenía, le parecía percibir
de vez en cuando, una serie de heridas que no habían dejado de sangrar. Lo bueno era que al parecer
nadie se había percatado de ello.
Cortaba con mano rápida y experta las hierbas que crecían junto a las rosas, pero sin dirigirles
una sola palabra. Su padre siempre les hablaba a las rosas y decía que era muy importante.
—Son seres vivos. Necesitan atención y sentir que las tomas en serio, que te gustan. Se dan
cuenta enseguida de si tienes buenas intenciones hacia ellas o no, si respetas su carácter, su modo de
ser, sus peculiaridades. Y también notan si las tratas con desprecio e indiferencia.
De niña, Beatrice escuchaba esas palabras con devoción y no dudaba un solo instante de su
veracidad. Pero Andrew Stewart, su padre, era para ella como un dios, y creía en él a ciegas. En
cierta manera, seguía pensando que él tenía razón, pero nunca había sido capaz de llevar sus palabras
a la práctica. En algún momento, durante los arduos años de la guerra y en los tiempos difíciles que
siguieron después, había perdido la capacidad de imitar la manera de vivir de su padre, tan sensible,
tierna y llena de verdadero amor a la naturaleza. Andrew era demasiado vulnerable, y ella no podía
ni quería permitírselo. Y así, a partir de un determinado momento le fue imposible no pensar que una
persona que hablaba con las rosas le volvía la espalda a la vida. Quizá era una idea fija, un prejuicio
imposible de justificar, pero lo cierto es que ya no volvió a dirigirles una sola palabra a las rosas.
No lo había hecho desde que tenía quince años. Y algo le decía que, de hacerlo, sería una catástrofe
comparable a la rotura de un dique.
Cuando Helene la llamó desde la casa para que se pusiera al teléfono, Beatrice se sintió
agradecida por poder huir unos minutos del calor cada vez más sofocante.
—¿Quién es? —preguntó al entrar. Helene, que entre tanto se había puesto una bata rosa de seda,
estaba frente al espejo con el auricular en la mano.
—Es Kevin —dijo—, quiere preguntarte algo.
Kevin también cultivaba rosas, pero, a diferencia de Beatrice, se hallaba en plena actividad
comercial. Tenía treinta y ocho años, era gay y sentía un apego conmovedor por las dos ancianas de
Le Variouf. Su vivero quedaba a veinte minutos en coche, en el extremo suroeste de la isla.
Kevin llamaba a menudo por teléfono; no había logrado establecer una pareja sólida y estable y
con frecuencia se sentía solo. Acababa de romper una relación de años con un joven llamado Steve, y
el romance que había mantenido simultáneamente con un francés un tanto siniestro había llegado
también a su fin. De momento no parecía haber nadie en su vida. Y es que Guernsey ofrecía pocas
posibilidades para un homosexual. Kevin soñaba con mudarse un día a Londres y encontrar allí al
hombre de su vida, aunque todo el que conociera a Kevin sabía que nunca se marcharía de la isla. No
estaba hecho para las dificultades de la vida en la gran ciudad.
Helene le pasó el auricular.
—¿Kevin? ¿Qué tal? ¿No crees tú también que hoy hace demasiado calor para trabajar?
—Por desgracia no puedo permitirme el lujo de tomarme un solo día de fiesta, ya lo sabes —dijo
Kevin. Tenía una voz grave que habría enloquecido a cualquier mujer por teléfono—. Oye, Beatrice,
necesito tu ayuda. Lo lamento mucho, pero… ¿podrías prestarme un poco de dinero?
—¿Yo? —preguntó Beatrice, sorprendida. Kevin pedía a menudo dinero prestado, sobre todo
durante el último medio año, pero siempre se lo pedía a Helene. Ella se había encaprichado con él, y
Kevin sabía perfectamente que nunca se iba de nuestra casa con las manos vacías.
—No quiero recurrir otra vez a Helene —dijo Kevin con aire incómodo—, acaba de prestarme
una importante suma de dinero. Así que si tú…
—¿Cuánto necesitas?
Vaciló un instante.
—Mil libras —dijo finalmente.
Beatrice se estremeció.
—Eso es mucho dinero.
—Lo sé. Te lo devolveré sin falta. No te preocupes.
Pero vaya si había de qué preocuparse. Sabía que Kevin no le había devuelto un solo céntimo a
Helene. De todas formas, no tenía ese dinero. Nunca tenía dinero.
—Procuraré conseguirte esa suma, Kevin —dijo ella—, y tómate tu tiempo para devolvérmelo.
Pero no entiendo por qué necesitas tanto dinero. ¿Es que marcha mal tu negocio?
—¿Qué negocio anda bien hoy en día? —dijo Kevin—. La competencia es muy fuerte y la
situación económica es complicada. Además, he comprado otros dos invernaderos y pasará un
tiempo hasta que amortice la inversión. Para entonces, espero…
—Está bien. Ven a recoger mañana el talón.
Beatrice no quería oír sus promesas ni tampoco hacerle reproches. En su opinión, Kevin vivía
demasiado a lo grande. Las finas corbatas de seda, los jerséis de cachemira, el champán… Todo eso
tenía su precio.
«Así nunca saldrá de apuros», pensó ella.
—Eres un tesoro —dijo Kevin, con gran alivio—. En la primera oportunidad que tenga te
compensaré.
—Será un placer para mí —dijo Beatrice. Kevin recompensaba siempre de la misma forma.
Cocinaba como los dioses y sabía cómo crear la atmósfera adecuada para una cena, con flores, velas,
copas de cristal y la chimenea encendida. Le encantaba atender a sus huéspedes y mimarlos. A
menudo invitaba a Helene, pero lo hacía de manera un tanto interesada. A Beatrice, en cambio, le
decía a veces que ella era la única mujer de la que se había enamorado.
Cuando acabó la conversación, Beatrice se quedó pensando un instante. Tenía la sensación de
que Kevin se sentía acosado, de que había mucho en juego con ese dinero.
«Ojalá que su situación no sea más apurada de lo que él dice», pensó Beatrice.
—¿Qué quería Kevin? —preguntó Helene. Durante la conversación se había ido discretamente a
la cocina, pero ahora volvía a aparecer como si estuviera de paso, lo que no era en absoluto cierto.
Helene nunca estaba de paso. Siempre se encontraba alerta, siempre de guardia, siempre queriendo
enterarse de todo lo que ocurría en la casa, sobre todo en lo que se refería a Beatrice: con quién
hablaba y de qué, con quién se veía, qué se proponía, por qué.
«¡Eres una neurótica que quiere tenerlo todo bajo control!», le gritó una vez Beatrice, irritada, y
Helene se puso a llorar, pero no sirvió de nada.
—Kevin necesita dinero —explicó Beatrice. Sabía que Helene había oído la conversación y no
había motivos para no poner las cartas sobre la mesa—. Se lo daré.
—¿Cuánto?
—Mil libras.
—¿Mil libras? —Helene parecía perpleja—. ¿Otra vez?
—¿Por qué? ¿Hace poco te ha pedido lo mismo?
—La semana pasada. Le di mil libras. ¿Por qué no me lo ha pedido a mí?
—Pues por eso mismo. —Beatrice trataba de no parecer impaciente, pero incluso esa pequeña
conversación con Helene la irritaba—. No quiere hacerte otra vez la corte y estirar la mano.
—¿Para qué le hará falta tanto dinero?
—No lo sé. No es tan extraño. Debe de tener un nuevo amante, y le cuesta lo suyo. Eso no sería
raro en Kevin.
—Pero ¿por qué…?
—¡Por el amor de Dios, Helene, deja ya de acribillarme a preguntas! Yo tampoco sé en qué anda
metido Kevin. Si tanto te interesa, ¡ve y pregúntaselo!
—¡Ya vuelves a enfadarte conmigo!
—Porque siempre quieres saberlo todo. ¿Deseas también que escriba para ti mis sueños y te
cuente a qué hora voy al baño?
A Helene se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Eres muy mala conmigo! Cada dos por tres me dices que te pongo nerviosa. Estoy todo el día
sola, nadie se ocupa de mí y a nadie le importo lo más mínimo. Y cuando quiero ser un poco parte de
tu vida, tú…
Cuando Helene empezaba a quejarse de su vida, no terminaba nunca y siempre acababa en un mar
de lágrimas. Beatrice no creía que esta vez pudiera soportarlo.
—Helene, tal vez deberíamos dejar para otro día tu terrible situación. Ahora me gustaría volver
al jardín y ocuparme de las rosas; luego iré a buscar a Mae. ¿Te parece bien?
Habló con esa cortesía cortante que sabía muy bien cuánto temía Helene. De hecho, la anciana se
mordió los labios y se marchó. Se retiraría a su habitación, donde daría rienda suelta a sus lágrimas.
Beatrice la vio subir lentamente la escalera y se preguntó por qué era incapaz de sentir lástima
por aquella pobre neurótica. Helene era una persona profundamente infeliz, siempre lo había sido.
Simplemente no tenía paz, ni siquiera a su edad.
«Y no logro compadecerme de ella —pensó Beatrice. Y casi se asustó al añadir
involuntariamente—: No la compadezco porque cada día que pasa la odio más.»
2
Desde que subió al avión, Franca tuvo el presentimiento de que en ese viaje todo saldría mal. Para
empezar, se sentó en el lugar equivocado, y el hombre a quien correspondía el asiento la trató como
si hubiera atentado imperdonablemente contra la propiedad privada. Después, dio vueltas por el
avión hasta que encontró a una azafata que se apiadó de ella; le mostró la tarjeta de embarque y la
joven la acompañó a su asiento. Al borde de un ataque de pánico, Franca se desplomó en él y buscó
con dedos temblorosos una pastilla en el bolso; cuando dio por fin con la cajita, comprobó
horrorizada que estaba casi vacía. Era la primera vez, nunca le había pasado. Cuando salía de casa,
cosa que no ocurría con excesiva frecuencia, se cercioraba una docena de veces de que llevaba
suficientes tranquilizantes. Esa vez, naturalmente, al principio de un viaje, también lo había hecho,
pero pensó que los dos blíster de la caja estaban llenos.
¿Cómo podía haberle ocurrido eso?, se preguntaba, desesperada. A excepción de una única
pastilla, ¡los dos blíster estaban completamente vacíos!
Su primer impulso fue levantarse de un salto y salir corriendo del avión. El aparato debía
despegar sin ella, no podía estar en ese vuelo. En Guernsey, es decir, en el extranjero, no podría
conseguir los medicamentos que necesitaba, y mucho menos sin receta. Pero el avión comenzó a
rodar y Franca comprendió que la cosa ya no tenía remedio. Tendría que volar a Guernsey y
arreglárselas con una sola pastilla.
Ella sabía que los ataques de pánico le entraban de golpe, la inundaban como una ola gigantesca
y la sumían durante unos angustiosos minutos, que duraban una eternidad, en un estado de espanto y
desesperación. El pánico que le entró en el avión ya lo había presentido: todo empezó cuando el
hombre en cuyo asiento se había sentado por error la regañó, y el golpe de gracia fue cuando
descubrió que la caja de pastillas estaba casi vacía. Aunque Franca sabía perfectamente que
sucumbiría de un momento a otro al ataque con una violencia inusitada, jadeó atónita. En cuestión de
segundos, su ligero jersey de algodón se empapó en sudor, sintió las piernas como un flan, y el
corazón y el pulso comenzaron a acelerarse como si acabara de correr una maratón. Luego empezó a
sentir frío, pero sabía que el frío procedía de dentro, que en ese momento no había nada en el mundo
que pudiera darle calor. Castañeteaba los dientes de forma apenas audible. Sabía que en momentos
como ése la cara se le ponía de color ceniza. Debía de parecer un fantasma.
Además de los síntomas físicos —el temblor, el sudor y el frío que sentía—, el miedo le recorría
el cuerpo a la velocidad de un incendio en un bosque reseco. Hasta le pareció oír a Michael, su voz
molesta y enfadada.
—¡De qué tienes miedo, santo cielo! —Siempre la misma pregunta, pero obviamente ella nunca
era capaz de darle una respuesta satisfactoria.
—No es sólo miedo. Esa palabra no quiere decir mucho. ¡Lo que siento es pánico! Un pánico
indefinible. Una sensación de espanto. De angustia. De no tener salida. Un miedo que no tiene
nombre, que no se puede combatir con nada porque no se sabe de dónde viene.
—No existe un miedo que no tenga nombre. ¡Ni pánico indefinible! ¡Hay que saber a qué se tiene
miedo y de qué se siente pánico!
—A todo. A la vida. A la gente. Al futuro. Todo parece oscuro, amenazante. Es…
Pero sus descripciones se extinguían una y otra vez en el mayor de los desamparos.
—Michael, es que no lo sé. Es horrible. Y me siento completamente impotente.
—Tonterías. Siempre se puede hacer algo. Es una cuestión de voluntad. Pero hace tiempo que has
adoptado la cómoda postura de no tener voluntad. Así puedes bajar confiada los brazos y dejarte
llevar de un ataque de pánico a otro.
Oía cómo su voz la martilleaba sin piedad, mientras el avión avanzaba hacia la pista de despegue
y ella trataba infructuosamente de controlar de alguna forma su temblor y la angustia que sentía.
La pastilla… Sabía que en un instante, una vez que la tomara, volvería a calmarse. Pero después
de ésa no quedarían más. Su efecto duraba como mucho cinco o seis horas. Y hasta dentro de dos
días no retornaría de Guernsey.
—¿Le ocurre algo?
Oyó la voz de una pasajera como en un sueño. Vio la cara difusa y amable de una señora mayor.
Cabello gris, ojos benévolos.
—Tiene los labios grises y está temblando como una hoja. ¿Desea que llame a la azafata?
—No, no, muchas gracias. —Cualquier cosa con tal de no llamar la atención. Sabía por
experiencia que eso empeoraba las cosas—. Tengo una pastilla… Cuando la tomo, enseguida me
siento mejor.
—¿Tiene miedo a volar?
—No… estoy… tengo un resfriado que no se quiere ir… —Seguramente sonaba poco
convincente, pero en ese momento no se le ocurrió nada mejor. Apretó tres veces antes de que la
pastilla saliera del celofán. Los dedos le temblaban cuando se la puso en la boca. La tragó
fácilmente, sin agua, cosa que había aprendido en los últimos años cuando había tenido que tragarse
pastillas en situaciones inimaginables.
—Antes yo tenía un miedo terrible a volar —dijo la anciana, pasando por alto la explicación
absurda del resfriado—. Hubo una época en que no subía a ningún avión. Pero luego me dije que de
alguna manera tenía que tratar de superarlo. Mi hija se casó en Guernsey, y cada tanto me gusta ir a
visitarla, a ella y a mis nietos. En coche queda demasiado lejos, y en tren… ¡por Dios! —Hizo un
gesto negativo con la mano—. Así que decidí acostumbrarme a volar. Y desde entonces no he vuelto
a tener problemas. —Sonrió—. Ya verá como usted también se acostumbra.
Franca cerró los ojos. La pastilla comenzaba a hacer efecto. El temblor se le fue pasando. Dejó
de sentir frío. El sudor se le secó en la piel. El pánico remitió poco a poco. Respiró hondo.
—Ya vuelve a tener color en las mejillas —comprobó su vecina de asiento—. Estas pastillas
parecen muy efectivas. ¿Qué son, si puede saberse?
—Son de valeriana. —Franca hizo desaparecer rápidamente la caja en el bolso. Sintió que el
cuerpo se le relajaba y apoyó la cabeza en el respaldo.
Seis horas. Seis horas, siendo optimista, y el optimismo, poco después de haber tomado la
pastilla, no le resultaba tan difícil. Seis horas de absoluta tranquilidad.
¿Y después?
«¿Cómo me las apañaré mañana en el banco? —se preguntó—. ¿Seré capaz de salir de la
habitación del hotel?»
Podría evitar la cena y el desayuno; simplemente se quedaría en su habitación. Si tenía suerte,
hasta podría comprar un bocadillo en el aeropuerto de St. Martin para no pasar demasiada hambre.
Pero al banco, al día siguiente, no le quedaba más remedio que ir, y para ella era un misterio cómo lo
conseguiría.
«Mañana pensaré en ello —decidió—. A lo mejor no me da ningún ataque y entonces no habrá
problema.»
En un rincón de su cerebro sabía que tarde o temprano le sobrevendría un ataque, porque siempre
sucedía, pero, sedada como estaba por el medicamento, no podía pensar en ello. Un suave velo se
había echado sobre su capacidad de percepción. Y ahora dejaría sencillamente que pasara lo que
tuviera que pasar.

Reza Karim agitó nerviosamente las manos y pronunció unas palabras en paquistaní, hasta que se dio
cuenta y volvió a hablar en un inglés entrecortado.
—¡No sé! Realmente no sé cómo ha podido pasar. ¡Aquí no hay ninguna reserva! Señora Palmer,
estoy desolado. ¿Es posible que se haya olvidado de hacer la reserva?
Franca se sostenía con ambas manos al mostrador de la recepción y miraba a Reza Karim como
hipnotizada.
—Señor Karim, mi esposo ha reservado la habitación. Bueno, lo ha hecho su secretaria. Nunca
hemos tenido ningún problema.
—¡Sí, pero aquí no encuentro la reserva! —Karim hojeaba apresuradamente el libro de reservas
hacia delante y hacia atrás—. ¡Aquí no hay nada! Todo queda registrado aquí. ¡Y no hay nada!
—Necesito una habitación, señor Karim.
Empezó a sudar, aunque pensó que sería por el calor que azotaba la isla. El efecto del
tranquilizante duraba aún. Pero ¿qué iba a hacer, por el amor de Dios, si no conseguía una
habitación?
Cada vez que iba a Guernsey se hospedaba en el St. George Inn, un hospedaje económico, y a
veces pensaba que Michael bien podía darse el lujo de reservar un hotel algo más elegante que aquel
edificio oculto entre muchos otros, donde había un constante olor a comida y cuya gruesa alfombra de
color vino estaba cubierta de mugre. La escalera era estrecha, empinada y peligrosa, y en los baños
la comodidad brillaba por su ausencia, por no hablar de las diminutas habitaciones, en las que era
casi imposible darse la vuelta y donde cada vez que se secaba el pelo se golpeaba el codo contra la
pared. Pero Franca se había acostumbrado a los cuartos sofocantes y al señor Karim, y las
predicciones de Michael habían resultado acertadas: al final, Franca siempre se decantaba por lo
conocido. Y aunque no se sintiera realmente a gusto en el hotel, prefería perseverar en algo terrible
pero conocido que improvisar y acabar en otra situación igualmente terrible y por conocer.
—Créame que la entiendo, señora —dijo Karim—, pero por desgracia están todas ocupadas.
¡Usted sabe que nunca he podido quejarme de falta de huéspedes! —El hombre se rio. Franca no lo
sabía, ni había pensado en ello, pero supuso que decía la verdad. De haber tenido un cubículo libre,
por pequeño que fuera, la habría metido allí.
—¿Puedo hacer una llamada? —preguntó Franca.
—¡Naturalmente! —Le acercó el teléfono, un mamotreto negro y anticuado que Franca conocía
tan sólo de las películas antiguas que ponían en la televisión. Marcó el número del laboratorio y la
extensión del despacho de Michael.
Él mismo contestó al teléfono:
—¿Sí?
—Michael, soy yo, Franca. Estoy en el St. George. Tengo un problema. No hay ninguna
habitación reservada a mi nombre.
—No puede ser.
—Pues sí. Al señor Karim no le consta ninguna reserva.
—Entonces tendrá que darte otra.
—Es que están todas ocupadas. No queda absolutamente ninguna libre.
Michael dejó escapar un suspiro.
—¡No es posible! —Su voz sonaba como si dijera: «¿Y ahora qué lío has vuelto a armar? ¿Será
posible que no haya nada, pero nada, que puedas hacer bien?»
Ella sintió que en algún lugar de su cuerpo un nervio empezaba a vibrar. Era una forma singular
de dolor que no podía situar ni describir. Era como un punto que durante años hubiese estado
lastimado y ahora, al más mínimo contacto, emitiera unas ondas de dolor que la atormentaban.
—No sé si es posible —dijo ella—, pero es así. Aquí no hay ninguna habitación reservada a mi
nombre.
—Pues debe de tratarse de un error —comentó Michael—, yo le dije a Sonia que hiciera la
reserva. —Sonia era su secretaria, y solía cumplir eficazmente todos los encargos.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó Franca con desánimo.
Michael volvió a suspirar.
—¡Busca otro hotel! ¡Yo no puedo ayudarte desde aquí!
—Michael, tengo miedo. Preferiría regresar ahora mismo. No… —Dudó si confesar su
contratiempo, pero por fin le salieron las palabras—: No tengo pastillas. Me quedaba sólo una y he
tenido que tomarla en el avión. Ahora no sé…
—¡No puedo creerlo! —Quien oyera a Michael pensaría que estaba hablando con una idiota que
a cada momento que pasaba le irritaba más—. Te envío a Guernsey. Te pago el avión. Por primera
vez en la vida, te pido que hagas algo por mí. Y…
—No es la primera vez que vengo aquí por ti.
—Es lo único que te pido. Sólo Dios sabe que no espero nada más de ti. Ya he dejado a un lado
todas las pretensiones y expectativas que un hombre pueda albergar hacia una mujer. Sólo te pido
este favor ¡dos veces al año! ¿Y hasta esto te resulta excesivo? ¿Te parece una exigencia
inaceptable? ¿Eres demasiado delicada, demasiado frágil, demasiado sensible para esto?
—Yo no he dicho eso. —El dolor quedo de la vibración se hizo más fuerte. El medicamento
seguía haciendo efecto, pero Franca sabía que si la conversación no acababa pronto el estado de
tranquilidad se interrumpiría incluso antes de las seis horas.
—¡No vas a suspender tu estancia en Guernsey! ¿Me oyes? Mañana irás al banco y después
regresarás. Si no quieres esperar hasta el sábado, coges un vuelo para mañana por la noche. ¡Pero
tienes que ir al banco! ¿Queda claro?
—Sí —respondió ella en voz baja. Como de costumbre, tenía la sensación de volverse
literalmente más pequeña frente al vozarrón de Michael. Se encogió, como si realmente se redujera
en varios centímetros. Así se volvería tan pequeña que nadie la vería. O tal vez acabaría por
desaparecer.
Entonces Michael pareció algo más amable. Como si de pronto hubiera recordado que los
ataques de pánico podían ser realmente muy fuertes y hubiera pensado que tal vez fuera mejor calmar
un poco a Franca en lugar de quitarle los últimos vestigios de confianza que tenía en sí misma.
—Ya verás como lo solucionas. Ahora busca un lugar para pasar la noche. Tal vez el señor
Karim pueda echarte una mano. ¡Llámame esta noche y dime si todo ha salido bien! —Con esas
palabras dio por terminada la conversación, y Franca, que iba a decir algo, se tragó las palabras y
también colgó.
—¿Podría ayudarme a encontrar una habitación? —le preguntó a Karim.
Él se rascó la cabeza.
—Será difícil. Muy difícil. La isla está siempre a tope.

Alan Shaye se sintió totalmente ridículo cuando estacionó el coche frente a la casa de Maia y se
quedó mirando la puerta y las ventanas como si esperara ver algo extraordinario en cualquier
momento.
«Un mísero y desgraciado fisgón —pensó—. ¡Si Maia me viera se moriría de risa!»
Cada tanto pasaba a su lado algún coche, que subía renqueante por la estrecha y empinada calle.
Algunos conductores se llevaban el índice a la sien o movían aparatosamente la cabeza sin quitarle la
vista de encima. Pero él se hacía el desentendido, y seguía mirando a la segunda planta
preguntándose qué estaría ocurriendo allí arriba.
Aunque en realidad lo sabía de sobra. Conocía muy bien a Maia, quizá incluso mejor que a sí
mismo. Ella no llevaba a un hombre a su casa para tomar el té y charlar. Maia tenía una idea muy
clara de lo que era el placer. Contemplaba a los hombres siguiendo parámetros muy simples: ¿podían
procurarle el máximo de satisfacción sexual? ¿Tenían dinero y estaban dispuestos a gastarlo
generosamente con ella? ¿No le exigían ningún tipo de compromiso? ¿Se contentaban con lo que
recibían y no se ponían celosos cuando se enteraban de que compartía el lecho con una docena de
amantes? Porque Maia no se contentaba con un solo hombre.
—Eso sería como leer siempre el mismo libro —le explicó una vez, después de que él le
criticara su modo de vida—. O como conocer un solo país del mundo. Comer siempre espaguetis y
nada más. Beber siempre el mismo vino… ¡Eso es limitarse!
—¡No puedes hacer esas comparaciones! No puedes equiparar a los hombres con la comida, la
bebida, los viajes o la lectura. ¡No puedes hablar de los hombres como si fueran vinos o agencias de
viajes!
Maia entonces se rio.
—¿Y por qué no? ¡Dame una buena razón por la que no deba ser así! ¿Por qué no habría de mirar
cuanto se me ofrece antes de decidirme por algo?
—Nadie dice que debas quedarte con el primer hombre que se te cruce en el camino.
Ella volvió a reírse.
—Porque no has sido tú ese hombre —le dijo a Alan—. ¡Si no, ya veríamos!
—Maia, lo que tú haces va mucho más allá de probar o de mirar. Lo que tú haces es consumir sin
ton ni son. Tus relaciones con los hombres no son lo bastante largas ni intensas para saber nada de
ellos. Para ti es como un deporte. No quieres decidirte por nadie. Y me da la impresión de que
quieres seguir así el resto de tu vida.
Ella lo abrazó y le sonrió. Estaba hermosísima y podía ser encantadora.
—¡Ay, Alan! ¡Hablas como una institutriz! Y lo juzgas todo con demasiada seriedad y rigidez.
Mira, a mi modo de ver las cosas, yo soy totalmente fiel. Hace ya casi cuatro años que estoy contigo.
¡Haga lo que haga, nunca te dejaré por completo!
Él se soltó del abrazo. Lo que decía era demasiado ridículo, demasiado humillante.
—¡No hace casi cuatro años que estamos juntos! Di más bien que desde hace cuatro años me
incluyes de vez en cuando en tu colección de amantes. Te divierte estar conmigo de vez en cuando.
Pero no estás dispuesta a formar pareja conmigo.
—¡Pero si ya somos pareja!
—Perdona, pero es posible que tengamos una idea muy distinta de lo que es una pareja. Para mí
significa aceptar realmente al otro. ¿Entiendes? Y eso excluye a terceros. Cuando yo estoy contigo no
me acuesto con otras mujeres.
—Pero podrías hacerlo.
—¡Si lo dices en serio, es porque no sabes lo que es amar!
—¡Bah! —Se apartó, irritada y aburrida—. ¡Amor! ¡Tengo veintiún años, Alan! ¿Qué quieres de
mí? ¿Una promesa para toda la eternidad? ¿Un juramento de fidelidad? ¿La declaración de sólo a ti y
a nadie más que a ti? ¡Entre la gente de tu edad eso debe de ser normal, pero yo me siento demasiado
joven para ese tipo de promesas!
Había dado en el clavo. Ahí estaba el problema. Alan volvió a pensar en eso mientras
estacionaba delante de su casa esa calurosa tarde de septiembre y se hundía lentamente en el asiento
de piel. La diferencia de edad era demasiado grande. Él tenía cuarenta y dos años y Maia no había
cumplido todavía veintidós. Era veinte años mayor que ella. No se sentía en absoluto viejo, pero
comparado con ella lo era. Tenía otras expectativas porque estaba en otra etapa de la vida. Aunque
tampoco recordaba haber llevado a los veinte años una vida tan excesiva como la de ella. Ni conocía
a nadie que actuara de esa manera.
«Olvídala —pensó con fatiga—, ¡aléjate de ella!»
Se había propuesto no visitarla durante este viaje a Guernsey. Tras su último encuentro, a
principios de junio, él le dijo que por su parte la relación había terminado. Ella se encogió de
hombros.
—De todos modos no nos hemos visto casi nada —dijo ella—. Tú en Londres, yo aquí… y
vienes muy pocas veces al año… ¡pero fuiste tú quien lo quiso así!
—¡Yo quería que vinieras a Londres conmigo!
—Sí, pero con tus condiciones. Querías que estudiara, que trabajara, que…
—Que acabaras tus estudios, es cierto. Mientras tanto habríamos vivido juntos. Yo me habría
ocupado de ti. Lo sabes muy bien.
—Eres un moralista, Alan. Para que me aceptes, primero tengo que demostrar una conducta
intachable. Pero no puedes tratarme como a una niña. Soy una mujer hecha y derecha.
—Pues entonces compórtate como tal. Pon un poco de orden en tu vida. Las cosas no siempre son
como las imaginas. Vives al día, te levantas a cualquier hora, desperdicias las tardes y te pasas las
noches bailando y bebiendo. ¡Dejas que tu abuela te mantenga y crees que todo seguirá así!
—Y seguirá así. ¿Por qué tendría que preocuparme por lo que ocurrirá dentro de diez años? ¡Ya
saldrá algo!
—Mae no vivirá eternamente.
—Pero siempre habrá alguien.
—¿Un hombre, quieres decir?
—Sí. Siempre habrá alguno.
La miró con aire pensativo; tenía una risa despreocupada y unos ojos centelleantes.
—No siempre tendrás veinte años, Maia. No toda la vida serás tan atractiva como ahora. ¿No te
das cuenta? Los hombres no se pelearán eternamente por ti.
—Eres un pesimista, Alan. ¡Siempre lo pintas todo de negro! ¡Puedes ser increíblemente soso y
aburrido! Contigo una se vuelve melancólica.
Pero enseguida se echó a reír, muy poco melancólica.
Cuando aterrizó ese día en el aeropuerto de St. Peter, procedente de Londres, Alan pensó que le
resultaría imposible no ver a Maia. Por otra parte, era probable que fuera al cumpleaños de su madre
el domingo. Le molestó pensar siquiera un momento en eso, pero la verdad era que le daba miedo
verla. Miedo de que la expresión de su cara delatara lo que sentía por ella, unos sentimientos contra
los cuales hacía años que combatía con amargura y sin éxito. No entendía cómo no lograba
arrancarse de una vez a Maia del corazón. ¿Por qué la tenía siempre presente? En su piso de Londres,
en el despacho, cuando se encontraba con amigos y hasta cuando estaba con otras mujeres. Nunca
podía deshacerse de Maia.
Qué estupidez, llegó a pensar una vez.
En el aeropuerto alquiló un coche y, en vez de ir directamente a casa de su madre en Le Variouf
—adonde de todos modos no tenía ganas de ir, aunque era algo que tarde o temprano debía suceder
—, cogió el camino a St. Peter Port y subió por la calle donde vivía Maia. Tenía un piso muy bonito
de dos dormitorios que pagaba su abuela Mae. Desde las ventanas traseras disfrutaba de una vista
magnífica al mar y a Castle Cornet, la fortaleza que dominaba el puerto de la ciudad.
Justo cuando estaba a punto de bajar del coche vio a Maia. Subía muy lentamente por la calle
empinada, a causa del calor que hacía. Llevaba una falda corta y estrecha y una camiseta blanca que
le llegaba apenas al talle y dejaba el ombligo a la vista. Sus largas piernas estaban bronceadas por el
sol. Calzaba zapatillas y parecía como de costumbre muy despreocupada.
A Alan, el tipo que la acompañaba le dio mala espina. Tenía aspecto de mañoso, con mucha
gomina en el cabello negro y gafas de sol con cristal de espejo. Era delgado pero nervudo, y
seguramente fuerte. Parecía lisa y llanamente un chulo de los bajos fondos.
«Y tal vez lo sea», pensó Alan.
No se movió de donde estaba para que Maia no lo viera. El coche no podía reconocerlo, y
además tampoco miraría con atención. Ella sonreía al hombre, pero él no le devolvía la sonrisa.
Entraron en la casa y la puerta se cerró tras ellos. Alan pensó que lo mejor sería apretar el
acelerador y largarse cuanto antes de allí. Cualquier otra cosa era puro masoquismo. ¿Por qué había
de torturarse esperando sentado hasta que ellos hubieran acabado? Pero algo lo detenía, lo hacía
quedarse, lo obligaba a aceptar el suplicio y permanecer bajo las ventanas detrás de las cuales ella
estaría gozando. Ya pasará, se dijo. Y no se refería a los juegos sexuales de ella con aquel tipo
repelente, sino a su obsesión. Una mañana se despertaría y descubriría que ya no quería a Maia
Ashworth, que eso pertenecía al pasado, y entonces recobraría su libertad, sería capaz de amar a
otras mujeres y volvería a disfrutar de la vida.
Hacia las seis de la tarde ya no pudo aguantar más. Sentía una sed terrible, lo que no era de
extrañar con el calor que hacía. Pero poco a poco esa necesidad fue derivando hacia otra forma
particular de sed. No tenía sed de agua ni de zumo de naranja. Necesitaba algo más fuerte. Como
siempre. Como casi todos los días.
Justo debajo de la casa de Maia había un pub que abría a las seis. Cuando Alan entró, aparte de
los cuatro jóvenes que había detrás de la barra, el bar estaba vacío. Un enorme cartel anunciaba
música en vivo para esa noche. Alan pidió un whisky y se sentó con el vaso delante de la gran
chimenea que había frente a la barra. Era un local inmenso, de dos plantas, con unas pesadas vigas en
el techo y muchas mesas y sillas de madera. Alan recordaba que a altas horas de la noche aquel sitio
se llenaba. Estuvo casi tres cuartos de hora completamente solo, hasta que por fin entraron dos
hombres con aspecto de pescadores que hablaban de una travesía en barco con turistas rumbo a Sark.
Entre tanto se había bebido dos whiskys más y había ido tres veces al baño. Estaba a punto de pedir
el cuarto, pero pensó que tenía que conducir y que su madre volvería a recriminarle que olía otra vez
a alcohol. Miraba todo el tiempo a la puerta. En el fondo, esperaba que en cualquier momento entrara
Maia con su acompañante. Sabía que ella a veces bajaba al bar. Pero obviamente ese día había
preferido quedarse en la cama, o se había ido con aquel individuo a otra parte. Se levantó
pesadamente, fue a la barra y pagó. Después salió a la calle.
El otoño ya se dejaba sentir. El sol se había ocultado detrás de las casas y las sombras
refrescaban el ambiente. Para estar fuera había que ponerse un jersey.
«Pronto los días serán muy grises —pensó—. Sobre todo en Londres. Las noches serán largas,
oscuras y solitarias. Hará falta mucho whisky para sobrellevarlas.»
No había luz en las ventanas de Maia, pero eso no quería decir necesariamente que hubiera
salido. Quizá se habían quedado dormidos. El whisky le hacía más llevadero el sufrimiento.
«No es asunto mío —se dijo—, a mí no tiene por qué importarme.»
Alan vio a la mujer cuando se disponía a abrir el coche. Estaba de pie, en la acera, al otro lado
del coche. En un primer momento le pareció que la mujer no podía pasar entre el coche y el muro del
edificio, porque había aparcado tan mal que había bloqueado casi toda la acera. Pero después se dio
cuenta de que la mujer se aferraba con ambas manos al techo del vehículo. Tenía la cara cenicienta y
hasta los labios parecían grises. La piel le relucía con una humedad muy poco natural.
—¿No se siente bien? —No podía marcharse hasta que la mujer dejara de apoyarse en el techo
del coche—. ¿Necesita ayuda?
Era evidente que no había advertido su presencia, porque se estremeció y lo miró, asombrada. Él
vio una desesperación en la mirada de la mujer que lo desconcertó. De golpe se sintió sobrio.
—Ha debido de subir la cuesta demasiado deprisa —conjeturó—. ¿Quiere sentarse un momento?
Espere, le abriré la puerta.
El coche no tenía cierre centralizado, así que dio la vuelta y abrió la puerta del acompañante.
—Venga. Siéntese. Está a punto de desmayarse.
Ella movió los labios casi sin emitir sonido alguno. Alan trató de entender lo que decía.
—Hable un poco más alto. ¿Qué le ocurre?
La mujer se desplomó en el asiento. Con un gesto de infinita fatiga inclinó la cabeza hacia atrás y
cerró los ojos. Alan abrió el maletero, hurgó en una cartera, sacó un terrón de azúcar y volvió donde
estaba la mujer. Lo desenvolvió y se lo ofreció.
—Tome esto. Le sentará bien.
Como no reaccionaba, le puso el terrón entre los dientes. Ella lo sostuvo un instante en la lengua
y luego se lo metió en la boca.
—No lo mastique —le advirtió—. Deje que se disuelva lentamente en la lengua.
La mujer abrió los ojos.
—Ya… me siento… mejor —balbuceó.
—Pero aún tiene un aspecto fatal. ¿Quiere que la lleve a un médico?
Ella meneó la cabeza.
—No tengo… habitación —dijo con dificultad.
En ese momento Alan comprendió por qué no entendía bien lo que decía la mujer: su inglés,
aunque fluido, era el de una extranjera. No podía ser una isleña, y tampoco inglesa. Una turista,
evidentemente. ¿Y sin habitación? Pero tampoco parecía una vagabunda. La mujer cerró de nuevo los
ojos, momento que aprovechó para estudiarla de arriba abajo.
No sabía decir si le parecía bonita o no. Estaba muy pálida y no llevaba maquillaje. Era rubia y
muy delgada, y llevaba el cabello recogido con una cinta. Vestía vaqueros y un jersey claro de
algodón que se veía deshilachado y sudado. Bien arreglada, podía mejorar, pero era obvio que
descuidaba su aspecto.
—¿No tiene habitación? —preguntó él—. ¿Cuándo ha llegado?
Volvió a abrir los párpados.
«Tiene unos ojos bonitos», pensó Alan. Eran verdes, unos ojos interesantes, sombreados por unas
pestañas llamativamente largas.
—He llegado hoy —dijo—. De Alemania.
—¿Y no tiene habitación?
—Al parecer, ha habido un malentendido con la reserva… —Su mirada se volvió poco a poco
más nítida. Se irguió en el asiento—. Me siento mejor. De veras, ya estoy mejor.
Alan vio que sus mejillas empezaban a adquirir una pizca de color.
—Ahora ya se la ve mejor, sí. ¡Pero quédese sentada! —añadió deprisa al ver que hacía ademán
de levantarse—. ¡Tampoco es para ponerse a bailar!
—La secretaria de mi marido tenía que haber reservado una habitación para mí —explicó—,
pero algo ha salido mal.
—¿Dónde iba a alojarse?
—En el St. George Inn. Siempre voy allí. He dejado allí mi equipaje. El señor Karim, el
propietario del hotel, ha telefoneado a todas partes, pero no ha encontrado ni una sola habitación
libre. Y ahora iba a la oficina de turismo que hay abajo, en el puerto, pero antes he pasado por el…
—frunció el entrecejo—, ¿cómo se llama?, un autoservicio que hay junto a la iglesia, bastante
singular…
Alan lo conocía.
—The Terrace.
—Sí. He hecho cola en el mostrador y, cuando ya tenía la comida y la bebida en la bandeja y
estaba llegando a la caja… —Se interrumpió.
Él la miró detenidamente.
—¿Sí?
—He sentido pánico —continuó en voz baja—, todo ha empezado a darme vueltas. La gente… En
cuestión de segundos he comenzado jadear. He tenido que salir, no podía pensar en nada… Se me ha
caído todo, la bandeja con todo lo que tenía…
—Y entonces ha salido corriendo…
—Sí. He salido despavorida. Quería ir al hotel, a por mis cosas… Luego he subido la calle y de
pronto ya no he podido seguir. Las piernas han empezado a flaquearme… y me he apoyado en su
coche. —Volvió a intentar ponerse en pie, pero Alan la obligó suavemente a que permaneciera
sentada.
—Aguarde un momento. Todavía tiene la cara pálida.
—Lo estoy entreteniendo…
—No tengo ninguna prisa. ¿Sabe lo que haremos? Vamos a cruzar la calle y a entrar en The Cock
and the Bull —dijo, señalando el pub que estaba enfrente—. Tomaremos una copa. Le sentará bien.
—Debo ocuparme de buscar hotel.
—Se me ocurre una idea. Mi madre a veces alquila una habitación en su casa. Podría llamarla y,
si la habitación está libre, se la queda usted. Le Variouf está bastante aislado, al sur de la isla, pero a
usted no le importa, ¿no?
—Me da exactamente lo mismo, con tal de saber que tengo un lugar donde pasar la noche.
Bajó con lentitud del coche. Las piernas aún le temblaban, pero estaba visiblemente mejor.
—Tengo que ir primero a The Terrace a pagar la vajilla que he roto.
—Me temo que ya han cerrado. Puede ir mañana. No hay prisa. —Dudó si cogerla del brazo,
pero después abandonó la idea. Iría a su lado; así siempre estaría a tiempo de sujetarla si volvía a
marearse. Pero, a cada paso que daba, ella se sentía más firme.
¿Por qué hacía aquello? La mujer no le caía particularmente bien y, en cierto sentido, se la había
cargado a cuestas. Le había solucionado el problema del alojamiento y ahora se iba a tomar una copa
con ella. Si su madre no tenía la habitación libre, o no quería huéspedes, lo cual podía ocurrir, no le
quedaría más remedio que ayudarla. No podía dejarla tirada.
«Creo que lo hago —pensó con descarnada franqueza— por la sencilla razón de que así podré
regresar al bar y beber otra copa.»
The Cock and the Bull estaba lleno de gente. La barra estaba repleta y junto a la chimenea se
había reunido también un grupo de clientes. Los miembros de la banda estaban preparando los
instrumentos. Uno de los músicos afinaba el chelo.
La mujer se quedó de pie, junto a la puerta, en ademán de dar media vuelta y salir corriendo.
—Hay mucha gente…
—No, no hay tanta. En la sala grande hay sitio de sobra. —Esperaba que la mujer no se echara
atrás, porque ya había olido el alcohol y lo había acometido el ansia de beber—. Siéntese cerca de la
puerta. Así estará segura de que puede salir cuando quiera.
Usó con ella todas sus dotes de persuasión. Por fin logró que se sentara cerca de la puerta con
aire algo vacilante, apoyada en el borde de la silla, lista para salir corriendo en cualquier momento,
y con una expresión en el rostro como si estuviera rodeada de grandes peligros. Alan fue a la barra y
preguntó si podía hacer una llamada. Allí mismo se tomó la primera copa. La desconocida lo había
puesto nervioso, pero ahora el alcohol le devolvía la calma. Lo suficiente, al menos, para resistir el
rapapolvo de su madre, porque sabía que estaría enfadada.
Por supuesto que estaba enfadada. Sabía a qué hora había aterrizado el avión y se preguntaba
dónde se había metido.
—Al menos, podrías haber llamado. ¿Dónde estás ahora? En un bar, ¿no?
Con los inconfundibles ruidos de fondo, habría sido inútil negarlo.
—Sí, con una conocida. —Ni siquiera sabía su nombre, pero tampoco tenía por qué decírselo a
su madre—. Mamá, ¿por casualidad está libre el cuarto de huéspedes? ¿Te apetecería alquilarlo?
Como suponía, su madre se negó.
—Pues la verdad es que no. El domingo celebraremos la fiesta, hay muchas cosas que preparar
y…
—No creo que eso le importe a ella. —Le parecía increíblemente neurótica, pero se cuidó de no
decírselo a su madre por precaución—. Dentro de un rato estamos allá. No tiene dónde dormir.
Debemos ayudarla.
Beatrice lanzó un suspiro.
—Con tal de que aparezcas… Hace un siglo que no vienes a Guernsey, y nada más llegar te pasas
toda la tarde en un bar. Me preocupas, Alan. Ya sabes lo que pasa cuando empiezas a beber…
No estaba dispuesto a escucharla.
—Hasta luego, mamá. ¡No llegaré tarde!
Colgó el auricular, pidió dos whiskys y volvió con las copas a la mesa. La desconocida se había
sentado tan al borde de la silla que temía que en cualquier momento fuera a caerse al suelo.
—¡Tenga! —Le tendió la copa—. Beba. Por cierto, me llamo Alan Shaye.
—Franca Palmer. Soy de Berlín. —La mujer bebió un sorbo de whisky. Su mirada se paseó
nerviosamente por el bar hasta que finalmente se detuvo en Alan—. ¿Qué ha dicho su madre?
—Que no hay problema. El cuarto está libre y es suyo.
Se sentó a su lado. El olor a malta que salía de la copa lo debilitaba. Sabía que no debía haber
vuelto al bar. Ahora era probable que no parara de beber, y ya sabía cómo acababa la cosa: Alan
Shaye se arrastraría miserablemente por el suelo entre balbuceos.
Vio que Franca empezaba a relajarse. La perspectiva de tener una habitación donde pasar la
noche le había devuelto un poco las fuerzas.
—¡Dios mío —dijo—, qué día!
—Ha sido demasiado para usted —opinó Alan—, y su cuerpo ha dicho basta. Ya verá como
mañana se sentirá mucho mejor.
La mujer volvió a parpadear. Alan estaba indignado porque ella ni siquiera rozaba el whisky con
los labios… y él ya había vuelto a vaciar su copa. Lo que más le gustaría en ese momento sería coger
la copa de la mujer y bebérsela de un trago.
—Mañana tengo que ir al banco —dijo.
—Eso no será ningún problema. En Le Variouf puede coger un autobús. O quizá pueda llevarla
alguien. Además, seguro que mi madre viene mañana a St. Peter Port, y es probable que yo también,
así que no se preocupe.
Ella suspiró profundamente y comenzó a darle vueltas a la copa.
«¿Por qué estará tan asustada? —se preguntó Alan—. Parece un conejo en un campo de tiro.»
—Estaré en Guernsey hasta el lunes. —No tenía ningún interés en contarle su vida, pero
necesitaba hablar de algo, sobre todo para eludir la tortuosa idea de la próxima copa de whisky—.
Vivo en Londres. Pero me he criado en la isla. La familia de mi madre ha vivido aquí durante
generaciones.
—¿Y qué hace en Londres? —preguntó ella—. Quiero decir… ¿a qué se dedica?
—Soy abogado.
—Una profesión muy interesante.
—A mí me gusta. Siempre he querido ser abogado, desde que tengo uso de razón. —Luego se
detuvo un instante—. Además, Londres me gusta mucho. Ya no querría vivir en ninguna otra ciudad.
¿Ha estado alguna vez en Londres?
—No…, yo no viajo mucho.
—¿No viaja?
Ella meneó la cabeza.
—Desde hace casi diez años.
—¿Y por qué no? —Vio que la pregunta la incomodaba—. Perdone la indiscreción…
—No, en absoluto. —Ella se quedó pensando—. Es que no sé cómo explicarlo. Es una larga
historia.
En realidad no le apetecía nada oír la historia de su vida, sobre todo porque tenía la sospecha de
que debía de ser tremendamente aburrida. Pero no quería regresar a casa todavía. Estaba medio
borracho y no aguantaría los lamentos de su madre. Tampoco quería irse a la cama, porque
probablemente empezaría a pensar en Maia y en su vida, y acabaría una vez más en un angustiante
autoanálisis.
—Cuénteme su historia —la animó—, hasta esa vez que casi pierde el conocimiento y se
desploma junto a mi coche…
La mujer sonrió, pero era una sonrisa de aflicción.
—¿Por dónde empiezo? Yo… —De pronto se interrumpió y adoptó una expresión de mujer
pragmática que a Alan le resultó muy atractiva y que, a su juicio, le sentaba mucho mejor que aquel
aire doliente que había exhibido desde el principio—. Ban, en realidad puede contarse en pocas
palabras. Era maestra. Fracasé en mi profesión y me hundí, y desde entonces no me he restablecido.
Hace años que me mantengo a base de tranquilizantes. Sin las pastillas prácticamente no podría ni
salir a la calle.
—Ah… —balbuceó Alan. Nunca habría imaginado que una persona con aquel aspecto fuera
adicta a los medicamentos. «Pero ¿qué aspecto crees que tienen los adictos a los fármacos? —se
preguntó inmediatamente—. ¿Trágico, quizá? Esas personas tienen un aspecto completamente
normal.»
—Entonces lo de hoy… —se atrevió a conjeturar.
Franca asintió con la cabeza.
—No ha sido el calor. Ni la circulación. Me he olvidado las pastillas en Alemania. La última me
la tomé en el avión. Pero se me ha pasado el efecto cuando hacía cola en The Terrace. En fin —se
encogió de hombros—, el resto ya lo conoce.
—Sí. El resto ya lo conozco —dijo Alan, y se puso en pie—. Perdone, voy a pedir otro whisky.
—Se dirigió a la barra procurando mantenerse firme. Se sentía mareado y le preocupaba tener que
conducir hasta casa. «No debería seguir», pensó, pero sabía que no podría resistirse. Todo el cuerpo
le pedía más alcohol. Y su espíritu también. A cada trago, Maia le resultaba más indiferente, pero
todavía no del todo. Necesitaba una o dos copas más; entonces sí sería capaz de contemplar
serenamente cómo fornicaba con todos los hombres de la isla.
Regresó a la mesa tambaleante y con el vaso en la mano. La mujer pálida de Alemania seguía
suspendida en el borde de la silla, sosteniendo firmemente su vaso, todavía lleno, y mirando a la
gente con ojos de susto.
«Qué débil es», pensó con un leve desprecio, pero luego sonrió para sus adentros: ¿quién era él
para hablar de esa manera? ¡Él se aferraba al alcohol con tanta fuerza como ella a las pastillas! Sus
miedos, sus pensamientos tortuosos, sus fobias, podían ser de otro tipo que los de ella, pero no eran
muy diferentes. Él no soportaba la vida sin el whisky, y ella debía tomar tranquilizantes para salir a
la calle.
Se habían juntado el hambre con las ganas de comer, pensó, y al ver la expresión de angustia de
la mujer, la comparación no le hizo gracia. Él no tenía un aspecto tan inestable como ella. ¿O sí, y no
se daba cuenta?
—De todas formas, de vez en cuando sí que viaja —comentó Alan—; de lo contrario no estaría
aquí, ¿no?
—Bueno, sí, dos veces al año —contestó ella—. Dos veces al año vengo dos o tres días a
Guernsey. Eso es todo.
—¿Y puede hacerlo?
Levantó los hombros como disculpándose.
—Con ayuda de las pastillas sí.
—¿Y por qué se queda siempre tan poco? Así no le da tiempo a conocer la isla…
Vaciló antes de responder.
—Vengo por negocios. Por mi marido.
—Entiendo.
En efecto, la entendía. Lo más probable era que se tratara de evasión de impuestos. Suponía que
Franca iba a retirar el dinero que su marido mandaba a Guernsey para evadir los impuestos en
Alemania. En la isla se hacían constantemente manejos de esa índole. Pero eso a él no le importaba,
no era asunto suyo.
—Debería pasar más tiempo en la isla —sugirió él—, esta vez, por ejemplo. El tiempo es
estupendo. Y parece que toda la semana seguirá así. Podría ir a caminar y a nadar, así se recuperaría
un poco.
Franca sonrió, con aire cansado.
—No es posible. Tengo que regresar cuanto antes a casa. Necesito mis pastillas y la receta de mi
médico. Usted no lo entiende… —Volvió a fruncir el entrecejo. Parecía reflexionar nerviosamente
sobre cómo explicarle la complejidad de su situación—. Yo no puedo pasar sin los medicamentos.
No soy responsable de mis actos. Sufro terribles ataques de pánico y no sé cómo hacerles frente.
—Pero éste ha podido superarlo.
Lo miró asombrada.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, hace un par de horas ha sufrido un ataque de pánico en The Terrace y no ha podido
recurrir a sus pastillas. Y aun así lo ha superado.
—Pero yo…
—No. Usted lo ha superado. Ha sido terrible, espantoso, sí, pero no se ha muerto.
—La verdad es que pensaba que me moría. Ya no sabía…
Esta vez no dudó en tocarla. Le puso una mano en el brazo para calmarla. Sentía el leve temblor
de su cuerpo.
—Usted pensaba que se moría. Por supuesto, eso lo puedo entender. Pensaba que no lo superaría.
Pero después… ¿qué pasó?
—Luego apareció usted y se ocupó de mí.
Alan meneó la cabeza.
—Le ofrecí que se sentara en mi coche. Nada más. Y el pánico desapareció por sí solo. Tarde o
temprano habría desaparecido. Es así de simple.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Estoy seguro de que es así. Y lo que le ha ocurrido lo demuestra. Seguramente es la primera
vez en mucho tiempo que ha dejado que el pánico llegue a su punto máximo, y eso a la fuerza, porque
no tenía las pastillas a mano. Pero no hay nada que pueda subir más alto de su punto máximo.
Después cae. Como las olas del mar. Crecen y crecen, se vuelven gigantes, amenazantes. Se hinchan
cada vez más, llegan a su cénit y luego se desploman, hasta que por fin se disuelven espumeantes
sobre la arena.
Franca apartó el vaso.
—Estoy terriblemente cansada. ¿Qué le parece si nos vamos?
Su copa había vuelto a vaciarse. En circunstancias normales habría seguido bebiendo hasta
perder el sentido, y lo cierto es que iba por buen camino. Pero quizá debía oír el ruego de aquella
mujer y considerarlo una señal de la Providencia. Llevarla a casa en ese momento lo salvaría de una
terrible caída, y de una resaca de lo más dolorosa a la mañana siguiente.
—Está bien —concedió—, vámonos. —Se puso en pie. Le volvía loco ver el líquido ámbar en la
copa, el whisky que ya no bebería y que… No, no lo haría. Incluso aquella mujer inestable había
logrado reponerse sin ayuda; lo menos que podía hacer era estar a su altura.
—Debería recordar siempre este día —le dijo a la mujer mientras salían juntos a la oscuridad. El
aire fresco y salado les sentaba bien a ambos—. Debería acordarse del momento en que le entró el
pánico y no tenía nada con qué hacerle frente, de la sensación que la invadió cuando empezó a
apoderarse de usted y le cortó el aliento y pensó que se iba a morir. Y cómo después el pánico cesó.
Cómo volvió a respirar, serena y regularmente. Cómo desapareció el temblor. Cómo se le aclararon
de nuevo las ideas y se dio cuenta de que no iba a morir. Y así será siempre.
—¿Cómo será? —preguntó, confundida.
—Nunca se morirá de pánico. Siempre sobrevivirá a su pánico. No tiene por qué sentir el miedo
que ahora siente.
Luego, en voz muy baja, ella dijo:
—Pero tengo miedo. Y me parece que nunca dejaré de sentirlo.
—Tal vez sí. Si recuerda este día. —Abrió la puerta del coche—. Seguro que ha sido la primera
vez en mucho tiempo que ha superado un ataque de pánico, ¿no es así?
—Sí.
—Debería sentirse orgullosa. Y tener la sensación de que es usted la vencedora. Lo que ha
logrado una vez volverá a lograrlo siempre.
Franca cerró los ojos un instante.
—Por favor, vámonos ya.
—Primero recogeremos su equipaje en el hotel de Reza Karim —propuso él—, ¿de acuerdo?
Franca no respondió. Reclinó la cabeza hacia atrás, confiada como un niño.
«Este día no podía acabar de otra manera —pensó Alan, resignado—; no tendría que haber
venido a Guernsey.»
Miró por última vez hacia la ventana de Maia.
La casa seguía a oscuras.
3
«¡Este horrible aniversario que hay que celebrar todos los años, y por partida doble!», pensó
Beatrice, irritada.
No le hubiera importado pasar el 5 de septiembre en silencio. Le parecía que no había motivo
para festejar cuando uno cumplía años, y mucho menos después de los setenta. La vida ya no le
depararía demasiadas cosas buenas, y detestaba que los invitados, con el fin de endulzar aquella
píldora amarga, dijeran siempre lo mismo.
—Ya verás, Beatrice, la vida te deparará aún muchas sorpresas —le dijo Mae, estrechada contra
ella mientras le regalaba un pañuelo Hermès. Beatrice nunca se lo pondría, y Mae lo sabía, pero
estaba firmemente decidida a no cejar en su intento por cambiar el estilo de Beatrice y convertirla en
una dama elegante.
Con paciencia todo se alcanza, solía decir Mae, aunque Beatrice no tenía la impresión de que esa
sentencia fuera aplicable a su caso.
—Pero, Mae, las sorpresas no me hacen ninguna ilusión —le dijo ella, a lo que Mae respondió
que por principio uno no elegía en la vida lo que le hacía o no ilusión. A Mae le encantaban los
devaneos filosóficos con cierta vena poética. Beatrice los llamaba en secreto «psicología barata para
aficionados».
Ese día permaneció al margen y dejó que Helene fuera el centro de atención y la protagonista de
la fiesta. Helene insistía todos los años en la celebración, y Beatrice nunca había logrado que
renunciara a su deseo. Aunque se sentía fatal, trató de reconciliar la expresión de felicidad de Helene
con la violencia del acto al que había de someterse. Helene tenía a menudo un aire de tristeza y
frustración; sin embargo, ese día sonreía y sus ojos mostraban un brillo poco habitual. Llevaba un
vestido floreado de verano para el que en realidad estaba demasiado mayor, pero todos los vestidos
que tenía eran para mujeres treinta años menores que ella. Además, se había puesto bastante
maquillaje y lápiz de labios y llevaba sujeta al cabello una rosa artificial. En una mano sostenía una
copa de champán, charlaba con los invitados y parecía distendida y a sus anchas.
Beatrice observaba a Kevin, que estaba de pie junto al bufet estudiando con desconfianza los
platos que se servían. En su condición de excelente cocinero, era muy exigente con los placeres
culinarios y rara vez encontraba nada que estuviera a la altura de su sofisticado paladar. A Beatrice
le divertía verlo cuando descubría algún defecto. El bufet lo servía una buena empresa de catering de
St. Peter Port, pero Kevin siempre encontraba algún pelo en la sopa, por lo que al día siguiente
llamaba y se quejaba con voz estridente.
—Hola, Beatrice —dijo una voz grave de mujer—, tienes cara de querer estar al otro lado del
mundo.
Beatrice se dio la vuelta. Maia se había acercado a ella y la miraba con ojos burlones. Llevaba
una faldilla invisible, una nada de color negro que dejaba exageradamente a la vista su inmaculado
cuerpo bronceado. El pelo largo le caía suelto hasta la cintura. Se había pintado de negro las uñas de
las manos y los pies, y en la muñeca derecha le tintineaban varios brazaletes de plata.
—Hola, Maia —contestó Beatrice. Como siempre que pasaba un día sin verla, volvía a sentirse
subyugada por la belleza de la muchacha. Maia transmitía una sensación de juventud y erotismo que
quitaba el habla. Parecía que su cuerpo estuviera siempre en una postura expectante y provocadora, y
sus pechos, pequeños y firmes, constituían por sí mismos todo un desafío.
«Cada vez que esta chica hace un movimiento, dice una frase o simplemente se queda quieta —
había dicho una vez Mae—, parece una invitación al coito. ¡Me pregunto qué es lo que tiene! Es
probable que ni ella misma lo sepa.»
Pero lo sabía muy bien, pensó Beatrice; era plenamente consciente de las reacciones que
provocaba y todos sus movimientos estaban perfectamente calculados.
—Debería felicitarte por tu cumpleaños —dijo Maia—, pero como supongo que prefieres
pasarlo por alto, mejor lo dejamos. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, gracias. Me pregunto cómo hacéis para beber tanto champán. Para mí hace demasiado
calor.
—Ah, yo puedo beber champán todo el día. —Maia miró a su alrededor y se detuvo en Kevin,
quien, casi con cara de asco, se ponía en un plato algo de comida con mucho cuidado—. A Kevin se
le ve fantástico —comentó—. Nunca he visto a un hombre con un cuerpo como el suyo. Además sabe
perfectamente qué ponerse. Esos vaqueros que lleva son geniales.
Para Beatrice, todos los vaqueros eran exactamente iguales, y nunca entendía qué criterios usaban
los jóvenes para juzgar ese tipo de vestimenta. Pero, en todo caso, Maia tenía razón: Kevin estaba
fantástico. Después de Maia, era la persona más guapa de la fiesta.
—Vosotros dos, por el aspecto, haríais una pareja ideal —opinó Beatrice—, pero por desgracia
nunca podrá ser.
—La verdad es que no pasaría del aspecto —dijo Maia—, y a la larga eso sólo no bastaría.
Beatrice se echó a reír.
—Sobre todo para ti. Te daría algo.
Maia se rio con ella.
—En eso tienes razón, supongo. Oh, Dios, me temo que tendré que ir a felicitar a Helene. Seguro
que me mirará de esa manera que hace que me sienta como una vedette y acabaré por creer que mi
vestido es poco generoso. Qué extraño, ¿no? Helene es la única persona que me intimida. ¿Será
porque es alemana? Dicen que los alemanes…
—Cuidado —le advirtió Beatrice—, ¡no se te ocurra sacar ese tema! Podrías provocarle un
ataque de histeria. Nunca se ha sentido a gusto con su origen.
—Es ella la que lo hace parecer más complicado de lo que es. ¡Qué importa que sea alemana!
Las viejas enemistades hace tiempo que dejaron de existir.
—Para ti y los de tu generación sí. Y está bien que así sea. Pero hay mucha gente en Guernsey
que ha padecido de cerca la guerra. Helene llegó aquí siendo la mujer de un oficial de la ocupación.
Eso no lo puede olvidar, y hay mucha gente que tampoco lo olvida.
—Pero aquí es una más. Nadie le reprocha nada.
Beatrice miró en dirección a Helene, que en ese momento hablaba con una niña que le había
regalado un ramo de flores.
—Aquella época —dijo— en cierta forma nos traumatizó a todos. Cada uno lo lleva a su manera,
pero hay cosas que no se pueden olvidar.
La mirada de Maia delataba que ya tenía la cabeza en otra parte. A Beatrice no le extrañaba. Los
jóvenes no querían saber nada de la guerra, de la época de la ocupación alemana en las islas del
Canal de la Mancha. Hacía mucho tiempo de eso, y además no tenía que ver con ellos. No les
interesaba lo que hubiera ocurrido entonces, y a Maia, aficionada a los clubes nocturnos, a los
hombres y a las aventuras amorosas, le interesaba aún menos.
—Bueno, voy a felicitar a Helene —dijo—. Hasta luego, Beatrice. Nos vemos.
Maia se acercó a Helene y su semblante se ensombreció en el acto. «Nunca se entenderán», pensó
Beatrice.
Estaba a punto de marcharse discretamente de su propia fiesta de cumpleaños, cuando vio entrar
a Alan. No se había dejado ver en toda la mañana. Beatrice suspiró hondo. No podía desaparecer
justo cuando su único hijo venía a felicitarla.

A medida que pasaba el tiempo, Alan se parecía más a su padre. Tenía el cabello y los ojos oscuros;
su aspecto recordaba a un vividor del sur de Francia. Era atractivo, pero tenía las señales de su
excesiva afición a la bebida. A pesar de que sólo contaba con cuarenta y dos años, su piel mostraba
signos de blandura y su rostro unas profundas ojeras. Aunque hacía mucho que era alcohólico —en
eso Beatrice no se engañaba—, su vida pública seguía en orden, tenía éxito en su trabajo y lograba
que su adicción pasara desapercibida. Beatrice sabía que unos años atrás había tenido una aventura
con Maia. Al menos al principio ella creyó que se trataba tan sólo de una aventura, hasta que se dio
cuenta de que Alan se había enredado con la muchacha mucho más de lo que estaba dispuesto a
admitir. Estaba como poseído por esa mujer. Beatrice no entendía cómo un hombre tan interesante y
culto podía sentirse atraído por una chica tan superficial, pues, a pesar de lo bella que era Maia, no
había hombre sensato que aspirara a mantener una relación a largo plazo con ella. Maia nunca sería
una esposa fiel. Al hombre que estuviera a su lado le pondría incesantemente los cuernos, y Beatrice
esperaba que Alan alguna vez aceptara ese hecho y sintiera repulsa hacia ella.
—Hola, Alan —lo saludó cuando se acercó a ella—. Despierto a las once de la mañana, y en
domingo. ¿Debo tomarlo como una muestra especial del cariño que me profesas?
Alan le dio un beso en la mejilla. Su aliento tenía un fuerte olor a menta, pero los bombones que
había comido para disimular no podían ocultar que apestaba a whisky.
—Feliz cumpleaños, mamá. ¡Estás muy bien para tu edad, de veras!
—Me lo tomaré como un cumplido. Muchas gracias, Alan. —Se dio cuenta de que su hijo
buscaba a alguien con la mirada—. Maia está allí, con Helene, si es lo que buscas —dijo—. Ya
tendrás oportunidad de saludarla.
Alan sonrió, pero no pudo reprimir una punzada de dolor.
—No estaba buscando a Maia, mamá. Quería ver quién había venido a la fiesta. Un montón de
ancianas, al parecer. ¿Tantas amigas tienes? ¿O son amigas de Helene?
—Son sólo conocidas. No me siento particularmente amiga de ninguno de esos vejestorios, pero
cuando hay comida y bebida gratis vienen como buitres. Para serte franca, podría prescindir de todos
ellos, pero Helene necesita sentir que el día de su cumpleaños es un día especial, así que le sigo la
corriente.
—Hum. —Por un instante, los ojos de Alan se detuvieron en Maia, que seguía hablando con
Helene. Al ver que su madre lo observaba, apartó enseguida la vista.
—¿Cómo va todo, mamá? —preguntó de pronto—. ¿Qué tal las rosas? ¿Has conseguido algún
híbrido nuevo?
—Hace mucho que he dejado de experimentar, aunque no he dejado del todo el negocio. Vivo al
día y hago sólo lo que me gusta. —Mudó la expresión de su rostro, mitad burlona y mitad triste—.
Cuando se llega a vieja, la vida se hace más aburrida, ¿sabes?
—¡Pero la tuya no, mamá! —Alan cogió una copa de champán de una bandeja que un camarero
pasaba entre los invitados. Tenía sed y bebió la mitad de un sorbo—. Tú siempre te traes algo entre
manos y estás todo el tiempo ocupada. No recuerdo haberte visto nunca de brazos cruzados.
—Eso no quiere decir que las cosas que hago no sean aburridas. Pero hablemos de otra tema.
¿Qué tal tu trabajo? ¿Va todo bien?
—Sí, muy bien. —Tenía la copa vacía, pero estaba de suerte: pasaron por segunda vez con la
bandeja y pudo reabastecerse—. Ya sabes que los contactos son algo muy importante en mi trabajo, y
nunca he tenido problemas en ese aspecto. Conozco a gente influyente en Londres y eso me facilita
mucho las cosas.
—Me alegro de que todo te vaya bien —dijo Beatrice. El leve temblor de la mano con la que
Alan sostenía la copa despertó preocupación en ella. El mismo día de su llegada a Guernsey había
estado bebiendo, y esa misma noche, al salir del bar de St. Peter Port, había recogido a una mujer en
la calle y la había llevado con él. Le molestó que lo primero que hubiera hecho al aterrizar en
Guernsey fuera meterse en un bar, aunque al menos era de noche. El viernes y el sábado no había
salido de casa; había bebido vino en la cena, pero no mucho. Todavía era por la mañana y ya le
había dado al whisky. «Tal vez —pensó— haya estado haciendo lo mismo todos estos días y no me
he dado cuenta.»
Al pensar en eso se deprimió profundamente. La ruina de su hijo estaba más próxima de lo que
creía.
—¿Y tu vida privada? —preguntó con cautela—. ¿Hay alguna novedad?
—Mi vida privada me va realmente bien —contestó enseguida Alan, casi con demasiada prisa y
alegría como para que resultara verosímil—. Tengo mis historias, aunque nunca son demasiado
profundas. Las relaciones de pareja, burguesas y convencionales, no son para mí.
Beatrice sabía que echaba de menos una pareja burguesa y convencional, pero estaba claro que
nunca lo confesaría.
—Sin duda en la vida habría que tener una persona estable en la que apoyarse —dijo ella—, así
todo es más fácil. La llamada libertad es una sensación engañosa. Tarde o temprano no deja más que
un regusto de tedio y vacío.
—Mamá… —dijo Alan con impaciencia, pero ella lo interrumpió en el acto.
—Es tu vida, lo sé. No tengo derecho a entrometerme. Pero me pregunto si de veras te va tan bien
en tu vida privada como dices. El hecho de que desde por la mañana no puedas estar sin beber
alcohol indica que tal vez tengas algún problema de cierta gravedad.
—¿Qué quieres decir con que desde por la mañana no puedo estar sin beber alcohol? —preguntó
Alan, crispado—. Esto es una fiesta, ¿no? Mira a tu alrededor; todos beben champán, menos tú. ¿Para
qué ofreces alcohol si después te quejas de que lo beban?
—No hablo del champán, Alan —dijo Beatrice en tono suave—. Has bebido antes de venir. Te
lo he olido, y no ha debido de ser precisamente un trago.
—¡Por Dios! ¿Dos o tres tragos de whisky después del desayuno te parece algo tan terrible?
Beatrice meneó la cabeza.
—No, pero puede que con el tiempo lo sea. Te estás envenenando, Alan. Creo que el vacío del
que te hablaba ya te ha invadido y tratas de llenarlo. Y el whisky es un consuelo superficial. Te hace
creer que todo es más fácil, cuando en realidad lo único que hace es complicarlo.
Alan bebió hasta el fondo la segunda copa de champán de manera impulsiva.
—¿Sabes, mamá?, se me ocurre una idea para que combatas el aburrimiento de la edad —dijo,
enfadado—. Hazte postulante de Alcohólicos Anónimos. Tienes talento para eso. Devolverás a un
montón de ovejitas negras al buen camino y…
—Alan, deberías…
—Tengo algo adecuado para ti. No se trata de alcohol, sino de algo parecido. —Miró alrededor
y por fin señaló un rincón donde Franca Palmer estaba acurrucada en una silla mirando a todas partes
con ojos asustados. Un hombre que había tratado de entablar conversación con ella se alejaba en ese
momento con visible irritación. Era muy difícil mantener un diálogo con Franca—. Franca Palmer es
adicta a las pastillas, mamá. Toma potentes tranquilizantes. Sufre ataques de angustia y de pánico.
Podrías brindarle una terapia fabulosa.
Beatrice miró de lejos a Franca.
—No entiendo cómo has traído a una mujer así. No tiene nada que ver con las mujeres que sueles
traer.
—Ya te lo he dicho, fue por casualidad. Prácticamente tropezó en mi coche. ¡Ocúpate de ella!
Quizá sepa agradecer tus esfuerzos mejor que yo.
Luego se dio media vuelta y se fue a donde estaban Helen y Maia, no sin antes coger
ostentosamente otra copa de champán. Luego comenzó un monólogo acompañado de gestos un tanto
nerviosos.
—Qué tonto es —dijo Beatrice para sí. Por el momento, ya tenía bastante. No le apetecía seguir
en una fiesta en que lo único que hacía era enfadarse. Quizá debía sacar de su rincón a la musaraña
de Franca Palmer y proponerle un paseo por el jardín. Quería saber algo más de aquella mujer que
Alan había recogido en la calle y traído a casa. Aunque la hubiera conocido por casualidad, debía de
haber algo en ella que lo había atraído lo bastante para ofrecerle su ayuda. ¿Quién le decía que no
hubiera alguna esperanza por ese lado? Beatrice habría hecho cualquier cosa con tal de que su hijo se
olvidara de la insoportable Maia Ashworth, y pensó que no perdería nada con poner a la joven
alemana un momento bajo su lupa.
Además, ya no veía la hora de salir fuera. Hacía un tiempo estupendo y caluroso, pero era típico
de Helene quedarse encerrada en la casa, obligando a los invitados a renunciar también al sol.
Helene no perdía ocasión para quejarse del tiempo. O hacía demasiado frío o demasiado calor, o
estaba demasiado húmedo o demasiado seco. Beatrice no recordaba haberla visto contenta ni una
sola vez.
Cogió dos copas de champán y fue a donde estaba Franca. No tenía ganas de seguir viendo cómo
Helene acaparaba la fiesta, y cómo Alan se emborrachaba mientras no paraba de mirar a Maia. En un
par de horas, ya no sabría ni cómo se llamaba.
4
—Hoy he leído un libro interesante —dijo Franca—. La historia de un hombre que vivió en las
islas inglesas del Canal durante la ocupación alemana.
—¿Y? —dijo Michael, cansado y sin ganas. Era tarde y había tenido un día agotador. Hacía rato
que quería irse a la cama, pero estaba demasiado exhausto para juntar fuerzas y subir la escalera,
desvestirse y cepillarse los dientes. Así pues, seguía apoyado en la mesa de la cocina sosteniendo un
vaso de vino tinto. Franca estaba sentada enfrente, más despierta y menos frustrada que de costumbre.
La acogedora calidez de las noches de septiembre entraba por la ventana abierta, y en la casa reinaba
una calma peculiar, peculiar porque era un tanto misteriosa y parecía ocultar una promesa incierta, el
anuncio de un cambio.
«Una noche prometedora —pensó Franca—, seguramente otra de mis estúpidas sensaciones…
¡Seguro que Michael no siente lo mismo que yo!»
Parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que habían estado así de juntos:
cansados, bebiendo vino, sin exigir nada al otro. De vez en cuando decían algo y luego volvían a
callar, pero ese silencio estaba exento de cualquier malestar de los que solían adueñarse de Franca
hasta paralizarla. Quizá se debía a que Michael estaba tan visiblemente agotado que ella no debía
temer ningún ataque de su parte. Su mordacidad disminuía después de haber trabajado mucho y haber
bebido alcohol. Aquella situación le recordaba a Franca los primeros tiempos de su relación, cuando
las cosas entre ellos funcionaban mejor que ahora. Por aquel entonces, a veces se sentaban por las
noches, uno junto al otro, en su destartalado piso de estudiantes del barrio de Kreuzberg, y bebían un
vino barato que les producía dolor de cabeza pero que a ellos les encantaba.
La rutina se había colado lentamente entre ellos por los fracasos profesionales de Franca, por sus
dudas y las depresiones que siguieron. Y también por la carrera de Michael, por su afán de tener más
dinero, por la codicia con que perseguía y lograba sus metas. La distancia entre ellos se agrandó
cada vez más. Al final acabaron recluidos cada uno en su propia torre, sin conexión entre sí, sin
ningún puente que cruzara el abismo que se había abierto entre ellos. No había entendimiento alguno
entre ambos.
—Ya te he hablado de la mujer en cuya casa me alojé en Guernsey —continuó Franca. Hablaba
demasiado deprisa, pero estaba decidida a aprovechar aquel momento de cierta confianza y
serenidad—. Beatrice Shaye. Vive con otra mujer mayor, una alemana. Helene Feldmann. Por eso
Beatrice habla perfectamente alemán.
—Mejor para ti. Así no tuviste que usar tu inglés —opinó Michael con aire poco interesado.
Luego bostezó—. Dios mío, qué cansancio. ¡Hace rato que tendría que haberme ido a la cama!
—Durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial, el alemán era asignatura
obligatoria en todas las escuelas de las islas del Canal —explicó Franca—. ¿Lo sabías?
—No.
—Helene Feldmann llegó en aquella época a Guernsey; era esposa de un oficial de las fuerzas de
ocupación. Se instalaron en la casa de Beatrice. Sus padres habían huido. Ella creció con los
Feldmann.
—La verdad es que no entiendo por qué te interesa tanto la vida de esas personas —dijo Michael
—. Son gente normal y corriente con la que no tienes nada en común. Nunca los volverás a ver.
—Seguramente tendré que volver a Guernsey por tus asuntos.
—¡Sí, pero te alojarás en el hotel! Esa habitación que alquilaste en… ¿cómo se llama?… Le
Variouf, o como se llame, no fue más que una solución de emergencia. ¡En el futuro no te recluirás en
ese páramo!
—En el libro que estoy leyendo sobre la guerra en las islas del Canal —volvió obstinadamente
Franca al punto de partida de su relato— nombran precisamente a un tal Erich Feldmann. Era
subteniente, y durante la guerra lo ascendieron a teniente. Era responsable del transporte de los
materiales de construcción en la isla, ya sabes, todo lo necesario para construir fortificaciones y
bunkers subterráneos. Por eso tuvo mucho contacto con los trabajadores forzados. El autor del libro
lo describe como una persona completamente impredecible. Tan pronto se sentía invadido de buen
humor y ordenaba que sirvieran una ración extra a los trabajadores como, en el momento menos
pensado, daba rienda suelta a su ira y se convertía en un verdugo que infligía castigos terribles y
cometía todo tipo de arbitrariedades.
—En esa época había montones de individuos así —dijo Michael—. El Tercer Reich sacó de sus
madrigueras a esos sádicos encubiertos, que pudieron poner en práctica sus inclinaciones. Y luego
encima los condecoraban con una orden. Ese Erich Feldmann es uno entre mil.
—Tiene en su haber fusilamientos y malos tratos. Un montón de atrocidades.
—Supongo que ya ha muerto.
—Perdió la vida a principios de mayo de mil novecientos cuarenta y cinco. Poco antes de que las
fuerzas de ocupación de la isla capitularan. Las circunstancias de su muerte son poco claras, lo cual
no es extraño habida cuenta del caos general que reinaba en aquella época.
—Es probable que lo lincharan los trabajadores liberados —opinó Michael—, al menos espero
que lo hicieran. Pero ¿por qué te preocupas por un individuo tan miserable como ése?
—He conocido a su viuda. A la mujer que de muchacha vivió bajo el mismo techo con él. Me
gustaría averiguar más sobre ellos.
—Pues ve a las hemerotecas. Examina documentos de la época. No es que sea una actividad muy
sensata, pero así estarías ocupada y no darías rienda suelta a tus neurosis. Siempre he dicho que
deberías ser periodista o algo por el estilo. Pero tú querías…
—Ya lo sé. Quería tomar mi propia decisión y me equivoqué, lo admito y lo asumo. Ya hemos
hablado de eso.
—Tú no tienes que asumir nada. Todo se puede cambiar.
—Tengo treinta y cuatro años. Yo…
—Te lo repito: todo puede cambiarse. A los sesenta y cuatro y a los ochenta. Lo único que hace
falta es querer cambiar. ¿Entiendes? Por supuesto, es necesario tener una pizca de voluntad. Y la
voluntad se aprende. ¡El ímpetu se aprende! —La miró fijamente, con determinación en los ojos.
«¡Qué energía tan fulminante, qué fuerza tan despiadada! Cuando me mira así pierdo hasta la
última gota de mi lastimosa confianza en mí misma.»
De pronto se sintió agotada y dijo en voz baja:
—Yo no quería hablar de eso. En realidad quería contarte…
—Pero deberíamos hablar de eso.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no —contestó con terquedad.
Michael meneó la cabeza. Había superado su estado de sopor y ahora se sentía despierto y con la
mente clara; peligroso otra vez, por tanto.
—A veces hablas como una niña. Sólo los niños dicen «porque no» cuando no tienen un
argumento mejor. Por el amor de Dios, ¿es que no puedes ser adulta por una vez en tu vida?
—Yo…
—Exagerando un poco, Franca, eres una persona que ha bajado los brazos. Te has resignado a
todo y sientes lástima de ti misma. Algo te ha salido mal y ahora no tienes las agallas de levantarte y
empezar de nuevo. Te tumbas en el diván del analista, te quejas y para colmo te atiborras de pastillas
que te hacen creer que las cosas siguen más o menos bien. Y lo único que logras es estar cada día
más débil…
—En Guernsey —dijo Franca con voz débil y quebrada— he estado tres días enteros sin
pastillas.
Él desestimó su objeción con un movimiento de desdén efectuado con la mano.
—¿Y eso te parece un triunfo? No tenías otra alternativa que superarlo. Aunque, por lo que
cuentas, parece que ha sido para peor. ¿No tuviste que pagar con mi dinero la vajilla que rompiste en
un restaurante después de un ataque de histeria? ¡A mí no me da la impresión de que hayas superado
tu adicción!
—No fue un ataque de histeria. Fue de pánico. Eso tú no…
—¡Eso son sutilezas! Histeria, pánico… Lo cierto es que hay miles de mujeres que entran en un
restaurante y se comportan con normalidad, ¿o no? ¡Y no destrozan medio local!
Franca sintió un ardor en los ojos. Era el primer síntoma de que las lágrimas comenzaban a
aflorar. Exageraba sin medida, y encima era cruel con sus exageraciones. Pero no era sólo lo que
decía, sino cómo lo decía, lo que acentuaba el efecto malvado de sus palabras. Eran flechas
envenenadas, disparadas con dureza y precisión.
—No he dejado medio… —empezó a decir, pero se interrumpió enseguida.
No tenía sentido, no la escuchaba. Su psicóloga le había dicho que ella se ponía con demasiada
facilidad a la defensiva. «¡No se defienda todo el tiempo! Un niño se justifica. O un culpable ante un
tribunal. Pero usted no es ninguno de los dos. Es una mujer adulta que no tiene por qué dar
explicaciones a todo el mundo de lo que hace.»
«Ella no conoce a Michael, no conoce sus reproches ni sus ataques. No conoce la sensación de ir
contra la corriente y remar desesperadamente con brazos y piernas», pensó.
—Y con respecto a tus averiguaciones sobre ese tal Erich Feldmann —prosiguió Michael con un
tono que no dejaba duda sobre lo superficial y absurdo que le parecía el interés de su mujer por un
oficial nazi muerto—, también acabarán en nada. Es una pérdida de tiempo ocuparse de eso, pero,
como ya te he dicho, te impedirá dar vueltas veinticuatro horas al día alrededor de ti misma. Y si
realmente fueras a un archivo o a una biblioteca, por lo menos harías algo distinto, en vez de estar
siempre en casa dejándote llevar por tu fobia a la gente y a todo el mundo. Pero ¿quieres que te diga
una cosa? ¡No lo harás! No vas a poner un solo pie fuera de casa, y mucho menos aventurarte en un
sitio público. Ya ni vienes a visitarme al laboratorio. Hay veces que no puedes ni ir al
supermercado. Te sobreestimas en este asunto. Pero quizá te guste vivir en un ensueño que nunca se
realizará.
Se había puesto iracundo. Su voz era ahora muy alta y violenta. Franca reconocía esa cólera que
lo asaltaba, todo el enojo que se había acumulado en él a lo largo de los años. Evidentemente, estaba
harto de esa situación. Un hombre apuesto y de éxito, propietario de un gran laboratorio dental, un
hombre cultural y socialmente interesante encadenado a una mujer que, a causa de sus miedos y sus
obsesiones, no salía de casa ni recibía visitas ni lo acompañaba a ninguna parte. Una mujer que poco
a poco se iba hundiendo en el fango, que siempre vestía la misma ropa amorfa, que ni siquiera se
atrevía a hacerse mechas en el pelo ni a ponerse una falda que no le llegara hasta los tobillos. Sabía
que él añoraba otra pareja. Una mujer con la que realmente pudiera compartir su vida.
—En todo caso —dijo ella en voz baja—, he vuelto a volar sola a Guernsey.
Entonces Michael alzó ambas manos al cielo en un gesto exagerado de gratitud.
—¡Oh, sí, has vuelto a volar a Guernsey! Hay que agradecer a Dios que extendiera sus alas sobre
ti para protegerte durante esa peligrosa aventura. ¡La de dramas que escenificaste hasta que te dejé en
el avión! Ataques de llanto durante días. Excusas. Pánico. Y luego el fiasco cuando descubriste que
te habías ido sin tus pastillas. Y que no había habitación. ¡Demonios, pensé, el mundo se viene abajo!
Y no habías ido más que a Guernsey. Para hacerme un pequeño favor. —Y luego añadió con más
calma, pero también con más frialdad—: A mí… y también a ti. Del dinero no te quejas.
—He estado cuatro días sin pastillas. En otro país. Con gente extraña. He superado un fuerte
ataque de pánico sin ningún medicamento. ¿Eso no cuenta para ti?
Michael bebió el último sorbo de vino y se puso en pie. Ya se había controlado, esa noche no
volvería al ataque. Pero por esa misma razón pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ser
amable y dialogante.
—Hazme el favor de no pedir ahora elogios porque por una vez no has actuado tan
exageradamente como siempre —dijo con aire fatigado—. Yo no puedo elogiarte. No quiero mentir,
no quiero hacerte creer algo que no es. Ya he dejado de entender tus problemas. No puedo oír más
tus explicaciones, tus excusas y rodeos y tus ínfimos triunfos que no llevan a ningún éxito auténtico,
sino que se quedan en destellos de luz en un túnel oscuro. No puedo darte lo que esperas. No puedo
acariciarte el pelo y decirte: «¡Bien hecho, Franca! ¡Qué progreso! ¡Me siento orgulloso de ti!» No
me siento orgulloso de ti. Ni de nada de lo que digas o hagas. Siempre he despreciado la debilidad.
Quizá no sea una virtud de mi carácter, pero soy como soy. ¿Por qué habría de querer ser de otra
manera?
Luego dio media vuelta y se fue de la cocina. Se oyeron sus pasos sobre las baldosas del
vestíbulo y después en la escalera, que crujió mientras la subía.
Franca se quedó mirando la puerta blanca que había cerrado al marcharse. Esta vez no había
perdido los estribos con ella; al final la ira se le había pasado. Más bien estaba exhausto y resignado.
Quizá ella soportaba mejor su furia. La calma con la que le había declarado su desprecio le dolía
infinitamente. No había hablado llevado por la pasión ni le había reprochado cosas que carecieran de
importancia sólo para desahogarse y después decir, y pensar, que no era eso lo que había querido
decir. Lo que acababa de decir ahora sí que lo había querido decir. Desde ahora, y durante días y
semanas, sus palabras seguirían siendo coherentes.
«Éste es el fin —pensó. Tenía frío y sentía una extraña paz—. Éste es el fin. No puede
lastimarme más de lo que lo ha hecho. Nunca nadie volverá a hacerme tanto daño.»
Auscultó el silencio, dominada de pronto por la idea absurda de que algo había cambiado esa
noche, después de haberse dicho tantas cosas indecibles. Se oía el tictac del reloj sobre la nevera. La
misma nevera zumbaba levemente. A lo lejos, a unas calles de distancia, se encendió el motor de un
coche. Luego ladró un perro, pero enseguida volvió a callar. Era una noche tranquila y calurosa.
«Quizá no viva mucho tiempo», pensó Franca. La idea le resultaba agradable y le proporcionaba
consuelo.
5
15 de septiembre de 1999
Querida Beatrice:
Espero no molestarla con mi carta. Pero ha sido muy bonito para mí haber pasado tres días en su
casa, en la tranquilidad de un pueblo encantador, en la belleza de un paisaje silvestre y romántico.
Quería dar las gracias a su hijo por haberme ayudado aquel día tan horrible para mí en St. Peter Port
y por haberme llevado a su casa. En el estado en que me encontraba, no habría podido arreglármelas
sola. Por desgracia no tengo su dirección en Londres. ¿Le haría llegar usted mi agradecimiento?
Sería muy amable de su parte.
Fue maravilloso poder asistir a su cumpleaños. Me gustó pasear con usted por su gran jardín y
enterarme de su pasado y del de Helene Feldmann. Habrá usted pasado por tantas cosas mientras se
encontraba en Guernsey durante la ocupación… Entre tanto yo me he informado un poco sobre los
acontecimientos de la época, pues mi conocimiento de los hechos se limitaba a lo que aprendí en la
escuela, y eso ya estaba bastante olvidado. Hay mucha información y muy detallada —si uno quiere
encontrarla— de lo que ocurrió en la Francia ocupada, en Holanda, en Polonia y en muchos otros
lugares, pero sobre las islas del Canal no se sabe prácticamente nada. Una tierra olvidada.
Literalmente olvidada, ¿no le parece? He leído que los aliados las pasaron por alto durante su
desembarco en Normandía y que, mientras liberaban Europa palmo a palmo, las islas siguieron
suspendidas en el mar, ocupadas como estaban, y nadie parecía acordarse de ellas.
En un libro en el que se narran los hechos acaecidos en Guernsey durante aquella época, se
menciona a Erich Feldmann, el marido de Helene. No sale muy bien parado del relato. Me interesaría
saber cómo era él en la vida cotidiana, en casa, en su relación con Helene y con usted.
Si le parece que la importuno con mi interés, no tiene más que dejar esta carta sin responder.
Saludos cordiales,
Franca Palmer
6
22 de septiembre de 1999
Querida Franca:
¡No me importuna usted en absoluto! Aunque sí me resulta curioso que se interese por estas
cosas. Usted es una mujer joven, calculo que debe de tener poco más de treinta años. Cuando intento
hablar con los jóvenes sobre aquella época empiezan a bostezar y a poner cara de desesperación
porque a ellos todo eso les suena a historia antigua. En el mejor de los casos fingen un interés que en
verdad no tienen. Soy lo bastante mayor para darme cuenta cuando alguien está simulando.
Con los alemanes quizá sea diferente; por su historia, los alemanes han de tener siempre un oído
atento para todo lo que tenga que ver con aquella época. Es la culpa que ustedes deberán expiar
durante generaciones. No pueden decir simplemente: ¡Me da igual, no me interesa!
¿O acaso los jóvenes alemanes se expresan así? Yo nunca he estado allí, y tampoco tengo
contacto con los turistas alemanes en Guernsey; por lo tanto, no tengo ni idea de cómo lo sienten
ellos.
¿Que mencionan a Erich Feldmann en un libro? Me parece muy bien que se relaten sus crímenes.
Sí, yo he tenido el placer de vivir durante cinco años en la casa de un enfermo mental que con
demasiada frecuencia daba rienda suelta a su alma corrupta con un sadismo impredecible.
Bueno, en realidad fue al revés. Fue él quien vivió en mi casa. Se instaló en ella. Y allí se
acomodó a sus anchas como un tumor enorme que lentamente va quitando el espacio vital y el aire a
las otras plantas. Lo único importante para él eran sus necesidades. Siempre y exclusivamente. En
otra época habría sido quizá un empleado mediocre capaz de tiranizar tan sólo a su familia y a
algunos subordinados en su trabajo. El régimen nacionalsocialista, por desgracia, puso en sus manos
un poder de mucho mayor alcance y un conjunto de instrumentos peligrosos. Él decretaba la vida o la
muerte de muchas personas. Y sacó partido de ese privilegio para bien y para mal. Consiguió
satisfacción de las dos maneras: con el pulgar hacia arriba y con el pulgar hacia abajo.
Yo, sin embargo, no me enteraba de mucho. Lo veía en casa, y como era una niña y mi mundo
estaba allí, no miraba más allá de los límites de mi casa. Con todo, en el curso de los años me fui
haciendo una imagen muy clara de él.
En esa época no habría podido decir exactamente qué sentimientos me provocaba. Odio, cariño,
gratitud, miedo… Su humor variaba más deprisa que la forma de las nubes sobre el mar cuando sopla
viento de tormenta. Hoy pienso que el odio era el sentimiento dominante. Odio a un hombre que a
veces me instaba a que aceptara su afecto de padre, pero que en cuanto tomaba en serio sus muestras
de cariño y comenzaba a abrirme tímidamente, me decepcionaba una y otra vez. Sí, al final no fue
más que odio…

Guernsey, junio de 1940


Y eso que en un primer momento le había parecido a ella un ángel salvador. Había sentido mucho
miedo, estaba sola y tenía hambre. Durante dos días los aviones habían sobrevolado la isla y el
retumbar de sus motores la atemorizaba. Beatrice se pasaba todo el tiempo acurrucada en el sofá o en
la mecedora de la sala de estar, incapaz de moverse. Incluso cuando el hambre y la sed se le hacían
insoportables, no lograba reunir las fuerzas para ir hasta la cocina a buscar algo de comer o de
beber. Tenía las piernas paralizadas. Había venido andando desde St. Peter Port, unas veces
corriendo, otras andando, pero siempre jadeando y respirando con dificultad. El último repecho
había tenido que subirlo a gatas. Luego se escondió en la sala de estar y empezó a temblar sin parar.
Los primeros días —¿cuántos habían sido?, ¿dos, tres, una semana?— se arrastraba de vez en
cuando hasta la cocina, cogía una manzana o un currusco de pan y bebía un poco de agua, para luego
volver a su escondite en la sala de estar y acurrucarse como un animal atemorizado. Desde que los
aviones habían empezado a volar nunca había abandonado su rincón. Sabía que algo terrible estaba a
punto de ocurrir y que no había nadie para ayudarla. Esperó y pensó que tal vez moriría.
Cuando el desconocido apareció ante ella, ni siquiera se asustó. Lo miró casi con indiferencia.
Llevaba un uniforme gris y botas altas de cuero negro. Se había quitado la gorra y la sostenía en la
mano. Era muy alto y no parecía peligroso.
—¿A quién tenemos aquí? —Hablaba inglés, pero con acento extraño. Seguro que no era inglés
—. ¿Cómo te llamas, pequeña?
No sabía si iba a ser capaz de emitir algún sonido. No estaba segura siquiera de si sus músculos
le responderían y lograría mover los labios y la lengua. Pero finalmente pudo decir algo.
—Beatrice. —Sonó como el pío de un pájaro—. Beatrice Stewart.
—Ah… Beatrice… ¿No quieres salir de tu rincón? Es muy difícil para mí hablarte si te escondes
detrás del sofá y no puedo verte la cara.
Ella asintió con la cabeza y trató de levantarse, pero las piernas le empezaron a temblar y no
pudo mantenerse en pie. El desconocido se inclinó repentinamente hacia ella. Sintió que unos brazos
fuertes la cogían y la alzaban, olió un aroma acre que le gustó; era una loción de afeitar, pero mejor
que la que usaba su padre. El desconocido la sentó en el sofá estampado, luego desapareció un
momento y regresó con un vaso de agua.
—Bebe esto —le dijo—. No sé cuánto hace que estás así, pero pareces bastante debilitada. ¿Hay
algo de comer en esta casa?
Bebió el agua a pequeños sorbos. Sentía que no podía comer.
—No… tengo hambre —murmuró.
El hombre se sentó en una silla frente al sofá.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Once.
—¿Y dónde están tus padres?
—Se han marchado.
—¿Se han marchado? ¿Adónde?
Se había bebido toda el agua. Volvía a sentir lentamente los primeros soplos de vida; ya no tenía
las piernas blandas como un flan y pensaba que pronto podría sostenerse en pie.
—En el barco —dijo—. Se han ido en el barco.
—Evacuados. Sí, han evacuado a más de veinte mil personas de la isla —dijo el hombre. Y
añadió, asombrado—: ¿Y tus padres te han abandonado?
Beatrice aguantó todo ese tiempo sin llorar. Estaba como entumecida, no sentía ninguna emoción.
Pero, de pronto, se le hizo un nudo en la garganta y le dio la sensación de que en cualquier momento
iba a estallar en un mar de lágrimas.
Por supuesto que sus padres, Deborah y Andrew, no la habían abandonado. Nunca se les habría
cruzado por la cabeza. Fue una desgracia.
—Ellos consiguieron embarcar —dijo—, yo no.
El hombre asintió, con aire comprensivo y preocupado.
—Os perdisteis en la multitud —conjeturó.
Ella asintió con la cabeza. Nunca se olvidaría de aquella multitud inabarcable con la vista, ni del
puerto de St. Peter Port, que parecía un hormiguero de gente. Beatrice no entendía por qué había de
abandonar su hermoso jardín en un día de junio tan claro y caluroso como ése para subirse a un
barco. Deborah había intentado explicárselo: «Puede ser que los alemanes traten de ocupar nuestras
islas. Quiere decir que llegarán de un momento a otro. Todo el que pueda ha de abandonar las islas.
Nos llevarán a Inglaterra.»
Beatrice siempre había querido conocer Inglaterra, Londres sobre todo, porque Deborah, que
había crecido allí, hablaba todo el tiempo de esa ciudad. Pero por alguna razón no conseguía
alegrarse ante ese viaje inesperado. Todo había sucedido muy deprisa, y hacía tiempo que había algo
extraño en el aire. Todo el mundo escuchaba la radio de la mañana a la noche, todos ponían cara
seria y circunspecta, y por todas partes la gente se paraba a hablar, hablar, hablar…
Beatrice llegó a entender que los alemanes habían entrado en Francia, y eso le daba miedo
porque era evidente que también les daba miedo a los adultos. La costa bretona estaba cerca,
demasiado cerca. Los alemanes debían de ser peligrosos, eso lo tenía claro. El nombre de Hitler
flotaba en el aire como un espíritu maligno y Beatrice comenzó a imaginárselo como una especie de
demonio, una fuerza maligna.
Luego se supo que París había caído y que el gobierno francés había capitulado. Beatrice oía
cada vez con más frecuencia la palabra evacuación.
—¿Qué es evacuación? —le preguntó a su madre.
—Significa que nos llevarán de aquí —le explicó Deborah— a Inglaterra, allí estaremos a salvo.
Ya no estaremos aquí cuando lleguen los alemanes.
—¿Qué será de las rosas de papá?
Deborah se encogió de hombros.
—Tendremos que dejarlas aquí.
—Pero… ¡nuestra casa! ¡Nuestros muebles! ¡Nuestra vajilla! ¡Mis juguetes!
—Podremos llevar pocas cosas con nosotros. Pero quizá no les pase nada a nuestras pertenencias
mientras estemos fuera.
Beatrice le preguntó en voz baja:
—¿Regresaremos?
Su madre tenía lágrimas en los ojos.
—Claro que regresaremos. Los soldados ingleses echarán a los alemanes y después vendremos a
nuestra casa y viviremos como antes. Tómalo como unas vacaciones, ¿vale? Como unas vacaciones
largas y bonitas.
—¿Dónde viviremos?
—Con la tía Natalie, en Londres. Verás cómo te gusta.
La tía Natalie era la hermana de Deborah, y a Beatrice no le caía nada bien. Pero a nadie parecía
importarle lo que ella opinara sobre los planes de evacuación. Las maletas estuvieron listas en un
abrir y cerrar de ojos, y el pánico se extendió sobre la isla como un virus. Beatrice tuvo que elegir un
juguete para llevarse, y escogió el payaso que colgaba sobre la cama y al que le faltaban una pierna y
un ojo. Andrew abonó y regó las rosas; parecía que estuviera a punto de partírsele el corazón.
Deborah cerró cuidadosamente la casa y los postigos de las ventanas; tenía el rostro entumecido y los
ojos secos y calientes.
—¿Mae y sus padres también vendrán? —se cercioró Beatrice una vez más.
—Sí, sí —dijo Deborah, pero Beatrice no estaba tan segura de que dijera la verdad. Le parecía
impensable irse a Inglaterra si su mejor amiga se quedaba en Guernsey. Solamente con Mae sería
soportable la estancia en la lejana Londres.
Al parecer, todos los habitantes de la isla se habían dado cita en St. Peter Port. Los coches y
autobuses habían tenido que aparcar a cierta distancia del puerto porque las calles estaban repletas
de gente y era imposible abrirse paso.
Donde más gente había era en las ventanillas de la oficina de información. Todo el mundo quería
asegurarse a última hora si era realmente necesario partir.
—No nos perdamos —advirtió Andrew cuando bajaron del autobús que los había llevado de Le
Variouf a la capital—, vosotras id siempre pegadas detrás de mí. ¡Beatrice, cógele bien fuerte de la
mano a mamá!
Beatrice le estrechó con toda su fuerza la mano a Deborah. Se sentía mareada por aquella
multitud que la rodeaba. ¡Nunca hubiera imaginado que viviera tanta gente en Guernsey! Recibió
empujones y codazos, la golpearon con bolsas y maletas en las costillas, y por encima de su cabeza
la gente gritaba, llamaba y maldecía. Deborah iba demasiado deprisa, a Beatrice le costaba seguirla.
Trató de buscar con la vista a Mae, pero no la encontró por ninguna parte. Habría sido una suerte
extraordinaria encontrar a una persona en aquel tumulto. De alguna manera lograron avanzar hacia los
barcos anclados en el puerto, vigilados por el imponente y oscuro Castle Cornet, que se erigía como
una fortaleza sobre la isla, pero que no ofrecía ninguna protección. Muchos de los barcos tenían un
aspecto bastante deteriorado; las velas estaban rasgadas en algunos puntos y sólo parcialmente
remendadas, y en la borda se veían agujeros negros y oxidados causados por los impactos. Beatrice
oyó cómo un hombre le preguntaba a otro de dónde procedían los barcos y éste le contestaba que
eran algunos de los que acababan de evacuar a los soldados británicos sitiados por las tropas
alemanas en Dunquerque.
—Han maniobrado bajo intenso fuego alemán —dijo el otro.
A Beatrice le dio la impresión de que la cosa se ponía cada vez peor. No se parecía en nada a
unas vacaciones. Sino a una aventura realmente peligrosa.
No supo cómo ocurrió, pero de pronto se soltó de la mano de su madre. Ya habían pasado la
línea de acceso a uno de los barcos. El gentío era allí aún mayor, se hacía imposible distinguir a
nadie.
La gente tenía cada vez menos consideración; lo único que querían era coger un buen sitio y
embarcarse de cualquier manera. Un hombre alto y gordo empujó a Beatrice a un lado, que trastabilló
y se soltó de la mano de Deborah. Aquélla enseguida se puso a gritar:
—¡Mamá, mamá!
Oyó que Deborah también gritaba desesperada y estridentemente, como una gata que busca a sus
pequeños. Una mano le cogió la suya y un hombre exclamó:
—¡La tengo! ¡Todo bien! ¡La tengo!
Era un desconocido. Más tarde Beatrice llegaría a la conclusión de que Deborah, a la que perdió
inmediatamente de vista, debió de pensar quizá que había sido Andrew quien la había cogido de la
mano. Con el ruido atronador que había, una voz podía confundirse fácilmente con otra. En cualquier
caso, su madre dejó de llamarla o ella ya no la escuchó. No tardó en soltarse también de la mano de
aquel desconocido. Comenzó a gritar, pero nadie le contestó, nadie se preocupó de ella. Cada vez fue
alejándose más de la masa de gente que avanzaba hacia delante, hasta que apareció de nuevo junto al
acceso. Si al menos pudiera intentar subir al barco de nuevo…
Una especie de pánico debió de apoderarse de ella y ya sólo tuvo una idea: volver a casa. Lejos
de aquel ruido y aquel gentío. Huir de la masa bajo la cual temía quedar asfixiada o muerta a
pisotones. Al menos eso era, años después, lo que recordaba haber sentido en aquel momento.
Aunque quizá no sintió ni pensó nada. Estaba aturdida, se movía como un títere, sin ton ni son. De
alguna manera llegó a casa, completamente extenuada, y con los dedos trémulos sacó una copia de la
llave que había bajo una piedra de un arriate, abrió la puerta de la casa y se escondió como un zorro
de una jauría de perros.
El desconocido le sonrió para darle ánimo.
—No te preocupes, pequeña —dijo—, ya no estás sola.
—¿Puede llevarme con mis padres? —preguntó Beatrice.
Él meneó la cabeza.
—Eso es imposible. Por ahora nadie puede ir a Inglaterra, ni nadie puede volver desde allí.
—Pero ¿cuándo…?
—Cuando hayamos ocupado toda Inglaterra —dijo—, entonces no habrá problema.
En ese momento se dio cuenta por primera vez de que el hombre que tenía delante debía de ser
alemán. Por eso pronunciaba de esa manera extraña las palabras en inglés, por eso llevaba uniforme.
No parecía un monstruo, como ella se imaginaba a los alemanes. Le había traído agua en vez de
matarla en el acto, y no parecía que quisiera hacerle ningún daño. Sin embargo, de pronto la invadió
un desconsuelo abismal; ahora que ya no estaba paralizada cayó en la cuenta de que Deborah y
Andrew estaban muy lejos y de que no iba a volver a verlos en mucho tiempo.
—¿Ahora qué haré? —preguntó ella.
—No somos inhumanos —dijo el hombre—, no te pasará nada.
—¡Pero yo quiero ir con mi madre! —Hablaba como una niña pequeña, lo sabía, y la voz se le
ahogó entre las lágrimas.
—Ahora has de ser una chica valiente —dijo el hombre, que mostró por primera vez una sombra
de impaciencia—. No sirve de nada que te pongas a llorar y a protestar. Un día volverás a ver a tus
padres, y hasta entonces te portarás bien para que ellos se sientan orgullosos de ti.
Reprimió el llanto y asintió con la cabeza. Quizá él no era consciente de ello, pero había dicho
una frase decisiva que la ayudaría a sobrellevar los años que tenía por delante.
Se portaría bien, para que Deborah y Andrew se sintieran orgullosos de ella.
7
—¿Y por qué te escribes con esa mujer? —preguntó Kevin, sorprendido—. ¡Si apenas la
conoces!
—Ya lo sé —dijo Beatrice—, pero es que me hizo unas preguntas muy interesantes. Me dio la
impresión de que realmente quería saber de mí, de Helene, de nuestra vida. ¿Y por qué no habría de
contarle?
Beatrice estaba sentada a la mesa en la cocina de Kevin, mientras observaba cómo éste cocinaba.
La invitó a cenar en agradecimiento por el dinero que le había prestado, pero le propuso que fuera
antes para hacerle compañía mientras preparaba la cena. Sabía que a ella le encantaría. Le gustaba
sentarse en su pequeña y acogedora cocina con muebles blancos, beber una copa de vino, fumar un
cigarrillo y conversar con él. Solía decir que había pocas cosas más relajantes y tranquilizadoras que
esos encuentros, especialmente si no estaba Helene.
—Esa tal… ¿cómo dices que se llama? ¿Franca? ¿Esa tal Franca vive en Alemania y se interesa
por la biografía de dos mujeres completamente desconocidas de una isla del Canal? Lo encuentro de
lo más extraño. Espero que no tenga intenciones poco serias.
Beatrice se echó a reír. Encendió un cigarrillo y arrojó placenteramente el humo.
—¿Qué clase de intenciones puede tener?
Kevin reflexionó un instante.
—Tal vez quiera dinero.
—¿Y cómo lo conseguiría? Aparte de que no tendría mucho que sacar de Helene y de mí.
Kevin meneó la cabeza con aire pensativo.
—Eres demasiado confiada. Y un poco ingenua. Yo no contaría tantas cosas de mí a ningún
desconocido.
—Pero si es inofensiva. Una muchacha que evidentemente tiene problemas. Me dio la impresión
de que estaba muy sola.
—¿Está casada?
—Sí.
—¡Entonces no está sola!
—¡El hecho de estar casado no implica que no se pueda sufrir de soledad! Uno se puede sentir
muy solo en un matrimonio. —Luego frunció el entrecejo—. ¿Cuándo vas a parar de lavar los
tomates? A este paso te vas a quedar sin nada.
Kevin dejó a un lado los tomates.
—Con las verduras hay que ser muy escrupuloso —opinó él—. No querrás que te envenene, ¿no?
—Pensaba que sólo comías las verduras biológicas que tú cultivas.
—Naturalmente, pero no se trata sólo de los pesticidas, sino también de las bacterias que pululan
por todas partes.
—A mi edad, una ha tratado con tantas bacterias que ya da lo mismo —dijo Beatrice. Se reclinó
hacia atrás y miró a Kevin con aire preocupado—. Últimamente estás muy nervioso. Se te ve muy
distraído. ¿Hay algo que te preocupa?
—Tengo problemas financieros, ya lo sabes.
—¿Todavía?
—Tu préstamo me ha ayudado mucho. No tengo palabras para agradecértelo —dijo Kevin, pero
la sonrisa con que acompañó sus palabras no parecía sincera—. Todo está en orden.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. ¡Por favor, Beatrice, no me mires con esa cara! Y cambiemos de tema, ¿vale?
Disfrutemos de la velada. No hablemos de cosas desagradables.
Ella aceptó su ruego.
—Muy bien —dijo sencillamente—, dejémoslo así. Se está muy bien aquí, Kevin. No conozco a
nadie que tenga una cocina tan preciosa y pulcra como la tuya. Cada vez que pienso cómo es la de
Alan en Londres… Limpia la tiene, eso sí, pero es poco acogedora y muy fría.
—Aun así estás contenta de que Alan sea tu hijo y no yo. Pocas madres aceptan tener un hijo gay.
Beatrice se quedó pensando.
—Pienso que lo que no aceptan es que sus hijos sean infelices. Y el tipo y la calidad de la
relación son dos factores decisivos a la hora de ser felices o no. La homosexualidad acarrea toda una
serie de problemas, tú lo sabes mejor que nadie. Pero la manera en que vive Alan… Dios sabe la
mala sangre que me hago cada vez que pienso en ello. En ninguna parte se siente a gusto. Tiene
muchas aventuras cortas y fugaces, pero ninguna duradera.
—Quizá sea exactamente la vida que él quiere llevar —conjeturó Kevin. Comenzó a lavar la
lechuga con el mismo empeño que había puesto con los tomates—. ¡En todo caso, siempre será mejor
para él cambiar constantemente de amante que quedarse pegado a esa frívola de Maia!
Beatrice meneó la cabeza.
—Me temo que ya está pegado a Maia. Ése es precisamente su problema. Está obsesionado con
ella. No puede imaginar estar con ninguna otra mujer. Eso le impide abrirse a cualquier otra relación.
A veces siento un miedo espantoso por él.
—¿Sigue en la isla?
—Regresó a Londres al día siguiente de mi cumpleaños. Es probable que no vuelva hasta las
Navidades.
Kevin se detuvo de repente. Su rostro adquirió una expresión tensa.
—¿Has oído?
Beatrice lo miró fijamente.
—No. ¿Qué?
—Me ha parecido que alguien llamaba a la puerta.
—¡Pues ve a ver! Tus visitas suelen entrar sin llamar…
—No —dijo Kevin—, he cerrado con llave. ¿Estás segura de que no has oído nada?
Beatrice se levantó.
—Voy a ver. —Salió al pequeño vestíbulo. Efectivamente, Kevin había cerrado la puerta con
llave y había echado el cerrojo. Beatrice abrió y se asomó fuera. No había nadie; sólo vio un gato
repantigado en el muro del patio bajo el cálido sol de septiembre. No muy lejos de la casa se
elevaba el campanario redondo de la iglesia de St. Philippe de Torteval bajo el cielo azul de la
tarde. Un resplandor rojo se posaba ya sobre las flores silvestres y los arbustos que crecían por todo
el jardín. Beatrice respiró hondo. «Qué maravilla», pensó. La pequeña aldea de Torteval, al suroeste
de la isla, le gustaba aún más que su patria de Le Variouf. Desde Torteval se llegaba andando a
Pleinmont Point, y sus rocas agrestes, la resaca espumeante del mar y la hierba escasa y rala que el
viento azotaba sobre las peñas le gustaban aún más que el paisaje ameno del sur. Pleinmont era su
lugar favorito. Cada vez que quería pensar en algo, estar sola o tomar una decisión importante, se
retiraba allí.
Regresó a la cocina.
—No hay nadie —dijo—, sólo un gato.
—Pues debo de haberme equivocado. ¿Has vuelto a cerrar?
—¿Desde cuándo cierras la puerta? No, no la he cerrado con llave.
—Hoy en día hay que ser precavido. Los robos aumentan en todas partes.
Ella se rio.
—¡Pero no en Guernsey!
Se quedó observando cómo ponía la lechuga en la ensaladera, después de haberla lavado hasta la
saciedad. Le pareció que se volvía cada vez más maniático. Su obsesión con la limpieza, su miedo a
los ladrones… Quizá hacía ya demasiado tiempo que vivía solo. Sabía por propia experiencia que
las personas que viven solas se vuelven a menudo extrañamente caprichosas, desconfiadas y
extravagantes.
«¡Pobre Kevin!», pensó con ternura.
Sensible como era, Kevin se dio cuenta de que Beatrice estaba pensando en él, y de inmediato
cambió de tema.
—¿Piensas seguir escribiéndote con esa mujer alemana? —preguntó.
—¿Por qué no? Una se vuelve charlatana con la edad, y ahora que he encontrado a alguien que me
escucha con interés, ¿por qué no habría de aprovechar la ocasión?
—Porque tal vez revuelva algo que acaba de sedimentar.
Ella se quedó mirando con aire pensativo el humo de su cigarrillo.
—No sé si algo ha sedimentado —dijo finalmente—. No del todo. Hay cosas que uno nunca
termina de aceptar. Se las reprime, pero eso no es lo mismo que aceptarlas.
—La gente dice siempre que está mal reprimir las cosas, pero en mi opinión son tonterías —dijo
Kevin—, psicología de andar por casa. ¿Por qué no habríamos de reprimir ciertas cosas
desagradables si así vivimos mejor? Y pienso que tú vivirás más tranquila si no revuelves los
horrores de esa época. Además, ¿para qué? Tienes una existencia agradable y relativamente sin
preocupaciones. Olvídate de lo que en otro momento pudo haberte dolido.
—Olvidarlo, ciertamente no. Hay recuerdos que se adhieren como una cola instantánea. Nunca te
deshaces de ellos, hagas lo que hagas. Y a veces es más fácil hablar de ellos que pasarte la vida
intentando que no afloren a la superficie.
—Tú sabrás lo que haces —se limitó a decir Kevin.
El sol ya se ponía, los rayos rojos y encendidos llegaban hasta la ventana e iluminaban la cocina.
Kevin hacía ruido con los platos y los cubiertos. En unos momentos más, el sol se habría puesto del
todo y la luz suave y crepuscular de las noches de finales de verano se extendería sobre toda la isla.
Beatrice estaba absorta en sus pensamientos. Había pasado la tarde escribiéndole una carta a
Franca, pero aún no se la había enviado y tampoco estaba segura de si lo haría. Su comportamiento le
sorprendía a Kevin, ella se daba cuenta, y quizá tuviera razón. Prácticamente no conocía a esa mujer
a la que tan solícitamente le contaba la historia de su vida.
«Por otra parte, en el fondo no le estoy contando la historia de mi vida. Ella es alemana, ha
estado aquí algunas veces y se interesa por lo que pasó hace cincuenta años en las islas del Canal.
Yo le describo unos hechos. Eso es todo», pensó.
Pero eso no era del todo cierto, y ella lo sabía. Le había descrito con bastante precisión los
sentimientos y emociones de aquella niña abandonada, acurrucada en la sala de estar de sus padres,
mientras escuchaba aterrorizada el tronar de los aviones que llevaban a las tropas de ocupación a la
isla. Le había abierto su alma a una desconocida, y le había revelado más a ella que a su propio hijo,
a pesar de que Alan habría reaccionado con bostezos a las «historias empolvadas de hace cien
años», como decía siempre.
Quizá debería suspender la correspondencia —reflexionó Beatrice—. Franca Palmer es una
mujer amable y cauta. Basta con que le haga la menor insinuación de que no quiero continuar para
que se eche atrás de inmediato. Puedo parar cuando yo lo decida.
Lo mejor era no pensar demasiado en ello. Trató de concentrarse en lo que decía Kevin, que
ahora se lamentaba sobre la creciente criminalidad que había en el mundo. Ella se preguntaba de
dónde había sacado esa obsesión por los ladrones: que ella supiera, no tenía ningún motivo para
preocuparse por eso. Estaba segura de que muy pronto aparecería de nuevo en Le Variouf pidiendo
dinero. Esta vez lo intentaría probablemente con Helene.
Helene tenía debilidad por Kevin, quien en más de un sentido representaba el ideal de hombre
joven: era amable, ordenado, culto y, a diferencia de otros solteros de su edad, no corría detrás de
cualquier mujer. Helene prefería ignorar su homosexualidad, y no se permitía pensar que Kevin
anduviera detrás de hombres. De la misma manera, tampoco admitía el hecho de que, a pesar de su
amor por el orden y su meticulosidad, en realidad no lograba poner orden en su vida, gastaba más de
lo que podía y, a diferencia de Alan, vivía a costa de otras personas. Beatrice creía que nadie tenía
la capacidad de Helene para alterar la realidad. Forzaba tanto las cosas, que acababan por coincidir
con la imagen que se hacía de ellas.
«Pero no podrá ayudar a Kevin mucho tiempo más. Por más que haya ahorrado, ya no debe de
quedarle gran cosa», pensó.
Al pensar en Helene, se acordó otra vez de Franca. Esa misma tarde le había escrito una larga
carta, sentada en el jardín en un sillón muy cómodo de mimbre que había colocado bajo el manzano;
había puesto los pies sobre otra silla y un libro en el regazo para apoyar el papel. El día había sido
otra vez de un calor inusual, pero ya tenía los colores del otoño y el cielo era de un frío azul.
Helene había salido a tomar el té con Mae, y Beatrice esperaba que no volviera hasta la noche.
Enseguida se sintió más libre y a gusto. Cuando Helene no estaba en casa, tenía la sensación de que
podía respirar mejor.
Empezó la carta a Franca con estas palabras: «Helene Feldmann me robó la vida.»
Pero enseguida borró la frase y la llenó de tachaduras para que nadie pudiera leerla. Mostraba
demasiado de sí misma, mucho más de lo que querría confesar a un extraño. Mucho más de lo que
querría confesarle a nadie. Ni siquiera a Mae le había dicho nunca esa frase. A decir verdad, era la
primera vez que se le ocurría. Seguramente la había sentido, pero nunca la había formulado así, no
habría tenido/él coraje de hacerlo porque era una verdad demasiado terrible. Una vida robada no era
lo mismo que un coche robado; la certeza de que lo que le habían quitado era irrecuperable la
oprimía, amenazaba con cortarle el aire. Al tachar aquellas palabras sobre el papel con una violencia
que casi perfora el libro que hacía de base, intentó arrojarlas para siempre de su memoria, a
sabiendas de que no lo conseguiría. Lo que una vez existió, no podía destruirse así como así. Y
comprendió que, en lo sucesivo, aquellas palabras funestas ocuparían cada vez más su mente.
Volvió a comenzar la carta, pues, con referencias insignificantes, con lugares comunes sobre el
tiempo que hacía y la sequía que azotaba la isla. Después se puso a escribir sobre aquel entonces.
Sobre la primera época con Erich Feldmann en casa de sus padres.

Guernsey, junio/julio de 1940

Ya no se fue nunca más. Se paseó por la casa y dijo con ferviente convicción: «Esto está bien.
Excelente. Me quedaré.»
Otro soldado alemán, muy joven, entró en la habitación. El oficial y él empezaron a hablar, pero,
como lo hacían en alemán, Beatrice no entendió una palabra. El hombre que la había descubierto y
sacado de su escondite le dijo que se llamaba Erich Feldmann, y ella ensayó en su cabeza aquel
nombre tan difícil de pronunciar. Erich Feldmann.
Erich señaló a la pequeña con el dedo y le dijo algo al soldado; éste asintió y se acercó a
Beatrice, le cogió una mano y le dijo: «Ven, vamos a buscar algo de comer.»
Su inglés sonaba casi perfecto y tenía una mirada cálida y amistosa. Beatrice lo siguió a la
cocina. Aquello no olía bien; el calor del verano se había estancado entre las paredes y en alguna
parte olía a leche agria.
—Aquí hace falta hielo —dijo el joven, tras abrir la nevera y poner cara de asco—, se ha
descongelado todo.
Revisó los armarios de la cocina, lo cual a Beatrice le pareció una invasión dolorosa y difícil de
soportar. ¡Los armarios de la cocina de Deborah! Pero se dijo a sí misma que sus intenciones eran
buenas. Buscaba algo de comer.
—¿Cómo se llama? —preguntó ella en voz baja.
—Wilhelm. Todos me dicen Will. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Beatrice.
—Bonito nombre, Beatrice. ¿Y cómo te llaman?
—Me llaman por mi nombre.
—¿Y tu padre y tu madre? ¿No tienen un nombre cariñoso para ti?
Se le hizo un nudo en la garganta.
—Mi madre… —la voz le sonaba extraña— mi madre suele llamarme Bee.
—Si quieres, yo también puedo llamarte así. —La miró con aire interrogativo—. ¿O es un
nombre reservado a tu madre?
El nudo de la garganta se le hizo más intenso. Un momento más y le saltarían las lágrimas. No
quería llorar, no quería que él la cogiera en brazos y la consolara y le acariciara el cabello, porque
presentía que eso sería exactamente lo que haría. Él la miró lleno de compasión y con auténtica
calidez.
Pudo evitarlo. Tragó y tragó, y evitó el llanto.
—Preferiría que me llame Beatrice —dijo por fin.
Él suspiró despacio.
—De acuerdo. Mira, Beatrice, en esta cocina no hay nada que no esté podrido o tenga moho. Me
temo que deberás tener todavía un poco de paciencia. Pero te prometo que antes de esta noche te
conseguiré algo para comer.
En realidad no tenía hambre, pero no lo dijo. Los adultos insistían todo el tiempo en atragantar a
los niños por la fuerza, y seguro que los alemanes no eran distintos en ese aspecto de los ingleses.
—¿Puedo subir a mi cuarto? —preguntó ella.
Will asintió; se le veía preocupado. Beatrice sintió que ella le daba lástima, que de alguna
manera sentía la necesidad de consolarla.
«Pero tal vez yo no quiera que ningún alemán me consuele», pensó con agresividad. Sin decir una
palabra más, dio media vuelta y subió por la escalera a su habitación.
Allí todo seguía igual. Nada había cambiado desde la abrupta partida de la familia. El papel
pintado de rosa, la cómoda celeste con el espejo encima, los pequeños cuadros con paisajes de las
islas del Canal, las muñecas y animales de peluche alineados sobre la cama, el escritorio, el armario
blanco de la ropa; todo seguía en paz, ajeno a los acontecimientos. Solamente un abejorro zumbaba
desesperado, chocando una y otra vez contra el cristal de la ventana. Beatrice la abrió y el abejorro
desapareció hacia el cielo azul con un zumbido de alivio.
El calor de aquel día veraniego inundó la habitación; el perfume de las rosas que crecían bajo las
ventanas se extendía dulce y sensual. Las rosas irradiaban para Beatrice más paz que todos los
objetos conocidos, esa paz que hasta entonces había sido el fundamento inamovible de su vida. Hasta
ese momento no había sido consciente de cómo el equilibrio y la solidez habían marcado cada día y
cada hora de su vida. Ahora sospechaba que esa época ya no retornaría, pero aun así trataba de
aferrarse a la esperanza de que la pesadilla pasaría y de que todo volvería a ser como había sido.
Beatrice pasó toda la tarde en cama, sentada y abrazada a sus rodillas, oyendo un animado ir y
venir de gente en la casa. Llegaban coches, y de todas las habitaciones salía un eco de voces y de
pasos. Las voces en alemán le parecían amenazantes; no entendía nada de lo que decían y no se
enteraba si allí fuera hablaban de ella y de lo que le ocurriría.
Resistió a la tentación de coger en brazos una de sus muñecas o de sus animales. Le pareció que
ya no era apropiado para ella. Era como si el mundo entero se hubiera vuelto del revés y ahora
cobrara un aspecto totalmente nuevo que en nada se parecía al de antes. Era el adiós a la infancia.
Había sido un final abrupto, sin transición suave a la nueva vida. Beatrice nunca volvería a hallar
consuelo en el abrazo de un oso de peluche o de una muñeca.
Al caer la tarde, Wilhelm fue hasta allí y le dijo que bajara a comer algo. Beatrice seguía sin
hambre, pero aceptó de todos modos la invitación. Abajo, en el vestíbulo, se apilaban las cajas. Por
la puerta abierta de la casa vio que fuera había dos soldados alemanes apoyados en una furgoneta
conversando. El último resplandor del sol les iluminaba el rostro y se reían. No tenían aspecto de
estar en guerra, sino de dos muchachos de vacaciones que disfrutaban de su libertad.
Para ellos es como un juego, se estremeció Beatrice.
En el comedor estaban Erich y otros tres oficiales alemanes. Se encontraban de pie alrededor de
la mesa, fumaban y conversaban en su lengua. La mesa estaba puesta con la mejor porcelana de
Deborah, además de las copas de cristal para el vino y los cubiertos antiguos de plata. La familia
sólo los usaba en días de fiesta, para Navidad, Pascua y en los cumpleaños. Pero parecía que los
alemanes querían convertir las piezas valiosas en objetos de todos los días. ¿O acaso pensaban que
ese día era una ocasión especial? Quizá festejaban su victoria en las islas. En todo caso, las velas
ardían en los candelabros y, sobre el aparador, en una gran fuente de cristal llena de agua, flotaban
unas rosas multicolores, hermosas y brillantes. La puerta del jardín estaba abierta y el sol se
reflejaba sobre el verde de la hierba.
Por primera vez en varios días no se oían aviones, tan sólo el graznido de los pájaros y el canto
de los grillos. A Beatrice le irritaba que, a pesar de los trágicos acontecimientos, la isla no hubiese
cambiado de aspecto.
Al entrar en el comedor, Erich se volvió hacia ella y le sonrió.
—Aquí viene la señorita —dijo en su inglés con fuerte acento—. Caballeros, ¿puedo presentarles
a la señorita Beatrice Stewart?
Lo que no dijo, aunque tal vez ya lo había mencionado antes, fue que, en ausencia de sus padres,
ésa era su casa. La trataba como a un huésped que llegaba con retraso y se presentaba a última hora.
Los nombres de todos aquellos señores le entraron por un oído y le salieron por el otro. Ni los
entendió ni le interesaban. Lo único que llegó a comprender fue que eran todos oficiales. Cuando se
dirigían a Erich, lo llamaban «mi mayor» y lo trataban con gran respeto. Se comportaba como el
dueño de casa, ordenaba a Will —quien, como suponía Beatrice, era una especie de criado— que
trajera el vino del sótano y lo sirviera generosamente. Ella sabía lo orgulloso que había estado
siempre su padre de la bodega, y la ponía rabiosa ver cómo Erich Feldmann leía en voz alta y con
orgullo las etiquetas, como si gracias a él disfrutaran de esos manjares.
Un cocinero llevó la cena. Tenía aspecto magro y pálido, y no decía nada, pero al parecer
conocía muy bien su oficio porque había preparado un magnífico menú de cinco platos. Durante toda
la tarde estuvieron llevando a la casa una inmensa cantidad de víveres que Erich había encargado. Y
ella se preguntaba si los alemanes habían llevado todos esos productos consigo o si los habían
confiscado al ocupar la isla. Beatrice no probó bocado, sólo bebió en rápidos sorbos el zumo de
naranja que le puso delante Will. Los hombres conversaban en alemán, se reían y parecían de muy
buen humor. Sólo cuando llegaron los postres, Erich se dirigió otra vez a Beatrice.
—Desde mañana, Will te dará dos horas de alemán todos los días. Pienso que aprenderás
rápidamente nuestra lengua. A tu edad se es muy receptivo.
—Además, parece una señorita muy inteligente —opinó uno de los oficiales, que le guiñó un ojo
a Beatrice como si fuera su tío.
—¿Para qué aprender alemán? —preguntó ella—. Nunca iré a vivir a Alemania.
Un silencio de perplejidad siguió a sus palabras. Will, que en ese momento se disponía a
escanciar el vino, se quedó helado. Después Erich lanzó una carcajada fuerte y, según le pareció a
Beatrice, no muy alegre, sino más bien agresiva.
—¡Mi querida niña, eso es realmente conmovedor! Pero a tu edad no se tiene una idea clara de la
realidad. Ya estás viviendo en Alemania, ¿o acaso no te has dado cuenta?
—Yo… —continuó Beatrice, pero Erich la interrumpió de inmediato.
—Métete esto en la cabeza. Y cuanto antes, mejor. Todo lo que hay aquí, estas islas, ¡a partir de
ahora son Alemania!
Uno de los oficiales se apiadó de Beatrice. El hombre comprendía que debía de estar bastante
alterada por los acontecimientos de los últimos días y que no era momento de inculcarle las ideas del
nacionalsocialismo.
—La pequeña estará cansada —dijo con aire incómodo—, y además ha…
—¡Estará muy cansada, pero tiene que aprender! —exclamó Erich. La lengua se le trababa un
poco y hablaba demasiado fuerte. En los ojos tenía un brillo metálico. A Beatrice no le parecía que
hubiera bebido demasiado, pero era obvio que el alcohol, aunque fuera en pequeñas cantidades, le
afectaba. Y supuso que cuando el alemán se pusiera de pie, se tambalearía.
—Todo el mundo —dijo— será Alemania. ¿Entiendes? El norte, el este, el sur, el oeste. A donde
mires, a donde vayas, por todas partes será Alemania. ¿No te has dado cuenta de cómo ocupamos
todos los países sin ninguna resistencia? ¿Dónde está el pueblo que se opondrá a nosotros?
¡Nómbramelo! ¡Dime quién es más fuerte que nosotros! —Miraba a Beatrice con aire desafiante.
—Pero si es una niña… —volvió a intervenir el otro oficial.
Erich se volvió hacia él con el gesto de un ave rapaz que desciende en picado sobre su presa.
—¡Ya lo creo que lo es! Por eso mismo ha de comprender lo mucho que cambiará el mundo en
que ella vive. No quedará una sola piedra en su sitio. ¡Nada, que se entere de eso, nada volverá a ser
como antes!
Nadie abrió la boca. Sus palabras resonaron en el salón. Will continuó sirviendo el vino. Durante
un momento sólo se oyó el leve ruido de los cubiertos y el tintineo de las copas. Beatrice miraba a
Erich. Sus mejillas se habían teñido de un rojo poco natural y bebía demasiado deprisa. Beatrice
sintió que la amenaza de aquel hombre era casi física. Tenía algo descontrolado y violento en su
manera de actuar. Al mediodía, durante su primer encuentro, no se había percatado de ello, pero
ahora se le hacía evidente. Bastaba apenas una pequeña dosis de alcohol para despertar ese lado en
él.
Inmediatamente después de la cena, Beatrice se levantó y marchó a su cuarto. Abajo, en el
comedor, los hombres siguieron empinando el codo y las voces y las risotadas se hicieron cada vez
más fuertes. Ella podía distinguir fácilmente la voz de Erich entre todas las demás.
Beatrice trató de aislar aquellas voces en su mente. Fue hacia la ventana abierta de par en par y
aspiró profundamente el calor de la noche clara de junio. Pensó en su madre y en su padre, se los
imaginó con todas las fuerzas de que fue capaz. ¿Dónde estarían? ¿Habrían llegado a salvo a
Inglaterra? Seguramente estarían muy afligidos por su hija. ¿Deborah también estaría pensando en
ella? A lo mejor los pensamientos de las dos se cruzarían a mitad de camino. Beatrice sintió y supo
que su madre estaría mirando la noche tal como ella y que la echaría de menos igual que ella.
—No te preocupes, mamá —susurró—, ya soy bastante grande y me las apañaré. No temas por
mí. Estoy segura de que volveremos a vernos, verás cómo no pasará mucho tiempo.
Entre tanto, pensó que Will quizá iría a desearle las buenas noches, pero, como no apareció, se
desnudó y se metió en la cama. No había ido al baño, y lo cierto era que el agua, el jabón y la pasta
de dientes le habrían ido bien después de tanto tiempo, pero tenía miedo de encontrarse a Erich por
el camino y la sola idea le resultaba inquietante. Pero después de permanecer despierta durante una
hora en la cama, se dio cuenta de que, si bien podía renunciar a la higiene corporal, no aguantaría ni
diez minutos más sin ir al váter. Se levantó y fue de puntillas al lavabo. Ya no se oía nada en la
planta baja. Cuando entró en el cuarto de baño, cerró la puerta con llave, se apoyó contra ella y
respiró aliviada. Se miró en el espejo, pero casi se dio un susto al ver al pálido fantasma que le
devolvía la mirada. Había perdido peso, tenía las facciones angulosas y las mejillas vacías, y los
ojos se veían enormes y asustados. El cabello largo y castaño le caía en lacios mechones sobre los
hombros. ¿El camisón, largo y blanco, siempre le había quedado tan holgado?
Ya que estaba, aprovechó para lavarse, cepillarse los dientes y peinarse. Enseguida mejoró el
aspecto, y mientras se examinaba en el espejo tuvo un momento de inspiración: no puedo quedarme
aquí. Es mi casa, pero ahora les pertenece a ellos y ese hombre es peligroso. Debo encontrar una
manera de escaparme.
La idea era tan aterradora que el corazón empezó a latirle deprisa y tuvo que apoyarse un
momento en el lavabo. Hasta ese momento y a pesar de todo, había creído que la casa era un refugio
seguro en medio del caos, y la sola idea de abandonar aquel sitio conocido le daba miedo. Pero era
cierto, la casa había dejado de ser su patria. Ahora se encontraba en poder del enemigo y podía
convertirse en una trampa. Lo que más le importaba eran las personas, las personas a las que amaba y
que habían de protegerla.
Había suficientes amigos en la isla; el único problema era que no sabía quiénes se habían
quedado. Recordaba la multitud de gente en el puerto y le parecía dudoso que hubiera quedado un
solo inglés en la isla. Después de todo, ella había sido la última en…
«Eso sólo lo sabrás si te pones a buscar», se dijo en voz baja.
Deborah había dicho que Mae había sido evacuada también con su familia, pero seguramente ella
no podía saberlo con seguridad, y quizá Mae y sus padres se encontraban todavía en Guernsey. La
nostalgia de su íntima y querida amiga la embargaba. No perdería un minuto más.
Regresó a hurtadillas a su cuarto y se vistió en un santiamén. Decidió ponerse el uniforme de la
escuela porque le haría falta cuando volviera a clase. En una pequeña maleta forrada de lino que era
de las muñecas metió un poco de ropa, unos pantalones largos y un jersey. Con eso alcanzaría, y
además siempre podía pedirle cosas prestadas a Mae. ¡Si es que Mae aún estaba en la isla! Rogó
varias veces al cielo mientras abría en silencio la puerta de la habitación, se deslizaba por el pasillo
y bajaba despacio la escalera, evitando con habilidad los escalones que crujían y que ella conocía
con exactitud.
Al llegar al pequeño vestíbulo, respiró hondo. Iba a sacar del guardarropa su gorro redondo y
pequeño de marinero, cuando le pareció escuchar un ruido detrás de ella; al girarse vio a Erich, que
acababa de aparecer por la puerta de la sala de estar y se quedó allí en silencio.
A la sala llegaba la luz clara y brillante de la luna, que convertía a Erich en una sombra negra y
sin rostro. Beatrice lo oyó respirar y olió el vaho de alcohol que desprendía. Ella tampoco dijo una
palabra, y así permanecieron los dos un instante, callados frente a frente. Luego la sombra hizo un
movimiento y se encendió la luz.
Beatrice pestañeó. De tan pálida, la cara de Erich tenía un aspecto fantasmal, cubierta por una
delgada película de sudor. Se veía muy diferente que tres horas antes durante la cena, cuando se le
sonrojaron repentinamente las mejillas y parecía tan hinchado y desagradable. Ahora que hasta sus
labios habían perdido el color, daba la impresión de ser casi etéreo, débil y enfermo.
—Mira quién está aquí —dijo él. Arrastraba un tanto las palabras, pero Beatrice ya se había
dado cuenta de que en inglés hablaba mucho más despacio que en alemán—. ¿Vas a salir de viaje?
Como tenía la pequeña maleta junto a ella, tenía poco sentido decir que pensaba salir al jardín a
contemplar la luna.
—Quiero ir a casa de mi amiga Mae —dijo Beatrice.
—¿A casa de tu amiga Mae? ¿Y dónde vive?, si se puede saber.
—En el pueblo.
—Hum. ¿Y a ella no la han evacuado?
Era precisamente lo que Beatrice no sabía, pero dijo con cierta audacia:
—No. Se ha quedado.
La palidez de su rostro se hizo aún más profunda, pero su voz continuaba calma.
—Ah. ¿Y por qué querías ir a su casa en plena noche? ¿Por qué no has esperado hasta mañana
para hablar conmigo?
No sabía si debía atreverse a decir la verdad, pero pensó que en el fondo no tenía mucho que
perder.
—Estaba segura de que no me hubiera dejado ir.
Él sonrió. No era una sonrisa malvada, pero tampoco amistosa.
—¿Estabas segura? Y entonces has pensado que era mejor engañar al viejo y escaparte en mitad
de la noche.
—Mae y sus padres son como mi familia. Yo…
Él volvió a sonreír.
—¿Y te has parado a pensar un instante en que yo estaría preocupado?
«¿Se habría preocupado?» Quizá, pensó. Desde el primer momento se había mostrado atento con
ella, y la verdad es que no podía decir nada en su contra, excepto que no le había gustado su discurso
agresivo de la cena. Se quedó callada.
El sudor en la frente de Erich se espesó en unas gotas brillantes. Daba la impresión de que no se
sentía bien.
—Has de saber, Beatrice, que me siento responsable por ti. Para ser más preciso, no sólo me
siento responsable, sino que lo soy. Te encontré desesperada y temblando en la sala de estar,
abandonada por todos, y desde ese momento soy responsable de ti. Puede que te sientas muy adulta, y
sin duda eres muy madura para tu edad, pero no dejas de ser una niña y necesitas a alguien que se
ocupe de ti. Tus padres ya no están, y como ya te he dicho, pasará mucho tiempo antes de que los
vuelvas a ver. Hasta entonces, y quiero que de verdad lo entiendas, yo soy la persona ante la que
tienes que responder. Una especie de tutor. Eso quiere decir… —Hizo una breve pausa y volvió a
enfatizar—: Eso quiere decir que debes hacer lo que yo te diga. Y que te quedas a vivir en mi casa.
Bajo mi vigilancia. ¿Queda claro?
—Entiendo —dijo fríamente Beatrice.
La esperanza de ver a Mae se hizo trizas. No le parecía prudente volver a intentar huir de la casa.
—Quizá quieras intentar escaparte de nuevo —dijo Erich, como si hubiera adivinado lo que
pensaba—, pero debes saber que no tiene sentido. Esto es una isla, como bien sabes. Y está llena de
soldados alemanes. No hay un solo rincón que no tengamos bajo control. Es decir que te encontraría
en el acto. No tienes ninguna posibilidad, Beatrice, debes entenderlo.
—¿Por qué insiste en que me quede aquí, cuando podría vivir tan bien con mi amiga? —preguntó
Beatrice.
El oficial alemán frunció el entrecejo y ella comprendió que, según él, ya le había dado
suficientes explicaciones y no quería seguir discutiendo.
—He decidido que te quedes —dijo—, y eso no cambiará, y cuanto antes te hagas a la idea, más
fácil será para todos. Y ahora sube, te quitas ese bonito uniforme escolar y te metes en la cama. Se te
ve muy cansada.
«Y a ti, muy enfermo», pensó Beatrice en tono agresivo, pero no lo dijo, giró y subió la escalera
en silencio, con su absurda maleta de muñecas, y desapareció en su cuarto. Cerró la puerta
enérgicamente. Un instante después oyó los pasos lentos de Erich, que se dirigía al baño y luego a la
habitación de sus padres. De todos los momentos intensos, extraños y espantosos de aquel día, ése
fue el que más le dolió a Beatrice: oír cómo el oficial alemán ocupaba sin titubear el dormitorio de
Deborah y Andrew y lo convertía en suyo.

