Cuentos Edgar Allan Poe Edincr
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Edgar Allan
POE
811.32
P743c Poe, Edgar Allan, 1809-1849
Cuentos [recurso electrónico] / Edgar Allan Poe – 1ª ed. –
San José: Imprenta Nacional, 2015.
ISBN 978-9977-58-430-0
SINABI/UT 15-36
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/cr/
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Cuentos
-edgar allan Poe-
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costa rica
Cuentos
-Edgar Allan Poe-
Índice
Dado que mis años van en aumento y, según tengo entendido, tanto Shakespeare como Mr. Emmons
fallecieron alguna vez, no es imposible que hasta yo tenga que morir. He pensado, pues, que bien
podía retirarme del campo de las letras y dormir en mis laureles. Pero ansío dejar señalada mi
abdicación del cetro literario con algún importante legado a la posteridad, y quizá nada mejor para
ello que narrar la historia de los primeros tiempos de mi carrera. Tanto y tan constantemente ha
brillado mi nombre ante los ojos del público, que no sólo estoy dispuesto a admitir lo natural de
ese interés universalmente provocado, sino a satisfacer la extrema curiosidad que inspiró siempre.
Por lo demás, constituye un deber de aquel que ha llegado a la grandeza dejar en su ascenso los
hitos necesarios para guiar a los otros que ascenderán a su vez. Me propongo, pues, detallar en este
artículo (que estuve a punto de titular «Datos para servir a la historia literaria de Norteamérica»)
esos importantes, aunque débiles y vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga al
pináculo del renombre humano.
Superfluo sería hablar demasiado de nuestros ascendientes muy remotos. Mi padre, Thomas Bob,
Esq., mantúvose muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de barbero en la ciudad de
Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los principales del lugar, y especialmente de
los pertenecientes al cuerpo periodístico -cuerpo que provoca en todas partes profunda veneración
y respeto-. Por mi parte, contemplábalos yo como a dioses, y bebía ávidamente el opulento ingenio
y la sabiduría que continuamente fluía de sus augustas bocas durante el desarrollo del proceso
conocido por «jabonadura». Mi primer momento de verdadera inspiración data de aquella época
memorable, cuando el brillante director del Gad-fly, en los intervalos del importante proceso
mencionado, recitó en alta voz, ante un cónclave formado por nuestros aprendices, un inimitable
poema en honor del «Único Genuino Aceite de Bob» (así llamado por el nombre de su talentoso
inventor, mi padre), y recibió por aquella efusión una generosa y real recompensa de la firma
Thomas Bob & Company, comerciantes barberos.
El genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez el divino
afflatus. Inmediatamente resolví llegar a ser un gran hombre, comenzando para ello por ser un gran
poeta. Aquella misma noche caí de hinojos a los pies de mi padre.
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-¡Padre, perdóname -dije-, pero mi alma está por encima de la espuma de jabón! Tengo el firme
propósito de marcharme del negocio. Quiero ser director... quiero ser poeta... quiero escribir
estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a ser grande!
-Querido Thingum -repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente rico así llamado)-,
querido Thingum -agregó, levantándome por las orejas-, Thingum, muchacho, eres un real mozo,
y gracias a tus padres has recibido un alma. Además, como tu cabeza es enorme, contiene sin duda
un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo notando, y por eso tenía pensado hacer de ti
un abogado. Pero la profesión ha perdido su caballerosidad, y la de político no da para gastos.
Creo que no estás desacertado; -el negocio de director de periódico es lo mejor-, y, si al mismo
tiempo puedes ser un poeta (como lo son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues
bien, matarás dos pájaros de un tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla;
tendrás pluma, tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no
pretenderás nada más.
-¡Sería un ingrato y un villano si tal pretendiera! -repuse entusiasmado-. Tu generosidad es
ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!
Terminó así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré con todo
celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales esperanzas para elevarme hasta
la cátedra de la dirección periodística.
En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de Bob» eran más
un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de iluminarme me mareaba. La contemplación
de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si la comparaba con mis propios
abortos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin nació en mi mente una de esas ideas
exquisitamente originales que alguna que otra vez invaden el cerebro de un hombre de genio. Hela
aquí -o, más bien, he aquí la forma en que la llevé a la práctica. En una vetusta librería situada en
los aledaños de la ciudad desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el
librero me vendió por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra
llamada Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un largo pasaje acerca de un individuo
llamado Ugolino, que tenía varios chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras de teatro
del tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo modo y con
idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes bendiciendo la mesa» y
«espíritus malignos», y muchos más. De un tercero, que era obra de un ciego, no sé si riego o indio
Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle de cada insignificancia), extraje unos
cincuenta versos que empezaban hablando de «la cólera de Aquiles», de «grasa» y otras cosas. De
un cuarto, que, según recuerdo, era también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de
«salves» y «santa luz»», y aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de
todos modos aquellos versos eran bastante buenos a su manera.
Luego que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un hermoso,
sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados, los envié respectivamente
a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación y pronto pago. Pero
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el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado tantos disgustos en el
futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a ciertos directores, y dio el coup
de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes esperanzas (como dicen en la ciudad de los
trascendentales).
La cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr. «Oppodeldoc» en sus
«Respuestas Mensuales a los Colaboradores». El Hum-Drum lo hizo de la siguiente manera:
«Oppodeldoc (sea quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a quien llama
“Ugolino”, padre de muchos hijos que merecían una buena azotaina y que los mandaran a la cama
sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo, por no decir chato.Oppodeldoc (sea
quien sea) carece por completo de imaginación, y la imaginación, según pensamos humildemente,
no sólo es el alma de la Poesía, sino su corazón. Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia
de exigirnos “rápida publicación y pronto pago” de su chachara. Jamás publicamos ni adquirimos
colaboraciones de esa estofa. No cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil encontrar comprador
para todos los disparates que garrapatee, en las redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del
Goosetherumfoodle.»
Preciso es reconocer que todo esto era sumamente severo para «Oppodeldoc», pero el rasgo más
cruel consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas. ¡Qué mundo de amargura
no está contenido en esas seis letras preeminentes!
Pero «Oppodeldoc» era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se expresaba así:
«Hemos recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea quien sea)
se firma “Oppodeldoc”, -profanando así la grandeza del ilustre emperador romano de ese nombre.
Acompañando la carta de “Oppodeldoc” (sea quien sea) encontramos abundantes versos tan
campanudos como repelentes e ininteligibles, que hablan de “ángeles y ministros bendicientes”,
y que sólo insanos como un Nat Lee o un “Oppodeldoc” son capaces de perpetrar. Y por esta
hojarasca de hojarascas se pretende que “paguemos prontamente”. ¡No, señor, no! No pagamos
cosas semejantes. Diríjase usted al Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle. Dichos
periódicos aceptarán sin duda alguna cualquier desperdicio literario que se le ocurra enviarles, -y
también sin duda alguna prometerán pagarlo.»
Esto era muy amargo, por cierto, para el pobre «Oppodeldoc», pero en este caso el peso de la sátira
caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el Goosetherumfoodle, a quienes se calificaba ácidamente
de «periódicos» (y en itálicas, para colmo), cosa que debió de herirlos en pleno corazón.
Apenas menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:
«Cierto individuo que se goza en hacerse llamar “Oppodeldoc” (¡a qué bajos usos se aplican a
veces los nombres de los muertos ilustres!) Nos ha hecho llegar cincuenta o sesenta versos que
comienzan de esta manera:
La cólera de “Aquiles”, para Grecia calamitosa
fuente de innumerables males, etc., etc., etc., etc.
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»Informamos respetuosamente a “Oppodeldoc” (sea quien sea) que no hay en nuestra casa un solo
aprendiz que no componga cotidianamente mejores versos. Los de “Oppodeldoc” no se pueden
escandir. “Oppodeldoc” debería aprender a contar. Pero lo que va más allá de nuestra comprensión
es cómo se le puede haber ocurrido la idea de que nosotros (¡nosotros, nada menos!) deshonraríamos
nuestras páginas con sus inefables disparates. Semejantes garrapateos son apenas buenos para
figurar en el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle, -que no vacilan en publicar,
como si fueran grandes novedades, los versos que todos sabíamos de niños. Y “Oppodeldoc” (sea
quien sea) tiene el coraje de pretender que le paguemos sus ñoñerías. ¿No sabe acaso que ninguna
paga sería suficiente para que publicáramos sus engendros?»
Mientras leía todo esto me iba sintiendo cada vez más pequeño y, cuando llegué a la parte donde
el director se burlaba del poema calificándolo de verso, apenas sobrepasaba del nivel del suelo. En
cuanto a «Oppodeldoc», comencé a sentir compasión por el pobre diablo. Pero el Goosetherumfoodle
mostró aún menos piedad que el Lollipop, si ello era posible, al decir:
«Un lamentable poetastro que firma “Oppodeldoc” ha sido lo bastante tonto para imaginar que le
publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan bombástica como incoherente que nos ha remitido,
y que comienza con el siguiente verso más o menos inteligible:
¡Salve, santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!
»Decimos “más o menos inteligible”; pero “Oppodeldoc” (sea quien sea) tendrá la bondad de
explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa. Siempre lo consideramos
lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la lluvia solidificada puede ser al mismo
tiempo luz santa (sea lo que sea) y progenie? Pues, (si algo sabemos de inglés), progenie sólo
se usa apropiadamente al referirse a niños de unas seis semanas de edad. Pero sería ridículo
seguir comentando esta absurdidad, -pese a que “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el cinismo
incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus ignorantes delirios, sino que (además)
¡se los pagaremos!
»Esto es verdaderamente admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven escritorzuelo por su
egotismo, publicando sus efusiones verbatim et literatim, tal como las ha escrito. Ningún castigo
podría ser más severo, y bien se lo infligiríamos, si no quisiéramos evitar el hastío consiguiente
para nuestros lectores.
»Que “Oppodeldoc” (sea quien sea) envíe sus futuras composiciones al Hum-Drum, al Lollipop
o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No hacen otra cosa en cada número que
sacan. Sí, mejor es que se las envíe a ellos. NOSOTROS no nos dejamos insultar impunemente.»
Esto acabó conmigo, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop, jamás pude
comprender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres más pequeños, con miñonas
(y ahí estaba la ofensa, -al insinuar su inferioridad-, su bajeza), mientras NOSOTROS aparecía
mirándolos desde lo alto de sus mayúsculas... ¡oh, era demasiado duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo
hubiera pertenecido a uno de aquellos periódicos no hubiera escatimado esfuerzo para llevar a los
tribunales al Goosetherumfoodle. Habría podido basarme para ello en la ley destinada a «prevenir
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la crueldad contra los animales». En cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la
paciencia con respecto a él, y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un estúpido
(fuere quien fuese), y merecía todos los puntapiés que acababa de recibir.
El resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer lugar, de que «la
honestidad es la mejor política», y, en segundo, que si yo era incapaz de escribir mejor que Mr.
Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja camarilla, por lo menos me resultaría difícil escribir peor
que ellos. Recobré el ánimo, pues, decidiéndome a lograr por fin algo «completamente original»,
(como dicen en las cubiertas de las revistas), a costa de cualquier esfuerzo y estudio. Una vez más
coloqué ante mis ojos como modelo las brillantes estrofas del «Aceite de Bob», escritas por el
director del Gad-fly, y resolví fabricar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la
escrita.
Mi primer verso no me costó trabajo. Decía así:
Exaltar en una Oda el «Aceite de Bob»...
Luego de revisar mi diccionario en procura de todas las rimas adecuadas para «Bob», me resultó
imposible seguir adelante. Acudí entonces a la ayuda paterna y, después de varias horas de madura
reflexión, mi padre y yo finalizamos el siguiente poema:
Exaltar en una Oda el «Aceite de Bob».
Vale por todas las angustias de Job.
(Firmado) Snob
No hay duda de que esta composición no era muy extensa, -pero aún «me queda por aprender»,
como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria tiene algo que
ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas que hace la Quarterly del «esfuerzo sostenido», me
resulta imposible encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien considerado, quedé satisfecho
con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era decidir su destino. Mi padre sugirió
que lo mandase al Gad-fly, pero dos razones me lo impedían: los celos del director y la seguridad
de que no pagaba las colaboraciones. Por eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las
más dignas columnas del Lollipop y esperé los resultados con ansiedad, pero con resignación.
En el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas, como si fuera el
editorial, precedido por las siguientes significativas palabras, en itálicas y entre corchetes:
(Señalamos a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen acerca del
«Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su pathos: imposible leerlas
sin verter lágrimas. Aquellos que han padecido las tristes consecuencias de que la pluma de ganso
del director del Gad-Fly osara profanar el mismo augusto tema, harán bien en comparar las dos
composiciones.
P. S.- Nos consume la ansiedad por develar el misterio que envuelve el seudónimo «Snob»
¿Podemos esperar una entrevista personal?)
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Todo esto era estrictamente justo, pero confieso que excedía lo que había esperado; -lo reconozco,
téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la humanidad. De todas maneras no
perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop, y tuve la buena suerte de que dicho caballero se
hallara en casa. Saludóme con aire de profundo respeto, ligeramente teñido de paternal y protectora
admiración, ocasionada sin duda por mi aire extremadamente joven e inexperto. Rogándome que
tomara asiento, púsose a hablar inmediatamente sobre mi poema... -pero la modestia me veda
repetir los mil cumplidos que derramó sobre mí. Los elogios de Mr. Crab (pues tal era el nombre
del director) no fueron sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con gran libertad y
conocimiento, -sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes-, circunstancia esta última
que lo elevó grandemente en mi estima. Como es natural, el Gad-fly fue puesto sobre el tapete,
y espero no verme jamás sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan humillantes
como los que Mr. Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación. Habíame acostumbrado a
considerar al director del Gad-fly como a un ser sobrehumano, pero Mr. Crab no tardó en quitarme
esa idea. Tanto el aspecto literario como el personal de la Mosca (así calificaba Mr. C satíricamente
a su rival) fueron expuestos a su verdadera luz. La Mosca no valía nada. Había escrito cosas
infames. Era un escritorzuelo de a un centavo la línea. Era un malvado. Había compuesto una
tragedia que hizo morir de risa a todo el país, y una farsa que sumió el mundo en lágrimas. Fuera
de esto, había tenido la imprudencia de publicar un panfleto contra él (Mr. Crab) y la temeridad de
calificarlo de «asno». Si en cualquier momento deseaba yo expresar mi opinión sobre Mr. Mosca,
las páginas del Lollipop quedaban ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro que el
Gad-fly me atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el «Aceite de Bob»;
pero (Mr. Crab) tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados y personales. Y si yo
no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal, no sería culpa suya (Mr. Crab).
Habiendo hecho Mr. Crab una pausa en su discurso (cuya última parte me resultó imposible de
comprender), me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía merecer por mi poema,
puesto que en la cubierta del Lollipop figuraba habitualmente una noticia según la cual la revista (el
Lollipop) «insistía en que se le permitiera pagar precios exorbitantes por todas las colaboraciones
aceptadas, -gastando con frecuencia más dinero en un solo y breve poema que el costo anual
combinado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle».
Apenas hube mencionado la palabra «remuneración», Mr. Crab abrió mucho los ojos, todavía más
la boca, llegando a adquirir la apariencia de un pato viejo extremadamente agitado en el momento
de graznar. Quedóse así, (llevándose una que otra vez las manos a la frente, como si pasara por
una crisis de terrible desconcierto) y no cambió de actitud hasta que hube terminado lo que tenía
que decir.
Instantáneamente se hundió hasta lo más hondo de su asiento, como si le faltaran las fuerzas,
mientras los brazos le colgaban inertes y su boca continuaba invariablemente abierta a la manera
del pato. Mientras lo contemplaba mudo de estupefacción por una conducta tan alarmante, Mr.
Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia la campanilla, pero cuando aferraba el cordón
pareció cambiar de idea, pues se sumergió debajo de la mesa y volvió a aparecer con un garrote.
Levantábalo ya (con finalidades que no podría explicar), cuando repentinamente se difundió en su
rostro una benigna sonrisa, y volvió a sentarse plácidamente a mi lado.
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-Señor Bob -dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en persona)- , supongo que
es usted Mr. Bob un hombre joven... muy joven.
Asentí, añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.
-¡Ah, perfectamente! -exclamó-. Ya veo, ya veo... ¡no diga usted más! Con respecto a ese asunto de
la remuneración, lo que ha dicho es muy justo... casi diría que demasiado. Pero... ejem... la primera
colaboración... repito, la primera... ninguna revista tiene por costumbre pagarla, ¿comprende
usted? Para decirle la verdad, en ese caso los recipientes somos nosotros. (Mr. Crab sonrió con
blandura al enfatizar la palabra.) En la mayoría de los casos se nos paga para que publiquemos
una primera composición... sobre todo si es en verso. En segundo lugar, Mr. Bob, la revista tiene
por norma no desembolsar jamás lo que en Francia se denomina argent comptant... Supongo que
me entiende usted. Tres o dos meses después de la publicación del artículo... o un año o dos más
tarde... no tenemos inconvenientes en librar un pagaré a nueve meses; siempre, claro está, que
podamos disponer nuestros negocios de manera de estar seguros de liquidarlo en seis. Espero
sinceramente, Mr. Bob, que considerará usted satisfactoria esta explicación. Mr. Crab guardó
silencio con lágrimas en los ojos.
Herido en lo más hondo del alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un dolor a
una persona tan sensible, me apresuré a pedirle disculpas, asegurándole que coincidía en todo con
su punto de vista y que apreciaba perfectamente lo delicado de su situación. Y luego de manifestar
todo esto en un discurso claro y conciso, me despedí de Mr. Crab.
Poco tiempo más tarde, una hermosa mañana «me desperté y supe que era famoso». La extensión
de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de los editoriales del día. Como
se verá, dichas opiniones hallábanse incluidas en las reseñas críticas del número de Lollipop,
donde había aparecido mi poema, y eran tan satisfactorias y concluyentes como diáfanas, con la
excepción quizá de las marcas jeroglíficas Set. 15-1 t, agregadas a cada una de dichas reseñas.
El Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y ponderado de sus decisiones
literarias, hablaba como sigue:
«¡EL LOLLIPOP! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los anteriores, desafiando
toda competencia. En la belleza de su tipografía y su papel, en el número y excelencia de sus
grabados al acero, así como en el mérito literario de sus colaboraciones, el Lollipop está tan por
encima de sus lerdos rivales como Hiperión con Sátiro. Cierto es que el Hum-Drum, el Rowdy-
Dow y el Goosetherumfoodle descuellan en fanfarronería; pero, para todo el resto, ¡que nos den
el Lollipop! No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus
enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una circulación de 100.000 ejemplares, y que su lista de
suscriptores ha aumentado en un cuarto a lo largo del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas
que desembolsa continuamente en pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que Mr.
Slyass ha recibido no menos de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre
“Cerdos”. Con Mr. CRAB en la dirección, y con colaboradores tales como SNOB y Slyass, la
palabra “fracaso” no existe para Lollipop. ¡Suscríbase usted! Set. 15-1 t.»
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Debo confesar que me sentí muy contento con una reseña tan cordial proveniente de un periódico
respetable como el Owl. Que mi nombre -es decir, mi nom de guerre- apareciera colocado antes
que el del gran Slyass, me pareció un cumplido tan feliz como merecido.
De inmediato llamáronme la atención los siguientes párrafos del Toad, -periódico altamente
distinguido por su rectitud e independencia-, y por prescindir de toda sicofancia y servilismo hacia
los que ofrecen convites. Decía así:
«El Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas, sobrepasándolos infinitamente
por el esplendor de su presentación y la riqueza de su contenido. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y
el Goosetherumfoodle se destacan, cabe reconocerlo, en la fanfarronería, pero en todo el resto que
nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes
gastos. Es cierto que tiene una circulación de 200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha
aumentado en un tercio durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa
mensualmente para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos oído decir
que Mr. Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por su reciente “Monodia en un
Charco de Barro”.
»Entre los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director Mr. CRAB)
a escritores como SNOB, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo más valioso nos parece
una gema poética de Snob sobre el “Aceite de Bob”; pero nuestros lectores no deben suponer por el
título de este incomparable bijou que tiene la menor similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo
tema, de los cuales es autor cierto despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse ante
personas delicadas. Este poema sobre el “Aceite de Bob” ha provocado general curiosidad sobre el
verdadero nombre de aquel que se oculta bajo el seudónimo de “Snob”. Afortunadamente, estamos
en condiciones de satisfacer dicha ansiedad. “Snob” es el nom de plume de Mr. Thingum Bob, de
esta ciudad, pariente del gran Mr. Thingum (de quien deriva su nombre), y vinculado con las más
ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob, Esq., es un opulento comerciante de Smug.
Set. 15-1 t.»
Esta generosa aprobación me tocó en lo más hondo, -especialmente por emanar de una fuente
tan reconocida-, tan proverbialmente pura como el Toad. Consideré que la palabra «garrapateo»
aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-fly, era notablemente apropiada y punzante. Sin embargo, las
palabras «gema» y bijou referidas a mi composición me parecieron un tanto débiles. Me daban la
impresión de carecer de la fuerza suficiente. No estaban lo bastante prononcés (como decimos en
Francia).
Apenas había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un ejemplar del
Mole, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza de su percepción de las cosas en general
y el estilo abierto, honesto y elevado de sus editoriales. El Mole hablaba del Lollipop como sigue:
«Acabamos de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura de una revista
nos proporcionó una felicidad tan suprema. Hablamos con conocimiento de causa. El Hum-Drum,
el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle deberían cuidar sus laureles. Estos periódicos, sin duda
alguna, sobrepujan a cualquiera en la vocinglería de sus pretensiones, pero para todo el resto que
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nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir
a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 300.000 ejemplares y que su lista
de suscriptores ha aumentado al doble en la última semana; pero, por otra parte, las sumas que
desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De
buena fuente sabemos que Mr. Fatquack recibió no menos de sesenta y dos centavos y medio por
su última narración familiar “El Paño de Cocina”.
»Los colaboradores de este número son Mr. CRAB (el eminente director), SNOB, Mumblethumb,
Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones del director, -preferimos la
efusión adamantina de la pluma de un poeta naciente que escribe con el seudónimo de “Snob”-,
nom de guerre que, lo profetizamos, extinguirá algún día la radiación del de “BOZ”. Según hemos
oído, “SNOB” es el Mr. THINGUM BOB, único heredero de un acaudalado comerciante de esta
ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente cercano del distinguido Mr. Thingum. El título del admirable
poema de Mr. B. alude al “Aceite de Bob”, y por cierto que se trata de un desdichado nombre,
ya que un despreciable vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya a la
ciudad con sus garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo, de que ambas
composiciones puedan ser confundidas. Set. 15-1 t.»
La generosa aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi alma de satisfacción.
Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos «despreciable vagabundo» podrían haber
sido sustituidos ventajosamente por «odioso y despreciable villano, miserable y vagabundo».
Pienso que esto hubiera sonado de manera más graciosa. «Adamantino»; además, expresaba
insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el Mole de la brillantez del «Aceite de Bob».
Aquella misma tarde en que leí las reseñas del Owl, el Toad y el Mole, llegó a mis manos un
ejemplar del Daddy-Long-Legs, periódico proverbial por la amplísima latitud de sus apreciaciones.
En él encontré lo siguiente:
«¡Lollipop! Esta rutilante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda cuestión de
preeminencia queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería completamente
ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle hicieran cualquier otro
espasmódico esfuerzo por competir con ella. Dichas revistas podrán sobrepasar al Lollipop en
vocinglería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. Cómo esta celebrada revista puede
sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de nuestra comprensión. Es cierto que
tiene una circulación de medio millón de ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en
un setenta y cinco por ciento en los dos últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente
en concepto de pago a los colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle
Cribalittle recibió no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último y valioso cuento
revolucionario titulado “El saltamontes de la ciudad de York y el saltacolinas de Bunker Hill”.
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»Las contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes del director
(el eminente Mr. CRAB), pero hay además magníficas colaboraciones, tales como las de “SNOB”,
Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mrs. Fibalittle, Mumblethumb, Mrs. Squibalittle y, finalmente,
aunque no el último, Fatquack. Puede muy bien desafiarse al mundo entero a que produzca
semejante galaxia de genios.
»El poema firmado por “SNOB” está logrando elogios universales, pero es nuestro deber afirmar
que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta obra maestra de elocuencia y
de arte se titula “El Aceite de Bob”. Uno o dos de nuestros lectores recordarán quizá, aunque con
profundo desagrado, un poema (?) de igual título, perpetrado por un miserable escritorzuelo matón
y pordiosero a la vez, que, según tenemos entendido, trabaja como pinche en uno de los indecentes
periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les pedimos encarecidamente que no confundan
ambas composiciones. El autor del “Aceite de Bob”, según tenemos entendido, es THINGUM
BOB, Esq., caballero de vastos talentos y profundos conocimientos. “Snob” es tan sólo un nom de
guerre. Set. 15-1 t.»
Apenas si pude contener mi indignación cuando llegué a la parte final de esta diatriba. Era claro
como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir la gentileza) con que el Daddy-Long-
Legs aludía a ese cerdo, el director del Gad-Fly, sólo podía nacer de su parcialidad hacia el mismo
y de la clara intención de exaltar su reputación a expensas de la mía. Cualquiera podía darse cuenta
con los ojos entornados de que si la verdadera intención del Daddy hubiese sido la que pretendía,
hubiese podido expresarla perfectamente en términos más directos, más punzantes y muchísimo
más apropiados. Las palabras «escritorzuelo», «pordiosero», «pinche» y «matón» eran epítetos tan
intencionalmente inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada aplicados al autor de
las estrofas más innobles escritas por un miembro de la raza humana. Todos sabemos muy bien lo
que quiere decir «condenar con fingidos elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí el
encubierto propósito del Daddy... vale decir glorificar mediante débiles insultos?
Pero lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En cambio sí lo era lo
que decía de mí. Después de la nobilísima manera con que el Owl, el Toad y el Mole se habían
expresado acerca de mis aptitudes, resultaba insoportable que un diarucho como el Daddy-Long-
Legs se refiriera fríamente a mí calificándome tan sólo de «caballero de vastos talentos y profundos
conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente me resolví a obtener excusas por escrito del Daddy-
Long-Legs o llevar las cosas a otro terreno.
Imbuido de este propósito, busqué un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el director
del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado señaladas muestras de consideración,
decidí solicitar su asistencia.
Jamás he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y actitud con las
cuales escuchó Mr. Crab la explicación de mis intenciones. Una vez más representó la escena del
cordón de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato. En un momento dado creí que iba realmente
a graznar. Pero su acceso cedió como la vez anterior, y se puso a hablar y a obrar de manera racional.
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Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío, y me disuadió de que lo enviara, aunque fue lo
bastante sincero como para admitir que el Daddy-Long-Legs se había equivocado lamentablemente,
-sobre todo en lo referente a los epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos».
Hacia el final de la entrevista, Mr. Crabbe (Crab), que parecía interesarse paternalmente por mí,
sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y al mismo tiempo aumentar mi reputación si
de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop.
Supliqué a Mr. Crab que me dijera quién era Mr. Thomas Hawk y de qué manera tendría yo que
hacer su papel.
Mr. Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose de un
profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las palabras «Thomas Hawk»
para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la verdadera forma era Tommy Hawk, es
decir, tomahawk, y que la expresión «hacer de tomahawk» significaba escalpar, intimidar y, en una
palabra, moler a palos al rebaño de los autores del momento.
Aseguré a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer de Thomas
Hawk. En vista de lo cual Mr. Crab me propuso liquidar inmediatamente al director del Gad-
fly empleando el estilo más feroz que me fuera posible y dando la suma de mis posibilidades.
Así lo hice sin perder un instante, escribiendo una reseña del «Aceite de Bob» (el original) que
ocupaba treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de Thomas Hawk me resultó
una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar, pues me confié completamente a un
sistema, y la cosa resultó de una facilidad extraordinaria. He aquí cómo procedía. En un remate
compré ejemplares (baratos) de los Discursos de Lord Brougham, las Obras completas de Cobbett,
el Diccionario del nuevo slang, el Arte de desairar, El aprendiz de insultos (edición infolio) y
La lengua, por Lewis G. Clarke. Procedí a cortar dichos volúmenes con una almohaza y luego,
colocando las tiras en una sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como
decente (apenas nada), reservando las frases duras, que arrojé a un gran pimentero de hojalata con
agujeros longitudinales, por los cuales podía salir una frase entera sin que sufriera el menor daño.
La mezcla quedaba entonces pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk untaba
un pliego con clara de huevo de ganso; luego, desgarrando la obra que debía reseñar en la misma
forma en que había desgarrado previamente los libros (sólo que con más cuidado, para que cada
palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde se hallaban las otras, ajustaba
la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la mezcla sobre el pliego engomado, donde
no tardaba en pegarse. El efecto que lograba era bellísimo de contemplar. Era cautivante. Por cierto
que las reseñas que obtuve mediante este simple expediente jamás han sido superadas y constituían
el asombro del mundo. Al principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí
algo desconcertado por cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que
presentaba la composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas
eran sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba; y estas últimas sufrían siempre
en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis Clarke, los
cuales eran tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición en que quedaban,
sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de pie.
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Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después de la publicación de
mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que lloró tanto que acabó por
morirse. Sea como fuere, desapareció instantáneamente de la superficie terrestre y nadie ha vuelto
a saber nada de él.
Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las Furias, me convertí de golpe en el favorito
de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones de Thomas Hawk del Lollipop,
y como, por el momento, no podía pagarme sueldo, me permitió que usara a discreción de sus
consejos.
-Querido Thingum -me dijo cierta noche después de cenar-. Respeto sus talentos y lo amo como a
un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop. Entretanto, haré de usted un
hombre... Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La primera cosa que debe hacer es quitarse
de encima al viejo cargoso.
-¿Cargoso? -dije inquisitivamente. (Como diríamos en latín) ¿Quién? ¿Dónde?
-A su padre -dijo él.
-¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.
-Tiene usted que hacer fortuna, Thingum -continuó Mr. Crab-, y su padre es como una rueda de
molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.
Yo saqué mi cuchillo.
-Debemos cortarla -agregó Mr. Crab- de una vez por todas y para siempre. Ese viejo es una molestia.
Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o algo por el estilo.
-¿Qué diría usted -sugerí modestamente- de darle primero los puntapiés, luego los bastonazos y
terminar retorciéndole la nariz?
Mr. Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:
-Pienso, Mr. Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y que está muy
bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por eso me parece que,
después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería aconsejable que procediera
a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa como completa, a fin de que no
pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego de esto, no creo que sea necesario nada
más. De todos modos... bien podría revolearlo una o dos veces en el arroyo y confiarlo luego al
cuidado de la policía. A la mañana siguiente bastará con que se presente a la comisaría y denuncie
que se trata de un asalto.
Me sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se traslucían
en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo inmediatamente a la práctica. Como
resultado del mismo, me libré del viejo cargoso y comencé a sentirme un tanto independiente y
con aires de caballero. Lo malo era que la falta de dinero me afectó mucho las primeras semanas,
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pero después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí cómo tenía que manejar la cosa. Nótese
que digo «la cosa», pues estoy informado de que la palabra latina correspondiente es rem. Dicho
sea de paso, y ya que hablamos de latín, ¿podría decirme alguien el significado de quocunque y el
de modo?
Mi plan era extremadamente sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta participación en
la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba terminada así, y el dinero entraba
en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas cosillas insignificantes por hacer con posterioridad, pero no
formaban parte del plan, sino que eran su consecuencia. Por ejemplo, compré pluma, tinta y papel y
los puse en furiosa actividad. Habiendo completado un artículo en esta forma, lo titulé: FOL LOL,
por el autor de «ACEITE DE BOB», y la remití al Goosetherumfoodle. Pero, como esta revista
lo declarara «disparate» en sus «Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título del
artículo por el de: Mantantirulirulá, por THINGUM BOB, Esq., autor de la Oda sobre el «Aceite de
Bob» y director de «The Snapping-Turtle». Así enmendado, volví a enviarlo al Goosetherumfoodle,
y mientras esperaba la respuesta publiqué diariamente en el Turtle seis columnas de lo que cabe
calificar de investigación filosófica y analítica de los méritos literarios del Goosetherumfoodle,
así como de la persona de su director. Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió
que, para su equivocación, “había confundido un estúpido artículo titulado «Mantantirulirulá»,
compuesto por algún ignorante anónimo, con una gema de resplandeciente brillo que respondía
al mismo título y que era obra de Thingum Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob»”.
El Goosetherumfoodle lamentaba sinceramente «este muy natural accidente», y prometía que el
verdadero «Mantantirulirulá» sería publicado en el número siguiente de la revista.
La verdad es que pensé, -realmente pensé-, lo pensé en el momento, -lo pensé entonces- y no tengo
razón para pensar de otro modo ahora, -que el Goosetherumfoodle se había equivocado de veras.
Con las mejores intenciones del mundo, jamás he conocido nada capaz de tantas equivocaciones
como esa revista. A partir de ese día empecé a tomarle simpatía al Goosetherumfoodle, y el
resultado fue que no tardé en comprender la profundidad de sus méritos literarios, y no dejé de
explayarme sobre ellos en el Turtle, toda vez que se me presentaba oportunidad. Y cabe considerar
como una coincidencia muy peculiar, como una de esas muy notables coincidencias que hacen
pensar seriamente a un hombre, que esa total modificación de mis opiniones, que ese completo
bouleversement (como decimos en francés), que ese absoluto trastocamiento (si se me permite
emplear este término más bien enérgico de los choctaws) entre mis opiniones, por una parte, y
las del Goosetherumfoodle, por la otra, volviera a producirse, a breve intervalo y en condiciones
similares, entre el Rowdy-Dow y yo y entre el Hum-Drum y yo.
Fue así como, por un golpe maestro de genio, consumé finalmente mis triunfos llenándome los
bolsillos de dinero, y así también como principió, según cabe afirmarlo verdadera y noblemente,
esa brillante y fecunda carrera que me hizo ilustre y que hoy me permite decir con Châteaubriand:
«He hecho historia» (J’ai fait l’histoire).
Sí, he hecho historia. Desde aquella radiante época que acabo de consignar, -mis acciones- y mi
trabajo son propiedad del género humano. El mundo entero los conoce. Inútil me parece, pues,
detallar cómo, remontándome rápidamente, me convertí en heredero del Lollipop, -cómo uní esta
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revista con el Hum-Drum-y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow, combinando las tres publicaciones;
cómo, finalmente, hice una oferta al único rival remanente y reuní toda la literatura de la región en
una sola y magnífica revista, conocidas en todas partes con el nombre de
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Berenice2
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.
Ebn Zaiat
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pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en
la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida,
asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades
del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas
del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana,
sino realmente en mi cínica y total existencia.
******
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero
crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de
fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado
en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin
preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las
horas de alas negras. ¡Berenice! -Invoco su nombre-, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven
mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus
primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los
arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y
terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad -una enfermedad mortal- cayó sobre
ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando
en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar
incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba? Yo no
la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó
una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la
más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia,
estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba
de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no
debería darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo
un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora
que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo
que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia
psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo,
en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de
esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar
en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes
del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes
de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra
extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando
la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de
una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua
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repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la
existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida:
éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un
estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de
análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales
en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la
que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como
pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria
y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto
normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias
que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el
incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado.
En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión
perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas
pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran
agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado
ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En
una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la
atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran
medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del
trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio,
De Amplitudine Beati Regni Dei (La grandeza del reino santo de Dios); la gran obra de San
Agustín, De Civitate Dei (La ciudad de Dios), y la de Tertuliano, De Carne Christi (La carne
de Cristo), cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et
sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y
laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese
peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia
humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor
llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda
que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me
habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya
naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos
lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por
la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en
los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina
y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como
las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel
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a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más
llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación
de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi
existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente.
En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de
mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice
viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino
como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor,
sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su
presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia
y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de
matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de
esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella
Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al
levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular
del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante
e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido
pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de
insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me
quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era
extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi
ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro
azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables
rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la
melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente
su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa
de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos.
¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
******
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había
salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni
se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una
sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no
se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes!
¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y
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excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo
instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché
en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo
pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los
demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban
presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi
vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé
sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios
de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente
y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De Mademoiselle Sallé se ha
dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que
toutes ses dents étaient des idées. ¡Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! ¡Des
idées! ¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría
devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las
brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella
habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su
terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y
sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y
después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor
y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una
criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque
de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para
recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
******
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño
confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba
enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por lo menos definida, de ese melancólico período
intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible
por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi
existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero
fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de
mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz
alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un
aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo
había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener
en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una
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frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi
sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas3». ¿Por qué, al
leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado
entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y
muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado
el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz
recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un
cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente
la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo
miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero
no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en
pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con
treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.
3 Mis compañeros me dijeron que podría encontrar un poco de alivio de mi miseria, visitando la tumba de mi
amada.
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Bon-Bon4
French Vaudeville
No creo que ninguno de los parroquianos que, durante el reino de... frecuentaban el pequeño café
en el cul-de-sac Le Febre, en Rúan, esté dispuesto a negar que Pierre Bon-Bon era un restaurateur
de notable capacidad. Me parece todavía más difícil negar que Pierre Bon-Bon era igualmente bien
versado en la filosofía de su tiempo. Sus pâtés de foies eran intachables, pero, ¿qué pluma podría
hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus pensamientos sur l’âme, a sus observaciones sur
l’esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inestimables, ¿qué literato de la época no hubiera
dado el doble por una idée de Bon-Bon que por la despreciable suma de todas las idées de los
savants? Bon-Bon había explorado bibliotecas que para otros hombres eran inexploradas; había
4 Publicado el 1 de diciembre de 1832 en el Philadelphia Saturday Courier. Inicialmente titulado “The Bargain
Lost”.
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leído más de lo que otros podían llegar a concebir como lectura, había comprendido más de lo que
otros hubieran imaginado posible comprender; y si bien no faltaban en la época de su florecimiento
algunos escritores de Rúan para quienes «su dicta no evidenciaba ni la pureza de la Academia, ni
la profundidad del Liceo», y a pesar, nótese bien, de que sus doctrinas no eran comprendidas de
manera muy general, no se sigue empero de ello que fuesen difíciles de comprender. Pienso que
su propia evidencia hacía que muchas personas las tomaran por abstrusas. Kant mismo -pero no
llevemos las cosas más allá- debe principalmente su metafísica a Bon-Bon. Este no era platónico
ni, hablando en rigor, aristotélico; tampoco, a semejanza de Leibniz, malgastaba preciosas horas
que podían emplearse mejor inventando una fricassée o, facili gradu, analizando una sensación, en
frívolas tentativas de reconciliar todo lo que hay de inconciliable en las discusiones éticas. ¡Oh no!
Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era igualmente itálico. Razonaba a priori. Razonaba a posteriori.
Sus ideas eran innatas... o de otra manera. Creía en Jorge de Trebizonda. Creía en Bessarion. Bon-
Bon era, enfáticamente... Bon-Bonista.
He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No quisiera, empero, que alguno de mis
amigos vaya a imaginarse que, al cumplir sus hereditarios deberes en esta última profesión, nuestro
héroe dejaba de estimar su dignidad y su importancia. ¡Lejos de ello! Hubiera sido imposible
decir cuál de las dos ramas de su trabajo le inspiraba mayor orgullo. Opinaba que las facultades
intelectuales estaban íntimamente vinculadas con la capacidad estomacal. Incluso no creo que
estuviera muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el alma reside en el estómago. Pensaba
que, como quiera que fuese, los griegos tenían razón al emplear la misma palabra para la mente y el
diafragma. No pretendo insinuar con esto una acusación de glotonería, o cualquier otra imputación
grave en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades -¿y qué gran hombre
no las tiene por miles?-, eran debilidades de menor cuantía, faltas que, en otros caracteres, suelen
considerarse con frecuencia a la luz de las virtudes. Con respecto a una de estas debilidades, ni
siquiera la mencionaría en este relato si no fuera por su notable prominencia, el extremo alto
relievo con que asoma en el plano de sus características generales. Hela aquí: jamás perdía la
oportunidad de hacer un trato.
No digo que fuera avaricioso... nada de eso. Para la satisfacción del filósofo, no era necesario que
el trato fuese ventajoso para él. Con tal que se hiciera el convenio -de cualquier género, término o
circunstancia-, veíase por muchos días una triunfante sonrisa en su rostro y un guiñar de ojos llenos
de malicia que daba pruebas de su sagacidad.
Un humor tan peculiar como el que acabo de describir hubiera llamado la atención en cualquier
época, sin que tuviera nada de maravilloso. Pero en los tiempos de mi relato, si esta peculiaridad
no hubiese llamado la atención, habría sido ciertamente motivo de maravilla. Pronto se llegó a
afirmar que, en todas las ocasiones de este género, la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la
franca sonrisa irónica con la cual reía de sus propias bromas, o recibía a un conocido. Corrieron
rumores de naturaleza inquietante; repetíanse historias sobre tratos peligrosos, concertados en un
segundo y lamentados con más tiempo; y se citaban ejemplos de inexplicables facultades, vagos
deseos e inclinaciones anormales, que el autor de todos los males suele implantar en los hombres
para satisfacer sus propósitos.
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El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen que hablemos de ellas en detalle. Por
ejemplo, es sabido que pocos hombres de extraordinaria profundidad de espíritu dejan de sentirse
inclinados a la bebida. Si esta inclinación es causa o más bien prueba de esa profundidad, es
cosa más fácil de decir que de demostrar. Hasta donde puedo saberlo, Bon-Bon no consideraba
que aquello mereciera una investigación detallada, y tampoco yo lo creo. Empero, al ceder a
una propensión tan clásica, no debe suponerse que el restaurateur perdía de vista esa intuitiva
discriminación que caracterizaba al mismo tiempo sus ensayos y sus tortillas. Cuando se encerraba
a beber, el vino de Borgoña tenía su honra, y había momentos destinados al Côte du Rhone. Para
él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo a Homero. Podía jugar con un silogismo al probar el
St. Peray, desenredar una discusión frente al Clos de Vougeôt y trastornar una teoría en un torrente
de Chambertin. Bueno hubiera sido que un análogo sentido del decoro lo hubiese detenido en
la frívola tendencia a que he aludido más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del
filosófico Bon-Bon llegó a adquirir a la larga una extraña intensidad, un misticismo, como si
estuviera profundamente teñido por la diablerie de sus estudios germánicos favoritos.
Entrar en el pequeño café del cul-de-sac Le Pebre, en la época de nuestro relato, era entrar en el
sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había un solo sous-cuisinier
en Rúan que no afirmara que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gato lo sabía, y se cuidaba
mucho de atusarse la cola en su presencia. Su gran perro de aguas estaba al tanto del hecho y,
cuando su amo se le acercaba, traducía su propia inferioridad conduciéndose admirablemente y
bajando las orejas y las mandíbulas de manera bastante meritoria en un perro. Sin duda, empero,
mucho de este respeto habitual podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aire distinguido
se impone, preciso es decirlo, hasta a los animales; y mucho había en el aire del restaurateur que
podía impresionar la imaginación de los cuadrúpedos. Siempre se advierte una majestad singular
en la atmósfera que rodea a los pequeños grandes -si se me permite tan equívoca expresión- que
la mera corpulencia física no es capaz de crear por su sola cuenta. Por eso, aunque Bon-Bon tenía
apenas tres pies de estatura y su cabeza era minúscula, nadie podía contemplar la rotundidad de su
vientre sin experimentar una sensación de magnificencia que llegaba a lo sublime. En su tamaño,
tanto hombres como perros veían un arquetipo de sus capacidades, y en su inmensidad, el recinto
adecuado para su alma inmortal.
En este punto podría -si ello me complaciera- extenderme en cuestiones de atuendo y otras
características exteriores de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el cabello corto,
cuidadosamente peinado sobre la frente y coronado por un gorro cónico de franela con borlas;
que su chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre los restaurateurs ordinarios; que
sus mangas eran algo más amplias de lo que permitía la costumbre; que los puños no estaban
doblados, como ocurría en aquel bárbaro período, con el mismo material y color de la prenda, sino
adornados de manera más fantasiosa, con el abigarrado terciopelo de Génova; que sus pantuflas
eran de un púrpura brillante, curiosamente afiligranado, y que se las hubiera creído fabricadas en
el Japón de no ser por su exquisita terminación en punta y la brillante coloración de sus bordados y
costuras; que sus calzones eran de esa tela amarilla semejante al satén, que se denomina aimable;
que su capa celeste, que por la forma semejaba una bata, ricamente ornamentada con dibujos
carmesíes, flotaba gentilmente sobre los hombros como la niebla de la mañana... y que este tout
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ensemble fue el que dio origen a la notable frase de Benevenuta, la Improvisatrice de Florencia,
al afirmar «que era difícil decir si Pierre Bon-Bon era realmente un ave del paraíso, o más bien
un paraíso de perfecciones». Podría, como he dicho, explayarme sobre todos estos puntos si ello
me complaciera, pero me abstengo; los detalles meramente personales pueden ser dejados a los
novelistas históricos, pues se hallan por debajo de la dignidad moral de la realidad.
He dicho que «entrar en el café del cul-de-sac Le Pebre era entrar en el sanctum de un hombre
de genio»; pero sólo otro hombre de genio hubiera podido estimar debidamente los méritos del
sanctum. Una muestra, consistente en un gran libro, balanceábase sobre la entrada. De un lado del
volumen aparecía una botella; del otro, un pâté. En el lomo se leía con grandes letras: Oeuvres de
Bon-Bon. Así, delicadamente, se daban a entender las dos ocupaciones del propietario.
Al pisar el umbral, presentábase a la vista todo el interior del local. El café consistía tan sólo en
un largo y bajo salón, de construcción muy antigua. En un ángulo se veía el lecho del metafísico.
Varias cortinas y un dosel a la griega le daban un aire a la vez clásico y confortable. En el ángulo
diagonal opuesto aparecían en familiar comunidad los implementos correspondientes a la cocina
y a la biblioteca. Un plato lleno de polémicas descansaba pacíficamente sobre el aparador. Más
allá había una hornada de las últimas éticas, y en otra parte una tetera de mélanges en duodécimo.
Libros de moral alemana aparecían como carne y uña con las parrillas, y un tenedor para tostadas
descansaba al lado de Eusebius, mientras Platón reclinábase a su gusto en la sartén, y manuscritos
contemporáneos se arrinconaban junto al asador.
En otros sentidos, el café de Bon-Bon difería muy poco de cualquiera de los restaurants de la
época. Una gran chimenea abría sus fauces frente a la puerta. A la derecha, un armario abierto
desplegaba un formidable conjunto de botellas.
Allí mismo, cierta vez a eso de medianoche, durante el riguroso invierno de..., Pierre Bon-Bon,
después de escuchar un rato los comentarios de los vecinos sobre su singular propensión, y echarlos
finalmente a todos de su casa, corrió el cerrojo con un juramento y se instaló, malhumorado, en un
confortable sillón de cuero junto a un buen fuego de leña.
Era una de esas espantosas noches que sólo se dan una o dos veces cada siglo. Nevaba copiosamente
y la casa temblaba hasta los cimientos bajo las ráfagas del viento que, entrando por las grietas de
la pared, corriendo impetuosas por la chimenea, agitaban terriblemente las cortinas del lecho del
filósofo y desorganizaban sus fuentes de pâté y sus papeles. El pesado volumen que colgaba fuera,
expuesto a la furia de la tempestad, crujía ominosamente, produciendo un sonido quejumbroso con
sus puntales de roble macizo.
He dicho que el filósofo se instaló malhumorado en su lugar habitual junto al fuego. Varias
circunstancias enigmáticas ocurridas a lo largo del día habían perturbado la serenidad de sus
meditaciones. Al preparar unos oeufs à la Princesse, le había resultado desdichadamente una
omelette à la Reine; el descubrimiento de un principio ético se malogró por haberse volcado un
guiso, y, finalmente -aunque no en último lugar-, habíasele frustrado uno de esos admirables tratos
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que en todo momento le encantaba llevar a feliz término. Empero, a la irritación de su espíritu
nacida de tan inexplicable contrariedad no dejaba de mezclarse algo de esa ansiedad nerviosa que
la furia de una noche tempestuosa se presta de tal manera a provocar.
Luego de silbar a su gran perro de aguas negro para que se instalara más cerca de él, y de ubicarse
intranquilo en su sillón, Bon-Bon no pudo dejar de recorrer con ojos inquietos y cautelosos esos
lejanos rincones del aposento cuyas densas sombras sólo parcialmente alcanzaba a disipar el
rojo fuego de la chimenea. Luego de completar un escrutinio cuya exacta finalidad ni siquiera él
era capaz de comprender, acercó a su asiento una mesita llena de libros y papeles y no tardó en
absorberse en la tarea de corregir un voluminoso manuscrito, cuya publicación era inminente.
Llevaba así ocupado algunos minutos, cuando...
-No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon -murmuró una voz quejumbrosa en la estancia.
-¡Demonio! -exclamó nuestro héroe, enderezándose de un salto, derribando la mesa a un lado y
mirando estupefacto en torno.
-Exactísimo -repuso tranquilamente la voz.
-¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y cómo ha entrado usted aquí? -vociferó el metafísico,
mientras sus ojos se posaban en algo que yacía tendido cuan largo era sobre la cama.
-Le estaba diciendo -continuó el intruso, sin molestarse por las preguntas- que no tengo la menor
prisa, que el negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente... y que, en resumen, puedo
muy bien esperar a que haya terminado con su exposición.
-¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe usted... como puede saber que estaba escribiendo una exposición?
¡Gran Dios...!
-¡Sh...! -susurró el personaje, con un sonido sibilante; y levantándose presurosamente del lecho,
dio un paso hacia nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro que colgaba sobre él se balanceaba
convulsivamente ante su cercanía.
El asombro del filósofo no le impidió observar en detalle el atuendo y la apariencia del desconocido.
Su silueta, extraordinariamente delgada y muy por encima de la estatura común, podía apreciarse
gracias al raído traje negro que la ceñía, y cuyo corte correspondía al estilo del siglo anterior. No
cabía duda de que aquellas ropas habían estado destinadas a una persona mucho más pequeña que
su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se mostraban al descubierto en una extensión de varias
pulgadas. En los zapatos, empero, un par de brillantísimas hebillas parecía dar un mentís a la
extrema pobreza manifiesta en el resto del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente
calvo, aunque del occipucio le colgaba una queua de considerable extensión. Un par de anteojos
verdes, con cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo tiempo impedían que
Bon-Bon pudiera verificar de qué color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte la
presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy sucia, aparecía cuidadosamente anudada
en la garganta, y las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que me atrevo a decir no
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era intencional) de que se trataba de un eclesiástico. Por cierto que muchos otros detalles, tanto de
su atuendo como de sus modales, contribuían a robustecer esa impresión. Sobre la oreja izquierda,
a la manera de los pasantes modernos, llevaba un instrumento semejante al stylus de los antiguos.
En el bolsillo superior de la chaqueta veíase claramente un librito negro con broches de acero. Este
libro estaba colocado de manera tal que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras Rituel
Catholique en letras blancas sobre el lomo. La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina
y de una palidez cadavérica. La frente, muy alta, aparecía densamente marcada por las arrugas de
la contemplación. Las comisuras de la boca caían hacia abajo, con una expresión de humildad por
completo servil. Tenía asimismo una manera de juntar las manos, mientras avanzaba hacia nuestro
héroe, un modo de suspirar y una apariencia general de tan completa santidad, que impresionaba
de la manera más simpática. Toda sombra de cólera se borró del rostro del metafísico una vez que
hubo completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante; estrechándole cordialmente la
mano, lo condujo a un sillón.
Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor del filósofo a cualquiera de las
razones que podían haber influido en su ánimo. Hasta donde pude alcanzar a conocer su carácter,
Pierre Bon-Bon era el hombre menos capaz de dejarse llevar por las apariencias exteriores, aunque
fueran de lo más plausibles. Imposible, además, que un observador tan sagaz de los hombres y
las cosas no hubiera advertido instantáneamente el verdadero carácter del personaje que así se
abría paso en su hospitalidad. Por no decir más, la conformación de los pies del visitante era
suficientemente notable, mantenía apenas en la cabeza un sombrero exageradamente alto, notábase
una trémula vibración en la parte posterior de sus calzones y la vibración del faldón de su chaqueta
era cosa harto visible. Júzguese, pues, con qué satisfacción encontróse nuestro héroe en la repentina
compañía de una persona hacia la cual había experimentado en todo tiempo el más incondicional
de los respetos. Demasiado diplomático era, sin embargo, para que se le escapara la menor señal
de que sospechaba la verdad. No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta del alto
honor que tan inesperadamente gozaba, sino que se proponía inducir a su huésped a que, en el
curso de una conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes ideas éticas, las cuales, una
vez incluidas en su próxima publicación, esclarecerían a la humanidad, inmortalizando de paso a
su autor, y bien puedo agregar que la avanzada edad del visitante, así como su conocido dominio
de la ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de estar al tanto de dichas ideas.
Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a sentarse al caballero visitante, mientras
echaba nuevos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su primitiva posición, algunas
botellas de Mousseux. Completadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón vis-à-vis con
el de su compañero y esperó a que este último iniciara la conversación. Pero los planes, aun
los más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados en la aplicación, y el restaurateur quedó
estupefacto ante las primeras palabras de su visitante.
-Veo que me conoce usted, Bon-Bon -dijo-. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju!
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a la conclusión de que soy un distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial de los
metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de ciego; pero, para uno de mi profesión, los ojos a que
usted alude serían únicamente una molestia y estarían en constante peligro de ser arrancados por
una horquilla de tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos aparatos ópticos resultan
indispensables. Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi parte, mi visión es el alma.
Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a beberlo
sin escrúpulos y a sentirse perfectamente en su casa.
-Un libro muy sagaz el suyo, Pierre -continuó su Majestad, dándole una palmada de connivencia
en la espalda, una vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en cumplimiento del pedido de
su visitante-. Un libro muy sagaz, palabra de honor. Un libro como los que a mí me gustan...
Pienso, sin embargo, que su presentación del tema podría mejorarse, y muchas de sus nociones me
recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo
por su terrible malhumor, así como por la increíble facilidad que tenía para equivocarse. En todo
lo que escribió sólo hay una verdad sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle lástima al verlo
tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon, que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo.
-No podría decir que...
-¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre expelía las
ideas superfluas por la nariz.
-Lo cual... ¡hic!... es absolutamente cierto -dijo el metafísico, mientras se servía otro gran vaso de
Mousseux y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante.
-Tuvimos también a Platón -continuó su Majestad, declinando modestamente la invitación a tomar
rapé y el cumplido que entrañaba-. Tuvimos a Platón, por quien en un tiempo sentí el afecto que
se guarda a los amigos. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, es verdad, le pido mil perdones!
Pues bien, un día me lo encontré en Atenas, en el Partenón. Me dijo que estaba preocupadísimo
buscando una idea. Le hice escribir que ο νους εςτιν (εστιν) αυλος5. Me dijo que lo haría y se
volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las pirámides. Pero mi conciencia me remordía por haber
pronunciado una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y, volviéndome rápidamente a
Atenas, llegué junto a la silla del filósofo cuando se disponía a escribir el ‘αυλος.’.
Dando un capirotazo a la lambda, la hice volverse cabeza abajo. Por eso la frase dice ahora: ‘νουσ
(νους) εστιν αυγος’6, y constituye, como usted sabe, la doctrina fundamental de su metafísica.
5 Poe transcribió las palabras griegas de este modo: o nous estin aulos.
6 Al cambiar una lambda a gamma la palabra se convierte en augos, luz de la mañana. “La mente es una luz” que
no es una de las doctrinas de Platón.
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-¡No, señor!
-¡Hic!
-¡No, señor!
-E incuestionablemente, el...
-¡No, señor, el alma no es eso!
(Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión para dar instantáneo fin a la tercera
botella de Chambertin.)
-Pues entonces... ¡hic!... Diga usted, señor: ¿qué es?
-No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon -repuso pensativo su Majestad-. He probado... quiero
decir he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras excelentes.
Al decir esto se relamió, pero, como apoyara involuntariamente la mano en el volumen que llevaba
en el bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de estornudos.
-Conocí el alma de Cratino -continuó-. Era pasable... La de Aristófanes, chispeante. ¿Platón?
Exquisito... No su Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera hecho vomitar a Cerbero...
¡puah! Veamos... tuvimos a Nevio, Andrónico, Plauto y Terencio. Luego Lucilio, Catulo, Nasón y
Quinto Flaco... ¡Querido Quintón! Así lo apodaba yo mientras cantaba un seculare para divertirme,
y yo lo tostaba suspendido de un tridente... ¡tan divertido! Pero a esos romanos les falta sabor. Un
griego gordo vale por una docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no puede decirse de
un Quirite. Probemos su Sauternes.
A esta altura, Bon-Bon había decidido mantenerse fiel al nil admirari, y se apresuró a bajar las
botellas en cuestión. Notaba, empero, un extraño sonido, como si alguien estuviera meneando el
rabo. Pero el filósofo prefirió no darse por enterado de tan indecorosa conducta de su Majestad;
limitóse a dar un puntapié al perro y ordenarle que se estuviera quieto. El visitante continuó
entonces:
-Descubrí que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles... y ya sabe usted que me
agrada la variedad. Imposible diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi asombro, Nasón era
Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un tonillo nasal como el de Teócrito. Marcial me hizo recordar
muchísimo a Arquíloco, y Tito Livio era sin duda alguna Polibio.
-¡Hic! -observó aquí Bon-Bon, mientras su Majestad proseguía.
-Empero, si algún penchant tengo, Monsieur Bon-Bon... si algún penchant tengo, es el de la
filosofía. Permítame decirle, sin embargo, que no cualquier demo... que no cualquier caballero
sabe cómo elegir a un filósofo. Los de estatura elevada no son buenos, y los mejores, si no se los
descascara bien, tienden a ser un tanto amargos a causa de la hiel.
-¡Si no se los descascara...!
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yo? ¿No se halla en posesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién escribe un
epigrama más punzante que él? ¿Quién razona con más ingenio? ¿Quién...? ¡Pero, basta! Tengo
este convenio en el bolsillo.
Así diciendo, extrajo una cartera de cuero rojo y sacó de ella cantidad de papeles. Bon-Bon alcanzó
a ver parte de algunos nombres en diversos documentos: Maquiav... Maza... Robesp... y las palabras
Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad eligió una angosta tira de pergamino y procedió a leer
las siguientes palabras:
«A cambio de ciertos dones intelectuales que es innecesario especificar, y a cambio, además, de
mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la presente al portador de este convenio
todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada mi alma. (Firmado) A...».
(Y aquí su Majestad leyó un nombre que no me creo justificado a indicar de una manera más
inequívoca.)
-Era un individuo muy astuto -resumió-, pero, como usted, Monsieur Bon-Bon, se equivocaba
acerca del alma. ¡El alma... una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ju, ju, ju! ¡Imagínese una sombra
fricassée!
-¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! -repitió nuestro héroe, cuyas facultades se estaban
iluminando grandemente ante la profundidad del discurso de su Majestad.
-¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! -repitió-. ¡Que me cuelguen... hic... hic...! ¡Y si yo
hubiera sido tan... hic... tan estúpido! ¡Mi alma señor... hic!
-¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?
-¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es...
-¿Qué, señor mío?
-¡No es ninguna sombra, que me cuelguen!
-¿Quiere usted decir...?
-Sí, señor. Mi alma es... hic... ¡sí, señor!
-¿No pretende usted afirmar que...?
-Mi alma est... hic... especialmente calificada para... hic... para un...
-¿Un qué, señor mío?
-Un estofado.
-¡Ah!
-Un souflée.
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-¡Eh!
-Un fricassée.
-¿De veras?
-Ragout y fricandeau... ¡Veamos un poco, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted... hic... haremos un
trato! -y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.
-Semejante cosa es imposible -dijo este último calmosamente, mientras se levantaba de su asiento.
El metafísico se quedó mirándolo.
-Tengo suficiente provisión por el momento -dijo su Majestad.
-¡Hic! ¿Cómo?
-Y, en cambio, carezco de fondos disponibles.
-¿Qué?
-Además, no está nada bien de mi parte que...
-¡Caballero!
-...que me aproveche...
-¡Hic!
-...de su triste y poco caballeresca situación en este momento.
Y con esto, el visitante saludó y se retiró -sin que pueda decirse exactamente de qué manera-.
Pero en un bien pensado esfuerzo por arrojar una botella al «villano» rompióse la fina cadena que
colgaba del techo, y el metafísico quedó postrado por el golpe de la lámpara al caer.
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Doy por supuesto que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Signora Psyche Zenobia.
De ello no cabe la menor duda. Sólo mis enemigos son capaces de llamarme Suky Snobbs. He
oído decir que Suky es una corrupción vulgar de Psyche, palabra del más excelente griego, que
significa «el alma» (y así soy yo: toda alma), y a veces «mariposa», sentido este último que alude
indudablemente a mi apariencia cuando luzco mi nuevo vestido de satén carmesí, con mantelet
arábigo celeste, guarnición de agraffas verdes y los siete volantes del auriculas anaranjado. En
cuanto a Snobbs, cualquiera que fije en mí sus ojos se dará instantáneamente cuenta de que no
puedo llamarme Snobbs. Miss Tabitha Nabo difundió esa especie por pura envidia. ¡Nada menos
que Tabitha Nabo! ¡La malvada intrigante! ¿Pero qué se puede esperar de un nabo? Me pregunto
si alguna vez oyó el viejo adagio sobre «la sangre que sale de un nabo», etc. (Memorándum:
Recordárselo en la primera oportunidad.) (Otro memorándum: Tirarle de la nariz.) ¿Dónde estaba?
¡Ah! Me han asegurado que Snobbs es una corrupción de Zenobia, y que Zenobia era una reina
(como yo, pues el Dr. Moneypenny me llama siempre la Reina de Corazones); que tanto Zenobia
como Psyche vienen del mejor griego, y que mi padre era «un griego», por lo cual tengo derecho
de usar nuestro patronímico, vale decir Zenobia y no Snobbs. Nadie fuera de Tabitha Nabo me
llama Suky Snobbs. Yo soy la Signora Psyche Zenobia.
Como he dicho, todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la misma Signora Psyche Zenobia,
tan justamente celebrada como secretaria correspondiente de la Philadelphia, Regular, Exchange,
Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To,
Civilize, Humanity. El doctor Moneypenny es el autor de esta denominación, y dice que la eligió
porque sonaba a grande como una pipa de ron vacía. (A veces este hombre es vulgar, pero siempre
profundo.) Todos nosotros agregamos las iniciales de la sociedad a nuestros nombres, como lo
hacen los miembros de la R. S. A. (Royal Society of Arts), o la S. D. U. K. (Society for the
Diffusion of Useful Knowledge), etc. El doctor Moneypenny afirma de esta última que S quiere
7 Publicado en noviembre de 1838 en el Baltimore American Museum. Una introducción al cuento “La
Malaventura”.
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decir «soso», y que D. U. K. se pronuncia como duck, pato (lo que no es cierto), y que, por tanto,
la S. D. U. K. significa «el pato soso» y no la sociedad fundada por Lord Brougham. Pero el doctor
Moneypenny es un hombre tan original que jamás sé si está diciendo la verdad. De todos modos,
nosotros agregamos siempre a nuestros nombres las iniciales P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T.
C. H., vale decir: Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal,
Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity; como se verá, tenemos una
letra para cada palabra, lo cual representa un gran adelanto sobre la sociedad de Lord Brougham.
El doctor Moneypenny sostiene que esta sigla traduce nuestro verdadero carácter, pero realmente
no sé lo que quiere dar a entender.
A pesar de los buenos oficios del doctor y las extenuantes tentativas de la asociación para alcanzar
renombre, los resultados fueron nimios hasta el día en que me incorporé a ella. Digamos la verdad:
los socios se complacían en discusiones llenas de petulancia. Los artículos que se leían los sábados
por la tarde se caracterizaban por su bufonería y no por su profundidad. No era más que crema
verbal batida. No se inventaban ni las primeras causas ni los primeros principios. No se investigaba
nada. No se prestaba la menor atención al punto más importante: el «ajuste de todas las cosas».
En resumen, no se escribía tan bellamente como lo hago yo. Todo era bajo, muy bajo. Ninguna
profundidad, ninguna cultura, ninguna metafísica..., nada de lo que los sabios llaman espiritualidad
y que los ignorantes prefieren estigmatizar con la denominación de «jerigonza».
Al incorporarme a la sociedad hice todo lo posible por sentar en ella un mejor estilo de pensamiento
y de redacción, y el mundo sabe muy bien hasta qué punto lo logré. Producimos actualmente en el
P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. artículos tan excelentes como los que podrían encontrarse
en el Blackwood. Menciono el Blackwood, pues me han asegurado que los mejores ensayos sobre
cualquier tema deben buscarse en las páginas de tan justamente celebrado magazine. Lo hemos
tomado por modelo en todo sentido y, como es natural, estamos conquistando rápida notoriedad.
Al fin y al cabo no es tan difícil escribir un artículo que tenga la genuina estampa de los que se
publican en el Blackwood, una vez que se ha aprendido la manera de hacerlo. Se entiende que no
hablo de los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo se escriben desde que el Dr. Moneypenny
nos lo explicó. El señor Blackwood tiene unas tijeras de sastre y tres aprendices que aguardan sus
órdenes. Uno de ellos le alcanza el Times, otro el Examiner, y el tercero el Nuevo compendio de
insultos en «slang». El señor B. se limita a cortar de ahí y a mezclar. Todo eso se cumple en un
momento, y no lleva más que Examiner, insultos en slang y Times, o bien Times, insultos en slang
y Examiner, o bien Times, Examiner e insultos en slang.
Pero el mayor mérito de la revista reside en sus diversos artículos, y los mejores responden a lo que
el Dr. Moneypenny llama las bizarreries (vaya una a saber lo que significa eso), pero que todo el
mundo califica de artículos intensos. Hace mucho tiempo que he aprendido a apreciar esta clase de
composiciones, aunque sólo en mi reciente visita a Mr. Blackwood (en calidad de delegada de la
asociación) llegué a comprender exactamente el método que se sigue para escribirlas. Trátase de un
método muy sencillo, aunque no tanto como el de los artículos políticos. Cuando me presenté ante
Mr. Blackwood, expresándole los deseos de la sociedad, me recibió muy amablemente, llevóme a
su gabinete y procedió a explicarme con toda claridad el procedimiento aludido.
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-Estimada señora -dijo, evidentemente impresionado por mi majestuosa apariencia, pues llevaba
el vestido de satén carmesí con agraffas verdes y auriculas anaranjadas-, estimada señora, tenga
la bondad de sentarse. La cuestión es la siguiente: En primer término, el escritor de intensidades
debe procurarse una tinta muy negra y una gran pluma de tajo bien romo. Y, además, Miss Psyche
Zenobia... ¡mucha atención! -agregó luego de una pausa, hablando con gran energía y solemnidad-,
¡mucha atención a lo que voy a decirle! ¡Dicha pluma... jamás... jamás debe ser afilada! Ahí,
señora, reside el secreto, el alma de la intensidad. Tomo la responsabilidad de afirmar que jamás
un escritor ha producido un buen artículo con una buena pluma, por más grande que fuera su
genio. Dé usted por sentado que cuando un manuscrito es legible jamás vale la pena leerlo. Tal es
el principio conductor de nuestra fe, y si no asiente usted a él de inmediato, nuestra conferencia ha
llegado a su término.
Hizo una pausa, pero como, naturalmente, yo no quería que nuestra conferencia llegara a su
término, me manifesté de acuerdo con algo tan evidente y de cuya verdad no había tenido jamás la
menor duda. Pareció complacido y continuó con sus instrucciones.
-Puede resultar odioso, Miss Psyche Zenobia, que la remita a un artículo o a una serie de ellos para
que los tome por modelos, y, sin embargo, quisiera llamar su atención sobre algunos. Veamos.
Está, por ejemplo, «El muerto vivo», que es algo extraordinario: la crónica de las sensaciones de un
señor que fue enterrado antes de exhalar el último aliento; ahí tiene usted un tema lleno de sabor,
espanto, sentimiento, metafísica y erudición. Juraría usted que el escritor nació y fue criado en un
ataúd. Tenemos luego las «Confesiones de un tomador de opio». ¡Bello, hermosísimo! Imaginación
extraordinaria, profunda filosofía, reflexiones agudas, muchísimo fuego y furor, y todo eso bien
salpimentado de cosas ininteligibles. Le aseguro que su publicación fue una verdadera golosina,
que resbaló deliciosamente por la garganta de los lectores. Todos sostenían que el autor era
Coleridge, pero no era así. Lo compuso mi mandril preferido, «Junípero», ayudado por una gran
copa de ginebra holandesa con agua, «caliente y sin azúcar». (Imposible me hubiese sido creer
esto de no habérmelo asegurado el mismo Mr. Blackwood.) Tenemos luego «El experimentador
involuntario», referente a un señor que se quedó encerrado en un horno de pan, del cual salió sano
y salvo aunque chamuscado. Y está asimismo «El diario de un médico», cuyos méritos residen en
el lenguaje campanudo y el mediocre griego que emplea, cosas ambas que entusiasman al público.
Y también mencionemos «El hombre en la campana», un relato, estimada Miss Zenobia, que no
puedo menos de recomendarle calurosamente. Trátase de un joven que se queda dormido debajo
de una campana y despierta cuando ésta se pone a tocar a difuntos. Los tañidos lo vuelven loco,
y entonces, extrayendo papel y lápiz, nos da una crónica de sus sensaciones. Las sensaciones son
después de todo lo que cuenta. Si alguna vez le ocurre a usted ahogarse o que la ahorquen, no se
olvide de trazar un relato de sus sensaciones; le representará diez guineas por página. Si desea
usted escribir con energía, Miss Zenobia, preste toda su atención a las sensaciones.
-Por supuesto que lo haré, Mr. Blackwood -dije.
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-¡Muy bien! Veo que es usted una alumna como a mí me gustan. Pero ahora debo ponerla al tanto
de los detalles necesarios para componer lo que podríamos denominar un genuino artículo a la
manera del Blackwood, es decir, algo sensacional. Y no se extrañará usted si le digo que este tipo
de composiciones me parece el mejor para cualquier fin.
»El primer requisito consiste en meterse en un lío como jamás se haya visto otro semejante. El
horno, por ejemplo, era un tema excelente. Pero si no tiene usted ni horno ni campana a mano, y si
no le resulta fácil caerse de un globo, ser tragada por un terremoto, o quedar encajada dentro de una
chimenea, tendrá que contentarse con la simple imaginación de desventuras similares. De todos
modos, yo preferiría que los hechos corroboraran su relato. Nada ayuda tanto a la fantasía como el
conocimiento empírico de la cuestión de que se trata. “La verdad es más extraña que la ficción”,
como usted sabe, aparte de que viene más al caso.
En este punto le aseguré que disponía de un excelente par de ligas, y que me ahorcaría inmediatamente
con ellas.
-¡Muy bien! -repuso-. Hágalo así, aunque ahorcarse ya está muy trillado. Quizá pueda encontrar
algo mejor. Tome una dosis de las píldoras de Morrison y descríbanos luego sus sensaciones. Sea
como sea, mis instrucciones se aplicarán igualmente bien a cualquier clase de infortunio, y puede
ocurrir que en el camino de vuelta a su casa le den un palo en la cabeza, la aplaste un ómnibus, la
muerda un perro hidrófobo o se ahogue en una alcantarilla. Pero sigamos adelante.
»Una vez elegido el tema, corresponde considerar el tono o manera de su narración. Tenemos
el tono didáctico, el tono entusiasta, el tono natural... pero todos ellos son bastante vulgares.
Encontramos también el tono lacónico o cortante, que se emplea mucho en los últimos tiempos.
Consiste en frases breves, algo así como: Imposible ser más breve. Ni más seco. Dos palabras y
punto y aparte. Nunca párrafos largos.
«Tenernos luego el tono elevado, difusivo e interjeccional. Varios de nuestros mejores novelistas
patrocinan este tono. Las palabras deben ser como un torbellino, como un trompo zumbador, y
sonarán a la manera de este último, lo cual reemplaza ventajosamente el que no tengan ningún
sentido. Cuando un escritor se halla demasiado apurado para detenerse a pensar, éste es el mejor
de todos los estilos.
»También el tono metafísico es excelente -pero requiere un poco de habilidad en el manejo. La
belleza de esto radica en el conocimiento de la insinuación. Aluda a todo, sin asegurar nada. Si se
siente inclinada a escribir “pan con manteca”, por nada del mundo se le ocurra decirlo así. Puede,
en cambio, escribir cualquier cosa que se aproxime al pan con manteca. El pastel de alforfón, por
ejemplo. O llegar al extremo de insinuar el porridge de avena; pero si su verdadero objeto es el
pan con manteca, ¡tenga cuidado, mi querida Miss Psyche, y por nada del mundo vaya a escribir
esas palabras!
Le aseguré que no las escribiría mientras viviera. Me besó, continuando luego así:
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»Hay varios otros tonos igualmente célebres, pero sólo mencionaré dos: el tono trascendental y el
tono heterogéneo. En el primero, el mérito consiste en ver mucho más allá que cualquier otro en
la naturaleza de las cosas. Esta doble vista es sumamente útil si se la maneja bien. La lectura del
Dial la ayudará bastante para ello. Si conoce usted algunas palabras retumbantes, ha llegado el
momento de emplearlas. Hable de las escuelas jónica y eleática, de Arquitas, Gorgias y Alcmeón.
Diga algo sobre la objetividad y la subjetividad. No tenga miedo e insulte a un individuo llamado
Locke. Mire desdeñosamente las cosas en general y, cuando se le escape alguna frase demasiado
absurda, no se tome la molestia de borrarla; bastará con agregar una nota al pie, diciendo que debe
dicha profunda observación a la Kritik der reinen Vernunft o a la Metaphysische Anfangsgründe
der Naturwissenschaft. Esto parecerá erudito y... y franco. Por lo que respecta al tono heterogéneo,
consiste en una juiciosa mezcla de todos los otros tonos, en proporciones iguales, y, por tanto,
incluye todo lo profundo, grande, extraño, picante, pertinente y bonito.
»Supongamos ahora que ha elegido los incidentes a narrar y el tono. Falta lo más importante, el
alma del asunto: aludo al relleno. A nadie se le ocurre suponer que una dama, y aun un caballero,
se pase la vida haciendo de ratón de bibliotecas. Y sin embargo es absolutamente necesario que
su artículo tenga un aire de erudición, o que por lo menos proporcione pruebas de una vasta
información general. Pues bien, le mostraré ahora la manera de conseguirlo. ¡Mire! (Y procedió
a sacar tres o cuatro volúmenes de apariencia vulgar y abrirlos al azar.) Si echa una ojeada a
cualquiera de estas páginas descubrirá al punto una multitud de fragmentos, ya sea de erudición
o de fina espiritualidad, que constituyen lo esencial para salpimentar un artículo a la manera del
Blackwood. Convendría que tome nota de unos cuantos a medida que se los leo. Haremos una
doble división. Primero, Hechos picantes para la fabricación de símiles, y segundo, Expresiones
picantes a introducir según lo requiera la ocasión. ¡Escriba usted!
Y así lo hice, mientras me dictaba:
-Hechos picantes para símiles. «Al principio sólo hubo tres musas: Melete, Mneme y Aoede: la
Meditación, la Memoria y el Canto». Bien elaborado, este pequeño fragmento puede ser muy útil.
Bien ve usted que no es muy sabido y que da la impresión de recherché. Tendrá que tener cuidado
y presentarlo con un aire franco y natural.
»He aquí otro: “El río Alfeo pasaba por debajo del mar y volvía a salir sin que sus aguas hubieran
perdido su pureza”». Esto es un tanto añejo, pero si se lo aliña y se lo presenta debidamente
parecerá tan fresco como nunca.
»He aquí algo mejor: “El iris de Persia tiene para algunas personas un perfume tal dulce como
penetrante, mientras que otras es completamente inodoro”. ¡Muy bello y cuán delicado! Déle usted
unas vueltas y logrará maravillas. Todavía nos quedan otras cosas en la sección botánica. Nada es
tan útil, sobre todo con ayuda de una pizca de latín. ¡Escriba!
»“El Epidendrum Flos aeris de Java produce una hermosísima flor si se arranca la planta de raíz.
Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.” ¡Esto es
magnífico! Pero basta ya de símiles.
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»Pasemos a las Expresiones picantes: “La venerable novela china Ju-Kiao-Li”. ¡Excelente! Si
intercala usted hábilmente estas pocas palabras, mostrará su íntimo conocimiento del lenguaje y la
literatura china. Con esto podrá seguir adelante sin necesidad del árabe, el sánscrito o el chickasaw.
Pero, en cambio, resulta imprescindible incluir el español, el italiano, el alemán, el latín y el griego.
Le daré una pequeña muestra de cada uno. Cualquier fragmento servirá, ya que todo depende de
su habilidad para insertarlo en el artículo. ¡Escriba!
»“Aussi tendre que Zaire”, tan tierna como Zaira... en francés. Alude a la frecuente repetición de
la frase la tendre Zaire, en la tragedia francesa de ese nombre. Bien ubicada, no sólo mostrará su
conocimiento de dicho idioma, sino sus conocimientos generales y su ingenio. Puede usted decir,
por ejemplo, que el pollo que estaba comiendo (escriba un artículo sobre cómo se ahogó con un
hueso de pollo) no era de ninguna manera aussi tendre que Zaire. ¡Escriba!:
»Notará que se trata de italiano. Es obra del Ariosto. Quiere decir que un gran héroe no se había
dado cuenta en el calor del combate de que ya lo habían matado y continuaba combatiendo
valientemente. La aplicación de este fragmento a su propio caso cae de su peso, pues confío, Miss
Psyche, que no dejará usted de seguir vivita y coleando por lo menos una hora y media después de
haberse ahogado mortalmente con el hueso de pollo. ¡Escriba, por favor!
Und sterb’ich doch, so sterb’ich denn
Durch sie - durch sie!
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»Esto es alemán, y de Schiller. “¡Y si muero, por lo menos muero por ti... por ti!” Está claro que
aquí está usted apostrofando a la causa de su desastre, o sea, el pollo. Y la verdad es que me
gustaría saber quién no estaría pronto a morir por un buen capón gordo de las Molucas, relleno de
alcaparras y hongos, y servido en una ensaladera con jalea de naranja en mosaïques. ¡Escriba! (Por
cierto, que los puede comer así en Tortoni.) ¡Escriba, por favor!
»He aquí una preciosa frasecita latina, sumamente rara (nunca se será lo bastante recherché en
latín, pues se está volviendo tan vulgar...): ignoratio elenchi. Fulano ha cometido una ignoratio
elenchi, es decir, que ha entendido las palabras de lo que usted decía, pero no la idea. Se entiende
que a dicho personaje hay que presentarlo como a un tonto, un pobre diablo a quien se dirigió
usted mientras se estaba ahogando con el hueso de pollo, y que no comprendió exactamente lo que
usted quería decirle. Arrójele a la cara su ignoratio elenchi y con eso lo liquidará para siempre.
Si se atreve a replicar, siempre puede decirle con Lucano (aquí está) que sus discursos son menos
anemonoe verborum, palabras como anémonas. La anémona, a pesar de su brillo, no tiene olor.
Y si se pone a bravuconear, derríbelo con insomnia Jovis, ensueños de Júpiter, frase que Silius
Italicus (¡véalo aquí!) aplica a los pensamientos pomposos e hinchados. Esto lo herirá en lo más
hondo del corazón. No le quedará más que morirse. ¿Quiere tener la amabilidad de escribir?
»En griego debemos elegir algo bonito, por ejemplo de Demóstenes. Άνερό φεύγων καì πάλύν
μακέσεται (Aner o pheogon kai palin makesetai). En Hudibrás hay una traducción pasable:
Pues el que huye puede volver a combatir
Mientras que no podrá hacerlo el que está muerto.
»En un artículo a la manera del Blackwood, nada presenta mejor aspecto que el griego. Hasta los
caracteres tienen un aire de profundidad. ¡Observe, señora, el aire astuto de esa épsilon! ¡Y esa phi...
realmente debería ser un obispo! ¿Se vio alguna vez un tipo tan listo como esa omicrón? ¡Y esa
tau! En fin, que no hay como el griego para un artículo sensacionalista. En este caso, su aplicación
es la cosa más evidente del mundo. Profiera la frase acompañada de un sólido juramento, a manera
de ultimátum, contra el estúpido que no pudo comprender lo que le decía usted en inglés acerca del
hueso del pollo. Ya verá cómo entiende la alusión y desaparece de inmediato.
Tales fueron las instrucciones que Mr. B pudo proporcionarme sobre el tópico en cuestión, pero
comprendí que eran suficientes. Por fin me hallaba capacitada para escribir un genuino artículo a
la manera del Blackwood, y me decidí a hacerlo de inmediato. Al despedirme, Mr. B me hizo una
oferta por el artículo, pero como sólo podía ofrecerme cincuenta guineas por página me pareció
mejor que quedara en el seno de nuestra sociedad en vez de sacrificarlo por suma tan mezquina.
Empero, a pesar de su tacañería, Mr. Blackwood me mostró una alta consideración en todo sentido,
tratándome de la manera más cortés. Sus palabras de despedida impresionaron profundamente mi
corazón y espero recordarlas siempre con gratitud.
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-Mi querida Miss Zenobia -díjome, con lágrimas en los ojos-, ¿puedo hacer algo para ayudar al
buen éxito de su laudable empresa? ¡Permítame reflexionar! ¿No sería posible, por ejemplo, que se
ahogara usted enseguida… o se atragantara con un hueso de pollo… o se ahorcara… o se hiciera
morder por un…? ¡Ah, espere! Ahora que lo pienso, en el patio hay dos excelentes bulldogs…
magníficos ejemplares, le aseguro… absolutamente salvajes… Justamente lo que usted necesita…
Seguro que se la comerán con auriculas y todo en menos de cinco minutos… (Aquí está mi reloj.)
¡Piense en las sensaciones! ¡Pues bien…Tom…Peter…! ¡Dick, maldito villano…! ¿Van a soltar de
una vez a los…? Pero, como yo tenía realmente mucha prisa y no podía perder un momento más,
me vi obligada con mucha pena a apresurar mi partida y a marcharme en el acto... quizá algo más
bruscamente de lo que la cortesía hubiera exigido en otras circunstancias.
Apenas me separé de Mr. Blackwood, mi objetivo inmediato consistió en seguir su consejo y
meterme en alguna dificultad, para lo cual pasé la mayor parte del día dando vueltas por Edimburgo
en busca de aventuras desesperadas... aventuras propias de la intensidad de mis sentimientos y
bien adaptadas al amplio carácter del artículo que me proponía escribir. Me acompañaron en esta
excursión Pompeyo, mi sirviente negro, y Diana, mi perrita, a quienes había traído conmigo desde
Filadelfia. Pero sólo hacia el final de la tarde logré triunfar en mi ardua empresa. Y un importante
evento tuvo lugar, que el próximo artículo a la manera del Blackwood (en tono heterogéneo)
contendrá en sustancia y resultados.
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El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me dolía
horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello, en vez de pasar la
velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un
bocado e irme inmediatamente a la cama.
Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gusta tanto como las tostadas con queso y cerveza.
Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay
ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una
unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí
cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la
cantidad abstracta de cinco; pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas
de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.
Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse mi gorro de dormir con intención de no quitármelo
hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin
reproches, me sumí en profundo sueño.
Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer
ronquido cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes
de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los
ojos, entró mi mujer con una carta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el
doctor Ponnonner. Decía así:
Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro
regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores
del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para
quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted,
naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.
Su amigo, Ponnonner.
Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo un hombre.
Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso; me vestí con maravillosa
rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del doctor.
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Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con
impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas hube entrado
comenzó el examen.
Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur Sabretash, primo
de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a considerable distancia de
Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas,
presentan mayor interés pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios.
La cámara de donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase de datos; sus
paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las estatuas,
vasos y mosaicos de fínisimo diseño indicaban la fortuna del difunto.
El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo encontrara el capitán
Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años había quedado allí
sometido tan sólo a las miradas exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a
nuestra disposición; y aquellos que saben cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no
robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.
Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y dos y
medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al comienzo que había
sido construida con madera (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de cartón
o, mejor dicho, de papier mâché compuesto de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas
que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las
posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto.
Por fortuna, Mr. Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos -simplemente
fonéticos- y decirnos que componían la palabra Allamistakeo.
Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con una segunda,
en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo sentido parecida. El hueco entre
las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los colores de la caja interna estaban algo
borrados.
Al abrirla -cosa que no nos dio ningún trabajo- llegamos a una tercera caja, también en forma de
ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar aroma de esa madera.
No había intervalo entre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.
Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de costumbre,
estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una especie de estuche de
papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas representaban
temas correspondientes a los varios deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades,
todo ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían ser
retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una inscripción en forma
de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y los
nombres y títulos de sus parientes.
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En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas cilíndricas de
vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban imágenes de dioses, el escarabajo
sagrado y el globo alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar parecido.
Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que no
despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y brillante.
Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos
y reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de extraordinario parecido a los naturales,
salvo que miraban de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente
dorados.
Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento debía haberse
efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento de acero y arrojar al fuego el
polvo así obtenido, percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.
Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se extraían
las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de nosotros sabía en aquel
momento que con frecuencia suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por lo regular se
acostumbraba extraer el cerebro por las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado;
el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas, hasta
el momento del embalsamamiento propiamente dicho.
Como no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus
instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la mañana. Se decidió
entonces postergar el examen interno hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de separarnos,
cuando alguien sugirió hacer una o dos experiencias con la pila voltaica.
Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o
cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que
todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería
en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio.
Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía
menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el
músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta
primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la
siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados
por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que
suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban
ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era
visible.
Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en
discusión.
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No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es probable sin
embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los
asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar
al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido
hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se
había metido a gatas debajo de la mesa.
Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia.
Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la
zona exterior del os sesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor.
Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un
movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla
casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra
el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha
disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.
Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de
encontrarla, en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que
nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el
doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de
la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el
cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima;
en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del
doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en
perfecto egipcio el siguiente discurso:
-Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes.
Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de
nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y
trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra...
Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que
su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de las
momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo
pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir
que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito
clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado
a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?
Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos
hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos. Cabía esperar una
de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente
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adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de
ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la
ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja
e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus
palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno
de nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo fuera
de lo normal.
Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un
costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los
bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon
se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo
pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.
El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:
-¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese
ese dedo de la boca!
Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca
y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo derecho de la abertura antes
mencionada.
Al no recibir respuesta de Mr. B., la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono
perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y si no fuera por la carencia de
caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su
excelentísimo discurso en la forma original.
Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio
antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon
y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia con
inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción
de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se
veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr.
Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política»
hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de
verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo
derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca
se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle
entender la noción absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el
medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca.
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Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los grandes
beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la
ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber
causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues
apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar
con el examen proyectado. Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.
Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia -cuya naturaleza no pude
llegar a comprender- con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de
las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.
Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había
ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos
una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.
Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente,
sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una
magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán
celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto
blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color
paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de
tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna
dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera
podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un
confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho
bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
-Hubiera pensado -expresó Mr. Buckingham- que estaba usted muerto desde hacía mucho.
-¡Cómo! -replicó el conde, profundamente sorprendido-. ¡Si apenas he pasado los setecientos años!
Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad
de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos
meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.
-Mi observación, empero -continuó Mr. Buckingham-, no se refería a la edad de usted en el
momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un hombre
joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.
-¿En qué? -dijo el conde.
-En betún -persistió Mr. B.
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-¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se empleaba casi
exclusivamente el bicloruro de mercurio.
-Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender -dijo el doctor Ponnonner- es cómo,
después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de
vida y con aire tan saludable.
-Si hubiese estado muerto, como dice usted -replicó el conde-, lo más probable es que continuara
estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de
llevar a cabo lo que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en
estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía estarlo;
me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al tanto del principio
fundamental del embalsamamiento.
-¡De ninguna manera!
-¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero debo decir
que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de
todas las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más
amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio básico
consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las funciones animales sometidas
al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se
encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien,
como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven
ustedes ahora.
-¡La sangre del Escarabajo! -exclamó el doctor Ponnonner.
-Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia muy poco
numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha familia
cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.
-Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
-Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver
antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber
sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin
ellos.
-Ya veo -dijo Mr. Buckingham-, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras son
de la raza del Escarabajo.
-Sin la menor duda.
-Yo había pensado -dijo tímidamente Mr. Gliddon- que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.
-¿Uno de los qué egipcios? -gritó la momia, poniéndose de pie.
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Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron
claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos
tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que los procedimientos de
Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de
Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me
contestó que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos
hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que
para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era),
así como a un tal Plutarco, en su De facie lunoe.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la
fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso
me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro
de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos
poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios. Mientras
pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de
la manera más extraordinaria.
-¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! -exclamó, con enorme indignación por parte de los dos
egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.
-¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! -gritaba entusiasmado-. ¡O, si le resulta
demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!
Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones
del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de
veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una
de otra.
El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera
de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche
de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en la época de su entierro, en un desierto al
oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente
a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas
de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se
llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y
obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía
dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente
pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior. El conde no pretendía afirmar que dentro del área
del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor,
pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido
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meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante
insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio,
la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el
doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.
Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles
Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos
y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas,
perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban
templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.
Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría arreglado para
colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El
conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me
decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de
descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó
si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se
ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico.
Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta voz uno o dos
capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento
del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus
días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó
a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para
hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el
sufragio ad libitum, y no había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo.
Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos
algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto
de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que
pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia
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a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a
quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable
despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba Populacho.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio silencioso me
dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo,
y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor
deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el
doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente
con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los faldones
de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca
se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de
contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que
declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios habían sido capaces de
comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.
Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se
sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada
con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la
pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.
Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las
diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi
familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad:
estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo XIX en general. Me siento convencido de
que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso,
tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré
embalsamar por un par de cientos de años.
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Antíoco Epifanes es generalmente considerado como el Gog del profeta Ezequiel. Este honor, sin
embargo, corresponde naturalmente a Cambises, hijo de Ciro. Y, por otra parte, el monarca sirio no
tiene verdaderamente necesidad de atavíos o adornos suplementarios. Su advenimiento al trono, o
más bien su usurpación de la soberanía, ciento setenta y un años antes de la venida de Cristo, su
tentativa para saquear el templo de Diana en Éfeso, su implacable odio a los judíos, la violación
del santo de los santos, y su muerte miserable en Taba, después de un reinado tumultuoso de once
años; son circunstancias de tanto bulto y que han debido generalmente atraer la atención de los
historiadores de su tiempo más que las impías, cobardes, crueles, absurdas y caprichosas hazañas
que hay que añadir para formar el total de su vida privada y de su reputación.
******
Supongamos, amable lector, que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, y por
algunos minutos, transportados a la más fantástica de las mansiones humanas, a la notable ciudad
de Antioquía. Verdad es que había en Siria y en otras comarcas dieciséis ciudades de este nombre,
sin contar aquella de que vamos a ocuparnos. Pero la nuestra es la que se llamaba Antioquía
Epidafne, a causa de que estaba próxima a la aldea de Dafne, donde había un templo consagrado a
esta divinidad. Fue edificada (aunque la cosa es discutible) por Seleuco Nicator, primer rey después
de Alejandro el Grande, en memoria de su padre Antíoco, y se convirtió en breve tiempo en capital
de la monarquía siria. En los buenos tiempos del Imperio Romano, era residencia ordinaria del
prefecto de las provincias orientales; y muchos emperadores de la ciudad reina (entre los que
merecen especial mención Vero y Valente) pasaron en ella gran parte de su vida. Pero observo que
hemos llegado. Subamos sobre esta plataforma y echemos una ojeada sobre la ciudad y el país
vecino.
¿Cuál es ese ancho y rápido río que se abre un paso accidentado por innumerables cascadas, a
través de un caos de montañas y después a través de un caos de construcciones?
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-Es el Orontes, y es la única agua que se percibe, a excepción del Mediterráneo, que se extiende como
inmenso espejo hasta doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el Mediterráneo; pero permítanme
ustedes decirles que muy pocas personas han disfrutado del golpe de vista que ofrece Antioquía;
quiero decir, muy pocas de las que, como nosotros, han tenido el beneficio de una educación
moderna. Por lo tanto dejemos el mar en su sitio y fijemos toda nuestra atención en ese conjunto de
edificios que se extiende a nuestros pies. Ustedes recordarán que nos hallamos en el año del mundo
tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde, por ejemplo en el año mil ochocientos cuarenta y
cinco de nuestro Señor Jesucristo, nos veríamos privados de este extraordinario espectáculo. En el
siglo XIX, Antioquía está, es decir, Antioquía estará en un lamentable estado de abandono. En el
intervalo, Antioquía habrá sido completamente destruida tres veces diferentes por tres terremotos
sucesivos. A decir verdad, lo poco que quede de su primera condición se hallará en tal estado de
desolación y ruina que el patriarca transportará su silla a Damasco. Está bien: Veo que sigue usted
mi consejo, y que aprovecha el tiempo en inspeccionar los lugares y en:
...saciar sus ojos
Con el recuerdo y los objetos todos,
Que de la gran ciudad forman la gloria
Dispense usted, había olvidado que Shakespeare no florecerá hasta dentro de 1.750 años. Pero el
aspecto de Epidafne, ¿no justifica el epíteto de fantástica que le he dado?
-Está bien fortificada; desde este punto de vista debe tanto a la naturaleza como al arte.
-Tiene usted razón.
-Hay una cantidad prodigiosa de imponentes palacios.
-En efecto.
-Y los templos son numerosos, suntuosos, magníficos, y pueden sostener el parangón con los más
célebres de la antigüedad.
-Efectivamente así es. Sin embargo hay una infinidad de chozas y abominables barracas. También
hay que confesar que existe en todas las calles una maravillosa abundancia de inmundicias; y a
no ser por el omnipotente humo del incienso idólatra no podríamos resistir la hediondez. ¿Ha
visto usted nunca calles tan insoportablemente estrechas y casas tan maravillosamente altas? ¡Qué
negrura proyectan sus sombras sobre el suelo! Es una suerte que las lámparas suspendidas en esas
interminables columnas estén encendidas todo el día; de otro modo tendríamos aquí una segunda
edición de las tinieblas de Egipto.
-¡Verdaderamente éste es un lugar extraño! ¿Qué significa ese raro edificio que se ve allá abajo?
¡Mire usted! Domina todos los demás y se extiende a lo lejos, al este del que supongo es el palacio
real.
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-Es el nuevo Templo del Sol, adorado en Siria con el nombre de Elah Gabalah. Más tarde un muy
famoso emperador instituirá este culto en Roma y se llamará Heliogábalo. Me atrevo a afirmar que
la vista de la divinidad de este templo le agradaría a usted mucho. No tiene que mirar al cielo, su
majestad el Sol, por lo menos el sol adorado por los asirios, no está allí. Esta deidad se encuentra
en el interior del edificio situado allá abajo. Es adorado bajo la forma de un ancho pilar de piedra,
cuya cima está terminada por un cono o pirámide que representa el fuego o pyr.
-¡Mire! ¡Mire! ¿Quiénes pueden ser esos ridículos seres, medio desnudos, con la cara pintada, que
se dirigen a la canalla con grandes gestos y vociferaciones?
-Algunos, en corto número, son saltimbanquis; otros pertenecen más especialmente a la raza de
los filósofos. La mayor parte, sin embargo, especialmente los que apalean al populacho, son los
principales cortesanos del palacio que ejecutan, como es su deber, alguna farsa inventada por el
Rey.
-¡Calle! ¡Otra cosa nueva! ¡Cielo! ¡La ciudad hormiguea de bestias feroces! ¡Qué terrible
espectáculo! ¡Qué peligrosa rareza!
-Terrible, si usted quiere, pero muy poco peligrosa. Cada animal, si usted se toma el trabajo de
observarlo, camina tranquilamente detrás de su dueño. Algunos, sin duda, son llevados con una
cuerda al cuello, pero son principalmente las especies más pequeñas y tímidas. El león, el tigre
y el leopardo andan enteramente libres. Han sido reducidos a su presente condición sin ningún
trabajo y siguen a sus propietarios respectivos como ayudas de cámara. Verdad es que hay casos
en que la naturaleza reivindica su imperio usurpado; pero un escudo devorado, un toro sagrado
estrangulado, son circunstancias muy vulgares para producir sensación en los Epidáfneos.
-Pero, ¿qué extraordinario tumulto oigo? ¡De seguro he aquí un gran ruido aun para el mismo
Antíoco! Esto indica algún inusitado incidente.
-Sí, indudablemente. El Rey ha ordenado algún nuevo espectáculo, alguna exhibición de
gladiadores en el Hipódromo, o tal vez el asesinato de los prisioneros escitas, o el incendio de su
nuevo palacio, o también, a fe mía, la quema de algunos judíos. El estruendo aumenta. Suben por
los aires rumores de grandes carcajadas. El aire es desgarrado por los instrumentos de viento y
por el clamor de un millón de gargantas. Descendamos y veamos lo que ocurre. Por aquí, ¡tenga
cuidado! Estamos aquí en la calle principal que se llama calle de Timarco. El populacho, semejante
a un mar, llega por este lado y nos será difícil remontar la corriente. Se esparce a través de la
avenida de los Heráclidas, que parte directamente del palacio; según esto, el Rey forma parte de
la banda. Sí, oigo los gritos del heraldo que proclama su venida con la pomposa fraseología de
Oriente. Podremos verlo bien, cuando pase delante del templo de Ashimah. Pongámonos al abrigo
del vestíbulo del santuario; pronto llegará aquí. Entre tanto consideremos esta figura. ¿Quién es?
¡Oh! Es el Dios Ashimah en persona; usted ve bien que no es ni cordero, ni macho cabrío, ni sátiro;
no tiene ninguna semejanza con el Pan de los arcadios. Y, sin embargo, todos estos caracteres han
sido, ¡vuelvo a equivocarme!, serán atribuidos, quiero decir, por los eruditos de los siglos futuros
al Ashimah de los sirios. Póngase sus anteojos y dígame lo que es. ¿Qué es?
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11 Flavio Vopisco dice que el himno intercalado aquí fue cantado por el populacho, cuando la guerra de los sármatas
en honor de Aureliano, que había matado con su propia mano novecientos cincuenta hombres al enemigo.
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¡Bien cantado! El populacho saluda al Príncipe de los poetas y Gloria del Oriente, Delicias del
Universo, y, por último, El más maravilloso de los Camaleopardos. Le hacen repetir su obra
maestra, y, ¿oye usted?, la vuelve a empezar. Cuando llegue al Hipódromo, recibirá la corona
poética como preparación para su victoria en los próximos Juegos Olímpicos.
-Pero, buen Júpiter, ¿qué ocurre en la multitud detrás de nosotros?
-¿Detrás de nosotros, dice usted? ¡Oh!, ya comprendo. Amigo mío, me alegro de que haya hablado
a tiempo. Pongámonos en lugar seguro lo más pronto posible. ¡Aquí! Refugiémonos bajo los
arcos de este acueducto, y le explicaré el origen de esta agitación. Como presumo, esto acaba mal.
El singular aspecto de este camaleopardo con su cabeza de hombre, debe de haber chocado con
las ideas de lógica y armonía aceptadas por los animales salvajes domesticados en la ciudad. De
aquí ha resultado un motín, y, como sucede siempre en tales casos, todos los esfuerzos humanos
serán impotentes para reprimir el movimiento. Algunos sirios ya han sido devorados; pero los
patriotas de cuatro patas parecen unánimemente decididos a comerse el camaleopardo. El Príncipe
de los Poetas se ha enderezado sobre sus patas traseras, porque se trata de su vida. Sus cortesanos
han abandonado el campo, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡Delicias del
Universo, en mal paso te encuentras! ¡Gloria del Oriente, estás en peligro de ser comido! Por
consiguiente, no mires tan lastimosamente tu cola; se arrastrará por el lodo, no hay remedio. ¡No
mires, pues, atrás, ni te ocupes de su inevitable deshonra; sino anímate, pon en juego vigorosamente
las piernas, y escapa hacia el Hipódromo! ¡Acuérdate de que eres Antíoco Epifanes, Antíoco el
Ilustre! y también ¡el Príncipe de los Poetas, las Delicias del Universo y El más maravilloso de
los Camaleopardos! ¡Santo cielo! ¡Posees unas piernas que son tu mejor defensa! ¡Así vas bien,
camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Corre, salta, vuela! ¡Como una flecha lanzada por la catapulta
se aproxima al Hipódromo! ¡Corre! ¡Da un grito! ¡Ya llegó! Suerte has tenido; porque ¡oh, Gloria
del Oriente!, si tardas medio segundo más en llegar a las puertas del anfiteatro, no hubiera habido
en Epidafne un solo oso, por pequeño que fuese, que no se cebase en tu osamenta. Vámonos,
partamos, porque nuestros modernos oídos son demasiado delicados para soportar el inmenso
estrépito que va a empezar en honor de la libertad del Rey. ¡Oíd! Ya ha empezado. Toda la ciudad
está alborotada.
-¡He ahí ciertamente la ciudad más populosa de Oriente! ¡Qué hormigueo de pueblo! ¡Qué
confusión de clases y edades! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de lenguas! ¡Qué gritos de
bestias! ¡Qué estrépito de instrumentos! ¡Qué pandilla de filósofos!
-¡Vámonos, vámonos!
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Cuentos
-Edgar All an Poe-
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c o s t a r ic a
-Un momento aún: veo en el Hipódromo una gran algazara; dígame, por favor, ¿qué significa?
-¿Esto? ¡Oh, nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidafne, hallándose, según declaran,
satisfechos por completo de la lealtad, bravura, sabiduría y divinidad de su Rey, y además, habiendo
sido testigos de su reciente agilidad sobrehumana, piensan llenar un deber depositando sobre su
frente (además del laurel poético), una nueva corona, premio de la carrera a pie, corona que será
preciso que obtenga en las fiestas de la próxima Olimpíada y que naturalmente decretan hoy por
adelantado.
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Cuentos
-Edgar All an Poe-
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c o s t a r ic a
Cuento de Jerusalén12
Lucano
Traducción
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-Edgar All an Poe-
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c o s t a r ic a
-Olvidas, Ben-Levi -replicó Abel-Phittim-, que el romano Pompeyo, impío sitiador de la ciudad
del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán dedicados a alimento
del espíritu y no del cuerpo.
-¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! -gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados
Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de tundirse y lacerarse los pies contra el suelo
era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos menos ahincados, y una piedra
de toque para los transeúntes menos dotados)-. ¡Por las cinco puntas de esa barba, que, por ser
sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra
advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de la carne los elementos más santos y
consagrados? ¿Habremos vivido para ver el día en que...?
-No nos preocupemos de las razones del filisteo -lo interrumpió Abel-Phittim-, pues hoy nos
beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; apresurémonos a llegar a las
murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden
extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna tempestad puede alterar.
******
La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban nuestros excelentes Gizbarim ostentaba el
nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona mejor fortificada de
Jerusalén, hallándose situada sobre la abrupta y majestuosa colina de Sión. Un ancho y profundo
foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una solidísima muralla que
nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla torres cuadradas de mármol
blanco, las menores tenían sesenta pies de alto, y las mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías
de la puerta de Benjamín la muralla no nacía del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el
nivel de éste y la base del baluarte alzábase un risco de doscientos cincuenta codos que formaba
parte del abrupto monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la
torre llamada Adoni-Be-zek -la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de
parlamentos con el ejército sitiador- pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una
eminencia que sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no pocos el templo de Belus.
-En verdad digo -suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el vertiginoso precipicio-, los
incircuncisos son tantos como las arenas de la playa... como las langostas del desierto. El valle del
Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
-Y, sin embargo -agregó Ben-Levi-, no podrías señalarme un solo filisteo... ¡No, ni siquiera uno,
desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más grande que la letra
Jod!
-¡Bajad la cesta con los siclos de plata! -gritó de pronto, con acentos tan broncos como ásperos,
un soldado romano que parecía haber surgido de las regiones de Plutón-. ¡Bajad esa cesta con el
maldito dinero, cuyo solo nombre basta para dislocar la mandíbula de un noble romano! ¿Es así
como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo, que, en su condescendiente bondad,
ha creído oportuno escuchar vuestras importunidades de idólatras? El dios Febo, que es un dios
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Cuentos
-Edgar All an Poe-
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c o s t a r ic a
verdadero, corre en su carro desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas
cuando asomara? ¡Aedepol! ¿Creéis que nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra
cosa que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para traficar con los perros de este mundo?
¡Vamos, abajo... y atención a que vuestras baratijas tengan el color y el peso debidos!
-¡El Elohim! -profirió el Fariseo, mientras los discordantes acentos del centurión resonaban en los
peñascos del precipicio y se perdían contra el templo-. ¡El Elohim! ¿Quién es el dios Febo? ¿A
quién invoca el blasfemador? ¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres versado en las leyes de los gentiles,
y has habitado entre los que se contaminan con los Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O
de Ashimah? ¿De Nibhaz... de Tartak... de Adramalech... de Anamalech... de Succoth-Benith... de
Dagon... de Belial... de Baal-Perith... de Baal-Peor... o de Baal-Zebub?
-De ninguno de ellos, en verdad... pero ten cuidado que la cuerda no resbale demasiado
rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco saliente harías caer
lamentablemente las santas cosas del santuario.
******
Con ayuda de una máquina de construcción bastante grosera, la cesta pesadamente cargada
descendió entonces con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el vertiginoso
pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban confusamente en torno de ella, pero la
gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba.
Transcurrió así media hora.
-¡Llegaremos demasiado tarde! -suspiró el Fariseo al cumplirse este período, mientras miraba hacia
el abismo-. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos despojarán de nuestras funciones!
-¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! -agregó Abel-Phittim-. ¡Nuestras barbas
perderán su perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino del Templo!
-¡Raca! -juró Ben-Levi-. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra? ¡Santísimo Moisés!
¿Estarán acaso pesando los siclos del tabernáculo?
-¡Han dado la señal! -gritó el Fariseo-. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim...
y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos están sujetando todavía la
cesta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado con un animal de gran peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose pesadamente entre
la espesa niebla.
*******
-¡Booshoh! ¡Booshoh! -tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi cuando, después
de una hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
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-¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi... y más arrugado que el valle
de Jehoshaphat!
-Es un primer nacido del rebaño -opuso Abel-Phittim-. Lo reconozco por su balido y por su manera
inocente de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del Pectoral, y su carne es
como la miel del Hebrón.
-Es un becerro engordado en las praderas de Bashan -dijo el Fariseo-. ¡Los paganos se han portado
admirablemente con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un salmo! ¡Demos las gracias con
el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche!
Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un sordo gruñido les reveló que
contenía un cerdo de enorme tamaño.
-¡El Emanu! -gritó el trío, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el cerdo se volvió
de cabeza entre los filisteos-. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros...! ¡Es la carne innominable!
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-Edgar All an Poe-
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El Alce13
Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales
como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo -en especial de Europa-, y no ha sido más profundo
el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la
discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aún queda por decir
un mundo de cosas.
Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar
nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por
lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del
magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales y meridionales -del dilatado valle
de Luisiana, por ejemplo-, realización del más exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte
estos viajeros se conforman con una apresurada inspección de los lugares más espectaculares de
la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper’s Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las
praderas y el Mississippi. Son éstos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para
aquel que ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado.
Junto al azul torrente del Ródano veloz.
Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en realidad llegaré a la osadía de afirmar
que hay innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas explorados, dentro de los límites
de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las más grandes y más
hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a
los cuales me he referido.
En realidad, los verdaderos edenes de la tierra quedan muy lejos de la ruta de nuestros más sistemáticos
turistas; ¡cuánto más lejos, entonces, del alcance de los forasteros que, habiéndose comprometido
con los editores de su patria a proveer cierta cantidad de comentarios sobre Norteamérica en un
plazo determinado, no pueden cumplir este pacto de otra manera que recorriendo a toda velocidad,
libreta de notas en mano, los más trillados caminos del país!
Acabo de mencionar el valle de Luisiana. De todas las regiones extensas dotadas de belleza
natural, ésta es quizá la más hermosa. Ninguna ficción se le ha aproximado. La más espléndida
imaginación podría derivar sugestiones de su exuberante belleza. Y la belleza es, en realidad, su
única característica. Poco o nada tiene de sublime. Suaves ondulaciones del suelo entretejidas con
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cristalinas y fantásticas corrientes costeadas por pendientes floridas, y como fondo una vegetación
forestal, gigantesca, brillante, multicolor, rutilante de gayos pájaros, cargada de perfume: estos
rasgos componen, en el valle de Luisiana, el paisaje más voluptuoso de la tierra.
Pero, aun en esta deliciosa región, las partes más encantadoras sólo se alcanzan por sendas
escondidas. A decir verdad, por lo general el viajero que quiere contemplar los más hermosos
paisajes de Norteamérica no debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en diligencia, en su coche
particular, y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe caminar, debe saltar barrancos, debe correr el
riesgo de desnucarse entre precipicios, o dejar de ver las maravillas más verdaderas, más ricas y
más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En Inglaterra es absolutamente desconocida.
El más elegante de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de ser vistos sin detrimento de
sus calcetines de seda, tan bien conocidos son todos los lugares interesantes y tan bien organizados
están los medios de acceso. Nunca se ha dado a esta consideración la debida importancia cuando
se compara el escenario natural del viejo mundo con el del nuevo. Toda la belleza del primero es
parangonada tan sólo con los más famosos pero en modo alguno más eminentes lugares del último.
El paisaje fluvial tiene indiscutiblemente en sí mismo todos los elementos principales de la belleza
y, desde tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta. Pero mucha de su fama es
atribuible al predominio de los viajes por vía fluvial sobre los realizados por terreno montañoso.
De la misma manera los grandes ríos, por ser habitualmente grandes caminos, han acaparado
en todos los países una indebida admiración. Han sido más observados y, en consecuencia, han
constituido tema de discurso más a menudo que otras corrientes menos importantes pero con
frecuencia de mayor interés.
Un singular ejemplo de mis observaciones sobre este tópico puede hallarse en el Wissahiccon,
un arroyo (pues apenas merece nombre más importante) que se vuelca en el Schuykill, a unas
seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon es de una belleza tan notable, que
si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los bardos y el tópico común de todas las lenguas,
siempre que sus orillas no hubieran sido loteadas a precios exorbitantes como solares para las villas
de los opulentos. Sin embargo, hace muy pocos años que se oye hablar del Wissahiccon, mientras
el río más ancho y más navegable, en el cual se vuelca, ha sido celebrado desde largo tiempo
atrás como uno de los más hermosos ejemplos de paisaje fluvial americano. El Schuykill, cuyas
bellezas han sido muy exageradas -y cuyas orillas, por lo menos en las cercanías de Filadelfia, son
pantanosas como las del Delaware-, en modo alguno es comparable, en cuanto objeto de interés
pintoresco, con el más humilde y menos famoso riachuelo del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los Estados Unidos, señaló a los nativos de
Filadelfia el raro encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas, este encanto no era más
que sospechado por algunos caminantes aventureros de la vecindad. Pero una vez que el Diario
abrió los ojos de todos, el Wissahiccon, hasta cierto punto, alcanzó de inmediato la notoriedad.
Digo «hasta cierto punto», pues en realidad la verdadera belleza del riachuelo se encuentra lejos
de la ruta de los cazadores de pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan más allá de
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una milla o dos de la boca del riacho, por la excelentísima razón de que allí se detiene la carretera.
Yo aconsejaría al aventurero deseoso de contemplar sus más hermosos parajes que tomara el Ridge
Road, el cual corre desde la ciudad hacia el oeste, y, después de alcanzar el segundo sendero más
allá del sexto mojón, siguiera este sendero hasta el final. Así sorprenderá al Wissahiccon en uno de
sus mejores parajes, y en un esquife, o recorriendo sus orillas, puede remontar la corriente y bajar
con ella, como se le ocurra: en cualquier dirección encontrará su recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es estrecho. Sus orillas son casi siempre
escarpadas y consisten en altas colinas cubiertas de nobles arbustos cerca del agua y coronadas,
a gran altura, por algunos de los más espléndidos árboles forestales de América, entre los cuales
sobresale el liriodendron tulipifera. Las orillas inmediatas, sin embargo, son de granito, de aristas
agudas o cubiertas de musgo, que el agua diáfana lame en su suave flujo, como las azules olas del
Mediterráneo los peldaños de sus palacios de mármol. A veces, frente a los acantilados, se extiende
una pequeña y limitada meseta cubierta de ricos pastos, la cual brinda la posición más pintoresca
para un cottage y un jardín que la más opulenta imaginación pueda concebir. Los meandros de la
corriente son numerosos y bruscos, como ocurre habitualmente cuando las orillas son escarpadas,
y así la impresión que reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de una interminable sucesión
de laguitos, o, mejor dicho, de estanques, infinitamente variados. El Wissahiccon, sin embargo,
debe ser visitado, no como el «bello Melrose», al claro de luna o aun con tiempo nublado, sino en
el más brillante fulgor del mediodía, pues la estrechez de la garganta por la cual corre, la altura
de las colinas laterales, la espesura del follaje, conspiran para producir un efecto sombrío, si no
absolutamente lóbrego, que, a menos de ser aliviado por una luz general, brillante, desmerece la
pura belleza del paisaje.
No hace mucho visité el arroyo por el camino descrito y pasé la mayor parte de un día bochornoso
navegando en un esquife por sus aguas. El calor fue venciéndome gradualmente y, cediendo a la
influencia del paisaje y del tiempo y al suave movimiento de la corriente, me sumí en un semisueño,
durante el cual mi imaginación se solazó en visiones de los antiguos tiempos del Wissahiccon,
de los «buenos tiempos» en que no existía el Demonio de la Locomotora, cuando nadie soñaba
con picnics, cuando no se compraban ni se vendían «derechos de navegación», cuando el piel
roja hollaba solo, junto con el alce, los cerros que ahora se destacan allá arriba. Y mientras estas
fantasías iban adueñándose gradualmente de mi espíritu, el perezoso arroyo me había llevado,
pulgada tras pulgada, en torno a un promontorio y a plena vista de otro que limitaba la perspectiva
a una distancia de cuarenta o cincuenta yardas. Era un cantil empinado, rocoso, que se hundía
profundamente en el agua y presentaba las características de una pintura de Salvator Rosa mucho
más señaladas que en cualquier otra parte del recorrido. Lo que vi sobre ese acantilado, aunque
seguramente era un objeto de naturaleza muy extraordinaria, considerados la estación y el lugar,
al principio ni me sorprendió ni me asombró, por su absoluta y apropiada coincidencia con las
soñolientas fantasías que me envolvían. Vi, o soñé que veía, de pie en el borde mismo del precipicio,
con el cuello tendido, las orejas tiesas y toda la actitud reveladora de una curiosidad profunda y
melancólica, uno de los más viejos y más osados alces, idénticos a los que yo uniera con los pieles
rojas de mi visión.
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Digo que durante unos minutos esta aparición ni me sorprendió ni me asombró. Durante ese
intervalo mi alma entera quedó absorta en una intensa simpatía. Imaginé al alce quejoso tanto
como maravillado de la manifiesta decadencia operada en el arroyo y en su vecindad, aun en los
últimos años, por la cruel mano del utilitarismo. Pero un ligero movimiento de la cabeza del animal
destruyó de inmediato el conjuro del ensueño que me envolvía, y despertó en mí la sensación cabal
de la novedad de la aventura. Me incorporé sobre una rodilla dentro del esquife y, mientras dudaba
entre detener mi marcha o dejarme llevar más cerca del objeto que me había maravillado, oí las
palabras «¡chist!, ¡chist!», pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los matorrales
de lo alto. Instantes después un negro emergía de la maleza, separando las ramas con cuidado y
caminando cautelosamente. Llevaba en una mano un puñado de sal y, tendiéndola hacia el alce, se
acercó lento pero seguro. El noble animal, aunque un poco inquieto, no hizo el menor intento de
escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas palabras de aliento o conciliación. Entonces el
alce agachó la cabeza, pateó y después se echó tranquilamente y aceptó el ronzal.
Así termina mi cuento del alce. Era un viejo animal mimado, de hábitos muy domésticos, y
pertenecía a una familia inglesa que ocupaba una villa de la vecindad.
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El Aliento Perdido14
La desdicha más manifiesta cede finalmente ante el incansable coraje de un espíritu filosófico, así
como la ciudad más inexpugnable ante la incesante vigilancia de su enemigo. Salmanasar, como
nos lo enseñan las Escrituras, sitió Samaria durante tres años, pero ésta cayó al fin. Sardanápalo
-consúltese a Diodoro- se defendió en Nínive durante siete años, pero no le sirvió de nada. Troya
cayó al terminar el segundo lustro, y Azoth, según lo afirma Aristeo por su honor de caballero,
abrió, por fin, sus puertas a Psamético, después de haberlas tenido cerradas durante la quinta parte
de un siglo.
******
-¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! -dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestras bodas-. ¡Bruja...
carne de látigo... pozo de iniquidad... horrible quintaesencia de todo lo abominable... tú... tú...!
Y en puntas de pie, mientras la aferraba por la garganta y acercaba mi boca a su oreja, disponíame
a botar un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio, que de ser dicho no dejaría de convencerla de
su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y estupefacción, descubrí que había perdido el
aliento.
Las frases: «Me falta el aliento», o «He perdido el aliento», se repiten con frecuencia en la
conversación; pero jamás se me había ocurrido que el terrible accidente de que hablo pudiera
ocurrir bona fide y de verdad. ¡Imaginaos, si tenéis fantasía suficiente, imaginaos mi maravilla, mi
consternación, mi desesperación!
Tengo un genio protector, empero, que jamás me ha abandonado por completo. En mis accesos
más incontrolables conservo siempre el sentido de la propiedad, et le chemin des passions me
conduit -como dice Lord Edouard en Julie- à la philosophie véritable.
Aunque en el primer momento no pude verificar hasta qué punto me afectaba lo sucedido, decidí
de todos modos ocultarlo a mi mujer hasta que nuevas experiencias me mostraran la amplitud de
tan inaudita calamidad. Cambié de inmediato la expresión de mi rostro, haciéndolo pasar de su
apariencia hinchada y retorcida a un aire de traviesa y coqueta bondad, y di a mi dama un golpecito
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en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin articular una sílaba (¡Furias! ¡Me era imposible!),
dejándola estupefacta de mi extravagancia, tras lo cual salí de la habitación pirueteando y haciendo
un pas de zéphyr.
Contempladme ahora, encerrado en mi boudoir privado, terrible ejemplo de las tristes consecuencias
que se derivan de la irascibilidad; vivo, pero con todas las características de la muerte; muerto,
con todas las propensiones de los vivos; una verdadera anomalía sobre la tierra; perfectamente
tranquilo y, no obstante, sin aliento.
¡Sí, sin aliento! No bromeo al afirmar que mi aliento había desaparecido. No hubiera sido capaz de
mover una pluma con él, aunque de ello dependiera mi vida, y menos aún empañar la transparencia
de un espejo. ¡Crueles hados! Poco a poco, sin embargo, hallé algún alivio a ese primer incontenible
paroxismo de angustia. Luego de algunas pruebas descubrí que la facultad vocal que, dada mi
incapacidad para proseguir la conversación con mi esposa, había considerado como totalmente
perdida, sólo se hallaba parciamente afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis
hubiera bajado mi voz a un tono profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole
mis sentimientos; en efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del
aliento, sino de cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.
Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que decir que
mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se posesionaban de
mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la perversidad de la naturaleza
humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil, prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me
estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato
ronroneaba con todas sus fuerzas sobre la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente
bajo la mesa, jactándose ambos de la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de
mi incapacidad respiratoria.
Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi mujer que bajaba
la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.
Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el objeto
de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún armario o
cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los filósofos son muy
poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su Mandeville, William Godwin
sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades», y se admitirá que esto merece tenerse
en cuenta. Me agradaría que el lector sensato reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones
exceden lo absurdo. Se recordará que Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este
episodio estoy convencido de que tenía razón.
Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recompensa de tanta industria y
perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un ojo y cantidad
de billets-doux dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para hacer notar que esta
confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me preocupaba muy poco. El
hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de mí era un mal tan natural como
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necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia corpulenta y robusta, pero que mi estatura está
por debajo de la normal. No hay que maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi
conocido, y su estatura, que se ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones
por parte de Mrs. Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.
Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras armario, cajón
tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando
al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella de aceite de Arcángeles de
Grandjean -que, como perfume agradable, me tomo la libertad de recomendar.
Con el corazón lleno de pena me volví a mi boudoir a fin de discurrir algún método que burlara la
astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de viaje, pues estaba
dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido, tenía algunas probabilidades
de ocultar mi desdichada calamidad -calamidad aún más propia que la miseria para privarme de
la estimación general y provocar con mi miserable persona la bien merecida indignación de los
virtuosos y los felices-. No vacilé mucho tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me
aprendí íntegramente de memoria la tragedia de Metamora. Había recordado felizmente que en
este drama, o por lo menos en las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había
perdido eran completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda
voz gutural.
Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin acudir a
procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y especialmente mío.
Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había apasionado súbitamente por
el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a cada pregunta o sugestión que me
hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo semejante al croar de una rana) declamando
algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no tardé en observar con grandísimo placer que dichos
pasajes se aplicaban igualmente bien a cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder
al recitado de dichos pasajes dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las
rodillas, patear el piso, o hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente
las características de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme
una camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.
Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la diligencia de
N..., dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban asuntos de máxima
importancia.
La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía distinguir
los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de
colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía disculpas por la libertad que
iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era, quedándose dormido en un instante ahogando
mis guturales clamores de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos
del toro de Falaris. Felizmente el estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de
sofocación.
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Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se levantó
y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza. Viendo que
yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza torcida hacia un
lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros, les dijo de manera muy
decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado un cadáver pretendiendo que
se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo derecho como demostración de lo que
estaba sosteniendo.
En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber tirarme
sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios y, al descubrir
que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador eran rigurosamente
ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos a tolerar mansamente
semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no seguirían en compañía de
un cadáver.
Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la diligencia
sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del
vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de tirarme también el más pesado de
mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza, fracturándomela de manera tan interesante
cuanto extraordinaria.
El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo suficiente
para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de mandar llamar
a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una cuenta y recibo por diez
dólares.
El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona. Comenzó
por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces llamar a
un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el ínterin, y por si sus sospechas
sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión en el estómago y me extrajo varias
visceras para disecarlas privadamente.
El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y saltando
con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las operaciones del
cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los efectos de una nueva batería
galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre informado, efectuó diversos experimentos
que no pudieron dejar de interesarme, dada la participación personal que tenía en ellos. Lo que más
me mortificaba, sin embargo, era que todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al
punto de que ni siquiera conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas
pero fantásticas teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología
hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente.
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Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz hasta un
nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me hubo vestido
con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un
pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome entregado al silencio y a
la meditación.
Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el pañuelo,
hubiese podido hablar. Consolándome con esta reflexión, me puse a repetir mentalmente algunos
pasajes de la Omnipresencia de la Divinidad, como era mi costumbre antes de entregarme al sueño;
pero en ese momento dos gatos de voraz y vituperable aspecto entraron por un agujero de la pared,
saltaron con una pirueta à la Catalani y cayeron uno frente a otro sobre mi cara, entregándose a
una indecorosa contienda por la fútil posesión de mi nariz.
Así como la pérdida de sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia, y la
mutilación de su nariz dio a Zopiro la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de
mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Exasperado por el dolor y ardiendo de indignación,
hice saltar de golpe las cuerdas y el vendaje. Corrí por la habitación, lanzando una mirada de
desprecio a los beligerantes, y, luego de abrir la ventana ante su horror y desencanto, me precipité
por ella con gran destreza.
El ladrón de caminos W…, al cual me parecía muchísimo, era llevado en ese momento desde la
ciudad al cadalso erigido en los suburbios para su ejecución. Su extremada debilidad y el largo
tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no lo ataran; vestido con las
ropas de los condenados a muerte -que se parecían mucho a las mías- yacía tendido en el fondo del
carro del verdugo (carro que pasaba justamente bajo las ventanas del cirujano en momentos en que
yo salía por la ventana), sin otra custodia que el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del 6 de
infantería, que estaban borrachos.
Para mi mala suerte, caí de pie en el vehículo. W…, que era hombre astuto, percibió al instante su
oportunidad. Dando un salto se dejó caer del carro y, metiéndose por una calleja, se perdió de vista
en un guiñar de ojos. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron darse cuenta del cambio
producido. Pero al ver a un hombre semejante en todo al villano, que se erguía en el carro frente
a ellos, supusieron que el miserable (es decir W…) trataba de escapar, y, luego de comunicarse el
uno al otro esta opinión, bebieron sendos tragos y me derribaron a culatazos con los mosquetes.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, nada podía yo decir en mi defensa.
Era inevitable que me ahorcaran. Me resigné, con un estado de ánimo entre estúpido y sarcástico.
Había en mí muy poco de cínico, pero tenía todos los sentimientos de un perro. Entretanto el
verdugo me ajustaba el dogal al cuello. La trampa cayó.
Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque indudablemente podría hablar
con conocimiento de causa, y se trata de un tema sobre el cual no se ha dicho aún nada correcto.
La verdad es que para escribir al respecto conviene haber sido ahorcado previamente. Todo autor
debería limitarse a las cuestiones que conoce por experiencia. Así, Marco Antonio compuso un
tratado sobre la borrachera.
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Mencionaré, empero, que no perecí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero aquello no podía suspender
mi aliento; de no haber sido por el nudo debajo de la oreja izquierda (que me daba la impresión
de un corbatín militar), me atrevería a afirmar que no sentía mayores molestias. En cuanto a la
sacudida que recibió mi cuello al caer desde la trampa, sirvió meramente para enderezarme la
cabeza que me ladeara el gordo caballero de la diligencia.
Tenía buenas razones, empero, para compensar lo mejor posible las molestias que se había tomado
la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según opinión general, fueron extraordinarias.
Imposible hubiera sido sobrepasar mis espasmos. El populacho pedía bis. Varios caballeros
se desmayaron y multitud de damas fueron llevadas a sus casas con ataques de nervios. Pinxit
aprovechó la oportunidad para retocar, basándose en un croquis tomado en ese momento, su
admirable pintura de Marsias desollado vivo.
Cuando hube proporcionado diversión suficiente, se consideró llegado el momento de descolgar
mi cuerpo del patíbulo -sobre todo porque, entretanto, el verdadero culpable había sido descubierto
y capturado, hecho del que por desgracia no llegué a enterarme.
Como es natural lo ocurrido me valió simpatías generales, y como nadie reclamó mi cadáver se
ordenó que fuera enterrado en una bóveda pública.
Allí, después de un plazo conveniente, fui depositado. Marchóse el sepulturero y me quedé solo.
En aquel momento un verso del Malcontento de Marston,
La muerte es un buen muchacho, y tiene casa abierta...
me pareció una palpable mentira.
Arranqué, sin embargo, la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar estaba espantosamente húmedo y
era muy lóbrego, al punto que me sentí asaltado por el ennui. Para divertirme, me abrí paso entre
los numerosos ataúdes allí colocados. Los bajé al suelo uno por uno y, arrancándoles la tapa, me
perdí en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.
-Éste -monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado- ha sido sin duda un infeliz,
un hombre desdichado en toda la extensión de la palabra. Le tocó en vida la terrible suerte de
anadear en vez de caminar, de abrirse camino como un elefante y no como un ser humano, como
un rinoceronte y no como un hombre.
Sus tentativas para avanzar resultaban inútiles y sus movimientos giratorios terminaban en
rotundos fracasos. Al dar un paso adelante, su desgracia consistía en dar dos a la derecha y tres a
la izquierda. Sus estudios se vieron limitados a la poesía de Crabbe. No tuvo idea de la maravilla
de una pirouette. Para él, un pas de papillon era sólo una concepción abstracta. Jamás ascendió a
lo alto de una colina. Nunca, desde un campanario, contempló el esplendor de una metrópolis. El
calor era su mortal enemigo. Durante la canícula sus días eran días de can. Soñaba con llamas y
sofocaciones, con una montaña sobre otra, el Pelión sobre el Osa. Le faltaba el aliento, para decirlo
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en una palabra; sí, le faltaba el aliento. Consideraba una extravagancia tocar instrumentos de viento.
Fue el inventor de los abanicos automáticos, de las mangueras de viento, de los ventiladores.
Protegió a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente mientras intentaba fumar un
cigarro. Siento profundo interés por su caso, pues simpatizo sinceramente con su suerte.
-Pero aquí -dije, extrayendo desdeñosamente de su receptáculo un cuerpo alto, flaco y extraño,
cuya notable apariencia me produjo una sensación de desagradable familiaridad-, aquí hay un
miserable indigno de conmiseración en esta tierra. Y diciendo así, para lograr una mejor vista de
mi sujeto, lo agarré por la nariz con el pulgar y el índice, obligándolo a sentarse en el suelo, y lo
mantuve en esta forma mientras continuaba mi monólogo.
-Indigno -repetí- de conmiseración en esta tierra. ¿A quién se le ocurriría compadecer a una
sombra? Por lo demás, ¿no ha tenido el pleno goce de las dichas propias de los mortales? Fue
el creador de los monumentos elevados, de las altas torres donde se fabrica la metralla, de los
pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre Sombras y penumbras lo inmortalizó.
Fue distinguido y hábil editor de la obra de «South sobre los huesos». A temprana edad concurrió
al colegio y estudió la ciencia neumática. De vuelta a casa, no hacía más que hablar y tocar el corno
francés. Protegió las gaitas. El capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no pudo andar
contra él. Sus escritores favoritos eran Windham y Allbreath, y Phiz su artista preferido. Murió
gloriosamente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur, como la fama pudicitioe en San
Jerónimo. Era indudablemente un...
-¿Cómo se atreve... cómo... se... atreve...? -interrumpió el objeto de mi animadversión, jadeando
por respirar y arrancándose con un desesperado esfuerzo el vendaje de la mandíbula-. ¿Cómo
puede usted Mr. Faltaliento, ser tan infernalmente cruel para sujetarme de esa manera por la nariz?
¿No ve que me han atado la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que se da cuenta de algo, que
debo exhalar un enorme exceso de aliento! Pero, si no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación
representa un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarse, hablar con una persona como
usted que no es de los que se creen llamados a interrumpir a cada momento el hilo del discurso
de su interlocutor. Las interrupciones son molestas y deberían abolirse. ¿No lo cree usted? ¡Oh,
no conteste, por favor! Basta con que uno solo hable a la vez. Pronto habré terminado, y entonces
podrá empezar usted. ¿Cómo demonios llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le ruego! Llevo
aquí algún tiempo... ¡Terrible accidente! ¿Supo usted de él, presumo? ¡Espantosa calamidad!
Mientras pasaba bajo sus ventanas... hace un tiempo... justamente en la época en que a usted le
dio por el teatro... ¡cosa horrible! ... ¿Oyó alguna vez la expresión «retener el aliento»? ¡Cállese,
le digo! ¡Pues bien... yo retuve el aliento de otra persona! Y eso que siempre había tenido bastante
con el mío propio… Al ocurrirme eso me encontré con Blab en la esquina… pero no me dio la
menor posibilidad de decir una palabra… imposible deslizar una sola sílaba… Naturalmente, fui
víctima de un ataque epiléptico… Blab salió huyendo… ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había
muerto y me metieron aquí… ¡Vaya hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha
dicho… y cada palabra es una mentira… ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible…!
Etcétera, etcétera, etcétera…
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Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí poco a
poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por aquel caballero
(que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo había perdido durante mi
conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas.
Pero de todas maneras no solté mi mano de la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el
largo período durante el cual el inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con
sus explicaciones.
Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo dominante.
Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi salvación, y que sólo con
grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas, bien lo sabía, estiman las cosas que
poseen -por más insignificantes que sean para ellas, y aun molestas o incómodas- en razón directa
de las ventajas que obtendrían otras personas si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister
Alientolargo? Si me mostraba ansioso por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar,
¿no me convertiría en una víctima de las extorsiones de su avaricia? Hay villanos en este mundo,
como le recordé mientras suspiraba, que no tendrán escrúpulos en aprovecharse del vecino de al
lado; y además (esta observación proviene de Epicteto), en el momento en que los hombres están
más deseosos de arrojar la carga de sus calamidades, es cuando menos dispuestos se muestran a
ayudar en el mismo sentido a sus semejantes.
Frente a consideraciones de este género, manteniendo siempre mi presa por la punta de la nariz,
consideré oportuno dirigirle la siguiente réplica:
-¡Monstruo! -empecé, con un tono de profunda indignación-. ¡Monstruo e idiota de doble aliento!
Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades dándote una doble respiración, ¿te atreves
a dirigirte a mí con el lenguaje familiar de la amistad? «¡Mentiras!», dices y «que me calle la
boca», ¡naturalmente! ¡Vaya conversación con un caballero que sólo tiene un aliento! ¡Y todo esto
cuando de mí depende aliviarte de la calamidad que sufres, y eliminar todas las superfluidades de
tu malhadada respiración!
Al igual que Bruto, me detuve esperando una respuesta, que, semejante a un huracán, me arrolló
inmediatamente. Mr. Alientolargo presentó toda clase de protestas y excusas. No había una sola
cosa con la cual no se mostrara perfectamente de acuerdo, y no dejé de sacar ventaja de cada una
de sus concesiones.
Arreglados los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración; luego
de examinarla cuidadosamente, le entregué un recibo.
Comprendo que muchos me harán reproches por referirme tan brevemente a un negocio de tanta
importancia. Se dirá que bien podía haber proporcionado minuciosos detalles de la operación
gracias a la cual (y es muy cierto) podría arrojar nuevas luces sobre una interesantísima rama de
las ciencias naturales.
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Lamento mucho no poder responder a esto. Sólo me está permitido hacer una vaga alusión. Había
circunstancias -pero después de pensarlo bien, me parece más seguro decir lo menos posible sobre
tan delicado asunto-, circunstancias muy delicadas, repito, que al mismo tiempo involucran a una
tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor interés en padecer en este momento.
No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras del sepulcro.
Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas desde afuera. Tijeras,
el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de nuevo su tratado sobre «la
naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplica -refutación-respuesta-justificación
no tardó en aparecer en las columnas de un Diario Democrático. Abriéronse las puertas de la
bóveda para liquidar la controversia, y la aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes
que estaban igualmente equivocadas.
No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida bastante
memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa filosofía sin
distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que no alcanzan a
verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la creencia, entre los antiguos
hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente para aquel pecador o santo que,
con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la palabra «¡Amén!». Y se halla también
dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la gran plaga que asolaba Atenas, y luego que
se agotaron todos los medios para alejarla, Epiménides -como relata Laercio en su segundo libro
sobre el filósofo- aconsejara la erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado»
Littleton Barry
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El ángel de lo singular15
Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre,
en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor,
con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la
cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas,
de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la
Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un
tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero
como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después
de recorrer cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de
«esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio
al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a
leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar
disgustado,
Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican,
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fabricar imposibilidades probables... accidentes extraños, como ellos los denominan. Pero una
inteligencia reflexiva («como la mía», pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz),
un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso
incremento que han tenido recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de
los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna
apariencia «singular».
-¡Tios mío, qué estúpido es usted, verdaderamente! -pronunció una de las más notables voces que
jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy
borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un
barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque
el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de
Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda
calma y los pasee por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.
-¡Humf! -continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe de estar más borracho que un cerdo,
si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte
opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna
descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba
un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían
servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas
cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie
de cantimplora como las que se usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero
en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado
sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí;
y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el
monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su
idea de un lenguaje inteligible.
-Digo -repitió- que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme sentado a su lado.
Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que está impreso en el
diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? -pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-.
¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
-Cómo he entrado aquí no es asunto suyo -replicó la figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de
lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho -dije-. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a
puntapiés a la calle.
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-¡Ja, ja! -rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga eso!
-¿Imposible? -pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla -me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada
boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero entonces el
miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello
de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme.
Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe qué hacer. Entretanto, él seguía
con su chachara.
-¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel
de lo Singular.
-¡Vaya si es singular! -me aventuré a replicar-. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un
ángel tenía alas.
-¡Alas! -gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un bollo?
-¡Oh» no, ciertamente! -me apresuré a decir muy alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!
-Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré de nuevo con el baño. El bollo tiene
alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas,
y yo soy el Ángel de lo Singular.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
-¡Qué me draigo! -profirió aquella cosa-. ¡Bues... qué berfecto maleducado tebe ser usted para
breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi
coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien
lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que
protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión
sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo
inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que sea por el dolor o la vergüenza que
sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! -exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación-. ¡Tios mío,
este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto... usted tebe echar agua al
fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con
su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas
y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
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La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias
veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No
pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía
sobre los contretemps de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes
singulares que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a
expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin,
estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente,
mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva
y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta
era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos,
prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente
y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en
Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había bebido me
producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba
siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo
ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran
algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para
fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado
adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco
minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos,
y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo
y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en
accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos
sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar
comprobé con estupefacción que todavía eran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj,
descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y
media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.
-No será nada -me dije-. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero,
entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando
a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal
para alojarse -de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al
sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! -exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a
veces.
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Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una
bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la
Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos,
dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció
que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables
resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con
que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en
el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de
las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a
tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no
a tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor
tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más
tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero
edificio fue presa del fuego. Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una
ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella
rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo
su aire y fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir
el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el
lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo
después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido
por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de
mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme
a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se
mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado
temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero así ocurrió. Levánteme con una
reluciente calva y sin peluca, mientras ella ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al
desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto
imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron
propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme
con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad, me preparaba a saludarla
con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una partícula de alguna materia se me alojó
en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la
vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba
descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo
repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me
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acercó el Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para
esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me
había caído en él una gota, y -sea lo que fuere aquella «gota»- me la extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme,
y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que
bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por
único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer
maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado
al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta.
Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi
chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las
circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a
toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad,
percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me
hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un
globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en
que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar
dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel
estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto el globo ganaba altura rápidamente,
mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y
caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía
estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los
brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras
exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto
a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al
otro lado de la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? -preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola
palabra: «¡Socorro!»
-¡Socorro! -repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted solo, y que el
tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en
mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta
idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un
grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
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-¡Déngase con fuerza! -gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella... o brefiere
bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que
por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el
ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara
un tanto.
-Entonces... ¿cree por fin? -inquirió-. ¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera
sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el
brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no
podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta
que encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente
la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su
muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando...
-¡Fáyase al tiablo, entonces! -rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría
precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente
reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos -pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las
cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en
las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada,
entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y
botellas rotas y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de
lo Singular.
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El Barril de Amontillado16
Había soportado lo mejor posible los mil pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se
atrevió a llegar hasta el ultraje, juré que había de vengarme. Vosotros, que tan bien conocéis mi
temperamento, no supondréis que pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; esto
era definitivo; pero la misma decisión que abrigaba, excluía toda idea de correr el menor riesgo.
No solamente era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando
la reparación se vuelve en contra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no se hace sentir al
ofensor de qué parte proviene el castigo.
Es necesario tener presente que jamás había dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de
acciones, ocasión de sospechar de mi buena voluntad. Continué sonriéndole siempre, como era mi
deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía yo al pensamiento de su inmolación.
Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras cosas era hombre que inspiraba respeto y aun
temor. Preciábase de ser gran conocedor de vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero espíritu
de aficionados. La mayor parte regula su entusiasmo según el momento y la oportunidad, para
estafar a los millonarios ingleses y austríacos. En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era tan
charlatán como sus compatriotas; pero tratándose de vinos antiguos era sincero. A este respecto
yo valía tanto como él materialmente: era hábil conocedor de las vendimias italianas, y compraba
grandes cantidades siempre que me era posible.
Fue casi al oscurecer de una de aquellas tardes de carnaval de suprema locura cuando encontré a
mi amigo. Acercóse a mí con exuberante efusión, pues había bebido en demasía. Mi hombre estaba
vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles.
Me sentí tan feliz de encontrarle que creí que nunca terminaría de sacudir su mano.
Díjele:
-Mi querido Fortunato, tengo una gran suerte en encontraros hoy. ¡Qué bien estáis! Pero escuchad;
he recibido una pipa que se supone ser de amontillado, mas tengo mis dudas.
-¡Cómo! -repuso él-. ¡Amontillado! ¿Una pipa? ¡Imposible! ¡Y en mitad del carnaval!
-Tengo mis dudas, -repliqué-; y he cometido la bobería de pagar el precio completo del amontillado
antes de consultaros sobre este punto. No podía encontraros y temía perder un buen negocio.
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-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas,
-¡Amontillado!
-Necesito aclararlas.
-¡Amontillado!
-Como estáis comprometido, iré a buscar a Luchresi. Si alguno puede decidirlo, será el. El me
dirá...
-Luchresi no puede distinguir el amontillado del jerez.
-Y sin embargo, muchos opinan que es tan buen catador como vos mismo.
-¡Vamos, venid!
-¿Adónde?
-A vuestros sótanos.
-No, amigo mío; no quiero abusar de vuestros buenos sentimientos. Observo que estáis
comprometido. Luchresi...
-No tengo compromiso; vamos.
-No, amigo mío. No es cuestión solamente del compromiso, sino del severo resfriado que os aflige,
según veo. Los sótanos son húmedos. Están incrustados de nitro.
-Vamos allá, a pesar de todo. El resfriado no significa nada. ¡Amontillado! Seguramente que os han
engañado. Y lo que es Luchresi, no sabe distinguir el jérez del amontillado.
Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo; y después de cubrir mi rostro con una máscara
de seda negra y ceñir estrechamente a mi cuerpo un roquelaire, permití que me arrastrara hacia mi
palazzo.
No había criados en la casa; todos habían salido a divertirse en obsequio a la ocasión. Habíales
dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente, a la vez que les daba órdenes explícitas de
no abandonar el palacio. Sabía yo bien que dichas órdenes eran razón suficiente para provocar
la desaparición inmediata de todos y cada uno de ellos tan pronto como hubiera yo vuelto las
espaldas.
Cogí dos antorchas de sus candelabros y dando una a Fortunato le escolté a través de una serie de
habitaciones hasta el pasillo que conducía a los subterráneos. Bajé una larga escalera de caracol,
recomendándole tener precaución cuando siguiera este camino. Llegamos al cabo a la extremidad
inferior del descenso, y nos detuvimos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los
Montresor.
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La marcha de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro repiqueteaban a cada paso.
-¿La pipa? -preguntó.
-Está más allá, -respondí yo-; pero fijaos en las blancas telarañas que relucen en los muros de estas
cuevas.
Volvióse hacia mí y me miró con turbias pupilas que destilaban el reuma de la embriaguez.
-¿Nitro? -inquirió, al fin.
-Nitro, -afirmé-. ¿Cuánto tiempo hace que tenéis esta tos?
-¡Ugh!, ¡ugh!, ¡ugh!... ¡ugh!, ¡ugh!, ¡ugh!... ¡ugh!, ¡ugh!, ¡ugh!... ¡ugh!, ¡ugh!, ¡ugh!... ¡ugh!, ¡ugh!,
¡ugh!
Mi pobre amigo se encontró incapaz de contestar durante largos minutos.
-No es nada, -dijo al cabo.
-¡Vámonos! -exclamé entonces con decisión-, regresemos; vuestra salud es preciosa. Sois rico,
respetado, admirado, amado; sois feliz, como lo era yo en otro tiempo. Sois un hombre que haría
falta. Para mí esto no significa gran cosa. Regresemos; enfermaréis, y no quiero ser el responsable.
Además, allí está Luchresi...
-Basta, -declaró Fortunato-; esta tos no vale nada; no me matará. No moriré, por cierto, de un
resfriado.
-Es verdad, es verdad, -repliqué-; ciertamente que no era mi intención alarmaros sin motivo; pero
debéis tomar todas las precauciones necesarias. Un trago de este Médoc nos preservará de la
humedad.
Diciendo estas palabras rompí el cuello de una botella que cogí de una larga hilera de sus compañeras
que yacían entre el polvo.
-Bebed, -dije, presentándole el vino.
Levantólo hasta sus labios mirándolo amorosamente. Detúvose luego y me hizo un signo familiar
con la cabeza mientras sus cascabeles repiqueteaban.
-Brindo, -dijo-, por los muertos que reposan a nuestro rededor.
-¡Y yo, por vuestra larga vida!
Tomó mi brazo de nuevo, y proseguimos.
-Estas catacumbas son extensas, -opinó.
-Los Montresor, -repuse-, eran una antigua y numerosa familia.
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-Sea así, -repuse, colocando de nuevo la herramienta debajo de mi chaqueta, y ofreciéndole otra
vez el brazo, sobre el cual se apoyó pesadamente. Continuamos la ruta en busca del amontillado.
Atravesamos una arquería baja, descendimos, seguimos adelante y, descendiendo de nuevo,
llegamos a una profunda cripta donde la pesadez del aire ahogaba nuestras antorchas sin permitirlas
flamear.
Al fondo de esta cripta aparecía otra algo menos espaciosa. Sus muros estaban cubiertos de restos
humanos alineados hasta la altura de la cabeza, a la manera de las grandes catacumbas de París.
Tres lados de la cripta interior estaban aun decorados en esta forma. En el cuarto, los huesos
se habían arrojado al suelo y yacían en promiscuidad formando en cierto sitio un montón de
regular tamaño. Dentro del muro, puesto así al descubierto por el retiramiento de los esqueletos,
apercibimos todavía otra cripta o nicho interior de cuatro pies de profundidad y tres de anchura
por seis o siete de altura. Parecía no haberse construido con propósito alguno especial, sino que
formaba simplemente el espacio intermedio entre dos de los pilares colosales que sostenían el
techo de las catacumbas; y tenía al fondo uno de los muros divisorios de sólido granito.
En vano Fortunato, levantando su moribunda antorcha, trató de escudriñar el interior del escondrijo.
Su débil luz no nos permitió inspeccionarlo en su totalidad.
-Adelante, -dije yo-, allí está el amontillado. Y en cuanto a Luchresi...
-Luchresi es un ignorante, -interrumpió mi amigo, avanzando con pasos vacilantes mientras yo
seguía, pisándole los talones. Llegó en un momento hasta el fondo del nicho y al encontrarse
detenido por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un instante más, y le había yo encadenado
contra el granito. Había dos anillos de hierro a distancia de dos o tres pies más o menos uno de
otro, horizontalmente. De uno de ellos pendía una cadena corta y del otro un candado. Arrojando
los eslabones sobre su cintura, fue para mí labor solamente de unos cuantos segundos asegurarle.
Estaba demasiado atónito para resistir. Retirando la llave, salí fuera del escondrijo.
-Pasad la mano sobre el muro, -insinué-; no podéis dejar de sentir el nitro. En verdad, está eso muy
húmedo. Dejadme implorar una vez más vuestro regreso. ¿No? Entonces, positivamente, me veré
obligado a abandonaros. Pero antes quiero haceros todas las pequeñas atenciones que estén a mi
alcance.
-¡El amontillado! -profirió mi amigo, sin recobrarse aún de su estupor.
-Es verdad, -repliqué-, el amontillado.
Diciendo estas palabras, me dirigí a la pila de huesos de que antes he hablado. Arrojándolos a un
lado, descubrí pronto una cantidad de piedras de construcción y argamasa. Con estos materiales y
con ayuda de mi llana, comencé a tapiar vigorosamente la entrada del nicho.
Apenas habría colocado la primera hilera en mi labor de albañilería, cuando pude notar que la
embriaguez de Fortunato había desaparecido casi por completo. La primera indicación que tuve de
ésta circunstancia fue un sordo y lúgubre lamento que partía del fondo del nicho. No era el lamento
de un ebrio. Hubo luego un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, y la tercera, y
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la cuarta, y oí entonces furiosas sacudidas a la cadena. El ruido se prolongo por varios minutos,
durante los cuales abandoné mi trabajo para escuchar con más satisfacción, y me senté encima de
los huesos. Cuando cesó al cabo el chirrido, cogí de nuevo la llana y continué sin interrupción la
quinta, sexta y séptima ringlera. El muro elevábase entonces casi a nivel de mi pecho. Me detuve
otra vez y levantando la antorcha sobre la abertura, arrojé algunos débiles rayos de luz sobre la
figura encerrada dentro.
Una explosión de agudos y penetrantes gritos, brotando súbitamente de la garganta de la encadenada
forma, pareció como si me lanzara violentamente hacia atrás. Por breves instantes temblé, vacilé.
Desnudando mi puñal, comencé a tentar el fondo del nicho; pero un momento de reflexión me
tranquilizó. Puse la mano sobre la sólida construcción de las catacumbas y me sentí satisfecho. Me
aproximé nuevamente al muro, y respondí a los clamores que Fortunato lanzaba. Híceles eco, los
sostuve, los sobrepujé en fuerza y en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.
Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la decima
hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa
para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando
partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla
una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!... ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!... muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reirémos
de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo,... ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!... nuestro vino... ¡eh!,
¡eh!, ¡eh!
-¡El amontillado! -dije yo.
-¡Eh!, ¡eh!, ¡eh!... ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!... sí, el amontillado. Pero ¿no está haciéndose ya muy tarde? ¿No
estarán aguardándonos en el palazzo la señora de Fortunato y los demás? Vámonos ya.
-Sí, -dije yo-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios y Montresor!
-Sí, -repetí-; ¡por el amor de Dios!
Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No obtuve contestación. Llamé de nuevo:
-¡Fortunato!
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Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer dentro.
Sólo respondió un repiqueteo de los cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la humedad de las
catacumbas era la causa. Me apresuré a terminar mi labor. Forcé la última piedra hasta colocarla en
posición, luego la aseguré con argamasa. Contra la nueva obra de albañilería elevé la trinchera de
huesos. Por más de medio siglo ningún mortal los ha removido jamás. ¡In pace requiescat!
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Μέλλοντα ταύτα
Sófocles, Antígona
Una.- ¿Resucitado?
Monos.- Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico
sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me
develó el secreto.
Una.- ¡La muerte!
Monos.- ¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila
y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa
novedad de la Vida Eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán singularmente suena esa palabra
que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.- ¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos
en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud
humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía
en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones,
de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en
nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con
el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.- No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para siempre mía!
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Una.- Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de
las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro
Valle y de la Sombra.
Monos.- ¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en
detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.- ¿Dónde?
Monos.- Sí.
Una.- Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo
indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel
triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento
ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.- Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella
época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque
no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la
palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis
siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto
vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente
a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra
raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en
tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un
retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia
que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera
importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente
a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en
ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla
del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no
era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y
murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo
merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días
de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en
que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos,
augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando
en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por
contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento»
-tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral
como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba
al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad
de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de
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aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad
infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas
y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad
universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de
las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se
empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier. Y, sin embargo, este mal
surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo
conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las
verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza
se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro
sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese
punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más
bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis,
tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el
sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la
Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición
de Platón! ¡Ay de la μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para
el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o
despreciados estaban!
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement
se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo
permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática
de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del
conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien,
viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los
documentos de la Tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las
más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro Destino por comparación
con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia,
más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las Artes. En la historia de aquellas regiones
atisbé un rayo del Futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran
enfermedades locales de la Tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de
remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración
alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era
necesario que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y
entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la Tierra,
llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades
rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y
se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la
Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno...
para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.
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Una.- Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción
no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con
tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste
y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde
entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos
con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.- Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante
la decrepitud de la Tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y
corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos
de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin
que yo pudiera comunicarte la verdad... después de unos días, como has dicho, me invadió un
sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.
Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a
la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día
estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin
que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía,
pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos,
usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos,
constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había
humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas,
mucho más hermosas que las de la vieja Tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en
torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la
visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero
veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que
caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que
aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto
era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos
presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más
sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión
y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con
retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los
placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio
por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una
delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados
por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta.
Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores
sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada
una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la
extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas
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lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón
destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes
hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a
otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a
mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones
del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas
direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar,
una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes
sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y
entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción.
Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación,
semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había
ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y
aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y
menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de
cada lámpara -pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía.
Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi
lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho,
trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban,
algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu
profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más
parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y
luego en un placer puramente sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido,
absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia
física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había
cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria.
Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una
concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una
pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La
absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los
globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de
los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de
la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo
que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de
los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba,
sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto
sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no
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podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea,
este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso
del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara Mortuoria.
Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo
trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen,
hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi
visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una
descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto.
Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el
sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la
mano de la letal Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanente
cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso
cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia
corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado.
Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te
alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron
hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la
tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los
meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin
esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera
situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con
la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo
mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten
figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño,
cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones,
así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme...
la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente.
Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase
apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento
para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de
todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para
eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no
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tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y,
sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas,
compañeras.
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El Corazón Delator18
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman
ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o
embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el
cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen
con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez
concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico.
Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me
interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo
celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a
poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si
hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado...
con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que
la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su
puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande
para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera
que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver
cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no
perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por
la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan
prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría
la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna
(pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre
el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre
encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien
me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su
habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole
cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
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Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero
de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche,
había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión
de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con
mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó,
porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán
que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba
completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la
abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre
metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo
ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo
había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia
la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o
pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,
surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que
lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en
el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando
se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo.
Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había
tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque
la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre
influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni
oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse,
resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse
ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con
toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero
no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había
orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
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¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los
sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón
del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un
soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de
modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el
ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada
vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más
fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y
ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como
aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y
permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel
corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar
aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me
precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo
para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que
me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó,
por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto,
completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se
sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas
precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi
trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos
y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a
colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera
podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de
sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a
medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la
calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros,
que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este
informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había
lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la
campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien.
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Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos
y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la
habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con
la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el
cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba
perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con
animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados
y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé
en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada
vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis
oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando
mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía hacer yo? Era un resonar apagado y
presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando
de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con
vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias
en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué
no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos
hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo?
Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado,
raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más
alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo.
¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían...
y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era
preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía
soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra
vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!
¡Donde está latiendo su horrible corazón!
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El cottage de Landor19
Durante un viaje a pie que hice el verano pasado por uno o dos de los condados fluviales de
Nueva York, la puesta del sol me sorprendió desconcertado acerca del camino a seguir. El terreno
ondulado era muy notable, y en la última hora mi sendero había dado tantas vueltas en su esfuerzo
por mantenerse en los valles, que yo no sabía ya en qué dirección se encontraba la bonita aldea
de B..., donde había resuelto detenerme a pasar la noche. El sol apenas había brillado, hablando
estrictamente, durante el día, que, sin embargo había sido desagradablemente caluroso. Una
niebla humosa, semejante a la del veranillo, envolvía todas las cosas y, por supuesto, acentuaba
mi inseguridad. No es que me inquietara mucho la situación. Si no daba con la aldea antes de
ponerse el sol, o aún antes de que oscureciera, era muy posible que apareciese una pequeña granja
holandesa o algo por el estilo, aunque, en realidad, los contornos (quizá por ser más pintorescos
que fértiles) estuvieran escasamente habitados. En todo caso con mi mochila por almohada y
mi perro por centinela, acampar al aire libre era justamente lo que más me hubiese divertido.
Erré pues, a gusto -Ponto se hizo cargo de mi fusil-, hasta que, al fin, justo cuando empezaba a
preguntarme si los pequeños y numerosos claros que se abrían aquí y allá eran verdaderos caminos,
llegué por uno de los más incitantes a un camino indiscutiblemente carretero. No podía haber error.
Las huellas de ruedas ligeras eran evidentes, y, aunque los altos matorrales y las crecidas malezas
se juntaran sobre mi cabeza, no había abajo ningún impedimento, ni siquiera para el paso de un
carro montañés de Virginia, el vehículo más ambicioso, a mi juicio, en su especie. El camino,
sin embargo, salvo por el hecho de abrirse paso a través del bosque -si bosque no es un nombre
demasiado importante para semejante reunión de pequeños árboles- y las evidentes huellas de
ruedas, no se asemejaba a ningún camino visto por mí hasta entonces. Las huellas de las que hablo
eran levemente perceptibles, por estar impresas en la superficie firme pero agradablemente húmeda
de algo que se parecía muchísimo al terciopelo verde de Génova. Era césped, evidentemente, pero
un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan parejo y de color
tan vívido. No había un solo impedimento en el surco de la rueda, ni una brizna, ni una ramita
seca. Las piedras que alguna vez obstruyeran el camino habían sido cuidadosamente puestas
-no arrojadas- a los costados del sendero para marcar sus límites con cierta precisión en parte
minuciosa, en parte descuidada, pero siempre pintoresca. Ramilletes de flores silvestres crecían
por doquiera, exuberantes, en los intervalos.
19 Publicado el 9 de junio de 1849 en Flag of Our Union. Un complemento de «El dominio de Arnheim».
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Qué concluir de todo esto, por supuesto yo no lo sabía. Había allí arte, indudablemente -eso no
me sorprendía-; todos los caminos, en el sentido vulgar, son obras de arte; tampoco puedo decir
que hubiera mucho de qué asombrarse en el simple exceso de arte manifestado; todo lo hecho allí
parecía realizado -con semejantes «recursos» naturales (como dicen los libros sobre el jardín-
paisaje)- con muy poco esfuerzo y gasto. No la cantidad, sino el carácter del arte, fue lo que me
obligó a sentarme en una de las piedras floridas y a mirar de arriba abajo esa avenida mágica con
arrobada admiración durante quizá más de media hora. Cuanto más miraba, más evidente me
parecía una cosa: todos esos arreglos eran obra de un artista dotado del más escrupuloso sentido
de la forma. La mayor preocupación había sido mantener el justo medio entre lo esmerado y
gracioso, por una parte, y lo pittoresco, en el verdadero sentido de la palabra italiana, por la otra.
Había pocas líneas rectas, y éstas casi siempre interrumpidas. El mismo efecto de curvatura o
de color aparecía dos veces, por lo general, pero no más, en cualquier perspectiva. Por doquiera
reinaba variedad en la uniformidad. Era una obra «compuesta», en la cual el más exigente sentido
crítico apenas hubiera encontrado enmienda que hacer.
Había doblado hacia la derecha al tomar por ese camino, y entonces, poniéndome de pie, continué
en la misma dirección. El sendero era tan sinuoso que en ningún momento podía prever su curso
más allá de dos o tres metros. Su aspecto no sufría ningún cambio.
En ese momento el murmullo del agua llegó suavemente a mis oídos, y pocos instantes después, en
un recodo del camino un poco más brusco que los anteriores, advertí un edificio al pie de un suave
declive que tenía delante. No pude ver nada con claridad a causa de la niebla que llenaba todo el
pequeño valle inferior. Sin embargo, se levantó una suave brisa mientras el sol se ponía, y, estando
yo de pie en lo alto de la pendiente, la niebla se disipó en jirones y flotó sobre el paisaje.
Mientras todo se hacía visible -gradualmente, tal como lo describo-, parte por parte, aquí un árbol,
allí un reflejo de agua y allá de nuevo la punta de una chimenea, no pude menos de pensar que
el conjunto era una de esas ingeniosas ilusiones exhibidas a veces con el nombre de «imágenes
fugitivas».
En el momento, sin embargo, en que la niebla desapareció por completo, el sol descendió detrás de
las suaves colinas, y desde allí, como si lo hubieran empujado ligeramente hacia el sur, apareció
de nuevo ante la vista, pleno, resplandeciente de brillo purpúreo, a través de un barranco que se
abría en el valle desde el oeste. De improviso, entonces, como por obra de magia, el valle entero
con todo lo que contenía se hizo visible.
El primer coup d’oeil, cuando el sol se deslizó a la posición descrita, me impresionó tanto como
de muchacho la escena final de algún espectáculo o melodrama teatral bien compuesto. Ni siquiera
faltaba la exageración del color, pues la luz salía de la grieta tiñendo todo de naranja y púrpura,
mientras el verde brillante del césped en el valle se reflejaba más o menos en todos los objetos por
la cortina de vapor que seguía suspendida, como si no estuviera dispuesta a retirarse totalmente de
un espectáculo tan milagrosamente hermoso.
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El pequeño valle que yo examinaba desde el dosel de bruma no podía tener más de cuatrocientas
yardas de largo mientras su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o quizá doscientas
yardas. Era más estrecho en su extremidad septentrional, abriéndose paulatinamente hacia el sur,
pero sin exacta regularidad. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas del extremo sur.
Las cuestas que circundaban el valle no podían en rigor recibir el nombre de colinas, salvo en la
parte norte. Allí un escarpado borde de granito se elevaba a una altura de unos noventa pies; y,
como lo he dicho, el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies de ancho; pero, a medida
que el visitante bajaba hacia el sur desde este acantilado, encontraba a la derecha y a la izquierda
declives menos altos, menos escarpados y menos rocosos a la vez. Todo, en una palabra, descendía
y se suavizaba hacia el sur, y, sin embargo, el valle estaba ornado de eminencias más o menos
altas, excepto en dos puntos. De uno de ellos ya he hablado. Quedaba marcadamente al noroeste,
donde el sol poniente se abría camino en el anfiteatro, como lo he descrito, por una brusca grieta
natural abierta en el terraplén de granito; esta fisura tendría diez yardas en su punto más ancho, en
la medida en que el ojo podría seguirla. Parecía subir y subir, como un sendero natural, hasta los
retiros de montañas y bosques inexplorados. La otra abertura estaba directamente en el extremo
meridional del valle. Allí, por lo general, las pendientes no eran sino suaves inclinaciones que se
extendían de este a oeste en unas ciento cincuenta yardas. En el centro de esta superficie había
una depresión al nivel del valle. Con respecto a la vegetación, así como en todo lo demás, el
paisaje se suavizaba y descendía hacia el sur. Hacia el norte, en el escarpado precipicio, a unos
pasos del borde, brotaban los magníficos troncos de numerosos nogales americanos, nogales
negros y castaños entremezclados con algunos robles, y las fuertes ramas laterales de los nogales,
especialmente, se extendían sobre el borde del acantilado. Descendiendo hacia el sur, el explorador
veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos altos y más alejados del estilo
de Salvator Rosa; luego veía el olmo, más amable, y a continuación el sasafrás y el algarrobo, y
después otros más suaves: el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y luego otras variedades aún
más graciosas y más modestas. Toda la superficie de la pendiente meridional estaba cubierta tan
sólo por matorrales silvestres, con excepción de algún sauce plateado o algún álamo blanco. En el
mismo fondo del valle (pues debe tenerse presente que la vegetación hasta aquí mencionada crecía
tan sólo en los acantilados y en las laderas de las colinas) se veían tres árboles aislados. Uno era un
olmo de espléndido tamaño y exquisita forma; montaba guardia en la puerta del valle. Otro era un
nogal americano, más grande que el olmo y al mismo tiempo mucho más hermoso, aunque ambos
eran de extraordinaria belleza; parecía ocuparse de la entrada noroeste, brotando de un grupo de
rocas en la boca misma del barranco y lanzando su gracioso cuerpo en un ángulo de casi cuarenta
y cinco grados hacia la luz del anfiteatro. A unas treinta yardas al este de este árbol se alzaba, sin
embargo, el orgullo del valle, y fuera de toda duda el árbol más espléndido que jamás hubiera visto,
salvo, quizá, entre los cipreses del Itchiatuckanee. Era un tulípero de tres troncos -el Liriodendron
Tulipiferum-, del orden de las magnolias. Los tres troncos separados del principal a unos tres pies
del suelo, muy ligera y gradualmente divergentes, no estaban a una distancia mayor de cuatro pies
con respecto al punto donde la rama más grande desplegaba su follaje, es decir, a una altura de
unos ochenta pies. El alto total de la rama mayor era de ciento veinte pies. Nada puede superar
en belleza la forma, el verde lustroso, brillante de las hojas del tulípero. En este ejemplar tenían
ocho pulgadas de ancho, pero su esplendor era totalmente eclipsado por la magnificencia de las
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profusas flores. ¡Imagínense, apretadamente juntos, un millón de tulipanes, los más grandes y más
resplandecientes! Sólo así puede el lector tener alguna idea de la imagen que quisiera describirle.
Y luego la gracia majestuosa de los troncos, como columnas nítidas, delicadamente granuladas, la
más ancha de cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables flores, mezcladas con
las de otros árboles apenas menos hermosos, aunque infinitamente menos majestuosos, colmaban
el valle de perfumes más exquisitos que los de Arabia.
El suelo del anfiteatro estaba en general cubierto de césped, de la misma especie que el del camino
y, si es posible, más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y milagrosamente verde. Era
difícil imaginar cómo se había logrado toda esta belleza.
He hablado de las dos aberturas que daban al valle. De la situada al noroeste salía un arroyuelo
que bajaba murmurando suavemente, entre leve espuma, por el barranco, hasta romper contra
el grupo de rocas de las cuales brotaba el solitario nogal americano. Aquí, después de rodear el
árbol, seguía un poco hacia el noreste, dejando el tulípero a unos veinte pies al sur, sin cambiar
demasiado su curso hasta llegar a un punto intermedio entre los límites este y oeste del valle.
En este punto, después de una serie de vueltas, doblaba en ángulo recto y seguía hacia el sur
formando recodos, hasta perderse en un pequeño lago de forma irregular, casi ovalado, que brillaba
cerca del extremo inferior del valle. Este laguito tenía quizá unas cien yardas de diámetro en la
parte más ancha. No hay cristal más claro que sus aguas. El fondo, que podía verse nítidamente,
estaba formado por guijarros blancos y brillantes. Sus orillas, del césped esmeralda ya descrito,
bajaban ondulando, más que en pendiente rectilínea, hacia el claro cielo inferior, y tan claro era
este cielo, tan perfectamente reflejaba por momentos todos los objetos superiores, que era no
poco difícil determinar dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. La
trucha y algunas otras variedades de peces que parecían abundar casi con exceso en ese estanque
tenían toda la apariencia de verdaderos peces voladores. Era casi imposible creer que no estuvieran
suspendidos en el aire. Una liviana canoa de abedul, que flotaba plácida en el agua, se reflejaba en
sus más mínimas fibras con una fidelidad no superada por el espejo más exquisitamente pulido.
Una pequeña isla, encantadora y sonriente, llena de espléndidas flores, y en la que apenas había el
espacio necesario para una pintoresca construcción pequeña, en apariencia una jaula de pájaros,
surgía no lejos de la orilla norte del lago, a la cual se unía por medio de un puente de inconcebible
ligereza y, sin embargo, muy primitivo. Estaba formado por una sola tabla de tulípero, ancha y
gruesa. Tenía cuarenta pies de largo y cruzaba el espacio entre una y otra orilla trazando un arco
suave, pero muy perceptible, que impedía toda oscilación. Del extremo meridional del lago salía
una continuación del arroyuelo que, después de serpentear durante unas treinta yardas, pasaba al
fin por la «depresión» (ya descrita) en el centro del declive sur y, desplomándose por un escarpado
precipicio de unos cien pies, se abría camino errante e ignorado hacia el Hudson.
El lago era muy hondo -en algunos puntos alcanzaba treinta pies-, pero la profundidad del arroyuelo
rara vez excedía de tres pies, mientras su anchura mayor no pasaba de ocho, aproximadamente. El
fondo y las orillas eran como los del estanque: si un defecto podía achacárseles, en consideración
a lo pintoresco, era el de su excesiva limpidez.
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La verde superficie de césped estaba realzada, aquí y allá, por algunos arbustos brillantes, tales
como hortensias, la común bola de nieve o las aromáticas lilas; o, más a menudo, por un grupo de
geranios, de numerosas variedades, magníficamente florecidos. Estos últimos crecían en tiestos
bien enterrados en el suelo, de modo de dar a las plantas una apariencia natural. Además de todo
esto, el terciopelo de la pradera se veía tachonado exquisitamente por ovejas, un gran rebaño que
erraba en el valle en compañía de tres ciervos domesticados y gran número de patos de plumaje
brillante. Un enorme mastín parecía encargado de vigilar a todos y cada uno de esos animales.
A lo largo de los acantilados del este y el oeste, donde, hacia la parte superior del anfiteatro, los
límites eran más o menos escarpados, crecía la hiedra en gran profusión, de manera que sólo aquí
y allá podía entreverse apenas la roca desnuda. De modo semejante, el precipicio norte estaba
casi enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas brotaban del suelo, en la base del
acantilado, y otras de los bordes de la pared.
La ligera elevación que formaba el límite inferior de este pequeño dominio estaba coronada por una
lisa pared de piedra, de altura suficiente para impedir que escaparan los ciervos. Nada semejante a
una tapia se observaba en otra parte, pues fuera de allí no había necesidad de un cercado artificial;
cualquier oveja extraviada, por ejemplo, que tratara de salir del valle por la grieta sería detenida,
después de avanzar unas yardas, por el escarpado reborde de roca sobre el cual se desplomaba la
cascada que atrajera mi atención al acercarme al dominio. En una palabra, la única entrada o salida
era una verja que ocupaba un paso rocoso del camino, pocos metros más abajo del lugar donde me
detuve a reconocer el paisaje.
He dicho que el arroyo serpenteaba muy irregularmente durante todo su curso. Sus dos direcciones
generales, como lo he explicado, eran primero de oeste a este, y luego de norte a sur. En el codo,
la corriente volvía hacia atrás y formaba un bucle casi circular, dibujando una península que
semejaba una isla, con una superficie aproximadamente igual a la decimosexta parte de un acre.
En esta península había una casa-habitación, y cuando digo que esta casa, como la infernal terraza
vista por Vathek, était d’une architecture inconnue dans les annales de la terre, aludo simplemente
a que su conjunto me impresionó, dándome una sensación de novedad y ajuste combinados, en una
palabra, de poesía (pues, como no sea con los términos que acabo de emplear, apenas podría dar,
de la poesía en abstracto, una definición más rigurosa), y no quiero decir que en ningún sentido se
percibiera allí algo de outré.
En realidad, nada más simple, más absolutamente modesto que este cottage. Su maravilloso efecto
residía únicamente en su disposición artística, análoga a la de un cuadro. Hubiera podido imaginar,
mientras lo miraba, que algún eminente paisajista lo había construido con su pincel.
El punto desde el cual vi por primera vez el valle no era en modo alguno, aunque estaba cerca, el
mejor para observar la casa. La describiré cómo la vi después, situado en el muro de piedra, en el
extremo sur del anfiteatro.
El edificio principal tenía unos veinticuatro pies de largo por dieciséis de ancho, no más por
cierto. La altura total, desde el piso a la cúspide del tejado, no excedía de dieciocho pies. En el
extremo oeste de esta estructura se unía una tercera parte más pequeña en todas sus proporciones;
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la fachada estaba unas dos yardas más atrás que la del edificio más grande, y la línea del tejado,
por supuesto, mucho más baja que la del techo vecino. En ángulo recto con estos edificios y detrás
del principal, no exactamente en el medio, se extendía un tercer compartimento muy pequeño,
en general un tercio menos grande que el ala oeste. Los techos de los dos más grandes eran muy
empinados, descendiendo desde el caballete en una larga curva cóncava y extendiéndose, por lo
menos, cuatro pies fuera de las paredes hasta formar los techos de dos piazzas. Estos techos, claro
está, no necesitaban soportes, pero como tenían apariencia de necesitarlos se habían insertado en
las esquinas pilares ligeros y perfectamente lisos. El tejado del ala norte era una simple extensión
de una parte del principal. Entre el edificio mayor y el ala oeste se levantaba una altísima y un tanto
fina chimenea cuadrada de duros ladrillos holandeses, alternativamente blancos y rojos, con una
ligera cornisa de ladrillos salientes en la punta. Los aleros también se proyectaban mucho: en el
cuerpo mayor, unos cuatro pies hacia el este y dos hacia el oeste. La puerta principal no se hallaba
justo en la mitad del edificio, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas se desplazaban
hacia el oeste. Estas últimas no llegaban al suelo, pero eran mucho más largas y estrechas de lo
habitual; tenían postigos simples como puertas, con cristales en losange, pero muy grandes. La
mitad superior de la puerta era también de vidrios y en losange; un postigo movible la protegía
durante la noche. La puerta del ala oeste se abría bajo el alero y era muy simple; una sola ventana
miraba hacia el sur. El ala norte carecía de puerta exterior y tenía una única ventana hacia el este.
En la lisa pared del gablete oriental se destacaban unas escaleras (con balaustrada) que la atravesaban
en diagonal, partiendo del sur. Protegidos por el alero muy saliente, esos escalones daban acceso a
una puerta que conducía a una buhardilla o más bien desván, pues sólo recibía luz de una ventana
que miraba hacia el norte y parecía haber sido destinada a depósito.
Las piazzas del edificio principal y del ala oeste no estaban pavimentadas, como es habitual; pero
delante de las puertas y de cada ventana se incrustaban, en el césped delicioso, anchas, chatas e
irregulares losas de granito, brindando un cómodo paso en todo tiempo. Excelentes senderos del
mismo material, no perfectamente colocado, sino con la hierba aterciopelada llenando los intervalos
entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa, hasta una fuente cristalina, a unos cinco pasos,
al camino o a una o dos dependencias que había al norte más allá del arroyo, completamente
ocultas por unos pocos algarrobos y catalpas.
A no más de seis pasos de la puerta principal del cottage veíase el tronco seco de un fantástico
peral, tan cubierto de arriba a abajo por las magníficas flores de la bignonia que requería no poca
atención saber qué objeto encantador era aquél. De varias ramas de este árbol pendían jaulas de
diferentes clases. Una, un amplio cilindro de mimbre, con un aro en lo alto, mostraba un sinsonte;
otra, una oropéndola; una tercera, un pájaro arrocero, mientras tres o cuatro prisiones más delicadas
resonaban con los cantos de los canarios.
En los pilares de la piazza se entrelazaban los jazmines y la dulce madreselva, mientras del ángulo
formado por la estructura principal y su ala oeste, en el frente, brotaba una viña de sin igual
exuberancia. Desdeñando toda contención, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más
alto, y a lo largo del caballete de este último continuaba enroscándose, lanzando zarcillos a derecha
e izquierda, hasta llegar, por fin, al gablete del este para volcarse sobre las escaleras.
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Toda la casa, con sus alas, estaba construida en tejamaniles, según el viejo estilo holandés, anchos
y sin redondear en las puntas. Una peculiaridad de este material es que da a las casas la apariencia
de ser más amplias en la base que en lo alto, a la manera de la arquitectura egipcia; y en el
ejemplo presente acentuaban el pintoresquísimo efecto los numerosos tiestos de vistosas flores que
circundaban casi toda la base de los edificios.
Los tejamaniles estaban pintados de gris oscuro, y un artista puede imaginar fácilmente la felicidad
con la cual este matiz neutro se mezclaba con el verde vivo de las hojas del tulípero que sombreaban
parcialmente el cottage.
La posición a la que me he referido, cerca del muro de piedra, era la más favorable para ver los
edificios, pues el ángulo sudeste se adelantaba de modo que la vista podría abarcar a la vez los dos
frentes con el pintoresco gablete del este, y al mismo tiempo tener una visión suficiente del ala
norte, parte del lindo tejado de una cámara enfriadora construida sobre una fuente, y casi la mitad
de un puente liviano que cruzaba el arroyo muy cerca de los cuerpos principales.
No permanecí mucho tiempo en lo alto de la colina, aunque sí el suficiente para un examen completo
del paisaje que tenía a mis pies. Era evidente que me había desviado de la ruta a la aldea, y tenía así
una buena excusa de viajero para abrir la puerta y preguntar por el camino en todo caso; de modo
que, sin más rodeos, avancé.
Después de cruzar la puerta, el camino parecía continuar en un reborde natural, descendiendo
gradualmente a lo largo de la pared de los acantilados del noreste. Llegué al pie del precipicio norte
y de allí al puente, y, rodeando el gablete del este, hasta la puerta delantera. Durante la marcha
observé que no se veía ninguna de las dependencias.
Al dar vuelta al gablete, un mastín saltó hacia mí con un silencio severo, pero con la mirada y el
aire de un tigre. Le tendí, sin embargo, la mano en señal de amistad, y todavía no he conocido perro
que resistiera la prueba de esta apelación a su amabilidad. No sólo cerró la boca y meneó la cola,
sino que me ofreció su pata, además de extender sus cortesías a Ponto.
Como no se veía campanilla, golpeé con el bastón en la puerta, que estaba semiabierta.
Inmediatamente, una figura se adelantó al umbral: era una mujer joven, de unos veintiocho años,
esbelta o más bien ligera y de talla un poco superior a la corriente. Mientras se acercaba con cierta
modesta decisión en el paso, absolutamente indescriptible, me dije a mí mismo: «Seguramente
he encontrado la perfección de la gracia natural en contradicción con la artificial». La segunda
impresión que me hizo, pero muchísimo más vívida que la anterior, fue de exaltación. Nunca
había penetrado hasta el fondo de mi corazón una expresión de romanticismo tan intenso, me
atrevería a decir, tan espiritual como la que brillaba en sus ojos profundos. No sé cómo, pero esta
peculiar expresión de la mirada, que a veces se graba en los labios, es el hechizo más poderoso,
si no el único, que despierta mi interés por una mujer. «Romanticismo», digo, con tal de que mis
lectores comprendan bien lo que quiero expresar con esta palabra: «romántico» y «femenino»
son para mí términos equivalentes; y, después de todo, lo que el hombre ama de veras en la mujer
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es simplemente su feminidad. Los ojos de Annie (alguien, desde adentro, la llamaba «¡Annie,
querida!») Eran de un «gris espiritual»; su pelo, castaño claro; esto es todo lo que tuve tiempo de
observar en ella.
A su cortés invitación entré, pasando primero por un vestíbulo de mediana amplitud. Como había
ido especialmente para observar, noté que a mi derecha, al entrar, había una ventana semejante
a las de la fachada de la casa; a la izquierda, una puerta que conducía a la habitación principal,
mientras frente a mí una puerta abierta me permitía ver un aposento pequeño, justo del tamaño del
vestíbulo, dispuesto como estudio, con una amplia ventana saliente orientada hacia el norte.
Pasé a la sala y me encontré con Mr. Landor, pues éste, lo supe después, era su nombre. Se mostró
amable y aun cordial en sus maneras; pero aun entonces estaba yo más atento a observar el arreglo
de la casa que me había interesado tanto, que la apariencia personal del ocupante.
El ala norte, lo vi entonces, era un dormitorio; su puerta se abría a la sala. Al oeste de esta puerta
había una sola ventana, que miraba al arroyo. En el extremo este de la sala veíase una chimenea y
una puerta que llevaba al ala oeste, probablemente una cocina.
Nada más rigurosamente sencillo que el moblaje de la sala. En el piso había una alfombra teñida, de
excelente tejido, con fondo blanco y pequeños círculos verdes. En las ventanas colgaban cortinas
de muselina de algodón blanca como la nieve, medianamente amplias, que caían resueltamente,
casi geométricas, en pliegues finos, paralelos, hasta el piso, justo hasta el piso. Las paredes estaban
tapizadas con un papel francés de gran delicadeza: un fondo plateado con una línea en zig-zag
de color verde pálido. La superficie veíase realzada sólo por tres exquisitas litografías de Julien,
à trois crayons, sujetas a la pared sin marco. Uno de esos dibujos representaba una lujosa o más
bien voluptuosa escena oriental; otro, una “escena de carnaval”, de una vivacidad incomparable;
el tercero, una cabeza femenina griega, un rostro de tan divina hermosura y, sin embargo, con una
expresión de vaguedad tan incitante como nunca hasta entonces atrajera mi atención.
El moblaje más importante consistía en una mesa redonda, unas pocas sillas (incluso una amplia
mecedora) y un sofá o más bien «canapé» de arce liso, pintado de blanco cremoso, con ligeros
filetes verdes y asiento de mimbre entretejido. Las sillas y la mesa hacían “juego”; pero todas las
formas habían sido diseñadas evidentemente por el mismo cerebro que planeara los “jardines”;
imposible concebir nada más gracioso.
Sobre la mesa había algunos libros, un amplio frasco cuadrado de algún nuevo perfume, una simple
lámpara astral (no solar) de vidrio deslustrado, con una pantalla italiana, y un gran vaso con flores
esplendorosamente abiertas. A decir verdad, las flores, de magníficos colores y delicado perfume,
constituían la única decoración del aposento. Ocupaba casi totalmente el hogar de la chimenea
un tiesto de brillantes geranios. En una repisa triangular en cada ángulo de la habitación había un
vaso similar, sólo distinto por su encantador contenido. Uno o dos pequeños bouquets adornaban
la repisa de la chimenea, y violetas frescas formaban ramos en el borde de las ventanas abiertas.
El propósito de este trabajo no es sino el de dar en detalle una pintura de la residencia de Mr.
Landor, tal como la encontré.
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Antiguo adagio.
En el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente tuve hace poco oportunidad de consultar
el Tellmenow Isits ö ornot, obra que, a semejanza del Zohar, de Simeón Jochaides, es muy poco
conocida aún en Europa, y que, según tengo entendido, no ha sido citada jamás por un norteamericano
(si exceptuamos, quizá, al autor de las Curiosidades de la literatura norteamericana); como decía,
tuve oportunidad de leer algunas páginas de tan notable obra y quedé no poco estupefacto al
descubrir que el mundo literario había vivido hasta ahora en un extraño error acerca del destino de
Scheherazade, la hija del visir, según se lo describe en Las mil y una noches. En efecto, si bien el
dénouement de dicho destino, como se lo consigna allí, no es por completo inexacto, se anticipa
en mucho a la realidad.
Para toda información sobre tan interesante tópico remito al lector inquisitivo al Isitsöornot; pero,
entretanto, se me perdonará que ofrezca un resumen de lo que descubrí en este libro.
Se recordará que, en la versión usual de los cuentos árabes, un califa a quien no faltan buenas
razones para sentirse celoso de su real esposa, no sólo la condena a muerte, sino que hace solemne
promesa -por su barba y el profeta- de desposar cada noche a la más hermosa doncella de sus
dominios y de entregarla a la mañana siguiente al verdugo.
Luego de cumplir al pie de la letra su promesa durante varios años, con una puntualidad y un
método que le valen gran renombre como persona de mucha devoción y buen sentido, cierta tarde
se ve interrumpido (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija se le ha
ocurrido una idea.
La joven en cuestión se llama Scheherazade, y la idea consiste en que redimirá el país del asolador
impuesto a la belleza que pesa sobre él o que perecerá en la empresa como corresponde a toda
heroína.
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De acuerdo con su plan, y aunque no estamos en año bisiesto (lo cual hace más meritorio su sacrificio),
Scheherazade envía a su padre, el gran visir, para que ofrezca su mano al califa. Éste la acepta rápidamente
(pues estaba dispuesto a tomarla de todos modos, y sólo aplazaba la cosa por el miedo que tenía al visir),
pero al hacerlo da a entender claramente a los interesados que, gran visir o no, mantendrá en todos sus
puntos y comas la promesa hecha y sus privilegios reales. Por eso, cuando la hermosa Scheherazade
insiste en casarse, y así lo hace a pesar del excelente consejo de su padre en el sentido de que no cometa
semejante locura, es evidente que tiene sus hermosos ojos negros bien abiertos y que no se le escapa
nada de la situación.
Parece ser, empero, que esta política damisela (que, sin duda, debió leer a Maquiavelo) tenía preparado
un pequeño cuanto ingenioso plan. Con un pretexto especioso que ya he olvidado, se las arregló para
que en la noche de bodas su hermana se acostara en un lecho lo bastante cercano al de la pareja real
como para poder conversar del uno al otro. Poco antes de que cantaran los gallos tuvo buen cuidado
de despertar al excelente monarca, su esposo (que la estimaba muchísimo, pese a que la haría retorcer
el cuello por la mañana), interrumpiendo el profundo sueño que le daban su conciencia limpia y su
excelente digestión, a fin de que escuchara la interesantísima historia (creo que sobre una rata y un gato
negro) que estaba contando en voz muy baja a su hermana. Cuando salió el sol, sucedió que la historia
no había terminado todavía y que Scheherazade no podría terminarla por la sencilla razón de que ya era
tiempo de que se levantara y ofreciera su cuello al estrangulador -cosa muy poco preferible a la de ser
ahorcada, aunque ligeramente más gentil.
Lamento decir que la curiosidad del califa prevaleció sobre sus sólidos principios religiosos, induciéndolo
a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con intención y esperanza de
enterarse por la noche qué había ocurrido al final con el gato negro (pues creo que era negro) y la rata.
Llegada la noche, no sólo Scheherazade dio la pincelada final al gato negro y a la rata (que era azul),
sino que, antes de darse cuenta de lo que hacía, se vio arrastrada por el intrincado desarrollo de un relato
concerniente, (si no me engaño), a un caballo color rosa (con alas verdes) que se movía violentamente
gracias a un mecanismo de relojería, al cual se daba cuerda con una llave color índigo. Este relato
interesó al califa mucho más que el primero, y como amaneció sin que hubiera terminado (pese a los
esfuerzos de la sultana por concluirlo a tiempo para acudir al estrangulamiento), no quedó otro remedio
que aplazar otra vez la ceremonia veinticuatro horas. A la noche siguiente ocurrió algo parecido, con
resultados similares; y también a la siguiente, y a la otra... Hasta que, al fin, el buen monarca, después
de haberse visto inevitablemente privado de cumplir su promesa durante nada menos que mil y una
noches, olvidóla completamente al vencerse el término, se hizo relevar de ella en la forma habitual, o
-lo que es más probable- se limitó a quebrarla, al mismo tiempo que la cabeza de su padre confesor. Sea
como fuere, Scheherazade, que, como descendiente directa de Eva, había heredado quizá las siete cestas
de charla que esta última dama, como es sabido, cosechó al pie de los árboles en el jardín del Edén,
acabó triunfando sobre el califa y el impuesto a la belleza fue abolido.
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Ahora bien, esta conclusión (que figura en la obra tal como la conocemos) es indudablemente muy justa
y agradable, pero, ¡ay!, como tantas cosas, es mucho más agradable que verdadera. Debo al Isitsöornot
la rectificación de este error. Le mieux -dice un proverbio francés- est l’ennemi du bien, y al mencionar
que Scheherazade había heredado las siete cestas de la charla, hubiera debido agregar que las puso a
interés compuesto hasta que llegaron a ser setenta y siete.
-Querida hermana -dijo en la noche mil y dos (transcribo literalmente los términos del Isitsöornot-, ahora
que este pequeño inconveniente de la estrangulación ha desaparecido, juntó con el odioso impuesto, me
siento culpable de una gran indiscreción por haberos ocultado a ti y al califa (quien, lamento decirlo,
está roncando, lo cual no es propio de un caballero) la verdadera conclusión de la historia de Simbad el
marino. Este personaje pasó por muchas otras e interesantes aventuras aparte de las que os he contado,
pero, a decir verdad, aquella noche me sentía un tanto soñolienta y preferí abreviar mi relato. ¡Oh
infame proceder, del cual espero que Alá me perdone! Pero aún no es demasiado tarde para remediar mi
negligencia y, tan pronto haya pellizcado un par de veces al califa y éste se despierte lo bastante como
para cesar sus horribles ruidos, procederé a narrarte (y también a él, si así lo desea) la continuación de
esta notable historia.
La hermana de Scheherazade, según noticias del Isitsöornot, no se manifestó demasiado entusiasmada
ante esta perspectiva; pero el califa, luego de recibir suficientes pellizcos, terminó por interrumpir sus
ronquidos y finalmente dijo «¡Hunt!», y luego «¡Ejem!», con lo cual la reina comprendió (por cuanto se
trataba indudablemente de palabras árabes) que el monarca era todo atención y que trataría de no seguir
roncando; la reina, repito, reanudó sin perder más tiempo la historia de Simbad el marino.
-Por fin, cuando ya era viejo -contó Scheherazade, y Simbad hablaba por su voz-, después de gozar de
muchos años de tranquilidad en mi hogar, me sentí poseído una vez más por el deseo de visitar países
lejanos; y un día, sin advertir a mi familia de mis intenciones, preparé algunos fardos de mercancías
que aliaban la riqueza al poco bulto y, enganchando a un mozo de cuerda para que las llevara, bajé con
ellas a la costa para esperar algún navío que quisiera sacarme del reino, rumbo a alguna región que no
hubiera explorado todavía.
»Luego de dejar los fardos en la arena, nos sentamos bajo los árboles y miramos el océano, esperando
percibir algún navío, pero durante varias horas no vimos ninguno. Me pareció por fin que oía un
extraño sonido, entre zumbido y murmullo, y el mozo de cuerda afirmó que también él lo oía. No
tardó en hacerse más intenso, y crecía en forma tal que no podíamos dudar del rápido acercamiento del
objeto que lo provocaba. Por fin, en la línea del horizonte distinguimos una mota negra que aumentaba
rápidamente de tamaño hasta convertirse en un enorme monstruo, nadando con gran parte del cuerpo
fuera del agua. Avanzó hacia nosotros a una velocidad inconcebible, levantando enormes masas de
espuma con el pecho e iluminando la parte del océano por el cual avanzaba con una larga línea de fuego
que se extendía hasta perderse en la distancia.
