Robespierre, Maximillien - Por La Felicidad y Por La Libertad. Discursos

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MAXIMILIEN ROBESPIERRE

POR LA FELICIDAD Y POR LA LIBERTAD


M A X I M I L I E N ROBESPIERRE

POR LA FELICIDAD
Y POR LA LIBERTAD
Discursos

Selección y presentación de
Yannick Bosc, Florence Gauthier y Sophie Wahnich

EL VIEJO TOPO
©Yannick Bosc, Florence Gauthier y Sophie Wahnich
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/El Viejo Topo
Diseño: Miguel R. Cabot
ISBN: 84-96356-47-7
Depósito legal: B-40449-05
Imprime: Trajéete
Impreso en España
INTRODUCCIÓN

ACTUALIDAD DE U N H O M B R E POLÍTICO
IRRECUPERABLE

"¡El hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad y en todas partes es


esclavo e infeliz! ¡La sociedad tiene como fin la conservación de sus derechos y
la perfección de su ser; y por todas partes la sociedad lo degrada y lo oprime!
¡Ha llegado el tiempo de recordarle sus verdaderos destinos!
ROBESPIERRE, 10 de mayo de 1793

Después del 9 de thermidor del año 11-27 de julio de 1794, no


solo el discurso antirrobespierrista no se ha arrugado, sino que por
el contrario, parece haber ganado en legitimidad y llega a imponer-
se como prueba de modernidad, o incluso como evidencia. En el
bicentenario de la ejecución de Robespierre, una revista de historia
de gran tiraje' le consagró un dossier y lo intitulo Retrato de un tira-
no. Si bien algunas de las contribuciones de este dossier son pruden-
tes, los títulos de la redacción y el contenido de los artículos repro-
ducen y actualizan el registro referido: loco, monstruo, fanático, jefe
de secta, narcisista, delirante, sanguinario, paranoico, misógino, pero
también —puesto que la monstruosidad podría encubrir la genia-
lidad—, banal, apagado, pequeño-burgués, mediocre: "Los dis-
cursos de Robespierre son lamentables" afirma Pierre Chaunu.
Podríamos pararnos aquí y concluir que, como se sospechaba, Ro-
bespierre no gusta a la derecha. Pero estos juicios se han transfor-
mado en hegemónicos. Un cuadro de lectura actualmente ordi-
nario hace de Robespierre el padre del estalinismo, incluso de los
totalitarismos contemporáneos^. Y si Stalin es Hitler, no estamos
finalmente lejos del maravilloso sofisma que realice la cuadratura
del círculo: en dos siglos Robespierre habrá sido convertido en el

1. L'Histoire, n" 177, 1994


2. Ibid., p. 50.
ancestro de sus enemigos. De forma concomitante, este discurso se
acompaña de la revalorización del periodo thermidoriano: ataviado
de las virtudes de la libertad, del realismo contra la ideología, se le
pone en paralelo con la desestalinización. Desde 1989, fecha ines-
perada, los acontecimientos parecen justificar que la era post-
robespierrista sea leída como post-soviética.
Jean-Baptiste Say, uno de los padres fundadores del liberalismo
económico, estima que la "sociedad no debe ningún socorro, nin-
gún medio de subsistencia a sus miembros"'. En 1795, un año des-
pués de la muerte de Robespierre, Say subraya el peligro que repre-
senta la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
El principal argumento de este "liberal" consiste en estigmatizar el
potencial subversivo de un texto que empuja a los hombres a resis-
tir a la opresión y que fue el instrumento de Robespierre: "Acaso no
decía él, dirigiéndose a las tribunas de la Asamblea: pueblo, te trai-
cionan, retoma el ejercicio de tu soberanía"". El juicio de Say sobre
Robespierre no sorprenderá. Pero es curioso que la opinión sobre el
tirano vaya asociada con el temor ante una Declaración que hoy es
el símbolo del "liberalismo". Esto no es una singularidad de Say, si-
no el discurso común a aquellos que, en 1795, denuncian a Robes-
pierre y el peligro de la Declaración. Boissy d' Anglas, una de las
figuras mayores del periodo thermidoriano, describe el Terror como
la tiranía de la anarquía, lo acusa de haber sido nefasto para la pros-
peridad: el "rico era sospechoso", "el pueblo deliberando constante-
mente", "la oposición organizada", el ejecutivo débil, el derecho de
insurrección reconocido —curioso sistema totalitario este "desor-
den" en que los hombres se levantan cuando sus derechos no son
respetados. Al agitar el espectro de Robespierre como espantajo pa-
ra justificar la política de exclusión termidoriana^ el retorno a la

3. Cours complet d'économiepolidcjue, t.II, 1852, p. 358.


4. Décadephilosophique, 20 messidor an III-8 de julio de 1795, n° 44, t.4, p. 79
y siguientes.
5. Exclusión en efecto, ya que el acceso al ejercicio de la ciudadanía fue a partir de
entonces condicionado por criterios de riqueza, de cultura; los iletrados o los poco
letrados no podían votar.
libertad económica y al colonialismo, Boissy d'Anglas hace una des-
cripción ciertamente hostil, pero globalmente fiel de las concepcio-
nes robespierristas.
Para los enemigos de Robespierre su "tiranía" está caracterizada
por la amplificación de los "fermentos anárquicos" que, dice Boissy
d'Anglas, están ya presentes en la declaración de 1789. El terror de
la Declaración empieza pues con la Revolución y la sangre del Terror
ha sido un buen instrumento para deshacerse de esta Declaración.
Recordemos en efecto que el 9 de termidor del año 11-27 de julio
de 1794, uno de los argumentos mayores de los thermidorianos
frente a Robespierre es el uso desmesurado que él habría hecho del
Tribunal revolucionario después de la ley del 22 de prairial del año
11-10 de junio de 1794. La imagen de bebedor de sangre fue forja-
da muy pronto por los mismos que no dejaron de hablar del Terror
como de una dictadura bárbara pero rechazaron que se pudiera
hacer la historia de este tiempo, falsificando las pruebas y hacién-
dolas desaparecer''. Ellos prefirieron construir la memoria horrori-
zada de la Revolución francesa sobre un imaginario mortífero de
sangre y sexo.
Terror de la Declaración, el término no es demasiado fuerte y es
el que emplean los miembros de la diputación de Santo Domingo
cuando rinden cuentas a sus comitentes: "Nuestra circunspección
en ver a los estados generales transformarse en Asamblea Nacional
se ha transformado en una especie de terror cuando hemos visto
la Declaración de los derechos del hombre poner como base de la
Constitución la igualdad absoluta, la identidad de los derechos y
la libertad de todos los individuos"^. En cuanto a la sangre del

6. Tallien, cuando se abre el debate sobre la acusación de los cuatro grandes cul-
pables (12 y 13 de fructidor del año 11-29 y 30 de agosto del 1794) propone así que
"todos consientan en hacer desaparecer las pruebas que pueden llevar a resultados
tan molestos", propone esconder definitivamente el papel que él pudo jugar recha-
zando que la posteridad pudiera hacer la historia de ese periodo algún día. Por el
contrario, los acusados reclamaron dejar a la posteridad el trabajo de hacer est.i
historia, contra los juicios inmediatos que transforman en crímenes las decisiones
adoptadas por la Convención durante el periodo del Terror.
7. Archivos nacionales, AD XVIII c 118, ch. 30, "Carta de la diputación de Sanio
Terror, y más precisamente del gran Terror, que se extiende desde la
ley del 22 de prairial del año 11-10 de junio de 1794 al 9 de termi-
dor del año año 11-27 de julio de 1794, es de 1.366 muertos en dos
meses. Cuando Tires reprime la Comuna de París hace ejecutar
23.000 insurgentes^ solamente en la Semana sangrienta. En el cam-
po de Satory donde los oficiales versalleses amontonan a los venci-
dos, las prisioneras que llegan declaran: "el terror es más fuerte que
nunca". Sin embargo, como subraya Jean-Pierre Faye', no con la
represión de la Comuna de París, si no más bien con la Revolución
fi'ancesa, adquirió la palabra terror su resonancia histórica. Parado-
ja. Tanto más cuando los útiles institucionales del Terror sirven a
los thermidorianos. Ni el Tribunal revolucionario ni el Comité de
Salvación pública, ni el Comité de seguridad general son desman-
telados en thermidor, puesto que resultan indispensables para eje-
cutar la represión política de los actores "robespierristas" del año II.
Desde este punto de vista, Thermidor no es una salida del terror,
sino su continuación con otros protagonistas, con otros vencedores
y con otros vencidos, un cambio de proyecto político y no un cam-
bio de medios políticos'". Todo lo cual aconseja no abordar Robes-
pierre como una curiosidad protoestaliniana y no retomar sin refle-
xión la imagen thermidoriana del "bebedor de sangre".
Al recorrer esta selección de discursos, se constatará que la revolu-
ción francesa se atiene totalmente a la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano votada en 1789 y sobre todo que el es-
fuerzo de Robespierre consistió en defender el espacio político cons-

Domingo a sus comitentes', 11 de enero de 1790, reeditada en La Révolution frangai-


se et l'abolition de l'esclavage, París, EDHIS, 1968, t. VIII, p. 25.
8. Es la cifra mínima. Louise Michel habla de 35.000 muertos "confesados ofi-
cialmente", pero de 100.000 muertos efectivos.
9. Jean-Pierre Faye, Dictionnairepolitique, portatif en cinq mots, demagogie, terreur,
tolerance, répression, violence, París, Gallimard, 1982, pp. 101-150.
10. Sobre este punto remitimos a Fran^oise Brunel, Thermidor, la chute de Robes-
pierre, Complexe, 1989, y a Broni,slaw Baczko, Comme sortir de la Terreur, Thermi-
dor et la Révolution, París, Gallimard, 1989. Se puede consultar también la tesis de
Yannic Bosc, Le conflict des libertes, Thomas Paine et le débat sur la déclaration et la
constitution de Tan III, Aix-en-Provence, département d'histoire, 2000.

10
tituido por este texto". Este esfuerzo fue el de un político "com-
pleto". Puesto que Robespierre, contrariamente a la leyenda anti-ro-
bespierrista, no es un simple retórico, incapaz de actuar. Legislador-
filósofo, ocupa una tras otra posiciones de político reputadas hoy
en día como inconciliables. Representante electo en la Constitu-
yente, constituye un modelo de diputado del que hoy en día po-
dríamos sentir nostalgia: no obedece a las consignas de voto de nin-
gún partido, pero expresa su sentir de lo que está bien y de lo justo
y trata de convencer a una Asamblea que no deja de debatir hasta
que el conjunto de los puntos de vista han sido anunciados y con-
frontados'^. La elocuencia era entonces un arma. Permite a Robes-
pierre proponer los problemas teóricos que los otros Constituyen-
tes esquivan, los de una verdadera práctica democrática conforme a
los principios del derecho declarado. Da testimonio también de
una concepción singular de defensor de la constitución, es decir de la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de los prin-
cipios. Miembro de los Jacobinos, para él no se trata de adherirse,
como se haría hoy, a un partido, si no de mantenerse en el lado
izquierdo. El lado izquierdo es ciertamente, en primer lugar, el que
se ha constituido en la Asamblea: los que defendían los avances
revolucionarios contra el conjunto de los conservadores, se reagru-
paban a la izquierda. La noción de Montaña le da enseguida una
figura expresiva. Ella es la "fortaleza de los Derechos del hombre"
y, según la expresión de Chaumette, el "Sinaí de los franceses"".

11. Es lo que explica Alphonse Aulard: "La revolución consiste en la declaración


de los derechos redactada en 1789 y completada en 1793, está en las tentativas he-
chas para realizar esta declaración; la contrarrevolución son las tentativas para impe-
dir a los franceses conducirse segiin los principios de la declaración de derechos, es
decir, según la razón iluminada por la historia". Histoire politique de la Révolution
fran^aise, París, Colin, 1901, p. 782.
12. Esta potencia política propia del diputado ha inducido a hablar, respecto de
la Asamblea legislativa, de Parlamento de la elocuencia, donde los discursos eran
enteramente actos políticos capaces de desplazar la opinión. Nicolás Rousselier, que
ha trabajado sobre esta forma de trabajo político, ha puesto fecha al final de esta
forma de acción parlamentaria: después de la Primera guerra mundial. Nicolás de
Rousselier, Le Parlement de l'éloquence, PFNSP, 1997
13. Expresión pronunciada el 5 de septiembre de 1793 y reproducida en Le Jour-

11
Los que son de la Montaña hacen el esfuerzo de efectuar su difícil
ascenso, nunca realizado completamente. Los derechos del hombre
y del ciudadano son como un acantilado árido que domina la vida
de aquel que se mantiene en el lado izquierdo. Presidente de sesio-
nes, escuchado desde esta tribuna de debates políticos cotidianos,
aplaudido, Robespierre hace posible un discurso radical al que la
asamblea no deja espacio.
Durante los años de la Asamblea legislativa, tras haber rechazado
que los Constituyentes se transformen en legisladores y haberlo
conseguido, el Club se transforma en el lugar donde ejercita su in-
teligencia política. Hay que poner en guardia al pueblo y traducir
sus emociones y reivindicaciones, responder a sus detractores. De-
fensor de la soberanía del pueblo, portavoz de este pueblo, es parte
del pueblo y habla la lengua del pueblo'"*. Miembro de la Conven-
ción, teórico del gobierno revolucionario, miembro del Comité de
Salvación Pública, se encuentra en un momento en que cada situa-
ción política es indescifrable y obliga a apostar por lo imposible. Es
un actor en el sentido fuerte del término, el que toma las decisio-
nes en situaciones de difícil decisión: "En circunstancias tan tor-
mentosas hemos sido guiados más por el amor al bien y por el sen-
timiento de las necesidades de la patria que por una teoría exacta y
por reglas precisas de conducta"". Las lógicas del terror en acción
no son efectos de la aplicación de una razón fría, sino efectos de la
aplicación de lo decisivo, del buen momento para actuar. El arte
político del terror es el de la apuesta intuitiva sobre la acción que
conviene para llevar a buen puerto el bajel revolucionario y fundar
la República. La inteligencia es imprescindible para evitar la guerra
civil, pero también la apatía o la congelación de la revolución, por
retomar la metáfora de Saint-Just. "Si no hace falta más que coraje
o un exceso de desesperación para emprender una revolución, es
necesaria tanta perseverancia como sabiduría para conducirla bien".

nal de la Montagne, 6-7 de septiembre de 1793.


14. Sobre la lengua del pueblo remito a Jacques Guilhaumou, La Languepolitique
révolutionaire, París, Meridiens Klincksieck, 1989.
15. 17 de pluvioso-4 de febrero de 1794, sobre los principios de moral política.

12
declaraba Billaud-Varenne el 1° de floreal del año 11-20 de abril de
1974. El arte de mantener firme el timón del bajel no le es sin
embargo confiado jamás a un ejecutivo separado, y el propio Ro-
bespierre fijndamenta la legitimidad de este arte político en tanto
que miembro del poder legislativo. Aunque la noción de dictadura
tiene siete vidas como los gatos, es obligatorio reconocer de inme-
diato que el Comité de Salud Pública es una emanación del poder
legislativo. La asamblea prorroga cada mes este Comité encargado
de controlar al ejecutivo votando nominalmente cada uno de sus
miembros. El objetivo central de los revolucionarios en materia de
distribución de los poderes es subordinar sin reserva el ejecutivo al
legislativo. El poder legislativo es el poder supremo, la verdadera
potencia soberana. Este objetivo fue mantenido con firmeza duran-
te el periodo del Terror. Por el contrario, el poder totalitario del Es-
tado total teorizado, por ejemplo por Gentile en Italia en los años
1920, apunta a la subordinación absoluta del poder legislativo al
poder ejecutivo. El poder supremo es, en este caso, el poder ejecu-
tivo.
Dos siglos después de estos acontecimientos se nos dice que libe-
ralismo económico y derechos del hombre y del ciudadano hacen
buena pareja. Participando de esta ideología estándar, la historio-
grafía dominante, que ha mantenido la actitud de denunciar la
"dictadura de Robespierre", ha olvidado, en cambio, el contenido
"anarquista" de la Declaración que atemorizaba a Jean-Baptiste Say.
Leer a Robespierre permite reencontrar la virtud perdida.
Pero no nos equivoquemos: si defender el principio de los dere-
chos del hombre se ha hecho tan políticamente correcto hoy en día,
es porque el régimen de la política que se despliega en su defensa
no tiene ya gran cosa que ver con el régimen de soberanía demo-
crática inventado en 1789. Entonces era el pueblo quien se transfor-
maba en depositario único de la soberanía y Robespierre lo llama, a
menudo, el soberano. El pueblo, es decir, aquellos que ordinariamente
son excluidos de la política por las diferentes formas de la aristocra-
cia de los ricos, pero también el pueblo en su sentido constitutivo
de la política, como principio de inclusión ilimitado. La universa-
lidad de los ciudadanos como pueblo no puede confundirse jamás

13
con el conjunto de los nativos. Un pueblo no es un rebaño. El "pue-
blo" de la Revolución francesa es una categoría política que remite
al principio de división, constitutivo del régimen democrático"^. Si
con la Revolución francesa "miseria y exclusión aparecen por pri-
mera vez como un escándalo totalmente intolerable", "nuestra
época (el proyecto democrático-capitalista). No es otra cosa que la
tentativa implacable y metódica de colmar la escisión que divide al
pueblo, eliminando radicalmente al pueblo de los excluidos"'^. La
alianza del liberalismo económico y de los derechos del hombre,
que además no son ya derechos del ciudadano, no es la figura de la
soberanía democrática, sino la de lo biopolítico. Michel Foucault
definió la biopolítica como la gestión estatal de los cuerpos hu-
manos en tanto que están vivos, la gestión de la vida natural en
detrimento de la construcción de la vida política y de las relacio-
nes sociales y morales que implica'\ Lo humanitario da testimo-
nio de esta forma contemporánea de la biopolítica. Se trata en
efecto de salvar los cuerpos pretendiendo que estos cuerpos su-
frientes pueden ser aprehendidos sin ocuparse de las causas que han
ocasionado su sufrimiento. Toda catástrofe política puede ser reba-
jada a catástrofe natural. El espacio político coincide con el espacio
de la vida natural. A partir de ahí uno puede dispensarse de asociar
los derechos del hombre, los derechos del ciudadano. "El espacio de
la vida desnuda ya no es situado como el origen al margen de la
organización política, sino que acaba progresivamente por coincidir
con el espacio político, donde exclusión e inclusión, exterior e inte-

16. Sobre la definición de la democracia y la cuestión de la división constitutiva


del pueblo, remitimos por un lado a Jacques Ranciére, La Mésenteme, París, Galilée,
1995, por otro lado a Nicole Loraux, La Citédivisée, París, Payot 1997. Uno y otra
muestran que la democracia supone no un régimen consensual sino la capacidad de
poner en escena la toma del poder de los que no tienen parte sobre aquellos que
ordinariamente están autorizados a tomar parte en la política. Si esta expresión de la
división se borra, la democracia, como toma del poder por parte del demos, se borra
también.
17. Giorgio Agamben, Moyens sans ftns, París, Rivages, 1995, p. 45.
18. Michel Foucault, La Volante de savoir, París, 1976; II faut defendre la société,
París, 1996.

14
rior, bios y zoé''\ derecho y hecho, entran en una zona de indife-
renciación irreductible"^".
Este espacio de la indiferenciación absoluta es el espacio de los
Estados totalitarios. Mientras que la tarea de la soberanía democrá-
tica consiste en mantener la vida desnuda al margen del espacio
político —aunque estuviera en su origen—, y constantemente des-
plazar la división del pueblo, es decir, desplazar lo que los revolucio-
narios llamaban el lado derecho y el lado izquierdo de la política,
sin tratar de abolirlos, el trabajo totalitario de la biopolítica consis-
te en borrar esta división del pueblo y en hacer que "la vida desnu-
da" recubra todo el espacio político. Así pues, por esta doble razón,
combatimos la tesis de la Revolución francesa como matriz de los
totalitarismos. La revolución francesa subordina constantemente el
ejecutivo al legislativo; es un régimen de soberanía y no un régimen
de biopoder.
De hecho, hoy ya no estamos en espacios públicos de soberanía
democrática. Por ello se hace difícil trasladar sin mediación los con-
ceptos de Robespierre, y más en general los de las Revolución fran-
cesa, a nuestro campo político. Esto sería ilusorio. Estos conceptos,
sin embargo, no están caducos. Son referencias que autorizan a ima-
ginar que es posible tener otros objetivos políticos más allá de sal-
vación de los cuerpos. ¿Cuál es la mediación que puede devolver a los
enunciados de Robespierre la actualidad de su virtud? La del aconte-
cimiento.
El hundimiento del comunismo, al trabajar nuevamente la histo-
ria, ha reactivado simultáneamente recursos políticos que el discur-
so de la guerra fría enmascaraba e intentaba eliminar. En los años
1980 Frauíjois Furet podía escribir "la revolución francesa ha termi-
nado". El tiempo en que la política se ejercía a través de la historia
de la Revolución francesa, o sea, en buena medida, con o contra
Robespierre, parecía cumplido. Pero es posible responder a Franíjois

19. En griego, zoé expresa el simple iiecho de vivir y es un término común a los
animales, a las plantas, a los humanos y a los dioses, mientras que bios indica la
manera de vivir propia de un individuo o de un grupo.
20. Giorgio Agamben, Homo sacer, París, Le Seuil, 1997, p. 17.

15
Furet. Alain Badiou afirma, por ejemplo, que "la cuestión del uni-
versalismo político depende enteramente del régimen de fidelidad
o de infidelidad que se mantiene no respecto de esta o aquella doc-
trina, sino con respecto a la Revolución francesa, o a la Comuna de
París o a Octubre de 1917, o a las luchas de liberación nacional, o
al Mayo de 1968. A contrario, la negación del universalismo polí-
tico, la negación del propio motivo de la emancipación, exige algo
más que una simple propaganda reaccionaria. Exige lo que se debe
llamar un revisionismo del acontecimiento. Por ejemplo, el trabajo
de Furet para establecer que la Revolución francesa fríe completa-
mente inútil e infecunda"^'. Pero si existe una fecundidad de la
Revolución francesa, no cabe buscarla del lado de la política esta-
tista, sino del lado de los movimientos de emancipación. "Los
acontecimientos de la Revolución francesa inauguran una moder-
nidad que no puede encontrar su norma y su conciencia de sí, si no
es en ella misma. Esta es la apuesta sobre la actualidad de la Revo-
lución francesa"^^. Para Jacques Guilhaumou "el acceso a la Revolu-
ción francesa en la actualidad" no debe ser considerado como una
desviación, si no el retorno legítimo de un dato, de una creatividad,
de una serie de acontecimientos siempre disponibles en contra del
actual estado de cosas"''. Al respecto una cuestión retorna perma-
nentemente: "¿qué queda hoy de una política en movimiento, de su
potencial de emancipación para la sociedad en su conjunto?"-"* Los
movimientos sociales internacionales actuales indican una simpatía
de aspiración y una práctica política que reúne, tras dos siglos de
separación, a los defensores de la "igualibertad"": La libertad al ser-
vicio de la humanidad y no de algunos.

21. Alain Badiou, "Huit théses sur runiversel", Universel, Singulier, Sujet, Jelica
Sumic ed. París, Kimé, 2000, p. 13
22. Jacques Guilhaumou, La Parole des sans. Les mouvements actuéis a l'épreuve de
la Révolution frangaise, París, ENS éditions, 1998, p. 18
23. Ibid
24. Ibid
25- Etiennc Balibar. "Droits de l'Homme et droits du citoyen, la dialectique moder-
ne de l'égalité et de la liberté", Actuel Marx, 1990, n° 8, pp. 13-44. (Nota del tra-
ductor: he traducido "cgaiiberté" por "igualibertad").

16
Entonces, lejos de ser contradictoria con la libertad, la igualdad
es la consecuencia de respetarla. En efecto, para que la libertad de
cada uno sea respetada, es necesario que todos los hombres tengan
un derecho igual a esta libertad, que la libertad de uno no se inmis-
cuya en la del otro. Por ello, la igualdad y la libertad son recípro-
cas. No hay una revolución de la libertad y una revolución de la
igualdad, las dos son indisociables. La Revolución francesa es la de
la iguaübertad. Las libertades individuales no forman un capítulo
separado de los derechos colectivos, como se dice en nuestros ma-
nuales de educación cívica. Robespiere lo enuncia claramente: "Hay
opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros
es oprimido. Llay opresión contra cada miembro cuando el cuerpo
social es oprimido: cuando el gobierno oprime al pueblo, la insu-
rrección del pueblo entero y de cada una de sus porciones es el más
santo de los deberes; cuando la garantía social falta a un ciudada-
no, forma parte del derecho natural que éste se defienda por sí mis-
mo. En uno u otro caso, sujetar a formas legales la resistencia a la
opresión es el último refinamiento de la tiranía"^*^.
Esta iguaübertad no concierne únicamente a las relaciones entre
ciudadanos de un mismo pueblo, también funda las relaciones
entre los pueblos. En efecto, cada pueblo tiene el derecho de darse
la constitución que elija a condición de que ésta respete las obliga-
ciones del principio universal del derecho y de la reciprocidad que
éste comporta. Nadie tiene el derecho de impedir a un pueblo que
"recupere sus derechos" y que salga del sometimiento. El derecho
de gentes viene así a limitar el derecho de los Estados particulares,
la Revolución francesa pone los fundamentos de un derecho uni-
versal, o cosmopoiítico, que impide la conquista, el colonialismo y
el imperialismo. Robespierre formaliza explícitamente sus implica-
ciones: "Los hombres de todos los países son hermanos y deben
ayudarse en la medida que puedan del mismo modo que los ciuda-
danos de un mismo estado. Aquel que oprime una sola nación se
declara enemigo de todas. Aquellos que hacen la guerra a un pue-

26. Proyecto de Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de! 24
de abril de 1793.

17
blo, para detener los progresos de la libertad y aniquilar los dere-
chos del hombre, deben ser perseguidos en todas partes, no como
enemigos ordinarios, sino como asesinos y bandidos rebeldes. Los
reyes, los aristócratas, los tiranos, sean quienes sean, son esclavos
que se revuelven contra el soberano de la tierra que es el género
humano, y contra el legislador del universo que es la naturaleza"'*^.
Hoy se presenta el "Estado jacobino centralizado"^^ este viejo
Estado-nación que felizmente desaparece, como obstáculo contra
lo universal. La leyenda de una continuidad de la forma estado de
Luis XIV a nuestros días, forma que se habría afianzado notable-
mente durante el periodo revolucionario, es particularmente tenaz.
Pero no solo la Revolución francesa no inventa esta forma política
propia del siglo XIX sino que la combate, afirmando la igualiber-
tad de los ciudadanos y de los pueblos. La nación soberana no es el
obstáculo que impide el advenimiento de una sociedad de las na-
ciones, sino que la hace posible fuera de toda hegemonía imperia-
lista^'. La igualdad como reciprocidad de la libertad produce un
efecto subversivo de la verdad, establece que cada uno tiene el dere-
cho de hacer política y que las relaciones de dominación entre los
pueblos son contrarias al derecho.
Derechos del hombre, declaración de los derechos del hombre y
del ciudadano, ciudadanía, exclusión, voto, sin papeles, sin domi-

27. ídem. Sobre estas implicaciones remitimos a Florence Gauthier, Triomphe et


mort du droit naturel en Révolution 1789,1795,1802, París, Kimé, 1998.; Sophie
Wahnich, L'impossible Citoyen, Létranger dans le discours de la Révolution fran^aise,
París, Albin Michel, 1997; Marc Belissa, Fraternité universelle et intérk national,
1713-1795, París, Kimé, 1998.
28. Este concepto no existe en el siglo XVIII y hay que esperar a la victoria de
Jean-Baptiste Say y consortes para verlo florecer. Por esto en la presente edición
de los Discours hemos decidido mantener, contra el Estado-nación del siglo XIX,
el estado del XVIII. Baudelaire en "L'Ésprit et l'style de M. Villemain" luchaba ya
contra un "gusto de servilismo incluso en el uso inmoderado de las mayiísculas: el
estado, el Ministro, etc.. etc", Baudelaire, Oeuvres completes, París, 1961, p. 764.
29. Kant, en su Project de paix perpétuelle sintetizó admirablemente los proyectos
y las experiencias revolucionarias, desde 1795. Edición en español: "Sobre la paz
perpetua", Tecnos, Madrid, 1996.
cilio fijo, sans-culotte, responsabilidad, corrupción, igualdad, liber-
lad, liberalismo, especulación, acaparamiento, redistribución, renta
mínima, derecho a la existencia, cosmopolítica, humanidad, mun-
dialización, conquista, guerra... jugar a enredar las palabras de la ac-
tualidad y de la Revolución francesa es cómodo. Hoy, como en
1789, en estos dos momentos en que se espera ver emerger formas
[lolíticas nuevas, se plantea la misma cuestión: ¿por qué los hom-
lires se reagrupan en sociedad y cuál debe ser la relación de estos
hombres entre ellos? En otros términos: ¿sobre qué se puede fundar
una sociedad nueva? El sentido común y Robespierre responden,
contrariamente a Jean-Baptiste Say, que las sociedades humanas
existen para que los derechos del más débil de entre los hombres
sean garantizados, cosa que Robespierre llama economía política po-
pular y el sentido común justicia.

19
I

AFIRMAR LOS PRINCIPIOS DE LA


SOBERANÍA DEL PUEBLO
C O N T R A EL RÉGIMEN CENSITARIO

"LA SOBERANÍA RESIDE EN TODOS LOS INDIVIDUOS DEL PUEBLO"


22 de octubre de 1789, a la Asamblea Constituyente

La revolución campesina del "Grande Peur"^ da la medida de la


esperanza del verano de 1789; los debates de la Constituyente en otoño
¡ít de la decepción. Una vez pasó la emoción, la estrategia de la mayo-
ría de la Asamblea consiste en efecto en esquivar las obligaciones legis-
lativas contraidas "bajo el resplandor de los castillos incendiados" (Ma-
rat). Los días 20 y 22 de octubre de 1789, los Constituyentes debaten
así las cualidades requeridas para acceder al voto y a la eligibilidad. El
.'2 de octubre, Robespierre -^minoritario como era habitual, aquí con
(i'regoire, Duporty Defermon— se opone a la condición de censo plan-
teada por el Comité de constitución. Se apoya en la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano a fin de mostrar lo absurdo del
censo y las contradicciones de una Asamblea que ha votado esta decla-
ración dos meses antes (26 de agosto). Denuncia una concepción políti-
ca en la que el derecho es medido por la riqueza^. Contra el fisiócrata
Dupont de Nemours, que sostiene que para "ser elector es preciso tener
una propiedad", Robespierre rechaza la idea de que una sociedad polí-
tica sea una sociedad por acciones, que el interés de aquel que posee re-
presente el interés del conjunto de la sociedad. Según Robespierre, todos

1. Gran Miedo. En francés, nombre con que se designó la revuelta campesina de


julio de 1789 que acabó con el feudalismo, obligando a la Asamblea Constituyente
.1 derogarlo (nota del traductor).
2. Ver en particular el discurso sobre la organización de la Guardia Nacional de
1 8 de diciembre de 1790 y sobre el marco de plata de abril de 1791.

23
los individuos del pueblo detentan de pleno derecho el poder. Ellos
deben ejercerlo y ser representados. Contrariamente a los lugares comu-
nes de la historiografía, Robespierre no razona a partir de un pueblo
abstracto (el Pueblo) sino sobre la base de los derechos del hombre, es
decir de cada uno de los seres humanos que componen el pueblo.

Cuarta cualidad para la eligibilidad': "Pagar un impuesto directo


por un importe del valor local de tres jornadas de trabajo".
El Señor Abate Grégoire ataca este artículo; teme la aristocracia de
los ricos, hace valer los derechos de los pobres, y piensa que para ser
elector o elegible en una asamblea primaria, es suficiente ser buen
ciudadano, tener un juicio sano y un corazón fi'ancés.
El Señor Duport. He aquí una de las cuestiones más importantes
que tenéis que decidir. Es preciso saber a quién otorgaréis y a quién
rehusaréis la cualidad de ciudadano. Este artículo tiene en cuenta la
fortuna que no es nada en el orden de la naturaleza. Es contrario a
la declaración de los derechos. Exigís un impuesto personal, pero
¿este tipo de impuestos existirán siempre? ¿No vendrá un tiempo en
que únicamente serán sometidas a impuestos las propiedades? Una
legislatura, o una combinación económica podría pues, cambiar las
condiciones que habéis exigido.
El Señor Biauzat. Fijáis en el valor de un marco de plata la cuata
del impuesto para ser diputado a la asamblea nacional. ¿Por qué no
hacer lo mismo para las otras asambleas? Indicad pues para las
asambleas primarias una contribución equivalente a una o dos on-
zas de plata.
El Señor Robespierre. Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tie-
nen derecho a aspirar a todos los grados de representación. No hay
nada más conforme a vuestra Declaración de derechos, ante la cual
todo privilegio, toda distinción, toda excepción deben desaparecer.

3. El Comité de constitución somete a la Asamblea cinco cualidades necesarias


para la eligibilidad: haber nacido y haber llegado a ser francés; ser mayor (25 años);
estar domiciliado; pagar un impuesto equivalente a tres jornadas de trabajo; no ser
criado o doméstico.

24
I ,a constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en
lodos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el de-
recho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la admi-
nistración de la cosa pública, que es suya. Si no, no es verdad que
los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudada-
no. Si aquel que no paga más que un impuesto equivalente a una
jornada de trabajo tiene menos derecho que aquel que paga el valor
(le tres jornadas de trabajo, aquel que paga la de diez jornadas tiene
más derecho que aquel cuyo impuesto equivale solo al valor de tres;
y en ese caso, aquel que tiene cien mil libras de renta tiene cien ve-
t es más derecho que aquel que no tiene más que mil libras de renta.
Resulta de todos vuestros decretos que cada ciudadano tiene el
derecho de contribuir a la ley, y a partir de ahí, el de ser elector o
ilegible, sin distinción de fortuna.
El Señor Dupont de Nemours. El Comité de constitución ha come-
tido un error estableciendo distinciones entre las cualidades nece-
sarias para ser elector o elegible.
Para ser elegible, la única cuestión es saber si se tienen las cuali-
dades necesarias ante los ojos de los electores. Para ser elector, es
preciso tener una propiedad, es preciso tener una casa. Los asuntos
lie administración conciernen a las propiedades, los socorros debi-
tlos a los pueblos, etc. Nadie tiene interés si no es propietario; única-
mente los propietarios pueden ser electores. Aquellos que no tienen
propiedades no son aún parte de la sociedad, aunque la sociedad
está en ellos.
El Señor Defermon. La necesidad de pagar un impuesto destruiría
en parte la causa de la mayoría, puesto que los hijos mayores no
pagan impuestos. La sociedad no debe estar sometida a los propie-
tarios o bien se daría nacimiento a la aristocracia de los ricos que
son menos numerosos que los pobres. ¿Cómo, por otra parte, po-
drían someterse a leyes aquellos que no hubieran participado en su
elaboración? Pido la supresión de esta cuarta cualidad.
El Señor Démeunier polemiza, en nombre del Comité, con las di-
versas objeciones hechas contra esta condición.
No exigiendo ninguna contribución —dice—, se admitiría a los

25
mendigos en las asambleas primarias puesto que ellos no pagan tri-
butos al estado; ¿se podría además pensar que estarían al abrigo de
la corrupción? La exclusión de los pobres de la que tanto se ha
hablado, no es más que accidental; ella se transformará en objeto de
emulación para los artesanos, y esto será aún la ventaja menor que
la administración pueda recoger. No puedo admitir que se esta-
blezca el impuesto en una o dos onzas de plata. El establecido a par-
tir de un número de jornadas sería más exacto para los diversos paí-
ses del reino, donde los precios de las jornadas varía con el valor de
las propiedades.

La redacción del Comité para la cuarta condición es adoptada


por la Asamblea Constituyente.

26
SOBRE EL D E R E C H O DE V O T O DE
LOS C O M E D L \ N T E S Y DE LOS JUDÍOS

"EXPIAR NUESTROS CRÍMENES NACIONALES"


23 de diciembre de 1789, en la Asamblea Constituyente

El 23 de diciembre de 1789, la Asamblea debate la moción de Cler-


mont-Tonnerre mediante la cual pide que las profesiones o cultos no
sean motivo de inelegibilidad. Contra el abate Maury que estigmatiza
la libertad de costumbres de los comediantes y hace a los judíos respon-
sables de su exclusión, Robespierre reclama la justicia, la expiación de
"nuestros crímenes nacionales"para aquellos que han sido excluidos. ¿Se
puede ser libre teniendo al lado hombres que, al estar excluidos, no son
libres^ Un hombre no será libre si oprime a otro. Así, Robespierre recla-
ma la aplicación del principio según el cual todos los habitantes del
territorio francés deben tener los mismos derechos civiles y políticos. Del
mismo modo, un pueblo que proclama su libertad no puede oprimir a
otro. Si hay opresión, el reconocimiento del crimen y su reparación son
necesarios para que un pueblo se constituya como pueblo político, pue-
blo libre, no simplemente un agregado, un "rebaño"'.

El señor abate Maury. [...] La opinión que los excluye (a los come-
diantes) no es un prejuicio; por el contrario ella honra al pueblo
que la ha concebido. La moral es la primera ley; la profesión del tea-
tro viola esencialmente esta ley, porque sustrae a los hijos de la au-
toridad paternal. Las revoluciones en la opinión no pueden ser tan

1. Ver el proyecto de Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del
24 de abril de 1793.

27
rápidas como nuestros decretos. [...]
Al decir que los hombres excluidos de las funciones administrati-
vas son infames se ha hecho servir siempre un sofisma; pero voso-
tros mismos habéis excluido con vuestra constitución a los criados
domésticos. Yo únicamente he lamentado verlos en la misma posi-
ción de quienes han quebrado, lememos rebajar a las municipali-
dades en el momento en que debemos crearlas de forma que merez-
can el respeto para obtener la confianza.
Pasemos a un asunto más digno de esta Asamblea. Señalo de en-
trada que la palabra Judío designa no a una secta, sino a una nación
que tiene sus leyes, que siempre las ha seguido y que desea aún se-
guirlas. Dar la ciudadanía a los judíos sería como si los Ingleses o
los Daneses pudieran llegar a ser Franceses sin carta de naturaliza-
ción y sin dejar de ser Ingleses o Daneses. [...]
Los judíos han permanecido diecisiete siglos sin mezclarse con
otras naciones. No han hecho otra cosa que comerciar con dinero;
han sido la plaga de las regiones agrícolas; ninguno de ellos ha sabi-
do ennoblecer sus manos empuñando la reja y el arado. La ley c|ue
siguen no les deja tiempo para dedicarse a la agricultura; además del
sabat, tienen cincuenta y seis fiestas al año más que los cristianos.
En Polonia, poseen una gran provincia. ¡Pues bien!, el sudor de los
esclavos cristianos riega los surcos donde germina la ()(>ulcncia de
los judíos, quienes pesan ducados y calculan lo que pueden sustraer
de las monedas sin exponerse a las penas señaladas por la ley, mien-
tras sus campos son cultivados de ese modo.
No eran labradores ni bajo el reino de David, ni bajo el de Salo-
món. Se les reprochaba entonces su pereza: ocupándose únicamen-
te del comercio, eran lo que hoy en día son los piratas berberiscos.
¿Podéis convertirlos en soldados? El celibato les horroriza: se casan
muy jóvenes. Aun cuando poseyeran el patriotismo y el valor que los
llamaría bajo nuestras banderas, no se sacaría mucha cosa de ellos.
No conozco ningún general que quisiera comandar un ejército de
judíos durante el sabat; ellos nunca han dado ninguna batalla en ese
día, y sus enemigos lo respetaban como ellos.
¿Liaríais de ellos unos artesanos? Sus fiestas multiplicadas y sus días
de sabat serían obstáculos insuperables.

28
Poseen doce millones de hipotecas sobre la tierra en Alsacia. En
lili mes serían propietarios de la mitad de la provincia; en diez años
hi habrían conquistado completamente, no sería otra cosa que una
lolonia judía. Los pueblos sienten un odio por los judíos que este
engrandecimiento no haría sino hacer estallar. Por su propio bien,
no podemos ni entrar a deliberar el tema de su reconocimiento co-
mo ciudadanos.
No deben ser perseguidos: son hombres, son nuestros hermanos;
janatema para quien hablase de intolerancia! Habéis reconocido
(¡ue nadie puede ser inquietado por sus opiniones religiosas, y a
partir de ahí habéis asegurado a los judíos la protección más amplia.
Que sean protegidos como individuos, y no como franceses, pues-
to que no pueden ser ciudadanos.
De lo que he dicho sobre los judíos no debéis concluir que los
(.onfundo con los protestantes. Los protestantes tienen la misma re-
ligión y las mismas leyes que nosotros, pero no tienen el mismo cul-
to; sin embargo, como ya disfrutan de los mismos derechos, pien-
so que no hay lugar a deliberar sobre la parte que les concierne en
la moción presentada.
El señor Robespierre. Todo ciudadano que cumple las condiciones
de elegibilidad que habéis prescrito tiene derecho a ejercer las fun-
ciones públicas. Cuando habéis discutido estas condiciones, habéis
tratado la gran causa de la humanidad. Quien me ha precedido en
el uso de la palabra ha querido hacer de algunas circunstancias par-
ticulares tres causas diferentes. Las tres están encerradas en los prin-
cipios, pero, por honor a la razón y a la verdad, voy a examinarlas
brevemente.
No se podrá decir nunca con éxito en esta Asamblea que una fun-
ción necesaria de la ley puede ser marchitada por la ley. Es necesa-
rio cambiar esa ley, y el prejuicio, al no tener fundamento, desapa-
recerá.
No creo que tengáis necesidad de una ley sobre los comediantes.
Los que no son excluidos están incluidos. Sin embargo, es bueno
que un miembro de esta Asamblea venga a reclamar en favor de una
clase oprimida durante demasiado tiempo. Los comediantes mere-
cerán una mayor estima pública cuando un absurdo prejuicio no se

29
oponga a lo que ellos obtienen: entonces las virtudes de los indivi-
duos contribuirán a depurar los ^pectáculos y los teatros se trans-
formarán en escuelas públicas de principios, de buenas costumbres
y de patriotismo.
Os han dicho cosas infinitamente exageradas sobre los judíos,
corrientemente opuestas a la histeria. ¿Cómo se les puede objetar
las persecuciones de las que han sido víctimas en diferentes pue-
blos? Por el contrario, ellas son címenes nacionales que debemos
expiar, dándoles los derechos imfrescriptibles del hombre, de los
que ninguna potencia humana poiía despojarles. Aún se les impu-
tan vicios y prejuicios, se exagera su espíritu de secta y de interés.
Pero, ¿a qué podemos imputarlos si no es nuestras propias injusti-
cias? Después de haberlos excluid) de todos los honores, incluido
el derecho a la estima pública, nofeshemos dejado más que los ob-
jetos de especulación lucrativa, ¡^volvámoslos a la felicidad, a la
patria, a la virtud, devolviéndoles a dignidad de hombres y de ciu-
dadanos; soñemos que jamás puele ser política, que se pueda lla-
mar así, el condenar al envilecimiaito y a la opresión a una nuilii-
tud de hombres que viven entre n'sotros. ¿Cómo se podría íuiidar
el interés social sobre la violación ce los principios eternos tic la jus-
ticia y de la razón que son las bas6 de toda sociedad humana?