Apenas tres semanas después, Helene Feldmann llegó a Guernsey.


Durante esas tres semanas, Beatrice se recuperó lentamente de la fuerte impresión emocional que
había sufrido, aunque todos los días seguían pareciéndole una pesadilla, un espanto que se debía
sobre todo al hecho de saber que la situación no cambiaría al día siguiente ni el próximo mes. Nada
indicaba que los alemanes tuvieran intención de abandonar la isla, ni de que fuera a ocurrir nada que
los obligara a hacerlo. Beatrice esperó catorce días a que apareciera la Armada británica, la RAF, la
Marina, una multitud de hombres valientes que llegaran para mandar a los nazis al demonio. Pero
nada de eso sucedió, y empezó a pensar que en Londres, al menos de momento, se habían conformado
con la situación.
Los alemanes llegaban precedidos de una fama de trabajadores meticulosos, rápidos y
sistemáticos, de ponerse enseguida manos a la obra y de llevar a cabo sus propósitos con energía y
decisión. La población británica que permaneció en las islas del Canal observaba con asombro cómo
esa fama les hacía justicia.
El panorama en las calles cambió drásticamente. Aparte del hecho de que estaban repletas de
uniformes alemanes, las banderas con la esvástica flameaban en todos los edificios públicos, y
esporádicamente se veían nombres de calles, mansiones y establecimientos rebautizados con
nombres alemanes.
Castle Cornet, la imponente fortaleza que dominaba el puerto de St. Peter Port, había pasado a
llamarse Hafenschloss, «castillo del puerto». La pintoresca aldea de Torteval pasó a llamarse
Spitzkirchen, «iglesia puntiaguda», por el singular campanario que se veía de lejos. Se prohibió usar
nombres que no fueran los nuevos, pero ningún isleño hizo caso de esa orden; además, los alemanes
tampoco tenían modo de controlarlo.
Más difíciles resultaron para los ingleses las nuevas normas de circulación que se pusieron de
inmediato en vigor. Ya no se circulaba por la izquierda, sino por la derecha, como en el continente.
Y eso provocó alguna confusión, incluso entre los alemanes, porque las indicaciones viales dejaron
de tener sentido y tampoco podían cambiarse de la noche a la mañana. De todas formas, había pocos
isleños con vehículo; muchos habían sido confiscados —se necesitaba un permiso especial para
conservar el coche—, y por lo general sólo se otorgaba esos permisos a los propietarios de
vehículos agrícolas o de transporte. La gasolina se racionó y solamente se podía comprar con bonos,
como los alimentos.
Los alemanes emitieron un bando por el cual quedaban prohibidas las reuniones y algunos
placeres tan inofensivos como los clubes de bridge. También decretaron el toque de queda. El
sistema escolar, que poco antes de la ocupación había llegado a su completa ruina, debía
reconstruirse lo antes posible, y su objetivo prioritario era ahora el aprendizaje de la lengua
alemana.
El mes de julio fue caluroso, seco y poco reconfortante. Beatrice abandonó la idea de escaparse
de casa. Empezó a ocuparse de las rosas, que le transmitían la sensación de estar cerca de su padre,
algo que Erich toleraba con sonrisa condescendiente.
—No es momento de rosas ni fruslerías —dijo—, estamos en guerra. Pero después de todo, no
tengo nada en contra de que te ocupes del jardín, Beatrice.
Como había anunciado, insistió en que tomara su clase diaria de alemán con Will. Beatrice
detestaba estudiar alemán, pero pensó que la situación en la isla podía durar aún mucho tiempo y por
lo tanto sería una gran ventaja comprender la lengua del enemigo.
En todo caso, con Will se entendía bien. Trabaron enseguida amistad y él se convirtió en el
hermano mayor que Beatrice siempre había deseado. Habría querido que él viviera con Erich y con
ella en casa, pero al parecer a Erich no le pareció apropiado porque alojó a Will en el pequeño
altillo que había sobre el granero, donde solían dormir los peones que Andrew contrataba de vez en
cuando. Deborah había arreglado aquel cuarto de paredes blancas y torcidas; unas cortinas
estampadas caían graciosamente sobre el alféizar y se inflaban con el viento cálido del verano;
durante el día, la cama podía usarse como sofá; había una mesa redonda y un sillón de mimbre, un
lavabo con un espejo encima en un rincón y una pequeña cocina eléctrica con una cafetera. Will le
dijo que iría a la casa para las clases, pero Beatrice repuso que prefería ir al altillo. Will lo aceptó
sin preguntar, y ella supuso que comprendía sus motivos: así tendría la posibilidad de alejarse al
menos unos pasos del territorio de Erich. A éste le dijo en cambio que en casa no se podía
concentrar, y él no pudo oponerse porque lo cierto era que siempre estaban entrando y saliendo
oficiales y soldados, continuamente llegaban coches y había a todas horas una actividad frenética.
Así que Beatrice, todas las tardes a las tres en punto, subía la empinada escalera que conducía al
reino de Will para lidiar hasta las cinco con las confusas y complicadas reglas del alemán. Will la
esperaba siempre con la tetera lista y unas palabras de aliento y buen humor. Nunca se habría
arriesgado a hablar mal de Erich en presencia de Beatrice, pero ésta no tardó en advertir que a Will
tampoco le caía bien. No parecía que le agradara su papel de miembro del ejército de ocupación,
pero se cuidaba muy bien de decir nada.
Una sola vez se animó a rozar el espinoso tema; fue un día que Beatrice llegó a su clase unos
minutos antes y lo encontró escribiendo una carta. Acababa de dejar su pluma y miraba por la
ventana. La tarde calurosa y cargada de flores de julio anunciaba tormenta y contagiaba de una rara
tensión a hombres y animales. Había una tristeza en su rostro que conmovió extrañamente a Beatrice.
—Will —dijo ella con cautela.
Se estremeció, pues no la había oído llegar.
—Ah, ya estás aquí —dijo.
Su expresión se distendió, volvía a ser el alegre Will de siempre que sabía cómo animar a la
gente. Pero Beatrice había visto el otro lado de él.
—Ahora mismo pondré la tetera —dijo—. ¿O te parece que hoy hace demasiado calor para un
té?
—Preferiría un poco de agua fría, si no le importa —dijo Beatrice. Y tras una breve pausa
añadió—: Lo veo muy triste, Will. ¿Qué le ocurre?
El joven llenó dos vasos de agua fría y los puso sobre la mesa.
—Acabo de escribir una carta a mis padres. Y por alguna razón… —Se encogió de hombros.
—¿Siente añoranza? —preguntó Beatrice.
Will dudó un instante y luego asintió con la cabeza.
—Echo de menos a mi familia. Tú sabes bien lo que es eso.
Se miraron con aire serio, la niña de once años y el adulto, unidos en aquel momento por un dolor
de una inesperada intensidad, más allá de las murallas que había entre dos lenguas, dos
nacionalidades y una guerra de por medio. Finalmente, Beatrice dijo en voz baja:
—Pero yo no elegí separarme de mis padres. Ellos…
—Ah, no es tan simple, Beatrice. No creas que yo deseaba que esta situación fuera así. —De
pronto su tono se volvió amargo—. No pienses que todos los alemanes están contentos de cómo
marchan las cosas —dijo precipitadamente, aunque luego pareció darse cuenta de que iba demasiado
lejos, porque sonrió y dijo—: Pero nosotros no debemos ocuparnos de esto. Estás aquí para aprender
alemán. ¿Has hecho los deberes? ¡Estoy seguro de que no has cometido ni una sola falta!
Beatrice sintió que aquel joven le tenía miedo a Erich. Todos le tenían miedo a Erich. Los
muchos soldados que entraban y salían todos los días mostraban una sumisión que llamaba la
atención a Beatrice, aunque ella no hablara su lengua. Supuso que la cautela con que lo trataban todos
tenía que ver con su carácter imprevisible. Nunca había conocido a una persona que cambiara de
humor con tanta frecuencia y tan drásticamente en el curso de un mismo día como él. A veces tenía la
sensación de estar ante personas completamente distintas, pero al final advirtió cierta constante en el
movedizo humor de Erich.
Por la mañana se sentía cansado, tenía mal aspecto, casi no hablaba ni tocaba el desayuno,
únicamente se tomaba un café solo y fumaba deprisa el primer cigarrillo del día. Después, sin
embargo, empezaba a animarse y hasta su aspecto físico mejoraba. El color le volvía a las mejillas,
los ojos recuperaban su brillo, se volvía locuaz y activo, y de pronto parecía recobrar cierta
cordialidad. Era el momento en que ni siquiera una mala noticia lo alteraba, y si alguien lo visitaba
le ofrecía generosamente cigarrillos y una copa de licor.
A primera hora de la tarde volvía a decaerle el ánimo, pero ya no estaba cansado y pasivo como
por la mañana, sino que tenía un nerviosismo vibrante. No podía permanecer sentado, iba de un lado
a otro y fumaba como un poseso; apagaba los cigarrillos a la mitad para encender otro de inmediato.
Regañaba a todo aquel que se le cruzara en el camino, y a veces las manos le temblaban tanto que no
podía llevarse a la boca la taza de café. Hacia las cinco —Beatrice habría podido poner la hora
según sus humores— superaba su punto más bajo y se transformaba poco a poco en aquel hombre que
ella recordaba de la primera noche, locuaz hasta el exceso y de un buen humor que no parecía
natural. A partir de las seis, tomaba un aperitivo con sus huéspedes —todas las noches invitaba a
oficiales a cenar— y más tarde bebía vino, que le ponía la cara como una gamba y provocaba en él
gestos un tanto exagerados. Se reía, hablaba, contaba sus teorías sobre la situación mundial, pero en
determinado momento, por lo general de repente y sin previo aviso, se encerraba en sí mismo,
invadido por un pesado cansancio, y se hundía en una melancolía que lindaba con la depresión. La
piel se le ponía lívida, y los labios, grises. A veces, Beatrice lo oía pasear por las habitaciones y
murmurar cosas que no entendía.
Un día, hacia finales de julio, con una misteriosa sonrisa y la voz grave, Will le dijo al comenzar
la clase de alemán:
—Hoy llegará la señora Feldmann. Estará aquí a las cinco.
Hasta ese momento, Beatrice no sabía que Erich estuviera casado.
—¿De veras? —preguntó sorprendida.
Will asintió con la cabeza.
—Parece que no tenía ninguna intención de venir, pero el mayor Feldmann ha insistido. En fin,
supongo que no tenía ganas de estar todo el tiempo solo.
Beatrice tardó un instante en recuperarse del susto. No es que le agradara estar ni un solo día más
a solas con Erich, pero la situación actual empezaba a resultarle algo más familiar. La desconocida
señora Feldmann le infundía miedo. A lo mejor era una tirana que le haría la vida aún más difícil de
lo que ya era.
—Ay, Will —suspiró—. ¿Y cómo es la señora Feldmann?
—No la conozco —dijo Will con pena—. Lo único que he oído es que es muy bella.
Eso descorazonó aún más a Beatrice. Se imaginó a una mujer elegante y mundana, que irrumpiría
como una diva del cine y se burlaría de todo lo que encontrara a su paso. Era probable que nada
fuera lo bastante delicado para ella y antes que nada haría una serie de reformas. Un hombre como
Erich, que ocupaba una posición de evidente importancia en la isla, debía tener una esposa llamativa.
Ese día se sintió infeliz y deprimida. Todo el tiempo esperaba tener noticias de sus padres, pero
no llegaban cartas ni postales, y el teléfono había dejado de sonar, por más que lo mirara con aire de
conjuro. Will decía que eso no quería decir nada, puesto que nadie podía establecer contacto entre
Inglaterra y las islas del Canal, pero Beatrice esperaba contra toda lógica que sus padres
consiguieran hacerle llegar noticias de cómo estaban. Y como eso no sucedía, ella se sentía
acongojada. Seguía sin poder llorar por los cambios drásticos que su vida había sufrido, pero el
dolor que le invadía el alma se hacía cada vez más hondo. Para colmo, durante el desayuno, Erich la
regañó porque ella no le entendía cuando él hablaba en alemán, lo cual acabó por irritarle porque
según él hacía muy pocos progresos en la lengua.
—¿Qué demonios hacéis Will y tú en las dos horas que pasas todos los días con él? —le gritó.
Su acostumbrada letargia matinal esta vez se convirtió en cólera—. ¿Jugáis al parchís? —Miró a
Beatrice con aire sombrío—. De todas maneras, no es bueno que estés sola con un muchacho en su
casa, tenía que haberlo pensado antes. De ahora en adelante, él vendrá aquí, y yo mismo vigilaré las
clases, ¿entendido?
Por suerte, para el mediodía ya estaba de mejor humor, y cuando Beatrice se despidió para ir a
las clases de Will, parecía haberse olvidado de su decisión de la mañana y se limitó a asentir con la
cabeza y a decir con aire distraído:
—Sí, ve ya. Y sé aplicada, ¿de acuerdo? Espero grandes cosas de ti.
Ella no supo qué quería decir con esa última frase, pero la inquietaba.
Habló con Will del humor impredecible de Erich, y él comentó con cautela que a mucha gente
también le llamaba la atención, que era un tema frecuente de conversación en la isla.
—Por suerte, empiezo a darme más o menos cuenta de cuándo conviene estar cerca y cuándo no
—dijo Beatrice, y luego agregó en voz baja—: ¡Ojalá acabara todo de una vez!
Estuvieron toda la clase cabizbajos. Will parecía desconcentrado y Beatrice cometía muchos más
errores que de costumbre. Al final, él le dio un libro y le dijo que intentara leer el primer capítulo
para el día siguiente.
—Ahora ve a casa —le dijo— y no te preocupes por nada. A lo mejor la señora Feldmann es una
mujer de lo más amable.
Beatrice no tenía ganas de encontrarse con ninguno de los Feldmann, así que se escabulló
enseguida por el jardín y fue a su rincón favorito, un muro alto y blanco de piedra delante del cual su
padre había plantado una viña. Las condiciones climáticas de la isla no eran ideales para las cepas,
pero, si se las cuidaba y ubicaba en sitios soleados y protegidos del viento, podían darse bastante
bien. El muro blanco que construyera el propio Andrew reflejaba la luz y el calor, y así siempre
consiguió recoger algunas uvas. Pero Beatrice vio que el abandono también se adueñaba de aquel
rincón. Las malas hierbas salían de la tierra y crecían por todas partes.
—Pobre jardín —dijo en un susurro—, pero ¿qué puedo hacer? Nada de lo que haga sería
suficiente.
Hojeó el libro y trató de leer el primer cuento, pero desconocía muchas palabras y no lograba dar
sentido a las frases. Molesta y frustrada, finalmente abandonó la lectura. «Nunca aprenderé esta
lengua», pensó, fatigada.
El calor le dio sueño, dormitó un poco y quizá durante un momento se quedó completamente
dormida. Pero enseguida se estremeció al oír unos sonidos que al principio no pudo identificar, hasta
que por fin se dio cuenta de que no lejos de allí una mujer lloraba, y se puso de pie para ver. La
mujer estaba acurrucada al otro lado del muro, sobre el borde de piedra de un abrevadero para
pájaros que desde hacía semanas nadie llenaba de agua y tenía las hendiduras cubiertas de una gruesa
alfombra de musgo. El vestido blanco de la mujer se mancharía de verde. Tenía la cabeza entre las
manos, sollozaba con intermitencia, se apaciguaba y luego volvía con más fuerza. Su cabello rubio se
tiñó de rojo con el último sol de la tarde. Llevaba un peinado complicado, pero se le habían soltado
algunas pinzas, y varios mechones largos y ondulados le caían sobre los hombros.
Beatrice supo de inmediato que delante de ella tenía a la señora Feldmann.
—Hola —dijo tímidamente.
La mujer levantó un poco la cabeza y se quedó mirando a Beatrice. Tenía la cara humedecida por
las lágrimas y los ojos enrojecidos. Quizá por eso parecía más joven de lo que era, pero en cualquier
caso a Beatrice le dio la impresión de que era muy joven, le pareció que no tendría ni la mitad de
años que Erich. El vestido era elegante y de buena tela, pero no tenía nada de mundano. Parecía una
niña triste que se hubiera perdido y que no encontraba el camino de vuelta a casa.
—Hola —contestó ella, y se pasó el dorso de la mano por los ojos. Daba la impresión de que
quería ponerse en pie pero que al mismo tiempo no tenía fuerzas—. Tú debes de ser Beatrice. —
Hablaba un inglés con menos acento que su marido, pero se atascaba más por buscar la palabra justa
—. Mi marido me ha hablado de ti. Soy Helene Feldmann.
Luego hurgó en el bolsillo de la falda, sacó un pañuelo arrugado y se sonó la nariz.
—Lo siento —dijo—, pensé que no había nadie en el jardín. Te harás una mala impresión de mí.
—Le temblaba la voz. En cualquier momento rompería de nuevo a llorar.
—Estaba sentada allí, detrás del muro —dijo Beatrice—, tratando de leer un libro. —Levantó el
libro que le había dado Will—. Pero no entiendo casi nada. Estoy aprendiendo alemán, pero parece
que no avanzo mucho.
—Ya avanzarás —dijo Helene—, a tu edad se aprende muy rápido. A veces uno cree que ya no
puede más, y de pronto se abre una puerta y ya ni te acuerdas de que antes habías tenido un problema.
Ya verás, pronto hasta soñarás en alemán.
A Beatrice esa idea no le daba mucho ánimo, pero sintió que Helene lo decía con buenas
intenciones. Se esfumaban así los temores que abrigaba sobre la desconocida señora Feldmann, pero
también la esperanza renovada de encontrar a alguien que la cogiera en brazos y compartiera su
dolor, que desaparecía con la misma rapidez con que había llegado. Helene tal vez fuera una mujer
adulta, pero tenía la complexión de un pájaro recién caído del nido. Su consuelo se limitaría a un
esfuerzo patético por hallar la palabra justa, e incluso al buscarla suplicaría con su mirada un
consuelo para sí misma.
Helene se puso a llorar de nuevo; balbuceó una disculpa, pero no quería contener las lágrimas.
Beatrice aguardó un instante, después se sentó despacio a su lado, sobre el borde con musgo del
abrevadero de pájaros, y por fin le rodeó los hombros con el brazo.
Ese movimiento bastó para echar por tierra el último resto de control que tenía Helene. Y,
sollozando fuertemente, apoyó su cabeza en el cuello de la muchacha.
—Todo saldrá bien —le aseguró Beatrice, sin creer en lo que decía ni saber en qué consistía el
dolor de Helene. No paraba de llorar, pero poco a poco empezó a calmarse, su cuerpo dejó de
temblar y pareció albergar un deje de esperanza, aunque sin ser capaz de decir por qué. Había
encontrado en Beatrice, en una niña de once años, el sostén que siempre había buscado.
8
—Y así ha sido hasta el día de hoy —dijo Beatrice.
Kevin, que en ese momento ponía en la mesa la fuente con ensalada, la miró con aire
sorprendido.
—¿Cómo dices?
—Nada. Pensaba en Helene. En el día en que nos conocimos entre las rosas de nuestro jardín.
—Ya te he dicho que no deberías pensar tanto en el pasado.
—Es curioso —dijo Beatrice con aire ensimismado— cómo se recuerdan multitud de detalles en
cuanto se empieza a hacer memoria. Cosas que uno creía olvidadas hacía décadas. Y de repente,
están otra vez ahí.
—¿Y de qué te has acordado ahora? —preguntó Kevin—. ¿De qué detalle relevante?
—Me he acordado del vestido que llevaba aquel día Helene. Lo veo como si fuera hoy. Durante
mucho tiempo no habría sido capaz de describirlo, pero ahora sé de nuevo cómo era.
Kevin sirvió las patatas.
—¿Y qué tiene eso de especial?
—Nada. Me gusta rememorar. El vestido que llevaba Helene era exactamente igual a los que se
pone ahora: romántico, informal, como de niña. Nunca se apartó de ese estilo. Como si se hubiera
quedado fijada en un punto y no hubiera sabido cómo seguir.
—Ésa es ella.
—Pero me he acordado también de otra cosa. Helene estaba en mis brazos, llorando, y de pronto,
después de un rato que me pareció interminable, se le secaron las lágrimas y se soltó de mí. Entonces
me dijo…
—¿Qué te dijo? —preguntó Kevin, al ver que Beatrice se había detenido.
—Dijo algo así como que yo era una niña muy valiente. Que era fuerte y que seguramente un día
cogería la vida con ambas manos y… y que haría frente sin miedo a todo lo que me viniera al
encuentro.
—Una mujer sagaz —dijo Kevin—. Tenía razón. Y eso que apenas te conocía.
Beatrice miraba fijamente la llama de las velas, cuyo resplandor oscilaba inquieto en las
paredes.
—Dijo algo más: que ella nunca había sido como yo y que nunca lo sería. Y que nunca podría
llevar la vida que ella quería.
Kevin sirvió cuidadosamente la verdura, las patatas y el pescado en platos recién calentados.
—Típico de Helene —dijo—, pero no tiene nada de nuevo. Siempre dice lo mismo.
—Pero aquélla fue, la primera vez que lo dijo —insistió Beatrice—. Y debí tomarlo como una
advertencia. No se quejaba ni se lamentaba como hace ahora todo el tiempo. Había envidia en su
voz, una envidia clara y fea. Después no he vuelto a sentirla, Helene la tenía controlada, o mejor
dicho: había encontrado una estrategia para convivir con su envidia. Sencillamente decidió,
inconscientemente quizá, pero no por ello de manera menos intransigente, asimilar su vida a la mía.
Y así, agobiándome a mí con todos sus miedos y preocupaciones, encontraba ella alivio.
Convirtiéndome a mí también en víctima, Helene pudo aceptar su propio papel de víctima. Y aquel
día en el jardín fue cuando yo empecé a formar parte de su vida descontenta, infeliz y estrecha.
Kevin sirvió el vino y se sentó a la mesa frente a Beatrice.
—Si te hubieras dado cuenta en ese momento, lo cual, en mi opinión, es completamente imposible
para una niña de once años…, si hubieras reconocido realmente su envidia y sacado las conclusiones
correctas, ¿qué habría cambiado? ¿Habrías podido hacer otra cosa?
—No lo creo —dijo Beatrice—. Venga, comamos antes de que se enfríe.
9
Franca se despertó en plena noche por una pesadilla. No pudo recordar de inmediato qué era, pero
tenía el cuerpo empapado, el corazón le latía salvajemente y sentía un extraño temblor dentro de ella.
Estaba acostada boca arriba, mirando en la oscuridad, y de repente volvieron a su memoria las
imágenes del sueño y comenzó a dar suaves gemidos. En ese momento, Michael empezó a moverse a
su lado y ella contuvo la respiración para no despertarlo. Tenía un sueño ligero, además de una
percepción infalible de los estados psíquicos de Franca. Se daría cuenta inmediatamente de que no se
sentía bien, reaccionaría con reproches o consejos que no conseguirían sino hacer que se sintiera
peor. Entre tanto, ya había llegado a un punto en que prefería hablar de sus problemas con el
deshollinador que con su marido, a pesar de que, a su juicio, una de las razones del matrimonio era
ayudarse en tiempos de crisis.
Quizá su crisis duraba ya mucho tiempo. Al menos eso habría dicho Michael de haberle dado su
punto de vista de lo que es un matrimonio.
—Claro que hay que ayudarse en las crisis —habría dicho él—, pero cuando la crisis dura años
la pareja deja de ser una tabla de salvación. La víctima de la crisis debe aprender entonces a salir
del lodo tirando de sus propios cabellos.
Le gustaba usar esa expresión. Tirar de sus propios cabellos para salir del lodo. Para él
representaba obviamente la quintaesencia del vigor y la firmeza. Michael creía haber puesto en
práctica ese talento al menos una decena de veces en su vida, mientras que Franca estaba convencida
de que, en primer lugar, Michael nunca había estado realmente en el lodo, y en segundo lugar, que no
era posible.
«Uno necesita ayuda en la vida —pensó ella—, siempre hace falta ayuda.»
Pero después decidió que era incorrecto decir «uno»: había que decir «yo». Ella necesitaba
ayuda. A Michael nunca le había hecho falta.
Se levantó sin hacer ruido, y por miedo a despertar a Michael no se animó a buscar su bata, sino
que salió de puntillas de la habitación y bajó la escalera. Tiritaba de frío; si no se cuidaba, con lo
mojada que estaba por el sudor, cogería un resfriado. En la sala de estar encontró una manta de lana,
se envolvió en ella y se acurrucó en el sillón junto a la ventana. Fuera no se veía ningún resplandor
que anunciara el alba. La noche era negra y profunda, una noche oscura de octubre que olía a
humedad, a hojas secas que no tardarían en caer, a despedida y a frío que duraría mucho tiempo. Ella
temblaba bajo la lana gruesa y suave de la manta, era un temblor que le nacía de dentro, de la
sensación de estar profundamente sola.
Aquella tarde le había escrito una carta a Beatrice en la que ahondaba en la descripción que ella
le había hecho de su primer encuentro con Helene Feldmann, en los cambios de humor y los
caprichos de Erich. «¿Es posible que tomara psicofármacos?», le escribió Franca. «¿Tranquilizantes,
estimulantes, antidepresivos, según la necesidad? Por lo que usted describe, es muy probable que
fuera así. Puede que usara fuertes dosis y que en las fases intermedias mostrara cambios repentinos y
cada vez más extremos de comportamiento.»
Luego pensó en escribir algo sobre ella misma, sobre las pesadillas que a menudo tenía y sobre
algunas cosas que le habían sucedido en la vida y no le daban paz, pero al final no reunió el coraje y
acabó la carta con una serie de lugares comunes. No creía que Beatrice se interesara por lo que ella
tuviera que decir. Beatrice ya le había contado mucho acerca de su vida y quizá lo seguiría haciendo,
porque era evidente que quería desahogarse. Podía darse también el caso de que interrumpiera de
golpe el relato, que no se sintiera motivada y se echara atrás por completo. Pero lo más seguro era
que no tuviera ganas de leer en una carta los problemas de Franca. Después de todas las cosas que le
habían pasado, los problemas de Franca le parecerían triviales.
En su pesadilla, a causa de la cual estaba ahora envuelta en una manta, empapada, temblando y
enrollada como un animal enfermo y con el corazón palpitándole, Franca estaba otra vez en un aula,
frente a una multitud rugiente que se ensañaba sin compasión con su sufrimiento.
Michael, cuando en su momento le contó la escena, opinó que exageraba desmedidamente los
hechos.
—¡No era una multitud que se ensañaba con tu sufrimiento! Eran sólo unos niños hartos de estar
en sus pupitres y aguantar una clase de la que estaban hasta la coronilla, de la tuya y la de tus
colegas. Sólo que contigo sentían que podían armar alboroto y con los otros maestros no. En eso los
niños son como perros salvajes. Prueban hasta dónde pueden llegar. Y tú eres la única que decides
dónde poner los límites.
Había pensado a menudo en ello: tal vez era cierto, tal vez las crueldades de sus alumnos no se
dirigían personalmente a ella, sino que podrían haber ido dirigidas a cualquiera que lo hubiera
permitido… Pero por todos los caminos llegaba a la misma conclusión: que la víctima era ella. Y
una víctima raramente despierta compasión. En el mejor de los casos, provoca un ligero desprecio.
En el peor, incita a nuevas y sádicas torturas. A partir de cierto momento, para los alumnos era sólo
un deporte imaginar crueldades que podían llevar a Franca Palmer a abandonar la escuela, o al
suicidio.
Lo probaron todo: bloqueaban la puerta del ascensor cuando ella iba a salir, obligándola a bajar
de nuevo. Le manchaban el vestido de tinta y le colocaban letreros obscenos en la espalda. Le
pincharon los neumáticos del coche y le llenaron el bolso con excrementos de perro. Dibujaban en la
pizarra grotescas caricaturas de ella, y llegó un momento en que no podía decir una sola frase sin que
se viera interrumpida por un griterío. Los colegas se quejaban del ruido que procedía de su aula. Una
vez alguien informó al director y éste apareció por sorpresa. «Debió de parecerle —pensó Franca
después— que entraba en el escenario de una guerra civil.» Unos cuantos alumnos, subidos a las
mesas y a las sillas, arrojaban aviones y disparaban bolas de papel con cintas de goma; otros
escribían garabatos en la pizarra, mientras otros se lanzaban el cepillo de borrar. Las tizas volaban
por la ventana abierta. Dos niñas se sombreaban las pestañas delante del espejo que había sobre el
lavabo. En medio de aquel caos, Franca hablaba de la revolución inglesa del siglo XVII. En aquella
época, siempre al borde de la desesperación, probaba constantemente nuevas tácticas que pusieran
fin a su catastrófica situación, y ese día se decidió por la estrategia de no hacer caso de los gritos y
seguir con su clase como si nada. En todo caso, sus gritos y amenazas habían demostrado ser
completamente ineficaces para restablecer el orden, y se sentía demasiado agotada para seguir
luchando.
No notó la presencia del director hasta que los alumnos dejaron repentinamente de gritar; las
tizas y los aviones suspendieron instantáneamente su vuelo y las niñas que estaban en el lavabo
dejaron caer los cepillos con el rímel y regresaron perplejas a sus asientos. Franca no pensó ni por
un momento que fuera ella la causa de tan repentino cambio; hacía ya mucho tiempo que había
perdido la capacidad de creer en sus propias fuerzas y en milagros. Al cabo de un instante, sintió una
corriente de aire y se dio la vuelta. Cuando vio al director, se puso blanca.
El director esperó a que se hiciera un silencio absoluto, cosa que ocurrió en pocos segundos, y
entonces comenzó a tronar:
—¿Qué es lo que ocurre aquí?
Nadie contestó. La mayoría de los alumnos miraba al suelo, demasiado acobardados para exhibir
la más mínima sonrisa. El director gozaba de gran respeto en la escuela.
—¿Quién es el delegado de la clase?
El delegado de la clase se presentó; se le veía incómodo. El director volvió a preguntar cuáles
habían sido los motivos de aquel jaleo, pero naturalmente el delegado no supo decir nada.
—Falta… falta poco para el fin de semana —logró decir al fin, y algunos entonces sonrieron.
El director se dirigió a Franca, que estaba delante de su pupitre con los brazos caídos y sudando.
—Venga a verme en la pausa, profesora —dijo antes de dirigirse de nuevo hacia la puerta y
abandonar el aula.
Más tarde, durante la reunión, el director se comportó de manera amable con ella. Se mostró
preocupado y compasivo, pero Franca nunca se había sentido tan humillada. Varios de sus colegas se
habían quejado y hacía ya tiempo que ella se había convertido en un problema importante para la
escuela. El director le aconsejó, con palabras discretas pero sin dejar ningún lugar a dudas, que
buscara un psicólogo, pues alguna razón debía de haber para sus continuas dificultades.
Y aún hoy, acurrucada bajo la manta en la sala de estar, Franca recordaba aquello como una
bofetada. Había sentido una indignación que, como de costumbre, había sido incapaz de expresar, y
pensó: ¿Por qué yo? ¿Por qué a nadie se le ocurre mandar al diván a esos monstruos medio locos?
Recordó lo cruel que le pareció la falta de solidaridad de sus colegas. Cuántas veces les suplicó
su apoyo, con palabras o con miradas. Les hablaba de alumnos particularmente difíciles y les rogaba
con los ojos que hicieran un comentario del tipo: «Oh, ya sé a quién se refiere. Yo también tengo
bastantes problemas con…» Pero nunca oyó una frase así. Al contrario, era como si despertara en
ellos cierto sadismo, porque le decían exactamente lo opuesto de lo que ella habría querido oír.
Aseguraban complacidos que justamente con ese alumno o con esa clase nunca habían tenido ningún
problema. Se daba cuenta de lo fuertes y superiores que se sentían frente a ella, cómo fortalecían sus
egos a su costa, en vez de animarla un poco de vez en cuando. Comprendió entonces, con dolor, la
verdad de un refrán que a ella siempre le había parecido un tópico: del árbol caído todos hacen leña.
Y era cierto. Se ensañaban con ella. Tenía que tomar tranquilizantes para poder ir a la escuela y
pronto empezó a sufrir de insomnio, de asma y fuertes dolores de estómago. El médico le diagnosticó
una inflamación aguda causada por el estrés.
—Si sigue así le saldrá una úlcera —le advirtió—. Tiene que reducir el estrés, evitar las
tensiones.
Aún le resonaba en los oídos su propia risa de amargura. El médico lo mismo podía haberle
aconsejado que descolgara la luna del cielo y la pusiera en su sala de estar. Porque el estrés y las
tensiones aumentaban día tras día. Perdió varios kilos, pues ya casi no podía comer, y lo que ingería
casi siempre lo vomitaba. Pasó un tiempo increíblemente largo hasta que Michael se dio cuenta de la
gravedad de la situación de Franca. «Bueno, de increíble no tenía nada —pensó debajo de su manta
—. Más bien era lo normal. Ya podía reventar delante de Michael, que él no se enteraba.»
Una vez, durante el desayuno, según recordaba, él la miró de modo penetrante y comentó en tono
casi de reproche que estaba muy delgada.
—Por no decir demacrada… ¿Qué te ocurre? ¿Estás a dieta?
Por supuesto que él conocía la historia del neumático pinchado y veía de vez en cuando las
manchas de tinta en su ropa, pero no sabía las afrentas que Franca debía soportar a diario.
—No me siento bien —murmuró ella. Le quedaba un día de clase y había visto en el espejo que
alrededor de la nariz tenía un tono verduzco.
—Si no te sientes bien, debes ir al médico —dijo Michael; entonces la miró más detenidamente y
añadió—: Tienes realmente mal aspecto. ¿Te estás torturando con alguna vieja historia?
—Tal vez sea un resfriado.
—Ve al médico —repitió, y luego se levantó de un salto y acabó su café de pie porque otra vez
llegaba tarde al trabajo.
Se movía con cuidado en el capullo protector de su manta de lana. Su postura le parecía un
símbolo de toda su existencia: acurrucada, temblando, con una manta sobre la cabeza que la
resguardara del mundo. ¿De dónde saca la gente la fuerza necesaria para vivir? ¿Dónde está la fuente
secreta de donde la sacan? ¿De dónde obtuvo fuerzas la pequeña Beatrice para soportar el cruel
derrumbamiento de su mundo?
Beatrice, por lo que percibía en sus cartas, poseía una capacidad extraordinaria para adaptarse a
las circunstancias, sin por ello renegar de su personalidad. No se molestaba en resultar agradable, no
hablaba para agradar, pero tampoco se rebelaba contra lo inevitable y sacaba el máximo partido de
las cosas tal como eran. Aprendió alemán para entender al enemigo, y trabó amistad con Will para
tener un aliado que alguna vez pudiera serle de utilidad. Trató de no molestar a Erich porque lo
reconocía intuitivamente como un peligro, pero al mismo tiempo se cuidaba de llevarse relativamente
bien con él. El miedo y la preocupación por sus padres era algo que ella se guardaba para sí misma.
Por sus cartas no vislumbraba que alguna vez se hubiera quejado o lamentado, si bien Franca
sospechaba que pasó aún semanas bajo los efectos de la fuerte impresión emocional. Lo que al
parecer más hizo sufrir a Beatrice fue la naturalidad con la que Erich se apropió de la casa de sus
padres. Se veía expuesta a un continuo abuso por parte de él, y todo en ella se rebelaba.
Franca trató de imaginarse lo que sentiría ella si unos desconocidos ocuparan su casa y se
movieran por ella como si fuera suya. La violación iba más allá de un mero atentado contra la
propiedad privada. Las botas extrañas que pisoteaban las alfombras, las manos extrañas que abrían y
cerraban puertas y ventanas, las bocas extrañas que bebían de las copas, violaban una parte del alma,
y esa herida tal vez nunca cicatrizaría. Era posible que desapareciera así la confianza primigenia, la
creencia en el carácter sagrado del territorio propio.
Oyó pasos en la escalera y contuvo la respiración. Se encendió la luz y quedó obnubilada.
Michael apareció en la puerta, exhibiendo su figura atlética, en calzoncillos estrechos y con el torso
desnudo. Tenía una mirada de asombro.
—Franca —dijo—, ¿qué haces aquí?
Franca era consciente del aspecto singular que debía de ofrecer, acuclillada como una india bajo
su manta, cavilante. No supo qué contestar y sólo atinó a sonreír como pidiendo disculpas.
—Son las dos y media —dijo Michael—, ¿cómo es que no estás en la cama?
—Estaba en la cama —respondió Franca.
—Lo sé. ¿Y por qué te has levantado? ¿Qué haces ahí sentada, con la vista perdida? Podrías leer
o ver la televisión.
«Por supuesto —pensó, y se sintió un tanto irritada—. Claro, ya que uno no duerme, al menos
debería hacer algo, aunque no sea más que mirar la tele como un bobo.»
—Estaba pensando —explicó.
Michael suspiró; parecía que tuviera delante a un niño difícil, y esa rebeldía la superaba.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó con aire nervioso—. ¿En tus alumnos? ¿En aquella
época?
Él no podía saber de su pesadilla, pero diciendo «aquella época» él sabía de sobra que no podía
equivocarse. A Franca no le apetecía confesarle nada.
—Aunque te decepcione, no estaba pensando en eso —contestó tercamente.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Pues bien —dijo Michael. Se le veía como inquieto, presumiblemente por el frío—. Entonces
pensabas en la inglesa con la que te escribes.
—¿Y si así fuera?
Michael puso los ojos en blanco.
—¡Santo cielo, pero si dices que tiene más de setenta años! ¿Qué te fascina tanto de ella?
—No creo que realmente te interese saberlo.
Él entrecerró los ojos; había registrado el tono levemente mordaz de sus palabras, una
mordacidad que ella no había manifestado hacía tiempo, tal vez nunca.
—Si no quisiera saberlo, no te lo preguntaría.
Para su propia sorpresa, no tenía ningunas ganas de explicar nada. En cambio, se miró las piernas
largas y desnudas y trató de recordar cuándo había sido la última vez que habían hecho el amor.
Debía de hacer un año y medio. Lo habían invitado a una cena formal y, como de costumbre, ella no
había ido. Cuando él regresó a casa en plena noche estaba de un humor estupendo y un poco ebrio.
Franca estaba durmiendo, pero se despertó cuando se metió en la cama y alargó las manos hacia ella.
—¿Qué pasa? —preguntó, medio dormida. Había tomado pastillas para conciliar el sueño, como
siempre, y le costaba despertarse.
—Estás muy guapa —murmuró—, estás hermosa.
Casi nunca se lo decía, y sus palabras la sorprendieron tanto que se despertó un poco más. Dejó
que la tocara aunque en realidad no quería; se sentía demasiado desgraciada, demasiado infeliz para
tener ningún impulso sexual. Él le hizo el amor con suaves gemidos, mientras ella trataba de pensar
todo el tiempo que estaba bien, que era bonito que la desearan, despertar el interés físico de un
hombre. Pero una voz interior le decía inequívocamente que no debía engañarse, que Michael no
pensaba realmente en ella; había algo aquella noche, quizá otra mujer, otra invitada a la cena, que lo
había excitado, y ella no era sino la primera mujer que él tenía a mano. Después, no volvieron a
hacerlo; y él tampoco volvió a decirle que la encontraba guapa.
—¿Sientes aún que soy una mujer? —le preguntó—. Quiero decir, una mujer en sentido sexual.
Y él, visiblemente irritado, contestó:
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Exactamente lo que te acabo de preguntar.
Amagó una sonrisa, un atisbo de sonrisa en realidad, pero bastó para que ella entendiera lo que
veía en él. En esa sonrisa reconoció como en un espejo la imagen que ella misma ofrecía: acurrucada
bajo una manta, muriéndose de frío, azotada por unos sueños angustiantes que la obligaban a huir de
la cama. Débil. Era una persona débil. Leyó en sus gestos que nunca la vería de otra forma, además
de lo rara que debió de parecerle su pregunta.
Franca se puso en pie y sacudió la manta, aunque eso no hizo que se sintiera más libre ni más
fuerte.
—Olvídalo —dijo—, olvídate de lo que te he preguntado. Ha sido una tontería por mi parte.
—Escucha… —empezó a decir despacio, pero ella lo interrumpió enseguida.
—No quiero hablar más de ello. He dicho una estupidez y te pido que no vuelvas a pensar en
ello.
—Está bien. —No insistió más, pero Franca estaba demasiado dolida para considerar aquello
como un pequeño triunfo. Michael se encaminó al dormitorio—. ¿Vendrás tú también a la cama?
—Ve tú. Me quedaré viendo la televisión. No creo que pueda dormir.
Le pareció que Michael quería decir algo, pero al final no lo hizo. Sus pies descalzos resonaron
quedos en las baldosas del vestíbulo.
Franca apoyó la frente, que de golpe sintió caliente, contra el cristal frío de la ventana de la sala
de estar. Libre. Si tan sólo pudiera ser libre… Libre de sus tortuosos recuerdos, libre de las viejas
imágenes y emociones. Liberada de sí misma.
10
24 de diciembre de 1999
Querida Franca:
Hoy es Navidad y le envío un paquete entero de cartas. Seguramente ha pensado que ya no quería
saber nada más de usted, puesto que hace mucho que no tiene noticias mías. Pero, como ve, le he
escrito con regularidad; diez cartas, según acabo de contar; sólo que no me atrevía a enviárselas. No
me pregunte por qué. Quizá porque usted sigue siendo una extraña para mí; y aunque esto debería ser
un aliciente para contarle cosas que hasta ahora no he contado a nadie, por otra parte me paraliza y
me hace dudar. Me pregunto entonces por qué le escribo, y como no doy con una respuesta
satisfactoria me siento insegura y durante unos días me vuelvo como reservada y poco dispuesta a
hablar, o mejor dicho, poco dispuesta a escribir. Para ser más precisa, a escribir sí estoy dispuesta,
pero no a enviar lo que escribo. Siempre pienso: lo hago por mí. Anoto los buenos y los malos
recuerdos, y luego los pongo en un cajón para que se llenen de polvo. Lo de escribir es como una
avalancha. Empieza con un poco de nieve, pero después nieva cada vez más, hasta que caen
guijarros, tierra y árboles enteros. Al final se precipita sobre el valle algo que nadie en el mundo
podría detener. Ya no sería capaz de parar, y además no quiero. Y como naturalmente tampoco
carezco de vanidad y su interés me halaga, hoy reuniré coraje y le enviaré el paquete de cartas que se
me han ido acumulando.
Aún es temprano, pero ya he salido con mis perros en plena oscuridad. No suele nevar por aquí;
es muy raro que haya nieve en las islas, pero recuerdo que en la Navidad de 1940, las primeras
Navidades bajo la ocupación alemana, una delgada capa de azúcar glasé cubría los prados, los
árboles y los muros de piedra. Los alemanes se vuelven locos con la nieve en Navidad, y se
conmovieron de veras cuando se la obsequiamos como bienvenida a Guernsey. En los muchos,
muchos años que han pasado desde entonces, alguna vez ha vuelto a nevar, por supuesto, pero no
puedo recordar los detalles. Sin embargo, siempre recordaré el 24 de diciembre de 1940.
Ese día era el cumpleaños de Erich. Pienso que por un lado se sentía muy orgulloso de haber
venido al mundo en una fecha tan señalada, pero por el otro le disgustaba que Cristo le robase
siempre el protagonismo. A diferencia de nosotros, el 24 es el gran día de la Navidad en Alemania, y
por mucho que Erich se esforzara en que celebraran debidamente su cumpleaños, no podía evitar que
hasta los más humildes de sus paisanos tuvieran otras cosas en la cabeza que su fiesta de aniversario.
Durante los cinco años que viví con Erich Feldmann bajo el mismo techo, todas las Navidades —
excepto la última— acabaron en desastre porque Erich pensaba que no lo habían agasajado
suficientemente.
Mañana celebraremos la Navidad verdaderamente a la inglesa. Espero que el día transcurra en
armonía. He preparado unos regalos para Helene, unas cuantas cosas útiles, libros, discos compactos
y un montón de mazapán, dulce que la enloquece, aunque luego diga, como dice siempre, que no
puede comerlo.
Ella me obsequiará con un perfume, que es lo que siempre me regala, para Pascuas, para mi
cumpleaños y para Navidad. Y además me ha preparado un calendario con fotos, como todos los
años. Los motivos son siempre rosas. Una rosa distinta para cada mes, a veces un ramo entero; otras,
un capullo cerrado o un capullo abierto con gotas de rocío en los pétalos, y hasta una fuente de cristal
con agua sobre la que flotan pétalos de colores. Se toma mucho trabajo en hacerlo, reúne dichos y
poemas que escribe debajo de las fotos y que de alguna manera corresponden a cada mes. Hace
cincuenta años que recibo esos calendarios. Helene está obsesionada con fotografiar las rosas del
jardín; debe de tener miles de fotos. Las rosas que más le gustan son las que están entre el muro
blanco y el abrevadero de los pájaros, en el mismo sitio donde nos conocimos. Allí aprieta el
disparador como si le pagaran por hacerlo. A veces, me pone nerviosa cuando la veo dando vueltas
por ahí con la cámara, sumamente cautelosa, como si un movimiento brusco suyo pudiera causar la
muerte de una rosa o profanara el lugar.
Lo gracioso es que a mí las rosas no me gustan particularmente, así que todo esto del calendario
es un gesto de amor perdido. ¿Ya le he hablado de eso? ¿De mi aversión a las rosas? De una
cultivadora de rosas cabría esperar que amase esas plantas, puesto que después de todo han
determinado mi vida —porque de alguna manera el trabajo es la vida, ¿o lo ve usted de otro modo,
Franca?—. Y ahí es donde está el problema: las malditas rosas han marcado mi vida, una vida que
yo habría querido que fuera muy distinta.
Cuando acabé mis estudios en Southampton, me habría gustado ver mundo, pero se interpuso
Cambridge, lo cual tampoco estuvo mal. Cambridge no era el ancho mundo, pero tenía un ambiente
que me gustaba. Después vine a parar de nuevo a Guernsey para cultivar, con relativo éxito, rosas.
Moriré en la misma casa en que nací y en la que he vivido siempre. En el caso de que Helene no
muera antes que yo —es diez años mayor, pero eso no quiere decir nada—, en mi hora suprema
habrá un calendario de rosas colgado sobre mi cama. Quizá encuentre aún la fuerza para darle la
vuelta a una hoja o arrancarlo de la pared. Cuando muera, quiero que un perro me lama la cara,
quiero oler ese aliento cálido y un poco pútrido, y que mi mano se hunda en su pelo suave y grueso.
Así tendré la sensación de llevarme conmigo una porción de vida. Pero Helene no podrá contenerse y
me pondrá una rosa recién abierta bajo la nariz, para «endulzarme» el último instante, y no puedo
asegurar que en ese momento no sienta ganas de vomitar.
¡Ay, Franca, qué carta de Navidad! Yo, aquí, imaginando mi hora suprema… debe de estar
pensando que esta pobre vieja ha perdido la razón. Pero hoy no es un día para pensar en cosas
sombrías, ¡por el contrario! Alan llegó ayer, está durmiendo en el cuarto de huéspedes, y no le veré
la cara hasta el mediodía, porque cuando está de vacaciones no se levanta hasta la hora del almuerzo.
Sobre todo cuando la noche anterior ha empinado el codo. Ayer se bebió él solo una botella entera
de vino francés, después unas cuantas copas de licor, y eso que antes, con el aperitivo, se había
tomado un whisky doble. Me pregunto cómo tendrá el hígado. Es probable que alguna vez el hígado
le diga basta.
Esta noche Kevin cocinará para nosotros; bueno, en realidad empezará ya por la tarde. Trae
prácticamente toda su batería de cocina porque dice que con los cacharros que tenemos aquí es
imposible hacer una buena comida. Probablemente sería más sencillo si fuéramos todos a su casa,
pero es ya una tradición que el 24 de diciembre cenemos aquí, y las tradiciones no se deben
interrumpir. Volverá a ser una comida magnífica, y ni siquiera Helene podrá decir que no ha probado
bocado. Aunque sólo sea porque adora a Kevin. Y sabe que él la adora a ella. De algún modo, los
dos se parecen en que son difíciles de contentar y en ser los mayores hipocondríacos que conozco;
nunca se burlan de lo quejumbroso que es el otro, sino que se escuchan atentamente y llenos de
compasión.
Además, he invitado a Mae y a Maia. En realidad, sólo había invitado a Mae, pero ayer llamó
preguntando si podía traer también a su nieta, pues al parecer se ha vuelto a enemistar con sus padres
y prefiere pasar las Navidades lejos de ellos.
No pude decirle que no. Maia es una ninfómana, pero eso no me molesta; al contrario, siempre
me ha divertido ver la perplejidad con que Helene reaccionaba ante esa circunstancia. Pero desde
que sé que Alan está loco por ella, preferiría que Maia estuviera en las antípodas del mundo. Espero
que no tenga que ver con ella el hecho de que ahora haya vuelto a beber, pero, si así fuera, no sé qué
podría hacer yo para cambiarlo.
Cómo me gustaría volver a ponerle en su sitio esa cabeza de tonto, tener alguna influencia en su
intolerable mal gusto con las mujeres. Maia es una ladina y de una frialdad impresionante, pero él
nunca me hará caso. Una nunca deja de ser madre, es una maldición. Una sigue haciéndose mala
sangre por su polluelo incluso cuando ya es un abogado de más de cuarenta años con problemas de
alcohol.
En fin, será agradable. Daremos un paseo mientras Kevin esté atareado en la cocina, y luego
regresaremos a la casa, cálida y acogedora, con unos olores maravillosos, y comeremos sin parar
durante horas. En algún momento, Helene se quejará de su cansancio (no puede simplemente decir
que está cansada, sino que tiene que lamentarse de su estado general) y se irá a dormir. Alan seguirá
bebiendo y mirando fijamente a Maia, que se divertirá no prestándole atención.
¿Qué hará en Navidad, Franca? Cuenta usted poco de su vida. Supongo que no querrá compartir
sus problemas. La historia entre nosotras se hace así un poco unilateral, pero eso depende de usted,
claro, no de mí, y usted será quien decida cambiarlo, no yo, ¿verdad?
Feliz Navidad, Franca. Y que tenga un buen principio del milenio. Tengo la extraña sensación de
que el año que viene será importante, pero puede que sea mi imaginación. En todo caso nunca se sabe
lo que vendrá, y eso es lo que hace la vida tan inquietante. Qué suerte que de vez en cuando suceda
algo previsible. Por ejemplo, que mañana reciba un perfume y un calendario con rosas.
Quizá le quede un poco de tiempo para leer, Franca. Sobre cómo continuó la vida entonces entre
Helene, Erich y yo.
Deseo que lo disfrute. Adiós.
Beatrice

Guernsey, agosto/septiembre de 1940

Durante mucho tiempo Beatrice pensó que ella era la víctima que siempre escogía Erich cuando
necesitaba una, y se armó de valor para afrontar la situación, pero no tardó en darse cuenta de que
ese papel estaba asignado a Helene. Y no era una víctima para cuando a él le hiciera falta, sino que
lo era siempre. O, dicho de otro modo, él siempre necesitaba una. En cualquier caso, la candidata
ideal era Helene.
Tenía veintiún años, le faltaba poco para cumplir veintidós. En algún momento mencionó que su
cumpleaños era el 5 de septiembre, y Beatrice le dijo que ella también los cumplía ese día. Helene
estaba encantada.
—¡No es una casualidad! —exclamó—. Esto quiere decir algo.
—¿Qué podría querer decir? —preguntó Erich con enfado—. ¿Siempre has de encontrar algo
mágico en las circunstancias más banales?
Helene se sonrojó de inmediato y se mordió los labios. Pero Erich también estaba ahora enojado
con Beatrice.
—Escúchame. Esa forma tuya de oponerte a todo no te llevará a ninguna parte —dijo—. ¡Serás
parte de nuestra familia, te guste o no te guste!
—No sé a qué se refiere —contestó Beatrice.
—Lo sabes muy bien. Estamos a finales de agosto. Falta exactamente una semana para tu
cumpleaños. Pero tú ni lo dices. Si no hubiera sido por Helene, habrías dejado pasar el cinco de
septiembre sin decir nada. Aquí vivimos bajo un mismo techo. Y deberíamos saber cuándo son
nuestros cumpleaños, ¿no crees?
—Usted nunca me lo ha preguntado.
—Pero tú has de decírmelo sin necesidad de que te lo pregunte, aunque sólo sea para demostrar
que eres una niña bien educada que sabe lo que hay que hacer. Claro que también podría encargarme
de enseñarte modales, así que piensa si no sería más sencillo acordarte de los que ya conoces.
—¿Cuántos años vas a cumplir? —preguntó Helene con la voz de pito que le salía cada vez que
su marido la reprendía.
—Doce.
—A los doce años ya se es casi una señorita —opinó Erich con aire campechano—. Tal vez
deberíamos organizarte una pequeña fiesta, ¡aunque no te la mereces por haber callado!
—Podríamos organizar una fiesta para las dos —propuso Helene, pero no hizo más que enfadar
otra vez a Erich.
—¿Es que no puedes mantenerte al margen por una vez en tu vida? ¿Te resulta realmente tan
difícil? ¿Acaso se vería lastimada tu autoestima si cedes terreno a una niña de doce años?
—No, sólo pensaba que…
—No pensabas nada, Helene, y ése es justamente el problema. Solamente has sentido que ibas a
perder protagonismo y has querido volver a ser el centro de atención. ¡Dios mío, a veces me pregunto
cuándo acabarás de crecer!
A Helene se le llenaron los ojos de lágrimas. Con un movimiento repentino empujó la silla hacia
atrás y se dirigió a la puerta.
—¡Quédate aquí! ¡Estamos organizando la fiesta de cumpleaños de Beatrice!
Beatrice nunca había visto a su padre hablar a su madre con esa rudeza, y tampoco podía
imaginar a Deborah obedecer una orden en ese tono. Pero Helene se detuvo como si estuviera sujeta
a una cuerda y alguien la tirara hacia atrás. Estaba pálida y tensa.
—¿Entonces? —preguntó Erich, dirigiéndose de nuevo a Beatrice—. ¿Cómo te imaginas tu
fiesta?
Beatrice no se imaginaba nada, así que se quedó mirando a Erich con aire expectante.
—Debería haber invitados. ¿A quién te gustaría invitar?
Beatrice no tenía ningunas ganas de hacer una fiesta, pero sintió la agresividad que vibraba bajo
la simpatía paternal de Erich y le pareció prudente aceptar su oferta.
—Quiero invitar a Will —explicó.
Erich alzó las cejas.
—¿Will? Gran amistad, ¿eh? Bueno, es tu cumpleaños. Tú sabrás. —Pareció algo contrariado—.
¿Quién más? —preguntó, mientras daba golpecitos con los dedos sobre la mesa.
Beatrice decidió atacar por segunda vez.
—Mae —dijo.
—¿Mae? —preguntó Erich—. ¿Es la amiga que querías ir a ver la primera noche?
—Sí.
—Pero tú no sabes si todavía se encuentra en la isla.
—No. Pero quizá todavía esté, y así podría volver a verla.
—Lo averiguaremos. Pues bien, entonces vendrán Will y esa tal Mae. Helene, tú organizarás
todo. Pasteles, bebidas y todo lo demás. Permitirás que yo también venga, ¿no? El bueno de Will
necesita un poco de apoyo; si no, se sentirá muy solo con dos señoritas.
Desde ese momento, Beatrice albergó la esperanza de que Mae se encontrara en la isla y de que
podría volver a verla. Erich le había prometido que se ocuparía de ello. Anotó el apellido y la
dirección de Mae. Beatrice confiaba en que iba a ponerse manos a la obra inmediatamente después
del desayuno, pero él parecía tomarse su tiempo. Era obvio que la agitación de Beatrice le causaba
cierto placer.
En la clase de alemán aprovechó para invitar a Will, aunque le confesó que lo de la fiesta había
sido idea de Erich.
—Yo no quería celebrarlo. Pero se habría puesto furioso.
Will asintió con aire circunspecto.
—Le gusta poner a las personas bajo presión. Incluso cuando hace favores.
—¿Cuántos años tiene, en realidad?
—¿El mayor Feldmann? Unos cuarenta, creo.
—Helene va a cumplir veintidós. Es mucho más joven que él. Y la trata bastante mal.
Will volvió a asentir.
—Yo también me he dado cuenta. La trata como si fuera una niña. Pero quizá eso es lo que él
cree; después de todo ella tiene la mitad de años que él.
Una vez que terminó la clase, Beatrice se puso a pensar por qué Helene se habría casado con
Erich. Mae y ella hablaban a veces entre risas sobre el amor, sin saber muy bien lo que decían. Una
vez Mae estuvo loca por un chico de St. Martin, y decía que lo que sentía por él era amor, que ahora
entendía lo que llevaba a los hombres y las mujeres a casarse. Beatrice se lo contó a Deborah, pero
ella opinó que Mae era demasiado pequeña para el amor.
—Daos tiempo —le dijo—, un día descubriréis vuestros sentimientos y ya veréis lo confundidas
que os encontraréis.
En todo caso, el amor induce a cometer errores. Erich era guapo, y eso había llevado quizá a
Helene a aceptar el matrimonio con él. Ahora estaba atada y tal vez se arrepentía profundamente de
haberse precipitado. Beatrice se propuso firmemente ser más cuidadosa cuando le llegara la hora.
Al subir la rampa de entrada que conducía a la casa, oyó la voz de Erich. Tenía una mezcla tan
espantosa de odio y frialdad que Beatrice no pudo evitar sentir escalofríos, a pesar del caluroso sol
de agosto que ese día calentaba con violencia. Eran las cinco, la hora en que el humor de Erich solía
mejorar. En aquel momento, sin embargo, parecía extremadamente irritado.
Delante de la puerta de casa había un carro de transporte. Junto a él estaban apostados cuatro
soldados fuertemente armados. Uno de ellos llevaba el fusil al hombro.
Delante de los soldados había dos hombres cuyo aspecto lamentable contrastaba vivamente con
el aire habitualmente saludable y fornido de las fuerzas de ocupación. Los dos eran altos, pero tenían
los hombros caídos y la cabeza gacha. La vestimenta, gastada y sucia, les quedaba grande en sus
cuerpos esmirriados. Tenían los pómulos hundidos, y las facciones, grises y angulosas. Se habían
quitado las gorras y las hacían girar entre las manos. Estaban asustados y parecían presa de una
profunda desesperanza. Erich se pavoneaba ante ellos y les hablaba en inglés.
—Os encargaréis de que el jardín esté siempre impecable, y cuando digo impecable, quiero decir
exactamente eso. No quiero ver ni una hoja sobre el césped ni una rosa cabizbaja. Seréis
personalmente responsables de ello, ¿lo habéis entendido? Tenéis mucha suerte, ¿os dais cuenta?
Otros están construyendo muros y bunkers bajo tierra, trabajando realmente como negros. Arrastrar
piedras es una tarea endemoniadamente dura, os lo aseguro. Pero si os relajáis y pensáis que aquí
tendréis una buena vida, os equivocáis de plano. —Se detuvo y se dirigió en tono imperativo al más
alto de los dos—: ¡Mírame cuando te hablo! ¿Cómo te llamas?
El hombre levantó la cabeza. Tenía unos ojos oscuros, llenos de tristeza.
—Me llamo Julien —dijo. Hablaba inglés con un fuerte acento francés.
—Bien. ¿Y tú?
Ahora era el turno del otro. Su mirada desprendía el mismo abatimiento.
—Me llamo Pierre.
—Bien. Julien y Pierre. Trabajaréis aquí, ¿de acuerdo? Trabajaréis en serio. Obedeceréis mis
órdenes y las de la señora Feldmann, y os aplicaréis en el trabajo. Os aplicaréis mucho. ¿Sabéis
cómo me llamo yo? Soy el mayor Feldmann. Para vosotros, soy el «señor mayor». Deberéis
saludarme cuando paséis delante de mí. ¡Nunca olvidéis… —alzó la voz y sonó aún más cortante que
antes— que no sois nadie! Dos pedazos de mierda. Y como vosotros, hay miles. Si no me gusta
vuestro trabajo, vendrán otros a sustituiros. De inmediato. Si hay dos pedazos menos de mierda en el
mundo, al mundo le dará lo mismo, ni siquiera lo notará. Pues, haya o no haya mierda, el mundo
seguirá igual. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Ninguno respondió. Erich entrecerró los ojos.
—¡He dicho que si estáis de acuerdo conmigo! ¿Julien? ¿Pierre?
—Sí —dijo Julien.
—Sí —dijo Pierre.
Erich permaneció impertérrito.
—Y ahora, manos a la obra. El jardín está muy abandonado. Tenéis mucho que hacer.
En ese momento vio a Beatrice, que se acercaba lentamente. Él sonrió.
—Hola, Beatrice. Tengo una buena noticia para ti. Tu querida Mae se encuentra en la isla con sus
padres. Y vendrá para tu cumpleaños.
Beatrice se estremeció. Por unos instantes se quedó como en blanco. Pero enseguida el corazón,
empezó a latirle más rápido y advirtió que se le sonrojaban las mejillas. Erich se dio cuenta de ello y
pareció que se alegraba de hacerla feliz.
—Ya ves, no todo es tan terrible —dijo.
Los dos prisioneros marcharon al jardín acompañados de un soldado. Beatrice los siguió con la
vista.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Prisioneros de guerra. Franceses.
—¿Prisioneros de guerra?
—Sí. Alemania acaba de conquistar Francia, como tal vez ya sepas. Debes tener cuidado con
ellos. La mayoría de los franceses son gente bastante indecente. Imprevisibles y mentirosos. Hay
muchos criminales entre ellos.
Beatrice no tenía la impresión de que esos dos hombres fueran muy peligrosos, pero decidió estar
alerta. Por lo demás, ahora su mente estaba ocupada en cosas más importantes.
—¿No podría ir a visitar ahora mismo a Mae? —preguntó, esperanzada.
Erich se hinchó de perversa satisfacción.
—Mira, a veces hay que saber esperar. Tú querías sin falta una fiesta de cumpleaños, y te la he
concedido. ¡Ahora deberás ser paciente hasta entonces!
No tenía sentido decirle que ella nunca había pedido una fiesta. Lo conocía lo bastante para saber
que no le gustaba discutir, que tergiversaba los hechos cuando le convenía. No respondió, subió a su
habitación y la cerró de un portazo. Se acercó a la ventana y miró los árboles, cuyas hojas empezaban
a teñirse de amarillo en las puntas. Deborah le había contado una vez que era posible establecer
contacto con una persona que estuviera muy lejos con la sola fuerza del pensamiento. «Si piensas
mucho en esa persona y le mandas muchos pensamientos y sentimientos, ella los recibirá. Habrá
como un lazo invisible entre las dos.»
Intentó concentrarse con todas sus fuerzas en sus padres, en Deborah y Andrew.
—Pienso en vosotros —susurró—, pienso mucho, mucho, en vosotros. Ojalá lo sintáis. A mí
también me gustaría sentir que pensáis en mí. Estoy segura de que lo hacéis. Sé que temes por mí,
mamá. Pero no debes preocuparte. No me pasará nada, y sé que tarde o temprano volveremos a
reunimos.
Se quedó mucho rato así, entregada a una intimidad que creía sentir de veras y que esperaba no
fuera una mera ilusión. Finalmente, el jardín quedó en sombras cuando el sol, rodeado por un velo de
niebla, se ocultó en el horizonte.
Beatrice sintió hambre y se asombró de que nadie la hubiera llamado para cenar. Salió de su
habitación para bajar al salón, pero en el camino oyó unos ruidos extraños y se detuvo en seco.
Los sonidos procedían de la habitación de sus padres, que entonces pertenecía a Erich y Helene.
Eran bastante alarmantes, como si estuvieran torturando o lastimando a alguien. Para su sorpresa tuvo
la impresión de que era Erich quien profería aquellos extraños quejidos.
Se acercó muy despacio. La puerta estaba sólo entornada y podía mirar en el interior. Vio la
cama de sus padres y a Erich y Helene, ambos desnudos, que jadeaban y ardían de pasión. Erich
estaba boca arriba, con la cabeza inclinada hacia atrás, y gemía. Helene, sentada encima de él, se
movía precipitadamente arriba y abajo. Su cabello rubio, que solía llevar recogido en una trenza, le
caía como seda dorada sobre los hombros y la espalda hasta las caderas. En la última luz de la tarde,
su piel clara resplandecía como marfil. Helene era muy delgada. Todos sus miembros tenían una
forma perfecta; sus muslos eran largos y firmes. Sus pequeños pechos tenían los pezones erectos, y en
su rostro había una expresión triunfante y satisfecha que Beatrice nunca había visto en ella. Parecía
incluso feliz, ya no tan asustada e inhibida. Era fuerte. Era más fuerte que Erich, que jadeaba debajo
de ella. El mundo se había puesto milagrosamente patas arriba, y aquellas dos personas habían
cambiado sus papeles. En muy pocas horas se había producido un cambio en ambos que habría
dejado muda a Beatrice, en caso de que no hubiera enmudecido ya por el susto.
Lo que hacían le resultó asqueroso, a pesar de que no entendía realmente de qué se trataba. Por
supuesto, había oído algo sobre «esas cosas», pero cuando le preguntó a Andrew, él sólo le dijo que
hablara con Deborah, y ésta que era demasiado joven y que más adelante se lo explicarían todo. De
quien más aprendió fue de Mae, que tenía un hermano mayor y éste le contaba abundantes historias
sobre el comportamiento sexual de hombres y mujeres. La mayoría eran tan descabelladas que
Beatrice no podía pensar que hubiera algo de verdad en ellas. Lo que en ese momento veía, sin
embargo, parecía confirmar los horrores que se desprendían de los relatos de Mae. Los cuerpos
desnudos brillando de sudor, la agresión de los movimientos, los gemidos y las caras desencajadas
le daban a Beatrice la impresión de estar ante una lucha a muerte a la que dos personas se entregaban
sin motivo aparente.
La respiración de Erich se hizo cada vez más agitada, mientras Helene se movía con una
vehemencia que hacía que se le agitase el cabello. Erich empezó a gemir como un animal moribundo,
se le tensaron los músculos del cuerpo hasta que por fin se desplomó, se quedó respirando con
dificultad y pareció que estallaba de extenuación y alivio.
Helene ya no se movía. Permaneció un momento más encima de Erich y después se deslizó
lentamente hacia un lado y se acostó. Se acurrucó junto a él, lo rodeó con un brazo y hundió la cara
en su hombro. Beatrice no habría podido decir cómo se produjo el cambio, pero en pocos instantes
se invirtieron las relaciones de poder entre ambos hasta que recuperaron los papeles originales.
Helene volvió a ser la débil y Erich el fuerte. Quizá se debiese a la claridad con que Helene
solicitaba el cariño y a la frialdad con que Erich se lo negaba. Él dejaba que ella lo acariciara, pero
no respondía con ningún gesto. De pronto, sacó ambas piernas de la cama y se puso abruptamente en
pie. Y se soltó del brazo de Helene como si fuera un insecto molesto.
—Erich —le suplicó ella en voz baja. Estaba triste y dolida.
Él contestó algo en alemán que Beatrice no entendió. El tono, sin embargo, era frío y reservado.
Vio cómo el cuerpo desnudo de él se destacaba en la oscuridad contra el rectángulo de luz de la
ventana. Erich tenía unas piernas largas y unos hombros muy anchos. Era un hombre apuesto, de la
misma manera que Helene era una mujer bella; una pareja bien parecida que visualmente irradiaba
una gran armonía. Nadie podía pensar que su relación estaba enferma como un árbol podrido.
Helene se cubrió con la manta hasta la barbilla. Se había esfumado la expresión de triunfo que
hacía un instante le desfiguraba el rostro. Volvió a parecerse a un venado herido y contuvo las
lágrimas.
Erich se puso el uniforme y se alisó el pelo frente al espejo. De nuevo volvía a controlar la
situación, era el mismo Erich que infundía terror a su alrededor y de quien jamás se sabía qué le
pasaba por la cabeza.
—Hora de cenar —dijo. Esta vez Beatrice entendió sus palabras. Cada vez comprendía más
frases sueltas o al menos parte de ellas.
Helene no se movió. Su mirada imploraba cariño, pero era como suplicarle a una piedra.
—Hora de cenar —repitió Erich, y esta vez sus palabras sonaron como una amenaza.
Helene se hundió aún más bajo la manta. No parecía dispuesta a salir de la cama, se sentía
humillada. Erich se puso las botas altas y negras, luego cogió la ropa que había en una silla y la
arrojó a la cama, sobre el vientre de Helene.
—Vístete y baja —le ordenó, y se dirigió hacia la puerta.
Beatrice alcanzó a desaparecer en el último momento en el baño, justo antes de que Erich saliera
al corredor y bajara la escalera con estrépito.

La tarde del 5 de septiembre, Mae llegó con sus padres. Cuando Beatrice vio a su amiga, las
lágrimas le saltaron por primera vez desde que habían ocurrido aquellos terribles acontecimientos,
pero las contuvo enseguida. Se había jurado que Erich nunca la vería llorar.
Mae y ella se abrazaron desesperadamente. Mae sollozaba y reía al mismo tiempo, y hacía una
pregunta tras otra sin esperar las respuestas.
—¡Pensábamos que estabas en Inglaterra! —exclamó—. ¡Creí que me volvía loca cuando supe
que estabas aquí!
La señora Wyatt, la madre de Mae, se sentía muy apenada.
—Hija, de haber sabido que estabas aquí, hace tiempo que nos habríamos ocupado de ti. ¡Pero
tus padres nos dijeron que abandonaban la isla, y nunca se nos ocurrió que tú estuvieras aquí!
—Ahora Beatrice está con nosotros, con mi esposa y conmigo —dijo Erich—. No tiene de qué
preocuparse por ella.
Los padres de Mae lanzaron una mirada hostil al intruso, pero no dijeron nada. Al igual que todos
los ingleses que se habían quedado en las islas, sufrían innumerables atropellos por parte de los
alemanes: la prohibición de reunirse, el toque de queda y el racionamiento más increíble de los
bienes cotidianos de consumo. Les habían confiscado el coche, y sólo tras la airada protesta del
doctor Wyatt consiguió que se lo devolvieran; incluso los alemanes tuvieron que admitir que un
médico no podía estar sin coche. La señora Wyatt no pudo volver a su club de bridge, y muchos
conocidos suyos fueron recluidos. Vio a los trabajadores forzados que llevaban desde el continente a
la isla para construir fortificaciones, bunkers y murallas. Los alemanes, le parecía a Edith Wyatt,
estaban obsesionados con las fortificaciones, los bunkers y las murallas. En el transcurso de las
pocas semanas que llevaban en la isla, habían logrado darle un nuevo aspecto. Las columnas de
prisioneros, los jeeps, los soldados armados, las banderas con la esvástica, los vagones de tren que
venían desde Francia con las moles de granito y los bloques de piedra: todo aquello daba la
sensación de ser una gigantesca e imparable maquinaria de guerra. Los nazis tenían una manera
despiadada de controlarlo todo. Se organizaban deprisa y meticulosamente, con una perfección que
podía considerarse sobrehumana o incluso inhumana. La señora Wyatt, que había llevado una
desahogada y tranquila vida de esposa de médico rural, veía cómo su mundo se desmoronaba y
quedaba bajo la amenaza de indecibles peligros. Se arrepentía de no haberse ido. No se había
decidido a abandonar su casa; además su marido pensaba que, como médico, estaba obligado a
quedarse. Ahora temía que le expropiaran la casa. A muchos ya les había sucedido; las fuerzas de
ocupación confiscaban las casas cuando les venía en gana, y raras veces permitían a los propietarios
que siguieran viviendo allí, ni siquiera apiñados en una habitación.
El doctor Wyatt se dirigió a Erich y dijo:
—Nos gustaría que Beatrice viniera con nosotros. Éramos muy amigos de sus padres. Pienso que
sería el deseo de Deborah y Andrew Stewart que nos ocupáramos de su hija.
Erich sonrió, pero su mirada continuó siendo fría.
—Y yo pienso que lo que aquí cuenta es mi deseo. Beatrice se quedará con nosotros. Mae podrá
venir a visitarla de vez en cuando, pero por ahora no quiero que Beatrice se vaya con ustedes.
El doctor Wyatt no dijo nada más, pero le acarició suavemente el pelo a Beatrice, con un gesto de
aliento y serenidad, que ella interpretó como promesa de que, a pesar de todo, él se ocuparía de ella
y no la perdería de vista.
Helene había puesto la mesa en el jardín; aunque las noches eran cada vez más frescas, durante el
día el sol calentaba y arrojaba una luz dorada y tenue. Olía a fruta dulce y madura, y las rosas
exhalaban un aroma aún más intenso que durante el verano.
Helene llevaba un traje tirolés que Beatrice sabía que se había puesto por orden de Erich. Tenía
un aspecto triste e infeliz, y parecía aún más joven de lo que era.
Erich despachó al doctor Wyatt y a su mujer cortés pero enérgicamente y les explicó que Will se
encargaría de llevar a Mae a casa esa misma tarde.
Después, el curioso grupo de cumpleaños se dirigió al jardín y se sentaron todos a la mesa que
Helene había puesto esmeradamente con la porcelana más bella de Deborah.
Erich cogió una delicada taza de Wedgewood y la alzó en el aire.
—Puedes aprender mucho de mi esposa, Mae —dijo—, de veras que sí.
Helene se puso colorada y Mae no sabía qué decir.
Erich volvió a dejar la taza haciéndola tintinear un poco, porque la había depositado con cierta
brusquedad.
—Helene tiene una manera muy especial de preparar a las chicas para la vida —continuó—, una
manera muy hábil, porque Helene es muy hábil.
Will miró a un lado con incomodidad. Helene daba la impresión de que en cualquier momento se
echaría a temblar.
Erich deslizó cuidadosamente un dedo por el borde dorado de la taza.
—Hoy celebrábamos una fiesta en el jardín, ¿no? Esto lo sabíamos desde esta mañana, cuando
amaneció con sol. Yo le dije a Helene que pusiera la mesa en el jardín, y eso es lo que ha hecho. ¡Y
con qué esmero!
—Erich… —dijo Helene. Parecía un quejido.
Erich volvió a coger la taza, la levantó en el aire y la dejó caer. La finísima porcelana se rompió
sobre la tierra seca y dura.
Todos los que estaban sentados a la mesa se quedaron helados.
—A Helene le gusta enseñar a las niñas lo que no hay que hacer —dijo Erich. Luego cogió su
plato y lo dejó caer igualmente para que se rompiera contra el suelo—. ¿Tu madre ha sacado alguna
vez esta vajilla al jardín? —le preguntó Erich a Beatrice.
—No me acuerdo —respondió ella en voz baja.
—¿No te acuerdas? Qué raro. Nunca había pensado que tuvieras mala memoria. Sea como fuere,
no creo que tu madre fuera tan tonta de sacar la vajilla más fina y delicada al jardín, donde se puede
romper al menor contacto. —Se puso en pie y, antes de que nadie pudiera impedírselo, arrancó el
mantel de la mesa. Los platos y las tazas, la cafetera, los cubiertos y el plato del pastel cayeron con
gran estrépito al suelo. El café y el chocolate salpicaron por todas partes, y el pastel quedó en la
hierba hecho un amasijo de manzanas, ciruelas amarillas, bizcocho y nata.
Helene exclamó:
—¡No lo hagas, Erich! ¡Por favor!
Pero era demasiado tarde, y de todas maneras no habría dejado que ella le impidiera dar rienda
suelta a su ira. Todos se habían puesto en pie de un salto y miraban atónitos el destrozo que había a
sus pies.
—Santo cielo, mayor —murmuró Will.
Helene rompió a llorar, y Mae estuvo a punto de seguir su ejemplo.
Erich llamó a gritos a los dos franceses.
—¡Julien! ¡Pierre! ¡Venid aquí de inmediato!
Los dos aparecieron desde el fondo del jardín, sumisos y temerosos como perros amaestrados.
—Limpiad esto —ordenó Erich—, y no quiero que quede ni rastro, si no ya veréis lo que os
pasa.
Se alejó a grandes pasos, y poco después oyeron un motor que arrancaba y un coche que bajaba
la rampa con chirrido de neumáticos.
—Niñas, id a la habitación de Beatrice y quedaos charlando allí un rato —propuso Will—. Yo
me ocupo de la señora Feldmann.
Helene había sucumbido entre tanto a un ataque de llanto que amenazaba con convertirse en
histeria.
—¿Siempre es así? —preguntó Mae, espantada.
—A veces sí. Otras veces es diferente —contestó Beatrice.
Sintió rabia al ver aquella montaña de cascotes. Cuánto había querido Deborah esa vajilla, la
había cuidado y guardado, y solamente la ponía en la mesa en ocasiones especiales. Para su sorpresa,
Beatrice sintió que coincidía con Erich en una cosa: ¡había sido una tontería por parte de Helene
elegir esa vajilla para el jardín! Pero, supuestamente, lo único que había querido era hacer las cosas
bien. También le habría podido pasar que Erich la hubiera regañado por no haber puesto la mejor
vajilla. De manera paulatina, Beatrice fue comprendiendo la crueldad de esa lógica: cada vez que
Erich necesitaba desahogarse lo hacía, daba lo mismo cómo se portara Helene, lo que dijera o
hiciera. Siempre estaba equivocada, y eso desataba inmediatamente su ira.
Will se alejó con Helene, mientras los dos franceses se arrodillaron en el suelo y comenzaron a
recoger.
Beatrice llevó a Mae detrás del muro blanco donde maduraban las uvas.
—Mae, qué bien que podamos hablar a solas —dijo sin rodeos—. Desearía que mis padres
supieran que estoy bien, y también a mí me gustaría saber algo de ellos. Pero desde aquí no puedo
hacer nada. ¿Crees que tu padre podría intentar ponerse en contacto con ellos?
—Le preguntaré —prometió Mae, aunque sin mucha confianza—. Dice que es imposible
contactar con Londres. Los alemanes lo controlan todo. Ganan todas las batallas. Mi padre dice que
quieren conquistar el mundo entero.
—Nadie puede conquistar el mundo entero —opinó Beatrice, pero no estaba segura de que los
alemanes no lo fueran a lograr. La esperanza de Mae de que un día todo volviera a ser como antes
también había sufrido un duro revés. Hacía semanas que veía a «los alemanes» en cada esquina y
rincón de la isla, pero nunca había tenido realmente contacto con ellos. Acababa de ver a Erich en
plena demostración, y para ella encarnaba ese horror que resonaba en las voces de la gente cuando
hablaban de «los alemanes». Ahora entendía el miedo de su madre y la constante expresión de
preocupación en el rostro de su padre.
—Habría sido mejor marcharse —dijo, pero Beatrice replicó en voz baja:
—Yo estoy contenta de que os hayáis quedado. Si no me sentiría completamente abandonada.
Se quedaron un momento más sobre la hierba, sentadas en silencio, con la cara al sol y oliendo el
aroma de las rosas. Después oyeron que Will las llamaba. Se levantaron y se pusieron al otro lado
del muro para que él las viera. Los franceses habían desaparecido, y no quedaba ni rastro de la
desafortunada tertulia. El jardín estaba tranquilo y en paz.
—Te llevaré a casa, Mae —dijo Will—. Beatrice, podrías ir a ver a la señora Feldmann. Está en
su habitación y me temo que no se encuentra muy bien.
Mae y Beatrice se despidieron, sobresaltadas y tristes, temerosas de lo que el futuro podía
depararles.
—Nos veremos muy pronto —prometió Mae, pero Beatrice sabía que eso dependía tan sólo del
humor de Erich, y que a él le divertiría poner obstáculos al trato con su amiga.
Siguió con la vista el coche de Will hasta que llegó al final de la rampa, luego volvió a entrar en
la casa, subió la escalera y golpeó suavemente en la puerta de la habitación de sus padres. Nadie
respondió. Abrió tímidamente la puerta, pero la habitación estaba vacía. Sobre la cama había una
maleta abierta, con pilas de ropa puesta desordenadamente. El armario también estaba abierto;
delante de él había faldas tiradas por el suelo. Parecía que alguien hubiera querido salir a toda prisa
de viaje y hubiera cogido lo primero que había encontrado y que al colocarlo en la maleta hubiera
perdido la paciencia. Beatrice pensó que Erich se pondría furibundo con el desorden que había en la
habitación. ¿Cómo podía atreverse Helene a provocarlo de esa manera? ¿Y dónde se había metido?
Mientras estaba allí sin saber qué hacer y trataba de decidir si iba a buscar a Helene o ponía en
orden la habitación, oyó un golpe seco procedente del baño. Fue hacia allí, vaciló un segundo y abrió
bruscamente la puerta, que no estaba cerrada con llave. Se quedó helada tratando de comprender lo
que veía.
La bañera rebosaba de agua, que ya formaba charcos en las baldosas de piedra. Helene yacía en
el suelo, delante de la bañera. No llevaba más que el albornoz de color albaricoque, abierto por
delante, que dejaba a la vista su cuerpo desnudo y delgado de niña. Su largo cabello, más oscuro que
de costumbre porque estaba mojado, la rodeaba como una almohada. Los charcos que había junto a
ella estaban teñidos de rojo, y de sus muñecas manaba sangre a chorros.
La visión de aquella sangre impresionó a Beatrice, aunque en un primer momento su
entendimiento se negó a admitir lo que veía. Pasó con cuidado por encima de los charcos,
atravesados por canales de sangre, y cerró el grifo de la bañera. Luego se inclinó junto a Helene, vio
la hoja de afeitar que estaba tirada en el suelo, no muy lejos de ella, y las heridas profundas y de mal
aspecto que la mujer tenía en las muñecas.
—¡Dios mío! —susurró, espantada.
Helene no se movía; su rostro era de una palidez tan translúcida que Beatrice pensó durante un
horrible instante que estaba muerta. Pero después notó que movía imperceptiblemente el pecho: había
perdido el sentido, pero aún respiraba.
—¡Dios! —murmuró Beatrice una vez más.
Se levantó de un salto y llamó a Will a gritos, pero enseguida se dio cuenta de que acababa de
salir para llevar a Mae a su casa. ¡Mae! ¡Debía llamar inmediatamente al padre de Mae!
Bajó la escalera deprisa hacia la sala de estar, marcó con dedos trémulos el número de la
operadora y pidió que la comunicaran con el doctor Wyatt. Rezó para que estuviera en casa. Ella no
sabía qué hacer y temía que Helene no tardaría en desangrarse.
Atendió el teléfono la madre de Mae, que se puso nerviosa al oír la voz inquieta de Beatrice:
—¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo a Mae?
—No. Mae debe de estar a punto de llegar. ¡Señora Wyatt, ha sucedido algo terrible! La señora
Feldmann se ha cortado las venas. Está tirada en el baño, y todo está cubierto de sangre. ¡Creo que se
está muriendo!
Oyó un ruido en la línea, y luego a la operadora, que exclamaba algo que no entendió. En ese
momento supo que la noticia de que la joven esposa del mayor Feldmann había querido suicidarse
correría por Guernsey como un reguero de pólvora, y eso a Erich no le haría ninguna gracia.
—Mandaré inmediatamente a mi marido —dijo Edith Wyatt, y colgó.
Beatrice regresó corriendo al baño, donde los charcos de sangre cobraban ya proporciones
preocupantes. Sacó una pila de toallas que había en el armario y vendó las muñecas a Helene con la
esperanza de parar la hemorragia, pero lo único que consiguió fue que las telas se empaparan de
sangre en un abrir y cerrar de ojos; nada parecía impedir que el cuerpo de Helene quedara sin vida.
Beatrice hizo un esfuerzo por controlar el nerviosismo que la invadía. No tenía sentido perder los
estribos en ese momento. Volvió a bajar a la carrera, salió a la puerta de la casa y rogó que el coche
del doctor Wyatt apareciera cuanto antes. Pero la rampa seguía en silencio. Desde el jardín llegaba
un aire fresco, y la humedad se desprendía de la hierba. La tarde de septiembre se había vuelto
oscura.
«¡Se va a morir —pensó Beatrice en ese momento—, se va a morir!»
Eso le provocó un dolor inesperado y violento, aunque no sabía muy bien si era por Helene o por
la perspectiva de tener que vivir a solas con Erich. Miró desesperadamente a su alrededor para ver
si veía a Julien o a Pierre, o a alguno de los soldados que patrullaban constantemente por la casa,
pero no había un alma. Justo en ese momento apareció el coche del doctor Wyatt por la rampa y se
detuvo ante la puerta de la casa haciendo rechinar los frenos.
—¿Dónde está? —preguntó el médico sin rodeos.
Beatrice se giró y subió la escalera hasta el baño, que parecía más bien un matadero.
—¡Dios mío, no hay tiempo que perder! —exclamó el doctor Wyatt, que apartó a Beatrice a un
lado y se lanzó sobre Helene.
—¿Se salvará? —preguntó Beatrice, y entre aquellas palabras de asombro sintió que sus dientes
castañeteaban.
—Reza por ella —contestó secamente el doctor Wyatt; en su voz no había ningún rastro de
esperanza.

Will le preparó leche caliente con miel y le dijo que se cambiara la ropa manchada de sangre.
Beatrice se puso el albornoz y se acurrucó en la sala de estar junto al fuego de la chimenea, que Will
acababa de encender. Bebió la leche a pequeños sorbos; el cuerpo no le paraba de temblar. Will
subió a limpiar el baño, una tarea que duró un buen rato. Después de los primeros auxilios del doctor
Wyatt llegó una ambulancia, que llevó a Helene a la clínica de St. Martin. Will, a quien la señora
Wyatt había puesto al tanto de lo ocurrido, alcanzó a ver el rostro hundido y gris de Helene, y por un
instante se quedó helado de horror; él también pensó que estaba muerta. El doctor Wyatt le explicó
que aún estaba con vida, pero que temía que no se salvara.
—La llevaré al hospital —dijo—. ¿Puede ocuparse de Beatrice? La pequeña parece exhausta. No
la deje sola por ningún motivo.
—Por supuesto, me ocuparé de ella —prometió Will. Beatrice nunca lo había visto tan asustado.
—¿Hay alguna manera de ponerse en contacto con el mayor Feldmann? —preguntó el doctor
Wyatt—. Debe ser informado sobre el estado de su esposa.
—No sé dónde se encuentra —dijo Will con aire desanimado—. Esta tarde he intentado varias
veces ponerme en contacto por radio con él, pero tenía el aparato desconectado. Debe de estar a
punto de volver a casa. —Will se pasó las manos por los cabellos. Tenía el rostro demudado—. No
tenía que haberme marchado. Ella estaba totalmente fuera de sí y tuve una sensación muy extraña.
Pero me gritó que quería estar sola y desapareció en su habitación; yo no podía seguirla hasta allí.
Así que fui a mi habitación y luego llevé a Mae a su casa. Entonces…
—Ya está bien, tranquilícese —dijo el doctor Wyatt para apaciguarlo—. No podía saber que ella
iba a intentar una cosa así. Y en última instancia, nadie puede evitar que una persona lo haga si eso
es lo que quiere. —Dio una palmada en el hombro a Will para animarlo, y luego se subió al coche
para seguir a la ambulancia, que salía ya del jardín.
Mientras calentaba la leche, encendía la chimenea y limpiaba el baño, Will intentó repetidas
veces comunicarse por radio con Erich, pero nunca con éxito.
Cuando por fin se sentó junto a Beatrice en la sala de estar, se le veía completamente extenuado.
—El baño está otra vez en orden —dijo—. Madre mía, ha debido de perder litros de sangre. Me
gustaría saber realmente… —No terminó de decir la frase, y en cambio dijo—: Deberías irte a
dormir, Beatrice. Estás muerta de cansancio. Hoy ha sido una pesadilla, ¿eh?
—Ahora no podría dormir —dijo ella—, preferiría quedarme aquí.
—Está bien. ¡Si al menos supiera cómo acabará la historia! ¡Por Dios, si el mayor Feldmann
volviera de una vez a casa!
—¿Cree usted que nos llamarán del hospital si…? —Beatrice no sabía cómo preguntar lo
impensable.
—Nos llamarán, pase lo que pase —dijo Will. Se quedó mirando el teléfono—. Y si no llama
nadie, buena señal.
A las diez y media, el propio Will llamó al hospital. El estado de la señora Feldmann seguía
estacionario, le informaron. Aún no había recobrado el conocimiento. El doctor Wyatt se encontraba
con ella.
«Al menos, aún está viva», pensó Will. Tenía la cara cenicienta, y Beatrice comenzó a pensar
que no sólo se preocupaba por Helene, sino también por sí mismo. ¿Cómo reaccionaría Erich cuando
se enterara de lo que había ocurrido? Trataría de hallar un culpable para no cargar él mismo con la
culpa. ¿Y quién mejor que Will? Había dejado sola a Helene en un estado crítico y se había
marchado de casa. De pronto Beatrice supo que Erich se enfadaría mucho con Will.
Poco después de medianoche, oyeron por fin que llegaba un coche y luego una puerta que se
cerraba. Enseguida entró Erich. Parecía de buen humor, algo cansado, pero equilibrado. Se
sorprendió de verlos levantados a esas horas.
—¿Y vosotros qué hacéis aquí? ¿No podéis dormir?
Will se puso en pie. A Beatrice las piernas le temblaban.
—Mayor —empezó a decir. Hablaba en alemán, pero Beatrice entendió más o menos lo que
decía. Le informó de lo ocurrido con la voz quebrada.
Erich luchó por no perder la calma, y luego ordenó a Will que llamara al hospital de St. Martin.
—¿Por qué diablos no habéis llamado a un médico alemán? —gritó.
—Beatrice sólo tenía… —empezó a contestar Will, pero Erich lo interrumpió de inmediato.
—¿Dónde estaba usted? ¿Cómo pudo dejar a mi esposa sola en semejante estado de histeria?
¡Sola y con una niña de doce años!
Will le alcanzó el auricular.
—Es el hospital, mayor.
Erich dijo su nombre a gritos por teléfono y exigió hablar de inmediato con el médico que estaba
a cargo de su esposa. Luego permaneció en silencio un largo instante, y por fin dijo:
—Sí, sí. Gracias. Sí, muy amable. Gracias.
Después colgó el auricular y se dirigió a Will.
—Ha recobrado el sentido. Se encuentra estable y el médico cree que se salvará. —Tenía el
rostro bañado en sudor—. Necesito un whisky.
Will le sirvió una copa y se la dio. Erich bebió el contenido de golpe.
—Necesito otro.
Bebió el segundo whisky tan rápido como el primero. A Beatrice le parecía que Erich no había
llegado a casa muy sobrio, y si seguía así, pronto estaría completamente borracho. Apretó el vaso de
leche caliente entre sus manos y sintió que el miedo la cubría con un frío velo.
Erich miraba a Will con ojos penetrantes.
—Will, puede ir a su casa y acostarse a dormir. Como puede suponer, esta historia no acabará
aquí para usted. Pero aún debo pensar qué.
—Si hay algo que yo pueda hacer… —murmuró Will, pero la única reacción fue una sonrisa
cínica y callada. Abandonó la sala cabizbajo, y luego se oyó el crujido de sus botas sobre la grava de
la rampa.
Erich se preparó un tercer whisky. Lo hizo con movimientos algo distraídos.
—Qué bien que estuvieras tú aquí, Beatrice —dijo. La lengua se le trababa—. Qué bien que
existas. Eres una chica valiente y seria. Es probable que mi Helene hubiera muerto si tú no hubieras
actuado con tanta calma.
Beatrice se distendió un poco. Parecía que no estaba enfadado con ella. Y al mismo tiempo
decidió sacar provecho de su buen humor en favor de Will.
—Señor, Will llevó a Mae a su casa porque usted se lo había ordenado al mediodía. Quiso hacer
lo que usted esperaba de él.
Erich se preparó un cuarto whisky. Y con voz suave dijo:
—Eres tal vez demasiado joven para entender, Beatrice. Will goza de privilegios por ser mi
asistente. A cambio tiene que asumir más responsabilidades. Ha de hacer lo que espero de él, sí,
pero ¿qué es lo que espero de él en el fondo? Que obedezca mis órdenes, por supuesto, pero además
ha de poder actuar independientemente cuando las circunstancias lo requieran. Yo debo confiar en
esa capacidad suya. No necesito un esclavo. Ya tengo esclavos de sobra, los franceses que se ocupan
de las rosas y los que construyen las calles, los bunkers y las murallas. Lo que me hace falta es
alguien que piense por sí mismo.
Se notaba en su voz que había bebido mucho, pero hablaba sin emoción, y Beatrice sabía que era
entonces cuando más peligroso se ponía. Cuando gritaba como lo había hecho al mediodía, infundía
un temor ciego y desesperaba a todos los que lo rodeaban, pero la cosa no pasaba de allí. Sin
embargo, cuando más en guardia había que estar era cuando hablaba con suavidad y en voz baja,
cuando expresaba objetiva y detalladamente sus motivos y sus ideas. Entonces planeaba un golpe que
llevaría a la práctica con frialdad, y eso lo convertía en alguien muy peligroso.
Con todo, Beatrice se animó a decirle:
—Will no podía saber que pasaría una cosa así. Nadie podía saberlo.
Erich sonrió; era una sonrisa glacial.
—Helene es una persona sumamente histérica. Tú no lo sabes porque no la conoces lo suficiente.
Will tampoco la conoce mucho, es cierto. Pero él es una persona mayor. Y una persona mayor debe
juzgar mejor estas cosas. Estoy seguro de que supo enseguida que debía vérselas con una persona
neurótica. Con una persona candidata al suicidio.
Beatrice abrió los ojos como platos.
—¿Ya ha intentado alguna vez…
—… quitarse la vida? No. Pero, puedes creerme, ya he pasado por muchas escenas
desagradables con ella. Llantos convulsivos, desmayos, ataques de fiebre. Es sorprendente las
enfermedades que puede contraer Helene cuando se trata de poner el mundo que la rodea bajo
presión o darme a entender que la maltrato. Es muy inventiva. No se la puede dejar sola cuando le
ataca la histeria. Es capaz de todo, como ha vuelto a demostrar.
—Estaba triste porque usted la regañó, señor.
—¿Ah, sí? —Erich sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió—. Quiero decirte una cosa,
Beatrice. Helene siempre está triste. Es su naturaleza. Se pasa el día dándole vueltas a sus cosas, a
problemas que ella misma se inventa. En realidad, sólo piensa en ella, y eso es precisamente lo que
la lleva a comportarse de una manera exagerada.
A Beatrice no le pareció particularmente exagerado que Helene se hubiera derrumbado después
de los ataques de su marido, por más que cortarse las venas era algo demasiado drástico.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella con expresión neutra.
Erich la miró fijamente.
—¿Cómo «ahora qué hacemos»?
—Supongo, señor, que la señora Feldmann estará pronto de vuelta y yo…, nosotros hemos de
cuidar que no lo vuelva a hacer. Quiero decir, que no vuelva a… hacerse daño. No la podemos dejar
otra vez sola.
Erich arrojó la ceniza de su cigarrillo sobre la mesa con gesto nervioso.
—Mira, Beatrice, para empezar, debemos procurar que no note cuánto nos ha afectado su actitud.
Si se da cuenta de que puede llamar nuestra atención y conseguir que nos preocupemos con esas
idioteces, siempre estará urdiendo algo para tenernos en vilo. Lo que pretende es ser constantemente
el centro de atención. Aunque para ello tenga que cortarse las venas todas las noches.
—Quizá lo que busca es afecto.
Él tenía un resplandor en los ojos que Beatrice sintió como una amenaza.
—¿Y tú crees que no le doy bastante afecto?
—No lo sé, señor.
—Pero algo sabrás. Estoy seguro de que te pasan muchas cosas por la cabeza. Dime qué opinas,
Beatrice.
Ella se encogió de hombros y no contestó. Erich apagó el cigarrillo en la mesa. «Con el cuidado
con que trataba mamá el barniz…», pensó Beatrice.
—Llamaré otra vez al hospital —dijo él finalmente.
Dadas las circunstancias, el estado de Helene no era malo. Su circulación se había estabilizado y
en ese momento dormía.
—Podemos ir a la cama —dijo Erich—, no tenemos de qué preocuparnos. Helene está a salvo.
No le pasará nada.
Volvió a coger la botella de whisky.
—Has reaccionado bien, Beatrice. Muy bien. Eres una chica sensata. Estoy muy orgulloso de ti.
«¿Por qué tiene él que sentirse orgulloso de mí?», pensó, enfadada, Beatrice, pero no dijo nada.
Poco a poco la tensión que sentía empezó a aflojar y el cansancio la acometió de golpe. Eran las tres
de la madrugada; de pronto lo único que añoraba era estar en su cama, dormir profundamente y sin
sueños, y olvidar la agitación de las últimas horas: Helene, bañada en sangre; Will, con el rostro
pálido como un muerto; Erich, medio borracho.
«Mañana ya pensaré con calma en todo eso», se dijo, exhausta.

Se despertó con la sensación de que no estaba sola en el cuarto. Debió colársele en las
profundidades del sueño la impresión de que había otra persona cerca. Había disfrutado de esa total
ausencia de sueños que había deseado antes de acostarse. Ahora notaba la luz lívida y gris de la
mañana por la ventana. Debía de ser muy temprano aún, y el tiempo radiante de finales de verano
había cambiado bruscamente durante la noche. Beatrice reconoció por la luz que debía de haber
niebla.
Le llegó un aliento a whisky a la nariz. Erich estaba sentado al borde de su cama y se inclinaba
sobre ella.
—¿Estás despierta? —susurró.
Le pareció que lo mejor sería hacerse un instante más la dormida, pero pensó que él no se daría
por satisfecho. No cejaría hasta despertarla, así que sería mejor abrir enseguida los ojos.
Sintió un breve escalofrío en el estómago. Tenía miedo, aunque no sabía muy bien de qué. Hasta
ahora Erich había respetado la privacidad de su cuarto. Se había apropiado de todo, pero nunca
había entrado en su habitación. Y Beatrice confiaba en que ya no lo haría. Como si existiera un
acuerdo tácito entre ambos que establecía los límites que ninguno de los dos debía rebasar.
Pero Erich acababa de transgredirlos. No sólo había entrado en su cuarto, sino que incluso estaba
sentado en su cama.
Demasiado cerca, le dijo una voz interior a Beatrice, demasiado cerca. Tan cerca no puede
llegar. Por fin abrió los ojos.
Había suficiente luz en la habitación para reconocer sus rasgos. Tenía el rostro muy pálido, pero
eso podía deberse a que la luz exterior absorbía esa mañana todos los colores y confería a cada
objeto y a cada figura humana un tono lívido. Los ojos de Erich brillaban de modo poco natural y
había sudor en su frente.
—Ah, estás despierta —dijo. Pareció aliviado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Beatrice, irguiéndose en la cama—. ¿Qué hora es?
—Van a ser las ocho. No… —Vio que ella quería levantarse enseguida y le puso una mano en el
brazo para calmarla—. Quédate en la cama. Ha sido una noche muy larga. Debes descansar.
—No estoy cansada. —Volvió a erguirse en la cama—. Voy a…
Pero él volvió a impedirle que se levantara, suave pero inequívocamente.
—No, mi valiente niña. Ahora vas a descansar. No sería bueno para nadie que sufrieras un
colapso.
No entendió muy bien lo que decía, como tampoco comprendía qué le preocupaba y por qué
actuaba como si ella fuera de porcelana. Lo único que sabía era que no tenía sentido resistirse.
«Con él nunca tiene sentido», pensó, cansada de golpe.
Él le cogió la mano izquierda con ambas manos y la acarició suavemente.
—Si no te tuviera, Beatrice, si no te tuviera…
No se atrevió a soltarse, pero deseaba profundamente que desapareciera de una maldita vez.
Sintió que el corazón le latía con violencia, que estaba completamente despierta y lista para salir
huyendo, aunque sabía que no podría huir.
—No hay una sola persona en el mundo que me entienda —dijo Erich—, ni una sola. ¿Puedes
imaginarte algo así, mi pequeña Beatrice? ¿Lo que se siente cuando no hay nadie en el mundo que te
entienda?
—Helene lo entiende, señor.
—¿Helene? Ésa es la que menos me entiende. Helene se cree que es muy tierna y amorosa y llena
de bondad. Helene quiere imponer su voluntad a la fuerza, y lo hace con particular perfidia, con
caídas de ojos y vocecilla de pájaro y un tono quejumbroso que hace que te sientas culpable; por eso
tarde o temprano acabas haciendo lo que ella quiere, sólo para quitarte una culpa de encima que en
realidad no existe.
Erich se quedó callado durante un instante mirando con aire sombrío. A pesar de que estaba
evidentemente borracho, expresaba con claridad sus frases y lo que decía le parecía a Beatrice
lógico y meditado. Se acordó de que su padre había dicho una vez que había personas que en estado
de embriaguez encuentran una mayor claridad. Y ése parecía ser el caso de Erich.
—Tú pensarás que en mi relación con Helene yo soy el más fuerte —dijo entonces—. Todos lo
piensan porque Helene se pasa el tiempo llorando y lamentándose. Pero ella es muy fuerte a su modo,
Beatrice, muy fuerte. Ya te darás cuenta. Fuerza a las personas a ponerse bajo su yugo. A mí también.
«¿Por qué me cuenta todo esto? —se preguntó Beatrice, incómoda, después de todo es su
problema—. Yo no quiero saber nada.»
—Busco tanto a una persona que me entienda… —Ahora Erich adoptó un tono llorón—. Una
persona a la que pueda contarle lo que siento. Tengo muchas más cosas en la cabeza de lo que te
puedes imaginar. A menudo tengo ideas muy bellas. Ideas profundas, ¿entiendes? A veces son ideas
muy, pero muy tristes.
Él la miró. Beatrice tuvo la impresión de que esperaba un comentario suyo.
—Lo siento, señor —murmuró.
—Hay una gran melancolía en mí —le confesó Erich con aire solemne—. Quiero que lo sepas,
Beatrice. Te ayudará a entenderme mejor. A veces te pareceré extraño. Y es porque esa terrible
tristeza se apodera de mí.
Beatrice se preguntó si entre tanto había perdido el hilo y no sabía de lo que hablaba, pero se
acordó de los extraños cambios de humor que a veces la sorprendían tanto. Su comportamiento
variaba con demasiada frecuencia y pasaba con asombrosa rapidez de la euforia a la tristeza, de la
irritabilidad a la melancolía. Beatrice había llegado a pensar que en sus fases de calma tramaba
planes siniestros y cubría con una sombra su rostro para esconder lo que en realidad sucedía en su
cabeza. Aunque quizá estaba de veras absorto en su tristeza.
—Tengo un enemigo dentro de mí —dijo Erich, y adoptó una expresión de temor, como si
hubiera envejecido años en unos instantes—. Es un enemigo peor y más peligroso que cualquier
enemigo exterior. Está en las profundidades de mi ser. Eso quiere decir que no puedo escaparme de
él. Tampoco puedo pelearme con él, pues ¿cómo podría hacer la guerra contra mí mismo?
¿Esperaba acaso una respuesta?, se preguntó Beatrice, angustiada. Pero prefirió no decir nada y,
tras un instante de incómodo silencio, Erich continuó.
—Los alemanes somos un pueblo victorioso. Estamos a punto de conquistar el mundo entero.
¿Sabes de algún país que pueda hacernos frente? No hay nada ni nadie que nos detenga. Somos la
raza que domina el mundo, y yo soy parte de ella. Soy parte de una nación victoriosa y orgullosa. Y
tanto más miserable me siento cuando veo que llevo ese enemigo dentro… —se llevó la mano al
corazón—, ese enemigo cruel que no acabo de aceptar y que está en mi interior. Es más fuerte que yo,
es fortísimo. A veces logro atontarlo.
Se adormece un rato y me deja en paz, pero es como si en esas fases juntara aún más fuerzas. Y
cuando se despierta, vuelve a ser fuerte y vital como un perro joven. Entonces me ataca y me clava
los dientes y ya no me suelta.
—Quizá no sea tan fuerte como usted cree —dijo Beatrice con sigilo. Le habría gustado
incorporarse en la cama, porque acostada se sentía desesperadamente inferior, pero estaba
convencida de que él volvería a empujarla contra la almohada, de modo que cejó en su intento—.
Quizá sólo se las da de fuerte.
Erich la miró sorprendido.
—¿A qué te refieres?
Beatrice meditó sobre lo que había dicho. Eran cosas difíciles de entender, difíciles de formular.
Andrew había hablado a menudo con ella sobre los miedos y la manera de enfrentarse a ellos. Su
padre pretendía hacerle ver que ella podía controlar cualquier miedo y que no tenía que dejarse
dominar por él.
—Cuando se tiene miedo de alguien —dijo, recapitulando las palabras de su padre—, por lo
general se da un paso atrás. Entonces el otro se acerca más. Él tiene más espació y uno se queda con
menos. Así él se hace más fuerte, aunque en realidad es sólo porque se le ha cedido el espacio.
—¿Y tú qué propones?
Ella se quedó pensando.
—Quizá habría que quedarse quieto. Y mirarlo a la cara. Tal vez el otro no sea tan fuerte como
parece.
Él sonrió un poco.
—Qué fácil parece cuando tú lo dices, Beatrice. ¿Cómo…? —La miró a los ojos—. ¿Me tienes
miedo?
—No —dijo Beatrice.
—¿Estás diciéndome la verdad?
—Creo que sí.
Hubo una expresión de asombro en su mirada.
—Te creo. Eres fuerte. Más fuerte que Helene y que yo. ¡Ven aquí! —La atrajo hacia él—. Dame
un abrazo. ¿Serías capaz de hacerlo? Sólo un momento.
Ella se estremeció sin querer. Erich le acarició suavemente las mejillas.
—No quiero nada más, de veras. Lo único que quiero es que me abraces con fuerza.
Ella vaciló y lo rodeó con sus brazos. La tela de su uniforme le raspaba. Él apretó su cara contra
la suya; olió con más fuerza el aliento a whisky y sintió la aspereza de su barba sin afeitar. No le
pareció tan desagradable tenerlo tan cerca; a pesar del vaho del alcohol, despedía un olor que de
alguna manera le gustaba, una mezcla de buena loción de afeitar y de su propia piel, que le recordaba
a hierbas secas.
—Tú puedes darme mucha fuerza —le murmuró a ella en el cuello—. Te necesito, Beatrice.
Se sorprendió al percibir que él de veras sentía lo que decía. Se aferró a ella como un niño
abandonado. «Cuánto más difícil será todo a partir de ahora», pensó ella.
Erich comenzó entonces a llorar despacio.
11
«No hay mes más descorazonador que enero», pensó Franca. Muchos decían que noviembre los
ponía tristes, pero para Franca no era así. A ella le gustaba ese mes. Le parecía que sus días cortos y
grises, su niebla y su viento frío, la hacían sentir más segura. Noviembre legitimaba el retiro entre
cuatro paredes, justificaba el alejarse del mundo, sumergirse en la luz de las velas, el té caliente, los
villancicos y el fuego de la chimenea. Noviembre le transmitía a Franca la sensación de que por un
breve tiempo su ser estaba en sintonía con el mundo.
En enero le sucedía exactamente lo contrario. Enero era como una puerta abierta de par en par
por la que entraba el año entero con las mil posibilidades y peligros que tenía preparados. Una vez
había intentado explicarle esa sensación a Michael, y recordaba muy bien la irritación con la que él
reaccionó a sus palabras.
—¡Posibilidades y peligros! ¡Por Dios, Franca, combinación típica de ti! ¡Posibilidades y
peligros! La palabra «posibilidad» tiene para ti inmediatamente una carga negativa. ¡Ni siquiera se te
ocurre que las posibilidades puedan ser también positivas!
—Es que yo…
Pero no la dejó terminar.
—Tú ves peligros a cada paso, Franca, y eso es sencillamente enfermizo. Y lo peor es que no
cambias. ¿No puedes imaginar que haya algo en tu vida que transcurra sin peligros? O, para ir más
lejos: ¿que eres capaz de hacerles frente y superarlos?
En efecto, la idea le pareció audaz.
«Él no puede entenderlo, no me comprende», pensó.
Esa vez enero fue aún peor. No sólo fue el principio de un nuevo año, de un nuevo siglo e incluso
de un milenio, sino que a Franca le pareció que todas las amenazas se habían multiplicado y la
acechaban con mayor hostilidad.
—Ojalá fuera verano —dijo.
Estaban desayunando en la cocina, olía a café y huevos revueltos. De la ventana colgaba la
corona de Adviento, hecha de ramas de pino, y sus cuatro velas rojas habían ardido casi por
completo. Era como una reliquia venida a menos.
—Todo el mundo aguarda el verano —respondió entonces Michael al comentario de Franca. Su
tono era otra vez de impaciencia—. El verano es caluroso y colorido y huele bien. A decir verdad, a
nadie le gusta el invierno.
—Enero —dijo Franca—, a mí no me gusta enero.
Michael revolvía su taza de café.
—¡Otra vez a vueltas con enero! Si dijeras que no soportas enero porque es frío y feo, vale,
podría entenderse. Pero no, es por esos miedos absurdos que tanto te preocupan, ¿no es así?
Inhibida, admitió que tenía razón.
Michael suspiró hondo y se reclinó en la silla; daba la impresión de ser un hombre sometido a la
voluntad de su destino y que debía discutir sobre un tema establecido, pero sin la intención de ocultar
su irritación ni su hastío.
—¿Es que no puedes intentar, intentar al menos, acabar de una vez con tu miedo de todos y de
todo? Simplemente no entiendo esas fobias. ¡Si al menos pudieras definir qué temes y qué cosas
terribles podrían ocurrirte! Pero es que tú misma no lo sabes. No eres capaz de nombrar un solo
peligro. Eso vuelve todo el asunto absurdo. Y desesperante, además.
«Absurdo y desesperante —pensó Franca—, ésos son los adjetivos que él encuentra para definir
mis sentimientos, es decir, los adjetivos que me definen a mí.»
—Debería encontrar otra vez algo que hacer —dijo ella. Su voz se oía muy alta, como siempre
que tenía un diálogo con su marido. Michael volvió a suspirar.
—Ah. Ahora volvemos al viejo tema. Necesitas algo que hacer. ¿Y en qué has pensado?
Por supuesto que él sabía que no había pensado en nada. Que se le ocurrían un montón de cosas
que hacer, pero que no había nada que se atreviera a afrontar. Ahí estaba el problema.
—No lo sé —contestó.
—Si dices que necesitas algo que hacer, habrás pensado al menos qué.
—No puedo volver a mi antiguo trabajo.
—De eso ya hemos hablado hasta la saciedad. Podríamos empezar a cambiar de tema, ¿no te
parece? ¡En lugar de discutir continuamente lo que no puedes hacer, deberíamos hablar de lo que sí
eres capaz!
«Lo estoy poniendo terriblemente nervioso», pensó Franca. Se sentía tan frustrada y cansada por
ese breve diálogo como si hubiera pasado toda la noche en una discusión agotadora. Estaba claro que
de aquella conversación no sacaría nada en limpio, ni siquiera una pizca de calidez ni de interés por
parte del hombre con quien se había casado hacía ya ocho años. Ahora deseaba no haber sacado
nunca el tema.
—No tiene importancia —dijo en tono débil.
Naturalmente, Michael no estaba dispuesto a dejarla escapar tan fácilmente. Franca pensaba a
veces que él tenía la mentalidad de un gato que juega con el ratón antes de comérselo. El ratón corre
unos cuantos pasos hasta que el gato le da cruelmente el zarpazo.
«¿Por qué hago siempre de ratón?», se preguntó Franca, cada vez más desesperada.
—¿Qué quieres decir con que «no tiene importancia»? Tú has sacado el tema porque te parecía
importante. De lo contrario no habrías hablado de eso, ¿o no? ¡Supongo que no empezarás, durante
nuestro último desayuno en paz antes de que comience con mi rutina de trabajo, una conversación que
no tenga importancia!
—Michael…
—Has dicho que quieres hacer algo. Y yo te he preguntado en qué pensabas. Te he propuesto
darle un giro al asunto y que consideraras alguna posibilidad. Y de repente me vienes con que la
conversación no tiene importancia. ¿No te parece que esa actitud es un tanto neurótica?
El gato acababa de dar el zarpazo. Franca recibía así un nuevo atributo. Además de absurda y
desesperante, ahora también era neurótica.
Estaba profundamente arrepentida de haber sacado un tema que tenía que ver con ella.
Sencillamente con Michael no iba ni para atrás ni para delante. En un abrir y cerrar de ojos volvía a
estar contra la pared, defendiéndose de sus ataques. Pero ¿acaso sólo con él le pasaba eso? En
realidad, con la mayoría de la gente caía rápidamente en la misma situación. De alguna manera, todos
se daban cuenta enseguida, incluso los más necios, de cuáles eran sus puntos débiles. Percibían su
miedo y su inseguridad, y actuaban en función de ello. La analizaban, le aconsejaban y se
compadecían de Franca. Y los de naturaleza más agresiva la acorralaban con ataques.
—¿Qué te apetece hacer hoy? —le preguntó ella, con la esperanza de renunciar a su papel de
objeto de aquella conversación—. Es tu último día de vacaciones. Deberías…
Michael hizo una mueca de burla.
—Ah. Ahora la señora desea cambiar de tema. ¿No queríamos hablar sobre tus posibilidades de
trabajo? ¿O ya no te interesan?
—No merece la pena.
Él suspiró por tercera vez. Franca se sintió como una niña terca.
—Con esa actitud no iremos a ninguna parte. Si desde un principio no crees que merezca la
pena… Ése es realmente el problema, Franca. Si tú no crees en ti misma, nadie lo hará por ti.
Esa frase se la había dicho ya tantas veces que casi le daban ganas de vomitar. ¿Cómo se logra
eso, creer en uno mismo?, le habría gustado preguntar. Lo habría hecho si hubiera sabido cómo. ¿Hay
una receta para ser como tú?
Ella lo observó reclinarse en la silla, con las manos cogidas detrás de la nuca. Siempre le había
parecido apuesto, y aún se lo parecía, pero por primera vez pensó de pronto que no era muy
simpático. Ese pensamiento le pareció una herejía y se asustó de sí misma, pero no podía pasar por
alto la imagen que ofrecía Michael sin engañarse a sí misma: no era nada simpático.
En su sonrisa había una arrogancia que antes sólo se había insinuado, pero que ahora se
expresaba en su plenitud. Su actitud distante, las cejas alzadas, el cabello peinado hacia atrás y un
poco largo, con ese atractivo gris en las sienes, subrayaban la impresión de que era alguien muy
consciente del ascendiente que tenía sobre los demás, y que jugaba de buen grado con las
posibilidades que eso le ofrecía.
«¿Y qué debe de ver cuando me mira a mí?», se preguntó Franca, angustiada. Recordaba
vagamente que alguna vez también ella había sido una mujer atractiva. En la universidad siempre
recibía cumplidos, los hombres admiraban sus largas piernas y sus ojos claros de pestañas tupidas.
Hacía ya mucho tiempo que nadie se daba la vuelta en la calle para mirarla. Sabía que a sus ojos les
faltaban brillo y calidez, que se reía muy de vez en cuando, que la frustración y el miedo habían
conferido a sus rasgos un deje de amargura. Su aspecto reflejaba cómo se sentía ella: apagada y
nerviosa.
De pronto se le ocurrió que no pasaría mucho tiempo sin que Michael la engañara con otra mujer,
si es que no lo había hecho ya.
—¿Entonces? —repitió la pregunta que ya había hecho pero que Michael seguía sin contestar—.
¿Qué vas a hacer hoy?
Él dobló su servilleta y se levantó.
—Creo que ya no estoy con ánimo de vacaciones —dijo, y su tono expresaba que ella era la
única culpable—. Voy al laboratorio. Hoy no hay nadie y puedo dedicarme en paz a la contabilidad.
Le dio un beso tan fugaz que fue casi una ofensa. Olía a buena loción de afeitar, y Franca pensó
que era muy posible que tuviera desde hacía tiempo otra mujer en su vida. La idea le dolió, pero ya
estaba demasiado resignada para sentir rabia por eso.
En enero Guernsey no tenía mucho de su habitual encanto, pensó Alan. Llevaba dos horas sentado en
un cómodo y bien caldeado café de St. Peter Port bebiendo té con leche, y cuando salió a la calle del
puerto lo sorprendió la brutalidad del viento frío que soplaba. Había en el aire unas finísimas gotas
de lluvia que se posaban sobre la piel y el cabello como un velo húmedo y desagradable. Cuando
llegó al café, el tiempo no le había parecido tan hostil. Pero ahora el viento soplaba del nordeste. En
las noticias anunciaban mucha lluvia para los próximos días.
Alan en realidad no sabía por qué se había marchado tan pronto del café. Su avión a Londres
despegaba al cabo de dos horas. ¿Por qué sentarse en el coche, con el frío que hacía, a leer el diario?
Bueno, ya lo sabes, le dijo su voz interior. Si te hubieras quedado más tiempo en ese café, no habrías
tardado mucho en pedir el primer coñac, que tampoco habría sido el último. Nunca te plantas con el
primero, ¿verdad? Y estás muy orgulloso de que ya sean las once de la mañana y aún no hayas
bebido nada.
Había días en que trataba de demostrarse a sí mismo que tenía su alcoholismo completamente
controlado. Que le gustaba beber, eso sí lo reconocía, pero que no necesitaba hacerlo para sentirse
realmente bien. Postergaba entonces el primer vaso de whisky o devino hasta la noche, al menos eso
era lo que se proponía y a veces incluso lo conseguía. Otras veces no, pero entonces encontraba
siempre una explicación. Un almuerzo con un cliente con el que habría sido descortés no beber en su
compañía. Un trastorno circulatorio que sólo podía neutralizar con ayuda del coñac. Una repentina
bronca de trabajo que necesitaba olvidar con un whisky. La mayoría de las personas que él conocía
sumaban unas cuantas copas al final de la jornada; así que él no tenía la impresión de pasarse de la
raya.
«Hoy, por desgracia, no hay ningún motivo —pensó, ciñéndose el abrigo al cuerpo—, sólo el frío
quizá. Un buen grog caliente…»
La idea era tan tentadora que se alejó a toda prisa del café. Tal vez cometía un error, reflexionó,
al pensar tanto y con tanta frecuencia en el alcohol. Solamente por eso el tema adquiría tanto peso.
Pero también Beatrice tenía parte de culpa. ¡Cómo lo había acosado durante la Navidad y cómo le
había contado las copas! Además sabía que su madre sospechaba que en alguna parte tenía escondida
alguna botella de reserva. Por desgracia, su madre entró en la sala de estar la noche antes de Año
Nuevo, a las dos de la madrugada, y lo encontró sentado en el sillón con un vaso de whisky en la
mano, envuelto en el humo de los tres cigarrillos que se había fumado. Él llevaba puesto el albornoz,
pero iba descalzo y sin calcetines; aunque tenía mucho frío, se sentía incapaz de subir a su habitación
y meterse en la cama.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Beatrice, levantando las cejas con aire hostil y de reproche.
Él le contestó agresivamente:
—¿Y qué haces tú?
Beatrice, con bastante desenfado, pues ella siempre le regañaba a él por eso, sacó un vaso del
armario y se sirvió también un whisky, doble cuando menos, como él notó.
—Me he despertado y no me podía dormir —explicó ella, mientras se sentaba en el sofá—. Así
que pensé: voy a buscar algo de beber, tal vez me haga bien.
—Increíble —dijo Alan—, pero a mí me ha pasado exactamente lo mismo. ¿Hay luna llena
quizá?
—No. —Beatrice bebió un gran sorbo e hizo una mueca de disgusto—. En realidad el whisky no
me gusta nada.
—Entonces, ¿por qué lo bebes?
—La botella estaba a mano. Me ha tentado. O el olor que sale de tu vaso, o de ti, no sé. Huele
bastante a alcohol en esta sala, a pesar de los cigarrillos. ¿Cuántos vasos te has bebido ya?
Se encontró en una disyuntiva: dudaba entre explicarle a su madre que ya tenía más de cuarenta
años y no tenía por qué dar cuenta de nada, o dejarse llevar por un deseo infantil de escandalizarla,
diciendo una cifra que la espantara.
—Seis o siete —explicó en tono aburrido, al tiempo que se servía otro.
—Mentira. Si fuera así, ya estarías balbuceando. Pero me parece bastante grave que ya bebas
incluso en plena noche.
—Igual que tú.
—Lo mío es una excepción.
—¿Ah, sí? Eso es cuestión de creerte o no. Yo, por mi parte, por la noche duermo.
—¡Alan! —Apoyó su copa y lo miró con ojos penetrantes—. ¡Aquí hay algo que no está bien!
Bebes demasiado, cualquiera se da cuenta. Y ahora esto de estar levantado de noche… No sé si lo
harás también en Londres, pero yo me pregunto ¡por qué no consigues dormir y de qué huyes para
refugiarte en el alcohol!
—Ya te he dicho que en Londres no lo hago. Quizá tenga que ver con esta casa. Aquí siempre
cruje o gime alguna viga. No hay persona normal que pueda dormir con esos ruidos.
—Alan…
Él apoyó el vaso con un leve tintineo.
—Por favor, mamá, acaba ya con estas preguntas inquisitivas. Soy mayor. Y sé perfectamente lo
que hago.
—No eres feliz.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo puedo ver. Incluso alguien que no te conozca tanto como yo se daría cuenta. La expresión de
tu cara lo delata, está escrito en tu mirada, y hasta tu conducta lo demuestra. Tienes cuarenta y dos
años, eres un hombre de éxito y apuesto, pero vives en una soledad que es casi palpable. Me da
mucha pena verte así, y ojalá hablaras conmigo sobre eso; así podríamos pensar en qué hacer.
Aun ahora, una semana después, indeciso en el viento frío del puerto, recordaba perfectamente lo
mal que se había sentido al oír esas palabras. Siempre había sentido un agobio psíquico cada vez que
Beatrice se acercaba demasiado a él, cada vez que abusaba de la palabra «nosotros» y proponía
alguna acción en común. En esos momentos sentía un peso en el pecho, se acaloraba y le costaba
respirar. No tenía idea de a qué se debía; posiblemente al hecho de que conocía la falacia de la
palabra «nosotros». Para Beatrice, en el fondo sólo existía el «yo». Y cuando decía: «Podemos
pensar juntos», lo que en verdad quería decir era: «Yo haré un plan y tú lo seguirás.»
Además, detestaba que ella sacara a relucir sus mecanismos de represión. Podía ser que algo no
funcionara bien en su vida, pero al menos lo tenía bajo control, y si de veras era infeliz, en todo caso
la mayor parte del tiempo conseguía hacer a un lado esa infelicidad, a tal punto que casi no la notaba.
No necesitaba que alguien viniera a ponerle los diez dedos en la llaga y a tratar de convencerlo de
que era un pobre diablo. En ese terreno, Beatrice era invencible. Examinaba a las personas con sus
ojos de rayos X, descubría en un santiamén sus puntos débiles y se aferraba a ellos con firmeza.
Siempre bajo el manto invisible de la delicadeza y la caridad, claro.
En verdad, pensó, lo único que hacía era satisfacer sus deseos de poder. Le parecía increíble que
él consintiera siempre en ir a Guernsey, en vivir en su casa y dejar que ella lo vigilara, regañara y
criticara. Y que para colmo se quedara una buena temporada.
Había llegado el día antes de Navidad y en ese momento, después de la primera semana de enero,
aún seguía allí. Tenía vacaciones hasta el 9 de enero, y se preguntaba por qué había sido tan tonto de
derrochar en Guernsey los preciosos días libres. Habría podido ir al sur y tumbarse al sol.
Pero allí habría estado solo. En Londres y en «el sur». Y no porque le resultara difícil conocer
chicas en locales nocturnos o bares de hotel. Las mujeres siempre se le habían dado bien,
reaccionaban dispuestas y complacientes a una mirada o una sonrisa suya. Pero una sucesión de
aventuras fugaces le había enseñado que incluso en la fusión física más íntima con otra persona podía
sentirse solo. Más solo a veces que delante del televisor. En un momento llegó a renegar para
siempre de los líos de una noche. Ya no tenía que acostarse con una mujer para convencerse de lo
irresistible que era. Incluso le parecía más bonito hablar con una mujer que llevársela de inmediato a
la cama.
«Me estaré volviendo viejo, o mi madre tiene razón y me siento tan solo que ya ni siquiera me
divierto con el sexo», pensó.
Lo invadió un profundo desaliento, y de pronto le pareció que el viento había hecho disminuir la
temperatura. Sintió con fuerza el deseo de una copa. Sabía que de inmediato se sentiría mejor.
Imaginó el ardor en la garganta, el calor en el estómago, la levedad en la cabeza. Aquel día pálido de
enero cobraría color, y el aire se haría un poco más templado. Vaciló un instante y miró a la calle,
cuando de pronto la vio, y en ese momento supo por qué regresaba una y otra vez a Guernsey y se
quedaba más tiempo del que debía, por qué abrigaba esa esperanza pueril que lo impulsaba a visitar
una y otra vez el sitio que en realidad odiaba.
Vio a Maia y pensó que nunca terminarían juntos. Se consumía por ella. La adoraba como un niño
pequeño y tonto, y en alguna parte de su cerebro, de su corazón o de su alma, existía la fantasía
inextinguible de que todo —la vida, la rutina de todos los días, el futuro— sería mejor y más
hermoso en el instante en que ella se decidiera de una vez por él.
—Hola, Alan —dijo ella al acercarse.
—Hola, Maia —contestó él, y por suerte logró darle un tono sereno a su voz. En realidad, el
corazón le latía violentamente y añoraba más que nunca una copa que le devolviera el equilibrio.
—Pensaba que ya te habías ido —dijo Maia—. Qué sorpresa tan agradable… —Tenía una
sonrisa tierna, virginal, pero con un brillo de coquetería y seducción en los ojos que delataban cuánto
calculaba cada gesto y cada mirada.
Alan se preguntó si existía alguna razón por la que ella no parecía acusar el frío, o si se estaba
helando miserablemente, pero estaba dispuesta a pagar ese precio por conservar su atractivo.
Llevaba una falda tan corta y estrecha que hasta le habría resultado imposible sentarse. El jersey lo
había comprado por lo menos un número más pequeño, y unas medias negras y lustrosas le cubrían
las largas piernas. Los zapatos con tacón la hacían parecer aún más alta y delgada de lo que era. Y
eso que ya estaba muy delgada, incluso quizá más que en Navidad, la última vez que la había visto.
¿Por qué le conmovía tanto su delgadez? Recordó con esfuerzo que en rigor no había nada en ella que
provocara ternura en los demás. Maia era lista, y hacía prevalecer sus intereses incluso con cierta
brutalidad. Pero, si a veces parecía infantil y tierna, era sólo porque quería parecerlo.
Llevaba el abrigo colgado del brazo. Y él, un poco bruscamente, le preguntó:
—¿No cogerás un resfriado? ¡Andas medio desnuda!
Ella hizo una mueca burlona.
—Quizá tengas mal la circulación, porque yo no tengo frío.
Notó la sombra azulada en sus labios —suaves, carnosos y calientes— y supo que mentía. Claro
que tenía frío, pero el abrigo le habría ocultado demasiado el cuerpo.
«Quítatela de la cabeza —pensó con rabia y desesperación al mismo tiempo—, nunca serás feliz
con ella. Ningún hombre lo será. ¡Una mujer que anda sin abrigo con estas temperaturas, nada más
que para mostrar los pechos y las piernas, no vale la pena!»
Se asustó de su propia ocurrencia. Nunca había sido tan despiadado juzgándola, y se arrepintió
de la dureza con que pensaba en ella. Era injusto. Ella era joven y llena de vida, hacía muchas
tonterías, pero todos los jóvenes las hacen, unos más, otros menos, y Maia quizá un poco más que
otros… Pero no por ello debía considerarla sin ningún valor, no a la mujer que añoraba, que tanto
deseaba…
—Mi avión sale dentro de dos horas —dijo—. ¿Quieres tomar un café?
Ella lo pensó un instante.
—¿Tienes el coche cerca? Podríamos ir a la playa. Adoro el mar cuando hace este tiempo.
Alan sacó las llaves del bolsillo.
—Muy bien. Vamos.

A veces Helene se preguntaba por qué se había quedado en Guernsey. En días como ése se lo
preguntaba con particular perplejidad. Se sentía oprimida por el cielo gris azulado, el aullido del
viento, el espectáculo de las ramas peladas en el jardín que se doblaban bajo el peso de la tormenta.
Por alguna razón sentía nostalgia en días como ése; nostalgia de un país que no había pisado en
medio siglo. En los días cálidos, tranquilos y exuberantes, Guernsey la consolaba de la pérdida de
Alemania. Pero en los días oscuros y fríos parecía que se abriera una vieja herida que no había
acabado de cicatrizar. Era entonces cuando pensaba en Berlín, en su vieja casa, en las calles
familiares, en los senderos que había andado, en las personas que había conocido. Las amigas de la
escuela, los hombres que había conocido antes de que apareciera Erich. Amoríos inocentes, algún
beso furtivo y paseos románticos por Grunewald en el paisaje nevado. Pero nadie le había calado
realmente hondo; sólo con Erich llegó a tener una relación seria.
Y ahora, mirándolo retrospectivamente, le parecía que alguno de aquellos encuentros del pasado
había sido probablemente una buena oportunidad perdida, otra vida posible que había dejado pasar y
que ahora era irrecuperable. Resultaba extraño pensar en eso a su edad, cuando ya era realmente
tarde para todo. Beatrice diría que no debía derrochar su energía cavilando sobre cosas que ya no
podía cambiar o que pertenecían al pasado. Pero sucedía que Beatrice era simplemente distinta:
pragmática, sobria, orientada de una manera casi militante a mirar siempre hacia delante. Beatrice no
se permitía pensamientos tristes o sombríos. ¿O era tan sólo que ocultaba mejor su desánimo?
Helene salió de su habitación, por la que se había paseado nerviosamente tratando de poner un
poco de orden, aunque lo único que había hecho era cambiar algunas cosas de sitio y en el fondo todo
había quedado igual.
Bajó la escalera y se quedó escuchando si había algún ruido que delatara la presencia de otra
persona en la casa. Pero todo estaba en silencio. Beatrice habría ido a comprar algo; salía a menudo
a esas horas. Se dirigió a la sala de estar. La calefacción había estado encendida todo el día y el
ambiente era muy acogedor, pero Helene se planteó encender también la chimenea, pues le encantaba
mirar las llamas y escuchar cómo crepitaban los leños.
Erich siempre tenía motivos para encender la chimenea. Tanto en los días neblinosos de invierno
como en las noches frescas de verano. De pronto recordó su primer otoño en Guernsey, las semanas
después de regresar del hospital. Se había sentido fatal, débil y con mala cara, y aquel año, ni
octubre ni noviembre llevaron consigo el veranillo de San Martín, sino un frío inusual en aquella
región y unos días de lluvia incesante. Durante una larga temporada no le fue posible recobrarse; por
el mal tiempo, pero quizá también porque el espíritu no podía ayudar al cuerpo a sanar. Estaba
deprimida, sentía nostalgia y había perdido el rumbo.
Lo único bueno de aquella época fue que Erich se ocupó de ella con más atención que nunca. Y
aunque le reprochaba lo que había hecho, evitaba caer en su habitual tono rudo y ella notó que esta
vez lo había conmovido de veras. Se ponía nervioso cuando no la encontraba enseguida en casa o
cuando no respondía de inmediato a sus llamadas; a veces estaba tan absorta en sus pensamientos que
no lo oía, a pesar de que no estaba durmiendo, sino mirando por la ventana o calentándose frente a la
chimenea. Erich echaba pestes de Will, como si él fuera responsable de todo, pero Helene le explicó
que Will no tenía la menor culpa y que no quería que se fuera de la familia. Fue uno de los pocos
instantes de su vida en que se opuso a Erich y, excepcionalmente también, él respetó su deseo. Sus
depresiones le procuraban muchos problemas, tomaba muchas pastillas y era objeto de violentos
cambios de humor. A Helene le costó una buena temporada descubrir que, cuando él se sentía mal,
recurría cada vez más a Beatrice.
Ahora recordaba el espanto que le causó el ver que una extraña relación se gestaba entre su
marido y la niña de doce años. No parecía existir ningún interés sexual entre ambos, y a Helene
además le pareció improbable que llegaran a tanto; conocía a Erich y sabía que nunca tocaría a
Beatrice. Lo suyo iba por otro lado: quería convertirla en su confidente, su cómplice, quería obtener
su comprensión y su cariño.
Los celos golpearon a Helene como un puñetazo, pero sus pensamientos no giraban en torno a
Erich, sino a Beatrice. Los cambios de humor y los caprichos de Erich la agotaban cada vez más, y
no tenía nada en contra de que se buscara a otra persona para llorar y desahogarse. Pero no podía ser
Beatrice. No le permitía que fuera Beatrice. Beatrice era de ella, y más le valía que dejara de querer
apropiarse de la niña.
Tenía aún fresco el recuerdo del día en que oyó casualmente una conversación entre ambos. Fue
en enero del año 1941, un día como ése, de viento frío y nubes que se desplazaban a gran velocidad.
Helene había dormido mucho y bajaba la escalera a media mañana; llevaba un albornoz y tenía frío,
como siempre desde aquel día de septiembre, resignada a conformarse con el hecho de que tendría
frío el resto de su vida. Le apetecía una taza de café caliente y solo, pero cuando abrió la puerta del
comedor se detuvo en seco al oír la voz de Erich. Helene se sorprendió porque pensaba que hacía
mucho rato que había salido.
—Es la frialdad —dijo él, algo que irónicamente correspondía a la sensación que siempre tenía
Helene—. Es esa terrible frialdad en mí. Y el vacío. No acabará nunca.
—No sé qué más puedo decirle, señor. Ya hemos hablado mucho de eso. —Era Beatrice.
Hablaba alemán con fuerte acento todavía, pero con pocos errores.
«Qué rápido aprende —pensó Helene con admiración—, qué chica tan inteligente.»
Ese sentimiento de admiración la inundó de una calidez ya poco habitual en ella, pero enseguida
sintió un nudo en el estómago, un dolor punzante y fugaz. Si ya habían hablado tanto de eso, quería
decir que él confiaba en ella. Le confesaba los demonios que llevaba dentro, los enemigos que tenía
en su mente, los pensamientos tortuosos que tan a menudo lo atribulaban. Y ella dejaba que ocurriera,
se abría a él, le regalaba su tiempo y su comprensión, le hablaba con voz suave.
—No es que no tenga una meta —continuó Erich—, claro que la tengo. Todos los alemanes la
tenemos. Llevamos a cabo una gran lucha en pos de un nuevo orden mundial, y yo sirvo a ese fin. Mi
vida tiene un sentido gracias a ella. Un sentido extraordinario, ¿no crees? Un sentido extraordinario y
de enorme importancia.
Beatrice no dijo nada. «¿Qué podía decir la ciudadana de un país ocupado?», pensó Helene, pero
era probable que lo mirara atentamente con sus bonitos ojos.
Erich preguntó con aire desesperado:
—¿Por qué no puedo sentir esa meta? La conozco, mi cabeza y mi entendimiento la conocen,
¡pero no la puedo sentir! Lo único que siento es la insensatez. Es absurdo. Absurdo y paradójico,
teniendo en cuenta la enormidad de la tarea que me ha sido encomendada. No entiendo cómo es
posible. Si lo pudiera entender, tal vez sería más fácil.
Helene se alejó de la puerta, las rodillas le temblaban y se sentó en el primer peldaño de la
escalera. No entendió claramente lo que respondió Beatrice; dijo algo para salir del paso, pues
seguramente la respuesta obvia no podía formularla una niña de doce años: que la gran tarea de que
hablaba Erich era más que dudosa y resultaba más una carga de lo que estaba dispuesto a reconocer,
y ya no necesariamente en sentido moral, sino porque no podía tener la certeza de que aquello fuera a
salirles bien.
«Tiene miedo —pensó de pronto Helene con una claridad meridiana—. Tiene auténtico pavor al
final y se refugia en la depresión para no tener que enfrentarse al miedo.»
Se abrió la puerta y apareció Erich, pálido y con los ojos rojos de cansancio. Helene sabía que
casi no dormía por las noches.
—Ah, Helene —dijo él, sin sorprenderse demasiado de verla allí—. ¿Qué haces aquí? Te vas a
resfriar.
—Iba a desayunar. Pero me he mareado y he tenido que sentarme.
—¿Tomas los preparados de hierro que te recetó el doctor Mallory? —Se inclinó hacia ella y le
dio un beso en la frente—. Tengo que irme. Beatrice está aquí. Te hará compañía mientras desayunas.
Tenía los hombros altos y la cabeza erguida cuando atravesó el vestíbulo y salió de la casa. Tal
vez le costaba más esfuerzo de lo que parecía. Helene sabía lo que significaban esa nuca rígida y esa
espalda enhiesta: le hacía falta toda su fuerza de voluntad para presumir de gallardo oficial y no
dejar que nadie se diera cuenta de lo mal que se sentía por dentro.
Cuando la puerta se cerró tras él, Beatrice salió del comedor. Esa mañana estaba muy guapa. La
expresión de su rostro mostraba una madurez que no correspondía a su edad.
—¿Por qué no estás en la escuela? —le preguntó Helene en tono cortante.
—Hoy comenzamos más tarde. Se ha suspendido la clase de alemán.
El alemán era una asignatura obligatoria en todas las escuelas de la isla, pero había muy pocos
maestros y las clases se daban esporádicamente.
—Ah. ¿Y por qué se ha suspendido?
—La maestra está enferma. Con gripe. Y no hay sustitutos.
Helene se levantó con esfuerzo; tuvo que aferrarse al pasamanos.
—Y en vez de ocuparte por una vez, por una sola vez, de mí, te pones a charlar durante horas con
Erich —le espetó.
Beatrice la miró, sorprendida.
—Hemos hablado durante un cuarto de hora. No más.
—Conmigo hoy no has hablado nada. ¡Ni siquiera un cuarto de hora!
—Usted estaba durmiendo.
—¿Quién dice eso? —Helene comenzó a levantar la voz hasta que adquirió un tono chillón—.
¿Quién te ha dicho que estaba durmiendo? ¿Que no estaba despierta, esperando que alguien venga y
se ocupe de mí?
—Yo no podía saberlo —respondió Beatrice cortésmente, hastiada al mismo tiempo de la
situación—. Lo siento.
—¡Oh, tú no lo sientes en lo más mínimo! —gritó Helene—. ¡No tengo ninguna importancia en tu
vida! A veces me pregunto por qué no me dejaste morir aquel día. ¡Habría sido mucho mejor para
todos!
Beatrice no contestó nada, y Helene se dio la vuelta y subió otra vez la escalera.
—¡Puedo volver a hacerlo! ¡Lo haré de nuevo! —Dicho esto, desapareció en el baño, dio un
portazo y echó el cerrojo. Se sentó jadeando en el borde de la bañera y se secó el sudor de la cara.
Era una humedad fresca, una pátina fría que le surgía cada vez que hacía un movimiento brusco.
La llenó de satisfacción oír a Beatrice subir deprisa la escalera. Golpeó la puerta cerrada.
—¡Helene, abra! ¡Por favor! ¡Salga del baño!
Helene no respondió. Se hizo rogar durante un buen rato. Oía las amenazas de Beatrice, pero no
se movió. Finalmente la niña desapareció y regresó con Pierre, que forzó la puerta. La madera se
astilló y el pestillo saltó del marco, voló hacia el lavabo y desprendió un pedazo de esmalte. Pierre,
Beatrice y un guardia alemán entraron violentamente en el baño, con los ojos dilatados por el miedo.
Helene seguía sentada en el borde de la bañera, mirándolos a los tres.
—¿Todo en orden, madame? —preguntó Pierre en un alemán forzado, después de revisar si había
manchas de sangre o alguna otra cosa que indicara un intento de suicidio.
—No vuelva a hacerlo —le dijo Beatrice, a quien le llevó un instante recobrar la compostura—.
No es justo. No vuelva a hacerlo.
Pero claro que volvió a hacerlo. Escenas de ese tipo se convirtieron en algo habitual. Cuanto más
veía que disminuía el efecto —Pierre dejó de forzar la puerta y Beatrice ya no palidecía como un
fantasma cada vez que ocurría un incidente de ésos—, tanto más extrema era su conducta. Y cuando
ya no provocaba ninguna reacción en los demás, optó por una nueva estrategia. Contraía
enfermedades, fiebres repentinas, ataques de migraña. Una vez llegó a perder tanto peso que todos
temieron que hubiera que llevarla al hospital.
«Por todo eso —pensaba entonces— perdí a Beatrice. Como si alguna vez la hubiera poseído.
Nunca fui más que una carga para ella, y aún lo sigo siendo.»
Se dirigió a la ventana y miró fuera. El viento soplaba cada vez con más fuerza; antes de que
cayera la noche llegaría la tormenta. Se oyó un portazo en la casa, y Helene se dio la vuelta,
esperanzada.
—¿Hola? —preguntó en voz alta.
Pero no hubo respuesta.

