Noche Fiel y Virtuosa

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Tras

la publicación de su poesía reunida en 2012, la poeta Louise Glück (Nueva York,


1943) ha seguido en Noche fiel y virtuosa (2014) el consejo de su colega Richard
Siken de «jugar en el barro, solamente jugar en el barro». En el que es su último libro
publicado antes de la concesión del Premio Nobel en 2020, Glück abandona las
máscaras mitológicas de su obra anterior para mirar desde la vejez directamente al
horizonte de la muerte —la propia, la de los seres queridos— en una serie de poemas
(que incluye por primera vez poemas en prosa) en la que un sujeto lírico femenino,
más o menos identificable con la poeta, se alterna con la voz de un alter ego
masculino: un pintor que aborda el silencio y el lienzo en blanco del tramo final de su
vida. La niñez y la vejez, la noche y el día, el pasado y el futuro, la realidad y la
ficción, la blancura de la nieve y la oscuridad de los jardines, el rey Arturo y el
psicoanálisis se unen en una circularidad de viajes, paseos y libros donde el sujeto
despliega, con un tono onírico —«visiones oníricas medievales», las llamó un crítico
—, su aceptación de la muerte, resignada, audaz y curiosa al mismo tiempo.

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Louise Glück

Noche fiel y virtuosa


ePub r1.0
Titivillus 01.05.2022

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Título original: Faithful and Virtuous Night
Louise Glück, 2014
Traducción: Andrés Catalán
Ilustración de la cubierta: Vilhelm Hammershøi. Interior with an Easel

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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PARÁBOLA

Tras renunciar en primer lugar a las posesiones mundanas, como enseña San
Francisco,
a fin de que nuestras almas no se vieran distraídas
por la ganancia y la pérdida, y a fin también
de que nuestros cuerpos tuvieran la libertad de desplazarse
fácilmente por los pasos montañosos, tuvimos después que debatir
hacia qué lugar o por dónde viajaríamos, siendo la segunda pregunta
si debíamos tener un propósito, en contra de lo cual
muchos de nosotros defendimos con uñas y dientes que tal propósito
equivalía a las posesiones mundanas, esto es, que suponía una limitación o
restricción,
mientras que otros dijeron que esta palabra nos consagraba
como peregrinos en lugar de trotamundos: en nuestra cabeza, la palabra se
traducía
como un sueño, algo que se busca, de modo que si nos concentrábamos la
veríamos
resplandecer entre las piedras, y no
pasaríamos por delante sin verla; cada
nueva cuestión fue debatida en profundidad, las razones iban y venían,
de modo que, según algunos, perdimos flexibilidad y ganamos resignación,
como soldados en una guerra inútil. Y la nieve nos caía encima, y soplaba el
viento,
que amainó más tarde; donde hubo nieve, aparecieron muchas flores,
y donde brillaron las estrellas, se alzó el sol sobre la línea de los árboles
y volvimos a tener una sombra; esto ocurrió muchas veces.
También lluvia, también inundaciones a veces, también avalanchas, en las que
algunos nos perdimos, y periódicamente parecíamos
alcanzar un acuerdo, con las cantimploras
colgadas de los hombros; pero siempre ese momento pasaba, así que
(tras muchos años) seguíamos aún en esa fase inicial, aún
en los preparativos del viaje, pero habíamos cambiado pese a todo;
podíamos comprobarlo en los demás; habíamos cambiado aunque
nunca nos hubiéramos movido, y uno dijo: ah, ved cuánto hemos envejecido,
viajando
del día a la noche solamente, sin dar un paso adelante o al costado, y esto
parecía
milagroso en cierta forma. Y quienes creían que debíamos tener un propósito
creyeron que este era el propósito, y quienes sentían que debíamos seguir
siendo libres

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a fin de conocer la verdad sintieron que esta había sido revelada.

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UNA AVENTURA

Una noche, a medida que me dormía, me di cuenta


de que ya no quería saber más de las aventuras amorosas
que tanto tiempo me habían esclavizado. ¿No más amor?,
murmuró mi corazón. A lo que respondí que muchos hondos descubrimientos
aún nos aguardaban, con la esperanza, al mismo tiempo, de que no se me
pidiera
nombrarlos. Pues no podría nombrarlos. Pero creer que existían…
¿Seguramente valdría de algo?

II

La noche siguiente trajo el mismo pensamiento,


esta vez en lo tocante a la poesía, y en noches sucesivas
otras muchas pasiones y sensaciones fueron, del mismo modo,
dejadas de lado para siempre, y cada noche mi corazón
se quejaba de su futuro, como un niño al que se le priva de su juguete favorito.
Pero estos adioses, me dije, son ley de vida.
Y una vez más hice alusión al vasto territorio
que se abría ante nosotros a cada despedida. Y con esa frase me convertí
en un glorioso caballero que cabalgaba hacia la puesta de sol, y mi corazón
se convirtió en el corcel que montaba.

Ill

Estaba, como comprenderás, adentrándome en el reino de la muerte,


aunque por qué este paisaje era tan convencional
no sabría decirlo. Aquí, también, los días eran muy largos
mientras que los años eran muy breves. El sol se hundió tras la montaña lejana.
Brillaron las estrellas, la luna creció y menguó. Al poco
se me aparecieron los rostros del pasado:
mi madre y mi padre, mi hermana pequeña; no habían, parecía,
terminado de decir lo que tenían que decir, aunque ahora
podía escucharlos porque mi corazón callaba.

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IV

Llegados a este punto, alcancé el despeñadero


pero vi que la senda no descendía al otro lado;
en su lugar, tras allanarse, continuaba a esta altitud
hasta donde alcanzaba la vista, aunque poco a poco
la montaña que lo sostenía se fue desvaneciendo
y me encontré cabalgando a paso seguro por el aire;
alrededor, los muertos me aclamaban, la alegría de encontrarlos
se diluía al tener que responderles.

Si antes fuimos carne intacta,


ahora éramos niebla.
Si antes fuimos un objeto con sombra,
ahora éramos sustancia sin forma, como evaporadas sustancias químicas.
Relincha, relincha, decía mi corazón,
o tal vez, renuncia, renuncia: no era fácil saberlo[1].

VI

Aquí finalizó la visión. Estaba en mi cama, el sol de la mañana


se alzaba satisfecho, el edredón de plumas
formaba blancos montones sobre mis piernas.
Habías estado conmigo:
había una marca en el segundo almohadón.
Habíamos escapado de la muerte…
¿o era esta la vista desde el despeñadero?

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EL PASADO

Surge en el cielo una luz tenue


de repente entre
dos ramas de pino, las finas agujas

grabadas ahora en la radiante superficie,


y sobre este
cielo alto, ligero como una pluma…

Huele el aire. Es el olor del pino blanco,


más intenso cuando lo roza el viento
y el sonido que produce igualmente extraño,
como el sonido del viento en una película…

Sombras en movimiento. Las cuerdas


suenan como suena una cuerda. Lo que oyes ahora
será el sonido del ruiseñor, chordata,
el macho que corteja a la hembra…

Las cuerdas ceden. La hamaca


se balancea en el viento, atada
firmemente entre dos pinos.

Huele el aire. Es el olor del pino blanco.


Es la voz de mi madre lo que escuchas
o se trata tan solo del ruido de los árboles
cuando los roza el aire

porque ¿qué sonido haría


si rozara la nada?

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NOCHE FIEL Y VIRTUOSA

Mi historia comienza de un modo muy sencillo: podía hablar y era feliz.


O: podía hablar, por lo tanto era feliz.
O: era feliz, y por lo tanto hablaba.
Era como una luz brillante atravesando un cuarto a oscuras.

Si es difícil empezar, imagínate lo que será acabar…


En la cama, sábanas estampadas con veleros de colores
que transmitían, simultáneamente, la idea de aventura (en forma de
exploración)
y una sensación de suave balanceo, como el de una cuna.

Es primavera, las cortinas se agitan.


La brisa entra en el cuarto, y con ella los primeros insectos.
Un zumbido parecido al sonido de las plegarias.

Recuerdos
que forman parte de un recuerdo más grande.
Puntos de claridad en la neblina, visibles intermitentemente,
como un faro cuya única tarea
es emitir una señal.
¿Pero cuál es en realidad la razón de ser del faro?
Esto es el norte, dice.
No: soy tu puerto seguro.

Para su fastidio, compartía esta habitación con mi hermano mayor.


Para castigarme por mi existencia, no me dejaba dormir, leyéndome
relatos de aventuras a la luz amarilla de una lámpara.

Las costumbres de antes: mi hermano de su lado de la cama,


en penumbra pero por voluntad propia,
la cabeza iluminada e inclinada sobre las manos, el rostro oculto…

En la época a la que me refiero


mi hermano estaba leyendo un libro titulado, según él,
la noche fiel y virtuosa[2].
¿Se trataba de la noche en que leía mientras yo me quedaba en vela?
No… era una noche de hace tiempo, un lago de oscuridad en el que
aparecía una piedra, y de la piedra
sobresalía una espada.

