Varios Sermones de San Pedro Crisólogo

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VARIOS

SERMONES
DE
SAN PEDRO CRISÓLOGO
Contenido

Sermones 2 y 3 ......................................................................................................................... 4
Sermón 18 .................................................................................................................................. 4
“Jesús se acercó a ella y la cogió de la mano” ............................................................. 4
Sermón 30 .................................................................................................................................. 5
“¡Come con los publicanos y los pecadores!”............................................................... 5
Sermón 31 .................................................................................................................................. 6
Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo................................................................... 6
Sermón 34 .................................................................................................................................. 6
Tocar a Cristo con fe............................................................................................................ 6
Sermón 37 .................................................................................................................................. 8
"El signo de Jonás" ............................................................................................................... 8
Sermón 43 .................................................................................................................................. 9
Oración, ayuno y misericordia son inseparables ........................................................ 9
Sermón 47 ............................................................................................................................... 10
También como Herodes, queremos ver a Jesús....................................................... 10
Sermón 50 ............................................................................................................................... 10
“Viendo su fe...” - ............................................................................................................... 10
Sermón 53 ............................................................................................................................... 11
“Terminada la travesía tocaron tierra en Genesaret.” (Mt 14,34) ........................ 11
Sermón 63 ............................................................................................................................... 11
Era necesaria la muerte de Lázaro para que, con Lázaro ya en el sepulcro,
resucitase la fe de los discípulos.................................................................................... 11
Sermón 67 ............................................................................................................................... 12
La oración dominical ........................................................................................................ 12
Sermón 71 ............................................................................................................................... 14
En el agua del bautismo ................................................................................................. 14
Sermón 76,2-3 ........................................................................................................................ 15
Jesús les dijo: “No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán”.» (Mt 28,10) ........................................................................................................... 15
Sermón 78 ............................................................................................................................... 15
“Simón Pedro... trajo a la orilla la red llena de peces grandes” ............................ 15
Sermón 80 ............................................................................................................................... 16
Sermón 108 ............................................................................................................................ 17
Se tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios........................................................ 17

2
Sermón 109 ............................................................................................................................ 18
El sacrificio espiritual. ....................................................................................................... 18
Sermón 117 ............................................................................................................................ 21
El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre ............................................................ 21
Sermón 122 ............................................................................................................................ 22
La riqueza que salva ......................................................................................................... 22
Sermón 147 ............................................................................................................................ 22
El amor desea ver a Dios ................................................................................................. 22
Sermón 148 ............................................................................................................................ 24
El misterio de la encarnación......................................................................................... 24
Sermón 152 ............................................................................................................................ 24
Sermón 160 ............................................................................................................................ 25
El que por nosotros quiso nacer no quiso ser ignorado por nosotros .............. 25
Sermón 168 ............................................................................................................................ 26
Dios va en busca de una oveja para la salvación de todas. .................................. 26
Sermón ..................................................................................................................................... 27
Dichosos los que trabajan por la paz .......................................................................... 27

3
Sermones 2 y 3

“Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre.” (Lc 15,18) - El que pronuncia
estas palabras estaba tirado por el suelo. Toma conciencia de su caída, se da
cuenta de su ruina, se ve sumido en el pecado y exclama: “Me pondré en camino,
volveré a casa de mi padre.” ¿De dónde le viene esta esperanza, esta seguridad,
esta confianza? Le viene por el hecho mismo que se trata de su padre. “He
perdido mi condición de hijo; pero el padre no ha perdido su condición de padre.
No hace falta que ningún extraño interceda cerca de un padre; el mismo amor
del padre intercede y suplica en lo más profundo de su corazón a favor del hijo.
Sus entrañas de padre se conmueven para engendrar de nuevo a su hijo por el
perdón. “Aunque culpable, yo iré donde mi padre”.? Y el padre, viendo a su hijo,
disimula inmediatamente la falta de éste. Se pone en el papel de padre en lugar
del papel de juez. Transforma al instante la sentencia en perdón, él que desea el
retorno del hijo y no su perdición... “Lo abrazó y lo cubrió de besos.” (Lc 15,20)
Así es como el padre juzga y corrige al hijo. Lo besa en lugar de castigarlo. La
fuerza del amor no tiene en cuenta el pecado, por esto con un beso perdona el
padre la culpa del hijo. Lo cubre con sus abrazos. El padre no publica el pecado
de su hijo, no lo abochorna, cura sus heridas de manera que no dejan ninguna
cicatriz, ninguna deshonra. “Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su
pecado.” (Sl 31,1)

Sermón 18

“Jesús se acercó a ella y la cogió de la mano”


Los que han escuchado con atención el evangelio de hoy saben por qué razón
el Señor del cielo entró en una humilde casa de este mundo. Porque, por pura
bondad, vino a salvar a todos los hombres. No es de extrañar, pues, que entre en
todos los lugares. “Entrando en la casa de Pedro, Jesús vio que su suegra estaba
en cama con fiebre.” (Mt 8,14) Este es motivo por el que Cristo entró en casa de
Pedro. No fue el deseo de ponerse a la mesa con él sino la debilidad de la enferma.
No fue la necesidad de tomar alimento sino la ocasión de obrar una curación.
Vino a ejercer su poder divino y no a tomar parte en un banquete con los
hombres, ya que no había vino en casa de Pedro sino lágrimas...
Cristo no entró en esta casa para tomar alimento sino para restaurar la vida. Dios
está en busca de los hombres no de los bienes humanos. Les quiere colmar con
los bienes del cielo. No desea encontrar cosas terrenas. Cristo ha venido aquí para
tomarnos con él. No ha venido a buscar nuestras cosas.

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Sermón 30

“¡Come con los publicanos y los pecadores!”


Este desdichado publicano sentado en el mostrador de impuestos, estaba en peor
situación que el paralítico del cual os hablé el otro día, el que yacía en su camilla
(Mc 2,1s). Éste sufría parálisis en su cuerpo, aquel en su alma. El primero tenía
deformados todos sus miembros; el segundo, era el conjunto de su persona que
estaba a la desbandada. El primero yacía, prisionero de su carne; el otro estaba
sentado, cautivo de alma y cuerpo. Era a pesar suyo que el paralítico sucumbía a
causa de sus sufrimientos; el publicano, muy a su gusto estaba esclavo del mal y
del pecado. Este último, que a sus propios ojos se tenía por inocente, estaba
acusado de avaricia por los demás; el primero, en sus heridas, se sabía pecador.
El uno acumulaba ganancia sobre ganancia efecto de sus pecados; el otro
escondía sus pecados con el gemido de sus dolores. Es por ello que eran justas
las palabras dirigidas al paralítico: “Ánimo, hijo, tus pecados quedan perdonados”,
porque con sus sufrimientos quedaban compensadas sus faltas. Pero el
publicano, escuchó estas palabras: “Sígueme “, es decir: “Tú que te has perdido
siguiendo al dinero, siguiéndome repararás tu pecado”.
Alguno dirá: ¿por qué el publicano, pareciendo más culpable, recibe un don más
elevado? Él llega enseguida a ser apóstol… Él mismo ha recibido el perdón, y
concede a los demás la remisión de sus pecados; ilumina la tierra entera con el
esplendor de la predicación del Evangelio. En cambio, el paralítico apenas es
juzgado digno de recibir tan sólo el perdón. ¿Quieres saber por qué el publicano
obtuvo más gracias? Es porque, según la palabra del apóstol Pablo: “Donde se ha
multiplicado el pecado, la gracia ha sido más abundante” (Rm 5,20).
¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores? Dios es acusado de
abajarse hacia el hombre, de sentarse cerca del pecador, de tener hambre de su
conversión y sed de su retorno, de preferir el alimento de la misericordia y la copa
de la benevolencia. Pero Cristo, hermanos míos, vino a esta comida; la Vida ha
venido para estar entre los invitados a fin de que, condenados a muerte, vivan la
Vida; la Resurrección se ha acostado para que los que yacen se levanten de sus
tumbas; la Bondad se ha abajado para levantar a los pecadores hasta el perdón;
Dios ha venido hasta el hombre para que el hombre llegue hasta Dios; el juez ha
venido a la comida de los culpables para sustraer a la humanidad de la sentencia
de condenación; el médico ha venido a los enfermos para restablecerlos
comiendo con ellos; el Buen Pastor ha inclinado la espalda para devolver la oveja
perdida al establo de la salvación(Lc 15, 3s).
“¿Por qué nuestro maestro come con publicanos y pecadores?” Pero ¿quién es
pecador sino el que rechaza verse como tal? Dejar de reconocerse pecador ¿no
es hundirse más en su propio pecado y, para decir verdad, identificarse con él? Y
¿quién es el injusto sino aquel que se cree justo?… Vamos, fariseo, confiesa tu
pecado y podrás venir a la mesa de Cristo; por ti Cristo se hará pan, ese pan que
se romperá para el perdón de tus pecados: Cristo será para ti la copa, esa copa
que será derramada para el perdón de tus faltas. Vamos, fariseo, comparte la