El 24 de diciembre, la Asamblea 'ota a favor de la admisión de los


no católicos a las funciones públicai pero "se reserva el /miniinriarse"
sobre el estado de los judías. El 27 desetiembre de 1791, lo\ judíos "son
incluidos en el derecho común de tolos los franceses".

30
PODER LOCAL, PODER CENTRAL
"¡AH! SI ÉL HUBIERA SIDO UN ENEMIGO DEL PUEBLO,
N O ESTARÍA GIMIENDO EN UNA CÁRCEL"
17 de marzo de 1791, a la Asamblea Constituyente

El 10 de febrero, una diputación de la aldea de Issy-lEvéque (Saóne-


ci-Loire) fue recibida en la Asamblea y pedía la liberación de su alcal-
de, el cura Carian. Este, portavoz de los aparceros y de los peones, había
¡mimado un comité permanente, creado en octubre de 1789, al final
de la gran jacquerie' de julio de 1789. El comité había organizado un
verdadero poder municipal popular en las seis comunas del cantón de
Issy-lEvéque el cual había decidido la tasación de los precios del grano,
la creación de graneros municipales, la recuperación de las tierras co-
munales usurpadas, la reglamentación de los contratos de arrenda-
miento en un país de aparcería. Utilizaba para ello eljuez de paz local,
que entonces era elegido por el pueblo, y la guardia nacional. En las
elecciones municipales de marzo de 1790, Carian fue elegido alcalde.
Los ricos le acusaron del crimen poca común de "lesa patria"y lo hicie-
ran encarcelar en agosto. Pero la experiencia de los campesinos de Issy
recibió un amplia apoyo popular. En la Asamblea, el informante del
asunto propuso no deliberar, forma de dejar al inculpado pudrirse
indefinidamente e« la cárcel. Robespierre intervino para recordar a la
Asamblea que era ella quien debía declarar si la acusación de crimen
de lesa nación había lugar.

1. Jacquerie, nombre despectivo dado por los nobles a las revuelcas campesinas en
la edad moderna en Francia. Proviene de Jacques, nombre propio habitual entre los
campesinos. Como suele suceder, finalmente acabó definiendo estas revueltas per-
diendo el carácter ofensivo (nota del traductor).

31
Carion fue liberado al día siguiente.

Es imposible que la Asamblea decrete que no deliberará sobre este


asunto; es imposible que por una resolución, prolongue la cautivi-
dad de un infeliz detenido desde hace siete meses. Desde hace siete
meses, el cura de Issy-L'Evéque ha sido tratado por decreto como
criminal de lesa patria. El mismo título de esta acusación os obliga
a deliberar sobre su reclamación, puesto que habéis establecido me-
diante una ley que los crímenes de lesa patria no pueden ser juzga-
dos sino tras un decreto de la Asamblea nacional, que declarase que
la acusación ha lugar. ¿Cuál es el fondo del crimen del cura de Issy-
l'Évéque? No se le reprocha nada que se aproxime a la acusación de
lesa patria. Se le reprochan algunos hechos que eran de la compe-
tencia de la comuna y de la municipalidad de la que era miembro.
Se le reprochan otros que quizás eran extraños a la jurisdicción
municipal, y que eran más análogos a las funciones de legislador.
Pero más allá de que los hechos no son personales, que son los de
la municipalidad de Issy-l'Evéque, ¿qué tienen en conuiti con estos
atentados contra la libertad, contra la soberanía del pueblo a los
que se aplica la denominación de crimen de lesa nacicMi. ¿C)ué di-
go?, Todos convienen que sus errores, sean los que sean, tienen co-
mo fuente un celo quizás demasiado ardiente, pero puro y genero-
so, por los derechos del pueblo y por los intereses de la luiinanidad.
¡Ah! Si hubiera sido un enemigo del pueblo no gemiría desde hace
siete meses en una cárcel. Quizás nunca habría entrado en ella. ¿Se-
remos solamente inexorables con los infortunados, con los amigos
de la patria acusados de un exceso de entusiasmo por la libertad?
No, no hay que agobiar a los ciudadanos sin apoyo cuando tantos
culpables, antes ilustres, han sido absueltos. Pido que todos los pro-
cedimientos abiertos contra el cura de Issy-l'Evéquc seati declarados
nulos, y que sea puesto en libertad.

32
CONTRA LA LEY MARCIAL

"SE TRATA DE DESCUBRIR POR QUÉ EL PUEBLO MUERE DE HAMBRE"


21 de octubre de 1789, en la Asamblea constituyente

El 29 de agosto de 1789, la Asamblea votaba la libertad ilimitada


en el comercio de granos. Esta política, intentada ya durante las refor-
mas de 1764y después en 1775, consistía en librar el mercado de sub-
sistencias a los grandes productores y negociantes de granos y harinas,
autorizándoles a subir los precios de estos productos de primera necesi-
dad. Pero los salarios no se subían tanto, esta "libertad de precios" cas-
tigaba las rentas fijas, y entre ellas, los salarios. Estas experiencias pro-
vocaron la indignación de los asalariados pobres que se encontraban
incapaces de comprar sus alimentos. Tras dos fracasos sucesivos, la
monarquía había renunciado a la experiencia pero desde el principio
de la Revolución los economistas arrastraban de nuevo a la Asamblea
en la aventura: inspirándose en la experiencia, de Turgot de 1775, la
libertad ilimitada del comercio de granos debía acompañarse de medi-
das represivas para impedir las respuestas populares, que consistían en
tasar los precios en los mercados, es decir, bajarlos, ya que las autorida-
des no lo hacían. El medio de aplicación de la "libertad de comercio"
fue la ley marcial, que autorizaba a la fuerza armada a intervenir con-
tra los "motines de tasación" en los mercados'.
El establecimiento de la ley marcial necesitaba una puesta en escena
minuciosa: se trata de fomentar m.otines para justificar la represión. El

1. Sobre la ley marcial ver Florence Gauthier, Triomphe et mort du droit naturel en
révolution, 1789-1802, PUF, 1992.

Universidad Católica de Chile 33


INSTITUTO DE CIENCIA POLÍTICA
ministro Necker había preparado una carestía de hecho interrumpien-
do el avituallamiento de París. Después, el 21 de octubre, un alterca-
do provocó la detención del panadero Frangois quien, conducido a la
Comuna de Paris, fue a continuación entregado por la guardia nacio-
nal a la multitud, la cual lo mató. Inmediatamente, en la Asamblea,
Barnave y Mirabeau reclamaron la ley marcial. Robespierre interviene
para denunciar la maniobra. Su moción fue rechazada y la asamblea
votó la ley marcial

El Señor Robespierre se ve sobrepasado por la libertad de sus pen-


samientos Y la energía de sus expresiones:
Guiados siempre por el patriotismo más ardiente y más puro, sin
embargo, señores, hemos llegado —dijo— al límite de las pruebas
más rigurosas; y si vuestro patriotismo pudiera debilitarse, si vues-
tro coraje pudiera tambalearse, si el terror pudiera sustituir esta he-
roica firmeza que habéis profesado generosamente... ¡Ah! Seiiores,
temblad; en esto estriba de hecho la libertad fi:ancesa.
Acaban de pediros soldados y pan; los enemigos del bien público
han previsto bien las perplejidades en que vosotros os ibais ,i sumer-
gir, estas perplejidades son su obra; pero, ¿se piensa en ell.is ( uando
se os pide la ley marcial? Es como si se os dijera: el pucl)l<i ••» .i¡',rupa
porque el pueblo muere de hambre, es preciso degoll.itlo I l.iy otras
medidas a tomar, señores, hay que de remontarse li.r.1.1 l.i Inentc del
mal. Es preciso descubrir por qué muere el pucbln tic li.nnlirc, es
absolutamente preciso sofocar esta conjura formid.iMc i mu 1.1 l.i sal-
vación del estado, puesto que no podemos dud.n (|nr MI-, t IU niigos
son numerosos; allí están unos obispos, vosotros iciu i. I.i |>i ueb.i en
una carta pastoral incendiaria que ha sido soiiu tul.i .1 MK .11.1 con-
sideración^; por otra parte, están los acaparadoír-, il( i'i.imis i|ue
impiden la libre circulación en el interior y que I.IMMI . . n l.i ( xpor-
tación; en fin, por todas partes parece que se hay.i pu HII. .iliii|',,ir en
su cuna a la libertad francesa que ya nos cuesta t.m > .ti.i

2. Se trata del obispo deTréguier (Bretaña) quién deniiin inuln . iin MMI m.is de
igualdad de rangos y fortunas", intentaba encender la giu n i , IMI . n .11 •! >.is.

34
Los Señores de Cázales y de Regnier han hecho grandes esfuerzos
para llamar al Señor de Roberspierre (sic) a lo que ellos llamaban el
orden y han pedido que él escribiera su moción, que la depositara
en la oficina, y que la Asamblea le obligara a presentar las pruebas
de esta pretendida conjura.
Las opiniones de la Asamblea no han estado mayoritariamente de
.icuerdo con esta moción que ha sido rechazada, y el señor Charles
tic Lameth ha anunciado que apoyaría el aserto del Señor Robespierre.

Un poco más tarde se hizo la luz sobre estas maniobras. Robespierre


precisará su análisis el 6 de abril de 1973 en un breve histórico de la po-
lítica de la Constituyente tras la legislativa que ha conducido a la
"prueba decisiva" de la revolución del 10 de agosto de 1792.

[...] Desde el origen de nuestra revolución, hemos visto estallar


motines en las más diversas partes de este vasto estado, y todos,
hasta el momento, con pretextos diversos y con matices variados,
llenen en efecto la misma causa: la lucha del interés particular con-
tra la causa pública, la resistencia de los enemigos de la libertad,
aristócratas, realistas, intrigantes, contra la voluntad general. El
[mueblo había derrocado el despotismo y la aristocracia de un solo
golpe; pero pronto la debilidad, después la corrupción de los pri-
meros mandatarios, acarició el despotismo, lo rehabilitó bajo nue-
vas formas, envalentonó a la aristocracia, y el pueblo agitado pagó
con su sangre esta pérfida protección dada a sus enemigos natura-
les. Desde ese momento, se vio a éstos aprovechar la miseria públi-
ca para provocar movimientos dirigidos contra la naciente libertad.
Mientras que Necker, a través de maniobras criminales, ocasionaba
en París una carestía momentánea que él no dejaba de exagerar. La
l'ayette, su cómplice, provocaba un acto de violencia contra un des-
graciado panadero e, imputando su crimen al pueblo, consiguió
arrancar a la Asamblea constituyente, asustada, esta ley marcial, de la
que la aristocracia abusó tantas veces para inmolar a la tiranía los
más celosos defensores de la libertad. Una bárbara indulgencia para
los enemigos de la patria, un sistema atroz de persecución contra
los mejores ciudadanos, prolongó y aumentó, día tras día, nuestras

35
agitaciones. ¿Cuántas desgracias, cuántos crímenes, cuántas conspi-
raciones han hecho falta, para forzarnos únicamente a deportar a
los clérigos sediciosos y sacrilegos, y a adoptar algunas medidas par-
ciales e insuficientes contra los traidores que desertaban de Francia
para armar contra ella a todos los tiranos de Europa? Sin embargo
sus cómplices hipócritas se decían sostenedores de la constitución,
amigos del orden público; ellos proscribían a los patriotas moteján-
doles de anarquistas, enemigos de las propiedades y de la patria.
Nosotros hemos conocido, al fin, mediante una prueba decisiva,
a estos ilustres adoradores de las leyes, a estos nobles protectores de
la tranquilidad pública, a estos administradores patriotas, a estos
sabios legisladores, nosotros les hemos sorprendido, en fin, vergon-
zosamente ligados a una Corte impía, para entregar a Francia a los
satélites de la tiranía; ellos han sido desenmascarados, declarados
traidores a la patria; y Europa ha visto toda la infamia de estos ído-
los ridículos, elogiados antes por los tontos y por los bribones, co-
mo modelos de virtud pública [...]

36
C O N T R A LA EXTENSIÓN DE LA LEY MARCL\L

" Q U E N O SE VENGA A CALUMNIAR AL PUEBLO..."


22 de febrero de 1790, en la Asamblea Constituyente

Ante la "Grande Peur", inmensa jacquerie que sacaba a la luz la des-


trucción de la feudalidad, la Asamblea había respondido, durante la
noche del 4 de agosto, con medidas contradictorias. Con una mano
decretó que destruía enteramente el régimen feudal, mientras con la otra
arrebataba a los campesinos el futo de su victoria decidiendo el rescate
de los derechos feudales, que a continuación transformó en impracticable.
Esta deriva conservadora condujo a la Asamblea a reforzar la represión.
Una nueva jacquerie se desarrolló en el oeste y en el centro del país, de
diciembre de 1789 a febrero de 1790. El 20 y el 22 de febrero, Mira-
beauy Le Chapelier propusieron extender la ley marcial del 21 de octu-
bre de 1789, que apuntaba hasta entonces contra los motines de subsis-
tencia, contra las revueltas campesinas. Robespierre se levanta contra
esta política de represión, poniendo en guardia de nuevo, no sin ironía,
contra los disturbios fomentados por los ci-devant\ ellos mismos señores
feudales, adoptando la defensa del movimiento popular y de la Revolu-
ción.

No concedo, en absoluto, entera fe al relato oficial de los minis-


tros, y a esas descripciones excesivamente recargadas de insurrec-
ciones en el reino. Ha habido castillos quemados en el Agenais;

1. Ci-devant, expresión francesa del siglo XVIII, significa ex, o sea, los que antes
eran otra cosa. En el lenguaje revolucionario se usaba habitualmente para designar a
los aristócratas despojados de su rango por la Revolución (nota del traductor).

37
pero estos castillos pertenecían al señor d'Aiguillon y a Charles de
Lameth. Ante estos nombres, ¿es difícil adivinar quién ha extravia-
do al pueblo y dirigido sus antorchas contra las propiedades de sus
más ardientes defensores? Estos generosos patriotas os exhortan a no
horrorizaros ante estos accidentes. Si la cólera del pueblo ha quema-
do algunos castillos en Bretaña, eran los de esos magistrados que le
han denegado la justicia, que han sido rebeldes a vuestros decretos y
que rezongan aún contra la constitución. ¡Que estos hechos no ins-
piren, pues, ningún terror a los padres del pueblo y de la patria! ¿No
sabéis qué medio se ha empleado en Normandía para provocar los
motines? Habéis visto con qué candor los habitantes del campo han
desautorizado sus firmas puestas por sorpresa en una declaración,
obra de sedición y de delirio, redactada por una mujer aristócrata.
¿Quién ignora que se han repartido libelos incendiarios en las pro-
vincias de Bélgica; que la guerra civil ha sido predicada desde el pul-
pito del Dios de la paz; que los decretos sobre la ley marcial, sobre
la contribuciones, sobre la supresión del clero, fueron publicados
con presteza, mientras que se escondían al pueblo aquellos decretos
vuestros que le presentan objetos de beneficencia fáciles de com-
prender? Que no se venga, pues, a calumniar al pueblo. Dejemos a
sus enemigos exagerar por vía de hecho, exclamar, hasta en el Par-
lamento de Inglaterra, que la revolución ha sido mancillada por la
barbarie más salvaje. Es propio de los ingleses, a quienes su conato
de constitución, imperfecta, abortada, aristocrática, ha costado tan-
tos arroyos de sangre y diecisiete guerras civiles, reprocharnos el
incendio de algunos castillos, el suplicio de algunos conspiradores
por reclamar la plenitud de los derechos y por crearlo por segunda
vez a imagen de Dios desfigurada por la ignorancia y por los tira-
nos. Yo doy testimonio a todos los buenos ciudadanos, a todos los
amigos de la razón; reclamo el testimonio de Francia entera: habéis
visto un pueblo inmenso, dueño de su destino, volver al orden en
medio de todos los poderes abatidos, de todos los poderes que le
habían oprimido durante tantos siglos.
Sin duda, Francia está dividida en dos partes, el pueblo y la aris-
tocracia; ésta agonizante, pero cuya agonía es muy larga y no sin
convulsiones, como la de un cuerpo vivaz, que existía desde mil

38
cuatrocientos años. Le queda una segunda esperanza que es la mala
organización de las asambleas administrativas. Si la intriga y la ca-
bala que se agitan en todas direcciones pudieran influir sobre las
elecciones; si aristócratas disfrazados con las máscara del civismo se
apoderasen de los sufragios; si la legislatura siguiente pudiera en-
contrarse compuesta por enemigos de la constitución, la libertad no
sería más que una vana esperanza que la Asamblea nacional habría
presentado a Europa. Las naciones sólo tienen un momento para
volverse libres; es aquel en que todos los poderes antiguos están sus-
pendidos: pasado este momento, si se da al despotismo el tiempo
para recobrarse, los gritos de los buenos ciudadanos son denun-
ciados como actos de sedición, la libertad desaparece, y la servi-
dumbre permanece. Se quiere que perdamos este momento precio-
so, se quiere entorpecer las elecciones, se quiere abatir la energía del
pueblo, ¿acaso no se nos propone por esto una nueva ley marcial?
En este mismo momento algunas ciudades han recibido guarnicio-
nes extraordinarias que, mediante el terror, han servido para entor-
pecer la libertad del pueblo, para elevar a puestos municipales a los
enemigos disimulados de la constitución. Esta desgracia es verda-
dera, lo probaré, y pido una sesión extraordinaria para hacerlo; y
¿esta reflexión os permitirá dudar de la misma? En Inglaterra, uña
ley sabia prohibe a las tropas acercarse a ios lugares donde cada año
se celebran las elecciones; y en las agitaciones inciertas de una revolu-
ción se os propone por parte del poder ejecutivo: enviad tropas don-
de queráis, aterrorizad a los pueblos, entorpezcamos los sufragios,
inclinad la balanza durante las elecciones.
Prevengamos esta desgracia: no proclamemos una nueva ley mar-
cial contra un pueblo que defiende sus derechos, que recobra su liber-
tad. ¿Debemos deshonrar al patriotismo denominándolo espíritu se-
dicioso y turbulento, y honrar la esclavitud en nombre del amor al
orden y a la paz? Prosigamos nuestras tareas, cerremos nuestros oídos
a las importunaciones del poder ejecutivo, que llama incesantemen-
te a nuestras puertas para interrumpir nuestras sesiones. El pueblo
volverá a ponerse por sí mismo bajo el yugo de las leyes cuando éstas
no sean otra cosa que protección y provecho. No admitamos que sol-
dados armados vayan a oprimir a buenos ciudadanos, con el pretex-

39
to de defenderles. No volvamos a poner la suerte de la revolución
en manos de los jefes militares; no nos dejemos llevar por las mur-
muraciones de aquellos que prefieren una pasable esclavitud frente
a la libertad conseguida con algunos sacrificios, y que nos muestran
sin cesar las llamas de algunos castillos incendiados. A menos que
queráis, como los compañeros de Ulises, volver a entrar en el antro
del Cíclope a buscar un sombrero y un cinturón que habéis dejado
allí.

La ley marcial permaneció en vigor hasta la revolución del 31 de


mayo-2 de junio de 1793. Fue suprimida el 23 de junio de 1793.

40
SOBRE LA ORGANIZACIÓN
DE LAS GUARDIAS NACIONALES

"LLEVARÁN ESTAS PALABRAS GRABADAS SOBRE SU PECHO:


EL PUEBLO FRANCÉS. LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD"
18 de diciembre de 1790, en la Sociedad de los Amigos de la Consti

liste impreso', leído en la Sociedad de los Amigos de la Constitución


(liicobinos) de Versalles fue enviado también y debatido en las socieda-
des de provincias. En él, Robespierre ataca los proyectos de la Asamblea,
(¡ue refuerzan las tropas profesionales, es decir los instrumentos de la
yjicrra (tropas de línea) y de mantenimiento del orden (gendarmería).
Robespierre no separa el tema de la guerra exterior del orden interior.
Al declarar los derechos del hombre y del ciudadano, la Francia revo-
lucionaria rechazó la guerra de conquista y estaba obligada a reorga-
nizar su defensa en función de estos principios. Para la "policía ordina-
ria", no podía afirmar la libertad apoyándose en una "fuerza peligrosa
para la libertad", una gendarmería "violenta", "despótica", que toma-
ba por costumbre las "vejacionesy abusos". Caracterizado por su "fana-
tismo servil"y su "espíritu de cuerpo", el ejército profesional está al ser-
vicio de las intrigas del poder ejecutivo o de los ricos que, por codicia,
confunden su interés particular con el interés general y por ello, defien-
den una concepción mercenaria y privada de la guerra y del manteni-
miento del orden. Para estar fundado en el derecho, el uso de la fuerza
debe ser justo. Recordando que losfrancesestomaron las armas "ante el
primer llamado de la naciente libertad", Robespierre propone sustituir
los soldados profesionales por ciudadanos armados. Concibe la guardia
nacional como el pueblo en armas para defender los derechos del hom-

1. Del que sólo reproducimos la mitad.

41
brey del ciudadano contra toda violación venga del interior o del exte-
rior. Al garantizar las funciones de defensa y de policía, ésta obedece al
poder legislativo y sus oficiales son elegidos por el pueblo soberano que
la compone. Robespierre rechaza de nuevo la distinción entre ciudada-
nos pasivos y ciudadanos activos, los únicos que tendrían acceso a la
guardia nacional, distinción por la cual, dice, la Asamblea aniquila su
propia autoridad ^. La injusticia que consiste en dividir la nación en
dos clases, una de las cuales estaría armada con el fin de contener a la
otra, produce el desorden. Por el contrario, el orden social es resultado
del respeto a los derechos del hombre y del ciudadano. Los ciudadanos-
soldados son los únicos capaces de garantizar este orden público, y no la
gendarmería —un cuerpo— o los ciudadanos-activos-soldados —una
clase— que son su negación. Los ciudadanos-soldados llevarán, precisa
Robespierre que inventó entonces la divisa, Libertad-Igualdad-Frater-
nidad sobre su pecho. A propósito de este discurso, Camille Desmoulins
escribió en Las revoluciones de Francia y de Brabante, el 21 de febre-
ro de 1791: "Robespierre es el comentario vivo de la declaración de los
derechos y el buen sentido en persona".

Señores:
Estáis convencidos de que, de todas las instituciones que os que-
dan por formar, la organización de la guardia nacional es la que
debe tener la más poderosa influencia sobre la suerte de la libertad
y sobre la estabilidad de vuestra obra. Así pues, me apresuro a bus-
car sus principios, sin comprobar su importancia.
Como sabéis, todas las instituciones políticas no son otra cosa que
medios para conseguir un objetivo útil a la sociedad y, para elegir y
emplear los medios, es siempre necesario y suficiente conocer per-
fectamente el objetivo, no perderlo jamás de vista. Examinemos,
pues, ante todo, cual es el objetivo preciso de la institución de la
guardia nacional, cual es su lugar que debe tener, que función debe
cumplir en la economía política; y todas las reglas de su organiza-

2. Véase el discurso de 22 de octubre de 1789 y el del mes de abril de 1791 sobre


el marco de plata, en el que Robespierre retoma pasajes del discurso sobre la guar-
dia nacional, entre otros la celebre fórmula, "los ricos son la desgracia del pueblo" .

42
ción se nos ofrecerán como consecuencias palpables de este princi-
pio.
Nosotros buscaríamos en vano ejemplos extranjeros perfectamen-
te análogos. La idea de la institución de la guardia nacional, al me-
nos como la concebimos nosotros, es nueva; pertenece a nuestra re-
volución: fue casi desconocida tanto por los pueblos libres como
por para los pueblos subyugados por el despotismo. Entre los pri-
meros, los ciudadanos, nacidos soldados para defender la patria, se
arman en el momento de los peligros que la amenazan, rechazan las
invasiones de los enemigos exteriores, y vuelven a sus hogares don-
de ellos no son más que ciudadanos. En cuanto a los otros (hablo
de los pueblos modernos), mantienen, o mejor sus monarcas man-
lienen a su cargo, cuerpos permanentes que emplean alternativa-
mente para combatir a sus enemigos extranjeros y para encadenar a
sus subditos. Este es el orden de las cosas que habéis encontrado,
entre nosotros, en el momento de empezar vuestros trabajos. No os
recordaré lo caro que esto hubiera podido salimos si, por un enca-
denamiento extraordinario de los acontecimientos del cual la his-
toria del mundo no ofrece ni un solo ejemplo, los soldados del des-
potismo no se hubieran transformado en soldados de la libertad...
Las circunstancias exteriores que nos rodeaban os han determinado a
conservar un ejército numeroso en pie; lo habéis dejado en manos del
príncipe; pero al mismo tiempo habéis sentido que esta fuerza, peli-
grosa para la libertad, juzgada por vosotros como un mal necesario,
exigía un poderoso remedio, Y habéis llamado a la guardia nacional;
o mejor, al primer gi'ito de la libertad naciente, todos los Franceses
han tomado las armas, se han alineado en orden de batalla en torno
a su cuna, y vosotros, convencidos de que era insuficiente crear la li-
bertad sino que también había que conservarla, habéis puesto desde
entonces en el rango de vuestros primeros deberes el cuidado de con-
solidar, a través de sabias leyes, esta saludable institución que habían
fundado los primeros esfuerzos del patriotismo.
Este simple repaso histórico nos muestra el verdadero objetivo de
la fundación de la guardia nacional; y el carácter de la cosa nos lo
dice atin más claramente.
Las leyes constitucionales trazan las reglas que hay que observar

43
para ser libres; pero es la fuerza piiblica lo que nos hace libres de he-
cho, asegurando la ejecución de las leyes. La más inevitable de todas
las leyes, la única que está segura de ser siempre obedecida, es la ley
de la fuerza. El hombre armado es el dueño de aquel que no lo está;
un gran cuerpo armado, que exista permanentemente en el seno de
un pueblo sin armas, es necesariamente el arbitro de su destino;
quien comande este cuerpo, quien lo hace mover a su antojo pronto
podrá dominarlo todo. Cuanto más severa sea la disciplina, más se
mantendrán los principios de la obediencia pasiva y de la subordina-
ción absoluta, más terrible será el poder de este jefe; puesto que la
medida de su fuerza será la fuerza del gran cuerpo del cual él es el
espíritu; y aunque fuera cierto que él no quiere abusar actualmente
de ello, o que circunstancias extraordinarias impidieran que él pudie-
ra quererlo impunemente, no es menos cierto que, en cualquier parte
que una potencia parecida existe sin contrapeso, el pueblo no es libre,
a pesar de todas las leyes constitucionales del mundo; puesto que el
hombre libre no es el que actualmente no está oprimido; es aquel que
está protegido de la opresión por una fuerza constante y suficiente.
Así toda nación que ve en su seno un ejército numeroso y discipli-
nado a las órdenes de un monarca, y que se cree libre es insensata si
no está rodeada de una salvaguardia poderosa. Ella no encontraría jus-
tificación en la pretendida necesidad de oponer una fuerza militar
igual a la de las naciones esclavas que la rodean. ¿C^ué importa a hom-
bres generosos a qué tiranos estarían sometidas ac|uéllas? ¿Vale la pena
darse tantos cuidados y derramar tanta sangre [xira conservar un in-
menso dominio en manos de un déspota para c]uc pueda pisotear
tranquilamente a varios millones de esclavos? No terijM) iiet esidad de
observar que el patriotismo generoso de los soliLulo. Iranceses, que
los derechos que ellos han adquirido en csi.i ii\(ilui um para agrade-
cimiento de la nación y de la humanidad inici.i, no i .imhian nada a
la verdad de estos principios; no se hacen liyi'., no se li.uc una cons-
titución para una circunstancia, para un HKHIU lUo II juns.uniento
del legislador debe abarcar tanto el piiMiui toino (I pcuvinir. Así
pues, ¿cuál es esta salvaguardia, cuál es eMc míiii.ipr'.K lu c is.uio.'' La
guardia nacional.
Pongamos pues en primer lii¡',.n (|iie drbc cMar iii|',aiii/,ida ile íor-

44
ma que deje al poder ejecutivo en la impotencia de volver contra la
libertad pública las fuerzas inmensas con las que está permanente-
mente armado.
Pero esto no será suficiente: será preciso que ellas mismas no pue-
dan oprimir jamás la libertad, ni al poder ejecutivo; ya que éste es
también una parte de los derechos de la nación siempre que se
mantenga dentro de los límites de la constitución.
Tal es el doble objetivo que debe lograr la constitución de la guar-
dia nacional, tal es del doble punto de vista bajo el que nosotros
vamos a considerarla.
El primer aspecto nos presenta ideas infinitamente simples.
Si es cierto que esta institución constituye un remedio contra el
poder exorbitante que un ejército permanente otorga a aquel que dis-
pone de él, de ahí se desprende que no deben de ningún modo estar
a las órdenes del príncipe, que hay que desterrar de su organización
todo lo que podría someterlas a su influencia; de otro modo, lejos de
disminuir los peligros de su potencia, esta institución los aumentaría,
y que, en lugar de crear soldados para la libertad y para al pueblo, ella
sólo daría nuevos auxiliares a la ambición del príncipe.
De este simple principio, yo extraigo las siguientes consecuencias,
que son igual de simples:
1° Que ni el príncipe, ni ninguna persona sobre la que el prínci-
pe tenga una influencia especial, deben nombrar ni a los jefes ni a
los oficiales de la guardia nacional.
2° Que los jefes y oficiales de las tropas de línea no pueden ser
jefes ni oficiales de la guardia nacional.
3° Que el príncipe no debe ascender, ni recompensar, ni castigar
a los guardias nacionales. En relación con esto, recordaré que fue,
por parte del último ministro, una medida política tan hábil den-
tro del sistema ministerial como reprensible a partir de los princi-
pios de nuestra constitución, haber enviado Cruces de San Luis a
los guardias nacionales de Metz, que asistieron a la fatal expedición
de Nancy\ Este modo de proceder debe, por lo menos, poner sobre

3. En agosto de 1790, soldados de los regimientos suizos que se encontraban en

45
aviso la vigilancia y la sabiduría de la Asamblea nacional, del mismo
modo que ha sorprendido a los ciudadanos esclarecidos. En fin,
señores, evitad cuidadosamente todo lo que podría encender en el
alma de los ciudadanos-soldados este fanatismo servil y militar, este
amor supersticioso del favor de la corte, que envilece a los hombres
hasta el punto de poner su gloria en los títulos mismos de su servi-
dumbre; deplorables efectos de nuestras costumbres frivolas y de
nuestras instituciones tiránicas.
La evidente simplicidad de estas ideas me dispensa de desarrollar-
las; y paso al segundo y más importante de los dos objetos que he
anunciado: me refiero al examen de los medios a emplear para que
la guardia nacional no pueda oprimir la libertad de los ciudadanos.
Me parece que todos estos medios se relacionan con un principio
general: impedir que forme un cuerpo y que adopte algún espíritu
particular que se parezca al espíritu de cuerpo.
Forma parte de la naturaleza de las cosas que todo cuerpo, igual
que todo individuo, tenga una voluntad propia, diferente de la
voluntad general, y que intente hacerla prevalecer. Cuanto más po-
deroso sea, más conciencia de su fuerza tendrá y más activa e impe-
riosa será esta voluntad. Imaginad lo natural que es para los milita-
res de todos los países el espíritu de despotismo y de dominación;
con qué facilidad separan su condición de soldado de la de ciuda-
dano, y la convierten en superior. Temed sobre todo esta inclina-
ción funesta en una nación cuyos prejuicios han añadido desde
antiguo una consideración casi exclusiva a la profesión de las armas,
ya que los pueblos más dignos no han podido defenderse de ella.
Ved a los ciudadanos romanos dirigidos por C'csar: si, en una pe-
lea recíproca, él intenta humillarlos, en lugar de llamarlos soldados,

guarnición en Nancy se amotinaron para obtener \.\s vciii.i|.is de los ¡guardias nacio-
nales: sueldo; elección de oficiales, y flex¡h¡li/aci()n de l.i disi iplina. Su acción fue
reprimida por una parte del ejército a la que se umeion l.is jMi.udi.is nacionales de
Nancy y de Metz. Cuarenta y un suizos fueron nindeii.iilns .1 l.i > .m el en el penal de
Brest. Ampliamente apoyados por la ojiinión p(i|iiil.ii, li>', i 11. in 1 lulos ohiuvicron
el perdón real en diciembre de 1790, pero no liirimi IIIMI.I.IO', |li.r,i.i m.ii/o de 1792!
Los jacobinos de París organizaron el 15 de .ibiil ih 1 '').' imi lii M.I iii honor de los
presos liberados que desfilaron con su gono lii(i,iii.

46
les tiara el nombre de ciudadanos, quintes; y ante este nombre ellos
riiiojecen y se indignan.
()tro escollo para el civismo de los militares es el ascendiente que
llegan a adquirir sus jefes. La disciplina conduce a la costumbre de
una pronta y entera sumisión a su voluntad; las caricias, virtudes
más o menos reales la transforman en devoción y fanatismo; es así
• orno los soldados de la República devienen los soldados de Sila, de
i'dinpeyo, de César, y no son más que ciegos instrumentos de la
)',i,indeza de sus generales y de la servidumbre de sus conciudadanos.
l'lntre nosotros será fácil prevenir todos estos inconvenientes. Re-
iordemos la distancia enorme que debe existir entre la organización
lie un cuerpo de ejército destinado a hacer la guerra a los enemigos
(le fuera, y la de ciudadanos armados para estar prestos para defen-
der sus leyes y su libertad contra las usurpaciones del despotismo:
lecordemos que la continuidad de un servicio riguroso, que la ley
ác obediencia ciega y pasiva, que transforma soldados en autóma-
las terribles, es incompatible con la naturaleza misma de sus debe-
res, con el patriotismo generoso e ilustrado que debe ser su primer
móvil. No intentéis dirigirlos con el mismo espíritu, ni moverlos
con los mismos resortes que a vuestras tropas de línea. Ya sea por-
que en los inicios de la revolución, haya sido necesario, como se ha
dicho, hacerlos muy similares al ejército, ya sea por motivos dife-
rentes, o solamente por el espíritu de imitación la razón de que se
hayan multiplicado estos estados mayores, estos grados, estas con-
decoraciones, me parece cierto que este no debe ser el estado per-
manente de la guardia nacional.
Sobre todo, es preciso aplicarse en identificar la cualidad de sol-
dado con la de ciudadano: las distinciones militares las separan y
resaltan. Reducid el número de oficiales a la estricta medida de la
necesidad. Sobre todo no creéis, en el seno de esta familia de her-
manos confederados por la misma causa, cuerpos de élite, tropas
privilegiadas, cuya institución es tan inútil como contraria al obje-
tivo de la guardia nacional.
Tomad otras precauciones contra la influencia de los jefes. Que
todos los oficiales sean nombrados por un tiempo muy corto; yo no
quisiera que excediera la duración de seis meses.

47
Que los mandos estén repartidcs, por lo menos, de forma que un
solo jefe no pueda reunir diversos distritos bajo su autoridad.
Añadid una disposición cuya iriportancia es quizás más grande
de lo que parece a primera vista No es fácil imaginar hasta qué
punto este espíritu de despotisrro militar, que intentamos extin-
guir, puede ser fomentado por la costumbre de llevar las marcas dis-
tintivas del grado del que se está levestido. En general, todo magis-
trado, todo funcionario público, fiera del ejercicio de sus funciones,
no es más que un simple ciudadaao. Las insignias que recuerdan su
carácter no le son otorgadas más cue para el momento en que cum-
ple sus funciones y para la digitaddel servicio público, y no para su
condecoración personal; la costunbre de exponerlas en el comercio
ordinario de la vida puede pueí ser mirada, de alguna manera,
como una suerte de usurpación, como una verdadera falta a los
principios de igualdad. Sólo sirve para identificarlo con su autori-
dad ante sus propios ojos; y no ceo alejarme mucho de la verdad
diciendo que estas distinciones exeriores, que los hombres con car-
gos llevan siempre, han contribudo no poco a hacer nacer en sus
mentes el espíritu de orgullo y de vanidad, y en las de los simples
ciudadanos esta timidez rampane, esta diligencia aduladora, in-
compatible también con el carácter de los hombres libres. ¿A quién
conviene menos esta vanidad pueril, si no es a los jefes de los ciu-
dadanos-soldados? Defensores de la libertad, no añorareis estos
abalorios con que los monarcas fagan la devoción de sus cortesa-
nos. El coraje, las virtudes de los hombres libres, la causa sagrada
por la que estáis armados, son vuetra gloria, aquí están vuestros or-
namentos
Yo no he dicho que estos oficiales deberían ser nombrados por los
ciudadanos, porque esta verdad rre parecía demasiado obvia. Tam-
poco he podido concebir aún la lazón que había podido determi-
nar a vuestros comités de constitución y militar a proponeros una
mitad por parte de los ciudadanos y la otra mitad por la adminis-
tración del departamento. Ellos han partido de un principio; pero
si este principio exigía la elección del pueblo, ¿por qué respetarlo en
parte y violarlo en parte? O, ¿po: qué decidir una cuestión única
basándose en dos principios contndictorios? ¿No es evidente que el

48
ilcrecho de elección pertenece esencialmente al soberano, es decir al
pueblo; que no puede ser devuelto a unos oficiales del pueblo cuya
autoridad está circunscrita dentro de los límites de los asuntos
iidministrativos; que es contradictorio hacer concurrir, con el mis-
mo soberano, a sus propios delegados para la elección de la misma
especie de fiancionarios públicos? ¿Qué ventaja se puede encontrar
en confiar esta parte de su poder a un pequeño número de admi-
nistradores? Los que, por el contrario, saben hasta qué punto se está
expuesto a la desgracia de ser traicionado o abandonado por aque-
llos que ejercen su autoridad, por todos aquellos que no son el pue-
l)lo, temerán que la intervención de estas directrices no sirva más
que para dar a la guardia nacional jefes enemigos de la causa popu-
lar, adecuados para hacer más pesado el yugo militar sobre los débi-
les ciudadanos, y para servir a los intereses de la aristocracia, mons-
truo que tiene diversas formas, que los ignorantes creen muerto y
que es inmortal. Si llevan sus reflexiones aún más lejos, temerán
quizás que este sistema no lleve hasta volver a poner pronto parte
de las fuerzas nacionales en manos del poder ejecutivo, cuyo desti-
no fue siempre dominarlo todo y corromperlo todo. Estos incon-
venientes no han sido tenidos en cuenta por los dos comités. Me
parece que ambos se han equivocado también queriendo prolongar
a dos años la duración de las funciones de los oficiales. Y que este
peligroso error, sobre todo en el sistema del que acabo de hablar,
está suficientemente refutado por los principios que hemos esta-
blecido.
Por lo demás, por muy importantes que sean las disposiciones
que acabamos de indicar, aún no atañen el punto capital de la gran
cuestión que debemos resolver; y si yo hubiera debido ignorar algu-
na de las ideas que parecen ofrecer las primicias al espíritu, las ha-
bría dejado de lado para ir derecho al principio simple y fecundo
del que ellas sólo son consecuencias.
Hagáis lo que hagáis, la guardia nacional no será jamás lo que de-
be ser, si ella es una clase de ciudadanos, una porción cualquiera de
la nación, por muy importante que la consideréis.
La guardia nacional no puede ser otra cosa que la nación entera
en armas para defender, en caso necesario, sus derechos; es preciso

49
que todos los ciudadanos en edad de llevar armas sean admitidos en
ella sin ninguna distinción. Sin eso, lejos de ser el apoyo de la liber-
tad, será su necesaria desgracia. Será preciso aplicarle el principio
que hemos recordado al principio de esta discusión, cuando hablá-
bamos de las tropas de línea; en todo estado donde una parte de la
nación está armada y la otra parte no lo está, la primera es dueña
de los destinos de la segunda; todo poder se aniquila ante el suyo;
aún más temible en tanto que ella será numerosa, esta porción será
la única libre y soberana; el resto será esclavo.
Estar armado para su defensa personal es el derecho de cualquier
hombre, estar armado para defender la libertad y la existencia de la
patria común es el derecho de todo ciudadano. Este derecho es tan
sagrado como el de la defensa natural e individual de la que es la
consecuencia, ya que el interés y la existencia de la sociedad están
compuestos por los intereses y las existencias individuales de sus
miembros. Despojar a cualquier porción de los ciudadanos del de-
recho a armarse por la patria y darle el derecho exclusivo a la otra
porción, es pues violar al mismo tiempo esta santa igualdad que es-
tá en la base del pacto social y las leyes más irrecusables y sagradas
de la naturaleza.
Pero, reparad, os lo ruego, que este principio no consiente ningu-
na distinción entre lo que llamáis ciudadanos activos y los demás.
Que los representantes del pueblo francés hayan creído durante cier-
to tiempo que era necesario prohibir a tantos millones de Franceses
que no son bastante ricos para pagar una cantidad de impuestos de-
terminada, el derecho de asistir a las asambleas donde el pueblo deli-
bera sobre sus intereses o sobre la elección de sus representantes y de
sus magistrados; en estos momentos, no puedo hacer otra cosa que
prescribirme un silencio religioso sobre estos hechos; todo lo que de-
bo decir es que es imposible añadir a la privación de estos derechos
la prohibición de estar armado para su defensa personal o para la de
su patria; es que este derecho es independiente de todos los sistemas
políticos que clasifican a los ciudadanos, porque se refiere esencial-
mente al derecho inalterable, al deber inmortal de velar para su pro-
pia conservación.
Si alguno me respondiese que es preciso tener un tipo o una ex-

50
tensión determinados de propiedad para ejercer este derecho, no
desdeñaría responderle. ¡Eh! ¿Qué le respondería yo a un esclavo
tan vil, o a un tirano tan corrompido, como para creer que la vida,
que la libertad, que todos los bienes sagrados que la naturaleza ha
repartido a los más pobres de todos los hombres no son objetos que
merecen ser defendidos? ¿Qué respondería a un sofista tan absurdo
como para no comprender que los soberbios dominios, que los go-
ces fastuosos de los ricos, que les parecen únicamente un gran pre-
mio, son menos sagrados ante los ojos de las leyes y de la humani-
dad que la magra propiedad mobiliaria, que el más módico salario
al que está unida la existencia del hombre modesto y laborioso?
¿Alguno osará decirme que esas gentes no deben ser admitidas en-
tre el número de los defensores de las leyes y de la constitución, por-
que ellos no tienen interés en el mantenimiento de las leyes y de la
constitución? Como respuesta, le rogaría que me respondiese al si-
guiente dilema: si estos hombres tienen interés en el mantenimiento
de las leyes y de la constitución, tienen derecho, siguiendo vuestros
mismos principios, a estar inscritos en la guardia nacional; si no tie-
nen ningún interés, decidme entonces pues qué significa esto, si no es
tjue las leyes, que la constitución no habrían sido establecidas para el
interés general, sino para beneficio particular de una cierta clase de
hombres; que no serían la propiedad común de todos los miembros
de la sociedad, sino el patrimonio de los ricos; lo que sería, estaréis
sin duda de acuerdo, una suposición demasiado indignante y absur-
da. Vayamos más lejos: estos mismos hombres de los que hablamos,
¿son, según vosotros, esclavos o extranjeros? ¿O son ciudadanos? Si
son esclavos o extranjeros es preciso declararlo con franqueza y no
intentar disfrazar esta idea bajo expresiones nuevas y bastante oscu-
ras. Pero no; ellos son en efecto ciudadanos; los representantes del
pueblo francés no han despojado de este título a la mayoría de sus co-
mitentes; puesto que se sabe que todos los Franceses, sin ninguna
distinción de fortuna o de cotización han concurrido a la elección
de los diputados de la Asamblea nacional: aquellos no han podido
volver en contra de ellos el mismo poder que habían recibido, arre-
batarles los derechos que estaban encargados de mantener y afir-
mar, y con este hecho negar su propia autoridad, que no es otra que