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Por mi cabeza desfilaban sus imitaciones,
un zumbido tenue, como de insectos.
Cuando no lo observaba, me quedaba en la cama que compartíamos
mirando al techo: nunca
fue mi parte favorita de la habitación. Me recordaba
lo que no podía ver, el cielo obviamente, pero más dolorosamente
a mis padres sentados sobre las blancas nubes con su blanco atuendo de viaje.

Y sin embargo yo también viajaba,


en este caso imperceptiblemente
de esa noche a la mañana siguiente,
y yo también tenía un atuendo especial:
un pijama de rayas.

Imaginemos, digamos, un día de primavera.


Un día inofensivo: mi cumpleaños.
En el piso de abajo, tres regalos sobre la mesa del desayuno.

En una caja, pañuelos doblados con un monograma.


En la segunda caja, lápices de colores ordenados
en tres filas, como en una fotografía de la escuela.
En la última caja, un libro titulado Mi primera lectura.

Mi tía dobló el papel de envolver de colores;


hizo una bola perfecta con los lazos.
Mi hermano me hizo entrega de una chocolatina
envuelta en papel de plata.
Luego, de repente, me quedé a solas.

Quizás la ocupación de un niño muy pequeño


sea la de observar y escuchar:

en ese sentido, todo el mundo estaba ocupado:


escuchaba los sonidos de los pájaros a los que dábamos de comer,
las tribus de insectos que eclosionaban, los pequeños
que se arrastraban por el alféizar, y arriba
la máquina de coser de mi tía haciendo
agujeros en una montaña de vestidos…

Impaciente, ¿estás impaciente?


¿Esperas a que termine el día, a que tu hermano regrese a su libro?
¿A que la noche regrese, fiel, virtuosa,

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a que repare, brevemente, el cisma
entre tú y tus padres?

Esto, por supuesto, no ocurrió de inmediato.


Mientras tanto, era mi cumpleaños;
de alguna forma el comienzo luminoso pasó a ser
la interminable mitad.

Templado para ser final de abril. Nubes


esponjosas en lo alto, flotando entre los manzanos.
Tomé Mi primera lectura, que parecía ser
la historia de dos niños: no podía leer las palabras.

En la pagina tres, aparecía un perro.


En la página cinco, había una pelota: uno de los niños
la lanzaba más alto de lo que parecía posible, tras lo cual
el perro flotaba hacia el cielo detrás de la pelota.
Esa parecía ser la historia.

Pasé las páginas. Cuando acabé,


volví a pasarlas, de modo que la historia adoptó una forma circular,
como el zodiaco. Me mareé. La pelota amarilla

parecía carecer de criterio, igualmente


cómoda en la mano del niño o en la boca del perro…

Debajo de mí, alzándome, unas manos.


Podían haber sido las manos de cualquiera,
de un hombre, una mujer.
Sobre mi piel expuesta, lágrimas. ¿Las de quién?
¿O es que estábamos bajo la lluvia, esperando a que llegara el coche?

El día se había puesto inestable.


Aparecieron fisuras en el ancho azul, o,
mejor dicho, unas repentinas nubes negras
se impusieron sobre el fondo celeste.

En algún lado, en los lejanos confines del tiempo,


mi madre y mi padre
se embarcan en su último viaje,
mi madre besa cariñosamente al recién nacido, mi padre
lanza a mi hermano por los aires.

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Me senté junto a la ventana, alternando
mi primera lección de lectura con
la observación del paso del tiempo, mi introducción a
la filosofía y a la religión.

Dormí, tal vez. Cuando me desperté


el cielo había cambiado. Caía una fina llovizna,
haciendo que todo pareciera nuevo y fresco…

Continué observando
los frenéticos encuentros del perro
con la pelota amarilla, un objeto
que pronto sería reemplazado
por otro objeto, quizás un peluche…

Y entonces de repente cayó la tarde.


Escuché la voz de mi hermano
gritando que ya estaba en casa.

Qué mayor parecía, más mayor que esta mañana.


Dejó sus libros junto al paragüero
y fue a lavarse la cara.
Las mangas de su uniforme escolar
le colgaban a la altura de las rodillas.

No tienes ni idea de la impresión que produce


en un niño pequeño que algo
continuo se interrumpa.

Los sonidos, en este caso, del cuarto de costura,


como un taladro, pero muy lejano…

Cesaron. El silencio era omnipresente.


Y luego, en el silencio, pasos.
Y luego estábamos todos juntos, mi tía y mi hermano.

Luego llegó la hora del té.


En mi sitio, un trozo de bizcocho de jengibre
y en el centro del trozo,
una velita, lista para ser encendida.
No dices nada, señaló mi tía.

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Era verdad:
de mi boca no salía ni un sonido. Y sin embargo
estaban en mi cabeza, expresados, posiblemente,
como algo menos exacto, acaso pensamientos,
aunque en aquel momento seguían pareciéndome sonidos.

Algo había allí donde antes no había nada.


O debería decir: no había nada
pero había sido profanado por preguntas.
Las preguntas me sobrevolaban la cabeza; tenían la cualidad
de estar organizadas de algún modo, como planetas…

Fuera, caía la noche. ¿Era esta


aquella noche perdida, cubierta de estrellas, salpicada de luna,
como algún producto químico que preservara
todo lo que en él estaba sumergido?

Mi tía había encendido la vela.

La oscuridad pasó por encima de la tierra


y en el mar flotaba la noche
amarrada a un madero.

Si hubiera podido hablar, ¿qué habría dicho?


Creo que habría dicho
adiós, porque en cierto sentido
era un adiós.

En fin, ¿qué iba a hacerle yo? Ya


no era un bebé.

La oscuridad me pareció reconfortante.


Alcanzaba a ver, débilmente, los veleros
azules y amarillos en el almohadón.
Estaba a solas con mi hermano;
estábamos acostados en la oscuridad, respirando juntos,
en la más profunda intimidad.

Me había dado por pensar que los seres humanos se dividen


entre quienes desean seguir adelante
y quienes desean retroceder.
O, mejor dicho, quienes desean seguir moviéndose

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y quienes quieren que les paren los pies
como ante una espada flamígera.

Mi hermano me dio la mano.


Pronto esto también desaparecería
aunque quizás, en la mente de mi hermano,
sobreviviría transformado en algo imaginario…

Una vez que se empieza, ¿cómo hace uno para detenerse?


Supongo que puedo esperar que me frene,
como en el caso de mis padres, un gran árbol…
la barcaza, como quien dice, habrá pasado
por última vez entre las montañas.
Algo, dicen, parecido a quedarse dormido,
cosa que procedí a hacer.

Al día siguiente, podía hablar de nuevo.


Mi tía estaba exultante:
parecía que le hubiera transmitido
mi felicidad, aunque
a ella le hacía más falta, tenía dos niños que criar.

Me contentaba con mis cavilaciones.


Pasaba los días con los lápices de colores
(pronto gasté todos los colores oscuros)
aunque lo que veía, como le dije a mi tía,
era menos una versión objetiva del mundo
que una visión de cómo se había transformado
tras pasar por mi propio vacío.

Algo, dije, parecido al mundo en primavera.

Cuando no me ocupaba del mundo


hacía dibujos de mi madre
para los que mi tía hacía de modelo,
sujetando, a petición mía,
una ramita de sicómoro.

En cuanto al misterio de mi silencio:


seguía sintiendo cierta perplejidad
menos ante el repliegue de mi alma que
ante su regreso, puesto que volvió con las manos vacías…

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Hasta qué profundidad llega, esta alma,
como un niño en unos grandes almacenes
que busca a su madre:

se parece tal vez a un buceador


con el aire suficiente en su bombona solo
para explorar las profundidades unos pocos minutos…
luego los pulmones lo obligan a regresar.

Pero algo, sin duda, se oponía a los pulmones,


posiblemente un impulso suicida…
(Empleo la palabra alma como una concesión).

Por supuesto, en cierto sentido yo no tenía las manos vacías:


tenía mis lápices de colores.
En otro sentido, de eso se trata:
había aceptado un sustituto.

Era todo un desafío usar los colores brillantes,


los que quedaban, aunque por supuesto mi tía los prefería:
pensaba que todos los niños han de ser alegres.

Y así pasó el tiempo: me convertí


en un niño como mi hermano, luego
en un hombre.

Me parece que aquí os dejo. He llegado a pensar


que no existe el final perfecto.
Sin duda existen infinitos finales.
O quizás, una vez que se empieza,
lo único que exista sean los finales.