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comida de los pecadores y Cristo compartirá tu comida; reconócete pecador y
Cristo comerá contigo; entra con los pecadores al festín de tu Señor y podrás no
ser ya más pecador; entra con el perdón de Cristo en la casa de la misericordia.

Sermón 31

Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo.


Después de la resurrección, como el Señor había entrado con todas las puertas
cerradas (Jn 20,19), los discípulos no creían que había recuperado la realidad de
su cuerpo, sino suponían que sólo su alma había regresado bajo una apariencia
corporal, como las imágenes que se presentan a los que tienen en su sueño.
«Creían que veían un espíritu» Por eso el Señor les dice: «¿Por qué estáis turbados,
y por qué tenéis pensamientos inquietantes en vuestros corazones? Ved mis
manos y mis pies». Ved, es decir: estad atentos. ¿Por qué? Porque no es un sueño
lo que estáis viendo. Ved mis manos y mis pies, ya que, con vuestros ojos
agobiados, no podéis todavía ver mi rostro. Ved las heridas de mi carne, ya que
todavía no veis las obras de Dios.
Contemplad las marcas hechas por mis enemigos, ya que todavía no percibís las
manifestaciones de Dios. Tócame, para que tu mano te dé la prueba, ya que tus
ojos están cegados… Descubre los agujeros de mis manos, busca en mi costado,
reabre mis heridas, porque no puedo negarles a mis discípulos con vistas a la fe,
lo que no les negué a mis enemigos para mi suplicio. Tocad, tocad, ahondad entre
los huesos, para confirmar la realidad de la carne, y que estas heridas todavía
abiertas atestiguan que son bien mías…
¿Por qué no creéis que he resucitado, yo que devolví a la vida a varios muertos
ante vuestros ojos?… Cuando estaba colgado en la cruz, me insultaban diciendo:
«El que salvó a otros, no puede salvarse a sí mismo. Que descienda de la cruz y
creeremos» (Mt 27,40). ¿Qué es más difícil, descender de la cruz arrancando los
clavos o regresar de los infiernos pisoteando la muerte? Yo mismo me salvé, y
rompiendo las cadenas del infierno, subí hacia lo alto.

Sermón 34

Tocar a Cristo con fe


Todas las lecturas evangélicas nos ofrecen grandes beneficios tanto para la vida
presente como para la futura. La lectura de hoy recoge, por un lado, lo que es
propio de la esperanza y excluye, por otro, cualquier cosa que se refiera a
la desesperación.
Tenemos una condición dura y digna de ser llorada: la innata fragilidad nos incita
a pecar y la vergüenza, pariente del pecado, nos prohíbe confesarlo. No nos

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avergüenza obrar lo que es malo, pero sí confesarlo. Tememos decir lo que
no tenemos miedo de hacer.
Pero hoy una mujer, al buscar un tácito remedio a un mal vergonzoso, encuentra
el silencio, mediante el cual el pecador puede alcanzar el perdón.
La primera felicidad consiste en no avergonzarnos de los pecados; la segunda, en
obtener el perdón de los pecados, dejándolos escondidos. Así lo entendió el
profeta, cuando dijo: Bienaventurados aquellos cuyos pecados han sido
perdonados y cuyas culpas han sido sepultadas (Sal 31, 1).
En esto—narra el evangelista—, una mujer, que padecía un flujo de sangre hacía
doce años, acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Mt 9, 20). La
mujer recurre instintivamente a la fe, después de una larga e inútil cura.
Se avergüenza de pedir una medicina: desea recobrar la salud, pero prefiere
permanecer desconocida ante Aquél de quien cree que ha de alcanzar la
salvación.
De modo semejante a como el aire es agitado por un torbellino de vientos, esta
mujer era turbada por una tempestad de pensamientos. Luchaban fe contra
razón, esperanza contra temor, necesidad contra pudor. El hielo del miedo
apagaba el ardor de la fe y la constricción del pudor oscurecía su luz; el inevitable
recato debilitaba la confianza de la esperanza. De ahí que aquella mujer se
encontrase agitada como por las olas tempestuosas de un océano.
Estudiaba la forma de actuar a escondidas de la gente, apartada de la
muchedumbre. Se abría paso de manera que le fuera posible recobrar la salud sin
forzar, a la vez, el propio pudor. Se preocupaba de que su curación no redundara
en ofensa del médico. Se esforzaba porque la salvase, salvando la reverencia
debida al Salvador.
Con un estado de ánimo semejante, aquella mujer mereció tocar, desde un
extremo de la orla, la plenitud de la divinidad. Se acercó—cuenta— por detrás
(Ibid.). Pero ¿detrás de dónde? Y tocó el borde de su manto (Ibid.). Se aproximó
por detrás, porque la timidez no le permitía hacerlo por delante, cara a cara. Se
acercó por detrás, y, aunque detrás no hubiese nada, encontró allí la presencia
que intentaba esquivar. En Cristo había un cuerpo compuesto, pero la divinidad
era simple: era todo ojos, cuando veía tras de sí una mujer que suplicaba de este
modo.
HUMANIDAD: Acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Ibid.). ¡Qué
debió de ver escondido en la intimidad de Cristo, la que en el borde de su manto
descubrió todo el poder de la divinidad! ¡Cómo enseñó lo que vale el cuerpo de
Cristo, la que mostró que en el borde de su manto hay algo de tanta grandeza!
Ponderen los cristianos, que cada día tocan el Cuerpo de Cristo, qué medicina
pueden recibir de ese mismo cuerpo, si una mujer recobró completamente la
salud con sólo tocar la orla del manto de Cristo. Pero lo que debemos llorar es
que, mientras la mujer se curó de esa llaga, para nosotros la misma curación se
torna en llaga. Por eso, el Apóstol amonesta y deplora a los que tocan