51
las de sus comitentes; ellos no han podido ni querido hacerlo, y no lo
han hecho. Pero si esos de los que hablamos son en efecto ciudada-
nos, les corresponden derechos de ciudadanía; a menos que esta cua-
lidad no sea más que un título vano y un escarnio. Sin embargo, entre
todos los derechos a los que se refiere la idea, encontradme, si podéis,
uno solo que le esté más esencialmente unido, que esté más necesaria-
mente fundado sobre los principios más inviolables de toda sociedad
humana, que este: si se lo quitáis, encontradme una sola razón para
conservarle algún otro derecho. Reconoced pues como el principio
fundamental de la organización de la guardia nacional que todos los
ciudadanos domiciliados tienen el derecho de ser admitidos en el nú-
mero de la guardia nacional, y decretad que podrán hacerse inscribir
como tales en los registros del ayuntamiento donde ellos paran.
En vano querríamos oponernos a estos derechos inviolables preten-
didos inconvenientes o quiméricos terrores. No, no, el orden social
no puede fundarse sobre la violación de derechos imprescriptibles del
hombre que son sus bases esenciales. Después de haber anunciado de
una manera tan franca e imponente, en esta declaración inmortal
donde los hemos reconstituido, y que fixe colocada a la cabeza de
nuestro código constitucional, a fin de que los pueblos estuvieran en
condiciones de compararla a cada instante con los principios inal-
terables que encierra, no fingiremos perpetuamente apartar nuestra
vista de ellos bajo nuevos pretextos, cuando se trata de aplicarlos a los
derechos de nuestros comitentes y a la felicidad de la patria. La huma-
nidad, la justicia la moral; ahí esta la política, ahí está la sabiduría
de los legisladores. El resto no son más que prejuicios, ignorancia,
intriga, mala fe. Partidarios de estos sistemas funestos, dejad de ca-
lumniar al pueblo y de blasfemar contra vuestro soberano, presen-
tándolo sin cesar como indigno de gozar de sus derechos, malévolo,
bárbaro, corrompido; sois vosotros los injustos y los corrompidos;
son las castas afortunadas a las que queréis transferir su poder. Es el
pueblo quien es bueno, paciente, generoso; nuestra revolución, los
crímenes de nuestros enemigos lo atestiguan: mil rasgos recientes y
heroicos, que en él son naturales, lo demuestran. El pueblo no pide
otra cosa que tranquilidad, justicia, c|iie el derecho a vivir; los hom-
bres poderosos los ricos están ansiosos de distinciones, de tesoros, de

52
voluptuosidades. El interés, el deseo del pueblo es el de la naturaleza,
el de la humanidad; es el interés general. El interés, el deseo de los
ricos y de los hombres poderosos es el de la ambición, del orgullo, de
la codicia, de las fantasías más extravagantes, de las pasiones más
funestas para la felicidad de la sociedad. Los abusos que la desolaron
fueron siempre obra suya; ellos fueron siempre las desgracias del
pueblo. Además, ¿quién ha hecho nuestra gloriosa revolución? ¿Son
los ricos? ¿Son los hombres poderosos? Sólo el pueblo podía desear-
la y hacerla; el pueblo es el único que puede sostenerla, por la
misma razón... ¡Y se osa proponernos arrebatarle los derechos que
ha reconquistado! Se quiere dividir a la nación en dos clases, una de
las cuales solo parecería armada para contener a la otra, ¡como una
pandilla de esclavos a punto siempre de amotinarse! ¡La primera
clase incluiría a todos los tiranos, a todos los opresores, a todas las
sanguijuelas públicas; y la otra clase incluiría al pueblo! Diréis des-
pués de esto que el pueblo es peligroso para la libertad: ¡ah!, él será
su más firme apoyo, si se la dejáis. Crueles y ambiciosos sofistas,
sois vosotros quienes, a fuerza de injusticias, desearíais obligarle, de
alguna manera, a traicionar su propia causa debido a su desespera-
ción. ¡Dejad pues de querer acusar a aquellos que no dejarán jamás
de reclamar los derechos sagrados de la humanidad! ¿Quiénes sois
vosotros para decir a la razón y a la libertad: "iréis hasta aquí; para-
réis vuestros progresos en el punto donde ellos no estarían de acuer-
do con los cálculos de nuestra ambición o de nuestro interés perso-
nal"? ¿Pensáis que el universo será tan ciego para preferir a estas leyes
eternas de la justicia que lo llaman a la felicidad, estas deplorables
sutilezas de un espíritu estrecho y depravado, que no han producido
hasta hoy más que la prepotencia, los crímenes de algunos tiranos
y las desgracias de las naciones? En balde pretendéis dirigir, con pe-
queños tejemanejes charlatanescos; y con las intrigas de corte, una
revolución de la que no sois dignos: seréis arrastrados como débiles
insectos, en su curso irresistible; vuestros éxitos serán pasajeros co-
mo la mentira, y vuestra vergüenza inmortal como la verdad. Pero,
por el contrario, supongamos que en el lugar de este injusto siste-
ma, se adopten los principios que hemos establecido, y veamos apa-
recer, en primer lugar, la organización de la guardia nacional por así

53
decirlo, naturalmente, con todas sus ventajas, sin ninguna especie
de inconvenientes,
Por un lado, es imposible que el poder ejecutivo y la fuerza militar
de la que está armado puedan subvertir la constitución, puesto que
no existe poder capaz de contraponerse al de la nación en armas.
Por otro lado, es imposible que la guardia nacional se transforme
por sí misma en peligrosa para la libertad, dado que es contradic-
torio que la nación quiera oprimirse a si misma. Ved como por to-
das partes, en lugar del espíritu de dominación o de servidumbre,
nacen los sentimientos de la igualdad, de la fraternidad, de la con-
fianza, y todas las virtudes dulces y generosas a las que necesaria-
mente darán la vida.
Ved también como, en este sistema, los medios de ejecución son
simples y fáciles.
Se nota bastante que, para hallarse en condiciones de imponerse
frente a los enemigos del interior, tantos millones de ciudadanos
armados, repartidos por toda la superficie del imperio, no tienen
necesidad de estar sometidos al servicio asiduo, a la disciplina sabia
de un cuerpo de ejército destinado a llevar lejos la guerra. Que ellos
tengan siempre provisiones y armas a su disposición; que ellos se
reúnan y se entrenen durante ciertos intervalos, y que ellos vuelen
en defensa de la libertad cuando ésta se encuentre amenazada: he
ahí todo lo que exige el objetivo de su institución.
Los cantones libres de Suiza nos ofrecen ejemplos de este género,
aunque sus milicias tengan una utilización más extensa que nuestra
guardia nacional, y ellos carezcan de otra fuerza para combatir a los
enemigos externos. "Allí todo habitante es soldado, pero solo cuan-
do es preciso", por servirme de una expresión de de Jean-Jacques
Rousseau. Los días de domingo y de fiesta, se entrenan las milicias
según el orden de sus cometidos. Mientras no salen de su lugar de
vida, poco o nada distraídos de sus trabajos, no tienen ninguna pa-
ga; pero tan pronto como marchan en campaña, reciben un sueldo
del estado". Sean cuales hayan sido nuestras costumbres y nuestras
ideas antes de la revolución, hay pocos franceses, incluso entre los
menos afortunados, que no quieran prestarse a un servicio de esta
especie, que se podría hacer menos oneroso entre nosotros que en

54
Suiza. El manejo de las armas tiene para los hombres un atractivo
natural, que se duplica cuando la idea de este ejercicio se relaciona
con la de la libertad y el interés de defender lo que es más querido
y más sagrado.
Me parece que lo que he dicho hasta aquí ha debido prevenir una
dificultad trillada que quizás alguien tenga la tentación de oponer
a mi sistema; ella consiste en objetar que una cantidad muy grande
de ciudadanos no posee los medios para comprar armas, ni para
subvenir a los gastos que el servicio puede exigir. ¿Qué conclusión
extraéis de aquí? ¿Que todos aquellos que llamáis ciudadanos no ac-
tivos, que no pagan una cierta cuota de impuestos, quedan despo-
seídos de este derecho esencial del ciudadano? No, en general, el
obstáculo particular que impediría o que dispensaría a tales indivi-
duos de ejercerlo, no puede impedir que este derecho pertenezca a
todos, sin distinción de fortuna; y sea cual sea su cotización, todo
ciudadano que ha podido proporcionarse los medios, o que quiere
hacer todos los sacrificios necesarios para usarlo, no puede ser re-
chazado. Este hombre no es suficientemente rico como para dar al-
gunos días de su tiempo a las asambleas públicas, ¿le prohibiré asis-
tir a las mismas? Este hombre no es suficientemente rico como para
hacer el servicio de los ciudadanos-soldados, ¿se lo prohibiré? Este
no es el lenguaje de la razón y de la libertad. En lugar de condenar
a la mayoría de los ciudadanos a una especie de esclavitud, sería
preciso, por el contrario, superar los obstáculos que podrían alejar-
los de las funciones públicas. Pagad a aquellos que las cumplen;
indemnizad a los que el interés público llama a las asambleas; equi-
pad, armad a los ciudadanos-soldados. Para establecer la libertad,
no es suficiente con que los ciudadanos tengan la facultad ociosa de
ocuparse de la cosa pública, es preciso también que puedan ejer-
cerla efectivamente.
En cuanto a mí, lo confieso, mis ideas sobre este punto están muy
alejadas de las de muchos otros. Lejos de mirar la desproporción
enorme de las fortunas, que coloca la mayoría de las riquezas en
algunas manos, como un motivo para despojar al resto de la nación
de la soberanía inalienable, no veo en eso, por lo que respecta al le-
gislador y a la sociedad, más que un deber sagrado de suministrar

55
los medios para recuperar la igualdad esencial de los derechos, en
medio de la desigualdad inevitable de los bienes. ¡Y qué! ¿Este
pequeño número de hombres excesivamente opulentos, esta multi-
tud infinita de indigentes, no es en parte el gran crimen de las leyes
tiránicas y de los gobiernos corrompidos.'' ¡Qué modo de expiar este
crimen, añadiéndole a la privación de ventajas de la fortuna el
oprobio de la desheredación pública, a fin de acumular sobre algu-
nas cabezas privilegiadas todas las riquezas y todo el poder y sobre
el resto de los hombres todas las humillaciones y toda la miseria!
Ciertamente hay que sostener que la humanidad, la justicia, los de-
rechos del pueblo son palabras vanas, o convenir que este sistema
es absurdo.
Por otra parte, para limitarme al objeto de esta discusión, con-
cluyo de lo que he dicho que el estado debe hacer los gastos nece-
sarios para poner a los ciudadanos en condiciones de cumplir las
funciones de guardias nacionales, que debe armarlos, que debe, co-
mo en Suiza, asalariarlos cuando abandonan sus hogares para de-
fenderlo. ¡Eh! ¿Qué defensa pública fue jamás más necesaria y más
sagrada.' ¡Cual sería esta extraña economía que prodigando todo al
lujo funesto y corruptor de las Cortes, o al fasto de los secuaces del
despotismo, rehusaría todo a las necesidades de los funcionarios
[niblicos y de los defensores de la libertad! ¡Qué otra cosa podría
anunciar esa economía sino que prefiere el despotismo al dinero, y
el dinero a al virtud y a la libertad!
Tras haber establecido los principios constitutivos de la guardia
nacional, es preciso, para completar esta discusión, determinar sus
funciones de una forma más precisa. Esta teoría puede reducirse a
dos o tres cuestiones importantes.
1° ¿La guardia nacional debe ser empleada para combatir a los
enemigos extranjeros? ¿En qué casos y cómo pueden serlo?
2° ¿Debe ser destinada la guardia nacional a prestar ayuda a la jus-
ticia y a la policía? ¿O en qué circunstancias y de qué manera debe
cumplir estas funciones?
3° ¿En todos los casos en que debe actuar puede hacerlo de motu
propio^. ¿O cual es la autoridad que las debe activar?
Para responder a la primera de las preguntas, es preciso aclararla.

56
Siempre que se trata de un sistema militar, me parece que no debe-
mos perder de vista la situación en que estamos, y donde debemos
estar, en relación a otras naciones.
Tras la declaración solemne que hemos hecho de los principios de
justicia que queremos seguir en nuestras relaciones con ellas; des-
pués de haber renunciado a la ambición de las conquistas, y redu-
cido nuestros tratados de alianza a términos puramente defensivos,
debemos en primer lugar tener en cuenta que las ocasiones de guerra
serán para nosotros infinitamente más raras, a menos que tengamos
la debilidad de dejarnos arrastrar fiaera de las reglas de esta virtuosa
política por las pérfidas sugerencias de los eternos enemigos de
nuestra libertad. Pero, ya porque sea necesario suministrar a nues-
tros aliados el contingente de tropas estipulado por los tratados, o
hacer la guerra en el exterior por cualquier causa que se pueda ima-
ginar, es evidente que nuestras conveniencias, nuestro interés, y la
naturaleza misma de las cosas, destinan a nuestras tropas de línea
solamente a esta fianción.
La tarea de combatir a nuestros enemigos extranjeros solo puede,
pues, concernir a la guardia nacional en el caso de que estuviéramos
obligados a defender nuestro propio territorio. Sin embargo, aquí
no sé si la cuestión podría parecer, de alguna manera, ociosa. Por lo
menos si hacéis excepción del caso en que tumultos civiles, traicio-
nes domésticas, por parte del propio gobierno, estarían combinadas
con invasiones extranjeras; si hacéis esta excepción, digo, el caso en
que el olvido de los principios que he expuesto comportaría más
seguramente la ruina del estado, como tendré ocasión de subrayar
pronto, es posible creer que la más extravagante y la más quiméri-
ca de las empresas sería la de atacar un imperio inmenso, poblado
de ciudadanos armados para defender sus hogares, sus mujeres, sus
hijos y su libertad; y si este acontecimiento extraordinario llegase a
suceder, si un ejército de línea no fuera suficiente para rechazar un
ataque, ¿quién podría dudar del ardor, de la facilidad con la que
esta multitud de ciudadanos-soldados que cubrirían su superficie se
reagruparía necesariamente para proteger todos los puntos, y opo-
ner a cada paso una barrera formidable frente al temerario que
hubiera concebido el proyecto, no digo de hacerles la guerra, si no

57
de venir a enterrarse el mismo en medio de sus innumerables legio-
nes? Sin embargo, por una parte una especie de peligro tan raro,
por otra medios de defensa tan fáciles y tan sólidamente estableci-
dos por la propia naturaleza de las cosas, por la simple existencia de
la guardia nacional, deben alejar de nosotros toda idea de plegarla
a un sistema militar que desnaturalizaría su espíritu y su institu-
ción, integrándola, de la manera que fuera, con las tropas de línea.
Es a este punto donde quería llegar. Es una observación cuya plena
importancia se percibirá cuando la aplique al sistema del Comité de
constitución, del que pronto haré conocer todo su peligro en un
examen rápido.
l'aso ahora a la segunda de las preguntas que he formulado, que
concierne a la acción de la guardia nacional en los tumultos inte-
riores, y que se refiere a observaciones igualmente simples.
No hablo aquí de las grandes conspiraciones tramadas contra la
libertad del pueblo por parte de aquellos a quienes él les ha confia-
do su autoridad. La guardia nacional es, en verdad, el instrumento
más poderoso y más suave para aplastarlas y prevenirlas; este será,
sin duda, el mayor de los servicios y el más santo de sus deberes;
pero el ejercicio del derecho sagrado de insurrección está sometido
a la explosión de la voluntad general, al imperio de la necesidad, y
no a un desarrollo metódico, a reglas exactas.
No hablamos de los movimientos sediciosos, o de los actos con-
trarios a las leyes que pueden turbar el orden público. Es precisa
una fuerza pública que los reprima; esta fuerza no puede ser la de
las tropas de línea, primeramente porque ellas están entrenadas
para combatir a los enemigos exteriores; en segundo lugar porque
entre las manos del príncipe que la dirige, sería un instrumento
demasiado peligroso para la libertad. Por otro lado, en los tumultos
civiles, no hay otra fuerza movida por la voluntad general que
pueda ser legítima y eficaz; y las órdenes del príncipe no represen-
tan y no suponen en absoluto esta voluntad, ya que su voluntad
está demasiado naturalmente en oposición a la misma. De ahí se
deduce la máxima generalmente aceptada actualmente: que en un
estado libre, las tropas no deben ser empleadas jamás contra los ciu-
dadanos. No queda más que la guardia nacional, que debe, en esas

58
ocasiones, restablecer la tranquilidad pública. Esta consecuencia es
al menos evidente y aceptada por todo el mundo, para el caso de
sedición, es decir de la insurrección de una multitud de ciudadanos
contra las leyes.
¿Pero debe ser empleada la guardia nacional para el manteni-
miento de la policía ordinaria? ¿Hay que confiarle la tarea de poner
en manos de la justicia a los ciudadanos sospechosos de los que ella
quiere apoderarse; o de forzar las resistencias que los particulares
pueden sostener a la ejecución de sus juicios; o es preciso crear un
cuerpo particular para cumplir estas funciones? Ahí las opiniones
parecen dividirse; en este tema, la conservación de la gendarmería
está relacionada con la organización de la guardia nacional; cues-
tión verdaderamente importante y complicada que merece toda
vuestra atención. Por muy serias que sean las diferencias que la ro-
dean, me parece que todas las razones a favor y en contra llegan a
un punto de decisión muy fácil.
Son necesarios —se dice— hombres activos especialmente dedi-
cados y con experiencia en este menester, para cumplir las funcio-
nes atribuidas hasta aquí a la gendarmería, Sólo la gendarmería
puede cumplir estas funciones.
El simple nombre de gendarmería está en condiciones de impo-
ner a los malhechores.
¿Los ciudadanos-soldados sabrán espiarlos, descubrirlos, perse-
guirlos tan bien como ella? ¿Consentirían ellos en ejercer un oficio
al que se añade una especie de disfavor?
Cuando he expuesto estas razones, he agotado, me parece, todo
lo que se ha dicho, y quizás todo lo que se puede decir a favor de la
institución de la gendarmería.
Veamos ahora las razones del sistema contrario, que a muchos les
parecen más sólidas e importantes. Ellos desearían, en primer lugar,
que al hablar de los servicios que ella rendía en el ejercicio de un
ministerio indispensable, no se disimulasen las vejaciones y los abu-
sos que eran inseparables de una tal institución; ellos querrían que
se recordase que si, como se ha dicho, ella era excesivamente temi-
da por los malhechores, era en parte porque ella era formidable an-
te la propia inocencia. ¿Qué se podría en consecuencia, esperar de

59
mejor, si se confían las funciones de la policía a un cuerpo consti-
tuido militarmente, sometido, como tal, a las órdenes del príncipe;
que, solo por eso, estaría inclinado al ejercicio de estos actos rigu-
rosos, debería ser poco capaz de conciliar con ello los deberes con
el respeto debido a los derechos de la humanidad y a las reglas pro-
tectoras de la libertad de los ciudadanos?
Sin embargo, los ciudadanos-soldados solos pueden cumplir este
doble objeto. No hay que temer que entre ellos el espíritu de justi-
cia estorbe a la seguridad pública. En primer lugar, ¿quién sería más
apropiado que ellos para emplear la mano dura en la ejecución de
las ordenanzas de la autoridad pública? En cuanto al arresto de los
culpables, ¿por qué no podrían ellos ejercer este servicio a la socie-
dad? Como habría guardia nacional en todos los ayuntamientos, es
evidente que, sin espionaje ni inquisición, serían alcanzados en to-
das partes con una extrema facilidad. ¿Creéis que la guardia nacio-
nal no tendría buena voluntad para detenerlos? Tenéis dos garantías
de lo contrario: el horror que inspiran los crímenes y el interés de
los ciudadanos; también tenéis además la experiencia. ¿No habéis
visto a toda la guardia nacional del reino, sobre todo la de París, su-
plir, con tanto éxito como celo, a los antiguos agentes de la policía
y mantener el orden y la tranquilidad en medio de tantas causas de
tumultos y desórdenes? ¿Se han deshonrado poniendo en manos
de la ley, o guardando en su nombre a los infractores de las leyes?
¿Creyó deshonrarse el comandante de la guardia de París arrestan-
do con sus manos a un ciudadano", yo no sé en qué movimiento
popular? ¿No prueban todos estos ejemplos que el prejuicio que
nos objetáis no es más que una quimera? Que, bajo el despotismo,
donde la ley, obra del déspota, es tiránica y parcial como él, la opi-
nión pública envilezca la acción de sus satélites, se comprende: pero
¿cómo añadiría este disfavor a los deberes de los ciudadanos que
prestan el apoyo de la fuerza nacional a la ley que es al propio tiem-
po su obra y su patrimonio?

4. El 25 de mayo de 1790, tras un tumulto, La Fayettc, comandante de la guar-


dia nacional de París, apresó a un hombre al que se suponía autot de un asesinato y
lo condujo a Chátelet. • -- . .

60
liste sistema que los une a la ley con nuevos ligámenes y por la
costumbre de hacerla respetar, que deja a la fiaerza pública toda su
iMicrgía, y que le quita todo lo que puede tener de peligroso y de ar-
bitrario, ¿no es más análogo a los principios de un pueblo libre que
un espíritu violento y despótico de un cuerpo tal como la gendar-
mería? ¿Por qué conservar pues este cuerpo que no sirve más que
para aumentar la potencia temible del monarca a costa de la liber-
tad civil? Es una gran desgracia cuando el legislador de un pueblo
cjue pasa de la servidumbre a la libertad imprime en sus institucio-
nes los trazos de los prejuicios y de las costumbres viciosas que el
despotismo hizo nacer; y nosotros caeríamos en este error si con-
servásemos la gendarmería. Sin embargo, se nos habla no solamen-
te de conservarla, si no de aumentarla, es decir, de multiplicar sus
inconvenientes; proyecto tan incomprensible, que parece suponer
que, bajo el reino de las leyes, los crímenes deben ser naturalmente
más frecuentes que bajo el despotismo; lo que es a la vez un insul-
to a la verdad y una blasfemia contra la libertad.
Tales son los razonamientos de aquellos que quieren dejar a los
guardias nacionales las funciones atribuidas haSta aquí a la gendarme-
ría.
En lo que a mí respecta, aunque estas razones me parecen con-
vincentes, no puedo disimularme que este sistema, considerado en
todo su rigor, ofrece inconvenientes reales, y conllevaría grandes
dificultades en su ejecución; sólo puedo adoptarlo en parte. Por un
lado, veo que si todos los ciudadanos indistintamente estuvieran
destinados al servicio del que hablo, hay muchas ocasiones en que
éste sería para la mayor parte de ellos infinitamente incómodo y
oneroso; por otra parte, adopto el principio de que es preciso nece-
sariamente encontrar un sistema que ligue la fuerza pública al
respeto debido a los derechos y a la libertad de los ciudadanos. No
encuentro nada que responder a las objeciones hechas contra la ins-
titución de la gendarmería; yo no querría que funciones tan impor-
tantes fueran abandonadas a un cuerpo militar absolutamente inde-
pendiente y separado de la guardia nacional, que forme parte del
ejército de línea, puesto bajo la dependencia inmediata del rey,
comandado por jefes nombrados por el rey, asimilados a los demás
oficiales del ejército. Querría en fin una institución que reuniera las
ventajas adjuntas al servicio de las guardias nacionales, y que estu-
viera exento de los inconvenientes que he destacado. Sin embargo,
me parece que esta doble condición estaría cumplida por el medio
que voy a indicar, y que no tiene en contra suyo otra cosa, quizás,
que su simplicidad. Consiste en formar en cada cabecera de distri-
to una compañía asalariada, consagrada a las funciones que ejercía
la gendarmería, pero sometida a los mismos jefes y a la misma auto-
ridad que la guardia nacional.
Se podría añadir a la utilidad evidente de esta institución una ven-
taja particular relativa a las circunstancias actuales. Nada impediría
componer estas compañías con los mismos individuos que forman
actualmente la gendarmería, y de ahorrar a la nación el reproche de
despojarles de su estado.
Queda la tercera y última cuestión. ¿La guardia nacional puede
actuar por sí misma, o es preciso que sea puesta en movimiento por
alguna autoridad? Esta cuestión se reduce a una palabra. La guardia
nacional no es otra cosa que ciudadanos que, por ellos mismos, no
están revestidos de ningún poder público, y no pueden actuar si no
es en nombre de las leyes; es preciso pues, que su acción sea provo-
cada promovida por los magistrados, por los órganos naturales de
la ley y de la voluntad pública. Así la guardia nacional debe estar
subordinada al poder civil; no puede marchar ni desplegar la fuer-
za de la que está armada más que por las órdenes del cuerpo legis-
lativo o de los magistrados.
Lo que he dicho hasta aquí me parece que contiene todas las
reglas esenciales de la organización de la guardia nacional.
Creo un deber observar que una parte del plan que acabo de so-
meter a la Asamblea nacional está determinado por la existencia del
sistema de tropas de línea que ella ha conservado. Útil, necesario
durante todo el tiempo en que este sistema subsista, debe sufrir
grandes cambios en el momento en que este sistema haya desapare-
cido. Porque yo oso creer que desaparecerá; oso incluso predecir
que antes de que la guardia nacional esté organizada, la constitu-
ción sólidamente afirmada, que todo el mundo sentirá cuan absur-
do es que una nación que quiere ser justa, que se prohibe toda agre-

62
sión y toda conquista, y que puede a cada instante armar cinco
millones de brazos para rechazar ataques criminales, crea en la nece-
sidad de mantener perpetuamente otro ejército, cuyo menor incon-
veniente sería ser inútil y caro.
El espectáculo de un vasto imperio cubierto de ciudadanos libres y
armados inspira grandes ideas y altas esperanzas. Me parece que da a
todas las naciones la señal de la libertad; las invita a ruborizarse de esta
vergonzosa estupidez con la que, al librar todas las fuerzas del estado
tn manos de algunos déspotas, ellas les han remitido el derecho de
incadenarias y ultrajarlas impunemente; les enseñará a hacer desapa-
recer estos cuerpos amenazadores que se mantienen con sus despojos,
(lara despojarlas más, y levantarse ellas mismas, armadas, para llevar al
torazón de los tiranos el terror que éstos les han inspirado hasta ahora.
¡Ojala pueda el genio de la humanidad extender pronto en el univer-
so este santo contagio de la justicia y de la razón, y liberar al género
humano a través del glorioso ejemplo de mi patria! [...]

Propongo el decreto siguiente:


La Asamblea Nacional reconoce:
1° Que todo hombre tiene el derecho de estar armado para su
defensa y para la de sus iguales.
2° Que todo ciudadano tiene un derecho igual y una obligación
igual de defender su patria.
Ella declara por tanto que la guardia nacional que va a organ izar
no puede ser otra cosa que la nación armada para defender, en
en ccaso
necesario, sus derechos, su libertad y su seguridad.

En consecuencia, ella decreta lo siguiente:


1. Todo ciudadano, con edad de diez y ocho años, podrá hacerse
inscribir con esta cualidad en el registro del ayuntamiento en que
está domiciliado.
2. Mientras la nación mantenga tropas de línea, ninguna parte de
la guardia nacional podrá ser comandada por los jefes ni por los ofi-
ciales de estas tropas.
3. Las tropas de línea quedarán destinadas a combatir los enemi-
gos exteriores; no podrán jamás ser empleadas contra los ciudadanos.

63
4. La guardia nacional será la tánica empleada en la defensa de la
libertad atacada o en el restablecimiento de la tranquilidad pública
turbada desde el interior.
5. No podrán actuar si no es a petición del cuerpo legislativo o de
los oficiales civiles nombrados por el pueblo.
6. Los oficiales de la guardia nacional serán elegidos por los ciu-
dadanos por mayoría de sufragio.
7. La duración de sus funciones no excederá de seis meses.
8. No podrán ser reelegidos hasta haber transcurrido un interva-
lo de seis meses.
9. No habrá comandante-general de distrito; pero los comandan-
tes de las secciones que formarán los distritos, ejercerán estas fun-
ciones por turno.
10. Lo mismo sucederá para las reuniones de departamento en los
casos que las haya; los que desempeñen las funciones de coman-
dante de distrito, comandarán el departamento por turno.
1L Los oficiales de la guardia nacional no llevarán ninguna marca
distintiva fuera del ejercicio de sus funciones.
12. La guardia nacional será armada a expensas del estado.
13. Los guardias nacionales que se alejen tres leguas de sus hoga-
res, o que empleen diversos días al servicio del estado, serán indem-
nizados por el tesoro nacional.
14. La guardia nacional se entrenará algunos días de domingo y
de fiestas que serán indicados en cada ayuntatniciuo
15. La guardia nacional se reunirá el 14 de julio de lodos los años,
en cada distrito, para celebrar, mediante iifstas patrióticas, la época
feliz de la Revolución.
16. Llevarán sobre sus pechos estas pal.ibi.is ¡Mabadas: EL PUEBLO
FRANCÉS y debajo: LIBERIAD, KiüAI DAD, I liA I l'KNIDAD. Las mis-
mas palabras estarán inscritas en sus handci.i.s, que llevarán los tres
colores de la nación.
17. La gendarmería será suprimid.i; se csuMecerá en cada cabecera
de distrito una compañía ¿c i'.ii.iidi.i'. ii.u lon.iles a sueldo que cumpli-
rá sus funciones, siguiendo l( \(". ([in •.. cl.iboren sobre la policía, y a
las que se incorporarán los i .IIMII. KI'. de la gendarmería actualmente
existentes.

64
El 6 de diciembre de 1790, los constituyentes habían autorizado que
los ciudadanos pasivos entrasen a formar parte de la guardia nacional
El decreto de 29 de septiembre-l4 de octubre de 1791 fijó un servicio
obligatorio para los ciudadanos activos. La marécheussée se transformó en
la Gendarmería Nacional por decreto del 12 de diciembre de 1790-16
de febrero de 1791.

65
EL MARCO DE PLATA

'SOBRE LA NECESIDAD DE REVOCAR LOS DECRETOS QUE UNEN EL


EJERCICIO DE LOS DERECHOS DE LOS CIUDADANOS
A LA CONTRIBUCIÓN DEL MARCO DE PLATA, O DE UN NUMERO
DETERMINADO DE JORNALES DE OBREROS"
Abril de 1971

Por culpa de una obstrucción sistemática que duró meses, este célebre
discurso de Robespierre no pudo ser leído en la Asamblea. En cambio
fue impreso y después leído y discutido en las sociedades populares. Se
inscribe en una serie de tomas de posición^que tienen como objeto
rechazar que el ejercicio de los derechos del ciudadano esté sometido a
una condición de contribuyente, sea para ser elector o elegible. Este
punto de vista patriota, el del lado izquierdo, no triunfará puesto que
la Constitución de 1791 establecerá un sufragio censatario y la distin-
ción entre ciudadano activo y pasivo.
Las primeras frases de los textos dan cuenta del método y del objetivo
de la intervención: pedir justicia en nombre de la Declaración de los
derechos votada por la Asamblea. Para Robespierre es la Declaración
quien constituye la sociedad: ella es la constitución, la norma según la
cual la sociedad debe estar organizada. No es una simple recopilación
de principios que pueden guiar al legislador, sino la ley. En esto, en
nombre de la autoridad de la Asamblea que ha votado la Declaración,
las disposiciones censatarias queridas por esta misma Asamblea son
"anticonstitucionalesy antisociales". Como lo indica el titulo de la De-
claración de los derechos del hombre y del ciudadano, es en tanto que
son hombres que poseen derechos que los hombres son ciudadanos, es
decir, que poseen los medios para garantizar sus derechos. Siguiendo a

1. Ver el discurso contra el ré^iincii (ciis.iiario de 22 de octubre de 1789 y el dis-


curso sobre la guardia nacional del IK de dicienibre de 1790.

66
Rohespierre, las "laboriosas sutilezas", "los sofismas"y los demás "abu-
sos de las palabras" a través de los cuales los Constituyentes imponen el
sufragio censatario resultan del miedo y del desprecio que las "honestas
y/ntes" tienen hacia el pueblo. Haciendo depender de la fortuna el
derecho unido a la persona, establecen una "aristocracia de los ricos".
Su concepción de clase de la propiedad ignora la propiedad de si o de
las cosas más humildes que permiten la vida. Su criterio de una socie-
rlad justa no es el que debería ser: "proteger la debilidad", a "los ciu-
dadanos menos acomodados".

Señores,
He dudado, durante un momento, de si debía proponeros mis
ideas sobre las disposiciones que parecéis haber adoptado. Pero he
visto que se trataba de defender la causa de la nación y de la liber-
tad, o de traicionarla con mi silencio; y no he dudado más. Inclu-
so he emprendido esta tarea con una confianza tan firme en tanto
que la razón imperiosa de la justicia y del bien público que me la
imponía me era común con vosotros, y que son vuestros propios
principios y vuestra propia autoridad lo que invoco en su favor.
¿Por qué estamos reunidos en este templo de las leyes? Sin duda,
para dar a la nación francesa el ejercicio de los derechos impres-
criptibles que pertenecen a todos los hombres. Tal es el objeto de
toda constitución política. Ella es justa y libre si lo cumple; ella no
es otra cosa que un atentado contra la humanidad, si lo contraría.
Vosotros mismos habéis reconocido esta verdad de forma clara,
cuando antes de empezar vuestra obra, habéis decidido que era
necesario declarar solemnemente estos derechos sagrados, que son
como bases eternas sobre las cuales debe apoyarse.
"Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en dere-
cho".
"La soberanía reside esencialmente en la nación".
"La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudada-
nos tienen el derecho de concurrir a su formación, sea por ello.s
mismos, sea por sus representantes, libremente elegidos".
"Todos los ciudadanos son admisibles en todos los empleos públi-
cos, sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos".

67
I I .ii|ui los principios que habéis consagrado: ahora será fácil
i|iiiuar las disposiciones que me propongo combatir; será sufi-
i icwic confrontarlas con estas reglas invariables de la sociedad hu-
mana.
Ahora bien,
1° ¿Es la ley la expresión de la voluntad general, cuando la ma-
yoría de aquellos para los que está hecha no pueden de alguna
manera concurrir a su formación? No. Así pues, prohibir a todos
aquellos que no pagan una contribución igual a tres jornales de
obrero, el propio derecho a elegir a los electores destinados a nom-
brar a los miembros de la Asamblea legislativa, ¿no es hacer a la
mayor parte de los franceses absolutamente ajenos a la formación
de la ley? Esta disposición es, pues, esencialmente anticonstitu-
cional y antisocial.
2° ¿Son iguales en derechos los hombres, cuando los unos disfru-
tan exclusivamente de la facultad de poder ser elegidos miembros
del cuerpo legislativo, o de otros establecimientos públicos, los
otros solamente de nombrarlos y los otros permanecen privados al
mismo tiempo de todos estos derechos? No. Sin embargo, tales son
las monstruosas diferencias que establecen entre ellos los decretos
que transforman a un ciudadano en activo o pasivo; mitad activo,
y mitad pasivo, según los diversos grados de fortuna que le permi-
ten pagar tres jornadas, diez jornadas de impuestos directos o un
marco de plata. Todas estas disposiciones son, pues, esencialmente
anticonstitucionales y antisociales.
3° ¿Son admisibles los hombres en todos los empleos púbÜcos sin
otra distinción que las de sus virtudes y talentos, cuando la impo-
sibilidad de pagar la contribución los descarta de todos los empleos
públicos, sean cuales sean sus virtudes y sus talentos? No, todas
estas disposiciones son pues esencialmente anticonstitucionales y
antisociales.
4° En fin, ¿es soberana la propia nación, cuando la mayoría de los
individuos que la componen está despojada de los derechos políti-
cos que constituyen la soberanía? No, y sin embargo acabáis de ver
que estos decretos se los arrebuan a la mayor parte de los France-
ses. ¿Qué sería vuestra Dcclai,i(.ióii de los derechos, si estos decre-

68
los pudieran subsistir? Una vana fórmula, ¿Qué sería la nación?
L'Lsclava; puesto que la libertad consiste en obedecer a las leyes que
uno se ha dado y la servidumbre es estar obligado a someterse a una
voluntad ajena. ¿Qué sería vuestra constitución? Una verdadera
aristocracia. Puesto que la aristocracia es el estado en que una por-
ción de los ciudadanos es soberana y los otros le están sujetos. ¡Y
qué aristocracia! La más insoportable de todas: la de los Ricos.
Todos los hombres nacidos y domiciliados en Francia son miem-
bros de la sociedad política, que se llama la nación francesa, es de-
cir, ciudadanos franceses. Lo son por la naturaleza de las cosas y por
los principios primeros del derecho de las gentes. Los derechos uni-
dos a este título no dependen ni de la fortuna que cada uno de ellos
posee, ni de la cantidad del impuesto a la que está sometido, por-
que no es el impuesto lo que nos hace ciudadanos; la cualidad de
ciudadanos obliga solamente a contribuir a los gastos comunes del
estado, según sus facultades. Ahora bien, podéis dar leyes a los ciu-
dadanos, pero no podéis aniquilarlas.
Los propios partidarios del sistema que combato han percibido esta
verdad, ya que, no osando negar la cualidad de ciudadano a aquellos
que desheredan políticamente, se han limitado a eludir el principio
de igualdad que esa cualidad supone necesariamente, a través de la
distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Contando con la faci-
lidad con la que se gobierna a los hombres con las palabras, han tra-
tado de darnos el cambio publicando, con esta expresión novedosa,
la violación más manifiesta de los derechos del hombre.
Pero quién puede ser tan estúpido como para no percibir que esta
palabra no puede cambiar los principios, ni resolver la dificultad; ya
que declarar que tales ciudadanos no serán activos, o decir que ya no
ejercerán los derechos políticos vinculados al título de ciudadano, es
exactamente lo mismo en el idioma de estos políticos sutiles. Ahora
bien, yo les preguntaría siempre con qué derecho pueden golpear con
la inactividad y la parálisis a sus conciudadanos y a sus comitentes: yo
no cesaré de reclamar contra esta locución insidiosa y bárbara que
ensuciará al propio tiempo nuestro código y nuestra lengua, si no nos
apresuramos a borrarla de uno y otra, con el fin de que la propia pala-
bra libertad no sea insignificante e irrisoria.

69
¿Qué puedo añadir a estas verdades tan evidentes? Nada, para los
representantes de la nación, cuya opinión y deseo han prevenido mi
demanda: solo me queda responder a los deplorables sofismas sobre
los cuales los prejuicios y la ambición de una cierta clase de hom-
bres se esfiaerzan en apuntalar la desastrosa doctrina que combato;
solamente a ellos voy a dirigirme.
¡El pueblo! ¡Gentes que no tienen nada! ¡Los peligros de la corrup-
ción! El ejemplo de Inglaterra, el de los pueblos que se supone libres;
he aquí los argumentos que se oponen a la justicia y a la razón.
No debería responder más que una sola palabra: el pueblo, esta
multitud de hombres cuya causa defiendo, tienen derechos que tie-
nen el mismo origen que los vuestros. ¿Quién os ha dado el dere-
cho de arrebatárselos?
¡La utilidad general, decís! ¿Pero es útil lo que no es honesto? ¿Y
esta máxima eterna no se aplica sobre todo a la organización social?
Y si el fin de la sociedad es la felicidad de todos, la conservación de
los derechos del hombre, ¡qué debemos pensar de aquellos que
quieren establecerla sobre el poderío de algunos individuos y sobre
el envilecimiento y la anulación del reso del género humano! ¡Quié-
nes son estos sublimes políticos, que aplauden su propio genio,
cuando a fuerza de laboriosas sutilezas han conseguido por fin sus-
tituir los principios inmutables que el eterno legislador ha grabado
en el corazón de todos los hombres, por sus vanas fantasías!
¡Inglaterra! ¡Eh! ¿Qué os importa Inglaterra y su viciosa constitu-
ción, que os ha podido parecer libre porque vosotros habíais des-
cendido hasta el último grado de la servidumbre, pero que hay que
dejar por fin de exaltar por ignorancia o por costumbre? ¡Los pue-
blos libres! ¿Dónde están? ¿Qué os presenta la historia de estos que
honráis con ese nombre? No son más que agregaciones de hombres
más o menos alejados de las rutas de la razón o de la naturaleza, más
o menos esclavizados, bajo gobiernos que el azar, la ambición o la
fuerza establecieron. ¿Acaso hay que copiar servilmente los errores
o las injusticias que han degradado y oprimido durante mucho
tiempo a la especie humana, cuando la eterna providencia os ha lla-
mado a vosotros, los únicos desde el origen del mundo, a restable-
cer sobre la tierra el imperio de la justicia y de la libertad, en el seno

70
de las más vivas luces que hayan nunca esclarecido la razón públi-
ca, en medio de unas circunstancias casi milagrosas que ella ha po-
dido reunir, para aseguraros el poder devolver al hombre su felici-
dad, sus virtudes y su dignidad primaria?
Sienten todo el peso de esta santa misión aquellos que, por toda res-
puesta a nuestras justas demandas, se contentan diciéndonos fría-
mente: "Con todos sus vicios, nuestra constitución es la mejor que
haya existido". ¿Acaso veintiséis millones de hombres han puesto en
vuestras manos el temible depósito de su destino para que vosotros
dejéis, indolentemente, en esta constitución vicios fundamentales,
que destruyen las mismas bases del orden social? ¿Se responderá,
acaso, que un gran número de abusos y diversas leyes útiles, sean
otras tantas gracias otorgadas al pueblo que os dispensan de hacer
más en su favor? No, todo el bien que habéis hecho era un deber
riguroso. La omisión de lo que podéis hacer sería una prevaricación,
el que hicierais un mal, crimen de lesa nación y de lesa humanidad.
Hay más; si no lo hacéis todo por la libertad, no habéis hecho nada.
No hay dos maneras de ser libres: es preciso serlo enteramente o
volver a ser esclavo. El menor recurso dejado al despotismo resta-
blecerá pronto su potencia. ¡Qué digo! ¡Ya os rodea con sus seduc-
ciones y con su influencia, pronto os agobiará con su fuerza! Pero
vosotros que, contentos de haber unido vuestros nombres a un gran
cambio, no os inquietáis sobre si resulta suficiente como para ase-
gurar la felicidad de los hombres, no os equivoquéis, el ruido de los
elogios que el asombro y la ligereza hacen resonar en torno a voso-
tros se desvanecerá pronto; la posteridad comparando la grandeza
de los deberes y la inmensidad de vuestros recursos con los vicios
esenciales de vuestra obra, dirá de vosotros con indignación: "Ellos
podían hacer felices y libres a los hombres; pero no lo quisieron; no
eran dignos de ello".
Pero decís: ¡el pueblo! ¡Gentes que no tienen nada que perder! Po-
drán, sin embargo, ejercer todos los derechos de ciudadanos como
nosotros.
¡Gentes que no tienen nada que perder! ¡Qué falso a los ojos de la
verdad es este lenguaje de orgullo delirante!
Estas gentes de las que habláis son, aparentemente, hombres que

71
viven, que subsisten, en el seno de la sociedad, sin ningún medio
de vida y de subsistencia. Puesto que ellos están provistos de esos
medios, tienen, me parece, alguna cosa que perder o que conservar.
Si los vestidos groseros que me cubren, el humilde reducto donde
adquiero el derecho de retirarme y de vivir en paz; el módico sala-
rio con el que alimento a mi mujer, a mis hijos; todo ello, lo con-
fieso, no son tierras, no son castillos ni carrozas; todo esto quizás se
llama nada para el lujo o la opulencia, pero es alguna cosa para la
humanidad; es la propiedad sagrada, tan sagrada sin duda como los
brillantes dominios de la riqueza.
¡Qué digo! Mi libertad, mi vida, el derecho de obtener seguridad
o venganza para mí y para aquellos que me son queridos, el dere-
cho a rechazar la opresión, el de ejercer libremente todas las facul-
tades de mi espíritu y de mi corazón, todos estos bienes tan dulces,
los primeros de aquellos que la naturaleza ha dado al hombre, ¿no
están confiados, como los vuestros, a la guardia de las leyes? Y decís
que no tengo ningún interés en estas leyes. Y queréis despojarme de
la parte que debo tener, como vosotros, en la administración de la
cosa pública, ¡y esto con la única razón de que sois más ricos que
yo! ¡Ah! Si la balanza dejara de ser igual, ¿no debería inclinarse a
htvor de los ciudadanos menos acomodados? Las leyes, la autoridad
pública, ¿no han sido establecidas para proteger la debilidad contra
la injusticia y la opresión? Ponerla por completo en manos de los
ricos significa herir todos los principios sociales.
Pero los ricos, los hombres poderosos, han razonado de otra manera.
Mediante un un extraño abuso de las palabras, han restringido la idea
general de propiedad a ciertos objetos. Se han titulado a sí mismos
como los únicos propietarios. Han pretendido que sólo los propieta-
rios eran dignos del título de ciudadano. Han llamado interés general
a su interés particular, y para asegurar el éxito de esta pretensión, se han
apoderado de toda la potencia social. ¡Y nosotros! ¡Oh, debilidad de los
hombres! Nosotros, ¡que queremos volverlos a llevar a los principios de
la igualdad y de la justicia, buscamos, sin apercibirnos, levantar nues-
tra constitución sobre estos crueles y absurdos prejuicios!
Pero, después de todo, ¿qué es ese raro mérito de pagar un marco
de plata o cualquier otro impuesto al que unís tan altas prerrogativas?