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UNA TEORÍA DE LA MEMORIA

Hace mucho, mucho tiempo, antes de ser una artista atormentada, aquejada de
anhelos y sin embargo incapaz de formar vínculos duraderos, mucho antes de eso, fui
la soberana magnífica que mantenía unido a un país dividido, o eso me contó la
adivina que me leyó la mano. Tienes grandes cosas por delante, dijo, o quizás por
detrás; es difícil estar segura. Y sin embargo, añadió, ¿cuál es la diferencia? Ahora
mismo eres una niña tomada de la mano de una adivina. Todo lo demás son hipótesis
y sueños.

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UN SILENCIO INCISIVO

Déjame que te cuente una cosa, dijo la vieja.


Estábamos en un banco, frente a frente,
en un parque de, una ciudad famosa por sus juguetes de madera.

Por aquel entonces yo había huido de una triste aventura amorosa,


y en una especie de penitencia o castigo autoimpuesto, trabajaba
en una fábrica, tallando a mano las manitas y los piececitos.

El parque era mi consuelo, particularmente en las horas tranquilas


tras la puesta de sol, cuando a menudo se quedaba desierto.
Pero esta tarde, cuando entré en lo que llamaban el Jardín de la Contessa,
vi que alguien se me había adelantado. Me llama ahora la atención
que podría haber continuado, pero tenía este destino
en la cabeza; me había pasado el día pensando en los cerezos
plantados en el claro, cuya época de floración llegaba a su fin.
Nos sentamos en silencio. Caía la noche,
y con ella llegó una sensación de enclaustramiento
como en el vagón de un tren.

Cuando era joven, dijo, me gustaba recorrer el sendero del jardín al anochecer
y si el sendero era suficientemente largo solía ver salir la luna.
Ese era para mí el mayor de los placeres: ni el sexo, ni la comida, ni las
distracciones mundanas.
Prefería la salida de la luna, y algunas veces alcanzaba a escuchar,
en ese mismo momento, las notas sublimes del conjunto final
de Las bodas de Fígaro. ¿De dónde venía la música?
Nunca llegué a saberlo.

Porque la naturaleza de los senderos de un jardín


es ser circulares, cada noche, tras mis paseos,
me descubría ante mi puerta, mirándola fijamente,
apenas capaz de distinguir, en la oscuridad, el picaporte brillante.

Fue, dijo, un gran descubrimiento, si bien se trataba de mi vida real.

Pero ciertas noches, dijo, la luna apenas era visible entre las nubes
y la música nunca empezaba. Noches de puro desaliento.
Y aun así la noche siguiente lo retomaba, y a menudo todo salía bien.

No supe qué decir. Esta historia, insustancial tal y como la escribo,

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se veía de hecho interrumpida cada dos por tres con pausas como de trance
y prolongados descansos, así que a estas alturas ya se había hecho de noche.

Ah, la espaciosa noche, la noche


tan dispuesta a dar cabida a extrañas percepciones. Sentí que estaba a punto
de serme confiado algún secreto, como una antorcha se pasa
de una mano a otra en un relevo.

Mis sinceras disculpas, dijo.


Te había confundido con uno de mis amigos.
E hizo un gesto hacia las estatuas que nos rodeaban,
hombres heroicos, mujeres santas y abnegadas
que sujetaban bebés de granito contra el pecho.
No cambian, dijo, como los seres humanos.

Con ellos me he dado por vencida, añadió.


Pero nunca perdí el interés por los viajes circulares.
Corrígeme si estoy equivocada.

En lo alto, las flores de los cerezos habían empezado


a desprenderse en el cielo nocturno, o quizás se amontaban las estrellas,
se amontonaban y se desmoronaban, y donde aterrizaban
cobraban forma nuevos mundos.

Poco después regresé a mi ciudad natal


y me reencontré con mi examante.
Y sin embargo mi mente regresaba cada vez más a este episodio,
estudiándolo desde todos los ángulos. Año tras año tenía más claro,
a pesar de la ausencia de pruebas, que escondía algún secreto.
Al final llegué a la conclusión de que si había un mensaje
este no estaba en las palabras —caí en la cuenta de que así solía hablarme mi
madre,
sus incisivos silencios me advertían y reprendían—

y me pareció que no solo había regresado con mi amante


sino que ahora regresaba al Jardín de la Contessa
donde los cerezos todavía seguían floreciendo
como un peregrino que busca la expiación y el perdón,

así que asumí que aparecería, en algún momento,


una puerta con un picaporte brillante,
pero cuándo podría suceder y dónde lo ignoraba.

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VISITANTES DE FUERA

Algún tiempo después de haber entrado


en esa época de la vida
que la gente prefiere mencionar en los demás
pero no en ellos mismos, en mitad de la noche
sonó el teléfono. Sonó y sonó
como si el mundo me necesitara,
aunque en realidad fuera a la inversa.

Me quedé en la cama, tratando de analizar


el sonido. Tenía algo
de la persistencia de mi madre y de la turbación
dolida de mi padre.

Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.


¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había muerto?
¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?

II

Mi madre y mi padre estaban a la intemperie


en los escalones de la entrada. Mi madre se quedó mirándome,
una hija, una compañera.
Nunca piensas en nosotros, dijo.

Leemos tus libros cuando llegan al cielo.


Apenas una mención a nosotros, apenas una mención a tu hermana.
Y señalaron a mi hermana muerta, una completa extraña,
bien envuelta en los brazos de mi madre.

Si no fuera por nosotros, no existirías.


Y en cuanto a tu hermana… tienes el alma de tu hermana.
Tras lo cual desaparecieron, como misioneros mormones.

Ill

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La calle volvía a estar blanca,
la intensa nevada cubría los arbustos
y los árboles resplandecían, revestidos de hielo.

Me quedé echada en la oscuridad, esperando a que la noche terminara.


Parecía la noche más larga que hubiera vivido,
más larga que la noche en que nací.

Escribo sobre vosotros todo el tiempo, dije en voz alta.


Todas las veces que digo «yo», me refiero a vosotros.

IV

Fuera la calle estaba en silencio.


El auricular estaba tirado entre las sábanas revueltas;
su palpitación impertinente había cesado hacía horas.

Lo dejé como estaba,


el largo cable enredado entre los muebles.

Me quedé mirando cómo caía la nieve,


no tanto oscureciendo las cosas
como haciéndolas parecer más grandes de lo que eran.

¿Quién llamaría en medio de la noche?


Los problemas llaman, la desesperación.
La alegría duerme como un bebé.

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PAISAJE ABORIGEN

Estás pisando a tu padre, dijo mi madre,


y en efecto me encontraba justo en medio
de un parterre de hierba, segado tan pulcramente que podía haberse tratado
de la tumba de mi padre, aunque ninguna lápida lo indicara.

Estás pisando a tu padre, repitió,


esta vez más alto, lo que empezó a resultarme extraño,
puesto que ella también estaba muerta; hasta el doctor lo había reconocido.

Me hice ligeramente a un lado, hacia donde


mi padre acababa y mi madre empezaba.

El cementerio estaba en silencio. El viento soplaba entre los árboles;


alcanzaba a oír, muy débilmente, sollozos varias filas más lejos,
y más lejos aún, el gemido de un perro.

Al final los sonidos se apagaron. Se me pasó por la cabeza


que no recordaba que me hubieran traído hasta aquí,
a lo que ahora parecía un cementerio, aunque podía ser
un cementerio solo en mi cabeza; quizás fuera un parque, o si no un parque,
un jardín o una enramada, perfumada, me di cuenta entonces, con el aroma de
las rosas…
el douceur de vivre llenaba el aire, la dulzura de la vida,
como dice la expresión. En cierto momento

me dio por pensar que estaba sola.


¿A dónde se habían ido los demás,
mis primas y mi hermana, Caitlin y Abigail?

Para entonces la luz ya decaía. ¿Dónde estaba el coche


que nos esperaba para llevarnos a casa?

Entonces empecé a buscar alguna alternativa. Sentí


crecer en mí cierta impaciencia, acercándose, diría, a la ansiedad.
Finalmente, en la distancia, distinguí un pequeño tren,
detenido, parecía, tras la vegetación. El conductor
descansaba apoyado en una puerta, fumando un cigarrillo.

No me olvide, grité, corriendo ahora


sobre muchas parcelas, muchas madres y padres…

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No me olvide, grité, cuando al final lo alcancé.
Señora, dijo, señalando las vías,
seguramente se ha dado cuenta de que este es el final, las vías no van más allá.
Sus palabras eran duras, y sin embargo sus ojos eran amables;
esto me animó a insistir con más vehemencia.
Pero regresan, respondí, e hice un comentario sobre
su solidez, como si tuvieran muchos regresos por delante.

Sabe, dijo, nuestro trabajo es difícil: afrontamos


mucha tristeza y decepciones.
Me miró con una franqueza cada vez mayor.
Antes era como usted, añadió, un enamorado de la turbulencia.

Entonces le hablé como a un viejo amigo:


Y usted qué, dije (pues era libre de marcharse),
¿no tiene ganas de volver a casa,
de volver a ver la ciudad?