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indignamente el cuerpo de Cristo: pues el que toca indignamente el cuerpo de
Cristo, recibe su propia condenación (/1Co/11/29) (...).
Pedro y Pablo, Príncipes de la fe cristiana, difundieron por el mundo el
conocimiento del nombre de Cristo; pero fue primeramente una mujer la que
enseñó el modo de acercarnos a Cristo. Por primera vez una mujer demostró
cómo el pecador, con una confesión tácita, borra sin vergüenza el pecado;
cómo el culpable, conocido sólo por Dios en relación a su culpa, no está obligado
a revelar a los hombres las vergüenzas de la conciencia, y cómo el hombre puede,
con el perdón, prevenir el juicio.
Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: ten confianza, hija, tu fe te ha salvado
(Mt 9, 22). Pero Jesús volviéndose: no con el movimiento del cuerpo, sino con la
mirada de la divinidad. Cristo se dirige a la mujer para que ella se dirija a Cristo,
para que reciba la curación del mismo de quien ha recibido la vida y sepa que
para ella la causa de la actual enfermedad es ocasión de perpetua salvación.
Volviéndose y mirándola (Ibid.). La ve con ojos divinos, no humanos para
devolverle la salud, no para reconocerla, pues ya sabía quién era. La ve: es
recompensado con bienes, liberado de males, quien es visto por Dios. Es lo
que reconocemos todos habitualmente cuando, refiriéndonos a las personas
afortunadas, decimos: la ha visto Dios. A esa mujer también la vio Dios y la hizo
feliz curándola.

Sermón 37

"El signo de Jonás"


Toda la historia de Jonás nos la muestra como una figura perfecta del
Salvador...Jonás bajaba a Jafa para montar sobre un barco con destino a Tarsis…El
Señor has descendido del cielo sobre la tierra, la divinidad hacia la humanidad; la
soberanía todopoderosa ha descendido hasta nuestra miseria…para embarcarse
en la nave de su Iglesia…
Es el mismo Jonás el que toma la iniciativa de hacerse precipitar sobre las olas:
“Agarradme y tiradme al mar”. El anuncia así la pasión voluntaria del Señor.
Cuando la salvación de una multitud depende de la muerte de uno solo, esta
muerte está entre las manos de este hombre que puede libremente retrasarla, o
por el contrario apresurarla, para prevenir el peligro. Todo el misterio del Señor
está aquí prefigurado. La muerte no es más que para él una necesidad, ella revela
su libro elección. Escuchadle: “Nadie tiene poder para quitarme la vida, y soy yo
quien la doy por mi propia voluntad” (Jn 10,18) Ved el enorme pescado, imagen
horrible y cruel del infierno. Siendo devorado el profeta, el siente la fuerza del
Creador…y con temor, ofrece la estancia de sus entrañas a este viajero venido de
lo alto… Después de tres días… él lo devuelve a la luz, para dar a los paganos
aquello que él había sustraído a los judíos.? Este es el signo, el único signo, que
Cristo consiente dar a los judíos, afín de hacerles comprender que la gloria que

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ellos mismos esperaban de Cristo se ha ido de regreso a los Gentiles. Los Ninivitas
son la figura de las naciones que han creído. ¡Qué felicidad para nosotros,
hermanos míos! Esto que fue anuncio y promesa en figura, es ahora cara a cara,
en toda verdad, que nosotros, lo veneramos, lo vemos, lo poseemos.

Sermón 43

Oración, ayuno y misericordia son inseparables


Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la
devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración,
el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, la
misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única
cosa, y se vitalizan recíprocamente.
El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno.
Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo
de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto,
quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien
le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a
quien no cierra los suyos al que le súplica.
Que el que ayuna entienda bien lo que es el ayuno; que preste atención al
hambriento quien quiere que Dios preste atención a su hambre; que se
compadezca quien espera misericordia; que tenga piedad quien la busca; que
responda quien desea que Dios le responda a é1. Es un indigno suplicante quien
pide para si lo que niega a otro.
Díctate a ti mismo la norma de la misericordia, de acuerdo con la manera, la
cantidad y la rapidez con que quieres que tengan misericordia contigo.
Compadécete tan pronto como quisieras que los otros se compadezcan de ti.
En consecuencia, la oración, la misericordia y el ayuno deben ser como un único
intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y triple
petición.
Recobremos con ayunos lo que perdimos por el desprecio; inmolemos nuestras
almas con ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de
acuerdo con lo que el profeta dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un
corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Hombre, ofrece a Dios tu
alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia pura, un sacrificio
santo, una víctima viviente, provechosa para ti y acepta a Dios. Quien no dé esto
a Dios no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se posea a sí mismo para
darse.
Mas, para que estas ofrendas sean aceptadas, tiene que venir después la
misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no lo riega, el ayuno se torna
infructuoso si la misericordia no lo fecundiza: lo que es la lluvia para la tierra, eso

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mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón,
purifique su carne, desarraigue los vicios y siembre las virtudes, como no
produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno.
Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia;
lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no
pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces
limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para
ti.

Sermón 47

También como Herodes, queremos ver a Jesús


El amor no consiente no ver al que ama. ¿No es cierto que todos los santos han
tenido por cosa insignificante, sea lo que fuere que consiguieran, si no podían
ver a Dios? […] Por eso Moisés se atreve a decir: “Si he hallado gracia ante ti,
muéstrame tu rostro” (Ex 33,13). Y el salmista: “Muéstrame tu rostro” (Sal 79,4).
¿No es por esta misma razón que los paganos se hacen ídolos? En el seno mismo
del error, con sus propios ojos ven al que adoran.
Dios conocía el tormento que sufren los mortales por el deseo de verle. Lo que él
ha escogido para mostrarse era grande en la tierra y no es menor en el cielo.
Porque eso que, sobre la tierra, Dios ha hecho semejante a él, no podía quedar
sin ser honorado en el cielo: “Hagamos, dice, al hombre a nuestra imagen y
semejanza” (Gn 1,26) […] Que nadie, pues, piense que Dios se ha equivocado al
venir a los hombres por medio de un hombre: Se ha hecho carne entre nosotros
para ser visto por nosotros.

Sermón 50

“Viendo su fe...” -
Jesús llegó a su propia ciudad. Le presentaron un paralítico que yacía en su litera.
Jesús, dice el evangelio, viendo la fe de la gente dice al paralítico: “Ánimo, hijo,
tus pecados te quedan perdonados.” (Mt 9,2) El paralítico entiende el perdón y
se queda sin palabra. No responde nada, ni para dar las gracias. Deseaba la
curación de su cuerpo más que la de su espíritu. Estaba acongojado por los males
pasajeros del cuerpo enfermo, pero lo males de su alma, males eternos, no le
preocupaban. Juzgaba que la vida presente era más preciosa que la vida futura.
Cristo tenía razón en hacer caso de la fe de la gente que presentaban al enfermo
y no de la insensatez del mismo. Gracias a la fe de otros, el alma del paralítico es
curada antes de ser curado su cuerpo. “Viendo la fe de la gente” dice el evangelio.
Prestad atención, hermanos, que Dios no se preocupa de aquello que le piden
los hombres insensatos, no espera la fe de los ignorantes ni atiende los deseos

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desacertados de un enfermo. En cambio, no puede rehusar su ayuda a los que
creen. Esta fe es un regalo, un don de la gracia de Dios que la otorga a quien
quiere.