72
Si lleváis al Tesoro público una contribución más considerable que la
mía, ¿no es porque la sociedad os ha procurado mayores ventajas
pecuniarias? Y si queremos apurar esta idea, ¿cual es la fuente de esta
extrema desigualdad de fortunas que reúne todas las riquezas en un
número tan pequeño de manos? ¿No son la malas leyes, los malos
gobiernos, en fin, todos los vicios de las sociedades corrompidas? En-
tonces, ¿por qué es preciso que los que son las víctimas de estos abu-
sos, sean encima castigados por su desgracia, con la pérdida de la dig-
nidad de ciudadanos? No os envidio el reparto ventajoso que habéis
recibido ya que esta desigualdad es un mal necesario o incurable: pero
no me quitéis al menos los bienes imprescriptibles que ninguna ley
humana me puede arrebatar. Permitid incluso que pueda estar orgu-
lloso alguna vez de una honorable pobreza, y no busquéis humillar-
me, por la orgullosa pretensión de reservaros la calidad de soberano,
para no dejarme más que la de sujeto.
Pero, ¡el pueblo!... Pero, ¡la corrupción!
¡Ah! Dejad de profanar este nombre emocionante y sagrado del
pueblo, relacionándolo con la idea de corrupción. ¡Quién es el que,
entre los hombres iguales en derechos, osa declarar a sus iguales in-
dignos de ejercer sus derechos, para despojarlos de ellos en su pro-
vecho! Y ciertamente, ¡que terrible poder os arrogáis sobre la hu-
manidad, si os permitís fundar pareja condena sobre presunciones de
corruptibilidad! ¿Donde estará el límite de vuestras proscripciones?
Pero, ¿estas proscripciones deben recaer sobre los que no pagan el
marco de plata o sobre los que pagan mucho más? Sí, a despecho de
toda vuestra prevención en favor de las virtudes que da la riqueza, ¡yo
oso creer que encontraréis tantas virtudes en la clase de los ciudada-
nos menos acomodados como en la de los opulentos! ¿Creéis de bue-
na fe que una vida dura y laboriosa produce más vicios que la apatía,
el lujo y la ambición? ¿Y tenéis menos confianza en la probidad de
nuestros artesanos y de nuestros labradores, que según vuestra tarifa
no serán casi nunca ciudadanos activos, que en la de los tratantes, de
los cortesanos, de los que llamáis grandes señores que según la mis-
ma tarifa lo serían seiscientas veces? Quiero vengar por lo menos un
vez a aquellos a quienes llamáis el pueblo de estas calumnias sacri-
legas.

73
I i.ils hechos para apreciar y para conocer a los hombres, vosotros
que desde que vuestra razón se ha desarrollado, no los habéis juz-
gado si no es a partir de las ideas absurdas del despotismo y del or-
gullo feudal; vosotros que acostumbrados a la jerga bizarra que el
despotismo ha inventado, habéis encontrado fácil degradar a la
mayoría del género humano con las palabras canalla o populacho.
Vosotros, que habéis revelado al mundo que existen gentes sin naci-
miento, como si todos los hombres que viven no hubieran nacido;
gentes de nada que eran hombres de mérito, y gentes honestas, gen-
tes de bien que eran los más viles y los más corrompidos de todos
los hombres. ¡Ah! Sin duda, se os puede permitir no rendir al pue-
blo toda la justicia que se le debe. En cuanto a mí, yo doy fe ante
todos aquellos cuyo instinto de un alma noble y sensible los ha
acercado a él y los ha hecho dignos de conocer y amar la igualdad,
que en general no hay nada tan justo ni tan bueno como el pueblo,
cuando no está irritado por el exceso de la opresión. Que está agra-
decido de las menores atenciones que se le testimonia, del menor
bien que se le hace, incluso del mal que no se le hace. Que en él se
encuentran, bajo unas apariencias que consideramos groseras, al-
mas francas y rectas, un buen sentido y una energía que se buscaría
en vano en la clase que lo desdeña. El pueblo no pide más que lo
necesario, quiere justicia y tranquilidad, los ricos lo quieren todo,
quieren invadirlo y dominarlo todo. Los abusos son la obra y el do-
minio de los ricos. Ellos son la desgracia del pueblo: el interés del
pueblo es el interés general, el de los ricos es el interés particular. ¡Y
queréis anular al pueblo y hacer todopoderosos a los ricos!
¿Se me opondrán acusaciones eternas de las que no se le ha deja-
do de cargar desde la época en que se ha sacudido el yugo de los
déspotas hasta hoy, como si el pueblo entero pudiera ser acusado de
algunos actos de venganza locales y particulares ejercidos al co-
mienzo de una revolución inesperada, donde al respirar por fin el
aire tras una tan larga opresión, él se encontraba en un estado de
guerra contra todos los tiranos? ¿Qué digo? ¿En qué tiempo ha
dado pruebas más claras de su bondad natural, sino en aquel en el
que armado por una fuerza irresistible, se ha parado de pronto para
volver a la calma, a la orden de sus representantes? ¡Oh! ¡Vosotros

74
(|ue os mostráis tan inexorables con la humanidad que sufre, y tan
indulgentes con sus opresores, abrid la historia, echad una ojeada
en torno a vosotros, contad los crímenes de los tiranos, y juzgad los
del pueblo.
¿Qué digo? Ante los esfuerzos que han hecho los enemigos de la
revolución para calumniarlos ante sus representantes, para calum-
niaros a vosotros ante él, para sugeriros medidas apropiadas para
aplastar su voz, o para abatir su energía, o para extraviar su patrio-
tismo, para prolongar la ignorancia de sus derechos, escondiéndole
vuestros decretos, ante la paciencia inalterable con la que ha sopor-
tado todos sus males y ha esperado un orden de las cosas más feliz,
debemos comprender que el pueblo es el único apoyo de la liber-
tad. ¡Eh! ¡Quién podría soportar la idea de verlo despojado de sus
derechos por la misma revolución que es consecuencia de su coraje
y el tierno y generoso vínculo con que ha defendido a sus repre-
sentantes! ¿Acaso debéis a los ricos y a los grandes esta gloriosa insu-
rrección que ha salvado a Francia y también a vosotros? Estos sol-
dados que han depuesto sus armas a los pies de la patria alarmada,
¿no eran del pueblo? Los que las conducían contra vosotros, ¿a qué
clase pertenecían? ¿Era para ayudaros a defender sus derechos y su
dignidad que combatía el pueblo entonces, o para daros el poder de
aniquilarlos? ¿Para volver a caer bajo el yugo de la aristocracia de los
ricos rompió con vosotros el yugo de la aristocracia feudal?
Hasta aquí me he prestado al lenguaje de aquellos que parecen
querer designar mediante la palabra pueblo una clase de hombres
separada, a la que ellos vinculan una cierta idea de inferioridad y de
desprecio. Es el momento de expresarse con mayor precisión, recor-
dando que el sistema que nosotros combatimos proscribe a las nue-
ve décimas partes de la nación, que borra de la lista de los que llama
ciudadanos activos, a una multitud incontable de hombres que
incluso los prejuicios del orgullo habían respetado y distinguido
por su educación, por su industria e incluso por su fortuna.
Tal es, en efecto, la naturaleza de esta institución, que se sostiene
sobre las más absurdas contradicciones, y que tomando la riqueza
como medida de los derechos del ciudadano, se separa de esa pro-
pia regla uniéndolos a lo que llama impuestos directos, aunque sea

75
evidente que un hombre que paga impuestos indirectos considera-
bles, puede gozar de una mayor fortuna que aquel que no está so-
metido más que a un impuesto directo moderado. ¿Pero cómo se
ha podido imaginar hacer depender los derechos sagrados de los
hombres de la movilidad de los sistemas de finanzas, de las varia-
ciones, de los abigarramientos que nuestro sistema presenta en las
diversas partes del mismo estado? ¡Qué sistema es éste en el que un
hombre que es ciudadano en tal punto del territorio fi-ancés, deja
de serlo en tal otro punto; o en que aquél que hoy lo es mañana
dejará de serlo, si su fortuna sufie un revés!
¡Qué sistema es este en el que aquél que hoy es un hombre hones-
to, despojado por un injusto opresor, cae en la clase de los ilotas
mientras que el otro se eleva por su crimen al rango de los ciuda-
danos! ¡Donde un padre ve crecer, con el número de sus hijos, la cer-
teza de que no les dejará este título junto a la magra porción de su
patrimonio dividida entre ellos! ¡Donde todos los hijos de familia, en
medio imperio, no pueden encontrar una patria desde el momento
en que ya no tienen padre! En fin, ¿para qué sirve esta soberbia pre-
rrogativa de ser miembro del soberano, si el repartidor de las contri-
buciones públicas es dueño de arrebatármela, disminuyendo mi con-
tribución en un sueldo; si ella misma está sometida a la vez a los
caprichos de los hombres y a la inconstancia de la fortuna?
Pero fijad sobre todo vuestra atención sobre los funestos inconve-
nientes que esto conlleva necesariamente. ¡Qué armas poderosas
dará a la intriga!
¡Cuántos pretextos al despotismo y a la aristocracia, para descar-
tar de las asambleas públicas a los hombres más necesarios para la
defensa de la libertad, y así librar el estado a la merced de un cier-
to número de ricos y ambiciosos! Una pronta experiencia nos ha
revelado todos los peligros de este abuso. ¿Qué amigo de la libertad
y de la humanidad no ha gemido viendo, en las primeras asambleas
de elección, formadas bajo los auspicios de la nueva constitución,
la representación nacional reducida, por así decirlo, a un puñado de
individuos? ¡Que espectáculo deplorable el que nos han dado esas
ciudades, esos sitios donde unos ciudadanos disputaban a los ciuda-
danos el poder ejercer los derechos comunes a todos; o donde ofi-

76
c i;iles municipales, o los representantes del pueblo parecían poner
(1 precio más alto posible a la calidad de ciudadano activo median-
te la tasación arbitraria o exagerada de las jornadas de obrero! Ojala
no notemos pronto los efectos funestos de estos atentados contra
ios derechos del pueblo! Pero sois únicamente vosotros los que
|:)odéis prevenirlos. Estas mismas precauciones que vosotros habéis
c|uerido tomar para endulzar el rigor de los decretos de los que ha-
blo, sea reduciendo a veinte soles el precio más alto de la jornada
de un obrero, sea admitiendo diversas excepciones; todos estos pa-
Üativos impotentes prueban por lo menos que vosotros mismos ha-
béis notado toda la amplitud del mal que vuestra sabiduría está des-
tinada a extirpar completamente. ¡Eh! ¿Qué importa en efecto que
veinte o treinta soles sean los elementos de cálculo que deciden mi
existencia política? Los que no lleguen a diecinueve no tienen los
mismos derechos; y los principios eternos de la justicia y de la razón
sobre lo cuales se fundan estos derechos, ¿pueden plegarse a las re-
glas de una tarifa variable y arbitraria?
Pero mirad, os lo ruego, qué extravagantes consecuencias com-
porta un gran error de este género. Forzados por las más prima-
rias nociones de equidad a buscar los medios de paliarlo, habéis
otorgado a los militares, con un cierto tiempo de servicio, los de-
rechos del ciudadano activo como recompensa. Los habéis otor-
gado a los ministros del culto como una distinción cuando ellos
no pueden cumplir las condiciones pecuniarias exigidas en vues-
tros decretos; los habéis concedido también en casos análogos por
motivos parecidos. Pero todas estas disposiciones tan correctas
por su objetivo, no son más que otras tantas inconsecuencias e in-
fracciones de los primeros principios constitucionales. ¿Cómo,
vosotros que habéis suprimido todos los privilegios, habéis podi-
do erigir en privilegio para ciertas personas y para ciertas profe-
siones, el ejercicio de los derechos del ciudadano? ¿Cómo habéis
podido transformar en recompensa un bien que pertenece esen-
cialmente a todos? Por otra parte, si los eclesiásticos y los milita-
res no son los únicos que tienen merecimientos ante la patria, ¿es-
ta misma razón no debe forzaros a extender el mismo favor a las
demás profesiones? Y si vosotros la reserváis al mérito, ¿cómo la

77
habéis podido transformar en patrimonio de la fortuna?
Esto no es todo: habéis hecho de la privación de los derechos del
ciudadano activo la pena del crimen, y del más grande de todos los
crímenes, el de lesa nación. Esta pena os ha parecido tan grande,
que habéis limitado su duración, que habéis dejado a los culpables
dueños de terminarla por sí mismos a través del primer acto de ciu-
dadano que les complazca hacer. Y esta misma privación, la habéis
infligido a todos los ciudadanos que no son suficientemente ricos
como para pagar tal cuota o tal tipo de contribución; de manera que
por la combinación de estos decretos, aquellos que han conspirado
contra la salud y contra la libertad de la nación y los mejores ciuda-
danos, los defensores de la libertad, que la fortuna no habrá favo-
recido, o que hayan rechazado la fortuna para servir a la patria, se
encuentran mezclados en la misma clase. Me equivoco: vuestra pre-
dilección se declara a favor de los primeros, puesto que desde el
momento en que ellos deseen hacer la paz con la nación, y acepten
el beneficio de la libertad, pueden volver a gozar de la plenitud de
los derechos del ciudadano; mientras que los otros son privados
indefinidamente, y no pueden recobrarlos más que bajo una con-
dición que no están en poder de cumplir. ¡Justo cielo! ¡El genio y la
virtud más rebajados que la opulencia y el crimen por el legislador!
¡Lástima que él no viva aún, hemos dicho algunas veces, al acer-
car la idea de esta gran revolución a la de un gran hombre que ha
contribuido a prepararla! ¡Que no viva aiin, este filósofo sensible y
elocuente, cuyos escritos han desarrollado entre nosotros estos prin-
cipios de moral pública que nos han hecho dignos de concebir el
propósito de regenerar nuestra patria! ¡Y bien! Si viviera aún, ¿qué
vería? Los derechos sagrados del hombre que él defendió, violados
por la constitución naciente; y su nombre borrado de la lista de los
ciudadanos. ¿Qué dirían también todos estos grandes hombres que
gobernaron antaño los pueblos más libres y más virtuosos de la tierra,
pero que no dejaron nada con que pagar sus funerales, y cuyas fami-
lias fueron alimentadas a costa del estado? ¿Que dirían, si revivien-
do entre nosotros, pudieran ver levantarse esta constitución tan ala-
bada? ¡Oh, Arístides, Grecia te llamó el Justo y te hizo el arbitro de
su destino: la Francia regenerada no vería en ti más que un hombre

78
de nada, que no paga un marco de plata. En vano, la confianza del
pueblo te llamaría a defender sus derechos; no habría ninguna muni-
cipalidad que no te rechazase de su seno. Habrías salvado veinte veces
a la patria, pero aún así no serías ciudadano activo, o elegible... a
menos que tu gran alma no consintiera en vencer los rigores de la for-
tuna a costa de la libertad, o de alguna de tus virtudes.
Estos héroes no ignoraban, y nos repetimos nosotros mismos, que
la libertad no puede estar sólidamente fundada si no es sobre las
costumbres. Pero, ¿qué costumbres puede tener un pueblo cuyas le-
yes parecen aplicarse en dar a la sed de riquezas la más furiosa acti-
vidad.'' ¿Y qué medio más seguro pueden tomar las leyes para irritar
esta pasión, que marchitar la honorable pobreza, y reservar para la
riqueza todos los honores, y toda la potencia? Adoptar una institu-
ción pareja, ¿es diferente de forzar incluso la ambición más noble,
la que busca la gloria sirviendo a la patria, a refugiarse en el seno de
la codicia y de la intriga, y hacer de la misma constitución la co-
rruptora de la virtud? ¿Qué significa pues este cuadro cívico que
pegáis con tanta dedicación? Ante mis ojos expone con exactitud
todos los nombres de los viles personajes que el despotismo ha
engordado con la sustancia del pueblo; pero yo busco en vano el de
un honesto indigente. Este cuadro da a los ciudadanos esta sor-
prendente lección: "Sé rico al precio que sea o no serás nada".
¿Cómo, tras esto, podéis presumir de hacer renacer entre nosotros
este espíritu público al que está unida la regeneración de Francia,
cuando al convertir a la mayoría de los ciudadanos en seres ajenos
al cuidado de la cosa pública, la condenáis a concentrar todos sus
pensamientos y todos sus afectos en los objetos de su interés perso-
nal y de sus placeres; es decir, cuando eleváis el egoísmo y la frivo-
lidad por encima de las ruinas de los talentos útiles y de las virtu-
des generosas, que son las únicas guardianas de la libertad? No
habrá jamás una constitución duradera en cualquier país donde ella
sea, de alguna manera, el dominio de una clase de hombres; y no
ofrezca a los otros más que un objeto indiferente, o un sujeto de los
celos y de la humillación. En cuanto sea atacada por enemigos
hábiles y poderosos temerosos, es preciso que sucumba tarde o tem-
prano. Resulta fácil, señores, prever todas las... fatales consecuencias

79
que acarrearían las disposiciones de las que hablo, si pudieran sub-
sistir. Pronto veréis vuestras asambleas primarias y electivas desiertas,
no sólo porque estos mismos decretos impiden el acceso a las mismas
a la mayor parte de los ciudadanos, sino también porque la mayor
parte de aquellos a los que convocan, tales como las gentes de tres jor-
nadas, reducidos a la facultad de elegir sin poder ser nombrados ellos
mismos a los empleos que da la confianza de los ciudadanos, no se
apresurarán a abandonar sus asuntos y sus familias para frecuentar
unas asambleas donde ellos no pueden aportar ni las mismas espe-
ranzas ni los mismos derechos que los ciudadanos mas acomodados;
a menos que muchos de entre ellos acudan para vender sus surra-
gios. Ellas serán abandonadas a un pequeño número de intrigantes
que se repartirán todas las magistraturas, y darán a hrancia jueces,
administradores y legisladores. ¡Legisladores reducidos a 750 para
un imperio tan vasto! Que deliberarán rodeados por la influencia
de una corte armada con las fuerzas públicas, con el poder de dispo-
ner de una multitud de gracias y de empleos, y de una lista cívica
que puede ser evaluada al menos en 35 millones. Vedla, esta corte,
desplegando sus inmensos recursos en cada asamblea, secundada
por todos estos aristócratas disfrazados que, bajo la mascara del ci-
vismo, buscan captar los votos de una nación aun demasiado idola-
tra, demasiado frivola, muy poco instruida en sus derechos, para re-
conocer a sus enemigos, sus intereses y su dignidad; vedla después
probar su fatal ascendiente sobre esos miembros del cuerpo legisla-
tivo que no hayan llegado ya corrompidos y dedicados a sus intere-
ses; vedla jugarse los destinos de Francia, con una facilidad que no
sorprenderá a aquellos que siguen los progresos de su espíritu peli-
groso y de sus funestas intrigas y preparaos a ver al despotismo envi-
lecerlo todo, depravarlo todo y tragárselo todo e insensiblemente; o
bien apresuraos a devolver al pueblo codos sus derechos, y al espíri-
tu público toda la libertad que necesita para extenderse y fortale-
cerse.
Acabo aquí esta discusión, quizás me la podría haber ahorrado;
quizás debería haber examinado, aiiic todo, si estas disposiciones
que yo atacaba existen en electo; si son verdaderas leyes, ¿lor que
temería yo presentar la verdail a los representantes del pueblo, por

80
qué olvidaría que defender ante ellos la causa sagrada de los hom-
bres y la soberanía inviolable de las naciones, con toda la fi^anque-
za que exige, es al propio tiempo acariciar el más dulce de sus sen-
timientos y rendir el más noble homenaje a sus virtudes? Por otra
parte, ¿no sabe el universo que vuestro verdadero deseo, que vues-
tro verdadero decreto es la pronta revocación de las disposiciones de
las que hablo; y que es, en efecto, la opinión de la mayoría de la
Asamblea nacional lo que yo defiendo combatiéndolas? Lo declaro
pues, semejantes decretos no tienen necesidad de ser revocados ex-
presamente; ellos son esencialmente nulos, porque ninguna poten-
cia humana, incluida la vuestra, era competente para producirlos.
El poder de los representantes, de los mandatarios de un pueblo
está necesariamente determinado por la naturaleza y el objeto de su
mandato. Así pues, ¿cual es el objeto de vuestro mandato? Hacer le-
yes para restablecer o para cimentar los derechos de vuestros comi-
tentes. No os es posible despojarlos de sus mismos derechos. Pres-
tad atención: aquellos que os han escogido, aquellos para los que
existís, no eran contribuyentes del marco de plata, de tres o de diez
jornales de impuestos directos; eran todos los Franceses, es decir,
todos los hombres nacidos y domiciliados en Francia, donde natu-
ralmente pagan una contribución cualquiera.
El propio despotismo no osó imponer otras condiciones a los ciu-
dadanos que convocaba. ¿Como podéis, pues, despojar a una parte
de estos hombres, y con mayor razón a la mayoría de ellos, de sus
propios derechos políticos que ellos han ejercido enviándoos a esta
Asamblea, y cuya guarda os han confiado? Vosotros no podéis
hacerlo sin destruir vuestro propio poder, porque este poder no es
otro que el de vuestros comitentes. Elaborando semejantes decretos
no actuaríais como representantes de la nación: actuaríais direc-
tamente contra este título; no haríais leyes sino que golpearíais la
autoridad legislativa en su fundamento. Los propios pueblos no
podrían jamás ni autorizarlos ni adoptarlos, porque ellos no pueden
jamás renunciar ni a la igualdad, ni a la libertad, y a su existencia
como pueblo, ni a los derechos inalienables del hombre. También
señores, cuando habéis adoptado la resolución ya bien conocida de
revocarlos, es menos porque habéis reconocido su necesidad, que
por dar a todos los legisladores y a todos los depositarios de la auto-
ridad pública un gran ejemplo del respeto que deben a los pueblos;
para coronar tantas leyes saludables, tantos sacrificios generosos,
con la magnánima desaprobación de una sorpresa pasajera, que no
cambia ni vuestros principios, ni vuestra voluntad constante y vale-
rosa para la felicidad de los hombres.
¿Qué significa pues la eterna objeción de aquellos que os dicen
que no os está permitido en ningún caso cambiar vuestros propios
decretos? ¿Cómo se ha podido hacer ceder ante esta pretendida
máxima la regla inviolable de que la salvación del pueblo y la feli-
cidad de los hombres es siempre la ley suprema; e imponer a los
fundadores de la constitución francesa, la de destruir su propia
obra, y detener los gloriosos destinos de la nación y de la humani-
dad entera, antes que reparar un error del que ellos conocen todos
sus peligros? Sólo pertenece al Ser esencialmente infalible ser inmu-
table; cambiar es no solamente un derecho, sino un deber para toda
voluntad humana que haya errado. Los hombres que deciden de la
suerte de los otros hombres están menos exentos que nadie de esta
obligación común. Pero es tal la desgracia de un pueblo que pasa
rápidamente de la servidumbre a la libertad, que transporta sin
darse cuenta al nuevo orden de cosas los prejuicios del antiguo, de
los (]ue aún no ha tenido tiempo de deshacerse; y es cierto que este
sistema de la irrevocabilidad absoluta de las decisiones del cuerpo
legislativo no es otra cosa que una idea cornada en préstamo al des-
potismo. La autoridad no puede desdecirse sin comprometerse, se
decía, cuando alguna vez había sido forzada a desdecirse. Esta máxi-
ma era buena en efecto para el despotismo, cuya potencia opresiva
no podía sostenerse más que por la ilusión o el terror; pero la auto-
ridad tutelar de los representantes de la nación, fundada al propio
tiempo sobre el interés general y sobre la fuerza de la propia nación,
puede reparar un error funesto sin correr otro riesgo que despertar
los sentimientos de la confianza y la admiración que lo rodean; ella
no puede comprometerse si no es por la perseverancia invencible en
las medidas contrarias a la libertad, y reprobadas por la opinión
pública. Ahora bien, hay decretos que no podéis abrogar, son los
que se encierran en la Declaración de los derechos del hombre, por-

82
que que no sois vosotros quienes habéis hecho estas leyes; vosotros
las habéis promulgado. Son decretos inmutables del legislador eter-
no depositados en la razón y en el corazón de los hombres antes de
(]ue los hubieseis inscrito en vuestro código, que yo reclamo contra
unas disposiciones que los hieren y que deben desaparecer ante
ellos. Tenéis que elegir entre las unas y las otras y vuestra elección
no puede ser incierta, a partir de vuestros principios. Yo propongo
pues a la Asamblea nacional el proyecto de decreto siguiente:
"La Asamblea nacional, penetrada por un respeto religioso por los
derechos del hombre, cuyo mantenimiento debe ser objeto de todas
las instituciones políticas;
Convencida de que una constitución hecha para asegurar la liber-
tad del pueblo francés, y para influir sobre la del mundo, debe ser
establecida sobre este principio;
Declara que todos los Franceses, es decir, todos los hombres naci-
dos y domiciliados en Francia, o naturalizados, deben disfrutar de
la plenitud y de la igualdad de los derechos del ciudadano; y son
admisibles a todos los empleos públicos, sin otra distinción que la
de las virtudes y de los talentos.

83
PROYECTO DE CONFEDERACIÓN
ENTRE FRANCIA Y CÓRCEGA

20 de abril de 1790
E N LA SOCIEDAD DE LOS A M G O S DE LA CONSTITUCIÓN

La "gloriosa revolución corsa"contraía dominación genovesa empezó e


1729 y duró cuarenta años. La Decliración de Independencia de 1735
file seguida, en 1755, por la Constitudón democrática propuesta por Pas-
quale Paoli. Sin embargo, el rey de Fnncia, a quien Genova había ven-
dido Córcega, la conquistó en 1769 y^^a ocupó militarmente hasta 1789,
introduciendo la feudalidad, extrañad esta sociedad. Numerosos patrio-
tas corsos, entre ellos Paoli, tuvieron qie exiliarse.
La revolución en Francia devolvió U esperanza de la libertad a los cor-
sos que, desde agosto de 1789, se le/antaron y reunieron a los ayun-
tamientos de la isla para organizar m Comité nacional que sesionó en
Bastía en febrero de 1790. Se tomó la decisión de llamar a Paoli y de pre-
parar elecciones a su retorno.
Paolifi^erecibido en la Asamblea ccnstituyente el 22 de abril de 1790.
La revolución empezaba aponer en cuistión la política de potencia del an-
tiguo régimen y a buscar los fundamertos nuevos de las relaciones entre lo
pueblos. Paoli lanzó la idea de una confderación igualitaria entre la Fran-
cia de la libertad y la Córcega liberaca: él distinguía la patria corsa de
imperio f anees y los Corsos, sus compariotas, de los Franceses, sus cole
El 26 de abril de 1790, Paoli fue r£Íbido en la Sociedad de los Ami-
gos de la Constitución (club de los Jacobinos), presidido aquel día por
Robespierre, quien rindió homenaje dpueblo corso que había conquis-
tado su libertad mucho antes que elpieblo francés, denunció el despo-
tismo conquistador y apoyó la propisición paolista de confederación
igualitaria de los dos pueblos.

84
El día en que la Sociedad de los Amigos de la Constitución reci-
be a los diputados del pueblo corso es para ella un día de fiesta. Ella
ya os había expresado sus sentimientos cuando, para admitir en su
seno al señor Paoli, suspendió las reglas ordinarias que se había
prescrito a sí misma. Es un homenaje que ha querido rendir a la li-
bertad, en la persona de uno de sus más ilustres defensores.
¡La Libertad! ¡Nosotros también somos dignos de pronunciar este
nombre sagrado! ¡Ay! ¡Hubo un tiempo en que nosotros íbamos a
oprimirla en el último de sus asilos! Pero no; este crimen fue el del
despotismo. El pueblo francés lo ha reparado. ¡Francia libre y lla-
mando a las naciones a la libertad! ¡Que magnífica expiación para
la Córcega conquistada y la humanidad ofendida!
Generosos ciudadanos, habéis defendido la libertad en un tiem-
po en que nosotros no osábamos esperarla aún. Habéis sufrido por
ella; triunfáis con ella y vuestro triunfo es el nuestro. ¡Unámonos
para conservarla siempre; y que sus cobardes enemigos palidezcan
de horror a la vista de esta santa confederación que, de un extremo
a otro de Europa, deberá unir bajo sus estandartes a todos los ami-
gos de la razón, de la humanidad, de la virtud!'

1. Sobre la historia de esta confederación, ver Jean Defranceschi, La Corsé frangai-


se 1789-1794, París, 1980. Como se ve, Paoli fue no sólo apoyado por los jacobinos,
sino que llegó a ser miembro del club. La proposición de Paoli buscaba resolver el
problema de los pequeños pueblos oprimidos por las potencias: la idea de autono-
mía interna dentro de un cuadro confederal ponía las bases de un nuevo derecho de
gentes y de una alianza de Estados libres, en vista de la paz. Ella conoció un nuevo
desarrollo con la revolución antiesclavista (1789-1801); fue teorizada por Kant (Pro-
yecto de paz perpetua, 1795). Estamos lejos del prejuicio demasiado extendido del
"jacobinismo centralizador".

85
CONTRA LA CONSTITUCIONALIZACIÓN
DE LA ESCLAVITUD EN LAS COLONIAS

"PEREZCAN VUESTRAS COLONIAS SI LAS CONSERVÁIS


A ESTE PRECIO"
13 de mayo de 1791, en la Asamblea Constituyente

El problema colonial suscitó un importante debate en la Asamblea


Constituyente, del 11 al 15 de mayo de 1791. El 11 de mayo, Ma-
louet, uno de los que llevaba la voz cantante del lado derecho esclavis-
ta, reclamó una constitución especifica para las colonias, afín de esca-
par a la aplicación de los principios de la Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano: "La población de las colonias está com-
puesta por hombres libres y esclavos... Es imposible, pues, aplicar a las
colonias la Declaración de los derechos sin excepción... Es necesario
determinar especialmente para las colonias principios constitutivos que
sean apropiados para asegurar su conservación según el único modo de
existencia que ellas puedan tener"\
El 13 de mayo, Moreau de Saint-Méry, diputado esclavista de la
Martinica, propuso una enmienda apuntando a constitucionalizar el
esclavismo en las colonias; él intentaba matar dos pájaros de un tiro lle-
vando, en esta ocasión, a la Asamblea a deshonrarse violando los prin-
cipios de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano que
había votado el 26 de agosto de 1789^.
Robespierre intervino en diversas ocasiones en este debate. El 13 de
mayo respondió de forma fulminante a Moreau de Saint-Méry.

Tengo una explicación de dos palabras sobre la enmienda; seño-

1. Archivos Parlamentarios, 2^ serie, t. 25, p. 752.


2. Ibid., t. 26, p. 49.

86
res, el mayor interés en esta discusión es conseguir un decreto que
no ataque de una forma demasiado indignante los principios y el
honor de la Asamblea.
Desde el momento en que, en uno de vuestros decretos, hayáis pro-
nunciado la palabra esclavo, habréis pronunciado vuestro propio des-
honor y el derrocamiento de vuestra constitución. Yo me quejo, en
nombre de la propia Asamblea, de que, no contentos de obtener de
ella lo que se desea, se la quiere forzar a acordarlo de una manera des-
honrosa para ella, y que desmiente todos vuestros principios. Cuan-
do se ha querido forzaros a vosotros mismos a levantar el velo sagra-
do y terrible que el pudor mismo del legislador ha sido forzado a ten-
der, creo que se ha querido conseguir un medio para atacar siempre
con éxito vuestros decretos, para debilitar vuestros principios, a fin de
que se os pudiera decir siempre: alegáis sin cesar los derechos del
hombre, los principios de la libertad; pero vosotros creéis poco en
ellos ya que habéis decretado constitucionalmente la esclavitud.
La conservación de vuestras colonias es de un gran interés, pero
este interés es relativo a vuestra constitución; y el interés supremo
de la nación y de las propias colonias es que conservéis vuestra li-
bertad y que no derroquéis con vuestras propias manos las bases de
esta libertad. ¡Eh!, perezcan vuestras colonias, si las conserváis a este
precio. Sí, si fuera necesario perder vuestras colonias o perder vues-
tra felicidad, vuestra gloria, vuestra libertad, yo repetiría: perezcan
vuestras colonias.
Concluyo de todo esto que la peor de las desgracias que la Asam-
blea puede atraer, no sólo sobre los ciudadanos de color, ni sobre las
colonias, sino sobre el propio imperio francés entero, sería adoptar
esta funesta enmienda propuesta por M. Moreau de St-Méry. Con-
cluyo que cualquier otro proyecto, sea el que sea, es mejor que éste'.

3. Aimé Cesaire comenta así esta intervención de Robespicrrc: "Por primera vez, el
asunto era expuesto con toda su amplitud y verdadera dimensión. La cuestión colo-
nial. Pero también la cuestión de la propia Revolución. Hasta ahí la Revolución se pre-
sentaba como un bloque. El debate colonial introdujo en la Revolución su propia con-
tradicción, y por ello, una línea nodal: por un lado aquellos que quieren detener la
Revolución; por otro, los que quieren continuarla y extenderla Por esto, la Revolución

87
A pesar de los esfuerzos del lado izquierdo, la Asamblea Constituyen-
te votó, el 13 de mayo de 1791: "[•••] como articulo constitucional,
que ninguna ley sobre el estado de las personas no libres podrá ser hecha
por el cuerpo legislativo para las colonias si no es a demanda formal y
espontánea de las asambleas coloniales".
Notemos que la historiografía de la revolución, comprendida la de
"izquierda", no ha visto o sabido ver la significación de este voto. ¡Algu-
nos incluso han buscado disolver esta importancia insinuando que ha-
bría alguna diferencia entre esclavo y no libre/
Aimé Cesaire no se ha dejado engañar por esta distinción falaz y fue
el primero en poner a plena luz el sentido del voto del 13 de mayo de
1791: "Tras tres días de debate, la Asamblea ratificó. Era cosa grave:
una asamblea, elegida para constitucionalizar la libertad, venía a
constitucionalizar la esclavitud más abominable... "^
Algunos meses más tarde, en la noche del 22 al 23 de agosto de 1791,
la insurrección de los esclavos de Santo Domingo comenzaba, abriendo
un nuevo ciclo de las revoluciones anticolonialistas.

se revela a sí misma; toma conciencia de que ella no es una si no doble; que por esto,
ella está llena de futuro y preñada de una historia". Toussaint L'Ouverture. La révolu-
tion frangaise et leprobleme colonial. Présence Africaine, 1961, p. 117.
4. Ibid., p. 122
POR U N ESPACIO PUBLICO D E M O C R Á T I C O

SOBRE EL DERECHO DE PETICIÓN, LA LIBERTAD DE PRENSA,


LOS DERECHOS DE LAS SOCIEDADES Y DE LOS CLUBS
9-10 de mayo, 22 de agosto y 29 de septiembre de 1791,
en la Asamblea Constituyente

Derecho de petición, libertad de prensa y derecho de reunirse sin armas


son los tres pilares del espacio público democrático constituido desde
1789. Este título comprende las instituciones fundadoras de la ciuda-
danía efectiva de los Franceses, estuvieran clasificados en la categoría de
ciudadanos activos o en la de pasivos según la constitución votada el 3 de
septiembre de 1791.
Pero estas instituciones son atacadas por los constituyentes moderados,
quienes no solamente rechazan hacer de la ciudadanía un derecho na-
tural (ver el discurso sobre el marco de plata de abril de 1791) si no tam-
bién considerar que la asamblea encargada de hacer la ley no es más que
una representación del soberano, que debe estar constantemente en rela-
ción de interdependencia con el soberano legítimo: el pueblo, la univer-
salidad de los ciudadanos. Esta interdependencia se expresa en el momen-
to de las elecciones pero se expresa sobre todo en lo cotidiano, por un deber
de vigilancia de los ciudadanos sobre sus representantes. Estos últimos tie-
nen la responsabilidad de traducir la opinión pública, los deseos de la
nación, en leyes. Pero, para conocer esta opinión pública, tienen nece-
sidad del derecho de petición que permite a todo ciudadano expresarse
directamente a la Asamblea por correo o por delegación. Tienen igual-
mente necesidad de una prensa libre que asegure la publicidad de los
debates a la asamblea y la circtdación de todas las opiniones. En fin,
las sociedades y los clubs ofiecen a los ciudadanos verdaderos lugares de
lo político donde el trabajo legislativo puede ser reflexionado, debatido,
apropiado o rechazado. En ellas se prepara así, a través del uso del

89
debate público, la expresión de opiniones largamente maduradas. Es
este ejercicio cotidiano de la política, esta vigilancia revolucionaria de
la producción legislativa y de los legisladores, lo que se pone en cuestión
cuando se pretende restringir el derecho de petición, cuando se prohibe
a la prensa opinar sobre la calidad de los funcionarios y cuando se afir-
ma que las sociedades y los clubs ya no sirven. Protegiendo estas tres ins-
tituciones, Robespierre adopta no sólo la defensa de todos los ciuda-
danos si no la de una concepción de la soberanía revolucionaria. Sin
vigilancia pública de los representantes del soberano la soberanía del
pueblo no sería más que una palabra vana. Esta práctica de la sobera-
nía se efectúa igualmente en el marco de las secciones o asambleas sec-
cionarías, que son el lugar de elección para las asambleas primarias en
cada uno de los barrios de París. Pero el club de los Jacobinos, igual que
las asambleas seccionarías, invitó a los ciudadanos pasivos a participar
en los debates y en los escrutinios. La instrucción del pueblo se realizó
a través de la práctica política. Por ello, el 10 de agosto de 1792 no es
solamente un acontecimiento de la soberanía popular, sino un aconte-
cimiento preparado por el ejercicio efectivo de esta soberanía.

SOBRE EL DERECHO DE PETICIÓN

El derecho de petición es un derecho imprescriptible de todo hom-


bre en sociedad. Los Franceses gozaban de él antes de que vosotros
hicierais asambleas; los déspotas más absolutos jamás osaron negar
formalmente este derecho a los que ellos llamaban sus subditos.
Muchos de ellos se vanagloriaban de ser accesibles o de hacer justicia
para todos. Así, Federico II escuchaba las quejas de todos los ciuda-
danos. Y vosotros, legisladores de un pueblo libre, no querréis que los
Franceses os envíen observaciones, demandas, ruegos, ¡como queráis
llamarlo! No, no hablo desde esta tribuna para azuzar al pueblo a la
revuelta, sino para defender los derechos de los ciudadanos; y si algu-
no quisiera acusarme, yo querría que él cotejase sus acciones con las
mías, y yo no temería esa comparación y yo no temería este paralelo.
Defiendo los derechos más sagrados de mis comitentes, porque mis
comitentes son todos Franceses; y yo no haré, en este informe, nin-

90
guna diferencia entre ellos, yo defenderé sobre todo a los más pobres.
Cuanto más débil y desgraciado es un hombre, más necesita del
derecho de petición; ¿y precisamente porque él es débil y desgra-
ciado vosotros se lo quitaríais? Dios acoge las peticiones no solo de
los más desgraciados de los hombres, sino de los más culpables.
Ahora bien, no hay otras leyes sabias y justas sino las que se derivan
de las leyes simples de la naturaleza. Si vuestros sentimientos no
estuvieran de acuerdo con estas leyes, no seriáis legisladores, seriáis
más bien los opresores del pueblo. Creo pues que, en vuestra cali-
dad de legisladores y representantes de la nación, sois incompeten-
tes para quitar a una parte de los ciudadanos los derechos impres-
criptibles que tienen por naturaleza.
Paso al título II, a aquel que pone trabas de toda clase al ejercicio
del derecho de petición. Todo ser colectivo o no que puede formu-
lar una petición, tiene el derecho de expresarlo: es el derecho im-
prescriptible de todo ser inteligente y sensible. Es suficiente que la
sociedad tenga una existencia legítima para que tenga el derecho de
petición; puesto que si tiene el derecho a existir, reconocido por la
ley, tiene el derecho de actuar como un colectivo de seres razona-
bles que pueden publicar su opinión común y manifestar sus peti-
ciones. Vemos a todas las sociedades de amigos de la constitución
presentaros peticiones adecuadas para esclarecer vuestra sabiduría,
para exponeros hechos de la mayor importancia; y precisamente en-
tonces se quiere paralizar estas sociedades, quitarles el derecho a ilu-
minar a los legisladores. Pregunto a todo hombre de buena fe que
quiere sinceramente el bien, y que no esconde bajo un lenguaje
especioso el deseo de minar la libertad: pregunto si eso no es inten-
tar turbar el orden público mediante leyes opresivas, y dar el golpe
más funesto a la libertad. Reclamo que se retrase esta cuestión hasta
después de la impresión del informe.