Esta es mi casa, respondió.


La ciudad… la ciudad es donde desaparezco.

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UTOPÍA

Cuando el tren se detenga, dijo la mujer, debes montarte. ¿Pero cómo sabré si es mi
tren?, preguntó la niña. Será tu tren, dijo la mujer, porque es tu hora. Un tren se
acercó a la estación; nubes de humo gris salían de la chimenea. Estoy aterrada, piensa
la niña, agarrada a los tulipanes amarillos que va a regalarle a su abuela. Tiene el pelo
recogido en unas tranzas apretadas para que aguante el viaje. Luego, sin decir una
palabra, se sube al tren, que emite un extraño sonido, no en un lenguaje como el que
ella habla, algo más como un gemido o un grito.

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CORNUALLES

Una palabra cae en la neblina


como la pelota de un niño entre la hierba
donde se queda seductoramente
centelleando y brillando hasta que
comprobamos que los destellos dorados
resultan ser simples ranúnculos.

Palabra/neblina, palabra/neblina: así era yo.


Y sin embargo, mi silencio nunca fue total…

Como un telón que se alza ante un paisaje,


a veces la niebla se disipaba: por desgracia el juego había terminado.
El juego había terminado y los elementos
en cierta forma habían aplanado la palabra,
recobrada ahora, pero inservible al mismo tiempo.

Tenía alquilada, por aquel entonces, una casa en el campo.


Campos y montañas habían reemplazado a los altos edificios.
Campos, vacas, puestas de sol sobre la pradera empapada.
La noche y el día se distinguían por el canto alterno de los pájaros:
los atareados murmullos y susurros se fundían
en algo semejante al silencio.

Me sentaba, daba un paseo. Cuando caía la noche,


me metía dentro. Me preparaba cenas humildes solo para mí
a la luz de las velas.
Al anochecer, cuando podía, escribía en mi diario.

Lejos, muy lejos oía cómo los cencerros


cruzaban la pradera.
La noche se iba quedando en silencio.
Sentía las palabras desaparecidas
tendidas junto a sus compañeras,
como fragmentos de una biografía no solicitada.

Todo se trataba, por supuesto, de un gran error.


Estaba, creía, afrontando el final:
como una grieta en un camino de tierra,
el final aparecía ante mí…

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como si el árbol que se opuso a mis padres
fuera un abismo con forma de árbol, un agujero negro
que se expandía en la tierra, donde por el día
no hubiera habido nada más que una sombra.

Fue, al final, un alivio regresar a casa.

Cuando llegué, las cajas atestaban el estudio.


Cajas de cartón con tubos, cajas de los diversos
objetos que eran mis naturalezas muertas,
los jarrones y los espejos, el cuenco azul
que llené de huevos de madera.

En cuanto al diario:
lo intenté. Insistí.
Trasladé mi silla al balcón…

Las farolas empezaban a encenderse,


flanqueando las orillas.
Las oficinas se iban apagando.
En las márgenes del río
la niebla envolvía las luces;
era imposible, poco después, distinguirlas
pero un extraño resplandor impregnaba la niebla:
su origen era un misterio.

La noche avanzaba. La niebla


se arremolinaba en torno a las bombillas encendidas.
Supongo que era donde había visibilidad;
en el resto de sitios, las cosas estaban como estaban,
difuminadas donde antes fueron nítidas.

Cerré mi libro.
Tenía todo por detrás, todo en el pasado.

Por delante, como he dicho, el silencio.

No hablaba con nadie.


A veces sonaba el teléfono.

El día se alternaba con la noche, la tierra y el cielo


se turnaban en ser iluminados.

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EPÍLOGO

Al leer lo que acabo de escribir, me parece ahora


que me detuve precipitadamente, por lo que mi historia parece estar
ligeramente distorsionada, al acabar, como hace, no abruptamente
sino en una especie de neblina artificial, como la
que se usa en un escenario para un cambio difícil de decorado.

¿Por qué me detuve? ¿Algún instinto


distinguió una forma, el artista que hay en mí
intervino para detener el tráfico, como quien dice?

Una forma. O el destino, como dicen los poetas,


intuido en esas pocas horas de hace tiempo…

Algo así debí pensar entonces.


Y sin embargo me desagrada el término
que se me antoja una muleta, una fase,
la adolescencia de la mente, tal vez…

Aun así, era el término que yo mismo usaba,


a menudo para explicar mis fracasos.
El destino, el sino, cuyos designios y advertencias
me parecen ahora simplemente
simetrías pedestres, baratijas
metonímicas en una inmensa confusión…

El caos es lo que veía.


Mi pincel se detuvo: no podía pintarlo.

Oscuridad, silencio: esa era la sensación.

¿Cómo lo llamamos entonces?


Una «crisis de la visión» equivalente, creía,
al árbol que se opuso a mis padres,

pero mientras que ellos se vieron obligados


a seguir contra el obstáculo,
yo me retiré o hui…

La neblina cubría el escenario (mi vida).


Los personajes iban y venían, el vestuario cambiaba,

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la mano del pincel se movía de un lado a otro
lejos del lienzo,
de un lado a otro, como un limpiaparabrisas.

Sin duda esto era el desierto, la noche oscura.


(En realidad, una calle abarrotada de Londres,
llena de turistas enarbolando sus mapas de colores).

Uno pronuncia una palabra: yo.


Desde este torrente
las grandes formas…

Respiré profundamente. Y se me ocurrió


que la persona que había hecho esa respiración
no era la persona de mi historia, su mano infantil
empuñaba con confianza el lápiz de color…

¿Había sido yo esa persona? Un niño pero también


un explorador para quien la senda resulta de repente clara, para quien
la vegetación se aparta…

Y más allá, ya no oculta a la vista, la exaltada


soledad que Kant tal vez experimentó
de camino hacia los puentes…
(Compartimos cumpleaños).

En el exterior, las calles festivas


estaban decoradas, a finales de enero, con exhaustas luces de Navidad.
Una mujer se recostaba sobre el hombro de su amante
cantando algo de Jacques Brel con su fina voz de soprano…

¡Bravo!, la puerta está cerrada.


Ahora nada se escapa, nada entra…

No me había movido. Sentí el desierto


extenderse por delante, extenderse (pareciera ahora)
por todos lados, cambiando mientras hablo,

de modo que me encontraba constantemente


frente a frente con el vacío, ese
hijo bastardo de lo sublime,
que, resulta,
ha sido tanto mi tema como mi medio.

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¿Qué habría dicho mi hermano gemelo, de haber tenido
acceso a mis pensamientos?

Quizás habría dicho


que en mi caso no hubo ningún obstáculo (como hipótesis)
tras lo cual me habría remitido
a la religión, el cementerio donde
se responden las cuestiones de la fe.

La neblina se disipó. Los lienzos vacíos


fueron colocados de cara a la pared.

El garito está muerto (decía la canción).

¿Resucitaré de entre los muertos?, pregunta el alma.


Y el sol dice sí.
Y el desierto responde:
tu voz es arena esparcida en el viento.

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MEDIANOCHE

Por fin la noche me envolvía;


flotaba sobre ella, quizás en ella,
o me arrastraba como un río arrastra
a una barca, y al mismo tiempo
se arremolinaba sobre mí,
tachonada de estrellas pero oscura.

Estos eran los momentos para los que vivía.


Estaba, o así lo sentía, misteriosamente elevado sobre el mundo
de modo que toda acción resultaba al fin imposible,
lo que hacía que el pensamiento fuera no solo posible sino ilimitado.

No tenía fin. En ningún caso, o así lo sentía,


necesitaba hacer nada. Todo
se haría por mí, o a mí,
y si no se hacía, es que no era
esencial.

Estaba en mi balcón.
En mi mano derecha sostenía un vaso de whisky
en el que se derretían dos cubitos de hielo.

El silencio me había poseído.


Se parecía a la noche, y mis recuerdos… eran como estrellas
ya que estaban fijos, aunque por supuesto
si pudiéramos ver como ven los astrónomos
veríamos que se trata de llamas inagotables, como las llamas del infierno.
Posé mi vaso sobre la barandilla de hierro.

Debajo, el río centelleaba. Como dije,


todo relucía: las estrellas, las luces del puente, los edificios
importantes iluminados que parecían detenerse en el río
y luego recomenzar, las obras del hombre
interrumpidas por la naturaleza. De cuando en cuando veía
las barcas de recreo vespertinas; como la noche era templada,
todavía estaban llenas.

Esta era la gran excursión de mi infancia.


El breve trayecto en tren culminaba en una merienda junto al río,
luego lo que mi tía llamaba nuestra paseata,

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luego por fin la barca que navegaba de un lado a otro por el agua oscura…

Las monedas en la mano de mi tía pasaban a la mano del capitán.