Sermón 53

“Terminada la travesía tocaron tierra en Genesaret.” (Mt 14,34)


Cristo sube a una barca. ¿No era él que enjugó el mar, amontonando las aguas
por ambos lados para que el pueblo de Israel pudiera pasara a pie enjuto como
por un valle? (Ex 14,29) ¿No era él que hizo pasar a Pedro por encima de las
aguas, haciendo que las olas formaran un suelo firme y sólido debajo de sus pies?
(Mt 14,29). Cristo sube a la barca. Cristo, para atravesar el mar de este mundo
hasta el final de los tiempos, sube a la barca de su Iglesia para conducir a los que
creen en él hasta la patria del cielo por una travesía apacible, y hacer de aquellos
con quien compartió la condición humana, ciudadanos de su reino. Cristo,
ciertamente, no tiene necesidad de la barca, pero la barca necesita a Cristo. Sin
este timonero celestial, en efecto, la barca de la Iglesia, agitada por las olas, no
llegaría nunca a puerto seguro.

Sermón 63

Era necesaria la muerte de Lázaro para que, con Lázaro ya en el sepulcro,


resucitase la fe de los discípulos
Regresando de ultratumba, Lázaro sale a nuestro encuentro portador de una
nueva forma de vencer la muerte, revelador de un nuevo tipo de resurrección.
Antes de examinar en profundidad este hecho, contemplemos las circunstancias
externas de la resurrección, ya que la resurrección es el milagro de los milagros,
la máxima manifestación del poder, la maravilla de las maravillas.
El Señor había resucitado a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, pero lo hizo
restituyendo simplemente la vida a la niña, sin franquear las fronteras de
ultratumba. Resucitó asimismo al hijo único de su madre, pero lo hizo deteniendo
el ataúd, como anticipándose al sepulcro, como suspendiendo la corrupción y
previniendo la fetidez, como si devolviera la vida al muerto antes de que la muerte
hubiera reivindicado todos sus derechos. En cambio, en el caso de Lázaro todo
es diferente: su muerte y su resurrección nada tienen en común con los casos
precedentes: en él la muerte desplegó todo su poder y la resurrección brilla con
todo su esplendor. Incluso me atrevería a decir que, si Lázaro hubiera resucitado
al tercer día, habría evacuado toda la sacramentalidad de la resurrección del
Señor: pues Cristo volvió al tercer día a la vida, como Señor que era; Lázaro fue
resucitado al cuarto día, como siervo.

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Mas, para probar lo que acabamos de decir, examinemos algunos detalles del
relato evangélico. Dice: Las hermanas le mandaron recado a Jesús, diciendo:
«Señor, tu amigo está enfermo». Al expresarse de esta manera, intentan pulsar la
fibra sensible, interpelan al amor, apelan a la caridad, tratan de estimular la
amistad acudiendo a la necesidad. Pero Cristo, que tiene más interés en vencer la
muerte que en repeler la enfermedad; Cristo, cuyo amor radica no en aliviar al
amigo, sino en devolverle la vida, no facilita al amigo un remedio contra la
enfermedad, sino que le prepara inmediatamente la gloria de la resurrección.
Por eso, cuando se enteró —dice el evangelista—de que Lázaro estaba enfermo,
se quedó todavía dos días en donde estaba. Fijaos cómo da lugar a la muerte,
licencia al sepulcro, da libre curso a los agentes de la corrupción, no pone
obstáculo alguno a la putrefacción ni a la fetidez; consiente en que el abismo
arrebate, se lleve consigo, posea. En una palabra, actúa de forma que se esfume
toda humana esperanza y la desesperanza humana cobre sus cotas más
elevadas, de modo que lo que se dispone a hacer se vea ser algo divino y no
humano.
Se limita a permanecer donde está en espera del desenlace, para dar él mismo la
noticia de la muerte, y anunciar entonces su decisión de ir a casa de Lázaro.
Lázaro —dice— ha muerto, y me alegro. ¿Es esto amar? Se alegraba Cristo porque
la tristeza de la muerte en seguida se convertiría en el gozo de la resurrección. Me
alegro por vosotros. Y ¿por qué por vosotros? Pues porque la muerte y la
resurrección de Lázaro era ya un bosquejo exacto de la muerte y resurrección del
Señor, y lo que luego iba a suceder con el Señor, se anticipa ya en el siervo. Era
necesaria la muerte de Lázaro para que, con Lázaro ya en el sepulcro, resucitase
la fe de los discípulos.

Sermón 67

La oración dominical
Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe; escuchad ahora la oración
dominical. Cristo nos enseñó a rezar brevemente, porque desea concedernos
enseguida lo que pedimos. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado
Él mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha adelantado a
nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?
Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración al cielo y turbación
a la tierra. Supera tanto las fuerzas humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin
embargo, no puedo callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.
¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo?, ¿que
se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad?,
¿que asuma Él la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que
nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos?, ¿que
adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su

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único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo,
el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de
su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede. Mas como el tema
de hoy no se refiere al que enseña sino a quien manda, pasemos al argumento
que debemos tratar.
Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu
y todo nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha
mudado de Juez en Padre desea ser amado y no temido.
Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no pienses que Dios no
se encuentra en la tierra ni en algún lugar determinado; medita más bien que
eres de estirpe celeste, que tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente,
corresponde a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no se
mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las virtudes divinas.
Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos también su nombre.
Por tanto, este nombre que en sí mismo y por sí mismo ya es santo, debe ser
santificado en nosotros. El nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean
nuestras acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de Dios por
vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).
Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que, reinando siempre de
su parte, reine en nosotros de modo que podamos reinar en Él. Hasta ahora ha
imperado el diablo, el pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante
largo tiempo. Pidamos, pues, que, reinando Dios, perezca el demonio,
desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera la cautividad, y
nosotros podamos reinar libres en la vida eterna. Hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo. Éste es el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra
impere la Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los hombres,
entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es todo, para que, como dice el
Apóstol, Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28).
El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a nosotros como Padre,
quien nos adoptó por hijos, quien nos hizo herederos, quien nos transmitió su
nombre, su dignidad y su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué
busca la humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos? Un padre
tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el pan a los hijos si no se lo
pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice: no os preocupéis por la comida, la bebida o
el vestido? Manda pedir lo que no nos debe preocupar, porque como
Padre celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del cielo. Yo soy el
pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn 6, 41). Él es el pan nacido de la Virgen,
fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y puesto en los altares
para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.
Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores. Si tú, hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón,
perdona tú siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras
ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y piensa que,
perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.

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Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida misma es una prueba,
pues asegura el Señor: es una tentación la vida del hombre (Job 7, I). Pidamos,
pues, que no nos abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento
nos guie con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida con
moderación celestial.
Mas Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal.
Pidamos que nos guarde del mal, porque si no, no podremos gozar del bien.

Sermón 71

En el agua del bautismo


Hemos sido "lavados, santificados, justificados en el Nombre del Señor Jesucristo
y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6, 11). A lo largo de nuestra vida, nuestro
Padre "nos llama a la santidad" (1 Ts 4, 7) y como nos viene de él que "estemos en
Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros santificación" (1 Co 1, 30), es cuestión
de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en nosotros y por
nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición.
¿Quién podría santificar a Dios puesto que él santifica? Inspirándonos nosotros
en estas palabras ´Sed santos porque yo soy santo´ (Lc 20, 26), pedimos que,
santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y
lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y debemos purificar
nuestros pecados por una santificación incesante... Recurrimos, por tanto, a la
oración para que esta santidad permanezca en nosotros (San Cipriano, Dom orat.
12).
Depende inseparablemente de nuestra vida y de nuestra oración que su Nombre
sea santificado entre las naciones:
Pedimos a Dios santificar su Nombre porque él salva y santifica a toda la creación
por medio de la santidad... Se trata del Nombre que da la salvación al mundo
perdido, pero nosotros pedimos que este Nombre de Dios sea santificado en
nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el nombre divino es
bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del Apóstol: ´el
nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones´ (Rm 2, 24;
Ez 36, 20-22). Por tanto, rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta
santidad como santo es el nombre de nuestro Dios.