Aparcaron en Petit Bôt Bay, justo delante del viejo molino de piedra donde los veranos ponían un
pequeño chiringuito. En el jardín había bancos y mesas de madera abandonados, y sólo unas gaviotas
se paseaban por la grava picoteando entre las piedras. Se podía ver el mar por encima de la playa
desierta; la costa estaba gris y oscura, y se oían truenos. Los peldaños que bajaban desde el sendero
de piedra brillaban por la humedad del aire. Los esqueletos desnudos de los árboles se doblaban
peligrosamente y oscilaban inertes de un lado a otro. Las gaviotas lanzaban fuertes aullidos mientras
se dejaban llevar cual saetas por las corrientes de aire.
«El vuelo a Londres no será agradable», pensó Alan.
Intentó abrir la puerta del coche, pero el viento era tan fuerte que casi no podía.
—Creo que deberíamos renunciar al paseo —opinó, irritado.
Maia se rio.
—Saldríamos despedidos del sendero. Quedémonos mejor en el coche y fumemos un cigarrillo.
Ella sacó una cajetilla del bolsillo y le ofreció, pero él no quiso. Le quitó de la mano el
encendedor barato de plástico con la inscripción Rainbow Colours y le dio fuego; Rainbow Colours
era el nombre de una discoteca en las afueras de St. Peter Port que no tenía muy buena reputación.
«¿Cuándo había ido la última vez? —se preguntó—. ¿Hacía una semana? ¿Dos días? ¿El día
anterior?»
Sabía que ella subyugaba cuando bailaba. Su cuerpo era flexible y grácil como el de una
acróbata/Tenía un extraordinario sentido del ritmo y del movimiento. Y una sensualidad que volvía
locos a los hombres. Causaba sensación incluso en el supermercado; y en una discoteca hacía que el
resto de las mujeres no existieran. ¿Con cuántos hombres había bailado últimamente? ¿Con cuántos
se había acostado después?
¡Qué increíble que esos pensamientos siguieran atormentándolo! Le daba vergüenza la intensidad
de su dolor, el sentimiento adolescente de estar perdidamente enamorado y no poder impedirlo
mediante la razón. Ella jugaba con él, lo tenía bien agarrado. Qué se proponía con eso… —en caso
de que lo que hacía tuviera un sentido—, para él era un misterio.
La tormenta hacía que el coche se balanceara. Maia se rio.
—El coche se balancea como si estuviéramos haciendo el amor —dijo, divertida—. Cualquiera
que nos viera desde lejos lo pensaría, desde luego.
Alan no la miró.
—¿Te gustaría hacer el amor? —le preguntó.
Le dio una profunda bocanada al cigarrillo.
—¿Y a ti te gustaría?
—Yo te lo he preguntado.
—Siempre ha sido muy bonito hacerlo contigo. —Sonaba sincera, pero también sabía que nunca
podía estar seguro con ella—. ¡Fuiste tú quien de repente no quiso más!
—Eso no es del todo cierto —la corrigió él—, yo no quería seguir tal como estaban las cosas.
—¡Ah, claro! Yo tenía que renunciar a mi alegre manera de vivir y hacerme una persona seria, o
algo así.
—Quería que nos casáramos.
—Es lo mismo.
—Pues yo no creo que casarse signifique necesariamente el fin de la alegría de vivir, ni que la
alegría de vivir se mida exclusivamente por el número de amantes con que pasar la noche. Cuando
uno se casa tiene que renunciar a esa costumbre.
Con un gesto provocador, ella le echó el humo del cigarrillo en la cara.
—¡Por Dios! ¿No te das cuenta de que vuelves a utilizar ese tonillo de maestro?
Él bajó la ventanilla y dejó salir ostensiblemente el humo. Una ráfaga de lluvia fría se metió en el
coche.
—Para ti tiene tonillo de maestro cualquiera que te haga ver que algo en tu vida no anda bien.
Más allá de tus historias con los hombres, ¿no crees que ya es hora de que vayas pensando en tu
futuro profesional? No puedes pasarte la vida en bares y discotecas, dejando que tu abuela te
mantenga y viviendo siempre al día. ¡Alguna vez tendrás que hacer algo sensato!
Ella volvió a lanzarle el humo en la cara.
—¡No me digas! Hoy tienes un día fatal, ¿eh? Deja de criticar. Estás tan aburrido que hasta los
pies se me han dormido. ¿No sería mejor que hiciéramos el amor?
«No jugaría conmigo si yo no le importara nada —pensó, haciendo un esfuerzo por no criticar su
conducta—. Sólo juegas con una persona cuando significa algo para ti.»
—Quiero decirte una cosa. No se trata tan sólo de un polvo rápido en el coche. Para mí, al
menos, hay algo más.
Ella se cruzó de piernas con impaciencia.
—Ya te dije que iría contigo a Londres. Lo único que…
—Lo único que debo hacer es darte una casa y un coche, mantenerte y regalarte ropa cara. Yo no
aceptaré esa situación.
«He de conservar un poco de dignidad —pensó—. Un poco de respeto por mí mismo.»
—Tienes suficiente dinero. Y si de veras te importo algo…
—Me importas lo suficiente para querer casarme contigo. Eso debería bastarte como prueba de
lo que siento.
Ella volvió a echarle el humo del cigarrillo en la cara y él dijo, en tono de advertencia:
—¡Deja de una vez de comportarte de esa manera!
—¿De qué manera?
—Deja de provocarme. Deja de comportarte como una tonta. ¡Hazte mayor de una vez!
Y ella, con aire aburrido, le respondió:
—Yo hago lo que quiero, y lo sabes muy bien. ¿Qué te apetece hacer?
—Podría alejarme definitivamente de tu vida —dijo con aire altanero, y enseguida advirtió que
se estaba comportando como un niño que da patadas en el suelo y profiere amenazas vacías.
Ella se rio divertida y en voz alta, arrojó la colilla del cigarrillo al suelo del coche y la apagó
con el zapato. En cada mirada y en cada gesto mostraba lo brutal que podía ser.
—Dios mío, eres tan dulce, Alan… ¡De veras! ¿Te quieres alejar de mi vida? ¡Pero si no puedes!
Tenía razón, y él habría querido maldecirse por su debilidad. Sencillamente no podía apartarse
de ella. No importaba con cuánta maldad, negligencia y desprecio lo tratara, con cuánta crueldad lo
atrajera para luego rechazarlo, con qué descaro le presentara sus exigencias y tuviera la convicción
de que tarde o temprano quebraría su resistencia y él acabaría cediendo ante ellas. Sabía que Maia
quería ir a Londres a cualquier precio y que hallaría la manera de hacerlo. Tarde o temprano
encontraría a un tipo rico que la mantuviera y al que no le molestaran sus escapadas. Era bella y
temeraria, y tenía una fascinante ansia de vida.
«La amo —pensó con resignación—, siempre la amaré.»
—Debo ir al aeropuerto —dijo—, te dejaré en St. Peter Port.
—Hazlo —dijo ella con aire perezoso. Los ojos se le cerraban de sueño—. Iré a casa y me
acostaré. Hoy es un día ideal para dormir.
—Hay gente que trabaja de día —dijo Alan, aunque sabía que Maia lo volvería a criticar por su
tonillo de maestro y que lo encontraría poco atractivo con esa manera suya de amonestarla.
—Claro —dijo Maia—, por eso tienen que dormir de noche.
—Ah. Entonces ¿tú no has dormido esta noche?
Volvió a cerrar los ojos y su rostro insinuó una sonrisa.
—No. Lo que se dice dormido, no.
Alan trató de aparentar indiferencia, a pesar de que los celos parecían quitarle el aire segundo a
segundo y le inundaban cuerpo y alma como un veneno.
—Entonces has tenido compañía.
Su sonrisa se hizo más intensa. Se incorporó un poco, a la manera de un gato que se acomoda al
sol.
—Sí, ya sabes, la vida… —inclinó la cabeza hacia un lado y cerró un momento los ojos—, la
vida es increíblemente bella y palpitante.
Con un movimiento brusco, él giró la llave y arrancó el motor.
—Qué bien que la sientas así, Maia. Me alegro por ti.
Ella volvió a reírse, y de pronto se inclinó hacia delante hasta casi tocar con la cara el
parabrisas.
—Pero ¿ése no es Kevin? —preguntó, sorprendida.
En efecto, de repente apareció Kevin entre los altos muros que protegían la playa que miraba al
continente. Parecía que la tormenta estuviera a punto de levantarlo por los aires; la humedad lo había
empapado del todo. La imagen era tanto más asombrosa porque no correspondía en absoluto a Kevin,
quien en días de tormenta no ponía un pie fuera de casa. Detestaba mojarse con la lluvia y quedar
desaliñado y hecho una sopa.
—Qué extraño —dijo Maia—, ¿qué hará aquí? No puedo imaginarme que le hayan dado ganas de
salir a pasear por la playa con este tiempo.
—Además, lo que está haciendo es peligroso —dijo Alan—, hay olas muy altas en la bahía.
—Quizá haya estado con un amante en una cueva de las rocas —conjeturó Maia. Luego abrió la
puerta de su lado, empujó con fuerza y gritó—: ¡Kevin! ¡Eh, Kevin, qué haces ahí!
El viento le llevaba las palabras de la boca y las cortaba en jirones inaudibles. Kevin acababa de
llegar al molino. Cuando levantó la vista y vio el coche, se estremeció y se quedó mirándolo como si
hubiera visto una aparición. Después se acercó con cautela.
—¡Kevin! —gritó Maia agitando los brazos.
Llegó al coche y por fin reconoció quiénes eran. La expresión de horror en su cara se desvaneció.
—¡Maia! ¡Alan! —Apenas se distinguía su voz en medio de la tormenta—. ¿Qué hacéis aquí?
—¡Ven, sube! —exclamó Maia—. ¡Vas a coger una pulmonía!
Kevin abrió la puerta trasera y se desplomó en el asiento. Respiraba agriadamente, jadeaba.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Qué tiempo de mierda!
—¿Qué hacías en la playa? —le preguntó Alan, mientras conducía con cuidado por la calle
estrecha y sinuosa. Kevin se pasó la mano por el pelo húmedo.
—Me apetecía salir. Estaba más aburrido que una ostra y pensé que estaría bien caminar un rato
por la playa.
—Kevin, tú estás enfermo o te pasa algo. ¿Desde cuándo sales de tus cuatro paredes a menos que
no haya una nube en el cielo?
—Como ves, te has hecho una idea completamente errónea de mí, querida Maia —dijo Kevin, y
su tono era inusualmente mordaz—. No soy la débil mariquita que ves en mí.
«¡Uy, qué mal humor!», pensó Alan.
Observó detenidamente a Kevin por el espejo retrovisor. Se le veía pálido, tenso y exhausto. No
quedaba nada del encanto jovial típico de él. Tenía los labios apretados.
—Te has levantado con mal pie —le comentó Maia, y se rió—. ¿Cómo has hecho para llegar
hasta aquí? ¿Y tu coche?
—He venido en autobús.
—¿En autobús? Pero ¿cómo…?
—Maia, ¿podrías dejar ya de interrogarme de ese modo? ¿Quieres saber también si esta mañana
he ido al baño, y si lo he hecho, por qué, y si no, por qué no?
—¡Por Dios! —exclamó Maia—. ¡Me callaré! ¡La verdad es que estás de un humor de perros,
Kevin!
—Me gustaría llevarte a casa, Kevin —dijo Alan—, pero primero tengo que dejar a Maia en St.
Peter Port y me arriesgo a perder mi avión.
—No hay problema. Tengo que hacer un par de cosas en St. Peter Port, así que me bajaré con
ella.
Siguieron en silencio hasta la ciudad y se detuvieron ante el edificio de tres plantas donde vivía
Maia. Kevin se bajó del coche sin perder el tiempo y murmuró un saludo fugaz.
Maia lo vio alejarse y meneó la cabeza.
—Eso sí que es un misterio. ¿Has visto alguna vez así a Kevin?
—No. Pero, la verdad, Kevin me da igual. —Miró a Maia a los ojos—. Tengo que irme. Espero
que lo pases bien.
—¿Cuándo volverás a Guernsey?
—No lo sé todavía. —Golpeteaba nerviosamente el volante con los dedos—. Es probable que
ahora me quede una buena temporada en Londres.
Maia se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.
—Te llamaré. A lo mejor voy a visitarte a Londres.
—Ya lo veremos —dijo con aire formal, pero sabía que Maia no lo tomaba en serio.
La joven se echó a reír y salió ágilmente del coche; su risa siguió resonando en Alan durante todo
el trayecto al aeropuerto, con la tormenta que arreciaba cada vez más. La oyó incluso cuando ya
estaba en el avión, mientras la isla se volvía más pequeña, hasta convertirse en una ínfima mancha en
medio del mar, insignificante y sin embargo tan importante para él.
12
Esa noche Franca le preguntó a Michael si tenía una relación con otra mujer, y él lo admitió sin
rodeos. Su franqueza la conmovió aún más que el hecho de no haberse equivocado con su intuición.
—¿Cómo que «sí»? —preguntó ella, escandalizada, ante su clara y tajante reacción.
—«Sí» quiere decir «sí» —dijo impaciente y, con menos sentimiento de culpa que curiosidad,
agregó—: Y tú, ¿cómo lo has averiguado?
—No, no lo he averiguado en absoluto. Simplemente lo he supuesto.
—Ah, una pregunta con trampa, ¡y te ha funcionado! —Parecía un tanto irritado por haber caído
tan rápidamente—. Muy refinado, debo reconocerlo.
Franca aguardó unos instantes, esperando que él saliera con alguna justificación. Pero no dijo
nada. Seguía allí sentado frente a ella, en la mesa del comedor, jugueteando con su vaso de vino y
observando a Franca con aire frío y distante.
—¿Quién es? —preguntó finalmente Franca, con aire aturdido y mecánico.
—No la conoces.
—Pero tendrá un nombre. Una edad. Una profesión. ¡Habrá algún dato de su vida!
—¿Y qué importa eso? —Se sirvió más vino. El lujoso reloj de su muñeca resplandeció. Tenía
unas manos bonitas, fuertes y finas—. ¿Qué importancia puede tener para ti?
—Me gustaría saber quién es la mujer por la que pierdo a mi marido.
—¡Por la que pierdes a tu marido! Otra vez te pones dramática, ¿ves? ¿Quién te ha dicho que me
pierdes por ella?
—Pues te acabo de perder.
—Tonterías. Aún no hemos llegado tan lejos.
—Entonces, ¿es sólo una aventura?
—No lo sé. Eso ya se verá. ¿Tengo que contártelo ahora todo con lujo de detalles?
Franca le contestó con perplejidad:
—¿Y yo debo esperar a que tú decidas contármelo?
—¿Qué quieres saber?
—¿Cuánto hace que salís?
—Un año.
—¿Y dónde la conociste?
—En un bar. Un día que salí tarde del laboratorio y me apetecía ir a tomar una copa a alguna
parte y… nada, ¡allí estaba ella! Comenzamos a charlar y…
—¿Es más joven que yo?
«¡Qué locura —pensó Franca— hacer esa pregunta a los treinta y cuatro años! Por lo general, las
mujeres tienen más de cincuenta cuando empiezan a temer a las más jóvenes.»
Pero al parecer no había ninguna regla al respecto. Siempre la podían engañar a una, y la otra
podía ser siempre más joven. O mayor. En el fondo era lo mismo.
—Es un poco más joven que tú —dijo Michael—, pero poca cosa. Un año y medio, creo.
Si no era una veinteañera, ¿qué tenía entonces? ¿En qué consistía su fascinación, qué la hacía tan
atractiva a ojos de Michael? Si bien Franca podía imaginar la respuesta, se lo preguntó de todos
modos y oyó lo que esperaba.
—¡Santo cielo, Franca, es todo lo contrario de ti! Es increíblemente consciente de su propio
valor, es muy fuerte y segura. Irradia un optimismo demoledor. Está llena de alegría de vivir, de
energía. Es una aventura estar con ella. Es una continua sorpresa y está siempre llena de ocurrencias
espontáneas.
Hablaba a borbotones, y cada palabra golpeaba a Franca como una bofetada. No porque pusiera
a la otra en el quinto cielo, sino porque de esa manera la destruía a ella. La convertía en una mujer
sin perfil, sin carisma, sin ninguna virtud que pudiera atraer a un hombre. A ojos de Michael, ella era
una miserable nada, y así había sido siempre: en un abrir y cerrar de ojos, le había soltado su
percepción de ella sin que Franca fuera capaz de defenderse.
La veía como una nulidad, y ella misma se percibía como una nulidad.
Tragó saliva y volvió a pensar: ya no puedo caer más bajo. Es el momento más negro de toda mi
vida. No puede ser peor. Ya nunca volveré a estar bien.
Leyó el desprecio en sus ojos. Supo instintivamente que él despreciaba su incapacidad de
defenderse, de protestar airadamente. Pudo haberle arrojado el vino o un cenicero a la cara, pudo
amenazarlo incluso con las peores represalias. No debió haber reaccionado con resignación y
adoptado ese aspecto tan miserable. Michael odiaba la debilidad, y ella era la debilidad en persona.
Se levantó porque ya no soportaba permanecer sentada, y se acercó a la ventana, tras la cual una
oscuridad como boca de lobo parecía tragarse todo lo que aún quedaba por ver.
—¿Qué será de mí ahora? —preguntó por fin.
Evidentemente Michael no había pensado aún en ello.
—¿Qué quieres decir con «qué será de mí»? La vida sigue como siempre. Por Dios, Franca, hace
años que nos arreglamos juntos. Hemos llegado a un acuerdo, ¿no? Nada tiene por qué cambiar.
—Sólo que desde ahora no me dirás que vuelves tarde de noche porque tienes mucho trabajo. En
el futuro me dirás directamente que vas a verla a ella, ¿no es así?
—Si te parece de buen gusto…
Se volvió hacia él. La rabia se acumulaba en ella como un puño, y con una firmeza como hacía
mucho tiempo que no tenía en su voz, le dijo:
—Así que lo que haces te parece de buen gusto, ¿eh?
Él se estremeció levemente; obviamente el tono le sorprendió.
—Tal vez no sea de buen gusto —dijo después de unos instantes—, pero ésta es la única vida
que tengo.
—Y limitarte a mí querría decir que la desperdiciarías.
Entonces él también se levantó; Franca vio que la conversación lo irritaba, pero seguiría adelante
para después archivar el caso.
—Si insistes en llamarlo un desperdicio… ¡Franca, mírate al espejo! ¡Dudas de ti misma, te
muestras insegura y miedosa cada vez que te decides a dar un paso al frente! Tomas tranquilizantes
sin fin, y a pesar de eso te pones peor, no mejor. No puedo planear nada contigo, ni unas vacaciones
ni una salida a un restaurante. No puedo traer a mis socios a casa porque te angustias cuando hay más
de una persona. No te puedo llevar a ninguna parte porque, de siete días que tiene la semana, seis
dices que no puedes salir de casa. ¿Crees de veras que ésta es la vida que yo me imaginaba?
A Franca le empezaron a hormiguear las manos. Sentía que la angustia la acechaba por todas
partes. ¿Qué podía responder? Tenía razón. En cada palabra que él decía tenía razón.
—Lo siento —susurró ella, y al mismo tiempo pensó que debía de ser la única mujer en el mundo
que pedía disculpas porque su marido le era infiel—. Sé… sé que te he decepcionado.
Él la miró de arriba abajo, y ahora no parecía sentir desprecio por ella sino simple compasión, lo
cual era incluso peor.
—Antes no eras así —dijo él—, y yo estaba realmente enamorado de ti. Quería tenerte a
cualquier precio. Pensaba que todo en la vida dependía de conquistarte.
—¿Cómo todo? —preguntó ella.
Él hizo un gesto con las manos.
—Pues todo. La felicidad. Sentirme realizado como persona. ¡Qué sé yo!
Franca dijo en voz baja:
—Quizá tuvimos una buena oportunidad.
—Seguro que la tuvimos —contestó Michael con indiferencia.
Y Franca entonces comprendió: estaba tan alejado de ella que ya ni siquiera le dolía haber
perdido esa oportunidad.
SEGUNDA PARTE
1
—No vendría a verte, Helene, si no fuera de veras importante —dijo Kevin.
Se le veía tenso, pálido y falto de sueño. Estaba demasiado abrigado para ese día inusualmente
cálido de abril; llevaba pantalones de pana y un jersey azul de lana. Sudaba mucho, la cara le
brillaba a causa de la humedad y los mechones de pelo oscuro se le pegaban a la frente.
—¿Por qué te has vestido así? —le preguntó Helene—. ¡Si fuera parece verano!
—Tenía frío. Ahora hace demasiado calor. No sé… —Kevin se pasó la mano por el rostro con
gesto fatigado—. Quizá estoy pillando un resfriado.
—En cualquier caso, no tienes buen aspecto —dijo Helene, preocupada. Le sirvió más té—.
Toma, bebe esto. ¿O prefieres algo frío?
—No, no. El té está bien. —Kevin no parecía darse cuenta siquiera de lo que bebía. Las manos le
temblaban ligeramente.
—No habría venido a verte de nuevo, Helene, si no fuera por algo realmente urgente —volvió a
decir en tono nervioso—. Supongo que pensarás que nunca podré devolverte todo el dinero, pero te
juro que…
—No se trata de eso —lo interrumpió Helene para apaciguarlo—. Estoy convencida de que un
día podrás pagármelo todo y…
—¡Hasta con intereses!
—De ninguna manera. A los amigos no les cobro interés. No, Kevin, lo único es que me
preocupas un poco. No paras de necesitar dinero…
—Los invernaderos de Perelle Bay me han costado un ojo de la cara. He tenido que pedir al
banco un crédito más alto de lo que pensaba. Y ahora estoy atrasado con el pago de los intereses.
Helene preguntó con cautela:
—¿Cómo va el negocio?
Kevin se encogió de hombros.
—Va tirando. Pero ha habido tiempos mejores. La situación económica en general… ya sabes.
Helene suspiró. Por supuesto, los tiempos eran difíciles. Casi nadie podía tener negocios tan
lucrativos como durante el boom de los años ochenta. Pero aun así no acababa de entender…
—¿Cuánto dinero necesitas? —le preguntó.
Estaban en el comedor, y la luz tenue del crepúsculo despedía un día espléndido de comienzos de
verano. Un cerezo que había delante de la ventana proporcionaba una sombra fresca y verde. Lo
habían plantado Helene y Beatrice poco después de que acabara la guerra, impulsadas por la
necesidad de hacer algo vital, algo bello que siguiera creciendo. El árbol parecía entonces un palo
de escoba, delgado y torcido.
«Por la vida», había dicho Helene tras colocar el último montón de tierra, mientras se quitaba el
cabello desarreglado de la cara; luego volvió a sentirse mareada y tuvo que sentarse. El hambre la
había debilitado demasiado. Su físico ya de por sí frágil había sufrido mucho con el racionamiento
de comida, que duró meses. Se desmayaba cada dos por tres, y el calor que hacía por entonces
empeoraba aún más las cosas.
El árbol estuvo achacoso durante mucho tiempo, a pesar de que lo regaban continuamente, y daba
la impresión de que moriría de un momento a otro. Pero de pronto, cuando habían perdido las
esperanzas, el arbolillo escuálido se recuperó de la noche a la mañana, ya no perdía las hojas y hasta
dio unas hermosas flores blancas. «¡Y ahora qué fuerte y alto es!», pensó Helene.
En realidad le habría gustado tomar el té en el jardín con Kevin, pero él le pidió que la
conversación tuviera lugar dentro, por lo que ella supo enseguida que se trataba otra vez de dinero.
—Necesito unas mil libras —dijo Kevin.
—¡Eso es mucho dinero! —repuso Helene, sorprendida.
—Mil doscientas sería todavía mejor. Con eso me las arreglaría durante un tiempo.
—¿No crees que los invernaderos te están costando demasiado dinero?
—Una vez que se invierte, es mejor hacerlo bien. —Kevin alzó las manos en un gesto de
desamparo—. Sé que estoy abusando de ti, Helene. Debes de pensar que te estoy explotando, que
estoy aprovechándome de ti. Pero es que no tengo a nadie más a quien pedirle. Tú eres la única.
Como de costumbre, Helene se sentía halagada por la táctica de Kevin —cuya intención
adivinaba perfectamente— de erigirla en la única fuente de su salvación y su esperanza. Le hacía
sentirse bien que la necesitaran; sobre todo en la vejez, cuando uno se siente inútil y marginado.
Kevin lo sabía, naturalmente, y se aprovechaba de ello, pero además Helene estaba convencida de
que en verdad la quería. Ella hacía de madre, de abuela y de hermana mayor. A Kevin no le quedaba
ni un solo pariente. Más de una vez había dicho que se sentiría aún más abandonado si no tuviera a
Helene.
—Subiré a buscar el talón —dijo ella, que se levantó ágilmente y vio la expresión de alivio en la
cara de Kevin. Temía que esta vez no se lo diera. Mientras subía la escalera, pensó cuánto dinero le
debía ya. Andaría por las diez mil libras.
Cuando volvió a bajar se encontró con Beatrice, que acababa de entrar del jardín. Tenía los
guantes puestos y el pelo atado con un chal de seda para que no le cayera en la cara. Helene conocía
el chal; se lo había comprado en París de regalo, había costado una fortuna. ¡Y ahora Beatrice lo
usaba como cinta para ceñirse el pelo mientras trabajaba en el jardín!
«¡En cuanto puede tiene que hacerme ver lo poco que valgo para ella!», pensó Helene.
—He visto a Kevin en el comedor —dijo Beatrice—. ¿Ha venido por ti o por mí?
—Por mí —contestó Helene, mientras trataba de disimular el talón que llevaba en la mano, pero
Beatrice ya lo había visto.
—¡Vuelves a darle dinero! ¡Pero si hace sólo tres semanas que vino a pedir más! ¡Y la semana
anterior! ¡Y a principios de febrero y…!
—A mí no me importa. Tengo suficiente.
—No entiendo de dónde sacas tanto dinero —dijo Beatrice—. Tu pensión tampoco es tan alta.
Has debido de juntar muchos ahorros, y todo para derrocharlo con Kevin.
—No lo derrocho. ¿Para qué quiero el dinero si ya soy una vieja? No hay nada más sensato que
ayudar a una persona joven a que construya su vida.
—Hace mucho tiempo que Kevin ha construido la suya. Si todavía necesita dinero todo el tiempo,
es porque gasta más de lo que tiene.
—Ha comprado esos invernaderos en Perelle Bay.
—Eso fue el año pasado. Y ya querría yo ver esos formidables invernaderos. A juzgar por el
dinero que te ha pedido, los ha debido de montar a todo lujo.
—¡Yo creía que Kevin te caía bien!
—Claro que me cae bien. Pero no sabe manejar el dinero. Sean invernaderos o lo que sea,
siempre se equivoca en los cálculos. ¡Es un pozo sin fondo!
—Con mi dinero —dijo Helene tras un momento de silencio— yo hago lo que me da la gana.
Beatrice levantó ambas manos en el aire.
—Por supuesto. Nadie te dice lo contrario. Pero ten un poco de cuidado, ¿vale?
El sonido del teléfono interrumpió la respuesta de Helene. Beatrice fue a cogerlo rápidamente y
Helene, mientras tanto, se dirigió al comedor, donde Kevin se paseaba nerviosamente de un lado a
otro. Cogió el talón con la desesperación con que un náufrago se aferra a un salvavidas.
—Gracias, Helene. No sé qué haría sin ti. —Guardó cuidadosamente el talón en su portafolios—.
Tengo que irme. ¿Quieres venir el sábado a casa? Te cocinaré una rica cena.
—Iré con gusto —dijo Helene. Su amabilidad, su sonrisa, le hacían tanto bien como una brisa
cálida de verano o el perfume de las hierbas y las flores. Kevin tenía una manera deliciosa de llegar
al alma de una persona. Helene le habría dado el triple de dinero a cambio de su ternura.
Lo acompañó a la puerta y vio cómo entraba en el coche. El otoño anterior había estado durante
una época sin coche; alguien le había dado un golpe mientras estaba aparcado y tuvo que pasar una
buena temporada en el taller. Helene le pagó la reparación porque no pudieron averiguar quién había
sido el causante de los daños. En el fondo había sido una desgracia, le había explicado ella a
Beatrice, y no había nada que Kevin pudiera hacer.
Él la saludó desde lejos antes de partir, y ella esperó hasta que desapareció en la curva; sólo
entonces cerró la puerta de casa. Beatrice se acercó a ella.
—Era Franca —dijo—, ya sabes, la mujer que Alan trajo a casa en septiembre. Llega mañana a
Guernsey y quería saber si le alquilábamos la habitación.
—¡Pues sí que lo ha decidido repentinamente! —dijo Helene.
—Se la veía muy alterada —dijo Beatrice con aire pensativo—. Le he preguntado cuánto
pensaba quedarse y me ha dicho que no lo sabe. Luego ha añadido: «Quizá para siempre.» Y ha
colgado.

De momento puso en la maleta cosas escogidas al azar. No lograba concentrarse. Fue al armario y
sacó lo primero que encontró, pero luego pensó que así lo único que conseguiría sería llevarse una
pila inútil y absurda de ropa. Volvió a sacar todo de la maleta y se obligó a pensar con calma. Era
abril. Hacía bastante calor. Le convenía llevar algo ligero, camisetas, pantalones cortos y uno o dos
vestidos. Pero también necesitaba un jersey para las noches frescas, vaqueros, ropa de lluvia. Como
iba en coche, podía llevar todo el equipaje que quisiera. ¿Llegaría bien? Había estudiado el mapa al
detalle. Debía bajar primero hasta Saarbücken y de allí cruzar a Francia. Luego seguir en dirección a
París y Bretaña hasta llegar a Saint-Malo, y allí coger el transbordador a Guernsey…
Franca cerró la maleta y metió la ropa interior y las medias en el bolso de mano que tenía
preparado. Beatrice se había llevado una verdadera sorpresa cuando cogió el teléfono, pero estaba
contenta.
—¡Claro que puede venir, Franca! No tengo ninguna reserva aún para la primavera. ¡El cuarto
está a su disposición!
La cordialidad de Beatrice le había levantado el ánimo. Había tenido suerte, porque bien podía
haber ocurrido que la habitación no estuviera disponible. Franca no estaba segura de tener el coraje y
el ímpetu de buscar otra. Quizá habría abandonado completamente su plan.
Aunque, a decir verdad, no tenía alternativa.
Se detuvo un instante en medio del frenesí con que hacía las maletas. Las había puesto sobre la
cama, sobre esa misma cama en la que había pasado todas las noches desde hacía casi doce años con
Michael. Incluso la noche anterior. La última, quizá.
Otra vez había vuelto tarde a casa, no había llamado por teléfono ni avisado por la mañana,
durante el desayuno, de que esa noche se retrasaría. Hacía tiempo que ya no se molestaba en esas
formalidades. Iba y venía cuando le daba la gana. Era como si su mujer no existiese.
Franca se quedó viendo la televisión y bebiendo mucho vino para tratar de sacudirse la sensación
de que desperdiciaba su vida noche tras noche, sola en casa delante del televisor y entregada cada
vez más al alcohol. Tenía treinta y cuatro años. Todo el mundo decía que era una edad fantástica, que
entre los treinta y los cuarenta y cinco eran los mejores años de la vida de una mujer. Pero para
Franca eran como una pesadilla. A las once y media se fue a la cama, cansada y aletargada por el
vino, pero no bien apagó la luz se sintió desvelada de golpe. Dio vueltas en la cama, oyó todos los
ruidos que había en la casa, volvió a encender la luz, cogió un libro y se puso a leer, pero no podía
terminar una sola frase ni entendía nada.
A la una oyó la puerta de la calle, y luego a Michael subir la escalera. Franca reconoció por su
paso ligero que estaba de buen humor. Cuando llegó al primer piso, trató de no hacer ruido.
«Obviamente acaba de acordarse de que aún existo», pensó Franca con amargura. Entró en la
habitación de puntillas y se asombró al ver que la luz estaba encendida y Franca despierta todavía.
—¿Qué haces que no duermes? —le preguntó con aire de reproche. Su buen humor pareció
derrumbarse en un instante.
—Vuelves bastante tarde —le dijo Franca en vez de responder a su pregunta. Estaba segura de
que regresaba de estar con su amante; le parecía evidente, aunque no podía decir a ciencia cierta por
qué. No tenía la corbata torcida ni lápiz de labios en el rostro ni llevaba el pelo alborotado. Y
tampoco olía a perfume de mujer. Pero transmitía algo… una satisfacción sosegada, una confianza en
sí mismo, una armonía consigo y con el mundo: la felicidad…
Sí, tal vez era eso, se dijo Franca, y unas punzadas en el estómago le confirmaron cómo le dolía
pensar en ello: estaba feliz.
Hasta entonces se había negado a asociar el concepto de felicidad con aventuras triviales fuera
del matrimonio. Pero quizá fueran fantasías suyas. Michael estaba feliz, se le veía feliz, y eso era
todo. El hecho de que ella lo ignorara no alteraría en nada su felicidad.
—¿Qué hora es? —preguntó Michael ante la constatación de Franca; luego se sentó en la cama,
de espaldas a ella, y empezó a quitarse los zapatos. Franca miró el despertador que tenía a su lado,
aunque sabía perfectamente la hora que era.
—La una y cinco. Supongo que no has estado hasta ahora en el laboratorio.
Se desató los zapatos; luego se levantó y se aflojó la corbata.
—Santo cielo, no. Claro que no. ¿Qué quieres que haga toda la noche en el despacho?
—Entonces has estado con ella.
—Sí.
—¿Lo has pasado bien?
Esperó que rechazara su pregunta con un gesto, que la conminara a no decir tonterías que los
hiciera sentir incómodos a ambos. Pero en cambio vaciló un instante y dijo:
—Sí. Ha sido una noche maravillosa.
Su voz tenía un sonido blando. Franca recordaba vagamente haberlo escuchado, hacía ya mucho
tiempo, muchos años atrás. Lo había olvidado, ya no creía que existiera. Y ahora, viendo a Michael,
parecía que no hubiera pasado un solo día desde entonces, que nada hubiera cambiado, que entre
tanto el mundo no se hubiera venido abajo.
Le hicieron falta unos instantes para recobrar la compostura; después le dijo con voz ronca:
—Yo no he pasado una noche tan maravillosa. He visto la televisión, aunque no podría decir
realmente qué daban, y me he bebido una botella de vino. No ha llamado nadie. No he hablado con
nadie.
Michael se encogió de hombros.
—Eso es exactamente lo que te gusta, ¿no? Ninguna llamada, ninguna conversación. Nadie que te
dé miedo. Es la vida que quieres llevar; deberías estar satisfecha.
—¿Crees realmente que ésta es la vida que yo quiero?
—Es la vida que llevas, lo que hace pensar que es la vida que quieres.
—¿Y tú crees que todo lo que hacemos es porque lo queremos? ¿Inevitablemente?
—De lo contrario no lo haríamos, ¿no? —Michael se había desvestido y metido bajo la manta.
Ahora se estiraba y bostezaba—. Estoy muerto. ¿Podrías apagar la luz, por favor?
Ella se incorporó.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez que yo pueda necesitar ayuda? ¿Tu ayuda?
El humor de él empeoró notablemente. Lo había pasado muy bien aquella noche, y quería
saborear cada detalle y quedarse dormido con los recuerdos, así que no tenía la menor intención de
ocuparse de los problemas de su mujer. No estaba en él resolverlos y además ya estaba harto.
—¿Tenemos que discutirlo ahora? —preguntó mientras bostezaba—. Es la una de la madrugada.
Tengo que dormir un poco antes de levantarme a las seis.
—No es culpa mía que te acuestes tan tarde.
—No he dicho que fuera tu culpa. Sólo te he pedido que me dejes dormir. ¿Podrías hacerme ese
favor?
Su voz tenía ese tono cortante que Franca conocía de sobra pero que no estaba dispuesta a tolerar
más. ¿Acaso no se había callado cada vez que él se lo había pedido?
—Esto no puede seguir así —dijo de repente—, tienes que decirme cómo te imaginas el futuro.
¿Cuánto tiempo piensas seguir con tu aventura y hasta cuándo mantendremos la farsa del matrimonio?
Quiso ser dura y clara, hacerle frente con coraje y firmeza. Pero, como de costumbre, su voz sonó
llorosa e incluso infantil. «Como una niña —pensó—, que pide amor y comprensión.»
—Michael —le suplicó, y con ello acabó con su paciencia. Él entonces se incorporó, la miró con
ojos penetrantes y habló en un tono iracundo.
—¡Mira, Franca, déjame tranquilo con tus problemas de una vez por todas! Yo no te puedo
ayudar. A lo sumo puedo hundirme contigo en ese remolino, y no tengo la menor intención de hacerlo.
¡Pareces una niña que se pone a llorar esperando que alguien vaya y la coja de la mano y la cuide y
la proteja! ¡Pero las cosas no son así, Franca, por el amor de Dios! ¡Para nadie! O sales por ti misma
del pantano, o te hundes hasta el fondo. Pero deja ya de pedir socorro. Desperdicias tus fuerzas, ¡y la
ayuda que pides nunca la encontrarás!
Respiraba pesadamente. En su mirada, Franca no advirtió un solo rastro de simpatía ni de
respeto. Tan sólo irritación y hartazgo.
—Y ahora déjame en paz —dijo, y apoyó la cabeza de nuevo en la almohada.
Se quedó dormido enseguida, a juzgar por la regularidad con que respiraba. Ella, en cambio, no
pegó ojo en toda la noche. Sus palabras le daban vueltas en la cabeza y, una vez que cedieron el
dolor y la rabia, comprendió, espantada, que, por duro y brutal que hubiera sido, tenía razón.
Ya no era una niña. No había una madre que viniera corriendo y la cogiera en sus brazos. Nadie
vendría para quitarle las piedras del camino y decirle cómo dar el próximo paso para continuar por
la vida sin hacerse daño. Estaba sola.
Debía decidir qué haría en lo sucesivo. Debía correr el riesgo de cometer un error. Debía dar
sola el próximo paso y ser la única responsable. Se sintió mareada por la crueldad de esa verdad,
pero al mismo tiempo crecía en ella la sensación de que no tenía nada que perder, ni siquiera aquello
que eligiera, y ese reconocimiento amortiguó el pánico que empezaba a sentir. Era como si
descendiera en caída libre, aunque bien podía abandonarse en esa caída porque ya no tenía sentido
ofrecer resistencia.
Basta ya de patalear y de pedir socorro, le dijo una voz interior, vete a Guernsey. El corazón le
latía aceleradamente y el estómago se rebelaba, pero intentó no hacer caso a las reacciones histéricas
de su cuerpo. Esperó a que Michael, en silencio, cansado y malhumorado, se fuera de casa; no le
preguntó si volvería tarde esa noche, porque le daba lo mismo. Esa mañana, durante el desayuno,
Franca se mostró distante con él, y le dio la impresión de que eso le había molestado un poco, cosa
que le produjo cierta alegría.
La maleta estaba lista. Le faltaba elegir los zapatos e ir al banco para sacar dinero y cambiarlo.
Había pensado en servirse a sus anchas de la cuenta de Michael en St. Peter Port, pero no estaba
segura de si él la cancelaría y no quería quedarse sin dinero de la noche a la mañana. Se llevaría lo
suficiente para seis semanas.
Metería la maleta en el coche, y a la mañana siguiente, después de que se marchara Michael,
emprendería el viaje. Aún no sabía si le dejaría una nota diciéndole dónde estaba y alguna
explicación. «En realidad —pensó—, por ahora no tiene por qué saber dónde estoy. Que se quede
pensando unos días. Siempre estoy a tiempo de llamarlo por teléfono.»
Al día siguiente hizo lo que tenía que hacer sumida en una especie de trance. Sentía que el pánico
la acechaba y tomó dos pastillas para tenerlo bajo control. Estaba segura de que después de la
discusión de la noche anterior, esa noche Michael volvería a casa a la hora de siempre. Puso la
mesa, preparó la cena y metió una botella de vino en la nevera. Saboreó por anticipado el triunfo
imaginándoselo allí, sentado a la mesa, probablemente en silencio, con el semblante adusto, y
también al día siguiente, confundido e inseguro, cuando se diera cuenta de que se había marchado.
Esta vez iba a ser ella la que se adelantaría. Sabía algo que él no sabía. Y esa idea, además de las
pastillas, le dieron un sentimiento casi de victoria.
Michael no apareció en toda la noche. Franca arrojó la cena, que se había enfriado, a la basura,
acabó el vino sola y pensó en recoger la mesa, pero luego lo dejó todo como estaba. Que Michael se
las arreglara solo con la casa, eso ya no era asunto suyo. Se fue a la cama y, como suponía, Michael
tampoco apareció por la mañana. Franca no durmió en toda la noche y, con la primera luz del día, a
las cinco, se levantó y se preparó para salir de viaje. La euforia se había desvanecido y dejaba ahora
paso al más profundo abatimiento y al miedo. Tenía que irse antes de que le asaltara el pánico; si no,
ya nunca lo conseguiría.
Tomó dos pastillas, a pesar de que eso la limitaría para conducir, pero sin ayuda del
medicamento no tendría la fuerza necesaria. Al bajar con el coche repleto por la rampa de su casa,
Franca sollozó y miró atrás. La casa tenía un aspecto apacible y calmo en el sol de la mañana, y le
pareció el único sitio seguro en un mundo peligroso y malvado. Lloró de miedo y las rodillas le
temblaron, pero giró en la siguiente esquina y continuó viaje, mientras aceleraba y lloraba cada vez
más fuerte. Sabía que ya no volvería atrás.
2
Helene llevaba un vestido blanco de verano con mangas anchas, demasiado juvenil para ella y que le
daba un aspecto bastante grotesco; pero sentía por él un incomprensible apego. Se lo ponía en
ocasiones que consideraba particularmente importantes. Y una cena en casa de Kevin era obviamente
una de esas ocasiones.
—¿Cómo estoy? —preguntó entrando en la cocina y dando unos pasos de baile que no carecían
de gracia, eso Beatrice tenía que reconocerlo—. ¿Está todo en orden? ¿El pelo? ¿Las joyas?
—Está perfecta, Helene —le dijo Franca.
Después, Franca se sentó en una silla que había en un rincón, bebió una copa de vino y de pronto
se sintió muy cansada. Había llegado a Guernsey la noche anterior, y aún le costaba entender cómo
había hecho para superar sin contratiempos semejante aventura. Se había marchado por su propia
cuenta y llegado exactamente a donde quería. Se sentía algo aturdida y en un estado de irritación
consigo misma.
Helene estaba encantada con el cumplido.
—Muchas gracias, Franca. —Cuando estaba Franca, hablaba alemán, al igual que Beatrice—.
Siempre me siento joven y ligera con este vestido.
«Por desgracia es tan sólo un sentimiento —pensó Beatrice—, ¡porque la verdad es que se te ve
viejísima!»
Helene sacó una copa del armario y se sirvió vino. Llevaba unas joyas bellas y antiguas, un
regalo de aniversario de boda que le había hecho Erich, como bien sabía Beatrice. A la luz del sol
poniente que se colaba por la ventana de la cocina, las joyas resplandecían con un rojo llameante.
—Franca y yo pasaremos una velada agradable —dijo Beatrice—. Hemos encargado una pizza, y
por suerte hay bastante vino en casa. Lo único es que tal vez haga un poco de frío todavía para
sentarse fuera.
El día había vuelto a ser caluroso, pero no bien se puso el sol empezó a soplar un viento fresco
del mar que la había hecho tiritar.
Helene canturreaba de alegría. Beatrice se apoyó en el aparador y observó a la anciana con una
mezcla de impaciencia y diversión.
Por unos instantes nadie dijo una palabra, y antes de que la tensión aumentara en la pequeña
cocina oyeron el ruido del motor de un coche que se acercaba: era Kevin.
Enseguida entró en la cocina. La puerta de la casa estaba abierta y Kevin se sentía como parte de
la familia. Esa noche se había engalanado, pues sabía la importancia que Helene daba a esas cosas.
Se había secado el pelo con secador y le brillaba, y además llevaba una corbata especialmente
bonita.
«Pero tiene mal aspecto —pensó Beatrice—, no duerme lo suficiente y da la impresión de ser un
hombre agobiado por los problemas.»
Kevin elogió en exceso el vestido de Helene, le dio un abrazo a Beatrice y sonrió cordialmente a
Franca.
—¡Franca! Qué alegría verla de nuevo por aquí. ¡Beatrice no me había dicho que tenía un
huésped!
—Ha sido una decisión repentina —intervino Beatrice—. Kevin, estamos muertas de envidia de
que esta noche cocines para Helene mientras que nosotras debemos contentarnos con una pizza. ¡A
ver si nos invitas también a nosotras un día de éstos!
—Prometido. Antes de que se vaya Franca. Tiene que degustar mi cocina, Franca. Después ya no
querrá ninguna otra cosa. —Sonrió y cogió a Helene de la mano—. Vamos, tenemos que irnos, si no
se echará a perder la cena. Vamos a pasar una velada espléndida. Beatrice, traeré de vuelta a Helene
sana y salva.
La expresión de Helene revelaba que se sentía como una muchacha a la que su pretendiente saca
a bailar una mágica noche de primavera, llena de promesas. Parecía haberse olvidado de que tenía
más de ochenta años y Kevin menos de cuarenta, y de la circunstancia de que a Kevin no le
interesaban las mujeres. De vez en cuando sentía la necesidad de sumergirse en un mundo irreal y de
convencerse de que tenía toda una vida por delante para disfrutar. Beatrice, que nunca conseguía
ilusionarse con las cosas, oscilaba como de costumbre entre el desdén y cierta envidia.
Cuando se marcharon, Franca dijo, sorprendida:
—Qué extraño todas las molestias que se toma Kevin, ¿no? Quiero decir, es un hombre joven.
¡Seguramente un sábado por la noche tendrá algo mejor que hacer que cocinar para una anciana y
mimarla de esa manera!
Beatrice encendió un cigarrillo.
—Seguro que tiene cosas mejores que hacer. Pero no hace falta que usted se enternezca porque él
sacrifica su tiempo por Helene. Sabe exactamente por qué lo hace. Hace años que la sablea, y como
ella siempre sucumbe a sus encantos, Kevin se sale con la suya. Nunca podrá devolverle todo el
dinero que le ha dejado, pero Helene está tan encantada con él que nunca lo presionará.
—¿Tanto dinero tiene para estar siempre prestándole?
Beatrice meneó la cabeza.
—No, y por eso no me gusta lo que hace Kevin. Helene recibe una pensión relativamente
modesta, pero a lo largo de los años ha logrado ahorrar algo. De ahí saca el dinero que le presta. Y
con ello compra su cariño. Kevin lo sabe y se aprovecha. Él dice, por supuesto, que no está obligada
a darle nada, pero con una anciana sola se puede hacer lo que se quiere; en cierto sentido está
completamente indefensa. Usted acaba de ver lo que significa esta noche para ella. Sería capaz de
darle hasta el último céntimo por esa ilusión.
—¿Tan sola está Helene? —preguntó Franca—. Yo creía que…
—Hay personas que están más solas que ella, ya lo creo. Vive conmigo bajo este mismo techo, y
Mae se preocupa por ella, y Kevin. Pero pienso… —Beatrice dejó caer sin querer la ceniza del
cigarrillo en el fregadero— que todo dolor es subjetivo. Cuando Helene sufre, sufre de veras, aunque
todos a su alrededor crean que debería sentirse bien. Es una forma muy particular de soledad la suya.
Ella piensa que la vida le ha pasado de largo, que ha desaprovechado las cosas que verdaderamente
importan. Desea recuperar su juventud y, como evidentemente no es posible, quiere tener al menos la
ilusión de ser una muchacha. Ya ha visto ese vestido insufrible de niña que se ha puesto esta noche.
Ahí reside justamente esa debilidad que la hace vulnerable. Kevin tiene buen olfato para eso. Con
Helene se comporta como un caballero de la vieja escuela, le besa la mano y le dice lo encantadora
que está. Y ella se deshace.
—Tal vez ese arreglo sea muy sensato después de todo —dijo Franca con aire pensativo—.
Desde luego es un poco mezquino por parte de Kevin que Helene tenga que pagarle por sus
atenciones; sin embargo recibe algo de él que le hace sobrellevar mejor la vejez. Supongo que los
últimos años no han de ser nada fáciles, y una noche como ésta, si le añadimos los días de alegría
anticipada, vale mucho más que cualquier dinero.
—Helene es una niña malcriada y desmedida en sus exigencias —repuso Beatrice con enfado—.
Siempre ha creído que la vida debía tratarla con guante de terciopelo, y siempre se las ha ingeniado
para encontrar a alguien que la cuide y la mime. Es sencillamente insensato arrojar el dinero de esa
forma por la ventana. Después de todo, podría ocurrir que yo muriera antes y ella necesite asistencia
y, por tanto, dinero. Pero ella no puede pensar a largo plazo, ésa es su desgracia.
—¿Cuánto hace que murió su esposo? —preguntó Franca.
—¿Erich? En mayo del cuarenta y cinco —respondió Beatrice, mientras apagaba el cigarrillo en
un plato—. Nos abandonó hace exactamente cincuenta y cinco años.
Franca se sintió cohibida por el tono áspero de Beatrice, pero preguntó de todos modos:
—¿Y… fue muy terrible para Helene? ¿Fue terrible para usted?
—¿Terrible? —repitió Beatrice. Encendió rápidamente otro cigarrillo, exhaló al aire y se quedó
mirando los anillos de humo con aire pensativo—. Verá, cuando alguien se muere de repente, uno se
conmueve. A no ser que el fallecido haya llegado a una edad en la cual ya no se puede esperar otra
cosa, pero no era el caso de Erich. Tenía cuarenta y cuatro años cuando murió, y fue un golpe. Para
Helene quizá más que para mí, pero para mí también lo fue.
Permaneció un instante en silencio. Franca la miraba expectante. Le urgía saber más acerca de
Erich, de las cosas que habían ocurrido en esa casa hacía tanto tiempo. No sabía a ciencia cierta si
tenía un verdadero interés por esa historia o si sólo quería apagar las voces que le hablaban
continuamente de Michael, que le infundían miedo y le decían que haber huido como lo había hecho
era imperdonable y que acabaría mal. No quería oír esas voces. Estaba demasiado exhausta para
afrontar los desafíos que le aguardaban.
«Mañana pensaré en eso. O pasado mañana. Cuando no me sienta tan agotada.»
—Pero la conmoción pasó —continuó Beatrice—. Y finalmente vino el alivio. No puedo decir
que Erich fuera una mala persona por naturaleza, pero sí dañina. Hizo infelices a otras personas,
incluso cuando tenía buenas intenciones. Con la mano en el corazón, no puedo decir que lamentara su
muerte.
—¿Siguió maltratando a Helene durante los últimos años?
Beatrice meneó la cabeza.
—Se esforzó por no hacerlo. Su intento de suicidio lo había conmovido más de lo que él mismo
admitía. Quizá temía también por su reputación: el hecho de que su mujer hubiera intentado cortarse
las venas no decía mucho en su favor. Y la historia corrió por la isla como un reguero de pólvora.
Así que hizo un esfuerzo. Intentó dar una imagen de matrimonio feliz, cosa completamente falsa, pero
al menos dejó de atacar a Helene sin motivo y de regañarla de manera arbitraria. Sin embargo, se
volvió desagradable en otro sentido. Sumamente desagradable, incluso.
Guernsey, de junio de 1941 a junio de 1942

Al principio, Beatrice se sintió aliviada cuando la relación entre Erich y Helene entró en una fase
menos áspera, pero pronto se dio cuenta de que subyacían las mismas tensiones que antes, y esta
nueva relación de aparente tranquilidad infundía más miedo aún. Parecían estar los dos sobre un
barril de pólvora que en cualquier momento pudiera saltar por los aires.
En el verano de 1941 la situación se agravó. Erich había pasado la primavera con depresiones;
se sentía abatido la mayor parte del tiempo, se recluía en sí mismo y estaba sereno hasta la dulzura.
Pero luego pareció entraren una nueva fase. El hecho de haber superado el abismo le dio ánimos y
energía. Podía ser de pronto jovial y altanero, pero también agresivo y odioso. Como ya no se atrevía
a descargar su cólera contra Helene, torturaba cada vez más a Pierre y Julien. Los injuriaba de mala
manera y nunca estaba contento con su trabajo, por mucho que ellos se esforzaran.
—Sois unos vagos, unos vagos del demonio —les decía después de pasar revista al jardín y
encontrar que la pintura fresca de un banco no se había secado aún, lo cual atribuía a la lentitud con
la que trabajaban—. ¿Y sabéis por qué? Porque estáis demasiado bien, eso os hace pesados y lentos.
Coméis demasiado, dormís demasiado, y eso tiene que cambiar. ¿No es así? ¿Vosotros también
pensáis que tiene que cambiar?
Pierre y Julien no contestaron, se quedaron allí quietos, con la gorra en la mano y mirando al
suelo, pero Beatrice, que contemplaba la escena desde lejos, vio que Julien levantaba fugazmente la
vista; advirtió el brillo iracundo de sus ojos oscuros y reconoció cuan profundamente se rebelaba
contra aquella humillación que se veía obligado a sufrir en silencio.
—No comeréis ni beberéis nada más en todo el día —continuó Erich—, y a partir de mañana,
sólo recibiréis la mitad de la ración. A ver si así trabajáis más rápido.
Era por la mañana temprano; Julien y Pierre habían tomado su habitual taza de café y sus dos
rebanadas de pan para el desayuno. El día sería aún muy largo y, para colmo, prometía mucho calor.
Por lo general, los dos trabajadores forzados podían acercarse a la cocina, cuya puerta comunicaba
con el jardín a través de una galería, para pedir un poco de agua; además, recibían almuerzo y cena.
Helene se escandalizó cuando Erich le dijo que no les diera absolutamente nada de comer ni de
beber.
—Eso es inhumano, Erich. ¡Al menos permíteles que beban agua! No han hecho nada para que los
castigues de esa manera.
—Tienen que entender lo que es el trabajo —respondió Erich bruscamente—, y si no lo aprenden
por las buenas, lo aprenderán por las malas. Ya verás cómo mejora su disciplina.
Reflexionó un momento, luego volvió a salir y dijo que había decidido que ese día comenzarían a
traer piedras para el jardín. Erich ya había comentado varias veces esa idea suya. Estaba empeñado
en amontonar piedras al principio de la rampa, donde el jardín descendía oblicuamente hacia la
calle, y plantar rosales entre las piedras. Las piedras debían traerlas del mar, de Petit Bôt Bay.
El soldado que vigilaba a los franceses recibió la orden de acompañarlos a la bahía para
cerciorarse de que no hicieran tonterías.
—Tendrán que subir y bajar muchas veces —dijo Erich—, y cuando vuelva esta noche quiero ver
los resultados. Nada de pausas largas para descansar. Tienen que aprender lo que es esforzarse para
ganarse la vida. A mí tampoco me regalan nada.
Subió al coche que conducía Will. Las fuerzas de ocupación habían empezado a construir no muy
lejos de Le Variouf un hospital bajo tierra, y Erich tenía a su cargo la vigilancia de las obras. Estaría
fuera todo el día.
Beatrice fue a la escuela y no podía dejar de pensar en los dos franceses. Mae notó que estaba
distraída y le preguntó por qué, a lo que Beatrice respondió que le preocupaban Julien y Pierre.
—Mis padres dicen que hay muchos trabajadores forzados que lo pasan mal —informó Mae con
voz triste—. De vez en cuando mi padre tiene que ir a visitarlos. Los alemanes tienen sus propios
médicos, pero a veces no hay ninguno… Mi padre dice que algunos de los trabajadores están en
pésimo estado. Muchos se mueren.
Empezó a comer el bocadillo de queso que había traído de casa, mientras miraba a Beatrice con
aire preocupado.
—¿Crees que el señor Feldmann dejará morir de hambre y sed a los franceses?
—No, eso no —dijo Beatrice, enfadada. A veces, aquellos ojos azules y abiertos y la voz
chillona de Mae la crispaban—, pero les hará la vida imposible, y eso también está mal. Con él
nunca se sabe qué pasará.
La escuela acabó al mediodía. En los últimos tiempos ocurría a menudo por falta de maestros.
Hacía mucho calor, el aire era denso y sobre el mar se habían formado delgadas capas de vapor. En
la última hora tuvieron clase de alemán y, como Mae no había entendido casi nada, Beatrice le
explicó la gramática mientras regresaban a casa. Aquella lengua extranjera ya no le costaba esfuerzo;
conversaba casi fluidamente con Erich y Helene, y a veces incluso soñaba en alemán. Mae, por el
contrario, tenía muchas dificultades; se le trababa la lengua y tartamudeaba de un modo que ni un
inglés ni un alemán la entenderían.
Cuando llegaron a casa de los Wyatt, a la entrada del pueblo, seguía sin comprender aún, pero
quedaron en encontrarse más temprano que de costumbre a la mañana siguiente para repasar.
Beatrice continuó sola hasta su casa. Las hierbas altas de junio se mecían en los jardines que había a
ambos lados del camino, los últimos dientes de león se marchitaban y los gruesos helechos y las
digitales lilas estaban lozanos. Los días eran ahora infinitamente largos y las noches, claras y de un
aire salvaje que tal vez procedía del insomnio que azotaba a hombres y animales por igual. Beatrice
se acordó de lo que siempre decía Deborah, que en junio se sentía como si hubiera bebido vino
espumoso.
—¡Y qué tremenda nostalgia! —decía—. Cuando por la noche se ve esa raya de claridad en el
cielo, pienso que hay algo que me espera allí al fondo, que algo me llama y me atrae, y me dan ganas
de acudir a la llamada…
Andrew la miró con las cejas levantadas.
—Debo decir que suena un poco sospechoso. Hablas como una niña que sueña con su gran amor.
¡A lo mejor ya no soy suficiente para ti!
Deborah se rio y lo abrazó, dando a entender a Beatrice que había sido una broma. Pero Beatrice
sabía que a veces su madre iba a sentarse por las noches al jardín y miraba fijamente aquella raya de
luz que surgía por el oeste; la sorprendió tres o cuatro veces, cuando ella misma tampoco podía
dormir. Deborah tenía el cuerpo tenso y en su mirada había una extraña y alarmante inquietud.
Beatrice no se animaba a hablarle, sino que huía de puntillas y volvía a meterse en la cama. La
certeza de que habitaba un mundo perfecto había sufrido un traspié; no lograba entender la conducta
de Deborah, pero sintió que su madre no era en realidad todo lo feliz y equilibrada que aparentaba.
Con el correr de los años, descubrió que aquella inquietud de Deborah le entraba siempre en mayo,
que en junio llegaba a su clímax y hacia mediados de julio volvía a amainar. Era culpa de las noches
claras. Las oscuras le devolvían a Deborah la serenidad y la risa alegre.
Pero era junio y Beatrice pensaba todo el tiempo en su madre. ¿En Inglaterra saldría también por
las noches, se sentaría en la hierba y se emocionaría por algo que no sabía qué aspecto tenía pero
cuya manifestación añoraba más que ninguna otra cosa en el mundo? ¿O acaso le preocuparía tanto la
suerte de su hija que lo demás quedaba relegado a un segundo plano?
Beatrice estaba convencida de que volvería a ver a sus padres. No hubiera soportado pensar de
otro modo, aunque a veces temía que ocurriera algo que alterara tanto sus vidas que les resultara
imposible retomarlas en el punto en que tan abruptamente se habían interrumpido. No reencontrarían
la antigua paz. Vivirían con las imágenes que abrigaba la memoria y los horrores que poblaban los
sueños. ¿Y cuánto tiempo pasaría hasta que los alemanes conquistasen el mundo o se vieran
obligados a capitular ante sus enemigos?
«Quizá cuando sea mayor —pensó Beatrice con miedo—; y entonces mamá y papá no me
reconocerán cuando me vean. Seré otra y ya no sabremos de qué hablar.» Se sintió deprimida cuando
subió la rampa de casa, y el calor la agobiaba aún más. Antes el tiempo no la afectaba, fuera el calor,
el viento o la lluvia, pero últimamente se mareaba cuando hacía mucho calor o mucho frío, y a
menudo se sentía débil y abatida.
—Creces demasiado deprisa —le decía Helene—, ya mides casi diez centímetros más que el año
pasado.
Subió despacio por la rampa, sedienta y con hambre, y de pronto vio a Julien y a Pierre que
apilaban, vigilados por el guardia, las primeras piedras que habían traído desde el mar. Sudaban
abundantemente en el rostro y tenían la ropa empapada y pegada al cuerpo. Sobre todo Julien, que
daba la impresión de que iba a desmayarse en cualquier momento y se sostenía en pie con sus últimas
fuerzas. El soldado que montaba guardia se había refugiado bajo la sombra de un haya, fumaba un
cigarrillo y bebía cada tanto y distraídamente un sorbo de agua de la cantimplora. En la mano
derecha llevaba la pistola.
Beatrice corrió hacia la casa tan rápido como pudo. Helene estaba en la cocina cortando tomates
para una ensalada.
—¡Qué bien que hayas vuelto! —exclamó—. La ensalada está casi hecha. ¡Tienes que comer
algo, estás muy pálida!
Beatrice puso su bolso en un rincón.
—Julien y Pierre también necesitan algo de comer. Y de beber. Están extenuados.
Helene la miró con tristeza.
—No puedo. Ya conoces las órdenes de Erich.
—¡Pero si no paran de trabajar! Y hace un calor infernal ahí fuera. ¡Helene, tenemos que darles
algo!
—No podemos arriesgarnos. El soldado se lo diría a Erich. No tiene sentido, Beatrice. Me dan
muchísima pena, pero no hay nada que podamos hacer.
Comieron la ensalada en silencio. Media hora después vieron a los franceses encaminarse hacia
el jardín de atrás, seguidos del guardia. Al parecer les había concedido una breve pausa para
descansar, y se dejaron caer jadeantes sobre la hierba, mientras se secaban el sudor del rostro. El
soldado encendió otro cigarrillo. Dio unos pasos por el jardín, luego examinó con la mirada a los
dos hombres completamente exhaustos y, convencido de que no se moverían de allí, desapareció
deprisa entre los arbustos.
En cuanto se marchó, Julien se incorporó. Logró ponerse en pie, tambaleante. Su cara húmeda
tenía una palidez espectral. Llegó con gran esfuerzo a la puerta de la cocina.
—Por favor. —Su voz sonó como un graznido—. Agua. ¡Un poco de agua!
Beatrice puso de inmediato un vaso bajo el grifo, pero Helene la cogió del brazo.
—¡No! ¡Se enfadará terriblemente!
Beatrice le quitó la mano de encima.
—¡Me da lo mismo! ¡Está a punto de caerse!
Julien había despegado los labios y respiraba con dificultad. Sus ojos oscuros brillaban
febrilmente.
—Por favor —repitió—, sólo un poco. ¡Para Pierre y para mí!
Entre tanto Pierre también se había incorporado y se acercó vacilante.
—Por favor, un poco de agua —secundó a su compañero.
Antes de que Beatrice llenara el vaso de agua, el soldado reapareció entre los arbustos y
enseguida quitó el seguro de su arma.
—Pero ¿qué sucede aquí? —gritó.
Beatrice salió a la puerta con el vaso de agua.
—Necesitan un poco de agua. Están muertos de sed.
—No se morirán de sed tan rápido —dijo el soldado—. ¡Arroja ese agua, pequeña! ¡Orden
terminante del mayor!
—¡No puede usted hacer eso! —exclamó Beatrice con aire desafiante—. ¡Trabajan durísimo! ¡Y
hace mucho calor!
No había manera de conmover al soldado.
—Eso tendrás que discutirlo con el mayor. ¡Yo tengo órdenes que cumplir y más me vale no
meterme en problemas!
Beatrice miró a Helene.
—Helene…
Helene alzó ambas manos con aire resignado.
—No puedo hacer nada. Lo siento.
—Yo sólo cumplo órdenes —insistió el soldado, apuntando con su arma a los dos hombres
extenuados—. Vamos, en marcha. A seguir trabajando.
Beatrice sintió otra vez que se mareaba.
«¿Qué pasa, por qué me siento mal todo el tiempo?», pensó.
—¡Sois inhumanos! —gritó—. ¿Cómo podéis hacer una cosa así? ¿Cómo podéis?
—Ve a quejarte al mayor —le contestó el soldado, pero su voz le pareció de pronto extrañamente
distante, como amortiguada por una capa de algodón que se interponía entre ella y él. Beatrice vio
que Julien lanzaba una mirada llena de tristeza y odio, y enseguida otra para ella de una muda gratitud
por el coraje con que se había opuesto a la orden de Erich. Esa mirada le provocó un sentimiento
curioso y raro que no supo explicar. Pero antes de que pudiera pensar en ello, la capa de algodón la
cubrió, se introdujo por la boca y los oídos, la estrechó cada vez con más fuerza, hasta que por fin
todo a su alrededor se hundió en una oscuridad tan negra como la noche.

Estaba en su cama y trataba de recordar lo que había pasado. Comprobó para su sorpresa que estaba
vestida y aún llevaba el uniforme de la escuela. ¿Cómo se había acostado sin quitarse el uniforme?
En ese momento, la cara familiar del doctor Wyatt se inclinó sobre ella.
—Qué bien, la señorita sigue entre nosotros. Has dormido un buen rato, Beatrice. Te habías
desvanecido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, y se incorporó de inmediato, pero entonces volvió a sentirse
mal y gimió en voz baja.
Helene, pálida, surgió de golpe desde un rincón de la habitación.
—¿Te duele algo? —preguntó.
—No. Sólo estoy mareada. Pero ya me siento mejor.
—Te daré unas gotas, las tomarás por la mañana y pronto te sentirás fuerte otra vez —dijo el
doctor Wyatt—. Has crecido un poco deprisa en los últimos tiempos, eso es todo. A veces, los años
del desarrollo le exigen demasiado al cuerpo —agregó, dirigiéndose a Helene—. Y entonces se
sufren desmayos. —Hablaba un inglés lento y pausado para que ella lo entendiera—. Y encima el
calor… Hacía mucho que junio no era tan caluroso como este año. No hay de qué preocuparse.
—Cuando se ha caído —dijo Helene—, me he puesto tan nerviosa que no sabía qué hacer.
—No ha ocurrido nada —dijo el doctor Wyatt para apaciguarla—, y tampoco creo que este
incidente se repita. —Luego cerró el maletín, miró cariñosamente a Beatrice e hizo una seña a
Helene para que no lo acompañara hasta la puerta—. No se moleste. Conozco el camino. Quédese
aquí con la paciente.
—Qué hombre tan amable —dijo Helene una vez que el médico abandonó la habitación—.
Menos mal que lo hemos encontrado enseguida. —Tenía aspecto de estar agotada y extremadamente
inquieta.
«Ahora volverá a hacer un drama», pensó Beatrice.
—Una vez en la cocina has recuperado el sentido —le explicó Helene—, pero no podías
levantarte. Pierre trató de subirte a cuestas por la escalera, pero se sentía demasiado débil… Ha
tenido que ayudarlo el guardia… —Tragó saliva.
—Ya me siento bien —dijo Beatrice—. En los últimos tiempos he tenido mareos, pero nunca tan
fuertes como el de hoy.
—Cuando hemos llegado arriba, te has quedado dormida enseguida. Luego he llamado al doctor
Wyatt, y por suerte ha venido enseguida. —Suspiró—. He temido por ti. Pero al parecer el doctor
Wyatt cree que es normal a tu edad. ¡Madre mía, qué día!
Beatrice se despertó del todo y advirtió que algo extraño sucedía. Del jardín salían voces,
exclamaciones, gritos. Se oían portazos, coches que iban y venían. Y en medio de todo aquello, unos
perros que ladraban enfurecidos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Beatrice—. ¿Qué es ese ruido?
—Ahora no debes preocuparte por eso —contestó Helene. Tenía un aire inquieto y sobresaltado
—. Te lo explicaré mañana.
Esas palabras le hicieron aguzar aún más el oído.
—No. Lo quiero saber ahora. Me siento bien, de verdad. No me desmayaré, cuentes lo que
cuentes.
—Ah —dijo Helene—, Erich está terriblemente furioso… Pero yo no puedo hacer nada. Ha
sido… ha sido simplemente un accidente… te has desmayado y algo teníamos que hacer… no
podíamos dejarte tirada y…
—Helene —la interrumpió Beatrice—, ¿qué ha pasado?
Helene la miró a los ojos.
—Julien se ha escapado —dijo en voz baja—, en medio de todo el jaleo ha conseguido fugarse.
Ha desaparecido sin dejar rastro.

La fuga del francés representaba una afrenta personal para Erich, y durante semanas recurrió a todos
los medios para encontrar a Julien y traerlo de vuelta. Desplegó las tropas de ocupación por toda la
isla con la orden de «¡buscar hasta debajo de las piedras!».
La policía secreta, que tal vez reclutaba a sus mandos entre las filas de la Gestapo, allanó casas
en todas las ciudades y aldeas. Los habitantes de la isla fueron sacados de sus camas en plena noche
y debieron contemplar cómo los policías ponían todo patas arriba, dejaban sus casas en el más
absoluto desorden y los interrogaban bruscamente con voz marcial. Si los invasores se habían
esforzado hasta entonces por preservar cierta armonía con la población local y no se caracterizaban
por atormentarla en demasía, ahora en cambio mostraban esa cara de la que presumían hacía ya
tiempo en otros países ocupados: dejaban ver lo peligrosos, desconsiderados y brutales que podían
ser. Al principio habían sido adversarios con los que se debía, y hasta se podía, llegar a un acuerdo.
Pero ahora demostraban que eran los enemigos.
A Julien parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
—¡Seguro que lo están ayudando! —gritó Erich—. Si no, ¿cómo diablos puede sobrevivir? Claro
que también puede estar oculto en una maldita cueva junto al mar, allí nunca lo encontraremos, pero
¿qué comerá? ¡No escapará!
—Quizá ha abandonado la isla —conjeturó tímidamente Helene—. Alderney no queda muy lejos
y…
—Tonterías. En Alderney lo tendría aún más difícil. Allí no queda ya población británica,
nuestra gente está por todas partes. A lo mejor en Jersey… —Erich cayó en sombrías cavilaciones, y
de repente golpeó la mesa con el puño; todos se sobresaltaron—. ¡Necesitaría más suerte que
sensatez para salirse con la suya! Nadie abandona así como así esta isla en bote. Está repleto de
puestos de guardia. Las noches son claras, se le vería desde lejos. ¡Sería una locura arriesgarse a
eso!
El mismo día de la fuga de Julien, los soldados se llevaron a Pierre. Estaba pálido como la
muerte cuando lo trasladaron. Beatrice estaba preocupadísima por él, y por la noche le preguntó a
Erich qué le había pasado.
—Están interrogándolo —fue su respuesta—. Es posible que esté al tanto de los planes de Julien
y conozca el sitio donde se encuentra.
—No creo que lo sepa —se entrometió Helene— porque seguro que Julien no planeó nada.
Aprovechó el momento de confusión que había aquí por lo de Beatrice. Y eso no pudo haberlo
previsto.
Erich lanzó una mirada hosca a Beatrice.
—Si no supiera que eres demasiado lista para hacer una tontería así, podría incluso sospechar de
ti, Beatrice. Pero tú no te atreverías a eso, ¿verdad?
—¡Yo no he intervenido en esa fuga! —dijo Beatrice, indignada.
Al cabo de una semana, trajeron de vuelta a Pierre, que se reincorporó al trabajo. Le habían roto
la nariz, tenía un ojo morado y algo le habían hecho en la pierna derecha, porque cojeaba y arrastraba
el pie. Volvieron a darle agua y comida, pero Erich le asignó una ración tan pequeña que
seguramente Pierre no aguantaría durante mucho tiempo los rigores del trabajo. Ahora le tocaba
construir él solo el jardín de piedras, además de ocuparse de la casa y del resto de la finca. Erich
parecía decidido a que nadie le echara una mano. Pierre debía expiar la fuga de Julien.
—¿Qué te han hecho? —le susurró Beatrice mientras le daba un vaso de agua por la puerta de la
cocina.
Pierre bebió el agua en rápidos sorbos.
—Han torturado —murmuró en su torpe inglés—, pero yo no decir nada. No saber nada. ¡Ni idea
dónde está Julien!
Beatrice le preguntó a Erich qué le pasaría a Julien si lo capturaban. La respuesta de Erich no
dejó lugar a dudas:
—Lo matarán de un tiro.
Erich no pudo continuar la búsqueda con el mismo celo con que la había iniciado, pues no podía
disponer de tantos hombres durante mucho tiempo, pero hizo imprimir requisitorias y las repartió por
toda la isla.
—En algún momento alguien lo verá —dijo con aire torvo—, y quizá sea alguien dispuesto a
colaborar con nosotros.
En la isla había muchos británicos con esa disposición. El número de denuncias, la mayoría
anónimas, era asombrosamente alto. Muchas de ellas eran por tener aparatos de radio. Aunque
estaban prohibidos, no pocos se habían negado a obedecer la orden. Además, florecía el mercado
negro, gracias al cual se evitaban las restricciones de los bonos alimentarios, y también por este
motivo había denuncias. Así pues, Erich esperaba que tarde o temprano un vecino o un antiguo
enemigo denunciara a quien hubiera ofrecido refugio a un fugado.
Durante las últimas semanas de junio, los alemanes invadieron Rusia. En la escuela se hablaba de
eso con inquietud. La maestra de alemán anunció que sus compatriotas avanzaban a pasos
agigantados hacia la victoria final. A los alumnos les mostró en el mapa lo grande que era Rusia.
—Podéis haceros una idea de lo poderosa que será Alemania cuando todo eso sea nuestro —dijo
con orgullo, como si fuera ella misma quien dirigiera las operaciones—. Después, no habrá pueblo
en la tierra que se resista.
A Beatrice le pareció que, comparada con Rusia, Alemania parecía pequeña en el mapa, y pensó
que era realmente temerario por parte de Hitler competir con un adversario tan poderoso. Pero luego
vio todas las áreas sombreadas de Europa, que indicaban los territorios conquistados por Alemania,
y suspiró desanimada. Los nazis ya habían logrado mucho. Quizá su orgullo estuviera justificado. En
algún momento llegarían a dominar el mundo y en todas partes y por los siglos de los siglos habría
soldados haciendo sonar sus botas, se conduciría por la derecha en vez de por la izquierda, se
hablaría alemán y la bandera con la esvástica flamearía en lugar de la Union Jack. Pero al menos así
volvería a vivir con Andrew y Deborah.
Pasó el verano, muy caluroso y de gran sequía, sin que Julien diera señales de vida. Su fuga
implicó también una ruptura en la relación entre Erich y Beatrice: ella dejó de ser su confidente. Él
sabía, porque Beatrice no se esforzaba en disimularlo, que ella tomaba partido por Julien y esperaba
que no lo encontraran nunca. Si bien ella nunca había sido simpatizante de Erich ni de los nazis, y su
corazón estaba con los vencidos, no con los vencedores, aún no se había dado una situación en la que
sus simpatías se pusieran realmente a prueba. Ahora los frentes quedaban definidos. Erich volvió a
ser consciente de que había ocupado la casa en que vivía Beatrice y que ella no lo había aceptado
por propia voluntad. Ella era una rival, y en su condición de rival le había revelado demasiado de su
intimidad. Él entonces mantuvo las distancias, evitó su proximidad, no entabló ninguna conversación
que implicara algo más que el mínimo intercambio de información. Beatrice sentía cómo fijaba su
mirada en ella, cómo de vez en cuando le clavaba la vista y debía contenerse para no hablar de sus
problemas como antes. No tenía buena cara y bebía demasiado alcohol; a menudo empezaba ya por la
tarde, en cuanto regresaba a casa. El calor hacía el resto, y no tardaba en venirle sueño. Beatrice
estaba encantada de cenar a solas con Helene, mientras Erich roncaba en el sofá o se iba a acostar. Y
aunque Helene también la sacaba de quicio, al menos no era hostil. Ella se lamentaba y se quejaba,
pero no atacaba a nadie.
«¿Acaso alguno de los dos se ha preguntado alguna vez por mis problemas?», se decía Beatrice
con amargura.
Ella solía hablar con sus padres cuando algo la preocupaba, y si no quería hablar con ellos, iba a
casa de Mae. Pero ahora no tenía modo de llegar realmente a Mae. Se sentía varios años mayor que
su amiga, había pasado por muchas cosas y aún le quedaban otras muchas por vivir, pero Mae no
tenía ni idea de eso. Igual que ella, Mae también tenía que vivir bajo la ocupación alemana y sufrir
las profundas alteraciones de su vida cotidiana, pero al menos seguía bajo la protección de su
familia, tenía padre y madre que se ocupaban de ella, y era, a su entender, una niña ingenua. Ella, en
cambio, padecía la ocupación alemana en carne propia. A ella sí la habían separado de sus padres y
no sabía cuándo volvería a verlos. De la noche a la mañana, le habían arrancado su vida de cuajo y
ahora tenía que apañárselas en una situación muy distinta. Al lado de Mae, se sentía como una señora
mayor. Mae se reía a carcajadas y adoraba a un chico de St. Martin que no le hacía caso, pero del
que hablaba siempre llena de entusiasmo. Beatrice reaccionaba entre molesta y aburrida. Sentía que
nadie la comprendía.
Los alemanes entraron en Rusia sin hallar resistencia. Todas las noches Erich anunciaba nuevos
avances y nuevas victorias.
Las islas del Canal se convirtieron cada vez más en fortificaciones, en una especie de muralla de
avanzada para proteger la costa francesa. Las fuerzas de ocupación seguían llevando material desde
Francia para construir nuevos tramos de vía y reactivar las vías en desuso. Por todas partes surgían
muros, torres, pasajes subterráneos. Por las calles se veían columnas de trabajadores forzados,
figuras desharrapadas y hambrientas con ojos de miedo y desesperación. Desde que Hitler había
declarado la guerra a Rusia, habían traído muchos prisioneros rusos a las islas. Entre la población
local circulaban rumores sobre espantosos malos tratos y ejecuciones sumarias, sobre gente que
sucumbía al hambre o al agotamiento y que, sin asistencia médica, vegetaba o moría en sucias
barracas. Se decía que en Alderney estaban construyendo un campo de concentración para traer a los
judíos del continente. La situación general parecía agravarse. Los invasores estaban más nerviosos y
por lo tanto se hacían más peligrosos.
—Los alemanes en Rusia confían demasiado en sus fuerzas —dijo el doctor Wyatt una vez que
Mae invitó a cenar a Beatrice a su casa. Conversaban en el pequeño y acogedor comedor familiar—.
Por ahora les va bien, pero le están haciendo la guerra a un adversario demasiado poderoso, y ya
empiezan a sentir que las cosas se les complican.
Llegaban noticias de violentos bombardeos en Londres, y muchos isleños temían por la suerte de
los parientes que vivían allí. Seguían sin contacto ni comunicación de ningún tipo con Inglaterra, pero
siempre se filtraba alguna que otra noticia, un rumor o un comunicado.
«La gente en Londres no puede dormir», se comentaba. «Por la noche tienen que refugiarse en los
sótanos, pues sufren constantes ataques nocturnos. Por todas partes se ven edificios destruidos y
casas incendiadas. A los niños los envían al campo. Al parecer, hay muchas víctimas.»
«Ojalá mamá y papá también estén al campo», pensó Beatrice.
Erich pasaba cada vez con más frecuencia unos días en Francia, a veces incluso se iba por una o
dos semanas, y no les contaba nunca a Helene ni a Beatrice lo que hacía allí. Helene suponía que
supervisaba el transporte de los materiales de construcción a las islas, sobre todo el hormigón. En
todo caso, a Beatrice la vida le parecía mucho más desahogada cuando él no estaba. Podía ir con más
frecuencia a casa de los Wyatt, pues, a pesar de que ya no tenía muchas cosas en común con Mae,
prefería pasar una tarde junto a la familia inglesa del médico que con Helene y sus eternos lamentos.
Helene procuraba siempre que se quedara con ella, pero no se lo prohibía, como hacía Erich.
Beatrice se movía con mayor libertad y a veces incluso se quedaba a dormir con los Wyatt si se
hacía demasiado tarde, porque Helene tampoco podía pedirle que anduviera por ahí después del
toque de queda.
Durante el otoño y el invierno, las depresiones de Erich se intensificaron hasta alcanzar su punto
álgido el 24 de diciembre, el día de su cumpleaños. Había que celebrar la Navidad según la
tradición alemana, una auténtica Nochebuena, con abeto, luz de velas y espumillón. Pierre y Will
pusieron el árbol en la sala de estar, y Helene y Beatrice empezaron a decorarlo por la tarde. Erich
desapareció en su dormitorio y no se dejó ver durante horas, hasta que Helene se intranquilizó y le
dijo a Beatrice que subiera a buscarlo.
—Al fin y al cabo, es su cumpleaños, y aún no ha abierto los regalos; además ya es hora de cortar
el pastel. Dile que baje…
—¿Por qué no se lo dices tú?
Helene parecía un conejo asustado.
—No sé… Es que el día de su cumpleaños siempre es muy crítico para él… ¿No podrías tú…?
«Es su marido —pensó Beatrice con amargura mientras subía la escalera—, ¿por qué me manda
siempre a mí cuando hay que hablar con él?»
Erich no respondió cuando golpeó a la puerta, pero, como no estaba cerrada, decidió entrar.
Sintió enseguida un olor penetrante a alcohol; toda la habitación estaba impregnada de ese vaho que
se unía a un desagradable olor a sudor. Erich estaba junto a la ventana contemplando el prematuro
crepúsculo del invierno que ya se cernía sobre el jardín y que a cada minuto que pasaba se hacía más
negro y sombrío. Todas las lámparas estaban apagadas; sólo se distinguía el contorno de los muebles
en la habitación.
—¿Beatrice? —preguntó sin girarse—. ¿Eres tú?
—Señor, queríamos saber si pensaba bajar. Helene quiere cortar el pastel.
—¿No es una estación horrible? —No le contestó a su pregunta ni se dio la vuelta—. Tan oscura,
tan fría… ¿Te has dado cuenta de que el cielo no ha estado claro en todo el día? Sólo unas nubes
grises y pesadas. Un día que no aclara. La oscuridad de la mañana pasa a ser la oscuridad de la
noche. Y entre medias, nada.
—Señor…
—¿Has pensado alguna vez en la importancia que tiene en la vida de un hombre la estación del
año en que vino al mundo? ¿Si nació en la clara y cálida, o en la oscura y fría? ¿Crees que eso puede
influir en su vida?
—Realmente creo que no.
—Tú naciste a principios de septiembre, Beatrice. Es el final del verano, el mundo parece
resurgir y está lleno de fragancias, cada día que pasa se pone más fogoso y colorido. Viniste al
mundo y te recibió con luz y belleza. Seguramente pensaste que habías llegado al paraíso.
Hablaba con cierta torpeza, hacía largos intervalos entre las palabras y le costaba un poco
concentrarse, pero era evidente que había meditado mucho sobre esa idea y ahora la formulaba.
—Yo nací en la época más oscura de todas —continuó—. El veinticuatro de diciembre. El
veintiuno de diciembre es el día más corto del año. El veinticuatro no es mucho mejor. En realidad,
ni siquiera es un día. Es una noche ininterrumpida.
Fuera, más allá de la ventana, la oscuridad se espesaba. A Beatrice le costaba hacer cualquier
comentario a sus palabras.
—Por eso es Navidad —dijo ella finalmente—, porque es algo muy especial.
Erich se rio, con aire lúgubre y atormentado.
—Oh, sí —dijo—, es algo muy especial. Este maldito veinticuatro de diciembre es tan especial
que a nadie se le ocurre nunca que en un día como ése pueda haber otra cosa que el nacimiento de
Jesús. El mío, por ejemplo. Eso nunca le ha importado a nadie.
Por fin se giró. Beatrice reconoció a duras penas los rasgos de su cara gris, vieja y cansada.
—Nunca he sido importante para nadie. ¿Sabes lo que solía decirme mi madre? «Erich», decía,
«aquella Navidad me la estropeaste por completo. Todos estaban bajo el abeto y festejaban. Yo, en
cambio, tenía que estar en la cama para traerte al mundo. ¿No pudiste haber escogido otro día?».
—Eso lo decía en broma —comentó Beatrice.
—Claro que lo decía en broma. Pero nunca una broma es sólo una broma, ¿entiendes? Siempre
contiene una pizca de verdad. Esa Nochebuena de mil ochocientos noventa y nueve mi madre
realmente pensó: «¡Maldición! ¿Por qué justo hoy? ¿No habría podido venir el muy pilluelo un poco
antes o un poco después? ¿Por qué justamente hoy?»
—Eso nadie lo puede elegir —dijo Beatrice en tono pragmático. Como siempre que conversaba
con Erich, sintió los primeros síntomas de jaqueca. Era como si algo le obturara el cerebro. ¿Por qué
no arreglaba de una vez los problemas que él tenía consigo mismo?
La miró fijamente.
—Mi vida es tan oscura como el día en que nací.
—¿No quiere bajar conmigo?
—Bajaré más tarde —dijo, y volvió a mirar por la ventana.
No apareció para la cena. Helene y Beatrice tomaron solas la ensalada de arenque y el vino.
Helene estaba nerviosa y tensa.
—Todos los años, este día es un drama —dijo, mientras jugueteaba inquietamente con el anillo
de la servilleta—. No sé exactamente cuál es su problema. Supongo que el hecho de que sea un año
más viejo.
—O el hecho de que no sea el centro de atención —replicó Beatrice.
Erich bajó cuando Helene y Beatrice acababan de decidir que se iban a dormir. Las velas en el
arbolito ya se habían consumido, habían recogido la mesa y en la sala reinaba una atmósfera de
somnolencia. El vino había achispado a Beatrice; era la primera vez que bebía alcohol. Le resultaba
difícil concentrarse en las cosas que la rodeaban.
Erich estaba muy ebrio y de un humor exaltado. Beatrice supuso que había tomado pastillas para
levantarse el ánimo. No quiso comer, pero lamentó que las velas del árbol se hubieran extinguido, así
que Helene fue a buscar más velas, las colocó en sus soportes y las encendió de nuevo. Erich dijo
que debían cantar todos juntos «Noche de paz», pero al final cantaron solamente Helene y él porque
Beatrice no conocía la letra en alemán. Luego Erich se plantó en medio de la sala y comenzó a dar
una conferencia sobre la guerra, con palabras altisonantes, gestos exagerados y miradas repletas de
dramatismo. La victoria final estaba al alcance de la mano, el Führer estaba a punto de mostrarse al
mundo en toda su grandeza, la raza superior iba a barrer a todos los individuos inferiores de la tierra.
Erich lanzó una consigna tras otra, con voz ronca y ebria, pero con un curioso aire de falsedad en su
mirada y en sus gestos.
«No cree nada de lo que dice —pensó Beatrice—, no hace más que decir frases hechas porque
no quiere reflexionar. Pero es absurdo lo que dice, y él lo sabe.»
—Me voy a dormir —dijo ella, y cuando se disponía a levantarse, Erich la empujó contra la
silla.
—Siéntate. Aún no he terminado.
Siguió hablando, y al mismo tiempo abrió una botella de vino y les sirvió más a Helene y a
Beatrice, aunque no querían. Él bebía una copa tras otra. Sus palabras se hicieron cada vez menos
claras, las frases eran inconexas y no hacían sino repetir lo que la maquinaria propagandística nazi
producía todo el tiempo.
Las velas ardieron nuevamente hasta que se apagaron del todo. Erich ya no seguía de pie, sino
que estaba sentado, aferrado a la mesa, y anunciaba a los cuatro vientos que su nombre era Erich
Feldmann y que nadie podía evitarlo.
—Quizá deberíamos llevarlo arriba —dijo Beatrice.
Erich no se resistió cuando lo cogieron de ambos brazos y lo llevaron escaleras arriba. Trató de
hablar, pero ya no consiguió decir una sola palabra con claridad. Una vez en el dormitorio, Helene y
Beatrice lo arrastraron hasta la cama, donde se estiró y se quedó dormido en el acto.
—Mañana se sentirá fatal —dijo Helene entre suspiros—. ¡Me pregunto si alguna vez será
posible pasar una Navidad con él que no sea terrible!
A Beatrice le parecía que todos los días con él eran terribles, pero no dijo nada. Lo único que
deseaba era paz y tranquilidad, y echó en falta más que nunca a Deborah y Andrew.

A la mañana siguiente, Beatrice se despertó muy temprano, a pesar de haberse acostado tan tarde.
Por la ventana ya se veía que el día era frío y neblinoso, oscuro y gris. Recordó lo que había dicho
Erich sobre esa época del año, y por un instante creyó sentir el horror que lo asaltaría cuando abriera
los ojos y viera la niebla. Pero luego recordó que era 25 de diciembre y que en otros tiempos ese día
le parecía hermoso, a pesar del frío y de la niebla. El fuego de la chimenea calentaba la sala de estar,
la casa olía a café y a huevos con tocino, y ella se arrodillaba sobre la alfombra en su albornoz para
abrir los regalos. Era un día en que se sentía envuelta por el amor y la calidez, y en que escuchaba
los villancicos que Deborah tarareaba en voz baja.
Se levantó, se vistió y bajó la escalera, pero la escena con que se encontró en el comedor era
muy poco acogedora: había un olor a vela vieja en el ambiente, y sobre la mesa estaban aún los
vasos y las botellas vacías, vestigios del exceso de alcohol al que Erich se había entregado la noche
anterior.
De pronto, sintió que no soportaría quedarse esa mañana en casa, con Erich y Helene. Él no
tendría consuelo, estaría demasiado triste. Así que se puso el abrigo, salió a hurtadillas y se dirigió a
casa de Mae.
El aire era frío y húmedo, y la niebla sólo dejaba ver a unos metros de distancia. La escarcha
plateada cubría los prados a izquierda y derecha del camino. De vez en cuando se colaba un hilo de
sol entre las capas de niebla y se posaba un instante sobre los muros y la hierba. No se oía un solo
sonido. El silencio más absoluto envolvía la isla, y la niebla parecía haberse tragado toda la vida.
Beatrice sintió un escalofrío y supo que no sólo tiritaba de frío.
A la salida del pueblo surgió ante ella la acogedora casa de los Wyatt, con sus muchas ventanas
escalonadas y árboles frutales en el jardín. No había ninguna luz encendida, lo cual inquietó a
Beatrice. ¿Estarían durmiendo todavía? Pero las tiendas ya habían abierto y, tras un instante de duda,
golpeó con la aldaba de bronce de la puerta.
No hubo respuesta. Volvió a intentarlo, pero de nuevo no hubo más que silencio. Rodeó la casa,
se acercó a la puerta de la cocina y espió por el cristal. Entonces vio a Julien, sentado a la mesa y
tomando café.
Él la vio en el mismo momento que ella y se puso en pie de un brinco. Durante un instante,
pareció que quería salir corriendo de la cocina y esconderse, pero luego se dio cuenta de lo absurdo
de aquella reacción. Entonces se quedó allí y los dos se miraron fijamente; Beatrice con asombro y
Julien con espanto.
Después, Julien fue hacia la puerta, quitó el cerrojo y abrió.
—¡Beatrice! —Tenía la voz ronca—. ¿Has venido sola?
—Sí. No hay nadie más conmigo. Julien… no sé lo que…
Él dio un paso atrás.
—¡Ven, pasa! —susurró, y no bien estuvo ella dentro, volvió a poner el cerrojo.
—He llamado en la puerta de entrada. —Beatrice también susurraba sin querer—. Pero como no
hubo respuesta…
—No he oído nada —dijo Julien. Se le veía muy pálido y aún no se había repuesto del susto—.
¡Dios mío, qué tontería más grande la mía estar aquí en la cocina! Podrían haber sido alemanes.
—O vecinos que podrían delatarlo —dijo Beatrice—. ¿Hace cuánto está aquí?
—Desde el tercer día de mi fuga. Primero me escondí entre las rocas de la costa, pero allí no
tenía cómo sobrevivir. El doctor Wyatt era la única persona que conocía y en quien podía confiar. Y
él me acogió enseguida.
—He estado muchas veces aquí —dijo Beatrice—, pero nunca me he dado cuenta de nada.
—Vivo en el desván. —Julien hizo una mueca—. No es el sitio ideal, pero es mejor que trabajar
para los alemanes. El doctor Wyatt quiere sacarme de la isla, pero cree que es demasiado peligroso.
Los alemanes tienen toda la costa vigilada.
—¿Mae lo sabe? —preguntó Beatrice.
Julien asintió.
—Naturalmente. No sería posible si ella no estuviera al corriente. Está claro que no ha abierto la
boca.
—Desde luego. —Beatrice estaba sorprendida. La tonta y pueril de Mae había logrado no decir
ni una sola palabra sobre algo así. Nunca lo habría creído de ella—. ¿Dónde están Mae y sus padres?
—preguntó.
—En casa de unos amigos. Los han invitado a desayunar para el día de Navidad y estarán de
vuelta al mediodía. ¿Quieres un café, Beatrice? ¡Siéntate, por favor! —Acomodó una silla para que
tomara asiento. Poco a poco parecía que se iba relajando—. He tenido que salir un momento del
desván. Allá arriba uno se vuelve loco. A veces me da claustrofobia. Me dan ganas de abrir la
ventana de un empujón y gritar, pero no puedo hacerlo, claro. —Cogió otra taza del armario, la puso
en la mesa delante de Beatrice y le sirvió café—. Toma, bebe. Estás muerta de frío.
El café caliente le hizo bien. Beatrice apretó la taza con sus dedos rígidos y sintió el hormigueo
que producía el calor.
«Qué bien —pensó— estar aquí con Julien tomando café, en vez de tener que oír las
fanfarronadas de Erich y los quejidos de Helene.»
—¿Qué hace todo el día? —le preguntó ella.
Julien puso cara de orgullo.
—Aprendo inglés. Ya lo sabía de la escuela, pero me hacía falta práctica. Ahora leo libros en
inglés, y el doctor Wyatt me ha dado también una gramática para estudiar. ¿No te parece que ya he
mejorado bastante?
—Lo habla perfecto. —Su inglés había mejorado mucho, efectivamente. Sin embargo, no había
perdido su fuerte acento francés, que a Beatrice le parecía muy divertido. Podría pasar horas
escuchándolo.
—Ya no sé si volveré alguna vez a mi país —continuó Julien—. Tal como están las cosas, no
creo que vuelva a existir una Francia no ocupada. Los alemanes se expanden como un tumor, se
multiplican rápida y brutalmente. Si alguna vez pudiera abandonar la isla, tal vez iría a Inglaterra.
Por eso quiero dominar la lengua.
Entrecerró los ojos oscuros y melancólicos, y Beatrice notó una expresión de aflicción y de
cansancio que le cubría el rostro. Tuvo la tentación de cogerle la mano, pero se abstuvo de hacerlo.
—Echa de menos su país, ¿no es así? —preguntó en cambio.
Julien asintió.
—A veces creo que voy a morirme de nostalgia: de mis padres, de mis hermanos, de mi tierra.
De mis amigos y mi lengua. Y de la libertad. —Respiró hondo—. Tu ropa y tu pelo están húmedos y
fríos, Beatrice. Yo querría beber esa humedad más que nada en el mundo. A veces siento unas ganas
irresistibles de salir corriendo al campo, trepar por los acantilados sobre el mar, andar por los
bosques y apoyar la cabeza en la tierra, sobre la hierba o en la corteza de un árbol, aspirar el aroma
de las flores o sentir el viento frío en la cara. Creo que me volveré loco si sigo aquí encerrado,
quiero volver a sentir los músculos, el cuerpo… —Movió un brazo—. Practico todos los días con
pesas. No puedo quedarme en un rincón y contemplar cómo mi cuerpo se pone cada día más flojo y
débil.
—Quizá esto no dure mucho —lo consoló Beatrice—, los alemanes no lo tienen fácil en Rusia.
Julien levantó ambas manos en el aire.
—¿Quién sabe? Hitler tiene al diablo de su parte, y el diablo es fuerte. —Luego cambió
abruptamente de tema—. ¿Cómo está Pierre? ¿Sigue con ustedes?
—Sí. Cuando usted huyó, lo interrogaron. Y lo torturaron.
—Me lo temía. No debí haber huido solo…, pero hacía mucho que lo tenía planeado. No pensaba
en otra cosa. Intenté convencer a Pierre, quería huir con él, pero tenía miedo. Decía que no se atrevía
a hacer algo así. Por lo tanto, decidí hacerlo yo solo.
—Ahora está bien —dijo Beatrice—. En invierno no hay mucho que hacer. Le racionan la
comida, pero en general lo tratan bien.
Julien asintió, absorto en sus pensamientos. Luego empezó a recorrer con mirada impaciente la
cocina.
—Debemos tener mucho cuidado —dijo enérgicamente—. ¿Estás segura de que nadie te ha
seguido?
—No, nadie. Y tampoco se lo contaré a nadie. Sólo espero… —No concluyó la frase, sabía que
Julien había adivinado lo que pensaba. Las redadas y los allanamientos estaban a la orden del día en
la isla, y podían tocarle al doctor Wyatt como a cualquier otro. Julien estaba en peligro día y noche.
—Lo resistiremos todo —dijo, con un movimiento de la mano que abarcaba la pequeña cocina y
toda la isla—. Todo. La guerra, los alemanes, este maldito embrollo.
Julien sonrió. Un rayo de alegría iluminó sus gestos sombríos y le hizo parecer otra vez el joven
que en realidad era.
—Este maldito embrollo —repitió—. Estoy convencido de que lo lograremos.

La fortuna de los alemanes en la guerra empezó a virar drásticamente en la primavera de 1942, y, a


pesar de los esfuerzos de las tropas de ocupación por censurar las noticias y difundir su propia
propaganda, la población de la isla sabía lo que pasaba en los frentes de todo el mundo: casi no
había hogar donde no escucharan en secreto la BBC. Los rumores corrían de pueblo en pueblo y de
casa en casa. En Rusia, el panorama era poco alentador para los nazis, se comentaba, y la población
alemana sufría durante la noche los bombardeos ingleses. Unos decían que Norteamérica entraría en
guerra y otros aseguraban que eso nunca sucedería. Había quienes afirmaban que Churchill planeaba
una invasión por tierra, y otros, en cambio, opinaban que eso era absurdo, porque no tenía suficientes
tropas para movilizar. La moral estaba alta, y aunque nadie podía decirlo con certeza, parecía que la
guerra había entrado en una nueva fase: de una manera aún vaga, el aura victoriosa de los alemanes
había languidecido. Los nazis creían que nada ni nadie los detendría, y ahora todo el mundo lo ponía
en duda. Los alemanes demostraban que eran vulnerables.
—Hasta ahora, la fortuna les ha sonreído a ellos —decía el doctor Wyatt—, pero nadie es
afortunado de por vida. Siempre hay altos y bajos. Para los nazis y para el resto de nosotros.
Beatrice pasaba ahora más tiempo con sus amigos, pues Erich seguía yendo al continente y
Helene, aunque procuraba que se quedase en casa, no se atrevía a prohibírselo. Beatrice sentía que
Mae estaba celosa de Julien; hasta ese momento había sido ella la única no adulta que conocía el
escondite de Julien, pero ahora Beatrice también lo sabía. Además, su amiga pasaba más tiempo en
el desván que charlando con ella, o simplemente yendo de paseo. Conversaba durante horas con él, le
tomaba lección de las palabras que aprendía en inglés y ella estudiaba francés. Él le leía libros de
Víctor Hugo y le contaba que el poeta había vivido mucho tiempo en Guernsey.
—Sigue leyendo —le pedía ella, a quien la historia del campanero Quasimodo de El jorobado de
Notre Dame le parecía tan fascinante que no quería interrumpir ni por un instante la lectura.
—Creo que pronto no me reconocerás —se quejó un día Mae, ofendida, cuando Beatrice llegó de
visita, la saludó fugazmente y subió al desván—. ¡Ya ni te fijas en mí!
—Le he prometido a Julien que… —empezó a decir Beatrice, pero Mae gritó:
—¡Julien! ¡Julien! ¡Julien! ¡No piensas en otra cosa! ¿Sabes lo que creo? ¡Que estás enamorada
de Julien, eso es! ¡Estás perdidamente enamorada y por eso corres todo el día tras él!
—Vaya, hacía tiempo que no decías tantas tonterías juntas —le contestó Beatrice, enfadada, pero
las palabras de Mae siguieron dándole vueltas en la cabeza durante el resto del día.
«Tiene razón», pensó, y al darse cuenta de ello casi se espantó. Claro que estaba enamorada de
él, ésa era la extraña sensación que la invadía desde hacía un tiempo. Desde el día en que Julien la
miró de aquella manera, el día de su fuga, algo había cambiado en ella, pero entonces no sabía qué
era. Ahora que podía explicarlo, la curiosidad crecía en ella hasta el límite de lo insoportable. Fue a
su casa, se encerró en su cuarto y se miró en el espejo que había sobre la cómoda; entonces trató de
verse con los ojos de Julien. Delante tenía una chica alta y delgada, de brazos y piernas torpes, y una
cara estrecha y angulosa, como inacabada. Tenía los ojos un poco oblicuos —«ojos de gato», la
llamaba Helene a veces—, que miraban con seriedad y ligero escepticismo. Parecía mayor que Mae,
pensó, y ciertamente aparentaba más de trece años. No le gustaba su cabello ondulado y castaño
oscuro; era demasiado grueso, demasiado rebelde, demasiado desgreñado, en vez de fino y sedoso.
Suspiró, se giró un poco para observar su perfil, se alisó el pelo, trató de poner sonrisa coqueta,
pero no lo consiguió. No daba el tipo para ser coqueta, y supuso que nunca lo daría.
Se quedó pensando un instante. Con las puntas de los dedos tiró lentamente de los tirantes del
vestido y los desencajó de los hombros. Era uno de los vestidos veraniegos de Helene, quien lo
había arreglado para Beatrice. Sabía que le quedaba bien, por eso se lo ponía cuando iba a visitar a
Julien. El verde claro le destacaba aún más los ojos y le producía un destello castaño en el cabello.
Al menos eso es lo que decía Julien. Ella no era capaz de percibirlo, pero bastaba con que él lo
viera.
El vestido se le deslizó por la cintura y cayó por las piernas al suelo. Después, vacilante, se sacó
la camiseta de lino por la cabeza, se miró primero con timidez y luego más críticamente el torso, las
costillas, que resaltaban con claridad bajo la piel pálida, y los pechos pequeños y blancos, por los
que corrían venas delgadísimas y azuladas, y los pezones, rojos y firmes. No se quitó las bragas, le
habría dado vergüenza ante el espejo, y más aún teniendo en cuenta que estaba pensando en Julien.
Pero se vio los huesos de la cadera, que sobresalían en ángulo, y sus muslos, muy largos y lisos.
«Debería estar un poco más rellenita —pensó—, a los hombres les gusta eso, ¿no?» Se acordó de
cómo a veces Deborah se quejaba de que había aumentado de peso, y de que Andrew siempre le
decía que, por el amor de Dios, conservara cada gramo y lo cuidara, y que de ser posible aumentara
alguno.
«Tengo que poder coger algo —decía—. Si no, me quedaré con las manos vacías…» «¡Está la
niña!», le decía Deborah en voz baja, avergonzada, pero «la niña» no sólo había entendido lo que
decían, sino también la manera en que Andrew acariciaba el cuerpo de Deborah con la mirada.
«Igual que Julien —pensaba Beatrice— cuando me mira.»
Notó una extraña sensación en el estómago, una especie de escalofrío, un tirón suave y agradable.
Quizá Julien también estuviera enamorado de ella. Eso la intranquilizó, pero también la hizo feliz.
Quería decir que algo iba a cambiar en su vida, o que tal vez ya había cambiado. Pero a lo mejor se
dejaba llevar por una fantasía que no tenía sentido: ¿era realmente posible que un muchacho de veinte
años se enamorara de una chica de trece?
Pronto cumpliría catorce, se corrigió, en septiembre.
Unos días más tarde y por pura casualidad, habló con Julien sobre su cumpleaños, y él le
preguntó qué quería que le regalara. Estaban en el desván y acababan de terminar de leer El
jorobado de Notre Dame . Fuera hacía mucho calor; el tragaluz estaba abierto, pero aun así el aire
era sofocante y polvoriento. Julien había estado todo el rato nervioso, interrumpió varias veces la
lectura y anduvo de un lado a otro. Pronto iba a cumplirse un año de su fuga y su refugio en la
clandestinidad, y sólo pensar en ello le causaba espanto.
—¡Un año! ¡Un año entero! —Hablaba con acento más fuerte que de costumbre—. Hace ya un
año que estoy en esta despensa, encerrado como un animal en una jaula, y nada ha cambiado. Los
alemanes siguen aquí, mi país está ocupado, igual que estas islas. ¡Pueden pasar años, décadas! ¡Voy
a pasarme la vida en este desván!
Llegará un momento en que ya ni desearé que mi vida sea diferente, porque no seré capaz de
llevar una existencia fuera de aquí. Uno desaprende la vida, ¿sabes? Y quizá los alemanes se retiren
cuando yo sea viejo, y cuando salga me encontraré un mundo que no se parecerá en nada al que
conocí.
—Todos dicen que los alemanes dejarán muy pronto de ganar batallas.
—Eso nadie lo sabe. Puede pasar cualquier cosa. Y mientras tanto, se me va el tiempo. Yo sigo
aquí y nadie me ayuda. ¡Nadie!
Más tarde volvió a calmarse y siguió leyendo, pero no se podía concentrar y hablaba tan deprisa
que a Beatrice le costaba entenderlo. Por fin cerró el libro, la miró a los ojos y le preguntó cuándo
era su cumpleaños y qué quería que le regalara.
—No lo sé. Falta mucho todavía.
—No importa. Quiero saber qué regalo te gustaría.
Ella se puso a pensar.
—Me gustaría el libro —dijo—, la historia del campanero de Notre-Dame.
Julien lo puso de inmediato sobre la mesa.
—Aquí tienes. Es tuyo. Claro que debes tenerlo, es tu primera novela en francés. Pero este libro
viejo y descuadernado no es un verdadero regalo de cumpleaños.
Beatrice se preguntó qué otra cosa pensaría regalarle, si no tenía nada. Ni la ropa que llevaba era
suya, sino del doctor Wyatt.
—Es un regalo maravilloso —dijo ella.
—No, no —replicó Julien, que se puso en pie y volvió a pasearse en círculos por el desván.
Tenía una expresión tensa en el rostro. De repente se detuvo—. Tengo una idea —anunció—. No
puedo hacerte ningún regalo, pero sí podemos hacer algo especial el día de tu cumpleaños.
Pasaremos la noche junto al mar. Pasearemos por los peñascos, nos sentaremos en la arena y
dejaremos que la luna nos ilumine, y hasta quizá podamos bañarnos en el mar y…
Beatrice se rio.
—No es posible. Sería demasiado peligroso.
—Claro que es posible. Tendremos cuidado y nadie nos verá.
—Pero no se puede salir con el toque de queda. Los barcos alemanes patrullan la costa. Nos
descubrirían enseguida. Las noches a principios de septiembre no son tan claras como ahora, pero…
—¿Pero?
—No deberíamos hacerlo —dijo sin convicción.
Julien dio dos pasos y se paró delante de ella, la levantó de la silla y la cogió en brazos. Nunca
lo había sentido tan cerca.
—Deberíamos hacerlo —dijo en voz baja—. No tiene sentido vivir paralizados por el miedo.
¡Hagamos por una vez algo descabellado, salvaje, peligroso!
Ella seguía meneando la cabeza, pero ya había dado su consentimiento. Y aunque se muriera de
miedo, sería mejor que pasar la noche en casa, mirando por la ventana el cielo oscuro, oyendo los
sonidos en la hierba y en las ramas de los árboles y pensando en lo que habría podido ser de haber
tenido más valor.
3
—Se convirtió en mi amante la noche que cumplí catorce años y lo fue durante unos años más —
dijo Beatrice—. Estaba convencida de que nunca volvería amar a nadie como a él. A esa edad el
amor es algo horriblemente intenso, una no tiene los pies sobre la tierra. Lo único que hacía era
pensar en Julien, día y noche. A veces me decía a mí misma que tenía que preocuparme más por mis
padres, y entonces me sentía culpable. Pero no servía de nada. Estaba enamorada de Julien y me
sentía inmensamente feliz. A pesar de la guerra y de todo el horror. Me sentía subyugada por el amor.
—¿Y nadie los vio aquella noche? —preguntó Franca.
Beatrice meneó la cabeza.
—Era una noche clara. Anduvimos sobre las rocas y seguramente podrían habernos visto desde
lejos. Pero de alguna manera teníamos la suerte de nuestro lado. No sucedió nada. Los alemanes nos
dejaron en paz hasta el amanecer.
—Una historia muy romántica —dijo Franca, a lo que Beatrice respondió:
—A veces creo que los tiempos más difíciles son los que provocan las historias románticas. Uno
se atreve a dar más de lo que después recibe.
Seguían sentadas en la cocina. Ya eran más de las doce y había comenzado a llover. La lluvia de
abril producía un constante murmullo al caer sobre la tierra. El mensajero había traído las pizzas, y
ahora quedaban las cajas de cartón vacías sobre la mesa, mientras en la cocina había un olor a queso
fundido, tomate y orégano. Beatrice encendió las velas, que alumbraron el último resto de vino tinto
de las copas. Reinaba una atmósfera de familiaridad y afecto, de gran intimidad, una sensación
completamente nueva para Beatrice y Franca. En las últimas horas había surgido entre ellas esa
calidez tan particular y desinhibida que sólo se produce entre las mujeres. No las perturbaba el hecho
de ser de diferentes generaciones. Se entendían bien.
—A veces me pregunto si Julien de veras me amaba —continuó Beatrice—, quiero decir, con la
misma entrega y capacidad de sacrificio con que yo lo amaba a él. Pienso que para él yo era su
conexión con la vida. Se sentía como enterrado, alienado, y a menudo perdía las esperanzas. Cuando
me cogía en sus brazos, cuando nos amábamos, volvía a ser el muchacho que hacía el amor con una
chica. Volvía a vivir. Quizá cualquier otra chica habría sido igual para él.
—También tuvo a Mae, y sin embargo la eligió a usted —intervino Franca—. Tuvieron medio
año para que surgiera algo entre ellos, y no sucedió nada.
—No, con Mae no. Pero ella, al contrario que yo, era una verdadera niña. Además, era la hija de
las personas que le daban refugio, que se arriesgaban muchísimo por él. Acostarse con ella, siendo
tan joven, le habría causado a Julien un remordimiento insoportable. Nunca lo habría hecho.
—Usted también era muy joven.
—Cumplí catorce nuestra primera noche. ¿Acaso las chicas de hoy en día no empiezan aún más
jóvenes? En aquel entonces era ciertamente inusual. Pero… —Beatrice alzó los hombros—, pero las
circunstancias no daban pie a otra cosa. Al menos eso nos pareció a nosotros.
—¿No tenía miedo de quedarse embarazada?
—Por supuesto. Todo el tiempo. Intentábamos ser precavidos. Al final tuvimos suerte. No pasó
nada en todos esos años.
—¿Y los Wyatt no se dieron cuenta de nada?
—Ya se habían habituado a que yo pasara horas allí arriba. El doctor Wyatt estaba de todos
modos muy poco en casa. Además, la portezuela que comunicaba con el desván estaba cerrada y
dejábamos la escalerilla dentro. Eso era siempre así, por si de golpe había una redada. Si Mae o su
madre querían algo de nosotros, tenían que dar una señal y entonces les abríamos la portezuela y
bajábamos la escalerilla. No había visitas por sorpresa.
—Aun así, habría sido natural que la señora Wyatt sospechara algo. Un muchacho con una
chica…, tantas horas los dos solos…
—La señora Wyatt estaba muerta de miedo con lo de Julien. Creía que ella y su familia estaban
continuamente en peligro. Me da la impresión de que no estaba para preocuparse por mi virginidad.
Hace dos años fui a visitarla al geriátrico de Londres donde está internada y hablamos sobre
aquellos tiempos; era evidente que no sospechaba nada. Es probable que incluso se sintiera contenta
de que le hiciera un poco de compañía a Julien, para que se distrajera y no pasara el tiempo
maquinando planes de fuga. Porque, si bien hubiera preferido por un lado que estuviera lo más lejos
posible, al mismo tiempo estaba convencida de que si se fugaba no tardarían en capturarlo, y
entonces ellos también caerían. Estaba siempre muy pálida y abatida.
—Y Mae…
—Con Mae las cosas se pusieron más difíciles. Sospechaba que ocurría algo, pero no tenía
ninguna prueba. Nuestra amistad entró en crisis, y la verdad es que fue por mi culpa. No me ocupaba
lo más mínimo de ella. Debió de sentirse muy herida.
Franca cogió la botella de vino y se sirvió otra copa. Ya había bebido demasiado. Sentía una
agradable ligereza y tenía la impresión de que lo mejor sería no seguir bebiendo. Pero esta vez no
tuvo mala conciencia de pensar que era demasiado. De todos modos, no había bebido como en las
últimas semanas, sola en casa delante del televisor: frustrada, triste y con la intención de aturdirse,
aunque sabía de sobra que al día siguiente se sentiría fatal y tendría una terrible jaqueca.
Esa noche bebía porque estaba bien, porque el vino le gustaba. Se sentía protegida, cálida y a
gusto en el ambiente acogedor de la cocina. El murmullo regular de la lluvia la hacía sentirse en casa
y le devolvía la calma. En algún lugar, aún de manera medio inconsciente, empezaba a tener la
esperanza de que la vida podía ser bella.
—La que realmente desconfiaba era Helene —continuó Beatrice. Se había encendido el vigésimo
cigarrillo de la noche, y lo fumaba con tanto placer como si fuera el primero—, y sin embargo era la
que menos sabía. Decía que me veía cambiada, que irradiaba algo que la inquietaba.
—¿Y llegó a saberlo? —preguntó Franca.
Beatrice asintió.
—Se enteró después. Una vez que acabó la guerra. Pero ya no podía hacer nada.
Hacía dos horas y media que habían oído llegar a Helene. Kevin se había despedido de ella en la
puerta, entre susurros, lo cual seguramente había hecho que se sintiera como una muchacha que
vuelve tarde a casa con su pretendiente y que debe ir con cuidado para no despertar a sus padres.
—Él sí que sabe cómo conquistarla —comentó Beatrice en tono ligeramente sarcástico.
Helene se asomó brevemente a la cocina, con un movimiento arremolinado que hizo volar la
falda de su vestido blanco.
—¿Estáis despiertas todavía? —Los ojos le brillaban. Estaba vestida, en efecto, de una manera
impropia para su edad, pero Franca reconoció por la expresión de su cara el atractivo que debió de
tener de joven—. ¡Ha sido una noche maravillosa! Kevin me ha preparado una cena sencillamente
deliciosa. Me parece que voy a reventar en cualquier momento de tanto como he comido. Primero
escuchamos música, y cuando comenzó a oscurecer, Kevin encendió todas las velas de la sala. ¡Ah,
qué bien voy a dormir ahora! —Y les lanzó un beso—. ¡Buenas noches! ¡Felices sueños! —Volvió a
desaparecer y, con una ligereza notable para su edad, subió la escalera.
—Está feliz —dijo Franca—, y eso es lo que importa.
—Kevin también debe de sentirse feliz —replicó Beatrice en tono amargo—, porque ella estará
dispuesta en cualquier momento a pagar un montón de dinero por otra noche como ésta.
Se produjo un largo silencio.
—Creo que en aquella época Helene me odiaba —dijo finalmente Beatrice. Hablaba como
absorta en sus pensamientos—. Ella estaba segura de que había algo y sabía que yo no la quería de
confidente. En su desesperación recurrió finalmente a Erich. Le dijo que yo, en cuanto encontraba
ocasión, me ausentaba de casa, y que tenía miedo de que anduviera con malas compañías. Erich se
puso hecho una furia. Pasaba tanto tiempo fuera de casa que no se había dado cuenta de nada, y ahora
se sentía engañado, traicionado y relegado. Comenzó a dar gritos y a preguntarme con quién pasaba
tanto tiempo. Le dije que iba a ver a Mae, lo cual era en cierto modo peligroso, porque Julien se
escondía en su casa, pero habría sido aún más sospechoso negar que me veía con Mae. De eso, Erich
ya estaba al tanto. Le conté que dábamos largos paseos a solas, le expliqué cuánto sufría por la
separación de mis padres y que me hallaba en un período en que buscaba la soledad. Pero creo que
no acabó de creerme. Me miró detenidamente y me dijo que me encontraba cambiada. Yo le respondí
que era porque hacía mucho que no me veía, que simplemente había crecido. «No, no. No es sólo eso
—dijo frunciendo el entrecejo—, tienes algo… ¡no me gusta! ¡No me gusta nada!»
Finalmente, me exigió que a partir de ese momento regresara a casa en cuanto acabara la escuela,
y que no saliera por la tarde. A Helene le encomendó que se cerciorara de que cumplía la orden. Yo
confiaba en poder convencer a Helene de que me dejara ir cuando Erich volviera a estar fuera, pero
resultó difícil. Estaba claro que Helene tenía un interés personal en que me quedara en casa. No
podía estar sola y se había vuelto medio loca de no tenerme a su lado.
—Entonces los encuentros con Julien se hicieron muy difíciles —conjeturó Franca.
Beatrice asintió despacio.
—Lo cual no quiere decir que fueran imposibles. Pero dejamos de vernos con la frecuencia de
antes, y el riesgo para todos aumentó. Pues cada vez que me escapaba de casa existía el peligro de
que Helene me siguiera o que, presa de su histeria, enviara a alguien a buscarme. Eso habría sido el
fin de Julien, y para los Wyatt habría sido funesto. Pienso que fue en esa época cuando empecé a
odiar realmente a Helene. Siempre me había parecido insoportable, pero la verdad es que me daba
lástima y nunca sentí verdadera aversión por ella. Pero entonces vi su lado más desagradable. Me di
cuenta de lo egoísta que era y la férrea rigidez que ocultaba bajo su apariencia de niña. Cuando
quería hacer valer sus intereses o sus deseos, podía ser brutal. Eso lo comprendí entonces, y más
tarde me lo confirmó en varias ocasiones. Llegó un momento en que sólo sentía desprecio por ella.
Franca dudó un instante.
—Pero, aun así —dijo por fin—, han permanecido juntas toda la vida.
Beatrice la miró con ojos penetrantes y apagó el cigarrillo con gesto agresivo.
—Así es, parece mentira, ¿no? Se ha salido con la suya. Ese ser frágil con esos ojos azules de
ternera ha conseguido salirse con la suya. Es una hazaña, ¿no cree? Hay muchos con aspecto más
estable que el suyo que no lo habrían conseguido.
Franca tuvo la sensación de que había metido la pata.
—Lo siento si… —empezó a decir, pero Beatrice la interrumpió con un gesto.
—No tiene por qué sentirlo, Franca. Su comentario es lógico. Pero ya es hora de irnos a dormir.
Pronto será la una y mañana será otro día.
Dejaron todo como estaba y subieron la escalera. De pronto Franca se dio cuenta de lo cansada
que estaba. El vino tinto había tenido un efecto somnífero en ella, y el murmullo de la lluvia se hizo
más fuerte fuera. Nada más estirarse en la cama, se quedó dormida.

La despertó el teléfono. Por esas cosas inexplicables que ocurren en los sueños, había incorporado el
sonido del teléfono a su sueño. Estaba en su casa y aguardaba a Michael, cuando de repente el timbre
de la puerta empezó sonar.
«Debe de ser Michael —pensó—, tengo que ir a abrirle enseguida.»
Se sentó en la cama, miró alrededor con aire confuso y trató de entender dónde estaba. Por fin se
dio cuenta de que se encontraba en Guernsey y no en su casa, y que lo que sonaba era el teléfono y no
el timbre. Dudó si bajar a cogerlo, cuando oyó la voz de Beatrice. Luego sintió unos pasos por la
escalera y golpearon a su puerta.
—¿Franca? —Era Beatrice—. Franca, ¿está despierta?
—Sí. ¿Qué pasa?
—Su marido al teléfono. Quiere hablar con usted.
Así que se ha puesto a pensar dónde me había metido y obviamente se le ha ocurrido que podía
estar en Guernsey. No podía negar que su marido tenía cierto don de asociación.
«¿Estará preocupado? —se preguntó Franca mientras salía de la cama—, ¿o será sólo que no le
ha gustado que yo haga algo sin su consentimiento?»
Miró a través de la ventana y vio que seguía lloviendo, pero con mucha más suavidad y ligereza
que por la noche.
—Mañana saldrá de nuevo el sol, y hará buen tiempo —dijo Beatrice, de pie junto a la puerta.
Estaba vestida y tenía parte de la ropa y el cabello mojados.
«Ya ha debido de sacar a pasear a los perros», pensó Franca.
—Fantástico —dijo, bostezando—. Dios mío, ¿qué hora es? ¡Me he quedado dormida!
—Aún no son las ocho. No se preocupe por nada. —Beatrice sonreía con aire cómplice—. Su
marido parece bastante enfadado.
Franca bajó descalza al vestíbulo y cogió el auricular.
—¿Sí? —preguntó, sin lograr reprimir otro bostezo.
—¿Franca? —En efecto, la voz de Michael sonaba de lo más irritada—. ¿Eres tú?
—Sí. ¿Qué ocurre?
Él pareció coger aliento.
—¿Qué ocurre? ¿Y me preguntas tú a mí eso?
—Sí. Después de todo, tú eres el que llama.
—Mira… yo… dime una cosa, ¿estás bien de la cabeza? Desapareces así como así, de la noche a
la mañana, sin decir una palabra, y encima estás tan tranquila.
Franca notó el ligero temblor que le entraba en las manos cada vez que Michael se enfadaba con
ella.
«¿Por qué siempre le he tenido miedo? —pensó—. Pero esta vez no será así. Está a cientos de
kilómetros de distancia. Y si se pone muy desagradable, le cuelgo el teléfono.»
El temblor cedió. Estaba inquieta, pero sólo porque sentía frío.
—Por desgracia, no hubo manera de informarte de mis planes —contestó con frialdad—. Porque
la noche anterior no volviste a casa.
—Ah. ¿Y eso te da derecho a desaparecer así como así sin siquiera dejarme una nota? —Era una
combinación perfecta entre la indignación y la autocompasión—. ¿Puedes imaginar lo preocupado
que he estado?
—¿Y puedes imaginar tú que tal vez yo también me preocupo cuando no llegas a casa por la
noche?
—En el fondo sabes que… —pero no acabó la frase. Evidentemente, a veces, también sentía
vergüenza.
—… que tienes una amante y que probablemente ahora mismo estás con ella —completó Franca
la frase—. ¿No te parece que nuestra situación es de lo más grotesca? Quizá sea hora de que
cambiemos algo.
—¿Yéndote así? ¿Crees que cambiarás algo con eso?
Ella se quedó pensando, aunque sabía que él no esperaba una respuesta seria de su parte.
—Tal vez sí —contestó por fin—, tal vez los dos tengamos así el tiempo y la calma para pensar.
Se dio cuenta de que lo sorprendía. Se sentía desarmado al ver que no le tenía miedo ni perdía la
calma.
—¡Pensar! —bramó él—. ¿En qué demonios quieres pensar?
Ella hizo un esfuerzo por no alterar el tono, a pesar de que no le faltaban ganas de hacer un
comentario mordaz, porque sentía que la ignorancia de él rayaba en la desvergüenza.
—En el futuro —dijo—, en lo que haremos a partir de ahora.
—Está bien. ¿Y eso quieres decidirlo tú sola en Guernsey?
—Sería muy difícil tomar una decisión contigo. Yo no tengo la impresión de que tú quieras
cambiar la situación. Te sientes muy satisfecho y tienes todo lo que necesitas.
Él se quedó pensando. Y ella sabía que podía ser muy malo cuando pensaba.
—¿Sabes una cosa? —dijo él—. Estamos repitiendo la misma situación de siempre. Te sientes
incómoda por algo, hay algo que no te gusta, la vida toma otro rumbo del que te imaginas, y
enseguida tiras la toalla. No tienes la menor constancia, Franca, no tienes lo que se dice garra. No
soportas ninguna tensión, y mucho menos afrontar un disgusto, coger el toro por los cuernos. Tú has
hecho lo de siempre: largarte. Te escondes, te ocultas, metes la cabeza bajo tierra y esperas a que las
desgracias pasen de largo. Y no te das cuenta de que así te debilitas y cada vez tienes más miedo.
Cada vez eres más incapaz y cada vez…
Su voz martilleaba como una ametralladora. Franca sintió que las manos le volvían a temblar.
Las rodillas se le aflojaron y comenzó a sudar por todo el cuerpo.
—Michael… —gimió ella.
—Debo decírtelo de una vez, Franca, aunque sea brutal: eres la persona más cobarde que he
conocido en toda mi vida. La más débil. Y mi amante, de quien hablas con tanto desprecio, te
aventaja al menos por su coraje, su energía, su capacidad de mirar a la cara las verdades que más
duelen. Tú, en cambio… —Ahora lograba imponerse. En cuestión de segundos había dado la vuelta a
la situación. La serenidad que Franca había demostrado al principio se había derrumbado por
completo. La confusión inicial de Michael había pasado. Ahora olía sus puntos débiles y, despiadado
como un ave rapaz que planea sobre un conejo herido, arremetía contra ella.
—Michael… —volvió a decir con dificultad, pero su voz le llegaba desde muy lejos, y del
temblor de los dedos pasó a la sordera.
En ese momento, alguien le quitó de la mano el auricular, suavemente pero con firmeza.
Beatrice se encontraba junto a ella, y sin dejar de sonreír colgó el teléfono.
—Antes de que se desmaye —dijo—, simplemente acabe la conversación. Y ahora venga
conmigo. Tomaremos un buen café y me contará lo que pasa.
Después de desayunar, Franca sintió deseos de dar un paseo. Había parado de llover, el viento
disolvía las nubes y el sol brillaba de vez en cuando. Los prados mojados centelleaban. Las gaviotas
cruzaban el aire con sus gritos. Olía a tierra húmeda, a flores recién abiertas, a sal de mar.
Anduvo por el borde de los acantilados, aspiró el aire puro, y a cada paso que daba se sentía más
libre y mejor. Le había contado a Beatrice lo que pasaba, y no le había molestado que Helene se
sentara con ellas y escuchase también el relato. En apretada síntesis les contó su fracaso profesional,
sus miedos y sus ataques de pánico, su dependencia de las pastillas, el desprecio que le mostraba
Michael y la existencia de otra mujer.
En contra de lo que cabía esperar, no lloró. Mantuvo la voz clara y asombrosamente firme.
Helene hizo algunos comentarios compasivos, en su estilo sentimental, que sin embargo a Franca le
sirvieron de consuelo. Beatrice escuchó en silencio, y sólo una vez, cuando sonó de nuevo el
teléfono, dijo:
—Que suene. Apuesto a que es su marido, Franca. Bueno, dejemos que se dé de cabezadas un
rato contra la pared.
Después se apoyó en el respaldo de la silla, miró detenidamente a Franca y le dijo:
—¡Por favor, no se torture! Existe mucha gente que ha perdido su trabajo por un motivo u otro.
Los ataques de pánico los padecen muchas personas. Le sorprendería saber cuántas personas toman
tranquilizantes. Pero alguien la ha convencido de que usted es un caso perdido y absolutamente
único, y por eso se queda allí pensando que no tiene otro remedio que resignarse a su estado.
—Creo que ya no tengo ninguna confianza en mí misma —dijo Franca.
Beatrice se rio.
—No, en este momento seguramente no. Parece una rata asustada. Pero se puede volver a
aprender la confianza en uno mismo, créame. Casi todas las personas la pierden en alguna fase de su
vida. Es lo más normal del mundo.
Por primera vez en mucho tiempo, Franca sintió esa mañana los primeros signos de una esperanza
nueva. Cierto que había tomado una pastilla, inmediatamente después de hablar con Michael, pero
también la alentó la serenidad con que Beatrice había reaccionado a su historia. De repente todo le
pareció distinto, vio todo bajo una luz más clara, y la vida ya no era sólo desconsuelo. Quizá se
debía también a la distancia que la separaba ahora de Michael. A cada kilómetro que se alejaba, se
sentía mejor. Y a pesar de que había venido muchas veces a Guernsey sin él, siempre había sido
siguiendo sus instrucciones. De modo que en realidad ella nunca se había marchado. Él siempre la
había controlado y dirigido con hilos largos, invisibles pero fortísimos. Había cumplido sus órdenes
como una marioneta sumisa. Retiraba regularmente el dinero del banco que él iba acumulando en una
cuenta de Guernsey para evadir impuestos en Alemania, lo metía en la maleta y, cada vez que pasaba
por el control de pasaportes del aeropuerto, se ponía nerviosa. Se había visto obligada a tomar
enormes cantidades de pastillas para poder hacer lo que él le pedía. Y lo hacía para congraciarse
con él. Se veía a sí misma como un caballo de circo que espera el terrón de azúcar de premio
después de completar su número. Pero nunca le daban el azúcar. Ni una palmada de reconocimiento
en el hombro. Michael estaba tan seguro de que ella haría lo que le decía, que ni siquiera se
molestaba en tenerla mínimamente contenta, aunque sólo fuera por el bien de sus negocios sucios.
«¿Tendrá miedo de que le vacíe la cuenta?», se preguntó, y la idea de que Michael estuviera
nervioso por su dinero la divirtió. Estaba colérico al teléfono y, como siempre, había intentado
arrinconarla, aunque esta vez había notado su consternación por el hecho de que se hubiera
marchado, su perplejidad y su incredulidad. Eso ni se le había pasado a él por la cabeza. Había
logrado que la visión del mundo de su marido empezara a vacilar, y eso era mucho más de lo que se
habría imaginado tan sólo unos días antes.
El cielo se aclaraba poco a poco y unos minutos después se despejó del todo. El mar reflejaba de
nuevo su azul incandescente, pero seguía movido a causa del viento, y las olas llevaban coronas
blancas de espuma. El sol calentaba ahora con tanta fuerza que Franca se quitó la chaqueta y se la
anudó a la cintura. Si el tiempo seguía así, no tardaría en tener buen color en la cara y en los brazos.
Siguió andando, absorta en sus pensamientos, cuando de pronto apareció un hombre delante de ella y
se estremeció. Era Kevin.
—No tema —le dijo Kevin para apaciguarla. Se dio cuenta del susto que le había dado—. Soy
yo.
Franca notó de inmediato que tenía aspecto de agotado. Recordó el tono alegre de Helene aquella
mañana. Obviamente a Kevin no le había parecido tan agradable la velada como a ella. A no ser que
en el transcurso de la mañana le hubiera picado un bicho.
—Ah, Kevin —dijo Franca—, no esperaba encontrarme con nadie por aquí.
—Como ha parado de llover he salido a dar un paseo —explicó. Parecía una excusa. A Franca le
resultó extraño que fuera a pasear a Petit Bôt Bay, y no lo hiciera cerca de su casa, en Torteval. Pero
no le preguntó nada. Si hubiera querido contar algo, ya lo habría hecho.
Kevin se llevó las manos a la cabeza.
—Creo que tengo un poco de resaca. Anoche, después de llevar a casa a Helene, me puse a
recoger la cocina y entre tanto me vacié otra botella de vino. Y entre medio alguna grapa… Así que
ahora estoy pagando las consecuencias.
—Helene lo pasó muy bien con usted —dijo Franca—, está de un humor estupendo.
—¿Ah, sí? Me alegro. Es una mujer muy simpática. A veces, un poco quejumbrosa, pero en fin…
Por alguna razón, yo le caigo bien. —Se encogió de hombros—. Al parecer, a las señoras mayores
les caigo bien. Parece que encarno al hombre de sus sueños, al hombre que quisieron tener de
jóvenes. —Sonrió y su expresión se hizo más distendida y sus mejillas recobraron un poco de color.
Franca contempló sus rasgos, proporcionados y bellos, el pelo oscuro, los ojos llamativamente
verdosos y muy separados entre sí, la sonrisa cálida. Era un hombre que causaba una profunda
impresión en las mujeres, y no exclusivamente en las viejas, pero nunca estaría con ninguna.
Los dos permanecieron un instante indecisos, y luego Kevin dijo:
—Si le parece, la acompaño un trecho. Todavía no quiero regresar. El aire es fantástico, ¿no
cree?
—Y el mar huele estupendamente bien. Hace mucho que no venía por aquí. Una se olvida por
momentos de lo bien que se puede sentir.
Siguieron andando por el sendero del acantilado. Franca tenía sabor a sal en los labios.
«Si pudiera quedarme para siempre aquí», pensó de pronto.
Kevin, como si hubiera adivinado su pensamiento, le preguntó:
—¿Cuánto tiempo se quedará?
—No lo sé… —dijo dudando. Kevin la miró detenidamente.
—Desde luego no es asunto mío —opinó—, pero si tiene algún problema seguro que aquí podrá
tomar distancia de él y hasta encontrar una solución. La distancia física ayuda en muchos casos.
—Yo creo que surgirá algo para mí —replicó Franca, sin estar en absoluto convencida.
—Yo la veo muy distinta que el otoño pasado —comentó Kevin—. En esa época daba la
impresión de estar increíblemente tensa. Usted… —pero se interrumpió.
—¿Sí? —preguntó Franca.
—Se la veía muy nerviosa y hermética. En el cumpleaños de Beatrice y Helene casi ni sonrió, y
daba la impresión de que se asustaba cuando le hablaban. Esta vez es diferente.
Ella se rio.
—Es que estoy mejor que nunca. Me siento libre. Quizá tenga que… hacer ciertas cosas que antes
no me atrevía. Es fantástica la sensación de que de pronto todo empieza a funcionar.
—Por supuesto que es una gran sensación. Es un triunfo sobre uno mismo. No hay ningún otro
triunfo que le dé a uno tanta fuerza interior. —Luego Kevin se quedó en silencio, absorto por lo que
había dicho—. Y ningún otro triunfo que sea tan difícil de lograr —añadió.
«No está nada bien —pensó Franca—, está hundido en un mar de problemas.»
Se acordó de que Beatrice le había hablado de sus continuos apuros de dinero. Quizá no sólo le
pidiese a Helene para pagar sus lujos. Quizá tuviera serios problemas económicos que le quitaban el
sueño por la noche. No sólo tenía aspecto resacoso. Parecía un hombre que hacía ya tiempo no
encontraba paz ni tranquilidad. Sus ojos expresaban angustia.
—No sé si puedo hablar de triunfo —dijo ella, retomando sus palabras—. ¡Quién sabe cómo
acabará la historia! A lo mejor vuelvo a mi casa para meterme en la cama con los clientes
castañeteando.
Se rio, pero Kevin parecía muy serio; de pronto se detuvo.
—No lo hará —dijo—, apuesto a que no lo hará. Ella dejó de reírse.
—¿Qué le hace estar tan seguro?
—La expresión de su cara —dijo Kevin—. Ya le ha tomado el gusto. Le ha tomado el gusto a la
libertad. Y nunca lo perderá. Luego le cogió un brazo con un gesto lleno de calidez y afecto.
—Creo que se quedará una buena temporada —dijo.
4
«La vida en esta isla es insoportable», pensó Maia.
El invierno había sido realmente desolador. Pocos turistas, muchísima lluvia, noches aburridas
en discotecas con isleños igualmente aburridos. Cuando iba a la escuela, a Maia los chicos de la isla
le parecían de lo más interesantes; fuertes, bronceados y atléticos, y coladitos por una chica como
ella, que se les entregaba alegremente en el asiento trasero de los coches, en tinglados abandonados o
sobre la blanda arena en alguna de las cuevas de la playa. Pero la mayoría no había visto mundo, y le
resultaba muy insatisfactorio conversar con ellos; los más listos se dedicarían a la banca, los demás
heredarían las pensiones o los hoteles de sus padres, o trabajarían como pescadores o estibadores
del puerto. Maia descubrió que los pescadores siempre olían a pescado, incluso cuando acababan de
salir de la ducha; el olor a mar se les metía por todos los poros del cuerpo. Todavía hoy Maia
recordaba que, después de una de aquellas aventuras con pescadores, parecía que le hubieran
arrojado un cubo entero de langostinos.
Más tarde prefirió a los turistas, especialmente a los franceses y alemanes que pasaban sus
vacaciones en la isla. Algunos de ellos eran muy atractivos y valían la pena, aunque la mayoría eran
unos señoritos, muy blancos y en general con exceso de peso, que se sentían unos irresistibles
donjuanes por haberse follado a una chica guapa de la isla. Y en su jactancia, no se daban cuenta de
que la velada les había costado un ojo de la cara. Al final, Maia llegó a la conclusión de que eran
unos imbéciles y acabó por tener la escalofriante sensación de que desperdiciaba su vida con ellos,
igual que con los pescadores y los aspirantes a banqueros.
En esa época, en el mes de abril, llegaban en hordas a la isla con sus cámaras fotográficas, sus
gorras de béisbol y sus botas de montaña, y por la noche acudían a los bares a ligar. Antes Maia salía
cada noche a ofrecerse como botín y exhibirse ante ellos. Pero eso la empezaba a aburrir.
«Ojalá no me esté volviendo vieja», pensó asustada.
Se encontraba en el vestíbulo del Royal Bank of Scotland de St. Peter Port preguntándose cómo
era posible que un lunes por la mañana hubiera tanta gente haciendo cola en las ventanillas. Parecía
que todo el mundo hubiera decidido realizar sus gestiones bancarias ese día. Sobre todo los
jubilados, quienes con desesperante lentitud ingresaban o retiraban módicas sumas de sus cuentas.
Maia pensó que la gente mayor convertía el acto más insignificante de su vida cotidiana en todo un
acontecimiento; incluso llegó a pensar que aquella parsimonia era intencionada.
La fila de Maia avanzó unos pasos y pudo mirarse en un espejo que había a un lado de la puerta
de entrada. Se estudió la cara detenidamente. Acababa de preguntarse si no se estaría haciendo vieja,
y ya casi esperaba ver rayas y arrugas alrededor de los ojos y la boca.
«Cuando quiera darme cuenta, ya habré cumplido los treinta.»
La imagen que vio le devolvió cierta tranquilidad. Su aspecto aniñado la hacía parecer todavía
una adolescente. Los zapatos con plataforma le hacían las piernas aún más largas y delgadas de lo
que eran, el jersey corto y negro dejaba a la vista un trozo de su vientre, liso y bronceado. El pelo le
caía sobre la espalda en una melena suelta. Llevaba los ojos pintados con rímel y los labios de un
rojo intenso. La luz artificial del vestíbulo la hacía parecer pálida, pero ella sabía que en realidad
tenía buen color. Se dio cuenta de que casi todos los hombres que había allí la miraban furtivamente.
Y eso le dio confianza en sí misma.
«Si digo que tengo dieciocho años, cualquiera me creería», pensó con satisfacción. Tenía
intención de sacar todo su dinero de la cuenta de ahorros, aunque no estaba segura de que le
alcanzase para pagarse el viaje a Londres. La abuela Mae siempre le daba dinero —si no ya hubiese
estado en números rojos—, pero, como últimamente había gastado mucho en ropa, no sabía cuánto le
quedaba.
Quería ir a ver a Alan.
En las últimas semanas había llegado a la conclusión de que no podía seguir así. Se estaba
pudriendo en Guernsey, conformándose con aventureros de tercera y dejando pasar de largo la
verdadera vida, que tenía lugar al otro lado del mar que la cercaba. De pronto, le entró una inquietud
que rayaba en el temor y que casi le cortó la respiración. ¡Dios mío, era imperdonable el tiempo que
había perdido! Era hora de darle un rumbo a su vida, cuanto antes; no podía permitirse el lujo de
dejar pasar muchos meses más. Pasaba las noches en vela, cavilando, examinando una posibilidad
tras otra, descartando un plan y arrojándose precipitadamente en el siguiente.
Hasta que una noche ventosa y fría de finales de marzo se acordó de Alan. Se sentó en la cama.
El corazón le latía agitadamente y pensó: «¡Eso es! ¡Alan es mi salvación! ¿Cómo no me he dado
cuenta antes?»
De pronto Alan se convirtió en la luz que se asomaba en el horizonte, la solución a todos sus
problemas. Recordó su último encuentro en enero y todas las cosas que le había dicho. Le había
echado un sermón, como de costumbre, pero leyó en su mirada cuánto la deseaba; y a pesar de la
opinión que tenía de ella, sería incapaz de rechazarla. Se deshacía por ella, aunque dijera a menudo
que no pensaba mantenerla, ni financiar su vida de lujos, ropa elegante y clubes nocturnos.
Si lo manejaba bien, acabaría por tenerlo a sus pies. Durante un tiempo tendría que aguantar el
aburrimiento, pero tarde o temprano acabaría por llevar la vida que siempre había soñado.
¿Cómo había podido ser tan estúpida de desairar una y otra vez a Alan cuando era lo mejor que
le había pasado?
No ocultaba que le divertía llevarlo al trote detrás de ella con una cuerda, atraerlo o rechazarlo
según el humor que tuviera. Maltratarlo y ver cómo a pesar de todo le seguía el juego cuando ella le
regalaba otra sonrisa. Una y otra vez aumentaba las apuestas como una jugadora de póquer. ¿Hasta
cuándo aguantaría? ¿Cuándo se rebelaría? ¿Cuándo, por fin, se pondría furioso?
Pero Alan no se enfurecía y ella empezaba a aburrirse. Él le daba lecciones, pero no aceptaba sus
declaraciones de guerra, no peleaba con las mismas armas que ella. Maia sabía que se habría vuelto
loca si se hubiera liado con otra mujer. Y habría hecho todo lo posible para que volviera con ella, y
él entonces habría saboreado el triunfo de verla pelear y suplicarle. Pero nunca había ejercido su
poder sobre ella. ¡Pobre Alan! Incluso ahora, con todo lo que había sucedido, se consideraría
afortunado de acogerla.
La fila dejó de avanzar. Maia advirtió que la de al lado iba más rápido y se cambió. Se dio
cuenta demasiado tarde de que se había puesto justo detrás de Helene Feldmann. Hasta entonces no
había notado la presencia de la anciana, y por suerte ella tampoco había reconocido a Maia. Ya no
podía regresar a su fila porque había perdido su sitio. Así que deseó de todo corazón que Helene no
se diera la vuelta y la descubriera. Imaginó la que le caería encima. Helene hablaba como una
cotorra. Creía que todo el mundo tenía que interesarse por sus insoportables temas del pasado: no le
cabía en la cabeza que nadie se entusiasmara por sus historias.
Fue el turno de Helene.
Sacará tres libras cincuenta y tardará una hora, pensó Maia con hostilidad, ¡y encima es tan tonta
que no es capaz de sacar el dinero del cajero!
Se miró aburrida las uñas pintadas de negro, y se quedó atónita cuando oyó que Helene pedía mil
quinientas libras.
Maia levantó la cabeza de golpe. ¡Mil quinientas libras! La vieja debía de estar loca. No era
posible que tuviera tanto dinero. Mae siempre hablaba de la modesta jubilación de Helene cuando
Maia se burlaba de que la anciana estaba todo el tiempo en casa quejándose en vez de hacer viajes y
disfrutar de la vida.
—¡Pero si no tiene dinero, Maia! No puede darse ningún gusto.
¡Menos mal! Maia hizo un gesto de desdén con los labios. Alguien que iba a un banco un lunes
por la mañana y sacaba mil quinientas libras sin pestañear no podía ser tan pobre como una rata de
iglesia. Aunque fuera un crédito. El banco no permitía que cualquiera retirara así como así esa suma
de dinero. Así que, seguramente, Helene sabía lo que hacía. Maia aguzó el oído, y no le pareció que
el empleado de la ventanilla dijera nada sobre límite de crédito o saldo insuficiente. Helene no tuvo
ningún reparo en contar los billetes en el mostrador, luego metió el dinero en su bolso pequeño y
elegante, que parecía el de una alumna de baile de los años cincuenta, y se volvió. Entonces vio a
Maia y durante un instante se quedó asombrada, pero luego recobró la compostura.
—¡Ah, Maia! ¡No te había reconocido! ¿Cómo estás? ¡Tienes muy buen aspecto! —Las palabras
le salían precipitadamente de la boca.
«Está nerviosa —pensó Maia—, no sabe si me he dado cuenta y no quiere que nadie se entere.»
—Sí, estoy muy bien —replicó con aire indiferente, y se acercó a la ventanilla porque el
empleado daba muestras de impacientarse.
Se informó sobre su estado de cuenta y se enteró de que tenía la ridícula suma de cuarenta y ocho
libras. Eso no alcanzaba. Tendría que volver a sablear a Mae, y si ella no le daba nada, se le habrían
terminado los recursos.
«Y esa vieja bruja va y saca sin inmutarse mil quinientas libras», pensó con envidia.
Helene la esperaba y la acompañó a pequeños pasitos hasta la puerta. Se movía tan lentamente
que Maia también tuvo que ir despacio, lo cual la irritó terriblemente.
—Un día funesto, hoy —dijo Helene con voz ronca—, diecisiete de abril.
A Maia no le importaba en lo más mínimo por qué a Helene le parecía que era un día funesto,
pero por una vez quiso ser cortés con ella y le preguntó:
—¿Por qué?
Helene se detuvo y suspiró hondo.
—Hoy, hace cincuenta y cinco años —dijo—, comenzó la pesadilla. Ese día mi marido empezó a
sentir pánico. Se le movió todo el suelo bajo los pies. Y fue el principio del fin.
Continuó hablando, y mientras Maia buscaba algo que decir, Helene cambió repentinamente de
tema y preguntó:
—¿Hay algo todavía entre Alan y tú?
—Creo que sí —dijo Maia. Y pensó: «Más me vale.»