(Al día siguiente)


De lo dicho por el señor Le Chapelier resulta que no está de
acuerdo con la aclaración que yo he propuesto. Resulta que no con-
viene que todo ciudadano sin distinción pueda ejercer igualmente
el derecho de petición. No se nos puede decir que en la redacción

91
propuesta, él haya incluido la opinión de aquellos que pretenden
que el derecho de petición no pueda ser rechazado a nadie. No es
así como se decide sobre los derechos más sagrados de los ciudada-
nos, y como se eluden las reclamaciones más importantes y más
legítimas. El derecho de petición que, como el señor Le Chapelier
acaba de convenir, no es un derecho político...
Señor Le Chapelier. No convengo en ello.
Señor Robespierre. El derecho de petición no es otra cosa que la
facultad acordada al hombre, sea quien sea, de emitir su petición,
de pedir lo que le parece más conveniente, sea de su interés parti-
cular, sea del interés general. Es evidente que no hay en ello dere-
chos políticos porque dirigiendo una petición, emitiendo un deseo,
su deseo particular, no se hace ningún acto de autoridad, se expre-
sa a quien tiene la autoridad lo que se desea que os dé.
Remarcad, señores, que el ejercicio del derecho de petición supo-
ne, por el contrario, en aquel que lo ejerce, la ausencia de toda
autoridad; supone la inferioridad y la dependencia; puesto que
aquel que tiene alguna autoridad, aquel que tiene algún poder,
ordena y ejecuta; aquel que no tiene poder, aquel que es depen-
diente, desea, pide, dirige sus deseos, dirige sus peticiones. (Aplau-
sos) Pregimto si esta facultad así definida, puede ser negada por
quién sea. Digo más: digo que es el libre ejercicio de esta libertad...
(Murmullos en el centro) Pido al señor Presidente, de una vez por
todas, que no deje que se me insulte precisamente por que reclamo
los derechos del pueblo. (Vivos aplausos a la izquierda; murmullos en
el centro).
El señor Presidente. Pregunto al opinante si encuentra que no pon-
go suficiente cuidado en conservarle la palabra.
Una voz a la izquierda. No.
El señor Presidente. Ruego a aquel que acaba de decirme no, que
me diga en que he faltado a mi deber.
El señor de la Borde. En que el señor Robespierre ha sido interrum-
pido dos veces, y usted no ha puesto el mismo cuidado en proteger-
le el silencio que a otros (aplausos a la izquierda).
El señor Presidente. Señor, si usted hubiera seguido la deliberación,
usted habría visto que durante todo el tiempo en que el opinante

92
ha hablado, yo no he dejado de utilizar la campanilla y mis pulmo-
nes para obtenerle silencio; que he llamado al orden a diversas per-
sonas, de forma notoria al señor Le Chapelier, Regnault, Beaumets,
al orden, así que su inculpación está absolutamente fuera de lugar.
(Aplausos en el centro.)
Señor Robespierre. Cuanto más pobre se es, más necesidad se tiene
de la autoridad protectora; así, lejos de disminuir esta facultad, para
la causa de los ciudadanos más pobres, es por el contrario a estos
ciudadanos a quienes el legislador debe garantizarla de la manera
más auténtica y extensa: digo que todos estos términos oscuros que
se insinúan para hacer decretar que los ciudadanos más pobres, los
más débiles, no puedan disfrutar de este derecho en una igual ex-
tensión... (Murmullos).
El señor Presidente. Señores os ruego no interrumpáis al señor Ro-
bespierre. (Risas)
Señor Robespierre. Digo que todas estas distinciones que se estable-
cen mediante esta nueva legislación son injuriosas para la humani-
dad. Digo que la Asamblea elabore un decreto que no eluda la expli-
cación que pido, un decreto que no tema declarar los derechos más
sagrados de la humanidad, un decreto suficientemente claro como
para prevenir todo equívoco, y para rechazar los principios expuestos
ayer, y habitualmente por el Comité de constitución, principios que
permitirían decir que el espíritu del decreto ha sido no otorgar en
toda su extensión este derecho más que a los ciudadanos activos.
Digo que si los principios que acabo de desarrollar son verdaderos,
no se puede rechazar poner expresamente en el decreto que el dere-
cho de petición pertenece igualmente a todo ciudadano, sin ningu-
na distinción, y concluyo. (Es aplaudido.)

SOBRE LA LIBERTAD DE PRENSA

Señor Robespierre. Precisamente porque la libertad de prensa fue


vista siempre como el único freno del despotismo, resulta que los
principios sobre los cuales está fundada han sido ignorados y obs-
curecidos por los gobiernos despóticos, es decir, en casi todos los

93
gobiernos. El momento de una revolución es quizás aquel en que
los principios pueden ser desarrollados con menos ventajas pues
entonces cada parte se acuerda dolorosamente de las heridas que se
le ha hecho; pero somos dignos de elevarnos por encima de los pre-
juicios y de todos los intereses personales. He aquí, señores, la ley
constitucional que los Estados Unidos han hecho sobre la libertad
de prensa.
Al ser la libertad de publicar los pensamientos el primer camino
de la libertad, no puede ser limitado ni estorbado de ninguna ma-
nera, si no es en estados despóticos. ¿Es verdad que la libertad de
prensa consiste únicamente en la supresión de la censura y de todas
las trabas que pueden detener el florecimiento de la libertad? Yo no
lo creo así, y vosotros tampoco lo pensaréis. La libertad de prensa
no existe desde el momento en que el autor de un escrito puede
estar expuesto a diligencias arbitrarias. Aquí es preciso comprender
una diferencia muy esencial entre los actos criminales y lo que se
llama delitos de prensa. Los actos criminales consisten en hechos
palpables y sensibles. Pueden ser constatados siguiendo reglas segu-
ras y por medios infalibles, a partir de los cuales la ley puede ser
aplicada sin ningún tipo de arbitrariedad. Pero en cuanto a las opi-
niones, su mérito o su crimen dependen de las relaciones que tie-
nen con principios de razón, de justicia y de interés público, y a
menudo con una multitud de circunstancias particulares; a partir
de ahí todas las cuestiones que se elevan sobre el mérito o sobre el
crimen de un delito cualquiera son necesariamente abandonadas a
la incertidumbre de las opiniones y a la arbitrariedad de los juicios
particulares. Cada uno decide sobre estas cuestiones según sus prin-
cipios, según sus prejuicios, según sus costumbres, según los inte-
reses de su partido, según sus intereses particulares: de ahí viene que
una ley sobre los delitos que pueden ser cometidos por la vía de la
prensa, exige la mayor circunspección antes de ser creada. De ahí
que esa ley, bajo el pretexto de la libertad de prensa, produce casi
siempre el efecto infalible de aniquilar la propia libertad de prensa.
Recordad señores lo que ha pasado hasta ahora, cuando el gobier-
no, con el pretexto del orden y del interés público, perseguía a los
escritores. ¿Cuáles eran los escritos que eran objeto de su severidad?

94
Eran precisamente los que actualmente son objeto de nuestra admi-
ración y que han merecido homenajes por nuestra parte a sus auto-
res. En efecto, está en la propia naturaleza de las cosas que según los
tiempos y los lugares, un escritor recoja persecuciones o reciba
coronas. ¡El Contrato Social era hace tres años un escrito incendia-
rio! Jean-Jacques Rousseau, el hombre que ha contribuido más a
preparar la revolución, era un sedicioso, era un innovador peligro-
so, y para hacerlo subir al cadalso sólo le faltó al gobierno menos
miedo al coraje de los patriotas; y se puede añadir, sin temor a equi-
vocarse, que si el despotismo hubiera contado con sus fuerzas y con
la costumbre que encadenaba al pueblo bajo su yugo, para no temer
una revolución, Jean-Jacques Rousseau hubiera pagado con su ca-
beza los servicios que él quiso prestar a la verdad y al género huma-
no, y que él hubiera aumentado la lista de las ilustres víctimas que
el fanatismo, el despotismo y la tiranía han ocasionado en todos los
tiempos. Concluid pues, señores, que nada es más delicado, ni qui-
zás más imposible de hacer que una ley que pronuncie penas con-
tra las opiniones que los hombres pueden publicar sobre las cosas que
son objetos naturales de los conocimientos y de los razonamientos
humanos. En lo que a mí respecta, yo concluyo que no se puede ha-
cer; vosotros habéis hecho una; quizás es la única que sea posible
hacer restringiéndola a los términos en que vuestra sabiduría la ha
expresado: es la que permite pronunciar penas solamente contra
aquel que provocara formalmente (esta palabra es muy esencial) al-
gún crimen o a la desobediencia de la ley. No creo que podáis ir más
lejos, que podáis poner términos diferentes, sin atacar la libertad de
prensa en su esencia y en su principio. Esto concierne a las opiniones
que se pueden publicar sobre las cosas que atañen al bien de la huma-
nidad.
Otra cuestión no menos importante se refiere a las personas pú-
blicas. Es preciso observar que en todo estado, el único freno eficaz
ante los abusos de la autoridad es la opinión pública; y como su
consecuencia necesaria, la libertad de manifestar su opinión indivi-
dual sobre la conducta de los funcionarios públicos, sobre el buen
o mal uso que éstos hacen de la autoridad que los ciudadanos les
han confiado. Pero, señores, suponed que no se pueda ejercer el de-

95
recho si no es con la condición de estar expuesto a todas las perse-
cuciones, a todas las demandas jurídicas de los funcionarios públi-
cos; os pregunto si este freno no somete a la impotencia y casi anula
a aquel que quiera satisfacer la deuda que crea haber contraído
hacia la patria, denunciando abusos de autoridad cometidos por
funcionarios públicos. Si es posible sostener una lucha terrible con
él, ¿quién ve la ventaja inmensa que tiene en esta lucha un hombre
armado de un gran poder, rodeado de todos los recursos que da un
crédito inmenso, una influencia enorme sobre el destino de los in-
dividuos y sobre el del mismo estado? ¿Quién no ve que muy po-
cos hombres serían suficientemente valientes para advertir a la so-
ciedad entera de los peligros que la amenazan?
Permitir a los funcionarios públicos perseguir como calumniador
a cualquiera que ose acusar su conducta es abjurar de todos los
principios adoptados por los pueblos libres. En todos los pueblos
libres, cada ciudadano fue considerado como un centinela vigilan-
te que debe tener los ojos abiertos sin cesar sobre lo que pueda ame-
nazar la cosa pública; y no sólo no se consideraba un crimen una
denuncia fundada sobre indicios plausibles; no solamente no se exi-
gía que el ciudadano que prevenía a sus conciudadanos viniera ar-
mado con pruebas jurídicas; todos los magistrados virtuosos se so-
metían con alegría a la libertad de esta medida pública. Arístides
condenado a un glorioso exilio por el capricho de sus conciudada-
nos no criticaba la libertad que la ley daba a todo ciudadano de
vigilar con la mayor severidad las acciones de sus magistrados, por-
que el sabía bien que si una ley más favorable a los magistrados lo
hubiera puesto a cubierto incluso de una acusación temeraria, esta
misma ley habría favorecido a la masa de magistrados corrompidos,
y que eso mismo, el principal apoyo de la libertad, hubiera sido
revocado.
Que no se crea que en un estado de cosas en que la libertad está
sólidamente consolidada, la representación de un hombre virtuoso
pueda ser objetivo de los caprichos y la malicia del primer denun-
ciante. Cuando la libertad de prensa reina, cuando se está acos-
tumbrado a verla ejercerse en todos los sentidos, ésta causa heridas
menos peligrosas, y solamente los hombres cuya virtud es nula o

96
equívoca pueden temer la mayor libertad de la censura de sus con-
ciudadanos.
Aplicad a los artículos del Comité las ideas que acabo de desarro-
llar, y veréis que estos artículos están concebidos en unos términos
vagos que abren todas las vías posibles para sacrificar arbitrariamen-
te a todos aquellos que hayan publicado las opiniones más justas,
ya sea sobre los temas más esenciales para el bien público, ya sea
sobre los abusos de la autoridad pública. Subrayo que la Asamblea
nacional había adoptado una enmienda juzgada indispensable para
prevenir la arbitrariedad a la que los artículos daban lugar. Esta
enmienda era la palabra "formalmente". Entonces se había obser-
vado claramente que no había ningún escrito razonable y útil sobre
los vicios de la administración o de la legislación, que no pudiera
ser visto por parte de jueces ignorantes o advertidos como una pro-
vocación a desobedecer la ley. Ya que ellos pueden pretender siem-
pre que lo que muestra los vicios de la ley, inspira menos respeto
por la ley, y provoca a la desobediencia. Es absolutamente necesa-
rio que la enmienda adoptada a este respecto por la Asamblea na-
cional sea restituida.
El Comité añade términos que no estaban en absoluto en la ley
que habéis traído, y que ciertamente configuran la ley más arbitra-
ria y tiránica que se pueda hacer sobre la prensa. Helos aquí: el en-
vilecimiento de los poderes constituidos. ¿Qué puede provocar el
envilecimiento de los poderes constituidos? Esto se refiere sin duda
alguna a todo aquello que sea contrario a un fiíncionario público.
Pero si un funcionario público comete errores, si se desvelan en pú-
blico sus prevaricaciones, este hombre, revestido de los poderes
constituidos es, sin embargo, envilecido. Seguramente es esto lo
que ha querido decir el Comité, al menos se puede interpretar así,
y esto no puede permanecer en la ley (lee el tercer párrafo). Noso-
tros estamos de acuerdo sobre este punto, pero es preciso observar
que el Comité, con este mismo proyecto, no solamente comprome-
te a la Asamblea a pronunciar penas demasiado arbitrarias contra el
uso de la libertad de prensa, sino no que incluso llega hasta a dete-
ner la emisión de los escritos. Este vicio se encuentra en la segunda
disposición del artículo II; he aquí, en consecuencia, una especie de

97
censura establecida sobre los escritos. {Murmullos.) Pido pues que
la Asamblea nacional decrete que, salvo las excepciones que ella crea
necesarias en relación a los escritos que formalmente provocan a la
desobediencia de la ley, declare que todo ciudadano tiene el dere-
cho de publicar su opinión sin estar expuesto a ninguna persecu-
ción. {Aplaudido desde las tribunas.)

SOBRE LOS DERECHOS DE LAS SOCIEDADES Y DE LOS CLUBES

El señor Robespierre. Se propone a la Asamblea decretar que este


informe sea impreso y distribuido como instrucción. Sin embar-
go el informe encierra una ambigüedad y expresiones que atacan
el espíritu de la constitución. Se ha sabido hablar el lenguaje de la
libertad y de la constitución para aniquilarlas, esconder concep-
ciones personales, resentimientos particulares bajo el pretexto del
bien y del interés público y de la justicia. {Aplaudido desde las tri-
bunas).
Diversas voces. ¡Orden!
El señor Robespierre. Es un arte que no es extraño a las revolucio-
nes y que hemos visto desplegarse demasiadas veces durante la nues-
tra para haberlo sabido apreciar. En cuanto a mí, lo confieso, si
alguna vez he sentido la alegría de llegar al fin de nuestra carrera,
ha sido precisamente en el momento en que he visto dar este últi-
mo ejemplo. Yo habría pensado que en la víspera del día en que la
legislatura nueva nos va a reemplazar, nosotros podríamos haber
descansado al mismo tiempo sobre las luces y sobre el celo de nues-
tros sucesores que, llegando de los departamentos, están en condi-
ciones de apreciar los hechos de los que se os habla y de saber lo que
las sociedades de los amigos de la constitución han sido y son aún,
y si ellas deben ser más útiles que perjudiciales a la constitución y a
la libertad: me parece, digo, que podríamos descansar en su celo y
en sus luces el cuidado de tomar el partido más conveniente.
Recuerdo con confianza, y esto es algo que me tranquiliza ante la
manera como se quiere terminar nuestra sesión, recuerdo con con-
fianza que es del seno de esas sociedades de donde ha salido un gran

98
número de aquellos que van a ocupar nuestros sitios. {Aplausos des-
de las tribunas.)
Señor Barnave. Señor presidente, imponed silencio a las tribunas.
Señor Robespierre. Son ellos los que estarán encargados de defen-
der los derechos de la nación contra los artificios de estos hombres
falsos, que no elogian la libertad si no es para oprimirla con impu-
nidad {aplausos desde las tribunas), para apuñalarla a su gusto. Es la
elección de estos legisladores, de estos verdaderos representantes del
pueblo, lo que me tranquiliza contra el decreto propuesto hoy, sea
cual sea su éxito.
Abordo la cuestión más directamente: voy a comparar el pro-
yecto de decreto y la instrucción con los principios de la constitu-
ción.
La constitución garantiza a los Franceses el derecho a reunirse apa-
ciblemente y sin armas: la constitución garantiza a los Franceses la
comunicación libre del pensamiento, siempre que no se perjudique
a nadie. A partir de estos principios, pregunto ¿cómo se osa decir
que la correspondencia de una reunión de hombres apacibles y sin
armas con otras asambleas de la misma naturaleza, puede ser proscri-
ta por los principios de la constitución? Si las asambleas de hombres
sin armas son legítimas, si la comunicación de los pensamientos está
consagrada por la constitución, ¿como se osará sostenerme que esté
prohibido a estas sociedades corresponderse entre ellas? ¿No es evi-
dente que es aquel quien ataca estos principios, que los viola de la
forma más abierta, y que hoy los pone por delante para paliar lo
que lo odioso del atentado que se quiere permitir contra la libertad?
¿Cómo y con qué audacia enviaréis a los departamentos una ins-
trucción por la que pretendéis persuadir a los ciudadanos de que no
está permitido a las sociedades de los amigos de la constitución
tener correspondencias, tener afiliaciones? ¿Qué hay de anticonsti-
tucional en una afiliación? La afiliación no es otra cosa que la rela-
ción de una sociedad legítima con otra sociedad legítima, por la
cual ellas convienen tener correspondencia entre ellas sobre temas
de interés público. ¿Cómo puede haber ahí algo de anticonstitucio-
nal? O más, que se me pruebe que los principios de la constitución
que he desarrollado no consagran estas verdades.

99
El señor ponente informante. Exijo responder al señor Robespierre
que no sabe.
Señor Lavie. Son declamaciones divagantes.
Señor Prieur. Y yo exijo responder a la instrucción cuando la co-
nozcamos. {Es aplaudido por las tribunas).
Señor Roederer. Que se deje para la próxima legislatura. No se
debe molestar más la libertad de los clubs que la de los juegos de-
portivos.
Señor Robespierre. Se han hecho grandes elogios a las sociedades
de amigos de la constitución: en realidad era para adquirir el dere-
cho de hablar mal de ellas y para alegar, de una forma muy vaga,
hechos que no están probados, y que son absolutamente calumnio-
sos.
Pero no importa: por lo menos se ha reconocido lo bueno que no
se podía desconocer. ¡Y bien! No es otra cosa que el reconocimien-
to de los servicios prestados a la libertad y a la nación desde el co-
mienzo de la revolución; me parece que esta consideración habría
podido dispensar al Comité de constitución de apresurarse en po-
ner trabas a unas sociedades que según reconoce han sido tan úti-
les. Pero dice el ponente informante que ya no necesitamos de estas
sociedades porque la revolución ha acabado. Ha llegado el momen-
to de romper el instrumento que nos ha servido tan bien. {Es aplau-
dido desde las tribunas).
Señor presidente. Orden en las tribunas. No deben turbar la deli-
beración a cada instante.
Señor Robespierre. La revolución ha acabado; quiero suponerlo
con vosotros, aunque yo no comprenda bien el sentido que dais a
esta proposición, que he oído repetir con mucha afectación; pero
aún en esa hipótesis, ¿es menos necesario propagar los conocimien-
tos, los principios de la constitución y del espíritu público, sin el cual
la constitución no puede subsistir? ¿Es menos útil formar asambleas
donde ciudadanos puedan ocuparse en común, de la forma más efi-
caz de estos temas, de los intereses más queridos de su patria? ¿Hay
una preocupación más legítima y más digna para un pueblo libre?
Para que sea verdad decir que la revolución ha acabado, es preciso
que la constitución se haya afirmado, ya que la caída y el quebran-

100
to de la constitución deben necesariamente prolongar la revolu-
ción, que no es otra cosa que los esfuerzos de la nación para conser-
var o para conquistar la libertad. Pero, ¿cómo se puede proponer
anular y quitar la influencia al más poderoso medio de afirmarla,
aquel que, según la confesión del propio ponente informante, ha si-
do reconocido generalmente como necesario hasta aquí?
Pero ¿de dónde viene este extraño apresuramiento para quitar
todos los puntales que apoyan un edificio poco consolidado aún?
¿Qué es este sistema de querer sumergir a la nación en una profun-
da inercia sobre los más sagrados de sus intereses, de querer prohibir
a los ciudadanos toda especie de inquietud, cuando todo anuncia que
pueden ser abrigadas aun sin ser insensatos? ¿De convertir en crimen
la vigilancia que la razón impone a los propios pueblos que gozan
desde hace siglos de la libertad?
En cuanto a mí, cuando veo de un lado que la constitución na-
ciente tiene aún enemigos interiores y exteriores, cuando veo que
los discursos y los signos exteriores han cambiado, pero que las ac-
ciones continúan siendo las mismas, y que los corazones no pueden
haber sido cambiados por un milagro; cuando veo a la intriga, a la
falsedad dar al mismo tiempo la alarma, sembrar los disturbios y
la discordia, cuando veo a los jefes de las facciones opuestas com-
batir menos por la causa de la revolución que por hacerse con el
poder de dominar en nombre del monarca; cuando por otro lado
veo el celo exagerado con el que prescriben la obediencia ciega, al
tiempo que prohiben hasta la palabra libertad; que veo los medios
extraordinarios que emplean para matar el espíritu público, resuci-
tando los prejuicios, la ligereza, la idolatría, lejos de condenar el
espíritu de borrachera que anima a quienes me rodean, no veo otra
cosa que el espíritu de vértigo que propaga la esclavitud de las
naciones y el despotismo de los tiranos. {Es aplaudido desde las tri-
bunas.) Si aquellos que comparten las preocupaciones de los legis-
ladores son mirados como hombres peligrosos; si no estoy conven-
cido de que los piensan así son insensatos o imbéciles, la razón me
fuerza a considerarlos pérfidos. Si es preciso que yo deje de protes-
tar contra los proyectos de los enemigos de la patria, si es preciso
que aplauda la ruina de mi país, ordenadme lo que queráis, haced-

101
me perecer antes de la pérdida de libertad {aplausosy murmullos):
seguirán habiendo en Francia hombres sinceramente amigos de la
libertad, suficientemente clarividentes para percibir todas las tram-
pas que se nos tienden por todas partes, para impedir a los traido-
res que gocen jamás del fi-uto de sus trabajos.
Sé bien que para preparar el éxito de los proyectos que se os ofi^e-
cen hoy a vuestra deliberación, se ha tenido el cuidado de prodigar
las críticas, los sofismas, las calumnias y todos los pequeños medios
empleados por hombrecillos que son al mismo tiempo el oprobio y
la plaga de las revoluciones. {Es aplaudido desde las tribunas, en el
centro se ríe). Sé que han agrupado en torno a sus opiniones a todo
lo que hay en Francia de malévolo y de tonto {Risas). Sé que este
tipo de proyectos gustan mucho a todos los hombres interesados en
prevaricar impunemente: puesto que todo hombre puede ser co-
rrompido, teme la vigilancia de los ciudadanos instruidos, como los
bandidos temen la luz que ilumina sus crímenes. Sólo la virtud
puede desbaratar esta especie de conspiración contra las sociedades
patrióticas. Destruidlas y le habréis quitado a la corrupción el fi^eno
más poderoso, habréis derribado el último obstáculo que se opone
a estos proyectos siniestros; puesto que los conspiradores, los intri-
gantes, los ambiciosos bien sabrán reunirse, sabrán eludir la ley que
ellos han hecho aprobar, sabrán reagruparse bajo los auspicios del
despotismo para reinar bajo su nombre, y quedarán libres de las
sociedades de hombres libres que se reúnen apacible y públicamen-
te bajo títulos comunes, porque es preciso oponer la vigilancia de
la gente honesta a las fiaerzas de los intrigantes ambiciosos y co-
rrompidos. Entonces ellos podrán desgarrar la patria impunemen-
te para elevar su ambición personal sobre las ruinas de la nación.
Señores, si las circunstancias pasadas pudieran volverse a presentar
de forma clara ante vuestro espíritu, os acordaríais de que estas
sociedades estaban compuestas por los hombres más recomenda-
bles por sus talentos, por su celo por la libertad que ellos han con-
quistado; que en su seno ellos se reunían para prepararse antes de
combatir en esta misma Asamblea a la liga de los enemigos de la revo-
lución, para aprender a desenredar las trampas que los intrigantes
no han dejado de tendernos hasta este momento. Si recordaseis

102
todas estas circunstancias, veríais con tanta sorpresa como dolor
que ese decreto está provocado quizás por la injuria personal que se
ha hecho a ciertas personas que habían adquirido una influencia
demasiado grande en la opinión pública que ahora las rechaza.
¿Es pues una gran desgracia que, en las circunstancias en que nos
encontramos, la opinión pública, el espíritu público se desarrollen
incluso a expensas de la reputación de algunos hombres que, des-
pués de haber servido la causa de la patria en apariencia, la han trai-
cionado con no menos audacia?
Sé lo dura que es mi franqueza; pero el único consuelo que puede
quedarle a los buenos ciudadanos en medio del peligro en que esos
hombres han puesto a la cosa pública, es juzgarlos de forma severa.
Os han presentado a las sociedades patrióticas como si hubieran
usurpado el poder público, cuando ellas no han tenido jamás la
ridicula pretensión de tocar a las autoridades constituidas, cuando
no han tenido nunca otro objetivo que instruir, que ilustrar a sus
conciudadanos sobre los verdaderos principios de la constitución, y
expandir las luces sin las cuales ella no puede subsistir. Si algunas
sociedades se han desviado de las reglas prescritas por las leyes, ¡y
bien! las leyes están ahí para reprimir estas desviaciones particula-
res. Pero de algunos hechos aislados sobre los que no se ha aporta-
do ninguna prueba, ¿se quiere extraer la consecuencia de que hay
que destruir, paralizar, aniquilar enteramente una institución útil
por sí misma, necesaria para el mantenimiento de la constitución,
y que, como reconocen sus propios enemigos, ha rendido servicios
esenciales a la libertad? Es un espectáculo repugnante éste en que la
asamblea representativa sacrificaría a los intereses de algunos indivi-
duos, devorados por pasiones y ambiciosos, la seguridad de la con-
stitución.
Me limito a reclamar la cuestión preliminar sobre el proyecto del
Comité, y dejo a aquellos que quieren combatir mi opinión la ocu-
pación de refutarme a través de bromas tan ingeniosas, y por este
arte maquiavélico... {Es aplaudido alfondo del lado izquierdo y desde
las tribunas.)

103
II

NO CEDER ANTE LOS CONTRARREVOLUCIONARIOS


Y LOS FALSOS PATRIOTRAS:
EL ACANTILADO DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE
SOBRE LA GUERRA

" N A D I E QUIERE A LOS MISIONEROS ARMADOS"


2 de enero de 1792, en la Sociedad de los Amigos de la Constitución

Tras elfracaso de Varennes, la Corte intentaba utilizar la guerra para


reconquistar el poder. Por su parte, tanto en el seno de los Jacobinos
como en la Asamblea Legislativa, los Girondinos emprenden una cam-
paña belicista encarada a destruir el núcleo de emigrados contrarrevo-
lucionarios de Coblenza, donde están refugiados los hermanos de Luis
XVL, y extender la revolución a los otros pueblos. Robespierre replica
aquí a una serie de discursos de Brissot. A contracorriente, con Marat
y Billaud-Varenne, describe esta política belicosa como una vana agita-
ción y una trampa. Denuncia la guerra de conquista, contraria al
principio de libertad y sitúa el objetivo político no en el exterior, si no
en el interior del territorio: "la verdadera Coblenza está en Francia".
La "guerra ridicula" encarada contra "un puñado de aristócratas
emigrados", "esta turba de fugitivos impotentes", sólo sería risible si no
fuera tan peligrosa. Si Robespierre ironiza sobre "los artificios groseros",
las promesas de gloria y las "imágenes emocionantes de la felicidad" em-
pleadas por Brissot, él recuerda sobre todo que las ilusiones delfalso pa-
triotismo y los discursos marciales tienen como función "desviar la aten-
ción pública", de "hacer distracción", en particular en el momento en
que se multiplican los motines de subsistencias.
La libertad que se querría aportar a los demás pueblos no está asegu-
rada en Francia, donde los derechos declarados son burlados por la cons-
titución censataria, donde la política económica "en nombre de las pro-
pias leyes de la libertad", ataca "a la debilidad y a la propia inocencia".
Allí, en Francia, está la verdadera Coblenza, el "nuevo despotismo", la

107
"nueva aristocracia". Esta guerra, estima Robespierre, no es buena para
los pueblos, sino para los especuladores, a los que abre mercados, para
la carrera de los oficiales, con el peligro de cesarismo, buena para el po-
der ejecutivo que entonces propaga un espíritu de obediencia, usurpa
progresivamente al legislativo y confisca la soberanía. Una tal guerra
sólo sirve para acentuar los esfiíerzos ya desarrollados para escapar a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano. Creer, en fin
que se pueda aportar la libertad a otros pueblos por la invasión, es
decir, con desprecio de sus derechos a la libertad, es, según él, "la más
extravagante idea que pueda nacer en la cabeza de un político": "nadie
quiere a los misioneros armados; y el primer consejo que dan la natu-
raleza y la prudencia, es el de rechazarlos como enemigos".

Las más grandes cuestiones que agitan a los hombres tienen habi-
tualmente un malentendido como base; es suficiente hacerlo cesar, y
todos los buenos ciudadanos se unirán a los principios y a la verdad.
De las dos opiniones que han sido sopesadas en esta asamblea, una
tiene en ella todas las ideas que fomentan la imaginación, todas las
esperanzas brillantes que animan el entusiasmo, e incluso un senti-
miciuo generoso sostenido por todos; los medios que el gobierno
más activo y poderoso puede emplear para influir sobre la opinión;
la otra no está más que apoyada por la fría razón y sobre la triste ver-
dad. Para complacer, hay que defender la primera; para ser litil hay
que sostener la segunda, con la certeza de disgustar a todos los que
tienen el poder de perjudicar: es por ésta última que me declaro.
¿Haremos la guerra o haremos la paz? ¿Atacaremos a nuestros ene-
migos o los esperaremos en nuestros hogares? Creo que este enuncia-
do no presenta la cuestión con todas sus relaciones y en toda su
extensión. ¿Qué partido deben tomar la nación y sus representantes
en las circunstancias en que estamos, en relación con nuestros ene-
migos interiores y exteriores? Este es el verdadero punto de vista bajo
el que se debe contemplar, si se lia quiere abarcar completa, y discu-
tirla con toda la exactitud que exige. Lo que importa, por encima de
todo, y sean cuales sean los (rutois de nuestros esfuerzos, es esclarecer
a la nación sobre sus verdaderos iintereses y sobre sus enemigos; es no
quitarle a la libertad su último recurso, no engañando al espíritu

108
público en estas circunstancias críticas. Yo me esforzaré por cumplir
esta tarea respondiendo principalmente a la opinión del señor Brissot.
Si unos trazos generales, si la pintura generosa y profética de los cxi-
tos de una guerra terminada con los abrazos fraternales de todos los
pueblos de Europa son razones suficientes para decidir una cuestión
lan seria, yo convendré que el señor Brissot la ha resuelto perfecta-
mente; pero me ha parecido que su discurso presenta un vicio que no
es nada en un discurso académico, pero tiene cierta importancia en
1.1 más grande de todas las discusiones políticas; se trata de que él ha
evitado el punto fundamental de la cuestión, para levantar al lado
lodo su sistema sobre una base absolutamente ruinosa.
Ciertamente me gusta tanto como el señor Brissot una guerra em-
prendida para extender el reino de la libertad; y yo podría librarme
lambién al placer de explicar de antemano todas su maravillas. Si
yo fuera amo de los destinos de Francia, si yo pudiera dirigir sus
luerzas y recursos a mi gusto, habría enviado hace tiempo un ejcr-
i ito a Brabante, habría socorrido a Lieja y roto las cadenas de los
Batavos; estas expediciones me parecen muy bien. Verdaderamente,
yo no habría declarado la guerra a subditos rebeldes. Yo les habría arre-
batado incluso la voluntad de reunirse; yo no habría permitido a ene-
migos tan formidables y más cercanos a nosotros protegerles y suscitar
peligros más serios en el interior.
Pero en las circunstancias en que veo a mi país, echo una mirada
inquieta a mi alrededor, y me pregunto si la guerra que haremos se-
rá aquella que nos promete el entusiasmo; yo me pregunto, ¿quién
la propone, cómo, en qué circunstancias, y por qué?
Es ahí, en nuestra situación extraordinaria donde reside la cues-
tión. Vosotros habéis mirado a otro lado sin cesar; pero yo he pro-
bado lo que estaba claro para todo el mundo, que la proposición de
la guerra actual era el resultado de un proyecto formado desde ha-
ce tiempo por los enemigos interiores de nuestra libertad; os he de-
mostrado el objetivo; os he indicado los medios de ejecución; otros
os han probado que era una trampa visible: un orador, miembro de
la Asamblea constituyente, os ha dicho en relación a esto verdades
de hecho muy importantes; no hay nadie que no haya percibido
esta trampa, imaginando que era después de haber protegido cons-

109
tantemente las emigraciones y a los emigrantes rebeldes, que se pro-
ponía declarar la guerra a sus protectores, al tiempo que se defen-
día aún a los enemigos de dentro, confederados con ellos. Habéis
incluso convenido conmigo en que la guerra complacía a los emi-
grados, que complacía al ministerio, a los intrigantes de la Corte, a
esta facción numerosa cuyos jefes, muy conocidos, dirigen desde
hace mucho tiempo todas las iniciativas del poder ejecutivo; todas
las trompetas de la aristocracia y del gobierno dan la señal simultá-
neamente; en fin, cualquiera que pudiera creer que la conducta de
la Corte, desde el inicio de esta revolución, no ha estado siempre en
contra de los principios de la igualdad y del respeto por los dere-
chos del pueblo, sería mirado como un insensato si fuera de buena
fe; quien pudiera decir que la Corte propone una medida tan deci-
siva como la guerra, sin relacionarla con sus planes, no daría una
idea muy favorable sobre su capacidad de razonamiento. Pero,
¿podéis decir que sea indiferente para el bien del estado que la em-
presa de la guerra sea dirigida por el amor a la libertad o por el espí-
ritu del despotismo, por la fidelidad o por la perfidia? Sin embar-
go, ¿que habéis respondido a todos estos hechos decisivos? Vuestra
respuesta a este principio fundamental de todo este debate permite
juzgar todo vuestro sistema.
La desconfianza, habéis dicho en vuestro primer discurso, la des-
confianTM es un estado horroroso: impide a los dos poderes actuar con-
certadamente; impide al pueblo creer en las demostraciones del poder
ejecutivo, debilita su adhesión, relaja su sumisión.
¡La desconfianza es un estado horroroso! ¿Es este el lenguaje de un
hombre libre que cree que la libertad no puede ser comprada a muy
alto precio? ¡Impide a los dos poderes actuar concertadamente!
¿Sois vos quien sigue hablando? ¡Qué! Es el pueblo quien debe creer
ciegamente en las demostraciones del poder ejecutivo; ¿no es el po-
der ejecutivo quien debe merecer la confianza del pueblo, no por
las demostraciones, si no por los hechos? ¡La desconfianza debilita su
adhesión! -^ a quién debe el pueblo su adhesión? ¿A un hombre? ¿A
la obra de sus manos, o bien a la patria, a la libertad? ¡Relaja su su-
misión! K la ley sin duda, ¿i i.i faltado a la misma? ¿Quién debe ha-
cerse más reproches a esie respecto, el pueblo o sus opresores? Si

110
(.ste texto ha excitado mi sorpresa, ella no ha disminuido, lo con-
fieso, cuando he oído el comentario a través del cual lo habéis desa-
I lollado en vuestro último discurso.
Nos habéis informado que era preciso eliminar la desconfianza
porque ha habido un cambio en el ministerio. ¡Qué! ¡Sois vos que
leñéis filosofía y experiencia, sois vos, a quién he oído veinte veces
ticcir, sobre la política y sobre el espíritu inmortal de las Cortes, lo
(|ue piensa sobre ello todo hombre que tiene la facultad de pensar,
soy vos quien pretende que el ministerio debe cambiar con un
ministro! A mí me corresponde explicarme libremente sobre los mi-
nistros: primeramente por que yo tema ser sospechoso de especular
sobre su cambio, ni para mí, ni para mis amigos; en segundo lugar
porque yo no deseo verlos cambiar por otros, convencido de que
(|uienes aspiran a sus puestos no valdrían mucho más. No es a los
ministros a quién yo ataco; son sus principios y sus actos. Que ellos
se conviertan, si pueden, y yo combatiré a sus detractores. Tengo el
derecho, en consecuencia, de examinar las bases sobre las cuales re-
[50sa la garantía que les dais. ¡Criticáis al ministro Montmorin que ha
cedido su puesto, para atraer la confianza sobre el ministro Lessart,
quien ha ocupado su lugar! ¡No quiera Dios que yo pierda momen-
tos preciosos en crear un paralelismo entre estos dos ilustres defenso-
res de los derechos del pueblo! Habéis expedido dos certificados de
patriotismo a dos ministros, por la razón de que ellos provienen de la
clase de los plebeyos, y yo lo digo francamente, la presunción más
razonable, a mi modo de ver, es que en las circunstancias en que no-
sotros somos plebeyos no habrían sido llamados al ministerio, si ellos
no hubieran sido juzgados dignos de ser nobles. Me sorprende la
confianza que un representante del pueblo tiene sobre un ministro
que el pueblo de la capital teme ver llegar a un cargo municipal; me
sorprende veros recomendar a la benevolencia pública al ministro
de Justicia', que ha paralizado la corte provisional de Orleáns, dis-

1. Se traca de Duport quien, bajo la Asamblea constituyente, impidió el funcio-


namiento de la alta corte de justicia de Orleáns. Tras la "huida del rey a Varennes",
en junio de 1791, defendía a la Corte al lado de Barnave y los hermanos Lameth en
el partido de los Feuillants.

111
pensándose de enviarle los principales procedimientos; al ministro
que ha calumniado gravemente, ante la Asamblea nacional, a las
sociedades patrióticas del estado, para provocar su destrucción; el
ministro que recientemente acaba de pedir a la Asamblea actual la
suspensión del establecimiento de nuevos tribunales criminales,
con el pretexto de que la nación no estaba madura para los jurados,
con el pretexto (¡quién lo creería!) de que el invierno es una esta-
ción muy dura para realizar esta institución declarada parte esencial
de nuestra constitución por el acta constitucional, reclamada por
los principios eternos de la justicia, y por la tiranía insoportable del
sistema bárbaro que pesa aún sobre el patriotismo y sobre la huma-
nidad; este ministro, opresor del pueblo de Aviñón, rodeado por
todos los intrigantes que vos mismo habéis denunciado en vuestros
escritos, y enemigo declarado de todos los patriotas invariablemen-
te unidos a la causa pública. También habéis tomado bajo vuestra
protección al actual ministro de la Guerra. ¡Ah! Por favor, ahorrad-
nos la tarea de discutir la conducta, las relaciones y lo personal de
tantos individuos, cuando únicamente debemos tratar sobre los
principios y sobre la patria. No es suficiente emprender la apología
de los ministros, vos queréis además aislarlos de la concepciones y
de la sociedad de aquellos que notoriamente son sus consejos y sus
cooperadores.
Nadie duda hoy de que existe una liga potente y peligrosa contra
la igualdad y contra los principios de nuestra libertad; se sabe que
la coalición, que a tocó con manos sacrilegas las bases de la consti-
tución, se ocupa activamente de los medios para acabar su obra;
domina la Corte, gobierna a los ministros; habéis convenido que
tenía el proyecto de extender además el poder ministerial y de aris-
tocratizar la representación nacional; nos habéis rogado que creyé-
ramos que los ministros y la Corte no tenían nada que ver con ella;
a este respecto, habéis desmentido las aserciones positivas de mu-
chos oradores y de la opinión general; os habéis limitado a alegar
que unos intrigantes no podían atentar contra la libertad. ¿Ignoráis
que unos intrigantes secundados por la ñierza y por los tesoros del
gobierno, no deben ser ignorados? ¿Que antaño vos mismo habéis
hecho una ley para perseguir con calor a una parte de aquellos de

112
los que tratamos? ¿Ignoráis que tras la partida del rey, cuyo miste-
rio empieza a aclararse, ellos han tenido el poder de hacer retroce-
der la revolución, y de cometer impunemente culpables atentados
contra la libertad? ¿De dónde os viene pues, de pronto, tanta indul-
gencia y tanta seguridad?
No os alarméis, no ha dicho el orador si esta facción quiere la gue-
rra; no os alarméis si, como ella, la Corte y los ministros quieren la
guerra; si los papeles, que el ministerio soborna, llaman a la guerra:
los ministros, a la hora de la verdad se unirán siempre a los modera-
dos contra los patriotas; pero se unirán a los patriotas y a los mode-
rados contra los emigrantes. ¡Qué teoría más tranquilizadora y lu-
minosa! Los ministros, convenís, son enemigos de los patriotas; los
moderados, a favor de los cuales se declaran, quieren transformar
nuestra constitución en aristocrática. ¿Y queréis que adoptemos sus
[Hoyectos? Los ministros sobornan, sois vos quien lo dice, papeles
cuyo empleo consiste en apagar el espíritu público, borrar los prin-
cipios de la libertad, alabar a sus más peligrosos enemigos, calum-
niar a todos los buenos ciudadanos, ¿y queréis que me confíe en las
opiniones y en los principios de los ministros?
¿Creéis que los agentes del poder ejecutivo están más dispuestos a
adoptar las máximas de la igualdad, y a defender los derechos del
pueblo en toda su pureza, que a transigir con los miembros de la
dinastía, con los amigos de la Corte, a costa del pueblo y de los
patriotas, que ellos llaman fuertemente facciosos? Pero los aristó-
cratas de todos los matices piden la guerra; pero todos los ecos de
la aristocracia repiten también el grito de guerra; es preciso no des-
confiar, sin duda, de sus intenciones. Admiro vuestra felicidad pero
no la envidio. Vos estáis destinado a defender la libertad sin descon-
fianza, sin disgustar a sus enemigos, sin encontraros en oposición
con la Corte, ni con los ministros, ni con los moderados. ¡Qué fáci-
les y sonrientes se han transformado para vos los caminos del
patriotismo!
Por el contrario, yo he encontrado que como más se avanzaba en
esta carrera, más obstáculos y enemigos se encontraba, más abando-
nado se encontraba de aquellos con los que había empezado; y con-
fieso que si yo me viera rodeado de cortesanos, de aristócratas y de

113
moderados, estaría por lo menos, tentado de creerme en bastante
mala compañía.
O me equivoco, o la debilidad de los motivos por los que habéis
querido tranquilizarnos sobre las intenciones de aquellos que nos
empujan a la guerra, es la prueba más clara que pueda demostrar-
las. Lejos de abordar el verdadero estado de la cuestión, siempre lo
habéis rehuido. Todo lo que habéis dicho está, pues, fuera de cues-
tión. Vuestra opinión no está fundada más que en hipótesis vagas y
extranjeras.
¿Qué nos importan, por ejemplo, vuestras largas y pomposas di-
sertaciones sobre la guerra americana? ¿Qué hay en común entre
una guerra abierta que un pueblo hace a sus tiranos, y un sistema
de intriga conducido por el propio gobierno contra la naciente li-
bertad? Si los Americanos triunfaron sobre la tiranía inglesa com-
batiendo bajo las banderas inglesas y bajo las órdenes de sus propios
generales contra sus propios aliados, el ejemplo de los Americanos
sería bueno: se podría incluso añadirle el de los Holandeses y el de
los Suizos, si ellos se hubieran apoyado en el Duque de Alba y en
los príncipes de Austria y de Borgoña para la tarea de vengar sus ul-
trajes y de asegurar su libertad. ¿Qué nos importan las rápidas victo-
rias que obtenéis desde la tribuna sobre el despotismo y sobre la aris-
tocracia del universo? ¡Como si la naturaleza de las cosas se plegara
tan fácilmente a la imaginación de un orador! ¿Es éste el pueblo o el
genio de la libertad que dirigirá el plan que se nos propone? Es la
Corte, son sus oficiales, son sus ministros. Olvidáis siempre que este
dato cambia todas las combinaciones.
Creéis que el designio de la Corte es derribar el trono de Leopol-
do y de todos aquellos reyes que en sus respuestas a sus mensajes le
testimonian una adhesión exclusiva. La Corte no cesa de pediros
respeto para los gobiernos extranjeros, ella que ha turbado con sus
manejos la revolución de Brabante, ella que quiere designar ante la
nación, como salvador de la patria, como héroe de la libertad, al ge-
neral que, en la Asamblea constituyente se declaró claramente con-
tra la causa de los Brabanzones^. Esta reflexión me hace nacer otra

2. Se trata de La Faycttc. I :i revolución de las provincias belgas (Brabante, Lieja),

114
idea. Me recuerda un hecho que quizás prueba a qué trampas están
expuestos los representantes del pueblo. Quizás sea sorprendente
<|ue en el momento en que se hablaba de guerra contra los prínci-
pes alemanes, para distraer unos emigrados franceses, se hayan
.ipresurado tranquilizar, mediante un decreto, al jefe del cuerpo ger-
mánico, contra el temor de ver agruparse en nuestras fronteras a los
l^rabanzones que vienen a buscar asilo entre nosotros. Lo que hay
(le cierto es que los patriotas más celosos de la tierra francesa donde
se han retirado no parecen tener una idea tan desfavorable que la
como se ha querido extender, y que ellos no tienen, en este asunto,
el mismo punto de vista que el directorio del departamento del Nor-
te.
Por mi parte, temo, lo confieso, que el patriotismo de los repre-
sentantes haya sido engañado en los hechos. Lo digo sin temer que
se sospeche que quiero desacreditar su sabiduría. Me habría aho-
I rado esta reflexión, inútil por mi parte, si yo no desease desde hace
.ilgún tiempo encontrar la ocasión de disipar las prevenciones que
.ilgunos malentendidos han podido hacer nacer, y que podrían aflo-
jar las relaciones que deben unir a todos los amigos de la libertad.
Se dice que busca valerse de ciertas observaciones dictadas sin duda
por el amor al bien público, y que, por otra parte, son personales
de su autor, para alejar de esta Sociedad a los diputados patriotas, y
poner el amor propio de los representantes del pueblo en contra-
dicción con su civismo^ Creo que esta empresa no tendrá éxito.
Creo, además, que ningún miembro de esta Sociedad ha tenido la
voluntad de rebajar a los legisladores actuales haciendo una com-

sometidas al imperio austriaco, había empezado en 1786. La Fayette y Mirabeau


emprendieron una campaña contra esta revolución y arrastraron a toda la Asamblea
constituyente a rechazarle cualquier apoyo. De enero a septiembre de 1791, esta
revolución, aislada, fue aplastada por Austria. Sin embargo el proyecto belicista de
la Corte, como el de Brissot, no consistían en ayudar a esta revolución. Véase Marc
Bélissa, Fraternité universelle et intérét nacional, 1713-1795, París, Kimé, 1998, pp.
171-178.
3. Se trata de la Sociedad de los amigos de la constitución. Robespierre subraya
aquí que la campaña emprendida a partir de 1790 por La Fayette y Mirabeau con-
tra la revolución belga había engañado diputados y dividido a los patriotas, inclui-
da la Sociedad de los Amigos de la Constitución.