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Sermón 76,2-3

Jesús les dijo: “No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí
me verán”.» (Mt 28,10)
El ángel dijo a las mujeres: «Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: “Ha
resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis”
…» (Mt 28,7). Al decir esto, el ángel no se dirigía a María Magdalena ni a la otra
María, sino que, a estas dos mujeres, él encomendaba la misión para la Iglesia, él
estaba enviando a la Esposa en busca del Esposo.
Mientras ellas se marchaban, el Señor salió a su encuentro y las saludó
diciéndoles: «Os saludo, alegraos» (griego)… Él les había dicho a sus discípulos:
«No saludéis a nadie en el camino» (Lc 10,4); ¿cómo en el camino Él acudió al
encuentro de estas mujeres y las saludó con tanta alegría? Él no espera ser
reconocido, no busca ser identificado, no se deja cuestionar, sino que se adelanta
con gran ímpetu hacia este encuentro.
Esto es lo que provoca la fuerza del amor; ésta fuerza es más fuerte que todo, la
que todo sobrepasa. Al saludar a la Iglesia, es al mismo Cristo al que saluda,
porque Él la ha hecho suya, ésta es su carne, su cuerpo, como lo atestigua el
apóstol Pablo: «Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,18). Sí, es
a la Iglesia en su plenitud a la que personifican estas dos mujeres. Él dispone que
estas mujeres ya han alcanzado la madurez de la fe: ellas dominaron sus
debilidades y se apresuraron hacia el misterio, ellas buscan al Señor con todo el
fervor de su fe. Este es el motivo por el que merecen que Él se entregue a ellas al
ir a buscarlas y decirles: «Os saludo, alegraos». Él les deja no solo tocarle, sino
también aferrarse a Él en la misma medida de su amor. Estas mujeres son en el
seno de la Iglesia, un ejemplo de predicación de la Buena Noticia.

Sermón 78

“Simón Pedro... trajo a la orilla la red llena de peces grandes”


“El discípulo que Jesús amaba le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!” Aquel que es amado
será el primero en ver; el amor provee una visión más aguda de todas las cosas;
aquel que ama siempre sentirá de modo más vivaz... ¿Qué dificultad convierte el
espíritu de Pedro en un espíritu tardo, y le impide ser el primero en reconocer a
Jesús, como antes lo había hecho? ¿Dónde está ese singular testimonio que le
hacía gritar: “¿Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo”? (Mateo 16,16) ¿Dónde está?
Pedro estaba en casa de Caifás, el gran sacerdote, donde había escuchado sin
pena el cuchicheo de una sirvienta, pero tardó en reconocer a su Señor.
“Cuando él escucho que era el Señor, se puso su túnica, porque no tenía nada
puesto”. ¡Lo cual es muy extraño, hermanos!... Pedro entra sin vestimenta a la
barca, ¡y se lanza completamente vestido al mar!... El culpable siempre mira hacia

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otro lado para ocultarse. De ese modo, como Adán, hoy Pedro desea cubrir su
desnudez por su fallo; ambos, antes de pecar, no estaban vestidos más que con
una desnudez santa. “Él se pone su túnica y se lanza al mar”. Esperaba que el mar
lavara esa sórdida vestimenta que era la traición. Él se lanzó al mar porque quería
ser el primero en regresar; él, a quien las más grandes responsabilidades habían
sido confiadas (Mateo 16,18s). Se ciñó su túnica porque debía ceñirse al combate
del martirio, según las palabras del Señor: “Alguien más te ceñirá y te llevará
adonde tú no quieras” (Juan 21,18) ...
Los otros vinieron con la barca, arrastrando su red llena de pescado. Con gran
esfuerzo entre ellos llevan una Iglesia que fue arrojada a los vientos del mundo.
La misma Iglesia que estos hombres llevan en la red del Evangelio con dirección
a la luz del cielo, y a la que arrancaron de los abismos para conducirla más cerca
del Señor.

Sermón 80

Después de su Pasión donde la confusión invadió a la tierra, impresionado el cielo,


sorprendido los siglos, desolado el infierno, el Señor viene a la orilla del mar y ve
a sus seguidores vagando en la noche, en las olas oscuras. El sol se ha ido, ni el
resplandor de la luna ni las estrellas podrán calmar la angustia de esta noche …Al
amanecer, dice el Evangelio, “Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no
sabían que era Jesús”. Toda la creación ha escapado a la indignación infligida a
su Creador … La tierra ve desmoronarse sus cimientos y tiembla, el sol desaparece
para no ver y el día se retira para no estar allí; las piedras, a pesar de su dureza, se
resquebrajan… El infierno ve penetrar en su seno al mismo Juez; derrotado, deja
a sus cautivos en un grito de dolor (Mt 27,45-52) …
El mundo entero fue arrojado a la confusión y no duda que la muerte del Creador
le ha hundido en el abismo y en el caos (Gen 1.2). Pero de repente, a la luz de su
resurrección, el Señor trae el día y devuelve al mundo su rostro familiar.
Resucita con Él y en su gloria a todos aquellos que ha visto tristemente abatidos…”
Cuando amaneció, Jesús apareció en la orilla”. En primer lugar, para llevar a su
Iglesia… a la firmeza de la fe. Encontró a sus discípulos faltos de fe, desposeídos
de la fuerza del hombre… Estaba Pedro, quien le negó, Tomás que dudó, Juan
que huyó; Por eso no les habla como a valientes soldados sino como a niños
asustados…: “Niños, ¿tenéis algo que comer?”. Así su humanidad les devuelve a
la gracia, el pan a la confianza, el alimento a la fe. Ellos no creían en efecto que
había resucitado con su cuerpo a no ser que le vieran sometido a las necesidades
de la vida y la comida. Esto es por lo que uno que es la abundancia de todos los
bienes pide alimentarse. Come pan porque tiene hambre, no de alimentos, sino
del amor de los suyos: “Niños, ¿tenéis algo que comer?”. “Ellos le responden: no”.
¿Qué poseían, ellos que no tenían a Cristo —aunque esté entre ellos— y no vean
todavía al Señor, aunque se apareció delante? “Les dijo: Tirad la red a la derecha
de la barca y encontrareis”.

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Sermón 108

Se tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios


¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el
bienaventurado Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas,
pide así: os ruego por la misericordia de Dios (Rm 12, 1). El médico, cuando
persuade a los enfermos de que tomen austeros remedios, lo hace con ruegos,
no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la voluntad la que rechaza
los remedios saludables, siempre que el enfermo los rehúye. Y el padre, no con
fuerza sino con amor, induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera
es la disciplina para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es
guiada con ruegos a la curación, y si el ánimo infantil es conducido a la prudencia
con algunas caricias, ¡cuán admirable es que el Apóstol, que en todo momento
es médico y padre, suplique de esta manera para levantar las mentes humanas,
heridas por las enfermedades carnales, hasta los remedios divinos!
Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por
qué no por la virtud?, ¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino
por su misericordia? Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor
y alcanzó la dignidad de tan gran apostolado, como él mismo confiesa diciendo:
Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y opresor, sin embargo, alcancé
misericordia de Dios (1 Tim 1, 13). Y de nuevo: verdad es cierta y digna de todo
acatamiento que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia, a fin de que
Jesucristo mostrase en mí el primero su extremada paciencia, para ejemplo y
confianza de los que han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna (1 Tim 1, 15-
16). Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo. Él nos exhorta,
o, mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de él. El Señor se presenta como
quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse
como Padre que aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para
no tener que castigar con rigor.
Escucha cómo suplica el Señor: «Mirad y contemplad en mí vuestro mismo
cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y
si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que
es de vuestra misma naturaleza? ¿Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís
a él como Padre?
Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros,
lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la
muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el
amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es
introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge
con un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para
mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio.