Se me hacía entrega de mi billete, un número nuevo cada vez.
Luego la barca se adentraba en la corriente.
Sujetaba la mano de mi hermano.
Observábamos los monumentos sucederse unos tras otros
siempre en el mismo orden
de modo que nos movíamos hacia el futuro
a la vez que experimentábamos repeticiones constantes.

La barca remontaba el río y luego regresaba.


Se movía por el tiempo y luego
por un retroceso en el tiempo, aunque nuestra dirección
siempre era hacia adelante; la proa continuamente
se abría camino en el agua.

Se parecía a una ceremonia religiosa


en la que los feligreses permanecieran
esperando, contemplando,
y esa era su razón de ser, la contemplación.

La ciudad pasaba ante los ojos,


la mitad en la orilla derecha, la mitad en la izquierda.

Mirad qué hermosa es la ciudad,


solía decirnos mi tía. Porque
estaba iluminada, supongo. O quizás porque
alguien así lo había escrito en el folleto impreso.

Después tomábamos el último tren.


Solía quedarme dormido, incluso mi hermano se dormía.
Éramos chicos del campo, poco acostumbrados a estas intensidades.
Chiquillos, estáis agotados, decía mi tía,
como si toda nuestra infancia tuviera en sí
cierto elemento de cansancio.
Fuera del tren, el búho ululaba.

Qué cansados estábamos al llegar a casa.


Me iba a la cama con los calcetines puestos.

La noche era muy oscura.


Salía la luna.

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Veía las manos de mi tía aferradas a la barandilla.

Con gran entusiasmo, aplaudiendo y vitoreando,


los demás subían a la cubierta superior
para ver cómo la tierra se perdía en el océano…

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LA ESPADA EN LA PIEDRA

Mi psicólogo levantó un momento la vista.


Como es lógico yo no alcanzaba a verlo
pero había aprendido, a lo largo de los años,
a intuir estos movimientos. Como de costumbre,
se negó a reconocer
si yo tenía o no razón. Mi ingenuidad contra
sus evasivas: nuestro jueguecito.

En tales momentos, sentía que el psicoanálisis


surtía efecto: parecía sacar de mí
una traviesa vivacidad que tendía
a reprimir. La indiferencia
de mi psicólogo ante mis actuaciones
resultaba entonces sumamente relajante. Entre nosotros

había crecido una intimidad


parecida a un bosque alrededor de un castillo.

Las persianas estaban bajadas. Rayas


vacilantes de luz avanzaban por la moqueta.
A través de una pequeña franja sobre el alféizar,
veía el mundo exterior.

Todo este tiempo había tenido la vertiginosa sensación


de estar flotando sobre mi propia vida. Muy lejos
esa vida había sucedido. ¿Pero seguía
sucediendo? Esa era la cuestión.

Finales de verano: la luz era cada vez más débil.


Jirones desprendidos bailaban sobre las macetas.

Era el séptimo año de psicoanálisis.


Había empezado a retomar el dibujo…
pequeños bocetos modestos, esporádicas
creaciones en tres dimensiones
inspiradas en objetos funcionales…

Y sin embargo, el psicoanálisis exigía


gran parte de mi tiempo. A qué
le robaba este tiempo: esa

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también era la cuestión.

Me quedaba tumbado, mirando la ventana,


durante largos intervalos de silencio que se alternaban
con reflexiones un tanto apáticas
y preguntas retóricas…

Mi psicoanalista, me pareció, me observaba.


Así, me imagino, mira una madre a su hijo dormido,
con un perdón que precede a la comprensión.

O, más probablemente, así debió de mirarme mi hermano…


quizás el silencio entre nosotros prefiguraba
este silencio, en el que todo lo que se queda sin decir
se comparte de algún modo. Parecía un misterio.

Luego la hora de la sesión terminó.

Descendí igual que había ascendido;


el portero abrió la puerta.

El día seguía siendo un día agradable.


Sobre las tiendas habían desplegado toldos de rayas
para proteger la fruta.

Restaurantes, tiendas, quioscos


con los últimos periódicos y cigarrillos.
Los interiores brillaban cada vez más
a medida que el exterior se oscurecía.

¿Quizás los fármacos habían hecho efecto?


En algún momento las farolas se encendieron.

Tuve, de repente, una sensación de cámaras que giraban;


era consciente de los movimientos a mi alrededor, mis prójimos
impulsados por una obsesión irracional por la acción…

¡Hasta qué punto me resistía a esto!


Me parecía superficial y falso, o quizás
parcial y falso…
Mientras que la verdad… Bueno, la verdad como yo la veía
se expresaba en la quietud.

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Caminé un rato, parándome a contemplar los escaparates de las galerías:
mis amigos se habían hecho famosos.

Distinguía el ruido del río a lo lejos,


del que procedía el olor del olvido mezclado
con las macetas de plantas aromáticas de los restaurantes…

Había quedado para cenar con un viejo conocido.


Allí estaba en nuestra mesa de siempre;
el vino estaba servido; enzarzado con el camarero,
comentaba el cordero.

Como de costumbre, se desató una pequeña discusión en la cena,


supuestamente
en relación con la estética. Lo dejamos pasar.

Fuera, el puente brillaba.


Los coches corrían de un lado a otro, el río
brillaba a su vez, imitando al puente. La naturaleza
reflejaba el arte: algo en este sentido.
Mi amigo juzgó que la imagen era potente.

Era escritor. Sus muchas novelas, por aquel entonces,


recibían muchos elogios. Eran muy parecidas entre sí.
Y sin embargo su autocomplacencia escondía sufrimiento
como quizás mi sufrimiento escondía autocomplacencia.
Nos conocíamos desde hacía varios años.

Una vez más, lo había acusado de pereza.


Una vez más, me atacó con la misma palabra…

Alzó su vaso y lo puso del revés.


Esta es tu pureza, dijo,
este es tu perfeccionismo…
El vaso estaba vacío; no dejó ninguna marca en el mantel.

El vino se me había subido a la cabeza.


Caminé despacio de vuelta a casa, pensativo, algo borracho.
¿El vino se me había subido a la cabeza, o se trataba
de la noche misma, la dulzura del final del verano?

Son los críticos, dijo,

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los críticos los que tienen ideas. Nosotros los artistas
(me incluía)… nosotros los artistas
somos solo niños que juegan con sus cosas.

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MÚSICA PROHIBIDA

Después de que la orquesta hubiera tocado un rato, y hubiera pasado el andante, el


scherzo, el poco adagio, y el flautista primero hubiera apoyado su cabeza en el atril
porque no lo necesitarían hasta mañana, llegó un pasaje que se llamaba la música
prohibida porque resultaba imposible, tal y como especificaba el compositor, de tocar.
Y aun así debía existir y había que pasar por él, un intervalo a discreción del director.
Pero esta noche el director decide que deben tocarlo: tiene sed de fama. El flautista se
despierta sobresaltado. Algo le ha sucedido a sus oídos, algo que nunca ha sentido
antes. Su sueño ha terminado. Dónde estoy, piensa. Y luego lo repite, como un viejo
sorprendido de estar tumbado en el suelo en lugar de en su cama. ¿Dónde estoy?

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LA VENTANA ABIERTA

Un anciano escritor había adquirido la costumbre de escribir la palabra FIN en una


hoja de papel antes de comenzar sus relatos, tras lo cual se hacía con un montón de
páginas, típicamente delgado en invierno cuando la luz diurna escaseaba, y
comparativamente grueso en verano cuando se le soltaban las ideas y se volvían
asociativas, expansivas como las de un hombre joven. Al margen de su número,
colocaba estas hojas en blanco sobre la última, ocultándola de este modo. Solo
entonces se le ocurría la historia, sobria y pulida en invierno, más libre en verano.
Gracias a este procedimiento se había convertido en un reconocido maestro.

Prefería trabajar en una habitación sin relojes, confiando en que la luz le dijera
cuándo había acabado el día. En verano le gustaba tener la ventana abierta. ¿Cómo
entonces, en verano, entró el viento invernal en la habitación? Tienes razón, le gritó
al viento, esto es lo que me ha faltado, esta contundencia y brusquedad, esta
sorpresa… ¡Ah, si fuera capaz de esto sería un dios! Y se recostó sobre el frío suelo
del estudio observando cómo el viento agitaba las páginas, mezclando las escritas y
las no escritas, el final entre ellas.

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EL ASISTENTE MELANCÓLICO

Tenía un asistente, pero era melancólico,


tan melancólico que afectaba a sus deberes.
Debía abrir mis cartas, que eran escasas,
y responder las que requerían respuesta,
dejando un espacio al final para mi firma.
Y bajo mi firma, sus propias iniciales,
de cuya formalidad, al principio, se enorgullecía.
Cuando sonaba el teléfono, debía decir
que su empleador estaba ocupado en ese momento,
y ofrecerse a transmitir un mensaje.

Tras varios meses, acudió a mí.