»Cuando aquello se nos acercó, pudimos verlo con toda claridad. Su largo era comparable al de tres
árboles entre los más altos, y su ancho semejante a la gran sala de audiencias de vuestro palacio, ¡oh
el más sublime y magnífico de los califas! Su cuerpo no se parecía en nada al de los peces ordinarios;
sólido como de roca, era de un negro azabache en toda la extensión que sobresalía del agua, a excepción
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de una angosta faja rojo sangre que lo circundaba por completo. El vientre, oculto por el agua, pero que
veíamos por momentos cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, hallábase totalmente cubierto
de escamas metálicas, cuyo color semejaba el de la luna con tiempo neblinoso. Su lomo era chato y casi
blanco, y de él surgían hacia lo alto seis espinas de una altura casi igual a la mitad de su largo.
»Aquella horrible criatura no tenía boca visible, pero para compensar este defecto se hallaba provisto
de veinte ojos por lo menos, que sobresalían de las órbitas como los de la libélula verde y se distribuían
alrededor del cuerpo en dos hileras, una sobre otra, paralelamente a la franja rojo sangre que parecía una
especie de ceja. Dos o tres de aquellos espantosos ojos eran mucho mayores que los demás y daban la
impresión de ser de oro macizo.
«Aunque, como he dicho, la bestia se nos acercaba con enorme rapidez, parecía movida por artes de
nigromancia, pues no tenía aletas como las de un pez, ni patas membranosas como un pato, ni alas como
la concha marina a quien el viento impulsa como si fuera un barco. Tampoco se contorsionaba para
avanzar, como la anguila. La cabeza y la cola se parecían muchísimo, salvo que a poca distancia de esta
última había dos agujeros que servían de narices y por las cuales el monstruo exhalaba un espeso aliento
con violencia prodigiosa, produciendo un agudo y desagradable sonido.
»Grandísimo fue nuestro espanto al contemplar cosa tan horrible, pero pronto se vio superado por
el asombro que nos produjo ver sobre el lomo de aquella criatura una gran cantidad de animales de
la misma forma y tamaño que los hombres y sumamente parecidos a éstos, salvo que no estaban
vestidos (como lo está un hombre), sino que la naturaleza parecía haberles proporcionado unas feas e
incómodas envolturas que daban la impresión de una tela, pero tan pegada a la piel como para que los
pobres infelices tuvieran el aire más ridículo y pasaran por las peores molestias imaginables. En lo alto
de la cabeza llevaban una especie de cajas cuadradas que a primera vista hubieran podido pasar por
turbantes, pero que, como pronto advertí, eran muy pesadas y sólidas. Supuse entonces que se trataba de
dispositivos calculados para mantener, gracias a su gran peso, las cabezas pegadas a los hombros. Noté
que todas esas criaturas llevaban unos collares negros (símbolo de servidumbre, sin duda) como los que
ponemos a nuestros perros, sólo que mucho más anchos y duros, al punto que las desdichadas víctimas
no podían mover la cabeza en cualquier dirección sin mover al mismo tiempo el cuerpo; veíanse así
condenados a contemplarse incesantemente la nariz, espectáculo tan romo y tan chato como imaginarse
pueda, por no calificarlo de espantoso.
»Una vez que el monstruo hubo llegado junto a la costa donde nos hallábamos, proyectó repentinamente
uno de sus ojos hasta muy afuera, emitiendo por él un terrible resplandor de fuego seguido de una
densa nube de humo y un estruendo que no puedo comparar con nada por debajo del trueno. Cuando
se despejó el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de
la bestia, con una trompeta en la mano; (llevándosela a la boca), no tardó en dirigirse a nosotros con
acentos tan broncos, ásperos y desagradables, que hubiéramos confundido acaso con un lenguaje si no
hubieran sido proferidos por la nariz.
»Como no cabía duda de que se dirigía a nosotros, me sentí perplejo y sin saber qué contestar, pues no
había entendido una sola sílaba. En esta coyuntura me volví al mozo de cordel, que estaba a punto de
desmayarse de terror, y le pregunté qué pensaba de aquel monstruo y si tenía idea de sus intenciones,
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así como de la naturaleza de los seres que llenaban su lomo. Venciendo lo mejor posible el temblor que
lo dominaba, me contestó que había oído hablar de aquella bestia marina; que era un cruel demonio,
con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desgracias a la
humanidad; que aquellas cosas que había en su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a
gatos y perros, sólo que más grandes y más salvajes, y que tenían su razón de ser, por más mala que
fuera, ya que a causa de las torturas que infligían al monstruo mediante sus mordiscos y aguijonazos lo
llevaban al grado de enfurecimiento necesario para que rugiera y cometiera maldades, cumpliendo así
los vengativos y perversos propósitos de los genios malignos.
»Esta explicación me indujo a salir corriendo a toda velocidad y, sin mirar una sola vez hacia atrás, me
interné como una flecha en las colinas, mientras el mozo de cordel corría con no menor celeridad, pero
en dirección opuesta, al punto que logró finalmente escapar con mis fardos que no dudo habrá cuidado
debidamente, aunque no puedo ratificar este punto pues no me parece que haya vuelto a verlo jamás.
»En cuanto a mí, fui perseguido por un enjambre de los hombres-sabandijas (que habían desembarcado
en botes), hasta que no tardé en ser alcanzado, atado de pies y manos y conducido a bordo de la bestia,
la cual echó a nadar de inmediato mar afuera.
»Me arrepentí entonces amargamente de haber abandonado un hogar confortable para arriesgar la vida
en semejantes aventuras; pero como aquellas lamentaciones no servían de nada, traté de mejorar en
lo posible mi situación, buscando asegurarme la buena voluntad del animal-hombre que esgrimía la
trompeta, y que parecía ejercer autoridad sobre los otros. Tan bien lo logré que, pocos días más tarde,
aquella criatura me dio varios testimonios de su favor, y llegó por fin a molestarse en enseñarme los
rudimentos de lo que sería vano denominar un lenguaje; pero gracias a ello me fue posible hacerme
entender de aquella criatura y expresarle mis ardientes deseos de ver el mundo.
»-Patapún catabón tirilín Simbad, mantantirulirulá rataplán chin pún -me dijo cierto día, después de
cenar-. Pero me apresuro a pedir mil perdones, pues olvidaba que Vuestra Majestad ignora el dialecto
de los “cockneys” (como se denominaban los animales-hombres, quizá porque su lenguaje constituía el
eslabón entre el caballo y el gallo). Con vuestro permiso lo traduciré: “Patapún catabón”, etc., significa:
“Me alegra descubrir, querido Simbad, que eres un excelente individuo; por nuestra parte, estamos
cumpliendo ahora algo que se llama circunnavegación del globo, y ya que tienes tantos deseos de ver
mundo, cerraré los ojos y te daré un pasaje gratis en el lomo de la bestia”.
El Isitsöornot declara que, cuando la dama Scheherazade hubo llegado a este punto, el califa se volvió
sobre el lado derecho y dijo:
-Ciertamente, querida reina, es muy sorprendente que hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras
de Simbad. ¿Sabes que las encuentro tan entretenidas como extrañas?
Habiéndose expresado así el califa, según nos cuentan, la hermosa Scheherazade continuó su relato con
las siguientes palabras:
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-«Agradecí su gentileza al animal-hombre -dijo Simbad- y pronto me hallé muy a mi gusto sobre la
bestia, que nadaba a velocidad prodigiosa a través del océano, a pesar de que éste, en la parte del mundo
donde nos hallábamos, no era plano, sino redondo como una granada, por lo cual puede decirse que
todo el tiempo subíamos y bajábamos por él.»
-Esto me parece sumamente raro -interrumpió el califa.
-Empero, es muy cierto -replicó Scheherazade.
-Lo dudo -dijo el monarca-, pero ruégote que tengas la bondad de seguir con tu relato.
-Así lo haré -continuó la reina-. «La bestia -continuó Simbad- nadaba hacia arriba y abajo, hasta que
llegamos a una isla de muchos cientos de millas de circunferencia que, a pesar de su tamaño, había sido
levantada en mitad del océano por una colonia de pequeños seres semejantes a las orugas»21.
-¡Hum! -dijo el califa.
-«Al abandonarla isla -continuó Simbad (pues Scheherazade no hizo caso de aquella intempestiva
interjección de su esposo)- llegamos a otra donde había bosques de piedra tan duros que rompían el filo
de las hachas más templadas, con las cuales tratamos de cortar sus árboles»22.
21 La coralina.
22 «Una de las más notables curiosidades naturales de Tejas es un bosque petrificado cerca de la cabecera del río
Pasigno. Hay allí varios centenares de árboles erectos, que se han vuelto de piedra. Algunos árboles, en curso de
crecimiento, se hallan ya parcialmente petrificados. He aquí un hecho sorprendente para la filosofía natural, que
debería inducirla a modificar la teoría usual de la petrificación» (Kennedy).
Esta noticia, recibida primeramente con incredulidad, ha sido corroborada por el descubrimiento de una entera selva
petrificada cerca de la cabecera del río Cheyenne o Chienne, que nace en las Colinas Negras de las Montañas
Rocosas.
Quizá no haya en todo el globo espectáculo más notable, tanto desde el punto de vista geológico como pintoresco,
que el ofrecido por el bosque petrificado vecino a El Cairo. Luego de pasar frente a las tumbas de los califas,
situadas más allá de las puertas de la ciudad, el viajero toma hacia el sur, casi en ángulo recto con el camino
que va a Suez por el desierto, y luego de atravesar unas diez millas de un valle bajo y estéril, cruza una serie de
médanos que durante un trecho han corrido paralelamente a él. La escena que se presenta entonces a su vista
es indescriptiblemente extraña y desolada. Una inmensidad de fragmentos de árboles, convertidos en piedra,
tan duros que los cascos del caballo les arrancan un sonido como de acero, se extiende por millas y millas
hacia todos lados, en forma de floresta arruinada y caída. La madera tiene una coloración muy oscura, pero
conserva perfectamente su forma; los trozos miden de uno a quince pies de largo y de medio a tres pies de
espesor, y están tan juntos que un asno puede abrirse apenas camino entre ellos; tan natural es su aspecto que,
de hallarse en Escocia o Irlanda, se tendría la impresión de estar frente a un pantano desecado, en el cual los
árboles exhumados se pudren al sol. En muchos casos las raíces y los brotes son perfectos, viéndose en algunos
los agujeros causados por los gusanos en la corteza. Los más delicados canales de la savia y las partes más finas
del centro de los troncos no presentan la menor alteración, como se comprueba examinándolos con las más
poderosas lentes de aumento. El conjunto se ha petrificado a tal punto, que raya el cristal y admite un pulimento
completo (Revista Asiática).
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-¡Hum! -dijo nuevamente el califa; pero Scheherazade no le prestó atención y siguió hablando con las
palabras de Simbad:
-«Más allá de esta isla llegamos a un país donde había una caverna que entraba treinta o cuarenta millas
en las entrañas de la tierra y que contenía mayores, más grandes y magníficos palacios que los existentes
en Damasco y Bagdad juntas. Del techo de estos palacios colgaban miríadas de gemas, semejantes a
diamantes, pero más grandes que un hombre; entre las calles llenas de torres, pirámides y templos,
corrían inmensos ríos negros como el ébano, pululantes de peces sin ojos23».
-¡Hum! -dijo el califa.
-«Nadamos luego a una región del mar donde hallamos una elevadísima montaña, de cuyas laderas
caían torrentes de metal fundido, algunos de ellos de doce millas de ancho y sesenta de largo24; de
un abismo en lo alto surgían cantidades tales de cenizas, que el sol había quedado completamente
oculto en el cielo, y estaba más oscuro que en la más tenebrosa medianoche; aun a ciento cincuenta
millas de aquella montaña era imposible ver el más blanco de los objetos, aunque lo pusiéramos
contra los ojos»25.
-¡Hum! -dijo el califa.
-«Luego de alejarnos de esta costa, la bestia continuó su viaje hasta llegar a una tierra donde la
naturaleza de las cosas parecía haberse invertido, pues vimos un gran lago en cuyo fondo, a más
de cien pies bajo la superficie, florecía con toda su vegetación un bosque de altos y exuberantes
árboles»26.
-¡Hola! -dijo el califa.
24 En Islandia, en l783.
25 «Durante la erupción del Hecla, en 1766, las nubes de ceniza produjeron una oscuridad tan grande que, en
Glaumba, situada a más de cincuenta leguas de la montaña, la gente sólo podía encontrar tanteando su camino.
Durante la erupción del Vesubio en 1794, en Caserta, a cuatro leguas de distancia, sólo se podía andar a la luz
de las antorchas. El 1º de mayo de 1812, una nube de cenizas y arenas, brotadas de un volcán en la isla de San
Vicente, cubrió la totalidad de las Barbados, extendiendo sobre ellas una oscuridad tal que, a mediodía y al aire
libre, no se percibían los árboles ni los objetos más cercanos; ni siquiera un pañuelo blanco colocado a seis
pulgadas de los ojos» (Murray, pág. 215, Phil. edit.).
26 «En 1790, durante un terremoto en Caracas, parte del suelo de granito se hundió, formando el lecho de un lago
de ochocientas yardas de diámetro y de ochenta a cien pies de profundidad. Formaba parte del bosque de Aripao,
que se hundió con él, y los árboles se mantuvieron verdes bajo el agua durante varios meses» (Murray, pág. 221).
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-«Cientos de millas más allá encontramos un clima donde la atmósfera era tan densa que sostenía
el hierro o el acero, tal como el nuestro sostiene una pluma»27.
-¡Azúcar! -dijo el califa.
-«Siguiendo siempre la misma dirección, llegamos a la región más admirable y magnífica de la
tierra. Corría por ella un río de varios miles de millas de longitud. Era de insondable profundidad
y de mayor transparencia que el ámbar. Su ancho variaba de tres a seis millas y sus márgenes
se alzaban perpendicularmente hasta mil doscientos pies de altura, coronados por árboles de
follaje perenne y flores del más dulce perfume, que convertían aquel territorio en un maravilloso
jardín. Pero tan exuberante región se llamaba el Reino del Horror, y penetrar en él representaba
inevitablemente la muerte»28.
-¡Toma! -dijo el califa.
-«Nos alejamos a prisa de aquel reino y, tras algunos días, llegamos a otro donde nos asombró
descubrir miradas de monstruosos animales que tenían en la cabeza cuernos semejantes a
guadañas. Aquellas horrorosas bestias cavan vastas cavernas en forma de túnel, disponiendo su
entrada en forma tal que los animales que pisan las piedras que la forman se precipitan al interior
de la guarida de los monstruos, quienes les chupan inmediatamente la sangre, transportando luego
desdeñosamente sus restos a mucha distancia de las “cavernas de la muerte”»29.
-¡Bah! -dijo el califa.
27 Bajo la acción del soplete el acero más duro se reduce a un polvo impalpable, que flota en la atmósfera.
29 El Myrmeleon, hormiga-león. El término «monstruo» es igualmente aplicable a cosas anormales pequeñas que
a grandes, mientras epítetos tales como «vastas» son meramente relativos. La caverna del myrmeleon es vasta si
se la compara con el hormiguero de la hormiga roja común. Un grano de sílex es también una «piedra».
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-«Continuando nuestro viaje, avistamos una zona donde hay vegetales que no crecen en el suelo,
sino en el aire30. Algunos surgían de la sustancia de otros vegetales31; otros derivaban su alimento
del cuerpo de animales vivos32, y había algunos que ardían como si fueran un fuego intenso33;
otros que andaban de un lado a otro según su voluntad34, y, lo que era aún más extraordinario,
descubrimos flores que vivían, respiraban y movían sus partes a voluntad, y que compartían
la detestable pasión humana por la esclavitud, sumiendo a otros seres en horribles y solitarias
prisiones hasta que cumplían determinadas tareas»35.
-¡Cómo! -dijo el califa.
30 El Epidendron, Flos Aeris, de la familia de las orquídeas, se limita a fijar el extremo de sus raíces en un árbol u
otro objeto, del cual no deriva alimento alguno, pues subsiste tan sólo del aire.
32 Schouw afirma que hay una clase de plantas que crecen sobre animales vivientes: las Plantae Epizooe. A esta
clase pertenecen los Fuci y Algae. Mr. J. B. Williams, de Salem, Mass., dio a conocer al Instituto Nacional un
insecto procedente de Nueva Zelandia, acompañado de la siguiente descripción: «El Hotte, que es una oruga
o gusano, crece al pie del árbol Rata, y a su vez hay una planta que crece en su cabeza. Estos extraños y
maravillosos insectos trepan hasta lo alto de los árboles Rata y Perriri y, penetrando en ellos desde la copa,
perforan el tronco hasta alcanzar la raíz; salen luego a la superficie y mueren o se adormecen, mientras la planta
se propaga partiendo de su cabeza: el cuerpo permanece entero y perfecto y es más duro que cuando estaba vivo.
Los nativos extraen de este insecto un colorante para sus tatuajes.»
33 En las minas y cavernas naturales hay una especie de fungus criptógamo que emite una inmensa fosforescencia.
35 «La corola de esta flor (Arístolochia Clematitis) es tubular, pero termina en lo alto en un miembro ligulado,
siendo globular en su base. La parte tubular tiene en su interior pelos muy duros, que apuntan hacia abajo. La
parte globular contiene el pistilo, consistente tan sólo en un germen y estigma, junto con los estambres que los
rodean. Los estambres, más cortos que el germen, no pueden descargar el polen de manera de volcarlo en el
estigma, pues la flor se mantiene siempre vertical hasta después de la fecundación. Por eso, de no recibir alguna
ayuda adicional, el polen caerá necesariamente en el fondo de la flor. Pues bien, la ayuda proporcionada en este
caso por la naturaleza es la del Tiputa Pennicornis, pequeño insecto que penetra por el tubo de la corona en busca
de miel, baja hasta el fondo y se pasea hasta quedar enteramente cubierto de polen; como le es imposible volver a
subir, dada la posición de los pelos mencionados, que convergen como los alambres de una trampa para ratones,
y sintiéndose impaciente por su encarcelamiento, se mueve en todas direcciones buscando una salida, hasta que,
luego de atravesar repetidas veces el estigma, lo deja cubierto de suficiente polen como para que se produzca la
fecundación, a consecuencia de la cual la flor no tarda en inclinarse, mientras los pelos se contraen a los lados
del tubo, abriendo una fácil salida al insecto» (Reverendo P. Keith, Sistema de botánica fisiológica).
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-«Al salir de esta tierra no tardamos en llegar a otra donde las abejas y los pájaros son matemáticos
de tanto genio y erudición que diariamente enseñan geometría a los entendidos del imperio. Cierta
vez que el rey ofreció una recompensa por la solución de dos dificilísimos problemas, ambos
quedaron instantáneamente aclarados, el uno por las abejas y el otro por los pájaros. Como el rey
guardó la solución en secreto, sólo después de complicadísimas investigaciones y trabajos y de
escribir infinidad de voluminosos libros en infinidad de años llegaron los matemáticos del reino a
las mismas soluciones que las abejas y los pájaros habían dado en el acto»36.
-¡Demonio! -dijo el califa.
-«Apenas había perdido de vista este imperio, cuando llegamos a otro, desde cuyas playas vimos
volar una bandada de pájaros de una milla de ancho y doscientas cuarenta millas de largo; es decir,
que, aun volando a razón de una milla por minuto, se requirieron cuatro horas para que pasara
sobre nosotros la entera bandada, en la cual había varios millones de pájaros»37.
-¡Camelo! -dijo el califa.
-«Tan pronto habíamos quedado libres de estos pájaros, que mucho nos molestaron, vimos surgir un
ave de otra especie, infinitamente más grande que los rocs que había encontrado en mis anteriores
viajes; era más grande que la mayor de las cúpulas de vuestro serrallo, ¡oh el más magnífico de los
califas! Este terrible pájaro no tenía cabeza visible, sino que parecía formado enteramente por un
vientre de prodigioso grosor y redondez, constituido por una sustancia muy suave, lisa, brillante
y de franjas coloreadas. El monstruo llevaba en sus garras (a su guarida, en las nubes, sin duda)
una casa cuyo techo había probablemente arrancado, y en cuyo interior vimos claramente a varios
seres humanos que parecían tan empavorecidos como desesperados por el espantoso destino que
les aguardaba. Gritamos con todas nuestras fuerzas, esperando que el pájaro se asustara y soltara
la presa; pero se limitó a exhalar una especie de resoplido, como de cólera, y luego dejó caer sobre
nuestras cabezas un pesado saco que resultó estar lleno de arena.»
36 Desde que las abejas existen, han construido sus celdillas con el número de lados, la cantidad y el ángulo
de inclinación (como se ha demostrado en una investigación matemática que implicaba los más profundos
principios de esta ciencia) que se requieren para obtener el mayor espacio compatible con la mayor estabilidad
de la estructura de la colmena.
A fines del siglo pasado, los matemáticos se plantearon la cuestión de «determinar la mejor forma posible para las alas
de un molino, de acuerdo con su distancia variable desde las aspas y desde los centros de revolución». Se trata de
un problema extraordinariamente complejo, pues consiste en hallar la mejor solución posible para una infinidad
de distancias y una infinidad de puntos. Los matemáticos más ilustres hicieron miles de tentativas inútiles para
resolver el problema; cuando, por fin, se llegó a una respuesta exacta, descubrióse que las alas de un pájaro
coincidían con ella de la manera más exacta, desde que el primer pájaro echó a volar por el espacio.
37 «El teniente F. Hall observó una bandada de pájaros que sobrevolaba Frankfort y el territorio de Indiana, y cuyo
ancho era de una milla; tardó cuatro horas en pasar, lo cual, a un promedio de una milla hora, da una extensión de
240 millas. Si suponemos que había tres pájaros por cada yarda, el total se componía de 2.230.272.000 animales»
(Viajes por Canadá y Estados Unidos).
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38 «La tierra está sostenida por una vaca azul, que tiene cuernos en número de cuatrocientos» (El Corán).
39 El Entozoa, gusano intestinal, ha sido repetidas veces observado en los músculos y en la materia gris humana
(cf. Wyatt, Fisiología, pág. 143).
40 En el gran ferrocarril del Noroeste, entre Londres y Exeter, se ha alcanzado una velocidad de 71 millas por hora.
Un tren que pesaba 90 toneladas corrió de Puddington a Didcot (53 millas) en 51 minutos.
41 La incubadora.
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-«Un miembro de esta nación de brujos creó un hombre de bronce, madera y cuero, dándole tanta
inteligencia que hubiera vencido al ajedrez a toda la humanidad, con excepción del gran califa
Harun Al Raschid42. Otro de estos magos construyó con materiales parecidos una criatura capaz
de avergonzar el genio de su propio creador: tan grandes eran sus poderes razonantes que, en un
segundo, efectuaba cálculos que hubieran requerido el trabajo de cincuenta mil hombres de carne
y hueso durante un año43. Pero otro mago todavía más asombroso fabricó una fortísima criatura
que no era ni hombre ni bestia, pero que tenía cerebro de plomo mezclado con una sustancia negra
como la pez y dedos que actuaban con tan increíble velocidad y destreza que no hubiera tenido
dificultad en escribir veinte mil copias del Corán en una hora; todo esto con una precisión tan
exquisita que no se hubiera podido encontrar un solo ejemplar que se diferenciara de los otros en
el ancho de un cabello. Esta criatura era de una fuerza prodigiosa, al punto que creaba y destruía
de un soplo los imperios más poderosos; pero sus aptitudes se aplicaban indistintamente al bien y
al mal.»
-¡Ridículo! -dijo el califa.
-«En esta nación de nigromantes había uno que llevaba en las venas la sangre de la salamandra,
pues no tenía escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un horno ardiente, hasta que su cena se
cocinaba completamente en el suelo44. Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en
oro, sin siquiera mirarlos durante el proceso45. Otro tenía un tacto tan delicado que llegó a fabricar
un alambre invisible46. Otro percibía las cosas con tanta rapidez, que contaba los movimientos de
un cuerpo elástico mientras éste se movía hacia delante y hacia atrás a la velocidad de novecientos
millones de veces por segundo»47.
-¡Absurdo! -dijo el califa.
45 El electrotipo.
46 Wollaston fabricó un retículo de telescopio cuyo alambre tenía un espesor de 1/18.000 de pulgada. Sólo era
visible por medio del microscopio.
47 Newton demostró que la retina, bajo la influencia del rayo violeta del espectro, vibra 900.000.000 de veces por
segundo.
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-«Otro de estos magos, ayudado por un fluido que nadie vio hasta ahora, podía hacer que los
cadáveres de sus amigos movieran los brazos, patearan, lucharan e incluso se levantaran y
danzaran48. Otro cultivó a tal punto su voz, que podía hacerse oír desde un extremo al otro del
mundo49. Otro tenía un brazo tan largo que podía estar sentado en Damasco y escribir una carta
en Bagdad o en cualquier otro sitio50. Otro tenía tal dominio sobre el relámpago que podía hacerlo
descender a su antojo; le servía luego de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes e hizo con
ellos un silencio. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes51. Otro fabricó hielo
en un horno ardiente52. Otro obligó al sol a que pintara su retrato y el sol le obedeció53. Otro tomó
el astro rey, junto con la luna y los planetas, y luego de pesarlos cuidadosamente, sondeó sus
profundidades y descubrió la solidez de las sustancias que los componen. Pero toda aquella nación
48 La pila voltaica.
51 Experimentos comunes en física. Si dos rayos rojos procedentes de dos puntos luminosos penetran en una
cámara oscura de manera de posarse sobre una superficie blanca, variando en un 0,0000258 de pulgada de
longitud, su intensidad se duplicará. Lo mismo pasa si su diferencia de extensión es cualquier número entero
múltiplo de dicha fracción. Un múltiplo por 2 1/4, 3 1/4 etc., produce una intensidad sólo equivalente a un rayo,
pero un múltiplo por 2 1/2, 3 1/2, etc., da por resultado una oscuridad total. En los rayos violetas ocurre lo mismo
cuando la diferencia de longitud es de 0,0000157, y con todos los rayos restantes el resultado es el mismo; la
diferencia va en aumento del violeta al rojo.
52 Póngase crisol de platino sobre una lámpara de alcohol y manténgase al rojo vivo; viértase ácido sulfúrico, que,
a pesar de ser el más volátil de los cuerpos a temperatura ordinaria, quedará completamente estable en un crisol
recalentado, sin que se evapore una sola gota. (Lo que ocurre es que queda rodeado por una atmósfera de su
propia materia y, por tanto, no toca las paredes del crisol.) Se vierten entonces unas gotas de agua, y el ácido, así
en contacto con las paredes recalentadas del crisol, se transforma en vapor de ácido sulfúrico, y tan rápida es su
transformación que el calor del agua se disipa junto con él, cayendo el agua en el fondo convertida en hielo. Si
se la extrae rápidamente antes de que se derrita se habrá obtenido hielo de un crisol ardiente.
53 El daguerrotipo.
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posee una habilidad nigromántica tan sorprendente, que hasta sus niños y aun sus perros y sus
gatos son capaces de ver fácilmente objetos que no existen, o que veinte millones de años antes del
nacimiento de dicha nación habían sido borrados de la faz del universo»54.
-¡Ridículo! -dijo el califa.
-«Las esposas e hijas de aquellos grandes e incomparables magos -continuó Scheherazade, sin
preocuparse en absoluto de las repetidas y poco caballerescas interrupciones de su esposo- son de
lo más refinadas y perfectas, y constituirían el ápice de lo interesante y de lo hermoso de no mediar
una desdichada fatalidad que las agobia, y que ni siquiera los milagrosos poderes de sus esposos y
padres han logrado remediar hasta el presente. Algunas de esas fatalidades adoptan cierta forma,
mientras otras se presentan de diferente manera; pero me refiero, sobre todo, a la que asume la
forma de una excentricidad.»
-¿Una qué? -preguntó el califa.
-Una excentricidad -dijo Scheherazade-. «Uno de los genios malignos que continuamente tratan
de hacer daño indujo a tan perfectas señoras a creer que aquello que denominamos belleza natural
consiste en la protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre. Les hicieron creer que
la perfección de la hermosura se halla en razón directa con el volumen de dicha parte. Dominadas
por la idea, y aprovechando que los almohadones son muy baratos en ese país, se ha llegado a un
punto en que ya resulta difícil distinguir a una mujer de un dromedario...»
-¡Detente! -exclamó el califa-. ¡No puedo ni quiero soportar semejante cosa! ¡Me has dado ya una
terrible jaqueca con tus mentiras! Noto, además, que está amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos
casados? Mi conciencia empieza a atormentarme. Y, además, ese asunto de los dromedarios... ¿Me
tomas por imbécil? Lo mejor que puedes hacer es ir a que te estrangulen.
Según me entero por el Isitsöornot, estas palabras ofendieron y asombraron a Scheherazade, pero,
como sabía que el califa era hombre de escrupulosa integridad y poco sospechoso de faltar a su
palabra, se sometió resignadamente a su destino. Mucho se consoló (mientras le apretaban el
54 Aunque la luz recorre 167.000 millas por segundo, la distancia desde el Cisne 61 (única estrella cuya distancia
ha sido verificada) es tan inconcebiblemente grande, que sus rayos requieren más de diez años para llegar a la
tierra. Las estrellas situadas más allá exigen veinte y aún mil años, calculando sin exageración. Por tanto, si
dichos astros se hubieran extinguido hace veinte o mil años, seguiríamos viéndolos en la actualidad por la luz
que emanó de ellos hace veinte o mil años. No es imposible, ni siquiera improbable, que muchas estrellas que
vemos noche a noche se hayan extinguido hace mucho.
Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más débil que alcanza a distinguirse en su gran telescopio debió
de requerir tres millones de años para llegar a la tierra. Algunas otras que el telescopio de lord Ross permite
vislumbrar han debido emplear, por lo menos, veinte millones de años.
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cordón en el cuello) pensando que gran parte de su historia quedaba todavía por decir, y que la
petulancia de aquel animal de su marido le estaba bien aplicada, pues por su culpa se quedaría sin
conocer muchas otras inimaginables aventuras.
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El Demonio de la Perversidad55
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los
frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento
radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto.
Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que
su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en
la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su
gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir
su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese
introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las
cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida
toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que
piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo
sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones
sus innumerables sistemas mentales. En materia de Frenología, por ejemplo, hemos determinado,
primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se
contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la Alimentividad
para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que
no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre
propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la Amatividad. Y lo mismo
hicimos con la Combatividad, la Idealidad, la Casualidad, la Constructividad, en una palabra, con
todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro
intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los Spurzheimistas, con
razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus
predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre
y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que
debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace
ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Deidad pretende obligarle a
hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los
inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas
objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
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alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo
indefinido, de la Sustancia con la Sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la Sombra es
la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo
tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos
libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer
impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación,
nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados
aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el Genio
en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia
una forma mucho más terrible que cualquier Genio o Demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo
un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz
delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz
caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que
implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de
la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple
razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo,
por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la Naturaleza pasión de una impaciencia tan
demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar
por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión
no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo.
Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos
atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de
Perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá
o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad
como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por
qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación
de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me
hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis
fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses
enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba
una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato
de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente
envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la
costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada.
Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios
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mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de
mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner
fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la
idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de
una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen.
Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando
reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme
en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales
derivadas de mi crimen.
Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi
imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.
Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien
la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una
ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria.
Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz
baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en
voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a
salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya
alguna experiencia de estos accesos de Perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto
esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual
insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se
enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más
rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con
todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía
bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté
como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces
la consumación de mi Destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una
voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca
para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo,
aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda.
El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
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Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como
si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al
verdugo y al Infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero,
¿dónde?
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El diablo en el campanario56
Antiguo adagio
Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es -o era, ¡ay!- la
villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a alguna distancia de cualquiera
de los caminos principales, en una situación en cierto modo extraordinaria, quizá muy pocos de
mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y
ello es en verdad tanto más necesario cuanto que si me propongo hacer aquí una historia de los
calamitosos sucesos que han ocurrido recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza
de atraer la simpatía pública en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará
de que el deber que me impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa
rígida imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben
distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado para decir,
positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen, en la misma exacta
condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo, me temo que sólo hablaré
con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se ven a veces obligados a tolerar en
ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo, teniendo en cuenta su remota antigüedad, no
ha de ser menor que cualquier cantidad determinable.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena, en la misma
falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto -algunas agudas, algunas eruditas,
algunas todo lo contrario- soy incapaz de elegir ninguna que pueda considerarse satisfactoria.
Quizá la idea de Grogswigg -que casi coincide con la de Kroutaplenttey- deba ser prudentemente
preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss -Vonder, lege Donder- Votteimittiss, quasi und Bleitziz
-Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas
de fluido eléctrico manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo,
sin embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso
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la mitad de la pierna. Las piernas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un
bonito par de calcetines verdes que se las cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un
lazo de cinta amarilla que se abre en forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj
holandés; en la derecha empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un
gordo gato mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto
por bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada uno dos
pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega hasta los muslos,
calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con hebilla de plata y largos
levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene, además, una pipa en la boca y en
la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y
una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas
que caen de los repollos, ya de dar una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la
cola para ponerle tan elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero, con patas
retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa en persona. Es
un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada enorme. Sus ropas
se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al respecto. Toda la diferencia
reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos y puede aspirar una bocanada
mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A decir verdad, tiene que cuidar algo
más importante que un reloj, y he de explicar ahora de qué se trata. Se sienta con la pierna derecha
sobre la rodilla izquierda, muestra un grave continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos
resueltamente clavado en cierto objeto notable que se halla en el centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los miembros del
Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes, con grandes ojos
como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y las hebillas de los zapatos
mucho más grandes que los habitantes comunes de Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa
han tenido varias sesiones especiales y han adoptado estas tres importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.»
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario, donde
existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj
de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los viejos señores sentados
en los sillones con asiento de cuero. El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre,
de modo que se lo puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y
blancos, las agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero
esta obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el reloj
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de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple suposición
de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la antigüedad al cual
hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la hora. Y a decir verdad,
lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la villa. Nunca hubo otro lugar
semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo consideraba oportuno decir: «¡Las
doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca simultáneamente y respondían como un
verdadero eco. En una palabra: los buenos burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero
estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el campanero de
Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más perfectamente respetado de
todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la villa, y los mismos cerdos lo miran
con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su levita son mucho más largos; su pipa, las
hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga, mucho más, grandes que los de cualquier otro señor
del pueblo; y, en cuanto a su papada, no sólo es doble, sino triple.
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso cuadro tuviera
que sufrir un cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del otro lado de
las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas. Faltaban anteayer
cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy extraño en lo alto de la
colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención universal, y cada pequeño señor
sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus ojos con asombrada consternación
hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el singular objeto en
cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las colinas a gran velocidad,
de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien. Era en verdad el personaje más
precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un
oscuro color tabaco y tenía una larga nariz ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una
excelente hilera de dientes que parecía deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los
bigotes y las patillas no quedaba nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el
pelo cuidadosamente rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos,
de uno de cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir
negro, medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra.
Bajo un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más
grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la
colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco con
el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos burgueses de
Vondervotteimittiss!
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Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y siniestro, y mientras
corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines mochos despertó no pocas
sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del
pañuelo de algodón blanco que colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda.
Pero lo que provocaba justa indignación era que el pícaro galancete, mientras daba aquí un paso
de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el
compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los ojos cuando,
faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio de ellos, hizo un
chassez aquí, un balancez allá y luego, después de una pirouette y de un pas-de-zephyr, subió como
en un vuelo hasta el campanario del edificio de la Municipalidad, donde el campanero, estupefacto,
fumaba con expresión de dignidad y espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por
la nariz, lo sacudió y lo empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta
la boca y entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero
tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores redoblando
la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este ataque
sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio segundo
para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta y suprema
necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin embargo, que justo en
ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía.
Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos
entregados a contar las campanadas.
-¡Una! -dijo el reloj.
-¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de cuero, en
Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una! -dijo también el reloj de su mujer-.
¡Uuna! -los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados relojitos de juguete en las colas del
gato y el cerdo.
-¡Dos! -continuó la gran campana.
-¡Tos! -repitieron todos los relojes.
-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana.
-¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! -respondieron los otros.
-¡Once! -dijo la grande.
-¡Once! -asintieron las pequeñas.
-¡Doce! -dijo la campana.
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Capítulo I
Introducción
Una suerte singularmente dichosa nos permite ofrecer nuestros lectores, bajo este título, una
narración de naturaleza poco común y con seguridad profundamente interesante. El Diario que
sigue contiene la relación de la primera tentativa que se haya realizado de una travesía de las
gigantescas barreras formadas por la inmensa cadena de montañas que se extienden desde el Mar
Polar, al norte, hasta el istmo de Darién, al sur, formando de un extremo al otro una muralla
erizada de rocas y coronada de nieves. Además -y esto es lo más importante- describe en de talle
un viaje más allá de esas montañas y a través de una inmensa extensión de territorio que, hoy día
mismo, se tiene por enteramente inexplorado y desconocido; que en todos los mapas que hemos
tenido la posibilidad de ver está señalado como «región inexplorada», y que es la única que se
ignora del continente norteamericano. Siendo así, nuestros amigos nos sabrán perdonar la ligera
dosis de unción con que hemos llamado la atención pública hacia este Diario. Por nuestra parte,
hemos encontrado en él un grado y una calidad de interés como ninguna otra narración análoga
nos haya inspirado. Y no creemos que la manera como estos papeles han venido a nuestras manos
para ser publicados por primera vez, haya contribuido sino moderadamente a motivar ese interés.
Estamos muy seguros de que todos nuestros lectores se hallarán de acuerdo con nosotros para
encontrar excepcionalmente atrayentes e importantes las aventuras aquí registradas. El carácter del
hombre que fue el director, y el alma, como el historiador de esa expedición, ha impregnado lo que
escribió de un abundante fervor romántico, bien diferente de aquella apariencia tibia y estadística
que suelen ofrecer las narraciones de ese género. Mr. James E. Rodman, del cual recibimos este
manuscrito, es bien conocido de más de un lector de esta Revista. Tiene algo del temperamento que
ensombreció la juventud de su abuelo, Mr. Julius Rodman, autor de la narración: queremos decir
una hipocondría hereditaria. Es la influencia de esa enfermedad lo que, más qué otra cosa, le hizo
emprender el extraordinario viaje, cuyas peripecias se van a leer. Los proyectos de caza de que
habla él mismo al principio de su Diario no eran, por lo que podemos discernir, sino los pretextos
57 Esta obra fue publicada sin nombre de autor entre enero y julio de 1840 en el Gentleman’s Magazine.
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con que coloreaba, para justificarse ante sí mismo, la audacia y la novedad de su empresa. No cabe
duda alguna, creemos (y nuestros lectores lo creerán con nosotros), acerca de que fue impelido
únicamente por el deseo de buscar en el seno de la soledad aquella paz que sus disposiciones
particulares le impedían saborear entre los hombres. Fue a buscar refugio en el desierto, como
en un amigo. Y ninguna otra interpretación de los hechos nos permitirá conciliar, con nuestro
conocimiento habitual, los modos de obrar, humanos, muchos puntos de su narración.
Hemos juzgado convenientemente el omitir dos páginas del manuscrito, en las que Mr. R. da
algunos detalles acerca de su vida antes de su partida para las fuentes del Missouri. Pero bueno
será decir aquí que era natural de Inglaterra, donde su familia tenía un rango muy honorable y
donde recibió una buena educación. Emigró a nuestro país en 1784 (a la edad, en aquella época,
de unos dieciocho años aproximadamente), can su padre y dos hermanas solteras. La familia se
estableció primero en Nueva York; pero ulteriormente se fueron al Kentucky y allí se instalaron,
casi como ermitaños, en las orillas del Mississippi, cerca del lugar donde en nuestros días Mill’s
Point desemboca en aquel río. Allí fue donde el viejo Mr. Rodman murió en el otoño de 1790.
El invierno siguiente, sus dos hijas perecieron de la viruela, con algunas semanas de intervalo.
Poco después (en la primavera de 1791), Mr. Julius Rodman, el hijo, se puso en camino para la
expedición que es la materia de las páginas siguientes. Cuando volvió de ella, en 1794, como se
verá más lejos, es estableció cerca de Abingdon, en Virginia, donde contrajo matrimonio y tuvo
tres hijos. La mayoría de sus descendientes habitan aún aquel país.
Mr. James Rodman nos ha hecho saber que su abuelo había escrito simplemente un diario sumario
de su viaje durante las mil dificultades de la marcha hacia adelante; y que los manuscritos que se
nos han remitido no han sido redactados en detalle según aquel diario, sino muchos años después,
en el momento en que el explorador fue impulsado a emprender esta tarea a instigación de M. Andre
Michau, el botánico autor de la Flora Boreal Americana y de la Histoire des Chênes d’Amerique.
M. Michau, como se recordará, había ofrecido sus servicios a Mr. Jefferson cuando este hombre
de Estado proyectó por primera vez el envío de una expedición a través de las Montañas Rocosas.
Se le encargó que realizara el viaje; y había llegado hasta Kentucky cuando recibió una orden del
ministro de Francia, entonces en Filadelfia, mandándole que abandonara aquel proyecto y que
efectuara en otros lugares las búsquedas botánicas en que su Gobierno le empleaba. La empresa
fue confiada entonces a los señores Mr. Lewis y Mr. Clarke, quienes la realizaron.
No obstante, el manuscrito, una vez terminado, no llegó jamás a M. Michau, para quien había sido
redactado; y se le creyó perdido en el camino por el joven a quien se confió la misión de entregarlo
en la residencia temporal de los señores M. M., cerca de Monticello. No se hizo gran cosa para
encontrar los papeles: Mr. Rodman, con sus disposiciones particulares, no se tomaba sino muy
poco interés en la busca. Y por extraño que ello parezca, dudamos mucho, a juzgar por lo que de él
se nos ha dicho, que haya jamás tomado la menor medida para hacer públicos los resultados de su
extraordinario viaje. Creemos que su solo objeto al retocar su Diario primitivo, era el complacer
a M. Michau. El mismo proyecto de exploración de Mr. Jefferson, proyecto que, en el momento
en que se formuló, provocó discusiones casi universales y fue considerado como una absoluta
novedad, no arrancó al héroe de nuestra narración sino un pequeño número de observaciones
generales, dirigidas a los miembros de su familia. No hizo jamás de su propio... viaje un asunto de
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conversación: más bien parecía evitarlo. Murió antes de la vuelta de Lewis y Clarke; y el Diario,
que había sido entregado al mensajero para que 1o llevara a M. Michau, fue encontrado hace
unos tres meses, en un cajón secreto de una mesa de escribir que había pertenecido a Mr. Julius
R. No hemos sabido quién lo puso allí. Todos sus parientes están de acuerdo en exonerar a Mr.
R. de la sospecha de haberlo escondido él. Pero, sin querer de ninguna manera faltar al respeto, a
la memoria del difunto, ni a Mr. James Rodman (a quien estamos especialmente agradecidos), no
podemos dejar de estimar muy razonable, y en armonía con el carácter de sensibilidad mórbida
que distinguía al personaje, la hipótesis de que el narrador, habiendo encontrado algún medio de
volverle a tomar el paquete al mensajero, lo hubiese escondido donde se le encontró.
No deseábamos de ningún modo alterar la manera de la narración de Mr. Rodman, y por ese
motivo nos hemos tomado muy pocas libertades con su manuscrito; las que nos hemos permitido
sólo consisten en algunas observaciones. El estilo, realmente, no hubiese podido ser mejorado: es
simple, de un efecto pujante, que manifiesta el arrobamiento profundo con que el viajero se deleitó en
las novedades majestuosas a través de las que pasaba día tras día. Una especie particular de ternura
anima hasta sus relatos de las desdichas, de los más crueles peligros, y nos revela inmediatamente
la idiosincrasia de ese hombre. Sentía el ardiente amor de la Naturaleza, y la adoraba, quizá, más
en sus aspectos siniestros y salvajes que en sus manifestaciones de placidez y de júbilo. Recorrió
aquel desierto inmenso y a menudo terrible con el corazón lleno de un arrobamiento visible, y que
se le envidia a medida que se le lee. Era, por excelencia, el hombre llamado a viajar por aquella
solemne desolación que, evidentemente, le gustaba tanto describir. Tenía el espíritu apto para
percibir y la capacidad del sentimiento. Por eso consideramos su manuscrito como un rico tesoro
-a su manera, absolutamente- y que en el fondo nunca ha sido igualado.
Que los sucesos de esta historia se hayan ignorado hasta el presente; que el hecho mismo del
paso de las Montañas Rocosas antes de la expedición de Lewis y Clarke, no haya sido publicado
jamás; que no se haga la menor alusión al hecho en ningún escrito acerca de la geografía de
América (y nunca se le aludió, que sepamos): todo ello ha de ser considerado como notable,
y hasta excesivamente extraño. La sola referencia a ese viaje que haya llegado a conocimiento
nuestro se encuentra, al parecer, en una carta inédita de M. Michau, en posesión de Mr. W. Wyatt,
de Charlottesville, Virginia. En ella se habla de él de pasada, episódicamente, como de «una idea
gigantesca, maravillosamente realizada». Si existe alguna alusión ulterior a ese viaje, la ignoramos
en absoluto.
Antes de abordar la propia relación de Mr. Rodman, no estará fuera de lugar el echar una ojeada sobre
lo que otros realizaron, en materia de descubrimientos, en la parte Noroeste de nuestro continente.
Si el lector quiere procurarse un mapa de la América del Norte, seguirá más cómodamente el curso
de nuestras observaciones.
Verá que el continente se extiende desde el Océano Ártico..., o sea el grado setenta, aproximadamente,
de latitud norte, hasta el grado nueve; y desde el grado cincuenta y seis de longitud oeste, meridiano
de Greenwich, hasta el grado sesenta y ocho. Toda esa inmensa extensión de territorio ha sido
visitada de una manera más o menos completa por el hombre civilizado; una gran parte hasta ha
sido definitivamente colonizada. Pero queda un campo muy vasto, señalado en todos nuestros
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mapas, como inexplorado y que se consideró siempre como tal hasta el día de hoy. Ese campo está
limitado al sur por el paralelo sesenta, al norte por el Océano Ártico, al oeste por las Montañas
Rocosas y por las posesiones rusas. Pero en Mr. Rodman recae el honor de haber atravesado en
varias direcciones esas comarcas singularmente salvajes; y las particularidades más interesantes
de la narración publicada hoy se refieren a sus aventuras y a sus descubrimientos en aquel país.
Quizás las primeras travesías de cierta entidad realizadas en la América Septentrional por el
hombre blanco fueron, probablemente, las de Hennepin y sus amigos, en 1698; pero como quiera
que dirigiera sus descubrimientos hacia el sur, no creemos tener que hablar de él con más detalles.
Mr. Irving, en su Astoria, cita la tentativa del capitán Jonathan Carver como la primera hecha para
atravesar el continente desde el Atlántico hasta el Pacífico. Pero acerca de ese punto parece cometer
error, porque encontramos, en uno de los diarios de Sir Alexander Mackenzie, que dos expediciones
diferentes fueron organizadas, con ese objeto especial, por la Compañía de pieles de la Bahía de
Hudson: una en 1758, otra en 1749. Ambas, por lo que se supone, fracasaron enteramente, porque
no subsiste informe alguno de las mismas. Fue en 1763, poco después de la adquisición del Canadá
por la Gran Bretaña, cuando el capitán Carver emprendió el viaje. Tenía la intención de atravesar
el país entre los grados cuarenta y tres y cuarenta y seis de latitud norte, hasta orillas del Pacífico,
con el propósito de determinar la mayor anchura del continente y de escoger un lugar en la costa
oeste, donde el gobierno pudiera establecer un puesto para facilitar el descubrimiento de un pasaje
del noroeste, o comunicación entre la Bahía de Hudson y el Océano Pacífico. Había supuesto que
el río Columbia, entonces denominado Oregón, desembocaba en algún punto próximo al estrecho
de Annian; y allí pensaba que se establecería el puesto. Creía, también, que una colonia en aquella
región proporcionaría nuevos mercados al comercio y abriría con la China y con las posesiones
británicas de las Indias Orientales una comunicación más directa que la antigua ruta por el cabo de
Buena Esperanza. Pero fracasó en su tentativa de atravesar las montañas.
Cronológicamente, la siguiente expediciones importante en la parte norte de América, fue la de
Samuel Hearne, quien, con el fin de descubrir minas de cobre, llegó hacia el noroeste durante los
años 1769, 1770, 1771 y 1772, desde Prince of Wales Fort, en la Bahía de Hudson, hasta las orillas
del Océano Ártico.
Tenemos, después, que registrar una, segunda tentativa del capitán Carver, emprendida en 1774 y
en la que participó Richard Whitworth, hombre muy rico y miembro del Parlamento. No citamos
esta tentativa sino porque fue proyectada en una vasta escala: pues, de hecho, no se realizó jamás.
Los exploradores debían llevar consigo unos cincuenta o sesenta hombres, artificieros y marinos,
y remontar uno de los brazos del Missouri, explorar, en busca de las fuentes del Oregón, las
montañas, y descender por agua ese río hasta su presunta desembocadura, cerca del estrecho de
Annian. Allí debía construirse un fuerte, así como barcos destinados a exploraciones ulteriores. La
empresa fue suspendida por el desencadenamiento de la revolución americana.
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En 1775, el comercio de las pieles, gracias a los misioneros canadienses, se había extendido al
norte y al oeste hasta las orillas del río Saskatchawine, a los 53 grados de latitud norte y los 102
de longitud oeste. Y, al principio de 1776, Mr. Joseph Frobisher avanzó en esa dirección hasta
alcanzar los grados 55 norte y 103 oeste.
En 1778, Mr. Peter Bond, con cuatro canoas, navegó por el curso del río Elk hasta unas treinta
millas al sur de su confluencia con el Lago de las Colinas.
Hemos de señalar, enseguida, otro intento, que fracasó desde el principio, de atravesar de océano a
océano el continente en su parte más ancha. Apenas si el público lo conoce, porque Mr. Jefferson
sólo lo menciona, y de manera muy breve; M. J. cuenta que Ledyar, en París, le visitó, ávido de
alguna empresa nueva después del viaje afortunado can el capitán Cook; y que él (Mr. J.) sugirió
un viaje al Kamschatka por tierra, haciendo la travesía en algún barco ruso hasta el canal de
Nootka, y alcanzar la latitud del Missouri para, desde allí, atravesar el país siguiendo este río hasta
los Estados Unidos. Ledyar aceptó el proyecto con la condición de que el gobierno ruso diera su
con sentimiento. Habiendo llegado a obtenerlo Mr. Jefferson, el viajero partió de París para llegar a
San Petersburgo después de que la emperatriz hubiese salido de la ciudad para ir a pasar el invierno
en Moscú. El estado de su hacienda no le permitía permanecer en San Petersburgo sin necesidad:
continuó su camino con un pasaporte proporcionado por uno de sus ministros. A doscientas millas
del Kamschatka le detuvo un oficial de la Emperatriz: ésta había cambiado de opinión y le prohibía
que siguiera su ruta. Lo metieron en un coche cerrado y lo carretearon día y noche hasta la frontera
polaca, donde lo liberaron y expulsaron. Hablando de la empresa de Ledyar, Mr. Jefferson la llama
equivocadamente «la primera tentativa de exploración de la parte Oeste de nuestro continente
septentrional».
Viene enseguida el esfuerzo interesante y considerable de Sir Alexander Mackenzie, que tuvo lugar
en 1789. Sir Mackenzie partió de Montreal, se dirigió a través del río Utawas, el lago Nipissing;
el lago Hurón, alrededor de la orilla norte del lago Superior, por lo que se llama el Grand Portage
y, enseguida, a lo largo del río de las Lluvias, del lago de los Bosques, del lago Bonnet, de la
parte alta del lago Cabeza de Perro, de la costa sur del lago Winnipeg, a través del lago de los
Cedros y al lago del Esturión por la embocadura del río Saskatchawine. Luego, por conducciones
al Mississippi, a través de los lagos del Oso Negro, de Primo y Buffalo, hacia una cadena de altas
montañas que se extiende al Noreste y al Suroeste, para tomar el río del Alce hasta el lago de las
Colinas, e ir, por el río del Esclavo, al lago del mismo nombre y, contorneando la orilla norte de
este último, al río Mackenzie, por donde llegó, finalmente, al mar Polar: un viaje inmenso, durante
el cual corrió peligros innumerables y sufrió las peores desdichas. En el curso de su descenso
por el río Mackenzie hasta la desembocadura, contorneó la base de la vertiente oriental de las
Montañas Rocosas, pero no franqueó nunca esa barrera. En la primavera de 1793, habiendo partido
de Montreal para reemprender el itinerario de su primera exploración hasta la desembocadura del
Unjigah o río de la Paz, hizo un rodeo hacia el oeste subiendo por ese curso de agua, atravesó las
montañas por el grado 56 de latitud, y marchó hacia el sur hasta el punto donde encontró un río
que llamó, del Salmón (hoy de Frazer) y que siguió para llegar, finalmente, al Pacífico, por los 40
grados aproximadamente de latitud norte.
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La memorable expedición de los capitanes Lewis y Clarke se efectuó durante los años 1804,
1805 y 1806. En 1803, la convención que establecía tratados para hacer el comercio con las tribus
indias había llegado a término, y Mr. Jefferson, por un mensaje confidencial, con fecha 18 de
enero, recomendó al Congreso algunas modificaciones que tenían principalmente por objeto la
extensión del efecto a los indios del Missouri. Para preparar las Vías, se propuso que se enviara
una expedición que siguiera el Missouri hasta sus fuentes y atravesara las Montañas Rocosas
para, desde allí, dirigirse hacia el Pacífico por la mejor ruta de agua que se encontrara. Ese plan se
ejecutó íntegramente: el capitán Lewis, en efecto, exploró (pero no descubrió el primero, diga lo
que quiera Mr. Irving) la cuenca alta del río Columbia, y descendió por este curso de agua hasta la
desembocadura. Aquella cuenca alta fue visitada por Mackenzie en 1793.
Con el viaje de Lewis y Clarke al Missouri coincidió el del mayor Zebulon M. Pike al Mississippi,
del que llegó a descubrir la fuente en el lago Itasca. A su vuelta de ese viaje penetró, por orden del
gobierno, en la región al oeste del Mississippi, durante los años 1805, 1806 y 1807, y llegó a la
cuenca superior del Arkansas (más allá de las Montañas Rocosas, a los 40 grados de latitud norte),
pasando a lo largo de los ríos Osage y Kansas, así como de la fuente del Platte.
En 1810, Mr. David Thompson, uno de los socios de la Compañía de Pieles del Noroeste, partió
de Montreal con una partida numerosa para atravesar el continente hasta el Pacífico. Su itinerario
coincidía, en la primera parte, con el de Mackenzie en 1793. El objeto era anticipar un proyecto de
Mr. John Jacob Astor: a saber, el establecimiento de un puesto de comercio en la desembocadura
del Columbia. La mayoría de sus hombres desertó en la, vertiente oriental de las montañas; pero,
a fin de cuentas, llegó a atravesar la cadena con ocho compañeros solamente, encontró el brazo
septentrional del Columbia y descendió este río, partiendo del punto más cercano de la fuente que
jamás, hasta entonces, hubiese alcanzado un hombre blanco.
En 1811, es la notable empresa de Mr. Astor la que se realiza -por lo menos en lo que concierne
al viaje a través del país-. Como que Mr. Irving ya ha dado a conocer a todos nuestros lectores
las circunstancias de esa exploración, basta con mencionarla brevemente. Acabamos de decir su
objeto. El itinerario del grupo (mandado por Mr. Wilson Price Hunt) partió de Montreal, subiendo
por el Utawas, para ir a atravesar el lago Nipissing y una serie de pequeños lagos y de ríos y
llegar a Machilimackinac o Mackinaw; de allí, para Green Bay y los ríos de Fox y Wisconsin, a la
Pradera del Perro; y, bajando el Mississippi, a San Luis; luego, subiendo el Missouri, a la aldea -de
los indios Arickara, entre los 46 y 47 grados de latitud Norte y a mil cuatrocientas treinta millas
de la desembocadura del río; luego, haciendo un rodeo al suroeste a través del desierto, más allá
de las montañas donde nacen las aguas del Platte y del Yellowstone; y, en fin, a lo largo del brazo
sur del Columbia, hacia el mar. Dos pequeñas expediciones de vuelta realizaron, a través del país,
peregrinaciones ricas en acontecimientos y en peligros.
Los viajes del mayor Stephen H. Long son, cronológicamente por orden de importancia, los más
recientes. Ese explorador, en 1823, avanzó hasta la fuente del río San Pedro, al lago Winnipeg, al
lago de los Bosques, etc. Apenas es necesario hablar de las más recientes expediciones efectuadas
por el capitán Bonneville y por otros, porque todo el mundo las recuerda bien. Las aventuras del
capitán B. han sido muy bien contadas por Mr. Irving. En 1832 partió del fuerte Osage, atravesó las
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Montañas Rocosas, y pasó cerca de tres años en las regiones situadas más allá. Hay, en el interior
de las fronteras de los Estados Unidos, pocos territorios que no hayan sido, en estos últimos años,
recorridos por el hombre de ciencia o el aventurero. En esas regiones vastas y desoladas situadas
en el norte de nuestro país, y al oeste del río Mackenzie, ningún hombre civilizado, exceptuando
Mr. Rodman y su pequeño grupo, ha puesto el pie, que sepamos. En lo que concierne a la cuestión
de la primera travesía de las Montañas Rocosas, se ha podido ver, por lo que acabamos de decir,
que el crédito de esa empresa jamás hubiese debido atribuirse a Lewis y a Clarke, puesto que
Mackenzie la realizó en 1793; y que, de hecho, Mr. Rodman fue el primero que conquistó aquellas
gigantescas barreras, puesto que las atravesó en 1792. No es, pues, sin razones valederas por lo que
llamamos la atención del público hacia la extraordinaria narración que presentamos.
EDS. G. M.
Capítulo II
Después de la muerte de mi padre y de mis dos hermanas, dejé de interesarme por nuestra plantación
de Point, y la vendí, por un precio ínfimo, a M. Junot. Había pensado con frecuencia dedicarme
al oficio de cazador de pieles en la parte alta del Missouri, y me decidí entonces a emprender una
expedición hacia aquellos lugares para tratar de procurarme pieles que estaba seguro de poder
vender, en Petite Côte, a los agentes particulares de la Compañía de Pieles del Noroeste. Estaba
cierto de que, por ese medio, era posible adquirir, con un poco de iniciativa y de valor, mucho
más dinero del que hubiera podido ganar por cualquier otro. Además, siempre me había gustado
la raza y el oficio de cazador de pieles, aunque no hubiese jamás practicado ni lo uno ni lo otro
profesionalmente. Y deseaba mucho explorar alguna parte de aquella, región Occidental de nuestro
país, del que Pierre Junot me había comprado mi propiedad. Tenía aires extranjeros, y una manera
de ser algo excéntrica. Pero era un muchacho de gran corazón, y, ciertamente, uno de los más
valientes que jamás hayan existido, aunque su fuerza física no fuese muy grande. Era de extracción
canadiense. Y como había realizado una o dos cortas excursiones por cuenta de la, Compañía de
las Pieles, en las que había desempeñado las funciones de viajante, le gustaba adornarse de ese
título y hablar de sus viajes. Mi padre había demostrado mucho afecto a Pierre; y yo mismo le tenía
en mucha estima. Era igualmente el favorito de mi hermana menor, Jane; y creo que se habrían
casado si la voluntad de Dios hubiese sido la de que Jane no muriera.
Cuando Pierre supo que yo no había decidido todavía qué partido tomar después de la muerte de
mi padre, me incitó a preparar una pequeña expedición hacia el río, en la que él me acompañaría.
Y no tuve ninguna dificultad para adherirme a su proyecto. Convinimos en ir Missouri arriba tan
lejos como pudiéramos, cazando con fusil o con trampas, y en no volver hasta que hubiéramos
cosechado una cantidad de pieles suficiente para asegurarnos a cada uno una fortuna. Su padre no
hizo ninguna objeción, y le entregó unos trescientos dólares. Partimos entonces para Petite Côte,
con el fin de procurarnos nuestros equipos y para reclutar, con vistas al viaje, tantos hombres como
pudiéramos.
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Petite Côte58, es una pequeña localidad situada a la orilla norte del Missouri, a unas veinte millas
de la confluencia de ese río y del Mississippi. Se encuentra al pie de una cadena de colinas poco
elevadas, en una especie de altiplano y bastante encima del nivel del río para estar al abrigo de las
crecidas de junio. En la parte alta de la aldea hay sólo cinco o seis casas construidas simplemente
con tablas; pero más hacia el este se ve una capilla y doce o quince hermosas viviendas dispuestas
paralelamente al curso del agua. Hay en ellas un centenar de habitantes, casi todos criollos de origen
canadiense. Son éstos extremadamente indolentes y no tratan en absoluto de cultivar la comarca
que les rodea, cuya tierra es muy fértil; todo lo más hacen algunos trabajas de hortelano. Viven
principalmente de la caza, o hacen con los indios comercio de pieles, que revenden a los agentes
de la Compañía del Noroeste. No contábamos con tener allí ninguna dificultad para procurarnos
nuestros equipos y reclutas para el viaje. Pero sufrimos una decepción tanto en lo uno como en lo
otro: el lugar era, desde todos los puntos de vista, demasiado pobre para facilitar todo lo que nos
era necesario de manera que nuestra expedición fuera eficaz y sin peligro.
Proyectábamos ir al corazón mismo de una comarca infestada de tribus indias, de las cuales no
sabíamos nada, salvo por vagas informaciones, y a las que teníamos motivos de creer crueles y
falsas. Nos era, pues, absolutamente necesario el no ponernos en camino sin una buena provisión
de armas y municiones y alguna fuerza numérica. En fin, puesto que nuestro viaje tenía por
objeto el asegurarnos beneficios, teníamos que llevar con nosotros canoas cuyas dimensiones nos
permitirían transportar todas las pieles que pudiéramos reunir. A mediados de marzo llegamos a
Petite Côte, y no logramos terminar nuestros preparativos hasta el fin de mayo. Dos veces enviamos
a buscar a Point hombres y provisiones, pero no podía obtenerse nada sin grandes gastos. Y, a fin
de cuentas, no hubiésemos jamás podido proporcionarnos muchas cosas absolutamente necesarias,
si no hubiese sucedido que un día Pierre encontró a una partida que volvía de una expedición a la
parte alta del Mississippi, y pudo ajustar a seis de los mejores hombres de aquel grupo, con una
canoa o piragua, y comprar la mayor parte del sobrante de los víveres y de las municiones.
Ese socorro oportuno nos permitió el estar suficientemente preparados para partir antes del primero
de junio. El día tres de ese mes (1791) nos despedíamos de nuestros amigos de Petite Côte y
empezábamos nuestro viaje. Nuestra expedición comprendía en total quince personas. Cinco de
entre ellas eran canadienses de Petite Côte, que habían hecho cortas excursiones hacia la parte
alta del río. Eran buenos bateleros, y compañeros excelentes, por lo menos en lo que se refiere
a cantar canciones francesas y a beber -talento que poseían en un grado notable-. Pero, a decir
verdad, era raro ver a alguno demasiado influido por la bebida para que no fuera capaz de hacer
su servicio. Tenían todos buen humor y siempre estaban dispuestos al trabajo. Pero yo no creía
que valieran gran cosa como cazadores, y pronto vi que, sobre todo, no se podía contar con ellos
como combatientes. Dos de esos cinco canadienses se comprometieron a servir de intérpretes en
nuestras quinientas o seiscientas millas río arriba (si tan lejos íbamos); y teníamos la esperanza de
encontrar, acaso, a un indio para interpretar si fuera necesario; pero habíamos decidido evitar en lo
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posible cualquier encuentro con los indios y poner nuestros cepos y lazos nosotros mismos, antes
de correr el riesgo de comerciar, siendo como éramos tan poco numerosos. Nuestra táctica era la de
avanzar con la mayor prudencia, y la de no dejarnos ver a menos que fuera imposible el evitarlo.
Los seis hombres ajustados por Pierre en la tripulación del barco que volvía del Mississippi, eran
totalmente diferentes de los canadienses. Cinco de entre ellos eran hermanos, apellidados Greely
(John, Robert, Meredith, Frank y Poindexter); hubiese sido difícil encontrar seres de aspecto
más bello y más decidido. John Greely, el primogénito y el más corpulento de los cinco, pasaba
por el hombre más vigoroso y el mejor tirador de Kentucky -de donde procedían todos-. Tenía
seis buenos pies de alto, una anchura de hombros del todo extraordinaria y gruesos miembros,
fuertemente musculosos. Como todos los hombres de gran fuerza física, tenía un carácter muy
bueno, y por esa razón todos le queríamos mucho. Los cuatro hermanos restantes eran también
todos fuertes y de buen tipo, pero sin comparación posible con John. Poindexter era tan alto como
él, pero muy delgado, y de aspecto singularmente feroz; pero tenía el mismo humor apacible que
su hermano mayor. Todos eran cazadores expertos y excelentes tiradores. Habían aceptado con
gusto la proposición que les hizo Pierre de que vinieran con nosotros y habíamos concertado con
ellos un arreglo que les aseguraba en los beneficios de la empresa la misma parte que a Pierre y a
mí; es decir, que teníamos que dividir los beneficios en tres partes: una para mí, otra para Pierre y
la tercera a partir entre los cinco hermanos.
El sexto hombre del barco que contratamos era también un buen recluta. Se llamaba Alexander
Wormley; un virginiano de carácter muy extraño. Había empezado por ser predicador del
Evangelio, y, ulteriormente, se había creído profeta; había errado, descalzo, con la barba y los
cabellos largos, por la comarca, arengando a cuantos encontraba. Esta aberración se orientaba
ahora de otra manera, y ya sólo pensaba en encontrar minas de oro en las regiones solitarias de
la comarca. En esa materia, estaba tan completamente loco como un hombre puede estarlo; pero,
ello aparte, se mostraba muy razonable, y hasta prudente. Era un buen batelero, un buen cazador,
valiente como nadie en el mundo, muy robusto de cuerpo y ágil de piernas. Yo contaba mucho con
ese recluta, dada su naturaleza entusiasta; y, finalmente, como se verá, no sufrí un desengaño.
Nuestros otros dos reclutas eran un negro que pertenecía a Pierre Junot y se llamaba Toby, y un
extranjero que habíamos encontrado en los bosques, cerca de Mills’ Point, y que se agregó a
nuestra expedición en cuanto le comunicamos nuestros propósitos. Se llamaba Andrew Thornton,
era igualmente virginiano, y, creo, de excelente familia, perteneciente a los Thornton de la parte
septentrional de aquel Estado. Había salido de su Virginia haría unos tres años y durante todo ese
tiempo no había hecho más que errar por las regiones del oeste, sin otro compañero que un gran
perro de Terranova. No había recogido pieles y parecía no tener otro objeto que el de satisfacer su
gusto por las peregrinaciones y las aventuras. A menudo, cuando estábamos sentados, por la noche,
alrededor de las hogueras del campamento, nos distraía con la narración de sus aventuras, de sus
fatigas por el desierto, contándolas con una sinceridad grave, que no permitía dudar de su veracidad,
aunque muchas de ellas parecían muy maravillosas. Más tarde, la experiencia nos enseñó que los
peligros y las penas del cazador solitario no son muy susceptibles de ser exageradas, y que lo,
difícil es el evocarlos para el auditor en colores bastante impresionantes. Sentí gran simpatía por
Thornton desde el primer momento que le vi.
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Pocas palabras tengo que decir acerca de Toby; pero no era el personaje menos importante de
nuestra cuadrilla. Había permanecido gran número de años en la familia de M. Junot padre, y se
había mostrado, servidor fiel. Acaso era un poco demasiado viejo para seguir una expedición como
la nuestra, pero Pierre no tenía deseos de dejarle. Por lo demás, su vigor le hacía capaz de soportar
grandes fatigas.
En cuanto a Pierre, era, probablemente, el más débil de nuestro grupo en lo físico; pero tenía mucha
sagacidad, y uno valor que nada hubiera podido vencer. Su conducta era a veces extravagante
e impetuosa, lo cual le acarreaba frecuentes querellas, y había una o dos veces comprometido
seriamente el éxito de nuestra expedición. Pero era un verdadero amigo y, desde ese punto de vista
particular, yo le consideraba como inapreciable.
He ahí, pues, terminada la breve descripción de todo nuestro grupo, tal como era a nuestra salida
de Petite Côte59. Para transportarnos con nuestros equipajes, así como para traer las pieles que
obtuviéramos, teníamos dos grandes barcas. La más pequeña era una piragua de cortezas de abedul
cosidas con fibras de raíz de pino y calafateada con resina; toda tan ligera que seis hombres la
llevaban sin esfuerzo. Tenía veinte pies de largo, calaba unas dieciocho pulgadas a toda carga, y
solamente diez vacía; se podían emplear en ella de cuatro a doce remos. La otra era una embarcación
de quilla que habíamos construido en Petite Côte (la piragua la había comprado Pierre a la banda
Mississippiana). Tenía treinta pies de largo y calaba dos pies a plena carga. Estaba cubierta en
unos veinte pies de la proa, formando una cámara-cocina, con una puerta sólida, y de dimensiones
suficientes, dada la anchura de la embarcación, para que cupiéramos en ella todos apretándonos
bien. Esa parte estaba a prueba de balas gracias a una capa de estopas atiborradas entre dos tabiques
de tablas de roble. En diversos puntos hicimos pequeños agujeros por los que, en caso de ataque,
hubiésemos podido tirar contra el enemigo, y, también, observar sus movimientos; al mismo
tiempo, esos agujeros nos daban aire y luz cuando la puerta estaba cerrada; y teníamos buenas
clavijas para adaptarlas a ellos en caso de necesidad. Los diez pies restantes estaban descubiertos
y se podía maniobrar hasta con diez remos, pero nosotros utilizábamos, sobre todo, perchas que
nos servían para empujar desde encima de la cubierta. Un mástil corto, fácil de montar, estaba
situado a unos siete pies de la serviola. Izábamos en él una gran vela cuadrada, cuando el viento
era favorable, y lo desmontábamos cuando lo teníamos de proa.
Un compartimento practicado en la serviola, bajo la cubierta, contenía diez barriles de buena
pólvora y la cantidad de plomo que estimamos correspondiente, una dé cima parte de la cual ya
estaba fundida en balas de fusil. Colocamos también en él un cañoncito de bronce y su cureña,
desmontado para que ocupara poco sitio; porque pensamos que aquel medio de defensa podría tener
que intervenir en algún momento de nuestra expedición. Ese cañón era uno de los tres que habían
59 Mr. Rodman no ha dado ninguna descripción de sí mismo; y el cuadro de su gente sería incompleto si en él faltara
el retrato del jefe. «Tenía unos veinticinco años de edad», dice Mr. James Rodman en una nota que tenemos a
la vista, «cuando partió hacia el río. Era notablemente vigoroso y activo, pero pequeño de talla, puesto que no
media más de cinco pies y tres o cuatro pulgadas, de estampa fuerte, con las piernas algo arqueadas. Su fisonomía
era de tipo hebraico; tenía los labios delgados y el aspecto taciturno». (Nota del Gentleman’s Magazine).
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traído, dos años antes, unos españoles que descendieron el Missouri, y que se habían perdido en
el naufragio de una piragua algunas millas río arriba de Petite Côte. Un alfaque, en el lugar del
naufragio, había modificado el canal de tal manera que un indio descubrió uno de los cañones,
se hizo ayudar a llevarlo hasta la estación y lo vendió por un galón de whisky. Los habitantes de
Petite Côte entonces se fueran a buscar los otros dos. Eran unos cañones muy pequeños, pero de
buen metal y soberbiamente fabricados, con esculturas y adornados con serpientes, como algunas
piezas de campaña francesas. Cincuenta balas de hierro fueron encontradas al mismo tiempo que
los cañones y las obtuvimos. Menciono la manera como nos procuramos el cañón, porque éste
representó, como se verá más lejos, un papel importante en algunas de nuestras operaciones.
Además, poseíamos quince carabinas de reserva, colocadas en cajas y situadas a proa, con lo
restante del equipaje pesado. Habíamos dispuesto el peso de manera que se hundiera bien la roda,
el cual es el mejor método, dados los troncos flotantes y otros obstáculos del río.
En cuanto a otras armas, estábamos suficientemente equipados, porque cada hombre, además de
su carabina ordinaria y sus municiones, tenía una hacheta fuerte y un cuchillo. Cada una de las
embarcaciones estaba provista de un caldero de campamento, de tres hachas grandes, de una sirga,
de dos bacas de hule para cubrir el material cuando conviniera, y de dos esponjas grandes para
achicar el agua. La piragua tenía también un mástil pequeño y una, vela (que había olvidado de
mencionar) y llevaba, en gran cantidad, la resina, las cortezas de abedul y la estopa destinadas a las
reparaciones. Llevaba también toda la pacotilla que habíamos juzgado necesaria y que habíamos
comprado en la embarcación del Mississippi. No teníamos la intención de comerciar con los
indios, pero esas mercancías nos habían sido ofrecidas a bajo precio y juzgamos que era bueno
llevarlas con nosotros, vista su utilidad posible. Eran pañuelos de seda y de algodón; hilo, sedales;
sombreros, zapatos, calcetería; cuchillería y quincallería; calicós y telas de algodón estampadas;
pacotilla de Manchester; tabaco en rollo y en fajo; mantas batanadas; pignetes y perlas de vidrio,
etc., etc. Todo ello en pequeños paquetes, de los que tres hacían de carga de un hombre. Las
provisiones también estaban dispuestas de manera que se pudieran manipular cómodamente y
repartidas en las dos embarcaciones. Llevábamos, en total, dos quintales de carne de cerdo, seis
de galletas y seis de pemmican, que hicimos preparar en Petite Côte por los canadienses. Estos,
en efecto, nos habían dicho que la Compañía de Pieles del Noroeste lo usaba para todas las largas
expediciones en las que se temía no encontrar caza suficiente. El pemmican se fabrica de manera
singular. Las partes magras de los grandes animales se cortan en lonjas delgadas que se exponen,
en una parrilla de madera, sea a un fuego suave, sea al sol, como hicimos nosotros, sea, a veces,
a la helada. Cuando de esta manera está suficientemente seco, se le machaca entre dos piedras
grandes y se conserva muchos años. De todos modos, si se guarda en grandes masas, fermenta en
el momento del deshielo, por primavera, y, a menos que se exponga al aire, se corrompe. La grasa
del cuerpo y la del cuarto trasero se funde y se mezcla, cuando hierve, con la carne machacada,
en proporciones iguales. El todo, entonces, se prensa en sacos y está a punto de ser consumido sin
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ninguna otra cocción: el gusto es agradable aunque no se añada sal ni legumbres. Pero lo mejor
pemmican se elabora añadiendo tuétano y bayas secas60. Nuestro whisky estaba en bombonas de
cinco galones cada una y en número de veinte, o sea, cien galones.
Cuando todo estuvo bien estibado y todos nos hubimos colocado, el perro de Thornton comprendido,
encontramos que quedaba poco espacio libre, salvo en la gran cámara, que quisimos conservar
libre de equipajes, para dormir en ella cuando el tiempo fuera malo; y donde sólo había armas y
municiones, algunas trampas de castor y una alfombra de pieles de osos. La falta de espacio nos
sugirió un expediente que de todas maneras hubiésemos tenido que adoptar: el de destacar a cuatro
cazadores para andar a lo largo de las orillas, de manera que nos abastecieran de caza, sirvieran
de batidores y nos avisaran si se acercaban los indios. A dicho efecto nos procuramos dos buenos
caballos, uno de los cuales fue confiado a Robert y a Meredith Greely, que debían ir por la orilla
sur, y el otro a Frank y a Poindexter Greely, cuya ruta iba por el lado septentrional. Gracias a los
caballos, podrían traernos la caza matada.
Ese arreglo aligeró considerablemente nuestras embarcaciones, reduciendo su carga a once
personas. En la pequeña se colocaron dos hombres de Petite Côte, con Toby y Pierre Junot; en la
grande, el Profeta (como le llamábamos) o Alexander Wormley, John Greely, Andrew Thornton,
tres de los hombres de Petite Côte y yo, así como el perro de Thornton.
Nuestra manera de avanzar era, a veces, al remo; pero no siempre. Lo más a menudo, halábamos
por las ramas de árboles de las orillas o, si el terreno lo permitía, tirábamos de las embarcaciones
con la sirga, lo cual era lo mejor. Algunos de nosotros halaban desde la orilla, y los demás se
quedaban a bordo para mantener las embarcaciones a distancia de la tierra, valiéndose de las
perchas. Muy a menudo empujábamos con éstas simplemente. Y en este método, (que es bueno
cuando el cauce del río no tiene demasiado lodo ni arenas movedizas y cuando la profundidad del
agua lo permite), los canadienses son muy expertos, tanto como en remar. Emplean perchas largas,
rígidas, ligeras, armadas de una punta de hierro, y colocándose en la proa en número igual a cada
lado, se encuentran -cara a popa y hunden sus perchas en el agua, a fondo. Una vez que las tienen
bien clavadas, apoyan el extremo de las perchas en su hombro, protegido por una almohadilla,
y empujan así, andando a lo largo de la borda y dan a la embarcación un impulso de los más
vigorosos. Cuando se emplea la percha no hay necesidad de timonel, porque el bajel se dirige con
precisión maravillosa.
60 El pemmican descrito aquí por Mr. Rodman nos es enteramente desconocido y difiere mucho del que nuestros
lectores conocen, sin duda muy bien, gracias a las narraciones de Parry, Ross, Back y otros exploradores de
las regiones boreales. Este, por lo que recordamos, se prepara haciendo hervir mucho, tiempo la carne magra
-después de haber separado cuidadosamente toda la grasa- hasta que la carne queda reducida a una muy pequeña
parte del volumen inicial y obtiene una consistencia pulposa: Pero las comprobaciones positivas de un cirujano
americano que tuvo ocasión de observar, por una herida abierta en el estómago de un paciente, el proceso de la
digestión y entregarse a experimentos, probaron que el volumen por sí mismo es esencial a dicho proceso y que,
por consiguiente, la condensación de las propiedades nutritivas de los alimentos implica, en una gran manera,
una paradoja. (Nota del Gentleman’s Magazine).
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Con estos diversos modos de locomoción, variados de tiempo en tiempo por la necesidad de entrar
en el agua y de empujar nuestras embarcaciones a fuerza de brazos en las corrientes rápidas o en
los bajos fondos, empezamos nuestro viaje, tan accidentado, río arriba del Missouri. Las pieles,
que considerábamos como objetos principales de la expedición, debían provenir sobre todo de la
caza y de la puesta de trampas practicadas lo más discretamente posible y no del comercio directo
con los indios, que, desde hacía tiempo, habíamos aprendido a conocer como una raza, hablando
en general, pérfida, con la cual no era prudente para una tropa tan pequeña como la nuestra el
tener relaciones. Las pieles, naturalmente recogidas por precedentes exploradores en el trayecto
que proyectábamos comprendían: castores, nutrias, martas, linces, ondatras, mofetas, osos, zorros,
glotones, lobos, búfalos, ciervos y alces, pero, nosotros pensábamos limitarnos a las especies más
preciosas.
La mañana de nuestra partida de Petite Côte fue entusiasta y deliciosa; y nada tan alegre como
nuestra tropa. El verano apenas empezaba y el viento, que, en los primeros momentos sopló
fuerte contra nosotros, tenía la suave voluptuosidad de la primavera. El sol brillaba, claro, pero
muy poco caliente. El hielo había desaparecido del río y la corriente, medianamente llena,
disimulaba los aluviones pantanosos e irregulares que, cuando las aguas son bajas, desfiguran
las riberas del Missouri. El río ofrecía entonces un aspecto majestuoso, bañando, de un lado,
los sauces y los algodoneros, y, del otro, fluyendo en masa enorme a lo largo de los acantilados
perpendiculares. Miré hacia el oeste, de donde venía la corriente, hasta el punto muy lejano
donde las aguas parecían pintarse en el cielo, y pensé en los inmensos territorios a través de los
cuales esas aguas habían probablemente pasado: territorios aún absolutamente desconocidos de
la raza blanca y quizás ricos de las magníficas obras de Dios. Y sentí una excitación en el alma
como nunca la había experimentado, y decidí, en secreto, que serían menester muchos obstáculos
para impedirme navegar por ese noble río hasta más arriba de lo que habían alcanzado todos los
precedentes exploradores. En aquel momento, parecía animado de una energía más que humana. Y
mi entusiasmo físico se hizo tan potente que me sentía apenas satisfecho de verme retenido en los
estrechos límites de la embarcación. Deseaba encontrarme en la orilla con los Greely, y, saltando y
corriendo por la pradera, dar libre curso a los sentimientos que me inspiraban. Thornton compartía
esos sentimientos en alto grado, demostraba el más vivo interés por nuestra expedición y admiraba
los bellos espectáculos que nos rodeaban; tanto, que desde aquel instante sentí por él una simpatía
singular. Jamás, en ningún período de mi vida, había experimentado con tal agudeza el deseo de
tener un amigo con quien conversar libremente, sin riesgo de no ser comprendido. La pérdida
de todos mis parientes, muertos tan rápidamente, me había afligido sin deprimirme; mi espíritu
parecía buscar un alivio en la contemplación de las salvajes escenas de la Naturaleza: y de esas
escenas, como de las reflexiones que provocaban, me era imposible, opinaba yo, gozar enteramente
sin la compañía de alguien con quien comentarlas. Thornton era precisamente un individuo cerca
del cual yo podía verter lo que rebosaba de mi corazón, verter toda mi emoción extravagante sin
temor del menor ridículo, y, es más, con la certeza de encontrar a un auditor tan apasionado como
yo mismo. Jamás, ni antes ni después, encontré quien compartiera tan plenamente mis propias
ideas acerca de los espectáculos de la naturaleza; y esa circunstancia bastó para unirnos en una
sólida amistad. Durante toda la expedición, fuimos tan íntimos como lo hubieran podido ser dos
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hermanos, y no hice nada sin consultarle. Pierre y yo éramos igualmente amigos, pero no existía
entre nosotros el lazo de pensar en común, el más potente de los lazos mortales. Su naturaleza,
aunque sensitiva, era demasiado versátil para comprender el devoto fervor de la mía.
Los incidentes de nuestro primer día de viaje no ofrecieron nada de notable, salvo que tuvimos
alguna dificultad en llegar, hacia la caída de la noche, hasta la entrada de una gran caverna situada
a la orilla sur del río. Esa caverna era de apariencia muy lúgubre cuando la costeábamos; estaba
situada al pie de una escarpa alta de doscientos pies por lo menos, y se desplomaba sobre el río. No
podíamos apreciar claramente su profundidad, pero tenía de unos dieciséis a diecisiete pies de alto,
y cincuenta, por lo menos, de ancho61. La corriente era, en aquel lugar, muy rápida, y como que
la disposición del acantilado nos impedía halar, tuvimos, para avanzar, necesidad de los mayores
esfuerzos. Llegamos, por fin, a obtener nuestro objeto colocándonos todos en la gran embarcación,
salvo un hombre que se quedó en la piragua al ancla más abajo de la caverna. Y, remando todos
juntos, condujimos la gran embarcación hasta más arriba del paso difícil, dando a medida cable
a la piragua y remolcándola, una vez llegamos, con el mismo cable. Pasamos aquel día los ríos
Bonhomme y Osage Femme, con dos pequeñas caletas y varios islotes de mínimas dimensiones.
Recorrimos unas veinticinco millas a pesar del viento contrario, y acampamos, por la noche, en la
orilla norte, al pie de un raudal llamado Diablo.
4 de junio
Por la mañana, temprano, Frank y Poindexter Greely llegaron al campo con un gamo muy gordo,
del que almorzamos alegremente; reemprendimos la marcha con entusiasmo. En el raudal del
Diablo, la corriente se precipita con fuerza contra rocas salientes del lado sur que hacen incómoda
la navegación. Un poco más arriba encontramos muchos bancos de arena movediza que nos
incomodaron; allí las riberas se hunden continuamente, y ello, con el tiempo, ha de modificar
el cauce de una manera considerable. A las ocho tuvimos un buen viento fresco del este, gracias
61 La gruta aquí mencionada se llamaba «la Taberna» por los comerciantes y los bateleros. Algunas imágenes
grotescas están pintadas en los acantilados, y hubo un tiempo en que los indios le tenían un gran respeto.
Hablando de esa gruta, el capitán Lewis dijo que tenía ciento veinte pies de anchura, veinte de alto y cuarenta
de profundidad, y que las escarpas que la rodeaban eran altas, de unos trescientos pies. Quisiéramos llamar
la atención sobre el hecho de que en todos los puntos la descripción de Mr. Rodman está por debajo de la del
capitán Lewis. Con todo, su manifiesto entusiasmo, nuestro viajero no se inclina nunca hacia la exageración de
los hechos. En tres diferentes ocasiones, como aquí, se comprobará que sus datos en materia de cantidad (en
el sentido completo de la palabra) quedan siempre más acá de la verdad tal como esa verdad se ha establecido
después. Consideramos ese rasgo de su espíritu como muy notable; y, seguramente, hay en ello algo que da
mayor peso a aquellas observaciones suyas concernientes a las regiones de las que no conocemos más que lo que
él nos refiere. En todos los puntos relativos a efectos, el temperamento particular de Mr. Rodman le lleva, por lo
contrario, a ir más allá. Por ejemplo, habla de la caverna en cuestión como ofreciendo una apariencia lúgubre,
y la coloración de su relato en lo que la concierne, proviene, sobre todo, de que su propio espíritu era sombrío
cuando pasó por allí. Convendría acordarse de esas distinciones al leer su Diario. No amplía jamás los hechos;
las impresiones que de ellas obtiene, han de ofrecer, para las sensibilidades ordinarias, un tono de exageración:
Y, no obstante, no hay ninguna falsedad en su exageración, salvo en lo que concierne al sentimiento general de
la cosa vista y descrita. En cuanto a su propio espíritu, ese tono exagerado en apariencia es el verdadero, el solo.
(Nota del Gentleman’s Magazine).
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al cual avanzamos rápidos; tanto, que por la noche habíamos hecho quizás treinta millas o más.
Pasamos, al norte, el río Du Bois, una caleta llamada Charité62 y muchas islas pequeñas. El río
crecía rápidamente cuando nos detuvimos, por la noche, bajo un bosquecillo de algodoneros, sin
poder encontrar por los alrededores un terreno que nos conviniera para acampar. Hacía un tiempo
magnífico y me sentía demasiado agitado para dormir. Es por lo que, pidiendo a Thornton que
me acompañara, di un paseo por el campo y no volví hasta que se hizo de día. El resto de nuestro
grupo ocupaba la cámara, que resultó ampliamente espaciosa para cinco o seis personas. Durante
la noche fueron alarmados por un ruido extraño, sobre la cubierta, ruido del que no pudieron
descubrir la causa: porque, cuando algunos se precipitaron afuera para darse cuenta, el perturbador
había desaparecido. Según la relación que hicieron, concluí que debía ser un perro de indio que
había olfateado nuestras provisiones frescas (el gamo de la víspera) y se esforzaba en robar una
parte. De esta manera, me sentí perfectamente tranquilizado; pero la ocurrencia hizo resaltar el
gran riesgo que corríamos no montando una guardia regular de noche, y se convino que se haría a
partir de entonces.
Y habiendo dado así, en los mismos términos que Mr. Rodman, los incidentes de los dos primeros
días del viaje, nos abstendremos de seguir a nuestro héroe minuciosamente en la subida del
Missouri hasta la desembocadura del Platte, adonde llegó el diez de agosto. El carácter del río
en toda esa parte es tan conocido, ha sido descrito tan a menudo que toda relación nueva sería
superflua. Y el Diario, para esta parte del viaje, casi no cita sino el aspecto físico de la región,
con los incidentes ordinarios de la navegación y de la caza. La tropa hizo tres altos diferentes con
vistas a la colocación de trampas, pero sin gran éxito; y, a fin de cuentas, decidió avanzar más hacia
dentro del país para emprender la busca sistemática de las pieles. Para los dos meses que saltamos,
no se mencionan sino dos acontecimientos importantes: uno de ellos, la muerte de un canadiense,
Jacques Lanzanne, mordido por una serpiente de cascabel; el otro, el encuentro de una comisión
española enviada para interceptar la tropa y hacerla volver hacia atrás. Pero el oficial que conducía
el destacamento se interesó tanto por la empresa y puso tanta simpatía en Mr. Rodman que nuestros
viajeros pudieron continuar con toda libertad. Numerosos pequeños grupos de indios de Osage y
de Kansas vinieron a veces a vagabundear alrededor de las embarcaciones, pero no mostraron la
menor hostilidad. Dejamos, pues, por ahora, a los viajeros en la desembocadura del río Platte, el
10 de agosto de 1791, reducidos al número de catorce.
Capítulo III
Habiendo llegado a la desembocadura del Platte, nuestros viajeros acamparon durante tres días,
que ocuparon en secar y airear sus mercancías y provisiones, confeccionando nuevos remos y
perchas y reparando la canoa de cortezas, que había sufrido averías. Los cazadores trajeron caza en
abundancia, en cantidad tal como para abarrotar las embarcaciones. Se encontraban tantos ciervos
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como se quería; los pavos rollizos pululaban. Además, los viajeros se regalaban con muchas clases
de pescados, y encontraron, a una pequeña distancia de la orilla, una especie exquisita de uva
salvaje. No habían visto indios desde hacía más de quince días, porque era la estación de las cacerías
y estaban, sin duda, por las praderas ocupados en cazar búfalos. Después de haber descansado
perfectamente, la tropa levantó el campo y continuó subiendo por el Missouri. Continuamos el
texto del Diario.
14 de agosto
Nos pusimos en camino con una deliciosa brisa del sureste y avanzamos a lo largo de la orilla
sur, aprovechando los remolinos, y navegando a gran velocidad, a pesar de la corriente que, en
medio, era extraordinariamente crecida y violenta. Al mediodía, nos detuvimos para examinar
unos curiosos montículos de formas y dimensiones varias, todos constituidos de barro y arena, y de
los cuales, los más elevados eran los más cercanos al río. No puede decidir si aquellas eminencias
eran de origen natural o artificial. Hubiera creído que eran hechas por los indios, a no ser el aspecto
general del suelo, que parecía haber sufrido una violenta acción de las aguas63. Permanecimos en
aquel lugar el resto del día, habiendo franqueado la distancia total de veinte millas.
15 de agosto
Hoy hemos tenido un viento contrario, fuerte y desagradable. No hicimos sino quince millas, con
gran esfuerzo, y acampamos por la noche al pie de un acantilado de la orilla norte, el primero que
encontramos en aquella orilla desde el río Nodaway. Por la noche llovió a cántaros, y los Greely
entraron sus caballos y se refugiaran en la cámara. Robert atravesó el río a nado en su caballo y
volvió a la orilla sur en canoa a buscar a Meredith. Parecía no dar ninguna importancia a esa doble
proeza, aunque la noche fuese una de las más oscuras y de las más tempestuosas que yo había visto
jamás, y a pesar de la crecida del río. Permanecimos todos sentados en la cámara, cómodamente,
porque el tiempo era fresco, y Thornton nos mantuvo mucho tiempo despiertos contándonos una
tras otra sus aventuras con los indios del Mississippi. Su gran perro parecía escuchar con una
atención profunda y no perder ni una palabra. Cada vez que refería una historia particularmente
increíble, Thornton tomaba gravemente por testigo a la bestia:
-Nep -decía-, ¿te acuerdas de aquel tiempo?
O bien:
-Nep puede jurar que es verdad. ¿No es cierto, Nep?
Entonces Nep movía sus ojos, sacaba una lengua monstruosa y balanceaba la cabeza como para
decir:
63 Se sabe particularmente hoy que aquellos montículos indican la situación de la antigua aldea de los Ottos, que
constituyeron antaño una pujante tribu. Diezmados por continuos combates, se pusieron bajo la protección de
los Pawnees y emigraron al sur del Platte, a unas treinta millas de su desembocadura. (Nota del Gentleman’s
Magazine).
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Hoy hemos atravesado una parte estrecha del río que no tenía más que doscientos pies de anchura,
con un canal rápido, muy obstruido por las maderas flotantes. La embarcación grande ha chocado
con un tronco sumergido; se ha llenado de agua a medias antes de que hayamos podido zafarla del
peligro. Nos ha sido necesario detenernos e inspeccionar nuestro material. Una parte de las galletas
está estropeada, pero no la pólvora. Nos quedamos allí todo el día, no habiendo recorrido más de
cinco millas.
19 de agosto
Partimos de madrugada y anduvimos maravillosamente. El tiempo era fresco y nublado; hacia
el mediodía, tuvimos un fuerte chaparrón. Cruzamos al sur una caleta cuya entrada estaba casi
disimulada por una gran isla de arena, de apariencia muy singular. Avanzamos todavía quince
millas más. Las alturas estaban entonces alejadas del río y separadas por una distancia de diez a
veinte millas. Al norte, hay una cantidad de hermosos árboles, pero no se ve ninguno del lado del
sur. Cerca del río se encuentran magníficas praderas y, a lo largo de la orilla, descubrimos cuatro
o cinco especies diferentes de uvas, todas buenas al gusto y muy maduras; una de ellas era una
uva grande, purpúrea, de calidad excelente. Los cazadores volvieron al campo, por la noche, de
una y otra ribera, y nos trajeron tanta caza que no supimos qué hacer de ella: urogallos, pavos, dos
ciervos, un antílope y muchos pájaros amarillos, con las alas rayadas de negro, que se encontraron
deliciosos al comerlos. Hicimos ese día unas veinte millas.
20 de agosto
El río, esta mañana, está lleno de médanos y otros obstáculos; pero avanzamos valientemente, y
llegamos, antes de la noche, a la entrada de un riachuelo bastante ancho, a veinte millas casi de
nuestro última campamento, con la resolución de quedarnos cuatro o cinco días para cazar en
trampas a los castores, porque veíamos huellas de ellos por las cercanías. Esa isla era una de las
regiones más maravillosas de aspecto que pudieran soñarse, y llenó mi alma de las más nuevas
y más encantadoras emociones. Todo el paisaje, más que una realidad positiva, parecía lo que yo
soñaba cuando era niño. Las orillas descendían hasta el agua en pendientes muy suaves; un césped
corto y fino, de un verde brillante, las alfombraba; permanecía visible bajo la superficie de las
aguas casi, a cierta distancia del borde, sobre toda del lado norte, donde el límpido riachuelo se
vertía en el río. Alrededor de la isla, cuya superficie parecía alcanzar unos veinte acres, había una
bordura no interrumpida de algodones, con sus troncos cargados de vides en plena fructificación y
tan estrechamente enlazados que apenas podíamos entrever el río a través del follaje. En el interior
de ese cinturón, la hierba era un poco más alta, menos fina, con una raya blanca o amarillo pálido
en medio de cada brizna; exhalaba un perfume notablemente exquisito, análogo al de la vainilla,
pero mucho más fuerte y que impregnaba la atmósfera toda. La hierba olorosa común en Inglaterra
es, sin duda, del mismo género, pero muy inferior tanto en belleza como en perfume. En todas
direcciones se contaban por miríadas las flores más brillantes, en pleno desarrollo, y la mayoría
de ellas deliciosamente olorosas; las había azules, de un blanco inmaculado, de amarillo vivo,
purpúreas, carmesíes, de un rojo brillante, con pétalos abigarrados como los de los tulipanes. Aquí
y allá, crecían bosquecillos de cerezos o de ciruelos, y numerosos senderos abiertos por los alces
y los antílopes contorneaban la isla. Casi en el centro brotaba, de un grupo de rocas escarpadas y
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enteramente cubiertas de musgo y de vides en flor, una fuente de agua dulce y clara. El conjunto
parecía de manera maravillosa un jardín artificial, pero era infinitamente más bello; se hubiese
dicho mejor una de esas escenas encantadas que describen los libros antiguos. Estábamos todos
encantados del lugar y montamos nuestro campo con una alegría sin límites en medio de aquel
retiro de dulzuras.
(Los viajeros permanecieron allí una semana y durante ese tiempo exploraron los alrededores del
lado norte en muchas direcciones, procurándose algunas pieles a lo largo del riachuelo indicado.
El tiempo era hermoso, y su felicidad fue completa en aquel Paraíso terrenal. Sin embargo, Mr.
Rodman no omitió ninguna de las precauciones necesarias: se colocaron centinelas cada noche,
mientras todos se reunían en el campamento y se regocijaban. No habían conocido jamás antes
tales fiestas y tales orgías; los canadienses mostraron ser los hombres más alegres del mundo en
materia de canciones. No hacían sino comer, beber, bailar, cantar a voz en grito villancicos de
Francia. Durante el día tenían por principal ocupación la de guardar el campamento, mientras que
los exploradores más serios cazaban o montaban los cepos lejos. En una de esas expediciones,
Mr. Rodman encontró una excelente ocasión de observar las costumbres del castor; y lo que él
dice de ese animal singular tiene mucho interés, tanto más cuanto que su descripción se aparta
materialmente, en algunos puntos, de lo que otros han referido.
Acompañado, como de costumbre, por Thornton y su perro, subió hasta las fuentes de un riachuelo,
en las alturas, a unas diez millas del río. Llegaron a un punto en que los castores habían construido
una gran charca cerrando el paso al riachuelo. En una de las extremidades de ese pantano se
divisaba un denso bosque de salces, algunos de los cuales se desplomaban en el agua en un lugar
donde aparecían muchos castores. Nuestros paseantes se deslizaron con precaución hasta aquel
bosque y, haciendo que Neptuno se echara a cierta, distancia, lograron trepar, sin ser notados, a un
gran árbol de follaje espeso, desde donde pudieron contemplar de cerca lo que sucedía.
Los castores estaban reparando una parte de su dique y todos sus movimientos eran fáciles de
observar. Uno tras otro, los arquitectos se acercaron al borde del pantano; cada uno llevaba en
la boca una ramita que fue a colocar en el dique, atravesada, en el punto en que había cedido.
Luego se sumergía incontinente, y unos segundos más tarde reaparecía llevando una cantidad de
barro espeso, que empezaba por apretar de manera que sacara la mayor cantidad posible de agua,
después de lo cual la aplicaba, ayudándose con sus patas y con su cola (de la que se servía como
de una llana) a la rama que acababa de poner en la brecha. Después desaparecía entre los árboles;
y otro miembro de la comunidad le sucedía, realizando, a su vez, el mismo trabajo.
De esta manera el daño acontecido en el dique estaba en vías de ser reparado pronto. Mr. Rodman
y Thornton observaron la marcha de los trabajos durante dos buenas horas, y atestiguan la notable
habilidad de los artesanos. No obstante, así que un castor se iba del borde del pantano para ir
a buscar una rama, desaparecía entre los salces, con gran descontento de los observadores que
deseaban ver la continuación de sus maniobras. Pero trepando un poco más hacia arriba por el
árbol obtuvieron satisfacción. Un pequeño sicómoro había sido derribado, al parecer, y yacía
completamente despojado de todas sus ramitas; algunos castores estaban todavía ocupados en
desprender, royéndolas, las que quedaban y en llevarlas al dique. Durante ese tiempo, un gran
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número de animales rodeaba un árbol mucho más viejo y mayor, que estaban muy ocupados en
derribar. Eran unos cincuenta a sesenta alrededor del tronco, y seis o siete de entre ellos trabajaban
a la vez; cada uno se detenía cuando estaba fatigado y otro le sustituía inmediatamente. Cuando
nuestros paseantes vieron el sicómoro, el tronco estaba ya profundamente decentado, pero sólo
del lado del pantano en cuya orilla crecía. El corte tenía casi un pie de anchura, y una hacha no
lo hubiese hecho tan neto; al pie del árbol, el suelo estaba cubierto de virutas delgadas parecidas
a pajas, separadas, roídas y abandonadas; porque parece que los castores sólo se alimentan con
las cortezas y no con la madera. Durante su trabajo, algunos se sentaban sobre sus patas traseras,
como hacen las ardillas, y roían la madera, con las patas delanteras apoyadas en el borde del corte
y sus cabezas muy hundidas en la abertura. Dos de entre ellos se habían colocado en el interior del
corte y, tendidos, trabajaban con gran ardor durante algunos momentos, después de lo cual otros
les relevaban.
Aunque la posición de nuestros viajeros fuese de las más incómodas, tenían tanta curiosidad de
asistir a la caída del sicómoro que permanecieron resueltamente en su sitio hasta la puesta de sol,
o sea durante ocho horas. Su principal dificultad fue la de impedir que Neptuno se zambullera en
el pantano en persecución de los albañiles que reparaban el dique. El ruido que hacía, más de una
vez turbó a los que, roían el árbol, que se estremecían como movidos por un común instinto, y,
atentamente, escuchaban durante muchos minutos. Pero, como que la noche avanzaba, el perro
cesó de agitarse y se echó; los castores continuaban su trabajo sin interrumpirlo más.
En el momento preciso en que empezó la puesta de sol, se produjo un movimiento súbito entre los
cortadores de madera que saltaron lejos del árbol y se fueron hacia el lado que no habían atacado.
Y, un instante después, el árbol se inclinó gradualmente hacia el lado roído, hasta que los labios
del corte se tocaron; pero no cayó todavía, porque estaba mantenido por la corteza intacta. Esta,
vivamente atacada por tantos castores como pudieron encontrar sitio en la tarea, pronto se vio
cortada. Y entonces, el gran árbol, al cual le había sido dado tan ingeniosamente la inclinación
apropiada, cayó con un ruido formidable, tendiendo una parte de sus ramas superiores por encima
de la superficie del pantano. Hecho esto, la comunidad entera pareció juzgar que merecía asueto:
cesando de golpe todo trabajo, los castores empezaron a perseguirse unos a otros en el agua,
sumergiéndose y chapaleando con sus colas.
La descripción hecha aquí del método que emplea el castor para abatir los árboles es la más detallada
que conocemos, y parece decisiva desde el punto de vista de saber si los actos de aquel animal son
calculados. La intención de hacer caer al árbol en la dirección del agua parece aquí manifiesta. El
capitán Bonneville, como se recordará, discute en ese punto la sagacidad del animal y cree que éste
no tiene otro propósito que el de hacer caer el árbol sin calcular sutilmente el modo de la caída.
Estima que esa sagacidad no le ha sido atribuida sino porque de hecho, en general, los árboles que
crecen cerca de las orillas tienen el tronco inclinado hacia el agua, o bien las ramas principales
dirigidas hacia el mismo lado, adonde las atrae la luz, el espacio y el aire más abundantes. El
castor, dice, ataca naturalmente a esos árboles, que son los que están más a su alcance en los bordes
del curso de agua o del estanque; y, una vez cortados, los árboles caen naturalmente hacia el lado
del agua. Es oportuna esa observación; pero no demuestra la ausencia de cálculo en el castor,
cuya sagacidad, a fin de cuentas, es mucho menor que la que se ha, positivamente, reconocido a
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muchas clases de animales inferiores -infinitamente por debajo de la hormiga león, de la abeja, de
los políperos-. Es probable que si dos árboles se ofrecen a la elección del castor, el uno inclinado
sobre el agua y el otro no, desestimaría como superfluas, abatiendo el primero, las precauciones
descritas antes, pero las observaría al abatir el segundo.
En una parte ulterior del Diario se dan otros detalles acerca de las costumbres de ese singular
animal y de los medios de cazarlo con trampas que emplearon nuestros cazadores; los damos aquí
para mayor coherencia. El principal alimento de los castores son las cortezas; acumulan grandes
provisiones de ellas para el invierno, escogiendo con cuidado y método las especies convenientes.
Una tribu entera, que comprende a veces de dos a trescientas cabezas, partirá para abastecerse
en grupo y pasará por bosques enteros de árboles todos parecidos hasta que encuentran uno a su
fantasía. Lo derriban entonces y le quitan las ramas más tiernas, que dividen en pequeñas briznas
de dimensiones iguales; despojan esas briznas de su corteza, que llevan al riachuelo más cercano
que fluye hacia su aldea para que flote hasta su destino. A veces, las briznas las guardan en reserva
para el invierno, sin descortezarlas; y, en ese caso, los castores tienen cuidado de sacar de sus
viviendas los desechos de madera, que llevan a cierta distancia en cuanto se han comido la corteza.
Durante la primavera, los machos no permanecen jamás en la aldea de la tribu, pero se encuentran,
ya sea solos, ya reunidos dos o tres; parece que entonces pierden sus hábitos propios de sagacidad
y ofrecen una presa fácil al arte del cazador con trampas. En verano, vuelven a la aldea y se
ocupan, con las hembras, en acumular las provisiones para el invierno. Se les describe como muy
feroces una vez irritados.
Algunas veces se les puede capturar en la, orilla, sobre todo en primavera, cuando los machos,
que gustan de vagar algo lejos del agua, buscan su sustento. Cuando se les sor prende así, es fácil
abatirles de un bastonazo; pero el método más seguro y el más eficaz de capturarles es la trampa.
Esta se construye simplemente de manera que coja al animal por la pata. El cazador la coloca
ordinariamente en algún lugar cercano de la orilla y justo bajo la superficie del agua, después de
haberla atado con una cadenita a una estaca hundida en el barro. Entre las mandíbulas del cepo
se coloca el extremo de una ramita cuyo otro extremo emerge y ha sido bien untado con el cebo
líquido cuyo olor es sabido que al castor le gusta. Así que el animal lo huele, va a frotar su hocico
contra la rama, y haciendo eso anda sobre el cepo, la dispara y se encuentra cogido. El cepo se
hace muy ligero, de manera que sea fácilmente transportable, y la presa lo arrastraría fácilmente
nadando si no fuese por la cadena que lo retiene sujeto; ninguna otra atadura resistiría a los dientes
del castor. El cazador experto reconoce enseguida la presencia del castor en un estanque o un
curso de agua; la descubre por mil indicios que no proporcionarían ni la menor indicación a un
observador sin experiencia.
Muchos de los mismos leñadores que los viajeros, desde su salce, habían considerado con tanta
atención, cayeron ulteriormente víctimas de los cepos; y sus hermosas pieles fueron presa de los
cazadores, que hicieron una gran carnicería en las madrigueras del pantano. Otras aguas de las
cercanías no se mostraron menos propicias a la tropa que, mucho tiempo, recordó esa isla, en la
desembocadura del riachuelo, con el nombre justificado de la Isla de los Castores: dejaron ese
pequeño Paraíso el veintisiete del mes, y, llenos de entusiasmo, prosiguieron su viaje, poco agitado
hasta entonces. El primero de setiembre llegaron, sin incidente notorio, a la desembocadura de
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un río procedente del sur, que llamaron Río de los Groselleros, porque en sus orillas crecían
numerosos árboles frutales, pero que en realidad era, según parece, el Quicourre. Los principales
asuntos que menciona la parte del Diario relativa a este período son los numerosos rebaños de
búfalos que, en todas direcciones, oscurecían la pradera, y las ruinas de una fortaleza situada en la
orilla sur del río, casi delante de la extremidad superior de la isla llamada después Isla Bonhomme.
Da de esas ruinas una minuciosa descripción que concuerda, en cuanto a los puntos importantes,
con la de los capitanes Lewis y Clarke. Los viajeros habían pasado los ríos Little Sioux, Floyd,
Great Sioux, White Stone y Jacques, al norte, así como el riachuelo Wawandysenche y el río de
la Pintura Blanca al sur, pero no hicieron alto de ninguna duración para tender sus trampas cerca
de dichos cursas de agua. Habían también pasado la gran aldea de los Omahas, que el Diario no
menciona en absoluto. Esa aldea, entonces, comprendía más de trescientas habitaciones en las que
vivía una tribu numerosa y potente. Pero no se encuentra en los bordes mismos del Missouri, y
las embarcaciones la pasaron sin duda de noche; porque la tropa habría empezado a adoptar esa
manera de proceder por miedo de los Sioux. Volvemos a tomar la narración de Mr. Rodman a partir
del día dos de setiembre.
2 de setiembre
Habíamos llegado a la parte del río donde, se nos dijo, podíamos ser atacados por los indios. Nos
volvimos circunspectos en nuestras disposiciones. Nos hallábamos en el país habitado por los
Sioux, tribu guerrera y cruel que, en varias ocasiones, había demostrado su odio a los blancos y
que estaba constantemente en lucha con sus vecinos. Los canadienses tenían mucho que contar
acerca de la barbarie de esos salvajes y yo temía enormemente que esos cobardes aprovecharían
la primera ocasión para desertar y volver al Mississippi. Para disminuir las posibilidades de fuga
sustituí a uno de ellos que iba en la piragua por Poindexter Greely y tomé al canadiense conmigo
en la gran embarcación. Todos los Greely vinieron a bordo y dejaron en libertad a los caballos. He
aquí cómo íbamos repartidos: En la piragua, Poindexter Greely, Pierre Junot, Toby y un canadiense.
En la embarcación grande, Thornton y su perro Neptuno, Wormley, John, Frank, Robert, Meredith
Greely, tres canadienses y yo. Nos hicimos a la vela a la caída de la tarde, y como teníamos un
buen viento del sur avanzamos rápidamente. No obstante, a primeras horas de la noche, los bajos
fondos de arenas movedizas nos incomodaron mucho. Pudimos avanzar sin interrupción hasta que
apuntó el día y en ese momento nos refugiamos en la desembocadura de un riachuelo y ocultamos
las embarcaciones debajo de los follajes de la orilla.
3 y 4 de setiembre
Durante estos dos días ha llovido y venteado con tan gran violencia que no hemos salido de nuestro
retiro. El mal tiempo abatió nuestro ánimo en extremo y las narraciones de los canadienses acerca
de los terribles Sioux no eran para tranquilizarnos. Nos reunimos todos en la cámara de la gran
embarcación y tuvimos consejo para decidir qué teníamos que hacer. Los Greely opinaban que
fuéramos osadamente hacia delante a través de la región peligrosa; sostenían que las historias de
los canadienses eran puras exageraciones, y que los Sioux se limitarían a molestarnos sin llegar a
atacarnos francamente. Wormley y Thornton, por lo contrario, así como Pierre (que tenían los tres
una gran experiencia del carácter indio) estimaban que nuestra táctica actual era la mejor, aunque
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nos obligaría a ir más despacio. Yo compartía en absoluto su opinión; continuando nuestro viaje
de noche, teníamos probabilidades de evitar una colisión con los Sioux, y en cuanto al retraso, no
le atribuía importancia alguna.
5 de setiembre
Partimos de noche y habíamos recorrido unas diez millas al alba. Ocultamos las embarcaciones
como la víspera, en una angosta caleta que nos convino porque estaba casi cerrada por una isla
cubierta de arbolado. Volvió a llover furiosamente; nos calamos hasta la piel antes de haberlo puesto
todo en orden y de retirarnos a la cámara. Perdíamos ánimo con el mal tiempo, y los canadienses
en particular estaban lamentablemente desmoralizados. Habíamos llegado a una angostura del río
y la corriente era impetuosa. Las orillas de ambos lados eran escarpadas y espesamente cubiertas
de robles, de nogales, de castaños y de fresnos. A través de esa garganta, sabíamos que nos sería,
extremadamente difícil pasar inadvertidos, ni aun de noche, y aumentaron nuestros temores de que
nos atacaran. Decidimos no proseguir nuestro viaje antes de la tarde y avanzar lo más furtivamente
posible. Entretanto, pusimos un centinela en la piragua y otro en la orilla, y nos ocupamos de
inspeccionar las armas y las municiones para estar preparados a lo peor que pudiera acontecernos.
Hacia las diez, nos disponíamos a partir, cuando el perro de Thornton lanzó un gruñido sordo que
hizo que todos empuñáramos nuestras carabinas. La causa de esa alerta fue un indio de la tribu
de los Poncas que vino abiertamente hacia nuestro centinela de la orilla con la mano tendida. Le
llevamos a bordo y le ofrecimos whisky. Se hizo muy comunicativo. Nos dijo que su tribu, que
vivía algunas millas más abajo, vigilaba nuestros movimientos desde hacía varios días, pero que
los Poncas eran amigos nuestros y no molestarían a los blancos. Cuando volviéramos, harían
negocios con nosotros. Le habían enviado para que los rostros pálidos se guardaran de los Sioux,
que eran muy ladrones, y nos esperaban emboscados, a 20 millas más arriba, en un recodo del río.
Había allí tres bandas de Sioux, dijo, y su intención era matarnos para vengar un insulto que hace
muchos años hizo a uno de sus jefes un cazador francés.
Capítulo IV
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coronilla, de la que pende hasta sobre los hombros un largo mechón trenzado. Ese mechón lo
cuidan escrupulosamente, pero, a veces lo cortan en ciertas circunstancias solemnes o tristes. Un
jefe Sioux vestido de gala ofrece un aspecto sorprendente. Su cuerpo todo está embadurnado de
grasa o de carbón. Lleva una camisa de cuero que le llega hasta la cintura, a cuyo alrededor se
enrolla un cinturón, también de cuero, pero, a veces, de paño, ancho de cerca de una pulgada.
Ese cinturón sostiene un pedazo de ropa de lana o de piel pasado entre los muslos. Encima de
los hombros se echan un manto de búfalo que se lleva con el pelo hacia adentro cuando hace
buen tiempo, pero con el pelo hacia afuera cuando llueve. Esa prenda de vestir es bastante ancha
para envolver a todo el cuerpo y lleva a menudo como ornamento espinas de puerco espín (que
hacen un ruido de carraca cuando el guerrero se mueve) y una gran variedad de figuras pintadas
groseramente, que simbolizan el carácter militar del que la lleva. En la coronilla llevan plantada
una pluma de halcón adornada con espinas de puerco espín. Como pantalones visten polainas de
piel de antílope con anchas costuras de cerca de dos pulgadas a cada lado, y pequeños mechones
de pelo humano, trofeos de alguna expedición de escalpaje. Los mocasines son de piel de alce o de
búfalo, y se llevan con el pelo hacia adentro. En ciertas ocasiones especiales se ve bambolear en
cada uno de los talones de los jefes una piel de garduña. Los Sioux aprecian mucho a ese animal
infecto y buscan su piel para sus petacas y otros accesorios.
El vestido de las mujeres de los jefes es también notable. Llevan los cabellos largos, partidos en la
frente y colgando sueltos hacia atrás, a menos que los lleven reunidos en una especie de redecilla.
Sus mocasines no difieren de los de sus maridos; pero sus polainas no suben más arriba de las
rodillas y van cubiertas con una incómoda camisa de piel de alce que les cuelga hasta las piernas,
sostenida por un cordel cruzado sobre los hombros. Esa camisa suele ir ceñida al talle por un
cinturón y, encima de ella, se ponen un manto de búfalo igual que el de los hombres. Las tiendas de
los Sioux Tetons son de construcción minuciosa, hechas con pieles de búfalo, sólidas y montadas
con estacas.
La región infestada por esa tribu se extiende en una longitud de más de ciento cincuenta millas por
las orillas del Missouri. Comprende, sobre todo, praderas; pero en algunos lugares la cubren colinas
que ofrecen gargantas y quebradas profundas, secas en medio del verano, que sirven de cauce, en
la estación de las lluvias, a torrentes impetuosos. Los bordes, en la cima como en la base, están
cairelados de bosques densos, pero el país ofrece el aspecto general de una tierra baja y denudada,
cubierta de hierba densa, sin árboles. El terreno está muy impregnado de sustancias minerales de
diversas clases, especialmente de sulfato de sosa, de caparrosa, de azufre y de alumbre que tiñen el
agua, del río y le dan un olor y un gusto nauseabundos. Los animales más comunes son el búfalo,
el ciervo, el alce y el antílope. Proseguimos con el texto del Diario.)
6 de setiembre
La región era despejada y el tiempo notablemente hermoso, de suerte que, a pesar de la espera
de un próximo ataque teníamos bastante buen humor. Hasta entonces no habíamos divisado ni la
sombra de un indio y avanzábamos rápidamente a través de su terrible territorio. Sabía muy bien
la, táctica de los salvajes para no suponer que estábamos vigilados de cerca. Tenía la convicción de
que oiríamos hablar de los Tetons en el primer desfiladero que les ofreciera.
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Hacia el mediodía, uno de los canadienses se puso a vocear «¡Los Sioux! ¡Los Sioux!», y señalaba
con el dedo una quebrada, larga y estrecha que cortaba la pradera a nuestra izquierda y se extendía,
perpendicularmente, a la orilla hacia el sur, hasta perderse de vista. Esa quebrada era la cuenca de
un pequeño afluente, cuyos flancos se erguían como enormes y verdaderas murallas. Por medio
de un catalejo vi enseguida la causa de la alarma del canadiense. Una importante banda de Sioux
descendía por la, garganta en fila india y trataba de disimularse lo mejor que podía. Pero las plumas
de su peinado les delataban porque, a cada instante, veíamos alguna que sobrepasaba los bordes de
la quebrada cuando algún accidente del terreno obligaba a los guerreros a subir más alto. Por las
oscilaciones de las plumas adivinamos que los Sioux iban a caballo. La banda venía hacia nosotros
con una gran rapidez. Di orden de remar con fuerza para pasar antes que ellos por el lugar donde
la quebrada desembocaba en el río. Así que los indios se dieron cuenta de que nuestra velocidad
aumentaba, lanzaron un gran grito, salieron de la quebrada y, en número de un centenar, galoparon
hacia nosotros.
Nuestra situación era alarmante. En casi ninguno de los lugares por donde habíamos pasado aquel
día me había preocupado ni poco ni mucho de aquellos devastadores. Pero precisamente allí donde
nos encontrábamos las orillas eran escarpadas y altas como los bordes de un desfiladero. De manera
que los salvajes se hallaban en situación de podernos agobiar al paso que nuestro cañón, con el
que tanto habíamos contado, no podía apuntarse contra ellos. Y para añadir dificultades a las de
nuestra situación, la corriente en medio del río era tan rápida y agitada que no podíamos avanzar
sino soltando nuestras armas y trabajando esforzadamente can los remos. El agua, hacia la orilla
del norte, era muy baja, hasta para la piragua, y si nos decidíamos a avanzar teníamos que pasar a
la distancia de una pedrada de la orilla izquierda, donde estaríamos completamente a merced de los
Sioux, pero podríamos emplear vigorosamente los bicheros ayudados por el viento y los remolinos.
Si los salvajes nos hubiesen atacado en tal coyuntura, no sé cómo nos hubiésemos podido escapar
de ellos. Todos iban bien armados con arcos, flechas, pequeños escudos redondos, y presentaban
un aspecto en extremo noble y hasta pintoresco. Algunos jefes portaban lanzas adornadas con ricos
estandartes y tenían un aspecto realmente elegante. El retrato adjuntado a continuación muestra al
comandante en jefe de la partida que nos cortó el paso; se trata de un boceto realizado por Thornton
en fechas no muy posteriores.
Nuestra buena fortuna o la gran estupidez de los indios, contra toda esperanza, nos sacó del peligro.
Los salvajes, que habían galopado hasta el borde del acantilado que nos dominaba, lanzaron un
nuevo grito y empezaron a hacer gestos cuyo significado comprendimos inmediatamente. Nos
indicaban que nos detuviéramos y que fuéramos a tierra. Esperaba ese requerimiento y decidí que
sería prudente no acatarlo y seguir nuestra ruta. Esa actitud produjo un excelente efecto. Los indios
se quedaron maravillosamente sorprendidos. No pudieron por nada del mundo comprender nuestra
conducta y nos dirigieron miradas furibundas al ver que seguíamos remando sin responderles.
Se hallaban en la más divertida estupefacción. Luego empezaron una conversación animada y,
finalmente, no sabiendo qué hacer, dieron media vuelta hacia el sur y desaparecieron al galope,
dejándonos tan sorprendidos como alegres por su partida.
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Nos aprovechamos cuanto pudimos de esa suerte inesperada. Bogamos con todas nuestras fuerzas
para salir de la región de las escarpas antes de que nuestros enemigos volvieran como preveíamos.
Pero después de las dos les divisamos hacia el sur, que volvían en número mucho más considerable
que antes. Llegaban a gran galope y pronto estuvieron en la orilla del río. Pero nuestra posición
era ahora más ventajosa que antes, porque las orillas descendían en pendiente ‘suave y no había en
ellas árboles que pudieran proteger a los indios de nuestras balas. Además, la corriente no era muy
rápida y podíamos mantenernos en medio del río. La tropa Sioux, al parecer, no se había ido sino
para procurarse un intérprete, que apareció entonces montado en un gran caballo gris. Entró en el
agua tan lejos como pudo su cabalgadura sin perder pie, y nos gritó en un francés defectuoso que
nos detuviéramos y que fuéramos a tierra. A ése le hice responder por uno de los canadienses que,
para complacer a nuestros amigos, los Sioux, estábamos dispuestos a detenernos un momento y a
conversar con ellos; pero que nos era imposible el desembarcar, porque no podíamos hacerlo sin
disgustar a nuestra gran medicina (el canadiense, al decir eso señaló a nuestro cañón) que deseaba
no interrumpir su viaje y a la cual no nos atrevíamos a desobedecer.
A esa respuesta, los indios empezaron otra vez sus cuchicheos agitados, gesticulando, y parecía
que no sabían qué hacer. Entretanto, se anclaron las embarcaciones en una situación favorable.
Yo estaba decidido a combatir, si era necesario, y a dar a esos pillos una lección que les inspirara
temores saludables para el porvenir. Pensé que era casi imposible quedar en buenos términos
con esos Sioux que, en el fondo de su alma, eran enemigos nuestros y no podían abstenerse de
saquearnos y de asesinarnos sino por el respeto de nuestra fuerza. Si accedíamos a su petición
de ir a tierra y si llegábamos a adquirir una seguridad momentánea valiéndose de regalos y de
concesiones, tal conducta, finalmente, no nos sería ventajosa. Sería más un paliativo que una cura
radical de nuestros males. Seguramente que, los indios tratarían de saciar en nosotros su crueldad,
tarde o temprano. Si nos dejaban partir ahora, nos atacarían más lejos, en un lugar desfavorable,
donde no podríamos sino repelerles apenas, sin inspirarles ningún temor. Por el contrario, situados
como estábamos podíamos infligirles una lección de la que se acordarían; y podríamos muy bien
no volvernos a encontrar, en el caso de otra agresión, en una posición tan buena. Pensando así, y
todos, salvo los canadienses, opinaban como yo, me determiné a tomar una actitud atrevida y a
provocar las hostilidades en vez de evitarlas. Era lo que debíamos hacer. Los salvajes no tenían
armas de fuego salvo un fusil viejo que llevaba uno de los jefes. Sus flechas no debían ser muy
eficaces dada la gran distancia que nos separaba. En cuanto a su número nos preocupaba poco: su
posición era tal que les exponía al fuego de nuestro cañón.
Cuando Jules (el canadiense) acabó su discurso acerca de las disposiciones de ánimo de nuestra
gran medicina, y cuando la agitación de los indios se hubo calmado un poco, el intérprete habló
otra vez y nos formuló tres preguntas: Quería saber: primeramente, si teníamos tabaco, whisky o
armas de fuego; en segundo lugar, si no deseábamos que los Sioux viniesen a remar en nuestras
embarcaciones cuando subiéramos río arriba hasta el país de los Ricaris, que eran unos pícaros
redomados; y tercero, si nuestra gran medicina no era una enorme y muy fuerte langosta verde.
A esas preguntas, hechas con la mayor seriedad, Jules respondió, según mis indicaciones, como
sigue: en primer lugar, que teníamos whisky en abundancia, así como tabaco, con una provisión
de armas de fuego y de pólvora; pero que nuestra gran medicina acababa de decirnos que los
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Tetons eran unos pícaros más grandes que los Ricaris, que los Tetons eran enemigos nuestros,
que nos habían esperado emboscados desde hacía muchos días para atacarnos y matarnos; que
no teníamos que darles nada, ni tener con ellos relación alguna, que, por consiguiente, temíamos
el hacerles regalos por miedo de no obedecer a nuestra gran medicina, con la que no se podían
gastar bromas; en segundo lugar, que después de lo que acabábamos de saber acerca de ellos, no
podíamos tomarlos a bordo para remar; y, en tercer lugar, que, afortunadamente para ellos (los
Sioux), nuestra gran medicina no oyó su última pregunta acerca de la gruesa langosta; nuestra gran
medicina podía serlo todo menos una gruesa langosta verde, y pronto lo verían a costa suya si no
se iban, inmediatamente, todos a sus quehaceres.
A pesar del peligro inminente en que nos encontrábamos, apenas si podíamos mantener nuestra
seriedad al ver el aire de profunda sorpresa o de estupefacción con que los salvajes escucharon
nuestras respuestas. Yo creo que se hubieran dispersado inmediatamente y nos hubieran dejado
continuar nuestro viaje si no hubiese sido por las desdichadas palabras con que informé de que
eran unos pícaros más grandes que los Ricaris. Eso era, aparentemente, un insulto atroz a más no
poder, y los puso en un estado de furor terrible. Oímos las palabras «Ricaris, Ricaris», repetidas a
cada instante con todo el énfasis y la cólera posibles. La banda, por lo que vimos, se dividió en dos
partidos: uno que insistía en la potencia inmensa de la gran medicina; el otro en el insulto ultrajante
de haber sido llamados pícaros mayores que los Ricaris. Como que la cosa no se arreglaba, nosotros
mantuvimos nuestra situación en medio del río resueltos firmemente a descargar nuestra metralla
a la primera manifestación de hostilidad.
El intérprete del caballo gris entró otra vez en el río. Dijo que no valíamos más que otros, que
todos los rostros pálidos, que precedentemente pasaron por el río, se habían mostrado amigos de
los Sioux y les habían hecho grandes regalos; que ellos, los Tetons, estaban decididos a no dejarnos
avanzar ni un palmo si no bajábamos a tierra y no les dábamos todos nuestros fusiles, todo nuestro
aguardiente y la mitad de nuestro tabaco; que, con evidencia, éramos aliados de los Ricaris (que
entonces estaban en guerra con los Sioux) y que nuestro objeto era llevarles provisiones, cosa que
ellos, los Sioux, no permitirían; en fin, que no tenía una opinión muy grande de nuestra medicina,
porque nos había dicho una mentira, respecto a lo de las intenciones de los Sioux y porque
positivamente, a pesar de que nosotros pensábamos lo contrario, no era sino una gran langosta
verde. Estas últimas palabras fueron repetidas por toda la tropa, cuando el intérprete las hubo
pronunciado, y aulladas a plena voz, para que la medicina misma no lo ignorase. Al mismo tiempo
la banda se disgregó en un desorden salvaje; los guerreros empezaron a galopar furiosamente en
pequeños círculos, haciendo gestos indecentes e insultantes, blandiendo sus lanzas y sacando sus
flechas de las aljabas.
Yo sabía que el ataque iba a empezar. Me determiné, pues, antes de que ninguno de nosotros
fuese herido, a abrir las hostilidades. Nada ganábamos con una dilación y todo podíamos ganarlo
con una acción rápida. Así que se presentó una ocasión favorable di la orden de hacer fuego. Fui
obedecido al instante. El efecto de la descarga fue desastroso y respondió perfectamente a nuestra
intención. Seis indios murieron y quizá tres veces otros tantos quedaron heridos. Los restantes,
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presas de gran pánico, partieron en desorden hacia la pradera, y mientras tanto nosotros levábamos
anclas, volvíamos a cargar el cañón y nos acercábamos a la orilla. Cuando llegamos a ella no había
ni un Tetón válido a la vista.
Dejé a John Greely con dos canadienses en las embarcaciones para guardarlas, desembarqué con el
resto de los hombres y dirigiéndome a un salvaje que estaba herido, pero no gravemente, le hablé
valiéndome de Jules. Le hice decir que los blancos estaban bien dispuestos para con los Sioux y
para con todos los indios; que nuestro único objeto, al visitarles, era el de recoger pieles de castor y
ver el hermoso país que el Gran Espíritu había dado a los hombres rojos; que cuando nosotros nos
hubiéramos procurado tantas pieles como deseábamos y cuando hubiésemos visto lo que habíamos
venido a ver, nos volveríamos a casa; que habíamos sabido que los Sioux, y especialmente los
Tetons, eran una raza pendenciera y que, sabiendo eso, habíamos traído nuestra gran medicina para
protegernos; que ésta estaba exasperada, ahora, contra los Tetons, a causa del insulto intolerable
que le habían dirigido al llamarle langosta verde, cosa que ella no era en absoluto; que yo había
tenido que hacer muchos esfuerzos para impedirle que persiguiera a los guerreros que habían
huido y que sacrificara a los caídos en el suelo; y que no había logrado calmarla sino haciéndome
responsable de la buena conducta futura de los indios. Al llegar a este punto de mi discurso el
salvaje pareció muy aliviado y me tendió la mano en signo de amistad. Se la estreché y le aseguré,
a él y a sus amigos, que tendrían mi protección mientras no nos molestaran y, a continuación de esa
promesa, les hice donación de veinte rollos de tabaco, de alguna quincalla, de pacotilla de vidrio y
de franela encarnada para él y los otros heridos.
Entretanto, observábamos cuidadosamente si los Sioux, fugitivos no volvían. Cuando acabé de
distribuir los presentes, muchos indios aparecieron en lontananza y fueron con toda evidencia
divisados por los salvajes corrompidos. Pero pensé que valía la pena hacer el distraído y, poco
después, volví a las embarcaciones. Toda esa interrupción nos retuvo bastante tiempo y eran cerca
de las tres cuando reemprendimos nuestra ruta. Nos apresuramos mucho, porque deseaba estar,
antes de la noche, lo más lejos posible de la escena del combate. Teníamos fuerte viento de popa
y la corriente era menos impetuosa, a medida que avanzábamos, porque el río se ensanchaba.
Recorrimos mucho camino y a las nueve llegamos a una isla grande, cubierta de árboles, situada
cerca de la costa norte, en la desembocadura de un pequeño afluente. Resolvimos acampar allí y,
apenas pusimos los pies en tierra, uno de los Greely mató un hermoso búfalo. Esos animales eran
numerosos en la isla. Después de haber colocado a nuestro centinela para la noche, adobamos la
joroba para cenar y bebimos grandes tragos de aguardiente. Discutimos entonces los acontecimientos
del día. La mayoría de los hombres trató del combate como de una broma excelente. Pero yo no
podía regocijarme de ello. Nunca jamás, antes, había derramado sangre humana; y aunque el buen
sentido me decía que había adoptado la decisión más inteligente y la que, a fin de cuentas, era la
menos sanguinaria, mi conciencia se negaba a darme la razón y me murmuraba al oído: «Es sangre
humana la que has vertido». Las horas pasaron lentamente y no podía dormirme. Por fin se hizo
de día y con el fresco rocío de la mañana, la brisa, las flores sonrientes, me entró nuevo ánimo y
una serie de pensamientos más atrevidos que me permitieron considerar con más sangre fría lo
que había hecho, y miré el combate de la víspera desde su solo punto de vista: el de la urgente
necesidad.
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7 de setiembre
Partimos temprano y recorrimos mucho camino con un viento del este fuerte y frío. A eso de las
doce llegamos a la garganta superior de lo que se llama la Gran Curva, un lugar en el que el río
hace un circuito de treinta millas entre dos puntos cuya distancia, en línea recta, no llega a mil
quinientos metros. Seis millas más allá se encuentra un afluente de unos treinta y cinco metros
de anchura que viene del sur. Allí la comarca ofrece un carácter particular: las dos orillas del río
están cubiertas de piedras redondas que la corriente ha desprendido de los acantilados, y tiene a
lo largo de muchas millas un singular aspecto. El canal es poco profundo y a menudo obstruido
por alfaques. Allí se encuentra el cedro con más abundancia que otras especies, y las praderas
están cubiertas por una clase de cactos espinosos muy rígidos, entre los cuales nuestros hombres
calzados con mocasines tuvieron muchas dificultades para andar.
A la puesta del sol, tratando de evitar un canal rápido, tuvimos la desgracia de hacer chocar el
babor de nuestra gran embarcación contra el borde de un alfaque, lo que nos hizo dar de banda de
tal manera que, por poco, a pesar de nuestros muchos esfuerzos, se llena de agua. La pólvora no
embalada sufrió mucho daño, y toda nuestra pacotilla quedó más o menos estropeada. Así que nos
dimos cuenta de que la embarcación se ladeaba, saltamos todos al agua que, en aquel lugar, nos
llegaba a los sobacos, y enderezamos, a fuerza de brazos, el lado que se inclinaba. No salíamos
por eso del embarazo, porque todos nuestros esfuerzos bastaron apenas para evitar que volcara y
ninguno de nosotros se podía destacar para empujarla. Nos vimos aliviados de manera inesperada,
en el momento mismo en que estábamos a punto de perder toda esperanza: el alfaque entero se
hundió bajo la embarcación. En esa región todo el lecho del río está frecuentemente obstruido
por esos bancos movedizos, que cambian de sitio con una gran rapidez, sin causa aparente. Están
formados de arena fina, dura, amarilla, que una vez seca se hace casi impalpable, ofrece un aspecto
brillante, y se parece entonces al vidrio.
8 de setiembre
Estábamos todavía en el corazón del país de los Tetons, y permanecíamos alerta, deteniéndonos lo
menos posible y sólo en las islas, donde encontrábamos gran abundancia de caza: búfalos, alces,
ciervos, cabras, ciervos de cola negra, antílopes y pájaros de diferentes especies. Las cabras son
extraordinariamente mansas y no tienen barba. El pescado no es tan abundante como más abajo.
John Greely mató un lobo blanco en una quebrada de uno de los más pequeños islotes. Dadas las
dificultades de la navegación y la necesidad frecuentes de halar las embarcaciones, avanzamos ese
día muy poco.
9 de setiembre
Tiempo apreciablemente más frío, que nos da a todos el deseo de precipitar nuestra travesía del
país de los Sioux, visto el riesgo que correríamos si estableciéramos nuestro campamento de
invierno en sus cercanías. Reunimos nuestras fuerzas, y avanzamos tan rápido como pudimos.
Los canadienses cantaban y gritaban por el camino. De vez en cuando divisábamos, a lo lejos, un
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Tetón solitario; pero no probó de molestarnos, y eso nos tranquilizó. Recorrimos ese día veintiocho
millas, y acampamos por la noche, con regocijo, en una gran isla de las más abundantes en caza y
cubierta de un denso oquedal de algodones.
(Omitimos las aventuras de Mr. Rodman desde esta fecha hasta el 10 de abril. El último día de
octubre, no habiendo sucedido nada de importante en el intervalo, la expedición avanzó hasta
un pequeño río que denominaron río de la Nutria; subiéndolo, encontraron a una milla de su
desembocadura una isla que respondía a sus propósitos, construyeron en ella un fortín de madera e
instalaron sus cuarteles de invierno. Ese lugar se encuentra justo debajo de las viejas aldeas Ricari.
Muchas bandas de esos indios visitaron a los viajeros, y se mostraron muy bien dispuestos para
con ellos -tenían noticias del encuentro con los Tetons, cuyo resultado les había producido mucha
alegría-. No tuvimos ya ninguna dificultad con los Sioux. El invierno transcurrió de una manera
agradable y sin incidente digno de nota. El 10 de abril la expedición reemprendió su viaje.)
Capítulo V
10 de abril de 1792
El tiempo que era otra vez delicioso, nos rejuvenecía. Se empezaba a sentir el sol, y el río estaba
libre de hielos, según nos aseguraron los indios, hasta cien millas más arriba. Nos despedimos de
Pequeña Serpiente (jefe de los Ricaris que había dado a los viajeros, durante el invierno, numerosas
pruebas de amistad) y de su banda, sintiéndolo verdaderamente. Después de haber almorzado,
reemprendimos nuestro viaje. Perrine (un agente de peleterías de la Compañía de Hudson que iba
a Petite Côte) nos guió, con tres indios, unas cinco millas, después se despidió de nosotros y volvió
a la aldea, donde, según supimos más tarde, murió de muerte violenta en manos de una squaw a
quien había en cierto modo insultado. Cuando el agente nos hubo dejado, remamos vigorosamente
y recorrimos mucho camino; a pesar de la rapidez del río. Por la tarde, Thornton, que se quejaba
desde hacía días, cayó seriamente enfermo; tanto, que insistí para que volviéramos a nuestra
cabaña hasta que estuviera restablecido. Pero él rechazó esa oferta con tal obstinación qué yo
tuve que ceder. Le arreglamos un lecho cómoda en la cámara y le procuramos todos los cuidados
que pudimos. Pero tenía una fiebre violenta, con ataques de delirio, y temí mucho que se muriera.
Entretanto, íbamos avanzando resueltamente; por la noche habíamos recorrido veinticinco millas,
lo cual es una excelente jornada.
11 de abril
Continúa el buen tiempo. Salimos temprano. El viento, que era favorable, nos ayudó mucho; de
manera que, de no haber sido por la enfermedad de Thornton, no hubiéramos podido quejarnos.
Thornton parecía empeorar mucho y yo ya no sabía qué hacer. Se le cuidaba lo mejor que se podía.
Jules, el canadiense, le hizo una infusión con hierbas de la pradera que le hizo sudar. La, fiebre
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disminuyó. Por la noche nos detuvimos junto a la orilla norte; tres de nosotros fueron a cazar a la
pradera, a la luz de la luna. No volvieron hasta la una de la mañana, sin sus fusiles y un antílope
gordo.
Contaron que habían recorrido varias millas y llegado a las orillas de un riachuelo, cuando, con gran
espanto, vieron a una multitud de guerreros Sioux Saonis. Estos les capturaron inmediatamente
y se los llevaron a una milla más lejos, al otro lado del riachuelo en una especie de parque o de
cercado construido con barro y rodrigones en el que se había capturado a un numeroso rebaño de
antílopes. Esos animales seguían introduciéndose en el parque, cuya entrada estaba dispuesta de
manera que no les permitía la salida. Los indios se dedican a esa caza todos los años. En otoño, los
antílopes emigran de la pradera para ir a buscar un refugio y alimentos en la región montañosa del
Mediodía; y vuelven por primavera, en grandes rebaños que se capturan fácilmente atrayéndolos a
cercados como el que acabo de citar.
Los cazadores, (John Greely, el Profeta y un canadiense), habían ya perdido la esperanza de
escaparse de las manos de los indios, (que no bajaban de cincuenta), y casi se habían resignado a
morir. Greely y el Profeta estaban atados de pies y manos. Les habían desarmado. Al canadiense,
por lo contrario, le habían dejado, por alguna razón incomprensible, libre de sus movimientos, y no
le habían quitado más que el fusil. Los salvajes no le quitaron el cuchillo, (probablemente porque
el canadiense lo llevaba escondido en su polaina). Y, en general, le trataron de otra manera que a
sus compañeros. Esa circunstancia fue la causa de la salvación de todos.
Eran aproximadamente las nueve de la noche cuando cayeron prisioneros. La luna era clara,
pero como hacía más frío que de costumbre en aquella estación, los salvajes habían encendido
dos grandes hogueras, a una distancia suficiente del parque para no asustar a los antílopes que
seguían llegando en masa. Los indios estaban ocupados en cocer su caza cuando los cazadores
cayeron en sus manos. Greely y el Profeta, después de haber sido desarmados y atados con fuertes
correas de piel de búfalo, fueron echados cerca de un árbol, a cierta distancia de los fuegos, y al
canadiense lo dejaron sentarse junto a una de las hogueras, vigilado por dos salvajes. El resto de
los indios formaba círculo alrededor de la otra hoguera más grande. El tiempo pasaba lentamente.
Los cazadores estaban convencidos de que los matarían; las correas con que estaban atados les
causaban dolores insoportables, tanto se las habían apretado. El canadiense trató de entablar
conversación con sus guardianes, con la esperanza de corromperlos y de que le dejasen escapar,
pero no pudo hacerse comprender. Hacia media noche, los indios que estaban alrededor de la
hoguera grande se alarmaron súbitamente por la irrupción de varios antílopes grandes que saltaron
en fila al centro de la hoguera. Esos animales se habían abierto paso a través de una porción de la
cerca de barro que les encerraba, y, locos de rabia y de terror, se habían dirigido hacia la luz del
fuego, como lo hacen de noche los insectos. Parece que los Saonis no habían oído hablar nunca
de cosa parecida realizada por esos animales ordinariamente tímidos. Los indios se quedaron
pasmados por lo que les sucedía; su alarma se convirtió en una confusión completa cuando toda la
manada capturada corrió hacia ellos, precipitándose y saltando, un minuto después de la evasión
de los primeros antílopes. Nuestros cazadores nos describieron lo que aconteció entonces como
una de las escenas más extrañas del mundo. Los antílopes, evidentemente, habían enloquecido; la
velocidad, el ímpetu con que volaron, más que brincaron a través de las llamas y entre los salvajes
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y dejadas de lado con los más fútiles pretextos. Esos hombres que habían recorrido millares de
leguas a través de una peligrosa soledad, y afrontado riesgos horribles y soportado privaciones
dolorosas con el objeto ostensible de recoger pieles, habían llegado a darse raramente el trabajo
de conservar las que habían podido procurarse, y abandonaban tras sí, sin sentimiento alguno,
escondrijos repletos de magníficos castores, antes que renunciar al placer de seguir el curso de un
río de aspecto romántico o de penetrar en alguna caverna de acceso peligroso y erizada de rocas
para buscar minerales cuyos usos desconocían y que echaban a la primera ocasión como lastre
inútil.
En todo ello mi corazón compartía sus gustos. He de decir que, a medida que avanzábamos en
nuestro viaje, iba perdiendo de vista su verdadero objeto y me sentía cada vez más inclinado a
olvidarlo para buscar una pura distracción si, en realidad, es posible designar con una palabra tan
débil como distracción aquella excitación profunda con que yo consideraba las maravillas y las
bellezas majestuosas de las soledades que atravesábamos. Apenas había visto una región que ya
me sentía presa del deseo irresistible de ir más lejos y explorar otra. Hasta entonces, no obstante,
me entusiasmaba demasiado para extinguir mi amor ardiente por lo desconocido. No podía dejar
de darme cuenta de que algunos blancos, algunos hombres civilizados -aunque pocos- me habían
precedido; de que algunos ojos, antes que los míos, se habían sorprendido por los espectáculos que
me rodeaban. De no haber sido por ese sentimiento que me perseguía sin cesar, quizá me hubiera
desviado más de mi ruta, para examinar la configuración del terreno de las riberas del río, para
penetrar profundamente, de vez en cuando, en la región al norte y al sur de nuestra ruta. Pero tenía
prisa en avanzar, en llegar, de ser posible, más lejos que los límites extremos de la civilización; en
ver si podía hacerlo hasta esas montañas gigantescas cuya existencia no se nos había enseñado sino
por las vagas descripciones de los indios. Esas esperanzas, esos deseos, yo no los comunicaba a
nadie, salvo a Thornton. Él participaba en todos mis proyectos de visionario y entraba plenamente
en las ideas de empresas noveleras que mi alma acariciaba. Su enfermedad, pues, era para mí una
calamidad amarga. Thornton decaía cada día más y yo no sabía procurarle alivio.
16 de abril
Hoy hemos tenido una lluvia fría con un fuerte viento del norte, que nos ha obligado a permanecer
anclados hasta hora muy avanzada de la tarde. A las cuatro hemos proseguido nuestro viaje y
recorrido cinco millas hasta la noche. Thornton está mucho peor.
17 y 18 de abril
Durante estos dos días ha continuado el mal tiempo, húmedo y desagradable, con el mismo
viento frío del norte. Vimos bloques de hielo en el río que estaba hinchado y fangoso. El tiempo
transcurrió penosamente y ni avanzamos. Thornton parecía un cadáver. Decidí entonces acampar
en el primer lugar propicio y permanecer allí hasta que su enfermedad terminara de un modo u
otro. A mediodía, pues, remamos río arriba por un ancho afluente que venía del sur e instalamos
nuestro campamento en tierra firme.
25 de abril
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Permanecimos cerca de ese afluente hasta esta mañana, cuando, con gran alegría nuestra, Thornton
estuvo suficientemente restablecido para seguir el viaje. El tiempo era hermoso y avanzamos
alegremente por un país magnífico sin encontrar ni a un solo indio y sin correr aventura alguna
hasta el fin del mes. Entonces llegamos al país de los Mandans, o mejor, de los Mandans,
Minnetarees y Ahnahaways; porque estas tres tribus viven unas cerca de las otras ocupando cinco
aldeas. Hace pocos años, los Mandans estaban establecidos a unas ochenta millas río abajo, en
nueve aldeas cuyas ruinas habíamos cruzado sin saber lo que eran -siete al oeste y dos al este del
río. Pero fueron diezmados por la viruela y por sus enemigos hereditarios, los Sioux, hasta que se
vieron reducidos a un puñado; entonces subieron hasta el punto en que se encuentran hoy65. Los
Mandans nos recibieron amigablemente. Permanecimos cerca de ellos tres días, durante los cuales
examinamos y reparamos la piragua, y descansamos. Obtuvimos de los indios una buena provisión
de trigo que ellos habían conservado durante el invierno en hoyos delante de sus cabañas. Durante
nuestra permanencia con los Mandans, recibimos la visita de un jefe de los Minnetarees, llamado
Waukerassah, que se condujo con mucha corrección y nos fue muy útil en muchas cosas. El hijo
de este jefe fue contratado para que nos acompañara como intérprete hasta el gran confluente.
Hicimos a su padre muchos regalos de los que se mostró muy satisfecho66. El 10 de mayo nos
despedimos de los Mandans y proseguimos, tranquilamente nuestro viaje.
1 de mayo
El tiempo era agradable y la comarca empezaba a tomar una apariencia sonriente. La vegetación
estaba ya muy avanzada. Las hojas del algodón eran tan anchas como un escudo y muchas flores ya
estaban abiertas. El río empezaba a estrecharse. Sus orillas, bajas, estaban cubiertas de árboles de
altos troncos. El algodón, el sauce común, el sauce rojo, crecían allí en gran cantidad, con muchos
rosales blancos. Detrás de esos ribazos, la región se extendía en una inmensa llanura sin árboles de
ninguna clase. El suelo era notablemente rico. La caza, un poco más abundante aún que antes. Uno
de nuestros cazadores nos precedía por cada orilla. Hoy nos han traído un alce, una cabra, cinco
castores y muchos chorlitos. Los castores eran poco esquivos y fáciles de capturar. Este animal
es exquisito para comer, especialmente su cola, que es de naturaleza gelatinosa como las aletas
de la platija. Una cola de castor es suficiente para proporcionar comida abundante a tres hombres.
Hemos recorrido veinte millas antes de que anocheciera.
2 de mayo
65 Mr. R. da aquí informes medianamente detallados de los Mimetarces, los Ahnakways y los Wasattons; los
omitimos, porque no difieren en ningún punto de importancia de las narraciones que de esas naciones se han
hecho hasta la fecha. (Nota del Gentleman’s Magazine).
66 El jefe Waukerassah es mencionado por los capitanes Lewis y Clarke, a quienes también visitó. (Nota del
Gentleman’s Magazine).
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Tuvimos buen viento esta mañana y nos servimos de las velas hasta el mediodía. En este momento,
la brisa refrescó y nos detuvimos. Nuestros cazadores se pusieron en compañía y volvieron
enseguida con un alce inmenso que Neptuno rindió después de una larga persecución, porque el
animal sólo había sido herido ligeramente por un tiro de perdigones. Tenía seis pies de altura. A la
caída de la tarde cazamos también un antílope. En cuanto la bestia vio a nuestros hombres, echó
a correr con una velocidad extrema. Pero, después de algunos minutos, volvió sobre sus pasos,
aparentemente por curiosidad; después se fue otra vez brincando. Repitió esas idas y venidas,
acercándose cada vez más, hasta que se puso a tira de fusil; entonces el Profeta tiró y la abatió. Era
magro y rollizo. Los antílopes, aunque muy ágiles, nadan mal y son, con frecuencia, presa de los
lobos cuando intentan atravesar un curso de agua. Hemos recorrido hoy doce millas.
3 de mayo
Esta mañana hemos hecho mucho camino. Por la noche habíamos navegado treinta millas. La caza
continúa siendo abundante. A la largo de la orilla había gran cantidad de búfalos muertos. Veíamos
a los lobos cómo los devoraban y huían cuando nos acercábamos. No sabíamos qué pensar de esas
bestias muertas. Pero algunas semanas más tarde comprendimos la causa. Cuando llegamos a una
angostura del río donde los bordes eran escarpados y el agua profunda, vimos a un gran rebaño
de búfalos que nadaban a través de la corriente. Nos detuvimos para ver cómo maniobraban.
Esos grandes animales descendían el curso del agua diagonalmente. Habían entrado en el río, en
una garganta, media milla más arriba, en un lugar en que la orilla bajaba hasta el nivel del agua.
Cuando llegaron a la orilla occidental, se encontraron con que era imposible tomar pie porque el
agua era muy profunda. Después de haber hecho grandes esfuerzos para escalar el ribazo lodoso
y resbaladizo, los búfalos dieron media vuelta y nadaron hacia la orilla opuesta, donde había la
misma clase de precipicios inaccesibles. Repitieron sus tentativas pero fue en vano. Atravesaron
por segunda vez el río, después por tercera vez, luego por cuarta y por quinta vez, obstinándose
siempre en querer abordar en los mismos sitios. En lugar de dejarse arrastrar más hacia abajo por
la corriente en busca de una aterrada más fácil (hubieran podido hallar una un cuarto de milla más
hacia acá) parecían tercamente resueltos a mantenerse donde estaban, y, con este objeto, nadaban
cortando la corriente, en ángulo agudo, y hacían los más violentos esfuerzos para no ser arrastrados
hacia abajo. Al quinto viaje, las pobres bestias estaban completamente agotadas, era evidente que
no podían más. Tomaron entonces un terrible impulso para trepar al ribazo; uno o dos de ellos
lo habían casi logrado, cuando, con gran desolación nuestra (porque no habíamos contemplado
la desdicha de aquellos nobles animales sin compadecerles) toda la masa de tierra friable de la
orilla se hundió, enterrando a muchos búfalos en la avalancha, sin lograr, por eso, que el ribazo
fuera de acceso más fácil. Entonces el resto de la manada empezó a lanzar una especie de mugido
o quejido lamentable, un grito que expresaba más dolor lúgubre y desesperación que todo cuanto
se pueda imaginar. -¡Jamás podré olvidarlo!-. Algunos búfalos intentaron aún atravesar el río,
lucharon algunos minutos, se fueron a pique. Las aguas que los cubrieron se tiñeron de la sangre
roja que les salía de los hocicos en su agonía de muerte. Pero la mayoría cesó de mugir y pareció
abandonarse con resignación; rodaron sobre sí y desaparecieron. Toda la manada se ahogó; no se
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escapó ni un solo búfalo. Sus cadáveres fueron arrojados media hora más tarde por la corriente
sobre las orillas llanas, algo más hacia abajo, donde hubieran podido abordar con seguridad si no
se hubiesen aferrado bestialmente a su primera idea.
4 de mayo
El tiempo era delicioso. Impelidos por un buen viento del sur, por la noche habíamos recorrido 25
millas. Thornton estaba suficientemente restablecido para ayudarnos en la maniobra. Por la tarde,
vino conmigo a tierra. Nos internamos en la pradera hacia el oeste, y vimos una gran cantidad
de flores primaverales precoces de una especie desconocida en nuestros territorios. Algunas
eran de una belleza rara y de un perfume exquisito. Vimos también mucha caza variada, pero
no matamos, porque estábamos seguros que nuestros cazadores nos traerían a bordo más de lo
que necesitábamos, y no me gusta matar por capricho. Al volver, encontramos a dos indios de la
tribu de los Assiniboins que nos acompañaron hasta las embarcaciones. No mostraran ninguna
desconfianza por el camino, muy al contrario, se condujeron con nosotros intrépida y francamente.
Quedamos, pues, muy sorprendidos, al llegar cerca de la piragua, de verles dar media vuelta y
echar a correr por la pradera con todas sus fuerzas. Llegados a buena distancia se detuvieron, y
treparon a una loma que dominaba el río. Allí se echaron boca abajo y, colocando su cara entre
sus manos, parecían mirarnos con la mayor sorpresa. Valiéndose de un catalejo, pude observar sus
fisonomías, que estaban impregnadas de estupefacción y de terror. Siguieron mirándonos largo
rato. En fin, como presas de una idea súbita, se levantaron rápidamente y echaron a correr en la
dirección de donde venían cuando les encontramos.
5 de mayo
Esta madrugada, cuando nos poníamos en marcha, muy temprano, una gran masa de Assiniboins
se precipitó de golpe sobre nuestras embarcaciones y logró apoderarse de la piragua. No había
nadie en ella excepto Jules, que se escapó echándose al agua y nadando hacia la gran embarcación
que habíamos alejado de la orilla. Los indios iban guiados por los dos guerreros que nos habían
visitado la víspera. Su tropa debió acercarse a nosotros a escondidas, porque nuestros centinelas
estaban apostados como, de costumbre y Neptuno mismo no señaló nada sospechoso.
Nos preparábamos a hacer fuego contra los salvajes, cuando Misquash (nuestro nuevo intérprete,
el hijo de Waukerassah) nos dijo que los Assiniboins no nos querían ningún mal, y que, por signos,
nos daban a entender que no tenían intenciones hostiles. No pudimos pensar que la captura de
nuestra embarcación era una manera singular de demostrarnos su amistad. Quisimos, no obstante,
saber lo que esa gente quería de nosotros. Dijimos a Misquasch que les preguntara por qué nos
habían atacado. Los salvajes respondieron con grandes protestas de respeto y nos dimos cuenta
entonces de que no tenían deseos de molestarnos. Habían venido sólo a satisfacer una curiosidad
ardiente que les consumía y que nos suplicaron que calmáramos. Al parecer, los dos indios de
la víspera, aquéllos cuya conducta tanto nos había sorprendido, quedaron admirados por la cara
tiznada de nuestro amigo Toby. No habían nunca oído hablar de un negro, de manera que su
estupefacción no dejaba de tener una causa. Además, Toby era un moreno de lo más feo posible,
con todos los rasgos característicos de su raza, labios gruesos, grandes ojos blancos saltones, nariz
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chata, orejas largas, vientre voluminoso y patas zambas. Cuando los dos salvajes explicaron en su
aldea lo que habían visto, nadie quiso creerles, y estuvieron a punto de perder toda consideración,
de ser tratados de mentirosos y embusteros; y ellos, propusieron llevar a todo el mundo a nuestras
embarcaciones para probarles su veracidad. La súbita irrupción de los salvajes fue, pues, al parecer,
resultado de su curiosidad, porque no nos causaron el menor mal y nos devolvieron la piragua así
que les dijimos que les dejaríamos ver al viejo Toby. Este tomó la cosa como una broma excelente
y se fue enseguida a tierra, in naturalibus, para que los salvajes pudieran verle de cuerpo entero. Su
sorpresa y su satisfacción fueron profundas y completas. De momento, no creyeron lo que sus ojos
veían y escupían en sus dedos y frotaban la piel del negro para asegurarse de que no era pintada.
La lana de su cabeza les arrancó clamores repetidos y sus piernas zambas fueron objeto de una
admiración infinita. Una giba de nuestro horrible amigo llevó las cosas al colmo. La estupefacción
de los salvajes había llegado a su último grado. Su satisfacción no podía ir más allá. Si Toby
hubiese tenido un poco de ambición, hubiera podido hacer entonces una fortuna imperecedera y
subir al trono de los Assinoboins con el nombre de Toby I.
Ese incidente nos retuvo hasta una hora avanzada del día. Después de haber cambiado algunas
cortesías con los salvajes y de haberles hecho algunos regalos, aceptamos la ayuda de seis de
ellos que remaron a bordo unas cinco millas. Fue un auxilio bien venido y por el cual dimos las
gracias a nuestro viejo Toby. No recorrimos más que 12 millas. Acampamos por la noche en una
isla magnífica. Nos hemos acordado mucho tiempo de aquella etapa, a causa del pescado y de
las pollas de agua deliciosas que allí encontramos. Permanecimos en la isla dos días, durante los
cuales banqueteamos sin preocuparnos del mañana ni prestar atención a los numerosos castores
que retozaban a nuestro alrededor. Hubiéramos podido, en aquel lugar, proporcionarnos 100 ó 200
pieles; apenas recogimos 20. Aquella isla estaba situada en la desembocadura de un río bastante
ancho, que venía del sur y afluía al Missouri en el lugar en que éste forma un recodo hacia el oeste.
Su latitud es, aproximadamente, 48 grados.
8 de mayo
Viajamos con buen viento y tiempo hermoso, y después de haber recorrido veinte o veinticinco
millas llegamos a un gran río que venía del norte. Pero allí donde desemboca es muy estrecho -no
tiene más que diez o doce metros de anchura- y parece obstruido por el lodo. Mas si se sube por él
un poco, se encuentra una hermosa corriente franca de setenta a ochenta yardas de, anchura, muy
profunda, y que atraviesa un magnífico valle en el que abunda la caza. Nuestro nuevo guía nos dijo
el nombre de ese río, pero yo no tomé nota67. Robert Greely mató algunos gansos de una especie
que construye su nido en los árboles.
9 de mayo
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En muchos sitios, poco lejanos de las orillas, vemos al terreno encostrado de una sustancia
blanca, que reconocemos como una sal muy acre. No recorrimos más que quince millas, por culpa
de muchos pequeños retrasos, y acampamos de noche en tierra, entre algunos bosquecillos de
algodones y matorrales de enebro.
10 de mayo
Hoy el tiempo es frío, el viento fuerte. Recorrimos mucho camino; las colinas cercanas son
abruptas, cortadas irregularmente, muestran masas dentadas y desordenadas de peñas, algunas
de las cuales se yerguen a gran altura y parecen haber sufrido la acción de las aguas. Recogimos
muchos pedazos de madera y de hueso petrificados; por todas partes había hulla desparramada. El
río empieza a ser muy tortuoso.
11 de mayo
Hemos sido retenidos la mayor parte del día por ráfagas huracanadas y por la lluvia. Por la tarde
el tiempo mejora y acaba por ser hermoso, gracias a un buen viento que aprovechamos para hacer
diez millas antes de acampar. Cazamos muchos castores gordos y matamos a un lobo en la orilla.
Parecía haberse alejado de una gran manada que vimos rodar alrededor de nosotros.
12 de mayo
Hemos abordado a mediodía, después de haber recorrido diez millas, a una pequeña isla escarpada,
para verificar parte de nuestro material. En el momento de volver a partir, uno de los canadienses,
que formaba parte de la vanguardia y nos precedía de muchas yardas, desapareció súbitamente
con un gran grito. Corrimos inmediatamente y nos reímos de todo corazón al comprobar que
había simplemente caído en un escondrijo vacío del que no tardamos en sacarle. De haber ido
solo, es dudoso que hubiese podido salir de allí. Examinamos con gran cuidado la cavidad, pero
nada encontramos, salvo algunas botellas vacías; y ni siquiera vimos nada que revelara si eran
franceses, ingleses o americanos los que habían escondido sus mercancías en aquel lugar, y ello
despertó nuestra curiosidad.
13 de mayo
Hemos llegado a la confluencia del Yellowstone y del Missouri, después de haber recorrido
veinticinco millas. Hoy Misquash nos deja y se vuelve a su tribu.
Capítulo VI
La comarca que atravesamos los dos o tres últimos días era de carácter desabrido comparada con
la acostumbrada últimamente. Era menos accidentada; los árboles crecían en gran número en los
lindes del río, pero más lejos no se encontraba ni uno. Donde los bordes eran perpendiculares,
discerníamos trazas de hulla, y vimos un gran yacimiento de materia espesa y bituminosa que
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contribuía a enturbiar el agua en una extensión de muchos centenares de yardas río abajo. La
corriente era más suave, el agua más clara, las puntas de las rocas y de los altos fondos eran
menos numerosos, si bien los que teníamos que salvar eran más incómodos que nunca. Tuvimos
una lluvia incesante, que hacía que las orillas fuesen muy resbaladizas y que la sirga fuese difícil.
Además, el aire era desagradablemente glacial; subimos a algunas pequeñas colinas cercanas al
río, y divisamos una gran cantidad de nieve en las hendiduras yen las lomas. A lo lejos, a la
derecha, distinguimos muchos campamentos de indios abandonados hacía poco y, al parecer,
temporalmente. Esa región no ofrece en parte alguna huellas de instalaciones permanentes, pero
parece ser un terreno de caza favorito para las tribus de las cercanías -el hecho lo evidencian
los numerosos vestigios de cazadores que encontramos por todas partes-. La verdad es que los
Minnetarees del Missouri llegan en sus excursiones persiguiendo la caza hasta la gran horca, del
lago sur, y que los Assiniboins van aún más lejos. Misquash nos había dicho que entre el lugar de
nuestro actual campamento y las Montañas Rocosas no encontraríamos ninguna vivienda, salvo
las de los Minnetarees, que residen en el lado inferior o meridional del Saskatchawine.
La caza fue excesiva y de gran variedad -alces, búfalos, moruecos de grandes cuernos, ciervos, osos,
zorros, castores, etc., así como innumerables volátiles-. El pescado también abundaba. La anchura
del río variaba desde doscientas cincuenta yardas hasta pasos en que la corriente se precipitaba
entre acantilados cuya separación no llegaba a los cien pies. El muro de esos acantilados estaba
formado de un gris ligero y amarillento entremezclado con tierra quemada, piedra pómez y sales
minerales. En cierto punto, el aspecto del país se transformaba de una manera notable: en ambos
lados las colinas se separaron a gran distancia del río, que pareció salpicado de muy bellas islitas
salpicadas de algodoneros. Las tierras bajas parecían ser esto el extremo final, al norte, de la cadena
de montañas a través de la cual el Missouri se deslizaba, y que los salvajes llaman las Colinas
Negras. La transición de la comarca montañosa a las llanuras estaba indicada por la atmósfera,
que se hizo seca y pura, a tal punto que nos dimos cuenta de sus efectos en las pinturas de nuestras
embarcaciones y en algunos de nuestros instrumentos de óptica.
Cuando llegábamos cerca de la confluencia, empezó a llover fuertemente, y en el río los obstáculos
eran en extremo fatigosos. En algunos lugares, las orillas eran tan resbaladizas, la arcilla tan blanca
y pegajosa que los hombres se veían obligados a ir descalzos, porque no podían conservar ni sus
mocasines. Además, toda la orilla estaba cubierta de charcas de agua estancada, que se tenían
que pasar a veces hundiéndose hasta los sobacos. Y teníamos que trepar por enormes bancos de
pedernales agudos, que parecían ser los trozos de los acantilados derrumbados en masa. A veces
llegábamos a un desfiladero o a una quebrada cortados verticalmente que teníamos que franquear
con muchas dificultades; en un momento en que tratábamos de pasar uno de esos lugares, la sirga
de la gran embarcación, vieja y muy usada, se rompió; y la corriente arrastró la embarcación a un
arrecife, en medio del río, donde el agua era tan profunda que no pudimos trabajar para ponerla a
flote sino valiéndonos de la piragua, y perdimos seis horas para lograrlo.
En cierto momento, llegamos a un gran muro de roca negra, al sur, que dominaba los acantilados
en una extensión de un cuarto de milla. Luego vino una llanura descubierta, y, tres millas más
abajo, del mismo lado, otro muro de color claro, alto de doscientos pies por lo menos; luego otra
llanura o valle, y un tercer muro de la más singular apariencia se irguió al norte, elevándose a una
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altura de doscientos cincuenta pies y grueso de doce, que presentaba un carácter de regularidad
artificial. Esos acantilados tenían positivamente el más sorprendente aspecto, erguidos como
estaban perpendiculares sobre el agua. Los últimos mencionados eran un gris blanco, muy blanco,
que sufría fácilmente la acción de las aguas. Mostraban en su parte superior una especie de friso o
cornisa formada por muchos estratos delgados de un gris blanco, duro, que las lluvias no afectaban.
Arriba había una tierra oscura y rica que descendía en pendiente suave alejándose del río, a una
distancia de cerca de una milla; y allí, otras colinas se erguían a una altura de quinientos pies y más.
La pared de esos singulares acantilados estaba cruzada por una red de líneas formadas por el
chorreo de las aguas fluviales sobre la piedra blanda; una imaginación fértil hubiera podido ver en
ellas monumentos elevados por el arte humano, y cubiertos de esculturas jeroglíficas. En algunos
parajes aparecían perfectos nichos (como los que en los templos se destinan a las estatuas) formados
por la caída súbita de grandes pedazos de gris; escaleras y largos corredores se distinguían en
muchos sitios donde las fracturas accidentales de la cornisa dejaran que el agua de las lluvias
chorreara con uniformidad sobre la piedra menos resistente. Pasamos esos extraños acantilados
en un hermoso claro de luna; y no olvidaré jamás el efecto que produjeron en mi imaginación.
Tenían el aspecto de construcciones encantadas (como las que he visto en sueños); y el gorjeo
de miríadas de martinetes que habían construido sus nidos en los huecos de la masa, contribuían
mucho a esa idea. Además de las paredes principales, se encontraban a intervalos otras menores,
de veinte á cien pies de altura, de uno a doce de grueso, perfectamente regulares y perpendiculares.
Estaban integrados por gruesas piedras oscuras, aparentemente arcillosas, areniscas o cuarzosas
y de proporciones del todo simétricas aunque de dimensiones variadas. Eran éstas, en general,
cuadradas, a veces oblongas (siempre paralelepípedas), y colocadas una encima de la otra tan
exactamente y en un orden tan regular como si hubiesen sido puestas allí por un artesano mortal,
pues cada piedra de una hilera cubría y garantizaba la juntura de dos piedras de la hilera inferior
a, la manera como se colocan los ladrillos de una pared. A veces, esas singulares construcciones
se extendían en líneas paralelas: y se veían hasta cuatro una detrás de otra; a veces, se alejaban del
río e iban a perderse entre las colinas; a veces, se cruzaban en ángulo recto, y parecían contener
grandes jardines artificiales, en cuyo interior la vegetación presentaba, con frecuencia, un aspecto
que ayudaba a la ilusión. Consideramos el espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos en aquel
lugar del Missouri como el más sorprendente en su conjunto, si no el más admirable, que habíamos
presenciado hasta entonces. Dejó en mi espíritu una impresión de novedad, de singularidad que
jamás podría borrarse.
Poco antes de llegar a la confluencia, cruzamos, en el lado norte, una isla muy grande; una milla y
cuarta más lejos se encuentra, al sur, un terreno bajo, cubierto de bellos árboles en densa masa. Luego
vinieron muchos islotes en los que nos detuvimos al paso algunos minutos. Después, llegamos a
un acantilado muy sombría, y a otros das islotes en los que no observamos nada de notable. A
algunas millas de aquel lugar llegamos a una isla moderadamente grande, situada cerca de la punta
de un promontorio escarpado, después de haber cruzado otras dos más pequeñas. Todas esas islas
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estaban bien arboladas. La noche del 13 de mayo, Misquash nos enseñó la desembocadura de un
gran río que los colonos llaman Yellowstone, pero al cual los indios dan el nombre de Ahmateaza68.
Acampamos en la orilla sur, en una llanura soberbia, cubierta de algodoneras.
14 de mayo
Esta mañana nos despertamos y nos pusimos a trabajar muy temprano; el punto que habíamos
alcanzado era de gran importancia; y antes de ir más lejos, era necesario hacer algunas exploraciones
para reconocer, de los dos grandes cursos de agua que teníamos a la vista, cuál era el mejor para
servirnos de ruta. Nuestra gente parecía de acuerdo en desear que subiéramos lo más lejos posible
por uno de esos ríos, para llegar a las Montañas Rocosas y, quizá, llegar a lo alto de la cuenca del
gran río Oregón, que, al decir de todos los indios con quienes habíamos hablada, va a dar en el
Océano Pacífico. Yo también tenía deseos de llegar allí, y esa perspectiva sugería a mi imaginación
un mundo de aventuras atrayentes. Pero prevenía dificultades inevitables en el caso de que
emprendiéramos el viaje sin más informes de la región que habíamos de atravesar y acerca de las
salvajes que la habitaban. Sabíamos de -estos últimos, en todo y por todo, que eran, generalmente
hablando, los más feroces indios de la América del Norte. Temía también que, equivocándonos
de río, no fuésemos a echarnos en un interminable laberinto de dificultades que desalentasen
a nuestros hombres. Pero esas ideas no me inquietaron mucho tiempo y me puse enseguida a
reconocer las cercanías: envié a algunos de nosotros río arriba por los cursos de agua, para apreciar
comparativamente su caudal; y, con Thornton y John Greely, traté de llegar a la línea de la cumbre
situada entre ambos, y desde donde la vista podía alcanzar gran extensión. De allí divisamos una
comarca inmensa y magnífica, que se extendía por todos lados en vastas llanuras ondeadas de
radiantes verduras, animadas por innumerables manadas de búfalos y de lobos y a veces de alces
y de antílopes. Hacia el sur, una cadena de altas montañas de nevadas cimas, que iba del sureste
al noroeste y se terminaba bruscamente, interrumpía la perspectiva. Detrás de ella aparecía otra
más elevada que se unía con el horizonte mismo en el noroeste. Los dos ríos ofrecían un aspecto
encantador, extendiendo a lo lejos sus largas y serpenteantes sinuosidades, y atenuándose por
grados hasta no parecer sino imperceptibles hilos de plata antes de desvanecerse en las oscuras
brumas del cielo. Sus direcciones, en la parte visible de su recorrido, no nos revelaban nada de lo
que había más allá de sus cursos, y descendimos muy perplejos.
El examen de ambas corrientes no nos satisfizo mucho más. El río del norte era más profundo, el
del sur más ancho, sin gran diferencia de caudal. El primero tenía el mismo color que el Missouri,
pero el segundo tenía el lecho del casquijo rodado que caracterizaba a los ríos procedentes de una
región de montañas. A fin de cuentas, las mayores facilidades de navegación nos hicieron optar
por el río del norte, aunque la disminución gradual de la profundidad de su lecho nos probara que
a los pocos días, todo lo más, nos veríamos obligados a renunciar a nuestra gran embarcación.
Pasamos en el campo tres días durante los cuales cosechamos una gran cantidad de pieles. Las
68 Parece haber aquí una divergencia que hemos creído no debíamos rectificar, porque, a fin de cuentas, Mr.
Rodman puede no equivocarse. El Ahmateaza, según la narración Lewis y Clarke, es el nombre dado por los
Minnetaris, no al Yellowstone, sino al Missouri mismo. (Nota del Gentleman’s Magazine).
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depositamos, con las demás que poseíamos, en un escondrijo muy bien montado en una islita a
una milla río abajo del confluente69. Trajimos todavía una gran cantidad de piezas de caza, y sobre
todo de ciervos, de los que marinamos o salamos algunos perniles para conservarlos en reserva.
En las cercanías el higo chumbo, que cubría las tierras bajas y las quebradas, la grosella y el casis,
no maduros. Las rosas silvestres, en profusión verdaderamente maravillosa, empezaban a abrir sus
capullos. Levantamos el campa, llenos de brío, por la mañana del 18 de mayo.
18 de mayo
El día fue hermoso y avanzamos alegremente a pesar de las constantes interrupciones motivadas
por los altos fondos y los promontorios que se presentaban en gran número. Los hombres, desde el
primero al último, se mostraban entusiasmados y decididos a perseverar; la conversación no tenía
otro objeto que el de las Montañas Rocosas. Abandonando nuestra peletería habíamos aligerado
considerablemente las embarcaciones; nos era, pues, mucho menos difícil hacerlas avanzar por
las corrientes rápidas. El río estaba sembrado de isletas en casi todas las cuales abordamos. Por la
noche llegamos a un campamento indio abandonado, al pie de acantilados de cresta negruzca. Las
serpientes de cascabel nos molestaron mucho, y antes de la madrugada cayó un chaparrón.
19 de mayo
Habíamos recorrido poco camino cuando vimos el curso de agua modificado en su carácter y
muy obstruido por los alfaques, o mejor, por bancos de guijarros, de manera que tuvimos muchas
dificultades para abrir paso a nuestra embarcación. Dos hombres enviados como batidores nos
anunciaran que río arriba había un canal más profundo y más ancho, lo cual, una vez más, nos
obligó a perseverar. Avanzamos diez millas y, confiados, acampamos en un islote par la noche. A lo
lejos, hacia el sur, apareció una montaña curiosa, aislada, de forma cónica, enteramente recubierta
de nieve.
20 de mayo
69 Escondrijos, «hiding-places», «caches», son los hoyos que cazadores y comerciantes de pieles suelen cavar
para depositar en ellos sus pieles y otras mercancías durante una ausencia temporal. Se escoge primeramente un
sitio apartado y seco. Se describe un círculo de unos dos pies de diámetro, de cuyo interior se retira con cuidado
el césped que se pone a un lado. Se cava un hoyo de un pie de profundidad y, a partir de allí, se ensancha la
excavación hasta darle ocho o diez pies de profundidad por seis o siete de ancho. A medida que se retira la tierra,
se la coloca cuidadosamente encima de una piel para evitar sus huellas sobre la hierba, y luego se echa al río más
cercano, o se la disimula lo mejor que se puede. Se forra enteramente el escondrijo con madera seca y heno, o con
pieles, y queda preparado para conservar intacto y en seguridad, durante años, todo lo que el explorador deposita
en él. Una vez el escondrijo lleno, se recubre el contenido con una piel de búfalo, se echa por encima tierra y se
machaca bien. Luego, se vuelve a colocar el césped, y se hace en los árboles próximos o en otro lugar cualquiera,
una marca secreta, que indica el emplazamiento exacto del depósito. (Nota del Gentleman’s Magazine).
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Entramos en un canal mejor y continuamos nuestro camino sin grandes interrupciones, recorriendo
dieciséis millas a través de una región arcillosa de carácter particular y casi enteramente desnuda
de vegetación. Por la noche, acampamos en una gran isla cubierta de árboles de buen medro,
muchos de los cuales nos eran desconocidas. Permanecimos cinco días en aquel lugar para reparar
nuestra piragua.
Durante nuestra estancia se produjo un incidente notable. En aquel sitio, las orillas del Missouri
son precipicios formados de cierta arcilla azul que, después de la lluvia, se hace muy resbaladiza.
En una extensión de cerca de cincuenta toesas por cada lado, esos acantilados constituían una
sucesión de terrazas escarpadas que entrecortaban, en diversas direcciones, quebradas estrechas y
profundas, tan netamente corroídas, en una época antigua, por la acción de las aguas, que parecían
canales artificiales. Las desembocaduras de esas quebradas, en el sitio donde se abrían en el río,
ofrecían el aspecto más notable y de la orilla opuesta, al claro de luna, parecían columnas erguidas
en el borde. Para quien lo observa desde la terraza más elevada, toda esa pendiente hacia el río tiene
una apariencia indescriptiblemente caótica y lúgubre. No se ve allí ninguna especie de vegetación.
John Greely, el Profeta, el intérprete Jules y yo, partimos una mañana después del desayuno a
escalar la terraza más alta del lado del Sur, para examinar panorámicamente el país, en la medida
de lo posible. Can gran esfuerzo y gracias a una meticulosa prudencia logramos llegar a la meseta
de la loma opuesta a nuestro campo. En aquel lugar, la pradera difiere del carácter general de
aquella clase de suelo en el sentido de que está cubierta, hasta una distancia de varias millas, de
una densa vegetación de algodoneros, rosales, sauces rojos y sauces de hojas largas; el terreno no
era unido, y, a veces, pantanoso, como acostumbran a serlo las tierras bajas; estaba formado por un
barro negruzco mezclado con arena en la proporción de una tercera parte, y cuando se echaba un
puñado al agua, se disolvía coma el azúcar, produciendo burbujas. Muchas veces notamos espesas
incrustaciones de sal común, que pudimos recoger y aprovechar.
Una vez llegados a las mesetas, nos sentamos todos para descansar; pero apenas instalados, nos
alarmó un fuerte gruñido que, cerca de nosotros y de detrás salía del denso matorral. Enseguida
nos levantamos despavoridos, porque habíamos dejado en la isla nuestras carabinas para que no
molestaran durante la ascensión, y nuestras únicas armas eran pistolas y cuchillos. Habíamos apenas
cambiado algunas palabras cuando dos enormes osos pardos -los primeros que encontrábamos en
nuestro viaje- se lanzaron contra nosotros, con la boca abierta, desde una espesura de rosales.
Esos animales son muy temidos de los indios y no sin razón; son, en efecto, criaturas formidables,
dotadas de una fuerza prodigiosa, de una ferocidad indomable, de una vida increíblemente tenaz.
Apenas es posible matarlos de una bala a menos que ésta le atraviese el cerebro, que protegen dos
anchos músculos, que cubren los lados de la frente, y el hueso frontal muy grueso. Algunos se han
visto vivir varios días con media docena de balas en los pulmones, y hasta con graves heridas en
el corazón. Hasta entonces no habíamos encontrado nunca osos pardos, pero habíamos notado sus
huellas en la arena o en el barro, huellas que alcanzaban hasta un pie de largo, sin contar las garras,
y unas ocho pulgadas de anchura.
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No sabíamos qué hacer. Luchar a pie firme con las armas que poseíamos hubiese sido una
pura demencia; locura, igualmente, el esperar salvarnos huyendo hacia la pradera; porque, no
solamente los osos venían de esa dirección, sino que, además, a una distancia muy corta del borde
del acantilado, el matorral de brezos y sauces enanos era tan denso que no hubiéramos podido
pasar; y si emprendíamos la carrera entre el borde y el matorral, los animales nos alcanzarían en
un instante: porque, siendo el terreno pantanoso, no podíamos ir deprisa, mientras que los osos,
gracias a sus patas anchas y planas, se movían fácilmente. Parece que esas reflexiones, bastante
largas para ser formuladas explícitamente, atravesaron el espíritu de todos nosotros en un segundo,
porque todos saltamos inmediatamente hacia el derrumbadero sin preocuparse bastante del riesgo
que correríamos.
La primera bajada era de unos treinta o cuarenta pies, y poco precipitada; la arcilla, en aquel
punto, tenía cierta analogía con la greda del terreno superior, tanto, que rodamos sin demasiado
esfuerzo hasta la primera terraza, con los osos furiosos que nos perseguían a cuerpo descubierto.
Una vez allí, era imposible que vaciláramos ni un instante. No podíamos elegir sino entre sostener
en la estrecha plataforma en que nos hallábamos, el choque de los brutos encolerizados, o bien
franquear el segundo precipicio. Este era casi perpendicular, profundo de sesenta a setenta pies y
compuesto enteramente de arcilla azul, alterada por las lluvias recientes y resbaladizas como el
vidrio. El canadiense, loco de terror, dio un salto hacia el borde, resbaló a lo largo del cantil a toda
velocidad, y fue proyectado por su impulso a la tercera bajada. Le perdimos entonces de vista;
y, naturalmente, pensamos que se había matado, porque no dudábamos que el terrible resbalón
siguió, de precipicio en precipicio, hasta terminar en una zambullida en el río desde lo alto del
último, una caída de más de ciento cincuenta pies.
De no haber sido ese accidente, es más que probable que en tal coyuntura todos nos hubiéramos
decidido a intentar la bajada; pera la fatalidad de Jules nos hizo vacilar, y, entretanto, tuvimos a
los monstruos encima. Era la primera vez de mi vida que me encontraba acosado de cerca por
una bestia feroz y vigorosa; y no siento escrúpulo alguno en reconocer que todas las energías me
habían abandonado. En algunos momentos estuve a punto de desvanecerme: pero un gran grito de
Greely, que acababa de ser agarrado por el primero de los osos, produjo el efecto de estimularme a
obrar; y, una vez bien estimulado, encontré en la lucha una especie de placer salvaje loco.
Una de las bestias, en cuanto hubo llegado a la estrecha cornisa en que estábamos, cargó contra
Greely, lo derribó entre sus patas, y lo mantenía por la capa con sus formidables colmillos; fue una
suerte para él que la frialdad del viento le hubiese dado la idea de abrigarse. El otro oso, rodando
más que descendiendo por el despeñadero, no pudo, cuando llegó a nuestro refugio, detener
en su impulso sino una mitad del cuerpo que ya tenía suspendida en el abismo: dio un traspié
oblicuamente, sus patas de la derecha resbalaron en el vacío, y se mantenía torpemente con las dos
de la izquierda. En esa posición, cogió con la boca el tacón de Wormley. Sentí en aquel instante
los peores temores: porque con los esfuerzos que hacía para desprenderse, el desgraciado ayudó
al oso a restablecer su posición. Pero, mientras ya permanecía, como he dicho, paralizada, por el
terror, y observando las peripecias sin ser capaz de prestar la menor ayuda, el zapato y el mocasín
de Wormley fueron arrancados par el animal, el cual, entonces, cayó de cabeza hasta la siguiente
terraza, donde pudo detener su caída gracias a sus enormes garras. Fue en aquel momento cuando
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70 Este es el último capítulo que Poe completó de El diario de Julius Rodman. Habiendo roto su relación con
William Burton, Poe se negó a continuar la serie hasta que Burton saldase la deuda que le debía. Pocos meses
después, Burton vendió el Gentlemen’s Magazine a George Rex Graham, quien se asoció con la Atkinson’s
Casket y crearon el Graham’s Magazine. Aunque Poe fue contratado de inmediato como editor por Graham, Poe
optó por no continuar el relato, quizás porque intuía que su talento se reflejaba mejor en las narraciones breves.
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Giles Fletcher
Desde la cuna a la tumba un viento de prosperidad impulsó a mi amigo Ellison. Y no uso la palabra
prosperidad en un sentido meramente mundano. La empleo como sinónimo de felicidad. La persona
de quien hablo parecía nacida para ejemplificar las doctrinas de Turgot, Price, Priestly y Condorcet,
para representar en un caso individual lo que se considerara la quimera de los perfeccionistas. En
la breve existencia de Ellison creo haber visto refutado el dogma de que en la naturaleza misma
del hombre se oculta un principio antagonista de la dicha. Un atento examen de su carrera me
hizo comprender que, en general, la miseria del hombre nace de la violación de unas pocas y
simples leyes de humanidad; que, como especie, poseemos elementos de contentamiento todavía
no aprovechados, y que aun ahora, en medio de la oscuridad y la locura de todo pensamiento sobre
el gran problema de las condiciones sociales, no es imposible que el hombre, el individuo, en
ciertas circunstancias insólitas y sumamente fortuitas pueda ser feliz.
71 El Jardín Paisaje fue publicado en octubre de 1842 en el Snowden’s Ladies’ Companion, más tarde fue
incorporado en el cuento El Dominio de Arnheim, el cual fue publicado en marzo de 1847 en el Columbian
Lady’s and Gentleman’s Magazine.
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De opiniones como éstas mi joven amigo estaba también muy penetrado, y es oportuno señalar
que el gozo ininterrumpido que caracterizó su vida era en gran medida resultado de un sistema
preconcebido. Es evidente que con menos de esa filosofía instintiva, que en muchos casos tan bien
sustituye a la experiencia, Ellison se hubiera visto precipitado, por el extraordinario éxito de su
vida, en el común torbellino de desdicha que se abre ante los hombres eminentemente dotados.
Pero en modo alguno me propongo escribir un ensayo sobre la felicidad. Las ideas de mi amigo
pueden resumirse en unas pocas palabras. Admitía tan sólo cuatro principios o, más estrictamente,
cuatro condiciones elementales de felicidad. La principal para él era (¡cosa extraña de decir!) la
simple y puramente física del ejercicio al aire libre. «La salud -decía- que se alcanza por otros
medios, apenas es digna de ese nombre.» Citaba las delicias del cazador de zorros y señalaba a
los cultivadores de la tierra como las únicas gentes que, en cuanto clase, pueden considerarse más
felices que otras. La segunda condición era el amor de la mujer. La tercera, la más difícil de realizar,
era el desprecio de la ambición. La cuarta era la persecución incesante de un objeto; y sostenía
que, siendo iguales las otras condiciones, la vastedad de la dicha alcanzable era proporcionada a
la espiritualidad de este objeto.
Ellison se destacaba por la continua profusión de dones que le prodigó la fortuna. En gracia y
belleza personal sobrepasaba a todos los hombres. Poseía uno de esos intelectos para los cuales la
adquisición de conocimientos es menos un trabajo que una intuición y una necesidad. Su familia
era una de las más ilustres del imperio. Tenía por esposa a la más encantadora y abnegada de las
mujeres. Sus posesiones siempre habían sido vastas; pero, al llegar a la mayoría de edad, el destino
lo favoreció con uno de esos extraordinarios caprichos que conmueven a todo el mundo social en
el que concurren, y rara vez dejan de modificar radicalmente la constitución moral de aquellos que
son su objeto.
Parece que, unos cien años antes de que Mr. Ellison llegara a la mayoría de edad, había muerto, en
una remota provincia, un tal Mr. Seabright Ellison. Este caballero había amasado una principesca
fortuna y, falto de parientes inmediatos, tuvo la ocurrencia de dejar que su riqueza se acumulara
durante un siglo después de su muerte. Dispuso minuciosa y sagazmente las varias maneras de
invertir el dinero, y legó la masa total al pariente más cercano que llevara el nombre Ellison
y estuviera vivo, transcurridos esos cien años. Muchos intentos se habían hecho para anular el
singular legado; fracasaron por su carácter ex post facto; pero el hecho despertó la atención de
un Gobierno celoso y, por fin, se promulgó un decreto que prohibía toda acumulación semejante.
Este decreto, sin embargo, no impidió al joven Ellison entrar en posesión, en su vigésimo primer
aniversario, como heredero de su antepasado Seabright, de una fortuna de cuatrocientos cincuenta
millones de dólares.
Cuando se supo el monto de la enorme riqueza heredada, surgieron, por supuesto, muchas
conjeturas acerca de su posible utilización. La magnitud y la inmediata disponibilidad de la suma
deslumbraron a todos los que pensaban en el tópico. Era fácil suponer al poseedor de cualquier suma
apreciable de dinero realizando alguna de las mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran
simplemente las de cualquier ciudadano hubiera sido fácil suponerlo entregado hasta el exceso a
las extravagancias elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o pretendiendo el poder
ministerial, o persiguiendo un título más alto de nobleza, o formando grandes colecciones de obras
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maestras, o haciendo de magnífico protector de las letras, las ciencias y las artes, o dotando y
confiriendo su nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la inconcebible riqueza en poder
real del heredero, esos objetos y todos los objetos corrientes parecían ofrecer un campo demasiado
limitado. Se recurrió a los números, pero éstos no hicieron más que sembrar la confusión. Se vio
que, aun al tres por ciento, la renta anual de la herencia ascendía a trece millones quinientos mil
dólares, lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes, o treinta y seis novecientos ochenta
y seis diarios, o mil quinientos cuarenta y uno por hora, o seis dólares veinte por cada minuto que
pasaba. Así, pues, el sendero habitual de las suposiciones quedaba completamente interrumpido.
Los hombres no sabían qué imaginar. Algunos llegaron a suponer que Ellison se despojaría de por
lo menos la mitad de su fortuna, por ser una opulencia absolutamente superflua, para enriquecer
a toda la multitud de parientes mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a los más
cercanos hizo entrega de la riqueza verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.
No me sorprendió, sin embargo, advertir que Ellison ya tuviera su opinión formada sobre un punto
que había ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me asombró demasiado la naturaleza
de su decisión. Con respecto a las caridades individuales, había satisfecho su conciencia. En
cuanto a la posibilidad de cualquier mejora propiamente dicha, operada por el hombre mismo en
la condición general de la humanidad, tenía (lamento decirlo) poca fe. En general, por suerte o por
desgracia, en gran medida se replegaba sobre sí mismo.
Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la palabra. Poseía, además, el verdadero carácter,
los augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del sentimiento poético. Instintivamente
ponía en la creación de nuevas formas de belleza la satisfacción más completa, si no la única,
de este sentimiento. Algunas peculiaridades, ya de su educación temprana, ya de la índole de su
intelecto, habían teñido de lo que se llama materialismo todas sus especulaciones éticas; y fue esta
tendencia, quizá, la que lo llevó a creer que el más ventajoso por lo menos, si no el único campo
legítimo para el ejercicio poético, se hallaba en la creación de nuevos modos de belleza puramente
física. Así es como no llegó a ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la acepción
corriente. O quizá fuera que había desdeñado serlo simplemente por fidelidad a su idea de que en
el desprecio a la ambición debe hallarse uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la
tierra. ¿No parece en verdad posible que, mientras una elevada forma de genio es necesariamente
ambiciosa, la más elevada se encuentre por encima de la llamada ambición? ¿Y no puede haber
ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan permanecido desdeñosamente «mudos e
ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás -a menos que una serie de accidentes
inciten a un espíritu de la más noble especie a un penoso esfuerzo- ese logro pleno, triunfante, en
los más ricos dominios del arte, del cual la naturaleza humana es positivamente capaz.
Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente
enamorado de la música y de la poesía. En circunstancias distintas de las que lo rodearon no hubiera
sido imposible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo por su naturaleza rigurosamente
poética, era demasiado limitada en su alcance y en sus consecuencias para ocupar, en ningún
momento, largo tiempo su atención. Y acabo de mencionar todos los terrenos donde, según los
entendidos, puede explayarse el sentimiento poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico,
el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado.