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Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por
mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas».
Pero escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: Os exhorto –dice– a presentar
vuestros cuerpos. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad
del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: ¡el hombre es, a la vez, sacerdote y
víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar
a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima
como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el
sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la
sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de
Dios –dice–, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo
vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo
una hostia viva, porque a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un
sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva; la
muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también,
para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos
encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían
muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como una
hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni
ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.
Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No
desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica
de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza,
que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los
misterios de Dios, que tú oración arda continuamente, como perfume de
incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y
así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio.
Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre;
se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad.

Sermón 109

El sacrificio espiritual.
¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el
bienaventurado Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas,
pide así: os ruego por la misericordia de Dios (Rm 12, 1). El médico, cuando
persuade a los enfermos de que tomen austeros remedios, lo hace con ruegos,

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no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la voluntad la que rechaza
los remedios saludables, siempre que el enfermo los rehúye. Y el padre, no con
fuerza sino con amor, induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera
es la disciplina para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es
guiada con ruegos a la curación, y si el ánimo infantil es conducido a la prudencia
con algunas caricias, ¡cuán admirable es que el Apóstol, que en todo momento
es médico y padre, suplique de esta manera para levantar las mentes humanas,
heridas por las enfermedades carnales, hasta los remedios divinos!
Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por
qué no por la virtud?, ¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino
por su misericordia? Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor
y alcanzó la dignidad de tan gran apostolado, como él mismo confiesa diciendo:
Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y opresor, sin embargo, alcancé
misericordia de Dios (1 Tim 1, 13). Y de nuevo: verdad es cierta y digna de todo
acatamiento que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia, afín de que
Jesucristo mostrase en mí el primero su extremada paciencia, para ejemplo y
confianza de los que han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna (1 Tim 1, 15-
16).
Os ruego por la misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor dicho, por medio de
Pablo ruega Dios, que prefiere ser amado a ser temido. Ruega Dios, porque no
quiere tanto ser señor cuanto padre. Ruega Dios con su misericordia para no
castigar con rigor. Escucha al Señor mientras ruega: todo el día extendí mis
manos (Is 65, 2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso no muestra que está
rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al pueblo. ¿A qué pueblo? No sólo al
que no cree, sino al que se le opone. Extendí mis manos. Distiende los miembros,
dilata sus vísceras, saca el pecho, ofrece el seno, abre su regazo, para mostrarse
como padre con el afecto de tan gran petición.
Escucha también a Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío, ¿qué te he hecho
o en qué te he contristado? (Mic 6, 3). ¿Acaso no dice: ¿si la divinidad es
desconocida, sea al menos conocida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro
cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y
si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al menos lo humano? Si huis del Señor, ¿por
qué no acudís corriendo al padre? Pero quizá os confunde la grandeza de
la Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo
de la muerte. Esos clavos no me infunden dolor, sino más bien me infunden
vuestra caridad. Estas heridas no producen mis llantos, sino más bien os
introducen en mis entrañas. La dislocación de mi cuerpo dilata más mi regazo
para acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se malogra, sino
que sirve para vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al padre,
viendo que devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas,
tan gran caridad a cambio de tan grandes heridas.
Pero oigamos ya qué pide el Apóstol: os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El
Apóstol, rogando de este modo, arrastró a todos los hombres hasta la
cumbre sacerdotal: que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva. Ah inaudito

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oficio del pontificado cristiano, en el que el hombre es a la vez hostia y sacerdote,
porque el hombre no busca fuera de sí lo que va a inmolar a Dios; porque el
hombre, cuando está dispuesto a ofrecer sacrificios a Dios, aporta como ofrenda
lo que es por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo; porque permanece la misma
hostia y permanece el mismo sacerdote; porque la víctima se inmola y continúa
viviendo, el sacerdote ?que sacrifica no es capaz de matar! Admirable sacrificio,
donde se ofrece un cuerpo sin cuerpo y sangre sin sangre.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia
viva. Hermanos, este sacrificio proviene del ejemplo de Cristo, que inmoló
vitalmente su cuerpo para la vida del mundo, y lo hizo en verdad hostia viva, ya
que habiendo muerto vive. Por tanto, en tal víctima la muerte es aplastada,
la hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada. De aquí que los
mártires por la muerte nacen, con el fin comienzan, por la matanza viven, y brillan
en los cielos, mientras que en la tierra se consideraban extinguidos.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia
viva y santa. Esto es lo que cantó el profeta: no quisiste sacrificio ni oblación, y por
eso me diste un cuerpo (Sal 39, 7). Hombre, sé sacrificio y sacerdote de Dios; no
pierdas lo que te dio y concedió la autoridad divina; vístete con la estola de la
santidad; cíñete el cíngulo de la castidad; esté Cristo en el velo de tu cabeza;
continúe la cruz como protección de tu frente; pon sobre tu pecho el sello de la
ciencia divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma la espada del
Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, con seguridad, mueve tu cuerpo como
víctima de Dios. El Señor busca la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no
de sangre; se aplaca con la voluntad, no con la muerte. Lo demostró, cuando
pidió a Abraham que le ofreciera a su hijo como víctima. Pues, ¿qué otra cosa sino
su propio cuerpo inmolaba Abraham en el hijo?, ¿qué otra cosa pedía Dios sino la
fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no le permitió matarlo?
Confirmado, por tanto, con tal ejemplo, ofrece tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques,
sino hazlo también instrumento de virtud.
Porque cuantas veces mueren las artimañas de tus vicios, tantas otras has
inmolado a Dios vísceras de virtud. Ofrece la fe para castigar la perfidia; inmola el
ayuno para que cese la voracidad; sacrifica la castidad para que muera la
impureza; impone la piedad para que se deponga la impiedad; excita
la misericordia para que se destruya la avaricia; y, para que desaparezca la
insensatez, conviene inmolar siempre la santidad: así tu cuerpo se convertirá en
hostia, si no ha sido manchado con ningún dardo de pecado.
Tu cuerpo vive, hombre, vive cada vez que con la muerte de los vicios inmolas a
Dios una vida virtuosa. No puede morir quien merece ser atravesado por la
espada de vida. Nuestro mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos
libre de la muerte y nos conduzca a la Vida.