Maestro, dijo (que era como me llamaba),
ya no puedo serle útil; debe echarme.
Y vi que había hecho las maletas
y estaba preparado para irse, aunque era de noche
y nevaba. Me compadecí de él.
Bueno, dije, si no puedes realizar estas pocas tareas,
¿qué puedes hacer? Y señaló sus ojos,
que estaban llenos de lágrimas. Puedo llorar, respondió.
Entonces debes llorar por mí, le ordené,
como lloró Cristo por la humanidad.

Aun así seguía indeciso.


Su vida es envidiable, dijo;
¿en qué debo pensar cuando llore?
Y le hablé del vacío de mis días,
y del tiempo, que empezaba a agotarse,
y de la insignificancia de mis logros,
y mientras le hablaba tuve la extraña sensación
de volver una vez más a sentir algo
por otro ser humano…

Se quedó completamente inmóvil.


Yo había encendido un pequeño fuego en la chimenea;
recuerdo oír los murmullos satisfechos de los leños apagándose…

Maestro, dijo, le ha dado


un sentido a mi sufrimiento.

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Fue un momento extraño.
Todo el diálogo parecía a la vez profundamente falso
y sumamente verdadero, como si palabras como vacío e insignificancia
hubieran estimulado el recuerdo de alguna emoción
que ahora quedaba ligada a esta ocasión y a esta persona.

Su rostro estaba radiante. Sus lágrimas brillaban


rojas y doradas a la luz de la lumbre.
Luego se fue.

Fuera caía la nieve,


el paisaje cambiaba en una serie
de insulsas generalizaciones
marcadas aquí y allí con enigmáticas
formas donde la nieve se había acumulado.
La calle estaba blanca, los diversos árboles estaban blancos…
Cambios en la superficie, ¿pero no es eso en realidad
lo único que siempre vemos?

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INTERRUPCIÓN PREMATURA DE UN VIAJE

Las escaleras me resultaron más difíciles de lo que había esperado, por lo que me
senté, por así decirlo, a mitad del viaje. Gracias a que había un gran ventanal al otro
lado de la barandilla, podía distraerme con los pequeños dramas y comedias de la
calle, aunque no pasara nadie conocido, nadie, desde luego, que hubiera podido
ayudarme. Tampoco las escaleras estaban en uso, por lo que podía comprobar. Debes
levantarte, amigo mío, me dije. Puesto que esto parecía de repente imposible, adopté
la mejor alternativa: me preparé para dormir, la cabeza y los brazos sobre el escalón
superior, el cuerpo agazapado en el de abajo. Algún tiempo después, una niña
pequeña apareció en lo alto de la escalera, de la mano de una mujer anciana.
¡Abuela!, gritó la niña pequeña, ¡hay un hombre muerto en la escalera! Debemos
dejarlo dormir, respondió la abuela. Debemos pasar junto a él en silencio. Está en ese
momento de la vida en que ni regresar al principio ni avanzar hacia el final resulta
soportable; por lo tanto, ha decidido detenerse, aquí, en medio de las cosas, aunque
esto lo convierta en un obstáculo para los demás, como en nuestro caso. Pero no
debemos abandonar la esperanza; en mi propia vida, prosiguió, hubo un momento
como este, aunque fue hace mucho tiempo. Y entonces dejó que su nieta la adelantara
para poder pasar junto a mí sin molestarme. Me habría gustado escuchar el resto de
su historia, puesto que me pareció, según pasaba, una mujer enérgica, dispuesta a
disfrutar de la vida, y al mismo tiempo sincera, sin falsas ilusiones. Pero pronto sus
voces se convirtieron en susurros, o estaban ya muy lejos. ¿Lo volveremos a ver
cuando regresemos?, murmuró la niña. Para entonces ya se habrá marchado hace
mucho, respondió su abuela. Habrá terminado de subir o de bajar, según el caso.
Entonces le diré adiós ahora, dijo la niña pequeña. Y se arrodilló junto a mí,
entonando una plegaria que reconocí como la plegaria hebrea para los muertos.
Señor, susurró, mi abuela me ha dicho que no está usted muerto, pero pensé que
quizás esto calmaría sus terrores, y no estaré aquí para cantársela cuando sea el
momento.

Cuando vuelva a escuchar esto, dijo, quizás las palabras le resulten menos
intimidantes, si recuerda cómo las escuchó por primera vez, en la voz de una niña
pequeña.

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CERCANÍA DEL HORIZONTE

Una mañana me desperté incapaz de mover el brazo derecho.


Había sufrido, periódicamente, dolores considerables
de ese lado, en el brazo con que pintaba,
pero en esta ocasión no había dolor.
A decir verdad, no sentía nada.

Mi médico llegó en menos de una hora.


Inmediatamente se planteó la cuestión de otros médicos,
diversas pruebas, intervenciones…
Eché al médico
y en su lugar contraté al secretario que transcribe estas notas,
cuyas habilidades, estoy seguro, bastan a mis necesidades.
Se sienta junto a la cama con la cabeza gacha,
posiblemente para evitar que lo describa.

Empecemos. Hay cierta sensación


de alegría en el aire,
como si los pájaros cantaran.
Por la ventana abierta entran ráfagas de un aire dulzón.

Mi cumpleaños (recuerdo) está al caer.


Quizás los dos grandes momentos colisionen
y vea a mis dos yoes encontrarse, uno llegando y otro yéndose…
Por supuesto, gran parte de mi yo original
ya está muerto, así que a un fantasma no le quedará más remedio
que abrazar a una mutilación.

El cielo, ay, en realidad sigue estando muy lejos,


soy incapaz de verlo desde la cama.
Existe ahora como una remota hipótesis,
un lugar de libertad completamente desligado de la realidad.
Me sorprendo imaginando los triunfos de la vejez,
inmaculados, visionarios dibujos
realizados con la mano restante…
«restante», también, como «la que no suma»[3].

La ventana está cerrada. Otra vez silencio, multiplicado.


Y mi brazo derecho, que siento despegado.
Como cuando la azafata anuncia la finalización
del fragmento de audio en el servicio de a bordo.

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Me he despegado de los sentimientos… se me ocurre
que esto sería un buen epitafio.

Pero me equivocaba al sugerir


que esto había ocurrido antes.

De hecho, me han acosado los sentimientos;


es el don de la expresión
lo que tantas veces me ha fallado.
Fallado, atormentado, prácticamente toda mi vida.

El secretario levanta la cabeza,


asumiendo la abstracta deferencia
que inspira la cercanía de la muerte.
No puede sino, en realidad, resultar fascinante
cómo surge desde el caos una forma.

Compruebo que han instalado una máquina junto a la cama


para informar a mis visitas
de mi progreso hacia el horizonte.
Yo mismo soy incapaz de quitarle los ojos de encima,
la línea inestable suavemente
asciende, desciende
como una voz humana en una canción de cuna.

Y luego la voz se queda callada.


En ese momento mi alma se habrá fundido
con el infinito, representado
por una línea recta,
como un signo menos.

No tengo herederos
en el sentido de que no tengo nada importante
que dejar.

Posiblemente el tiempo corrija esta decepción.


A los que me conocen bien esto no les parecerá nuevo;
los comprendo. Quienes
me tienen afecto sabrán
disculpar, espero, las tergiversaciones
impuestas por la ocasión.

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No les robo más tiempo. Con esto concluye,
como dice la azafata,
nuestro breve vuelo.

Y todas las personas que uno nunca conocerá


se agolpan en el pasillo, y se los hace salir
hacia la terminal.

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EL CICLO BLANCO

Los días se sucedían uno tras otro.


El invierno pasó. Las luces de Navidad cayeron
junto a las maltrechas estrellas
colgadas sobre las distintas avenidas comerciales.
Aparecieron puestos de flores en las aceras mojadas,
los baldes de metal llenos de membrillos y anémonas.

El final iba y venía.


O debería decir: a intervalos el final se acercaba;
pasé a través de él como un avión pasa a través de una nube.
Al otro lado, la señal de desocupado todavía brillaba sobre el baño.

Mi tía murió. Mi hermano se mudó a América.

En mi muñeca, la esfera del reloj brillaba en la falsa oscuridad


(se estaba proyectando una película).
Esta era su característica más destacada, una especie de pulso azulado
que facilitaba la lectura de los números, incluso en ausencia de luz.
Espléndido, pensé siempre.
Y sin embargo el tránsito sereno de la aguja de las horas
ya no representaba mi percepción del tiempo
que se había convertido en una sensación de inmovilidad
expresada como movimiento a través de enormes distancias.

La aguja se movía;
las doce, según la miraba, volvieron a ser la una.

En cambio el tiempo era ahora este entorno que


me contenía junto a los otros pasajeros,
como la cuna robusta contiene al bebé
o, si forzamos el asunto, como en el vientre de la madre
se mece el niño aún no nacido.

Fuera del vientre, la tierra se había desvanecido;


podía ver cómo el resplandor de los relámpagos golpeaba el ala.