—Me gustaría regalarle algo —dijo Helene—, en agradecimiento por haberme traído a St. Peter
Port.
Llegó al coche, que Franca había aparcado delante de la Parish Church. Maia se había despedido
deprisa con cualquier excusa. Franca bajó del coche para ayudar a Helene, pero ésta no tenía la
intención de regresar todavía. A pesar de las protestas de Franca, insistió en ir de compras con ella.
—Cerca de aquí hay una tienda de ropa de moda muy bonita —dijo—, a lo mejor le apetece
mirar algo para usted.
—De veras, no, será demasiado caro. La he traído con mucho gusto, Helene, yo…
—A mí me encantaría. Además… —Helene dudó un instante y luego continuó—: Además me
parece que ya es hora de que se permita algunas cosas bonitas. Usted es una mujer muy guapa,
Franca, pero a veces parece que hace lo imposible por disimularlo. La ropa le va muy ancha y…
—No tengo una figura particularmente buena. No puedo permitirme el lujo de enseñar demasiado
mi cuerpo.
A Helene empezaron a fulgurarle los ojos.
—¿Y quién le ha dicho esas tonterías? —exclamó—. Por lo que puedo ver bajo las capas de
tejidos con que se disfraza, es usted una persona perfectamente proporcionada, delgada y de piernas
largas. Iremos ahora mismo a la tienda y dejaremos que la dependienta nos lo confirme.
Franca se resistió, pero Helene no cedió, y por fin llegaron a una pequeña tienda de una calle
lateral. Sobre unas altas ventanas había un letrero que decía «Claire Ladies Wear». ¿Cuándo había
sido la última vez que se había comprado ropa? Parecía una eternidad, cinco años por lo menos.
Siempre se había sentido insegura con su cuerpo; aunque debía admitir que Michael nunca había
realizado ningún comentario negativo al respecto. Pero tampoco había tenido nunca una palabra de
reconocimiento. Era probable que desde hacía tiempo hubiera dejado incluso de percibir su cuerpo.
—¿Había pensado en algo especial? —quiso saber la vendedora.
Franca se quedó reflexionando, pues no había pensado en nada, pero enseguida intervino Helene.
—Pensábamos en un vestido de verano. Uno corto y ajustado. Esta muchacha tiene una
espléndida figura y yo pienso que debería enseñarla.
La vendedora miró a Franca con aire experto y asintió.
—En efecto. No hace falta que se esconda debajo de esos jerséis abultados. Tiene las piernas
muy largas. Los vestidos cortos le quedarían muy bien.
En un abrir y cerrar de ojos llevó un montón de cosas. Al principio, Franca se sintió incómoda,
pero enseguida empezó a tomarle gusto a la aventura. Dejó que le llevaran las prendas al probador:
vestidos, faldas, pantalones y camisetas de colores. Para su sorpresa descubrió que podía enseñar
perfectamente su cuerpo. Era mucho más delgada de lo que pensaba y, en efecto, tenía unas bonitas
piernas. La vendedora y Helene estaban encantadas.
—Vestida así, parece usted una persona completamente diferente —dijo la vendedora, a lo que
Helene añadió:
—Los hombres se girarán por usted, Franca. Está fantástica.
Finalmente, Franca compró dos vestidos de verano, cortos y de lino, uno blanco y otro rojo,
varias minifaldas con camisetas a juego, un par de pantalones y un body muy escotado, ideal para
pasear por la playa y broncearse. Helene quiso pagar todo, pero Franca le dijo que ella había
hablado de un solo vestido y no aceptaría más. Pagó con la tarjeta de la cuenta común que tenía con
Michael y se sonrió al pensar en cómo se enfadaría su marido cuando le llegara la factura. El total
era considerable, pero luego pensó en todo lo que se había ahorrado él en los últimos años en que no
se había comprado nada. Seguro que a su amante le hacía regalos caros, así que no tenía por qué
sentir la menor culpa por lo que acababa de hacer.
Cuando salieron de la tienda cargadas con bolsas, Franca estaba contenta y de buen humor.
—Vamos, Helene —le dijo—, la invito a comer. Tengo un hambre terrible.
Fueron a Nino’s, un restaurante italiano algo apartado, situado en un patio trasero. Pidieron
entrantes y luego lasaña y una botella de vino tinto. Franca escogió uno de los más caros de la lista.
—Paga mi esposo —dijo—, como debe ser. Así que espero que lo disfrute, Helene.
—La veo muy cambiada —determinó Helene—. Le ha sentado bien comprarse esos bonitos
vestidos, ¿eh? Vuelve a tener color en la cara, y ahora sonríe más.
En efecto, le había sentado bien. Franca se sentía más ligera y libre que en los últimos siete u
ocho años. Había sido una sensación increíblemente agradable mirarse en el espejo y encontrarse
guapa. Verse tal como era: como una muchacha atractiva y apetecible que tenía muchos más encantos
de los que creía. «Si sigue haciendo buen tiempo, tomaré el sol y me pondré morena», pensó.
El camarero sirvió el vino.
—Qué gusto volver a verla, señora Feldmann —dijo—, hace tiempo que no venía por aquí.
¿Tenemos algo que celebrar?
La expresión de Helene se ensombreció de golpe.
—Comienza la peor época para mí. Un vía crucis —dijo con voz de ultratumba.
El camarero se quedó perplejo, se notaba que no sabía qué decir.
—¿Madame? —preguntó por fin.
Helene tenía a veces la mirada de un ciervo herido, y en aquel momento más que nunca.
—Ha empezado la época en que todo se vino abajo —explicó ella—. Quiero decir, la época que
desembocó en la muerte de mi esposo.
El camarero puso cara de circunstancias y guardó silencio respetuosamente.
«¿Sabrá él que el marido de Helene fue un oficial nazi con mucho poder en la isla?», se preguntó
Franca. Observó detenidamente al camarero, un italiano joven y apuesto que no llegaba a los
veinticinco años. No había vivido el terror nazi. Y era de suponer que tampoco sabía nada del
asunto.
—Lo siento —murmuró, mientras servía el vino y buscaba el momento de escabullirse.
Franca pensó que sería mejor cambiar de tema y se rompió la cabeza buscando de qué hablar.
Pero Helene no parecía dispuesta a abandonar los recuerdos sombríos que la embargaban.
—No importa cuánto tiempo haya pasado —dijo despacio—, cada vez que llega la primavera, a
mediados de abril, tengo la sensación de que no ha transcurrido ni un año.
—No es fácil enviudar tan joven —comentó Franca con cierta incomodidad.
—Ah, eso no fue lo peor —dijo Helene. Bebía nerviosamente el vino, que ya empezaba a hacerle
efecto y le soltaba la lengua—. Lo peor fueron las circunstancias; de ellas no podía escapar. —Miró
el fondo de la copa, que ya casi había bebido del todo—. Tal vez le parezca escandaloso, Franca,
pero no sufrí tanto por el hecho de que Erich ya no estuviera. Nuestro matrimonio… no fue
particularmente feliz. Yo me sentía oprimida cuando Erich estaba cerca, aunque no me di cuenta hasta
más tarde. No podía reír en su presencia, no podía sentirme a mis anchas. Ni ser joven. Tenía
dieciocho años cuando me casé con él, y desde el día de mi boda me sentí como una vieja que sólo
circunstancialmente se instalaba en un cuerpo de muchacha.
—Era ciertamente un hombre complicado —dijo Franca, pensando en los relatos de Beatrice—.
Hasta para una mujer mayor habría sido difícil, con que para una chica de dieciocho debió de ser
terrible.
—Era caprichoso, depresivo, colérico, vengativo y sentimental —dijo Helene, y Franca pensó
que la suya era una lista asombrosamente precisa y objetiva de los rasgos característicos de Erich—.
Sólo empecé a vivir cuando él se murió. En el sentido de que… —pero no terminó de decir lo que
pensaba; una suerte de superstición le impidió continuar—. Es igual —rectificó—, era el hombre que
era. Podía salirse tan poco de su piel como cualquiera de nosotros. Y ya hace mucho tiempo de eso.
Se quedó escuchando el eco de sus palabras. Parecía mirar en retrospectiva la época en la que
había sido joven y en la que aún creía que la vida colmaría alguna de sus expectativas.
—Hace ya mucho tiempo —repitió.
—¿Cómo… —comenzó a decir Franca con cautela—, quiero decir, cómo murió su esposo?
Parecía que en efecto aún le dolía recordar aquella época.
—La Alemania de Hitler estaba en ruinas —dijo—. Ya sabe lo terrible que fue el fin. Una
especie de apocalipsis. Le esperaba el tribunal de los vencedores, y él no podía esperar clemencia.
Las fuerzas de ocupación alemanas de las islas capitularon el nueve de mayo de mil novecientos
cuarenta y cinco. Poco más de una semana antes, el uno de mayo, Erich se quitó la vida.
—¿Se suicidó?
—Como su Führer. Quiso emular a su Führer y pegarse un tiro en la cabeza. No sé si en el último
momento le faltó coraje o si fue por torpeza… El caso es que la bala le perforó el pecho. No murió
de inmediato. Se desangró durante horas. Sufrió terriblemente.
—¿Estaba usted con él?
Helene asintió.
—Todo el tiempo. Le sostuve la cabeza en mi regazo y le hablaba para calmarlo. Le dije que
todo pasaría… Pero lo peor era que no había ningún médico. Reinaba el más absoluto caos, ya nada
tenía pies ni cabeza. Nadie se interesó por el destino de Erich. Luego le dio fiebre, pidió auxilio…
Hacía un calor espantoso… y encima el hambre, la sangre… —Sintió escalofríos—. Nunca olvidaré
ese día aciago. Nunca he vuelto a vivir algo semejante. Y espero no tener que vivirlo hasta el fin de
mis días.
No esperó a que viniera el camarero y se sirvió ella misma el vino.
—Tal vez deberíamos hablar de otra cosa —dijo por fin.

***
En casa, frente al espejo de su habitación, Franca volvió a probarse los nuevos vestidos. Giró sobre
sí misma, mientras sonreía a su propia imagen. Le pareció que tenía la cara demasiado pálida.
Decidió que eso iba bien con sus viejas blusas y sus pantalones abultados, pero ahora ya no le
pegaba. Hurgó en su bolsa de cosméticos, sacó el rímel y un lápiz de labios y se maquilló
cuidadosamente las pestañas y luego contempló encantada el efecto: los ojos parecían mucho más
expresivos, daban la sensación de ser más grandes y brillantes. ¿Debía pintarse también los labios?
El lápiz era de un rojo bastante intenso. Se lo habían regalado en la perfumería.
«Bueno, no importa —pensó—, siempre estoy a tiempo de quitármelo.»
El efecto fue sorprendente: el rojo armonizaba perfectamente con el color del vestido de lino que
llevaba, y hacía juego con su cabello rubio. Los labios, más carnosos y sensuales que nunca, le daban
una expresión seductora al rostro. Se la veía muy femenina, más segura de sí misma, desafiante.
«Ya no tengo aspecto de conejillo asustado —pensó—, sino más bien de…»
Reflexionó un instante sobre con qué animal le gustaría compararse. Su animal predilecto era el
gato.
«¿Un gato?», le preguntó a la imagen que veía en el espejo, y sonrió. Claro, era un gato delgado y
ágil de ojos verdes y pelo claro y reluciente. Volvió a sonreír y pensó: «¡Dios mío, qué tontería!
¡Cómo es posible que una mujer hecha y derecha piense estas tonterías!» Se quitó apresuradamente el
lápiz de labios con el dorso de la mano. Era una idiotez querer ser de pronto una femme fatale. No le
iba el papel, nunca le había ido, y con razón. No tenía sentido ponerse un vestido elegante, pintarse y
creer que así sería otra persona. Para ser una mujer seductora hacía falta algo más que ropa elegante
y un maquillaje llamativo. Debía irradiar una fuerte conciencia de sí misma, seguridad y confianza
tanto en ella misma como en su relación con los demás. Debía transmitir serenidad y dominio.
Y Franca se sentía lejísimos de todas esas cualidades. Ni siquiera tenía la certeza de que alguna
vez las hubiera perdido. Lo que realmente temía era que nunca las hubiera tenido.
Llamaron a la puerta. Era Beatrice.
—¿Franca? ¿Molesto? Quería… —Pero se interrumpió y dijo, con aire de sorpresa—: ¡Pero qué
guapa está! ¿Es un vestido nuevo? ¡Le queda estupendo!
Franca le dio un tirón a la cremallera.
—Yo… ha sido una tontería… A Helene le pareció que debía comprarme algo de ropa, pero…
—Casi le dio uno de sus ataques de pánico por no poder abrir la cremallera.
Beatrice entró en la habitación.
—Por una vez Helene no ha cometido ninguna tontería. Es usted una mujer muy atractiva, Franca,
y debería demostrarlo a todo el mundo. A ver, la ayudaré con la cremallera. ¡Si no, acabará por
romper el vestido!
Franca se quitó el vestido como si se tratara de una segunda piel en la que no se sentía a gusto.
—La cuestión es ¿para qué comprarse algo así? —dijo—. Tiene que tener un propósito, ¡y en mi
caso es sencillamente absurdo e inútil!
Beatrice la miró fijamente.
—¿Cuántos años tiene?
—Treinta y cuatro.
—¡Treinta y cuatro! ¡Una edad maravillosa! Déjeme decirle, Franca, los próximos doce años
serán los mejores de su vida. ¡Aprovéchelos, por el amor de Dios! ¡No se encierre en sí misma ni
crea que nada tiene sentido!
Franca se puso una camiseta y un pantalón corto.
—Es que me siento rara cuando me pongo delante del espejo y me doy la vuelta. De pronto me
parece todo ridículo.
—Yo pienso en cambio que ahora vuelve a sentirse poco a poco como una persona normal. ¿Sabe
una cosa? Ahora vendrá conmigo a dar un bonito y largo paseo con los perros. ¡Lo que le hace falta
es coger un poco de color!
Mientras iban por el sendero del acantilado, rodeadas de los tres perros rebosantes de
entusiasmo, Franca le dijo:
—Hoy he comido con Helene. Me contó la muerte de su esposo. Debió de ser una época horrible.
—Así es —constató Beatrice—. ¿Sabe que se disparó un tiro en el pecho? Sufrió una larga
agonía. Y no encontramos un médico por ninguna parte.
—¿Ni siquiera el padre de Mae?
—En ese momento estaba en otra parte de la isla. En aquellos días reinaba el caos. Hacían falta
médicos por todos lados, con urgencia. Mucha gente estaba medio muerta de hambre. Hacía casi un
año que las islas estaban aisladas del resto del mundo. La cuestión de los víveres se había
convertido hacía tiempo en un problema delicadísimo.
—Helene parece no haber superado la muerte de su marido.
—Ella demostró un valor sorprendente en aquella ocasión. Se quedó junto a él hasta el último
momento. Todo el tiempo. Más de uno, con toda seguridad, se habría largado. Pero ella resistió. —
Beatrice hizo una pausa y se quedó pensando. Luego dijo—: Fue uno de los pocos momentos en que
realmente la admiré.
El sendero descendía abruptamente y se hacía más estrecho y rocoso. Los perros bajaban
corriendo entre ladridos, moviendo la cola y sin preocuparse por nada. Franca observaba asombrada
la gracia y la agilidad con que Beatrice, a sus setenta años, se movía. Trató de imaginarla de joven,
cuando se encontró con aquel muchacho entre los peñascos y las cavernas una noche de finales de
verano, con riesgo para sus vidas, pero incapaces de resistir a la tentación.
—¿Volvió a encontrarse otra vez con Julien al aire libre? —le preguntó—. ¿Como la primera
noche?
Entre tanto habían llegado a la playa. Junto al muro de piedra que separaba Petit Bôt Bay del
camino, había un letrero que decía «prohibida la entrada a los perros a partir del 1 de mayo». Bueno,
aún podían llevarlos a la playa. Treparon por unas piedras muy altas y por fin pisaron la arena. Ese
día el mar estaba sereno. Llegaba en pequeñas olas a la orilla y subía por la arena con su blanca
espuma, dejando a su paso légamo, algas y pequeñas conchas. Los perros corrían alocadamente y
brincaban junto a la rompiente. Beatrice miraba el horizonte y respiraba hondo con una felicidad que
la colmaba.
«Ella adora la isla, la conoce muy bien —pensó Franca—. No importa la nostalgia que haya
sentido de joven, hoy ya no podría vivir en otra parte.»
—Salíamos con mucha frecuencia por las noches —respondió Beatrice a la pregunta de Franca
—. Piense que Julien permaneció oculto durante cuatro años. Había momentos en que ya no lo
soportaba. Aquel pequeño desván, con el techo tan inclinado que solamente en un punto de la
habitación podía erguirse sin darse con él, el aburrimiento… Era un hombre joven y fuerte, no podía
pasarse la vida leyendo libros de la mañana a la noche. A eso había que agregar las noticias
deprimentes que llegaban desde Francia, la preocupación constante por su familia, sus amigos. A
veces, cuando vagaba por ahí de noche, daba la impresión de que quería que lo capturaran, de que se
arriesgaba a propósito con tal de provocar un cambio drástico en su vida. A lo mejor hasta anhelaba
que lo mataran para acabar de una vez con todo.
—¡Pero así la ponía en peligro a usted también!
—No es que nos viéramos cada vez que él salía de noche —corrigió Beatrice—. A menudo iba
solo y yo me enteraba al día siguiente o varios días después. Entonces me ponía a temblar por lo que
podía haberle ocurrido. La situación de los alemanes empeoraba en todos los frentes. Era un poco
como los animales cuando se sienten acorralados; se ponían cada vez más peligrosos. Al principio se
las daban de vencedores, se vanagloriaban y se jactaban y simplemente eran desagradables. Pero
luego las cosas se les empezaron a complicar y ya no se sentían tan triunfalistas. Ninguno de ellos
dudaba en público de la victoria final, pero creo que pocos creían ya en ella. Se volvieron más
agresivos y veían amenazas por todas partes. La catástrofe de Stalingrado fue el punto de inflexión; a
partir de ahí fueron de capa caída, por más que los camisas pardas al otro lado del canal afirmaran lo
contrario. Era el principio del fin. Y eso era lo que yo trataba de hacerle entender a Julien. Le decía
que estaba segura de que ya no tendría que aguantar mucho más, pero mis palabras no le llegaban.
Cada vez estaba más desesperado.
—¿Todavía la quería? —le preguntó Franca.
Beatrice se sentó en una roca y la invitó con un gesto de la mano a que hiciera lo mismo.
—Siéntese. Quiero que me dé un poco de sol en la cara. Le contaré mi relación amorosa con
Julien, y usted decidirá si aquello fue verdaderamente amor o no.
—¿Usted no lo cree? —le preguntó Franca, y se sentó.
Sentía la roca deliciosamente caliente y lisa. Soplaba una brisa que le humedecía los labios de
sal.
«Qué día tan espléndido», pensó.
—Como ya le he dicho —contestó Beatrice—, en mi opinión yo representaba para Julien sobre
todo una conexión con la vida. Él me necesitaba, yo era el último bastión contra la desesperación
final. Puede que suene presuntuoso, pero creo que fui yo quien evitó que enloqueciera o que se
entregara. Ésa fue la importancia que tuve en su vida… una importancia quizá más decisiva que el
hecho de amarnos, fuera el amor que fuese.

Guernsey, verano de 1943

A partir del verano de 1943, el abastecimiento de las islas se hizo cada vez más crítico. En
diciembre de 1942, los norteamericanos habían entrado en guerra tras el ataque japonés a la base de
Pearl Harbor. Todas las noches, sus bombarderos y los de la RAF volaban sobre las ciudades
alemanas, devastaban edificios y calles, y causaban la muerte de innumerables civiles. En
Stalingrado, el Sexto Ejército fue aniquilado; el 3 de febrero de 1943, el alto mando de las fuerzas
armadas en el frente ruso dio a conocer su capitulación. Los alimentos empezaron a escasear en
Alemania. A consecuencia de la guerra, la producción agrícola se estancaba cada vez más. Casi
nadie parecía acordarse de enviar barcos de abastecimiento a las islas del Canal, que constituían una
base solitaria y expuesta frente a las costas francesas, y en las que aún se completaba fervorosamente
la construcción de defensas, a pesar de que ya nadie creía que pudieran ser una verdadera protección
contra la inminente invasión. Se emplearon huestes de prisioneros, los cuales, obligados a realizar
esfuerzos inhumanos, morían de hambre y a causa de los terribles malos tratos. Cuanto más brutal se
hacía la situación general de la guerra, tanto más se empecinaban las fuerzas de ocupación en hacer
de las islas del Canal una fortaleza inexpugnable.
El racionamiento se hizo más estricto, los suministros se distribuyeron con mayor austeridad. No
les resultaba fácil a los Wyatt dar de comer a otra persona, puesto que Julien, naturalmente, no tenía
bonos alimentarios y debía compartir los de los Wyatt. En otro tiempo, los isleños le pagaban al
médico en especias, pero eso pertenecía al pasado: la gente no tenía qué comer. Ya nadie daba
huevos o tocino a cambio.
Beatrice veía a Julien cada vez más nervioso, que se quejaba demasiado. Otros arriesgaban la
vida por él, compartían su último mendrugo, y él no hacía otra cosa que rebelarse con rabia contra su
destino. Ella comprendía que odiara la situación en la que se hallaba, pero había personas que
debían pasar por mayores penurias que él en esos tiempos de miseria. Cada vez con más asiduidad,
salía de casa subrepticiamente a dar uno de sus secretos paseos por las noches, a pesar de que
Beatrice le decía una y otra vez que temía por él y que además ponía seriamente en peligro la vida de
las personas que lo protegían.
—¡Dios mío! —exclamaba él—. ¿Crees que los delataría si me cogieran? ¿Por quién me tomas?
—Es muy posible que tengan métodos para hacerte hablar —le contestó Beatrice. Y se acordó
del semblante de Pierre cuando lo llevaron de vuelta—. Además, pueden seguirte cuando regreses a
tu escondite y eso sería una terrible desgracia.
—¿Es que debo volverme loco poco a poco hasta que no tenga más remedio que pegarme un tiro?
—gritó Julien—. ¿Crees que podré aguantar esto mucho tiempo?
Ella lo cogió en sus brazos, le acarició el pelo con ternura y, aunque no lloraba, creyó oír un
sollozo. Sufría de nostalgia, de añoranza de la libertad, y tenía sed de vida, de movimiento, de aire
para respirar.
—A veces temo que no aguante —le dijo un día la señora Wyatt con aire preocupado.
Era un día soleado y ventoso de agosto; las nubes cruzaban velocísimas el cielo azul, los árboles
se arqueaban y una maravillosa luz dorada se posaba sobre las hojas. Después del colegio, Beatrice
acompañó a Mae a su casa, a pesar de la prohibición explícita de Helene. Esperaba poder ver al
menos un instante a Julien. Cuanto más tiempo pasaba, más fuerte era lo que sentía por él; todos los
obstáculos que Erich y Helene le habían puesto no habían hecho más que azuzarla. Entre tanto, no
pasaba un solo minuto del día sin que ella pensara en Julien. En clase, durante los paseos, antes de ir
a dormir y al despertarse. Era presa de una inquietud febril. Su sexualidad, que al principio había
sido muy inocente y poco manifiesta, cuanto más estímulos recibía, más consciente, más alerta y
deseosa se hacía. Estaba a punto de cumplir quince años, y cualquier observador experimentado
habría visto en el brillo de sus ojos, en el color de sus mejillas y en la forma en que se movía qué le
ocurría.
—En días como hoy —respondió a la preocupación de la señora Wyatt— debe de ser
especialmente difícil.
—Sube a darle consuelo —le dijo Mae con ironía. Beatrice se había cuidado siempre de no
decirle toda la verdad, pero aun así Mae era la única que imaginaba con bastante precisión lo que
había entre Julien y Beatrice. En ese sentido, era mucho menos ingenua que su madre.
Beatrice subió al desván y se encontró con que Julien estaba furioso e inquieto. Bebía una taza de
un asqueroso sucedáneo de café, el único que se podía conseguir en la isla, a menos que se pagara un
precio altísimo en el mercado negro; y aún así, el buen café era una rareza.
—¿Puedes venir esta noche a Petit Bôt Bay? —le preguntó a modo de saludo—. Tengo que salir
de aquí. Necesito ir al mar. Quiero verte.
—Es muy peligroso —dijo Beatrice, y pensó que no tardaría mucho en odiarla por frases como
ésa, que le decía prácticamente cada vez que venía con propuestas de ese tipo. Se sentía como una
institutriz recelosa que aguaba la fiesta de cuantas personas la rodeaban; pero, por el amor de Dios,
aquello era algo más serio que un baño a medianoche en el mar.
—Yo, de todos modos, estaré a las once en la bahía —dijo él—. Aunque no vengas.
Julien levantó la cabeza y miró por el tragaluz el cielo tormentoso que ya empezaba a tomar el
color azul claro del otoño.
—La vida se me escurre entre los dedos —dijo con aire desesperado—. ¿Ves cómo avanzan las
nubes? A la misma velocidad se me pasa a mí el tiempo. ¡Y estoy aquí sin hacer nada! —Dio un
puñetazo en la mesa—. ¡Estoy aquí…, sin hacer nada!
—Esto no va a durar mucho. Todo el mundo dice…
—Hace años que dicen todo tipo de cosas. Pero nadie le ha parado el carro al demonio alemán,
¿cuándo lo entenderéis de una vez? Tal vez les vaya un poco peor que antes, pero tarde o temprano
les volverá a ir mejor. No acabará nunca. ¡Nunca!
Era el lamento de siempre, los discursos habituales para los que Beatrice no hallaba respuesta.
Ella seguía esperando el fin de la guerra, el fin de la ocupación, mientras que Julien insistía en su
oscura profecía de que aquello no acabaría nunca. Ella trataba de hacerle entender que, dada su
situación, era lógico que tuviera una actitud pesimista, pero luego veía con tristeza que eso no lo
ayudaba, que no le quitaba el temor.
—¿Vendrás? —le preguntó.
Ella suspiró.
—Lo intentaré. No puedo prometértelo. Ella sabía que Julien no dudaba ni por un instante que la
encontraría allí.

Esa noche Erich regresó de Francia, lo cual complicaba la situación. En principio, tenía previsto
estar más tiempo fuera. Nunca se supo qué le había hecho volver antes de tiempo, y él tampoco dio
explicaciones. Estaba de excelente humor, hasta se presentó con regalos: un collar de perlas para
Helene con un cierre que consistía en una gran esmeralda verde y un anillo para Beatrice de oro
macizo, ancho y pesado y adornado con un topacio. Era demasiado grande para el dedo de Beatrice,
incluso para el pulgar, y quedaba excesivamente vistoso en sus frágiles manos de niña. A Beatrice le
pareció más apropiado para una señora mayor y gorda, pero no para ella, y además no estaba bien
que Erich le regalara un anillo a ella y no a Helene. Erich advirtió que no estaba muy contenta con su
regalo.
—¿Qué pasa? —preguntó con el entrecejo fruncido—. ¿No te gusta el anillo?
—Me queda demasiado grande.
—Pues tendremos que ajustado. Pero debo decir que tus dedos son muy delgados. Se perderá
mucho oro. Aunque quizá pueda hacerse un colgante.
—U otro anillo —comentó Helene con ironía—, para mí.
Erich se dio cuenta de que ninguna de las dos había recibido el regalo con el entusiasmo que él
esperaba. Entonces, sonriente, revolvió en una mochila que al llegar había dejado en un rincón.
—A lo mejor esto devuelve un poco la chispa a vuestros ojos —dijo, mientras sacaba una
maravilla tras otra, cosas que hacía mucho tiempo que no se veían en la isla—. ¡Café auténtico,
chocolate, medias de seda, jabón, té, galletas deliciosas! ¿Qué me decís de esto? —continuó,
ensalzando sus regalos.
Helene, de hecho, parecía más atraída por todo aquello que por el collar de perlas.
—Santo cielo —dijo respetuosamente—. ¿Acaso la gente en Francia puede adquirir estas cosas?
—La mayoría no. Pero todavía se pueden conseguir en ciertos almacenes de provisiones. Y,
cumplido como soy, no me he olvidado de vosotras.
—¿Cómo están las cosas? —preguntó Beatrice, que no estaba dispuesta a dejarse corromper por
el café ni por el chocolate.
—Oh, no podrían ir mejor —contestó Erich en el acto—. Naturalmente una guerra como ésta no
se decide de la noche a la mañana, y entre tanto las cosas a veces se retrasan, pero en general marcha
de maravilla. Sencillamente de maravilla.
—Por lo que dicen, los alemanes se repliegan en todos los frentes —dijo Beatrice en tono
provocador—. ¿Y cómo es que en las islas casi no recibimos víveres si todo marcha tan bien?
La expresión de Erich se ensombreció.
—¡Al diablo con la propaganda enemiga! Están tratando de debilitar la voluntad de lucha y la
firme moral con las malas noticias que dan por la radio. Pero nada de eso es verdad. —Suspiró
enfadado—. ¡Si se confiscaran de una vez todos los aparatos de radio de la isla! Pero obviamente no
es posible.
Esa noche bebió mucho, lo cual tranquilizó a Beatrice porque quería decir que dormiría
profundamente. Helene, que obviamente no se sentía muy bien, también bebió, y al despedirse para ir
a la cama se le pegaba la lengua.
Eran ya más de las once cuando Beatrice se sintió segura para salir a hurtadillas de la casa y
tomar el camino de Petit Bôt Bay. Sabía que dos guardias patrullaban la casa, pero ninguno de los
dos había variado ni una sola vez su recorrido habitual ni los horarios establecidos, de modo que no
era un problema aguardar el momento en que tanto la puerta de la casa como la rampa de entrada
quedaran sin vigilancia. Aun así, era consciente de que arriesgaba demasiado y de que tenía que
haber sido más firme y no haberse dejado convencer por Julien para escaparse de casa por la noche.
«¡Qué tonta —pensó casi con rabia mientras se escabullía en la oscuridad—, hacer una locura
así!…»
Pero, como siempre, el enfado y la rabia se desvanecieron cuando estuvo delante de Julien y él la
cogió en sus brazos con la impaciencia del desesperado. La había esperado abajo, en la bahía, como
una sombra confusa entre las rocas que luego se irguió y se acercó corriendo hacia ella, una vez que
se cercioró de que nadie la había seguido.
Se quedaron aferrados el uno al otro. El corazón de Beatrice palpitaba con fuerza por la carrera.
La noche era cálida y oscura y las nubes seguían atravesando el cielo. Cada tanto se veía el destello
de la luna o de alguna estrella. El mar murmuraba despacio y misteriosamente. Parecía que no
hubiera en la tierra nadie más que ellos.
Julien le dijo unas palabras cariñosas en francés y le apartó el cabello de la frente. Allí fuera era
un hombre completamente distinto al del desván. Era como si la sangre le empezara de inmediato a
correr más rápido, como si el latido del corazón y la respiración se le aceleraran, como si lo
invadiera una fuerza que manaba de una fuente desconocida. Le brillaban los ojos, su risa sonaba
profunda y cálida. Era una risa joven y vital, fuerte y segura de sí misma.
«Está libre —pensó Beatrice—, aquí fuera se siente libre, y eso le hace ser otra persona.»
Se amaron sobre la arena de la bahía, y la conciencia del peligro en que se hallaban y del poco
tiempo que les quedaba los volvía más ávidos aún, más impacientes y apasionados. El romanticismo
de su historia seguía siendo el mismo porque su situación no cambiaba. Estaban siempre en peligro, y
el futuro era siempre incierto.
Yacían uno junto al otro, de la mano. Julien hablaba en francés sobre los nuevos tiempos que
vendrían después de la guerra. Cuando se sentía bien, había momentos en que pensaba que el terror
pasaría y que ya no faltaba mucho para que todo acabara. Aquél era uno de esos momentos. Acostado
junto al mar y a cielo abierto, veía las estrellas y las nubes por encima, mientras amaba a una chica
cuya mano seguía unida a la suya. Era un muchacho igual a otros miles de muchachos.
—Cuando acabe todo este caos ganaré mucho dinero —dijo. En todo caso era un buen síntoma de
que hablara de «caos» y no de «terror», «horror» o «fin del mundo». «Caos» era un término elegido a
propósito, inocuo teniendo en cuenta las calamidades que se cernían sobre todos—. No sé
exactamente cómo, pero ya verás como seré un hombre rico.
Beatrice se incorporó y metió la mano en el bolsillo de su vestido. Había traído en secreto un
trozo del chocolate que le había dado Erich. Partió una tableta y se la ofreció a Julien.
—Ten, ¿quieres una?
Él también se incorporó. La luna volvió a aparecer en ese momento, y bajo su luz Beatrice vio a
Julien pálido como un espectro. Sabía que no sólo era por la luna: durante el día también era de una
palidez cerosa. Ya no era el muchacho fuerte y bronceado que llegó a la isla. Ahora no era más que
una sombra de sí mismo.
—¿Chocolate? ¿De dónde lo has sacado? —Se metió la tableta de un golpe en la boca, con gran
placer—. Ya casi no me acordaba del sabor que tenía.
—Erich ha regresado hoy de Francia y nos ha traído un montón de regalos. —Miró fijamente a
Julien mientras éste masticaba y se lamía los labios. Luego le puso otro trozo en la boca y le preguntó
—: Cuando piensas en el después de la guerra, ¿aparezco yo en tus planes?
Él la miró con sorpresa.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque nunca me incluyes.
—¿Cuándo hemos hablado del después? No tiene sentido romperse la cabeza con esas cosas.
—Hablas del dinero que vas a ganar y todo eso —dijo Beatrice con cautela—, pero no de mí.
—No tomes todo tan al pie de la letra. Esta vez he hablado de dinero. Otra vez hablaré de ti. —
Luego se puso de pie, súbitamente impaciente—. ¿Sabes una cosa? Quiero nadar en el mar. Quiero
sentir la sal en los labios y el agua en la piel.
Detestaba su papel de institutriz, pero no le quedaba más remedio que volver a interpretarlo.
—No lo hagas, Julien. Es muy peligroso. Pueden verte desde un barco, o desde arriba de los
acantilados.
—La noche es oscura. —Se balanceaba sobre la punta de los pies—. Además, aquí no hay nadie.
Como lanzando una advertencia, la luna volvió a mostrarse y arrojó una tenue luz sobre la tierra.
—No es tan oscura —dijo Beatrice nerviosamente—, las nubes pasan deprisa y la luna no
desaparece mucho tiempo. Estar aquí ya es bastante peligroso, pero al menos estamos protegidos por
las rocas. Allí fuera no hay nada que te proteja.
—Es la última noche del verano. —No había ningún indicio de que así fuera, pero Julien parecía
seguro de ello—. Y no sé cuándo podré salir de nuevo. Me voy a nadar.
Ella lo siguió con la vista, mientras cruzaba la playa hacia el mar. A la luz de la luna, su cuerpo
alto y desnudo parecía plateado. Se movía con ligereza y agilidad; ella podía sentir totalmente cómo
disfrutaba del contacto con el aire y la arena, lo feliz que lo hacía andar, el juego de sus músculos.
«Qué bello es —pensó Beatrice—, y qué alocado.»
Se sintió abandonada, sentada a la sombra de las rocas que se elevaban por encima de ella,
mientras lo veía a él contra el vasto fondo del mar y a la luz de la luna. Trató de no abusar de la
simbología de la situación, pero era como si hubieran intercambiado los papeles: ahora era él quien
marchaba en libertad, mientras ella era la cautiva. Y de alguna manera la imagen correspondía a la
realidad, como acababa de comprobar. Él no la amaba de verdad. Ella era simplemente una parte de
las cosas que aliviaban su cautiverio y, en ese sentido, tenía una importancia decisiva para él. Pero
no se había unido íntimamente a ella. La olvidaría en cuanto volviera a ser libre. Regresaría a
Francia y se entregaría alocadamente a su vida recién recuperada; a su alrededor habría chicas
alegres que reirían, y él coquetearía, iría a bailar y a beber con ellas, las amaría y, con una de ellas,
alguna vez se casaría.
«¿Qué seré yo en su recuerdo?», se preguntó Beatrice. Se vistió y se alisó un poco el cabello.
Sería simplemente Beatrice, la chica inglesa a la que había enseñado francés, con quien había
leído a Víctor Hugo y a la que le había quitado la inocencia. Recordaría su piel blanca y su cabello
rebelde, su cuerpo huesudo y, probablemente, que no era la más guapa de las muchachas.
«Pero él no tenía elección, y yo era mejor que nada —pensó Beatrice con rabia, mientras trazaba
líneas en la arena con los dedos—. Y para colmo fui lo bastante idiota para verme con él en la playa
por las noches y poner mi vida en peligro.»
Julien ya tenía el agua por la cintura, luego dudó un instante y se dejó llevar por las olas. Nadaba
dando grandes brazadas hacia delante, luego se volvió de espaldas, pataleaba, chapoteaba en el agua
y bufaba con un ruido infernal que interrumpía el silencio absoluto de la noche. Para horror de
Beatrice, en ese momento la luna se dejó ver completamente en el cielo, el viento disolvía las nubes
y la noche se hacía cada vez más clara.
«Al final ocurrirá una desgracia», pensó agitada.
Se levantó y dio un paso adelante.
—¡Julien! —exclamó a media voz—. ¡Regresa, por favor! ¡Haces demasiado ruido! ¡Regresa!
Pero no la oía. Jugaba en el agua como un niño o un delfín lleno de vida.
«Debería marcharme, debería dejarlo solo con su locura y largarme de aquí», se dijo.
Cuando oyó el ensordecedor disparo, al principio no supo qué era ni de dónde procedía el ruido.
Pero enseguida hubo otro disparo, y luego una voz aguda que gritaba por un megáfono:
—¡Abandone el agua de inmediato! ¡Regrese inmediatamente a tierra!
En los acantilados se encendieron varios reflectores. Entonces se oyeron muchas voces, voces en
alemán. Debían de ser soldados que llegaban de arriba, del sendero del acantilado, y que en ese
momento bajaban a la bahía.
Beatrice retrocedió todo lo que pudo hasta las rocas. Se sentía como un conejillo en la trampa,
atrapada entre el mar y las rocas, y rodeada de enemigos armados. Se produjo otro disparo, pero la
bala se hundió en el agua, lejos de donde estaba Julien. Parecía estar fuera del alcance de los
disparos, pero no le serviría de mucho, porque tarde o temprano tendría que volver nadando.
«¡Entrégate —suplicó en silencio—, por el amor de Dios, es tu única esperanza!»
Julien se detuvo en cuanto oyó el primer disparo, sorprendido, como si la aparición de los
soldados alemanes hubiera sido lo último que se esperaba en el mundo. Con el segundo disparo
tampoco se movió, miró fijamente a la playa y pareció analizar la situación.
El tercer disparo lo puso en acción. Pero en vez de hacer caso a la intimidación, que bien pudo
no haber entendido, puesto que su alemán era muy pobre, tomó la dirección contraria, braceó mar
adentro a toda velocidad y luego giró hacia el oeste. Era posible que la larga inactividad en su
escondite lo hubiera debilitado, pero el miedo mortal puso otra vez en movimiento su antiguo vigor:
avanzaba con increíble rapidez y seguro de poder alcanzar su meta.
—¡Pretende llegar a la otra bahía! —gritó alguien—. ¡Enviad inmediatamente hombres allí!
Beatrice retrocedió aún más contra las rocas. Se dio cuenta de que ese refugio no la protegería.
Tarde o temprano la encontrarían. Y hasta quizá la matarían de un tiro.
El corazón le latía a toda velocidad. Por un instante tuvo la tentación de salir y entregarse antes
de que la arrastraran de allí. Pero algo la detuvo, y de pronto pensó que no tenía por qué darse tan
rápidamente por vencida.
«Tengo que irme de aquí antes de que lleguen. Una vez que estén aquí, no tendré salida. Tengo
que desaparecer antes de que sea demasiado tarde.»
Hubo más disparos, pero Julien ya estaba fuera de peligro. Casi había desaparecido detrás del
recodo que formaban las rocas que se adentraban en el mar.
Los soldados bajaron lentamente por el acantilado; no conocían el terreno y no sabían si abajo
los esperaba una emboscada.
Beatrice, en cambio, conocía el terreno desde su más tierna infancia. Había andado miles de
veces por allí, y se movía entre las rocas como un gato.
El cerebro le funcionaba a un ritmo febril. Estaba claro que no podía subir al sendero occidental.
Por el camino que bajaba a la bahía empezó a oír ruido de motores de sidecars, por lo tanto esa
salida también le estaba vedada. Quedaba el sendero del acantilado que iba hacia el este, aunque ya
no podía cogerlo desde el principio; habría tenido que salir primero de la bahía y subir corriendo al
camino, pero aquello ya estaba lleno de alemanes. No tenía otra escapatoria que trepar por el
acantilado. Lo peor era que debía cruzar toda la playa antes de comenzar el ascenso. Debía moverse
a lo largo de la playa tan pegada a las rocas como le fuera posible, aprovechando el amparo de las
piedras.
Ya estaba a punto de salir a toda prisa de allí, pues cada segundo contaba, cuando vio la ropa de
Julien tirada en la playa. Si los alemanes identificaban a su propietario, que no era otro que el doctor
Wyatt, sería el fin de él y de su familia.
Así que se deslizó fuera de la hendidura de las rocas, recogió rápidamente los pantalones, la
camisa, los calcetines y los zapatos, y retrocedió conteniendo la respiración. Luego reptó como una
lagartija, mientras los alemanes no paraban de disparar desde el acantilado y de enviar soldados a la
playa.

Lo que más le molestaban eran los zapatos. Había conseguido atarse el resto de las prendas
alrededor del cuerpo, pero sostenía los zapatos en la mano izquierda, lo cual implicaba que sólo
disponía de la diestra. Tomó el sendero más difícil, escarpado e irregular que había en la bahía. Era
descabellado trepar por allí, más aún a oscuras y con una sola mano libre, y a una velocidad ideal
para romperse el cuello. Beatrice no tenía tiempo de tantear primero con el pie si la piedra que
pisaba la sostendría o no. Debía confiar en su memoria —antes de la ocupación, el acantilado era la
prueba preferida de valentía entre ella y los chicos del pueblo, aunque a la luz del día y sin equipaje
—, y esperar que la suerte estuviera de su lado.
En esa situación de peligro, no le fallaron el cuerpo ni los nervios. A pesar de la velocidad, se
movía tranquila y segura. No sintió vértigo ni le entró el pánico. Eso lo dejaría para más tarde.
«Cuando pase todo —pensó en un momento—, me pondré a gritar.»
Los alemanes hacían un ruido infernal en la bahía. Los gritos y disparos resonaban en la noche.
Finalmente, se añadieron los ladridos de los perros; alguien había llevado sabuesos a la playa.
Beatrice comprendió que tendría aún menos tiempo; los perros descubrirían en un santiamén la
hendidura entre las rocas donde se había escondido y desde allí seguirían su huella por el acantilado
oriental hasta el otro lado del recodo. Entonces sabrían qué ruta había tomado. Lo único que tenían
que hacer era apresarla en cuanto llegara arriba.
Comenzó a trepar más deprisa, pasando por alto el dolor que sentía en los dedos a los que se
había atado los zapatos. Las últimas rocas… Con la mano libre rozó la hierba de la cima y, haciendo
un último esfuerzo, se arrastró hacia fuera y se desplomó, jadeante.
Estaba arriba. Lo había logrado.
Pero sabía que no podía quedarse allí. Los soldados alemanes estaban por todas partes. Tenía
que seguir, tan rápido como le fuera posible.
Avanzó gateando. No se animó a levantarse porque en el claro de luna descubrirían desde lejos
su silueta. Sólo cuando llegó a un bosquecillo se detuvo, se apoyó en un tronco y respiró hondo. Dejó
caer los zapatos y estiró las manos, que le dolían. Entonces se dio cuenta de lo exhausta que estaba.
Sentía punzadas en los costados, las piernas le temblaban, la cabeza le zumbaba. Tenía todo el
cuerpo empapado en sudor.
Se cubrió la cara con las manos y esperó a que se le pasara un poco la agitación.
«¿Qué habrá sido de Julien?» No podía rodear a nado toda la isla. «Tarde o temprano habrá
tenido que volver a tierra. ¿Lo habrán capturado?»
«¿Cómo ha podido hacer semejante locura? —se preguntó desesperada—. ¿Cómo puede ser tan
increíblemente estúpido?»
Tenía que encontrar una manera de volver a casa cuanto antes. Sólo cabía esperar que aún no
hubieran avisado a Erich de lo ocurrido y que no se hubiera dado cuenta de que no estaba en su
habitación. ¿Qué demonios debía hacer con la ropa de Julien?
Con gran esfuerzo se puso en pie, cogió los zapatos y tomó el camino de vuelta a casa. El bosque
estaba en silencio. Dio un inmenso rodeo por las afueras del pueblo y se acercó a la casa de sus
padres por la parte de atrás. Le pareció demasiado arriesgado entrar por delante.
Se escabulló en el jardín, acechó un instante para ver si estaba la patrulla y contuvo la
respiración. Todo seguía en silencio. Entró en el invernadero, que estaba al final del terreno y se
hallaba en un estado de total abandono porque Pierre no daba abasto él solo con todo el trabajo.
En un rincón se apilaban los sacos de tierra y de turba, y se veía que hacía años que nadie los
había movido de allí. Beatrice apartó un poco uno de ellos, escondió detrás los zapatos y la ropa y
volvió a poner el saco en su lugar. Por el momento, le pareció un escondite seguro; más tarde
buscaría otro.
Entró en la casa sin que nadie la viera y subió a su habitación, pero hasta que cerró la puerta tras
ella no respiró de alivio. Se quitó la ropa, húmeda del sudor, la dejó descuidadamente en una silla,
se metió en la cama y se acurrucó como un feto, muerta de cansancio y de miedo. Sintió náuseas, los
dientes le castañeteaban. Lentamente empezó a cobrar conciencia de la que se había librado. Era un
milagro que aún estuviese con vida, pues fácilmente habrían podido matarla; había escapado de la
muerte por los pelos.
«Ojalá no me entren ganas de vomitar. Ojalá Julien siga con vida. Ojalá no lo encuentren. Ojalá
haya escondido bien su ropa.»
Los pensamientos le cruzaban vertiginosamente por la cabeza. En un momento estuvo a punto de
levantarse e ir al baño corriendo a vomitar, pero finalmente el estómago se le calmó y volvió a
apoyar la cabeza en la almohada.
Más tarde, en las primeras horas de la mañana, consiguió por fin dormirse, aún inquieta. La
despertaron voces y gritos, ruido de motores y de botas pesadas que subían por la escalera. La casa
parecía estar llena de gente y reinaba una agitación poco habitual.
«Julien», pensó enseguida.
Eran las ocho y nadie había ido a despertarla, pero entonces se acordó de que era sábado y no
tenía que ir a la escuela. Seguía con náuseas, y cuando se levantó y se miró en el espejo, vio que
estaba pálida y que tenía un aspecto enfermizo.
Guardó el vestido arrugado en el armario, se puso uno limpio y se recogió los cabellos
enmarañados con una cinta.
Cuando salió de la habitación, Helene se acercó a ella.
—¡Ah! ¿Estás aquí? ¡Qué jaleo! —cuchicheó—. ¡Anoche casi cogen a un espía en Petit Bôt Bay!
—¿Casi? —preguntó Beatrice de inmediato.
—Logró escapar. Pero lo siguen buscando por toda la isla. Seguramente lo encontrarán.
En la planta baja retumbaba la voz de Erich.
—¡Y quiero un informe completo de todo lo que ocurra! ¿Entendido? ¡Quiero que me tengan
constantemente al corriente de todos los pormenores! —Luego subió la escalera y miró a Beatrice—.
¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? —No esperó su respuesta, sino que continuó enseguida—: ¡Es algo
increíble! El hombre ése estaba en el agua. ¡Es un misterio de dónde pudo venir!
—¿Seguro que era un espía? —preguntó Beatrice. Su voz sonaba rara.
Erich volvió a estudiarla con la mirada.
—¿Quién si no?
—No sé. Alguien de la isla. Alguien que quería tomar un baño…
—¡Pero, por favor —dijo Erich, molesto—, qué idea más extravagante! Aquí de noche rige el
toque de queda. ¿Quién podría estar tan loco para ir a bañarse de noche al mar?
«Eso es porque no podéis concebir que alguien desobedezca vuestras órdenes», pensó Beatrice
agresivamente.
Erich volvió a bajar deprisa la escalera y Helene se dirigió a Beatrice con aire preocupado:
—Tienes un aspecto realmente horrible, Beatrice, en eso Erich tiene razón. ¿No te sientes bien?
—He dormido mal, eso es todo —contestó Beatrice.
Para sus adentros rezó una oración de gracias al cielo por haber sido lo suficientemente lista y
valiente para recoger la ropa de Julien. Ya no le quedaba ninguna duda de que esos objetos habrían
podido ser una evidencia decisiva para los alemanes.
Pasó todo el día dando vueltas por la casa, pensando cómo averiguaría el paradero de Julien.
¿Dónde estaría escondido? Obviamente no habían dado con su pista, si no ya se habría enterado. No
se atrevía a ir a casa de los Wyatt. Además Helene tampoco se lo habría permitido; no le quitaba los
ojos de encima, la enredaba en conversaciones absurdas, se quejaba, le pedía que la acompañara al
jardín, luego le parecía que hacía demasiado frío y volvía a entrar en casa. El comentario que había
hecho Julien sobre la última noche cálida parecía acertado: el aire había refrescado notablemente, si
bien brillaba el sol. El cielo tenía ahora un azul intenso de otoño. Beatrice notó por primera vez ese
verano que las puntas de las hojas empezaban a adquirir color.
«Ya casi ha terminado el verano», pensó con un leve estremecimiento, porque percibió el doble
sentido de la frase y supo para sus adentros que algo en su vida había acabado realmente y que ya no
volvería.
Pasó todo el día ensimismada en ideas sombrías, preocupada por Julien y sin encontrar la manera
de saber que había pasado todo. Estaba intranquila y nerviosa. En cuanto pudo deshacerse de Helene
durante media hora, se metió en el baño y lavó el vestido que había llevado la noche anterior. Ni ella
misma sabía a ciencia cierta qué problema podría ocasionarle el estado en que se encontraba la
prenda, pero le pareció importante borrar cualquier huella. Cuando salió del baño para ir a tender el
vestido, oyó la voz de Erich en el vestíbulo.
—¿Dónde está Beatrice?
—No lo sé —respondió Helene—. Hace un momento estaba aquí.
—Tengo que hablar de inmediato con ella.
Beatrice se puso alerta enseguida. Erich no hablaba en su acostumbrado tono de mando. Percibió
la rabia, la desconfianza y la ira en su voz. Algo había ocurrido.
Los pensamientos le cruzaban vertiginosamente por la cabeza. ¿Qué huella habría encontrado?
¿Qué evidencia tenía entre manos? ¿Qué debía negar y qué debía admitir ella?
No tenía sentido esconderse. Debía quitarse cuanto antes de encima el asunto, debía saber qué
pasaba.
—Estoy aquí arriba. —Su voz sonó sorprendentemente clara.
—¡Baja inmediatamente! —bramó Erich—. ¡Inmediatamente!
La muchacha bajó despacio la escalera. El vestido mojado goteaba sobre los peldaños. Erich y
Helene esperaban juntos en el vestíbulo; Helene estaba asustada y pálida, y Erich tenía una cara
propia del Juicio Final. Llevaba algo en la mano que Beatrice tardó en reconocer. Se detuvo en el
último peldaño; estaba casi a la misma altura de Erich, y eso le daba una sensación de seguridad.
—¿Puedes explicarme qué es esto? —preguntó Erich. Esa vez habló en voz baja, y eso era aún
más peligroso que sus gritos.
Se quedó mirando lo que le mostraba.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
Él se acercó un paso más.
—Eso es lo que quiero que tú me digas. —Seguía hablando en voz baja—. Precisamente eso es
lo que quiero que me expliques.
Por fin reconoció lo que tenía entre los dedos. Un pedazo de papel. Papel de envolver. Procedía
inconfundiblemente del chocolate de Francia.
Sin embargo, Beatrice no acababa de entender a qué se debía todo aquello. Su mente se negaba a
pensar lógica y razonadamente. No obstante, tenía la remota sensación de que había caído en una
trampa.
—¿Has perdido el habla? —le preguntó Erich—. ¡Porque otras veces eres capaz de hablar como
un… joyero judío!
En opinión de Erich, ése era uno de los peores insultos que le podían decir a nadie. Beatrice se
estremeció porque lo sabía, y en ese momento se deshizo por fin la parálisis que la embargaba.
—Es papel de chocolate —dijo ella.
Erich sonrió. Era una sonrisa horrible y pérfida.
—Correcto. Así es. Papel de chocolate. Pero no es papel inglés, ¿verdad? No es un papel que se
use o se venda en la isla, y menos ahora, que prácticamente no hay chocolate. Estás de acuerdo, ¿no?
—Creo que sí —respondió Beatrice. El miedo la invadió. Empezó a atar cabos y por un instante
sintió náuseas.
—Es el papel del chocolate que trajiste ayer de Francia —dijo Helene ingenuamente, pero era
evidente que Erich veía algo singular en aquel papel.
Luego él se volvió lentamente hacia ella.
—Así es, Helene. Evidentemente piensas más rápido que nuestra querida Beatrice. Es el papel
del chocolate que traje ayer de Francia. ¿Y sabes dónde han encontrado el papel?
—¿Dónde? —preguntó Helene, con los ojos bien abiertos.
—En Petit Bôt Bay. En la arena.
Ahora Helene estaba atónita.
—¿Y cómo ha llegado hasta allí?
—Hmm. —Erich fingía que pensaba con gran esfuerzo—. En realidad sólo hay tres personas que
puedan haberlo llevado hasta allí. Yo, tú y Beatrice. Nadie más.
—Yo no he ido a la playa —dijo Helene— en semanas. Y ciertamente, ayer y hoy tampoco.
—Ni yo —dijo Erich—. De hecho, creo que nunca he estado en esa bahía.
—Pero Beatrice tampoco ha estado allí —dijo Helene, confundida—. Ni ayer, ni hoy. Hemos
estado todo el tiempo juntas.
—Entonces —dijo Erich—, nos encontramos realmente ante un enigma. ¿Cómo ha hecho el papel
para llegar hasta la playa? Volando es imposible. —Miró a Beatrice con los ojos entrecerrados. Ella
seguía con su vestido mojado colgándole del brazo. A sus pies ya se había formado un pequeño
charco.
—En esa bahía estuvo anoche el espía —opinó Helene—. Quizá tenga algo que ver con él.
—¿Sabes? —dijo Erich con aire reflexivo—. Desde mi punto de vista, no existe más que una
posibilidad, que uno de nosotros fuera anoche a la playa, puesto que tanto durante el día de ayer
como el de hoy, los tres nos servimos mutuamente de coartada. Sin embargo, en lo que respecta a la
noche, nadie puede poner la mano en el fuego por el otro.
Beatrice pensó en ese momento que así era como debía de sentirse un ratón cuando le persigue un
gato. Erich la rodeaba, la acechaba, se deleitaba poniéndola contra las cuerdas.
«Di lo que piensas, dilo de una buena vez y después ya veremos», se dijo.
—¿Quién de nosotros iría de noche a la playa? —exclamó Helene—. ¡Nadie puede estar tan
loco! ¡Yo me moriría de miedo!
—La verdad es que no te imagino haciendo eso —comentó Erich—. Tú bajando por el sendero
de los acantilados a Petit Bôt Bay para sentarte en la arena y comer chocolate… ¿No te parece a ti
también, Beatrice, que es difícil de imaginar que Helene haga una cosa así?
—No va con ella —confirmó Beatrice con voz empañada.
—Pero Beatrice tampoco haría nunca una cosa así —dijo Helene—. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Aquel lugar puede ser un lugar de encuentro muy romántico —explicó Erich—, una noche
cálida de agosto, el cielo cubierto de estrellas, el rumor del mar… la brisa… ¡Dios mío, Helene,
nosotros también hemos sido jóvenes!
Se veía que Helene ya había perdido el hilo. No tenía la menor idea de qué hablaba su marido.
Erich miró a Beatrice a los ojos. Y de golpe se le borró la sonrisa del rostro.
—Vale, ya basta de hablar —dijo fríamente—. Pueden decirse muchas cosas de ti, Beatrice, pero
no que seas corta de entendederas. Sabes cuándo fingir no sirve de nada. ¿Con quién estuviste anoche
en la bahía?

¡Fue una tontería, una estupidez, llevar el chocolate! Nunca debió correr semejante riesgo.
Erich estaba convencido de que sólo ella podía haber llevado el chocolate a la playa, y de que el
hombre al que los soldados creyeron un espía era en verdad su amante, con quien se encontraba en
secreto por las noches. De todos modos, a partir de entonces interrumpió la búsqueda del
desconocido porque ya no tenía duda de que se trataba de un nativo, que entre tanto habría
encontrado cobijo y sería imposible de hallar. Dos cosas, sin embargo, quería saber de Beatrice:
quién era el hombre y desde cuándo lo conocía.
Fue un interrogatorio con todas las de la ley, que se alargó hasta últimas horas de la noche.
Beatrice estaba en una silla del comedor, con el vestido aún mojado en los brazos, que sostenía a la
manera de un cojín protector delante de su cuerpo. Incomprensiblemente, no podía dejar de pensar
que el vestido se secaría y quedaría lleno de arrugas, y que después sería muy difícil plancharlo.
Claro que ése era el problema más insignificante de todos cuantos debía enfrentar en aquel momento,
pero se aferró a eso, como pensó después, por aferrarse a algo.
Erich iba de un lado a otro, se sentaba y se volvía a levantar. Hablaba en voz baja, vociferaba, se
ponía peligrosamente amable o amenazadoramente agresivo. Gesticulaba, gritaba, susurraba y
acercaba tanto su cara a la de Beatrice que la muchacha sentía su aliento en la mejilla. Trató de no
retroceder. Trató de no mostrar miedo. De hecho, el miedo no era el sentimiento que más la
dominaba. Estaba demasiado aturdida como para temer de verdad. Pensaba en su vestido arrugado y
en que debía permanecer callada, pasara lo que pasara.
Helene entró unas cuantas veces en el comedor y se puso a llorar; daba la sensación de que en
cualquier momento le daría un ataque de nervios. La situación la hacía tambalear hasta los cimientos:
no podía soportar un escándalo familiar de ese tipo y no sabía hasta dónde llegaría su marido para
sonsacarle la verdad a Beatrice. Además, al parecer hacía tiempo que su hija adoptiva tenía novio,
con el que se encontraba en la intimidad, sin que ella ni Erich tuvieran idea. Helene estaba azorada y
horrorizada, y se preguntaba cómo había sido posible que Beatrice hubiese mantenido esa relación
sin que nadie se hubiera enterado de nada.
Pasaban las horas, y Beatrice continuaba tercamente callada. En algún momento se habituó a su
propio silencio, se encerró en su caparazón y no permitió que la voz de Erich ni su aliento caliente la
perturbaran.
—Ya hablarás —le dijo durante la noche. Su voz sonaba ronca y extenuada—. Tarde o temprano
hablarás. Tengo medios para hacer hablar a cualquiera.
Beatrice se preguntó si se proponía entregarla a los esbirros de la SS, y si en el interrogatorio la
torturarían como habían hecho con Pierre. Pero su instinto le decía que Erich no llegaría a eso. Había
hecho todo lo posible por aterrarla, pero no la había golpeado ni una sola vez. Algo se lo impedía,
no se decidía a hacerlo y tampoco ordenaría que otro hiciera el trabajo sucio. Parecía apostar por
métodos más sutiles. La desmoralización. Las privaciones. La inquisición permanente y horadante.
En un momento la espantó con un gesto de la mano para que subiera a su habitación; allí extendió
el vestido a medio secar y completamente arrugado sobre una silla y se metió en la cama, agotada y
perturbada; pero no podía dormir de puro cansancio, y se pasó la noche dando vueltas. Cuando por
fin llegó la mañana, supo que debía prepararse para la segunda vuelta.
Los interrogatorios duraron casi tres semanas. Erich no permitió que fuera a la escuela; ni
siquiera él salió prácticamente de casa. Si debía hacerlo, tanto Helene como los dos soldados de
guardia tenían la orden estricta de no dejar por ningún motivo que Beatrice diera un solo paso fuera
de la casa. No tenía ninguna posibilidad de establecer contacto con Julien, si es que había logrado
volver a casa de los Wyatt, y ni siquiera eso podía averiguarlo. Supuso que Mae preguntaría por ella,
pero no la dejarían acercarse, y tampoco sabía lo que diría Mae en la escuela para justificar su
ausencia. ¿Acaso los Wyatt estarían preocupados por ella? ¿Se preocuparía Julien por ella?
Comprendió la táctica de Erich: la estaba aislando. La aislaba de todo lo que formaba parte de su
vida, de la rutina de todos los días, de sus amigos y compañeros de escuela, de los deberes y
obligaciones. Estaba separada, sola, sin información ni conexión con el mundo exterior. Y, además,
expuesta a horas de preguntas interminables y martilleantes.
No podía establecer contacto con el hombre que amaba, y eso, a ojos de Erich, era
importantísimo.
—No puedo entender —le dijo un día Helene, visiblemente dolida— cómo nunca me has contado
nada. Es incomprensible para mí. ¡Siempre creí que tenías confianza conmigo!
—No hay nada que contar —le contestó Beatrice como si nada. Era una frase que ya le había
dicho muchas veces a Erich.
Helene suspiró profundamente. No le creía. Nadie le creía. Pero parecía casi imposible
arrebatarle el secreto a Beatrice. Los cálculos de Erich no salían bien: con el paso del tiempo,
Beatrice no se desmoralizaba, lo único que hacía era retraerse aún más. Se encapsulaba
completamente. Nada parecía alcanzarla. No se rebelaba, ni peleaba, ni buscaba excusas ni maneras
de acabar con la situación o hacerla más llevadera. Soportaba todo. Era como si se hubiera refugiado
en un mundo propio y remoto, al que nadie parecía dispuesto a seguirla.
Perdió peso, se puso pálida y le salieron ojeras amarillentas. Su cabello estaba más desgreñado
que de costumbre. Ya no había brillo en sus ojos. Sus movimientos perdieron su ligereza y gracia
habituales.
Por fin, Erich capituló. Comprendió que Beatrice no se daría por vencida y que no podía
encerrarla para siempre y alejarla de la escuela. Él tampoco podía disponer de todo el tiempo para
interrogarla y maltratarla. No le quedó más remedio que aceptar que esa vez ganaba ella.
—No volverás a tener otra oportunidad de verlo —le dijo—. No existirá un solo momento del
día o de la noche en que puedas escaparte. Quizá creas que te has salido con la tuya, pero en realidad
has perdido. A partir de este momento, serás una prisionera.
Un asistente la llevaba a la escuela y volvía a recogerla. Los soldados que patrullaban la casa
tenían instrucciones estrictas de no dejar pasar por ningún motivo a Beatrice. Por las noches había un
soldado en el porche de la casa; le habría resultado imposible salir sin ser vista.
La casa se había convertido en una fortaleza.
Sin embargo, Beatrice volvió a tener contacto con Mae, que se había inquietado y enfadado
muchísimo. Por ella se enteró de que Julien, tras varios días de nerviosa espera, había regresado a
casa de los Wyatt; se había ocultado en establos y graneros, hasta abrirse paso y llegar a casa del
médico. Contó algo acerca de un baño nocturno en el mar y que casi lo capturaron.
—Mi padre estaba verde de rabia —le informó Mae—, porque Julien nos puso a todos en un gran
peligro. Yo no lo hubiera acogido de nuevo, pero entonces, si lo atrapaban, lo habría contado todo.
—Y, con curiosidad, agregó—: ¿Estuviste con él esa noche? —Beatrice calló, lo que Mae interpretó
como un sí—. Pues ya no podrás verlo —dijo, con satisfacción en la voz y también en la expresión
de su cara—. Te vigilan todo el tiempo. Esa historia parece que ha terminado.

Guernsey, de junio de 1944 a mayo de 1945

En la noche del 5 al 6 de junio de 1944 comenzó la «Operación Overlord», que iniciaba la fase final
de la guerra y el fin de la dictadura nazi. Las tropas aliadas desembarcaron en Normandía el 6 de
junio de 1944. Más de medio millón de soldados norteamericanos, canadienses e ingleses llegaron a
tierra y, tres semanas después, la ciudad francesa de Cherburgo pasó a manos estadounidenses. Los
alemanes sufrían, tanto al oeste como al este, una derrota tras otra. Cuanto más se debilitaban los
ejércitos, más potentes eran las arengas militares del gobierno. Incluso entre los más pesimistas de
las islas empezó a nacer la esperanza. Parecía realmente que el horror tocaba a su fin.
Durante el desembarco en el continente europeo, los aliados consideraron que las islas ocupadas
del Canal carecían de importancia como para justificar su toma y correr el riesgo de sufrir bajas
antes de preparar en Normandía el ataque inmediato a las tropas de Hitler. Ahora quedaban como
últimos y pequeños baluartes del régimen nazi, olvidadas en el Atlántico y a espaldas de los
invasores, separadas de la noche a la mañana del «Reich pangermano», desde el cual se había
organizado hasta entonces el abastecimiento de las islas. Desde 1943, sin embargo, había muchas
cosas que ya no funcionaban con eficacia, puesto que el transporte de víveres y otros bienes de
primera necesidad se había visto restringido debido a los innumerables submarinos que pasaban
frente a las costas francesas, pero al menos continuaban llegando los barcos e incluso algunos
aviones habían logrado aterrizar. Ahora, sin embargo, nada se movía. Solamente los ingleses habrían
podido enviar provisiones, pero Churchill prohibió cualquier ayuda a las islas. Sabía que lo que
enviara allí no tardaría en apropiárselo el enemigo. Así que no envió nada. Dejó que sus
compatriotas murieran de hambre para no ayudar al enemigo.
La situación se agravó cuando el año 1944 se acercaba a su fin. En vez de té o café, tomaban
infusiones de hojas de zarzamora o de bellotas. Ya casi no había pan, ni queso, ni carne. Con la
cantidad de gente que había abandonado las islas antes de la invasión era imposible mantener a flote
la agricultura. Y con la llegada del otoño y del invierno, todo empeoró aún más.
Invasores e invadidos pasaron hambre por igual. Se morían de frío, sufrían, comían unos
deplorables productos propios que no sólo no los saciaban, sino que les causaban dolencias
gástricas. Compartían el hambre y la sensación de que todo el mundo se había olvidado de ellos. La
guerra tenía lugar en otra parte, se iba a decidir en otra parte, pero ellos se iban a quedar fuera, de
espaldas a una invasión que había seguido de largo, sin rozarlos. Estaban condenados a esperar, sin
poder hacer nada, ni pelear, ni vencer, ni perder, ni morir, al menos no con un arma en la mano.
Aunque quizá sí de hambre. Los que peor estaban eran los prisioneros, que vegetaban en el
campo de concentración de Alderney, y los trabajadores forzados. Sus raciones, de por sí escasas,
fueron las primeras en ser reducidas, lo cual equivalía a decir que prácticamente no tenían nada que
comer y que, dependiendo de su complexión, morirían antes o después. Ingleses y alemanes
sobrevivían a duras penas, viéndose en la curiosa situación de estar en el mismo barco, luchando
contra los mismos obstáculos y, de una manera u otra, abandonados por el gobierno de sus
respectivos países. Los alemanes echaban pestes contra la cúpula del Reich, que no hacía nada por
rescatarlos de las islas ni los ayudaba de ningún modo en su precaria situación, mientras que los
ingleses echaban pestes de Churchill, a quien no le importaba sacrificar a su propia gente con tal de
matar literalmente de hambre al enemigo. Y como de nada valía echar pestes, todos tenían claro que
debían arreglárselas con lo que había. Sin proponérselo, constituyeron una comunidad de destinos. E
intentaron sobrevivir de alguna manera.
La relación entre invasores e invadidos siempre había sido distinta en las islas que en el resto de
los países ocupados por Hitler. Los alemanes se habían comportado como tiranos agresivos y
presuntuosos, pero no habían cometido excesos como las ejecuciones en masa de Polonia, Rusia o
incluso Francia. Por otro lado, nunca se había formado en las islas un movimiento de resistencia, por
lo que no se produjeron ataques contra el invasor. Pasaron toda la guerra aislados de los
acontecimientos por el mar circundante, motivo por el cual se vieron obligados a buscar soluciones
excepcionales. En las islas estaban muy cerca unos de otros y no había manera de evitarse. Así que
no les quedó más remedio que encontrar un modo de relacionarse. Fue así como se formó, sin
quererlo ni planificarlo, cierto sentimiento de comunidad.
Por influjo del hambre y del miedo, en los últimos meses de la guerra ese sentimiento se fue
transformando asombrosamente en una notable solidaridad.
En septiembre de 1944, Beatrice cumplió dieciséis años, y estaba convencida de que sería el
último cumpleaños que celebraría bajo la ocupación alemana. Ya no podía ignorarse que la suerte
del enemigo en la guerra había cambiado.
—Medio año más, quizá —susurraba en secreto la gente—, y todo habrá acabado.
A Beatrice le resultaba extraño saber que pronto volvería a ver a sus padres. Habían pasado
cuatro años desde su separación, y cuando volvieran a fundirse en un abrazo serían cinco. Ahora que
se encontraba en la recta final, la impaciencia de Beatrice aumentaba. Deliraba, no podía esperar
más. Ya no soportaba su cautiverio, la vigilancia perpetua, la obligación de rendir cuentas de cada
paso que daba. Durante todo aquel período sólo pudo ver una vez a Julien; fue en marzo, para el
cumpleaños de Mae. Erich se encontraba en Francia y, después de mucho insistir, Beatrice consiguió
convencer a Helene de que la dejara asistir a la fiesta que celebraba Mae. Después de mucho cavilar,
Helene le dio permiso. En un momento, Beatrice se alejó del grupo de chicas, que se reían a
carcajadas y que a ella le parecían pueriles e inmaduras, y subió al desván, donde no había estado
desde el verano anterior. Julien estaba sentado en una mecedora debajo del tragaluz, tenía puesto un
abrigo y dejaba que el primer sol frío de la primavera que entraba por la ventana abierta le diera en
la cara. Cuando vio a Beatrice la miró como si fuera un fantasma.
—¿Eres tú? ¡Creí que no te dejarían venir nunca!
—Han hecho una excepción por el cumpleaños de Mae.
Él se levantó de la mecedora y fue hacia ella. Estaba muy pálido y tenía una expresión de
sufrimiento en el rostro que antes no tenía. Daba la impresión de haber dejado atrás la etapa de la
rebeldía y la ira, de haber caído en una resignación que lo había vuelto taciturno y depresivo. Ya no
se sublevaba. Recluido en sí mismo, aguardaba el final, cualquiera fuese.
—Qué bien que hayas venido —dijo, pero sonaba poco entusiasta.
—¿Qué te han contado los Wyatt?
—Lo que les dijo Mae. Que prácticamente no sales de casa y que ya no puedes venir aquí.
—¿Saben que… aquella noche estábamos juntos?
Asintió con la cabeza.
—Eso lo dedujeron solos. Corrió el rumor de que aquella noche te habían visto con un hombre, y
como yo también había estado fuera… —Se encogió de hombros—. Lo que no supieron al principio
es el tipo de relación que teníamos, pero fueron descubriendo cosas y atando cabos. Están bastante
enfadados conmigo.
—Aun así te siguen dando cobijo.
—Sí. En eso he tenido suerte, aunque en el fondo no me siento afortunado.
—Lo superarás, ya lo verás —dijo Beatrice, a lo que él contestó vagamente:
—Sí, claro.
Después se quedaron un instante en silencio, uno junto al otro. Ninguno de los dos sabía qué
decir. Daba la impresión de que no tenían nada más de qué hablar, como si ya lo hubieran dicho todo
entre ellos, como si lo único que les quedara fuese esperar a lo que el futuro les deparara.
—Tengo que volver con las otras chicas —dijo finalmente Beatrice, y él repitió:
—Sí, claro.
Ni siquiera se rozaron. No hubo el más mínimo gesto de ternura entre ambos, nada que recordara
la intimidad y la familiaridad de antaño.
«Y él ni me ha preguntado qué me pasó aquella noche —pensó Beatrice, mientras bajaba por la
escalerilla—, ni una palabra del peligro en que me puso, ningún lamento por haberme metido en la
situación en la que ahora me hallo, en la que estoy casi tan atrapada e inmóvil como él. Y todo por
culpa de su descuido.»
Nunca volvió a tener oportunidad de visitar a Julien, pero en el fondo tampoco quería, no le
importaba. La había decepcionado, y además, la vida cotidiana empezó a hacerse cada vez más
insoportable y no parecía que fuera momento para el amor.
El Año Nuevo de 1945 lo pasó en casa sola con Erich y Helene. Al principio, Erich había
anunciado que irían juntos a St. Peter Port, a un casino de oficiales donde tendría lugar una fiesta;
después habló de una invitación del comandante de las fuerzas armadas de las islas; pero finalmente
no le apeteció ir a ninguno de los dos sitios y decidió que se quedarían los tres en casa. Beatrice
imaginó que las fiestas que había anunciado no prometían ser particularmente divertidas, que él lo
sabía y por eso se le habían pasado las ganas de ir. ¿Quién podía darse el lujo aún de celebrar una
fiesta? La grave carestía y el hambre no se detenían ni ante los oficiales de más alto rango. No
quedaba nada, ni siquiera privilegios. Entre los alemanes reinaba una atmósfera cada vez más
apocalíptica, sobre todo porque las emisoras de radio no paraban de informar de los avances aliados
en el continente y el repliegue de las tropas de Hitler. Entre la población británica se mezclaban la
impaciencia y la expectación con el miedo: ¿qué pasaría si seguían sin acordarse de ellos? ¿Si la
guerra acababa en todas partes y ellos seguían allí, junto al enemigo, condenados a una lenta
inanición? De Churchill, por lo general, se hablaba muy mal. La férrea rigidez con que boicoteaba las
islas y exigía sacrificios cada vez más insoportables a su pueblo, era algo que nunca le perdonarían.
El cumpleaños de Erich, el 24 de diciembre, transcurrió sin acontecimientos dignos de mención.
Las reservas de alcohol en la casa se habían agotado casi por completo y no había modo de
reabastecerse, por lo que Erich se veía obligado a dosificar la bebida. Ya no podía recurrir a la fatal
mezcla de alcohol y pastillas, que lo ponían fuera de sí. Parecía disponer aún, eso sí, de una última
reserva de medicamentos, pues siempre lograba evitar en el último momento caer en la melancolía,
cuya proximidad era posible adivinar con sólo verlo. Beatrice se preguntó qué pasaría si ya no
dispusiera de ese recurso. Enfermaría o se volvería loco, o quizá las dos cosas a la vez.
La noche de Año Nuevo era evidente que había tomado pastillas porque estaba eufórico y de
buen humor, a pesar de que no tenía el menor motivo para ello. Por radio anunciaban la derrota en
todos los frentes, y a pesar de que aun las noticias más catastróficas iban adornadas de victoriosos
informes, nadie podía pasar por alto el hecho de que el derrumbe era inminente y avanzaba a pasos
agigantados. Los norteamericanos habían tomado Aquisgrán, es decir, se encontraban en suelo
alemán. Por el este, las tropas rusas se acercaban peligrosamente a la frontera alemana; los rusos,
aseguraba la propaganda nazi, nunca lograrían traspasar el frente oriental e invadir el Reich, pero la
BBC de Londres, cuyas noticias oídas de manera clandestina se difundían diariamente por las islas
como reguero de pólvora, informaba del avance de las tropas aliadas con cifras inimaginables. La
gigantesca Rusia, a la que habían sorprendido prácticamente dormida y no había podido ofrecer
resistencia al enemigo, había activado ahora todas sus fuerzas y reclutaba a los soldados desde todos
los rincones del país. Según la BBC, el destino de Prusia oriental, la parte oriental del Reich, estaba
prácticamente sellado. El ataque ruso era cuestión de días, y en unas horas acabarían con la defensa
en las fronteras.
«Ya ni siquiera Erich —pensó Beatrice— puede pensar en la victoria final.»
La cena del último día de aquel año de 1944 consistió en una sopa aguada de cebada, a la que
añadieron un pan negro reseco, sin gusto y duro; de postre tomaron ciruelas amarillas en conserva de
las que aún quedaban de Deborah. Como sorpresa, Helene sacó después las dos últimas botellas de
vino que había en la casa. Algunas semanas antes las había escondido en su ropero.
—Para que tengamos algo con qué brindar —dijo.
—Uno puede confiar en ti —dijo Erich, que reía exaltado.
En aquel momento Beatrice confirmó sus sospechas de que había tomado pastillas, porque de
otro modo le habría dado un ataque de furia. Todas las noches del mes de diciembre había revisado
el sótano en busca de alcohol, y a veces se desesperaba cuando no encontraba nada. En
circunstancias normales, se habría irritado terriblemente al saber que todo ese tiempo había existido
en la casa una última reserva de vino. Pero Erich no hacía más que reírse y decir que se había casado
con la mujer más lista de la tierra, que siempre le daba agradables sorpresas, y Helene, sentada
radiante a la mesa, parecía que en cualquier momento iba a estallar de orgullo por sus cumplidos.
Erich bebió compulsivamente y vació las botellas mucho antes de la medianoche, con lo cual
tuvieron que brindar con un té amargo hecho con hojas secas de zarzamora.
—Mil novecientos cuarenta y cinco —dijo Erich en tono patético—. ¡Brindo por este año tan
especial! Será el año decisivo. El año de la lucha heroica. ¡El año de hombres y mujeres valientes,
que harán un último esfuerzo para dar la victoria al pueblo alemán, al Reich alemán! —Levantó la
copa con el té hediondo—. ¡Heil Hitler! —exclamó.
—¡Heil Hitler! —repitió Helene debidamente. Beatrice pensó que no se tomarían a mal que se
abstuviese de pronunciar esas palabras, y se limitó a brindar en silencio.
A la una y media, Erich anunció que deseaba contemplar el cielo nocturno y que Beatrice debía ir
con él. Ella lo siguió a la galería de atrás y se sintió de inmediato envuelta por un frío y una humedad
tan desagradables que habría preferido volver a entrar en el acto. El hambre continua, que ya duraba
meses, le había hecho perder mucho peso y sentía el frío del invierno más que nunca. Erich, por el
contrario, aunque delgado y demacrado, había bebido lo suficiente para sentirse a gusto allí fuera.
—No se ve ni una estrella —comprobó al mirar al cielo negro y brumoso—. Ni una estrella esta
primera noche de un año tan importante. Sólo niebla. Maldita y eterna niebla. Hay muchísima niebla
en esta isla. De donde yo vengo, en Berlín, no hay tanta.
«Quizá porque allí no hay tanta agua», pensó Beatrice, pero no dijo nada. Se abrazaba el cuerpo
con ambas manos y hacía un esfuerzo por no castañetear con los dientes.
—Esto se acaba —dijo Erich de repente. El tono de voz no había cambiado, hablaba con el
mismo aire impasible con que se había referido a la niebla—. Alemania se acaba. Yo lo sé y tú
también lo sabes. Pero no quiero inquietar demasiado a Helene.
—Yo creo que Helene también lo sabe —dijo Beatrice.
Erich hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Helene es como una niña. Ella siempre cree lo que le dicen, con tal de que se lo cuenten de
manera convincente. No la puedes tomar en serio.
La niebla la rodeó con húmedos velos. «Voy a coger una pulmonía», pensó Beatrice.
—No sé exactamente cómo acabará todo —dijo Erich—, qué le pasará a la gente en el Reich y
qué nos pasará a nosotros. Pero será terrible, eso es seguro. Será terrible. —Oía el eco de sus
propias palabras, que la niebla parecía tragarse dándoles así un carácter irreversible—. Han
ocurrido cosas terribles —continuó—, se ha hecho mucho mal a los hombres. No digo que no
hayamos obrado bien, o mejor, que no creyéramos estar obrando bien, que no tuviéramos las mejores
intenciones.
Beatrice pensó en las columnas de prisioneros que se veían por todas partes en la isla, en los
trabajadores forzados, explotados y demacrados, en sus rostros desdichados, desesperados e
insensibles. Pensó en todo lo que había oído acerca de las torturas que padecían y de las muchas
privaciones que pasaban: seres mal alimentados y sometidos a trabajos inhumanos. Pensó en Julien,
que se había visto obligado a vivir oculto en un desván durante años. ¿Eran ésas acaso las mejores
intenciones?
—Pero naturalmente también hemos cometido errores, como todo el mundo, y usarán todo en
nuestra contra y no nos darán la oportunidad de defendernos —dijo Erich—. Y ellos no querrán
encontrar ninguna razón para tratarnos con clemencia.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Los vencedores. La historia. Ambos nos demonizarán. Pero una cosa quiero pedirte, Beatrice:
oigas lo que oigas, cualesquiera que sean las atrocidades que oigas contar sobre nosotros, conserva
de mí la imagen que te has forjado en todos estos años. No dejes que te la quiten. No dejes que la
ensucien. No permitas que la arrojen a la basura.
—¿Qué es lo que ha hecho, señor? —preguntó Beatrice—. ¿Qué podrían contarme de usted?
Él meneó la cabeza.
—No establecerán diferencias. Nos meterán a todos en el mismo saco. Dirán que éramos todos
unos diablos. No te dejes engañar, Beatrice.
Ella pensó en el placer sádico con que Erich había atormentado a Julien y a Pierre. La imagen del
diablo tal vez no fuera después de todo muy exagerada. Pero a Erich no parecía importarle
demasiado. A cada minuto, se ponía más sentimental.
—Quién sabe si llegaré a ver el fin de la guerra. Si viviré para verlo. Los vencedores celebrarán
su triunfo a ser posible brutalmente. Quizá hasta me maten.
Beatrice no dijo nada al respecto, pero él tampoco parecía esperar una respuesta.
—Si algo me sucediera, quiero que te ocupes de Helene —dijo de golpe, tras una larga pausa en
la que miró fijamente la noche, y mientras Beatrice se preguntaba si debía decirle que se estaba
muriendo de frío—. Helene es una persona que no puede estar sola. No sería capaz de seguir
adelante en la vida. Es débil. Tú eres fuerte, Beatrice. Debes cuidar de ella cuando yo no esté.
—No creo que vaya a sucederle nada, señor —dijo ella, un poco por cortesía, otro poco porque
no pensaba de veras que Erich fuera a perder la vida. Él, sin embargo, parecía entusiasmado con la
idea. Repitió su descripción de cómo se imaginaba él el fin de la guerra, la forma en que se
desarrollarían los acontecimientos y cómo sobrevendría para todos el fin del mundo. Volvió a
imaginar la venganza de los vencedores y afirmó que en el fondo no había hecho nada que no fuese
por el bien del pueblo alemán.
—Es normal que uno quiera hacer todo por su país, ¿no te parece, Beatrice?
—Tengo mucho frío, señor —dijo Beatrice. Ya no podía evitar que los dientes le castañetearan.
Él la miró con una expresión extraña en los ojos.
—¿Tienes frío? Yo estoy hirviendo. Siento un calor que me llena desde lo más hondo.
¡Verdadera fiebre!
—Tengo que entrar. Si no, creo que voy a enfermar.
Este comentario pareció enfadarle. Había interrumpido su descripción del fin del mundo.
Además, era posible que no tomara realmente en serio lo que él decía.
—¡Vale, vale, entra en casa entonces! —dijo de mal humor y con un gesto de la mano—. Yo no
tengo nada de frío, pero si a ti te parece… —Daba la impresión de que el hecho de que ella sintiera
frío lo tomaba como una afrenta personal. Permaneció una hora más en la galería. Cuando entró en la
casa, Beatrice y Helene se disponían a ir a la cama.
Dos días después, él y Beatrice contrajeron la gripe.
Erich se recuperó relativamente rápido, pero Beatrice debió permanecer durante semanas en
cama. La gripe derivó en pulmonía; tuvo dolores punzantes y sufrió terribles delirios a causa de la
fiebre. En sueños veía a menudo a Julien y, en los pocos instantes que estaba lúcida, temía que, en su
turbación, dijera el nombre de su amado en voz alta. Helene estaba todo el tiempo junto a su cama y
se habría enterado de todo. Erich también iba con frecuencia a visitarla. Beatrice se asustó en dos
ocasiones al despertarse y ver su cara inclinada sobre la suya. Las dos veces gritó como un animal
que cae en una trampa, lo cual debió de dolerle mucho a Erich, aunque no dijo nada; sólo parecía
preocupado. Un día, cuando empezaba a pensar otra vez con claridad, Beatrice oyó discutir a Helene
y a Erich.
—Fue una irresponsabilidad por tu parte salir con ella fuera, con el frío que hacía —dijo Helene,
irritada. Se esforzaba por hablar en voz baja, y sonaba como un agitado cuchicheo—. ¡Espero que
sobreviva!
—No hacía frío. ¡Hacía calor!
—Estás loco. Son tus pastillas, que te hacen sentir lo que no es. Hacía un frío de muerte. Y había
mucha humedad. Además ella es frágil y, como todos nosotros, está desnutrida. ¡Cómo no iba a caer
enferma!
—Yo también he caído enfermo.
—Eso ha sido por tu culpa. ¡Y además tú no estás tan enfermo como ella!
—Acaba de una vez y no montes tanto alboroto. ¿Quieres que se despierte?
Beatrice apretó los ojos. No quería que se dieran cuenta de que no estaba dormida.
El doctor Wyatt acudía todos los días para interesarse por ella. Normalmente Beatrice ni se
enteraba de sus visitas, pero a veces sí se daba cuenta de que había estado allí. Helene estaba
siempre junto a él, de modo que le resultaba imposible preguntar por Julien, hasta que una vez que
Helene se encontraba un poco apartada, Beatrice no pudo aguantar más.
—¿Dónde está Julien? —preguntó.
Más tarde recordó la mano grande que le tapó la boca con la rapidez de un rayo, y la cara de
susto del doctor Wyatt.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Helene desde lejos.
Wyatt murmuró algo para tranquilizar a Helene, y ésta no volvió a insistir. Por el momento, el
peligro había pasado, pero no para siempre. La cara de alivio del doctor Wyatt se hizo evidente una
mañana, cuando vio que Beatrice ya no tenía fiebre.
Era a mediados de febrero. Un viento frío bramaba en la casa cuando Beatrice se levantó de la
cama sin ayuda por primera vez en seis semanas. Se tambaleaba al andar y había adelgazado tanto
que los vestidos le colgaban como sacos y los ojos parecía que se le fueran a salir de las órbitas.
Tenía la piel gris azulada y un aspecto lívido y enfermo. Se lavó el pelo, pero no consiguió darle ni
una pizca de brillo. Habría necesitado urgentemente tomar purés, vitaminas y comidas nutritivas,
pero no había nada, y tuvo que padecer hambre como todo el mundo en las islas. Una vez al mes
atracaba en las islas un barco de la Cruz Roja con alimentos y medicamentos, pero nunca alcanzaba.
Eran demasiadas las personas enfermas de gripe, demasiados los viejos y los débiles. Beatrice aún
tenía suerte de vivir en la casa de un oficial de alto rango, pues, a diferencia de mucha otra gente en
las islas, Erich gozaba de ciertos privilegios y obtenía cosas que los demás no podían conseguir.
Pero aun así Beatrice no podía restablecerse. Había estado demasiado enferma y durante demasiado
tiempo.
El primer sol pálido de marzo la animó a salir de casa: aún parecía un espectro, translúcida, de
lívida como estaba, y con sombras amarillentas debajo de los ojos. Se movía con el sigilo de quien
ha dejado de creer en el vigor de su cuerpo. Lloraba mucho porque no aceptaba su estado de
postración, porque estaba tan débil que no podía ni sostener un libro entre las manos. Haciendo caso
omiso de las recomendaciones del doctor Wyatt, y a pesar de las protestas de Helene, comenzó a ir a
la escuela; no quería quedarse retrasada y además se aburría. El intento fracasó. A causa de su
debilidad, se desmayó y se cayó del banco. Llamaron a un médico alemán y la llevaron a casa en
ambulancia. Helene vio con horror cómo la subían a la habitación en camilla.
—Necesita mucho cuidado aún —dijo el médico con aire grave—. Se encuentra en un estado
realmente delicado. No debería ir a la escuela al menos durante las próximas cuatro semanas.
Pasaron ocho semanas y su estado seguía sin mejorar. Las piernas le flaqueaban cuando quería
dar un paso. Los ojos se le llenaban de lágrimas en cuanto alguien le hablaba.
—Es de debilidad —decía el doctor Wyatt cada vez que iba a hacerle una visita—, lloras de
debilidad, mi niña. Tus nervios ya no funcionan. Necesitarías comer algo reconstituyente.
Por aquel entonces, la carestía se hizo dramática en las islas; no había víveres ni para la familia
de un oficial alemán. Helene recogía acederas y dientes de león y preparaba un plato de verduras; de
vez en cuando había sopa de cebada, que consistía principalmente en agua, y los días de fiesta
comían pan negro duro cuya única ventaja era que incluso semanas después seguía en el estómago
como una piedra y daba una sensación engañosa de saciedad.
Desde comienzos de abril el sol brilló todos los días en el cielo azul. Beatrice pasaba horas
sentada en el jardín, y poco a poco empezó a recobrar el ánimo. Los rayos del sol le proporcionaban
la energía que no encontraba en la comida. Lentamente, su palidez espectral fue adquiriendo una
tonalidad ligeramente marrón y sus mejillas hundidas comenzaron a tomar color. Más tarde fue capaz
de dar por primera vez un paseo junto al mar; se quedaba largas horas en la playa, respirando el aire
claro y salado y observando cómo el sol centelleaba sobre las olas. Sentía que otra vez el vigor
volvía a ella y la vida se imponía de nuevo. El hambre la horadaba, como siempre, pero ahora se
sentía optimista y estaba convencida de que lo superaría todo, que aún había muchas cosas buenas
por venir y que la guerra acabaría muy pronto.
Alemania se derrumbó por aquellos días de abril de 1945. Los rusos tomaron Prusia oriental y
Silesia, liberaron Polonia y llegaron a las puertas de Berlín. Los norteamericanos, ingleses y
franceses se adentraban cada vez más en Alemania por el oeste, ocupando ciudad tras ciudad y
comarca tras comarca. La mayoría de las ciudades estaban en ruinas, la población se entregaba
enseguida, sin hacer caso de las consignas que la cúpula del Reich emitía sin cesar exhortando a la
resistencia. Según la opinión unánime, era cuestión de semanas que Hitler se rindiera.
«Se ha acabado —pensó Beatrice—, ya casi se ha acabado.»
El 30 de abril, Adolf Hitler se pegó un tiro en la cabeza en los sótanos de la cancillería del
Reich.
El 2 de mayo, los rusos tomaron Berlín.
El 7 de mayo, Alemania se rindió incondicionalmente.
5
—Sí —dijo Beatrice—, así fue. La guerra había terminado. Sólo que seguíamos conviviendo con
nuestros invasores y nos preguntábamos cómo acabaría todo. El comandante en jefe de las fuerzas
alemanas en las islas presentó la capitulación el nueve de mayo. Y enseguida llegó nuestra gente, los
soldados ingleses. Hacia mediados de mayo, los alemanes abandonaron Guernsey y las demás islas
como prisioneros de guerra. Era, en efecto, el fin.
Seguían las dos sentadas en la roca frente al mar. El viento había despejado las últimas nubes del
cielo y el sol cobraba una fuerza inusitada. Franca se volvió para que los rayos no le dieran en la
cara; tenía la piel muy sensible y todavía pálida del invierno, y temía quemarse.
—Pero unos días antes del nueve de mayo, de la capitulación, Erich se suicidó —dijo Franca.
—Sí —confirmó Beatrice—, se suicidó antes de la capitulación. El uno de mayo de hace
cincuenta y cinco años.
—¿Por qué lo hizo?
—No lo sé. ¿Sería acaso porque temía la venganza de los vencedores? Más tarde me he acordado
muchas veces del diálogo que mantuvimos la noche de Año Nuevo. En aquel momento fue capaz de
expresar y reconocer su miedo, pero no lo tomé en serio. Había bebido, había tomado pastillas, y sus
discursos estaban plagados de ese sentimentalismo que los alemanes… —Se interrumpió y luego rió
—. Discúlpeme, Franca. Usted también es alemana. No quería generalizar y hablar mal de su pueblo.
Me refería a los nazis. Los nazis eran increíblemente sentimentales. Los ojos se les llenaban de
lágrimas cuando hablaban de los rigores de su destino. Quizá por eso nunca creí nada de lo que Erich
decía. Y como después de la noche de Año Nuevo caí enferma, no volví a pensar en ello. Aunque me
temo que tampoco lo habría hecho de no haber estado enferma. Me lo tomé como otro de sus
habituales devaneos verbales pletóricos de sentimiento.
—¿Cómo estaba los días anteriores al suicidio? —preguntó Franca—. ¿Notó algo extraño en él?
Beatrice negó con la cabeza.
—Estaba muy nervioso. Pero todos lo estaban, los alemanes y los ingleses, y los alemanes
incluso más. Había en la isla una tensión indescriptible. Todo el mundo vivía pegado a los aparatos
de radio de la mañana a la noche. Nadie sabía lo que pasaría. Los oficiales eran quienes más
inquietos estaban. Hacía semanas que no recibían órdenes. Pasaban hambre y eran completamente
ignorados. Creo que tampoco tenían claro cuál era su papel. Mantenían ocupadas un grupo de islas
frente a las costas francesas, pero se hallaban al borde de la derrota. Su existencia como invasores
era una farsa a la que no sabían cómo poner fin. Veían claramente su destino: ser prisioneros de
guerra. Cientos de reclusos habían muerto en las islas a causa del hambre y los malos tratos. Habían
ordenado juicios sumarísimos y ejecuciones. No podían esperar que los acogieran cálidamente.
—Sin embargo —dijo Franca—, habían establecido relaciones amistosas con los habitantes de
las islas.
—Llamarlo amistad sería tal vez exagerado. Pero había muchos y sólidos vínculos entre soldados
alemanes y muchachas inglesas. Y desde el verano del cuarenta y cuatro habían pasado juntos por una
época muy difícil. En casi ninguna parte se veía un verdadero odio a los invasores.
—Entonces Erich no tenía tanto que temer —opinó Franca—. Era distinto que con los alemanes
en Checoslovaquia, por ejemplo. Allí los nazis sí podían temer una sublevación, una venganza
sangrienta, que fue exactamente lo que pasó después. Pero aquí…
—Pienso que Erich simplemente no se resignaba a la derrota —dijo Beatrice—. Se sentía
fracasado. La idea en la que había creído, por la que había vendido el alma, se le desmoronaba. Y no
podía aceptarlo. El oprobio, la ignominia, ¿comprende? De eso quería escapar, y creyó que no le
quedaba otra salida que quitarse la vida.
Beatrice miraba el mar, parecía buscar algo en el horizonte, pero Franca sabía que sus recuerdos
la habían llevado de vuelta a aquel día de mayo de 1945, y que ante ella veía las imágenes de aquel
entonces.
—No lo pudimos salvar. Como ya le he contado, no encontramos un médico por ninguna parte.
Wyatt estaba en algún lugar de la isla, pero su mujer no sabía dónde. Fui a St. Martin, pero no había
ningún médico alemán ni inglés. Más tarde supimos que la mayoría se encontraba en los campos de
concentración. Los alemanes estaban asustados por el mal estado de los prisioneros, y a última hora
intentaron paliar la situación enviando médicos. En la mayor parte de los casos podía hacerse muy
poco, sobre todo porque los médicos no tenían casi medicamentos ni vendajes. El caso es que no
pudimos encontrar a nadie que pudiera ayudarlo. —Volvió a mirar a Franca y al presente—. No
pudimos hacer otra cosa que ver cómo se moría. Quizá fue lo mejor para él. Era, en última instancia,
lo que él quería.
Franca la miró atentamente.
—¿Lloró su muerte, Beatrice?
Ella se echó a reír, sacó un cigarrillo retorcido y un mechero del bolsillo de la chaqueta. El
viento marino apagaba la pequeña llama del encendedor, y sólo después de varios intentos lo
consiguió.
—¿Llorar la muerte de Erich? Primero pensé: ha muerto, bueno. No me sentía íntimamente ligada
a él. Era un nazi, un enemigo. Había perseguido a Julien, había destruido nuestro amor. No, no lloré
por él. Ni entonces ni después. —Se apartó el cabello de la frente—. Sin embargo, en algún momento
comprendí que yo también había perdido algo. Quizá incluso más que él.
—¿Por qué?
—Porque me había dejado a Helene —dijo brevemente Beatrice. En sus ojos había una expresión
de antipatía que, por lo que Franca podía ver, rayaba en el odio—. Me dejó a Helene y hubo
momentos en que lo que lloraba era mi propia muerte.
6
El avión aterrizó en Londres a las cinco y media. A Maia le palpitaba el corazón cuando puso el pie
en tierra. Había estado dos veces en su vida en Londres, en las dos ocasiones por el cumpleaños de
la bisabuela Wyatt, en agosto, acontecimiento que hacía ya tiempo que no se celebraba porque la
homenajeada había dicho al cumplir los noventa que a esa edad los cumpleaños eran tristes y que ya
no quería más deseos de felicidad ni regalos. A Maia eso le parecía una idiotez. Cuando ella llegara
a los cien, la seguirían colmando de presentes y testimonios de respeto. Además, la bisabuela Wyatt,
con su comportamiento excéntrico, le había birlado la posibilidad de ir al menos una vez al año a
Londres, viaje que además pagaba Mae, pues cuando se trataba de fiestas familiares ella corría con
los gastos.
De modo que había tenido que esperar hasta los veintidós años para volver allí y había tenido
que gastar hasta su último céntimo, y ni siquiera así había llegado; se había vuelto a endeudar. Mae
había puesto el resto, no sin antes amonestarla interminablemente y exhortarla a que visitara sin falta
a la vieja señora Wyatt.
—No tienes que devolverme el dinero si vas a ver de vez en cuando a mamá. ¿Me lo prometes?
Se pondrá muy contenta. Y a mí me harás un gran favor.
Maia no tenía la menor intención de pasar ni una sola tarde con una mujer de noventa y cinco
años, pero le prometió a Mae que «de vez en cuando» se ocuparía de la señora Wyatt. Le hacía falta
el dinero y ya había sido bastante difícil conseguir que Mae diera el visto bueno a su idea de irse a
Londres a vivir con Alan.
—¿Crees que Alan querrá? —le preguntó Mae con dudas—. No puedes esperar que te reciba con
los brazos abiertos. Al fin y al cabo, presentarse así, de buenas a primeras… ¿Qué harás si él no te
admite?
Maia se rio.
—Abuela, Alan me ha suplicado de rodillas al menos cien veces que vaya a vivir con él. Saltará
de alegría cuando me vea.
—¿Cuándo has hablado con él por última vez?
—A principios de enero. ¿Por qué?
—Estamos en abril. Tú no sabes lo que ha pasado en su vida desde entonces. A lo mejor hay otra
mujer. A lo mejor ya no vive en la dirección que tú tienes. Quizá…
—¡Abuela, no seas tonta! Nada cambia en la vida de Alan. Está locamente enamorado de mí y me
esperará hasta el final de sus días. Todo saldrá exactamente como yo quiero.
Mae hurgó entre suspiros en el bolso, sacó un talón y anotó la suma de cuatrocientas libras.
—¡Esto es por si acaso! En principio no quiero que lo uses. Pero en el caso de que las cosas no
vayan bien con Alan, tendrás dinero para un hotel y el vuelo de regreso.
—No será necesario, pero gracias. —Maia guardó el talón con indiferencia—. Te llamaré
cuando llegue, abuela. No te preocupes. Sé apañármelas.
Había dicho exactamente lo que pensaba, aunque en ese momento, la noche en que aterrizaba en
Londres, empezaba a desconfiar un poco de aquellas palabras. Ojalá Mae no estuviera en lo cierto,
porque la verdad era que no había tenido noticias de Alan desde enero. Antes solía llamarla cada dos
o tres semanas para saber cómo estaba y para contarle su vida.
Su absoluto silencio y su retiro le resultaban sospechosos. Aunque también era muy posible que
respondieran a una estrategia. Después de haber ido detrás de ella durante años, sin éxito, ahora
ensayaba otra táctica: la del distanciamiento. No daba noticias y se mantenía apartado. Quería
ponerla nerviosa, quería forzarla a tomar la iniciativa.
«Y cuando me vea aparecer en su casa creerá que le ha funcionado la estrategia —pensó Maia—.
Aunque la verdad es que he sido yo quien ha venido a él. Bueno, que piense que ha ganado. Lo que
importa es que pueda quedarme con él.»
Alan vivía en Sloane Street. Maia tuvo por un instante la tentación de coger un taxi hasta su casa,
pero lo reconsideró al darse cuenta de que se quedaría sin un céntimo —aparte del talón de
emergencia que le había dado Mae y que no podía usar, aunque sabía que tarde o temprano acabaría
usándolo—. Así que, a regañadientes, decidió coger el metro.
El metro de Londres en hora punta era un infierno, y peor aún si había que arrastrar dos maletas y
se llevaba un bolso pesado al hombro. Era un día caluroso de abril, y el aire en los vagones podía
cortarse con un cuchillo. Maia se equivocó de dirección y tuvo que regresar al punto de partida.
Cuando por fin salió a Sloane Street, después de lo que le parecieron horas de extravío, estaba
bañada en sudor y se sentía pegajosa y sucia, en absoluto atractiva.
«Estupendo —pensó—, tengo exactamente el aspecto de una mujer que quiere sorprender a un
hombre y colgársele del cuello para decirle que, de ahora en adelante, tendrá que darle alojamiento y
mantenerla.»
Apoyó jadeando la maleta en el suelo, sacó la agenda del bolso y miró una vez más la dirección.
Luego emprendió fatigosamente la etapa final de su recorrido.

La última persona en el mundo que Alan habría esperado ver en su puerta era Maia. Cuando sonó el
timbre estaba en la sala de estar y bebía su segundo whisky del día. Pensó un instante si debía abrir;
había tenido un día ajetreado y esa noche no quería ver ni hablar con nadie. Pero el timbre volvió a
sonar dos y tres veces, y por fin se dirigió a la puerta con la esperanza de que no fuera Liz, la
muchacha con la que había salido durante algunas semanas. Se habían separado hacía pocos días, sin
saber muy bien por qué razón, puesto que él la encontraba atractiva, inteligente, divertida y estaba
muy enamorado de ella. Era probable que se debiera al hecho de que no fuese como Maia. Y era
probable que, tarde o temprano, se acabara separando de todas las mujeres por no ser como Maia.
Abrió la puerta y se encontró con Maia.
Se quedó literalmente mudo, pero por suerte habló ella.
—Hola, Alan. Abajo, en el vestíbulo, hay dos maletas más que no puedo subir. ¿Podrías bajar a
cogerlas? Y, por favor, dime dónde está el baño. Necesito urgentemente una ducha.
Perplejo, le abrió la puerta del baño y ella desapareció como un rayo. Alan oyó que cerraba la
puerta con llave, y enseguida empezó a correr el agua. Bajó obedientemente los tres pisos por la
escalera y cargó las maletas, primero una y luego otra, que pesaban como si estuvieran llenas de
piedras. Se sintió como un idiota.
«¿Cuánto se quedará?», se preguntaba Alan.
A juzgar por su equipaje, debía de llevar todo lo que tenía. Lentamente volvió a calmarse y se
dio cuenta de que estaba molesto. Era típico de Maia invadir de ese modo e imponerle sus
decisiones, su voluntad. Y él encima le hacía caso y ejecutaba sus órdenes sin chistar. Pero no podía
dejar las maletas abajo ni impedirle que entrase en el baño… Oyó el secador de pelo y a Maia, que
tarareaba una canción. Obviamente estaba de muy buen humor.
Naturalmente. Iba todo a pedir de boca.
Alan se dirigió a la sala de estar, se sirvió el tercer whisky y meditó si debía meter una botella de
champán en el congelador. Maia querría una copa, o varias, y era probable que después propusiera
salir a cenar a un restaurante caro, elegante y mundano.
¿Qué la había llevado a Londres?
Se paseó con impaciencia por el salón. Pasó mucho tiempo hasta que Maia reapareció. Estaba
envuelta en un albornoz y en los hombros le brillaban unas gotas de agua a modo de decoración. «Se
las habrá puesto después —pensó—, porque ha pasado mucho tiempo desde que ha acabado de
ducharse.» Tenía el cabello reluciente, se había pintado los labios y las pestañas y se había puesto
abundante perfume. Hacía un momento, cuando había entrado en la sala de estar, parecía exhausta y
deshecha, pero ya no había ni rastro de eso. Tenía un aspecto descansado, fresco, juvenil y lleno de
energía. Los ojos le brillaban.
—¿Tienes un cigarrillo, por casualidad? —le preguntó ella—. ¿Y algo de beber?
Alan le alcanzó la cajetilla de cigarrillos en silencio. Cuando le dio fuego, Maia se acercó tanto a
él que llegó a olerle el pelo y la piel. Toda la nostalgia que había sentido por ella en incontables días
y noches volvía a adueñarse de él. ¿Por qué demonios no terminaba con todo aquello, por qué no
terminaba… con ella? Necesitaba decirle las palabras que finalmente no había pronunciado. Tenía
que haberle dicho que, ya que estaba allí, podía pasar la noche, naturalmente, pero que a la mañana
siguiente recogiera sus cosas y se fuera. No debía suponer que él iba a dejarse manejar a su antojo,
que iba a hacer lo que ella quisiera, que…
«Dios mío —pensó con aire cansado—, no podré decírselo. Volveré a conformarme con las
migajas que me arroje. Sentirá que ha triunfado porque las cosas marchan como ella quiere.»
Maia alargó una mano y le rozó la frente con un dedo.
—Tienes una arruga de preocupación encima de la nariz —dijo. Tenía una voz tierna y algo
ronca. Alan sintió un escalofrío en la espalda—. ¿Qué pasa? ¿No estás contento de verme?
Él se rio, quedo y resignado.
—¿Qué esperas, Maia? ¿Que dé una voltereta de alegría? Ni siquiera sé por qué has aparecido
por aquí. No sé qué te propones.
—Ibas a ofrecerme algo de beber —le recordó Maia.
Alan se levantó y fue a la cocina. Por suerte había una botella de champán en la nevera. La puso
en una cubitera y la llevó a la sala. Maia se había sentado en la alfombra, apoyada en el sofá blanco.
Recorría la habitación con la mirada, atenta y crítica. No trataba de ocultar que estaba calculando el
precio exacto de cada objeto.
«Sigue siendo la misma niña codiciosa —pensó—, y siempre lo será.»
Maia bebió su copa de champán en rápidos sorbos, y enseguida hizo que le sirviera otra.
—Qué bonito lo tienes —dijo entonces—, el piso es muy elegante. Va bien contigo. Me gusta.
—Gracias. Aún no has respondido a mi pregunta.
—No me has hecho ninguna.
—Te he dicho: «No sé qué te propones.» Eso es, en cierto sentido, una pregunta.
Ella sonrió con gesto coqueto.
—¿Qué crees que me propongo?
Era consciente de que había vuelto a fruncir el entrecejo.
—Así no, Maia. Hablemos con sensatez. De repente, te presentas con dos maletas gigantescas en
mi casa, te metes durante media hora en mi baño y te instalas en mi salón tan tranquila, y mirándome
de un modo que… Algo querrás, evidentemente, supongo que casa gratis en Londres.
Ella hizo una mueca con la boca.
—Alan, a veces puedes ser muy frío y malvado. Yo…
—¡Maia! —dijo secamente—. ¡Ni lo intentes! No me voy a derretir porque pongas ojos de
carnero degollado o me hables con voz tierna. Pórtate como una mujer adulta.
Obviamente se dio cuenta de que hablaba en serio. Se incorporó y se ajustó el toallón al cuerpo.
Ahora la expresión de su cara era fría y reconcentrada. Estaba tan apetecible que le habría encantado
alargar los brazos y atraerla hacia él.
—Está bien, Alan —dijo—, hablemos con franqueza. Quiero quedarme en Londres. Estoy harta
de Guernsey. La vida allí es muy aburrida, no lo soporto, y además no veo ningún futuro para mí. Mi
familia piensa que me he ido sólo por unos meses, pero la verdad es que no quiero volver. Estoy
aquí, y aquí me quedaré. Y espero que tú me eches una mano.
—¿De qué vivirás?
—Buscaré un trabajo —dijo Maia con osadía—, pero no creo que vaya a encontrarlo de la noche
a la mañana.
—Seguramente no. ¿Y en qué has pensado?
El control que Maia tenía de sí misma empezaba a desmoronarse. Alan sabía que le había hecho
la pregunta decisiva, para la cual Maia no tendría probablemente respuesta. Dio una calada nerviosa
al cigarrillo.
—Santo cielo, Alan, ¿es que siempre tienes que someterme a un interrogatorio? Estamos juntos,
es una noche preciosa de primavera, fuera se oye el rumor del tráfico de Londres… Podría ser todo
muy bonito, y tú lo único que haces es buscar problemas. ¡Soy yo! —Ahora lo miraba con aire
desafiante—. ¿Te das cuenta o no? ¡Soy yo y estoy aquí! Acabo de hacer lo que siempre has querido
que hiciera. ¡He venido a buscarte! ¡Quiero quedarme contigo!
No podía aguantar más, tenía que tocarla. Le acarició cautelosamente la mejilla con un dedo. Era
como terciopelo al tacto.
—Si no te conociera tan bien… —dijo él en voz baja—. No puedo imaginar que hagas nada sin
interés. No es que quieras estar conmigo, tú lo que quieres es vivir en Londres, y te has acordado de
mí porque necesitas un sitio donde quedarte.
Entonces el toallón se deslizó por su cuerpo; él no habría podido decir si lo había hecho a
propósito o si había sido casualidad. Tenía unos pechos maravillosos, y sabía perfectamente cómo
eran al tacto. Vio su pequeño talle, los arcos delicados de las costillas, la suave elevación de las
caderas.
—Quizá sería mejor —dijo él— que te pusieras algo.
—Para eso tendría que abrir la maleta. Y no sé si puedo.
Él suspiró.
—Claro que puedes. Lo prefiero mil veces a que te pases toda la noche así. —Hizo un gesto con
la mano indicando su cuerpo desnudo.
Ella se quedó mirándolo con aire pensativo.
—¿De veras? ¿Te sientes tan incómodo?
—Es peligroso.
—¿Para ti o para mí?
—Para mí. Yo soy el más débil.
Se subió la toalla, se hizo un nudo por encima del pecho y se levantó.
—¿Me invitas a cenar? Iré a ponerme algo.
—Claro. Con gusto.
La siguió con la vista cuando salía de la sala. Alan sabía que ella prácticamente ya había ganado,
y que ella también se había dado cuenta.

La noche le deparó alguna que otra sorpresa. Ya el propio aspecto de Maia cuando salió del baño,
adonde había ido a vestirse, lo desconcertó. Ella solía llevar faldas demasiado cortas, escotes
exagerados, zapatos de tacón alto, muchas joyas y kilos de maquillaje en la cara. Pero saltaba a la
vista que había cambiado de estilo. Salió vestida con un pantalón azul marino y una blusa blanca de
seda cerrada hasta arriba; no llevaba joyas, excepto unos pequeños pendientes de perlas y un
brazalete de oro, y tampoco se tambaleaba sobre un par de peligrosos tacones. El lápiz de labios era
muy discreto, al menos para su costumbre. Tenía un aspecto maduro y de señora, extraño, nuevo, y al
mismo tiempo familiar.
«Madre mía —pensó—, la amo. Siempre la amaré.»
La idea lo asustó. No había tenido noticias de ella en tres meses, no la había llamado y había
creído que podría olvidarla. Pero ahora comprendía que lo que sentía por ella estaba tan vivo como
siempre. Nada había cambiado. Quizá incluso se había hecho más fuerte, viendo el aspecto que tenía
esa noche. Estaba distinta.
No obstante, la desconfianza lo mantenía alerta. Conocía a Maia desde hacía años. Sabía que era
interesada y lista cuando se trataba de sacar provecho. ¿Qué la había llevado a Londres? ¿Había ido
por él? ¿O simplemente se sentía atraída por la gran ciudad y había acudido a él buscando
alojamiento gratis?
—Estás muy guapa —dijo Alan.
Su respuesta fue un gracias en tono neutro. No pestañeó ni intentó encauzar la situación a su
favor. Simplemente agregó:
—¿Vamos?
Alan asintió con la cabeza y salió tras ella con cierta perplejidad.
Le propuso ir a un pequeño restaurante italiano que quedaba cerca de allí, y ella se mostró
enseguida de acuerdo; era la segunda sorpresa de la noche. A Maia le encantaban los sitios caros,
mundanos y lujosos. Quería ver gente interesante y le gustaba que la vieran. Alan estaba seguro de
que lo mínimo que debía de tener en mente era el Ritz.
En cambio, se conformó con el restaurante italiano, comió una modesta lasaña, bebió un poco de
Pinot Grigio y renunció a los postres por las calorías. Habló de Guernsey, sin mencionar eventuales
aventuras amorosas, y contó cosas de Mae, Beatrice y Helene.
—Esa mujer alemana vive otra vez con tu madre. ¿Cómo se llama?… Franca. La vi con Helene
en St. Peter Port. La abuela dice que ha pensado quedarse una buena temporada. Parece que tiene
problemas con su marido. ¿Tú sabes algo de ella?
—El año pasado me la encontré y la llevé a casa de mi madre. Había tenido un problema con su
reserva de hotel. Conversamos un rato, pero no puedo decir que la conozca realmente.
Pensó en aquella mujer tímida y de poco espíritu, en su acento alemán y en sus bellos ojos,
demasiado inseguros para haberlo fascinado de veras. Ella evitaba sus miradas, le recordaba a un
venado asustado. Y se acordó de que en aquel momento se había preguntado qué le habrían hecho a
aquella mujer para que tuviera tantos problemas.
—Mi abuela trató, naturalmente, de sonsacar a tu madre alguna información sobre ella —dijo
Maia—. Ya sabes, se interesa por todo lo que sucede en la isla. Aunque se trate de una mujer como
esa Franca, en la que nadie puede hallar nada interesante, por más que lo busque. —Volvía a ser la
implacable Maia de siempre, ante cuya mirada crítica no había mujer que se salvara—. Pone siempre
ojos de vaca en medio de una tormenta, y no tiene ningún encanto, ¿no crees tú?
Él no creía que fuera para tanto, pero no la contradijo. En ese momento no sentía el menor interés
por Franca. Con cada minuto que pasaba se sentía más profundamente fascinado por Maia.
—En todo caso, Beatrice no es lo que se dice muy locuaz, y la pobre Mae sigue sin conocer
detalles, pero ha oído que la pobre Franca ha huido de su marido. —Ella se rió—. Bien. Ahora lo
sabes todo. Aunque quisiera, no hay nada más que contar de Guernsey.
Él la contempló con aire pensativo. Se había hecho de noche y ya sólo la luz de muchas velas le
iluminaba el rostro. Parecía muy joven —en ese estado de ausencia casi total de maquillaje—,
inocente e incluso vulnerable.
«A lo mejor —pensó él— ha cambiado realmente.»
—Dime, ¿por qué has venido a Londres? —le preguntó mientras volvían a casa cogidos del
brazo.
Ella se quedó callada un instante, y él ya empezaba a pensar que no había entendido la pregunta,
cuando por fin contestó:
—Lo he pensado, Alan. Mi vida va por caminos que…, no, en realidad no va por ningún camino.
Ése es el problema. Los días para mí no tienen principio ni final. Las semanas, los meses… pasan de
una manera anodina. Me limito a dejar que la vida pase, disfrutando el momento sin pensar ni un solo
instante en el futuro. —Luego se detuvo—. ¿Sabes?, en una época estuvo bien. Mientras era joven.
Eso parecía muy serio y Alan no pudo por menos que reírse.
—¡Dios mío, Maia! ¡Todavía eres joven!
Ella frunció el entrecejo.
—Sí, quizá. Pero tengo más de veinte años. Tú mismo dijiste cuando nos vimos en enero que era
hora de que pusiera un poco de orden en mi vida.
Alan no podía creer lo que oía. Contuvo la respiración.
—Maia…
—Aún no sé exactamente qué pasará. Pero he pensado que, una vez aquí, encontraré el camino.
He pensado que… —dudó un instante—, he pensado que podrías ayudarme. A encontrar un camino,
me refiero. Porque después de todo… no hay otra persona, creo, que me conozca mejor que tú.
De pronto se sintió más viejo que de costumbre. Le vino a la mente el concepto de «amigo
paternal». Parecía que ella trataba de asignarle ese papel, y no estaba dispuesto.
—Te refieres a que yo podría ser un buen consejero para ti —dijo él—. Por eso has venido.
Ella se sonrió. Era demasiado evidente que él estaba tanteando el terreno.
—Consejero —repitió ella— no. La verdad es que no te veo mucho en ese papel. Más bien…
como el hombre al que amo. ¿Qué me dices? ¿O te parece demasiado íntimo?
Ya había hablado alguna vez de amor. Sobre todo en la primera época de su relación. Pero en
algún momento se dio cuenta de lo frívolas que resultaban esas palabras en sus labios, la laxitud y la
falta de compromiso con que las pronunciaba, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de hombres
que habían tenido el placer de ser amados por ella. Decir «te amo» no tenía ningún valor, se lo diría
a cualquiera que fuera relativamente apuesto y ganara mucho dinero. Él no había renunciado a
anhelar esas palabras procedentes de su boca, pero al mismo tiempo lamentaba desear una mercancía
tan costosa.
Esa vez, sin embargo, le pareció que lo había dicho de otra manera. Su voz parecía más blanda y
al mismo tiempo más seria. La expresión de su rostro denotaba calidez y sinceridad.
Quedaba un resto de cautela, de desconfianza. Claro. Después de todo, tenía cuarenta y tres años
y no estaba dispuesto a dejarse llevar por cantos de sirena. Alan estiró la mano y le acarició
sigilosamente la mejilla.
—Ya veremos qué depara el futuro —dijo.

Michael no dio señales de vida durante toda una semana, pero después llamó de pronto dos días
seguidos. La primera vez se puso al teléfono Beatrice, quien le informó de que Franca había ido a la
playa a pasear con los perros, y él dijo que lo llamara cuando regresara. Franca trató de localizarlo
durante la noche, pero no lo encontró.
—Seguramente estará con su amante —le dijo con amargura a Beatrice.
—¿Le duele mucho? —preguntó, mientras la miraba atentamente.
Franca pensó un instante.
—Sí, pero no como antes. Ya lo siento un poco más lejano.
A la mañana siguiente, Michael volvió a llamar. Parecía de mal humor.
—¿Es que no te dijeron que me llamaras? —preguntó, en vez de saludar.
—Sí, me lo dijeron, y te llamé, pero no estabas en casa. Buenos días, por cierto.
—Buenos días. —No explicó por qué no estaba en casa—. Lo único que quería saber es cuándo
piensas volver.
A Franca le pareció increíble que hiciera esa preguntara con tanta soltura.
—Me sorprende que te interese saberlo —dijo ella.
—¿Por qué no habría de interesarme? —preguntó Michael, irritado.
Franca sabía que Helene estaba escuchando atentamente en la cocina y que no se le escapaba
palabra, pero en el fondo le daba lo mismo.
—Porque has tomado otro rumbo —dijo ella—, hay otra mujer en tu vida. ¿Qué quieres de mí
todavía?
Michael pareció realmente sorprendido.
—Tú eres mi esposa.
—Estos últimos años parecía que te habías olvidado de eso.
Él suspiró nerviosamente.
—Ya veo, tienes ganas de discutir. Es decir, no es exactamente lo que quieres, nunca lo has
querido. Siempre has rehuido las discusiones. Siempre te ha dado demasiado miedo que te digan una
verdad desagradable, ¿no es así?
—Michael, yo…
—Vayamos al grano. Yo he admitido que existe otra mujer. No me dirás que en eso no he sido
sincero…
«No puedo creer lo que estoy oyendo», pensó Franca.
—En todo caso, ésta es la situación —continuó Michael—, y ya te he dicho más de una vez que
no puedes pasarte la vida huyendo de tus problemas. Celebraría sinceramente que volvieras lo antes
posible a casa.
—¿Y después?
—¿Qué quieres decir con «y después»?
—Michael, ¿qué haremos después? ¿Pretendes que yo me quede en casa a esperar a que regreses
de las escapadas con tu amante sin que te dignes siquiera avisarme de si vienes o vas? ¿Ésa es la
situación que tú quieres?
—¡Pero no puedes quedarte en Guernsey sin hacer nada!
—Continuaré aquí hasta que haya averiguado qué debo hacer con mi vida. Michael, soy aún una
mujer relativamente joven. ¡Mi vida no se puede limitar a quedarme encerrada en mi casa esperando
a un marido que no se entera de que existo!
—¡Ah, ahora resulta que eso también es culpa mía! —dijo Michael, desarmado—. ¿Quién se ha
encerrado en casa? ¡Eso no ha sido idea mía! ¡Yo nunca he dicho que debías renunciar a tu trabajo!
Nunca he dicho que no debías asomar la nariz por la puerta. Nunca he dicho que debías volverte loca
sólo de pensar que venían visitas. Nunca he…
Presa de la indignación y muy pagado de sí mismo, Michael siguió acribillándola con sus frases
envenenadas. En resumen, según colegía Franca, él no tenía la culpa de nada, y ella, en cambio, de
todo.
«Pero no sé de qué me extraño —pensó fatigada—, eso estaba claro desde el principio.»
—¿Cuándo volverás entonces? —le preguntó él por fin, cuando ya parecía que se había cansado
de martirizarla.
—Cuando haya tomado una decisión con respecto a mi futuro —contestó Franca, y una vez más
colgó el teléfono sin despedirse de él.
Cuando entró en la cocina, Beatrice se acercó a ella sin decir nada; se limitó a pasar a su lado
con expresión de piedra y salió cerrando la puerta de casa con bastante vehemencia.
—¿Qué le pasa? —preguntó Franca, asombrada.
Helene estaba sentada a la mesa poniéndose cantidades ingentes de azúcar en el té.
—Mae ha venido hace un momento y ha dicho que Maia se ha ido a Londres y que está viviendo
con Alan. Beatrice no ha dicho nada, pero se ha quedado petrificada, por eso está así. Y ahora mismo
se ha levantado de golpe y ha salido corriendo de la cocina. Supongo que irá a la playa para quitarse
la furia de encima.
—¿Por qué está tan furiosa? —preguntó Franca.
Se sentía un tanto confusa, afectada aún por la conversación con Michael. Quería reflexionar
sobre las palabras que se habían intercambiado y no sabía muy bien cómo hacerlo.
—Siéntese —le dijo Helene—, pero sírvase antes una taza. Tome un té conmigo, le sentará bien.
Está muy pálida. Ha vuelto a tener una pelea con su marido, ¿no?
Franca se sentó y se sirvió té. Estaba hirviendo y era muy aromático. Le pareció que, bien
pensado, era lo mejor que podía hacer en ese momento.
—Mi marido quiere que vuelva a casa —dijo—, pero por ahora no me veo allí. Y me horroriza
pensar que no pueda imaginarme en mi propia casa.
—Ya tomará una decisión cuando llegue el momento —dijo Helene.
Franca asintió.
—Pero necesito tiempo. Se trata de mi futuro. En cierta forma… se trata de mi vida. —Bebió un
sorbo de té. Tenía un gusto tan reconfortante como su aroma—. ¿Y qué pasa con Alan y Maia? —
preguntó. Le pareció mejor distraerse un instante de Michael y de todos los pensamientos que la
conducían a él.
Helene suspiró hondo, pero el resplandor en sus ojos delataba cuánto disfrutaba con esa historia.
—Hace años que Alan y Maia mantienen una relación —dijo Helene—, una relación que se
interrumpe constantemente, pues Maia nunca se ha comprometido con Alan. Quizá sea demasiado
joven para eso.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós. Y Alan, cuarenta y tres. Es decir, una diferencia de edad bastante grande. Pero en
fin, ya sabe, cuando hay amor…
—Por parte de Maia no parece que sea necesariamente amor, ¿o sí?
Helene meneó la cabeza.
—Maia es incapaz de amar. Esto que quede entre nosotras, pero es una frívola. Creo que se ha
acostado con prácticamente todos los hombres de Guernsey, excepto con Kevin, y la única razón por
la que no lo ha hecho es porque él es del otro bando. Después están los turistas… Bueno, el caso es
que la muchacha no ha vivido nada mal, y no hay ningún indicio de que vaya a cambiar.
—¿Por qué Alan ha mantenido tanto tiempo esa relación? Yo sólo lo conozco fugazmente… —Se
acordó de su encuentro aquel caluroso día de septiembre del año anterior—. Es apuesto e inteligente,
y además parece un hombre de éxito. Seguramente hay muchas mujeres que querrían liarse con él.
¡No tiene necesidad de estar sometido a una jovencita ninfómana!
—Alan tiene bastante éxito con las mujeres —admitió Helene—, pero tiene un problema con el
alcohol, ¿lo sabía usted? Pero no espanta a casi ninguna, al contrario. Yo creo que se sienten como el
ángel salvador que ha llegado para curarlo. Pero Alan… —Se encogió de hombros—. En definitiva,
no ha querido a nadie más que a Maia. Él saltaba en cuanto ella chistaba. Y sufría cada vez que ella
se interesaba por otro.
—¿Por qué está con él ahora?
—Eso mismo se pregunta Beatrice. No le da buena espina. Le ha dicho en la cara a Mae que, en
su opinión, lo único que quiere Maia es darse la gran vida en Londres y Alan es el idiota al que ha
elegido para que la mantenga. Mae se ha ofendido y Beatrice se hace mala sangre por su hijo.
—¿Ha hablado con él?
—Ya es mayorcito. Tiene más de cuarenta años. No permitiría que su madre le dijera nada. Ella
lo sabe, por eso no lo llama por teléfono.
—Quizá Maia haya cambiado.
—Es lo que le he dicho yo. Pero Beatrice se ha echado a reír. No ve nada bueno en Maia.
—¿Y usted, cómo lo ve?
Helene se quedó pensando.
—Me temo que esta vez Beatrice tiene razón. Pero no habría que juzgar a las personas a la ligera
ni de una forma inamovible. Maia también puede cambiar, aunque no creo que haya nadie en la isla
que lo considere posible.
Franca bebía el té a sorbitos. Estaba agotada desde la conversación que había mantenido con
Michael. Hacía años que le ocurría lo mismo cada vez que hablaba con él. Era como si le chupara la
fuerza vital y la energía. Cuando se empezaba a sentir un poco mejor, un poco más fuerte, llegaba él y
ella se desinflaba como un globo, y no quedaba más que el envoltorio vacío.
«Un envoltorio vacío —pensó—, a sus ojos no soy más que eso.»
El tema de Michael empezaba a apoderarse de ella. Y sabía que si se instalaba en su cabeza ya
no la dejaría hasta perforarla y carcomerla lentamente.
—¿El padre de Alan vive aún? —preguntó—. Quiero decir, ¿Beatrice y él están separados, o es
viuda?
Helene bajó la voz.
—No sé si debo decirlo… —Pero no había duda de que lo diría—. Aparte de mí, sólo lo sabe
Mae…, y creo que por una vez ha mantenido el secreto.
—¿Sobre qué?
Helene habló en voz aún más baja, y Franca tuvo que esforzarse para entenderla.
—¡El hombre con el que estaba casada Beatrice, Frederic Shaye, no es el padre de Alan!
—¿No?
—No. Ella lo engañó una vez, y Alan es el producto de aquella aventura.
—Oh…
—Sí. Beatrice vino a pasar un verano a Guernsey, debió de ser… —Helene se puso a hacer
memoria—, sería en mil novecientos cincuenta y seis o cincuenta y siete… No, en mil novecientos
cincuenta y seis. Esa vez se quedó bastante tiempo. Quería vender la casa de sus padres…, buscaba
un comprador…
—¿Dónde vivía entonces?
—En Cambridge. Shaye daba clases en la facultad. Beatrice había decidido que nunca regresaría
a Guernsey y Shaye la convenció de vender la finca de sus padres. A ella no se le hubiera ocurrido
nunca. Después de todo, yo seguía viviendo en la casa.
Para Helene parecía importante hacer hincapié en ese hecho. Shaye era el canalla, no Beatrice.
Franca tenía sus dudas de que las cosas fueran tal como las veía Helene. Era de suponer que Beatrice
también habría estado interesada en romper todos los vínculos que había dejado atrás. Después de
todo lo que había oído Franca, ella también estaba ansiosa por apartar de su vida a Helene, aunque
fuera en parte.
—Fui a visitarlos varias veces a Cambridge —continuó Helene—. Yo estaba convencida de que
Frederic no tenía nada contra mí. Siempre se comportaba de una manera muy amable conmigo. Pero
en secreto siempre intrigó en mi contra.
—¿Por qué no regresó a Alemania después de la guerra? —preguntó Franca—. ¿A su patria?
—Usted es muy joven todavía —contestó Helene—. No vivió aquella época. Cuando acabó la
guerra, en Alemania de golpe parecía que nadie había estado nunca a favor de los nazis. Si uno hacía
caso de lo que decían, daba la impresión que en el fondo todos habían luchado en la resistencia. Los
jerarcas nazis que se quedaron y contra quienes existían pruebas fueron acusados absolutamente de
todo. Erich había muerto, pero seguía siendo el símbolo de todo lo malo. Como su viuda… Dios mío,
yo tenía miedo. No quería regresar y ver cómo todo el mundo me señalaba con el dedo.
—¿No tenía familia en Alemania?
Helene negó con la cabeza.
—No. Sólo a mi madre. Pero ya antes de la guerra estaba enferma. Un ataque de apoplejía la dejó
postrada a los cincuenta años, vivía en un asilo y ya no reconocía a nadie. Ni a mí me habría
reconocido.
—¿Y nunca volvió a Alemania?
—Una vez. En abril de mil novecientos cincuenta y uno, a su entierro. Pero al día siguiente
emprendí el viaje de regreso.
—Hay algo que no entiendo —dijo Franca—. Me resulta raro que usted se sintiera más segura
aquí. Los alemanes ocuparon la isla durante cinco años. ¡No la habrán tratado con mucha amabilidad!
—El último año de la guerra, cuando se pasó tanta hambre, hubo mucha solidaridad. Ya le habrá
contado Beatrice… El odio y la ira se diluyeron. Hubo conatos de revancha, incluso contra mí, pero
duró poco. En general, me sentía mejor de lo que me habría sentido en Alemania…
—Pero usted estaba sola. Una vez que se marchó Beatrice…
La mirada de Helene se tornó sombría.
—Nunca entendí por qué se marchó de Guernsey —dijo con firmeza—, justo después de la
guerra… Quería averiguar qué había sido de sus padres. Y para eso tenía que ir a Londres. Pero
después no quiso volver. Vino para acabar el bachillerato, y luego se fue a estudiar a Southampton.
Yo le rogué que se quedara. No quería cultivar rosas, me dijo, y yo le dije que no tenía por qué
hacerlo, que había otras posibilidades. Tampoco quería quedarse en la casa de sus padres, decía.
Ninguno de los dos, dicho sea de paso, sobrevivió a la guerra.
—¡Oh, no! —exclamó Franca con espanto.
Helene asintió gravemente, y Franca se sorprendió al ver que el hecho no le disgustaba en lo más
mínimo, lo cual volvió a espantarla. Debía procurar no dejarse llevar por la particular versión que
Helene daba de las cosas.
—¿Cómo murieron sus padres? —le preguntó.
—Su padre murió en mil novecientos cuarenta y uno durante un bombardeo, en Londres. Lo
hallaron muerto entre los escombros del edificio de oficinas donde trabajaba como vigilante
nocturno.
A consecuencia de eso, la madre cayó en una profunda depresión, se marchó de la casa de su
hermana y se fue a vivir, en condiciones francamente precarias, al este de Londres. No tenía ningún
contacto con su hija y había perdido a su marido. Los vecinos le contaron a Beatrice que se había
dado a la bebida para olvidar las penas y que a las nueve de la mañana se la veía ya ebria por las
calles. A finales de mil novecientos cuarenta y cuatro se quitó la vida a base de alcohol y pastillas.
—Helene suspiró hondo—. Una tragedia terrible. A la edad de dieciséis años, Beatrice se quedó
completamente huérfana. Sólo me tenía a mí.
—Una tragedia de la que eran responsables los nazis —recordó Franca—. Si no hubieran
ocupado Guernsey, la familia habría sido feliz y vivido en paz. ¿A Beatrice eso no le resultaba
problemático? Digo problemático por usted, al fin y al cabo usted era una de los que… formaban
parte del enemigo.
La expresión de Helene dejó entrever que Franca había reabierto una herida, pero en el acto
logró recobrar el control.
—No —dijo fríamente—, eso no constituía un problema para ella. Yo era su mejor amiga, la
sustituía de su madre, su persona de referencia… Ella sabía muy bien que yo nunca me había
identificado con la ideología nazi. Lo sabía perfectamente.
Franca decidió no ahondar más en el tema. Helene se había creado su propia verdad y no había
nada que pudiera cambiarlo. «Tal vez —pensó—, tampoco valía la pena tratar de cambiar a una
mujer de ochenta años.»
—¿Quién es entonces el padre de Alan? —le preguntó para volver al punto de partida de la
conversación.
—Un francés —dijo Helene—, Julien. Durante la guerra trabajó en la casa.
—¿Julien? ¿Volvió a tener algo que ver con él?
—¿Ya ha oído hablar de él? —repuso Helene, consternada.
Franca no estaba segura de lo que sabía Helene, de modo que respondió con evasivas.
—Beatrice lo mencionó una vez.
Helene no pareció muy contenta con eso. Seguramente le habría gustado ser la única confidente
de Beatrice.
—Tuvo una historia con Julien durante la guerra —dijo, bajando otra vez la voz hasta convertirse
en un susurro—, una historia nada positiva de la que por desgracia no me informó en su momento. Yo
habría podido ayudarla. Pero, bueno, cuando terminó la guerra se acabó. Julien regresó a Francia,
Beatrice se fue a Inglaterra, y creo que durante años no tuvieron contacto. Hasta que un verano se
encontraron por casualidad aquí en la isla. Julien había venido con su mujer para enseñarle esa parte
de su pasado, pero no había imaginado que fuera a encontrarse con Beatrice. El caso es que reflotó
en ellos algo de la antigua pasión, se vieron varias veces y, a finales del verano, Beatrice, que seguía
sin conseguir comprador para la casa, sí había logrado en cambio quedarse embarazada.
—¿Se lo contó ella?
—No. Pero yo me di cuenta. Cuando nació su hijo, no hacía falta más que contar. Solamente
Julien podía ser su padre.
—¿Y después? —preguntó Franca tras una larga pausa.
—Y después fui a contárselo todo a Frederic Shaye.
El tictac del reloj de la cocina retumbó en los oídos de Franca. Le pareció que no había oído
bien.
—¿Cómo ha dicho? —le preguntó después de un instante.
—El matrimonio con Frederic Shaye se disolvió —explicó Helene con indiferencia—. Y
Beatrice y el bebé regresaron conmigo.