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Sermón 117

El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre


El apóstol san Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano,
a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo, pero muy diversos
en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus miembros, pero
totalmente distintos por su respectivo origen. Dice, en efecto, la Escritura: El
primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da
vida.
Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la
cual empezó a vivir; el último Adán, en cambio, se configuró a sí mismo y fue su
propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien
procede la vida de todos. Aquel primer Adán fue plasmado del barro deleznable;
el último Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél, la tierra
se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.
Y ¿qué más podemos añadir? Este es aquel Adán que, cuando creó al primer
Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y
adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma
imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer
Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último
es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: Yo soy el primero y yo
soy el último.
«Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último, porque,
ciertamente, no tengo fin. No es primero lo espiritual –dice–, sino lo animal. Lo
espiritual viene después. El espíritu no fue lo primero –dice–, primero vino la vida
y después el espíritu». Antes, sin duda, es la tierra que el fruto, pero la tierra no es
tan preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos
proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando
dice: Nuestra tierra ha dado su fruto. ¿Qué fruto? Aquel que se afirma en otro
lugar: A un fruto de tus entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer
hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.
Igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los
hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal naturaleza celestial
llegaron a ser de esta naturaleza y no permanecieron tal cual habían nacido, sino
que perseveraron en la condición en que habían renacido? Esto se debe,
hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu, el cual fecunda con su luz el seno
materno de la fuente virginal, para que aquellos a quienes el origen terreno de
su raza da a luz en condición terrena y miserable vuelvan a nacer en condición
celestial, y lleguen a ser semejantes a su mismo Creador. Por tanto, renacidos ya,
recreados según la imagen de nuestro Creador, realicemos lo que nos dice el
Apóstol: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seamos también
imagen del hombre celestial.

21
Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados
como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la
imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a él
corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad,
mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por
las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a
nosotros.

Sermón 122

La riqueza que salva


«Abrahán era muy rico» nos dice la Escritura (Gn 13,2) … Abrahán, hermanos
míos, no fue rico para sí mismo, sino para los pobres: más que reservarse su
fortuna, se propuso compartirla… Este hombre, extranjero él, no cesó nunca de
hacer todo lo que estaba en su mano para que el extranjero no se sintiera ya más
extranjero. Viviendo en su tienda, no podía soportar que cualquiera que pasara
se quedara sin ser acogido. Perpetuo viajero, acogía a todos los huéspedes que
se presentaban… Lejos de acomodarse sobre los dones de Dios, se sabía llamado
a difundirlos: los empleaba para defender a los oprimidos, liberar a los prisioneros,
ver sacados de su suerte a los hombres que iban a morir (Gn 14,14) … Delante del
extranjero que recibe en su tienda (Gn 18,1s) Abrahán no se sienta, sino que se
queda de pie. No es el convidado de su huésped, se hace su servidor; olvida que
es señor en su propia casa, y trae la comida y se preocupa que tenga una
cuidadosa preparación, llama a su mujer. Para las cosas propias cuenta
enteramente con sus sirvientes, pero para el extranjero que recibe piensa que
sólo lo puede confiar a la habilidad de su esposa.
¿Qué más diré, hermanos míos? Hay en él una delicadeza tan perfecta… que
Abrahán atrajo al mismo Dios, quien le obligó a ser su huésped. Así Abrahán llegó
a ser descanso para los pobres, refugio de los extranjeros, el mismo que, más
adelante, se diría acogido en la persona del pobre y del extranjero: «Tuve hambre
y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me
hospedasteis» (Mt 25,35).

Sermón 147

El amor desea ver a Dios


Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a
llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de
vinculárselo con su afecto.
Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador, y llamó a
Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras,

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ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que lo instruía
piadosamente sobre el presente y lo consolaba con su gracia, respecto al futuro.
Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el
arca las criaturas del todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta
colaboración acabase con el temor de la servidumbre, y se conservara con el
amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo.
Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre,
lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños,
le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de
injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la
que ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido
por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo,
a venerarlo con amor y no con temor.
Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso lo incitó
a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para que amase al padre de
aquel combate, y no lo temiese.
Y así mismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna
caridad y le invitó a ser el libertador de su pueblo.
Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda
la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho
el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer
contemplar a Dios con sus ojos carnales.
Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no
abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a
ser, o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no
conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la
dificultad.
El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde
se siente arrastrado, no a donde debe ir.
El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo
inalcanzable. ¿Y qué más?
El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso lo santos tuvieron en
poco todos sus merecimientos, si no iban a poder ver a Dios.
Moisés se atreve por ello a decir: Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria.

Y otro dice también: Déjame ver tu figura. Incluso los mismos gentiles modelaron
sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en
medio de sus errores.

23
Sermón 148

El misterio de la encarnación
El hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen en el parto y
después del parto es algo totalmente insólito y milagroso; es algo que la razón no
se explica sin una intervención especial del poder de Dios; es obra del Creador,
no de la naturaleza; se trata de un caso único, que se sale de lo corriente; es cosa
divina, no humana. El nacimiento de Cristo no fue un efecto necesario de la
naturaleza, sino obra del poder de Dios; fue la prueba visible del amor divino, la
restauración de la humanidad caída. El mismo que, sin nacer, había hecho al
hombre del barro intacto tomó, al nacer, la naturaleza humana de un cuerpo
también intacto; la mano que se dignó coger barro para plasmarnos también se
dignó tomar carne humana para salvarnos. Por tanto, el hecho de que el Creador
esté en su criatura, de que Dios esté en la carne, es un honor para la criatura, sin
que ello signifique afrenta alguna para el Creador.
Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por
qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué
te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has
sido hecho? ¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho
precisamente para que sea tu morada? Para ti ha sido creada esta luz que aparta
las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de
días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de
la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y
frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos que pueblan el
aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del
mundo que empezaba. Y el Creador encuentra el modo de acrecentar aún más
tu dignidad: pone en ti su imagen (Gn 1,26), para que de este modo hubiera en
la tierra una imagen visible de su Hacedor invisible y para que hicieras en el
mundo sus veces, a fin de que un dominio tan vasto no quedara privado de
alguien que representara a su Señor. Más aún, Dios, por su clemencia, tomó en sí
lo que en ti había hecho por sí y quiso ser visto realmente en el hombre, en el que
antes sólo había podido ser contemplado en imagen; y concedió al hombre ser
en verdad lo que antes había sido solamente en semejanza... La Virgen concibió
y dio a luz un hijo (Mt 1,23-25).

Sermón 152

«Los mártires Inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, no de palabra,


sino con su muerte»
¿Hasta dónde pueden llegar los celos?… El crimen de hoy nos lo demuestra: el
miedo de un rival para su reino terrenal llena de angustia a Herodes; monta un
complot para suprimir «al Rey que acaba de nacer» (Mt 2,2), el Rey eterno; lucha

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contra su Creador y hace matar a unos inocentes… ¿Qué mal habían cometido
esos niños? Sus mantillas eran mudas, sus ojos no habían visto nada, sus oídos
nada habían escuchado, nada habían hecho sus manos. Sufrieron la muerte
cuando todavía no habían conocido la vida… Cristo lee el porvenir y conoce los
secretos de los corazones, juzga los pensamientos y escudriña las intenciones (Sl
138): ¿por qué les ha abandonado?… El Rey del cielo que acaba de nacer ¿por
qué ha ignorado a sus compañeros tan inocentes como él, olvidado a los
centinelas apostados alrededor de su cuna hasta el punto de que el enemigo que
ha querido herir al Rey ha devastado a todo su ejército?
Hermanos míos, Cristo no ha abandonado a sus soldados, sino que les ha
colmado de honor haciéndoles triunfar antes de vivir y llevarse la victoria sin
haber luchado… Ha querido que posean el cielo y lo prefieran a la tierra…, les ha
enviado delante de él como a sus heraldos. No les ha abandonado: ha salvado a
los que eran su vanguardia, no se ha olvidado de ellos…
Bienaventurados los que han cambiado el trabajo por el descanso, los dolores
por el bienestar, los sufrimientos por el gozo. Están vivos, están vivos,
verdaderamente viven estos que han sufrido la muerte por Cristo… Dichosas las
lágrimas que por estos niños derramaron sus madres: les han valido la gracia del
bautismo… Que aquél que se dignado acostar en un establo nuestro quiera
conducirnos también a nosotros a los pastos del cielo.