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Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, mi amigo
opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida
de las oportunidades. Allí, en efecto, se hallaba el más hermoso campo para el despliegue de la
imaginación en la interminable combinación de formas de belleza nueva; pues los elementos que
entran en la combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra puede
brindar. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles reconocía los esfuerzos más
directos y enérgicos de la Naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o concentración
de este esfuerzo -o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en
la tierra- se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando para mayor beneficio en
el cumplimiento, no sólo de su propio destino como poeta, sino de los augustos propósitos que
movieron a Dios cuando insufló en el hombre el sentimiento poético.
«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra»; con su explicación de esta frase,
Mr. Ellison me ayudó mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un enigma: me refiero al
hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la naturaleza ninguna
combinación decorativa como puede producirla el pintor de genio. No se encontrarán en la realidad
paraísos como los que resplandecen en las telas de Claude. En el más encantador de los paisajes
naturales siempre se hallará una falta o un exceso, muchos excesos y muchas faltas. Mientras las
partes componentes pueden desafiar, individualmente, la más alta destreza del artista, la disposición
de estas partes siempre será susceptible de mejoramiento. En una palabra, no hay posición alguna en
la amplia superficie del terreno natural donde un ojo artista, mirando detenidamente, no encuentre
motivo de disgusto en lo que respecta a la llamada «composición» del paisaje. ¡Y, sin embargo,
cuan ininteligible es esto! En todos los otros dominios hemos aprendido a considerar justamente
a la naturaleza como soberana. En los detalles nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién
tendrá la presunción de imitar los colores del tulipán, o de mejorar las proporciones del lirio del
valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura o el retrato, que la naturaleza debe ser exaltada
o idealizada más que imitada, incurre en un error. Ninguna combinación pictórica o escultórica
de elementos de belleza humana hace más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el
paisaje es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero en este caso, sólo un
apresurado espíritu de generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en todos los dominios
del arte, y lo sintió, digo, verdadero en este caso, pues este sentimiento no es afectación ni quimera.
Las matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al artista el
sentimiento de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que estas y aquellas disposiciones
de elementos aparentemente arbitrarias constituyen, sólo ellas, la verdadera belleza. Sus razones,
sin embargo, todavía no han madurado hasta llegar a la expresión. Queda por hacer un análisis
más profundo del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr una completa investigación y
expresión de esas razones. Sin embargo, lo confirma en sus opiniones instintivas la voz de todos
sus hermanos. Supongamos una «composición» defectuosa; supongamos que deba hacerse una
enmienda en la simple disposición de la forma; supongamos que esta enmienda se somete al juicio
de los artistas del mundo: todos admitirán su necesidad. Y aún más: para remediar la composición
defectuosa cada miembro aislado de la fraternidad sugerirá idéntica enmienda.
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Cuentos
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Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física, y
que, además, su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio que yo había sido
incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva
intención de la naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de modo de satisfacer en
todo punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo sublime o lo pintoresco; pero que
esa primitiva intención había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos
de forma y de color, en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del arte. Sin embargo,
debilitaba mucho esta idea su necesidad implícita de considerar esos trastornos como anormales
y desprovistos de toda finalidad. Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de muerte. Lo
explicó así:
-Admitamos que la inmortalidad terrena del hombre fue la primera intención. Tenemos entonces
la primitiva disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado de bienaventuranza que
no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones fueron los preparativos para su condición
mortal imaginada posteriormente.
»Ahora bien -decía mi amigo-, lo que consideramos una exaltación del paisaje bien puede serlo
en verdad, pero sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada cambio en el decorado
natural produciría efectivamente una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro visto
ampliamente, en conjunto, desde algún punto distante de la superficie terrestre, aunque no esté
fuera de los límites de su atmósfera. Es fácil comprender que lo que podría mejorar un detalle
observado de cerca puede, al mismo tiempo, perjudicar un efecto observado en general o desde
mayor distancia. Puede haber una clase de seres, alguna vez humanos, pero ahora invisibles
para la humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden parezca orden, nuestros elementos no
pintorescos, pintorescos; en una palabra, ángeles terrenos para cuya observación, más que para la
nuestra, y para cuya apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya dispuesto Dios los
amplios jardines-paisajes de los hemisferios.
En el curso de la discusión mi amigo citó algunos fragmentos de un escritor que trata de la jardinería
de paisaje con supuesta autoridad:
-Hay, hablando con propiedad, sólo dos tipos de jardinería de paisaje: el natural y el artificial. Uno
trata de recordar la belleza original del campo adaptando sus medios al decorado circundante,
cultivando árboles en armonía con las colinas o la llanura de la tierra vecina, descubriendo y
llevando a la práctica esas delicadas relaciones de tamaño, proporción y color que, ocultas para
el observador común, se revelan por doquiera al experimentado alumno de la naturaleza. El
resultado del estilo natural en materia de jardinería se ve más bien en la ausencia de todo defecto
e incongruencia, en el predominio de un orden y una armonía saludables, que en la creación de
ninguna maravilla o milagro especial. El estilo artificial tiene tantas variedades como gustos
diferentes a satisfacer. Presenta cierta relación general con los variados estilos de edificios. Hay las
avenidas majestuosas y los retiros de Versalles, las terrazas italianas y un viejo estilo inglés vario y
mezclado que admite cierta relación con el gótico civil o con la arquitectura isabelina. Por más que
pueda decirse contra los abusos del jardín-paisaje artificial, una mezcla de puro arte en el marco
de un jardín le añade gran belleza. Ésta es en parte agradable a la vista, por el despliegue de orden
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y de intención, y, en parte, moral. Una terraza con una vieja balaustrada cubierta de musgo evoca
de inmediato a la vista las bellas figuras que por allí pasaron en otros días. La más leve muestra de
arte es una evidencia de preocupación e interés humano.
»Por mis observaciones anteriores -dijo Ellison- usted comprenderá que rechazo la idea, expresada
aquí, de recordar la belleza original del campo. La belleza original nunca es tan grande como la
creada. Por supuesto, todo depende de la elección de un lugar con posibilidades. Lo que dice sobre
“llevar a la práctica delicadas relaciones de tamaño, proporción y color” es una de esas simples
vaguedades de expresión que sirven para cubrir la inexactitud del pensamiento. La frase citada
puede significar todo o nada, y en modo alguno sirve de guía. Que el verdadero resultado del estilo
natural en materia de jardinería se vea más bien en la ausencia de todo defecto o incongruencia
que en la creación de ninguna maravilla o milagro especial, es una proposición más de acuerdo con
la ramplona comprensión del vulgo que con los férvidos sueños del hombre de genio. El mérito
negativo propuesto pertenece a esa crítica cojeante que en las letras ha elevado a Addison hasta
la apoteosis. A decir verdad, mientras esa virtud que consiste en evitar simplemente el vicio apela
de lleno al entendimiento, y de esta manera puede quedar circunscrita por la regla, la virtud más
alta que flamea en la creación sólo puede ser aprehendida en sus resultados. La regla se aplica
tan sólo a los méritos negativos, a las excelencias que reprimen. Más allá de éstas, el crítico
de arte se limita a insinuar. Se nos puede enseñar a construir un Catón, pero en vano nos dirán
cómo concebir un Partenón o un Infierno. Hecha la cosa, sin embargo, cumplida la maravilla, la
capacidad de aprehensión se torna universal. Los sofistas de la escuela negativa que, incapaces de
crear, escarnecieron la creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria
condición de principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización nunca deja de
arrancar admiración a su instinto de belleza.
»Las observaciones del autor sobre el estilo artificial -continuó Ellison- son menos objetables. La
mezcla de arte puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto es justo, como también lo
es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio expresado es incontrovertible, pero
puede haber algo más allá. Puede haber un objeto acorde con el principio, un objeto inalcanzable
para los medios comunes del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un
encanto muy superior al que puede conferir un sentimiento de interés simplemente humano. Un
poeta que tuviera recursos económicos extraordinarios podría, manteniendo la necesaria idea de
arte o de cultura, o, como el autor lo expresa, de interés, conferir a sus propósitos tanta extensión
y al mismo tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de intervención
espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado asegura todas las ventajas del interés o
del propósito, mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del arte terreno. En el más
árido de los desiertos, en el marco más salvaje de la pura naturaleza, se manifiesta el arte de un
creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en modo alguno tiene la fuerza evidente de
una sensación. Supongamos ahora que este sentido del propósito del Todopoderoso descienda
un grado, llegue en cierto modo a una armonía o acuerdo con el sentido del arte humano que
constituya un intermediario entre ambos; imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y
limitación combinadas, cuya belleza, magnificencia y extrañeza reunidas provoquen la idea de
preocupación, de cultura y dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la humanidad;
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así se mantiene el sentimiento de interés, mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un
intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de Dios,
pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de los ángeles que se
ciernen entre el hombre y Dios.
En la consagración de su enorme riqueza a la realización de visiones como ésta, en el libre
ejercicio al aire libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante objeto, en el
desprecio de la ambición que ese objeto le permitía verdaderamente sentir, en las fuentes perennes
con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse, la pasión dominante de su alma, la sed de belleza;
y, por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer cuya belleza y amor envolvieron su
existencia en la purpúrea atmósfera del Paraíso, fue donde Ellison creyó encontrar, y encontró, la
liberación de los comunes cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho
mayor de la que nunca brilló en los arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una clara idea de las maravillas que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas,
pero me descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los detalles y las líneas generales.
Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus extremos.
El primer paso para Mr. Ellison consistía, por supuesto, en la elección de la localidad; y apenas
empezaba a pensar en este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del Pacífico atrajo
su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los Mares del Sur, pero una noche de
reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un misántropo -dijo mi amigo-, ese lugar
me convendría. El absoluto aislamiento, la reclusión y la dificultad para entrar y salir serían en
ese caso el encanto de los encantos; pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la
opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio sobre el alcance y la duración de mi reposo.
Habrá momentos frecuentes en que necesitaré también la simpatía de los espíritus poéticos hacia
lo que he realizado. Buscaré entonces un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad,
además, me permitirá ejecutar mejor mis planes.»
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me fue permitido
acompañarlo. Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin vacilación, por razones
que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por fin a una elevada meseta de
maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva panorámica muy poco menor en extensión a
la del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía, superior a la afamadísima vista de aquella
montaña en todos los verdaderos elementos de lo pintoresco.
-Me doy cuenta -dijo el viajero, lanzando un suspiro de profundo deleite después de contemplar
extasiado la escena durante casi una hora-, sé que aquí, en mi situación, el noventa por ciento de
los hombres más exigentes se darían por satisfechos. Este panorama es verdaderamente magnífico
y me regocijaría si no fuera por el exceso de su magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que
he conocido los lleva a construir, por amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente.
La magnitud en todos sus aspectos, pero especialmente en el de la extensión, sorprende, excita, y
luego fatiga, deprime. Para el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista constante, nada
peor. Y en la vista constante la forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de
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enfrentaba a la nave al entrar, colinas iguales en su altura general a las paredes del abismo, aunque
de carácter completamente distinto. Sus flancos subían inclinados desde el borde del agua en un
ángulo de unos cuarenta y cinco grados, y estaban cubiertos desde la base hasta la cima -sin ningún
intervalo perceptible- por un manto de flores magníficas, donde apenas se veía una hoja verde en
un mar de color perfumado y ondulante. El estanque tenía gran profundidad, pero tan transparente
era el agua que el fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de alabastro pequeños y
redondos, era claramente visible por momentos, es decir cuando la mirada podía permitirse no ver,
en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración de las colinas. No había en éstas ni árboles
ni siquiera arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el observador una impresión de
riqueza, de calidez, de color, de quietud, de uniformidad, de suavidad, de delicadeza, de elegancia,
de voluptuosidad y de milagroso refinamiento de cultura que hacía soñar con una nueva raza
de hadas laboriosas, dotadas de gusto, magníficas y minuciosas; pero cuando el ojo subía por
la pendiente multicolor, desde su brusca unión con el agua hasta su vaga terminación entre los
pliegues de una nube suspendida, resultaba verdaderamente difícil no pensar en una panorámica
catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónix áureo, precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso en esta bahía desde las tinieblas del barranco queda encantado
pero sorprendido por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya bajo el horizonte
y que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva que de otro modo sería
infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el navío que lo llevara tan lejos y desciende a una ligera canoa de
marfil ornada, tanto por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido escarlata. La popa y la
proa de este bote se levantan muy por encima del agua en agudas puntas, de modo que la forma
general es la de una luna irregular en cuarto creciente. Flota en la superficie de la bahía con la
gracia altiva de un cisne. Sobre el piso cubierto de armiño descansa un solo remo liviano, de
palo áloe; pero no se ve ningún remero ni sirviente. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo,
que el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y queda solo en la canoa que flota
aparentemente inmóvil en medio del lago. Mientras medita sobre el camino a seguir, advierte un
suave movimiento en la barca mágica. Ésta gira lentamente sobre sí misma hasta ponerse de proa
al sol. Avanza con una velocidad suave, pero gradualmente acelerada, mientras los leves rizos
del agua que rompen en los costados de marfil con divinas melodías parecen ofrecer la única
explicación posible de la música suave pero melancólica, cuyo origen invisible en vano busca a su
alrededor el perplejo viajero.
La canoa prosigue resueltamente, y la barrera rocosa del panorama se acerca de modo que sus
profundidades pueden verse con más claridad. A la derecha se eleva una cadena de altas colinas
cubiertas de bosques salvajes y exuberantes. Se observa, sin embargo, que la exquisita limpieza,
característica del lugar donde la orilla se hunde en el agua, sigue siendo constante. No hay huella
alguna de los habituales sedimentos fluviales. A la izquierda el carácter del paisaje es más suave
y evidentemente más artificial. Allí la ribera sube desde el agua en una pendiente muy moderada,
formando una amplia pradera de césped de textura perfectamente parecida al terciopelo y de
un verde tan brillante que podría soportar la comparación con el de la más pura esmeralda. La
anchura de esta meseta varía de diez a trescientas yardas; va desde la orilla del río hasta una pared
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de cincuenta pies de alto que se alarga en infinitas curvas pero siguiendo la dirección general
del río, hasta perderse hacia el oeste en la distancia. Esta pared es de roca uniforme y ha sido
formada cortando perpendicularmente el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente, pero
sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La piedra tallada tiene el color de los siglos
y está profusamente cubierta y sembrada de hiedras, madreselvas, eglantinas y clemátides. La
uniformidad de las líneas superior e inferior de la pared es ampliamente compensada por algunos
árboles de gigantesca altura, solos o en grupos pequeños, a lo largo de la meseta y en el dominio que
se extiende detrás del muro, pero muy cerca de éste; de modo que numerosas ramas (especialmente
de nogal negro) pasan por encima y sumergen en el agua sus extremos colgantes. Más allá, en el
interior del dominio, la visión es interrumpida por una impenetrable mampara de follaje.
Estas cosas se observan durante la gradual aproximación de la canoa a lo que he llamado la barrera
de la perspectiva. Pero al acercarnos a ésta su apariencia de abismo se desvanece; se descubre a la
izquierda una nueva salida a la bahía, y en esa dirección se ve correr la pared que sigue el curso
general del río. A través de esta nueva abertura la vista no puede llegar muy lejos, pues la corriente,
acompañada por la pared, aún dobla hacia la izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las
hojas.
El bote, sin embargo, se desliza mágicamente en el canal sinuoso, y aquí la orilla opuesta a la pared
llega a semejarse a la que estaba frente al muro que había delante. Elevadas colinas, que alcanzan
a veces la altura de montañas, cubiertas de vegetación silvestre y exuberante, cierran siempre el
paisaje.
Navegando suavemente, pero con una velocidad algo mayor, el viajero, después de breves vueltas,
halla su camino obstruido en apariencia por una gigantesca barrera o, más bien, por una puerta
de oro bruñido, minuciosamente tallada y labrada, que refleja los rayos directos del sol, el cual se
hunde ahora con un esplendor que se diría envuelve en llamas todo el bosque circundante. Esta
puerta está metida en la alta pared, que aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Al cabo de
unos minutos, sin embargo, se ve que el cauce principal del río sigue corriendo en una curva suave
y amplia hacia la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una corriente de considerable
volumen, divergiendo de la principal, se abre camino bajo la puerta con ligeros rizos, y así se
sustrae a la vista. La canoa entra en el canal menor y se acerca a la puerta. Los pesados batientes
se abren lentamente, musicalmente. El bote se desliza entre ellos y comienza un rápido descenso
a un vasto anfiteatro circundado de montañas purpúreas, cuyos pies lava un río resplandeciente
en la amplia extensión de su circuito. Al mismo tiempo todo el Paraíso de Arnheim irrumpe ante
la vista. Se oye una arrebatadora melodía; se percibe un extraño, denso perfume dulce; es como
un sueño, en que se mezclan ante los ojos los altos y esbeltos árboles de Oriente, los arbustos
boscosos, las bandadas de pájaros áureos y carmesíes, los lagos bordeados de lirios, las praderas de
violetas, tulipanes, amapolas, jacintos y nardos, largas e intrincadas cintas de arroyuelos plateados,
y surgiendo confusamente en medio de todo esto la masa de un edificio semigótico, semiárabe,
sosteniéndose como por milagro en el aire, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas,
minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.
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El duque de l’Omelette72
Cowper
Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca? ¡Almas innobles! El duque de
l’Omelette pereció de un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!
Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su
hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque de
l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.
Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase
lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más que su
rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.
El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su
Gracia come una aceituna. En ese instante ábrase la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh
maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero,
¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? «Horreur! -¡chien! -Baptiste!
-l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi
sans papier!» Sería superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.
-¡Ja, ja, ja! -dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.
-¡Je, je, je! -repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.
-Vamos, supongo que esto no es en serio -observó de l’Omelette-. He pecado, c’est vrai, pero,
querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!
-¿Tan qué? -dijo su Majestad-. ¡Vamos, señor, desnúdese!
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-¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que
yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada
y Miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás
cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombêrt, por no decir
nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?
-¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un
ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías una etiqueta
como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de Cementerios. En cuanto a esos
pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe
de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.
-¡Caballero -replicó el duque-, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera
oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto... au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la Satánica presencia, cuando se vio interrumpido y
devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogióse
de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo
de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto
por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No había techo... ciertamente
no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió
que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal
desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston,
parmi les nuages. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió
que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue
adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de
opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al
dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.
Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por
estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su tout
ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un
tobillo ahusado, un pie con sandalia. De l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió
a abrirlos y sorprendió a su Satánica Majestad... cuando se sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado!
Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las
pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para
las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de
pórfido?
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Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la
magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios. ¡C’est vrai
que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está aterrado. ¡A través
de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los
fuegos!
¡Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales
melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y transmutándose por
la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin
esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad...
sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!
Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le
repugna una escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la
mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo tanto, il peut
s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad. Horreur!
¡Su Majestad no sabe esgrima!
¡Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le
Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté.
¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero,
apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al
Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds -dice-je serai deux fois perdu...
quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne,
je reviendrai à mes ortolons... que les cartes soient préparées!
Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera
pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba:
barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no...era la reina! Su Majestad
maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.
Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo,
bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.
-C’est à vous de faire -dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse
en presentant le Roi.
Su Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su
antagonista, mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection
d’être le Diable.
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¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario
triunfo de la máquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de
Charleston, Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señor
Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75
horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!
El siguiente jeux d’esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente
separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con
intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncs durante las pocas horas entre los
dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del “único diario que traía
las noticias” fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria “no” efectuó el
viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido
llevarlo a cabo.
E.A.P.
¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que la tierra y el océano, el aire ha sido
sometido por la ciencia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la
humanidad! ¡El Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con un
perfecto dominio de la máquina, y en el periodo inconcebiblemente breve de 75 horas de costa
a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en Charleston, Carolina del Sur,
somos los primeros en proporcionar al público una crónica detallada de este viaje extraordinario,
efectuado entre el sábado 6 del corriente, a las 11 a.m., y el jueves 9, a las 2 p.m., por el señor
Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord Bentinck; el señor Monck Mason y el señor
Robert Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison Ainsworth, autor de Jack Sheppard y
otras obras; el señor Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos
de Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse auténticos y
exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron copiados verbatim de los diarios
de navegación de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro
corresponsal muchas informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones
no menos interesantes. La única alteración del manuscrito recibido se debe a la necesidad de dar
forma coherente e inteligible a la apresurada reseña de nuestro representante, el señor Forsyth.
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El globo
“Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y el señor George Cayley- habían
debilitado mucho el interés público por la navegación aérea. El proyecto del señor Henson (que
aun los hombres de ciencia consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio
de un plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se continuaba
luego por la revolución de unas paletas que en forma y número semejaban las de un molino de
viento. Empero, las experiencias practicadas con modelos en la Adelaide Gallery mostraron que
la revolución de aquellas paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo.
La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano
inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas estaban inmóviles que
cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la inutilidad de estas últimas. Como
es natural, en ausencia de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina
se veía obligada a descender. Esta última consideración movió al señor George Cayley a adaptar
una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a
un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad de su especial aplicación práctica. El señor George
exhibió un modelo en el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies
discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron
completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto resultó,
pues, un fracaso completo.
“En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de Dover a Weilburg a bordo del globo
Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el principio de la rosca o
hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso
de los modelos del señor Henson y de el señor George Cayley a la interrupción de la superficie en
las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia pública en los salones de Willis,
pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.
“A semejanza del globo del señor George Cayley, su globo era elipsoidal. Tenía trece pies y seis
pulgadas de largo por seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies cúbicos de gas;
si se introducía hidrógeno puro, éste podía soportar 21 libras inmediatamente después de haber
sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso total de la máquina y el
aparato era de 17 libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo del centro del globo
había una armazón de madera liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red
como las que se usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspendida
del armazón.
“La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18 pulgadas de largo, en el cual, sobre una
semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de
acero de dos pies de largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios
estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo así el armazón
de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda impermeabilizada, cortada de manera
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de seguir la espiral y presentar una superficie suficientemente unida. La hélice se hallaba sostenida
en los dos extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior. Dichos
brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje podían girar libremente. De
la porción del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero que conectaba la hélice con
el engranaje de una máquina a resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o
cuerda se lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento progresivo a
la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamente
fuerte comparado con sus dimensiones y podía levantar 45 libras de peso sobre un rodillo de
cuatro pulgadas de diámetro en la primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida
que adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en un
marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie
en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y
bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir
la resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globo se
moviera en dirección opuesta.
“Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito imperfectamente) fue ensayado en la
Adelaide Gallery, donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño,
provocó muy poco interés comparado con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan
dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar
a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debería llegarse a la
complicada aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica.
“Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen resultado de su invención, que resolvió
construir inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia
en un viaje bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha, como
se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica, solicitó y
obtuvo el patronazgo del señor Everard Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos
por su saber científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación aérea.
A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso secreto, y las únicas
personas al tanto de la idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de la máquina. Se
construyó ésta bajo la dirección de los señores Mason, Holland, Everard Bringhurst y Osborne, en
la residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales. El señor Henson, así como su amigo
el señor Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado pasado, cuando
ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del globo. No se
nos ha dado la razón por la cual estos caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o
dos días haremos conocer a nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario
viaje.
“El globo es de seda, barnizado con goma o caucho líquido. De vastas dimensiones, contiene
más de 40,000 pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno,
mucho más costoso, el poder sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después,
no sobrepasa las 2500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es
fácilmente obtenible y manejable.
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“Debemos al señor Charles Green el uso del gas de alumbrado para los fines de la aeronavegación.
Hasta su descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto
resultado. Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para procurarse
suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este gas tiene gran tendencia a
escapar debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la atmósfera circundante. Un globo
suficientemente impermeable como para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis
meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.
“Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500 libras, y el peso de todos los viajeros
en 1200, quedaba un excedente de 1300, de los cuales 1200 se integraron con lastre, preparado
en sacos de diferente tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios,
barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas
indispensables, incluido un calentador de café que funcionaba por medio de cal viva, evitando así
por completo el uso del fuego, justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos,
salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla es
proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en el primer modelo
en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y extraordinariamente fuerte a pesar de su
frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el
del modelo, mientras la hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con
varios ganchos y una cuerda guía. Esta última es de excepcional importancia y requiere algunas
palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto de la misma.
“Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a diversas circunstancias que tienden a
crear una diferencia en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo,
en la seda puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es entonces
arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si el sol hace evaporar
el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el
único recurso posible (hasta que el señor Green inventó la cuerda guía) consistía en dejar escapar
un poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente
de poder ascensional, vale decir que después de un período relativamente breve el globo mejor
construido agotará sus recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta entonces el gran
obstáculo para los viajes largos.
“La cuerda guía remedia esta dificultad de la manera más simple que imaginarse pueda. Consiste
en una soga muy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud
bajo ninguna circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la
aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar este aumento de
peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo necesario para establecer
el equilibrio. Si, por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y
su consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega
entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidad
de gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que
emplear pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana que el
agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en tierra firme. Otra función
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importante de esta última consiste en señalar la dirección del globo. Tanto en tierra como en mar,
la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con
respecto a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del compás
para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical
del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando
la cuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el
ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor
será la velocidad, y viceversa.
“Como la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha y descender lo más cerca
posible de París, los viajeros habían tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para
todos los países del Continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso
del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades habituales de las aduanas;
acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles estos documentos.
“La inflación del globo empezó con la mayor reserva al amanecer del sábado 6 del corriente, en el
gran patio de Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales
del Norte. A las once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó
suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se emplearon ni la
hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje, según lo recogió el señor Forsyth
de los manuscritos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de
puño y letra del señor Mason, al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth, quien tiene
en preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del viaje.”
El diario
“Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que podían resultar molestos quedaron
terminados durante la noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla que envolvía los
pliegues de la seda y no nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de
la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero continuamente,
con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha. Notamos que la fuerza
ascensional era mayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos remontado sobrepasando la
zona de los acantilados, los rayos solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más
rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos
seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerda guía, pero, aun después que hubo dejado
de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba insólitamente estable
y su aspecto era magnífico. Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba 15,000 pies de
altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los
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más románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las numerosas y
profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los densos vapores que las llenaban,
y los montes y picos del sudeste, amontonado en inextricable confusión, sólo admitían ser
comparados con las gigantescas ciudades de las fábulas orientales. Nos acercábamos rápidamente a
las montañas meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo.
Pocos minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth como los dos
marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud
de un globo tiende a reducir las desigualdades de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de
una continua llanura. A las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera
visión del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se hallaban debajo
de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente gas como
para que nuestra cuerda guía, con las boyas atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo
así de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya
tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una altura estacionaria.
Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar
inmediatamente a fin de acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón,
no tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto con el del
viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos muchísimo al comprobar
que nos impulsaba exactamente como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo
corazón y arrojamos al mar una botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente
el principio de la invención. Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento, cuando un
accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte
con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma,
ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros),
y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras
tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomó
un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos
encontramos volando a un promedio que ciertamente no era inferior a 50 ó 60 millas por hora, tanto
que llegamos a la altura de Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de haber asegurado
el vástago y tener una idea clara de lo que ocurría. Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló
una propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica,
y que fue inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero decir que aprovecháramos la
fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa
de alcanzar la costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos.
Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente
el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro
avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para bajar, empezamos
por desprendernos de 50 libras de lastre y luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuerda
hasta conseguir que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta
maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos con una rapidez
casi inconcebible; la cuerda guía flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un navío.
De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa. Pasamos sobre
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cantidad de navíos de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su
mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos ellos,
revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos marineros, que, bajo
la influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo
temor. Muchos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con
sonoros hurras (que oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos
en esta forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras
de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de
500 millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba continuamente y sin
duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en
un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento
sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa
del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla
nos permitía acostarnos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos
bastante bien.
“P.S. (por el señor Ainsworth).-Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más
apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que la
novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera
seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la grandeza
de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me asombra que los hombres
hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una galerna como la que ahora nos favorece
arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el
viajero se vea fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico
se convierte en un mero lago. En este momento lo que más me impresiona es el supremo silencio
que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen oír
su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las
crestas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan
en una imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida
ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.
“Domingo 7 (por el señor Mason).-A las diez de la mañana la galerna amainó hasta convertirse
en un viento de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una
velocidad de unas 30 millas horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora,
a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice,
que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de
los éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser
un problema. Cierto es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero,
en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy
convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar contra un viento bastante intenso. A
mediodía alcanzamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente
de aire más directa, pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos
abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres
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semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo temor. Las dificultades de la empresa han
sido extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso
de que todos los vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido
ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena.
“P.S. (por el señor Ainsworth).-Poco tengo que anotar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura
igual a la del Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos
mis compañeros coinciden conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opresión en
los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y debemos
hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o treinta navíos de diversos tipos,
y todos ellos se mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después
de todo, una hazaña tan ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 pies
de altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en cuanto al mar, no
aparece convexo, (como podría suponerse), sino total y absolutamente cóncavo.
“Lunes 8 ((por el señor Mason).-Esta mañana volvimos a tener algunas dificultades con la
varilla de la hélice, que deberá ser completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes
serios. Aludo al vástago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló
constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a
favorecemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo,
que, sin embargo, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por
el aumento del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo que
se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los
navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida por los tripulantes de un navío,
probablemente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su
nombre, pero no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo del señor Osborne
desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamente hacia
el oeste. El mar está muy fosforescente.
“P.S. (por el señor Ainsworth).-Son las dos de la madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta
difícil saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el viento. No he dormido desde que
salimos de Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un rato. Ya
no podemos estar lejos de la costa norteamericana.
“Martes 9 (por el señor Ainsworth).-A la una p.m. Estamos a la vista de la costa baja de Carolina
del Sur. El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico... cómoda y fácilmente,
en globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?”
Así termina el diario de navegación. El señor Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su
conversación con el señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros
avistaron la costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el señor Osborne.
Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones.
Se hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como
dura se adaptaba admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar
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firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se precipitaron
para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros venían...
del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en tierra exactamente a las 2 p.m., y el viaje quedó
completado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente
serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado sin dificultades. En
momentos en que la crónica de la cual extraemos esta narración era despachada desde Charleston,
los viajeros se hallaban todavía en el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras,
pero prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el
martes.
Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria, interesante y trascendental jamás
cumplida o intentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento las magníficas
consecuencias que de ella pueden derivarse.
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El Entierro Prematuro74
Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de
mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se
tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la Verdad los santifican y sostienen. Nos
estremecemos, por ejemplo, con el más intenso “dolor agradable” ante los relatos del paso del
Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o
de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero
en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían
sencillamente abominables.
He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero
en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente
la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias
humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial
que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última,
en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos
extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído
en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie
con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la Vida de la Muerte son, en el mejor
de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza
el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones
aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por
su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto
período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y
las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el
vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?
Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales
efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente
entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia
médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo
podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características
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muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis
lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción
penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado
eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad,
que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió.
Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente
muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno
contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo.
Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese
tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo
que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años
siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque
esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto
vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja
puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser
sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho
al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente
se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por
evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había
un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando
la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror,
y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y
así se pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que
contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La
heroína de la historia era Mademoiselle Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica
y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julian Bossuet, un pobre littérateur
(literato) o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la
heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó
por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur Rénelle, banquero y diplomático de cierto
renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó
a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto
al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en
una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño
profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con
el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a
la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo
ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones
vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo
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que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su
alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos
conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él
hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección
de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que,
ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron
a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama,
que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro Monsieur
Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó,
resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo
desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor
americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento
muy penoso que presenta las mismas características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un
caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía
una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo
con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó
lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales
tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre,
se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las
palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse
la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a
las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia
produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas
palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al
descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi
sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente.
Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de
asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases
inconexas relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora
después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse,
con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la
multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio,
dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta
del espantoso horror de su situación.
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Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento
definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la
batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy
extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de
Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1821, y entonces causó profunda impresión
en todas partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada
de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente
fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post mortem, pero éstos se
negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo
y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos
grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro
el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el
quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto
del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos
acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una
apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección.
Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en
aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció
apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada
convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su
alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas
palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto
les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido.
Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad
de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya
no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo
señor S. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y
confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto
por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. “Estoy vivo”, fueron las
incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en
aquel grave instante de peligro.
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Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen
falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las
raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos
admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han
removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en
posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas.
La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que
ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento
antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la
tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de
la Noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del
Gusano Vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con
el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la
conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos
de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso
e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan
angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo
Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que,
sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de
nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento
real, mi experiencia efectiva y personal.
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar
catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las
predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter
evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A
veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado
letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben
débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas
y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad
de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más
minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material
entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo
salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la
consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por
fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas.
Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside
la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la
gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos.
A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi
desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una
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borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba
hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces
el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos,
y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso
y la Nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin
embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso.
Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de
invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del Alma.
Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido
percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse
provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar enseguida el uso completo de mis
facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad,
ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta
suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi
imaginación se volvió macabra. Hablaba de “gusanos, de tumbas, de epitafios”. Me perdía en
meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El
espeluznante Peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero,
la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas
Tinieblas se extendían sobre la Tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba,
temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi Naturaleza ya no aguantaba
la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que,
al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo
hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y
tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral Idea.
De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una
visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que
lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante,
susurró en mi oído: “¡Levántate!”
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía
recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía
inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca,
sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú -pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y
soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan
los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror
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es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas
largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a
la Noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de
toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de
forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne
sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran
menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general
desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las
vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos
habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados.
Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces
fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía
un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: “¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo
lastimoso?”
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en
mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un Horror continuo. Ya no
me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En
realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión
a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi
estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que,
en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso
llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un
ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban
de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados,
que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada,
que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna,
no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras,
mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la
más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían
rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y
adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este
ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el
principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento
del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una
gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a
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una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el Destino del hombre? ¡Ni
siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la
inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un
estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente,
con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado.
Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo.
Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo
más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período
aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan
luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un
súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después,
un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes
al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y
entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio,
que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de
un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la
embestida de un océano, el único Peligro horrendo, la única Idea espectral y siempre presente
abruma mi espíritu estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué?
No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino,
sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna
otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda,
a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había
terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado
el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y
absoluta falta de luz de la Noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz
salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y
palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.
El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como
se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me
apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin
levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con
una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no
dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la Esperanza, como un
querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir
la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi
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Consuelo huyó para siempre, y una Desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no
pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y
entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión
era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no
podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd
común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba
común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma,
luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito
o alarido de agonía resonó en los recintos de la Noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo.
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna
consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité,
pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado,
en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando
nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada
de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y
pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de
una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una
anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma.
Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues
no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la
tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar
mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los
hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados
para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas
era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las
de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del
Mal procede el Bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi
alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más
cosas que en la Muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más
Pensamientos Nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste.
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En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella
noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron
los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa.
Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la Razón, el mundo de nuestra triste
Humanidad puede parecer el Infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar
con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede
considerar como completamente imaginaria, pero los Demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo
su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o
pereceremos.
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El Escarabajo de Oro75
Le he picado la tarántula.
Todo al revés.
Hace muchos años trabé amistad íntima con un Mr. William Legrand. Era de una antigua familia
de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado
en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleans,
la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en
Carolina del Sur.
Esta Isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco
más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del
continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo,
lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo
menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental,
donde se alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el
verano por las gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es
cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio
árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto oloroso tan
apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince
o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del
más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando
por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en
amistad, pues había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le
encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto
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a perversas alternativas de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara
vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la
playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos
hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm. En todas estas excursiones iba, por lo
general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que había sido manumitido antes
de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas ni con
promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven Massa Will.
No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada,
se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase
al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta
un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de
octubre de 18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por
el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacía varias
semanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la
Isla, y las facilidades para ir y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña
llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba
escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por
cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños chisporroteantes y
aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter,
riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba
en uno de sus ataques -¿con qué otro término podría llamarse aquello?- de entusiasmo. Había
encontrado un bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado
y cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi
opinión a la mañana siguiente.
-¿Y por qué no esta noche?-pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda
la especie de los escarabajos.
-¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! -dijo Legrand-. Pero hace mucho tiempo que
no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche?
Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado
el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y
mandaré a Jup allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!
-¿El qué? ¿El amanecer?
-¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño
de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda,
algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son...
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-No hay estaño en él, Massa Will, se lo aseguro -interrumpió aquí Júpiter-; el escarabajo es un
escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un
escarabajo la mitad de pesado.
-Bueno; supongamos que sea así Jup -replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de
lo que exigía el caso-. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color -y se volvió
hacia mí- bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico
más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre
tanto, intentaré darle una idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó
un momento en un cajón, sin encontrarlo.
-No importa -dijo, por último-; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e
hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto
al fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse.
Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter
abrió, y un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre
mis hombros, me abrumó a caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visitas
anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el
dibujo de mi amigo.
-Bueno -dije después de contemplarlo unos minutos-; esto es un extraño escarabajo, lo confieso
nuevo para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera,
a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.
-¡Una calavera! -repitió Legrand-. ¡Oh, sí bueno!; tiene ese aspecto indudablemente en el papel.
Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además,
la forma entera es ovalada.
-Quizá sea así -dije-; pero temo que usted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto
mismo para hacerme una idea de su aspecto.
-En fin, no sé -dijo él, un poco irritado-: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he
tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.
-Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea -dije-: esto es un cráneo muy pasable puedo
incluso decir que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de
tales ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo
si se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello.
Presumo que va usted a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay
en las Historias Naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de
que usted habló?
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-¡Las antenas! -dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema-. Estoy seguro
de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y
presumo que es muy suficiente.
-Bien, bien -dije-; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el
giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí
no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria
de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al
fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara
enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado,
siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa,
y fue a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a
examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su
actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su
mal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y
lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su
primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que
malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no
lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en
la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero, viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué
más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con
más cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí
la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan
decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
-Bueno, Jup -dije-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
-¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.
-¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?
-¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy
malo.
-¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho enseguida? ¿Está en la cama?
-No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la
cabeza trastornada con el pobre Massa Will.
-Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te
ha dicho qué tiene?
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-Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada
pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando
al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...
-¿Haciendo qué?
-Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo
que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó
antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una
tunda de las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan
desgraciado!
-¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre
muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una
idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido
algo desagradable desde que no le veo?
-No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo
día en que usted estuvo allí.
-¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
-Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.
-¿De qué?
-Del escarabajo... Estoy seguro de que Massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por
ese escarabajo de oro.
-¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
-Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan
endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero enseguida
le soltó, se lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara
y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he
buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la
boca; así lo hice.
-¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto
enfermo?
-No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo
de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
-Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
-¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.
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-Bueno, Jup; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
-¿Qué quiere usted decir, massa?
-¿Me traes algún mensaje de Mr. Legrand?
-No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
“Querido amigo:
“¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse
ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.
“Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo
decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
“No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Jup me aburre de un modo insoportable
con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote
para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de
veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.
“No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
“Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un
asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia.
Siempre suyo,
William Legrand.”
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto
del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué
“asunto de la más alta importancia” podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba
nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por
completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en
el fondo del barco donde íbamos a navegar.
-¿Qué significa todo esto, Jup? -pregunté.
-Es una guadaña, massa, y unas azadas.
-Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
-Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos
cuesta un dinero de mil demonios.
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-Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu “Massa Will” con esa
guadaña y esas azadas?
-No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es
cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar
absorbida por el “escarabajo”, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos
empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas
dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos.
Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que
me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos,
muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud,
quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir si el teniente G*** le había devuelto el
escarabajo.
-¡Oh, sí! -replicó, poniéndose muy colorado-. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me
separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
-¿En qué? -pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
-En suponer que el escarabajo es de oro de veras -dijo esto con un aire de profunda seriedad que
me produjo una indecible desazón.
-Ese escarabajo hará mi fortuna -prosiguió él, con una sonrisa triunfal- al reintegrarme mis
posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido
concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella
es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
-¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted
mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fue a sacar el insecto de
un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo
por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba
dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era
notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien
considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero
érame imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.
-Le he enviado a buscar -dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del
insecto-; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios
del Destino y del escarabajo...
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-Mi querido Legrand -interrumpí-, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas
precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene
usted fiebre y...
-Tómeme usted el pulso -dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
-Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con
usted. Y después...
-Se equivoca -interrumpió él-; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que
sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
-¿Y qué debo hacer para eso?
-Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos
para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un
éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
-Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea -repliqué-; pero ¿pretende usted decir que ese
insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
-La tiene.
-Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
-Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
-¡Intentarlo ustedes solos! ¡Este hombre está loco, seguramente! Pero veamos, ¿cuánto tiempo se
propone usted estar ausente?
-Probablemente, toda la noche. Vamos a partir enseguida, y en cualquiera de los casos, estaremos
de vuelta al salir el sol.
-¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo
(¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis
prescripciones como las de su médico?
-Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en
camino Legrand, Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar
con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos
de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas
palabras, «condenado escarabajo», fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el
viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado
con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado
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para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y
supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé,
no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese
yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté,
aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme
a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca
importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un “Ya veremos”.
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos
de la orilla del continente, seguimos la dirección noroeste, a través de una región sumamente
salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión,
deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de
haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región
infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de
la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y
sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y
muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles
en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de
solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos
cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por
orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba,
entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles
que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de
su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand
se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto
azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme
tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado
su examen, dijo simplemente:
-Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
-Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que
hacemos.
-¿Hasta dónde debo subir, massa? -preguntó Júpiter.
-Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva
contigo este escarabajo.
-¡El escarabajo, Massa Will, el escarabajo de oro! -gritó el negro, retrocediendo con terror-. ¿Por
qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
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-Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto
e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré
en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
-¿Qué le pasa ahora massa? -dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente-. Siempre ha de
tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues
sí que me preocupa a mí el escarabajo!
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como
las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos
americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir
ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras
pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de
la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo
mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos
brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de
caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar
el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido,
aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.
-¿Hacia qué lado debo ir ahora, Massa Will? -preguntó él.
-Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado -dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez
más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces
se dejó oír su voz lejana gritando:
-¿Debo subir mucho todavía?
-¿A qué altura estás? -preguntó Legrand.
-Estoy tan alto -replicó el negro-, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
-No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las
ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
-Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
-Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
-Ahora, Jup -gritó Legrand, con una gran agitación-, quiero que te abras camino sobre esa rama
hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
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Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre
amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado
de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras
reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
-Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
-¿Dices que es una rama muerta Júpiter? -gritó Legrand con voz trémula.
-Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
-¿Qué debo hacer, en nombre del cielo? -preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran
desesperación.
-¿Qué debe hacer? -dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra-;
volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y
además, acuérdese de su promesa.
-¡Júpiter! -gritó él, sin escucharme en absoluto-, ¿me oyes?
-Sí, Massa Will, le oigo perfectamente.
-Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
-Podrida, massa, podrida, sin duda -replicó el negro después de unos momentos-; pero no tan
podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es
verdad.
-¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
-Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama
soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.
-¡Maldito bribón! -gritó Legrand, que parecía muy reanimado-. ¿Qué tonterías estás diciendo? Si
dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
-Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
-Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro
y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
-Ya voy, Massa Will, ya voy allá -replicó el negro con prontitud-. Estoy al final ahora.
-¡Al final! -chilló Legrand, muy animado-. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
-Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Qué es eso que hay sobre
el árbol?
-¡Bien! -gritó Legrand muy contento-, ¿qué es eso?
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-Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda
la carne.
-¡Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
-Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una
clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
-Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
-Sí, massa.
-Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
-¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
-¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
-Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
-¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora
supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo
has encontrado?
Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
-¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?...
Porque la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo,
¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
-Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no
soltar la punta de la cuerda.
-Ya está hecho todo, Massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo
cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba
caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los
últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia
sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las
ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió enseguida
la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del
insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el
insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que
estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección
señalada por aquellos dos puntos -la estaca y el tronco-hasta una distancia de cincuenta pies;
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Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda
estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro,
aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió
que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel
momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el
ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar
la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con
la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía
demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y
más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado
por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que
aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación
de Júpiter en sostener que era un “escarabajo de oro de verdad”. Una mentalidad predispuesta a
la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas
favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto
que iba a ser ‘’el indicio de su fortuna”. Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero
al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible
al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más
racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en
el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad,
en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la
causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se
puso tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más
bien era el gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción
que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto
por Júpiter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del
animal con uno de sus tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies
y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener
la esperanza de que la farsa tocara a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy
desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el
círculo entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos
dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión,
saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y
pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí,
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me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las
herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio
hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se
arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su
tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.
-¡Maldito tunante! -dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados-, ¡un
malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., Cuál es tu ojo
izquierdo?
-¡Oh, misericordia, Massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo? -rugió, aterrorizado,
Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la
tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
-¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra! -vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de
corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba
en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.
-¡Vamos! Debemos volver -dijo éste-. No está aún perdida la partida -y se encaminó de nuevo
hacia el tulípero.
-Júpiter -dijo, cuando llegamos al píe del árbol-. ¡Ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama
con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
-La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien
los ojos, sin la menor dificultad.
-Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro? -y Legrand tocaba
alternativamente los ojos de Júpiter.
-Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
-Así será, hay que probarlo de nuevo.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó
la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su
primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la
estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde
señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a
manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado
aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me
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interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante
comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba.
Cavaba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos
movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión
había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías
mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una
hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud,
en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un
tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció
el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus
uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando
dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana
podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español,
y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una
extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas
había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en
una ancha argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa
excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que,
por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de
mineralización, acaso por obra del Bicloruro de Mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de
largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes
de hierro forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada
lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro -seis en total-, por medio de las cuales,
seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de
su lecho. Vimos enseguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la
tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de
ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los
rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas
destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente,
predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que
algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez
que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto
cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si
gozase del placer de un baño. Por fin exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
-¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba!
¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
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Fue menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de
transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos
que todo estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y
perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por
último, aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos,
en fin, no sin dificultad, sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados
entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto
bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos
presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de
tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido
naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta
las dos; luego cenamos, y enseguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos
que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos
repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la
cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, al tiempo que los primeros
débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los árboles hacia el Este.
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió
todo reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos,
como si estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche
siguiente en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido
amontonado allí, en confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en
posesión de una fortuna que superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más
de cuatrocientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como
pudimos, por las tablas de cotización de la época. No había allí una sola partícula de plata. Todo era
oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad: monedas francesas, españolas y alemanas,
con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes ejemplar alguno.
Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas, que nos fue imposible descifrar
sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración de las joyas presentó
muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en total
ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas
hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus
monturas y arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que
clasificamos aparte del otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evitar cualquier
identificación. Además de todo lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo:
cerca de doscientas sortijas y pendientes, de extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de
treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y pesados crucifijos; cinco incensarios de oro
de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con hojas de parra muy bien engastadas,
y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente repujadas, y otros muchos
objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las trescientas
cincuenta libras avoirdupois, y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes
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Cuentos
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de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos
y desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la
corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de
gran precio. Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares,
y cuando más tarde dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso
personal), nos encontramos con que habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa
excitación, Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel
extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.
-Recordará usted -dijo- la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo.
Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una
calavera. Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé
en las manchas especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación
tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades
gráficas, pues estoy considerado como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo
de pergamino, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.
-Se refiere usted al trozo de papel -dije.
-No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando
quise dibujar sobre él, descubrí enseguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo
sucio, como recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo
que usted había examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de
una calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento
me sentí demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en
detalle de éste, aunque existiese cierta semejanza en el contorno general. Cogí enseguida una vela
y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen minucioso del pergamino.
Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que como lo había
hecho. Mi primera impresión fue entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza efectiva
del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí,
que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera
aquella que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño.
Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste
el efecto habitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación -una
ilación de causa y efecto-, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera.
Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me
sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva
que no había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la
absoluta certeza de ello, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el
sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí
un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel mismo momento me pareció ver
brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi entendimiento, una especie de
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luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última noche una prueba tan
magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión ulterior
para cuando pudiese estar solo.
“En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más
metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba
en mi poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una
milla aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le
cogí, me pico con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de
agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que
apresarlo. En ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que
supuse era un papel. Estaba medio sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio
donde lo encontramos vi los restos del casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos
de un naufragio debían de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su
semejanza con la armazón de un barco.
“Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después
volvimos a casa y encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese
llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que
iba envuelto y que había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de
opinión y prefirió asegurar enseguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se
relaciona con la Historia Natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme
el pergamino en el bolsillo.
“Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no
encontré papel donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué
mis bolsillos, esperando hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el
pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias
me impresionaron con una fuerza especial.
“Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión.
Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa,
y no lejos de aquel barco, un pergamino -no un papel- con una calavera pintada sobre él. Va usted,
naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema
muy conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.
“Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera
casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta
mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me
indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco
de observar la forma del pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente,
podía verse bien que la forma original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras
que se escogen como memorándum, para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con
cuidado.
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“-Pero -le interrumpí- dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el
insecto. ¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta
última, según su propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por
quién) en algún período posterior a su apunte del escarabajo?
“-¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en
resolver ese extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un
solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre
el pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo
devolvió. No era usted, por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie
que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues, realizado por un medio humano. Y, sin embargo,
allí estaba.
“En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera
exactitud, cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y
feliz accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio
y me senté junto a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En
el momento justo de dejar el pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el
terranova, entró y saltó hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted le acariciaba, intentando
apartarle, cogido el pergamino con la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Hubo un
instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de que
hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube considerado todos estos
detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo surgir a la luz sobre
el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo
tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o sobre
vitela caracteres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se
emplea algunas veces el zafre, digerido en aqua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua;
de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos
colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha
escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.
“Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos -los más próximos al
borde del pergamino- resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del
calor había sido imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte
del pergamino al calor ardiente. Al principio no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas
débiles de la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira
diagonalmente opuesta al sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera
intención era la de una cabra. Un examen más atento, no obstante, me convenció de que habían
intentado representar un cabritillo.
“-¡Ja, ja! -exclamé-. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares
es algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena;
no querrá encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe,
no tienen nada que ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
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“-Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la
tierra seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que
aumentaba casi hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la
última indicación del lugar donde se depositaba.
“-Pero ¿cómo procedió usted?
“-Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé
entonces que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con
esmero el pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una
cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón.
A los pocos minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fue
inexpresable mi alegría al encontrarla manchada, en varios sitios, con signos que parecían cifras
alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba
enteramente igual a como va usted a verla.
“Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen.
Los caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera
y la cabra:
53‡‡†305))6*;4826)4‡.)4‡);806*;48†8¶60))85;1‡(;:‡*8†83(88)5*†;46(;88*96*?;8)*‡(;485);5*†
2:*‡(;4956*2(5*4)8¶8*;4069285);)6†8)4‡‡;1(‡9;48081;8:8‡1;48†85;4)485†528806*81(‡9;48;8
8;4(‡?34;48)4‡;161;:188;‡?;
“-Pero -dije, devolviéndole la tira- sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de
Golconda esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz
de obtenerlas.
“-Y el caso -dijo Legrand- que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer
examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente
forman una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía
suponerle capaz de construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que
ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable
para la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.
“-¿Y la resolvió usted, en verdad?
“Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta
predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso
que el genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no
resuelva con una aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres
visibles, no me preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.
“En el presente caso -y realmente en todos los casos de escritura secreta- la primera cuestión
se refiere al lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las
cifras más sencillas, dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por
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éste. En general, no hay otro medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las
probabilidades) todas las lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la
cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd
sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado mis ensayos por el
español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles hubiera debido,
con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se presentaba, presumí que el
criptograma era inglés.
“Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido
fácil en comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de
las palabras cortas, y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra
(a o I-uno, yo, por ejemplo), habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios
allí, mi primera medida era averiguar las letras predominantes así como las que se encontraban con
menor frecuencia. Las conté todas y formé la siguiente tabla:
El signo 8 aparece 33 veces.
; 26
4 19
‡) 16
* 13
5 12
6 11
†1 8
0 6
92 5
:3 4
? 3
¶ 2
(( ) )) -. 1
“Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es
la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que
es raro encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
“Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso
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general que puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos
de ella muy parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por
ajustarlo a la e del alfabeto natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a
menudo por pares-pues la e se dobla con gran frecuencia en inglés-en palabras como, por ejemplo,
meet, speed, seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos
cinco veces, aunque el criptograma sea breve.
“Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por
tanto, debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si
descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra
the. Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo
los signos 48 en total. Podemos, pues, suponer que; representa t, 4 representa h, y 8 representa e,
quedando este último así comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
“Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más
importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo,
el penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el, que
viene inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen
a ese the, conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que
representan, dejando un espacio para el desconocido:
t eeth.
“Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por
la primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es
imposible formar una palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee,
y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra “tree” (árbol), como
la única que puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras
yuxtapuestas the tree (el árbol).
“Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la
empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:
o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:
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“Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:
y, por tanto, la palabr through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento
nos da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por ‡ ? y 3.
83 (88, o egree,
que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra letra, la d,
representada por †.
;48(;88.
“Cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y
leemos:
th ((.)) rtee.
arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos
letras nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
53‡‡†.
. good,
lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good (un
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“Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para
evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:
5 representa a
† “ d
8 “ e
3 “ g
4 “ h
6 “ i
* “ n
‡ “ o
( “ r
; “ t
“Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la
solución con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género
son de fácil solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la
seguridad de que la muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía.
Sólo me queda darle la traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados.
Hela aquí:
“A good glass in the bishop’s hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen minutes
northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left eye of the death’shead
a bee-line from the tree through the shot fifty feet out.
“-Pero -dije- el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un
sentido cualquiera de toda esa jerga referente a “la silla del diablo”, “la cabeza de muerto” y “el
hostal o la hostelería del obispo”?
“-Reconozco -replicó Legrand- que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él
una ojeada casual. Mi primer empeño fue separar lo escrito en las divisiones naturales que había
intentado el criptógrafo.
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“-Pensé que el rasgo característico del escritor había consistido en agrupar sus palabras sin
separación alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre
poco agudo, al perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando
en el curso de su composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente,
una pausa o un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre.
Si observa usted ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado
agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la consiguiente división:
“A good glass in the Bishop’s hostel in the Devil’s seat - forty one degrees and thirteen minutes -
northeast and by north - main branch seventh limb eart side - shoot from the left eye of the death’s-
head - a bee line from the tree through the shot fifty feet out.
“-También yo lo estuve -replicó Legrand- por espacio de algunos días, durante los cuales realicé
diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de
Hotel del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada “hostal, hostería”. No logrando
ningún informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar
de un modo más sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel “Bishop’s
Hostel” podía tener alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde
tiempo inmemorial, era dueña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente,
al norte de la Isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas
entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de las mujeres de más edad me dijo que ella
había oído hablar de un sitio como Bessop’s Castle, y que creía poder conducirme hasta él, pero
que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.
“Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme
hasta aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen
del paraje. El castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas,
muy notable tanto por su altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y
entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer después.
“Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la
roca a una yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía
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unas dieciocho pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente
encima, le daba una tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros
antepasados. No dudé que fuese aquello la “silla del diablo” a la que aludía el manuscrito, y me
pareció descubrir ahora el secreto entero del enigma.
“El “buen vaso” lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo
el mundo rara vez emplean la palabra “vaso” en otro sentido. Comprendí ahora enseguida que
debía utilizarse un catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No
dudé un instante en pensar que las frases “cuarenta y un grados y trece minutos” y “nordeste cuarto
de norte” debían indicar la dirección en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por
aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un catalejo y volví a la roca.
“Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una
posición especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo.
Naturalmente, los “cuarenta y un grados y trece minutos” podían aludir sólo a la elevación por
encima del horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por
las palabras “nordeste cuarto de norte”. Establecí esta última dirección por medio de una brújula
de bolsillo; luego, apuntando el catalejo con tanta exactitud, como pude, con un ángulo de cuarenta
y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo mi atención una
grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los demás, a distancia.
En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que
era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que era un cráneo humano.
“Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues
la frase “rama principal, séptimo vástago, lado este” no podía referirse más que a la posición de
la calavera sobre el árbol, mientras lo de “soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto”
no admitía tampoco más que una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado.
Comprendí que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta,
partiendo del punto más cercano al tronco por ‘’la bala” (o por el punto donde cayese la bala), y
extendiéndose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de
este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que estuviese allí escondido un depósito valioso.
“-Todo eso -dije- es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó
usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
“-Pues habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo
en el momento de abandonar “la silla del diablo”, el orificio circular desapareció, y de cualquier
lado que me volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este
asunto es el hecho (pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la
abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha
cornisa sobre la superficie de la roca.
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“En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde
hacia unas semanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al
día siguiente me levanté muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca
del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se
disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que está usted tan enterado como yo.
“-Supongo -dije- que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez
de Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el
izquierdo.
“-Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o
menos, en relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro
hubiera estado bajo la “bala”, el error habría tenido poca importancia; pero la “bala”, y al mismo
tiempo el punto más cercano al árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una
línea de dirección; claro está que el error, aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar
siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies, nos había apartado
por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo
nuestro trabajo hubiera sido inútil.
“-¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano
juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa
razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una
observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.
“-Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de
los esqueletos encontrados en el hoyo?
“-Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por
cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal,
que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd -si fue verdaderamente Kidd quien escondió
el tesoro, lo cual no dudo-, aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una
vez terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso
un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo;
acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?”
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El Gato Negro76
No espero ni solicito fe para la narración tan sencilla como extravagante que está a punto de brotar de
mi pluma. Locura sería en verdad el esperarlo, pues que mis propios sentidos rechazan su evidencia.
Sin embargo, no estoy loco, ni estoy soñando, de seguro. Mas debo morir mañana y quiero hoy
aligerar el peso de mi alma. Mi propósito inmediato es presentar llana y sucintamente a los ojos del
lector, sin comentario de ninguna clase, una serie de simples acontecimientos domésticos. En sus
consecuencias, estos acontecimientos me han aterrorizado, me han torturado, me han deshecho. A
pesar de todo, no trataré de interpretarlos. Para mí sólo han representado el Horror; para muchos
otros serán quizá no tanto terribles como baroques. Es posible que se encuentre después algún
entendimiento que reduzca mi fantasma a los límites de lo vulgar; algún entendimiento más
sereno, más lógico y mucho más excitable que el mío, capaz de percibir en las circunstancias que
expreso lleno de pavor, simplemente la sucesión ordinaria de las causas y efectos más naturales.
Desde mi niñez híceme notar por la docilidad y ternura de mi temperamento. La bondad de mi
corazón revestía caracteres de delicadeza tan exquisita, que me hacía el blanco de las burlas de
mis compañeros. Era particularmente afecto a los animales, y mis padres condescendían con esta
inclinación procurándome gran diversidad de favoritos, a los que consagraba la mayor parte de mi
tiempo; y nunca era tan feliz como cuando les alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de mi
carácter aumentó en la adolescencia, y aun en la virilidad derivaba de aquella fuente muchos de
mis mejores goces. Apenas necesito explicar a los que hayan sentido afección por algún perro fiel
e inteligente la intensidad de placer que produce este sentimiento. Existe en el amor generoso y
abnegado de un irracional algo que va directamente al corazón de aquel que haya tenido ocasión
de comprobar a menudo la ruin amistad y la lealtad tan deleznable del Hombre.
Me casé joven y tuve la suerte de encontrar en mi mujer inclinaciones semejantes a las mías.
Observando mi afición por los animales domésticos, no perdía ella ocasión de procurarse los más
lindos. Teníamos pájaros, peces dorados, un perro fino, conejos, un pequeño mono y un gato.
Era éste un enorme y hermoso animal, enteramente negro, e inteligente hasta un grado excepcional.
Al ocuparnos de su inteligencia, mi mujer, que tenía gran fondo de superstición, hacía frecuentes
alusiones al antiguo concepto popular que considera brujas disfrazadas a todos los gatos negros.
No que prestara ella fe a esta creencia; y si menciono la idea, es por la sencilla razón de que la
recuerdo ahora de pasada.
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Plutón, que así se llamaba el gato, era el preferido entre los diversos favoritos y mi compañero
habitual de juegos. Solamente yo le alimentaba, y él acostumbraba seguirme por todas partes
dentro de la casa; siéndome difícil evitar que hiciera lo propio también por las calles.
Nuestra amistad continuó así por varios años, durante los cuales, y a impulsos del Demonio
Intemperancia (me ruborizo al confesarlo), mi temperamento y mi carácter sufrieron radical
alteración hacia el mal. Día por día hacíame más taciturno e irritable, y guardaba menos consideración
a los demás. Aun me permitía usar con mi mujer un lenguaje destemplado, llegando después hasta
la violencia personal. Mis favoritos hubieron de sentir, naturalmente, este cambio de disposición.
No solamente les descuidaba, sino que abusaba de ellos. Todavía conservaba Plutón, sin embargo,
ciertas prerrogativas que me impedían maltratarle, como lo hacía sin escrúpulo de ninguna clase
con el mono, los conejos y aun el perro, cuando por cariño o por casualidad se atravesaban en mi
camino. Pero la enfermedad avanzaba -¡el Alcohol es semejante a una enfermedad!- y al fin hasta
Plutón que se volvía viejo, e impertinente en consecuencia, comenzó a sufrir los efectos de mi mal
temperamento.
Una noche en que regresaba a casa muy embriagado, después de una orgía en una de mis guaridas
habituales en la ciudad, se me ocurrió que el gato evitaba mi presencia. Cogíle entonces; y, en su
terror por mi violencia, me infirió una pequeña herida mordiéndome la mano. Instantáneamente se
apoderó de mí una furia demoniaca. No me conocía a mí mismo. Mi alma prístina parecía haber
escapado en aquel momento de mi cuerpo; y una maldad diabólica, nutrida por la ginebra, estremecía
todas mis fibras. Saqué un cortaplumas del bolsillo de mi chaleco, abríle, y deliberadamente
arranqué de su órbita uno de los ojos del animal. ¡Me avergüenzo, me quemo, me horrorizo, al
escribir esta abominable atrocidad!
Cuando al día siguiente volví a la razón, después de haber dormido los humos de la orgía nocturna,
experimenté un sentimiento mitad de horror mitad de remordimiento por el crimen cometido; pero
era apenas un sentimiento débil y equívoco que no llegó a conmover mi ánima. Me sumergí de
nuevo en los excesos y ahogué pronto en vino la memoria de mi hazaña.
Al mismo tiempo el gato se recobraba lentamente. El hueco vacío del ojo presentaba, es verdad,
terrible aspecto; pero el animal no parecía sufrir ningún dolor. Iba y venía por la casa como de
costumbre; mas, como era de esperarse, huía aterrorizado a mi aproximación. Tenía yo todavía
bastante corazón para sentirme apenado por esta evidente prueba de desafecto de parte de un ser
que tanto me había amado en otro tiempo. Pero este sentimiento se convirtió pronto en irritación. Y
se presentó entonces, para confirmar mi depravación final e irrevocable, el espíritu de Perversidad.
De este espíritu no se ocupa la filosofía. Sin embargo, no estoy tan cierto de la existencia de mi
alma como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano: una de las
facultades primordiales e indivisibles que definen la orientación del carácter del Hombre. ¿Quién
no se ha sorprendido cien veces cometiendo alguna acción vil y torpe por la sola razón de que no
debería hacerlo? ¿No existe acaso en nosotros, cierta perpetua inclinación a violar la Ley, contra
todo el torrente de nuestro buen criterio, y sólo porque comprendemos que tiene razón de ser? El
espíritu de perversidad, decía, vino a poner el colmo a mi depravación. Aquella ansia infatigable
del alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por puro gusto,
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me impulsaba continua y tenazmente a consumar el daño que había infringido al inofensivo animal.
Una mañana, a sangre fría, pasé un lazo a su cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo ahorqué
con lágrimas que corrían de mis ojos y el remordimiento más amargo que laceraba mi corazón;
lo ahorqué porque sabía que me había amado y porque sentía que no me había dado motivo de
ofensa; lo ahorqué porque comprendía que al hacerlo así cometía un pecado, un pecado mortal
que exponía mi alma a encontrarse, si tal era posible, más allá de la gracia infinita del Dios Más
Misericordioso y Más Terrible.
En la noche del día en que cometí esta crueldad, desperté a los gritos de incendio. Las cortinas de
mi cama estaban convertidas en llamas. Toda la casa ardía. Con gran trabajo pudimos escapar de
esta conflagración mi mujer, mi criada y yo. Todas mis riquezas desaparecieron repentinamente, y
desde entonces me entregué a la desesperación.
Estoy por encima de la flaqueza de establecer relación alguna de causa y efecto entre el desastre y
la atrocidad cometida. Pero refiero una cadena de acontecimientos y no quiero dejar ningún eslabón
incompleto. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todos los muros, con excepción de uno,
se habían desplomado. El que continuaba en pie era la pared no muy gruesa de una habitación
situada en el centro de la casa, y contra la cual descansaba antes la cabecera de mi lecho. El estuco
había resistido allí en gran parte la acción del fuego, hecho que atribuí a su reciente aplicación.
Densa muchedumbre se había apiñado cerca de este muro, y muchas personas parecían examinar
cierta parte con viva y minuciosa atención. Las palabras “¡extraño!” “¡singular!” excitaron mi
curiosidad. Me aproximé, y pude observar la figura de un gato gigantesco grabado como al bajo
relieve sobre la blanca superficie. La impresión se había fijado allí con detalles verdaderamente
maravillosos. Veíase una cuerda alrededor del cuello del animal.
Cuando se presentó por primera vez ante mis ojos esta aparición -pues difícilmente podía considerarla
de otro modo- mi sorpresa y mi terror fueron extremados. Pero al fin vino la reflexión en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. A la voz de fuego, el jardín se
llenó de gente inmediatamente; y una de aquellas personas cortó sin duda la cuerda de que pendía
el animal, arrojándolo a mi aposento por alguna ventana abierta. Probablemente esto se hizo con
el propósito de despertarme. El desplome de los otros muros comprimió seguramente contra el
estuco fresco a la víctima de mi crueldad; y la cal de la mezcla, combinada con el amoníaco del
cuerpo, y por efecto de las llamas, había producido la figura que allí aparecía.
A pesar de que tranquilicé prontamente mi razón, ya que no mi conciencia, acerca del hecha
sorprendente que acabo de manifestar, no dejó por ello de hacer profunda impresión en mi mente.
Durante largos meses no pude librarme del fantasma del gato; y en este período se apoderó también
de mi espíritu cierto vago sentimiento que se asemejaba al remordimiento aunque en realidad no
lo fuera. Llegué hasta deplorar la pérdida del animal y a buscar a mi alrededor, en los abyectos
lugares que frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y hasta cierto punta de
apariencia semejante para reemplazarle.
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Una noche en que me hallaba sentado, medio embrutecido, en uno de aquellos antros de infamia,
atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de los enormes
barriles de Ginebra o de Ron que constituían el principal mueblaje del departamento. Había estado
mirando fijamente por varios minutos la parte superior del barril, y lo que causaba mi mayor
sorpresa era la circunstancia de no haber advertido antes el objeto en cuestión. Acerquéme, y
le toqué. Era un gato negro, muy grande, tan grande como Plutón y semejante a él en todos sus
detalles con excepción de uno solo. Plutón no tenía un pelo blanco en ninguna parte del cuerpo,
mientras este gato tenía un gran grupo de manchas blancas de forma indefinida que le cubría casi
todo el pecho.
Al tocarle yo, se levantó prontamente, comenzó a hilar de contento, se restregó contra mi mano,
y pareció deleitarse con mi atención. Éste era pues el ser que andaba yo tratando de encontrar.
Inmediatamente propuse su compra al tabernero, quien manifestó no ser su dueño: no conocía al
gato; jamás lo había visto antes.
Continué acariciándole, y cuando me preparaba a regresar a mi domicilio, el animal mostró
disposición de acompañarme. Le permití hacerlo así, deteniéndome de vez en cuando a darle
palmaditas antes de proseguir. Cuando llegamos a la casa se domesticó inmediatamente, haciendo
al punto grandes migas con mi mujer.
Por lo que a mí toca, pronto sentí despertarse dentro de mí cierta antipatía por el animal. Era
justamente lo contrario de lo que esperaba; pero, no sé cómo ni por qué, su evidente afección me
repugnaba y me hastiaba. Poco a poco este sentimiento de tedio y repugnancia se convirtió en odio
acerbo. Evitaba al animal; pero cierta sensación de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad anterior
me impedían maltratarlo. Durante varias semanas no lo golpeé, ni lo traté con violencia en forma
alguna; pero gradualmente, muy gradualmente, llegué a mirarlo con aversión intolerable, y a huir
en silencio de su odiosa presencia como de un hálito pestilente.
Lo que aumentó indudablemente mi aversión por el animal fue el descubrimiento, a la mañana
siguiente de haberle traído a casa, de que, a semejanza de Plutón, se hallaba privado de un ojo.
Esta circunstancia, sin embargo, lo hizo más caro a mi mujer, quien, como dije antes, poseía en
alto grado aquella humanidad de sentimientos que había sido en otro tiempo uno de mis rasgos
distintivos y fuente de muchos sencillos y puros placeres.
Con mi odio por el gato parecía aumentar, sin embargo, su predilección por mí. Seguía mis pasos
con pertinacia tal que sería difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentase se
acurrucaba bajo la silla o saltaba sobre mis rodillas cubriéndome de sus repugnantes caricias. Si
me levantaba a pasear, se metía entre mis pies casi haciéndome caer; o clavando en mis vestidos
sus largas y afiladas garras, se encaramaba de este modo hasta mi pecho. En tales momentos,
aun cuando hubiera deseado aplastarlo de un golpe, sentíame cohibido para hacerlo, parte por
el recuerdo de mi crimen anterior, mas principalmente, dejadme confesarlo al fin, por el terror
absoluto que me inspiraba el animal.
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Este terror no era precisamente de daño físico; y sin embargo, no sabría cómo definirlo. Me
siento casi avergonzado de confesar -sí, aun en esta celda de criminal, estoy casi avergonzado de
confesar- que el espanto y el horror que el gato me inspiraba se aumentaban por una quimera de
lo más fantástica que es posible imaginar. Mi mujer me había llamado la atención más de una vez
sobre la índole de la mancha de pelo blanco de que he hablado, y que constituía la única diferencia
visible entre este extraño animal y el que yo había ahorcado. El lector recordará que esta marca,
aunque grande, era al principio indefinida; mas por pequeños grados, grados casi imperceptibles,
y que mi Razón luchó mucho tiempo por rechazar como fantasías, había asumido al fin rigurosa
claridad de líneas. Representaba ahora un objeto que me estremezco de nombrar; y por eso, sobre
todo, aborrecía y temía, y me habría librado del monstruo de buena gana, si me hubiera atrevido;
representaba ahora, decía, la imagen de algo espantoso, una cosa horrible, ¡el Patíbulo!, ¡oh,
lúgubre y funesta máquina de Horror y de Crimen, de Agonía y de Muerte!
Y me encontraba yo verdaderamente desventurado, más allá de los límites de miseria que es dado
soportar a la pobre Humanidad. ¡Y había de ser una bestia irracional, a cuyo semejante destruí
con menosprecio; había de ser una bestia irracional quien me causara a mí, y a mí, un hombre,
formado a imagen del Supremo Dios, este sufrimiento intolerable! ¡Ah! ¡Ni de día ni de noche
volví jamás a saborear la bendición del Descanso! ¡Durante el día la bestia no me dejaba solo un
momento; y en la noche despertaba a cada instante de sueños de terror insuperable para sentir
sobre mi rostro el ardiente aliento de la cosa y su flácido peso oprimiendo eternamente mi corazón
como Pesadilla encamada que no tenía el poder de sacudir!
Bajo la presión de tortura semejante sucumbieron los pocos restos del bien dentro de mí. Los malos
pensamientos eran mi sola compañía, los más negros y depravados pensamientos. La acostumbrada
irritabilidad de mi carácter aumento hasta el aborrecimiento de todas las cosas y de toda la
humanidad; mientras mi mujer, sin una queja, era ¡ay de mí! la víctima diaria y paciente de los
súbitos, frecuentes e incontenibles arranques de furia a que entonces me abandonaba ciegamente.
Un día me acompañaba ella en algún recorrido casero por los sótanos del viejo edificio que nuestra
pobreza nos compelía a habitar. El gato me seguía por las escaleras, y haciéndome casi precipitar,
me exasperó hasta la locura. Cogiendo un hacha, y olvidando en medio de mi ira el terror infantil
que hasta entonces había detenido mi mano, asesté un golpe al animal, que le habría sido fatal
instantáneamente a caer como yo lo deseaba. Pero la mano de mi mujer desvió el golpe. Arrastrado
por su intervención a ira más que demoniaca, desasí el brazo que ella me sujetaba y hundí el hacha
en su cabeza. Cayó muerta en el sitio, sin un gemido.
Cometido el horroroso asesinato, me dediqué sin tardanza y con entera deliberación a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía bien que no podría sacarlo fuera de la casa, ni de día ni de noche, sin correr
el riesgo de ser observado por los vecinos. Diversos proyectos se presentaron a mi imaginación.
A veces pensaba en cortar el cuerpo en menudos fragmentos y hacerlos desaparecer por medio
del fuego. Otras, resolvía cavar una sepultura en el suelo del sótano. Luego, deliberaba sobre si
sería conveniente arrojarlo al pozo del patio; o empacarlo como mercadería en un cajón con los
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requisitos acostumbrados, y buscar un mozo de cuerda que lo sacara fuera de la casa. Finalmente
di con lo que me pareció expediente mejor que todos los anteriores. Determiné emparedarlo en el
sótano, como se dice que hacían con sus víctimas los monjes de la edad media.
La cueva se adaptaba muy bien para tal objeto. Sus muros estaban construidos con gran solidez,
y recientemente habían sido revocados con una mezcla que la humedad de la atmósfera no había
dejado endurecer. Existía, además, en uno de los muros una protuberancia causada por cierta falsa
chimenea u hogar que se había rellenado para nivelarla con el resto del sótano. No puse en duda
el que fácilmente se podría remover los ladrillos en aquel sitio, colocar allí el cuerpo y disponer el
muro en su forma primitiva de manera que nadie pudiera percibir nada sospechoso.
Mis cálculos no me engañaron. Con ayuda de una barra de hierro arranqué fácilmente los ladrillos,
y depositando cuidadosamente el cadáver contra la pared interior, lo mantuve en esta posición
mientras que, con poco trabajo, volvía a rehacer el muro conforme se encontraba anteriormente.
Procurándome argamasa, arena y filamentos con las precauciones posibles, preparé un compuesto
que no pudiera distinguirse del enlucido antiguo y lo coloqué esmeradamente sobre el nuevo
enladrillado. Al concluir, me sentí satisfecho de mi obra. El muro no ofrecía la más ligera señal de
haberse removido. Recogí los fragmentos del suelo con el cuidado más minucioso. Miré triunfante
en torno y me dije a mí mismo: “¡Aquí, por lo menos, mi labor no ha sido en vano!”
Me preocupé enseguida de buscar al animal que había causado tanta desventura, porque al fin había
resuelto firmemente deshacerme de él. Si me hubiera sido dado encontrarle en aquel momento,
su suerte no habría sido dudosa; mas parecía que el taimado gato, alarmado por la violencia de
mi cólera, evitaba afrontar mi actual disposición. Es imposible describir o imaginar la intensa
sensación de reposo bienaventurado que produjo en mi pecho la ausencia de esta detestada criatura.
Tampoco apareció en la noche; y así, por una vez siquiera, desde su llegada a la casa, dormí con
sueño profundo y tranquilo; dormí, ¡ay, a despecho del asesinato que pesaba sobre mi alma!
Transcurrieron el segundo y el tercer día, y mi atormentador no se presentó. Respiré de nuevo
como hombre libre. ¡El monstruo, en su terror, había abandonado la casa para siempre! ¡No lo
vería más! ¡Mi felicidad era suprema! La perversidad de mi negro crimen me molestaba apenas.
Tuvieron lugar algunos interrogatorios que fueron contestados fácilmente. Aun se procedió a una
pesquisa; mas, por supuesto, nada pudieron descubrir. Creía ya asegurada mi felicidad futura.
Hacia el cuarto día después del asesinato, se presentó en la casa inopinadamente un grupo de la
policía y procedió de nuevo a verificar rigurosa investigación en el edificio. Seguro como me
hallaba de que mi escondrijo era inescrutable, no sentí preocupación alguna. Los oficiales me
ordenaron acompañarles en su pesquisa. No dejaron rincón ni esquina sin escudriñar. Al fin, por
tercera o cuarta vez bajaron al sótano. Ni uno sólo de mis músculos se conmovió. Mi corazón latía
tranquilamente como el de aquel que duerme en la inocencia. Paseé la cueva de un extremo al
otro. Había cruzado los brazos sobre el pecho y vagaba sin inquietud de acá para allá. La policía
se mostró enteramente satisfecha y se preparaba ya a partir. El júbilo era demasiado grande en mi
corazón para poder refrenarlo. Me quemaba por decir algo, una palabra de triunfo siquiera, para
afirmar más aún la certeza de mi inocencia.
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“Caballeros,” dije al fin, cuando el grupo comenzaba a subir las escaleras, “estoy deleitado al
ver que vuestras sospechas se han desvanecido. Os deseo salud y un poquillo más de cortesía. A
propósito, caballeros, ésta es una casa muy bien construida.” (En mi rabioso deseo de decir algo
con desenvoltura, apenas sabía ya lo que hablaba). “Hasta diré admirablemente bien construida.
Estos muros -¿os vais, caballeros?- estos muros están edificados con gran solidez;” y entonces,
por puro frenesí de bravata, golpeé pesadamente con un bastón que llevaba en la mano la misma
construcción de ladrillos tras de la cual se encontraba el cadáver de la esposa de mi alma.
Pero ¡así me libre Dios y me defienda de las fauces del Enemigo! Apenas la repercusión de los
golpes se ahogó en el silencio, cuando ¡una voz contestó dentro de la tumba! Un gemido, ahogado
e interrumpido primero y semejante al llanto de un niño, que pronto se elevó convirtiéndose en
grito largo, fuerte y sostenido, completamente anormal y nada humano; un alarido, un chillido
lamentoso, mitad de horror y mitad de triunfo, como puede oírse brotar solamente del infierno,
reuniendo el grito de agonía de los condenados y la exultación de los demonios por su condenación.
Sería locura hablar de mis sentimientos. Desfalleciente, retrocedí titubeando hasta el muro opuesto.
Por un momento quedó inmóvil el grupo en las escaleras a causa de su extremo horror y espanto.
En el momento inmediato una docena de brazos robustos atacaba el muro. Cayó completamente.
El cadáver, ya descompuesto, y cubierto de grumos de sangre coagulada, permanecía erguido ante
los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca distendida, y echando fuego por su
único ojo, estaba la asquerosa bestia cuya astucia me indujo al asesinato, y cuya voz informe me
entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo dentro de la tumba!
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El Hombre de la Multitud77
La Bruyère
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos
secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando
convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos;
mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten
que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de
horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresiva.
No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que
sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía
convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso
exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión
interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la
vívida aunque ingenua razón de Leibnitz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El
solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un
placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en
los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los
anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a
través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado
por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron
las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la
puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas
me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría
adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
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Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en
masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo,
pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras,
vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían
pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente
los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino
que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían
incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la
masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban
bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada
y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos
hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se
advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría
tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes,
abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres
dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían
negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los
empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes,
cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor
palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo
que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras
ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos»,
era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados
con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las
polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja
derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada.
Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con
cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es
que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como
pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré
a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían
confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva
franqueza los traicionaba inmediatamente.
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Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda
clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía,
cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez,
que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el
color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había,
además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al
conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos.
Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar
de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio.
Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandis y el de los militares. En
el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los
levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación
más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas
restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros
profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la
desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los
cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre,
mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna
perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a
sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo
contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza
en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol
de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la
ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar
la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las
horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus
mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados,
tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con
ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros
rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están
cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural,
pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras
avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y,
junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros,
exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan,
artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba
lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en
los ojos una sensación dolorosa.
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A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena;
no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables
desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se
reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado
de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban
por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin
embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y,
aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de
una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la
historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo
visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y
absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había
visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla,
mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias
encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación,
analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi
Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de
sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria
historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista
a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y
bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues
ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome,
lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención.
Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente
muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba
de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se
engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente
alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi
curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse
en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a
agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se
hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo
se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso.
Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino
dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de
vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy
concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un
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cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía
vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud
era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la
caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al
número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del Parque (pues tanta es la
diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un
nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El
desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus
ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le
rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que,
luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo
repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme
cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente.
Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de
impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un
cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta
edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria
muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente
recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado
con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela
para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían
andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda
en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes
y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no
perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad.
Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar
un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo
un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió
con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la
gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había
cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban
a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos
pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río
y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más
grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo
jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció
que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su
cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que
tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
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Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo
volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o
doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos
quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por
un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente
una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos
atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los
peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían
altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara
y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del
pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible
inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin
embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final
nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de
un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto
de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina,
nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la
Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían
todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el
interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin
motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la
puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación
se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia.
No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos
hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo
lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que
cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese
punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D...,
la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre
la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como
siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle.
Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al
errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne
paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin- representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar
solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus
acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá
sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.
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El hombre de negocios78
Antiguo adagio
Soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. El método es lo que cuenta, después de
todo. Pero a nadie desprecio más profundamente que a esos excéntricos que charlan mucho sobre
el método sin entenderlo, y que se atienen estrictamente a la letra mientras violan el espíritu.
Individuos así se pasan la vida haciendo las cosas más desorbitadas, de una manera que ellos
califican de ordenada. Pero esto es una paradoja; el verdadero método pertenece tan sólo a lo que
es normal, ordinario y obvio, y no se puede aplicar a nada outré. ¿Acaso sería posible referirse a
una nube metódica, o a un fatuo sistemático?
Mis nociones sobre este punto podrían no haber sido todo lo claras que son, de no mediar un
afortunado accidente que me ocurrió en la infancia. Una bondadosa y anciana niñera irlandesa (a
quien no olvidaré en mi testamento) me agarró un día por los pies, en momentos en que yo alborotaba
más de lo necesario, y luego de hacerme revolar dos o tres veces, me maldijo empecinadamente
por ser «un mocoso gritón», y me convirtió la cabeza en una especie de tricornio, golpeándola
contra un poste de la cama. Debo reconocer que esto decidió mi destino e hizo mi fortuna. No tardó
en salirme un gran chichón en la coronilla, el cual se convirtió para mí en el órgano del orden.
De ahí proviene ese marcado gusto por el sistema y la regularidad que me han convertido en el
distinguido hombre de negocios que soy.
Para mí, lo más odioso en esta tierra es un hombre de genio. Los genios son una colección de asnos
redomados; cuanto más geniales, más asnos; y no hay ninguna excepción a la regla. Imposible
hacer un hombre de negocios de un genio; sería como querer sacar dinero a un judío o nueces a
un abeto. Dichos seres se salen continuamente del buen camino para dedicarse a alguna ocupación
fantástica o a ridículas especulaciones, totalmente divorciadas de las cosas bien ordenadas; jamás
hacen negocios que puedan considerarse como tales. Resulta fácil descubrir a estos personajes por
la naturaleza de sus ocupaciones. Si alguna vez repara usted en un hombre que se instala como
comerciante o fabricante, que fabrica algodón, tabaco o cualquiera de esos excéntricos productos,
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que se ocupa de tejidos, jabón, o algo parecido, o pretende ser abogado, herrero o médico, es decir,
cualquier cosa fuera de lo usual... pues bien, tenga la seguridad de que es un genio y, por tanto, de
acuerdo con la regla de tres, es un asno.
En cuanto a mí, no tengo absolutamente nada de genio, sino que soy un hombre de negocios normal.
Mi Diario y mi Libro Mayor pueden demostrarlo en un minuto. Están bien llevados, aunque sea yo
quien lo dice, y no es el reloj quien va a ganarme en mis hábitos de exactitud y puntualidad. Lo que
es más, mis ocupaciones han coincidido siempre con las costumbres ordinarias de mis semejantes.
Y no es que a este respecto me sienta en lo más mínimo agradecido a mis débiles progenitores,
quienes sin duda hubieran hecho de mí un redomado genio si mi ángel guardián no hubiese
acudido oportunamente a socorrerme. En las biografías la verdad es lo que cuenta, y muchísimo
más en una autobiografía; no obstante, apenas espero que me crean si afirmo solemnemente que
mi pobre padre me hizo ingresar a los quince años en la oficina de lo que él llamaba «un respetable
comerciante y comisionista en ferretería, que hace excelentes negocios». ¡Excelentes negocios!
¡Excelentes disparates, diría yo! Como consecuencia de esta locura, tuve que volverme dos o
tres días después a casa de mi obtusa familia, víctima de un acceso de fiebre y sufriendo los más
violentos y peligrosos dolores en la coronilla, vale decir, alrededor de mi órgano del orden. Estuve
entre la vida y la muerte durante seis semanas, y los médicos me desahuciaban. Pero, aunque sufrí
mucho, quedé muy agradecido. Me había salvado de convertirme en un «respetable comerciante
y comisionista en ferretería, que haría excelentes negocios», y bendije la protuberancia que había
coadyuvado a mi salvación, así como a la bondadosa mujer que había puesto dicho medio a mi
alcance.
La mayoría de los chicos se escapan de su casa entre los diez y los doce años, pero yo esperé hasta
los dieciséis. Y ni siquiera creo que me hubiese ido, de no oír hablar a mi madre sobre un proyecto
de instalarme por mi cuenta con un negocio de almacén. ¡Un negocio de almacén! ¡Nada menos!
Inmediatamente resolví marcharme, a fin de iniciar por mi lado alguna tarea decente sin seguir
esperando el resultado de los caprichos de aquellos excéntricos viejos, ni correr el peligro de que al
final hicieran de mí un genio. Mi proyecto se vio coronado por el mejor de los éxitos en la primera
tentativa y al cumplir los dieciocho años me encontré haciendo amplios y proficuos negocios en el
renglón de la Propaganda Callejera de Sastrerías.
Las onerosas tareas de mi profesión sólo podía llevarlas a cabo gracias a la rígida fidelidad a un
sistema que constituía el rasgo distintivo de mi inteligencia. El método escrupuloso caracterizaba
tanto mis acciones como mis cuentas. En mi caso no era el dinero, sino el método, quien «hacía»
al hombre -por lo menos aquello que no hacía el sastre que me empleaba-. Todas las mañanas, a
las nueve, me presentaba para que éste me entregara las ropas del día. A las diez ya me hallaba
en algún paseo de moda o lugar frecuentado por el público. La precisión y regularidad con que
hacía girar mi elegante persona, a fin de mostrar sucesivamente cada porción de mi vestimenta,
era la admiración de todos los conocedores del oficio. Jamás llegaba el mediodía sin que regresara
con algún cliente a la sastrería de los señores Corte y Vuelva. Lo digo orgullosamente, pero con
lágrimas en los ojos, pues aquella firma se condujo conmigo de la manera más ingrata. La moderada
cuenta por la cual disputamos, para finalmente separarnos, no puede considerarse en modo alguno
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excesiva; no lo pensarían así aquellos que conocen a fondo la profesión. De todas maneras, siento
tanto orgullo como satisfacción al permitir que el lector juzgue por sí mismo. He aquí cómo estaba
redactada mi cuenta:
Señores Corte y Vuelva, Sastres, Deben
a Peter Profitt, Anunciador Callejero
Cents
Julio 10.- Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente................................................................25
Julio 11.- Ídem..............................................................................................................................................25
Julio 12.- Mentira de segunda clase: género negro estropeado vendido como verde invisible.............25
Julio 13.- Mentira de primera clase: recomendación de un satinete como si fuera de paño fino...........75
Julio 20.- Compra de un cuello de papel, para hacer juego con el completo gris.....................................2
Agosto 15.- Por vestir el traje con doble forro (mientras el termómetro marcaba 106 a la sombra......25
Agosto 16.- Por pararme en una sola pierna durante tres horas, para exhibir los nuevos pantalones con
trabilla, a 12, ½ centavos por pierna y por hora................................................................................... 37, ½
Agosto 17.- Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente (hombre muy grueso........................50
Agosto 18.- Ídem (estatura mediana)..........................................................................................................25
Agosto 19.- Ídem (estatura pequeña y mal pagador)...................................................................................6
Total.................................................................................................................................................... $2, 95 ½
El punto en disputa de mi cuenta era el muy moderado precio de dos centavos por el cuello de
papel. Doy mi palabra de honor de que no era un precio exagerado. Se trataba de uno de los
cuellos más limpios y bonitos que he visto nunca, y tengo buenas razones para creer que influyó
en la venta de los tres completos grises. Sin embargo, el socio principal de la firma sólo quiso
pagarme un centavo, tomando a su cargo la demostración de cuántos cuellos podían obtenerse
con una hoja de papel de oficio. Inútil señalar que insistí en el principio de la cosa. Los negocios
son los negocios, y deben ventilarse como corresponde. No alcanzaba a distinguir ningún sistema
en el hecho de que me estafaran un centavo (un evidente fraude del 50 por 100), y mucho menos
un método. Abandoné de inmediato el empleo de los señores Corte y Vuelva, instalándome por
mi cuenta en el negocio del Mal de Ojo, que es una de las ocupaciones ordinarias más lucrativas,
respetables e independientes.
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»3 de enero.- Fui al teatro en busca de Gruff. Lo vi en un palco de la segunda fila, entre una dama
gruesa y otra delgada. Los estuve mirando con los gemelos hasta que la dama gorda enrojeció y
dijo algo a G. Entré entonces en el palco, poniendo la nariz al alcance de la mano de G. No me
quiso tirar de ella. Me soné e hice otra tentativa: nada. Me senté entonces y me puse a guiñar el
ojo a la dama flaca, hasta tener la satisfacción de que G. me agarrara por el cuello y me tirara a la
platea. Dislocación de cuello y pierna derecha completamente astillada. Volví a casa contentísimo,
bebí una botella de champaña y asenté en mis libros al joven Gruff por la suma de cinco mil
dólares. Bag dice que todo saldrá bien.
»15 de febrero.- Llegué a un acuerdo en el caso de Mr. Snap. Ingreso consignado: cincuenta
centavos (ver libros).
»16 de febrero.- Perdí el pleito contra el canalla de Gruff, quien me hizo un regalo de cinco dólares.
Costas del proceso: cuatro dólares y veinticinco centavos. Beneficio neto (ver libros), setenta y
cinco centavos.»
Pues bien, en un período tan breve, puede verse, por lo que antecede, que había obtenido un
beneficio de un dólar y veinticinco, nada más que en los casos de Snap y Gruff; por lo demás,
aseguro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados de mi Diario al azar.
Un viejo y muy cierto adagio afirma, sin embargo, que el dinero no es nada al lado de la salud.
Pronto descubrí que los esfuerzos de mi profesión no convenían a mi delicada constitución; cuando
no me quedó hueso sano en el cuerpo, y mis amigos, al encontrarme en la calle, no se atrevían a
asegurar que yo fuera Peter Profitt en persona, se me ocurrió que lo mejor era cambiar de negocio.
Consagré por tanto mi atención al Barrido de las Aceras y me dediqué al mismo durante varios
años.
Lo malo de esta ocupación está en que demasiadas personas se aficionan a ella y la competencia
se vuelve excesiva. Cualquier ignorante que no tiene inteligencia en cantidad suficiente como para
abrirse camino como anunciador callejero, en el mal de ojo o en el asalto y agresión, piensa que le
irá perfectamente como barredor de aceras. Pero nunca hubo idea tan errónea como la de creer que
para este negocio no hace falta inteligencia. Y, sobre todo, que en él se puede prescindir del método.
Por mi parte sólo lo practicaba al por menor, pero mis viejos hábitos de sistema me mantenían
magníficamente a flote. En primer lugar elegí con todo cuidado el cruce de calle que me convenía,
y jamás arrimé una escoba a otras aceras que no fueran ésas. Tuve buen cuidado, además, de contar
con un excelente charco de barro a mano, del cual podía proveerme en un instante. Gracias a todo
ello llegué a ser conocido como hombre de confianza; y permítaseme decir que, en los negocios,
esto representa la mitad de la batalla ganada. Jamás persona alguna que me hubiera ofendido
tirándome tan sólo un cobre alcanzó a llegar al otro lado de mi cruce con los pantalones limpios.
Y como mis costumbres comerciales en este sentido eran suficientemente conocidas, nunca me vi
sometido al menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría tolerado. Puesto que no pretendía
imponerme a nadie, no estaba dispuesto a que nadie se burlara de mí. Claro que no podía impedir
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los fraudes de los bancos. El cierre de sus puertas me creaba inconvenientes ruinosos. Pero los
bancos no son individuos, sino sociedades, y las sociedades carecen de cuerpos donde se puedan
aplicar puntapiés y de almas que mandar al demonio.
Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un momento aciago, me dejé tentar e ingresé
en la Salpicadura de Perro, profesión un tanto análoga, pero de ninguna manera tan respetable. A
decir verdad, estaba muy bien instalado en pleno centro y tenía lo necesario en materia de betún
y cepillos. Mi perrito era muy gordo y estaba habituado a todas las variantes del oficio, pues
llevaba en él largo tiempo, y me atrevo a decir que lo comprendía. Nuestra práctica general era la
siguiente: Luego de revolcarse convenientemente en el barro, Pompeyo se instalaba en la puerta
de la tienda hasta ver a un dandy que venía por la calle con los zapatos relucientes. Se le acercaba
entonces y se frotaba una o dos veces contra él. Como es natural, el dandy juraba abundantemente
y luego miraba en torno en busca de un lustrador de zapatos. Y allí estaba yo, bien a la vista, con
betún y cepillos. El trabajo sólo tomaba un minuto y su resultado eran seis centavos. Esto me bastó
por un tiempo; yo no era avaricioso, pero en cambio mi perro sí lo era. Le cedía un tercio de los
beneficios, hasta que le aconsejaron que pidiera la mitad. Imposible tolerar semejante cosa, de
modo que, luego de discutir, nos separamos.
Por un tiempo ensayé la profesión de Organillero, y debo admitir que me fue bastante bien. Es
un negocio sencillo, directo y que no requiere aptitudes especiales. Puede usted comprar un
organillo por muy poco dinero y, a fin de ponerlo en buen estado, basta abrirlo y darle tres o cuatro
martillazos. Mejora el tono del instrumento -para sus finalidades comerciales- mucho más de lo que
usted imaginaría. Hecho esto, no hay más que echar a andar con el organillo a la espalda hasta ver
un jardín delantero bien cubierto de grava y un llamador envuelto en piel de ante. Se detiene uno
entonces y se pone a dar vueltas a la manija, adoptando el aire de quien está dispuesto a quedarse
ahí y tocar hasta el juicio final. Muy pronto se abre una ventana y alguien arroja seis peniques,
pidiendo al mismo tiempo: «¡Deje de tocar y váyase!» Estoy enterado de que ciertos organilleros
han aceptado marcharse por esta suma; por mi parte, mis gastos de capital eran demasiado grandes
para permitirme hacerlo por menos de un chelín.
Obtuve buenos beneficios con esta ocupación, pero de todos modos no me sentía satisfecho y
acabé por abandonarla. Diré la verdad: trabajaba con el inconveniente de carecer de un mono,
aparte de que las calles de Norteamérica son tan sucias, el Populacho tan molesto... y no digamos
nada de la cantidad de mocosos traviesos.
Estuve sin empleo algunos meses, pero por fin, a fuerza de gran perseverancia, logré introducirme
en el Falso Correo. En este negocio las obligaciones son sencillas y procuran bastantes beneficios.
Por ejemplo: de mañana muy temprano, tenía que preparar mi fajo de cartas falsas. Dentro de cada
una escribía unas pocas líneas sobre cualquier cosa, con tal de que tuviera un aire misterioso, y
firmaba aquellas epístolas «Tom Dobson» o «Bobby Tompkins». Cerradas y lacradas, procedía a
aplicarles falsos sellos de Nueva Orleans, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy distante.
Me ponía luego en marcha, como si llevara mucha prisa. Siempre llamaba a las casas importantes,
entregaba una carta y recibía el pago del porte correspondiente. Nadie vacila en pagar el porte de
correos por una carta, especialmente si es voluminosa. ¡La gente es tan estúpida! Y ni que decir
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que me sobraba tiempo para dar vuelta a la esquina antes de que tuvieran tiempo de enterarse de la
epístola. Lo peor de esta profesión es que me obligaban a caminar mucho y rápidamente, así como
a variar de continuo mi itinerario. Además, me producía grandes escrúpulos de conciencia. Jamás
he podido tolerar los insultos a las personas inocentes, y la forma en que toda la ciudad maldecía a
Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente muy penosa de escuchar. Terminé lavándome las
manos del asunto lleno de repugnancia.
Mi octava y última especulación consistió en la Cría de Gatos. Dicho negocio me resultó el más
agradable y lucrativo de todos, sin que me diera el menor trabajo. Como es sabido, la región está
plagada de gatos, al punto que recientemente se debatió en la Legislatura, en una memorable
sesión, un pedido de ayuda firmado por personas tan numerosas como respetables. En aquel
momento la Asamblea se hallaba excepcionalmente bien informada de los problemas públicos, y
coronó sus muchas, sabias y saludables decisiones con la Ley de los Gatos. En su forma original,
esta ley ofrecía una recompensa por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos la pieza; pero
más tarde el Senado enmendó el artículo correspondiente, sustituyendo «cola» por «cabeza», y la
enmienda era tan adecuada que la Asamblea la aprobó nemine contradicente.
Tan pronto el Gobernador hubo firmado el decreto, invertí todo mi capital en la compra de Gatos.
Al principio sólo podía alimentarlos con ratones, que son baratos, pero pronto aquellos animales
cumplieron las prescripciones de la Escritura a una velocidad tan maravillosa que su número
me permitió adoptar una política liberal, y desde entonces los alimenté con ostras y tortuga. Sus
colas, a precio legislativo, me proporcionan hoy en día una buena renta, pues he descubierto un
procedimiento basado en el aceite Macasar, que me permite obtener tres cosechas anuales. Me
encanta asimismo que los animalitos se hayan acostumbrado de tal manera que prefieran perder
la cola a conservarla. Me considero, pues, un hombre que ha completado su carrera, y estoy
negociando la compra de una finca sobre el Hudson.
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Corneille
No recuerdo ahora dónde o cuándo vi por primera vez a aquel apuesto militar, el Brigadier General
Honorario John A. B. C. Smith. Sin duda, alguien me presentó a él en alguna ceremonia pública,
¡naturalmente!, presidida por alguna persona muy importante, ¡claro está!, en un sitio o en otro,
¡por supuesto!, aunque me haya olvidado inexplicablemente de su nombre. Debo decir que esperé
aquella presentación en un estado de nervios que me impidió formarme una idea bien definida
del lugar y del tiempo. Soy constitucionalmente nervioso; es un defecto de familia, y no lo puedo
impedir. La menor apariencia de misterio, la cosa más ínfima que no alcance a comprender, bastan
para sumirme de inmediato en un estado de lamentable agitación.
Había por así decir algo notable -sí, notable, aunque el término es muy débil para expresar
plenamente lo que quisiera dar a entender- en la apariencia de aquel personaje. Tenía probablemente
seis pies de estatura y un aspecto muy imponente. Se notaba en él un air distingué que hablaba de
una refinada cultura y hacía suponer una alta cuna. Sobre este tema -el de la apariencia personal de
Smith- siento una especie de melancólica satisfacción en ser minucioso. Su cabello hubiera hecho
honor a un Bruto; ondulábase de la manera más extraordinaria, y tenía un brillo incomparable.
Era de un negro azabache, y este color -o, mejor dicho, este no-color- era asimismo el de sus
inimaginables patillas. Ya habréis advertido que no puedo hablar sin entusiasmo de estas últimas;
no es decir demasiado si afirmo que eran el más hermoso par de patillas existentes bajo el sol.
Flanqueaban, y a veces hasta cubrían en parte la más perfecta boca imaginable, donde lucían los
dientes más regulares y más blancos que concebirse puedan. En cada ocasión apropiada nacía de
aquella boca una voz sumamente clara, melodiosa y bien timbrada. Con respecto a los ojos, Smith
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estaba igualmente muy bien dotado. Cada uno de los suyos valía por un par de órganos oculares
ordinarios. Muy grandes y brillantes, tenían pupilas de un color castaño profundo, y una que otra
vez se advertía en ellos esa ligera e interesante oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
El torso del General era sin duda alguna el más hermoso que haya visto jamás. En vano se hubiera
querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de
manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran provocado el rubor de la humillación
en el Apolo de mármol. Me apasionaban los hombros, y puedo decir que jamás había visto perfección
semejante. Los brazos estaban igualmente bien modelados, y los miembros inferiores no les iban
en zaga en cuanto a perfección. Eran realmente el nec plus ultra de las piernas hermosas. Todo
conocedor de la materia reconocía que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado carnosas, ni
demasiado flacas; ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que la del os
femoris; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fibula, que contribuye
a la conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses que
a mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas del Brigadier
General Honorario John A. B. C. Smith.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las zarzamoras, me
resultaba imposible creer que lo notable a que he aludido, ese extrañó je ne sais quoi que envolvía
a mi reciente conocido, procediera tan sólo de la acabada perfección de sus dones corporales.
Quizá emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser demasiado afirmativo. Había un
estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado de precisión mesurada y, si se me permite
decirlo así, rectangular, en todos sus movimientos, que en una persona más pequeña hubiera
parecido lamentable afectación o pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones del
general no podía atribuirse más que a reserva, a hauteur y, en una palabra, al loable sentido de lo
que corresponde a la dignidad de las proporciones colosales.
El excelente amigo que me presentó al General Smith me dijo al oído algunas frases elogiosas
sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad uno de los más notables de
la época. Gozaba de especial favor ante las damas, sobre todo por su alta reputación de hombre
valeroso.
-En ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero paladín, sin la
menor duda -dijo mi amigo con un susurro, llenándome de excitación por el misterio que había en
su voz.
-Sí, un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y terrible lucha
en los pantanos del sud, contra los indios cocos y los kickapoos. (Aquí mi amigo abrió mucho
los ojos.) ¡Dios me asista! ¡Cuánta sangre, pólvora... todo lo imaginable! ¡Prodigios de valor!
Supongo que ha oído usted hablar de él... Probablemente no ignora que es el hombre que...
-¡Vaya, vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! -lo interrumpió
en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo e inclinándose rígida pero
profundamente cuando le fui presentado. Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que
jamás había escuchado una voz tan clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero
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debo reconocer que lamenté que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los
murmullos y las insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el héroe de la campaña
contra los cocos y los kickapoos.
Empero, la deliciosa y brillante conversación del Brigadier General Honorario John A. B. C. Smith
no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se marchó casi de inmediato,
sostuvimos un largo tête-à-tête, y no sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas.
Jamás he oído a un narrador más fluido, ni a un hombre más informado. Con loable modestia, sin
embargo, se abstuvo de tocar el tema que más me apasionaba -aludo a las misteriosas circunstancias
referentes a la guerra contra los cocos-, y por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me
vedó mencionar la cuestión, pese a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el
valeroso militar prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en
comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el rumbo de nuestro
diálogo, volvía invariablemente a ocuparse del asunto.
-No hay nada comparable a esto -decía-. Somos un pueblo admirable y vivimos en una edad
maravillosa. ¡Paracaídas y ferrocarriles… trampas perfeccionadas y fusiles de gatillo! Nuestros
barcos a vapor recorren todos los mares, y el globo de Nassau se dispone a efectuar viajes regulares
(a sólo veinticinco libras el pasaje) entre Londres y Timboctú. ¿Quién puede prever la inmensa
influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la literatura, que habrán de tener los grandes
principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro a usted que no es todo! El progreso de las
invenciones no conoce fin. Las más admirables, las más ingeniosas… y permítame usted agregar,
Mr… Mr. Thompson, según creo, permítame agregar, digo, que los dispositivos mecánicos más
útiles, los más verdaderamente útiles… surgen día a día como hongos, si es que puedo expresarme
así o, más figurativamente, como… sí, como saltamontes… como saltamontes, Mr. Thompson…
en torno de nosotros… ¡ja, ja!... en torno de nosotros.
Mi nombre no es Thompson; pero de más está decir que me separé del General Smith con
multiplicado interés por su persona, imbuido de una altísima opinión sobre sus dotes de conversador
y una profunda convicción de los valiosos privilegios que gozamos por vivir en esta época de
invenciones mecánicas. Mi curiosidad, sin embargo, no había quedado completamente satisfecha,
y resolví de inmediato hacer averiguaciones entre mis amistades sobre el Brigadier General
Honorario y sobre los tremendos sucesos quorum pars magna fuit durante la campaña de los cocos
y de los kickapoos.
La primera oportunidad que se me presentó y que (horresco referens) no tuve el menor escrúpulo
en aprovechar, aconteció en la iglesia del Reverendo Doctor Drummummupp, donde un domingo,
a la hora del sermón, me encontré no solamente instalado en uno de los bancos, sino al lado de
mi muy meritoria y comunicativa amiga Miss Tabitha T. Apenas la descubrí, me congratulé por el
buen cariz que tomaban mis asuntos, y no me faltaba razón, ya que si alguien sabía alguna cosa
sobre el Brigadier General Honorario John A. B. C. Smith, esa persona era Miss Tabitha T. Nos
telegrafiamos unas cuantas señales y empezamos sotto voce un animado tête-à-tête.
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-¿Smith? -dijo ella, en respuesta a mi ansiosa pregunta-. ¿Querrá usted decir el General John A.
B. C.? ¡Dios me asista, hubiera jurado que estaba al tanto de todo! ¡Un episodio tan horrible!
¡Ah, esos kickapoos, qué monstruos sanguinarios! Sí, luchó como un héroe... prodigios de valor...
renombre inmortal. ¡Smith! ¡Brigadier General Honorario John A. B. C.! Vamos, bien sabe usted
que se trata del hombre que...
-¡El hombre -gritó el Doctor Drummummupp con todas sus fuerzas, y con un puñetazo que estuvo
a punto de romper el pulpito-, que ha nacido de mujer, sólo vivirá poco tiempo; así como crece, así
es cortado como una flor!
Me apresuré a correrme al extremo del banco, advirtiendo por las miradas que me echaba el
predicador que la cólera, poco menos que fatal para el pulpito, provenía de los murmullos entre la
dama y yo. No había nada que hacerle; me sometí, pues, resignadamente, y escuché envuelto en el
martirio de un silencio digno el resto de aquel importantísimo discurso.
A la noche siguiente acudí algo tarde al teatro Rantipole, donde estaba seguro de satisfacer
inmediatamente mi curiosidad mediante el simple expediente de entrar al palco de aquellas
exquisitas muestras de afabilidad y omnisciencia, las señoritas Arabella y Miranda Cognoscenti.
El notable trágico Clímax representaba a Iago ante un público numeroso, y me costó algún trabajo
hacerme entender, máxime cuando nuestro palco estaba casi suspendido sobre la escena.
-¡Smith! -dijo Miss Arabella, que por fin comprendió mi pregunta-. ¡Smith! ¿El General John A.
B. C.?
-¡Smith! -coreó pensativamente Miranda-. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna vez un hombre de
mejor estampa?
-Jamás, amiga mía; pero, por favor, dígame usted...
-¿Y una gracia tan inimitable?
-Nunca, bajo palabra de honor. Pero quisiera saber...
-¿O un sentido tan profundo de la escena?
-¡Señorita!
-¿O una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire usted qué
piernas!
-¡Oh, qué demonios! -dije, y me volví otra vez hacia su hermana.
-¡Smith! -repitió ella-. ¿No será el General John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue aquello! ¿No es
cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...! Afortunadamente vivimos en una época
de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí, un gran hombre! ¡Temerario hasta el límite! ¡Renombre
inmortal! ¡Prodigios de coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto fue dicho a gritos.) ¡Dios me
asista! Ya sabe usted, es el hombre que...
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...ni la mandrágora
Ni todos lo elixires somníferos del mundo
Te proporcionarán jamás ese dulce sueño
De que gozaste ayer!
-aulló Clímax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que no pude ni
quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas Cognoscenti, pasé entre bastidores y, al
aparecer aquel pillo, le di una paliza que espero recordará hasta el día de su muerte.
Durante la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me sentí seguro de
que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos sentado a la mesa de juego, teniendo
a mi bonita huésped vis-à-vis, le hice las preguntas cuya respuesta se había convertido en algo tan
esencial para mi tranquilidad de espíritu.
-¡Smith! -dijo mi amiga-. ¿Supongo que alude usted al General John A. B. C.? ¡Qué terrible
episodio! ¿Oros, dijo usted? ¡Ah, esos kickapoos, qué miserables! Por favor, Mr. Tattle, estamos
jugando al whist... De todas maneras ésta es la época de las invenciones... ciertamente es la época
par excellence... ¿habla usted francés? ¡Sí, un héroe, y de una temeridad increíble! ¿No tiene usted
corazones, Mr. Tattle? ¡Imposible! ¡Sí, un renombre inmortal... prodigios de valor! ¿Qué nunca
había oído hablar de él? ¡Cómo! ¡Si se trata del hombre que...!
-¿Hombrequet? ¿El Capitán Hombrequet? -interrumpió desde lejos y a gritos una invitada-. ¿Está
usted hablando del Capitán Hombrequet y del duelo? ¡Oh, quiero escuchar lo que dicen! ¡Por
favor, Mrs. O’Trump... siga usted, le suplico que siga contando!
Y así lo hizo Mrs. O’Trump, emprendiendo una narración sobre un cierto Capitán Hombrequet,
a quien habían ahorcado o muerto a tiros, o que por lo menos lo merecía. ¡Palabra! Y como Mrs.
O’Trump continuaba indefinidamente... acabé por marcharme. Aquella noche me sería imposible
escuchar nada referente al Brigadier General Honorario John A. B. C. Smith.
Me consolé, sin embargo, pensando que tanta mala suerte no podía durar siempre, y me decidí
audazmente a procurarme informaciones en los salones de fiesta de aquel hechicero angelillo, la
graciosa Mrs. Pirouette.
-¡Smith! -exclamó ésta mientras dábamos vueltas y vueltas en un pas de zéphyr- ¿Se refiere usted
al General John A. B. C.? ¡Ah, qué terrible esa historia de los cocos! ¿No es cierto? ¡Qué gentes tan
horribles son los indios! ¡Ponga la punta de los pies hacia afuera! ¿No le da vergüenza? Un hombre
valerosísimo, el pobre… Pero vivimos en una época de maravillosas invenciones… ¡Dios mío,
me falta el aliento! ¡Sí, un coraje temerario! ¡Prodigios de valor! ¿Qué nunca oyó usted hablar de
él? ¡Imposible! ¡Tengo que sentarme y hacérselo saber! ¡Si justamente Smith es el hombre que…!
-¡Man-fredo! -gritó Miss Sabihonda, en momentos en que yo llevaba a Mrs. Pirouette hacia un
sofá-. ¿Cómo se puede decir semejante cosa? ¡Le aseguro que se trata de Man-fredo y no de Man-
frido!
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Y como Miss Sabihonda me tomara por testigo de la manera más perentoria, me vi precisado,
quisiera o no, a terciar en la solución de una disputa referente al título de cierto drama poético de
Lord Byron. Y aunque afirmé de inmediato que el verdadero título era Man-frido, y de ninguna
manera Man-fredo, apenas me volví en busca de Mrs. Pirouette descubrí que se había perdido de
vista, por lo cual me marché de su casa envuelto en la más amarga animosidad contra la entera raza
de las sabihondas.
Las cosas se estaban poniendo muy serias, y resolví visitar sin pérdida de tiempo a mi amigo
íntimo Mr. Theodore Sinivate, pues estaba seguro de obtener de él alguna información precisa.
-¡Smith! -exclamó, con su peculiar manera de arrastrar las palabras-. ¿No se tratará del General
John A. B. C.? Triste asunto ese de los kickapoos, ¿no es cierto? Una temeridad extraordinaria...
¡una lástima verdaderamente! ¡Qué época, qué maravillosos inventos! ¡Prodigios de valor! Dicho
sea de paso, ¿no oyó hablar usted del Capitán Hombrequet?
-¡Que se vaya al diablo el capitán Hombrequet! -repuse-. Por favor, siga con su relato.
-¡Ejem! Pues bien... es exactamente la même cho-o-ose, como decimos en Francia. ¿Smith, eh? ¿El
Brigadier General John A. B. C.? Vea usted... -y aquí Mr. S. creyó oportuno ponerse un dedo contra
la nariz-. ¿No pretenderá insinuar, verdadera y conscientemente, que no sabe nada de la historia
de Smith? Porque usted habla de Smith, supongo, de John A. B. C., ¿eh? Pues, estimado amigo, se
trata del hombre...
-Mr. Sinivate -imploré-. ¿Se trata del hombre de la máscara de hierro?
-No-o-o -repuso, con aire de entendido-. Ni tampoco del hombre de la luna.
Consideré que esta réplica constituía un punzante y claro insulto, y abandoné de inmediato la casa,
lleno de cólera y dispuesto a exigir a mi amigo Mr. Sinivate una pronta explicación por tan poco
caballeresca conducta y tanta mala educación.
Pero, en el ínterin, no estaba dispuesto a renunciar a las informaciones que deseaba. Me quedaba
todavía un recurso. Lo mejor sería ir a la fuente misma. Visitaría inmediatamente al General,
pidiéndole con palabras explícitas una solución de tan abominable misterio. Aquí al menos, no
habría posibilidad de error. Sería llano, positivo, perentorio, tan conciso como Tácito o Montesquieu.
Llegué muy temprano a casa del General, que se estaba vistiendo, pero como insistí en que se
trataba de algo urgente, un viejo mucamo negro me hizo pasar al dormitorio, y se quedó allí para
servir a su amo. Como es natural, al entrar en la habitación miré en torno buscando a su ocupante,
pero no lo distinguí. Había un bulto muy grande y muy raro contra mis pies, y, como no estaba yo
del mejor de los humores, le di un puntapié para quitarlo del camino.
-¡Ejem… ejem… no me parece una conducta muy correcta, que digamos! -dijo el bulto con una
vocecilla tan débil como curiosa, algo entre chirrido y silbido, algo que no había oído en todos los
días de mi existencia.
-¡Ejem!, más bien civil, que debo observar.
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Grité de terror y huí diagonalmente hasta refugiarme en el rincón más alejado del dormitorio.
-¡Mi estimado amigo! -volvió a silbar el bulto-. ¿Qué... qué... qué cosa le sucede? ¡Hasta creería
que no me reconoce usted!
-¡No, no, no! -me dijo, consiguiendo estar tan cerca de la pared como era posible, y celebrando
con ambas manos en forma de reconvención-. ¡No sabes, sabes, sabes, no te conozco en absoluto!
¿Dónde está tu amo? -aquí me di un impaciente estrabismo hacia el negro, manteniendo un ojo
firmemente en el paquete.
-¡Él!, ¡él!, ¡él!, ¡él-aw!, ¡él-aw! -reía en voz alta ese espécimen delicioso de la familia humana,
con la boca bastante extendida de oreja a oreja, y con el dedo índice retenido cerca de su cara, y lo
empató en el objeto de mi aprensión, como si estuviera tomando el objetivo con una pistola.
-¡Él!, ¡él!, ¡él!... ¡él-aw!, ¡él-aw!, ¡él-aw!... ¿Qué? ¿Quieres a Mass Smif? ¿Por qué?, dáselo.
¿Qué podía yo contestar a eso? Tambaleándome, me dejé caer en un sillón y, con la boca abierta y
los ojos fuera de las órbitas, esperé la solución de aquel enigma.
-No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? -insistió la indescriptible cosa, que,
según alcancé a ver, estaba efectuando en el suelo unos movimientos inexplicables, bastante
parecidos a los de ponerse una media. Pero sólo se veía una pierna.
-No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? ¡Pompeyo, tráeme esa pierna!
Pompeyo se acercó al bulto y le alcanzó una notable pierna artificial, con su media ya puesta, que
el bulto se aplicó en un segundo, tras lo cual vi que se enderezaba.
-Y aquella batalla fue harto sangrienta -continuó diciendo la cosa, como si monologara-. Pero no
hay que meterse a pelear contra los cocos y los kickapoos y creer que se va a salir de allí con un
mero rasguño. Pompeyo, haz el favor de darme ese brazo. Thomas -agregó, volviéndose a mí- es el
mejor fabricante de piernas postizas; pero si alguna vez necesitara usted un brazo, querido amigo,
permítame que le recomiende a Bishop.
Y a todo esto Pompeyo le atornillaba un brazo.
-Aquella lucha fue una cosa terrible, puedo asegurárselo. Vamos, perillán, colócame los hombros y
el pecho. Pettitt fabrica los mejores hombros, pero si quiere usted un pecho vaya a Ducrow.
-¡Un pecho! -exclamé.
-¡Pompeyo! ¿Terminarás de ponerme la peluca? Que lo esculpen a uno no tiene nada de agradable,
pero a fin de cuentas siempre es posible procurarse un peluquín tan bueno como éste en De L’Orme.
-¡Peluquín!
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-¡Vamos, negro, mis dientes! Para una buena dentadura, le aconsejo ir enseguida a Parmly. Cuesta
caro, pero hacen trabajos excelentes. En cuanto a mí, me tragué no pocos de mis dientes cuando
uno de los indios cocos me machacaba con la culata del rifle.
-¡Culata del rifle! ¡Lo machacaba! ¿Pero qué ven mis ojos?
-¡Oh, ahora que lo menciona... trae aquí ese ojo Pompeyo, y atorníllalo pronto! Esos kickapoos no
son nada lerdos para dejarlo a uno tuerto. Pero el Doctor Williams es un hombre de talento, y no
puede imaginarse lo bien que veo con los ojos que fabrica.
Comencé entonces a percibir con toda claridad que el objeto erguido ante mí era nada menos que
mi reciente conocido, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Debo reconocer que las
manipulaciones de Pompeyo habían transformado por completo la apariencia de aquel hombre.
Pero su voz me seguía dejando perplejo, aunque el misterio no tardó en disiparse como los otros.
-¡Pompeyo, condenado negro -chirrió el General-, estaría por creer que vas a dejarme salir sin mi
paladar!
Murmurando una excusa el negro se acercó a su amo, le abrió la boca con el aire entendido de
un jockey y le ajustó en el interior un aparato de singular aspecto, haciéndolo con grandísima
destreza, aunque por mi parte no alcancé a ver nada. El cambio en la expresión del General fue
tan instantáneo como sorprendente. Cuando habló de nuevo, su voz había recobrado aquella rica
tonalidad y potencia que me habían llamado la atención en nuestra primera entrevista.
-¡Malditos sean esos perros! -dijo con una articulación tan clara que me sobresalté-. ¡Malditos
sean! No sólo me hundieron el paladar, sino que se tomaron el trabajo de cortarme por lo menos
siete octavos de lengua. Pero, afortunadamente, tenemos a Bonfanti, que es inigualable en toda
América cuando se trata de artículos de esta especie. Se lo recomiendo a usted con toda confianza
-agregó el general, inclinándose- y le aseguro que mucho me complace poder hacerlo.
Agradecí su gentileza lo mejor posible y me despedí de inmediato, perfectamente enterado de la
verdad y sin el menor resto de aquel misterio que tanto me había perturbado. Era evidente. Era
clarísimo. El Brigadier General Honorario John A. B. C. Smith era el hombre… era EL HOMBRE
QUE SE GASTÓ.
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Durante el otoño de 18..., en el curso de una excursión por las provincias más meridionales de
Francia, mi ruta me condujo a pocas millas de distancia de cierta Maison de Santé o manicomio
particular, del que había oído hablar mucho en París a mis amigos médicos. Como nunca había
visitado un lugar de este género, pensé que aquélla era una buena oportunidad para no dejarla
perder; y así, pues, le propuse a mi compañero de viaje (un señor a quien había conocido por
casualidad unos días antes) que nos desviásemos, durante una hora o cosa así, para inspeccionar
el establecimiento. Mi compañero se excusó, alegando en primer lugar la prisa, y en segundo
lugar su gran horror habitual a ver un loco. Pero me suplicó que no dejase, por mera cortesía
hacia él, de satisfacer mi curiosidad, y dijo que seguiría adelante con lentitud, para que yo pudiera
alcanzarle durante el día o, en todo caso, al día siguiente. Al despedirse, pensé que yo tropezaría con
algunas dificultades para conseguir la entrada en el establecimiento, y expresé mis temores sobre
este punto. El contestó que, en efecto, como no conociese personalmente al director, Monsieur
Maillard, o no contase con alguna carta de presentación, no dejaría de surgir alguna dificultad, pues
los reglamentos de estos manicomios particulares son más rígidos que los de un hospital público.
Añadió que había conocido unos años antes a Maillard, y que me acompañaría gustoso hasta la
puerta y me introduciría allí, aunque sus sentimientos con relación a los lunáticos no le permitieran
entrar en aquella casa.
Le di las gracias, y torciendo por la carretera real entramos en una senda que, al cabo de media
hora, casi se perdía en un denso bosque que cubría la base de una montaña. Cruzamos aquel
húmedo y sombrío bosque cabalgando unas dos millas, cuando apareció a nuestra vista la Maison
de Santé. Era un château fantástico, muy deteriorado y realmente apenas habitable por su abandono
y vetustez. Su aspecto me inspiró un absoluto pavor y, refrenando mi caballo, decidí volver atrás.
Pero pronto me avergoncé de mi flaqueza y seguí avanzando.
Mientras cabalgábamos hacia la puerta de entrada, noté que estaba levemente entreabierta y
que estaba atisbando por ella la cara de un hombre. Un instante, después este hombre se nos
acercó, llamó a mi compañero por su nombre, le estrechó cordialmente la mano y le rogó que se
apease. Era Monsieur Maillard en persona. Era un apuesto y bien parecido caballero de la vieja
escuela, de modales corteses y con cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad que resultaba muy
impresionante.
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imprudentes a quienes se les invitaba a visitar la casa. Por eso me vi obligado a adoptar un riguroso
sistema de exclusión, y ahora no obtiene permiso para entrar en el establecimiento nadie en cuya
discreción no pueda confiar.
-Ha dicho usted -le interrumpí- que en los tiempos en que se hallaba en vigor su método primitivo...
¿Debo entender, pues, que el “método calmante”, del que tanto he oído hablar, no está ya en vigor?
-Hace ahora -contestó él- varias semanas que hemos decidido renunciar a él para siempre.
-De veras? ¡Me deja usted asombrado!
-Hemos visto, señor -dijo suspirando-, que era absolutamente necesario volver a las viejas
costumbres. El peligro del método calmante era, en todo momento, espantoso, y sus ventajas se
han exagerado mucho. Creo, señor, que si se ha realizado en algún sitio un verdadero ensayo de
ese método, ha sido en esta casa. Hemos hecho todo cuanto la humanidad racional puede sugerir.
Lamento que no haya podido visitarnos en una época anterior, pues hubiera juzgado por sí mismo;
pero presumo que usted estará versado en la práctica de este método, en sus detalles...
-No del todo. Lo que he oído ha sido de tercera o cuarta mano.
-Puedo enunciar este sistema, pues, en términos generales, como aquel en que los pacientes son
menages, mimados. No contradecíamos ninguno de los caprichos que invadían la mente del loco.
Por el contrario, no sólo éramos indulgentes con ellos, sino que los alentábamos, y muchas de
nuestras curaciones más duraderas se han realizado así. No hay ningún argumento que impresione
tanto la débil razón del loco como el argumentum ad absurdum. Hemos tenido pacientes, por
ejemplo, que se imaginaban ser pollos. La curación consistía..., insisto sobre esto como sobre
un hecho..., en acusar al paciente de estupidez por no darse cuenta de que aquello era un hecho,
negándole así durante una semana todo alimento que no fuese el adecuado para un pollo. De esta
forma, con un poco de trigo hemos realizado maravillas.
-Pero ¿sólo se empleaba este método de aquiescencia?
-De ningún modo. Poníamos mucha fe en diversiones de un género sencillo, tales como la música,
el baile, los ejercicios gimnásticos en general, las cartas, cierta clase de libros, etcétera. Fingíamos
tratar a cada individuo como si padeciese algún trastorno puramente físico, y la palabra “loco” no
se empleaba nunca. Un punto fundamental era que cada demente vigilase las acciones de todos
los demás. Al depositar la confianza en la inteligencia o en la discreción de un loco, se gana uno
su cuerpo y su alma. Este medio nos ha permitido prescindir del costoso personal de vigilancia.
-Y no tenían ninguna clase de castigo?
-Ninguna.
-Ni encerraba nunca a sus pacientes?
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-Muy rara vez. De cuando en cuando, la enfermedad de algún paciente originaba una crisis, o
le acometía un repentino acceso furioso; lo llevábamos a una celda secreta, por temor de que su
trastorno pudiese contagiar a los demás, y se le encerraba allí hasta que pudiese ser entregado a
sus amigos, pues no nos encargábamos de los locos furiosos. Estos, por lo general, son llevados a
manicomios públicos.
-Y ahora que ha cambiado todo esto, ¿cree usted que los resultados son mejores?
-Indiscutiblemente. El método tenía sus desventajas, y hasta sus peligros. Afortunadamente, hoy
día ha sido desechado en todas las Maisons de Santé de Francia.
-Me sorprende muchísimo -dije- lo que usted me cuenta, pues tenía la seguridad de que, en este
momento, no existía ningún otro método de tratamiento para la locura en todo el país.
-Es usted joven aún, amigo mío -replicó el director-; pero llegará un día en que aprenderá a juzgar
por usted mismo lo que está sucediendo en el mundo, sin dar crédito a los chismes de los demás.
No crea usted nada de lo que oiga, y sólo la mitad de lo que vea. Ahora bien, en lo que se refiere a
nuestras Maisons de Santé, es evidente que algún ignorante le ha engañado a usted. Pero después
de cenar, cuando esté usted suficientemente descansado de las fatigas de su viaje a caballo, tendré
mucho gusto en llevarle a recorrer la casa para iniciarle a usted en el sistema que, a mi juicio, y al
de todos los que han sido testigos de su aplicación, es, sin duda, el más eficaz de los ideados hasta
ahora.
-¿Es un método suyo? -pregunté-. ¿De su propia invención?
-Estoy orgulloso -replicó- de reconocer que lo es..., al menos, en cierta medida.
De esta manera conversé con Monsieur Maillard un par de horas, durante las cuales me enseñó los
jardines y los invernaderos del establecimiento.
-No puedo permitirle que vea a mis pacientes -dijo- en este momento. Para un espíritu sensible
son siempre más o menos impresionantes tales cosas, y no quiero quitarle el apetito para la cena.
Cenará usted con nosotros. Puedo darle ternera à la Menehoult, con coliflores en salsa velouté, y
después una copa de Clos de Vougeát; así tendrá sus nervios lo suficientemente firmes.
A las seis anunciaron la cena, y mi anfitrión me condujo a una amplia salle à manger, donde se
hallaba reunido un numeroso grupo, unas veinticinco o treinta personas en total. Eran, al parecer,
gente de categoría -ciertamente, de buena educación-, aunque su vestimenta me pareció de un
lujo extravagante, que conservaba mucho de la ostentosa elegancia de la vielle cour. Noté que, al
menos, las dos terceras partes de aquellos invitados eran señoras, y algunas de éstas no iban en
modo alguno ataviadas conforme a lo que un parisiense consideraría buen gusto en la actualidad.
Por ejemplo, muchas damas, que no tendrían menos de sesenta años, estaban adornadas con una
profusión de joyas, tales como sortijas, brazaletes y pendientes, mostrando el pecho y los brazos
descaradamente al desnudo. Observé también que muy pocos vestidos estaban bien hechos, o,
al menos, que muy pocos le caían bien a quienes los lucían. Al mirar alrededor, descubrí a la
interesante joven a quien Monsieur Maillard me había presentado en el pequeño locutorio; pero mi
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sorpresa fue grande al ver que llevaba un vestido de miriñaque, zapatos de tacón alto y un gorro
sucio de encaje de Bruselas, tan grande para ella que le daba a su cara una expresión ridículamente
diminuta. Cuando la vi por primera vez iba vestida mucho más convenientemente, de luto riguroso.
En resumen, reinaba tal aire de extravagancia en la vestimenta de toda la reunión que, al principio,
me hizo volver a mi idea primitiva sobre el “método calmante”, imaginándome que Monsieur
Maillard había querido engañarme hasta después de la cena, para evitarme toda impresión de
malestar durante la misma, al encontrarme cenando entre locos; pero recordé que me habían
informado en París de que los provincianos meridionales eran gente particularmente excéntrica,
con muchas ideas anticuadas; pero luego, al conversar con varios miembros de la reunión, mis
aprensiones se disiparon enseguida y por completo.
El comedor en que nos hallábamos, aunque tal vez era de buenas dimensiones y de suficiente
comodidad, carecía de elegancia. El suelo, por ejemplo, estaba sin alfombrar; en Francia, sin
embargo, se prescinde con frecuencia de la alfombra. También las ventanas carecían de cortinas;
las contraventanas, que se hallaban cerradas, estaban aseguradas con barras de hierro, colocadas
diagonalmente, conforme al sistema de cierre de nuestros tenderos. Observé que el apartamento
formaba, por sí solo, un ala del château, y, por consiguiente, las ventanas daban a tres lados del
paralelogramo, estando la puerta situada en el otro. En total, no había menos de diez ventanas.
La mesa estaba soberbiamente puesta. Se hallaba cargada de platos, y más aún de golosinas. La
profusión era realmente bárbara. Había viandas suficientes para saciar a los anakim. Jamás en
mi vida había presenciado yo tanta prodigalidad, un derroche tal de cosas gratas. Sin embargo,
había muy poco gusto en la disposición; y mis ojos, acostumbrados a las luces suaves, se sentían,
lastimosamente heridos por el prodigioso fulgor de la multitud de bujías que, en candelabros
de plata, estaban colocadas sobre la mesa y alrededor de toda la habitación, en cualquier parte
que era posible hallar un sitio. Varios criados diligentes se encargaban del servicio; y, sobre una
amplia mesa, al fondo de la estancia, estaban sentados siete u ocho músicos con violines, pífanos,
trombones y un tambor. A intervalos, durante la comida, aquellos individuos me atormentaron
mucho con una infinita variedad de ruidos, que intentaban ser música y que parecían proporcionar
gran complacencia a los presentes, salvo a mí.
En conjunto, no podía menos de pensar que había mucho de bizarre en cuanto veía a mi alrededor;
pero el mundo está compuesto de toda clase de personas, con varios modos de pensamiento y
toda suerte de costumbres convencionales. Además, yo había viajado tanto como para no ser
completamente un adepto del nihil admiran; por eso me senté muy tranquilamente a la derecha de
mi anfitrión, y como sentía un excelente apetito hice honor a los exquisitos platos que tenía a la
vista.
La conversación, entre tanto, era animada y general. Las señoras, como de costumbre, hablaban
mucho. Pronto descubrí que casi todos los componentes de la reunión estaban bien educados, y
mi anfitrión era, por sí solo, un mundo de graciosas anécdotas. Parecía estar deseoso de hablar
de su puesto como director de una Maison de Santé; y, realmente, el tema de la locura era, con
gran sorpresa mía, el preferido de todos los presentes. Se contaron muchas historias divertidas
referentes a las chifladuras de los pacientes.
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-Una vez teníamos aquí un muchacho -dijo un señor grueso y pequeño, que estaba sentado a mi
derecha-, un muchacho que se imaginaba ser una tetera; y, entre paréntesis, ¡no es una sorprendente
particularidad la frecuencia con que invade esa singular rareza la mente de los locos! Apenas si hay
un manicomio en Francia que no suministre una tetera humana. Nuestro caballero era una tetera
inglesa, y se cuidaba de bruñirse a sí mismo todas las mañanas con una gamuza y abundante blanco
de España.
-Y luego -dijo un hombre alto, sentado frente a nosotros- tuvimos aquí, no hace mucho tiempo, a
una persona a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual no estaba muy lejos
de la realidad. Se trataba de un paciente muy turbulento, y nos costaba mucho trabajo impedir que
diese saltos aquí dentro. Durante mucho tiempo no quiso comer más que cardos, pero le curamos
de esta manía insistiendo en que no comiese nada más que eso. Y luego estaba constantemente
dando coces con los pies..., así..., así...
-¡Mr. De Kock, le agradeceré que guarde compostura! -interrumpió en aquel momento una
señora anciana, que estaba junto al orador-. Por favor, cocéese a sí mismo. Ha echado a perder mi
brocado. ¿Es necesario acaso ilustrar una observación de ese modo tan práctico? Nuestro amigo,
aquí presente, podía haberle entendido, seguramente, sin tales demostraciones. Creo que es usted
un asno tan grande como se creía serlo aquel pobre desdichado. ¡Sus patadas son verdaderas coces!
-¡Mille pardons! ¡Ma’mselle! -replicó Monsieur De Kock, que era el apostrofado-. ¡Mil perdones!
No tenía ninguna intención de ofenderla. Ma’mselle Laplace, Monsieur De Kock solicita el honor
de beber con usted.
Y aquí, Monsieur De Kock se inclinó profundamente, besó su propia mano muy ceremonioso y
bebió con Ma’mselle Laplace.
-Permítame, mon ami -dijo entonces Monsieur Maillard dirigiéndose a mí-, permítame que le sirva
un trozo de esta ternera à la St. Menehoult; la encontrará muy tierna.
En aquel instante, tres criados robustos habían logrado depositar sin novedad, sobre la mesa,
una enorme fuente o trinchero que contenía lo que supuse era el monstrum horrendum, informe,
ingens, cui lumen ademptum. Pero mediante un examen minucioso me aseguré de que se trataba
tan sólo de una ternerilla asada entera y colocada de rodillas con una manzana en su boca, según
la costumbre inglesa de guisar una liebre.
-No, gracias -respondí-; a decir verdad, no siento una predilección especial por la ternera à la St…
¿Qué cómo es eso? Pues no creo que me siente bien. Preferiría cambiar de plato y probar el conejo.
Había varias fuentes a los lados de las mesas que contenían lo que parecía ser un simple conejo a
la francesa, un morceau muy delicioso, que me permito recomendar.
-Pierre -gritó mi anfitrión-, cambia el plato de este señor y dale una tajada de ese conejo au-chât.
-¿Cómo? -pregunté.
-De ese conejo au-chât.
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-¡Ja, ja, ja! -exclamó éste-. ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju! ¡Ésa sí que es buena! No debe
usted asombrarse, mon ami; nuestro amigo, aquí presente, es un bromista, un drôle. No debe usted
tomar al pie de la letra lo que dice.
-Y también -dijo algún otro de la reunión-, también estaba Bouffon Le Grand, otro personaje
extraordinario a su manera. Le había trastornado el amor, y se imaginaba que poseía dos cabezas.
Afirmaba que una de ellas era la cabeza de Cicerón, y la otra, la de Demóstenes desde lo alto de
la frente hasta la boca, y la de Lord Brougham desde la boca hasta la barbilla. Es posible que
estuviese equivocado; pero le hubiese convencido a usted de que estaba en lo cierto, pues era un
hombre de gran elocuencia. Sentía una pasión avasalladora por la oratoria, de la que hacía gala. Por
ejemplo, tenía la costumbre de saltar sobre la mesa del comedor así, y así..., y así...
Entonces otro amigo, que estaba junto al que hablaba, le puso una mano sobre el hombro,
murmurándole unas cuantas palabras al oído; cesó entonces de hablar repentinamente y se dejó
caer sobre. su silla.
-Y también -dijo el amigo que había pronunciado las palabras calmantes- estaba Boullard, la
perinola. Si le llamo perinola es porque, en realidad, se apoderó de él la jocosa, pero en modo
alguno irracional chifladura, de que se había convertido en una perinola. Hubiera usted estallado
de risa viéndole dar vueltas. Giraba sobre un solo talón durante casi una hora, de esta manera, así...
Entonces el amigo a quien él acababa de interrumpir con su bisbiseo, realizó una acción parecida
con igual éxito.
-Pero entonces -gritó la señora anciana, con su voz más fuerte-, su Monsieur Boullard era un loco,
y un loco muy necio, por añadidura. ¿Quiere usted decirme quién ha oído hablar nunca de una
perinola humana? Es una cosa absurda. Madame Joyeuse era una persona más sensible, como
ustedes saben. Tenía una chifladura, pero era impulsada por el sentido común, y agradaba a todo el
que tenía el honor de conocerla; se dio cuenta, tras madura reflexión, de que, por algún accidente,
se había convertido en un gallo, aunque, como tal, se comportaba, con decoro. Agitaba sus alas
de un modo prodigioso…, así…, así…, así…, y, en cuanto a su cacareo, ¡era delicioso! ¡Kikirikí,
kikirikííííííí!
-Madame Joyeuse, le agradecería que se reportase usted -interrumpió nuestro anfitrión, muy
enojado-. Puede optar entre comportarse como una señora o marcharse de la mesa inmediatamente;
elija usted.
La señora (a quien me sorprendió mucho oír que la llamasen Madame Joyeuse, después de la
descripción de Madame Joyeuse que ella misma acababa de hacer) enrojeció hasta las cejas, y
pareció sumamente avergonzada ante el reproche. Pero otra señora más joven reanudó el tema. Era
la bella muchacha a quien yo había conocido al llegar.
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-¡Oh; Madame Joyeuse era una loca! -exclamó-; pero, después de todo, había mucho sentido cabal
en la idea de Eugénie Salsafette. Era ésta una joven muy bella y pudorosamente modesta, a quien
le parecía indecente el actual modo de vestirse, y deseaba vestirse ella misma, siempre, quitándose
los vestidos en vez de ponérselos. Es una cosa muy fácil de hacer, después de todo. Sólo tiene que
hacer así..., y luego así..., así..., así..., y luego así..., así..., y así..., y luego...
-¡Mon dieu! ¡Ma’mselle Salsafette!-gritaron una docena de voces a un tiempo-. ¿Qué hace usted?
¡Deténgase! ¡Es suficiente! ¡Ya vemos de sobra cómo hay que hacerlo! ¡Basta, basta! Varias
personas se levantaron de sus sillas para impedir a Ma’mselle Salsafette se quedara en condiciones
de hacer la competencia a Venus de Médicis. Pero en aquel momento se dejaron oír una serie de
gritos agudos o de aullidos, procedentes de alguna parte del cuerpo principal del château.
Se me pusieron los nervios de punta al oír aquellos chillidos; pero el resto de la reunión me causaba
verdadera lástima. Jamás en mi vida había visto un grupo de gentes razonables tan aterradas. Todos
se pusieron tan pálidos como cadáveres y, encogiéndose en sus sillas, permanecían trémulos y
balbucientes de terror, como escuchando la repetición de aquellos gritos. Volvieron a oírse más
fuertes y más cercanos aparentemente; luego, por tercera vez, muy fuertes, y luego, por cuarta vez,
con un vigor mucho más apagado. Ante aquella aparente desaparición del ruido, los ánimos de los
comensales se sosegaron inmediatamente y todo volvió a ser animación y anécdota como antes.
Entonces me aventuré a preguntar la causa del alboroto.
-Una simple bagatelle -dijo Monsieur Maillard-. Estamos acostumbrados a estas cosas, y nos
preocupamos realmente muy poco de ellas. De cuando en cuando, los locos se ponen a aullar
a coro; uno excita a otro, como sucede a veces con una jauría de perros en la noche. Pero suele
suceder que el concerto de aullidos sirve de preludio a un esfuerzo simultáneo para una tentativa
de evasión; entonces, naturalmente, ya puede resultar un tanto peligroso.
-¿Y cuántos tiene usted a su cargo?
-Ahora no tenemos más que diez, en total.
-Mujeres en su mayor parte, ¿no?
-¡No, no! Todos ellos son hombres, y muy fuertes, se lo aseguro.
-De veras? Siempre había entendido que la mayoría de los locos eran del sexo débil.
-Así es por lo general, pero no siempre. Hace algún tiempo teníamos aquí unos veintisiete pacientes,
y de ese número, lo menos dieciocho eran mujeres; pero últimamente las cosas han cambiado
mucho, como usted ve.
-Sí..., han cambiado mucho, como usted ve -interrumpió en este momento el caballero que le había
lastimado las espinillas a Ma’mselle Laplace.
-¡Sí..., han cambiado mucho, como usted ve! -coreó a una toda la reunión.
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-¡Quietas las lenguas! -dijo mi anfitrión hecho una furia. Los comensales guardaron un silencio
mortal durante casi un minuto. Incluso una señora obedeció al pie de la letra a Monsieur Maillard,
y sacando su lengua, que era sumamente larga, la cogió con ambas manos, muy resignadamente,
hasta el final del convite.
-Y esa buena señora -dije a Monsieur Maillard, inclinándome hacia él y hablándole quedamente-,
esa buena señora que acaba de hablar y que nos ha regalado con su kikirikí, es, supongo,
completamente inofensiva, ¿verdad?
-¡Inofensiva! -exclamó con sincera sorpresa-. ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir con eso?
-¿Está sólo un poco tocada? -dije, barrenando mi sien con el índice-. Me figuro que no está
especialmente, peligrosamente atacada, ¿eh?
-¡Mon Dieu! ¿Qué se figura usted? Esa señora, íntima y vieja amiga, Madame Joyeuse, está tan
cuerda como yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, sin duda; pero ya sabe usted que todas las
mujeres viejas, todas las mujeres muy viejas, son más o menos excéntricas.
-Sin duda -dije-, sin duda... ¿Y entonces, las demás señoras y caballeros?...
-Son mis amigos y guardianes -interrumpió Monsieur Maillard, irguiéndose con hauteur-, mis
buenos amigos y ayudantes.
-¡Cómo! ¿Todos ellos? -pregunté-. ¿Las mujeres y todo?
-Claro -dijo-; no podríamos hacer nada sin las mujeres; son las mejores enfermeras de locos que
hay en el mundo. Tienen su manera propia ¿sabe usted? Sus brillantes ojos poseen un maravilloso
efecto..., algo así como la fascinación de la serpiente.
-¡Sin duda -dije-, sin duda! Tienen algo raro, ¿verdad?... Son un poco estrambóticas, ¿eh?, ¿no
cree usted?
-¡Raro!... ¡Estrambóticas! ¿Qué quiere usted insinuar realmente? No somos muy remilgados, en
verdad, aquí en el Sur... Nos gusta hacer lo que nos place...y llevamos una vida alegre, y toda esa
clase de cosas, ¿sabe?...
-¡Sin duda -dije-, sin duda!
-Y, quizá, también este Clos de Vougeôt es un poquito pesado, ¿sabe?... Un poquito fuerte...,
¿comprende?
-Sin duda -dije-, sin duda. Y a propósito, Monsieur, creí oírle decir que el método que usted había
adoptado, en sustitución del famoso método calmante, era de una severidad muy rigurosa.
-De ninguna manera. Nuestro confinamiento es necesariamente cerrado; pero el tratamiento, el
tratamiento médico, quiero decir, no tiene nada de desagradable para los pacientes.
-Y el nuevo método, ¿es de invención suya?
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-No del todo. Algunas de sus partes se deben al Profesor Tarr, de quien seguramente habrá oído
hablar; y, además, hay modificaciones en mi plan que me complazco en reconocer que pertenecen
por derecho propio al célebre Fether, con quien, si no me equivoco, tuvo usted el honor de trabar
una íntima amistad.
-Me avergüenza confesar -repliqué- que nunca he oído los nombres de esos dos caballeros.
-¡Cielos!-exclamó mi anfitrión, echando hacia atrás bruscamente su asiento y alzando las manos-.
¡No he oído bien, por lo visto! ¿No intentará usted decir, ¡eh!, que no ha oído hablar nunca del
sabio Doctor Tarr ni del célebre Profesor Fether?
-Me veo obligado a reconocer mi ignorancia -repuse-; pero la verdad debe ser respetada por
encima de todo. No obstante, me siento humillado hasta el polvo por no conocer las obras de estos,
sin duda, extraordinarios hombres. Buscaré sus libros sin tardanza y los leeré con gran atención.
Monsieur Maillard, ¡ha hecho usted realmente, debo confesarlo, ha hecho usted realmente que me
avergüence de mí mismo!
Y era la pura verdad.
-No hablemos más de ello, mi joven y buen amigo -dijo amablemente, estrechándome la mano-.
Beba ahora conmigo una copa de Sauterne.
Bebimos. Los comensales siguieron nuestro ejemplo sin moderación. Charlaban, bromeaban,
reían, cometían mil locuras; rascaban los violines, redoblaban el tambor, mugían los trombones
como los toros de bronce de Falaris; y toda la escena, que se iba poniendo gradualmente de mal en
peor, a medida que el vino producía sus efectos, llegó a convertirse, por último, en una especie de
pandemónium in petto. Entre tanto, Monsieur Maillard y yo, con algunas botellas de Sauterne y
Vougeôt entre los dos, continuamos nuestra conversación a grandes voces. Una palabra pronunciada
en el tono ordinario tenía la misma probabilidad de ser oída allí como el grito de un pez en el fondo
de las cataratas del Niágara.
-Señor -dije, vociferando en su oído-, ha aludido usted, poco antes de cenar, al peligro que entrañaba
el antiguo método calmante. ¿Qué peligro es ése?
-Sí -contestó-; a veces había, efectivamente, un grandísimo peligro. No se pueden prever los
caprichos de los locos; y en mi opinión, que es también la del Doctor Tarr y la del Profesor Fether,
nunca es prudente permitirles andar a sus anchas, de un lado para otro, solos. Un loco puede
estar en “calma”, como se dice, durante cierto tiempo; pero, al final, es muy propenso a ponerse
furioso. Además, su astucia es grande y proverbial. Cuando tiene un plan en la cabeza, disimula
sus propósitos con una listeza maravillosa; y la habilidad con que imita la cordura ofrece para el
psicólogo uno de los problemas más singulares en el estudio de la mente. Cuando un loco parece
completamente cuerdo, es el momento indicado de ponerle la camisa de fuerza.
-Pero el peligro, mi querido señor, de que hablaba usted, según su propia experiencia desde que
dirige esta casa, ¿le ha proporcionado alguna razón positiva para creer que la libertad es peligrosa
en el caso de un loco?
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-Aquí..., según mi propia experiencia? Pues bien, puedo decir que sí... Por ejemplo, no hace mucho
tiempo sucedió un singular incidente en esta misma casa. El “método calmante”, como usted
sabe, estaba entonces en vigor, y los pacientes andaban sueltos. Se comportaban bien, tan bien
que una persona cuerda se hubiese dado cuenta de que se estaba tramando algún plan diabólico,
por el hecho especial de comportarse los internados demasiado bien. Y, efectivamente, una buena
mañana los guardianes se encontraron atados de pies y manos, encerrados en las celdas y vigilados
como si ellos fuesen los locos, por los propios locos, que habían actuado como guardianes.
-¡No me diga eso! ¡Jamás en mi vida he oído nada tan absurdo!
-Es verdad... Todo ello sucedió por culpa de un estúpido sujeto, un loco a quien, no sé por qué, se le
metió en la cabeza que había inventado el mejor sistema de régimen de que hasta entonces se oyó
hablar; de régimen de locos, quiero decir. Supongo que deseaba poner en práctica su invención, y
persuadió al resto de los pacientes para que se le uniesen en una conspiración a fin de derribar los
poderes reinantes.
-¿Y lo consiguió, realmente?
-Ya lo creo. A los guardianes y a los enfermos pronto se les hizo cambiar de puesto. No sucedió
así exactamente, pues los locos habían estado en libertad; pero los guardianes fueron encerrados al
momento en celdas y tratados, siento decirlo, de una manera muy caballerosa.
-Pero supongo que la normalidad no tardaría en restablecerse. Ese estado de cosas no podía durar
mucho tiempo. La gente de las cercanías, los visitantes que viniesen a ver el establecimiento,
darían la voz de alarma.
-No da usted en el clavo. El cabecilla de la sublevación era demasiado astuto para no prever tal
contingencia. No volvió a admitir ningún visitante más; prohibió todas las visitas; salvo la de un
caballerete de aspecto muy estúpido, de quien no tenía nada que temer. Le dejó visitar la casa, con
objeto de variar, de divertirse un poco a costa suya. Una vez que se burló de él lo suficiente, lo dejó
marchar y volver a sus asuntos.
-¿Y cuánto duró el reinado de los locos?
-¡Oh! Duró mucho tiempo; quizá un mes; no puedo decirlo con exactitud. Entre tanto, los locos
disfrutaron de una buena temporada, puede usted creerme. Se quitaron sus ropas deterioradas
y usaron con entera libertad del guardarropa y joyas de la familia del director. Las bodegas del
château estaban bien surtidas de vino; y los locos demostraron su gusto por los buenos caldos.
Vivieron bien, se lo aseguro.
-Y el tratamiento, ¿cuál era el tratamiento especial que puso en práctica el jefe de los rebeldes?
-En cuanto a eso, un loco no es forzosamente tonto, como ya he observado; y en mi modesta
opinión, su tratamiento era mucho mejor que el empleado antes. Era un método magnífico en
verdad, sencillo..., limpio..., nada molesto..., en suma, delicioso... Era...
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En este momento las observaciones de mi anfitrión fueron interrumpidas por otra serie de aullidos
del mismo carácter de los que ya nos habían desconcertado. Pero esta vez parecían venir de
personas que se acercaban rápidamente.
-¡Cielo santo! -exclamé-. Los locos han debido de evadirse, sin duda.
-Mucho me temo que sea así -replicó Monsieur Maillard, poniéndose excesivamente pálido. Apenas
había terminado su frase, cuando fuertes gritos e imprecaciones se oyeron bajo las ventanas; y,
acto seguido, resultó evidente que unas personas se esforzaban desde fuera por penetrar en la
habitación. Aporreaban la puerta con algo que parecía ser un martillo, y las maderas eran arrancadas
y blandidas con prodigiosa violencia.
¿Cómo describir el estado de confusión que se produjo…? Monsieur Maillard, ante mi enorme
asombro, se metió debajo del aparador. Yo había esperado más resolución por su parte. Los
miembros de la orquesta, quienes durante los últimos quince minutos parecían absolutamente
borrachos, se pusieron a brincar todos a la vez, cogieron sus instrumentos y, subiéndose a la mesa,
atacaron al unísono el Yankee Doodle, que ejecutaron, si no en el tono exacto, al menos con una
energía sobrehumana, mientras duró el tumulto.
A todo esto, sobre la mesa del banquete, entre las botellas y las copas, saltaba el señor a quien,
con mucho trabajo, se le había impedido antes. Tan pronto como estuvo cómodamente instalado,
comenzó un discurso que, sin duda alguna, sería muy importante, de haberse podido oír. En el
mismo instante, el hombre con vocación de perinola comenzó a girar alrededor de la estancia,
con una inmensa energía, estirando los brazos en ángulo recto con su cuerpo, de tal modo que
parecía una auténtica perinola, derribando todo lo que encontraba a su paso. Luego, al oír un
increíble descorche y burbujeo de champaña, descubrí, al fin, que provenía del individuo que había
representado durante la cena el papel de botella de esta exquisita bebida. Mientras, el hombre-rana
croaba como si la salvación de su alma dependiese de cada nota que profería. En cuanto a mi vieja
amiga, Madame Joyeuse, parecía tan terriblemente perpleja que me dieron verdaderas ganas de
llorar por la pobre señora. Mas, pese a todo, permanecía erguida en un rincón, junto a la chimenea,
cantando sin cesar y con todas sus fuerzas: “¡Kikirikí, kikirikí!”
Sobrevino entonces el clímax, lo catastrófico del drama. Como no se ofrecía ninguna resistencia,
a no ser la de los gritos, aullidos y cacareos, los de fuera acabaron por saltar por las diez ventanas,
invadiendo el comedor. Pero nunca podré olvidar las emociones de asombro y horror cuando vi que,
saltando por las ventanas y cayendo sobre nosotros en pêle-mêle, luchando, pataleando, arañando
y aullando, se precipitó allí todo un verdadero tropel de lo que me parecieron ser chimpancés,
orangutanes o enormes mandriles negros del Cabo de Buena Esperanza.
Recibí un porrazo terrible que me hizo caer rodando debajo de un sofá, donde me quedé quieto.
Después de permanecer allí unos cinco minutos, durante los cuales escuché con todos mis sentidos
lo que sucedía en la habitación, tuvo para mí un satisfactorio dénouement aquella tragedia. Monsieur
Maillard, según parece, al contarme lo del loco que había incitado a sus compañeros a la rebelión,
había relatado simplemente sus propias hazañas. Este señor había sido, efectivamente, unos dos
o tres años antes, el director del establecimiento; pero se volvió loco, pasando a ser un paciente
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más. Este hecho era desconocido por mi compañero de viaje al presentarme allí. Los guardianes,
en número de diez, al ser instantáneamente dominados, fueron primero bien embreados, luego
cuidadosamente emplumados, y por último, encerrados en las celdas subterráneas. Así, pues,
estuvieron encerrados más de un mes, durante el cual Monsieur Maillard Canción popular de los
yanquis les había concedido con generosidad no sólo brea y plumas (que constituían su “método”),
sino algún alimento y agua en abundancia. Esta última la sacaban a diario con una bomba. Por
último, al escaparse uno de ellos por una alcantarilla, dio libertad a todos los demás.
El “método calmante”, con serias modificaciones, ha sido de nuevo puesto en vigor en el château;
sin embargo, no puedo menos de estar de acuerdo con Monsieur Maillard en que su “tratamiento”
era el más importante de los de su género. Como justamente observaba él, era “sencillo, claro y no
molestaba en absoluto, ni mucho menos.
Sólo me falta añadir que, a pesar de haber buscado por todas las librerías de Europa las obras del
Doctor Tarr y del Profesor Fether, mi búsqueda ha resultado totalmente infructuosa.
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Es giebt eine Reihe idealischer Begebenheiten, die der Wirklichkeit parallel läuft. Selten fallen sie
zusammen. Menschen und Zufälle modificiren gewöhnlich die idealische Begebenheit, so dass sie
unvollkommen ercheint, und ihre Folgen gleichfalls unvollkommen sind. So bei der Reformation;
statt des Protestantismus kam das Lutherthum hervor.
Hay series ideales de acaecimientos que corren paralelos a los reales. Rara vez coinciden; por lo
general, los hombres y las circunstancias modifican la serie ideal perfecta, y sus consecuencias
son por lo tanto igualmente imperfectas. Tal ocurrió con la Reforma: en vez del protestantismo
tuvimos el luteranismo.
Novalis, Moral Ansichten
Aun entre los pensadores más sosegados, pocos hay que alguna vez no se hayan sorprendido al
comprobar que creían a medias en lo sobrenatural -de manera vaga pero sobrecogedora-, basándose
para ello en coincidencias de naturaleza tan asombrosa que, en cuanto meras coincidencias, el
intelecto no ha alcanzado a aprehender. Tales sentimientos (ya que las creencias a medias de
que hablo no logran la plena fuerza del pensamiento) nunca se borran del todo hasta que se los
explica por la doctrina de las posibilidades, o como se le denomina técnicamente, el Cálculo de
Probabilidades. Ahora bien, este Cálculo es puramente matemático en esencia, y así nos encontramos
con la anomalía de que la ciencia más rígida y exacta se aplica a las sombras y vaguedades de la
especulación más intangible.
Los extraordinarios detalles que me toca dar a conocer constituyen, por lo que se refiere al tiempo,
la rama principal de una serie de coincidencias apenas comprensibles, cuya rama secundaria o final
reconocerán todos los lectores en el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.
Cuando en un relato titulado «Los crímenes de la calle Morgue», publicado hace un año, traté de
poner de manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi amigo, el Chevalier
C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que volvería jamás a ocuparme del tema. Era mi intención
describir esas características, y su objeto fue plenamente logrado dentro de la terrible serie de
circunstancias que pusieron de manifiesto el modo de ser de Dupin. Podría haber aducido otros
81 Publicado en forma de serie durante los meses de noviembre de 1842, diciembre de 1842 y febrero de 1843 en
el Snowden’s Ladies’ Companion, originalmente publicado subtitulado como continuación de “Los crímenes de
la calle Morgue”.
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ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios. Los recientes sucesos, sin embargo, con su
sorprendente desarrollo, me obligan a proporcionar nuevos detalles que tendrán la apariencia de
una confesión forzada. Pero, luego de lo que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente
extraño que guardara silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.
Una vez resuelta la tragedia de la muerte de Madame L’Espanaye y su hija, el Chevalier se
despreocupó inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica ensoñación.
Por mi parte, inclinado como soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en su humor;
seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el Faubourg Saint-Germain, y abandonamos toda
preocupación por el futuro para sumergirnos plácidamente en el presente, reduciendo a sueños el
mortecino mundo que nos rodeaba.
Estos sueños, sin embargo, solían interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado
por mi amigo en el drama de la Rue Morgue no había dejado de impresionar a la policía parisiense.
El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus miembros. La sencilla naturaleza de
aquellas inducciones por la cuales había desenredado el misterio no fue nunca explicado por Dupin
a nadie, fuera de mí -ni siquiera al Prefecto-, por lo cual no sorprenderá que su intervención se
considerara poco menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del Chevalier le valieran
fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera llevado a desengañar a todos los que creyeran esto
último, pero su humor indolente lo alejaba de la reiteración de un tópico que había dejado de
interesarle hacía mucho. Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía,
y en no pocos casos la Prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los ejemplos más notables
lo proporcionó el asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.
El hecho ocurrió unos dos años después de las atrocidades de la Rue Morgue. Marie, cuyo
nombre y apellido llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la infortunada
vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda Estelle Rogêt. Su padre había
muerto cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces hasta unos dieciocho meses antes del
asesinato que nos ocupa, madre e hija habían vivido juntas en la Rue Pavée Saint Andrée, donde la
señora Rogêt, ayudada por la joven, dirigía una pensión. Las cosas siguieron así hasta que Marie
cumplió veintidós años, y su gran belleza atrajo la atención de un perfumista que ocupaba uno de
los negocios en la galería del Palais Royal, cuya clientela principal la constituían los peligrosos
aventureros que infestaban la vecindad. Monsieur Le Blanc no ignoraba las ventajas de que la bella
Marie atendiera la perfumería, y su generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven,
aunque su madre no dejó de mostrar alguna vacilación.
Las previsiones del comerciante se cumplieron, y sus salones no tardaron en hacerse famosos
gracias a los encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su empleo, cuando sus admiradores
quedaron confundidos por su brusca desaparición. Monsieur Le Blanc no se explicaba su ausencia,
y Madame Rogêt estaba llena de ansiedad y terror. Los periódicos se ocuparon inmediatamente
del asunto y la policía empezaba a efectuar investigaciones cuando, una semana después de su
desaparición, Marie se presentó otra vez en la perfumería y reanudó sus tareas, dando la impresión
de hallarse perfectamente bien, aunque su expresión reflejaba cierta tristeza. Como es natural, toda
indagación fue inmediatamente suspendida, salvo las de carácter privado. Monsieur Le Blanc se
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mostró imperturbable y no dijo una palabra. A todas las preguntas formuladas, tanto Marie como
su madre respondieron que la primera había pasado la semana con parientes que vivían en el
campo. La cosa acabó ahí y fue bien pronto olvidada, sobre todo porque la joven, deseosa de evitar
las impertinencias de la curiosidad, no tardó en despedirse definitivamente del perfumista y buscó
refugio en casa de su madre, en la Rue Pavée Saint Andrée.
Habrían pasado cinco meses de su retorno al hogar, cuando alarmó a sus amigos una segunda y
no menos brusca desaparición. Pasaron tres días sin que se tuviera noticia alguna. Al cuarto día, el
cadáver apareció flotando en el Sena, cerca de la orilla opuesta al Barrio de la Rue Saint Andrée,
en un punto no muy alejado de la aislada vecindad de la Barrière du Roule.
La atrocidad del crimen (pues desde un principio fue evidente que se trataba de un crimen), la
juventud y hermosura de la víctima y, sobre todo, su pasada notoriedad, conspiraron para producir
una intensa conmoción en los espíritus de los sensibles parisienses. No recuerdo ningún caso
similar que haya provocado efecto tan general y profundo. Durante varias semanas la discusión
del absorbente tema hizo incluso olvidar los temas políticos del momento. El Prefecto desplegó
una insólita actividad y, como es natural, los recursos de la policía de París fueron empleados en
su totalidad.
Al descubrirse el cadáver, nadie supuso que el asesino evadiría por mucho tiempo la investigación
inmediatamente iniciada. Sólo al cumplirse la primera semana se estimó necesario ofrecer una
recompensa, y aun así quedó limitada a la suma de mil francos. Entretanto la indagación procedía
con vigor, ya que no siempre con tino, y numerosas personas fueron interrogadas en vano, mientras
la excitación popular iba en aumento al advertir que no se daba con la menor clave que develara
el misterio. Al cumplirse el décimo día se creyó conveniente doblar la suma ofrecida. Transcurrió
la segunda semana sin llegar a ningún descubrimiento, y como la animosidad siempre existente
en París contra la policía se manifestara en una serie de graves disturbios, el Prefecto asumió
personalmente la responsabilidad de ofrecer la suma de veinte mil francos «por la denuncia del
asesino» o, en caso de que se tratara de más de uno, «por la denuncia de cualquiera de los asesinos».
En la proclamación de esta recompensa se prometía completo perdón a cualquier cómplice que se
presentara a declarar contra el autor del hecho; al pie del cartel se agregó un segundo, por el cual
un comité de ciudadanos ofrecía otros diez mil francos de recompensa. La suma total alcanzaba,
pues, a treinta mil francos, lo cual debe considerarse extraordinario teniendo en cuenta la humilde
condición de la víctima y la gran frecuencia con que en las grandes ciudades acontecen atrocidades
de este género.
Nadie dudó entonces de que el misterioso asesinato sería inmediatamente esclarecido. Pero,
aunque se efectuaron uno o dos arrestos que prometían buenos resultados, nada pudo aclararse
que comprometiera a las personas en cuestión, las cuales recobraron la libertad. Por más raro que
parezca, habían transcurrido tres semanas desde el descubrimiento del cuerpo sin que surgiera la
menor luz reveladora, antes de que el rumor de los acontecimientos que tanto agitaban la opinión
pública llegara a oídos de Dupin y de mí. Sumidos en investigaciones que reclamaban toda nuestra
atención, hacía más de un mes que ninguno de los dos salía a la calle, recibía visitas o leía los
diarios, aparte de una ojeada a los editoriales políticos. La primera noticia del asesinato nos fue
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traída por G... en persona. Se presentó en la tarde del 13 de julio de 18... Y permaneció con
nosotros hasta muy entrada la noche. Se sentía picado ante el fracaso de todos sus esfuerzos por
atrapar a los asesinos. Su reputación -según declaró con un aire típicamente parisiense- estaba
comprometida. Incluso su honor se veía mancillado. Los ojos de la sociedad estaban clavados en
él y no había sacrificio que no estuviese dispuesto a realizar para que el misterio quedara aclarado.
Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que denominaba el tacto de Dupin, y le hizo
una proposición tan directa como generosa, cuya naturaleza precisa no estoy en condiciones de
declarar, pero que no tiene relación directa con el tema fundamental de mi relato.
Mi amigo rechazó el cumplido lo mejor que pudo, pero aceptó inmediatamente la proposición,
aunque sus ventajas eran momentáneas. Arreglado este punto, el Prefecto procedió a ofrecernos
sus explicaciones del asunto, mezcladas con largos comentarios sobre los testimonios recogidos
(que no conocíamos aún). Habló largo tiempo, indudablemente con mucha sapiencia, mientras
yo insinuaba una que otra sugestión y la noche avanzaba con interminable lentitud. Dupin,
cómodamente instalado en su sillón habitual, era la encarnación misma de la atención respetuosa.
No se quitó en ningún momento los anteojos, y una ojeada ocasional que lancé por detrás de los
cristales verdes bastó para convencerme de que dormía tan profunda como silenciosamente, a lo
largo de las siete u ocho pesadísimas horas que precedieron la partida del Prefecto.
A la mañana siguiente me procuré en la Prefectura un informe completo de todos los testimonios
obtenidos y, en las oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en la cual se hubieran
publicado noticias importantes sobre el triste caso. Libres de todo lo que cabía rechazar de plano,
el total de las informaciones era el siguiente:
Marie Rogêt abandonó la casa de su madre en la Rue Pavée St. Andrée hacia las nueve de la
mañana del domingo 22 de junio de 18... Al salir informó a un Monsieur Jacques St. Eustache -y
solamente a él- que tenía intención de pasar el día en casa de una tía que habitaba en la Rue des
Drômes. Esta calle, angosta y breve pero muy populosa, no está lejos de la orilla del río y queda
a unas dos millas -siguiendo la línea más directa posible- de la pensión de Madame Rogêt. St.
Eustache era el novio oficial de Marie, y vivía en la pensión donde asimismo almorzaba y cenaba.
Quedó convenido que iría a buscar a su prometida al anochecer, para acompañarla de regreso.
Aquella tarde, empero, se puso a llover copiosamente y, al suponer que Marie se quedaría en casa
de su tía (como lo había hecho en circunstancias similares), su novio no creyó necesario mantener
su promesa. A medida que avanzaba la noche, oyóse decir a Madame Rogêt (que era una anciana
achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca más a Marie»; pero en el momento nadie
tomó en cuenta su observación.
El lunes se supo con certeza que la muchacha no había estado en la Rue des Drômes, y cuando
transcurrió el día sin noticias de ella se inició una tardía búsqueda en distintos puntos de la ciudad
y alrededores. Pero sólo al cuarto día de la desaparición se tuvieron las primeras noticias concretas.
Ese día (miércoles, 25 de junio), un Monsieur Beauvais, que en unión de un amigo había estado
haciendo indagaciones sobre Marie cerca de la Barrière du Roule, en la orilla del Sena opuesta a
la Rue Pavée Saint Andrée, fue informado de que unos pescadores acababan de extraer y llevar
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a la orilla un cadáver que había aparecido flotando en el río. En presencia del cuerpo, y luego de
alguna vacilación, Beauvais lo identificó como el de la muchacha de la perfumería. Su amigo la
reconoció antes que él.
El rostro estaba cubierto de sangre coagulada, parte de la cual salía de la boca. No se advertía
ninguna espuma, como ocurre con los ahogados. Los tejidos celulares no estaban decolorados.
Alrededor de la garganta se advertían magulladuras y huellas de dedos. Los brazos estaban
doblados sobre el pecho y rígidos. La mano derecha aparecía cerrada; la izquierda, abierta en parte.
En la muñeca izquierda había dos excoriaciones circulares, aparentemente causadas por cuerdas o
por una cuerda pasada dos veces. Parte de la muñeca derecha aparecía también muy excoriada, lo
mismo que toda la espalda y en especial los omoplatos. Al traer el cuerpo a la orilla los pescadores
lo habían atado con una soga, pero ninguna de las excoriaciones había sido producida por ésta. El
cuello aparecía sumamente hinchado. No se veía ninguna herida, ni contusiones que provinieran
de golpes. Alrededor del cuello se encontró un cordón atado con tanta fuerza que no se alcanzaba
a distinguirlo, de tal modo estaba incrustado en la carne; había sido asegurado con un nudo situado
exactamente debajo de la oreja izquierda. Esto solo hubiera bastado para provocar la muerte. El
testimonio médico dejó expresamente establecida la virtud de la difunta, expresando que había
sido sometida a una brutal violencia. Al ser encontrado el cuerpo se hallaba en un estado que no
impedía su identificación por parte de sus conocidos.
Las ropas de la víctima aparecían llenas de desgarrones y en desorden. Una tira de un pie de ancho
había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura, pero no desprendida
por completo. Aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante una especie de
ligadura en la espalda. La bata que Marie llevaba debajo del vestido era de fina muselina; una tira
de dieciocho pulgadas de ancho había sido arrancada por completo de esta prenda, de manera muy
cuidadosa y regular. Dicha tira apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido
asegurada con un nudo firmísimo. Sobre la tira de muselina y el cordón había un lazo procedente
de una cofia, que aún colgaba de él. Dicho lazo estaba asegurado con un nudo de marinero, y no
con el que emplean las señoras.
Luego de identificado, el cadáver no fue conducido a la Morgue, como se acostumbraba, (ya que
la formalidad parecía superflua), sino enterrado presurosamente no lejos del lugar donde fuera
extraído del agua. Gracias a los esfuerzos de Beauvais, el asunto se mantuvo cuidadosamente en
secreto y transcurrieron varios días antes de que el interés público despertara. Un semanario, sin
embargo, se ocupó por fin del tema; exhumóse el cadáver, procediéndose a un nuevo examen del
mismo, pero nada se agregó a lo anteriormente conocido. Mas esta vez se mostraron las ropas a la
madre y amigos de Marie, quienes las identificaron como las que vestía la muchacha al abandonar
su casa.
La agitación, entre tanto, aumentaba de hora en hora. Numerosas personas fueron arrestadas y
puestas nuevamente en libertad. St. Eustache, en especial, provocaba vivas sospechas, pues en un
comienzo fue incapaz de explicar satisfactoriamente sus movimientos a lo largo del domingo en que
Marie salió de su casa. Más tarde, empero, presentó a Monsieur G... testimonios escritos que daban
cuenta clara de cada hora del día en cuestión. A medida que transcurría el tiempo sin que se hiciera
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saber a Madame Rogêt, a las siete de la tarde del miércoles, que se continuaba la investigación
referente a su hija. Si concedemos que, dada su edad y su aflicción, Madame Rogêt no podía
identificar personalmente el cuerpo (lo cual es conceder mucho), cabe suponer que bien podía
haber alguna otra persona o personas que consideraran necesario hacerse presentes y seguir de
cerca la investigación si creían que el cadáver era el de Marie. Pero nadie se presentó. No se
dijo ni se oyó una sola palabra sobre el asunto en la Rue Pavée Saint Andrée, nada que llegara a
conocimiento de los ocupantes de la misma casa. Monsieur St. Eustache, el prometido de Marie,
que habitaba en la pensión de su madre, declara que no supo nada del descubrimiento del cuerpo de
su novia hasta que, a la mañana siguiente, Monsieur Beauvais entró en su habitación y le comunicó
la noticia. Se diría que semejante noticia fue recibida con suma frialdad.»
De esta manera, el articulista se esforzaba por crear la impresión de una cierta apatía por parte
de los parientes de Marie, contradictoria con la suposición de que dichos parientes creían que
el cadáver era el de la joven. Las insinuaciones pueden reducirse a lo siguiente: Marie, con la
complicidad de sus amigos, se había ausentado de la ciudad por razones que implicaban un cargo
contra su castidad. Al aparecer en el Sena un cuerpo que se parecía algo al de la muchacha, sus
parientes habían aprovechado la oportunidad para impresionar al público con el convencimiento
de su muerte. Pero L’Etoile volvía a apresurarse. Probóse claramente que la aludida apatía no era
tal; que la madre de Marie estaba muy débil y tan afligida que era incapaz de ocuparse de nada; que
St. Eustache, lejos de haber recibido fríamente la noticia, hallábase en tal estado de desesperación
y se conducía de una manera tan extraviada, que Monsieur Beauvais debió pedir a un amigo
y pariente que no se separara de su lado y le impidiera presenciar la exhumación del cadáver.
L’Etoile afirmaba, además, que el cuerpo había sido nuevamente enterrado a costa del municipio,
que la familia había rechazado de plano una ventajosa oferta de sepultura privada, y que en la
ceremonia no había estado presente ningún miembro de la familia. Pero todo eso, publicado a
fin de reforzar la impresión que el periódico buscaba producir, fue satisfactoriamente refutado.
Un número posterior del mismo diario trataba de arrojar sospechas sobre el mismo Beauvais. El
redactor manifestaba:
«Se ha producido una novedad en este asunto. Nos informan que, en ocasión de una visita de
cierta Madame B... a la casa de Madame Rogêt, M. Beauvais, que se disponía a salir, dijo a la
primera nombrada que no tardaría en venir un gendarme, pero que no debía decir una sola palabra
hasta su regreso, pues él mismo se ocuparía del asunto. **** En el estado actual de cosas, M.
Beauvais parece ser quien tiene todos los hilos en la mano. Es imposible dar el menor paso sin
tropezar enseguida con su persona. **** Por alguna razón este caballero ha decidido que nadie
fuera de él se ocupara de las actuaciones, y se las ha compuesto para dejar de lado a los parientes
masculinos de la difunta, procediendo en forma harto singular. Parece, además, haberse mostrado
muy refractario a que los parientes de la víctima vieran el cadáver.»
Un hecho posterior contribuyó a dar alguna consistencia a las sospechas así arrojadas sobre
Beauvais. Días antes de la desaparición de la joven, una persona que acudió a la oficina de aquél,
en ausencia de su ocupante, observó que en la cerradura de la puerta había una rosa, y que en una
pizarra colgada al lado aparecía el nombre Marie.
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Hasta donde podíamos deducirlo por la lectura de los diarios, la impresión general era que la
muchacha había sido víctima de una banda de criminales, quienes la habían arrastrado cerca del
río, maltratado y, finalmente, asesinado. Le Commerciel periódico de gran influencia, combatía, sin
embargo, vigorosamente esta opinión popular. Cito uno o dos pasajes de sus columnas:
«Estamos persuadidos de que, al encaminarse hacia la Barrière du Roule, la indagación ha seguido
hasta ahora un camino equivocado. Es imposible que una persona tan popularmente conocida
como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la viera alguien, y cualquiera
que la hubiese visto la recordaría, porque su figura interesaba a todo el mundo. Las calles estaban
llenas de gente cuando Marie salió. **** Imposible que haya llegado a la Barrière du Roule o a la
Rue des Drômes sin ser reconocida por una docena de testigos. Y, sin embargo, no se ha presentado
nadie que la haya visto fuera de la casa de su madre; aparte del testimonio que se refiere a las
intenciones expresadas por Marie, no existe prueba alguna de que realmente haya salido de su
casa. El traje de la víctima había sido desgarrado, arrollado a su cintura y atado; el propósito era
llevar el cadáver como se lleva un envoltorio. Si el asesinato hubiera sido cometido en la Barrière
du Roule no habría habido la menor necesidad de semejante cosa. El hecho de que el cuerpo haya
sido encontrado flotando cerca de la Barrière no prueba el lugar donde fue arrojado al agua. ****
Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha, de dos pies de largo por uno de ancho,
le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos.
Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.»
Uno o dos días antes de que el Prefecto nos visitara, la policía recibió importantes informaciones
que parecieron invalidar los argumentos esenciales de Le Commerciel. Dos niños, hijos de cierta
Madame Deluc, que vagabundeaban por los bosques próximos a la Barrière du Roule, entraron
casualmente en un espeso soto, donde había tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie
de asiento con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior aparecían unas enaguas blancas; en
la segunda, una chalina de seda. También encontraron una sombrilla, guantes y un pañuelo de
bolsillo. Este último ostentaba el nombre «Marie Rogêt». En las zarzas circundantes aparecieron
jirones de vestido. La tierra estaba removida, rotos los arbustos y no cabía duda de que una lucha
había tenido lugar. Entre el soto y el río se descubrió que los vallados habían sido derribados y la
tierra mostraba señales de que se había arrastrado una pesada carga.
Un semanario, Le Soleil, contenía el siguiente comentario del descubrimiento, comentario que era
como el eco de la prensa parisiense:
«Con toda evidencia, los objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos;
aparecían estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre
sí. El pasto había crecido en torno y encima de algunos de ellos. La seda de la sombrilla era muy
fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y
plegada, estaba enmohecida por la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla. **** Los
jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo. Uno de ellos
correspondía al dobladillo del vestido y había sido remendado; otro trozo era parte de la falda, pero
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no del dobladillo. Daban la impresión de ser pedazos arrancados y se hallaban en la zarza espinosa,
a un pie del suelo. **** No cabe ninguna duda, pues, de que se ha descubierto el escenario de tan
espantoso atentado.»
Otros testimonios surgieron a consecuencia del descubrimiento. Madame Deluc declaró ser la
dueña de una posada situada sobre el camino, no lejos de la orilla del río, en la parte opuesta a
la Barrière du Roule. Esta región es particularmente solitaria y constituye el habitual lugar de
esparcimiento de los pájaros de cuenta de París, que cruzan el río en bote. Hacia las tres de la
tarde del domingo en cuestión llegó a la posada una muchacha a quien acompañaba un hombre
joven y moreno. Ambos permanecieron algún tiempo en la casa. Al partir se encaminaron rumbo
a los espesos bosques de la vecindad. Madame Deluc había observado con atención el tocado de
la muchacha, pues le recordaba mucho uno que había tenido una parienta suya fallecida. Reparó,
sobre todo, en la chalina. Poco después de la partida de la pareja se presentó una pandilla de
malandrines, quienes se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron
luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo
a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.
Poco después de oscurecer, aquella misma tarde, Madame Deluc y su hijo mayor oyeron los gritos
de una mujer en la vecindad de la posada. Los gritos eran violentos, pero duraron poco. Madame
D. no solamente reconoció la chalina hallada en el soto, sino el vestido que tenía el cadáver. Un
conductor de ómnibus, Valence, testimonió asimismo haber visto a Marie Rogêt cuando cruzaba en
un ferry el Sena, el domingo en cuestión, acompañada por un joven moreno. Valence conocía a la
muchacha y estaba seguro de su identidad. Los efectos encontrados en el soto fueron reconocidos
sin lugar a dudas por los parientes de la víctima.
Los distintos testimonios e informaciones recogidos por mí a pedido de Dupin contenían tan sólo
un punto más, pero, al parecer, de gran importancia. Inmediatamente después del descubrimiento
de las ropas que acaban de describirse encontróse el cuerpo de St. Eustache, el prometido de
Marie, quien yacía moribundo en la vecindad de la que todos suponían la escena del atentado. Un
frasco con la inscripción láudano apareció vacío a su lado. El aliento del agonizante revelaba la
presencia del veneno. St. Eustache murió sin decir una palabra. En sus ropas se halló una carta
donde brevemente reiteraba su amor por Marie y su intención de suicidarse.
-Apenas necesito decirle -declaró Dupin al finalizar el examen de mis notas- que este caso es
mucho más intrincado que el de la Rue Morgue, del cual difiere en un importante aspecto. Estamos
aquí en presencia de un crimen ordinario, por más atroz que sea. No hay nada particularmente
excesivo, outré, en sus características. Observará usted que por esta razón se consideró que el
misterio era sencillo, cuando, en realidad, y por la misma razón, debía considerárselo muy difícil.
Al principio, por ejemplo, no se creyó necesario ofrecer una recompensa. Los agentes de G... fueron
capaces de comprender inmediatamente cómo y por qué podía haberse cometido esa atrocidad.
Se representaron imaginariamente un modo -muchos modos- y un móvil -muchos móviles-. Y
como no era imposible que cualquiera de tan numerosos modos y móviles pudiera haber sido
el verdadero, descontaron que uno de ellos tenía que ser el verdadero. Pero la facilidad con que
nacieron tan diversas fantasías y lo plausible de cada una deberían haber indicado las dificultades
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del caso antes que su facilidad. Ya le he hecho notar que la razón se abre camino por encima del
nivel ordinario, si es que ha de encontrar la verdad, y que la verdadera pregunta en casos como
éstos no es tanto: «¿Qué ha ocurrido?», sino: «¿Qué hay en lo ocurrido, que no se parece a nada de
lo ocurrido anteriormente?» En las investigaciones en casa de Madame L’Espanaye, los agentes de
G... quedaron confundidos y descorazonados por lo insólito, lo infrecuente del caso que, para un
intelecto debidamente ordenado, hubiese significado el más seguro augurio de buen éxito; mientras
ese mismo intelecto podría desesperarse ante el carácter ordinario de todas las apariencias en el
caso de la muchacha de la perfumería, que para los funcionarios de la Prefectura eran signos de un
fácil triunfo.
»En el caso de Madame L’Espanaye y su hija, desde el principio de nuestra investigación no cupo
duda alguna de que se había cometido un crimen. La idea de suicidio fue inmediatamente excluida.
También aquí, desde el comienzo, podemos eliminar toda suposición en ese sentido. El cuerpo
hallado en la Barrière du Roule se hallaba en un estado que elimina toda vacilación sobre punto tan
importante. Pero se ha sugerido que el cadáver hallado no es el de Marie Rogêt; y la recompensa
ofrecida se refiere a la denuncia del asesino o asesinos de ésta, y lo mismo el acuerdo a que hemos
llegado con el Prefecto. Bien conocemos a este caballero y no debemos confiar demasiado en él.
Si iniciamos nuestras investigaciones a partir del cadáver hallado y seguimos la huella del asesino
hasta descubrir que el cadáver pertenece a otra persona, o bien si partimos de la suposición de
que Marie está viva y verificamos que, efectivamente, ésa es la verdad, en ambos casos perdemos
el precio de nuestras fatigas, ya que tenemos que entendernos con Monsieur G... Vale decir que
nuestro primer objetivo -si pensamos en nosotros tanto como en la justicia- debe consistir en dejar
bien establecido que el cadáver hallado pertenece a la Marie Rogêt desaparecida.
»Los argumentos de L’Etoile han tenido gran repercusión entre el público, y el Periódico mismo
está tan convencido de su importancia que comienza así uno de sus comentarios sobre el tema:
“Varios diarios de la mañana, en su edición de hoy, aluden al concluyente artículo de L’Etoile
del lunes”. Para mí el tal artículo no es nada concluyente y sólo demuestra el celo de su redactor.
Debemos tener en cuenta que, en general, nuestros periódicos se proponen fines sensacionalistas
y triunfos personales mucho más que servir la causa de la verdad. Este último objetivo solamente
es perseguido cuando coincide con los anteriores. El diario que se conforma con la opinión
general (por bien fundada que esté) no logra los sufragios de la multitud. La masa popular sólo
considera profundo aquello que está en abierta contradicción con las nociones generales. Tanto en
el raciocinio como en la literatura, el epigrama obtiene la aprobación inmediata y universal. Y en
ambos casos se halla en lo más bajo de la escala de méritos.
»Quiero decir que la mezcla de epigrama y melodrama que hay en la idea de que Marie Rogêt está
todavía viva vale más para L’Etoile que lo que pueda haber de plausible en esa sugestión, y le ha
ganado la favorable acogida del público. Examinemos lo principal de los argumentos del diario,
tratando de evitar la incoherencia con la cual han sido expuestos.
»El primer propósito del redactor consiste en mostrar, basándose en lo breve del intervalo entre la
desaparición de Marie y el hallazgo del cuerpo en el río, que este último no puede ser el de Marie.
De inmediato, el redactor trata de reducir dicho intervalo a sus menores proporciones. En la ansiosa
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»Estas afirmaciones han sido tácitamente aceptadas por todos los diarios de París, con excepción
de Le Moniteur, Este último se esfuerza por desvirtuar esa parte del párrafo que se refiere a “los
cuerpos de los ahogados”, citando cinco o seis casos en los cuales los cadáveres de personas
ahogadas reaparecieron a flote tras un lapso menor del que sostiene L’Etoile. Pero Le Moniteur
procede de manera muy poco lógica al pretender refutar la totalidad del argumento de L’Etoile
mediante ejemplos particulares que lo contradicen. Aunque hubiera sido posible aducir cincuenta
en vez de cinco ejemplos de cuerpos que se hallaron flotando después de dos o tres días, esos
cincuenta ejemplos podrían seguir siendo razonablemente considerados como excepciones a la
regla de L’Etoile hasta el momento en que pudiera refutarse la regla misma. Admitiendo esta
última (como lo hace Le Moniteur, que se limita a señalar sus excepciones), el argumento de
L’Etoile conserva toda su fuerza, ya que sólo se refiere a la probabilidad de que el cuerpo haya
surgido a la superficie en menos de tres días, y esta probabilidad seguirá manteniéndose a favor de
L’Etoile hasta que los ejemplos tan puerilmente aducidos tengan número suficiente para constituir
una regla antagónica.
»Verá usted de inmediato que toda argumentación opuesta debe concentrarse en la regla en sí, y a
tal fin debemos examinar la razón misma de la regla. En general, el cuerpo humano no es ni más
liviano ni más pesado que el agua del Sena; vale decir que el peso específico del cuerpo humano
en condición natural equivale aproximadamente al del volumen de agua dulce que desplaza. Los
cuerpos de gentes gruesas y corpulentas, de huesos pequeños, y en general los de las mujeres, son
más livianos que los cuerpos delgados, de huesos grandes, y en general de los masculinos; a su vez
el peso especifico del agua de río se ve más o menos influido por el flujo proveniente del mar. Pero,
dejando esto a un lado, puede afirmarse que muy pocos cuerpos se hundirían espontáneamente,
incluso en agua dulce. Prácticamente todos los que caen en un río pueden mantenerse a flote,
siempre que logren equilibrar el peso específico del agua con el suyo; vale decir, que queden
casi completamente sumergidos, con el minino posible fuera del agua. La posición adecuada para
el que no sabe nadar es la vertical, como si estuviera caminando, con la cabeza completamente
echada hacia atrás y sumergida, salvo la boca y la nariz. Colocados en esa forma, descubriremos
que nos mantenemos a flote sin dificultad ni esfuerzo. Naturalmente que el peso del cuerpo y el
volumen de agua desplazado se equilibran estrechamente, y la menor diferencia determinará la
preponderancia de uno de ellos. Un brazo levantado fuera del agua, por ejemplo, y privado así de
su sostén, representa un peso adicional suficiente para sumergir por completo la cabeza, mientras
que la ayuda del más pequeño trozo de madera nos permitirá sacar la cabeza lo suficiente para
mirar en torno. Ahora bien, cuando alguien que no sabe nadar se debate en el agua, levantará
invariablemente los brazos, mientras se esfuerza por mantener la cabeza en posición vertical. El
resultado de esto es la inmersión de la boca y la nariz, que acarrea, en los esfuerzos por respirar, la
entrada del agua en los pulmones. El agua penetra igualmente en el estómago, y el cuerpo pesa más
por la diferencia entre el peso del aire que previamente llenaba dichas cavidades y el del líquido
que las ocupa ahora. Tal diferencia basta para que el cuerpo se hunda por regla general, aunque
es insuficiente en caso de personas de huesos menudos y una cantidad anormal de materia grasa.
Estas personas siguen flotando incluso después de haberse ahogado.
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»Suponiendo que el cuerpo se encuentre en el fondo del río, permanecerá allí hasta que por algún
motivo su peso específico vuelva a ser menor que la masa de agua que desplaza. Esto puede deberse
a la descomposición o a otras razones. La descomposición produce gases que distienden los tejidos
celulares y todas las cavidades, produciendo en el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver.
Cuando la distensión ha avanzado a punto tal que el volumen del cuerpo aumenta de tamaño sin
un aumento correspondiente de masa, su peso específico resulta menor que el del agua desplazada
y, por tanto, se remonta a la superficie. Pero la descomposición se ve modificada por innumerables
circunstancias y es acelerada o retardada por múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o
frío de la estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la profundidad de ésta, su movimiento
o estancamiento, las características del cuerpo, su estado normal o anormal antes de la muerte.
Resulta, pues, evidente que no podemos señalar con seguridad un período preciso tras el cual el
cadáver saldrá a flote a causa de la descomposición. Bajo ciertas condiciones, este resultado puede
ocurrir dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás. Existen preparados químicos
por los cuales un cuerpo puede ser preservado para siempre de la corrupción; uno de ellos es el
bicloruro de mercurio. Pero, aparte de la descomposición, suele producirse en el estómago una
cantidad de gas derivada de la fermentación acetosa de materias vegetales, (gas que también puede
originarse en otras cavidades) y provenir de otras causas, en cantidad suficiente para provocar una
distensión que hará subir el cuerpo a la superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón
es el resultante de las simples vibraciones. Éstas desprenderán el cuerpo del barro o el limo en el
cual se halle depositado permitiéndole salir a flote una vez que las causas antes citadas lo hayan
preparado para ello; también puede vencer la resistencia de algunas partes putrescibles de los
tejidos celulares, permitiendo que las cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.
»Así, una vez que tenemos ante nosotros todos los datos necesarios sobre este tema, podemos
emplearlos para poner fácilmente a prueba las afirmaciones de L’Etoile. “Las experiencias han
demostrado -dice éste- que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua inmediatamente
después de una muerte violenta, requieren de seis a diez días para que la descomposición esté lo
bastante avanzada como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre
el lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis
días, volverá a hundirse si no se lo amarra.”