Cuando se me acabaron los ahorros,


me fui a vivir una temporada
a una pequeña casa en las tierras de mi hermano
en el estado de Montana.

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Llegué de noche;
en el aeropuerto habían perdido mi equipaje.

Me parecía que me había desplazado


no horizontalmente sino más bien desde un sitio muy bajo
a algo muy elevado,
quizás todavía en el aire.

De hecho, Montana se parecía a la luna…


Mi hermano conducía con confianza sobre la carretera helada,
parando de vez en cuando para señalar
alguna rara formación.

Permanecimos, por lo general, callados.


Se me ocurrió que habíamos retomado
las disposiciones de la infancia,
las piernas en contacto, el volante
sustituyendo ahora al libro.

Y sin embargo, en el más profundo sentido, eran intercambiables:


acaso no había estado mi hermano siempre conduciéndonos,
tanto a sí mismo como a mí, desde nuestro dormitorio desolado
hacia una noche de rocas y lagos
salpicados de espadas sobresaliendo aquí y allá…

El cielo era negro. La tierra era blanca y fría.

Veía cómo la noche se aclaraba. Sobre la nieve blanca


salió el sol, tiñéndola de un extraño color rosado.

Luego llegamos.
Nos quedamos un rato en el frío vestíbulo, esperando que arrancara la
calefacción.
Mi hermano tomó nota de mi lista de la compra.
En su rostro oleadas de tristeza
se alternaban con oleadas de alegría.

Pensé, por supuesto, en la casa de Cornualles.


Las vacas, la monótona música veraniega de los cencerros…

Tuve, como supondrás, un ataque de terror absoluto.

Y luego me quedé solo.

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Al día siguiente llegó mi equipaje.

Saqué de la maleta mis pocas posesiones.


La fotografía de mis padres el día de su boda
a la que ahora se había añadido
una fotografía de mi tía en su malograda juventud, un recuerdo
que ella atesoraba y me dejó en herencia.

Aparte de eso, solo el neceser y algunos medicamentos,


junto a mi pequeño montón de ropa de invierno.

Mi hermano me trajo libros y revistas.


Me enseñó diversas habilidades del nuevo mundo
que pronto me dejarían de hacer falta.

Y sin embargo esto era para mí el nuevo mundo:


no había nada, y nada se suponía que pasara.
Caía la nieve. Ciertas tardes,
le daba clases de dibujo a la esposa de mi hermano.

En algún momento empecé a pintar de nuevo.


Resultaba imposible formarse
ningún juicio sobre el valor de aquella obra.
Baste decir que los cuadros eran
enormes y completamente blancos. La pintura había sido
aplicada en capas gruesas, en grandes pinceladas irregulares…

Campos de blanco y destellos, fulgores


de azul, el azul del cielo del oeste,
o como yo lo llamaba
azul esfera de reloj. Me hablaba de otro mundo.

He guiado a mi pueblo, decía,


hacia el desierto
donde será purificado.

La esposa de mi hermano se quedaba hipnotizada.


A veces también venía mi sobrino
(pronto se convertiría en mi compañero).
Veo, solía decir ella, el rostro de un niño.

Quería decir, pienso, que los sentimientos emanaban de la superficie,


sentimientos de impotencia o desolación…

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En el exterior, caía la nieve.
Me había, o así lo sentía, aceptado en su quietud.
Y al mismo tiempo, cada pincelada era una decisión,
no una decisión consciente, pero una decisión pese a todo,
como cuando, por ejemplo, el asesino aprieta el gatillo.
Esto, dice. Esto es lo que quiero hacer.
O quizás: lo que necesito hacer.
O: esto es lo único que puedo hacer.
Aquí, creo, acaba la analogía
en un baturrillo de juicios morales.

Después, supongo, no se acuerda de nada.


Del mismo modo, no sabría decir exactamente
cómo nacieron estas pinturas, aunque al final
fueron unas cuantas, difíciles de transportar a casa.

Cuando regresé, Harry se vino conmigo.


Es, me parece, un chico amable
al que le gusta la vida hogareña.
De hecho, ha aprendido a cocinar él solo
a pesar de las presiones de su horario académico.

Nos entendemos. A menudo canta cuando se pone a trabajar.


Así cantaba mi madre (o, más bien, eso contaba mi tía).
Le pido, a menudo, alguna canción en particular a la que le tengo cariño,
y se molesta en aprenderla. Es, como digo,
un chico atento. Las colinas están vivas, canta,
una y otra vez. Y a veces, cuando estoy de peor humor,
la de Jacques Brel que tanto me obsesiona[4].
El gatito está muerto, que quiere decir, supongo,
la última esperanza.

El gatito está muerto, canta Harry,


no tendrá sentido sin su cuerpo.
En la voz de Harry, resulta sumamente tranquilizadora.

A veces le tiembla la voz, como si estuviera muy emocionado,


y luego durante un tiempo las colinas están vivas supera
al gatito está muerto.

Pero no necesitamos, por lo general, elegir entre ambas.

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Aun así, las canciones más oscuras lo inspiran; a cada verso le da una
variación.

El gato está muerto: ¿quién apretará, ahora,


su corazón contra el mío para calentarme?

El fin de la esperanza, creo que significa,


y sin embargo en la voz de Harry pareciera que una gran puerta se abre…

El gato cubierto de nieve desaparece entre las ramas más altas;


ah, ¿qué es lo que veré cuando lo siga?

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EL CABALLO Y EL JINETE

Había una vez un caballo, y sobre el caballo un jinete. ¡Qué hermosos eran a la luz
del sol otoñal, mientras se aproximaban a una ciudad extraña! La gente abarrotaba las
calles o gritaba desde las ventanas altas. Las viejas se sentaban entre las macetas de
flores. Pero si mirabas alrededor buscando otro caballo u otro jinete era en vano.
Amigo mío, dijo el animal, ¿por qué no me abandonas? A solas, podrás hallar aquí tu
camino. Pero abandonarte, contestó el otro, sería dejar atrás una parte de mí mismo,
¿y cómo voy a hacer eso cuando no sé qué parte eres?

Página 50
UNA OBRA DE FICCIÓN

Nada más pasar la última página, después de muchas noches, me envolvió una oleada
de tristeza. ¿A dónde se habían ido todos, esa gente que me había parecido tan real?
Para distraerme, salí a la noche; instintivamente, encendí un cigarrillo. En la
oscuridad el cigarrillo brillaba, como un fuego encendido por un superviviente. ¿Pero
quién iba a ver esta luz, este pequeño punto entre las infinitas estrellas? Me quedé un
rato en la oscuridad, el cigarrillo brillaba y se hacía cada vez más pequeño, cada
bocanada me destruía pacientemente. Qué pequeño era, qué breve. Breve, breve, pero
ahora estaba dentro de mí, algo que las estrellas nunca conseguirían.

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EL RELATO DE UN DÍA

Cuando esta mañana como de costumbre me despertaron


las delgadas rayas de luz que se colaban por la persiana
lo primero que pensé fue que la naturaleza de la luz
era su carácter incompleto…

Me imaginé la luz tal y como existía antes de toparse con la persiana…


lo frustrada que debía estar, como una mente
embotada por demasiados fármacos.

II

Al poco me encontraba
sentada a la estrecha mesa; a mi diestra,
los restos de un pequeño tentempié.

El lenguaje me llenaba la cabeza, una euforia desenfrenada


alternada con una profunda desesperación…

Pero si la esencia misma del tiempo es el cambio,


¿cómo puede algo convertirse en nada?
Esta era la pregunta que me hacía.

III

Bien entrada la noche seguía sentada, pensativa, a la mesa,


hasta que sentí la cabeza tan pesada y vacía
que me dieron ganas de acostarme.
Pero no me acosté. En cambio, apoyé la cabeza sobre los brazos
que había cruzado frente a mí en la madera desnuda.
Como un polluelo en un nido, la cabeza
descansaba sobre los brazos.

Era época de sequía.


Escuché al reloj dar las tres, luego las cuatro…

En ese momento me puse a pasear por la habitación

Página 52
y poco después fuera de ella, por las calles
cuyas vueltas y revueltas me eran tan familiares
en noches como esta. Dando vueltas y vueltas caminé,
imitando instintivamente las agujas del reloj.
Mis zapatos, cuando bajé la vista, estaban cubiertos de polvo.

Para entonces la luna y las estrellas habían desaparecido.


Pero el reloj seguía brillando en la torre de la iglesia…

IV

Así que regresé a casa.


Me quedé un buen rato
en la entrada, donde acababan las escaleras,
negándome a abrir la puerta.

Salía el sol.
El aire se había enrarecido,
no porque tuviera más sustancia
sino porque no quedaba ya nada que respirar.

Cerré los ojos.


Me debatía entre una estructura de oposiciones
y una estructura narrativa…

La habitación estaba tal y como la dejé.