Por la noche, Michael volvió a llamar para preguntarle a Franca cuándo pensaba regresar a casa.
Ella le dijo que no lo sabía.
—¿Cómo piensas financiar a largo plazo tu viaje? —inquirió Michael en tono glacial.
—Tenemos una cuenta en Guernsey —le recordó Franca.
—¿Tenemos? Yo la tengo. ¡Sabes perfectamente que se trata de mi dinero!
—Tengo poder para sacar dinero de la cuenta. Durante años he venido por ti regularmente hasta
aquí, así que…
—¡Por Dios, ésas son cosas que no se hablan por teléfono —bufó Michael—, no tienes la menor
idea de nada!
—Ya lo sé. Desde hace más o menos diez años me lo dices diariamente.
—Quizá por la sencilla razón de que es cierto.
Franca contuvo el impulso de colgar. No podía acabar todas las conversaciones de esa manera.
—¿Por qué no quedamos en dejar de llamarnos durante un tiempo? —propuso ella—. Déjame
averiguar qué quiero hacer con mi vida, y tú averiguas por tu lado qué quieres hacer con la tuya. Los
dos necesitamos un poco de tiempo.
—No veo para qué necesitamos tiempo. No tiene ningún sentido querer averiguar algo de lo que
no hablamos. Así no iremos a ninguna parte.
—Michael, tú tienes una amante. Deberías tener claro si la quieres a ella o me quieres a mí. Para
eso no hace falta que hables conmigo. Yo no te puedo ayudar en eso.
—Ah. ¿Entonces quieres quedarte en Guernsey y malgastar mi dinero hasta que me arrepienta y
vuelva contigo?
«No puede con su genio —pensó Franca con tristeza—, simplemente no puede sino ser un
asqueroso.»
—Yo no creo estar malgastando nuestro dinero —dijo con énfasis—, y no se trata de que
regreses arrepentido. Sólo se trata de que tomes una decisión. Y tienes que tomarla tú solo.
—Hablas como una maldita maestra de escuela —dijo Michael, y esa vez colgó él.
Franca se dirigió al comedor, donde Beatrice estaba sentada a la mesa con un vaso de vino y el
diario delante. En realidad no lo leía, lo miraba absorta.
—¿Molesto? —le preguntó Franca.
Beatrice levantó la vista.
—No, por supuesto que no. No tengo ni idea de qué hora es. ¿Quiere comer algo? Me temo que
hoy no estoy con ánimo de cocinar, pero…
—No, muchas gracias. No tengo hambre. ¿Puedo beber un poco de vino? Mi marido acaba de
llamar, y cada vez que lo hace consigue deprimirme.
—Beba todo lo que quiera —dijo Beatrice, y le alcanzó la botella—. Esta noche tampoco será
ésta la última copa para mí. Yo también necesito un tónico.
Franca cogió un vaso del armario y se sentó junto a Beatrice.
—Está preocupada por Alan, ¿no? —dijo cautelosamente—. Esta mañana me lo ha insinuado
Helene.
—Por lo que la conozco, no se lo habrá insinuado, sino que se lo habrá explicado con todo lujo
de detalles —contestó Beatrice, pero enseguida añadió, al ver la cara de Franca—: No se preocupe,
no me molesta. Ya le he contado tantas cosas que un detalle más o menos no cambia nada. Por mí,
puede saberlo todo.
—¿Dónde está Helene esta noche?
—Sale a cenar con Mae. Mi amiga está profundamente ofendida porque le he dicho que Maia es
una basura y una puta, y ahora Helene quiere darle apoyo moral. Supuestamente por el bien de
nuestra amistad, pero en realidad lo único que le importa es ella misma. Mae la acompaña a menudo
de compras y salen a tomar café, así que ahora Helene tiene un miedo tremendo a que todo eso acabe
si nos peleamos.
—¿La historia con Maia podría poner en peligro su amistad?
Beatrice hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—¡Qué va! Mae sabe perfectamente lo que pienso de Maia, se lo he dicho mil veces. Sólo que ha
de enfadarse un poco para conservar las formas. La única a la que todavía logra impresionar con eso
es a Helene.
—¿Ha hablado con Alan?
—Me muero de ganas por coger el teléfono y llamarlo —confesó Beatrice—, pero me contengo.
Alan tiene cuarenta y tres años. No tengo derecho a meterme en su vida.
—No entiendo por qué está tan colado por Maia —opinó Franca—. Es una chica guapa, pero
tampoco me parece que sea tan excepcional. Podría tener a las mujeres que quisiera.
—Pero él la quiere a ella. No me pregunte por qué. ¿Por qué se enamora la gente, por qué a veces
el amor lo pilla a uno con tanta fuerza que ya no puede alejarse de una persona, aunque lo humille y
lo hiera una y otra vez? ¿O son acaso esas mismas heridas las que hacen imposible un verdadero
final de la relación? A veces pienso que Alan no se distanciará de esta historia hasta que se produzca
un equilibrio de fuerzas. No sé…, quizá ella tenga algo que lo fascina, algo de lo que no puede
librarse.
—Ahora está con él, ¿no?
Beatrice no reaccionó, pero su mirada delataba preocupación.
—Está con él, sí. Y probablemente le está haciendo creer cuánto lo ama y lo radicalmente
cambiada que está. Y él se lo tragará y volverá a aferrarse a ella. Hasta que vuelva a decepcionarlo y
sufra otro gran dolor.
—Usted no puede protegerlo —dijo Franca en voz baja—, no siempre, al menos. Ya es un adulto.
Beatrice encendió un cigarrillo y empezó a fumarlo de esa manera nerviosa y atolondrada que
Franca ya había tenido ocasión de ver.
—Ya sé. Me lo digo siempre. Es su vida, son experiencias que tiene que vivir. Pero de alguna
manera es también mi niño. Y siempre lo será.
—¿Tiene una relación muy estrecha con él?
—Lo he criado sola. A lo mejor por eso la relación es tan fuerte. Ahí no hay empate posible. No
hay pareja en quien cargar el peso. Sólo éramos nosotros dos, Alan y yo.
—Y Helene —dijo Franca en voz baja.
Beatrice hizo una mueca.
—Correcto. Casi me olvido de Helene. Helene destruyó mi matrimonio con Frederic Shaye, ¿no
se lo ha contado? Tendría que haber visto el drama que montó cuando se enteró de que había
empezado a salir con Frederic, que me marcharía y que se quedaría sola en la casa…

De noviembre de 1952 a septiembre de 1953

Aquel otoño, siete años después de acabada la guerra, Beatrice estuvo enferma, psíquicamente
enferma. Paseaba lentamente por Londres, entre la niebla de noviembre, y percibía la desolación que
la rodeaba como un reflejo de sí misma. Había reaccionado a la separación definitiva de Julien y la
constatación de que sus padres habían muerto, buscando refugio en una actividad febril. Había
regresado a Guernsey para terminar la escuela y luego, tras aguantar los gritos y acusaciones de
Helene, se fue a estudiar a Southampton. Allí sobrevivió con innumerables empleos ocasionales,
llevaba abrigos de mangas demasiado cortas y zapatos con agujeros, aprendió muchas cosas y trabajó
incansablemente para no pensar en nada. Finalmente todo quedó atrás. Obtuvo el título de literatura
inglesa y francesa; pero no encontraba trabajo y cayó en un agujero negro. Todos los sucesos trágicos
de su vida, todos los miedos y las preocupaciones surgían irrefrenablemente en ella, la inundaban y
la arrastraban a las profundidades. Por primera vez, aceptó el dolor que le había causado la muerte
de sus padres y se enfrentó a él, cuya violencia llegaba a veces a cortarle la respiración. De golpe
comprendió que lo había perdido todo. No le quedaba nadie en el mundo que sintiera cercano. Con
los pocos parientes que aún le quedaban en Inglaterra no tenía ningún contacto, eran extraños para
ella. Deborah y Andrew estaban muertos. No podía regresar a Guernsey, no podría soportar la isla ni
la casa. Así también perdía su patria. Se movía en el vacío. Alrededor de ella sólo había tristeza y un
profundo dolor.
Vivía en el este de Londres, en uno de esos deprimentes barrios obreros en que aún no se habían
reparado los daños causados por las bombas alemanas. Faltaban partes del techo, y los cristales
rotos de las ventanas habían sido reemplazados por cartones clavados. Los escombros se apilaban en
los patios interiores e incluso en medio de las calles. En verano, alguna que otra rama de árbol con
hojas se asomaba sobre un muro, pero ahora, en otoño, sólo unas ramas peladas se elevaban al cielo
gris y cubierto de nubes, acentuando la impresión de tristeza.
Beatrice había alquilado una habitación en Bridge Lañe, en una casa gris y sucia, siempre con
charcos delante de la puerta que había que rodear haciendo equilibrismo; en los peldaños de la
escalera, se acumulaba la basura y había cantidad de botellas vacías. La mayoría de los inquilinos
eran parados, muchos alcohólicos, y las familias numerosas se hacinaban en pisos diminutos. Las
discusiones airadas y los actos de violencia estaban a la orden del día. Beatrice no podía por menos
de oírlo todo, lo cual la sobresaltaba y la ponía aún más melancólica. Se ganaba humildemente la
vida dando clases de francés a damas ricas, y se deprimía cuando, por la noche, regresaba de las
elegantes casonas del oeste de Londres al barrio en ruinas en el que vivía. No había estudiado para
inculcar vocablos y gramática a señoras con mucho dinero y poco entendimiento. Pero sin esas clases
no podía vivir. Y aunque de pronto se hubiera hecho realidad su sueño de trabajar en una editorial,
tampoco habría sido feliz. Las pérdidas que había sufrido pesaban demasiado en su ánimo. La
sensación de vacío interior y de soledad la desolaban. A veces echaba de menos Guernsey, pensaba
en los prados, los acantilados, las vistas del mar, y en el cielo, más alto y claro que el de Londres.
Pero, en cuanto se permitía sentir y pensar así, debía pagarlo enseguida con el dolor que le
ocasionaban los recuerdos que asociaba con aquel lugar; pensaba en sus padres, en su niñez, en las
rosas y en la calidez que llenaba los días. Pensaba también en los horribles años de la guerra, en
aquella época extraña en la que a veces se había sentido atrapada como en una pesadilla. Y de nuevo
se apoderaba de ella la apatía, se le hacía un nudo en la garganta y le costaba respirar; apenas podía
mover los brazos y las piernas, y era como si hasta el latido del corazón se le hiciera más lento bajo
el peso de la aflicción.
¡No pienses en eso —se ordenaba entonces—, tienes que evitar pensar en eso!
Helene la bombardeaba con cartas en las que le suplicaba que regresara a casa.
«¿Qué buscas en Londres? —escribía—. En esa ciudad fea y fría no conoces a nadie en quien
puedas confiar. Aquí en Guernsey tienes amigos. ¡Me tienes a mí!»
A veces Beatrice pensaba que era precisamente Helene la que la mantenía lejos de Guernsey. No
soportaba su proximidad, su actitud familiar y de camaradería. No sentía en lo más mínimo que fuera
su madre sustituía, como a ella tanto le agradaba pensar de sí misma. Una vez, Mae la visitó en
Londres y hablaron del problema con Helene. Mae se sorprendió.
—Todos pensábamos que te sentías próxima a ella. Si no es así, ¿por qué no la echas? ¿Qué
derecho tiene ella a quedarse en tu casa?
—No la puedo echar a la calle.
—Tú no eres responsable de ella.
Por supuesto que no. Pero, como de cualquier modo no podía vivir en Guernsey, le resultaba
cómodo que alguien se ocupara de la casa. Helene implicaba también un aplazamiento de la cuestión
de qué hacer con la propiedad de sus padres. Podía esperar un poco más y aguardar soluciones que
vinieran con el tiempo.
Beatrice no salía prácticamente nunca, rara vez iba a un pub, y eso sólo cuando le sobraba un
poco de dinero, lo cual no sucedía casi nunca. Una vez, hacia finales de noviembre, titubeó cuando
una de sus alumnas la invitó a una velada musical.
—No sé si me sentiré cómoda con sus amigos —dijo con cautela—, quizá no debería ir.
—¡Oh, sí se sentirá cómoda con ellos, ya lo verá! —exclamó la señora Chandler—. Beatrice, es
usted una persona encantadora, tiene que darme esta alegría.
La señora Chandler era una mujer de lo más exaltada, y Beatrice supuso que a ella debía de
parecerle muy exótico invitar a su maestra de francés a una reunión social en su casa. Los Chandler
vivían en una casa grande y elegante de Windsor, y en el fondo a Beatrice le gustaba ir, aunque llegar
allí era como dar la vuelta al mundo. La idea de recorrer aquel trayecto en una tarde oscura y fría de
noviembre para volver a casa de noche no era muy atractiva, más bien alarmante, pero llegó a la
conclusión de que no tenía alternativa. La señora Chandler no sólo le pagaba generosamente, sino
que solía darle también comida o le regalaba ropa que ya no usaba. Habría sido una tontería por su
parte ofender precisamente a aquella mujer.
Al principio, la velada le pareció bastante desastrosa. No había tenido más remedio que ponerse
un vestido que le había dado la señora Chandler porque no encontró nada entre sus prendas que
estuviera a la altura de un elegante acontecimiento social. Sabía que se pasaría toda la noche
sufriendo con la idea de que todos los invitados reconocerían el vestido de terciopelo negro, que
además le parecía extraño y curiosamente ajeno. No fue demasiado complicado llegar a Windsor,
pero el trayecto a pie desde la estación de autobús a casa de los Chandler resultó bastante largo. Por
lo general, lo recorría de día y no presentaba mayores dificultades, pero esa noche oscura y fría de
invierno se le hizo eterno. La niebla le humedecía el abrigo, le parecía que se le colaba por la tela
raída hasta llegar al vestido y de allí a la piel. Se había olvidado de ponerse un sombrero o un
pañuelo, y el pelo mojado se le pegaría a la cabeza. Cuando por fin llegó a casa de los Chandler,
tenía heladas las mejillas, y cuando se miró en el espejo que había a la entrada se dio cuenta de que
tenía el aspecto de un perro apaleado. Estaba demasiado delgada. Se había arreglado el vestido para
ajustado a su talle, pero aún así le quedaba holgado.
«Parezco un espantajo», pensó con resignación.
Había unos sesenta invitados en la reunión. Todos eran gente acomodada; Beatrice veía por todas
partes ropa elegante y joyas de mucho valor.
—¡Oh —dijo una señora, que llevaba un vestido ceñido hasta los pies y un perfume demasiado
fuerte—, qué extraño! ¡El vestido le queda a usted muy distinto que a la señora Chandler! Es mucho
más delgada, ¿no?
No parecía que esperara una respuesta, y enseguida se volvió y saludó a una conocida con un
grito de admiración y colgándosele del cuello. Ese comportamiento, como descubrió más tarde, era
absolutamente usual y de moda entre los miembros de la buena sociedad. Los sentimientos se
mostraban aparatosamente para hacer ver que se era muy popular y que se tenían muchos amigos. A
Beatrice todo aquello se le antojó bastante falso, pero a nadie más que a ella parecía molestarle. Se
sentía desdichada y sola. Recorría sin rumbo las habitaciones con una copa de vino en la mano, hacía
como que miraba con mucho interés los libros de los estantes y los cuadros de las paredes, pero en
realidad no se enteraba de nada y sólo deseaba estar en su piso feo y estrecho, donde al menos había
tranquilidad y podía cerrar la puerta y quedarse a solas.
Después de un rato que a Beatrice se le antojó interminable, la señora Chandler ofreció por fin la
cena en unas mesas redondas para ocho personas que había distribuidas en la planta baja. Las sillas
no estaban numeradas y Beatrice intentó sin suerte sentarse en cinco mesas diferentes, pero en todas
le dijeron que estaban reservadas para otros invitados y que debía buscarse otra. Empezó a correrle
el sudor por la cara. Se veía sola, en medio de aquel salón, expuesta sin piedad a las miradas de los
demás. Pero finalmente encontró una silla en una mesa del jardín de invierno. La rama de un arbusto
indefinible se le metía en el pelo cada vez que se inclinaba, y todos los invitados de la mesa tenían
entre setenta y noventa años. Conversaban sobre la guerra. Una señora que había perdido a su hijo en
Dunquerque rompió a llorar cuando un señor se puso a hablar con fervor de la magnífica operación
que se realizó para evacuar a los soldados. Como éste oía mal, le llevó un buen rato darse cuenta de
que estaba sentado junto a una persona para quien Dunquerque no era precisamente un nombre
glorioso. Sólo cuando la señora echó atrás su silla, se levantó y abandonó la sala, se le ocurrió que
algo no andaba bien.
—¿He dicho algo incorrecto? —preguntó, ofendido.
Nadie creyó oportuno explicarle lo ocurrido. Todos seguían ocupados en sus platos como si no
hubiera pasado nada. Beatrice tuvo que resignarse a la idea de que aquella velada insoportable sería
larga. Era evidentemente la única en la mesa, y quizá en toda la fiesta, que había vivido bajo la
ocupación alemana, y sabía que si se ponía a contar tendría de inmediato un montón de oyentes a su
alrededor. Por eso no quería. No podía hacerlo.
«En realidad nunca se lo he contado a nadie —pensó—, ni siquiera la señora Chandler sabe que
soy de Guernsey.»
A las once ya habían acabado de cenar, y Beatrice le pidió a la señora Chandler que la
disculpara porque tenía un largo viaje de vuelta. Pero ésta no quiso saber nada.
—¡Ahora viene el pianista! ¡Es lo mejor de la noche! ¡De ninguna manera permitiré que se vaya
ahora!
«¡Claro, usted no tiene que recorrer casi cinco kilómetros en mitad de la noche hasta llegar a una
estación de ferrocarril —pensó Beatrice, enfadada—… y eso suponiendo que todavía haya tren!»
El pianista era un muchacho de cuello largo y delgado, con granos en la cara. Llevaba un traje
que le quedaba demasiado holgado en los hombros, y se restregaba las manos con aire nervioso. El
piano de cola estaba en el salón. Unos criados habían dispuesto hileras de sillas, pero naturalmente
había muy poco sitio para todos y muchos debieron quedarse junto a la puerta e incluso de pie en el
vestíbulo.
La señora Chandler revoloteaba de placer cuando anunció que había contratado a «un notable y
joven talento» para la velada. Lo dijo de una forma como si les estuviera presentando realmente a
alguien de gran valía que ella había tenido la fortuna de descubrir. «Y quizá tenga razón», pensó
Beatrice. Se sentía cansada y disgustada. Había encontrado un sitio para sentarse y le daba igual que
ella fuera una de las personas más jóvenes de la fiesta y que quizá alguno de los decrépitos con los
que había compartido mesa tuviera que quedarse de pie. No quería ser cortés. Sólo quería que pasara
el tiempo.
El joven pianista tocó unas piezas de Chopin y luego pasó a Hendel. Por lo que podía juzgar
Beatrice, lo hacía muy bien. Su nerviosismo había desaparecido, daba la impresión de estar muy
concentrado y controlar totalmente la situación. «Quizá alguien lo descubra —pensó Beatrice—, me
alegraría por él.»
Hizo un esfuerzo por no atender demasiado a la melodía. La música la revolvía, la hacía
consciente de su soledad, le recordaba la tristeza que había en ella. Entre toda aquella gente se sentía
infinitamente más sola que en su habitación. Ninguno de los allí presentes tenía nada en común con
ella. Nadie la conocía, nadie compartía nada en su vida. Ella estaba fuera y no había una sola puerta
que se le abriera.
La señora Chandler anunció una breve pausa, pero casi nadie se levantó porque todos temían
perder su asiento. Beatrice también se quedó donde estaba; tampoco tenía idea de adonde podría ir.
El señor que estaba sentado a su lado y que hasta entonces no había notado, se inclinó hacia ella.
—Un artista dotado —dijo él—, ¿no cree usted?
Ella asintió.
—Es indudablemente talentoso. Gracias a él, esta noche vuelve a tener sentido… —El hombre
sonrió—. ¿No se siente a gusto aquí?
—No lo sé muy bien —dijo Beatrice. Era una invitada de la señora Chandler y no quería hablar
mal de la fiesta—. Me temo que no me siento muy cómoda aquí —dijo por fin—. No conozco a
nadie. La señora Chandler ha tenido la amabilidad de invitarme, pero… —Dejó la oración
inacabada. Probablemente su vecino entendía lo que quería decir.
Él le estrechó la mano.
—Me llamo Frederic Shaye. Ahora conoce a alguien aquí. Me conoce a mí.
Beatrice no pudo por menos que reírse.
—Esto es un gran paso adelante. Me llamo Beatrice Stewart. Enseño francés a la señora
Chandler.
—¿Es usted maestra?
—En realidad no. He estudiado literatura francesa e inglesa, pero en este momento no encuentro
trabajo. Vivo de mis clases.
Le pareció que él la miraba con admiración.
—¿Literatura francesa? ¿Ama usted Francia?
—Nunca he estado allí —admitió Beatrice—, pero amo su lengua. Y su literatura. He vivido muy
cerca de Francia, en Guernsey. La gente allí es medio francesa.
—¡Fascinante! —dijo Frederic Shaye. La expresión de su cara denotaba verdadero interés—. En
Guernsey. Entonces, ¿vivió bajo la ocupación alemana?
—Sí —dijo Beatrice—. Pero preferiría no hablar de eso.
Él asintió.
—Por supuesto. Perdóneme si he tocado un tema delicado.
—No podía saberlo.
—De todos modos. Le pido perdón.
—No es necesario que se disculpe, de veras.
Frederic Shaye se rio.
—Podemos seguir así eternamente.
Beatrice también se rio.
—Entonces será mejor que lo dejemos —dijo ella.

***

Frederic Shaye había ido en coche, y cuando supo el complicado trayecto que le esperaba a Beatrice,
ésta no pudo disuadirlo de que no la acompañara a casa.
—De ninguna manera —dijo él—, son más de las doce y es probable que ya no haya ningún
autobús. No dejaré que ande sola en la oscuridad.
Estaban en el vestíbulo y aguardaban a que la criada les trajera los abrigos.
—¡Qué lástima que tenga que marcharse! —exclamó la señora Chandler—. ¿No quiere quedarse
un momento más? ¡Ahora se pondrá realmente agradable!
—No, muchas gracias —dijeron Beatrice y Frederic al unísono. Ya se habían confesado
mutuamente que querían marcharse de la fiesta, y Frederic le había dicho que, una vez pasada la
medianoche, no era de ningún modo descortés irse.
La lluvia se había transformado en granizo, pero al menos la niebla se había disuelto y se veía
con cierta nitidez la calle. Frederic conducía concentrado, un poco tenso.
—Lo siento —se disculpó—, de noche no veo bien.
Para entonces ella sabía que era profesor en Cambridge y que de niño había ido al mismo
internado que la señora Chandler; por eso lo había invitado esa noche a la velada. Él no vivía en
Londres: estaría un año, mientras durara la investigación que estaba realizando en un laboratorio de
la universidad. Frederic Shaye era biólogo. A Beatrice la fascinó oírlo hablar de su trabajo. Mientras
avanzaban por las calles oscuras de Londres, lo miró furtivamente. Tenía el cabello oscuro y unos
ojos muy claros, y su cara delgada era de una palidez casi translúcida. Le gustaron su perfil y la
elegancia de sus manos, que se aferraban al volante con una fuerza algo excesiva. Era la primera vez
en mucho tiempo —por primera vez desde Julien— que miraba de verdad a un hombre. Eso la
sorprendió y la volvió un tanto insegura. No estaba en concordancia con la tristeza y la amargura que
sentía. No sabía, en definitiva, si quería romper la coraza que la cubría.
Cuando llegaron por fin a su casa, la nieve ya había formado una delgada capa sobre la calle y en
los techos de las casas. Frederic Shaye la acompañó hasta la puerta.
—Me agradaría que nos viéramos otra vez —dijo al despedirse^—. ¿Podría llamarla?
—Por desgracia no tengo teléfono —respondió Beatrice.
Frederic se quedó pensando.
—¿Qué días va usted a casa de los Chandler? Puedo llamarla allí.
Ella le dijo los horarios y él contestó que los recordaría, sin ninguna duda. Pero después de
despedirse, Beatrice pensó: «En realidad, creo que no me apetece volver a verlo. No quiero
comprometerme con nadie.»

Pero Frederic Shaye no cedió. Llamaba cada vez que Beatrice se encontraba en casa de los Chandler
y la invitaba a cenar. Beatrice respondía siempre con evasivas y no le daba la menor esperanza. La
señora Chandler se dio cuenta, como no podía ser menos, de que algo empezaba a gestarse entre
ambos, y acosó a Beatrice para que abandonara sus reservas.
—Frederic es un hombre encantador —le aseguró—. A primera vista parece poco mundano y
algo introvertido, pero es un hombre interesante e inteligente. Debería verse con él.
—Tengo cosas que hacer —se negó Beatrice.
La señora Chandler reaccionó con un resoplido.
—Veamos, tampoco es que tenga tanto que hacer, querida. Ése es precisamente su problema. Ya
que no encuentra un empleo, el tiempo que le queda libre podría emplearlo con Frederic Shaye.
Dejó pasar casi todo el mes de diciembre. Al amanecer del día 24 tomó el barco a Guernsey,
contra su voluntad, porque habría preferido quedarse en Londres, atrincherarse en su piso y
regodearse en su propia desolación. Pero Helene la había acosado por carta instándola a que fuera,
hasta que por fin, a regañadientes, decidió ceder a su insistencia. Hacía casi un año que no veía a
Helene y temía que un día de éstos apareciera en su puerta si continuaba aplazando por más tiempo
su visita.
El tiempo era tormentoso y frío, y la travesía fue penosa. Beatrice se sentía tan mal que salió a
cubierta, a pesar del tiempo horrible que hacía, con la cara blanca como tiza y una mano apretada al
estómago. Esperaba que el aire fresco le hiciera bien, pero al final se asomó por la borda y vomitó.
Cuando llegó a St. Peter Port sentía las rodillas como de mantequilla y temblaba como una hoja.
Helene había ido a buscarla en coche. Se la veía elegante y descansada, y tenía los pómulos rojos
por el frío.
—¡Cielos, qué te ocurre! —fueron sus primeras palabras—. ¡Estás blanca como una pared y
demacrada! Parece que Londres no te sienta nada bien. ¡Es evidente que no duermes ni comes lo
suficiente!
—Tonterías —dijo Beatrice, enfadada. Se sentía fatal, pero poco a poco su estómago empezaba a
calmarse—. Me he mareado un poco, eso es todo. ¡Una travesía de éstas en invierno tiene su encanto,
créeme!
—No tengo la culpa de que haya tormenta —se quejó Helene, amedrentada y ya algo llorosa—.
Yo no…
—Tú poco menos que me has obligado a que viniera —dijo Beatrice, mientras arrojaba su maleta
con un gesto furioso sobre el asiento trasero del coche—. De lo contrario me habría quedado en
Londres sin ningún problema.
A Helene le brillaron los ojos de lágrimas.
—¿Habrías podido realmente pasar la Navidad sin mí?
—Helene, por favor, no hagas tanto teatro con lo de la Navidad —le dijo Beatrice, irritada—.
No tiene ninguna importancia dónde ni con quién se pasa este día. ¡No entiendo que alguien pueda
volverse tan loco por eso!
—Y yo no entiendo cómo se puede ser tan insensible —dijo Helene, profundamente dolida—.
Creo que somos una familia. ¡No tenemos a nadie más que a nosotras!
Beatrice se sentía demasiado débil para seguir la conversación. Se desplomó en el asiento del
acompañante y maldijo su estómago en silencio.
—Llévame a casa —le pidió con aire fatigado—. Ahora todo eso me da igual. Lo que necesito es
una cama caliente y dormir un poco. Y luego una copa.
Durmió hasta la tarde. Después se levantó, fresca y repuesta, y bebió un oporto con Helene en el
comedor, delante de la chimenea. Luego fue a dar un breve paseo por la playa mar y en el camino de
vuelta vio el claro de luna y la luz de las estrellas. La tormenta había amainado, y el aire, frío y seco,
olía a invierno, a brezos dormidos y a agua helada. Beatrice respiró hondo y con calma. Después del
jaleo de Londres, del hedor de la ciudad y el hacinamiento de la gente, aquello le parecía un refugio
paradisíaco y tranquilo. Sabía que habría sido más prudente quedarse en la isla, buscar un trabajo y
disfrutar de la paz que le ofrecía Guernsey. Pero también comprendía que no habría funcionado. El
antiguo dolor la acometía como un perro rabioso mientras miraba el mar que bramaba, negro y
profundo, y seguía con la vista la estela de luz que la luna dibujaba sobre el agua. Los sucesos del
pasado la afectaban demasiado todavía. No habría soportado quedarse en Guernsey.
A la mañana siguiente, festejaron la Navidad. El día había amanecido tan frío y poco ventoso
como el anterior. Ella y Helene se acurrucaron delante de la chimenea, envueltas en sus albornoces, y
se dispusieron a abrir los regalos. En rigor, sólo Beatrice se dispuso a abrirlos, porque Helene acabó
enseguida. Beatrice le había comprado un libro que, pensó luego con cierta culpa, ni siquiera había
escogido con cariño. Justo antes de emprender el viaje se acordó del regalo de Navidad para Helene
y cogió el primer libro que encontró en un estante de la librería. Era sobre los animales salvajes de
Kenia, algo por lo que Helene, que ella supiera, nunca había demostrado interés. Helene miró el
título algo asombrada, pero enseguida se compuso y se lo agradeció exageradamente.
—¡Es maravilloso! Muchas gracias, Beatrice. ¡Lo leeré y aprenderé cosas de las que no tenía la
menor idea!
A Beatrice, por su parte, le llevó media hora abrir todos los paquetes que Helene había puesto en
una pila para ella. Era obvio que se lo había tomado muy en serio y que había reunido todas aquellas
cosas para darle una alegría. Medias de nailon, guantes de piel, crema facial francesa, un brazalete
de plata, una bufanda de angora, pendientes de perlas y más cosas. Por último, desenvolvió un
pesado marco de plata con una foto de Helene en blanco y negro en la que aparecía con el cabello
suelto y rubio, y sonreía con la dulzura de un ángel. A Beatrice la foto le pareció un tanto
empalagosa, y sabía que nunca la pondría en su piso, pero hizo como si le gustara.
Helene estaba radiante.
—¡Para que me tengas siempre contigo! ¡Ah, Beatrice! —Y la abrazó entre suspiros—. ¡No sabes
cuánto te echo de menos! ¡No sabes cuánto quisiera tenerte aquí! ¡Solamente nos tenemos la una a la
otra!
«Y a tu lado yo siento claustrofobia —pensó Beatrice, y se soltó del abrazo—. ¿Por qué no podrá
encontrar Helene un buen hombre, casarse y olvidarse de una vez de mí?»
Al mediodía, Frederic Shaye llamó por teléfono y le deseó una feliz Navidad. Primero lo cogió
Helene, que apareció en la sala de estar con cara de consternación y le explicó a Beatrice que había
un señor al teléfono que quería hablar con ella.
—¿Qué señor? —preguntó Beatrice, azorada. En ese momento estaba hojeando el libro sobre los
animales salvajes de Kenia.
—Cayne o Shayne, o algo así —dijo Helene—. ¿Quién es? ¿Un conocido de Londres?
—Un profesor de biología que conocí en una fiesta —dijo Beatrice y se puso de pie—. Dios mío,
¿y de dónde ha sacado mi número de teléfono?
Como supo más tarde, Frederic se enteró por la señora Chandler de que Beatrice había viajado a
Guernsey y, gracias otra vez a su solícita amiga, se enteró del apellido de Helene. Con ayuda de la
información telefónica le fue posible conseguir el número.
—El nombre de su conocida parece alemán —dijo él—, como su acento. ¿Vive allí desde la
ocupación?
—Sí —contestó Beatrice escuetamente. Vio que Helene estaba de pie en la puerta de la sala de
estar y aguzaba el oído.
—Bien —continuó Frederic—, la verdad es que me habría alegrado poder verla en Londres estas
Navidades, pero entiendo naturalmente que quisiera volver a casa.
—¿Se ha quedado usted en Londres? ¿No ha ido a Cambridge?
—¿Qué voy a hacer en Cambridge? —preguntó Frederic—. Allí no tengo a nadie. Y aquí en
Londres, en cambio, puedo trabajar con toda tranquilidad.
—¿Está haciendo progresos?
—Bueno, sí. —Hizo una breve pausa—. Siento mucho que no hayamos vuelto a vernos —dijo
después—. Tengo la impresión de que le resulto un poco molesto. Sentiría mucho que fuera así, yo…
en fin, por supuesto la respetaría si me pidiera que no vuelva a llamarla.
—Usted no me molesta —dijo Beatrice. En silencio imprecó a Helene, que insistía en no
moverse de donde estaba y que no parecía dispuesta a perderse una sola palabra de la conversación
—. Es que… No sé si quiero comprometerme en algo.
—No es ningún compromiso ir a comer juntos.
—Por supuesto que no. —De pronto se sintió extraña—. Claro que no lo sería.
—¿Podría invitarla en Londres, entonces, a principios de enero?
Ella por fin se rindió.
—De acuerdo. A principios de enero. Nos telefonearemos.
—Yo la llamaré a casa de los Chandler. Adiós, Beatrice. Y… ¡Feliz Navidad! —Después colgó.
—Feliz Navidad —dijo Beatrice en el vacío. Y de inmediato se acercó Helene.
—¿Quién es?
—Ya te lo he dicho. Lo conocí en una fiesta.
—¿Y por qué te llama?
Beatrice se sintió como en un interrogatorio.
—No tengo ni idea. Quiere volver a verme.
—¿Por qué dices que no tienes ni idea cuando sabes exactamente que quiere volver a verte? —
preguntó Helene en tono quisquilloso—. ¿Crees que está enamorado de ti?
—Helene, nos hemos visto una sola noche. Realmente no lo sé. ¿Por qué te interesa tanto?
—¡Perdona! —De repente Helene pareció la indignación personificada—. ¡Cómo no iba a
interesarme! A mí me interesa todo lo que tenga que ver contigo. Tenemos que ayudarnos
mutuamente.
—Pero eso no es impedimento para que yo conozca a otras personas. Yo vivo en Londres y tú
estás en Guernsey.
—Es un tremendo error que vivas en Londres —dijo Helene en tono de queja—. Por ese motivo
estamos las dos solas. ¿En qué nos beneficia eso?
—Hablas como si estuviéramos casadas. ¡No esperarás que pasemos la vida juntas!
Helene frunció los labios.
«¡Por Dios —pensó Beatrice—, ahora se pondrá a llorar!»
—Sabes perfectamente lo sola que estoy desde que Erich murió —dijo Helene—. La gente en la
isla me evita y…
—No es cierto. Son extremadamente amables contigo. ¡Sobre todo teniendo en cuenta quién eres
tú y quién era Erich!
—Pero yo…
—Por favor, Helene, no discutamos más —dijo Beatrice, irritada. No soportaba que Helene
pusiera ojos redondos de niña y hablara en tono lloroso—. Frederic Shaye no debería ser un motivo
para estropearnos la fiesta de Navidad. Voy a dar un paseo por la playa. Volveré para el café.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Helene.
—No —respondió Beatrice.
El aire frío le sentó bien. Respiró profundamente y a conciencia, y se sacudió de encima la
opresión que Helene le había hecho sentir. No dejaría que se entrometiera en su vida. Pensó en la voz
cálida de Frederic. Más tarde recordaría que fue durante aquel paseo, una tarde de diciembre en que
se ponía el sol, cuando por fin dejó de resistirse a Frederic. Y mucho después se preguntaría si su
animadversión hacia Helene no había desempeñado un papel importante en su decisión.
A la tarde, cuando hubo oscurecido, apareció Mae con regalos y acompañada de un muchacho
algo tímido al que presentó como su prometido. Se llamaba Marcus Ashworth y trabajaba como
empleado de banco en St. Peter Port. Mae estaba muy guapa y radiante, tenía las mejillas rojas y los
ojos brillantes. Cuando se quedó unos momentos a solas con Beatrice en la cocina, y mientras servía
el pastel en los platos y preparaba el café, le dijo:
—Marcus y yo vamos a casarnos. Estoy embarazada.
—¡Mae, qué alegría! —dijo Beatrice, pues Mae parecía tan feliz que su embarazo no podía ser
indeseado—. ¿Os quedaréis a vivir en Guernsey?
—Creo que sí —dijo Mae—, sí, seguro. Marcus ha crecido aquí, yo también. Ninguno de los
podría imaginarse viviendo en otro sitio. —Luego miró a Beatrice con curiosidad—. ¿Cómo haces
para aguantar tanto tiempo en Londres? ¿No piensas regresar nunca?
—No lo sé —dijo Beatrice despacio—, no estoy segura de que pueda regresar.
—¿Acaso no te sientes bien aquí en tu casa?
—Sí. Pero también tengo recuerdos poco agradables.
Se quedó contemplando a Mae, satisfecha, con las mejillas coloradas y con ojos confiados. En su
mirada no se observaba miedo ni dolor. Mae había pasado la época de la ocupación en casa con sus
padres, sin perder en ningún momento la sensación de calidez y protección. Beatrice, por el
contrario, había pasado los cinco años más importantes de su crecimiento viviendo con un oficial
nazi, separada de sus padres de la noche a la mañana; había mantenido una relación dolorosa y
peligrosa con un hombre que se había visto obligado a vivir en la clandestinidad y que casi había
perdido la razón; y por si fuera poco, nunca había vuelto a ver vivos a sus padres. Cuando miraba a
Mae le daba la sensación de que estaban a años luz de distancia.
—Ya veremos —dijo con vaguedad.
—¿Tienes novio en Inglaterra? —preguntó Mae, curiosa—. ¡No puedo imaginar que hayas
pasado años en la universidad sin tener una relación!
—En la universidad tenía otras cosas que hacer.
—¡Por Dios, no te habrás pasado todo el tiempo estudiando! Por lo que he oído, la vida en las
universidades es muy divertida.
—En todo caso, yo no me divertí mucho —dijo Beatrice con sequedad—. Simplemente tenía
mucho que hacer.
—¿Y ahora? —Mae no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer—. ¿Tienes a alguien?
—¿Cómo podría? Doy clases a señoras ricas. ¿Cómo quieres que haga para conocer a un hombre
allí?
—Siempre hay oportunidades. Pero bueno, o bien no hay nadie, o no quieres hablar del tema.
Pero si estás totalmente libre, podrías regresar a Guernsey. ¡Cómo nos alegraríamos todos!
—¿Quién se alegraría? —preguntó Beatrice de inmediato, y en su voz había un tono agresivo—.
Tú ya tienes a tu pequeña familia. ¡Y no creas que te quedará mucho tiempo para otra persona cuando
venga el bebé!
—Sobre todo, le darías una alegría a Helene —dijo Mae—. Se siente muy sola.
—¿Va a contarte sus penas?
—Se queja mucho —respondió Mae con cuidado—, pero es que se siente realmente sola. No
mantiene contacto con nadie en la isla. Únicamente conmigo, y un poco con mis padres. Es una
tragedia enviudar tan joven.
—Lo tiene todo para volver a empezar. Tal vez no aquí. Tal vez debería volver a Alemania. No
puedo entender por qué no se va.
—La señalarían con el dedo. Cuando acabó la guerra, al parecer ningún alemán estaba a favor de
Hitler. Parecía que todos hubieran estado en la resistencia —dijo Mae en tono burlón—. Qué extraño
que Hitler se haya mantenido tanto tiempo en el poder, ¿no? Helene, como viuda de un oficial de la
SS, tendría dificultades en mostrar que es inocente. Entiendo que no quiera volver a Alemania.
—Aquí tampoco es mucho mejor. Mae, es su vida. Y tiene que decidir su futuro por sí misma. No
puede aferrarse a mí. No es mi madre, ni mi hermana. No soy responsable de ella.
—Pero ella cuenta contigo —opinó Mae.
Beatrice cogió el cazo de agua hirviendo con un movimiento brusco y la vertió sobre el filtro de
porcelana de la cafetera con tanta rapidez que volcó la mitad sobre la mesa.
—¡Pero yo no cuento con ella! —dijo.

Helene derramó un mar de lágrimas cuando a principios de enero Beatrice se dispuso a volver a
Londres. Era un día lluvioso y de tormenta. Guernsey mostraba su lado más sombrío. Beatrice
entendía que Helene no quisiera quedarse sola, encerrada en aquella casa en la que su principal
ocupación era resolver crucigramas y escuchar programas de entretenimiento por la radio.
—Sé que te vas por ese hombre —dijo entre sollozos en el puerto, mientras Beatrice estaba
impaciente por embarcar—. Te ha trastornado completamente. Yo ya no te importo.
—¡Pero qué tonterías dices, por Dios! —respondió Beatrice, irritada—. Me voy porque tengo
obligaciones en Londres que no puedo abandonar, y porque espero encontrar un día un buen trabajo.
Eso es todo.
—¡Te ha llamado muchas veces! —sollozó Helene. El viento le alborotaba el cabello húmedo.
Se había abrigado muy poco para lo frío que estaba el día, y ahora temblaba. Tenía un aspecto
infantil y vulnerable—. ¡No me dirás que eso no significa nada!
Frederic Shaye había llamado dos veces más: por Año Nuevo, y poco después, para preguntar
cuándo llegaría a Southampton y si podía ir a recogerla. Beatrice utilizaba un tono neutro con él, pero
se dio cuenta de que Helene la espiaba y notaba, con su fino instinto, que no se hablaban con
indiferencia. Estaba, por así decirlo, en estado de máxima alerta. Beatrice tenía la sensación de no
poder ni respirar sin que Helene la interrogara y la examinara.
—El señor Shaye no ha llamado tantas veces —dijo ella, enfadada—. Mira, Helene, tengo que
embarcar. No hay ningún motivo para llorar. Mae vendrá esta noche a cenar contigo; ya he hablado
con ella. Así que no estarás sola.
—¡Pero no es lo mismo! Se sentará delante de mí y yo me acordaré de todas las noches en que tú
estabas en ese mismo sitio. Me moriré de tristeza y…
—¡Helene, haz un esfuerzo! —dijo Beatrice con firmeza—. No puedo hacer otra cosa por ti que
enviarte a Mae y pedirle que se ocupe de ti cuando pueda. Lo hará con todo el cariño. Eres más
afortunada que muchos otros. Además, ni siquiera tienes treinta y cinco años. Podrías formar
perfectamente un nuevo círculo de amigos.
—¿Y cómo? Si por Erich yo…
Beatrice ya conocía la letanía, la había escuchado cientos de veces. Abrazó a Helene, le dio un
beso fugaz en la mejilla y dijo:
—Tengo que irme. Arriba el ánimo. ¡Adiós!
Cogió la maleta y subió por la escalerilla. Evitó mirar otra vez hacia atrás. No quería llevarse a
Inglaterra la mirada de reproche ni la expresión dolida de Helene.

Ya de vuelta en Londres, se vio a menudo con Frederic. Salían a comer, al teatro y al cine, y un fin de
semana a principios de febrero él la llevó a Cambridge para enseñarle el mundo en que vivía. Fueron
dos días en que hizo un frío de tiritar, una delgada capa de nieve cubría los prados y los techos de las
facultades, y al oeste, allí donde el río Cam se confundía con el horizonte, el sol rojo resplandecía
sobre un cielo glacial. Beatrice tenía reservada una pequeña habitación en un hotel cerca del Trinity
College. Habían quedado para ir a cenar a un pub, pero antes Frederic le mostró su casa, que
quedaba en los límites de la ciudad. Una larga cadena de casas construidas una al lado de la otra se
extendía a lo largo de una calle con una ligera pendiente, y una de aquellas casas, que se encontraba
prácticamente en la mitad, era la de Frederic. Era de piedra blanca, tenía ventanas de marcos azules
y una puerta de entrada azul brillante. En el jardín delantero había unos arbustos altos cuyas ramas
estaban ahora sin hojas. Frederic dijo que eran jazmines y que en verano su perfume se olía en toda
la calle. En el jardincillo trasero también tenía jazmines, además de dos manzanos y una fuente de
piedra que parecía una pila bautismal.
—Un regalo de mis estudiantes —explicó Frederic—. En verano está llena de agua y echo
pétalos de rosa para que floten en la superficie.
La casa era pequeña y decorada con gracia; en todas las habitaciones, estantes de libros cubrían
las paredes hasta el techo. Hacía un frío intenso y húmedo.
—Siento que la casa esté tan poco acogedora —se disculpó Frederic—, hace meses que no estoy
aquí.
—Frederic, una casa como ésta no puede estar todo el invierno vacía y sin calefacción —dijo
Beatrice—. Se va a estropear todo lo que tiene dentro. Los libros, los muebles… ¿No tiene un ama
de llaves que se ocupe de la casa?
—No, no tengo a nadie.
—Deberíamos encender la calefacción. Y prender fuego en la chimenea. Al menos, que este fin
de semana la casa esté caliente.
Finalmente decidieron no cenar fuera. Frederic salió a buscar algo para comer, mientras Beatrice
encendía las pequeñas estufas de gas en todas las habitaciones, subía leña del sótano y encendía
fuego en la chimenea de la sala de estar. Abrió las ventanas un momento para airear el ambiente.
Lentamente, la casa volvió a calentarse. Beatrice se acurrucó en el suelo frente a la chimenea,
contempló las llamas y se sintió ligera y tranquila.
Frederic regresó con las mejillas rojas, dejando entrar un torrente de frío. Llevaba comida de un
pub, una cazuela de guisado irlandés, pescado y patatas fritas, varios tipos de pan y queso, y una
botella de vino. Comieron delante del fuego. No hablaron, se limitaron a escuchar el crepitar de las
llamas y los crujidos de los tablones de madera del suelo, que parecían resucitar con el calor.
—Es muy bonito estar aquí contigo, Beatrice —dijo Frederic en un momento—. En este sitio he
pasado innumerables noches solo. Son noches que no recuerdo con mucho gusto. —Luego se inclinó
hacia ella y la besó en ambas mejillas. Y, tras un instante de vacilación, le dio un beso en la boca.
Ella dejó de respirar de golpe y notó cómo su cuerpo se tensaba. Todo en ella se puso a la
defensiva. Recordó lo blando y apasionado que se ponía su cuerpo cuando Julien la besaba, cómo
añoraba sus caricias. Ella esperaba volver a sentir esa intimidad, pero algo en ella parecía no querer
reaccionar.
«¿Qué demonios me ocurre?», pensó con aire abatido.
—Creo que será mejor que regrese a mi hotel —dijo, y se levantó. Se sacudió las migas del
vestido y se alisó la falda, como si de esa manera fuera a ordenar sus ideas.
Frederic también se puso en pie.
—Lo siento mucho, Beatrice. No quería que te sintieras incómoda.
—No, no es eso. No te preocupes. —Sabía que su aspecto era duro como una piedra y que
transmitía una solemnidad que no pegaba con esa noche de febrero frente a la chimenea—. Buenas
noches, Frederic. Deja las estufas encendidas hasta mañana.
—Te acompaño al hotel —dijo él mientras la ayudaba a ponerse el abrigo—. Quizá hubiera sido
mejor ir a cenar a un pub. No ha sido buena idea quedarnos en mi casa.
—No había otro remedio. Tu casa estaba a punto de enmohecerse.
—Es cierto. En el futuro tendré que organizarlo de otro modo.
Caminaron por las calles oscuras y silenciosas. El frío punzaba como si estuviera lleno de
agujas. Cuando llegaron al hotel, Frederic dijo apresuradamente:
—Es probable que no sea el momento idóneo para decirte esto, Beatrice, pero no tiene sentido
que lo siga arrastrando en silencio. Te amo. No sé si tú me correspondes, ni si puedes imaginar que
algún día lo harás. Pero quiero que sepas lo que siento.
Tomó una mano de Beatrice entre las suyas, la besó y desapareció en la noche, precipitadamente
casi, como si temiera que ella fuera a responder algo que echara por tierra sus esperanzas. Ella se
quedó un momento más en la calle y aguardó a que se desvaneciera la tensión en su cuerpo. Poco a
poco la sangre volvió a fluir y el corazón encontró de nuevo su ritmo.
Quizá su rigidez volvería a ceder. En algún momento, de alguna manera. Quizá volvería a sentir
la vida y la ternura. Quizá podría volver a amar.
De vuelta en Londres, se vieron casi todos los días. Beatrice comenzó a habituarse a su intimidad
y a su compañía. Él sabía cada vez más cosas de ella, conocía todos los aspectos de su vida,
incluidos los golpes del destino, y creyó entender algo de ese profundo dolor que no parecía
extinguirse. En algún momento le habló también de Julien. Él la escuchó atentamente y luego le hizo
la inevitable pregunta:
—¿Aún lo amas?
Ella se quedó pensando.
—No. Creo que no.
—¿Crees que no?
—Todavía me siento un poco dolida. También por la falta de consideración con que puso en
peligro mi vida. Por cómo desapareció nada más acabar la guerra. Esas cosas todavía me duelen.
Él la miró con aire pensativo.
—Si aún te duele, es porque él sigue en ti.
Ella se encogió de hombros, pero no contestó nada. Se encontraban en un bar del Soho, bebían
cerveza negra y escuchaban la voz ronca de una cantante negra que se esforzaba por entretener a los
pocos clientes que había. Fuera soplaba por primera vez un viento tibio que parecía llevar un halo de
tierra fresca.
—¿Te gustaría venir a mi casa? —preguntó Beatrice.
—¿Ahora?
—Sí —asintió ella—. Ahora.
Había vuelto la ternura. De repente, tan de golpe como la brisa de primavera que soplaba en
aquel instante. La coraza se había resquebrajado. Ahora podía cogerle la mano mientras iban por la
calle. Podía respirar hondo. Podía sentir ilusión por él y por la noche que tenían por delante.
Abrió la puerta de la calle. Tenía aún su mano cogida, y así subieron la escalera.
Ante la puerta, sentada sobre una maleta, estaba Helene, que la miraba con aire de reproche.
—Llevo horas aquí —dijo—. ¿Dónde diablos te habías metido?
Hablaba en alemán, excluyendo de esa manera a Frederic de la conversación.
—¿Qué haces aquí? —replicó Beatrice, que le habló en inglés, también a propósito.
Helene se levantó de la maleta. Tenía un aspecto extenuado y pálido. Parecía que tuviera cuarenta
años, en vez de treinta y cinco.
—He venido para ver qué haces. —Absurdamente volvió a hablar en su lengua, de modo que
ahora la conversación discurría en dos idiomas, y Frederic sólo podía entender la mitad—. Hace
cinco semanas que no escribes. Estas Navidades te has comportado de una manera muy extraña.
Pensé que algo no andaba bien. Y por eso he decidido venir, para ver qué hacías.
—Helene, te presento a Frederic Shaye —dijo Beatrice—. Frederic, Helene Feldmann.
Frederic sabía ya quién era Helene. Le estrechó la mano.
—Me alegro mucho de conocerla, señora Feldmann. Beatrice me ha hablado mucho de usted.
Helene le devolvió el saludo, pero pareció que le costaba cierto esfuerzo. No esbozó ni una
sonrisa.
—Buenas noches —dijo secamente.
Entre tanto, Beatrice había abierto la puerta.
—¿Cómo has entrado en el edificio?
—Una mujer me ha dejado entrar cuando le he dicho que venía a verte. —Helene se estremeció
—. Allí abajo me habría muerto de frío. O me habrían atracado. Vives en un barrio horrible. ¿Cómo
puedes aguantarlo?
—Yo estoy muy contenta. —Beatrice estaba verde de rabia. Helene no habría podido aparecer en
peor momento, ni ser más inoportuna—. Deberías haberme anunciado que venías —le dijo.
—¿Y cómo? —Helene siguió hablando en su tono quejumbroso—. Es imposible contactar
contigo.
—Sabes que puedes encontrarme en casa de la señora Chandler. Podrías haber averiguado su
número de teléfono. Pero no lo has hecho adrede, porque sabes perfectamente que no quiero verte
por aquí.
Helene estaba en la pequeña habitación y parecía aferrarse a su bolsa.
—¿Es que no te alegras de verme?
—Ya te habrás dado cuenta de que no es el momento más oportuno —le contestó Beatrice con
hostilidad.
Entre tanto, Frederic había metido el equipaje de Helene y lo había dejado en un rincón.
—Será mejor que me vaya —le dijo en voz baja a Beatrice—. Deberíais estar un momento a
solas.
Ella quiso pedirle que se quedara, pero comprendió con rabia que no tenía ningún sentido con
Helene allí. Ni siquiera podían tener una conversación de cortesía, pues la tensión que se respiraba
en el aire era insoportable.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó ella en tono angustiado.
—Primero has de ocuparte de tu visita —dijo Frederic—. No te preocupes por mí.
Le dio un beso en la mejilla. Por el rabillo del ojo, Beatrice notó que Helene se quedaba tiesa y
apretaba los labios con tanta presión que formaban una línea. «Maldita bruja celosa», pensó llena de
irritación.
Una vez que Frederic se marchó, Helene se sintió un poco más relajada, pero seguía sin poder
ocultar su espanto por la vida que llevaba Beatrice.
—Ésta es la única habitación, ¿no? —preguntó, después de mirar detenidamente y no ver más
puerta que la que daba a la escalera—. ¿Dónde está el baño?
—Hay un aseo para los inquilinos de esta planta y la de arriba —explicó Beatrice—, a medio
camino entre las dos.
—Ah… ¿y cuánta gente comparte… el aseo?
—Diecisiete o dieciocho personas. No lo sé exactamente.
Helene se veía tan cansada y gris que Beatrice casi sintió compasión por ella.
—¿Puedes darme algo de comer? ¿Y dónde dormiré?
—Mi cama, en realidad, es el sofá, pero te lo puedes quedar. —Ahora tenía que cederle incluso
sus aposentos—. Dormiré sobre una manta en el suelo.
—Y…
—¿Qué más querías? Ah, algo de comer. Mira a ver si encuentras algo allí.
Le señaló un rincón, donde había una alacena con la vajilla y las provisiones. Helene hurgó en
los cajones, encontró un poco de pan, un bote de mermelada y galletas.
—No tienes casi nada. ¡No me sorprende que estés tan delgada!
—No como mucho en casa.
—¿Sales a comer con ese… con ese tal Frederic Shaye?
—Suelo comer entre clase y clase en un pub. Y por la noche con Frederic, sí.
Fue como si Helene se atragantara con la galleta que acababa de ponerse en la boca.
—No entiendo por qué…
—¿Sí?
—… por qué vives de esta manera, en este… en este piso que es como un agujero, con la
espléndida casa que tenemos en Guernsey. Tú…
—Discúlpame, Helene, que lo diga con toda claridad. Soy «yo» quien tiene una casa en
Guernsey, no «nosotras». Es mía. Tú vives en ella, eso es todo. Y yo soy la única que decide dónde
vivir. Y sucede que de momento no quiero vivir en Guernsey, sino en Londres, ¿Lo entenderás alguna
vez?
Helene frunció los labios.
—Quieres vivir aquí por ese hombre. Porque te has enamorado de él.
Beatrice no respondió. Maldita sea, después de todo no le debía ninguna explicación a Helene.
—Por la manera en que te ha mirado él —continuó Helene— y cómo le has devuelto la mirada tú,
me he dado cuenta inmediatamente de que entre vosotros hay algo. ¿Y cómo es que lo traes a tu casa
de noche? Es una hora extremadamente imprudente, creo que deberías…
Beatrice sintió punzadas en la sien. Los nervios le vibraban.
«De una vez por todas —pensó—, de una vez por todas la pondré en su sitio. De lo contrario,
esto no acabará nunca. Con ella no hay manera.»
—Helene, esta noche, por supuesto, puedes quedarte a dormir aquí —dijo—, pero te pido que te
marches por la mañana. Yo no te he pedido que vengas a visitarme. No quiero tenerte aquí.
—¿Cómo? —preguntó Helene, sin dar crédito a lo que oía.
—No quiero tenerte aquí —repitió Beatrice—. Te pido que te marches mañana.
—¡No lo dirás en serio!
—Muy en serio. Tengo mi propia vida. Desde hace años. Y es hora de que tú empieces a tener la
tuya. Eres aún lo bastante joven para hacerlo.
La palidez de Helene se hizo aún mayor. Estaba casi gris, abatida y exhausta.
—Con todo lo que ha pasado entre nosotras —dijo—, con todo lo que hemos hecho juntas, no
habrá nunca nada que nos separe.
Beatrice se desplomó en el sofá. Las palabras de Helene resonaban para ella como una amenaza.
—Santo cielo —dijo en voz baja—, nunca me dejarás tranquila, nunca.
—Somos la una para la otra —replicó suavemente Helene—, ¿por qué te resistes a aceptarlo?
—Porque quiero tener mi propia vida.
—Nuestras vidas están unidas.
—Mañana te irás.
—Me quedaré —dijo Helene.

***

Helene se quedó casi cuatro semanas en Londres. Al tercer día Beatrice comprendió que no habría
manera de que se fuera. Podía ponerle la maleta delante de la puerta, que Helene volvía a sentarse en
ella y no se movía ni un paso. Era como una garrapata, «peor que una garrapata», pensó Beatrice. A
las garrapatas que se adhieren a la piel de un perro se las podía al menos torcer y retorcer hasta que
se soltaban y caían moviendo las patas. A Helene la podía retorcer cuanto quisiera que no había
modo de que se soltara. Por otro lado, era extremadamente adaptable. Cuando se fijaba una meta,
hasta que la cumplía, podía uno hacer lo que quisiera, que ella se envolvía en sí misma, dejaba que la
pisaran y movieran de un sitio a otro, pero al final seguía donde había querido estar desde un
principio, y se erguía, ilesa, habiendo logrado exactamente lo que se proponía.
Después de unos días, Beatrice se dio por vencida y cedió el terreno a Helene, evitando en lo
posible aparecer por casa. Sabía que era la única estrategia para, al menos, desmoralizarla. El
repliegue significaba que la táctica de Helene ya no surtía efecto. Sin embargo, no impedía que
continuara con su propósito.
Beatrice pasaba casi todas las noches con Frederic, y de esa manera la relación entre ambos de
algún modo se oficializó, aunque no era lo mismo que haber gozado de su primera noche de amor
aquella noche de febrero que presagiaba la primavera. Beatrice no iba a su casa por un impulso
romántico, sino porque no quería volver a la suya. Estaba molesta y enfadada, y se acostaba con
Frederic en parte por obstinación. Beatrice no sabía si el principio de ese amor tenía algo que ver
con la manera en que habría de terminar, pero lo cierto es que Helene había conseguido crear una
interferencia, una primera y leve interferencia que de momento era posible eludir, pero que tal vez
podía resurgir con fuerza insospechada en el momento menos pensado.
Helene aprovechó los días en Londres para recorrer tiendas y comprar algunas cosas que a su
entender Beatrice necesitaba con urgencia. Adquirió una alfombra, un sillón, cuadros, utensilios de
cocina, floreros, una lámpara de pie con pantalla de seda y un montón de bagatelas que de hecho
embellecieron e hicieron más habitable el feo cuartucho en que vivía Beatrice. Y cuando ésta volvía
de vez en cuando a su casa, casi retrocedía de la impresión.
—Pero ¿qué has hecho? —le preguntaba una vez que recobraba la compostura.
Helene, seguramente rabiosa y dolida porque Beatrice no había aparecido en varios días, sonreía
con dulzura.
—Arreglar un poco esto. Sé que no tienes mucho dinero, pero podrías haber montado el piso con
un poco más de cariño. ¿Te gusta lo que te he comprado?
Era indudable que Helene tenía buen gusto. Las alfombras, los cojines y los cuadros hacían juego
entre sí.
—¿De dónde has sacado el dinero? —le preguntó Beatrice en vez de contestarle. Helene recibía
una módica pensión de viudedad, y había pasado mucho tiempo hasta que la Alemania de posguerra
estuvo en condiciones de pagar esa suma y transferirla a Guernsey.
—Vivo austeramente —dijo Helene—, así que puedo permitirme darte una alegría de vez en
cuando.
Beatrice se desplomó en el nuevo sillón y estiró las piernas, extenuada.
—No me das ninguna alegría, Helene. Me molestas. Te entrometes en mi vida. Tratas de
imponerme tu gusto a la fuerza. No quieres entender que somos dos seres diferentes.
—Quiero que te sientas a gusto —dijo Helene con dulzura.
—Y yo lo único que quiero es vivir mi vida —dijo Beatrice, agotada.
Hacia finales de marzo, Frederic le preguntó si quería casarse con él. Ella sabía que tarde o
temprano llegaría esa pregunta, pero no creyó que sucedería tan pronto. Dijo que aceptaba, después
se dirigió a su casa y le informó a Helene, que estaba sentada en el sofá con una toalla que le
envolvía el pelo recién lavado, de que Frederic y ella celebrarían su boda en breve. El rostro de
Helene casi se desfiguró.
—¿Queréis casaros? —preguntó por fin.
—Sí. Nos iremos a vivir a Cambridge.
—Yo no iré a la boda —dijo Helene con rigidez.
—La verdad es que no pensaba invitarte —replicó Beatrice.

A la mañana siguiente, Helene hizo la maleta y se fue en taxi a la estación de tren. Desde que
Beatrice le anunció la boda, no volvió a hablar con ella ni tampoco le dijo una sola palabra de
despedida. Estaba muy ofendida. Esta vez Beatrice esperaba que la dejara en paz durante un tiempo.
Frederic se quedó atónito cuando se enteró. Sabía muchas cosas de Helene, pero seguía sin
entender del todo lo que había entre ella y Beatrice ni en qué se basaba esa relación.
—Me parece que os he separado definitivamente —dijo con aire desdichado.
—No había nada que separar —contestó secamente Beatrice—, nunca hemos estado juntas.
Frederic y ella se casaron en junio. Beatrice le envió una invitación a Helene con su nueva
dirección, pero ésta se limitó a escribirle una distante felicitación. Mae, que asistió a la boda
llevando con orgullo a su bebé recién nacido, contó que Helene vivía completamente apartada de la
vida social de Guernsey.
—Vive completamente retirada. Yo la visito de vez en cuando, pero no parece que le importe
demasiado. ¡Dios mío, todavía es una mujer joven, y sin embargo lleva vida de viuda!
—Ya cambiará —se limitó a decir Beatrice.
El trabajo de investigación de Frederic en Londres concluyó a finales de agosto, y a comienzos
de septiembre se mudaron a Cambridge. Los profesores del Trinity College los recibieron amable y
cálidamente y Beatrice encontró un empleo en la biblioteca. Los compañeros de Frederic los
invitaban a sus casas, y ellos correspondían invitándolos a la suya. Era un mundo cerrado en sí
mismo, previsible y tranquilo, en que la vida transcurría de manera pacífica y ordenada. Si había
intrigas, Beatrice no se enteraba. Notó cómo empezaba a ser parte de la vida tranquila y
contemplativa que la rodeaba. Absorbía la calidez de Frederic y sentía cómo poco a poco era capaz
de devolvérsela. Las heridas comenzaron a cerrar.
Verano de 1956

En el verano de 1956, Beatrice viajó a Guernsey para vender la casa de sus padres.
La decisión había madurado en ella durante la primera mitad del año. Su vida estaba en
Cambridge, y Guernsey pertenecía a un pasado que se esfumaba en una niebla cada vez más densa.
Frederic la animaba algunas veces a que viajara a la isla para pasar unas semanas de verano en aquel
clima cálido y reencontrarse con las personas que conocía de su infancia.
—Si tú quieres, iré contigo —le dijo—, y si no, te dejaré ir sola.
Pero ella rechazaba siempre la oferta, hasta que una vez Frederic le dijo:
—Tengo la sensación de que no quieres regresar a tu patria.
Estaban sentados en un pub del centro histórico de Cambridge tomando una copa de vino. La
conversación se veía continuamente interrumpida por estudiantes o profesores que pasaban por allí y
los saludaban. Beatrice se sentía segura y a gusto en aquel ambiente, y contemplaba cálidamente la
cara inteligente y tranquila de Frederic.
¿Era aquello amor? No podía decir con certeza que lo amara, pero era un sentimiento, pensó, que
se asemejaba mucho al amor.
—Creo que nunca regresaré —dijo en respuesta a su comentario—. Estoy feliz de haber podido
olvidar las cosas que me pasaron allí. No quiero volver a abrir viejas heridas.
—¿Te gustaría que Helene Feldmann se quedara en tu casa hasta el fin de sus días? —preguntó
Frederic con cautela—. Quiero decir que podrías sacar mucho dinero si la alquilaras o la vendieras.
Ya sé que no es asunto mío —añadió apresuradamente—. Además tenemos todo lo que nos hace
falta. Pero quizá deberías pensar si no se está aprovechando de ti.
Tomó la decisión en pocos instantes.
—Quiero vender la casa —dijo—, sí, lo que más me gustaría sería venderla.
—Pues entonces deberías hacerlo —opinó Frederic.
En los meses siguientes, Beatrice no meditó sobre la decisión, que ya estaba tomada, sino sobre
qué sería de Helene y cuál sería la mejor manera de hacérselo entender. Habría preferido encargar a
una inmobiliaria que se ocupara de la venta de la casa, así ella se lavaba las manos, pero Frederic
opinó que no era apropiado.
—En primer lugar, por Helene —dijo—, y en segundo lugar, porque creo que a ti tampoco te
satisfaría. Tienes que ocuparte de los muebles, de los objetos llenos de recuerdos, de todo lo que es
tuyo. Tarde o temprano, te arrepentirías de que hubieran pasado a otras manos.
—Eso significa —dijo Beatrice— que tendré que ir a Guernsey.
—Yo creo que sí —confirmó Frederic—. ¿Quieres que vaya contigo?
Ella reflexionó un instante y luego movió la cabeza.
—No. Esto tengo que resolverlo yo sola.
Justo antes de embarcarse en Portsmouth le envió un telegrama a Helene anunciando su llegada.
Sabía que Helene se inquietaría y no quería oír su agitación al teléfono ni explicarle la situación
antes de verla cara a cara.
Llegó a St. Peter Port una tarde clara de junio; el aire era suave y cálido, y sólo soplaba una brisa
que olía a agua de mar y a verano. La luz del sol llegaba aún a las casas de la colina. El campanario
de la Parish Church seguía allí como siempre, y parecía saludarla con afecto y en silencio. En el
puerto, las gaviotas levantaban el vuelo entre chillidos. Beatrice sintió esa punzada dolorosa en el
pecho que hacía ya tiempo había dejado de sentir, pero que conocía de sobra.
«No tenía que haber venido», se dijo, presa de un mal presentimiento.
Esta vez se permitió el lujo de coger un taxi que la llevara a Le Variouf. Qué bien conocía los
estrechos caminos de la isla, bordeados de muros y setos, las pequeñas casas y los jardines
descuidados, los colores y el olor, la luz, el resplandor del sol sobre las hojas. Conocía cada curva
del camino y los sitios donde había que contener la respiración por miedo a que otro coche viniera
en dirección contraria.
«Qué raro —pensó—, la última vez que estuve aquí no tuve una percepción tan fuerte de todas
estas cosas. Quizá se deba al hecho de que esta vez sé que será la última.»
Helene la esperaba con enorme ansiedad. Hacía cuatro años que no se veían, y el último adiós
había sido amargo. Helene había reaccionado con una distante nota de felicitación a la invitación de
boda y, por lo demás, se habían escrito tarjetas corteses pero vacías para los respectivos cumpleaños
y por Navidad.
Pero ahora Helene parecía decidida a abandonar su actitud glacial y de rechazo. Haciendo gala
de un finísimo instinto, presintió la catástrofe que se cernía sobre ella. No sabía exactamente cuál era
la amenaza, pero se daba cuenta de que debía de ser un motivo muy serio el que llevaba a Beatrice
de vuelta a Guernsey. Y ese motivo serio sólo podía ser nefasto.
Beatrice tuvo que reconocer que Helene mantenía la propiedad en buen estado, dando muestras
de una gran lealtad. El jardín estaba muy bien cuidado, los setos podados, y hasta los invernaderos
abandonados estaban en orden. La casa estaba impecable. Helene se encontraba en el centro del
comedor, con las mejillas coloradas de la agitación.
—Estoy muy contenta de que hayas venido —dijo con voz infantil e inquieta.
Se la veía muy guapa, comprobó Beatrice, mucho más que antes. Los años le sentaban bien. Se
había cortado el pelo y la cara parecía más delgada. Se notaba en sus ojos que pasaba mucho tiempo
sola y que lloraba a menudo. La expresión de dolor, que había dejado unas leves marcas en sus
rasgos, había borrado la dulzura y candidez que antes le conferían aspecto de niña. Ahora se la veía
más grave y madura.
—Me alegra que finalmente volvamos a vernos —dijo Beatrice. No era del todo sincera, pero le
pareció adecuado decirlo en aquel momento.
Helene la miró de arriba abajo.
—Se te ve bien. El vestido que llevas es bonito. El matrimonio con ese tal… Frederic parece que
te ha sentado bien.
—Soy muy feliz en Cambridge —dijo Beatrice. Sabía que era inapropiado sacar el tema de
buenas a primeras, pero lo hizo—. Ése es también el motivo por el que he venido —dijo
precipitadamente. Quería sacarse el problema de encima cuanto antes—. Me quedaré para siempre
en Cambridge. Ahora tengo allí mi casa. Por eso…
—¿Sí? —preguntó Helene con un hilo de voz.
Beatrice se dio ánimo.
—Tengo que decidir qué hacer con esta casa, Helene. Como comprenderás, yo no… en fin, ¿para
qué la quiero ya? No volveré nunca más. No volveré a vivir aquí. Por eso…
Se interrumpió. Helene abrió los ojos bien grandes.
—¿Sí? —volvió a preguntar.
—Quiero vender la casa —dijo Beatrice—, para mí es una carga. Con ese dinero, Frederic y yo
podríamos comprarnos algo más grande en Cambridge. O una casa de campo en el norte de Inglaterra
para pasar las vacaciones. Ya se nos ocurrirá algo. —Se rio falsamente—. A uno siempre se le
ocurre alguna cosa en que gastar el dinero.
Helene se puso blanca.
—Pero yo vivo en esta casa —alcanzó a decir.
—Helene, en el fondo es demasiado grande para ti sola —dijo Beatrice, incómoda—. Y está muy
apartada. Aquí vives alejada de todo el mundo. No puedes enterrarte así. Eres joven, eres bella.
Puedes volver a casarte…
—¡Me estás echando de casa! Después de todo lo que hemos pasado juntas…
—Si no quieres regresar a Alemania, busca entonces una casa en la isla. En St. Peter Port. Allá
hay gente. Encontrarás amigos. Aquí —hizo un gesto con ambas manos, que abarcaba la casa, el
jardín y el campo—, ¡aquí te deprimirás!
—¿Deprimirme? Es el único lugar en que puedo vivir. El lugar donde con Erich… —pero no
acabó la frase.
—¿… donde con Erich fuiste feliz? —completó Beatrice—. ¡Oh, Helene!
Se miraron a los ojos. Beatrice esperaba que Helene se pusiera a llorar de un momento a otro,
pues solía reaccionar a las crisis con grandes llantos, pero esta vez no salió un sollozo de su boca.
—¿Cuándo ha de ocurrir todo esto? —preguntó en cambio, con inesperada objetividad.
—Tendrás tiempo suficiente para encontrar otro sitio —contestó Beatrice—, nadie te echará de
casa. Quiero acordar contigo lo que haya de ocurrir.
Helene la miró cáustica y con sarcasmo.
—¿De veras? —preguntó—. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—Por supuesto. No soy tu enemiga, Helene, pero es que he de pensar en cómo… en cómo
organizar mi vida.
—Si te parece que sólo así serás feliz…
—¿Qué quieres decir con «sólo así»?
—Así, como estás tratando de serlo. En Cambridge. Con el tal Frederic. Volviendo la espalda a
Guernsey y rompiendo los vínculos con tu pasado.
—No sé cómo seré feliz en el futuro —dijo Beatrice—. Lo que sí sé es que ahora lo soy. Más
feliz al menos que antes —se corrigió—, más tranquila. Los viejos recuerdos ya no me producen
tanto dolor. Quiero sepultarlo para siempre, y por eso… por eso necesito deshacerme de Guernsey.
No puedo seguir arrastrándolo toda la vida conmigo.
—Evidentemente has de deshacerte también de mí —dijo Helene—, de hecho estás haciendo
todo lo posible para que nos separemos definitivamente.
—Lo único que hago es ocuparme de mi vida, y tú deberías hacer lo mismo —dijo Beatrice—.
Naturalmente, podemos mantener el contacto…
—¡Madre mía, mantener el contacto! —exclamó Helene con voz chillona—. ¡Mantener el
contacto! ¿Y crees que eso es lo que esperaba de ti?
—¿Qué esperabas de mí, entonces? —preguntó Beatrice.
—Ya no tiene ninguna importancia —dijo Helene, y salió de la habitación.
Al día siguiente, Beatrice buscó una inmobiliaria en St. Peter Port que se ocupase de la venta de
la casa y el terreno. La agente inmobiliaria le dio esperanzas de que el asunto podría liquidarse
rápidamente.
—No es la mejor época del año —dijo—, pero aun así le veo muchas posibilidades.
Naturalmente, debería echarle una ojeada a la finca, pero, por lo que usted me describe, no debería
resultar difícil encontrar gente interesada.
Beatrice se sintió aliviada después de la reunión. Acababa de dar el primer paso, y era como si
hubiera tomado un camino del que no había regreso. La sensación de que a partir de ese momento no
le quedaba elección le pareció un alivio, a pesar de que no era completamente cierto, puesto que
siempre estaba a tiempo de arrepentirse. Pero al menos había puesto la maquinaria en movimiento, y
desde ahora tendría su propia dinámica. Sentía como si acabara de saltar un enorme obstáculo.
En los días que siguieron hizo inventario de los objetos que había en la casa: muebles, cuadros,
alfombras, vajilla. Era consciente de que le sería imposible quedarse con todo, de modo que le dijo a
Helene que se llevara lo que quisiera.
—Sería una verdadera pena que todo esto pasara a manos de extraños —dijo—. Helene, quiero
de verdad que te lleves lo que más te guste.
—No creo que quiera llevarme nada —dijo Helene, que se paseaba con expresión rígida en el
rostro—. Tengo que empezar de cero, ¿no es así?, ¿no es eso lo que quieres? Entonces tampoco
debería llevarme nada de los viejos tiempos.
—No puedo obligarte, pero podrías…
—¡Ya has hecho bastante por mí! —dijo Helene—. Ahora deja que me encargue yo sola de
apañarme con los escombros.
—¿Has empezado a buscar casa? —le preguntó Beatrice tras un momento de silencio en el que
dudó entre demorarse en los escombros o sacar un tema un poco más práctico. Por fin se decidió por
la segunda opción.
—Te informaré de la fecha de mi mudanza —dijo Helene— con tiempo, de eso puedes estar
segura.
«Dios mío —pensó Beatrice—, tendremos pelea. Estoy convencida.»
Hablaba casi todos los días por teléfono con Frederic y lo mantenía al corriente de los progresos
que hacía.
—Mañana vendrá una pareja a ver la casa —le dijo Beatrice, diez días después de llegar a
Guernsey—, estoy muy inquieta. A lo mejor se la quedan.
—No tengas tantas expectativas —le advirtió Frederic con ternura—. Raramente las cosas van
así de rápido. Si se la queda el cuarto o quinto interesado, deberías sentirte muy afortunada.
Como de costumbre, su ternura y su comprensión le hacían muy bien.
—Sí, claro —dijo ella—, pero me gustaría sacarme cuanto antes el peso de encima. Yo… no me
resulta fácil estar aquí.
—¿Quieres que vaya? —preguntó Frederic de inmediato—. ¡Si quieres, estaré allí con el primer
barco!
Ella tuvo que sonreír.
—Frederic, no puedes dejar a tus estudiantes plantados en el aula. Ya me las arreglaré.
—Te amo —dijo Frederic en voz baja.
—Yo también te amo —contestó ella. «Y me alegraré cuando vuelva a verte», añadió para sus
adentros. Más tarde se preguntaría muchas veces por qué no se lo había dicho en voz alta.
Al día siguiente, se encontró con Julien.
Ocurrió como un rayo en un día de cielo azul y sin nubes. No había nada para lo cual ella
estuviera menos preparada, nada habría podido ser más inesperado, nada la habría golpeado tan de
repente ni con tanta violencia.
Por la mañana, la mujer de la inmobiliaria y la pareja fueron a ver la casa, pero Beatrice tuvo la
impresión de que no saldría nada en limpio de aquella visita. La pareja parecía descontenta con todo.
El hombre, gordo, de cara blanca y rolliza, se paseaba en silencio y cada tanto hacía una mueca de
desaprobación, mientras su mujer formulaba una pregunta tras otra y lo criticaba todo. La agente de la
inmobiliaria reaccionaba al evidente disgusto de sus clientes con una alegría forzada y un parloteo
infatigable y un buen humor que a Beatrice le ponía los pelos de punta. Odiaba exponer la antigua
propiedad de sus padres a la crítica de una pareja de nuevos ricos. Se dio cuenta de que Helene se
alegraba de que los interesados fueran tan antipáticos, lo cual no hizo más que ponerla de peor
humor, si bien Helene, se dijo, estaba en su derecho de sentirse dichosa; desde su punto de vista, era
perfectamente comprensible.
Cuando por fin se marcharon con la bulliciosa agente inmobiliaria, Beatrice se puso unas
zapatillas y se encaminó a Petit Bôt Bay. Era un día ventoso. El aire era frío y no había ni una gota de
niebla sobre el mar. El sol aparecía y desaparecía entre las nubes, que pasaban por el cielo a gran
velocidad. Los arbustos que había a lo largo del camino habían dejado de florecer; muy pronto los
frutos empezarían a madurar.
«Qué bonito será recoger las moras a finales del verano», pensó Beatrice, pero enseguida se dio
cuenta de que para ella no volvería a haber otoños en la isla.
Primero vio a una mujer llamativa, de pelo negro, sentada en un banco del sendero. Desde allí se
disfrutaba de una vista espléndida del mar y de los peñascos escarpados que rodeaban una pequeña
ensenada. El sol volvió a salir en ese instante y dio un brillo intenso a los colores del paisaje. El mar
resplandecía en un turquesa claro y profundo. La mujer del banco estaba radiante. Llevaba unos
pantalones claros hasta los tobillos y un jersey corto de color gris oscuro. Parecía relajada y feliz. Su
pelo negro brillaba como si lo hubieran lustrado durante horas.
«Sonríe extasiada», pensó Beatrice. Hasta que se acercó a ella no se dio cuenta de la presencia
de un hombre que estaba en cuclillas delante del banco sacando una foto tras otra. La mujer casi no
alteraba su postura, pero hacía muecas con la cara, variaba su actitud, ponía una sonrisa cálida y
tierna, o bien coqueta y seductora, o contenida y enigmática. Se notaba que tenía cierta práctica, una
estudiada soltura con la que hacía frente a la situación.
El hombre era Julien.
Habían pasado once años desde el fin de la guerra, dieciséis desde la primera vez que lo vio. En
general, le pareció que no había cambiado mucho. No se le veía mayor; al contrario, su aspecto era
juvenil y saludable. Tenía el rostro y los brazos muy bronceados, ya había perdido la palidez
espectral de los años que había pasado en el desván de la familia Wyatt. Pero también lo había visto
bronceado cuando trabajó en la casa para Erich, por eso no la sorprendió demasiado verlo allí bajo
el sol imponente. No cabía duda de que era su Julien.
Lo reconoció al mismo tiempo que él a ella, dejó caer la cámara y la miró a los ojos. La mujer de
pelo negro se dio cuenta enseguida de que algo había pasado y se giró. Los tres se miraron un instante
y el aire entre ellos pareció cargarse de tensión.
Julien se levantó y exclamó:
—¡Beatrice! ¿Qué haces aquí?
Hablaba en francés, y ella le contestó en la misma lengua.
—Creo que no es demasiado raro que yo esté aquí. Esa pregunta debería hacértela yo a ti.
Él sonrió como reconociendo que Beatrice tenía razón.
—Ando tras las huellas de mi pasado. Suzanne quería conocer el lugar donde pasé la guerra.
La mujer de pelo negro sonrió.
—Julien me ha contado tantas cosas de aquella época que al final me entraron ganas de conocer
los escenarios donde estuvo.
—Ah —fue lo único que acertó a decir Beatrice, y se sintió estúpida, pero no se le ocurrió otra
cosa.
—¿No nos vas a presentar? —le preguntó Suzanne a Julien. Ella era obviamente la dueña de la
situación.
Julien accedió a su deseo tras un momento casi imperceptible de duda.
—Mi esposa Suzanne —dijo—. Beatrice Stewart, una… amiga de aquella época.
Beatrice le tendió la mano a Suzanne.
—Beatrice Shaye… Yo también me he casado.
Suzanne volvió a sonreír. Irradiaba un encanto abrumador.
—Qué alegría conocerla, Beatrice. Me suscitan mucha curiosidad las personas que en aquella
época estuvieron de algún modo en la vida de mi esposo. Sería un placer para nosotros si quisiera
acompañarnos a cenar esta noche.
Beatrice vio de inmediato que a Julien no le entusiasmaba la idea, pero naturalmente no podía
contradecirla, así que asintió con forzada alegría.
—Por supuesto, sería muy bonito. Si tienes tiempo, Beatrice…
Algo le decía que era mejor no aceptar la invitación. Pero sentía demasiada curiosidad, estaba
demasiado azorada por el reencuentro para renunciar. Algo antiguo, sepultado y soterrado volvía a
resucitar, algo de aquella peligrosa locura del pasado hacía sonar una cuerda enmudecida durante
mucho tiempo. Aceptaría la invitación. Quería volver a sentir el sonido de aquella cuerda.

Esa misma noche se enteró dé que hacía cuatro años que Julien y Suzanne habían contraído
matrimonio después de medio año de relaciones. Se habían conocido en la Costa Azul. Julien estaba
disfrutando de unas vacaciones, y ella, que trabajaba de modelo, había ido a realizar unas sesiones
fotográficas.
Julien habló poco durante la cena, pero Suzanne conversó y se rio por los dos. Llevaba un
vestido blanco y un maquillaje muy suave. Estaba llamativamente elegante. Todo el tiempo se echaba
hacia atrás el pelo negro que le llegaba a los hombros, dejando a la vista su reluciente dentadura. A
cada minuto que pasaba, Beatrice se sentía más insignificante.
Había pasado una eternidad delante del espejo, tratando de peinar su cabello rebelde, pero
camino del restaurante se miró en la luna de un escaparate y vio que los rizos que tanto detestaba se
le habían vuelto a soltar por la cabeza. Y, además, su vestido no era ni la mitad de elegante que el de
Suzanne, la tela era más gruesa y demasiado abrigada para la noche que hacía, y el color, un verde
pálido que a Frederic le encantaba, muy poco favorecedor.
«Parezco un trozo de queso», pensó.
Suzanne había sugerido un restaurante de St. Peter Port especializado en pescados. Se sentaron a
una mesa con vistas al puerto y pidieron lenguado, aunque Beatrice se habría contentado con una
ración de pescado y patatas fritas en un bar de mala muerte, lo mismo le daba. Apenas se enteraba de
lo que comía, ni percibía la mágica luz nocturna que se posaba sobre el puerto. Miraba a Julien y se
preguntaba qué pensaría él cuando la miraba.
Se daba cuenta, y probablemente también Julien, de que no podía competir con Suzanne. Ella no
tenía su belleza, ni su elegancia, ni su vivacidad.
Era una rata gris de Cambridge.
Lo peor de todo era que ella misma se sentía así: como una rata gris de Cambridge. Y la etiqueta
«Cambridge», que de pronto le pareció viscosa y anacrónica, no hacía más que aumentar su
insignificancia. Cambridge significaba días tranquilos, discurrir monótono de acontecimientos,
serena sucesión de hechos que jamás ocurrían inesperadamente. Cambridge eran largas
conversaciones con Frederic, noches de niebla acurrucados al calor de la chimenea, mesas redondas
de alto vuelo organizadas por las universidades, fines de semana en los que se trabajaba y
ocasionalmente se reunían para cocinar o beber una copa de vino, mientras se leían uno al otro
artículos de periódico…
Cambridge era Frederic. Pensó en sus ojos inteligentes y cálidos. Luego miró los ojos negros y
ardientes de Julien y supo que no debía sentir por él lo que en ese momento sentía. Esa extraña
tensión y el dolor de pensar de pronto que la vida le pasaba de largo.
Julien vivía en París y trabajaba como redactor en la sección de política de un periódico. Viajaba
mucho, conocía a gente increíblemente interesante y llevaba una vida agitada y emocionante que
sobrellevaba a base de litros de café y grandes cantidades de cigarrillos. Suzanne posaba para
fotógrafos de toda Europa y conocía también a gente fascinante, sobre todo actores. Un día estaba en
Roma, al siguiente en Londres y al otro en Niza, y entre medias se encontraban de vez en cuando en
París y salían a comer con políticos o iban a fiestas de artistas e intelectuales. Suzanne sólo
nombraba a personas que salían en los periódicos. Luego se detenía, sonreía con su sonrisa
encantadora y preguntaba:
—¿Cómo es su vida, Beatrice? No hago más que hablar de mí, pero estoy segura de que usted
también tendrá muchas cosas interesantes que contar.
—Oh, en realidad no tantas —contestó Beatrice—. En Cambridge la vida es relativamente
tranquila. Trabajo en una biblioteca universitaria, y no es lo que se dice muy emocionante.
—No seas tan modesta —dijo Julien. Eran casi las únicas palabras que había pronunciado en
toda la cena, aparte de las utilizadas para saludar y ordenar los platos—. Oyéndote, cualquiera diría
que tu existencia no es más que una acumulación de días monótonos, y tú siempre has sido una chica
aventurera.
—¡Quiero saber más cosas! —exclamó Suzanne—. ¡Puedo imaginaros a los dos viviendo un
montón de aventuras juntos!
—Era la guerra —recordó Julien—, la isla estaba ocupada. Yo vivía en la clandestinidad. Me
habrían matado si me hubiesen descubierto. Vivíamos en una situación de riesgo permanente.
—¿Pasabais mucho tiempo juntos? —preguntó Suzanne con curiosidad. La pregunta parecía
inocua, pero Beatrice comprendió que de paso Suzanne hacía sus averiguaciones.
—Beatrice venía a visitarme —dijo Julien—. Yo era entonces un prisionero infeliz. El Château
d’If no habría podido ser peor… Leíamos juntos, yo le enseñé el perfecto francés que hoy habla.
—Leíamos El jorobado de Notre Dame —dijo Beatrice.
—¡Qué apropiado! —opinó Suzanne—. Víctor Hugo. ¿Cuántos años tenía usted entonces,
Beatrice?
—¿Cuando Julien tuvo que ocultarse? Catorce o quince. —Luego evitó la mirada de él—. Muy
joven, en cualquier caso.
—Suena muy romántico —dijo Suzanne y se rio, pero esta vez su risa no sonaba tan burbujeante
como antes, sino bastante falsa—. Puedo imaginaros leyendo a Víctor Hugo en los días calurosos y
soleados de verano, apretados en un desván polvoriento, mientras Julien mira el cielo azul con
nostalgia y la pequeña Beatrice intenta aliviarle su duro destino… Una bella historia, ¿no?
—En el recuerdo —dijo Julien— quizá parezca una bella historia. Pero en la realidad fue
terrible.
—Me imagino —concedió Suzanne. Luego cogió el bolso—. ¿Me disculpáis un momento?
Cuando se hubo ido, Julien dijo en voz baja:
—Has cambiado mucho.
—Han pasado muchos años. He crecido.
Él jugueteó con unas migas de pan que había sobre el mantel.
—Claro. Pero no me refería a eso. Antes tenías brillo en los ojos. Tenías una alegría de vivir, un
coraje, una determinación que me fascinaban. ¿Dónde ha ido a parar todo eso?
Ella retiró las manos de la mesa, aunque Julien no había hecho ningún gesto de querer cogerlas.
—Pues, a pesar de todo lo que te fascinaba, te fuiste sin muchos miramientos.
Él suspiró.
—Sí… —Buscó las palabras, pero no parecía saber exactamente qué decir ni cómo decirlo—.
No tenía otra cosa en la cabeza que mi libertad —dijo por fin—. La libertad y la vida. Estaba vacío,
sediento, hambriento. Me habían robado varios años de mi vida y quería recuperarlos. No podía
pensar en otra cosa.
—Y te olvidaste de mí.
—Nunca te he olvidado —corrigió Julien—. Ni en mayo del cuarenta y cinco, cuando liberaron
la isla, ni hoy. Pero habías pasado a un segundo plano. Y después…
—… después nos perdimos de vista.
—Sí. Yo estaba en Francia y tú aquí. No es que la distancia fuera insalvable, pero obviamente,
en un momento como aquél, insuperable.
—Sí, obviamente. Y luego vino Suzanne.
—Luego vino Suzanne… —Guardó silencio, mientras parecía que escuchaba el eco de su nombre
—. Y de algún modo todo lo que pasó después fue inevitable.
—¿Por qué quería venir a Guernsey?
—Le he hablado mucho de esto.
—¿Le has hablado de mí?
—No. ¿Le has hablado tú a tu marido de mí?
—No.
Julien sonrió.
—¿Cómo es?
—¿Quién? ¿Mi marido?
—Sí. ¿Cómo es?
—Es… —Dudó un instante—. Me da sostén y seguridad. Mucho afecto, tranquilidad.
Julien no había dejado un solo momento de sonreír.
—Tu mirada ya no tiene aquel brillo febril.
—Sí. Eso sucede cuando se tiene afecto y tranquilidad.
No pareció convencerlo, pero no pudo decir nada más porque Suzanne regresó a la mesa. Había
vuelto a pintarse los labios y a peinarse el cabello, y tenía un aspecto exuberante, de una belleza casi
sobrenatural.
—Hola —dijo—, ¿habéis intercambiado algunos recuerdos?
—Sí, hemos repasado un poco los viejos tiempos —dijo Julien—. Estás muy guapa. ¿Quieres un
café?
—Prefiero una copa de champán —dijo Suzanne—, después de todo es una noche especial.
Nuestra última noche en Guernsey. —Se acercó a Beatrice y añadió—: Mañana tengo que ir a
Venecia. A posar para una revista de moda.
—Habíamos quedado en que yo me quedaría unos días más y nos reuniríamos el fin de semana en
París —le recordó Julien.
—Pues acabo de cambiar el plan —le contestó Suzanne con una sonrisa—. Vendrás conmigo a
Venecia. Así podré concentrarme mejor en mi trabajo.
—Preferiría quedarme —replicó Julien.
—Tú vienes conmigo —dijo Suzanne.

«Probablemente le habrá montado una escena —pensó Beatrice—, no es el tipo de mujer que se
queda de brazos cruzados cuando le desbaratan un plan.»
El sol calentaba de un modo inusual para junio, y en el horizonte se veían brumas sobre el mar.
Las rocas de Petit Bôt Bay estaban lisas y calientes. Las abejas zumbaban sobre las matas y los setos
a lo largo del sendero de los acantilados. Sobre toda la isla parecía haberse posado un aire de
somnolencia. Era posible que en alguna parte hubiera gran actividad, pero nada de esa agitación
llegaba hasta la ensenada. Dos señoras mayores se habían quitado los zapatos y remangado los
pantalones, y caminaban bordeando las olas que iban a morir a la playa. La espuma blanca del mar
les mojaba los pies y llenaba las huellas que dejaban en la arena. Aparte de ellas, no se veía un alma.
—Hace mucho calor —murmuró Julien.
Estaba sentado sobre una roca ancha, con la cabeza apoyada sobre otra contigua, y de vez en
cuando pestañeaba al mirar el sol con los ojos entrecerrados. El bronceado de su cara se hizo más
intenso. Tenía un aspecto saludable y juvenil.
—Deberíamos refrescarnos un poco en el agua —propuso Beatrice—, como esas dos señoras. Es
muy sano.
Julien balbuceó algo. Mostraba una calma sorprendente teniendo en cuenta la presumible bronca
que habría tenido con Suzanne. A ella no le había quedado más remedio que marcharse porque se
había comprometido con las sesiones de fotos en Venecia, y Julien se había quedado en Guernsey sin
que ella pudiera evitarlo. Beatrice suponía que lo llamaría a menudo y le haría reproches, pero Julien
no hablaba de eso. Si Suzanne estaba enfurecida en Italia, a él no parecía afectarlo. Él estaba en
Guernsey y disfrutaba de la vida; ya se ocuparía más tarde de los problemas que pudieran surgir. Y
con una naturalidad desconcertante quedó en verse inmediatamente con Beatrice y pareció dar por
descontado que pasarían el tiempo los dos juntos. Ella ni siquiera tuvo ocasión de objetar nada. No
la había consultado, pero para su sorpresa ella no lamentó no haber sido consultada. Le daba la
impresión de hallarse ante unas enormes olas que estaban a punto de romper sobre ella, y no tenía la
fuerza de voluntad para oponerse.
—Creo que no me apetece mucho jugar en el agua con las abuelas —murmuró Julien—. Creo que
lo que más me gustaría es que se marcharan.
—¿Por qué? No molestan a nadie.
—¿Ah, no? —Entonces abrió los ojos y la miró—. ¿Te parece bien que estén aquí?
—No. —Trataba de ignorar la fuerza hipnótica de sus ojos—. Es decir, no me parece ni bien ni
mal. En el fondo me da igual.
—Ah. —Volvió a cerrar los ojos—. En otro tiempo estuvimos los dos solos en esta ensenada.
—Sí, pero ya hace mucho de eso.
Esperó a que él dijera algo; sin embargo, se quedó callado un buen rato y hasta creyó que se
había quedado dormido. Pero de pronto, con voz clara y despierta, le preguntó:
—¿Amas de veras a tu marido?
Tras un instante de sorpresa, ella respondió:
—¿Y tú amas a Suzanne?
—Creo que sí —contestó él con aire pensativo.
Los celos eran como el pinchazo de una finísima aguja.
—¿Porque es guapa?
—También tiene otras virtudes —comentó Julien con calma.
—¿Como cuáles? —Tenía la sensación de que estaba cayendo en la trampa que él le tendía, pero
no podía hacer nada por evitarlo—. ¿Qué otras virtudes atesora Suzanne, además de ser guapísima,
derrochar encanto y llevar una ropa que cualquier mujer soñaría poseer?
Julien se quedó pensando.
—La vida con ella es siempre cambiante. Suzanne viaja mucho, y cuando vuelve a casa está llena
de energía, de experiencias, de éxitos. Es como un motor que no para nunca. El aire vibra en torno a
ella. Con ella no hay un solo instante de tranquilidad.
—¿No es un poco agotador?
—Claro que es agotador. Sobre todo teniendo en cuenta que tampoco mi trabajo es lo que se dice
tranquilo. Pero no podría vivir de otro modo.
—No podrías vivir como yo.
—No. La contemplación no es para mí. Aún no he recuperado el terreno que en un tiempo me
quitaron. No dejo de intentarlo, aunque a menudo siento que nunca podré sentarme y decir: lo he
conseguido.
—Pero con Suzanne tienes al menos la ilusión de que puedes alcanzar la meta.
Julien sonrió.
—Sí. Es una ilusión, claro. Pero mucha gente, la mayoría tal vez, se pasa la vida yendo de una
ilusión a otra para sobrevivir. Eso legitima, en mi opinión, el hecho de aferrarse a las ilusiones. —
Luego se incorporó, tenía la mirada clara y despierta—. Las dos señoras se han ido —comprobó—,
estamos solos.
El tono y la voz le pusieron a Beatrice la carne de gallina.
—Los dos estamos casados —recordó.
Julien le cogió una mano. Los ojos le resplandecían.
—Ah, sí —dijo—, es cierto. ¿Creías que lo olvidaría?
Ella trató de recobrar su naturalidad, la cabeza fría con la que solía hacer frente a las situaciones
críticas, pero al parecer sus estrategias habituales se negaban a funcionar. Ni la mente ni el cuerpo
hacían caso de su voluntad.
—Quizá lo puedas olvidar —dijo ella con la voz empañada.
—Quizá tú lo puedas olvidar… —la corrigió Julien, y le dio un beso.
Ella intentó apartarlo, pero no estaba en condiciones de hacerlo. Ni siquiera cuando la mano de
él se deslizó bajo el dobladillo de su vestido y subió lentamente por los muslos, ni cuando sus dedos
se hundieron suavemente en su piel, encontró fuerzas para resistirse. Era verano. Hacía calor. Oía
cómo rompían las olas y sentía cómo la brisa le abanicaba el rostro. Volvía a ser joven. La muchacha
que corría alocadamente por el sendero de los acantilados para encontrarse con su amante, con el
corazón latiendo de ansia y expectación.
Estaba tumbada entre los peñascos, sobre la arena húmeda, y Julien estaba encima de ella;
parecía que no había pasado el tiempo desde aquel latido sin fin.
—Dime que te mueres de aburrimiento con tu marido —dijo Julien antes de penetrarla, y ella lo
deseaba con tanta fuerza, con tanta necesidad, que se olvidó de su orgullo y de todo residuo de
lealtad.
—Me muero de aburrimiento con él —susurró, y en ese momento supo que habría dicho y hecho
lo que él le pidiera. Un instante después, él estaba dentro de ella y se olvidó de Frederic y de todo lo
que formaba parte de su vida.
7
—Es más de la una —dijo Franca en voz baja—, y ni me he enterado de lo rápido que ha pasado
el tiempo.
Beatrice se encogió de hombros. Estaba profundamente absorta en sus recuerdos.
—Discúlpeme, Franca. Hablo sin parar y no la dejo ir a dormir. Espero no haberla aburrido.
—¡De ninguna manera! Al contrario. ¿Qué pasó después?
Beatrice suspiró.
—Pues la cosa no acabó ahí, con ese… encuentro en la ensenada. Naturalmente que no. Los dos
queríamos más. Nos vimos todos los días, y todos los días hicimos el amor. Nos olvidamos de todo y
de todos. Helene notó algo raro y Frederic también. Llamaba todos los días por teléfono, y yo le
decía que no había noticias con la venta de la casa y que tendría que quedarme más tiempo de lo
planeado. Él decía que me encontraba extraña y cambiada, que algo no andaba bien, y yo le
contestaba, naturalmente, que no, que todo estaba en orden. Pero nada estaba en orden, nada de nada.
Tenía una aventura con un hombre que ya una vez me había dejado plantada y sabía que volvería a
hacerlo, sin duda, pero no podía resistirme. —Beatrice movía nerviosamente las manos sobre la
mesa—. Todo aquello de lo que alguna vez me había sentido tan orgullosa me fallaba: la fuerza de
voluntad, el amor propio, la disciplina. Julien podía hacer conmigo lo que quisiera. Y ni siquiera
sentía deseo de oponerme. ¡Volvía a vivir! En cada fibra de mi cuerpo y de mi alma volvía a vivir.
No habría renunciado voluntariamente ni a un solo instante con él.
—¿Hablaron del futuro? De un futuro juntos, me refiero.
Beatrice negó con la cabeza.
—De alguna manera estaba claro que eso no entraba en consideración. Julien no lo decía, pero
era así. Teníamos esas pocas semanas de verano. Después, cada uno regresaría a su vida y
probablemente no volveríamos a vernos.
—¿Y usted estaba de acuerdo?
—A la fuerza. En ese momento los dos buscábamos algo que necesitábamos. No pensábamos en
lo que vendría.
—¿Usted qué buscaba?
—No había disfrutado mucho de mi juventud —dijo Beatrice—, y después de la guerra mi vida
fue un valle de lágrimas. Luego me refugié en una vida que no correspondía a mi edad. Con Julien
volví a encontrar un poco de ligereza. Esa ligereza nunca ha vuelto a abandonarme, hasta el día de
hoy, y por eso le estoy agradecida tanto a Julien como a mi destino.
—¿Y qué quería Julien?
Beatrice se encogió de hombros.
—Yo prefiero mirarlo sin sentimentalismos. Julien quería simplemente reconquistar su antigua
propiedad. Quería saber si aún podía ser suya. Estos franceses del sur son así.
—¿Suzanne se enteró?
—Por supuesto. Con el tiempo comprendí que lo había sabido desde el primer momento, cuando
nos encontramos en el acantilado y Julien y yo nos reconocimos. La cena en común tuvo la misión de
tantear la situación. Por eso quería llevarse a Julien de inmediato a Venecia. Y acabó de confirmarlo
cuando al final de aquella primera semana Julien no regresó a París, sino que le dijo por teléfono que
quería quedarse más tiempo en Guernsey. Y como ella ya tenía trabajo, no podía venir. Tuvo que
desquiciarla el saber que los dos gozábamos en la isla mientras ella posaba en alguna parte y
quedaba fuera de combate.
—Una situación muy poco agradable para ella.
—Por supuesto. Y así fue acumulando rabia hasta que por fin, hacia finales de julio, llegó en
tromba y montó una escena de película. Ahórreme los detalles, pues se dijeron cosas que no se
pueden repetir. Suzanne era una mujer temperamental. Y se puso como una fiera salvaje cuando sintió
que su territorio estaba en peligro.
—Helene —dijo Franca— se enteró de todo.
Beatrice asintió con la cabeza.
—La escena tuvo lugar en nuestra casa. Helene no perdía detalle, y Mae, que había venido de
visita, tampoco. Al final se enteraron las dos de que había mantenido una relación íntima con un
periodista francés, quien para colmo había sido mi amante durante la guerra. A la pobre Helene le
dio un ataque tras otro. La había engañado dos veces: durante la guerra, y ahora por segunda vez.
Pero por fin pudo reunir la información que le faltaba.
—¿Ha vuelto a ver a Julien?
—Nunca más. Ni siquiera después de la escena con Suzanne, que fue por así decir la despedida.
No nos pudimos decir adiós. Cuando al día siguiente fui al hotel, ya se habían marchado. Supongo
que le daría un ultimátum: o se iba con ella y no volvía a verme, o allí mismo acababa su matrimonio.
Julien sabía que no tenía escapatoria. Y ya había hecho lo que quería. Así que se fue con ella.
—Y usted…
—Y yo quedé embarazada, como supe poco después. Regresé a Cambridge sin haber vendido la
casa, y en algún momento resultó evidente también para Frederic que había un niño en camino.
Naturalmente él pensó que era suyo. Estaba loco de alegría.
—¿Y usted?
—Lo pasé muy mal —dijo Beatrice—, me sentí triste y desdichada. El embarazo no fue fácil,
estaba todo el tiempo indispuesta y deprimida. Me moría de nostalgia por Julien, y al mismo tiempo
sentía una terrible culpa por Frederic, que se ocupaba de mí con total entrega. Él notaba que yo
estaba nerviosa y que lloraba a menudo. Pero le echaba la culpa al embarazo y no se le ocurrió que
podía haber otra cosa.
—Usted nunca se lo hubiera dicho —dijo Franca en voz baja.
—No —dijo Beatrice—, nunca. Alan habría nacido como hijo de los dos y así habría crecido.
Yo me habría vuelto a acostumbrar a la estrecha vida de Cambridge y probablemente habría vuelto a
encontrar la paz. Habría tenido todo. Frederic y yo habríamos llegado a viejos cogiditos de la mano.
—Y entonces entró en escena Helene.
—Sí. Literalmente. Fue personalmente a Cambridge. A comienzos de enero de mil novecientos
cincuenta y siete. Volvió a aparecer tan sorpresivamente en la puerta como aquella vez en Londres,
cuando llevé a Frederic a mi casa. Traía dos maletas y estaba ofendidísima porque no la habíamos
invitado para Navidad ni para Año Nuevo. Yo estaba en el séptimo mes, tenía bastante barriga, los
tobillos hinchados y andaba como una oca. En suma, me estaba adaptando de nuevo a mi vida y al
entorno que me era familiar. Pero a veces se tienen extraños presentimientos, ¿no? En cuanto vi a
Helene allí, delante de la puerta, supe que habría problemas.
—Le contó a Frederic lo que sabía.
—No sé si es que ya fue a Cambridge con esa intención, o si se trató de una decisión repentina,
pero un día, mientras yo había salido a dar un paseo, le dijo toda la verdad, le contó todo sobre ese
verano, le habló de Julien, de mí, de Suzanne, y arriesgó la hipótesis de que el niño, que debía venir
al mundo en marzo, no era suyo sino de Julien. Aún lo recuerdo, era un día frío y húmedo de enero,
feo y lúgubre; yo regresé a casa medio congelada cuando ya casi oscurecía. Me apetecía darme un
baño caliente, tomar una taza de té y sentarme un rato frente a la chimenea. Helene se había ido a
acostar, lo cual me asombró, y Frederic no salió de su estudio para saludarme como solía. Por fin fui
a verlo yo. La habitación hedía a whisky, algo absolutamente inusual. Frederic apenas bebía. Tenía
los ojos llorosos y una palidez mortal. Al principio pensé que alguien había muerto, alguien muy
cercano a él. ¿Alguno de sus estudiantes? Se me cruzaron algunas posibilidades por la cabeza,
mientras estaba allí de pie junto a la puerta y lo veía acercarse a mí; aunque no sabía de qué se
trataba, sentí cómo algo oscuro se interponía entre nosotros, entre Frederic y yo, que había surgido un
peligro desconocido, pero que me infundía miedo.
—Frederic —susurré—, ¿qué ocurre?
A pesar de lo mucho que había bebido, no se tambaleaba. Era probable que la noticia lo hubiera
afectado tanto que el alcohol no había conseguido aturdirlo del todo. Hablaba de forma entrecortada,
pero no balbuceaba. Estaba borracho y no lo estaba. Nunca había visto a una persona en ese estado.
—Dime que no es cierto, por favor —me rogó—. ¡Por el amor de Dios, dime que no es cierto!
Quise saber de qué estaba hablando, pero no era capaz de formularlo ni decirlo en voz alta. De
no haber sido por el olor a whisky, no habría adivinado que había bebido y habría pensado que
estaba enfermo. Lo llevé al sillón que había junto a la pequeña chimenea y le pregunté qué ocurría.
Habría querido arrodillarme a sus pies y abrazarle las piernas, pero la tripa me lo impedía. Así que
me quedé de pie frente a él acariciándole el cabello, y después de un momento que pareció eterno y
en el que buscó desesperadamente las palabras, me contó por fin su conversación con Helene. No me
miraba mientras me hablaba, sino que tenía la vista clavada en la pared, o quizá miraba al vacío. Yo,
por mi parte, miraba la biblioteca que estaba junto a la chimenea, sin ver nada más que las letras
brillantes de los títulos de los libros. El suelo se me movía, sentí la boca reseca de golpe y me dieron
unas terribles náuseas. Enseguida me di cuenta de que no sería capaz de negar nada, aunque Frederic
hubiera estado dispuesto a creerme.
—Dime que no es cierto —repitió, y entonces levantó la vista y me miró a los ojos. Allí leyó la
respuesta antes de que yo abriera la boca y, si cabía, se puso más pálido todavía. Empezó otra vez a
llorar y yo le acaricié mecánicamente el pelo, mientras lidiaba con el vértigo que hacía difícil que
me aguantara de pie. Nunca había visto a una persona más dolida y demudada que él. Comprendí que
había hecho un destrozo irreparable. Esa tarde Frederic se derrumbó. Nuestro amor se derrumbó. Y
muy pronto, inevitablemente, nuestro matrimonio también se derrumbaría.
Beatrice se quedó en silencio, el recuerdo avivaba el dolor en su rostro.
—No teníamos que haber intentado arreglarlo —agregó.
—¿Él le pidió el divorcio? —preguntó Franca con voz apesadumbrada.
—Frederic nunca habría hecho semejante cosa. Estaba dispuesto a aceptar el niño que yo
esperaba, a darle su nombre, a mantener nuestra convivencia. Quería intentar que todo volviera a ser
como antes. Pero no funcionó. No pudo superarlo, hasta que me di cuenta de que no podía vivir con
aquel hombre destrozado. Su melancolía me oprimía cada vez más, perdí la alegría de vivir y
adelgacé. No hacía más que consumirme y deambular de un lado a otro entre llantos. Cuando Alan
tenía seis meses, decidí marcharme. Frederic lo aceptó de inmediato. Para entonces, él también había
comprendido que no teníamos futuro.
—Y regresó aquí.
—Era el único sitio al que podía acudir. A mi casa, a mi patria. La otra alternativa habría sido un
piso pequeño, pero quería que Alan tuviera espacio y creciera en un ambiente sano. Y Guernsey era
ideal.
—Pero aquí estaba Helene —le recordó Franca—, y había sido Helene quien había estropeado
todo. ¿Podía vivir con ella bajo el mismo techo?
—Al principio pensé que no podría —dijo Beatrice—, estaba llena de rabia, de dolor. Quería
echarla a la calle de una vez por todas. Pero cuando vine, ella ya estaba aquí, sentada a esta misma
mesa, lloriqueando, lamentándose y quejándose, y supe que no tendría agallas para echarla. Era tan
desdichada…, y luego también empezó a madurar en mí la idea de… —Beatrice dudó un instante—
de que en el fondo no había sido Helene quien había arruinado mi matrimonio. Había hecho algo
terrible, es cierto, pero no había faltado a la verdad. ¿Entiende? La aventura con Julien existió
realmente, y las emociones que me empujaron a la aventura fueron verdaderas. Había algo entre
Frederic y yo que no estaba bien; de lo contrario no me habría arrojado con tanta pasión a los brazos
de Julien. Hoy estoy segura de que, incluso sin la intervención de Helene, tarde o temprano lo nuestro
habría acabado.
—¿Y dejó de sentir odio hacia ella?
—Oh, claro que la odiaba —dijo Beatrice—, aún hoy la odio. Pero no por aquella historia. Odio
a Helene porque se las ha arreglado para tenerme toda la vida atada a ella. Porque en mil
novecientos cuarenta llegó a mi casa y la ocupó, y todavía hoy la sigue ocupando. Nunca ha
renunciado a su actitud de ocupante.
—¿Entonces retomó el cultivo de rosas de sus padres? —preguntó Franca con cautela.
Un reloj dio la media hora.
—Es más de la una y media —dijo Beatrice—, deberíamos irnos a la cama. Bueno, venga —dijo
cogiendo la botella de vino—, tomaremos la última. Hará que nos sintamos mejor después. —Sirvió
la bebida de color rojo rubí en las copas—. Sí, me dediqué a cultivar rosas —dijo sin transición, en
respuesta a la pregunta de Franca—. Tenía que hacer algo, y lo más fácil era retomar lo que habían
hecho mis padres.
Bebió un largo sorbo de vino. Se veía en sus ojos que se remontaba muchos años al pasado y
rehacía el camino andado.
—Contraté a un jardinero de la isla; entendía mucho de rosas y me enseñó todo lo que yo no
sabía. Debo decir, sin embargo, que él hacía la mayor parte del trabajo, y, si hemos cosechado
algunos éxitos con el cultivo, se debieron a él. No me hice rica, pero pude pagarle y yo pude
mantenerme. Además de contribuir para la pequeña pensión que ahora recibo y gracias a la cual
sobrevivo. Así que en lugar de Cambridge tuve estas malditas flores. —Beatrice sonrió con amargura
—. Crié a mi hijo y cuidé de Helene, que con los años se volvió cada vez más incapaz de hacer
frente a la vida. Hubo momentos en que odié cada minuto de mi vida. Pero de alguna manera lo
superé, y pienso que hoy ya no tiene ningún sentido quejarse. En última instancia, no ha sido tan
terrible.
«Eso no es cierto», pensó Franca, pero tuvo la delicadeza de no contradecir a la anciana.
8
Nunca pensó que podría aburrirse tanto. Al menos, no en Londres. De St. Peter Port conocía los días
grises y monótonos, en que las mañanas transcurrían con una lentitud exasperante para acabar en
tardes igualmente interminables. Con la caída del sol volvía a nacer la vida, pero cada día planteaba
otra vez desde el principio el problema casi irresoluble de cómo matar el tiempo hasta que llegara la
noche.
Podía dormir hasta el mediodía, pero como muy tarde a las once ya estaba totalmente despierta y
no aguantaba quedarse más tiempo en la cama. Entonces se paseaba por la casa en bragas y camiseta,
miraba los cuadros, a pesar de que los conocía de memoria, cogía algún que otro libro de la
biblioteca y lo hojeaba con aire aburrido, para acabar en las coloridas revistas de moda que había
comprado el día anterior. Las revistas que Alan tenía en casa no le interesaban, pues casi todas eran
especializadas en derecho.
El desayuno que tomaba mientras leía —o mejor, mientras miraba las fotos— consistía casi
siempre en un vaso de zumo de naranja, una rebanada de pan con queso tierno y varias tazas de café
fuerte y sin leche. Después fumaba un cigarrillo, miraba por la ventana, oía el ir y venir de gente por
la calle y se preguntaba si ésa era la gran aventura que se había imaginado para su vida.
Una vez que terminaba de asearse, se vestía y salía sin rumbo fijo. Vagaba por las calles, entraba
en las tiendas y clavaba la vista en todas las cosas maravillosas que le gustaría tener. Cada día
pasaba horas en Harrod’s, probándose decenas de vestidos y volviéndolos a colgar porque no tenía
dinero para comprarlos.
El tiempo era templado y hacía sol. Hacia las dos de la tarde se tomaba un café y un bollo en un
bar de la calle, y como para alegrarse la vida pedía después una copa de vino espumoso. El champán
le habría gustado más, pero sus reservas de dinero se acercaban peligrosamente a su fin y no podía
permitirse ningún lujo.
«Alan podría pasarme algo de vez en cuando», pensaba a veces con enfado.
Hacía diez días que estaba en Londres y no le había sucedido nada destacable, lo cual no era lo
más conveniente para encarrilar su vida. Pero al parecer a Alan no se le ocurría nada para hacerle
más agradable la existencia.
Por la noche, eso sí, la invitaba a cenar; luego se sentaban en la sala de estar y era
extremadamente generoso: tomaban vinos caros y champán. Pero por la mañana temprano se iba al
despacho y no volvía hasta la noche.
«¿Y qué se supone que debo hacer yo?, ¿esperarlo?», pensaba con enojo.
El segundo día de su llegada a Londres, se presentó por sorpresa en el despacho de Alan para ir
a comer con él. Alan estaba conversando con dos clientes, pero salió rápidamente cuando la
secretaria le anunció la visita de Maia. Iba vestida con mucha elegancia y se había arreglado
llamativamente. Cuando la miró, Maia notó que la encontraba muy atractiva.
—No puedo —dijo con pesar—, tengo que ir a comer con unos clientes. Habíamos quedado hace
tiempo.
Ella hizo una mueca con la boca y se peinó el pelo largo hacia atrás. Sus pendientes tintinearon
despacio y con aire provocador.
—¿Y mañana?
—Mañana es lo mismo. Lo siento. Pero esta noche saldremos a cenar, ¿vale?
Él le acarició suavemente la mejilla con un dedo.
—Iremos a cenar todas las noches. Pero durante el día, por desgracia, no puedo.
—¿Por qué no puedo ir yo también?
—Porque esta gente tiene que hablar conmigo de cosas que solamente son para mí. Nunca
abrirían la boca si hubiera otra persona. No puedo hacerlo, de ninguna manera.
Maia regresó a casa, se desvistió, se aburrió terriblemente durante el resto del día y, como era de
esperar, a la noche Alan volvió a preguntarle cómo se imaginaba ella su vida en el futuro, qué planes
tenía, qué tipo de trabajo pensaba buscar.
—A la larga no te sentirás satisfecha si te pasas todo el día en casa o deambulando por la calle.
—Por supuesto. Tienes razón, Alan, pero dame un poco más de tiempo, ¿vale? Para mí todo esto
es nuevo y extraño. Tengo que habituarme… de alguna manera… a esta ciudad.
—Si buscaras alguna actividad, conocerías a otras personas —le sugirió Alan—, eso también
ayuda a adaptarse a un sitio.
—Dame tiempo —volvió a pedirle—. Todo es muy inusual y confuso. Pero pronto me sentiré
como en casa.
Como había esperado, él no volvió a sacar el tema. Claro que tarde o temprano volvería a
hacerlo, pero lo conocía lo bastante para saber que la dejaría tranquila por un tiempo. Alan era
demasiado sensible para acosar a nadie.
«Y si vuelve al ataque, entonces veré qué hago», pensó.
Mae llamó dos veces para preguntar si ya había ido a visitar a la bisabuela Wyatt. Se enfadó
mucho cuando se enteró de que Maia todavía no había ido.
—¡De veras, Maia, me decepcionas! Me lo prometiste. ¿Por qué no puedes hacerme el único
favor que te pido? Le he dicho a mi madre que estás en Londres y está muy triste porque ni siquiera
la has llamado por teléfono.
«No me apetece nada perder un día entero en un asilo de ancianos», pensó Maia de mal humor.
Ese día, sin embargo, semana y media después de su llegada, pensaba de otro modo sobre el
asunto. Ya no podía hablar de «perder» el tiempo, porque no hacía otra cosa que matar el tiempo con
actividades absurdas, por llamar a lo que hacía de alguna manera. En vez de vagar por las tiendas en
las que no podía darse el lujo de comprar nada, lo que la sumía en una frustración cada vez más
profunda, bien podía ir a visitar a la bisabuela Wyatt y pasar un día entre viejos decrépitos. Le hizo
una señal al camarero del bar donde había entrado a tomar tostadas con mantequilla, pagó y cruzó la
calle hasta una cabina de teléfono. Entró y marcó el número de su bisabuela.

Como muchas personas mayores, Edith Wyatt vivía solamente del pasado, y lo que más le gustaba era
evocar historias de la guerra. Podía hablar durante horas de la ocupación de Guernsey. Siempre
había sido así, desde que Maia tenía uso de razón. Siempre hablando de los tiempos de Maricastaña,
que a ella no le interesaban lo más mínimo.
El asilo de ancianos quedaba a las afueras de Londres, en un paraje idílico no muy lejos de
Henley. Era una casona con arabescos de la época victoriana, rodeada por una amplia galería y un
jardín antiguo lleno de árboles frutales, bajo los cuales había bancos y sillas pintados de blanco. Los
ancianos, sin embargo, no estaban sentados allí, en la profundidad apacible del jardín, entre arbustos
y setos de moras, sino que se habían alineado en la galería como una cadena de hambrientas cornejas
que aguardaran algo de comida que les cayera al azar. Cuando Maia se acercó, las conversaciones
cesaron y todas las cabezas se volvieron hacia ella. A Maia le habría gustado sacarles la lengua.
Detestaba a los viejos. Detestaba las canas y las cabezas tambaleantes y las bocas con baba.
Detestaba esa imagen decadente que le recordaba lo cerca que estaban todos de esa frontera detrás
de la cual sólo queda el camino a la muerte.
«Vivir —pensó mientras pasaba delante de los viejos tratando de no aspirar aquel olor a vejez y
enfermedad—, tengo que vivir, tengo que vivir mucho más y con más fuerza, no puedo perder tanto el
tiempo.»
Desde hacía ya varios días, la atormentaba la idea de que tal vez estaba desperdiciando el tiempo
con Alan, y ahora, al aspirar ese olor, volvió a pensar en ello y supo que a partir de ese momento no
pasaría un solo instante sin que esa idea se adueñara de ella y la cogiera con sus garras.
Edith Wyatt era la única que no estaba en la galería, sino al fondo del jardín, sentada en un sillón
blanco de mimbre. En la mesa que tenía delante había una tetera, dos cubiertos y un bol con galletas.
Se alegró muchísimo de ver a su bisnieta.
—¡Toma un poco de té, coge una galleta! —le dijo—. Estás demasiado delgada, mi niña.
¡Déjame verte! Nadie diría que eres de nuestra familia. Ninguna de nosotras ha salido tan guapa
como tú.
«Por suerte no huele como los otros —pensó Maia—, porque si no, no podría aguantarla.»
No aceptó el té ni las galletas; la vajilla que usaban los viejos le daba asco. «Quién sabe cómo la
lavan aquí», pensó, y se le puso carne de gallina.
Edith Wyatt, naturalmente, quería saber todo sobre Guernsey, los últimos chismes, pero la
mayoría de las personas que ella conocía ya estaban muertas y los nombres que mencionaba Maia no
significaban nada para ella.
—He perdido el contacto con Guernsey —dijo con tristeza después de un instante—. Ah, ojalá
nunca nos hubiéramos ido de allí. La isla era mi mundo.
Como esposa fiel a la vieja usanza, no había puesto reparos en seguir a su marido cuando éste se
mudó a Londres a mediados de los años cincuenta. Le habían ofrecido el consultorio de un
compañero de estudios que acababa de morir, y era una magnífica oportunidad que nadie con un poco
de sensatez podía rechazar. No obstante, en Inglaterra, Edith Wyatt nunca se sintió como en su casa, y
cuando su marido falleció, dudó durante largo tiempo si volver con sus hijos y nietos a Guernsey.
Pero ya en vida de su marido habían comprado dos plazas en un asilo de ancianos y, en cierta forma,
a Edith le parecía una traición no respetar el plan de su difunto esposo. La habían educado para
seguir a su marido a donde quiera que fuera, y para ella, ese principio no acababa cuando moría la
pareja.
—Ah, cómo me gustaría volver a ver St. Peter Port —suspiraba—. Dentro de dos semanas será
el día de la Liberación. La isla se llenará de flores. ¿Participarás en el desfile, querida?
—Estaré todavía en Londres —le recordó Maia. Sentía mucha sed, pero no quería tocar el té por
nada del mundo—. ¡No regresaré tan pronto a Guernsey!
Edith la miró detenidamente con ojos inteligentes.
—Mae me contó que vives en Londres con Alan Shaye, el hijo de Beatrice Shaye.
—Sí. Hace años que insiste en que me vaya a vivir con él, así que ahora por fin lo he hecho.
—¿Y lo amas? ¿Quieres vivir con él?
Maia se movía en su silla, visiblemente incómoda.
—Primero tenemos que acostumbrarnos el uno al otro.
—Pero hace años que os conocéis. Ya deberías saber qué sientes por él. —Edith suspiró. En su
opinión, los jóvenes abusaban de la posibilidad de estudiarse sin comprometerse nunca. Eran
incapaces de establecer un verdadero compromiso con el otro—. Alan Shaye es un hombre muy
sensible —continuó—, una persona a la que hay que tratar con consideración.
—¡Pero si casi no lo conoces!
—Vino a visitarnos alguna vez a tu bisabuelo y a mí. Y aquí también ha estado un par de veces.
Es una persona muy fiel, no se olvida de las personas porque sean viejas o estén enfermas y ya no le
aporten nada.
Maia estaba sorprendida. Alan nunca le había contado que de vez en cuando iba a visitar a la
bisabuela Wyatt.
«Típico de Alan», pensó, sin saber por qué se enfadaba con él si en el fondo era tan bueno.
—En fin —dijo Edith—, espero que todo vaya bien entre vosotros. Cuéntame de Beatrice. Y de
Helene. ¿Cómo están?
A Maia no le interesaban ni Beatrice ni Helene, y tampoco tenía mucho que contar sobre ninguna
de las dos.
—No sé —dijo con desgana—, están como siempre.
—Dios mío, aún las veo cuando eran jóvenes como si fuera hoy —dijo Edith con brillo en los
ojos, y Maia pensó: «¡Oh, no, ahora empieza otra vez con los viejos tiempos y la guerra!»—. En
aquel entonces, en mayo del cuarenta y cinco, por esta época, hace más de cincuenta años… ¿Sabías
que en el mes de mayo de cada año me acuerdo de los días de la Liberación? Las imágenes me
vuelven a asaltar como aquella vez.
«Eso es precisamente lo terrible de vosotros los viejos», pensó Maia, irritada.
—Beatrice tenía quince años, era muy frágil y joven —continuó Edith—, estaba desnutrida y
hambrienta, como todos nosotros, temerosa por lo que pudiera ocurrir… Y Helene no era más que
una sombra de sí misma, tenía miedo. El Tercer Reich se derrumbaba y ella no sabía qué sería de
ella ni de su marido. Las islas seguían en su poder, pero el tiempo se iba agotando y la gente se
preguntaba qué pasaría cuando acabara todo. Nosotros ocultábamos aún a ese prisionero francés,
Julien, y estábamos más temerosos que nunca. Teníamos miedo de que fuera a ocurrimos algo en el
último trecho.
Maia suspiró. ¡Lo había oído tantas veces!…
—Los hechos se precipitaron en aquellos últimos días —continuó Edith—, los alemanes todavía
ejecutaban a la gente, ¿lo sabías? ¡Ah, cómo temblábamos todos! En aquellos tiempos, además, los
rumores corrían como regueros de pólvora. Había quienes decían que los nazis harían estallar la isla
por los aires o que fusilarían a todos los habitantes… Era absurdo, naturalmente.
—Naturalmente —repitió Maia con aire aburrido.
—Los alemanes se pusieron nerviosos —continuó Edith—, y cuando la gente se pone nerviosa es
más peligrosa que nunca. El peor de todos era Erich Feldmann. Más tarde nos enteramos de que
desde hacía años se atiborraba de psicofármacos, y por aquellos días los necesitaba como nunca.
Pero no había más. El abastecimiento era un desastre. Los medicamentos se encontraban a duras
penas y se reservaban para los heridos, penicilina y cosas así… pero de psicofármacos, nada, y
Erich cada vez los necesitaba más. Se había convertido en un adicto a ellos.
Maia volvió a suspirar, esta vez más fuerte. Erich Feldmann y sus problemas no le interesaban lo
más mínimo.
—Llegó a amenazar a Thomas —dijo Edith—, a tu bisabuelo. ¿Te lo he contado alguna vez? La
mañana en que murió Erich, apareció en el consultorio a primera hora. Tenía un aspecto terrible. La
cara gris, los ojos inyectados en sangre. Quería estimulantes. Gritaba como un loco que Thomas,
como médico, debía tener o conocer la forma de conseguirlos… Tommy realmente no tenía nada,
pero no le creyó. Erich empuñaba un arma, y Thomas tuvo que abrir todos los armarios y cajones no
sólo del consultorio, sino también de casa. Erich estaba hecho una fiera. Nosotros temblábamos de
miedo porque arriba en el desván estaba Julien, y la portezuela por la que se accedía a él era muy
visible. Con lo desesperado que estaba por conseguir su medicamento, Erich podía pedirnos en
cualquier momento que bajáramos la escalerilla y le mostráramos el desván. Fue una pesadilla. —
Edith se estremecía al recordar esos momentos—. Pensé que me iba a dar un ataque, tenía los nervios
de punta. Pero eso no habría hecho más que empeorar las cosas. Teníamos que aparentar calma y
normalidad.
Maia no conocía aquella historia, pero no por eso le pareció más interesante. Quedaba todo
increíblemente lejos en el pasado. No tenía ningún significado para ella ni para su vida.
—Supongo que no descubrió a Julien —dijo con desgana—, porque, de haber sido así, no
estarías hoy aquí.
—No —asintió Edith. Bebió delicadamente un sorbo de té—. Probablemente no estaría aquí. Se
marchó sin mirar el desván. Pero tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar, y no me
equivoqué. La tarde de aquel mismo día llamaron a Thomas para que fuera a casa de Beatrice y
Helene. El otro francés que trabajaba para Erich, creo que se llamaba Pierre, estaba malherido en la
cocina de la casa. Erich le había disparado un tiro. Ya no recuerdo exactamente por qué… —Edith
frunció el entrecejo—, por una diferencia de opinión, supongo. Erich simplemente perdió los estribos
porque no conseguía sus medicamentos… Thomas dijo que la cosa estaba muy fea.
—¿Y pudo ayudar al francés? —preguntó Maia.
Tenía mucha sed.
«A lo mejor encuentro algo de beber en la cocina —pensó—, una lata o una botella sin abrir que
ninguno de los viejos haya tocado.»
—Pudo ayudarlo, sí —respondió Edith—. Por lo que recuerdo, la bala le había perforado la
pierna de lado a lado. Pierre perdía mucha sangre y hacía un calor insoportable. —La mirada se le
oscureció un poco—. ¡Ah, qué tiempos! —dijo vagamente, con un deje de nostalgia en la voz—.
Fueron horribles, peligrosos, pero al menos estábamos todos juntos, estábamos vivos… Aquí a veces
tengo la sensación de que ya ni siquiera existo.
—Deberías regresar a Guernsey —le dijo Maia—. La abuela se pondría muy contenta de que
estuvieras con ella.
—No sé… —murmuró Edith. Maia no sabía si sus dudas se referían a la supuesta alegría de Mae
o a la idea de regresar a Guernsey—. Quién sabe si me sentiría a gusto…
Maia se puso en pie.
—¿Me permites que vaya un minuto a la cocina? Necesito urgentemente algo de beber.
Edith le señaló la tetera.
—Aquí tienes té…
—Necesito algo frío —repuso Maia—, hoy hace demasiado calor para tomar té.
—Es una primavera con mucho sol —coincidió Edith—, quizá por eso los recuerdos están tan
vivos. Mil novecientos cuarenta y cinco también fue un año muy caluroso. Demasiado calor en abril,
demasiado calor en mayo…
«Todos la sienten como una época maravillosa —pensó Maia mientras se alejaba en dirección a
la casa—. Pero la verdad es que fue un horror. Yo no habría podido vivir en aquellos tiempos.
Guerra y hambre, y ropas harapientas…»
Hizo una mueca y se estremeció. Llegó a la casa y descubrió con alegría que había una puerta
abierta en la parte trasera. Le molestaba tener que entrar por la puerta principal y pasar delante de
todos aquellos viejos y soportar sus miradas.
La puerta daba directamente a la cocina, como pudo comprobar al ver varias neveras y un
inmenso hogar. Estaba todo muy pulcro; por ninguna parte se veía vajilla sucia ni una mota de polvo.
No podía decirse que el asilo estuviera mal cuidado.
Una de las neveras tenía la puerta abierta, y un muchacho en cuclillas hurgaba en los estantes.
Cuando oyó los pasos de Maia saltó de un susto y se volvió hacia ella. En la mano tenía una lata de
Coca-Cola. Estaba empañada por el frío, y unas gotas caían lentamente al suelo. Al ver la lata, Maia
se sintió de pronto muy debilitada.
—¡Eh —dijo—, pero si aquí hay Coca-Cola!
—Puedo pagarla… —dijo el muchacho, perplejo—, es que no he visto a nadie… ¿Usted está a
cargo de esto? Querría…
—Sólo he venido de visita —lo interrumpió Maia—, y me estoy muriendo de sed. —Lo hizo a un
lado y cogió otra lata de Coca-Cola—. No quiero tomar el té que sirven aquí.
—El té es horrible —asintió el muchacho—, lo hacen tan diluido que hasta sería mejor tomar
agua.
—Yo ni lo he probado —dijo Maia. La lata hizo un leve siseo cuando la abrió—. La vajilla de
aquí me da asco. No estoy muy segura de que la laven bien.
—Allí tienen unos grandes lavavajillas —dijo el muchacho. Entonces él también abrió su lata,
animado por el ejemplo de Maia—. ¡Qué buena! —murmuró.
Maia se bebió casi toda la lata de un trago.
—Sí, está buenísima —dijo ella—, no sé si es por el calor o por el ambiente deprimente, pero
necesitaba algo que me levantara el ánimo.
—¿Ha venido a visitar a su abuelo o su abuela? —preguntó él. Su mirada delataba esa
instantánea fascinación que sentían los hombres apenas veían a Maia. No había hombre que la mirara
sin ese brillo típico en los ojos.
—Vengo a visitar a mi bisabuela —dijo.
Se quedaron los dos un instante sin saber muy bien qué hacer. Maia se fijó en el cabello rubio
oscuro del muchacho, los ojos topacio y un rasgo tierno en la boca que le pareció atractivo.
«Qué chico tan guapo», pensó.
—Me llamo Frank —dijo—, Frank Langtry.
—Maia Ashworth.
—Encantado, Maia. ¿Dónde vives? ¿En Londres?
—Sí. ¿Tú también?
—Sí. Quizá podríamos regresar juntos a la ciudad. ¿Has venido en coche?
—No, en autobús.
—Entonces te llevaré encantado. Si te parece bien.
Maia estaba muy contenta. Detestaba viajar en autobús, y además aquel apuesto joven le haría
olvidar las impresiones del asilo de ancianos.
—¿A las cinco? —preguntó ella.
Él asintió, ansioso.
—Vale. Nos encontramos en la puerta de entrada. A las cinco.
El día había adquirido de pronto otra cara. Maia lo sintió incluso en su cuerpo mientras avanzaba
por el jardín en dirección a Edith, con la lata de Coca-Cola en la mano. El sol parecía más dorado y
el verde de los árboles más radiante. Una brisa tenue le removió el cabello.
«Ya veremos lo que nos depara el futuro», pensó. Después de todo, no le pareció que haber
pasado el día en el asilo de ancianos hubiera sido una estupidez tan grande.
9
El 1 de mayo cayó en lunes. La noche anterior Franca preparó una sangría para celebrar la llegada
del nuevo mes. Mae y Kevin también fueron. Beatrice y Mae habían vuelto a hablarse, aunque la
tensión entre ambas era perceptible y, por lo que Franca sabía, todavía no habían hecho del todo las
paces. Hacía casi dos semanas que Beatrice no sabía nada de Alan, y Franca suponía que escucharía
muy atentamente las noticias frescas que Maia hubiera contado a Mae. Pero, aunque se muriera por
saber algo de su hijo, Beatrice fingiría que no estaba interesada. Efectivamente, ella bebía su sangría,
impertérrita, miraba al mar y su aire de indiferencia no dejaba entrever lo que de veras sentía en
aquel momento.
—Maia ha ido a visitar a mi madre —contó Mae—. Mamá estaba encantada de lo guapa que la
había visto. —Miró de reojo a Beatrice—. Parece que está muy bien.
—Fantástico —dijo Beatrice.
—Todos maduran tarde o temprano —continuó Mae—, y a lo mejor a Maia le ha llegado también
la hora. Es posible, ¿no?
Después de todo lo que Franca había oído de Maia, le parecía muy dudoso que alguna vez
madurara, pero prefirió no decir nada. En el fondo, Maia y Alan no eran asunto suyo, como tampoco
lo eran las desavenencias entre Mae y Beatrice. A pesar de que ahora conocía partes muy íntimas de
la biografía de Beatrice, no se atrevía a inmiscuirse en sus problemas. Notaba la distancia que, a
pesar de todo, había entre ellas. Y tenía la sensación de que Beatrice deseaba que se respetara esa
distancia.
Se quedaron en la galería hasta la noche; la tarde había sido clara y calurosa, y ahora poco a
poco la luz se iba apagando en el horizonte. Como era habitual, Franca adoptó la postura de
observadora y advirtió que Kevin estaba nervioso e increíblemente pálido y que Helene estaba
absorta en sus pensamientos. Recordó que el 1 de mayo era el día de la muerte de Erich. Era
probable que Helene reviviera en su memoria aquellas horas dramáticas de hacía cincuenta y cinco
años. Y, mientras tanto, seguían volando flechas envenenadas entre Mae y Beatrice. Aquello no tenía
nada del idilio que parecía a primera vista, pensó Franca.
Continuaron bebiendo hasta medianoche, y Beatrice invitó a Mae y Kevin a que se quedaran a
dormir en su casa. Mae se negó de plano, alegando que ella solamente podía dormir en su cama y que
necesitaba sentirse rodeada de sus cosas.
—Pero tú te quedas, Kevin —propuso Beatrice, pero él también rechazó la invitación.
—No, debo ir a casa —dijo deprisa.
«Ha adelgazado —pensó Franca—, tiene las mejillas chupadas.» Parecía que no se cuidaba
tanto, se le veía más desaliñado. Llevaba el cabello un poco largo, como si se negara a ir al
peluquero, y sudaba bastante. Era obvio que no se sentía bien, pero no estaba claro si tenía que ver
con un problema psicológico o con un malestar físico. Kevin, por su parte, no mostraba ninguna
intención de hablar sobre su situación y se despidió precipitadamente.
—Si lo para la policía, le quitarán el carnet de conducir —dijo Beatrice, intranquila—. No será
capaz de cometer semejante irresponsabilidad… Además, me parece que está demasiado nervioso.
Me gustaría saber qué es lo que le preocupa tanto.
Todos durmieron hasta tarde. Cuando Franca se despertó, la casa estaba aún en silencio.
Entrecerró los ojos para protegerse de la luz del sol, se sentó en la cama y no pudo evitar un gemido
de dolor. La cabeza le zumbaba y le ardían los ojos.
—Dios mío —murmuró—, anoche bebí demasiado.
Salió despacio de la cama, caminó de puntillas hasta la ventana y miró fuera. Era un día de mayo
soleado, fresco y de una claridad inusual. A lo lejos se veía el mar, que resplandecía y centelleaba.
En esa época solía haber bancos de niebla sobre el agua; sin embargo, esa mañana hasta la niebla se
había disuelto.
«Un día perfecto», pensó Franca.
Se puso el albornoz y bajó sin hacer ruido. Tenía la boca reseca, necesitaba urgentemente un vaso
de agua. Sobre la mesa del comedor estaban aún los vasos y platos de la víspera y la sangría brillaba
en la gran jarra. Franca siguió hacia la cocina. A cada paso que daba le retumbaba la cabeza.
«Ojalá supiera dónde están las aspirinas», pensó.
Mientras bebía agua a pequeños sorbos apoyada en el fregadero, oyó pasos procedentes de fuera.
Parecía que alguien rondaba la casa. En ese momento, Kevin asomó la cara por el cristal de la puerta
que daba a la galería. Franca se asustó tanto que estuvo a punto de dejar caer el vaso de agua.
—Santo cielo, es Kevin —dijo para darse ánimos, y fue a abrirle la puerta.
Entró enseguida, visiblemente aliviado de encontrar a alguien despierto.
—Ah, Franca, qué alegría verla —dijo—. Sé que es un poco temprano aún, pero…
Dejó la frase inacabada, parecía que no sabía cómo explicar qué le había hecho madrugar tanto.
Si es que se había acostado… Franca tenía sus dudas. Kevin tenía aspecto de no haber pegado ojo en
toda la noche, o de no haberse acostado.
—Quería preguntarle si le apetecería venir a cenar esta noche a mi casa —continuó, presuroso—.
Es decir, las tres. Helene y Beatrice también. Hoy se cumple el aniversario de la muerte del marido
de Helene, siempre es una fecha difícil para ella. Pensé que podría cocinar algo y así la
distraeríamos un poco.
—Ah, muy amable —dijo Franca, sorprendida—. Iré con gusto. Beatrice y Helene están
durmiendo todavía, pero estoy segura de que se alegrarán.
—Muy bien, quizá pueda llamarme por teléfono para confirmarlo —dijo Kevin. Estaba inquieto,
parecía indeciso, sobreexcitado, tenso. Se le veía intranquilo por no encontrar a Beatrice ni a
Helene. Pero a esas horas no podía esperar otra cosa, pensó Franca—. ¿Cree de verdad que querrán
venir? —volvió a preguntar.
La presencia de las dos mujeres parecía que era muy importante para él. Franca contempló la
palidez de su rostro y se preguntó si no serían los apuros de dinero la causa de que aquel hombre
perdiera el sueño y la paz.
—No veo por qué no —dijo ella—, y yo iré de todos modos.
—Bien, de acuerdo, esta tarde a las siete, entonces, ¿de acuerdo? —propuso Kevin. Se apartó el
pelo de la frente con un gesto cansado. Franca vio que tenía la cara cubierta con una delgada película
de sudor.
—¿Se siente bien? —le preguntó—. No tiene muy buen aspecto. ¿No quiere tomar un café?
—¿Tendría un coñac? —preguntó Kevin.
Franca, algo contrariada, fue a buscar la botella y una copa al comedor. Él se bebió el coñac de
un trago, volvió a decirle a Franca la hora de la cena y luego se despidió.
Franca se preparó un café fuerte, continuó buscando inútilmente una aspirina y se retiró a la sala
de estar con un libro. La resaca y la falta de sueño no tardaron en hacerse notar. Y así, a pesar del
café, se quedó dormida en el sillón.