»A la luz de lo que sabemos, la totalidad de este párrafo aparece como un tejido de inconsecuencias
e incoherencias. La experiencia no demuestra que los “cuerpos de ahogados” requieran de seis a
diez días para que la descomposición avance lo suficiente para devolverlos a la superficie. Tanto la
ciencia como la experiencia muestran que el término de su reaparición es y debe ser necesariamente
variable. Si, además, un cuerpo ha salido a flote por el disparo de un cañón, no “volverá a hundirse
si no se lo amarra” hasta que la descomposición haya avanzado lo bastante para permitir el escape
del gas acumulado en el interior. Quiero llamar su atención sobre el distingo que se hace entre
“cuerpos de ahogados” y cuerpos “arrojados al agua inmediatamente después de una muerte
violenta”. Aunque el redactor admite la distinción, los incluye empero en la misma categoría. Ya
he demostrado que el cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve específicamente más pesado
que la masa de agua que desplaza, y que no se hundiría si no fuera por los movimientos en el curso
de los cuales saca los brazos fuera del agua, y su ansiedad por respirar debajo de ésta, con lo cual el
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espacio que ocupaba el aire en los pulmones se ve reemplazado por agua. Pero estos movimientos
y estas respiraciones no ocurren en un cuerpo “arrojado al agua inmediatamente después de una
muerte violenta”. En este último caso, pues, es regla general que el cuerpo no se hunda, detalle que
L’Etoile evidentemente ignora. Cuando la descomposición alcanza un grado avanzado, cuando la
carne se ha desprendido en gran parte de los huesos, entonces, pero sólo entonces, perderemos de
vista el cadáver.
»¿Qué nos queda ahora del argumento por el cual el cuerpo encontrado no puede ser el de Marie
Rogêt dado que apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En caso de haberse
ahogado, el cuerpo pudo no hundirse nunca, ya que se trataba de una mujer; o, en caso de hundirse,
pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o menos. Sin embargo, nadie supone que Marie se
haya ahogado, y, habiendo sido asesinada antes de que la arrojaran al río, su cadáver pudo ser
encontrado a flote en cualquier momento.
»“Pero -dice L’Etoile- si el cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta
la noche del martas, no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos.”
Aquí resulta difícil darse cuenta al principio de la intención del razonador. Trata de anticiparse a
algo que supone puede constituir una objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado
dos días en tierra, entrando en descomposición con mayor rapidez que si hubiera estado sumergido
en el agua. Supone que, si ése fuera el caso, el cadáver podría haber surgido a la superficie el día
miércoles, y piensa que sólo gracias a esas circunstancias podría haber aparecido. Se apresura, por
tanto, a mostrar que no fue guardado en tierra, pues, de ser así, “no habría dejado de encontrarse
en la costa alguna huella de los asesinos”. Me imagino que usted sonríe ante este sequitur. No
alcanza a ver cómo la mera permanencia del cadáver en tierra podría multiplicar las huellas de los
asesinos. Tampoco lo veo yo.
»“Y, lo que es más -continua nuestro diario-, parece altamente improbable que los miserables
capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para
mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.” ¡Observe en esta parte la risible
confusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera L’Etoile- pone en duda el crimen cometido contra
el cuerpo encontrado. Las señales de violencia son demasiado evidentes. La finalidad de nuestro
razonador consiste solamente en mostrar que este cuerpo no es el de Marie. Quiere probar que
Marie no fue asesinada, sin dudar de que el cuerpo hallado lo haya sido. Pero sus observaciones
sólo prueban este último punto. He aquí un cadáver al que no han atado ningún peso. Si lo hubieran
echado al agua los asesinos, éstos no habrían dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al
agua los asesinos. Si alguna cosa se prueba, es solamente eso. La cuestión de la identidad no se
toca ni remotamente, y L’Etoile se ha tomado todo ese trabajo para contradecir lo que admitía un
momento antes. “Estamos completamente convencidos -manifiesta- que el cuerpo hallado es el de
una mujer asesinada.”
»No es la única vez que nuestro razonador se contradice sin darse cuenta. Como ya he señalado, su
evidente finalidad consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la desaparición de Marie y
el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo vemos insistir en el hecho de que nadie vio a la muchacha
desde el momento en que abandonó la casa de su madre. “Carecemos de testimonios -declara- de
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que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22
de junio.” Dado que es éste un argumento evidentemente parcial, hubiera sido preferible que lo
dejara de lado, ya que si se supiera de alguien que hubiese reconocido a Marie, digamos el lunes o
el martes, el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y, conforme al razonamiento anterior,
las probabilidades de que el cadáver hallado fuera el de la grisette habrían disminuido en mucho.
Resulta divertido, pues, observar cómo L’Etoile insiste sobre este punto con pleno convencimiento
de que refuerza su argumentación general.
»Examine ahora nuevamente la parte del artículo que se refiere a la identificación del cadáver por
Beauvais. A propósito del vello del brazo, es evidente que L’Etoile peca por falta de ingenio. Dado
que M. Beauvais no es ningún tonto, jamás se habría apresurado a identificar el cadáver basándose
tan sólo en que tenía vello en el brazo. Todo brazo tiene vello. La generalización en que incurre
L’Etoile es una simple deformación de la fraseología del testigo. Este debió referirse a alguna
particularidad del vello. Pudo referirse al color, a la cantidad, al largo o a la distribución.
»“Sus pies eran pequeños -sigue diciendo el diario-, pero hay miles de pies pequeños. Tampoco
constituyen una prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se venden en lotes. Lo mismo
cabe decir de las flores de su sombrero. M. Beauvais insiste en que el broche de las ligas había sido
cambiado de lugar para que ajustaran. Esto no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren
llevar las ligas nuevas a su casa y ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de probarlas en la
tienda donde las compran.” Aquí resulta difícil suponer que el razonador obra de buena fe. Si en su
búsqueda del cuerpo de Marie, M. Beauvais encontró un cadáver que en sus medidas y apariencias
generales correspondía a la joven desaparecida, cabe suponer que, (sin tomar en cuenta para nada
la cuestión de la vestimenta), debió imaginar que se trataba de ella. Si, además de las medidas y
formas generales, descubrió en el brazo un vello cuyo aspecto correspondía al que había observado
en vida de Marie, su opinión debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento de seguridad pudo
muy bien estar en relación directa con la particularidad o rareza del vello del brazo. Si los pies de
Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el aumento de probabilidades de que éste
correspondiera a aquélla no se daría ya en proporción meramente aritmética, sino geométrica o
acumulativa. Agreguemos a esto los zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de su
desaparición; aunque dichos zapatos “se vendan en lotes”, aumenta a tal punto la probabilidad, que
casi la vuelven certeza. Lo que en sí mismo no sería una prueba de identidad se convierte, por su
posición corroborativa, en la más segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero,
coincidentes con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y si por una sola
flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o más? Cada una que se agrega es una
prueba múltiple; no una prueba sumada a otra, sino multiplicada por cientos o miles. Descubramos
ahora en el cadáver un par de ligas como las que usaba la difunta, y sería casi una locura seguir
adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas aparecen ajustadas, mediante el corrimiento de su
broche, en la misma forma en que Marie había ajustado las suyas poco antes de salir de su casa.
Dudar, ahora, es hipocresía o locura. Cuando L’Etoile sostiene que este acortamiento de las ligas
es una práctica habitual, lo único que demuestra es su pertinacia en el error. La calidad de elástica
de toda liga demuestra por sí misma que la necesidad de acortarla es muy poco frecuente. Lo que
está hecho para ajustar por sí mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido. Sólo
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por accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser acortadas. Y ellas solas
hubieran bastado para asegurar ampliamente su identidad. Pero aquí no se trata de que el cadáver
tuviera las ligas de la joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro, o las flores de su gorro, o sus
pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia generales, sino que el cadáver
tenía todo eso junto. Si se pudiera probar que, frente a ello, el redactor de L’Etoile experimentó
verdaderamente dudas no haría falta en su caso un mandato de lunático inquirendo. A nuestro
hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de las charlas de los abogados, que, por su parte, se
contentan con repetir los rígidos preceptos de los tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo
que en un tribunal se rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas para la inteligencia.
Ocurre que el tribunal, guiándose por principios generales ya reconocidos y registrados, no gusta
de apartarse de ellos en casos particulares. Y esta pertinaz adhesión a los principios, con total
omisión de las excepciones en conflicto, es un medio seguro para alcanzar el máximo de verdad
alcanzable, en cualquier período prolongado de tiempo. Esta práctica, en masse, es, por tanto,
razonable; pero no es menos cierto que engendra cantidad de errores particulares.
»Con respecto a las insinuaciones apuntadas contra Beauvais, estará usted pronto a desecharlas
de un soplo. Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de este excelente caballero.
Es un entrometido, lleno de fantasía romántica y con muy poco ingenio. En una situación
verdaderamente excitante como la presente, toda persona como él se conducirá de manera de
provocar sospechas por parte de los excesivamente sutiles o de los mal dispuestos. Según surge de
las notas reunidas por usted, M. Beauvais tuvo algunas entrevistas con el director de L’Etoile, y lo
disgustó al aventurar la opinión de que el cadáver, pese a la teoría de aquél, era sin lugar a dudas
el de Marie. “Persiste -dice el diario- en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no es capaz
de señalar ningún detalle, fuera de los ya comentados, que imponga su creencia a los demás.” Sin
reiterar el hecho de que mejores pruebas “para imponer su creencia a los demás” no podrían haber
sido nunca aducidas, conviene señalar que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien estar
convencido, sin ser capaz de proporcionar la menor razón de su convencimiento a un tercero. Nada
es más vago que las impresiones referentes a la identidad personal. Cada uno reconoce a su vecino,
pero pocas veces se está en condiciones de dar una razón que explique ese reconocimiento. El
director de L’Etoile no tiene derecho de ofenderse porque la creencia de M. Beauvais carezca de
razones.
»Las sospechosas circunstancias que lo rodean cuadran mucho más con mi hipótesis de
entrometimiento romántico que con la sugestión de culpabilidad lanzada por el redactor. Una vez
adoptada la interpretación más caritativa, no tendremos dificultad en comprender la rosa en el
agujero de la cerradura, el nombre “Marie” en la pizarra, el haber “dejado de lado a los parientes
masculinos de la difunta”, la resistencia “a que los parientes de la víctima vieran el cadáver”, la
advertencia hecha a Madame B... de que no debía decir nada al gendarme hasta que él, Monsieur
Beauvais, estuviera de regreso y, finalmente, su decisión aparente de que “nadie, fuera de él, se
ocuparía de las actuaciones”. Me parece incuestionable que Beauvais cortejaba a Marie, que ella
coqueteaba con él, y que nuestro hombre estaba ansioso de que lo creyeran dueño de su confianza
e íntimamente vinculado con ella. No insistiré sobre este punto. Por lo demás, las pruebas refutan
redondamente las afirmaciones de L’Etoile tocantes a la supuesta apatía por parte de la madre
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individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.” Ya veremos si esta idea está bien
fundada o no; pero por “individuos que no tenían pañuelo en el bolsillo” el redactor entiende la peor
ralea de malhechores. Ahora bien, ocurre que precisamente éstos tienen siempre un pañuelo en el
bolsillo, aunque carezcan de camisa. Habrá tenido usted ocasión de observar cuan indispensable se
ha vuelto en estos últimos años el pañuelo para el matón más empedernido.»
-¿Y qué cabe pensar -pregunté- del artículo de Le Soleil?
-Pues cabe pensar que es una lástima que su redactor no haya nacido loro, en cuyo caso hubiera
sido el más ilustre de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de las publicaciones
ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario. «Con toda evidencia -manifiesta-
los objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos... No cabe ninguna
duda, pues, que se ha descubierto el lugar de tan espantoso atentado.» Los hechos señalados aquí
por Le Soleil están sin embargo muy lejos de disipar mis dudas al respecto, y vamos a examinarlos
detalladamente más adelante, en relación con otro aspecto del asunto.
«Ocupémonos por ahora de cosas distintas. No habrá dejado usted de reparar en la extrema
negligencia del examen del cadáver. Cierto que la cuestión de la identidad quedó o debió quedar
prontamente terminada, pero había otros aspectos por verificar ¿No fue saqueado el cadáver?
¿No llevaba la difunta joyas al salir de su casa? De ser así, ¿se encontró alguna al examinar el
cuerpo? He aquí cuestiones importantes, totalmente descuidadas por la investigación, y quedan
otras igualmente importantes que no han merecido la menor atención. Tendremos que asegurarnos
mediante indagaciones particulares. El caso de Saint Eustache exige ser nuevamente examinado.
No abrigo sospechas sobre él, pero es preciso proceder metódicamente. Nos aseguraremos sin
lugar a ninguna duda sobre la validez de los testimonios escritos que presentó acerca de sus
movimientos en el curso del domingo. Los certificados de este género suelen prestarse fácilmente
a la mistificación. Si no encontramos nada de anormal en ellos, desecharemos a Saint Eustache de
nuestra investigación. Su suicidio, que corroboraría las sospechas en caso de que los certificados
fueran falsos, constituye una circunstancia perfectamente explicable en caso contrario, y que no
debe alejarnos de nuestra línea normal de análisis.
»En lo que me proponga ahora, dejaremos de lado los puntos interiores de la tragedia, concentrando
nuestra atención en su periferia. Uno de los errores en investigaciones de este género consiste
en limitar la indagación a lo inmediato, con total negligencia de los acontecimientos colaterales
o circunstanciales. Los tribunales incurren en la mala práctica de reducir los testimonios y los
debates a los límites de lo que consideran pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo
mostrará siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande de la verdad,
surge de lo que se consideraba marginal y accesorio. Basándose en el espíritu de este principio,
si no en su letra, la ciencia moderna se ha decidido a calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no
me hago entender. La historia del conocimiento humano ha mostrado ininterrumpidamente que la
mayoría de los descubrimientos más valiosos los debemos a acaecimientos colaterales, incidentales
o accidentales; se ha hecho necesario, pues, con vistas al progreso, conceder el más amplio espacio
a aquellas invenciones que nacen por casualidad y completamente al margen de las esperanzas
ordinarias. Ya no es filosófico fundarse en lo que ha sido para alcanzar una visión de lo que será. El
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accidente se admite como una porción de la subestructura. Hacemos de la posibilidad una cuestión
de cálculo absoluto. Sometemos lo inesperado y lo inimaginado a las fórmulas matemáticas de las
escuelas.
«Repito que es un hecho verificado que la mayor porción de toda verdad surge de lo colateral;
y de acuerdo con el espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación de la huella tan
transitada como estéril del hecho mismo, para estudiar las circunstancias contemporáneas que lo
rodean. Mientras usted se asegura de la validez de esos certificados, yo examinaré los periódicos en
forma más general de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el momento, sólo hemos reconocido
el campo de investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica como la que me propongo
no nos proporcionara algunos menudos datos que establezcan una dirección para nuestra tarea.»
En cumplimiento de las indicaciones de Dupin, procedí a verificar escrupulosamente el asunto de
los certificados. Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la consiguiente inocencia de
Saint Eustache. Mi amigo se ocupaba entretanto -con una minucia que en mi opinión carecía de
objeto- del escrutinio de los archivos de los diferentes diarios. Al cabo de una semana, me presentó
los siguientes extractos:
«Hace tres años y medio, la misma Marie Rogêt desapareció de la parfumerie de Monsieur Le
Blanc, en el Palais Royal, causando un revuelo semejante al de ahora. Una semana después, Marie
reapareció en el mostrador de la tienda, tan bien como siempre, aparte de una ligera palidez que no
era usual en ella. Monsieur Le Blanc y madame Rogêt dieron a entender que Marie había pasado
la semana en casa de amigos, en el campo, y el asunto fue rápidamente callado. Presumimos que
esta ausencia responde a un capricho de la misma especie y que, dentro de una semana, o quizá de
un mes, volveremos a tener a Marie entre nosotros». (Evening Paper, domingo 23 de junio).
«Un diario de la tarde de ayer se refiere a una misteriosa desaparición anterior de Mademoiselle
Rogêt. Es bien sabido que, durante la semana de su ausencia de la parfumerie de Le Blanc, estuvo
acompañada por un joven oficial de marina muy notorio por su libertinaje. Cabe suponer que
una querella providencial la trajo nuevamente a su casa. Conocemos el nombre del libertino en
cuestión, que se halla actualmente destacado en París, pero no lo hacemos público por razones
comprensibles» (Le Mercurie, mañana del martes 24 de junio).
«El más repudiable de los atentados ha tenido lugar anteayer en las proximidades de esta ciudad.
Al anochecer, un caballero que paseaba con su esposa y su hija, comprometió los servicios de seis
hombres jóvenes que paseaban en bote cerca de las orillas del Sena, a fin de que los transportaran
al otro lado. Al llegar a destino los pasajeros desembarcaron, y se alejaban ya hasta perder de vista
el bote cuando la hija descubrió que había olvidado su sombrilla. Al volver en su busca fue asaltada
por la pandilla, llevada al centro del río, amordazada y sometida a un brutal ultraje, tras lo cual los
villanos la depositaron en un punto cercano a aquel donde había embarcado con sus padres. Los
miserables se hallan prófugos, pero la policía les sigue la huella y pronto algunos de ellos serán
capturados» (Morning Paper, 25 de junio).
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«Hemos recibido una o dos comunicaciones tendentes a echar la culpa del horrible crimen a Mennais;
pero, como este caballero ha sido plenamente exonerado de toda sospecha por la indagación legal,
y los argumentos de nuestros distintos corresponsales parecen más entusiastas que profundos, no
creemos oportuno darlos a conocer» (Morning Paper, 28 de junio).
«Hemos recibido varias enérgicas comunicaciones, que aparentemente proceden de diversas fuentes
y que dan por seguro que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las numerosas
bandas de malhechores que infestan cada domingo los alrededores de la ciudad. Nuestra opinión
se inclina decididamente en favor de esta suposición. En nuestras próximas ediciones dejaremos
espacio para exponer los aludidos argumentos» (Evening Paper, martes 31 de junio).
«El lunes, uno de los lancheros del servicio de aduanas vio en el Sena un bote vacío a la deriva. La
vela se hallaba en el fondo del bote. El lanchero lo remolcó y lo dejó en el amarradero de su puesto.
A la mañana siguiente fue retirado de allí sin permiso de ninguno de los empleados. El timón se
encuentra en el depósito de lanchas» (Le Diligence, jueves 26 de junio).
Leyendo los diversos pasajes, no solamente me parecieron ajenos a la cuestión, sino que no alcancé
a imaginar la manera en que cualquiera de los mismos podía pesar sobre aquélla. Esperé, pues,
alguna explicación de Dupin.
-Por el momento -me dijo-, no me detendré en los dos primeros pasajes. Los he copiado, sobre
todo, para mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que, hasta donde puedo saberlo
por el Prefecto, no se ha molestado en interrogar al oficial de marina mencionado en uno de ellos.
Sin embargo, sería una locura afirmar que entre la primera y la segunda desaparición de Marie no
cabe suponer ninguna conexión. Admitamos que la primera fuga terminó en una querella entre los
enamorados y el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos ahora encarar una segunda
fuga o rapto (si realmente se trata de ello) como indicación de que el seductor ha reanudado sus
avances y no como el resultado de la intervención de un segundo cortejante. Miramos la cosa como
una reconciliación entre enamorados y no como el comienzo de una nueva aventura. Hay diez
probabilidades contra una de que el hombre que huyó una vez con Marie le haya propuesto una
segunda escapatoria, y no que a la primera propuesta haya sucedido una segunda hecha por otro
individuo. Le haré notar, además, que el lapso entre la primera fuga (sobre la cual no cabe duda)
y la segunda -presumible- abarca pocos meses más que la duración general de los cruceros de
nuestros barcos de guerra. ¿Fueron interrumpidos los bajos designios del seductor por la necesidad
de embarcarse, y aprovechó la primera oportunidad a su retorno para renovar esos designios aún
no completamente consumados... o, por lo menos, no completamente consumados por él? Nada
sabemos de todo ello.
»Dirá usted, sin embargo, que en el segundo caso no hubo realmente una fuga. De acuerdo; pero,
¿estamos en condiciones de asegurar que no existió un designio frustrado? Fuera de Saint Eustache,
y quizá de Beauvais, no encontramos ningún pretendiente conocido de Marie. Nada se ha dicho
que aluda a alguno. ¿Quién es, pues, ese amante secreto del cual los parientes de Marie (por lo
menos, la mayoría) no saben nada, pero con quien la joven se reúne en la mañana del domingo, y
que goza hasta tal punto de su confianza que no vacila en quedarse a su lado hasta que cae la noche
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en los solitarios bosques de la Barrière du Roule? ¿Quién es ese enamorado secreto, pregunto, del
cual los parientes, o casi todos, no saben nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida por
Madame Rogêt la mañana de la partida de Marie: “Temo que no volveré a verla nunca más”?
»Pero si no podemos suponer que Madame Rogêt estaba al tanto de la intención de fuga, ¿no
podemos, por lo menos, imaginar que la joven abrigaba esa intención? Al salir de su casa dio a
entender que iba a visitar a su tía en la Rue des Drômes, y pidió a Saint Eustache que fuera a buscarla
al anochecer. A primera vista, esto contradice abiertamente mi sugestión. Pero reflexionemos. Es
bien sabido que Marie se encontró con alguien y cruzó el río en su compañía, llegando a la Barrière
du Roule hacia las tres de la tarde. Al consentir en acompañar a este individuo, Marie debió
pensar en lo que había dicho al salir de su casa y en la sorpresa y sospecha que experimentaría su
prometido, Saint Eustache, cuando al acudir en su busca a la Rue des Drômes se encontrara con
que no había estado allí; sin contar que al volver a la pensión con esta alarmante noticia se enteraría
de que su ausencia duraba desde la mañana. Repito que Marie debió pensar en todas esas cosas.
Debió prever la cólera de Saint Eustache y las sospechas de todos. No podía pensar en volver a
casa para enfrentar esas sospechas; pero éstas dejaban de tener importancia si suponemos que
Marie no tenía intenciones de volver.
«Imaginemos así sus reflexiones: “Tengo que encontrarme con cierta persona a fin de fugarme con
ella o para otros propósitos que sólo yo sé. Es necesario que no se produzca ninguna interrupción;
debemos contar con tiempo suficiente para eludir toda persecución. Daré a entender que pienso
pasar el día en casa de mi tía, en la Rue des Drômes, y diré a Saint Eustache que no vaya a
buscarme hasta la noche; de esta manera podré ausentarme de casa el mayor tiempo posible sin
despertar sospechas ni ansiedad; todo estará perfectamente explicado y ganaré más tiempo que de
cualquier otra manera. Si pido a Saint Eustache que vaya a buscarme al anochecer, seguramente
no se presentará antes; pero, si no se lo pido, tendré menos tiempo a mi disposición, ya que todos
esperarán que vuelva más temprano, y mi ausencia no tardará en provocar ansiedad. Ahora bien,
si mis intenciones fueran las de volver a casa, si sólo me interesara dar un paseo con la persona en
cuestión, no me convendría pedir a Saint Eustache que fuera a buscarme, ya que al llegar a la Rue
des Drômes se daría perfecta cuenta de que le he mentido, cosa que podría evitar saliendo de casa
sin decirle nada, volviendo antes de la noche y declarando luego que estuve de visita en casa de
mi tía. Pero como mi intención es la de no volver nunca, o no volver por algunas semanas, o no
volver hasta que ciertos ocultamientos se hayan efectuado, lo único que debe preocuparme es la
manera de ganar tiempo.”
»Pensamientos como éstos, podemos imaginar que han pasado por la mente de Marie, pero el
punto es uno, sobre el cual considero que es necesario ahora insistir. He razonado así, simplemente
para llamar la atención, como dije hace un momento, a la negligencia culposa de la policía.
»Usted ha hecho notar en sus apuntes que la opinión general más difundida sobre este triste
asunto es que la muchacha fue víctima de una pandilla de malandrines. Ahora bien, y bajo ciertas
condiciones, la opinión popular no debe ser despreciada. Cuando surge por sí misma, cuando
se manifiesta de manera espontánea, cabe considerarla paralelamente a esa intuición que es el
privilegio de todo individuo de genio. En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a
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conformarme con sus decisiones. Pero lo importante es estar seguros de que no hay en ella la más
leve huella de sugestión. La voz pública tiene que ser rigurosamente auténtica, y con frecuencia es
muy difícil percibir y mantener esa distinción. En este caso, me parece que la “opinión pública”
referente a una pandilla se ha visto fomentada por el suceso colateral que se detalla en el tercero
de los pasajes que le he mostrado. Todo París está excitado por el descubrimiento del cadáver de
Marie, una joven tan hermosa como conocida. El cuerpo muestra señales de violencia y aparece
flotando en el río. Pero entonces se da a conocer que en esos mismos días en que se supone que
Marie fue asesinada, otra joven ha sido víctima de una pandilla de depravados y ha sufrido un
ultraje análogo al padecido por la difunta. ¿Cabe maravillarse de que la atrocidad conocida haya
podido influir sobre el juicio popular con respecto a la desconocida? Ese juicio esperaba una
dirección, y el ultraje ya conocido parecía indicarla oportunamente. También Marie fue encontrada
en el río, y fue allí donde tuvo lugar el otro atentado. La relación entre ambos hechos era tan
palpable, que lo asombroso hubiera sido que la opinión dejara de apreciarla y utilizarla. Pero, en
realidad, si de algo sirve el primer ultraje, cometido en la forma conocida, es para probar que el
segundo, ocurrido casi al mismo tiempo, no fue cometido en esa forma. Hubiera sido un milagro
que, mientras una banda de malhechores perpetraba en cierto lugar un atentado de la más nefanda
especie, otra banda similar, en un lugar igualmente similar, en la misma ciudad, bajo idénticas
circunstancias, con los mismos medios y recursos, estuviera entregada a un atentado de la misma
naturaleza y en el mismo período de tiempo. Sin embargo, la opinión popular así movida pretende
justamente hacernos creer en esa extraordinaria serie de coincidencias.
»Antes de seguir, consideremos la supuesta escena del asesinato en el soto de la Barrière du Roule.
Aunque denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un camino público. Había en su interior
tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento, con respaldo y escabel. Sobre la
piedra superior se encontraron unas enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda. También
aparecieron una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. El pañuelo ostentaba el nombre
“Marie Rogêt”. En las zarzas aparecían jirones de ropas. La tierra estaba pisoteada, rotas las ramas
y no cabía duda de que había tenido lugar una violenta lucha.
»No obstante el entusiasmo con que la prensa recibió el descubrimiento de este soto y la unanimidad
con que aceptó que se trataba del escenario del atentado, preciso es admitir la existencia de muy
serios motivos de duda. Puedo o no creer que ése sea el escenario, pero insisto en que hay muchos
motivos de duda. Si, como lo sugiere Le Commerciel, el verdadero escenario se encontrara en las
vecindades de la Rue Pavee St. André y los perpetradores del crimen se hallaran todavía en París,
éstos debieron quedarse aterrados al ver que la atención pública era orientada con tanta agudeza
por la buena senda. Cierto tipo de inteligencia no habría tardado en advertir la urgente necesidad
de dar un paso que volviera a desviar la atención. Y puesto que el soto de la Barrière du Roule
había ya dado motivo a sospechas, la idea de depositar allí los objetos que se encontraron era
perfectamente natural. Pese a lo que dice Le Soleil, no existe verdadera prueba de que los objetos
hayan estado allí mucho más de algunos días, en tanto abundan las pruebas circunstanciales de
que no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la atención durante los veinte días
transcurridos desde el domingo fatal a la tarde en que fueron hallados por los niños. “Los efectos
-dice Le Soleil, siguiendo la opinión de sus predecesores- aparecían estropeados y enmohecidos
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por la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre sí. El pasto había crecido en torno
y encima de algunos de ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían
adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecida por
la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla.” Con respecto al pasto “que había crecido
en torno y encima de algunos de ellos”, no cabe duda de que el hecho sólo pudo ser registrado
partiendo de las declaraciones y los recuerdos de dos niños, ya que éstos levantaron los efectos y
los llevaron a su casa antes de que un tercero los viera. Ahora bien, en tiempo caluroso y húmedo
(como el correspondiente al momento del crimen) el pasto crece hasta dos o tres pulgadas en un
solo día. Una sombrilla tirada en un campo recién sembrado de césped quedará completamente
oculta en una semana. Y, por lo que se refiere a ese moho, sobre el cual Le Soleil insiste al punto de
emplear tres veces el término o sus derivados en un solo y breve comentario, ¿cómo puede ignorar
sus características? ¿Habrá que explicarle que se trata de una de las muchas variedades de fungus,
cuyo rasgo más común consiste en nacer y morir dentro de las veinticuatro horas?
»Vemos así, de una ojeada, que todo lo que con tanta soberbia se ha aducido para sostener que
los objetos habían estado “tres o cuatro semanas por lo menos” en el soto, resulta totalmente nulo
como prueba. Por otra parte, cuesta mucho creer que esos efectos pudieron quedar en el soto
durante más de una semana, digamos de un domingo a otro. Quienes saben algo sobre los aledaños
de París no ignoran lo difícil que es aislarse en ellos, a menos de alejarse mucho de los suburbios.
Ni por un momento cabe imaginar un sitio inexplorado o muy poco frecuentado entre sus bosques
o sotos. Imaginemos a un enamorado de la naturaleza, atado por sus deberes al polvo y al calor
de la metrópoli, que pretenda, incluso en días de semana, saciar su sed de soledad en los lugares
llenos de encanto natural que rodean la ciudad. A cada paso nuestro excursionista verá disiparse
el creciente encanto ante la voz y la presencia de algún individuo peligroso o de una pandilla de
pájaros de avería en plena fiesta. Buscará la soledad en lo más denso de la vegetación, pero en
vano. He ahí los rincones específicos donde abunda la canalla, he ahí los templos más profanados.
Lleno de repugnancia, nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París, mucho menos odioso
como sumidero que esos lugares donde la suciedad resulta tan incongruente. Pero si la vecindad
de París se ve colmada durante la semana, ¿qué diremos del domingo? En ese día, precisamente,
el matón que se ve libre del peso del trabajo o no tiene oportunidad de cometer ningún delito,
busca los aledaños de la ciudad, no porque le guste la campiña, ya que la desprecia, sino porque
allí puede escapar a las restricciones y convenciones sociales. No busca el aire fresco y el verdor
de los árboles, sino la completa licencia del campo. Allí, en la posada al borde del camino o bajo
el follaje de los bosques, se entrega sin otros testigos que sus camaradas a los desatados excesos
de la falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron. Lo que afirmo puede ser verificado por
cualquier observador desapasionado: habría que considerar como una especie de milagro que los
artículos en cuestión hubieran permanecido ocultos durante más de una semana en cualquiera de
los sotos de los alrededores inmediatos de París.
»Pero hay además otros motivos para sospechar que esos efectos fueron dejados en el soto con
miras a distraer la atención de la verdadera escena del atentado En primer término, observe usted
la fecha de su descubrimiento y relaciónela con la del quinto pasaje extraído por mí de los diarios.
Observará que el descubrimiento siguió casi inmediatamente a las urgentes comunicaciones
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enviadas al diario. Aunque diversas y provenientes, al parecer, de distintas fuentes, todas ellas
tendían a lo mismo, vale decir a encaminar la atención hacia una pandilla como perpetradora del
atentado en las vecindades de la Barrière du Roule. Ahora bien, lo que debe observarse es que esos
objetos no fueron encontrados por los muchachos como consecuencia de dichas comunicaciones
o por la atención pública que las mismas habían provocado, sino que los efectos no fueron
encontrados antes por la sencilla razón de que no se hallaban en el soto, y que fueron depositados
allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las comunicaciones al diario por los culpables
autores de las comunicaciones mismas.
»Dicho soto es un lugar sumamente curioso. La vegetación es muy densa, y dentro de los límites
cercados por ella aparecen tres extraordinarias piedras que forman un asiento con respaldo y
escabel. Este soto, tan lleno de arte, se halla en la vecindad inmediata, a poquísima distancia de
la morada de Madame Deluc, cuyos hijos acostumbraban a explorar minuciosamente los arbustos
en busca de corteza de sasafrás. ¿Sería insensato apostar -y apostar mil contra uno- que jamás
transcurrió un solo día sin que alguno de los niños penetrara en aquel sombrío recinto vegetal y
se encaramara en el trono natural formado por las piedras? Quien vacilara en hacer esa apuesta no
ha sido nunca niño o ha olvidado el carácter infantil. Lo repito: es muy difícil comprender cómo
esos efectos pudieron permanecer en el soto más de uno o dos días sin ser descubiertos. Y ello
proporciona un sólido terreno para sospechar -pese a la dogmática ignorancia de Le Soleil- que
fueron arrojados en ese sitio en una fecha comparativamente tardía.
»Pero aún hay otras y más sólidas razones para creer esto último. Permítame señalarle lo artificioso
de la distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían unas enaguas blancas; en la
segunda, una chalina de seda; tirados alrededor, una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo
con el nombre Marie Rogêt. He aquí una distribución que naturalmente haría una persona no
demasiado sagaz queriendo dar la impresión de naturalidad. Pero esta disposición no es en
absoluto natural. Lo más lógico hubiera sido suponer todos los efectos en el suelo y pisoteados.
En los estrechos límites de esa enramada parece difícil que las enaguas y la chalina hubiesen
podido quedar sobre las piedras, mientras eran sometidas a los tirones en uno y otro sentido de
varias personas en lucha. Se dice que “la tierra estaba removida, rotos los arbustos y no cabía
duda de que una lucha había tenido lugar”. Pero las enaguas y la chalina aparecen colocadas
allí como en los cajones de una cómoda. “Los jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres
pulgadas de ancho por seis de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había
sido remendado... Daban la impresión de pedazos arrancados.” Aquí, inadvertidamente, Le Soleil
emplea una frase extraordinariamente sospechosa. Según la descripción, en efecto, los jirones
“dan la impresión de pedazos arrancados”, pero arrancados a mano y deliberadamente. Es un
accidente rarísimo que, en ropa como la que nos ocupa, un jirón “sea arrancado” por una espina.
Dada la naturaleza de semejantes tejidos, cuando una espina o un clavo se engancha en ellos los
desgarra rectangularmente, dividiéndolos en dos desgarraduras longitudinales en ángulo recto,
que se encuentran en un vértice constituido por el punto donde penetra la espina; en esa forma,
resulta casi imposible concebir que el jirón “sea arrancado”. Por mi parte no lo he visto nunca,
y usted tampoco. Para arrancar un pedazo de semejante tejido hará falta casi siempre la acción
de dos fuerzas actuando en diferentes direcciones. Sólo si el tejido tiene dos bordes, como, por
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ejemplo, en el caso de un pañuelo, y se desea arrancar una tira, bastará con una sola fuerza. Pero
en esta instancia se trata de un vestido que no tiene más que un borde. Para que una espina pudiera
arrancar una tira del interior, donde no hay ningún borde, hubiera hecho falta un milagro, aparte
de que no bastaría con una sola espina. Aun si hubiera un borde, se requerirían dos espinas, de
las cuales una actuaría en dos direcciones y la otra en una. Y conste que en este caso suponemos
que el borde no está dobladillado. Si lo estuviera, no habría la menor posibilidad de arrancar una
tira. Vemos, pues, los muchos y grandes obstáculos que se ofrecen a las espinas para “arrancar”
tiras de una tela, y, sin embargo, se pretende que creamos que así han sido arrancados varios
jirones. ¡Y uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido! Otra de las tiras era parte de la
falda, pero no del dobladillo. Vale decir que había sido completamente arrancado por las espinas
del interior sin bordes del vestido. Bien se nos puede perdonar por no creer en semejantes cosas;
y, sin embargo, tomadas colectivamente, ofrecen quizá menos campo a la sospecha que la sola y
sorprendente circunstancia de que esos artículos hubieran sido abandonados en el soto por asesinos
que se habían tomado el trabajo de transportar el cadáver. Empero, usted no habrá comprendido
claramente mi pensamiento si supone que mi intención es negar que el soto haya sido el escenario
del atentado. La villanía pudo ocurrir en ese lugar o, con mayor probabilidad, un accidente pudo
producirse en la posada de Madame Deluc. Pero éste es un punto de menor importancia. No es
nuestra intención descubrir el escenario del crimen, sino encontrar a sus perpetradores. Lo que he
señalado, no obstante lo minucioso de mis argumentos, tiene por objeto, en primer lugar, mostrarle
lo absurdo de las dogmáticas y aventuradas afirmaciones de Le Soleil, y en segundo término, y
de manera especial, conducirlo por una ruta natural a un nuevo examen de una duda: la de si este
asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.
»Resumiremos el asunto aludiendo brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones
del médico forense en la indagación judicial. Basta señalar que sus inferencias dadas a conocer con
respecto al número de los bandidos participantes en el atentado fueron ridiculizadas como injustas
y totalmente privadas de fundamento por los mejores anatomistas de París. No se trata de que ello
no haya podido ser como se infiere, sino de que no había fundamentos para esa inferencia. ¿Y no
los había, en cambio, para otra?
»Reflexionemos ahora sobre “las huellas de una lucha” y preguntémonos qué es lo que tales huellas
alcanzan a demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el contrario, la ausencia de una
pandilla? ¿Qué lucha podía tener lugar, tan violenta y prolongada, como para dejar “huellas” en
todas direcciones entre una débil e indefensa muchacha y la imaginable pandilla de malhechores?
El silencioso abrazo de unos pocos brazos robustos y todo habría terminado. La víctima debía
quedar reducida a una total pasividad. Recordará usted que los argumentos empleados sobre el
soto como escenario de lo ocurrido se aplican, en su mayor parte, a un ultraje cometido por más
de un individuo. Solamente si imaginamos a un violador podremos concebir, y sólo entonces, una
lucha tan violenta y obstinada como para dejar semejantes “huellas”.
»Ya he mencionado la sospecha que nace de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto.
Parece casi imposible que semejantes pruebas de culpabilidad hayan sido dejadas accidentalmente
donde se las encontró. Si suponemos una suficiente presencia de ánimo para retirar el cadáver,
¿qué pensar de una prueba aún más positiva que el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran sido
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»Ya he hecho notar que un verdadero pillastre no carece nunca de pañuelo. Pero no me refiero
ahora a eso. Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los fines que supone
Le Commerciel, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en el lugar del hecho; y que su finalidad
no era la de “ahogar sus gritos”, surge de que se haya empleado esa atadura en vez de algo que
hubiera sido mucho más adecuado. Pero los términos de los testimonios aluden a la tira en cuestión
diciendo que “apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido asegurada con
un nudo firmísimo”. Estos términos son bastante vagos, pero difieren completamente de los de Le
Commerciel. La tira tenía dieciocho pulgadas de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina,
constituía una banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente. Así fue como
se la encontró. Mi deducción es la siguiente: El asesino solitario, después de llevar alzado el
cuerpo durante un trecho ayudándose con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso resultaba
excesivo para sus fuerzas. Resolvió entonces arrastrar su carga, y la investigación demuestra que,
en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A tal fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las
extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la cabeza impediría que se zafara. En este punto,
el asesino debió pensar en la tira que circundaba la cintura de la víctima. Hubiera querido usarla,
pero se le planteaba el inconveniente de que estaba arrollada al cadáver, sujeta por una atadura, sin
contar que no había sido completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba arrancar una
nueva tira de las enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y en esa forma arrastró a su víctima
hasta la orilla del río. El hecho de que este lazo, difícil y penosamente obtenido, y sólo a medias
adecuado a su finalidad, fuera sin embargo empleado por el asesino, nace del hecho de que éste
estaba ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir, después que hubo abandonado el soto,
si se trataba del soto, y se encontraba a mitad de camino entre éste y el río.
»Dirá usted que el testimonio de Madame Deluc apunta especialmente a la presencia de una
pandilla en la vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del asesinato. Estoy de acuerdo.
Incluso me pregunto si no había una docena de pandillas como la descrita por Madame Deluc
en la vecindad de la Barrière du Roule y aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero
la pandilla que se ganó la marcada enemistad -y el testimonio tardío y bastante sospechoso- de
Madame Deluc, es la única a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha haberse regalado
con sus pasteles y haber bebido su coñac sin tomarse la molestia de pagar los gastos. Et hinc illæ
iræ?
»Pero, ¿cuál es el preciso testimonio de Madame Deluc? “Se presentó una pandilla de malandrines,
los cuales se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron luego la ruta
que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a cruzar el río
como si tuvieran mucha prisa.”
»Ahora bien, esta “gran prisa” debió probablemente parecer más grande a ojos de Madame Deluc,
quien reflexionaba triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza profanados, y por los
cuales debió abrigar aún alguna esperanza de compensación. ¿Por qué, si no, se refirió a la prisa,
desde el momento que ya era “el anochecer”? No hay ninguna razón para asombrarse de que una
banda de pillos se apresure a volver a casa cuando queda por cruzar en bote un ancho río, cuando
amenaza tormenta y se acerca la noche.
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»Digo que se acerca, pues la noche aún no había caído. Era tan sólo “al anochecer” cuando la
prisa indecente de aquellos “bandidos” ofendió los modestos ojos de Madame Deluc. Pero estamos
enterados de que esa misma noche, tanto Madame Deluc como su hijo mayor, “oyeron los gritos
de una mujer en la vecindad de la posada”. ¿Y qué palabras emplea Madame Deluc para señalar
el momento de la noche en que se oyeron esos gritos? “Poco después de oscurecer”, afirma. Pero
“poco después de oscurecer” significa que ya ha oscurecido. Vale decir, resulta perfectamente claro
que la pandilla abandonó la Barrière du Roule antes de que se produjeran los gritos escuchados por
Madame Deluc. Y aunque en las muchas transcripciones del testimonio las expresiones en cuestión
son clara e invariablemente empleadas como acabo de hacerlo en mi conversación con usted, hasta
ahora ninguno de los diarios parisienses, ni ninguno de los funcionarios policiales ha señalado tan
gruesa discrepancia.
»Sólo añadiré un argumento contra la noción de una banda, pero el mismo tiene, en mi opinión, un
peso irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón que se concede por toda
declaración probatoria, no cabe imaginar un solo instante que algún miembro de una pandilla de
miserables criminales -o de cualquier pandilla- no haya traicionado hace rato a sus cómplices. En
una pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan ansioso de recompensa
o de impunidad, como temeroso de ser traicionado. Se apresura a delatar lo antes posible, a fin
de no ser delatado a su turno. Y que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que
realmente se trata de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son conocidos por Dios y
por una o dos personas.
»Resumamos los magros pero evidentes frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción
de un accidente fatal en la posada de Madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el soto de la
Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien íntima y secretamente vinculado con
la difunta. Esta persona es de tez morena. Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo,
y el “nudo de marinero” con el cual apareció atado el cordón de la cofia, apuntan a un marino. Su
camaradería con la difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo designa como perteneciente a
un grado superior al de simple marinero. Las comunicaciones al diario, correctamente escritas, son
en gran medida una corroboración de lo anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la
menciona Le Mercurie, tiende a conectar la idea de este marino con la del “oficial de marina”, de
quien se sabe que fue el primero en inducir a la infortunada víctima a cometer una irregularidad.
No estamos obligados a suponer un diseño premeditado de asesinato o de violación. Pero no fue
el refugio acogedor de la espesura, y el enfoque de la lluvia -había una oportunidad y una fuerte
tentación- y luego un repentino y violento error, que se oculta sólo por el más oscuro tinte.
»Y aquí, de la manera más justa, interviene el hecho de la continua ausencia del hombre moreno.
Permítame hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es un color moreno
común el que atrajo la atención tanto de Valence como de Madame Deluc. Pero, ¿por qué está
ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es así, ¿cómo no hay más que huellas
de la joven asesinada? Es natural suponer que los dos atentados se produjeron en el mismo lugar.
¿Y dónde se halla su cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho desaparecer a
ambos en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y que lo que le impide
darse a conocer es el miedo de que lo acusen del asesinato. Esta razón es la que influye sobre él
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actualmente, en esta última fase de la investigación, ya que los testimonios han señalado que se
le vio con Marie; pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al crimen. El primer
impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y ayudar a identificar a los culpables. Era
lo que correspondía. El hombre había sido visto con la joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat.
Aun para un atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro medio de
librarse personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del domingo fatal,
inocente y a la vez ignorante del atentado que acababa de cometerse. Y, sin embargo, sólo cabría
suponer esas circunstancias para concebir que hubiese dejado de denunciar a los asesinos en caso
de hallarse con vida.
»¿Qué medios tenemos para llegar a la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos
multiplicarse y ganar en claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera escapatoria.
Documéntemonos sobre la historia de “el oficial”, con sus circunstancias actuales y sus andanzas
en el momento preciso del asesinato. Comparemos cuidadosamente entre sí las distintas
comunicaciones enviadas al diario de la noche, cuyo objeto era inculpar a una pandilla. Hecho
esto, comparemos dichas comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo como de su
presentación, con las enviadas al diario de la mañana, en un período anterior, y que tenían por
objeto insistir con vehemencia en la culpabilidad de Mennais. Cumplido todo esto, comparemos el
total de esas comunicaciones con papeles escritos de puño y letra por el susodicho oficial. Tratemos
de asegurarnos, mediante repetidos interrogatorios a Madame Deluc y a sus hijos, así como a
Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre la apariencia personal del “hombre de la
tez morena”. Hábilmente dirigidas, estas indagaciones no dejarán de extraer informaciones sobre
estos puntos particulares (o sobre otros), que incluso los interrogados pueden no saber que están
en condiciones de proporcionar. Y sigamos entonces la huella del bote recogido por el lanchero en
la mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue retirado, sin el timón, del depósito de lanchas,
a escondidas del empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del cadáver.
Con la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues no sólo el
lanchero que lo encontró puede identificarlo, sino que tenemos su timón. El gobernalle de un bote
de vela no hubiera sido abandonado fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que
reprocharse. Y aquí haré un paréntesis para insinuar un detalle. El hallazgo del bote a la deriva no
fue anunciado en el momento. Conducido discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la
misma discreción. Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo saber, en la mañana del martes y sin
ayuda de ningún anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que supongamos que está vinculado de
alguna manera con la marina, y que esa vinculación personal y permanente le permitía enterarse
de sus menores novedades, de sus mínimas noticias locales?
»Al hablar del asesino solitario, que arrastra a su víctima hasta la costa, he sugerido ya la posibilidad
de que hubiera hecho uso de un bote. Podemos sostener ahora que Marie Rogêt fue echada al
agua desde un bote, lo cual me parece lógico, ya que no cabía confiar el cadáver a las aguas poco
profundas de la costa. Las peculiares marcas de la espalda y hombros de la víctima apuntan a las
cuadernas del fondo de un bote. También corrobora esta idea el que el cadáver fuera encontrado sin
un peso atado como lastre. De haber sido echado al agua en la costa, le hubieran agregado algún
peso. Cabe suponer que la falta del mismo se debió a un descuido del asesino, que olvidó llevarlo
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consigo al alejarse río adentro. En el momento de lanzar el cuerpo al agua debió de advertir su
olvido, pero no tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo antes que
regresar a aquella terrible playa. Luego, libre de su fúnebre carga, el asesino se apresuró a regresar
a la ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó a tierra. En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí
mismo? Debió de proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa. Además, de amarrarlo,
hubiera sentido que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo. Su reacción natural debió de ser
la de alejar lo más posible todo lo que guardara alguna relación con el crimen. No sólo quería huir
de aquel muelle, sino que no permitiría que el bote quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva.
Pero sigamos adelante con nuestras suposiciones. A la mañana siguiente, el miserable se siente
presa del más inexpresable horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y llevado a un lugar
que él frecuenta diariamente; un lugar donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo.
A la noche siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se apodera del bote. Ahora bien: ¿dónde está
ese bote sin gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros primeros propósitos. De la
luz que emane de ese descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro triunfo. Con una rapidez
que nos sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la medianoche del domingo
fatal. Una corroboración seguirá a otra y el asesino será identificado.»
Por razones que no especificaremos, pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos hemos
tomado la libertad de omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos dónde se detalla
el seguimiento de la apenas perceptible pista lograda por Dupin. Sólo nos parece conveniente
dejar constancia, en resumen, de que los resultados previstos fueron alcanzados, y que el Prefecto
cumplió fielmente, aunque sin muchas ganas, los términos de su convenio con el Chevalier. El
artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras (Los directores):
Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este punto debe
bastar. No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la Naturaleza y su Dios son dos, nadie
capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la primera, puede controlarla y modificarla
a su voluntad, es asimismo incuestionable. Digo «a su voluntad» porque se trata de una cuestión
de voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de poder. No se trata de que la Deidad no
pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al suponer una posible necesidad de modificación.
En sus orígenes, esas leyes fueron planeadas para abrazar todas las contingencias que podrían
presentarse en el Futuro. Con Dios, todo es Ahora.
Repito, pues, que sólo hablo de estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que he relatado
se verá que entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers, hasta donde dicho destino es
conocido, y el de una tal Marie Rogêt, hasta un momento dado de su historia, existió un paralelo
de tan extraordinaria exactitud que frente a él la razón se siente confundida. He dicho que esto se
verá. Pero no se suponga por un solo instante que, al continuar con la triste narración referente a
Marie desde la época mencionada, y seguir hasta su desenlace el misterio que rodeó su muerte,
abrigo la encubierta intención de insinuar que el paralelo continúa, o sugerir que las medidas
adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada
en raciocinios similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.
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Preciso es tener en cuenta -refiriéndonos a la última parte de la suposición- que la más nimia
variación en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes errores al hacer
tomar a ambas series de eventos distintas direcciones; lo mismo que, en aritmética, un error que
en sí mismo es insignificante, por mera multiplicación en los distintos pasos de un proceso llega
a producir un resultado enormemente alejado de la verdad. Con respecto a la primera parte de las
suposiciones, no debemos olvidar que el Cálculo de Probabilidades al cual me referí antes prohíbe
toda idea de la prolongación del paralelismo, y lo hace con una fuerza y decisión proporcionales a la
medida en que dicho paralelo se ha mostrado hasta entonces exacto y acertado. Es ésta una de esas
proposiciones anómalas que, reclamando en apariencia un pensar diferente del pensar matemático,
sólo puede ser plenamente abarcada por una mente matemática. Nada más difícil, por ejemplo,
que convencer al lector corriente de que el hecho de que el seis haya sido echado dos veces por
un jugador de dados, basta para apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa. El intelecto
rechaza casi siempre toda sugestión en este sentido. No se acepta que dos tiros ya efectuados, y
que pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un tiro que sólo existe en el Futuro.
Las probabilidades de echar dos seises parecen exactamente las mismas que en cualquier otro
momento, vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos los otros tiros que pueden
producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan obvia que las tentativas de contradecirla
son casi siempre recibidas con una sonrisa despectiva antes que con atención respetuosa. No
pretendo exponer aquí, dentro de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa
actitud; para los que entienden de filosofía, no necesita explicación. Baste decir que forma parte
de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de la Razón, por culpa de su tendencia a
buscar la verdad en el detalle.
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Oinos.- Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la
inmortalidad.
Agathos.- Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento
es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te sea concedida.
Oinos.- Pero yo imaginé que en esta existencia todo me sería dado a conocer al mismo tiempo, y
que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.- ¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en su adquisición! La beatitud eterna
consiste en saber más y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos.- El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.- Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe ser aún la única cosa desconocida
hasta para Él.
Oinos. - Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser
conocidas todas las cosas?
Agathos.- ¡Contempla las distancias abismales! Trata de hacer llegar tu mirada a la múltiple
perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre más
allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de oro del universo, las
paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos que el mero número parece
amalgamar en una unidad?
Oinos.- Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.- No hay sueños en el Aidenn, pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud
de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber
que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma. Interrógame, pues,
Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda la intensa armonía de las
Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar
de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
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Oinos.- Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares
de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos
de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación. ¿Quieres decir
que el Creador no es Dios?
Agathos.- Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.- ¡Explícate!
Agathos.- Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo surgen ahora
perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado mediato o indirecto,
no como el resultado directo o inmediato del poder creador Divino.
Oinos.- Entre los hombres, Agathos mío, esta idea sería considerada altamente herética.
Agathos.- Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.- Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos
Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene todas las
apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la tierra recuerdo que se habían
efectuado afortunados experimentos, que algunos filósofos denominaron torpemente creación de
animálculos.
Agathos.- Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie de
creación que hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.
Oinos.- Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los abismos
del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos. - Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo.
Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados.
Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo hacíamos
vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración se extendía indefinidamente hasta impulsar cada
partícula del aire de la tierra, que desde entonces y para siempre era animado por aquel único
movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro globo conocían bien este hecho. Sometieron
a cálculos exactos los efectos producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue
fácil determinar en qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo,
influyendo (para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron
dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones
determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso
dado eran interminables, y que una parte de dichos resultados podía medirse gracias al análisis
algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que
este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que no existían límites
concebibles a su avance y aplicabilidad, salvo en el intelecto de aquel que lo hacía avanzar o lo
aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se detuvieron.
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Agathos.- ¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos y
arrasados los ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases apasionadas. ¡Sus brillantes
flores son mis más queridos sueños no realizados, y sus furiosos volcanes son las pasiones del más
turbulento e impío corazón!
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El Pozo y el Péndulo83
Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en el solar del Club de los
Jacobinos, en París.
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me
desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia
de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de
las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El
ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis
pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí
nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los
labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que
estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su
dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los
decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse
en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido
no seguía al movimiento. Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda
y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y
mi vista cayó entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.
Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos
que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí que
cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería
galvánica. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y
claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica
nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la tumba.
83 Publicado entre 1842 y 1843 en The Gift: A Christmas and New Year’s Present.
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Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en
el preciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las
figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes hachones se redujeron
a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las
sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el
Hades. Y el universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo.
La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba
perdido. En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio..., ¡no! En medio del
desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación
para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún
sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber
soñado. Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o
espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos
de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del
abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras
de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de
nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen
sin ser solicitadas, mientras, maravillados, nos preguntamos de dónde proceden? Quien no se
haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las
ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el
vulgo no puede vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni
el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta
entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger
algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en
que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a condensar recuerdos
que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en
que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos
grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más
hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea
del infinito en descenso. También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el
corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego el sentimiento de
una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo
de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido,
vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez
y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo
abominable.
De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y
el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo,
el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple
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conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el
pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender
mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer
del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso,
de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo
en torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica,
he logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin
ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos
la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido
de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de
la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas
horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso
pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía
que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente
pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los
procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había
sido pronunciada la sentencia y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo
de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto. A pesar de
todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real.
Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían
con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una
solemnidad de esta especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él
el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que
esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas.
Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba
empedrado y había en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos
instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté
sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinadamente, extendí mis brazos por
encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba
a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el
sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo
intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con
los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero
todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino
que me habían reservado no era el más espantoso de todos.
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error que había cometido al tomar las medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como
un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado cincuenta y dos pasos
hasta el momento de caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela.
Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme,
necesariamente debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La
confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la pared a
mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha.
También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto. Tanteando el camino, había
encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es
el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran,
sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales.
La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería parecía ser ahora hierro u
otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase
de emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras
de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras imágenes del horror más
realista llenaban en toda su extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas
monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y
estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En su
centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más
en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho
durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de
armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enrollábase
en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza
y mi brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento
que contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror
me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me devoraba una sed
intolerable. Creí entonces que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que
el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta
pies y parecíase mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi
atención una figura de las más singulares. Era una representación pintada del Tiempo, tal como
se acostumbra representarle, pero en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí
se trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en
el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención. Mientras la observaba
directamente, mirando hacia arriba, (pues hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza), me
pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y,
por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante
unos minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás
objetos de la celda.
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Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían
salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron
en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo
y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora (pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo)
cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El
camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su velocidad
era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que
había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su
extremo inferior estaba formado por media luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría
un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior,
evidentemente afilado como una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y
macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una gruesa varilla
de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad
monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo,
cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen del
infierno, considerado por la opinión como la Última Tule de todos los castigos. El más fortuito
de los accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabía que el arte de convertir el suplicio en
un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones
misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan
arrojarme a él. Por tanto, estaba destinado, (y en este caso sin ninguna alternativa), a una muerte
distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía de esta
palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que
conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente,
efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y
cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando. Pasaron días, tal vez muchos días, antes que
llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi
olfato el olor de acero afilado. Rogué al cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender
más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al
encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran
calma y permanecí tendido sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un
juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la
vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible
que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota
de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración. Al volver en mí, sentí un
malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas
angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo
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izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que
las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento
de extraña alegría, de esperanza, se alojo en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la
esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre
pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de
alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente
en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las
ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi
que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela
de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de
la curva recorrida (unos treinta pies, más o menos) y la silbante energía de su descenso, que incluso
hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante
algunos minutos, era rasgar mi traje. Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá
de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar
allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi
traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé
en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar
su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la
izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta
mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me dominase
una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho.
Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el
codo hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi
lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras
por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como
intentar detener una avalancha.
Siempre más bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia,
y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con
el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del
descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y,
sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un
grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban,
y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún
sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la
Inquisición.
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Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto
con mi traje, Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la
desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por primera
vez. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una
ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier
lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mi
cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida
había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces
del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras?
Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza lo
bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con
todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi
espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de
la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola
mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente,
débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la
desesperación, intenté llevarla a la práctica.
Hacía varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un
número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como
si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. “¿A qué clase de alimento -pensé- se
habrá acostumbrado en este pozo?”
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, había devorado el
contenido del plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado
eficacia. Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con
los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta
donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin
respirar.
Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales
se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más
que un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una
o dos o más atrevidas se encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me pareció
el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarrándose a la madera,
la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular del
péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose
y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, que sus fríos
hocicos buscaban mis labios. Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba
constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho
y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más de
un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.
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No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego que
estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo
efectuábase ya sobre mi pecho. La estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la camisa.
Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante
de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un
movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el banquillo, me
deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento
estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas
hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y
la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una lección que llenó de
desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había
escapado de la muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la
muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las
paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude apreciar
claramente, se había producido con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los
que estuve distraído, lleno de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de
una grieta de media pulgada de anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las
paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del suelo.
Intenté mirar por aquella abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme
desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda
había sufrido. Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras
pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y borrosos.
Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que
daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios
más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre
mí desde mil sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara
ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente, quería considerar
completamente imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase
por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los
ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles pinturas
sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de
mis verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los hombres. Me aparté lejos del metal
ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea
de la frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes.
Dirigí mis miradas hacia el fondo. El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades
más ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la
significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó
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a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los horrores,
menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con
amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez más los ojos, temblando en un acceso febril.
En la celda habíase operado un segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma.
Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me
dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había
frustrado. No podía luchar por más tiempo con el Rey del Espanto. La celda había sido cuadrada.
Ahora notaba que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos. Con
un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible contraste. En un momento,
la estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no se detuvo
aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos
contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. “¡La muerte! -me dije-. ¡Cualquier
muerte, menos la del pozo!” ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario,
que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun
suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión? Y el rombo se aplastaba,
se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la
línea de mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté retroceder, pero
los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible. Llegó, por último, un momento en
que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies
en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y
prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos...
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso
rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente.
Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el
brazo del General Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase
en poder de sus enemigos.
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El Retrato Oval84
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No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el
lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome
volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven se trataba sencillamente de un retrato de
medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él
mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas
de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la
imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese
ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan
repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese
tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y
el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones,
permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad
y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto,
volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi
profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción
de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval,
y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y
se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte
sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo,
amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los
pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible
impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y
sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde
la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su
obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo
y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en
esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto
para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, (que disfrutaba de gran
fama), experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar
al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada.
Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa,
prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin,
cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor
había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del
lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre
el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas
hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque
sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara
que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en
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éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció
intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, ésta es la Vida misma!” Se
volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!»
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El Rey Peste85
A las doce de cierta noche del mes de octubre y durante el caballeresco reinado de Eduardo III dos
marineros pertenecientes a la tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba entre Sluys y el
Támesis, anclada entonces en ese río, quedaron muy sorprendidos al hallarse instalados en el local
de una taberna de la parroquia de San Andrés, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la
figura de un «Alegre Marinero».
El local, aunque de pésima construcción, renegrido por los humos, de techo bajo y conforme en
todos los conceptos con el carácter general de los tugurios de aquella época, se adaptaba bastante
bien a sus fines según juicio de los grotescos grupos que lo ocupaban dispersos aquí y allá.
De aquellos grupos, nuestros dos marineros constituían el más interesante, si no el más notable.
El que aparentaba más edad y a quien su compañero se dirigía con el característico apelativo
de «Patas» era con mucho el más alto de los dos. Podría medir seis pies y medio y un habitual
encorvamiento de su espalda parecía ser la consecuencia lógica de tan extraordinaria estatura.
El exceso de estatura estaba sin embargo más que compensado por deficiencias en otros conceptos.
Era sumamente flaco y sus compañeros afirmaban que, borracho, podía servir de gallardete en el
palo mayor, y que sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés. Estas chanzas y otras de
la misma índole no habían provocado por lo visto jamás la menor reacción en los músculos faciales
de la risa de nuestro marinero. Con sus pómulos salientes, su ancha nariz aguileña, su mentón
deprimido, su mandíbula inferior caída y sus enormes ojos claros y protuberantes, la expresión de
su fisonomía parecía reflejar una obstinada indiferencia por todas las cosas en general sin dejar
por ello de mostrar un aire tan solemne y serio que resultaría inútil intentar imitarlo o describirlo.
85 Publicado en setiembre de 1835 en el Southern Literary Messenger, originalmente publicado de forma anónima
como “El Rey Peste Primero”.
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En su apariencia exterior al menos el marinero más joven era, en todo, el envés de su camarada. Su
estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de piernas sólidas y arqueadas soportaba su rechoncha y
pesada persona mientras los brazos cortos y robustos, terminados en unos puños extraordinarios,
colgaban balanceándose a los lados como aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color
indefinido centelleaban muy hundidos bajo las cejas. La nariz quedaba sepultada en la masa de
carne que envolvía su cara redonda, llena y colorada, y su grueso labio superior descansaba sobre el
inferior, aún más carnoso, con un aire de profunda satisfacción, harto aumentada por la costumbre
que tenía su propietario de lamérselos de cuando en cuando. Miraba por supuesto a su altísimo
camarada con un sentimiento entreverado de maravilla y burla; de cuando en cuando contemplaba
su rostro en lo alto, como el rojizo sol poniente contempla los roquedales del Ben Nevis.
Varias y preñadas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella divina pareja durante
las primeras horas de la noche por las diferentes tabernas de las cercanías. Pero ni las mayores
fortunas son eternas, y nuestros amigos se habían aventurado en este último local con los bolsillos
vacíos.
En el preciso momento en que comienza esta historia, «Patas» y su compañero Hugh Tarpaulin,
se hallaban cómodamente apoltronados sobre los codos en la gran mesa de roble del centro de la
sala sosteniendo las mejillas con las manos. A través de una gran botella de cerveza, contemplaban
las ominosas palabras: No Chalk que para su indignación y asombro habían sido garrapateadas en
la puerta con el mismísimo mineral cuya presencia pretendían negar. No es que pretendamos que
el don de descifrar los caracteres escritos -facultad que en aquellos días estaba considerada por
la comunidad como menos cabalística apenas que el arte de trazarlos- pudiera ser imputado en
estricta justicia a los dos discípulos del mar. Pero lo cierto es que en aquellos rasgos había cierto
retorcimiento y en el conjunto no se qué indescriptible cabeceo que en opinión de ambos marineros
presagiaban una larga singladura de mal tiempo y que les incitaron, según la metafórica expresión
de «Patas», «a darle a las bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo consumido el resto de la cerveza y después de abotonarse apretadamente sus cortos jubones
echaron a correr hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó dos veces en la chimenea confundiéndola
con la salida, terminaron por escabullirse felizmente y a las doce y media de la noche hallamos a
nuestros héroes dispuestos a todo evento y bajando a la carrera por una sombría calleja rumbo a St.
Andrew’s Stair encarnizadamente perseguidos por la dueña del «Alegre Marinero».
******
Muchos años antes y después de la época en que sucede esta memorable historia, en toda Inglaterra,
pero especialmente en la metrópoli, resonaba periódicamente el espantoso grito de «¡Peste!». La
ciudad había quedado despoblada parcialmente y en los horribles parajes próximos al Támesis,
entre pasajes y callejuelas sombrías, angostas y sucias, donde parecía haber nacido el Demonio de
la Plaga, erraban tan sólo el miedo, el terror y la superstición.
Aquellos barrios estaban proscritos por real decreto y se prohibía bajo pena de muerte adentrarse
en su lúgubre soledad. Sin embargo ni el decreto del monarca, ni las enormes barricadas levantadas
a la entrada de las calles, ni siquiera la perspectiva de aquella muerte atroz que casi con absoluta
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seguridad aniquilaba al desgraciado que osara la aventura, impedían que las casas vacías y
desamuebladas fueran saqueadas noche tras noche de toda clase de objetos por quienes buscaban
hierro, bronce o plomo que pudieran reportar luego algún beneficio.
Era corriente cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras comprobar que las cerraduras,
los cerrojos y las bodegas secretas habían servido de poco para proteger los ricos almacenes de
vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y las dificultades del transporte, fueron dejados
bajo tan insuficiente garantía por numerosos comerciantes con tiendas en la vecindad.
Pocos, sin embargo, entre aquellos aterrorizados ciudadanos, atribuían las rapiñas a la mano del
hombre. Los Espíritus y los Duendes de la Peste, los Demonios de la Fiebre y los Dueños de la
Plaga, eran para el vulgo los trasgos dañinos; contábanse a todas horas relatos tan escalofriantes
que el conjunto entero de edificios prohibidos quedó a la larga envuelto en el. terror como en un
sudario y los mismos ladrones espantados con frecuencia por el horror que sus propios saqueos
habían creado, solían retroceder quedando el vasto círculo del barrio prohibido, abandonado a las
tinieblas, al silencio, a la pestilencia y a la muerte.
******
Una de estas terroríficas barricadas que señalaban el comienzo de la región condenada por el edicto
fue la que detuvo la vertiginosa carrera de «Patas» y del digno Hugh Tarpaulin. No había que
pensar en retroceder ni podían perder un segundo, pues sus perseguidores les pisaban los talones.
Para unos auténticos lobos de mar como ellos trepar por aquella tosca armazón de maderas era
una bagatela; y excitados por el doble motivo del ejercicio y del licor escalaron en un segundo la
valla, saltaron dentro del recinto y animándose en su huida de borrachos con gritos y juramentos,
no tardaron en perderse por aquellos parajes recónditos, fétidos e intrincados.
De no haber tenido trastornado su sentido moral, sus vacilantes pasos hubieran quedado paralizados
por el horror de la situación. El aire era gélido y brumoso; entre la hierba alta y espesa que se
les enroscaba a los tobillos yacían las piedras del pavimento desencajadas de sus alvéolos y
desparramadas en bárbaro desorden. Las casas derruidas obstruían las calles. Los miasmas más
fétidos y ponzoñosos flotaban por doquier; y con ayuda de esa débil luz que incluso a medianoche
no deja nunca de emanar de toda atmósfera vaporosa y pestilencial era posible vislumbrar en los
pasajes y en las callejuelas, o pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, la carroña de algún
saqueador nocturno detenido en sus rapiñas y fecharías por la mano de la peste.
Pero unas imágenes como aquellas, aquellas sensaciones o aquellos obstáculos no podían
sin embargo detener la carrera de dos hombres valerosos por naturaleza y sobre todo en aquel
momento en que, rebosantes de arrojo y de cerveza, hubieran penetrado tan en derechura como su
tambaleante estado lo hubiese permitido en las mismísimas fauces de la Muerte. Adelante, siempre
adelante se tambaleaba el lúgubre «Patas» haciendo resonar aquella solemne desolación con los
ecos de sus aullidos semejantes al terrorífico grito de guerra de los indios; y adelante, siempre
adelante rodaba el rechoncho Tarpaulin cogido al jubón de su más ágil compañero pero superando
sus más enérgicos esfuerzos en materia de música vocal con mugidos in baso que brotaban del
rincón más profundo de sus Estentóreos pulmones.
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No cabía duda de que habían llegado ya a la ciudadela de la peste. A cada paso, a cada caída su
camino se volvía más infecto y horrible, la ruta más angosta e intrincada. Enormes piedras y vigas
se desplomaban, de cuando en cuando, de los podridos tejados mostrando con la violencia de sus
tétricas caídas la enorme altura de las casas circundantes; y cuando para abrirse paso entre las
frecuentes acumulaciones de basura tenían que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que sus
manos cayesen sobre un esqueleto o se hundieran en las carnes descompuestas de algún cadáver.
De repente, y cuando los marineros se tambaleaban frente a los umbrales de un gran edificio de
aspecto lúgubre, un gran alarido más agudo que de ordinario brotó de la garganta del excitado
«Patas» y fue contestado desde dentro por una rápida sucesión de chillidos salvajes y diabólicos
que semejaban carcajadas.
Sin arredrarse por aquellos sonidos que dado su índole, lugar y momento hubieran helado la sangre
en corazones menos excitados que los suyos, la pareja de borrachos se precipitó de cabeza contra la
puerta abriéndola de par en par y entrando a trompicones en medio de una andanada de juramentos.
No es de suponer, sin embargo, que la escena que aquí se presentaba a los ojos del valiente «Patas»
y digna de Tarpaulin, produjo a primera vista cualquier otro efecto sobre sus facultades iluminadas,
más que una sensación abrumadora de estúpido asombro.
La habitación en la que se hallaron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres;
pero una trampilla abierta en un rincón del piso, junto a la entrada, permitía vislumbrar una larga
bodega cuyas profundidades, como lo proclamó un ruido de botellas que se rompen, parecían estar
bien surtidas. En el centro de la habitación se levantaba una mesa sobre la que había una enorme
sopera de algo que parecía ponche. Botellas de vino y licores diversos, así como jarras, frascos
y tazas de todas formas y clases estaban esparcidas profusamente sobre el tablero. Sentados en
soportes de ataúdes veíase una tertulia de seis personas, que trataré de describir una por una.
Enfrente de la puerta y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía
presidir la mesa. Era tan alto como flaco y «Patas» quedó atónito al ver un ser más descarnado
que él. Su rostro era tan amarillo como el azafrán pero ninguna de sus facciones, salvo un rasgo,
estaban lo bastante marcadas como para merecer especial descripción. Ese rasgo notable consistía
en una frente tan insólita y a tal punto alta, que más parecía bonete o corona de carne que cabeza
natural. Su boca se hallaba fruncida y curvada en un pliegue de horrenda afabilidad y sus ojos,
como los de las restantes personas sentadas a la mesa, brillaban con los vapores de la embriaguez.
Aquel gentleman iba vestido de pies a cabeza con un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente
bordado que caía al desgaire en torno a su cuerpo a la manera de una capa española. Su cabeza
estaba profusamente cubierta de negros penachos como los que utilizan los caballos en las carrozas
fúnebres, que él agitaba de un lado a otro con aire tan garboso como entendido; en la mano derecha
sostenía un enorme fémur humano con el cual acababa de golpear a uno de los miembros de la
compañía para que cantase.
Frente a él y de espaldas a la puerta hallábase una dama de apariencia no menos extraordinaria.
Aunque casi tan alta como el personaje descrito no tenía derecho a quejarse por una delgadez
anormal. Al contrario, por las trazas se hallaba en el último grado de hidropesía y su cuerpo se
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parecía extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que, con la tapa hundida, habla cerca
de ella en un rincón de la estancia. Su rostro era perfectamente redondo, rojo y lleno y ofrecía
la misma particularidad, o más bien ausencia de particularidad, que mencioné antes en el caso
del presidente, es decir, que tan solo un rasgo de su fisonomía requería una descripción especial.
El sagaz Tarpaulin observó enseguida que lo mismo podía decirse de todos los miembros de la
reunión pues cada uno de ellos parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro.
En la dama en cuestión esa parte era la boca que, comenzando en la oreja derecha, se extendía
como terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos pendientes que llevaba se le
metían constantemente en la abertura. No obstante, ella se esforzaba por mantenerla cerrada y
adoptar un aire digno. Vestía una mortaja recién planchada y almidonada que le subía hasta la
barbilla cerrándose con un cuello plisado de muselina de batista.
A su derecha hallábase sentada una diminuta damisela a quien la dama parecía proteger. Esta frágil
y delicada criatura presentaba indicios evidentes de una tisis galopante a juzgar por el temblor de
sus descarnados dedos, la lívida palidez de sus labios y la leve mancha hética que afloraba a su
cutis terroso.
Pese a ello, un aire de extremado haut ton se difundía por toda su persona; lucía, con un aire
tan gracioso como desenvuelto, un ancho y hermoso sudario del más fino linón de la India; sus
cabellos colgaban en bucles sobre el cuello y una suave sonrisa jugueteaba en su boca; pero su
nariz extremadamente larga, picuda, sinuosa, flexible y llena de barros, pendía más baja que su
labio inferior y a pesar de la forma delicada con que de cuando en cuando la movía de un lado a
otro con ayuda de la lengua, daba a su fisonomía una expresión ciertamente equívoca.
Frente a ella, a la izquierda de la dama hidrópica, sentábase un viejecito rechoncho, achacoso,
asmático y gotoso cuyas mejillas descansaban sobre sus hombros como dos enormes odres de vino
de Oporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada puesta sobre la mesa parecía contemplarse
a sí mismo imaginando que tenía derecho a alguna consideración especial.
Indudablemente le enorgullecía mucho cada pulgada de su persona, pero sentía especial deleite en
atraer la atención sobre su llamativa levita, prenda que debía haberle costado no poco dinero y que
le sentaba admirablemente: estaba hecha con una de esas fundas de seda curiosamente bordadas
que en Inglaterra y en otros países sirven para cubrir los escudos de las fachadas de las casas
cuando ha muerto algún miembro de la aristocracia.
A su lado, y a la derecha del presidente, veíase un caballero con largas calzas blancas y calzones de
algodón. Toda su figura parecía estremecerse de la manera más ridícula como si sufriera un acceso
de lo que Tarpaulin llamaba «los horrores». Su mentón recién afeitado se sujetaba fuertemente con
una venda de muselina y sus brazos de igual modo atados por las muñecas le impedían servirse con
demasiada libertad de los licores de la mesa, precaución que hacía necesaria en opinión de «Patas»
el aspecto embotado y avinado de su fisonomía. De todas maneras las prodigiosas orejas de aquel
personaje, que sin duda eran imposibles de aprisionar como el resto del cuerpo, se proyectaban
en el espacio de la estancia y se estremecían como, en un espasmo al ruido de cada botella que se
descorchaba.
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Frente a él, sexto y último de la reunión, se hallaba un personaje de aspecto extrañamente rígido,
atacado de parálisis, que debía sentirse, hablando en serio, sumamente incómodo dentro de sus
vestiduras. En efecto, iba ataviado con un traje singularísimo: un hermoso y flamante ataúd de
caoba.
El remate apretaba el cráneo del interesado como un casco extendiéndose sobre él a modo de
capuchón y prestando a la faz entera un aire de indescriptible interés. A ambos lados del ataúd
habíanse practicado escotaduras para los brazos teniendo en cuenta tanto la elegancia como la
comodidad; pero semejante atuendo impedía a su propietario mantenerse erecto en la silla como
sus compañeros y yacía reclinado contra su soporte en un ángulo de cuarenta y cinco grados,
mientras un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos hacia el
techo como asombrados por su propia enormidad.
Ante cada uno de los presentes veíase la mitad de una calavera que servía de copa. Por encima
de sus cabezas pendía un esqueleto atado por una pierna a una soga sujeta a una anilla del techo.
La otra pierna, libre de semejante ligadura, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que
aquella masa bamboleante bailara y entrechocara a cada ráfaga de viento que penetraba en la
estancia. En el cráneo de tan horrenda osamenta había carbones encendidos que lanzaban sobre
la escena una luz vacilante pero viva; en cuanto a los féretros y demás objetos propios de una
empresa de pomas fúnebres habían sido apilados en torno de la habitación y contra las ventanas
impidiendo que escapara a la calle el menor rayo de luz.
A la vista de tan extraordinaria reunión y de sus no menos extraordinarios atavíos nuestros dos
marineros no se comportaron con todo el decoro que cabía esperar. Apoyándose contra la pared
que tenía más próxima, «Patas» dejó caer su mandíbula inferior más de lo acostumbrado y abrió
de par en par sus ojos, mientras Hugh Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel
de la mesa y apoyando las palmas de las manos en sus rodillas, prorrumpió en un largo, fuerte y
estrepitoso rugido que era una descomedida e intempestiva risotada.
Pese a lo cual, sin sentirse ofendido por tan grosera conducta, el alto presidente sonrió con
afabilidad a los intrusos, inclinó ante ellos con digno respeto su cabeza adornada con el penacho
de plumas y, levantándose, los tomó del brazo y los condujo a un asiento que otro de los asistentes
había preparado entre tanto para que se acomodaran. «Patas» no ofreció la más leve resistencia
y tomó asiento donde le indicaron, mientras el galante Hugh, trasladando su caballete funerario
desde la cabecera de la mesa hasta un lugar cercano a la damisela tísica del sudario, se instaló
a su lado lleno de alegría y, echándose al coleto una calavera llena de vino tinto, brindó por
una amistad más íntima. Al oír tal presunción, el tieso caballero vestido con el ataúd pareció
sumamente incomodado, y hubieran podido derivarse consecuencias desagradables de no mediar
la intervención del presidente, quien luego de golpear en la mesa con su hueso reclamó la atención
de los presentes con el discurso que sigue:
-En tan feliz ocasión es nuestro deber...
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Cuentos
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-¡Sujeta ese cabo! -interrumpió «Patas» con gran seriedad-. ¡Sujeta ese cabo te digo y sepamos
quién diablos sois y qué demonios hacéis aquí, aparejados como todos los diablos del infierno y
bebiéndoos el buen vino que guarda para el invierno mi excelente piloto Will Wimble, el enterrador!
Ante esta imperdonable muestra de descortesía todos los presentes se incorporaron a medias
profiriendo una nueva serie de espantosos y demoníacos chillidos como los que antes atrajeron
la atención de los marinos. Con todo, el presidente fue el primero en recobrar la serenidad y,
volviéndose con aire digno hacia «Patas», replicó:
-Con mucho gusto satisfaremos tan razonable curiosidad de nuestros ilustres huéspedes a pesar de
no haber sido invitados. Sabed que soy el monarca de estos dominios y que gobierno mi imperio
absoluto bajo el título de «Rey Peste I».
»Esta sala que injuriosamente profanáis suponiéndola tienda de Will Wimble, el enterrador, persona
a quien no conocemos y cuyo plebeyo nombre no había ofendido hasta esta noche nuestros reales
oídos... esta sala, digo, es la Sala del Trono de nuestro Palacio dedicada a los consejos de nuestro
reino y a otras sagradas y excelsas finalidades.
»La noble dama que frente a mí se sienta es la «Reina Peste», nuestra Serenísima Consorte. Los
otros augustos personajes que contempláis pertenecen a nuestra familia y llevan la marca de la
sangre real bajo sus títulos respectivos de «Su Gracia el Archiduque Pest-Ifero», «Su Gracia el
Duque Pest-Ilencial» , «Su Gracia el Duque Tem-Pestad» y «Su Alteza Serenísima la Archiduquesa
Ana-Pesta».
«Por lo que concierne -prosiguió él- a vuestra pregunta sobre las razones de nuestra presencia en
este consejo, podría dispensársenos el responder, ya que atañe a nuestro privado y exclusivo interés
y tan sólo a él y, por tanto, nadie está autorizado a inmiscuirse en absoluto. Pero en consideración a
esos derechos de que, como huéspedes y extranjeros, os podríais creer investidos, nos dignaremos
explicaros que nos hallamos aquí esta noche, preparados por profundas búsquedas y exactas
investigaciones para examinar, analizar y determinar exactamente ese espíritu indefinible, esas
incomprensibles cualidades y la índole de los inestimables tesoros del paladar, es decir, los vinos,
cervezas y licores de esta excelente Metrópoli, para proseguir no sólo nuestros designios, sino para
acrecentar además el bienestar de ese sobrenatural soberano que reina sobre todos nosotros, cuyos
dominios son ilimitados, y cuyo nombre es «Muerte».
-¡Cuyo nombre es Davy Jones! -gritó Tarpaulin, sirviendo a la dama que tenía a su lado un cráneo
de licor y llenando otro para él.
-¡Profano bergante! -gritó el presidente volviendo ahora su atención hacia el indigno Hugh-.
¡Profano y execrable canalla! Hemos dicho que en consideración a esos derechos que ni por tu
repugnante persona nos sentimos inclinados a violar, condescendíamos a dar respuesta a vuestras
groseras e insensatas preguntas. Pero por tan sacrílega intrusión en nuestro concejo creemos nuestro
deber condenarte y multarte, a ti y a tu compañero, a beber un galón con Melaza, que brindaréis
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a la prosperidad de nuestro reino, de un solo trago y de rodillas; acto seguido quedaréis libres
de continuar vuestro camino o quedaros a compartir los privilegios de nuestra mesa conforme a
vuestro gusto personal y respectivo.
-Sería cosa materialmente imposible -replicó entonces «Patas», a quien la arrogancia y la dignidad
de «Rey Peste I» habían inspirado evidentemente cierto respeto, por lo cual se habían levantado
para hablar sujetándose a la mesa-; sería imposible, majestad, que yo estibara en mi bodega la
cuarta parte del licor que acabáis de mencionar. Dejando de lado el cargamento que hemos subido
a bordo esta mañana a modo de lastre y sin mencionar los diversos licores y cervezas embarcados
por la tarde en diversos puertos, llevo en este momento un cargamento completo de cerveza
adquirido y debidamente pagado en la taberna del «Alegre Marinero». Vuestra majestad tendrá,
pues, a bien considerar que la buena voluntad reemplaza el hecho, pues no puedo ni quiero tragar
una gota más..., y menos una gota de esa asquerosa agua de sentina que responde al nombre de ron
con Melaza.
-¡Amarra eso! -interrumpió Tarpaulin no menos asombrado de la extensión del discurso de su
compañero que de la índole de la negativa-. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! Y yo te digo,
«Patas», que te dejes de charlatanería. Mi casco está aún liviano, aunque confieso que tú te hundes
un poco..., en cuanto a tu parte de cargamento, en vez de armar tanto jaleo ya encontraré estiba
para él en mi propia cala; pero...
-Tal arreglo -interrumpió el presidente- está en total disconformidad con los términos del castigo
o sentencia que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las condiciones que hemos impuesto
deben ser cumplidas al pie de la letra sin un segundo de vacilación..., a falta de cuyo cumplimiento
decretamos que ambos seáis atados juntos por el cuello y los talones y debidamente ahogados por
rebeldes en ese tonel de cerveza.
-¡Magnífica sentencia! ¡Justo y apropiado castigo! ¡Glorioso decreto! ¡Digna, meritoria y sacrosanta
condena! -gritó al unísono la familia Peste. El rey frunció su alta frente en innumerables arrugas; el
viejecillo gotoso resopló como un par de fuelles; la dama de la mortaja de linón balanceó su nariz
de un lado para otro; el caballero de los calzones levantó las orejas; la dama del sudario abrió la
boca como un pez agonizante mientras el individuo del ataúd pareció todavía más rígido y reviró
los ojos.
-¡Uh, uh, uh! -cacareó Tarpaulin sin fijarse en la excitación general-. ¡Uh, uh, uh! ¡Uh, uh, uh! ¡Uh,
uh, uh! Estaba yo diciendo, cuando Mr. Rey Peste me interrumpió, que una bagatela de dos o tres
galones más o menos de ron con Melaza nada pueden hacer a un barco tan sólido como yo sin estar
demasiado cargado; pero cuando se trata de beber a la salud del Diablo -a quien Dios perdone- y
ponerme de rodillas ante ese espantajo de rey a quien conozco tan bien como a mí mismo, pobre
pecador que soy..., sí, lo conozco porque se trata de Tim Hurlygurly, el cómico de la legua..., pues
bien, en ese caso ya no sé realmente qué pensar.
No le permitieron acabar tranquilamente su discurso. Al oír el nombre de Tim Hurlygurly la reunión
entera saltó en sus asientos.
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El timo86
Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la
usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran
hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las Ciencias Exactas y era
un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en la mayor de las escalas.
El timo -o la idea abstracta contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El hecho, sin
embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener, sin embargo,
una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo, sino al hombre como
un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo
desplumado.
A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía
perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero
a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal que tima y,
fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta afirmación haría falta todo un
gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de
criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una comadreja triunfa
por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre fue hecho para lamentarse»,
afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su ambición, su objeto, su fin. Y por eso
cuando a un hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés,
la perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la originalidad, la impertinencia y la risita
socarrona.
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Pequeñez.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la
venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por especulaciones
de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se convierte en lo que denominamos
«financiero». Este último término contiene la noción del timo en todos sus aspectos mencionados,
salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y
una «operación financiera», como un timo en Brobdingnag. El uno es al otro como Homero a
«Flaccus», como un Mastodonte a un ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.
Interés.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una
finalidad a la vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela por el
Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque quiebren los
bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y
Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,
y así procede él con lo suyo.
Ingenio.- Nuestro timador es ingenioso. Tiene gran constructividad. Entiende la trama. Inventa y
elude. Si no fuera Alejandro, sería Diógenes. Si no fuera timador, sería fabricante de ratoneras o
pescador de trucha.
Audacia.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo
conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick
Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de adulaciones, y
Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios.
Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse es
sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una sonrisa de Lady Bury».
Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de la antigua Baia.
Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le
pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy
seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido mediante un timo
sin originalidad.
Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las
manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los callos. Nos
come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos tira de la nariz, da de puntapiés
a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita socarrona. Pero
sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han
llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado. Va a su casa. Cierra
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la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada. Y hecho esto,
nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono a priori, y un
timador no lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la infancia de la Raza Humana. Quizá el primer timador fue Adán.
De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos,
empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los cabeza duras de nuestros
progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos timadores, me contentaré con un
compendio de «ejemplos modernos».
He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias
mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un
locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá que se adapta
perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer de que cuesta un
veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra,
recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea remitido lo
antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y cortesías del vendedor. Llega la
noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La dama envía a su criada para que averigüe
lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá
ni se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al
verdadero vendedor.
Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las facilidades
para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y vuelven a salir sin que
nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un artículo, hay una campanilla al alcance
de la mano, la cual se considera harto suficiente.
He aquí otro respetable timo: Un señor bien vestido entra en un negocio, compra por valor de un
dólar y descubre con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra chaqueta. Dice entonces
al tendero:
-¡No se preocupe, señor mío! Le pido simplemente que tenga la gentileza de mandar el paquete a
casa. ¡Un momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por debajo de cinco dólares.
De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro dólares de vuelto.
-Muy bien, señor -replica el tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea de su cliente.
«Conozco individuos -piensa- que se habrían echado el paquete al brazo, prometiendo volver a
pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»
De inmediato despacha a un mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino, casualmente, se
encuentra éste con el cliente, quien exclama:
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Cuentos
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-¡Ah, mi paquete! Creí que lo habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi esposa, Mrs.
Trotter, te dará los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des el vuelto a mí,
pues necesito algo de cambio para el Correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es buena esta moneda? Tres,
cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te encontraste conmigo, y no pierdas tiempo por la calle.
El chico no pierde tiempo... pero tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le resulta imposible
encontrar a ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se consuela, empero, pensando
que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin recibir dinero en cambio, y cuando
aparece en el negocio con aire satisfecho se queda muy perplejo e indignado al preguntarle su amo
qué ha hecho con el vuelto...
He aquí un timo muy sencillo: Una persona con aire de funcionario presenta al capitán de un buque
que se dispone a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios. Contento de tener que
pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en ese momento, el capitán paga
la nota sin tardar. Quince minutos después le llega otra factura, mucho más razonable, y la persona
que se la entrega no tarda en convencerlo de que el primer funcionario era un timador.
El siguiente timo es parecido: Un vapor suelta amarras y está a punto de separarse del muelle. Un
viajero, con el abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De pronto se detiene, se
agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.
-¿Alguno de los presentes ha perdido una cartera? -grita.
Nadie puede contestarle, pero al subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no tarda en verse
que la cartera contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar su salida.
-El tiempo y la marea no esperan a nadie -dice el capitán.
-¡Por favor, esperemos un momento! -exclama el que ha encontrado la cartera-. ¡Sin duda, no
tardará en presentarse el dueño!
-¡Imposible! -responde autoritariamente el capitán-. ¡Fuera la planchada!
-¿Qué voy a hacer? -pregunta el viajero, lleno de tribulación-. Me alejo del país por muchos años y
mi conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me pertenece. ¡Perdone usted, señor
-agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en el muelle-, pero su aspecto me parece el
de una persona honesta! ¿Tendría usted la gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro
de que puedo confiar en usted y que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que
hay en la cartera es muy considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una
recompensa por su honradez…
-¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!
-En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para calmar sus
escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo tomar tanto...;
bastaría con cincuenta...
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El que sigue es también un timo menudo, pero científico. El timador se acerca al mostrador de una
taberna y pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los examina y declara:
-No me gusta este tabaco. Tómelo y deme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
-Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.
-¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
-Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.
-¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco, encima del
mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
-Pero, señor... -dice el tabernero, completamente confundido-. Pero, señor...
-Nada de peros conmigo -interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y golpeando la
puerta al alejarse-. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades. En ocasión
de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno de los periódicos
de una gran ciudad un aviso lleno de detalles.
Nuestro timador copia los detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general,
y el domicilio. Si, por ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA
EXTRAVIADA!, solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia
fabricada por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como
domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis periódicos
de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que ha perdido la
cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación que existe con el suyo.
Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la persona que encontró la cartera
se presente a la dirección dada por el timador en vez de acudir a la del verdadero dueño. Nuestro
timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y desaparece.
Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de brillantes
de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares, agregando en su
aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que la recompensa será
pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se hagan preguntas. Un día
o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la campanilla; acude
una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que produce en éste el más
lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma importancia y que concierne
solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena suerte de hallar el anillo. De todas
maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De ninguna manera!», exclama la criada. «¡De
ninguna manera!», corean la hermana de la señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas
identifican clamorosamente el anillo, pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos
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que a empujones. La dueña de la casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su
hermana y su cuñada por la sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por
un facsímile de su anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.
Pero como el timo es cosa infinita, también lo sería este artículo, aunque me limitara a sugerir
apenas la mitad de las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible. Como he de
concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un timo muy decente,
pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho nuestra ciudad, y que se repitió más
tarde con buen éxito en otras ciudades todavía más inocentes de nuestro país. Un caballero de edad
mediana llega a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se conduce de manera notablemente
precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin que haya en él nada de ostentoso. Lleva
corbata blanca, amplio chaleco, sólo destinado a la comodidad; confortables zapatos de gruesa
suela y pantalones sin trabilla. En suma, tiene el aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable
hombre de negocios par excellence; uno de esos caballeros exteriormente severos y duros, pero
tiernos por dentro, como suelen pintarse en las comedias; hombres cuyas palabras son otras tantas
garantías, y que mientras distribuyen guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el
último centavo con la otra en el terreno de sus propios negocios.
Nuestro caballero se muestra muy difícil de complacer en lo que respecta a una casa de pensión.
No le gustan los niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres metódicas y además le
gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de tendencias piadosas. Las condiciones
de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en que liquidará la cuenta el primero de cada mes
(estamos ahora a dos), y una vez que ha hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la
dueña que no olvide de ninguna manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el recibo,
deberán ser presentados a las diez de la mañana del día primero de cada mes, y bajo ninguna
circunstancia dejados para el día siguiente.
Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más respetable
que a la moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde mucho se muestra
-suele decir-, poco hay de sólido», observación que impresiona tan profundamente a su casera que
se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia de la familia, aprovechando el amplio margen que
hay en los Proverbios de Salomón.
El paso siguiente consiste en publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de a seis
peniques, pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte de que reclaman
el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de negocios detestan, pues, según
él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté concluido. El aviso dice aproximadamente así:
SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión de iniciar importantes operaciones comerciales
en esta ciudad, requerimos los servicios de tres o cuatro inteligentes y competentes empleados.
Sueldo importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre la integridad del postulante, que
nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las obligaciones a cumplir suponen una alta
responsabilidad, pues grandes sumas de dinero deberán pasar por las manos de nuestros empleados,
consideramos necesario solicitar una caución de cincuenta dólares, que será depositada por el
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empleado respectivo. Inútil presentarse, por tanto, si no se está en condiciones de hacer dicho
depósito, así como de exhibir los mejores testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes
con inclinaciones piadosas. Presentarse de diez a once A.M. y de cuatro a cinco P.M. en las oficinas
de los Señores
Bogs, Hogs, Logs, Frogs & Co.
Calle de los Perros, 110
Al cumplirse el 31 del mes, este aviso ha llevado a la oficina de los Señores Bogs, Hogs, Logs,
Frogs y Compañía a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas. Pero nuestro hombre
de negocios no tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún hombre de negocios tiene
prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen concerniente a sus inclinaciones piadosas,
los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo tiempo, por vía de simple precaución, se los
invita a hacer efectiva la fianza de cincuenta dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs,
Logs, Frogs y Compañía libra el correspondiente recibo. En la mañana del primero de cada mes
la casera no presenta su cuenta, como había prometido hacerlo; negligencia por la cual el director
de la casa con tantos ogs no habría dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera
quedado un día o dos más en la ciudad para tal propósito.
Como es de suponer, la policía se ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un lado a
otro, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de negocios es n. e. i.,
letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non est inventus. Y entretanto los jóvenes
postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones piadosas, mientras la casera compra una
excelente goma de borrar de un chelín, y con todo cuidado suprime la nota a lápiz que algún tonto
había escrito en la gran Biblia familiar, aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de
Salomón.
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Eleonora87
Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres
me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma
más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una
enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general.
Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche.
En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo
que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría
propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula,
en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio,
«agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi
existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria
de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al
presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que
contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que
merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era
la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se
llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba
Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena
de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en
sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra
feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el
esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo
fuera del valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado
dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos
de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría
garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río
de Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba
87 Publicado en el otoño de 1841 en The Gift: A Christmas and New Year’s Present de 1842.
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ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos
encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno
en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos
sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo
a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares,
no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban,
estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y
perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas
violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas
voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles
cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que
asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido
esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo
que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas
líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria
rindiendo homenaje a su Soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el Amor
entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de
la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río
de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras
palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al Dios Eros de aquellas ondas y ahora
sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las
pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías
por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba
Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron
en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y
mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los
asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces
nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante
nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo
que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada
más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo
en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre
nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las
montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una
mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.
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La belleza de Eleonora era la de los Serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la
breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que
animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos
juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían
producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el
hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas
nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se
encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.
Vio el dedo de la Muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada
perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una
consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le
dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre
aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella
del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora
y juré, ante ella y ante el Cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra,
que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado
cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al Poderoso Amo del Universo como testigo de la
piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué
si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los
brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran
quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento
(pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos
días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de
su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma
visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso,
por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos
vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con
estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo
formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una
sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir.
Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un
segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los
troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y
uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez
oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la
Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata
ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes
que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta
el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía,
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más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a
poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad
de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos
de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples
resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios
angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias,
cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de
suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero
sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios
espirituales sobre los míos.
Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta
derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en
busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
******
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del
recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa
de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron
e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones
de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto,
cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los
abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues
llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía,
una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó enseguida, a cuyos pies me incliné
sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi
pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis
de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah,
brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino
ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo
pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero
sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me
habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el Espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón
a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.»
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Hop-Frog88
Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. Parecía vivir tan
sólo para las bromas. La manera más segura de ganar sus favores consistía en narrarle un cuento
donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros descollaban
por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al rey por ser corpulentos, robustos
y sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda
cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a las chanzas; pero la
verdad es que un bromista flaco resulta una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos -o, como él los denominaba, los «espíritus» del ingenio-,
el rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el volumen de una chanza, y con
frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para completarla. Las delicadezas lo fastidiaban.
Hubiera preferido el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas
de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias «potencias»
continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían traje abigarrado y gorro de
cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debían mantenerse alerta para prodigar
su agudo ingenio.
Nuestro rey tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta dosis de locura, aunque más no fuera,
para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que formaban su ministerio... y la suya
propia.
Su loco, o bufón profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a ojos del rey por el
hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los enanos abundaban en las cortes tanto
como los bufones, y muchos monarcas no hubieran sabido cómo pasar los días (los días son más
largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reírse y un enano de quien
reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el noventa y nueve por ciento de los casos los bufones
son gordos, redondeados y de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener
en Hop-Frog (que así se llamaba su bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en el momento del
bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los siete ministros, dado que
le era imposible caminar como el resto de los mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar
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mediante un movimiento convulsivo -algo entre un brinco y un culebreo-, movimiento que divertía
interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servía de consuelo, aunque la corte, (a pesar
del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza) del rey, lo consideraba un dechado de
perfección.
Pero si la deformación de las piernas sólo permitía a Hop-Frog moverse con gran dolor y dificultad
en un camino o un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella deficiencia de sus
miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en los brazos, que le permitía efectuar
diversas hazañas de maravillosa destreza, siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y
mientras cumplía tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla o a un mono que a una rana.
No puedo afirmar con precisión de qué país había venido Hop-frog. Se trataba, sin embargo, de
una región bárbara de la que nadie había oído hablar, situada a mucha distancia de la corte de
nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una jovencita apenas menos enana que él (pero de exquisitas
proporciones y admirable bailarina) habían sido arrancados por la fuerza de sus respectivos
hogares, situados en provincias adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre
victoriosos generales.
No hay que sorprenderse, pues, de que en tales circunstancias se creara una gran intimidad entre
los dos pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a pesar de
sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por tanto, prestar mayores servicios
a Trippetta; pero ésta, con su gracia y exquisita belleza -pese a ser una enana-, era admirada y
mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitía ejercerla en favor de Hop-Frog,
cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar un baile
de máscaras. Ahora bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o fiestas semejantes,
se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que desplegaran sus habilidades. Hop-Frog,
sobre todo, tenía tanta inventiva para montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar
máscaras para los bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podía hacerse sin su asistencia.
Llegó la noche de la gran fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habíase preparado un resplandeciente
salón, ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a una mascarada. La corte ardía con
la fiebre de la expectativa. Por lo que respecta a los trajes y los personajes a representar, es de
imaginarse que cada uno se había aprontado convenientemente. Los había que desde semanas
antes preparaban sus roles, y nadie mostraba la menor señal de indecisión... salvo el rey y sus siete
ministros. Me es imposible explicar por qué precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran
con ánimo de broma. Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara difícil decidirse. A
todo esto el tiempo transcurría; entonces, como postrer recurso, mandaron llamar a Trippetta y a
Hop-Frog.
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Cuando los dos pequeños amigos obedecieron al llamado del rey, lo encontraron bebiendo vino
con los siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía de muy mal humor. No
ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producía en el pobre lisiado una especie
de locura, y la locura no es una sensación agradable. Pero el rey amaba sus bromas y le pareció
divertido obligar a Hop-Frog a beber y (como él decía) «a estar alegre».
-Ven aquí, Hop-Frog -mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala-. Bébete esta copa a
la salud de tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres capaz de inventar algo.
Necesitamos personajes... personajes, ¿entiendes? Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos
cansados de hacer siempre lo mismo. ¡Ven, bebe! El vino te avivará el ingenio.
Como de costumbre, Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey, pero sus
esfuerzos fueron inútiles. Sucedió que aquel día era el cumpleaños del pobre enano, y la orden de
beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas
gotas cayeron en la copa mientras la tomaba, humildemente, de manos del tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rió éste con todas sus fuerzas-. ¡Ved lo que puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le
brillan los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su excitable
cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un movimiento nervioso,
Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos ellos parecían divertirse
muchísimo con la «broma» del rey.
-Y ahora, ocupémonos de cosas serias -dijo el primer ministro, que era un hombre muy gordo.
-Sí -aprobó el Rey-. Ven aquí, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido muchacho. Personajes
es lo que necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.
-Vamos, vamos -dijo impaciente el rey-. ¿No tienes nada que sugerirnos?
-Estoy tratando de pensar algo nuevo -repuso vagamente el enano, a quien el vino había confundido
por completo.
-¡Tratando! -gritó furioso el tirano-. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico
y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la alcanzó al lisiado, que no hizo
más que mirarla, tratando de recobrar el aliento.
-¡Bebe, te digo -aulló el monstruo-, o por todos los diablos que...!
El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia. Los cortesanos sonreían bobamente.
Pálida como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de rodillas, le
imploró que dejara en paz a su amigo.
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Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. Parecía incapaz de decir
o de hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar una sílaba, la
rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies
de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una hoja o una
pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que parecía venir de
todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
-¿Qué... qué… qué es ese ruido que estás haciendo? -preguntó el rey, volviéndose furioso hacia
el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras miraba fija y
tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
-¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
-Parecía como si el sonido viniera de afuera -observó uno de los cortesanos-. Se me ocurre que es
el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
-Eso ha de ser -afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente-. Pero hubiera
jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los dientes.
Al oír tales palabras el enano se echó a reír (y el rey era un bromista demasiado empedernido para
oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y repulsivos dientes. Lo
que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que quisiera su majestad, con lo cual
éste se calmó enseguida. Y luego de apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog
comenzó a exponer vivamente sus planes para la mascarada.
-No puedo explicarme la asociación de ideas -dijo tranquilamente y como si jamás en su vida
hubiese bebido vino-, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le arrojó el vino a la cara,
apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producía ese extraño ruido en la ventana, se
me ocurrió una diversión extraordinaria... una de las extravagancias que se hacen en mi país, y que
con frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquí será completamente nuevo. Lo malo
es que hace falta un grupo de ocho personas, y...
-¡Pues aquí estamos! -exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la coincidencia-.
¡Justamente ocho: yo y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
-La llamamos -repuso el enano- los Ocho Orangutanes Encadenados, y si se la representa bien,
resulta extraordinaria.
-Nosotros la representaremos bien -observó el rey, enderezándose y alzando las cejas.
-Lo divertido de la cosa -continuó Hop-Frog- está en el espanto que produce entre las mujeres.
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días calurosos resultaba imposible evitar) hubiera estropeado las ricas vestiduras de los invitados,
quienes, debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían mantenerse alejados del centro, o
sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron candelabros adicionales en diversas partes
del salón, de modo que no molestaran, a la vez que se fijaban antorchas que despedían agradable
perfume en la mano derecha de cada una de las Cariátides que se erguían contra las paredes, y que
sumaban entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta
medianoche, (hora en que el salón estaba repleto de máscaras), para hacer su entrada. Tan pronto
se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse o, mejor, rodaron juntos, ya que
la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la mayoría y trastrabillar a todos mientras
entraban en el salón.
El revuelo producido en la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del rey. Tal
como se había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz aspecto
eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra especie. Muchas damas
se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la precaución de prohibir toda portación de
armas en la sala, la alegre banda no habría tardado en expiar sangrientamente su extravagancia.
A falta de medios de defensa, produjese una carrera general hacia las puertas; pero el rey había
ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo una sugestión
del enano, las llaves le habían sido confiadas a él.
Mientras el tumulto llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su seguridad
personal (pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada multitud),
hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba habitualmente el lustro, y que había sido
remontada al prescindirse de aquél, descendía gradualmente hasta que el gancho de su extremidad
quedó a unos tres pies del suelo.
Poco después el rey y sus siete amigos, que habían recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron
por encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la cadena. Mientras se hallaban
allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba a continuar la broma, se apoderó de la
cadena de los orangutanes en el punto de intersección de los dos diámetros que cruzaban el círculo
en ángulo recto. Con la rapidez del rayo insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en
un instante, y por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro subió lo bastante para
dejar el gancho fuera del alcance de toda mano y, como consecuencia inevitable, arrastró a los
orangutanes unos contra otros y cara a cara.
A esta altura, los invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a considerar todo
aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas al ver la desgarbada
situación en que se encontraban los monos.
-¡Dejádmelos a mí! -gritó entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacía escuchar fácilmente
en medio del estrépito-, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco! ¡Si solamente pudiera
mirarlos más de cerca, pronto podría deciros quiénes son!
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Trepando por sobre las cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se apoderó de
una de las antorchas que empuñaban las Cariátides. En un instante estuvo de vuelta en el centro del
salón y, saltando con agilidad de simio sobre la cabeza del rey, encaramóse unos cuantos pies por la
cadena, mientras bajaba la antorcha para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
-¡Pronto podré deciros quiénes son!
Y entonces, mientras todos los presentes (incluidos los monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó
un agudo silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia a una altura de treinta pies,
arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos
en el aire, a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog seguía
en la misma posición, por encima de los ocho disfrazados, y, (como si nada hubiese ocurrido),
continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.
Tan estupefacta quedó la asamblea ante esta ascensión, que se produjo un profundo silencio.
Duraba ya un minuto, cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante al que había
llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél hubo arrojado el vino a la cara de
Trippetta. Pero en esta ocasión no cabía dudar de dónde procedía el sonido. Venía de los dientes
del enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su boca brotaba la espuma, y
sus ojos, como los de un loco furioso, se clavaban en los rostros del rey y sus siete compañeros.
-¡Ah, ya veo! -gritó, por fin, el enfurecido bufón-. ¡Ya veo quiénes son!
Y entonces, fingiendo mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino que lo envolvía
y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio minuto los ocho
orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de la multitud, que los miraba desde abajo,
aterrada, y que nada podía hacer para prestarles ayuda.
Por fin, creciendo en su violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la cadena
para escapar a su alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar silencio. El enano
aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
-Ahora veo claramente quiénes son esos hombres -dijo-. Son un gran rey y sus siete consejeros
privados. Un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y sus siete consejeros,
que consienten ese ultraje. En cuanto a mí, no soy nada más que Hop-Frog, el bufón... y ésta es mi
última bufonada.
A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la obra de venganza quedó cumplida apenas el
enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres colgaban de sus cadenas
en una masa irreconocible, fétida, negruzca, repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y
luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la claraboya.
Se supone que Trippetta, instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en su ígnea
venganza, y que ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los volvió a ver.
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De Béranger
Durante todo un largo día de otoño, triste, pesado y sombrío, de aquellos en que cuelgan las
nubes opresivamente bajas en el firmamento, atravesaba solo, a caballo, un monótono erial para
encontrarme al fin, conforme avanzaban las sombras de la noche, al frente de la melancólica Casa
de Usher. No sé por qué, pero a la primera ojeada al edificio, un sentimiento de tristeza intolerable
se apoderó de mi espíritu. Digo intolerable, porque esta impresión no estaba siquiera atenuada
por aquella sensación casi agradable, por cuanto poética, con que generalmente recibe el cerebro
las imágenes naturales aunque austeras de lo desolado y lo terrible. Miraba la escena que se
desarrollaba ante mis ojos: la casa y las simples líneas del paisaje de los alrededores del dominio,
los muros helados, las ventanas semejando cuencas vacías, unos cuantos lozanos juncos y algunos
blancos troncos de árboles moribundos; mirábalo todo con depresión de ánimo tan profunda que
sólo puede compararse con propiedad al despertar de los sueños de un fumador de opio, al amargo
ingreso a la vida, al desgarramiento horrible de los velos. Sentíase tal frialdad, tal desfallecimiento,
tal angustia del corazón, una melancolía tan irremediable de la mente, que ningún estímulo era
capaz de impulsar la imaginación hacia la idea de lo sublime. ¿Qué era aquello, me detengo a
pensar, aquello que enervaba tanto en la contemplación de la Casa de Usher? Misterio insoluble;
ni tan siquiera podía luchar con las sombrías fantasías que acudían en tropel a mi mente cuando
trataba de investigarlo. Me veía obligado a volver a la poco satisfactoria conclusión de que existe
indudablemente cierta combinación de objetos sencillos que tiene la facultad de afectarnos en
tal manera, aun cuando el análisis de esta facultad resida en consideraciones superiores a nuestra
capacidad. Era muy posible, reflexionaba yo, que simplemente un arreglo diverso de los detalles de
la escena, de los toques del cuadro, fuera suficiente para modificar y anular quizá por completo su
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que flotaba al rededor de la casa y sobre el dominio entero, una atmósfera peculiar, propia sólo
de la mansión y de sus cercanías, atmósfera que no tenía afinidad alguna con el ambiente general
sino que ascendía de los árboles marchitos, del valle gris, del taciturno lago; un vapor misterioso
y maligno, tétrico, pesado, aplomado y apenas perceptible.
Sacudiendo de mi espíritu aquello que debe haber sido un sueño, examiné minuciosamente el
verdadero aspecto del edificio. Su carácter principal parecía residir en su gran antigüedad. El
descoloramiento producido por los años era enorme. Hongos microscópicos cubrían todo el exterior,
colgando desde los aleros en fino tejido. Sin embargo, en conjunto, estaba lejos de extraordinaria
destrucción. Ningún trozo de la obra de albañilería había sufrido; y parecía incompatible la
perfecta adaptación de sus partes con la ruinosa condición de las piedras por separado. Había
allí algo que me hacía recordar la aparente integridad de ciertas labores antiguas de ebanistería
consumiéndose durante largos años en algún descuidado artesonado sin recibir jamás un soplo del
aire exterior. Fuera de estas manifestaciones de decadencia general, el edificio daba pocas muestras
de inestabilidad. Quizás el ojo de un observador atento habría descubierto una hendedura apenas
perceptible que se extendía en zigzag sobre el muro fronterizo, desde el techado hasta perderse en
las lóbregas aguas del estanque.
Notaba yo todas estas circunstancias mientras seguía una corta calzada que conducía a la casa.
Un criado que me aguardaba tomó mi caballo, y yo penetré bajo la Gótica arquería del vestíbulo.
Un lacayo silencioso y de paso furtivo me condujo a través de obscuros e intrincados pasadizos
hasta el estudio de su amo. Mucho de lo que veía al pasar contribuía, sin saber cómo, a aumentar
las vagas impresiones de que he hablado. Aun cuando más o menos todos los objetos que me
rodeaban, los tallados y artesonados, las sombrías tapicerías de los muros, la negrura de ébano
del piso, y los fantásticos trofeos heráldicos que vibraban a mi paso me eran familiares desde la
infancia, y aun cuando yo no vacilaba en reconocerlo así, sorprendíame a mí mismo el extraño
efecto que producían en mi imaginación estas ordinarias imágenes. En una de las escaleras encontré
al médico de la familia. Parecióme que su rostro tenía una expresión mezcla de baja astucia y de
perplejidad. Acercóse a mí con vacilación y siguió adelante. El lacayo abrió entonces una puerta y
me introdujo a la presencia de su amo.
La cámara en que me encontraba era grande y elevada. Las ventanas largas, estrechas y ojivales
se abrían a tanta distancia del negro pavimento de roble que eran inaccesibles desde el interior.
Débiles rayos de luz filtrábanse a través de los enrejados cristales y bastaban para hacer visibles
los objetos principales situados cerca de allí; pero la vista se afanaba en vano por descubrir los
ángulos lejanos de la habitación o los detalles de la obra de talla de los artesonados de la bóveda.
Obscuras draperías pendían de los muros. La mueblería era profusa, antigua, incómoda, y estaba
hecha girones. Libros e instrumentos de música diseminados acá y allá no lograban prestar vida
a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de pesadumbre. Un ambiente de melancolía tenaz,
profunda e irremediable flotaba y se difundía por doquier.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá donde yacía completamente acostado y me saludó con
efusiva vivacidad, que me pareció al principio tener mucho de la exagerada cordialidad y del
esfuerzo amable del hombre de mundo ennuyé. Una ojeada a su semblante me convenció pronto,
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sin embargo, de su sinceridad. Nos sentamos; y durante algunos minutos, en tanto que él guardaba
silencio, examinábale yo con un sentimiento mezcla de piedad y de terror. ¡Jamás hombre alguno
ha sufrido, seguramente, alteración tan terrible en un corto espacio de tiempo como Roderick
Usher! Con dificultad pude admitir la identidad del pálido espectro que aparecía ante mis ojos con
la del compañero de mi temprana juventud, aun cuando los rasgos de su fisonomía habían sido
notables en todo tiempo. Cutis de palidez cadavérica; grandes ojos incomparablemente húmedos
y luminosos; labios algo delgados y muy descoloridos, pero de bellísima curva; nariz de delicado
perfil Hebreo con ventanillas extraordinariamente movibles para esta clase de tipo; barba finamente
modelada, que acusaba en su falta de prominencia la falta de energía moral; cabello tan suave y
tenue como una pluma; facciones todas que, acompañadas de un desarrollo poco común hacia las
sienes, formaban un conjunto que no podía olvidarse fácilmente. Y ahora la simple exageración
del carácter predominante de aquellos rasgos y del sello que les caracterizaba había provocado
cambios tan profundos que me hacían dudar de la personalidad de aquel a quien me dirigía. La
palidez excesiva de la piel le hacía asemejarse a un espectro; y sobre todo, me deslumbraba el
brillo maravilloso de sus ojos, produciéndome casi una especie de pavor. El cabello plateado había
crecido descuidadamente y en su tenuidad flotaba más bien que caía alrededor del rostro, en forma
tal, que me era imposible asociar su Arábigo estilo con la idea de un ser humano.
En los modales de mi amigo pude notar inmediatamente cierta incoherencia y vaguedad que
provenían, según me apercibí pronto, de continuos y fútiles esfuerzos para dominar una habitual
trepidación o excesiva agitación nerviosa. En realidad, estaba preparado a encontrar algo de esta
naturaleza, no sólo por su carta sino por reminiscencias de la expresión particular de sus facciones
juveniles y por conclusiones fáciles de deducir de su temperamento y aspecto físico peculiares. Sus
ademanes eran alternativamente fogosos y taciturnos. Su voz cambiaba con rapidez desde cierta
trémula indecisión, (cuando la vida física parecía completamente agotada), hasta una especie de
concisión enérgica, una enunciación firme, áspera, pausada y sonora, semejante a aquella gutural
pronunciación, lenta, equilibrada y vibrante, que puede observarse en el ebrio consuetudinario o
en el fumador de opio impenitente durante el período de excitación más intensa.
En esta forma habló del objeto de mi visita, de su deseo ardiente de verme y del solaz que aguardaba
de mi presencia. Entró al cabo en lo que consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, decía,
un mal de constitución y de familia, algo para lo cual desesperaba de encontrar remedio; una
simple afección nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda pasaría pronto. Se manifestaba
esta afección en una multitud de sensaciones extraordinarias. Algunas de ellas me interesaron y
trastornaron conforme las detallaba, aun cuando influían quizá para este resultado los términos que
empleaba y su manera de narrarlas. Sufría mucho por la sensibilidad morbosa de sus sentidos; sólo
podía tolerar el alimento más insípido; podía usar únicamente vestiduras de determinada clase de
tejido; el perfume de las flores le oprimía; la luz más débil torturaba sus ojos; y sólo le era dado
resistir sin horror sones peculiares arrancados de ciertos instrumentos de cuerda.
Le encontré ciegamente esclavizado por terrores anómalos. “Pereceré seguramente,” decía,
“debo perecer en esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera he de morir. Tiemblo ante
los acontecimientos futuros, no tanto en sí mismos como en sus resultados. Me estremezco al
pensamiento de cualquier incidente, siquiera él más trivial, que se desarrolle para mí en medio de
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esta intolerable agitación de espíritu. En verdad, no odio el peligro sino en su efecto absoluto, el
terror. En esta lastimosa y debilitada condición, siento que pronto o tarde llegará el momento en
que pierda a la vez la razón y la vida en lucha con el horrendo fantasma, terror.”
Me di cuenta además, a intervalos y a través de cortadas y ambiguas alusiones, de otro rasgo
singular de su estado mental. Hallábase encadenado a la mansión que habitaba por ciertas creencias
supersticiosas en virtud de las cuales jamás se había atrevido a alejarse durante largos años, y que
se basaban en determinada influencia, cuyo supuesto poder se transmitía en forma demasiado
tenebrosa para repetirse aquí; influencia que, debido a ciertas peculiaridades en la naturaleza y
estructura de la morada de sus antepasados, había prevalecido en su espíritu, a costa de largos
sufrimientos, afirmaba él; efecto provocado por la fisonomía de los grises muros y torrecillas y
por el tétrico estanque en que se reflejaban, que había al fin echado abajo la fuerza moral de su
existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con alguna vacilación, que gran parte de aquella melancolía particular
que le afligía podía atribuirse a causa más natural y palpable, a la seria y larga enfermedad, y
probablemente cercano fin, de una hermana tiernamente amada, su única compañera por largos
años, el único y último miembro de su familia en la tierra. “Su muerte,” decía con amargura que
jamás olvidaré, “le dejaría (a él, desesperado y frágil) único descendiente de la antigua raza de
Usher.” Mientras hablaba así, Lady Madeline -que así se llamaba la dama- atravesó suavemente un
ángulo lejano de la habitación y desapareció sin haber notado mi presencia. La miré con profunda
extrañeza no desprovista de terror, y estoy todavía lejos de expresar mis verdaderos sentimientos.
Una sensación de estupor me oprimía en tanto que mis ojos seguían sus huellas. Cuando al fin cerróse
una puerta tras ella, mis miradas trataron instintiva y ansiosamente de escudriñar el continente de
su hermano; pero había enterrado el rostro entre sus manos, y pude solamente percibir que una
palidez mayor que de ordinario se extendía sobre sus enflaquecidos dedos entre los cuales brotaban
lágrimas apasionadas.
La enfermedad de Lady Madeline había burlado largo tiempo la ciencia de sus facultativos.
Una apatía continua, una gradual decadencia de su constitución y frecuentes aunque pasajeras
afecciones, de carácter cataléptico en su mayor parte, formaban la diagnosis habitual. Al principio
luchó ella contra la fuerza del mal sin guardar cama definitivamente; pero en la noche de mi
llegada a la casa sucumbió al poder destructor de la enfermedad, (según me participó su hermano
con agitación inenarrable); y supe que lo que había vislumbrado de su persona en aquel momento
sería probablemente todo lo que llegaría a conocer de la dama, en vida por lo menos.
Durante los días subsiguientes no se mencionó su nombre entre nosotros y todo aquel tiempo
estuve ensayando diversos entretenimientos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y
leíamos juntos; o escuchaba yo como en sueños las salvajes improvisaciones con que hacía hablar
a su guitarra. Y al penetrar de esta manera más y más íntimamente en los repliegues de su alma,
pude apreciar mejor la impotencia de mis tentativas para levantar su espíritu de la lobreguez en que
se debatía; la que, como cualidad positiva inherente, se extendía a todos los objetos del universo
físico y moral en incesante radiación de tinieblas.
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Conservaré siempre el recuerdo de las horas solemnes que pasé a solas con el heredero de la Casa
de Usher. Fracasaría si intentara dar idea exacta de la índole de los estudios y trabajos en los que
me extraviaba o me conducía. Un idealismo exaltado y exageradamente inquieto arrojaba su luz
sulfúrea sobre todo aquello. Sus largas improvisaciones de endechas resonarán por siempre en mis
oídos. Entre otras cosas, recuerdo especialmente una extraña perversión y amplificación del aire
exótico del último vals de Von Weber. De las pinturas creadas por su complicada fantasía y que se
definían toque a toque en cierta vaguedad que me hacía correr escalofríos, estremeciéndome sin
saber por qué; de aquellos cuadros tan vívidos (que aún se conserva su imagen ante mí), trataría
en vano de expresar algo más que una pequeñísima parte capaz de encerrarse en el compás de la
palabra escrita. Por su simplicidad intensa, por la pureza de su diseño, atraían aquellos cuadros,
y sobrecogían la atención de manera indecible. Si algún mortal pintó alguna vez la idea, aquel
mortal era ciertamente Roderick Usher. Para mí, en las circunstancias que me rodeaban, brotó al
fin de estas extrañas fantasías que imaginaba el hipocondriaco para arrojarlas sobre la tela, una
sensación intensa de intolerable pavor, de que no era sombra siquiera la que me hacía experimentar
la contemplación de las tétricas, en verdad, pero demasiado concretas imágenes de Fuseli.
Una de las fantásticas creaciones de mi amigo, que no procedía con tan absoluto exclusivismo del
espíritu de abstracción, puede describirse siquiera débilmente con palabras. Era un pequeño cuadro
representando el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo y rectangular con muros bajos,
blancos y pulidos, sin interrupción ni detalles. No se veía orificio alguno en toda su extensión, ni
podían descubrirse antorchas ni otro foco alguno de luz artificial; y, sin embargo, un torrente de luz
intensa brillaba por todas partes, bañando el conjunto en lúgubre e inadecuado esplendor.
He hablado ya de la condición mórbida de sus nervios auditivos que hacía insoportable toda
música al paciente, salvo determinados sones de los instrumentos de cuerda. Quizá si los estrechos
límites en que se confinaba él mismo al tocar la guitarra eran, en gran parte, lo que daba vida a
la índole fantástica de su ejecución. Mas no puede atribuirse a idéntica causa la férvida facilidad
de sus improvisaciones. Era sin duda el resultado, tanto en la música como en las palabras de sus
desordenadas lucubraciones (pues que a menudo se acompañaba él mismo con rimas verbales
improvisadas), de aquella intensa concentración y reacción a la cual aludía anteriormente, y que
sólo es dado observar en momentos determinados de gran excitación artificial. Puedo recordar
fácilmente las palabras de una de aquellas rapsodias. Sin duda me impresionaron con mayor viveza
conforme la escuchaba, en razón del encubierto o simbólico desarrollo de su argumento en que
imaginaba yo discernir por vez primera en Usher la plena conciencia del bamboleo de su elevada
razón en su santuario. Los versos, que se titulaban El Palacio Hechizado, decían más o menos, si
no exactamente, como sigue:
I
En el más fresco de nuestros valles
de ángeles buenos solaz,
en cierto tiempo un regio palacio, resplandeciente,
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erguía su faz.
Era en los dominios del rey Pensamiento.
Nunca serafines
desplegaron las alas
sobre morada más bella.
II
Todo esto ocurría en remoto pasado.
Pendones amarillos, gloriosos, dorados,
en su cúspide veíanse flamear.
Y el céfiro gentil,
que en aquel tiempo feliz jugueteaba
de la mansión en redor,
por las almenas soberbias y blancas
como alado perfume escapó.
III
Peregrinos transeúntes de aquel feliz valle,
a través de ventanas translúcidas,
veían sombras de espíritus
agitándose armónicamente
y a compás de templado laúd,
al rededor de un magnífico trono
donde brillaba el monarca,
nacido en la púrpura y digno de tal esplendor.
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IV
Cubierta de rubíes y perlas
la puerta del palacio estaba;
y por ella cruzaba flotando,
flotando centelleante,
una multitud de Ecos
cuyo deber grato y único
era entonar con voz de sin par melodía
de su rey el talento y cordura.
V
Pero el mal, de tristezas vestido,
asaltó del monarca el estado.
(¡Ah! ¡Lloremos, que jamás lucirá nuevo día
para él, desolado!)
Y del castillo la aureola de gloria,
una vez floreciente y purpúrea,
sólo es ya de antiguas edades, la historia
perdida, enterrada.
VI
Los viajeros que hoy cruzan el valle
ven reflejarse en las rojas ventanas
grandes sombras en danza fantástica
girando a discorde son.
Y por la lívida puerta,
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Recuerdo muy bien que la inspiración de esta balada nos llevó a cierto orden de ideas acerca de
las cuales expresó Usher una opinión que menciono aquí, no en razón de su novedad (pues otros
hombres pensaron ya del mismo modo), sino por la tenacidad con que él la sostenía. Esta opinión,
en tesis general, se refería a la sensibilidad de las plantas; pero en la desordenada fantasía de mi
amigo asumía carácter más atrevido y traspasaba, en determinadas condiciones, las leyes del reino
inorgánico. Me faltan palabras para expresar la magnitud, el ardiente abandono de su convicción.
Dicha creencia, sin embargo, se relacionaba (como aludí anteriormente) con las piedras grises de
la casa de sus antepasados. Las condiciones de sensibilidad se habían tenido en cuenta, imaginaba
él, en el arreglo de tales piedras, en el orden de su colocación, así como en la disposición de los
hongos que las cubrían y de los marchitos árboles que se conservaban en los alrededores; y, sobre
todo, en el largo tiempo que este arreglo se había respetado y en su reflexión en las quietas aguas
del estanque. La prueba de la sensibilidad de aquellos objetos podía encontrarse, decía (y aquí me
estremecí a sus palabras), en la gradual y positiva condensación de una atmósfera propia sobre las
aguas y los muros de la casa. Sus efectos podían descubrirse fácilmente, añadió, en aquella muda,
pero poderosa y terrible influencia que había encauzado por varias centurias los destinos de su
familia, y le había convertido a él en lo que yo veía, en lo que era en la actualidad.
Nuestros libros, los mismos que durante largos años habían constituido gran parte de la existencia
mental del enfermo, guardaban como puede suponerse, estrecha analogía con este personaje de
leyenda. Profundizamos juntos obras como el Ververt et Chartreuse de Gresset; el Belphegor de
Machiavelli; el Heaven and Hell de Swedenborg; el Subterranean Voyage of Nicholas Klimm de
Holberg; el Chiromancy, por Robert Flud, por Jean D’Indaginé y por De la Chambre; el Journey
into the Blue Distance, por Tieck; y el City of the Sun por Campanella. Uno de nuestros ejemplares
favoritos era una pequeña edición en octavo del Directorium Inquisitorum, por el dominicano
Eymeric de Gironne; y había ciertos pasajes de Pomponius Mela acerca de los antiguos Sátiros y
egipanes Africanos que hacían soñar a Usher durante horas enteras. Su principal deleite consistía,
sin embargo, en la lectura de un libro Gótico en cuarto, extremadamente raro y curioso, manual de
una iglesia abandonada, el Vigilæ Mortuorum secundum Chorum Ecclesiæ Maguntinæ.
No pude dejar de recordar el salvaje ritual de aquella obra y pensar en su probable influencia sobre
el hipocondriaco, el día en que después de informarme bruscamente de que Lady Madeline había
fallecido, me manifestó su intención de conservar el cadáver durante una quincena en alguna de
las numerosas bóvedas que existían en los muros del edificio, antes de proceder a su definitiva
inhumación. La razón principal que adujo para este singular procedimiento era de tal naturaleza
que no me dejaba libertad de discutirla. Sentíase el hermano inclinado a esta resolución, (según
explicó), a causa de los extraños síntomas de la enfermedad de la difunta, de ciertas interrogaciones
acres e importunas de parte de los médicos y de la situación lejana y a la intemperie que ocupaba el
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cementerio de la familia. No negaré que al rememorar el siniestro continente del personaje a quien
encontré en la escalera el día de mi llegada a la casa, se me pasaron todos los deseos de oponerme
a aquello que después de todo sólo consideraba inofensiva y de ninguna manera extraordinaria
precaución.
A petición de Usher, yo mismo le ayudé en las disposiciones para el entierro temporal. Después de
colocado el cuerpo en el ataúd, nosotros solos lo condujimos al lugar de su descanso. La bóveda
en que lo depositamos, (cerrada por tan largo tiempo que nuestras antorchas oscilaron en su
pesada atmósfera, nos dejó poca oportunidad para pesquisas minuciosas); era pequeña, húmeda,
y estaba absolutamente desprovista de medio alguno para recibir la luz; quedando situada a gran
profundidad exactamente debajo de la parte del edificio que correspondía a mi cuarto de dormir.
Aparentemente se había usado en remotas épocas feudales como calabozo de la peor especie, y
en los últimos tiempos como depósito de pólvora o cualquiera otra substancia combustible, pues
parte del pavimento y todo el interior de un largo pasillo abovedado que allí conducía, estaban
cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, estaba también protegida de
manera análoga. Su enorme peso producía un chirrido en extremo áspero y discordante al girar
sobre los goznes.
Después de depositar nuestra lúgubre carga sobre algunos soportes en esta mansión de horror, nos
volvimos a medias hacia el ataúd todavía sin cerrar para contemplar el rostro de la ocupante. Lo
primero que atrajo mi atención fue la sorprendente semejanza que existía entre la hermana y el
hermano; y entonces Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró algunas palabras por
las cuales comprendí que la muerta y él eran gemelos, y que siempre se había dejado notar entre
ellos cierta simpatía de constitución apenas explicable. Nuestras miradas no se detuvieron largo
tiempo sobre la difunta, porque no podíamos contemplarla sin terror. El mal que postró a Lady
Madeline en plena madurez de su juventud, dejóla, como sucede en todas las enfermedades de
carácter esencialmente cataléptico, la ironía de un débil sonrosado en el seno y en el semblante, y
aquella lánguida y misteriosa sonrisa, tan terrible en los dominios de la muerte. Colocamos la tapa
en su sitio fijándola con tornillos y, después de asegurar la puerta de hierro, volvimos penosamente
a las habitaciones altas de la casa, tan tétricas casi como el lugar que acabábamos de abandonar.
Después de algunos días de amargo pesar, presentóse un cambio notable en los síntomas del
desorden mental que afligía a mi amigo. Su manera de ser cambió enteramente. Olvidaba o
descuidaba sus ocupaciones ordinarias. Vagaba de pieza en pieza con paso precipitado, desigual y
sin objeto. Su palidez asumía tonos aun más cadavéricos, a ser posible; pero la lumbre de sus ojos
habíase extinguido por completo. La aspereza incidental de su voz no se dejaba oír ya más; y cierto
estremecimiento convulsivo, como de excesivo terror, caracterizaba habitualmente su lenguaje.
En ocasiones parecíame que su mente turbada luchaba sin cesar con algún opresor secreto, para
revelar el cual necesitaba apelar a todo su valor; pero otras veces me veía obligado a juzgar todas
estas manifestaciones como simples extravagancias provocadas por su locura, porque notaba que
se quedaba mirando al vacío horas enteras en actitud de profunda atención, como si escuchara
sonidos imaginarios. No es de extrañar que su estado me aterrorizara, me contagiara. Sentía ya
que se apoderaba de mí por grados la influencia desordenada de sus fantásticas y perturbadoras
supersticiones.
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Al retirarme tarde a descansar una noche, siete u ocho días después de depositar el cuerpo de Lady
Madeline en el calabozo, pude apreciar mejor que nunca el alcance de tales impresiones. El sueño
había huido de mis párpados mientras las horas transcurrían una tras otra. Intenté raciocinar para
dominar la nerviosidad que se había apoderado de mi espíritu; procuré convencerme de que gran
parte si no todo lo que sentía era debido a la inquietadora influencia de la lúgubre mueblería de la
habitación, a las sombrías y desgarradas draperías que, torturadas por el aliento de una tempestad
cercana, batíanse acá y allá caprichosamente sobre los muros y susurraban medrosamente entre las
decoraciones del lecho, Pero mis esfuerzos fueron infructuosos. Un temblor invencible se apoderó
de mí gradualmente; y al fin pesó sobre mi corazón una alarma aguda e infundada. Dominándola
con pena y respirando fuertemente me enderecé sobre las almohadas, tratando ansiosamente de
penetrar la intensa obscuridad de la cámara; y escuché entonces, no sé cómo, a menos que algún
espíritu del instinto me incitara, ciertos ruidos sordos e indistintos que venían a largos intervalos,
yo no sé de dónde, entre las pausas de la tempestad. Oprimido por un intenso sentimiento de
horror, tan extraordinario como intolerable, me eché encima la ropa precipitadamente, (sabiendo
bien que no podría ya dormir aquella noche), y traté de reaccionar contra la condición deplorable
en que me encontraba, dando paseos forzados de un extremo a otro de la habitación.
Había dado así algunas vueltas, cuando un leve paso en la escalera contigua atrajo mí atención.
Reconocí inmediatamente a Usher. Un instante después llamó, en efecto, a mi puerta con suave
golpear, y entró llevando una lámpara en la mano. Su semblante mostraba palidez cadavérica como
de costumbre, pero había además cierta especie de hilaridad insana en sus ojos, una visible histeria
contenida en toda su actitud. Su aspecto me aterró; pero todo era preferible a la soledad que había
soportado largas horas y llegué hasta felicitarme de su presencia como un alivio.
-¿De modo que no habéis visto? -dijo ex abrupto, después de mirar intensa y silenciosamente en
torno suyo por algunos instantes-. ¿No habéis visto? Pero ¡aguardad! Ya veréis -hablando así, y
bajando cuidadosamente la pantalla de su lámpara, dirigióse con rapidez a una de las ventanas y la
abrió de par en par ante la tempestad.
La impetuosa furia de las ráfagas que se precipitaron en la habitación nos levantó casi por los
aires. Era, en verdad, una noche borrascosa pero de austera belleza y singularmente extraña en su
hermosura y en su horror. Verosímilmente se había levantado un torbellino en las cercanías porque
se presentaban frecuentes y violentas alteraciones en la dirección del viento; y la densidad excesiva
de las nubes, (tan bajas que parecían pesar sobre los torreones del castillo), no impedía notar la
velocidad de seres vivientes al parecer, con que se precipitaban unas contra otras de todos lados
sin desvanecerse a la distancia. Decía que su excesiva densidad no impedía que apreciáramos el
espectáculo, aun cuando no había rastro de luna ni de estrellas, ni resplandor alguno de relámpagos.
Sin embargo, la superficie inferior de aquellas pesadas masas de agitado vapor, así como todos los
objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían a la luz sobrenatural de una exhalación gaseosa,
débilmente luminosa y perfectamente visible que circundaba y envolvía toda la mansión.
-¡No debéis presenciar este espectáculo, no lo presenciaréis! -exclamé dirigiéndome a Usher y
estremeciéndome, mientras le arrastraba con suave violencia desde la ventana hasta un asiento-.
Estas manifestaciones que os perturban son simplemente fenómenos eléctricos bastante comunes,
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o quizá puedan también derivar su fantástico origen de los pesados miasmas del lago. Cerremos
esta ventana; el aire está frío y es peligroso en vuestras condiciones. He aquí uno de vuestros
romances favoritos. Yo leeré y vos escucharéis; y pasaremos juntos esta horrible noche.
El antiguo volumen que había cogido era el Mad Trist de Sir Launcelot Canning; pero lo califiqué
de favorito de Usher más bien bromeando tristemente que hablando de buena fe, porque en
verdad nada podía encontrarse en su verbosidad grosera y poco imaginativa que pudiera interesar
el elevado y espiritual idealismo de mi amigo. Fue, con todo, el primer libro que pude haber a
mano inmediatamente; y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que agitaba en aquel
momento al hipocondriaco encontrara momentáneo alivio (pues que la historia de los desórdenes
mentales está llena de anomalías semejantes) en las descabelladas incidencias que hubiere de leer.
En realidad, a juzgar por el aire extravagante de ansiosa atención con que escuchaba o aparentaba
escuchar la fraseología del cuento, podía congratularme por el éxito de mi plan.
Habíamos llegado a la parte bien conocida de esta historia en que Ethelred, el héroe del Trist,
habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente en la morada del ermitaño, se resuelve a
lograrlo a viva fuerza. Aquí, si bien se recuerda, la narración continúa así:
“Entonces Ethelred, que naturalmente poseía un valeroso corazón y se sentía además muy potente
en aquel momento por virtud del vino que había bebido, no perdió más tiempo en parlamentar con
el ermitaño, que usaba en verdad de obstinado y malicioso proceder; sino que, sintiendo la lluvia
que caía sobre sus hombros y temiendo que arreciara la tempestad, levantó su maza y a grandes
golpes abrió pronto en las planchas de la puerta un hueco suficiente para su mano armada del
guantelete y, tirando de allí fuertemente, rompió y desgajó y destrozó todo de manera tal que el
estrépito de la seca y resonante madera alarmó a todo el mundo repercutiendo a través de la selva.”
Al terminar este acápite me sobresalté e hice una pausa involuntaria; porque me pareció (aún
cuando deduje inmediatamente que era ilusión de mi exaltada fantasía) me pareció, digo, que
de algún remoto rincón de la casa llegaba a mis oídos el eco indistinto, (amortiguado y confuso
ciertamente), de aquellos sonidos de golpes y destrucción que Sir Launcelot había descrito con tanta
minuciosidad. Sin duda alguna era solamente cualquiera coincidencia que despertó mi atención
entre el rechinar de las vidrieras y los ruidos combinados de la borrasca todavía en aumento en el
exterior; nada había seguramente en el rumor que pudiera interesarme o inquietarme. Proseguí la
historia:
“Pero el soberbio campeón Ethelred, al atravesar la puerta, se sintió dolorosamente sorprendido e
irritado de no encontrar rastro alguno del astuto ermitaño; sino en su lugar un dragón escamoso, de
prodigioso tamaño y lengua ígnea que hacía de centinela delante de un palacio de oro, pavimentado
de plata; y pendiente del muro veíase un escudo de brillante bronce con la siguiente leyenda
grabada:
Quien aquí penetra es conquistador;
Ganará el escudo quien mate al dragón;
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Y entonces Ethelred, levantando su maza, hirió en la cabeza al dragón; el cual se desplomó a sus
plantas rindiendo su pestilente aliento con tan horrido, agudo y penetrante alarido que Ethelred se
vio precisado a cubrirse los oídos con las manos para defenderse del pavoroso ruido del que nada
análogo había escuchado hasta entonces.”
Aquí me detuve de nuevo bruscamente, esta vez con sentimiento de profundo estupor, porque no
podía caberme la menor duda de que en el mismo instante había oído en realidad, (aun cuando
me fuera imposible indicar la dirección), un grito ahogado y aparentemente lejano, pero áspero,
prolongado y extraño; un sonido discordante, exacta reproducción de lo que mi fantasía había ya
evocado como el sobrenatural alarido del dragón descrito por el romancero.
Oprimido como me sentía por mil encontrados sensaciones en que predominaban la angustia y un
excesivo terror a causa de la segunda y más extraordinaria coincidencia, tuve aún la presencia de
espíritu necesaria para evitar que se excitara con cualquiera observación la sensitiva nerviosidad de
mi compañero. No estaba seguro de que se hubiera apercibido de aquellos rumores, a pesar de que
indudablemente mostraba extraña alteración en su conducta en los últimos minutos. Desde el sitio
que ocupaba frente a mí había arrastrado su silla poco a poco hasta dar cara a la puerta de entrada
de la habitación, de modo que apenas podía yo distinguir parcialmente sus facciones, aunque me
parecía que sus labios temblaban como si estuviese murmurando palabras ininteligibles. Su cabeza
había caído sobre el pecho; pero yo sabía que no estaba dormido, pues en una ojeada furtiva a su
perfil descubrí uno de sus ojos rígidamente abierto. El movimiento de su cuerpo difería también de
su manera habitual, porque se mecía de un lado a otro con ondulación suave, uniforme y constante.
Notando todo esto con rapidez, reasumí la narración de Sir Launcelot que proseguía así:
“Y habiendo escapado el campeón en esta forma a la furia tremebunda del dragón, y recordando el
bronceado escudo y la ruptura del encanto que allí residía, empujó el cuerpo de la fiera lejos de su
paso y avanzó valerosamente sobre el plateado pavimento del castillo hasta el lugar donde estaba
el escudo pendiente del muro; el cual no aguardó, en verdad, que el héroe hubiese llegado, sino que
cayó espontáneamente a sus pies sobre el pavimento de plata con inmenso estruendo y horrísono
sonido retumbante.”
No habían terminado mis labios de proferir estas palabras cuando, semejando en realidad un escudo
de bronce que cayera pesadamente en aquel mismo instante sobre un pavimento de plata, pude
oír distintamente una metálica, hueca y estridente aunque ahogada repercusión. Completamente
trastornado, me levanté de un salto; pero el mesurado balanceo de Usher continuó sin interrupción.
Me abalancé hacia el asiento que ocupaba. Sus ojos estaban fijos y en toda su figura triunfaba una
rigidez de piedra. Mas tan pronto como coloqué una de mis manos en su hombro, sentí un fuerte
estremecimiento en todo su cuerpo; una sonrisa marchita tembló sobre sus labios; y vi que hablaba
en un murmullo bajo, precipitado e ininteligible, como inconsciente de mi presencia. Inclinándome
muy cerca sobre él, pude al fin beber la horrenda importancia de sus palabras.
-¿No lo oís?... Sí; yo lo oigo y lo había oído. Muchos, muchos, muchos, largos minutos... muchas
horas, muchos días lo he oído... pero no me atrevía... ¡oh, misericordia! ¡Miserable de mí ...no me
atrevía...! ¡No me atrevía a hablar! ¡La hemos enterrado viva! ¿No decía yo que mis sentidos son
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Cuentos
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muy agudos? Ahora os digo que percibí sus primeros y débiles movimientos en el hueco ataúd. Los
oí... hace muchos, muchos días... pero no me atrevía... ¡No tenía valor de hablar! Y ahora... esta
noche... Ethelred... ¡ha! ¡Ha!... ¡el quebrantamiento de la puerta del ermitaño, el clamor de muerte
del dragón y el estrépito del escudo!... ¡Digamos mejor, el hendimiento del ataúd, el chirrido de
las puertas de hierro de su prisión, y su lucha en el pasillo revestido de cobre de la bóveda! ¡Oh!
¿Dónde escapar? ¿Por ventura no estará ella aquí dentro de poco? ¿No se apresurará a vituperarme
por mi precipitación? ¿No he oído, acaso, sus pasos en la escalera? ¿No he escuchado el pesado y
horrible latir de su corazón? ¡Insensato! Aquí se puso en pie furiosamente y gritó sílaba por sílaba,
con tal fuerza que parecía iba a rendir el ánima: ¡Insensato! ¡Os digo que ella se encuentra en este
instante delante de la puerta!
Como si la energía sobrehumana de su enunciación hubiese tenido el poder de un conjuro, los
enormes bastidores antiguos a que señalaba Usher corrieron hacia atrás suavemente en el mismo
instante sus pesadas garras de ébano. Era efecto de las impetuosas ráfagas; pero, delante de
aquellas puertas erguíase la alta y amortajada imagen de Lady Madeline de Usher. Había sangre
en sus blancas vestiduras y señales de lucha cruel en toda su enflaquecida figura. Detúvose por
un momento temblando y bamboleándose en el umbral; y luego, con sordo y lúgubre gemido se
desplomó pesadamente sobre su hermano y, en las violentas convulsiones de su real y esta vez
postrera agonía, le trajo al suelo cadáver, víctima de los terrores que él mismo se había anticipado.
Huí despavorido de aquella cámara y de aquella mansión. La tempestad bramaba todavía en plena
furia cuando yo me encontré cruzando la antigua calzada. De pronto brilló a lo largo del camino
una luz inusitada, y yo me volví para averiguar de dónde procedía este rayo sobrenatural, pues la
vasta morada y sus sombras era lo único que dejaba tras de mí. La radiación brotaba de una luna
llena y de un rojo sangriento en su ocaso, y resplandecía vivamente sobre aquella hendedura apenas
perceptible de que he hablado y que se extendía en zigzag desde la techumbre del edificio hasta su
base. En tanto que miraba, la hendedura se ensanchó rápidamente; hubo luego una ráfaga furiosa
del remolino; el orbe entero del satélite estalló al mismo tiempo ante mis ojos; mi cerebro osciló
mientras veía los potentes muros abriéndose en dos partes; oyóse un prolongado y tumultuoso
estruendo semejante a millares de voces de las aguas; y el profundo y tétrico lago que yacía a mis
pies cerróse sombría y silenciosamente sobre los fragmentos de la Casa de Usher.
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La Caja Oblonga91
Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a
bordo del excelente paquebote Independence, al mando del Capitán Hardy. Si el tiempo lo permitía,
zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer
algunas cosas en mi camarote.
Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas
superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres,
me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado
sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C... y solíamos andar
siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla
de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente y
sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego
de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos hermanas, su
esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la
otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a más de una persona; de todos modos
no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En
esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que inducen a
un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado,
pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote
de más. No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a
reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber
columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no
pensar antes en algo tan obvio!» Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo entonces que
ninguna criada habría de embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio
la intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces se
trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la cala y prefiere
tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío
italiano.» La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.
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Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto
a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había
hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo. La
describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy
ansioso por conocerla.
El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían
a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero
al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el
día siguiente, a la hora de zarpar».
Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al Capitán
Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), «el
Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera listo,
me mandaría avisar para que me embarcara». Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una
sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo
posible al respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué
de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el momento de
izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas,
la esposa y el artista -este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-.
Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó
en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan
amable como inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo
reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de
no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo,
toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema,
sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.
La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente
vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito
gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables
del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en
compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me
puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al embarcadero un
carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. Apenas
a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar
abierto.
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He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de
ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era peculiar
y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se
recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en
cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había
mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma,
sólo podía servir para guardar una copia de La Última Cena de Leonardo; no ignoraba, además, que
una copia de esa pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en
posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí,
quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo,
Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión
trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando
en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.
Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino
depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del
artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado
grandes letras, emitía un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre
la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius
Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero
consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro
de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi
misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva York.
Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa,
pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa. Por consiguiente, los pasajeros
estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a
Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de
considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho.
Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero
no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus
hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a
pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto
tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente familiar con la
mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia poco disimulada
a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo. Digo «divertía», pero apenas si
sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que
por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una
excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba
a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba,
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claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt
me había informado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor
esperanza de heredar. «Se había casado con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor,
pues su esposa era más que merecedora de cariño». Pensando en estas frases de mi amigo me sentí
perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra
cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de
todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy
enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo
que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para
usar una de sus delicadas expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron
que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde
bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera a gusto en
las reuniones del salón.
De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable
capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico, se
había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en sucumbir a la
consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de
mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de
La Última Cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.
Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos
a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las circunstancias)
continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré
una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa,
me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a
sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de
que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación.
Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa
caja»; y al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto
mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.
La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había
vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi
observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su cerebro,
los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su rostro se puso escarlata, luego palideció
espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas
que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos.
Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por levantarle, tuve
la impresión de que había muerto.
Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar
incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había
recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no decir
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nada. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien
parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada
a los restantes pasajeros.
Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía
más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por haber
bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar los ojos. Mi
camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres
solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del
principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como
seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada
vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en
esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una
posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía
ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Mr.
Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso
de las once, la señora W. salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el camarote
sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Mr. W. iba a buscarla y la hacía entrar
nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban
habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía,
después de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he
aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote,
atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su esposo. Tras de
escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía
el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna
materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.
A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba
la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di
cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera
del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no
haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada
hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o
suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un producto de
mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía
tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus
hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo
artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por
supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse
de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente Capitán Hardy. En las dos
noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja
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oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho
esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca de la señora W., que se hallaba en
la otra cabina.
Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el Cabo Hatteras, cuando nos asaltó un
fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó
desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos
dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco
resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en
huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los
elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente
nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina.
Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó
a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con
mayor estabilidad que antes.
Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la engarzadora
estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad, a las cinco de
la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más
de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolado; antes de
lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo
de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas servían.
Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando
por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se
llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua continuaba inundando la cala.
A la puesta del sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos
todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes se abrieron a
barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a
nuestros abatidos espíritus.
Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a
la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y, al cabo de
muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después del
naufragio.
Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de
popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua, y embarcaron
en él el capitán y su esposa, Mr. Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro
hijos, y yo con mi criado de color.
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Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles,
provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera en salvar otros
bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a Mr. Wyatt
que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al Capitán Hardy que nos acercáramos
otra vez al barco para embarcar su caja oblonga!
-Siéntese usted, Mr. Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar
el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
-¡La caja! -vociferó Mr. Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted
rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una nada! ¡Por la madre
que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le imploro que volvamos a buscar
la caja!
Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su
aire adusto y replicó:
-Mr. Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros,
sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!
En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía
estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que
colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla
que llevaba a los camarotes.
Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco,
quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez,
pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una ojeada
para comprender que el destino del infortunado artista estaba sellado.
A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que
sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que parecían las
de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo de la
estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces
por su cuerpo. Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para
siempre.
Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama.
Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me
atreví, por fin, a insinuar una observación.
-¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso
que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la
caja y se confiaba así al mar.
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-Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin
embargo volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.
-¡La sal! -exclamé.
-¡Sh...! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas
cosas en un momento más oportuno.
******
Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual
que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de horrible
angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una semana,
pues los raqueros no nos trataron mal, y finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.
Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el
Capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial,
sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la
había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14
de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y
murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su
viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque,
por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo abiertamente. De cada
diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un
cadáver.
En este dilema, el Capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado
entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si
se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama; mas, como ya era
sabido que Mr. Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien
que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese
papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para la criada,
fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se supondrá, todas las noches. De día
representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel de ama, cuya persona era totalmente
desconocida para los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.
En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo.
Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me vuelva,
hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en mis oídos.
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La Carta Robada92
Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando
de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de
mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No.
33, de la Rue Dunôt, en el Faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos
guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional
y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin
embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación
entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la Rue Morgue y el misterio
del asesinato de Marie Rogêt. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de
nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, Monsieur G***, el Prefecto
de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de
despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se
levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque
G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un
asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
-Si se trata de algo que requiere mi reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la
mecha-, lo examinaremos mejor en la oscuridad.
-Esa es otra de sus singulares ideas -dijo el Prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular»
a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta
legión de «singularidades».
-Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y haciendo rodar hacia él un
confortable sillón.
-¿Y cuál es la dificultad ahora? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
92 Publicado entre 1844 y 1845 en The Gift: A Christmas and New Year’s Present.
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-¡Oh, no, nada de eso! El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo duda que podremos manejarlo
suficientemente bien nosotros solos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles
del hecho, porque es un caso excesivamente singular.
-Simple y singular -dijo Dupin.
-Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados
porque el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.
-Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted -dijo mi amigo.
-¡Qué desatino dice usted! -replicó el Prefecto, riendo de todo corazón.
-Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! -reía nuestro visitante, profundamente divertido-. ¡Oh, Dupin,
usted me va a hacer reventar de risa!
-¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.
-Se lo diré a usted -replicó el Prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado puff y acomodándose
en su sillón-. Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un
asunto que demanda la mayor reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo
he confiado a alguien.
-Continuemos -dije.
-O no continúe -dijo Dupin.
-De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la
mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido;
sobre este punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también
que continúa todavía en su poder.
-¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.
-Se ha deducido perfectamente -replicó el Prefecto-, de la naturaleza del documento y de la no
aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es
decir, a causa del empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.
-Sea usted un poco más explícito -dije.
-Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto poder en una cierta parte,
donde tal poder es inmensamente valioso.
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-Está claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto
que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder
desaparece.
-Cierto -dijo G***-, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue
hacer un registro muy completo de la residencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en
la necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que resultaría
de darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
-Pero -dije-, usted se halla completamente au fait en este tipo de investigaciones. La policía parisina
ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
-Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro me dan, además, una gran
ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos.
Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, y siendo principalmente napolitanos,
se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto
o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado
personalmente en escudriñar la mansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un
gran secreto, la recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta convencerme
plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los
rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
-¿Pero no es posible -sugerí-, aunque la carta pueda estar en la posesión del ministro como es
incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su casa?
-Es poco probable -dijo Dupin-. La presente y peculiar condición de los negocios en la corte, y
especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea
validez del documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta
importancia como su posesión.
-¿La posibilidad de ser exhibido? -dije.
-Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
-Cierto -observé-; el papel tiene que estar claramente al alcance de la mano. Supongo que podemos
descartar la hipótesis de que el ministro la lleva encima.
-Enteramente -dijo el Prefecto-. Ha sido dos veces asaltado por malhechores, y su persona
rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.
-Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin-. D***, presumo, no está loco del todo; y
si no lo está, debe haber previsto esas asechanzas; eso es claro.
-No está loco del todo -dijo G***-; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de
la locura.
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-Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de humo de su pipa-, aunque yo
mismo sea culpable de algunas malas rimas.
-Supongamos -dije-, que usted nos detalla las particularidades de su investigación.
-Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga
experiencia en estos negocios. Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches
de toda una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario de cada habitación. Abrimos
todos los cajones posibles; y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de policía,
son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que
se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de
capacidad, de espacio, que contar en un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas.
La quincuagésima parte de una línea no puede escapársenos. Después del gabinete, consideramos
las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que usted me ha visto
emplear. De las mesas, removemos las tablas superiores.
-¿Por qué?
-Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario similarmente arreglada, es levantada
por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado
dentro de su cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son
utilizados con el mismo fin.
-¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca a su alrededor una cantidad
suficiente de algodón en rama. Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.
-Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hecho pedazos todos los artículos de
mobiliario en que hubiera sido posible depositar un objeto de la manera que usted menciona.
Una carta puede ser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho
en forma o volumen a una aguja para hacer calceta, y de esta forma puede ser introducida en el
travesaño de una silla, por ejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
-Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla de la
casa, y en verdad, todos los puntos de unión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un
poderoso microscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habríamos dejado
de notarla instantáneamente. Un solo grano del aserrín producido por una barrena en la madera,
habría sido tan visible como una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquier
desusado agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
-Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes y las láminas, y examinarían los
lechos, y las ropas de los lechos, así como las cortinas y las alfombras.
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-Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario
de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que
numeramos para que ninguno pudiera escapársenos, después registramos pulgada por pulgada el
terreno de la pesquisa, incluso las dos casas adyacentes, con el microscopio, como antes.
-¡Las dos casas adyacentes! -exclamé-; deben ustedes haber causado una gran agitación.
-La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
-¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
-Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nos dieron poco trabajo. Examinamos
el musgo de las junturas de los, ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.
-¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, y entre los libros de su biblioteca?
-Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo abrimos todos los libros, sino que
dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida
de ellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el
espesor de cada tapa de libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso
examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar
la carta, habría sido completamente imposible que el hecho escapara a nuestra observación. Unos
cinco o seis volúmenes, recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado,
sondeando las tapas.
-¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
-Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Sí.
-¿Buscaron en los sótanos?
-Lo hicimos.
-Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no está entre las posesiones del
ministro, como suponen.
-Temo que usted tenga razón -repuso el Prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
-Hacer una nueva revisión de la casa del ministro.
-Eso es absolutamente innecesario -replicó G***-; estoy tan seguro como que respiro, de que la
carta no está en la Casa.
-Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. ¿Tendrá usted, como es natural, una cuidadosa
descripción de la carta?
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-¡Ya lo creo!
Y aquí el Prefecto, sacando un memorando, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la carta,
especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción,
cogió su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados
exactamente de la misma manera que la otra vez. Cogió una pipa y una silla, y principió una
conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:
-Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá usted convencido, al
fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al Ministro.
-¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me
lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo suponía.
-¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? -preguntó Dupin.
-¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto
exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría dispuesto a dar un cheque con mi firma por
cincuenta mil francos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a
día cada vez más importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera
triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Veamos -dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo-; realmente pienso, G***,
que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?
-¿Cómo? ¿De qué manera?
-¡Pst! Creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo sobre este asunto; puff, puff, puff.
¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de Abernethy?
-¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
-¡Está bien! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy
avaro concibió la idea de obtener gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado
con ese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el
de un individuo imaginario.
-Supongamos -dijo el tacaño-, que sus síntomas son tales y tales; ahora doctor, ¿qué le aconsejaría
usted?
-¿Qué le aconsejaría? -dijo Abernethy-; ¡psh! que viera a un médico.
-Pero -dijo el Prefecto, algo desconcertado-, yo estoy dispuesto a pedir consejo, y a pagarlo. Daría
realmente cincuenta mil francos a cualquiera que me ayudara en este asunto.
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-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, puede usted
perfectamente hacerme un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le
entregaré la carta.
Quedé estupefacto. El Prefecto parecía como herido por un rayo. Durante algunos minutos
permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y
los ojos que parecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia
de su ser, cogió una pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo por último
y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó
cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después, abriendo un escritorio, cogió de él una carta y
la entregó al Prefecto. El funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría,
la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera
de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber
pronunciado una sílaba desde que Dupin le había pedido que hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
-La policía parisina -dijo- es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa,
astuta y perfectamente versada en los conocimientos que sus deberes parecen necesitar con más
urgencia. Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve
plena confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten
sus conocimientos.
-¿Hasta dónde lo permiten? -pregunté.
-Sí -dijo Dupin- Las medidas adoptadas eran, no solamente las mejores de su clase, sino que se
acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los
agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.
-Las medidas, pues -continuo él-, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto estaba en
ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para
el Prefecto una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así
es que perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos
que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno,
de unos ocho años de edad, cuyos éxitos adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la
admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores
oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese número es par o non. Si
el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El niño de que hablo, ganaba todas las canicas
de la escuela. Por consiguiente, tenía algún método para acertar, y éste se basaba en la simple
observación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es su
contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: «¿son pares o nones?» Nuestro niño replica:
«Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón
tenía pares la primera vez, y su cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner
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nones en la segunda; por consiguiente, apostaré nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora, con un
bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal, sabe que en el primer
caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una simple variación
de pares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá
que ésta es una variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por
consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema de razonar en el
niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
-Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
-Eso es -dijo Dupin-; y después de preguntar al niño cómo efectuaba esa completa identificación en
que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta: «Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido,
o cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo
la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión
del rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi mente, que
igualen o correspondan a la expresión de mi cara.» La respuesta de este niño de escuela supera
incluso la espúrea profundidad que ha sido atribuida a Rochefoucault, La Bougive, Maquiavelo y
Campanella.
-Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de su contrario, depende, si le entiendo
a usted bien, de la exactitud con que se mide la inteligencia de este último.
-Para su valor práctico depende de eso -replicó Dupin-; y el Prefecto y toda su cohorte fracasan
tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación,
o más bien por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias
ideas ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con
que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es una fiel
representación del de las masas; pero cuando la astucia del reo es diferente en carácter de la
de ellos, el reo se les escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la
de ellos, y, muy habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus
investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por algún caso insólito, por alguna
extraordinaria recompensa, es extender o exagerar sus viejas rutinas de práctica, sin modificar
sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio
de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir
la superficie del edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas? ¿Qué es todo eso, sino
una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa, que está
basado sobre un conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que el Prefecto, en la
larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por sentado que todos los
hombres que quieren ocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con barrena en la
pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo
tenor del pensamiento que inspira a un hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la
pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar, se emplean
únicamente en las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque
en todos los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esas
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falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse una
potencia igual a la suma de sus potencias consideradas por separado. Hay muchas otras verdades
matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación. Pero el matemático
arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre, como si ellas fueran de una
aplicabilidad absolutamente general, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant,
en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque las
fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y hacemos inferencias
de ellas, como si fueran realidades». Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos,
las «fábulas paganas» son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria,
sino por una incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca un
simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y ecuaciones, o que no tuviera
por artículo de fe, que x2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos
caballeros, por vía de experimento, si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que
x2 + px no es absolutamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir,
eche a correr tan pronto como le sea posible, porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.
-Quiero decir -continuó Dupin, mientras me reía yo de su última observación- que si el Ministro
hubiera sido nada más que un matemático, el Prefecto no habría tenido necesidad de darme
este cheque. Le conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas
fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le
conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigante. Un hombre así, pensé, debe
conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los
sucesos han probado que no lo hizo, los registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las
investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas por
el Prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como astucias para procurar
a la policía la oportunidad de hacer un completo registro, y hacerles llegar lo más pronto posible
a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta no estaba en casa. Comprendí también
que todo el conjunto de ideas, que tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los
invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría necesariamente por
la mente del Ministro. Eso le llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los escondrijos
ordinarios. No podía, reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos
secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los ojos, a los
exámenes, a los barrenos y los microscopios del Prefecto. Vi, por último, que se vería impulsado,
como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su
propio gusto personal. Recordará usted quizá con cuanta gana se rió el Prefecto, cuando le sugerí
en nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto por ser su
descubrimiento demasiado evidente.
-Sí -dije-, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en muy estrictas analogías con el espiritual; y así se
ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada
para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ, por
ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo
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es puesto en movimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuente impulso es
proporcionado a esa dificultad, que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad,
aunque más potentes, constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son
sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de vacilación en los
primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras
de tiendas que más llaman la atención?
-Nunca se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinanzas -replicó él- que se juega con un mapa. Uno de los jugadores pide al
otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en
fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente
de confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras más pequeñas;
pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandes caracteres de un
extremo a otro del mapa. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con
letras grandísimas, escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; y aquí, la
física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto
permite que pasen desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables
por sí mismas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del
Prefecto. Nunca creyó probable o posible que el Ministro hubiera dejado la carta inmediatamente
debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundo pudiera verla.
Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho
de que el documento debía haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y
sobre la decisiva evidencia, obtenida por el Prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites
de sus pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar aquella carta el Ministro
había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.
Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad,
entré en la casa del Ministro. Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era, charlando
insustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui.
Sin embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan sólo cuando nadie
lo ve.
Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y lamenté la forzosa necesidad
que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda
la habitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.
Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual estaba sentado D***, y sobre
la que había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos
de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi
nada capaz de provocar mis sospechas.
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Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un miserable tarjetero
de cartón afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de bronce,
colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro
compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última estaba muy
manchada y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención de
hacerla pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido. Tenía un gran sello negro,
con el monograma de D***, muy visible, y el sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba
una letra menuda y femenina. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente,
parecía, en una de las divisiones superiores del tarjetero.
No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad, era,
en apariencia, radicalmente distinta de aquella que nos había leído el Prefecto una descripción tan
minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño
y rojo, con las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del Ministro era diminuta
y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente
enérgica y decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas
diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente con
los verdaderos hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de dar una idea de la insignificancia
del documento a un indiscreto; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a
la vista de todos los visitantes, y así coincidente con las conclusiones a que yo había llegado
previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas de sospecha, para quien había ido con la
intención de sospechar.
Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las más animadas discusiones
con el Ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle,
volqué mi atención, en realidad, sobre la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia
externa y su colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba cualquier
duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los bordes del papel, noté que
estaban más gastados de lo que parecía necesario. Presentaban una apariencia de rotura que resulta
cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una dirección
contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue
suficiente. Fue claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro
para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al
Ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.
A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación
del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola,
se oyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos
de terror, y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las ventanas, la abrió
y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en mi bolsillo y la
reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en
casa, imitando el monograma de D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.
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El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había
hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba
descargada, y se le permitió que continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se
hubo retirado, D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después
de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre a
quien yo había pagado para que produjera el tumulto.
-Pero, ¿qué propósito tenía usted -pregunté- para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera
sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abiertamente y salir con ella?
-D*** -replicó Dupin- es un hombre arrojado y valiente. Su casa, además, no carece de servidores
consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere,
jamás habría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya
conoce usted mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de esas consideraciones.
En este asunto, obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses el Ministro
la tuvo en su poder. Ella es la que lo tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no
está ya en su tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él mismo, su
ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Es igualmente exacto hablar, a
propósito de su caso, del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la
Catalani dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía,
ni siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio
sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el preciso carácter de sus
pensamientos cuando, siendo desafiado por aquella a quien el Prefecto llama «una cierta persona»,
se vea forzada a abrir la carta que le dejé para él en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?
-¡Claro! No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido insultante... Cierta vez D***,
en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo
olvidaría. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona
que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio para que la
conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas
palabras:
...Un dessein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste,
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La Cita93
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punto se mueve desde el canal mayor hacia el pequeño. Semejantes a un pesado Cóndor de negras
alas nos deslizábamos blandamente en dirección al Puente de los Suspiros, cuando mil antorchas,
llameando desde las ventanas y las escalinatas del Palacio Ducal, convirtieron instantáneamente
aquella profunda oscuridad en un lívido día preternatural.
Escapando de los brazos de su madre, un niño acababa de caer desde una de las ventanas superiores
del elevado edificio a las profundas y oscuras aguas del canal, que se habían cerrado silenciosas
sobre su víctima. Aunque mi góndola era la única a la vista, muchos arriesgados nadadores habíanse
precipitado ya a la corriente y buscaban vanamente en su superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo habría
de encontrarse en el abismo. En las grandes losas de mármol negro que daban entrada al palacio,
apenas a unos pocos peldaños sobre el agua, veíase una figura que nadie ha podido olvidar jamás
después de contemplarla. Era la Marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia, la más alegre
y hermosa de las mujeres -allí donde todas eran bellas-, la joven esposa del viejo e intrigante
Mentoni y madre del hermoso niño, su primer y único vástago que, sumido en las profundidades
del agua lóbrega, estaría recordando amargamente las dulces caricias de su madre y agotando su
débil vida en los esfuerzos por llamarla.
La marquesa permanecía sola. Sus diminutos y plateados pies desnudos resplandecían en el negro
espejo de mármol que pisaba. Su cabello, que conservaba a medias el peinado del baile, rodeaba
entre una lluvia de diamantes su clásica cabeza, llena de bucles parecidos al jacinto joven. Una
túnica alba como la nieve y semejante a la gasa parecía ser la única protección de sus delicadas
formas; pero el aire estival de aquella medianoche era caliente, denso, estático, y aquella imagen
estatuaria tampoco hacía el menor movimiento que alterara los pliegues de la vestidura como de
vapor que la envolvía, tal como el pesado mármol envuelve la imagen de Niobe. Y, sin embargo,
¡cosa extraña!, sus grandes y brillantes ojos no miraban hacia abajo, en dirección a la tumba donde
su mejor esperanza había sido sepultada, sino que aparecían como clavados en una dirección por
completo diferente. La prisión de la Antigua República es, según creo, el edificio más majestuoso
de Venecia; pero, ¿cómo podía aquella dama contemplarlo tan fijamente, mientras allí abajo se
estaba ahogando su único hijo? Un negro, lúgubre nicho hallábase situado exactamente frente a la
ventana del aposento de la marquesa. ¿Qué podía haber, pues, en sus sombras, en su arquitectura,
en sus solemnes cornisas cubiertas de hiedra, que la dama no hubiera contemplado mil veces
antes? ¡Oh, desatino! ¿Quién no recuerda que, en momentos como ése, la mirada, semejante a un
espejo trizado, multiplica las imágenes de su desolación y ve en innumerables lugares lejanos la
pena más cercana?
Varios escalones más arriba que la Marquesa y dentro del arco de la Compuerta se veía a Mentoni,
todavía con su traje de fiesta, semejante a un Sátiro. Ocupábase por momentos de rasguear las
cuerdas de una guitarra y parecía ennuyé en extremo, mientras, de cuando en cuando, daba
instrucciones para el salvamento de su hijo. Estupefacto y despavorido, no había podido moverme
de la posición en que me colocara al escuchar el grito; seguía de pie y debí de presentar a ojos del
agitado grupo una apariencia ominosa y espectral, mientras pasaba, pálido y rígido, en aquella
fúnebre góndola.
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Todos los esfuerzos parecían vanos. Los más decididos en la búsqueda empezaban a cansarse y se
entregaban a una profunda tristeza. Poca esperanza quedaba ya de salvar al niño. Pero entonces,
desde el interior de aquel oscuro nicho que he mencionado como parte integrante de la Prisión de
la Antigua República -y que quedaba frente a las ventanas de la Marquesa-, una silueta embozada
avanzó hasta las luces y, luego de hacer una pausa al borde del abismo líquido, zambullóse de
cabeza en el canal. Un minuto después, al emerger llevando en sus brazos al niño que aún respiraba
y alzarse en los peldaños de mármol del lado de la Marquesa, la empapada capa se soltó de sus
hombros y, cayendo a sus pies, mostró a los estupefactos espectadores la graciosa figura de un
hombre joven, cuyo nombre resonaba entonces en toda Europa.
Ni una palabra pronunció el salvador. Pero la Marquesa... ¡Ah, ya iba a recibir a su hijo! ¡Ya iba a
estrechar en sus brazos el pequeño cuerpo y reanimarlo con sus caricias! Mas, ¡ay!, los brazos de
otro lo alzaban, los brazos de otro se lo llevaban, lo introducían en el palacio. ¿Y la Marquesa?...
Sus labios, sus hermosos labios temblaban; las lágrimas se arracimaban en sus ojos, esos ojos que,
como el Acanto de Plinio, eran «suaves y casi líquidos». Sí, las lágrimas se agolpaban en sus ojos,
y de pronto todo el cuerpo de aquella mujer se estremeció con un temblor que le venía del alma...
¡Y la estatua recobró vida! Vi súbitamente cómo la palidez marmórea de sus facciones, el alentar
de su seno y la pureza de sus blancos pies se anegaban en una incontenible marea carmesí. Y un
leve temblor agitó su delicado cuerpo, como la brisa gentil de Nápoles agita los plateados lirios
en el campo. ¿Por qué se sonrojaba la dama? No hay respuesta a tal pregunta. Verdad es que, al
abandonar, con el apresuramiento y el terror de un corazón materno la intimidad de su boudoir, la
marquesa había olvidado aprisionar sus menudos pies en chinelas y cubrir sus hombros venecianos
con el manto que les correspondía... ¿Qué otra razón podía tener para sonrojarse así? ¿Y la mirada
de esos ojos que imploraban desesperadamente? ¿Y el tumulto del agitado seno? ¿Y la convulsiva
presión de aquella mano temblorosa que, en momentos en que Mentoni retornaba al palacio, se
posó accidentalmente sobre la mano del desconocido? ¿Y qué razón podía haber para aquellas
palabras en voz baja, en voz tan extrañamente baja, aquellas palabras sin sentido que la dama
murmuró presurosamente en el instante de despedirlo?
-Has vencido -dijo, a menos que el murmullo del agua me engañara-. Has vencido... Una hora
después de la salida del sol... ¡Así sea!
******
El tumulto se había apaciguado, murieron las luces en el interior del palacio y el desconocido,
a quien yo, sin embargo, había reconocido, permanecía solo en la escalinata. Estremecióse con
inconcebible agitación y sus ojos miraron en todas direcciones buscando una góndola. No podía
menos de ofrecerle la mía, y la aceptó. Luego de obtener un remo en una Compuerta, continuamos
juntos hasta su residencia, mientras mi huésped recobraba rápidamente el dominio de sí mismo y
se refería a nuestra superficial relación en términos de gran cordialidad.
Frente a ciertos temas, me gusta ser minucioso. La persona del desconocido -permitidme llamarlo
así, ya que lo era todavía para el mundo entero-, la persona del desconocido constituye uno de
esos temas. Su estatura era algo inferior a la mediana, aunque en momentos de intensa pasión su
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cuerpo crecía como para desmentir esa afirmación. La liviana y esbelta simetría de su figura antes
anunciaba la vivaz actividad demostrada en el Puente de los Suspiros, que la hercúlea fuerza que,
en ocasiones de mayor peligro, había desplegado sin aparente esfuerzo. Su boca y mentón eran los
de una deidad; los ojos, singulares, ardientes, enormes, líquidos, de una tonalidad fluctuando entre
el puro castaño y el más intenso y brillante azabache; una profusión de cabello negro y rizado, bajo
el cual se destacaba una frente de no común anchura, que por momentos resplandecía como marfil
iluminado; tales eran sus rasgos, tan clásicamente regulares que jamás he visto otros semejantes,
salvo, quizá, en las imágenes del Emperador Cómodo. Y, sin embargo, su rostro era de esos que
todo hombre ha visto en algún momento de su vida, pero que no ha vuelto a encontrar nunca más.
No tenía nada peculiar, ninguna expresión predominante que fijar en la memoria; un rostro visto
e instantáneamente olvidado, pero olvidado con un vago y continuo deseo de recordarlo otra vez.
Y no porque el espíritu de cada rápida pasión no dejara de imprimir su propia y clara imagen en
el espejo de aquel rostro; pero el espejo, al igual que todos los espejos, perdía todo vestigio de la
pasión apenas desaparecía.
Al despedirnos la noche de aquella aventura me pidió, de una manera que me pareció urgente,
que no dejara de visitarlo muy temprano por la mañana. Poco después de la salida del sol llegué a
su Palazzo, uno de aquellos enormes edificios de sombría y fantástica pompa que se alzan sobre
las aguas del Gran Canal, en la vecindad del Rialto. Fui conducido por una ancha escalinata de
mosaico hasta un aposento cuyo incomparable esplendor irrumpía por las puertas abiertas, con lujo
tal que me cegó y me confundió.
No ignoraba que mi conocido era rico. Los rumores circulantes se referían a sus bienes en términos
que yo me había atrevido a calificar de ridículas exageraciones. Pero, cuando miré en torno, no pude
creer que la riqueza de un europeo hubiese sido capaz de proporcionar la principesca magnificencia
que ardía y brillaba en todas partes.
Aunque, como ya he dicho, ya había salido el sol, el aposento seguía profusamente iluminado.
Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión de fatiga del rostro de mi amigo, que
no se había acostado en toda la noche. Tanto la arquitectura como la ornamentación de la cámara
tenían por finalidad evidente la de deslumbrar y confundir. Poca atención se había prestado a
lo que técnicamente se denomina armonía, o a las características nacionales. La mirada erraba
de objeto en objeto, sin detenerse en ninguno, fueran los grotesques de los pintores griegos, las
esculturas de las mejores épocas italianas, o las pesadas tallas del rústico Egipto. Ricas colgaduras,
en todos los ángulos del aposento, vibraban bajo los acentos de una suave y melancólica música
cuyo origen era imposible adivinar. Los sentidos quedaban oprimidos por la mezcla de diversos
perfumes que brotaban de extraños incensarios convolutos, junto con múltiples lenguas oscilantes
y resplandecientes de fuegos violeta y esmeralda. Los rayos del sol que apenas asomaban caían
sobre aquel conjunto a través de ventanas formadas por un solo cristal carmesí. Saltando de un lado
a otro, en mil refracciones, desde las cortinas que bajaban de sus cornisas como cataratas de plata
fundida, los rayos del astro rey se mezclaban por fin con la luz artificial y caían en masas vencidas
y temblorosas sobre una alfombra tejida con riquísimo oro de Chile, que daba la impresión de
líquido.
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-¡Ja, ja, ja! -rió el señor de aquel palacio, ofreciéndome asiento y tendiéndose en una otomana-.
Bien veo -agregó al advertir que no alcanzaba a adaptarme inmediatamente a la bienséance de un
recibimiento tan singular-, bien veo que está usted asombrado de mi cámara, mis estatuas, mis
pinturas, la originalidad de mi concepción en materia de arquitectura y tapicería... ¿Verdad que se
siente como embriagado frente a mi magnificencia? Pero, perdóneme usted, querido señor -y aquí
el tono de su voz descendió hasta tocar el espíritu mismo de la cordialidad-, perdóneme mi poco
caritativa risa. ¡Parecía usted tan completamente asombrado! Por lo demás, ciertas cosas son a tal
punto cómicas, que uno que reír o morirse. ¡Morirse de risa debe ser el más glorioso de todos los
fines! Sir Thomas More..., ¡y qué hombre era sir Thomas More!..., murió riéndose, como usted
sabe. En los Absurdos de Ravisius Textor hay una larga lista de personajes que terminaron de la
misma magnífica manera. Y ha de saber usted -continuó, pensativo- que en Esparta (que se llama
ahora Palaeochori), hacia el oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas visibles, existe
una especie de socle, en el cual todavía son legibles las letras ΛΑΣΜ. Indudablemente, forman
parte de ΓΕΛΑΣΜΑ. Ahora bien, en Esparta se alzaban mil templos y altares dedicados a mil
divinidades distintas. ¡Qué extraordinariamente raro que el altar de la Risa sea el único que ha
sobrevivido a los demás! Pero en este momento -agregó, mientras su voz y su actitud variaban
extrañamente- no tengo derecho de estar alegre a expensas de usted. Y no me extraña que se
haya quedado estupefacto al entrar. Europa no es capaz de producir nada tan hermoso como mi
pequeño gabinete real. El resto de las habitaciones no se le parecen para nada; son simples ultras
de insipidez a la moda. Pero esto es mejor que la moda, ¿no le parece? Y, sin embargo, bastaría
que vieran este aposento para que se iniciara la moda más furiosa... entre aquellos, claro está, que
pudieran pagarla al precio de su entero patrimonio. Pero me he cuidado de semejante profanación.
Salvo una persona, es usted el único ser humano, fuera de mí y de mi valet, que ha sido admitido
en los misterios de estos aposentos reales desde el día en que fueron adornados como puede verlo...
Me incliné en señal de agradecimiento, ya que aquel lujo sobrecogedor, los perfumes, la música y
la inesperada excentricidad del tono y la actitud de mi huésped me impedían expresar con palabras
lo que de otra manera hubieran constituido un elogio.
-Aquí -dijo él, levantándose y apoyándose en mi brazo, mientras íbamos de un lado a otro de la
estancia-, aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue, y de Cimabue hasta la hora actual.
Muchas han sido escogidas, como puede usted ver, con muy poco respeto por las opiniones de
los Entendidos. Y, sin embargo, constituyen una decoración adecuada para un aposento como
éste. Hay asimismo algunos chefs d’oeuvres de grandes desconocidos... y aquí figuran dibujos
inconclusos de hombres que fueron celebrados en su día y cuyos nombres han quedado reservados
al silencio y a mí, gracias a la perspicacia de las academias. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose
bruscamente mientras hablaba- de esta Madonna della Pietà?
-¡Es la obra de Guido! -exclamé con todo el entusiasmo de mi espíritu, pues había estado
contemplando intensamente su incomparable hermosura-. ¡Es la obra de Guido! ¿Cómo pudo
usted obtenerla? ¡No cabe duda de que es en pintura lo que la Venus en escultura...!
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-¡Ah! -dijo pensativamente-. Venus... ¿la hermosa Venus?... ¿La Venus de Médicis? ¿La de la
pequeña cabeza y el resplandeciente cabello? Parte del brazo izquierdo -aquí su voz se tornó tan
baja que me costó oírla- y todo el derecho han sido restaurados; pienso que en la coquetería de ese
brazo derecho reside la quintaesencia de la afectación. ¡Para mí, la Venus de Canova! El mismo
Apolo es una copia... no cabe la menor duda... ¡Oh, estúpido y ciego que soy, incapaz de alcanzar la
tan mentada inspiración del Apolo! Perdóneme usted, pero no puedo evitar..., ¡téngame lástima!...,
una preferencia por el Antínoo. ¿No fue Sócrates quien afirmó que el escultor encuentra su estatua
en el bloque de mármol? En ese caso, Miguel Ángel no se mostró nada original en sus versos:
Non ha l’ottimo artista alcun concetto
Che un marmo solo in se non circonscriva.
Se ha afirmado -o debería afirmarse- que en la actitud del verdadero gentleman cabe advertir
siempre una diferencia con el comportamiento del hombre vulgar, sin que en el instante pueda
precisarse en qué consiste. Suponiendo que dicha observación se aplicara con toda su fuerza a la
conducta exterior de mi amigo, aquella memorable mañana sentí que correspondía referirla aún
más a su temperamento moral y a su carácter. Para definir esa peculiaridad de espíritu que parecía
apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, la llamaré un hábito de intenso y continuo
pensamiento, que invadía incluso sus acciones más triviales, penetraba en sus momentos de gozo
y se entrelazaba con sus estallidos de alegría, como los áspides que surgen de los ojos de las
máscaras sonrientes en las cornisas de los templos de Persépolis.
No pude menos de observar, sin embargo, que, a pesar del tono alternado de liviandad y solemnidad
que mi huésped adoptaba para referirse a cuestiones de menuda importancia, había en él una cierta
vacilación, algo como un fervor nervioso en la acción y la palabra, una inquieta excitabilidad de
conducta que en todo momento me pareció inexplicable y que a ratos llegó a alarmarme. Con
frecuencia, deteniéndose a mitad de una frase cuyo comienzo había aparentemente olvidado,
quedábase escuchando con la más profunda atención, tal como si esperara la llegada de un visitante
u oyera sonidos que sólo existían en su imaginación.
Ocurrió que, durante una de esas ensoñaciones o pausas de aparente abstracción, me puse a hojear
la hermosa tragedia del poeta y humanista Poliziano, Orfeo -la primera tragedia italiana-, que
había encontrado a mi alcance sobre una otomana. Al hacerlo, descubrí un pasaje subrayado con
lápiz. Correspondía al final del tercer acto, y era un fragmento apasionadamente emocionante un
pasaje que, aunque manchado de impurezas, no podría ser leído por hombre alguno sin despertar
en él nuevos estremecimientos y hacer suspirar a las mujeres. Aquella página estaba borrosa de
lágrimas recién vertidas y, en la parte en blanco del folio opuesto, leí los siguientes versos en
inglés, escritos con una letra tan diferente de la muy singular de mi amigo, que al principio me
costó darme cuenta de que era la misma:
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Que aquellos versos hubieran sido escritos en inglés -idioma con el cual no creía familiarizado a
mi huésped- me sorprendió poco. Demasiado sabía la extensión de sus conocimientos y el singular
placer que experimentaba en ocultarlos a los demás. Pero el lugar donde estaba fechado el poema
me causó, debo admitirlo, no poca confusión. La palabra original era Londres, y, aunque aparecía
cuidadosamente tachada, podía, sin embargo, ser descifrada por un ojo escrutador. He dicho que
me causó no poca confusión, pues bien recordaba una conversación anterior con mi amigo durante
la cual le preguntara si alguna vez había conocido en Londres a la Marquesa de Mentoni (la cual
residía en aquella capital antes de su matrimonio); si no me equivoco, su respuesta me dio a
entender que jamás había pisado la metrópoli inglesa. Bien puedo mencionar de paso que muchas
veces había oído decir (sin dar crédito a un rumor, al parecer, tan improbable) que el hombre de
quien hablo era no sólo por su nacimiento, sino por su educación, inglés.
******
-Hay una pintura -dijo él, sin advertir que yo había estado leyendo la tragedia- que todavía no ha
visto usted.
Y, apartando una colgadura, descubrió un retrato de tamaño natural de la Marquesa Afrodita.
El arte humano no podía haber hecho más en el trazado de su belleza sobrehumana. La misma
etérea figura que se alzaba ante mí la noche anterior en la escalinata del Palacio Ducal volvía a
ofrecerse a mis ojos. Pero en la expresión de su rostro, que resplandecía sonriente, se insinuaba
-¡incomprensible anomalía!- esa incierta mácula de melancolía, que siempre será inseparable de la
perfección de la hermosura. El brazo derecho de la marquesa aparecía doblado sobre el seno. Con
el izquierdo mostraba, en la parte inferior del cuadro, un vaso de extraña factura. Un diminuto pie
como de hada, apenas visible, parecía rozar la tierra; y, apenas discernible en la brillante atmósfera
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que parecía circundar y envolver su belleza, flotaba un par de alas de la más delicada concepción.
Mis ojos pasaron de la pintura a la figura de mi amigo, y las vigorosas palabras del Bussy d’Ambois
de Chapman subieron instintivamente a mis labios:
Está erguido
Como una estatua romana. ¡Y así permanecerá
Hasta que la Muerte lo haya vuelto mármol!
-¡Vamos! -exclamó por fin, volviéndose hacia una mesa de plata maciza, ricamente esmaltada,
sobre la cual aparecían algunas copas fantásticamente coloreadas, juntamente con dos grandes
vasos etruscos, semejantes en su factura al extraordinario modelo que aparecía en la parte inferior
del retrato, y llenos de lo que me pareció ser Johannisberger.
-¡Vamos! -repitió bruscamente-. Es muy temprano, pero lo mismo beberemos. Sí, ciertamente es
temprano -continuó pensativo, en momentos en que un querubín descargaba su pesado martillo
de oro, haciendo resonar la estancia con la primera hora posterior a la salida del sol-. ¡Oh, sí,
es temprano! Pero, ¿qué importa? ¡Bebamos! ¡Brindemos como ofrenda a ese solemne sol que
nuestras brillantes lámparas e incensarios se obstinan en someter!
Y, después de brindar conmigo, bebió sucesivamente varias copas de vino.
-Soñar -continuó, recobrando el tono de su inconexa conversación-, soñar ha constituido el fin de
mi vida. Por eso he construido, como ve usted, este lugar para los sueños. ¿Podría haber creado uno
mejor en pleno corazón de Venecia? Cierto que lo que se percibe es una mezcla de ornamentaciones
arquitectónicas. La castidad jónica se ve ofendida por las formas antediluvianas, y las esfinges
egipcias se tienden sobre alfombras de oro. Sin embargo, el efecto sólo resulta incongruente para
un espíritu tímido. Las unidades, las convenciones de lugar y, sobre todo, de tiempo, son los
espantajos que aterran a la humanidad y la apartan de la contemplación de las magnificencias. Yo
mismo profesé en un tiempo ese rigor, pero semejante sublimación de la locura acabó por estragar
mi alma. Lo que ahora me rodea es lo más adecuado a mi propósito. Como esos incensarios de
arabescos, mi espíritu se retuerce en el fuego, y el delirio de esta escena me prepara a las visiones
más exaltadas de esa tierra de sueños reales hacia donde voy a partir enseguida.
Detúvose bruscamente, dejó caer la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar un sonido que mis
oídos no percibían. Por fin, enderezándose, miró hacia arriba y prorrumpió en los versos del Obispo
de Chichester:
¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte
En el profundo valle.
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Un instante después, cediendo a la fuerza del vino, se dejó caer cuan largo era sobre una otomana.
Oyéronse pasos presurosos en la escalera y resonaron pesados golpes en la puerta. Me disponía a
impedir que volvieran a molestarnos cuando un paje de la casa de Mentoni irrumpió en el aposento
y gritó, con palabras que la emoción ahogaba y volvía incoherentes:
-¡Mi señora... mi señora... envenenada... envenenada...! ¡Oh la hermosa... la hermosa Afrodita!
Estupefacto, me precipité a la otomana y traté de que el durmiente recobrara el uso de los sentidos.
Pero sus miembros estaban rígidos, lívidos los labios, y aquellos ojos brillantes aparecían ahora
fijos para siempre por la muerte. Retrocedí tambaleándome hasta la mesa y mi mano cayó sobre
una copa rota y ennegrecida. Y la conciencia de la entera, de la terrible verdad, se abrió paso como
un rayo en mi alma.
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Te traeré el fuego.
Eurípides, Andrómaca
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Charmion.- No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello.
Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No
mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles del
prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en
el viejo lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.
Eiros.- ¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
Charmion.- No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?
Eiros.- ¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa
una nube de profunda pena y devota tristeza.
Charmion.- Y esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la
catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en
ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo insospechada. Cierto
es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.
Eiros.- Como has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias análogas
habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya
cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras
que hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al
globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a
ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica había despojado a los cometas
del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa
densidad de aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter,
sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas
secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de
inconcebible tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque
directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran
perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible buscar entre ellos al
agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes
fantasías abundaban singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos
pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos fue recibido con
no sé qué agitación y desconfianza generales.
Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores
coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos
de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible
expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron creer en
una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía
aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en
el entendimiento del más estólido. Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos
no mentían, y esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada
de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante
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siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy
poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los
intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun
los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron
entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a
buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La
verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron
y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del
temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar
la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho
menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites
de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los teólogos,
con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con
una precisión y una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la tierra
se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción por
doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía
una verdad que liberaba en gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es
de hacer notar que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las
guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran ahora completamente
desconocidos. Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de
golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas
discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables alteraciones
del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias magnéticas
y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las
discusiones proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más
brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades
humanas estaban suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo
alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas
esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre
del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de
nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun
esos sentimientos se fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel
extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía
con una emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los
cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con
inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues
extendido de un horizonte al otro.
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Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos
bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal
y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues todos
los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado
sensiblemente y, como ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de
los sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los
vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo
del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la
primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella
primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y
una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente
afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora
el tema de discusión. El resultado del examen produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el
corazón universal del hombre.
Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno,
en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la
combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el
agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de
mantener la vida animal y la combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba
probado, una exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo
que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado
de una extracción total del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa,
inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y
aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del
cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga
desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del
Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza. Jadeábamos
en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos
canales. Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente
tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba
ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar. Déjame ser breve... breve como la
destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en
todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!,
entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de SU boca, y toda la masa
de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama
roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles
del alto Cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.
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La esfinge95
Durante el espantoso reinado del Cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a
pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos
los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros
cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos
pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las
mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de
algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la
pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del
sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda.
No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y,
aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento
lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los
terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron
frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su
índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria
que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por
lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en
mi fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi
vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este
punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba
que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad -es decir, sin aparentes huellas de
sugestión- tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente
inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba
como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que
transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.
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Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante
de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las
orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un
desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo
desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando
los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una
especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde
la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta
criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y
transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin
embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su
marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los
cuales pasara -los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento-,
concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la
forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro
cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba
situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el
cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro
pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de
este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero
de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella,
se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal
y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El
tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de
casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas
metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras
superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de
aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y
estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera
dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su
pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que
ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de
la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me
sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la
colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.
Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y
oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde
había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido
en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el
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fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente
excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra
clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró
ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia
mientras descendía por la desnuda ladera de la colina.
Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o,
peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos
instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba
con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este
punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando
con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta
entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre
otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones humanas se
encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de
un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
-Para estimar adecuadamente -decía- la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la
amplia difusión de la Democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente
realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede
usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de
discusión esta particular rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de
Historia Natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor
los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro,
prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
-De no ser por su extraordinaria minucia -dijo- en la descripción del monstruo quizá no hubiera
tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una
sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la
clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente:
«Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica;
boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos
lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las
superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta.
La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de
grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el
momento de contemplar «el monstruo».
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-¡Ah, aquí está! -exclamó entonces-. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de
apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted
lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha
tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un
pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.
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La Incomparable Aventura
de un tal Hans Pfaall96
Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación
intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las
opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada,
la física conmovida, y la Razón y la Astronomía dándose de puñadas.
Parece ser que el día… de… (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido,
por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de
Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la
multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en
cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del
firmamento. Hacia mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes;
restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia
el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un grito sólo
comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y
los alrededores de Rotterdam.
No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes
perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, viose surgir con toda claridad, en un espacio
abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan
singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque
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Cuentos
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absurdo. Sus pies, claro está, resultaban invisibles. Las manos eran enormemente anchas. Tenía
cabello gris, recogido atrás en una coleta. La nariz era prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda;
los ojos, grandes, brillantes y agudos; aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran
generosos, gordezuelos y dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a descubrir la
menor señal de orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio capote de raso celeste y
calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de plata en las rodillas. Su chaqueta
era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán blanco le caía garbosamente a un lado de la
cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo rojo sangre envolvía su garganta, volcándose sobre
el pecho en un elegante lazo de extraordinarias dimensiones.
Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo caballero se vio
acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a continuar su descenso a terra firma.
Arrojando con gran dificultad una cantidad de arena contenida en una bolsa de tela que extrajo
penosamente, logró mantener estacionario el globo. Procedió entonces, con gran agitación y prisa,
a extraer de un bolsillo de su capote una respetable cartera de tafilete. La sopesó con desconfianza,
mientras la miraba lleno de sorpresa, pues su peso parecía dejarlo estupefacto. Finalmente la abrió
y, sacando de ella una enorme carta atada con una cinta roja, que ostentaba un sello de cera del
mismo color, la dejó caer exactamente a los pies del burgomaestre, Superbus Von Underduk. Su
Excelencia se inclinó para recogerla. Pero el aeronauta, siempre muy agitado y sin que nada más
lo detuviera por lo visto en Rotterdam, procedió a efectuar activamente los preparativos de partida,
y, como para ello era necesario soltar parte del lastre a fin de ganar altura, dejó caer media docena
de sacos de arena sin preocuparse de vaciar su contenido, y todos ellos cayeron infortunadamente
sobre las espaldas del burgomaestre, arrojándolo al suelo no menos de media docena de veces, a
la vista de todos los habitantes de Rotterdam. No debe suponerse, empero, que el gran Underduk
dejó pasar impunemente esta impertinencia del diminuto caballero. Se afirma, por el contrario, que
en el curso de su media docena de caídas, emitió no menos de media docena de furiosas bocanadas
de humo de la pipa, a la cual se mantuvo aferrado con todas sus fuerzas y a la cual está dispuesto
a seguir aferrado hasta el día de su fallecimiento.
En el ínterin el globo remontó como una alondra y, alejándose sobre la ciudad, terminó por perderse
serenamente detrás de una nube similar a aquella de la cual había emergido tan divinamente,
borrándose para las miradas de los buenos ciudadanos de Rotterdam. La atención se concentró, por
lo tanto, en la carta, cuyo descenso y consecuencias habían resultado tan subversivas para la persona
y la dignidad de su Excelencia, el ilustrísimo burgomaestre Mynheer Superbus Von Underduk.
Este funcionario no había descuidado en medio de sus movimientos giratorios la importante tarea
de apoderarse de la carta, la cual, luego de atenta inspección, resultó haber caído en las manos más
apropiadas, por cuanto hallábase dirigida al mismo burgomaestre y al Profesor Rubadub, en sus
calidades oficiales de Presidente y Vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Los
susodichos dignatarios no tardaron en abrirla y hallaron que contenía la siguiente extraordinaria e
importantísima comunicación:
«A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio de
Astrónomos del Estado, en la ciudad de Rotterdam.
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»Vuestras Excelencias han de acordarse quizá de un humilde artesano llamado Hans Pfaall, de
profesión remendón de fuelles, quien, junto con otras tres personas, desapareció de Rotterdam hace
aproximadamente cinco años, de una manera que debió considerarse entonces como inexplicable.
Empero, si place a vuestras Excelencias, yo, autor de esta comunicación, soy el aludido Hans Pfaall
en persona. Mis conciudadanos saben bien que durante cuarenta años residí en la pequeña casa de
ladrillos emplazada al comienzo de la callejuela denominada Sauerkraut, donde vivía en la época
de mi desaparición. Mis antepasados residieron igualmente en ella durante tiempos inmemoriales,
siguiendo como yo la respetable y por cierto lucrativa profesión de remendón de fuelles; pues,
a decir verdad, hasta estos últimos años, en que las gentes han perdido la cabeza con la política,
ningún honesto ciudadano de Rotterdam podía desear o merecer un oficio mejor que el mío. El
crédito era amplio, jamás faltaba trabajo y no había carencia ni de dinero ni de buena voluntad.
Pero, como estaba diciendo, no tardamos en sentir los efectos de la libertad, los grandes discursos,
el radicalismo y demás cosas por el estilo. Personas que habían sido los mejores clientes del mundo
ya no tenían un momento libre para pensar en nosotros. Todo su tiempo se les iba en lecturas
acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las cuestiones intelectuales y el espíritu de
la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un periódico viejo para apantallarlo, y, a medida
que el gobierno se iba debilitando, no dudo de que el cuero y el hierro adquirieran durabilidad
proporcional, pues en poco tiempo no hubo en todo Rotterdam un par de fuelles que necesitaran
una costura o los servicios de un martillo. Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé
en verme pobre como una rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron
intolerables, y pasaba hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme
la vida. Los acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba literalmente
asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me fastidiaban insoportablemente,
montando guardia ante mi puerta y amenazándome con la justicia. Juré que de los tres me vengaría
de la manera más terrible, si alguna vez tenía la suerte de que cayeran en mis manos; y creo que
tan sólo el placer que me daba pensar en mi venganza me impidió llevar a la práctica mi plan de
suicidio y hacerme saltar la tapa de los sesos con un trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular
mi cólera y engañar a los tres acreedores con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del
destino me diera oportunidad de cumplir mi venganza.
»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido que de costumbre,
pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto alguno, hasta que la casualidad me
hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo una silla destinada a uso de los clientes, me
dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el primer volumen que se hallaba al alcance de mi
mano. Resultó ser un folleto que contenía un breve tratado de Astronomía Especulativa, escrito
por el Profesor Encke, de Berlín, o por un francés de nombre parecido. Tenía yo algunas nociones
superficiales sobre el tema y me fui absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo
dos veces seguidas antes de darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como empezaba a
oscurecer, encaminé mis pasos a casa. Pero el tratado (unido a un descubrimiento de neumática que
un primo mío de Nantes me había comunicado recientemente con gran secreto) había producido
en mí una impresión indeleble y, a medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi
memoria los extraños y a veces incomprensibles razonamientos del autor. Algunos pasajes habían
impresionado extraordinariamente mi imaginación. Cuanto más meditaba, más intenso se hacía el
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interés que habían despertado en mí. Lo limitado de mi educación en general, y más especialmente
de los temas vinculados con la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para
comprender lo que había leído, o inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído
de mi lectura, sirvió tan sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o quizá lo
bastante razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una mente mal regulada,
no poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o a la
intuición.
»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté enseguida. Mi mente, sin embargo, estaba demasiado
excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en meditaciones. Levantándome muy
temprano al otro día, volví al puesto del librero y gasté el poco dinero que tenía en la compra de
algunos volúmenes sobre Mecánica y Astronomía Práctica. Una vez que hube regresado felizmente
a casa con ellos, consagré todos mis momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales en
dichas ciencias, que me parecieron suficientes para llevar a la práctica cierto designio que el diablo
o mi genio protector me habían inspirado.
»A lo largo de este período me esforcé todo lo posible con conciliarme la benevolencia de los tres
acreedores que tantos disgustos me habían dado. Lo conseguí finalmente, en parte con la venta de
mis muebles, que sirvió para cubrir la mitad de mi deuda, y, en parte, con la promesa de pagar el
saldo apenas se realizara un proyecto que, según les dije, tenía en vista, y para el cual solicitaba
su ayuda. Como se trataba de hombres ignorantes, no me costó mucho conseguir que se unieran a
mis propósitos.
»Así dispuesto todo, logré, con ayuda de mi mujer y actuando con el mayor secreto y precaución,
vender todos los bienes que me quedaban, y pedir prestadas pequeñas sumas, con diversos pretextos
y sin preocuparme (lo confieso avergonzado) por la forma en que las devolvería; pude reunir así
una cantidad bastante considerable de dinero en efectivo. Comencé entonces a comprar, de tiempo
en tiempo, piezas de una excelente batista, de doce yardas cada una, hilo de bramante, barniz
de caucho, un canasto de mimbre grande y profundo, hecho a medida, y varios otros artículos
requeridos para la construcción y aparejamiento de un globo de extraordinarias dimensiones. Di
instrucciones a mi mujer para que lo confeccionara lo antes posible, explicándole la forma en que
debía proceder. Entretanto tejí el bramante hasta formar una red de dimensiones suficientes, le
agregué un aro y el cordaje necesario, y adquirí numerosos instrumentos y materiales para hacer
experimentos en las regiones más altas de la atmósfera. Me las arreglé luego para llevar de noche,
a un lugar distante al este de Rotterdam, cinco cascos forrados de hierro, con capacidad para
unos cincuenta galones cada uno, y otro aún más grande, seis tubos de estaño de tres pulgadas
de diámetro y diez pies de largo, de forma especial; una cantidad de cierta sustancia metálica, o
semimetálica, que no nombraré, y una docena de dama juanas de un ácido sumamente común. El
gas producido por estas sustancias no ha sido logrado por nadie más que yo, o, por lo menos, no ha
sido nunca aplicado a propósitos similares. Sólo puedo decir aquí que es uno de los constituyentes
del ázoe, tanto tiempo considerado como irreductible, y que tiene una densidad 37,4 veces menor
que la del hidrógeno. Es insípido, pero no inodoro; en estado puro arde con una llama verdosa, y
su efecto es instantáneamente letal para la vida animal. No tendría inconvenientes en revelar este
secreto si no fuera que pertenece (como ya he insinuado) a un habitante de Nantes, en Francia,
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que me lo comunicó reservadamente. La misma persona, por completo ajena a mis intenciones,
me dio a conocer un método para fabricar globos mediante la membrana de cierto animal, que no
deja pasar la menor partícula del gas encerrado en ella. Descubrí, sin embargo, que dicho tejido
resultaría sumamente caro, y llegué a creer que la batista, con una capa de barniz de caucho, serviría
tan bien como aquél. Menciono esta circunstancia porque me parece probable que la persona en
cuestión intente un vuelo en un globo equipado con el nuevo gas y el aludido material, y no quiero
privarlo del honor de su muy singular invención.
»Me ocupé secretamente de cavar agujeros en las partes donde pensaba colocar cada uno de
los cascos más pequeños durante la inflación del globo; los agujeros constituían un círculo de
veinticinco pies de diámetro. En el centro, lugar destinado al casco más grande, cavé asimismo
otro pozo. En cada uno de los agujeros menores deposité un bote que contenía cincuenta libras de
pólvora de cañón, y en el más grande un barril de ciento cincuenta libras. Conecté debidamente los
botes y el barril con ayuda de contactos, y, luego de colocar en uno de los botes el extremo de una
mecha de unos cuatro pies de largo, rellené el agujero y puse el casco encima, cuidando que el otro
extremo de la mecha sobresaliera apenas una pulgada del suelo y resultara casi invisible detrás del
casco. Rellené luego los restantes agujeros y sobre cada uno coloqué los barriles correspondientes.
»Fuera de los artículos enumerados, llevé secretamente al depósito uno de los aparatos
perfeccionados de Grimm, para la condensación del aire atmosférico. Descubrí, sin embargo, que
esta máquina requería diversas transformaciones antes de que se adaptara a las finalidades a que
pensaba destinarla. Pero, con mucho trabajo e inflexible perseverancia, logré finalmente completar
felizmente todos mis preparativos. Muy pronto el globo estuvo terminado. Contendría más de
cuarenta mil pies cúbicos de gas y podría remontarse fácilmente con todos mis implementos, y, si
maniobraba hábilmente, con ciento setenta y cinco libras de lastre. Le había aplicado tres capas de
barniz, encontrando que la batista tenía todas las cualidades de la seda, siendo tan resistente como
ésta y mucho menos cara.
»Una vez todo listo, logré que mi mujer jurara guardar el secreto de todas mis acciones desde el día
en que había visitado por primera vez el puesto de libros. Prometiéndole volver tan pronto como
las circunstancias lo permitieran, le di el poco dinero que me había quedado y me despedí de ella.
No me preocupaba su suerte, pues era lo que la gente califica de mujer fuera de lo común, capaz
de arreglárselas en el mundo sin mi ayuda. Creo, además, que siempre me consideró como un
holgazán, como un simple complemento, sólo capaz de fabricar castillos en el aire, y que no dejaba
de alegrarla verse libre de mí. Era noche oscura cuando le dije adiós, y, llevando conmigo, como
aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían hecho sufrir, transportamos el globo, con
la barquilla y los aparejos, al depósito de que he hablado, eligiendo para ello un camino retirado.
Encontramos todo perfectamente dispuesto y, de inmediato, me puse a trabajar.
»Era el primero de abril. La noche, como he dicho, estaba oscura; no se veía una sola estrella y una
llovizna que caía a intervalos nos molestaba muchísimo. Pero lo que más ansiedad me inspiraba
era el globo, el cual, a pesar de su espesa capa de barniz, comenzaba a pesar demasiado a causa
de la humedad; podía ocurrir asimismo que la pólvora se estropeara. Estimulé, pues, a mis tres
acreedores para que trabajaran diligentemente, ocupándolos en amontonar hielo en torno al casco
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central y en remover el ácido contenido en los otros. No cesaban de importunarme con preguntas
sobre lo que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se mostraban sumamente disgustados
por el extenuante trabajo a que los sometía. No alcanzaban a darse cuenta, (según afirmaban), de
las ventajas resultantes de calarse hasta los huesos nada más que para tomar parte en aquellos
horribles conjuros. Empecé a intranquilizarme y seguí trabajando con todas mis fuerzas, porque
creo verdaderamente que aquellos imbéciles estaban convencidos de que había pactado con el
diablo, y que lo que estaba haciendo no tenía nada de bueno. Y mucho temía por eso que me
abandonaran. Pude convencerlos, sin embargo, mediante promesas de pago completo, tan pronto
hubiera dado término al asunto que tenía entre manos. Como es natural, interpretaron a su modo
mis palabras, imaginándose, sin duda, que de todas maneras yo terminaría por obtener una gran
cantidad de dinero en efectivo, y con tal de que les pagara lo que les debía, más una pequeña
cantidad suplementaria por los servicios prestados, estoy seguro de que poco se preocupaban de
cuanto ocurriera luego a mi alma o a mi cuerpo.
»Después de cuatro horas y media consideré que el globo estaba suficientemente inflado. Até
entonces la barquilla, instalando en ella todos mis instrumentos: un telescopio, un barómetro
con importantes modificaciones, un termómetro, un electrómetro, una brújula, un compás,
un cronómetro, una campana, una bocina, etc., etc., etc., como también un globo de cristal,
cuidadosamente obturado, y el aparato condensador; algo de cal viva, una barra de cera para sellos,
una gran cantidad de agua y muchas provisiones, tales como pemmican, que posee mucho valor
nutritivo en poco volumen. Metí asimismo en la barquilla una pareja de palomas y un gato.
»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir. Dejando caer un
cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de agacharme a recogerlo para
encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he dicho, sobresalía ligeramente del borde
inferior de uno de los cascos menores. La maniobra no fue advertida por ninguno de los tres
acreedores; entonces, saltando a la barquilla, corté la única soga que me ataba a la tierra y tuve el
gusto de ver que el globo remontaba vuelo con extraordinaria rapidez, arrastrando sin el menor
esfuerzo ciento setenta y cinco libras de lastre, del cual habría podido llevar mucho más. En el
momento de abandonar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centígrado
acusaba diecinueve grados.
»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y serpenteando tras de
mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego, cascajo, maderas ardiendo, metal
incandescente y miembros humanos destrozados que me llenó de espanto y me hizo caer en el
fondo de la barquilla, temblando de terror. Me daba cuenta de que había exagerado la carga de
la mina y que todavía me faltaba sufrir las consecuencias mayores de su voladura. En efecto,
menos de un segundo después sentí que toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes,
y en ese momento una conmoción que jamás olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de
lado a lado el firmamento. Cuando más tarde tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir
la extremada violencia de la explosión, por lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o sea, a
hallarme situado inmediatamente encima de donde se había producido, en la línea de su máxima
fuerza. Pero en aquel momento sólo pensé en salvar la vida. El globo empezó por caer, luego se
dilató furiosamente y se puso a girar como un torbellino con vertiginosa rapidez, y finalmente,
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balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me lanzó por encima del borde de la barquilla
y me dejó colgando, a una espantosa altura, cabeza abajo y con el rostro mirando hacia afuera,
suspendido de una fina cuerda que accidentalmente colgaba de un agujero cerca del fondo de la
barquilla de mimbre, y en el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó enganchado de la manera más
providencial. Sería imposible, completamente imposible, formarse una idea adecuada del horror
de mi situación. Traté de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al de un
acceso de calentura recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las órbitas, una náusea
horrorosa me envolvió, y acabé por perder completamente el sentido.
»No podría decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Debió de ser mucho, sin embargo, pues
cuando recobré parcialmente el sentimiento de la existencia advertí que estaba amaneciendo y que
el globo volaba a prodigiosa altura sobre un océano absolutamente desierto, sin la menor señal
de tierra en cualquiera de los límites del vasto horizonte. Empero, mis sensaciones al volver del
desmayo no eran tan angustiosas como cabía suponer. Había mucho de locura en el tranquilo examen
que me puse a hacer de mi situación. Levanté las manos a la altura de los ojos, preguntándome
asombrado cuál podía ser la causa de que tuviera tan hinchadas las venas y tan horriblemente
negras las uñas. Examiné luego cuidadosamente mi cabeza, sacudiéndola repetidas veces, hasta
que me convencí de que no la tenía del tamaño del globo como había sospechado por un momento.
Tanteé después los bolsillos de mis calzones y, al notar que me faltaban unas tabletas y un palillero,
traté de explicarme su desaparición, y al no conseguirlo me sentí inexpresablemente preocupado.
Me pareció notar entonces una gran molestia en el tobillo izquierdo y una vaga conciencia de mi
situación comenzó a dibujarse en mi mente. Pero, por extraño que parezca, no me asombré ni me
horroricé. Si alguna emoción sentí fue una traviesa satisfacción ante la astucia que iba a desplegar
para librarme de aquella posición en que me hallaba, y en ningún momento puse en duda que lo
lograría sin inconvenientes. Pasé varios minutos sumido en profunda meditación. Me acuerdo
muy bien de que apretaba los labios, apoyaba un dedo en la nariz y hacía todas las gesticulaciones
propias de los hombres que, cómodamente instalados en sus sillones, reflexionan sobre cuestiones
importantes e intrincadas. Luego de haber concentrado suficientemente mis ideas, procedí con
gran cuidado y atención a ponerme las manos a la espalda y a soltar la gran hebilla de hierro
del cinturón de mis pantalones. Dicha hebilla tenía tres dientes que, por hallarse herrumbrados,
giraban dificultosamente en su eje. Después de bastante trabajo conseguí colocarlos en ángulo
recto con el plano de la hebilla y noté satisfecho que permanecían firmes en esa posición. Teniendo
entre los dientes dicho instrumento, me puse a desatar el nudo de mi corbata. Debí descansar varias
veces antes de conseguirlo, pero finalmente lo logré. Até entonces la hebilla a una de las puntas de
la corbata y me sujeté el otro extremo a la cintura para más seguridad. Enderezándome luego con
un prodigioso despliegue de energía muscular, logré en la primera tentativa lanzar la hebilla de
manera que cayese en la barquilla; tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular
de la cesta de mimbre.
»Mi cuerpo se encontraba ahora inclinado hacia el lado de la barquilla en un ángulo de unos
cuarenta y cinco grados, pero no debe entenderse por esto que me hallara sólo a cuarenta y cinco
grados por debajo de la vertical. Lejos de ello, seguía casi paralelo al plano del horizonte, pues
mi cambio de posición había determinado que la barquilla se desplazara a su vez hacia afuera,
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creándome una situación extremadamente peligrosa. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que si
al caer hubiera quedado con la cara vuelta hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o bien
si la cuerda de la cual me hallaba suspendido hubiese colgado del borde superior de la barquilla
y no de un agujero cerca del fondo, en cualquiera de los dos casos me hubiera sido imposible
llevar a cabo lo que acababa de hacer, y las revelaciones que siguen se hubieran perdido para
la posteridad. Razones no me faltaban, pues, para sentirme agradecido, aunque, a decir verdad,
estaba aún demasiado aturdido para sentir gran cosa, y seguí colgado durante un cuarto de hora,
por lo menos, de aquella extraordinaria manera, sin hacer ningún nuevo esfuerzo y en un tranquilo
estado de estúpido goce. Pero esto no tardó en cesar y se vio reemplazado por el horror, la angustia
y la sensación de total abandono y desastre. Lo que ocurría era que la sangre acumulada en los
vasos de mi cabeza y garganta, que hasta entonces me había exaltado delirantemente, empezaba
a retirarse a sus canales naturales, y que la lucidez que ahora se agregaba a mi conciencia del
peligro sólo servía para privarme de la entereza y el coraje necesarios para enfrentarlo. Por suerte,
esta debilidad no duró mucho. El espíritu de la desesperación acudió a tiempo para rescatarme, y
mientras gritaba y luchaba como un desesperado me enderecé convulsivamente hasta alcanzar con
una mano el tan ansiado borde y, aferrándome a él con todas mis fuerzas, conseguí pasar mi cuerpo
por encima y caer de cabeza y temblando en la barquilla.
»Pasó algún tiempo antes de que me recobrara lo suficiente para ocuparme del manejo del globo.
Después de examinarlo atentamente, descubrí con gran alivio que no había sufrido el menor daño.
Los instrumentos estaban a salvo y no se había perdido ni el lastre ni las provisiones. Por lo
demás, los había asegurado tan bien en sus respectivos lugares, que hubiese sido imposible que
se estropearan. Miré mi reloj y vi que eran las seis de la mañana. Ascendíamos rápidamente y el
barómetro indicaba una altitud de tres millas y tres cuartos. En el océano, inmediatamente por
debajo de mí, aparecía un pequeño objeto negro de forma ligeramente oblonga, que tendría el
tamaño de una pieza de dominó, y que en todo sentido se le parecía mucho. Asesté hacia él mi
telescopio y no tardé en ver claramente que se trataba de un navío de guerra británico de noventa
y cuatro cañones que orzaba con rumbo al oeste-sudoeste, cabeceando duramente. Fuera de este
barco sólo se veía el océano, el cielo y el sol que acababa de levantarse.
»Ya es tiempo de que explique a vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Vuestras Excelencias
recordarán que ciertas penosas circunstancias en Rotterdam me habían arrastrado finalmente a la
decisión de suicidarme. La vida no me disgustaba por sí misma sino a causa de las insoportables
angustias derivadas de mi situación. En esta disposición de ánimo, deseoso de vivir y a la vez
cansado de la vida, el tratado adquirido en la librería, junto con el oportuno descubrimiento de mi
primo de Nantes, abrieron una ventana a mi imaginación. Finalmente me decidí. Resolví partir,
pero seguir viviendo; abandonar este mundo, pero continuar existiendo… En suma, para dejar
de lado los enigmas: resolví, pasara lo que pasara, abrirme camino hasta la luna. Y para que
no se me suponga más loco de lo que realmente soy, procederé a detallar lo mejor posible las
consideraciones que me indujeron a creer que un designio semejante, aunque lleno de dificultades
y de peligros, no estaba más allá de lo posible para un espíritu osado.
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»El primer problema a tener en cuenta era la distancia de la tierra a la luna. El intervalo medio entre
los centros de ambos planetas equivale a 59,9643 veces el radio ecuatorial de la tierra; vale decir
unas 237.000 millas. Digo el intervalo medio, pero debe tenerse en cuenta que como la órbita de
la luna está constituida por una elipse cuya excentricidad no baja de 0,05484 del semieje mayor
de la elipse, y el centro de la tierra se halla situado en su foco, si me era posible de alguna manera
llegar a la luna en su perigeo, la distancia mencionada más arriba se vería disminuida. Dejando por
ahora de lado esa posibilidad, de todas maneras había que deducir de las 237.000 millas el radio
de la tierra, o sea, 4.000, y el de la luna, 1.080, con lo cual, en circunstancias ordinarias, quedarían
por franquear 231.920 millas. Me dije que esta distancia no era tan extraordinaria. Viajando por
tierra, se la ha recorrido varias veces a un promedio de setenta millas por hora, y cabe prever que se
alcanzarán velocidades muy superiores. Pero incluso así no me llevaría más de 161 días alcanzar la
superficie de la luna. Varios detalles, empero, me inducían a creer que mi promedio de velocidad
sobrepasaría probablemente en mucho el de sesenta millas horarias, y, como dichas consideraciones
me impresionaron profundamente, no dejaré de mencionarlas en detalle más adelante.
»El siguiente punto a considerar era mucho más importante. Conforme a las indicaciones del
barómetro, se observa que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del mar hemos dejado abajo una
trigésima parte de la masa atmosférica total; que a los 10.600 pies hemos subido a un tercio de la
misma; que a los 18.000 pies, que es aproximadamente la elevación del Cotopaxi, sobrepasamos la
mitad de la masa material -o, por lo menos, ponderable- del aire que corresponde a nuestro globo.
Se calcula asimismo que a una altitud que no exceda la centésima parte del diámetro terrestre -vale
decir, que no exceda de ochenta millas-, el enrarecimiento del aire sería tan excesivo que la vida
animal no podría resistirlo, y, además, que los instrumentos más sensibles de que disponemos
para asegurarnos de la presencia de la atmósfera resultarían inadecuados a esa altura. No dejé de
reparar, sin embargo, en que estos últimos cálculos se fundan por entero en nuestro conocimiento
experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que regulan su dilatación y
su compresión en lo que cabe llamar, hablando comparativamente, la vecindad inmediata de la
tierra; y que al mismo tiempo se da por sentado que la vida animal es esencialmente incapaz de
modificación a cualquier distancia inalcanzable desde la superficie. Ahora bien, partiendo de tales
datos, todos estos razonamientos tienen que ser simplemente analógicos. La mayor altura jamás
alcanzada por el hombre es de 25.000 pies en la expedición aeronáutica de los Señores Gay-Lussac
y Biot. Se trata de una altura moderada, aun si se la compara con las ochenta millas en cuestión,
y no pude dejar de pensar que la cosa se prestaba a la duda y a las más amplias especulaciones.
»De hecho, al ascender a cualquier altitud dada, la cantidad de aire ponderable sobrepasada al
seguir ascendiendo no se halla en proporción con la altura adicional alcanzada (como puede
deducirse claramente de lo ya dicho), sino en una proporción decreciente constante. Resulta claro,
pues, que por más alto que ascendamos no podemos, literalmente hablando, llegar a un límite más
allá del cual no haya atmósfera. Mi opinión era que debía existir, aunque pudiera ser que se hallara
en un estado de infinita rarefacción.
»Por otra parte, sabía que no faltaban argumentos para probar la existencia de un límite real
y definido de la atmósfera más allá del cual no habría absolutamente nada de aire. Pero una
circunstancia descuidada por los sostenedores de dicha teoría me pareció, si no capaz de refutarla
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por entero, digna, al menos, de ser considerada seriamente. Al comparar los intervalos entre las
sucesivas llegadas del cometa de Encke a su perihelio, y después de tener debidamente en cuenta
todas las perturbaciones ocasionadas por la atracción de los planetas, parece ser que los períodos
están disminuyendo gradualmente; vale decir que el eje mayor de la elipse trazado por el cometa se
está acortando en un lento pero regular proceso de reducción. Ahora bien, esto debería suceder así si
suponemos que el cometa experimenta una resistencia por parte de un medio etéreo excesivamente
rarefacto que ocupa la zona de su órbita, ya que semejante medio, al retardar la velocidad del
cometa, debe aumentar su fuerza centrípeta debilitando la centrífuga. En otras palabras, la atracción
del sol estaría alcanzando cada vez más intensidad y el cometa iría aproximándose a él a cada
revolución. No parece haber otra manera de explicar la variación aludida. Hay más: Se observa
que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se contrae rápidamente al acercarse al sol y
se dilata con igual rapidez al alejarse hacia su afelio. ¿No me hallaba justificado al suponer, con
Valz, que esta aparente condensación de volumen se origina por la compresión del aludido medio
etéreo, y que se va densificando proporcionalmente a su proximidad al sol? El fenómeno que
afecta la forma lenticular y que se denomina luz zodiacal era también un asunto digno de atención.
Esta radiación tan visible en los trópicos, y que no puede confundirse con ningún resplandor
meteórico, se extiende oblicuamente desde el horizonte, siguiendo, por lo general, la dirección
del ecuador solar. Tuve la impresión de que provenía de una atmósfera enrarecida que se dilataba
a partir del sol, por lo menos hasta más allá de la órbita de Venus, y en mi opinión a muchísima
mayor distancia. No podía creer que este medio ambiente se limitara a la zona de la elipse del
cometa o a la vecindad inmediata del sol. Fácil era, por el contrario, imaginarla ocupando la entera
región de nuestro sistema planetario, condensada en lo que llamamos atmósfera en los planetas,
y quizá modificada en algunos de ellos por razones puramente geológicas; vale decir, modificada
o alterada en sus proporciones (o su naturaleza esencial) por materias volatilizadas emanantes de
dichos planetas.
»Una vez adoptado este punto de vista, ya no vacilé. Descontando que hallaría a mi paso una
atmósfera esencialmente análoga a la de la superficie de la tierra, pensé que con ayuda del muy
ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad suficiente para las necesidades
de la respiración. Esto eliminaría el obstáculo principal de un viaje a la luna. Había gastado dinero
y mucho trabajo en adaptar el instrumento al fin requerido, y tenía plena confianza en su aplicación
si me era dado cumplir el viaje dentro de cualquier período razonable. Y esto me trae a la cuestión
de la velocidad con que podría efectuarlo.
»Verdad es que los globos, en la primera etapa de sus ascensiones, se remontaban a velocidad
relativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de elevación reside por completo en el peso superior
del aire atmosférico comparado con el del gas del globo; cuando el aeróstato adquiere mayor
altura y, por consiguiente, arriba a capas atmosféricas cuya densidad disminuye rápidamente, no
parece probable ni razonable que la velocidad original vaya acelerándose. Pero, por otra parte,
no tenía noticias de que en ninguna ascensión conocida se hubiese advertido una disminución
en la velocidad absoluta del ascenso; sin embargo, tal hubiera debido ser el caso, aunque más no
fuera por el escape del gas en globos de construcción defectuosa, aislados con una simple capa de
barniz. Me pareció, pues, que las consecuencias de dicho escape de gas debían ser suficientes para
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contrabalancear el efecto de la aceleración lograda por la mayor distancia del globo al centro de
gravedad. Consideré que, si hallaba a mi paso el medio ambiente que había imaginado, y si éste
resultaba esencialmente lo que denominamos aire atmosférico, no se produciría mayor diferencia
en la fuerza ascendente por causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no
sólo se hallaría sujeto al mismo enrarecimiento (con cuyo objeto le permitiría que escapara en
cantidad suficiente para evitar una explosión), sino que, siendo lo que era, continuaría mostrándose
específicamente más liviano que cualquier compuesto de nitrógeno y oxígeno. Había, pues, una
posibilidad -y muy grande- de que en ningún momento de mi ascenso alcanzara un punto donde
los pesos unidos de mi inmenso globo, el gas inconcebiblemente ligero que lo llenaba, la barquilla
y su contenido lograran igualar el peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato; y
fácilmente se comprenderá que sólo el caso contrario hubiera podido detener mi ascensión. Mas
aun en este caso era posible aligerar el globo de casi 300 libras arrojando el lastre y otros pesos.
Entretanto, la fuerza de gravedad seguiría disminuyendo continuamente en proporción al cuadrado
de las distancias; y así, con una velocidad prodigiosamente acelerada, llegaría, por fin, a esas
alejadas regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería superada por la de la luna.
»Había otra dificultad que me producía alguna inquietud. Se ha observado que en las ascensiones
en globo a alturas considerables, aparte de la dificultad respiratoria, se producen fenómenos
sumamente penosos en todo el organismo, acompañados frecuentemente de hemorragias de nariz
y otros síntomas alarmantes, que se van agudizando a medida que aumenta la altura. No dejaba de
preocuparme este aspecto. ¿No podía ocurrir que dichos síntomas continuaran en aumento hasta
provocar la muerte? Pero llegué a la conclusión de que no. Su origen debía buscarse en la progresiva
disminución de la presión atmosférica usual sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente
dilatación de los vasos sanguíneos superficiales; no se trataba de una desorganización capital del
sistema orgánico, como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica
resulta químicamente insuficiente para la debida renovación de la sangre en un ventrículo del
corazón. A menos que faltara esta renovación, no veía razón alguna para que la vida no pudiera
mantenerse, incluso en el vacío; pues la expansión y compresión del pecho, llamadas vulgarmente
respiración, son acciones puramente musculares, y causa, no efecto, de la respiración. En una
palabra, supuse que así como el cuerpo llegaría a habituarse a la falta de presión atmosférica, del
mismo modo las sensaciones dolorosas irían disminuyendo; para soportarlas mientras duraran
confiaba en la férrea resistencia de mi constitución.
»Así, aunque no todas, he detallado algunas de las consideraciones que me indujeron a proyectar
un viaje a la luna. Procederé ahora, si así place a vuestras Excelencias, a comunicaros los resultados
de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene paralelo en los
anales de la humanidad.
»Habiendo alcanzado la altitud antes mencionada -vale decir, tres millas y tres cuartos- arrojé por
la barquilla una cantidad de plumas, descubriendo que aun ascendía con suficiente velocidad, por
lo cual no era necesario privarme de lastre. Me alegré de esto, pues deseaba guardar conmigo todo
el peso posible, por la sencilla razón de que no tenía ninguna seguridad sobre la fuerza de atracción
o la densidad atmosférica de la luna. Hasta ese momento no sentía molestias físicas, respiraba con
entera libertad y no me dolía la cabeza. El gato descansaba tranquilamente sobre mi chaqueta,
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que me había quitado, y contemplaba las palomas con un aire de nonchalance. En cuanto a éstas,
atadas por una pata para que no volaran, ocupábanse activamente de picotear los granos de arroz
que les había echado en el fondo de la barquilla.
»A las seis y veinte el barómetro acusó una altitud de 26.400 pies, o sea casi cinco millas. El
panorama parecía ilimitado. En realidad, resultaba fácil calcular, con ayuda de la trigonometría
esférica, el ámbito terrestre que mis ojos alcanzaban. La superficie convexa de un segmento de
esfera es a la superficie total de la esfera lo que el seno verso del segmento al diámetro de la esfera.
Ahora bien, en este caso, el seno verso -vale decir el espesor del segmento por debajo de mí- era
aproximadamente igual a mi elevación, o a la elevación del punto de vista sobre la superficie. «De
cinco a ocho mil millas» expresaría, pues, la proporción del área terrestre que se ofrecía a mis
miradas. En otras palabras, estaba contemplando una decimosexta parte de la superficie total del
globo. El mar aparecía sereno como un espejo, aunque el telescopio me permitió advertir que se
hallaba sumamente encrespado. Ya no se veía el navío, que al parecer había derivado hacia el este.
Empecé a sentir fuertes dolores de cabeza a intervalos, especialmente en la región de los oídos,
aunque seguía respirando con bastante libertad. El gato y las palomas no parecían sentir molestias.
»A las siete menos veinte el globo entró en una región de densas nubes, que me ocasionaron
serias dificultades, dañando mi aparato condensador y empapándome hasta los huesos; fue éste,
por cierto, un singular rencontre, pues jamás había creído posible que semejante nube estuviera
a tal altura. Me pareció conveniente soltar dos pedazos de cinco libras de lastre, conservando
un peso de ciento sesenta y cinco libras. Gracias a esto no tardé en sobrevolar la zona de las
nubes, y al punto percibí que mi velocidad ascensional había aumentado considerablemente. Pocos
segundos después de salir de la nube, un relámpago vivísimo la recorrió de extremo a extremo,
incendiándola en toda su extensión como si se tratara de una masa de carbón ardiente. Esto ocurría,
como se sabe, a plena luz del día. Imposible imaginar la sublimidad que hubiese asumido el mismo
fenómeno en caso de producirse en las tinieblas de la noche. Sólo el infierno hubiera podido
proporcionar una imagen adecuada. Tal como lo vi, el espectáculo hizo que el cabello se me erizara
mientras miraba los abiertos abismos, dejando descender la imaginación para que vagara por las
extrañas galerías abovedadas, los encendidos golfos y los rojos y espantosos precipicios de aquel
terrible e insondable incendio. Me había salvado por muy poco. Si el globo hubiese permanecido
un momento más dentro de la nube, es decir, si la humedad de la misma no me hubiera decidido a
soltar lastre, probablemente no hubiera escapado a la destrucción. Esta clase de peligros, aunque
poco se piensa en ellos, son quizá los mayores que deben afrontar los globos. Pero ahora me
encontraba a una altitud demasiado grande como para que el riesgo volviera a presentarse.
»Subíamos rápidamente, y a las siete en punto el barómetro indicó nueve millas y media. Empecé
a experimentar una gran dificultad respiratoria. La cabeza me dolía muchísimo y, al sentir algo
húmedo en las mejillas, descubrí que era sangre que me salía en cantidad por los oídos. Mis ojos
me preocuparon también mucho. Al pasarme la mano por ellos me pareció que me sobresalían
de las órbitas; veía como distorsionados los objetos que contenía el globo, y a éste mismo. Los
síntomas excedían lo que había supuesto y me produjeron alguna alarma. En este momento,
obrando con la mayor imprudencia e insensatez, arrojé tres piezas de cinco libras de lastre. La
velocidad acelerada del ascenso me llevó demasiado rápidamente y sin la gradación necesaria a
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una capa altamente enrarecida de la atmósfera, y estuvo a punto de ser fatal para mi expedición
y para mí mismo. Súbitamente me sentí presa de un espasmo que duro más de cinco minutos, y
aun después de haber cedido en cierta medida, seguí respirando a largos intervalos, jadeando de la
manera más penosa, mientras sangraba copiosamente por la nariz y los oídos, y hasta ligeramente
por los ojos. Las palomas parecían sufrir mucho y luchaban por escapar, mientras el gato maullaba
desesperadamente y, con la lengua afuera, movíase tambaleando de un lado a otro de la barquilla,
como si estuviera envenenado. Demasiado tarde descubrí la imprudencia que había cometido al
soltar el lastre. Supuse que moriría en pocos minutos. Los sufrimientos físicos que experimentaba
contribuían además a incapacitarme casi por completo para hacer el menor esfuerzo en procura
de salvación. Poca capacidad de reflexión me quedaba, y la violencia del dolor de cabeza parecía
crecer por instantes. Me di cuenta de que los sentidos no tardarían en abandonarme, y ya había
aferrado una de las sogas correspondientes a la válvula de escape, con la idea de intentar el
descenso, cuando el recuerdo de la broma que les había jugado a mis tres acreedores, y sus posibles
consecuencias para mí, me detuvieron por el momento. Me dejé caer en el fondo de la barquilla,
luchando por recuperar mis facultades. Lo conseguí hasta el punto de pensar en la conveniencia
de sangrarme. Como no tenía lanceta, me vi precisado a arreglármelas de la mejor manera posible,
cosa que al final logré cortándome una vena del brazo izquierdo con mi cortaplumas. Apenas había
empezado a correr la sangre cuando noté un sensible alivio. Luego de perder aproximadamente el
contenido de media jofaina de dimensiones ordinarias, la mayoría de los síntomas más alarmantes
desaparecieron por completo. De todos modos no me pareció prudente enderezarme enseguida,
sino que, después de atarme el brazo lo mejor que pude, seguí descansando un cuarto de hora.
Pasado este plazo me levanté, sintiéndome tan libre de dolores como lo había estado en la primera
parte de la ascensión. No obstante seguía teniendo grandísimas dificultades para respirar, y
comprendí que pronto habría llegado el momento de utilizar mi condensador. En el ínterin miré
a la gata, que había vuelto a instalarse cómodamente sobre mi chaqueta, y descubrí con infinita
sorpresa que había aprovechado la oportunidad de mi indisposición para dar a luz tres gatitos.
Esto constituía un aumento completamente inesperado en el número de pasajeros del globo, pero
no me desagradó que hubiera ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba la
verdad de una conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la ascensión.
Había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de la tierra
era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta distancia de esa superficie. Si
los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la madre, debería considerar como fracasada
mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho como una vigorosa confirmación de aquella idea.
»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el nivel del mar.
Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en aumento, sino que dicho
aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el lastre como lo había hecho. Los
dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y con mucha violencia, y por momentos
seguí sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho menos de lo que podía esperarse. Mi
respiración, empero, se volvía más y más difícil, y cada inspiración determinaba un desagradable
movimiento espasmódico del pecho. Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su
uso inmediato.
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»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia el oeste, el
norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie ilimitada de un océano en
aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una tonalidad más y más azul. A grandísima
distancia hacia el este, aunque discernibles con toda claridad, veíanse las Islas Británicas, la costa
atlántica de Francia y España, con una pequeña porción de la parte septentrional del continente
africano. Era imposible advertir la menor señal de edificios aislados, y las más orgullosas ciudades
de la humanidad se habían borrado completamente de la faz de la tierra.
»Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la
superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado contemplar su verdadera
convexidad a medida que subiera, pero no tardé en explicarme aquella contradicción. Una línea
tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra hubiera formado la perpendicular de un
triángulo rectángulo, cuya base se hubiera extendido desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la
hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición. Pero mi lectura era poco o nada en comparación
con la perspectiva que abarcaba. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo
hubieran sido en este caso tan largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras
hubieran podido considerarse casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta aparece
siempre como si estuviera al nivel de la barquilla. Pero, como el punto situado inmediatamente
debajo de él le parece estar -y está- a gran distancia, da también la impresión de hallarse a gran
distancia por debajo del horizonte. De ahí la aparente concavidad, que habrá de mantenerse hasta
que la elevación alcance una proporción tan grande con el panorama, que el aparente paralelismo
de la base y la hipotenusa desaparezca.
»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en libertad. Desaté
primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de la barquilla. Se mostró muy
inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las alas y arrullando suavemente, pero
no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por fin la agarré, arrojándola a unas seis yardas
del globo. Pero, contra lo que esperaba, no mostró ningún deseo de descender, sino que luchó
con todas sus fuerzas por volver, mientras lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin
alcanzar su posición anterior, mas apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y
cayó muerta en la barquilla. La otra fue más afortunada, pues para impedir que siguiera el ejemplo
de su compañera y regresara al globo, la tiré hacia abajo con todas mis fuerzas, y tuve el placer de
verla continuar su descenso con gran rapidez, haciendo uso de sus alas de la manera más natural.
Muy pronto se perdió de vista, y no dudo de que llegó sana y salva a casa. La gata, que parecía
haberse recobrado muy bien de su trance, procedió a comerse con gran apetito la paloma muerta, y
se durmió luego satisfechísima. Sus gatitos parecían sumamente vivaces y no mostraban la menor
señal de malestar.
»A las ocho y cuarto, como me era ya imposible inspirar aire sin los más intolerables dolores,
procedí a ajustar a la barquilla la instalación correspondiente al condensador. Dicho aparato
requiere algunas explicaciones, y vuestras Excelencias deberán tener presente que mi finalidad, en
primer término, consistía en aislarme y aislar completamente la barquilla de la atmósfera altamente
enrarecida en la cual me encontraba, a fin de introducir en el interior de mi compartimento, y por
medio de mi condensador, una cantidad de la referida atmósfera suficientemente condensada para
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poder respirarla. Con esta finalidad en vista, había preparado una envoltura o saco muy fuerte,
perfectamente impermeable y flexible. Toda la barquilla quedaba contenida dentro de este saco.
Vale decir que, luego de tenderlo por debajo del fondo de la cesta de mimbre y hacerlo subir por
los lados, lo extendí a lo largo de las cuerdas hasta el borde superior o aro al cual estaba atada la
red del globo. Una vez levantado el saco, cerrando por completo todos los lados y el fondo, había
que asegurar su abertura o boca, pasando la tela sobre el aro de la red o, en otras palabras, entre la
red y el aro. Pero si la red quedaba separada del aro para permitir dicho paso, ¿cómo se sostendría
entretanto la barquilla? Pues bien, la red no estaba atada de manera fija al aro, sino sujeta a éste
mediante una serie de presillas o lazos. Por tanto, sólo había que desatar unos cuantos de estos
lazos por vez, dejando la barquilla suspendida de los restantes. Insertada así una porción de tela
que constituía la parte superior del saco, volví a ajustar los lazos, ya no al aro, pues ello hubiera
sido imposible desde el momento que ahora intervenía la tela, sino a una serie de grandes botones
asegurados en la tela misma, a unos tres pies por debajo de la abertura del saco; los intervalos entre
los botones correspondían a los intervalos entre los lazos. Hecho esto, aflojé otra cantidad de lazos
del aro, introduje una nueva porción de la tela y los lazos sueltos fueron a su vez conectados con
sus botones correspondientes. De esta manera pude insertar toda la parte superior del saco entre
la red y el aro. Como es natural, este último cayó entonces dentro de la barquilla, mientras el peso
de ésta quedaba sostenido tan sólo por la fuerza de los botones. A primera vista este dispositivo
podría parecer inadecuado, pero no era así, pues los botones eran fortísimos y estaban tan cerca
uno del otro que sólo les tocaba soportar individualmente un pequeño peso. Aunque la barquilla
y su contenido hubiesen sido tres veces más pesados, no me habría sentido intranquilo. Procedí
luego a levantar otra vez el aro por dentro de la envoltura de goma elástica y lo inserté casi a su
altura anterior por medio de tres soportes muy livianos preparados al efecto. Hice esto, como se
comprenderá, a fin de mantener distendido el saco en su terminación, de modo que la parte inferior
de la red conservara su posición normal. Sólo me faltaba ahora cerrar la abertura del saco, y lo
hice rápidamente, juntando los pliegues de la tela y retorciéndolos apretadamente desde dentro por
medio de una especie de tourniquet fijo.
»A los lados de este envoltorio ajustado a la barquilla había tres cristales espesos pero muy
transparentes, por los cuales podía ver sin la menor dificultad en todas las direcciones horizontales.
En la parte del saco que constituía el fondo había una cuarta ventanilla del mismo género, que
correspondía a una pequeña abertura en el piso de la barquilla. Esto me permitía ver hacia abajo,
pero, en cambio, no había podido ajustar un dispositivo similar en la parte superior, dada la forma
en que se cerraba el saco y las arrugas que formaba, por lo cual no podía esperar ver los objetos
situados en el cenit. De todas maneras la cosa no tenía importancia, pues aun en el caso de haber
colocado una mirilla en lo alto, el globo mismo me hubiera impedido hacer uso de ella.
»A un pie por debajo de una de las mirillas laterales había un orificio circular, de tres pulgadas de
diámetro, en el cual había fijado una rosca de bronce. A esta rosca se atornillaba el largo tubo del
condensador, cuyo cuerpo principal se encontraba, naturalmente, dentro de la cámara de caucho.
Por medio del vacío practicado en la máquina, dicho tubo absorbía una cierta cantidad de atmósfera
circundante y la introducía en estado de condensación en la cámara de caucho, donde se mezclaba
con el aire enrarecido ya existente. Una vez que la operación se había repetido varias veces, la
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cámara quedaba llena de aire respirable. Pero, como en un espacio tan reducido no podía tardar
en viciarse a causa de su continuo contacto con los pulmones, se lo expulsaba con ayuda de una
pequeña válvula situada en el fondo de la barquilla; el aire más denso se proyectaba de inmediato a
la enrarecida atmósfera exterior. Para evitar el inconveniente de que se produjera un vacío total en
la cámara, esta purificación no se cumplía de una vez, sino progresivamente; para ello la válvula
se abría unos pocos segundos y volvía a cerrarse, hasta que uno o dos impulsos de la bomba del
condensador reemplazaban el volumen de la atmósfera desalojada. Por vía de experimento instalé
a la gata y sus gatitos en una pequeña cesta que suspendí fuera de la barquilla por medio de un
sostén en el fondo de ésta, al lado de la válvula de escape, que me servía para alimentarlos toda
vez que fuera necesario. Esta instalación, que dejé terminada antes de cerrar la abertura de la
cámara, me dio algún trabajo, pues debí emplear una de las perchas que he mencionado, a la cual
até un gancho. Tan pronto un aire más denso ocupó la cámara, el aro y las pértigas dejaron de ser
necesarias, pues la expansión de aquella atmósfera encerrada distendía fuertemente las paredes de
caucho.
»Cuando hube terminado estos arreglos y llenado la cámara como acabo de explicar, eran las
nueve menos diez. Todo el tiempo que pasé así ocupado sufría una terrible opresión respiratoria,
y me arrepentí amargamente de la negligencia o, mejor, de la temeridad que me había hecho
dejar para último momento una cuestión tan importante. Mas apenas estuvo terminada, comencé
a cosechar los beneficios de mi invención. Volví a respirar libre y fácilmente. Me alegró asimismo
descubrir que los violentos dolores que me habían atormentado hasta ese momento se mitigaban
casi completamente. Todo lo que me quedaba era una leve jaqueca, acompañada de una sensación
de plenitud o hinchazón en las muñecas, los tobillos y la garganta. Parecía, pues, evidente que gran
parte de las molestias derivadas de la falta de presión atmosférica habían desaparecido tal como lo
esperara, y que muchos de los dolores padecidos en las últimas horas debían atribuirse a los efectos
de una respiración deficiente.
»A las nueve menos veinte, es decir, muy poco antes de cerrar la abertura de la cámara, el mercurio
llegó a su límite y dejó de funcionar el barómetro, que, como ya he dicho, era especialmente largo.
Indicaba en ese momento una altitud de 132.000 pies, o sea veinticinco millas, vale decir que
me era dado contemplar una superficie terrestre no menor de la trescientas veinteava parte de su
área total. A las nueve perdí de vista las tierras al este, no sin antes advertir que el globo derivaba
rápidamente hacia el nor-noroeste. El océano por debajo de mí conservaba su aparente concavidad,
aunque mi visión se veía estorbada con frecuencia por las masas de nubes que flotaban de un lado
a otro.
»A las nueve y media hice el experimento de arrojar un puñado de plumas por la válvula. No
flotaron como había esperado, sino que cayeron verticalmente como una bala y en masa, a
extraordinaria velocidad, perdiéndose de vista en un segundo. Al principio no supe qué pensar de
tan extraordinario fenómeno, pues no podía creer que mi velocidad ascensional hubiera alcanzado
una aceleración repentina tan prodigiosa. Pero no tardó en ocurrírseme que la atmósfera se
hallaba ahora demasiado rarificada para sostener una mera pluma, y que, por lo tanto, caían a toda
velocidad; lo que me había sorprendido eran las velocidades unidas de su descenso y mi elevación.
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»A las diez hallé que no tenía que ocuparme mayormente de nada. Todo marchaba bien y estaba
convencido de que el globo subía con una rapidez creciente, aunque ya no tenía instrumentos para
asegurarme de su progresión. No sentía dolores ni molestias de ninguna clase, y estaba de mejor
humor que en ningún momento desde mi partida de Rotterdam; me ocupé, pues, de observar los
diversos instrumentos y de regenerar la atmósfera de la cámara. Decidí repetirlo cada cuarenta
minutos, más para mantener mi buen estado físico que porque la renovación fuese absolutamente
necesaria. Entretanto no pude impedirme anticipar el futuro. Mi fantasía corría a gusto por las
fantásticas y quiméricas regiones lunares. Sintiéndose por una vez libre de cadenas, la imaginación
erraba entre las cambiantes maravillas de una tierra sombría e inestable. Había de pronto vetustas
y antiquísimas florestas, vertiginosos precipicios y cataratas que se precipitaban con estruendo en
abismos sin fondo. Llegaba luego a las calmas soledades del mediodía, donde jamás soplaba una
brisa, donde vastas praderas de amapolas y esbeltas flores semejantes a lirios se extendían a la
distancia, silenciosas e inmóviles por siempre. Y luego recorría otra lejana región, donde había un
lago oscuro y vago, limitado por nubes. Pero no sólo estas fantasías se posesionaban de mi mente.
Horrores de naturaleza mucho más torva y espantosa hacían su aparición en mi pensamiento,
estremeciendo lo más hondo de mi alma con la mera suposición de su posibilidad. Pero no permitía
que esto durara demasiado tiempo, pensando sensatamente que los peligros reales y palpables de
mi viaje eran suficientes para concentrar por entero mi atención.
»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera de la cámara, aproveché
la oportunidad para observar a la gata y sus gatitos a través de la válvula. Me pareció que la gata
volvía a sufrir mucho, y no vacilé en atribuirlo a la dificultad que experimentaba para respirar; en
cuanto a mi experimento con los gatitos, tuvo un resultado sumamente extraño. Como es natural,
había esperado que mostraran algún malestar, aunque en grado menor que su madre, y ello hubiese
bastado para confirmar mi opinión sobre la resistencia habitual a la presión atmosférica. No estaba
preparado para descubrir, al examinarlos atentamente, que gozaban de una excelente salud y que
respiraban con toda soltura y perfecta regularidad, sin dar la menor señal de sufrimiento. No
me quedó otra explicación posible que ir aún más allá de mi teoría y suponer que la atmósfera
altamente rarificada que los envolvía no era quizá, como había dado por sentado, químicamente
suficiente para la vida animal, y que una persona nacida en ese medio podría acaso inhalarla sin
el menor inconveniente, mientras que al descender a los estratos más densos, en las proximidades
de la tierra, soportaría torturas de naturaleza similar a las que yo acababa de padecer. Nunca he
dejado de lamentar que un torpe accidente me privara en ese momento de mi pequeña familia de
gatos, impidiéndome adelantar en el conocimiento del problema en cuestión. Al pasar la mano por
la válvula, con un tazón de agua para la gata, se me enganchó la manga de la camisa en el lazo que
sostenía la pequeña cesta y lo desprendió instantáneamente del botón donde estaba tomado. Si la
cesta se hubiera desvanecido en el aire, no habría dejado de verla con mayor rapidez. No creo que
haya pasado más de un décimo de segundo entre el instante en que se soltó y su desaparición. Mis
buenos deseos la siguieron hasta tierra, pero, naturalmente, no tenía la menor esperanza de que la
gata o sus hijos vivieran para contar lo que les había ocurrido.
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»A las seis, noté que una gran porción del sector visible de la tierra se hallaba envuelta en espesa
oscuridad, que siguió avanzando con gran rapidez hasta que, a las siete menos cinco, toda la
superficie a la vista quedó cubierta por las tinieblas de la noche. Pero pasó mucho tiempo hasta que
los rayos del sol poniente dejaron de iluminar el globo, y esta circunstancia, aunque claramente
prevista, no dejó de producirme gran placer. Era evidente que por la mañana contemplaría el astro
rey muchas horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, a pesar de que se hallaban situados mucho
más al este y que así, día tras día, en proporción a la altura alcanzada, gozaría más y más tiempo
de la luz solar. Me decidí por entonces a llevar un diario de viaje, registrando la crónica diaria de
veinticuatro horas continuas, es decir, sin tomar en consideración el intervalo de oscuridad.
»A las diez, sintiendo sueño, resolví acostarme por el resto de la noche; pero entonces se me presentó
una dificultad que, por más obvia que parezca, había escapado a mi atención hasta el momento
de que hablo. Si me ponía a dormir, como pensaba, ¿cómo regenerar entretanto la atmósfera de la
cámara? Imposible respirar en ella por más de una hora, y, aunque este término pudiera extenderse a
una hora y cuarto, se seguirían las más desastrosas consecuencias. La consideración de este dilema
me preocupó seriamente, y apenas se me creerá si digo que, después de todos los peligros que había
enfrentado, el asunto me pareció tan grave como para renunciar a toda esperanza de llevar a buen
fin mi designio y decidirme a iniciar el descenso. Mi vacilación, empero, fue sólo momentánea.
Reflexioné que el hombre es esclavo de la costumbre y que en la rutina de su existencia hay muchas
cosas que se consideran esenciales, y que lo son tan sólo porque se han convertido en hábitos.
Cierto que no podía pasarme sin dormir; pero fácilmente me acostumbraría, sin inconveniente
alguno, a despertar de hora en hora en el curso de mi descanso. Sólo se requerirían cinco minutos
como máximo para renovar por completo la atmósfera de la cámara, y la única dificultad consistía
en hallar un método que me permitiera despertar cada vez en el momento requerido. Confieso que
esta cuestión me resultó sumamente difícil. Conocía, por supuesto, la historia del estudiante que,
para evitar quedarse dormido sobre el libro, tenía en la mano una bola de cobre, cuya caída en un
recipiente del mismo metal colocado en el suelo provocaba un estrépito suficiente para despertarlo
si se dejaba vencer por la modorra. Pero mi caso era muy distinto y no me permitía acudir a
ningún expediente parecido; no se trataba de mantenerme despierto, sino de despertar a intervalos
regulares. Al final di con un medio que, por simple que fuera, me pareció en aquel momento de
tanta importancia como la invención del telescopio, la máquina de vapor o la imprenta.
»Necesario es señalar en primer término que, a la altura alcanzada, el globo continuaba su ascensión
vertical de la manera más serena, y que la barquilla lo acompañaba con una estabilidad tan perfecta
que hubiera resultado imposible registrar en ella la más leve oscilación. Esta circunstancia me
favoreció grandemente para la ejecución de mi proyecto. La provisión de agua se hallaba contenida
en cuñetes de cinco galones cada uno, atados firmemente en el interior de la barquilla. Solté uno
de ellos y, tomando dos sogas, las até a través del borde de mimbre de la barquilla, paralelamente
y a un pie de distancia entre sí, para que formaran una especie de soporte sobre el cual puse el
cuñete y lo fijé en posición horizontal. A unas ocho pulgadas por debajo de las cuerdas, y a cuatro
pies del fondo de la barquilla, instalé otro soporte, pero éste de madera fina, utilizando el único
trozo que llevaba a bordo. Coloqué sobre él, justamente debajo de uno de los extremos del cuñete,
un pequeño pichel de barro. Practiqué luego un agujero en el extremo correspondiente del cuñete,
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al que adapté un tapón cónico de madera blanda. Empecé a ajustar y a aflojar el tapón hasta que,
luego de algunas pruebas, conseguí el punto necesario para que el agua, rezumando del orificio
y cayendo en el pichel de abajo, lo llenara hasta el borde en sesenta minutos. Esto último pude
calcularlo fácilmente, observando hasta dónde se llenaba el recipiente en un período dado. Hecho
esto, lo que queda por decir es obvio. Instalé mi cama en el piso de la barquilla, de modo tal que
mi cabeza quedaba exactamente bajo la boca del pichel. Al cumplirse una hora, el pichel se llenaba
por completo, y al empezar a volcarse lo hacía por la boca, situada ligeramente más abajo que el
borde. Ni que decir que el agua, cayendo desde una altura de cuatro pies, me daba en la cara y me
despertaba instantáneamente del más profundo sueño.
»Eran ya las once cuando completé mis preparativos y me acosté enseguida, lleno de confianza en
la eficacia de mi invento. No me defraudó, por cierto. Puntualmente fui despertado cada sesenta
minutos por mi fiel cronómetro, y en cada oportunidad no olvidé vaciar el pichel en la boca del
cuñete, a la vez que me ocupaba del condensador. Estas interrupciones regulares en mi sueño me
causaron menos molestias de las que había previsto, y cuando me levanté al día siguiente eran ya
las siete y el sol se hallaba a varios grados sobre la línea del horizonte.
»3 de abril.- El globo había alcanzado una inmensa altitud y la convexidad de la tierra podía verse
con toda claridad. Por debajo de mí, en el océano, había un grupo de pequeñas manchas negras,
indudablemente islas. Por encima, el cielo era de un negro azabache y se veían brillar las estrellas;
esto ocurría desde el primer día de vuelo. Muy lejos, hacia el norte, percibí una línea muy fina,
blanca y sumamente brillante, en el borde mismo del horizonte, y no vacilé en suponer que se
trataba del borde austral de los hielos del mar Polar. Mi curiosidad se avivó, pues confiaba en
avanzar más hacia el norte, y quizá en un momento dado quedara colocado justamente sobre el
Polo. Lamenté que mi grandísima elevación impidiera en este caso hacer observaciones detalladas;
pero de todas maneras cabía cerciorarse de muchas cosas.
»Nada de extraordinario ocurrió durante el día. Los instrumentos funcionaron perfectamente y el
globo continuó su ascenso sin que se notara la menor vibración. Hacía mucho frío, que me obligó
a ponerme un abrigado gabán. Cuando la oscuridad cubrió la tierra me acosté, aunque la luz del sol
siguió brillando largas horas en mi vecindad inmediata. El reloj de agua se mostró puntual y dormí
hasta la mañana siguiente, con las interrupciones periódicas ya señaladas.
»4 de abril.- Me levanté lleno de salud y buen ánimo y quedé asombrado al ver el extraño cambio
que se había producido en el aspecto del océano. En vez del azul profundo que mostraba el día
anterior, era ahora de un blanco grisáceo y de un brillo insoportable. La convexidad del océano era
tan marcada, que la masa de agua más distante parecía estar cayendo bruscamente en el abismo
del horizonte; por un momento me quedé escuchando si se percibían los ecos de aquella inmensa
catarata. Las islas no eran ya visibles; no podría decir si habían quedado por debajo del horizonte,
hacia el sur, o si la creciente elevación impedía distinguirlas. Me inclinaba, sin embargo, a esta
última hipótesis. El borde de hielo al norte se divisaba cada vez con mayor claridad. El frío
disminuyó sensiblemente. No ocurrió nada de importancia y pasé el día leyendo, pues había tenido
la precaución de proveerme de libros.
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»5 de abril.- Asistí al singular fenómeno de la salida del sol, mientras casi toda la superficie visible
de la tierra seguía envuelta en tinieblas. Pero luego la luz se extendió sobre la superficie y otra
vez distinguí la línea del hielo hacia el norte. Se veía muy claramente y su coloración era mucho
más oscura que la de las aguas oceánicas. No cabía dudar de que me estaba aproximando a gran
velocidad. Me pareció distinguir nuevamente una línea de tierra hacia el este y también otra al
oeste, pero sin seguridad. Tiempo moderado. Nada importante sucedió durante el día. Me acosté
temprano.
»6 de abril.- Tuve la sorpresa de descubrir el borde de hielo a una distancia bastante moderada,
mientras un inmenso campo helado se extendía hasta el horizonte. Era evidente que si el globo
mantenía su rumbo actual, no tardaría en situarse sobre el Océano Polar Ártico, y daba casi por
descontado que podría distinguir el Polo. Durante todo el día continuamos aproximándonos a la
zona del hielo. Al anochecer, los límites de mi horizonte se ampliaron súbitamente, lo cual se
debía, sin duda, a la forma esferoidal achatada de la tierra, y a mi llegada a la parte más chata en
las vecindades del círculo Ártico. Cuando la oscuridad terminó de envolverme me acosté lleno de
ansiedad, temeroso de pasar por encima de lo que tanto deseaba observar sin que fuera posible
hacerlo.
»7 de abril.- Me levanté temprano y con gran alegría pude observar finalmente el Polo Norte, pues
no podía dudar de que lo era. Estaba allí, justamente debajo del aeróstato; pero, ¡ay!, la altitud
alcanzada por éste era tan enorme que nada podía distinguirse en detalle. A juzgar por la progresión
de las cifras indicadoras de las distintas altitudes en los diferentes períodos desde las seis a. m. del
dos de abril hasta las nueve menos veinte a. m. del mismo día (hora en la cual el barómetro llegó a
su límite), podía inferirse que en este momento, a las cuatro de la mañana del siete de abril, el globo
había alcanzado una altitud no menor de 7.254 millas sobre el nivel del mar. Esta elevación puede
parecer inmensa, pero el cálculo sobre el cual la había basado era probablemente muy inferior a la
verdad. Sea como fuere, en ese instante me era dado contemplar la totalidad del diámetro mayor
de la tierra; todo el hemisferio norte se extendía por debajo de mí como una carta en proyección
ortográfica, el gran círculo del ecuador constituía el límite de mi horizonte. Empero, vuestras
Excelencias pueden fácilmente imaginar que las regiones hasta hoy inexploradas que se extienden
más allá del círculo polar Ártico, si bien se hallaban situadas debajo del globo y, por tanto, sin la
menor deformación, eran demasiado pequeñas relativamente y estaban a una distancia demasiado
enorme del punto de vista como para que mi examen alcanzara una gran precisión. Lo que pude
ver, empero, fue tan singular como excitante. Al norte del enorme borde de hielos ya mencionado,
y que de manera general puede ser calificado como el límite de los descubrimientos humanos en
esas regiones, continúa extendiéndose una capa de hielo ininterrumpida. En su primera parte,
la superficie es muy llana, hasta terminar en una planicie total y, finalmente, en una concavidad
que llega hasta el mismo Polo, formando un centro circular claramente definido, cuyo diámetro
aparente subtendía con respecto al globo un ángulo de unos sesenta y cinco segundos, y cuya
coloración sombría, de intensidad variable, era más oscura que cualquier otro punto del hemisferio
visible, llegando en partes a la negrura más absoluta. Fuera de esto, poco alcanzaba a divisarse.
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Hacia mediodía, el centro circular había disminuido en circunferencia, y a las siete p. m. lo perdí
de vista, pues el globo sobrepasó el borde occidental del hielo y flotó rápidamente en dirección del
ecuador.
»8 de abril.- Note una sensible disminución en el diámetro aparente de la tierra, aparte de una
alteración en su color y su apariencia general. Toda el área visible participaba en grados diferentes
de una coloración amarillo pálido, que en ciertas partes llegaba a tener una brillantez que hacía daño
a la vista. Mi radio visual se veía, además, considerablemente estorbado, pues la densa atmósfera
contigua a la tierra estaba cargada de nubes, entre cuyas masas sólo alcanzaba a divisar aquí y allá
jirones de la tierra. Estas dificultades para la visión directa me habían venido molestando más o
menos durante las últimas cuarenta y ocho horas, pero mi enorme altitud actual hacía que las masas
de nubes se juntaran, por así decirlo, y el obstáculo se volvía más y más palpable en proporción a
mi ascenso. Pude notar fácilmente, empero, que el globo sobrevolaba la serie de los grandes lagos
de Norteamérica, y que seguía un curso hacia el sur que pronto me aproximaría a los trópicos. Esta
circunstancia no dejó de llenarme de satisfacción y la saludé como un augurio favorable de mi
triunfo final. Por cierto que la dirección seguida hasta ahora me había inquietado mucho, pues era
evidente que si se mantenía por más tiempo no me daría posibilidad alguna de llegar a la luna, cuya
órbita se halla inclinada con respecto a la eclíptica en un ángulo de tan sólo 5° 8’ 48”. Por más raro
que parezca, sólo en los últimos días empecé a comprender el gran error que había cometido al no
tomar como punto de partida desde la tierra algún lugar en el plano de la elipse lunar.
»9 de abril.- El diámetro terrestre apareció hoy grandemente disminuido, y el color de la superficie
adquiría de hora en hora un matiz más amarillento. El globo mantuvo su rumbo al sur y llegó a las
nueve p. m. al borde septentrional del golfo de México.
»10 de abril.- Hacia las cinco de la mañana fui bruscamente despertado por un estrépito, semejante
a un terrible crujido, que no alcancé a explicarme. Duró muy poco, pero me bastó oírlo para
comprender que no se parecía a nada que hubiera escuchado previamente en la tierra. Inútil decir
que me alarmé muchísimo, atribuyendo aquel ruido a la explosión del globo. Examiné atentamente
los instrumentos sin descubrir nada anormal. Pasé gran parte del día meditando sobre un hecho tan
extraordinario, pero no me fue posible arribar a ninguna explicación. Me acosté insatisfecho, en un
estado de gran ansiedad y agitación.
»11 de abril.- Descubrí una sorprendente disminución en el diámetro aparente de la tierra y un
considerable aumento, observable por primera vez, del de la luna, que alcanzaría su plenitud
pocos días más tarde. A esta altura se requería una prolongada y extenuante labor para condensar
suficiente aire atmosférico respirable en la cámara.
»12 de abril.- Una singular alteración se produjo en la dirección del globo, y, aunque la había
anticipado en todos sus detalles, me causó la más grande de las alegrías. Habiendo alcanzado,
en su rumbo anterior, el paralelo veinte de latitud sur, el globo cambió súbitamente de dirección,
volviéndose en ángulo agudo hacia el este, y así continuó durante el día, manteniéndose muy cerca
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del plano exacto de la elipse lunar. Merece señalarse que, como consecuencia de este cambio de
ruta, se produjo una perceptible oscilación de la barquilla, la cual se mantuvo con mayor o menor
intensidad durante muchas horas.
»13 de abril.- Volví a alarmarme seriamente por la repetición del violento ruido crujiente que tanto
me había aterrorizado el día 10. Pensé mucho en esto, sin alcanzar una conclusión satisfactoria. El
diámetro aparente de la tierra decreció muchísimo y subtendía desde el globo un ángulo de poco
más de veinticinco grados. No se veía la luna, por hallarse casi en mi cenit. Seguimos en el plano
de la elipse, pero avanzando muy poco hacia el este.
»14 de abril.- Rapidísimo decrecimiento del diámetro de la tierra. Hoy me sentí fuertemente
impresionado por la idea de que el globo recorrería la línea de los ápsides hacia el punto del
perineo; en otras palabras, que seguía la ruta directa que lo llevaría inmediatamente a la luna en
aquella parte de su órbita más cercana a la tierra. La luna misma se hallaba inmediatamente sobre
mí y, por lo tanto, oculta a mis ojos. Tuve que trabajar dura y continuamente para condensar la
atmósfera.
»15 de abril.- Ni siquiera los perfiles de los continentes y los mares podían trazarse ya con claridad
en la superficie de la tierra. Hacia las doce escuché por tercera vez el horroroso sonido que tanto
me había asombrado. Pero ahora continuaba cada vez con más intensidad. Por fin, mientras
estupefacto y aterrado aguardaba de segundo en segundo no sé qué espantoso aniquilamiento,
la barquilla vibró violentamente y una masa gigantesca e inflamada de un material que no pude
distinguir pasó con un fragor de cien mil truenos a poca distancia del globo. Cuando mi temor y
mi estupefacción se hubieron disipado un tanto, poco me costó imaginar que se trataba de algún
enorme fragmento volcánico proyectado desde aquel mundo al cual me acercaba rápidamente; con
toda probabilidad era una de esas extrañas masas que suelen recogerse en la tierra y que a falta de
mejor explicación se denominan meteoritos.
»16 de abril.- Mirando hacia arriba lo mejor posible, es decir, por todas las ventanillas
alternativamente, contemplé con grandísima alegría una pequeña parte del disco de la luna que
sobresalía por todas partes de la enorme circunferencia de mi globo. Una intensa agitación se
posesionó de mí, pues pocas dudas me quedaban de que pronto llegaría al término de mi peligroso
viaje. El trabajo ocasionado por el condensador había alcanzado un punto máximo y casi no
me concedía un momento de descanso. A esta altura no podía pensar en dormir. Me sentía muy
enfermo, y todo mi cuerpo temblaba a causa del agotamiento. Era imposible que una naturaleza
humana pudiese soportar por mucho más tiempo un sufrimiento tan grande. Durante el brevísimo
intervalo de oscuridad, un meteorito pasó nuevamente cerca del globo, y la frecuencia de estos
fenómenos me causó no poca aprensión.
»17 de abril.- Esta mañana hizo época en mi viaje. Se recordará que el 13 la tierra subtendía un
ángulo de veinticinco grados. El 14, el ángulo disminuyó mucho; el 15 se observó un descenso aún
más notable, y al acostarme, la noche del 16, verifiqué que el ángulo no pasaba de los siete grados
y quince minutos. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al despertar de un breve y penoso sueño,
en la mañana de este día, y descubrir que la superficie por debajo de mí había aumentado súbita y
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erupción y me dieron a entender terriblemente su furia y su potencia con los repetidos truenos de
los mal llamados meteoritos, que subían en línea recta hasta el globo con una frecuencia más y
más aterradora.
»18 de abril.- Comprobé hoy un enorme aumento de la masa lunar, y la velocidad evidentemente
acelerada de mi descenso comenzó a llenarme de alarma. Se recordará que en las primeras etapas
de mis especulaciones sobre la posibilidad de llegar a la luna, había contado en mis cálculos
con la existencia de una atmósfera alrededor de ésta, cuya densidad fuera proporcionada a la
masa del planeta; todo ello a pesar de las numerosas teorías contrarias, y cabe agregar, de la
incredulidad general sobre la existencia de una atmósfera lunar. Pero además de lo que ya he
indicado a propósito del cometa de Encke y la luz zodiacal, mi opinión se había visto vigorizada
por ciertas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este sabio observó la luna de dos días
y medio, poco después de ponerse el sol, antes de que la parte oscurecida se hiciera visible, y
continuó observándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos parecían afilarse en una ligera
prolongación y mostraban su extremo débilmente iluminado por los rayos del sol antes de que
cualquier parte del hemisferio en sombras fuera visible. Poco después, todo el borde sombrío se
aclaró. Esta prolongación de los cuernos más allá del semicírculo debía provenir, según pensé,
de la refracción de los rayos solares por la atmósfera de la luna. Calculé también que la altura
de la atmósfera (capaz de refractar en el hemisferio en sombras suficiente luz para producir un
crepúsculo más luminoso que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se halla a unos 32° de su
conjunción) era de 1.356 pies; de acuerdo con ello, supuse que la altura máxima capaz de refractar
los rayos solares debía ser de 5.376 pies. Mis ideas sobre este tópico se habían visto asimismo
confirmadas por un pasaje del volumen ochenta y dos de las Actas Filosóficas, donde se afirma
que durante una ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero desapareció después
de haber sido indiscernible durante uno o dos segundos, y que el cuarto dejó de ser visible cerca
del limbo.
»Está de más decir que confiaba plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el sostén de una
atmósfera cuya densidad había supuesto, a fin de llegar sano y salvo a la luna. Si al fin y al cabo me
había equivocado, no podía esperar otra cosa que terminar mi aventura haciéndome mil pedazos
contra la rugosa superficie del satélite. No me faltaban razones para sentirme aterrorizado. La
distancia que me separaba de la luna era comparativamente insignificante, en tanto que el trabajo
que me daba el condensador no había disminuido en absoluto y no advertía la menor indicación de
que el enrarecimiento del aire comenzara a disminuir.
»19 de abril.- Esta mañana, para mi gran alegría, cuando la superficie de la luna estaba
aterradoramente cerca y mis temores llegaban a su colmo noté, a las nueve, que la bomba del
condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera. A las diez, tenía ya razones
para creer que la densidad había aumentado considerablemente. A las once, poco trabajo se
requería en el aparato, y a las doce, después de vacilar un rato, me atreví a soltar el torniquete y,
notando que nada desagradable ocurría, abrí finalmente la cámara de goma y la arrollé a los lados
de la barquilla. Como cabía esperar, un violento dolor de cabeza acompañado de espasmos fue la
inmediata consecuencia de tan precipitado y peligroso experimento. Pero aquellos trastornos y la
dificultad para respirar no eran tan grandes como para hacer peligrar mi vida, y decidí soportarlos
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lo mejor posible, en la seguridad de que desaparecerían apenas llegáramos a las capas inferiores
más densas. Empero nuestra aproximación a la luna continuaba a una enorme velocidad, y pronto
me di cuenta, con alarma, de que si bien no me había engañado al suponer una atmósfera de
densidad proporcionada a la masa del satélite, me había equivocado al creer que dicha densidad,
aun la más próxima a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la barquilla del aeróstato.
Así debería haber sido y en grado igual que en la superficie terrestre, suponiendo la pesantez de
los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero no era así, sin embargo,
como bien se veía por mi precipitada caída; y el porqué de ello sólo puede explicarse con referencia
a las posibles perturbaciones geológicas a las cuales ya me he referido. Sea como fuere, estaba
muy cerca del planeta, bajando a una velocidad terrible. No perdí un instante, pues, en tirar por la
borda el lastre, luego los cuñetes de agua, el aparato condensador y la cámara de caucho, y por fin
todo lo que contenía la barquilla. Pero de nada me sirvió. Continuaba descendiendo a una terrible
velocidad y me hallaba apenas a media milla del suelo. Como último recurso, y después de arrojar
mi chaqueta, sombrero y botas, acabé cortando la barquilla misma, que era sumamente pesada; y
así, colgado con ambas manos de la red tuve apenas tiempo de observar que toda la región hasta
donde alcanzaban mis miradas estaba densamente poblada de pequeñas construcciones, antes
de caer de cabeza en el corazón de una fantástica ciudad, en el centro de una enorme multitud
de pequeños y feísimos seres que, en vez de preocuparse en lo más mínimo por auxiliarme, se
quedaron como un montón de idiotas, sonriendo de la manera más ridícula y mirando de reojo al
globo y a mí mismo. Alejándome desdeñosamente de ellos, alcé los ojos al cielo para contemplar la
tierra que tan poco antes había abandonado, acaso para siempre, y la vi como un enorme y sombrío
escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inmóvil en el cielo y guarnecida en uno de sus bordes
con una medialuna del oro más brillante. Imposible descubrir la más leve señal de continentes o
mares; el globo aparecía lleno de manchas variables, y se advertían, como si fuesen fajas, las zonas
tropicales y ecuatoriales.
»Así, con permiso de vuestras Excelencias, luego de una serie de grandes angustias, peligros jamás
oídos y escapatorias sin paralelo, llegué por fin sano y salvo, a los diecinueve días de mi partida
de Rotterdam, al fin del más extraordinario de los viajes, y el más memorable jamás cumplido,
comprendido o imaginado por ningún habitante de la tierra. Pero mis aventuras están aún por
relatar. Y bien imaginarán vuestras Excelencias que, después de una residencia de cinco años en un
planeta no sólo muy interesante por sus características propias, sino doblemente interesante por su
íntima conexión, en calidad de satélite, con el mundo habitado por el hombre, me hallo en posesión
de conocimientos destinados confidencialmente al Colegio de Astrónomos del Estado, y harto más
importante que los detalles, por maravillosos que sean, del viaje tan felizmente concluido. He aquí,
en una palabra, la cuestión. Tengo muchas, muchísimas cosas que daría a conocer con el mayor
gusto; mucho que decir del clima del planeta, de sus maravillosas alternancias de calor y frío, de la
ardiente y despiadada luz solar que dura una quincena, y la frigidez más que polar que domina en
la siguiente; del constante traspaso de humedad, por destilación semejante a la que se practica al
vacío, desde el punto situado debajo del sol al punto más alejado del mismo; de una zona variable
de agua corriente; de las gentes en sí; de sus maneras, costumbres e instituciones políticas; de su
peculiar constitución física; de su fealdad, de su falta de orejas, apéndices inútiles en una atmósfera
a tal punto modificada; de su consiguiente ignorancia del uso y las propiedades del lenguaje; de sus
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Tercero: Que los periódicos que forraban por completo el pequeño globo eran periódicos holandeses
y, por tanto, no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios, sumamente sucios, y Gluck, el
impresor, hubiera jurado por la Biblia que habían sido impresos en Rotterdam.
Cuarto: Que el muy malvado borracho de Hans Pfaall en persona, y los tres holgazanes que llama
sus acreedores, habían sido vistos no hace más de dos o tres días en una taberna de los suburbios,
al regresar con dinero en los bolsillos de un viaje de ultramar.
Finalmente: Que existía una opinión general, o que debería serlo, según la cual el Colegio de
Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, al igual que todos los otros colegios parecidos del mundo
-para no mencionar a los colegios y astrónomos en general-, no era ni mejor, ni más grande, ni más
sabio de lo que hubiera debido ser.
NOTA.- Estrictamente hablando, poca similitud existe entre la bagatela que antecede y la celebrada
“Historia de la Luna”, de Mr. Locke; pero, como ambas consisten en supercherías (aunque una
lo es en broma y la otra seriamente), y ambas burlas se refieren a la luna -tratando de parecer
plausibles mediante detalles científicos-, el autor de “Hans Pfaall” cree conveniente decir, en su
defensa, que su jeu d’esprit se publicó en el “Southern Literary Messenger” tres semanas antes del
de Mr. L. en el “New York Sun”. Imaginando un parecido que quizá no existe, algunos periódicos
de Nueva York cotejaron “Hans Pfaall” con la “Historia de la Luna”, a fin de verificar si el autor
de un texto lo era también del otro.
Puesto que la “Historia de la Luna” engañó a muchas más personas de las que voluntariamente lo
admitirían, puede resultar entretenido mostrar cómo nadie debió aceptar el engaño, señalando esos
detalles del relato que hubieran bastado para establecer su verdadero carácter. Por muy rica que
fuera la imaginación desplegada en esta ingeniosa ficción, le falta la fuerza que le hubiera dado una
atención más escrupulosa a los hechos y a las analogías generales. Que el público se haya dejado
engañar, aunque sólo fuera por un momento, sólo prueba la crasa ignorancia que existe en materia
de temas astronómicos.
La distancia de la tierra a la luna es, en cifras redondas, de 240.000 millas. Si queremos asegurarnos
de cuánto podrá un telescopio acercar aparentemente el satélite (o cualquier otro objeto), bastará
dividir la distancia por el poder magnificador o, más exactamente, el poder de penetración en el
espacio de las lentes. Mr. L. imagina que el poder de sus lentes es de 42.000. Si dividimos por esta
cifra las 240.000 millas (de la distancia a la luna), tenemos cinco millas y cinco séptimos como
distancia aparente. Pero a esta distancia sería imposible ver a ningún animal, y mucho menos los
mínimos detalles señalados en el relato. Mr. L. afirma que Sir John Herschel llegó a ver flores
(la Papaver rheas, etc.), y que distinguió el color y la forma de los ojos de los pajarillos. Pero
antes, empero, él mismo hace notar que el telescopio no permitirá apreciar objetos cuyo diámetro
fuera menor de dieciocho pulgadas; pero aun esto excede las posibilidades de su supuesta lente.
Observaremos de paso que dicho prodigioso telescopio habría sido fundido en la cristalería de los
Señores Hartley y Grant, en Dumbarton; pero he aquí que dicho establecimiento había cerrado sus
puertas varios años antes de la publicación de la burla.
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En la página 13, edición en folleto, y hablando de un «fleco velludo» sobre los ojos de una especie
de bisonte, el autor dice: «La aguda mente del Dr. Herschel percibió inmediatamente que se trataba
de un medio providencial para proteger los ojos del animal contra las enormes variaciones de luz
y tinieblas que afectan periódicamente a todos los habitantes de nuestro lado de la luna». Esta
observación no puede considerarse como muy «aguda». Los habitantes de nuestra cara de la luna
no conocen la oscuridad, por lo cual tampoco sufren las «variaciones» mencionadas. En ausencia
del sol, gozan de una luz procedente de la tierra equivalente a la de trece lunas llenas.
La topografía utilizada en el relato, si bien se declara que concuerda con la Carta Lunar de Blunt,
difiere por completo de ésta y de las cartas restantes, e incluso se contradice a veces groseramente.
La rosa de los vientos aparece también en inextricable confusión, pues el autor parece ignorar que
en un mapa lunar aquélla no concuerda con los cuadrantes terrestres; vale decir, que el este se halla
a la izquierda, etc.
Engañado quizá por nombres tan vagos como Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare
Fœcunditatis, etc., dados por los astrónomos a las regiones en sombra, Mr. L. ha entrado en
detalles acerca de océanos y grandes masas de agua en la luna, siendo que si hay un punto en el
que concuerdan todos los astrónomos, es que en el satélite no hay la menor presencia de agua.
Al examinar el límite entre luz y sombra (en la luna creciente), allí donde cruza alguna de esas
regiones en sombra, la línea divisoria se muestra quebrada e irregular, lo cual no ocurriría si
aquellas zonas estuvieran llenas de agua.
La descripción de las alas del hombre-murciélago, página 21, es copia literal de la explicación
dada por Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Debería haber bastado este simple
detalle para provocar sospechas.
En la página 23 leemos: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece
veces más grande, sobre el satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo
de la afinidad química!» Esto es muy bello; pero cabe observar que un astrónomo no hubiera
formulado jamás semejante observación, sobre todo, a un Periódico Científico, ya que la tierra
no es trece sino cuarenta y nueve veces más grande que la luna. Una objeción similar puede
hacerse a las últimas páginas, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos sobre
Saturno, el corresponsal procede a dar informes sobre dicho planeta dignos de un colegial: ¡y esto
al Edinburgh Journal of Science!
Pero, sobre todo, hay un punto que debió mostrar que se trataba de una ficción. Imaginamos la
posibilidad de contemplar animales en la superficie de la luna; ¿qué es lo que llamaría primero
la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, tamaño y demás peculiaridades, o su notable
posición! Parecerían estar caminando con las patas para arriba y la cabeza abajo, a modo de
moscas en el techo. El verdadero observador hubiese proferido una instantánea exclamación de
sorpresa (por más preparado que estuviera por sus conocimientos previos) ante la singularidad de
esa posición, mientras que el observador ficticio no menciona siquiera la cosa, sino que habla de
haber visto todo el cuerpo de dichas criaturas, cuando puede demostrarse que sólo le era dado ver
el diámetro de sus cabezas.
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Para concluir, cabe hacer notar que el tamaño, y especialmente las facultades de los hombres-
murciélagos (por ejemplo, su habilidad para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay
atmósfera en la luna), así como el resto de las fantasías concernientes a la vida animal y vegetal,
discrepan generalmente con todos los razonamientos analógicos sobre dichos temas, y que en
estos casos la analogía suele llevar a demostraciones concluyentes. Apenas es necesario agregar
que todas las sugestiones atribuidas a Brewster y a Herschel a comienzos del relato, sobre «una
transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión», etc., etc., pertenecen a esa
especie de literatura florida que cabe muy bien bajo la denominación de galimatías.
Existe un límite real y muy definido para el descubrimiento óptico entre las estrellas, un límite que
se comprende con sólo enunciarlo. Si todo lo requerido fuese la fundición de grandes lentes, el
ingenio humano llegaría a proporcionar todo lo que se le pidiera, y tendríamos lentes de cualquier
tamaño. Pero desdichadamente, a medida que las lentes aumentan de tamaño, y, por tanto, de
poder penetrador, va disminuyendo la luz del objeto contemplado, por difusión de sus rayos. Y
contra este inconveniente el ingenio humano no puede inventar remedio alguno, pues un objeto es
contemplado gracias a la luz que de él emana, sea directa o reflejada. Así, la única luz «artificial»
que podría servir a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el «objeto focal de la
visión», sino sobre el objeto mismo a contemplar: en este caso, sobre la luna. Se ha calculado
fácilmente que cuando la luz procedente de una estrella se difunde hasta ser tan débil como la luz
natural procedente de la totalidad de las estrellas, en una noche clara y sin luna, en ese caso la
estrella deja de ser visible para todo fin práctico.
El telescopio del Conde de Ross, recientemente construido en Inglaterra, tiene un speculum cuya
superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de Herschel sólo tenía uno de
1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide 6 pies de diámetro, en los bordes presenta un
espesor de 5 ½ pulgadas, y de 5 en el centro. Pesa 3 toneladas y su largo focal es de 50 pies.
Hace poco leí un librito singular y bastante ingenioso, cuyo título es el siguiente: L’Homme dans la
lune, ou le Voyage Chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement decouuert par Dominique
Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier volant. Mis en notre langue par J. B. D.
A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier
pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVIII. 176 páginas.
El autor afirma haber traducido el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?), aunque
en sus declaraciones reina la más grande ambigüedad: «J’en ai eu -dice- l’original de Monsieur
D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’ huy dans la conoissance des Belles Lettres,
et sur tout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non
seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan,
gentilhomme Eccossois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré
le plan de la mienne.»
Después de algunas aventuras insignificantes, a la manera de Gil Blas, que ocupan las primeras
treinta páginas, el autor relata que, hallándose enfermo durante un viaje por mar, la tripulación
lo abandonó, junto con su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. A fin de aumentar las
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probabilidades de conseguir alimento, ambos se separan y viven lo más lejos posible el uno del
otro. Esto los induce a amaestrar pájaros, a fin de valerse de ellos como de palomas mensajeras.
Poco a poco les enseñan a llevar paquetes, cuyo peso va aumentando gradualmente. Por fin se
les ocurre unir las fuerzas de gran número de pájaros, a fin de que transporten por el aire al autor.
Fabrican a tal efecto una máquina de la cual se da una detalladísima descripción, completada con
un aguafuerte. Vemos en él al Señor González, con gola rizada y gran peluca, sentado en algo que
se parece muchísimo a un palo de escoba, del que tira una multitud de cisnes silvestres (gansas)
atados por la cola a la máquina.
El suceso más importante del relato del Autor depende de un hecho que el lector ignorará hasta
llegar al fin del volumen. Los gansos, tan familiares ya, no eran habitantes de Santa Helena, sino
de la luna. Desde remotas edades, tenían la costumbre de emigrar anualmente a alguna región
de la tierra. Como es natural, meses más tarde volvían a su hogar y, en una ocasión en que el
autor requería sus servicios para un breve viaje, se vio inesperadamente arrebatado por los aires,
llegando en muy breve tiempo al satélite. Una vez allí, y entre otras cosas, el autor descubre que
los selenitas son muy felices, que carecen de leyes, que mueren sin dolor, que miden entre diez y
treinta pies de alto, que viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que
pueden saltar a setenta pies de altura, tras lo cual, por quedar libres de la influencia de la gravedad,
pueden volar con ayuda de abanicos.
No puedo dejar de dar aquí una muestra de la filosofía general del volumen.
«Debo deciros -declara el Señor González- cómo era el lugar donde me hallaba. Las nubes aparecían
bajo mis pies o, si preferís, se tendían entre mí y la tierra. En cuanto a las estrellas, como en este
lugar no existe la noche, tenían siempre la misma apariencia: no brillante, como de costumbre,
sino pálidas y muy parecidas a la luna por las mañanas. Pero sólo se veían unas pocas, aunque
eran diez veces más grandes (hasta donde pude juzgar) de lo que parecen a los terrestres. La luna,
a la cual le faltaban dos días para quedar llena, era de un inmenso tamaño.
»No debo dejar de decir que las estrellas sólo aparecían del lado del globo vuelto hacia la luna, y
que, cuanto más cerca estaban, más grandes eran. Debo informaros asimismo que, aunque hiciera
tiempo bueno o malo, siempre me hallé exactamente entre la luna y la tierra. Estaba convencido
de ello por dos razones: primero, mis pájaros volaban siempre en línea recta, y segundo, toda vez
que se detenían a descansar, éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo terrestre.
Pues yo admito la opinión de Copérnico, quien mantiene que la tierra jamás deja de girar del este
al oeste, no sobre los polos del Equinoccio, llamados vulgarmente polos del mundo, sino sobre los
del Zodíaco, cosa de la cual me propongo hablar con más detalle cuando tenga tiempo de refrescar
mi memoria con la astrología que estudié en Salamanca en mi juventud, y que desde entonces he
olvidado.»
A pesar de los errores señalados en itálicas, el libro no deja de merecer cierta atención, por cuanto
proporciona un ingenuo ejemplo de las nociones astronómicas corrientes en su tiempo. Una de
ellas suponía que el «poder de gravitación» sólo se extendía muy poco sobre la superficie terrestre,
y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc.
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Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar.
El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la “American Quarterly
Review” puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «Expedición» de esta clase, crítica en
la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia
de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una
concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el Señor González. Cierto
aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la
luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo
arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite. El “Vuelo de Thomas O’Rourke” es
un jeu d’esprit no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en
la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El
«vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad
de Bantry Bay.
En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la
descripción de las costumbres Lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se
hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso
totalmente ignorantes de la astronomía. En “Hans Pfaall”, la originalidad del designio consiste
en intentar cierta verosimilitud, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la
caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna.
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La musique -dice Marmontel en esos Contes Moraux que en nuestras traducciones hemos insistido
en llamar Cuentos morales como en remedo de su ingenio-, la musique est le seul des talents qui
jouissent de lui même; tous les autres veulent des témoins. Aquí confunde el placer que brindan
los sonidos agradables con la capacidad de crearlos. Como en cualquier otro talento, no es posible
un goce completo de la música si no hay una segunda persona que aprecia su ejecución. Y tiene
en común con los otros talentos la posibilidad de producir efectos que pueden ser plenamente
disfrutados en soledad. La idea que el raconteur no ha sido capaz de elaborar claramente, o que
ha sacrificado en aras de ese amor nacional por el dicho agudo, es, sin duda, la muy sostenible
de que la música más elevada es la que mejor se estima cuando estamos exclusivamente solos.
En esta forma pueden admitir la proposición tanto aquellos que aman la lira por sí misma como
los que la aman por sus usos espirituales. Pero hay un placer al alcance de la humanidad caída,
y quizá sólo uno, que debe aún más que la música a la accesoria sensación de aislamiento. Me
refiero a la felicidad experimentada en la contemplación del paisaje natural. En verdad, el hombre
que quiere contemplar plenamente la gloria de Dios en la tierra debe contemplarla en soledad.
Para mí, al menos, la presencia, no sólo de vida humana, sino de cualquier otra clase que no sea
la de los seres verdes que brotan del suelo y no tienen voz, es una mancha en el paisaje, está en
pugna con su genio. Me gusta mirar los valles oscuros, las rocas grises, las aguas que sonríen
silenciosas, los bosques que suspiran en sueños intranquilos, las orgullosas montañas vigilantes
que lo contemplan todo desde arriba; me gusta mirarlos como si fueran los miembros colosales
de un vasto todo animado y sensible, un todo cuya forma (la de la esfera) es la más perfecta y la
más amplia de todas, que prosigue su camino en compañía de otros planetas; cuya mansa sierva
es la luna, su mediato soberano el sol, su vida la eternidad, su pensamiento el de un Dios, su
goce el conocimiento; cuyos destinos se pierden en la inmensidad; que nos conoce de manera
análoga a como nosotros conocemos los animálculos que infestan el cerebro, un ser al que, en
consecuencia, consideramos como puramente inanimado y material, de manera muy semejante a
la de esos animálculos con respecto a nosotros.
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Nuestro telescopio y nuestras investigaciones matemáticas nos aseguran por doquiera -a pesar de
la gazmoñería del más ignorante de los sacerdocios- que el espacio, y en consecuencia el volumen,
es una consideración importante a los ojos del Todopoderoso. Los ciclos en los cuales se mueven
las estrellas son los mejor adaptados para la evolución, sin choque, de la mayor cantidad posible
de cuerpos. Las formas de esos cuerpos son las exactamente precisas para incluir, dentro de una
superficie dada, la mayor cantidad posible de materia, al par que dichas superficies están dispuestas
de manera de acomodar una población más densa de la que cabría en las mismas ordenadas de otra
manera. Que el espacio sea infinito no es un argumento contra la idea de que el volumen es una
finalidad de Dios, pues puede haber una infinidad de materia para llenarlo. Y puesto que vemos
claramente que dotar a la materia de vitalidad es un principio -en realidad, en la medida del alcance
de nuestros juicios, el principio conductor de las operaciones de la Deidad-, no es muy lógico
imaginarla reducida a las regiones de lo pequeño, donde diariamente la descubrimos, y no extendida
a las de lo augusto. Así como encontramos un círculo dentro de otro, infinitamente, pero girando
todos en torno a un centro lejano que es la Divinidad, ¿no podemos suponer analógicamente,
de la misma manera, la vida dentro de la vida, lo menos dentro de lo mayor y el todo dentro del
Espíritu Divino? En una palabra, erramos grandemente por fatuidad al creer que el hombre, ya en
su destino temporal, ya futuro, es más importante en el universo que ese vasto «terrón del valle»
que labra y menosprecia, y al cual niega un alma sin ninguna razón profunda, como no sea porque
no le contempla en acción.
Estas fantasías y otras semejantes siempre conferían a mis meditaciones en las montañas y en los
bosques, junto a los ríos y al océano, ese matiz que el común de las gentes llama fantástico. Mis
vagabundeos por esos paisajes eran frecuentes, extraños, a menudo solitarios, y el interés con
que me perdía por numerosos valles sombríos y profundos, o contemplaba el Cielo reflejado de
muchos lagos brillantes, era un interés acrecentado por la convicción de que me había perdido en
una contemplación solitaria. ¿Quién fue el francés charlatán que dijo, aludiendo a la bien conocida
obra de Zimmerman, que «la solitude est une belle chose; mais il faut quelqu’un pour vous dire
que la solitude est une belle chose»? El epigrama es irrefutable; pero esa necesidad es una cosa
que no existe.
Durante uno de mis viajes solitarios, en una lejanísima región de montañas encerradas entre
montañas, y tristes ríos y melancólicos lagos sinuosos o dormidos, hallé cierto arroyuelo con una
isla. Llegué de improviso, en junio, el mes de la fronda, y me tendí en el césped, bajo las ramas
de un oloroso arbusto desconocido, de manera de adormecerme mientras contemplaba la escena.
Sentía que sólo así podría verla, tal era el carácter fantasmal que presentaba.
En todas partes, salvo en occidente, donde el sol estaba por ponerse, se elevaban los verdes muros
del bosque. El riacho, que formaba un brusco codo en su curso perdiéndose inmediatamente de
vista, parecía no salir de su prisión, sino ser absorbido por el profundo follaje verde de los árboles
hacia el este, mientras en el lado opuesto (así lo pensé, tendido en el suelo mirando hacia arriba)
se derramaba en el valle, silenciosa y continua desde las crepusculares fuentes del cielo, una
espléndida cascada oro y carmesí.
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Más o menos en el centro de la breve perspectiva que abarcaba mi visión soñadora, una pequeña
isla circular, profusamente verde, reposaba en el seno de la corriente.
Tan fundidas estaban la ribera y la sombra
que todo parecía suspendido en el aire,
tan semejante a un espejo era el agua transparente, que resultaba casi imposible decir en qué punto
del inclinado césped esmeralda comenzaba su dominio de cristal.
Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las dos extremidades, este y oeste, del islote,
y observé una diferencia singularmente marcada en su aspecto. El último era un radiante harén de
bellezas jardineras. Ardía y se ruborizaba bajo la mirada del sol poniente, y reía bellamente con sus
flores. El césped era corto, muelle, suavemente perfumado y sembrado de Asfódelos. Los árboles
eran flexibles, alegres, erguidos, brillantes, esbeltos y graciosos, de línea y follaje orientales, con
una corteza suave, lustrosa, multicolor. En todo parecía haber un profundo sentido de vida y de
alegría, y, aunque no soplaba el aire de los Cielos, todo parecía animado por el delicado ir y venir
de innumerables mariposas que podían tomarse por tulipanes con alas.
El otro lado, el lado este de la isla, estaba sumido en la más negra sombra. Una oscura y sin
embargo hermosa y apacible melancolía penetraba allí todas las cosas. Los árboles eran de color
sombrío, lúgubres de forma y de actitud, retorcidos en figuras tristes, solemnes, espectrales, que
expresaban pena letal y muerte prematura. El césped tenía el matiz profundo del ciprés y se inclinaba
lánguido, y aquí y allá veíanse numerosos montículos pequeños y feos, bajos y estrechos, no muy
largos, que tenían el aspecto de tumbas, pero no lo eran, aunque alrededor y encima treparan la
ruda y el romero. La sombra de los árboles caía densa sobre el agua y parecía sepultarse en ella,
impregnando de oscuridad las profundidades del elemento. Imaginé que cada sombra, a medida
que el sol descendía, se separaba tristemente del tronco donde había nacido y era absorbida por la
corriente, mientras otras sombras brotaban por momentos de los árboles ocupando el lugar de sus
predecesoras sepultas.
Una vez que esta idea se hubo adueñado de mi fantasía, la excitó mucho y me perdí de inmediato
en ensueños. «Si hubo alguna isla encantada -me dije-, hela aquí. Ésta es la morada de las pocas
Hadas graciosas que sobreviven a la ruina de la raza. ¿Son suyas esas verdes tumbas? ¿O entregan
sus dulces vidas como el hombre? Para morir, ¿consumen su vida melancólicamente, ceden a
Dios poco a poco su existencia, como esos árboles entregan sombra tras sombra, agotando sus
sustancias hasta la disolución? Lo que el árbol agotado es para el agua que embebe su sombra,
ennegreciéndose a medida que la devora, ¿no será la vida del Hada para la muerte que la anega?»
Mientras así meditaba, con los ojos entrecerrados, y el sol se hundía rápidamente en su lecho, y
los remolinos corrían alrededor de la isla, arrastrando en su seno anchas, deslumbrantes, blancas
cortezas de sicómoro, cortezas que, en sus múltiples posiciones sobre el agua, podían sugerir
a una imaginación rápida lo que ésta gustara; mientras así meditaba, me pareció que la forma
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de una de esas mismas Hadas en las cuales había estado pensando se encaminaba lentamente
hacia la oscuridad desde la luz de la parte oriental de la isla. Allí estaba, erguida en una canoa
singularmente frágil, impulsándola con el simple fantasma de un remo. Mientras estuvo bajo la
influencia del sol tardío, su actitud parecía indicar alegría, pero la pena la alteró al pasar al dominio
de la sombra. Lentamente se deslizó por ella y, al fin, rodeando la isla, volvió a la región de la luz.
«La revolución que acaba de cumplir el Hada -continué soñador- es el ciclo de un breve año de su
vida. Ha atravesado el invierno y el verano. Está un año más cerca de la Muerte»; pues no dejé de
ver que, al llegar a la tiniebla, su sombra se desprendía y era tragada por el agua oscura, tornando
más negra su negrura.
Y de nuevo aparecieron el bote y el Hada; pero en la actitud de ésta había más preocupación e
incertidumbre, menos dinámica alegría. Navegó de nuevo desde la luz hacia la tiniebla (que se
ahondaba por momentos), y de nuevo se desprendió su sombra y cayó en el agua de ébano, que la
absorbió en su negrura. Y una y otra vez repitió el circuito de la isla (mientras el sol se precipitaba
hacia su lecho), y cada vez que surgía en la luz había más pesar en su figura, cada vez más débil,
más abatida, más indistinta; y a cada paso hacia la tiniebla desprendíase de ella una sombra más
oscura, que se hundía en una sombra más negra. Pero, al fin, cuando el sol hubo desaparecido
totalmente, el Hada, ahora simple espectro de sí misma, se dirigió desconsolada con su bote a la
región de la corriente de ébano y, si salió de allí, no puedo decirlo, pues la oscuridad cayó sobre
todas las cosas y nunca más contemplé su mágica figura.
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La “Muerte Roja” había devastado largo tiempo la comarca. Jamás epidemia alguna habíase
mostrado tan horrenda ni fatal. La sangre era su distintivo y su Avatar, el horror bermejo de la
sangre. Producía agudos dolores, vértigos repentinos, y luego, abundante hemorragia de los poros,
y la descomposición final. Las manchas escarlata en el cuerpo, y especialmente en el rostro de las
víctimas, eran el entredicho fatal que las arrojaba lejos de la asistencia y simpatía de sus semejantes.
Y el ataque de la peste, su proceso y su terminación, era sólo cuestión de media hora.
Pero el Príncipe Próspero era afortunado, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios se encontraron
despoblados por mitad, convocó a su presencia a un millar de alegres y vigorosos amigos entre
los caballeros y damas de su corte, y retiróse con ellos a la reclusión más completa en una de sus
almenadas abadías. Era ésta de amplia y magnífica estructura, creación de la propia augusta y
excéntrica fantasía del monarca. Circundábanla fuertes y elevadas murallas, provistas de puertas
de hierro. Una vez que entraron los cortesanos, se trajeron hornos y pesados martillos y quedaron
soldados los cerrojos. Habíase resuelto no dejar medio de ingreso ni salida a los repentinos
impulsos de frenesí o desesperación de los que se hallaban dentro. La abadía estaba ampliamente
aprovisionada; y con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el temor al contagio. El
mundo exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo era locura apesadumbrarse o pensar
en ello. El príncipe había previsto todas las formas de placer. Había bufones, trovadores, bailarines
de ballet, músicos, vino y Belleza. Todo esto y la salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la
“Muerte Roja.”
Hacia la terminación del quinto o sexto mes de aislamiento, y mientras la peste arrasaba
furiosamente afuera, el Príncipe Próspero entretenía a sus amigos con un baile de máscaras de
inusitada magnificencia.
Era una escena voluptuosa, en verdad, esta mascarada. Pero, ante todo, dejadme describir los salones
en que se realizaba. Eran siete cámaras, todo un departamento imperial. En muchos palacios, sin
embargo, tales piezas forman una serie larga y recta mientras las puertas de dobleces se abren contra
los muros a cada lado, de manera que la vista pueda abarcarlas en toda su extensión. Pero aquí todo
era muy distinto, como podía esperarse de la afición del duque por lo bizarro. Las habitaciones
estaban tan irregularmente dispuestas que la visual podía abrazar muy poco más de una al mismo
tiempo. Presentábase una curva aguda cada veinte o treinta yardas, y a cada curva, el aspecto era
completamente diferente. A la derecha y a la izquierda, en el centro de los muros, una estrecha y
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elevada ventana Gótica, daba a un pasillo cerrado que seguía las revueltas del departamento. Estas
ventanas eran de vidrios de colores en combinación con el tono dominante de la decoración de la
cámara sobre la cual se abrían. La del extremo oeste, por ejemplo, estaba entapizada de azul; y
de azul vívido eran los cristales de las ventanas. La segunda pieza estaba decorada y entapizada
de púrpura, y aquí los cristales eran color de púrpura. La tercera cámara era verde, e igual color
ostentaban las ventanas. La cuarta estaba amueblada y alumbrada en tono anaranjado; la quinta de
blanco; la sexta de violado. La séptima habitación estaba severamente revestida de tapicerías de
terciopelo negro que cubrían el techo y caían a lo largo de los muros en pesados pliegues sobre una
alfombra de igual color e idéntico tejido. Pero, en esta cámara solamente, el color de las ventanas
no correspondía al matiz de la decoración. Los cristales eran allí escarlata, de un tono vivo de
sangre. Ahora bien; en ninguna de las siete habitaciones había lámpara o candelabro alguno entre
la profusión de adornos de oro esparcidos acá y allá o pendientes del techo. No se veía luz de
ninguna clase que emanara de arañas o bujías dentro de las cámaras. Pero en los corredores que
rodeaban la serie, veíase, delante de cada ventana, un pesado trípode sustentando un brasero de
fuego que proyectaba sus rayos a través del coloreado cristal, iluminando alegremente la habitación
y produciendo con sus reflejos multitud de graciosas y fantásticas apariciones. Mas hacia el lado
del oeste, o sea en la cámara negra, el efecto del fuego que corría sobre las negras colgaduras,
penetrando a través de los cristales teñidos de color de sangre, era extraordinariamente lúgubre,
y daba tan sombrío aspecto a la figura de los que entraban, que muy pocos de la compañía eran
suficientemente intrépidos para traspasar sus umbrales.
En esta pieza había también un gigantesco reloj de ébano que se erguía apoyado contra el muro
occidental. Su péndulo oscilaba con triste y pausado movimiento; y cuando las manecillas habían
recorrido todo el circuito de la esfera y la hora iba a sonar, venía desde las profundidades bronceadas
del reloj un sonido alto y claro y extremadamente musical, en verdad, pero de entonación y énfasis
tan peculiares que, a cada lapso de una hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a
detenerse instantáneamente en su ejecución para escuchar el sonido; y los bailarines cesaban en
sus evoluciones; todo lo cual provocaba un breve desconcierto en la alegre compañía; pudiendo
observarse que mientras los ecos del reloj vibraban todavía, los más jóvenes palidecían, y los
de mayor edad y más serenos pasaban su mano por la frente como en medio de algún confuso
ensueño o meditación. Mas apenas cesaba la vibración, ligeras carcajadas brotaban por todas
partes en la asamblea; los músicos mirábanse unos a otros y sonreían de su propia nerviosidad y
locura, comprometiéndose mutuamente en voz queda a que la próxima campanada del reloj no les
produciría emoción semejante; y luego, pasado el lapso de los sesenta minutos (que representan
tres mil seiscientos segundos del Tiempo que vuela), repetíase el sonido del reloj, y repetíase igual
desconcierto, el mismo temblor y meditación de una hora antes.
Pero, a pesar de todo, era aquélla una brillante y magnífica fiesta. La estética del duque era original.
Tenía un gusto refinado para la combinación de efectos y colores. Desdeñaba la decoración que sólo
se gobierna por la moda. Sus ideas eran atrevidas y desordenadas y sus concepciones ostentaban
bárbaro esplendor. Algunos le habrían calificado de loco. Sus admiradores, sin embargo, sabían que
no era así; pero se hacía necesario oírle, verle, y palparle para estar seguros de que se encontraba
en su juicio.
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El príncipe había dirigido personalmente, en su mayor parte, la decoración fantástica de las siete
cámaras, con motivo de su gran festival; y había decidido según su propia inspiración el carácter
de la mascarada. A buen seguro que los disfraces eran extravagantes. Mucho brillo y relumbrón;
mucho de agresivo y fantasmagórico; mucho de lo que de entonces acá se ha observado después
en Hernani. Encontrábanse figuras arabescas con miembros y accesorios extraños. Había fantasías
delirantes como las creaciones de un loco. Había mucho de belleza, mucho de ingenio, mucho de
bizarría, algo de terrorífico y no poco de lo que podía inspirar aversión. Acá y allá en las siete
cámaras discurrían muchos desvaríos, en verdad; desvaríos que serpeaban entrando y saliendo,
tomando el colorido de las habitaciones y haciendo pensar que la música descabellada de la orquesta
era el eco de sus pasos. A poco, dio la hora el reloj de ébano colocado en el salón de terciopelo.
Y entonces todo quedó silencioso y en suspenso, dejándose oír únicamente la voz del reloj. Los
desvaríos quedaron rígidos y helados en su inmovilidad. Mas pronto se desvanecieron los ecos de
las campanadas, cuya duración había sido apenas de un instante; y una risa ligera, velada a medias,
flotó tras ellos mientras se apagaban. Otra vez comienza la música, viven los desvaríos, y más
risueños que nunca se deslizan por doquier, apropiándose los tintes de las ventanas coloreadas por
los rayos que reflejan las trípodes. Pero ninguna de las máscaras se aventura hasta el séptimo salón
hacia el occidente; porque la noche avanza; y una luz más bermeja penetra a través de los rojos
cristales; y la negrura de la tétrica drapería causa pavor; y todo aquel que huella la negra alfombra
de la cámara escucha resonar las campanadas del reloj de ébano con sordo estruendo y énfasis
más solemne que el que perciben los oídos de los que se entregan a la alegría en habitaciones más
lejanas.
Pero en los demás salones había densa muchedumbre y batía febrilmente el corazón de la vida.
Y el regocijo remolineaba sin cesar, hasta que al cabo brotó del reloj el son de media noche. Y
entonces se suspendió la música, como he dicho; detuviéronse las evoluciones de los bailarines y
reinó como antes una medrosa paralización de la alegría. Esta vez eran doce las campanadas que
debía dar el reloj; por esto aconteció quizá que, con mayor tiempo, brotaran más recuerdos en la
imaginación de algunos pensativos concurrentes a la fiesta. Y quizá por esto aconteció también
que, antes de que el eco de la duodécima campanada hubiérase hundido en el silencio, muchas
personas advirtieran la presencia de un enmascarado que no había llamado hasta aquel momento
la atención de los circunstantes. Y habiéndose extendido en un cuchicheo el rumor de su aparición,
levantóse en toda la sociedad un expresivo zumbido o murmullo de sorpresa y desaprobación,
primero, de terror; de horror, y de repulsión finalmente.
Podría suponerse que en una reunión de fantasmas como la que he descrito, ninguna aparición
ordinaria tendría el poder de excitar tal sensación. En verdad, la libertad de esta mascarada nocturna
parecía extraordinaria; pero el personaje en cuestión mostrábase más herodiano que el propio
Herodes; y había traspasado los límites, casi indefinidos, del decoro del príncipe. Existen ciertas
cuerdas que no pueden tocarse sin emoción siquiera sea en el corazón de los más empedernidos.
Aun respecto de aquellos completamente abandonados, para quienes la vida y la muerte son
igualmente burlescas, hay ciertos temas en los cuales no es permitido bromear. Toda la compañía
parecía profundamente convencida de que en el porte y disfraz del extranjero no existía ingenio ni
oportunidad. La figura era alta y delgada, y estaba envuelta de arriba abajo en atavíos funerarios.
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La máscara que ocultaba su semblante tenía tal semejanza con el aspecto de un cadáver, que el más
minucioso escrutinio habría tenido dificultad en descubrir el fraude. Mas todo esto podía haberse
aceptado, ya que no aprobado, por los locos invitados al sarao; pero el enmascarado había ido hasta
asumir el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban manchadas de sangre; y el ancho rostro
ostentaba en todas sus facciones las señales del horrible escarlata.
Cuando las miradas del Príncipe Próspero cayeron sobre este atroz fantasma, (que con lento y
solemne movimiento, como para caracterizar mejor su papel, discurría acá y allá entre los
concurrentes), viósele convulso en el primer momento con un fuerte estremecimiento de terror o
de repulsión; pero inmediatamente su faz enrojeció a impulsos de la rabia.
-¿Quién se atreve? -preguntó con voz enronquecida a los cortesanos que le rodeaban-; ¿quién se
atreve a insultamos con esta grotesca blasfemia? ¡Cogedle y desenmascaradle! ¡Veamos a quién
hemos de colgar mañana desde las almenas al levantarse el sol!
Encontrábase el Príncipe Próspero en la cámara azul, hacia el este, cuando profería estas palabras.
Su voz repercutió sonora y distintamente en las siete salas, pues el príncipe era hombre osado y
vigoroso, y la música había callado a un movimiento de su mano.
Encontrábase en el salón azul con un grupo de pálidos cortesanos a su alrededor. Mientras
pronunciaba aquellas palabras, hubo al principio un ligero movimiento del grupo hacia el intruso
que se encontraba al alcance en aquel momento; y quien entonces, con firme y deliberado paso,
se aproximó al que hablaba. Pero, debido al desconocido pavor que la insensata arrogancia del
enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, ninguno se atrevió a poner la mano sobre él;
de modo que pudo acercarse sin obstáculos hasta una yarda de distancia de la persona del príncipe;
y, mientras la vasta asamblea, movida como por un solo impulso, se recogía desde el centro hasta
los muros de la habitación, dirigióse el enmascarado libremente, con el mismo paso solemne y
mesurada que le distinguió desde el primer momento, del salón azul al púrpura; del púrpura al
verde; del verde al anaranjado; de aquí al blanco; y siguió todavía al violado, sin que se hubiera
hecho movimiento alguno para detenerle. Entonces el Príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y
la vergüenza de su momentánea cobardía, atravesó precipitadamente las seis cámaras sin que nadie
le siguiera, a consecuencia del terror mortal que les había sobrecogido. Llevaba en alto una daga
desenvainada, y habíase acercado impetuosamente hasta tres o cuatro pies de la figura que huía,
cuando al llegar ésta al extremo de la cámara de terciopelo, volvióse repentinamente e hizo frente
a su perseguidor. Oyóse un agudo grito; el puñal resbaló centelleando sobre la negra alfombra en
la cual, un instante después, caía postrado de muerte el Príncipe Próspero. Entonces algunos de
los asistentes a la fiesta, reuniendo el salvaje valor de la desesperación, precipitáronse a la cámara
negra, y cogiendo al enmascarado, cuya alta figura continuaba erguida e inmóvil en la sombra
del reloj de ébano, sintiéronse poseídos de indecible horror al encontrar que los ornamentos de la
tumba y la máscara de cadáver que sacudían con violenta rudeza, no estaban sostenidos por forma
tangible alguna.
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Y entonces se reconoció la presencia de la Muerte Roja. Había entrado de noche como un ladrón.
Y uno a uno se desplomaron en los salones regados de sangre los disipados cortesanos, muriendo
todos en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano terminó con la del último
de la alegre partida. Y el fuego de los trípodes se extinguió. Y la Obscuridad y la Ruina y la Muerte
Roja conservaron dominio ilimitado sobre todo el reino.
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De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya
provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente
en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado
del público -al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de
investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como
exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural,
de profunda incredulidad.
El momento ha llegado que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible
comprenderlos-. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del Hipnotismo había atraído repetidamente mi atención.
Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados
hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie
in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería
susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría
o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso
hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la Muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero
éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia
que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me
acordé de mi amigo, el señor Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica
y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.
El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable
por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de
John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos
negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy
nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había
adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial
constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y,
por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con
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él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar
relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba
referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que
acudiese al señor Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer
algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir
para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba
vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis
experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que
permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues,
en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su
fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra del señor Valdemar:
Estimado P...:
Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece
que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar.
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio
del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se
había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo
en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba
continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad
mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y,
en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se
mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D...
y F…
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran
detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se
hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En
su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan
sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas
perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos
estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con
insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había
sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un
aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico.
Ambos facultativos opinaban que el señor Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente
(un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
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Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se habían
despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron
en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con el señor Valdemar sobre su próximo fin, y me referí
en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso
ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre
y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de
tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino.
Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada
de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L...l) me libró de toda
preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado
a proceder, primeramente por los urgentes pedidos del señor Valdemar y luego por mi propia
convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba
rápidamente.
El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo
que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o
verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que
manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto a que yo le
hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de
inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más
efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano
por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos
hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D... y F..., tal como lo
habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron
inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar,
cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el
ojo derecho del sujeto.
A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin
embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo,
mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores;
en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del
paciente estaban heladas.
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A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada
de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve
sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases
laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por
completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis
manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez
de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció
más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a
corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado del
señor Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado
insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado
en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el
doctor F... se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L...l y los enfermeros se
quedaron.
Dejamos al señor Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que
me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale decir, yacía en
la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, (aunque casi no se advertía
su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios). Los ojos estaban cerrados con naturalidad
y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general
distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los
movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás
había logrado buen resultado con el señor Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su
brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces
a intentar un breve diálogo.
-Valdemar..., ¿duerme usted? -pregunté. No me contestó, pero noté que le temblaban los labios,
por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero
temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse
lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
-Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, señor Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
-No sufro... Me estoy muriendo.
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No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada
del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al
encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a
sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
-Señor Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el
moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la
pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí... Dormido... Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase al señor Valdemar de su actual
estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general,
sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a
repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se
abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad
cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta
ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente.
Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen
de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al
descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con
un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua
hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de
un lecho de muerte, pero la apariencia del señor Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que
se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una
absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en el señor Valdemar; seguros de que estaba
muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento
vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de
aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es
verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo,
que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla
razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin
embargo -según lo pensé en el momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias
de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía
llegar a nuestros oídos -por lo menos a los míos- desde larga distancia, o desde una caverna en
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A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada
resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso
parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado
de un abundante flujo de icor amarillento, (procedente de debajo de los párpados), que despedía
un olor penetrante y fétido.
Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté,
sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice,
con las siguientes palabras:
-Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor
dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como
antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
-¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme!
¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin,
intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad,
cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de
que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se
hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡muerto! ¡Muerto!»,
que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo
su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo... se pudrió entre
mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de
repugnante, de abominable putrefacción.
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Capítulo I
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un respetable comerciante de pertrechos para la
marina, en Nantucket, donde yo nací. Mi abuelo materno era procurador con buena clientela.
Hombre afortunado en todo, había ganado bastante dinero especulando con las acciones del
Edgarton New Bank, como se llamaba antaño. Con estos y otros medios había logrado reunir un
buen capital. Creo que me quería más que a nadie en el mundo, y yo esperaba heredar a su muerte
la mayor parte de sus bienes. Al cumplir los seis años me envió a la escuela del viejo Mr. Ricketts,
un señor manco y de costumbres excéntricas, muy conocido de casi todos los que han visitado
New Bedford. Permanecí en su colegio hasta los dieciséis años, y de allí salí para la academia que
Mr. E. Ronald tenía en la montaña. Aquí me hice amigo íntimo del hijo de Mr. Barnard, capitán
de fragata, que solía navegar por cuenta de la casa Lloyd y Vredenburgh. Mr. Barnard también
era muy conocido en New Bedford, y estoy seguro de que tiene muchos parientes en Edgarton.
Su hijo se llamaba Augustus y tenía casi dos años más que yo. Había ido a pescar ballenas con su
padre a bordo del John Donaldson, y siempre me estaba hablando de sus aventuras en el océano
Pacífico del Sur. Yo solía ir a su casa con frecuencia, donde permanecía todo el día, y a veces
pasaba allí la noche. Dormíamos en la misma cama, y se las ingeniaba para mantenerme despierto
casi hasta el alba, contándome historias de los indígenas de la isla de Tinian y de otros lugares que
había visitado en sus viajes. Al fin, acabé interesándome por lo que me contaba, y gradualmente
fui sintiendo el mayor deseo por hacerme a la mar. Yo poseía un barco de vela llamado Ariel, que
valdría unos setenta y cinco dólares. Tenía media cubierta o tumbadillo, y estaba aparejado como
un balandro; no recuerdo su tonelaje, pero cabían en él diez personas muy cómodamente. Con
esta embarcación cometíamos las locuras más temerarias del mundo, y al recordarlas ahora me
maravillo de contarme entre los vivos. Voy a narrar una de estas aventuras, a modo de introducción
de un relato más extenso y trascendental.
Una noche hubo una fiesta en casa de Mr. Barnard, y, al final de ella, Augustus y yo estábamos
bastante mareados. Como de costumbre, en casos semejantes, preferí quedarme a dormir allí a
regresar a mi casa. Augustus se acostó muy tranquilo, a mi parecer (era cerca de la una cuando se
acabó la reunión), sin hablar ni una palabra de su tema favorito. Llevaríamos acostados media hora,
y ya me iba a quedar dormido, cuando se levantó de repente y, lanzando un terrible juramento,
dijo que no dormiría ni por todos los Arthur Pym de la Cristiandad, cuando soplaba una brisa
100 Publicado entre enero y febrero de 1837 en el Southern Literary Messenger. Como libro se publicó en julio de
1838.
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tan hermosa del sudoeste. Me quedé más asombrado que nunca en mi vida, pues no sabía lo
que intentaba, y pensé que el vino y los licores le habían trastornado por completo. Mas siguió
hablando muy serenamente, diciendo que yo me imaginaba que él estaba borracho, pero que jamás
en su vida había tenido más despejada la cabeza. Y añadió que tan sólo estaba cansado de estar
echado en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que había decidido levantarse,
vestirse y salir a hacer una travesura en mi barca. No sé decir lo que pasó por mí; mas apenas
había acabado de pronunciar sus palabras, cuando sentí el escalofrío de una inmensa alegría y de
una gran excitación, y aquella idea loca me pareció la cosa más deliciosa y razonable del mundo.
Soplaba un viento fresco y hacía frío, pues estábamos a últimos de octubre, pero salté de la cama
en una especie de éxtasis, y le dije que yo era tan valiente como él y que estaba tan harto como él
de estar en la cama como un perro, y que me hallaba tan dispuesto a divertirme o cometer cualquier
locura como cualquier Augustus Barnard de Nantucket.
Nos vestimos sin pérdida de tiempo y corrimos a donde estaba amarrada la barca. Se hallaba en el
viejo muelle, cerca del depósito de maderas de Pankey & Co., dando bandazos contra los toscos
maderos. Augustus saltó dentro y se puso a achicar, pues la lancha estaba medio llena de agua.
Una vez hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, las mantuvimos desplegadas y nos metimos
resueltamente mar adentro.
Como he dicho antes, soplaba un viento fresco del sudoeste. La noche estaba despejada y fría.
Augustus se puso al timón y yo me situé junto al mástil, sobre la cubierta del camarote. Surcábamos
las aguas a gran velocidad, sin decirnos palabra desde que habíamos soltado las amarras en el
muelle. Al fin, le pregunté a mi compañero qué derrotero pensaba tomar y cuándo calculaba que
estaríamos de vuelta. Se puso a silbar durante unos instantes, y luego me dijo secamente:
-Yo voy al mar; tú puedes irte a casa, si te parece bien.
Al volver la vista hacia él, me di cuenta enseguida de que, a pesar de su fingida nonchalance, estaba
muy agitado. Le veía claramente a la luz de la luna: tenía el rostro más pálido que el mármol, y le
temblaban de tal modo las manos, que apenas podía sujetar la caña del timón. Comprendí que algo
no marchaba bien y me alarmé seriamente. Por aquel entonces sabía yo muy poco del gobierno de
una barca y, por tanto, dependía enteramente de la pericia náutica de mi amigo. Además, el viento
había arreciado bruscamente y nos íbamos alejando rápidamente de tierra por sotavento; pero sentí
vergüenza de mostrar miedo alguno, y durante casi media hora guardé un silencio absoluto. Sin
embargo, no pude contenerme más y le hablé a Augustus de la conveniencia de regresar. Como
antes, tardó casi un minuto en responderme o en dar muestras de haber oído mi indicación.
-Sí, enseguida -dijo al fin-. Ya es hora... enseguida regresamos.
Esperaba esta respuesta; pero había algo en el tono de estas palabras que me infundió una
indescriptible sensación de miedo. Volví a mirar a mi amigo con atención. Tenía los labios
completamente lívidos, y las rodillas se entrechocaban tan violentamente que apenas podía tenerse
en pie.
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-Por Dios, Augustus! -exclamé, realmente asustado-. ¿Qué te duele?... ¿Qué te sucede?... ¿Qué vas
a hacer?
-¿Qué me sucede? -balbució con la mayor sorpresa aparente y, soltando al mismo tiempo la caña
del timón, cayó al fondo de la barca-. ¿Qué me sucede?... Nada... ¿Por qué?... Nos vamos a casa...,
¿no lo estás viendo?
Comprendí entonces toda la verdad. Corrí hacia él para levantarlo. Estaba borracho, horriblemente
borracho... Ya no podía tenerse en pie, ni hablar, ni ver. Tenía los ojos completamente vidriosos;
y cuando en mi acceso de desesperación le solté, rodó como un tronco hasta el agua del fondo, de
donde acababa de levantarlo. Era evidente que, durante la noche había bebido más de lo que yo
sospeché, y que su conducta en la cama había sido el resultado de un estado de embriaguez muy
acentuado; estado que, como sucede en la demencia, permite a la víctima frecuentemente imitar
el comportamiento exterior de una persona en plena posesión de su juicio. Mas la frialdad del
ambiente había producido su efecto natural: la energía mental comenzó a acusar su influencia antes,
y la confusa percepción que indudablemente tuvo entonces de su peligrosa situación contribuyó
a apresurar la catástrofe. Se hallaba ahora completamente sin sentido, y no había probabilidad
alguna de que lo recobrase en muchas horas.
Tal vez sea muy difícil que el lector se dé cuenta de lo extremado de mi terror. Los vapores del
vino se habían disipado, dejándome a la par atemorizado e irresoluto. Sabía que era incapaz de
gobernar la barca, y que un viento recio y una fuerte bajamar nos precipitaban a la destrucción.
Evidentemente, se estaba levantando una tempestad a nuestras espaldas; no teníamos brújula ni
provisiones, y era evidente que, si manteníamos nuestro derrotero, perderíamos de vista la tierra
antes de romper el día. Estos pensamientos, con otros muchos igualmente espantosos, pasaban por
mi mente con desconcertante rapidez, y durante unos momentos me tuvieron paralizado e incapaz
de hacer nada. La barca cortaba las aguas con terrorífica velocidad, desplegada al viento, sin un
rizo en el foque ni en la vela mayor, con las bordas deslizándose enteramente bajo la espuma. Fue
realmente maravilloso que no zozobrase, pues Augustus, como he dicho antes, había abandonado
el timón y yo estaba demasiado agitado para pensar en cogerlo. Mas, afortunadamente, la barca se
mantuvo a flote, y poco a poco fui recobrando mi presencia de ánimo. El viento seguía arreciando
espantosamente, y cada vez que nos alzábamos por un cabeceo de la barca, sentíamos romper las
olas sobre nuestra bovedilla, inundándonos de agua; pero yo tenía los miembros tan entumecidos
que casi ni me daba cuenta de ello. Al fin, aguijoneado por la resolución que da la desesperación,
corrí al mástil y largué toda la vela mayor. Como era de esperar, cayó volando por fuera de la borda,
y, al empaparse ésta de agua, arrastró consigo al mástil. Este último accidente fue lo único que
me salvó de la muerte inminente. Sólo con el foque, navegué velozmente arrastrado por el viento,
embarcando agua de cuando en cuando, pero libre del temor de una muerte inmediata. Empuñé el
timón y respiré con más libertad al ver que aún nos quedaba una esperanza de salvación. Augustus
seguía sin sentido en el fondo de la barca, y como corría inminente peligro de ahogarse, (pues había
unos treinta centímetros de agua donde él yacía), me las ingenié para medio incorporarlo, dejándole
sentado y pasándole por el pecho una cuerda que até a la argolla de la cubierta del tumbadillo.
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Arregladas así las cosas del mejor modo posible, en mi estado de agitación y entumecimiento,
me encomendé a Dios y me preparé a soportar lo que sobreviniese, con toda la fortaleza de mi
voluntad.
Apenas había tomado esta resolución, cuando de improviso un estrepitoso y prolongado alarido,
como si procediese de las gargantas de mil demonios, pareció envolver a la barca por todas partes.
Jamás en la vida olvidaré la intensa angustia de terror que experimenté en aquel momento. Se me
erizó el cabello, sentí que la sangre se me helaba en las venas y que mi corazón cesaba de latir, y
sin ni siquiera alzar la vista para averiguar la causa de mí alarma, me desplomé sin sentido y cuan
largo era sobre el cuerpo de mi compañero.
Al volver en mí, me hallaba en la cámara de un ballenero (el Pingüino) que se dirigía a Nantucket.
Varias personas se inclinaban sobre mí, y Augustus, más pálido que la muerte, me daba fricciones
en las manos. Al yerme abrir los ojos, sus exclamaciones de gratitud y alegría excitaban
alternativamente la risa y el llanto de los rudos personajes allí presentes. Entonces se nos explicó
el misterio de nuestra salvación. Habíamos sido arrollados por el ballenero, que iba muy ceñido
por el viento, para acercarse a Nantucket con todas las velas que podía aventurar desplegadas, y
en consecuencia venía casi en ángulo recto a nuestro derrotero. En la atalaya de proa iban varios
vigías, pero ninguno vio nuestra barca hasta el momento en que era ya imposible evitar el choque,
y sus gritos de aviso eran los que me habían asustado de un modo tan terrible. Según me contaron,
el enorme barco pasó inmediatamente sobre nosotros, con más facilidad que nuestra pequeña
embarcación hubiera pasado por encima de una pluma, y sin notar el más leve impedimento en su
marcha. Ni un grito surgió de la cubierta de la víctima; sólo se oyó un débil y áspero chasquido
mezclado con el rugir del viento y del agua, al ser sumergida la frágil barca y rozar por un instante
la quilla de su destructor. Y eso fue todo. Creyendo que nuestra barca (que, como se recordará,
estaba desmantelada) era un simple e inútil casco a la deriva, el capitán (Capitán E. T. V. Block,
de New London) siguió su ruta sin preocuparse más del asunto. Por fortuna, dos de los vigías
afirmaron resueltamente que habían visto a una persona en el timón, y hablaron de la posibilidad
de salvarla. Siguió una discusión, cuando Block se encolerizó y, después de un rato, dijo que “no
tenía ninguna obligación de estar vigilando constantemente los cascarones de nuez, que su barco
no estaba destinado a una tontería semejante, y que si había algún hombre en el agua, nadie tenía
la culpa más que el propio interesado, y que podía ahogarse e irse al diablo”, o cosa por el estilo.
Henderson, el primer piloto, al oír cosas de este jaez, se hizo cargo del asunto, tan justamente
indignado como toda la tripulación, ante aquellas palabras que revelaban una horrenda crueldad.
Habló claramente, al verse apoyado por los marineros; le dijo al capitán que era digno de estar en
galeras, y que desobedecería sus órdenes aunque lo ahorcasen al poner pie en tierra. Zarandeando
a Block, (que se puso muy pálido y no respondió nada), se dirigió a grandes zancadas a la popa,
empuñó el timón y con voz firme dijo: “¡Orza a la banda!” La gente voló a sus puestos, y el barco
viró diestramente. Todo esto había llevado casi cinco minutos, y las posibilidades de salvar a
cualquiera eran muy escasas, admitiendo que hubiese alguien a bordo de la barca. Sin embargo,
como el lector ha visto, Augustus y yo fuimos salvados, y nuestra salvación pareció deberse a dos
de esas casualidades inconcebiblemente afortunadas que los sabios y los piadosos atribuyen a la
especial intervención de la Providencia.
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Mientras el barco permanecía al parió, el piloto mando arriar el chinchorro y saltó dentro de él
con los dos hombres, de los que, según creo, afirmaban haberme visto al timón. Acababan de
apartarse del costado del ballenero (la luna seguía brillando luminosamente), cuando el barco dio
un violento bandazo a barlovento, y Henderson, en el mismo instante, levantándose de su asiento,
gritaba a la tripulación que calase. No decía nada más, repitiendo con impaciencia su grito: “¡Ciad,
ciad!” La tripulación cumplió la orden de retroceder con la mayor presteza; mas ya el barco había
dado la vuelta y lanzado de lleno en su marcha, aunque todos los marineros se esforzaban por
acortar velas. A pesar del peligro del intento, el piloto se asió a las cadenas mayores en cuanto
estuvieron a su alcance. Un nuevo y violento bandazo sacó el costado de estribor del barco fuera
del agua casi hasta la quilla, y entonces se hizo evidente la causa de su ansiedad. Sujeto del modo
más singular al terso y reluciente casco (el Pingüino estaba forrado y abadernado de cobre), y
chocando violentamente contra él a cada movimiento del barco, se veía el cuerpo de un hombre.
Después de varios esfuerzos inútiles, realizados durante los bandazos del barco, fui sacado al fin
de mi peligrosa situación y subido a bordo, pues aquel cuerpo era mío propio. Al parecer, uno de
los pernos que sujetaban la madera del casco se había salido y abierto paso a través de la chapa de
cobre, y había detenido mi marcha cuando yo pasaba por debajo del barco, fijándome de modo tan
extraordinario a su fondo. La cabeza del perno había atravesado por el cuello la chaqueta de lana
verde que llevaba puesta, y me había rasgado la parte posterior de mi cuello entre dos tendones,
hasta la altura de la oreja derecha. Inmediatamente me metieron en la cama, aunque parecía que
mi vida se había extinguido por completo. No iba ningún médico a bordo. Pero el capitán me trató
con todas las atenciones, para enmendar, supongo, a los ojos de la tripulación, su atroz conducta
en la parte inicial de la aventura.
Mientras tanto, Henderson se había vuelto a apartar del barco, aunque ahora soplaba un viento casi
huracanado. No habían pasado muchos minutos cuando tropezó con algunos fragmentos de nuestra
barca, y poco después uno de los hombres que le acompañaban le aseguró que, a intervalos, entre
el rugir de la tempestad, oía un grito pidiendo auxilio. Esto indujo a los arriesgados marineros a
perseverar en la búsqueda durante más de media hora, aunque el Capitán Block les hacía reiteradas
señales para que regresasen, y aunque a cada minuto que pasaban sobre las aguas en tan frágil bote
se exponían al más inminente y mortal peligro. Realmente, es casi imposible concebir cómo la
diminuta embarcación en la que estaban pudo escapar de la destrucción ni un solo instante. Pero
estaba construida para el servicio ballenero y se hallaba provista, como tenía motivos para creerlo,
de depósitos de aire, al modo de los botes salvavidas que se emplean en la costa de Gales.
Después de haber buscado en vano durante el mencionado espacio de tiempo, decidieron regresar
al barco; mas apenas habían tomado esta resolución cuando un débil grito surgió de un objeto
oscuro que pasaba flotando rápidamente cerca de ellos. Se lanzaron en su persecución y enseguida
le dieron alcance. Resultó ser la cubierta intacta del tumbadillo del Ariel. Augustus se agitaba junto
al mismo, al parecer en los últimos estertores de la agonía. Al cogerlo, vieron que estaba atado
con una cuerda a la flotante madera. Esta cuerda, como se recordará, era la que yo le había echado
alrededor del pecho y anudado a la argolla, para mantenerle en posición erguida, y al hacerlo así
había preparado, sin saberlo, el medio de conservar su vida. El Ariel era de endeble construcción
y, al pasar por debajo del Pingüino, su armazón saltó en pedazos lógicamente; la cubierta del
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tumbadillo, como era de esperar, fue levantada por la fuerza del agua al entrar allí y, al ser separada
de cuajo de las vigas maestras, quedó flotando (con otros fragmentos, sin duda) en la superficie,
sosteniendo a flote a Augustus, quien escapó así de una muerte terrible.
Hasta una hora después de haber sido puesto a bordo del Pingüino no pudo dar cuenta de sí, ni
entender las explicaciones que le daban acerca de la naturaleza del accidente que le había sucedido
a nuestra barca. Al fin, se rehízo del todo y habló mucho de sus sensaciones mientras estuvo en
el agua. La primera vez que recobró algo el conocimiento se halló debajo del agua, girando con
velocidad vertiginosa y atado con una cuerda que daba tres o cuatro vueltas muy apretadas cerca
del cuello. Un instante después se sintió elevado súbitamente; su cabeza chocó violentamente con
un cuerpo duro y volvió a sumirse en la inconsciencia. Al recobrarse de nuevo, se hallaba en plena
posesión de sus sentidos, aunque estuviese en grado sumo confusa y nublada la razón. Ahora se
daba cuenta de que había sucedido algún accidente y de que estaba en el agua, aunque tenía la
boca por encima de la superficie y podía respirar con cierta libertad. Tal vez en aquellos momentos
la cubierta iba empujada velozmente por el viento y él era arrastrado tras ella, como si flotase de
espaldas. Naturalmente, mientras conservase aquella posición era casi imposible que se ahogase.
De pronto, un golpe de mar lo arrojó directamente sobre el puente, donde procuró mantenerse,
lanzando a intervalos gritos de socorro. Exactamente un momento antes de ser descubierto por
Mr. Henderson, se había visto obligado a soltar su asidero por falta de fuerzas y, al caer en el
mar, se había dado por perdido. Durante todo el tiempo de sus luchas no había tenido el más leve
recuerdo del Ariel, ni de ninguno de los asuntos relacionados con la causa de su desastre. Un
vago sentimiento de terror y de desesperación se había apoderado por completo de sus facultades.
Cuando finalmente fue recogido, le habían abandonado todas sus facultades mentales; y, como dije
antes, llevaba casi una hora a bordo del Pingüino hasta que se dio cuenta de su situación. Por lo
que se refiere a mí, fui reanimado de un estado que bordeaba casi la muerte (y después de haber
probado en vano todos los demás medios durante tres horas y media) gracias a vigorosas fricciones
con franelas mojadas en aceite caliente, procedimiento sugerido por Augustus. La herida de mi
cuello, aunque tenía un aspecto terrible, era de poca importancia, en realidad, y me repuse pronto
de sus efectos.
El Pingüino entró en puerto hacia las nueve de la mañana, después de haber capeado una de las
borrascas más recias desencadenadas en Nantucket. Augustus y yo logramos llegar a casa de Mr.
Barnard a la hora del desayuno, que, por fortuna, se había retrasado algo, debido a la reunión
de la noche anterior. Imagino que todos los que se sentaban a la mesa se hallaban demasiado
fatigados para advertir nuestro aspecto de cansancio, pues, naturalmente, no hubiera resistido el
más leve examen. Sin embargo, los muchachos de nuestra edad escolar pueden realizar maravillas
para fingir, y creo firmemente que ninguno de nuestros amigos de Nantucket tuvo la más ligera
sospecha de que la terrible historia contada por unos marineros en la ciudad acerca de que habían
pasado por encima de una embarcación en el mar y de que se habían ahogado unos treinta o
cuarenta pobres diablos, tenía que ver con nuestra barca Ariel, con mi compañero y conmigo
mismo. Los dos hemos hablado muchas veces del asunto, pero sin estremecernos jamás. En una
de nuestras conversaciones, Augustus me confesó francamente que nunca en toda su vida había
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experimentado una sensación tan aguda del desaliento como cuando a bordo de nuestra pequeña
embarcación se dio cuenta del alcance de su embriaguez y sintió que se estaba hundiendo bajo los
efectos de su influencia.
Capítulo II
En cuestiones de mero prejuicio, en pro o en contra nuestra, no solemos sacar deducciones con
entera certeza, aunque se parta de los datos más sencillos. Podría imaginarse que la catástrofe que
acabo de relatar enfriaría mi incipiente pasión por el mar. Por el contrario, nunca experimenté un
deseo más vivo por las arriesgadas aventuras de la vida del navegante que una semana después
de nuestra milagrosa salvación. Este breve período fue suficiente para borrar de mi memoria
la parte sombría y para iluminar vívidamente todos los aspectos agradables y pintorescos del
peligroso accidente. Mis conversaciones con Augustus se hacían diariamente más frecuentes y
más interesantes. Tenía una manera de referir las historias del océano (más de la mitad de las cuales
sospecho ahora que eran inventadas) que impresionaba mi temperamento entusiasta y fascinaba mi
sombría pero ardiente imaginación. Y lo extraño era que cuando más me entusiasmaba en favor de
la vida marinera era cuando describía los momentos más terribles de sufrimiento y desesperación.
Yo me interesaba escasamente por el lado alegre del cuadro. Mis visiones predilectas eran las de
los naufragios y las del hambre, las de la muerte o cautividad entre hordas bárbaras; las de una
vida arrastrada entre penas y lágrimas, sobre una gris y desolada roca, en pleno océano inaccesible
y desconocido. Estas visiones o deseos, pues tal era el carácter que asumían, son comunes, según
me han asegurado después, entre la clase harto numerosa de los melancólicos, y en la época de que
hablo las consideraba tan sólo como visiones proféticas de un destino que yo sentía que se iba a
cumplir. Augustus estaba totalmente identificado con mi modo de pensar, y es probable que nuestra
intimidad hubiese producido, en parte, un recíproco intercambio en nuestros caracteres.
Unos dieciocho meses después del desastre del Ariel, la casa armadora Lloyd y Vredenburgh (que,
según tengo entendido, estaba relacionada en cierto modo con los señores Enberby, de Liverpool)
estaba reparando y equipando para ir a la caza de la ballena al bergantín Grampus. Era un barco
viejo y en malas condiciones para echarse a la mar, aun después de todas las reparaciones que
se le hicieron. No llego a explicarme cómo fue elegido con preferencia a otros barcos buenos,
pertenecientes a los mismos dueños; pero el caso es que lo eligieron. Mr. Barnard fue encargado
del mando y Augustus iba a acompañarle. Mientras se equipaba al bergantín me apremiaba
constantemente sobre la excelente ocasión que se me ofrecía para satisfacer mis deseos de viajar.
Yo le escuchaba con anhelo; pero el asunto no tenía tan fácil arreglo. Mi padre no se oponía
resueltamente; pero a mi madre le daban ataques de nervios en cuanto se mencionaba el proyecto.
Y sobre todo mi abuelo, de quién yo tanto esperaba, juró que no me dejaría ni un chelín sí volvía
a hablarle del asunto. Pero lejos de desanimarme, estas dificultades no hacían más que avivar mi
deseo. Resolví partir a toda costa, y en cuanto comuniqué mi resolución a Augustus, nos pusimos
a urdir un plan para lograrlo. Mientras tanto, me abstuve de hablar con ninguno de mis parientes
acerca del viaje, y como me dedicaba ostensiblemente a mis estudios habituales, se imaginaron
que había abandonado el proyecto. Posteriormente, he examinado mi conducta en aquella ocasión
con sentimientos de desagrado, así como de sorpresa. La gran hipocresía que empleé para la
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consecución de mi proyecto, hipocresía que presidió todas mis palabras y actos de mi vida durante
tan largo espacio de tiempo, sólo pudo ser admitida por mí a causa del ansia ardiente y loca de
realizar mis tan queridas visiones de viaje.
En la prosecución de mi estratagema, me vi necesariamente obligado a confiar a Augustus muchos
de los preparativos, pues se pasaba gran parte del día a bordo del Grampus, atendiendo por su
padre a los trabajos que se llevaban a cabo en la cámara y en la bodega. Mas por la noche nos
reuníamos para hablar de nuestras esperanzas. Después de pasar casi un mes de este modo, sin dar
con plan alguno que nos pareciese de probable realización, mi amigo me dijo al fin que ya había
dispuesto todas las cosas necesarias. Yo tenía un pariente que vivía en New Bedford, un tal Mr.
Ross, en cuya casa solía pasar de vez en cuando dos o tres semanas. El bergantín debía hacerse a
la mar hacia mediados de junio (junio, 1827), y convinimos que un par de días antes de la salida
del barco, mi padre recibiría, como de costumbre, una carta de Mr. Ross rogándole que me enviase
a pasar quince días con Robert y Emmet (sus hijos). Augustus se encargó de escribir la carta y de
hacerla llegar a su destino. Y mientras mi familia me suponía camino de New Bedford, me iría a
reunir con mi compañero, quien me tendría preparado un escondite en el Grampus. Me aseguró
que este escondite sería suficientemente cómodo para permanecer en él muchos días, durante los
cuales no me dejaría ver de nadie. Cuando el bergantín ya estuviera tan lejos de tierra que le fuese
imposible volver atrás, entonces, me dijo, me instalarían en el camarote con toda comodidad; y
en cuanto a su padre, lo más seguro es que se reiría de la broma. En el camino íbamos a encontrar
barcos de sobra para enviar una carta a mi casa explicándoles la aventura a mis padres.
Al fin, llegó mediados de junio y el plan estaba perfectamente madurado. Se escribió y se entregó
la carta, y un lunes por la mañana salí de mi casa fingiendo que iba a embarcarme en el vapor
para New Bedford; pero fui al encuentro de Augustus, que me estaba aguardando en la esquina
de una calle. Nuestro plan primitivo era que yo debía esconderme hasta que anocheciera, y luego
deslizarme en el bergantín subrepticiamente; pero como fuimos favorecidos por una densa niebla,
estuvimos de acuerdo en no perder tiempo escondiéndome. Augustus tomó el camino del muelle
y yo le seguí a corta distancia, envuelto en un grueso chaquetón de marinero, que me había traído
para que no pudiese ser reconocido. Pero al doblar la segunda esquina, después de pasar el pozo de
Mr. Edmund, con quien me tropecé fue con mi abuelo, el viejo Mr. Peterson.
-¡Válgame Dios, Gordon! -exclamó, mirándome fijamente y después de un prolongado silencio-.
¿Pero de quién es ese chaquetón tan sucio que llevas puesto?
-Señor -respondí, fingiendo tan perfectamente como requerían las circunstancias un aire de
sorpresa, y expresándome en los tonos más rudos que imaginarse pueda-, señor, está usted en un
error. En primer lugar, no me llamo Gordon ni Goddin, ni cosa que se le parezca, y, usted, pillo,
tendría que tener más confianza conmigo para llamar sucio chaquetón a mi abrigo nuevo.
No sé cómo pude contener la risa al ver la sorpresa con que el anciano acogió mi destemplada
respuesta. Retrocedió dos o tres pasos, se puso muy pálido primero y luego excesivamente colorado,
se levantó las gafas, se las quitó al instante y echó a correr cojeando tras de mí, amenazándome con
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el paraguas en alto. Pero se detuvo enseguida, como si se le hubiese ocurrido repentinamente otra
idea, y, dando media vuelta, se fue tranqueando calle abajo, trémulo de ira y murmurando entre
dientes:
-¡Malditas gafas! ¡Necesito unas nuevas! Hubiera jurado que este marinero era Gordon.
Después de librarme de este tropiezo, proseguimos nuestra marcha con mayor prudencia y llegamos
a nuestro punto de destino sin novedad. A bordo no había más que un par de marineros, y estaban
muy atareados haciendo algo en el castillo de proa. Sabíamos muy bien que el Capitán Barnard
se hallaba en casa de Lloyd y Vredenburgh y que permanecería allí hasta el anochecer, de modo
que no teníamos nada que temer por esta parte. Augustus se acercó al costado del barco, y un
ratito después le seguí yo, sin que los atareados marineros advirtieran mi llegada. Nos dirigimos
enseguida a la cámara, donde no encontramos a nadie. Estaba muy confortablemente arreglada, cosa
rara en un ballenero. Había cuatro excelentes camarotes, con anchas y cómodas literas. Observé
que también había una gran estufa, y una mullida y amplia alfombra de buena calidad cubría el
suelo de la cámara y de los camarotes. El techo tenía unos tres metros de alto. En una palabra, todo
parecía mucho más agradable y espacioso de lo que me había imaginado. Pero Augustus me dejó
poco tiempo para observar, insistiendo en la necesidad de que me ocultara lo más rápidamente
posible. Se dirigió a su camarote, que se hallaba a estribor del bergantín, junto a los baluartes.
Al entrar, cerró la puerta y echó el cerrojo. Pensé que nunca en mi vida había visto un cuarto tan
bonito como aquél. Tenía unos nueve metros de largo, y no había más que una litera, espaciosa y
cómoda, como ya dije. En la parte más cercana a los baluartes quedaba un espacio de algo menos
de medio metro cuadrado con una mesa, una silla y una estantería llena de libros, principalmente
libros de viajes. Había también otras pequeñas comodidades, entre las que no debo olvidar una
especie de aparador o refrigerador, en el que Augustus me tenía preparada una selecta provisión
de conservas y bebidas.
Augustus presionó con los nudillos cierto lugar de la alfombra, en un rincón del espacio que acabo
de mencionar, haciéndome comprender que una porción del piso, de unos cuarenta centímetros
cuadrados, había sido cortada cuidadosamente y ajustada de nuevo. Mientras presionaba, esta
porción se alzó por un extremo lo suficiente para permitir introducir los dedos por debajo. De este
modo, levantó la boca de la trampa (a la que la alfombra estaba asegurada por medio de clavos), y
vi que conducía a la bodega de popa. Luego encendió una pequeña bujía con una cerilla, la colocó
en una linterna sorda y descendió por la abertura, invitándome a que le siguiera. Así lo hice, y
luego cerró la tapa del agujero, valiéndose de un clavo que tenía en su parte de abajo. De esta
forma, la alfombra recobraba su posición primitiva en el piso del camarote, ocultando todos los
rastros de la abertura.
La bujía daba una luz tan débil, que apenas podía seguir a tientas mi camino por entre la confusa
masa de maderas en que me encontraba ahora. Mas, poco a poco, me fui acostumbrando a la
oscuridad y seguí adelante con menos dificultad, cogido a la chaqueta de mi amigo. Después de
serpentear por numerosos pasillos, estrechos y tortuosos, se detuvo al fin junto a una caja reforzada
con hierro, como las que suelen utilizarse para embalar porcelana fina. Tenía cerca de un metro
de alto por casi dos de largo, pero era muy estrecha. Encima de ella había dos grandes barriles de
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aceite vacíos, y sobre éstos se apilaba hasta el techo una gran cantidad de esteras de paja. Y todo
alrededor se apiñaba, lo más apretado posible, hasta encajar en el techo, un verdadero caos de toda
clase de provisiones para barcos, junto con una mezcla heterogénea de cajones, cestas, barriles y
bultos, de modo que me parecía imposible que hubiésemos encontrado un paso cualquiera para
llegar hasta la caja. Luego me enteré de que Augustus había dirigido expresamente la estiba de esta
bodega con el propósito de procurarme un escondite, teniendo como único ayudante en su trabajo
a un hombre que no pertenecía a la tripulación del bergantín.
Mi compañero me explicó que uno de los lados de la caja podía quitarse a voluntad. Lo apartó y
quedó al descubierto el interior, cosa que me divirtió mucho. Una colchoneta de las de las literas
de la cámara cubría todo el fondo, y contenía casi todos los artículos de confort del barco que
podían caber en tan reducido espacio, permitiéndome, al mismo tiempo, el sitio suficiente para
acomodarme allí, sentado o completamente tumbado. Había, entre otras cosas, libros, pluma, tinta
y papel, tres mantas, una gran vasija con agua, un barril de galletas, tres o cuatro salchichones de
Bologna, un jamón enorme, una pierna de cordero asado en fiambre y media docena de botellas
de licores y cordiales. Inmediatamente procedí a tomar posesión de mi reducido aposento, y esto
con más satisfacción que un monarca al entrar en un palacio nuevo. Luego, Augustus me enseñó
el método de cerrar el lado abierto de la caja, y, sosteniendo la bujía junto al techo, me mostró una
gruesa cuerda negra que corría a lo largo de él. Me explicó que iba desde mi escondite, a través
de todos los recovecos necesarios entre los trastos viejos, hasta un clavo del techo de la bodega,
inmediatamente debajo de la puerta de la trampa que daba a su camarote. Por medio de esta cuerda
yo podía encontrar fácilmente la salida sin su guía, en caso de que un accidente imprevisto me
obligara a dar este paso. Luego se despidió, dejándome la linterna, con una abundante provisión de
velas y fósforos, y prometiendo venir a yerme siempre que pudiera hacerlo sin llamar la atención.
Esto sucedía el diecisiete de junio.
Permanecí allí tres días con sus noches (según mis cálculos), sin salir de mi escondite más que dos
veces con el propósito de estirar mis piernas, manteniéndome de pie entre dos cajones que había
exactamente frente a la abertura. Durante aquel tiempo no supe nada de Augustus; pero esto me
preocupaba poco, pues sabía que el bergantín estaba a punto de zarpar y en la agitación de esos
momentos no era fácil que encontrase ocasión de bajar a yerme. Por último, oí que la trampa se
abría y se cerraba, y enseguida me llamó en voz baja preguntándome si seguía bien y si necesitaba
algo.
-Nada -contesté-. Estoy todo lo bien que se puede estar. ¿Cuándo zarpa el bergantín?
-Levaremos anclas antes de medía hora -respondió-. He venido a decírtelo, pues temía que te
alarmase mi ausencia. No tendré ocasión de bajar de nuevo hasta pasado algún tiempo, tal vez
durante tres o cuatro días. A bordo todo marcha bien. Una vez que yo suba y cierre la trampa,
sigue la cuerda hasta el clavo. Allí encontrarás mi reloj; puede serte útil, pues no ves la luz del
día para darte cuenta del tiempo. Te apuesto a que no eres capaz de decirme cuánto tiempo llevas
escondido: sólo tres días; hoy estamos a veinte. De buena gana te traería yo mismo el reloj, pero
tengo miedo de que me echen de menos.
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esta idea, porque en este caso el barco tenía que haber virado Varias veces; y yo estaba plenamente
convencido, a juzgar por la constante inclinación a babor, de que navegábamos con firme brisa de
estribor. Además, aun suponiendo que nos hallásemos todavía cerca de la isla, ¿por qué no bajaba
Augustus para informarme de esta circunstancia? Meditando de esta forma sobre mi solitaria y
triste situación, resolví aguardar otras veinticuatro horas, y si no recibía ningún alivio, me dirigiría
a la trampa e intentaría hablar con mi amigo o, al menos, respirar un poco de aire fresco y renovar
mi provisión de agua. Preocupado con estos pensamientos y, a pesar de todos mis esfuerzos, caí en
un profundo sueño o, más exactamente, sopor. Mis ensueños fueron de los más terroríficos y me
sentía abrumado por toda clase de calamidades y horrores. Entre otros terrores, me veía asfixiado
entre enormes almohadas, que me arrojaban demonios del aspecto más feroz y siniestro. Serpientes
espantosas me enroscaban entre sus anillos y me miraban de hito en hito con sus relucientes
y espantosos ojos. Luego se extendían ante mí desiertos sin límites, de aspecto muy desolado.
Troncos de árboles inmensamente altos, secos y sin hojas, se elevaban en infinita sucesión hasta
donde alcanzaba mi vista; sus raíces se sumergían bajo enormes ciénagas, cuyas lúgubres aguas
yacían intensamente negras, serenas y siniestras. Y aquellos extraños árboles parecían dotados de
vitalidad humana, y balanceando de un lado para otro sus esqueléticos brazos, pedían clemencia a
las silenciosas aguas con los agudos y penetrantes acentos de la angustia y de la desesperación más
acerba. La escena cambió, y me encontré, desnudo y solo, en los ardientes arenales del Sahara. A
mis pies se hallaba agazapado un fiero león de los trópicos; de repente, abrió sus ojos feroces y se
lanzó sobre mí. Dando un brinco convulsivo, se levantó sobre sus patas, dejando al descubierto
sus horribles dientes. Un instante después, salió de sus enrojecidas fauces un rugido semejante al
trueno, y caí violentamente al suelo. Sofocado en el paroxismo del terror, medio me desperté al fin.
Mi pesadilla no había sido del todo una pesadilla. Ahora, al fin, estaba en posesión de mis sentidos.
Las pezuñas de un monstruo enorme y real se apoyaban pesadamente sobre mi pecho; sentía en
mis oídos su cálido aliento, y sus blancos y espantosos colmillos brillaban ante mí en la oscuridad.
Aunque hubieran dependido mil vidas del movimiento de un miembro o de la articulación de una
palabra, no me hubiese movido ni hablado. La bestia, cualquiera que fuese, se mantenía en su
postura sin intentar ataque alguno inmediato, mientras yo seguía completamente desamparado y,
según me imaginaba, moribundo bajo sus garras. Sentía que las facultades físicas e intelectuales
me abandonaban por momentos; en una palabra, sentía que me moría de puro miedo. Mi cerebro
se paralizó, me sentí mareado, se me nubló la vista; incluso las resplandecientes pupilas que me
miraban me parecieron más oscuras. Haciendo un postrer y supremo esfuerzo, dirigí una débil
plegaria a Dios y me resigné a morir. El sonido de mi voz pareció despertar todo el furor latente
del animal. Se precipitó sobre mí: pero cuál no sería mi asombro cuando, lanzando un sordo y
prolongado gemido, comenzó a lamerme la cara y las manos con el mayor y las más extravagantes
demostraciones de alegría y cariño. Aunque estaba aturdido y sumido en el asombro, reconocí el
peculiar gemido de mi perro de Terranova, Tigre, y las caricias que solía prodigarme. Era él. Sentí
que se me agolpaba súbitamente la sangre en las sienes, y una vertiginosa y consoladora sensación
de libertad y de vida. Me levanté precipitadamente de la colchoneta en que había estado echado
y, arrojándome al cuello de mi fiel compañero y amigo, desahogué la gran opresión de mí pecho
derramando un raudal de ardientes lágrimas.
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Por tanto, a pesar de mi debilidad, tenía que abandonar la cuerda que me servía de guía y buscar
un nuevo paso, o saltar por encima del obstáculo y reanudar la marcha por el otro lado. La primera
alternativa ofrecía demasiadas dificultades y peligros para no pensar en ella sin estremecerse.
En mi actual estado de debilidad física y mental, me perdería infaliblemente en mi camino si lo
intentaba, y perecería miserablemente en medio de los lúgubres y repugnantes laberintos de la
bodega. Por ello, procedí sin vacilar a reunir todas mis energías y mi voluntad para intentar, como
mejor pudiese, saltar por encima de la caja.
Al ponerme en pie con vistas a este fin, vi que la empresa era aún más ardua de lo que mis temores
me habían hecho imaginar. A ambos lados del estrecho paso se levantaba una muralla de pesados
maderos que a la menor torpeza mía podían caer sobre mi cabeza; o, si tal no sucedía, la senda
podía quedar obstruida por detrás de mí, dejándome encerrado entre dos obstáculos. La caja era
larga y difícil de manejar y no presentaba ningún asidero. Traté en vano, por todos los medios que
estaban a mi alcance, de asirme al borde superior, con la esperanza de poder subirme a mí mismo
a pulso. Aunque lo hubiera alcanzado, es evidente que mis fuerzas no eran suficientes para la tarea
que intentaba, así que era preferible, a este respecto, que no lo consiguiese. Finalmente, al hacer
un esfuerzo desesperado para levantar la caja, sentí una fuerte vibración en el lado próximo a mí.
Puse la mano ávidamente en el borde de las tablas y descubrí que una, muy ancha, estaba floja.
Con la navaja, que por fortuna llevaba conmigo, logré, después de mucho trabajo, desclavarla por
completo; al mirar por la abertura descubrí, con gran alegría mía, que no tenía tablas en el lado
opuesto; en otras palabras, que carecía de tapa, siendo el fondo la superficie a través de la cual
yo había abierto mi camino. Ya no tropecé con ninguna dificultad importante al seguir a lo largo
de la cuerda; hasta que, finalmente, llegué al clavo. Palpitándome el corazón, me puse en pie y
oprimí con suavidad la tapa de la trampa. Ésta no se levantó con la facilidad que yo esperaba y
la empujé con más energía, aun temiendo que hubiera en el camarote alguna otra persona que no
fuera mi amigo Augustus. Pero, con gran extrañeza mía, la puerta siguió sin abrirse, y comencé a
inquietarme, pues sabía que antes hacía falta poco o ningún esfuerzo para levantarla. La empujé
vigorosamente, pero siguió firme; empuje con todas mis fuerzas, y tampoco cedió; empujé con
furia, con rabia, con desesperación, pero desafiaba todos mis esfuerzos. Era evidente, a juzgar por
lo firme de la resistencia, que el agujero había sido descubierto y clavado, o que habían puesto
encima algún peso enorme, por lo que era inútil tratar de levantarla.
Mis sensaciones fueron de un extremado horror y desaliento. En vano trataba de razonar sobre la
probable causa de mi encierro definitivo. No podía coordinar las ideas y, dejándome caer al suelo,
me asaltaron, irresistiblemente, las más lúgubres imaginaciones, en las que las muertes espantosas
por sed, hambre, asfixia y entierro prematuro me abrumaban como desastres inminentes que me
acontecerían. Por fin, recobré algo de mi presencia de ánimo. Me levanté y palpé con los dedos,
buscando las grietas o ranuras de la abertura. Al encontrarlas, las examiné detenidamente, para
ver si salía alguna luz del camarote; pero no se veía nada. Entonces metí la hoja de la navaja entre
ellas, hasta que di con un obstáculo duro. Al rasparlo descubrí que era una sólida masa de hierro, la
cual, por su peculiar ondulación al tacto cuando pasaba la hoja a lo largo de ella, deduje que era una
cadena. El único recurso que me quedaba era retroceder en mi camino hasta la caja y abandonarme
allí a mi triste hado, o intentar tranquilizar mi mente para meditar algún plan de salida. Así lo hice
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renuncié a utilizarlos, y los dejé como estaban. Recogí como mejor pude los fósforos, de los que
sólo había unas partículas, y regresé con ellos, después de muchas dificultades, a la caja, donde
Tigre había permanecido.
No sabía qué hacer ahora. La oscuridad que reinaba en la bodega era tan intensa, que no podía
ver mis manos, aunque las acercase a la cara. Apenas distinguía la tira blanca de papel, y esto no
mirándola directamente, sino volviendo hacia ella la parte exterior de la retina, es decir, mirándola
un poco de reojo; así descubrí que llegaba a ser perceptible en cierta medida. De este modo puede
comprenderse la oscuridad de mi encierro. La nota de mi amigo, si realmente lo era, sólo venía a
aumentar mi turbación, atormentando inútilmente mi ya debilitado y agitado espíritu. En vano le
daba vueltas a una multitud de absurdos expedientes para procurarme luz -expedientes análogos a
los que, en igual situación, imaginaría un hombre dominado por el sueño agitador del opio-, todos
y cada uno de los cuales le parecían, por turno, al soñador la más razonable y la más descabellada
de las ideas, exactamente lo mismo que el razonamiento o las facultades imaginativas fluctúan,
alternativamente, una tras otra. Por último, se me ocurrió una idea que me pareció razonable,
maravillándome justamente de que no se me hubiese ocurrido antes. Coloqué la tira de papel sobre
el dorso de un libro, y, reuniendo los fragmentos de los fósforos que había recogido del barril, los
coloqué sobre el papel. Luego, con la palma de la mano, froté todo rápida y fuertemente. Una luz
clara se difundió inmediatamente por toda la superficie, y si hubiera habido algo escrito en ella, es
seguro que no hubiese experimentado la menor dificultad en leerlo. Pero no había ni una sílaba;
sólo una blancura triste y desoladora. A los pocos segundos se extinguió la luz, y sentí dentro de
mí que mi corazón desfallecía con ella.
He afirmado antes más de una vez que mi intelecto, en un período anterior a éste, se había hallado en
un estado que bordeaba la imbecilidad. Es cierto que tuve intervalos de lucidez y hasta momentos
de energía, pero éstos fueron muy raros. Recuérdese que llevaba respirando durante muchos días
la casi pestilencial atmósfera de un agujero cerrado en un buque ballenero, y que durante buena
parte de este tiempo había tenido insuficiente provisión de agua. En las últimas catorce o quince
horas me vi privado de ella, y tampoco había dormido durante este tiempo. Provisiones saladas de
las excitantes habían sido mi sustento principal y, después de la pérdida del fiambre de cordero, mi
único alimento, exceptuando las galletas, y de éstas apenas había comido, pues estaban demasiado
secas y duras para que las pudiese tragar mi garganta tumefacta y ardiente. Me sentía ahora en un
estado de fiebre, y me encontraba excesivamente mal. Esto explicará por qué transcurrieron largas
y angustiosas horas de abatimiento desde mi última aventura con los fósforos, hasta que se me
ocurrió que sólo había examinado una cara del papel. No intentaré describir todos mis sentimientos
de rabia (pues creía que me hallaba más colérico que cualquier otra cosa) cuando me di perfecta
cuenta del tremendo olvido que había cometido. El desatino no hubiera sido muy importante si mi
propia locura e impetuosidad no lo hubiera hecho casi irreparable; en mi desaliento al no hallar ni
una sola palabra en el papel, lo desgarré puerilmente y arrojé sus pedazos, siendo imposible decir
dónde.
La parte más difícil del problema pude resolverla mediante la sagacidad de Tigre. Habiendo
encontrado, tras largas pesquisas, un pedazo de nota, se la di a oler al perro, esforzándome en
hacerle comprender que debía traerme el resto de ella. Con gran asombro mío (pues yo no le había
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enseñado ninguna de las habilidades que dan fama a su raza), pareció entenderme en el acto, y
rebuscando durante unos momentos, pronto encontré otro pedazo bastante grande. Me lo trajo,
esperó un poco y, rozando su hocico contra mi mano, parecía esperar mí aprobación por lo que
había hecho. Le di un cariñoso golpecito en la cabeza, e inmediatamente volvió a sus pesquisas.
Pasaron ahora unos minutos antes de que volviese; pero cuando lo hizo, traía consigo una larga tira
que completaba el papel perdido; al parecer, sólo lo había roto en tres pedazos. Afortunadamente,
encontré sin dificultad los escasos fragmentos de fósforos que quedaban, guiado por el brillo que
emitían aún una o dos de las partículas. Mis dificultades me habían enseñado cuán necesario es
la prudencia, y me tomé tiempo para reflexionar sobre lo que debía hacer. Consideré que era muy
probable que hubiese algunas palabras escritas en la cara del papel que no había examinado; pero
¿cuál era esta cara? La unión de los pedazos no me daba ninguna pista a este respecto, aunque me
asegurase que las palabras (si había alguna) se hallaban todas en una de las caras, y conectadas
de manera apropiada, como habían sido escritas. Tenía la imperiosa necesidad de averiguar esta
cuestión sin lugar a dudas, porque el fósforo que quedaba sería totalmente insuficiente para una
tercera tentativa si fallaba en la que ahora iba a hacer. Coloqué el papel sobre un libro, como antes,
y me senté unos momentos a meditar concienzudamente la resolución del asunto. Al fin, pensé
que no era imposible que el lado escrito presentase algunas asperezas en su superficie, que un
fino sentido del tacto podría reconocer. Decidí intentarlo, y pasé los dedos cuidadosamente sobre
la cara que estaba hacia arriba. Pero no percibí nada absolutamente, y volví el papel, ajustándolo
sobre el libro. Pasé de nuevo el índice con exquisita precaución, y descubrí un brillo muy débil,
pero aún discernible, que seguía al paso del dedo. Pensé que este brillo debía provenir de algunas
diminutas partículas del fósforo con que había cubierto el papel en la prueba anterior. Por tanto, la
otra cara, la de abajo, era donde estaba lo escrito, si finalmente había algo escrito. Volví de nuevo
la nota, y comencé a trabajar como anteriormente. En cuanto froté el fósforo, surgió un resplandor,
como antes; pero esta vez se distinguían varias líneas manuscritas, en grandes caracteres y
aparentemente en tinta roja. El resplandor, aunque suficientemente brillante, sólo duró un instante.
Mas, si no hubiera estado tan excitado, hubiese tenido tiempo sobrado para repasar por completo
las tres frases que aparecieron ante mí; pues vi que eran tres. Sin embargo, en mi ansiedad por leer
todo enseguida, sólo conseguí leer las siete últimas palabras, que decían así: ...sangre...; tu vida
depende de permanecer oculto.”
Si hubiera podido enterarme del contenido de toda la nota, del sentido completo del aviso que mi
amigo había intentado enviarme, estoy convencido de que este aviso, aunque me hubiese revelado
la historia del desastre más inexplicable, no me habría causado ni una pizca del horror atroz e
inexpresable que me inspiró la advertencia fragmentaria recibida de aquel modo. Y, además, la
palabra sangre, esa palabra suprema tan rica siempre en misterios, sufrimientos y terrores -, ¡qué
trémula de importancia se me aparecía ahora!, ¡qué fría y pesadamente (aisladas, como estaban, de
las palabras precedentes para calificarla y darle precisión) cayeron sus vagas sílabas, en medio de
aquella sombría prisión, dentro de lo más recóndito de mi alma!
Indudablemente, Augustus había tenido sus buenas razones para desearme que siguiese oculto, y
me forjé mil conjeturas acerca de lo que habría sucedido, sin dar con ninguna solución satisfactoria
del misterio. Al volver de mi última expedición a la trampa, y antes de que mi atención se viese
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distraída por la singular conducta de Tigre yo había tomado la resolución de hacerme oír a toda
costa por la gente de a bordo o, si esto no era posible, tratar de abrirme paso por el entrepuente.
La casi seguridad que sentía de poder realizar uno de estos dos propósitos en último extremo me
había dado un valor (que de otro modo no hubiese tenido) para soportar los males de mi situación.
Pero las pocas palabras que había sido capaz de leer me quitaban estos últimos recursos, y ahora,
por primera vez, sentí todo lo extremado de mi triste suerte. En el paroxismo de desesperación,
me arrojé de nuevo sobre la colchoneta donde, por espacio de un día y una noche, permanecí en
una especie de estupor, aliviado tan sólo por momentáneos intervalos de raciocinio y de recuerdos.
Me volví a levantar al fin, y me puse a reflexionar sobre los horrores que me acorralaban. Apenas
era posible que viviera otras veinticuatro horas sin agua, pues desde luego no podía pasar más
tiempo sin beber nada. Durante la primera parte de mi encierro había consumido liberalmente los
licores con que Augustus me había provisto; pero sólo habían servido para excitar la fiebre, sin
aplacar en lo más mínimo mí sed. Sólo me quedaba una pequeñísima cantidad de una especie de
licor de melocotón muy fuerte, que me revolvía el estómago. Las salchichas se habían acabado,
y del jamón quedaba tan sólo un pequeño trozo de corteza; las galletas se las había comido todas
Tigre excepto unos fragmentos de una de ellas. Para colmo de mis males, me di cuenta de que el
dolor de cabeza se me intensificaba por momentos, sumiéndome en una especie de delirio que me
afligía más o menos desde que caí dormido por primera vez. Llevaba ya varias horas respirando
con la mayor dificultad; pero ahora cada vez que intentaba hacerlo sentía en el pecho un efecto
espasmódico totalmente deprimente. Pero había aún otra causa de inquietud de índole muy distinta,
y cuyos hostigantes terrores habían sido el principal acicate para decidirme a salir de mi estupor en
la colchoneta. Era debida al comportamiento del perro.
Primero observé una alteración en su conducta mientras frotaba el fósforo sobre el papel por última
vez. Al tiempo de frotar el papel acercó su nariz a mi mano gruñendo ligeramente; pero estaba yo
demasiado excitado para prestar atención a tal circunstancia. Poco después, como se recordará,
me tumbé en la colchoneta y caí en una especie de letargo. Luego sentí como un particular silbido
junto a mis oídos, y descubrí que procedía de Tigre, que jadeaba anhelante en un estado de gran
excitación, con los ojos relucientes en plena oscuridad. Le dirigí unas palabras, respondió con un
sordo gemido y luego permaneció quieto. Enseguida volví a caer en mi sopor, del que desperté de
nuevo de un modo similar. Esto se repitió tres o cuatro veces, hasta que por fin su conducta me
inspiró tan gran temor, que me despabilé por completo. Tigre estaba echado ahora junto a la puerta
de la caja, gruñendo medrosamente, aunque en tono bajo, y rechinando los dientes como si estuviese
violentamente convulso. No había duda alguna de que la falta de agua o la atmósfera viciada de la
bodega le habían puesto rabioso, y no sabía qué hacer con él. No podía soportar la idea de matarlo,
que ya parecía completamente necesaria para mi propia seguridad. Veía claramente sus ojos fijos
en mí con expresión de la animosidad más fatídica, y a cada instante esperaba que se abalanzase
sobre mí. Finalmente, no pudiendo soportar por más tiempo aquella terrible situación, decidí salir
de la caja a todo riesgo, y matarlo si su oposición lo hacía necesario. Para salir tenía que pasar
precisamente por encima de su cuerpo, y él ya se había anticipado a mi designio, levantándose
sobre las patas delanteras (como percibí por el cambio de la posición de sus ojos) y enseñándome
sus blancos colmillos, que eran fácilmente discernibles. Cogí los restos de la corteza del jamón y
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la botella que contenía el licor, los aseguré muy bien contra el cuerpo, junto con un gran cuchillo
de trinchar que me había dejado Augustus y, envolviéndome lo mejor que pude en mi chaquetón,
hice un movimiento de avance hacia la boca de la caja. No bien acababa de hacer esto, cuando el
perro saltó a mi garganta dando un sordo gruñido. Todo el peso de su cuerpo cayó sobre mi hombro
derecho, y rodé violentamente hacia la izquierda, mientras el enfurecido animal pasaba por encima
de mí. Caí de rodillas, quedando con la cabeza entre las mantas, y esto me libró de un segundo
y furioso ataque, durante el cual sentí los agudos colmillos oprimiendo vigorosamente la lana
que envolvía mi cuello, sin que por fortuna lograse atravesar todos sus pliegues. Yo estaba ahora
debajo del perro, y en unos instantes me hallaría completamente a su merced. La desesperación me
dio fuerzas, y levantándome resueltamente, me desasí de él sacudiéndole con fuerza y arrastrando
conmigo las mantas de la colchoneta. Se las arrojé enseguida sobre él y, antes de que pudiera salir
de entre ellas, atravesé la puerta y la cerré, dejándole dentro. Pero en esta lucha no había tenido
más remedio que dejar caer el trozo de corteza de jamón, y todas mis provisiones quedaron, pues,
reducidas a unos tragos de licor. Al pasar por mi mente esta reflexión me sentí movido por uno de
esos accesos de perversidad que es de suponer que le hubiesen dado, en circunstancias similares, a
un niño malcriado, y llevándome la botella a la boca, me bebí hasta la última gota y la arrojé con
rabia contra el suelo.
Apenas se había apagado el eco del chasquido, cuando oí pronunciar mi nombre con voz impaciente,
pero sigilosa, que venía de la dirección de proa. Tan inesperada era cualquier cosa semejante y tan
intensa la emoción que me produjo el sonido, que en vano traté de contestar. Había perdido por
completo la facultad del habla, y en la angustia que me producía el terror de que mi amigo me
creyese muerto y se retirase sin intentar acercarse a mí, me levanté entre los cachivaches que había
junto a la puerta de la caja, temblando convulsivamente y haciendo esfuerzos sobrehumanos para
hablar. Aunque mil mundos hubieran dependido de una palabra mía, no hubiese podido articularla.
Sentí de pronto un ligero movimiento entre el montón de maderas, un poco más allá de donde
yo me hallaba. Enseguida el ruido se fue debilitando cada vez más, haciéndose más tenue, más
lejano. ¿Podré olvidar algún día los sentimientos que experimenté en aquel momento? Se iba
alejando..., mi amigo, mi compañero, de quien tenía derecho a esperar tanto..., se iba alejando...,
me abandonaba..., ¡se había ido! Me dejaba morir miserablemente, me dejaba perecer en el más
horrible y siniestro de los calabozos..., y cuando una sola palabra, una sola sílaba me hubiese
salvado... ¡esa única sílaba no podía pronunciarla! Estoy seguro de que en aquellos instantes
sentí las angustias de la muerte mil veces agrandadas. Me empezó a dar vueltas la cabeza y caí,
mortalmente enfermo, contra el extremo de la caja.
Al caerme, se desprendió del cinturón el cuchillo y rodó por el suelo, produciendo un ruido metálico.
¡Jamás sonaron en mis oídos más vivamente los compases de la más dulce melodía! Escuché, con
intensa ansiedad, para asegurarme del efecto que el ruido produciría en Augustus..., pues sabía que
la única persona que me había llamado por mi nombre no podía ser más que él. Todo permaneció
en silencio durante unos momentos. Por fin, volví a oír la palabra “¡Arthur!” repetida en voz baja,
como por una persona que vacila. Al renacer la esperanza perdida recobré de golpe el habla y grité
con toda la fuerza de mi voz:
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-¡Augustus! ¡Ay, Augustus! ¡Silencio!; ¡Calla, por Dios! -me contestó con voz trémula de agitación-.
Estaré contigo inmediatamente..., en cuanto pueda abrirme camino a través de la bodega.
Durante un buen rato le oí moverse entre la estiba, y cada momento me parecía un siglo. Al fin,
sentí su mano sobre mi hombre y, en el mismo instante, me puso una botella de agua en la boca.
Solamente los que han sido redimidos súbitamente de las sombras de la tumba o quienes hayan
conocido los insoportables tormentos de la sed bajo circunstancias tan agravadas como las que me
rodeaban en mi espantosa prisión, pueden darse idea de las indecibles delicias que proporciona un
buen trago, el más exquisito de todos los placeres que pueda gozar el hombre.
Cuando hube satisfecho en cierto grado la sed, Augustus sacó del bolsillo tres o cuatro patatas
cocidas, que devoré con la mayor avidez. Traía una linterna sorda, y los gratos rayos de su luz
me causaban no menos gusto que la comida y la bebida, Pero yo estaba impaciente por saber la
causa de su prolongada ausencia, y comenzó a contarme lo que había sucedido a bordo durante mi
encarcelamiento.
Capítulo IV
El bergantín se hizo a la vela, como me había imaginado, a eso de una hora después de haberme
dejado Augustus el reloj. Esto sucedía el 20 de junio. Se recordará que por entonces llevaba yo tres
días en la cala; y, durante este período, reinó tan constante agitación a bordo, especialmente en la
cámara y en los camarotes, que mi amigo no había tenido tiempo de visitarme sin riesgo de que
se descubriese el secreto de la trampa. Cuando al fin pudo venir, le aseguré que yo estaba lo mejor
que podía estar, y por eso durante dos días no se inquietó mucho por mi situación, aunque acechase
siempre una ocasión para bajar. Ésta no la pudo hallar hasta el cuarto día. Varias veces durante
este período había pensado contarle a su padre la aventura, para que subiese enseguida; pero nos
hallábamos aún a corta distancia de Nantucket y, por ciertas expresiones que se le habían escapado
al Capitán Barnard, no era dudoso que me devolviese a tierra sí se enteraba de que yo iba a bordo.
Además, meditando sobre esto, Augustus, según me dijo, no se imaginaba que yo me hallase en tan
gran necesidad, ni de que yo vacilase, en tal caso, de acercarme a gritar junto a la trampa para que
me oyesen. Así, pues, tomando en consideración todo esto, decidió dejarme allí hasta que tuviera
ocasión de visitarme sin que lo advirtieran. Esto, como dije antes, no sucedió hasta el cuarto día
después de traerme el reloj, y el séptimo desde que entré por vez primera en la bodega. Bajó
entonces sin llevar agua ni provisiones, pues sólo se proponía en esta primera ocasión llamarme
la atención para que fuese desde la caja hasta la trampa, al tiempo que él subía al camarote y
desde allí me tiraba unas provisiones. Cuando descendió con este propósito me encontró dormido,
roncando estrepitosamente. Por los cálculos que me hice sobre este punto, éste debió de ser el
sopor en que caí precisamente después de mi regreso desde la trampa de recoger el reloj, y que,
consiguientemente, debió de durar más de tres días con sus noches, por lo menos. Posteriormente
he tenido razones tanto por mi propia experiencia como por el testimonio de los demás, para
enterarme de los poderosos efectos soporíferas del hedor que despide el aceite de pescado rancio
en sitios cerrados; y cuando pienso en el estado de la cala en que me hallaba aprisionado y el largo
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período durante el cual el bergantín había sido utilizado como ballenero, me inclino aún más a
maravillarme de haberme despabilado de mi sueño, después de caer dormido, que no de haber
permanecido durmiendo ininterrumpidamente durante el tiempo arriba especificado.
Augustus me llamó en voz baja primero y sin cerrar la trampa; pero no le contesté. Entonces cerró
la trampa, y me llamó más fuerte y, finalmente, a voces; pero yo seguía roncando. No sabía qué
hacer. Le llevaría algún tiempo recorrer el camino a través de la estiba hasta mi caja, y mientras
tanto su ausencia podía ser notada por el Capitán Barnard, quien necesitaba de sus servicios a cada
momento, para arreglar y copiar papeles relacionados con los negocios del viaje. Por tanto, tras de
reflexionarlo, decidió subir y esperar otra ocasión para visitarme. Se sintió más inducido a tomar
esta resolución porque mi sueño parecía ser de la naturaleza más tranquila, pues no suponía que
me hubiese puesto malo por estar encerrado. Estaba justamente meditando sobre estos extremos,
cuando le llamó la atención un extraño bullicio, que parecía proceder de la cámara. Saltó a través
de la trampa lo más rápidamente posible, la cerró y abrió la puerta de su camarote. Apenas había
puesto los pies en el umbral, cuando una pistola brilló en su cara y cayó derribado, al mismo
tiempo, por el golpe de un espeque.
Una mano vigorosa le sujetaba contra el suelo del camarote, oprimiéndole férreamente la garganta;
pero pudo ver lo que estaba sucediendo a su alrededor. Su padre estaba atado de pies y manos,
y yacía tendido a lo largo de los peldaños de la escalera de la cámara, cabeza abajo, con una
profunda herida en la frente, de la que manaba un continuo chorro de sangre. No pronunciaba
ni una palabra y, al parecer, estaba moribundo. Sobre él se inclinaba el primer piloto, mirándole
con expresión de diabólica burla, mientras le registraba detenidamente los bolsillos, de los que
sacó una abultada cartera y un cronometro. Siete de la tripulación (el cocinero negro entre ellos)
registraban los camarotes de babor en busca de armas, donde pronto se equiparon con fusiles
y municiones. Además de Augustus y del Capitán Barnard, había en total nueve hombres en la
cámara, entre los cuales figuraban los más rufianes de la tripulación del bergantín. Los villanos
subieron a cubierta, llevándose a mi amigo con ellos, después de haberle atado las manos a la
espalda. Se dirigieron directamente al castillo de proa, que estaba trancado. Dos de los amotinados
se apostaron allí, armados de hachas, y otros dos se situaban en la escotilla principal. Entonces el
piloto gritó con voz estentórea:
-¡Eh, me oís, los de abajo! ¡Arriba todos, uno a uno!... Luego, anotar eso... ¡Y no quiero protestas!
Pasaron unos minutos sin que apareciese nadie; por fin, un inglés, que se había enrolado corno
aprendiz, subió llorando lastimosamente y le suplicaba al piloto, de la manera más humilde, que
no lo matase. La única respuesta fue un hachazo en la cabeza. El pobre hombre cayó sobre la
cubierta sin lanzar un gemido, y el cocinero negro lo levantó en alto como si fuera un niño y lo
tiró al mar. Al oír el golpe y la zambullida del cuerpo, los que estaban abajo no se atrevían a subir
a la cubierta ni con promesas ni con amenazas, hasta que alguien propuso que se les obligase a
salir echándoles humo. Se produjo entonces una lucha general, y por un momento pareció posible
que el bergantín fuera recuperado del poder de los amotinados; pero éstos lograron al fin cerrar
el castillo antes de que pudiesen salir más de seis de sus contrarios. Estos seis, al encontrare ante
un número tan superior de enemigos y sin armas, se entregaron después de una breve lucha. El
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piloto les dio muy buenas palabras, sin duda para inducir a que salieran a los que estaban abajo,
pues podían oír perfectamente lo que se decía en cubierta. El resultado demostró su sagacidad, no
menos que su diabólica villanía. Enseguida todos los que estaban en el castillo de proa dieron a
entender su intención de someterse y, al subir uno por uno, fueron atados y luego tumbados boca
arriba, en unión de los otros seis, siendo en total veintisiete los marineros que no habían tomado
parte en el motín.
A esto siguió la escena de más horrible carnicería que cabe imaginarse. Los marineros maniatados
fueron arrastrados hasta la pasarela, donde estaba el cocinero con un hacha golpeando a cada víctima
en la cabeza mientras era arrojada al mar por los demás amotinados. De este modo perecieron
veintidós, y Augustus se daba ya por perdido, esperando a cada momento que le tocase el turno.
Mas pareció que los asesinos se cansaron o que les desagradó en cierta medida su sangrienta labor;
para los cuatro prisioneros restantes, junto con mi amigo, que había sido llevado a cubierta con
los demás, hubo tregua, mientras el piloto enviaba abajo por ron y toda la partida de criminales
se entregaba a una orgía que duró hasta la puesta del sol. Luego comenzaron a disputar sobre
el destino de los supervivientes, que estaban a menos de cuatro pasos de distancia y oían todo
lo que decían. El licor parecía haber aplacado la sed de sangre de algunos de los amotinados,
pues se oyeron varias voces en favor de que soltasen a los cautivos, con la condición de que se
uniesen al motín y participasen de sus beneficios. Pero el cocinero negro (que, a todos los aspectos,
era un verdadero demonio, y que parecía tener tanta influencia si no más que el piloto mismo)
no quería escuchar proposiciones de tal índole, y se levantó repetidas veces con el propósito de
reanudar su tarea junto a la pasarela. Por fortuna, estaba tan dominado por la borrachera, que fue
detenido fácilmente por los menos sanguinarios de la partida, entre los cuales figuraba uno que se
llamaba Dirk Peters. Este individuo era hijo de una india de la tribu de los Upsarokas, que viven
en las fortalezas naturales de las Black Hills, cerca de las fuentes del Missouri. Su padre era un
comerciante en pieles, según creo, o al menos relacionado en cierto modo con los establecimientos
comerciales de los indios en el río Lewis. El tal Peters era uno de los hombres de aspecto más feroz
que jamás he visto. Era bajo de estatura, no medía más que metro y medio, pero sus miembros
eran de tipo hercúleo. Sus manos, especialmente, eran tan enormemente gruesas y anchas que
apenas tenían forma humana. Sus brazos, así como sus piernas, estaban arqueadas del modo más
singular, y parecía que no poseían flexibilidad alguna. Su cabeza era igualmente deforme, de
tamaño inmenso, con una depresión en la coronilla (como la suelen tener la mayoría de los negros)
y calva por completo. Para ocultar esta última deficiencia, que no era hija de los años, solía llevar
una peluca de cualquier materia peluda que encontrase a mano, a veces la piel de un perro español
o la de un oso gris americano. En la ocasión a que me refiero llevaba puesta una de estas pieles de
oso, lo que contribuía no poco a aumentar la natural ferocidad de su aspecto, el cual representaba el
tipo característico del indio upsaroka. La boca le llegaba casi de oreja a oreja; sus labios eran finos
y, como otras partes de su cuerpo, parecían desprovistos de la flexibilidad natural, de modo que su
expresión corriente no variaba nunca bajo la influencia de cualquier emoción. Puede concebirse
cuál era su expresión corriente considerando que los dientes los tenía excesivamente largos y
prominentes, y que jamás los cubrían, ni siquiera parcialmente, los labios. Al echar una mirada
rápida a este hombre se hubiera dicho que tenía una risa convulsa; pero una mirada más detenida
daba la escalofriante impresión de que sí aquella expresión era de regocijo, este regocijo debía
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de ser el del demonio. Acerca de este singular personaje circulaban muchas anécdotas entre la
gente de mar de Nantucket. Estas anécdotas demostraban su fuerza prodigiosa cuando se hallaba
excitado, y algunas de ellas hacían poner en duda su cordura. Mas, al parecer, a bordo del Grampus
era mirado, en la época del motín, más con sentimientos de burla que de cualquier otra cosa. He
hablado en particular de Dirk Peters porque, tan feroz como parecía, fue el principal instrumento
de salvación de la vida de Augustus, y porque tendré frecuentes ocasiones de mencionarle en el
curso de mi relato; relato, permitidme que lo diga, que, en sus últimas partes, figuran incidentes de
naturaleza tan completamente fuera de la experiencia humana y por esta razón tan completamente
fuera de los límites de la credulidad humana, que sigo escribiéndolo sin esperanza de que me den
crédito a todo lo que diré, aunque confío en que el tiempo y los progresos de la ciencia comprueben
un día las más importantes e improbables de mis afirmaciones.