115
paración injusta entre la primera y la segunda asambleas. Por mi
parte, declaro claramente que, lejos de unir mi interés personal al
de la Asamblea Constituyente, yo la veo como una potencia que ya
no existe, y para la cual debe empezar el juicio severo de la posteri-
dad. Declaro que nadie tiene más respeto que yo por el carácter de los
representantes del pueblo en general. Que nadie tiene más estima y
adhesión por los diputados patriotas que son miembros de esta socie-
dad. Estoy también convencido que es a las deficiencias de la primera
Asamblea a las que hay que imputar la mayor parte de las que la legis-
latura actual pudiera cometer. El hecho mismo que acabo de citar qui-
zás es un ejemplo de esto. Yo creería cumplir de este modo un deber
de fraternidad y de civismo, explicando libremente mi opinión sobre
todas las cuestiones que interesan a la patria y a sus representantes.
Pienso también que ellos no deben rechazar el homenaje de unas
reflexiones que me dicta el celo puro del bien común, y en las cuales
la experiencia de tres años de revolución me dan quizás el derecho de
poner alguna confianza.
De lo dicho más arriba resulta que podría suceder que la inten-
ción de los que piden y conducirían la guerra no fiaera hacerla fatal
para los enemigos de nuestra revolución y para los amigos del poder
absoluto de los reyes: no importa, vosotros os encargaréis de la con-
quista de Alemania en primer lugar; vosotros pasearéis nuestro ejér-
cito triunfante en todos los pueblos vecinos; estableceréis en todas
partes municipalidades, directorios, asambleas nacionales, y gritáis
que este pensamiento es sublime, como si el destino de los impe-
rios se regulase por figuras retóricas. Nuestros generales, conduci-
dos por vosotros, no son otra cosa que misioneros de la constitu-
ción; nuestro campo ya no es otra cosa que una escuela de derecho
público; los satélites de los monarcas extranjeros, lejos de poner
ningún obstáculo a la ejecución de este proyecto, vuelan ante noso-
tros, no para rechazarnos, si no para escucharnos.
Es lamentable que la verdad y el buen sentido desmientan estas
magníficas predicciones. Está en la naturaleza de las cosas que la
marcha de la razón sean lentamente progresiva. El gobierno más
vicioso encuentra un poderoso apoyo en los prejuicios, los hábitos,
en la educación de los pueblos. El propio despotismo pervierte el

116
<spíritu de los hombres hasta hacerse adorar, y hasta volver la liber-
i.id sospechosa y aterradora a primera vista. La idea más extrava-
l',ante que pueda nacer en la cabeza de un político es creer que es
suficiente que un pueblo entre a mano armada en un pueblo ex-
tranjero para hacerle adoptar sus leyes y su constitución. Nadie
<iuiere a los misioneros armados. Y el primer consejo que dan la
naturaleza y la prudencia es rechazarlos como enemigos. He dicho
(|ue una tal invasión podría despertar la idea del incendio del Pala-
I i nado y de las últimas guerras, mucho más fácilmente que hacer
¡germinar ideas constitucionales, porque la masa del pueblo, en es-
tas zonas, conoce mejor estos hechos que nuestra constitución". Los
(ciatos de los hombres ilustrados que las conocen desmienten todo
U) que se nos cuenta del ardor con la que ellos suspiran por nuestra
constitución y por nuestros ejércitos. Antes de que los efectos de
nuestra revolución dejen sentir sus efectos entre las naciones extran-
jeras, es preciso que ella esté consolidada. Querer darles la libertad
antes de haberla conquistado nosotros mismos es asegurar al mismo
tiempo nuestra servidumbre y la del mundo entero. Es formarse
una idea exagerada y absurda de las cosas pensar que, desde el mo-
mento en que un pueblo se da una constitución, todos los otros res-
ponden al mismo tiempo a esta señal. El ejemplo de América, que
habéis citado, ¿hubiera bastado para romper nuestras cadenas, si el
tiempo y el concurso de las circunstancias más felices no hubieran
traído insensiblemente esta revolución? La Declaración de los dere-
chos no es la luz del sol que ilumina a todos los hombres simultá-
neamente; no es el rayo que golpea al mismo tiempo todos los tro-
nos. Es más fácil escribirla en el papel o grabarla sobre el bronce,
que restablecer en el corazón de los hombres sus sagrados caracte-
res borrados por la ignorancia, por las pasiones y por el despotismo.
¿Qué digo? ¿No es ella desconocida, echada por tierra, incluso igno-
rada entre vosotros que la habéis promulgado? ¿La igualdad de
derechos no está en los principios de nuestra carta constitucional?

4. En 1688, Luis XVI intentó conquistar el Palatinado, pero los estragos cometi-
dos por sus ejércitos provocaron una coalición de las potencias europeas que le obli-
garon a renunciar a su toma en 1697, por el tratado de Ryswick.

117
¿No levanta su horrorosa cabeza el despotismo y la aristocracia resu-
citada bajo nuevas formas? ¿No se oprime a la debilidad, a la virtud
y a la inocencia en nombre de las leyes de la propia libertad? ¿Se
parece mucho la constitución a la Declaración de los derechos, de
la que se afirma que es hija? ¿Qué digo? Esta virgen, antaño radian-
te de una beldad celeste, se parece aún a sí misma? ¿No ha salido
herida y sucia de las manos de esta coalición que hoy turba y tira-
niza Francia, y a la que no resta más que adoptar unas medidas pér-
fidas que yo combato en este momento para poder consumar sus
fiinestos proyectos? ¿Cómo podéis creer que ella obrará los prodi-
gios que no ha podido obrar entre nosotros, en el propio momen-
to que nuestros enemigos interiores habrán marcado para la guerra?
Estoy lejos de pretender que nuestra revolución no influirá en la
suerte del globo más pronto de lo que las apariencias parecen anun-
ciar. ¡No quiera Dios que yo renuncie a una esperaza tan dulce! Pero
afirmo que no será ahora. Digo que esto no está probado y que, en
la duda, no hay que aventurar nuestra libertad. Digo que siempre,
para ejecutar con éxito una empresa como ésta, sería necesario que-
rerlo y digo que el gobierno que estaría encargado de ello y sus prin-
cipales agentes no lo quieren y ellos lo han declarado en alta voz.
¿En fin, queréis un contraveneno para todas las ilusiones que os
presentan? Reflexionad solamente sobre la marcha natural de las
revoluciones. En unos estados constituidos, como en casi todos los
países de Europa, hay tres potencias: el monarca, los aristócratas y
el pueblo, o más bien el pueblo es nada. Si llega una revolución a
un país, no puede ser más que gradual; empieza por los nobles, por
el clero, por los ricos, y el pueblo los sostiene porque su interés con-
cuerda con el suyo para resistir a la potencia dominante, que es la
del monarca. Es así que entre vosotros son los parlamentos, los no-
bles, el clero, los ricos quienes han movido la revolución; a conti-
nuación ha aparecido el pueblo. Ellos se han arrepentido de ello o
al menos han querido parar la revolución, cuando han visto que el
pueblo podía recuperar su soberanía. Pero son ellos quienes la han
comenzado, y sin su resistencia y sus cálculos erróneos la nación
estaría aún bajo el yugo del despotismo. A partir de esta verdad his-
tórica y moral, podéis juzgar hasta qué punto podéis contar con las

118
naciones de Europa en general, puesto que en ellas, lejos de dar la
señal de la insurrección, los aristócratas, advertidos por nuestro
propio ejemplo, tan enemigos del pueblo y de la igualdad como los
nuestros, se han ligado como ellos al gobierno para retener al pue-
blo en la ignorancia y las cadenas y para escapar a la Declaración de
los derechos. No nos objetéis los movimientos que se anuncian en
algunas partes de los estados de Leopoldo y particularmente en Bra-
bante. Puesto que estos movimientos son absolutamente indepen-
dientes de nuestra revolución y de nuestros principios actuales: La
revolución de Brabante había empezado antes que la nuestra. Fue
parada por las intrigas de la corte de Viena, secundadas por los
agentes. Hoy está cerca de retomar su curso, pero por la influencia,
por el poder, por las riquezas de los aristócratas, y sobre todo del
clero que la había empezado. Hay un siglo entre nosotros y los Paí-
ses Bajos austríacos, como hay un siglo entre las fronteras de vues-
tras provincias del norte y la capital. Vuestra constitución civil del
clero y el conjunto de vuestra constitución, propuestas bruscamen-
te a los brabanzones, serán bastante para reafirmar a Leopoldo en
su poder. Este pueblo está condenado por el imperio de la supersti-
ción y de la costumbre a pasar por la aristocracia para llegar a la li-
bertad.
¿Cómo se puede, con cálculos tan inciertos como estos, compro-
meter los destinos de Francia y de todos los pueblos?
No conozco nada tan ligero a este respecto como la opinión del
señor Brissot, a no ser la efervescencia filantrópica del señor Ana-
charsis Cloots. Refutaré de pasada, y con una palabra, el brillante
discurso del señor Anacharsis Cloots. Me contentaré con citarle un
trazo de este sabio griego, de este filósofo viajero del que ha toma-
do prestado el nombre. Creo que era este Anacharsis griego quien
se burlaba de un astrónomo, quién observando el cielo con mucha
atención, cayó en una fosa que no había visto en la tierra. ¡Y bien!
El Anacharsis moderno, viendo en el sol manchas similares a la de
nuestra constitución, viendo descender del cielo el ángel de la liber-
tad a ponerse ai frente de nuestras legiones y exterminar, con su
brazo, a todos los tiranos del universo, no ha visto a sus pies el pre-
cipicio donde se quiere llevar al pueblo francés. ¡Ya que el orador

119
del género humano piensa que el destino del universo está unido al
de Francia, que defienda con mayor reflexión los intereses de sus
clientes, o que tema que el género humano le retire sus poderes."
Dejad pues, dejad todas estas engañosas declamaciones no nos
presentéis la imagen emocionante de la felicidad para meternos en
los males reales. Dadnos menos descripciones agradables y más sa-
bios consejos.
Podéis dispensaros de entrar en largos detalles sobre los recursos,
sobre los intereses, sobre las pasiones de los príncipes y de los
gobiernos actuales de Europa. Me habéis reprochado no haberme
ocupado ampliamente de ellos. No. Yo no haré nada con ellos aún:
primeramente porque no es sobre conjeturas como estas, siempre
inciertas por naturaleza, que quiero asentar la salvación de mi pa-
tria; en segundo lugar porque aquel que llega a decir que todas las
potencias de Europa no podrían, en concierto con nuestros enemi-
gos interiores, mantener un ejército para favorecer el sistema de
intriga del que he hablado, adelanta una proposición que no nece-
sita ser refutada; en tercer lugar, en fin, porque este no es el núcleo
de la cuestión. Puesto que yo sostengo y probaré que, sea que la
Corona y la coalición que la dirige hagan una guerra seria, sea que
ellas se limiten a los preparativos y a las amenazas, siempre habrán
avanzado el éxito de sus verdaderos proyectos.
Ahorraos pues al menos todas las contradicciones que vuestro sis-
tema presenta a cada instante: no nos digáis por un lado que no se
trata más que de dar caza a veinte o treinta leguas a los caballeros de

5. Jean-Baptiste (llamado Anacharsis) Cloots, señor en el ducado de Cléves que


dependía del rey de Prusia, llegó a París en 1789. Se entusiasmó con el proyecto beli-
cista de Brissot que interpretó como el medio de combatir el despotismo en su país.
Presentándose como "el orador del género humano", se transformó en uno de los
principales propagandistas de la guerra de conquista que segiin sus deseos, adopta-
ría la forma de una dcpartameniali/ación de los territorios conquistados, haría de
París "la capital" de una "República universal", y de los ejércitos franceses los libe-
radores del género humano. Cuando se declaró la guerra el 20 de abril de 1792, el
ministerio brisotino utilizó esle entusiasmo para formar legiones extranjeras, encar-
gadas de preparar los cuadros de la ocupación francesa. Cloots dirigió la legión ger-
mánica.

120
Coblenza, y del regresar triunfantes; o por otro lado que se trata
nada menos que de romper las cadenas de las naciones. No nos
digáis tan pronto que todos los príncipes de Europa permanecerán
como espectadores indiferentes de nuestros altercados con los emi-
grados y de nuestras incursiones en territorio germánico, ni tan
pronto que derrocaremos el gobierno de todos esos príncipes.
Pero yo adopto vuestra hipótesis favorita y extraigo un razona-
miento al que desafío a todos los partidarios de vuestro sistema a
responder de una manera satisfactoria. Les propongo este dilema: o
bien podemos temer la intervención de las potencias extranjeras, y
entonces vuestros cálculos están en el error; o bien las potencias no
se mezclarán de ninguna manera en vuestra expedición; en este últi-
mo caso, Francia no tiene por enemigo más que ese puñado de aris-
tócratas emigrados a los cuales no prestaba ninguna atención hace
algún tiempo. ¿Entonces pretendéis que esta potencia deba alar-
marnos.'' Y si ella fuera temible, ¿no sería por el apoyo que le pres-
tarían nuestros enemigos interiores hacia los cuales no guardáis nin-
guna desconfianza? Todo prueba que esta guerra ridicula es una
intriga de la Corte y de las facciones que os desagarran. Declararles
la guerra de acuerdo con la Corte, violar el territorio extranjero, no
es otra cosa que secundar sus opiniones. Tratar como una potencia
rival a criminales a los que basta marchitar, juzgar, y castigar por
contumacia. Nombrar para combatirles mariscales de Francia extra-
ordinarios contra lo que dicen las leyes, fmgir ostentar ante la vista
del universo enteramente a La Fayette, ¿no es darles un lustre, una
importancia que ellos desean y que conviene a los enemigos del in-
terior que les favorecen? La Corte y los facciosos tienen sin duda
razones para adoptar este plan. ¿Cuáles pueden ser las nuestras? El
honor del nombre francés., decís. ¡Cielos! ¡La nación francesa des-
honrada por esta turba de fugitivos tan ridículos como impotentes,
a los que puede desnudar de sus bienes y marcarles, ante los ojos del
universo, con el sello del crimen y de la traición! ¡Ah! La vergüen-
za consiste en ser engañado por los artífices groseros de los enemi-
gos de nuestra libertad. La magnanimidad, la sabiduría, la libertad,
la felicidad, la virtud, he aquí nuestro honor. El que vosotros que-
réis resucitar es el amigo y el sostén del despotismo; es el honor de

121
los héroes de la aristocracia, de todos los tiranos, es el honor del cri-
men, es un ser bizarro que yo creería nacido de no sé que unión
monstruosa del vicio y de la virtud, pero que se alinea con el parti-
do del primero para degollar a su madre. Es un proscrito de la tie-
rra de la libertad. Dejad este honor, o relegadlo más allá del Rin.
Que vaya a buscar asilo en el corazón o en la cabeza de los prínci-
pes y de los caballeros de Coblenza.
¿Es con esta ligereza como hay que tratar los más grandes intere-
ses del Estado?
Antes de extraviarnos en la política y en los estados de los prínci-
pes de Europa, comenzad por llevar vuestras miradas a vuestra posi-
ción interior. Poned orden en vuestro país antes de llevar la libertad
a otros. Pero pretendéis que este cuidado no os debe ocupar, como
si las reglas ordinarias del buen sentido no estuvieran hechas para
los grandes políticos. Poner orden en las finanzas, parar su depre-
dación, armar al pueblo y a la guardia nacional, hacer todo lo que
el gobierno ha querido impedir hasta aquí, para no temer ni los ata-
ques de los enemigos, ni las intrigas ministeriales, reanimar por
leyes bienhechoras, por un carácter sostenido de energía, de digni-
dad, de sabiduría el espíritu público y el horror a la tiranía, es lo
único que puede volvernos invencibles frente a todos nuestros ene-
migos, lo demás no son más que ideas ridiculas: la guerra, la gue-
rra, desde que la Corte la pide. Este partido dispensa de cualquier
otro cuidado, se está en paz con el pueblo a partir de darle la gue-
rra. La guerra contra los justiciables de la Corte nacional, o contra
los príncipes alemanes, y confianza e idolatría para los enemigos del
interior. ¿Pero qué digo? ¿Tenemos enemigos en el interior? No, vo-
sotros no conocéis a ninguno, vosotros sólo conocéis Coblenza.
¿No habéis dicho que la sede del mal está en Coblenza? ¿Así pues,
no está en París? ¿No hay alguna relación entre Coblenza y otro
lugar que no está lejos de nosotros? ¡Qué! Osáis decir que lo que ha
hecho retroceder es el miedo que inspiran a la nación los aristócra
tas fiigitivos que ella siempre ha despreciado. ¡Y esperáis de esi.i
nación prodigios de todo tipo! Sabed pues que a juicio de todos los
Franceses ilustrados, la verdadera Coblenza está en Francia, que la
del obispo de Tréveris no es más que uno de los resortes de una

122
conspiración profunda tramada contra la libertad, cuyo hogar, cuyo
centro, cuyos jefes están entre nosotros. Si ignoráis todo esto, sois
extraños a todo lo que pasa en este país. Si lo sabéis, ¿por qué lo ne-
{;áis? ¿Para qué distraer la atención pública de nuestros más temi-
bles enemigos, para fijarla en otros objetos, para conducirnos a la
trampa en que nos esperan?
Otras personas, sintiendo vivamente la profundidad de nuestros
males y conociendo su verdadera causa, se equivocan evidentemen-
te en el remedio. En una especie de desespero, quieren precipitarse
hacia la guerra extranjera, como si esperasen que sólo el movimien-
to de la guerra nos dará la vida, o que de la confusión general sur-
girán el orden y la libertad. Ellos cometen el más funesto de los
errores, porque no disciernen las circunstancias, y confunden ideas
•ibsolutamente distintas. En las revoluciones de los movimientos
contrarios o de los movimientos favorables a la libertad pasa como
en las enfermedades: hay crisis saludables y crisis mortales.
Los movimientos favorables son aquellos que están dirigidos di-
rectamente contra los tiranos, como la insurrección de los America-
nos, o como la del 14 de julio. Pero la guerra en el exterior, provocada
en las circunstancias en que estamos, es un movimiento a contrasen-
tido, es una crisis que puede conducir a la muerte del cuerpo políti-
co. Una tal guerra no puede distraer a la opinión piiblica, desviar la
atención de las justas inquietudes de la nación, y prevenir la crisis
favorable que los atentados de los enemigos de la libertad habrían
podido emprender. Es bajo esta relación que he desarrollado los
inconvenientes de la guerra. Durante la guerra extranjera el pueblo,
como ya he dicho, distraído por los acontecimientos militares res-
pecto de las deliberaciones políticas que se refieren a las bases esen-
ciales de su libertad, presta una atención menos seria a las sordas
tnaniobras de los intrigantes que las minan, del poder ejecutivo que
las hace tambalear, de la debilidad o la corrupción de los represen-
tantes que no las defienden. Esta política fue conocida desde siem-
pre, y pese lo que haya dicho el señor Brissot al respecto, es aplica-
ble e impresionante el ejemplo de los aristócratas de Roma que he
citado. Cuando el pueblo reclamaba sus derechos contra las usur-
paciones del Senado y de los patricios, el Senado declaraba la gue-

123
rra y el pueblo, olvidando sus derechos y sus ultrajes, sólo se ocu-
paba de la guerra, cedía su imperio al Senado, y preparaba nuevos
triunfos a los patricios. La guerra es buena para los oficiales milita-
res, para los ambiciosos, para los agiotistas que especulan con este
tipo de acontecimientos. Es buena para los ministros, puesto que
cubre las operaciones con un velo más espeso y casi sagrado. Es
buena para la Corte, es buena para el poder ejecutivo puesto que
aumenta su autoridad, su popularidad, su ascendiente. Es buena
para la coalición de nobles, intrigantes y moderados que gobiernan
Francia. Esta facción puede colocar a sus héroes y a sus miembros
al frente del ejército. La Corte puede confiar las fuerzas del estado
a los hombres que pueden servirle en la ocasión con tanto mayor
éxito como se les haya creado una especie de reputación de patrio-
tismo. Ellos ganarán los corazones y la confianza de los soldados
para agruparlos con la causa del realismo y del moderantismo. Aquí
está la única especie de seducción que temo para los soldados: no
es sobre una deserción abierta y voluntaria de la causa pública que
hay que tranquilizarme. Un hombre que tuviera horror por traicio-
nar su patria, puede ser conducido por jefes desviados a meter el
hierro en el seno de los mejores ciudadanos. La palabra pérfida de
republicano y faccioso inventada por la secta de los enemigos hipó-
critas de la constitución, puede armar la ignorancia engañada con-
tra la causa del pueblo. Pero la destrucción del partido patriótico es
el gran objetivo de sus complots. Lo que temo no es una contra-
rrevolución, son los progresos de los falsos príncipes de la idolatría,
es la pérdida del espíritu público. Pero ¿creéis que sea una ventaja
mediocre para la Corte y para el partido del que hablo, acantonar
los soldados, acamparlos, dividirles por cuerpos de ejército, aislar-
los de los ciudadanos, para sustituir insensiblemente, bajo las pala-
bras imponentes de disciplina militar y de honor, el espíritu de obe-
diencia ciega y absoliua, el .iiuiguo espíritu militar sobre el amor a
la libertad, a los seutimiiiuos populares que eran mantenidos gra-
cias a su comunicaí ion ion el pueblo? Aunque el espíritu del ejér-
cito sea bueno eii ¡u lu i.il ^debéis disimularos que la intriga y la
sugerencia han obii nido i xuos cu muchos cuerpos, y la cosa ya no
está como al print i|>io di l.i uvolución? ¿No teméis el sistema se-

124
¡',uido constantemente desde hace tanto tiempo, de acercar el cjcr-
i ito al puro amor a los reyes y de purgarlo de espíritu patriótico,
(|ue nos ha parecido observar como una peste que lo desolaba? ¿Veis
sin ninguna inquietud el viaje del ministro y la nominación del tal
¡'.cneral, famoso por los desastres de los regimientos más patriotas?
;(Consideráis que no es nada el derecho de vida y muerte arbitrario
que la ley va a dar a nuestros patricios militares, desde el momento
(.11 que la nación estará en guerra? ¿No contáis la autoridad de la
policía que depende de los jefes militares en todas las ciudades de
I rontera? Se ha respondido a todos estos hechos con la disertación
sobre la dictadura de los Romanos, y por el paralelismo de César
con nuestros generales. Se ha dicho que la guerra impondría una
tlictadura sobre los aristócratas del interior y agotaría el manantial
lie sus maniobras. De ningún modo; ellos adivinan muy bien las
intenciones de sus amigos secretos para temer el resultado; ellos
serán muy activos en seguir la guerra sorda que pueden hacernos
impunemente, sembrando la división, el fanatismo y depravando la
opinión. Es entonces cuando el partido moderado, revestido con
las libreas del patriotismo, cuyos jefes serán los artesanos de esta
trama, desplegará su siniestra influencia. Es entonces cuando en
nombre de la salvación pública impondrán el silencio a quien ose
elevar algunas sospechas sobre la conducta o sobre las intenciones
de los agentes del poder ejecutivo, sobre el que reposará, unos gene-
rales que se habrán transformado, como él, en esperanza e ídolo de
la nación. Si uno de estos generales está destinado a obtener algún
éxito aparente, que, creo, no será demasiado mortífero para los emi-
grantes, ni fatal a sus protectores, ¿no dará un gran ascendiente a su
partido? ¿Qué servicios rendirá a la Corte? Es entonces que se hará
una guerra más seria a los verdaderos amigos de la libertad y que el
sistema pérfido del egoísmo y de la intriga triunfará. Una vez co-
rrompido el espíritu público, ¿hasta dónde podrán impulsar sus
usurpaciones el poder ejecutivo y las facciones que le servirán? No
habrá necesidad de comprometer el éxito de sus proyectos por una
precipitación imprudente. Quizás no se apresurará a proponer el
plan de transacción del que ya hemos hablado: sea que él manten-
ga este plan o adopte otro ¿qué podemos esperar del tiempo, de la

125
languidez, de la ignorancia, de las divisiones intestinas, de las ma-
niobras de la numerosa cohorte de sus cómplices en el cuerpo legis-
lativo, en fin, de todos sus resortes que él prepara desde hace mu-
cho tiempo?
Decís que nuestros generales no nos traicionarán ¡y que si fuéramos
traicionados, tanto mejor! No os diré que encuentro singular este
gusto por la traición; puesto que en esto estoy totalmente de acuerdo
con vosotros. Sí, nuestros enemigos son demasiado hábiles para trai-
cionarnos abiertamente, como vosotros pensáis. La especie de traición
que debemos temer, acabo de desarrollarla, es la que no despierta la
vigilancia del público, sino que prolonga el sueño del pueblo hasta el
momento en que lo encadena. No deja ningún recurso; todos los que
adormecen al pueblo favorecen el éxito de esta traición. Y notad que
para llegar a ella, no hace falta hacer seriamente la guerra; es suficien-
te ponernos en pie de guerra, es suficiente mantener la idea de un
guerra extranjera: no se recogería otra ventaja que los millones con
que hay que contar con anterioridad, los cuales no valen la pena. Es-
tos veinte millones, sobre todo en el momento en que estamos, tie-
nen al menos tanto valor como los llamamientos patrióticos en que
se predica al pueblo la confianza y la guerra.
Decís que yo desanimo a la nación. Por el contrario, yo la esclarez-
co. Esclarecer hombres libres es despertar su coraje, es impedir que
este coraje se convierta en escollo para su libertad. Y aunque yo no
hubiera hecho otra cosa que desvelar las trampas, que refutar tantas
falsas ideas y tan malos principios, que detener los arrebatos de un
entusiasmo peligroso, yo habría hecho avanzar el espíritu público y
servido a la patria.
También habéis dicho que yo había ultrajado a los Franceses
dudando de su coraje y de su amor a la libertad. No, no es del valor
de los franceses de lo que desconfío. Lo que temo es la perfidia. Si
la tiranía los ataca abiertamente, ellos son invencibles. Pero el cora-
je es inútil contra la intriga.
Habéis dicho que os ha sorprendido oír a un defensor del pueblo
calumniar y despreciar al pueblo. Ciertamente no me esperaba
semejante reproche. En primer lugar sabed que no soy un defensor
del pueblo; jamás he pretendido ese título fastuoso. Soy del pueblo.

126
nunca he sido otra cosa y no quiero ser otra cosa. Desprecio a cual-
(juiera que pretenda ser algo más. Si hay que decir más, confesare (jue
no he comprendido jamás por qué se dan nombres pomposos a la fide-
lidad constante de aquellos que no han traicionado su causa. ¿Es un
medio de proporcionar una excusa a aquellos que la abandonan, pre-
sentando la conducta contraria como un esfuerzo de heroísmo y de
virtud? No, no es nada de eso; no es más que el resultado natural del
carácter de todo hombre que no se haya degradado. El amor a la jus-
ticia, a la humanidad, a la libertad es una pasión como otra. Cuando
domina, se le sacrifica todo; cuando se ha abierto el alma a pasiones de
otra especie, como la sed de oro o de honores, se le inmola todo, la glo-
ria, la justicia, la humanidad, el pueblo y la patria. Ahí está el secreto
del corazón humano. Ahí está la diferencia entre el crimen y la probi-
dad, entre los tiranos y los benefactores del país.
¿Qué debo responder pues al reproche de haber envilecido y calum-
niado al pueblo? No, no se envilece a lo que se ama, uno no se calum-
nia a sí mismo.
¡He envilecido al pueblo! Es cierto que yo no sé alabarle para per-
derle; que ignoro el arte de conducirle al precipicio por rutas sem-
bradas de flores. En cambio yo soy el que ha sabido desagradar a
todos los que no son pueblo, defendiendo casi sólo los derechos de
los ciudadanos más pobres y desgraciados contra la mayotía de los
legisladores. Yo soy quien oponía constantemente la Declaración de
los derechos a todas esas distinciones calculadas sobre la cuota del
impuesto, que creaban una distancia entre ciudadanos. Soy yo
quien defendía no solamente los derechos del pueblo, si no su ca-
rácter y sus virtudes. Quien sostuvo contra el orgullo y los prejui-
cios que los vicios enemigos de la humanidad y del orden social
iban siempre decreciendo, igual que las falsas necesidades y el egoís-
mo, desde el trono hasta la choza. Soy yo el que ha consentido pare-
cer exagerado, obstinado, incluso orgulloso, para ser justo.
El verdadero medio de dar testimonio de respeto por el pueblo no
es adormecerlo, alabando su fuerza y su libertad, sino defenderlo,
inmunizarlo contra sus propios defectos. Porque incluso el pueblo
tiene defectos. "El pueblo es así", es en este sentido una palabra muy
peligrosa. Nadie nos ha dado una más justa idea del pueblo que Rou-

127
sseau, porque nadie lo ha amado tanto. "El pueblo quiere siempre
el bien, pero no siempre lo ve". Para completar la teoría de los prin-
cipios de los gobiernos, sería suficiente añadir: los mandatarios del
pueblo muchas veces ven el bien; pero ellos no lo quieren siempre.
El pueblo quiere el bien porque el bien público es su interés, por-
que las buenas leyes son su salvaguardia: sus mandatarios no lo quie-
ren siempre, porque ellos quieren volver la autoridad que él les ha
confiado en provecho de su orgullo. Leed lo que Rousseau ha escrito
sobre el gobierno representativo, y juzgaréis si el pueblo puede dor-
mir impunemente. Sin embargo, el pueblo siente más vivamente y ve
mejor todo lo que se refiere a los primeros principios de la justicia y
de la humanidad que la mayoría de los que se separan de él. Y su buen
sentido, a este respecto, habitualmente es superior al espíritu de las
gentes astutas. Pero no tiene la misma aptitud para desembrollar los
rodeos de la política artificiosa que ellos emplean para engañarlo y
dominarlo, y su bondad natural le dispone para ser víctima de los
charlatanes políticos. Ellos lo saben bien y se aprovechan.
Cuando se despierta y despliega su fiierza y su majestad, cosa que |
pasa una vez en los siglos, todo se pliega ante él. El despotismo se
prosterna, se finge muerto, como un animal cobarde y feroz con as-
pecto de león. Pero enseguida se levanta y se acerca al pueblo con un \
aire acariciador. Sustituye la fijerza por la astucia. Parece haberse con-
vertido: se oye salir de su boca la palabra libertad. El pueblo se aban-
dona a la alegría, al entusiasmo. Se acumulan entre sus manos [del i
despotismo] inmensos tesoros. Se le entrega el tesoro público. Se le S
da un poder colosal. Puede ofrecer a sus partidarios atractivos irresis-
tibles a su ambición y a su codicia, mientras que el pueblo no puede
pagar a sus servidores más que con su estima. Pronto, cualquiera que
tenga talento con los vicios acaba teniéndolo en sus manos. Él sigue '
constantemente un plan de intriga y seducción. Se dedica sobre todo
a corromper a la opinión pública. Levanta antiguos prejuicios, los
hábitos antiguos que no han sido borrados todavía. Mantiene la de-
pravación de las costumbres que aún no han sido regeneradas. As-
fixia el germen de virtudes nuevas, la horda innumerable de sus
ambiciosos esclavos extiende por todas partes máximas falsas. No se
predica a los ciiidadatios otra cosa que el reposo y la confianza. La

128
palabra libertad pasa a ser casi un grito de sedición. Se persigue, se
1 alumnia a sus más celosos defensores. Se trata de extraviar, de scdu-
i ir, o dirigir las delegaciones del pueblo. Unos hombres usurpan su
confianza para vender sus derechos y gozan en paz del fruto de sus
i rímenes. Ellos tendrán imitadores que, combatiéndolos, no aspiran
.1 otra cosa que a reemplazarlos. Los intrigantes y los partidos se apre-
suran como las olas del mar. El pueblo reconoce a los traidores
i uando han hecho bastante mal como para desafiarlo impunemen-
ic. A cada atentado contra su libertad, se le deslumhra con pretex-
tos especiosos, se le seduce con actos de patriotismo ilusorios, se
rngaña su celo y se extravía su opinión por el juego de todos los
icsortes de la intriga y del gobierno, se le tranquiliza recordándo-
le su fuerza y su poder. Llega el momento en que la división reina
en todas partes, en que todas las trampas de los tiranos son desple-
f;adas, en que la liga de todos los enemigos de la igualdad está for-
mada totalmente, en que los depositarios de la autoridad pública
son sus jefes, en que la porción de los ciudadanos que tiene mayor
influencia por su ilustración y por su fortuna está preparada para
.tunearse en su partido.
Ahí está la nación, situada entre la servidumbre y la guerra civil.
Se había mostrado al pueblo la insurrección como un remedio,
;pero es posible este remedio extremo.'' Es imposible que todas las
|)artes de un imperio, así dividido, se levanten al mismo tiempo. Y
toda insurrección parcial es mirada como un acto de revuelta. La
ley la castiga y la ley estaría en manos de los conspiradores. Si el
pueblo es soberano, no puede ejercer su soberanía, no puede reu-
tiirse al completo, y la ley declara incluso que ninguna sección del
¡mueblo puede deliberar. ¿Qué digo.'' Entonces la opinión, el pensa-
miento no sería libre. Los escritores estarían vendidos al gobierno;
los defensores de la libertad que aún osarían levantar la voz, serían
mirados como sediciosos; puesto que la sedición es cualquier signo
de existencia que no complazca al más fuerte. Ellos beberían la
cicuta, como Sócrates, o morirían bajo la espada de la tiranía, como
Sídney*, o se desgarrarían las entrañas como Catón. ¿Puede aplicar-

6. Algernon Sindey (1622-1683), tomó partido por el Parlamento contra Carlos I,

129
se exactamente a nuestra situación este cuadro horroroso? No. No j
hemos llegado aún a este último término del oprobio y de la des- I
gracia a que conducen la credulidad de los pueblos y la perfidia de f
los tiranos. Se nos quiere llevar ahí. Quizás hemos dado grandes
pasos hacia este fin. Pero aún estamos a gran distancia. La libertad
triunfará, espero y además, no lo dudo: Pero es a condición de que
nosotros adoptemos tarde o temprano, lo más pronto posible, los
principios y el carácter de los hombres libres, que cerremos las ore-
jas a los cantos de sirena que no atraen hacia los escollos del despo
tismo, que no continuemos corriendo como un rebaño estúpido
por la vía por la que se intenta conducirnos a la esclavitud o a la
muerte.
He desvelado una parte de los proyectos de nuestros enemigos,
puesto que no dudo de que ellos no recelan aún de las profiandida-
des que no podemos sondear. He indicado nuestros verdaderos
peligros y la verdadera causa de nuestros males. Es en la naturaleza i
de la causa donde hay que encontrar el remedio; es ella la que debe |
determinar la conducta de los representantes del pueblo.
Quedarían bastantes cosas a decir sobre la materia, que incluye j
todo lo que puede interesar a la causa de la libertad; pero yo he ocu-
pado demasiado el tiempo de la Sociedad: si ella me lo ordena, yo
cumpliré esta tarea en otra sesión.

durante la primera ri'volm iñii iii|'li'..i l'.xiliado bajo la Restauración, volvió en 1677
y fue uno de los diii|',ciiii •, dil p.iiiiiln wliij;. Acusado, sin pruebas, en el complot de
Rye House contra ( M\I>: II. Im vu iini.i de un "asesinato judicial" y decapitado. Una
comisión de invcsii|;.u lón di '.iiiiiiiió uliruormentc la maniobra.

130
RESPUESTA A LA ACUSACIÓN DE JEAN-BAPTISTl- IX )l) VI'T

"CIUDADANOS, ¿QUERÍAIS UNA REVOLUCIÓN SIN REVOLUCIÓN?"


5 de noviembre de 1792, en la Convención

Robespierre había formulado el programa de lo que luego seria la Re-


volución del 10 de agosto: destronamiento del rey, sufragio universal y
elección de una Convención. "¿Dónde buscaréis, sino, el amor a la pa-
tria y la voluntad general, si no es en el mismo pueblo? Con esta sim-
ple disposición sostenéis, reanimáis el patriotismo y la energía del pue-
blo, multiplicáis hasta el infinito los recursos de la patria, aniquiláis la
influencia de la aristocracia y de la intriga y preparáis una verdadera
Convención nacional, la única legítima, la única completa que Fran-
cia ha visto jamás" \
Tras la elección de la Convención mediante suflagio universal en sep-
tiembre, los Brisotinos que no habían conseguido impedir esta revolu-
ción —el 26 de julio Brissot rechazaba el destronamiento del rey—
pero que sin embargo habían aceptado participar en las elecciones, lan-
zaron una campaña de desinformación contra la diputación de París,
por la cual habían sido elegidos Robespierre en primer lugar, Marat,
Danton y otros. Para atemorizar a la opinión pública, la campaña, que
se proponía oponer los departamentos a París, consistía en calumniar a

\. Intervención en los Jacobinos en julio-agosto de 1792 en A. Mathiez, Le Dix


d'Aoüt, París (1931), éditions de la Passion, 1989, p. 65. El término Convención
fue forjado durante las experiencias políticas del periodo moderno (Revolución de
Inglaterra, Independencia de los Estados Unidos). Expresa la soberanía popular en
acto, repropiándose del derecho de reunión con el fin de constituir el ejercicio de
poderes públicos en vista del bien común.

131
la diputación de París acusándola de aspirar a la dictadura, al triunvi-
rato, al tribunato. Esta campaña se realizaba deformando las ideas que
Marat había expuesto en su diario "El Amigo del Pueblo" tras atribuír-
selas a todos aquellos que los Brisotinos designaban como sus adversarios.
En este contexto los Brisotinos abandonaron el club de los Jacobinos:
el 23 de septiembre, Brissot, en su diario Le Patrióte Franjáis acusó a
los diputados de París. Invitado a explicarse ante los Jacobinos, Brissot
no se dignó presentarse. Fue excluido del club el 10 de octubre, e invi-
tó a sus partidarios a excluirse^. EL 29 de octubre, Louvet presentó una
requisitoria a la Convención, reclamando una comisión de investiga-
ción contra Robespierrey un decreto de acusación contra Marat; Robes-
pierre le respondió el 5 de noviembre. Las propuestas de Louvet no tu-
vieron continuidad por el momento.

Ciudadanos, delegados del Pueblo,


Se ha intentado levantar contra mí una acusación, si no muy
temible, al menos muy grave y muy solemne, ante la Convención
nacional. La responderé porque no debo pensar en lo que más ñu'
conviene a mí, ya que todo mandatario del pueblo se debe al inte
res público. La responderé porque es preciso que en un instante de
saparezca esta monstruosa obra de la calumnia, tan laboriosamente
construida quizás durante años; porque es necesario expulsar drl
santuario de las leyes el odio y la venganza, para recordar los priii
cipios de la concordia. Ciudadanos, habéis oído el inmenso alega
to de mi adversario; lo habéis hecho público imprimiéndolo; sin
duda encontraréis equitativo acordar a la defensa la misma atenciiHi
que habéis prestado a la acusación.
¿De qué se me acusa? De haber conspirado para llegar a la dici;i
dura, o al triunvirato o al tribunado. La opinión de mis adversarin',
no parece ser muy precisa al respecto. Traduzcamos todas estas idi .r.
romanas, un poco disparatadas, por la palabra de poder suprenm
que mi acusador emplea en otras ocasiones. Ahora bien, convenj'i
mos de entrada en que si un proyecto tal era criminal, era aún m.i.