Mientras tomaba el desayuno, Alan leía el Times y se preguntaba por qué con tanta frecuencia debía
leer dos veces el mismo párrafo para enterarse. ¿Por qué no lograba concentrarse? Se había
preparado una taza de té, zumo de naranja, huevos cocidos, tostadas, varios tipos de mermelada,
queso y un poco de salmón ahumado. Había hecho todos los esfuerzos imaginables para disponer la
mesa lo mejor posible, con todas las cosas que más le gustaban a Maia. Era un verdadero desayuno
de domingo, y eso que era lunes por la mañana. A las ocho había llamado a su secretaria para
avisarle de que no iría a trabajar.
—Pero… y sus citas… —reaccionó ella con asombro, pero él la interrumpió:
—Cancélelas todas. Hasta mañana no iré. —Y colgó el teléfono.
El sábado anterior había hecho las compras en la sección de comestibles de Harrod’s y se había
tomado todo el tiempo del mundo para escoger lo mejor y lo más apetitoso. En realidad, le habría
gustado haber hecho las compras con Maia, pero ella le había dicho que iría a visitar a Edith y que
pasaría el día con ella.
—¿Otra vez? —volvió a preguntarle con las cejas alzadas—. ¡Si la semana pasada fuiste a verla
dos veces!
—Lo sé. Pero los fines de semana es cuando más contenta se pone. Los sábados se le hacen
interminables en el asilo.
—Realmente me sorprendes. Antes te quejabas de que no me ocupaba de ti, de que yo estaba
siempre fuera, de que tú estabas todo el tiempo sola. Y ahora que dispongo de tiempo para pasar un
sábado contigo, tú tienes otros planes. ¡Podrías ir a visitar a Edith la semana que viene!
Ella lo miró con aire preocupado.
—No lo pensé. Perdona. Pero si ahora le digo a Edith que no…
—¡No! —Él se negó, resignado—. De ninguna manera. Claro que no puedes decirle que no con
tan poco tiempo, sería una gran desilusión para ella. —Se quedó pensando—. Aunque podría ir
contigo…
A Alan le dio la sensación de que la sola idea la aterrorizaba.
—No se siente muy bien —dijo ella—. Creo que preferiría estar a solas conmigo. Si no lo tomas
a mal…
—¡No, qué va! —No era que lo tomara a mal. Pero estaba alarmado. Había algo que no
coincidía. Conocía a Maia desde que había venido al mundo, la conocía demasiado. Y nunca había
mostrado mucho interés por su familia. La unía cierto cariño a su abuela Mae, pero eso se debía
sobre todo al dinero que ésta le pasaba con enorme generosidad. Seguramente también quería a
Edith, pero no era normal que la fuera a visitar tres veces en diez días, y a un asilo de ancianos.
Conocía el horror que le causaban los viejos.
Para colmo, también el domingo Maia fue a Henley. Alan había preparado el desayuno, pero ella
apareció de pronto en medio de los preparativos y anunció que estaría todo el día fuera.
—Edith no se encuentra nada bien. Hoy quisiera quedarme con ella. ¡Por favor, compréndelo!
En ese momento, mientras desayunaba a solas en ese 1 de mayo, se le pasaban por la cabeza toda
clase de inquietudes. ¿Serían meras fantasías? Maia le había dicho que quería cambiar. Y le había
demostrado que esta vez iba en serio.
¿De veras? La primera noche, sin duda.
Echó azúcar en el té y la mezcló con la cucharilla mientras pensaba. Aún la veía delante de él,
vestida con sobriedad, recatada y con poco maquillaje, completamente distinta de la criatura
despampanante que solía ser. Pero eso era el exterior, la máscara. Eso era fácil de fingir.
«Las primeras noches se quedaba en casa. Cuando volvía de la oficina la encontraba allí,
acostada en el sofá, leyendo o viendo la televisión, y se alegraba de verme», pensaba Alan.
¿Qué era entonces lo que le preocupaba? El sábado, cuando salió de compras, no había podido
apartar de sí la agobiante sensación de que una amenaza se cernía sobre él. Trató de alejar de su
mente esa idea. Pero finalmente la angustia se apoderó de él y desde entonces no había podido
librarse de ella.
Estaba en Harrod’s y pensó: «¡Es increíble! Le digo que si quiere que vayamos de compras,
palabra mágica para ella donde las haya, ¡y me dice que se va a visitar a Edith al asilo!»
Pasó el domingo leyendo en un banco de St. James’s Park, completamente solo, y por la tarde
regresó a casa con la esperanza de que Maia hubiera vuelto para ir a tomar una copa y luego cenar
juntos. Pero el piso estaba vacío y en silencio. Se preparó un gintonic, a sabiendas de que no tardaría
en pasar a una bebida más fuerte si Maia no regresaba enseguida. Desde que ella había llegado a
Londres, él había sido muy comedido con el alcohol. Por la noche no le hacía falta beber nada. Ella
lo recibía con una sonrisa afectuosa, lo rodeaba con sus brazos, le daba un beso y él olía su perfume;
ese perfume que le parecía tan dulce, tan cálido y familiar, tan apetecible y dirigido solamente a él.
El corazón, el alma o lo que fuera se le contraía de sólo pensar en ello.
«¡Santo cielo —pensó desolado—, si al menos tuviera la certeza!»
Durante todo el sábado y el domingo sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Dudó si coger
el teléfono y llamar a Edith al asilo para preguntar si Maia estaba aún allí o si ya se había marchado.
Obviamente no era más que para averiguar si en verdad había ido a verla.
Se sentía como un miserable cotilla, y en el último momento retiraba la mano y desistía de hacer
la llamada. No quería espiarla. Aunque tal vez fuera que no quería enterarse.
A las diez de la noche del domingo bebió su primer whisky; poco después el segundo, luego el
tercero. Se encontró indispuesto y sintió frío. ¿Dónde demonios se habrá metido? A medianoche
empezó a desesperarse. Incluso el sábado había vuelto más temprano, pero, claro, con la vida que
llevaba, lo mismo daba que al día siguiente fuera festivo o laborable, ella dormía igualmente a pierna
suelta. Pero ¿las visitas podían durar tanto en el asilo de ancianos? No le parecía muy probable. Alan
se fue a acostar a las doce y media, pero, a pesar del whisky que había bebido, no podía conciliar el
sueño, daba vueltas en la cama y oía el tictac del despertador. En un momento oyó la puerta de
entrada y miró los números rojos y brillantes de la radio que tenía junto a la cama. Eran las dos y
media. No había explicación que pudiera convencerlo, por muy buena disposición que mostrara para
creer en ella.
«Ahora no —pensó en la cama—, ahora no, primero tengo que meditar, tengo que darme un poco
de tiempo, no conviene que me precipite.»
Fingió que dormía y sintió que la cama vibraba por el latido de su corazón. Maia fue un momento
al baño y luego entró en la habitación de puntillas. Hizo todo lo posible por meterse en la cama sin
hacer ruido.
«Claro —pensó él agresivamente—, no quiere despertarme para que no me dé cuenta de la hora a
la que llega.»
Por fin, ya de madrugada, consiguió dormirse, pero a las seis y media volvió a despertarse. Se
sentía más fatigado que repuesto por la brevedad del sueño. A su lado oía el ritmo uniforme de la
respiración de Maia. La luz del sol se filtraba ya por las persianas y expulsaba las sombras del
dormitorio. De Maia veía apenas el cabello largo que se desplegaba sobre la almohada. Tenía la
cara hundida en la almohada y estaba completamente envuelta en la manta. Pasarían horas antes de
que se despertara.
Estaba sentado a la mesa y se preguntaba por qué se tomaba tantas molestias y descuidaba tanto
su trabajo por Maia. Tenía un terrible dolor de cabeza; había bebido demasiado whisky y ahora había
que pagar las consecuencias. Después de haber guardado abstinencia durante casi dos semanas —
demasiado larga, para su costumbre—, la resaca le pesaba más de la cuenta. Se preguntó si alguna
vez lograría abandonar el alcohol como consuelo para su alma.
«Es la mejor manera de destruirse —reflexionó mientras se frotaba los ojos—; uno lo va notando
poco a poco y, sin embargo, no puede hacer nada por evitarlo.»
Pensó en sí mismo con mirada inmisericorde, sin la menor huella de la compasión que era capaz
de sentir incluso hacia sus peores enemigos. Veía a un hombre de cuarenta y tres años que un lunes
por la mañana tomaba solo su desayuno, después de no haber acudido al trabajo, y ni siquiera podía
tocar los manjares que tenía sobre la mesa. Veía a un hombre que llevaba grabado en el rostro el
goce licencioso de años de alcohol. Un hombre con ojeras, la piel demasiado pálida y los poros
demasiado abiertos. Un hombre apuesto que se movía en la cuerda floja: de pronto podría caer
definitivamente en el abismo y en apenas cinco años tendría el aspecto de un alcohólico sesentón.
Pero al mismo tiempo se sentía capaz de darle un giro drástico a su vida. La honestidad con que se
veía a sí mismo dejaba abiertas ambas posibilidades. Era joven y podía regenerarse. Aún estaba a
tiempo de erradicar las marcas del alcohol en el rostro. Le quedaba aún una salida.
Pero ¡cómo iba a cambiar si cada día que pasaba se daba cuenta de cómo había desperdiciado su
vida! Una serie interminable de amoríos cortos y apasionados, en lugar de una relación larga y
duradera, basada en la confianza y el cariño. ¿Por qué no estaba ya casado y tenía dos hijos y una
casa en el campo? ¿Por qué seguía liado con una mujer veinte años más joven que se acostaba con el
primer hombre que se le cruzaba en el camino, una mujer que se aprovechaba de él y no le hacía ni
caso, que lo engatusaba una y otra vez con falsas promesas y jugaba con él a su antojo y que desde
hacía años le impedía establecer cualquier otra relación, que a buen seguro sería mejor que ésa?
«Debería echarla a la calle —pensó—; seguro que estas dos últimas noches ha estado con un tío.
Es probable incluso que me haya engañado toda la semana. Y ni siquiera le da vergüenza contarme el
cuento de la bisabuela Edith, a la que va a visitar al asilo con el mayor desinterés.»
Sabía que debía permitirse la agresividad que sentía si quería reunir el coraje necesario para
echar a Maia. Pero, por motivos que le resultaban del todo inexplicables, no sentía el menor rastro
de ira. Sólo tenía tristeza y resignación. Y desamparo.

En su sueño, Franca clavaba una escarpia en la pared para colgar un cuadro. Golpeaba el martillo
con todas sus fuerzas, pero el clavo no se hundía ni un milímetro en el hormigón.
Pensó que a lo mejor no era posible clavar escarpias en el hormigón, y en ese momento se
despertó y miró confundida a su alrededor. No tardó en darse cuenta de que estaba soñando, pero no
entendía por qué los golpes del martillo no cesaban. Retumbaban en toda la casa, y sólo después de
un instante cayó en la cuenta de que alguien llamaba a la puerta.
Se levantó y ahogó un gemido: le dolían todos los miembros por la incómoda postura que había
adoptado en el sillón y se notaba el cuello tan rígido que apenas podía moverlo. El libro que estaba
leyendo se le había caído al suelo y yacía abierto sobre la alfombra. A pesar de ser un día caluroso,
tenía frío, síntoma de lo mal que se sentía.
Cuando llegó al vestíbulo, Beatrice ya bajaba por la escalera. Tenía cara de dormida y llevaba el
pelo desgreñado.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué no me ha despertado nadie? ¡Son casi las doce!
—He vuelto a quedarme dormida —admitió Franca—. Me parece que se nos fue la mano con la
sangría.
—Me temo que sí. —Beatrice se ajustó el cinturón del albornoz y miró irritada en dirección a la
puerta—. ¡Por el amor de Dios! ¡Quién golpea así la puerta! —Trató de arreglarse un poco el pelo
frente al espejo—. ¿Podría abrir, Franca?
Franca fue a la puerta y abrió. Delante de ella estaba Michael.
—¡Ya era hora! —exclamó, rabioso—. ¡Pensaba que no había nadie!
—¡Michael! —dijo Franca, que lo miraba como una estatua.
A su lado tenía una pequeña maleta, que levantó de inmediato.
—¿Puedo entrar? Ya hace rato que espero aquí.
Ella dio un paso atrás.
—Sí. Claro.
Michael entró y fue como si de golpe se apagara la luz del día. Franca sintió que su cuerpo
tiritaba, y volvió a notar el mismo nudo en la garganta que la había perseguido durante los últimos
años. Le costaba respirar, el pecho parecía que se le hinchaba y hundía con mayor dificultad. Un
miedo difuso la invadió. Un miedo que ya no correspondía a su edad, a una mujer adulta. Era un
miedo típico de niña que a sus años ya no debía sentir. Pero la asaltó tan de repente que no pudo
defenderse.
—Buenos días —dijo Michael al ver a Beatrice—. Soy Michael Palmer.
—Beatrice Shaye —dijo Beatrice amablemente. Algo molesta, se volvió hacia Franca y agregó
—: No dijo que esperaba a su marido.
—No me esperaba —explicó Michael—, he decidido venir repentinamente.
—Ya veo —dijo Beatrice. Franca tenía la sensación de que la tensión que se había apoderado de
ella no la abandonaría.
—Franca, acompañe a su marido a la sala de estar. Tome lo que le plazca de la cocina: café, té,
agua, lo que sea. Estaré arriba por si me necesita.
Franca sintió el deseo pueril de rogarle que no se fuera, pero por supuesto no lo hizo. En cambio,
atinó a decir:
—Kevin ha estado aquí, Beatrice. Nos ha invitado a cenar esta noche en su casa, a usted, a
Helene y a mí. A las siete de la tarde.
—Es asombrosa la afluencia de visitantes de esta mañana —dijo Beatrice—. ¿Está segura de que
era Kevin? Porque él no suele hacer esas invitaciones entre semana.
—Es que ha pensado que como Helene… —continuó Franca, pero un carraspeo impaciente de
Michael la interrumpió—. En todo caso, era Kevin —aclaró sin que hiciera falta, pues naturalmente
Beatrice no lo había puesto en ningún momento en duda.
—¿Tiene otra habitación para alquilar por una noche? —preguntó Michael—. Porque si no tendré
que buscar un hotel.
—La habitación que ocupa su mujer es la única que alquilamos —explicó Beatrice.
—Bueno, de momento puedes dejar aquí la maleta —dijo apresuradamente Franca—. Ven, te
acompaño.
—Podíamos ir a comer por ahí —dijo Michael, mientras la seguía escaleras arriba—. Lo que
tenemos que conversar es mejor que no lo hagamos aquí, ¿no crees?
—No… como quieras… podemos ir en coche a algún sitio…
Michael dejó su equipaje en la habitación de Franca. La maleta, a pesar de su pequeño tamaño,
parecía una intrusa negra y abultada. Luego fue el baño para «refrescarse». Franca se secó las palmas
húmedas de las manos en los vaqueros y se miró con inquietud en el espejo del pasillo. ¿Tenía
manchas la camiseta? ¿Estaban arrugados los pantalones? ¿Por qué no se había lavado la cabeza esa
mañana? Se trenzó el pelo y se dio unas palmadas en las mejillas para recobrar un poco de color,
pero no había remedio; se sentía poco atractiva y sosa. Recordó fugazmente que durante las últimas
dos semanas había estado contenta con su apariencia, y que sólo la llegada de Michael había hecho
que se sintiera insegura.
«Ni siquiera ha abierto la boca —pensó—, pero no han pasado ni cinco minutos y ya estoy hecha
un manojo de nervios.»
—¿Por qué no toma un trago? —oyó que le decía una voz junto a ella. Beatrice se dirigía a su
dormitorio, pero a mitad de camino cambió de idea—. Y recuerde que usted es fuerte. No se ponga a
temblar como un conejo asustado. No tiene por qué.
Franca suspiró.
—¿Se me nota mucho?
—Desde hace unos minutos, es usted una mujer totalmente diferente —dijo Beatrice—. Y, a decir
verdad, la mujer que yo conocía me gustaba mucho más. En mi opinión, ésa era la verdadera Franca.
La que ahora tengo delante es una criatura que adopta el papel de niña asustada para contentar al
papá enfadado.
—No sé qué me pasa. Es como si…
—Enséñele los dientes —dijo Beatrice— y deje ya de hacerse trenzas. Ha sido él quien se ha
presentado aquí de improviso. No esperará que salga usted a recibirlo arreglada como una reina.
Franca no pudo por menos que reírse.
—Ciertamente no se puede decir que esté arreglada como una reina. Dios mío, estoy temblando.
Creo que sí necesito una copa. Esta mañana, Kevin también me ha pedido una. ¿Qué es lo que nos
pasa?
—Parece que hay cierto nerviosismo —dijo Beatrice—. Algo en el aire. No sé qué, pero no me
gusta. Parece que se hubieran acumulado una cantidad de emociones. —Luego respiró hondo—. Por
cierto, no sé si llamar a Alan.
—¿Por qué no? Es uno de mayo. Puede desearle un buen verano.
—Esta tarde, quizá —dijo Beatrice—, a ver si me siento con más valor.
Franca bajó la escalera, cogió por segunda vez esa mañana la botella de coñac, se sirvió y vació
la copa de un trago. La bebida le quemó la garganta como un fuego, pero le sentó bien. La tensión se
disipó un poco. Bebió otra copa y respiró aún más relajada.
«No tiene por qué convertirse en un hábito —pensó—, pero de vez en cuando viene bien.»
—¿Bebiendo a mediodía? —dijo una voz distante a sus espaldas—. Me asombra.
Se volvió. Michael había entrado en la sala de estar y hacía un gesto de desaprobación. Tenía esa
mirada fulminante que tan bien conocía y que temía desde el principio de su relación. El efecto del
alcohol se desvaneció bajo su mirada con la misma rapidez con que había surgido. Sin que pudiera
hacer nada por evitarlo, aparecía de nuevo la niña pequeña. ¿Cómo había dicho Beatrice?
«¡Enséñele los dientes!»
Quería enseñarle los dientes. No quería ser esa niña pequeña por nada del mundo. Quería ser una
mujer fuerte y madura.
Pero no lo consiguió.
—Necesitaba beber algo —dijo en voz baja.
Michael le quitó la botella de la mano y volvió a colocarla enérgicamente en el estante.
—Mejor que no empieces con esto. Por cierto, he echado una ojeada a tu habitación. ¡Me
pregunto cómo has podido escoger un alojamiento tan espartano! ¡Yo no lo soportaría ni una noche!
—¿Cómo has hecho para encontrarme? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—Sabía el nombre de tu anfitriona. Beatrice Shaye. Y esta isla es como un pueblo. En el
aeropuerto de St. Martin he preguntado por ella y todos la conocían. Luego he alquilado un coche y
he venido hasta aquí.
Ella asintió con la cabeza. No le había costado mucho encontrarla.
—¿Y por qué has venido? —preguntó.
Él puso cara de impaciencia.
—¿Tenemos que discutirlo aquí? Tengo hambre y quiero ir a un sitio agradable donde podamos
hablar. ¿Sería posible?
—Sí, es posible —dijo Franca y cogió las llaves del coche, que estaban encima de la mesa del
comedor. Pero Michael meneó la cabeza de un lado a otro.
—Conduzco yo —dijo.
En realidad no tenía importancia quién conducía, pero a Franca le pareció que el asunto era de
algún modo importante.
—No —insistió ella—, conduzco yo.
Algo en su tono de voz debió de sorprender a Michael, porque la miró con cierto asombro y
asintió.
—Por mí, de acuerdo. Conduce tú.

Estaban en la galería del hotel Chalet, con vistas a Fermain Bay. Los exuberantes jardines del hotel
cubrían la ladera de la colina que bajaba hacia el mar. El sol de mayo brillaba y había que buscar
refugio bajo las sombrillas. Sobre el mar se veían algunas nubes; al mediodía el aire no era tan
cristalino como por la mañana, sino más bien calinoso. Se levantó una suave brisa impregnada de sal
que remontó la colina.
—Hace tanto calor como en pleno verano —dijo Franca.
Michael removía el café. Habían tomado quiche y ensalada, bebieron una cerveza de Guernsey y
llegaban al café sin haber dicho más que banalidades. Michael le contó los problemas que tenía en el
laboratorio, y que además se le había ido su mejor empleado, lo cual había significado un duro golpe
para él. Franca le habló de sus paseos por la isla y le dijo que el 1 de mayo de hacía cincuenta y
cinco años, Erich Feldman se había suicidado. Michael no parecía interesado en lo más mínimo, pero
al menos la escuchaba en silencio.
«No escucha ni una palabra de lo que digo —pensó Franca—, pero tampoco ha venido hasta aquí
ni por Helene ni por Erich.»
Había vuelto a recuperar un poco la confianza en sí misma. Michael alabó la elección del
restaurante, y eso ya era más de lo que la había elogiado en los últimos cinco años.
—Bueno —dijo él de pronto—, creo que deberíamos hablar en serio, ¿no crees? Te vas de casa
de la noche a la mañana y te niegas a dar una explicación sobre tu comportamiento o a decir algo
sobre lo que piensas hacer. Por teléfono, en todo caso, te ha sido imposible contar nada. Por eso he
venido.
Parecía ofendido. Naturalmente tomaba como una impertinencia haber tenido que hacer el largo
viaje para verla.
«¿Qué le habrá contado a su amante? —se preguntó Franca—. A ella no debe de hacerle gracia
que vaya detrás de su esposa.»
—Yo te he dicho por teléfono que eres tú quien debe tomar una decisión —dijo Franca—, tú
tienes una aventura. O una relación seria, no lo sé. En algún momento tendrás que averiguar qué
quieres hacer con tu vida.
Él removía el café con aire más nervioso. El tema no le agradaba, pero se daba cuenta de que ya
no podía eludirlo.
—De esta aventura, como tú la llamas —dijo—, no eres completamente inocente. Ya te lo he
dicho.
—Por supuesto —dijo Franca—, es imposible que asumas toda la responsabilidad.
—Es imposible porque no es justo. Con tu actitud, no me quedaba más alternativa que… —Se
detuvo, buscando una manera de articular su idea.
—… que meterte en la cama con otra mujer —continuó Franca—. Eso es lo que quieres decir,
¿no?
—No puedes reducirlo a eso —replicó Michael—. Yo no buscaba una relación sexual. Buscaba
otra cosa, una mujer con la que pudiera hacer algo. Ir al cine, al teatro, a la ópera. Con quien pudiera
ir a visitar amigos e invitarlos a casa. Alguien que tuviera confianza en sí misma y energía, y fuera
capaz de darme algo de la suya cuando yo no la tuviera. Lisa y llanamente, Franca, quería vivir. ¿Es
tan difícil de entender?
«Él tampoco lo ha tenido fácil —pensó Franca—, desde luego que no. Una mujer que se pasa el
día llorando, que es tan neurótica que hasta le dan ataques de pánico cuando está con gente… Eso
también le ha complicado la vida.»
—Puedo entenderlo —dijo ella—. Cualquiera lo entendería. Pero olvidas una parte importante
de la verdad. Yo no puedo echarte toda la culpa, Michael, pero desde el día en que nos conocimos te
has comportado de un modo que ha hecho que yo me sienta insegura. Yo nunca hacía nada bien.
Nunca me has aceptado como soy. Siempre tenías algo que censurarme. ¿No crees que así se mina la
confianza que cualquier persona pueda tener en sí misma, hasta hacerla cada vez más pequeña y
atrofiarla del todo?
—¡Ahora acúsame también de tus dudas y tus neurosis! —dijo Michael, indignado—. Eso es
consecuencia de tu fracaso en la escuela.
Franca se encogió de hombros. Ella sabía que había fracasado como profesora, pero otra cosa
era oírselo decir a él.
«Eso es precisamente lo que me ha destruido —pensó con cansancio—. ¿Por qué no es capaz de
mirarlo desde otro punto de vista, de decirlo de forma menos hiriente? ¿Por qué tiene que hacérmelo
siempre más complicado, en vez de más sencillo?»
—He fracasado, es cierto —dijo. Hablaba con voz muy tranquila. Se le ocurrió que quizá había
sido un error tratar siempre de «mantener la calma». No gritar, no mostrar rabia, ni miedo, ni dolor.
A lo mejor ni se da cuenta del daño que me hace—. Pero ¿has pensado alguna vez que ese fracaso
quizá se deba también a un hombre que siempre ha estado diciéndome que esa profesión no era para
mí, que todo el tiempo me daba a entender que yo era demasiado débil e insegura? La primera vez
que me vi delante de unos alumnos ya estaba convencida, aun antes de abrir la boca, de que todo
saldría mal.
—¡Ah, ahora la señora simplifica las cosas! ¿Quieres decir que todo habría ido
maravillosamente si yo no hubiera expresado mi opinión con las mejores intenciones?
Ella no quería decir eso, y él lo sabía. Las conversaciones de los últimos años habían fracasado
con demasiada frecuencia debido a que él tergiversaba los hechos y los malinterpretaba adrede. Y
así siempre acababan en que ella tenía que emplear una energía enorme para defenderse de sus
malentendidos, en vez de concentrarse en el tema en cuestión. Al final, ella sólo atinaba a justificarse
y se fatigaba cada vez más.
—No es que piense que todo habría salido bien si tú no hubieras influido en mí —dijo—, pero
quizá me habría ido un poco mejor. Habría ido con otra disposición si de vez en cuando me hubieras
alentado. Pero —y al alzar la voz, ahogó la protesta que había cobrado forma en su interior— ya no
tiene importancia. Podríamos pasar horas, días y semanas acusándonos de lo que hemos hecho mal.
No serviría de nada. Tenemos que pensar en lo que sucederá a partir de ahora.
—Nuestro futuro depende de nuestro pasado —insistió Michael—. Si estamos donde estamos, es
por los errores que hemos cometido en el pasado.
«Menos mal que dice “hemos” cometido», pensó Franca.
Hizo una pausa. Se quedaron oyendo el rumor del viento en las ramas y los gritos de las gaviotas.
Después, una mujer en la mesa de al lado se rio, y de pronto retomaron las conversaciones en todas
las mesas y el aire volvió a silbar con las diferentes voces.
—He cogido un avión y he venido hasta aquí para hablar contigo —dijo por fin Michael—, eso
debería mostrarte el valor que le doy a nuestra relación.
Franca no reaccionó. Lo miraba, expectante.
—Si fueras capaz de cambiar —continuó—, si de verdad lo intentaras… La relación con la otra
no me importa realmente. Estaría dispuesto a acabarla.
Franca empezó a sentir unas suaves punzadas en la sien. Un dolor que casi no era dolor, sino que
se parecía más a una molestia desagradable.
«Si fueras capaz de cambiar, si de verdad lo intentaras… Pero no funcionará —pensó, asumiendo
con una frialdad y una objetividad asombrosas que su matrimonio estaba en ruinas—: No resultará.
No tiene sentido. Sería una pérdida de tiempo.»
—Ah, Michael —dijo resignada. Ni siquiera le dolía. El final era demasiado obvio para que
doliera. Había llegado con años de retraso, era cierto, pero no cabía duda de que tarde o temprano
tenía que llegar.
—¿Qué quieres decir con eso de «ah, Michael»? —preguntó en tono agresivo—. ¿No se te ocurre
otra cosa que decir? Acabo de hacerte una oferta. Te he presentado una propuesta. ¡Y lo único que se
ocurre decir es «ah, Michael»!
Las punzadas en las sienes se intensificaron. Comenzaron a retumbarle. Unos latidos que la
separaban del mundo exterior: de las voces de los otros comensales, del ruido de los platos, de los
gritos de las gaviotas. Y también del olor de la comida y de la sal que transportaba el viento. Incluso
de los colores de las flores, del mar y del cielo.
«Ojalá tenga las pastillas —pensó—, no he mirado si las llevaba en el bolso al salir de casa.»
—Michael, quiero el divorcio —dijo.

Maia apareció en la sala de estar sobre la una del mediodía, soñolienta y con resaca. Tenía la cara
pálida y sus ojos eran dos ranuras. Aparentaba más años y no se la veía guapa, ni sexy ni atractiva.
«Está muy desmejorada», pensó Alan.
Llevaba una camiseta blanca, demasiado grande para ella, con la imagen desvaída de un oso de
peluche en el pecho. Andaba descalza y con las piernas al aire. Se desplomó en una silla y entre
gemidos se llevó las manos a la cabeza.
—¡Madre mía, qué mal me siento! —murmuró.
—¿Quieres comer o beber algo? —le preguntó Alan mientras apartaba el periódico a un lado.
Se asombró de la normalidad y la indiferencia de su voz. Sentía algo que vibraba despacio en él,
un nervio tenso e irritado. Le irritaba el descaro con que ella mostraba que había trasnochado y
bebido alcohol en exceso. Ni siquiera se molestaba en poner la excusa de que se le había hecho tarde
en una tertulia de señoras del asilo de ancianos.
«¿Qué soy yo para ella? —se preguntó—. ¿Un cualquiera con el que ni siquiera hace falta fingir
un poco de respeto?»
—No, de comer, nada —dijo ella con voz quejosa—, lo vomitaría enseguida. ¿Puedo tomar una
taza de té?
—El té está frío —dijo Alan.
—Hazme otro —murmuró ella.
La vibración aumentó.
—Háztelo tú —dijo Alan.
Con esa respuesta él adoptaba la misma actitud que ella. Maia levantó la vista, sorprendida, y
abrió un poco los ojos, que todavía estaban hinchados.
—¿Cómo? —preguntó.
—Que te lo hagas tú misma —repitió Alan—. He estado esperándote con el desayuno listo desde
esta mañana. Como este fin de semana no nos hemos visto, he suspendido todas las reuniones de
trabajo que tenía para hoy y no he ido al despacho. Y tú vas y te levantas de la cama a mediodía, y
encima pretendes que pegue un salto y te lo prepare todo por segunda vez.
—¡Todo! ¡Lo único que pido es una taza de té!
—Sabes perfectamente dónde está la cocina y dónde se guarda el té —dijo Alan con calma—.
Nadie te impide que te sirvas lo que quieras.
Lo miró sin dar crédito a sus ojos; se levantó abruptamente, cogió una botella de coñac del
aparador, se sirvió en la copa que tenía junto al plato y que en realidad era para el zumo de naranja,
y se la bebió de un trago.
—¡Está bien —dijo—, entonces me beberé esto! Como puedo servirme lo que quiera, no tendrás
nada que objetar…
—En absoluto —respondió Alan—. Aunque no creo que te siente muy bien. Ahora mismo
aparentas diez años más de los que tienes. Y el coñac no te rejuvenecerá.
Con aire desafiante volvió a servirse y apuró la copa por segunda vez.
—¿Sabes una cosa? —dijo enfadada—. Es bastante ridículo oírte precisamente a ti decir eso.
¿Quién de los dos aquí es el alcohólico? Quizá ahora parezca más vieja de lo que soy, ¿y qué?
Mañana por la mañana, como mucho, estaré bien. Yo me recupero fácilmente de una noche de juerga.
Al contrario que tú. Tienes cuarenta y tres años y aparentas más de cincuenta, y ya no cambiarás.
Hagas lo que hagas. Tú no te regenerarás nunca.
Cada una de sus palabras era como una estocada. Tuvo que esforzarse para no perder los
estribos. Lo peor era que tenía razón. No derramaba el veneno a tontas y a locas, no se limitaba a
herirlo de cualquier forma. Todo lo que decía era cierto.
—Eso no implica que debas imitarme, ¿no? —dijo por decir algo; fue lo único que se le ocurrió.
Maia sonrió. Seguía sintiéndose fatal, pero ahora al menos estaba despierta. Y dispuesta para el
combate. Y aunque Alan no estuviera dispuesto a presentar pelea, temía a Maia cuando se ponía en
guardia.
—No te imitaré, no te preocupes —dijo—. Nunca seré como tú. Soy mucho más fuerte. Sé
cuándo hay que pisar el freno.
—Todo el mundo cree que lo sabe. Pero después se pasan de rosca.
Ella se encogió de hombros.
—Me da lo mismo lo que pienses. Eres tan moralista como una vieja. ¿Vas a hacerme el té?
—No —dijo Alan.
Ella se volvió a sentar y lo miró a los ojos.
—Está bien, Alan, ¿qué pasa? Tienes cara de institutriz, estás insoportable. ¿Por qué estás de tan
mal humor?
Y él renunció a la estrategia del recato, de los guantes de seda y las indirectas civilizadas.
—¿Dónde estuviste anoche? —le preguntó sin rodeos.
—Con Edith —contestó tan tranquila.
—¿Hasta las dos y media de la madrugada? No creo que los horarios de visita del asilo sean tan
permisivos. El sábado ya volviste bastante tarde, pero para lo de anoche me parece que deberías
buscar una buena explicación.
—Claro que no estuve con Edith hasta tan tarde.
—Ah. Al menos admites eso. ¿Y dónde estuviste entonces?
Ella lanzó un gemido suave y teatral.
—¿Te das cuenta de lo horrible que resultas? ¿Te das cuenta de lo poco atractivo que eres
cuando te pones así? ¿Te das cuenta del asco que me da cuando me interrogas de esta manera?
—Si no te importa, seguiremos de todos modos con el interrogatorio. Quiero saber dónde has
estado.
—¿Con qué derecho quieres saberlo?
—Vives en mi casa. Vives de mi dinero. A petición tuya intentamos buscar una manera de
relacionarnos. Y creo que eso debería implicar cierto grado de sinceridad. —Seguía escuchándose a
sí mismo con asombro. Hablaba con mucha tranquilidad, argumentaba objetivamente y sopesaba las
palabras antes de pronunciarlas.
«Así no, así no», le dijo una voz interior: «Estás dando explicaciones, estás justificándote.
¡Grítale! ¡Pierde el control! ¡Trata a esa frívola como hace años deberías haber hecho! Este tipo de
mujeres es el único idioma que entienden.»
El problema era que él no dominaba ese idioma. Lo conocía, pero no sabía cómo aplicarlo.
Como abogado era capaz de usar todos los registros de la amenaza sutil e incluso abierta, pero esto
era otra cosa: en su trabajo se ponía una armadura que volvía a quitarse en su vida privada.
—Espero una respuesta —dijo—. ¿Dónde has estado?
—¡Por el amor de Dios, deja ya de atosigarme!… Está bien, te lo diré. Dejé a Edith sobre las
siete. Pero me equivoqué de autobús, y cuando me di cuenta estaba en el culo del mundo. Me bajé y
tuve que esperar en un pueblo de mala muerte a que viniera otro que me llevara de vuelta al asilo. Y
allí a esperar de nuevo a otro que me trajera a Londres, y así… —Respiró profundamente y lo miró
con aire acusador—. Ha sido una noche horrible. Me he muerto de frío y de miedo. ¡Y ahora encima
tengo que aguantar que me regañes!
—Hay tres cosas que no acaban de convencerme —dijo Alan—. En primer lugar, cómo has
podido equivocarte de autobús después de haber hecho el mismo trayecto cuatro veces en una
semana. En segundo lugar, cómo no se te ha ocurrido telefonearme para avisarme de que llegarías
tarde o para pedirme que fuera a recogerte en coche, lo cual, como bien sabes, habría hecho con
gusto. Y por último, cómo es que has bebido tanto alcohol en tu odisea que hoy ni siquiera puedes
abrir los ojos.
—Es que no había un teléfono por ningún lado —dijo Maia—. ¡El asilo está en pleno campo!
Aquello es un páramo. ¿Querías que me rompiera los tacones buscando un teléfono?
—¿Y no llevabas el móvil?
—Me olvidé de cogerlo. —Mentía, y él lo sabía, pero como no podía probarlo renunció a insistir
sobre ese asunto.
—Vale —asintió él—. Quedan pendientes las cuestiones del autobús equivocado y el alcohol.
—¿Acaso nunca has cogido un autobús o un tren equivocado? ¿Nunca te has extraviado?
¿Nunca…?
—¡Vale, de acuerdo, está bien! —la interrumpió Alan—. Todo ha sido un cúmulo de
casualidades. ¿Y qué hay —dijo acercándose a ella, mientras la miraba de modo enérgico— del
alcohol? ¿Cuándo en tu vida has chupado tanto como anoche? Pareces un cadáver andante.
Estaba acorralada y reaccionó como de costumbre: se transformó en un abrir y cerrar de ojos en
una gata irritada.
—¡Eres de lo peor, Alan Shaye! —dijo bufando—. ¡Un verdadero malvado! Sacas a relucir al
abogado que hay en ti, me interrogas, me humillas, me acusas de cosas. Pero no te saldrás con la tuya.
Sencillamente no responderé a tus preguntas. ¡No tienes derecho a presionarme así! No tienes ningún
derecho a insistir. ¡Yo bebo lo que quiero! ¡Y con quien quiero!
Alan abandonó el juego. Era el momento justo. Conocía perfectamente los síntomas que
presentaban los acusados antes de derrumbarse y confesar. Maia se encontraba en ese punto.
—Acabemos de una vez —dijo él—. Los dos sabemos muy bien lo que pasa, así que dejemos de
jugar al ratón y al gato. Si es verdad que ayer estuviste con Edith, cosa que no creo, te fuiste del asilo
pronto, luego te encontraste con un tío, os fuisteis de copas y en algún momento supongo que te
acostaste con él. ¿No es así?
Sus cálculos salieron bien. Ella estaba con la espalda contra la pared y no tenía por qué seguir
fingiendo. Ya no quería defenderse, quería contraatacar.
—Sí —dijo con firmeza—, lo has adivinado, Alan. Me he acostado con otro hombre. ¡Sí, señor,
y ha sido infinitamente mejor que contigo!
Él ya sabía que lo engañaba, pero aun así le dolió. Le dolió tanto que por un instante se le cortó
la respiración. Oyó como a la distancia una voz lejana que decía:
—¿Y qué haces aquí todavía?
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con «qué haces aquí todavía»?
—Hay otro hombre en tu vida y es fantástico en la cama. Me pregunto entonces qué buscas aquí
todavía.
Ella se rio, pero su risa sonaba insegura.
—¡Por Dios, Alan, la historia con Frank no es nada serio! Como me paso los días sola, he ido a
buscar consuelo. ¡Eso es todo!
—¿Frank opina lo mismo?
Ella se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que sepa lo que opina Frank?
—Tenéis bastante intimidad. ¡Podría ser que de vez en cuando hablarais sobre vosotros y lo que
sentís!
Ella jugueteaba nerviosamente con las manos. Se veía que estaba enfadada. No quería renunciar a
Frank. Deseaba retirar lo dicho, deseaba no haber caído tan rápidamente en la trampa que le había
tendido Alan. Y él advirtió que lo único que ahora le importaba a ella era minimizar su encuentro con
Frank.
—Frank realmente no es importante. Es un chico simpático, está bien. Pero no es un hombre para
mí, ¿entiendes? De no haberme sentido tan sola, nunca habría pasado nada con él.
Cada vez era mayor su perplejidad por el descaro con que mentía para salir de los apuros.
—Ah —dijo él—, ¿debo entender que también en el futuro, cada vez que te sientas sola o te
aburras, te creerás con el derecho a tener aventuras fugaces con otros hombres? ¿Para matar el
tiempo? Otros hacen cursos de idiomas, o van al gimnasio. Tú, sin embargo, te acuestas con un
hombre. Y para ti es más o menos lo mismo.
—Si tú lo dices…
—Creo que lo digo tal como es. Todo lo demás es no querer verlo. —Hizo una breve pausa. El
dolor lo embargaba. No era sólo el dolor por lo que había ocurrido, sino la convicción de que debía
poner fin a su relación con Maia, si es que quería conservar una pizca de amor propio. Habían
tocado fondo. Si esta vez lo pasaba por alto, nunca sería capaz de mirarse al espejo.
—Te dije que quería casarme contigo —continuó él—, y tú crees que como señora Shaye podrías
seguir haciendo la misma vida que ahora, ¿no es así?
—¡Yo qué sé! Alan, de veras, ¿quieres que me comprometa ahora por los siglos de los siglos?
¿Quieres saber qué haré en cada situación y cómo y cuándo? ¡Ninguno de nosotros puede decir lo que
pasará! Nadie sabe…
—¡Ya basta de lugares comunes, Maia! —«¡Despídete de una vez de esta mujer, Alan!»—. ¡Ya
basta de andarse por las ramas! Los dos sabemos qué pasa. No eres capaz de ser fiel. Aunque lo
quisieras con todas tus fuerzas, no podrías. No podrías aunque en ello te fuera la vida. Así estás
hecha, y es probable que ni siquiera pueda culparte por ello.
La contempló. Por espantoso que fuera su aspecto en ese momento, no podía evitar sentir ternura
hacia ella. «Necesitaré mucho tiempo», pensó, y el miedo lo asaltó al imaginar las largas horas y los
días de soledad y tristeza que le llevaría arrancarla de su corazón.
«Pasará mucho tiempo antes de que pueda olvidarme de ella, y quizá nunca lo consiga.»
—Yo no puedo aceptar esa manera de ser —continuó—, lo he intentado durante casi cinco años.
Tenía la esperanza de que cambiaras, o de que yo encontrara un modo de soportar tu manera de ser.
Pero no ha funcionado, y es probable que haya sido una tontería por mi parte creer que alguna vez
funcionaría. Me habría ahorrado mucho tiempo y esfuerzo si hubiera reconocido a tiempo lo inútil
que era mi esperanza.
Vio una expresión de inquietud en los ojos de Maia, pues se estaba dando cuenta de que algo era
diferente de lo habitual. Más de una vez le había hablado así, y ella lo había escuchado y él había
visto que no lo tomaba en serio ni por un instante.
Pero entonces, en cambio, ella estaba nerviosa, aunque eso a él no le procuraba sensación de
triunfo.
—Alan, deberíamos… —empezó a decir ella, pero por enésima vez volvió a interrumpirla.
—Ya no deberíamos nada, Maia. Lo único que deberíamos hacer es separarnos. Es lo único justo
y sensato que podemos hacer.
Ella se apoyó en la mesa, quiso cogerle la mano, pero él la retiró y evitó todo contacto.
Maia entrecerró los ojos.
—¿Lo dices en serio?
Alan le devolvió la mirada. Sabía que en su expresión había muchos signos de dolor, pero
también una gran determinación.
—Lo digo en serio, sí. Y no quiero darle largas. Cuando acabes el desayuno, quiero que hagas tus
maletas y te largues de mi casa.
—¿Adónde quieres que vaya?
—Con Frank.
—¿Con Frank? ¡Frank vive en un cuartucho! ¡Allí no hay sitio para otra persona!
—Obviamente ha habido bastante sitio para verte con él y meterte en su cama. Creo que te las
arreglarás. No te pasará nada por vivir en un «cuartucho». No será el fin del mundo. Ya verás.
Maia empezó a hundir las uñas en la servilleta de papel que había junto al plato hasta hacerla
pedazos.
—¡Dios mío, Alan —dijo en voz baja—, no tienes idea de lo contenta que me voy! ¡Lo harta que
estoy de ti! ¡Eres aburrido y aburguesado y encima pareces un viejo alcohólico! —Se puso en pie
muy despacio, mientras seguía lanzando dardos envenenados—. Así es, Alan, es necesario que
alguien te lo diga, ya ni siquiera eres apuesto. Hubo una época en que lo fuiste, pero el alcohol se ha
llevado tu belleza. ¡Cómo he podido ser tan estúpida para pasar ni un solo día contigo! ¡Ni una sola
noche! —Bajó aún más la voz, que se hizo más maligna todavía—. ¡En la cama, Alan, eres un cero a
la izquierda! He desperdiciado cada segundo contigo. Pero una cosa te digo… —se inclinó hacia
delante, con furia en la mirada—, ¡me pedirás a gritos que regrese! ¡Te pondrás de rodillas para que
vuelva! Porque no encontrarás a nadie. ¡A nadie! Estarás tan solo y abandonado, que lo único que
podrás hacer será beber para ahogar las penas. Te sentirás tan mal que vendrás a mí castañeteando
los dientes. ¡Me das lástima, Alan!
Arrojó la servilleta hecha trizas y salió de la habitación.
10
Aunque la tarde era serena y el viento soplaba con suavidad, las olas rompían violentamente contra
el acantilado, subían hasta los peñascos más altos y arrojaban espuma blanca sobre las rocas; luego
se retiraban rápidamente y un momento después volvían a lanzarse con furia contra todo aquello que
se interponía en su camino. Allí abajo, en el fragor de la rompiente, habría sido imposible oír la
propia voz. Sin embargo, arriba, el rumor llegaba muy amortiguado, apenas un murmullo no más
fuerte que una brisa que roza al pasar las hojas de un árbol.
El sol era una perfecta bola de fuego en el horizonte, sobre la superficie del agua; dibujaba una
avenida cobriza sobre las olas y bañaba los peñascos y la hierba escasa y amarronada de las alturas
con una luz de una belleza extraordinaria que inundaba también las nubes que cruzaban el cielo.
Era el sitio de la isla que más le gustaba a Beatrice. Allí, en Pleinmont Point, al suroeste de
Guernsey, podía permanecer sentada durante horas contemplando el agua o caminar mientras el
viento le arremolinaba el cabello. Adoraba la costa salvaje y la bravura del mar. Adoraba la soledad
que irradiaba aquel lugar. De alguna manera, Pleinmont Point le parecía un vivo retrato de sí misma:
áspero, frío, abrupto. Pleinmont nunca encontraba la calma, sino que se revolvía constantemente en sí
mismo. Allí no crecían flores ni palmeras, y no había otros colores que el marrón grisáceo de las
piedras y el verde mustio de la hierba. Las torres de piedra de la antigua fortificación alemana se
elevaban feas y frías hacia el cielo. La obstinación y la firmeza se unían allí a una melancolía y una
belleza que pocos eran capaces de percibir.
«En cualquier caso —pensó Beatrice—, yo siento que éste es mi lugar.»
Estaba en el coche, había aparcado en una calle polvorienta a diez minutos de Pleinmont Tower.
Fumaba un cigarrillo y miraba fijamente el mar. Por la radio se oía una música muy baja.
Hacía casi una hora que estaba allí, y durante todo ese tiempo habían pasado sólo dos personas.
A pesar de la magnífica puesta de sol, daba la impresión de que los muchos turistas de la isla no se
sentían atraídos por ese sitio. Beatrice supuso que la mayoría estaría cenando —eran poco más de
las ocho y media—, o en las playas del sur y el este de la isla, haciendo fogatas o dejándose llevar
por la fantasía en los senderos que bordeaban el acantilado. Mejor así. Prefería que nadie la
molestara.
Había dejado a Helene en casa de Kevin y se había disculpado por no quedarse.
—Lo siento, Kevin. Sé que no es muy amable avisar con tan poca anticipación, pero no puedo
comer nada. Me es imposible. Yo… —Le suplicaba con la mirada, con la esperanza de que la
entendiera—. Por favor, no te enfades conmigo. Necesito estar sola.
—Ha hablado por teléfono con Alan —intervino Helene, al tiempo que alzaba las cejas con aire
sugerente—, y ha vuelto a ser… desagradable.
—Lo siento —dijo Kevin. Estaba increíblemente pálido. A Beatrice no se le escapó que las
manos le temblaban ligeramente—. ¿Ha vuelto a…?
Ella asintió con la cabeza. Y luego permaneció en silencio.
—Santo cielo —dijo Kevin—, lo siento mucho. —Se pasó ambas manos por el pelo. Lo tenía
revuelto, algo muy poco habitual en él, que siempre cuidaba tanto de su aspecto.
—¿Dónde está Franca? —preguntó—. ¿Viene más tarde?
—Kevin, lo siento, pero Franca tampoco vendrá —dijo Beatrice. Se mordió los labios. Franca le
había pedido esa misma tarde que, por favor, avisara a Kevin de que no iría, pero con la llamada de
Alan se había olvidado por completo.
«Qué mal estamos portándonos con él; Kevin ha cocinado para nosotras tres, y ahora no viene
más que una», pensó.
—El marido de Franca ha aparecido sin previo aviso —explicó Helene—, y al parecer tienen
que discutir un par de cosas de extrema importancia. Así que esta noche tiene que estar con él.
La palidez de Kevin era preocupante.
—Entonces cenamos solos —le dijo a Helene—. Madre mía, yo pensaba… He preparado
cantidad de cena y…
—Lo siento muchísimo —repitió Beatrice—, hoy parece que no es un buen día para ninguno de
nosotros.
—Para mí sí —sonrió Helene. Llevaba un vestido de seda azul. La falda, de tul, recordaba a las
enaguas de los años cincuenta. A Beatrice le parecía ridícula, pero ella estaba encantada—. Me hace
muchísima ilusión pasar la velada contigo, Kevin —continuó—, nos lo pasaremos en grande, ¿no es
así? Estar en tu casa siempre es agradable. Y la cena, como de costumbre, parece deliciosa.
Kevin acompañó a Beatrice al coche y volvió a preguntarle si no quería quedarse, pero ella se
negó bruscamente, de lo cual se arrepintió enseguida porque era ella y no él quien estaba siendo
descortés. La asombró que insistiera tanto en que se quedara, pues generalmente prefería cenar a
solas con Helene para poder sablearla sin ser molestado.
«No es asunto mío —decidió por fin—, no es momento de pensar en Kevin. Bastante tengo con
mis problemas.»
Apagó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero del vehículo, abrió la puerta y bajó. Necesitaba
tomar un poco de aire fresco y estirar las piernas. El viento era frío a esa hora y se le colaba por la
chaqueta. Dio unos pasos por el sendero, luego giró hacia la izquierda y siguió hacia las grandes
moles de roca. Allí no había caminos, el suelo era pedregoso e irregular, pero ante ella sólo tenía el
mar y a su alrededor estaban los acantilados, los prados y la soledad. La sensación de libertad que
tenía cada vez que iba a ese sitio volvió a rozarla, pero sus preocupaciones le pesaban demasiado
para entregarse al momento y dejarse llevar.
Se había pasado toda la mañana pensando si debía llamar o no a Alan, pero una voz interior le
advertía de que no lo hiciera. Habló con Franca y ésta no encontró nada extraño en que quisiera
llamar a su hijo. Hasta que por fin se dijo: ¿cuál es el problema? Quiero hablar con mi hijo, quiero
preguntarle cómo está. Es lo más natural del mundo.
Lo llamó a las cuatro de la tarde al despacho y le dijeron que había cancelado todas sus citas
para ese día y que estaba en casa. Profundamente preocupada, lo llamó a casa y pasó una eternidad
antes de que atendiera. Cuando estaba a punto de colgar, en el último momento, Alan cogió el
teléfono. Al principio no reconoció su voz, pero, cuando por fin lo hizo, se quedó helada.
Incluso en ese momento, paseando por esos prados agrestes bañados por la luz dorada de una
maravillosa tarde de principios de verano, sentía la frialdad glacial, el dolor de aquel momento.
Recordaba cada palabra, cada respiración de la conversación.
—Quién es —balbuceó él en el auricular, y ella volvió a saludar:
—¿Hola?
—¿Quién es? —repitió la voz al otro lado de la línea, y en ese instante a Beatrice se le cayó el
mundo encima.
—¿Alan?
—Sí. ¿Quién es?
—Soy yo, Beatrice. Mamá. Alan, ¿estás enfermo? Se te oye muy raro.
Sabía que no estaba enfermo, pero se aferraba a un rayo de esperanza más allá de toda razón.
Tardó un rato en contestar. Le costaba articular las ideas y no perder la concentración.
—¿Mamá?
—Sí, Alan, ¿qué ocurre? ¿Te encuentras bien?
—Sí… claro… me encuentro bien. —Hablaba de forma entrecortada y se tragaba las sílabas—.
¿Cómo… estás… tú?
—Alan —su voz parecía un cristal cortante—, ¿has estado bebiendo?
—Por Dios… mamá… ¿me… me llamas por eso? —Hablaba con tan poca claridad que ella
apenas le entendía.
—¡Alan! —Sentía que debía sostenerlo con su voz—. ¿Por qué has bebido? ¡Es pleno día! ¿Por
qué no has ido al despacho?
—Solo… un whisky —dijo con dificultad—. De veras… una… copita… de whisky…
—No ha sido una copita de whisky. Han sido unas cuantas. Estás completamente borracho.
—Ton… tonterías. Mamá, eres… bastante his… histérica. —Logró pronunciar la palabra con
gran esfuerzo—. No… te preo… cupes. M… me siento bien… de veras.
—No estás nada bien, de lo contrario no estarías tan borracho en pleno día. ¿Dónde está Maia?
—¿Maia?
—¡Sí, Maia! Hace unas semanas que vive contigo. ¿Dónde está?
—No… no está.
—¿Y dónde se ha metido?
—No… lo sé.
—¡Cómo que no lo sabes! Tienes que saberlo, ¡vivís juntos! ¡Alan, haz un esfuerzo y concéntrate,
por favor! —Desesperada, trató de sonsacarle jirones de recuerdos de su mente aturdida por el
alcohol—. ¿Qué ocurre con Maia? ¿Os habéis separado?
No comprendía lo que estaba preguntándole y trató de tranquilizarla con historias absurdas;
balbuceó algo acerca de un proceso judicial que lo había tenido ocupado todo el año. Y hacía pausas
tan prolongadas que Beatrice llegó a creer que ya no estaba al teléfono. Luego, de pronto, volvía a
tartamudear, a parlotear incoherencias, y una vez hasta se rio en voz alta, se rio tan fuerte y con tanta
desesperación que a Beatrice se le partió el corazón. Más tarde, durante la hora que siguió, llegó a
deducir después de una lenta reconstrucción de los hechos, y tras mucho preguntar, que Maia se había
marchado para siempre, o, para ser más precisos, que Alan la había echado.
—Ahora está con Frank —explicó, después de pensar durante un buen rato cómo se llamaba la
última conquista de Maia—. Le he dicho que… se quede con él.
—Eso me parece muy sensato, Alan. Es lo mejor que podías hacer. Alan, ahora escúchame… —
trataba, a pesar de su desesperación, de adoptar un tono objetivo—, Alan, no vuelvas a ver a esa
chica. ¿Has entendido? Maia no te conviene. Siempre pasa lo mismo. Lo vuestro no funciona, y tú
cada vez estás peor. ¿Me oyes? ¿Comprendes lo que te digo?
Transcurrido un momento, consiguió que le prometiera dócilmente que nunca más volvería a ver
a Maia, pero Beatrice sospechaba que no entendía del todo lo que ocurría. Lo persuadió de que se
deshiciera de todas las botellas, que se metiera en la cama y que por ningún motivo bebiera una sola
gota más de alcohol durante el resto del día. Él se lo prometió, pero a ella le pareció improbable que
mantuviera su palabra. Echaría mano de todas las reservas que le quedaran en casa, que no serían
pocas.
Cuando acabó la conversación, se sintió profundamente deprimida, no sabía qué hacer, deambuló
por la casa, salió por fin al jardín y comenzó a quitar las hierbas de los arriates de rosas. Pero las
manos le temblaban y las piernas le flaqueaban. Después, apareció Franca con cara de cadáver.
—¿Dónde está su marido? —le preguntó Beatrice casi mecánicamente, porque en aquel instante
le interesaba muy poco.
—Hemos ido a comer al hotel Chalet —dijo Franca—, en Fermain Bay. Y como tenían una
habitación libre, se ha quedado allí. —Tenía un aspecto nervioso y estaba como ausente.
«Pues hoy no es un buen día», pensó Beatrice.
—Esta noche no podré ir a casa de Kevin —dijo Franca—, he quedado con Michael. Hay…,
hemos de aclarar muchas cosas, y por eso tengo que verlo de nuevo. Si me da el número de teléfono
de Kevin…
—Iba a entrar en casa, así que yo lo llamaré —dijo Beatrice, y se puso en pie.
No tenía sentido seguir con las rosas, sentía náuseas y tarde o temprano caería exhausta. Entró en
la casa y de pronto le faltaron las fuerzas para llamar a Kevin; postergó la llamada y se retiró a su
habitación hasta la hora de cenar. Por fin oyó a Helene, que se arreglaba en el baño. Como de
costumbre, la anciana canturreaba y transmitía una felicidad que irritaba a Beatrice.
«Franca no se siente bien, yo no me siento bien —pensó con rabia—, pero ella ni se entera y se
comporta como si tal cosa.»
Franca se marchó finalmente a su cita con Michael; llevaba el vestido corto que le había
comprado Helene en St. Peter Port. Aunque tenía un aspecto grave y triste, se la veía mejor que
nunca, con la piel levemente bronceada, el pelo recién lavado y un poco de color en los labios.
«Su marido utilizará todos sus recursos para reconquistar su corazón —pensó Beatrice—, pero
no creo que tenga éxito.»
En ese momento paseaba por el acantilado porque no se había sentido capaz de soportar una
velada con Helene. Si hubiera estado a solas con Kevin, le habría contado lo de la llamada, habría
hablado de las cosas que le importaban. Pero no habría aguantado los comentarios de Helene. A ella
no quería contarle nada. El estado en que se encontraba Alan no era asunto suyo. Ya sabía bastante;
había seguido la conversación telefónica y naturalmente había deducido algunas cosas. Sabía cuál era
el problema de Alan. Todos en Guernsey lo sabían. Y era probable que, a esas alturas, mucha gente
en Londres también lo supiera.
«Dios mío —pensó—, lo sabía, lo sabía. En cuanto me enteré de que Maia había ido con él,
sabía lo que iba a pasar.»
Andaba deprisa y respiraba con agitación. Se subió a un peñasco y apoyó las manos en la piedra
áspera, aún caliente por el sol. Como siempre, sintió que la roca le transmitía su energía. Nunca
fallaba esa magia; incluso en un día aciago como aquél, le daba consuelo. Se tranquilizó un poco, se
sentó en la parte más elevada del peñasco y apoyó la cabeza entre las manos.
«Maldita sea —se dijo—, no se librará. Nunca lo logrará. Siempre ocurre algo que lo hace
recaer.»
Cuando oyó los balbuceos de su hijo por teléfono se alarmó de inmediato porque conocía su voz
cuando se encontraba en ese estado, cuando estaba demasiado borracho para mantenerse en pie;
entonces le fallaba la lengua, balbuceaba como un niño, no hilvanaba un solo pensamiento ni
conseguía llegar al final de una frase. Lo había visto tantas veces así que había perdido la cuenta.
¿Cuándo había sido la primera? Hizo memoria: debía de tener veintiuno o veintidós años. Había
terminado los estudios y estaba en Guernsey de vacaciones. Se lo veía preocupado. Un buen día
acabó por contar el motivo; se trataba, si no recordaba mal, de unos exámenes que no había
aprobado. Después de aquella confesión, ya no podía hablar de otra cosa, era algo que lo acosaba de
día y de noche. Ni Helene ni Beatrice le dieron más importancia, pero ahora Beatrice se arrepentía
de no haber sido un poco más clarividente.
Nadie habla todo el tiempo de un tema si no le preocupa profundamente. Una noche oyó que
volvía a casa y se caía por la escalera. Beatrice bajó corriendo. Alan yacía en los peldaños de abajo
y se quejaba. Se le había salido la camisa del pantalón y la chaqueta estaba tirada en el vestíbulo.
Tenía el pelo desgreñado y la cara sonrojada. Y apestaba a alcohol.
—Ho… hola, mamá —balbuceó, luego trató de incorporarse, pero enseguida volvió a
desplomarse.
—¡Por el amor de Dios, Alan, pero qué has hecho! —Se inclinó sobre él, le sostuvo la cabeza y
le acarició las mejillas.
—Me… siento mal —murmuró Alan.
Naturalmente, Helene también se despertó y bajó deprisa. Al verlo, reaccionó de manera
histérica.
—¡Oh, no! ¿Qué pasa? ¿Se ha hecho daño? ¡Santo cielo, pero si está borracho! ¡Huele
terriblemente a alcohol! ¿Tú crees que…?
—Sí —dijo Beatrice secamente—, y esto les pasa a todos los jóvenes de vez en cuando. Ahora
ayúdame a llevarlo a su habitación.
Entre las dos subieron a Alan a su cuarto. En el transcurso de la subida vomitó, lo que hizo que
Helene volviera a poner el grito en el cielo. A Beatrice le pareció que dramatizaba demasiado. Sin
embargo, ahora pensaba: ¡Es como si hubiera adivinado el principio de la tragedia!
Una vez que se acostó en la cama, Alan no paraba de hablar, y todo lo que decía tenía que ver
con los exámenes que no había aprobado. Beatrice lo desvistió y lo lavó mientras le decía que se
olvidara de esos estúpidos exámenes; que ya los repetiría y en menos que canta un gallo no se
acordaría más del asunto. Ella pensó entonces que algo le había ido mal y que, profundamente
frustrado, se había emborrachado para olvidar. ¿A quién no le había pasado eso alguna vez?
Pero a Alan le pasó todas las noches durante el resto de las vacaciones. Salía con amigos y
regresaba a casa completamente ebrio. A veces ni siquiera volvía, y Beatrice salía a buscarlo y lo
encontraba en el puerto de St. Peter acostado en un banco o en el suelo, y a veces sobre sus propios
vómitos. Y eso ya no era normal. Ocurría con demasiada frecuencia, y su consumo superaba los
límites. No era sólo que se emborrachara. Era como si quisiera beber hasta la muerte. Como si no
soportara la vida y prefiriera escaparse todo el tiempo de ella. Beatrice se aferró a la esperanza de
que únicamente le sucediera durante las vacaciones, durante esas vacaciones. Cuando regresara a la
universidad y tuviera un trabajo fijo, ya no podría permitirse esas escapadas. Sería el momento de
cambiar de vida.
Pero Alan no cambió de vida, al menos de manera duradera. Hubo fases en que estaba más
sobrio, pero era sólo porque se mantenía dentro de unos límites que le permitían moverse sin llamar
demasiado la atención. Necesitaba cierta cantidad de alcohol todos los días para sentirse «bien»:
brillante, comunicativo, seguro de sí mismo. Si se mantenía por debajo de esa cantidad, se ponía
trémulo y nervioso. Si la superaba, se quedaba tirado en un rincón. De esa manera, durante un buen
espacio de tiempo hizo creer a quienes lo rodeaban —incluso a Beatrice— que todo iba bien. Quien
no conociera los síntomas típicos del bebedor empedernido —piel con poros abiertos, nariz
colorada, mejillas amarillentas, ojeras profundas— habría pensado que era un hombre sano y estable
que de vez en cuando estaba un poco alicaído a causa del estrés y el exceso de trabajo. Beatrice
tardó años en comprender que su hijo bebía de forma regular, que afrontaba con alcohol los
problemas de la vida: un desafío profesional, una discusión con un colega o un cliente, una
frustración amorosa… Pero no sabía con certeza cuándo se había dado cuenta. El proceso había sido
lento, fue madurando hasta que aprendió a interpretar los signos, a estar alerta. Llegó un momento en
que ya no pudo engañarse. Su hijo era alcohólico. Y no parecía haber forma de ayudarlo. Lo único
que podía hacer era darle a entender una y otra vez que ella estaba a su lado. Que nunca, pasara lo
que pasara, debía sentir vergüenza de pedirle ayuda.
Sentada en la roca, veía cómo el sol se ocultaba en el agua y pensó con desesperación que todo
se había precipitado desde que empezó a salir con Maia. ¿Qué demonios veía en esa frívola barata
que nunca tenía bastante? Maia era atractiva, sí, pero había muchísimas mujeres atractivas, y muchas
además tenían estilo y decoro y vivían de acuerdo con ciertas reglas morales. Alan era apuesto y
tenía una profesión interesante. A Beatrice le constaba que muchas mujeres se fijaban en él. ¿Por qué
había tenido que fijarse en la muchacha más escandalosa de todo Guernsey?
Y, naturalmente, el experimento había vuelto a fracasar. Siempre fracasaba y, salvo él, todos lo
sabían. Al parecer, Maia se había portado bien durante dos semanas, al cabo de las cuales había
vuelto a caer en su habitual patrón de conducta. Aunque, a decir verdad, nunca lo había abandonado
del todo. Sólo pasaron dos semanas hasta que Alan descubriera sus engaños.
¡La ingenua y tonta de Mae! Aparte de Alan, era la única persona en el mundo que todavía creía
que Maia podía cambiar.
«¡Cómo se ofendió cuando le conté mis preocupaciones! —pensó Beatrice—. Creía que yo
exageraba. No soporta que alguien hable mal de su niña. Hasta el día de su muerte seguirá creyendo
que Maia es un cordero inocente.»
Tiritaba. El sol se había puesto y ya pronto refrescaría. Hacia el oeste, el cielo seguía teñido de
rojo, pero la oscuridad empezaba a adueñarse de los peñascos y los prados. Sabía cómo sería la
secuencia de los hechos: Alan no sólo se emborracharía el lunes hasta perder la conciencia. Seguiría
haciéndolo toda la semana, y la siguiente. Pediría la baja, no hablaría con nadie, ni aceptaría ninguna
cita de trabajo. Su secretaria, que por suerte era fiel y muy discreta, se esforzaría una vez más por
salvar la situación y encontrar excusas para mantener a su jefe a salvo al menos de sus clientes.
Beatrice se imaginaba que eso cada vez le resultaría más difícil. En su trabajo correría la voz,
naturalmente, de lo que pasaba con Alan Shaye, y a nadie le interesaría ser discreto. A nadie le
importaría proteger la integridad de Alan. Era cuestión de tiempo que sus clientes empezaran a
abandonarlo. Dependía de la frecuencia con que cancelara sus citas. Nadie soportaría eso durante
mucho tiempo. La gente se iría y se buscaría otro abogado. Y Beatrice suponía que muchos habrían
empezado ya a hacerlo, sólo que Alan no hablaba de ello. Maia no sólo destrozaría su salud.
También era capaz de hundirlo profesionalmente.
Además, Beatrice sabía, por larga y dolorosa experiencia, lo que ocurriría ahora entre Alan y
Maia. Él había tomado la decisión de separarse y sufriría como un perro mientras ella se entregaba a
sus placeres y aguardaba con serenidad. Sabía que él volvería a aceptarla, que le suplicaría que
volviera con él. Se emborracharía durante un par semanas, luego regresaría al despacho con aspecto
de fantasma, pálido, demacrado, enfermo y desdichado, recién salido del infierno y con las marcas
de siempre en el rostro, aunque de momento de vuelta en el mundo de los vivos, donde su
permanencia tenía los días contados. El infierno ya tenía las puertas abiertas; sólo bastaba el más
mínimo contratiempo para que regresara a él. A duras penas conseguiría hacer frente a los desafíos
del trabajo, se impondría una dosis «normal» de alcohol, que después de cada recaída superaría a la
anterior, y sufriría, sentiría la soledad que invadía cada fibra de su cuerpo y de su alma, que lo
volvía débil, desolado y enfermo. La soledad interior de los períodos sin Maia era su peor enemigo,
y a la postre, la llave que abría las puertas del regreso de la joven. Tarde o temprano sucedería. Él
se olvidaría de su orgullo y perdería todo respeto por sí mismo. Maia volvería a decirle que estaba
dispuesta a cambiar, él la creería y se aferraría una vez más a esa esperanza ilusoria, dejando así el
camino expedito hacia la siguiente recaída.
Beatrice se puso en pie, se ajustó la chaqueta, pero el viento del mar estaba helado. Además,
sentía un frío por dentro que ni la lana más abrigada del mundo podía combatir.
«Ojalá se muriera Maia», pensó, a pesar de ella misma, cuando regresaba al coche. Sentía la
desesperación como un dolor punzante y ni se inmutó por el ardor con que le deseaba la muerte.
«Ojalá desapareciera de una vez.»
Se sentó en el coche con una sensación de pequeñez y zozobra; un sentimiento de culpa la
azotaba. Después de todo, Alan era su hijo. Y no le había prestado suficiente atención.
No quería volver a casa. Se quedó en el coche contemplando la noche que se posaba sobre la
isla.

Estaban en el Old Bordello, ajenos a los bostezos y las toses de los camareros, que se agitaban a su
alrededor esperando sin duda que pidieran de una vez la cuenta y se marcharan. Eran los únicos
clientes. En el curso de la noche sólo había habido otra pareja, que había cenado apresuradamente y
se había ido con la misma prisa. Franca tenía la impresión de que alguien había subido la música
subrepticiamente hacía unos minutos. Querían dificultarles la conversación y ganarlos por cansancio.
De todas maneras, ya hacía media hora que habían dejado de hablar. Michael había pedido otro
coñac y le daba tantas vueltas a la copa que parecía que iba a romperla. Quedaba un pequeño resto
de alcohol, un último tinte dorado en el fondo.
«¿Por qué no se lo acabará de una vez? —se preguntaba Franca—. ¿Será la excusa para seguir
aquí y darles en las narices a los camareros? ¿O es que quiere retenerme a mí? Sabe lo absurdamente
cortés que soy en cualquier situación de la vida, que nunca me levantaría de la mesa y me iría antes
de que los demás hayan terminado.»
Había tomado una pastilla para resistir la velada y había ido a recoger a Michael al hotel. Quería
que él escogiera el restaurante, pero hacía mucho que no iba a Guernsey y no se le ocurría ninguno.
Se dirigieron al puerto, aparcaron el coche y caminaron por el paseo marítimo hasta que Michael
dijo de golpe:
—¡Mira este restaurante, se llama Oíd Bordello! Suena gracioso, ¿no? ¿Por qué no entramos?
A Franca le parecía que la situación de ambos en esos momentos era todo menos graciosa, pero,
como le daba igual, accedió. Se sentaron junto a la ventana, desde donde se disfrutaba de una
hermosa vista a Castle Cornet. Aunque, después de todo, la vista era lo de menos. Estaban allí para
hablar del divorcio. Y la atmósfera, en esa situación particular, desempeñaba un papel secundario.
Al principio, Michael comenzó a hablar del tiempo y de lugares comunes sobre la isla y la
idiosincrasia de sus habitantes.
—Una señora del hotel me contaba hace un momento que el nueve de mayo se celebran festejos
en toda la isla: procesiones, desfiles, arreglos florales… ¿Qué te parece si nos quedamos una semana
más para verlo? No debería permitírmelo, pero por una vez podría coger cinco días, cerrar los ojos y
ser un poco irresponsable… ¿Qué te parece?
—No quiero estar de vacaciones contigo —dijo ella—, quiero hablar de cómo arreglaremos
nuestro divorcio.
Era la segunda vez que planteaba el tema sin ambages.
En ese momento el camarero sirvió la cena. Michael esperó un instante antes de responder, a
pesar de que era poco probable que el empleado entendiera la conversación en alemán.
—Estás confundida y alterada —dijo—. Creo que has cometido un error marchándote de casa y
viniendo aquí. Entiendo que mi… que mi aventura te haya puesto furiosa. —Algo perplejo, hundía el
tenedor en el plato—. Lo siento —dijo finalmente. Quien lo conociera habría sabido valorar la
singularidad de aquel instante. Franca no recordaba que Michael se hubiera disculpado nunca con
nadie—. No ha sido correcto por mi parte. Sé que te he hecho daño. Pondré fin al asunto y nunca
volverá a ocurrir.
—Michael…
Él le cogió la mano.
—Un momento. Quería añadir que huir de una situación así es un gran error.
Al contrario, pensó Franca, sería la primera vez que iba a hacer lo correcto.
—No está bien refugiarse en la soledad y ponerse a cavilar. Puedo entender que quisieras tomar
distancias y estar sola. Pero a uno se le ocurren ideas absurdas cuando gira en círculos en la estrecha
cárcel de su mente. Ya lo ves. Ahora piensas en el divorcio, lo cual es una reacción completamente
exagerada.
Franca apartó un poco el plato. No sabía si podría probar bocado.
—No es una reacción exagerada —dijo—, y tampoco he urdido este plan en «la estrecha cárcel»
de mi mente, como tú dices. De hecho, no había pensado en ello hasta esta misma mañana, hasta el
momento en que has entrado por la puerta… —Pensó cómo pondría en palabras lo que sentía—. En
ese instante he sabido que debíamos separarnos. ¿Entiendes?, no es algo que haya meditado. Es algo
que he sabido. No he necesitado pensar al respecto, ni lo necesito ahora. Simplemente se acabó.
—¡Dios mío, es mucho peor de lo que pensaba! —Michael también apartó su plato y encendió un
cigarrillo—. ¡Es un cortocircuito! Se te ha cruzado una idea por la cabeza, una idea con
consecuencias monstruosas. Te imaginas que sabes algo y, ¡bang!, ¡me disparas con el divorcio y te
niegas a hablar conmigo!
—Si me negara a hablar contigo no estaríamos aquí. Después de diez años no me iré sin decir
nada. Podemos hablar, pero mi decisión no cambiará. Y simplemente porque, aunque quisiera, no
podría. ¡No puedo! Entiéndelo, ya ni físicamente podría estar contigo.
La miró con inquietud.
—¿Quieres decir que no podrías acostarte conmigo? Pero si muy raramente hemos…
—¡No se trata de sexo! —Pero supuso que él no comprendería lo que ella sentía—. Esta mañana
cuando te he visto he sentido pánico. Tenía las manos húmedas y las piernas me flaqueaban. Empecé
a respirar agitadamente. Por Dios, Michael, eso no es normal, ¿no crees? No es normal que una mujer
se sienta así cuando entra su marido en casa.
—Claro que no, pero ¿ese tipo de reacciones son típicas en ti? Estoy dispuesto a aceptar una
buena parte de la culpa…
«Eso es precisamente lo que nunca harás», pensó Franca.
—… pero no puedo estar de acuerdo cuando dices que es una reacción causada directamente por
mí. Porque tú reaccionas así ante todo tipo de situaciones. ¡Tú eres así! Te asustas en exceso y te
pones… histérica; perdona que te lo diga así. Ésa es también la causa de tu fracaso profesional.
—Sin embargo, aunque fuera cierto, contigo debería sentirme protegida, ¿no crees?
—Sí, sería muy bonito que así fuera. Yo creo que he hecho mucho para transmitirte esa
sensación. —La miraba ofendido, porque ella no había sabido reconocer sus esfuerzos—. Pero
obviamente no ha valido de nada. Siempre te has resistido cada vez que yo te he ofrecido ayuda. He
tratado de alentarte, de explicarte lo que haría yo en tu lugar… pero siempre me lo reprochabas y
decías que te trataba como a una niña. Hiciera lo que hiciera por ti, nunca te parecía bien.
Franca volvió a sentir jaqueca, ligera y apenas perceptible, pero sabía que a medida que pasara
el tiempo iría a peor. El dolor le daba cada vez que Michael trataba de convencerla de algo. Quizá se
debía a la firmeza con que le hablaba, a las eternas regañinas que le soltaba. «¿No se da cuenta que
lo nuestro ya no tiene sentido? —se preguntaba con asombro—, ¿no se da cuenta de lo enfermo y
podrido que está todo? Pero no, él no puede darse cuenta, porque nunca se ha sentido presionado en
nuestra relación. Él no ha sido denigrado. Él no se ha visto sometido a constantes ataques. Él no ha
tenido que dudar todos los días de sí mismo.» Y era también probable que nunca hubiera padecido
esas jaquecas. Simplemente tenía una entereza de la que ella carecía.
Entre tanto el camarero advirtió que habían apartado sus platos y se acercó de inmediato.
—¿Hay algún problema con la comida?
—No tenemos hambre —gruñó Michael—. Retire los platos.
—Pero…
—Lléveselos. ¡Y tráigame un coñac!
El camarero se llevó enseguida los platos intactos. Michael fumaba continuamente.
—No sé qué ha pasado —dijo—, pero parece que en Guernsey te han entrado delirios de
grandeza. ¡Tú te conoces bien! Sabes que sola eres completamente inútil en la vida. Muchas veces
eras incapaz de entrar en un supermercado porque temías que fuera a darte un ataque de pánico, así
que terminaste por no ir. Si yo no hubiera hecho las compras te habrías muerto de hambre. Piensa un
poco en cómo harás para vivir sola y asomar la nariz al mundo sin antes atiborrarte de
tranquilizantes.
—Aun así, he sido capaz de venir sola a Guernsey —le recordó Franca— y, lo creas o no, aquí
voy al supermercado y soy perfectamente capaz de ir contigo a un restaurante. Hasta ahora no he
tenido ningún ataque.
—Probablemente has tomado pastillas.
—Sí. Pero antes también las tomaba, y sin embargo no podía hacer frente a la mayoría de las
situaciones.
«Debería comer algo —pensó ella—, el hambre hará que me duela aún más la cabeza. Pero no
puedo tragar nada.»
—Guernsey es un mundo pequeño y cerrado que obviamente te da sensación de seguridad —dijo
Michael—, aunque eso es una ilusión. Tarde o temprano tendrás que volver a la vida real. Y
entonces te encontrarás con los problemas de siempre.
—Quizá me quede en Guernsey —dijo Franca.
Michael la miró atónito.
—¿En Guernsey? ¿Y qué harás aquí?
—Vivir.
—¿Vivir? ¿Y de qué, si se puede saber?
—Una vez que hayamos dividido los bienes, podré vivir muy bien durante un tiempo. Después ya
veré qué hago.
—Ah. Por fin hablas claro. Quieres dinero.
—Creo que me corresponde la mitad de lo que tenemos. Es lo justo.
—¡Eso es lo que quieres! Arruinarme y poner pies en polvorosa. Posiblemente esperas incluso
recibir mucho más de la mitad, pero yo…
El dolor le llegó de golpe con una violencia que la aturdía, más repentinamente que nunca. Era
como si un animal le clavara las garras en la cabeza.
—No quiero más que lo que me corresponde —dijo con esfuerzo—. Pero de eso podemos hablar
más tarde. Ya nos pondremos de acuerdo para que todo se lleve a cabo de la manera más justa y
clara posible.
Michael encendió otro cigarrillo. La piel de la nariz tomó una coloración amarillenta, señal
inequívoca de que se sentía bajo una gran presión.
—Es increíble, ¡sencillamente increíble! ¡Estamos aquí, en una maldita isla, la noche del uno de
mayo, hablando de nuestro divorcio! ¡No puedo creerlo!
—Llegará el momento en que lo único que sentiremos será libertad. —Franca buscó una aspirina
en el bolso y la disolvió en el vaso de agua—. Discúlpame —dijo, y bebió.
A partir de ese momento guardaron silencio, interrumpido de vez en cuando por Michael con
acusaciones, reproches y sombrías descripciones de cómo se imaginaba el futuro de Franca. Michael
pidió vino, coñac y más cigarrillos. Ella insistía en su agua mineral. Notó que el dolor de cabeza
cedía. Lo único que deseaba era que la noche pasara lo antes posible. Sentía tales ganas de alejarse
de Michael que estaba sorprendida. Soportaba la velada por cortesía, para darle a Michael la
oportunidad de que se desahogara, aunque no destilara más que veneno. Ella le había pedido el
divorcio, y el precio era quedarse un momento más con él y soportarlo con paciencia.
Estaba completamente decidida a resistir. En caso de necesidad, tomaría otra aspirina.
«Llegará el momento, no muy lejano —pensó—, en que todo habrá pasado. Y nunca nos
volveremos a ver. Él seguirá su camino y yo el mío, y ya no habrá contacto entre nosotros.»
Trató de analizar si sentía pena ante la perspectiva de no volver a verlo, o cierta congoja. Pero
no. Sólo sentía que la acechaba como una alegría de vivir —oculta tras montañas de dolor
acumulado y antiguos miedos—, una felicidad que llegaba a espantarla por su ímpetu y su fuerza. Una
voz interior le advertía que tuviera cuidado, pero al mismo tiempo otra le gritaba que no era
necesario. Algo acababa de cambiar y seguiría haciéndolo, pero ella aún desconfiaba. Se había visto
privada durante demasiado tiempo de la felicidad, de toda forma de alegría y esperanza. Y no tenía
la menor idea de cómo sería volver a sentirlo.
Faltaba poco para la medianoche cuando el camarero volvió a acercarse con cierta irritación a la
mesa.
—Cerramos a las doce —murmuró—. Si no les importa, les traeré la cuenta…
—Yo decido por mí mismo cuándo me voy —bramó Michael. Había bebido bastante y le bastaba
cualquier excusa para dar rienda suelta a su agresividad.
Franca sabía que aquello acabaría mal, en cuanto el camarero cometiera el más mínimo error.
Así que cogió el bolso a toda prisa.
—Tráigame la cuenta, pago yo —dijo.
—¿Y dejas que ese tío te mande? —explotó Michael. Se le trababa la lengua—. ¿Permites que te
echen así como así? Tú…
—Llevamos mucho tiempo aquí —interrumpió Franca—. Esta gente tiene que irse a casa. Hace
ya mucho que tendríamos que…
—¡No hace mucho que tendríamos que haber hecho nada! ¡Típico de ti! Alguien viene y dice
algo, y Franca mete el rabo entre las piernas. Te callas en cuanto otro abre la boca. No hay persona
en el mundo más sumisa que tú. Tú…
—¡Michael! —le rogó despacio. Él había elevado bastante el tono de voz y los camareros
empezaban a mirar en dirección a ellos.
—¡No dejaré que me tapes la boca! —continuó Michael.
—Estoy cansada —dijo Franca—, quiero irme a casa…
—¿Quieres irte a casa? ¿Quieres acabar la conversación? ¿Y crees que te librarás tan fácilmente
de mí? Me sacudes el divorcio en plena cara y luego me vienes con que estás cansada y que quieres
irte a la cama…
—No hay nada que discutir —dijo Franca—, por eso no tiene sentido que nos quedemos aquí
más tiempo.
El camarero llegó con la cuenta y Franca depositó unos billetes sobre la mesa.
—Aún no hemos terminado —dijo Michael.
Ella se levantó. Las rodillas le temblaban. Tenía los nervios destrozados por la tensión
acumulada a lo largo del día, pero creía que lo había sobrellevado bastante bien.
—Sí, Michael —dijo—, hemos terminado.
Era asunto suyo cómo llegar al hotel. Podía coger un taxi. Salió del restaurante y se dirigió a su
coche. Imaginaba la cara que tendría su marido. Parecía que había entendido que no tenía sentido
intentar retenerla. La cuestión estaba decidida.
Abrió la puerta del coche y se desplomó en el asiento del conductor. Delante de ella veía Castle
Córner iluminado y oía el rumor de las olas del mar que rompían en la playa oscura.
«Estoy libre», pensó. Era una sensación apabullante, que durante unos instantes la obligó a cerrar
los ojos. «Estoy libre. Y yo sola me he ganado la libertad. Nadie me la ha regalado ni me la ha
impuesto a la fuerza ni me la ha concedido por compasión. Yo me la he ganado.»
Abrió los ojos. Sabía que las dudas y los miedos volverían a despertarla y a roerla. Pero en ese
momento sentía una fuerza tan ilimitada e indomable que le cortaba la respiración.
«Tengo que recordar siempre este instante —se dijo—, durante el resto de mi vida. Debo
recordar que existe esta fuerza. No podría sentirla si no existiera de verdad. Está en mí. Y siempre lo
estará. Sólo tengo que saberlo.»
Esperó unos segundos hasta que el corazón volvió a latirle con normalidad, luego encendió el
motor y salió del aparcamiento.
Era exactamente medianoche.
11
Atravesó Le Variouf y ascendió por la calle sinuosa y escarpada que salía del pueblo. La noche
estaba despejada y oscura. Era probable que el cielo estuviera lleno de estrellas, pensó.
Giró en la rampa de acceso y frenó detrás de un automóvil que estaba aparcado allí. Era el coche
de Beatrice. Hasta que bajó no se dio cuenta de que Beatrice estaba sentada al volante.
Golpeó suavemente en la ventanilla. Beatrice se dio un susto, pero luego abrió la puerta.
—Ah, Franca, es usted —dijo—. He perdido completamente la noción del tiempo. ¿Qué hora es?
—Pronto serán las doce y media. ¿Qué hace aquí en el coche?
—Estaba pensando. —Beatrice se bajó y sacudió la cabeza como si quisiera deshacerse de un
montón de pensamientos desagradables—. Problemas con Alan, ya sabe. No he conseguido
sacármelo de la cabeza en toda la noche.
—¿Kevin no ha podido distraerla un poco?
—Al final no he ido a cenar. He llevado a Helene, y yo me he ido a Pleinmont Point. He estado
mucho rato sentada en los peñascos. Es probable —se rio, aunque la risa sonó forzada— que haya
pillado un resfriado, y será todo lo que me quede de esta noche.
Entraron juntas en la casa.
—Helene estará durmiendo —dijo Beatrice—. ¿Y su cena, Franca? ¿Cómo han ido las cosas con
su marido?
Franca se encogió de hombros.
—Ha sido desagradable. Pero creo que hemos terminado.
Beatrice la miró con aire inquisitivo.
—¡Pues no parece muy triste!
—No lo estoy —dijo Franca mientras colgaba en el guardarropa el abrigo que llevaba en el
brazo—. Me siento aliviada.
—Iré a ver un momento cómo está Helene —dijo Beatrice—, quiero asegurarme de que ha
regresado bien. Después nos tomamos una copita de vino y me cuenta un poco, ¿vale?
Franca le rozó ligeramente el brazo.
—¿Qué le ocurre a Alan? —preguntó en voz baja.
—Eso también se lo contaré —dijo Beatrice, y subió la escalera. Franca se quedó allí, frente al
espejo que había junto al guardarropa.
«¿Qué aspecto tiene una mujer libre?», se preguntó. Sonrió ante su propia imagen. La mujer que
veía con el vestido rojo brillante le devolvió la sonrisa. Tiene buen aspecto, decidió. La libertad la
hacía atractiva.
Beatrice se asomó por la balaustrada.
—¡Helene no está! —exclamó. Su voz sonaba intranquila—. No está en la cama.
—Quizá esté en otra parte de la casa… —opinó Franca.
Beatrice frunció el entrecejo.
—Está todo oscuro. Y en silencio. No, es obvio que no está en casa.
—Pues entonces debe de estar todavía en casa de Kevin. Seguramente vendrá de un momento a
otro.
Beatrice bajó deprisa la escalera. Parecía alterada.
—Helene nunca aguanta hasta tan tarde. Como mucho a las diez y media ya está muerta de sueño.
Nunca se ha quedado tanto tiempo fuera de casa. —Parecía realmente sobresaltada—. Es muy raro.

A la una y cuarto llamaron a Kevin. Antes habían revisado toda la casa. «A lo mejor Helene ha
bajado al sótano y se ha caído», pensó Beatrice.
Pero no había rastro de ella por ninguna parte.
—Su abrigo no está en el guardarropa —comprobó Franca—, eso quiere decir que no ha vuelto a
casa.
Beatrice cogió una linterna grande que había en la cocina sobre un estante.
—Quizá se ha olvidado las llaves y está dando vueltas por el jardín, o en el invernadero, o en el
cobertizo. Pero si no la encuentro ahí, llamaré a Kevin, aunque lo saque del quinto sueño.
—Voy con usted —se ofreció Franca.
Las dos mujeres tropezaban de vez en cuando en el jardín a oscuras. La linterna dibujaba un cono
de luz delante de ellas. La luna era una fina hoz en el cielo. El viento soplaba misteriosamente entre
el follaje de los árboles. Franca pisó la tierra blanda y removida de unos nidos de topo.
—De noche esto es siniestro —dijo con escalofríos.
Beatrice llamó a Helene en la oscuridad, pero no hubo respuesta. Iluminó todos los rincones en
los dos invernaderos, registraron el viejo cobertizo, lleno de bicicletas, muebles desvencijados y
unas cuantas cajas de libros. Franca trepó incluso por la escalerilla que conducía al antiguo altillo
donde vivía Will, apartando a su paso pegajosas telas de araña. Oyó ruido de ratas que desaparecían
entre crujidos.
—¡Aquí no hay nadie! —exclamó desde arriba.
—Ahora mismo voy a llamar a Kevin —dijo Beatrice, decidida.
Pasó una eternidad antes de que Kevin contestara. Beatrice marcó tres veces el número, y cada
vez dejó sonar el teléfono interminablemente. Cuando por fin respondió, no parecía en absoluto
dormido.
—Hola, ¿quién es? —preguntó con voz clara. Estaba completamente despierto.
—¡Kevin! ¡Por Dios, ya temía que hubieras dejado descolgado el teléfono! Soy Beatrice. ¿Helene
está aún allí?
—No. Hace rato que se ha ido.
—¿A qué hora?
Él se quedó pensando.
—A las diez y media, más o menos.
—¿A las diez y media? ¡Y es casi la una y media, y aún no ha llegado a casa!
—Qué extraño —dijo Kevin.
—¿Extraño? Yo lo encuentro de lo más inquietante. ¿La has visto entrar en casa?
—No la he llevado.
—¿Y cómo ha venido entonces?
—En taxi. Lo ha llamado entre las diez y las diez y media.
—¿Y cómo no la has traído tú? ¡Siempre la traes!
—Sí, pero esta vez no. He bebido demasiado en la cena.
—¡Eso nunca te había pasado!
—Pero esta vez sí ha pasado. ¿Es un crimen acaso que una vez se me vaya la mano con el
alcohol?
Beatrice sintió que montaba lentamente en cólera. ¡Demonios! Kevin no tenía por qué fingir que
no pasaba nada. No había respetado las reglas del juego y ahora no podían hallar a Helene por
ninguna parte, y al parecer Kevin no parecía estar preocupado.
—¡Maldita sea, Kevin, tú has sido el último en verla, así que la responsabilidad es tuya! ¿Quién
era el taxista?
—No lo sé. Ha sido ella quien ha llamado al taxi.
—Pero probablemente tú le has dado el número.
—Bueno, al lado del teléfono hay un número de radiotaxi; supongo que ha llamado a ése.
—¿Y cómo es que ha tenido que llamar ella?
—¡Santo cielo, Beatrice, estaba borracho, tenía sueño… y ella quería irse! ¡No me culpes por
eso!
—Dame el número. Aquí hay gato encerrado. ¡Helene no ha podido esfumarse de repente en el
aire!
—Quizá ha ido a alguna parte —opinó Kevin.
Beatrice bufaba.
—¡Kevin, por favor! ¡Los dos conocemos muy bien a Helene! ¡No es una mujer que salga de
noche por los bares de St. Peter Port! ¿Podrías darme el número del radiotaxi, por favor? Quizá ellos
hayan oído algo de un accidente.
Anotó el número y luego dijo deprisa:
—¡Te volveré a llamar, Kevin! —Colgó y enseguida marcó el número de los taxis. Tuvo que
repetir varias veces la llamada hasta que finalmente una mujer se puso al teléfono. Parecía dormida y
estaba obviamente furiosa de que alguien la molestara a esas horas—. Disculpe —dijo Beatrice—,
pero esta noche ha desaparecido una mujer que cogió un taxi de su compañía. No ha llegado a casa.
Al otro lado de la línea se oyó un bostezo largo y descarado.
—¿Y tiene que llamar ahora? —preguntó la mujer, enfadada.
—Claro que tengo que llamar ahora —dijo Beatrice—. Tal vez le ha pasado algo a la señora. No
puedo esperar hasta mañana para averiguarlo.
—Mi marido ha salido esta noche con el taxi. Lo despertaré. Pero le advierto que no se pondrá
muy contento.
Beatrice oyó cómo la mujer se iba. Poco a poco se sintió asaltada por una nube cada vez más
densa de peligro y de miedo. El taxista había salido esa noche. Y ahora dormía plácidamente en su
cama. Eso quería decir que no había habido ningún accidente, lo cual implicaba que no había
heridos; pero las circunstancias se volvían cada vez más enigmáticas.
«Enseguida sabré algo más», pensó, y tuvo la sorda corazonada de que algo terrible había
pasado.
El taxista, que se puso al teléfono con aire gruñón y malhumorado después de un momento que
pareció interminable, le dijo que su único empleado estaba en ese momento de vacaciones en
Francia, y que por tanto era él quien hacía todos los viajes. Se acordaba muy bien de la llamada de
Torteval, se acordaba de Helene, a quien había ido a recoger y llevado a su casa.
—Estaba muy asustada —dijo—, yo mismo atendí el teléfono y apenas podía entenderla.
Hablaba en susurros. Me costó mucho entender dónde estaba y qué quería. Le dije que hablara más
fuerte, pero evidentemente no podía.
—¿Hablaba en susurros?
—Eso he dicho. Me pareció completamente chiflada. Cuando llegué a Torteval, ella ya estaba en
la esquina y casi se abalanzó sobre mi coche. Cuando entró en el coche se sintió mejor. Dijo que
quería ir a Le Variouf y que me diera prisa.
Eso era muy extraño e inquietó profundamente a Beatrice.
—¿La dejó a la entrada de la rampa?
El taxista vaciló un instante.
—No la dejé en su casa —murmuró—, ni siquiera en la finca. Yo… ah, demonios, ¿cómo podía
saber que la anciana desaparecería de golpe? La dejé un trecho antes de llegar a la casa, a unos cien
metros quizá.
—¿Y por qué? —preguntó Beatrice, atónita.
—Porque allí el camino se bifurca. —Estaba claro que el hombre maldecía el momento en que
habían escogido su taxi, pues ahora se veía en un serio aprieto—. Pensé que no podría girar bien.
Detrás de mí iba otro coche, bastante pegado y, en fin…, el camino es muy estrecho…
—¡Todos los caminos de la isla son estrechos —lo interrumpió Beatrice—, y habría podido girar
sin problemas a la entrada de la casa!
—Sí, pero la anciana dijo que el portón estaría cerrado, y hasta que lo abriera… Además, al de
atrás lo tenía en la nuca… En cualquier caso, yo le pregunté si le molestaba bajarse allí en la
bifurcación, y ella dijo que le apetecía mucho andar un poco, que le haría muy bien. Así que…
—¡Así que dejó a una mujer de ochenta años sola y en plena noche! Debo decirle que…
—¡Pero si no eran más de cien metros! —Ahora el taxista estaba totalmente despierto y muy
nervioso—. Seguro que no eran más. ¡Usted conoce bien el sitio!
—En esos cien metros —dijo Beatrice— ha debido de pasar algo, porque Helene no ha llegado a
casa. ¡Eso podría convertirse en un problema para usted, espero que lo tenga claro! —Luego colgó el
auricular y miró a Franca, que estaba a su lado—. ¡Ese maldito idiota! ¡Por ahorrarse una maniobra
complicada y regresar cuanto antes a la cama, ha dejado a Helene donde el camino se bifurca! Lo que
tenía que haber hecho es subir por la rampa y cerciorarse de que llegaba bien a casa. ¡Santo cielo, es
una anciana!
—Me pregunto qué ha podido pasar en ese corto trecho —dijo Franca—. No estamos en Nueva
York, donde lo pueden atracar a uno en cada esquina. ¡Esto es Guernsey! Nunca hubiera pensado que
aquí pudiera suceder nada.
—No entiendo. —Beatrice meneaba la cabeza—. Pero no tengo un buen presentimiento.
—Quizá ha ido a visitar a un vecino…
—A esas horas no. Además, está todo a oscuras. Nadie se queda despierto hasta tan tarde.
—Pero entonces…
—¿Se habrá extraviado? Tal vez ha tomado el camino del acantilado…
—Eso sería muy peligroso —dijo Franca—, en la oscuridad… Además, no es muy segura
andando.
—Vamos —dijo Beatrice, decidida—, saldremos de nuevo. Esta vez llevaremos a los perros. Y
registraremos el terreno fuera de la finca.
Franca la detuvo un instante.
—¿No deberíamos llamar a la policía?
—Si al cabo de una hora no la hemos encontrado —respondió Beatrice—, llamaremos a la
policía.

***

Los perros, precedidos de la infatigable Misty, empezaron a dar saltos y a ladrar a su alrededor,
encantados de la excursión nocturna. Olisqueaban al borde del camino como si en las últimas ocho
horas se hubieran acumulado cientos de nuevos y estimulantes olores. La linterna dibujó de nuevo un
cono de luz, que dejaba entrever figuras enigmáticas en el muro de piedra que bordeaba el camino, en
los tupidos setos, la hiedra y los árboles. En el cielo surgieron algunas nubes que por momentos
ocultaban la luna.
—Va a llover —dijo Beatrice, y Franca también notó la fuerte humedad del aire.
—¿Habrá ido hasta Petit Bôt Bay? —preguntó, a lo que Beatrice replicó:
—No creo. Nunca le ha atraído ese sitio.
Misty, que se había adelantado un buen trecho, se detuvo en seco y husmeó con el hocico. Estiró
las orejas y todo su cuerpo se tensó. Los otros perros la imitaron. Y así los tres animales se quedaron
como estatuas en medio del camino.
—Allí debe de haber algo —dijo Beatrice—. Ojalá…
Misty gemía despacio. Los perros transmitían un aire de aprensiva desazón.
—No me gusta nada esto —dijo Beatrice, y por un instante las dos mujeres se quedaron tan
inmóviles como los perros.
Pero después se pusieron lentamente en movimiento, los perros delante y las mujeres detrás.
Cuando los animales se detuvieron de nuevo y comenzaron a ladrar, Beatrice dijo:
—Dios mío, creo que allí termina.
—¿Qué quiere decir con…? —continuó Franca, y en ese preciso momento vio un bulto oscuro en
el camino, junto al cual estaban los perros. Misty gimoteaba, los otros dos erizaron el pelo y se
pusieron a gruñir. Despacio, vacilante, Beatrice alumbró el bulto con la linterna. Reconocieron el
delgado rostro de Helene. Su cabello canoso se le había soltado y lo tenía enredado en la cabeza y
sobre el sendero. Después vieron el charco oscuro que había junto a su cabeza y que bañaba la grava.
Franca exclamó horrorizada:
—¡Creo que es sangre!
Beatrice recorrió con la luz de la linterna el cuerpo de Helene, y entonces lo vieron: la anciana
tenía un corte en el cuello y se había desangrado en el sendero que iba a Petit Bôt Bay.
12
Comparado con los sucesos habituales de Guernsey, donde apenas ocurrían hechos criminales —si
se exceptuaban los robos de barcos, que se habían convertido desde hacía décadas en parte de la
vida en la isla—, el despliegue policial que se produjo en Le Variouf y sus alrededores durante
aquella noche fue colosal. Los peritos de la policía revisaron huellas de suelas y rodadas de
neumáticos, y acordonaron el lugar del crimen. En el pueblo advirtieron los movimientos; la gente se
levantó de la cama, subió por el camino y se agolpó ante el cordón policial. Llegaron incluso desde
St. Martin, ansiosos de no perderse nada de la gran sensación. De manera misteriosamente rápida,
había corrido el rumor de que Helene Feldmann había sido asesinada, y la gente, horrorizada,
cuchicheaba: «¡Dicen que le han cortado el cuello! Santo cielo, ¿podéis imaginaros una cosa así?»
Beatrice y Franca estaban sentadas en sendos sillones de la sala de estar, extrañamente alejadas
una de otra, como si no soportaran su proximidad. Un policía les hacía preguntas, después de que un
médico le diera permiso. Al principio Franca estaba convencida de que Beatrice había sufrido una
fuerte conmoción. Cuando vio a la anciana, inmóvil e inerte, Beatrice empezó a temblar en el sendero
y la linterna se le cayó de la mano. Franca recogió la linterna y tomó a Beatrice de un brazo. Para su
sorpresa, ella no temblaba lo más mínimo.
«A lo mejor tiemblo después», pensó.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo entonces—. Venga, Beatrice, volvamos a casa.
Beatrice se dejó conducir por el sendero sin oponer resistencia. Franca llamó a los perros, que
azorados y con el pelo del lomo erizado y la cabeza gacha fueron tras ellas.
Ya en casa, Franca sentó a Beatrice en un sillón y le dio una copa de coñac; luego llamó a la
policía y describió lo que había ocurrido a un oficial completamente perplejo, que en ese momento
estaría haciendo un crucigrama y cabeceando de sueño. Al principio tomó la historia por una broma
de mal gusto.
—¿Está segura de que es verdad lo que me cuenta? —preguntó.
—Por favor, venga cuanto antes —dijo Franca, y pensó que posiblemente no tendría fuerzas para
seguir discutiendo con aquel hombre.
—¿Ha bebido, señora? —volvió a cerciorarse el policía.
—No. ¡Por favor, envíe una patrulla de inmediato!
Por fin el oficial reaccionó.
—Inmediatamente, señora —dijo—, y no toque nada en el lugar del crimen.
Franca regresó a la sala de estar, donde Beatrice seguía con el rostro lívido. No había ni tocado
la copa de coñac.
—Beatrice, por favor, beba un trago —insistió Franca—. ¡Si no, se va a desmayar!
Beatrice la miró a los ojos. En su mirada había una extraña expresión de vacío.
—Le han cortado el cuello —murmuró—, es espantoso. Increíblemente espantoso.
—No pensemos ahora en eso —dijo Franca. Sabía que ella también se quedaría bloqueada si
empezaba a pensar en los detalles del crimen. La sola idea de que allí fuera había un loco suelto que
atacaba a las personas y les cortaba el cuello, que acechaba entre los setos a lo largo del camino
para caer sobre su víctima… «Podría haberle pasado a cualquiera», pensó, a cualquiera, incluso a
ella. Cuántos paseos solitarios por los acantilados había dado en esos días…
Sintió náuseas, pero reprimió rápidamente esa sensación. Más tarde podría repasar todas las
hipótesis del horror, en ese instante no. De momento había que mantener la calma.
Llegaron dos policías, todavía con aire de incredulidad, convencidos de que alguien estaría bajo
el efecto de una alucinación o gastando una broma de mal gusto. Franca les describió el lugar de los
hechos y les dijo que en el mismo sendero encontrarían a la mujer. Ambos se dirigieron a donde les
habían indicado, y al rato uno de ellos volvió con cara de cadáver.
—Dios mío —dijo jadeando—, nunca había visto nada igual.
Poco después, toda la zona se llenó de policías, los reflectores bañaron el área con una luz
resplandeciente, los curiosos empezaron a llegar al lugar y una ambulancia atravesó la noche a toda
velocidad con la sirena aullando. Franca le explicó al médico que se encontraba bien, que no
necesitaba ayuda, pero que Beatrice no estaba tan bien y debía ocuparse de ella. El médico la
examinó atentamente.
—Me temo que usted es de las personas que reaccionan a la impresión tardíamente —dijo—.
Tenga —le puso en la mano un frasquito con unas cápsulas blancas—, son homeopáticas. Tome cinco
cuando se sienta nerviosa.
Franca le prometió que lo haría, mientras observaba cómo el médico le ponía una inyección a
Beatrice, que aceptó sin protestar.
—Es para tranquilizarla —dijo él.
Las mejillas de Beatrice recobraron poco después algo de color, y salió del trance en que había
estado sumida.
—Pregunte —le dijo al policía que se acercó a ella tímidamente—, responderé a todo. —La voz
había recuperado su firmeza.
Contestó con asombrosa calma a todas las preguntas que le formuló el policía. Le contó que esa
noche Helene había ido a cenar a casa de Kevin, en Torteval, y que había regresado hacia las diez y
media en taxi. El policía tomaba notas rápidamente y se mostró muy interesado cuando oyó que el
taxista había dejado a Helene antes de llegar a la casa.
—En esos cien metros pudo haberse topado con su asesino —dijo él.
—Luego siguió por el sendero, al este de nuestro terreno, que lleva al acantilado —dijo Beatrice
—, el sendero en que…
—Sí. El lugar del crimen.
—¿Cree que la mataron allí mismo, donde la encontramos, o en el camino? Pudieron haberla…
El policía meneó la cabeza.
—Los peritos no han concluido aún sus investigaciones, pero por lo que he visto hasta ahora
pienso que la mataron allí mismo. De lo contrario, habríamos visto huellas de sangre y de
neumáticos.
—Sí, claro —dijo Beatrice, y sus mejillas volvieron a ponerse pálidas.
—Tengo que preguntarles también qué han hecho ustedes esta noche —dijo el policía mirando a
Franca—. ¿Han estado juntas?
—No —respondió Franca. Luego le informó de su cena en Oíd Bordello.
—¿Su marido no se hospeda aquí? —replicó el policía.
Franca negó con un gesto.
—Está en el hotel Chalet, en Fermain Bay.
—Ah. ¿Y él no la ha acompañado hasta aquí?
—No. He venido sola en coche.
—¿La señora Shaye estaba en casa cuando usted llegó?
—Estaba en su coche, a la entrada de la casa.
El policía miró a Beatrice.
—¿Entonces usted también llegó en ese momento? ¿O se disponía a salir?
—Hacía media hora que había llegado —dijo Beatrice—. Estaba en el coche, pensando.
El policía la miró asombrado.
—¿Se quedó durante media hora en el coche pensando? ¿Por qué no entró en la casa?
Ella se encogió de hombros.
—No me apetecía. No se me ocurrió entrar. Había perdido por completo la noción del tiempo. Si
Franca no hubiera venido de repente, es probable que aún estuviera allí.
—Qué extraño —murmuró el policía, mientras le tomaba declaración sin dejar de mover la
cabeza.
A Franca no le pareció nada extraño que alguien se quedara en el coche pensando hasta perder la
noción del tiempo, si en ese momento le aquejaban serias preocupaciones; pero posiblemente eso era
difícil de entender para un burócrata de mente pragmática.
—¿Puede ser que ya estuviera aquí a la hora del crimen? —preguntó el policía.
Beatrice reflexionó un instante, pero Franca intervino enseguida.
—No. Yo llegué aproximadamente a las doce y veinte. Si Beatrice hacía media hora que estaba
aquí, quiere decir que llegó hacia las doce menos cuarto. Helene cogió el taxi en Torteval a las diez
y media… —Luego se quedó pensando—. Debió de llegar antes de las once. Es decir, al menos tres
cuartos de hora antes que Beatrice.
—Quizá el taxista pueda decirnos la hora exacta —opinó el policía—. Por lo demás, pienso que
la señora Shaye no puede estar completamente segura de haber estado media hora delante de la casa.
Después de todo, dijo que había perdido la noción del tiempo. Es decir, que pudo haber llegado
una hora o una hora y media antes.
—Salí de Pleinmont Point poco antes de las once y media —dijo Beatrice—, pero puedo estar
equivocada.
—¿Y qué hacía de noche en Pleinmont Point? —Se notaba que al policía le resultaba cada vez
más extraña la conducta de Beatrice. En su opinión, ella hacía cosas muy curiosas.
—Estaba allí desde la tarde —respondió a su pregunta—, fui a dar un paseo. Vi la puesta de sol.
Y después me quedé sentada en el coche.
El policía alzó las cejas.
—¿Quiere decir que ha pasado la tarde y parte de la noche sentada en el coche? ¿Primero en
Pleinmont Point y después aquí? Lo encuentro bastante extraño. ¿Tiene preocupaciones muy graves,
señora?
—Sí —dijo secamente Beatrice, y la expresión de la cara pareció añadir de forma inequívoca:
pero a usted no le diré ni una palabra.
—Entonces ¿pudo haberse encontrado aquí a la hora del crimen?
—Si se determina que la hora del crimen fueron las once, yo no podía estar aquí. De ninguna
manera salí de Pleinmont Point antes de las once.
El policía anotó algo en su cuaderno y miró a Beatrice. Daba la impresión de que su aspecto y
sus gestos se habían vuelto una pizca más distantes.
—¿Hay alguien que pueda confirmar sus datos? —preguntó.
Beatrice meneó la cabeza.
—No.
Y él cerró su cuaderno.
—Por ahora no tengo más preguntas.
«Pero estén localizables», pensó Franca.
—Pero estén localizables —dijo él.

Alan colgó el teléfono muy despacio y se quedó mirándolo como si nunca lo hubiera visto. Estaba
atónito y aturdido.
—Santo cielo —murmuró.
Se dirigió al aparador, descorchó un jerez, se sirvió una copa, se la bebió de un trago y después
abrió la botella de whisky. El jerez no era suficiente para un golpe así. Además, ya eran más de las
seis de la tarde y era hora de pasar a las bebidas fuertes. Dejó que el primer trago le corriera por la
garganta y saludó el cálido ardor que le hacía la vida más soportable, cuando sonó el timbre.
Pensó un instante si debía abrir o no. En el fondo no tenía ganas, quería estar a solas con sus
emociones. Y con su whisky.
«No estoy en casa —se dijo—. He tenido un día muy duro y ajetreado. Un montón de reuniones,
casi todas desagradables.»
Había logrado sobrevivir todas esas horas sólo con una ginebra y un whisky de malta. Ya había
superado su recaída de hacía tres días. Había estado bebiendo todo el lunes, todo el martes y la
mitad del miércoles, hasta que por la tarde vomitó varias veces y se asustó del individuo con la
barba crecida que vio en el espejo. Le temblaban las manos.
«¡Un vagabundo —pensó—, parecía un vagabundo!»
El teléfono no había dejado de sonar, pero no lo cogió. No se sentía capaz de articular una frase
coherente e inteligente. Temía que al final acabaría balbuceando. En un momento estuvo a punto de
ensayar en la soledad del baño y hablar consigo mismo, pero hasta de eso tenía miedo. Le bastaba
con ver su semblante para horrorizarse. No habría soportado oír su propia voz.
Vomitó por última vez al atardecer del miércoles, y después se sintió tan débil que salió del baño
gateando. El teléfono seguía sonando. Parecía que alguien quería establecer contacto con él
urgentemente. Lo más probable era que se tratara de Beatrice. Recordaba vagamente haber hablado
con ella el lunes. Estaba bastante borracho y era de suponer que su madre se hubiera vuelto a alterar
por eso. No tenía el menor interés en oír sus reproches, ni fuerza para oponerse a su cacareo, como él
lo llamaba.
Se metió en la cama, pensando que el agotamiento lo haría caer enseguida en un profundo sueño,
pero, para su sorpresa, de pronto se sintió totalmente despierto e inquieto. Dio vueltas en la cama,
atormentado por la idea de un trago de whisky. Se acabaría el temblor, las palpitaciones del corazón,
así encontraría la calma… Pero no se conformaría con un trago, eso también lo sabía. Y al día
siguiente no sería capaz de acudir al despacho, no lo lograría. Y todo empezaría de nuevo. La
soledad. Las borracheras.
Esa mañana tenía todavía un aspecto horrible, pero después de una larga ducha, de lavarse la
cabeza, secarse el pelo, afeitarse y tomar dos tazas de café, creyó que podía arriesgarse a volver a
estar entre la gente. Se puso un buen traje y tomó dos aspirinas.
La secretaria le dijo al llegar al despacho que había habido algunos problemas por las reuniones
que había suspendido en los tres últimos días, y él asintió con la cabeza; ya lo había pensado,
siempre pasaba lo mismo cuando recaía. «Hasta ahora nunca he tenido problemas serios; pero esto
no puede seguir así», pensó.
—Si llama mi madre —le dijo a su secretaria—, por favor, no me la pase. Dígale que estoy
reunido.
La secretaria asintió. Eso también le resultaba familiar. Cada vez que su jefe sufría una recaída,
evitaba hablar con su madre. Evidentemente la señora era desagradable en esos casos.
—Su madre ha llamado dos veces —le informó al mediodía.
Ya se lo había imaginado. Bueno, así al menos sabía que él estaba con vida.
«No tiene otra cosa de qué preocuparse», pensó, enfadado.
Se las ingenió para sobrevivir aquel día, y se premió con un whisky cuando llegó a casa.
Un whisky no podía hacer daño, se dijo, pero ya tenía el segundo vaso en la mano, y ya había
bebido un jerez; pero el jerez no contaba, sobre todo después de enterarse de una noticia tan terrible.
Volvieron a llamar al timbre con tal insistencia que parecía que se tratara de un vendedor.
«No estoy en casa», pensó Alan, y bebió otro trago de whisky. En ese momento oyó la llave que
giraba en la cerradura. Salió al vestíbulo y vio a Maia.
—Lo siento —dijo ella en lugar de un saludo—, como no abrías…
—¡Tú no puedes entrar así en mi casa!
—Todavía tengo las llaves… Estaba muy preocupada por ti. Te he llamado por teléfono muchas
veces. No te he encontrado en el despacho, y aquí tampoco atendía nadie. Así que he decidido venir
a ver qué ocurría.
Alan estiró, una mano.
—Dame las llaves, por favor…, y lárgate. Ya ves que estoy bien.
Las aletas de su bella nariz, que a él le parecía tan frágil y tan tierna, oscilaron levemente, como
un animal que husmea su presa.
—Has bebido —comprobó ella.
Él asintió.
—Un whisky. Eso está permitido, ¿no? Y ahora dame las llaves, por favor.
Sin hacerle caso, Maia pasó de largo junto a él y se dirigió a la sala de estar. Por todas partes
había botellas y vasos. Un escenario que lo decía todo.
«Maldición», pensó Alan, y la siguió a la sala de estar.
Ella se volvió con gesto de incredulidad. Tenía los ojos más grandes que de costumbre.
—¿Te has enterado de lo de Helene? —le preguntó.
—Hace un momento. Me ha llamado Beatrice.
—La abuela me lo contó ayer por la mañana. Lloraba tanto que no se le entendía nada. En
realidad la llamé yo para pedirle que me enviara dinero… ¡y va y me sale con eso! Desde entonces
he intentado comunicarme contigo. Quería hablar con alguien que conociera a Helene, que estuviera
tan dolido como yo… —Luego se detuvo. En su mirada había auténtico horror.
Era la primera vez que veía en Maia un sentimiento sincero. Su estremecimiento no era falso. Era
como si le hubieran arrancado una máscara del rostro y por un momento representara la persona que
en verdad era: una chica normal y amable.
—Es inconcebible un crimen así en Guernsey —dijo Alan.
Pensó en Helene. Ella siempre había sido una parte fundamental de su vida. Como una tía que
estaba todo el tiempo allí. Helene lo cuidaba cuando Beatrice no estaba en casa, le contaba historias,
le hacía pasteles, le leía fábulas alemanas y lo consolaba cuando se despertaba de noche con
pesadillas. Si tenía algún problema, siempre recurría a Helene. Beatrice a veces era muy dura, poco
comprensiva, y con frecuencia irritable. Helene había sido siempre más equilibrada. Suave y siempre
amable, complaciente, cuidadosa. Él se refugiaba en ella cuando sacaba malas notas y le contaba las
peleas que tenía con los compañeros de escuela.
No podía imaginar que Helene estuviera muerta. Y menos aún que hubiera perdido la vida de esa
manera brutal.
«Qué espanto —pensó, y el horror lo inundó con una ola de náuseas—. ¡Cómo ha debido de
sufrir!»
—La abuela dice que encontraron el bolso junto a ella —dijo Maia—, con el dinero y la tarjeta
de crédito… Evidentemente, no la asesinaron para robarle.
—¿El crimen sexual también ha quedado descartado? —preguntó Alan. No había hablado mucho
con Beatrice. Estaba demasiado afectado para preguntar nada.
—Eso seguro que no —dijo Maia—, ¿quién iba a atacar a una anciana como ella?
—Esas cosas pasan de vez en cuando —dijo Alan—, incluso cosas peores.
—La policía anda perdida; no tienen la menor idea de cuáles han podido ser los motivos —dijo
Maia—. Así que el crimen sexual parece quedar excluido.
—Lo único que se me ocurre es que el asesino sea un enajenado —opinó Alan—, un loco que
mata por matar. Helene tuvo la desgracia de pasar por el lugar equivocado en el momento
equivocado. Pero ¿qué hacía de noche por la calle?
—Volvía de casa de Kevin. El taxista la dejó un poco antes de llegar a la casa para poder dar la
vuelta sin problema. En ese último tramo… —Maia respiró profundamente—. ¿Puedo tomar yo
también un whisky? —preguntó en voz baja.
Alan le sirvió uno en silencio y le alcanzó la copa. Ella lo bebió de un trago como si fuera agua.
—Creo que después de esto nunca volveré a ser confiada. ¿Entiendes lo que quiero decir? Antes
las cosas tenían un orden, pero ahora ya nada volverá a ser como era. Durante mucho tiempo.
Alan entendía a qué se refería. Ni ella ni él conocían en carne propia la violencia. La violencia
se veía en los noticiarios de la televisión y en los periódicos. Se sabía de su existencia, pero nunca
les tocaba directamente. Ahora la violencia se había hecho tangible. El corte que había hecho
desangrar a Helene hería también a sus allegados.
«Quizá tenga razón —pensó Alan—, quizá ya nada vuelva a ser lo mismo.»
—Mi madre dice que entregarán el… —Alan se mordió los labios. Iba a decir «el cadáver»,
pero la palabra sonaba tan terrible refiriéndose a Helene que no pudo pronunciarla—. La policía
entregará a Helene a comienzos de la próxima semana —dijo—, y el miércoles será el entierro.
—¿Irás?
—Por supuesto. Helene es… era como una madre para mí. Además, tengo que ocuparme de
Beatrice. Ahora necesitará mi apoyo.
—Eso lo dudo —dijo Maia—. Seguramente Beatrice estará tan impresionada como todos
nosotros, pero su dolor no será insoportable.
Alan la miró, sorprendido.
—¡Pero si ha pasado prácticamente toda su vida con Helene! Para ella será como un mundo que
se hunde.
—Tu madre nunca ha querido a Helene. No ha habido otra persona en el mundo de la que
quisiera alejarse tanto como de Helene.
—Exageras. Sí es cierto que de vez en cuando ha habido fricciones entre las dos, pero eso es
normal. En principio…
—En principio Helene se pegó a Beatrice como una garrapata, y Beatrice la maldijo —continuó
Maia. La impresión por lo sucedido no había restado claridad a su juicio ni había mermado su
rotundidad a la hora de expresarse.
—Deberías tener más cuidado con lo que dices —le recomendó Alan, enfadado—. No creo que
tú…
Ella se rio por lo bajo, pero la risa no era alegre y coqueta como siempre. Tenía un tono
estridente.
—Alan, a veces me haces gracia. Te has criado con esas dos mujeres, has pasado con ellas la
mitad de tu vida, y parece que ignoras lo que todos en la isla saben: que han tenido una relación
horrible durante más de cincuenta años, y que en el fondo ninguna soportaba a la otra. Helene no se
alejaba de Beatrice porque era completamente dependiente de ella, y Beatrice no se podía deshacer
de Helene porque tal vez sentía compasión por ella o…
—Mi madre nunca ha sentido compasión por nadie —corrigió Alan—, ése ciertamente no ha
podido ser el motivo para tolerar a una persona en su casa. Beatrice no es así. Creo que la conozco
un poco. Si alguien no le gusta, se lo dice con toda claridad y sin rodeos.
—Es evidente que eso no lo hizo con Helene.
—Posiblemente porque la quería.
—Mae dice…
—¡Mae! —Alan frunció el entrecejo con aire enfadado—. No te lo tomes a mal, Maia, pero tu
abuela Mae dice muchas tonterías por puro aburrimiento. No deberías creer todo lo que dice.
—Ciertamente no todo. Pero tiene razón en lo de Beatrice y Helene. Porque hay cientos de
personas que dicen exactamente lo mismo que ella. Además, yo también he tenido siempre esa
sensación.
—Es inútil discutir de eso ahora —dijo Alan—. Helene está muerta y… ¡Dios mío! —Se
desplomó en el sillón y se cubrió la cara con las manos. Cuando volvió a levantar la vista, tenía los
ojos enrojecidos de tristeza, aunque no lloraba.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó con voz neutral.
—Ya te lo he dicho. —Maia estaba en el centro de la habitación con el vaso de whisky vacío en
la mano—. Quería hablar con alguien que hubiera conocido a Helene.
—Podrías haber ido a ver a Edith.
—Edith no debe enterarse. Es muy mayor, la alteraría demasiado.
—Muy bien. Y entonces has decidido venir a verme a mí. Bueno, pues ya me has visto y has
hablado conmigo. Ahora ya puedes irte.
—Sí. En realidad, podría.
—¿Entonces?
—¿Quieres que me vaya?
—Si tienes algún problema —dijo Alan—, deberías hablarlo con tu amigo. Él se encargará de
consolarte.
—Bah, él… —Su voz tenía un aire de congoja.
—¿Sí?
—Con él he terminado. Ya no me queda nadie, no tengo dinero, ni casa, ni amigos. —Entonces
rompió a llorar—. Tendré que volver al puñetero St. Peter Port.
13
—No entiendo cómo ese policía puede ser tan insensible para venir a interrogar a Beatrice el
mismo día que entierran a Helene —dijo Franca—. Podrían darle un poco más de tiempo.
—No es un interrogatorio —repuso Alan—, el policía ha llamado para preguntarle si le
importaba que viniera a conversar un momento y ella se ha mostrado inmediatamente dispuesta.
Incluso se ha negado a que yo me quede con ella. Pienso de veras que no le importa.
Era un día radiante de mayo. El sol calentaba casi tanto como en pleno verano y no soplaba ni
una brisa de aire. Los prados y los setos que bordeaban el acantilado sobre el mar estaban en flor. El
mar resplandecía con un reflejo turquesa. Los barcos navegaban a lo largo de la costa o se
balanceaban perezosamente en las ensenadas. Un día caluroso, calmo, inerte.
—Voy a dar una vuelta —dijo Franca, poco después de que llegara el policía y desapareciera en
la sala de estar con Beatrice—, porque si no creo que me va a estallar la cabeza.
—Si no le molesta, la acompaño —dijo Alan. Él también estaba tan indeciso como ella en el
vestíbulo mirando fijamente hacia la puerta detrás de la cual su madre y el policía se habían
encerrado—. A mí también me vendría bien estirar un poco las piernas.
El funeral lo había conmovido; sólo había sido capaz de sobrellevarlo porque poco antes había
tomado unas copas de coñac. Tras el sepelio, Beatrice ofreció un bufete en su casa, bien regado con
vino y cerveza. Alan bebió lo suficiente para mantener cierta calma. Por supuesto se daba cuenta de
que Beatrice lo miraba todo el tiempo con ojos críticos y que contaba los vasos que tomaba. Pero en
presencia de tantos invitados no podía decir nada, y él tomó la precaución de no estar nunca mucho
tiempo a solas con ella. Poco después de que se fueran los últimos invitados llegó el policía, así que
Beatrice no tuvo ocasión de llamarlo aparte y reprenderlo.
Ahora caminaba con Franca por el sendero que se elevaba sobre el mar. De común y tácito
acuerdo eludieron el sendero en que habían hallado el cadáver de Helene. Bajaron al pueblo y
tomaron otro que pasaba justo por detrás de la antigua casa de los Wyatt, en dirección a Petit Bôt
Bay. El comienzo del sendero estaba en sombras, y un halo de frescura se desprendía de la hierba
húmeda que crecía al borde del camino. Pero luego se abrió el techo frondoso de las hojas y el sol
volvió a brillar sobre ellos.
—Quizá teníamos que habernos cambiado —dijo Alan. Él llevaba aún el traje negro del sepelio,
y Franca, un vestido igualmente negro y unos incómodos zapatos de tacón—. ¿Puede andar con esos
zapatos?
—Si no caminamos demasiado rápido…
Delante de ellos surgió el mar, un espejo brillante e inundado de sol. Incluso en un día como
aquél, Franca era capaz de percibir la magia de aquel paisaje.
—Qué hermoso es esto —dijo.
—Sí lo es.
Miró en la misma dirección que ella y se dijo que tenía razón: era realmente hermoso. Como
conocía el paisaje de niño, había dado siempre por sentada su belleza, salvaje y pintoresca. Pero
ahora lo contemplaba con los ojos de Franca, y era como si percibiera su belleza por primera vez. El
mar y las rocas eran como un consuelo. Helene se había sentido muy unida a esa isla.
«Seguramente estará en un sitio parecido a éste», pensó, y ese pensamiento le resultó un tanto
pueril.
—¿Ha notado cómo nos miraban en el pueblo? —preguntó Franca.
No había notado nada. Estaba completamente absorto en sus pensamientos.
—No. ¿Quién nos miraba?
—La gente. He visto cómo algunos corrían las cortinas y otros dejaban de trabajar en el jardín y
nos miraban fijamente.
—Es normal —dijo Alan—. Ha ocurrido un crimen terrible en mi familia. Por eso me miraban a
mí. Y usted ha tenido la desgracia de estar viviendo en estos momentos en casa de mi madre. Por eso
también la miraban a usted. La gente es así.
Ella meneó la cabeza.
—Circula una horrible sospecha por la isla.
—¿Una sospecha?
—Beatrice no ha podido explicar dónde pasó aquella noche. Es decir, claro que lo puede
explicar, pero a la mayoría les suena un poco raro. Pasó horas sentada en el coche, frente a los
acantilados de Pleinmot Point, y después otra media hora delante de su casa. Y hay gente que dice
que eso es extraño.
—¿Y quién dice eso?
—Mae.
—¡Otra vez Mae! —Hizo un gesto de desdén con la mano—. ¿Por qué todo el mundo hace caso
de los desatinos de una cotilla?
—¿Quién más?
—Maia. Hace unos días también empezó con eso.
Franca se encogió de hombros.
—Yo sólo cuento lo que oigo. Y lo que yo siento al respecto. La gente husmea una noticia
sensacional y naturalmente se entromete.
Alan se detuvo.
—¿Creen de veras que Beatrice mató a Helene?
—No creo que nadie lo piense de veras —dijo Franca—, pero dicen que la versión de Beatrice
de cómo pasó aquella noche es algo extraña. Y como ya se sabe el odio que…
—¡Oh, no —dijo Alan—, también usted empieza con eso! ¡Mi madre no odiaba a Helene!
Franca lo miró a los ojos. En su mirada no había afán sensacionalista ni deseo de cotilleo. Vio en
cambio calidez, simpatía y mucha franqueza.
—Yo tampoco creo que odio sea la palabra justa —dijo ella—. Pero su madre quería deshacerse
de Helene como fuera. Y todos los habitantes de Guernsey lo saben.