Después de mucha indecisión y de dos o tres disputas violentas, se resolvió que todos los prisioneros
(con excepción de Augustus, a quien Peters insistía de una manera burlesca en conservar como
escribiente) debían ser dejados a merced de las olas en uno de los botes más pequeños. El piloto
bajó a la cámara a ver si todavía estaba vivo el Capitán Barnard, pues, como se recordará, quedó
abajo cuando subieron los amotinados. Al poco rato reaparecieron los dos; el capitán, pálido como
la muerte, pero algo repuesto de los efectos de su herida. Dirigió la palabra a los marineros con
voz casi inarticulada, pidiéndoles que no le dejasen en el bote y que volviesen a sus deberes,
prometiendo desembarcarlos donde quisieran y no dar ningún paso para entregarlos a la justicia.
Era como hablar a los vientos. Dos de los rufianes le cogieron por los brazos y lo arrojaron al bote
que estaba al lado del bergantín, el cual había sido arriado mientras el piloto se hallaba abajo.
Los otros cuatro prisioneros que yacían sobre la cubierta fueron desatados y se les ordenó que
siguiesen al capitán, cosa que hicieron sin oponer la menor resistencia. A Augustus lo dejaron en
su penosa situación, aunque forcejeaba e imploraba únicamente la triste satisfacción de que le
permitiesen decir adiós a su padre. Les dieron un puñado de galletas y un cántaro de agua; pero no
les dieron mástil, vela, remos ni brújula. El bote fue remolcado unos minutos, durante los cuales
los amotinados celebraron otra reunión, y luego cortaron el cable. Mientras tanto se había hecho de
noche, no había luna ni brillaba ninguna estrella y la mar estaba agitada y oscura, aunque no hacía
mucho viento. El bote se perdió de vista instantáneamente, y pocas esperanzas podían abrigar los
infortunados que iban en él. Sin embargo, este acontecimiento sucedió a 35º 30’ de latitud norte
y a 61º 20’ de longitud oeste, y, por consiguiente, a no gran distancia de las islas Bermudas. Por
eso, Augustus procuró consolarse con la idea de que el bote podía llegar a alcanzar tierra o llegar
suficientemente cerca de ellas para ser recogido por algún barco costero.
El bergantín largó todas sus velas y siguió el derrotero primitivo hacia el sudoeste. Los amotinados
habían resuelto emprender una expedición de piratería, en la que, según pude deducir, se proponían
interceptar el paso de un barco que iba de las islas de Cabo Verde a Puerto Rico. Augustus fue
desatado, sin que nadie le prestase atención alguna y quedó en libertad de acercarse a la escalera de
la cámara. Dirk Peters le trataba con cierta amabilidad, y en una ocasión le salvó de la brutalidad del
cocinero. Pero su situación seguía siendo de lo más precario, pues los marineros se emborrachaban
continuamente, y no podía fiarse de su buen humor ni de su despreocupación respecto a él. Sin
embargo, la ansiedad que sentía por mí, me dijo, era lo más triste de su situación, y ciertamente
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jamás he tenido motivos para dudar de la sinceridad de su afecto. Más de una vez había decidido
revelar a los amotinados el secreto de mi estancia a bordo, pero no se atrevió a hacerlo, en parte por
el recuerdo de las atrocidades que ya había visto, y en parte por la esperanza de poder acudir pronto
en mi auxilio. Para la realización de este último propósito estaba constantemente en acecho; pero,
a pesar de su permanente vigilancia, transcurrieron tres días desde que el bote había sido dejado
a merced de las olas, sin que se presentase ninguna ocasión. Por fin, en la noche del tercer día,
empezó a soplar un fuerte viento del este, y todos los marineros estuvieron ocupados en recoger
velas. Durante la confusión que siguió, bajó sin que le viesen y entró en el camarote. ¡Cual no sería
su horror y su pesar al descubrir que lo habían convertido en almacén de provisiones y material
de a bordo, y que varias brazas de cadena vieja, que habían sido metidas debajo de la escala de
toldilla, habían sido arrastradas de allí para dejar sitio a un arca, y estaban colocadas precisamente
encima de la trampa! Apartarlas sin que lo notasen era imposible, y regresó a cubierta lo más
rápidamente que pudo. Al llegar arriba, el piloto le cogió por la garganta y, preguntándole qué
había estado haciendo en la cámara, se disponía a arrojarlo al mar por la banda de babor, cuando su
vida fue salvada una vez más por la intervención de Dirk Peters. A Augustus le pusieron las esposas
(de las que había varios pares a bordo) y le ataron fuertemente por los pies. Luego lo llevaron a
la cámara de proa y lo arrojaron en una de las literas bajas, cerca de los baluartes del castillo de
proa, asegurándole que no volvería a poner los pies en la cubierta “hasta que el bergantín dejase
de serlo”. Ésta fue la expresión del cocinero, que lo arrojó a la hamaca, y es difícil precisar lo que
quería decir con esta frase. Sin embargo, todo el asunto resultó, en fin de cuentas, favorable para
mi salvación, como se verá enseguida.
Capítulo V
Durante unos minutos después de que el cocinero hubiese abandonado el castillo de proa, Augustus
se entregó a la desesperación, pensando que jamás saldría vivo de aquella litera. Entonces tomó la
resolución de revelar mi situación al primer hombre que se le acercase, creyendo que era preferible
dejarme correr mi suerte con los amotinados que perecer de sed en la bodega, pues hacía diez
días que yo estaba aprisionado y mi cántaro de agua sólo contenía una provisión para cuatro
días. Mientras pensaba en esto, se le ocurrió la idea de si sería posible comunicarse conmigo por
el camino de la cala mayor. En cualquier otra circunstancia, la dificultad y el azar de la empresa
le hubieran impedido intentarlo; pero ahora le quedaban muy pocas esperanzas de vida y, por
consiguiente, poco que perder; por tanto, puso toda su alma en la tarea.
Sus esposas eran la primera preocupación. Al principio no vio medio alguno de quitárselas, y
temió fracasar nada más intentarlo; pero un examen detenido le descubrió que los hierros entraban
y salían a placer, con muy poco esfuerzo o inconveniente, simplemente con encoger las manos;
pues aquella clase de esposas eran ineficaces para sujetar a personas jóvenes, cuyos huesos, más
pequeños, ceden fácilmente a la presión. Luego se desató los pies y, dejando la cuerda de modo
que pudiera ajustarse de nuevo fácilmente en caso de que bajase alguien, se puso a examinar el
baluarte en el sitio donde se unía con la litera. La separación era aquí de tablas de pino blando,
de una pulgada de grueso, y vio que le costaría muy poco trabajo abrirse camino a través de ellas.
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En aquel momento se oyó una voz en la escalera del castillo de proa, y tuvo el tiempo justo para
ponerse la esposa de la mano derecha (pues no se había quitado la de la izquierda) y ajustarse
el nudo corredizo de la cuerda a los tobillos, cuando bajó Dirk Peters, seguido de Tigre, que
inmediatamente saltó a la litera y se tumbó en ella. El perro había sido traído a bordo por Augustus,
quien sabía el cariño que yo le tenía al animal y pensó que me agradaría tenerlo conmigo durante
el viaje. Había ido a buscarlo a mi casa inmediatamente después de dejarme en la bodega, pero no
se había acordado de decírmelo al traerme el reloj. Desde que estalló el motín, Augustus no había
vuelto a verlo y lo daba por perdido, suponiendo que lo habría echado por la borda alguno de los
miserables villanos de la pandilla del piloto. Al parecer se había escondido en un agujero debajo
de un bote, de donde no podía salir por falta de espacio para dar la vuelta. Por fin, Peters lo había
sacado y por una especie de sentimiento bondadoso que mi amigo supo apreciar muy bien, se lo
llevó al castillo de proa para que le acompañase, dejando al mismo tiempo un trozo de cecina
salada y patatas cocidas, con una lata de agua. Luego subió a cubierta, y prometió volver al día
siguiente con más comida.
Cuando se fue, Augustus se liberó de las esposas de ambas manos y se desató los pies. Luego
levantó la cabecera de la colchoneta en la que había estado echado y, con su cortaplumas (pues
los rufianes no lo habían juzgado digno de registrarle) comenzó a cortar vigorosamente una de las
tablas de la separación lo más cerca posible al fondo de la litera. Escogió este sitio porque, si tenía
que interrumpirlo bruscamente, podía ocultar lo que estaba haciendo dejando caer la cabecera de
la colchoneta en su posición adecuada. Pero durante el resto del día no le molestó nadie, y por la
noche había cortado la tabla del todo. Hay que observar aquí que ninguno de los marineros de la
tripulación ocupaba el castillo de proa como dormitorio, pues desde el motín vivían todos juntos
en la cámara, bebiendo y comiendo los víveres del almacén del Capitán Barnard, y sin preocuparse
más que de lo absolutamente necesario para la navegación del bergantín. Estas circunstancias nos
favorecieron tanto a mí como a Augustus: pues; si las Cosas hubiesen sucedido de otro modo, le
hubiera sido imposible llegar hasta mí, mientras que así pudo realizar con confianza su propósito.
Pero amanecía ya antes de que completase el segundo corte de la tabla (que estaba aproximadamente
a unos treinta centímetros por encima del primero), dejando así una abertura suficientemente ancha
para pasar con facilidad a la cubierta principal del entrepuente. Una vez aquí, se dirigió sin mucha
dificultad a la escotilla principal inferior, aunque para ello tenía que trepar a lo alto de las pilas de
barricadas de aceite, que llegaban casi hasta debajo de la cubierta, donde apenas quedaba espacio
suficiente para su cuerpo. Al llegar a la escotilla se encontró con que Tigre le había seguido,
deslizándose entre dos filas de barricas. Pero ya era demasiado tarde para intentar llegar hasta mí
antes del amanecer, pues la mayor dificultad estribaba en atravesar la apretada estiba de la bodega
inferior. Por eso, resolvió volverse y esperar a la noche siguiente. Con este fin, se puso a desapretar
la tapa de la escotilla, de modo que se detuviese lo menos posible cuando volviese de nuevo. No
bien acabó de aflojarla cuando Tigre saltó con ansia a la pequeña abertura que formaba, olfateó
un momento, y lanzó un prolongado gemido, al tiempo que se ponía a escarbar como si quisiera
apartar la tapa con sus patas. Su comportamiento no ofrecía duda alguna: se daba cuenta de que
yo estaba en la bodega y Augustus pensó que era posible que me encontrase si lo dejaba bajar.
Al mismo tiempo ideé un recurso para enviarme una nota, porque era muy de desear que yo no
hiciese ningún intento por mi parte para salir de mi escondite, al menos mientras durasen aquellas
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circunstancias, pues no había ninguna certeza de que llegase hasta mí al día siguiente, como se
proponía. Los acontecimientos posteriores demostraron lo afortunado de esta decisión; pues, si no
hubiera sido porque recibí la nota, habría dado indudablemente con algún plan, por desesperado
que fuese, para llamar la atención de la tripulación y, en ese caso, hubiera sido más que probable
que nos hubiesen matado a los dos.
Una vez que decidió escribir, la dificultad estaba en procurarse materiales para hacerlo. Un
mondadientes viejo fue convertido rápidamente en pluma, y esto a tientas, pues las entrecubiertas
estaban más negras que el betún. El papel lo obtuvo arrancando la hoja posterior de una carta
del duplicado de la carta falsificada para Mr. Ross. Éste había sido el borrador original; pero no
pareciéndole bastante bien imitada la letra, Augustus había escrito otra, guardándose, por fortuna,
la primera en el bolsillo de su chaqueta, donde acababa de encontrarla con tanta oportunidad. Sólo
faltaba la tinta, pero el sustituto fue encontrado enseguida por medio de una ligera incisión con el
cortaplumas en la yema de un dedo, justamente por encima de la uña, de donde salió un copioso
chorro de sangre, como suele suceder en las heridas de este lugar. La nota fue escrita lo mejor
posible, dada la oscuridad y las circunstancias. En ella explicaba brevemente que había habido un
motín, que el Capitán Barnard había sido abandonado en un bote y que yo podía esperar inmediato
auxilio en lo que a las provisiones concernía, pero que no debía aventurarme a ningún movimiento.
La carta concluía con estas palabras: “He garrapateado esto con sangre. Tu vida depende de
permanecer oculto”.
Después de atar la tira de papel al perro, Augustus lo echó por la escotilla y él regresó enseguida
al castillo de proa, donde no encontró ningún indicio de que hubiera bajado nadie de la tripulación
durante su ausencia. Para ocultar el hueco de la partición, clavé la navaja por encima y colgó un
chaquetón de marinero que encontró en la litera. Luego volvió a ponerse las esposas y a atarse la
cuerda alrededor de los tobillos.,
Apenas acababa de terminar sus preparativos cuando bajó Dirk Peters, muy borracho, pero de un
humor excelente, trayendo a mi amigo las provisiones para el día. Éstas consistían en una docena
de grandes patatas irlandesas asadas y un jarro de agua. Se sentó un rato en un arca, junto a la
litera, charlando libremente del piloto y de los asuntos generales del bergantín. Su comportamiento
era excesivamente caprichoso, y hasta grotesco. Hubo un momento en que Augustus se alarmé
mucho por su extraña conducta. Pero, al fin, subió a cubierta murmurando la promesa de traer
a su compañero una buena comida a la mañana siguiente. Durante el día bajaron dos marineros
de la tripulación (arponeros), acompañados del cocinero, los tres casi en el último grado de la
embriaguez. Lo mismo que Peters, no se abstuvieron de hablar sin reservas de sus planes. Al
parecer estaban muy divididos entre sí en lo referente al derrotero definitivo, no estando de acuerdo
en ningún punto, excepto en el ataque al barco que venía de las islas de Cabo Verde, y al que
esperaban encontrar de un momento a otro. Por lo que podía deducirse de sus palabras, el motín
no había estallado por cuestión de piratería: una disensión personal del primer piloto contra el
Capitán Barnard había sido la causa principal. Ahora parecía haber dos bandos principales entre la
tripulación: uno capitaneado por el piloto, y otro por el cocinero. El primer bando quería apoderarse
del primer barco que pasase y equiparlo en alguna de las islas de las Antillas para dedicarlo a la
piratería. Pero el último bando, que era el más fuerte y entre cuyos partidarios se encontraba Dirk
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Peters, quería proseguir el derrotero primitivo del bergantín en el Pacífico del Sur, para dedicarse
a la pesca de la ballena o a lo que aconsejasen las circunstancias. Las manifestaciones de Peters,
que había visitado con frecuencia aquellas regiones, tenían gran peso, aparentemente, entre los
amotinados, vacilantes, como estaban, entre sus confusas nociones de provecho y de placer. Peters
les hablaba de un mundo de novedades y diversiones en las innumerables islas del Pacífico; de la
perfecta seguridad y de la libertad sin trabas que podían disfrutar allí, y más particularmente de lo
delicioso del clima, de los abundantes medios para darse buena vida y de la voluptuosa belleza de
sus mujeres. Sin embargo, no se había resuelto nada aún; pero las escenas que pintaba el marinero
mestizo se iban quedando grabadas en las ardientes imaginaciones de los marineros, y era muy
probable que sus intenciones fueran las que finalmente surtieran su efecto.
Los tres hombres se marcharon al cabo de una hora, y nadie más entró en el castillo de proa en el
resto del día. Augustus no se movió hasta que se acercó la noche. Luego se desembarazó de los
hierros y de la cuerda, y se preparó para su tentativa. Encontró una botella en una de las literas, y
la llenó de agua del cántaro que le había dejado Peters, al tiempo que se llenaba los bolsillos de
patatas frías. Para alegría suya, se encontró una linterna con un pequeño cabo de vela, que podía
encender cuando quisiera, pues tenía en su poder una caja de fósforos. Cuando fue completamente
de noche se deslizó por el agujero del mamparo, teniendo la precaución de arreglar las mantas
de la litera de modo que simularan el bulto de una persona acostada. Cuando pasó por el agujero
colgó de nuevo el chaquetón como antes, para ocultar la abertura, maniobra ésta que era fácil de
ejecutar, pues no reajustó la tabla que había sacado hacia fuera. Se halló luego en el entre puente,
continuando su camino, como antes, entre las barricas de aceite y la parte inferior de la cubierta,
hasta la escotilla principal. Al llegar a ésta encendió la vela y bajó con gran dificultad entre la
compacta estiba de la caja. Por unos momentos llegó a alarmarse, al advertir el hedor insoportable
y denso de la atmósfera. Creyó que no era posible que yo hubiese sobrevivido a tan largo encierro,
respirando un aire tan malsano. Me llamó varias veces por mi nombre sin obtener respuesta alguna,
y sus temores parecían confirmarse así. El bergantín se balanceaba violentamente, con tal estrépito,
que era inútil aplicar el oído para escuchar un ruido tan débil como el de mi respiración o el de mi
ronquido. Abrió la linterna y la levantaba tan alto como podía cada vez que encontraba espacio
suficiente, a fin de que, al observar yo la luz, pudiera comprender, si estaba vivo, que se acercaba
el socorro. Sin embargo, no percibía reacción alguna mía, y la suposición de que yo había muerto
comenzó a tener carácter de certeza para Augustus. No obstante, resolvió abrirse camino, si le
era posible, hasta la caja, para salir de dudas respecto a la verdad de sus temores. Caminó algún
tiempo en el estado de ansiedad más lastimoso, hasta que encontró, por fin, el paso completamente
obstruido y no había ninguna posibilidad de seguir adelante. Vencido por la desesperación, se dejó
caer sobre un montón de tablas y empezó a llorar como un niño. Fue en aquel momento cuando
oyó el ruido de la botella que yo había tirado. Afortunado, en verdad, fue aquel incidente, pues, por
trivial que parezca, de él depende el destino de mi vida. Han transcurrido muchos años hasta que
me enteré de este hecho, una vergüenza natural y el remordimiento de su debilidad e indecisión le
impidieron a Augustus manifestarme enseguida lo que, con una intimidad más profunda y sincera,
se decidió a contarme después. Al encontrar obstruido su camino por multitud de obstáculos, que
no podía vencer, decidió abandonar su empresa y regresar al castillo de proa. Antes de condenarle
por esta decisión, deben tenerse en cuenta las terribles circunstancias que le rodearon. La noche
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Lo encontramos tendido cuan largo era, aparentemente sumido en un profundo sopor, pero vivo
todavía. No había tiempo que perder, pero yo no me avenía a abandonar a un animal que por dos
veces había sido el instrumento para salvar mi vida sin antes intentar algo para salvar la suya. Por
eso, lo arrastramos lo mejor que pudimos, aunque con grandes dificultades y fatigas; Augustus, a
veces, tenía que trepar con el enorme perro en brazos por encima de los obstáculos que aparecían
en nuestro camino, cosa que a mí me era totalmente imposible realizar por la debilidad que me
dominaba. Por fin, llegamos al agujero y cuando Augustus hubo salido, pasamos a Tigre. No había
ocurrido ninguna novedad, y dimos gracias a Dios por habernos librado del inminente peligro que
acabábamos de correr. Por el momento, se convino en que yo me quedase cerca del agujero, a
través del cual mi compañero podría facilitarme parte de su provisión diaria, y porque allí tenía la
ventaja de respirar una atmósfera relativamente pura.
Como explicación de algunos puntos de este relato, en el que he hablado tanto de la estiba o
colocación del cargamento del bergantín, y que pueden parecer oscuros a aquellos de mis
lectores que no hayan visto cargar un barco, debo decir aquí que el modo como se había hecho
tan importante trabajo a bordo del Grampus era un vergonzoso ejemplo de negligencia por parte
del Capitán Barnard, quien no era ciertamente un marino tan cuidadoso y experimentado como
lo exigía imperiosamente la arriesgada índole del servicio que se le había encomendado. Una
estiba adecuada no puede realizarse de una manera descuidada, y muchos accidentes desastrosos,
incluso dentro de los límites de mi propia experiencia, se deben a ignorancia o negligencia en este
particular. Los barcos costeros, que suelen cargar y descargar de prisa y atropelladamente, son
los más expuestos a desgracias por no prestar la debida atención a la estiba. Lo más importante
es que no haya ninguna posibilidad de que ni el cargamento ni el lastre cambien de posición por
violentos que puedan ser los balanceos del barco. Para esto, hay que prestar mucha atención no.
sólo al bulto que se carga, sino a su naturaleza, y si el cargamento es sólo parcial o total. En la
mayoría de los casos la estiba se realiza por medio de un gato; de este modo, un cargamento de
tabaco o de harina queda tan oprimido por la presión del gato en la cala del barco, que los barriles
o toneles, al descargarlos, están completamente aplastados y tardan algún tiempo en recobrar su
aspecto original. Sin embargo, se recurre al gato principalmente para obtener más espacio en
la cala; pues un cargamento completo de cualquier clase de mercancías, tal como el tabaco o
la harina, no hay peligro alguno de desplazamiento o, al menos, no ocasiona perjuicios. Se han
dado casos, ciertamente, en que este sistema del gato ha acarreado lamentables consecuencias, por
causas completamente distintas a las del peligro de desplazamiento de los fardos. Por ejemplo,
un cargamento de algodón, fuertemente comprimido en determinadas condiciones, se ha dilatado
luego hasta el punto de abrir el casco del buque. Y no hay duda alguna de que lo mismo sucedería
en el caso de un cargamento de tabaco, cuando sufre su fase usual de fermentación, si no fuera por
los intersticios que quedan entre la redondez de los toneles.
Cuando se trata de un cargamento parcial, el peligro reside principalmente en el desplazamiento de
los bultos, y hay que tomar siempre precauciones para evitar semejante contratiempo. Sólo los que
han capeado un violento temporal o, más bien, quienes han experimentado el balanceo del barco
en una calma repentina después de una tempestad, pueden formarse idea de la tremenda fuerza de
los embates del mar, y del consiguiente ímpetu terrible que se da a todas las mercancías sueltas
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que van a bordo. Por eso es obvia la necesidad de una estiba cuidadosa cuando el cargamento es
parcial. Estando al pairo (especialmente con una pequeña vela de proa), un barco que no tenga bien
modelados los costados se inclina a menudo sobre una banda u otra; esto suele suceder cada quince
o veinte minutos por término medio, sin que se ocasionen serias consecuencias, siempre que la
estiba esté bien hecha. Pero si ésta se ha amontonado descuidadamente, al primero de estos recios
bandazos toda la carga cae del lado del barco que se inclina hacia el agua, impidiéndole recobrar
el equilibrio como debiera recobrarlo necesariamente, se llena de agua en pocos instantes y se
hunde. No es exageración decir que la mitad, por lo menos, de los naufragios que ocurren durante
los recios temporales pueden atribuirse a desplazamiento de la carga o del lastre.
Cuando se embarca un cargamento parcial de cualquier clase, éste, después de haberlo apretado lo
más compactamente posible, debe cubrirse con una capa de fuertes tablones extendidos de costado
a costado del barco, fuertemente apuntalados con estacas que llegan hasta las tablas de arriba,
asegurando así cada cosa en su lugar. Cuando el cargamento es de grano o de mercancías similares,
se precisan, además, precauciones adicionales. Una cala completamente llena de grano al salir del
puerto, sólo contiene tres cuartas partes al llegar a su destino, aunque al medirlo el consignatario,
fanega por fanega, rebasen con mucho (a causa de la hinchazón del grano) la cantidad consignada.
Este resultado se debe a que se asienta durante la travesía, y tanto más sensible, cuanto peor tiempo
ha hecho. Aunque el grano embarcado a granel vaya bien asegurado con tablones y puntales, si
el viaje es largo, puede desplazarse y acarrear las más terribles calamidades. Para impedir esto se
recurre a muchos sistemas antes de salir del puerto para asentar lo más posible el cargamento;
y para esto se conocen diversas invenciones, entre las que pueden mencionarse la que consiste
en meter cuñas en el grano. Mas incluso después de hacer todo esto y de tomarse toda clase de
molestias para asegurar los tablones, ningún marinero que conozca su oficio se sentirá totalmente
seguro durante un temporal algo violento con cargamento de grano a bordo, y mucho menos si el
cargamento es parcial. Sin embargo, hay centenares de barcos de cabotaje en nuestras costas y, al
parecer, muchos más en los puertos de Europa, que navegan a diario con cargamentos parciales,
incluso de las especies más peligrosas, sin tomar precaución alguna. Lo asombroso es que no
sucedan más desastres de los que ocurren. Un ejemplo lamentable de descuido que yo conozco
fue el caso del Capitán Joel Rice, de la goleta Firefly, que se hizo a la mar en Richmond, Virginia,
para Madeira, con cargamento de maíz, el año 1825. El citado capitán había hecho muchos viajes
sin accidentes serios, aunque tenía la costumbre de no prestar atención a la estiba, más que para
asegurarla de la manera corriente. Nunca había navegado con cargamento de grano, y en esta
ocasión cargó el maíz a granel, llenando poco más de la mitad de la cala. Durante la primera parte
del viaje no se encontró más que con brisas ligeras; pero cuando se hallaba a un día de Madeira
se levantó un fuerte ventarrón del nor-noreste que le obligó oponerse al pairo. Dejó la goleta
al viento sólo con el ‘trinquete con dos rizos, y navegó como pudiera esperarse que lo hiciera
cualquier barco, sin embarcar ni una gota de agua. Pero al anochecer amainó el viento y la goleta
comenzó a balancearse con más inestabilidad que antes, marchando bien, sin embargo, hasta que
un fuerte bandazo la tumbó sobre el costado de estribor. Entonces se oyó que el maíz se desplazó
pesadamente y con la fuerza del embate rompió la escotilla principal. El barco se fue a pique como
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un rayo. Esto sucedió a la vista de un balandro de Madeira, que recogió a uno de los tripulantes (la
única persona salvada), y que aguantaba, la tempestad con tan perfecta seguridad como lo hubiera
hecho el chinchorro mejor gobernado.
La estiba a bordo del Grampus se había hecho desmañadamente, si se puede llamar estiba a lo que
era poco más que un confuso amontonamiento de barricas de aceite y aparejos de barco. Ya he
hablado de la clase de artículos que había en la cala. Entre el puente quedaba espacio suficiente
para mi cuerpo (como ya dije) entre las barricas y el techo; alrededor de la escotilla principal
quedaba un espacio vacío, y otros varios espacios de bastante consideración quedaban en la estiba.
Cerca del agujero que Augustus había abierto a través del mamparo había espacio suficiente para
toda una barrica, y en este espacio me vi cómodamente situado por el pronto.
En el momento en que mi amigo llegó a la litera y se volvió a poner las esposas y la cuerda, era
ya completamente de día. Verdaderamente nos salvamos por un pelo; pues apenas acababa de
arreglar todas las cosas, cuando bajó el piloto con Dirk Peters y el cocinero. Estuvieron hablando
durante un rato acerca del barco de Cabo Verde, y parecían estar muy impacientes por su aparición.
Luego el cocinero se acercó a la litera en que estaba Augustus, y se sentó cerca de la cabecera.
Desde mi escondite podía verlo y oírlo todo, porque el trozo de madera cortado no había sido
puesto en su lugar, y yo me temía a cada momento que el negro se apoyase contra el chaquetón,
que estaba colgado para ocultar la abertura, en cuyo caso se habría descubierto todo y seguramente
nos hubieran matado inmediatamente. Pero prevaleció nuestra buena estrella y, aunque la rozó
con frecuencia cuando el barco se balanceaba, nunca se apoyó lo suficiente para llegar a un
descubrimiento. La parte inferior del chaquetón había sido cuidadosamente ajustada al amparo, de
modo que el agujero no podía verse por su balanceo a uno y otro lado. Durante todo este tiempo,
Tigre permanecía a los pies de la litera, y parecía haber recobrado en cierta medida sus facultades,
pues yo le vi abrir de cuando en cuando los ojos y lanzar un largo resoplido.
Después de unos minutos, el piloto y el cocinero subieron al puente, dejando solo a Dirk Peters,
quien, tan pronto como se marcharon, fue a sentarse en el mismo sitio que había ocupado el piloto.
Comenzó a hablar muy amablemente con Augustus, y pudimos ver que su borrachera, cuando se
hallaba delante de los otros dos, era fingida. Respondió a todas las preguntas de mi amigo con
entera libertad; le dijo que no tenía ninguna duda de que su padre había sido recogido, porque
había lo menos cinco velas a la vista antes de ponerse el sol el día que lo habían abandonado
en el bote; y empleaba otro lenguaje de naturaleza consoladora que me produjo tanta sorpresa
como satisfacción. Realmente, comenzaba a abrigar esperanzas de que por intermedio de Peters
llegáramos a hacernos de nuevo dueños del bergantín, y esta idea se la manifesté a Augustus tan
pronto como tuve una oportunidad. Creía que era, posible, pero insistía en la necesidad de obrar
con la mayor cautela al intentarlo, pues la conducta del mestizo parecía inspirada tan sólo por
el capricho más arbitrario, y realmente era muy difícil saber si en algún momento estaba en su
juicio cabal. Peters subió a cubierta al cabo de una hora, y no volvió hasta mediodía, para traerle
a Augustus una buena ración de carne salada y budín. De todo esto, cuando nos dejó solos, comí
ávidamente, sin volver a meterme en el agujero. No bajó nadie más al castillo de proa durante el
resto del día, y por la noche me metí en la litera de Augustus, donde dormí dulce y profundamente
hasta ser casi de día, en que me despertaron unos ruidos que se sentían en la cubierta y me volví a
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mi escondrijo más que aprisa. Cuando fue plenamente de día, vimos que Tigre había recobrado sus
fuerzas casi por completo, y no dio ningún síntoma de hidrofobia, pues bebió con gran avidez un
poco de agua que Augustus le ofreció. Durante el día recuperó todo su vigor y apetito. Su extraña
conducta había sido debida, sin duda, a la naturaleza deletérea de la atmósfera de la cala, pues no
tenía relación con la rabia canina. No dejaba de felicitarme por haber insistido en traerle conmigo
de la caja. Estábamos entonces a 30 de junio, y hacía trece días que el Grampus había salido de
Nantucket.
El 2 de julio bajó el piloto, borracho como de costumbre, pero de un humor excelente. Se dirigió a
la litera de Augustus, y dándole una palmada en la espalda, le preguntó si pensaba portarse bien si
le dejaba suelto, en cuyo caso le prometía que no tendría que volver más a la cámara. Naturalmente,
mi amigo le contestó de una manera afirmativa, y entonces el rufián le puso en libertad, después
de hacerle beber un trago de ron de un frasco que sacó del bolsillo de su chaqueta. Luego subieron
los dos a la cubierta y no volví a ver a Augustus durante unas tres horas, en que bajó con la buena
noticia de que había obtenido permiso para merodear por el bergantín a su gusto, desde el palo
mayor a la proa, y que le habían ordenado que durmiese, como de costumbre, en el castillo de
proa. También me trajo una buena comida y abundante provisión de agua. El bergantín seguía aún
navegando hacia el barco que venía de Cabo Verde, y se encontraba a la vista una vela que creían
ser la que andaban buscando.
Como los acontecimientos de los ocho días siguientes fueron de poca importancia, y no tienen
relación directa alguna con los principales incidentes de mi relato, los transcribiré en forma de
diario, pues no quiero omitirlos por completo.
3 de julio.-Augustus me proporcionó tres mantas, con las que me he formado una cama confortable
en mi escondite. No ha bajado nadie durante el día, excepto mi amigo. Tigre tomó su sitio en
la cama junto a la abertura, y durmió pesadamente, como si no estuviese aún completamente
restablecido de los efectos de su enfermedad. Al anochecer, una racha de viento sorprendió al
bergantín antes de que hubiese tiempo para arriar velas, y casi lo hizo zozobrar. La ráfaga pasó
inmediatamente, sin más daño que la desgarradura de la vela de la cofa del trinquete. Dirk Peters
ha tratado a Augustus con gran bondad durante todo el día, y ha tenido una larga conversación con
él respecto al océano Pacífico y a las islas que había visitado en dicha región. Le preguntó si no le
gustaría más ir con los amotinados a una especie de viaje de exploración y de recreo por aquellas
zonas, pero le dijo que los marineros iban inclinándose gradualmente en favor de las ideas del
piloto. A esto Augustus juzgó oportuno responder que le gustaría mucho una aventura semejante,
puesto que no podía hacer nada mejor, siendo preferible cualquier cosa a la vida de piratería.
4 de julio.- El barco que se hallaba a la vista resulté ser un pequeño bergantín que Venía de
Liverpool, y lo dejaron pasar sin molestarlo. Augustus se pasó casi todo el día sobre cubierta, a
fin de obtener toda la información que pudiese respecto a las intenciones de los amotinados. Éstos
tenían frecuentes y violentas reyertas entre sí, en una de las cuales un arponero, Jim Bonner, fue
arrojado por la borda. La banda del piloto iba ganando terreno. Jim Bonner pertenecía a la pandilla
del cocinero, de la que era partidario Peters.
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5 de julio.- Al romper el día se levantó una brisa revuelta del oeste, que al mediodía se convirtió
en huracán, de modo que el bergantín tuvo que reducir todo el velamen al cangrejo y al trinquete.
Al arriar la vela de la cofa del trinquete, Simms, uno de los marineros que pertenecía a la banda
del cocinero, cayó al mar; como estaba muy borracho, se ahogó, sin que nadie hiciese el menor
esfuerzo por salvarle. El número total de personas quedaba reducido a trece, a saber: Dirk Peters,
Seymour, el cocinero negro, Jones, Greely, Hartman Rogers y William Allen, de la partida del
cocinero; el piloto, cuyo nombre no supe nunca, Absalom Hicks, Wilson, John Hunt y Richard
Parker, del bando del piloto; además, Augustus y yo.
6 de julio.- La tempestad duró todo este día, soplando fuertes ráfagas acompañadas de lluvia. El
bergantín embarcó una gran cantidad de agua por las costuras de sus tablones, y una de las bombas
no ha cesado de funcionar continuamente, viéndose obligado Augustus a hacer su turno también.
Justamente al crepúsculo pasó un gran buque muy cerca de nosotros, sin que fuese descubierto hasta
que estuvo al alcance de la voz. Era de suponer que el barco fuese aquel sobre el que los amotinados
estaban al acecho. El piloto le habló, pero el ruido de la tempestad impidió oír la respuesta. A las
once, embarcamos una ola en medio del buque, que arrancó buena parte del antepecho de babor y
nos causó otros daños leves. Hacia el amanecer, la tempestad había amainado, y al salir el sol casi
no soplaba el viento.
7 de julio.- Hubo una fuerte marejada todo este día, durante la cual el bergantín, que es ligero, se
balanceé excesivamente, por lo que muchos objetos rodaron sueltos por la cala, como oí claramente
desde mi escondrijo. He sufrido mucho a causa del mareo. Peters tuvo una larga conversación
con Augustus, y le dijo que dos marineros de su bando, Greely y Allen, se habían pasado al del
piloto, decididos a hacerse piratas. Le hizo varias preguntas a Augustus, a quien no comprendió
perfectamente. Durante parte de la tarde el buque hacía mucha agua, y poco se podía hacer para
remediarlo, pues era ocasionado por la tirantez del bergantín, entrando el agua a través de sus
costuras. Con la lona de una vela, que echamos en la parte de abajo de las amuras, conseguimos
taponar las vías de agua.
8 de julio.- Al salir el sol se levantó una ligera brisa del este, cuando el piloto ordenó poner rumbo
al sudoeste, con la intención de dirigirse a alguna de las islas de las Antillas y poner en práctica sus
proyectos de piratería. Ni Peters ni el cocinero hicieron oposición alguna, al menos ninguna que se
enterase Augustus. Se abandonó toda idea de apoderarse del barco que venía de Cabo Verde. La vía
de agua se reducía fácilmente, gracias al trabajo de una bomba que funcionaba cada tres cuartos de
hora. Se quitó la vela de debajo de las amuras. Se habló con dos pequeñas goletas durante el día.
9 de julio.- Buen tiempo. Todos los hombres están ocupados en reparar las amuras. Peters ha tenido
de nuevo una larga conversación con Augustus, explicándose con más claridad que hasta aquí.
Le dijo que nada le induciría a colaborar en los proyectos del piloto, e incluso le dejó entrever su
intención de quitarle el mando del bergantín. Le preguntó a mi amigo si podía contar con su ayuda,
en tal caso, a lo que Augustus le contestó “Sí», sin vacilar. Entonces Peters le dijo que sondearía a
los demás hombres de su bando sobre este asunto, y se fue. Durante el resto del día, Augustus no
tuvo ninguna oportunidad de hablar conmigo sobre el particular.
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Capítulo VII
10 de julio.- Se habló con un bergantín que venía de Río, con destino a Norfolk. Tiempo brumoso,
con un viento ligero del este. Hoy murió Hartman Rogers, que estaba enfermo desde el día 8,
atacado de espasmos después de haber bebido un vaso de grog. Este marinero era de la banda del
cocinero, y uno de los que más confianza inspiraba a Peters. Le dijo a Augustus que creía que el
piloto lo había envenenado, y que, sí no estaba al acecho, él correría la misma suerte dentro de
poco. Ahora ya no quedaban en su bando más que él mismo, Jones y el cocinero, mientras que en
el otro bando eran cinco. Había hablado con Jones acerca de arrebatarle el mando al piloto; pero
el proyecto había sido acogido con frialdad, por lo que había desistido de llevar el asunto más
lejos, ni de decirle nada al cocinero. Por lo que sucedió, hizo bien en ser tan prudente, pues por la
tarde el cocinero expresó su determinación de pasarse al bando del piloto, y se fue formalmente
al otro bando. Mientras, Jones aprovechó una oportunidad para regañar con Peters, y le insinuó
que se proponía dar a conocer al piloto el plan que tramaba. Evidentemente no había tiempo que
perder, y Peters expresó su determinación de jugarse el todo por el todo para intentar apoderarse
del barco, siempre que Augustus quisiera prestarle su ayuda. Mi amigo le aseguró enseguida su
deseo de formar parte de cualquier plan para tal objeto, y pensando que era una ocasión favorable,
le reveló mi presencia bordo. A esto, el mestizo se quedó tan atónito como satisfecho, pues no
tenía ninguna confianza en Jones, a quien ya le consideraba como perteneciente al bando del
piloto. Bajaron inmediatamente al castillo de proa; Augustus me llamó por mi nombre y Peters
y yo trabamos enseguida amistad. Convinimos en que intentaríamos apoderarnos del barco a la
primera oportunidad, dejando a Iones al margen por completo de nuestras deliberaciones. En
caso de éxito, llevaríamos el bergantín al primer puerto que se presentase, y lo entregaríamos
a las autoridades. La deserción de su bando había frustrado el deseo de Peters de ir al Pacífico,
aventura que no podía realizarse sin una tripulación, y confiaba salir absuelto del juicio alegando
locura (pues afirmaba solemnemente que estaba loco cuando se prestó a ayudar al motín), o que,
si le declaraban culpable, sería perdonado por las declaraciones que hiciésemos Augustus y yo.
Nuestras deliberaciones fueron interrumpidas por el grito de: “¡Todo el mundo a arriar velas!”, y
Peters y Augustus subieron corriendo a cubierta.
Como de costumbre, la tripulación estaba casi completamente borracha, y antes de que se arriasen
las velas debidamente, una violenta ráfaga tumbó el bergantín de costado. Pero consiguieron
retenerlo y enderezarlo, no sin haber embarcado una gran cantidad de agua. Apenas estuvo en
posición segura, cuando el barco fue azotado por otra ráfaga, e inmediatamente después por otra,
sin causarle ningún daño. Aquello tenía todas las apariencias de un huracán, que, efectivamente,
sobrevino poco después con gran furia del norte y del oeste. Se aparejaron todas las cosas lo mejor
posible, poniéndonos al pairo, como es usual, con el trinquete muy rizado. Al caer la noche, el
viento aumentó en violencia, con una mar excepcionalmente gruesa. Peters volvió al castillo de
proa con Augustus, y reanudamos nuestras deliberaciones.
Estuvimos de acuerdo en que no podía presentarse ocasión más favorable que aquélla para poner
en práctica nuestro plan, pues nadie podía esperar un ataque en aquellos momentos. Como el
bergantín estaba tranquilamente al pairo, no había necesidad alguna de maniobrar hasta que
volviese el buen tiempo, y entonces, si salíamos triunfantes de nuestro intento, podíamos soltar uno,
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o acaso dos marineros, para que nos ayudasen a llevar el bergantín a puerto. La mayor dificultad
estribaba en la gran desproporción de nuestras fuerzas. No éramos más que tres, y en la cámara
había nueve. Además, todas las armas de a bordo estaban en su poder, con la excepción de dos
pequeñas pistolas que Peters llevaba escondidas entre la ropa, y de un largo cuchillo de marinero
que llevaba siempre al cinto. Además, por ciertos indicios, como, por ejemplo, el de no hallarse
en sus sitios acostumbrados ni un hacha ni un espeque, empezamos a temer que el piloto tuviese
sus sospechas, al menos respecto a Peters, y que no perdería ocasión para desembarazarse de él.
Era, pues, evidente que lo que estábamos decididos a hacer teníamos que hacerlo cuanto antes. Sin
embargo, las dificultades estaban demasiado en contra nuestra para permitirnos obrar sin la mayor
cautela.
Peters propuso subir él a cubierta y entrar en conversación con el vigía (Allen) y, aprovechando
una buena oportunidad, arrojarlo al mar sin lucha y sin hacer ruido; que Augustus y yo subiéramos
entonces, y que intentásemos apoderarnos de algunas de las armas que hallásemos en cubierta; y
que luego los tres intentaríamos apoderamos de la escalera de la cámara en un ataque repentino,
antes de que pudieran ofrecernos resistencia. Yo le puse objeciones al plan, porque no podía creer
que el piloto (que era muy ladino en todo lo que no afectase a sus supersticiosos prejuicios) se
dejase atrapar tan fácilmente. El mismo hecho de haber un vigía sobre cubierta era prueba más que
suficiente de que estaba alerta, pues sólo en barcos de muy rígida disciplina se suele poner vigía
sobre cubierta cuando el barco está al pairo de un viento fuerte. Como me dirijo en especial, si no
exclusivamente, a las personas que no han navegado nunca, tal vez sea conveniente describir la
exacta condición de un barco en semejantes circunstancias. Ponerse al pairo o “a la capa”, como
se dice en el lenguaje marinero, es una medida que se toma para diversos propósitos y que se
efectúa de diversas maneras. Cuando reina tiempo moderado, es frecuente hacerlo con el mero
propósito de detener el barco, de esperar a otro barco o con cualquier finalidad similar. Si el barco
que se pone al pairo lleva todas las velas desplegadas, la maniobra se suele realizar de forma que
redondee algunas partes de sus velas, de modo que el viento las tome por avante cuando llegue a
estar parado. Pero ahora estamos hablando del pairo con viento huracanado. Se recurre a él cuando
el viento sopla de proa y es demasiado violento para navegar a la vela sin peligro de zozobrar, y a
veces incluso cuando sopla buen viento, pero la mar está demasiado gruesa para poner el barco ante
ella. Si un barco navega viento en popa, con mar muy gruesa, se le pueden causar muchos daños
porque embarca agua por la popa, y a veces da violentos cabeceos hacía adelante. En estos casos
rara vez se recurre a dicha maniobra, a menos que sea de imperiosa necesidad. Si el barco hace
agua, se le deja correr viento en popa por gruesa que este la mar; pues, dejándolo al pairo, se corre
el peligro de que se ensanchen las costuras a causa de los fuertes tirones, lo que no ocurre cuando
se va huyendo del viento. A menudo, también es necesario que un barco navegue rápidamente, ya
cuando las bocanadas son tan extremadamente furiosas que desgarren las velas que se emplean
con el fin de hacerlo virar contra el viento, o cuando, por una mala construcción del casco u otras
causas, no puede realizarse el objetivo principal.
Durante los huracanes, los barcos se ponen al pairo de modos diferentes, según su construcción
peculiar. Algunos se mantienen mejor con el trinquete desplegado, pues me parece que es la vela
que más se suele emplear. Los grandes barcos de aparejo de cruzamen cuentan con velas especiales
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para este propósito, llamadas velas de capa o de temporal. Pero a veces se emplea el foque; otras
el foque y el trinquete, o un trinquete de doble rizo, y no pocas veces las velas traseras. Las velas
de cofa de trinquete suelen resultar más apropiadas que cualquier otra clase de velas. El Grampus
se ponía al pairo generalmente con el trinquete muy rizado.
Cuando un barco se ha de poner al pairo, se le coloca de proa al viento de manera que hinche la
vela desplegada tan pronto como ésta se halla colocada en forma diagonal al barco. Una vez hecho
esto, la proa se encuentra inclinada unos grados respecto a la dirección del viento, y la amura de
barlovento recibe naturalmente el choque de las olas. En estas condiciones un buen barco puede
resistir una tempestad muy recia sin embarcar ni una gota de agua y sin que se requiera más atención
por parte de la tripulación. El timón se suele amarrar, pero no es absolutamente necesario (excepto
a causa del ruido que hace al ir suelto), pues el gobernalle no surte efecto alguno cuando el barco
está al pairo. Realmente, es preferible dejarlo suelto que atarlo muy ceñido, pues corre el peligro de
que se rompa por los golpes de mar si no se le deja al timón alguna holgura. Mientras la vela resista,
un barco bien construido mantendrá su posición y navegará por todo mar, como si estuviera dotado
de vida y raciocinio. Pero si la violencia del viento desgarra la vela (hecho que, en circunstancias
ordinarias, requiere la fuerza de un huracán), sobreviene un peligro inminente. El barco se inclina
empujado por la fuerza del viento, presenta costado a las olas y queda completamente a merced de
ellas. En este caso el único recurso es ponerse tranquilamente de popa al viento, dejándose deslizar
hasta que pueda colocarse otra vela. Algunos barcos se ponen al pairo sin vela desplegada, pero de
esto no puede fiarse uno en el mar.
Mas dejemos esta digresión. El piloto nunca había tenido la costumbre de poner un vigía en cubierta
estando el barco al pairo con tempestad, y el hecho de haberlo hecho ahora, unido a la circunstancia
de la desaparición de las hachas y espeques, nos convenció plenamente de que la tripulación estaba
demasiado alerta para cogerla por sorpresa de la manera que Peters había propuesto. Pero había
que hacer algo, y esto sin la menor dilación, pues era indudable que si se abrigaban sospechas
contra Peters, sería sacrificado a la primera oportunidad, y ésta la encontrarían o la provocarían en
cuanto pasase la tempestad.
Augustus sugirió entonces que si Peters podía quitar, con cualquier pretexto, el trozo de cadena
que estaba sobre la trampa del camarote, podríamos sorprenderlos penetrando por la cala; pero un
poco de reflexión nos convenció de que el bergantín se balanceaba y cabeceaba con demasiada
violencia para intentar una cosa de tal naturaleza.
Di al fin, por fortuna, con la idea de explotar los terrores supersticiosos y la conciencia de
culpabilidad del piloto. Se recordará que uno de los marineros de la tripulación, Hartman Rogers,
había muerto durante la mañana, habiendo pasado dos días atacado de convulsiones tras de beber
agua con licores. Peters nos había expresado la opinión de que este hombre había sido envenenado
por el piloto, y fundaba su creencia en razones que eran incontrovertibles, según nos dijo, pero
que no se había decidido a revelarnos, pues su reserva era una de las características de su singular
carácter. Pero tuviera o no mejores razones que nosotros para recelar del piloto, estábamos de
acuerdo con sus sospechas y dispuestos a obrar en consecuencia.
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Rogers había muerto hacia las once de la mañana, presa de violentas convulsiones; y el cadáver
presentaba a los pocos minutos de su muerte el aspecto más horrible y repugnante que jamás haya
visto en mi vida. El estómago estaba exageradamente hinchado, como quien ha muerto ahogado y
ha permanecido muchas semanas bajo el agua. Las manos se hallaban en las mismas condiciones,
mientras el rostro aparecía encogido y arrugado, con una palidez de yeso, sólo interrumpida por
dos o tres manchas rojas muy vivas, como las que produce la erisipela. Una de estas manchas se
extendía diagonalmente a través de la cara, cubriendo completamente un ojo como si fuera una
banda de terciopelo encarnado. En tan desagradable situación, habían subido el cuerpo a cubierta
desde la cámara a mediodía, para arrojarlo al mar, cuando el piloto, echándole un vistazo (pues lo
veía en ese instante por primera vez), y sintiendo remordimientos por su crimen o atemorizado por
tan horrendo espectáculo, ordenó que lo cosiesen a su hamaca y se hiciesen los ritos usuales de un
entierro en el mar. Después de dar estas instrucciones, se retiró a su cámara, para así evitar tener
que ver de nuevo a su víctima. Mientras se hacían los preparativos para cumplir sus órdenes, se
desencadenó la tempestad con gran furia, y el entierro se abandonó por el momento. El cadáver,
abandonado a sí mismo, quedó junto a los imbornales de babor, donde yacía aún en el momento en
que yo estaba hablando, bañado por las aguas y agitándose a los violentos vaivenes del bergantín.
Una vez establecido nuestro plan, nos dispusimos a llevarlo a la práctica lo más rápidamente
posible. Peters subió a cubierta, y, tal como había previsto, le saludó inmediatamente Allen,
quien parecía hallarse estacionado allí más para acechar lo que pasaba en el castillo de proa que
para otra cosa. Pero la suerte del rufián quedó decidida rápida y silenciosamente, pues Peters,
acercándose de un modo despreocupado, como si fuera a hablarle, le cogió por la garganta y,
antes de que pudiera dar un solo grito, lo tiró pon la borda. Luego nos llamó y subimos. Nuestra
primera preocupación fue buscar algo con que armamos, y al hacer esto teníamos que andar Don
cuidado, pues era imposible permanecer sobre cubierta un instante sin agarrarse firmemente, pues
violentas olas irrumpían sobre el barco a cada cabeceo. Era indispensable también que hiciésemos
de prisa nuestras operaciones, porque a cada minuto esperábamos ver aparecer al piloto para poner
las bombas en funcionamiento, pues era evidente que el Grampus estaba haciendo agua muy
rápidamente. Después de buscar durante un buen rato, no logramos encontrar nada más adecuado
para nuestro propósito que los dos brazos de las bombas, uno de los cuales cogió Augustus y yo el
otro. Una vez hecho esto, le quitamos al cadáver la camisa y lo arrojamos al mar. Peters y yo nos
fuimos abajo, dejando a Augustus para vigilar la cubierta, donde ocupó el mismo sitio en que se
había colocado Allen, y de espaldas a la escalera de la cámara, de modo que, si subía alguno de los
de la banda del piloto, creyese que era el vigía.
Tan pronto como llegué abajo, comencé a disfrazarme para representar el cadáver de Rogers.
La camisa que le había quitado nos sirvió de mucho, pues era de forma y dibujo singulares, y
fácilmente reconocible: una especie de blusa que el difunto llevaba sobre sus demás ropas. Era una
elástica azul, con anchas franjas blancas transversales. Después de ponérmela, procedí a equiparme
con un estómago postizo, imitando la horrible deformidad del cadáver hinchado. Esto lo conseguí
rápidamente por medio de ropas de cama. Luego le di el mismo aspecto a mis manos, poniéndome
unos mitones de lana blanca, que rellené con una especie de trapos. Luego Peters me arregló la
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cara, primero frotándola bien con tiza blanca y manchándomela después con sangre, que se sacó
dándose un corte en un dedo. La mancha a través del ojo no fue olvidada, y presentaba un aspecto
aún más espantoso.
Capítulo VIII
Cuando me contemplé en un trozo de espejo que pendía en la cámara, a la sombría luz de una
linterna de combate, me quedé tan impresionado por el sentimiento de vago terror reflejado en
mi rostro y el recuerdo de la terrorífica realidad que estaba representando, que se apoderó de mí
un violento temblor, y apenas me quedaron ánimos para seguir adelante con mi papel. Mas era
necesario obrar con decisión, y Peters y yo subimos a cubierta.
Allí encontramos todo sin novedad y, manteniéndonos arrimados a los antepechos, los tres
nos deslizamos a la escalera de la cámara. Estaba sólo parcialmente cerrada, habiendo tomado
precauciones para evitar que la abriesen repentinamente de un empellón desde fuera, por medio
de unos calces de madera colocados en el peldaño superior de modo que le impedían cerrarse. No
hallamos dificultad alguna en echar un vistazo al interior de la cámara a través de las hendiduras
donde están colocados los goznes. Ahora pudimos comprobar que había sido una gran suerte para
nosotros no haber intentado cogerlos por sorpresa, pues estaban evidentemente alerta. Sólo uno
estaba dormido, y yacía al pie de la escala de toldilla con un fusil a su lado. Los demás estaban
sentados en varias colchonetas, que las habían quitado de las camas y tirado por el suelo. Estaban
enfrascados en una conversación seria, y aunque habían estado de jarana, como se deducía por
dos jarros vacíos y unos vasos de hojalata que había por allí, no estaban tan borrachos como de
costumbre. Todos llevaban cuchillos, un par de ellos pistolas, y numerosos fusiles yacían en la
cama al alcance de la mano.
Estuvimos escuchando su conversación durante un rato antes de decidir cómo obrar, pues no
habíamos resuelto nada en concreto, excepto que intentábamos paralizarlos, cuando los atacásemos,
por medio de la aparición de Rogers. Estaban discutiendo planes de piratería y, según pudimos
oír claramente, se proponían unirse a la tripulación de una goleta, Hornet, y, si les era posible,
apoderarse de ella como paso preparatorio para otra tentativa de mayor escala, de cuyos detalles
no pudimos enteramos.
Uno de los marineros habló de Peters, y el piloto le contestó en voz baja, sin que pudiéramos
oírle, y luego añadió, en tono más alto, que “no podía entender que estuviese tanto tiempo con el
chiquillo del capitán en el castillo de proa, pero creía que lo mejor era arrojarlos a ambos al mar
cuanto antes.” A estas palabras no hubo respuesta alguna, pero comprendimos fácilmente que la
insinuación había sido bien recibida por toda la banda, y en especial por Jones. En este momento
yo estaba excesivamente agitado, tanto cuanto que vi que ni Augustus ni Peters sabían cómo obrar.
Pero yo decidí vender cara mi vida antes que dejarme dominar por el miedo.
El ruido espantoso del rugir del viento en el aparejo y del barrer de las olas sobre cubierta nos
impedía oír lo que se decía, excepto durante calmas momentáneas. En una de éstas, los tres oímos
claramente al piloto decirle a uno de sus hombres: “vete a proa y ordena a esos marineros de agua
dulce que vengan a la cámara, donde podré tenerlos a la vista e impedir que hubiese secretos a
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bordo del bergantín”. Para suerte nuestra, el balanceo del barco en aquel momento era tan violento,
que la orden no pudo ejecutarse inmediatamente. El cocinero se levantó de su colchoneta para ir a
buscarnos, cuando los mástiles, le hizo dar de cabeza contra una de las puertas del camarote de babor,
abriéndola de golpe y aumentando en gran proporción otro tipo de confusión. Afortunadamente,
ninguno de nosotros fuimos despedidos fuera de nuestra posición, y tuvimos tiempo de retirarnos
precipitadamente al castillo de proa y preparar apresuradamente un plan de acción antes de que
el mensajero hiciese su aparición, o más bien antes de que asomara la cabeza por la cubierta de
escotilla, pues no se molestó en subir a cubierta. Desde el sitio en que estaba no podía advertir la
ausencia de Allen, y le repitió a gritos, como si fuese él, las órdenes del piloto. Peters exclamó “¡Sí,
sí!”, desfigurando la voz, y el cocinero se bajó inmediatamente, sin haber notado nada.
Luego mis dos compañeros se dirigieron resueltamente a popa y bajaron a la cámara, cerrando
Peters la puerta tras de sí como la había encontrado. El piloto los recibió con fingida cordialidad y
a Augustus le dijo que, en vista de que se había comportado tan bien últimamente, podía instalarse
en la cámara y considerarse como uno más de ellos en lo futuro. Luego le escanció hasta la mitad
un vaso de ron y se lo hizo beber. Yo estaba viendo y oyendo todo esto, pues seguí a mis amigos
hasta la cámara tan pronto como Peters cerró la puerta, y me situé en mi viejo punto de observación.
Llevaba conmigo los dos guimbaletes, uno de los cuales coloqué cerca de la escalera de la cámara,
para tenerlo al alcance de la mano cuando fuese necesario.
Puse buen cuidado en no dejarme escapar nada de lo que estaba pasando allí dentro, y me armé de
valor para presentarme ante los amotinados cuando Peters me hiciese la señal convenida. Ahora éste
procuraba hacer recaer la conversación sobre los sangrientos episodios del motín, y gradualmente
llevó a los marineros a hablar acerca de las mil supersticiones que son tan universalmente corrientes
entre la gente de mar. Yo no podía oír todo lo que se decía, pero sí veía claramente el efecto de la
conversación en la fisonomía de los allí presentes. El piloto estaba evidentemente muy agitado y
cuando, poco después, uno de ellos mencionó el terrorífico aspecto del cadáver de Rogers, creí
que estaba a punto de desmayarse. Peters le pregunto entonces si no creía que sería mejor arrojar
el cuerpo por la borda enseguida, puesto que era demasiado horrible verlo dando tumbos por los
imbornales. A esto el villano respiró convulsivamente y paseó lentamente su mirada sobre sus
compañeros, como si suplicase a alguno de ellos que subiera a realizar aquella tarea. Pero no se
movió nadie. Era evidente que toda la banda se hallaba en el grado más alto de excitación nerviosa.
Entonces Peters me hizo la señal. Abrí inmediatamente, de un empellón, la puerta de la escalera
de la cámara y bajé, sin pronunciar una palabra, manteniéndome erguido en medio de la banda.
El intenso efecto producido por esta repentina aparición no sorprenderá del todo si se toman en
consideración sus diversas circunstancias. Por lo general, en caso de naturaleza similar, queda en
el espíritu del espectador como un rayo dé duda sobre la realidad de la visión que se tiene ante los
ojos; cierta esperanza, aunque débil, de que se es víctima de una trapacería y de que la aparición
no es realmente un visitante que venga del lejano mundo de las sombras. No es demasiado afirmar
que semejantes restos de duda se hallan en el fondo de casi toda análoga aparición y de que el
espantoso horror que a veces han originado deba atribuirse, incluso en los casos más al efecto
y donde más sufrimiento se halla experimentado, más a una especie de horror anticipado, por
miedo de que la aparición sea posiblemente real, que a una firme creencia en su realidad. Pero en
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el caso presente se verá inmediatamente que en el espíritu de los amotinados no había ni siquiera
la sombra de un fundamento sobre la que mantener la duda de que la aparición de Rogers fuese,
en verdad, una revivificación de su espantoso cadáver o, al menos, de su imagen espiritual. La
situación del bergantín, aislado en el mar, con su total inaccesibilidad a causa de la tempestad,
reducía los aparentemente posibles medios de trapisonda a límites tan escasos y definidos, que
debieron de pensar que era capaz de vigilarlos a todos de una sola mirada. Hacía veinticuatro
días que se hallaban en el mar, sin haber sostenido más que una comunicación de palabra con
un barco cualquiera. Además, toda la tripulación, los marineros estaban muy lejos de sospechar
que hubiese algún otro individuo a bordo, estaba reunida en la cámara, a excepción de Allen, el
vigía; y su gigantesca estatura (casi medía dos metros de altura) era demasiado familiar a sus ojos
para creer ni por un solo instante que fuese él la aparición que tenían ante ellos. Añádanse a estas
consideraciones la índole aterradora de la tempestad y la de la conversación suscitada por Peters; la
profunda impresión que el aborrecible cadáver había causado por la mañana en la imaginación de
los marineros; la perfección de mi disfraz, y la incierta y vacilante luz a la que me contemplaban,
como era la del resplandor de la linterna de la cámara, agitándose violentamente de acá para
allá, cayendo de lleno o indecisamente sobre mi cara, y se comprenderá que el efecto de nuestra
superchería fuese mayor de lo que esperábamos. El piloto se levantó de un salto de la colchoneta
en que estaba echado y, sin pronunciar ni una palabra, cayó de espaldas, muerto de repente, sobre
el suelo de la cámara, y fue arrojado a sotavento como un tronco por un fuerte bamboleo del
bergantín. De los siete restantes, sólo tres conservaron al principio cierta presencia de ánimo; los
otros cuatro se quedaron por un rato como si hubieran echado raíces en el suelo, pintándose en sus
rostros el horror más lastimoso y la desesperación más extremada que jamás vieran mis ojos. La
única oposición que encontramos nos la hicieron el cocinero, John Hunt y Richard Parker; pero
fue una defensa muy débil e irresoluta. Los dos primeros fueron muertos a tiros instantáneamente
por Peters, y yo derribé a Parker de un golpe en la cabeza con el brazo de la bomba que llevaba
conmigo. Mientras tanto, Augustus se apoderó de uno de los fusiles que había en el suelo y disparó
sobre otro amotinado (Wilson), que murió con el pecho atravesado. Ya no quedaban más que tres;
pero ya éstos habían salido de su letargo, y quizá empezaban a ver que habían sido engañados,
pues luchaban con gran resolución y furia, y si no hubiera sido por la tremenda fuerza muscular
de Peters, tal vez a la postre nos hubieran vencido. Estos tres hombres eran Jones, Greely y
Absalom Hicks. Jones había derribado a Augustus en el suelo, le dio varias puñaladas en el brazo
derecho, y seguramente hubiera acabado con él (pues ni Peters ni yo podíamos desembarazarnos
inmediatamente de nuestros contrincantes) si no hubiese sido por la oportuna ayuda de un amigo,
con la que ninguno de nosotros habíamos contado. Este amigo no era otro que Tigre. Dando un
sordo ladrido, saltó a la cámara, en el momento más crítico para Augustus, y, abalanzándose sobre
Jones, lo mantuvo sujeto al suelo por un instante. Pero mi amigo estaba demasiado maltrecho
para poder prestarnos ayuda alguna, y yo, encubierto con mi disfraz, poco podía hacer. El perro
no quería soltar a Jones, a quien tenía preso por la garganta. Sin embargo, Peters era bastante más
fuerte que los dos hombres que quedaban y, sin duda, los hubiera despachado más pronto de lo que
lo hizo si no hubiera sido por el poco espacio que tenía para luchar y por los tremendos bandazos
del bergantín. Por fin pudo coger una banqueta muy pesada de las varias que había por el suelo y
con ella le aplastó los sesos a Greely, en el momento en que se disponía a descargar su fusil contra
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mí, e inmediatamente después de que un boleo del barco le arrojase contra Hicks, cogió a este por
la garganta y le estranguló a pura fuerza. Así, en menos tiempo de lo que he tardado en contarlo,
nos hicimos dueños del bergantín.
El único de nuestros enemigos que quedaba vivo era Richard Parker. A éste, como se recordará,
yo lo había derribado de un golpe con el brazo de la bomba al comienzo de la refriega. Ahora
yacía inmóvil Junto a la puerta del camarote hecha astillas: pero al tocarle Peters con el pie, habló
pidiéndole clemencia. Sólo tenía una ligera herida en la cabeza, y si había perdido el conocimiento
era a causa de la contusión. Se puso en pie y, por el pronto, le atamos las manos a la espalda. El
perro seguía gruñendo encima de Jones: pero, después de un examen, vimos que estaba muerto,
y un chorro de sangre le manaba de una profunda herida en la garganta, infligida por los agudos
colmillos del animal.
Era alrededor de la una de la madrugada, y el viento seguía soplando con furia tremenda.
Evidentemente, el bergantín trabajaba más de lo corriente, y era absolutamente necesario hacer
algo para aliviar su situación. A cada cabeceo a sotavento, embarcaba una ola, varias de las cuales
llegaron parcialmente hasta la cámara durante nuestra refriega, pues al bajar yo había dejado
abierta la escotilla. Toda la obra muerta de babor había sido arrastrada por el mar, así como el
fogón, junto con el bote que estaba encima de la bovedilla. Los crujidos y las vibraciones del palo
mayor también indicaban que estaba próximo a romperse. A fin de hacer más sitio para la estiba
en la bodega de popa, el pie de este mástil se había fijado en el entre puente (práctica perniciosa
a que a veces recurren por ignorancia los constructores de barcos), de modo que corría un peligro
inminente de que fuera arrancado. Y paré colmo de nuestras dificultades, sondamos la caja de
bombas y vimos que no tenía menos de dos metros de agua.
Abandonando los cadáveres que yacían en la cámara, nos pusimos a trabajar inmediatamente
con las bombas. A Parker, naturalmente, se le dejó en libertad para que nos ayudase en la tarea.
Vendamos el brazo de Augustus lo mejor posible, y hacía lo que podía, que no era mucho. Pero
descubrimos que podíamos impedir que el agua subiese de nivel manteniendo constantemente
en funcionamiento una bomba. Como sólo éramos cuatro, el trabajo resultaba excesivo; pero
tratamos de conservar los ánimos, y esperábamos con ansiedad el alba, pues teníamos el propósito
de aligerar el bergantín cortando el palo mayor.
De este modo, pasamos una noche de terrible ansiedad y fatiga, y cuando al fin amaneció, la
tempestad no había amainado ni daba muestras de querer amainar. Arrastramos los cadáveres
a cubierta y los arrojamos por la borda; luego nos ocupamos del palo mayor. Una vez hechos
los preparativos necesarios, Peters cortó el mástil (habíamos encontrado hachas en la cámara),
mientras los demás manteníamos tensos los estay y los aparejos. Como el bergantín dio un
tremendo bandazo a sotavento, se ordenó cortar los acolladeros de barlovento, con lo cual toda la
masa de maderas y jarcias cayó al mar, desembarazada del bergantín y sin causarle ningún daño.
Vimos que el barco no trabajaba tanto como antes, pero nuestra situación seguía siendo precaria,
y, a pesar de nuestros desesperados esfuerzos, no conseguíamos achicar el agua sin el empleo
de las dos bombas. La ayuda que podía prestarnos Augustus era realmente de poca importancia.
Para aumentar nuestros apuros, una ola enorme descargó sobre el costado de barlovento, apartó
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al bergantín varios puntos del viento y, antes de que pudiera recobrar su posición, rompió otra ola
sobre él y lo tumbó completamente de costado. El lastre se desplazó en masa sobre el costado de
sotavento (la estiba llevaba ya un rato desplazándose a un lado y a otro) y por unos momentos
creímos zozobrar irremisiblemente. Pero el barco se enderezó en parte, aunque el lastre seguía
retenido a babor, por lo que era inútil pensar en hacer funcionar las bombas, las cuales hubieran
hecho realmente poco, porque teníamos las manos en carne viva por el exceso de trabajo y nos
sangraban de la manera más horrible.
Contra el consejo de Parker, nos pusimos a cortar el palo trinquete, y al fin lo conseguimos tras
mucha dificultad, debido a la posición en que nos hallábamos. Al caer al mar, se llevó el bauprés y
dejó al bergantín completamente convertido en un cascarón.
Por tanto, podíamos congratularnos aún de que nuestro bote no se lo hubiera llevado el mar, pues
no había sufrido ninguna avería a pesar de las enormes olas que habían entrado a bordo. Pero esta
alegría no nos duró mucho, pues faltos de trinquete y por tanto de su vela, que había mantenido
firme al bergantín, el mar descargaba de lleno sobre nosotros y en cinco minutos nuestra cubierta
fue barrida de popa a proa, el bote y su amuras destrozadas, e incluso el cabestrante pequeño hecho
astillas. Realmente la situación no podía ser más deplorable para nosotros.
A mediodía pareció que la borrasca iba a amainar, pero nos llevamos un chasco desagradable, pues
apenas, calmada unos momentos, se reprodujo con redoblada violencia. Hacia las cuatro de la
tarde era completamente imposible mantenerse de pie de cara al viento, y al cerrar la noche no nos
quedaba ni una sombra de esperanza de que el barco resistiese hasta la mañana.
A medianoche nos habíamos hundido bastante en el agua, de forma que llegaba ahora hasta el
entre puente. Poco después, un golpe de mar arrancó el timón y se llevó toda la parte de popa que
estaba fuera del agua, con lo que sufrió tal golpe al caer, en su cabeceo, como si hubiese encallado.
No habíamos previsto que el timón nos faltase tan pronto, pues era inusitadamente fuerte y estaba
colocado de un modo como no había visto nunca antes ni he visto después. Debajo de su pieza de
madera principal había una serie de recias abrazaderas de hierro, y otras abrazaderas del mismo
metal sujetaban el codaste. A través de estas abrazaderas pasaba una espiga de hierro forjado,
muy gruesa, quedando así el timón firmemente sujeto y girando libremente sobre la espiga. Puede
calcularse la terrible fuerza de las olas por el hecho de que las abrazaderas del codaste, que corrían
a lo largo de él, estaban clavadas y remachadas; fueron separadas por completo de la sólida madera.
Apenas habíamos tenido tiempo de respirar, después de la violencia de este choque, cuando una
de las olas más tremendas que he visto en mi vida rompió a bordo directamente sobre nosotros,
barriendo la escalera de la cámara, reventando en las escotillas e inundando de agua hasta el último
rincón del bergantín.
Capítulo IX
Afortunadamente, poco antes de anochecer nos amarramos firmemente los cuatro a los restos del
cabrestante, tumbándonos de este modo sobre la cubierta lo más aplastados posible. Esta precaución
fue lo único que nos salvó de la muerte. De todas maneras, estábamos más o menos aturdidos por
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el inmenso peso de agua que nos cayó encima, y que no nos arrastró hasta que estuvimos casi
exhaustos. Tan pronto corno pude recobrar el aliento, llamé en voz alta a mis compañeros. Pero
sólo contestó Augustus, diciendo:
-¡Todo se ha acabado para nosotros! ¡Dios tenga misericordia de nuestras almas!
Poco a poco, los otros dos fueron recobrando el habla y nos exhortaron a tener ánimos, pues aún
había esperanzas, sabiendo que era imposible que el bergantín se hundiese, debido a la naturaleza
del cargamento y porque, además, parecía probable que la tempestad amainase por la mañana.
Estas palabras me reanimaron; por extraño que parezca, aunque era obvio que un barco cargado de
barricas de aceite vacías no puede sumergirse, yo había tenido hasta este momento tan confusa la
mente, que no había caído en la cuenta, y el peligro que había temido más durante aquellas horas era
el de que nos hundiésemos. Al renacer la esperanza en mi corazón, aproveché todas las ocasiones
para afianzar las ligaduras que me sujetaban a los restos del cabrestante, y en esta ocupación no
tardé en descubrir que mis compañeros también estaban ocupados en lo mismo. La noche era muy
oscura, y no intento describir el caos y el horrible lúgubre estruendo que nos rodeaba. La cubierta
se hallaba al nivel del agua, o más bien estábamos rodeados de altas crestas de espuma, parte de
las cuales rompían a cada instante sobre nosotros. No sería exagerado decir que no teníamos la
cabeza fuera del agua más que un segundo de cada tres. Aunque estábamos muy juntos, ninguno
de nosotros podía ver a otro, ni siquiera nada de la parte del bergantín, sobre la cual éramos tan
impetuosamente zarandeados. A intervalos, nos llamábamos unos a otros, intentando mantener
viva la esperanza y dar consuelo y valor a quien más necesidad tenía de ello. La débil situación
de Augustus le hacía objeto de la solicitud de todos nosotros; y como suponíamos que la herida
en el brazo derecho había de imposibilitarle para sujetar sólidamente su amarra, nos figurábamos
a cada instante que iba a ser arrastrado por las olas, y prestarle socorro era algo absolutamente
imposible. Afortunadamente, se encontraba en el sitio más seguro, pues la parte superior de su
cuerpo se cubría con un trozo de cabrestante roto, y las aguas, antes de caerle encima, perdían gran
parte de su violencia. En cualquier otra posición que no fuese aquélla (en la que había quedado
accidentalmente después de haberse atado él mismo en un sitio muy expuesto), hubiese perecido
infaliblemente antes del amanecer. Debido a que el bergantín se hallaba muy echado hacia la
banda, estábamos menos expuestos a ser arrebatados por las olas, como hubiese sucedido en otro
caso. Como he dicho antes, el barco se inclinaba hacia babor, pero la mitad de la cubierta estaba
constantemente bajo el agua. Por eso las olas, que entrechocaban por estribor, rompían contra el
costado del barco, alcanzándonos solamente algunas rociadas de agua, mientras yacíamos tendidos
boca abajo; por el contrario, las que venían por babor, las que se llaman olas de remanso, porque
caen por la espalda, no podían cogernos con bastante ímpetu, a causa de nuestra posición, no tenían
fuerza suficiente para soltarnos de nuestras amarras.
En tan espantosa situación permanecimos hasta que alumbró el día, mostrándonos con todo detalle
los horrores que nos rodeaban. El bergantín era un simple tronco que rodaba a merced de las olas; la
tempestad no había cedido sino para soplar con la fuerza de un huracán, y parecía que no podíamos
esperar salvación alguna terrenal. Durante varias horas permanecimos en silencio, esperando a
cada momento que se rompieran nuestras amarras, que los restos del cabrestante irían por la borda,
o que algunas de las enormes olas que rugían en todas direcciones alrededor y por encima de
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nosotros sumergiese de tal modo el casco, que nos ahogásemos antes de volver a la superficie.
Mas, por la clemencia de Dios, nos libramos de estos peligros inminentes, y hacia el mediodía
nos reanimamos, recibiendo como una bendición los rayos del sol. Poco después notamos una
sensible disminución de la fuerza del viento, y entonces, por primera vez desde la última parte de
la noche anterior, Augustus habló, preguntándole a Peters, que era el que estaba más cerca de él, si
creía que había alguna posibilidad de salvación. Como no dio ninguna respuesta al principio a esta
pregunta, todos creímos que el mestizo se había ahogado; pero enseguida, con gran alegría nuestra,
empezó a hablar, aunque muy débilmente, diciendo que sentía grandes dolores a consecuencia
del corte que la presión de las ligaduras le habían hecho en el estómago, que debía encontrar el
medio de aflojarlas o moriría, pues era imposible que pudiese soportar por más tiempo aquella
situación. Esto nos causó gran disgusto, pues era inútil pensar en ayudarle mientras el mar siguiera
azotándonos como hasta entonces. Le exhortamos a que soportase sus sufrimientos con paciencia,
y le prometimos aprovechar la primera oportunidad que se presentase para aliviarle. El mestizo
replicó que sería demasiado tarde, que todo se acabaría para él antes de que pudiéramos hacerlo,
y luego, después de quejarse durante unos minutos, se quedó silencioso, de lo cual dedujimos que
había perecido.
Al caer la tarde, el mar se calmó, hasta el punto de que apenas rompía una ola contra el casco del
lado de barlovento cada cinco minutos, y el viento había amainado bastante, aunque todavía soplaba
una fuerte galerna. Hacía unas horas que no había oído hablar a ninguno de mis compañeros, y
llamé a Augustus; pero me contestó tan débilmente que no pude entender lo que me dijo. Luego
llamé a Peters y a Parker, de ninguno de los cuales recibí contestación.
Poco después caí en un estado de insensibilidad parcial, durante el cual vagaban por mi espíritu las
imágenes más placenteras, como árboles de verdísimo follaje, ondulantes prados de sazonada mies,
procesiones de bailarinas, tropas de caballería, y otras fantasías. Recuerdo ahora que, en todas las
visiones que pasaron ante los ojos de mi imaginación, el movimiento era la idea predominante. Por
eso, nunca me imaginé ningún objeto estacionario, tal como una casa, una montaña, o algo por el
estilo; sólo veía molinos de viento, barcos, grandes aves, globos, gentes a caballo o conduciendo
carruajes a gran velocidad, y otros objetos móviles similares que se me aparecían en sucesión
interminable. Cuando salí de este estado, hasta donde podía adivinar, hacía ya una hora que
brillaba el sol. Me costaba grandes esfuerzos recordar las diversas circunstancias relacionadas con
mi situación y durante cierto tiempo permanecí firmemente convencido de que aún me hallaba en
la cala del bergantín, junto a la caja, y de que el cuerpo de Parker era el de Tigre.
Cuando recobré por completo mis sentidos, vi que el viento era sólo una brisa moderada, y que
el mar se hallaba en relativa calma, de modo que el bergantín sólo embarcaba agua por el centro
de la cubierta. Mi brazo izquierdo se había desprendido de sus ligaduras, y estaba muy lacerado
hacia el codo; mi brazo derecho estaba completamente entumecido y la mano y la muñeca
extraordinariamente hinchados por la presión de la cuerda, que se había corrido desde el hombro
hacia abajo. También me dañaba mucho otra cuerda que me rodeaba el pecho y que se había puesto
tirante hasta un grado insufrible de presión. Al mirar hacia mis compañeros observé que Peters
vivía aún, aunque tenía atada a la cintura una cuerda gruesa, tan apretada, que parecía como si
le hubiesen cortado en dos; al moverme yo me hizo una débil seña con la mano, indicándome la
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cuerda. Augustus no daba señales de vida, y estaba inclinado casi hasta doblarse sobre una astilla
del cabrestante. Parker me habló cuando vio que me movía, y me preguntó si me restaban aún
fuerzas suficientes para soltarle, asegurándome que si yo 1 conseguía reuniendo las energías que
me quedasen quizá pudiera salvarnos la vida, mientras que de otro modo pereceríamos todos.
Le dije que se armara d valor, pues intentaría quitarle las ligaduras. Palpándome el bolsillo del
pantalón, encontré el cortaplumas y, tras varios intentos infructuosos, conseguí abrirlo. Luego, con
la mano izquierda logré soltar mi mano derecha y después corté las cuerdas que me sujetaban. Pero
al intentar cambiar de postura sentí que se me doblaban las piernas y que no podía levantarme, ni
mover mi brazo en dirección alguna. Al decirle a Parker lo que me sucedía, me aconsejó que me
estuviese quieto durante unos momentos, agarrándome al cabrestante con la mano izquierda, para
que de este modo se restableciese la circulación de la sangre. Al hacerlo así empezó a desaparecer
el entumecimiento y pude mover primero una pierna y luego la otra, y poco después recobré
parcialmente el uso del brazo derecho. Entonces, arrastrándome a gatas, con gran precaución,
hasta Parker, sin conseguir sostenerme sobre mis piernas, le corté al instante las ligaduras y en
poco tiempo también él recobró el uso parcial de las piernas. Sin pérdida de tiempo le soltamos la
cuerda a Peter. A través de la pretina de su pantalón de lana y de dos camisetas, le había hecho una
profunda herida que le llegaba hasta la ingle, de la que, al quitarle la cuerda, le manaba la sangre
copiosamente. Pero tan pronto como se sintió libre, nos dijo que había experimentado un alivio
instantáneo, siendo capaz de moverse con mayor facilidad que Parker y que yo; sin duda, esto era
debido a la descarga de la sangre.
Teníamos pocas esperanzas de que Augustus se recobrase, pues no daba señales de vida; pero,
al acercarnos a él, vimos que simplemente estaba desmayado por la pérdida de sangre, pues las
vendas que le habíamos puesto en el brazo herido habían sido arrancadas por las olas; ninguna
de las cuerdas que le sujetaban al cabrestante estaba suficientemente apretada para ocasionarle la
muerte. Después de haberle quitado las ligaduras, conseguimos apartarle del trozo de madera que
estaba cerca del cabrestante, lo pusimos a buen resguardo en un sitio a barlovento, con la cabeza un
poco más baja que el cuerpo, dedicándonos los tres a darle fricciones en los miembros. Al cabo de
media hora volvió en sí, aunque hasta la mañana siguiente no dio muestras de conocemos, ni tuvo
suficientes fuerzas para hablar. Cuando acabamos de quitarnos las ligaduras ya era completamente
de noche, y comenzaba a nublarse, lo cual nos angustió profundamente, pues temíamos que volviese
a soplar viento fuerte, en cuyo caso nada nos salvaría de perecer, dada nuestra extenuación. Por
fortuna, el viento continuó muy moderado durante Ja noche y el mar se iba calmando a cada
minuto, haciéndonos concebir grandes esperanzas de salvación. Soplaba una ligera brisa del
noroeste, pero no hacía nada de frío. Augustus fue atado cuidadosamente del lado de barlovento,
de manera que no pudiera escurrirse con los balanceos del barco, pues estaba demasiado débil
para sostenerse solo. Nosotros no teníamos ya necesidad de atarnos. Permanecimos sentados
muy juntos, amparándonos unos a otros con la ayuda de las cuerdas rotas en tomo al cabrestante,
mientras trazábamos planes para librarnos de nuestra espantosa situación. Sentimos mucho alivio
al quitarnos la ropa y retorcerla para que soltase el agua. Cuando nos la pusimos de nuevo sentimos
un agradable calor que nos vigorizó en no escaso grado. Le ayudamos a Augustus a quitarse la
ropa, se la retorcimos y también experimentó la misma agradable sensación.
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Ahora nuestros principales sufrimientos eran el hambre y la sed, y cuando comenzamos a pensar
en el medio de buscar algún alivio a este respecto se nos encogió el corazón, y casi deploramos
haber escapado de los peligros menos temibles del mar. Sin embargo, procuramos consolarnos
con la esperanza de que nos recogiese en breve algún barco, y nos dimos ánimos mutuamente para
soportar con entereza los infortunios que pudieran acaecernos.
Al fin alboreó la mañana del día catorce, y el tiempo seguía siendo despejado y tranquilo, con
brisa firme pero ligera del noroeste. El mar estaba en completa calma y como, por alguna causa
que no podía determinar, el bergantín no se inclinaba tanto sobre la banda como antes, la cubierta
estaba relativamente seca y podíamos movernos con libertad. Llevábamos ya más de tres días
con sus noches sin comer ni beber, por lo que se nos hizo absolutamente necesario intentar subir
algo de abajo. Como el bergantín estaba lleno de agua por completo, nos dispusimos a esta tarea
desalentadora, y con muy pocas esperanzas de llegar a conseguir algo. Nos hicimos una especie
de draga valiéndonos de unos clavos que arrancamos de los restos de la cubierta de escotilla y los
clavamos en dos trozos de madera. Amarrándolos en forma de cruz, los atamos al extremo de una
cuerda y los arrojamos a la cámara, arrastrándolos de un lado para otro, con la débil esperanza de
enganchar así algún artículo que nos sirviese de alimento, o que al menos nos proporcionase el
medio de obtenerlo. Pasamos la mayor parte de la mañana dedicados a esta tarea, sin pescar nada
más que unas ropas de cama que se engancharon enseguida en los clavos. En verdad, nuestro
invento era tan tosco, que apenas podía esperarse mayor éxito.
Luego probamos en el castillo de proa, pero igualmente en vano, y ya estábamos al borde de
la desesperación, cuando Peters propuso que le atásemos una cuerda al cuerpo y le dejásemos
intentar subir algo, buceando en la cámara. La proposición fue acogida con todo el entusiasmo que,
al reavivar la esperanza, podía inspirar. Inmediatamente se despojó de sus ropas, con excepción de
los pantalones, y le atamos cuidadosamente una gruesa cuerda a la cintura, haciéndosela pasar por
encima de sus hombros, de modo que no hubiese ninguna posibilidad de que se deslizase. La tarea
era de gran dificultad y peligro, pues, como esperábamos encontrar poca cosa, si encontrábamos
alguna provisión en la cámara, era necesario que el buceador, tras de permanecer él mismo abajo,
tenía que dar una vuelta a la derecha y seguir bajo el agua a una distancia de tres o tres metros y
medio, por un pasillo estrecho, hasta el almacén, y volver sin haber respirado.
Una vez preparado todo, Peter descendió a la cámara, bajando por la escala de toldilla, hasta que
el agua le llegó a la barbilla. Entonces se zambulló de cabeza, torciendo a la derecha mientras
fondeaba, y tratando de llegar al almacén. Pero esta primera tentativa fue totalmente infructuosa.
Antes de medio minuto, sentimos tirar violentamente de la cuerda (era la señal convenida para
cuando desease que lo subiéramos). Por tanto, lo subimos inmediatamente, pero con tan poca
precaución, que le dimos un fuerte golpe contra la escalera. No traía nada, pues no había podido
penetrar más que muy poco en el pasillo, debido a los constantes esfuerzos que tuvo que hacer
para no subir flotando hasta el techo. Al salir estaba muy cansado y tuvo que descansar un cuarto
de hora largo antes de aventurarse a descender de nuevo.
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La segunda tentativa dio peores resultados aún; pues permaneció tanto tiempo debajo del agua
sin dar la señal para izarlo, que, alarmados por su seguridad, lo sacamos y vimos que estaba casi
asfixiado, pues, según nos dijo, había tirado repetidas veces de la cuerda sin que lo notáramos.
Probablemente, esto se debió a que una parte de la cuerda se había enredado en la balaustrada, al
pie de la escalera. La balaustrada era un estorbo tan grande, que decidimos quitarla, si era posible,
antes de proseguir nuestros propósitos. Como no teníamos más medio de quitarla que por fuerza
mayor, nos metimos los cuatro en el agua hasta donde nos fue posible, bajando por la escalera, y
dando un fuerte tirón con todas nuestras fuerzas unidas, logramos echarla abajo.
La tercera tentativa fue tan infructuosa como las dos anteriores, y nos convencimos de que no
podría hacerse nada sin la ayuda de algún peso que asegurase al buceador y le mantuviese en el
fondo de la cámara mientras verificaba sus pesquisas. Durante un buen rato estuvimos buscando en
vano algo que pudiera servirnos para nuestros fines; al fin, con gran alegría nuestra, descubrimos
que una de las cadenas del barco estaba tan suelta, que se podía arrancar con facilidad. Atada
a uno de los tobillos de Peters, éste hizo su cuarto descenso a la cámara, y esta vez consiguió
llegar a la despensa. Mas, con gran pesar suyo, la encontró cerrada, y tuvo que volverse sin haber
entrado, pues ni con los mayores esfuerzos podía permanecer bajo el agua más de un minuto, a
lo sumo. Realmente la cosa tomaba un cariz siniestro, y ni Augustus ni yo nos pudimos contener
y nos deshicimos en lágrimas al pensar en el cúmulo de dificultades que nos surgían y las pocas
posibilidades que teníamos de salvarnos. Pero esta debilidad no duró mucho. Postrándonos de
rodillas, rezamos a Dios implorando su ayuda en los infinitos peligros que nos amenazaban, y nos
alzamos con esperanza y ánimo renovados para pensar en lo que aún podía hacerse con medios
humanos para conseguirnos nuestra salvación.
Capítulo X
Poco después ocurrió un incidente que me inclino a considerarlo como el más emocionante,
como el más repleto primero de extremos de placer y luego de terror, hasta puntos que jamás
he experimentado en nueve años largos, llenos de los acontecimientos más sorprendentes y, en
muchos casos, de la índole más extraña e inconcebible. Estábamos tendidos sobre cubierta, cerca
de la escalera de la cámara, discutiendo la posibilidad de llegar hasta la despensa, cuando, al mirar
a Augustus, que estaba echado enfrente de mí, noté que se ponía de pronto intensamente pálido y
que le temblaban los labios del modo más singular e inexplicable. Muy alarmado, le pregunté qué
le sucedía, pero no me contestó, y va empezaba a creer que se había puesto malo de repente, cuando
advertí que sus ojos se clavaban aparentemente como en un objeto que hubiese detrás de mí. Volví
la cabeza, y jamás olvidaré el éxtasis de alegría que estremeció todas las fibras de mi ser, al ver un
gran bergantín que se dirigía hacia nosotros y que no estaba más que a unas dos millas. Me puse
de pie de un brinco, como si de repente me hubiesen dado un tiro en el corazón, y extendiendo
los brazos en dirección al barco, permanecí de este modo, inmóvil e incapaz de articular una
sola palabra. Peters y Parker estaban igualmente emocionados, aunque con reacciones distintas.
El primero bailaba por la cubierta como un loco, lanzando las más extravagantes baladronadas,
mezcladas con aullidos e imprecaciones, mientras que el último estalló en lágrimas y estuvo
durante varios minutos llorando como un niño.
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El barco que teníamos a la vista era un gran bergantín goleta, de construcción holandesa,
pintado de negro y con un reluciente y dorado mascarón de proa. Evidentemente había corrido
muchísimos temporales y supusimos que había sufrido mucho con la tempestad que tan desastrosa
había resultado para nosotros, pues había perdido el mastelero de proa y parte de los antepechos
de estribor. Cuando le vimos por primera vez, estaba, como he dicho ya, a unas dos millas y a
barlovento, dirigiéndose hacia nosotros. La brisa era muy suave, y lo que más nos sorprendió fue
que no trajera más velas desplegadas que la vela mayor y el trinquete, con un petifoque, por lo que,
naturalmente, navegaba con gran lentitud, exaltando nuestra impaciencia hasta el frenesí. También
observamos, a pesar de lo excitados que estábamos, su rara manera de navegar. Guiñaba de tal
modo, que en una o dos ocasiones pensamos que era imposible que pudiese vernos, o supusimos
que, habiéndonos visto, pero no descubriendo a nadie a bordo del sumergido bergantín, viraba a
bordo para tomar otra dirección. En cada una de estas ocasiones nos desgañitábamos y gritábamos
con toda la fuerza de nuestros pulmones, cuando parecía que el buque desconocido iba a cambiar
por un momento de intención y que de nuevo se dirigía hacia nosotros, repitiendo esta singular
conducta dos o tres veces, por lo que al fin pensamos que no había ningún otro modo de explicarnos
el caso sino suponiendo que el timonel estaba borracho.
No vimos ninguna persona sobre los puentes hasta que llegó a un cuarto de milla de nosotros.
Entonces vimos a tres marineros, a quienes por sus trajes tomamos por holandeses. Dos de ellos
estaban tumbados sobre unas velas viejas, cerca del castillo de proa, y el tercero, que parecía
contemplarnos con gran curiosidad, se inclinaba sobre la borda de estribor, cerca del bauprés. Este
último era un hombre alto y fornido, muy moreno de piel. Por su actitud, parecía estar animándonos
a tener paciencia, inclinándose hacia nosotros de un modo alegre, aunque más bien extraño y
sonriendo constantemente, dejando al descubierto una blanca y reluciente dentadura. Mientras el
buque se acercaba más, vimos que el gorro de franela rojo que tenía puesto se le caía de la cabeza
al agua: pero él prestó poca o ninguna atención a esto, continuando con sus extrañas sonrisas y
gesticulaciones. Relato estas cosas y circunstancias minuciosamente, y ha de tenerse en cuenta que
las relato precisamente tal como nos parecían a nosotros.
El bergantín se acercaba lentamente, y ahora más uniformemente que antes, y no puedo hablar
con calma de este acontecimiento, nuestros corazones saltaron locamente dentro de nuestros
pechos, arrancándonos gritos del alma y expresiones de agradecimiento a Dios por la definitiva,
inesperada y afortunada salvación, que ya dábamos por descontada. Repentinamente, y de golpe,
llegó flotando sobre el océano desde el misterioso barco (que ahora estaba muy cerca de nosotros)
un olor, una pestilencia tal, que no hay palabras en el mundo con que expresarla, ni es posible
formarse idea alguna del infernal, asfixiante, insufrible e inconcebible hedor. Abrí la boca para
respirar y, volviéndome hacia mis compañeros, advertí que estaban más pálidos que el mármol.
Pero no teníamos tiempo para preguntas ni conjeturas; el bergantín estaba a unos quince metros
de nosotros, y parecía tener intención de abordarnos por la proa, para que pudiéramos pasar a él
sin necesidad de lanzar ningún bote al agua. Echamos a correr a popa, cuando de repente una gran
guiñada lo apartó cinco o seis puntos del derrotero que llevaba y, cuando pasaba a unos cinco
metros de nuestra popa, vimos perfectamente sus cubiertas. ¿Olvidaré algún día el triple horror de
aquel espectáculo? Veinticinco o treinta cuerpos humanos, entre los cuales había varias mujeres,
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yacían esparcidos entre la popa y la cocina, en el último y más repugnante estado de putrefacción.
¡Y vimos claramente que no había ni un ser vivo a bordo de aquel barco fatídico! ¡Y, sin embargo,
no dejábamos de gritar pidiendo auxilio! ¡Sí; prolongada y estentóreamente rogábamos, en la
angustia del momento, a aquellas figuras silenciosas y desagradables que permaneciesen con
nosotros, que no nos abandonasen hasta llegar a ser como ellas, que nos acogiesen en su grata
compañía! Estábamos locos de horror y desesperación; completamente locos de angustia por la
decepción sufrida.
Nuestro primer alarido de terror fue contestado por algo, cerca del bauprés del extraño barco, tan
parecido al grito de una voz humana que el oído más fino se hubiera engañado y sorprendido.
En este instante otra súbita guiñada descubrió a nuestros ojos la parte del castillo de proa, y
comprendimos al instante el origen del sonido. Vimos la alta y robusta figura que aún seguía
inclinada sobre la borda, con la cabeza caída y moviéndose de un lado a otro; pero ahora tenía la
cara vuelta y no podíamos contemplar su rostro. Tenía los brazos extendidos sobre el pasamanos,
con las palmas de las manos colgando hacia fuera. Sus rodillas se apoyaban sobre una recia cuerda,
tendida muy tirante desde el pie del bauprés hasta una serviola. Sobre su espalda, de la que le había
sido arrancada parte de su camisa, dejándosela al desnudo, se posaba una gaviota enorme, que se
alimentaba ávidamente de la horrible carne, con su pico y sus garras profundamente hundidos en
ella, y su blanco plumaje todo manchado de sangre. Mientras el bergantín viraba como para vernos
mejor, el ave alzó con dificultad su enrojecida cabeza y, después de mirarnos un momento como
estupefacta, se alzó perezosamente del cuerpo sobre el que estaba comiendo y, echándose a volar
en línea recta hacia nuestra cubierta, se cernió sobre nosotros con un trozo de carne, semejante al
hígado, en el pico. El horrible trozo cayó al fin, produciendo un tétrico ruido, junto a los pies de
Parker. Que Dios me perdone, pero entonces pasó por mi mente, por primera vez, un pensamiento
que no mencionaré, y me vi dando un paso hacia el sanguinolento despojo. Levanté los ojos, y las
miradas de Augustus se cruzaron con la mía con tan enérgico e intenso acento de censura, que en
el acto recobré mis sentidos. Me lancé adelante rápidamente y, estremeciéndome hasta la medula,
arrojé al mar aquel espantoso pedazo de carne.
El cuerpo de donde había sido arrancado, apoyándose como lo estaba sobre la cuerda, era balanceado
con facilidad de un lado para otro bajo los picotazos del ave carnívora, y éste era el movimiento
que nos había hecho creer al principio que se trataba de un ser vivo. Pero al librarlo la gaviota de su
peso, giró sobre sí mismo y cayó parcialmente hacia arriba, de modo que la cara quedó por completo
al descubierto. ¡Jamás vi cosa más horriblemente pavorosa! Los ojos habían desaparecido, así
como toda la carne de alrededor de la boca, dejando la dentadura totalmente al aire. ¡Y ésta era la
sonrisa que nos había colmado de esperanza! ¡Aquélla era..., pero no, me contengo! El bergantín,
como ya dije, pasó por nuestra popa y siguió lenta, pero invariablemente hacia sotavento. Con él
y con su terrible tripulación se fueron todas nuestras alegres visiones de salvación y contento. Tan
pausadamente como pasó cerca de nosotros, nos hubiera sido fácil encontrar medios de abordarlo;
pero nuestra repentina decepción y la pavorosa naturaleza del descubrimiento que la acompañó,
dejaron postradas por completo todas nuestras facultades mentales y corporales. Habíamos visto y
sentido, pero no pudimos pensar ni obrar, hasta que, ¡ay!, era ya demasiado tarde. ¡Hasta qué grado
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este incidente había debilitado nuestros cerebros, puede juzgarse por el hecho de que, cuando el
bergantín estaba tan lejos que ya no veíamos más que la mitad de su casco, discutimos seriamente
la proposición de alcanzarlo a nado!
Posteriormente he intentado en vano obtener alguna pista que aclarara la horrible incertidumbre
que envolvía el destino del barco desconocido. Su construcción y su aspecto general, como ya he
afirmado, nos inclinaban a creer que era un mercante holandés, y la ropa de la tripulación confirmaba
esta suposición. Podíamos haber visto fácilmente el nombre del buque en la popa, así como hacer
otras observaciones, que nos hubieran orientado para aclararnos su naturaleza; pero la intensa
agitación del momento nos cegó para todas las indagaciones de esta índole. Por el color azafranado
de los cadáveres que no estaban totalmente descompuestos dedujimos que toda la tripulación había
perecido de fiebre amarilla, o de alguna otra enfermedad contagiosa de la misma terrible especie.
Si éste era el caso (y no sé qué otra cosa imaginar), la muerte, a juzgar por las posiciones de los
cadáveres, debía de haberles sobrevenido de una manera tremendamente repentina y abrumadora,
de un modo totalmente distinto del que suele caracterizar incluso a las pestes más mortíferas
conocidas por la humanidad. Es posible, también, que un veneno, accidentalmente introducido en
algunos de sus almacenes, hubiese originado aquel desastre; o que hubieran comido alguna especie
de pescado desconocido y venenoso, o de algún otro animal marino o ave oceánica. Pero es inútil
de todo punto hacer conjeturas donde todo está envuelto, y lo seguirá estando seguramente para
siempre, por el más pavoroso e insondable misterio.
Capítulo XI
Pasamos el resto del día en un estado de necio estupor, contemplando el barco que se alejaba,
hasta que la oscuridad, al ocultarlo de nuestra vista, nos devolvió en cierta medida los sentidos.
Retornaron entonces las punzadas del hambre y de la sed, absorbiendo todos los demás cuidados
y preocupaciones. Pero no se podía hacer nada hasta por la mañana y, afianzándonos como nos
pareció mejor, procuramos descansar un poco. En esto yo fui más allá de mis esperanzas, pues
dormí hasta que mis compañeros, menos afortunados que yo, me despertaron al romper el día para
reanudar nuestras tentativas de sacar provisiones del barco.
Reinaba ahora una calma chicha, con un mar tan terso como jamás lo he visto, y hacía un tiempo
cálido y agradable. El bergantín había desaparecido de nuestra vista. Comenzamos nuestras
operaciones arrancando, con algún trabajo, otra cadena, y atando ambas a los pies de Peters, éste
intentó de nuevo llegar a la puerta de la despensa, creyendo que podría forzarla, siempre que
tuviese tiempo suficiente para ello, cosa que esperaba conseguir, porque el barco se mantenía más
quieto que antes.
Logró llegar muy rápidamente a la puerta y, quitándose una de las cadenas de su tobillo, se
esforzó por abrir un paso con ellas; pero fue en vano, pues el armazón del cuarto era más sólido
de lo previsto. Estaba tan completamente exhausto por su larga permanencia bajo el agua, que
fue absolutamente necesario que otro de nosotros cumpliese su cometido. Para este servicio se
ofreció inmediatamente Parker; pero después de tres ineficaces tentativas, no consiguió ni siquiera
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acercarse a la puerta. El estado del brazo herido de Augustus le inutilizaba para que él intentase la
empresa, pues hubiera sido incapaz de forzar la puerta aunque hubiese llegado hasta ella, y, por lo
tanto, recayó sobre mí trabajar por nuestra salvación común.
Peters había dejado una de las cadenas en el pasillo, y noté, al sumergirme, que no tenía suficiente
contrapeso para mantenerme en el fondo, por lo que decidí que, en mi primera tentativa, no haría
más que recoger la otra cadena. Al andar a tientas a lo largo del suelo del pasillo sentí una cosa
dura, que cogí inmediatamente y, no teniendo tiempo de comprobar qué era, me volví y subí al
instante a la superficie. La presa resultó ser una botella de vino, y es de imaginar nuestra alegría
cuando diga que estaba llena de vino de Oporto. Dando gracias a Dios por esta ayuda oportuna y
animadora, la descorchamos inmediatamente con mi cortaplumas y, echando cada uno un trago
moderado, sentimos el más indescriptible alivio con el calor, fuerza y ánimos que nos dio la bebida.
Luego volvimos a tapar la botella cuidadosamente y, por medio de un pañuelo, la colgamos de tal
modo que no había posibilidad alguna de que se rompiese.
Después de haber descansado un rato tras este feliz descubrimiento, descendí de nuevo y recuperé
la cadena, con la que volví a subir al instante. Me la até entonces y bajé por tercera vez, quedando
completamente convencido de que por muchos esfuerzos que hiciese, en tales condiciones, no sería
capaz de forzar la puerta de la despensa. Así es que regresé a la superficie lleno de desesperación.
Parecía que ya no había lugar a esperanza alguna, y pude notar en los semblantes de mis compañeros
que se habían resignado a perecer. El vino les había producido, evidentemente, una especie de delirio,
del que yo me había librado tal vez por las inmersiones que había realizado después de beberlo.
Hablaban incoherentemente de cuestiones que no tenían relación alguna con nuestra situación,
haciéndome Peters repetidas preguntas acerca de Nantucket. Recuerdo que también Augustus se
me acercó con un aire muy serio y me pidió que le prestase un peine de bolsillo, pues tenía el
pelo lleno de escamas de pescado y deseaba quitárselas antes de desembarcar. Parker parecía algo
menos afectado por la bebida, pero me apremiaba a que me dirigiese a tientas a la cámara para
subir el primer artículo que se me viniese a la mano. Accedí a ello y, a la primera tentativa, después
de estar bajo el agua un minuto largo, subí con un pequeño baúl de cuero, que pertenecía al Capitán
Barnard. Lo abrimos inmediatamente con la débil esperanza de que contuviese algo de comer o de
beber, pero sólo encontramos una caja de navajas de afeitar y dos camisas de lienzo. Bajé de nuevo
y regresé sin éxito alguno. Al sacar la cabeza fuera del agua oí un chasquido sobre cubierta y, al
asomarme, vi que mis compañeros se habían aprovechado desagradecidamente de mi ausencia
para beberse el resto del vino, habiendo dejado caer la botella al tratar de volver a colocarla antes
de que yo los viese. Al censurarles por la falta de corazón de su conducta, Augustus se echó a
llorar. Los otros dos procuraron tomarlo a broma; pero deseo no volver a contemplar jamás una
risa como la suya: la distorsión de su semblante era horriblemente espantosa. Era evidente que
el estímulo del vino, en sus estómagos vacíos, había operado un rápido y violento efecto, y que
estaban completamente ebrios. Con grandes dificultades, logré convencerlos para que se echasen,
cayendo inmediatamente en un profundo sopor, acompañado de estrepitosos ronquidos.
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Pasamos el resto de la noche en un estado tal de angustia mental y física, como es fácil imaginar.
Al fin amaneció el día dieciséis, y escudriñamos ansiosamente el horizonte, pero sin ver indicio
alguno de salvación. El mar seguía tranquilo, con sólo un largo oleaje hacia el norte, como el
día anterior. Éste era el sexto día que no habíamos probado bocado ni bebido más que la botella
de vino de Oporto, y era evidente que podíamos sostenemos por muy poco tiempo, a menos que
encontrásemos algo. Jamás he visto, ni deseo ver de nuevo, a seres humanos tan demacrados como
a Peters y Augustus. Si me los hubiese encontrado en tierra en aquel estado, no hubiera tenido
la más leve sospecha de que fueran ellos. Sus rostros habían cambiado por completo de aspecto,
de modo que no podía creer que fuesen realmente los mismos individuos que me acompañaban
pocos días antes. Parker, aunque en un triste estado y tan débil que no podía levantar la cabeza del
pecho, no estaba tan mal como los otros dos. Sufría con gran paciencia, sin quejarse y tratando de
inspiramos confianza por todos los medios que le era dable imaginar. En cuanto a mí, aunque al
comienzo del viaje hubiese gozado de poca salud, y siempre había sido de constitución delicada,
sufría menos que ellos, estaba mucho menos delgado y conservaba mis facultades mentales en un
grado sorprendente, mientras que el resto de mis compañeros las tenían completamente agotadas
y parecían haber vuelto a una especie de segunda infancia, acompañando sus expresiones de
sonrisas imbéciles y diciendo las estupideces más absurdas. Pero a intervalos parecían reanimarse
de pronto, como impulsados por la conciencia de su situación, poniéndose entonces de pie de un
salto, con una brusca y vigorosa sacudida, y hablando, durante un breve rato, de sus esperanzas,
de un modo completamente racional, aunque embargados por la desesperación más intensa. Es
posible, sin embargo, que mis compañeros creyesen que se hallaban en buenas condiciones, y que
viesen en mí las mismas extravagancias e imbecilidades que yo observaba en ellos. Aunque éste es
asunto que no se puede determinar.
Hacia el mediodía, Parker declaró que veía tierra por el costado de babor, y me costó gran esfuerzo
impedir que se arrojase al mar para alcanzarla a nado. Peters y Augustus apenas hicieron caso de
lo que él decía, entregados aparentemente a una sombría contemplación. Al mirar en la dirección
indicada, yo no podía advertir la más leve apariencia de tierra, y además me daba perfecta cuenta
de que nos hallábamos muy lejos de tierra para abrigar una esperanza de tal índole. Sin embargo,
me costó mucho tiempo convencer a Parker de su error. Entonces se deshizo en un torrente de
lágrimas, llorando como un niño, dando grandes gritos y sollozos durante dos o tres horas, y
cuando se sintió agotado, cayó dormido.
Peters y Augustus hicieron varias tentativas infructuosas para tragar trocitos de cuero. Yo les
aconsejé que lo mascasen y lo escupiesen después, pero estaban excesivamente debilitados para
seguir mí consejo Yo seguía masticando trozos de vez en cuando, y sentía cierto alivio; mi principal
sufrimiento era la falta de agua y si logré dominarme para no beber un sorbo de la del mar fue
recordando las terribles consecuencias que esto le había acarreado a otros náufragos en situación
similar a la nuestra.
El día iba transcurriendo así, cuando de repente divisé una vela hacia el este, por nuestro costado
de babor. Parecía ser un barco grande y seguía un derrotero que casi cruzaba el nuestro, hallándose
probablemente a doce o quince millas de distancia. Ninguno de mis compañeros lo había visto aún,
y no quise decírselo de momento, por si volvíamos a llevarnos un desengaño. Al fin, cuando estuvo
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más cerca, vi claramente que venía hacia nosotros con las velas ligeras desplegadas. Entonces no
pude contenerme más y se lo señalé a mis compañeros de sufrimiento. Inmediatamente se pusieron
en pie de un brinco, cayendo de nuevo en las más extravagantes demostraciones de alegría,
llorando, riendo como idiotas, saltando, dando patadas en la cubierta, mesándose los cabellos y
rezando y blasfemando alternativamente. Yo estaba tan conmovido por su comportamiento, así
como por lo que ahora consideraba una perspectiva de segura salvación, que no pude por menos de
unirme a sus locuras y di rienda suelta a mis impulsos de gratitud y éxtasis echándome a rodar por
la cubierta, palmoteando, gritando y realizando otros actos similares, hasta que de repente volví
de nuevo en mí, y una vez más a un estado de extrema desesperación y miseria humanas. Al ver
que el barco nos presentaba de lleno su popa y que navegaba en dirección casi opuesta a la que al
principio traía.
Pasó algún tiempo antes de que yo pudiese convencer a mis pobres compañeros del triste revés
que nuestras esperanzas habían sufrido. A todas mis palabras contestaban con gestos y miradas
de asombro que implicaban que no eran hombres para dejarse engañar por semejantes embustes.
La conducta de Augustus fue la que más me afectó. A pesar de todo lo que yo decía o hacía, él
insistía en que el barco se acercaba rápidamente a nosotros, y hacía preparativos para trasladarse a
él. Se empeñaba en que unas algas que flotaban cerca del bergantín era el bote del barco, e intentó
arrojarse a él, gritando y lamentándose del modo más desgarrador, cuando le impedí por la fuerza
arrojarse al mar.
Cuando se calmó un poco continuamos observando el barco hasta que finalmente lo perdimos de
vista, pues el tiempo empezó a ponerse brumoso y al mismo tiempo se alzaba una ligera brisa. Tan
pronto como desapareció del todo, Parker se volvió hacia mí con una expresión en su semblante
que me produjo escalofríos. Había en él un aire de resolución que yo no había advertido en él hasta
ahora, y antes de que despegase los labios el corazón me reveló lo que iba a decirme. Propuso, en
pocas palabras, que uno de nosotros debía morir para salvar la vida de los otros.
Capítulo XII
Desde hacía algún tiempo, yo ya había sospechado que tendríamos que llegar a este último y terrible
extremo, y había resuelto interiormente aceptar la muerte en cualquier forma y bajo cualesquiera
circunstancias antes que echar mano de tal recurso. Mi resolución no se había debilitado en modo
alguno bajo la presente intensidad del hambre que padecía. La proposición no fue oída por Peters
ni por Augustus. Por ello, llevé a Parker a un lado y, pidiéndole mentalmente a Dios poder bastante
para disuadirle del horrible propósito que abrigaba, disputé con él durante largo rato, rogándole en
nombre de todo lo que él tuviera por sagrado, y aduciéndole todos los argumentos que lo extremado
del caso requería, para que abandonase la idea y no la mencionase a ninguno de los otros dos.
Escuchó todo lo que le dije sin intentar rebatir ninguno de mis argumentos, y yo empezaba a creer
que lo había convencido. Pero cuando dejé de hablar, me espetó que sabía muy bien que todo lo
que yo había dicho era verdad, que recurrir a tal extremo era la alternativa más horrible que podía
concebir la mente humana, pero que él había soportado hasta donde la naturaleza humana puede
resistir, y que era innecesario que pereciesen todos, cuando con la muerte de uno era posible, e
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incluso probable, que al fin se salvasen los demás. Añadió que yo podía evitarme el trabajo de
amonestarle por tal propósito, pues ya lo había resuelto en su mente aun antes de la aparición del
barco, y que sólo el barco que tuvo a la vista le había impedido hablar del asunto más prontamente.
Le rogué entonces que ya que no quería abandonar su propósito, lo difiriese al menos para otro día,
para ver si entre tanto aparecía algún otro barco que pudiera salvarnos, aduciendo de nuevo cuantos
argumentos se me ocurrieron como más adecuados para conmover la dureza de su naturaleza. Pero
me contestó que no había hablado con nadie hasta ver llegado el último momento posible, que no
podía vivir por más tiempo sin tomar sustento de cualquier clase, y que por eso otro día más sería
demasiado tarde, pues al día siguiente se habría muerto.
Viendo que no podía conmoverle con nada de lo que le decía en tono suave, cambié de actitud
y le dije que tuviese presente que yo era el que menos había sufrido de todos a consecuencia de
nuestras calamidades; que, por consiguiente, mi salud y mis fuerzas se habían conservado hasta
el momento mucho mejor que las de Peters o Augustus y que las suyas propias; en una palabra,
que estaba en condiciones de imponerle mi voluntad por la fuerza si era necesario, y que si trataba
de dar a conocer a los demás de algún modo su designio sanguinario y caníbal, no vacilaría en
arrojarlo al mar. Al oír estas palabras, se arrojó inmediatamente a mi garganta y, sacando una
navaja, hizo varios esfuerzos infructuosos para clavármela en el estómago, atrocidad que sólo
su excesiva debilidad le impidió cometer. Mientras tanto, yo, en el más alto grado de ira, le iba
empujando hacia el costado del barco, con la clara intención de arrojarlo por la borda. Pero se salvó
de este fin por la intervención de Peters, que se acercó y nos separó, preguntándonos la causa de
nuestra desavenencia, cosa que le explicó Parker antes de que yo tuviera medio de impedírselo.
El efecto de estas palabras fue aún más terrible de lo que me había figurado. Tanto Augustus como
Peters, quienes al parecer habían venido meditando desde hacía tiempo la misma espantosa idea
que Parker había sido sencillamente el primero en expresar, se unieron a su propósito, insistiendo
en que se llevase a cabo inmediatamente. Yo había calculado que por lo menos uno de los dos
primeros conservaría la suficiente fuerza de voluntad para ponerse a mi lado y resistir cualquier
tentativa de realizar tan espantoso designio; y, con la ayuda de uno de ellos, no tenía miedo de ser
capaz de impedir su consumación. Al resultar fallidas mis esperanzas, me vi obligado a atender a
mi propia seguridad, pues una mayor resistencia por mi parte podía ser considerada por aquellos
hombres hambrientos causa suficiente para prescindir de jugar limpio en la tragedia que sin duda
se desarrollaría rápidamente.
Les dije que estaba dispuesto a someterme a la proposición, rogándoles simplemente que la
aplazasen por una hora, a fin de que hubiese una oportunidad de que la niebla que se había adensado
en torno nuestro desapareciese, y ver si era posible volver a divisar el barco que habíamos visto.
Con grandes dificultades obtuve de ellos la promesa de aguardar durante este tiempo, y, como había
calculado (pues una brisa se aproximaba rápidamente), la niebla se disipó antes de que hubiese
expirado la hora; mas, como no aparecía ningún barco a la vista, nos dispusimos a echar suertes.
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Con la mayor repugnancia me detengo a relatar la espantosa escena que siguió, escena que, en sus
más minuciosos detalles, ningún acontecimiento posterior ha podido borrar de mi memoria en lo
más mínimo, y cuyo horrendo recuerdo amargará todos los momentos futuros de mi existencia.
Pasaré, pues, por esta parte de mi relato con la mayor presteza que la índole de los acontecimientos
de que tengo que hablar lo permita. El único medio que ideamos para la terrorífica lotería, en
la que íbamos a tomar parte, consistió en echar pajas. Hicimos unas astillitas, y se acordó que
fuera yo el que las sostuviese. Me retiré a un extremo del barco, mientras mis pobres compañeros
silenciosamente se situaron en el opuesto, vueltos de espaldas hacia mí. La ansiedad más amarga
que experimenté durante este drama horrible fue la del rato que estuve ocupado en la colocación
de las astillas. Son pocas las ocasiones en que el hombre deja de sentir el más profundo interés
por la conservación de su vida, y este interés aumenta momentáneamente con la fragilidad del
asidero al que se agarra la vida. Pero ahora que el silencioso, definitivo y grave asunto en que
estaba comprometido (tan distinto de los tumultuosos peligros de la tempestad de los gradualmente
próximos horrores del hambre) me permitió reflexionar sobre las pocas probabilidades que tenía
de librarme de la más espantosa de las muertes, una muerte para el más espantoso de los fines,
todas las partículas que podían constituir mi energía volaron como plumas llevadas por el viento,
dejándome desamparado y presa del más abyecto y lastimoso terror. Al principio no tuve ni
fuerzas suficientes para reunir las pequeñas astillas de madera, pues mis dedos se negaban por
completo a cumplir su oficio y las rodillas me entrechocaban con violencia. Por mi cerebro pasaron
rápidamente miles de proyectos absurdos para evitar tener que participar en la terrible lotería.
Pensé dejarme caer de rodillas ante mis compañeros, suplicándoles que me permitiesen librarme
de aquella exigencia; lanzarme de repente sobre ellos y, matando a uno, hacer inútil la decisión
mediante la suerte; en una palabra, hacer todo lo que fuera preciso menos seguir adelante con lo
que tenía en las manos. Por último, después de esperar mucho tiempo en esta actitud estúpida, me
volvió a la realidad la voz de Parker, quien me apremiaba para que les sacase a ellos de la terrible
ansiedad que estaban sufriendo. Ni aun entonces acertaba a colocar las astillas en mi mano, pues
sólo pensaba en toda clase de astucias para que a cualquiera de mis amigos le tocase la paja corta,
pues se había acordado que quien sacase la más corta de las cuatro pajas de mi mano muriese para
la salvación de los demás. Antes de que alguien intente condenarme por esta aparente crueldad,
debe colocarse en una situación semejante a la mía.
Por fin ya no era posible más dilación y, con el corazón casi saltándome del pecho, avancé hacia
la parte del castillo de proa, donde me estaban aguardando mis compañeros. Tendí la mano con las
astillas, y Peters sacó inmediatamente una de ellas. Se había salvado...; al menos, su astilla no era
la más corta, y ahora había otra posibilidad más en contra mía. Reuní todas mis fuerzas y le ofrecí
las astillas a Augustus. También sacó inmediatamente una, y también se salvó; y ahora tenía las
mismas probabilidades de morir o vivir. En aquel momento se apoderó de mi alma toda la fiereza
del tigre, me dirigí hacia mi pobre compañero Parker, con el odio más intenso y diabólico. Pero
este sentimiento no duró mucho y, al fin, con un convulsivo estremecimiento y cerrando los ojos,
le tendí las dos astillas restantes. Transcurrieron más de cinco minutos antes de que se resolviese
a sacar su suerte, y durante este tiempo de inquietud que partía el corazón no abrí ni una sola vez
los ojos. Por fin, una de las dos astillas fue rápidamente arrancada de mi mano. La decisión estaba
tomada, pero yo no sabía si era en favor o en contra mía. No hablaba nadie, y yo no me atrevía a
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mirar la astilla que tenía en la mano. Peters me cogió del brazo y me obligó a abrir los ojos, viendo
inmediatamente en el semblante de Parker que me había salvado y que él era el condenado. Falto
de aliento, caí sin sentido sobre la cubierta.
Me recobré de mi desmayo a tiempo aún para ver la consumación de la tragedia en la muerte de
quien había sido el instrumento principal de que se cumpliese. Sin embargo, no opuso resistencia,
y cayó muerto en el acto de una cuchillada en la espalda por Peters. No debo detenerme a relatar la
horrible comida que siguió inmediatamente; estas cosas han de imaginarse, pues no hay palabras
con poder suficiente para impresionar el espíritu con el tremendo horror de su realidad. Baste decir
que, habiendo apaciguado en cierta medida la rabiosa sed que nos consumía gracias a la sangre
de la víctima, y habiendo desechado, por común asentimiento, las manos, los pies y la cabeza y
arrojándolas junto con las entrañas al mar, devoramos el resto del cuerpo, en pedazos, durante los
cuatro eternamente memorables días del diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte de aquel mes.
El día diecinueve cayó un chubasco que duró quince o veinte minutos, y pudimos recoger cierta
cantidad de agua con ayuda de la manta que habíamos pescado en la cámara al dragarla después de
la tempestad. La cantidad que recogimos no pasaría de unos dos litros, pero incluso con tan escasa
provisión recobramos fuerza y esperanza.
El día veintiuno nos vimos reducidos de nuevo a la más extrema necesidad. El tiempo seguía aún
cálido y apacible, con nieblas de vez en cuando y brisas ligeras, generalmente de norte a oeste.
El día veintidós, mientras estábamos sentados muy juntos, meditando sobre nuestra lamentable
situación, se me ocurrió repentinamente una idea que brilló como un rayo de esperanza. Recordé
que, cuando se cortó el trinquete, Peters me entregó una de las hachas encargándome que la pusiese
en el sitio más seguro posible, y que pocos minutos antes de que la última ola fuerte rompiese
contra el bergantín, llenándolo de agua, yo había dejado el hacha en el castillo de proa en una de las
camas de babor. Ahora, pensé que con la ayuda del hacha podíamos abrir un boquete en la cubierta
sobre la despensa y de este modo sacar fácilmente las provisiones.
Cuando comuniqué esta idea a mis compañeros, lanzaron un débil grito de alegría y nos dirigimos
todos al castillo de proa. La dificultad para bajar a éste era mayor que la que tuvimos para bajar a la
cámara, pues la abertura era mucho más pequeña. Como se recordará, el mar había arrancado todo
el armazón de la escotilla de la cámara, mientras que la escotilla del castillo de proa, no siendo más
que un simple hueco de tan sólo tres pies cuadrados, había permanecido intacto. Sin embargo, no
vacilé en intentar el descenso; y atándome una cuerda al cuerpo como en las anteriores ocasiones,
me sumergí resueltamente, de pie, me dirigí con rapidez a la litera y al primer intento me apoderé
del hacha. Ésta fue acogida con las mayores aclamaciones de alegría y triunfo, y la facilidad con
que lo había conseguido fue considerada como un buen augurio de nuestra salvación definitiva.
Comenzamos, pues, a abrir un boquete en la cubierta con todas las energías de la esperanza
renovada. Peters y yo manejábamos el hacha por turno, pues Augustus no podía ayudamos en modo
alguno a causa de su brazo herido. Incluso nosotros, tan débiles como estábamos, apenas podíamos
sostenernos sin apoyarnos, y no pudiendo trabajar más de un par de minutos sin descansar, nos
convencimos pronto de que serían necesarias muchas horas para realizar nuestra tarea, esto es, abrir
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un boquete lo suficientemente amplio para dejar paso libre a la despensa. Pero esta consideración
no nos desalentó y, trabajando toda la noche a la luz de la luna, conseguimos llevar a cabo nuestro
propósito al amanecer del día veintitrés.
Peters se ofreció voluntariamente a bajar y, una vez hechos los preparativos, descendió, volviendo
enseguida con un pequeño tarro que, para alegría nuestra, resultó estar lleno de aceitunas.
Después de repartírnoslas y devorarlas con la mayor avidez, le dejamos bajar de nuevo. Esta vez
el resultado fue más allá de nuestras esperanzas, pues regresó con un gran jamón y una botella
de vino de Madeira. Echamos un trago moderado, pues sabíamos por experiencia las perniciosas
consecuencias de una excesiva liberalidad. El jamón, excepto en unas dos libras cerca del hueso,
no estaba en condiciones de comerse, habiéndose averiado debido al agua del mar. La parte sana
nos la repartimos. Augustus y Peters, no pudiendo dominar su apetito, se comieron su parte al
instante; pero yo fui más prudente y sólo comí una pequeña porción de la mía, por temor a la sed
que me iba a originar. Luego descansamos un rato de nuestra tarea, que había sido terriblemente
dura.
Al mediodía, sintiéndonos algo repuestos y fortalecidos, reanudamos nuestra tentativa en busca
de provisiones, bajando alternativamente Peters y yo, y siempre con más o menos éxito, hasta
que se puso el sol. Durante este intervalo tuvimos la buena suerte de reunir en total cuatro tarritos
más de aceitunas, otro jamón, una garrafa que contenía cerca de quince litros de excelente vino de
Madeira, y, lo que nos causó más alegría, una pequeña tortuga de la casta de las islas Galápagos,
varias de las cuales había llevado a bordo el capitán Barnard, cuando el Grampus abandonó el
puerto, tomándolas de la goleta Mary Pitts cuando ésta volvía de su viaje al Pacífico.
Más adelante tendré ocasión repetidas veces de hablar de esta especie de tortugas. Se encuentra
principalmente, como la mayoría de mis lectores saben, en el grupo de las islas llamadas de los
Galápagos, que viene del nombre de este animal, la palabra española galápago significa tortuga de
agua dulce. Por su forma peculiar y sus movimientos, se les ha dado a veces el nombre de tortuga-
elefante. Se encuentran a menudo de un tamaño enorme. Yo he visto algunas que pesaban de ciento
Veinte a ciento cincuenta libras, aunque no recuerdo de ningún navegante que hable de haberlas
visto de más de ciento ocho libras de peso. Tienen un aspecto extraño y hasta repugnante. Su
marcha es muy lenta, mesurada y pesada, y su cuerpo apenas se levanta un pie del suelo. Su cuello
es largo y excesivamente delgado; su longitud ordinaria oscila de dieciocho pulgadas a dos pies, y
yo he matado a una cuya distancia del hombro a la extremidad de la cabeza no bajaba de tres pies
y diez pulgadas. La cabeza tiene un sorprendente parecido con la de la serpiente. Pueden vivir sin
comer durante un tiempo increíblemente largo, habiéndose conocido casos en que siendo arrojadas
a la bodega de un barco han permanecido en ella dos años sin alimento alguno, y al cabo de este
tiempo se las ha encontrado tan gordas y tan sanas como el primer día. Por una particularidad de su
organismo, estos animales se asemejan al dromedario, o camello del desierto. En una bolsa situada
en el nacimiento de su cuello llevan constantemente una provisión de agua. En algunos casos, al
matarlos después de haberlos privado durante un año de todo alimento, se han encontrado en sus
bolsas hasta unos doce litros de agua fresca y potable. Su principal alimento es perejil silvestre
y apio, además de verdolaga, y otros vegetales que abundan en las vertientes de las colinas cerca
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de la costa donde se encuentra este animal. Constituyen un sustancioso y nutritivo alimento y han
servido sin duda alguna de medio para conservar la vida de miles de marineros empleados en la
pesca de la ballena y en otros menesteres en el Pacífico.
La que tuvimos la suerte de sacar de la despensa no era de gran tamaño, y pesaba probablemente de
sesenta y cinco a setenta libras. Era hembra, se encontraba en excelente estado, quizá excesivamente
gorda y guardaba en la bolsa del cuello más de un litro de agua fresca y limpia. Esto era, ciertamente,
un tesoro para nosotros; y cayendo de rodillas todos a la vez, dimos fervientes gracias a Dios por
tan oportuno socorro.
Nos costó mucho trabajo sacar al animal por el boquete, pues se resistía con furia y su fuerza era
prodigiosa. Estaba a punto de escaparse de las manos de Peters y caer de nuevo en el agua, cuando
Augustus le echó al cuello una cuerda con un nudo corredizo, reteniéndola de este modo hasta que
yo salté dentro del agujero y, colocándome al lado de Peters, le ayudé a subirla.
Trasladamos cuidadosamente el agua de la bolsa al cántaro, que, como se recordará, habíamos
sacado antes de la cámara. Una vez hecho esto, rompimos el cuello de una botella de modo que
formara, con el corcho, una especie de vaso, cuya capacidad no llegaba a la de media pinta. Bebimos
cada uno una de estas medidas llena, y decidimos limitarnos a esta cantidad por día durante tanto
tiempo como durara la provisión.
Como habíamos tenido un tiempo seco y agradable durante los dos o tres últimos días, las mantas
que habíamos sacado de la cámara, así como nuestras ropas, se habían secado por completo, de
modo que pasamos esta noche (la del veintitrés) con relativo bienestar, gozando de un reposo
tranquilo, después de regalarnos con aceitunas y jamón, y un mesurado trago de vino. Temiendo
que durante la noche perdiéramos algunas de nuestras provisiones, en el caso de que se levantara
la brisa, las aseguramos lo mejor posible con una cuerda a los restos del cabrestante. En cuanto a
nuestra tortuga, que deseábamos a toda costa conservar viva mientras pudiéramos, la pusimos boca
arriba y también la atamos cuidadosamente.
Capítulo XIII
24 de julio.- Esta mañana nos hallábamos extraordinariamente restablecidos, física y moralmente.
A pesar de la peligrosa situación en que nos encontrábamos, ignorantes de nuestra posición, aunque
seguramente a gran distancia de tierra, sin más provisiones que para quince días a lo sumo, y esto
con gran economía, casi sin agua y flotando a merced de los vientos y de las olas en el más simple
naufragio del mundo, los peligros y las angustias más terribles de los que tan milagrosamente
acabábamos de escapar nos hacían considerar nuestros actuales sufrimientos como un mal menor;
tan cierto es que la felicidad y la desgracia son completamente relativas.
Al salir el sol nos preparamos para reanudar nuestras tentativas a fin de sacar algo de la despensa,
pero un vivo aguacero, con algún relámpago, nos obligó a preocuparnos de recoger agua por
medio del paño que ya habíamos utilizado antes para este propósito. No teníamos más medio de
recoger el agua que tendiendo la sábana colocando en su centro uno de los herrajes de los porta
obenques del trinquete. El agua, conducida de este modo al centro, desaguaba en nuestro cántaro.
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Lo habíamos casi llenado por este procedimiento, cuando una violenta racha, procedente del norte,
nos obligó a desistir, pues el barco comenzó a balancearse tan violentamente que no podíamos
mantenernos de pie. Entonces nos dirigimos a proa y, amarrándonos con firmeza a los restos del
cabrestante como antes, esperamos los acontecimientos con más calma de la que preveíamos o de
la que era dado imaginar en aquellas circunstancias. A mediodía calmó el viento, y por la noche
se convirtió en un fuerte vendaval, acompañado de un tremendo oleaje. La experiencia nos había
enseñado, sin embargo, la mejor manera de arreglar nuestras amarras, y capeamos el temporal
aquella triste noche con relativa seguridad, a pesar de que a cada instante nos veíamos inundados y
en peligro de ser barridos por el mar. Por fortuna, el tiempo era tan cálido que hacía casi agradable
el contacto con el agua.
25 de julio.- Al amanecer, la tempestad se había convertido en una simple brisa de diez nudos
por hora, y el mar había bajado tanto que casi podíamos andar en seco por la cubierta. Mas, con
gran pesar nuestro, descubrimos que las olas se habían llevado dos tarros de aceitunas y todo el
jamón, a pesar del cuidado con que los habíamos atado. No nos decidimos a matar la tortuga aún,
contentándonos por el momento con tomar como desayuno unas cuantas aceitunas y una medida
de agua cada uno, mezclada a partes iguales con vino. Este brebaje nos dio ánimos y vigor, sin
sumirnos en la embriaguez que nos había producido el vino de Oporto. El mar seguía demasiado
movido para repetir nuestros esfuerzos en busca de provisiones de la despensa. Varios artículos,
de ninguna importancia para nosotros en nuestra actual situación, subieron a través del boquete a
lo largo del día, siendo inmediatamente barridos por las olas. También observamos que el barco
estaba aún más inclinado, de modo que no podíamos permanecer de pie ni un instante sin atamos,
por lo que pasamos un día sombrío y molesto. Al mediodía, el sol caía casi verticalmente, y esto
nos cercioró de que habíamos sido arrastrados, en virtud de la larga sucesión de vientos del norte
y del noroeste, casi a las cercanías del Ecuador. Hacia el anochecer vimos varios tiburones y nos
alarmamos un tanto por la audacia con que se acercó a nosotros uno de enorme tamaño. Una de las
veces que un fuerte bandazo nos sumergió profundamente bajo el agua en la cubierta, el monstruo
pasó nadando por encima de nosotros, y coleteando por unos momentos sobre la escala de toldilla,
le dio un violento golpe a Peters con su cola. Por fin, una fuerte ola lo arrastró fuera, con gran alivio
nuestro. De haber tenido un tiempo más moderado, lo habríamos capturado fácilmente.
26 de julio.- Esta mañana, al encontrar que el viento había amainado mucho y que la mar estaba
menos gruesa, decidimos reanudar nuestras tentativas para llegar a la despensa. Después de
trabajar mucho durante todo el día, nos convencimos de que no podíamos sacar nada de allí, pues
los mamparos del aposento se habían roto durante la noche y su contenido barrido a la cala. Este
descubrimiento, como puede suponerse, nos llenó de desesperación.
27 de julio.- El mar está casi en calma, soplando aún un suave viento del norte y del oeste. Como
el sol calentó mucho por la tarde, nos dedicamos a secar nuestras ropas. Calmamos en gran manera
la sed, y sentimos mucho alivio bañándonos en el mar: pero al hacer esto tuvimos que guardar
muchas precauciones por temor a los tiburones, algunos de los cuales vimos nadando en torno al
bergantín durante el día.
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28 de julio.- Continúa el buen tiempo. El bergantín comienza a tumbarse de un modo tan alarmante,
que tememos que se vuelva de quilla al cielo. Nos preparamos lo mejor que podemos para esta
emergencia, atando lo más fuerte posible a sotavento la tortuga, el cántaro del agua y los dos
tarros de aceitunas que nos quedaban, colocándolos fuera del casco, por debajo de las cadenas
principales. El mar, muy tranquilo todo el día, con poco o ningún viento.
29 de julio.- Persiste el buen tiempo. El brazo herido de Augustus comienza a presentar síntomas
de gangrena. Se queja de sed excesiva y de modorra, pero no tiene dolores agudos. No podemos
hacer nada por aliviarlo, sino frotarle las heridas con un poco de vinagre de las aceitunas, cosa
que al parecer no le hace ningún bien. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para ahorrarle
sufrimientos. Y le triplicamos su ración de agua.
30 de julio.- Un día excesivamente caluroso, sin ningún viento. Un enorme tiburón se mantuvo
cerca del barco toda la mañana. Hicimos varias tentativas infructuosas para capturarle con un lazo.
Augustus está mucho peor, y decayendo evidentemente más por la falta de alimentos apropiados que
por los efectos de sus heridas. Reza constantemente por verse libre de sus sufrimientos, y no desea
más que la muerte. Esta tarde nos comimos las últimas aceitunas, y encontramos tan corrompida
el agua de nuestro cántaro, que no pudimos beberla sin añadirle vino. Estamos decididos a matar
nuestra tortuga mañana por la mañana.
31 de julio.- Después de una noche de gran ansiedad y fatiga, debido a la posición del casco, nos
disponemos a matar y a descuartizar nuestra tortuga. Ésta resulta ser más pequeña de lo que nos
habíamos imaginado, aunque de buena condición: toda su carne no pesaría más de diez libras. Con
el fin de conservar una parte el mayor tiempo posible, la cortamos en finas rajas y llenamos con
ellas los tres tarros de aceitunas vacíos y la botella de vino (todo lo cual habíamos conservado),
rellenándolos después con el vinagre de las aceitunas. De esta manera tenemos en conserva unas
tres libras de la tortuga, pensando no tocarla mientras nos dure el resto. Decidimos reducir nuestra
ración a unas cuatro onzas de carne al día, con lo cual la tortuga durará trece días. Al anochecer
sobrevino un recio aguacero, acompañado de grandes truenos y relámpagos, pero su breve duración
sólo nos permitió recoger media pinta de agua. De común acuerdo, se la dimos íntegra a Augustus,
quien parecía estar en las últimas. Bebió el agua de la sábana a medida que la íbamos recogiendo
(sosteniéndola sobre él, que está echado, de forma que vaya a caerle en la boca), pues no nos ha
quedado ahora nada donde conservar el agua, a menos que prefiramos vaciar el vino de la garrafa,
o el agua corrompida del cántaro. Cualquiera de estas soluciones hubiera tenido que ponerse en
práctica de haber continuado el aguacero.
Augustus pareció no sentir gran alivio con la bebida. Tenía el brazo completamente negro desde
la muñeca hasta el hombro, y sus pies estaban fríos como el hielo. A cada momento esperábamos
verle dar el último suspiro. Estaba espantosamente consumido, tanto que, aunque pesaba unos
cincuenta y siete kilos al salir de Nantucket, ahora no pesaría más de veinte a veinticinco kilos a lo
sumo. Tiene los ojos tan profundamente hundidos en sus cuencas, que apenas se le ven, y la piel de
sus mejillas le cuelga tan floja que le impide masticar cualquier alimento o incluso beber cualquier
líquido, sin grandes dificultades.
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1 de agosto.- Persiste el mismo tiempo de calma, con un sol abrasador que nos deprime. Sufrimos
mucha sed, pues el agua del cántaro está completamente corrompida y llena de bichos. Sin embargo,
nos vemos obligados a tomar una poca, mezclándola con vino: pero apenas nos apaga la sed. Más
alivio encontramos en los baños en el mar, pero no podemos tomarlos sino muy de tarde en tarde,
a causa de la continua presencia de los tiburones. Ahora vemos que Augustus no se salvará, que
se está muriendo a ojos vistas. No podemos hacer nada por aliviar sus sufrimientos, que parecen
insoportables. A eso de las doce expiró entre violentas convulsiones, y sin haber hablado durante
varias horas. Su muerte nos llenó de los más sombríos presagios, y ejerció sobre nuestros espíritus
una impresión tan poderosa, que pasamos todo el día, inmóviles junto al cadáver sin decirnos
nada. Hasta pasado algún tiempo después de anochecido no tuvimos valor para arrojarlo al mar.
Aquello resultó espantoso, indeciblemente horrible, pues estaba tan descompuesto que, cuando
Peters intentó levantarlo, se le quedó entre las manos una pierna entera. Cuando la masa putrefacta
se deslizó por encima de la cubierta del barco al mar, el resplandor de la luz fosfórica del agua que
nos rodeaba nos dejó ver siete u ocho grandes tiburones, mientras el crujir de aquellos horribles
dientes, desgarrando la presa en pedazos entre ellos, podía oírse a una milla de distancia. Ante lo
sobrecogedor del ruido, nos abismamos aterrados.
2 de agosto.- Continúa el mismo espantoso tiempo de calor y calma. La aurora nos sorprende en
un deplorable estado de abatimiento físico y moral. El agua del cántaro está ya completamente
estropeada, convertida en una especie de masa gelatinosa, una masa compuesta de gusanos y limo.
La tiramos, lavamos el cántaro hundiéndolo, en el mar echándole después un poco de vinagre
de nuestros tarros de tortuga en conserva. Apenas podemos soportar la sed y tratamos en vano de
aliviarla con vino, que es como echar leña al fuego, excitándonos hasta un grado de embriaguez.
Después procuramos calmar nuestros sufrimientos con agua de mar; sentimos inmediatamente las
más violentas náuseas, por lo que no volvimos a probar esta mezcla. Pasamos todo el día acechando
con ansiedad una oportunidad para bañarnos, pero sin éxito, pues el barco estaba completamente
asediado por todos lados de tiburones, sin duda los mismos monstruos que habían devorado a
nuestro infortunado compañero la noche antes y que estaba esperando otro festín semejante. Esta
circunstancia nos produjo el más amargo sentimiento, y nos llenó de los presentimientos más
deprimentes y desconsoladores. Habíamos experimentado un gran alivio cuando nos bañábamos,
y tener que privarnos de este recurso de una manera tan espantosa era más de lo que podíamos
soportar. También nos preocupaba el peligro inmediato, pues al menor resbalón o movimiento falso
podía arrojarnos al alcance de aquellos monstruos voraces, que frecuentemente avanzaban hacia
nosotros, nadando por barlovento. Ni nuestros chillidos ni nuestros golpes parecen asustarlos.
Aun cuando uno de los más grandes fue alcanzado por el hacha de Peters, hiriéndole gravemente,
persiste en sus intentos de lanzarse sobre nosotros. Al caer la noche una nube oscureció el cielo,
pero con gran angustia nuestra, pasó sin descargar. Es completamente imposible imaginar los
sufrimientos que nos causa la sed en este momento. Pasamos la noche sin dormir, tanto por la sed
como por el miedo a los tiburones.
3 de agosto.- No hay perspectivas de salvación, y el bergantín se inclina cada vez más, de modo
que ni siquiera podemos mantenernos de pie sobre cubierta. Nos ocupamos en atar el vino y la
carne de tortuga, de suerte que no los perdamos en caso de que el barco dé la vuelta. Arrancamos
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dos fuertes cabos del porta obenque del trinquete y los clavamos con el hacha en el casco, por el
lado de sotavento, quedando como medio metro dentro del agua, no muy lejos de la quilla, pues
estábamos ya casi de costado. Sujetamos nuestras provisiones a estos clavos, por parecernos que
estaban más seguras allí que en el sitio donde las teníamos antes, debajo de las cadenas. Sufrimos
una terrible agonía a causa de la sed durante toda la jornada, pues no tuvimos ninguna oportunidad
para bañarnos, ya que los tiburones no nos abandonan ni un instante. Nos fue imposible dormir.
4 de agosto.- Un poco antes del amanecer notamos que el barco estaba dándose la vuelta, y nos
despabilamos rápidamente para impedir que el movimiento nos arrojase al agua. Al principio
la vuelta fue lenta y gradual, y nos apresuramos a trepar a sotavento, después de haber tomado
la precaución de dejar colgando unas cuerdas de los clavos en que habíamos sujetado nuestras
provisiones. Pero no calculamos suficientemente la aceleración del impulso, pues fue haciéndose
tan excesivamente violenta, que no pudimos contrarrestarlo, y antes de que nos diésemos cuenta
de lo que sucedía, nos vimos lanzados bruscamente al mar, y tuvimos que forcejear a varias brazas
debajo de la superficie, con el enorme barco justamente encima de nosotros.
Al hallarme bajo el agua me vi obligado a soltar cuerda, y viendo que estaba completamente
debajo del barco y mis fuerzas casi exhaustas, apenas luché por la vida y me resigné a morir
en unos instantes. Pero volví a equivocarme de nuevo, pues no había tenido en cuenta el rebote
natural del casco por el lado de sotavento. El torbellino ascendente del agua que el barco originó
al volverse parcialmente hacia atrás, me devolvió a la superficie mucho más bruscamente de lo
que me había sumergido. Al llegar arriba me encontré a unos veinte metros del casco, en la medida
en que yo podía juzgar. El barco se hallaba con la quilla al aire, balanceándose violentamente de
un lado para otro, y el mar estaba muy agitado girando en todas direcciones y formando grandes
remolinos. No podía ver a Peters. Una barrica de aceite flotaba a pocos metros de mí y varios otros
artículos del bergantín aparecían esparcidos.
Mi terror principal era ahora por causa de los tiburones, pues sabía que se hallaban en los
alrededores. A fin de disuadirlos, si era posible, de que se acercasen a mí, sacudí vigorosamente
el agua con los pies y las manos mientras nadaba hacia el barco, haciendo mucha espuma. Estoy
seguro de que este ardid tan simple fue lo que me salvó la vida, pues todo el mar alrededor del
bergantín, momentos antes de volcarse, estaba tan plagado de aquellos monstruos, que debí de
estar, y realmente estuve, en contacto con algunos de ellos durante mi avance hacia el barco.
Afortunadamente, alcancé sin novedad el costado de la embarcación, aunque tan debilitado por el
violento ejercicio, que no hubiera podido encaramarme en lo alto sin la oportuna ayuda de Peters,
quien ahora, con gran alegría mía, apareció a mi vista (pues se había encaramado a la quilla por
el lado opuesto del casco) y me arrojó el cabo de una cuerda, una de las que estaban atadas a los
clavos.
Apenas libres de este peligro, nuestra atención se fijó en la espantosa inminencia de otro: el de
nuestra absoluta inanición. Toda nuestra reserva de provisiones había sido barrida por las olas,
a pesar de todo el trabajo que nos tomamos para asegurarlas, y no viendo ya ni la más remota
posibilidad de obtener más, nos entregamos a la desesperación, llorando como niños, sin tratar
de consolarnos uno al otro. Es difícil imaginarse una debilidad semejante, y quienes nunca se
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han hallado en una situación parecida, la considerarán sin duda inverosímil; pero debe recordarse
que nuestros cerebros estaban tan completamente trastornados por la larga serie de privaciones y
terrores a que habíamos estado sometidos, que no podríamos ser considerados justamente en aquel
tiempo como seres racionales. En peligros posteriores, casi tan grandes, sí no mayores, soporté
con entereza todos los males de mi situación, y Peters, como se verá, dio muestras de una filosofía
estoica casi tan increíble como su actual y pueril derrumbamiento. La diferencia es debida a la
distinta condición mental.
El vuelco dado por el bergantín, incluso con la consiguiente pérdida del vino y de la tortuga, no
hubieran empeorado, en realidad, mucho más nuestra situación, a no ser por la desaparición de
las ropas de cama, con las que hasta aquí podíamos recoger el agua de lluvia, y del cántaro que
empleábamos para guardarla; pues encontramos todo el casco, desde un medio metro a un metro
de las cintras hasta la quilla, así como la quilla misma, cubierto de una espesa capa de grandes
percebes, que resultaron ser un alimento excelente y muy nutritivo. Por tanto, en dos aspectos
importantes, el accidente que tanto habíamos temido, nos benefició más que nos perjudicó; nos
proporcionó una reserva de provisiones que no podía agotarse, consumiéndola con moderación,
en un mes, y contribuyó en gran manera a nuestra comodidad en cuanto a posición se refiere, pues
nos hallábamos mucho más a gusto y con mucho menos peligro que antes.
Pero la dificultad de conseguir agua nos impedía ver todos los beneficios resultantes del cambio de
nuestra situación. A fin de estar listos para aprovecharnos inmediatamente de cualquier chaparrón
que cayese, nos quitamos las camisas, para valernos de ellas como habíamos hecho con las
sábanas, aunque, naturalmente, no esperásemos recoger por este medio, aun en las circunstancias
más favorables, más que un cuartillo cada vez. No hubo señales de nubes durante todo el día y las
angustias de la sed se hicieron casi intolerables. Por la noche, Peters consiguió dormir una hora,
aunque muy inquieto; pero mis intensos sufrimientos no me dejaron pegar los ojos ni un solo
instante.
5 de agosto.- Hoy se levantó una suave brisa que nos ha llevado a través de una gran cantidad
de algas, entre las cuales tuvimos la suerte de encontrar once pequeños cangrejos, que nos
proporcionaron varias deliciosas comidas. Como su caparazón era muy blando, nos los comimos
enteros, y hallamos que nos daban menos sed que los percebes. No viendo rastro de tiburones entre
las algas, nos aventuramos a bañarnos, y permanecimos en el agua cuatro o cinco horas, durante
las cuales experimentamos una sensible disminución de nuestra sed. Esto nos alivió bastante, y
pasamos la noche algo más confortablemente que la anterior, y los dos logramos conciliar un poco
el sueño.
6 de agosto.- Este día hemos recibido la bendición de una lluvia abundante y continua, que duró
desde mediodía hasta el anochecer. Lamentamos amargamente la pérdida del cántaro y de la
garrafa, pues pese a los pocos medios que teníamos para recoger el agua, hubiésemos llenado no
una, sino ambas vasijas. Tal como estábamos, para calmar los embates de la sed, nos tuvimos que
contentar con dejar que las camisas se empapasen y retorcerlas luego de modo que el precioso
líquido nos escurriese en la boca. En esta ocupación hemos pasado todo el día.
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espejos, eslabones, hachas, hachuelas, sierras, azuelas, cepillos, cinceles, escofinas, barrenas,
rebajadores de rayos, raspadores, martillos, clavos, cuchillos, tijeras, navajas de afeitar, agujas,
hilo, porcelanas, telas, baratijas y otros artículos semejantes.
La goleta zarpó de Liverpool el 10 de julio, cruzó el Trópico de Cáncer el día 25, a los 20º de
longitud oeste, y llegó a Sal, una de las islas de Cabo Verde, el día 29, donde cargó sal y otros
artículos necesarios para el viaje. El día 3 de agosto abandonó las islas del Cabo Verde con rumbo
al sudoeste, llegando hasta la costa de Brasil, cruzando el Ecuador entre los meridianos 280 y 300
de longitud oeste. Éste es el derrotero que suelen seguir los barcos que van desde Europa al Cabo
de Buena Esperanza, o que hacen la ruta a las Indias Orientales. Siguiendo este rumbo evitaban las
calmas y las fuertes comentes contrarias que reinan constantemente en la costa de Guinea, por lo
que, a fin de cuentas, ésta resulta ser la vía más corta, pues nunca faltan vientos del oeste una vez
que se ha llegado al Cabo. La intención del Capitán Guy era hacer su primera escala en la Tierra de
Kerguelen, no sé bien por qué razón. El día que fuimos recogidos, la goleta se hallaba a la altura
del cabo San Roque, a 31º de longitud oeste; así, pues, cuando nos encontraron habíamos ido a la
deriva, probablemente, de norte a sur, no menos de veinticinco grados.
A bordo de la Jane Guy fuimos tratados con todas las atenciones que requería nuestra desventurada
situación. A eso de los quince días, durante los cuales seguíamos rumbo al sudeste, con brisas
suaves y buen tiempo, tanto Peters como yo nos repusimos por completo de los efectos de nuestras
pasadas privaciones y espantosos sufrimientos, comenzando a recordar lo que había pasado, más
como una pesadilla de la que felizmente habíamos despertado, que como acontecimientos que
hubiesen sucedido en la realidad. Posteriormente he podido comprobar que esta especie de olvido
parcial lo produce la repentina transición de la alegría a la pena, o de la pena a la alegría, y el grado
de olvido es proporcional al grado de diferencia en el cambio. Por eso, en mi caso, me sentía ahora
incapaz de darme plena cuenta de las fatigas que había soportado durante los días pasados en el
barco. Los incidentes se recuerdan, pero no los sentimientos que nos produjeron en el momento
de ocurrir. Sólo sé que, cuando sucedieron, entonces, pensé que la naturaleza humana no podía
soportar mayor grado de angustia.
Continuamos nuestro viaje durante varias semanas sin otros incidentes que los ocasionales
encuentros con balleneros y más frecuentemente con ballenas negras o francas, llamadas así para
distinguirlas de las espermaceti. Pero éstas se encuentran principalmente al sur del paralelo 25. El
día 16 de setiembre, hallándonos en las cercanías del Cabo de Buena Esperanza, la goleta sufrió
la primera borrasca seria desde su salida de Liverpool. En estas aguas, pero más frecuentemente
al sur y al este del promontorio (nosotros estábamos hacia el oeste), es donde los navegantes
tienen que contender a menudo con tempestades del norte que se desencadenan con gran furia. Van
acompañadas siempre de mar gruesa, y una de sus características más peligrosas es el instantáneo
virar en redondo del viento, que a veces se produce en lo más recio de la tempestad. Estará soplando
un huracán en un momento de norte a noreste, y en próximo momento no se sentirá ni una ráfaga
en esa dirección, mientras viene del sudoeste con una violencia casi inconcebible. Un claro hacia
el sur es el indicio más seguro de que se avecina el cambio, y los barcos se aprovechan de ello para
tomar las oportunas precauciones.
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Eran las seis de la mañana, aproximadamente, cuando comenzó la borrasca con un oportuno
chubasco procedente, como siempre, del norte. Hacia las ocho había aumentado mucho la
intensidad, agitando ante nosotros uno de los mares más tremendos que jamás he visto. Se había
preparado todo con el mayor cuidado, pero la goleta sufría excesivamente, denotando sus malas
cualidades como buque, hincando el castillo de proa bajo el agua a cada cabeceo, y levantándose
con la mayor dificultad del embate de una ola, antes de que fuese sumergida en la siguiente. Poco
antes de la puesta del sol, el claro por el que habíamos estado acechando hizo su aparición por el
sudoeste, y una hora después vimos a nuestra pequeña vela de proa flameando indiferentemente
contra el mástil. Dos minutos más tarde, a pesar de nuestras precauciones, fuimos lanzados de
costado, como por arte de magia, y un espantoso torbellino de espuma rompió sobre nosotros en
ese instante. Pero el vendaval, que procedía del sudoeste, resultó ser por fortuna tan sólo una ráfaga
y tuvimos la buena suerte de enderezar el barco sin perder ni un palo. Un mar muy agitado nos
causó gran inquietud durante varias horas después de esto; pero hacia la madrugada nos hallábamos
casi en tan buenas condiciones como antes de la tempestad. El Capitán Guy consideró que se había
salvado poco menos que por milagro.
El 13 de octubre dimos vista a la isla del Príncipe Eduardo, que se halla a los 46º 53’ de latitud
sur y 37º 46’ de longitud este. Dos días después nos encontrábamos cerca de la isla Posesión, y
ahora estábamos dejando atrás la isla de Crozet, a los 42º 59 de latitud sur y 48º de longitud este.
El día 18 alcanzamos la isla de Kerguelen o isla de la Desolación, en el océano Índico meridional,
y fuimos a anclar en Christmas Harbor, con cuatro brazas de agua.
Esta isla, o más bien grupo de islas, está situado hacia el sudeste del Cabo de Buena Esperanza y
dista de él unos cuatro mil quinientos kilómetros, aproximadamente. Fue descubierta primeramente
en 1772, por el Barón de Kergulen, o Kerguelen, de naturalidad francesa, quien pensando que esta
tierra formaba parte de un extenso continente meridional, llevó a su patria mucha información,
produciendo sensación en su tiempo. El gobierno, interviniendo en el asunto, envió de nuevo al
barón al año siguiente con el propósito de que hiciese un examen crítico de su descubrimiento, y
fue entonces cuando se descubrió el error. En 1777, el Capitán Cook llegó al mismo grupo de islas
y le dio a la principal el nombre de Isla de la Desolación, título que ciertamente es muy merecido.
Pero, al acercarse a tierra, el navegante podría equivocarse y suponer otra cosa, pues las laderas
de la mayor parte de las colinas, desde setiembre a marzo, están cubiertas de un verdor muy
brillante. Esta apariencia engañosa lo produce una pequeña planta, parecida a la saxífraga, que es
abundante y crece en amplias sendas sobre una especie de musgo blando. Aparte de esta planta,
apenas hay vestigios de vegetación en la isla, si se exceptúan algo de césped corriente y espeso,
cerca del puerto, algunos líquenes y un arbusto que se asemeja a una col espigada y que tiene un
sabor amargo y acre.
El aspecto de aquel terreno es montañoso, aunque de ninguna de sus colinas puede decirse que
es elevada. Sus picos están perpetuamente cubiertos de nieve. Hay varios puertos, de los cuales
Christmas Harbour es el más conveniente. Es el primero que se encuentra al lado noroeste de la
isla después de pasar el cabo François, que señala el lado septentrional y que sirve, por su forma
peculiar, para indicar el puerto. Su punta termina en una roca muy alta, en la que se abre un gran
agujero, que forma un arco natural. La entrada está a los 48º 40’ de latitud sur y a los 69º 6’ de
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longitud este. Al pasar aquí, se puede encontrar un buen fondeadero al abrigo de varios islotes,
que forman una protección suficiente contra todos los vientos del este. Avanzando hacia el este
a partir de este fondeadero, se llega a la bahía de Wasp, a la entrada del puerto. Es una pequeña
dársena, completamente cerrada por la tierra, en la que se puede entrar con cuatro brazas de agua
y encontrar desde diez a tres brazas para el anclaje, con un fondo de légamo compacto. Un barco
puede permanecer allí todo el año, con su mejor anda de proa, sin peligro. Hacia el oeste, a la
entrada de la bahía de Wasp, corre un pequeño arroyo de excelente agua, que uno puede procurarse
con facilidad.
En la isla de Kerguelen todavía se encuentran algunas focas de las especies de piel y pelo, y
abundan elefantes marinos. Bandadas de aves se descubren en gran número. Son numerosísimos
los pingüinos, de los cuales hay cuatro clases diferentes. El pingüino real, llamado así a causa de
su tamaño y hermoso plumaje, es el mayor. La parte superior de su cuerpo suele ser gris, y a veces
de matiz lila; la parte inferior es del blanco más puro que pueda imaginarse. La cabeza es de un
negro lustroso muy brillante, así como las patas. Pero la principal belleza del plumaje consiste en
dos amplias franjas de color oro, que bajan desde la cabeza a la pechuga. El pico es largo, unas
veces sonrosado y otras de color rojo vivo. Estas aves caminan erguidas, con pasos majestuosos.
Llevan la cabeza alta, con las alas colgando como dos brazos, y como la cola se proyecta fuera del
cuerpo, formando línea con las patas, la semejanza con la figura humana es muy sorprendente y
podría engañar al espectador que dirigiera una rápida mirada entre las sombras del crepúsculo. Los
pingüinos reales que encontramos en la Tierra de Kerguelen eran algo más gruesos que gansos.
Los otros géneros son el maccaroni, el jackass y el pingüino rookery. Son mucho más pequeños,
de plumaje menos bello y diferentes en otros aspectos.
Además del pingüino, se encuentran allí otras muchas aves, entre las que se pueden mencionar
pájaros bobos, petreles azules, cercetas, ánades, gallinas de Port Egmont, cuervos marinos,
pichones de El Cabo, el nelly, golondrinas de mar, gaviotas, pollos de Mother Carey, gansos de
Mother Carey o gran petera y, finalmente, el albatros.
El gran petrel es tan grande como el albatros común, y además carnívoro. Con frecuencia se le
llama quebrantahuesos o águila osífraga. Estas aves no son esquivas del todo y, cuando se guisan
convenientemente, constituyen un alimento sabroso. A veces, cuando van volando, pasan muy
junto a la superficie del agua con las alas extendidas, sin moverlas en apariencia, ni utilizarlas en
manera alguna.
El albatros es una de las más grandes y voraces de las aves de los mares del Sur. Pertenece a
la especie de las gaviotas, y caza su presa al vuelo sin posarse nunca en tierra más que para
ocuparse de las crías. Entre estas aves y el pingüino existe la amistad más singular. Sus nidos
están construidos con gran uniformidad conforme a un plan concertado entre las dos especies: el
del albatros se halla colocado en el centro de un pequeño cuadro formado por los nidos de cuatro
pingüinos. Los navegantes han convenido en llamar al conjunto de tales campamentos rookery.
Estas rookeries se han descrito más de una vez; pero como no todos mis lectores habrán leído estas
descripciones, y como no tendré ocasión después de hablar del pingüino y del albatros, no me
parece inoportuno decir algo aquí de su género de vida y de cómo hacen sus nidos.
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Cuando llega la época de la incubación, estas aves se reúnen en gran número y durante varios días
parecen deliberar acerca del rumbo más apropiado que deben seguir. Por último, se lanzan a la
acción. Eligen un trozo de terreno llano, de extensión conveniente, que suele comprender tres o
cuatro acres, situado lo más cerca posible del mar, aunque siempre fuera de su alcance. Escogen
el sitio en relación con la lisura de la superficie, y prefieren el que está menos cubierto de piedras.
Una vez resuelta esta cuestión, las aves se dedican, de común acuerdo y como movidas por una
sola voluntad, a realizar, con exactitud matemática, un cuadrado o cualquier otro paralelogramo,
como mejor requiera la naturaleza del terreno, de un tamaño suficiente para acoger cómodamente
a todas las aves congregadas, y ninguna más, pareciendo sobre este particular que se resuelven a
impedir la entrada a futuros vagabundos que no han participado en el trabajo del campamento.
Uno de los lados del lugar así señalado corre paralelo a la orilla del agua, y queda abierto para la
entrada o la salida.
Después de haber trazado los límites de la raokery, la colonia comienza a limpiarla de toda clase
de desechos, recogiendo piedra por piedra, y echándolas fuera de las lindes, pero muy cerca de
ellas, de modo que forman un muro sobre los tres lados que dan a tierra. Junto a este muro, por el
interior, se forma una avenida perfectamente llana y lisa, de dos a dos metros y medio de anchura,
que se extiende alrededor del campamento, sirviendo así de paseo general.
La operación siguiente consiste en dividir toda el área en pequeñas parcelas de un tamaño
exactamente igual. Para ello hacen sendas estrechas, muy lisas, que se cruzan en ángulos rectos
por toda la extensión de la rookery. En cada intersección de estas sendas se construye el nido de
un albatros, y en el centro de cada cuadrado, el nido de un pingüino, de modo que cada pingüino
está rodeado de cuatro albatros, y cada albatros, de un número igual de pingüinos. El nido del
pingüino consiste en un agujero abierto en la tierra, poco profundo, sólo lo suficientemente hondo
para impedir que ruede el único huevo que pone la hembra. El del albatros es menos sencillo en su
disposición, erigiendo un pequeño montículo de unos veinticinco centímetros de altura y cincuenta
de diámetro. Este montículo lo hace con tierra, algas y conchas. En lo alto construye su nido.
Las aves ponen un cuidado especial en no dejar nunca los nidos desocupados ni un instante durante
el período de incubación, e incluso hasta que la progenie es suficientemente fuerte para valerse
por sí misma. Mientras el macho está ausente en el mar, en busca de alimento, la hembra se
queda cumpliendo con su deber, y sólo al regreso de su compañero se aventura a salir. Los huevos
no dejan nunca de ser incubados; cuando un ave abandona el nido, otra anida en su lugar. Esta
precaución es indispensable a causa de la tendencia a la rapacidad que prevalece en la rookery,
pues sus habitantes no tienen escrúpulo alguno en robarse los huevos unos a otros en cuanto tienen
ocasión.
Aunque existen algunas rookeries en las que el pingüino y el albatros constituyen la única población,
sin embargo en la mayoría de ellas se encuentra una gran variedad de aves oceánicas, que gozan de
todos los privilegios del ciudadano, esparciendo sus nidos acá y allá, en cualquier parte que puedan
encontrar sitio, pero sin dañar jamás los puestos de las especies mayores. El aspecto de tales
campamentos, cuando se ven a distancia, es sumamente singular. Toda la atmósfera exactamente
encima de la colonia se halla oscurecida por una multitud de albatros (mezclados con especies más
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pequeñas) que se ciernen continuamente sobre ella, ya sea cuando van al océano o cuando regresan
al nido. Al mismo tiempo se observa una multitud de pingüinos, unos paseando arriba y abajo por
las estrechas calles, y otros caminando con ese contoneo militar que les es característico, a lo largo
del paseo general que rodea a la rookery. En resumen, de cualquier modo que se considere, no
hay nada más asombroso que el espíritu de reflexión evidenciado por esos seres emplumados, y
seguramente no hay nada mejor calculado para suscitar la meditación en toda inteligencia humana
ponderada.
A la mañana siguiente de nuestra llegada a Christmas Harbour, el primer piloto, Mr. Patterson,
arrió los botes (aunque la estación estaba poco avanzada) para ir en busca de focas, dejando al
capitán y a un joven pariente suyo en un paraje de tierra inhóspita hacia el oeste, pues tenían que
gestionar algún asunto, cuya naturaleza yo ignoraba, en el interior de la isla. El Capitán Guy se
llevó consigo una botella, dentro de la cual había una carta sellada, y se dirigió desde el punto en
que había desembarcado hacia uno de los picos más altos del lugar. Es probable que tuviese el
propósito de dejar la carta en aquella altura para el capitán de algún barco que esperaba viniese
posteriormente. Tan pronto como le perdimos de vista, empezamos (pues Peters y yo íbamos en
el bote del primer piloto) nuestro viaje por mar en torno a la costa, en busca de focas. En esta
tarea estuvimos ocupados unas tres semanas, examinando con gran cuidado cada esquina y cada
rincón no sólo de la Tierra de Kerguelen, sino de varios islotes de las cercanías. Pero nuestros
esfuerzos no fueron coronados por ningún éxito importante. Vimos muchísimas focas, pero todas
tan esquivas, que con muchos trabajos sólo pudimos procurarnos trescientas cincuenta pieles en
total. Los elefantes marinos eran abundantes, sobre todo en la costa oeste de la isla principal; pero
no matamos más que una veintena, y esto con muchas dificultades. En los islotes descubrimos una
gran cantidad de focas, pero no las molestamos. El día 11 volvimos a la goleta, donde encontramos
al Capitán Guy y a su sobrino, quienes nos dieron muy malos informes del interior, describiéndolo
como una de las comarcas inhóspitas más yermas y desoladas del mundo. Habían permanecido
dos noches en la isla, debido a un error, por parte del segundo piloto, respecto al envío de un bote
desde la goleta para llevarlos a bordo.
Capítulo XV
El día 12 nos hicimos a la vela desde Christmas Harbour, desandando nuestro camino hacia el
oeste y dejando a babor la isla de Marion, una de las del archipiélago de Crozet. Pasamos después
la isla del Príncipe Eduardo, dejándola también a nuestra izquierda; luego, navegando más hacia
el norte, llegamos en quince días a las islas de Tristán de Acunha, a 37º 8’ de latitud sur y 12º 8’
de longitud oeste.
Este archipiélago, ya muy conocido y que consta de tres islas circulares, fue descubierto primeramente
por los portugueses, y visitado después por los holandeses en 1643 y por los franceses en 1767. Las
tres islas forman en conjunto un triángulo, y distan unas de otras como diez millas, existiendo entre
ellas anchos pasos. La costa en todas ellas es muy alta, especialmente en la de Tristán de Acunha
propiamente dicha. Ésta es la más grande del grupo, pues tiene quince millas de circunferencia, y
tan elevada que se la puede divisar, con tiempo claro, a una distancia de ochenta o noventa millas.
Una parte de la costa hacia el norte se eleva a más de trescientos metros perpendicularmente sobre
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el mar. A esta altura una meseta se extiende casi hasta el centro de la isla, y desde esa meseta se alza
un elevadísimo cono como el de Tenerife. La mitad inferior de este cono está cubierta de árboles
de gran tamaño; pero la región superior es roca desnuda, por lo general oculta entre las nubes y
cubierta de nieve durante la mayor parte del año. No hay bajos fondos ni otros peligros en los
alrededores de la isla, siendo las costas notablemente escarpadas y de profundas aguas. En la costa
del noroeste se halla una bahía, con una playa de arena negra donde puede efectuarse con facilidad
un desembarco con botes, siempre que sople viento del sur. Allí se puede uno procurar enseguida
gran cantidad de agua excelente, y también se pesca con anzuelo y caña bacalao y otros peces.
La isla siguiente en cuanto al tamaño, y la más al oeste del grupo, es la llamada la Inaccesible. Su
posición exacta es 37º 17’ de latitud sur y 12º 24’ de longitud oeste. Tiene siete u ocho millas de
circunferencia, y por todos sus lados presenta un aspecto espantoso e inaccesible. La cumbre es
perfectamente llana, y toda la región es estéril, no creciendo en ella nada, excepto unos cuantos
arbustos raquíticos.
La isla Nightingale, la más pequeña y meridional, se halla situada a 37º 26’ de latitud sur y a 12º
12’ de longitud oeste. Lejos de su extremidad meridional sur se halla un alto arrecife de islotes
rocosos: se ven también algunos de un aspecto similar hacia el nordeste. El terreno es irregular y
estéril, y un profundo valle lo divide parcialmente.
Las costas de estas islas son ricas, en la estación propicia, en leones, elefantes marinos, focas,
juntamente con una gran variedad de aves oceánicas de toda clase. También abundan las ballenas
en sus cercanías. Debido a la facilidad con que estos diversos animales eran capturados en un
principio, el grupo ha sido muy visitado desde su descubrimiento. Los holandeses y los franceses
lo frecuentaron desde los primeros tiempos. En 1790, el Capitán Patten, que mandaba el barco
Industry, de Filadelfia, hizo un viaje a la isla Tristán de Acunha, donde permaneció siete meses
(desde agosto de 1790 hasta abril de 1791) con el objeto de recoger pieles de vacas mismas. Durante
este tiempo recogió no menos de cinco mil seiscientas, y afirmó que no le hubiera costado ninguna
dificultad cargar de aceite un barco grande en tres semanas. A su llegada no encontró cuadrúpedos,
a excepción de unas cuantas cabras salvajes; en la isla abunda ahora animales domésticos, que han
sido introducidos sucesivamente por los navegantes.
Creo que fue poco después de la visita del Capitán Patten cuando el Capitán Colquhoun, al mando
del bergantín americano Betsey, hizo escala en la más grande de las islas con la intención de
avituallarse. Plantó cebollas, patatas, coles y una gran cantidad de otros vegetales, que ahora se
encuentran allí en abundancia.
En 1811, el Capitán Heywood, en el Nereus, visitó la isla Tristán. Encontró allí a tres americanos,
que residían en la isla para preparar aceite y pieles de foca. Uno de aquellos hombres se llamaba
Jonathan Lambert, quien se daba a sí mismo el título de soberano del territorio. Había roturado
y cultivado unos setenta acres de tierra y dedicaba toda su atención a introducir el café y la
caña de azúcar que le había proporcionado el embajador americano en Río de Janeiro. Pero este
establecimiento fue abandonado al fin, y en 1817, el gobierno inglés tomó posesión de las islas,
enviando un destacamento desde el Cabo de Buena Esperanza a tal efecto. Sin embargo, aquellos
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colonos no permanecieron mucho tiempo; pero, después de la evacuación del territorio como
posesión británica, dos o tres familias inglesas fijaron en ella su residencia, independientemente
del gobierno. El 25 de marzo de 1824, el Berwick, del Capitán Jeffrey, que partió de Londres con
destino a la Tierra de Van Diemen, arribó a la isla donde encontró a un inglés llamado Glass, en otro
tiempo cabo de la artillería inglesa. Se arrogaba el título de gobernador supremo de las islas, y tenía
bajo su mando a veintiún hombres y tres mujeres. Dio un informe muy favorable de la salubridad
del clima y de la productividad del suelo. La población se ocupaba principalmente en recoger pieles
de focas y aceite de elefante marino, con que traficaban con el Cabo de Buena Esperanza, pues
Glass era dueño de una pequeña goleta. En la época de nuestra llegada, el gobernador residía aún
allí, pero su pequeña comunidad se había multiplicado, habiendo en la isla Tristán cincuenta y seis,
además de un pequeño establecimiento de siete personas en la isla Nightingale. No encontramos
ninguna dificultad para procurarnos todo género de provisiones que necesitábamos: ovejas, cerdos,
cebúes, conejos, volatería, cabras, pescado en gran variedad y legumbres. Echamos el anda muy
cerca de la isla grande, con dieciocho brazas de profundidad, y embarcamos muy convenientemente
todo cuanto necesitábamos a bordo. El Capitán Guy compró también a Glass quinientas pieles
de foca y cierta cantidad de marfil. Permanecimos allí una semana, durante la cual reinaron los
vientos del norte y del oeste, con un tiempo algo brumoso. El 5 de noviembre nos hicimos a la vela
hacia el sudoeste, con la intención de realizar una búsqueda por entre un grupo de islas llamadas
las Auroras, sobre cuya existencia ha habido gran diversidad de opiniones.
Se dice que estas islas fueron descubiertas a principios de 1762 por el comandante del barco
Aurora. En 1790, el Capitán Manuel de Oyarvido, en el barco Princess, perteneciente a la Real
Compañía de Filipinas, navegó, según afirma él, por estos lugares. En 1794, la corbeta española
Atrevida partió con el propósito de determinar su situación exacta, y en un informe publicado
por la Real Sociedad Hidrográfica de Madrid en el año 1809 se habla de esta expedición en los
siguientes términos: “La corbeta Atrevida practicó, en sus inmediatas cercanías, desde el 21 al 27
de enero, todas las observaciones necesarias y midió con cronómetros la diferencia de longitud
existente entre estas islas y el puerto de Soledad, en las Malvinas. Estas islas son tres; están casi
en el mismo meridiano; la del centro, algo más baja, y las otras dos pueden verse a nueve leguas
de distancia.” Las observaciones hechas a bordo de la Atrevida dieron los siguientes resultados en
cuanto a la exacta situación de cada isla. La más septentrional se halla a 52º 37’ 24” de latitud sur, y
a 47º 43’ 15” de longitud oeste; la del centro, a 53º 2’ 40” de latitud sur y a 47º 55’ 15” de longitud
oeste, y la más meridional, a 53º 15’ 22” de latitud sur y a 47º 57’ 15” de longitud oeste.
El 27 de enero de 1820 el Capitán James Weddel, de la Armada Británica, se hizo a la vela desde
Staten Land, también en busca de las Auroras, informó que, después de haber realizado las
búsquedas más diligentes y de haber pasado no sólo inmediatamente a los puntos indicados por el
comandante de la Atrevida, sino en todas direcciones por las cercanías de aquellos lugares, no pudo
encontrar indicio alguno de tierra. Estos informes contradictorios indujeron a otros navegantes a
buscar dichas islas; y, cosa extraña, mientras algunos navegantes recorrieron cada pulgada de mar
donde suponían que podían estar, sin encontrarlas, había no pocos que declararon terminantemente
haberlas visto, e incluso haber estado cerca de sus costas. La intención del Capitán Guy era hacer
todos los esfuerzos a su alcance para poner en claro esta cuestión tan discutida.
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Mantuvimos nuestra ruta, entre el sur y el oeste, con tiempo variable, hasta el 20 del mismo mes,
en que nos encontramos sobre el terreno debatido, hallándonos a 53º 15’ de latitud sur, a 47º 58’ de
longitud oeste; es decir, muy cerca del sitio indicado como la situación del grupo más meridional.
No divisando señal alguna de tierra, continuamos hacia el oeste por el paralelo 53º de latitud
sur, hasta el meridiano 50º de longitud oeste. Luego subimos hacia el norte hasta el paralelo 52º
de latitud sur, donde viramos hacia el este y mantuvimos nuestro paralelo por altitudes dobles,
mañana y noche, y altitudes meridianas de los planetas y la luna. Habiendo ido así hacia el este al
meridiano de la costa occidental de Georgia, seguimos ese meridiano hasta volver a la latitud de
donde habíamos partido. Seguimos entonces derroteros diagonales a través de toda la extensión del
mar circunscrito, manteniendo un vigía constantemente en el tope de gavia, y repitiendo nuestro
examen con gran cuidado por espacio de tres semanas, durante las cuales gozamos de un tiempo
notablemente bueno y agradable, sin bruma alguna. Naturalmente, quedamos completamente
convencidos de que, si habían existido alguna vez islas en aquellas cercanías en una época anterior,
no quedaba vestigio alguno de ellas en la actualidad. Después de regresar a mi país he sabido que
la misma ruta ha sido seguida, con igual cuidado, en 1822, por el Capitán Johnson, de la goleta
americana Henry, y por el Capitán Morrell, de la goleta americana Wasp, habiendo obtenido en
ambos casos el mismo resultado que nosotros.
Capítulo XVI
La primera intención del Capitán Guy había sido, después de satisfacer su curiosidad respecto
a las Auroras, avanzar por el estrecho de Magallanes y subir a lo largo de la costa occidental de
Patagonia: pero una información recibida en Tristán de Acunha le indujo a dirigirse hacia el sur,
con la esperanza de arribar a alguno de los islotes que decían se hallaban alrededor del paralelo
60 de latitud sur y a 45º 20’ de longitud oeste. En el caso de que no descubriese estas tierras, se
proponía, si la estación era favorable, avanzar hacia el polo. Por consiguiente, el 12 de diciembre
nos hicimos a la mar en aquella dirección. El 18 nos encontramos cerca del lugar indicado por
Glass, y cruzamos durante tres días por aquellas cercanías sin hallar rastro alguno de las islas que
él había mencionado. El 21, como hacía un tiempo excepcionalmente agradable, nos hicimos de
nuevo a la mar hacia el sur, con la resolución de penetrar en aquella ruta lo más lejos posible. Antes
de entrar en esta parte de mi relato, quizá haré bien, para información de aquellos lectores que
hayan prestado poca atención al curso de los descubrimientos en estas regiones, en dar una breve
idea de las escasas tentativas que se han hecho hasta ahora para llegar al polo sur.
La del Capitán Cook fue la primera de la que tenemos informes precisos. En 1772, navegó hacia el
sur en el Resolution, acompañado del Teniente Furneaux, que mandaba el Adventure. En diciembre
se encontraba en el 58 paralelo de latitud sur, y a 26º 57’ de longitud este. Allí se encontró con
unos estrechos bancos de hielo, de un espesor de 20 a 25 centímetros, deslizándose del noroeste
al sudeste. Este hielo se elevaba en grandes masas y solían acumularse tan apretadamente, que el
barco avanzaba con gran dificultad. En este tiempo, el Capitán Cook supuso, por el gran número
de aves que se veían y por otros indicios, que se hallaban en las inmediaciones de alguna tierra.
Mantuvo rumbo hacia el sur, con una temperatura excesivamente fría, basta alcanzar el paralelo
64, en la longitud este 38º 14’. Hacía allí una temperatura benigna, con brisas suaves, durante cinco
días, marcando el termómetro 36º. En enero de 1773, los barcos cruzaron el círculo antártico; pero
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no consiguieron penetrar más lejos, pues al alcanzar los 67º 15’ de latitud encontraron impedido
su avance por un inmenso conglomerado de hielo que se extendía a todo lo largo del horizonte
meridional hasta donde la vista podía alcanzar. Aquel hielo era de carácter muy vario y algunos de
aquellos inmensos campos de hielo flotantes, de millas de extensión, formaban una masa compacta
que se elevaba de cinco y medio a seis metros sobre el agua. Estando avanzada la estación, y sin
esperanza de pretender bordear estos obstáculos, el Capitán Cook viró con desgana hacia el norte.
En el mes de noviembre siguiente reanudó su búsqueda por el Antártico. A los 59º 40’ de latitud
encontró una fuerte corriente que se dirigía hacia el sur. En diciembre, cuando los barcos se hallaban
a 67º 31’ de latitud y a 142º 54’ de longitud oeste, el frío era excesivo, con recios vendavales y
densas nieblas. También allí abundaban las aves, especialmente el albatros, el pingüino y el petrel.
A los 70º 23’ de latitud encontraron algunas grandes islas de hielo, y un poco más lejos observaron
que las nubes hacia el sur eran de una blancura nívea, indicando la proximidad de bancos de hielo.
A los 71º 10’ de latitud y a los 106º 54’ de longitud oeste, los navegantes se vieron detenidos,
como anteriormente, por una inmensa extensión helada, que limitaba toda el área del horizonte
meridional. El borde septentrional de aquella extensión era escabroso y quebrado, tan compacto
que era de todo punto infranqueable, y extendiéndose cerca de una milla hacia el sur. Más allá la
superficie helada era relativamente lisa hasta cierta distancia, acabando allá en lontananza en una
hilera de gigantescas montañas de hielo, descollando unas sobra otras. El Capitán Cook dedujo
que este vasto banco de hielo llegaba hasta el polo sur o que se unía con algún continente. Mr. J. N.
Reynolds, cuyos grandes esfuerzos y perseverancia han logrado al fin poner en pie una expedición
nacional, con el propósito de explorar estas regiones, habla así de la tentativa del Resolution:
“No nos sorprende que el Capitán Cook haya podido llegar más allá de los 71º 10›; pero nos
asombra que alcanzase ese punto en el meridiano 106º 54› de longitud oeste. La Tierra de Palmer
está situada al sur de las Shetland, a los 64º de latitud, y se extiende hacia el sur y el oeste más
allá de donde la más haya penetrado navegante alguno. Cook se dirigía hacia esa tierra cuando
su avance fue detenido por el hielo, cosa que tememos sucederá siempre en ese punto, y en una
fecha temprana de la estación como lo es el 6 de enero; y no nos sorprendería que una parte de las
montañas de hielo descritas estuviese unida al cuerpo principal de la Tierra de Palmer, o a algunas
otras partes de tierra situadas más lejos hacia el sur y el oeste.”
En 1803, los Capitanes Kreutzenstern y Lisiausky fueron enviados por Alejandro de Rusia con el
propósito de circunnavegar el globo. Al intentar avanzar hacia el sur, no pudieron pasar más allá de
los 59º 58’ y de los 70º 15’ de longitud oeste. Allí encontraron fuertes corrientes en dirección oriental.
Abundaban las ballenas, pero no vieron hielos. Con relación a este viaje, Mr. Reynolds observa que,
si Kreutzenstern hubiese llegado allí en una estación menos avanzada, habría encontrado hielos:
fue en marzo cuando alcanzó la latitud especificada. Los vientos dominantes, cuando soplaban del
sur al oeste, habían arrastrado los extensos campos de hielo flotantes, ayudados por las corrientes,
hacia esa región de hielos limitada al norte por Georgia, al este por la Tierra de Sandwich, al sur
por la isla Orkneys y al oeste por las islas Shetland del sur.
En 1822, el Capitán James Wedell, de la Armada Británica, con dos barcos muy pequeños,
penetró más lejos hacia el sur que cualquier otro navegante anterior, sin encontrar dificultades
extraordinarias. Afirma este marino que, aunque estuvo frecuentemente rodeado de hielos antes de
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alcanzar el paralelo 72, al llegar a él no volvió a descubrir ni un solo témpano, y que, al llegar a los
74º 15’ de latitud, no vio bancos de hielo, sino tan sólo tres islas. Es bastante notable que, aunque
hubiese visto grandes bandadas de aves y otros indicios habituales de tierra, y aunque al sur de las
Shetland el vigía observase costas desconocidas que se extendían hacia el sur, Weddell desecha la
idea de que pueda existir un continente en las regiones polares del sur.
El 11 de enero de 1823, el Capitán Benjamin Morrell, de la goleta americana Wasp, se hizo a
la vela desde la tierra de Kerguelen con el propósito de adentrarse lo más posible hacia el sur.
El 1 de febrero se encontraba a 64º 52’ de latitud sur, y a 118º 27’ de longitud este. El siguiente
pasaje está tomado de su diario de aquella fecha. “El viento refresca muy pronto, convirtiéndose
en una brisa de once nudos, y aprovechamos esta oportunidad para dirigirnos hacia el este; pero
estando convencidos de que cuanto más avanzáramos hacia el sur pasando los 64º de latitud,
menos tendríamos que temer a los hielos, navegábamos un poco hacia el sur, hasta que cruzamos
el círculo antártico, y estuvimos a 69º 15’ de latitud este. En esta latitud no había ningún banco de
hielo, y muy pocas islas de hielo a la vista.”
Con fecha 14 de marzo encuentro también esta anotación: “El mar estaba completamente libre
de bancos de hielo, y no hay más que una docena de islas de hielo a la vista. Al mismo tiempo,
la temperatura del aire y del agua era por lo menos trece grados más alta (más suave) que la que
habíamos encontrado entre los paralelos 60º y 62º sur. Estábamos, pues, a 70º14’ de latitud sur,
y la temperatura del aire era de 47º, y la del agua 44º. En esta situación, vi que la variación era
de 14º 27’ hacia el este, por acimut... He pasado varias veces el círculo antártico, por diferentes
meridianos, y he observado constantemente que la temperatura, tanto la del aire como la del agua,
era cada vez más templada a medida que avanzaba más allá de los 65º de latitud sur, y que la
variación decrecía en la misma proporción. Mientras me hallaba al norte de esta latitud, es decir,
entre los 60º y 65º sur, solíamos encontrar muchas dificultades para abrir paso al barco entre las
inmensas y casi innumerables islas de hielo, algunas de las cuales tenían de una a dos millas de
circunferencia y se elevaban a más de ciento cuenta metros sobre la superficie del agua”.
Hallándose casi desprovisto de combustible y de agua, y sin instrumentos apropiados, y estando
muy avanzada la estación, el Capitán Morrell se vio obligado a retroceder, sin intentar avanzar
más hacia el oeste, aunque un mar completamente abierto se extendía ante él. Expresó la opinión
de que si estas consideraciones predominantes no le hubiesen obligado a retroceder, podía haber
penetrado, si no hasta el polo mismo, al menos hasta el paralelo 85. He expuesto sus ideas sobre
estas cuestiones con alguna extensión para que el lector pueda tener ocasión de ver hasta qué punto
han sido corroboradas por mi propia existencia posterior.
En 1831, el Capitán Briscoe, por cuenta de los señores Enderby, propietarios de balleneros de
Londres, se hizo a la mar en el bergantín Lively, hacia los mares del sur, acompañado por el cúter
Tula. El 28 de febrero, hallándose a 66º 30’ de latitud sur y a 47º 31’ de longitud este, divisó tierra y
“descubrió claramente entre la nieve los negros picos de una cordillera que corría el este-sudeste”.
Permaneció en aquellas cercanías durante todo el mes siguiente; pero no pudo acercarse a menos
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de diez leguas de la costa, a causa del estado borrascoso del tiempo. Viendo que era imposible
hacer ningún nuevo descubrimiento durante aquella estación, retornó hacia el norte para invernar
en la Tierra de Van Diemen.
A comienzos de 1832, se dirigió de nuevo hacia el sur, y el 4 de febrero vio tierra al sudeste, en
los 67º 15’ de latitud, y a los 69º 29’ de longitud oeste. Descubrió muy pronto que era una isla
cercana a la parte avanzada del territorio que había descubierto primero. El 21 de este mes logró
desembarcar en esta última, y tomó posesión de ella en nombre de Guillermo IV, llamándola isla
Adelaida, en honor de la reina inglesa. Estos detalles fueron puestos conocimiento de la Royal
Geographical Society de Londres, la cual concluyó “que existe un trecho continuo de tierra que
se extiende desde los 47º 30’ de longitud este hasta los 69º 29’ de longitud oeste, recorriendo el
paralelo entre los 66º y 67º de latitud sur.” Respecto a esta conclusión, Mr. Reynolds observa: “No
estamos de acuerdo con su exactitud, ni los descubrimientos de Briscoe justifican tal deducción.
Dentro de estos límites avanzó Weddell hacia el sur siguiendo un meridiano al este de Georgia, de
la Tierra Sandwich, de las Orkney del sur y de las islas Shetland.” Mi propia experiencia, como se
verá, atestigua más directamente la falsedad de la conclusión a que llegó la mencionada sociedad
científica.
Éstos son los principales intentos realizados para penetrar en las remotas latitudes del sur, viéndose
ahora que quedaban, antes del viaje de la Jane, cerca de trescientos grados de longitud en el círculo
antártico que no habían sido cruzados. Naturalmente, se extiende ante nosotros un ancho campo por
descubrir, y oí con más vivo interés al Capitán Guy expresar su decisión de avanzar resueltamente
hacia el sur.
Capítulo XVII
Mantuvimos nuestro rumbo hacia el sur durante cuatro días, después de haber renunciado a la
búsqueda de las islas de Grass, sin encontrar nada de hielo. El 26, a mediodía, nos hallábamos a
63º 23› de latitud sur y a 41º 25› de longitud oeste. Entonces vimos varias grandes islas de hielo y
un banco que no era por cierto de gran extensión. Los vientos soplaban generalmente del sudeste o
del norte, pero eran muy flojos. Siempre que teníamos viento del oeste, lo que sucedía raras veces,
iba acompañado invariablemente de rachas de lluvia. Todos los días nevaba algo. El día 27, el
termómetro marcaba 35º.
1º de enero de 1828.-Este día nos encontramos rodeados completamente por los hielos, y nuestras
perspectivas parecían en realidad muy tristes. Un fuerte vendaval sopló durante toda la mañana,
procedente del nordeste, y lanzó contra el timón y la bovedilla grandes témpanos con tal violencia,
que todos temblábamos por las consecuencias. Al anochecer, cuando el vendaval soplaba aún
con furia, un gran banco de hielo se rompió frente a nosotros y pudimos, haciendo fuerza de
vela, abrirnos paso entre los pedazos más pequeños hasta más allá del mar abierto. Mientras nos
acercábamos a este lugar, fuimos arriando gradualmente las velas y, cuando al fin nos vimos libres,
nos pusimos al pairo con una sola vela de trinquete con rizos.
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2 de enero.- Tenemos un tiempo bastante tolerable. Al mediodía nos hallábamos a 69º 10’ de latitud
sur y a 42º 20’ de longitud oeste, habiendo cruzado el círculo Antártico. Vimos muy pocos hielos
hacia el sur, aunque grandes bancos de hielo se divisaban a popa. Este día hemos aparejado unos
utensilios de sonda, utilizando un gran puchero de hierro de una capacidad de veinte galones, y
un cable de doscientas brazas. Encontramos la corriente que se dirigía hacia el norte, a casi un
cuarto de milla por hora. La temperatura del aire era hoy de unos 33º. Hemos comprobado que la
variación era de 14º 28’ hacia el este, por acimut.
5 de enero.- Seguimos avanzando hacia el sur con grandes impedimentos. Sin embargo, esta mañana,
cuando nos hallábamos a 73º 15’ de latitud sur y a 42º 10’ de longitud oeste, nos encontramos de
nuevo ante una inmensa extensión de hielo firme. No obstante, vimos más abierto el mar hacia el
sur, y no nos cabía duda alguna de que llegaríamos a alcanzarlo Manteniéndonos hacia el este a
lo largo del borde del banco de hielo, llegamos por último a un paso de casi una milla de ancho,
a través del cual nos abrimos camino al ponerse el sol. El mar en el cual nos hallábamos estaba
en aquel momento densamente cubierto de islas de hielo; pero como no había bancos, avanzamos
resueltamente como antes. El frío no parecía aumentar, aunque nevase con frecuencia y de cuando
en cuando cayesen rachas de granizo de gran violencia. Inmensas bandadas de albatros volaron
hoy sobre la goleta, yendo de sudeste a noroeste.
7 de enero.- El mar permanece tranquilo, casi despejado, de modo que proseguimos nuestra ruta
sin dificultad. Hacia el oeste vimos algunos icebergs de un tamaño increíble, y por la tarde pasamos
muy cerca de uno cuya cima no tendría menos de cuatrocientas brazas sobre la superficie del
océano. Su contorno era probablemente, en la base, de tres cuartos de legua, y varias corrientes
de agua pasaban por las grietas de sus costados. Durante dos días tuvimos esta isla a la vista y
solamente la perdimos al desaparecer ésta durante una niebla.
10 de enero.- Esta mañana temprano hemos tenido la desgracia de perder a un hombre por la borda.