2. La historiografía del siglo XIX dio el nombre de Gironda y Girondinos al |


tido de Brissot. Durante la Revolución se les llamaba Brisotinos o Rolandinos.

132
atrevido: puesto que para ejecutarlo era preciso no sólo derribar el
trono, si no aniquilar la legislatura, y sobre todo impedir (|iir diera
reemplazada por una Convención nacional. Pero entonces, ¿como
es que yo he sido el primero, en mis discursos públicos y en mis es-
critos, en llamar a una Convención nacional como único remedio
de los males de la patria? Es cierto que esta proposición fue denun-
ciada como incendiaria por mis propios adversarios, pero pronto la
Revolución del 10 de agosto hizo algo más que legitimarla, la reali-
zó. ¿Diré que para llegar a la dictadura no bastaba con dominar
París, sino que además era preciso someter a los 86 departamentos?
¿Dónde estaban mis tesoros? ¿Dónde estaban mis ejércitos? ¿Donde
estaban los grandes cargos de los que yo gozaba? Todo el poder es-
taba en manos de mis adversarios. La mínima conclusión que yo
puedo extraer de todo lo que acabo de decir es que antes de que la
acusación pudiera adquirir al menos cierta verosimilitud, sería ne-
cesario haber probado previamente que yo me había vuelto rema-
tadamente loco. Pero no alcanzo a ver lo que mis adversarios po-
drían ganar con esta suposición: porque entonces deberían explicar
cómo hombres cuerdos se habrían tomado tanto trabajo en compo-
ner bellos discursos, tan bellos carteles, en desplegar tantos medios,
para presentarme a la Convención nacional y ante Francia entera
como el más temible de los conspiradores.
Pero vayamos a las pruebas positivas. Uno de los reproches más
terribles que se me hayan hecho, no lo disimulo, es el nombre de
Marat. Voy a empezar por decir francamente cuales han sido mis
relaciones con él. Incluso podría hacer mi profesión de fe en lo que
le concierne, pero sin decir lo que pienso de él ni para bien ni para
mal, puesto que yo no sé traducir mi pensamiento para acariciar a
la opinión general. En el mes de enero de 1792, Marat vino a ver-
me. Hasta ahí, yo no había tenido ninguna especie de relación di-
recta ni indirecta. La conversación versó sobre los asuntos públicos,
de los que él me hablaba con desespero. Yo le dije todo lo que los
patriotas, incluso los más ardientes, pensaban de él. A saber, que él
mismo había obstaculizado el efecto benéfico de las útiles verdades
desarrolladas en sus escritos, al obstinarse en reiterarse eternamen-
te en proposiciones extraordinarias y violentas (tales como la de ha-

133
cer rodar quinientas cabezas culpables) que indignaban tanto a los
amigos de la libertad como a los partidarios de la aristocracia. El
defendió su opinión. Yo persistí en la mía y debo confesar que el
encontró mis opiniones políticas tan estrechas que un tiempo des-
pués, cuando reemprendió su diario, entonces abandonado por él
durante un cierto tiempo, al resumir la conversación de la que
acabo de hablar escribió con todas las letras que al marcharse estaba
plenamente convencido de que yo no poseía ni las opiniones ni la
audacia propias de un hombre de estado. Y si las críticas de Marat
pudieran ser títulos de favor, podría enseñaros alguna de sus hojas,
publicadas seis semanas antes de la primera revolución, en que me
acusaba de feuillantismo^ porque en una obra periódica yo no pro-
clamaba claramente que era necesario derrocar la constitución.
Tras esta primera y única visita de Marat, me lo he vuelto a en-
contrar en la Asamblea nacional. Aquí encuentro al señor Louvet
que me acusa de haber designado a Marat para diputado; de haber
hablado mal de Priestley, en fin, de haber dominado la asamblea
electoral usando la intriga y el espanto.
Ante declamaciones tan absolutamente atroces y tan completa-
mente absurdas, al igual que ante suposiciones tan completamente
novelescas y tan contundentemente desmentidas por la notoriedad
piíblica no respondo sino con los hechos. Helos aquí.
La asamblea electoral había decretado unánimemente que todas
las elecciones que hiciera serían sometidas a la ratificación de las
asambleas primarias, y, en efecto, fueron discutidas y ratificadas en
las secciones. A esta medida añadió otra, no menos apropiada para
matar la intriga, no menos digna de los principios de un pueblo
libre, la de establecer que las elecciones serían hechas de viva voz, y
precedidas de la discusión pública sobre los candidatos. Cada cual
usó libremente del derecho de proponerlos. Yo no presenté ningu-
no. Únicamente, como algunos de mis colegas, creí hacer algo útil
proponiendo observaciones generales sobre las reglas que podrían

3. Feuillant era el nomine il.ido a los girondinos porque se reunían en el conven-


to de los frailes feuillaius o licrnardinos al igual que los jacobinos se reunían en el
de los frailes dominicos o jaiohinos (nota del traductor).

134
guiar a los cuerpos electorales en el ejercicio de sus fiancioncs. Yo no
dije nada malo de Priestley. No podía decirlo de un hombre al que
sólo conocía por su reputación de sabio, y por una desgracia que le
hacía interesante para los amigos de la Revolución firancesa. Yo no
mencioné a Marat más que a los demás valientes escritores que
habían combatido o sufi'ido por causa de la revolución, como el
autor de los Crimes des rois", y otros, que atrajeron los sufi"agios de
la Asamblea. ¿Queréis saber la verdadera causa que los ha agrupado
a favor de Marat particularmente? Es que, en esta crisis en que el
calor del patriotismo había subido hasta el más alto grado, y en que
París estaba amenazado por el ejército de los tiranos que se acer-
caba, causaban menos consternación ciertas ideas exageradas o ex-
travagantes que se le reprochaban a él que los atentados de todos los
pérfidos enemigos a quienes él había denunciado y que la presencia
de los males que había presagiado. A nadie se le hubiese ocurrido
entonces que pronto tan sólo su nombre serviría de pretexto para ca-
lumniar, así como el de la diputación de París, el de la asamblea elec-
toral, e incluso las asambleas primarias mismas. Por mi parte, dejaré
a aquellos que me conocen el cuidado de valorar ese extravagante
proyecto formulado por ciertas personas de identificarme, al precio
que sea, con un hombre que no soy yo. ¿No había cometido yo bas-
tantes errores personales, y mi amor, mis combates por la libertad,
no me habían suscitado bastantes enemigos desde el principio de la
revolución, sin que hubiera necesidad de imputarme además los
excesos que he evitado y opiniones que yo mismo había sido el pri-
mero en condenar?
El señor Louvet ha extraído las demás pruebas en las que apoya su sis-
tema de otras dos fuentes principales: mi conducta en la Sociedad de
los Jacobinos, y mi conducta en el Consejo General de la Comuna.
En los Jacobinos yo ejercía, si hay que creerle, un despotismo de
opinión que no podía ser contemplado de otro modo que como señal

4. El autor de Crimes des rois de France depuis Clovis jusqu'h Luis XVI—publica-
do en 1791, que conoció un gran éxito y fue traducido al inglés y al alemán— era
Lavicomterie. Formaba parte de la diputación de París en la Convención y se colo-
caba en el lado izquierdo.

135
de la dictadura. En primer lugar, no sé en que consiste el despotismo
de la opinión, sobre todo en una sociedad de hombres libres, com-
puesta, como decís vos mismo por 1.500 ciudadanos, reputados co-
mo los más ardientes patriotas, a menos que sea el imperio natural
de los principios. Pero este imperio no es inherente al hombre que
los enuncia. Pertenece a la razón universal y a todos los hombres
que quieren escuchar su voz. Pertenece a mis colegas de la Asam-
blea legislativa, a todos los ciudadanos que defendieron invariable-
mente la causa de la libertad.
La experiencia ha probado, a pesar de Luis XVI y de sus aliados,
que la opinión de los Jacobinos y de las sociedades populares era la
de la nación francesa. Ningún ciudadano la ha creado y lo único que
hago yo es compartirla. ¿A qué época remontáis los errores que me
reprocháis? ¿A ios tiempos posteriores a la jornada del 10? Desde esa
época hasta el momento en que hablo, yo no he acudido quizás más
de seis veces a esta Sociedad. Entonces fue a partir del mes de enero,
decís vos, cuando ésta ha sido completamente dominada por una fac-
ción muy poco numerosa pero cargada de crímenes, de inmorali-
dades, cuyo jefe era yo, mientras que todos los hombres sabios y vir-
tuosos, como vosotros, gemían en el silencio y la opresión, de manera,
añadís con tono de compasión, que esta Sociedad, célebre por tantos
servicios prestados a la patria, es ahora irreconocible.
Pero, si desde el mes de enero los Jacobinos no han perdido la con-
fianza y la estima de la nación, y no han dejado de servir a la libertad;
si desde esta época han desplegado un mayor coraje contra la Corte
y La Fayette; si después de esta época, cuando Austria y Prusia le han
declarado la guerra, si a partir de entonces han acogido en su seno a
los federados, reunidos para conspirar contra la tiranía y han prepa-
rado junto con ellos la santa insurrección del mes de agosto de 1792,
¿qué cabe concluir de lo que acabáis de decir? Que este puñado de
canallas del que habláis es el que ha abatido el despotismo; y que
vos y los suyos erais demasiado sabios y demasiado amigos del buen
orden como para pringaros en tales conspiraciones. Y si hubiese
sido cierto que yo hubiera alcanzado en los Jacobinos esa influencia
que vos me suponéis gratuitamente, y que estoy lejos de confesar,
¿que podríais inducir contra mí de ello?

136
Habéis adoptado un método seguro y cómodo para asegurar vues-
tra dominación: es el de prodigar las palabras de canallas y monstruos
a vuestros adversarios y llamar a vuestros partidarios modelos de pa-
triotismo; el de agobiarnos a cada instante con el peso de nuestros
vicios y el de vuestras virtudes. ¿Sin embargo, a que se reducen, en el
fondo, todos vuestros agravios? La mayoría de los Jacobinos rechaza-
ba vuestras opiniones. Sin duda estaba equivocada. El ptíblico no os
era más favorable. ¿Qué podéis concluir de ello a vuestro favor?
¿Diréis que yo les prodigaba los tesoros que no tengo, para hacer
triunfar los principios grabados en todos los corazones? No os re-
cordaré que entonces el tínico objeto de disenso que nos dividía,era
que vosotros defendíais todos los actos de los ministros, y nosotros
los principios; que vosotros parecíais preferir el poder, y nosotros la
igualdad. Me contentaré con haceros observar que como se con-
cluye de vuestras mismas quejas, nosotros ya sosteníamos opiniones
diferentes en aquella época. Entonces, ¿con qué derecho queréis
utilizar la propia Convención nacional para vengar las desgracias de
vuestro amor propio y de vuestro sistema? No intentaré de ningiin
modo recordaros los sentimientos de las almas republicanas, pero
sed vos al menos tan generoso como un rey: imitad a Luis XII, y
que el legislador olvide las injurias del señor Louvet. No os guía en
modo alguno el interés personal. Es el interés de la libertad. Es el
interés de las costumbres quien os arma contra esa Sociedad que no
es otra cosa que una guarida de facciosos y bandidos, que alberga
en su seno un pequeño ntimero de gente honesta engañada. Este
asunto es demasiado importante como para ser tratado tan sólo de
pasada. Esperaré el momento en que vuestro celo os lleve a pedir la
proscripción de los Jacobinos en la Convención nacional; veremos,
entonces si vos sois más persuasivo o tenéis más suerte que Leopol-
do y La Fayette.
Antes de terminar este artículo, decidnos tan sólo qué entendéis
por estas dos porciones del pueblo que distinguís en vuestros dis-
cursos, en vuestros informes, de las cuales una es halagada, adula-
da, extraviada por nosotros, mientras que la otra es apacible, pero
intimidada; de las cuales una os quiere y la otra parece inclinarse
ante nuestros principios. ¿En esto, vuestra intención sería referiros

137
a aquellos a los que La Fayette designaba como las gentes honestas
y a los que él llamaba los sans-culottes y la canalla?
7\hora queda el más profundo y el más interesante de los tres ca-
pítulos que componen vuestro alegato difamatorio; el que concier-
ne a mi conducta en el Consejo General de la Comuna.
En primer lugar, se me pregunta por qué, después de haber renun-
ciado al puesto de acusador público, acepté el título de oficial muni-
cipal.
Respondo que renuncié, en el mes de enero de 1792, al cargo
lucrativo y nada peligroso, se diga lo que se diga, de acusador públi-
co, y acepté las funciones de miembro del Consejo de la Comuna,
el 10 de agosto de 1792. Se me incrimina también por la manera en
que entré en la sala donde se reunía la nueva municipalidad, y mi
denunciante me ha reprochado muy seriamente el haber puesto mis
pies en esa oficina: en ese momento, en que otras tareas nos ocupa-
ban, estaba yo muy lejos de prever que sería obligado a informar un
día a la Convención nacional de que yo no había acudido a la ofici-
na más que para confirmar mis poderes. El señor Louvet no ha po-
dido por menos de concluir de estos hechos, según dice, que este
Consejo General, o al menos algunos de sus miembros, estaban re-
servados a altos destinos. ¿Podíais dudar de ello? ¿No era acaso un
altísimo destino el dedicarse enteramente a la patria? En cuanto a
mí, me honro de tener que defender aquí la causa de la Comuna a la
par que la mía. Pero no, no tengo por qué alegrarme dado que un
gran número de ciudadanos ha servido la cosa pública mejor que
yo. Para nada quiero una gloria que no me pertenece. No fui nom-
brado sino en la jornada del 10 de agosto; pero aquellos que habían
sido elegidos antes ya estaban reunidos en la casa común en la
temible noche, en el momento en que la conspiración de la Corte
estaba a punto de estallar. Esos son los verdaderos héroes de la liber-
tad. Son ellos quienes al servir como punto de referencia de los
patriotas, al armar a los ciudadanos, al dirigir los movimientos de
una insurrección tumultuosa de la que dependía la salvación públi-
ca, desconcertaron la traición al hacer arrestar al comandante de la
Guardia nacional vendido a la corona, después de que la corona lo
hubiera convencido para que diese por escrito a los comandantes de

138
los batallones la orden de dejar pasar al pueblo insurgente, para ful-
minarlo inmediatamente después por la espalda. Ciudadanos, si la
mayoría de vosotros ignoraba estos hechos, que pasaron fuera de
vuestras miradas, es importante que los conozcáis, no fuera caso
que mancillarais a los representantes del pueblo francés con una in-
gratitud fatal para la causa de la libertad. Debéis escuchar con interés,
aunque sólo sea para que no se diga que aquí tan sólo se atiende a
las denuncias. ¿Tan difícil resulta comprender que en unas circuns-
tancias tales esta municipalidad calumniada hasta el extremo debía
reunir a los más generosos ciudadanos? Allí estaban esos hombres
que la bajeza monárquica desdeña, porque ellos no tienen otra cosa
que unas almas fuertes y sublimes. Allí vimos, tanto entre los ciuda-
danos como entre los nuevos magistrados, rasgos de heroísmo que el
incivismo y la impostura se esforzarán en vano en arrebatarle a la his-
toria.
Las intrigas desaparecen a la vez que las pasiones que las originan.
Solo quedan las grandes acciones y los grandes caracteres. Ignora-
mos los nombres de los viles facciosos que acosaban a Catón en la
tribuna del pueblo romano tirándole piedras, pues las miradas de
la posteridad sólo se fijan en la imagen sagrada de este gran hom-
bre.
¿Queréis juzgar al Consejo general revolucionario de la Comuna
de París? Colocaos en el seno de esta inmortal revolución que lo
creó, y de la cual sois producto vosotros mismos.
Se os habla sin cesar, desde que os habéis reunido, de los intrigan-
tes que se habían infiltrado en este cuerpo. Sé que en efecto existían
algunos. ¿Quién tiene más derecho a quejarse de ello que yo? Ellos
están entre mis enemigos. Por otra parte, ¿qué cuerpo, tan puro y
poco numeroso, estuvo nunca absolutamente exento de esta plaga?
Constantemente os presentan denuncias respecto de algunos ac-
tos reprensibles imputados a algunos individuos. Ignoro estos he-
chos; ni los niego ni los creo, puesto que he oído demasiadas ca-
lumnias para creer en denuncias que parten de la misma fuente y
llevan la huella del rebuscamiento y del furor. Además, no os diré
que el hombre de ese Consejo general, al que ellos buscan compro-
meter con más celo, escapa necesariamente a estas características.

139
No me rebajaré hasta decir que jamás estuve encargado de ninguna
especie de comisión, ni me mezclé, de modo alguno, en ninguna
operación particular. Que no he presidido ni tan sólo durante un
instante la Comuna, que jamás he tenido la menor relación con el
Comité de vigilancia, tan calumniado. Aunque, a fin de cuentas, yo
aceptaría gustoso cargar con todo el bien y el mal atribuido a este
cuerpo, al que tan a menudo se ha atacado, con el objetivo de incul-
parme personalmente.
Se reprochan a la nueva municipalidad arrestos supuestamente
arbitrarios, aunque ninguno de ellos se haya realizado sin interro-
gatorio. Cuando el cónsul de Roma aplastó la conspiración de Cati-
lina, Clodius lo acusó de haber violado las leyes. Cuando el cónsul
rindió cuentas de su administración al pueblo, juró que había sal-
vado a la patria y el pueblo le aplaudió. He visto en esta barra a ciu-
dadanos que no son Clodius, pero que, poco antes de la Revolución
del 10 de agosto, habían tenido la prudencia de refugiarse en
Rouen, denunciar enfáticamente la conducta del Consejo de la
Comuna de París. ¡Arrestos ilegales! ¿Y es preciso apreciar, código
penal en mano, las saludables medidas preventivas que exige la
salvación pública en tiempo de crisis impuestas por la misma impo-
tencia de las leyes? ¿No nos reprocháis también haber roto ilegal-
mente las plumas mercenarias, cuya tarea era propagar la impostu-
ra y blasfemar contra la libertad? ¿Por qué no creáis una comisión
para recoger las quejas de los escritores aristocráticos y realistas?
¿No nos reprocháis haber retenido a todos los conspiradores a las
puertas de esta ciudad? ¿No nos reprocháis haber desarmado a los
ciudadanos sospechosos, haber apartado de nuestras asambleas, don-
de deliberamos sobre la salvación pública, a los enemigos reconocidos
de la revolución? ¿Nos procesáis simultáneamente a la municipa-
lidad, a la asamblea electoral, a las secciones de París, a las asambleas
primarias de los cantones, y a todos aquellos que nos han imitado?
Porque todas aquellas cosas eran ilegales, tan ilegales como la revolu-
ción, como la caída del trono y de la Bastilla, tan ilegales como la
propia libertad.
Pero, ¿qué digo? Lo que yo presentaba como una hipótesis absur-
da no es más que una realidad muy cierta. Se nos ha acusado en

140
efecto de todo ello e incluso de otras muchas cosas más. ¿Acaso no
se nos acusado de haber enviado, de acuerdo con el Consejo ejecu-
tivo, comisarios a muchos departamentos, para propagar nuestros
principios, y para determinarlos a unirse a los Parisinos contra el
enemigo común?
¿Qué idea se tenía formada respecto a la última revolución? ¿La
caída del trono parecía tan fácil antes del éxito? ¿Se trataba acaso, tan
sólo, de dar un golpe de mano en las Tullerías? ¿No había que ani-
quilar, en toda Francia, al partido de los tiranos, y por consiguiente
comunicar a todos los departamentos la saludable conmoción que
acababa de electrizar a París? ¿Y cómo es que la solícita ejecución de
esta tarea no iba a corresponder a esos magistrados que habían lla-
mado al pueblo a la insurrección? ¡Se trataba de la salvación pública,
estaban en juego sus cabezas! ¡Y se convierte en un crimen haber en-
viado comisarios a las demás comunas, para comprometerlas a reco-
nocer y a consolidar su obra! ¡Qué digo! La calumnia ha perseguido
a los propios comisarios. Algunos han sido encarcelados. El feuillan-
tismo y la ignorancia han cuidado calculadoramente el ardor de su
estilo, han medido todas sus iniciativas, con el compás constitucio-
nal, para encontrar el pretexto de disfrazar a los misioneros de la
revolución como incendiarios y enemigos del orden público. Ape-
nas las circunstancias que habían encadenado a los enemigos del
pueblo han cesado, estos mismos cuerpos administrativos, todos los
hombres que conspiraban contra él, han venido a calumniarlos ante
la propia Convención nacional.
Ciudadanos, ¿queríais una revolución sin revolución? ¿De dónde
procede este espíritu de persecución que ha venido a revisar, por así
decir, a aquel que ha roto vuestras cadenas? ¿Pero como se pueden
someter a un juicio cierto los efectos que pueden acarrear estas
grandes conmociones? ¿Quién puede decidir a destiempo el punto
preciso en el que deben romper las olas de la insurrección popular?
¿En esas condiciones qué pueblo podría sacudirse nunca el yugo del
despotismo? Ya que si es verdad que una gran nación no puede
levantarse simultáneamente, y que la tiranía solo puede ser golpea-
da por la porción de los ciudadanos que está más cercana a ella, ¿có-
mo osarán éstos atacar si, después de la victoria, los delegados lle-

141
gados de partes alejadas pueden hacerles responsables de la dura-
ción de la violencia y de la tormenta política que ha salvado a la pa-
tria.'' Estos ciudadanos deben ser considerados como si tuvieran un
mandato tácito dado por la sociedad entera. Los Franceses, amigos
de la libertad, reunidos en París el mes de agosto pasado, han ac-
tuado con este título en nombre de todos los departamentos. Hay
que aprobarles o desaprobarles sin medias tintas. Hacer un crimen
de algunos desórdenes aparentes o reales, inseparables de una gran
sacudida, sería castigarles por su dedicación. Ellos tendrían derecho
a decir a sus jueces: "Si desaprobáis los medios que hemos emplea-
do para vencer, dejadnos los frutos de la victoria. Recuperad vues-
tra constitución y todas vuestras leyes antiguas; pero restituidnos el
precio de nuestros sacrificios y de nuestros combates. Devolvednos
a nuestros conciudadanos, a nuestros hermanos y a nuestros hijos
que han muerto por la causa común". Ciudadanos, el pueblo que os
ha enviado lo ha ratificado todo. Vuestra presencia aquí es la prueba
de ello. El pueblo no os ha encargado que juzguéis con la mirada
severa de la inquisición los hechos que conciernen a la insurrección,
si no que cimentéis mediante leyes justas la libertad que aquella ha
proporcionado. El universo, la posteridad, no verá en estos aconteci-
mientos otra cosa que su causa sagrada y su sublime resultado: voso-
tros debéis verlos como ella. Debéis juzgarlos, no como jueces de paz,
sino como hombres de estado y como legisladores del mundo. Y no
penséis que yo haya invocado estos principios eternos porque ten-
gamos necesidad de cubrir con un velo ciertos actos reprensibles.
No, nosotros no hemos errado en nada, lo juro por el trono derri-
bado y por la República que se levanta.
Se nos ha hablado muchas veces de los acontecimientos del 2 de
septiembre. Es el asunto al que, con más impaciencia, yo deseaba
llegar, y lo trataré de forma absolutamente desinteresada. He obser-
vado que una vez llegado a esta parte de su discurso, el señor Lou-
vet ha generalizado de una forma muy vaga la acusación que ante-
riormente dirigía personalmente contra mí. No es menos cierto que
la calumnia ha trabajado en la sombra. Los que han dicho que yo
había tenido alguna parte en estos acontecimientos de los que ha-
blo, son hombres excesivamente crédulos, o excesivamente perver-

142
sos. En cuanto al hombre que, contando con el éxito de la difama-
ción que él mismo había planeado por adelantado, creía poder di-
fundir impunemente que yo los había dirigido, yo me contentaría
con abandonarlo a los remordimientos, si el remordimiento no supu-
siera tener alma. Diré para aquellos a los que la impostura haya podi-
do extraviar, que ya antes del momento de su llegada yo había dejado
de acudir al Consejo general de la Comuna. La asamblea electoral de
la que soy miembro había comenzado sus sesiones. Sólo me enteré de
lo que pasaba en las cárceles por el rumor público y sin duda, más
larde que la mayor parte de los ciudadanos, puesto que yo estaba o
en mi casa o en los lugares a los que me reclamaban mis funciones
públicas. En cuanto al Consejo general de la Comuna, resulta
igualmente cierto para cualquier hombre imparcial que, lejos de
provocar los acontecimientos del 2 de septiembre, hizo lo que pudo
para impedirlos. Si preguntáis por qué no los impidió yo os respon-
deré: Para poder hacernos una idea justa de estos acontecimientos,
hay que buscar la verdad no en los escritos o en los discursos calum-
niosos que los han desnaturalizado, sino en la historia de la última
revolución.
Si habíais creído que el empuje conferido a los espíritus por la in-
surrección del mes de agosto se había agotado por completo a prin-
cipios de septiembre, estáis equivocados. Y los que han intentado
persuadiros de que no había ninguna analogía entre un momento
y el otro, han fingido no conocer ni los hechos, ni el corazón huma-
no.
La jornada del 10 de agosto había quedado marcada por un gran
combate, del que fueron víctimas muchos patriotas y muchos sol-
dados suizos. Los más grandes conspiradores fueron hurtados a la
cólera del pueblo victorioso, que consintió en entregarlos en manos
de un nuevo tribunal, pero el pueblo estaba determinado a exigir su
castigo. Sin embargo, después de haber condenado a tres o cuatro
culpables subalternos, el tribunal judicial dejó de trabajar. Montmo-
rin había sido absuelto; Depoix y diversos conspiradores de esta
importancia habían sido puestos en libertad fraudulentamente. Gran-
des prevaricaciones de este género acabaron siendo conocidas. Y cada
día se ponían en obra nuevas pruebas de la conspiración de la Corte.

143
Casi todos los patriotas que habían sido heridos en las Tullerías, mo-
rían en brazos de sus hermanos parisinos. Se depositaron en la oficina
de la Comuna balas machacadas, extraídas del cuerpo de muchos
marselleses y de muchos otros federados. La indignación anidaba
en todos los corazones.
Sin embargo, una causa nueva y mucho más importante acabó de
llevar la fermentación a su colmo. Un gran número de ciudadanos
había creído que la jornada del 10 de agosto rompía los hilos de las
conspiraciones reales y consideraban que la guerra había termina-
do, cuando de pronto se expandió la noticia por París de que Long-
wy se había rendido, que Verdín se había rendido y que, a la cabe-
za de cien mil hombres, Brunswick avanzaba hacia París. Ninguna
plaza fuerte nos separaba de nuestros enemigos. Nuestro ejército
estaba dividido, casi destruido por las traiciones de La Fayette, care-
cía de todo. Había que pensar en encontrar armas, impedimenta de
campamento, víveres y hombres al mismo tiempo. El Consejo eje-
cutivo no disimulaba ni sus temores ni su embarazo. El peligro era
grande, lo parecía aún más.
Danton se presenta entonces en la Asamblea legislativa, le pinta
vivamente los peligros y los recursos, la induce a tomar algunas me-
didas vigorosas, y da un gran impulso a la opinión pública. Se pre-
senta en la casa consistorial e invita al Consejo general a tocar a re-
bato. El Consejo general de la Comuna siente que la patria no
puede salvarse sino mediante los prodigios que sólo el entusiasmo
de la libertad puede prohijar y que es necesario que todo París se
movilice para enfrentarse a los Prusianos. Hace tocar a rebato para
advertir a los ciudadanos que corran a empuñar las armas. Les pro-
cura armas por todos los medios que estaban a su alcance. Al
mismo tiempo, el cañón de alarma atronaba [aquí R. pasa al preté-
rito, pero vuelve de inmediato a presente histórico]. En un instan-
te cuarenta mil hombres son armados, equipados, reagrupados y
marchan hacia Chalons. En medio de este movimiento universal, la
cercanía de los enemigos extranjeros despierta el sentimiento de
indignación y de venganza que se incubaba en los corazones contra
los traidores que los habían llamado. Antes de abandonar sus hoga-
res, sus mujeres y sus hijos, los ciudadanos, los vencedores de la Tulle-

144
rías quieren el castigo de los conspiradores, que se les había prome-
tido muchas veces: corren a las cárceles... ¿Podían los magistrados
detener al pueblo? Porque era un movimiento popular y no una se-
dición parcial de algunos canallas pagados para asesinar a sus seme-
jantes, como se ha supuesto ridiculamente.
¡Eh! Si no hubiera sido así, ¿no lo habría impedido el pueblo? ¿La
guardia nacional y los federados no habrían hecho algún movimien-
to para impedirlo? Los propios federados estaban allí en gran núme-
ro. Son conocidas las peticiones vanas del comandante de la guardia
nacional y los esfuerzos vanos de los comisarios de la Asamblea legis-
lativa, que fueron enviados a las prisiones.
He oído a algunas personas decirme fríamente que la munici-
palidad debía proclamar la ley marcial. ¡La ley marcial con los
enemigos tan cerca! ¡La ley marcial después de la jornada del 10
de agosto! ¡La ley marcial a favor de los cómplices del tirano des-
tronado, contra el pueblo! ¿Qué podían los magistrados contra la
voluntad determinada de un pueblo indignado, que oponía a sus
discursos el recuerdo de su victoria, el empuje con el que se iba a
precipitar contra los Prusianos, y que reprochaba a las propias
leyes la prolongada impunidad de los traidores que desagarraban
el seno de su patria? No pudiendo convencerlos a que confiasen a
los tribunales la tarea de castigarlos, los oficiales municipales los
comprometieron a seguir unas formas necesarias, cuyo fin era no
confundir a los ciudadanos detenidos por causas extrañas a la
conspiración del 10 de agosto con los culpables que ellos querían
castigar. ¡Y son estos oficiales municipales, los que ejercieron ese
ministerio, el único servicio que las circunstancias permitían ren-
dir a la humanidad, aquellos a los que os han presentado como
bandidos sanguinarios!
El celo más ardiente en la ejecución de las leyes no puede justificar
ni la exageración ni la calumnia. Podría citar aquí contra las de-
clamaciones del señor Louvet, un testimonio nada sospechoso: el del
ministro del Interior que, si bien recrimina las ejecuciones populares
en general, no teme hablar del espíritu de prudencia y de justicia que
mostró el pueblo en esta ocasión. ¿Qué digo? Podría citar, a favor del
Consejo general de la Comuna al propio señor Louvet, que comen-

145
zaba uno de sus carteles de La Sentinelle^con estas palabras: "Honor
al Consejo general de la Comuna, ha hecho tocar a rebato, ha sal-
vado a la patria". Entonces era tiempo de elecciones.
Se asegura que ha perecido un inocente; se ha exagerado el núme-
ro de inocentes muertos. Pero, sin duda, uno sólo es demasiado.
Ciudadanos llorad este desprecio cruel. Lo hemos llorado durante
mucho tiempo: era un buen ciudadano, se dice, así pues era uno de
nuestros amigos. Llorad también por las víctimas culpables, reser-
vadas a la venganza de las leyes, que han caído bajo la espada de la
justicia popular. Pero que nuestro dolor tenga un fin, como todas
las cosas humanas.
Guardemos nuestras lágrimas para calamidades más emotivas.
Llorad por cien mil patriotas inmolados por la tiranía, llorad por
nuestros conciudadanos que expiran bajo sus techos abrasados, y
los hijos de los ciudadanos degollados en la cuna o en brazos de sus
madres. ¿No tenéis también hermanos, hijos, esposas que vengar?
La familia de los legisladores franceses es la patria; es el entero géne-
ro humano, menos los tiranos y sus cómplices. Llorad pues, llorad
por la Humanidad abatida bajo sus yugos odiosos, pero consolaros
si imponiendo silencio a todas las viles pasiones, queréis asegurar la
felicidad de vuestro país y la del mundo. Consolaos si queréis vol-
ver a traer a la tierra la igualdad y la justicia exiliadas y secar, me-
diante leyes justas, la fuente de los crímenes y de las desgracias de
vuestros semejantes.
La sensibilidad que se lamentaba casi exclusivamente por los ene-
migos de la libertad es sospechosa para mí. Dejad de agitar ante mis
ojos la toga ensangrentada del tirano, o creeré que queréis volver a
encadenar Roma. Al ver las pinturas patéticas del desastre de los
Lamballe, de los Montmorin, de la consternación de los malos ciu-
dadanos, y estas declamaciones furiosas contra los hombres conoci-
dos en informes completamente opuestos, ¿no os ha parecido estar
leyendo un manifiesto de Brunswick o de Conde? Eternos calum-

5. Louvet editaba el periódico mural La Sentinelle desde 1 de marzo de 1792.


Estaba financiado por los lirisoiinos. Desde la elección de la Convención, este diario
fue difundido en ios departamentos por iniciativa de! ministro del interior Roland.

146
niadores, ¿acaso queréis vengar al despotismo? ¿Queréis marchitar
la cuna de la República? ¿Queréis deshonrar ante los ojos de Euro-
pa a la revolución que le dio a luz y suministrar armas a todos los
enemigos de la libertad? ¡Amor a la humanidad verdaderamente ad-
mirable éste que tiende a cimentar la miseria y la servidumbre de
los pueblos, y que esconde el deseo bárbaro de bañarse en la sangre
de los patriotas!
Mi acusador ha unido estos terribles cuadros al proyecto que él
me suponía de envilecer al cuerpo legislativo que, según él, era con-
tinuamente atormentado, ignorado, ultrajado por un insolente de-
magogo, que llegaba a su barra para ordenarle dictar decretos. Espe-
cie de figura oratoria por la cual el señor Louvet ha tergiversado dos
peticiones que fui encargado de presentar a la Asamblea legislativa,
en nombre del Consejo general de la Comuna, relativas a la crea-
ción de un nuevo departamento de París.
¡Envilecer el cuerpo legislativo! ¿Qué raquítica idea os habéis for-
mado de su dignidad? Sabed que una asamblea donde reside la ma-
jestad del pueblo francés no puede ser envilecida, ni siquiera por sus
propias obras. Cuando se eleva a la altura de su misión sublime,
¿cómo creéis que pueda ser envilecida por un insolente demagogo?
No puede serlo, al igual que la divinidad no puede ser degradada
por las blasfemias del impío, del mismo modo que el resplandor del
astro que anima la naturaleza no puede ser empañado por los cla-
mores de las hordas salvajes de Asia. Si los miembros de una asam-
blea augusta, olvidando su calidad de representantes de un gran
pueblo, para no recordar más que su magra existencia como indivi-
duos, sacrificaran los grandes intereses de la humanidad a su des-
preciable orgullo, o a su cobarde ambición, no conseguirían, envile-
cer la representación nacional como consecuencia de este exceso de
bajeza: no conseguirían sino envilecerse a sí mismos. Pero ya que es
preciso que yo rinda cuentas a la Convención nacional en el mes de
noviembre de 1972 de lo que dije el 12 o 13 de agosto, voy a hacer-
lo. Para apreciar este cargo, es preciso conocer cuál era el motivo de
la iniciativa de la Comuna ante el cuerpo legislativo.
La Revolución del 10 de agosto había hecho desaparecer necesa-
I iamente la autoridad del departamento junto al poder de la Corte,

147
del cual se había declarado su campeón eterno; y el Consejo gene-
ral de la Comuna ejercía el poder. Este estaba firmemente con-
vencido, como todos los ciudadanos, de que le sería imposible
contener el peso de la revolución comenzada si se le precipitaba a
paralizarla con la resurrección del departamento, cuyo sólo nombre
engendraba el odio. Sin embargo, desde el día siguiente al primero
de la Revolución miembros de la Comisión de los veintiuno*^, que
dirigían los trabajos de la asamblea, habían preparado un proyecto
de decreto cuyo objetivo era anular la influencia de la Comuna,
encerrándola en los límites de la autoridad que ejercía el Consejo
general que la había precedido. El mismo día, unos carteles, en los
que se la difamaba/infamaba de la forma más indecente, cubrieron
los muros de París. Y conocemos a los autores de estos carteles. Tie-
nen mucha relación con los autores de la acusación a la que estoy
respondiendo. Al fracasar este proyecto, se urdió crear un nuevo
departamento, y el 12 ó el 13, se sometió a la Asamblea un decre-
to que decidía su organización. La comuna me encargó, al igual que
a otros muchos diputados, que fuese a presentar ante la Asamblea en-
miendas extraídas de los principios que ya he indicado. Estas enmien-
das fueron aprobadas por muchos miembros, especialmente por
Lacroix, que llegó incluso a censurar a la comisión de los veintiuno
a quien él atribuía el decreto. Y sobre su propia redacción, la Asam-
blea decretó que las funciones del nuevo cuerpo administrativo se
limitarían a los impuestos y que en relación con las medidas de sal-
vación pública y de policía, el Consejo general sólo se relacionaría
directamente con el cuerpo legislativo. Dos días después, una cir-
cunstancia singular nos llevó de nuevo a la barra de la asamblea por
el mismo tema. La carta de convocatoria expedida por el ministro

6. La Comisión de los Doce, después de los veintiuno, fue creada por la Asamblea
legislativa el 17 de junio de 1792 para enfrentarse a os peligros de la patria. Intentó
frenar los preparativos insurreccionales de las secciones de la municipalidad de París
a las que se habían unido los Federados venidos de los departamentos. El 9 de. agos-
to, la Comuna insurreccional que emanaba de las secciones, suspendió las antiguas
autoridades legales (administración del departamento, Consejo General de la Co-
muna) que la Comisión de los veintiuno intentaba oponerles. El término Comuna
designa aquí a la comuna insurreccional.

148
Roland, para nombrar a los miembros de la administraci<)n provi-
sional del departamento, se inspiraba, no en el último dcc reto, ciuc
limitaba sus funciones, sino sobre el primer decreto, que la asam-
blea legislativa había modificado. El Consejo general creyó su deber
reclamar contra esta conducta, y creyó que el único medio de pre-
venir todas esas divisiones y estos conflictos de autoridad (leligrosos
en unas circunstancias tempestuosas, era que la administración pro-
visional no adoptase otro nombre que comisión administrativa, que
definía claramente el objeto de las funciones que le eran atribuidas
por el último decreto. Mientras que se discutía de esta cuestión, en
la Comuna, los hombres nombrados para componer el directorio
vinieron a jurarle fraternidad y a declararle que ellos no querían
adoptar otro título que el de comisión administrativa. Este rasgo de
civismo, digno de los días que han visto renacer la libertad, produ-
jo una escena emocionante. Se decretó que los miembros de la
Comuna se dirigieran a la Asamblea legislativa, para informarle y
rogarle que consagrase la saludable medida de la que acabo de ha-
blar. Es esta la petición que el señor Louvet ha calificado de insolen-
te. Preguntadle a Herault quien, en esta sesión, presidía el cuerpo
legislativo. El nos dirigió una respuesta verdaderamente republica-
na, que expresaba una opinión tan favorable hacia el objeto de la
petición como hacia los que la presentaban. Fuimos invitados a la
sesión. Algunos oradores no pensaron como él, y un miembro, que
me ha inculpado vivamente el día de la acusación del señor Louvet,
se levantó duramente contra nuestra demanda y contra la propia
Comuna, y la Asamblea pasó al orden del día.
Lacroix os ha dicho que, desde mi rincón en el lado izquierdo, yo
lo había amenazado con tocar a rebato. Sin duda, Lacroix se ha equi-
vocado; era posible confundir u olvidar las circunstancias, de las que
también tengo testimonios, incluso en esta asamblea y entre los
miembros del cuerpo legislativo: voy a recordarlas. Recuerdo muy
bien que en este rincón del que se ha hablado oí algunas proposicio-
nes que me parecieron demasiado feuillantinas, demasiado indignas
de las circunstancias en que nos encontrábamos, y entre otras aque-
lla que interpelaba a la Comuna: "¿No vais a tocar nuevamente a
rebato?" Y a propósito de ésta, o de otra interpelación semejante,

149
respondí: "Los que tocan a rebato son los que buscan agriar los es-
píritus con la injusticia".
Recuerdo además que uno de mis colegas, menos paciente que
yo, en un ataque de malhumor, dijo algo similar a lo que se me atri-
buye, y otros me oyeron recriminarle. En cuanto a la repetición de
la misma frase que se me atribuye haber pronunciado en el Comi-
té de los veintiuno, la falsedad de este hecho es aún más notoria.
Cuando volví al Consejo general fue para denunciar a la Asamblea
legislativa, dice el señor Louvet. Ese día, cuando volví al Consejo ge-
neral para dar cuenta de mi misión hablé con decencia de la Asam-
blea nacional, y con franqueza sobre ciertos miembros de la Comi-
sión de los veintiuno, a quienes yo imputaba el proyecto de hacer
retroceder la libertad. Se ha osado insinuar, mediante una compa-
ración atroz, que yo habría querido comprometer la seguridad de
ciertos diputados al denunciarlos ante la Comuna durante las ejecu-
ciones de los conspiradores. Ya he respondido a esta infamia, re-
cordando que yo había dejado ya de ir a la Comuna antes de estos
acontecimientos y que no me era posible prever las circunstancias
súbitas y extraordinarias que los ocasionaron.
¿Es preciso decir que muchos de mis colegas, antes que yo, habían
denunciado la persecución tramada contra la Comuna por las dos
o tres personas de las que se habla, y este plan de calumniar a los
defensores de la libertad y de dividir a los ciudadanos en el momen-
to en que era necesario reunir sus esfuerzos para aplastar las conspi-
raciones del interior y rechazar a los enemigos extranjeros? ¡Pero
cuál es pues esta horrorosa doctrina que dice que denunciar a un
hombre y matarlo es la misma cosa! ¿En qué república vivimos si el
magistrado que, en una asamblea municipal se explica libremente
sobre los autores de una trama peligrosa, no es considerado sino
como un incitador al asesinato? El pueblo, en la jornada misma del
10 de agosto, se impuso a sí mismo la ley de respetar a los miem-
bros más denigrados del cuerpo legislativo. Se ha visto a Luis XVI
y a su familia atravesar apaciblemente París desde la Asamblea al
Temple. Y todo París sabe que nadie había predicado este principio
de conducta más veces y con mayor celo que yo, tanto antes como
después de la revolución del 10 de agosto. Ciudadanos, si jamás eri-

150
gimos un templo al miedo, siguiendo el ejemplo de los lacedemonios,
soy de la opinión de que se elija los ministros de su culto entre esos
que nos hablan sin cesar de su coraje y de sus peligros.
¿Y qué decir de esta carta, tan tímidamente y, me atrevo decir,
siniestramente presentada a vuestra curiosidad?
Una carta enigmática dirigida a un tercio, bandidos anónimos,
asesinos anónimos... en medio de estas nubes...esa palabra lanza-
da como al azar... ellos sólo quieren oír hablar de Robespierre...
¡Reticencias! ¡Misterios! ¡En una cosa tan grave y cuando os dirigís
a la Convención nacional! ¡Todo ello, unido a un artero informe
(muy astuto), y después de tantos libelos, tantos carteles, tantos
panfletos, tantos diarios de todas las especies, distribuidos aún a
costa de gastos tan grandes, y de todas las maneras por todos los
rincones de la república! Hombre virtuoso ¿donde queréis ir a través
de estas sendas tenebrosas? Habéis tanteado la opinión... Os habéis
detenido, espantado vos mismo de vuestra propia iniciativa... Habéis
hecho bien, la naturaleza no os ha moldeado ni para grandes accio-
nes ni para grandes atentados... Me detengo aquí por respeto hacia
vos. Pero otra vez examinad mejor los instrumentos que os ponen en
las manos... No conocéis la abominable historia del hombre de la
misiva enigmática: buscadla si tenéis coraje suficiente en los registros
de la policía. Algún día sabréis qué precio debéis poner a la modera-
ción del hombre al que vos queríais perder.
¿Y creéis que si yo quisiera rebajarme ante semejantes quejas, me
hubiera resultado difícil presentar denuncias un poco más precisas
y mejor probadas? Yo las he desdeñado hasta ahora. Sé que hay, le-
jos del designio de cometer un gran crimen, ciertas veleidades, cier-
tas amenazas de mis enemigos, con las que habría podido hacer
mucho ruido. Por otra parte, no he creído nunca en la valentía de
los malos. Pero reflexionad sobre vos mismo y ved con qué torpeza
os quedáis embarazado ante vuestras propias trampas... Os ator-
mentáis desde hace mucho para arrancar a la Asamblea una ley con-
tra los incitadores al asesinato. Que se haga. ¿A qué víctima debe
golpear en primer lugar? ¿No sois vos quién ha dicho calumniosa-
mente, ridiculamente, que yo aspiraba a la tiranía? ¿No habéis jura-
do poniendo a Bruto por testigo que asesinaríais a los tiranos?