«Qué extraño —pensó Beatrice—, pasear por esta casa y saber que Helene ya no está. Que nunca
volverá.»
El policía se había marchado hacía quince minutos. Volvió a preguntarle por los sucesos de
aquella noche, quería saber qué había hecho Beatrice, cuándo y por qué.
—Usted también estaba invitada a cenar en casa de Kevin Hammond. ¿Por qué no fue?
—Ya se lo he dicho. Tenía problemas y quería estar sola.
Él asintió pacientemente.
—Problemas con su hijo, lo sé. ¿De qué naturaleza son esos problemas?
—Eso es asunto mío.
Él no insistió.
—¿Ese día notó algo extraño en Helene Feldmann? ¿Estaba diferente?
—Estaba como siempre. Le hacía ilusión la cena. No noté nada.
—¿Iba a cenar a menudo a casa del señor Hammond?
—Cada cuatro o cinco semanas. A veces más, a veces menos. Se entendían bien.
—Curioso, ¿no? Ese muchacho con una anciana… Una combinación extraña.
—Ella era su confidente. Una especie de amiga maternal. Y él era para ella el hijo que nunca
tuvo.
—¿Se reunían a menudo a solas?
—Sí. El domingo por la noche, sin embargo, como ya he mencionado, la señora Palmer y yo
debíamos estar también allí. Fue una casualidad que al final se quedaran solos.
—Según la información que tengo, la señora Palmer estaba con su marido, el cual había llegado
por sorpresa de Alemania ese mismo día.
—Así es.
—¿Por qué el señor Hammond no aplazó la cena, ya que dos de los tres invitados no acudirían?
—Fue culpa nuestra. Se nos olvidó llamar a Kevin para avisarle. Le dije que ni Franca ni yo nos
quedaríamos a cenar cuando llevé a Helene a su casa.
—¿Estaba enfadado?
—No estaba lo que se dice contento. Ya había cocinado y preparado todo.
—¿Acordaron que él llevaría a Helene Feldmann de vuelta a casa?
—No lo acordamos de forma explícita, pero quedaba sobrentendido. Siempre que cenaba en su
casa la traía él luego.
—Entonces, ¿no solía venir en taxi?
—No. Nunca lo había hecho.
—El señor Hammond dice que no la trajo porque estaba ebrio. ¿Había sucedido eso alguna vez?
—Que yo recuerde, nunca había pasado, no.
—¿Por qué bebió tanto esa noche?
—Eso tiene que preguntárselo a él. No lo sé.
—Naturalmente ya se lo hemos preguntado. Y nos ha dicho que desde hace un tiempo está en
apuros financieros. Al parecer se ha endeudado con la compra de dos invernaderos. Dice que
últimamente ha estado bebiendo más que de costumbre para olvidarse de sus problemas.
—Si él lo dice, debe de ser así.
—Al parecer no se encontraba en condiciones ni para llamar un taxi. Es sorprendente que sea el
propio invitado quien haga la llamada, ¿no le parece? Cuando usted habló esa noche con él, ¿seguía
ebrio? En teoría, no habría podido decirle nada sensato.
Ella pensó un instante.
—No…, no me dio la impresión de que estuviera ebrio. Me pareció que estaba despierto y con la
mente bastante clara.
—Humm. Deberá admitir que suena un poco contradictorio, ¿no le parece? Entre las diez y las
diez y media, un hombre está demasiado ebrio para pedir un taxi para su huésped, pero poco después
de la una puede mantener una conversación normal. Tendremos que investigar más esta cuestión. —
Luego miró su cuaderno de notas—. El taxista ha dicho que Helene Feldmann parecía alterada.
Apenas podía entenderla cuando habló con ella por teléfono. ¿La señora Feldmann solía hablar en
voz muy baja por teléfono?
—No. No hablaba particularmente alto, pero se le entendía bien.
—Además, cuando el taxista llegó, ella ya estaba en la esquina. No esperaba en la casa. ¡Eso
tampoco parece que sea la conducta típica de una anciana!
Beatrice no tenía ninguna explicación para eso.
—No tengo ni idea de qué podía ocurrirle. Lo único que puedo decir es que durante el día estuvo
normal. Angustiada, sí. Pero siempre se angustiaba el uno de mayo. Ese día, hace cincuenta y cinco
años, murió su esposo.
—¿Podría ser que por la noche, después de beber un poco de alcohol, se hubiera puesto
sentimental o incluso deprimida? ¿Y que por ese motivo hablara tan despacio y no pudiera aguardar
la llegada del taxi?
—Es posible. Helene nunca logró superar realmente la muerte de su marido.
—El taxista dice que un coche los siguió durante todo el trayecto y que él dejó a la señora
Feldmann a unos metros de la casa porque allí había espacio para girar. El conductor de ese vehículo
podría ser un testigo importante para la investigación, y sería muy útil hallarlo. Por supuesto, el
taxista no se fijó en el número de la matrícula, ni siquiera recuerda el modelo del coche. Hemos
puesto un anuncio en la prensa y en la radio para que se presente la persona que lo conducía, pero
hasta ahora no hemos obtenido resultados. —El policía se puso en pie y guardó su cuaderno en el
bolsillo—. Esto era a grandes rasgos lo que quería saber. Una sola pregunta más. —Según le pareció
a Beatrice, la miró con mucha atención—. ¿Cómo era su relación con Helene Feldmann?
Más tarde volvió a pensar en su respuesta, mientras se paseaba por la casa buscando a una
persona que ya no estaba allí.
—Nos conocíamos desde hace casi sesenta años.
Y él, como Beatrice esperaba, repuso:
—Eso no responde a mi pregunta.
No tenía la menor intención de contarle al policía detalles sobre la complicada relación que
había mantenido con Helene.
—Hemos vivido casi sesenta años bajo el mismo techo. Eso es una respuesta perfectamente
válida a su pregunta. Formábamos una especie de familia. Uno no escoge a los miembros de su
familia, ni se cuestiona todo el tiempo la relación que tiene con ellos. En el fondo, no se puede
cambiar. Uno está inevitablemente unido.
Él no se dio por vencido.
—¿Había a menudo peleas entre ustedes?
—No. Nos peleábamos muy poco.
—¿Tenía algún tipo de reserva hacia ella, señora Shaye? Después de todo, la señora Feldmann
había sido la esposa de un oficial de las fuerzas de ocupación que se había instalado en su casa.
—¡Por Dios, yo era una niña entonces! Eso ya no tenía ninguna importancia, hacía mucho que
había dejado de tenerla.
—¿Qué tenía importancia entonces entre usted y la señora Feldmann?
—Nos respetábamos. Y nos acostumbramos la una a la otra.
Él suspiró. Era evidente que esa información no le servía de mucho.
«Sin embargo —pensó Beatrice—, le acabo de dar la única respuesta verdaderamente correcta.
Respeto y costumbre. Eso ha regido nuestros últimos años.»
¿De veras? Subió la escalera, abrió la puerta de la habitación de Helene y se quedó allí, de pie.
El cuarto estaba intacto, como si la persona que dormía allí fuera a regresar de un momento a otro.
Aún tenía el olor de Helene, el perfume y los polvos que solía usar. Sobre el escritorio que había
junto a la ventana se apilaban montones de papeles escritos a mano por ella. Era un fárrago inmenso
de apuntes, cartas y recortes de periódicos.
«Cielo santo, guardaba todo lo que caía en sus manos —pensó Beatrice—. Será duro revisar y
clasificar todo. Primero sacaré los vestidos y la ropa de los armarios; una parte la tiraré y el resto lo
donaré a alguna asociación de beneficencia. Luego tendré que revisar los papeles, ocuparme de las
facturas que quedan por pagar y comprobar el saldo de la cuenta. ¿Quién heredará el dinero, a todo
esto? ¿Habrá hecho testamento? ¿Y la habitación seguirá siendo de Helene aun después de su muerte?
Eso significaría que Helene seguiría estando aquí, y quizá incluso ahora esté. Vaciaré la habitación.
En cuanto regale los vestidos y tire los papeles, la habitación podrá convertirse en otro cuarto de
alquiler para las vacaciones.»
La rapidez con que decidió deshacerse de las pertenencias de la anciana la espantó un poco.
¿Cómo era su relación con la señora Feldmann?
Recorrió la habitación con la vista.
Se ha entrometido bastante en mi vida. Ha habido momentos en que me han dado ganas de
mandarlo todo al infierno.
«¿Ha tenido ganas alguna vez de mandarla al infierno a ella también?», le habría preguntado el
policía. Se quedó pensando.
«Creo que siempre he tenido ganas. Sí, creo que aún quería que se fuera al infierno. Tal vez todos
y cada uno de los días de nuestra vida.»
¿Se siente aliviada ahora que ha muerto?
No lo sé… Nunca le deseé un final así. Pero creo que cuando me recupere del golpe, me sentiré
aliviada.
«Probablemente —pensó— es normal que yo sea la principal sospechosa. ¿Quién ha podido
hacerle algo tan espantoso a Helene?»
El día anterior había llegado con Franca a la conclusión de que debía de tratarse de un loco. Era
la versión que más convencía a ambas. La idea de que un asesino demente anduviera suelto por
Guernsey era terrible, pero más terrible aún era que alguien pudiera sentir semejante odio por
Helene, hasta el punto de cortarle el cuello y dejar que se desangrara en un sendero abandonado.
Oyó un ruido en la escalera y se estremeció. Por un momento se le ocurrió la absurda idea de que
tal vez el policía se había escabullido por la casa después de la conversación, luego había subido sin
hacer ruido y había escuchado su monólogo, que parecía una confesión de culpabilidad. Pero era una
tontería, ningún policía inglés haría una cosa así.
Se asomó a la balaustrada y exclamó:
—¿Quién es?
En ese preciso momento vio a Kevin, que se disponía a subir la escalera sin hacer ruido. Dio la
impresión de que se había asustado terriblemente al oírla. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, la
cara se le puso lívida.
—¡Por Dios! ¡Pensaba que no había nadie! He llamado a la puerta, y como no contestaba nadie,
he entrado por la cocina. He dado voces… —Tenía un aspecto agitado y nervioso—. Siento haber…
—Tonterías. Tú eres de la familia, Kevin. —Bajó la escalera y entonces cayó en la cuenta de que
él en realidad estaba subiendo arriba, lo cual le pareció un poco extraño—. ¿Qué buscabas arriba,
Kevin? —preguntó con la mayor naturalidad de que fue capaz, al tiempo que le daba un beso en cada
mejilla.
Él le devolvió el saludo, sintió que sus labios estaban fríos.
—Yo… ya sé, está un poco fuera de lugar. Pero quería ver una vez más su habitación.
—Sube, entonces. Necesitas despedirte de ella tanto como yo. Mientras, haré un café.
Lo oyó andar por arriba, mientras ella estaba en la cocina. Quizá, pensó, había sido injusta con él
al pensar que sólo buscaba la compañía de Helene para sablearla. Quizá lo unían a ella otras cosas.
Quizá era exactamente lo que le había dicho al policía: que para él era una amiga maternal.
Puso la cafetera, las tazas, la azucarera y la leche en una bandeja y salió a la galería que había
detrás de la cocina. De pronto se acordó de la noche de Año Nuevo en que salió a la galería con
Erich. Una de las pocas veces que él no había hablado de la victoria final. Estaba asustado. Sabía
que su Führer había caído en desgracia y que todos se hundirían con él. Le encomendó que cuidara de
Helene.
La bandeja temblaba, las cucharillas del café tintineaban. La colocó rápidamente sobre la mesa.
Diablos, no era momento de pensar en eso. Aquella noche quedaba a décadas de distancia,
parecía estar al otro lado de la vida. Una noche fría y húmeda en que acabó cogiendo una pulmonía.
Ese día, en cambio, era un día caluroso de mayo. Un viento cálido hacía susurrar las hojas de los
árboles.
Beatrice respiró hondo. Con Helene desaparecía otro fragmento de un pasado ominoso. ¡Tanto
tiempo después, tanto tiempo!
—Nunca podré perdonarme lo que pasó esa noche —dijo Kevin—, la última noche con Helene.
—Había salido a la galería imperceptiblemente.
—No es culpa tuya, Kevin. Es absolutamente normal que un invitado vuelva a casa en taxi. Ni
siquiera al taxista se le puede reprochar nada. ¡Cómo iba a imaginar él un desenlace semejante! —
Beatrice levantó las manos con resignación—. Ha sido el destino. Tenía que ser así. Y nadie podía
evitarlo.
Kevin sacó un cigarrillo y trató de encenderlo. Sólo con la tercera cerilla lo consiguió.
—Por Dios, Kevin, ¿qué te ocurre? —preguntó Beatrice—. ¿Desde cuándo has vuelto a fumar?
—Desde que bebo demasiado. —Le dio unas bocanadas precipitadas al cigarrillo—. Beatrice,
estoy realmente en apuros. Sé que hoy no es día para hablar de esto, acabamos de enterrar a Helene
y…
—Si estás realmente en apuros, entonces deberías hablar de eso. Hace tiempo que no estás bien,
eso lo ve cualquiera.
—Sí… es que… —No se decidía a hablar, seguía fumando. Estaba tan pálido que parecía
enfermo—^. Beatrice, me hace falta dinero urgentemente. Necesito una suma bastante grande. Está…
todo en juego para mí. Mi vida entera, todo lo que tengo.
—¿Cuánto dinero? ¿Para qué?
—Cincuenta mil libras.
—¿Cincuenta mil libras? ¡Dios mío, eso es una fortuna!
—¡Lo sé! —Se pasó desesperadamente la mano derecha por el pelo, que lo tenía despeinado—.
Sé que es muchísimo dinero. Nunca debí llegar a este punto, pero así están las cosas. Y tengo que
reunir el dinero cuanto antes.
—¿A quién le debes esa cantidad?
—Al banco. He hipotecado mi casa, mi terreno, todo. Hasta lo que hay dentro de la casa. No
queda una sola cosa sobre la que no pese una hipoteca.
—Pero ¿cómo has llegado a esta situación? ¡Cincuenta mil libras no se gastan así como así!
—Con el paso del tiempo, la cosa se ha ido agravando —dijo Kevin, angustiado—. La vida es
cara y…, en fin, con mis rosas no he hecho dinero.
—No puedes quejarte —le dijo Beatrice—. Lo que ocurre es que has vivido un poco a lo grande.
Tu tren de vida ha estado siempre por encima de tus posibilidades.
—Sí, es cierto —admitió Kevin en voz baja—. Eso ha sido mi cruz.
—Y ahora el banco te aprieta las clavijas…
—Los intereses me están matando. Hace meses que no puedo pagarlos. —Apagó el cigarrillo con
un gesto en el que había rabia y desesperación—. Dios mío, Beatrice, lo perderé todo. Todo.
—Yo te echaría una mano si alguien te ayudara a pagar los intereses —dijo Beatrice con cautela
—, por lo menos para evitar el embargo.
—Sí, pero ¿de qué serviría a la larga? El mes que viene estaré en la misma situación. Debería
liquidar por lo menos una parte de la hipoteca para que los intereses no sean tan altos. ¿Entiendes?
—Te ayudaría con gusto, Kevin. Pero es que yo no tengo tanto dinero. Ven. —Le sirvió café, se
sentó y lo invitó a tomar asiento en una silla—. Siéntate y toma el café. Hemos de conversar
tranquilamente sobre qué podemos hacer.
Cuando Kevin se llevó la taza a la boca, su mano temblaba tanto que se le derramó un poco de
café sobre los pantalones.
—Helene siempre te ha ayudado, ¿no? —insinuó Beatrice con precaución.
Él asintió.
—Sí. Sin ella me habría hundido hace ya mucho tiempo. Me dio más dinero de lo que te
imaginas. Varios miles.
—¿Y de dónde sacaba ella el dinero?
—Lo tenía.
—Recibía una pensión, pero que yo sepa no era muy cuantiosa. No creo que haya podido ahorrar
mucho con eso.
—La noche en que murió —dijo Kevin—, le conté por primera vez cuál era realmente mi
situación. Le dije a cuánto exactamente ascendían mis deudas.
—¿Hasta entonces no lo sabía?
—Nunca le había concretado tanto. Lo único que le decía era que necesitaba una suma
determinada.
—¿No quiso saber para qué?
—Claro, pero siempre tuve la sensación de que en el fondo sus preguntas eran puramente
retóricas. No le interesaba conocer los detalles. En realidad le dije la verdad, que tenía deudas con
el banco. Sólo que no sabía cuál era la cantidad total.
—Y el lunes por la noche…
—… puse las cartas boca arriba.
—¿Cómo reaccionó Helene?
—No se horrorizó tanto como yo temía. Protestó un poco porque no había sido sincero con ella
desde el principio. Dijo que no confiaba en ella, y cosas así. Y yo sentí que me iba tranquilizando. —
Intentó beber otro sorbo de café, pero volvió a mancharse el pantalón—. Estaba allí, con su vestido
azul pasado de moda, demasiado maquillada, el pelo demasiado largo, como una señora mayor que
trata de parecerse a una joven, pero de pronto le salió un gesto de abuela benévola. De repente dio la
impresión de ser muy madura. Ya sabes, Helene no parecía una mujer adulta…
Ella asintió. Cuántas veces había pensado con irritación que Helene podría cumplir cien años,
pero seguiría siendo una niña.
—Dijo que todo iría bien —continuó Kevin, y tuvo que tragar saliva. Estaba constantemente al
borde de las lágrimas—. Que me ayudaría, que no me preocupara.
—Tenía buenas intenciones, pero no sabía que tu montaña de deudas superaba con creces sus
posibilidades.
Kevin volvió a intentar llevarse la taza a la boca, pero se dio por vencido.
—Me dijo que me daría el dinero —dijo con voz quebrada. Había estado muy cerca de conseguir
su meta. El asesinato fue un golpe duro y brutal para él también—. Al día siguiente quería ir al
banco. Yo la recogería y la llevaría allí. Quería prestarme las cincuenta mil libras.
Beatrice se inclinó hacia delante y frunció el entrecejo.
—¿Y de dónde pensaba sacar tanto dinero?
Kevin la miró a los ojos, tenía la vista fatigada y casi inexpresiva.
—No lo sabes todo sobre Helene —dijo—. Con el mismo fervor con que siempre se consideró tu
mejor amiga y confidente, te ocultó algunos detalles fundamentales de su vida. Helene era una mujer
riquísima. Poseía una gran fortuna. La modesta pensión de la que se quejaba siempre era una farsa
para que te ocuparas de ella. Podía darme las cincuenta mil libras sin el menor esfuerzo.
Beatrice sintió que se ponía lívida.
—¿Y cómo consiguió el dinero?
—Es una larga historia —dijo Kevin. No daba la impresión de estar disfrutando de su papel de
mensajero de una terrible noticia, ni de revelar una complicidad de años con una anciana asesinada
de forma brutal. Estaba demasiado exhausto para sentir otra cosa que cansancio—. Si quieres, te la
cuento.
—Por favor —dijo Beatrice.
TERCERA PARTE
1
«Cuando se conoce a una persona, la vida cambia de golpe —pensó Alan—, y cuando se pierde a
una persona ocurre lo mismo.»
Estaba en The Terrace, en el puerto de St. Peter, tratando de aceptar que Helene ya no vivía.
A su alrededor bullía una actividad febril; todas las mesas de la terraza estaban llenas de turistas.
El sol quemaba desde lo alto y la gente se apiñaba debajo de las sombrillas tratando de atrapar un
pedazo de sombra. El aire olía a patatas fritas, hamburguesas y salchichas a la parrilla; los clientes
del café estaban apiñados alrededor de botellas de agua y vino o copas de helados. Abajo, en el
puerto, los propietarios de los barcos realizaban los últimos preparativos para zarpar. A causa de la
casi total ausencia de viento, las lanchas tenían ventaja sobre las embarcaciones a vela. Pilotadas por
hombres bronceados, ataviados con gafas de sol, cabellos al viento y exhibiendo posturas corporales
que expresaban alegría de vivir, las lanchas serpenteaban hacia la salida del puerto dejando una
estela de espuma. Atracarían en alguna cala, donde pasarían el día nadando, buceando y tomando el
sol, para asaltar por la tarde los bares y restaurantes de la capital de la isla y disfrutar hasta última
hora de la noche. «Qué contentos están todos», pensó Alan.
Le llamó la atención una joven que estaba apoyada en una pared del puerto; vestía unos vaqueros
cortos con flecos y un top de biquini con los tirantes caídos. Tenía la cara expuesta en dirección al
sol y los ojos cerrados. Junto a ella había una botella de agua.
«Helene ya no podrá hacer esas cosas», pensó Alan, y al mismo tiempo se dio cuenta de que era
una idea absurda, puesto que Helene nunca había sido aficionada a ese tipo de cosas. No había
navegado en barco, ni subido a una lancha, ni tampoco se habría apoyado nunca en el muro del puerto
mientras se entregaba a sus ensoñaciones al borde del agua. Helene nunca habría llegado al nivel de
relajación necesario para poder gozar de la vida de esa manera. Si alguna vez se había sentado en el
puerto al sol —y no tenía noticia de que aquello hubiera ocurrido—, no habría sido ciertamente en
pantalones cortos y biquini, y mucho menos con los ojos cerrados. Helene siempre observaba,
analizaba y vigilaba su entorno. Veía peligros por todas partes. Rara vez la había visto que no
gruñera, o se lamentara, o se quejara de su destino, o cayera en lúgubres profecías sobre el futuro.
Sólo mostraba cierta alegría en presencia de Kevin. Él sabía cómo tocar una fibra de su ser a la que
nadie más tenía acceso. Y entonces surgía la muchacha despreocupada que quizá alguna vez había
sido. Era como una imagen fugaz de una parte desconocida de su personalidad. Y esa faceta suya
siempre había conmovido a Alan.
Estaba bebiendo su segundo vaso de vino y se preguntaba por qué había vuelto a pedir médium,
un vino pastoso y dulce que sabía a agua azucarada con alcohol. Habría podido esperar hasta el
mediodía para beber su primera copa. Gracias en parte a la mirada vigilante de Beatrice, había
pasado toda la mañana sobrio. Beber aunque sólo fuera un trago en casa de su madre le resultaba
imposible. Ella estaba todo el tiempo tras él, junto a él; de repente surgía del rincón más
insospechado y le estropeaba sus planes de permitirse al menos, con calma y en silencio, beber un
jerez o un trago de oporto. Por eso, al final había optado por escabullirse en el coche de su madre,
con lo cual esperaba impedir que lo persiguiera, y escapar a toda velocidad a St. Peter Port. El
primer sorbo de vino le produjo de inmediato una sensación de alivio. El primer sorbo del día era
siempre el mejor.
Hacía dos días que Helene reposaba bajo tierra, y él ya debería estar de vuelta en Londres. Le
esperaba muchísimo trabajo, que ya se le había acumulado con las ausencias de la semana anterior.
Su secretaria se desesperó cuando le explicó que no regresaría al despacho hasta el lunes de la
semana siguiente.
—No sé cómo haré para… —empezó a decir ella con voz asustada, pero él la interrumpió
enseguida.
—Usted ya sabe que la compañera de mi madre de toda la vida ha muerto horriblemente
asesinada. No puedo abandonar ahora a mi madre de la noche a la mañana.
Naturalmente, no pudo oponerse. ¡Cómo podía saber que le estaba contando una mentira
descarada! Beatrice no necesitaba consuelo. Es cierto que andaba con un semblante pétreo; es cierto
que, cada vez que alguien le dirigía la palabra, parecía surgir de un mundo remoto; pero, aun así, no
parecía muy necesitada de ayuda. Quizá la muerte cruenta de Helene la había afectado más de lo que
ella era capaz de expresar, pero en todo caso era algo que resolvería por sí sola. Siempre había
resuelto todo por sí sola. A veces Alan se preguntaba si Beatrice sabía lo que era aceptar ayuda y
asistencia de otra persona.
Por lo tanto, en realidad no había ningún motivo para que él se quedara más tiempo en Guernsey,
pero algo le impedía subir al próximo avión y volar a Londres. Nunca había sido proclive a mentirse
a sí mismo —a veces decía que, de haber dominado mejor el arte de la ilusión, no se habría
convertido en alcohólico—, así que ese mediodía en The Terrace admitió que lo que realmente le
impedía volver era el miedo al vacío que se había instalado en su vida.
Siempre había detestado regresar a casa y que nadie lo esperase. A un hombre de su edad debía
recibirlo una mujer, dos niños revoltosos a punto de entrar en la adolescencia, un perro que moviera
la cola y un gato que ronroneara. Debían impresionarlo con noticias tan alarmantes como que la
señora de la limpieza se había despedido, que la maestra de matemáticas había puesto una nota
injusta a sus hijos o que nunca más volverían a hablar con la mejor amiga.
«Dios mío —diría entonces—, ¿puedo lavarme antes las manos y sentarme un momento?» Y ellos
lo seguirían al baño y no dejarían de hablarle, y así no conseguiría servirse un whisky porque no le
dejaban en paz. Pero no sentiría ese vacío que ahora sentía en él, en su vida, que lo obligaba a
aferrarse al alcohol para poder soportarlo.
«Una vida desperdiciada», pensó, y la desolación lo estrechó con dedos helados a pesar del
calor que hacía. Una vida desperdiciada de principio a fin.
Quizá por eso también la muerte de Helene lo había golpeado tanto. Quizá la muerte de cualquier
pariente o amigo lo habría golpeado en ese momento de su vida. Una vida que culminaba de repente
mostraba con despiadada claridad que esa vida estaba sometida a la limitación temporal. Y aunque
era improbable que lo hallaran alguna vez con el cuello cortado en un sendero, él también debería
afrontar el adiós definitivo, de la misma manera que Helene. Ella había comentado más de una vez
que había malgastado su vida. Igual que él. Qué amargo debe de ser morir con esa certeza.
Alan se preguntaba si tendría fuerzas para ponerse en pie y buscar el tercer vaso de vino. Justo
cuando había decidido levantarse para ponerse en la fila de la barra, vio acercarse a Maia.
Iba hacia él tan segura de su propósito, que comprendió que lo había visto de lejos y ya no tenía
sentido hacerse el loco y fingir que no la había reconocido. Pensó en la alegría que antes le causaban
los encuentros casuales con ella. Era algo nuevo para él querer esconderse en un agujero para no
hablar con ella.
«Posiblemente es lo que se siente cuando una relación llega a su fin», pensó casi con asombro.
Alan se levantó para saludarla. Sintió sus labios fríos en sus mejillas. No llevaba maquillaje y
vio que tenía los ojos llorosos.
—Hola, Maia —dijo.
—Estaba allá enfrente, en la iglesia, y te he visto aquí sentado. Quería saber si eras realmente tú.
¡Pensaba que ya te habías ido a Londres!
—No, aún no —contestó secamente, y luego le indicó una silla al otro lado de la mesa—. ¿No te
quieres sentar? Iba a buscar otro vaso de vino. ¿Te traigo otro para ti también?
—Tráeme un vaso de agua —dijo, y con un titubeo casi imperceptible en la voz añadió—: Por
favor. El alcohol no me sienta bien con este calor.
Entró en el café y se puso en la fila, que avanzaba muy despacio. A esas horas, la mayoría de la
gente quería algo de comer y tardaba en decidirse. Alan miró hacia fuera, a la mesa que ahora
ocupaba Maia. Vio que hurgaba en su bolso, sacaba las gafas de sol y se las ponía. Por lo general,
ese simple gesto le habría dado pie para entrar en escena, peinarse el cabello hacia atrás, cruzar las
piernas y arrojar una mirada desafiante a su alrededor, antes de ocultar aquellos ojos de largas y
sensuales pestañas detrás de los lentes oscuros.
Pero esta vez no percibió el menor signo de espectáculo. Ni siquiera miró a su alrededor para
ver si había algún hombre interesante que se hubiera fijado en ella. Miraba la mesa con la vista
perdida y se mordía las uñas.
Por fin, Alan consiguió las bebidas y volvió a la mesa.
—Si quieres un trago de vino… —dijo—. Tienes pinta de necesitarlo.
—No, gracias. —Bebió un sorbo de agua y dejó el vaso en la mesa. Alan observó que en el
borde del vaso de Maia no habían quedado marcas rojas de lápiz de labios. Aquello era
completamente extraordinario—. Quizá tú también deberías pasarte al agua mineral.
—El vino a estas horas me sienta mejor.
—Como quieras. —Ella bebió otro sorbo de agua—. ¿Y por qué no estás en Londres? —
preguntó ella.
Le contó la misma mentira que a su secretaria.
—Tengo que ocuparme de mi madre. No puedo dejarla ahora completamente sola.
Pero Maia conocía de sobra la verdad.
—¡No puedo creerlo! ¡Si hay una persona en el mundo a la que se puede dejar sola, ésa es tu
madre! Si es por ella, no tienes por qué quedarte.
—Conozco a mi madre un poco mejor que tú.
Ella se sonrió, pero era una sonrisa triste.
—Si prefieres creer que te quedas por tu madre, allá tú.
—¿Y tú, piensas quedarte? ¿De veras no volverás a Londres?
—¿Adónde quieres que vaya? ¿De qué viviría? Ni siquiera tengo dinero para el avión, ni para el
barco. —Levantó un poco la cabeza. Alan se dio cuenta de que con ese movimiento trataba de
contener las lágrimas que se le agolpaban en los ojos—. Lo he echado todo a perder. He echado a
perder mi vida.
Lo conmovió de una manera extraña oírla pronunciar aquellas palabras. Hacía un momento que él
había pensado lo mismo respecto de su propia vida. Y se acordó de que Helene hablaba a menudo de
esa manera. «¿Cuántas personas —pensó— llegarán a la misma conclusión? Tal vez se deba al hecho
de que disponemos de un tiempo despiadadamente breve. Y a que albergamos en nuestro interior
muchas expectativas, muchos sueños, muchos planes y deseos. Y a que somos muy débiles. Toda la
vida nos arrastramos detrás de una ilusión, y entre tanto nos falta el aire y tenemos la sensación de
que hemos fracasado.»
Estiró la mano sobre la mesa y la apoyó suavemente en la de ella. Era un gesto afectuoso y
paternal, sin ningún vestigio del cosquilleo erótico que alguna vez había existido entre ellos.
—Eres muy joven —le dijo—, ya encontrarás el camino.
—¡Ah, mírame un poco! —replicó con firmeza y se quitó las gafas de sol. Sus ojos, que antes
habían estado llorosos, se habían puesto rojos—. Ya se me nota en la cara, ¿o no? En todo caso, es lo
que siempre has dicho. ¡Que ya se ve!
La observó de manera sobria y objetiva, como nunca lo había hecho. Estaba muy joven, como una
niña insolente y triste, con las mejillas pálidas y la nariz colorada. Pero tenía razón en lo que decía:
también había cierta dureza y vulgaridad en sus rasgos. Su cuerpo podía ocultar aún el alcohol y las
noches de juerga y su piel no era la de una persona que fuma y bebe demasiado, pero su vida
libertina —años de entregarse a los hombres con voracidad, tanto trabajadores portuarios como
turistas bronceados para quienes la tabla de surf era como una extensión de su cuerpo— había dejado
marcas en sus rasgos. «Es una tirada —pensó, y enseguida se horrorizó de la crueldad de su propia
visión—. Parece una tirada.»
Ella notó lo que pasaba por la cabeza de Alan.
—Sí —dijo ella en voz baja—, tú también lo ves.
—Maia —dijo con aire cansino—, ya hemos hablado muchas veces de eso. No queda nada que
añadir.
—¿Volveremos a vernos?
—Por supuesto que sí. Vendré a menudo, así que seguro que nos veremos.
—Entonces, ¿cómo se llama lo que somos? ¿Buenos amigos? ¿Seremos… «buenos amigos»?
—Es lo único que podemos ser. Llegaría un momento en que no tendríamos nada afectuoso que
decirnos. Acabaríamos odiándonos. Así que, yo al menos, prefiero esta variante.
—Habrá otros hombres en mi vida —dijo ella de pronto.
Su tono de voz había cambiado. Parecía albergar de nuevo esperanzas. Por abatida que se
sintiera, por mucho que la hubiera afectado la muerte de Helene y por dolida que estuviera por el fin
de su relación, tenía aún un gran poder de resistencia. Había llevado una vida disoluta, no se había
cuidado, pero conservaba aún una admirable capacidad de regenerarse.
«Se rendirá —pensó él—, ya está a punto de rendirse.»
Pero de pronto notó que algo había llamado la atención de Maia, algo que la había hecho erguirse
y sentirse más segura de sí misma. Un individuo salía del restaurante en dirección a la terraza. Era el
mismo tipejo que, en septiembre del año anterior, subía por Hauteville Road con Maia. La cara
avinagrada, que ya no recordaba, reaparecía ante sus ojos, como aquella terrible tarde que esperó
frente a la casa de Maia, sumido en un dolor inmenso y desgarrador, bajo las ventanas cerradas que
lo desairaban, plagado de fantasías en que imaginaba a Maia entregándose lascivamente a aquel
individuo con pinta de gánster de película de serie B.
Vio pasar al hombre entre las mesas alineadas. Llevaba un vaso de cerveza en la mano y buscaba
un sitio libre para sentarse. Estaba en compañía de otro, que a juzgar por su edad podía ser su padre,
pero tenía una tez y unos ojos demasiado oscuros para serlo, y un aspecto mucho más distinguido.
Éste también llevaba un vaso de cerveza y buscaba una mesa libre. Evidentemente, ninguno de los
dos había visto a Maia.
—¿Ése no es…? —preguntó Alan.
Maia volvió a ponerse rápidamente las gafas de sol. En ese momento era muy consciente de lo
poco atractiva que estaba con los ojos hinchados.
—¿Conoces a Gérard? —le preguntó.
—¿Gérard? No sabía que se llamara así, y tampoco puedo decir que lo conozca. Te vi una vez
con él. El año pasado. Ibais a tu casa… —Qué extraño, lo había dicho con total tranquilidad. Antes
no habría sido capaz. Ya no le dolía. Había un vacío, un gran vacío, pero no sentía dolor. Y
comprendió que las personas no quieren deshacerse a veces de su dolor porque les parece más
soportable que la nada que viene después—. Ese tío parece un delincuente —dijo, y sintió los
primeros signos de un alivio desacostumbrado en él, ahora que se había alejado del mundo de Maia y
ya nunca tendría que compartir una mujer con hombres a los que, en circunstancias normales, ni
siquiera les habría dado la mano—. ¿Sigues saliendo con él?
Maia se encogió de hombros.
—Hace tiempo que no lo veo, porque como sabes he estado en Londres. Pero nunca he salido con
él. Solamente…
—Solamente te acostabas de vez en cuando con él, lo sé. —La contemplaba con aire pensativo
—. Maia, eso ya ha dejado absolutamente de ser asunto mío, y espero que no me tomes por un
maestro de escuela. Pero, por favor, sé un poco más cauta eligiendo a los hombres que te llevas a la
cama. A Helene le ha ocurrido algo terrible. El mundo puede ser muy cruel y perverso. Y tu…
amigo… realmente parece un…
—… delincuente, ya lo has dicho. —Apartó la vista de Gérard y se volvió hacia él. Detrás de las
lentes oscuras de sus gafas no alcanzaba a ver nada de sus ojos—. Pues sí, es un delincuente, Alan,
un viejo zorro taimado. Y su acompañante también. Me he follado a un criminal y me ha parecido de
lo más excitante. Nunca lo había hecho, ¿sabes? Siempre viene bien un estímulo, si no a la larga todo
se hace aburrido. Me excitaba el hecho de… —Luego se interrumpió, pero Alan intuyó el resto.
—Te excitaba la mezcla —completó él la frase—, irte a la cama una vez conmigo y otra con él.
Un abogado y un estafador.
—Pero ya ni él quiere saber nada de mí.
—Eso habría que verlo. Has estado fuera mucho tiempo. A lo mejor le apeteces de nuevo.
A juzgar por cómo había fruncido Maia los labios, esa observación le había dolido, y Alan se
arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Acababa de advertirle contra tíos como Gérard, y
a renglón seguido le proponía que pusiera a prueba la atracción que ejercía sobre aquel hombre, y
eso sólo para ensayar su nueva condición de hombre libre que ahora le permitía soportar a Maia sin
alterarse en lo más mínimo.
—Perdóname, he dicho una tontería. De veras, Maia, aléjate de ese tío. No sé a qué se dedica,
pero no es buena compañía.
—¿Te gustaría saberlo? —preguntó Maia.
—¿Qué?
—Lo que hace. ¿Cómo gana su dinero sucio?
—No lo sé. Yo…
Ella se inclinó hacia delante. Se acercó tanto a él que alcanzó a oler su aliento, una mezcla de
humo de cigarrillos y bombones de menta. Luego bajó la voz.
—Eres abogado. Si yo te cuento algo a ti, como abogado, no puedes revelarlo, ¿no es así?
—No creo que quiera saber lo que tu amante… —Tenía un mal presentimiento. El asunto no le
incumbía en absoluto. No quería saberlo.
—Maia…
Su voz pasó a ser apenas un susurro.
—Roban barcos. Aquí, en el puerto deportivo. Luego los pintan, les cambian el nombre y los
llevan a Francia. Es un negocio redondo. Por lo que sé, ganan bastante.
—¡Santo cielo! —Barruntaba algo malo—. ¿Y tú…?
Maia hurgó en el bolso buscando un cigarrillo.
—No he sido cómplice directa. Pero alguna vez… ¡Diablos! ¿Dónde he puesto los cigarrillos?
—Por fin encontró la cajetilla, sacó un cigarrillo arrugado y le pidió fuego a Alan—. Alguna vez…
les he pasado información —continuó—, sobre los barcos, sobre cuánto tiempo estarían fuera los
dueños… —Advirtió la mueca de espanto de Alan y trató de minimizar los hechos—. Pero lo he
hecho muy de vez en cuando, y sólo sondear un poco el terreno. Eso es todo. ¡Ay, Alan, no me mires
así! Eso fue hace mucho. Necesitaba dinero y Gérard me dijo… —Se interrumpió. De pronto se vio a
sí misma como una niña apocada—. ¿Te parece tan terrible?
Ahora él necesitaría otro vaso de vino. No sabía por qué se espantaba tanto, pero de pronto se
sintió infinitamente desdichado.
—¡Ay, Maia! —dijo, desolado.

—Hola, Franca —saludó Beatrice—, ¿sabe si Alan ha regresado ya? Su coche no está en la
entrada, pero podría ser que…
—No lo he visto por ninguna parte —dijo Franca—, ni a él ni al coche. ¿Adónde ha ido?
—No lo sé. Supongo que habrá ido a St. Peter Port. Me preocupa un poco… —Beatrice se
interrumpió y se mordió los labios. Cada vez que hablaba con un extraño, y de alguna manera eso
incluía a Franca, sobre el alcoholismo de su hijo, tenía una sensación de deslealtad. Todo el mundo
lo sabía, y Franca naturalmente también, pero a veces pensaba que las madres debían fingir que esa
enfermedad no existía. Era como si así quisiera proteger a Alan de la maledicencia, el cotilleo y los
comentarios ponzoñosos del mundo, como si guardando silencio sobre las circunstancias de su vida
pudiera extender una especie de manto sobre él que lo protegiera de todo aquello que pudiera
golpearlo. Igual que cuando de bebé lo envolvía en una manta de algodón para que la corriente de
aire no le…
«Tonterías —se dijo—. ¡Ya no es un bebé! Trátalo como a un adulto, aunque eso signifique
exponerlo a la mirada despiadada de la gente, por mucho que pueda dolerle. Tiene que ser lo
bastante fuerte para soportarlo.»
—Franca, tengo miedo —dijo—, Alan no está bien. Está postergando su vuelta a Londres, se
levanta tarde… eso no puede ser bueno. Lo que más me gustaría es poder atarlo a alguna parte para
evitar que se pegue a la botella, pero ¿cómo hacerlo? Lo más probable es que ahora mismo esté en un
bar de St. Peter Port empinando el codo.
Franca y ella se habían encontrado por casualidad en el vestíbulo. Beatrice regresaba del jardín,
donde había estado ocupándose con desgana de las flores, y Franca bajaba por la escalera. A
Beatrice le pareció que Franca tenía un aspecto muy saludable. Su piel había adquirido un tono
bronceado y el cabello se le había aclarado al contacto con el sol. Tenía un aire vital y esperanzado.
A pesar de estar muy afectada por la horrible muerte de Helene, ella era, de todas las personas que
se habían visto inmersas en la tragedia, la más vigorosa y saludable. Tenía los cinco sentidos alerta y
procuraba que la vida cotidiana siguiera su curso, hacía las compras, cocinaba y lavaba la ropa.
«No debería cobrarle por la habitación —pensó Beatrice—, porque es ella la que se ocupa de
que las cosas sigan funcionando.»
Ella, por su parte, no se sentía en condiciones de hacer nada. La muerte de Helene la había
afectado tanto que tardaría tiempo en recobrarse. Y para colmo, la historia que le había contado
Kevin… Se pasaba el día en estado de trance, atrapada en una sensación de irrealidad, separada de
las cosas que la rodeaban por un fino velo. Lo único que la espabilaba era el problema de Alan con
el alcohol. La preocupación por el hijo era lo único que llegaba a ese íntimo rincón al que se había
retirado para pensar en Helene, en la mujer con quien había compartido su vida y por la cual tenía la
sensación de haber sido traicionada.
—No esté tan preocupada —dijo Franca ante la observación angustiada de Beatrice sobre su hijo
—. Creo que Alan encontrará el camino. No me pregunte cómo lo sé. Pero tengo un buen
presentimiento.
Beatrice la miró detenidamente.
—Se la ve muy bien, Franca. Ya casi no reconozco a la mujer que en septiembre pasado llegó de
repente a mi casa. La vida aquí le sienta bien.
—La libertad me sienta bien —dijo Franca. Se apartó el pelo de la frente con un gesto que
evocaba algo de la inseguridad de otros tiempos—. Empiezo a creer de nuevo en mí.
A Beatrice le habría gustado preguntarle si seguía tomando pastillas, pero pensó que no tenía
derecho a inmiscuirse de esa manera en su vida. Los tranquilizantes eran una cuestión personal de
Franca. Seguramente no era oportuno sacar el tema.
—Ha llegado usted aquí en medio de una pesadilla. Nadie está preparado para una cosa así, ¿no
es cierto? Creemos que lo sabemos todo sobre estas cosas, sobre crímenes terribles, sobre las
atrocidades que comete la gente. El mundo está repleto de esas cosas, y nosotros participamos de
ellas a través de los periódicos y la televisión. Creemos que estamos curados de espanto. Pero es
distinto cuando nos toca en carne propia.
—Es una tragedia —dijo Franca—, y sin embargo… —No encontraba las palabras—. Ay,
Beatrice —dijo finalmente—, no debería decirlo. Después de todo lo que ha pasado… pero para mí
es como si empezara una nueva vida.
—No tiene que disculparse por eso —dijo Beatrice—. Usted tiene su vida, yo tengo la mía y
Helene tuvo la suya. Los destinos se desenvuelven de maneras muy diferentes para cada uno. Para
usted comienza una buena época, Franca, se le nota. No deje que nada se lo eche a perder.
—Quería ir al cementerio y llevarle unas flores a Helene —dijo Franca.
Beatrice sonrió.
—Vaya, entonces. ¿Su esposo ya se ha marchado?
—Anteayer. Por fin se dio por vencido.
—¿Y está segura de que usted se quiere divorciar?
—Absolutamente segura —dijo Franca.
2
Franca abrió de un empujón la puerta del cementerio, al sur de St. Peter Port. Vestía vaqueros —que,
debido al calor, llevaba pegados a las piernas—, camiseta sin mangas y sombrero de paja. Hacía
tanto calor como en pleno verano. La estación estival había comenzado puntualmente el día de la
Liberación y la gente había salido en masa a las calles para celebrarlo. Las flores que adornaban los
carros del desfile resplandecían al sol, a cuál más colorida. Una banda de música tocaba por las
calles y todo el mundo cantaba Land of Hope and Glory y Rule Britannia. Un orador disfrazado de
Winston Churchill había pronunciado un discurso con palabras de encendido patriotismo y lo había
terminado con aquella célebre frase del primer ministro, que sonaba como música celestial en los
oídos de los isleños: «¡Y nuestras amadas islas del Canal también serán liberadas hoy!» Y con el
griterío jubiloso de la multitud nadie pudo entender una sola palabra más del discurso.
Franca había pasado fugazmente por St. Peter Port y había echado una ojeada a todos estos
festejos, pero no había querido participar en ellos. La muerte de Helene estaba aún demasiado
cercana. El entusiasmo de las masas le causaba dolor. «No estoy para fiestas», se había dicho.
Prefería estar sola, sin nadie alrededor, para poder pensar. Primero se le ocurrió la posibilidad
de ir a pie hasta Petit Bôt Bay y sentarse en una roca caliente al sol, pero luego pensó en Helene, y en
su asesino, que tal vez seguía suelto por allí. Volvió a evocar el horror. Guernsey había perdido para
ella el aura de paraíso. Por aquellos bonitos pueblos, con magníficos jardines de flores y pintorescas
bahías, andaba suelto un loco que atacaba a las mujeres y les rebanaba el cuello. Entonces decidió
comprar un gran ramo de rosas y llevárselo a Helene. Pensó que sería bonito estar un momento junto
a su tumba, charlar con ella y meditar.
Desde que se fue, Michael no había vuelto a dar señales de vida, y a ella no le apetecía llamarlo
por teléfono a Alemania. Después de la cena en Oíd Bordello había aparecido un par de veces en
casa de Beatrice, completamente alterado por la tragedia de Helene, y decidido más que nunca a
rescatar a su mujer «de toda aquella locura». Pero la decisión terminante de la policía lo hizo
desistir; al igual que Beatrice y Kevin, de momento Franca no podía abandonar la isla. Michael
empezó a gritar y a proferir amenazas.
—Escúchame bien —le dijo—, tú no tienes nada que ver con esta mierda. No tienen ningún
derecho a retenerte aquí hasta que, dentro de cien años, descubran quién mató a la vieja. ¡Aunque
tenga que ir a ver al embajador, me encargaré de que salgas de aquí!
—Es imposible, Michael —le dijo Franca.
Y enseguida perdió los estribos.
—¡Cómo que es imposible! ¿Por qué es imposible? ¿Por qué tienes que soportar que esta
gente…?
—Yo no tengo que soportar nada —lo interrumpió Franca—, no me has entendido. Yo quiero
quedarme aquí. Y no quiero volver contigo a Alemania. Por lo tanto, yo no me planteo la cuestión de
si es justo o injusto que me retengan aquí. Me quedo porque yo quiero.
Él se quedó mirándola durante un instante en silencio.
—No hay nada que pueda hacer por ti —dijo por fin—, te has encastillado en la idea fija de tu
liberación, o tu realización, o como quieras llamarlo. Creo que estás cometiendo un gran error. Si en
un futuro próximo llegaras a la misma conclusión que yo, por favor, llámame.
Ella lo entendió como una intimidación para que volviera a pensarlo y entrara en razón, pero
estaba segura de que no habría regreso; y como su posición no había cambiado en lo más mínimo, no
vio motivos para llamarlo por teléfono. Se dio cuenta de que se sentía mejor cuando no hablaba con
él, cuando no tenía noticias suyas. Y con respecto a su futuro, él ya no contaba para nada. Tenía que
descubrir por sí misma cuáles serían sus próximos pasos.
Anduvo por el sendero de grava y bajó los peldaños que conducían a las hileras de tumbas.
Desde allí podía ver el mar sobre las copas floridas de los árboles. Tenía el mismo color azul del
cielo.
«Parece un cuadro», pensó Franca.
Se encontraba a gusto allí. Hacía días que la perseguía la idea de que no se había despedido
adecuadamente de Helene. La multitud de gente que se había acercado al pequeño cementerio para el
funeral había restado intimidad al acto.
«¿Querían tanto a Helene?», se había preguntado Franca en el entierro; pero enseguida vio en las
caras un interés estrictamente morboso. La mayoría había venido por pura curiosidad. Miraban sobre
todo a Beatrice y a Kevin, de quien sabían que había pasado la última noche con Helene. Franca
sintió asco, pero trató de reprimirlo porque no le parecía justo. La gente no podía evitar sentir una
espantosa fascinación por el hecho de que una mujer hubiera sido hallada con el cuello rebanado.
En el entierro no pudo permanecer más de dos segundos junto a la tumba, porque enseguida se
sintió desplazada. Pero ahora iba a recuperar la ocasión perdida.
La tumba estaba al final de la hilera de abajo, justo donde acababa el cementerio y comenzaba el
bosque que se extendía hasta el acantilado. Allí habían sepultado también hacía más de medio siglo a
Erich Feldmann. Y ahora, en la misma tumba, Helene hallaba su último reposo.
Al acercarse, Franca vio que no estaba sola. Había alguien ante la fosa recién cavada que miraba
la inscripción de la lápida. Era Maia, como comprobó Franca para su gran sorpresa. Era la última
persona que esperaba encontrar allí.
—Hola, Maia —dijo tímidamente—, ¿le molesta si dejo unas rosas?
Maia se estremeció.
—No, claro que no. Buenos días, Franca. No sé cuánto tiempo hace que estoy aquí. —Luego
frunció el entrecejo—. Hace tanto calor que me está entrando dolor de cabeza.
—Sí, yo también tengo calor —coincidió Franca. Maia la miró a los ojos. Al igual que Alan unas
horas antes, notó los ojos llorosos de la muchacha, así como el hecho de que no llevara maquillaje.
—Pobre Helene —murmuró.
A Franca nunca le había parecido que Maia tuviera una relación particularmente cercana con
Helene. Su tristeza la sorprendía.
—Sí —dijo en voz baja—, pobre Helene. Un terrible final, absurdo y cruel.
Las dos se quedaron mirando la tumba. La tierra negra resplandecía. Pronto volvería a crecer la
hierba como en las otras tumbas. En la lápida estaba el nombre de Erich, el de Helene no lo habían
puesto aún.

TENIENTE ERICH FELDMANN


24-12-1899
01-05-1945

«No había caído en la cuenta de que los dos han muerto el uno de mayo —pensó Franca—, qué
coincidencia. ¡Cincuenta y cinco años entre medias, y los dos el uno de mayo!»
Colocó las rosas sobre el montículo de tierra. El calor las había puesto un poco mustias. Se
marchitarían muy pronto.
—Mañana lloverá —dijo Maia—, lo huelo en el aire.
—Eso vendría muy bien, un cambio repentino del tiempo. Quizá por eso le duele la cabeza.
—Tal vez —dijo Maia con indiferencia. Contemplaba la fosa recién cavada con una
desesperación en los ojos que estremeció a Franca. Ésta contuvo el impulso de abrazarla. No estaba
segura de que a la muchacha le gustara.
—¿Sentía mucho apego por ella? —le preguntó, mirando de reojo a la tumba.
Maia meneó la cabeza.
—Casi no la conocía.
—Pero le ha afectado mucho…
—Me afecta que alguien muera de golpe. Hasta hace poco ella estaba viva, y de repente está
muerta. Es todo tan absurdo y…
—Un crimen siempre parece absurdo, pero…
—No me refiero al crimen —dijo Maia con firmeza. Las lágrimas volvieron a saltarte—. Me
refiero a la vida. ¿De qué le sirvió la vida? ¿De qué le sirvió la vida a Helene?
Maia hablaba con tal firmeza que Franca dio un paso atrás, sorprendida.
—Maia…
—Perdió a su marido de muy joven y nunca volvió a encontrar a nadie que la amara. Vivió en un
país que no era el suyo, con personas que hablaban una lengua que tampoco era la suya. Y todos
sabían que Beatrice no la echaba por pura compasión. La toleraba como se tolera a una tía vieja y
pobre que no tiene a nadie en el mundo y de la que no hay más remedio que ocuparse. Habría
preferido que se hubiera ido, y eso Helene lo sabía. Su vida fue un desperdicio. Y ya nadie le
devolverá ese tiempo perdido.
—Quizá a ella no le parecía que fuera un desperdicio.
—¡Oh, por supuesto que sí! Usted no la conoció lo suficiente; si no, también lo sabría. Helene
estaba decepcionada y sola, y sabía que lo había perdido todo.
—Pero por eso no es necesario que usted ahora… —intervino Franca, pero Maia la interrumpió
enseguida:
—¡Helene no es más que un ejemplo! Lo que veo en ella es una vida echada a perder. ¡Lo que
veo en ella es cómo será mi vida!
Franca la observaba, atónita.
—¿Su vida? Maia, ¡su vida no se puede comparar en nada con la de Helene! Usted es una
muchacha joven e increíblemente atractiva, y todos los corazones, especialmente los de los hombres,
se desviven por usted. Seguirá disfrutando unos años y después se casará con un buen hombre y
formará una familia. ¡No existe el menor paralelo con Helene!
—¡No diga tonterías! —exclamó Maia. Era injusta, pero en ese momento le daba lo mismo. Sólo
quería desahogarse y Franca estaba a mano—. ¡Yo he malgastado mi vida! No terminé la escuela y
no he estudiado nada. No tengo trabajo. Tengo que pedirle prestado dinero a mi abuela y aguantar
que me diga lo mucho que la decepciono. Todos me tratan como si fuera una fracasada. Yo…
—No es cierto, y usted lo sabe. Y en lo que respecta a la escuela y los estudios, nadie le impide
que recupere el tiempo perdido. ¡Sólo tiene veintidós años! Es joven aún. Tiene toda la vida por
delante, todas las puertas se le abrirán.
Maia se apartó. En los últimos minutos había palidecido aún más y parecía mucho más joven de
lo que era.
—Menos la puerta que me lleve de vuelta a Alan —dijo en voz baja.
«Pobrecita —pensó Franca—, qué sola se siente.»
Se acercó un paso más a Maia y, entonces sí, le dio un abrazo. Maia se inclinó hacia ella y se
echó a llorar, cada vez con más fuerza, hasta que los sollozos le hicieron estremecer todo el cuerpo.
—Es horrible —gemía—, lo acabo de perder. Nunca más volverá a confiar en mí, nunca más.
Hasta ahora yo sabía que podía hacer lo que quisiera con él, que siempre me aceptaría de nuevo.
Siempre, sin importar el dolor que le causara ni cuánto lo ofendiera. Volvía a cogerme en sus brazos
y me perdonaba, y yo… —No pudo seguir hablando, las lágrimas manaban a raudales. Franca le
acarició suavemente el cabello.
—Usted le ha causado mucho dolor, ¿no es así? —le preguntó despacio.
Maia asintió.
—Siempre he hecho lo que me ha venido en gana —sollozó—. A veces he salido con tíos
horripilantes. Usted no puede imaginarse… borrachos, criminales, verdadera gentuza. Pero no sentía
miedo. Alan estaba conmigo. Era como si me protegiera. Sabía que no podía pasarme nada.
—Pero ahora tampoco le pasará nada.
—Él ya no está.
—Él todavía está. Quizá en este momento haya demasiado dolor y amargura entre ustedes, pero
ya se les pasará, y lo que haya de valioso entre ustedes perdurará. Él siempre será su amigo, Maia.
No su amante, tal vez, pero sí su amigo.
—Pero yo lo amo —dijo de pronto y dejó de sollozar. Se la veía muy triste—. ¡Lo amo de todo
corazón!
—Él casi le dobla la edad a usted, Maia. Por eso tienen actitudes distintas ante la vida. Usted
quiere disfrutar de su existencia, coquetear, bailar, probar sus encantos con otros hombres. Alan tiene
más de cuarenta. Ve la vida de otra forma. Busca otras cosas. Y eso también es normal. Sólo que las
dos actitudes son difíciles de combinar.
Maia miraba la lápida con una expresión como si en ella viese reunido todo el desconsuelo que
puede albergar la vida.
—Él también murió el uno de mayo —dijo—, igual que Helene.
—Sí —coincidió Franca—, yo también acabo de darme cuenta. El uno de mayo de mil
novecientos cuarenta y cinco. Y, al igual que Helene, murió de muerte violenta. Aunque fuera un
suicidio, no por eso fue menos violento.
Franca se encogió de hombros.
—No sé, creo que Helene no habría tenido nunca la fuerza de separarse de él. Se habría quedado
pegada a Erich, de la misma manera que luego se pegó a Beatrice.
—¿Por qué no pudieron ayudar a Erich? —preguntó Maia—. ¿Se disparó… un tiro en la cabeza?
—Que yo sepa, se disparó en el pecho y tardó varias horas en morir. Habrían podido salvarlo.
Pero se desangró porque no encontraron ningún médico. Su bisabuelo, Maia, estaba todo el día fuera
de casa, y no encontraron a nadie por ninguna parte. Fue la fatalidad.
Maia frunció el entrecejo.
—¿Mi bisabuelo estaba todo el día fuera de casa?
—En aquella época reinaba un inmenso caos en las islas. Hitler se había suicidado un día antes,
los rusos estaban a las puertas de Berlín y los aliados avanzaban. Nadie sabía qué sucedería con las
fuerzas de ocupación. Todos los médicos estaban desbordados de trabajo, y seguramente nadie se
preocupó de tener dispuesto un servicio de emergencias.
—No me refiero a eso —dijo Maia—, se lo pregunto porque…
—¿Sí?
—Creo que la bisabuela Wyatt me contó que el día en que murió Erich, su marido estuvo en casa
de Beatrice. Aquella tarde lo llamaron para que acudiera a la casa… Al parecer había habido un
accidente con un prisionero francés que trabajaba en la casa… ya no me acuerdo…
—Qué raro —dijo Franca—, juraría que Beatrice me dijo que…
—Quizá me equivoco —dijo Maia. Se abrazó con ambas manos como si tuviera escalofríos.
Hacía un calor insoportable, así que el frío debía de venirle de dentro—. Seguramente lo entendí mal
—agregó.
La piel le relucía a causa de la película de sudor que le cubría el rostro.
—Debo irme a casa. Discúlpeme, Franca, que la haya molestado con mis problemas.
—Para mí no ha sido una molestia en absoluto. Adiós, Maia. Cuando llegue a casa, siéntese al
sol y relájese un poco. —La vio alejarse, con su figura alta y delgada, el pelo largo y las piernas bien
contorneadas.
«Una niña —pensó—; ¿cómo ha podido Alan regalarle tantos años de su vida a una niña?»

Cuando Franca regresó a Le Variouf, Beatrice la esperaba en la puerta de entrada. Parecía que no se
hubiera peinado en todo el día, porque tenía el cabello desgreñado y revuelto, y no se había
cambiado la ropa con la que había trabajado al mediodía en el jardín: tenía tierra pegada en los
vaqueros, y la enorme camisa de hombre que llevaba estaba salpicada de manchas de hierba. En las
últimas dos semanas, su rostro se había vuelto más afilado y viejo. «Es la primera vez que se le nota
la edad», pensó Franca.
—¡Me alegro de que haya venido, Franca! —dijo Beatrice con alivio—. He estado tratando de
comunicarme con Maia, porque pensé que tal vez sabría dónde está Alan. Hace unos minutos la he
encontrado por fin en casa, y me ha dicho que ha estado con usted en el cementerio. A mediodía ha
visto a Alan en The Terrace, y al parecer había vuelto a beber. ¡Esperaba ansiosamente que volviera,
Franca! Si no, habría pedido un taxi, pero así… —Cogió aire, pues había hablado de forma tan
atolondrada que se había olvidado de respirar—. Franca, ¿podría llevarme a St. Peter Port? Quiero
recoger a Alan. Tengo un mal presentimiento. Es probable que ya esté demasiado borracho para
conducir, ¡y no quiero que tenga un accidente, o que haga algo aún peor!
—Por supuesto que la llevaré —dijo enseguida Franca—, déjeme sólo coger el bolso.
Subió a su habitación, hurgó en el cajón de la mesilla, sacó una pastilla y se la tragó sin agua. Por
la mañana había tomado una, y a la vuelta del cementerio sintió que el efecto desaparecía: los signos
eran un leve escozor en la punta de los dedos y un nerviosismo creciente. Ahora tomaba los
tranquilizantes de manera controlada, uno por la mañana y otro por la noche, y eso para ella era un
progreso: ya había renunciado al consumo desmedido, no llevaba la caja de medicamentos a todas
partes para recurrir a ellos en caso de necesidad. Los ataques habían cesado y se habían
transformado en esa latente inquietud que ahora percibía. Suponía que ese ligero nerviosismo, de
continuar su evolución, tarde o temprano desembocaría en auténtico pánico, pero tomar las dos dosis
lo evitaría con toda seguridad.
«Llegará el momento en que pueda vivir sin pastillas. Puede ser que pase un tiempo, pero ese
momento llegará.»
Mientras bajaba la escalera no pudo evitar sonreír al pensar que iba con Beatrice para rescatar a
Alan de las funestas consecuencias del alcohol, y que ella, para poder llevar a buen término el
rescate, tenía que tomar sus imprescindibles calmantes. «En realidad, yo no me diferencio en nada de
Alan —pensó—, sólo que tengo la suerte de que los síntomas por el abuso de pastillas sean menos
manifiestos que los del exceso de alcohol.»
Una vez en el coche, Beatrice le dijo:
—Espero que no se sienta explotada, Franca. Ha llegado en medio de una situación muy difícil y
tengo la impresión de que todos descargamos lastre sobre sus delicados hombros. Y usted no está
para eso.
—No se preocupe. Sí, yo también tengo problemas, pero no tienen nada que ver con Guernsey, ni
con usted. Me las arreglo. —Titubeó un instante y luego agregó—: Me las arreglo mejor que antes.
Pero eso ya se lo he dicho al mediodía.
—Me alegro de que esté aquí —dijo Beatrice en voz baja—; por primera vez en mi vida me
siento desbordada por los acontecimientos. Es la primera vez que tengo la sensación de que no doy a
abasto con las cosas que ocurren a mi alrededor. Me pasaría el día encerrada en mi habitación, con
los brazos caídos y mirando al vacío. Y hasta eso creo que me agobiaría.
Franca la miró fugazmente.
—No tiene buen aspecto, Beatrice. ¿Ha comido algo hoy?
—No. No puedo probar bocado.

Llegaron a St. Peter Port. Franca vio un sitio libre justo enfrente de la iglesia, se dirigió
decididamente hacia allí y aparcó.
—Esté Alan en The Terrace o no, nos sentaremos allí y comeremos algo, y no la dejaré ir hasta
que haya acabado su plato.
—Franca, de veras, no puedo…
—Nada de excusas. Debería mirarse al espejo. Ha adelgazado al menos cinco kilos, y en muy
poco tiempo. No me extraña que se sienta agobiada y sin energía. Tiene que cuidarse.
En The Terrace había mucho movimiento. El restaurante abría también por la tarde y el calor
atraía a la gente, que acudía a sentarse al aire libre. Beatrice y Franca atravesaron todo el local, pero
no encontraron a Alan por ninguna parte.
—Se ha ido —dijo Beatrice, resignada—, es probable que ya ande por el octavo bar con una
intoxicación de segundo grado. Santo cielo, Franca, tenemos que…
Franca la obligó a sentarse amablemente.
—No es bueno para nadie que a usted le de un ataque de cualquier cosa. Así que quédese aquí
sentada, le traeré algo de comer. Una hora más o menos no va a cambiar nada. Cuando hayamos
acabado, lo buscaremos, pero antes debemos hacer acopio de fuerzas. Nos puede llevar un buen rato
recorrer todos los bares de St. Peter Port.
Dejó sola a Beatrice y se puso en la larga fila que había en el interior del local. No pudo evitar
acordarse de la primera vez que había entrado allí, en septiembre del año anterior: presa de un
ataque de pánico, había salido precipitadamente después de que se le cayera la bandeja. Esta vez lo
lograría sin ningún incidente lamentable. Ahora era otra mujer, ¿o no? Se miró en un gran espejo que
colgaba de la pared y tuvo que admitir que estaba transfigurada, al menos exteriormente. Tenía la
cabeza erguida, los hombros altos. En su rostro no quedaban huellas de la palidez y el apocamiento
de antaño. Su mirada era más clara, ya no temblaba con el nerviosismo de antes. Incluso sentía que
los hombres la miraban al pasar.
«No está mal —pensó—, nada mal, para una mujer de la que Michael llegó a decir que sería
incapaz de vivir sola.»
Pidió dos veces el mismo plato tailandés, una combinación indefinible de fideos y verduras, y
cogió con resolución dos vasos de vino. Ciertamente Beatrice no se negaría a un trago de alcohol.
Por supuesto, Beatrice insistió en que no podía comer absolutamente nada, pero Franca le dijo
que si no lo hacía, se negaba a continuar buscando a su hijo; así que Beatrice comenzó a hurgar en su
plato a regañadientes.
—Mi mundo está deshecho —dijo con un desconsuelo que Franca nunca le había oído—, y no
puedo encontrar de nuevo mi equilibrio.
—¿Es por la muerte de Helene? —preguntó Franca con cautela—. ¿O por Alan?
—Helene, Alan… todo. Cuando falta el equilibrio, todo parece más pesado. Ya no hay
consistencia, todo se pone en duda. —Beatrice tenía los ojos marcados por la aflicción—.
Naturalmente, me he preguntado muchas veces qué es lo que he hecho mal. Cuando tu propio hijo es
incapaz de darle un rumbo a su vida, una, como madre, ha de hacerse esa pregunta. Claro, Alan
creció sin padre. Quizá eso también haya tenido su importancia. Creció en una casa con dos mujeres:
una de ellas, neurótica e inestable, lo idolatraba, y la otra, su madre, trataba de contrarrestar esa
influencia, a riesgo de ser a veces demasiado estricta. —Beatrice se llevó por fin el tenedor a la
boca, pero lo dejó caer otra vez antes de comer nada—. Con frecuencia pienso que las dos, Helene y
yo, cada una a su manera, le exigimos demasiado. Queríamos el hijo ideal, el alumno ideal, el
hombre ideal, el abogado ideal. Esperábamos que él colmara nuestros deseos y expectativas, que
además eran a menudo contradictorios, porque no proyectábamos sino nuestras propias carencias. El
alcoholismo de Alan comenzó cuando suspendió unos exámenes. Y habíamos sido nosotras las que le
habíamos preparado el terreno. Alan no soportaba cometer fallos. Y en algún momento no aguantó
más la presión. Sólo hacía falta un detonante. Hasta que un día llegó, inevitablemente…, y desde
entonces, nada parece poner fin a ese drama.
—No sea tan dura consigo misma, Beatrice —dijo Franca y apoyó una mano sobre la de Beatrice
—. Ha hecho por Alan todo lo que estaba a su alcance. ¿Qué mujer puede decir que sea una madre
ideal? Si se exige eso a sí misma, está pidiendo algo imposible.
—Quizá debí ser más consecuente y mantenerlo alejado de Helene. Era básicamente ella quien
determinaba nuestra vida de familia. Una mujer sentimental y eternamente pesimista que parecía
entregada a la muerte segura si yo no me ocupaba de ella. —Beatrice se rio con amargura—. No
paraba de quejarse. Se quejaba del tiempo, de la casa real, del conflicto irlandés, de la comida, de
sus enfermedades imaginarias, de la edad. Pero de lo que más se quejaba era de soledad, y de la
escasa jubilación que percibía, que la hacía depender para siempre de mí. «Si no te tuviera a ti,
viviría en un agujero», me decía a menudo. —Beatrice hizo una mueca—. Esa mujer insatisfecha y
llorona, en realidad era una persona muy taimada que sólo pensaba en sí misma. Vista en
retrospectiva, tengo que sacarme el sombrero ante ella. Durante toda mi vida he sido infinitamente
menos lista que ella.
Franca la miró atentamente.
—Ahora habla de otro modo sobre ella. Ya sé que entre ustedes no hubo una verdadera amistad,
pero… no sé, su tono se ha endurecido un poco, se ha hecho más cínico. Por lo general, cuando a un
ser querido le ocurre algo terrible, uno se vuelve más blando e indulgente en lo que respecta a los
defectos y debilidades de esa persona. ¿Qué ha pasado?
Beatrice dejó los cubiertos a un lado. La tarde estaba clara aún, y Franca volvió a notar el
pésimo estado en que se encontraba la anciana.
—No puedo comer. No me obligue, Franca. De verdad, tengo un nudo en el estómago.
—¿Qué ha pasado?
Beatrice meneó la cabeza.
—No puedo hablar de eso. Es… demasiado reciente. Debo elaborarlo antes, y necesito tiempo.
Franca no insistió. En el mismo tono, dijo:
—Hoy Maia me ha hecho un comentario muy curioso. Nos encontramos, como sabe, junto a la
tumba de Helene, y allí hemos caído en la cuenta de que tanto ella como Erich murieron el mismo
día, el uno de mayo. Qué casualidad, ¿no?
—No existen las casualidades —dijo Beatrice. La expresión de su mirada se hizo más clara—.
¿Cuál fue el comentario de Maia?
—Hablábamos del día en que murió Erich, y yo le conté que habrían podido salvarlo si hubieran
encontrado un médico, lo cual, debido al caos general que imperaba en la isla, resultó imposible.
Maia se quedó extrañada, porque su bisabuela le había contado que aquella tarde el doctor Wyatt
estuvo en Le Variouf; lo habían llamado a causa de un incidente con un trabajador forzado francés.
Sin embargo, yo había entendido que Erich pasó toda la tarde agonizando. Pero si el doctor Wyatt fue
a la casa podría haberlo ayudado, ¿no? —Franca se encogió de hombros. Luego miró a Beatrice—.
No sé, es posible que haya entendido mal.
Había oscurecido, la terraza del restaurante se llenaba de sombras. El rostro pálido de Beatrice
se veía gris con la última luz del crepúsculo.
«Pero quizá —pensó Franca— no se deba a la luz. Siente un profundo dolor. Está gris de pena.»
—Aquel uno de mayo —dijo Beatrice en voz baja—, aquel uno de mayo de mil novecientos
cuarenta y cinco… ¡Dios mío, qué día! Un día fatídico. Todo se decidió en unas pocas horas, y
nosotros influimos en la decisión sin comprender del todo su alcance.
Franca se inclinó hacia delante. Por segunda vez en pocos minutos, apoyó su mano sobre la de
Beatrice. Sintió la piel áspera y arrugada de la anciana, y percibió el leve temblor que invadía su
cuerpo.
—¿Qué pasó aquel día, Beatrice? —le preguntó en voz baja—. ¿Qué pasó aquel uno de mayo de
hace cincuenta y cinco años?

Guernsey, mayo de 1945

Desde comienzos de año, Alemania se encaminaba al desastre definitivo, y las voces que auguraban
la victoria final se hicieron cada vez más tímidas y silenciosas. El Deutsche Guernsey Zeitung
publicaba aún arengas en la portada, pero ya no había nadie en la isla que realmente creyera en ellas.
«No nos rendiremos», se leía una y otra vez en grandes titulares. El 20 de abril, el día del
cumpleaños del Führer, el periódico alemán Star y el Evening Press competían entre sí en alabanzas
a la persona de Adolf Hitler y confirmaban su resolución insoslayable de conducir a su pueblo a la
victoria. En ese momento, Berlín estaba prácticamente rodeada por los rusos. Polonia había sido
liberada y las tropas rusas habían conquistado Prusia Oriental y Silesia. Cientos de miles de
refugiados se apiñaban en las ciudades bombardeadas, y los ejércitos alemanes capitulaban uno tras
otro. Ni un milagro habría salvado al Reich de la catástrofe. La guerra estaba decidida, y quien
anunciara que el curso de la historia se volvería en favor de Alemania mentía o estaba tan
desesperadamente aferrado a su ideología que incluso en vista de los hechos inequívocos seguía con
los ojos cerrados.
Erich, que a la sazón había sido ascendido a teniente, cambiaba de opinión varias veces al día.
Las oscilaciones de su carácter, que siempre habían sido notorias, se hicieron incluso más patentes y
se manifestaban de modo más arbitrario que nunca, así que nadie sabía cómo abordarlo. Reconoció
por primera vez que tomaba pastillas y que no podía pasar sin ellas. En las islas, separadas del resto
del mundo, casi no había víveres ni medicamentos, y mucho menos pastillas para combatir la
depresión. Erich se había quedado sin provisiones. A medida que avanzaba la primavera, su
situación se volvía más desesperada. No tenía cómo defenderse de sus miedos, sus fobias y su
depresión. A veces se pasaba horas sin decir palabra y se quedaba sentado en un rincón con la vista
perdida. Después volvía a ponerse agresivo, revisaba toda la casa, todos los armarios y los cajones
en busca de medicamentos que hubieran podido quedar olvidados. En febrero encontró en una vieja
maleta que estaba desde hacía años en el desván una caja con las últimas dos pastillas. Desde
entonces vivió empeñado en que debía haber más reservas en la casa y que las encontraría si buscaba
con ahínco. Registraba los mismos sitios una y otra vez, y cuando Helene le decía si pensaba que un
fantasma podría haber depositado allí nuevas provisiones, él reaccionaba agresiva e irracionalmente.
—¡Aquella vez también dijiste que no había más en casa! —gritaba él—. ¡Y las encontré! ¡Así
que ahora cállate! ¡Tú no sabes nada! Nunca has querido que tome esas cosas y ahora crees que
puedes vanagloriarte. Pero yo no dejaré que acaben conmigo, ¿me oyes? ¡Conseguiré las pastillas y
no hay nada que puedas hacer para impedirlo!
Cuando se sentía mal se ponía como una fiera. Volcaba el contenido de cajones enteros al suelo
sin molestarse en recogerlo después. Sacaba los vestidos de Helene del armario y los tiraba por la
habitación. Revolvía la cocina, y rompía sin ningún reparo cristales y piezas de porcelana. Luego,
exhausto y abatido, y con la mirada perdida, murmuraba:
—Sé que queda alguna. Lo sé.
Claro que el hallazgo afortunado de febrero nunca se repitió. A veces, con frecuencia después de
un ataque particularmente virulento de agresividad, su humor se tornaba afable y decía que todo
saldría bien, sin especificar a qué se refería con ese «todo», y forjaba planes para cuando acabara la
guerra. No daba a entender de qué forma acabaría, pero transmitía la impresión de que veía con
buenos ojos la evolución de los acontecimientos.
—Creo, Helene, que nos quedaremos en Guernsey —decía—, me gusta esto. La isla tiene un
clima agradable. ¿Qué me dices?
Cuando le daba por ese discurso, Helene se ponía pálida y tensa. No sabía si replicarle lo
absurdo que era lo que decía, o si debía seguirle la corriente. La mayoría de las veces se ocultaba
detrás de un débil «ay, Erich…», que él casi siempre interpretaba como adhesión. Sólo una vez
apareció en él una expresión de disgusto; miró fijamente a Helene y le preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso de «ay, Erich»?
Por supuesto, Helene empezó de inmediato a tartamudear.
—No sé… Sólo quería…
—¿Sí? ¿Qué querías?
—Erich…
Él la miró con aire amenazador.
—Quiero saber tu opinión, Helene. Y quiero que me la digas con toda franqueza, ¿comprendes?
—No sé exactamente a qué te refieres, Erich. De veras, sólo quería…
—¿Sí? ¡Di de una vez lo que querías!
—Creo que será difícil para nosotros después de la guerra —dijo Helene, juntando coraje—. No
sabemos si la gente de Guernsey nos aceptará.
—¿Por qué no iban a aceptarnos?
—Pues, porque… hemos ocupado la isla, y podría ser que después… quiero decir, cuando acabe
la guerra, podría ser que no pudiéramos quedarnos aquí.
Erich le lanzó una mirada glacial.
—¿Quieres decir que crees que Alemania perderá la guerra?
Helene parecía un animal acorralado.
—Nadie sabe exactamente qué pasará —susurró.
—¿Que no? Tal vez tú no lo sepas, Helene, ¡yo sí sé qué pasará! ¡Yo lo sé! —Y entonces se
plantó en medio de la habitación y dio un discurso largo y embrollado sobre la victoria final,
enumerando una lista de motivos confusos que en su opinión demostraban que la victoria llegaría,
que era absolutamente inevitable. Nadie se atrevió a contradecirlo. Beatrice, que había tratado de
abandonar rápidamente la habitación, fue llamada de inmediato y obligada a permanecer en ella.
Siempre que recordaba aquel día, pensaba que ella y Helene debían de parecer dos escolares
sentadas en sus bancos, erguidas y mudas, mientras soportaban con paciencia un sermón con la
esperanza de que el maestro no les pidiera luego que repitieran lo que había dicho. Finalmente Erich
acabó su discurso, se detuvo y se desplomó en el sofá, extenuado.
—Vosotras nunca lo entenderéis —murmuró.
—Si encontrara de una vez esas pastillas —decía Helene a Beatrice—. Antes no soportaba que
las tomara. Ahora querría dárselas yo misma. ¡Si pudiera devolverle un poco el equilibrio!
Beatrice tenía dieciséis años y era madura para su edad, y se daba cuenta de que Erich era una
bomba de relojería. Hasta que consiguiera sus medicamentos, seguiría siendo completamente
impredecible. Sentía que las cosas se acercaban a un desenlace y que al final ocurriría algo terrible.
Erich siempre necesitaba víctimas para desahogarse de su frustración, de su incertidumbre y su
creciente pánico. A menudo le gritaba a Will, quien todo el tiempo debía hacer recados para él sin
conseguir lo que Erich le pedía. Con frecuencia Helene hacía de chivo expiatorio; le decía que no
abría nunca la boca, que ponía cara de pollo asustado o que miraba como una vaca en mitad de una
tormenta. Helene andaba a hurtadillas por la casa, como una sombra, esforzándose por pasar
desapercibida. Desarrolló una capacidad sorprendente para hacerse invisible, para moverse sin
hacer ruido y fundirse misteriosamente con el fondo. A veces Erich la buscaba y no la hallaba aunque
estuviera en casa. Parecía dotada de sofisticados sismógrafos que le permitían adivinar cuándo Erich
entraría en una habitación, y casi siempre era capaz de abandonar el lugar a tiempo. El nerviosismo
vibrante de Erich aumentaba, por supuesto, cuando su víctima se le escurría, y entonces buscaba otro
chivo expiatorio. Quien no podía escapar a sus garras era Pierre, el prisionero francés, que seguía
encargándose del cuidado de la finca, algo absurdo en vista de los problemas de abastecimiento en la
isla. Se ocupaba de las rosas, de limpiar los senderos del jardín y de cortar el césped. En realidad,
Pierre no tenía la menor idea de cuidar jardines, de modo que tampoco sabía cómo preparar los
arriates o aprovechar los invernaderos para cultivar verduras, por ejemplo, lo cual habría podido
proporcionar de vez en cuando alguna lechuga o unos tomates. Cuando estaba de mal humor, Erich se
enfadaba terriblemente por este motivo.
—Tenemos una finca enorme, tierra buena y fértil, arriates sin fin, dos invernaderos… ¡Querría
saber a qué esperas para hacer algo de provecho con ellos! —vociferaba—. ¿Por qué no tenemos
lechugas? ¿Ni coliflores? ¿Por qué no tenemos absolutamente nada que sea comestible?
Pierre, demacrado como todos, un esqueleto pálido con los pómulos hundidos, jugueteaba con la
gorra entre las manos. Trabajaba muy duro y estaba siempre al borde de la extenuación.
—Eso se debe a que no soy jardinero, señor teniente —dijo—, no tengo la formación para eso.
En Francia había empezado a estudiar Literatura e Historia. No tengo la menor idea de cómo llevar
una huerta. He crecido en el centro de París. Mi familia nunca ha tenido jardín. Ni siquiera un balcón.
Erich lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Hace cuánto que estás con nosotros? ¿Lo sabes, o tampoco te sientes capacitado para
responder a esta pregunta?
—Sí, señor teniente. Pronto hará cinco años que estoy aquí.
—Cinco años… —La mirada de Erich era de una frialdad inhumana—. Coincidirás conmigo en
que cinco años es mucho tiempo…
A Pierre, los últimos cinco años le parecían una eternidad.
—Es mucho tiempo —dijo en voz baja—, un tiempo muy largo, señor teniente.
—Tiempo suficiente para aprender algo, ¿no?
—Pues…
—Limítate a responder a mi pregunta. ¿No crees que cinco años deberían bastar para aprender
todo lo aprendible en cualquier campo, aunque antes no se tuviera ni idea?
—Señor teniente, eso es cierto si…
—Para los estudios que realizabas tampoco habrías tenido más tiempo. ¿O te habría gustado ser
un estudiante crónico que vivía del dinero de sus padres? Me inclino a creer que eres una de esas
personas. Alguien que no puede hacer nada bien. Un parásito que come a costa de los demás.
—Creo que me ha faltado instrucción —dijo Pierre con admirable valor, pues a esas alturas ya
debía saber que Erich no pretendía hacer justicia ni aclarar objetivamente los hechos. Su única
pretensión era descargar su agresividad, y los intentos de Pierre por justificarse no hacían más que
aumentar su ira.
Erich meneó lentamente la cabeza.
—¿Así que te ha faltado instrucción? Ésa es una afirmación interesante. Una afirmación de lo más
interesante. ¿Tú creías que tu estancia en Guernsey iba a ser una especie de cursillo? ¿Un período de
formación? ¿De veras creías que aquí gozarías de formación gratis? Teniendo en cuenta que gratis, en
este caso, significa a costa del pueblo alemán.
—No, señor teniente, yo sólo he dicho que…
—¿Esperabas que el pueblo alemán financiara la formación de un francés desterrado como tú?
¿Que las diligentes manos del pueblo alemán no tuvieran otra cosa que hacer que moverse para ti y tu
maldita formación? ¿Creías que tenías derecho a eso?
Pierre permaneció callado. Comprendió lo absurdo de la discusión. Siguió cabizbajo y soportó
con paciencia los gritos iracundos de Erich, que culminaron por fin con el anuncio de que a partir de
ese momento cambiarían las cosas, que le apretaría las tuercas porque era obvio que lo estaba
pasando demasiado bien, que tenía muy poco trabajo y demasiada comida, y que era necesario
invertirla situación. Según la experiencia de Erich, la gente entraba rápidamente en razón cuando
tenía bastante quehacer y no tenía tiempo de llenarse la panza.
La ración diaria del prisionero parecía que no podía ser más escasa; sin embargo, Erich logró
reducirla al mínimo, lo justo para que sobreviviera; así que no tardó en cobrar un aspecto aún más
raquítico y miserable. Como de costumbre, Helene tenía demasiado miedo para enfrentarse a los
dictámenes de su esposo, pero cuando podía Beatrice le pasaba algo de comida a Pierre, a pesar de
que cada vez era más difícil porque prácticamente no había nada que comer. Durante los meses de
marzo y abril, ocupantes, ocupados y prisioneros de guerra compartieron el miedo a morir de
hambre.
El 30 de abril, Adolf Hitler se suicidó en la capital del Reich, que ya estaba, en buena parte, en
manos de los rusos. El 1 de mayo, la situación se agravó en la casa ocupada por los Feldmann.
Por supuesto, ellos no sabían nada de la muerte del Führer. Los noticiarios aún no habían dicho nada;
era posible que ni siquiera en la disputada Berlín lo supieran, o por lo menos nadie podía confirmar
la veracidad de los rumores. La radio informó por la mañana de que las tropas rusas estaban
conquistando palmo a palmo la ciudad y que, a pesar de lo desesperado de la situación, los soldados
alemanes resistían valientemente. Nadie se atrevía a pronunciar la palabra «capitulación», pero
Beatrice sabía que el fin de la guerra estaba cerca. ¿Qué debía ocurrir aún para que Alemania se
rindiera? La caída definitiva sólo podía ser cuestión de días.
Erich se levantó muy temprano aquella mañana; Beatrice lo oyó dar vueltas por la casa desde las
cinco. Evidentemente, andaba de nuevo en busca de sus pastillas, porque Beatrice escuchó que
revolvía cajones, abría armarios y hasta llegó a mover sofás y cómodas de la pared. Hacia las seis,
empezó a llamar a gritos a Helene.
—¡Helene, maldita sea! ¿Dónde te has metido? ¡Baja a ayudarme!
En el corredor se oyeron las leves pisadas de los pies desnudos de Helene, quien al cabo de un
rato entró en la habitación de Beatrice.
—¿Estás despierta? —susurró.
Erich gritaba tan fuerte que nadie habría podido no oírlo, por lo que Beatrice desistió de hacerse
la dormida y dejar a Helene que se arreglara con su problema.
—¿Qué pasa? —preguntó con desgana.
—¿Puedes bajar conmigo? —murmuró Helene—. Me parece que Erich está de pésimo humor.
Tengo miedo. No quiero ir sola.
—Pero él te ha llamado a ti —le aclaró Beatrice—, no es a mí a quien busca.
Helene estaba pálida, y tenía los ojos centelleantes.
—Por favor, Beatrice. Está buscando las pastillas, y tú y yo sabemos que no las encontrará.
¡Toda su rabia se dirigirá contra mí!
A Beatrice le habría gustado decirle que al fin y al cabo había sido ella quien se había casado
con Erich, y que por lo tanto aquello era asunto suyo; pero se calló. No era el momento para ese tipo
de discusiones.
Envueltas en sus albornoces, bajaron la escalera. Erich estaba en el comedor, junto al pesado
aparador de ébano. Tenía la cara muy colorada, sudaba mucho y emanaba de él un olor desagradable.
Las manos le temblaban.
—¡Ah, qué bien que hayáis venido! Tenemos que correr el aparador. Me parece que en su
momento se me cayó una caja de pastillas aquí detrás. Aún debe de estar.
—Ahí seguro que no hay nada —dijo Beatrice—, y no creo que podamos correr el mueble.
—Podremos si hacemos fuerza entre todos —afirmó Erich—. Vosotras de aquel lado, y yo de
éste. ¡Vamos, manos a la obra!
Beatrice no recordaba que el aparador se hubiera movido alguna vez de su sitio. Ahora tampoco
se movía, a pesar de que los tres, sumando fuerzas, empujaban y tiraban.
—¡No tiene sentido —dijo por fin Beatrice, jadeante—, nunca lo lograremos!
A Erich el sudor le corría a mares por la cara.
—Claro que no, porque dentro está la vajilla. Primero tenemos que sacar todas las cosas.
—¡Santo cielo! —se lamentó Helene—. ¡Ahí dentro hay montañas de cosas!
Erich ya había abierto todas las puertas y cajones, y comenzó a sacar el contenido del aparador
con movimientos nerviosos. Manteles y servilletas volaron al centro de la habitación. Luego
siguieron los cubiertos. En un abrir y cerrar de ojos, el comedor quedó hecho un caos. Al principio,
Erich manipulaba la vajilla con cuidado, pero a medida que aumentaba su impaciencia le resultó
indiferente que la porcelana se rompiera. Y comenzó a arrojar platos y tazas con la misma falta de
consideración que antes con los manteles.
Beatrice trataba de salvar lo que podía. Hizo a un lado lo más rápido que pudo la cristalería de
su madre, y luego la vajilla de los días de fiesta que Deborah siempre había cuidado tanto. Pero,
aunque se daba prisa, no podía seguir el ritmo de Erich, y una gran sopera acabó hecha añicos contra
una pata de la mesa.
Erich insultaba en voz alta.
—¡Cachivaches de mierda! ¡A quién se le ha ocurrido la estúpida idea de acumular tanta basura!
¡Esto es de locos! ¡Hace tiempo que teníamos que haberlo ordenado de otra manera!
Por fin, el aparador quedó vacío y la habitación parecía un vertedero. En efecto, entre los tres
lograron correr el pesado mueble de la pared. Al hacerlo, se levantó un montón de polvo, y sobre la
alfombra quedó el contorno del aparador. Erich se deslizó de inmediato entre el mueble y la pared, y
revolvió en la mugre como si le fuera la vida en ello. Tosía y jadeaba. El sudor se hizo más intenso y
el hedor que despedía su cuerpo ascendía en nubes invisibles.
—Tenemos que correrlo un poco más —dijo, y se secó el sudor de la frente—. Es posible que la
caja no esté junto a la pared.
—No se puede. —La voz de Helene sonaba como si estuviera al borde de las lágrimas—. Está la
alfombra. Y aunque quisiéramos, no podríamos moverlo más.
—Pues entonces habrá que enrollar la alfombra —determinó Erich.
—La mesa del comedor está sobre la alfombra —reparó Beatrice. Estaba segura de que Erich no
cejaría hasta vaciar todo el comedor—. ¡Además, hay montones de vajilla por todas partes!
Los ojos de Erich relampagueaban como si tuviera fiebre.
—Hay que sacarlo todo —decidió—, ¡vamos, a trabajar! ¿Dónde diablos se ha metido el
francés? ¡Cuando se le necesita, esa criatura perezosa no aparece por ninguna parte!
—A Pierre lo traen a las siete, y son las siete menos cuarto —dijo Helene.
—¡Pues habrá que cambiar las cosas! —bramó Erich—. ¡A las siete! ¡A las siete! Pero ¿qué es
esto, un sanatorio?
Arrastraron la mesa del comedor y las sillas al vestíbulo, y se dispusieron a trasladar la vajilla.
Entre tanto llegaron Pierre y el soldado que lo vigilaba, y de inmediato se incorporaron al trabajo.
Pierre no había desayunado y parecía que iba a desfallecer en cualquier momento. Al soldado todo
aquel trasiego de cosas le parecía absurdo, pero naturalmente no osaba decir nada. Evitó mirar a
Beatrice y a Helene, e hizo como si aquello fuera lo más normal del mundo.
Por fin enrollaron la alfombra y la sacaron de la sala, mientras Erich, Pierre y el soldado
empujaban y corrían el aparador hasta el centro del comedor. Levantaron más polvo aún y dejaron a
la vista cantidad de mugre, pero no encontraron una sola caja de pastillas por ninguna parte. Erich
estaba a cuatro patas y blasfemaba; seguía convencido de que encontraría algo. Su necesidad era
inmensa. Daba la impresión de que estaba dispuesto a matar por un antidepresivo, «y quizá sería
capaz de hacerlo», pensó Beatrice.
—¡Que nadie se vaya de aquí! —vociferó por fin—. ¡Que nadie se mueva hasta que aparezcan las
pastillas!
Todos se quedaron atónitos. Helene trataba de contener las lágrimas, pero estaba claro que no lo
conseguiría. Pierre estaba blanco como la pared, hacía semanas que vivía al borde de la inanición y
ya estaba al final de sus fuerzas. Erich miraba alrededor con los ojos fuera de sus órbitas.
—¿Alguno de vosotros ha robado la caja? —preguntó, mirando fijamente a Helene—. Tiene que
estar en alguna parte. ¡Si no está aquí, es porque alguno de vosotros la ha robado!
—Nadie habría podido correr el aparador sin que usted se diera cuenta —dijo Beatrice—. ¡Ya lo
ve, hemos tenido que vaciar todo el comedor!
Pareció que sus palabras hacían mella en Erich.
—Quizá alguien ha metido rápidamente la mano y la ha cogido —conjeturó después—, en un
momento de despiste mío. ¿Qué decís? ¿Es posible? ¿Helene?
Helene se estremeció.
—¿Por qué yo? —susurró—. ¿Por qué justamente yo?
Erich respiraba con dificultad. Había un odio en su mirada que a Beatrice le daba escalofríos.
—¿Por qué justamente tú? —Se acercó más a Helene, que retrocedió un paso—. ¿Por qué?
Porque lo único que tú haces son desastres, Helene, porque en toda tu vida no has hecho otra cosa
que darme problemas. Desde el maldito día en que te conocí, no me has dado más que problemas.
¿Quieres que te diga una cosa? —Se acercó otro paso más hacia ella. Helene estaba con la espalda
contra la pared, no podía recular más aunque hubiera querido—. Ojalá nunca te hubiera conocido.
Me habría ido mucho mejor en la vida sin ti. Deberías verte. De muchacha al menos eras apetecible,
pero eso ya pertenece al pasado. Ni siquiera eres guapa, ¿te das cuenta? Sube y mírate al espejo.
Pero ten cuidado, porque puedes darte un buen susto.
Helene rompió a llorar y salió corriendo. La oyeron subir la escalera y encerrarse en su
habitación de un portazo.
Erich se paseaba nerviosamente por el comedor, al tiempo que se golpeaba los puños contra la
palma de las manos. Parecía pensar febrilmente. Por fin se detuvo.
—¡Vístete! —le dijo a Beatrice—. Vamos a casa de los Wyatt.
—¿De los Wyatt? —repitió Beatrice, a pesar de que le había entendido perfectamente. Los
pensamientos la asaltaban desordenadamente. Buscó con desesperación una excusa para hacerlo
desistir de su intento. Julien estaba en casa de los Wyatt y era muy peligroso que Erich entrara allí.
—Sí —dijo él con impaciencia—, a casa de los Wyatt. Confío en que al doctor le queden todavía
reservas de pastillas, y estoy seguro de que me las dará.
—No creo que le quede nada. Los médicos reciben tan pocas provisiones como todos los demás.
En su consultorio no tendrá ni una píldora contra el dolor de cabeza.
Era evidente que Erich ya no estaba en condiciones de razonar con sensatez y advertir lo absurdo
de su idea.
—Algo tendrá —insistió con la misma obstinación con que antes había anunciado que detrás del
aparador había una caja—. Vístete de una vez. Deprisa.
Subió a su habitación tan lentamente como pudo. Habría querido advertir a los Wyatt, pero el
teléfono estaba abajo, en el vestíbulo, junto a la puerta abierta del comedor. Era imposible que Erich
no la oyera. ¿Y si lo convencía de anunciar su llegada por teléfono? Eso al menos permitiría a los
Wyatt sacar a Julien de la casa, aunque no les daría tiempo de borrar las huellas del desván.
Cualquiera se daría cuenta de que allí arriba vivía alguien.
De todos modos, no convenció a Erich de que anunciaran su visita por teléfono.
—No, maldita sea, ¿para qué? —replicó en tono agresivo—. ¿Ya has acabado? ¡Pues vamos!
Atravesaron el pueblo a toda marcha. Cuando llegaron a la casa del médico, Erich sacó la
pistola.
—Hay que exhibir los mejores argumentos —dijo—. Estoy seguro de que hallaremos al doctor
con la mejor de las disposiciones. Ahora entraremos aquí y no saldré sin esas malditas pastillas,
aunque tenga que poner la casa patas arriba.
Beatrice se encomendó al cielo y lo siguió.

Echó juramentos, maldijo y gritó, agitó su pistola en el aire, hizo que abrieran todos los armarios,
arrojó al suelo el contenido de los cajones y hasta llegó a husmear en la jaula de los conejos que
había en el jardín. Sembró el miedo y el espanto en la familia del doctor. Parecía que a la señora
Wyatt iba a darle un ataque en cualquier momento. Mae saltó de la cama temblando como una hoja.
—¿Qué le pasa? —le dijo a Beatrice en un susurro; pero, antes de que ésta pudiera responder,
Erich se volvió y apuntó a Mae con la pistola.
—¡Que nadie abra la boca! —bramó—. ¿Entendido? ¡Una palabra más y disparo!
Edith Wyatt tomó en sus brazos a Mae, que ya superaba a su madre por media cabeza, como si
sostuviera aún a la niña que Mae había sido una vez.
El doctor Wyatt trató de tranquilizar a Erich, pero éste no tenía la menor intención de que lo
acallaran.
—¡Quiero los medicamentos —repitió—, quiero los malditos medicamentos!
Beatrice miró suplicante al doctor Wyatt, que se encogió de hombros con aire resignado y
alcanzó a pronunciar un tímido: ¡De verdad que no me queda nada!
Fue un milagro que Erich no descubriera la portezuela del desván. En su obsesión habría sido
imposible impedir que subiera y continuara allí con su búsqueda. Subió al piso de arriba, pero
omitió echar una ojeada a la portezuela. Vociferaba, en vez de guardar la calma y registrarlo todo.
Revisó el guardarropa en el dormitorio de los Wyatt, arrojó las prendas de la señora Wyatt a la
cama, luego apartó el colchón y examinó detenidamente el somier. Parecía como si a fuerza de mirar
fijamente un punto durante mucho tiempo fuera a serle revelado algún secreto. Después revolvió la
habitación de Mae y volvió a bajar la escalera a la carrera. Beatrice vio que Edith hacía un esfuerzo
por no desmayarse. En la isla estaba aún en vigor la pena de muerte. Y Edith sabía que si Erich
encontraba a Julien, era posible que ejecutaran a toda su familia.
Erich estaba tan fatigado que la mano en que sostenía el arma empezó a temblarle. Su rostro había
perdido el rojo intenso y ahora estaba muy pálido. Tenía unas ojeras tan marcadas que parecía que
sufriera alguna enfermedad.
—¡Demonios, Wyatt! —dijo con voz ronca, al tiempo que miraba al médico con odio—. Es usted
hombre muerto si me entero de que me ha mentido. Si averiguo que tiene en su casa los medicamentos
que necesito, ¡lo mataré con mis propias manos, se lo juro!
—No tengo nada, señor —respondió Wyatt con calma, y Beatrice sintió admiración por la
serenidad que transmitía el médico. Él también tendría el corazón en la boca, pero no se le notaba—.
Le aseguro que hace meses que sólo me llega lo más indispensable, y lo que usted necesita no viene
en las remesas.
Erich regresó a casa con un último esfuerzo; a duras penas logró subir la rampa de acceso. En las
últimas horas había agotado completamente sus fuerzas. Beatrice esperaba que pasara el resto del día
en la cama.
En efecto, en cuanto entró en la casa, se fue sin decir palabra a su habitación y se encerró allí.
Helene lo había espiado desde la puerta de la cocina.
—¿Qué ha pasado? —susurró.
—El doctor Wyatt tampoco ha podido darle nada —contestó Beatrice—, pero espero que ahora
se calme un poco. Está totalmente exhausto. Dormirá unas cuantas horas.
—Cada vez se pone peor —dijo Helene, con los ojos llorosos—. No creo que hoy nos deje en
paz. Dormirá un rato y luego empezará de nuevo.
—Lo único que podemos hacer es esperar —dijo Beatrice—, pero mientras tanto deberíamos
poner un poco de orden en el comedor.
—Ha perdido la razón —susurró Helene. Parecía imposible conseguir que hiciera algo práctico
—. Sencillamente está enfermo. Necesita un tratamiento. ¿Cómo se pondrá cuando acabe la guerra?
Beatrice esperaba que cuando acabara la guerra lo hicieran prisionero, y de esa manera estaría
fuera de circulación durante unos cuantos años, pero no dijo nada. No tenía sentido inquietar aún más
a Helene. Ya se sentía bastante mal.
—¿Hay algo para desayunar? —preguntó Beatrice.
Helene alzó los hombros con resignación.
—No tenemos ni un trozo de pan. No nos quedan frutas en conserva, nada. He preparado un poco
de sucedáneo de café, es todo lo que hay.
Beatrice bebió una taza de aquel café que sabía a agua. No tenían azúcar, ni leche; no había nada
que pudiera darle un poco de gusto a aquel líquido marrón.
Helene estaba sentada a la mesa con los brazos cruzados. Se quejaba de Erich y del hambre que
les aguardaba a todos; luego dijo que en el fondo le daba lo mismo si había algo de comer o no,
porque de todos modos no habría podido probar bocado.
Beatrice se sentó en la galería y miró al jardín. Pierre limpiaba un arriate ante la mirada del
guardia; trabajaba despacio, deteniéndose continuamente porque respiraba con dificultad. Él tampoco
había desayunado; estaba a punto de sufrir un desmayo. El guardia masticaba un trozo de corteza de
árbol y miraba con aire cansado al vacío.
El sol ya estaba alto en el este; prometía un día de calor. «Hemos de ordenar las cosas», pensó
Beatrice, pero ella también se sentía tan extenuada que no sabía de dónde sacar fuerzas. Una voz
interior le decía que esa vez Helene tenía razón con su sombrío pronóstico: Erich no las dejaría en
paz.
El día anunciaba tormenta, y no se debía al tiempo meteorológico, que era caluroso y seco, sino a
la atmósfera que reinaba en la casa. Una sutil vibración bajo la superficie aparentemente en calma
evocaba truenos. Era la tensa calma que precede a la tempestad. Nada se movía. Pero era una
inmovilidad engañosa que se posaba sobre los hombres y la naturaleza. No era auténtica. Anunciaba
sucesos aciagos.

Poco después de las tres de la tarde, el guardia cayó rendido. Había estado sentado todo el tiempo en
un tronco masticando una corteza de árbol tras otra. Al igual que los demás, él tampoco había comido
nada en todo el día. El rostro se le veía lívido, pero, como en aquellos días nadie tenía las mejillas
coloreadas, no llamaba la atención.
Además, nadie se fijaba en él. Ya desde el mediodía había dejado de azuzar a Pierre para que
trabajara. Beatrice creía que era la compasión lo que lo hacía portarse de modo más humano, pues
Pierre tenía tan mala cara y era tan obvio que estaba al límite de sus fuerzas, que solamente un
monstruo lo habría obligado a los rigores de un trabajo físico. Pierre estaba acurrucado a la sombra
de un manzano con los ojos cerrados y jadeando. De vez en cuando se secaba el sudor de la frente.
El guardia se levantó, quizá para ir a buscar algo de beber, y de pronto se puso blanco y se
desplomó. No hizo ruido. Su caída se produjo como a cámara lenta. Se quedó tendido en el suelo y
no se movió más.
Beatrice, que seguía sentada en la galería luchando también contra la debilidad que se adueñaba
de ella, se puso en pie.
—¿Qué tiene? —preguntó.
Pierre se levantó con gran esfuerzo, se acercó al guardia y se inclinó sobre él.
—Debe de ser de debilidad —dijo—, ha perdido el sentido.
Beatrice lo miró a los ojos. Pierre sonrió con fatiga.
—No, mademoiselle. Gracias. —Había entendido su tácita oferta—. No me escaparé. No sabría
adonde y además estoy demasiado débil. Me quedo aquí. De todos modos ya no durará mucho.
—Hay que ponerlo a la sombra —dijo Beatrice.
Con un esfuerzo supremo, arrastraron el cuerpo bajo el manzano donde estaba Pierre. Beatrice
fue a por un jarro de agua fría y le humedecieron la frente y las muñecas.
—Creo que deberíamos llamar a un médico —dijo Beatrice, asustada—. ¡No se despierta!
En ese momento abrió los ojos, parpadeó y miró fijamente a Beatrice y a Pierre sin comprender
lo que sucedía.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Pero antes de que Beatrice pudiera responder, volvió a caer inconsciente dando un leve suspiro.
—Llamaré al doctor Wyatt —dijo Beatrice, decidida, y se puso en pie de un salto. Pero se había
movido demasiado deprisa y de golpe también ella se sintió mareada. Una ola de sudor le inundó el
cuerpo y de repente vio todo negro. Extendió la mano hacia el tronco del manzano para buscar sostén,
se aferró a él y esperó a que se le pasara el mareo. Cuando volvió a abrir los ojos y el mundo a su
alrededor dejó de dar vueltas, vio a Erich que acababa de salir a la galería. Estaba pálido como un
fantasma y empuñaba una pistola. Detrás de él estaba Helene, como una sombra delgada y pequeña,
con la cara entumecida por el miedo.
Las cosas ocurrieron tan deprisa que sólo más tarde Beatrice comprendió cómo se habían
desarrollado los acontecimientos.
Erich bajó los peldaños de la galería en dirección al jardín y apuntó con la pistola a Pierre, que
seguía inmóvil junto al cuerpo de su vigilante.
—Tú, no —le dijo Erich—, tú no te me escaparás.
Era tan evidente que Pierre no hacía el menor gesto de fugarse, que la rabia contenida y la
resolución de Erich no podían basarse en otra cosa que en sus propias alucinaciones y en su histeria.
Helene emitió un grito de espanto que sonó como el tímido gorjeo de un pájaro y pasó
completamente inadvertido.
Beatrice pensó: «¡No lo hagas!» Presintió que la tragedia tomaba un curso ineludible y no logró
pronunciar una palabra ni hacer ningún movimiento para impedir que pasara lo que pasó. A
excepción de Erich, todos se quedaron helados, inmóviles, hipnotizados por el odio que desprendían
sus ojos.
Erich disparó, pero falló el tiro. La bala dio en el suelo, cerca de Pierre, que no se movió.
—¡Corre! —gritó Beatrice—. ¡Echa a correr!
Erich volvió a disparar. Esa vez le dio a Pierre en una pierna. El joven francés gritó de dolor y
se apretó la herida con las manos. Erich le había dado justo debajo de la rodilla. Por fin, empezó a
moverse. Trató de arrastrarse sobre la hierba, pero no tenía escapatoria: ante él se abría el jardín
inmenso bajo un sol de justicia; habría sido un blanco perfecto durante muchos metros.
—¡La pistola! —gritó Beatrice—. ¡Pierre, la pistola! ¡Dispara! ¡Dispara de una vez!
A pesar del pánico, Pierre comprendió a qué se refería: al arma del guardia, que seguía
inconsciente. Se dio la vuelta.
Erich disparó de nuevo y volvió a atinarle en la pierna. El francés, que en ese momento trataba de
desenfundar la pistola, se retorció del dolor.
Erich dio dos pasos más al frente.
«Está disfrutando, disfruta como si fuera un juego», pensó Beatrice, que observaba la expresión
de su rostro.
Erich esperó. Esperó a que Pierre, lívido de dolor, se incorporara y se volviera, e intentara de
nuevo coger la pistola que tenía delante. Esperó incluso a que empuñara el arma y le quitara el
seguro, a que se diera la vuelta y lo apuntara.
Los dos dispararon al mismo tiempo.
Esta vez Erich falló el blanco, la bala dio en el suelo, muy lejos de Pierre.
En ese mismo instante, Erich cayó como un árbol talado. Quedó tendido en el suelo y ya no se
movió.
Después, ni un solo sonido rompió el silencio. Hasta los pájaros, espantados por los disparos, se
callaron. Reinaba un silencio irreal, como si el mundo entero hubiera dejado de respirar. El sol
iluminaba un escenario espectral: tres hombres tendidos sobre la hierba; dos mujeres, de pie,
inmóviles y aturdidas; y dos pistolas en el suelo, como si fueran el attrezzo de una representación
teatral.
Una escenografía, el clímax de una obra dramática que ninguno de los actores sabía cómo
continuar. El director se había olvidado de dar más instrucciones. Se quedaron allí inmóviles,
petrificados.
3
—¡Entonces fue Pierre quien disparó a Erich!… —dijo Franca—. No fue él mismo quien se
disparó…
—No, no fue él —confirmó Beatrice. Todas las lámparas del restaurante se habían encendido.
Bajo su luz cálida, Beatrice ya no parecía estar tan mal como hacía un rato, pero en su mirada había
aún tristeza y un profundo dolor—. Pierre disparó en legítima defensa, pero eso no le habría servido
de nada. Con las leyes que regían, lo habrían fusilado. Tuvimos que actuar rápidamente para
controlar la situación.
—¿Erich estaba muerto?
Beatrice meneó la cabeza.
—No. Esa parte de la historia es cierta. Erich no había muerto, pero estaba claro que sin
asistencia médica no sobreviviría. El tiro le había dado justo encima del corazón.
—El guardia…
—… gracias a Dios no se enteró de nada. Si no, habríamos estado perdidos.
—Y usted, ¿qué hizo?
—Pierre perdía mucha sangre —dijo Beatrice—, y yo propuse llamar a un médico. Pierre estaba
asustado; todavía no habíamos reflexionado sobre lo que acababa de suceder, y él temía por su vida,
porque algo habría que contarle al médico. Helene y yo lo arrastramos hasta la cocina, y mientras
ella le vendaba la pierna para frenar la hemorragia, yo volví al jardín para ocuparme de Erich.
Gemía pausadamente, pero no estaba realmente consciente. El guardia seguía inmóvil, pero no cabía
duda de que en algún momento volvería en sí, así que teníamos que pensar rápidamente en algo.
Regresé a la casa y le dije a Helene que me ayudara a llevar a Erich. Arrastrarlo a él resultó aún más
difícil; Pierre, aunque cojeaba, al menos se movía; pero Erich era un peso muerto. Por suerte, ya no
pesaba tanto; había adelgazado a causa del hambre que todos pasábamos. Ya no recuerdo cómo lo
conseguimos, pero lo arrastramos hasta el comedor y lo dejamos tirado sobre la alfombra. Parecía
que estaba muerto. Él también perdía sangre, pero no tanta como Pierre, que sangraba de modo
espectacular a pesar de tener el muslo vendado. Mientras Helene y yo seguíamos decidiendo qué
hacer, vi por casualidad que el guardia se acercaba tambaleando a la casa. Si entraba y veía aquel
cuadro, empezaría a gritar pidiendo socorro, así que tenía que detenerlo cuanto antes. Salí otra vez
corriendo.
—¿No había sangre en el jardín? —preguntó Franca—. Después de todo, arrastraron a Pierre
sobre la hierba y…
—Claro que había sangre en el jardín —confirmó Beatrice—, y cualquiera que estuviera en sus
cabales la habría visto. Pero aquel hombre estaba al límite de sus fuerzas; de hecho no pasó mucho
tiempo antes de que volviera a desvanecerse. Se tambaleaba. No podía avanzar en línea recta. Si
hubiera visto la sangre, habría pensado que alucinaba.
—¿No le preocupaba adonde había ido el prisionero?
—Claro, pero al mismo tiempo luchaba para no volver a desmayarse. Estaba realmente mal. Por
suerte, ni siquiera llegó a subir los cuatro peldaños de la galería. Se desplomó en el primero, se
llevó las manos a la cabeza y lanzó un gemido. Le dije que no se preocupara por nada, que Erich
tenía todo bajo control. Que en un momento vendrían a recogerlo y lo llevarían a su barracón. Que se
quedara allí sentado. —Beatrice guardó un momento de silencio, mientras pasaban ante sus ojos las
imágenes de aquel día—. Podría haberle llevado al menos un vaso de agua —continuó—, pero temía
que si se recuperaba de pronto entraría en la casa. Y Pierre estaba en la cocina. Se habría topado con
él.
—¿Cómo hizo para llevárselo de allí?
—Helene llamó a Will y le pidió que viniera. Éste vino enseguida. Tuve que decidir en el acto si
le contábamos la verdad o no. Sabía que era difícil que quisiera llevarse al guardia. Will querría
saber dónde estaba Pierre, quién lo vigilaba, si Erich estaba al corriente de todo. Querría hablar con
Erich. Así que decidí correr el riesgo. Le describí a Will, tan rápido como pude, lo que había
ocurrido.
Franca miró a la anciana con aire pensativo.
—Su modo de actuar iba mucho más allá de lo que se espera de una muchacha de dieciséis años
—dijo.
—La situación lo requería —replicó Beatrice—. No podía quedarme de brazos cruzados y
ponerme a llorar. Y con Helene, como de costumbre, no podía contar. Aun así, me ayudó a meter a
los dos heridos en la casa; pero después se derrumbó. Como no se atrevía a entrar en el comedor,
donde yacía Erich, se quedó junto a Pierre en la cocina. Le cambiaba las vendas de la pierna y
miraba como hipnotizada el charco de sangre que había alrededor de él. Temblaba como una hoja,
estaba al borde de una crisis nerviosa.
—Es comprensible —dijo Franca.
—Sí, por supuesto. Pero así el problema quedaba sólo en mis manos. Tenía que organizarlo todo,
y si hubiera cometido un error… —Se estremeció—. Para Pierre habría significado el fin. Aunque la
guerra prácticamente había acabado y hacía tiempo que estaba decidida, todavía había ejecuciones.
Los alemanes causaron estragos hasta el final.
—¿Y Will, cómo reaccionó?
—Bien. Will no era un nazi. Él mismo me lo había confesado durante la primera época de la
ocupación, en el verano y el otoño de mil novecientos cuarenta, cuando me enseñaba alemán en el
desván. Yo partí de la premisa de que él no tendría ningún interés en entregar a Pierre. Le conté lo
que había pasado y le dije que intentaríamos encontrar un médico lo antes posible. «¿Y qué van a
contarle al médico?», preguntó, y yo le dije que ya se nos ocurriría algo. Pero que por el momento lo
más importante era llevarse al guardia de allí. Will aceptó ser cómplice y corrió también un gran
riesgo. Él no podía llevarse a un soldado alemán sin consultarlo antes con Erich. Pero tampoco lo
castigarían con la pena de muerte, y eso lo sabía; además, era probable que los nazis ya hubieran
caído cuando descubrieran su complicidad en el asunto.
—Entonces ¿Helene y usted se quedaron completamente solas con Pierre y Erich?
—Nos quedamos completamente solas. Traté de planear algo con Helene, pero ella no hacía más
que llorar y era incapaz de pensar con coherencia. Todavía se negaba a ir a ver a Erich. Yo entraba a
verlo de vez en cuando, pero seguía inconsciente. Le dije a Helene que si no encontrábamos un
médico probablemente se moriría, y Pierre repuso que si aparecía un médico quien moriría sería
él… Pero después —continuó Beatrice—, al caer la tarde, tuvimos claro que Pierre no sobreviviría.
Se desangraba ante nuestros ojos. La cocina me recordaba al baño cuando Helene había intentado
suicidarse. Fui hacia el teléfono y llamé al doctor Wyatt.
Franca preguntó en voz baja:
—¿Y lo encontró en casa?
Beatrice asintió con la cabeza.
—Sí. Lo encontré. Y vino de inmediato.

Guernsey, 1 de mayo de 1945

El doctor Wyatt llegó hacia las cinco de la tarde y le aplicó los primeros auxilios a Pierre, que ya se
encontraba en estado agónico.
—Hay que llevarlo al hospital —dijo—. Beatrice, llama al hospital, por favor. Que envíen una
ambulancia. Si es que les queda suficiente gasolina —agregó.
Beatrice llamó por teléfono y regresó a la cocina.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntaba en ese momento el doctor Wyatt.
—Mi esposo le disparó —dijo Helene, que había dejado de llorar—. Hoy estaba… en fin,
estaba…
—Sé muy bien cómo estaba hoy —la interrumpió secamente el doctor Wyatt—. Esta mañana
temprano he tenido el gusto de descubrirlo. —Le puso un vendaje para detener la hemorragia, pero
Pierre parecía más muerto que vivo—. Santo cielo, ¿por qué no me habéis llamado antes? —
preguntó, y sin esperar respuesta, agregó—: ¿Dónde está el señor Feldmann?
Beatrice abrió la boca para decirle que Erich estaba en el comedor, también agonizando, pero
antes de que pudiera hablar, intervino Helene. Su voz sonaba sorprendentemente clara y firme.
—No lo sabemos —dijo—. Mi esposo se fue de casa después del tiroteo. Estaba fuera de sí. No
pudimos detenerlo.
Wyatt no pareció dudar de esa información. Asintió con la cabeza y volvió a ocuparse de su
paciente. Beatrice miró a Helene con perplejidad. Y ella le devolvió la mirada con gran calma.
«No quiere salvarlo —pensó Beatrice—. ¡Dios mío, quiere dejarlo ahí hasta que se muera!»
Sintió que las piernas le flaqueaban y se sentó en una silla de la cocina. Observó al doctor Wyatt,
que se esforzaba por reanimar a Pierre mientras llegaba la ambulancia. Cientos de pensamientos se le
cruzaron en ese momento por la cabeza: ¿qué tenía en mente Helene? ¿Por qué había mentido al
doctor Wyatt? Si dejaba a Erich en la otra habitación sin asistencia médica, lo condenaba a muerte.
¿Debía intervenir ella, decir que la información de Helene no era exacta, que…?
A lo mejor, pensó, la reacción de Helene respondía a lo que le había comentado durante la
agitada conversación que habían tenido aquella misma tarde: si Erich se salvaba, ordenaría la
captura de Pierre y su posterior ejecución.
«¿Será por eso? —se preguntó Beatrice, profundamente asombrada—. ¿Sacrifica a Erich para
salvar a Pierre? ¿Sacrifica a su propio esposo por un prisionero de guerra francés?»
La ambulancia llegó pronto, y enseguida trasladaron a Pierre. El doctor Wyatt siguió a la
ambulancia en su coche. Los dos vehículos desaparecieron al final de la rampa y giraron hacia la
calle. El silencio pacífico de aquel 1 de mayo volvió a posarse sobre la casa y sobre toda la
propiedad.
Las dos mujeres se quedaron solas con Erich Feldmann.
Beatrice miró a Helene de soslayo.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó—. ¿Por qué has dicho que Erich no estaba en casa? ¿Por
qué…?
—¿Qué otra cosa querías que hiciera? —replicó Helene.
—¿Ha sido por Pierre? ¿Querías salvarlo?
—No. No ha sido por salvar a Pierre. Ni siquiera he pensado en él…
—¿Entonces?
—He pensado en mí —dijo Helene—. Quería salvarme a mí.
Beatrice se quedó mirando a Helene. No podía creer lo que oía. Aquella mujer acababa de
declarar que estaba resuelta a dejar morir a su esposo para deshacerse de él de una vez por todas.
Tuvo la sensación de haber entrado en una pesadilla. Helene había llorado y temblado todo el día. Ni
por un instante había estado a la altura de la situación, y ahora decía con total sangre fría que iba a
dejar morir a su esposo para librarse de él para siempre.
—No podemos hacerlo —dijo Beatrice, en cuanto pudo volver a hablar—, eso es… como un
asesinato.
La palabra «asesinato» ocupó el espacio como un cuerpo extraño; nadie sabía exactamente qué
significaba, pero provocaba espanto.
—Era Pierre o Erich —dijo Helene, pero ése no había sido el motivo, y eso era lo peor.
—Vayamos a ver cómo está —sugirió Beatrice.
Erich yacía en el comedor vacío, donde ahora apenas quedaba el aparador, solo y fuera de sitio.
Le habían puesto una manta debajo y otra por encima. Su rostro había tomado un color amarillento,
perdía continuamente sangre y su respiración se hacía cada vez más dificultosa. Pero estaba
consciente, y cuando entraron las mujeres volvió la cabeza.
—Bastardo —murmuró con los dientes apretados—, maldito bastardo. ¿Dónde está? Que no se
escape.
Beatrice supuso que hablaba de Pierre, y el hecho de que supiera perfectamente lo que había
ocurrido mostraba lo peligroso que sería para el prisionero si llamaban a un médico que atendiera a
Erich.
«Pero no podemos abandonarlo así a su destino», pensó Beatrice con un estremecimiento.
Erich trató de incorporarse, pero no pudo. La cabeza volvió a caerle pesadamente hacia atrás.
—Tengo dolores —susurró—. Necesito un médico.
—No hay médicos —dijo Helene. Se arrodilló junto a él y le puso una mano en la frente. Parecía
la perfecta y piadosa samaritana—. Todos están fuera y no hay cómo comunicarse con ellos. Pero lo
seguimos intentando.
—El hospital —dijo Erich—, llevadme al hospital.
—No tenemos coche —dijo Helene suavemente.
—Que venga Will.
—No sabemos dónde está. No encontramos a nadie. Descansa, no te agites. ¡Estoy segura de que
esta noche vendrá el doctor Wyatt!
—Para esta noche habré muerto —murmuró Erich. Tenía una gruesa capa de sudor sobre la cara.
Perdía demasiada sangre y ahora también aumentaba el dolor, que, al principio, a causa del shock, no
había sentido. La bala probablemente le había desgarrado músculos y nervios, quizá incluso un
pulmón. Erich empezó a gemir como un niño. En su dolor se unían el miedo a la muerte y una fiebre
creciente.
Beatrice habría querido taparse los oídos.
—Helene, esto es inhumano —dijo ella—, no puedo soportarlo. Yo…
Los papeles de ambas, extrañamente, se acababan de invertir. Helene ahora era la adulta y
dominaba la situación. Beatrice, a punto de perder los estribos, no sabía qué hacer.
—Tú vete —dijo Helene—, haz algo útil. Prepara algo de comer. Yo me quedaré con Erich.
—Pero…
—Vete —repitió Helene con un tono mordaz en la voz que Beatrice nunca le había oído. Ahora
todo giraba en torno a ella. Estaba resuelta a librarse de Erich y mostraba una fuerza que nadie le
habría atribuido nunca.
Beatrice se levantó y salió del comedor. El jardín estaba reseco y caliente bajo el sol, que ahora
perdía lentamente altura y comenzaba a ponerse al oeste. No había una sola brizna de viento, nada se
movía. Beatrice se sentó en los peldaños que bajaban de la galería al jardín y apoyó la cabeza entre
las manos. Podría salir para ver si algún agricultor tenía aún algo que vender, unos huevos o un poco
de pan, pero temía que todo el mundo notara en su expresión lo que había pasado. Todos leerían en
sus ojos que Erich yacía en el comedor y que moriría muy pronto, que había ido un médico a la casa
y que no le habían dicho nada, y que Helene estaba resuelta a dejarlo morir para librarse de él para
siempre.
«Una pesadilla —pensó perpleja y desesperada—, una horrible pesadilla que no sé cómo
acabará.»
Se sentía débil por el hambre, pero tampoco habría podido comer. Estaba convencida de que
nunca más volvería a comer. Hubo un momento en que se levantó y arrastró los pies hasta la cocina
para beber un poco de agua. El resto del tiempo estuvo allí sentada, inerte, esperando que ocurriera
algo cuya forma aún no conocía.
Hacia las cinco y media, Erich empezó a gemir en voz alta. Hasta entonces no había llegado un
solo sonido desde el comedor al jardín; cuando entró un momento en la cocina, lo único que oyó
Beatrice fue un murmullo quedo. Parecía que Erich y Helene estaban hablando. Eso le dio un poco de
ánimo, a lo mejor las perspectivas no eran tan sombrías para él después de todo. Pero cuando oyó
sus gemidos, supo que había empezado la agonía.
4
—La fase final de su muerte duró aproximadamente una hora —dijo Beatrice. En su mirada
quedaba algo del horror de aquel día, advirtió Franca—. Cuando una persona pide ayuda durante
horas, resistiéndose a la muerte, a sabiendas de que ésta ya lo tiene cogido, esas horas duran una
eternidad. A mí se me hicieron años. Pensaba que no lo soportaría. Fui corriendo al fondo del jardín,
me eché en el suelo y me tapé los oídos. Rogué que todo pasara pronto. Erich debía de sufrir
muchísimo. Y no había morfina, ni éter, nada. Tenía que resistir sin el menor calmante.
—¿Y Helene se quedó con él hasta el final? —preguntó Franca.
Beatrice asintió.
—Ella aguantó. Sabe Dios quién o qué le dio la fuerza para hacerlo. Yo no habría podido. No
conozco a nadie que hubiera sido capaz de hacerlo. Erich sufrió una tortura lenta hasta que murió, y
ella no sólo se quedó a su lado, sino que llevó férreamente a cabo su plan. Yo pensaba todo el
tiempo: ahora se derrumbará. No aguantará. Irá a buscar un médico. Sólo un monstruo sería capaz de
negarle ayuda en ese momento… Y Helene no era un monstruo, sino una persona inestable,
sentimental, bastante quejumbrosa, que se pasaba la vida gruñendo y lamentándose, que siempre tenía
a alguien que le sacaba las castañas del fuego y se ocupaba de ella. No estaba en condiciones de
tomar ninguna decisión por sí misma ni de aceptar ninguna responsabilidad. Pero no dudó en
quedarse a su lado y ver cómo Erich perdía poco a poco la vida, sin hacer absolutamente nada por
impedirlo.
Franca bebió el último sorbo de vino. Estaba caliente y tenía un gusto horrible, y además de
quedar expuesto durante dos horas al calor de la tarde, se había recalentado al contacto de sus
manos, que jugaban todo el tiempo con el vaso.
—Yo no creo que ella fuera así —dijo—, una persona inestable y sentimental… Helene sabía
exactamente lo que quería: se quedó en Guernsey, se quedó en su casa, tuvo una pequeña familia con
Alan y con usted… En el fondo, todo lo que ocurría respondía siempre a su deseo. Tenía una
estrategia muy concreta: hazte débil y pequeña, quéjate y pide y obliga a los demás a que hagan
exactamente lo que quieres. Aceptaba el hecho de que la tomaran por débil y que la despreciaran por
ello, pero en el fondo lo único que le importaba eran los resultados, y éstos se producían siempre
según sus cálculos. Su comportamiento frente a la muerte de Erich correspondía perfectamente a ese
modelo, sólo que esa vez tuvo que hacer una excepción y recurrir a otra estrategia. Ya no podía
sentarse a llorar y dejar que Beatrice tomara las riendas, porque Beatrice, por una vez, se había
derrumbado. Helene entonces tuvo que actuar, actuar visiblemente, pues a su modo ella nunca había
dejado de hacerlo. Y esa variante la manejó también a la perfección. Ese día, Beatrice, ella no fue
otra. Fue la misma Helene de siempre. Había tomado una decisión, y la cumplió hasta sus últimas
consecuencias. No había nada extraordinario en su comportamiento.
Beatrice giraba su vaso, que ya hacía rato estaba vacío.
—Sí —dijo en voz baja—, es cierto, Franca. Era fuerte. Y egoísta. Y astuta. No me he dado
cuenta de eso en toda mi vida. Sólo el día de su entierro. Cuando Kevin me contó las otras cosas que
pasaron aquel uno de mayo de mil novecientos cuarenta y cinco.
Franca frunció el entrecejo.
—¿Qué otras cosas pasaron? ¿Qué más pudo haber pasado sin que usted se diera cuenta?
Beatrice se inclinó hacia delante. Tenía un aire atormentado y su voz era apenas un susurro.
—Antes quiero saber algo, Franca. Usted es la primera persona a quien le he contado la verdad
sobre la muerte de Erich, aparte del doctor Wyatt, a quien tuvimos que poner al tanto para seguir con
nuestro propósito. Además, él formaba parte de la conjura. Pero, aparte de él, nadie se enteró del
asunto. Y me gustaría… me gustaría saber qué le parece todo esto, Franca. Lo que usted piensa de
nosotras. De mí, de Helene y de lo que hemos hecho. ¿Para usted fue un asesinato? ¿Cree que
cometimos un asesinato?