Era un americano llamado Peter Vredenburgh, natural de New York, y uno de los mejores marineros
a bordo de la goleta. Al pasar por la proa resbalaron sus pies y cayó entre dos masas de hielo, sin
volver a aparecer más. Al mediodía de hoy estábamos a 78º 30’ de latitud y a 40º 15’ de longitud
oeste. El río es ahora excesivo y tenemos continuamente rachas de granizo que vienen del norte
y del este. En esta dirección también hemos visto varios icebergs inmensos, y todo el horizonte
hacia el este parecía estar bloqueado por un campo de hielo, elevándose y sobreponiéndose en
masas como un anfiteatro. Durante la noche vimos algunos bloques de madera flotando, y una
gran cantidad de aves revoloteaban por encima, entre las cuales hay nellies, petreles, albatros y un
voluminoso pájaro de un brillante plumaje azul. Aquí, la variación, por acimut, era menor que la
precedente al pasar el círculo Antártico.
12 de enero.- Nuestro paso hacia el sur vuelve a parecer dudoso, pues sólo vemos en dirección al
polo un banco ilimitado en apariencia, respaldado por una verdadera cordillera de hielo, en la que
un precipicio se elevaba toscamente sobre otro. Navegamos hacia el oeste hasta el día 14, con la
esperanza de hallar una entrada.
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14 de enero.- Esta mañana hemos alcanzado el extremo oeste del banco que nos había impedido el
paso y, doblándolo, llegamos a mar abierto, sin un témpano. Al sondar con un cable de doscientas
brazas descubrimos una corriente en dirección sur a una velocidad de media milla por hora. La
temperatura del aire era de 47º; la del agua, de 34º. Navegamos hacia el sur sin encontrar ninguna
interrupción de momento, hasta el día dieciséis, en que, al mediodía, nos hallábamos a 8lº 21’ de
latitud y a 42º de longitud oeste. Aquí sondeamos de nuevo, y descubrimos una corriente que se
dirigía también hacia el sur, y a una velocidad de tres cuartos de milla por hora. La variación por
acimut ha disminuido, y la temperatura del aire es suave y agradable, marcando el termómetro
hasta 51º. En este período no se veía ni un témpano. Toda la gente de a bordo está ahora segura de
alcanzar el polo.
17 de enero. Este día ha estado lleno de incidentes. Innumerables bandadas de aves revoloteaban
sobre nosotros hacia el sur, y a varias las hemos disparado desde cubierta; una de ellas, una especie
de pelícano, nos ha proporcionado un alimento excelente. Hacia mediodía, el vigía vio un pequeño
banco de hielo por el lado de babor, y sobre el cual parecía hallarse algún animal voluminoso.
Como el tiempo era bueno y estaba casi en calma, el Capitán Guy ordenó que echasen dos botes
al agua para ver qué clase de animal era. Dick Peters y yo acompañamos al primer piloto en el
bote más grande. Al llegar al banco de hielo, vemos que está ocupado por un gigantesco oso
polar, cuyo tamaño excedía en mucho del mayor de estos animales. Como vamos bien armados,
no vacilamos en atacarle enseguida. Se dispararon varios tiros en rápida sucesión, la mayoría de
los cuales le alcanzaron, al parecer, en la cabeza y en el cuerpo. Sin desfallecer, no obstante, el
monstruo se arrojó al agua desde el hielo, y nadando con las fauces abiertas se dirigió al bote en
que estábamos Peters y yo. Debido a la confusión que se originó entre nosotros ante el inesperado
giro de la aventura, nadie estaba listo para disparar inmediatamente un segundo tiro, y el oso
logró apoyar la mitad de su corpulenta masa sobre nuestra borda, y agarrar a uno de los hombres
por los riñones, antes de que se tomase ninguna medida eficaz para rechazarlo. En este trance tan
peligroso, sólo nos salvó de la muerte la prontitud y agilidad de Peters. Saltando sobre el lomo de
la enorme bestia, hundió la hoja de su cuchillo por detrás del cuello, alcanzando de un golpe la
medula espinal. La bestia cayó al mar muerta y sin luchar, arrastrando a Peters en su caída. Éste se
recobró rápidamente, le arrojamos una cuerda y ató con ella al animal antes de entrar en el bote.
Entonces volvimos en triunfo a la goleta remolcando nuestro trofeo. Después de medido, este
oso resultó que tenía sus casi cinco metros en su mayor longitud. Su pelaje era completamente
blanco, muy áspero y rizado. Los ojos eran de un color rojo de sangre, más grandes que los del
oso polar; el hocico, también más redondeado, y se parecía al de un bulldog. La carne era tierna,
pero excesivamente rancia y de olor a pescado, aunque los hombres la devoraron con avidez y la
calificaron de excelente.
Apenas habíamos llevado nuestra presa a bordo, cuando el vigía lanzó el alegre grito de: “¡Tierra
a estribor!” Todos los marineros se pusieron alerta, y habiéndose levantado una brisa muy
oportunamente del norte y este, nos acercamos pronto a la costa. Resultó ser un islote bajo y
rocoso, como de una legua de circunferencia, y totalmente desprovisto de vegetación, exceptuada
una especie de chumbera. Al acercarnos por el norte, vimos un singular arrecife que avanzaba en
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el mar y tenía un gran parecido con las balas de algodón para encordelar. Rodeando este arrecife
hacia el oeste encontramos una pequeña bahía, en cuyo seno nuestros botes pudieron amarrar
cómodamente.
No necesitamos mucho tiempo para explorar todos los parajes de la isla; pero, con una sola
excepción, no encontramos nada digno de ser observado. En el extremo sur, recogimos cerca de
la orilla, medio sepultado en una pila de piedras esparcidas, un trozo de madera que parecía haber
sido la proa de una canoa. Evidentemente, habían intentado tallar algo en ella, y el Capitán Guy
creyó descubrir la figura de una tortuga, pero el parecido no me convenció del todo. Aparte de esta
proa, si es que lo era, no encontramos ningún otro indicio de que un ser vivo hubiese estado allí
nunca antes. Alrededor de la costa, descubrimos algunos témpanos, pero éstos eran muy escasos.
La situación exacta del islote (al cual el Capitán Guy le dio el nombre de Islote de Bennet, en honor
de su asociado en la propiedad de la goleta) era de 82º 50’ de latitud sur y 42º 20’ de longitud oeste.
En este momento habíamos avanzado hacia el sur más de ocho grados más que todos los
navegantes anteriores, y el mar se extendía aún completamente abierto ante nosotros. También
advertimos que la variación disminuía uniformemente a medida que avanzábamos y, lo que era
aún más sorprendente, que la temperatura del aire, y después la del agua, se hacían más suaves.
El tiempo podía decirse que era agradable, y teníamos una brisa constante pero apacible, que
soplaba siempre desde algún punto septentrional de la brújula. El cielo estaba despejado, por lo
general; de cuando en cuando, un leve y tenue vapor aparecía en el horizonte meridional, pero era
invariablemente de breve duración. Sólo dos dificultades se presentaban a nuestra vista: escaseaba
el combustible, y se habían manifestado síntomas de escorbuto en varios hombres de la tripulación.
Estas consideraciones comenzaban a influir en el ánimo del Capitán Guy sintiendo la necesidad
de regresar, y hablaba de ello a menudo. Por mi parte, confiado como estaba en la pronta llegada
a tierra de alguna consideración en la ruta que seguíamos, y teniendo toda clase de razones para
creer, por las presentes apariencias, que no hallaríamos el suelo estéril encontrado en las latitudes
árticas más elevadas, defendí calurosamente la idea de perseverar, al menos durante unos días, en
la dirección que habíamos seguido hasta entonces. Una oportunidad tan tentadora de resolver el
gran problema respecto al continente antártico no se le había presentado aún a ningún hombre, y
confieso que me sentí lleno de indignación ante las tímidas e inoportunas sugerencias de nuestro
capitán. En realidad, creo que lo que no pude contenerme de decirle sobre este punto tuvo por
efecto inducirle a seguir adelante. Por eso, aunque no pueda menos de lamentar los acontecimientos
desdichados y sangrientos que acarreó inmediatamente mi consejo, debe permitírseme sentir cierta
satisfacción por haber sido el instrumento indirecto, que reveló a los ojos de la ciencia uno de los
secretos más intensamente emocionantes que hayan absorbido su atención.
Capítulo XVIII
18 de enero.- Esta mañana continuamos hacia el sur, con el mismo tiempo agradable que antes. El
mar está completamente en calma, el viento soportablemente templado y procedente del nordeste,
y la temperatura del agua a 11,6 ºC. Realizamos de nuevo nuestra operación de sondeo y, con
un cable de ciento cincuenta brazas, encontramos la corriente en dirección hacia el polo con una
velocidad de una milla por hora. Esta tendencia constante hacia el sur, tanto del viento como de la
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corriente, es motivo de reflexión, e incluso de alarma, entre las gentes de la goleta. Se ve claramente
que al Capitán Guy le ha impresionado bastante la circunstancia. Sin embargo, enemigo de caer en
el ridículo, conseguí que se riese él mismo de sus aprensiones. La variación era ahora muy poca.
En el curso del día vimos varias ballenas grandes de la especie franca, e innumerables bandadas
de albatros pasaron sobre el barco. También recogimos un arbusto, lleno de bayas rojas, como las
del espino blanco, y el cuerpo de un animal terrestre de extraña apariencia. Tenía metro y medio
de largo y unos quince centímetros de alto, con cuatro patas muy cortas, y las pezuñas armadas de
largas garras de un escarlata brillante, muy parecido al coral. El cuerpo estaba cubierto de un pelo
sedoso y liso, completamente blanco. La cola era afilada como la de una rata, y de unos sesenta
centímetros de largo. La cabeza se parecía a la de un gato, menos las orejas, que eran colgantes
como las de un perro. Los dientes eran del mismo escarlata brillante que las uñas.
19 de enero.- Hoy, estando a 83º 20’ de latitud y a 43º 5’ de longitud oeste (el mar tenía un
color oscuro extraordinario), hemos vuelto a ver tierra desde el mastelero mayor, y después de un
examen minucioso resultó ser una isla de un grupo de islas muy grandes. La costa era escarpada,
y e) interior parecía estar lleno de árboles, circunstancia que nos causó gran alegría. A las cuatro
horas, aproximadamente, de nuestro primer descubrimiento de esta tierra, echábamos el anda,
con diez brazas y fondo arenoso a una legua de distancia de la costa, pues una violenta resaca,
con fuertes remolinos acá y allá, hacía peligrosa la aproximación. Se nos ordenó echar al agua
los dos botes mayores, y un grupo bien armado (en el cual estábamos Peters y yo) se encargó de
buscar una abertura en el arrecife que parecía circundar la isla. Después de haber rebuscado por
algún tiempo, descubrimos una ensenada, en la cual íbamos a entrar, cuando vimos cuatro grandes
canoas que salían de la orilla, llenas de hombres que parecían estar bien armados. Esperamos a
que se acercasen y, como maniobraban con gran rapidez, no tardaron nada en ponerse al alcance
de la voz. El Capitán Guy entonces alzó un pañuelo blanco en la punta de un remo, cuando los
extranjeros se detuvieron de pronto y comenzaron enseguida a farfullar en voz alta, intercalando
gritos aislados entre los cuales podíamos distinguir las palabras ¡Anamoo-moo! y ¡Lama-Lama!
Continuaron así por lo menos media hora, durante la cual tuvimos ocasión de observar su aspecto
a nuestras anchas.
En las cuatro canoas, que podían tener unos quince metros de largo y uno y tedio de ancho, habría
ciento diez salvajes en total. Tenían la estatura media de los europeos, pero eran de constitución
más musculosa y membruda. Su tez era de un negro azabache, con el pelo espeso, largo y lanoso.
Iban vestidos con pieles negras de un animal desconocido, tupidas y sedosas, ajustadas al cuerpo
con cierta habilidad, quedando el pelo hacia adentro, excepto alrededor del cuello, las muñecas y
los tobillos. Sus armas consistían principalmente en cachiporras, de una madera oscura y al parecer
muy pesada. También vimos en poder de algunos de ellos lanzas punta de piedra y algunas hondas.
El fondo de las canoas estaba lleno de piedras negras de un tamaño aproximado al de un huevo
grande.
Cuando concluyeron su arenga (pues era evidente que consideraban como tal aquella algarabía),
uno de ellos, que parecía ser el jefe, se irguió en la proa de su canoa y nos hizo señas de que
avanzásemos nuestros botes a lo largo del suyo. Simulamos no entender esta señal, pensando
que el plan más sensato era mantener, dentro de lo posible, cierta distancia entre nosotros, pues
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su número era cuatro veces mayor que el nuestro. Adivinando este propósito, el jefe ordenó a las
otras tres canoas que permaneciesen atrás, mientras él avanzaba hacia nosotros en la suya. Tan
pronto como llegó, saltó a bordo de la mayor de nuestras canoas y se sentó al lado del Capitán Guy,
señalando al mismo tiempo hacia la goleta, y repitiendo las palabras ¡Anamoo-moo! y ¡Lama-
Lama! Luego volvimos hacia el barco, siguiéndonos las cuatro canoas a poca distancia.
Al llegar al costado, el jefe dio claras muestras de una sorpresa y deleite sumos, palmoteando,
golpeándose los muslos y el pecho, y riendo estrepitosamente. Sus seguidores se unieron a su
contento, y durante unos minutos el alboroto fue tan excesivo, que nos ensordeció por completo.
Tranquilo al fin por hallarse en el barco, el Capitán Guy ordenó que fuesen izados los botes, como
precaución necesaria, y dio a entender al jefe (cuyo nombre descubrimos pronto que era Too-
wit) que no podía admitir más de veinte de sus hombres en el puente simultáneamente. Pareció
completamente satisfecho con esto, y dio algunas órdenes a las canoas, cuando una de ellas se
acercó, quedando las demás a unos cincuenta metros de distancia. Veinte de los salvajes subieron
a bordo y se pusieron a dar vueltas por todas partes sobre cubierta, trepando por el aparejo,
comportándose como si estuvieran en su casa y examinando cada objeto con gran curiosidad.
Era totalmente evidente que no habían visto nunca a seres de la raza blanca, cuyo cutis parecía, en
realidad, repugnarles. Creían que la Jane era un ser viviente, y parecían temer herirla con la punta
de sus lanzas, que volvían cuidadosamente hacia arriba. Nuestra tripulación se divirtió mucho con
la conducta de Too-wit en un principio. El cocinero estaba partiendo leña cerca de la cocina y, por
casualidad, clavó su hacha en la cubierta, abriendo una hendidura de considerable profundidad. El
jefe acudió enseguida, y echando al cocinero bruscamente a un lado, comenzó un semiquejido, un
semiaullido, que denotaba de un modo enérgico la simpatía con que consideraba los sufrimientos
de la goleta, acariciando y alisando la hendidura con sus manos, y lavándola con un cubo de
agua de mar que estaba al lado. Esto revelaba un grado de ignorancia para el que no estábamos
preparados, y por mi parte no pude menos de pensar que había en ello cierto fingimiento.
Cuando los visitantes satisficieron, en la medida de lo posible, su curiosidad con respecto a nuestra
obra muerta, fueron conducidos abajo, donde su asombro superó todos los límites. Su estupefacción
parecía ahora demasiado honda para ser expresada con palabras, pues vagaban en silencio,
solamente roto con exclamaciones en voz baja. Las armas les proporcionaron mucho motivo de
reflexión, y se les permitió que las manejasen y las examinasen a placer. Creo que no abrigaban
la menor sospecha sobre su uso verdadero, sino que más bien las tomaban por ídolos, viendo el
cuidado que teníamos de ellas y la atención con que vigilábamos sus movimientos mientras las
manejaban. Ante los grandes cañones su asombro se redobló. Se acercaron a ellos con todos los
síntomas del más profundo respeto y temor, pero se abstuvieron de examinarlos minuciosamente.
Había dos grandes espejos en la cámara, que fueron para ellos una inmensa sorpresa. Too-wit fue
el primero en acercarse a ellos, y había llegado al centro de la cámara, de cara a uno de ellos y
de espaldas al otro, antes de haberlos visto realmente. Al levantar los ojos y verse reflejado en la
luna, creí que el salvaje iba a volverse loco; pero, cuando se volvió rápidamente para retirarse y
se contempló de nuevo en la dirección opuesta, temí que expirase allí mismo. No hubo manera
de persuadirle para que se mirase otra vez; sino que, arrojándose al suelo, ocultó su cara entre las
manos y permaneció así hasta que nos vimos obligados a arrastrarle sobre la cubierta.
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Todos los salvajes fueron admitidos a bordo de este modo, en grupos de veinte, permitiéndosele
a Too-wit permanecer allí durante todo el tiempo. No vimos en ellos ninguna inclinación al robo,
ni desapareció un solo objeto después de su marcha. A lo largo de su visita, dieron muestras
de la mayor cordialidad. Sin embargo, había algunos detalles en su comportamiento que nos
fue imposible comprender; por ejemplo, no conseguimos que se acercasen a diversos objetos
inofensivos, tales como las velas de la goleta, un huevo, un libro abierto o un cuenco de harina.
Intentamos averiguar si poseían algunos artículos que pudieran ser objeto de tráfico, pero nos
resultó muy difícil hacernos comprender. Sin embargo, descubrimos con gran asombro nuestro
que en las islas abundaba la gran tortuga de los Galápagos, una de las cuales vimos en la canoa
de Too-wit. Vimos también alguna biche de mer en manos de uno de los salvajes, que la devoraba
con avidez en su estado natural. Estas anomalías, pues las considerábamos como tales en relación
a la latitud, indujeron al Capitán Guy a desear realizar una exploración por la comarca, con la
esperanza de obtener una especulación provechosa. Por mi parte, deseoso como estaba de conocer
algo más de estas islas, me sentía aún más inclinado a proseguir el viaje hacia el sur sin demora.
Gozábamos entonces de buen tiempo, pero nada podía garantizarnos cuánto nos iba a durar; y
encontrándonos ya en el paralelo 84, con un mar abierto ante nosotros, una corriente que se dirigía
impetuosamente hacia el sur y buen viento, no podía ya oír con paciencia ninguna proposición
de detenernos más que lo estrictamente necesario para el bien de la salud de la tripulación y para
avituallamos a bordo de reserva de combustible y de provisiones frescas. Le hice ver al capitán que
nos sería fácil atracar en aquel grupo de islas a nuestro regreso, y pasar el invierno allí en caso de
ser bloqueados por los hielos. A la postre fue de mi opinión (pues no sé por qué había adquirido
gran influencia sobre él) y por último se resolvió que, aun en el caso de que encontrásemos biche
de mer, sólo permaneceríamos allí una semana para abastecernos, y luego nos dirigiríamos hacia
el sur mientras pudiésemos. Por consiguiente, hicimos los preparativos necesarios y, bajo la guía
de Too-wit, condujimos la Jane por entre los arrecifes sin tropiezo, echando el anda a una milla de
la costa, aproximadamente, en una bahía excelente, completamente rodeada de tierra, en la costa
sudeste de la isla principal, y con diez brazas de agua y un fondo arenoso negro. En el extremo de
esta bahía corrían tres arroyuelos (según nos dijeron) de agua buena, y vimos abundantes bosques
en las cercanías. Las cuatro canoas nos seguían, manteniendo, sin embargo, una respetuosa
distancia. Too-wit permanecía a bordo, y cuando echamos el anda, nos invitó a acompañarle a
la orilla y a visitar su aldea en el interior. A esto accedió el Capitán Guy, y habiendo dejado diez
salvajes a bordo como rehenes, un grupo de nosotros, doce en total, se dispuso a seguir al jefe.
Tuvimos cuidado de armarnos bien, aunque sin demostrar desconfianza. La goleta había puesto sus
cañones en posición de tiro, izado las redes de abordaje y se habían tomado todas las precauciones
apropiadas para defenderse de cualquier sorpresa. Se le dieron instrucciones al primer piloto para
que no admitiese a nadie a bordo durante nuestra ausencia y, en el caso de que no apareciésemos al
cabo de doce horas, enviase el cúter alrededor de la isla con una colisa, en busca nuestra.
A cada paso que dábamos por aquella tierra adquiríamos la forzosa convicción de que nos
hallábamos en una comarca esencialmente diferente de todas las visitadas hasta entonces por
hombres civilizados. Nada de lo que veíamos nos era familiar. Los árboles no se parecían a ninguno
de los que crecían en la zona tórrida, templadas o frías del norte, y se diferenciaban por completo
de los que habíamos encontrado en las latitudes meridionales más bajas que acabábamos de
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atravesar. Las mismas rocas eran distintas por su masa, su color y su estratificación; y los arroyos,
por increíble que esto parezca, tenían tan poco de común con los de otros climas, que teníamos
escrúpulo en beber, e incluso nos era difícil persuadirnos de que sus cualidades fuesen puramente
naturales. En un pequeño arroyo que cruzaba nuestra senda (el primero que encontramos), Too-wit
y sus acompañantes hicieron un Vito para beber. A causa de la peculiar naturaleza del agua, nos
negamos a probarla, suponiendo que estaba corrompida, y sólo después de un buen rato logramos
comprender que aquél era el aspecto de los arroyos en todo el archipiélago. No sé cómo dar una
idea clara de la naturaleza de aquel líquido, ni puedo hacerlo sin emplear muchas palabras. Aunque
fluyese con rapidez por todas las pendientes, como cualquier arroyo normal, no tenia nunca, excepto
cuando caía como una cascada, la transparencia habitual del agua. Sin embargo, era en realidad tan
límpida como cualquier agua calcárea existente, estribando la diferencia tan sólo en su aspecto. A
primera vista, y especialmente en los casos en que el declive era poco pronunciado, se parecía, en
cuanto a su consistencia, a una densa disolución de goma arábiga en agua común. Pero ésta era la
menos potable de sus extraordinarias cualidades. No era incolora, ni tenía ningún color uniforme,
presentando a la vista, cuando fluía, todos los matices posibles de la púrpura, como los visos de una
seda tornasolada. Esta variación en el matiz se producía de una manera que originaba tan profundo
asombro en nuestros espíritus como los espejos lo habían hecho en el de Too-wit. Al recogerla en
un recipiente y dejarla asentarse, observamos que toda la masa del líquido estaba constituida por
cierto número de venas distintas, cada una de un tinte diferente; que estas venas no se mezclaban,
y que su cohesión era perfecta respecto a sus propias partículas, e imperfecta respecto a las venas
próximas. Pasando la hoja de un cuchillo a través de las venas, el agua se cerraba inmediatamente
detrás de ellas, como ocurría a nuestro paso, y al sacarlo, todas las huellas del paso del cuchillo se
borraban al instante. Sin embargo, cuando la hoja se interponía cuidadosamente entre las venas,
la separación perfecta que se verificaba no cesaba inmediatamente por la fuerza de cohesión. El
fenómeno de este agua constituyó el primer eslabón concreto de aquella vasta cadena de milagros
aparentes que por algún tiempo iban a presentarse ante mi vista.
Capítulo XIX
Tardamos casi tres horas en llegar a la aldea, que se hallaba a unos quince kilómetros en el interior
y la senda se deslizaba a través de una zona escarpada. Mientras caminábamos, el grupo de Too-
wit (todos los ciento diez salvajes de las canoas) iba siendo reforzado a cada instante por pequeños
destacamentos, de dos a seis o siete hombres, que se nos unían, como por casualidad, en las
diferentes revueltas del camino. Había en todo aquello como un propósito sistemático que me hizo
sentir desconfianza, y le hablé al Capitán Guy de mis inquietudes. Pero ya era demasiado tarde
para retroceder y convinimos que lo mejor para nuestra seguridad era demostrar una confianza
absoluta en la buena fe de Too-wit. Seguimos adelante, pues, con los ojos muy abiertos respecto
a los manejos de los salvajes, sin permitirles dividir nuestras filas irrumpiendo entre ellas. Así, al
atravesar un barranco escarpado, llegamos al fin a un grupo de viviendas que, según nos dijeron,
eran las únicas existentes en las islas. Cuando estábamos a la vista de ellas, el jefe dio un grito,
repitiendo con frecuencia la palabra Klock-Klock, que supusimos sería el nombre de aquella aldea,
o tal vez el nombre genérico de todas ellas.
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Las cabañas eran del aspecto más miserable que imaginarse pueda y, diferenciándose en esto
incluso de las razas salvajes más inferiores que la humanidad haya conocido, no estaban construidas
siguiendo un plan uniforme. Algunas de ellas (las pertenecientes a los Wampoos o Yampoos, grandes
personajes de la isla) consistían en un árbol cortado a un metro de la raíz, aproximadamente, con
una gran piel negra echada por encima, que colgaba en pliegues sueltos sobre el suelo. Allí debajo
se acurrucaba el salvaje. Otras estaban hechas con toscas ramas de árboles, llenas de hojarasca
seca, dispuestas de modo que se reclinaban, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados,
contra un banco de barro amontonado, sin forma regular, hasta una altura de metro y medio a dos
metros. Otras incluso eran simples agujeros excavados perpendicularmente en la tierra y cubiertos
con ramas semejantes, que el habitante de la morada tenía que apartar al entrar y que debía colocar
de nuevo cuando había entrado. Algunas estaban construidas entre las ramas ahorquilladas de los
árboles, tal como crecían, cortando a medias las ramas superiores, de modo que cayesen sobre
las inferiores, formando así un cobijo más denso contra el mal tiempo. Pero la mayoría consistía
en pequeñas cavernas, poco profundas, raspadas al parecer en la cara de un escarpado arrecife de
piedra negra, cortada a pico, y muy parecida a la tierra de batanero, muro que rodeaban tres lados
de la aldea. A la entrada de cada una de aquellas cavernas primitivas había una roca pequeña, que el
morador colocaba cuidadosamente ante ja abertura cuando abandonaba su residencia, ignoro con
qué propósito, pues la piedra no era nunca más que del tamaño suficiente para cerrar una tercera
parte de abertura.
Esta aldea, si merece semejante nombre, estaba situada en un valle de cierta profundidad, al cual
sólo se podía llegar por el sur, pues el escabroso arrecife del que ya he hablado cortaba todo acceso
en otras direcciones. Por el centro del valle corría un arroyo susurrante, de la misma agua de
apariencia mágica que ya he descrito. Alrededor de las viviendas vimos varios animales extraños,
todos al parecer perfectamente domesticados. Los más grandes recordaban a nuestro cerdo común,
tanto en la estructura del cuerpo como en el hocico; pero el rabo era pelu4o, y las patas, delgadas
como las del antílope. Su marcha era muy torpe e indecisa, y nunca le vimos intentando correr.
Encontramos también otros animales de aspecto muy similar, pero más largos de cuerpo y cubiertos
de lana negra. Había una gran variedad de aves domésticas merodeando por los alrededores, y que
parecían constituir el alimento principal de los nativos. Con gran asombro nuestro, vimos albatros
negros entre aquellas aves en completo estado de domesticación, que iban periódicamente al mar
en busca de alimento, pero regresando siempre a la aldea como a su hogar, y utilizando la orilla
sur de las cercanías como lugar de incubación. Allí se juntaban con sus amigos los pelícanos,
según costumbre; pero éstos no les seguían nunca hasta las viviendas de los salvajes. Entre las
otras clases de aves domésticas había patos que diferían muy poco del pato marino de nuestro país,
bubias negras y un gran pájaro bastante parecido al buharro, pero que no era carnívoro. Parecía
haber allí una gran abundancia de pescado. Durante nuestra visita vimos una gran cantidad de
salmones secos, bacalaos, delfines azules, caballas, rayas, congrios, elefantes marinos, múgiles,
lenguados, escaros, cueras, triglas, merluzas, rodaballos y otras variedades innumerables. También
observamos que en su mayor parte se parecían a los peces que se encuentran en los parajes del
grupo de las islas de Lord Auckland, a una latitud tan baja como a los 51º sur. La tortuga de los
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Galápagos abundaba también mucho. Vimos pocos animales salvajes, y ninguno de gran tamaño
o de una especie que nos fuera familiar. Una o dos serpientes de terrible aspecto cruzaron nuestra
senda; pero los nativos le prestaron poca atención, de lo que dedujimos que no eran venenosas.
Cuando nos acercábamos a la aldea con Too-wit y su partida, una gran multitud del pueblo se lanzo
a nuestro encuentro, dando fuertes gritos, entre los cuales sólo distinguíamos los eternos ¡Anamoo-
moo! y ¡Lama-Lama! Nos sorprendió mucho ver que, a excepción de uno o dos, los recién llegados
iban completamente desnudos, pues las pieles sólo las usaban los hombres de las canoas. Todas las
armas del país parecían estar en posesión de estos últimos, pues no había ninguna entre los de la
aldea. Había muchas mujeres y niños, no careciendo las primeras de lo que puede llamarse belleza
personal. Eran altas, erguidas, bien constituidas y dotadas de una gracia y desenvoltura como no
se encuentran en la sociedad civilizada. Sin embargo, sus labios, al igual que los de los hombres,
eran gruesos y bastos, hasta el punto de que ni al reír dejaban ver nunca los dientes. Su cabello era
más fino que el de los hombres. Entre todos aquellos salvajes desnudos podría haber diez o doce
que estaban vestidos, como los de la partida de Too-wit, con pieles negras y armados con lanzas y
pesados garrotes. Parecían tener gran influencia entre los demás, quienes al hablarles les dirigían
siempre el título de Wampoo. También ellos eran los que moraban en los palacios de las pieles
negras. El de Too-wit estaba situado en el centro de la aldea, y era mucho mayor y algo mejor
construido que los otros de la misma especie. El árbol que constituía su soporte había sido cortado
a una distancia aproximada de tres metros y medio de la raíz, y justamente debajo del corte habían
dejado varias ramas que servían para extender el techo e impedir de este modo su aleteo contra el
tronco. Además, el techo, que consistía en cuatro pieles muy grandes unidas entre sí por pinchos de
madera, estaba asegurado en su base con estaquillas que atravesaban la piel y se hundían en tierra.
El suelo estaba sembrado de buena cantidad de hojas secas a modo de alfombra.
A esta cabaña fuimos conducidos con gran solemnidad, metiéndose en ella todos los indígenas
que cupieron. Too-wit se sentó sobre las hojas, y nos hizo señas de que imitáramos su ejemplo. Lo
hicimos así, y nos sentimos entonces en una situación especialmente incómoda, si no crítica. Nos
hallábamos en el suelo doce en total, en unión de los salvajes, en número de cuarenta, sentados
sobre sus corvas y tan apretados a nuestro alrededor, que, si hubiese surgido algún disturbio, nos
habría sido imposible hacer uso de nuestras armas o incluso ponernos de pie. Las aperturas no
eran tan sólo dentro de la tienda, sino también fuera, donde probablemente se hallaban todos los
habitantes de la isla, y únicamente los continuos esfuerzos y vociferaciones de Too-wit impedían
que la multitud nos atropellase hasta matarnos. Sin embargo, nuestra seguridad dependía de la
presencia de Too-wit entre nosotros, por lo que decidimos apretarnos a él como la única oportunidad
de salvarnos, resueltos a sacrificarle inmediatamente a la primera manifestación de hostilidad.
Después de algunas molestias, se consiguió cierta tranquilidad cuando el jefe nos dirigió un
discurso muy extenso, y que se parecía mucho al que nos dedicó en las canoas, con la excepción
de que los ¡Anamoo-moos! eran ahora más vigorosamente pronunciados que los ¡Lama-Lamas!
Escuchamos en profundo silencio hasta que terminó su arenga; entonces el Capitán Guy le
respondió asegurándole al jefe su eterna amistad y buena voluntad, concluyendo su réplica con
el regalo de unos collares de abalorios azules y un cuchillo. Al coger los primeros, el reyezuelo,
con gran sorpresa nuestra, levantó la nariz con expresión de desprecio; pero el cuchillo le causó
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la satisfacción más ilimitada, e inmediatamente ordenó que sirvieran la comida. Ésta fue servida
en la tienda por encima de la cabeza de los asistentes, y consistía en las entrañas palpitantes de
un extraordinario animal desconocido, probablemente uno de aquellos cerdos de patas delgadas
que habíamos observado al acercamos a la aldea. Viendo que no sabíamos cómo arreglárnoslas,
comenzó, como para darnos ejemplo, a devorar a grandes bocados el suculento alimento, hasta que
no pudimos soportar por más tiempo aquel espectáculo, y dimos muestras tan evidentes de náuseas,
que inspiraron a su majestad un asombro sólo inferior al que le habían causado los espejos. Sin
embargo, declinamos compartir las exquisiteces que nos ponían delante, y nos esforzamos por
hacerle comprender que no teníamos apetito alguno, pues acabábamos de tomar un sustancioso
déjeuner.
Cuando el monarca dio fin a su comida, comenzamos a hacerle una serie de preguntas de la manera
más ingeniosa que pudimos imaginar, con el propósito de descubrir cuáles eran las principales
producciones del país, por si pudiéramos sacar provecho de algunas de ellas. Por fin, pareció
comprender lo que queríamos decirle, y se ofreció a acompañarnos hasta una parte de la costa
donde nos aseguró (señalando a un ejemplar de aquel animal) que encontraríamos la biche de mer
en gran abundancia. Estábamos encantados de aprovechar esta primera oportunidad de librarnos
de las apreturas de la multitud y manifestamos nuestra impaciencia por ponernos en marcha.
Luego salimos de la tienda y, acompañados por toda la población de la aldea, seguimos al jefe
hasta la extremidad sudeste de la isla, no lejos de la bahía donde estaba anclado nuestro barco.
Esperamos allí durante cerca de una hora, hasta que las cuatro canoas fueron traídas por algunos
de los salvajes a donde estábamos nosotros. Todo nuestro grupo embarcó en una de ellas, y fuimos
conducidos a lo largo del arrecife ames mencionado, y luego hacia otro más apartado, donde
vimos tan gran cantidad de biches de mer como jamás los marineros más viejos de entre nosotros
habían visto en aquellos archipiélagos de latitudes inferiores, tan renombrados por este artículo de
comercio. Permanecimos junto a aquellos arrecifes tan sólo el tiempo suficiente para convencernos
de que hubiéramos podido cargar fácilmente una docena de barcos con aquel animal en caso de
necesidad, mientras íbamos a lo largo de la goleta y nos despedimos de Too-wit, después de hacerle
prometer que nos traería, en el plazo de veinticuatro horas, tantos patos marinos y tortugas de los
Galápagos como pudieran cargar sus canoas. En toda ‘esta aventura no vimos nada en la conducta
de los nativos para suscitar sospechas, con la sola excepción de la sistemática manera como habían
reforzado su banda durante nuestro trayecto desde la goleta a la aldea.
Capítulo XX
El jefe era un hombre de palabra, e inmediatamente fuimos abastecidos con abundancia de
provisiones frescas. Encontramos las tortugas exquisitas, y los ánades sobrepujaban a las mejores
especies de aves silvestres, pues eran sumamente tiernos, jugosos y de un sabor excelente. Aparte
de esto, los salvajes nos trajeron, una vez que les hicimos comprender nuestros deseos, una gran
cantidad de apio moreno y hierba contra el escorbuto, además de una canoa cargada de pescado
fresco y algún salazón. El apio fue realmente un deleite, y la coclearia resultó ser un beneficio
incalculable para restablecer a aquellos de nuestros hombres que presentaban síntomas de
escorbuto. En muy poco tiempo no había ni una sola persona en la lista de enfermos. Nos dieron
también otras muchas provisiones frescas, entre las cuales pueden mencionarse una especie de
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mariscos parecidos por su forma a los mejillones, pero con el sabor de las ostras. También tuvimos
en abundancia camarones y quisquillas, y huevos de albatros y de otras aves, de cascarón oscuro.
Asimismo embarcamos una buena carga de carne del cerdo que he mencionado antes. La mayoría
de nuestros hombres la encontraron muy sabrosa, pero a mí me pareció que tenía un olor a pescado,
por lo demás desagradable. A cambio de aquellas buenas cosas, ofrecimos a los nativos abalorios
azules, chucherías de latón, clavos, cuchillos y retales de tela roja, sintiéndose muy complacidos
con el cambio. Establecimos un mercado regular en la costa, justamente bajo los cañones de la
goleta, donde nuestros trueques se efectuaban con toda apariencia de buena fe, y con un orden que
su conducta en la aldea de Klock-klock no nos hacía esperar de los salvajes.
Los asuntos marcharon así muy amistosamente varios días, durante los cuales las partidas de nativos
acudían con frecuencia a bordo de la goleta, y las partidas de nuestros hombres que se hallaban
frecuentemente en la costa hacían largas excursiones por el interior sin ser molestados. Viendo la
facilidad con que el barco podía cargarse de biche de mer, gracias a la amistosa disposición de
los isleños y a la prontitud con que nos prestaban su ayuda para recogerla, el Capitán Guy decidió
entrar en negociaciones con Too-wit para la construcción de casas adecuadas para curar aquel
artículo, dada la utilidad que tanto él como la tribu obtendrían al recoger la mayor cantidad posible,
mientras él aprovecharía el buen tiempo para proseguir su viaje hacia el sur. Cuando participó
su proyecto al jefe, éste pareció muy bien dispuesto a concertar un acuerdo. Se estipuló, pues,
un pacto, perfectamente, satisfactorio para ambas partes, por el cual se decidió que, después de
realizados los preparativos necesarios, tales como el señalamiento de los terrenos apropiados, la
construcción de una parte de los albergues y algunas otras obras para las cuales sería utilizada toda
nuestra tripulación, la goleta reanudaría su ruta, dejando tres de sus hombres en la isla para vigilar
el cumplimiento del proyecto e instruir a los nativos en la salazón de la biche de mer. En cuanto
a las cláusulas del compromiso, dependerían de la actividad de los salvajes en nuestra ausencia.
Ellos debían recibir una cantidad estipulada de abalorios azules, cuchillos, tela roja, etc., a cambio
de un determinado número de piculs de biche de mer que debía estar preparado a nuestro regreso.
Una descripción de la naturaleza de este importante artículo de comercio y del modo de prepararlo,
puede resultar de algún interés para mis lectores, y no encuentro mejor ocasión para ocuparme del
asunto. La siguiente y amplia noticia de esta materia está tomada de una moderna historia de un
viaje a los mares del Sur.
“Se trata de aquel mollusca de los mares de la India que se conocen en el comercio con el nombre
francés de bouche de mer (un delicioso bocado de mar). Si no me equivoco mucho, el famoso
Cuvier lo llama gasteropeda pulmonifera. Se coge en abundancia en las costas de las islas del
Pacífico, y especialmente para el mercado chino, donde se coriza a un alto precio, quizá tanto como
esos nidos de pájaros comestibles tan renombrados, que están hechos de una materia gelatinosa
recogida por una especie de golondrina del cuerpo de estos moluscos. No tienen concha, patas
ni ninguna parte prominente, excepto dos órganos opuestos, uno absorbente y otro excretorio;
pero, gracias a sus flancos elásticos, como las orugas o gusanos, se arrastran hacia las aguas poco
profundas, en las que, cuando baja la marea, pueden ser vistos por una clase de golondrinas,
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cuyo pico agudo, clavándose en el blando animal, extrae una sustancia gomosa y filamentosa
que, al secarse, se convierte en las sólidas paredes de su nido. De aquí el nombre de gasteropeda
pulmonifera.
“Este molusco es oblongo y de diferentes tamaños, desde siete a veinte centímetros de largo; y he
visto algunos que no tenían menos de sesenta centímetros. Son casi redondos, un poco aplastados
por el lado más próximo al fondo del mar, y su grosor es de dos a veinticinco centímetros. Se
arrastran hacia las aguas poco profundas en determinadas estaciones del año, probablemente para
reproducirse, pues se los ve entonces a menudo en parejas. Cuando el sol cae con más fuerza sobre
el agua, templándola, es cuando se acercan a la orilla, y suelen ir a sitios tan pocos profundos que,
al retirarse la marea, se quedan en seco, expuestos al calor del sol. Pero no engendran sus crías en
aguas poco profundas, pues no hemos visto allí nunca ninguna de su progenie, y siempre que se
les ha observado remontando de las aguas profundas habían alcanzado ya su pleno desarrollo. Se
alimentan principalmente de esa clase de zoófitos que producen el coral.
“La biche de mer se coge generalmente a metro o metro y pico de profundidad; después son
llevadas a la orilla y se abren por un lado con un cuchillo, siendo la incisión de una pulgada
o más, según el tamaño del molusco. A través de esa abertura se sacan las entrañas mediante
presión, que se parecen mucho a las de los pequeños habitantes del mar. Luego se lava el animal y
después se cuece a cierta temperatura, que no debe ser ni muy elevada ni muy baja. Se les sepulta
entonces bajo tierra durante cuatro horas, luego se les hace cocer de nuevo un rato, y después se
ponen a secar, ya sea al fuego o al sol. Los curados al sol son los mejores; pero mientras de este
modo puedo curar un picul, puedo secar treinta piculs por medio del fuego. Una vez que están
convenientemente curados, se pueden conservar en un sitio seco durante dos o tres años sin peligro
alguno; pero hay que examinarlos una vez cada pocos meses, es decir, cuatro veces al año, para ver
si la humedad los ha atacado.
“Los chinos, como antes se ha dicho, consideran a la biche de mer como una exquisita golosina,
creyendo que es un alimento asombrosamente fortificante y nutritivo, y que reanima los organismos
agotados por las voluptuosidades desmedidas. Los de primera calidad alcanzan un precio elevado
en Cantón, vendiéndose a noventa dólares el picul; los de segunda calidad, a setenta y cinco dólares;
los de tercera, a cincuenta dólares; los de cuarta, a treinta dólares; los de quinta, a veinte dólares;
los de sexta, a doce dólares; los de séptima, a ocho dólares, y los de octava, a cuatro dólares; pero,
pequeños cargamentos producen con frecuencia más en Manila, Singapur y Batavia.”
Habiendo llegado, pues, a un acuerdo, procedimos inmediatamente a desembarcar todo lo necesario
para preparar los albergues y limpiar el terreno. Elegimos una gran explanada cerca de la costa
oriental de la bahía, donde había agua y madera en abundancia, y a una distancia conveniente
de los arrecifes principales en que podía recogerse la biche de mer. Nos pusimos todos a la obra
seriamente y, enseguida, ante el gran asombro de los salvajes, derribamos un número suficiente de
árboles para nuestro propósito, fijándolos rápidamente en orden para el armazón de las casas, que
en dos o tres días estuvieron tan avanzadas que pudimos entregar con toda confianza el resto de
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la obra a los tres hombres que nos proponíamos dejar allí. Éstos eran John Carson, Alfred Harris
y Peterson (todos ellos naturales de Londres, según creo), quienes se ofrecieron voluntariamente
para semejante servicio.
A finales de mes teníamos hechos todos los preparativos para la partida. Sin embargo, habíamos
convenido en realizar una visita formal a la aldea de despedida, y Too-wit insistió con tanta
tenacidad en que mantuviéramos nuestra promesa, que no creímos prudente correr el riesgo de
ofenderle con una última negativa. Creo que ninguno de nosotros tenía en aquel momento la más
ligera sospecha sobre la buena fe de los salvajes. Se habían comportado todos ellos con la mayor
corrección, ayudándonos con celo en nuestro trabajo, ofreciéndonos sus mercancías, a menudo
gratis, y nunca, en ningún caso, hurtaron un solo objeto, aunque el alto valor que daban a los
artículos que teníamos en nuestro poder era evidente por las extravagantes demostraciones de
alegría que manifestaban siempre que les hacíamos un regalo. Las mujeres, especialmente, eran
muy serviciales en todo y, en resumen, hubiéramos sido los seres humanos más desconfiados si
hubiésemos albergado un solo pensamiento de perfidia por parte de un pueblo que nos trataba tan
bien. Nos bastó poco tiempo para probarnos que aquella disposición de aparente amabilidad era
tan sólo el resultado de un plan concienzudamente estudiado para nuestra destrucción, y que los
isleños, que nos inspiraban tan excesivos sentimientos de estima, pertenecían a la raza de los más
bárbaros, astutos y sanguinarios malvados que jamás hayan contaminado la faz de la tierra.
Fue el primero de febrero cuando bajamos con el propósito de visitar la aldea. Aunque, como ya se
ha dicho antes, no tuviéramos la más ligera sospecha; no olvidamos las debidas precauciones. Seis
hombres permanecieron en la goleta con instrucciones de no dejar acercarse al barco a ninguno
de los salvajes durante nuestra ausencia, bajo ningún pretexto, y de estar constantemente sobre
cubierta. Recogiéronse los enjaretados de abordaje, los cañones recibieron doble carga de metralla
y los pedreros fueron cargados con latas de metralla de balas de fusil. El barco estaba atracado,
con su anda a pique, casi a una milla de la costa, y ninguna canoa podía acercarse a él en dirección
alguna sin ser vista claramente y exponerse inmediatamente al fuego graneado de nuestros pedreros.
Al dejar seis hombres a bordo, nuestro destacamento se componía de treinta y dos personas en
total. Estábamos armados hasta los dientes con fusiles, pistolas y machetes: además, cada uno
llevaba una especie de largo cuchillo de marinero, algo parecido al cuchillo de monte tan usado
ahora en nuestras comarcas meridional y occidental; Un centenar de guerreros con pieles negras
salió a nuestro encuentro al desembarcar, para acompañarnos por el camino. Advertimos, sin
embargo, con alguna sorpresa, que éstos iban completamente desarmados, y cuando preguntamos
a Too-wit acerca de esta circunstancia, contestó simplemente que Mattee non we pa pa si, lo cual
quiere decir que nadie necesita armas donde todos son hermanos. Tomamos esto en buen sentido,
y seguimos adelante.
Habíamos pasado el manantial y el riachuelo de que he hablado antes, y entrábamos ahora en una
angosta garganta que serpenteaba a través de la cadena de colinas de esteatita, entre las cuales
estaba situada la aldea. Esta garganta era muy rocosa y desigual, hasta el punto de que sólo con
mucha dificultad pudimos franquearla en nuestra primera visita a Klock-klock. El barranco en
toda su extensión podría tener milla y media de largo, o probablemente dos. En toda su longitud
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abundaban las revueltas, (que, al parecer, había formado, en alguna época remota, el lecho de un
torrente), no avanzando en ningún caso más de veinte metros sin encontrarnos con un abrupto
recodo. Estoy seguro de que las laderas de aquel valle se elevaban, por término medio, a veinte
o veinticinco metros de altura y estaban cortados casi a pico, y en algunos sitios se alzaban a una
altura asombrosa, oscureciendo el paso tan por completo, que apenas penetraba la luz del día. La
anchura general era de unos doce metros, y a veces disminuía hasta no permitir el paso de más
de cinco o seis personas de frente. En una palabra, no podía haber lugar alguno en el mundo más
propicio para una emboscada, y era más que natural que mirásemos cuidadosamente nuestras
armas al entrar en el barranco. Cuando recuerdo ahora nuestra enorme locura me admiro de que
nos hubiésemos aventurado en aquellas circunstancias, poniéndonos a disposición de unos salvajes
desconocidos hasta el extremo de permitirles marchar delante y detrás de nosotros a lo largo del
camino. Sin embargo, tal fue el orden que seguimos ciegamente, confiando cándidamente en la
fuerza de nuestro destacamento, en que Too-wit y sus hombres iban desarmados, en la segura
eficacia de nuestras armas de fuego (cuyos efectos eran aún un secreto para los nativos) y, más que
nada, en la simulación de amistad largo tiempo mantenida por aquellos infames miserables. Cinco
o seis de ellos iban delante como guiándonos, afanados ostensiblemente en apartar las piedras
grandes y los desechos del camino. A continuación marchaba nuestro grupo. Caminábamos muy
juntos, teniendo cuidado de evitar toda separación. Detrás venía el cuerno principal de los salvajes,
que observaba un orden y una corrección inusitados.
Dirk Peters, un hombre llamado Wilson Allen y yo íbamos a la derecha de nuestros compañeros,
examinando, mientras caminábamos, la singular estratificación del precipicio que colgaba sobre
nosotros. Una grieta en la roca blanda atrajo nuestra atención. Era bastante ancha para que pudiese
entrar una persona sin apretarse, y se extendía por dentro de la montaña unos cinco y medio o
seis metros en línea recta, torciendo luego a la izquierda. La altura de la grieta, hasta donde podía
verse dentro de ella desde la garganta principal, era tal vez de dieciocho a veinte metros. Entre las
hendiduras crecían dos o tres arbustos achaparrados, que parecían una especie de avellano, por los
que sentí la curiosidad de examinar, y me adelanté rápidamente con este objeto, arrancando cinco
o seis nueces en un ramillete y luego me retiré a toda prisa. Cuando me volvía, vi que Peters y
Allen me habían seguido. Les rogué que retrocediesen, pues no había sitio para que pasasen dos
personas, y les dije que les daría alguna de mis nueces. Se volvieron, pues, y se estaban deslizando
hacia atrás, encontrándose Allen junto a la boca de la hendidura, cuando sentí de repente una
conmoción que no se parecía a nada de lo que yo había experimentado hasta entonces, y que
me hizo creer que se desplomaban hasta los cimientos del globo y que había llegado el día de la
destrucción universal.
Capítulo XXI
Tan pronto como recobré mis trastornados sentidos, me encontré casi ahogado arrastrándome en
una oscuridad completa entre una masa de tierra desprendida, que caía sobre mí pesadamente por
todas partes, amenazando con sepultarme por entero. Terriblemente alarmado por esta idea, me
esforcé por asentar de nuevo los pies, consiguiéndolo al fin. Permanecí entonces inmóvil durante
unos momentos, intentando comprender lo que me había sucedido, y dónde estaba. Enseguida oí
un profundo gemido junto a mi mismo oído, y poco después, la voz sofocada de Peters pidiéndome
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auxilio en nombre de Dios. Me arrastré uno o dos pasos hacia adelante, y caí directamente sobre
la cabeza y los hombros de mi compañero, quien, como pronto descubrí, estaba sepultado hasta la
mitad de su cuerpo bajo una masa de tierras desprendidas y luchaba desesperadamente por librarse
de aquella opresión. Aparté la tierra que había a su alrededor con toda la energía que pude, y por
fin logré sacarle de allí.
En cuanto nos recobramos de nuestro susto y de nuestra sorpresa, hasta el punto de ser capaces
de conversar racionalmente, llegamos ambos a la conclusión de que las murallas de la fisura
por la que nos habíamos aventurado se habían derrumbado desde lo alto, por alguna convulsión
de la naturaleza o probablemente por su propio peso, y de que, por tanto, estábamos perdidos
para siempre, pues habíamos quedado enterrados vivos. Durante un buen rato nos entregamos
desmayadamente a la angustia y la desesperación más intensas, como no pueden imaginar quienes
no se hayan encontrado nunca en una situación semejante. Creo firmemente que ninguno de los
incidentes que pueden ocurrir en el curso de la existencia humana es tan propicio para inspirar
el sumo dolor físico y mental como este caso nuestro, de verse enterrado en vida. La negrura de
las tinieblas que envuelven a la víctima, la terrorífica opresión de los pulmones, las sofocantes
emanaciones de la tierra húmeda se unen a la aterradora consideración de que nos hallábamos más
allá de los remotos confines de la esperanza, y de que compartimos así la región de los muertos,
causando al corazón humano tal grado de espanto y terror, que resulta intolerable como jamás
podrá concebirse.
Por fin, Peters propuso que intentáramos conocer exactamente el alcance de nuestra desgracia,
arañando alrededor de nuestra prisión, pues observó que no era imposible que hallásemos alguna
abertura por donde escapar. Me acogí ansiosamente a esta esperanza y, reuniendo mis energías,
intenté abrirme camino entre la tierra desprendida. Apenas había avanzado un paso cuando un
rayo de luz se hizo bastante perceptible, hasta convencerme de que, en todo caso, no pereceríamos
inmediatamente por falta de aire. Nos sentimos un poco reanimados y procuramos alentarnos
mutuamente con la esperanza en lo mejor. Después de trepar sobre un montón de escombros que
impedía nuestro paso en dirección a la luz, encontramos menos dificultad para avanzar y también
experimentamos cierto alivio a la excesiva opresión que atormentaba nuestros pulmones. Luego
pudimos echar una ojeada a los objetos que nos rodeaban, y descubrimos que estábamos cerca
del borde de la parte recta de la fisura, allí donde torcía hacia la izquierda. Unos esfuerzos más y
llegaríamos al recodo, en el que, con alegría indecible por nuestra parte, aparecía una larga rendija
o grieta que se extendía a una gran distancia, por lo general, en un ángulo de unos cuarenta y cinco
grados, aunque a veces fuera más escarpado. No podíamos ver a través de toda la extensión de esta
abertura; pero penetraba allí luz suficiente para que no tuviésemos la menor duda de encontrar en
lo alto de aquélla (si es que podíamos llegar por algún medio hasta allí) una salida al aire libre.
Me di cuenta entonces de que éramos tres los que habíamos entrado en la fisura desde la garganta
principal, y de que nuestro compañero, Allen, continuaba perdido aún; decidimos volver enseguida
sobre nuestros pasos para buscarle. Después de una larga búsqueda, con el gran peligro de que se
desplomase la tierra sobre nosotros, Peters me gritó al fin que había cogido uno de los pies de nuestro
compañero, y que todo su cuerpo estaba profundamente sepultado debajo de los escombros, sin
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posibilidad de extraerlo. Pronto comprobé que era bien cierto lo que decía y que, por consiguiente,
su vida se había extinguido hacía largo rato. Con el corazón afligido abandonamos, pues, el cuerpo
a su destino y de nuevo nos abrimos paso hacía el recodo.
La anchura de la rendija apenas era suficiente para permitirnos pasar y, después de uno o dos
esfuerzos infructuosos para subir, empezamos una vez más a desesperar. Ya he dicho que la cadena
de colinas entre las cuales corría la garganta principal estaba formada por una especie de roca
blanda parecida a la esteatita. Los lados de la resquebrajadura por la que intentábamos trepar ahora
eran de la misma materia, y tan escurridizos, por estar húmedos, que apenas podíamos afirmar
nuestros pies incluso sobre las partes menos escabrosas; en algunos sitios, donde el ascenso era
casi perpendicular la dificultad se agravaba mucho, naturalmente, y a veces creíamos realmente
que eran insuperables. Sin embargo, sacamos fuerzas de flaqueza, y a fuerza de tallar escalones en
la piedra blanda con nuestros cuchillos de monte, y colgándonos, con riesgo de nuestras vidas, de
unas pequeñas prominencias formadas por una especie de roca pizarrosa más dura, que sobresalían
acá y allá de la masa general, logramos llegar por fin a una plataforma natural, desde la cual se
divisaba un retazo de cielo azul, al fondo de una sima densamente poblada de árboles. Mirando
entonces hacia atrás, con algo más de sosiego, a lo largo del paso por el que habíamos caminado,
vimos claramente, por el aspecto de sus laderas, que era de formación reciente, y de ello dedujimos
que la conmoción, de cualquier naturaleza que fuese, que nos había sepultado tan inopinadamente,
había abierto también, al mismo tiempo, esta senda de salvación. Hallándonos completamente
exhaustos por el esfuerzo y, en realidad, tan débiles que apenas podíamos mantenernos en pie o
articular palabra, Peters propuso entonces que intentásemos pedir socorro a nuestros compañeros
disparando las pistolas que seguían aún en nuestros cintos, pues los fusiles, así como los
machetes, los habíamos perdido entre la tierra desprendida que cayó al fondo del precipicio.
Los acontecimientos posteriores probaron que, de haber disparado, nos hubiéramos arrepentido
amargamente de ello; pero afortunadamente surgió en mi mente una medio sospecha de la infame
jugada, y nos abstuvimos de dar a conocer a los salvajes el sitio donde nos hallábamos.
Después de descansar durante casi una hora, nos deslizamos lentamente hacia la parte alta del
barranco, y no habíamos caminado mucho, cuando oímos una serie de aullidos tremendos. Al fin,
alcanzamos lo que podría llamarse la superficie del terreno, pues nuestra senda hasta entonces,
desde que dejamos la plataforma, corría por debajo de una bóveda de altas rocas y follaje, a gran
distancia de nuestras cabezas. Con gran cautela nos arrastramos hasta una estrecha abertura, a
través de la cual divisábamos un amplio paraje de la comarca circundante, y todo el espantoso
misterio de aquella conmoción se nos reveló de pronto en un instante y a una sola ojeada.
El lugar desde donde mirábamos no estaba lejos de la cumbre del pico más alto de la cordillera
de colinas de esteatita. La garganta en que había entrado nuestro destacamento de treinta y dos
hombres se internaba unos quince metros a nuestra izquierda. Pero, en una extensión de unos cien
metros, la cañada o lecho de aquella garganta estaba completamente llena de las ruinas caóticas
de más de un millón de toneladas de tierra y piedra que habían sido volcadas en ella de un modo
artificial. El medio por el que aquella vasta masa había sido precipitada era tan sencillo como
evidente, pues quedaban aún claras huellas de aquella obra asesina. En varios sitios a lo largo de
la cima de la ladera este de la garganta (estábamos en aquel momento en la ladera oeste) podían
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verse estacas de madera clavadas en el suelo. En estos sitios la tierra no había cedido; pero, a lo
largo de toda la extensión de la superficie del precipicio desde el que la masa había caído, era
evidente, por las señales dejadas en el suelo, parecidas a las que hace la perforación del barrenero,
que unas estacas semejantes a las que estábamos viendo habían sido clavadas, a no más de un
metro de distancia unas de otras, en una longitud de tal vez cien metros, y alineadas a unos tres
metros más allá del borde del desfiladero. Fuertes sarmientos de vid estaban adheridos aún a las
estacas subsistentes en la colina. Y era evidente que semejantes ligamentos habían sido adheridos
a cada una de las otras estacas. He hablado ya de la singular estratificación de estas colinas de
esteatita, y la descripción que acabo de dar de la estrecha y profunda fisura a través de la cual nos
libramos de ser enterrados vivos proporcionará una idea más completa de su naturaleza. Esta era
tal que, cualquier convulsión natural podía, sin duda, dividirlo en capas perpendiculares o líneas de
división paralelas entre sí. Un esfuerzo moderado podía servir también para con seguir el mismo
resultado. Los salvajes se habían servido de esta estratificación para realizar sus fines traidores. No
hay duda alguna, por la línea continua de estacas, de que había tenido lugar una ruptura parcial del
suelo, probablemente a una profundidad de treinta o sesenta centímetros, y que un salvaje tirando
desde el extremo de cada uno de estos ligamentos (ligamentos que estaban adheridos a la punta de
las estacas y que se extendían detrás del borde del barranco), se conseguía una enorme potencia de
palanca capaz de lanzar, a una señal dada, toda la ladera de la colina al fondo del abismo. El destino
de nuestros pobres compañeros ya no era cuestión de incertidumbre. Sólo nosotros nos habíamos
librado de la tempestad de aquella destrucción aniquiladora. Éramos los únicos hombres blancos
con vida en la isla.
Capítulo XXII
Nuestra situación, tal como se nos presentó entonces, apenas era menos aterradora que cuando
creímos estar enterrados para siempre. No veíamos ante nosotros más perspectivas que la de ser
inmolados por los salvajes, o la de arrastrar una existencia miserable de cautividad entre ellos.
Ciertamente, podíamos ocultarnos por un tiempo a su observación entre la fragosidad de los montes
o, como último recurso, en el barranco de donde acabábamos de salir; pero moriríamos de frío y
de hambre durante el largo invierno polar, o seríamos descubiertos últimamente al esforzarnos por
llegar hasta los indígenas.
La comarca entera parecía hormiguear de salvajes, cuyas multitudes, que percibíamos ahora,
habían llegado desde las islas hasta la parte sur en balsas nuevas, sin duda con el propósito de
prestar su ayuda en la captura y saqueo de la Jane. El barco permanecía aún tranquilamente
anclado en la bahía, pues los de a bordo no parecían darse cuenta en absoluto de que les amenazase
ningún peligro. ¡Cómo ansiábamos en aquel momento estar con ellos, para llevar a cabo su fuga,
o para morir con ellos al intentar defenderlos! No veíamos ninguna posibilidad de advertirles del
peligro sin provocar nuestra muerte inmediata, sin tener siquiera la remota esperanza de hacerles
un beneficio. Un disparo de pistola habría bastado para informarles que había ocurrido algo malo;
pero este aviso podía no hacerles comprender que su única perspectiva de salvación consistía en
levar anclas enseguida, ni decirles que ningún principio de honor les obligaba ahora a quedarse,
puesto que sus compañeros ya no se contaban entre los vivos. Aunque oyesen la descarga, no
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por eso iban a encontrarse mejor preparados para enfrentarse con el enemigo, que estaba ahora
dispuesto al ataque, mucho más de lo que lo habían estado. Por eso, ningún bien, y sí un daño
infinito, podía resultar de nuestro disparo, y, tras madura reflexión, nos abstuvimos de hacerlo.
Nuestra idea inmediata fue intentar precipitarnos hacia el barco, apoderarnos de una de las cuatro
canoas que estaban a la entrada de la bahía, y abrirnos paso a la fuerza hasta la goleta. Pero
la absoluta imposibilidad de conseguirlo mediante esta tarea desesperada se nos hizo evidente
enseguida. La comarca, como he dicho antes, hormigueaba literalmente de nativos, acechando
entre los arbustos y escondrijos de las colinas de modo que no fuesen vistos desde la goleta.
Especialmente en nuestras más próximas cercanías, y cerrando la única senda por la que podíamos
esperar alcanzar la orilla en su punto adecuado, estaba apostada toda la banda de los guerreros
de pieles negras, con Too-wit a su cabeza, y al parecer esperando tan sólo algún refuerzo para
emprender el abordaje de la Jane. También las canoas que se hallaban a la entrada de la bahía
estaban tripuladas por salvajes, desarmados, es cierto, pero teniéndolas, sin duda, al alcance de
la mano. Por tanto, nos vimos obligados, a pesar de nuestro buen deseo, a quedarnos en nuestro
escondrijo, como simples espectadores del conflicto que pronto se entabló.
Al cabo de una media hora vimos sesenta o setenta balsas, o barcas planas, con batangas, llenas
de salvajes que doblaban la punta sur de la bahía. No parecían tener más armas que unas mazas
cortas y piedras amontonadas en el fondo de las balsas. Acto seguido, otro destacamento, aún
más numeroso, apareció en dirección opuesta y con armas similares. También las cuatro canoas
se llenaron rápidamente de nativos, que salían de entre los arbustos, a la entrada de la bahía,
avanzando con celeridad, para unirse a los otros grupos. Así, en menos tiempo del que he tardado en
decirlo, y como por arte de magia, la Jane se vio cercada por una inmensa multitud de malhechores
evidentemente resueltos a apresarla a toda costa.
Que lo conseguirían, era cosa que no podíamos dudar ni por un instante. Los seis hombres que
habíamos dejado en el barco, aunque luchasen resueltamente en su defensa, eran en conjunto
pocos para el manejo adecuado de los cañones o para sostener un combate en tales circunstancias
de desigualdad. Difícilmente podía imaginar que opondrían resistencia alguna; pero en esto me
equivocaba, pues vi enseguida que recogían el cable, y presentando el costado de estribor, de modo
que la andanada cayese sobre las canoas, que estaban entonces a tiro de pistola, pues las balsas
estaban como a un cuarto de milla a sotavento. Debido a alguna causa desconocida, pero muy
probablemente a la agitación de nuestros pobres amigos al verse en situación tan desesperada, la
descarga faltó por completo. Ni una canoa fue alcanzada ni un solo salvaje herido, pues al quedarse
el disparo corto hicieron fuego de rebote sobre sus cabezas. El único efecto que produjo en ellos
fue de asombro ante el humo y la inesperada detonación, asombro tan excesivo, que por unos
momentos llegué a pensar que iban a abandonar de lleno su propósito y volverse a la orilla. Y es lo
más probable que lo hubieran hecho, si nuestros hombres hubiesen sostenido la andanada con una
descarga de fusilería. Pues así, como las canoas estaban próximas a ellos, no hubieran dejado de
causar alguna baja, suficiente al menos, para impedir que aquella banda avanzase más, hasta que
ellos hubiesen largado otra andanada sobre las balsas. Pero, en lugar de esto, dejaron a los hombres
de las canoas que se recobrasen de su pánico y, mirando a su alrededor, pudieron ver que no habían
sufrido daño alguno, mientras ellos corrían a babor para prepararse contra las balsas.
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La descarga de babor produjo el más terrible efecto. La metralla y la doble carga de los cañones de
gran calibre partieron por la mitad siete u ocho balsas, matando quizá a treinta o cuarenta salvajes
en el acto, mientras un centenar, por lo menos, era precipitado al agua, casi todos mortalmente
heridos. Los restantes, despavoridos por completo, iniciaron enseguida una retirada precipitada,
sin esperar siquiera a recoger a sus compañeros mutilados, que nadaban en todas direcciones,
lanzando gritos y aullidos de socorro. Sin embargo, este gran triunfo llegó demasiado tarde para
salvar a nuestros fieles compañeros. La banda de las canoas estaba ya a bordo de la goleta en
número de más de ciento cincuenta hombres, la mayoría de los cuales habían logrado trepar por
las cadenas y por las redes de abordaje, incluso antes de que las mechas hubieran sido aplicadas
a los cañones de babor. Nada podía resistir su rabia brutal. Nuestros hombres fueron derribados
enseguida, aplastados, pisoteados y hechos pedazos en un instante.
Al ver esto, los salvajes de las balsas se repusieron de su espanto y acudieron en manada al saqueo.
En cinco minutos la Jane fue escenario lamentable de una devastación y saqueo tumultuoso. Los
puentes fueron cortados y hundidos: el cordaje, las velas y todas las cosas movibles sobre cubierta,
demolidos como por arte de magia. Mientras, a fuerza de empujarla por la popa, arrastrándola con
las canoas y remolcándola por los lados, pues nadaban a miles alrededor del barco, los miserables
consiguieron al cabo hacerla encallar en la orilla (pues la amarra había sido soltada), y la entregaron
a los buenos oficios de Too-wit, quien, durante todo el combate, había permanecido como un
experto general en su puesto de seguridad y observación sobre las colinas; pero ahora que la
victoria había sido lograda, condescendió a unirse con sus guerreros de la piel negra y participar
en el saqueo.
El descenso de Too-wit nos permitió abandonar nuestro escondite y hacer un reconocimiento por
la colina en las cercanías del barranco. A unos cincuenta metros de la boca de éste vimos un
pequeño manantial, en el que apagamos la sed ardiente que nos consumía. No lejos del manantial
descubrimos varios avellanos de los que ya he hablado. Probando sus frutos, los encontramos
agradables y de un sabor muy parecido al de la avellana común inglesa, llenamos nuestros
sombreros inmediatamente, las depositamos en el barranco y volvimos por más. Mientras nos
ocupábamos en recogerlas aprisa, nos alarmó un movimiento que advertimos en los arbustos,
y cuando estábamos a punto de escabullirnos hacia nuestro escondite, una gran ave negra de la
especie de las garzas reales se elevó lenta y pesadamente por encima de los matorrales. Me sentí
tan sobrecogido, que no sabía qué hacer; pero Peters tuvo la suficiente presencia de ánimo para
lanzarse sobre ella antes de que pudiera escapar, cogiéndola por el cuello. Sus forcejeos y chillidos
eran tremendos, y pensábamos ya soltarlo, por miedo a que el ruido alarmase a alguno de los
salvajes que podían estar emboscados en las cercanías. Pero un certero golpe dado con un cuchillo
de monte lo derribé al fin al suelo, y lo arrastramos al barranco, felicitándonos de que, en todo caso,
habíamos conseguido una provisión de alimento que nos duraría para una semana.
Salimos de nuevo para observar a nuestro alrededor y nos aventuramos a una distancia considerable
por la ladera sur de la colina, pero no encontramos nada más que pudiera servirnos de alimento.
Por tanto, recogimos una buena cantidad de madera seca y regresamos, viendo una o dos partidas
de nativos encaminándose hacia la aldea, cargados con el botín del barco, y que, nos temíamos,
podían descubrirnos al pasar por la falda de la colina.
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Nuestra inmediata preocupación fue hacer nuestro escondite lo más seguro posible, y con este
objeto colocamos algunas matas sobre la abertura de que he hablado antes, aquella por la que
habíamos visto un retazo de cielo azul, cuando al remontar la sima llegamos a la plataforma. No
dejamos más que un pequeño agujero lo bastante ancho para que pudiésemos ver la bahía, sin el
riesgo de ser descubiertos desde abajo. Una vez hecho esto, nos felicitamos de la seguridad de
nuestra posición, pues ahora estaríamos completamente libres de ser observados, durante tanto
tiempo como quisiéramos permanecer en el barranco, sin aventurarnos a subir a la colina. No
vimos ningún rastro de que los salvajes hubiesen estado nunca dentro de aquel agujero; pero
cuando reflexionamos en la probabilidad de que la fisura a través de la cual habíamos llegado
allí se había formado recientemente por el derrumbamiento del acantilado opuesto, y en que no
podía descubrirse ningún otro camino para llegar a ella, nos sentimos menos regocijados ante la
idea de estar seguros que aterrados porque no nos habían dejado en absoluto medio alguno para
el descenso. Decidimos explorar la cumbre de toda la colina cuando se nos presentase una buena
oportunidad. Entre tanto, vigilábamos los movimientos de los salvajes.
Habían ya devastado por completo el barco y se disponían ahora a prenderle fuego. A los pocos
momentos vimos la humareda ascender en enormes nubes desde la escotilla principal, y, poco
después, una densa masa de llamas brotó del castillo de proa. El aparejo, los mástiles y lo que
quedaba de las velas ardió inmediatamente, y el fuego se propagó, rápido, a lo largo de los puentes.
Todavía permanecía en sus puestos alrededor del barco una gran multitud de salvajes, golpeando
con grandes piedras, hachas y balas de cañón en los pernos y en las forjas de hierro y cobre. En
la playa, a bordo de las canoas y balsas, había, en la inmediata vecindad de la goleta, no menos
de diez mil nativos, además de las bandas que, cargadas con su botín, se encaminaban hacia el
interior o hacia las islas vecinas. Preveíamos entonces una catástrofe, y no estábamos equivocados.
Primero vino una repentina sacudida (que sentimos tan bien como si hubiésemos sufrido una ligera
descarga eléctrica), pero que no fue seguida por ningún signo visible de explosión. Los salvajes
se quedaron evidentemente sobrecogidos, e interrumpieron por un instante su tarea y sus aullidos.
Estaban a punto de reanudarla, cuando súbitamente una masa de humo surgió de los puentes,
parecida a una negra y pesada nube de tormenta, y luego, como si saliese de sus entrañas, se elevó
una larga columna de llama viva, hasta una altura, aparentemente, de un cuarto de milla; después,
hubo una súbita expansión circular de la llama; luego, toda la atmósfera quedó mágicamente
henchida, en un solo instante, de un siniestro caos de madera, metal y miembros humanos; y, por
último, vino la conmoción en toda su furia, que nos derribó impetuosamente, mientras los ecos en
las colinas multiplicaban el tumulto, y una densa lluvia de menudos fragmentos de los restos caía
con profusión por todas partes alrededor nuestro.
El estrago entre los salvajes superó a nuestros mayores deseos, y cosecharon, en verdad, los frutos
maduros y perfectos de su traición. Tal vez perecieron por la explosión un millar de hombres,
mientras que por lo menos un número igual quedaron mutilados de mala forma. Toda la superficie
de la bahía estaba literalmente cubierta de aquellos miserables, luchando y ahogándose, mientras
en la orilla el caso era aún peor. Parecían aterrados hasta más no poder por lo repentino y total de
su desconcierto, y no hacían esfuerzo alguno para socorrerse mutuamente. Al fin, observamos un
cambio total en su comportamiento. De un estupor absoluto, parecieron pasar de pronto al grado
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más alto de excitación, y se lanzaron enloquecidamente, corriendo de acá para allá, a un cierto
lugar de la bahía, con las más extrañas expresiones de horror, de rabia y de intensa curiosidad
pintadas en sus rostros, y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!
Enseguida vimos un nutrido grupo retirarse hacia las colinas, de donde tornaron al poco rato con
estacas de madera. Las llevaron al sitio donde la multitud estaba más apiñada, y que entonces
se separó como para revelarnos el objeto de toda aquella excitación. Percibimos algo blanco en
el suelo, pero no pudimos saber inmediatamente lo que era. Al fin, vimos que se trataba de la
osamenta del extraño animal de dientes y garras de color escarlata que la goleta había recogido del
mar el día 18 de enero. El Capitán Guy había hecho conservar el cuerpo con la intención de disecar
la piel y llevarlo a Inglaterra. Recuerdo que me había dado algunas instrucciones acerca de ello,
precisamente antes de nuestro arribo a la isla, y que lo habíamos llevado a la cámara y metido en
una de las alacenas. Había sido despedido hasta la orilla por la explosión; pero por qué causaba tal
inquietud entre los salvajes, era algo que iba más allá de lo que nosotros podíamos comprender.
Aunque se apiñasen alrededor de la osamenta, a poca distancia, ninguno parecía desear acercarse
del todo. Pronto los hombres de las estacas las clavaron en círculo alrededor del esqueleto, y tan
pronto como completaron esta disposición, toda la inmensa multitud se precipitó hacia el interior
de la isla, lanzando aquellos fuertes gritos de ¡Tekeli-li! ¡Tekehi-li!
Capítulo XXIII
Durante los seis o siete días siguientes permanecimos en nuestro escondite de la colina, saliendo sólo
algunas veces y con muchas precauciones5 en busca de agua y de avellanas. Habíamos hecho una
especie de cobertizo sobre la plataforma, disponiéndolo con un lecho de hojas secas, y colocando
en el tres grandes piedras llanas, que nos servían de chimenea y de mesa. Encendimos fuego sin
dificultad cortando dos trozos de madera seca, uno blando y otro duro. El ave que habíamos cogido
en tan buen momento nos proporcionó una excelente comida, aunque su carne era algo correosa.
No se trataba de un ave oceánica, sino de una especie de garza real, de un plumaje negro azabache
y pardusco, y alas diminutas en proporción a su tamaño. Después vimos tres de la misma especie
en las proximidades del barranco, que parecían buscar a la que habíamos capturado; pero, como no
llegaron a posarse, no tuvimos ocasión de cazarlas.
Mientras nos duró la carne de esta ave, no sufrimos nada por nuestra situación; pero cuando la
consumimos por completo se nos hizo completamente necesario salir en busca de alimento. Las
avellanas no satisfacían las angustias del hambre, y, además, nos causaban unos- fuertes cólicos y,
si las tomábamos en abundancia, violentos dolores de cabeza. Habíamos visto a algunas grandes
tortugas cerca de la orilla, al este de la colina, y observamos que podíamos cogerlas fácilmente si
lográbamos llegar allí sin ser descubiertos por los nativos. Decidimos, pues, intentar una salida.
Comenzamos por descender a lo largo de la ladera sur, que parecía presentar menos dificultades;
pero no habíamos avanzado cien metros cuando nuestra marcha (como habíamos previsto por lo
observado desde la cumbre de la colina) se halló interrumpida de lleno por un ramal de la garganta
en la que habían perecido nuestros compañeros. Pasamos a lo largo del borde de esta garganta por
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espacio de un cuarto de milla, cuando fuimos detenidos de nuevo por un precipicio de inmensa
profundidad; y como nos era imposible abrirnos paso a lo largo de su margen, nos vimos obligados
a volver sobre nuestros pasos por el barranco principal.
Nos dirigimos luego hacia el lado este, pero con una suerte parecida. Después de gatear durante una
hora, con riesgo de rompernos la crisma, descubrimos que habíamos descendido simplemente a
una vasta sima de granito negro, cuyo fondo estaba cubierto de fino polvo, y desde la cual no había
más salida que la senda escarpada por donde habíamos bajado. Remontamos de nuevo esta senda,
dirigiéndonos al borde septentrional del monte. Allí tuvimos que emplear las mayores precauciones
posibles en nuestras maniobras, pues la menor imprudencia podía exponernos de lleno a la vista de
los salvajes del pueblo. Por tanto, nos arrastramos sobre nuestras manos y rodillas, y a veces nos
veíamos obligados a echarnos de bruces arrastrando nuestro cuerpo y agarrándonos a los arbustos.
Con todos estos cuidados no habíamos avanzado sino un corto trecho, cuando llegamos a un abismo
más profundo aún que los que habíamos encontrado hasta entonces, y que conducía directamente
a la garganta principal. Vimos así plenamente confirmados nuestros temores, y nos hallábamos
completamente aislados y sin acceso a la comarca de abajo. Casi extenuados por nuestro esfuerzo,
retrocedimos lo mejor que pudimos hasta la plataforma, y arrojándonos sobre el lecho de hojas,
nos dormimos apacible y profundamente durante unas horas.
Después de esta búsqueda infructuosa, nos ocupamos durante varios días de explorar por todas
partes la cumbre de la colina, con el fin de informarnos de cuáles eran sus recursos reales.
Descubrimos que no nos proporcionaría alimento alguno, a excepción de las nocivas avellanas y
una especie de coclearia agria, que crecía en una pequeña parcela de unas cuatro varas cuadradas, y
que pronto hubiéramos agotado. El 15 de febrero, por lo que puedo recordar, no quedaba ya ni una
hoja, y las avellanas empezaban a escasear; por eso, nuestra situación no podía ser más deplorable.
El día 16 volvimos a recorrer los muros de nuestra prisión, con la esperanza de hallar alguna salida
de escape; pero fue en vano. Bajamos también al socavón en el que habíamos sido sepultados,
con la débil esperanza de descubrir, a través de este paso, alguna abertura que diese a la garganta
principal. También aquí nos vimos defraudados, aunque encontramos y recogimos un fusil.
El día 17 salimos resueltos a examinar con más minuciosidad el abismo de granito negro por el que
habíamos caminado en nuestra primera búsqueda. Recordamos que una de las fisuras que había en
las paredes de este pozo sólo había sido examinada parcialmente, y nos sentimos impacientes por
explorarla, aunque no tuviéramos esperanza de descubrir ninguna salida.
No encontramos muchas dificultades para llegar al fondo del pozo, como ya habíamos hecho antes,
y estábamos lo suficientemente serenos para reconocerlo con toda la atención posible. En realidad,
era uno de los sitios más singulares que imaginar se pueda, y nos era difícil convencernos de que
se trataba puramente de una obra de la naturaleza.
El abismo tenía, desde el extremo oriental al occidental, unos quinientos metros de longitud,
siguiendo todos sus recodos. La distancia de este a oeste, en línea recta, no sería más de unos
cuarenta a cincuenta metros (por lo que pude calcular, pues no tenía instrumentos exactos de
medición). Al principio de nuestro descenso, es decir, hasta unos treinta metros a partir de la cumbre
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de la colina, las paredes del abismo tenían poca semejanza entre sí, y no parecían haber estado
unidas nunca, siendo una de las superficies de esteatita, y la otra de marga granulada con no sé qué
materia metálica. La anchura media, o de espacio entre los dos acantilados, era probablemente de
unos veinte metros, pero no parecía haber allí ninguna regularidad en su formación. Sin embargo,
más abajo, pasado el límite de que he hablado, el intervalo se contraía rápidamente, y los lados
comenzaban a ser paralelos, aunque todavía en cierto intervalo volvían a ser diferentes en su
materia y en la forma de su superficie. Al llegar a unos quince metros del fondo, comenzaba
una regularidad perfecta. Los lados eran ahora completamente uniformes en su sustancia, color
y dirección lateral, ya que la materia era un granito muy negro y brillante y la distancia entre las
dos caras en todos sus puntos era exactamente de veinte metros. La forma precisa del abismo se
comprenderá mejor por medio de un dibujo tomado sobre el terreno, pues afortunadamente llevaba
yo un cuaderno de bolsillo y un lápiz, que he conservado con gran cuidado a través de la larga serie
de aventuras subsiguientes, y a los cuales debo notas sobre muchos asuntos que, de otra manera,
se hubieran borrado de mi memoria.
Esta figura (ver figura 1) indica el contorno general de la sima, sin las cavidades menores de
los lados, que eran varias, pues cada una de ellas correspondía a una protuberancia opuesta. El
fondo del abismo estaba cubierto, hasta una profundidad de tres o cuatro pulgadas, de un polvo
casi impalpable, debajo del cual encontramos una prolongación del granito negro. A la derecha,
en la extremidad inferior, se observará la indicación de una pequeña abertura; es la fisura a que
he aludido más arriba, y cuyo examen, más minucioso que antes, constituía el objeto de nuestra
segunda visita. Nos lanzamos, pues, por ella con energía, cortando un montón de zarzas que
obstruían nuestro paso, y apartando un cúmulo de piedras agudas, algo parecidas en su forma a
las puntas de flecha. No obstante, nos sentimos animados a perseverar, al percibir una ligera luz
que provenía de la última extremidad. Nos abrimos camino, por fin, arrastrándonos durante un
espacio de unos diez metros, y vimos que la abertura era una bóveda baja y de forma irregular,
cuyo fondo era del mismo polvo impalpable que el del abismo principal. Una luz fuerte nos inundó
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entonces, y torciendo por un corto recodo, nos encontramos en otra cámara elevada, parecida en
todos los aspectos, menos en su forma longitudinal, a la que acabábamos de dejar. Doy aquí su
forma general. (Ver figura 2.)
La longitud total de esta sima, comenzando en la abertura a y dando la vuelta por la curva b hasta
el extremo d, es de unos quinientos cincuenta metros. En c descubrimos una pequeña abertura
semejante a aquella por la que habíamos salido del otro abismo, y ésta se hallaba obstruida de la
misma manera con zarzas y un montón de piedras blancas como puntas de flecha. Nos abrimos
camino a través de ella, viendo que tenía unos doce metros de largo, y que daba a una tercera sima.
Ésta era exactamente como la primera, excepto en su forma longitudinal, que era de este modo.
(Ver figura 3.)
La longitud total de la tercera sima era de unos trescientos metros. En el punto a había una abertura
de unos dos metros de ancho que penetraba más de cuatro metros en la roca, donde terminaba en
una capa de marga, no habiendo ningún otro abismo más allá, como esperábamos. Estábamos a
punto de abandonar esta fisura, en la que entraba muy poca luz, cuando Peters llamó mi atención
para indicarme una hilera de dentellones de singular aspecto en la superficie de la marga que
formaba la terminación del cul-de-sac. Con un poco de imaginación, la entalladura de la izquierda,
es decir, la que se hallaba más al norte de aquellos dentellones, podía tomarse por una deliberada,
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aunque tosca, representación de una figura humana en posición erecta, con un brazo extendido.
Los restantes tenían también alguna pequeña semejanza con los caracteres alfabéticos, y Peters
estaba deseando, a todo trance, aceptar tan gratuita opinión. Le convencí de su error finalmente,
dirigiendo su atención hacia el suelo de la fisura, donde, entre el polvo, recogimos, trozo por
trozo, varios gruesos fragmentos de marga, que evidentemente habían saltado fuera por alguna
convulsión de la superficie de la margen donde se veían las entalladuras. Esto probaba que aquello
era obra de la naturaleza. La figura 4 muestra una copia exacta del conjunto.
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Sobre el reborde en que estábamos situados crecían algunos avellanos, y a uno de ellos atamos
nuestra cuerda de pañuelos. Sujetando la otra punta alrededor de la cintura de Peters, le fui bajando
desde el borde del precipicio hasta que los pañuelos estuvieron tirantes. Entonces se puso a cavar
un hoyo profundo en la esteatita (como de unas ocho o diez pulgadas), horadando la roca por la
parte de arriba, a unos treinta centímetros de altura, poco más o menos, de modo que le permitiese
fijar, con la culata de la pistola, una clavija bastante fuerte. Entonces lo alcé unos cuatro metros
más arriba, e hizo un agujero similar al de abajo, clavando en él otra clavija como antes, y teniendo
así un punto de apoyo para sus pies y sus manos. Desaté los pañuelos del arbusto, arrojándole la
punta, que él ató a la clavija del agujero superior, dejándose después deslizar suavemente a unos
diez metros más abajo que la primera vez, es decir, hasta donde daban de sí los pañuelos. Allí abrió
otro agujero y fijó otra clavija. Se alzó por sí mismo, de modo que quedasen sus pies justamente en
el agujero que acababa de abrir, metiendo con sus manos la clavija en el de más arriba. Ahora era
necesario desatar los pañuelos de la clavija superior, con el fin de atarlos a la segunda; y aquí se dio
cuenta de que había cometido un error al abrir los agujeros a tanta distancia. Sin embargo, después
de una o dos tentativas arriesgadas e infructuosas para llegar al nudo (teniendo que sujetarse con
la mano izquierda, mientras con la derecha procuraba desatarlo), cortó al fin la cuerda, dejando un
trozo de seis pulgadas sujeto a la clavija. Atando luego los pañuelos a la segunda clavija, descendió
hasta un trecho por debajo de la tercera, procurando no bajar demasiado. Gracias a este medio
(medio que nunca se me hubiera ocurrido, y que debimos totalmente al ingenio y la intrepidez de
Peters), mi compañero logró al fin, ayudándose a veces con los salientes de la pared, llegar al fondo
del precipicio sin accidente.
Pasó un rato antes de que pudiese reunir el valor suficiente para seguirle; pero al fin me decidí.
Peters se había quitado su camisa antes de bajar, y uniéndola a la mía formé la cuerda necesaria
para la aventura. Después de tirar el fusil que encontramos en el abismo, sujeté aquella cuerda a
los arbustos, y me dejé caer rápidamente, procurando, con el vigor de mis movimientos, dominar
el miedo. Esto me dio bastante buen resultado en los primeros cuatro o cinco escalones; pero
enseguida mi imaginación se sintió terriblemente excitada pensando en la inmensa profundidad a
que tenía que descender aún y en la precaria naturaleza de las clavijas y de los agujeros de esteatita,
que eran mi único soporte. En vano me esforzaba por apartar aquellos pensamientos y por mantener
mis ojos fijos en la lisa superficie del abismo que tenía ante mis ojos. Cuanto más angustiosamente
luchaba por no pensar, más intensamente vivas se tornaban mis ideas, y más terriblemente claras.
Al fin, llegó la crisis de la imaginación, tan espantosa en semejantes casos, esa crisis en la que
comenzamos a sentir por anticipado lo que sentiremos cuando nos caigamos, imaginándonos la
indisposición, el vértigo, la lucha postrera, el semidesmayo y la amargura final de la caída y el
despeñamiento. Y comprendí entonces que aquellas imaginaciones creaban sus propias realidades
y que todos los horrores imaginados se volcaban sobre mí en realidad. Sentí que mis rodillas
se entrechocaban con violencia, mientras mis dedos soltaban gradual pero inevitablemente su
presa. Me zumbaban los oídos y me dije: “¡Es el clamor de la muerte!” Y me consumía un deseo
irresistible de mirar hacia abajo. No podía, no quería limitar mis miradas al abismo, y con una
ardiente e indefinida emoción, mitad de horror y mitad de angustia aliviada, dirigía mi vista lacia
el abismo. Por el momento mis dedos se agarraron convulsivamente a su presa, mientras, con el
movimiento, la idea cada vez más débil de una última y posible liberación vagó, como una sombra,
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por mi mente, y un instante después mi alma entera se sintió invadida por el ansia de caer; era un
deseo, un anhelo, una pasión completamente irrefrenables. De pronto solté la estaca y, girando el
cuerpo a medias sobre el precipicio, permanecí un segundo vacilante contra su desnuda superficie.
Pero entonces se produjo una convulsión en mi cerebro; una voz de sonido penetrante y fantasmal
resonó en mis oídos; una figura negruzca, diabólica y nebulosa se alzó inmediatamente a mis pies;
y, suspirando, sentí estallar mi corazón y me desplomé en sus brazos.
Me había desmayado, y Peters me cogió cuando caía. Había observado mis movimientos desde su
sitio, en el fondo del abismo; y dándose cuenta de mi peligro inminente, había intentado inspirarme
valor por todos los medios que se le podían ocurrir; aunque la confusión de mi mente era tan
grande, que me impidió oír lo que me dijo ni enterarme en absoluto de lo que me hablaba. Por fin,
viéndome vacilar, se apresuró a subir en mi auxilio, y llegó en el momento preciso para salvarme.
Si hubiese caído con todo mi peso, la cuerda de lino se habría roto indefectiblemente, y me hubiera
precipitado en el abismo; cuando sucedía esto, Peters se las ingenió para sostenerme con cuidado
de modo que permanecí suspendido sin peligro hasta que me reanimé, cosa que sucedió al cabo
de quince minutos. Al recobrar el conocimiento, mi temblor había desaparecido por completo; me
sentí como un nuevo ser y, con una pequeña ayuda de mi compañero, llegué al fondo sano y salvo.
Entonces nos encontramos no lejos del barranco que se había convertido en la tumba de nuestros
amigos, y hacia el sur del sitio donde la colina se había derrumbado. El lugar era muy agreste,
y su aspecto me recordaba las descripciones que hacen los viajeros de las aterradoras regiones
que señalan el emplazamiento de las ruinas de Babilonia. Sin hablar de los escombros del risco
destrozado, que formaban una barrera caótica hacia el norte, la superficie del terreno en todas
las demás direcciones estaba sembrada de enormes túmulos, que parecían las ruinas de algunas
gigantescas construcciones de arte, aunque no se veía nada que pareciese artístico. Abundaban las
escorias, y grandes e informes bloques de granito negro se mezclaban con otros de marga, ambos
granulados de metal. No había ningún vestigio de vegetación en toda la extensión que alcanzaba
la vista. Vimos algunos escorpiones inmensos y varios reptiles que no se encuentran siempre en
las latitudes altas.
Como el alimento era nuestro objetivo inmediato, decidimos encaminarnos hacia la costa, distante
tan sólo media milla, con el propósito de cazar tortugas, algunas de las cuales habíamos observado
desde nuestro escondite en la colina. Habíamos avanzado unos cien metros, deslizándonos
cautelosamente entre las enormes rocas y túmulos, cuando, al doblar un recodo, cinco salvajes se
lanzaron sobre nosotros desde una pequeña caverna, derribando a Peters al suelo de un garrotazo.
Cuando cayó, la partida entera se abalanzó sobre él para asegurar a su víctima, dándome tiempo
para recobrarme de mi asombro. Yo aún tenía el fusil, pero el cañón había quedado tan estropeado
al arrojarlo desde el precipicio, que lo dejé a un lado como inútil, prefiriendo confiar en mis pistolas,
que había conservado cuidadosamente en buen estado. Avancé con ellas hacia mis asaltantes,
disparándolas sucesivamente. Cayeron dos salvajes, y otro, que iba ya a atravesar a Peters con
su lanza, saltó a sus pies sin conseguir llevar a cabo su propósito. Al verse libre mi compañero,
no tuvimos ya mayores dificultades. También él conservaba sus pistolas, pero juzgó prudente no
utilizarlas, confiando en su gran fuerza personal, que superaba a la de todas las personas que he
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conocido en mi vida. Apoderándose de la maza de uno de los salvajes muertos, les rompió la tapa
de los sesos a los tres restantes, matando a cada uno de ellos instantáneamente de un solo mazazo,
y quedamos dueños por completo del campo.
Sucedieron con tal rapidez estos acontecimientos, que apenas podíamos creer en su realidad y
permanecimos en pie ante los cadáveres en una especie de contemplación estúpida, cuando unos
gritos que se oyeron a distancia nos hicieron volver a la realidad. Era evidente que los salvajes
habían sido alarmados por los disparos y que teníamos pocas probabilidades de no ser descubiertos.
Para volver a ganar la sima hubiera sido necesario avanzar en la dirección de los gritos, y aunque
hubiésemos logrado llegar a su base, nunca hubiéramos podido subir sin ser vistos. Nuestra
situación era de las más peligrosas, y vacilábamos en qué dirección comenzar la huida, cuando uno
de los salvajes contra quien yo había disparado, y al que creía muerto, se puso en pie súbitamente
e intentó huir. Pero le atrapamos antes de que hubiese dado unos pasos, y estábamos a punto de
matarlo, cuando Peters sugirió que podíamos obtener algún beneficio obligándole a acompañarnos
en nuestra tentativa de huida. Le arrastramos, pues, con nosotros, haciéndole comprender que
le mataríamos si ofrecía resistencia. A los pocos momentos se hallaba completamente sumiso, y
corrió a nuestro lado mientras avanzábamos entre las rocas, con dirección a la costa.
Las irregularidades del terreno nos habían ocultado hasta entonces el mar, excepto a trechos;
cuando al fin lo vimos claramente, por primera vez, es posible que se hallara a doscientos metros de
distancia. Cuando salimos al descubierto en la bahía vimos con gran espanto una inmensa multitud
de nativos que acudían desde la aldea, y desde todos los lugares visibles de la isla, dirigiéndose
hacia nosotros con gesticulaciones de extremado furor, y aullando como fieras. Estábamos a
punto de darnos la vuelta e intentar ponernos a cubierto entre las fragosidades del accidentado
terreno, cuando descubrí las proas de dos canoas que sobresalían por detrás de una gran roca que se
prolongaba dentro del agua. Corrimos hacia ellas con todas nuestras ganas y, al alcanzarlas, vimos
que estaban desocupadas, sin más carga que tres tortugas de los Galápagos y la acostumbrada
provisión de remos para sesenta remeros. Nos apoderamos sin demora de una de ellas y, obligando
a embarcar a nuestro cautivo, nos lanzamos al mar con todo el poder de nuestras fuerzas.
Pero no nos habíamos alejado cincuenta metros de la orilla cuando recobramos la suficiente calma
para darnos cuenta del gran error que habíamos cometido al dejar la otra canoa en poder de los
salvajes, quienes, en este momento, se hallaban a no más de doble distancia que nosotros de la
playa, y avanzaban rápidamente. No había tiempo que perder. En el mejor de los casos, nuestra
esperanza era desesperada; pero no teníamos otra. Era muy dudoso que, haciendo un esfuerzo
supremo, pudiésemos llegar con la suficiente antelación para apoderamos de la canoa; pero había
una. Si lo conseguíamos, podíamos salvarnos; mientras que, si no lo intentábamos, teníamos que
resignamos a una inevitable carnicería.
Nuestra canoa tenía iguales la proa y la popa, y en lugar de virar, cambiamos simplemente el
movimiento del remo. Tan pronto como los salvajes se dieron cuenta de ello, redoblaron sus aullidos,
así como su velocidad, acercándose con una rapidez inconcebible. Sin embargo, remábamos con
toda la energía de la desesperación, y llegamos al sitio disputado antes de que lo alcanzasen los
nativos. Un solo salvaje había llegado a él. Este hombre pagó cara su mayor agilidad, pues Peters
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le disparó un pistoletazo en la cabeza cuando se acercaba a la orilla. Los más adelantados del resto
de la partida se hallaban probablemente a unos veinte o treinta pasos de distancia cuando nos
apoderamos de la canoa. Nos esforzamos en primer lugar por empujarla hacia dentro del agua,
fuera del alcance de los salvajes: pero, al ver que estaba muy firmemente encallada y que no había
tiempo que perder. Peters, de uno o dos golpes enérgicos con la culata del fusil, logró hacer saltar
una buena porción de la proa y uno de los costados. Entonces la empujamos mar adentro. Mientras
tanto, dos de los nativos se habían asido a nuestra barca, negándose obstinadamente a soltarla,
hasta que nos vimos obligados a despacharlos con nuestros cuchillos. Ahora la situación se había
despejado, y avanzamos rápidos hacia el mar. El grupo principal de los salvajes, al llegar a la canoa
rota, lanzó los gritos más tremendos de rabia y contrariedad que se pueda concebir. En verdad,
por lo que he podido saber de aquellos desdichados, pertenecían a la raza humana más malvada,
hipócrita, vengativa, sanguinaria y completamente diabólica que existe sobre la faz de la tierra.
Es evidente que no hubieran tenido ninguna misericordia con nosotros si hubiésemos caído en sus
manos. Hicieron una loca tentativa para seguirnos en la canoa averiada; pero, al ver que estaba
inservible, exhalaron de nuevo su rabia en espantosas vociferaciones y corrieron de nuevo hacia
sus colinas.
Así, pues, nos habíamos librado del peligro inmediato; pero nuestra situación seguía siendo
bastante sombría. Sabíamos que cuatro canoas de aquella clase habían estado en un momento
determinado en poder de los salvajes, e ignorábamos el hecho (del que posteriormente nos informó
nuestro cautivo) de que dos de éstas habían volado hechas trozos por la explosión de la Jane Guy.
Por consiguiente, calculábamos que, no obstante, seríamos perseguidos tan pronto como nuestros
enemigos diesen la vuelta a la bahía (distante unas tres millas), donde las barcas se hallaban
habitualmente amarradas. Con este temor, empleamos todos nuestros esfuerzos en dejar la isla
atrás, y avanzamos velozmente sobre el agua, obligando al prisionero a coger un remo. Al cabo de
una media hora, cuando probablemente habíamos recorrido cinco o seis millas hacia el sur, vimos
una nutrida flota de balsas o de canoas planas que surgían de la bahía con el evidente propósito de
perseguirnos. Enseguida se volvieron atrás, desesperando de alcanzamos.
Capítulo XXV
Nos encontrábamos ahora en el anchuroso y desolado Océano Antártico, a una latitud que excedía
de los ochenta y cuatro grados, en una frágil canoa y sin más provisiones que las tres tortugas.
Además, el largo invierno polar no podía considerarse lejano, y era imprescindible deliberar sobre
la ruta que debíamos seguir. Teníamos a la vista seis o siete islas, que pertenecían al mismo grupo
y distaban unas de otras cinco o seis leguas; pero no teníamos la menor intención de aventuramos
por ellas Al venir desde el norte en la Jane Guy habíamos ido dejando gradualmente detrás de
nosotros las regiones de los hielos más rigurosos; esto, aunque no se halle de acuerdo con las ideas
generalmente admitidas acerca del Antártico, era un hecho que la experiencia no nos permitía
negar. Por tanto, intentar volver sería una locura, sobre todo en una época tan avanzada de la
estación. Sólo una ruta parecía quedar abierta a la esperanza. Decidimos dirigirnos resueltamente
hacia el sur, donde existía al menos la oportunidad de descubrir tierras, y más de una probabilidad
de dar con un clima más suave.
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Hasta aquí habíamos venido observando el Antártico, igual que el Océano Ártico, libre en particular
de borrascas violentas o de oleaje muy revuelto; pero nuestra canoa era, a lo sumo, de frágil
estructura, aunque grande, y pusimos activamente manos a la obra, para hacerla tan segura como los
limitados medios de que disponíamos nos lo permitían. La quilla de la barca era de simple corteza,
la corteza de un árbol desconocido. Las cuadernas de un mimbre resistente, muy a propósito para
el uso a que se destinaba. De proa a popa teníamos un espacio de unos quince metros, por metro
y medio a dos de anchura, con una profundidad total de metro y medio, diferenciándose así estas
barcas mucho por su forma de las de los demás habitantes de los mares del Sur con quienes tienen
trato las naciones civilizadas. Nunca habíamos creído que fueran obra de los ignorantes isleños
que las poseían, y unos días después de esta época descubrimos, interrogando a nuestro prisionero,
que en realidad habían sido construidas por los nativos de un archipiélago al sudoeste de la región
donde las encontramos, habiendo caído accidentalmente en manos de nuestros bárbaros. Lo que
podíamos hacer por la seguridad de nuestra barca era muy poca cosa, en verdad. Descubrimos
algunas grietas anchas cerca de ambos extremos, y nos las ingeniamos para taparlas con trozos
de nuestras chaquetas de lana. Con ayuda de los remos sobrantes, que había allí en abundancia,
levantamos una especie de armazón en torno a la proa para amortiguar la fuerza de las olas que
podían amenazar con colmarnos por esta parte. Erigimos también dos remos a modo de mástiles,
colocándolos uno frente a otro; uno en cada borda, evitándonos así la necesidad de una yerga.
Atamos a estos mástiles una vela hecha con nuestras camisas, cosa que nos costó algún trabajo,
pues no podíamos pedirle ayuda a nuestro prisionero para nada, aunque nos la había prestado con
buena voluntad para trabajar en todas las demás operaciones. La vista de la tela blanca parecía
impresionarle de una manera singular. No pudimos convencerle para que la tocara o se acercase a
ella, pues se ponía a temblar cuando intentábamos obligarle, gritando: ¡Tekeli-li!
Cuando terminamos nuestros arreglos relativos a la seguridad de la canoa, nos hicimos a la vela
hacia el sudeste por el momento, con la intención de sortear la isla más meridional del archipiélago
que se hallaba a la vista. Después de hacer esto, pusimos proa al sur sin vacilar. El tiempo no
podía considerarse desagradable. Teníamos una brisa suave y constante procedente del norte, un
mar en calma y día continuo. No se veían hielos por parte alguna; ni siquiera habíamos visto un
solo témpano después de franquear el paralelo del islote Bennet. En realidad, la temperatura del
agua era allí demasiado templada para que pudiera existir hielo. Después de matar la más grande
de nuestras tortugas, y obtener de ella no sólo alimento, sino también una buena provisión de
agua, proseguimos nuestra ruta, sin ningún incidente por el momento, durante siete u ocho días
tal vez, durante los cuales avanzamos una gran distancia hacia el sur, porque el viento soplaba
continuamente a nuestro favor, y una corriente muy fuerte nos llevó constantemente en la dirección
que deseábamos.
1º de marzo.- Muchos fenómenos inusitados nos indicaban ahora que estábamos entrando en una
región de maravilla y novedad. Una alta cordillera de leve vapor gris aparecía constantemente en
el horizonte sur, fulgurando a veces con rayos majestuosos, lanzándose de este a oeste, y otros en
dirección contraria, reuniéndose en la cumbre, formando una sola línea. En una palabra, mostrando
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todas las variaciones de la Aurora Boreal. La altura media de aquel vapor, tal como se veía desde
donde estábamos, era de unos veinticinco grados. La temperatura del mar parecía aumentar por
momentos, alterándose perceptiblemente el color del agua.
2 de marzo.- Hoy, gracias a un insistente interrogatorio a nuestro prisionero, nos hemos enterado
de muchos detalles relacionados con la isla de la masacre, con sus habitantes y con sus costumbres;
pero ¿puedo detener ahora al lector con estas cosas? Sólo diré, no obstante, que supimos por él que
el archipiélago comprendía ocho islas; que estaban gobernadas por un rey común, llamado Tsalemon
o Psalemoun, el cual residía en una de las más pequeñas; que las pieles negras que componían la
vestimenta de los guerreros provenían de un animal enorme que se encontraba únicamente en un
valle, cerca de la residencia del rey; que los habitantes del archipiélago no construían más barcas
que aquellas balsas llanas, siendo las cuatro canoas todo cuanto poseían de otra clase, y éstas
las habían obtenido, por mero accidente, en una isla grande situada al sudeste; que el nombre de
nuestro prisionero era Nu-Nu; que no tenía conocimiento alguno del islote de Bennet, y que el
nombre de la isla que había dejado era Tsalal. El comienzo de las palabras Tsalemon y Tsalal se
pronunciaba con un prolongado sonido silbante, que nos resultó imposible imitar, pese a nuestros
repetidos esfuerzos, sonido que era precisamente el mismo de la nota lanzada por la garza negra
que comimos en la cumbre de la colina.
3 de marzo.- El calor del agua es ahora realmente notable, y su color está experimentando un
rápido cambio, no tardando en perder su transparencia, adquiriendo en cambio una apariencia
lechosa y opaca. En nuestra inmediata proximidad suele reinar la calma, nunca tan agitada como
para poner en peligro la canoa; pero nos sorprendemos con frecuencia al percibir, a nuestra derecha
y a nuestra izquierda, a diferentes distancias, súbitas y dilatadas agitaciones de la superficie, las
cuales, como advertimos por último, iban siempre precedidas de extrañas fluctuaciones en la región
del vapor, hacia el sur.
4 de marzo.- Hoy, con objeto de agrandar nuestra vela, mientras la brisa del norte se apagaba
sensiblemente, saqué del bolsillo de mi chaqueta un pañuelo blanco. Nu-Nu estaba sentado a
mi lado y, al rozarle por casualidad el lienzo en la cara, le acometieron violentas convulsiones.
Éstas fueron seguidas de un estado de estupor y modorra, y unos quedes murmullos de: ¡Tekeli-li!
¡Tekeli-li!
5 de marzo.- El viento había cesado por completo; pero era evidente que seguíamos lanzados hacia
el sur, bajo la influencia de una corriente poderosa. Y ahora, ciertamente, hubiera sido razonable
que experimentásemos alguna alarma ante el giro que estaban tomando los acontecimientos, pero
no sentimos ninguna. El rostro de Peters no indicaba nada de este cariz, aunque a veces tuviera una
expresión que yo no podía comprender. El invierno polar parecía avecinarse, pero llegaba sin sus
terrores yo sentía un entumecimiento de cuerpo y de espíritu - una sensación de irrealidad -, pero
esto era todo.
6 de marzo.- El vapor gris se había elevado ahora muchos grados por encima del horizonte, e iba
perdiendo gradualmente su tinte grisáceo. El calor del agua era extremado, incluso desagradable
al tacto y su tono lechoso cayó sobre la canoa y sobre la amplia superficie del agua, mientras la
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Los anteojos101
Hace años estaba de moda ridiculizar la noción de «amor a primera vista»; pero aquellos que piensan
y sienten profundamente han defendido siempre su existencia. Los descubrimientos modernos
en el campo que cabe llamar magnetismo ético o estética magnética permiten suponer con toda
probabilidad que los afectos humanos más naturales y, por tanto, más verdaderos e intensos son
aquellos que surgen en el corazón como obra de una simpatía eléctrica; en una palabra, que los
grilletes psíquicos más brillantes y duraderos son aquellos que quedan remachados por una mirada.
La confesión que me dispongo a hacer agregará otro ejemplo a tantos que prueban la verdad de
esta concepción.
Mi historia requiere cierto detalle. Soy todavía muy joven, pues no he cumplido aún los veintidós
años. Mi nombre actual es muy vulgar y hasta plebeyo: Simpson. Digo «actual», pues hace poco
que se me conoce por él, que adopté legalmente el año pasado a fin de recibir una cuantiosa
herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq. El legado incluía la condición
de que adoptara el nombre del testador; al decir nombre me refiero al apellido y no al nombre; mi
nombre o, más exactamente, mis nombres, son Napoleón Bonaparte.
Asumí el apellido Simpson con cierta resistencia, pues mi verdadero patronímico, Froissart, me
inspira un muy perdonable orgullo, y creo que me sería posible trazar mi descendencia del inmortal
autor de las Crónicas. Y ya que hablamos de apellidos, mencionaré una singular coincidencia de
sonido en los de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur Froissart, de París. Su esposa,
mi madre, con la cual se casó teniendo ella quince años, era Mademoiselle Croissart, la hija mayor
del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, sólo tenía dieciséis años al casarse con él, y era la
hija mayor de un tal Víctor Voissart. Muy curiosamente, Monsieur Voissart habíase casado con
una dama de nombre parecido, Mademoiselle Moissart. También ella se desposó siendo todavía
una niña; y su madre, Madame Moissart, tenía sólo catorce años cuando la llevaron al altar. Estos
matrimonios tempranos son usuales en Francia. De todas maneras, he aquí a los Moissart, Voissart,
Croissart y Froissart de mi línea de ascendencia directa. Empero, mi nombre se convirtió en el de
Simpson por disposición legal, con tanta repugnancia de mi parte que en un momento dado vacilé
en aceptar el legado que tan inútil y molesta condición traía aneja.
Por lo que se refiere a dotes personales, no creo carecer de ellas. Antes bien, estimo que soy muy
proporcionado y poseo lo que nueve de cada diez personas llaman un hermoso semblante. Mido
cinco pies y once pulgadas de estatura. Tengo cabello negro y rizado. La nariz está bastante bien.
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Los ojos son grandes y grises y, aunque, he de confesarlo, sumamente débiles, su apariencia no hace
sospechar semejante cosa. La debilidad de mi visión me preocupó siempre en alto grado, y acudí a
todos los remedios posibles -salvo el de usar anteojos. Siendo joven y bien parecido es natural que
me desagraden y que me haya negado redondamente a llevarlos. Nada conozco que desfigure tanto
el rostro de un joven, o que dé a cada rasgo un aire de gravedad si no de santurronería y de vejez.
Un monóculo, por otra parte, tiene un sabor de afectación y rebuscamiento. Hasta ahora me las
he arreglado lo mejor posible sin ninguno de los dos. Pero estoy hablando demasiado de detalles
meramente personales, que después de todo carecen de importancia. Me contentaré con agregar
que poseo temperamento sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que toda mi vida he sido
devoto admirador de las mujeres.
Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro C…, acompañado de mi amigo Mr.
Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba especial atractivo, por lo cual la sala
hallábase de bote en bote. Entramos empero a tiempo para obtener las plateas que habíamos
reservado, y a las cuales conseguimos llegar con no poca dificultad.
Durante dos horas, mi compañero, que era un melómano consumado, consagró su mayor atención
a la escena; por mi parte pasé ese tiempo entreteniéndome en observar al público, formado en su
mayor parte por la élite de la ciudad. Satisfecho sobre este punto me disponía a contemplar a la
prima donna, cuando mis ojos quedaron detenidos y paralizados por una figura sentada en uno de
los palcos que hasta entonces había escapado a mi escrutinio.
Aunque viva mil años, jamás olvidaré la intensa emoción que sentí al contemplar aquella imagen.
Era aquella la mujer más exquisita que jamás viera antes. El rostro estaba vuelto hacia el escenario
y, durante varios minutos, no pude distinguirlo, pero su forma era divina; imposible usar otra
palabra que exprese suficientemente sus admirables proporciones; hasta ese término, «divino»,
parece ridículamente débil mientras lo escribo.
La magia de una bella forma de mujer, la nigromancia de la gracia femenina, eran poderes a los
cuales jamás había resistido; pero aquí estaba la gracia personificada, encarnada, el beau idéal
de mis más exaltadas y entusiasmadas visiones. Hasta donde la barandilla del palco permitía
adivinarlo, la figura de aquella dama era de estatura mediana y se aproximaba, sin serlo del todo,
a lo majestuoso. Su perfecta plenitud, su tournure, eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo
veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la Psique griega, y una toca de gaze aerienne,
que me recordó el ventum textilem de Apuleyo, la exhibía más que la ocultaba. El brazo derecho
apoyábase en el antepecho del palco y estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría.
La parte superior estaba cubierta con una de esas mangas sueltas y abiertas, a la moda, y bajaba
apenas más allá del codo. Por debajo de ella nacía otra de un material muy leve y ceñido que
terminaba en un puño de rico encaje, el cual caía graciosamente sobre la mano y sólo permitía ver
los delicados dedos, en uno de los cuales centelleaba un anillo de brillantes, cuyo extraordinario
valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca veíase realzada claramente por
un brazalete ornamentado con una magnífica aigrette de joyas, todo lo cual expresaba, en términos
inequívocos, la riqueza y el exquisito gusto de su portadora.
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Contemplé aquella real aparición durante casi media hora, como si me hubiese vuelto de piedra,
y en ese período sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho y cantado sobre el «amor a
primera vista». Mis sentimientos diferían completamente de los que experimentara hasta entonces,
aun en presencia de los parangones más célebres de hermosura femenina. Una inexplicable
simpatía de alma a alma, que me veo impelido a considerar magnética, parecía no solamente fijar
mi visión, sino mi capacidad mental y sentimental, sobre el admirable objeto que tenía ante mí.
Vi... sentí... supuse que estaba profunda, loca, irrevocablemente enamorado... y todo ello antes de
haber contemplado el rostro de mi amada. Tan intensa era la pasión que me consumía, que incluso
si las facciones aún invisibles de aquella mujer resultaban ser comunes y vulgares me sentía seguro
de que no cambiaría; tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero -del amor a primera
vista-, y tan poco depende de las condiciones externas, que sólo parecen crearlo y controlarlo.
Mientras seguía envuelto en admiración frente a tan encantador espectáculo, un repentino murmullo
del público hizo que la dama desviara un tanto el rostro, permitiéndome contemplarla claramente
de perfil. Su belleza excedía mis esperanzas, pese a lo cual había en ella algo que me decepcionó,
sin que me fuera posible decir exactamente de qué se trataba. He dicho «decepcionó», pero la
palabra no hace al caso. Mis sentimientos se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Asumieron un
tono en el que había menos transporte y más entusiasmo sereno, un entusiasmo reposado. Quizá
ese sentimiento nació del aire matronil, como de Madonna, que reinaba en aquel semblante, pero
al mismo tiempo comprendí que no procedía enteramente de ello. Había otra cosa, un misterio
que no alcanzaba a develar, cierta expresión del rostro que me perturbaba a la vez que acrecía
intensamente mi interés. En suma, me hallaba en ese estado mental que predispone a un hombre
joven y susceptible a cometer cualquier extravagancia. De haber visto sola a la dama hubiera
entrado resueltamente en su palco para hablarle; pero, afortunadamente, la acompañaban dos
personas: un caballero y una mujer extraordinariamente hermosa, que parecía varios años menor
que ella.
Di vueltas en mi imaginación a mil planes que me permitieran ser presentado a la dama, o que, por
lo menos, me permitieran apreciar más de cerca su hermosura. De haber podido hubiese buscado
un asiento cercano al palco, pero el teatro estaba repleto; para colmo, los despiadados decretos
de la Moda habían prohibido imperiosamente el uso de gemelos y me hallaba desprovisto de un
instrumento que tanto me hubiese ayudado.
Por fin me decidí a apelar a mi compañero.
-Talbot -dije-, sé que usted tiene unos gemelos. Préstemelos.
-¡Unos gemelos! ¡Vamos! ¿Y para qué querría yo unos gemelos? -respondió, volviéndose
impaciente hacia el escenario.
-Pero, Talbot -insistí, tocándole el hombro-, escúcheme al menos, por favor... ¿Ve ese palco? ¡Allí...
no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa?
-No cabe duda de que es muy hermosa -dijo él.
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Noté que, al levantar por primera vez los gemelos, la dama parecía quedar satisfecha de su rápida
inspección de mi persona, y los retiraba ya de sus ojos cuando, cediendo a un nuevo pensamiento,
volvió a mirar y continuó haciéndolo, con la atención fija en mí durante varios minutos; puedo
incluso asegurar que no fueron menos de cinco.
Esta conducta, tan fuera de lo común en un teatro norteamericano, atrajo la atención general y
originó un perceptible movimiento y murmullo entre el público, que por un momento me llenó de
confusión, aunque no pareció causar el menor efecto en el rostro de Madame Lalande.
Satisfecha su curiosidad -si era tal-, apartó los gemelos y volvió a concentrarse en la escena,
quedando de perfil como al principio. Continué mirándola incansable, aunque me daba perfecta
cuenta de lo descortés de mi conducta. No tardé en ver que su cabeza cambiaba lenta y suavemente
de posición y comprobé que la dama, mientras fingía contemplar la escena, no hacía más que
observarme atentamente. Inútil decir el efecto que semejante proceder, en una mujer tan fascinadora,
podía causar en mi vehemente espíritu.
Luego de escrutarme durante un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió al caballero
que la acompañaba y, mientras ambos hablaban, vi por la forma en que miraban que la conversación
se refería a mi persona.
Terminado el diálogo, Madame Lalande se volvió otra vez hacia la escena y durante un momento
pareció absorta en la representación. Pero, pasado un momento, sentí que me dominaba una
incontenible agitación al ver que por segunda vez dirigía hacia mí los gemelos y que, desdeñando
el renovado murmullo del público, me examinaba de la cabeza a los pies con la misma milagrosa
compostura que tanto había deleitado y confundido mi alma momentos antes.
Tan extraordinaria conducta, sumiéndome en afiebrada excitación, en un verdadero delirio
de amor, sirvió para alentarme más que para desconcertarme. En la alocada intensidad de mi
devoción me olvidé de todo lo que no fuera la presencia y la majestuosa hermosura de la visión
que así respondía a mis miradas. Esperé la oportunidad, y cuando me pareció que el público estaba
concentrado en la ópera y que los ojos de Madame Lalande se fijaban en los míos, le hice una ligera
pero inconfundible inclinación de cabeza.
Sonrojóse profundamente y apartó los ojos; después, lenta y cautelosamente, miró en torno como
para asegurarse de que mi audacia no había sido advertida y se inclinó finalmente hacia el caballero
sentado junto a ella.
Tuve entonces clara conciencia de la torpeza que había cometido, e imaginé un inmediato pedido
de explicaciones, mientras una imagen de pistolas al amanecer flotaba rápida y desagradablemente
en mi pensamiento. Pero me esperaba una tranquilidad tan grande como instantánea al ver que la
dama se limitaba a alcanzar un programa al caballero sin decirle palabra; el lector podrá empero
hacerse una vaga idea de mi estupefacción, de mi profundo asombro, del delirante trastorno de mi
corazón y de mi alma cuando, después de haber mirado furtivamente en torno, Madame Lalande
posó de lleno sus ojos en los míos, y luego, con una débil sonrisa que dejaba ver sus brillantes
dientes como perlas, me hizo dos inclinaciones de cabeza tan inequívocas como afirmativa.
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Sería inútil que me extendiera sobre mi alegría, mi transporte, el ilimitable éxtasis de mi corazón.
Si algún hombre se volvió loco por exceso de felicidad, ése fui yo en aquel momento. Amaba. Era
mi primer amor y lo sentía así. Era un amor supremo, indescriptible. Era «amor a primera vista»,
y también a primera vista había sido apreciado y correspondido.
¡Sí, correspondido! ¿Cómo y por qué había de dudarlo? ¿Qué otra explicación podía dar de
semejante conducta por parte de una mujer tan hermosa, tan acaudalada, tan llena de cualidades
y altísimos méritos, de posición social tan encumbrada y en todo sentido, tan respetable como
indudablemente lo era Madame Lalande? ¡Sí, me amaba... correspondía al entusiasmo de mi amor
con un entusiasmo tan ciego, tan firme, tan desinteresado, tan lleno de abandono, tan ilimitado
como el mío! Aquellas deliciosas fantasías se vieron interrumpidas por la caída del telón.
Levantóse el público y sobrevino la confusión de costumbre. Apartándome de Talbot, me esforcé
desesperadamente por acercarme a Madame Lalande. Pero como la multitud no me lo permitiera,
renuncié a mi propósito y volví a casa, consolándome por no haber podido rozar siquiera el borde
de su manto, al pensar que Talbot me presentaría a ella al día siguiente.
Llegó, por fin, la mañana; vale decir que por fin amaneció después de una larga y fatigosa noche
de impaciencia. Las horas se arrastraron, lúgubres e innumerables caracoles, hasta la una. Pero está
dicho que aun Estambul tendrá su fin, y la hora llegó. Oyóse la campanada de la una. Con su último
eco me presenté en B... y pregunté por Talbot.
-Está ausente -me respondió el lacayo, que era precisamente el de mi amigo.
-¡Ausente! -exclamé, retrocediendo varios pasos-. Permítame decirle, amiguito, que eso es
completamente imposible. Mr. Talbot no está ausente. ¿Qué quiere usted hacerme creer?
-Nada, señor... salvo que Mr. Talbot está ausente. Se fue a S... apenas terminó de desayunar, y dejó
dicho que no volvería hasta dentro de una semana.
Me quedé petrificado de horror y rabia. Quise replicar, pero la lengua no me obedecía. Por fin, me
alejé, lívido de cólera, mientras en mi interior enviaba a toda la familia Talbot a las regiones más
recónditas del Erebo. No cabía duda de que mi amable amigo, il fanatico, habíase olvidado de su
cita conmigo y que la había olvidado en el momento mismo de fijarla. Jamás había sido hombre de
palabra. Imposible remediarlo, y, por tanto, ahogando lo mejor posible mi resentimiento, remonté
malhumorado la calle, haciéndole fútiles averiguaciones sobre Madame Lalande a cuanto amigo
encontraba en mi camino. Descubrí que todos habían oído hablar de ella, pero como sólo llevaba
algunas semanas en la ciudad, pocos podían jactarse de conocerla personalmente. Estos pocos
carecían de familiaridad suficiente para creerse autorizados a presentarme en el curso de una visita
matinal. Mientras, lleno de desesperación, hablaba con un trío de amigos sobre el único tema que
absorbía mi corazón, ocurrió que el tema mismo pasó cerca de nosotros.
-¡Allí está, por mi vida! -exclamó uno de ellos.
-¡Extraordinariamente hermosa! -dijo el segundo.
-¡Un ángel sobre la tierra! -pronunció el tercero.
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Miré y vi un carruaje abierto que se nos acercaba lentamente y en el cual hallábase sentada la
encantadora visión de la ópera, acompañada por la dama más joven que había compartido su palco.
-Su compañera es igualmente interesante -dijo el amigo que había hablado primero.
-Ya lo creo, y me parece asombroso -dijo el segundo-. Tiene todavía un aire de lo más lozano.
Claro que el arte hace maravillas... Palabra, se la ve mejor que hace cinco años en París. Todavía
es una hermosa mujer. ¿No le parece, Froissart... quiero decir, Simpson?
-¡Todavía! -exclamé-. Y ¿por qué no habría de ser una hermosa mujer? Pero, comparada con su
amiga, es como una bujía frente a la estrella vespertina... como una luciérnaga al lado de Antares.
-¡Ja, ja, ja! ¡Vamos, Simpson, vaya estupenda manera que tiene de hacer descubrimientos... por lo
menos originales!
Y nos separamos, mientras uno del trío empezaba a canturrear un alegre vaudeville, del cual sólo
pode oír las palabras
Ninon, Ninon, Ninon à bas
À bas Ninon de l’Enclos!
En el curso de esta escena había ocurrido algo que sirvió para consolarme muchísimo, alimentando
aún más la pasión que me consumía. Cuando el carruaje de Madame de Lalande pasó junto a nuestro
grupo, observé que me reconocía y, lo que es más, que me llenaba de felicidad al concederme la
más seráfica de las sonrisas sobre cuyo sentido no podía caber la más pequeña duda.
Por lo que se refiere a la presentación, me vi precisado a abandonar toda esperanza hasta que a
Talbot se le ocurriera regresar de la campaña. Entretanto, frecuenté asiduamente todos los lugares
de diversión distinguidos y, por fin, en el mismo teatro donde la viera por primera vez tuve la
suprema dicha de encontrarla nuevamente y de cambiar con ella mis miradas. Pero esto sólo ocurrió
después de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había preguntado por Talbot, y diariamente
me había estremecido de rabia ante el eterno «No ha regresado todavía» de su lacayo.
Aquella noche, pues, me sentía al borde de la locura. Me habían dicho que Madame Lalande era
francesa y que acababa de llegar de París. ¿No podría ocurrir que regresara bruscamente a su
patria? ¿Y si partía antes del regreso de Talbot? ¿No la perdería para siempre? La sola idea me
resultaba insoportable. Y, puesto que mi felicidad futura estaba en juego, me decidí a proceder
virilmente. En una palabra: terminada la representación seguí a la dama hasta su residencia, tomé
nota de la dirección y a la mañana siguiente le envié una larga y detallada carta donde volcaba
plenamente los sentimientos de mi corazón.
Hablé en ella audaz y libremente... en una palabra, lleno de pasión. No oculté nada, ni siquiera
mis defectos. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro, y mencioné las
miradas que se habían cruzado entre nosotros. Llegué al extremo de decirle que me sentía seguro
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de su amor, a la vez que le ofrecía esta seguridad y mi propia e intensa devoción como doble
excusa por mi imperdonable conducta. Como tercer argumento, aludí a mis temores de que pudiera
marcharse de la ciudad antes de haber tenido la ocasión de serle formalmente presentado. Y terminé
aquella epístola, la más exaltada y entusiasta que se haya escrito nunca, con una franca declaración
de mi estado social y mi fortuna, a la vez que le ofrecía mi corazón y mi mano.
Esperé la respuesta dominado por la más desesperante ansiedad. Después de lo que me pareció un
siglo, me fue entregada.
Sí, me fue entregada su respuesta. Por más romántico que parezca, recibí una carta de Madame
Lalande... la hermosa, la acaudalada, la idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus magníficos
ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como una verdadera francesa, había obedecido
a los francos dictados de la razón, a los impulsos generosos de su naturaleza, despreciando las
convencionales mojigaterías de la sociedad. No se había burlado de mi propuesta. No se había
refugiado en el silencio. No me había devuelto mi carta sin abrir. Por el contrario, me contestaba
con otra escrita por su propia y exquisita mano. Decía:
Monsieur Simpson, me bernodará bor no écrire muy bien en su hermoso idioma. Hace muy boco
que soy arrivée y no he tenido la obortunité de l’étudier.
Desbués de disculbarme por mi redacción, diré que, hélas!, Monsieur Simpson ha adivinado
berfectamente... ¿Necesito decir más? Hélas? ¿No habré dicho más de lo que corresbondía?
Eugenie Lalande
Besé un millón de veces este billete de tan noble inspiración, e incurrí en mil otras extravagancias
que escapan a mi memoria. Pero, entretanto, Talbot no volvía. ¡Ay! Si hubiera podido concebir
el sufrimiento que su ausencia me ocasionaba, ¿no habría volado inmediatamente, dada nuestra
amistad y simpatía, en mi auxilio? Pero, entretanto, no volvía. Le escribí. Me contestó. Hallábase
retenido por urgentes negocios, pero no tardaría en regresar. Me suplicaba que no me impacientara,
que moderase mis transportes, leyera libros tranquilizadores, bebiera únicamente vino del Rin y
requiriese los consuelos de la filosofía para que me ayudaran. ¡El muy insensato! Si no podía venir
en persona, ¿por qué, en nombre de todo lo razonable, no agregaba a su carta otra de presentación?
Volví a escribirle, rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por el mismo lacayo con
una nota a lápiz escrita al dorso. El villano se había reunido con su amo en la campaña y me decía:
Salió ayer de S..., pero no dijo a dónde iba ni cuándo va a volver. Me parece mejor devolverle esta
carta, pues reconozco su letra y pienso que usted tiene siempre mucha prisa.
Lo saluda atentamente,
Stubbs
Inútil agregar que después de esto consagré tanto al amo como al criado a las divinidades infernales;
pero de nada me valía encolerizarme y las quejas no me servían de consuelo.
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Sin embargo, la audacia de mi temperamento me daba una última posibilidad. Hasta ahora esa
audacia me había sido útil y decidí que la emplearía nuevamente para mis fines. Además, después
de la correspondencia que habíamos mantenido, ¿qué acto de mera informalidad podía cometer
que, dentro de ciertos límites, pudiera Madame Lalande considerar indecoroso? Desde el envío de
mi carta había tornado la costumbre de observar su casa, y descubrí que la dama salía al atardecer,
acompañada por un negro de librea, y paseaba por la plaza a la cual daban sus ventanas. Allí, entre
los sotos sombríos y lujuriantes, en la gris penumbra de un anochecer estival, esperé la oportunidad
de aproximarme a ella.
Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba procedí con el aire de una vieja relación de
familia. En cuanto a ella, con una presencia de ánimo verdaderamente parisiense, comprendió de
inmediato y, al saludarme, me tendió la más hechiceramente pequeña de las manos. Instantáneamente
el lacayo se quedó atrás y, entonces, con los corazones rebosantes, nos explayamos larga y
francamente sobre nuestro amor.
Como Madame Lalande hablaba el inglés con mayor dificultad de la que tenía para escribirlo,
nuestra conversación se desarrolló necesariamente en francés. Esta dulce lengua, tan apropiada para
la pasión, me permitió liberar el impetuoso entusiasmo de mi naturaleza, y con toda la elocuencia
de que era capaz supliqué a mi amada que consintiera en un matrimonio inmediato.
Sonrió ella ante mi impaciencia. Aludió a la vieja cuestión del decoro -ese espantajo que a tantos
aleja de la dicha hasta que la oportunidad de ser dichosos ha pasado para siempre-. Me hizo notar
que, imprudentemente, había yo dicho a todos mis amigos que ansiaba conocerla; por ello resultaba
imposible ocultar la fecha en que nos habíamos visto por primera vez. Sonrojándose, aludió a lo
muy reciente de dicha fecha. Casarnos de inmediato sería impropio, indecoroso... outré. Y todo esto
lo decía con un encantador aire de naïveté que me arrobaba al mismo tiempo que me lastimaba y
me convencía. Llegó al punto de acusarme, entre risas, de precipitación, de imprudencia. Me pidió
que tuviera en cuenta que, en el fondo, yo no sabía siquiera quién era ella, cuáles sus perspectivas,
sus vinculaciones, su posición social. Pidióme, con un suspiro, que reconsiderara mi propuesta, y
agregó que mi amor era un capricho, un fuego fatuo, una fantasía del momento, un castillo en el
aire del entusiasmo más que del corazón. Y todo esto mientras las sombras del suave anochecer se
hacían más y más profundas en torno de nosotros; pero luego, con una gentil presión de la mano
semejante a la de un hada, sentí que en un instante dulcísimo destruía todos los argumentos que
acababa de levantar.
Repliqué lo mejor que pude... como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé extensamente y
en detalle de mi devoción, de mi arrobo, de su rara belleza y de mi profunda admiración. Insistí
finalmente, con la energía de la convicción, en los peligros que rodean el sendero del amor,
“ese sendero que jamás avanza en línea recta”... y deduje de ello el evidente peligro de alargar
innecesariamente el recorrido.
Este último argumento pareció, por fin, mitigar el rigor de su determinación. Aplacóse, pero me
dijo que todavía quedaba un obstáculo, que sin duda yo no había tenido en cuenta. Tratábase
de una delicada cuestión, especialmente si era una mujer quien debía aludir a ella; al hacerlo
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contrariaba sus sentimientos, pero por mí estaba dispuesta a cualquier sacrificio. Mencionó
entonces la edad. ¿Me había dado plenamente cuenta de la diferencia de edad entre nosotros? Que
el marido sobrepasara a su esposa en algunos años -incluso quince y hasta veinte- era cosa que
la sociedad consideraba admisible y hasta aconsejable. Pero, por su parte, siempre había creído
que la edad de la esposa no debía exceder jamás la del esposo. ¡Ay, demasiado frecuente era ver
cómo diferencias tan anormales conducían a una vida desdichada! Sabía que yo no pasaba de los
veintidós años, mientras quizá yo no estuviera enterado de que los años de mi Eugènie excedían
muy considerablemente de esa cifra.
En todo lo que decía notábase una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me deleitó y me
encantó, cerrando para siempre tan dulces cadenas. Apenas pude contener el excesivo transporte
que me dominaba.
-¡Querida, querida Eugènie! -dije-. ¿Qué dice usted? Tiene usted unos años más que yo. Y ¿qué
importa eso? Las costumbres del mundo son otras tantas locuras convencionales. Para aquellos
que se aman como nosotros, ¿qué diferencia hay entre un año y una hora? Dice usted que tengo
veintidós años; de acuerdo, y hasta le diría que puede considerar que tengo veintitrés. En cuanto a
usted, queridísima Eugènie, apenas puede tener usted… apenas puede tener unos… unos…
Detúveme un instante esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme su edad. Pero
una francesa rara vez se expresa directamente, y en vez de responder a una pregunta embarazosa
usa siempre alguna forma que le es propia. En este caso, Eugènie, que parecía estar buscando algo
que llevaba guardado en el seno, dejó caer una miniatura que recogí inmediatamente y le presenté.
-¡Guárdela! -me dijo con una de sus más adorables sonrisas-. Guárdela como mía, como de alguien
a quien representa de manera demasiado halagadora. Por lo demás, en el reverso de esta miniatura
hallará usted la información que desea. Está oscureciendo, pero podrá examinarla en detalle
mañana por la mañana. Ahora me escoltará usted hasta casa. Mis amigos se disponen a celebrar
allí una pequeña levée musical. Me atrevo a decirle que escuchará cantar muy bien. Y como los
franceses no somos tan puntillosos como ustedes los norteamericanos, no tendré dificultad en
presentarlo como a un antiguo conocido.
Y, con esto, se apoyó en mi brazo y volvimos a su casa. La mansión era muy hermosa y descuento
que estaba finamente amueblada. No puedo pronunciarme sobre este último detalle, pues había
anochecido cuando llegamos y en las casas más distinguidas de Norteamérica las luces se encienden
raras veces a esa hora, la más placentera de la estación estival. Pero más tarde encendióse una sola
lámpara con pantalla en el salón principal y pude ver que la estancia hallábase dispuesta con insólito
buen gusto y hasta esplendor; las dos salas siguientes, donde había también grupos de invitados,
permanecieron durante toda la velada en una agradable penumbra. He ahí una costumbre llena de
encanto, pues da a los asistentes la elección entre la luz y la sombra, y que nuestros amigos de
ultramar harían muy bien en seguir.
Aquella noche fue la más deliciosa de mi vida. Madame Lalande no había exagerado al aludir a
la capacidad musical de sus amigos. El canto que escuché en esa ocasión me pareció superior al
de cualquier otro círculo privado que hubiese escuchado anteriormente fuera de los de Viena. Los
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instrumentistas eran muchos y de gran talento. En cuanto a las cantantes -pues predominaban las
damas-, revelaban un alto nivel artístico. Hacia el final, insistentemente solicitada por los auditores,
“Madame Lalande” se levantó sin afectación y sin hacerse rogar de la chaise longue donde había
estado sentada a mi lado, y en compañía de uno o dos caballeros y de su amiga de la ópera
encaminóse hacia el piano situado en el salón. Hubiera querido acompañarla, pero comprendí que,
dada la forma en que había sido presentado, convenía que me quedara discretamente en mi lugar.
Me vi, pues, privado del placer de verla cantar, aunque no de escucharla.
La impresión que produjo en los presentes puede calificarse de eléctrica, pero en mí su efecto
fue todavía más grande. No sé cómo describirlo. Nacía en parte del sentimiento amoroso que me
poseía, pero, sobre todo, de la extraordinaria sensibilidad de la cantante. El arte es incapaz de
comunicar a un aria o a un recitativo una expresión más apasionada de la que ella les infundía.
Su versión de la romanza de Otello, el tono con que pronunció las palabras «Sul mio sasso», en
Los Capuletos, resuena todavía en mi memoria. Su registro bajo era sencillamente milagroso. Su
voz abarcaba tres octavas completas, extendiéndose desde el re de contralto hasta el re de soprano
ligera; aunque suficientemente poderosa como para llenar la sala del San Carlos, la articulaba
con la más minuciosa precisión, tanto en las escalas ascendentes como en las descendentes, las
cadencias y florituras. En el final de La Sonámbula logró el más notable de los efectos en el pasaje
donde se dice:
Ah!, non giunge uman pensiero
Al contento ond’io son piena.
Aquí, imitando a la Malibrán, modificó la melodía original de Bellini, dejando caer la voz hasta el
sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos octavas de intervalo.
Terminados aquellos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande volvió a la estancia donde
me hallaba y se sentó nuevamente a mi lado, mientras yo le expresaba en términos entusiastas el
deleite que me había causado su interpretación. No dije nada de mi sorpresa y, sin embargo, estaba
muy sorprendido; pues cierta debilidad o mejor cierta trémula indecisión en la voz de mi amada
cuando conversaba naturalmente, me había hecho suponer que, cantando, no se elevaría sobre un
nivel ordinario de interpretación.
Nuestro diálogo volvióse entonces tan largo, profundo e ininterrumpido, como pleno de franqueza.
Hízome narrar muchos episodios de mi vida y escuchó con ansiosa atención cada palabra que
le decía. No oculté nada, pues no me creía con derecho para hacerlo, a su cariñosa confianza.
Alentado por su candor sobre la delicada cuestión de la edad, no sólo detallé con toda franqueza
muchos defectos menudos que me aquejaban, sino que confesé francamente todos esos defectos
morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un coraje muy grande, prueban categóricamente
la fuerza del amor. Me referí a mis locuras de estudiante, mis extravagancias, las juergas de la
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juventud, mis deudas y mis galanteos. Llegué incluso a referirme a cierta tos hética que me había
preocupado en un tiempo, a un reumatismo crónico, a una tendencia a la gota y, finalmente, a la
desagradable y molestísima debilidad visual que hasta entonces ocultara cuidadosamente.
-Sobre este último punto -dijo riendo Madame Lalande- ha cometido usted una imprudencia al
confesar, pues de no haberlo hecho doy por sentado que nadie hubiese podido acusarlo de tal
defecto. Y ya que hablamos de esto -continuó, mientras me parecía, pese a la penumbra de la
estancia, que el rubor ganaba sus mejillas-, ¿recuerda usted, mon cher ami, este pequeño auxiliar
que cuelga de mi cuello?
Mientras hablaba hizo girar entre sus dedos el pequeño par de gemelos que tanto me habían
trastornado en la ópera.
-¡Oh, cómo quiere usted que no lo recuerde! -exclamé, oprimiendo apasionadamente la delicada
mano que me ofrecía el instrumento para que lo examinara. Era un complicado y admirable juguete,
ricamente revestido y afiligranado, resplandeciente de gemas que, a pesar de la falta de luz, daban
prueba de su altísimo valor.
-¡Eh bien!, mon ami -continuó ella, con cierto empressement en su voz que me sorprendió un tanto-.
Eh bien, mon ami, me ha pedido usted insistentemente un favor que, según sus amables palabras,
considera inapreciable. Me ha pedido que nos casemos mañana... Si le doy mi consentimiento...
que, añado, representa asimismo consentir a los requerimientos de mi corazón... ¿no tendré derecho
a pedir, a mi vez, un pequeño favor?
-¡Pídalo usted! -exclamé con una energía que estuvo a punto de concentrar sobre nosotros la atención
de los asistentes, mientras sólo la presencia de éstos me impedía arrojarme apasionadamente a los
pies de mi amada-. ¡Pídalo, queridísima Eugènie, ahora mismo... aunque esté ya concedido antes
de que haya usted dicho una sola palabra!
-Pues bien, mon ami, entonces vencerá usted, por esta Eugènie a quien ama, esa menuda debilidad
que acaba de confesarme… esa debilidad antes moral que física, y que, permítame decírselo, no
sienta a la nobleza de su verdadero carácter ni a la sinceridad de su temperamento; una debilidad
que, de no ser dominada, habrá de crearle tarde o temprano muy penosas dificultades. Vencerá usted,
por mí, esa afectación que lo induce, como usted mismo reconoce, a negar franca o tácitamente el
defecto visual de que padece. A negarlo, sí, puesto que no quiere emplear los medios habituales
para remediarlo. En una palabra, que deseo verle usar anteojos… ¡Sh…! ¡No me diga nada! Usted
ha consentido ya en usarlos… por mí. Por eso aceptará ahora este juguete que tengo en la mano,
y que, aunque admirable auxiliar de la visión, no puede considerarse, una joya demasiado valiosa.
Advertirá usted que, mediante una ligera modificación, en esta forma… o así… puede adaptarse
a los ojos como un par de anteojos comunes, o sirve para llevar en el bolsillo del chaleco como
gemelos de teatro. Pero usted ha consentido, por mí, en llevarlos desde ahora en la primera de sus
formas.
Este pedido -¿debo confesarlo?- me confundió profundamente. Pero la recompensa a la cual estaba
unido no me permitía vacilar un solo momento.
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-¡De acuerdo! -exclamé, con todo el entusiasmo de que era dueño-. ¡Acepto... acepto de todo
corazón! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos gemelos sobre mi
corazón... como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que me proporcione la
felicidad de llamarla mi esposa... habré de colocarlos sobre mi... sobre mi nariz... y usarlos desde
entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos romántica, cierto, pero mucho
más útil para mí.
Nuestra conversación se encaminó entonces a los detalles concernientes al siguiente día. Me enteré
por mi prometida que Talbot acababa de regresar a la ciudad. Debía ir a verlo inmediatamente y
procurarme un coche. La soirée no terminaría antes de las dos, y a esa hora el coche estaría en la
puerta; entonces, aprovechando la confusión ocasionada por la partida de los invitados, Madame
Lalande podría subir al carruaje sin ser observada. Acudiríamos a casa de un pastor que estaría
esperando para unirnos en matrimonio; luego de eso dejaríamos a Talbot en su casa y saldríamos
para realizar una breve gira por el este, dejando a la sociedad local que hiciera los comentarios que
se le ocurriera.
Una vez todo planeado, salí de la casa y me encaminé en busca de Talbot, pero en el camino
no pude contenerme y entré en un hotel para examinar la miniatura. Los anteojos me ayudaron
muchísimo para ver todos sus detalles y me permitieron descubrir un rostro de admirable belleza.
¡Ah, esos ojos tan grandes como luminosos, la altiva nariz griega, los rizos abundantes y negros...!
-¡Sí! -me dije, exultante-. ¡He aquí la imagen misma de mi adorada!
Y al examinar el reverso encontré estas palabras: «Eugènie Lalande, veintisiete años y siete meses».
Hallé a Talbot en su casa y le informé inmediatamente de mi buena fortuna. Pareció
extraordinariamente sorprendido, como era natural, pero me felicitó muy cordialmente y me
ofreció toda la ayuda que pudiera proporcionarme. En resumen, cumplimos el plan como había
sido trazado y, a las dos de la mañana, diez minutos después de la ceremonia nupcial, me encontré
en un carruaje cerrado en compañía de Madame Lalande... es decir de la señora Simpson, viajando
a gran velocidad rumbo al noreste.
Puesto que deberíamos viajar toda la noche, Talbot nos había aconsejado que hiciéramos el primer
alto en C..., pueblo a unas veinte millas de la ciudad, donde podríamos desayunar y descansar un
rato antes de seguir viaje. A las cuatro, el coche se detuvo ante la puerta de la posada principal.
Ayudé a salir a mi adorada esposa y ordené inmediatamente el desayuno. Entretanto fuimos
conducidos a un saloncito y nos sentamos.
Amanecía ya y pronto sería la mañana. Mientras contemplaba arrobado al ángel que tenía junto a
mí, se me ocurrió de golpe la singular idea de que era aquélla la primera vez, desde que conociera
la celebrada belleza de Madame Lalande, que podía contemplar aquella hermosura a plena luz del
día.
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-Y ahora, mon ami -dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis reflexiones-, y ahora, mon
cher ami, puesto que estamos indisolublemente unidos, puesto que he cedido a sus apasionados
ruegos y cumplido mi parte de nuestro convenio... espero que no olvidará usted que también le
queda por cumplir un pequeño favor, una promesa. ¡Ah, vamos! ¡Déjeme recordar! Pues sí, me
acuerdo perfectamente de las palabras con las cuales hizo anoche una promesa a su Eugènie.
Dijo usted así: «¡Acepto... acepto de todo corazón! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta
noche llevaré estos gemelos sobre mi corazón... como gemelos; pero con las primeras luces de esa
mañana que me proporcione la felicidad de llamarla mi esposa... habré de colocarlos sobre mi...
sobre mi nariz... y usarlos desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos
romántica, cierto, pero mucho más útil para mí...» Tales fueron sus exactas palabras, ¿no es así,
queridísimo esposo?
-Tales fueron, en efecto -repuse-, y veo que tiene usted una excelente memoria. Lejos de mí, querida
Eugènie, faltar al cumplimiento de la insignificante promesa. Pues bien... ¡vea! ¡Contemple! Me
quedan bien, ¿no es cierto?
Y luego de preparar los cristales en su forma ordinaria de anteojos, me los apliqué rápidamente,
mientras Madame Simpson, ajustándose la toca y cruzándose de brazos, sentábase muy derecha en
una silla, en una actitud tan rígida como estirada, que incluso cabía considerar indecorosa.
-¡Que el cielo me asista! -grité, en el instante mismo en que el puente de los anteojos se hubo
posado en mi nariz-. ¡Dios mío! ¿Qué les ocurre a estos cristales?
Y, luego de quitármelos rápidamente, me puse a limpiarlos con un pañuelo de seda y me los ajusté
otra vez.
Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo capaz de sorprenderme, esta vez la sorpresa se
transformó en estupefacción, y esta estupefacción era profunda, extrema... y bien puede calificarse
de espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba esto? ¿Podía creer a mis ojos...?
¿Podía? Lo que estaba viendo ¿era... era colorete? ¿Y esas... esas arrugas en el rostro de Eugènie
Lalande? Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas!, ¿qué había sido de... de... de sus dientes?
Arrojé violentamente al suelo los anteojos y, levantándome de un salto, enfrenté a Mrs. Simpson,
los brazos en jarras, convulsa y espumante la boca que, al mismo tiempo, era incapaz de articular
palabra por el espanto y la rabia.
Creo haber dicho ya que Madame Eugènie Lalande -quiero decir, Simpson- hablaba el inglés
apenas algo mejor de como lo escribía y por esta razón jamás empleaba dicha lengua en las
conversaciones usuales. Pero la cólera puede arrastrar muy lejos a una dama, y en esta ocasión
llevó a Mrs. Simpson al punto de pretender expresarse en un idioma del cual no tenía la menor
idea.
-Pues pien, Monsieur -dijo, después de contemplarme con aparente asombro durante un momento-.
¡Pues pien, Monsieur! ¿Qué basa? ¿Qué le ocurre? ¿Le ha dado el baile de San Vito? Si no le
barezco pien, ¿bor qué se casó conmigo?
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cara, y terminó sus demostraciones arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más
costoso y magnífico cabello negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido y se puso a pisotear
y a patear en un verdadero fandango de arrebato y de enloquecida rabia.
Entretanto yo me había desplomado en el colmo del horror en la silla vacía.
-¡Moissart y Voissart! -repetía enmimismado, mientras asistía a las cabriolas y piruetas-. ¡Croissart
y Froissart! ¡Moissart, Voissart, Croissart... y Napoleón Bonaparte Froissart! Pero, entonces,
inefable serpiente... ¡Pero si se trata de mí! ¡De mí! ¿Oye usted? ¡De mí...! -continué, vociferando
con todas mis fuerzas-. ¡Yo soy Napoleón Bonaparte Froissart, y que me confunda por toda la
eternidad si no acabo de casarme con mi tatarabuela!
En efecto, Madame Eugènie Lalande, quasi Simpson y anteriormente Moissart, era mi tatarabuela.
Había sido hermosísima en su juventud, y todavía ahora, a los ochenta y dos años, conservaba la
estatura majestuosa, la escultural cabeza, los hermosos ojos y la nariz griega de su doncellez. Con
ayuda de ello, polvos de arroz, carmín, peluca, dentadura postiza, falsa tournure y las más hábiles
modistas de París, lograba mantener una respetable posición entre las bellezas un peu passées de
la metrópoli francesa. En ese sentido, merecía ciertamente compararse a la celebérrima Ninon de
l’Enclos.
Era inmensamente rica, y al quedar viuda por segunda vez, y sin hijos, recordó que yo vivía
en Norteamérica, y dispuesta a convertirme en su heredero se encaminó a los Estados Unidos
acompañada de una parienta lejana de su segundo esposo, llamada Madame Stéphanie Lalande.
En la ópera, la atención de mi tatarabuela se vio reclamada por mi insistente escrutinio de su
persona; cuando a su vez me examinó con ayuda de los gemelos parecióle notar en mí un aire de
familia. Muy interesada y no ignorando que el heredero que buscaba vivía en la ciudad, quiso saber
algo acerca de mi persona. El caballero que la acompañaba me conocía y le dijo quién era. Sus
palabras renovaron su interés y la indujeron a repetir su escrutinio, fue este gesto el que me dio la
audacia suficiente para conducirme en la forma imprudente que he narrado. Cuando me devolvió
el saludo, lo hizo pensando que, por alguna rara coincidencia, yo había descubierto su identidad. Y
cuando, engañado por mi miopía y las artes de tocador sobre la edad y los encantos de la extraña
dama, pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era, mi amigo supuso que me refería a la
belleza más joven, como es natural, y me contestó sin faltar a la verdad, que era «la célebre viuda,
Madame Lalande».
A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, a quien conocía desde hacía
mucho en París, y, como es natural, la conversación versó sobre mí. Aclaróse entonces la cuestión
de mi defecto visual, pues era bien conocido aunque yo no estuviera enterado de ello. Para su gran
pesar, mi excelente tatarabuela se dio cuenta de que se había engañado al suponerme enterado de
su identidad, y que, en cambio, había estado poniéndome en ridículo al expresar públicamente mi
amor por una anciana desconocida. Dispuesta a castigarme por mi imprudencia, urdió un plan en
connivencia con Talbot. Decidieron que éste se marcharía, a fin de no verse obligado a presentarme.
Mis averiguaciones en la calle sobre «la hermosa viuda Madame Lalande», eran tomadas por todos
como referentes a la dama más joven; así, la conversación con los tres amigos a quienes encontrara
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poco después de salir de casa de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que sus alusiones a Ninon
de l’Enclos. Nunca tuve oportunidad de ver en pleno día a Madame Lalande, y en el curso de
su soirée musical, mi tonta resistencia a usar anteojos me impidió descubrir su verdadera edad.
Cuando se pidió a «Madame Lalande» que cantara, todos se referían a la más joven, y fue ésta quien
acudió al salón, pero mi tatarabuela, dispuesta a confundirme cada vez más, se levantó igualmente
y acompañó a la joven hasta el piano. Si hubiese querido ir con ella, estaba pronta a decirme que
las conveniencias exigían que me quedara donde estaba; pero mi propia y prudente conducta hizo
innecesario esto último. Las canciones que tanto admiré, y que me confirmaron en la idea de la
juventud de mi amada, fueron cantadas por Madame Stéphanie Lalande. En cuanto a los anteojos,
me fueron entregados como complemento del engaño, como un aguijón en el epigrama de la burla.
El obsequio dio además oportunidad para aquel sermón sobre mi presuntuosidad, que escuché tan
religiosamente. Es casi superfluo añadir que los lentes del instrumento habían sido expresamente
cambiados por otros que se adaptaban a mi miopía. Y por cierto que me iban estupendamente.
El sacerdote que nos había unido en matrimonio era un amigo de diversiones de Talbot y no tenía
nada de sacerdotal. Su especialidad eran los caballos y, después de permutar la sotana por un
levitón, se encargó de guiar el carruaje que llevaba a «la feliz pareja» en su viaje de bodas. Talbot
se había instalado junto a él. Los dos miserables estaban metidos hasta el fondo en aquella burla
y, por una rendija de la ventana del saloncito de la posada, divirtiéronse la mar presenciando el
dénouement del drama. Me temo que tendré que desafiarlos a ambos. De todas maneras, no soy
el marido de mi tatarabuela, cosa que me produce un inmenso alivio con sólo pensarlo; pero,
en cambio, soy el marido de Madame Lalande... de Madame Stéphanie Lalande, con la cual mi
excelente y anciana parienta se ha tomado el trabajo de unirme para siempre, aparte de declararme
su heredero universal cuando muera, si es que muere alguna vez. En resumen: jamás volveré a
tener nada que ver con billets doux, y dondequiera que se me encuentre, andaré con ANTEOJOS.
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Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco
susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos
que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre
robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la
acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente
en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su
talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado
de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método
en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición.
La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en
especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas,
se denomina análisis, como si se tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es
en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo
segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de
la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a
prologar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la
oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto
juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez.
En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables
valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con
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lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un
descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo
son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de
cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario,
donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia
disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno
de los adversarios provienen de una perspicacia superior. Para hablar menos abstractamente,
supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es
natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza
pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo
intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente,
se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces
absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la facultad
del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en él de manera indescriptible,
dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de
tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra
cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en
todas aquellas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo
eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades
mediante las cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino
multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento
ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar con claridad; en ese
sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas
en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Por tanto,
el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla
general se consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en
cuestiones que exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad
de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor
proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en
la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador
no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones
procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolo
cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena
las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con
que sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el
juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la
seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la
persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la
manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o
vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla,
la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o
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Si nuestra manera de vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento del mundo, éste nos hubiera
considerado como locos -aunque probablemente como locos inofensivos. Nuestro aislamiento era
perfecto. No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado
para mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gentes
o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros.
Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en amar la Noche por la noche misma;
a esta bizarrerie, como a todas las otras, me abandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a
sus extraños caprichos con perfecto abandono. La negra divinidad no podía permanecer siempre
con nosotros, pero nos era dado imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos las pesadas
persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que, fuertemente perfumadas, sólo
lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas ocupábamos nuestros espíritus en soñar,
leyendo, escribiendo o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera
Oscuridad. Salíamos entonces a la calle tomados del brazo, continuando la conversación del día o
vagando al azar hasta muy tarde, mientras buscábamos entre las luces y las sombras de la populosa
ciudad esa infinidad de excitantes espirituales que puede proporcionar la observación silenciosa.
En esas oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar (aunque dada su profunda idealidad
cabía esperarlo) una peculiar aptitud analítica de Dupin. Parecía complacerse especialmente en
ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no vacilaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba,
con una risita discreta, de que frente a él la mayoría de los hombres tenían como una ventana por la
cual podía verse su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones con pruebas tan directas
como sorprendentes del íntimo conocimiento que de mí tenía. En aquellos momentos su actitud
era fría y abstraída; sus ojos miraban como sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico
registro de tenor, subía a un falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado y lo
preciso de sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchas veces pensar en la antigua
filosofía del alma doble, y me divertía con la idea de un doble Dupin: el creador y el analista.
No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algún misterio o escribiendo
una novela. Lo que he referido de mi amigo francés era tan sólo el producto de una inteligencia
excitada o quizá enferma. Pero el carácter de sus observaciones en el curso de esos períodos se
apreciará con más claridad mediante un ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palais Royal. Sumergidos en
nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba durante un cuarto de hora por lo
menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras:
-Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
-No cabe duda -repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto había estado en mis
reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis pensamientos. Pero, un
instante después, me di cuenta y me sentí profundamente asombrado.
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-Dupin -dije gravemente-, esto va más allá de mi comprensión. Le confieso sin rodeos que estoy
atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya sabido que yo
estaba pensando en...?
Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba yo
pensando.
-En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndose que su pequeña
estatura le veda los papeles trágicos.
Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex remendón de la rue Saint-
Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la tragedia homónima
de Crébillon, logrando tan sólo que la gente se burlara de él.
-En nombre del cielo -exclamé-, dígame cuál es el método... si es que hay un método... que le ha
permitido leer en lo más profundo de mí.
En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto a reconocer.
-El frutero -replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la conclusión de que el remendón de suelas no
tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus omne.
-¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero.
-El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle... hará un cuarto de hora.
Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una gran cesta de manzanas, había
estado a punto de derribarme accidentalmente cuando pasábamos de la rue C... a la que recorríamos
ahora. Pero me era imposible comprender qué tenía eso que ver con Chantilly.
-Se lo explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la menor partícula de charlatanerie- y, para
que pueda comprender claramente, remontaremos primero el curso de sus reflexiones desde el
momento en que le hablé hasta el de su choque con el frutero en cuestión. Los eslabones principales
de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la Estereotomía, el
pavimento, el frutero.
Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido en remontar el
curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea
está llena de interés, y aquel que la emprende se queda asombrado por la distancia aparentemente
ilimitada e inconexa entre el punto de partida y el de llegada. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro
al oír las palabras que acababa de pronunciar Dupin y reconocer que correspondían a la verdad!
-Si no me equivoco -continuó él-, habíamos estado hablando de caballos justamente al abandonar
la rue C... Éste fue nuestro último tema de conversación. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un
frutero que traía una gran canasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted
contra una pila de adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación. Usted pisó
una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor,
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murmuró algunas palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio.
Yo no estaba especialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación se ha
convertido para mí en una necesidad.
»Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire quisquilloso los agujeros
y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en las piedras), hasta
que llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines experimentales ha sido
pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar que
sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”, término que
se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para usted sería imposible
decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro;
ahora bien, cuando discutimos no hace mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué
curiosa manera, por lo demás desconocida, las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto
confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto, que usted no dejaría
de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y estaba seguro de que lo haría. Efectivamente,
miró usted hacia lo alto y me sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese
momento. Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el escritor
satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del remendón antes de calzar los
coturnos, y cita un verso latino sobre el cual hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió Urión; y dada cierta acritud
que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Era claro,
pues, que no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por
la sonrisa que pasó por sus labios. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese
momento había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en toda su estatura. Me
sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto interrumpí
sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría
mejor en el Théâtre des Variétés.
Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición nocturna de la Gazette des Tribunaux
cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra atención:
«EXTRAÑOS ASESINATOS.- Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del Quartier Saint Roch
fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos procedentes del cuarto piso de una casa
situada en la rue Morgue, ocupada por Madame L’Espanaye y su hija, Mademoiselle Camille
L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el acceso a la casa, después de perder algún tiempo,
se forzó finalmente la puerta con una ganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en compañía de
dos gendarmes. Por ese entonces los gritos habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el
primer tramo de la escalera se oyeron dos o más voces que discutían violentamente y que parecían
proceder de la parte superior de la casa. Al llegar al segundo piso, las voces callaron a su vez,
reinando una profunda calma. Los vecinos se separaron y empezaron a recorrer las habitaciones
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una por una. Al llegar a una gran cámara situada en la parte posterior del cuarto piso (cuya puerta,
cerrada por dentro con llave, debió ser forzada), se vieron en presencia de un espectáculo que les
produjo tanto horror como estupefacción.
»El aposento se hallaba en el mayor desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas
direcciones. El colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una silla había una
navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres largos y espesos mechones de
cabello humano igualmente empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido arrancados
de raíz. Se encontraron en el piso cuatro Napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes
de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro mil francos
en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido abiertos y aparentemente
saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas. Descubrióse una pequeña caja fuerte
de hierro debajo de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No
contenía nada, aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia.
»No se veía huella alguna de Madame L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una insólita
cantidad de hollín al pie de la chimenea se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosa horrible de
describir!) el cadáver de su hija, cabeza abajo, el cual había sido metido a la fuerza en la estrecha
abertura y considerablemente empujado hacia arriba. El cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo
se advirtieron en él numerosas excoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fuera
introducido y por la que requirió arrancarlo de allí. Veíanse profundos arañazos en el rostro, y en la
garganta aparecían contusiones negruzcas y profundas huellas de uñas, como si la víctima hubiera
sido estrangulada.
»Luego de una cuidadosa búsqueda en cada porción de la casa, sin que apareciera nada nuevo,
los vecinos se introdujeron en un pequeño patio pavimentado de la parte posterior del edificio y
encontraron el cadáver de la anciana señora, la cual había sido degollada tan salvajemente que, al
tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco. Horribles mutilaciones aparecían
en la cabeza y en el cuerpo, y este último apenas presentaba forma humana.
»Hasta el momento no se ha encontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible
misterio.»
La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales:
«La Tragedia de la rue Morgue.-Diversas personas han sido interrogadas con relación a este
terrible y extraordinario suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él.
Damos a continuación las declaraciones obtenidas:
»Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de
cuya ropa se ocupaba. La anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban
sumamente cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada sobre su modo de vida y sus
medios de subsistencia. Creía que Madame L. decía la buenaventura. Pasaba por tener dinero
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guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando iba a buscar la ropa o la devolvía.
Estaba segura de que no tenían ningún criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún
mueble, salvo en el cuarto piso.
»Pierre Moreau, vendedor de tabaco, declara que desde hace cuatro años vendía regularmente
pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a Madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha
residido siempre en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de seis años la casa donde
se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero, que alquilaba las habitaciones
superiores a diversas personas. La casa era de propiedad de Madame L., quien se sintió disgustada
por los abusos que cometía su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar parte
alguna. La anciana señora daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas cinco o seis veces
durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada y pasaban por tener dinero. Había
oído decir a los vecinos que Madame L. decía la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar
a nadie, salvo a la anciana y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un
médico que hizo ocho o diez visitas.
»Muchos otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado de nadie
que frecuentara la casa. Se ignora si Madame L. y su hija tenían parientes vivos. Pocas veces se
abrían las persianas de las ventanas delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre cerradas,
salvo las de la gran habitación en la parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en excelente
estado y no era muy antigua.
»Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a
la casa, encontró a unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó
finalmente la entrada, con una bayoneta y no con una ganzúa. No le costó mucho abrirla, pues
se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores ni arriba ni abajo. Los alaridos
continuaron hasta que se abrió la puerta, cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (o
personas) que sufrieran los más agudos dolores; eran gritos agudos y prolongados, no breves y
precipitados. El testigo trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces
que discutían con fuerza y agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y muy
extraña. Pudo entender algunas palabras provenientes de la primera voz, que correspondía a un
francés. Estaba seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré
y diable. La voz más aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de un hombre o
una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que hablaba en español. El estado
de la habitación y de los cadáveres fue descrito por el testigo en la misma forma que lo hicimos
ayer.
»Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró
en la casa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la puerta, volvieron
a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo avanzado de la hora, se estaba
reuniendo rápidamente. El testigo piensa que la voz más aguda pertenecía a un italiano. Está
seguro de que no se trataba de un francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina.
Pudo ser la de una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir
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las palabras, pero por la entonación está convencido de que quien hablaba era italiano. Conocía a
Madame L. y a su hija. Había conversado frecuentemente con ellas. Estaba seguro de que la voz
aguda no pertenecía a ninguna de las difuntas.
»Odenheimer, restaurateur. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla
francés, testimonió mediante un intérprete. Es originario de Ámsterdam. Pasaba frente a la casa
cuando se oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran prolongados y
agudos, tan horribles como penosos de oír. El testigo fue uno de los que entraron en el edificio.
Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que
la voz más aguda pertenecía a un hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguir las
palabras pronunciadas. Eran fuertes y precipitadas, desiguales y pronunciadas aparentemente con
tanto miedo como cólera. La voz era áspera; no tanto aguda como áspera. El testigo no la calificaría
de aguda. La voz más gruesa dijo varias veces: sacré, diable, y una vez mon Dieu.
»Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de
los Mignaud. Madame L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco
durante la primavera del año... (Ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas.
No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, en que personalmente extrajo la suma de
4.000 francos. La suma le fue pagada en oro y un empleado la llevó a su domicilio.
»Adolphe Le Bon, empleado de Mignaud e hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta
su residencia a Madame L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la
puerta, Mademoiselle L. vino a tomar uno de los sacos, mientras la anciana señora se encargaba del
otro. Por su parte, el testigo saludó y se retiró. No vio a persona alguna en la calle en ese momento.
Se trata de una calle poco importante, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que formaba parte del grupo que entró en la casa. Es de nacionalidad
inglesa. Lleva dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir las escaleras. Oyó
voces que disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras, pero ya
no las recuerda todas. Oyó claramente: sacré y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si
varias personas estuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado. La
voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no se trataba de la voz de
un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz de mujer. El testigo no comprende el alemán.
»Cuatro de los testigos nombrados más arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la
puerta del aposento donde se encontró el cadáver de Mademoiselle L. estaba cerrada por dentro
cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no se escuchaban quejidos ni rumores
de ninguna especie. No se vio a nadie en el momento de forzar la puerta. Las ventanas, tanto de
la habitación del frente como de la trasera, estaban cerradas y firmemente aseguradas por dentro.
Entre ambas habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La puerta que
comunicaba la habitación del frente con el corredor había sido cerrada con llave por dentro. Un
cuarto pequeño situado en el frente del cuarto piso, al comienzo del corredor, apareció abierto, con
la puerta entornada. La habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se
procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de la casa. Se enviaron
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deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa tiene cuatro pisos, con buhardillas
(mansardes). Una trampa que da al techo estaba firmemente asegurada con clavos y no parece
haber sido abierta durante años. Los testigos no están de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre
el momento en que escucharon las voces que disputaban y la apertura de la puerta de la habitación.
Algunos sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculan cinco. Costó mucho violentar la
puerta.
»Alfonzo Garcio, empresario de pompas fúnebres, habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad
española. Formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios
delicados y teme las consecuencias de toda agitación. Oyó las voces que disputaban. La más ruda
pertenecía a un francés. No pudo comprender lo que decía. La voz aguda era la de un inglés; está
seguro de esto. No comprende el inglés, pero juzga basándose en la entonación.
»Alberto Montani, confitero, declara que fue de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces
en cuestión, la voz ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras. El que hablaba parecía
reprochar alguna cosa. No pudo comprender las palabras dichas por la voz más aguda, que hablaba
rápida y desigualmente. Piensa que se trata de un ruso. Corrobora los testimonios restantes. Es de
nacionalidad italiana. Nunca habló con un nativo de Rusia.
»Nuevamente interrogados, varios testigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones
eran demasiado angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron “deshollinadores”,
cepillos cilíndricos como los que usan los que limpian chimeneas, por todos los tubos existentes
en la casa. No existe ningún pasaje en los fondos por el cual alguien hubiera podido descender
mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente
encajado en la chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco personas unieron sus
esfuerzos.
»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado al amanecer para examinar los cadáveres de
las víctimas. Los mismos habían sido colocados sobre el colchón del lecho correspondiente
a la habitación donde se encontró a Mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecía lleno de
contusiones y excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en la chimenea bastaba para
explicar tales marcas. La garganta estaba enormemente excoriada. Varios profundos arañazos
aparecían debajo del mentón, conjuntamente con una serie de manchas lívidas resultantes, con toda
evidencia, de la presión de unos dedos. El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían
de las órbitas. La lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago se descubrió una
gran contusión, producida, aparentemente, por la presión de una rodilla. Según opinión del doctor
Dumas, Mademoiselle L’Espanaye había sido estrangulada por una o varias personas. El cuerpo
de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el brazo derechos se
hallaban fracturados en mayor o menor grado. La tibia izquierda había quedado reducida a astillas,
así como todas las costillas del lado izquierdo. El cuerpo aparecía cubierto de contusiones y estaba
descolorido. Resultaba imposible precisar el arma con que se habían inferido tales heridas. Un
pesado garrote de mano, o una ancha barra de hierro, quizá una silla, cualquier arma grande,
pesada y contundente, en manos de un hombre sumamente robusto, podía haber producido esos
resultados. Imposible que una mujer pudiera infligir tales heridas con cualquier arma que fuese. La
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cabeza de la difunta aparecía separada del cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente contusa. Era
evidente que la garganta había sido seccionada con un instrumento muy afilado, probablemente
una navaja.
»Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar
los cuerpos. Confirmó el testimonio y las opiniones de este último.
»No se ha obtenido ningún otro dato de importancia, a pesar de haberse interrogado a varias
otras personas. Jamás se ha cometido en París un asesinato tan misterioso y tan enigmático en
sus detalles... si es que en realidad se trata de un asesinato. La policía está perpleja, lo cual no es
frecuente en asuntos de esta naturaleza. Pero resulta imposible hallar la más pequeña clave del
misterio.»
La edición vespertina del diario declaraba que en el Quartier Saint Roch reinaba una intensa
excitación, que se había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar del hecho, mientras
se interrogaba a nuevos testigos, pero que no se sabía nada nuevo. Un párrafo final agregaba, sin
embargo, que un tal Adolphe Le Bon acababa de ser arrestado y encarcelado, aunque nada parecía
acusarlo, a juzgar por los hechos detallados.
Dupin se mostraba singularmente interesado en el desarrollo del asunto; o por lo menos así me
pareció por sus maneras, pues no hizo el menor comentario. Tan sólo después de haberse anunciado
el arresto de Le Bon me pidió mi parecer acerca de los asesinatos.
No pude sino sumarme al de todo París y declarar que los consideraba un misterio insoluble. No
veía modo alguno de seguir el rastro al asesino.
-No debemos pensar en los modos posibles que surgen de una investigación tan rudimentaria
-dijo Dupin-. La policía parisiense, tan alabada por su penetración, es muy astuta pero nada más.
No procede con método, salvo el del momento. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero con
frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas a su objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain,
que pedía robe-de-chambre... pour mieux entendre la musique. Los resultados obtenidos son
con frecuencia sorprendentes, pero en su mayoría se logran por simple diligencia y actividad.
Cuando éstas son insuficientes, todos sus planes fracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre de
excelentes conjeturas y perseverante. Pero como su pensamiento carecía de suficiente educación,
erraba continuamente por el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión por mirar
el objeto desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular acuidad,
pero procediendo así perdía el conjunto de la cuestión. En el fondo se trataba de un exceso de
profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo
que se refiere al conocimiento más importante, es invariablemente superficial. La profundidad
corresponde a los valles, donde la buscamos, y no a las cimas montañosas, donde se la encuentra.
Las formas y fuentes de este tipo de error se ejemplifican muy bien en la contemplación de los
cuerpos celestes. Si se observa una estrella de una ojeada, oblicuamente, volviendo hacia ella la
porción exterior de la retina (mucho más sensible a las impresiones luminosas débiles que la parte
interior), se verá la estrella con claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual se empaña
apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que en este último caso llegan a nuestros ojos mayor
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cantidad de rayos, pero la porción exterior posee una capacidad de recepción mucho más refinada.
Por causa de una indebida profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y Venus misma
puede llegar a borrarse del firmamento si la escrutamos de manera demasiado sostenida, demasiado
concentrada o directa.
»En cuanto a esos asesinatos, procedamos personalmente a un examen antes de formarnos una
opinión. La encuesta nos servirá de entretenimiento (me pareció que el término era extraño,
aplicado al caso, pero no dije nada). Además, Le Bon me prestó cierta vez un servicio por el cual
le estoy agradecido. Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el
Prefecto de Policía, y no habrá dificultad en obtener el permiso necesario.
La autorización fue acordada, y nos encaminamos inmediatamente a la rue Morgue. Se trata de
uno de esos míseros pasajes que corren entre la rue Richelieu y la rue Saint Roch. Atardecía
cuando llegamos, pues el barrio estaba considerablemente distanciado del de nuestra residencia.
Encontramos fácilmente la casa, ya que aún había varias personas mirando las persianas cerradas
desde la acera opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de entrada y una casilla de
cristales con ventana corrediza, correspondiente a la loge de concierge. Antes de entrar recorrimos
la calle, doblamos por un pasaje y, volviendo a doblar, pasamos por la parte trasera del edificio,
mientras Dupin examinaba la entera vecindad, así como la casa, con una atención minuciosa cuyo
objeto me resultaba imposible de adivinar.
Volviendo sobre nuestros pasos retornamos a la parte delantera y, luego de llamar y mostrar nuestras
credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia. Subimos las escaleras, hasta llegar a la
habitación donde se había encontrado el cuerpo de Mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían
ambas víctimas. Como es natural, el desorden del aposento había sido respetado. No vi nada que
no estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo inspeccionaba todo, sin exceptuar
los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego a las otras habitaciones y al patio; un gendarme nos
acompañaba a todas partes. El examen nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de noche
cuando salimos. En el camino de vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de
uno de los diarios parisienses.
He dicho ya que sus caprichos eran muchos y variados, y que Je les ménagais (pues no hay
traducción posible de la frase). En esta oportunidad Dupin rehusó toda conversación vinculada
con los asesinatos, hasta el día siguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó si había
observado alguna cosa peculiar en el escenario de aquellas atrocidades.
Algo había en su manera de acentuar la palabra, que me hizo estremecer sin que pudiera decir por
qué.
-No, nada peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no hayamos encontrado ya referido en el diario.
-Me temo -repuso Dupin- que la Gazette no haya penetrado en el insólito horror de este asunto.
Pero dejemos de lado las vanas opiniones de ese diario. Tengo la impresión de que se considera
insoluble este misterio por las mismísimas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente
solucionable; me refiero a lo excesivo, a lo outré de sus características. La policía se muestra
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confundida por la aparente falta de móvil, y no por el asesinato en sí, sino por su atrocidad. Está
asimismo perpleja por la aparente imposibilidad de conciliar las voces que se oyeron disputando,
con el hecho de que en lo alto sólo se encontró a la difunta Mademoiselle L’Espanaye, aparte de
que era imposible escapar de la casa sin que el grupo que ascendía la escalera lo notara. El salvaje
desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza abajo, en la chimenea; la espantosa mutilación
del cuerpo de la anciana, son elementos que, junto con los ya mencionados y otros que no necesito
mencionar, han bastado para paralizar la acción de los investigadores policiales y confundir por
completo su tan alabada perspicacia. Han caído en el grueso pero común error de confundir lo
insólito con lo abstruso. Pero, justamente a través de esas desviaciones del plano ordinario de las
cosas, la razón se abrirá paso, si ello es posible, en la búsqueda de la verdad. En investigaciones
como la que ahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha ocurrido», como «qué hay
en lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente». En una palabra, la facilidad con
la cual llegaré o he llegado a la solución de este misterio se halla en razón directa de su aparente
insolubilidad a ojos de la policía.
Me quedé mirando a mi amigo con silenciosa estupefacción.
-Estoy esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la puerta de nuestra habitación- a alguien
que, si bien no es el perpetrador de esas carnicerías, debe de haberse visto envuelto de alguna
manera en su ejecución. Es probable que sea inocente de la parte más horrible de los crímenes.
Confío en que mi suposición sea acertada, pues en ella se apoya toda mi esperanza de descifrar
completamente el enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquier momento... y en esta
habitación. Cierto que puede no venir, pero lo más probable es que llegue. Si así fuera, habrá que
retenerlo. He ahí unas pistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión
se presenta.
Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin poder creer lo que estaba oyendo, mientras
Dupin, como si monologara, continuaba sus reflexiones. Ya he mencionado su actitud abstraída
en esos momentos. Sus palabras se dirigían a mí, pero su voz, aunque no era forzada, tenía esa
entonación que se emplea habitualmente para dirigirse a alguien que se halla muy lejos. Sus ojos,
privados de expresión, sólo miraban la pared.
-Las voces que disputaban y fueron oídas por el grupo que trepaba la escalera -dijo- no eran
las de las dos mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con esto queda eliminada
toda posibilidad de que la anciana señora haya matado a su hija, suicidándose posteriormente.
Menciono esto por razones metódicas, ya que la fuerza de Madame de L’Espanaye hubiera sido por
completo insuficiente para introducir el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado,
amén de que la naturaleza de las heridas observadas en su cadáver excluye toda idea de suicidio.
El asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstos pertenecían las voces que se escucharon
mientras disputaban. Permítame ahora llamarle la atención, no sobre las declaraciones referentes a
dichas voces, sino a algo peculiar en esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted?
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Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz más ruda debía ser la de un
francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o, como la calificó uno de ellos, la
voz áspera.
-Tal es el testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted no ha observado nada
característico. Y, sin embargo, había algo que observar. Como bien ha dicho, los testigos coinciden
sobre la voz ruda. Pero, con respecto a la voz aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en
desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado
de describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada uno de ellos está
seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no a la voz de una
persona perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la inversa. El francés supone que
es la voz de un español, y agrega que “podría haber distinguido algunas palabras si hubiera sabido
español”. El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos enteramos de que “como no
habla francés, testimonió mediante un intérprete”. El inglés piensa que se trata de la voz de un
alemán, pero el testigo “no comprende el alemán”. El español “está seguro” de que se trata de un
inglés, pero “juzga basándose en la entonación”, ya que “no comprende el inglés”. El italiano cree
que es la voz de un ruso, pero “nunca habló con un nativo de Rusia”. Un segundo testigo francés
difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz de un italiano. No está familiarizado con
la lengua italiana, pero al igual que el español, “está convencido por la entonación”. Ahora bien:
¡Cuan extrañamente insólita tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse semejantes
testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa
no pudieran reconocer nada familiar! Me dirá usted que podía tratarse de la voz de un asiático
o un africano. Ni unos ni otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad, me limitaré
a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo califica la voz de “áspera, más que aguda”.
Otros dos señalan que era «precipitada y desigual». Ninguno de los testigos se refirió a palabras
reconocibles, a sonidos que parecieran palabras.
»No sé -continuó Dupin- la impresión que pudo haber causado hasta ahora en su entendimiento,
pero no vacilo en decir que cabe extraer deducciones legítimas de esta parte del testimonio -la
que se refiere a las voces ruda y aguda-, suficientes para crear una sospecha que debe de orientar
todos los pasos futuros de la investigación del misterio. Digo «deducciones legítimas», sin
expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que las deducciones son las únicas que
corresponden, y que la sospecha surge inevitablemente como resultado de las mismas. No le diré
todavía cuál es esta sospecha. Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para dar
forma definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar del hecho.
«Transportémonos ahora con la fantasía a esa habitación. ¿Qué buscaremos en primer lugar? Los
medios de evasión empleados por los asesinos. Supongo que bien puedo decir que ninguno de
los dos cree en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L’Espanaye no fueron
asesinadas por espíritus. Los autores del hecho eran de carne y hueso, y escaparon por medios
materiales. ¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una manera de razonar sobre este punto, y
esa manera debe conducirnos a una conclusión definida. Examinemos uno por uno los posibles
medios de escape. Resulta evidente que los asesinos se hallaban en el cuarto donde se encontró
a Mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en la pieza contigua, en momentos en que el grupo
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subía las escaleras. Vale decir que debemos buscar las salidas en esos dos aposentos. La policía
ha levantado los pisos, los techos y la mampostería de las paredes en todas direcciones. Ninguna
salida secreta pudo escapar a sus observaciones. Pero como no me fío de sus ojos, miré el lugar con
los míos. Efectivamente, no había salidas secretas. Las dos puertas que comunican las habitaciones
con el corredor estaban bien cerradas, con las llaves por dentro. Veamos ahora las chimeneas.
Aunque de diámetro ordinario en los primeros ocho o diez pies por encima de los hogares, los
tubos no permitirían más arriba el paso del cuerpo de un gato grande. Quedando así establecida la
total imposibilidad de escape por las vías mencionadas nos vemos reducidos a las ventanas. Nadie
podría haber huido por la del cuarto delantero, ya que la muchedumbre reunida lo hubiese visto.
Los asesinos tienen que haber pasado, pues, por las de la pieza trasera. Llevados a esta conclusión
de manera tan inequívoca, no nos corresponde, en nuestra calidad de razonadores, rechazarla por
su aparente imposibilidad. Lo único que cabe hacer es probar que esas aparentes “imposibilidades”
no son tales en realidad.
»Hay dos ventanas en el aposento. Contra una de ellas no hay ningún mueble que la obstruya, y es
claramente visible. La porción inferior de la otra queda oculta por la cabecera del pesado lecho, que
ha sido arrimado a ella. La primera ventana apareció firmemente asegurada desde dentro. Resistió
los más violentos esfuerzos de quienes trataron de levantarla. En el marco, a la izquierda, había
una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo clavo hundido casi hasta la cabeza. Al
examinar la otra ventana se vio que había un clavo colocado en forma similar; todos los esfuerzos
por levantarla fueron igualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente segura de que la
huida no se había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró superfluo extraer los clavos y
abrir las ventanas.
»Mi examen fue algo más detallado, y eso por la razón que acabo de darle: allí era el caso de probar
que todas las aparentes imposibilidades no eran tales en realidad.
«Seguí razonando en la siguiente forma... a posteriori. Los asesinos escaparon desde una de esas
ventanas. Por tanto, no pudieron asegurar nuevamente los marcos desde el interior, tal como fueron
encontrados -consideración que, dado lo obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de la policía
en ese terreno. Los marcos estaban asegurados. Es necesario, pues, que tengan una manera de
asegurarse por sí mismos. La conclusión no admitía escapatoria. Me acerqué a la ventana que
tenía libre acceso, extraje con alguna dificultad el clavo y traté de levantar el marco. Tal como lo
había anticipado, resistió a todos mis esfuerzos. Comprendí entonces que debía de haber algún
resorte oculto, y la corroboración de esta idea me convenció de que por lo menos mis premisas
eran correctas, aunque el detalle referente a los clavos continuara siendo misterioso. Un examen
detallado no tardó en revelarme el resorte secreto. Lo oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento,
me abstuve de levantar el marco.
»Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente. Una persona que escapa por la ventana
podía haberla cerrado nuevamente, y el resorte habría asegurado el marco. Pero, ¿cómo reponer
el clavo? La conclusión era evidente y estrechaba una vez más el campo de mis investigaciones.
Los asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, pues, que los resortes
fueran idénticos en las dos ventanas, como parecía probable, necesariamente tenía que haber una
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diferencia entre los clavos, o por lo menos en su manera de estar colocados. Trepando al armazón
de la cama, miré minuciosamente el marco de sostén de la segunda ventana. Pasé la mano por la
parte posterior, descubriendo enseguida el resorte que, tal como había supuesto, era idéntico a su
vecino. Miré luego el clavo. Era tan sólido como el otro y aparentemente estaba fijo de la misma
manera y hundido casi hasta la cabeza.
»Pensará usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha comprendido la naturaleza de mis
inducciones. Para usar una frase deportiva, hasta entonces no había cometido “falta”. No había
perdido la pista un solo instante. Los eslabones de la cadena no tenían ninguna falla. Había
perseguido el secreto hasta su última conclusión: y esa conclusión era el clavo. Ya he dicho que
tenía todas las apariencias de su vecino de la otra ventana; pero el hecho, (por más concluyente
que pareciera), resultaba de una absoluta nulidad comparado con la consideración de que allí, en
ese punto, se acababa el hilo conductor. “Tiene que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé.
Al tocarlo, su cabeza quedó entre mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de la espiga.
El resto de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había roto. La fractura era muy
antigua, (pues los bordes aparecían herrumbrados), y parecía haber sido hecho de un martillazo,
que había hundido parcialmente la cabeza del clavo en el marco inferior de la ventana. Volví a
colocar cuidadosamente la parte de la cabeza en el lugar de donde la había sacado, y vi que el clavo
daba la exacta impresión de estar entero; -la fisura resultaba invisible. Apretando el resorte, levanté
ligeramente el marco; la cabeza del clavo subió con él, sin moverse de su lecho. Cerré la ventana,
y el clavo dio otra vez la impresión de estar dentro.
»Hasta ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino había huido por la ventana que daba a
la cabecera del lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex profeso) la ventana había quedado
asegurada por su resorte. Y la resistencia ofrecida por éste había inducido a la policía a suponer
que se trataba del clavo, dejando así de lado toda investigación suplementaria.
»La segunda cuestión consiste en el modo del descenso. Mi paseo con usted por la parte trasera
de la casa me satisfizo al respecto. A unos cinco pies y medio de la ventana en cuestión corre una
varilla de pararrayos. Desde esa varilla hubiera resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho
menos introducirse por ella. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso pertenecen
a esa curiosa especie que los carpinteros parisienses denominan ferrades; es un tipo rara vez
empleado en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux.
Se las fabrica como una puerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble batiente), con la diferencia
de que la parte inferior tiene celosías o tablillas que ofrecen excelente asidero para las manos. En
este caso las persianas alcanzan un ancho de tres pies y medio. Cuando las vimos desde la parte
posterior de la casa, ambas estaban entornadas, es decir, en ángulo recto con relación a la pared. Es
probable que también los policías hayan examinado los fondos del edificio; pero, si así lo hicieron,
miraron las ferrades en el ángulo indicado, sin darse cuenta de su gran anchura; por lo menos no
la tomaron en cuenta. Sin duda, seguros de que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron
a un examen muy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que si se abría del todo la persiana
correspondiente a la ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría a unos dos pies de la varilla
del pararrayos. También era evidente que, desplegando tanta agilidad como coraje, se podía llegar
hasta la ventana trepando por la varilla. Estirándose hasta una distancia de dos pies y medio (ya
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que suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón habría podido sujetarse firmemente de
las tablillas de la celosía. Abandonando entonces su sostén en la varilla, afirmando los pies en la
pared y lanzándose vigorosamente hacia adelante habría podido hacer girar la persiana hasta que
se cerrara; si suponemos que la ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrar así
en la habitación.
»Le pido que tenga especialmente en cuenta que me refiero a un insólito grado de vigor, capaz de
llevar a cabo una hazaña tan azarosa y difícil. Mi intención consiste en demostrarle, primeramente,
que el hecho pudo ser llevado a cabo; pero, en segundo lugar, y muy especialmente, insisto en
llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigor capaz de cosa
semejante.
»Usando términos judiciales, usted me dirá sin duda que para «redondear mi caso» debería
subestimar y no poner de tal modo en evidencia la agilidad que se requiere para dicha proeza.
Pero la práctica de los tribunales no es la de la razón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi
propósito inmediato consiste en inducirlo a que yuxtaponga la insólita agilidad que he mencionado
a esa voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre cuya nacionalidad no pudieron
ponerse de acuerdo los testigos y en cuyos acentos no se logró distinguir ningún vocablo articulado.
Al oír estas palabras pasó por mi mente una vaga e informe concepción de lo que quería significar
Dupin. Me pareció estar a punto de entender, pero sin llegar a la comprensión, así como a veces nos
hallamos a punto de recordar algo que finalmente no se concreta. Pero mi amigo seguía hablando.
-Habrá notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de la salida de la casa a la del modo de
entrar en ella. Era mi intención mostrar que ambas cosas se cumplieron en la misma forma y en
el mismo lugar. Volvamos ahora al interior del cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha
dicho que los cajones de la cómoda habían sido saqueados, aunque quedaron en ellos numerosas
prendas. Esta conclusión es absurda. No pasa de una simple conjetura, bastante tonta por lo demás.
¿Cómo podemos asegurar que las ropas halladas en los cajones no eran las que éstos contenían
habitualmente? Madame L’Espanaye y su hija llevaban una vida muy retirada, no veían a nadie,
salían raras veces, y pocas ocasiones se les presentaban de cambiar de tocado. Lo que se encontró
en los cajones era de tan buena calidad como cualquiera de los efectos que poseían las damas.
Si un ladrón se llevó una parte, ¿por qué no tomó lo mejor... por qué no se llevó todo? En una
palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro, para cargarse con un hato de ropa? El oro
fue abandonado. La suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, apareció en su casi
totalidad en los sacos tirados por el suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos la
desatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los policías por esa parte del testimonio que
se refiere al dinero entregado en la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que
ésta (la entrega del dinero y el asesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a cada hora
de nuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas. En general, las coincidencias son grandes
obstáculos en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran de la teoría de las probabilidades,
esa teoría a la cual los objetivos más eminentes de la investigación humana deben los más altos
ejemplos. En esta instancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de que la suma hubiese sido
entregada tres días antes habría constituido algo más que una coincidencia. Antes bien, hubiera
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corroborado la noción de un móvil. Pero, dadas las verdaderas circunstancias del caso, si hemos de
suponer que el oro era el móvil del crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador era
lo bastante indeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el móvil al mismo tiempo.
»Teniendo, pues, presentes los puntos sobre los cuales he llamado su atención -la voz singular, la
insólita agilidad y la sorprendente falta de móvil en un asesinato tan atroz como éste-, echemos
una ojeada a la carnicería en sí. Estamos ante una mujer estrangulada por la presión de unas manos
e introducida en el cañón de la chimenea con la cabeza hacia abajo. Los asesinos ordinarios no
emplean semejantes métodos. Y mucho menos esconden al asesinado en esa forma. En el hecho de
introducir el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivamente inmoderado, algo
por completo inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos, incluso si suponemos
que su autor es el más depravado de los hombres. Piense, asimismo, en la fuerza prodigiosa que
hizo falta para introducir el cuerpo hacia arriba, cuando para hacerlo descender fue necesario el
concurso de varias personas.
»Volvámonos ahora a las restantes señales que pudo dejar ese maravilloso vigor. En el hogar
de la chimenea se hallaron espesos -muy espesos- mechones de cabello humano canoso. Habían
sido arrancados de raíz. Bien sabe usted la fuerza que se requiere para arrancar en esa forma
veinte o treinta cabellos. Y además vio los mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces
(cosa horrible) mostraban pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente de la prodigiosa fuerza
ejercida para arrancar quizá medio millón de cabellos de un tirón. La garganta de la anciana
señora no solamente estaba cortada, sino que la cabeza había quedado completamente separada
del cuerpo; el instrumento era una simple navaja. Lo invito a considerar la brutal ferocidad de
estas acciones. No diré nada de las contusiones que presentaba el cuerpo de Madame L’Espanaye.
Monsieur Dumas y su valioso ayudante, Monsieur Etienne, han decidido que fueron producidas
por un instrumento contundente, y hasta ahí la opinión de dichos caballeros es muy correcta. El
instrumento contundente fue evidentemente el pavimento de piedra del patio, sobre el cual cayó
la víctima desde la ventana que da sobre la cama. Por simple que sea, esto escapó a la policía
por la misma razón que se les escapó el ancho de las persianas: frente a la presencia de clavos se
quedaron ciegos ante la posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas alguna vez.
»Si ahora, en adición a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente sobre el extraño desorden
del aposento, hemos llegado al punto de poder combinar las nociones de una asombrosa agilidad,
una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una grotesquerie en el
horror por completo ajeno a lo humano, y una voz de tono extranjero para los oídos de hombres
de distintas nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible. ¿Qué resultado obtenemos? ¿Qué
impresión he producido en su imaginación?
Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría mi cuerpo.
-Un maníaco es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso escapado de alguna Maison de Santé
de la vecindad.
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-En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable. Pero, aun en sus más salvajes paroxismos,
las voces de los locos jamás coinciden con esa extraña voz escuchada en lo alto. Los locos
pertenecen a alguna nación, y, por más incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la
coherencia del silabeo. Además, el cabello de un loco no es como el que ahora tengo en la mano.
Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos rígidamente apretados de Madame L’Espanaye.
¿Puede decirme qué piensa de ellos?
-¡Dupin... este cabello es absolutamente extraordinario...! ¡No es cabello humano! -grité, trastornado
por completo.
-No he dicho que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes de que resolvamos este punto, le ruego
que mire el bosquejo que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo que en una parte de las
declaraciones de los testigos se describió como «contusiones negruzcas, y profundas huellas de
uñas» en la garganta de Mademoiselle L’Espanaye, y en otra (declaración de los señores Dumas y
Etienne) como «una serie de manchas lívidas que, evidentemente, resultaban de la presión de unos
dedos».