Sermón 160

El que por nosotros quiso nacer no quiso ser ignorado por nosotros
Aunque en el mismo misterio del nacimiento del Señor se dieron insignes
testimonios de su divinidad, sin embargo, la solemnidad que celebramos
manifiesta y revela de diversas formas que Dios ha asumido un cuerpo humano,
para que nuestra inteligencia, ofuscada por tantas obscuridades, no pierda por
su ignorancia lo que por gracia ha merecido recibir y poseer.
Pues el que por nosotros quiso nacer no quiso ser ignorado por nosotros; y por
esto se manifestó de tal forma que el gran misterio de su bondad no fuera ocasión
de un gran error.
Hoy el mago encuentra llorando en la cuna a aquel que, resplandeciente,
buscaba en las estrellas. Hoy el mago contempla claramente entre pañales a
aquel que, encubierto, buscaba pacientemente en los astros.
Hoy el mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el cielo en la
tierra, la tierra en el cielo; el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que
no puede ser encerrado en todo el universo incluido en un cuerpo de niño. Y,
viendo, cree y no duda; y lo proclama con sus dones místicos: el incienso para
Dios, el oro para el Rey, y la mirra para el que morirá.
Hoy el gentil, que era el último, ha pasado a ser el primero, pues entonces la fe
de los magos consagró la creencia de las naciones.

25
Hoy Cristo ha entrado en el cauce del Jordán para lavar el pecado del mundo. El
mismo Juan atestigua que Cristo ha venido para esto: Este es el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo. Hoy el siervo recibe al Señor, el hombre a Dios,
Juan a Cristo; el que no puede dar el perdón recibe a quien se lo concederá.
Hoy, como afirma el profeta, la voz del Señor sobre las aguas. ¿Qué voz? Este es
mi Hijo, el amado, mi predilecto.
Hoy el Espíritu Santo se cierne sobre las aguas en forma de paloma, para que, así
como la paloma de Noé anunció el fin del diluvio, de la misma forma ésta fuera
signo de que ha terminado el perpetuo naufragio del mundo. Pero a diferencia
de aquélla, que sólo llevaba un ramo de olivo caduco, ésta derramará la enjundia
completa del nuevo crisma -en la cabeza del Autor de la nueva progenie, para
que se cumpliera aquello que predijo el profeta: Por eso el Señor, tu Dios, te ha
ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros.
Hoy Cristo, al convertir el agua en vino, comienza los signos celestes. Pero el agua
había de convertirse en el misterio de la sangre, para que Cristo ofreciese a los
que tienen sed la pura bebida del vaso de su cuerpo, y se cumpliese lo que dice
el profeta: Y mí copa rebosa.

Sermón 168

Dios va en busca de una oveja para la salvación de todas.


El mero hecho de encontrar un objeto que habíamos perdido nos llena de un
gozo renovado cada vez. Y este gozo es más grande que el que experimentamos,
antes de perderlo, cuando este objeto estaba bien guardado. Pero la parábola de
la oveja perdida habla más de la ternura de Dios que de la manera como los
hombres se comportan habitualmente. Y expresa una verdad profunda. Dejar lo
que tiene importancia por amor a lo que hay de más humilde es propio del poder
divino, no de la codicia humana. Porque Dios incluso hace existir lo que no existe;
y va en busca de lo que está perdido aun cuidando lo que ha dejado en su lugar,
y encuentra lo que se había perdido sin perder lo que tiene bajo su custodia. He
aquí porque este pastor no es de la tierra sino del cielo. La parábola no es, de
ninguna manera, la representación del obrar humano, sino que esconde
misterios divinos, tal como lo demuestran los nombres que, de entrada,
menciona: “Si uno de entre vosotros, dice el Señor, tiene cien ovejas y pierde una”
… Ved como la pérdida de una sola oveja ha hecho sufrir, dolorosamente, al
pastor, como si el rebaño entero, privado de su protección hubiera tomado un
mal camino. Por eso, dejando a los noventa y nueve restantes, va en busca de
una sola, se ocupa de una sola, a fin de reencontrarlas y salvar a todas en ella.

26
Sermón

Dichosos los que trabajan por la paz


Dichosos los que trabajan por la paz –dice el evangelista, amadísimos hermanos–
, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Con razón cobran especial lozanía las
virtudes cristianas en aquel que posee la armonía de paz cristiana, y no se llega a
la denominación de hijo de Dios si no es a través de la práctica de la paz.
La paz, amadísimos hermanos, es la que despoja al hombre de su condición de
esclavo y le otorga el nombre de libre y cambia su situación ante Dios,
convirtiéndolo de criado en hijo, de siervo en hombre libre. La paz entre los
hermanos es la realización de la voluntad divina, el gozo de Cristo, la perfección
de la santidad, la norma de la justicia, la maestra de la doctrina, la guarda de las
buenas costumbres, la que regula convenientemente todos nuestros actos. La
paz recomienda nuestras peticiones ante Dios y es el camino más fácil para que
obtengan su efecto, haciendo así que se vean colmados todos nuestros deseos
legítimos. La paz es madre del amor, vínculo de la concordia e indicio manifiesto
de la pureza de nuestra mente; ella alcanza de Dios todo lo que quiere, ya que su
petición es siempre eficaz. Cristo, el Señor, nuestro rey, es quien nos manda
conservar esta paz, ya que él ha dicho: La paz os dejo, mi paz os doy, lo que
equivale a decir: «Os dejo en paz, y quiero encontraros en paz»; lo que nos dio al
marchar quiere encontrarlo en todos cuando vuelva.
El mandamiento celestial nos obliga a conservar esta paz que se nos ha dado, y
el deseo de Cristo puede resumirse en pocas palabras: volver a encontrar lo que
nos ha dejado. Plantar y hacer arraigar la paz es cosa Dios; arrancarla de raíz es
cosa del enemigo. En efecto, así como el amor fraterno procede de Dios, así el
odio procede del demonio; por esto, debemos apartar de nosotros toda clase de
odio, pues dice la Escritura: El que odia a su hermano es un homicida.
Veis, pues, hermanos muy amados, la razón por la que hay que procurar y buscar
la paz y la concordia; estas virtudes son las que engendran y alimentan la caridad.
Sabéis, como dice san Juan, que el amor es de Dios; por consiguiente, el que no
tiene este amor vive apartado de Dios.
Observemos, por tanto, hermanos, estos mandamientos de vida; hagamos por
mantenernos unidos en el amor fraterno, mediante los vínculos de una paz
profunda y el nexo saludable de la caridad, que cubre la multitud de los pecados.
Todo vuestro afán ha de ser la consecución de este amor, capaz de alcanzar todo
bien y todo premio. La paz es la virtud que hay que guardar con más empeño, ya
que Dios está siempre rodeado de una atmósfera de paz. Amad la paz, y hallaréis
en todo la tranquilidad del espíritu; de este modo, aseguráis nuestro premio y
vuestro gozo, y la Iglesia de Dios, fundamentada en la unidad de la paz, se
mantendrá fiel a las enseñanzas de Cristo.

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