***

Franca reflexionaba sobre esa pregunta mientras bajaba por el paseo marítimo de St. Peter Port
buscando a Alan. De vez en cuando se asomaba a un restaurante o un bar, y se fijaba en los bancos
que había en la calle. Las farolas de las dársenas estaban prendidas y se veía todo con claridad. Pero
podía estar en alguna parte de la ciudad vieja o haberse ido en coche a la otra punta de la isla.
Franca convenció a Beatrice para que regresara. Le dijo que se la veía extenuada, y que no tenía
sentido que recorriera toda la ciudad con ella. Ya le había consumido una buena parte de su energía
hablar de la muerte de Erich. Estaba lívida, seca, exhausta.
—Y cuidado —le dijo Franca—, ahora irá usted a casa y se meterá en la cama. Si no, se puede
caer en cualquier parte, y eso no es bueno para nadie. Yo mientras voy a buscar a Alan.
Beatrice, por supuesto, protestó airadamente.
—¡De ninguna manera, Franca! Cuatro ojos ven más que dos. Además, usted se quedará sin coche
si yo me llevo el suyo a Le Variouf.
—Tendré el suyo en cuanto encuentre a Alan.
—¿Y si no lo encuentra?
—Pues cogeré un taxi. No es ningún problema.
Beatrice se dio por vencida, señal de que se sentía tan mal como parecía.
—¿Lo llevará a casa? —se cercioró.
—Lo llevaré —prometió Franca—. Puede estar segura de eso.
No encontró a Alan por ninguna parte, y poco a poco empezó a temer que acabaría por volver a
casa sin él. «Pobre Beatrice —pensó—, si no viene conmigo, no pegará ojo en toda la noche.»
Se dio la vuelta varias veces para contemplar la fabulosa estampa que ofrecía Castle Cornet
iluminado como en pleno día. La noche era muy calurosa y había aún mucha gente por la calle.
Parecía que estuvieran en un balneario del sur de Europa.
La palabra «asesinato» le daba aún vueltas en la cabeza.
—Ni a usted ni a Helene se las puede culpar del asesinato —le había dicho a Beatrice, cuando
ésta la miró con expresión alterada en The Terrace—. El disparo mortal no lo realizó ninguna de
ustedes dos, sino Pierre. Lo que ustedes hicieron creo que se denomina negación de auxilio.
Beatrice desdeñó el término con un gesto hosco de la mano.
—No quiero la definición jurídica de lo que hice, sino la ética. Y las dos sabemos que fue un
asesinato, ¿o no? No podemos negarlo.
—También se puede argumentar que haber salvado a Erich habría implicado el asesinato de
Pierre. Y Pierre habría sido una víctima infinitamente más inocente que Erich.
—Pero nuestra motivación no fue salvar a Pierre… Lo que a mí me preocupa es lo que sentimos
realmente en aquel momento. Sé que ante el mundo no quedaríamos mal paradas. Erich era un jerarca
nazi. Hizo cosas siniestras y sirvió a su régimen de criminales con el cuerpo y el alma. Y es cierto
que a Pierre le salvamos la vida, un joven prisionero a quien Erich había atormentado y explotado
durante años. Sí, creo que nadie nos condenaría por lo que hicimos. Pero también sé que no fue su
lealtad a Hitler la que nos indujo a dejarlo morir, ni tampoco nos impulsó un sentimiento de piedad
hacia Pierre. Helene quería simplemente deshacerse de él. Se había casado con el hombre
equivocado y no sabía cómo salir de esa historia. Y cuando se le presentó esa oportunidad, no la
dejó escapar. Tan sencillo y tan poco heroico como eso. Un mero asesinato conyugal que no tenía
nada que ver con la guerra ni con la persecución ni con las penurias de la época. En absoluto.
—¿Cuáles fueron sus motivos, Beatrice? —le preguntó Franca, y ella la miró con sorpresa.
—¿Mis motivos?
—Sí. Ha descrito los motivos de Helene, pero ¿cuáles fueron los suyos? La joven Beatrice era
una persona independiente y activa, ya lo había demostrado más de una vez. Podría haber ido a
buscar un médico en vez de huir al jardín y taparse los oídos para no escuchar los gritos agónicos de
Erich.
En ese momento, en el paseo marítimo, volvió a pensar en la respuesta que le había dado
Beatrice, simple, clara y sincera.
—Mi motivo fue la venganza. La venganza por ocupar mi isla. La venganza por la expulsión de
mis padres. La venganza por los años que pasó injustamente en mi casa. Yo no lo habría matado con
mis propias manos, pero no vi ninguna razón para impedir su muerte.
«Sí —pensó Franca—, es comprensible. Nadie podría juzgarla por eso. Nadie lo haría. Pero ella
no se lo perdona. Nunca ha estado en paz consigo misma.»
—Entonces se lo contaron al doctor Wyatt… —dijo en tono objetivo, sólo por decir algo y no
ahondar aún más en la respuesta de Beatrice.
—Tuvimos que contárselo. Él no podía decir que había estado en la casa para atender a Pierre.
Entonces extendió un certificado de defunción diciendo que Erich se había suicidado, pero que había
fallado el tiro y que por ese motivo se había desangrado. Él mismo se ocupó de que retiraran el
cadáver y lo enterraran. Nos prometió que no diría nada sobre lo ocurrido aquel uno de mayo. A él le
dijimos, naturalmente, que queríamos salvar a Pierre. El doctor Wyatt lo consideró una situación
extrema en la que no habíamos podido actuar de otro modo. Estaba agradecido de que no le
hubiéramos dicho nada de Erich cuando había estado en la casa, porque negarle asistencia médica no
habría ido de acuerdo con su conciencia ni con su juramento hipocrático. Pero, como no sabía nada,
tampoco tenía nada que reprocharse. Dijo que se lo contaría a su mujer porque ella sabía que había
atendido a Pierre y que además había estado todo el día de servicio. La señora Wyatt conservaría el
secreto, de eso estábamos seguras. —Beatrice sonrió y luego se encogió de hombros—. Y ahora,
después de todo, parece que lo ha divulgado, ¿no es así? No creo que haya que tomárselo a mal.
Tiene más de noventa años y ya ha perdido la perspectiva. Cuando lleguemos a su edad nos pasará lo
mismo.
«Cinco personas —se dijo Franca—, cinco personas lo sabían y callaron. Y es probable que ese
secreto haya atado más a Helene de lo que pensaba. Habían cometido juntas un crimen. Y eso las
había unido para siempre, aunque ellas no se habían percatado de ello.»
Siguió andando y de repente distinguió a un hombre sentado en un banco, y a pesar de que al
principio no reconoció el rostro, supo de inmediato que era Alan.
Aquel lugar estaba bastante lejos de The Terrace, en la ancha avenida que conducía al muelle
donde embarcaban los coches de los turistas. Unos grandes carteles indicaban los carriles en que
había que alinearse según el destino de los transbordadores. A esas horas de la noche no había un
alma. Unas grandes farolas arrojaban una luz azulada sobre el aparcamiento y los edificios vacíos y
silenciosos de la administración del puerto. El agua golpeaba despacio contra los muros del muelle.
Franca se acercó a Alan y le dijo despacio:
—¿Alan? Hemos estado buscándolo por todas partes.
Él se volvió hacia ella.
«Qué dolido se le ve —pensó con compasión—, y qué solo.»
—Ah, Franca, es usted. ¿Qué hace a estas horas por aquí?
Ella comprobó, para su sorpresa, que no estaba borracho. Era posible que hubiera bebido unos
vasos de vino durante el día, pero desde luego no habían sido muchos. La procesión por los bares
que Beatrice temía, obviamente no había tenido lugar.
—Ya le he dicho. Lo estábamos buscando. Su madre y yo.
—¿Dónde está mi madre?
—La he obligado a volver a casa. No se siente bien. Por lo de Helene y todo eso… —Hizo un
movimiento vago con la mano—. Ya sabe…
—Sí —dijo—, ya lo sé.
Él volvió a mirar al agua y ella se quedó un instante quieta, indecisa. Luego se sentó a su lado.
—¿Quiere volver a casa conmigo? —le preguntó ella—. No puede pasarse toda la noche aquí.
—¿Qué hora es?
—Ya son más de las once. Las once y media, casi.
—No sé… Creo que me gustaría quedarme un momento más aquí.
—Beatrice está preocupada por usted.
Él se rio con amargura.
—¡Apuesto a que piensa que estoy ahogado en alcohol! Por eso ha rastreado todo St. Peter Port,
¿no es así? Y por eso usted también ha debido sacrificar su tiempo y sus horas de sueño. Seguro que
mi madre me veía haciendo eses por la carretera y cayendo inconsciente en la dársena.
El primer impulso de Franca fue negarlo rotundamente.
«¡Pero qué se cree usted, nos hemos preocupado sólo porque no ha aparecido a cenar!», pero se
le antojó demasiado transparente y además muy poco sincero.
—¿Le asombra que se imagine eso? —le preguntó entonces—. No creo que se lo pueda echar en
cara.
Él meneó la cabeza.
—No —dijo con aire cansado—, no podría.
—Pero no ha bebido —comprobó Franca—. Su madre sentirá un gran alivio.
—Y una gran sorpresa —dijo él—. Más que nada se sorprenderá.
Luego volvió a apartar la vista.
—¿Prefiere que me vaya? —preguntó Franca.
Él calló un instante, y cuando Franca ya empezaba a pensar si debía repetir la pregunta, contestó
de golpe:
—Me he separado de Maia. De manera definitiva e irrevocable.
—¿Por qué? —inquirió Franca, y un instante después se mordió la lengua por su comentario.
Conocía a Maia, sabía las cosas que le había hecho a Alan. Y Alan sabía que ella lo sabía. Qué
estúpida debía de haberle parecido su pregunta. Pero en cambio contestó, muy despacio:
—Está aún más perdida de lo que creía. Ha hecho cosas mucho más terribles de lo que pensaba.
He invertido tiempo, energía y amor en una… —Se detuvo y no terminó la frase. En cambio dijo—:
Pero ahora da igual.
—Maia es joven y frívola —dijo Franca—. Quizá un día madure, una vez que haya disfrutado de
la vida hasta saciarse.
—No lo sé. A decir verdad, lo dudo. Hoy me ha contado cosas sobre ella que cualquier persona
con un mínimo de sensatez condenaría de plano. No tiene moral, Franca, ni la menor moral. No tiene
dignidad. No tiene orgullo, porque eso se pierde cuando desaparece la dignidad. Vive como se le
antoja. Los sentimientos de los demás no le interesan un bledo. Incluso pasa de conceptos como el de
la propiedad privada, o de cosas tan anticuadas para ella como la justicia y el orden. Esos valores no
significan nada para ella. Y eso no es sólo frivolidad juvenil o una necesidad incontenible de vivir a
fondo. Su carácter es así. Inmoral y deshonroso. Y pensar que yo he amado a esa mujer… Dios mío.
—Su voz se hizo más queda, sonaba como cristal roto—. Realmente la he amado…
Franca no sabía qué era lo que le había contado Maia a Alan, pero comprendió que debía de ser
algo terrible y que él se sentía al límite de sus fuerzas. Tan al límite que ni siquiera hallaba consuelo
y paz en el alcohol, puesto que en otras circunstancias se habría metido en un bar y bebido hasta la
mañana siguiente. Verlo tan desesperado le partía el corazón a Franca, y le dijo:
—Es terrible, lo sé. Es terrible saber toda la verdad sobre una persona. Ni siquiera hace falta
que sea una verdad muy dramática. Ver todas las caras de una persona no es fácil de soportar.
Destruye muchas ilusiones, y luego cuesta mucho recuperarse del dolor que causa decir adiós a la
imagen que nos hemos hecho de esa persona. Nos duele y nos vuelve profundamente inseguros.
Por fin, él se volvió hacia ella. Tenía un aspecto afligido pero delicado.
—Sí, así es. Empezamos a vacilar cuando nos damos cuenta de que era sólo una ilusión. Quizá se
deba al hecho de que en esos momentos todo nuestro discernimiento se pone en duda. ¿En qué otras
cosas nos engañábamos también? ¿Cómo no nos dimos cuenta antes de lo que ocurría? ¿Por qué
estuvimos tan ciegos y tan sordos?
—No es sólo eso —dijo Franca—. Claro que nos asalta la duda sobre nosotros mismos, los
miedos, las inseguridades. Pero creo que lo peor es que se hieran nuestros sentimientos. Usted ha
sido el primer engañado. Y nada duele más que una desilusión.
—Pero con el tiempo cicatriza —dijo él en voz baja, en realidad más a sí mismo que a ella—.
Eso al menos lo sabemos. Que tarde o temprano cicatriza.
Habría querido decirle algo que lo consolara, que le devolviera la fuerza y arrancara la
espantosa desesperanza de su voz, pero no habría sabido decir otra cosa que esa misma verdad que
él acababa de formular y que partía de su razón, no de su corazón.
—Su madre se ha enterado por Kevin de una cosa de Helene que la ha dejado muy impresionada
—dijo ella.
Beatrice no le había hecho prometer explícitamente que no le contara a nadie esa historia. Franca
sabía que era un asunto muy íntimo, pero consideró que no traicionaría a Beatrice si se lo contaba a
su hijo: para distraerlo de su profunda pena, para mostrarle que lo que le había pasado a él podía
ocurrirle a cualquiera, que todos los días le tocaba a alguien.
—¿Sobre Helene? —preguntó Alan—. ¿Kevin sabía algo que Beatrice no sabía?
—Ah, creo que Kevin era su mayor confidente. Helene temía la mordacidad de Beatrice, pero se
sentía comprendida por la dulzura de Kevin.
Alan esbozó una sonrisa, sin por eso parecer más alegre.
—¿Acaso la buena de Helene tenía un amante secreto? ¿Una relación pasional durante años de la
que nadie nunca supo nada?
Franca le devolvió la sonrisa, aunque sólo fuera para retomarla y hacer que durara un poco más.
—No, creo que después de la muerte de Erich, ella le fue fiel. Y tenía buenos motivos para ello:
antes de morir, la convirtió en una mujer riquísima.
—¿Helene? ¿Rica? —preguntó Alan con incredulidad—. ¿La misma Helene que todos hemos
conocido?
—Atesoraba una fortuna. Literalmente. La mayor parte del dinero lo tenía en su habitación, en el
armario, pero a lo largo del tiempo fue depositando grandes sumas en diferentes cuentas bancadas.
Debía de tener casi medio millón de libras. Una y otra vez sacaba a Kevin de sus apuros financieros
para hacerse la importante y conservar su cariño. En algún momento Kevin también se dio cuenta de
que todo ese dinero no podía provenir de su pensión y le preguntó de dónde lo sacaba. Ella no se
pudo contener y le contó la verdad. A partir de ese momento, Kevin se convirtió en el visitante más
asiduo de la casa. Iba a buscar dinero.
—Pero ¿de dónde sacó Helene esa fortuna? —preguntó Alan con aire confundido—. Es decir,
¿de dónde lo había sacado Erich?
—De los judíos —dijo Franca—. Erich se enriqueció gracias a los bienes de los judíos. Durante
la guerra iba a menudo a Francia. Allí se apropió de grandes cantidades de dinero y joyas de los
judíos franceses, a quienes desalojaban de sus casas y luego deportaban. Además había dos familias
de judíos ricos en Guernsey, a quienes prometió ayudar a escapar si a cambio le cedían sus bienes.
Le dieron todo lo que él quería, y después los puso en manos de los guardacostas y los mataron. El
caso es que dejó a una viuda con una gran herencia, mucho más rica de lo que nadie pudiera
imaginar.
—¿Helene estaba al corriente? —quiso saber Alan—. Quiero decir, ¿ya sabía durante la guerra
en qué andaba su esposo, que en su casa se iba acumulando poco a poco una fortuna?
Franca meneó la cabeza.
—No. No lo sabía. Se lo contó el día de su muerte. Ella se quedó a su lado, hora tras hora, hasta
que murió. Y en algún momento, en el transcurso de esas interminables horas, Erich le dijo que
existía ese dinero y dónde lo encontraría. Beatrice estaba fuera, en el jardín. Y no se enteró de nada.
—Dios mío —murmuró Alan—, y todos esos años…
—… no dijo ni una palabra al respecto. Si Beatrice hubiera sabido que tenía una fortuna
semejante y que por tanto podía valerse por sí misma, tal vez la habría echado de casa.
—Siempre se quejaba del poco dinero que tenía —recordó Alan. Parecía alterado y confundido
—. A veces hacía cálculos de lo que recibía de la pensión y decía que era poco para vivir y
demasiado para morir. Y era cierto. Era realmente muy poco.
—Una de sus muchas tretas para conseguir que Beatrice se ocupara de ella —dijo Franca—.
Luchó con todos los medios a su alcance. Era una persona absolutamente egocéntrica.
—Y Kevin era el único que sabía…
—Sí, y él se cuidó obviamente de no contar nada. Quería seguir siendo el único que ordeñaba la
vaca. El día del funeral se coló en casa de Beatrice. Quería revisar la habitación de Helene con la
esperanza de hallar el dinero. Pero se cruzó con Beatrice, y le tuvo que contar todo. Al parecer, su
situación financiera es desesperada.
Alan se restregó los ojos. Parecía más despierto que antes, ya no tan abismado en su desolación.
Había tensión en su rostro.
—Así que Kevin era el único que lo sabía —dijo despacio—. Kevin lo sabía y Helene murió
asesinada. La noche en que fue a cenar a su casa. Y el día de su funeral, Kevin intentó buscar el
dinero…
Cada uno por su lado, llegaron a la misma conclusión. Franca suspiró de espanto.
—¡No! —dijo—. ¡Kevin no! No puedo imaginármelo. —Pero vio que Alan sí se lo podía
imaginar perfectamente. Y hacía tiempo que ella debería saber que no había nada imposible de
imaginar.
—Venga, vamos a casa —dijo Franca.
5
A la mañana siguiente, ya no quedaba nada del tiempo soleado y radiante del día anterior. Era como
si durante la noche alguien hubiera accionado el interruptor de la lluvia. Cuando Franca y Alan
regresaron a la casa y subieron por la rampa, el aire era templado y el cielo estaba despejado. En
ninguna ventana había luz.
—Deseo de corazón que Beatrice pueda dormir —dijo Franca—, esta tarde estaba muy mal.
Necesita reposo.
Subieron la escalera de puntillas. Se detuvieron ante la habitación de Franca, y Alan le cogió la
mano.
—Gracias —le dijo.
—¿Por qué? —preguntó Franca.
—Por haberme buscado y traído a casa.
De pronto, ella se sintió turbada.
—Por favor… era natural que lo hiciera…
—No, no era natural —dijo Alan—. Pero ha sido muy amable.
—Una vez usted también me ayudó —le recordó ella—. En aquel momento le habría sido más
fácil no hacer caso a aquella extraña medio loca. No me debía nada.
—Usted se apoyó en mi coche. No podía no hacerle caso.
—Aun así, no tenía por qué molestarse —insistió Franca, y en ese momento se dio cuenta de la
torpeza con que volvía a tratar a un hombre. Encontraba atractivo a Alan, le gustaba, y la noche era
cálida y agradable…
«Cualquier otra mujer, en mi situación, habría coqueteado un poco, o habría dicho algo
ingenioso, con chispa… y en cambio yo estoy aquí, como una piedra, diciendo nada más que
formalidades… Dios mío, pensará que soy una aburrida.»
—Pues entonces los dos nos hemos tomado increíbles molestias por el otro —dijo Alan, y Franca
percibió un tono levemente irritado, si no molesto, en su voz.
Entonces hizo una locura. Algo que nunca había hecho y que nunca creyó tener el coraje de hacer.
Se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla y le dijo presurosamente:
—Perdone. ¡Es que a veces digo muchas tonterías!
Y después desapareció en la habitación, cerró la puerta y pensó que por fin había hecho por una
vez lo que sentía. Y aunque Alan pensara que su conducta era inoportuna y hasta imperdonable, ella
se sentía segura de sí misma porque respondía a las emociones del momento.
Volvió a verlo a la mañana siguiente durante el desayuno. Cuando bajó, él ya estaba sentado en el
comedor, con una taza de cereales, tostadas y café. En cuanto ella entró, Alan dejó de leer el diario,
se puso en pie y le dio un beso.
—Buenos días —dijo—, ¿ha dormido bien? Las pocas horas que le quedaban de sueño, me
refiero.
—Como un tronco —dijo ella—, me metí en la cama y caí redonda. —Luego miró por la ventana
—. ¡Qué lástima que haya cambiado el tiempo! Ayer parecía pleno verano y hoy…
La lluvia producía un rumor al caer del cielo, y unos nubarrones se cernían sobre el horizonte,
sobre el mar, que no se veía. Los árboles se arqueaban al viento.
—Aquí el tiempo varía rápidamente —dijo Alan—, pero por suerte tampoco suele llover sin
parar. Es perfectamente posible que por la tarde vuelva a brillar el sol.
Franca se sentó a la mesa y cogió la cafetera. Se sentía un poco cohibida y le hubiera gustado
sacar un tema de conversación inocuo, pero no se le ocurría ninguno.
—¿No quiere comer nada? —le preguntó Alan—. ¿Una tostada, al menos?
Ella negó con la cabeza.
—No, gracias. Por las mañanas no tomo casi nada. Pero a eso de las diez me viene un hambre
terrible y me trago lo que encuentre, chocolate, cualquier cosa.
—Usted puede darse ese lujo —dijo, mientras jugueteaba con una tostada en su plato—. He
estado pensando… —Echó una rápida mirada hacia la puerta y bajó un poco la voz—. Creo que no
deberíamos guardar nuestras sospechas. Deberíamos hablar con la policía.
—¿Qué sospechas? —preguntó Franca, sorprendida.
—Lo de Kevin —dijo Alan—. Lo que me contó ayer…, el dinero de Helene. Que Kevin era el
único que sabía…
—Ésa es la versión de Kevin —lo interrumpió Franca enseguida—. Él cree que Helene no se lo
contó a nadie más que a él. Pero eso nosotros no lo sabemos. A lo mejor se lo contó a otra gente.
—No creo. Porque, de ser así, la noticia habría corrido por la isla como un reguero de pólvora.
Guernsey es un pueblo. El cotilleo es enorme. Es un milagro que nadie más que Kevin lo sepa, pero
eso porque le convenía mantener el secreto. No podía poner en peligro la fuente que manaba tan
generosamente para él. No —dijo Alan, sacudiendo la cabeza con vehemencia—, estoy seguro de
que Kevin era el único que lo sabía.
—Pero…
—Helene no era ninguna tonta. No habría corrido el riesgo de contarle la historia a Mae ni a
ninguna de esas alcahuetas. No olvidemos que hay un aspecto penal en este asunto. El dinero se lo
habían robado a aquella pobre gente. Helene no habría podido quedárselo. Ya era bastante habérselo
contado a Kevin, pero supongo que necesitaba desahogarse, aliviar su conciencia. Y Kevin, con su
crónica necesidad de dinero, era el menos peligroso, precisamente porque, por su propio interés,
nunca diría nada.
—¿Por qué querría matarla? ¡Si la necesitaba continuamente!
—No sabemos lo que ocurrió realmente aquella noche en Torteval —dijo Alan—. Sólo tenemos
la versión de Kevin. A lo mejor Helene se negó. A lo mejor le dijo que ya le había dado bastante.
Que no le daría más. Una amenaza que seguramente hundiría a Kevin en la desesperación. No sé en
qué asuntos anda metido, pero lo cierto es que necesita continuamente dinero y parece estar bajo una
terrible presión. ¿No ha dicho usted que mi madre lo vio cuando se dirigía a la habitación de Helene
para buscar el dinero el mismo día del funeral? Quizá lo había planeado todo. Matar a Helene y
hacerse con su fortuna.
—Kevin es la persona que menos puedo imaginarme cometiendo semejante acto de violencia —
dijo Franca, perpleja—. En realidad no puedo imaginar a nadie, pero Kevin… ¡Me parece una
persona dulce, completamente inofensiva!
—No sabemos hasta qué punto está presionado. Le sorprendería saber cuántas personas dulces e
inofensivas se convierten en verdaderas bestias cuando están en apuros de dinero. Quizá el banco le
esté apretando las clavijas a Kevin. O tal vez alguien que reclama su dinero de una manera más
violenta que los bancos.
Franca frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
—Que es posible que esté metido en algún negocio sucio —dijo Alan con cautela—. Es una
conjetura, claro está, no tengo ningún indicio que confirme esa sospecha. Pero esa continua falta de
dinero… Hace muchos años que conozco a Kevin, sus circunstancias, su estilo de vida. Kevin vive
un poco a lo grande, y es probable que su cuenta esté en números rojos, aunque no creo que se trate
de sumas tan serias como para cometer locuras de este tipo…
—¿A qué tipo de locuras se refiere? De momento, no estamos seguros de si… —Alan se inclinó
hacia delante.
—Yo creo que es una locura entrar a escondidas en una casa para robar dinero en la habitación
de una mujer que acaba de ser asesinada. Eso implica un enorme riesgo. Aunque no esté involucrado
en la muerte de Helene, eso lo convierte en sospechoso de haber sido de alguna manera cómplice.
—Que yo sepa, compró invernaderos y por eso se endeudó.
—Los invernaderos no pueden arruinar a nadie. Habrá pedido un crédito y es probable que esté
atrasado en algún pago, pero no creo que esté con la soga al cuello por ese motivo. Eso se lo pudo
hacer creer a Helene y tal vez a mi madre, pero hay detalles de su versión que me parecen bastante
sospechosos.
Franca se sirvió otra taza de café. Tiritaba un poco y cogió la porcelana caliente con ambas
manos. La calefacción no estaba encendida en el comedor, y por la ventana entornada entraba frío y
humedad. Alan, que notó su leve escalofrío, se levantó y fue a cerrar la ventana. Se quedó allí un
momento, mirando el jardín, anegado por la lluvia.
—Luego tenemos también la declaración del taxista —dijo él—, según la cual había otro coche
que lo siguió. Todo el camino, desde Torteval a Le Variouf. ¿Y si era Kevin?
—Tendría que estar loco. Es una pura casualidad que el taxista no se fijara en la matrícula del
coche.
—Si el otro vehículo iba con los faros encendidos y pegado al suyo es imposible reconocer el
número, y el taxista dijo que el coche iba prácticamente subido al maletero… Tal vez Kevin ya lo
había previsto.
—No lo creo. Es demasiado arriesgado.
Alan se volvió y miró a Franca. Ella percibió su mirada reconcentrada, sus rasgos tensos.
Entrevió algo en aquel hombre que iba más allá del alcohol, las trasnochadas y las relaciones
fugaces. Reconoció al abogado inteligente y de éxito, al hombre que actuaba con sensatez y que tenía
su vida bajo control. Comprendió que ésa era su verdadera personalidad, una personalidad que se
derrumbaba cuando el demonio del alcohol llevaba a cabo su labor destructiva.
—Hay aspectos de esa noche que son muy raros —dijo él—, a juzgar por cómo solían transcurrir
las cenas de Kevin y Helene. Ella nunca regresaba a casa en taxi. Kevin siempre la traía en coche,
siempre. Era parte fundamental de la ceremonia que él viniera a buscarla y la trajera de vuelta…
como un joven enamorado a su pareja de la clase de baile, como le gustaba imaginar a Helene.
Porque para ella era como la reconstrucción de la vida que nunca tuvo.
—Esa noche, sin embargo, el ritual falló desde el principio —recordó Franca—. Kevin no
recogió a Helene, sino que fue Beatrice quien la llevó a su casa.
—Porque esa vez Helene no era la única invitada. Fue una coincidencia que… —Alan se
interrumpió—. ¿Por qué mi madre no se quedó en casa de Kevin? —preguntó—. ¿Por qué se pasó
toda la noche dando vueltas por los acantilados de Pleinmont Point?
Franca había temido todo el tiempo esa pregunta. Se sintió incómoda.
—Ella… no se sentía bien… —dijo con evasivas.
Alan la miró con ojos penetrantes.
—¿Por qué no se sentía bien? Seguro que a usted se lo ha contado.
Franca vaciló, pero luego reunió coraje.
—Esa tarde habló con usted por teléfono. Acababa de separarse de Maia y…
Dejó de hablar, pero Alan ya había comprendido de qué se trataba.
—Estaba como una cuba —dijo él—, lo recuerdo. Y eso la alteró muchísimo, ¿no es así?
—Estaba completamente fuera de sí. Conmocionada, desesperada, perpleja. Nunca la había visto
así. Dijo que no le apetecía pasarse la noche escuchando el parloteo de Helene y… en fin, se refugió
en la soledad de los acantilados.
Alan se apoyó en el alféizar. Se le veía afligido y meditabundo.
—Le he dado demasiadas preocupaciones a mi madre —dijo en voz baja—. Debe de ser terrible
para una madre ver a su hijo siempre ebrio.
—También ve otras cosas en usted —dijo Franca con ternura—, y en el fondo está muy orgullosa
de su hijo.
Él sonrió.
—Es usted muy amable, Franca. ¿Cómo es que no fue a casa de Kevin? ¿O acaso no la invitó?
—Ese día mi marido apareció de improviso en Guernsey. Quería persuadirme para que volviera
con él, y yo, por mi parte, quería pedirle el divorcio. Íbamos a tener una conversación decisiva.
—¿Y? —preguntó Alan.
Ella lo miró detenidamente.
—¿Qué quiere decir?
—¿Volverá con él? ¿O se divorciará?
—Me divorciaré —contestó Franca.
Alan asintió, pero no hizo ningún comentario.
—Su teoría no me convence del todo —dijo Franca—. No puede ser que esa noche Kevin se
propusiera sablear a Helene, porque de ser así no nos habría invitado ni a Beatrice ni a mí.
—Quizá no se lo proponía. Pensó que no podía invitar siempre a Helene sola, que alguna vez
debía invitar también al resto de la familia. Pero cuando se quedó inesperadamente a solas con ella,
aprovechó la oportunidad y volvió a pedirle dinero. Helene se negó.
—¿Por qué iba a negarse? Hacía tiempo que lo ayudaba…
—Pero un día u otro podía ocurrir. Es posible que Helene tuviera mucho dinero, pero quizá
empezaba a darse cuenta de que debía ahorrar un poco. Podía enfermar y necesitar una asistencia
costosa. Y entonces dijo basta.
Franca se sirvió la tercera taza de café. Estaría nerviosa todo el día, pero no quería renunciar a
ese placer.
—¿Recuerda la declaración del taxista? —preguntó Alan—. Helene lo llamó desde casa de
Kevin. Normalmente, es el anfitrión quien debería haberlo hecho, ¿no cree? Al parecer, Kevin estaba
demasiado borracho, pero mi madre dice que a ella no le dio esa impresión cuando habló más tarde
por teléfono con él, que estaba muy despierto y con la mente clara. No le pareció que estuviera ebrio.
El taxista declaró que Helene hablaba increíblemente despacio por teléfono y que estaba alterada.
Cuando llegó para recogerla, ella ya lo esperaba en la calle. Los dos conocemos a Helene. Ella no
andaría a solas en plena noche por la calle. Esperaría a que el taxista tocara el timbre. A menos
que…
—¿Qué?
—A menos que se sintiera amenazada. Tan amenazada que tuviera que escapar de casa de Kevin.
Quizá tuvo que hacer la llamada a escondidas, por eso hablaba en susurros. De alguna manera logró
llegar al teléfono y después se escurrió en secreto a la calle.
—Aparte de que no me imagino a Kevin amenazando a nadie, me parece ilógico que, de haber
ocurrido como usted dice, permitiera que Helene llamase a un taxi. Y luego, cuando ella salió a la
calle, que no saliera a buscarla. ¿No cree que es además muy extraño que Helene no llamara primero
a la policía?
Alan dio unos pasos entre la ventana y la mesa. La lluvia amainaba poco a poco, pero desde el
mar se avecinaban más nubarrones y el viento sacudía las gotas de los árboles.
—Me parece natural que Helene, en una situación así, lo primero que pensara fuese en volver a
casa. Si Kevin la amenazó, debía de estar muy alterada. Ella no podía esperar una cosa así de él. No
llamó a la policía porque Kevin era su amigo, su confidente, una especie de hijo para ella. La única
persona a quien le contó lo del dinero que le dejó Erich. Al mejor amigo no se le pone en manos de
la policía así como así. Primero hace falta tiempo para pensar. Para tratar de comprender lo
ocurrido.
Franca alzó los hombros, resignada.
—¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer?
—Ir a la policía. Informarles de nuestra sospecha.
—¿O lo hablamos primero con Kevin? —dijo Franca.
Alan iba a responder algo, cuando irrumpió Mae en el comedor. Ninguno de los dos había oído el
coche.
—Hola —dijo tímidamente—, he llamado a la puerta, pero evidentemente no me han oído. He
quedado con Beatrice.
Mae iba vestida de forma poco apropiada para el tiempo que hacía; llevaba un vestido amarillo
de lino, de manga corta, y zapatos blancos. Era obvio que había elegido la ropa el día anterior. Y no
iba a cambiar ahora por el simple hecho de que lloviera e hiciera casi ocho grados menos… Tenía
los brazos en carne de gallina.
«Típico de Mae —pensó Franca con afecto—, antes pillar un resfriado que traicionar su
vanidad.»
—Beatrice y yo queríamos ir a St. Peter Port —continuó Mae—, pasear un poco y después comer
en alguna parte.
—Creo que mi madre no ha bajado todavía —dijo Alan—. Voy a ver qué hace. Siéntate con
Franca y toma una taza de café.
Mae se sentó y se calentó gustosamente las manos con la taza caliente.
—Qué tiempo tan horrible —dijo mirando por la ventana, y tiritó—, parece mentira que ayer
mismo se pudiera ir con ropa de verano.
—Si por lo menos no hiciera tanto frío —coincidió Franca—. Fastidia tener que ponerse jerséis
gruesos.
—De camino hacia aquí he pasado por St. Peter Port —contó Mae— y he visto a Maia y a Kevin
en el puerto. Como de costumbre, Maia iba muy poco abrigada. —Este comentario arrancó una
sonrisa a Franca—. Estaban bajo la lluvia, sin paraguas ni chubasquero, hablando y gesticulando…
Les he tocado la bocina y les he hecho señas, pero no me han visto. Estaban demasiado concentrados.
—Meneó la cabeza con vehemencia—. Esta gente joven…, a veces cuesta entenderla. ¿Cómo están
las cosas a todo esto? —preguntó bajando la voz con aire de conjura—. ¿Maia y Alan… han vuelto a
juntarse?
—Se han separado —dijo Franca—, y creo que hacen bien. La diferencia de edad es demasiado
grande, la manera de ver la vida es demasiado distinta. Creo que lo mejor sería que cada uno
encontrara a otra persona.
—Con Alan será difícil —opinó Mae, que otra vez tenía que ponderar a su nieta—. ¿Qué mujer
querría vivir con un hombre que se pasa el día bebiendo? Y no parece tener visos de mejoría. Es una
persona totalmente inestable.
Franca pensó que eso podría decirse con la misma justicia respecto de Maia, pero prefirió callar.
Era inútil discutir de eso con Mae.
Alan y Beatrice bajaron, y ésta le preguntó a Mae, tiesa como una estatua, si de veras pensaba ir
a pasear a St. Peter Port con ese tiempo.
Mae hizo una mueca dejando perfectamente claro que se sentiría muy ofendida si Beatrice
cancelaba la cita.
—Está bien —dijo Beatrice con resignación—, pero ¿de veras vas a ir así? ¡Te morirás de frío!
—No tengo nada de frío —afirmó Mae—. Por mí, podemos salir ahora mismo.
Alan se dirigió a Franca.
—¿Qué tal si vamos nosotros también? Allí podemos ir cada uno por nuestro lado. No me
apetece quedarme todo el día en casa mirando la lluvia.
—Me parece buena idea —dijo enseguida Beatrice—. Franca, venga, así le hace compañía. Si se
queda aquí solo hasta la noche…
—… seguro que se emborrachará —completó Alan la frase. Su voz tenía un deje de amargura—.
No te preocupes, mamá. Estaré tan entretenido que ni tendré ocasión de acercarme a la botella.
—Anoche Alan no bebió nada —terció Franca enseguida—, estaba completamente sobrio.
Alan sonrió.
—Gracias, Franca. Pero eso no impresionará a mi madre. Está profundamente convencida de mi
inconstancia. Una sola noche de abstinencia no cambiará la imagen que tiene de mí.
Hubo un silencio, hasta que Mae insistió, de buen humor:
—¡Muy bien, pues vamos! ¡Pasaremos un bonito día juntos!
—Id primero vosotras —dijo Alan—. Franca y yo iremos más tarde. No hace falta que estemos
todo el tiempo pegados.
Estaba claro que no tenía ganas de pasar mucho tiempo con su madre, sobre todo después de que
ella volviera a sacar el tema de su alcoholismo.
—¿Por qué no dices de una vez que…? —empezó a decir Beatrice, pero Franca intervino para
aplacar los ánimos.
—Tal vez podríamos encontrarnos todos para comer en St. Peter Port.
Quedaron en encontrarse a la una en Bruno, un restaurante italiano del puerto. Eran las diez de la
mañana y seguía lloviendo.

A las doce y media, dejó repentinamente de llover, un viento fuerte despejó las nubes y unos
fragmentos de cielo azul acerado cada vez más grandes asomaron entre los jirones de nubes. La
hierba y las hojas mojadas centelleaban. El sol comenzó a calentar tanto, que salía vapor de la tierra
y la humedad flotaba en el aire. Alan y Franca regresaban de un paseo por el sendero del acantilado
rumbo a Moulin Huet Bay, los dos totalmente empapados, el pelo chorreando agua y con los
impermeables relucientes a causa del agua.
—Ahora que volvemos a casa deja de llover —dijo Alan—. No hemos podido escoger peor
momento para salir.
—Tenemos que ir a St. Peter Port —le advirtió Franca, que miraba el reloj—. Su madre y Mae
nos están esperando.
—Ah, dejémoslo para otra vez —propuso Alan—. No me apetece nada pasar dos horas con mi
madre escuchando sus sermones.
—Pero fue usted quien propuso acompañarlas.
—Fue una equivocación por mi parte. Siempre que vengo aquí pienso que debería ocuparme un
poco de mi madre… y me olvido de lo insufrible que puede llegar a ser y de que nunca deja de
darme lecciones.
—Pero no podemos dejarlas plantadas en Bruno —dijo Franca—. Vamos, haga un esfuerzo.
Alan suspiró, resignado, y sacó del bolsillo las llaves del coche.
—¿Qué tal? ¿Está seca debajo del impermeable o prefiere cambiarse de ropa?
—Estoy bien. Podemos irnos.
El coche estaba al pie de la rampa de entrada. Mientras bajaban por el sendero, entre las flores
mojadas y las gotas de los árboles que les caían todo el tiempo en la cabeza, Franca se acordó de
algo.
—¡Ay, demonios! —dijo en alemán, y se detuvo en seco.
Alan la miró fijamente, sin entender.
—¿Qué pasa?
Franca se quedó pensando un instante.
—Creo que sí me gustaría cambiarme de ropa —dijo entonces, de nuevo en inglés—, y
peinarme… en fin, arreglarme un poco. ¿Le importaría esperarme?
—En absoluto —dijo Alan—, la espero en el coche.
Ella asintió y volvió corriendo a la casa. Subió a su habitación y cerró la puerta. Por la mañana
se había olvidado de tomar las pastillas. Abrió el cajón de la mesilla y sacó la caja. Pero estaba
vacía.

***

Veinte minutos después, seguía sin encontrar una última reserva por ninguna parte. Se quedó mirando
la caja vacía. No podía creerlo. Trató de recordar la noche anterior: había subido a buscar una
pastilla antes de ir con Beatrice a St. Peter Port. Tenía prisa, había cogido la última pastilla de un
blíster…, pero había otro… No, ahora se daba cuenta de que no: no era un blíster, sino el prospecto
doblado.
—¡Mierda! —exclamó. ¡Cómo había podido ser tan descuidada! Aunque la verdad era que todo
el tiempo estaba siendo muy descuidada. En la isla no había esas pastillas. Hacía al menos dos
semanas que tenía que haberlas pedido a Alemania.
Estaba en el centro de la habitación.
«¿Por qué no lo he hecho —pensó—, por qué no las he pedido? Nunca me había pasado esto…»
Volvió a registrar el cuarto y no pudo evitar pensar en Erich, el cual, el último día de su vida,
había revuelto la casa con la misma desesperación que ella.
«Pero tú no eres Erich —se dijo—, tú no eres como él. Tranquilízate.»
No obstante, le costaba acatar su propia orden. A cada minuto que pasaba su nerviosismo se
acentuaba. El escozor que sentía en la punta de los dedos se hizo más intenso. Sabía que en pocos
instantes empezarían a temblarle las manos.
Miró a su alrededor y trató con gran esfuerzo de controlar el pánico, que iba en aumento.
«La única razón por la que estoy inquieta es porque no encuentro las pastillas —pensó—, si no,
ni siquiera me percataría. Es una pura ilusión. No es real.»
No podía quedarse eternamente en la habitación. Miró la hora, ya era casi la una, y hacía
veinticinco minutos que había entrado en la casa. En cualquier momento iría Alan a buscarla. Y ella
seguía sin cambiarse de ropa, que era para lo que le había dicho que quería entrar en casa.
«La maleta —pensó—, puede que haya pastillas en la maleta. ¿Dónde está la maleta?»
Miró apresuradamente a su alrededor y entonces se acordó de que la había puesto encima del
armario. Acercó una silla, se subió a ella y tanteó con la mano el forro de seda de la maleta —
incluso subida a la silla no alcanzaba a ver el interior—, pero nada, allí no había nada.
Se puso de puntillas y se estiró para intentar abrir la cremallera del bolsillo interior. De pronto
se resbaló sobre la madera lisa de la silla —aún llevaba puestas las botas de goma mojadas— y trató
de aferrarse al borde del armario. Pero se escurrió, perdió el equilibrio y cayó espectacularmente
hacia atrás. El golpe podría haber sido terrible si dos manos no la hubieran sostenido por la cintura.
—Cuidado —dijo Alan—, este tipo de caídas son muy malas. ¿Qué busca ahí arriba?
Una vez que recuperó la postura en la silla, se dio la vuelta y miró hacia abajo. Entonces él la
soltó.
—Gracias —dijo ella—, ha llegado en el momento justo.
—Perdone que haya entrado así en su habitación —se disculpó Alan—, pero me extrañaba su
tardanza. —La observó detenidamente—. Todavía no se ha cambiado —comprobó—. Ni siquiera se
ha quitado el impermeable, ni las botas.
No tenía sentido negar los hechos, de modo que se limitó a asentir con la cabeza. Él le dio la
mano y la ayudó a bajar de la silla.
—Está muy pálida —dijo él—, ¿le pasa algo?
Estaba delante de él, envuelta en su ropa mojada y con los brazos caídos. Sintió que daba una
imagen lamentable.
—Ya lo sabe —dijo resignada—. Usted ya sabe qué me pasa.
Él asintió con la cabeza.
—Las pastillas.
—Necesito una por la mañana y otra por la noche. Y esta mañana no la he tomado, de modo que
necesitaba una urgentemente. ¡Pero la caja está vacía! —Hizo un gesto con la mano hacia la mesilla.
El cajón estaba abierto, y encima, junto a la lámpara, el envase vacío y el prospecto arrugado—.
¡Qué idiota soy! —Las lágrimas empezaron a asomar en sus ojos; tuvo que hacer un esfuerzo para
contenerlas—. Creía que el maldito prospecto era otro blíster y que aún tenía tiempo para pedir más
a Alemania. Y ahora, confiaba… en que quedara alguna en la maleta.
—Pero no ha habido suerte.
—No. ¡La maldita maleta está vacía! ¡Y ya no sé dónde buscar!
Él miró a su alrededor.
—Es probable que no queden más.
—Sí. Eso me temo.
Se quedaron allí, perplejos, indecisos.
Por fin, Alan exclamó:
—¡Pero no las necesita!
Franca rio con amargura.
—¿Que no? ¿No recuerda cómo me encontró en septiembre del año pasado?
—Eso fue, como bien ha dicho, en septiembre del año pasado —dijo con calma—, y ahora
estamos en mayo, y delante de mí tengo a una mujer completamente distinta. Una mujer que no tiene
nada que ver con aquella criatura trémula que se apoyó en mi coche tras tener un pequeño percance
en The Terrace.
—No soy otra mujer.
—¡Sí lo es! —la contradijo Alan—. Usted no se da cuenta porque obviamente no puede verlo con
perspectiva. Pero ha cambiado mucho, Franca, y creo que usted puede prescindir de esas pastillas.
Ella sintió que montaba en cólera. Ya había leído a bastantes psicólogos baratos. Se sabía de
memoria ese tipo de frases.
¡No necesita pastillas!
¡Usted es fuerte!
¡No debe temer nada ni a nadie!
¡Logrará todo lo que se proponga!
Ya no se las creía. Eran intentos ridículos de eludir los problemas a los que las personas tarde o
temprano debían enfrentarse. No empeoraba, pero tampoco mejoraba. Y no aceptaba que nadie le
sugiriera terapias.
—¿Y usted qué sabe? —le replicó, y en su voz había un deje de irritación—. ¿Cree que me
conoce lo suficiente para poder decir una cosa así?
Alan no se dejó llevar por su tono agresivo.
—No la conozco lo suficiente, es cierto. Pero veo ciertas cosas. Y la veo cambiada. Le guste o
no, por más que no lo admita. Yo le doy mi opinión.
—Y quizá a mí no me interese oír su opinión —dijo Franca con aire insolente—, precisamente
usted…
No siguió hablando, pero Alan ya había adivinado lo que diría.
—Precisamente yo debería callarme, alcohólico como soy. Pero eso me da cierta autoridad, ¿no
cree? Usted no me parece inestable, ni dependiente, ni débil ni pobre. Es una mujer activa y llena de
energía que hace su vida, y que solamente por razones de hábito, absolutamente superadas, cree que
necesita psicofármacos para mantenerse en pie.
Ella escuchó sus palabras, pero no parecía que la afectaran.
—Necesito las pastillas. —Pero ya no había cólera en ella, sólo resignación—. No puedo estar
sin ellas.
—¿Y aquí no se consiguen?
—No. El año pasado ya lo intenté. Solamente puedo conseguirlas en Alemania, a través de mi
psicólogo.
Alan se acercó a la mesilla, cogió el prospecto y se lo metió en el bolsillo del pantalón.
—Aquí está la composición. No creo que los términos químicos se diferencien demasiado en las
distintas lenguas. A lo mejor encontramos un farmacéutico que le pueda vender algo parecido.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—No lo sé. Será difícil que den algo así, sin receta. Son pastillas bastante fuertes, Alan. No
pueden comprarse así como así.
—Lo intentaremos —dijo serenamente—. Vamos, ¿o realmente quiere cambiarse todavía?
Franca lo miró con perplejidad.
—¿Quiere decir que lo acompañe ahora a St. Peter Port?
Alan miró el reloj.
—Es la una y cuarto, y habíamos quedado a la una. Tenemos que darnos prisa. Las señoras ya
estarán allí. Pensarán que hemos tenido un accidente.
—No puedo ir con usted.
—¿Por qué no?
Franca sintió una punzada en el estómago. La actitud de Alan de hacer como si no pasara nada la
ponía cada vez más nerviosa.
—¿Por qué no?… ¡Si no recuerdo mal, creo que se lo acabo de explicar con todo detalle! ¿De
qué se supone que hemos estado hablando todo el rato? ¿Del tiempo?
Se dio cuenta de que su voz era estridente y poco agradable, pero eso se debía al pánico, que se
quería apoderar de sus nervios y que aún mantenía a raya, pero que en cualquier momento podría
estallar.
Alan se contuvo.
—Creo que sé bien de qué hemos estado hablando. Pero no veo por qué quiere quedarse en casa.
No tiene pastillas y teme que le dé un ataque de pánico. De acuerdo, pero si le tiene que dar, le dará.
Tanto aquí como en St. Peter Port. En ninguna parte estará a salvo. Por lo tanto, puede venir conmigo.
—Si me quedo en casa no me atacará tan fuerte.
—¿Está segura?
De repente se sintió terriblemente cansada.
—No lo sé. Pero cuando me da me pongo muy mal, y preferiría que no me diera en la calle.
—La entiendo. Pero aquí estaría completamente sola, y eso tampoco me parece que sea nada
bueno.
El cansancio se hizo aún más intenso, y Franca comprendió que por el momento estaba a salvo de
los ataques. Cuando notaba ese terrible agotamiento quería decir que cedían. En cierta forma, el
pánico se había transformado en una inmensa flojera. Pasaría un rato antes de que volviera a ser una
amenaza. Primero debía recobrar fuerzas.
Ya no tenía energía para contener las lágrimas. Le saltaron de los ojos y empezaron a rodar por
las mejillas.
—Lo siento —murmuró—, no sé por qué lloro. Estoy cansada. Terriblemente cansada.
Sintió que Alan la abrazaba. Apoyó la cara en su impermeable mojado, pero no le importó,
porque de todos modos ya estaba húmeda por las lágrimas. Una oscuridad la envolvió y le dio
consuelo; los brazos de Alan la sostenían y le procuraban calor.
Como en la distancia, distinguió su voz:
—¡No tienes por qué sentirlo! Por el amor de Dios, llora tranquilamente. ¡Llora todo lo que
quieras!
Se abandonó a sus lágrimas, a sus brazos, a su voz. No quería resistirse.
«Necesito fuerza —pensó—, necesito fuerza de alguna parte.»
Para su sorpresa, comprendió que había encontrado una fuente.
6
Cuando finalmente llegaron a Bruno, eran más de las dos.
—Mi madre estará fuera de sí —comentó Alan—. Seguramente piensa que estoy tirado en un
rincón, borracho e inconsciente, y que tú no consigues traerme hasta aquí.
Habían comenzado a tutearse en la habitación de Franca. Ella lloró sin parar durante media hora,
sollozó, tembló y se dio cuenta de que no lloraba tanto por la falta del medicamento, sino por un
dolor más antiguo, estancado desde hacía mucho tiempo, que ahora salía a la superficie y que tenía
que ver con los años perdidos para siempre, con la falta de cariño de Michael, con todas las
humillaciones que había sufrido y con la sumisión con que las había aceptado.
Él dejó que sollozara hasta que las lágrimas se secaron solas, se calmó y su llanto dejó de manar
intermitente. Él le acarició el cabello y le dijo en voz baja:
—Sé lo que sientes. Lo sé muy bien.
Y ella notó que él también se aferraba a ella, que también encontraba consuelo en ella, aunque
pareciera que fuera tan sólo ella la que sacara fuerzas de él.
—Ya estoy mejor —dijo por fin, y se soltó de sus brazos un poco cohibida. Después se pasó la
mano por el pelo—. Debo de estar horrible.
—Estás muy bonita —dijo él—, pero deberías lavarte un poco la cara. Si no tendremos que darle
una explicación a mi madre y a Mae.
Se fue al baño, se mojó la cara con agua fría, se sonó la nariz y se peinó. Tenía aún un aspecto de
abandono, pero ya no le quedaba tiempo para cambiarse de ropa y arreglarse.
«Da lo mismo —pensó—, Alan no es como Michael. Saldrá a la calle conmigo aun con esta
pinta.»
En el coche, camino a St. Peter Port, no dijeron ni una palabra más sobre lo ocurrido. El viento
había despejado las últimas nubes y el cielo estaba otra vez tan azul como el día anterior.
—Sabía que hoy volvería a hacer buen tiempo —dijo Alan. Parecía contento—. Después de todo,
parece que conozco un poco la isla.
—¿Has pensado alguna vez en volver? —preguntó Franca.
—A veces siento nostalgia. Pero la isla no me ofrece ninguna posibilidad interesante de trabajo.
Y en eso también he de pensar… He de pensar sobre todo en eso —dijo tras una brevísima pausa, y
dio la impresión de que tuviera que convencerse a sí mismo.
Cuando llegaron al restaurante, Alan apostó con Franca a que su madre estaba fuera de sí. Franca
hizo un gesto negativo con la mano.
—Nunca he visto a tu madre fuera de sí. Es una persona increíblemente fuerte. Yo la admiro.
—Yo creo que se le ha ido la mano cultivando esa fuerza —dijo Alan con aire pensativo—. Ha
vivido tan pendiente de mantener a toda costa su imagen, que a veces se han aprovechado de ella. Tú
me has contado que Helene la engañó para poder quedarse toda la vida en su casa. Pero si uno lo
piensa, mi madre no tenía ningún motivo para alojar durante cincuenta años a la viuda de un oficial
alemán de las fuerzas de ocupación. Se le habrían abierto todas las puertas… no habría tenido por
qué quedarse aquí a cultivar rosas, que tan poco le gustan. Pero quizá, en el fondo, prefería que
estuviera Helene. Quizá para poder ejercer de cabeza de familia fuerte que cría a un niño, cuida a
una vieja quejumbrosa y se encarga de todo. Pienso que lo que más la deprime ahora no es el hecho
en sí de la muerte de Helene, sino la certeza de que ella la superó en fuerza y en astucia. Que invirtió
su fuerza en una persona a la que no le hacía falta en absoluto. Eso es lo que la carcome ahora.
Franca meditó sus palabras mientras entraban al restaurante. Sólo unas pocas mesas estaban
ocupadas; los turistas preferían estar al aire libre aprovechando el buen tiempo. Sentada a la mesa en
un rincón, estaba Mae, con su vestido veraniego, que ahora sí parecía el adecuado para ese día, y con
aire de desesperación. Al ver a Alan y a Franca, hizo unas aparatosas señas con las manos.
—¡Llegáis con más de una hora de retraso! ¿Qué ha pasado?
—¿Se ha ido mi madre? —preguntó Alan. Se sentaron junto a Mae, y él continuó—: Perdona,
Mae. Hemos ido a dar un paseo y hemos calculado mal el tiempo. Espero que ya hayas comido algo.
Mae tenía una copa de jerez y asintió con la cabeza.
—Sí, aunque no tenía apetito. He dejado el plato casi intacto. No tenía ganas de comer.
Franca tenía la vaga sensación de que no era sólo por el retraso que Mae estaba molesta. Había
algo en el aire.
—¿Dónde está Beatrice? —preguntó.
—Ni se ha presentado —dijo Mae. Parecía ofendida y enfadada—. Si no quería quedar conmigo,
podría haberme avisado… Yo no obligo a nadie. Resulta que decidimos venir juntas a la ciudad para
dar un paseo y comer en un sitio agradable, y después tengo que quedarme sola dos horas en un
restaurante, no me parece justo. De haberlo sabido, habría hecho otros planes.
—¡Un momento, no hemos llegado con dos horas de retraso! —protestó Alan—. ¡Poco más de
una hora!
—Yo estoy aquí desde las doce —dijo Mae—, y ya son casi las dos y media.
—¿Desde las doce? ¿Y por qué? ¿Cómo es que mi madre no ha venido contigo?
—Se ha encontrado con un conocido —explicó Mae— y desde ese momento yo he dejado de
existir para ella.
Alan frunció el entrecejo.
—¿Un conocido? ¿Y ahora está con él?
—Se han quedado a tomar un café en el puerto. No me han dicho expresamente que me vaya…,
pero yo sé cuándo molesto —dijo Mae, ofendida—. Beatrice me ha dicho que estaría aquí a la una y
media, que os dijera que vendría un poco más tarde. Pero estaba segura de que se olvidaría de la
hora.
—¿Con quién se ha encontrado? —preguntó Alan, y distraídamente cogió la carta de vinos.
Cuando se dio cuenta, volvió rápidamente a la página de los platos de pasta.
Mae se inclinó un poco hacia delante y bajó la voz. Tenía un aire muy misterioso.
—No lo vais a creer —susurró—, después de tantos años… al principio he pensado que eran
imaginaciones suyas, pero no, tenía razón. Era él.
—¿Quién? —preguntó Franca.
—Julien. El francés. El francés que vivió con nosotros.
—¿Quién es Julien? —preguntó Alan, asombrado.
—¡No es posible! —exclamó al mismo tiempo Franca.
Alan pidió rigatoni Napoli, y Franca, exhausta como estaba, pensó que podía permitirse un pecado.
Escogió espaguetis a los cuatro quesos. Acompañaron el almuerzo con una botella de Pinot Grigio, y
Alan quiso saber quién era Julien. Mae vaciló; era probable que en algún momento le hubiera
prometido a su amiga que nunca le hablaría a Alan de Julien, pero tampoco era terrible que le
aclarara algunos aspectos íntimos de la vida de su madre.
—Lo curioso es que ya una tarde del año pasado, Beatrice creyó haberlo visto. Estábamos en The
Nautique, sería finales de agosto o principios de septiembre, cuando de golpe dijo que le parecía
haberlo visto en medio del gentío. Yo le dije que no podía ser. Pensé que, después de tanto tiempo,
no podía reconocerlo, pero estaba muy segura de lo que decía. Y hoy de pronto, lo mismo. Se ha
quedado helada y ha dicho: «¡Es Julien!» Y debo admitir que yo también lo he reconocido. Ahora es
un hombre muy mayor, de poco menos de ochenta, pero sus rasgos siguen siendo los mismos.
Aparenta ser más joven de lo que es. Y aún es un hombre muy apuesto. —Mae lanzó un suspiro—. En
aquel entonces también lo era, hay que reconocerlo.
—¿Alguien va a decirme quién es este misterioso Julien? —preguntó Alan—. Debe de ser muy
importante para mi madre, pues parece que se ha olvidado de que ha quedado con nosotros.
Mae bajó la vista, y Franca pensó que hasta un tonto se daría cuenta por los gestos de Mae de qué
se trataba.
—Un amigo de juventud —dijo—, de la época de la guerra. Era un prisionero.
—Ah —dijo Alan—, ¿fue el primer amor de mi madre?
Franca no vio motivo para negarlo.
—Sí. Compartieron unos años muy románticos. Él consiguió escapar y…
—… y mis padres lo ocultaron en el desván —completó Mae—, lo cual era terriblemente
peligroso, claro. Habría podido costarle la vida a mi padre.
—Interesante —dijo Alan—, ¿y mamá tenía sus amoríos en el desván?
—¡Ya lo creo! —Era evidente que hasta el día de hoy no había podido aceptar el hecho de que
Julien se decantara por Beatrice y no por ella—. Claro, Beatrice era muy joven, y pienso que…
—Creo que hay que situar las cosas en el contexto de la época —intervino Franca—. Pienso que
las personas, los jóvenes, eran conscientes de los peligros que los rodeaban. Todo podía acabar de
un día para el otro. No podían esperar a tener la edad propicia para enamorarse. Se tomaba lo que
había, y se tomaba deprisa.
—Pues hoy en día las chicas son también bastante precoces… —comentó Alan—. De la cintura
para abajo no parece que haya límites de edad.
Mae asintió con tristeza.
—Ya lo creo. Y me parece muy lamentable. A los jóvenes de hoy en día no les interesan los
sentimientos verdaderos. Recuerdo cómo me sentí cuando me enteré de que Maia había tenido su
primera experiencia sexual a los trece años. ¡Trece años! Y en el asiento trasero de un coche.
Apuesto a que ni se acuerda de cómo se llamaba el chico.
—De eso estoy convencido —dijo Alan secamente—. Pedir que Maia se acuerde de los nombres
de todos sus amantes, equivale a pretender que recite de memoria la guía telefónica de las islas del
Canal. Sería mucho pedir, naturalmente.
Mae apretó los labios, pero no se atrevió a replicar porque sabía que Alan tenía razón.
—En fin —dijo ella, y hurgó en el bolso para sacar el monedero—, no esperaré más a Beatrice.
Me parece muy descortés lo que ha hecho, aunque ya debería estar acostumbrada.
—Estás invitada, Mae —le dijo Alan—, y, por favor, disculpa los modales de mi madre. Pero si
ese hombre fue su primer amor… —Sonrió con aire simpático, pero no consiguió engatusar a Mae,
que se marchó del restaurante con la frente alta y un gesto que mostraba a las claras su disgusto.
—Debo admitir que estás mucho mejor informada sobre la vida de mi madre que yo —dijo Alan,
cuando Mae se hubo ido—. A mí nunca me ha contado nada de ese Julien.
—Me parece que las madres rara vez les cuentan a sus hijos sobre sus amoríos —dijo Franca—,
no deberías tomarlo a mal.
Pero evidentemente Alan ya se había desentendido del tema, no tenía especial interés en saber
con qué hombres su madre había tenido alguna vez una relación. Estaba contento de que Mae ya no
estuviera en la mesa.
—He estado pensando —dijo— que lo mejor sería ir a casa de Kevin y contarle abiertamente
nuestras sospechas. A ver cómo reacciona. Puedo ofrecerle asistencia legal. Pienso que sería justo.
—Si no ha sido él —repuso Franca—, de lo cual estoy convencida, se sentirá muy herido. Y con
razón. No es una sospecha sobre algo común y corriente, Alan. Es un asesinato. Un asesinato
particularmente horrible, además. Y ése —añadió, negando con la cabeza— es también el motivo por
el que no puedo imaginar que Kevin sea el autor del crimen. Aunque todo coincida, Alan, aunque
todo lo que tú dices tenga sentido, ¡Kevin no iría y le cortaría el cuello a Helene! A lo mejor la
estrangularía o le partiría una botella en la cabeza, en un momento de apasionamiento, por
desesperación, pero no llegaría a hacer una cosa tan horrorosa. Kevin es… —buscó una manera de
formularlo, sabía que la palabra que por fin encontró no era la apropiada, pero sin embargo daba en
el clavo—, Kevin es demasiado melindroso para una crueldad tan sangrienta.
—Lo confrontaremos con lo que hemos estado pensando —insistió Alan—. Tal vez nos diga algo
que lo cambie todo. Es mejor que ir directamente a la policía y que tenga que explicarse en una
comisaría.
—Me cuesta mucho hacerlo —dijo Franca.
Apartó el plato, que había dejado a medias; no tenía más hambre. El pánico volvía a acecharla.
«Seguro que hoy me dará un ataque —pensó deprimida—, en cualquier momento, en el momento
menos oportuno. En casa de Kevin, quizá.»
Alan también apartó su plato. Tampoco él tenía apetito.
—Estoy seguro de que la policía pronto le pondrá las manos encima —afirmó—. No se van a
quedar de brazos cruzados. Recaban información, asocian… hasta que en algún momento se dan
cuenta de que hay algo misterioso. Tardarán un poco porque hay una serie de hechos que desconocen:
no saben nada acerca del dinero de Helene, no saben que Kevin le pedía dinero constantemente, que
el día del funeral intentó registrar su habitación, etcétera. Pero créeme, lo averiguarán todo y
entonces estará perdido. En el fondo, si nos adelantamos a la policía, estaremos haciéndole un favor.
Sus palabras la convencieron; sin embargo, tenía un vago presentimiento, pero intentó no hacerle
caso. Quizá el motivo por el cual se sentía tan mal era porque no había tomado las pastillas.
—Está bien, vamos, pues —dijo Franca, y se levantó.
El pequeño café del puerto tenía una terraza que daba directamente al mar, una sencilla superficie
de tablas de madera, mesas y sillas, y unas cuantas sombrillas con los flecos deshilachados. El
edificio estaba situado de tal manera que no dejaba pasar la mínima brisa, por lo que en la terraza
hacía mucho calor.
A Beatrice ya se le había secado el impermeable. Se quitó el jersey, dejando a la vista una
camiseta blanca con una cabeza de caballo estampada. Luego se atusó el cabello con ambas manos.
—¡Cielos, quién hubiera imaginado que hoy iba a hacer semejante calor! —dijo.
Julien la miró y sonrió.
—Te parecerá un cumplido tonto, Beatrice, pero no has cambiado nada. Tienes más años, por
supuesto, lo mismo que yo. Pero tus movimientos, tu risa, esa manera de girar la cabeza… es igual
que antes. No tienes en absoluto el aspecto de una mujer mayor. Todavía pareces la muchacha que me
visitaba en el desván de Le Variouf y leía a Víctor Hugo.
—Ahora te has excedido un poco —lo contradijo Beatrice—, me separan años luz de aquella
muchacha. Una vida entera.
—¿Has vuelto a leer la historia del campanero de Notre-Dame?
Ella lo miró y pensó un instante hasta qué punto quería entrar en confidencias.
—Lo he leído muchas veces —dijo por fin—, cada línea está llena de recuerdos. A lo mejor es
por la edad por lo que uno empieza a vivir de los recuerdos.
—Sí, yo también lo he releído a menudo. Y he pensado mucho en nosotros. —Sacó un pequeño y
fino habano y le ofreció a Beatrice, pero ella meneó la cabeza. Nunca le habían gustado los habanos.
—Con el tiempo las cosas van transfigurándose —continuó él—. Aquella época la recuerdo cada
vez con más romanticismo, a pesar de que en realidad no fue nada bonita. Fue una época peligrosa y
cruenta, y yo me sentía desolado. Los nazis me robaron varios años de mi vida. Estuve confinado en
aquel desván sin hacer otra cosa que mirar el cielo azul por el tragaluz y maldecir mi destino. Pero tú
ya sabes todo eso. Entonces me quejaba por todo.
—El destino…, tú lo has dicho —dijo Beatrice—. Era nuestro destino. Tanto el tuyo como el
mío. Si hoy somos capaces de ver el lado romántico de todo aquello, es buena señal. Eso quiere
decir que hemos sabido aceptar lo que nos tocó en suerte, que nos hemos reconciliado con nuestro
destino. Y está bien que así sea. Todo lo demás nos llevaría a la amargura y nos volveríamos unos
viejos decrépitos.
Él titubeó un instante, y después se rio.
—Veo que sigues siendo maravillosamente práctica.
Beatrice daba vueltas al café mientras miraba a Julien fijamente. Pronto cumpliría ochenta años,
pero aparentaba setenta. Lo que él le había dicho sobre el ímpetu y el aire juvenil de sus
movimientos bien podía aplicársele a él. No parecía una persona mayor. Era cierto que el cabello
oscuro se había vuelto canoso, que la cara tersa de entonces ahora tenía arrugas, pero sus ojos
seguían siendo claros y brillantes. Y completamente despiertos.
Julien le contó que a mediados de los años sesenta se divorció de Suzanne, y que se había vuelto
a casar dos veces. Su segundo matrimonio se disolvió en los años setenta. Su tercera mujer murió de
cáncer en 1992.
—Con ella fui realmente feliz —dijo con énfasis—, nos entendíamos bien, nos dejábamos mucho
espacio libre. Quizá se debía también a que los dos habíamos dejado de ser jóvenes, a que teníamos
las cosas más claras. Ella no trataba de cambiarme, y yo no me giraba a cada paso para mirar a otras
mujeres. Llega un momento en que se hace el ridículo, ¿no crees?; como muy tarde, cuando las canas
empiezan a abundar. Tampoco sentía ya la necesidad de recuperar los años perdidos. Tenía la
sensación de que ya lo había conseguido, si es que eso es posible, puesto que cada vida es única.
Irrecuperable, irrepetible.
Sólo entonces, horas después de haberse encontrado por casualidad en el paseo marítimo, él le
preguntó:
—¿Qué ha sido de tu… cómo se llamaba? ¿Frederic? ¿Seguís juntos?
Ella meneó la cabeza.
—Hace más de cuarenta años que nos divorciamos. Ya no tenemos ningún contacto. Ni siquiera
sé si todavía vive.
—Por eso has vuelto a Guernsey —concluyó él—. Pensé que te habrías quedado para siempre en
Cambridge. La última vez que nos vimos parecías resuelta a darle la espalda a la isla para siempre.
—Las circunstancias cambiaron. —Su tono delataba que no quería ahondar en el tema—. Así que
volví…, y aquí he pasado el resto de mi vida.
Él la contempló con aire pensativo y atento, pero no dijo nada.
—Yo he vuelto a la isla varias veces —dijo—, la última vez en marzo. Y la anterior, en agosto
del año pasado. Esta mañana temprano he llegado desde Saint-Malo. Me quedaré unos días.
—¿Y nunca has intentado ponerte en contacto conmigo?
—Pensaba que estabas en Cambridge —dijo con voz poco firme, y ella meneó la cabeza:
—No podías estar seguro. Deberías haberlo intentado.
—Tienes razón. Pero…
Beatrice sabía lo que iba decir: que en su vida no había sitio para ella. No cabía. Ella pertenecía
a otra época, y no tenía intención de integrarla en su nueva vida.
Pero había leído a Víctor Hugo, pensó Beatrice, y en ese momento le entraron ganas de saltar de
alegría porque él lo hubiera vuelto a leer y hubiera pensado en ella. No se había olvidado de ella. No
se sentían como extraños a pesar de que la última vez que se habían visto había sido hacía casi
medio siglo. Estaban pacíficamente sentados al sol, en silencio, como una vieja pareja que se
entiende sin necesidad de palabras. Podrían haberse explayado con todo lo que les había sucedido en
el curso de los años y de las décadas, pero ninguno sintió el impulso de hacerlo. Se contaron algunas
cosas, sí, pero sobre todo callaron. En un momento, Julien preguntó:
—¿Vive todavía? Ya sabes, la viuda de Feldmann. Después de la guerra se quedó en tu casa,
¿no?
Beatrice se sorprendió. La muerte de Helene era desde hacía dos semanas el tema de
conversación de la isla, y por un instante le molestó que una persona le preguntara ingenuamente por
ella. Pero después se acordó de que Julien le había dicho que acababa de llegar aquella misma
mañana de Bretaña.
—Helene ha muerto —dijo—, murió asesinada hace dos semanas. La encontramos en el sendero
que hay atrás de la casa. Le cortaron el cuello.
De pronto, empezó a sentirse mal. Aquello sonaba monstruoso, horripilante. Su respuesta tendría
que haber sido: «Ha muerto», «simplemente expiró», o «estaba enferma y por fin dejó de sufrir». Eso
era lo que solía decirse de las ancianas cuando fallecían. Nadie decía: «Le cortaron el cuello.»
«Dios mío», pensó ella.
—Dios mío —dijo Julien, atónito—. ¡No es posible! ¿Quién lo hizo?
—Aún no han encontrado al asesino. La policía está buscando su rastro.
Julien parecía horrorizado, y durante unos minutos no supo qué decir. Dio una chupada a su
habano. Beatrice encendió un cigarrillo y pensó si pedir dos coñacs. Miró hacia la costa, y en ese
momento vio que pasaban Alan y Franca.
Se levantó de un salto y los saludó con las manos.
—¡Alan! ¡Franca! ¡Aquí!
Los dos miraron a su alrededor, sorprendidos, hasta que descubrieron de dónde procedía la
llamada. Dos minutos después estaban sentados con ellos en la terraza del café.
—Mi hijo Alan —lo presentó Beatrice—. Alan, éste es Julien. Un viejo amigo.
Se dieron la mano. Julien sonrió ampliamente a Alan, pero éste en cambio se mostró más
contenido.
«Padre e hijo —pensó Franca, fascinada—, y ninguno de los dos tiene la menor idea.»
Beatrice se la presentó a Julien, y éste la saludó de manera afectuosa. Franca pensó que debía de
haber sido un hombre increíblemente apuesto. A pesar de lo anciano que era, todavía conservaba el
encanto.
«Qué hombre más atractivo —se dijo—, y qué difícil para una mujer estar con él.»
—Mamá, nos vamos a casa —dijo Alan—, ¿quieres venir con nosotros? Mae ya se ha ido,
después de esperarte una eternidad en el restaurante. Estaba muy enfadada.
—Id vosotros —dijo Beatrice—, me quedaré un momento más con Julien para charlar sobre los
viejos tiempos. Iré más tarde en autobús.
—Yo puedo llevarte —ofreció Julien—, he alquilado un coche. —Luego se volvió hacia Alan—.
Acabo de llegar hoy de Francia.
—Ah —dijo Alan. Había algo en Julien que parecía molestarlo, pero Franca no lograba
descubrir qué—. Sería muy amable de su parte si lleva a mi madre a casa.
—Faltaría más —dijo Julien, y se quedó de pie hasta que Alan y Franca abandonaron la terraza
—. No me habías dicho que tenías un hijo.
—Hay muchas cosas que no te he dicho —repuso ella.
7
—Qué bien que no tengamos que llevar a mamá —dijo Alan, mientras se sentaba en el coche—.
Así podremos ir directamente a casa de Kevin sin tener que dar ninguna explicación.
Franca bajó la ventanilla del lado del acompañante para respirar un poco de aire fresco.
Necesitaba una pastilla con urgencia. Obviamente, Alan se había olvidado por completo de que
habían quedado en ir a una farmacia para preguntar si tenían algún medicamento parecido. Ahora
estaba en plena caza del criminal y no veía la hora de interrogar a Kevin. Franca no quiso recordarle
lo de las pastillas, porque de todos modos creía que sería una pérdida de tiempo: estaba convencida
de que en ninguna parte conseguiría el medicamento sin una receta.
El sol calentaba con fuerza. Franca se sentía agotada, y empezó a percibir los primeros indicios
de jaqueca, que tan bien conocía y que aparecía casi siempre asociada a Michael. Esta vez, sin
embargo, se trataba más bien de una reacción por la falta del medicamento.
Maldita sea, dijo para sus adentros.
—Yo he visto a ese tío en alguna parte —dijo Alan—, pero no logro ubicarlo.
—¿Quizá en casa de tu madre?
Él meneó la cabeza.
—Me acordaría. No, no. Ha sido en otro sitio… Pero ahora no caigo.
No volvió a hablar del tema, y pronto llegaron a Torteval. El portón de la casa de Kevin estaba
cerrado, de modo que dejaron el coche fuera. El puntiagudo campanario de la iglesia de Torteval se
elevaba en el cielo luminoso y sin nubes. Unas enormes hortensias azules crecían junto a los antiguos
muros de piedra del cementerio, que estaban cubiertos de musgo… Franca trató de aferrarse a la
imagen de aquel lugar idílico, de sacar fuerzas de la paz que destilaba aquel pueblo decadente y que
se extendía por los jardines floridos. El pánico volvía a surgir lenta pero obstinadamente, y tenía que
dominarlo como fuera.
«Una hortensia como arma contra el miedo», pensó Franca, e intentó reírse de la idea. Pero no
pudo. Las proporciones de su miedo no tenían nada de gracioso.
Abrieron el portón y entraron en el jardín. Las abejas zumbaban y las flores blancas de los
cerezos flotaban en la brisa. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban cerradas. Alan golpeó
varias veces con la aldaba, pero nadie respondió. Rodearon la casa, pero tampoco encontraron a
nadie.
—Me parece que Kevin no está en casa —dijo Alan, decepcionado—. ¡No entiendo! ¿Dónde
puede estar?
—Quizá haya salido a hacer recados —dijo Franca. En el fondo de su corazón, se sentía aliviada.
Le afligía la idea de presentarse ante Kevin con las acusaciones monstruosas de Alan. Y además,
ahora tenía la esperanza de volver antes a casa. A lo mejor conseguía ponerse a salvo entre las
cuatro paredes de su habitación antes de que el pánico la envolviera como una ola.
El sol se reflejaba en los cristales de los invernaderos, que estaban al fondo del jardín.
—Pero ¿dónde están esos famosos nuevos invernaderos por los que Kevin anda siempre en
apuros? —preguntó con el entrecejo fruncido—. Esos del fondo han estado toda la vida ahí.
—Ni idea —dijo Franca—, es la primera vez que vengo aquí.
La casa donde Helene había pasado la última noche de su vida… Franca miró la parte superior
de la fachada. En el lado este crecía la hiedra, y todas las ventanas tenían postigos verdes. Era
imposible imaginar que en aquella casa se hubiera originado un crimen. Y sin embargo, algo debió
de ocurrir… alguna cosa… porque, aunque Franca no compartiera la teoría de Alan con respecto a lo
sucedido aquella noche, era cierto que había cosas raras: sobre todo, el hecho de que Helene,
visiblemente alterada, saliera en plena noche a esperar el taxi en medio de la calle. Para eso no
encontraba ninguna explicación convincente.
«Helene estuvo aquí —pensó—, en esta bella y acogedora casa cenando con Kevin, bebiendo y
hablando… Y de repente sucedió algo que la indujo a correr hacia el teléfono, pedir un taxi entre
susurros y salir fuera a esperarlo. ¿De qué tenía miedo? ¿Qué pudo haberla asustado tanto en casa de
Kevin, a quien conocía y amaba, en quien confiaba y que era como un hijo para ella?»
—A lo mejor posee una parcela en otra parte de la isla —supuso Alan—, y tiene allí esos
famosos invernaderos. Posiblemente esté allí en este preciso instante. Voy a ver si encuentro a un
vecino y le pregunto.
Franca lo miró con admiración. Actuaba con decisión y control de sí mismo. Había bebido un
solo vaso de vino. Se sentía bien sin alcohol, era convincente, determinado y seguro. Franca sabía lo
que significaba renunciar a la droga habitual, pero estaba convencida de que Alan no necesitaba el
alcohol en lo más mínimo. Puede que hubiera empezado a beber simplemente para estar a la altura de
las exigencias que le planteaba la vida, y eso había sido un error por su parte, un trágico
menosprecio de sus capacidades. Era un hombre apuesto, inteligente y culto, y probablemente
también un abogado brillante. Pero suponía que nunca había sido consciente de su verdadera valía.
Regresaron a la parte delantera de la casa y se encontraron con un joven que acababa de
atravesar el portón del jardín. Era muy alto y delgado. Su cabello rubio, llamativa y cuidadosamente
peinado, brillaba al sol con tonos plateados. Saltaba a la vista que era gay.
Se asustó cuando vio a Franca y a Alan, pero enseguida recobró la compostura.
—¿Señor Shaye? —dijo—. No sé si se acuerda de mí. Steve Gray. Nos hemos visto dos o tres
veces en casa de su madre. Cuando Kevin y yo salíamos todavía.
Alan frunció el entrecejo y después cayó en la cuenta.
—¡Ah, sí, señor Gray! Buenos días. Queríamos ver a Kevin. Pero parece que no está en casa.
—Está muy poco últimamente —se quejó Steve. Parecía muy desdichado. Franca supuso que aún
debía de estar enamorado de Kevin, pero sus sentimientos no eran correspondidos—. Me tiene muy
preocupado.
Alan, naturalmente, insistió en el tema.
—¿Sí? ¿Por qué?
Steve parecía ávido de abrirle su corazón a alguien.
—Lo veo intranquilo. Vive acosado por las deudas. Siempre necesita dinero, y la verdad es que
no sé muy bien para qué.
—Por lo que he oído —dijo Alan—, ha construido o comprado unos invernaderos nuevos y se ha
endeudado hasta el cuello.
—¡Bah —negó Steve con un gesto—, no creo que haya pagado mucho por esos invernaderos! Son
viejísimos y están en un estado lamentable… ¡El dueño se los habrá regalado!
—¿Dónde se encuentran los invernaderos? —Alan miró a su alrededor—. ¡Obviamente aquí no
están!
—No. Están cerca de Perelle Bay. Antiguamente pertenecían a un gran centro de jardinería, cuyo
dueño murió hace dos años. Los herederos no tenían interés en seguir con el negocio, así que
dividieron el terreno con los edificios y lo vendieron. Kevin me contó… —Se interrumpió y miró a
Franca con profunda tristeza—. Kevin y yo fuimos pareja durante tres años —explicó—, aunque me
temo que él no siempre me fue fiel.
—¿Él le contó que le habían ofrecido esos invernaderos de Perelle Bay? —terció Alan. Los
problemas de pareja de Steve no le interesaban lo más mínimo.
—Sí, me habló de ello. Incluso me pidió dinero prestado. Yo le desaconsejé que lo hiciera. Me
parecía absurdo comprar unos invernaderos tan lejos de la casa. Yo le dije que lo único que
conseguiría sería buscarse problemas.
—¿Dónde queda Perelle Bay? —intervino Franca.
—En la costa oeste —explicó Alan—, al norte de Pleinmont Point. A mí no me parece una idea
tan descabellada que Kevin haya montado algo allí. En coche está a tiro de piedra.
—Bueno, el caso es que a mí todo aquello de los invernaderos me resultaba muy misterioso —
dijo Steve—. Nunca quería que fuera a verlos. Así que pensé que… se encontraría con otro hombre.
Y un día lo seguí en secreto. Son realmente una ruina.
—¿Y qué cultiva allí?
Steve se encogió de hombros.
—En esa época todavía no había plantado nada, pero, claro, acababa de adquirirlos. Dijo que
quería plantar sobre todo verduras. Se puso increíblemente furioso cuando se enteró de que lo había
seguido. Nunca lo había visto tan alterado. ¡Madre mía! —Se pasó las manos por el cabello, pero
estaba tan bien cortado y peinado que volvió de inmediato a su forma original—. Lo estropeé todo.
Desde entonces, nuestra relación empezó a derrumbarse. Nunca volvió a ser lo que era.
—Lo siento —dijo Alan. Se le veía interesado y conmovido. La información que acababa de
recibir apoyaba de alguna manera su tesis. Había algo que no cuadraba en las historias de Kevin. Y
eso lo hacía aún más sospechoso.
—Bueno, si no está en casa… —dijo Steve, indeciso—, me voy… Supongo que estará en Perelle
Bay, pero allí yo no vuelvo. Quiero que la cosa se arregle entre nosotros, ¿me entiende? Amo mucho
a Kevin. Y pienso que haríamos una buena pareja.
«Pobre muchacho», pensó Franca con compasión. Parecía solo y perdido. Le deseó que un día
encontrara un amor que lo hiciera feliz.
—Tenemos que hablar urgentemente con Kevin —dijo Alan—, será mejor que vayamos cuanto
antes a Perelle Bay.
Steve lo miró horrorizado.
—¡Pero no le diga nada de mí! ¡Por favor! Que no se entere de que he sido yo quien le ha contado
lo de los invernaderos. ¡Por favor, no le diga nada! —Su miedo despertaba piedad.
—No, tranquilo, no diremos ni una palabra —le prometió Alan—. ¿Vienes, Franca?
Ella lo siguió hasta el coche. «Al parecer, no voy a volver pronto a mi habitación», pensó,
resignada.
Ya desde lejos divisaron los dos invernaderos de forma alargada, justo al lado de la bahía. La marea
casi había alcanzado su punto más alto, y el agua llegaba prácticamente hasta los invernaderos. Sólo
unos pocos metros los separaban. Un caminante solitario atravesó la estrecha franja de playa que aún
no estaba bajo el agua. Aparte de él, allí no había un alma.
Aparcaron el coche y tomaron el estrecho sendero que se abría paso entre la hierba y los brezos
en dirección a la bahía. Al aproximarse reconocieron lo que había descrito el ex amante de Kevin:
los invernaderos tenían un aspecto extraordinariamente ruinoso y venido a menos. Las paredes
laterales se sostenían a duras penas gracias a unas tablas clavadas, faltaban los cristales y las
aberturas estaban tapadas con contraventanas y materiales de derribo. Era inimaginable que una
persona estuviera tan endeudada por haber adquirido semejantes ruinas.
—¡Allí está el coche de Kevin! —dijo Franca.
Estaba aparcado muy cerca de los invernaderos.
—Eso quiere decir que está aquí —dijo Alan, satisfecho—, estamos de suerte.
Llegaron al primer invernadero. Alan abrió la puerta y se asomó dentro. En el interior de aquel
espacio húmedo y caluroso reinaba una luz mortecina. Casi no había ventanas que comunicaran con
el exterior, tapadas como estaban por tablas con clavos. En el centro y a los lados había unos
bastidores con maceteros en los que se marchitaban unas cuantas hortalizas escuálidas. Todo parecía
descuidado y abandonado, y no evidenciaba nada del amor al orden y la meticulosidad que distinguía
a Kevin.
—¿Tú crees que esto tiene pinta de ser un negocio floreciente? —preguntó Alan, incrédulo—. Es
lo más primitivo que he visto en mi vida.
—Es obvio que Kevin no le dedica mucho tiempo. Esto es un verdadero caos —dijo Franca.
—Yo diría que esto es un pseudoinvernadero —dijo Alan—, no da la impresión de ser un
negocio serio.
Miró a su alrededor, pero no vio a nadie por ninguna parte.
—Veamos en el otro invernadero —dijo—. Kevin no puede andar muy lejos.
Salieron del ruinoso cobertizo. Una vez fuera, Franca respiró profundamente. El aire puro le hizo
bien. Dentro hacía un calor sofocante que agudizaba su opresión en el pecho y su jaqueca.
—Vamos a ver —dijo ella.
Abrieron la puerta del segundo invernadero. Era un ancho portón de dos hojas que se abrían
hacia fuera. También aquí las ventanas estaban tapadas con tablas y cartones, pero había alguna
lámpara encendida. Junto a las paredes se hallaban los mismos bastidores y maceteros derruidos que
habían visto en el otro. En el centro del invernadero había un yate pintado de blanco y verde
alrededor del cual se encontraba un grupo de hombres.
Uno de ellos era Kevin.

***

Franca no comprendió de inmediato lo que vio allí, y le pareció que Alan tampoco entendía lo que
sucedía ante sus ojos. La conversación de los hombres se interrumpió de repente; se volvieron hacia
la puerta y miraron fijamente a los intrusos. Kevin se puso pálido, y pareció que hasta las ojeras se le
oscurecían.
Fue el primero en romper el silencio.
—¡Alan! —exclamó.
Los dos se miraron, sin decir nada, como si trataran de adivinar qué pensaba el otro.
Pero el hechizo se rompió. Uno de los hombres preguntó con voz estridente:
—¿Quiénes son?
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Franca. Un barco, cinco desconocidos, Kevin,
aquellos invernaderos ruinosos, la atmósfera de miedo y amenazas… Seguía sin atar cabos, pero
miró a Alan y se dio cuenta, por la expresión de su cara, de que él acababa de comprender algo, que
estaba sacando sus conclusiones; y entrevió algo más aún: una palpitación casi imperceptible en el
rostro, que le sugirió que se haría el desentendido y no revelaría lo que acababa de comprender.
—Somos amigos de Kevin —dijo Alan—. Estábamos dando un paseo por la isla y se nos ha
ocurrido pasar un momento. No queríamos molestar. —Hablaba con aire inocente y distendido.
Quien lo conociera se hubiera quedado perplejo: Alan sólo manifestaba semejante actitud de
indiferencia cuando quería ocultar algo. Levantó la mano en gesto conciliador—. Bueno, Kevin. Veo
que estás ocupado. Ya volveremos en otro momento. Seguiremos por la costa hacia el norte. Quiero
mostrarle a Franca los rincones de la isla que no ha visto todavía.
—Claro —dijo Kevin, con una sonrisa forzada—, todavía ha visto muy poco de Guernsey.
—Hasta pronto —dijo Alan. Se despidió con un gesto y empujó a Franca hacia la puerta. Ella
sintió la mano de Alan en la espalda. Le hundía los dedos en la carne de tal forma que le hacía daño.
Alan quería largarse de allí cuanto antes, y al mismo tiempo debía contenerse para que su
retirada pareciera lo más natural posible.
No bien estuvieron fuera, él le dijo al oído:
—¡Vamos directos al coche! Pero sin correr. Nos están observando y se darán cuenta que hemos
notado algo.
—¿Quién es esa gente?
—¿Has visto el barco? Roban yates. Los pintan aquí y luego los llevan creo que a Francia.
Se alejaron del cobertizo con paso decidido. Franca sentía los latidos del corazón; el sudor le
corría por las palmas de las manos y el vientre. De repente la amenaza, que hasta entonces había sido
vaga e indiscernible, se hizo realidad. El paisaje solitario de los alrededores ya no era bello y
salvaje, sino peligroso y abismal. La marea bramaba sobre la playa y los gritos de las gaviotas
resonaban como llamadas de alerta. Vio a Helene delante de ella, la vio tendida en el sendero,
mientras a su alrededor se extendía el charco de sangre.
«Dios mío», pensó aterrada, y en ese momento comprendió de golpe que todo formaba parte de
una misma trama y que acababa de estar delante de los asesinos de la anciana. Y que se encontraban
a su merced.
—¿Crees que Kevin… —continuó ella, pero Alan sabía adónde apuntaba la pregunta y le quitó
las palabras de la boca.
—… tiene algo que ver con eso? Seguro que sí. Está metido hasta el cuello. Además, a uno de los
tíos lo conozco. Maia tuvo una aventura con él.
«¿Con quién no ha tenido una aventura Maia?», pensó Franca.
Antes el trecho que había entre los invernaderos y el coche no le había parecido tan largo. Pero
en ese momento, con los hombres a sus espaldas, uno de los cuales le había cortado el cuello a la
anciana, le resultaba infinito. Quería correr, pero una extraña fuerza interior la sujetaba. Se movía
con tanta naturalidad como si estuviera dando un paseo un cálido día de verano.
—Ahora recuerdo dónde he visto a ese hombre que estaba con mi madre —murmuró Alan—. Lo
vi ayer en The Terrace con ese tal Gérard, el tío que ha preguntado quiénes éramos.
—Entonces…
Él asintió con la cabeza.
—Entonces deberíamos advertir cuanto antes a mi madre. O pedirle que lo entretenga hasta que
llegue la policía. Tengo el móvil en el coche. ¿Cómo se llama el café donde está con él?
—No lo sé —dijo Franca—. No me he fijado.
—Es igual, ya me acordaré —dijo Alan—. He comido allí cientos de veces.
En ese preciso instante oyeron una voz estridente.
—¡Un momento! ¡Quietos!
Alan lanzó una maldición.
—Ahora se han dado cuenta de que sabemos algo. ¡Vamos, Franca, corre todo lo que puedas!
Ella sintió que le cogía la mano y que la impulsaba hacia delante. Sus rodillas flaquearon y
empezaron a temblar.
—No puedo —alcanzó a decir, pero él siguió tirando de ella sin compasión.
—¡Piensa en Helene! ¡Piensa en lo que le han hecho! ¡Tenemos que llegar al coche!
Tropezaba a cada paso. Probablemente se habría caído si él no la hubiera sostenido. Pensó en
Helene, y el pánico se alzó ante ella como una ola enorme y oscura. Alcanzó a esquivarla, pero la
próxima, lo sabía, acabaría pillándola. La pillaría de lleno. Y después de eso, ya no podría dar un
paso más.
Oyó que los delincuentes los perseguían. Oyó sus gritos, percibió la vibración en el suelo.
Faltaban quinientos metros para llegar al coche. ¿Habían cerrado las puertas? ¿Y si no arrancaba?
«En las películas nunca arranca», pensó. Y como le parecía que estaba en una película, o en una
pesadilla, se convenció de que el coche también los abandonaría.
—¡El café donde está mi madre se llama The Sea View! —oyó que Alan jadeaba junto a ella.
En ese momento se oyó el primer disparo. Estalló en la planicie y espantó a las gaviotas, que en
el acto produjeron un griterío atronador, como si fueran el eco del arma. Inmediatamente se oyó el
segundo disparo. Faltaban aún trescientos metros para llegar al coche. A esas alturas, Franca ya no
dudaba de que los hombres los matarían si los pillaban. Se jugaban mucho en todo aquel asunto como
para dejarse atrapar. No sólo habían robado barcos. También habían cometido un asesinato.

Cuando Alan se desplomó, pensó que le habían dado un tiro. Para su asombro, al principio no sintió
ningún dolor. «Tendría que dolerme en alguna parte», reflexionó fríamente, y tuvo la vaga sensación
de que si era capaz de hacerse esa pregunta era porque estaba bajo un shock y no quería pensar en lo
que realmente debía: que lo pillarían y luego lo matarían.
Quiso levantarse, pero un dolor punzante en el tobillo derecho hizo que se desplomara entre
gemidos. ¿Era allí donde le había entrado la bala? ¿O simplemente se había tropezado y por eso le
dolía?
¿O se había roto algo? «¡Dios mío!», exclamó para sí.
Vio que Franca se paraba. Él la tenía cogida de la mano y ella estaba a punto de caerse al suelo
con él. Ella lo miraba, respirando con dificultad y con los ojos muy abiertos. Parecía un animal
asustado. Sacó del bolsillo de los vaqueros las llaves del coche y se las arrojó.
—¡Corre! —le gritó—. ¡Al coche! ¡Ve a la policía! ¡Llama a mi madre! —Ella no se movía de su
sitio—. ¡Deprisa! —le urgió él.
Dos hombres corrían tras ellos. Uno era Gérard. El individuo con cara de delincuente que se le
había grabado indeleblemente en la memoria aquella tarde en Hauteville Road, frente a la casa de
Maia. Gérard, el amante de Maia. Gérard, el asesino. Supuestamente, miembro de la banda que se
encargaba del trabajo sucio.
—¡Oh, no, Franca, no te quedes mirándome como un conejo a una serpiente! —De pronto se
acordó de su primer encuentro con ella, que había tenido lugar también en Hauteville Road, el mismo
día que vio por primera vez a Gérard. Había pensado que parecía un conejo en un campo de tiro.
¿Por qué se le ocurrían aquellas trivialidades en ese momento?—. ¡Corre! —volvió a animarla—.
¡Corre, maldita sea!
Franca finalmente reaccionó.
—No. ¡Sin ti no! ¡Ven, te ayudaré! ¡Levántate!
—No tiene sentido. ¡No lo lograré! Por favor, huye tú. ¡Avisa a mi madre!
Los ojos de Franca chispeaban.
«¡Nada de pánico ahora!», la conjuró él.
Franca salió corriendo como si Alan hubiera accionado en ella una palanca secreta y decisiva.
Corrió hasta el coche, abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor. Encendió el motor.
Arrancó enseguida. Los neumáticos chirriaron al virar. Se produjo otro disparo, pero impactó en la
chapa del coche.
«Gracias a Dios», se dijo Alan, y se desplomó en la hierba. Por un instante cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, Gérard estaba junto a él. Vio su cara brutal y fría. No tenía una sola
emoción humana, era de una dureza despiadada.
Pensó en Helene. En la mujer que de niño le contaba cuentos y leía historias, y que de noche le
llevaba la leche caliente a la cama.
Pensó en cómo habría visto ella esa misma cara cuando murió, esos ojos sin compasión. Para
Helene no iba a haber piedad. ¿Se habría dado ella cuenta de eso? ¿O había pasado todo tan deprisa
que no había tenido tiempo de enterarse de lo que ocurría?
¿Por qué tenía que haber ido allí a buscar a Kevin, por qué se le había ocurrido jugar a los
detectives?
«Éste es el fin», pensó. Lo invadió un fugaz remordimiento por haber hecho tan pocas cosas en su
vida. Después giró la cabeza.
Ya no quería seguir viendo los ojos de ese hombre.
8
—Siento mucho lo que le ocurrió a Helene —dijo Julien—, ha debido de ser espantoso para ti.
No habían dicho casi nada desde que Alan y Franca se habían marchado. Julien estaba
ensimismado. Se había pedido otros dos cafés y Beatrice pensó que iba a darle una taquicardia.
Tomó el café sin leche ni azúcar. ¿Siempre lo había tomado así? Trató de recordar, pero después
cayó en la cuenta de que en la guerra casi no había café y que al final tampoco había azúcar ni leche;
no existía nada para mejorar el sabor de aquel caldo horrible que bebían como sustituto del café.
—Ha sido un golpe duro —respondió ella al comentario de Julien—. Ya es duro de por sí
cuando una persona muere de repente, pero si encima lo hace de esta manera… no se puede creer. A
veces me despierto por la noche y pienso que todo ha sido una pesadilla. Pero después comprendo
que ha sucedido de verdad. Que desde ahora será parte de mi vida. —Se encogió de hombros—. De
la vida que me quede, porque tampoco creo que me quede tanto tiempo.
—Vivirás cien años —profetizó Julien—, y eso quiere decir que tendrás que resistir treinta años
más.
—Sí —dijo con aire indiferente—, quizá hasta los cumpla.
Se miraron un instante a los ojos, y de pronto Julien alargó la mano sobre la mesa y Beatrice se la
cogió. Se quedaron con las manos apretadas y respirando tranquila y pausadamente.
—A veces pienso… —comenzó a decir Julien, pero se interrumpió.
Ella tampoco le insinuó que siguiera porque sabía lo que iba a decir: quería hablar de la vida que
habrían podido tener juntos, una vida que tal vez habría sido mejor que la que ninguno de los dos a la
larga tuvo. Quizá él pensara en ese momento en la imposibilidad de recobrar la oportunidad perdida.
—Qué bien estar aquí contigo, junto al mar —dijo, en cambio. Después volvieron a guardar
silencio, y Beatrice se preguntó si a él también lo embargaría la misma tristeza que a ella.
«¡Maldita sea, hay cosas en la vida que salen rematadamente mal!», reflexionó.
Pero era así, y no tenía sentido desesperarse por eso. Trató de dominar su dolor. Miró el sol con
los ojos entornados y luego posó la mirada sobre Castle Cornet, que presidía el puerto, orgulloso e
intocable. Ésa era una imagen que la había acompañado durante toda su vida. Su solidez le devolvía
un poco la calma.
Julien comprobó la hora.
—Debo irme —dijo—, tengo una cita. Siento ser tan brusco —La camarera rubia de The Sea
View se aproximó a la mesa.
—¿Señora Shaye? —preguntó.
Beatrice levantó la vista.
—¿Sí?
—Tiene una llamada. Dentro, en la barra.
—¡Oh! —dijo, sorprendida. Nunca la habían llamado por teléfono a un café ni a un restaurante.
Se levantó—. Por favor, espérame un momento, Julien. Vuelvo enseguida.
Le dio la impresión de que estaba nervioso, de que de veras tenía prisa. Deseaba preguntarle con
quién era la cita. Ella había entendido que había llegado a Guernsey atraído por los recuerdos de otra
época, pero al parecer tenía otras cosas que hacer.
«Conmigo nunca concertó una cita», pensó, y sintió que los celos le producían una leve punzada
en todo el cuerpo.
El auricular estaba sobre la barra, junto al teléfono. La camarera que había ido a avisarle a la
mesa le hizo una señal con la mano.
—Por aquí, por favor.
Beatrice cogió el auricular.
—Beatrice Shaye —dijo.
Al otro lado de la línea estaba Franca. Parecía muy alterada.
—Beatrice, ¿sigue ahí con Julien? Bien. Pues entreténgalo un momento más, por favor. ¿Cómo?
Eso no puedo explicárselo ahora. Es miembro de una banda que roba yates en las islas para
venderlos en Francia. Sí, ya sé, parece absurdo. Pero Alan está completamente seguro. Kevin
también es de la banda. Voy a llamar a la policía para que vaya a Perelle Bay y a The Sea View. Es
imprescindible que Julien se quede ahí. Beatrice, puede ser peligroso. Quizá… tenga algo que ver
con la muerte de Helene. No, no estoy imaginando cosas. Por favor, Beatrice, créame. He podido
escapar por los pelos. Usted sólo tiene que entretener a Julien. Por favor, haga lo que le pido. Ahora
tengo que llamar sin falta a la policía. ¡Hablaremos luego!

Apagó el móvil. Le pareció que había tardado una eternidad en entender cómo funcionaba. En ese
momento estaba a la entrada de un pueblo de la costa, no sabía cuál, pero supuso que debía de
encontrarse cerca de Pleinmont. Se había detenido a un lado del camino para realizar la llamada. Lo
había intentado mientras conducía, pero no lo había conseguido por falta de cobertura. Se dio cuenta
de que no iba a poder hacer nada con el coche en movimiento. Si esa vez no funcionaba, iba a tener
que buscar el primer café o restaurante para llamar desde allí.
«Tranquila —se dijo—, tienes que conservar la calma, de lo contrario no lograrás nada.»
El móvil dio de pronto la señal, y llamó a información para pedir el número de The Sea View de
St. Peter Port. Para su sorpresa, una empleada del restaurante se puso al teléfono.
—La señora Shaye —le dijo a la muchacha—, una mujer canosa, de setenta años. Está en la
terraza, al fondo, junto al agua. —La terraza del restaurante, se acordó, estaba rodeada de agua por
tres lados, de manera que su descripción no era muy precisa, pero la muchacha dijo que miraría bien.
Le temblaban las manos mientras esperaba. ¿Había hecho lo correcto? ¿O habría debido llamar
primero a la policía? Pero entonces Julien quizá se hubiera marchado. No podía permitirse pensar en
Alan. Empezó a sudar y sintió un escozor en la punta de los dedos. ¡Por Dios, no podía permitirse
pensar ni un momento en él!
Después oyó la voz de Beatrice y, con voz entrecortada, le describió lo que había ocurrido y le
dijo que debía entretener a Julien. No le comentó nada de Alan, y acabó la conversación antes de que
Beatrice pudiera hacerle más preguntas. Apagó el móvil y respiró profundamente. En ese momento
sólo quedaba esperar que Beatrice hiciera lo que le había pedido.
«No hay tiempo —se dijo—, no hay tiempo para pensar. Tengo que llamar a la policía. ¿Cómo no
lo he hecho antes? ¡Ha sido una equivocación!»
Las manos le temblaban cada vez más. La palabra equivocación le martilleaba en la cabeza. Era
el fuego de ametralladora que conocía de Michael. Todo lo que hacía era una equivocación.
Simplemente lo hacía todo mal. Se confundía, se comportaba como una idiota y tomaba las
decisiones equivocadas. No había caso, era así. Siempre había sido así. Había escogido la profesión
equivocada. Había escogido al hombre equivocado. En los restaurantes pedía la comida equivocada,
y en las tiendas, el vestido equivocado. Y ahora hacía las llamadas en el orden equivocado. Para
Alan era cuestión de vida o muerte, y ella primero llamaba a Beatrice, sólo para que el inútil de
Julien no escapara.
«Si en efecto ha sido una equivocación —le dijo una voz interior—, éste no es momento para
pensar en ello. Si no, la equivocación será mayor aún. ¡Llama a la policía ahora mismo, de una
maldita vez, demonios!»
Los dedos le temblaban tanto que no podía pulsar los botones del móvil. Todo en ella vibraba,
las piernas, el cuerpo. Estaba empapada. El sudor surgía a borbotones, la anegaba. Fue presa de una
profunda desazón, de un abatimiento que la paralizaba.
Presa del pánico. El pánico que había combatido durante todo el día se abría camino. Había
recobrado fuerzas. Parecía más resuelto que nunca. Lo había contenido durante unas horas. Pero ya
no había manera de detenerlo.
«¡Ahora no! Tengo que llamar a la policía. ¡Por el amor de Dios, ahora no!»
Empezó a jadear. Se le iba la vista. No podía fijar ningún punto, todo daba vueltas a su
alrededor. El móvil se le deslizó de la mano y fue a caer entre los pedales del coche. Tenía todo el
cuerpo mojado, como si estuviera sumergida en el agua. Le costaba respirar. El miedo la envolvía
como una niebla que a cada instante se hacía más densa e impenetrable. Se abría paso, más oscura
cada vez. La niebla se convirtió en una pared negra que iba hacia ella.
«Dios mío, me voy a morir. Me voy a morir.»
Respiraba con dificultad. Siempre había temido morir de un ataque de pánico. Y por fin había
llegado el momento. Estaba en Guernsey, en un coche, a un lado del camino, a la entrada de un
pueblo cuyo nombre ni siquiera conocía. Alan corría peligro de muerte; quizá incluso ya había
muerto, asesinado espantosa y cruelmente, como Helene. Acababa de llamar y preocupar a Beatrice,
y ahora era incapaz de informar a la policía y tenía miedo de morir. El pulso y el corazón se le
aceleraron. Le zumbaban los oídos. Quiso abrir la puerta del coche, quiso coger aire, pero las manos
no la obedecían. Como tampoco podía ver nada, no encontró el pomo de la puerta. Sintió que el
parabrisas se le caía encima, que ya lo tenía sobre el pecho y no la dejaba respirar. Ni siquiera podía
gritar. El espanto que sentía por dentro era como una aglomeración de palabras y sonidos que era
incapaz de pronunciar. Los gritos de auxilio le resonaban en la cabeza, pero eran inaudibles. Cada
vez se ponía peor. Cada momento que pasaba, el pánico se hacía peor, más amenazante, más
angustioso, más fatal. Y a cada paso la situación de Alan se volvía más peligrosa.
Pensar en Alan desató algo en ella. Una asociación de ideas que no fue capaz de hilvanar de
inmediato. Pero había algo en medio de aquel caos que vociferaba en su interior. Algo a qué
aferrarse. Sólo tenía que asirlo. Era una imagen… Se vio a sí misma intentando atrapar una hoja que
revoloteaba en el viento: cada vez que estiraba la mano, se le escapaba.
Sintió como un hilo entre los dedos y lo cogió. Una ola. La imagen de una ola. De una ola que
subía y subía, cada vez más alta, que se alzaba y finalmente se precipitaba, rompía y se desplomaba,
y después se hacía pequeña y se extendía por la arena con una espuma blanca e inocua.
Alan le había hablado de eso. En algún momento le había descrito la imagen de esa ola. ¿Qué
había dicho exactamente? Tenía la certeza de que acordarse de sus palabras la ayudaría. ¿Qué había
dicho de la ola?
Pero no hay nada que pueda subir más alto de su punto máximo. Después cae. Como las olas del
mar.
Y dijo algo más:
«Debería acordarse del momento en que le entró el pánico… Y cómo después el pánico cesó.
Cómo volvió a respirar, serena y regularmente. Cómo desapareció el temblor. Cómo se le aclararon
de nuevo las ideas y se dio cuenta de que no iba a morir.»
«Que no iba a morir.» Se aferró con todas sus fuerzas a esa frase, se imaginó la voz serena y
profunda de Alan que la decía.
«Que no iba a morir.» «Nunca se morirá de pánico. Siempre sobrevivirá a su pánico. No tiene
por qué sentir miedo.»
La ola subió, subió y subió. Franca seguía sin poder respirar, pero ya tenía las palabras de Alan,
que la envolvían como una promesa de salvación para toda la vida. Ya no se resistía al pánico. Dejó
que se acercara a ella, dejó que se alzara sobre ella. Ahora tenía la pared negra encima. Cerca, muy
cerca… un milímetro más y sería la catástrofe, la tragaría, la absorbería, la desharía…
Llegó a su punto máximo. Dio otra bocanada de aire, inspiró una vez más, otra ola de sudor le
empapó la ropa, y luego el pánico comenzó a ceder, se hizo más débil, más pequeño, hasta volverse
insignificante. Se convirtió en la espuma blanca que rodaba sobre la arena.
Volvió a respirar con normalidad. El zumbido de los oídos se apaciguó. Ya no se le iba la vista y
volvían las imágenes con sus claros contornos. Vio otra vez el volante delante de ella. A través del
parabrisas distinguió los árboles, las flores, la calle asfaltada que serpenteaba hacia el pueblo.
Percibió los olores del coche: la gasolina, la tapicería de los asientos, la goma de los neumáticos…
Con ellos se mezclaba el sudor, que ya se le enfriaba y secaba sobre la piel. Oyó el trino de los
pájaros, y a lo lejos, el ruido de un avión. Estaba despierta y con vida. Con tanta que no habría
podido imaginarse más viva. Lo había superado. Sola. Sin pastillas, y sin nadie que le tendiera una
mano, como Alan aquella vez en Hauteville Road. Dejó que el pánico le cayera encima y ahora podía
levantar la cabeza y comprobar que no había sido una tragedia. Había sido desagradable, sí, una
angustia horrible, pero después de todo no había durado tanto.
«Y si vuelve a ocurrir —pensó—, volveré a superarlo.»
No tenía tiempo de quedarse allí, jactándose de su triunfo. Ya lo haría más tarde. Alan la
necesitaba. Se agachó y cogió el móvil que había caído entre los pedales. Tenía que llamar a la
policía para que fuera de inmediato a Perelle Bay. Y a The Sea View de St. Peter Port.
9
Beatrice regresó lentamente a la mesa. Los pensamientos le daban vueltas por la cabeza. Lo que
Franca acababa de contarle deprisa y sin aliento sonaba muy extraño, tan sorprendente, que le
costaba creerlo. ¿Julien, miembro de una banda que roba yates y los vende en Francia? ¿Y no ha
dicho también que podía estar implicado en la muerte de Helene? Franca había perdido
completamente la razón.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó Beatrice.
Pensó en las cosas que conocía de Franca.
Sabía que tomaba pastillas porque sufría ataques de pánico. Padecía profundas crisis de
autoconfianza, complejos de inferioridad y la obsesión de que siempre iba a fracasar. En las últimas
semanas le había parecido que estaba más estable, pero naturalmente no podía excluirse la
posibilidad de que en algún momento volviera a recaer. Por teléfono, sin embargo, no le había dado
la impresión de que estuviera confundida. De todos modos, para alguien de fuera, era difícil juzgarlo.
Julien se puso en pie cuando vio llegar a Beatrice, mientras guardaba la caja de habanos en el
bolsillo de la chaqueta.
—Has vuelto —dijo—. Por desgracia, tengo que irme ya mismo. ¿Algún problema? Se te ve muy
pálida. ¿Quién era?
Pero ella le respondió con otra pregunta:
—¿Con quién has quedado?
—No los conoces. —Sonó a evasiva—. Amigos. Ya llego un poco tarde… —Señaló unos
billetes que había dejado en la mesa, debajo del cenicero—. Invito yo.
La cogió del brazo y se inclinó para darle un beso, pero ella apartó la cabeza a un lado.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
Fue un reflejo espontáneo que había ido directo al blanco. O tal vez era simplemente su manera
de ser. Nunca en su vida se había andado con rodeos.
—¿Es verdad que andas con gente que roba yates? —le preguntó.
Los ojos de Julien se contrajeron. Sus labios se tornaron más delgados.
—¿Quién te ha llamado?
Ella meneó la cabeza.
—Eso no importa ahora. Lo único que quiero es que respondas a mi pregunta.
—¡Dios mío!… —Se llevó una mano a la frente. Se desplomó en la silla y por un momento
pareció que iba a perder los nervios. De repente se lo vio viejo y miserable.
Lo miró fijamente. Sin proponérselo, había conseguido en un abrir y cerrar de ojos lo que Franca
le había pedido. Julien ya no pensaba en marcharse. Era probable que las piernas le Saquearan. Lo
había cogido tan de sorpresa que podrían pasar unos minutos hasta que estuviera en condiciones de
pensar con lucidez.
Beatriz comprendió que Franca había dicho la verdad. Si no, la reacción de Julien habría sido
muy distinta. Se habría quedado perplejo, ofendido. A lo mejor hasta se hubiera reído y le hubiera
dicho que estaba delirando… Pero no se habría desplomado como lo había hecho ni se habría puesto
tan pálido. Era toda una declaración de culpabilidad.
—¡Dios mío! —susurró ella también.
Del resto, nada había cambiado. El agua seguía reflejando la luz del sol en miles de centellas.
Las gaviotas continuaban gritando de regocijo en el aire del verano. La gente a su alrededor
continuaba charlando y riendo. Castle Cornet seguía presidiendo el puerto a su gusto y contemplaba
con benévola indiferencia la animación de gente a sus pies.
Y, sin embargo, todo era distinto. Sombrío. Amenazante. Parecía que el día se hubiera apagado,
como si se hubiera levantado una pared, con el mundo a un lado, y Julien y Beatrice al otro. Ya no
formaban parte de él. Estaban solos.
De pronto fue como si los años y los decenios se esfumaran. Julien no era ya el hombre canoso de
rostro atemorizado, ni ella la mujer mayor que pronto cumpliría setenta y dos años. Vio ante ella al
joven Julien, vio sus ojos oscuros y brillantes, oyó su risa, pero también vio sus lágrimas y sus
airadas protestas. Lo vio en su estrecho desván, mirando el cielo azul a través del tragaluz, y sintió su
desolación, su rabia y su miedo. Lo vio afligido por los años que le habían robado. Ella, una
muchacha, estaba a su lado, pensando en cómo ayudarlo, a pesar de que sabía que no podría, que no
podría liberarlo, devolverle la vida que le habían quitado.
No había podido ayudarlo. En aquel entonces no, pero ahora sí podía.
Volvió a la realidad. La pared se desvaneció. El sol, las gaviotas y la gente estaban de nuevo
allí. Ahora estaba completamente despierta. Sabía lo que debía hacer.
Le sacudió un hombro.
—Ven conmigo. Deprisa. La policía llegará de un momento a otro. No sé cómo ha sido, pero
Franca y Alan te han descubierto, a ti y a tus compinches, y Franca llamará a la policía para que
venga a buscarte. ¡Tenemos que largarnos!
Él la miró con los ojos abiertos. Beatrice le cogió la mano y lo obligó a ponerse en pie.
—Ven. Rápido. ¡No nos queda mucho tiempo!
Lo arrastró afuera del café. Al llegar a la calle, se detuvo.
—¿Dónde tienes el coche?
—¿Qué?
—El coche. Has dicho que tenías un coche de alquiler.
Por fin hubo una reacción de su parte.
—Por allí, más abajo, junto a la acera.
Llegaron al coche y subieron.
—¿Adónde vamos? —preguntó Julien.
—No lo sé. Tú arranca.

—Hace casi veinte años que estoy en este negocio —dijo Julien—, o en esta actividad ilegal, si
lo prefieres así. Una carrera tardía.
—¿Por qué lo haces?
Él se encogió de hombros.
—Por espíritu de aventura. Por diversión. El dinero no fue lo que más me atrajo. No soy el tipo
de hombre que se retira a los sesenta, la edad que tenía entonces. Buscaba un nuevo desafío. Y lo
encontré. Ciertamente en una actividad equivocada.
Estaban en Petit Bôt Bay. Aparcaron el coche calle arriba y bajaron a la bahía. La marea había
alcanzado su punto más alto, y desde donde se encontraban poco veían de la playa extensa y dorada
que se extendía a lo lejos. Algunos bañistas chapoteaban en las olas. A la entrada de la bahía, una
barca se mecía en las olas. Beatrice y Julien buscaron una roca apartada y lisa donde sentarse,
cómodos y protegidos, mientras las olas lamían el borde inferior del peñasco. Por encima de ellos se
alzaba el acantilado.
—Al principio, los miembros de la banda cambiaban continuamente —dijo Julien—. Aparte del
jefe, yo era el único fijo. Robábamos yates en todas las islas del Canal, los pintábamos y luego los
vendíamos en Francia. Ésa era y es mi tarea. La venta en Francia. Yo soy quien la organiza.
Encuentro a los compradores y me ocupo del cobro.
Beatrice parpadeó a causa del sol. Sentía un malestar en el estómago.
—No concuerda con la imagen que tengo de ti —dijo ella.
—¿Qué imagen tienes?
—La del hombre que una vez amé. Eres un poco frívolo, alguien que no trata con mucho cuidado
a los demás. Pero en una novela o en una obra de teatro, para mí tú estarías siempre con los
«buenos». ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí —dijo él—, lo entiendo. Tendrás que revisar la imagen que tienes de mí, entonces.
—Eso parece, sí.
—Yo sabía, naturalmente, que lo que hacíamos era ilegal. Nunca me he engañado al respecto.
Sólo que hasta ahora…
—¿Hasta ahora?
—Hasta ahora sólo se trataba de robo. De encubrimiento. Y de pronto…
Beatrice notó que él empezaba a tiritar. A pesar de que el sol ardía, los brazos se le pusieron en
carne de gallina y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
Franca tenía razón.
—¿Y Helene? —preguntó—. ¿Tenéis algo que ver con la muerte de Helene?
—Hasta ayer no sabía nada —dijo Julien—. A decir verdad, hasta hace un momento no sabía que
se trataba de Helene. Llegué ayer de Saint-Malo, no, esta mañana. Te he mentido porque… ah, me
pareció que era más fácil. Y ayer me enteré por Gérard, uno de nuestra banda, un tío de lo más
desagradable, que había habido un accidente. Que habían matado a una mujer porque los había
descubierto. Una vieja que únicamente había tenido la desgracia de estar en el lugar equivocado, en
el momento equivocado… Yo estaba horrorizado. Espantado. —Calló un instante, de una hendidura
en la piedra recogió un poco de arena y la dejó escurrir entre los dedos. Cerca de ellos había unos
niños que gritaban y jugaban con una pelota. Sus cuerpos, esbeltos y bronceados, se movían como si
fueran flechas—. Como ya te he dicho —continuó él—, no tenía ni idea de que se tratara de Helene.
Tampoco sabía… que le habían cortado el cuello. Es terrible. Robar es una cosa…, pero matar es
algo muy distinto.
—¿Kevin Hammond también trabaja para vosotros? —Beatrice se daba cuenta ahora de que
Franca le había pasado toda la información esencial.
—¿Kevin Hammond? ¿El jardinero en cuyo invernadero pintamos desde hace dos años los
barcos? Fue él quien descubrió los invernaderos de Perelle Bay. Allí se puede hacer de todo sin que
nadie se entere. —La miró detenidamente—. ¿Conoces a Kevin?
—Hace mucho que somos amigos. Y Helene se llevaba muy bien con él. Era su confidente, su
mejor amigo. La noche que la mataron ella había estado en su casa. Supongo que debió de ver u oír
algo que no debía.
—Desconozco por completo los detalles, pero tienes razón, debió de ser algo así.
—¿No habrá sido el propio Kevin quien…?
—No. Fue Gérard. Es el tío ideal para eso. Trabajó durante años como asesino a sueldo en el sur
de Francia. Andaba metido con la mafia. Desde un principio me opuse a que entrara en la banda. Me
parecía un tío muy peligroso. Pero no era yo quien decidía.
—Franca dijo que iba a llamar a la policía para que fuera a Perelle Bay.
Julien hizo una mueca.
—Pues entonces los pillarán a todos. Yo también tenía que estar allí. Hoy traen un barco para
llevar a Calais. Por eso la banda estará casi al completo. El barco iba a salir con la marea. Al menos
ése era el plan. Pero a lo mejor ya ha llegado la policía.
—Eso espero —dijo Beatrice, con rabia—, espero de todo corazón que atrapen a esos
criminales. Dios sabe que Helene no era ninguna santa, pero no merecía un final así. Nadie lo
merece. Nunca olvidaré esa imagen terrible. —Tensó los hombros y se abrazó el cuerpo con ambas
manos, como si tratara de protegerse de todo lo malo que la vida podía depararle a sus criaturas—.
Ojalá los castiguen. Ojalá ese Gérard pase el resto de su vida entre rejas.
Julien asintió lentamente con la cabeza. Y, sin mirar a Beatrice, le preguntó:
—¿Por qué no me lo deseas a mí también?
—¿Cómo?
—Yo también soy uno de ellos. ¿Por qué no quieres que yo también pase el resto de mi vida entre
rejas?
—Tú no tienes nada que ver con el asesinato de Helene.
—¿Es sólo por Helene, entonces?
Beatrice se quedó pensando un momento, y luego dijo:
—Quiero que haya venganza para ella. Es cierto que me mintió y me engañó. Que me robó años
de mi vida. Pero yo también me dejé robar. Creo que muchas veces la víctima es tan culpable del
crimen como el propio autor. Yo cedí a Helene el sitio que acabó ocupando en mi vida. Sin mi
consentimiento, ella no se habría salido con la suya. Así que pienso que no tengo derecho a juzgarla.
—Eso lo dices con la cabeza. Pero ¿qué dice tu corazón?
La pelota les pasó rozando la cabeza y cayó al agua. El grupo de niños salió brincando entre
gritos detrás de ella.
—Mi corazón —dijo Beatrice— me dice que Helene también me dio algo. Por absurdo que
parezca, incluso a mí misma, una parte de mis fuerzas las saqué de Helene. Ella siempre estuvo allí.
Se quejaba sin cesar. Quería constantemente mi favor. Movía cielo y tierra para que me quedase con
ella. Pero ahora pienso que yo también la necesitaba. Necesitaba sus exigencias, sus halagos, su
llanto continuo y su miedo. Yo era la fuerte, porque ella era la débil. Y aunque no correspondiera a
la verdad, era al menos una ilusión que mantuvimos consecuentemente a lo largo de toda una vida, y a
la que ninguna de las dos quiso renunciar nunca. Una ilusión sin la cual no habríamos podido vivir.
Por lo tanto —Beatrice se encogió de hombros, un gesto que la hizo parecer más indiferente de lo
que estaba—, yo ya he hecho las paces con ella. Y para su propia paz es importante que se juzgue a
los asesinos.
—A pesar de todo —insistió Julien—, eso no contesta a mi pregunta. ¿Por qué me has advertido?
—Por nuestra antigua amistad.
Él la miró con una sombra de duda.
—¿Amistad?
—Por tu parte nunca hubo más que eso.
—Y por tu parte, ¿qué hubo?
«A mi edad —pensó Beatrice—, ya no hace falta coquetear, ni andar con rodeos.»
—Por mi parte hubo amor. ¿Qué otra cosa se puede esperar de una muchacha de catorce años?
Fue amor, un amor lo bastante fuerte y profundo para destruir cualquier otro por el resto de mi vida.
—Dios mío —murmuró Julien.
Ella hizo un esfuerzo por contener el sentimentalismo que amenazaba con adueñarse de ella.
—En fin —continuó ella—, creo que a estas alturas no sería justo que te encerraran. Ya has
pasado muchos años de tu vida en una cárcel. Y además, siendo inocente. Así que creo que hace
tiempo que cumpliste tu pena, si es que la mereces, por tu complicidad en la muerte de Helene. Con
eso ya se ha hecho justicia.
Él la miró.
—Eres una mujer asombrosa, Beatrice. ¿De veras no quieres que vaya a la cárcel?
Vio que ella hablaba muy en serio.
—No —contestó Beatrice—, no quiero volver a pasar por eso. Nunca he podido olvidar la
mirada que tenías entonces. Siempre me ha perseguido. Siempre me ha… llenado. Y por eso hace un
momento, en The Sea View, he tomado partido por ti.
—Tengo que abandonar la isla lo antes posible —dijo Julien—. Antes de que la policía dé a
conocer mi nombre y aumenten el control en los barcos y en el aeropuerto. —De pronto se puso
nervioso. Hasta ese momento parecía un hombre que había sufrido una fuerte impresión y se había
quedado sin saber cómo reaccionar. Pero ahora volvía a estar tenso y alerta. Ahora sabía que debía
darse prisa—. Lo siento, Beatrice, pero tengo que largarme —volvió a decir y se puso en pie.
Beatrice también se levantó.
—Ya verás cómo lo consigues. Te deseo mucha suerte.
Se miraron una vez más. Sabían que nunca volverían a verse. Ninguno de los dos supo qué decir.
Pero Beatrice ya tenía la cabeza en otra parte.
—Alan —dijo, nerviosa de repente—. Franca no dijo dónde estaba Alan. ¿Por qué llamó ella y
no él? Tengo que ir enseguida a Perelle Bay. Llévame rápido a casa, Julien. Cogeré mi coche. ¡Dios
mío, ojalá no le haya ocurrido nada a Alan!
10
Ya desde lejos vio el cordón de la policía, la multitud de gente que se agolpaba, los muchos curiosos
que inexplicablemente había siempre en estos casos. Oyó una voz por un megáfono, pero no entendió
lo que decía. Un helicóptero sobrevolaba la escena. A la entrada de la bahía divisó las lanchas de la
policía. Su inquietud aumentó. Ahora tenía miedo. Sabía que algo malo había ocurrido. Lo sentía.
Aceleró el coche, pero enseguida tuvo que volver a frenar. Había demasiada gente por el camino.
Un policía le interceptó el paso. Puso una mano sobre el capó y le hizo señas de que se detuviera.
Beatrice bajó la ventanilla.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No puede seguir, señora. Tengo que pedirle que no pase de aquí.
—Mi hijo —dijo—, mi hijo está allí.
—¿Dónde, señora?
—Con los delincuentes. Tiene que estar allí, en alguna parte.
El policía la miró con aire de duda.
—¿Cómo se llama usted?
—Shaye. Beatrice Shaye.
—Espere un momento, por favor —dijo, y se alejó unos pasos para consultar con otro policía.
Beatrice aprovechó el momento. Salió de un salto del coche y se abrió paso a empujones entre la
multitud. Detrás de ella oyó a los policías, que la llamaban.
—¡Señora Shaye! ¡Señora Shaye, espere!
Pero no tenía intención de detenerse. Distinguió una ambulancia al otro lado del cordón policial.
Fue como si el corazón se le parara de golpe. ¿Qué hacía allí la ambulancia? ¿Había heridos?
¿Estaría Alan herido?
«Dios mío —rezó en voz alta—, que no sea Alan. Alan, no. ¡No me hagas esto, Dios mío!»
Llegó hasta las vallas que había puesto la policía. Se aferró a ellas. Jadeaba.
Trató de comprender lo que veía.
Dos enfermeros transportaban una camilla por el sendero de arena que subía de la bahía.
Llevaban un cuerpo completamente cubierto por una tela.
«¿Por qué le han tapado la cabeza?», se preguntó Beatrice. Conocía la respuesta, pero trató de no
pensar en ella: la persona en la camilla debía de estar muerta.
Varios hombres salían de los invernaderos que estaban abajo, en la bahía. Iban esposados. Los
custodiaban policías fuertemente armados. Todo aquello parecía irreal. Como si estuvieran rodando
una película. Faltaban las cámaras y el director vociferando las instrucciones. Una escena como ésa
no podía ser cierta. No correspondía a la realidad.
Beatrice apartó la valla y salió rápida como un rayo. Un policía que estaba a poca distancia la
miró, perplejo.
—Oiga, señora… —gritó, pero ella corrió a toda velocidad antes de que él pudiera darle
alcance. A pesar de sus setenta años, era ágil y ligera como una comadreja. Tropezó, pero por suerte,
como siempre, llevaba zapatillas. Mae, con sus tacones, no habría podido dar ni dos pasos.
Llegó hasta la camilla. En ese momento se le borró absolutamente todo lo que sentía y pensaba.
No era más que una fría envoltura que funcionaba mecánicamente. Hacía lo que había que hacer, y no
dejaba que nada de lo que sucedía fuera de ella le afectara a su interior.
Antes de que los enfermeros se dieran cuenta, apartó la tela que cubría el cuerpo inerte de la
camilla.
Y vio la cara rígida y muerta de Kevin Hammond.
11
—Lo que no entiendo, mamá —dijo Alan—, lo que no puedo entender es cómo has podido dejar
escapar a ese Julien.
Estaba sentado en un cómodo sillón de la galería en casa de su madre. Delante de él había una
silla, sobre la que apoyaba un pie fuertemente vendado. Se había roto un ligamento y el médico le
había ordenado reposo absoluto. Pero no le hacía falta la orden, pues de todos modos no habría
podido moverse.
Beatrice, repantigada en una silla y con una copa de jerez en la mano, meneó la cabeza con
expresión de arrepentimiento.
—Cuando Franca me llamó por teléfono para decirme lo de Julien, me quedé petrificada. No
entendía nada. No podía creerlo. Pensé que Franca estaba borracha, confundida, que no sabía lo que
decía. Era absurdo. Pero, cuando volví a la mesa, Julien estaba a punto de irse. Tenía prisa.
—Claro que tenía prisa —dijo Alan—, iba a ver a sus compinches en Perelle Bay. Pero
curiosamente no acudió. Como si hubiera tenido una corazonada.
—Cuando yo llegué —dijo Beatrice— estaba lleno de policías. Seguramente los vio y se dio la
vuelta. ¡No iba a meterse en la boca del lobo!
—Me da rabia que haya escapado —insistió Alan—, era uno de ellos y debería estar en la
cárcel.
Beatrice no dijo nada, sólo se limitó a beber un sorbo de jerez. Franca, que apareció en ese
momento y oyó la última frase, la miró fijamente. Beatrice le devolvió la mirada con absoluta calma.
Franca asintió de modo casi imperceptible: había comprendido el mensaje. Y se abstendría de
juzgarla.
Los tres habían tenido que soportar pacientemente los interrogatorios de la policía, que se habían
alargado durante horas. Sobre todo Alan, que había estado presente cuando mataron a Kevin.
Aún no podía creer que estuviera con vida. Cuando estaba tendido en el suelo no le cabía duda
de que Gérard lo mataría. No había ningún motivo para que no lo hiciera. Pero de pronto oyó que
Gérard decía:
—La vieja traerá a la policía, seguro. De aquí no salimos. ¡Vamos, llevémoslo al invernadero!
Unos brazos robustos lo levantaron del suelo. Casi se desmayó del dolor. Sentía en el pie unos
pinchazos que le recorrían todo el cuerpo como un veneno mortal. El camino de vuelta al invernadero
le resultó interminable, fue una tortura como nunca había sufrido. Al llegar al interior, se desplomó
entre una maceta de violetas medio marchitas y una gran cesta de mimbre llena de bulbos. Jadeaba y
trataba de pensar en otra cosa que no fuera los dolores que le punzaban la pierna. Miró a Kevin, pero
éste apartó la vista. Los hombres discutían en voz baja, y no entendía lo que decían.
Todo lo que ocurrió a partir de ese momento lo vivió como entre brumas. El dolor se había
apoderado de él y lo envolvía. En un momento comprendió que la policía debía de estar fuera, y más
tarde que se acercaban refuerzos. Entre tanto, los gánsteres anunciaron que tenían un rehén.
Curiosamente pasó un buen rato hasta que se dio cuenta de que se referían a él.
No tenía noción del tiempo. Más tarde supo que todo aquello había durado poco más de dos
horas. Para él fueron días. El dolor le atenazaba todo el cuerpo, y también el entendimiento, el alma,
todas y cada una de sus emociones. No existía nada más que dolor. Lo demás era indiferente. Lo
único que deseaba es que se acabara aquel martilleo en el pie.

¿Qué ocurrió para que de pronto sonara un disparo? Más tarde, la policía quiso conocer los
pormenores y él se rompió la cabeza para dar un informe coherente de lo ocurrido. Estaba allí,
tendido entre las violetas y los bulbos, sintiendo sólo el zumbido en la cabeza causado por el dolor.
Tenía los ojos cerrados, se había encapsulado en su desesperación y su miedo. Percibió la voz de
uno de los hombres, tal vez porque sonó de repente estridente y alterada.
—¡Vienen hacia aquí! ¡Maldita sea! ¡La policía viene hacia aquí!
—Bueno —dijo Gérard—, entonces les diremos que mataremos al rehén. ¡Si eso es lo que
quieren, que se acerquen!
Alguien gritó algo hacia fuera.
—Vienen más —exclamó un hombre—, ¡siguen llegando! ¡Joder! ¡Tendríamos que habernos
largado!
—Ahora le toca a éste —dijo Gérard—, que lo vean de cerca. ¡Levantadlo!
Más que a morir, Alan temía que lo hicieran ponerse de pie. No soportaría el dolor. Era una
tortura. Gimió cuando vinieron dos hombres y trataron de levantarlo.
—¡Por favor, no… no! —les suplicaba, casi llorando—. ¡Por favor, no!
No le hicieron caso. Apoyó su peso sobre la pierna sana, lo que no impidió que sintiera un dolor
terrible. Se le saltaron las lágrimas, que le empezaron a caer por las mejillas, sin que pudiera
evitarlo. Supuso que pretendían llevarlo a la puerta. No sabía cómo haría para aguantar. Creía que
iba a perder el sentido de un momento a otro.
La vista se le nubló mientras aquellos hombres lo arrastraban por los brazos hacia la puerta. Hizo
un tremendo esfuerzo por no quejarse. No quería que dijeran que en los últimos instantes de su vida
había lloriqueado como un niño.
Lo que ocurrió entonces fue precisamente lo que intentó reconstruir una y otra vez ante la policía,
pero tenía muchas lagunas en la memoria.
—Me apuntó con su arma.
—¿Quién?
—El francés. Lo llamaban Gérard. Ignoro si es su verdadero nombre.
—Entonces lo apuntó con su arma. ¿A qué distancia estaba aproximadamente?
—A unos tres pasos. Cuatro, quizá. Yo estaba en la puerta, y él detrás de mí. Me apuntó
directamente.
—¿Vio a nuestra gente acercarse?
Trató de recordar, pero sólo veía sombras que no lograba identificar.
—No. No lo recuerdo. Sólo veía la pistola. No podía pensar con claridad. Me moría de dolor.
—¿Qué sucedió después?
—Todo ocurrió muy deprisa… Yo seguía con los ojos cerrados. Pero creo que Kevin estaba a
unos pasos, a mi izquierda. En el mismo momento en que disparó Gérard… —apretó los ojos
intentando hacer memoria—, en el mismo momento Kevin lanzó un grito.
—¿Qué gritó el señor Hammond?
—Gritó «¡No!» Y cayó junto a mí.
—¿Cómo es que cayó junto a usted?
Alan se encogió de hombros, con aire de desamparo.
—Lo único que sé es que cayó junto a mí. Y que en ese mismo momento yo también me
desplomé.
Gérard disparó a Kevin directamente al corazón. Murió en cuestión de segundos.
—¿Puede ser que ellos mismos lo empujaran a interponerse?
—No lo sé. Realmente no lo sé. Pero no entiendo por qué habría de hacer eso su propia gente…
—¿Y por qué el señor Hammond iba a sacrificarse por usted?
Él también había pensado más de una vez en ello. ¿Por qué Kevin habría de sacrificarse por él?
¿Sacrificar su vida?
—Tal vez lo hizo instintivamente. Quizá quería impedir que Gérard me disparara. A lo mejor
pensó que Gérard no lo haría si se interponía otra persona… O quizá fue porque se sentía culpable.
Kevin Hammond era amigo de la familia desde hacía mucho tiempo. Entraba y salía a su gusto de
casa de mi madre. Ya había muerto Helene. Quizá no estaba dispuesto a que muriera nadie más, y
quiso hacer todo lo posible por evitarlo. —Se corrigió—. Hizo todo lo posible.
También existía otra posibilidad. Sin embargo, se la guardó para él porque no podía probarlo.
Era sólo una intuición, pero algo le decía que Kevin había buscado la muerte. Que había querido
morir. Ahora, con perspectiva, Alan se daba cuenta de que hacía tiempo que había notado en Kevin
un vago deseo de morir. Quizá siempre había sido así. Kevin nunca había sido realmente de este
mundo, y no se refería a su sexualidad. Era un soñador, un hombre que buscaba más la intimidad de
las flores que la de los hombres. Que se entendía bien con una anciana que lo trataba con bondad y
con respeto, y que al igual que él había padecido los rigores de la vida y la insensibilidad de sus
congéneres. Kevin evitaba todo lo que fuera grosero, feo o tosco. Él se había construido una vida
más bella, pura y delicada que la de otros hombres. Su tragedia consistió en caer al final con lo más
malvado, brutal y violento de la sociedad. Desde que se había asociado a aquellos delincuentes, se
había vuelto más gris, fatigado y triste. Durante los últimos dos años era como una sombra de lo que
había sido. Ahora su vida, de la que ya no se sentía a la altura, tocaba a su fin. Quizá vio su
oportunidad en una fracción de segundo y no la desaprovechó.
Después, todo sucedió muy deprisa. La policía tomó el invernadero por asalto en cuanto sonó el
disparo. En ese momento, Alan yacía medio inconsciente en el suelo; los hombres lo habían dejado
caer cuando Kevin se desplomó muerto. No entendió por qué Gérard no había disparado sobre él. A
lo mejor se debió a que la policía llegó de inmediato. O incluso a que Gérard, a pesar de su frialdad
y su absoluta insensibilidad, se asustara al ver caer de pronto el cuerpo sin vida de Kevin delante de
él.
Alan no estaba seguro de si él mismo estaba muerto o seguía con vida. Sólo cuando un médico se
inclinó sobre él, le palpó el pie y le inyectó un calmante, que tuvo un efecto rápido y milagroso,
comprendió que se había salvado. Y la siguiente imagen que recordaba era Franca, que le sostenía
una mano y le contaba cosas confusas, que sentía no haber actuado más deprisa, que primero había
llamado a The Sea View, que por otra parte no había servido de nada porque Julien había logrado
fugarse, y que luego había sufrido un fuerte ataque de pánico y eso le había hecho perder más
tiempo…
Él no entendió muy bien lo que le contaba, pero le dijo varias veces en tono tranquilizador:
—Ya está. Todo ha terminado.
La miró detenidamente y se sintió protegido y consolado.
Aún no sabía que Kevin había muerto.

Beatrice lloraba la muerte de Kevin, era inevitable. Estaba sentada al sol, en la galería, con una copa
de jerez en la mano.
—Nunca más volveré a beber una copa con él —dijo.
Franca y Alan supieron enseguida que hablaba de él.
—Kevin era una persona inestable —dijo Alan, pero de inmediato se preguntó por qué lo había
dicho. Después de todo, eso no era un consuelo para su madre—. Alguien menos inestable no se
habría involucrado en una historia así.
Sus compinches confesaron todo a la policía. Según ellos, Kevin había entrado en contacto con la
banda hacía dos años y medio, a través de un francés muy joven con el que había tenido una aventura.
Éste lo presentó a sus amigos. Kevin no tardó en darse cuenta de que eran delincuentes, pero estaba
perdidamente enamorado del francés. No quería poner en peligro su relación con él por ningún
motivo y en repetidas ocasiones les prestó su ayuda: hizo recados, pasó información, efectuó
averiguaciones. Hasta que al final se dejó convencer para comprar los dos invernaderos vacíos de
Perelle Bay y dar su nombre y el de su empresa de jardinería como tapadera. Luego comenzaron a
esconder barcos allí para pintarlos de nuevo. Poco después, la relación entre Kevin y el joven
francés acabó, y Kevin quiso desentenderse de la historia. Pero entonces comenzaron a chantajearlo:
si se echaba atrás, lo dejarían en la estacada. Para ellos no había ningún riesgo: podían trasladarse
sin inconveniente a Francia y vivir allí en la clandestinidad. Pero Kevin lo perdería todo, y su
existencia quedaría destruida. Así pues, no le quedó más remedio que seguir adelante.
Por desgracia, en algún momento Kevin le contó a su amigo que había encontrado en Helene una
fuente inagotable de dinero y una benévola protectora, y esa información llegó a oídos de los demás.
Desde ese momento le pidieron constantemente dinero, y él no tenía más remedio que pedírselo a
Helene.
—El negocio con los barcos robados se hizo cada vez más arriesgado y menos lucrativo —contó
uno de los miembros de la banda a la policía—. Ya no obteníamos las ganancias de antes. Cuando
necesitábamos dinero, recurríamos a Kevin y él sableaba a la vieja. Una vez, el año pasado, se negó.
Entonces le destrozamos el coche como advertencia. Él lo entendió y volvió a cooperar como
siempre.
Los tres, Beatrice, Alan y Franca, se sintieron desolados al tener conocimiento de lo desesperado
que debió de sentirse Kevin. Vivía bajo una enorme presión y evidentemente no se había atrevido a
contárselo a nadie. Aquella noche del 1 de mayo, que a la postre resultaría fatal para Helene, la
situación era crítica: pocos días antes, Kevin había declarado con resolución, aunque no sin temor,
que se desentendía definitivamente del negocio.
—¡No me dejaré chantajear más! —les gritó—. ¡Dejadme en paz de una maldita vez!
Gérard anunció que iría a verlo la noche del 1 de mayo.
—Supongo que por eso nos invitó a todas —dijo Beatrice—. Debió de pensar que si tenía
muchas visitas no le harían nada. Se quedó descompuesto cuando llevé a Helene y le dije que no me
quedaría, y que además Franca tampoco iría. Debía de estar muerto de miedo. —Sintió un escalofrío
y apretó con fuerza la copa de jerez—. Hay muchas cosas que comprendo ahora. Sus repentinos
temores, su afición a entrar en casa a hurtadillas… Yo pensaba que estaba un poco raro. Pero en
verdad lo que tenía era miedo. Y era un miedo muy real, y bien fundado.
—¿Fue el tal Gérard quien mató a Helene? —preguntó Franca. Ya le habían tomado declaración,
pero aún no se conocía el contenido de todos los interrogatorios.
Beatrice asintió.
—Hallaron restos de sangre en su navaja. Era sin duda la sangre de Helene. Ella estaba en el
comedor con Kevin cuando aparecieron esos individuos. Consiguieron colarse por la puerta de la
cocina, cosa que advirtió Kevin. Éste fue a verlos allí y no les dijo que tenía visita en la habitación
de al lado. Los hombres lo amenazaron y le dijeron que le harían la vida imposible, que atentarían
directamente contra su persona, le pincharían los neumáticos, le romperían las ventanas y cosas por
el estilo. Kevin les suplicó que lo dejaran en paz. Al parecer, Helene escuchó la conversación. Tal
vez fue a ver por qué Kevin se demoraba tanto en la cocina, y al acercarse oyó algo que la alarmó.
Después, desde el teléfono de la sala de estar, llamó a un taxi. Es posible que aún esperara un
momento. Cuando salió de la casa, los hombres que estaban en la cocina oyeron la puerta. —Beatrice
se quedó callada un instante.
—Debió de pasar muchísimo miedo —dijo Franca.
—Helene, que salía corriendo cada vez que veía una araña… —dijo Beatrice—. Helene, que
cuando veía en la televisión una película de policías se tapaba los ojos…, fue a morir a manos de
una banda de delincuentes.
Se miraron unos a otros. Todos sentían lo mismo: se imaginaban a Helene apareciendo en la
galería con un vestido de verano demasiado juvenil y despampanante para ella. Luego, abriría bien
los ojos y diría: «¡Ah, pero si estabais todos aquí! ¿Por qué no me habéis avisado?»
Y todos habrían percibido el reproche en su voz y se habrían callado, perplejos, mientras Helene
cogía una copa y se servía jerez.
Luego le habría acariciado el pelo a Alan y le habría dicho un piropo sincero a Franca. Después
se habría sentado con ellos en la galería y hubiera comenzado a quejarse, del tiempo y de la política
internacional. Y de Misty, cuyos pelos afeaban todos los sillones y sillas de la casa.
En algún momento, ya molesta con ella, Beatrice le habría dicho: «¡Sí, ya lo sabemos, Helene! La
vida es terrible, y sobre todo contigo. ¿Ahora podrías cerrar la boca y dejarnos disfrutar de este
bonito día?» «Está bien», habría dicho Helene, apretando los labios.
—Gérard —continuó Beatrice— quiso saber en el acto quién acababa de salir de la casa. Al ver
que Kevin titubeaba, echaron una ojeada al comedor y se dieron cuenta de que tenía visita. No les
resultó difícil deducir que la visita se había marchado porque había oído algo que no debía oír.
Gérard salió corriendo y buscó primero en el jardín. Nadie se había percatado de la llamada
telefónica, y supuso que Helene se habría ocultado entre los arbustos. Cuando finalmente reaccionó y
salió a la calle, vio que Helene se subía a un taxi. Por la noche no hay un alma en Torteval. A Gérard
no le cupo duda de que la visita de Kevin era aquella anciana. Cogió su propio coche y la siguió. Y
luego la mató. Para evitar que hablara. Ésa fue la única razón por la que Helene murió.
—Si Michael no hubiera aparecido aquel mismo día —dijo Franca—, si Alan no…
—Si yo no me hubiera emborrachado —dijo Alan, al ver que Franca no se atrevía a completar la
frase—, mamá no habría estado vagando por los acantilados de Pleinmont. Y si tú no hubieras ido a
un restaurante con tu marido, habríais acompañado las dos a Helene, y a lo mejor aún estaría con
vida. Pero ahora es inútil pensar en eso. Y más inútil aún que nos sintamos culpables. Ya no
podemos cambiar las cosas. Quizá haya sido simplemente el destino.
—Sí, quizá haya sido eso —dijo Beatrice—, quizá haya sido la fatalidad de Helene. Morir
exactamente cincuenta y cinco años después que su marido en un sendero de Petit Bôt Bay. Nada
habría podido salvarla. Nada habría podido protegerla contra eso. —Dejó la copa en la mesa y se
puso en pie—. ¿Sabéis una cosa? —dijo con voz extrañamente dura, que no concordaba con la
expresión de su rostro—. Aunque no lo creáis, la echo de menos. La echaré de menos hasta el último
día de mi vida.
Después abandonó la galería a paso rápido en dirección al jardín. Franca vio que tenía lágrimas
en los ojos. Encontraría un sitio a solas donde ponerse a llorar. Y no dejaría que nadie la viera.
—Pobre mamá —dijo Alan—, en el fondo la quería. A su modo, claro.
—Sí —dijo Franca—, por supuesto que sí.
Alan le cogió una mano.
—¿Y ahora qué harás?
—¿A qué te refieres?
—Pues a eso. ¿Te quedarás un tiempo más aquí?
—Una o dos semanas más. No quiero marcharme ahora de golpe y dejar a Beatrice sola. Tiene
que habituarse a su nueva vida. Y a sus años no es sencillo.
—Parece una anciana que acaba de enviudar —dijo Alan—. Es cierto que el matrimonio no
estaba muy bien avenido, que Helene la sacaba de quicio y que no le daba más que disgustos, pero
habían pasado casi toda la vida juntas, y ahora se siente como si le hubieran amputado un miembro.
Porque, le guste o no, le falta una parte de sí misma. Es como si hubiera perdido a su pareja.
—Tendrá que hacer frente a sus emociones: su odio, su amor, su dolor —dijo Franca—. No le
quedará más remedio que ser absolutamente honesta consigo misma. Sólo así podrá digerir su dolor y
construirse una nueva vida.
Alan la miró con ternura.
—Y tú sabes muy bien de qué hablas… —dijo.
—Lo sé, sí. Lo sé muy bien.
—¿Cuándo partirás para Alemania?
—Cuando vea que puedo dejar sola a Beatrice. Debo ocuparme de mi divorcio, de la separación
de bienes, tengo que buscar piso, tengo… —levantó los hombros en un gesto de desamparo—, tengo
que plantearme qué hacer con mi vida.
Alan meditó un instante.
—Pide el divorcio. Haz lo que tengas que hacer. Pero antes de buscar un piso, un trabajo o lo que
sea, ven a visitarme a Londres. Me alegraría.
Ella lo miró, dubitativa.
—¿Que vaya a visitarte a Londres?
—Al menos ven a visitar la ciudad. Démonos la oportunidad de conocernos un poco mejor. Sin
compromisos. Los dos hemos pasado muy malos momentos. Necesitaremos tiempo. Pero no
deberíamos perdernos de vista.
—¿Por qué no? —dijo Franca—. Sí…, podría ir a Londres.
—¿Lo prometes? —preguntó Alan.
—Lo prometo —dijo Franca.
Epílogo
El camarero de The Nautique, en St. Peter Port, se acercó a la mesa que había junto a la ventana,
donde estaban sentadas las dos señoras mayores.
—¿Dos copas de jerez, como siempre? —preguntó.
—Dos copas de jerez, como siempre —respondió Beatrice—, y dos ensaladas. De aguacate y
naranja.
—Muy bien. ¡Ahora mismo! —El camarero sonrió—. Parece mentira, ¿verdad? Ya ha pasado
casi un año desde que estuvimos aquí mismo hablando del robo de barcos. ¿Cómo se llamaba el yate
que robaron aquella vez? Tenía un nombre raro…
—El cielo puede esperar —dijo Beatrice—, así se llamaba.
—Cierto. El cielo puede esperar. ¡Fue increíble, su hijo liquidó él sólito a toda la banda!
—Eso es un poco exagerado. Pero es verdad que tuvo la intuición justa en el momento justo.
—¡Qué muerte más trágica la del señor Hammond! ¿Quién iba a pensar que en esta isla tan
apacible podrían pasar cosas tan terribles?
—Esas cosas suceden en todas partes.
—Sí, claro… —suspiró el camarero.
En el fondo le encantaba el escándalo que se había montado con todo aquel asunto de los
crímenes y el robo del barco. Ese tipo de sucesos favorecían los negocios. La gente se reunía y
discutía acaloradamente, y sin darse cuenta bebía el doble que de costumbre. Para él no habría
podido ser mejor.
Cuando el camarero se hubo retirado, Mae dijo:
—No me cae bien ese hombre. Disfruta con los escándalos.
Había vivido momentos muy duros. Dos personas a las que quería, que habían sido parte de su
vida, habían muerto violentamente en el espacio de unos pocos días. Aún le costaba creerlo. Todo le
parecía irreal y horripilante. Deseaba despertar de golpe y comprobar que todo había sido una
pesadilla, que no tenía nada que ver con la realidad.
—A casi todo el mundo le encantan los escándalos —dijo Beatrice—, y él no es una excepción.
Las muertes de Helene y Kevin han dado mucho que hablar últimamente en la isla, y la gente se
entretiene con eso.
Mae suspiró. Como de costumbre, ella y Beatrice no tenían mucho de qué conversar, por más que
Mae hubiera dicho que la cena sería una buena ocasión para que las dos pudieran por fin hablar.
El camarero les sirvió el fino, como siempre en copas altas de champán, y brindaron.
—Si no te molesta, me gustaría brindar por Maia —dijo tímidamente Mae—, ¡para que siente la
cabeza de una vez por todas!
—Ha tenido mucha suerte de que le ofrecieran un puesto en el hotel Chalet —dijo Beatrice—.
Después de todo, no acabó el colegio. Y con la mala fama que se ha ganado…
Mae apretó los labios. A pesar de los años que llevaban juntas, seguía sin habituarse al afilado
lenguaje de Beatrice.
—Maia está firmemente decidida a cambiar —dijo, defendiendo a su nieta—. Su ruptura
definitiva con Alan la ha afectado mucho. Yo creo que esta vez va a intentar de veras darle un nuevo
rumbo a su vida.
—Ojalá lo encuentre. Te quitarías un buen peso de encima, y esto te lo deseo de todo corazón. —
Beatrice no conseguía ser benévola con Maia. No podía perdonarle que hubiera sido la causante de
una profunda crisis en la vida de Alan.
Mae comprendió que era prudente cambiar de tema.
—¿Crees que Franca seguirá adelante con su divorcio? —le preguntó con una sombra de duda en
la voz—. Me temo que su marido tratará de persuadirla para que abandone su propósito y vuelva con
él.
—No, no creo que vuelva con él —dijo Beatrice. El día anterior se había despedido de Franca
—. Se la veía extraordinariamente segura de sí misma.
Mae no pudo contener la curiosidad.
—¿Y qué hay de Alan? ¿Volverán a verse? El otro día insinuaste que…
—¿… se gustaban? Sí, es cierto. Franca irá a visitar a Alan a Londres cuando tenga encauzados
los trámites del divorcio. Luego ya veremos.
—¿Crees que la cosa resultará bien? —inquirió Mae—. Dos personas tan inestables como
ellos…
—Yo no creo que sean tan inestables —dijo Beatrice—, lo que ocurre es que han pasado por
momentos muy difíciles. Estoy convencida de que lo superarán.
Las dos mujeres permanecieron un rato en silencio contemplando las vistas a través de la
ventana. La cálida mañana de junio daba paso a una tarde larga y clara. Los mástiles de los barcos se
alzaban hacia el cielo azul. En el paseo marítimo había mucha gente, muchos con un helado en la
mano. En las almenas de Castle Cornet flameaba la bandera británica.
El camarero llevó las ensaladas y puso un florero en la mesa.
—Su mesa no tenía flores —dijo—. ¡Y eso no puede ser!
En el florero había una sola rosa roja. Beatrice acarició los pétalos con las yemas de los dedos.
«Qué suaves al tacto, qué hermosas», pensó.
Esperaba sentir lo que sentía invariablemente cada vez que veía una rosa. Que la habían
engañado toda la vida, que no le habían dado opción.
Sin embargo, pasaron unos instantes… y no, la rosa le seguía pareciendo bella. Le gustaba rozar
sus tiernos pétalos con las yemas de los dedos. Le complacía oler su perfume.
Pensó con asombro que eso era nuevo.
—Miras la rosa como si nunca hubieras visto una —dijo Mae—. ¡Y eso que te has pasado años
entre ellas!
—Creo que nunca las he visto de verdad —repuso Beatrice con aire pensativo—. Al menos, no
con los ojos con que ahora las veo.
Mae se quedó pensando qué querría decir su amiga, y decidió que Beatrice se volvía más rara
con los años.
—¿Has tenido noticias de Julien? —le preguntó.
—No, por supuesto que no. Durante una buena temporada no podrá arriesgarse a dar señales de
vida.
—¿Te imaginabas que pudiera estar relacionado con una banda de delincuentes?
—Ah… De Julien una puede imaginar cualquier cosa.
Mae miró a Beatrice con aire pensativo.
—¿Cómo te sientes ahora, quiero decir…, en casa, sin Helene?
—La echo de menos —contestó Beatrice.
Mae la observó con atención.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Beatrice apartó la vista de ella y miró hacia el puerto. Algo había cambiado. Había
hecho las paces. Más valía tarde que nunca. Las paces con las rosas. Y con Helene—. Vamos —le
dijo a Mae—, paguemos y vayamos a casa. Estoy cansada.
—Como tú quieras —dijo Mae.

FIN
CHARLOTTE LINK. Nació en Frankfurt, Alemania, en 1963. Ha cultivado distintos géneros
literarios, desde la narrativa al libro infantil, sin olvidar la narración corta o los artículos
periodísticos. Hija de la reconocida escritora Almuth Link, Charlotte descubrió su vocación a edad
muy temprana y empezó a escribir a los dieciséis años. Desde entonces, su trayectoria ha sido rápida
y ascendente. Con una técnica minuciosa y depurada a la vez se documenta a conciencia antes de
escribir sus libros, sus obras han alcanzado los primeros puestos en las listas de los más vendidos de
varios países, y algunas han sido llevadas a la televisión. Entre sus obras se cuentan La casa de las
hermanas y La cultivadora de rosas, que obtuvieron un fenomenal éxito así como el thriller
psicológico Después del silencio. Charlotte Link ha vendido millones de libros tanto en su país como
en las otras lenguas en que se han publicado sus obras.

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