«Notará usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel- que este diseño indica una presión
firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento. Cada dedo mantuvo -probablemente hasta la
muerte de la víctima- su terrible presión en el sitio donde se hundió primero. Le ruego ahora que
trate de colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas impresiones, tal como aparecen en el
dibujo.
Lo intenté sin el menor resultado.
-Quizá no estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-. El papel es una superficie plana,
mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de madera, cuya circunferencia
es aproximadamente la de una garganta. Envuélvala con el dibujo y repita el experimento.
Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores.
-Esta marca -dije- no es la de una mano humana.
-Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje de Cuvier.
Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangután leonado de las islas de
la India oriental. La gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y las
tendencias imitativas de estos mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente comprendí todo el
horror del asesinato.
-La descripción de los dedos -dije al terminar la lectura- concuerda exactamente con este dibujo.
Sólo un orangután, entre todos los animales existentes, es capaz de producir las marcas que
aparecen en su diseño. Y el mechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de la bestia descrita
por Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender los detalles de este aterrador misterio.
Además, se escucharon dos voces que disputaban y una de ellas era, sin duda, la de un francés.
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-Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los testigos declararon haber oído decir a esa
voz las palabras: mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero)
acertó al sostener que la exclamación tenía un tono de reproche o reconvención. Sobre esas dos
palabras, pues, he apoyado todas mis esperanzas de una solución total del enigma. Un francés
estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy probable- que fuera inocente de toda
participación en el sangriento episodio. El orangután pudo habérsele escapado. Quizá siguió
sus huellas hasta la habitación; pero, dadas las terribles circunstancias que se sucedieron, le fue
imposible capturarlo otra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré con estas conjeturas
-pues no tengo derecho a darles otro nombre-, ya que las sombras de reflexión que les sirven de
base poseen apenas suficiente profundidad para ser alcanzadas por mi intelecto, y no pretenderé
mostrarlas con claridad a la inteligencia de otra persona. Las llamaremos conjeturas, pues, y nos
referiremos a ellas como tales. Si el francés en cuestión es, como lo supongo, inocente de tal
atrocidad, este aviso que deje anoche cuando volvíamos a casa en las oficinas de Le Monde (un
diario consagrado a cuestiones marítimas y muy leído por los navegantes) lo hará acudir a nuestra
casa.
Me alcanzó un papel, donde leí:
CAPTURADO.-En el Bois de Boulogne, en la mañana del... (La mañana del asesinato), se ha
capturado un gran orangután leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe que es
un marinero perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previa identificación satisfactoria
y pago de los gastos resultantes de su captura y cuidado. Presentarse al número... calle... Faubourg
Saint-Germain... tercer piso.
-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es un marinero y que pertenece
a un barco maltes?
-No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he aquí un trocito de cinta que, a juzgar por
su forma y su grasienta condición, debió de ser usado para atar el pelo en una de esas largas queues
de que tan orgullosos se muestran los marineros. Además, el nudo pertenece a esa clase que pocas
personas son capaces de hacer, salvo los marinos, y es característico de los malteses. Encontré
esta cinta al pie de la varilla del pararrayos. Imposible que perteneciera a una de las víctimas. De
todos modos, si me equivoco al deducir de la cinta que el francés era un marinero perteneciente a
un barco maltes, no he causado ningún daño al estamparlo en el aviso. Si me equivoco, el hombre
pensará que me he confundido por alguna razón que no se tomará el trabajo de averiguar. Pero
si estoy en lo cierto, hay mucho de ganado. Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el
francés vacilará, como es natural, antes de responder al aviso y reclamar el orangután. He aquí
cómo razonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy valioso y para un hombre como yo
representa una verdadera fortuna. ¿Por qué perderlo a causa de una tonta aprensión? Está ahí, a mi
alcance. Lo han encontrado en el Bois de Boulogne, a mucha distancia de la escena del crimen.
¿Cómo podría sospechar alguien que ese animal es el culpable? La policía está desorientada y no ha
podido encontrar la más pequeña huella. Si llegaran a seguir la pista del mono, les será imposible
probar que supe algo de los crímenes o echarme alguna culpa como testigo de ellos. Además,
soy conocido. El redactor del aviso me designa como dueño del animal. Ignoro hasta dónde llega
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su conocimiento. Si renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi pertenencia, las
sospechas recaerán, por lo menos, sobre el animal. Contestaré al aviso, recobraré el orangután y lo
tendré encerrado hasta que no se hable más del asunto.»
En ese momento oímos pasos en la escalera.
-Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las exhiba hasta que le haga una seña.
La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el visitante había entrado sin llamar,
subiendo algunos peldaños de la escalera. Pero, de pronto, pareció vacilar y lo oímos bajar. Dupin
corría ya a la puerta cuando advertimos que volvía a subir. Esta vez no vaciló, sino que, luego de
trepar decididamente la escalera, golpeó en nuestra puerta.
-¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial y alegre.
El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto y musculoso, con un semblante
en el que cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su rostro, muy atezado, aparecía en
gran parte oculto por las patillas y los bigotes. Traía consigo un grueso bastón de roble, pero al
parecer ésa era su única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las “buenas noches” en francés; a
pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era de origen parisiense.
-Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que viene en busca del orangután. Palabra, se
lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumo debe de tener gran valor. ¿Qué edad le
calcula usted?
El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se siente aliviado de un peso intolerable,
y contestó con tono reposado:
-No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí?
-¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la Rue Dubourg, cerca de aquí.
Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en condiciones de probar su
derecho de propiedad.
-Por supuesto que sí, señor.
-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.
-No quisiera que usted se hubiese molestado por nada -declaró el marinero-. Estoy dispuesto a
pagar una recompensa por el hallazgo del animal. Una suma razonable, se entiende.
-Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece muy justo. Déjeme pensar: ¿qué le pediré? ¡Ah, ya
sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted todo lo que sabe sobre esos crímenes en la
Rue Morgue.
Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad. Después, con igual
calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardó la llave en el bolsillo. Sacando luego una pistola, la
puso sin la menor prisa sobre la mesa.
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El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se hubiera apoderado de él.
Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo después se dejó caer de nuevo en el asiento,
temblando violentamente y pálido como la muerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde lo
más profundo de mi corazón.
-Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad -dijo cordialmente Dupin-. Le aseguro que
no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos de nosotros querer perjudicarlo: le doy mi
palabra de caballero y de francés. Estoy perfectamente enterado de que es usted inocente de las
atrocidades de la Rue Morgue. Pero sería inútil negar que, en cierto modo, se haya implicado en
ellas. Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que poseo medios de información sobre este
asunto, medios que le sería imposible imaginar. El caso se plantea de la siguiente manera: usted
no ha cometido nada que no debiera haber cometido, nada que lo haga culpable. Ni siquiera se le
puede acusar de robo, cosa que pudo llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni razón
para hacerlo. Por otra parte, el honor más elemental lo obliga a confesar todo lo que sabe. Hay un
hombre inocente en la cárcel, acusado de un crimen cuyo perpetrador puede usted denunciar.
Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado en buena parte su
compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíase desvanecido por completo.
-¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-. Sí, le diré todo lo que sé sobre este asunto,
aunque no espero que crea ni la mitad de lo que voy a contarle... ¡Estaría loco si pensara que van a
creerme! Y, sin embargo, soy inocente, y lo confesaré todo aunque me cueste la vida.
En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, había hecho un viaje al archipiélago
índico. Un grupo del que formaba parte desembarcó en Borneo y penetró en el interior a fin de hacer
una excursión placentera. Entre él y un compañero capturaron al orangután. Como su compañero
falleciera, quedó dueño único del animal. Después de considerables dificultades, ocasionadas
por la indomable ferocidad de su cautivo durante el viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo
en su casa de París, donde, para aislarlo de la incómoda curiosidad de sus vecinos, lo mantenía
cuidadosamente recluido, mientras el animal curaba de una herida en la pata que se había hecho
con una astilla a bordo del buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuesto a venderlo.
Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga de marineros, nuestro
hombre se encontró con que el orangután había penetrado en su dormitorio, luego de escaparse
de la habitación contigua donde su captor había creído tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en
mano y embadurnado de jabón, habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como,
sin duda, había visto hacer a su amo espiándolo por el ojo de la cerradura. Aterrado al ver arma tan
peligrosa en manos de un animal que, en su ferocidad, era harto capaz de utilizarla, el marinero
se quedó un instante sin saber qué hacer. Por lo regular, lograba contener al animal, aun en sus
arrebatos más terribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Pero al verlo,
el orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas, saltando por una
ventana que desgraciadamente estaba abierta, se dejó caer a la calle.
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Los leones104
...Y las gentes se fueron pisando sobre sus diez dedos, llenas de asombro
Sátiras del obispo Hall
Hoy -vale decir fui- un gran hombre; no soy, sin embargo, ni el autor de Junius ni el hombre de la
máscara de hierro. Puede creérseme que mi nombre es Robert Jones y que nací en alguna parte de
la ciudad de Fum-Fudge.
La primera acción de mi vida consistió en tomarme la nariz con ambas manos. Mi madre vio esto
y me llamó genio; mi padre lloró de alegría, regalándome luego un tratado de Nasología. Me lo
aprendí antes de usar los primeros pantalones.
Comencé a abrirme camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre disponía de
una nariz lo suficientemente conspicua le bastaría andar detrás de ella para llegar a convertirse en
un «león» social. Pero no me limitaba a atender solamente a la teoría. Todas las mañanas aplicaba
a mi proboscis un par de tirones y me enviaba al coleto media docena de tragos.
Cuando llegué a la mayoría de edad, mi padre me invitó cierto día a entrar en su despacho.
-Hijo mío -manifestó cuando nos hubimos sentado-. ¿Cuál es la finalidad esencial de tu existencia?
-Padre -contesté-, es el estudio de la Nasología.
-¿Y qué es la Nasología, Robert?
-La Ciencia de las Narices, señor -contesté, amostazado.
-¿Y puedes decirme cuál es el significado de una nariz?
-Una nariz, padre mío -dije, grandemente aplacado-, ha sido diversamente definida por unos mil
autores diferentes. (Aquí saqué el reloj y lo consulté.) Es casi mediodía, es decir, que tendremos
tiempo de mencionarlos a todos antes de medianoche. Comencemos, pues: La nariz, según
Bartolinus, es esa protuberancia, esa saliente, esa excrecencia, esa...
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-Ya basta, Robert -me interrumpió aquel excelente caballero-. Me quedo estupefacto ante la
extensión de tus conocimientos. Me pasmas, palabra de honor. (Aquí cerró los ojos y se llevó la
mano al corazón.) ¡Acércate! (Aquí me tomó del brazo.) Tu educación puede considerarse como
terminada... y es tiempo de que te arregles por tu cuenta. Nada mejor podrías hacer que limitarte a
seguir a tu nariz... así... así... y así... (Aquí me echó a puntapiés escaleras abajo.) ¡Vete de mi casa,
pues, y que Dios te bendiga!
Como sentía dentro de mí el divino afflatus, consideré este accidente más afortunado que otra cosa.
Resolví guiarme por el consejo paterno. Decidí seguir a mi nariz. Le di uno o dos tirones y escribí
al punto un folleto sobre Nasología.
Toda Fum-Fudge entró en conmoción.
-¡Genio maravilloso! -dijo el Quarterly.
-¡Fisiólogo soberbio! -dijo el Westminster.
-¡Un hombre inteligente! -dijo el Foreign.
-¡Magnífico escritor! -dijo Edinburgh.
-¡Pensador profundo! -dijo el Dublín.
-¡Grande hombre! -dijo el Bentley.
-¡Alma divina! -dijo el Fraser.
-¡Uno de los nuestros! -dijo el Blackwood.
-¿Quién podrá ser? -dijo la señora Marisabidilla.
-¿Quién podrá ser? -dijo la primera señorita Marisabidilla.
-¿Quién podrá ser? -dijo la segunda señorita Marisabidilla.
Pero yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el estudio de un artista.
La Duquesa Fulana posaba para su retrato. El Marqués Mengano se ocupaba del perrito de la
Duquesa. El Conde de Zutano jugaba con sus frasquitos de sales. Su Alteza Real Perengano
inclinábase sobre la silla de la Duquesa.
Acerquéme al artista y levantó la nariz.
-¡Oh, cuan hermosa! -suspiró su Gracia.
-¡Oh, rayos! -susurró el Marqués.
-¡Oh, qué repugnante! -gruñó el Conde.
-¡Oh, qué abominable! -bramó su Alteza Real.
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Estaba Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y preexistente;
de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las homeomerías.
Estaba Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de Nicea, del
puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios.
Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el muritón de lengua roja, las coliflores con
salsa velouté, la ternera à la St. Menehoult, la marinada à la St. Florentin y las jaleas de naranjas
en mosaïques.
Estaba Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al
Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al
Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó la cabeza ante el Clos de Vougeôt, y, cerrando los ojos,
nos dijo la diferencia que hay entre el Jerez y el Amontillado.
Estaba el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino,
de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de Tiziano, de las damas
de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.
Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la luna se llama
Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.
Había un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los ángeles eran
caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas, y que la tierra
estaba sostenida por una vaca color celeste, con incalculable cantidad de cuernos verdes.
Estaba Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres tragedias perdidas
de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a los trescientos noventa y un discursos
de Lisias, a los ciento ochenta tratados de Teofrasto, al octavo libro del tratado de las secciones
cónicas de Apolonio, a los himnos y ditirambos de Píndaro y a las cuarenta y cinco tragedias de
Homero (hijo).
Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los fuegos
internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y solidiformes; sobre cuarzo
y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca trapeana, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre
la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio
y la calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.
Estaba yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí. Levanté la
nariz y hablé de mí.
-¡Qué maravillosa inteligencia! -dijo el Príncipe.
-¡Soberbia! -dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su Gracia la Duquesa
Fulana.
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-¿Irá usted al salón de Almack, encantadora criatura? -me dijo, dándome unos golpecitos en el
mentón.
-Por mi honor... iré -dije.
-¿Con nariz y todo? -preguntó.
-Como que estoy vivo -dije.
-Pues bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que estará usted presente?
-Querida Duquesa, de todo corazón.
-¡Bah, no me interesa el corazón! Diga, más bien: De toda nariz.
-Cada trocito de ella, amor mío -dije; y luego de retorcerme una o dos veces la nariz, me encontré
en el salón de Almack.
Las diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.
-¡Ahí viene! -dijo alguien en la escalera.
-¡Ahí viene! -dijo otro algo más arriba.
-¡Ahí viene! -dijo un tercero, aún más lejos.
-¡Ha llegado! -exclamó la Duquesa-. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!
Y, tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.
Siguió a esto una gran conmoción entre los presentes.
-Diavolo! -gritó el Conde Capricornutti.
-¡Dios guarde! -murmuró Don Estilete.
-Mille tonnerres! -exclamó el Príncipe de Grenouille.
-Tousand Teufel! -gruñó el Elector de Bluddennuff.
Esto ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff.
-¡Caballero -le dije-, es usted un mandril!
-Caballero -repuso él, luego de una pausa-, Donner und Blitzen!
Con esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice volar la nariz
de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.
-Bête! -dijo el primero.
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Ligeia105
Joseph Glanvill
Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos
años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo
rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber,
su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz
profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos,
que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de
las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No
cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole,
pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra,
Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi
amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue
por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me
estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica
ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de
extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron?
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Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet
del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos,
seguramente presidieron el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia.
Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano
intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza
y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en
mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando
posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era
el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que
las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus
facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas
del paganismo. “No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas
las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones.” No obstante,
aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía
que su hermosura era, en verdad, “exquisita” y percibía mucho de “extraño” en ella, en vano
intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de “lo extraño”. Examiné
el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una
majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud
y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de
cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto
homérico: “cabellera de jacinto”. Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos
medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y
suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente
curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo
de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa
calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un
brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida
y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también
aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los
griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense.
Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de
mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de
nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjabad. Pero sólo por instantes
-en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en
tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están
por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro
más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran
del mismo color. Sin embargo, lo “extraño” que encontraba en sus ojos era independiente de su
forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras
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cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión
de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por
sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de
las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas
grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas
de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente,
más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos
por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde
mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos
de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era
mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba
en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir
que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como
en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que
provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor
ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito,
en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una
crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo
he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente
una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que,
miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar
ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros.
Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que, quizá
simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?, nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: “Y allí
dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza?
Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de
su débil voluntad”.
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota
conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad
de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un
índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras
pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido,
la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de
los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el
milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi
mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía
(doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente
sus extrañas palabras.
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He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento
de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos
de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición
académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De
qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el
último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra
mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de
las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente:
que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente
conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico
mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años
de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué
etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco
conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga
y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa,
demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien
fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su
presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo
en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y
doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez
con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños
ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la
transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en
las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu
con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas
que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la
muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea
de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo.
Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo
de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta
el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió
la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería
demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba
al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no
había conocido hasta entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor
no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto.
Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya
devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de
semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada
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en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo
diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo
digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora
tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa
anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos
versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:
¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.
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-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un
movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas
cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte,
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una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no
se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil
voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a
su lecho de Muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave
murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de
Glanvill: “El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por
la flaqueza de su débil voluntad”.
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de
mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama
fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los
mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en
parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones
de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del
dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho
en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña
región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió
pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis
penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había
sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor.
¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices,
en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos
diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes
del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en
el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un
momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena
Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se
presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir,
movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento
tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente
olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel
lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de
la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado
sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz
plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible
sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que
trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y
decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico,
semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro
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de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples
perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una
serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho
nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura
fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito
negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas
de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más
importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban
cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un
material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano,
del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana.
Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares,
por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo
participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo.
Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de
la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de
simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso
a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una
infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en
los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la
introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba
una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del
primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la
índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto;
pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!)
hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos
de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra.
Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis
sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su
nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como
si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la
desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para
siempre?- en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se
repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño
hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a
los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó,
al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un
breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este
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ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces,
tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y
los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía
haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-,
no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad
para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e
insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras,
a los cuales aludiera en un comienzo.
Una noche, próximo el fin de setiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia
que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con
un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado.
Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y
habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los
movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los
tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros
casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los
naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su
rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse
y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le
habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la
luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un
objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada,
en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra
leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo
estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas
y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que
llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso
en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su
persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho,
y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé
que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento,
tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo
con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según
pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida
aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas
color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera
noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su
cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones
engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los
sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones
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de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras
trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor
del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando
con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me
asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una
marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba,
y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor,
permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo,
cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que
venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso,
pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas
no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil,
y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en
el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el
misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía
bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de
espanto indecible, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí
que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento
del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado
en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la
torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía
modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme
a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo
de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas,
dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en
la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la
superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme
con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué
a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido
procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió:
era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto
después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción
luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi
vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar
ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color
en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se
sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea
de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la
experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó,
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las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el
cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y
todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que
me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la
zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué
detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama
de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente
más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible,
y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme
que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de
nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más
irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la
otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era
quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza
que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se
relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto
sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de
la Muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando,
levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar
de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente,
hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura,
el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría
piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos,
un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía
ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules?
¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de
Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las
hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando
estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad?
¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a
mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la
atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran
más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura
que estaba ante mí. “¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son
los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de... los de LIGEIA!”
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Quinault - Atys
Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han
alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco
común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos
diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba
gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente
locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus
falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me
ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo
momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente
con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos
susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie
haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el
ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia
increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la
experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y
nulidad.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto
de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas
Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me
acosaba como un espíritu malévolo.
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Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en
madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama
y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar
morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos
cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca
de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que
el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos
dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy
singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde
nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se
extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo
la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo
oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al
echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el
aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que
surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa
y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin
el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que
se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna
de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y
echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió
deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas
las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él
no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud
me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último
peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido
por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí
una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar
de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente
cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se
enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de
la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque
del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de
pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos
encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y
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llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco
que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al
rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes.
Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta;
el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban
totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos
paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del
huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente.
Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de
popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos
con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado.
La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la
posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje
siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en
una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento
consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el
castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por
sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que
cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros
cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día
el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una
enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar
una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba
con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía, aproximadamente, porque sólo podíamos
adivinar la hora, volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con
propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos
sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se
apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro
plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado- y que para el sueco
no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal
punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó
envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos
acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo
con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las
que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y
sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y
mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender
el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana,
clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni
de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el
sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos
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de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes,
como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera
imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba
de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco;
pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba
melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora,
porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por
momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces
nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y
ningún sonido turbaba el sopor del kraken.
Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi
compañero resonó horriblemente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído,
“¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina
y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto
brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la
sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio
líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de
una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco
de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio
y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de
bronce asomaba por las portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de
innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo
que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese
huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo
distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante
un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su
propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones,
retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco
había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el
impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable
fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había
impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta
la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad
de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya
sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes
de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una
vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en
la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio
conveniente entre las enormes cuadernas del buque.
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Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer
uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro.
No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él
denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y
su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo
mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a
tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en
un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne
dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.
******
Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite
análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me
temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración
es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis
conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que
tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora
a mi alma.
******
Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino
se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones
cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una
locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos
del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde
tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré
escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al
mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la
arrojaré al mar.
******
Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas
cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido,
sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra.
Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea
y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado.
La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la
palabra DESCUBRIMIENTO.
Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado,
no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen
una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no
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poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular
de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa
anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras
imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas
remotas.
******
He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta
desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada
para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente
considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por
estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación
excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el
caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía
siempre que alguien ponía en duda su veracidad. “Tan seguro es, como que hay un mar donde el
barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino.”
******
Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor
atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de
mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad
avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento
estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba
el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de
ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca
y anticuada construcción.
******
Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado
por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas
desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante
sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre.
Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la
tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que
nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a
flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos
olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la
facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios
de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está
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prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural
que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una
corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
******
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la
menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede
diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se
mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi
estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto
ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en
su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan
extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque
poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia
del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto
de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos
científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el
capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo
caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi
en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí,
su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
******
El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se
deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y
ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo
que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las
sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se
convirtió en una ruina.
******
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que
nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir
los cuales las palabras tornado y simún, resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata
del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente
a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes
murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
******
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Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a
una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con
la velocidad con que cae una catarata.
******
Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la
curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación
y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia
algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en
sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que
una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.
******
La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad
de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas
desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De
repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos
concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas
paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi
destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y
entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y
se hunde...!
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en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me parece un inmenso pájaro
de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la
salida del sol, y tan cerca que su cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos seria
aprensión. Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la mala «seda» barnizada
de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido perjuicios inevitables. Esa seda, como me
lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas de una especie de gusano de tierra. El gusano
era cuidadosamente alimentado con moras -una fruta semejante a la sandía- y, cuando estaba
suficientemente gordo, lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de
papiro en su primer estado, y sufría variedad de procesos hasta convertirse finalmente en «seda».
¡Cosa singular, fue en un tiempo muy admirada como artículo de vestimenta femenina! Los globos
también se construían por lo general con seda. Una clase mejor de material, según parece, se halló
luego en el pulmón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente llamada
euphorbium, pero que en aquella época la botánica denominaba vencetósigo. Esta última clase
de seda recibía el nombre de seda-buckingham, a causa de su duración superior, y por lo general
se la preparaba para el uso barnizándola con una solución de caucho, sustancia que en algunos
aspectos debe de haberse asemejado a la gutta percha, ahora de uso común. Este caucho merecía
en ocasiones el nombre de goma de la India o goma de whist, y se trataba, sin duda, de uno de los
numerosos hongos existentes. No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera
arqueóloga.
Hablando de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre que
viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que surcan como
enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas seis mil toneladas y, a lo que
parece, vergonzosamente sobrecargado. No debería permitirse a esas diminutas embarcaciones
que llevaran más de un número fijo de pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que
volviera a bordo y muy pronto él y su salvavidas se perdieron de vista. Me alegra, querido amigo,
vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los meros individuos
puedan existir. La verdadera Humanidad sólo se preocupa por la masa. Y ya que estamos hablando
de la Humanidad, ¿sabía usted que nuestro inmortal Wiggins no es tan original en su concepción
de las Condiciones Sociales y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer?
Pundit me asegura que las mismas ideas fueron formuladas casi de la misma manera, hace unos mil
años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía un negocio al menudeo para
la venta de pieles de gato y otros animales. Pundit sabe, como no lo ignora usted, y no es posible
que se engañe. ¡Cuán admirablemente vemos verificada diariamente la profunda observación del
hindú Aries Tottle, (según la cita Pundit)! «Cabe así sostener que no una, o dos, o pocas veces, sino
repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones giran en círculo entre los hombres».
2 de abril.- Nos pusimos hoy al habla con el cúter magnético que se halla a cargo de la sección central
de los alambres telegráficos flotantes. Me entero de que cuando este dispositivo telegráfico fue
puesto en funcionamiento por Horse, se consideraba absolutamente imposible llevar los alambres a
través del mar, pero ahora lo imposible es comprender cuál era la dificultad. Así cambia el mundo.
Tempora mutantur... excúseme por citar en etrusco. ¿Qué haríamos sin el telégrafo atalántico?
(Pundit dice que antes se escribía «Atlántico».) Hicimos alto unos minutos para hablar con los del
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cúter y, entre otras gloriosas noticias, nos enteramos de que la guerra civil arde en África, mientras
la peste cumple una magnífica tarea tanto en Uropa como en Hacia. ¿No es sumamente notable
que, antes de que la Humanidad iluminara brillantemente la filosofía, el mundo tuviera costumbre
de considerar la Guerra y la Peste como calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se
elevaban rogativas para que esos males (!) no asolaran a la humanidad? ¿No resulta dificilísimo
comprender cuáles eran los principios e intereses que movían a nuestros antepasados? ¿Estaban
tan ciegos como para no percibir que la destrucción de una miríada de individuos representaba una
ventaja positiva para la masa?
3 de abril.- Resulta realmente muy divertido subir por la escala de cuerda que lleva a lo alto de la
esfera del globo y contemplar desde allí el mundo que nos rodea. Desde la barquilla, como bien
sabe usted, el panorama no es tan amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada
aquí (desde donde le escribo), en la piazza abierta, lujosamente cubierta de almohadones, de lo
alto del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier dirección. En este momento diviso
una verdadera muchedumbre de globos, que presentan un aspecto sumamente animado, mientras
el aire resuena con el zumbido de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo
(o como Pundit afirma) Violeta, que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad
de atravesar la atmósfera en todas direcciones, ascendiendo o descendiendo hasta encontrar una
corriente favorable, sus contemporáneos apenas le prestaban atención, creyéndole una especie
de loco ingenioso, y todo ello porque los filósofos (?) del momento declaraban que la cosa era
imposible. ¡Ah, me resulta completamente inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la
sagacidad de los antiguos savants! Pero en todas las edades, los mayores obstáculos al progreso en
las Artes han sido creados por los así llamados hombres de ciencia. Ciertamente, nuestros hombres
de ciencia no son tan intolerantes como los de antaño... Pero tengo algo muy raro que decirle al
respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos consintieron en
desengañar a la gente de la singular fantasía de que sólo existían dos caminos posibles para llegar
a la verdad? ¡Créalo, si le es posible! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los
Tiempos, vivió un filósofo turco (o más posiblemente hindú) llamado Aries Tottle. Esta persona
introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de investigación deductivo o a
priori. Comenzó postulando los axiomas o «verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó
«lógicamente» a los resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant.
Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog, apodado «el pastor
de Ettrick», que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o a posteriori.
Su teoría lo remitía todo a la Sensación. Hog procedía a observar, analizar y clasificar los hechos
-instantioe naturoe, como se les llamaba afectadamente- en leyes generales. En una palabra, el
método de Aries Tottle se basaba en noumena, y el de Hog, en phenomena. Pues bien, tan grande
admiración despertaba este último sistema que Aries Tottle quedó inmediatamente desacreditado.
Más tarde recobró terreno y se le permitió compartir el reino de la Verdad con su más moderno rival.
Los savants sostuvieron que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles
del conocimiento. Como usted sabe, «Baconiano» es un adjetivo inventado para reemplazar a
hogiano, por más eufónico y digno.
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Ahora bien, querido amigo, le aseguro rotundamente que expongo esta cuestión de la manera más
leal, y basándome en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá comprender, pues, cómo una
noción tan absurda debió retrasar el progreso de todo conocimiento verdadero, que avanza casi
invariablemente por saltos intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero reptar;
y durante siglos la ciega creencia en Hog hizo que, por así decirlo, se dejara prácticamente de
pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad cuyo origen sólo debía a su propia Alma. Ni siquiera
valía que aquella verdad fuese demostrable, pues los tozudos savants de la época sólo se fijaban en
el camino por el cual se había llegado a ella. No querían mirar los fines. «¡Veamos los medios, los
medios!», gritaban. Si al investigar los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries
(o sea, Carnero), ni en la categoría Hog (o sea, Cerdo), pues bien, los savants se negaban a seguir
adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no querían nada con él ni con su verdad.
Ni siquiera puede sostenerse aquí que, gracias al sistema de reptación, fuera posible acumular
grandes cantidades de verdad a lo largo de los tiempos, pues la represión de la imaginación era
un mal que no se compensaba con ninguna certeza que pudieran dar los antiguos métodos de
investigación. El error de aquellos Alamanes, Francos, Inglis y Amricanos (estos últimos, dicho sea
de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era análogo al del sabihondo que se imagina que
va a conocer mejor una cosa si la arrima a un centímetro de los ojos. Aquellas gentes se cegaban
a causa de los detalles. Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «hechos» no siempre eran tales,
cosa que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que ellos sostenían
que sí lo eran, y que tenían que serlo porque se presentaban como tales. Cuando tomaban el camino
del Carnero, su marcha era apenas tan derecha como los cuernos de un morueco, puesto que jamás
tenían un axioma que verdaderamente lo fuera. Debieron de estar muy ciegos para no verlo, aun en
su época, pues ya entonces gran cantidad de los axiomas «establecidos» habían sido rechazados.
Por ejemplo: Ex nihilo nihil fit, «un cuerpo no puede actuar allí donde no está», «no puede haber
antípodas», «la oscuridad no puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de proposiciones
semejantes, admitidas al comienzo como axiomas, eran consideradas como insostenibles aun en el
período del que hablo. ¡Gentes absurdas que persistían en depositar su fe en los “axiomas” como
bases inmutables de la Verdad! Aun si se los extrae de las obras de sus razonadores más sólidos,
es facilísimo demostrar la futileza, la impalpabilidad de sus axiomas en general. ¿Quién fue el más
profundo de sus lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será que vaya a preguntarle a Pundit; volveré dentro
de un minuto… ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y recientemente
traducido del Inglis -que, dicho sea de paso, parece haber constituido los rudimentos del Amricano.
Pundit afirma que se trata de la obra antigua más inteligente sobre la Lógica. El autor (muy estimado
en su tiempo) era un tal Miller o Mill, y nos enteramos, como detalle de cierta importancia, que era
dueño de un caballo de tahona llamado Bentham. Pero examinemos el tratado.
¡Ah! «La capacidad o la incapacidad de concebir algo -dice muy atinadamente Mr. Mill- no debe
considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática.» ¿Qué moderno que esté en
sus cabales osaría discutir este truismo? Lo único que puede asombrarnos es cómo a Mr. Mill se
le ocurrió mencionar una cosa tan obvia. Todo esto está muy bien… pero volvamos la página.
¿Qué encontramos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale decir, no
pueden coexistir en la naturaleza.» Mr. Mill quiere decir, por ejemplo, que un árbol tiene que ser
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un árbol o no serlo, o sea, que no puede al mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo;
pero yo le pregunto por qué. Y él me contesta -perfectamente seguro de lo que dice-: «Porque es
imposible concebir que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora bien, esto no es
una respuesta aceptable, ya que nuestro autor acaba de admitir como truismo que «la capacidad
o la incapacidad de concebir algo no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad
axiomática».
Pues bien, no me quejo de los antiguos porque su lógica fuera, como ellos mismos lo demuestran,
absolutamente infundada, fantástica y sin el menor valor, sino por su pomposa e imbécil proscripción
de todos los otros caminos de la Verdad, de todos los otros medios para alcanzarla, y su obstinada
limitación a los dos absurdos senderos -uno para arrastrarse y otro para reptar- donde se atrevieron
a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que volar.
Dicho sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se hubieran
quedado perplejos si hubieran tenido que determinar por cuál de sus dos caminos se había logrado
la más importante y sublime de todas sus verdades? Aludo a la verdad de la Gravitación. Newton
la debió a Kepler. Kepler admitió que había conjeturado sus tres leyes, esas tres leyes admirables
que llevaron al gran matemático inglis a su principio, esas leyes que eran la base de todo principio
físico y para ir más allá de las cuales tenemos que penetrar en el Reino de la Metafísica. Sí,
Kepler conjeturó... es decir, imaginó. Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto
y que antes constituía un epíteto despectivo. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido la misma
perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos «caminos» descifra un criptógrafo
un mensaje en clave especialmente secreto, y por cuál de los dos caminos encaminó Champollion
a la humanidad hacia esas duraderas e innumerables verdades que se derivaron del desciframiento
de los Jeroglíficos?
Una palabra más sobre este tema y habré terminado de aburrirlo. ¿No es extrañísimo que, con su
continuo parloteo sobre los caminos de la Verdad, aquellos fanáticos no vieran el gran camino
que nosotros percibimos hoy tan claramente... el camino de la Coherencia? ¡Cuán singular que no
hayan sido capaces de deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta coherencia
debe ser una verdad absoluta! ¡Cuán evidente ha sido nuestro progreso desde que esta afirmación
fue formulada! Las investigaciones fueron arrancadas de las manos de los topos y confiadas como
tarea a los auténticos pensadores, a los hombres de imaginación ardiente. Estos últimos teorizan.
¿Puede usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en nuestros
progenitores si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo? Estos hombres,
repito, teorizan, y sus teorías son corregidas, reducidas, sistematizadas, eliminando poco a poco
sus residuos incoherentes... hasta que, por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más
estólido admitirá que, por ser coherentes, son absoluta e incuestionablemente verdaderas.
4 de abril.- El nuevo gas hace maravillas en combinación con el perfeccionamiento de la
gutapercha. ¡Cuán seguros, cómodos, manejables y excelentes son nuestros globos modernos! He
aquí uno inmenso que se nos acerca a una velocidad de por lo menos ciento cincuenta millas por
hora. Parece repleto de pasajeros (quizá haya a bordo trescientos o cuatrocientos) y, sin embargo,
vuela a una milla de altitud, contemplándonos desde lo alto con soberano desprecio. Empero,
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cien o aun doscientas millas horarias representan después de todo una travesía bastante lenta.
¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw? ¡Trescientas millas por hora! ¡Eso era
viajar! Imposible ver nada… Nuestras únicas ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los
magníficos salones. ¿Recuerda qué extraña sensación se experimentaba cuando, por casualidad,
teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad?
Cada cosa parecía única… en una sola masa. Por mi parte, debo decir que preferiría viajar en el
tren lento, el de cien millas horarias. Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas
abiertas, alcanzando alguna visión del paisaje… Pundit dice que el camino por donde pasa el gran
ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años. Llega
a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino, y que corresponden a ese antiquísimo
período. Parece que los rieles eran solamente dobles; como usted sabe, los nuestros tienen doce
rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles eran muy livianos y se hallaban
tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban tan baladíes como peligrosos. El ancho
actual de la trocha -cincuenta pies- se considera apenas suficientemente seguro… Por mi parte, no
dudo de que en tiempos muy remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit;
pues estoy convencidísima de que hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos, el Kanadaw
del Norte y el del Sur estuvieron unidos; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron
obligados a tender un gran ferrocarril a través del continente.
5 de abril.- Me siento casi devorada por el ennui. Pundit es la única persona con quien se puede
hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe más que de arqueología... Se ha pasado todo el día tratando
de convencerme de que los antiguos amricanos se gobernaban a sí mismos. ¿Oyó usted alguna vez
despropósito semejante? Sostiene que tenían una especie de confederación donde cada persona era
un individuo... a la manera de los «perros de las praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que
partieron de la idea más rara imaginable, a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales... y
esto en las mismas narices de las leyes de gradación, tan visiblemente impresas en todas las cosas,
tanto en el universo moral como en el físico. Todos los hombres «votaban», así lo llamaban, es
decir, se mezclaban en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de
todos es el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda) carecía
completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera circunstancia que perturbó seriamente
la autocomplacencia de los filósofos que habían construido esta «República» fue el sorprendente
descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba a los planes más fraudulentos, por medio
de los cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin posibilidad de descubrimiento o de
prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier partido político lo bastante vil como para no
sentir vergüenza del fraude. La menor reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con
toda claridad que la bellaquería debía predominar; en una palabra, que un gobierno republicano no
podía ser otra cosa que un gobierno de bellacos. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de
ruborizarse por su estupidez al no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas
teorías, la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Populacho, quien tomó las
cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías de los fabulosos Cerones y
Heliopávalos resultaban tan respetables como deliciosas. Este Populacho (un extranjero, dicho sea
de paso) parece haber sido el hombre más odioso que haya deshonrado la tierra. De gigantesca
estatura, insolente, rapaz, sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una hiena y el
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cerebro de un pavo real. De todos modos sirvió para algo, como ocurre con las cosas más viles, y
enseñó a la humanidad una lección que ésta no habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido
contrario a las analogías naturales. En cuanto al Republicanismo, imposible encontrarle ninguna
analogía en la faz de la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas»,
excepción que sólo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es una admirable
forma de gobierno… para perros.
6 de abril.- Anoche vi admirablemente bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del telescopio del
capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que presenta nuestro sol
en un día neblinoso. Aunque muchísimo más grande que el sol, dicho sea de paso, Alfa Lyrae se
le parece en cuanto a las manchas, la atmósfera y otros detalles. Sólo en el último siglo, según me
dice Pundit, comenzó a sospecharse la relación binaria existente entre estos dos astros. El evidente
movimiento de nuestro sistema en el espacio había sido considerado (¡cosa extraña!) como una
órbita en torno a una prodigiosa estrella situada en el centro de la galaxia. Conjeturábase que cada
uno de estos cuerpos celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común
a todos los astros de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las Pléyades; calculábase
que nuestro sistema completaba su circuito en 117.000.000 de años. Pero a nosotros, con nuestras
actuales luces y nuestros grandes perfeccionamientos en los telescopios, nos resulta imposible
imaginar la base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal Mudler. Cabe
presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis, pero de ser así hubiera debido
sostener la analogía en todo el desarrollo de su idea. Al sugerir un gran astro central, Mudler no
incurría en nada ilógico. Empero, y desde un punto de vista dinámico, este astro central tendría que
ser muchísimo más grande que todos los otros cuerpos celestes juntos. Cabía entonces preguntarse:
«¿Cómo es que no lo vemos?» Precisamente nosotros, que ocupamos la región media del inmenso
racimo, el lugar cerca del cual debería hallarse situado aquel inconcebible sol central, ¿cómo no lo
vemos? Quizá en este punto el astrónomo se refugió en una noción de no-luminosidad y al hacerlo
abandonó por completo la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro central no fuera luminoso,
¿cómo explicar que el incalculable ejército de resplandecientes soles que se encaminan hacia él no
lo iluminen? No hay duda de que lo que el sabio sostuvo al final fue la mera existencia de un centro
de gravedad común a todos los cuerpos del espacio; pero aquí tuvo que renunciar de nuevo a la
analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de un centro común de gravedad, pero lo hace en
relación con un sol material cuya masa compensa más que suficientemente las de todo el sistema
junto. El círculo matemático es una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta idea
del círculo, que con relación a la geometría terrena consideramos como meramente matemática,
distinguiéndola de la idea práctica de un círculo, esta idea es la única concepción práctica que cabe
mantener con respecto a los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la fantasía,
cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un punto en el centro
de la galaxia. ¡Intente la más vigorosa imaginación humana dar un solo paso hacia la comprensión
de un circuito tan inexpresable! Apenas resultaría paradójico decir que un relámpago, corriendo
por siempre en la circunferencia de este inconcebible círculo, correría por siempre en línea recta.
El camino de nuestro sol a lo largo de esta circunferencia, la dirección de nuestro sistema en
semejante órbita, no puede, para la percepción humana, haberse desviado en lo más mínimo de una
línea recta, ni siquiera en un millón de años; imposible suponer otra cosa, pese a lo cual aquellos
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astrónomos antiguos se dejaban engañar al punto de creer que una curvatura bien marcada habíase
hecho visible en el breve período de la historia astronómica en ese mero punto, en esa absoluta
nada de dos o tres mil años. ¡Cuán incomprensible es que consideraciones como las presentes no
les indicaran inmediatamente la verdad de las cosas… o sea, la revolución binaria de nuestro sol y
de Alpha Lyrae en torno a un centro común de gravedad!
7 de abril.- Continuamos anoche nuestras diversiones astronómicas. Vimos con mucha claridad
los cinco asteroides neptunianos y observamos con sumo interés la colocación de una pesada
imposta sobre dos dinteles en el nuevo templo de Dafnis, en la luna. Resultaba divertido pensar
que criaturas tan pequeñas como los selenitas y tan poco parecidas a los hombres muestran un
ingenio mecánico muy superior al nuestro. Cuesta además concebir que las enormes masas que
aquellas gentes manejan fácilmente sean tan livianas como nuestra razón nos lo enseña.
8 de abril.- ¡Eureka! Pundit resplandece de alegría. Un globo de Kanadaw nos habló hoy,
arrojándonos varios periódicos recientes. Contienen noticias sumamente curiosas sobre antigüedades
kanawdienses o más bien amricanas. Presumo que estará usted enterado de que numerosos obreros
se ocupan desde hace varios meses en preparar el terreno para una nueva fuente en Paraíso, el
principal jardín privado del Emperador. Parece ser que Paraíso, hablando literalmente, fue en
tiempos inmemoriales una isla -vale decir que su límite norte estuvo siempre constituido (hasta
donde lo indican los documentos) por un riacho o más bien un angosto brazo del mar-. Este brazo
se fue ensanchando gradualmente hasta alcanzar su amplitud actual de una milla. El largo total
de la isla es de nueve millas; el ancho varía mucho. Toda el área (según dice Pundit) hallábase,
hace unos ochocientos años, densamente cubierta de casas, algunas de las cuales tenían hasta
veinte pisos; por alguna razón inexplicable se consideraba la tierra como especialmente preciosa
en esta vecindad. Empero, el desastroso terremoto del año 2050 desarraigó y asoló de tal manera la
ciudad (pues era demasiado grande para llamarle poblado), que los más infatigables arqueólogos
no pudieron obtener jamás elementos suficientes (como monedas, medallas o inscripciones) para
establecer la más nebulosa teoría concerniente a las costumbres, modales, etc., etc., etc., de los
aborígenes. Puede decirse que todo lo que sabemos de ellos es que constituían parte de la tribu
salvaje de los Knickerbockers, que infestaba el continente en la época de su descubrimiento por
Recorder Riker, uno de los caballeros del Vellocino de Oro. No eran completamente incivilizados,
sino que cultivaban diversas artes e incluso ciencias, pero a su manera. Se dice que eran muy
perspicaces en ciertos aspectos pero atacados por la extraña monomanía de construir lo que en
el antiguo amricano se llamaba «iglesias», o sea, unas especies de pagodas instituidas para la
adoración de dos ídolos denominados Riqueza y Moda. Al final, nueve décimas partes de la isla
no eran más que iglesias. Las mujeres, según parece, estaban extrañamente deformadas por una
protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre, aunque se consideraba que esto era
el colmo de la belleza, cosa inexplicable. Se han conservado milagrosamente una o dos imágenes
de tan singulares mujeres. Tienen un aire muy raro... algo entre un pavo y un dromedario.
En fin, tales eran los pocos detalles que poseíamos acerca de los antiguos Knickerbockers. Parece,
sin embargo, que al cavar en el centro del jardín del emperador (que, como usted sabe, cubre toda
la isla), los obreros desenterraron un bloque cúbico de granito, evidentemente tallado y que pesaba
varios cientos de libras. Hallábase bien conservado y la convulsión que lo había sumido en la tierra
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no parecía haberlo dañado. En una de sus superficies había una placa de mármol con (¡imagínese
usted!) una inscripción… una inscripción legible. Pundit está arrobado. Al desprender la placa
apareció una cavidad conteniendo una caja de plomo donde había diversas monedas, un rollo de
papel con nombres, documentos que tienen el aire de periódicos, y otras cosas de fascinante interés
para el arqueólogo. No cabe duda de que se trata de auténticas reliquias americanas, pertenecientes
a la tribu de los Knickerbockers. Los diarios arrojados a nuestro globo contienen facsímiles de
las monedas, manuscritos, caracteres tipográficos, etc., etc. Copio para diversión de usted la
inscripción Knickerbocker de la placa de mármol:
Esta piedra fundamental de un monumento
a la memoria de
GEORGE WASHINGTON
fue colocada con las debidas ceremonias el
19 de octubre de 1847,
aniversario de la rendición de
Lord Cornwallis
al General Washington en Yorktown,
A.D. 1781,
bajo los auspicios de la
Asociación Pro Monumento a Washington
de la ciudad de Nueva York.
La precedente es traducción verbatim hecha por Pundit en persona, de modo que no puede haber
error. De estas pocas palabras preservadas surgen varios importantes tópicos de conocimiento, entre
los cuales el no menos interesante es que, hace mil años, los verdaderos monumentos habían caído
en desuso -lo cual estaba muy bien- y la gente se contentaba, como hacemos nosotros ahora, con
una mera indicación de sus intenciones de erigir un monumento en tiempos venideros colocando
cuidadosamente una piedra fundamental, «solitaria y sola» (me excusará usted por citar al gran
poeta amricano Benton), como garantía de tan magnánima intención. Asimismo, de esa admirable
piedra extraemos la seguridad del cómo, el dónde y el qué de la gran rendición de que en ella se
habla. En cuanto al dónde, fue en Yorktown (dondequiera que se hallara), y por lo que respecta
al qué, se trataba del General Cornwallis (sin duda algún acaudalado comerciante en granos). No
hay duda de que se rindió. La inscripción conmemora la rendición de... ¿de quién? Pues «de Lord
Cornwallis». La única cuestión está en saber por qué querían los salvajes que se rindiera. Pero
si recordamos que se trataba indudablemente de caníbales, llegamos a la conclusión de que lo
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querían para hacer salchichas. En cuanto al cómo de la rendición, ningún lenguaje podría ser más
explícito. Lord Cornwallis se rindió (para servir de salchicha) «bajo los auspicios de la Asociación
Pro Monumento a Washington», institución caritativa ocupada en colocar piedras fundamentales...
¡Santo Dios! ¿Qué ocurre? ¡Ah, ya veo, el globo se está viniendo abajo y tendremos que posarnos
en el mar! Sólo me queda tiempo, pues, para agregar que, después de una rápida lectura de los
facsímiles que aparecen en los diarios, etc., etc., advierto que los grandes hombres de aquellos días
entre los amricanos eran un tal John, herrero, y un tal Zacarías, sastre.
Adiós, y hasta pronto. Poco me importa que reciba usted o no esta carta, pues la escribo solamente
para divertirme. Pondré de todos modos el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar. Su amiga
invariable,
PUNDITA
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Metzengerstein108
El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una
fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior
de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la Metempsicosis. Nada diré de
las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra
incredulidad (como lo dice La Bruyère de nuestra infelicidad) “vient de ne pouvoir être seuls”.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían
en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: “El alma” -afirmaban,
según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense- “ne demeure qu’ un seul fois dans un corps
sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n’est que la ressemblance peu tangible
de ces animaux”.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás
hubo dos casas tan ilustres separadas por su hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía
residir en las palabras de una antigua profecía: “Un augusto nombre sufrirá una terrible caída
cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad
de Berlifitzing”.
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido -y no hace
mucho- consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos
y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del gobierno. Los vecinos
inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar,
desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que
feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de
los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las
tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos
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familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía
parecía entrañar -si entrañaba alguna cosa- el triunfo final de la casa más poderosa, y los más
débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.
Wilhelm, Conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra
narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada
antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la
caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse
diariamente.
Frederick, Barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad. Su padre,
el Ministro G..., había muerto joven, y su madre, Lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos
días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y
en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido
más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven Barón
heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a
un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso,
el más amplio era el “Palacio Metzengerstein”. La línea limítrofe de sus dominios no había sido
trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever
fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del
heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de sus más entusiastas admiradores.
Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente
a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia
por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de
aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del
Castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa
lista de los delitos y enormidades del Barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego
de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaduras que cubrían lúgubremente las paredes
representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de
manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano,
oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal
el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los Príncipes de
Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían
sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras
voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal,
al compás de una imaginaria melodía.
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Pero mientras el Barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de
Berlifitzing -y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz-, sus ojos se volvían distraídamente
hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en
las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de
la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete
perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían
estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una
ansiedad inexplicable pareció caer como un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil
conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto
más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez
pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada
vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores
que las incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en
el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber
cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión
lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al Barón.
Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño
resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido,
dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el
momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra
contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras
él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el
contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el Barón corrió al aire libre. En la puerta principal del
palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban
de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.
-¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontraron? -demandó el joven, con voz tan sombría como
colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso
animal que estaba contemplando.
-Es suyo, señor -repuso uno de los escuderos-, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame.
Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas
del Castillo Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del Conde, fuimos
a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues
bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.
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-Las letras W.V.B. están claramente marcadas en su frente -interrumpió otro escudero-. Como es
natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en
negar que el caballo les pertenezca.
-¡Extraño, muy extraño! -dijo el joven Barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del
sentido de sus palabras-. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque, como
observan justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, déjenmelo -agregó, luego de
una pausa-. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las
caballerizas de Berlifitzing.
-Se engaña, señor; este caballo, como creo haberle dicho, no proviene de las caballadas del Conde.
Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de
alguien de su familia.
-¡Cierto! -observó secamente el Barón-. En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara
vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle
de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó
numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada
curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones.
Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de
resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente
cerrado y se le entregara al punto la llave.
-¿Ha oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? -dijo uno de sus vasallos
al Barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los botes y las arremetidas del
enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, y que redoblaba su furia mientras lo llevaban
por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.
-¡No! -exclamó el Barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado-. ¿Muerto, dices?
-Por cierto que sí, señor, y pienso que para el noble que ostenta su nombre no será una noticia
desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
-¿Cómo murió?
-Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
-¡Re...al...mente! -exclamó el Barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se
apoderara en ese momento de él.
-¡Realmente! -repitió el vasallo.
-¡Terrible! -dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
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Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto Barón
Frederick Von Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se
mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres e hijas casaderas;
al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de
la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas
vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo -a menos que aquel extraño, impetuoso corcel
de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado
como su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con
su casa. “¿Honrará el Barón nuestras fiestas con su presencia?” “¿Vendrá el Barón a cazar con
nosotros el jabalí?” Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: “Metzengerstein no irá a la
caza”, o “Metzengerstein no concurrirá”.
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las
invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se
oyó a la viuda del infortunado Conde Berlifitzing expresar la esperanza de que “el Barón tuviera
que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares,
y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo”.
Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el
poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural
tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su
odiosa y desatada conducta en el breve periodo inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes
presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros (entre los cuales
cabe mencionar al médico de la familia) no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y
mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más
equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición -afecto
que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y demoníacas
tendencias- terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los hombres de buen
sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen
tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal
caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter
extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíanse medido
cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más
descabelladas conjeturas. El Barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos
los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo
su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado.
Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo
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cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de
una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha,
o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los
casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué
provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a
los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud
que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante
significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein
palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían
humanos.
Empero, en el séquito del Barón nadie ponía en duda el ardoroso y extraordinario efecto que
las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que
mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes
y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo)
tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan
imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo
de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maniaco
de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, se lanzó a las profundidades de la
floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos
esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las
murallas del magnífico y suntuoso Palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a
temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su
avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre
se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y
espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación
que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que
pueda proporcionar la materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del
Palacio Metzengerstein se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero
Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que
se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos
sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios que se
había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de
los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó
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otro instante y, con un solo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en
la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel
caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma.
Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera
brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se
posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.
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Mixtificación109
Ned Knowles
El Barón Ritzner Von Jung descendía de una noble familia húngara, cuyos miembros, (hasta donde
permiten asegurarlo antiquísimas y fidedignas crónicas), se habían destacado por esa especie
de grotesquerie imaginativa de la cual Tieck, descendiente también de la familia, ha dado una
ejemplificación tan vívida, aunque no la mejor. Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico
Castillo de los Jung, al cual una serie de extrañas aventuras que no deseo hacer públicas me llevó
en los meses de estío de 18... Fue allí donde gané su estima y, lo que era más difícil, un primer
atisbo de su conformación mental. En tiempos posteriores estos atisbos se hicieron más profundos,
y más estrecha la intimidad entre los dos; por eso, al encontrarnos otra vez en G...n, luego de tres
años de separación, sabía todo lo que se necesitaba saber del carácter del Barón Ritzner von Jung.
Recuerdo el rumor de expectativa que su llegada provocó en el recinto de la universidad la noche
del 25 de junio. Recuerdo también claramente que, si todos los presentes lo declararon a primera
vista «el hombre más notable del mundo», ninguno se esforzó por fundamentar su opinión.
Tan innegable parecía el hecho de que fuera único, que toda pregunta sobre las razones de esa
rareza hubieran resultado impertinentes. Pero, dejando esto de lado por el momento, me limitaré
a observar que desde su llegada a la universidad el barón empezó a ejercer sobre los hábitos,
modales, personas, faltriqueras y propensiones de la comunidad que lo rodeaba una influencia tan
vasta como despótica, y al mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve período de
su residencia en la universidad constituyó una era en sus anales, y fue desde entonces denominada
por los que pertenecían a ella o a sus descendientes como «aquella extraordinaria época de la
denominación del Barón Ritzner von Jung».
A su llegada a G...n, Von Jung fue a visitarme a mis habitaciones. Carecía en aquel entonces de
edad, con lo cual quiero decir que resultaba imposible hacerse una idea de sus años basándose en
su apariencia personal. Lo mismo podía haber tenido quince que cincuenta, y en realidad tenía
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veintiún años y siete meses. Nada de apuesto había en él, más bien lo contrario. El contorno de
su rostro era angular y áspero. Tenía una frente tan alta como hermosa, nariz chata, ojos grandes,
pesados, vidriosos e inexpresivos. Pero en la boca había más terreno de observación. Los labios
sobresalían ligeramente y estaban siempre apretados, al punto que sería imposible imaginar otra
combinación de rasgos, por más compleja que fuera, capaz de producir de manera tan total y
sencilla la impresión de gravedad, de solemnidad y reposo.
De lo que ya he adelantado se deducirá que el Barón constituía una de esas anomalías humanas que
se encuentran una que otra vez, y que hacen de la ciencia de las bromas el estudio y la ocupación
de su vida. Una especial conformación de su mente lo capacitaba instintivamente para esta ciencia,
mientras su aspecto físico le proporcionaba grandes facilidades para llevarla a la práctica. Estoy
firmemente convencido de que en la época tan curiosamente llamada de la dominación del Barón
Ritzner von Jung, ninguno de los estudiantes de G…n sospechó jamás el misterio que envolvía su
persona. Lo repito: estoy convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era
capaz de una broma fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín,
al fantasma de Heráclito o a la peluca del Emérito Profesor de Teología. Y esto mientras saltaba
a los ojos que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por
causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La belleza,
si así puedo llamarla, de su arte mystifique residía en la consumada habilidad (resultante de un
conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable dominio de sí mismo),
mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias que preparaba se producían
a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para mantener el buen orden y la dignidad
de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la sobrecogedora mortificación que el fracaso
de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra
de duda en el ánimo de sus compañeros más escépticos. Y no era menos digna de observación la
habilidad que tenía para hacer derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a
las absurdas consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que
un bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo ridículo
acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto continuamente
en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las formas sociales más
severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás en asociar a la memoria del
Barón Ritzner von Jung otras nociones que las de rigidez y majestad.
Durante la época de su residencia en G...n, parecía como si el demonio del dolce far niente
dominara como un incubo la universidad. Nada se hacía allí que no fuera comer, beber y divertirse.
Las habitaciones de los estudiantes se habían convertido en sendas tabernas, y ninguna de ellas
tenía tanta fama ni estaba tan concurrida como la del Barón. Nuestras juergas eran numerosas,
turbulentas y continuas, llenas siempre de incidentes.
Cierta vez habíamos prolongado la fiesta hasta el alba después de beber una insólita cantidad de
vino. Fuera del Barón y de mí, había siete u ocho asistentes. La mayoría eran jóvenes adinerados y de
abolengo, orgullosos de su alcurnia y todos ellos imbuidos de un exagerado sentimiento del honor.
Abundaban en las opiniones más ultragermánicas acerca del duelo. Estas opiniones quijotescas se
habían visto vigorizadas por ciertas publicaciones aparecidas en París, así como por tres o cuatro
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duelos de resultado fatal que habían tenido lugar en G...n; por eso pasamos la mayor parte de la
noche discutiendo entusiastamente aquel tema tan absorbente como apasionante. El Barón, que
durante la primera parte de la fiesta se había mostrado extrañamente silencioso y abstraído, pareció
por fin salir de su apatía, intervino en la conversación y disertó sobre los beneficios y, sobre todo,
las bellezas del código de etiqueta imperante en materia de duelos caballerescos, haciéndolo con
un ardor, una elocuencia y un apasionamiento tan grandes que provocó el entusiasmo de todos sus
oyentes, y aún de mí mismo, que sabía perfectamente cómo el barón se burlaba en el fondo de
aquellas mismas cosas que ahora defendía, y consideraba la fanfaronade de la etiqueta del duelo
con el soberano desdén que ésta merece.
Mirando a mi alrededor en el curso de una de las pausas del discurso del Barón (del cual mis lectores
podrán formarse una débil idea si digo que se parecía a la manera fervorosa, cantante, monótona
y, sin embargo, musical del sentencioso Coleridge), advertí que uno de los presentes evidenciaba
síntomas de un interés más que común. Este caballero, al que llamaré Hermann, era muy original
en todo sentido -salvo, quizá, en el hecho muy general de ser un perfecto tonto-. Había llegado a
gozar en cierto sector de la universidad de gran reputación como profundo pensador metafísico y,
según creo, como discurridor lógico. Asimismo disfrutaba de gran renombre como duelista, aun
en G…n; he olvidado el número exacto de víctimas que habían sucumbido a sus manos, pero eran
varias. No cabe dudar de que era un hombre valiente, pero su orgullo se fundaba principalmente
en el minucioso conocimiento de la etiqueta del duelo y la exquisitez de su sentido del honor. Estas
cosas constituían una manía que habría de acompañarlo hasta su muerte. Para Ritzner, siempre a
la búsqueda de lo grotesco, aquellas peculiaridades le habían ofrecido ya amplio campo para sus
bromas. Y aunque yo lo ignoraba, no tardé en darme cuenta esta vez de que mi amigo se traía entre
manos, alguna de las suyas, y que Hermann era el destinatario.
A medida que el barón adelantaba en su discurso, o más bien monólogo, advertí que la excitación
de su auditor iba en aumento. Por fin intervino, objetando un punto sobre el cual Ritzner insistía
entusiastamente, y dio detalladas razones para su oposición. A éstas contestó también en detalle
el Barón, (sin alterar su tono de exagerado entusiasmo), terminando sus palabras con algo que me
pareció de pésimo gusto, es decir, con un sarcasmo y una reflexión irónica. La manía de Hermann
se manifestó entonces en toda su fuerza. Fácil era advertirlo en la estudiada minuciosidad de su
réplica. Me acuerdo perfectamente de sus últimas palabras:
-Permítame decir, Barón von Jung, que, si bien sus opiniones son en general correctas, en varios
puntos me parecen ignominiosas para usted y para la universidad de la cual forma parte. Ciertos
puntos no merecen siquiera que los refute seriamente. Y aun diría más, señor mío, si no temiera
ofenderlo (y aquí sonrió amablemente); diría que sus opiniones no son las que cabe esperar de un
caballero.
Cuando Hermann hubo pronunciado esta equívoca frase, todos los ojos se volvieron hacia el Barón.
Éste se puso pálido y luego muy rojo; dejando caer el pañuelo, se agachó para recogerlo, momento
en el cual alcancé a atisbar en su rostro una expresión que no podía ser apreciada por ninguno de
los asistentes. Aquel rostro estaba radiante y mostraba el aire zumbón que constituía su verdadero
carácter, pero que jamás le había visto asumir, salvo cuando estábamos a solas y él se permitía una
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completa libertad. Un instante después se puso en pie, enfrentando a Hermann; jamás he vuelto a
ver tan instantáneo cambio de expresión. Hasta pensé por un momento que me había equivocado y
que el barón procedía con la más absoluta seriedad. Parecía contenerse para no estallar, y su rostro
estaba blanco como el de un cadáver. Guardó silencio breve tiempo, como si luchara por dominar
sus emociones. Luego, pareciendo haberlo logrado en parte, alzó un vaso que había a su alcance y,
mientras lo aferraba con fuerza, le oímos decir:
-El lenguaje que ha creído usted adecuado utilizar para dirigirse a mí, Mynheer Hermann, es tan
objetable que no tengo tiempo ni paciencia para señalárselo en detalle. De todos modos, decir
que mis opiniones no son las que cabe esperar de un caballero constituye una observación tan
ofensiva que sólo me permite adoptar una línea de conducta. La cortesía, empero, no me permite
olvidar que estos señores y usted mismo son mis huéspedes. Me perdonará, pues, que, teniendo en
cuenta esta consideración, me aparte ligeramente de lo que se acostumbra entre caballeros en casos
análogos de afrenta personal. Perdóneme por imponer un ligero trabajo a su imaginación, si le pido
que considere por un instante que el reflejo de su persona en ese espejo es Mynheer Hermann en
persona. Aceptado esto, no habrá la menor dificultad. Arrojaré este vaso de vino contra su imagen
en el espejo con lo cual cumpliré en espíritu, ya que no al pie de la letra, lo que me corresponde
hacer frente a su insulto, evitando al mismo tiempo ejercer contra usted una violencia física.
Y con estas palabras lanzó el vaso colmado de vino contra el espejo colgado frente a Hermann,
golpeando la parte que reflejaba su imagen y, como es natural, rompiendo el cristal en mil pedazos.
Todos los presentes se pusieron de pie al unísono y abandonaron la estancia, con excepción de
Ritzner y de mí. En momentos en que Hermann salía, el Barón me susurró al oído que lo siguiera
y le ofreciera mis servicios. Así lo hice, sin saber qué pensar a ciencia cierta de tan ridículo asunto.
El duelista aceptó mi asistencia con su aire estirado y ultra recherché y, luego de tomarme del
brazo, me guió a sus habitaciones. Trabajo me costó no reírmele en la cara mientras procedía a
discutir, con la más profunda gravedad, lo que denominaba el «carácter refinadamente peculiar»
del insulto que había recibido. Luego de una aburridora arenga en su estilo habitual, extrajo de la
biblioteca cantidad de polvorientos volúmenes que trataban del duello, y me retuvo largo tiempo
leyéndome fragmentos de los mismos y comentándolos profusamente. Tenía en sus manos la
Ordenanza de Felipe el Hermoso sobre el combate singular, el Teatro del honor, de Favyn, y el
tratado Sobre la autorización para los duelos, de Andiguier. Exhibió, además, pomposamente las
Memorias de duelos, de Brantôme, publicado en Colonia, 1666, en caracteres elzevirianos, preciso
y único volumen en papel vitela, con espaciosos márgenes y encuadernado por Derôme. Pero me
llamó especialmente la atención, con aire de misteriosa sagacidad, sobre un espeso volumen en
octavo, escrito en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que ostentaba el raro título de Duelli
Lex Scripta, et non; aliterque. De este libro me leyó uno de los capítulos más raros del mundo,
concerniente a las Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se, la mitad de lo cual,
según me aseguró, se aplicaba estrictamente a su propio y «refinadamente peculiar» caso, aunque
a mí me fue totalmente imposible comprender una sola sílaba de lo que me leyó. Terminado el
capítulo, Hermann cerró el libro y me preguntó qué consideraba oportuno en la circunstancia.
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Repuse que tenía la mayor confianza en la delicadeza y refinamiento de sus sentimientos, y que me
atendría a lo que propusiera. Pareció lisonjeado con la respuesta y sentóse a escribir un mensaje al
Barón. Decía así:
Señor: Mi amigo Mr. P... le hará entrega de esta nota. Considero de mi incumbencia solicitarle que
tenga a bien darme una explicación sobre lo ocurrido esta noche en sus aposentos. En caso de que
declinara usted hacerlo, Mr. P... está conforme en arreglar, con la persona designada por usted, los
detalles preliminares de un encuentro.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy humilde servidor.
Johan Hermann
******
Al Barón Ritzner Von Jung
18 de agosto de 18...
No sabiendo qué podía hacer mejor, llevé la epístola a Ritzner. Inclinóse al presentársela, y con
grave expresión me rogó que me sentara. Luego de haber leído el cartel de desafío, escribió la
siguiente respuesta, que llevé a Hermann:
Señor:
Por intermedio de nuestro común amigo Mr. P... he recibido su carta de la fecha.
Luego de reflexionar, admito francamente la conveniencia de la explicación sugerida por usted.
Admito esto, me veo en gran dificultad (debido a la naturaleza refinadamente peculiar de nuestro
desacuerdo y de la afrenta personal de que soy responsable) para expresar lo que tengo que decir
por vía de explicación, en forma tal que satisfaga las minuciosas exigencias y los variados matices
del presente caso. Deposito toda mi confianza, sin embargo, en la delicadísima discriminación en
cuestiones vinculadas con la etiqueta, que ha dado a usted un renombre tan eminente y duradero.
En la plena certidumbre de ser comprendido, pues, me permito no expresar mis sentimientos
personales sino remitir a usted a las opiniones del Sieur Hedelin, tales como figuran en el noveno
párrafo del capítulo Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se de su Duelli Lex
Scripta, et non; aliterque. La finura de su descernimiento en las materias allí tratadas será suficiente,
estoy seguro, para convencerlo de que la mera circunstancia de que yo lo remita a ese admirable
pasaje bastará para satisfacer su caballeresco pedido de una explicación.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy obediente servidor.
Von Jung
******
Al señor Johan Hermann
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18 de agosto de 18...
Hermann comenzó la lectura de esta carta con el entrecejo fruncido, pero no tardó en sonreír de la
manera más ridículamente vanidosa al llegar a la jerigonza sobre las Injurioe per applicationem, per
constructionem, et per se. Una vez que hubo terminado, me pidió con la más suave de las sonrisas
que tomara asiento, mientras consultaba el tratado en cuestión. Buscando el pasaje especificado,
lo leyó para sí con gran cuidado y luego, cerrando el libro, me solicitó en mi carácter de amigo
personal que expresara al Barón Von Jung su profundo reconocimiento ante tan caballeresco
proceder, y que le asegurara que la explicación ofrecida era de naturaleza tan honorable como
satisfactoria.
Un tanto sorprendido por esto, retorné a los aposentos del Barón, quien pareció recibir el amistoso
mensaje de Hermann como si fuera la cosa más natural del mundo. Luego de conversar conmigo
unos instantes, pasó a otra habitación, de la cual regresó trayendo el inmortal tratado Duelli Lex
Scripta, et non; aliterque. Alcanzándome el volumen, me pidió que leyera una parte del mismo.
Traté de hacerlo sin resultado, pues no me era posible comprender una sola sílaba. Ritzner tomó
entonces el libro y me leyó un capítulo en voz alta. Para mi gran sorpresa, lo que leía resultó ser el
más absurdo de los relatos acerca del duelo entre dos mandriles. No tardó mi amigo en explicarme
el misterio, mostrándome que aquel volumen, contra lo que aparentaba prima facie, estaba escrito
siguiendo el sistema de los versos disparatados de Du Bartas; es decir, que las palabras habían
sido ingeniosamente dispuestas para producir una apariencia inteligible y hasta de profundidad
conceptual, aunque en realidad aquello no tenía pies ni cabeza. La clave del libro consistía en
leer una palabra de cada tres, con lo cual surgían una serie de ridículas chanzas sobre un combate
celebrado en nuestros tiempos.
El Barón me informó más tarde que se las había arreglado para que Hermann conociera el tratado
dos o tres semanas antes de la aventura, y que por el tono general de su conversación se había dado
cuenta de que lo había estudiado atentamente y que estaba convencidísimo de que era una obra de
raro mérito. Basándose en esto, puso en práctica su broma. Hermann se hubiera dejado matar diez
mil veces antes de reconocer su incapacidad para comprender cualquiera de las cosas que en este
mundo se llevan escritas sobre el duelo.
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Morella110
Platón, El Banquete.
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se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo palidecía y temblaba interiormente
ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así la Alegría se desvanecía súbitamente en el Horror
y lo más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Ge-Henna.
Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes
que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre
Morella y yo. Los entendidos en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán
rápidamente, y los profanos, en todo caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de Fichte, la
παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y, sobre todo, las doctrinas de la Identidad preconizadas
por Schelling, eran generalmente los puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa
Morella. Esta identidad denominada “personal” creo que ha sido definida exactamente por Locke
como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente
dotada de razón, y el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace
ser eso que llamamos “nosotros mismos”, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros seres
que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el “principium individuationis”, la
noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo,
un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias,
como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.
Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me oprimió como
un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de sus dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra
musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía
consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino. También
parecía tener conciencia de la causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero
no me insinuó ni me explicó su índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con
el tiempo la mancha carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida
frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el
fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el vértigo de
quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.
¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte de Morella?
Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante
muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me
enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos
momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la
agonía del día.
Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el Cielo, Morella me llamó a su
cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde las aguas, y entre
el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris.
-Éste es el día entre los días -dijo cuando me acerqué-, el día entre los días para vivir o para morir.
Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo
y de la muerte!
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Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave, elocuente, y
vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo nuevos puntos de semejanza
entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras
de parecido y su aspecto era más pleno, más definido, más perturbador y más espantosamente
terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso podía soportarlo, pero entonces me
estremecía ante una identidad demasiado perfecta; que sus ojos fueran como los de Morella, eso
podía sobrellevarlo, pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de
mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente
elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono
triste, musical de su voz, y sobre todo -¡ah, sobre todo!- en las frases y expresiones de la muerta
en labios de la amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para un
gusano que no quería morir.
Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y
«querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido apartamiento
de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella. De la madre
nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de
su existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que podían
brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin, la ceremonia del bautismo se presentó a mi
espíritu, en su estado de nerviosidad e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi
destino. Y, ante la pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la
belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, acudieron a mis labios,
y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar
el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple recuerdo
solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu maligno
habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la
noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno
convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada
por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de
rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar, respondió «¡Aquí estoy!»?
Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí,
como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el
recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés
me cubrieron con su sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas
de mí sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron
a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una
sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: ¡Morella! Pero ella murió,
y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar
huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.
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Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas -dice don Tomás de las Torres en el
Prefacio a sus Poemas Amatorios-, importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras112.
Presumimos que Don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa de su afirmación. Sería
bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus “Poemas Amatorios”
se agoten o empiecen a juntar polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería
tener una consecuencia moral; y, lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que
no la tenga. Hace ya tiempo, Philip Melancthon escribió un comentario de la “Batracomiomaquia”,
probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre la Seine, dando un paso
adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia
en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis,
Homero insinuaba la persona de John Calvino; que Antínoo era Martín Lutero; los Lotófagos, los
protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente
agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en “Los Antediluvianos”, de
una parábola en “Powhatan”, de nueve ideas en “Arrorró mi Niño” y del trascendentalismo en
“Pulgarcito”. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a
escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones.
Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están
-vale decir, están en alguna parte de su libro-, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse
solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo
que no se proponía asomará a la luz, sea en el “Dial” o en el “Down Easter”, conjuntamente con
aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que
todo se arreglará muy bien al final.
No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra
mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con
moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a ponerme de manifiesto
y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto. Poco a poco, la “North American Quarterly
Humdrum” los hará sentir avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de
aplazar la ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste
relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede
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leerla en las mayúsculas que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta
disposición, mucho más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento
la impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur, decía una ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un
excelente corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas difuntas. Lejos de
mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, la verdad
sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay que reprocharle sus vicios. Nacieron de un
defecto personal de su madre. Aquella señora hacía todo lo posible en materia de azotes cuando
Toby era niño, ya que para su bien ordenada mente los deberes eran siempre placeres, y los niños,
al igual que las chuletas duras o los olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!,
tenía el infortunio de ser zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda.
El mundo gira de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve
de nada. Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue
que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas veces fui
testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que pateaba, podía
percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a través de las lágrimas
que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el pequeño miserable, y cierto día en
que le habían dado tantos golpes que tenía la cara completamente negra, al punto que lo hubieran
tomado por un pequeño africano, sin otro efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque
de ira, me fue imposible soportar aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para
profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban tales
ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un
mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los bebés del sexo opuesto. A los
ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial en pro de la Temperancia. Y así fue
creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo insistía
en usar bigotes, sino que había adquirido una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así
como a sostener sus afirmaciones mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco caballeresca
práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su crecimiento y se
esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre, apenas podía pronunciar
una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba en firme... nada de eso. Seré
justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse monje. En su caso, aquello era una
simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían el menor sentido positivo. Eran desahogos,
simplemente -ya que no puedo decir que lo fueran inocentemente-; frases imaginativas con las
cuales redondeaba sus declaraciones. Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le
ocurría formalizar la apuesta, pero de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber
era reprenderlo. Aquella costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me
creyera. Era desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida
por una ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches,
sin resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía en
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palabra, de que yo había salido de casa sin permiso? Me hacía esta última pregunta considerándome
capaz de responder la verdad, y se declaraba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me
preguntaba explícitamente si mi madre estaba enterada de que yo había salido solo de casa. Mi
confusión -agregó- me traicionaba y, por tanto, estaba dispuesto a apostarle la cabeza al Diablo a
que mi buena madre no estaba enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con precipitación
muy poco digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta colérico. Hubiera
querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para el Archienemigo la
mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba perfectamente enterada de mi
momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed -el Cielo trae alivio-, como dicen los musulmanes cuando alguien les
pisa los pies. Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como un
hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía pedir en el caso de aquel
miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos, abandonándolo a su conciencia
y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle del asunto, no pude privarme por
completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar algunas de sus tendencias menos reprobables
y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas bromas, aunque con lágrimas en los ojos, como
elogian los epicúreos la mostaza; a tal punto me dolía oír su profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino nos condujo
hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado, que protegía del
mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba desagradablemente oscuro. Cuando
penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la penumbra influyó penosamente en mi ánimo.
No así en el desdichado Dammit, quien apostó enseguida su cabeza al Diablo a que yo estaba
melancólico. Por su parte parecía de excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir
no sé qué rara sospecha. No me parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo.
Pero no soy tan versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por
desgracia, ninguno de mis amigos del “Dial” se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a
causa de una cierta austera Bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo
a comportarse como un Estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o por
debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando palabras y
palabrotas, al tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente yo no sabía si
tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos atravesado casi todo
el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida por un molinete. Pasé como
corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete. Pero esto no convenía al capricho
de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete, afirmando que era capaz de hacer al mismo
tiempo una pirueta en el aire. Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo.
Las mejores piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así
como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije, agregando
que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones para lamentar haberme
expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al Diablo a que lo hacía.
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-¡Hola! -repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo
de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al revolver los ojos y dejar
caer las comisuras de la boca-. ¡Hola! -agregó, repitiendo la palabra después de una pausa. Y desde
ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien -me dije-, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby Dammit, y sin duda es
consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se habrá
olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta fluidez el día en que le propiné mi
última conferencia. De todas maneras parece que se ha curado del trascendentalismo.»
-¡Hola! -prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con
la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta
distancia del molinete.
-Estimado amigo -dijo-, considero mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso.
Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y
trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta. Pura formalidad,
por supuesto. Diré «una, dos, tres... ¡vamos!». Tenga buen cuidado de no arrancar hasta oír el
«vamos».
Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego
miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del
delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
-¡Una... dos... tres... y... vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan
excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord; de
todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si no lo saltaba... ¿qué?
¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
-¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? -dije en alta voz-. ¿Quién es este
personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me importa
en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras
producían un eco desagradable... aunque nunca había reparado en él tan claramente como al
pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco
segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo ágilmente
y dar un grandísimo salto, al tiempo que efectuaba las evoluciones más extraordinarias con las
piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una admirable figura de danza justamente
encima del molinete; y, como es natural, me pareció insólitamente singular que no siguiera su
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recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de
hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo
lado del molinete de donde se había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía
corriendo a toda velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa
de caer desde la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete. Me quedé
profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba
curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que necesitaba de mi
ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había recibido lo que cabe calificar de herida
grave. En efecto, había sido privado de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí
entonces llevarlo a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego
de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad.
A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte,
veíase una fina barra de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de
soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi
infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante
poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose,
dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su tumba con mis
lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su familia y, a fin de cubrir los
gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente moderada a los trascendentalistas.
Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí
como alimento para perros.
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¡Claro que sí! Está en mi tarjeta de visita (y en papel satinado color rosa); cualquiera que desee
puede leer en ellas las interesantes palabras: «Sir Patrick O’Grandison, Baronet, 39, Southampton
Row, Russell Square, Parroquia de Bloomsbury». Y si quisiera usted descubrir quién es el rey de
la buena educación y el que da el último grito del buen tono en la ciudad de Londres... pues aquí lo
tiene. No vaya a asombrarse, y mejor será que deje de pellizcarse la nariz, pues por cada pulgada
de las seis vigilias afirmo que soy un caballero, y desde que salí de los pantanos irlandeses para
convertirme en baronet, vuestro Patrick ha estado viviendo como un emperador, educándose y
refinándose. ¡Caracoles, para sus ojos sería una bendición si se posaran un momento sobre Sir
Patrick O’Grandison, Baronet, cuando se viste para ir a la ópera o va a subir a su coche para dar
una vuelta por Hyde Park! A causa de mi elegante figura, todas las damas se enamoran de mí.
¿Va a negarme alguien que mido seis pies y tres pulgadas, con los calcetines puestos, y que soy
perfectamente bien proporcionado? En cambio, el extranjero, el pequeño francés que vive frente a
mi casa, mide apenas tres pies y un poquitín más. ¡Sí, el mismo que se pasa el día comiéndose con
los ojos (¡para su mala suerte!) a la preciosa viuda Mistress Tracle, vecina mía (¡Dios la bendiga!) y
excelente amiga y conocida! Habrá usted observado que el pequeño gusano anda un tanto alicaído
y que lleva la mano izquierda en cabestrillo; bueno, precisamente me disponía a contarle por qué.
La verdad es muy sencilla, sí, señor; el mismísimo día en que llegué a Connaught y salí a ventilar
mi apuesta figura a la calle, apenas me vio la viuda, que estaba asomada a la ventana, ¡zas, su
corazón quedó instantáneamente prendado! Me di cuenta enseguida, como se imaginará, y juro
ante Dios que es la santa verdad. Primero de todo vi que abría la ventana en un santiamén y que
sacaba por ella unos ojazos abiertos de par en par, y después asomó un catalejo que la lindísima
viuda se aplicó a un ojo, y que el diablo me cocine si ese ojo no habló tan claro como puede
hacerlo un ojo de mujer, y me dijo: «¡Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet,
encanto! ¡Vaya apuesto caballero! Sepa usted que mis garridos cuarenta años están desde ahora a
sus órdenes, hermoso mío, siempre que le parezca bien.» Pero no era a mí a quien iban a ganar en
gentileza y buenos modales, de manera que le hice una reverencia que le hubiera partido a usted el
corazón de contemplarla, me quité el sombrero con un gran saludo y le guiñé dos veces los ojos,
como para decirle: «Bien ha dicho usted, hermosa criatura, Mrs. Tracle, encanto mío, y que me
ahogue ahora mismo en un pantano si Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no descarga una tonelada
de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que toma cantar una tonada de Londonderry».
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A la mañana siguiente, cuando estaba pensando si no sería de buena educación mandar una cartita
amorosa a la viuda, apareció mi criado con una elegante tarjeta y me dijo que el nombre escrito
en ella (porque yo nunca he podido leer nada impreso a causa de ser zurdo) era el de un Mosiú, el
Conde Augusto Luquesi, maître de danse (si es que todo esto quiere decir algo), y que el dueño de
esa endiablada jerigonza era el pequeño francés que vive enfrente de casa.
Enseguida apareció el pequeño demonio en persona, me hizo un complicado saludo, diciendo que
se había tomado la libertad de honrarme con su visita, y siguió charlando y charlando largo rato,
y maldito si le comprendía una sola palabra, salvo cuando repetía, y me soltaba una carretada de
mentiras, entre las cuales, ¡mala suerte para él!, que estaba loco de amor por mi viuda Mrs. Tracle
y que mi viuda Mrs. Tracle estaba enamoradísima de él.
Cuando escuché esto, ya puede suponerse usted que me puse más rabioso que un leopardo, pero
me acordé que era Sir Patrick O’Grandison, Baronet, y que no estaba bien que la cólera pudiera
más que la buena educación, de manera que disimulé la rabia y me conduje con mucha gentileza,
y al cabo de un rato, ¿qué piensa usted que el pequeño demonio me propone? Pues me propone
visitar juntos a la viuda, agregando que tendría el placer de presentarme.
«¿Conque ésas tenemos?», me dije. «Patrick, hijo mío, eres el hombre más afortunado de la tierra.
Muy pronto veremos si Mistress Tracle está enamorada de este Mosiú Metré Dedans o de mi
apuesta persona.»
Así fue como llegamos en un santiamén a casa de la viuda, y bien puede creerme si le digo que
era una casa muy elegante. Había una alfombra en el piso, y en un rincón un piano y un arpa, y el
diablo sabe cuántas cosas más, y en otro rincón había un sofá que era la cosa más bonita de toda
la naturaleza, y sentada en el sofá estaba nada menos que ese preciosísimo ángel, Mistress Tracle.
-¡Buenos días tenga usted, Mrs. Tracle! -le dije, a tiempo le hacía una reverencia tan elegante que
usted se hubiera quedado con la lengua afuera.
-Woully woo, parley woo -dijo el pequeño forastero francés-. Mrs. Tracle -agregó-, este caballero
es su reverencia Sir Patrick O’Grandison, Baronet, el mejor y más íntimo amigo que tengo en el
mundo.
Entonces la viuda se levantó del sofá, nos hizo el saludo más bonito que se ha visto nunca y
volvió a sentarse. ¿Querrá usted creerlo? En ese mismo momento el condenado Mosiú Metré
Dedans se instaló tranquilamente en el sofá, a la derecha de la viuda. ¡Que el diablo se lo lleve!
Por un momento creí que los ojos se me iban a salir de la cara, tan furibundo estaba. Pero pensé:
«¿Conque ésas tenemos? ¿Conque así nos portamos, Mosiú Metré Dedans?» Y al mismo tiempo
me instalé a la izquierda de su alteza, a fin de estar a la par con el miserable. ¡Condenación! Usted
se hubiera sentido feliz de presenciar la doble guiñada que le hice a la viuda en plena cara, con un
ojo después del otro.
El pequeño francés no sospechaba nada, y con todo atrevimiento se puso a cortejar a su alteza.
-Woully wou -le decía-. Parley wou -agregaba.
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«Todo esto no te servirá de nada, Mosiú Rana, bonito mío», pensaba yo, y entonces me puse a
hablar en voz muy alta y continuamente, hasta atraer la atención de su alteza gracias a la elegante
conversación que mantenía con ella sobre mis queridos pantanos de Connaught. Y una que otra vez
me dedicaba su preciosísima sonrisa, abriendo la boca de oreja a oreja, con lo cual yo me sentía
más osado que un cerdo, y por fin le atrapé la punta del dedo meñique de la manera más delicada
que se pueda imaginar en toda la naturaleza, al mismo tiempo que la miraba con los ojos en blanco.
No tardé en percatarme de lo inteligente que era aquel hermoso ángel, pues apenas observó que
quería estrecharle la mano la retiró en un santiamén y se la puso a la espalda, como si me dijera:
«Ahí tienes, Sir Patrick O’Grandison, te ofrezco una oportunidad mejor, bonito mío, pues no es
muy gentil que me tomes la mano y me la aprietes en presencia de este pequeño forastero francés,
Mosiú Metré Dedans».
Entonces le guiñé a fondo el ojo, como para decirle: «No hay como Sir Patrick para esta clase
de triquiñuelas», me puse enseguida a la tarea, y usted se hubiera muerto de risa de haber visto
la forma tan astuta con que deslicé el brazo derecho entre el respaldo del sofá y la espalda de su
alteza, hasta encontrar, como es natural, su preciosa manecita, que parecía esperarme y decirme:
«Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet». Y yo no hubiera sido quien soy si
no le hubiera dado un apretón muy suave, el más gentil del mundo, para no hacer daño a su alteza,
¿verdad? Pero entonces, ¡condenación!, ¿qué diría usted al saber que a cambio de mi apretón
recibí otro, el más delicado y gentil de todos los apretones? «Sangre y truenos, Sir Patrick, querido
mío -pensé para mis adentros-, ¡cómo se ve que eres el hijo de tu madre, y nadie más que él, y
que nunca se vio hombre más elegante y afortunado desde que dejaste los pantanos y saliste de
Connaught!» Y sin perder tiempo apreté con más fuerza la manita, y por mi alma que el apretón
que me dio a su vez su alteza era también mucho más fuerte. Pero en ese momento a usted se le
hubieran roto una a una las costillas de reírse si hubiese visto cómo se comportaba Mosiú Metré
Dedans. Nunca se vio semejante parloteo, sonrisas estúpidas, parley wou y todo lo que dedicaba a
su alteza. ¡Nunca se vio algo así en la tierra! Y que el diablo me queme si no lo vi con mis propios
ojos cuando el condenado se permitía guiñarle uno de los suyos a mi ángel... ¡Condenación! ¡Si no
me puse más furioso que un gato de Kilkenny, quisiera que me lo dijesen!
-Permítame informarle, Mosiú Metré Dedans -le dije con la mayor educación-, que no es nada
gentil, aparte de que a usted no le queda nada bien estar mirando a su alteza de manera tan descarada.
Y al mismo tiempo apreté la mano de la viuda como para decirle: «¿No es verdad que Sir Patrick
la protegerá a usted ahora, joya mía, encanto?»
Y como respuesta recibí otro buen apretón de ella, con el cual quería decirme muy claramente:
«Verdad es, Sir Patrick, encanto mío; es usted el más cumplido de los caballeros de este mundo».
Y al mismo tiempo la vi abrir sus preciosísimos ojos de manera tal que creí que se le saldrían
instantáneamente y por completo de la cara, mientras miraba furiosa como un gato a Mosiú Rana
y después me miraba a mí sonriéndose como un ángel.
-¿Cómo? -dijo entonces el miserable-. ¡Cómo! Woully wou, parley wou.
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Y al mismo tiempo se encogió tanto de hombros que pensé que iba a quedarle el faldón de la
camisa al aire haciendo simultáneamente una mueca despectiva con su condenada boca. Y ésa fue
la única explicación que conseguí de él.
Créame usted, el que se puso furibundo en aquel momento fue Sir Patrick, y mucho más al darme
cuenta de que el francés insistía con sus guiñadas a la viuda, mientras la viuda seguía apretándome
muy fuerte la mano, como si me dijera: «¡No se deje intimidar, Sir Patrick O’Grandison, bonito
mío!». Por lo cual solté un terrible juramento, mientras decía:
-¡Maldita rana insignificante, condenado gusano impertinente!
¿Creerá usted lo que hizo entonces su alteza? Dio un salto en el sofá como si acabaran de morderla
y corrió a la puerta, mientras yo la miraba muy asombrado y estupefacto y la seguía en su carrera
con mis dos ojos. Se dará usted cuenta de que yo tenía mis razones para saber que mi ángel no
podía salir del salón aunque quisiera, puesto que tenía su mano en la mía, y que el diablo me queme
si pensaba soltarla. Por eso le dije:
-¿No está usted olvidando un poquitín que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva usted, encanto mío, que
pueda yo devolverle su manita!
Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al pequeño forastero
francés ¡Condenación, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era, no estaba
perfectamente instalada dentro de la mía!
Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al ver la cara del
pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo en la mano no era la de
la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo demonio contempló nunca una cara tan
larga como aquélla! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no es hombre de preocuparse
por una equivocación tan insignificante. Baste con decir que antes de soltar la mano del condenado
Mosiú (y esto sólo ocurrió después que el lacayo de la viuda nos hubo echado a puntapiés escaleras
abajo) le di un apretón tan grande que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.
-Woully wou -dijo él-. Parley wou-agregó-. ¡Maldición!
Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.
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Revelación Mesmérica114
Aunque la teoría del mesmerismo esté aún envuelta en dudas, sus sobrecogedoras realidades
son ya casi universalmente admitidas. Los que dudan de éstas pertenecen a la casta inútil y
despreciable de los que dudan por pura profesión. No hay mejor manera de perder el tiempo que
proponerse probar en la actualidad que el hombre, por el simple ejercicio de su voluntad, puede
impresionar a su semejante al punto de sumirlo en un estado anormal cuyas manifestaciones se
parecen estrechamente a las de la muerte, o por lo menos en mayor grado que cualquier otro
fenómeno conocido en condiciones normales; que, en ese estado, la persona así influida utiliza sólo
con esfuerzo y en consecuencia débilmente los órganos exteriores de los sentidos y, sin embargo,
percibe con agudeza y refinamiento, y por vías presuntamente desconocidas, cosas que están más
allá del alcance de los órganos físicos; que, además, sus facultades intelectuales se hallan en un
maravilloso estado de exaltación y fuerza; que las simpatías con la persona que así influye sobre
ella son profundas, y, finalmente, que su susceptibilidad de impresión va en aumento gradual,
al tiempo que, en la misma proporción, se extienden y acentúan cada vez más los peculiares
fenómenos producidos.
Digo que sería superfluo demostrar las leyes del mesmerismo en sus rasgos generales; tampoco
infligiré a mis lectores una demostración hoy tan innecesaria. Mi propósito es, en verdad, muy otro.
Me siento impelido, aun enfrentándome de esta manera con un mundo de prejuicios, a detallar sin
comentarios el notabilísimo diálogo que sostuve con un hipnotizado.
Hacía mucho tiempo que tenía la costumbre de hipnotizar a la persona en cuestión (Mr. Vankirk),
en quien se habían manifestado la aguda susceptibilidad y la exaltación habituales en la percepción
mesmérica. Desde varios meses atrás, Mr. Vankirk padecía una tisis declarada y mis pases habían
aliviado sus efectos más penosos; la noche del miércoles 15 del mes actual fui llamado a su
cabecera.
El enfermo sufría un dolor agudo en la región cordial y respiraba con gran dificultad, presentando
todos los síntomas comunes del asma. En espasmos como aquél generalmente le proporcionaba
alivio la aplicación de mostaza en los centros nerviosos, pero esa noche el recurso había resultado
inútil.
Cuando entré en su habitación me recibió con una sonrisa jovial, y aunque evidentemente sus
dolores físicos eran grandes, su ánimo parecía muy tranquilo.
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-Lo mandé buscar esta noche -dijo- no tanto para que mitigara mi dolencia como para que me
explicara ciertas impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran ansiedad y sorpresa.
No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la inmortalidad del alma. No
puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa misma alma que he negado, una especie de vago
sentimiento de su propia existencia. Pero esta especie de sentimiento no llegó en ningún instante a
la convicción. Era cosa que nada tenía que ver con la razón. Todas las tentativas de investigación
lógica me dejaban, a decir verdad, más escéptico que antes. Me aconsejaron que estudiara a
Cousin. Lo estudié en sus obras, así como en sus repercusiones europeas y americanas. El Charles
Elwood de Mr. Brownson, por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo
encontré lógico de una punta a la otra, pero las partes que no eran simplemente lógicas constituían,
desgraciadamente, los argumentos iniciales del incrédulo héroe del libro. En sus conclusiones
me pareció evidente que el razonador no había logrado siquiera convencerse a sí mismo. El final
había olvidado por completo el principio, como el gobierno de Trínculo. En una palabra: no tardé
en advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de su propia inmortalidad, nunca
lo logrará por las meras abstracciones que durante tanto tiempo han constituido el método de los
moralistas de Inglaterra, Francia y Alemania. Las abstracciones pueden ser una diversión y un
ejercicio, pero no se posesionan de la mente. Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy
convencido, siempre nos pedirá en vano que consideremos las cualidades como cosas. La voluntad
puede asentir; el alma, el intelecto, nunca.
»Repito, pues, que sólo había sentido a medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas en los
últimos tiempos el sentimiento se ha ahondado hasta parecerse tanto a la aquiescencia de la razón,
que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir este efecto simplemente a la
influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento que por la hipótesis de que la exaltación
mesmérica me capacita para percibir una serie de razonamientos que en mi existencia normal son
convincentes, pero que, en total acuerdo con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en
su efecto, a mi estado normal. En el estado hipnótico, el razonamiento y la conclusión, la causa y
el efecto están presentes a un tiempo. En mi estado natural, la causa se desvanece; únicamente el
efecto, y quizá sólo en parte, permanece.
»Estas consideraciones me han llevado a pensar que podrían obtenerse algunos buenos resultados
dirigiéndome, mientras estoy mesmerizado, una serie de preguntas bien encaminadas. Usted ha
observado a menudo el profundo conocimiento de sí mismo que demuestra el hipnotizado, el
amplio saber que despliega sobre todo lo concerniente al estado mesmérico, y de este conocimiento
de sí mismo pueden deducirse indicaciones para la adecuada confección de un cuestionario.»
Accedí, claro está, a realizar este experimento. Unos pocos pases sumieron a Mr. Vankirk en el
sueño mesmérico. Su respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía no padecer ninguna
incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación, en el diálogo, V. representa Mr.
Vankirk y P. soy yo):
P. -¿Duerme usted?
V. -Sí..., no; preferiría dormir más profundamente.
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verdad es que resulta imposible concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no
es. Cuando nos jactamos de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro
entendimiento con la consideración de una materia infinitamente rarificada.
P. -Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella es la ligerísima
resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a través del espacio,
resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado, pero que, sin embargo, es tan
ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por alto. Sabemos que la resistencia de los cuerpos
es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad absoluta es la densidad absoluta. Donde
no hay interespacios no puede haber paso. Un éter absolutamente denso detendría de una manera
infinitamente más efectiva la marcha de una estrella que un éter de diamante o de acero.
V. -Su objeción se contesta con una facilidad que está casi en proporción con su aparente
irrefutabilidad. Con respecto a la marcha de una estrella, no puede haber diferencia entre que la
estrella pase a través del éter o el éter a través de ésta. No hay error astronómico más inexplicable
que el que relaciona el conocido retardo de los cometas con la idea de su paso a través del éter, pues
por sutil que se suponga ese éter detendría toda revolución sideral en un período mucho más breve
que el admitido por esos astrónomos, quienes han intentado suprimir un punto que consideraban
imposible de entender. El retardo experimentado es, por el contrario, aproximadamente el mismo
que puede esperarse de la fricción del éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la
fuerza de retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente acumulativa.
P. -Pero en todo esto, en esta identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay nada de
irreverencia? (Me vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado comprendiera
cabalmente su sentido.)
V. -¿Puede usted decir por qué la materia ha de ser menos reverenciada que la mente? Usted
olvida que la materia de la cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o «espíritu» de
las escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es, al mismo tiempo,
la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes atribuidos al espíritu, es tan sólo la
perfección de la materia.
P. -¿Afirma usted, entonces, que la materia indivisa, en movimiento, es pensamiento?
V. -En general, el movimiento es el pensamiento universal de la mente universal. Este pensamiento
crea. Todas las cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios.
P. -Usted dice «en general».
V. -Sí. La mente universal es Dios. Para las nuevas individualidades es necesaria la materia.
P. -Pero usted habla ahora de «mente» y de «materia» como lo hacen los metafísicos.
V. -Sí, para evitar la confusión. Cuando digo «mente» me refiero a la materia indivisa o última;
cuando digo «materia» me refiero a todo lo demás.
P. -Usted decía que «para las nuevas individualidades es necesaria la materia».
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V. -Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear los seres
individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así es individualizado
el hombre. Despojado de su envoltura corporal sería Dios. El movimiento particular de las porciones
encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento del hombre, así como el movimiento del todo
es el de Dios.
P. -¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios?
V. -(Después de mucho vacilar.) No pude haber dicho eso, es un absurdo.
P. -(Recurriendo a mis notas.) Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el hombre sería
Dios».
V. -Y es verdad. El hombre así despojado sería Dios, sería desindividualizado. Pero no puede
despojarse jamás de esa manera -por lo menos nunca podrá-, a menos que imaginemos una acción
de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad. El hombre es una criatura. Las
criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del pensamiento ser irrevocable.
P. -No comprendo. ¿Usted dice que el hombre nunca podrá desprenderse de su cuerpo?
V. -Digo que nunca será incorpóreo.
P. -Explíquese.
V. -Hay dos cuerpos: el rudimentario y el completo, que corresponden a las dos condiciones de la
crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa metamorfosis. Nuestra
presente encarnación es progresiva, preparatoria, temporaria. Nuestro futuro es perfecto, definitivo,
inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad absoluta.
P. -Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable.
V. -Nosotros sí, pero la crisálida no. La materia que compone nuestro cuerpo rudimentario está
al alcance de los órganos de este cuerpo, o, más claramente, nuestros órganos rudimentarios se
adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al que compone el cuerpo definitivo.
Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo percibimos la envoltura que cae al morir,
desprendiéndose de la forma interior, no esa misma forma interior; pero esta última, así como la
envoltura, es apreciable para los que ya han adquirido la vida definitiva.
P. -Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la muerte.
¿Cómo es eso?
V. -Cuando digo que se parece a la muerte, aludo a que se asemeja a la vida definitiva, pues
cuando estoy en trance los sentidos de mi vida rudimentaria quedan en suspenso y percibo las
cosas exteriores directamente, sin órganos, a través de un intermediario que emplearé en la vida
definitiva, inorganizada.
P. -¿Inorganizada?
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V. -Sí; los órganos son mecanismos mediante los cuales el individuo se pone en relación sensible
con clases y formas particulares de materia, con exclusión de otras clases y formas. Los órganos
del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a ésta; siendo inorganizada su
condición última, su comprensión es ilimitada en todos los órdenes, salvo en uno: la naturaleza de
la voluntad de Dios, es decir, el movimiento de la materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del
cuerpo definitivo concibiéndolo como si fuera todo cerebro. No es eso; pero una concepción de
esta naturaleza lo acercará a la comprensión de su ser. Un cuerpo luminoso imparte vibración al
éter. Las vibraciones engendran otras similares dentro de la retina; éstas comunican otras al nervio
óptico. El nervio envía otras al cerebro, y el cerebro otras a la materia indivisa que lo penetra.
El movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la percepción. De
esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el mundo exterior, y este mundo
exterior está limitado para la vida rudimentaria, por la idiosincrasia de sus órganos. Pero en la
vida definitiva, inorganizada, el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de una sustancia
afín al cerebro, como he dicho), sin otra intervención que la de un éter infinitamente más sutil que
el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter, poniendo en movimiento la materia
indivisa que lo penetra. A la ausencia de órganos especiales debemos atribuir, además, la casi
ilimitada percepción propia de la vida definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las
jaulas necesarias para encerrarlos hasta que tengan alas.
P. -Usted habla de «seres» rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios además del
hombre?
V. -Las numerosas acumulaciones de materia sutil en nebulosas, planetas, soles y otros cuerpos
que no son ni nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar pábulo a los distintos
órganos de infinidad de seres rudimentarios. De no ser por la necesidad de la vida rudimentaria,
previa a la definitiva, no hubiera habido cuerpos como éstos. Cada uno de ellos es ocupado por
una variedad distinta de criaturas orgánicas, rudimentarias, pensantes. En todos los órganos varían
según los caracteres del lugar ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas criaturas que gozan de
la vida definitiva -la inmortalidad- y conocen todos los secretos, salvo uno, actúan y se mueven en
todas partes por simple volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas
cosas palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio, sino el espacio
mismo, ese infinito cuya inmensidad verdaderamente sustancial se traga las estrellas al igual que
sombras, borrándolas como no entidades de la percepción de los ángeles.
P. -Usted dice que, «de no ser por la necesidad de la vida rudimentaria», no hubiera habido estrellas.
¿Pero por qué esta necesidad?
V. -En la vida inorgánica, así como generalmente en la materia inorgánica, no hay nada que impida
la acción de una única y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y la materia (complejas,
sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de producir un impedimento.
P. -Pero de nuevo, ¿qué necesidad había de producir ese impedimento?
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V. -El resultado de la ley inviolada es perfección, justicia, felicidad negativa. El resultado de la ley
violada es imperfección, injusticia, dolor positivo. Por medio de los impedimentos que brindan
el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la vida orgánica y de la materia, la
violación de la ley resulta, hasta cierto punto, practicable. Así el dolor, que es imposible en la vida
inorgánica, es posible en la orgánica.
P. -¿Pero cuál es el propósito benéfico que justifica la existencia del dolor?
V. -Todas las cosas son buenas o malas por comparación. Un análisis suficiente mostrará que el
placer, en todos los casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo es una simple idea.
Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta ese mismo punto. No sufrir
nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha demostrado que en la vida inorgánica no
puede existir dolor; de ahí su necesidad en la orgánica. El dolor de la vida primitiva en la Tierra es
la única garantía de beatitud para la vida definitiva en el Cielo.
P. -Todavía hay una de sus expresiones que me resulta imposible comprender: «la inmensidad
verdaderamente sustancial» del infinito.
V. -Ello es quizá porque no tiene usted una noción suficientemente genérica del término
«sustancia». No debemos considerarla una cualidad, sino un sentimiento: es la percepción, en los
seres pensantes, de la adaptación de la materia a su organización. Hay muchas cosas en la Tierra
que nada serían para los habitantes de Venus, muchas cosas visibles y tangibles en Venus cuya
existencia seríamos incapaces de apreciar. Pero, para los seres inorgánicos, para los ángeles, la
totalidad de la materia indivisa es sustancia, es decir, la totalidad de lo que designamos «espacio»
es para ellos la sustancialidad más verdadera; al mismo tiempo las estrellas, en lo que consideramos
su materialidad, escapan al sentido angélico, de la misma manera que la materia indivisa, en lo que
consideramos su inmaterialidad, se evade de lo orgánico.
Mientras el hipnotizado pronunciaba estas últimas palabras con voz débil, observé en su fisonomía
una singular expresión que me alarmó un poco y me indujo a despertarlo enseguida. No bien lo
hube hecho, con una brillante sonrisa que iluminó todas sus facciones cayó de espaldas sobre la
almohada y expiró. Observé que, menos de un minuto después, su cuerpo tenía toda la severa
rigidez de la piedra. Su frente estaba fría como el hielo. Parecía haber sufrido una larga presión de
la mano de Azrael. El hipnotizado, durante la última parte de su discurso, ¿se había dirigido a mí
desde la región de las sombras?
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Cuentos
-Edgar All an Poe-
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Silencio115
Fábula
-Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una
lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino
que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo.
A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto
de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y
pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto
se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las
olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los
altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus
altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño,
extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por
siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún
viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
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Cuentos
-Edgar All an Poe-
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Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la
marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí
en la solemnidad de su desolación.
Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis
ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la
luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados
en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los
caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló
con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los
caracteres decían DESOLACIÓN.
Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para
observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los
hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones
eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío,
habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos
brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del
cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró
los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna
carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre.
Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas,
siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los
nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de
aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado
en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los
nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la
marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y
rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de
aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado
en la roca.
Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se
congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de
la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río
atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba
ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me
mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero
la noche transcurría y él continuaba sentado.
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Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y
la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron.
Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se
suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de
balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni
la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y
habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente
alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía
ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO.
Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.
******
Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los
Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del Cielo y de la Tierra, y
del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También
había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron
oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que
Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la
tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la
cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que
eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente
a la cara.
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Sombra116
Parábola
Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho
en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas,
y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto,
habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para
meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales
no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en
todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la Peste. Para aquellos versados
en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre
otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de
Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no
me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra,
sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete
de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara
que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y,
por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras
alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el
recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar
distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de
sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los
seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades
yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos
en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas
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de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas
de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la
redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y
el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos
alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas
de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en
aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía
tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo!
Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a
medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos
se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del
muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras
contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las
canciones del hijo de Teos. Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos,
perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles
y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los
sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que
la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de
un hombre o de un Dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las
colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce.
Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un Dios,
ni un Dios de Grecia, ni un Dios de Caldea, ni un Dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la
entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra,
permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los
pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra
avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los
ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en
voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo
soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las Catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras
planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.» Y entonces los siete nos levantamos
llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la
voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus
cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares
y harto recordados de mil y mil amigos muertos.
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¡Viejo empedernido, zamacuco, obstinado, mohoso, tozudo, emperrado y bárbaro! -dije cierta
tarde, en mi fantasía, a mi tío abuelo Rumgudgeon, mientras lo amenazaba con el puño, en mi
imaginación.
Sólo en la imaginación. Diré que, en verdad, había cierta discrepancia entre lo que yo decía y lo
que no tenía el coraje de decir, entre lo que hacía y lo que no me faltaba gana de hacer.
Cuando abrí la puerta del salón la vieja marsopa habíase instalado con los pies sobre la chimenea,
un vaso de Oporto en la zarpa, esforzándose violentamente por poner en práctica la cancioncilla:
Remplis ton verre vide!
Vide ton verre plein!
-Querido tío -dije, cerrando suavemente la puerta y aproximándome con la más blanda de mis
sonrisas-, ha sido usted siempre tan amable y considerado manifestándome su benevolencia de
tantas... de tantísimas maneras, que... que siento como si sólo fuera necesario sugerirle una vez
más cierta insignificante cosilla, para tener la seguridad de su plena aprobación.
-¡Ejem! -dijo él-. ¡Veamos, muchacho... sigue!
-Estoy seguro, querido tío (¡condenado vagabundo!), de que usted no tiene intención de oponerse a
mi casamiento con Kate. Ya sé que se trata de una broma... ¡Ja, ja! ¡Qué gracioso es usted a veces!
-¡Ja, ja, ja! -repitió él-. ¡Que te cuelguen... vaya si lo soy!
-¿No es cierto? ¡Bien sabía yo que bromeaba! Pues bien, tío, todo lo que Kate y yo deseamos ahora
es que tenga usted la gentileza de aconsejarnos sobre... sobre la fecha... ya sabe usted, tío... En fin,
¿cuándo sería más conveniente para usted que se realice la... la boda?
-¡Vete de aquí, vagabundo! ¿Qué pretendes decir? ¡Espérate sentado!
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Oh, magnífico! ¡Oh, qué broma extraordinaria! ¡Qué ingenio! Pero todo lo
que quisiéramos, tío, es que nos indique exactamente la fecha.
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-¡Ah! ¿Exactamente?
-Sí, tío. Es decir... siempre que le resulte agradable.
-¿Y no sería lo mismo, Bobby, si lo dejáramos al azar... digamos, alguna fecha dentro de un año o
cosa así, eh? ¿O tengo que fijarla exactamente?
-Por favor, tío... exactamente.
-Pues bien, Bobby, puesto que eres un excelente muchacho... y puesto que quieres una fecha
exacta... te la diré.
-¡Mi querido tío!
-¡Silencio, caballerito! -exclamó, ahogando mi voz-. Sí, te la diré. Tendrás mi consentimiento...
y la pecunia, no debemos olvidarnos de la pecunia... ¡Veamos! ¿Qué día fijaremos? ¿Hoy es
domingo, verdad? Pues bien, te casarás exactamente... ¿me has oído?, exactamente cuando haya
tres domingos en una semana. ¿Has entendido, caballerito? ¿Por qué te quedas boquiabierto? Te
lo repito: tendrás a Kate (y tendrás la pecunia) cuando haya tres domingos en una semana, pero no
hasta entonces, gran bribón… ¡no hasta entonces, aunque me maten! Ya me conoces, y sabes que
soy hombre de palabra. ¡Y ahora vete!
Tras lo cual vació su vaso de Oporto, mientras yo escapaba desesperado del salón.
Mi tío abuelo Rumgudgeon era un «excelente anciano caballero inglés», pero, a diferencia del de
la canción, tenía sus puntos débiles. Era un personaje diminuto, obeso, pomposo, apasionado y
hemisférico, de roja nariz, gran cabezota, abundante faltriquera y elevado concepto de su persona.
Dueño del mejor corazón de este mundo, un especial espíritu de contradicción le había hecho ganar,
entre aquellos que sólo lo conocían superficialmente, fama de tacaño. Como muchas personas
excelentes, parecía dominado por el caprichoso deseo de gastar la paciencia, deseo que, a primera
vista, hubiera podido confundirse con maldad. A cualquier pedido que le hacía, un rotundo «¡No!»
era su respuesta inmediata; pero al final -muy al final- terminaba negándose a muy pocos pedidos.
Se defendía empecinadamente contra todo ataque que llevara a su faltriquera, pero terminaba
dando sumas que estaban en proporción directa con la duración del sitio y el empecinamiento de
la resistencia. En materia de caridad, nadie daba más con menos amabilidad.
Mi tío demostraba el más profundo de los desprecios por las bellas artes y, muy especialmente,
por la literatura. Casimir Perier le había inspirado este último, con su petulante pregunta: A quoi un
poète est-il bon?, que mi tío repetía en todos los casos y con la más extraña de las pronunciaciones,
considerándola el nec plus ultra del ingenio. Así, mi frecuentación de las Musas había provocado
su profundo disgusto. Cierto día en que le solicité un nuevo ejemplar de Horacio, me aseguró que
la traducción de Poeta nascitur non fit era: «A nasty poet for nothing fit» (Un repugnante poeta,
incapaz de nada); naturalmente su versión me produjo grandísima cólera. El antagonismo de mi tío
hacia «las humanidades» había ido en aumento en los últimos tiempos, a causa de una inclinación
hacia lo que él consideraba ciencias naturales. Alguien lo había detenido en la calle confundiéndolo
nada menos que con el Doctor Dubble L. Dee, conferenciante en física recreativa y otras fruslerías.
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Esta confusión lo deslumbró, y, en la época de este relato -ya que en definitiva se está convirtiendo
en un relato-, mi tío abuelo Rumgudgeon sólo se mostraba accesible y pacífico en todo aquello que
coincidiera con el capricho científico que lo dominaba. En cuanto al resto, se reía desaforadamente
de todo, y en materia política era tan obstinado como simple. Creía con Horsley, que «nada tiene
el pueblo que ver con las leyes, aparte de obedecerlas».
Había yo pasado toda mi vida a su lado, pues mis padres, al morir, me legaron a él como la más rica
de las herencias. Creo que el viejo miserable me quería como a su propio hijo -y casi tanto como
quería a Kate-, pero lo mismo me daba una vida de perros. Desde que cumplí un año hasta los
cinco, me aplicó constantes y regulares azotainas. De los cinco a los quince, me amenazó a cada
momento con enviarme a un Reformatorio. De los quince a los veinte, no pasó un día sin que me
prometiera desheredarme hasta el último centavo. Cierto es que yo era una buena pieza, pero esto
formaba parte de mi naturaleza y valía como un artículo de fe. En Kate, empero, tenía una amiga
leal, y no lo ignoraba. Era una excelente muchacha, que me había prometido gentilmente ser mi
esposa (con pecunia y todo), siempre que me las arreglara para obtener el consentimiento de mi tío
abuelo Rumgudgeon. ¡Pobre niña! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, su escaso
capital no le sería entregado hasta después de que cinco interminables veranos «arrastraran consigo
su lenta duración». ¿Qué hacer, entonces? A los quince años, y aun a los veintiuno (pues yo había
franqueado ya mi quinta olimpiada), cinco años de espera equivalen a quinientos. Inútilmente
asediaba a mi tío con mis demandas. Había él encontrado una pièce de résistence (como dirían los
señores Ude y Careme), que se adaptaba maravillosamente a su petulante fantasía. Job mismo se
hubiera indignado al ver cómo aquel viejo gato jugaba con nosotros cual si fuéramos dos miserables
ratoncillos. En lo profundo de su corazón nada deseaba con más ardor que nuestra unión. Desde
el principio había estado de acuerdo. Y hubiera sido capaz de sacar diez mil libras de su propio
bolsillo (pues la dote de Kate era de ella), de habérsele ocurrido alguna cosa que excusara nuestro
natural deseo. Pero habíamos sido lo bastante imprudentes como para mencionar el tema por
nuestra cuenta. No oponerse, bajo tales circunstancias, hubiera estado más allá de sus fuerzas.
He dicho ya que mi tío tenía sus puntos débiles, pero no debe entenderse por ello que aludo a
su obstinación. Al contrario, ésta se contaba entre sus puntos fuertes: assurément ce n’était pas
son faible. Cuando hablo de sus debilidades me refiero a una superstición de vieja solterona que
lo dominaba. Se consideraba muy fuerte en sueños, portentos, et id genus omne de galimatías.
Mostrábase asimismo muy puntilloso en pequeños detalles de honor y, a su manera, era hombre de
palabra. Más aún: estas cosas le constituían una verdadera obsesión. No tenía el menor escrúpulo
en faltar al espíritu de sus promesas, pero la letra era para él cosa inviolable. Esta peculiaridad
de su carácter, sumada al ingenio de Kate, nos permitió un día, poco después de mi entrevista con
mi tío en el salón, sacarle una inesperada ventaja; pero ahora, después de haber agotado como los
modernos bardos y oradores todo mi tiempo disponible en prolegómenos, resumiré lo sucedido en
las pocas palabras que constituyen el meollo de la historia.
Ocurrió -pues así lo ordenaron los Hados- que entre los conocidos de mi prometida se contaban dos
oficiales de la marina que acababan de volver a Inglaterra después de un año de ausencia. Concertado
nuestro plan, mi prima, ambos caballeros y yo acudimos a visitar a mi tío Rumgudgeon en la tarde
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del domingo 10 de octubre, exactamente tres semanas después de la memorable decisión que tan
cruelmente había desbaratado nuestras esperanzas. Durante la primera media hora la conversación
tocó los temas ordinarios, pero luego logramos, de manera muy natural, darle el siguiente giro:
Capitán Pratt.- Pues bien, he estado un año ausente. Exactamente un año... ¡Veamos! ¡Pues, sí, hoy
es diez de octubre! ¿Recuerda, Mr. Rumgudgeon, que vine a despedirme de usted hace exactamente
un año? Dicho sea de paso, me parece una coincidencia bastante curiosa que nuestro amigo aquí
presente, el Capitán Smitherton, haya estado también ausente un año... Exactamente un año, ¿no
es así?
Smitherton.- En efecto, hoy hace un año justo. Recordará usted, Mr. Rumgudgeon, que vine aquel
día en compañía del Capitán Pratt, a fin de despedirme de usted.
Tío.- Sí, sí... me acuerdo muy bien... ¡Ciertamente es muy raro! Ambos ausentes durante un año...
Muy extraña coincidencia, por cierto. Lo que el Doctor Dubble L. Dee llamaría una extraordinaria
concurrencia de sucesos. El Doctor Dub...
Kate.- (Interrumpiéndolo.) ¡Sí, papá, es muy extraño! Pero el Capitán Pratt y el Capitán Smitherton
no siguieron la misma ruta, y eso significa una diferencia.
Tío.- ¿Una diferencia, muchacha? ¡Al contrario! ¡La cosa es así muchísimo más notable! El Doctor
Dubble L. Dee...
Kate.- ¿Sabes, papá? El Capitán Pratt dio la vuelta al Cabo de Hornos, y el Capitán Smitherton al
de Buena Esperanza.
Tío.- ¡Pues bien! El uno fue hacia el este y el otro hacia el oeste, y los dos dieron la vuelta completa
a la tierra. Dicho sea de paso, el Doctor Dubble L. Dee…
Yo.- (Presurosamente.) Capitán Pratt, ¿por qué no viene a pasar la velada de mañana con nosotros...?
También usted, Smitherton. Nos contarán los detalles de sus viajes, haremos una partida de whist,
y...
Pratt.- ¡Vamos, querido muchacho! ¿Jugar al whist en domingo? Alguna otra noche, si quiere,
pero...
Kate.- ¡Oh, no, Robert no es tan impío como para proponer eso! Pero hoy es domingo, capitán.
Tío.- ¡Naturalmente!
Pratt.- Les pido disculpas a ambos, pero no puedo engañarme hasta ese punto. Sé que mañana es
domingo porque...
Smitherton.- (Muy sorprendido.) ¿Qué están diciendo ustedes? ¿No fue ayer domingo?
Todos.- ¡Ayer! ¡Vamos, usted bromea!
Tío.- ¡Hoy es domingo! ¡Como si no lo supiera!
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He dicho ya que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más
rico de Rattleborough, y que el «Viejo Charley Goodfellow» había intimado con él al punto de
que parecía su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque Mr. Shuttleworthy visitaba rara
vez, si es que lo hizo alguna, al «Viejo Charley», y jamás se supo que comiera en su casa, ello
no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo juntos como ya lo he dicho; en efecto, el
«Viejo Charley» no dejaba pasar un día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino,
y muchas veces se quedaba a tomar el desayuno o el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas
ocasiones hubiera sido difícil saber cuánta cantidad de vino se tomaban los dos camaradas de una
sola vez. La bebida favorita del Viejo Charley era el Château Margaux, y a Mr. Shuttleworthy
parecía agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando
el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una palmada en
la espalda:
-Te diré una cosa Viejo Charley, y es que eres el mejor compañero que haya encontrado desde
que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen si no voy a regalarte un
gran cajón de Château Margaux. ¡Que me cuelguen -repitió Mr. Shuttleworthy, que tenía la mala
costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de algunos bastante inofensivos- si esta misma
tarde no mando pedir a la ciudad un doble cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si
lo haré! No digas ni una palabra: te repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho...;
ya te llegará uno de estos días, justamente cuando menos lo esperes.
Menciono este ejemplo de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy a fin de mostrar a ustedes
lo muy íntimos que eran aquellos dos amigos.
Pues bien, el domingo de mañana, cuando no quedó duda alguna de que a Mr. Shuttleworthy le
había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como el Viejo Charley Goodfellow.
Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa sin su amo, sin los sacos de la
montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo que había atravesado el pecho del pobre
animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso, se puso tan pálido como si el desaparecido
hubiese sido su padre o su hermano, mientras temblaba convulsivamente como si lo hubiese
atacado una fiebre palúdica.
Al principio pareció demasiado abatido por el dolor como para tomar ninguna iniciativa o decidir
algún plan de acción; durante largo rato se esforzó por disuadir a los restantes amigos de Mr.
Shuttleworthy de que tomaran medidas, -pensando que era preferible esperar-, una semana o dos,
y aun un mes o dos, hasta ver si no se producía alguna novedad o si el mismo desaparecido no se
presentaba explicando sus razones por haber abandonado en esa forma a su caballo. Pienso que
ustedes habrán observado frecuentemente esta tendencia a contemporizar o a diferir en gentes que
se hallan bajo la acción de un dolor muy intenso. Sus facultades mentales parecen entorpecidas,
y experimentan una especie de horror hacia toda acción; nada les parece preferible a quedarse
inmóviles en su cama y «acunar su propia pena», como les gusta decir a las señoras de edad; en
otras palabras, rumiar sus dificultades.
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Las gentes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y la discreción del «Viejo Charley»,
que la mayor parte se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no efectuar investigaciones
«hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el honesto caballero. Y estoy convencido
de que esta decisión hubiera sido unánime de no mediar la muy sospechosa interferencia del
sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de hábitos sumamente disipados y de pésima reputación.
Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso atender razones ni «quedarse tranquilo», sino que
insistió en salir inmediatamente en busca «del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que
empleó, y Mr. Goodfellow no dejó de hacer notar en esa ocasión que «era una frase extraña, por no
decir más». Semejante observación en boca del Viejo Charley provocó gran efecto en la multitud,
y oyóse a uno del grupo preguntar de manera muy vehemente «cómo era posible que el joven
Pennifeather estuviera tan bien enterado de las circunstancias relativas a la desaparición de su
acaudalado tío como para sentirse autorizado a afirmar, clara e inequívocamente, que su tío había
sido asesinado». Siguieron a esto picantes réplicas y controversias entre varios de los presentes, y
especialmente entre el «Viejo Charley» y Mr. Pennifeather, lo que no provocó ninguna sorpresa,
pues bien era sabida la animosidad existente entre ambos desde hacía varios meses. Las cosas
habían alcanzado a tal punto que Mr. Pennifeather llegó en una ocasión a derribar de un golpe al
amigo de su tío, acusándolo de algunos excesos cometidos por aquél en casa de su pariente, donde
se alojaba el joven. Se afirmaba que, en esta ocasión, el «Viejo Charley» se había conducido con
ejemplar moderación y cristiana caridad. Incorporándose, sacudió sus ropas y no hizo la menor
tentativa de devolver el golpe recibido, limitándose a murmurar unas palabras sobre sus propósitos
de «vengarse sumariamente en la primera oportunidad», reacción muy natural y justificable de su
cólera, que no tenía ningún sentido especial y que, sin duda, había olvidado casi inmediatamente.
Como quiera que fuesen aquellos incidentes (que no se relacionan con lo que estamos narrando),
los pobladores de Rattleborough terminaron dejándose persuadir por Mr. Pennifeather, y decidieron
dispersarse en las regiones adyacentes en busca del Mr. Shuttleworthy. Tal fue la primera intención,
pues parecía lo más natural que las gentes se dispersaran en distintos grupos que explorarían
de la manera más minuciosa las regiones circunvecinas. Sin embargo, no sé por qué ingenioso
razonamiento que he olvidado, el «Viejo Charley» acabó convenciendo a la asamblea de que este
plan no era el más conveniente. Al decir que los convenció exceptúo a Mr. Pennifeather; pero el
hecho es que al final se decidió efectuar una búsqueda cuidadosa a cargo de todos los vecinos en
masse; naturalmente, el «Viejo Charley» tomó la dirección.
Por lo que a esto último respecta, no hay duda de que el jefe era el más capacitado, pues todo el
mundo sabía que el «Viejo Charley» tenía ojos de lince; empero, aunque los llevó a toda clase de
rincones apartados, por senderos que nadie había sospechado jamás que existieran en la región, y
aunque la búsqueda continuó incesantemente noche y día durante más de una semana, fue imposible
hallar la menor huella de Mr. Shuttleworthy. Cuando digo la menor huella no debe entendérseme
literalmente, pues no dejaron de encontrarse algunas huellas. Las señales de las herraduras del
caballo (que eran de un tipo especial) fueron seguidas hasta un lugar situado a tres millas al este del
pueblo, sobre el camino real a la ciudad. Aquí las huellas se desviaban por un atajo que atravesaba
un bosque y volvía a salir al camino real, abreviando en media milla el recorrido regular. Al
seguir las pisadas por este sendero, el grupo llegó finalmente hasta un charco de agua estancada
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oculto a medias por las zarzas a la derecha del sendero; en este punto se interrumpían las marcas
de herraduras. Advirtióse, sin embargo, que en el lugar había habido una lucha, y las señales
indicaban que un cuerpo grande y pesado había sido arrastrado desde el sendero al charco. Se
procedió a dragar cuidadosamente este último, pero ninguna tentativa dio resultado. Disponíanse
los presentes a volverse, desesperando de conocer la verdad, cuando la Providencia sugirió a Mr.
Goodfellow la idea de desaguar completamente el charco. El proyecto fue recibido con hurras y el
«Viejo Charley» muy elogiado por su sagacidad e inteligencia. Como muchos vecinos traían palas,
dada la eventualidad de desenterrar un cadáver, el desagüe pudo efectuarse rápida y eficazmente.
Tan pronto quedó visible el fondo se vio en el centro del lecho de barro un chaleco de terciopelo
de seda negra que casi todos los presentes reconocieron como de propiedad de Mr. Pennifeather.
El chaleco estaba desgarrado y manchado de sangre. Varias personas de la asamblea recordaban
claramente que el joven lo llevaba puesto la mañana de la partida de Mr. Shuttleworthy, mientras
otros se manifestaban dispuestos a afirmar bajo juramento que Mr. Pennifeather no había usado
dicha prenda en ningún momento posterior a aquel día. Y no se encontró a nadie que afirmara
haber visto al joven vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición de
Mr. Shuttleworthy.
Todo esto creaba una situación sumamente seria para el Mr. Pennifeather, y como confirmación
de las sospechas desatadas contra él notóse que se ponía terriblemente pálido y que no era capaz
de pronunciar una palabra cuando se lo urgió a que se explicara. Ante esto, los pocos amigos que
su disoluta manera de vivir le habían dejado lo abandonaron instantáneamente y se mostraron
todavía más enérgicos que sus antiguos y reconocidos enemigos al demandar su arresto inmediato.
Empero, la magnanimidad de Mr. Goodfellow brilló entonces, por contraste, con su más alto
resplandor. Hizo una cálida y elogiosa defensa de Mr. Pennifeather, durante la cual aludió más
de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado joven, «heredero del
excelente Mr. Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de pasión. «Lo perdonaba -agregó-
desde lo más profundo de su corazón, en cuanto a él (Mr. Goodfellow), lejos de llevar a su extremo
las sospechosas circunstancias que desgraciadamente existían contra Mr. Pennifeather, haría (Mr.
Goodfellow) todo cuanto estuviera en su poder y emplearía la escasa elocuencia de que era capaz
para... para suavizar, en la medida en que pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores
aspectos que presentaba aquel extraordinario y enigmático asunto.»
Mr. Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran honor tanto a
su inteligencia como a su corazón; pero las gentes de corazón generoso pocas veces son capaces
de observaciones sensatas; incurren en toda clase de errores, contretemps y despropósitos en el
entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con las mejores intenciones de este mundo, le
hacen muchísimo daño en lugar de favorecerlo.
Así ocurrió en el presente caso con la elocuencia del «Viejo Charley», pues, aunque se esforzaba
por ayudar al sospechoso, sucedió, no sé bien cómo, que cada sílaba que pronunciaba, con la
deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del público sobre el orador,
tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la persona cuya causa defendía y exasperar
contra él la furia de la multitud.
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Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al sospechoso como
«el heredero del excelente Mr. Shuttleworthy». Ninguno de los presentes había pensado antes
en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás por el tío en el sentido
de desheredar a su sobrino (que era su único pariente), y daban por seguro que éste había sido,
en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de Rattlesborough. Pero las observaciones
del «Viejo Charley» los hicieron pensar en el asunto y advirtieron la posibilidad de que aquellas
amenazas no hubieran pasado de tales. Sin transición, pues, surgió la pregunta natural de cui
bono?, que sirvió aún más que el chaleco para atribuir tan horrible crimen al joven Pennifeather.
Aquí, a fin de no ser mal entendido, permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima
y sencilla frase latina es invariablemente mal traducida y mal concebida. “Cui bono” en todas las
novelas de misterio y en otras -por ejemplo, las de Mrs. Gore (autora de Cecil) dama que cita en
todas las lenguas, desde el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por Mr.
Beckford-, en todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer y Dickens hasta las de Turnapenny
y Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas: «¿con qué fin?», o (como si fuera
quo bono): «¿con qué ventaja?». Empero, su verdadero sentido es: «¿para beneficio de quién?».
Cui, de quién; bono, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica precisamente
en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya cometido un delito
depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia del delito. Ahora bien, en
este caso, la pregunta cui bono implicaba directamente a Mr. Pennifeather. Luego de testar en
su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero la amenaza no había sido llevada a
efecto; el testamento original, según se supo, no presentaba alteración. En caso contrario, el único
motivo presumible para el crimen habría sido el muy ordinario de la venganza; pero aún éste podía
rebatirse por la esperanza de todo desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No
habiéndose modificado el testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del
sobrino, todos vieron en ello el más manifiesto motivo para tan horrible crimen, y tal fue la sagaz
conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattlesborough.
Mr. Pennifeather, pues, fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro poco, se volvió
al pueblo llevándolo bien custodiado. En el camino, además, ocurrió otra cosa tendente a confirmar
las sospechas existentes. Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía adelantarse siempre al grueso del
grupo, corrió unos pasos, agachóse y levantó un objeto que había en el pasto. Luego de examinarlo
rápidamente, se notó que intentaba esconderlo en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo
impidieron, viéndose que el objeto hallado era una navaja española que una docena de personas
reconocieron inmediatamente como de propiedad de Mr. Pennifeather. Lo que es más, sus iniciales
aparecían grabadas en el puño. La hoja de la navaja estaba abierta y ensangrentada.
Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto, y, apenas llegados a
Rattlesborough, fue entregado al juez para su interrogatorio.
Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde había
estado la mañana de la desaparición de Mr. Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia de admitir
que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones del charco donde se
había encontrado, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, su chaleco ensangrentado.
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El «Viejo Charley» levantóse entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para declarar.
Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no le permitían
continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia el joven inculpado
(no obstante la forma en que se había conducido con él, Mr. Goodfellow) lo había movido a
imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso de esas
circunstancias tan incriminatorias para Mr. Pennifeather; pero dichas circunstancias eran ya
demasiado convincentes, demasiado condenatorias. No podía vacilar, diría lo que sabía, aunque
su corazón (el de Mr. Goodfellow) le estallara de dolor al hacerlo. Procedió entonces a declarar
que, la tarde anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy, este venerable caballero había dicho a su
sobrino (y él, Mr. Goodfellow, lo había oído) que el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente
por la mañana era hacer un depósito de una cuantiosa suma de dinero en el “Banco de los Granjeros
y Mecánicos” de la ciudad; agregó que en el curso de la conversación, Mr. Shuttleworthy había
manifestado redondamente a su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y
desheredarlo hasta el último centavo. Y, tras de ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado
que declarara si lo que acababa de decir era o no la más escrupulosa de las verdades. Para la
estupefacción de los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo dicho era la verdad.
El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que efectuaran
una perquisición en el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los policías no tardaron en
volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo, con aplicaciones de metal, que
el anciano desaparecido llevara consigo durante años. Faltaba su valioso contenido y vanamente
se esforzó el magistrado por obtener del inculpado una confesión sobre el destino del dinero o el
lugar donde se hallaba escondido. Mr. Pennifeather se obstinó en afirmar que no sabía nada de
todo aquello. Por otra parte, los policías descubrieron entre el elástico y el colchón de la cama una
camisa y un pañuelo para el cuello, con el monograma del acusado, espantosamente manchados
con la sangre de la víctima.
A esta altura de la encuesta se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de morir a
consecuencia de la herida que recibiera. Mr. Goodfellow propuso entonces que se procediera a
efectuar la autopsia del animal, a fin de descubrir, si era posible, la bala. Así se hizo; y como
para que la culpabilidad del acusado quedara demostrada de manera definitiva, Mr. Goodfellow,
luego de larga búsqueda dentro del pecho del caballo, terminó por localizar y extraer una bala
de gran tamaño que, hechas las pruebas correspondientes, resultó corresponder exactamente al
calibre del rifle de Mr. Pennifeather, que era mayor que el de cualquier otro vecino del pueblo o
sus inmediaciones. Para confirmar aún más la cuestión se descubrió que la bala tenía una señal o
reborde en ángulo recto con la sutura habitual; no tardó en verificarse que dicha señal coincidía
con la existente en los moldes para fundir balas que, según confesión del acusado, le pertenecían.
Apenas probado esto, el magistrado a cargo de la encuesta rehusó escuchar nuevos testimonios
y ordenó de inmediato que el prisionero fuera juzgado por asesinato, negándose resueltamente
a dejarlo en libertad bajo fianza, a pesar de que Mr. Goodfellow protestó calurosamente contra
esta severidad, y ofreció salir como fiador por cualquier suma que se pidiera. Esta generosidad
por parte del «Viejo Charley» hallábase muy de acuerdo con su amable y caballeresca conducta a
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A decir verdad, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido toda esperanza
de recibir alguna vez el prometido Château Margaux, por lo cual le pareció que recibirlo ahora
representaba una especial merced de la Providencia. Como es natural, se llenó de regocijo, y en la
exuberancia de su alegría invitó a un numeroso grupo de amigos a un petit souper para la noche
siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del regalo del buen Mr. Shuttleworthy. Por cierto que
no dijo nada acerca del «buen Mr. Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de
pensarlo mucho, decidió proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un
regalo de Château Margaux. Limitóse a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de
excelente calidad y fino aroma que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente.
Muchas veces me he sentido perplejo pensando por qué el «Viejo Charley» decidió no decir a
nadie que aquel vino era un obsequio de su viejo amigo, pero me fue imposible comprender sus
razones para callar, aunque sin duda debía tenerlas, y excelentes.
Llegó el día siguiente, y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente en casa de
Mr. Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí -y yo entre ellos- pero, para
gran irritación del huésped, el Château Margaux no apareció hasta última hora, cuando la suntuosa
cena ofrecida por el «Viejo Charley» había sido ampliamente saboreada por los huéspedes. Llegó,
empero, y por cierto que era un cajón enormemente grande; entonces, como la asamblea se hallaba
de muy buen humor, decidióse por unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería
inmediatamente su contenido.
Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón sobre
la mesa, en medio de las botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en la confusión.
El «Viejo Charley», que estaba completamente borracho y tenía el rostro empurpurado, sentóse
con aire de burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente sobre la mesa con un vaso,
mientras reclamaba orden y silencio «durante la ceremonia del desentierro del tesoro».
Luego de algunas vociferaciones, se logró restablecer el orden y, como suele suceder en tales
casos, se produjo un profundo y extraño silencio. Habiéndoseme pedido que levantara la tapa,
acepté, como es natural, «con infinito placer». Inserté un formón, pero apenas hube dado unos
martillazos, la tapa del cajón se alzó bruscamente y, en el mismo instante, surgió del interior,
enfrentando al huésped, el magullado, sangriento y putrefacto cadáver de Mr. Shuttleworthy. Por
un instante contempló fija y dolorosamente, con sus ojos sin brillo y ya sin forma, el rostro de
Mr. Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el
hombre!» Y cayendo sobre el borde del cajón, como satisfecho de lo que había dicho, quedó con
los brazos colgando sobre la mesa.
La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas fue espantosa,
y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro horror. Pero, después
del primer clamoroso arrebato de miedo, todos los ojos se clavaron en Mr. Goodfellow. Aunque
viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada en la horrorosa expresión de
su cara, espectralmente pálida después de haberse mostrado tan rubicunda de vino y de triunfo.
Durante varios minutos permaneció inmóvil como una estatua de mármol; sus ojos, absolutamente
privados de expresión, parecían vueltos hacia adentro y perdidos en el espectáculo de su propia
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alma asesina. Por fin la vida surgió otra vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de
un salto, cayó pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver,
mientras de sus labios brotaba rápida y vehemente la detallada confesión del espantoso crimen por
el cual Mr. Pennifeather hallábase encarcelado y esperando la muerte.
Lo que contó fue, en resumen, lo siguiente: Había seguido a su víctima hasta las vecindades del
charco, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató a Mr. Shuttleworthy a golpes de culata. Luego
de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo había muerto y lo arrastró con gran
trabajo hasta las zarzas contiguas al charco. Cargó el cadáver de su víctima sobre su propio caballo
y lo llevó a un lugar donde hacerlo desaparecer, situado a mucha distancia a través de los bosques.
El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde fueron hallados,
a fin de vengarse de Mr. Pennifeather. También se las arregló para dejar en su cuarto el pañuelo y
la camisa manchados de sangre.
Hacia el final del espeluznante relato, las palabras del miserable asesino se hicieron sordas y
entrecortadas. Cuando hubo terminado, se enderezó, alejándose tambaleante de la mesa, hasta
caer... muerto.
Aunque eficientes, los medios mediante los cuales pudo lograrse esta oportuna confusión fueron
bien sencillos. La exagerada franqueza y bonhomía de Mr. Goodfellow me había disgustado desde
el principio, despertando mis sospechas. Me hallaba presente cuando Mr. Pennifeather lo golpeó,
y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera que fuese, me dio la seguridad de que no
dejaría de cumplir al pie de la letra su promesa de vengarse. Hallábame, pues, preparado para
apreciar las maniobras del «Viejo Charley» de una manera muy diferente de la de los buenos
vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato que todos los descubrimientos incriminatorios nacían
directa o indirectamente de él. Pero lo que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la
bala hallada por Mr. Goodfellow en el cuerpo del caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado,
yo no dejé de recordar que el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil, y
otro por donde había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada
allí por la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados
confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre demostró
que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el rumboso cambio de
vida de Mr. Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más fuertes, y no eran menos intensas
por ser el único que las abrigaba.
En el ínterin, me ocupé privadamente de buscar el cadáver de Mr. Shuttleworthy; tenía mis buenas
razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las cuales Mr. Goodfellow
había dirigido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más tarde, llegué a un antiguo pozo
seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de zarzas; y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba.
Ocurrió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando Mr. Goodfellow se las
arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Château Margaux. Basándome en
este hecho, decidí obrar en consecuencia. Procurándome un trozo muy fuerte de barba de ballena,
lo introduje por la garganta del cadáver y metí a éste en un viejo cajón de vino, teniendo cuidado
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de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se doblara junto con él. De esta manera tuve que
apretar fuertemente la tapa para mantenerla ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía
la seguridad de que, tan pronto los clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el
cuerpo.
Arreglado así el cajón, lo marqué y numeré como se ha dicho; luego de escribir una supuesta carta
de los vinateros que surtían a Mr. Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado para que llevara el
cajón en una carretilla hasta la puerta de Mr. Goodfellow, a una señal que yo le haría. En cuanto a
las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba suficientemente en mis habilidades
de ventrílocuo, y por lo que respecta a su efecto, confiaba en la conciencia del miserable asesino.
Creo que no me queda nada por explicar. Mr. Pennifeather fue puesto inmediatamente en libertad,
heredó la fortuna de su tío y, aprovechando la lección de la experiencia, inició desde aquel día una
nueva y dichosa vida.
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Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesville, Virginia, trabé relación
por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en todo sentido y
despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me resultaba imposible comprenderlo
tanto en lo físico como en lo moral. De su familia no pude obtener informes satisfactorios. Nunca
averigüé de dónde venía. Aun en su edad -si bien lo califico de joven caballero- había algo que
me desconcertaba no poco. Seguramente parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud;
mas había momentos en que no me hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad. Pero nada
más peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado, muy encorvado. Tenía
miembros excesivamente largos y descarnados, la frente ancha y alta, la tez absolutamente exangüe,
la boca grande y flexible, y los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una
cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba desagradable,
como podía suponerse; pero era absolutamente invariable. Tenía una profunda melancolía, una
tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal, grandes y redondos, como los del
gato. También las pupilas con cualquier aumento o disminución de luz sufrían una contracción o
una dilatación como la que se observa en la especie felina. En momentos de excitación le brillaban
los ojos hasta un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una luz reflejada,
sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un aspecto tan apagado, tan
velado y opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado.
Estas características físicas parecían causarle mucha molestia y continuamente aludía a ellas en un
tono en parte explicativo, en parte de disculpa, que la primera vez me impresionó penosamente.
Pronto, sin embargo, me acostumbré a él y mi incomodidad se desvaneció. Parecía proponerse
más bien insinuar, sin afirmarlo de modo directo, que su aspecto físico no había sido siempre
el de ahora, que una larga serie de ataques neurálgicos lo habían reducido de una belleza mayor
de la común a eso que ahora yo contemplaba. Hacía mucho tiempo que le atendía un médico
llamado Templeton, un viejo caballero de unos setenta años, a quien conociera en Saratoga y
cuyos cuidados le habían proporcionado, o por lo menos así lo pensaba, gran alivio. El resultado
fue que Bedloe, hombre rico, había hecho un arreglo con el Dr. Templeton, por el cual este último,
mediante un generoso pago anual, consintió en consagrar su tiempo y su experiencia médica al
cuidado exclusivo del enfermo.
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El Doctor Templeton había viajado mucho en sus tiempos juveniles, y en París se convirtió, en
gran medida, a las doctrinas de Mesmer. Por medio de curas magnéticas había logrado aliviar los
agudos dolores de su paciente, que, movido por este éxito, sentía cierto grado natural de confianza
en las opiniones en las cuales se fundaba el tratamiento. El Doctor, sin embargo, como todos
los fanáticos, había luchado encarnizadamente por convertir a su discípulo, y al fin consiguió
inducirlo a que se sometiera a numerosos experimentos. Con la frecuente repetición de éstos logró
un resultado que en los últimos tiempos se ha vulgarizado hasta el punto de llamar poco o nada la
atención, pero que en el período al cual me refiero era apenas conocido en América. Quiero decir
que entre el Doctor Templeton y Bedloe se había establecido poco a poco un rapport muy definido
y muy intenso, una relación magnética. No estoy en condiciones de asegurar, sin embargo, que este
rapport se extendiera más allá de los límites del simple poder de provocar sueño; pero el poder en sí
mismo había alcanzado gran intensidad. El primer intento de producir somnolencia magnética fue
un absoluto fracaso para el mesmerista. El quinto o el sexto tuvieron un éxito parcial, conseguido
después de largo y continuado esfuerzo. Sólo en el duodécimo el triunfo fue completo. Después
de éste la voluntad del paciente sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando los
conocí, el sueño se producía casi de inmediato por la simple voluntad del operador, aun cuando el
enfermo no estuviera enterado de su presencia. Sólo ahora, en el año 1843, cuando se comprueban
diariamente miles de milagros similares, me atrevo a referir esta aparente imposibilidad como un
hecho tan cierto como probado.
El temperamento de Bedloe era sensitivo, excitable y exaltado en el más alto grado. Su imaginación
se mostraba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda sacaba fuerzas adicionales del uso
habitual de la morfina, que ingería en gran cantidad y sin la cual le hubiera resultado imposible
vivir. Era su costumbre tomar una dosis muy grande todas las mañanas inmediatamente después
del desayuno, o más bien después de una taza de café cargado, pues no comía nada antes de
mediodía, y luego salía, solo o acompañado por un perro, en un largo paseo por la cadena de
salvajes y sombrías colinas que se alzan hacia el suroeste de Charlottesville y son honradas con el
título de Montañas Escabrosas.
Un día oscuro, caliente, neblinoso de fines de noviembre, durante el extraño interregno de las
estaciones que en Norteamérica se llama Verano Indio, Mr. Bedloe partió, como de costumbre,
hacia las colinas. Transcurrió el día, y no volvió.
A eso de las ocho de la noche, ya seriamente alarmados por su prolongada ausencia, estábamos
a punto de salir en su busca, cuando apareció de improviso, en un estado no peor que el habitual,
pero más exaltado que de costumbre. Su relato de la expedición y de los acontecimientos que lo
habían detenido fue en verdad singular.
«-Recordarán ustedes -dijo- que eran alrededor de las nueve de la mañana cuando salí de
Charlottesville. De inmediato dirigí mis pasos hacia las montañas y, a eso de las diez, entré en
una garganta completamente nueva para mí. Seguí los recodos de este paso con gran interés. El
paisaje que se veía por doquiera, aunque apenas digno de ser llamado imponente, presentaba un
indescriptible y para mí delicioso aspecto de lúgubre desolación. La soledad parecía absolutamente
virgen. No pude menos de pensar que aquel verde césped y aquellas rocas grises nunca habían sido
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holladas hasta entonces por pies humanos. Tan absoluto era su apartamiento y en realidad tan
inaccesible, salvo por una serie de accidentes, la entrada del barranco, que no es nada imposible
que yo haya sido el primer aventurero, el primerísimo y único aventurero que penetró en sus
reconditeces.
»La espesa y peculiar niebla o humo que caracteriza al Verano Indio y que ahora flota, pesada,
sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar la vaga impresión que esos objetos creaban.
Tan densa era esta agradable bruma, que en ningún momento pude ver a más de doce yardas en
el sendero que tenía delante. Este sendero era sumamente sinuoso y, como no se podía ver el
sol, pronto perdí toda idea de la dirección en que andaba. Entre tanto la morfina obró su efecto
acostumbrado: el de dotar a todo el mundo exterior de intenso interés. En el temblor de una hoja,
en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el
brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento, en los suaves olores que salían del bosque había
todo un universo de sugestión, una alegre y abigarrada serie de ideas fragmentarias desordenadas.
»Absorto, caminé durante varias horas, durante las cuales la niebla se espesó a mi alrededor hasta
tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y entonces una indescriptible
inquietud se adueñó de mí, una especie de vacilación nerviosa, de temblor. Temí caminar, no
fuera a precipitarme en algún abismo. Recordaba, además, extrañas historias sobre esas Montañas
Escabrosas, sobre una raza extraña y fiera de hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus
cavernas. Mil fantasías vagas me oprimieron y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser
vagas. De improviso detuvo mi atención el fuerte redoble de un tambor.
»Mi asombro fue por supuesto extremado. Un tambor en esas colinas era algo desconocido. No
podía sorprenderme más el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero entonces surgió una fuente
de interés y de perplejidad aún más sorprendente. Se oyó un extraño son de cascabel o campanilla,
como de un manojo de grandes llaves, y al instante pasó como una exhalación, lanzando un alarido,
un hombre semidesnudo de rostro atezado. Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la cara.
Llevaba en una mano un instrumento compuesto por un conjunto de aros de acero, y los sacudía
vigorosamente al correr. Apenas había desaparecido en la niebla cuando, jadeando tras él, con la
boca abierta y los ojos centelleantes, se precipitó una enorme bestia. No podía equivocarme acerca
de su naturaleza. Era una hiena.
»La vista de este monstruo, en vez de aumentar mis terrores los alivió, pues ahora estaba seguro
de que soñaba, e intenté despertarme. Di unos pasos hacia adelante con audacia, con vivacidad.
Me froté los ojos. Grité. Me pellizqué los brazos. Un pequeño manantial se presentó ante mi
vista y entonces, deteniéndome, me mojé las manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar
las sensaciones equívocas que hasta entonces me perturbaran. Me enderecé, como lo pensaba,
convertido en un hombre nuevo y proseguí tranquilo y satisfecho mi desconocido camino.
»Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera, me senté bajo un
árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la sombra de las hojas del árbol cayó
débil pero definida sobre la hierba. Pasmado, contemplé esta sombra durante varios minutos. Su
forma me dejó estupefacto. Miré hacia arriba. El árbol era una palmera.
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-En esto no estoy seguro de que se equivoque -observó el Doctor Templeton-, pero continúe. Usted
se levantó y descendió a la ciudad.
«-Me levanté -continuó Bedloe mirando al Doctor con un aire de profundo asombro-, me levanté
como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una inmensa multitud que atestaba
las calles y se dirigía en la misma dirección, dando muestras en todos sus actos de la más intensa
excitación. De pronto, y por algún impulso inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en
lo que estaba sucediendo. Sentía que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente
cuál. La multitud que me rodeaba, sin embargo, me inspiró un profundo sentimiento de animosidad.
Me aparté bruscamente, deprisa, por un sendero tortuoso, llegué a la ciudad y entré. Todo era allí
tumulto, contienda. Un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas semiindias, semieuropeas, y
comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en desventaja con la bullente
chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las armas de un oficial caído, y luché
no sé contra quién, con la nerviosa ferocidad de la desesperación. Pronto fuimos vencidos por el
número y buscamos refugio en una especie de quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento
estuvimos seguros. Desde una aspillera cerca del pináculo del quiosco vi una vasta multitud, en
furiosa agitación, rodeando y asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces, desde
una ventana superior de ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado, valiéndose de una
cuerda hecha con los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un bote, en el cual huyó a la orilla
opuesta del río.
»Y entonces un nuevo propósito se apoderó de mi espíritu. Dije unas pocas palabras apresuradas
pero enérgicas a mis compañeros y, logrando ganar a algunos para mi causa, hice una frenética
salida desde el quiosco. Nos precipitamos entre la multitud que lo rodeaba. Al principio ésta
se retiró a nuestro paso. Volvió a unirse, luchó enloquecida, se retiró de nuevo. Entretanto nos
habíamos alejado del quiosco y nos extraviamos y confundimos en las estrechas calles de casas
altas, salientes, en cuyas profundidades el sol nunca había podido brillar. La canalla presionó
impetuosa contra nosotros, acosándonos con sus lanzas y abrumándonos a flechazos. Las flechas
eran muy curiosas, algo parecidas al sinuoso cris malayo. Imitaban el cuerpo de una serpiente
ondulada y eran largas y negras, con púa envenenada. Una de ellas me hirió en la sien derecha. Me
tambaleé y caí. Una instantánea y espantosa náusea me invadió. Me debatí, jadeando, hasta morir.»
-No puede usted insistir ahora -dije, sonriendo- en que toda su aventura no fue un sueño. No se
dispondrá a sostener que está muerto, ¿verdad?
Al decir estas palabras esperaba de parte de Bedloe alguna vivaz salida a modo de réplica; pero,
para asombro mío, vaciló, tembló, se puso terriblemente pálido y permaneció silencioso. Miré a
Templeton. Estaba rígido y erecto en su silla, daba diente con diente y los ojos se le salían de las
órbitas.
-¡Continúe! -dijo por fin con voz ronca.
-Durante varios minutos -prosiguió Bedloe- mi único sentimiento, mi única sensación fue
de oscuridad, de nada, junto con la conciencia de la muerte. Por fin mi alma pareció sufrir un
violento y repentino choque, como de electricidad. Con él apareció la sensación de elasticidad y
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de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante me pareció que me levantaba del suelo. Pero no tenía
presencia corpórea, ni visible, ni audible, ni palpable. La multitud se había marchado. El tumulto
había cesado. La ciudad se hallaba en relativo reposo. Abajo yacía mi cadáver con la flecha en la
sien, la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas estas cosas las sentí, no las vi.
Nada me interesaba. El mismo cadáver era como si no fuese cosa mía. Voluntad no tenía ninguna,
pero algo parecía impulsarme a moverme y me deslicé flotando fuera de la ciudad, volviendo a
recorrer el sendero sinuoso por el cual había entrado. Cuando llegué al punto del barranco en las
montañas donde encontrara la hiena, experimenté de nuevo un choque como de batería galvánica;
las sensaciones de peso, de voluntad, de sustancia volvieron. Recobré mi ser original y dirigí
ansioso mis pasos hacia casa, pero el pasado no había perdido la vivacidad de lo real, y ni siquiera
ahora, ni siquiera por un instante, puedo obligar a mi entendimiento a considerarlo como un sueño.
-No lo era -dijo Templeton con un aire de profunda solemnidad-, y sin embargo sería difícil decir
de qué otra manera podría llamárselo. Supongamos tan sólo que el alma del hombre actual está
al borde de algunos estupendos descubrimientos psíquicos. Contentémonos con esta suposición.
En cuanto al resto, tengo alguna explicación que dar. He aquí una acuarela que debería haberle
mostrado antes, pero no lo hice porque hasta ahora me lo impidió un inexplicable sentimiento de
horror.
Miramos la figura que presentaba. Nada le vi de extraordinario, pero su efecto sobre Bedloe fue
prodigioso. Casi se desmayó al verlo. Y sin embargo era tan sólo un retrato, una miniatura de
milagrosa exactitud, por cierto, un retrato de sus notables facciones. Por lo menos esto fue lo que
pensé al mirarlo.
«-Advertirán ustedes -dijo Templeton- la fecha de este retrato. Aquí está, apenas visible, en este
ángulo: 1780. En ese año fue hecho el retrato. Pertenece a un amigo muerto, a Mr. Oldeb, de quien
fui muy íntimo en Calcuta, durante la administración de Warren Hastings. Entonces tenía yo sólo
veinte años. La primera vez que lo vi, Mr. Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza existente
entre usted y la pintura fue lo que me indujo a hablarle, a buscar su amistad y a llegar a un arreglo
por el cual me convertí en su compañero constante. Al hacer esto me urgía en parte, y quizá
principalmente, el dolido recuerdo del muerto, pero también, en parte, una curiosidad con respecto
a usted, incómoda y no desprovista de horror.
»En los detalles de su visión entre las colinas ha descrito usted con la más minuciosa exactitud la
ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, el combate, la matanza fueron los
sucesos reales de la insurrección de Cheyte Sing que ocurrió en 1780, cuando la vida de Hastings
corrió inminente peligro. El hombre que escapaba por la cuerda de turbantes era el mismo Cheyte
Sing. El destacamento del quiosco estaba formado por cipayos y oficiales británicos, comandados
por Hastings. Yo formaba parte de ese destacamento e hice todo lo posible para impedir la temeraria
y fatal salida del oficial que cayó, en las atestadas callejuelas, herido por la flecha envenenada de un
bengalí. Aquel oficial era mi amigo más querido. Era Oldeb. Lo verán ustedes en estos manuscritos
(aquí sacó un cuaderno de notas donde había varias páginas que parecían recién escritas); en el
mismo momento en que usted imaginaba esas cosas entre las colinas, yo estaba entregado a la tarea
de detallarlas sobre el papel, aquí, en casa.»
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Los métodos de Dios, tanto en las manifestaciones de la Naturaleza como en las de su Providencia,
no se asemejan a los nuestros; ni los modelos que forjamos corresponden en manera alguna a la
inmensidad, la sublimidad y la inescrutabilidad de Sus obras, más profundas aún que el manantial
de Demócrito.
Joseph Glanville
Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano
pareció demasiado fatigado para hablar.
-Hasta no hace mucho tiempo -dijo, por fin- podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el
más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro
mortal... o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas
de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo,
pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se
volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo
al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este
pequeño acantilado sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la
parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando
el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un
precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud
de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos
de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi
compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me
atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los
vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera
reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.
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-Debe usted curarse de esas fantasías -dijo el guía-, ya que lo he traído para que tenga desde aquí
la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y para contarle toda la
historia con su escenario presente.
“Nos hallamos -agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía-, nos hallamos muy cerca de
la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y
en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa.
Enderécese usted un poco... sujetándose a matas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá
de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.”
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan
parecido a la tinta que me recordó la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum.
Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A
derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo,
cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado
por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente.
Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro
del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su
posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más
cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes
por amontonamientos de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto
completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a
tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela
mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio
a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve,
rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros
lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
-La isla más alejada -continuó el anciano- es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla
a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran
Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá -entre Moskoe y Vurrgh- están
Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios;
pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye
alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo
desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se
presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente
y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera
norteamericana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies,
que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en
una corriente orientada hacia el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una
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vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve
tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas;
cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de
tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo;
apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la
corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos
de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra
su fuerza atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a
la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores
y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de
Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan
terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos,
absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie, rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan
de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas
contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y
reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del
domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la
costa se desplomaban.»
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la
vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a
las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el
centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da
la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras
encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme
sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna, como algo difícil de creer,
las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales,
sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al
huracán y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno -que, en parte, según recuerda, me habían parecido
suficientemente plausibles a la lectura- presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio.
La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados
entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en
el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto
que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la
caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente
conocido por experimentos hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la
Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay
un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota -una de las
hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial. Esta opinión, bastante gratuita en sí misma, fue
la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero
al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían
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el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia
menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano
mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido
de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero,
aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de
exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.
»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18...,
día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes
más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta
bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más
avezados marinos no hubieran podido prever lo que iba a pasar.
»Los tres -mis dos hermanos y yo- cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos
en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese
día que en ninguna ocasión anterior. A las siete, por mi reloj, levamos anclas y zarpamos, a fin de
atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las
ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el
peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos
que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había
ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la
barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos
al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte
estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa
rapidez.
»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en
una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos
tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el
cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se
puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.
»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás
conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara;
pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado..., y
uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad.
»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El
queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que
acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar
picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues
durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano
mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte,
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tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha
borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me
indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba
demasiado aturdido para pensar.
»Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundados, mientras yo
contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre
las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra
pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró
en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al
aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando
sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues
estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en
horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies,
como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me
estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos
arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!
»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba
del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el
momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en
el más terrible huracán. “Probablemente -pensé- llegaremos allí en un momento de la calma...
y eso nos da una esperanza.” Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para
pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual
aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.
»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por
estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso
al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en
el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo
alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado -tan
despejado como jamás he vuelto a ver-, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la
luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos
rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!
»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude
comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una
sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza,
mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: “¡Escucha!”
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»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por
mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de
la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya
había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!
»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr
con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo
cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje
marino. Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una
gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más arriba...
como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante
altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me
produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una
montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y
lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de
Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos
los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde
estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como
lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como
en un espasmo.
»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos
envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su
nueva dirección como una centella. A1 mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente
apagado por algo así como un estridente alarido... un sonido que podría usted imaginar formado
por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas.
Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un
segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de
la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el
agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al
remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba
como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.
»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me
sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna
esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas.
Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.
»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo
magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante
como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que
enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de
mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun
al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría
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contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas
extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que
la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no
podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto,
el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que veíamos
descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar
una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la
combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo
toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de
aquellas molestias... así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas
liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.
»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora
quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca, lo que nos
acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado
la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío,
sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que
la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su
asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender
mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he
sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de
un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para
oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la
cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en
círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones
del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo
a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios
y pensé que todo había terminado.
»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al
barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación
inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el
tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de
la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora
se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba.
»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella
escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior
de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente
lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y
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el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura
circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a
lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.
»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo
que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis
ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma
en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente
nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última
se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si
estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no
me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel;
presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así
no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre
la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los
musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía
sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero
no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos
había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso
no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento
uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos
centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada
vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.
»Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados,
advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino.
Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes
pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas,
tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que
había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible
destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés
los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del
delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el
descenso hacia la espuma del fondo. “Ese abeto -me oí decir en un momento dado- será el que
ahora se precipite hacia abajo y desaparezca”; y un momento después me quedé decepcionado al
ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después
de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho
mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a
temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi corazón.
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»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza.
Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la
gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados
y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la
manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión
de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos
no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo
que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos,
mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea,
o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían
alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el
momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos otra vez
al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían
sido tragados más rápidamente. Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera
fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda,
que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad
de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas
cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que
escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del
distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras “cilindro” y “esfera”. Me explicó -aunque me
he olvidado de la explicación- que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural
de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino,
ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier
otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma.
»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones
y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún
objeto, como serían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que
al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino se encontraban a
nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco
de su posición inicial.
»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me
tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano
mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo
que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin
entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose
a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía
pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril
mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo
de vacilación.
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»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato,
por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé
para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que
hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro
veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose
consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de
la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al
agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de
los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del
vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y
el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo
estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en
la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado
el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en
gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos
minutos más tarde llegaba a la costa, en la “zona” de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto
de fatiga, y, (ahora que el peligro había pasado), incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos
horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero
no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi
cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También
se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se
la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los
alegres pescadores de Lofoden.»
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Una malaventura121
Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de Edina. Terribles
eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban. Las mujeres gritaban.
Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros resonaban. Los toros bramaban. Las
vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban!
¿Era posible? ¡Bailaban! ¡Ay, pensé yo, mis tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué
legión de melancólicos recuerdos despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación
imaginativa, especialmente la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría
decir, continuada... sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se
me permite la expresión, la muy perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador,
elevador y purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más verdaderamente
envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así decirlo,
la más bonita (si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo! (¡Perdóname,
gentil lector!), pero me dejo arrastrar por mis sentimientos. En ese estado de ánimo, repito, ¡qué
legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros bailaban! ¡Y yo no podía bailar!
¡Retozaban... y yo sollozaba! ¡Brincaban... y yo gemía! ¡Conmovedoras circunstancias, que no
dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las
cosas que aparece al comienzo del tercer volumen de la admirable y venerable novela china Yo-
Ke-Sé!
En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos: Diana, mi
perra de lanas, la más gentil de las criaturas... Caíale un gran mechón sobre un ojo y llevaba una
cinta azul con un lazo a la moda en el cuello. Diana no medía más de cinco pulgadas de alto, pero
su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le habían cortado demasiado al ras,
daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante animal y le ganaba las simpatías generales.
121 Publicado en noviembre de 1838 en el Baltimore American Museum. Continuación del cuento “Cómo escribir
un artículo a la manera del Blackwood”.
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Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de Pompeyo.
Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años de edad. Tenía las
piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña, ni cortas sus orejas. Pero
sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de sus grandes ojos. La naturaleza
no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como es frecuente en dicha raza) hacia la
mitad de la parte superior de los pies. Vestía con notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en
una faja de nueve pulgadas y un gabán casi nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto,
majestuoso e ilustre Dr. Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien
cosido. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo.
Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario. Queda la
tercera… y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi
aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje
de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de
agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados. Constituía yo así el tercer miembro
del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo. Estaba yo. Éramos tres. Así es como se
dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria
y el Violín.
Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por Diana, recorrí
una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina. Repentinamente alzóse ante
mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los
cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada
por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa
extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino
prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si
en verdad tales ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro
sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré
y, sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo,
tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.
Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y
subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en
cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos...; sí, no pude dejar
de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a
propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante
desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme...
aunque en realidad estaba segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos
había yo observado ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una
rata. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo.
No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos! ¿Olvidaré
jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en alguna parte! ¡Y
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Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para
ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente
inodoro.
La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre.
Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño!
Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o
miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable
destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos
en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el
brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita
de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento
de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio
obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los
dioses su persecución? Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo
faldón que arrastra en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó.
Cayó hacia adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del… del pecho, precipitándome
boca abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi
venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos por la
lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que arrojé lejos de
la mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y allí permaneció.
Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con sus grandes ojos y…
suspiró. ¡Oh, dioses… ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y el cabello… la lana! De
haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en prueba de arrepentimiento. Pero,
¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se balanceaba entre el cordaje de la campana, me
pareció que estaba viva. Me pareció que se estremecía de indignación. Así es como el epicentro
Flos Aeris, de Java, produce una hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan
del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.
Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la ciudad de
Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre cámara procedía de
una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies de alto. Empero, ¿qué no
emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme hasta el agujero. Gran cantidad
de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico aparecían junto al orificio, y a través
del mismo pasaba un vástago de hierro procedente de la maquinaria. Entre los engranajes y la
pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero estaba enérgicamente decidida a perseverar.
Llamé a Pompeyo.
-¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente debajo... así.
Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la otra, Pompeyo, y
en esta forma me treparé a tus hombros.
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Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la cabeza
y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico. Apenas si
me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a Pompeyo que sería
considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije que sería sumamente tierna
para sus sentimientos... aussi tender que Beefsteak. Y, luego de cumplir así con mi fiel amigo, me
entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la escena que tan gentilmente se desplegaba
ante mis ojos.
Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha
ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica Edina. Me limitaré
a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal. Después de haber satisfecho en
alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía y apariencia general de la ciudad, me
quedó tiempo para observar la iglesia donde me hallaba y la delicada arquitectura del campanario.
Noté que la abertura por la cual había sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco
reloj y que, visto desde la calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para
darles cuerda. Sin duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por
allí el brazo y ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño
de dichas agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve
pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido, y sumamente
afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la mirada hacia el
glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en contemplación.
Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía sostenerme
más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco razonable y así se lo dije
mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una evidente tergiversación de mis ideas
al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y llanamente que era un estúpido, que había
cometido una ignorancia del elenco, que sus nociones eran meros insomnios del jueves y que sus
palabras apenas valían más que una mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi
contemplación.
Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el celestial
escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío que se posaba
suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada. Sabía que Pompeyo
se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas traseras en un rincón del
campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué podía entonces ser? ¡Ay, no tardé
en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza, percibí para mi extremo horror que
el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del reloj había descendido en el curso de su
revolución horaria hasta posarse en mi cuello. Comprendí que no debía perder un segundo. Me
eché hacia atrás... pero era demasiado tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella
terrible trampa en la que había caído tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta
con una rapidez demasiado horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede
imaginarse. Alcé las manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra
de hierro. Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más
cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido sus
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sentimientos al llamarlo “un ignorante verboso”. Clamé el nombre de Diana, que sólo me contestó
«bow-bow-bow», agregando que “le había mandado que no se saliera del rincón”. No tenía, pues,
que esperar socorro de mis compañeros.
Entretanto la pesada y terrífica Guadaña del Tiempo (pues ahora descubría el valor literal de la
clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba bajando más y más.
Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una pulgada, y mis sensaciones
se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí en Filadelfia, con el majestuoso
Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr. Blackwood, recibiendo sus impagables
instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo de tiempos pasados y mejores, y pensé en la
época feliz, cuando el mundo no era un desierto, ni Pompeyo tan cruel.
El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones bordeaban
ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban vivo placer. El
eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en mis oídos y llegaba
a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Morphine. Y luego estaban los grandes
números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan intelectuales parecían! Muy pronto
empezaron a bailar una Mazurca y me pareció que el número V era quien lo hacía más a mi gusto.
No cabía duda de que era una dama bien educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en
sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me
esforcé por alcanzarle una silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la
conciencia de mi lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos
pulgadas más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte
llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables versos
del poeta Miguel de Cervantes:
Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados. A causa de
la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas. Mientras pensaba cómo
podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza y, rodando por el empinado
frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que corría por el alero del edificio. La
pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire de independencia y desprecio con que
me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba, en la canaleta, debajo de mis narices, y los
aires que se daba hubieran sido ridículos de no resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y
bizqueos semejantes. Esta conducta por parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su
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manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de
la simpatía siempre existente entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del
otro. Me veía, pues, obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con
aquel objeto depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro
ojo, el cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos
desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.
La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo quedaba por
cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad, pues comprendía que
en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable situación. Y no me vi defraudada
en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco de la tarde el pesado minutero avanzó lo
suficiente en su terrible revolución para dividir el trocito de cuello faltante. No lamenté ver que
mi cabeza, causa de tantas preocupaciones, terminaba por separarse completamente del cuerpo.
Primero rodó por el frente del campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y,
finalmente, se precipitó al medio de la calle.
Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más, misteriosos,
desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el mismo momento. Con
la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche
Zenobia; pero enseguida me convencía de que yo, el cuerpo, era la persona antedicha. Para aclarar
mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de
llevarme una pizca de su grato contenido a la parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente
la falta de la misma y arrojé la caja a mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me
dirigió una sonrisa de reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban
los oídos escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para
darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir viviendo
bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto, comparándome
así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya estaba muerto y seguía
luchando con inextinguible valor.
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty,
Ya nada me impedía descender de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio
de particular Pompeyo en mi apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como
si quisiera partir nueces con los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la
escalera y desapareció. Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás,
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y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima Diana.
¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a su cueva? ¿Y
eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el monstruo? ¡Oh dioses!
¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi amada perrita, que diviso allí
sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues habla y, cielos... habla en el alemán
de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun
Duk she! Duk she!
¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué
queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.
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Después del minucioso y detallado artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el Silliman’s
Journal, conjuntamente con la prolija declaración del Teniente Maury, que acaba de publicarse,
no se supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el descubrimiento
de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de vista científico. Tan sólo deseo
decir unas palabras sobre Von Kempelen mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos
años, si bien superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos gran
interés; y, en segundo término, considerar de manera general y especulativa los resultados de su
descubrimiento.
No sería inútil, sin embargo, preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación
de algo que parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de los
periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como incuestionable, carece de precedentes.
Consultando el Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle and Munroe, Londres, 150 págs.) se verá, en
las páginas 53 y 82, que este ilustre químico no sólo había concebido la idea en cuestión, sino que
avanzó considerablemente, por la vía experimental, en el mismo análisis tan triunfalmente llevado
a su término por Von Kempelen, quien, a pesar de no hacer la menor alusión a dicho Diario, le
debe (lo digo sin vacilar, y puedo probarlo en caso necesario) la primera noción, por lo menos, de
su propia empresa. Aunque ligeramente técnico, no puedo dejar de citar dos pasajes del Diario que
contienen una de las ecuaciones de Sir Humphrey.
(Dado que carecemos de los signos algebraicos necesarios, y el Diario puede consultarse en la
Biblioteca del Ateneo, omitimos aquí una pequeña parte del manuscrito de Mr. Poe.-ED.)
El párrafo del Courier and Enquirer, que tanto circula actualmente en la prensa, y que se propone
reivindicar la invención a favor de un tal Mr. Kissam, de Brunswick, Maine, me da la impresión de
ser apócrifo por varias razones, aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la declaración.
No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su modo.
No se lo siente como cierto. Las personas que describen hechos, pocas veces son tan minuciosas
como Mr. Kissam con respecto a fechas y localizaciones precisas. Además, si Mr. Kissam efectuó
realmente el descubrimiento que sostiene en la época indicada -hace casi ocho años-, ¿cómo es
posible que no tomara instantáneamente medidas para cosechar los inmensos beneficios que
para sí mismo, si no para la humanidad, el más patán de los hombres hubiera sabido que podían
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derivarse del descubrimiento? Me resulta increíble que un hombre sensato haya podido descubrir
lo que afirma Mr. Kissam y procedido, sin embargo, tan puerilmente -o tan tontamente- como éste
admite haber procedido. Dicho sea de paso: ¿quién es Mr. Kissam? Todo el pasaje del Courier and
Enquirer, ¿no será una superchería destinada solamente a «hablar por hablar»? Confesemos que
tiene un aire de burla muy marcado. En mi humilde opinión, poco puede confiarse en él; y si no
supiera muy bien por experiencia cuan fácilmente se dejan embarcar los hombres de ciencia en
cuestiones que exceden sus especialidades, me quedaría asombradísimo al ver a un químico tan
eminente como el Profesor Draper discutiendo con toda seriedad las pretensiones de Mr. Kissam
sobre el descubrimiento.
Pero volvamos al Diario de Sir Humphrey Davy. Este folleto no estaba destinado al público,
aun después del fallecimiento del autor, como cualquier persona conocedora del oficio literario
puede comprobar con un sucinto análisis del estilo. En la página 13, por ejemplo, hacia el medio,
leemos lo siguiente acerca de las investigaciones de Davy sobre el protóxido de ázoe: «En menos
de medio minuto, continuando la respiración, disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por
análoga a una suave presión en todos los músculos». Que la respiración no había «disminuido», no
sólo resulta claro del contexto siguiente, sino del uso del plural «fueron». No hay duda de que la
frase quería decir: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, (dichas sensaciones)
disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por (una sensación) análoga a una suave presión
en todos los músculos». Otros cien ejemplos parecidos demuestran que el manuscrito tan
desconsideradamente publicado no era más que un cuaderno de apuntes destinado tan sólo a los
ojos del autor; pero bastará la lectura del folleto para convencer a toda persona razonante de que
lo que sugiero es verdad. Sir Humphrey Davy era el hombre menos indicado para comprometerse
en materia científica. No sólo le disgustaba extraordinariamente todo charlatanismo, sino que tenía
un temor casi mórbido a aparecer empírico, es decir, que por más convencido que estuviera de
haber encontrado el buen camino sobre el tema en cuestión, jamás hubiera hablado de él hasta
no tener todo listo para una demostración práctica concluyente. Estoy convencido de que sus
últimos momentos hubieran sido muy amargos de haber sospechado que sus deseos de que el
Diario (lleno de especulaciones inmaduras) fuese quemado no habrían de cumplirse, como, al
parecer, ocurrió. Digo «sus deseos», pues no creo que pueda dudarse de que entre los diversos
papeles que habrían de «ser quemados» figuraba también esta libreta de apuntes. Si escapó de las
llamas para buena o mala suerte, aún está por verse. Que los pasajes citados más arriba, juntamente
con los otros aludidos, dieron a Von Kempelen la noción de su descubrimiento, es cosa que no
discuto; pero repito que está por verse si este trascendental descubrimiento (trascendental bajo
cualquier circunstancia) servirá o perjudicará a la larga a la humanidad. Que Von Kempelen y sus
amigos más íntimos recogerán una rica cosecha sería locura dudarlo. Y no se mostrarán tan poco
inteligentes como para no comprar cantidad de propiedades y de tierras, vale decir para realizar
bienes de valor intrínseco.
En la breve explicación proporcionada por Von Kempelen, que apareció en el Home Journal, y
que ha sido reproducida cantidad de veces desde entonces, el traductor ha cometido varios errores
al verter el original alemán, que, según afirma, proviene de un reciente número del Schnellpost de
Presburg. No hay duda de que Viele ha sido mal interpretado, (como ocurre frecuentemente), y que
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lo que el traductor vierte como «tristezas» es probablemente lieden, que, traducido correctamente
como «sufrimientos», daría un carácter por completo diferente al texto; de todos modos, mucho de
esto no pasa de ser una conjetura mía.
Von Kempelen está muy lejos de ser un «misántropo», por lo menos en apariencia y al margen de
lo que pueda verdaderamente ser. Me vinculé con él de manera fortuita, y apenas tengo derecho de
afirmar que lo conozco; pero haber visto y hablado a un hombre de tan prodigiosa notoriedad como
la que ha alcanzado o alcanzará dentro de pocos días no es poca cosa en los tiempos que corren.
El Literary World habla de él con gran seguridad, afirmando que nació en Presburg (engañado
quizá por el artículo de The Home Journal), pero me agrada poder afirmar positivamente, pues
lo sé por él mismo, que es nativo de Utica, en el Estado de Nueva York, aunque, según creo, sus
padres eran originarios de Presburg. La familia está emparentada de alguna manera con Mäelzel,
célebre por su autómata jugador de ajedrez. (Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del
autómata era Kempelen, Von Kempelen, o algo parecido. ED.) Físicamente es un hombre robusto,
de baja estatura, con grandes y prominentes ojos azules, cabello y patillas de un rubio arenoso, boca
grande, pero agradable; hermosos dientes, y, según creo, nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso.
Se expresa francamente, y en su actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su
aspecto, su lenguaje y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se haya
visto. Hace seis años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence, Rhode Island, y calculo
que en total conversé con él unas tres o cuatro horas. Sus temas principales eran los del día, y
ninguna de sus palabras me llevó a sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo,
a fin de trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a conocer
primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde primeramente se sospechó lo que había
descubierto. He aquí lo que sé del ya inmortal Von Kempelen, pero me ha parecido que estos pocos
detalles interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre este asunto
son puras invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de Aladino, y, sin
embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de California, es evidente que
la verdad puede ser más extraña que la ficción. La siguiente anécdota, por lo menos, está tan bien
confirmada que podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de recursos durante su residencia en Bremen; muchas veces, según
era sabido, se vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir míseras sumas de
dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa Gutsmuth & Co., las sospechas
recayeron sobre él, por cuanto había comprado una propiedad importante en la calle Gasperitch, y
al ser interrogado sobre la forma en que se había procurado el dinero para la compra, no dio jamás
una explicación. Finalmente lo arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada definitivo,
fue puesto en libertad. La policía seguía, no obstante, vigilándolo de cerca y descubrió que con
frecuencia abandonaba su casa, siguiendo siempre el mismo camino, hasta burlar invariablemente
a sus seguidores en las vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido por
el ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo encontraron en
la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una callejuela llamada Flatzplatz, y al irrumpir
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William Wilson123
Chamberlaine, Pharronida
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que
tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del
desprecio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable
infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias!
¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores,
para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre
tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible
desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años recientes- llegaron repentinamente al
colmo de la depravación cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo
general los hombres caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se
desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente trivial pasé,
con la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el
relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte
se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al
atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes.
Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el
control humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de
fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que
aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y,
sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré
vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas
visiones sublunares?
123 Publicado en octubre de 1839 en The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1840.
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Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó
en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el
carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y
se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado
perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y
víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por
enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener
las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron
en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante
mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé
a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e
irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles
nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja
y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo
momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas,
inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el
sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y
repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario Gótico
se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la
escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia,
¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de
algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen
en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en
donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me
envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido
muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad.
Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más
allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados
por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los
campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente
formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era
también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde
nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente,
de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes,
de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con
rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la
escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
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En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada
y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión
de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados;
por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando
de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro
de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina
y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba
en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros
arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día
de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y
nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente
sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento
resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos. Entre un cuarto
y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales
eran innumerables -inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más
exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito.
Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto
lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho
o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo
entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y
cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos
ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba “entre una clase y otra” nuestro
director, el Reverendo Dr. Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla
en ausencia del “Dominie” hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos
había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos
motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor “clásico”, otro el correspondiente a
“inglés y matemáticas”. Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había
innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de
libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros
múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba
de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj
de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los
años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o
diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela
estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad
madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo
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común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan
un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un recuerdo
débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero
en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora
encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas
como los exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por
la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y
los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra
de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones,
un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta
excitación. “¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!”
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis
condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran
mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno
que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable
porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de esos apellidos comunes que, desde tiempos
inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado
William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los
que según la fraseología del colegio formaban “nuestro grupo”, se atrevía a competir conmigo
en el estudio, en los deportes y rencillas del campo de juegos, negándose a creer ciegamente en
mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria
dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en
la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a
la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le
temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una
prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente.
Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la reconocía;
nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto
es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis
propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición
que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su
rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque
había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación
y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un
muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular
comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de
la condescendencia y la protección.
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Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la
simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los
cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores,
por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir,
que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber
sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del Dr. Bransby,
me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1811 y esta es
una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson
y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin
duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de
la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una
sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que
se ha dado en llamar “buenas relaciones”, mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos
congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían
que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos
sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad,
que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de
inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo
éramos compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo, y los
ataques eran muchos, francos o encubiertos, por medio de la burla o de las bromas pesadas (que
duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida
hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera
mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa
austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de
Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable,
debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional,
que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un
defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas
audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de toda medida.
Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería;
pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por
mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran
veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la
academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido
a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi
presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas
veces serían confundidas con las mías.
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Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a
revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el
hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y
percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que
entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra,
nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un
parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para
creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes
fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él
las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias
hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya
dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos,
y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió
sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni
siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes,
pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco
mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque con
justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que
notaba la imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas
de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto
por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría
haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable
para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni
comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo
menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la
letra, que es todo lo que ven los obtusos en una pintura, sólo ofrecía en pleno el espíritu del original
para mi contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto
a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta
interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado
que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años.
Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo
ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan
habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos
su sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera
podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia
los consejos encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba
con amargura.
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Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me
sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante
nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían
haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia,
aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se
trocaron en similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y
desde entonces me evitó, o simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió
la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en
su carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia
general, algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi
recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos
de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que
me oprimía diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en
alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún
punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con la misma rapidez
con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación
con mi extraño tocayo en la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran
tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio
tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras
de la estructura, y que el ingenio económico del Dr. Bransby también había habilitado como
dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo.
Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del altercado
que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por
interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle
una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento, siempre infructuosas. Tenía intenciones
de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al llegar a
su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y
escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y
me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi
plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente,
mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado.
Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido,
pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos... ésos, los rasgos
de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque
de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo
miré fijo mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa
su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma
figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e insensata imitación
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de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los
límites de las posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su
constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí
en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a la que no regresaría
jamás.
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante
de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos
ocurridos en la academia del Dr. Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que esos
recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la
evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos
a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por
herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo
no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí,
barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o
seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba
las leyes y eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me
dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron
mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un grupo
de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya
avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con
libertad el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora
apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto. Excitado
hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando
de repente atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un
criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme.
Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo,
no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular.
Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que vestía una
bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La
débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar,
vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me
murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había
algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor
violencia. Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas
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en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas,
simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días
pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera
recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto
pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver
en una nube de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del
singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con
sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran
sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo
alcancé a averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la Academia del
Dr. Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi
atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto
me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión
anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en
despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado
ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas mancillé las más elementales normas de
decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui
más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras,
agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta
universidad de Europa.
Sin embargo, resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición
de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que,
habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno
un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles
de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos los
sentimientos varoniles y honorables demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la
única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas,
no hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante
vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble y liberal compañero de
Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la
fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran sólo
descuidadas y atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades cuando llegó a la Universidad un
joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan rico como Herodes Atico según los rumores-
y cuyas riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un
simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades.
Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar sumas
considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me
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encontré con él (decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un
compañero llamado Mr. Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no
abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un
grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera
accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna
de las acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto repetidas que
sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual
Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego también era mi preferido: el écarté. El
resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El
parvenu, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas,
las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato
se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de
oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas.
Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas
coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más
que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se
cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por
el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro
que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido
presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes
en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal
violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más
por mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos interesados, me
disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi
alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender
que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en objeto de la piedad
general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi
víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de
profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio
y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi
ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción.
Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan
vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto.
Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre
aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora
total y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera
recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
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-Señores -dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la
médula-. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera
cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta
noche le ha ganado a Lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una
manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con cuidado el
paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos
de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sobre
el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir...
describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado?
No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo
movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el
forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi
bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la
única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denominan arrondé: los honores
eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados.
De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado, invariablemente
proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su
víctima ninguna carta de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos
que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.
-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles
excepcionales- señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había
echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que
está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los pliegues de la
capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar
Oxford y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje
con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho
sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan
poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También
el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en
cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa
de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se
acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había
colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus
detalles. Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una capa al
entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo
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que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la
habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje
al continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me demostró, sin lugar a dudas, que
su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas
del odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera
experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con
inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad, no
tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de
esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines
de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; “¿Quién es? ¿De dónde
viene? ¿Qué quiere?” Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las
formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en
eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples
instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar
planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad.
¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre
compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que
escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica
que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en
ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo
de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en Eton, en
quien destruyó mi honor en Oxford, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en
París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto,
que en éste, mi archienemigo y genio maligno, dejaría de reconocer al William Wilson de mis
días de escolar, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del Dr.
Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo
temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente
ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza, y las
conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad
y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria
voluntad. Pero últimamente me había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia
que ésta ejercía sobre mi temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa
vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo
a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una proporcional
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disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el
tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir
tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18..., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del
Duque Napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso
de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto
intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó
en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso, permítanme no decir con qué
indigno motivo, a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con
inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y
habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí
que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y
maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo
aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa
española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra
le cubría por completo la cara.
-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-.
¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la
muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña
antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras
yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un
instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el
poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi
poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de
inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir
adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi
vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio
material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo, en mi confusión, al
menos, eso me pareció al principio, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él,
en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose
hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí,
agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su
ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
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Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el
que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el
mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya,
porque al matarme te has asesinado tú mismo!
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X en un suelto124
Como es sabido que los «sabios» vienen «del Oriente» y el señor Veleta Cabezudo vino también
del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una prueba accesoria, hela
aquí: el señor B. era director de periódico. La irascibilidad constituía su solo lado flaco, pues la
obstinación de la cual se lo acusaba no era en absoluto una debilidad, ya que él la consideraba
justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de
un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.
He demostrado que Veleta Cabezudo era un sabio; la única ocasión en que no se mostró irascible
fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el Este, y emigró a la ciudad
de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el Oeste.
Debo, sin embargo, declarar en su favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse en
dicha ciudad hallábase convencido de que en esta parte del país no existía ningún periódico y,
por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del campo. Estoy
seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandromagnópolis si hubiera sabido
que en Alejandromagnópolis vivía un caballero llamado John Smith (si recuerdo bien), quien,
durante muchos años, había engordado tranquilamente dirigiendo y publicando la Gaceta de
Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal informado, el señor Cabezudo vino
a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, “para abreviar”. Pero, una vez que estuvo en ella, decidió
mantener su reputación de obsti... de firmeza, y quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más:
desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera, etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la
Gaceta y, a la tercera mañana de su arribo, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale
decir La Tetera de Nópolis, que así, si mis recuerdos no me engañan, se titulaba el nuevo periódico.
El editorial, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente duro con
todas las cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta, quien quedaba reducido
a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan terribles, que desde entonces me he visto
obligado a considerar a John Smith, quien todavía vive, como una especie de salamandra. No
pretendo reproducir verbatim todas las frases de La Tetera, pero una de ellas era como sigue:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses!
¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O Mores!»
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Semejante filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta entonces
pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las esquinas. Todos
esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso Smith, la cual apareció al día siguiente
en esta forma:
«Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente!
¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! ¡Oh, témpora! ¡Oh, Mores!” ¡Vamos! ¡Pero este hombre es todo O! Esto
explica que razone en círculo, y que por eso no haya ni pies ni cabeza en lo que dice. Estamos
plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no
contenga una O. ¿Será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con gran
precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí?
¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas insinuaciones.
Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre
las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía. Lo que lo
inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo! ¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz
de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese ganapán que
estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo,
procedente de Ranápolis, demostraría al Mr. John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar,
si así le parecía, un suelto completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal
no figuraría ni una sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el
susodicho John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los
caprichos de un señor Smith. ¡Qué tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O! Persistiría en
la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a insertar en La
Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La Tetera)
aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera) puede y ha de
ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de mostrar (a La Gaceta) el
supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente
(de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?) (de La Gaceta) un artículo de fondo de
cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal -emblema de la Eternidad-, tan inofensiva para la
hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente
y humilde servidor (de La Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que claramente
enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a
decir a su regente que se “fuera al demonio”, en momentos en que éste (el regente) le aseguraba
que ya era tiempo de que (La Tetera) “entrara en prensa”, el gran Cabezudo, repetimos, hizo oídos
sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas hasta el alba, absorto en la composición del
incomparable suelto que sigue:
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«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord, John, antes de
todo! ¡Vuelve pronto, gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo, un lobo, un pollo! ¡No
un mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John! ¡Ya oigo tu coro, loco! ¿Somos
bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a Concord en otoño, con los colonos!», etc.
Exhausto, como es natural, por tan estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de ocuparse
aquella noche de otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad vigilante, alargó
su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a casa, acogióse a su lecho
con inefable dignidad.
Entretanto, el aprendiz a quien había sido confiado el suelto voló sin perder un instante a su “caja”
y dispúsose a “componer” el manuscrito.
Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo
de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito,
lanzóse de inmediato y con gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién describirá
su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre los mismos? ¿Quién
pintará su estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no
había hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el compartimento
de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de
las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que tampoco había allí
ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del regente.
-¡Oh, señor! -jadeó, tratando de recobrar el aliento-. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!
-¿Qué diablos quieres decir? -gruñó el regente, malhumorado por el retardo de la edición.
-¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica!
-¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a parar todas las que había?
-Yo no sé, señor -dijo el chico-, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando vueltas por
aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
-¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! -gritó el regente, rojo de rabia-. No importa, Bob, yo
te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas todas las «íes»
que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!
-De acuerdo -dijo Bob, guiñando el ojo-. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré una buena.
Pero... ¿y este suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
-Ya veo -dijo el regente, suspirando profundamente-. ¿Es un suelto muy largo, Bob?
-Yo no diría que es muy largo -opinó Bob.
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-¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por
todas en prensa -agregó distraídamente el regente, sumergido hasta los codos en su trabajo-. En vez
de «o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo escribe.
-Muy bien -dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Con que tengo
que ir a sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!» La verdad
es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura, estaba pronto para afrontar
cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.
La orden que acababa de darle el regente no era demasiado insólita, pues cosas así suelen ocurrir
en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede se acude siempre a
la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x tiende a sobreabundar en
las cajas de composición, o por lo menos, así ocurría en otros tiempos, por lo cual los impresores
se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso
como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su
costumbre.
-Tendré que ponerle x a este suelto -se dijo, mientras lo leía lleno de estupefacción-, pero que me
cuelguen si no es el suelto con más oes que he visto en mi vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el suelto en prensa.
A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el
siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd, Jxhn, antes de
txdx! ¡Vuelve prxntx, gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx, un lxbx, un pxllx! ¡Nx
un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn!
¡Ya xigx tu cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a Cxncxrd en
xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.
Difícil es concebir la agitación ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La primera
idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna traición
diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al domicilio de Cabezudo, a efectos
de lincharlo. Pero dicho caballero no se encontraba allí. Habíase evaporado, sin que nadie supiera
decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.
Incapaz de descubrir al legítimo objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose poco a poco,
dejando a manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado asunto.
Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma.
Otro sostuvo que, de todas maneras, Cabezudo había demostrado poseer una fantasía exuberante.
Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso.
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