La cama en el rincón.
La mesa bajo la ventana.

Y la luz que se batía contra ella


hasta que levanté la persiana,
momento en el que se redistribuyó
como un parpadeo entre la sombra de los árboles.

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UN JARDÍN DE VERANO

Hace bastantes semanas descubrí una fotografía de mi madre


sentada al sol, la cara enrojecida como por un logro o un triunfo.
El sol brillaba. Los perros
dormían a sus pies donde también dormía el tiempo,
calmo e inmóvil como en todas las fotografías.

Le quité el polvo al rostro de mi madre.


De hecho, el polvo lo cubría todo; me parecía que era la persistente
neblina de nostalgia que protege todas las reliquias de la niñez.
Al fondo, un mezcla de mobiliario urbano, árboles y arbustos.

El sol descendía en el cielo, las sombras se alargaban y se oscurecían.


Cuanto más polvo quitaba, más crecían las sombras.
Llegó el verano. Los niños
se inclinaban sobre la rosaleda, sus sombras
se fundían con las sombras de las rosas.

Me vino una palabra a la cabeza, referente


a este desplazamiento y cambio, estas borraduras
que ahora resultaban obvias;

surgió, y con la misma rapidez desapareció.


¿Era ceguera u oscuridad, peligro, confusión?

Llegó el verano, luego el otoño. Las hojas cambiaban,


los niños eran puntos brillantes en una masa bronce y siena.

II

Cuando me recuperé un poco de estos acontecimientos,


dejé la fotografía tal y como me la había encontrado
entre las páginas de un viejo libro de bolsillo,
muchas partes del cual tenían
anotaciones en los márgenes, a veces palabras pero más a menudo
enérgicos signos de interrogación y exclamación
que significaban «estoy de acuerdo» o «estoy indecisa, perpleja»…

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La tinta estaba desvaída. En algunos sitios era incapaz de saber
qué ideas se le habían ocurrido al lector
pero gracias a los borrones podía sentir
cierta urgencia, como si se hubiera derramado una lágrima.

Sostuve un rato el libro.


Era La muerte en Venencia (en versión traducida);
había tomado nota de la página por si, como creía Freud,
nada sucediera por accidente.

Así que la pequeña fotografía


fue enterrada de nuevo, como el pasado es enterrado en el futuro.
En el margen había dos palabras,
unidas por una flecha: «esterilidad» y, más abajo, «olvido»…

«Tuvo, no obstante, la impresión de que el pálido y adorable


psicagogo le sonreía a lo lejos, de que le hacía señas…»[5].

III

Qué tranquilo está el jardín;


ni un soplo de aire agita el cornejo.
Ha llegado el verano.

Qué tranquilo está


ahora que la vida ha triunfado. Las toscas

columnas de los sicómoros


sostienen los inmóviles
estantes del follaje,

debajo, el césped,
exuberante, iridiscente…

Y en medio del cielo,


el dios impúdico.

Las cosas son, dice. Son, no cambian;


el responso no cambia.

Qué silencioso está, el escenario

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tanto como el público; respirar
parece casi una intromisión.

Debe de estar muy cerca,


en la hierba no hay ni una sombra.

Qué tranquilo está, qué silencioso,


como un atardecer en Pompeya.

IV

Madre murió anoche,


madre, que nunca muere.

El invierno flotaba en el ambiente,


faltaban muchos meses
pero aun así flotaba en el ambiente.

Era diez de mayo.


Los jacintos y los manzanos
florecían en el jardín trasero.

Alcanzábamos a oír
a María cantando canciones de Checoslovaquia…

Qué sola estoy…


canciones de ese tipo.

Qué sola estoy,


sin madre, ni padre…
qué vacía me parece mi cabeza sin ellos.

Los aromas se desprendían de la tierra;


los platos estaban en el fregadero,
lavados pero no apilados.

Bajo la luna llena


María doblaba la colada;
las sábanas tiesas se convertían
en secos rectángulos blancos de luz lunar.

Qué sola estoy, pero en la música

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mi desconsuelo es mi júbilo.

Era diez de mayo


como había sido nueve, ocho.

Madre dormía en su cama,


los brazos estirados, la cabeza
entre ellos, en equilibrio.

Beatrice se llevó a los niños al parque de Cedarhurst.


Brillaba el sol. Los aviones
pasaban de un lado a otro, apaciblemente porque la guerra había acabado.

Era el mundo de su imaginación:


verdadero y falso carecían de importancia.

Recién pulido y reluciente:


así era el mundo. El polvo
aún no había hecho erupción sobre las cosas.

Los aviones pasaban de un lado a otro, con destino


a Roma y París; no podías llegar a esos lugares
a no ser que volaras sobre el parque. Todo
debe pasar, nada puede detenerse…

Los niños se tomaban de la mano, se inclinaban


para oler las rosas.
Tenían cinco y siete años.

Infinito, infinito: esa


era su percepción del tiempo.

Estaba sentada en un banco, un tanto escondida tras los robles.


En la lejanía, el miedo se aproximaba y partía;
desde la estación de tren llegaba su sonido.

El cielo era rosa y anaranjado, más viejo porque el día terminaba.

No había viento. El día de verano


arrojaba sombras con forma de roble sobre la hierba verde.

Página 57
LA PAREJA EN EL PARQUE

Un hombre pasea a solas por el parque y a su lado pasea una mujer, también a solas.
¿Cómo lo sabemos? Es como si una línea existiera entre ellos, como una línea
dibujada en un campo de juego. Y sin embargo, en una fotografía podrían parecer un
matrimonio, cansados el uno del otro y de los muchos inviernos que han soportado
juntos. En otra época podría tratarse de dos extraños a punto de encontrarse por
casualidad. Ella deja caer su libro; al agacharse para recogerlo, toca, por accidente, la
mano de él y el corazón se le abre de golpe como una caja de música. Y de la caja
sale una pequeña bailarina hecha de madera. Soy yo quien ha creado esto, piensa el
hombre; aunque ella solo puede dar vueltas sobre sí misma, sigue siendo una
bailarina de algún tipo, no solamente un trozo de madera. Esto debe explicar la
desconcertante música procedente de los árboles.

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Louise Elisabeth Glück (Nueva York, 22 de abril de 1943) es una poeta americana de
origen judío húngaro. Nació en Nueva York y creció en Long Island. Su formación
académica comienza en la George W. Hewlett High School donde se graduó para
continuar después en el Sarah Lawrence College de la ciudad de Yonkers, en el
mismo estado de Nueva York, pese a los problemas de salud que sufría. Finalmente,
realizó en la Escuela de Educación General de Universidad de Columbia distintos
talleres de poesía.
Glück imparte clases de lengua inglesa en el Williams College en Williamstown,
Massachussets, además de hacerlo también en la Universidad de Yale, donde ocupa la
Cátedra de Literatura.
Ha escrito numerosos libros de poesía por los que ha recibido premios de gran
prestigio. Ya en el año 1993 se alzó con el Pulitzer de poesía por su poemario The
Wild Iris, que también le valió el premio William Carlos Williams de la Poetry
Society of America. Un año después su colección de ensayos Proofs and Theories:
Essays on Poetry se alzaría con el PEN Martha Albrand. También ha resultado
ganadora del premio Nacional de Poesía Rebekah Johnson Bobbit por su obra Ararat,
del National Book Critics Circle Award por su obra The triumph of Achiles o del
Academy of American Poet’s gracias a su obra Firstborn.
Su trayectoria profesional le ha permitido conseguir también la medalla al Mérito
MIT o distintas becas de fundaciones como Guggenheim o Rockefeller. Tiene el
honor de ser la 12.ª poeta laureada por la Biblioteca del Congreso de los Estados

Página 59
Unidos (2003-2004), tiempo durante el cual escribió otra de sus principales obras,
Averno. En 2020 la autora americana recibió el Premio Nobel de Literatura en
reconocimiento a toda su trayectoria.

Página 60
Notas

Página 61
[1] En inglés el sonido del relincho («neigh») se parece a la palabra no («nay»), de ahí

la confusión que es imposible mantener literalmente en la traducción. (N. del T.) <<

Página 62
[2] La confusión infantil entre noche («night») y caballero («knight») —el hermano

está leyendo sobre el rey Arturo— se pierde en la traducción. (N. del T.) <<

Página 63
[3] El juego de palabras en inglés es intraducible: la autora juega con left en su sentido

de «la mano izquierda» y «la mano que me queda». (N. del T.) <<

Página 64
[4] «The hills are alive [with the sound of music]» es un verso de la canción «The

sound of music», del musical del mismo nombre de 1959. La canción de Jacques Brel
«Les vieux» contiene el verso «le petit chat est mort», citado en la pág. 89 y a
continuación. (N. del T.) <<

Página 65
[5] Cito la traducción de La muerte en Venecia de Juan José del Solar para Edhasa,

2005 (p. 121). (N. del T.) <<

Página 66

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