151
Estáis aquí convencido, según vuestra propia confesión, de quf
habéis provocado a todos los ciudadanos a asesinarme. ¿No he oído
ya, incluso desde este tribuna, gritos de furor respondiendo a vut •
tra exhortación? ¡Y esos paseos de gentes armadas, que chulean,
entre nosotros, la autoridad de las leyes y de los magistrados, que
exigen las cabezas de algunos representantes del pueblo, que me/
clan a las imprecaciones contra mí, alabanzas para vos y la apología
de Luis XVI! ¿Quién los ha llamado? ¿Quién los extravía? ¿Quién
los incita? ¡Y vos habláis de leyes, de virtud, de agitadores!
Pero salgamos de este círculo de infamias que vos nos habéis hv
cho recorrer y lleguemos a la conclusión de vuestro libelo. Indi-
pendientemente de este decreto sobre la fuerza armada^ que tratáis
de conseguir con tantos medios. Independientemente de esta K v
tiránica contra la libertad individual y contra la de la prensa, qm
disfrazáis bajo el pretexto especioso de la provocación al asesinato,
exigís, para el ministro, una especie de dictadura militar. Pedís una
ley de proscripción contra los ciudadanos que os disgustan, bajo el
nombre de ostracismo. Así no os ruborizáis de confesar abierta
mente el motivo vergonzoso de tantas imposturas y maquinaciones.
Así, vos no habláis de dictadura sino es para ejercerla vosotros mis
mos sin ningún freno. No habláis de proscripciones y de tiranía
más que para proscribir y tiranizar. Así habéis pensado que para
hacer de la Convención nacional el ciego instrumento de vuestro.s
culpables designios, sería suficiente pronunciar ante ella un relato
muy astuto, y proponerle decretar, sin interrupción, la pérdida de
la libertad y su propio deshonor.
¿Qué me queda decir sobre los acusadores que se acusan a sí mis-
mos? Sepultemos, si es posible, estas despreciables maniobras en un
olvido eterno. ¡Podremos deshacernos ante la mirada de la posteri-

7. Los Brisotinos no dudaron en hacer una campaña a favor de la creación de un;i


guardia departamental para "proteger" la Convención. Robespierre ya había interve-
nido para denunciar esta maniobra el 15 de octubre de 1792. Esta idea recurrente
en los Brisotinos, que consistía en autonomizar el cuerpo legislativo armándolo con-
tra los ciudadanos, fue rechazada por la Convención hasta mayo de 1795, giro sig-
nificativo en la concepción ile las relaciones entre el pueblo y sus representantes.

152
dad de estos días poco gloriosos de nuestra historia, en que los
representantes del pueblo, extraviados por cobardes intrigas, han
[)arecido olvidar los grandes destinos a los que están llamados! Por
mi parte yo no llegaré a conclusiones personales. He renunciado a
la fácil ventaja de responder a las calumnias de mis adversarios con
denuncias más temibles. He querido suprimir la parte ofensiva de
mi justificación. Renuncio a la justa venganza, a la que yo tendría
derecho, de perseguir a mis calumniadores. No pido otra cosa que
el retorno de la paz y el triunfo de la libertad. Ciudadanos, recorred
con paso firme y rápido vuestra soberbia carrera, y que yo pueda a
expensas de mi vida y de mi propia reputación concurrir con voso-
tros a la gloria y a la felicidad de nuestra patria común.

Esta campaña de calumnias desarrollada por los Brisotinos contra


Robespierre había comenzado en 1792 y se amplió durante todo el
periodo de la Convención girondina. Ella armó el brazo de Charlotte
Corday que asesinó a Marat el 13 de julio de 1793. Reapareció desde
el 9 de thermidor para transformarse en la versión oficial de la histo-
ria de la Montaña en la época termidoriana. Aún hace las delicias de
una historiografía, unas veces partisana, otras perezosa, en ambos casos
poco cuidadosa de verificar las fuentes de los mitos y de las leyendas,
que, sin embargo, no faltan.

153
I SOBRE LAS SUBSISTENCIAS Y EL DERECHO •• b
í ALAEXISTENCIA
r ¡
i "LA PRIMERA LEY SOCIAL ES AQUELLA QUE GARANTIZA A TODOS Í
'4 LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD LOS MEDIOS PARA EXISTIR" j
; 2 de diciembre de 1792, en la Convención
{-• •-<

i. 'I

Abordamos aquí una de las apuestas mayores del periodo. La Revo-


lución del 10 de agosto de 1792 había, entre otras cosas, puesto en en-
tredicho la política de la libertad ilimitada del comercio y su medio de
aplicación, la ley marcial. Las últimas jacqueries de primavera y del
otoño de 1792, acompañadas de "motines de subsistencias" de una
amplitud insólita, demostraban elfracasode esta política. En relación a
este tema, se abrió un importante debate a partir de septiembre y Robes-
pierre intervino en el mismo durante los últimos días. Partiendo del fiín
de la sociedad que es "mantener los derechos del hombre", definió "elpri-
mero de esos derechos" como el derecho a la existencia y a los medios para
conservarla: este derecho es una "propiedad común de la sociedad", que
debe serle garantizada a sus miembros. Robespierre invierte la prioridad
acordada exclusivamente hasta aquí a la propiedad privada de los bie-
nes materiales (aristocracia de los propietarios).
Entrando en una crítica de la economía política doblemente asesina,
porque deja morir de hambre al pueblo y no duda en reprimirle mi-
litarmente, propone no una tasación, simple medida de urgencia para
hacer bajar los precios, sino otra economía política cuyo objetivo es rea-
justar el conjunto de los salarios, precios y beneficios. Elprincipio está cla-
ramente enunciado: teniendo un carácter social la propiedad de los artí-
culos de primera necesidad, su producción y comercialización deben ser
controlados democráticamente y no pueden ser abandonados única-
mente al interés privado. Estamos ante el nacimiento de una concep-
ción de la economía política que se puede califiícar de socialista, en la

154
ijiíc el derecho social viene a limitar al derecho privado para asegurar
el derecho a la existencia de cada uno, qu£ es el fin de la sociedad.'

Hablar a los representantes del pueblo sobre los medios de sub-


venir a su subsistencia, no es solamente hablarles del más sagrado
lie sus deberes, sino del más precioso de sus intereses. Puesto que,
sin duda, ellos se confunden con el pueblo.
No quiero defender solamente la causa de los ciudadanos indi-
j'.entes, sino la de los propios propietarios y comerciantes.
Me limitaré a recordar principios evidentes pero que parecen olvi-
dados. Indicaré únicamente medidas simples que ya han sido pro-
[luestas, puesto que se trata de retornar a las primeras nociones del
l)uen sentido, más que de crear brillantes teorías.
En todo país en que la naturaleza abastece con prodigalidad las
necesidades de los hombres, la escasez sólo puede ser imputada a los
vicios de la administración o de las propias leyes. Las malas leyes y la
mala administración tienen su fuente en los falsos principios y en las
malas costumbres.
Es un hecho generalmente reconocido que el suelo de Francia pro-
duce mucho más de lo que es preciso para alimentar a sus habitantes,
y la escasez actual es una hambruna artificial. La consecuencia de este
hecho y del principio antes establecido quizás pueda ser molesta, pero
no es el momento de halagarnos. Ciudadanos, os está reservada a vo-
sotros la gloria de hacer triunfar los principios verdaderos y de dar le-
yes justas al mundo. No estáis hechos para arrastraros servilmente por
el camino trillado de los prejuicios tiránicos, trazado por vuestros
antecesores. O mejor dicho, vosotros comenzáis un nuevo curso en el
que nadie os ha antecedido. Debéis someter por lo menos a un exa-

1. La oposición entre "economía política tiránica" y "economía política popular"


ha sido expresada por Rousseau en "Economía Política", artículo de l'Enciclopédie,
aparecido en 1755. Robespierrc conocía bien también la crítica de la economía polí-
tica de Turgot hecha por Mably, Du commerce des grains, escrito en 1775, publica-
ción postuma, París, 1790. Sobre la crítica de la economía política en el siglo XVIII
ver F. Gauthier, GR. Ikni (ed.) La Guerre du bleau XVIIIe siecle, París, Editions de
laPassion, 1988.

155
men severo todas las leyes hechas bajo el despotismo real, y bajo los
auspicios de la aristocracia nobiliaria, eclesiástica o burguesa y hasta
aquí no existen otras leyes. La autoridad más importante que se nos
cita es la de un ministro de Luis XVI, combatida por otro ministro
del mismo tirano^ He visto nacer la legislación de la Asamblea cons-
tituyente sobre el comercio de granos. Era la misma que la del tiem-
po que le precedía. No ha cambiado hasta ahora porque los intereses
y los prejuicios que la sustentaban tampoco han cambiado. He visto,
durante el tiempo de dicha Asamblea, los mismos acontecimientos
que se renuevan en esta época. He visto a la aristocracia acusar al pue-
blo. He visto a los intrigantes hipócritas imputar sus propios críme-
nes a los defensores de la libertad, a los que llamaban agitadores y
anarquistas. He visto a un ministro impúdico de cuya virtud estaba
prohibido dudar, exigir adorar a Francia, mientras la arruinaba, y sur-
gir a la tiranía del seno de esas criminales intrigas, armada con la ley
marcial, para bañarse legalmente en la sangre de los ciudadanos ham-
brientos. Millones para el ministro al que estaba prohibido pedir
cuentas, primas que se convertían en provecho para las sanguijuelas
del pueblo, la libertad indefinida de comercio, y bayonetas para cal-
mar la alarma o para oprimir el hambre. Tal fue la política alabada
por nuestros primeros legisladores.
Las primas pueden ser discutidas. La libertad del comercio es nece-
saria hasta el límite en que la codicia homicida empieza a abusar de
ella. El uso de las bayonetas es una atrocidad. El sistema es esencial-
mente incompleto porque no añade nada al verdadero principio.
Lo errores en que se ha caído a este respecto provienen, en mi opi-
nión, de dos causas principales.
1^ Los autores de la teoría no han considerado los artículos de pri-
mera necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han
establecido diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejem-

2. Se trata del ministro llirgot, cuya experiencia de libertad ilimitada del comercio
de granos, acompañada por vez primera por la ley marcial, produjo la guerra de las
harinas de 1775. La acción dcTurgot fue criticada por Necker que le sucedió de 1777
a 1781, antes de que fuera vuelto a llamar en 1788. Ver la intervención de Robcspie-
rre contra la ley marcial, el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen.

156
pío, y el del añil. Han disertado más sobre el comercio de granos
que sobre la subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cál-
culos, han hecho una falsa aplicación de principios evidentes para
la mayoría; esta mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspec-
to engañoso a un sistema erróneo.
2^ Y aún menos lo han adaptado a las circunstancias tempestuosas
que comportan las revoluciones. En su vaga teoría, aunque fuera
buena para los tiempos ordinarios, no se encontraría ninguna aplica-
ción ante las medidas urgentes que los momentos de crisis pueden
exigir de nosotros. Ellos se han preocupado mucho de los beneficios
de los negociantes y de los propietarios y casi nada de la vida de los
hombres. ¡Y por qué! Porque eran los grandes, los ministros, los ricos
quienes escribían, quienes gobernaban. ¡Si hubiera sido el pueblo, es
probable que este sistema hubiera sido modificado!
El sentido común, por ejemplo, indica que la afirmación de que
los artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden
ser abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comercian-
te. La escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un
inconveniente soportable. Es suficiente que, en general, la libertad
indefinida de ese negocio redunde en el mayor beneficio del estado y
de los individuos. Pero la vida de los hombres no puede ser someti-
da a la misma suerte. No es indispensable que yo pueda comprar teji-
dos brillantes, pero es preciso que sea bastante rico para comprar pan,
para mí y para mis hijos. El comerciante puede guardar, en sus alma-
cenes, las mercancías que el lujo y la vanidad codician, hasta que
encuentre el momento de venderlas al precio más alto posible. Pero
ningún hombre tiene el derecho a amontonar el trigo al lado de su
semejante que muere de hambre.
¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? Es mantener los de-
rechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de estos
derechos.'' El derecho a la existencia.
La primera ley social es pues la que garantiza a todos los miem-
bros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están
subordinados a este. La propiedad no ha sido instituida o garanti-
zada para otra cosa que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en
primer lugar, para vivir. No es cierto que la propiedad pueda opo-

157
nerse jamás a la subsistencia de los hombres.
Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la
propia vida. Todo cuanto resulte indispensable para conservarla es
propiedad común de la sociedad entera; tan sólo el excedente puede
ser propiedad individual, y puede ser abandonado a la industria de
los comerciantes. Toda especulación mercantil que hago a expensas
de la vida de mi semejante no es tráfico, es bandidaje y fi^atricidio.
Según este principio, ¿cuál es el problema que hay que resolver en
materia de legislación sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar
a todos los miembros de la sociedad el disfirute de la parte de los
productos de la tierra que es necesaria para su existencia; a los pro-
pietarios o cultivadores el precio de su industria, y librar lo super-
fluo a la libertad de comercio.
Desafio al más escrupuloso defensor de la propiedad a contradecir
estos principios, a menos que declare abiertamente que entiende por
esa palabra el derecho a despojar y asesinar a sus semejantes. ¿Cómo,
pues, se ha podido pretender que toda especie de molestia, o mejor
dicho, que toda regla sobre la venta del trigo era un atentado a la pro-
piedad, o disfi-azar este sistema bárbaro bajo el nombre falsamente
engañoso de libertad de comercio? ¿Los autores de este sistema no se
percatan de que se contradicen a sí mismos necesariamente?
¿Por qué os veis forzados a aprobar la prohibición de la exportación
de granos al extranjero cada vez que la abundancia no está asegurada
en el interior? Fijáis vosotros mismos el precio del pan, ¿Fijáis el de las
especies, o el de las brillantes producciones de la India? ¿Cuál es la
causa de todas esas excepciones, sino la evidencia misma de los princi-
pios que acabo de desarrollar? ¿Qué digo? El gobierno incluso somete
a veces el propio comercio de objetos de lujo a modificaciones que la
sana política aconseja. ¿Por qué aquello que interesa a la subsistencia
del pueblo habría de estar necesariamente exento de limitaciones?
Sin duda si todos los hombres fueran justos y virtuosos; si jamás
la codicia estuviera tentada a devorar la substancia del pueblo; si
dóciles a la voz de la razón y de la naturaleza, todos los ricos se con-
siderasen los ecónomos de la sociedad, o los hermanos del pobre,
no se podría reconocer otra ley que la libertad más ilimitada. Pero
si es cierto que la avaricia puede especular con la miseria, y la tira-

158
nía misma puede hacerlo con el desespero del pueblo; si es cierto que
todas estas pasiones declaran la guerra a la humanidad sufriente, ¿por
clué no deben reprimir las leyes estos abusos? ¿Por qué no deben las
leyes detener la mano homicida del monopolista, del mismo modo
(jue lo hacen con el asesino ordinario? ¿Por qué no deben ocuparse
de la existencia del pueblo, tras haberse ocupado durante tanto tiem-
po de los gozos de los grandes, y de la potencia de los déspotas?
Pero, ¿cuáles son los medios para reprimir estos abusos? Se pretende
(jue son impracticables. Yo sostengo que son tan simples como infali-
liles. Se pretende que plantean un problema insoluble, incluso para un
genio. Yo sostengo que no presentan ninguna dificultad al menos para
el buen sentido y para la buena fe. Sostengo que no hieren ni el inte-
rés del comercio, ni los derechos de propiedad. Que la circulación a lo
largo de toda la extensión de la república sea protegida, pero tomemos
las precauciones necesarias para que la circulación tenga lugar. Preci-
samente me quejo de una falta de circulación. Pues el azote del pue-
blo, la fuente de la escasez, son los obstáculos puestos a la circulación,
con el pretexto de hacerla ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públi-
cas cuando los ávidos especuladores las retienen amontonadas en sus
graneros? ¿Circulan cuando se acumulan en las manos de un peque-
ño número de millonarios que las sustraen al comercio, para hacerlas
más preciosas y más raras; que calculan fríamente cuántas familias de-
ben perecer antes de que el alimento haya esperado el tiempo fijado
por su atroz avaricia? ¿Circulan cuando no hacen sino atravesar las
comarcas en que han sido producidas, ante los ojos de los ciudadanos
indigentes sometidos al suplicio de Tántalo, para ser engidlidas en
algún desconocido pozo sin fondo de algún empresario de la escasez
pública? ¿Circulan cuando al lado de las más abundantes cosechas lan-
guidece el ciudadano necesitado, a falta de poder entregar una pieza
de oro, o un trozo de papel suficientemente precioso como para obte-
ner una parcela?
La circulación es lo que pone los artículos de primera necesidad
al alcance de todos los hombres y que lleva la abundancia y la vida
a las cabanas. ¿Acaso circula la sangre cuando está obstruida en el
cerebro o en el pecho? Circula cuando fluye libremente por todo el
cuerpo. Las subsistencias son la sangre del pueblo, y su libre circu-

159
lación no es menos necesaria para la salud del cuerpo social, que la de
la sangre para el cuerpo bumano. Favoreced pues la libre circulación
de granos, impidiendo todas las obstrucciones funestas. ¿Cuál es el
medio para conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la
facilidad de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favo-
recen: el secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.
El secreto, ya que cualquiera puede esconder la cantidad de sub-
sistencias públicas de que priva a la sociedad entera, ya que cual-
quiera puede hacerlas desaparecer fraudulentamente y transportar
las, sea a países extranjeros, sea a almacenes del interior. Ahora bien,
se proponen dos medios simples: el primero es tomar todas las pre-
cauciones para comprobar la cantidad de grano que ha producido
cada región, y la que cada propietario o cultivador ha cosechado. l\\
segundo consiste en forzar a los comerciantes de grano a venderlo
en el mercado y en prohibir todo transporte de mercancías por l.i
noche. No es la posibilidad ni la utilidad de esas precauciones lo
que hay que probar, puesto que están todas fuera de discusión, ¿l's
legítimo hacer esto.' Pero, ¿cómo se pueden entender como un aten
tado a la propiedad unas reglas de policía general, ordenadas por ci
interés general de la sociedad? ¿Qué buen ciudadano puede quejar
se de ser obligado a actuar con lealtad y a la luz del día? ¿Quién pre
cisa de las tinieblas si no son los conspiradores y los bribones? Por
otra parte, ¿no os he probado que la sociedad tenía el derecho de
reclamar la porción necesaria para la subsistencia de sus ciudada-
nos? ¿Qué digo? Es el más sagrado de los deberes. ¿Cómo pueden
ser injustas las leyes necesarias para asegurarla?
He dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del
monopolio eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro
medio sería más seguro para animar la codicia y para desprenderla
de todo tipo de freno, que aceptar como principio que la ley no
tiene el derecho de vigilarla, de imponerle las más mínimas trabas?
¿Que la única regla que se le prescriba sea la poder osarlo todo im-
punemente? ¿Qué digo? El grado de perfección al que ha llegado
esta teoría es tal que casi está establecido que los acaparadores son
intachables; que los monopolistas son los benefactores de la humani-
dad; que en las querellas que surgen entre ellos y el pueblo, siempre

160
se equivoca el pueblo. O bien el crimen del monopolio es imposible
0 bien es real. Si es una quimera, ¿cómo puede ser que siempre se
baya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos experimentado sus estra-
gos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por qué informes libres de
toda sospecha y hechos incontestables nos denuncian sus culpables
maniobras? ¿Si es real, por qué extraño privilegio sólo él obtiene el
derecho a estar protegido? ¿Qué límites pondrían a sus atentados los
vampiros despiadados que especulasen con la miseria pública, si a
1 oda especie de reclamación se opusieran siempre las bayonetas y la
orden absoluta de creer en la pureza y la bondad de todos los aca-
[laradores? La libertad indefinida no es otra cosa que la excusa, la
salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo puede considerarse
entonces su remedio? ¿De que nos quejamos? Precisamente de los
males que ha producido el sistema actual, o al menos de los males
c|ue no ha podido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El
mismo sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me res-
pondéis: dejadlos hacera En este sistema todo está contra la socie-
dad. Todo está a favor de los comerciantes de granos.
Es aquí donde se hace necesaria toda vuestra sabiduría y circuns-
pección, legisladores. Un tema de este estilo siempre es difícil de
tratar. Es peligroso redoblar las alarmas del pueblo, y dar a entender
que se autoriza su descontento. Aún más peligroso es callar la ver-
dad y disimular los principios. Pero si queréis seguirlos, todos los
inconvenientes desaparecen. Sólo los principios pueden agotar la
fuente del mal.
Sé bien que cuando se examinan las circunstancias de un determi-
nado motín, provocado por la escasez real o ficticia del trigo, suele
señalarse muchas veces la influencia de causas extrañas. La ambi-
ción y la intriga tienen necesidad de provocar disturbios. Algunas
veces son estos mismos hombres los que excitan al pueblo para en-
contrar el pretexto de degollarlo, y para hacer terrible la libertad an-

3. Laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar) era consigna de los fisió-
cratas. O sea de la economía política a la que Robespierre opondrá la economía
popular. Esa mención al "dejar hacer" adquiere en este texto un tinte muy cargado
(nota del traductor).

161
te los ojos de los hombres débiles y egoístas. Pero no es menos ver-
dadero que el pueblo es naturalmente recto y apacible. Siempre está
guiado por una intención pura. Los malvados no pueden alboro-
tarlo a menos que le presenten un motivo poderoso y legítimo ante
su vista. Ellos aprovechan su descontento, no lo crean. Y cuando lo
inducen a cometer excesos so pretexto del abastecimiento, es por-
que está predispuesto por la opresión y por la miseria. Jamás un
pueblo feliz fue un pueblo turbulento. Quien conozca a los hom-
bres, quien conoce sobre todo al pueblo francés, sabe que no es po-
sible para un insensato o para un mal ciudadano sublevarlo sin ra-
zón contra las leyes que ama y aún menos contra los mandatarios
que ha elegido y contra la libertad que ha conquistado. Es tarea di-
sus representantes devolverle la confianza que él mismo les ha otor-
gado y desconcertar la malevolencia aristocrática, satisfaciendo sus
necesidades y calmando sus alarmas.
Las propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Cómo
calmarlas si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos
no fueran tan necesarias como pensamos, bastaría que él las desease,
es suficiente que éstas probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus
intereses, para determinaros a adoptarlas. Ya he indicado cuál era la
naturaleza y el espíritu de estas leyes. Me contentaré aquí con exigir l;i
prioridad para los proyectos de decreto que proponen precauciones
contra el monopolio, reservándome el derecho de proponer modifi-
caciones, si es adoptada. Ya he probado que estas medidas y los prin-
cipios sobre los que se fiíndan eran necesarias para el pueblo. Voy a
probar que son útiles para los ricos y todos los propietarios.
No quiero arrebatarles ningún beneficio honesto, ninguna pro-
piedad legítima. Sólo les quito el derecho de atentar contra el de
otro. No destruyo el comercio sino el bandidaje del monopolista.
Sólo les condeno a la pena de dejar vivir a sus semejantes. Sin em-
bargo, nada podría serles más ventajoso. El mayor servicio que el
legislador puede rendir a los hombres es el de forzarlos a ser gente
honesta. El mayor interés del hombre no es amasar tesoros y la más
dulce propiedad no es devorar la subsistencia de cien familias infor-
tunadas. El placer de aliviar a sus semejantes y la gloria de servir a
su patria, bien valen esta deplorable ventaja. ¿Para qué les sirve a los

162
especuladores más ávidos la libertad indefinida de su t)di()so tráfi-
co? Para ser oprimidos u opresores. Este último destino, sobre todo,
es horroroso. Ricos egoístas, sabed prever y prevenir por adelanta-
do los resultados terribles de la lucha del orgullo y de las cobardes
pasiones contra la justicia y la humanidad. Que el ejemplo de los
nobles y de los reyes os instruya. Aprended a disñ^utar de los encan-
tos de la igualdad y de las delicias de la virtud. O, al menos, conten-
taos con las ventajas que la fortuna os da, y dejadle al pueblo pan,
trabajo y sus costumbres. Se agitan en vano los enemigos de la liber-
tad, para desgarrar el seno de su patria. Ellos no pararán el curso de
la razón humana, como no pueden parar el curso del sol. La cobar-
día no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga huir ante la
libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no sois los
representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo francés?
No olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la garantía
más segura de la tranquilidad piíblica es la felicidad de los ciudada-
nos, y que las largas convulsiones que desgarran los estados no son
otra cosa que el combate de los prejuicios contra los principios, del
egoísmo contra el interés general, del orgullo y de las pasiones de
los hombres poderosos contra los derechos y contra las necesidades
de los más débiles.

El 8 de diciembre, la Convención, siguiendo a la Gironda, prorro-


gaba la política de libertad ilimitada del comercio, de defensa de los
propietarios y de la ley marcial: en consecuencia, los motines de subsis-
tencias prosiguieron. Esta fi^e una de las causas que condujeron a la
Revolución de los días 31 de mayo a 2 de junio de 1793. El 24 de
junio, la ley marcial fiíe por fin abrogada, después, el 4 de septiembre
la libertad ilimitada de comercio dejó sitio a la política del Máximum
general.

163
SOBRE EL PROCESO DEL REY

' N o HAY PROCESO ALGUNO QUE INCOAR"


3 de diciembre de 1792, en la Convención

Este discurso fue pronunciado por Robespierre para que no se retrasa


se más la cuestión de la suerte reservada al rey tras la insurrección del
10 de agosto de 1792. El rey, destronado de hecho por el pueblo, sólo
fue suspendido y luego encarcelado por los legisladores. Estos tomaron la
decisión de reunir una Convención. Correspondería a ésta, de nuevo
constituyente, declarar, hablando propiamente, el destronamiento del rey
y Informa que debería tomar. Pero este destronamiento era más que labo
rioso. Los Convencionales se dividieron. Se puso por delante la cuestión
de la inviolabilidad real con la esperanza de salvar una vez más al rey.
Sin embargo, esta inviolabilidad ligada a la Constitución de 1791 no
tiene sentido después de la insurrección popular. Esta ha conducido a una
indeterminación del derecho constitucional Las únicas normas para ac-
tuar son, pues, las del derecho natural y del derecho de gentes. "Cuando
una nación ha sido forzada a recurrir al derecho de insurrección, vuel-
ve al estado de naturaleza en relación al tirano. ¿Cómo se puede invo-
car el pacto social? El tirano lo ha aniquilado". Por ello el proceso mis-
mo no se desprende de la insurrección. Por una parte, esto supondría
que se han establecido ya las reglas jurídicas que aún deben establecer-
se y por otra parte sería una desautorización del ejercicio del derecho de
resistencia a la opresión. La cuestión que los Convencionales tienen que
resolver es la de las formas de la fundación republicana después de la
insurrección del 10 de agosto.
Es esta lógica la que Robespierre enuncia tras Saint-Just. De este
modo este discurso constituye ante todo una afirmación política a favor

164
de la soberanía popular expresada por la insurrección. Robespicrre
lucha contra un proceso que constituye una empresa de distorsión del
acontecimiento revolucionario. "Yo no sé discutir largamente cuando
estoy convencido de que deliberar es un escándalo". Este escándalo es el
deljuego de formas jurídicas caducas allí donde sólo los principios pue-
den guiar la acción. También es el de una falsa "humanidad", más
impresionada por la suerte del rey que por la del pueblo. Es, en fin, la
de la guerra civil que puede estallar si se tarda en grabar en los corazo-
nes el desprecio hacia la monarquía. El pueblo, el 10 de agosto, se ha
salvado a sí mismo, la Convención debe hacer también una obra de sal-
vación pública reconociendo que el rey está ya condenado.
"Luis debe morir para que la patria viva". Robespicrre argumenta
entonces a favor de la pena de muerte. El rey constituye una cruel
excepción. Esta cruel excepción se abate sobre los enemigos que ponen
en peligro el cuerpo social. Aquí el peligro está constituido por la natu-
raleza de los crímenes del rey: perjuro, traidor a la nación. Por estos
hechos no sólo es extraño a su pueblo sino a la humanidad. El sobera-
no tiene el deber, según las reglas del derecho natural, de desembara-
zarse de esta bestia feroz. No hacerlo sería una manera de abandonar
"elgobierno recto", según los términos clásicos de la República de Jean
Bodin y comportarse como un simple grupo de bandidos. Hay que
matar al rey para que se reconozca, en este tiempo de fundación, el
valor normativo del derecho natural.

Ciudadanos,
La asamblea ha sido arrastrada lejos de la verdadera cuestión. Aquí
no hay proceso alguno que incoar. Luis no es un acusado. Vosotros
no sois jueces. Vosotros sólo sois y solo podéis ser hombres de estado
y representantes de la nación. No tenéis que pronunciar sentencia
alguna a favor o en contra de un hombre, sino una medida de salva-
ción pública a rendir, un acto de providencia nacional a ejercer. Un
rey destronado, en la República, solo es bueno para dos usos, o para
perturbar la tranquilidad del estado y socavar la libertad, o para afir-
mar la una y la otra al mismo tiempo. Pero yo sostengo que el carác-
ter que ha tomado hasta aquí vuestra deliberación va directamente
contra este fin. En efecto, ¿cuál es la decisión que la sana política

165
prescribe para cimentar la República naciente? Es la de grabar pro-
fundamente en los corazones el desprecio hacia la monarquía y de
golpear a los partidarios del rey dejándolos estupefactos. Así pues,
presentar al universo su crimen como un problema, su causa como
objeto de la discusión más imponente, más religiosa, la más difícil
que pueda ocupar a los representantes del pueblo francés; estable-
cer una distancia insalvable entre el simple recuerdo de lo que fue
y la dignidad de un ciudadano, es precisamente haber encontrado
el secreto para volverle de nuevo peligroso para la libertad.
Luis fue rey, y la República ha sido fundada: la famosa cuestión
que os ocupa queda zanjada con estas simples palabras. Luis ha sido
destronado por sus crímenes. Luis denunciaba ai pueblo francés
como rebelde. El apeló, para castigarle, a las armas de sus colegas,
los tiranos. La victoria y el pueblo han decidido que él era el rebel-
de. Luis no puede ser juzgado. O él está ya condenado o la Repú-
blica no está absuelta. Proponer incoar el proceso a Luis XVL sea
de la forma que sea, es retroceder hacia el despotismo real y consti-
tucional. Es una idea contrarrevolucionaria porque pone a la mis-
ma revolución en tela de juicio. En efecto, si Luis aún puede ser
objeto de un proceso, puede ser absuelto. Puede ser inocente. ¡Qué
digo! Se le presume la inocencia hasta que sea juzgado. Pero si Luis
es absuelto, si Luis puede ser presuntamente inocente, ¿qué pasa con
la revolución? Si Luis es inocente, todos los defensores de la libertad
se transforman en sus calumniadores. Los rebeldes serían los amigos
de la verdad y los defensores de la inocencia oprimida. Todos los
manifiestos de las cortes extranjeras no son más que reclamaciones
legítimas contra una facción dominadora. La detención misma que
Luis ha sufrido hasta este momento es una vejación injusta. Los
federados, el pueblo de París, todos los patriotas del imperio fran-
cés son culpables. Y este gran proceso, pendiente ante el tribunal de
la naturaleza, entre el crimen y la virtud, entre la libertad y la tira-
nía, se decide al fin a favor del crimen y de la tiranía.
Ciudadanos, estad en guardia. Estáis aquí engañados por falsas
nociones. Confundís las reglas del derecho civil y positivo con los
principios del derecho de gentes. Confundís las relaciones de los
ciudadanos entre ellos con las de las naciones con un enemigo que

166
conspira contra ellas. Confundís también la situación de un pueblo
en revolución con la de un pueblo cuyo gobierno está consolidado.
Confundís una nación que castiga a un funcionario público, con-
servando la forma del gobierno, con aquella que destruye el propio
gobierno. Referimos a ideas que nos son familiares un caso extra-
ordinario que depende de principios que no hemos aplicado jamás.
Así, como estamos acostumbrados a ver los delitos de los que somos
testigos juzgados según reglas uniformes, nos vemos inducidos
naturalmente a creer que en ninguna circunstancia las naciones pue-
den, si quieren ser equitativas, castigar de otro modo a un hombre
que ha violado sus derechos. Y donde nosotros no vemos un jurado,
un tribunal, un procedimiento, no vemos la justicia. Estos mismos
términos que aplicamos a ideas diferentes de las que expresan en el
uso ordinario, acaban por engañarnos. Es tal el imperio natural del
hábitos que miramos las convenciones más arbitrarias, y a veces la
instituciones más defectuosas, como la regla más absoluta de lo ver-
dadero y de lo falso, de lo justo y de lo injusto. No pensamos que
la mayoría de estos hábitos se basan aún necesariamente en los pre-
juicios con los que nos ha alimentado el despotismo. Hemos esta-
do tanto tiempo curvados bajo el yugo que nos levantamos difícil-
mente hasta los principios eternos de la razón. Que todo lo que se
remonta a la fuente sagrada de todas las leyes parece tomar a nues-
tros ojos un carácter ilegal, y que el propio orden de la naturaleza
nos parece un desorden. Los movimientos majestuosos de un gran
pueblo, los sublimes impulsos de la virtud se presentan muchas ve-
ces ante nuestros ojos como las erupciones de un volcán o el de-
rrumbamiento de la sociedad política. Y ciertamente, esta contra-
dicción entre la debilidad de nuestras costumbres, la depravación
de nuestros espíritus y la pureza de nuestros principios y la energía
de carácter que supone el gobierno libre que osamos pretender, es
la mayor de las causas de los disturbios que nos agitan.
Cuando una nación se ha visto obligada a recurrir al derecho de
insurrección, vuelve al estado de naturaleza en relación al tirano.
¿Cómo podría éste invocar el pacto social.'' El lo ha aniquilado. La
nación puede conservar el pacto social en lo que concierne a las
relaciones de los ciudadanos entre ellos, si lo considera adecuado.

1617
Pero el efecto de la tiranía y de la insurrección es romper entera-
mente en relación al tirano. Es ponerlos recíprocamente en estado
de guerra. Los tribunales, los procedimientos judiciales sólo están
hechos para los miembros de la ciudad.
Es una contradicción grosera suponer que la constitución pueda
presidir este nuevo orden de cosas. Sería suponer que ella se sucede
a sí misma. ¿Qué leyes la reemplazan? Las de la naturaleza, que es
la base de la misma sociedad: la salvación del pueblo. El derecho de
castigar al tirano y el de destronarle son la misma cosa. Lo uno no
acarrea consecuencias distintas a lo otro. El proceso del tirano es la
insurrección; su juicio, es la caída de su poder. Su pena, la que exige
la libertad del pueblo.
Los pueblos no juzgan como las cortes judiciales. No pronuncian
sentencias, si no que lanzan el rayo. Ellos no condenan a los reyes,
si no que los sumen en la nada. Y esta justicia vale tanto como la de
los tribunales. Ellos no se arman contra sus opresores sino es para
su salvación, ¿cómo se les podría obligar a adoptar un modo de cas-
tigar que sería para ellos un nuevo peligro?
Nos hemos dejado inducir al error por ejemplos extranjeros que no
tienen nada en común con nosotros. Que Cromwell hiciera juzgar a
Carlos I por una comisión judicial de la que disponía, que Elisabeth
hiciera condenar a María de Escocia del mismo modo, es porque es
natural que los tiranos que inmolan a sus semejantes, no por el pue-
blo, sino por su propia ambición, busquen engañar a la opinión del
vulgo con procedimientos ilusorios. Ahí no se trata de principios ni
de libertad, sino de bribonerías y de intrigas. ¡Pero el pueblo! ¿Qué
otra ley puede seguir sino la justicia y la razón apoyadas en su omni-
potencia?
¿En que república la necesidad de castigar al tirano fue motivo de
litigio? ¿Fue juzgado Tarquinio? ¿Qué se hubiera dicho en Roma si
algunos romanos se hubieran declarado sus defensores? ¿Y nosotros
qué hacemos? Llamamos a abogados de cualquier parte para defen-
der la causa de Luis XVL
Consagramos como actos legítimos lo que en cualquier pueblo
libre sería mirado como el mayor de los crímenes. Nosotros mismos
invitamos a los ciudadanos a la bajeza y a la corrupción. Bien pode-

168
mos conceder coronas cívicas a los defensores de Luis . Puesto que si
defienden su causa, pueden esperar hacerla triunfar.Ysi ocurriera otra
cosa, no representaríais sino una ridicula comedia ante el luiiverso. ¡Y
osamos hablar de república! Invocamos procedimientos, porcjue no
tenemos principios. Nos jactamos de nuestra delicadeza, porc]ue no
tenemos energía. Ostentamos una falsa humanidad porc|ue el senti-
miento de la verdad humana nos es ajeno. Reverenciamos la sombra
de un rey, porque no sabemos respetar al pueblo. Somos tiernos con
los opresores, porque no tenemos entrañas para los oprimidos.
¡El proceso a Luis XVI! ¿Pero qué es este proceso sino el llama-
miento de la insurrección contra un tribunal o contra una asamblea
cualquiera? Cuando un rey ha sido aniquilado por el pueblo, ¿quién
tiene derecho a resucitarlo para hacer de él un nuevo pretexto para
el disturbio y la rebelión, y qué otros efectos puede producir este
sistema? Abriendo una palestra a los campeones de Luis XVI, reno-
váis las querellas del despotismo contra la libertad, consagráis el
derecho de blasfemar contra la República y contra el pueblo. Pues-
to que el derecho a defender al antiguo déspota conlleva el derecho
a decir en qué se basa su causa. Despertáis a todas las facciones, rea-
nimáis, envalentonáis al realismo aletargado. Se podrá tomar partido
a favor o en contra. ¡Qué legítimo sería, qué natural sería repetir por
todas partes las máximas que sus defensores podrían pronunciar en
voz alta en vuestra barra e incluso en vuestra tribuna! ¡Qué repú-
blica ésta cuyos fundadores incitan por todas partes a sus adversa-
rios para atacarla en su cuna!
Ved que rápidos progresos ha hecho ya este sistema. Durante el
periodo del mes de agosto último, todos los partidarios de la
monarquía se escondían. Cualquiera que hubiera osado iniciar una
apología de Luis XVl hubiera sido castigado como un traidor. Hoy
levantan impunemente una frente audaz. Hoy, los escritores más
desacreditados de la aristocracia retoman confiadamente su plumas
envenenadas.
Hoy escritos insolentes, precursores de todos los atentados, inun-
dan la ciudad donde residís, los ochenta y cuatro departamentos y
hasta los pórticos de este santuario de la libertad. Hoy, hombres
armados, llamados, retenidos en estos muros a vuestras espaldas,

169
contra las leyes, han hecho resonar en las calles de esta ciudad gri-
tos sediciosos que piden la impunidad de Luis XVI'. Hoy París al-
berga en su seno hombres reunidos, os dicen, para arrancarlo a la
justicia de la nación. Sólo nos falta abrir este recinto a los atletas
que se apresuran a anhelar el honor de romper lanzas a favor de la
monarquía. ¡Qué digo! Hoy Luis divide a los mandatarios del pue-
blo: unos hablan a favor y otros en contra. ¿Quién iba a sospechar
hace dos meses que su inviolabilidad fuera un problema.' Pero des-
pués de que un miembro de la Convención nacional (el ciudadano
Petion) ha presentado la cuestión sobre si el rey podía ser juzgado o
no como objeto de una deliberación en serio, preliminar a cualquier
otra cuestión, la inviolabilidad, con la cual los conspiradores de la
Asamblea constituyente cubrieron sus primeros perjurios, ha sido
invocada para proteger sus últimos atentados. ¡Oh, crimen! ¡Oh,
vergüenza! La tribuna del pueblo francés ha retumbado con el pa-
negírico de Luis XVL ¡Hemos oído alabar las virtudes y los favores
del tirano! A duras penas hemos podido arrancar el honor y la liber-
tad de los mejores ciudadanos a la injusticia de una decisión preci-
pitada. ¿Qué digo? Hemos visto acoger con una alegría escandalo-
sa las más atroces calumnias contra los representantes del pueblo
conocidos por su celo por la libertad^. Hemos visto a una parte de
esta asamblea proscrita por la otra, y denunciada por la estupidez y
la perversidad combinadas. La causa del tirano es tan sagrada que
no puede ser discutida de forma bastante amplia ni bastante libre.
¿De qué nos vamos a sorpredener? Este doble fenómeno tiene la
misma causa. Aquellos que se interesan por Luis o por sus seme-
jantes deben tener sed de la sangre de los diputados del pueblo para

1. Para intentar salvar al rey y la monarquía, los Girondinos no dudaron en hacer


llegar tropas departamentales a Par/s, como habían hecho en junio de 1792 para
impedir la revolución del 1 O de agosto. Pero una vez más, la maniobra se volvió con-
tra ellos, puesto que los soldados, acogidos por las secciones parisinas, modificaron
su apreciación de la situaciiin y comprendieron que habían sido manipulados.
2. Robespterre se refiere a la campana de calumnias desarrollada por los Girondi-
nos contra la revolución del 10 de agosto de 1792 y contra la diputación de París.
Véase su repuesta a Louveí del 'i ele noviembre de 1792, en este mismo volumen.

170
quienes piden por segunda vez su castigo. Ellos sólo pueden pcnio
nar a los que se han suavizado en su favor. El proyecto tic efuatle
nar al pueblo, degollando a sus defensores, nunca ha sitio abniult)-
nado. Y todos los bribones que los proscriben hoy, llain;indt)los
anarquistas y agitadores, ¿no deben excitar las turbulencias c|iie nos
presagia su pérfido sistema? Si debemos creerlos, el proceso durará,
por lo menos, varios meses. Llegará hasta la próxima primavera,
cuando los déspotas deben desencadenar un ataque general contra
nosotros. ¡Y qué camino abierto a los conspiradores! ¡Qué alimen-
to dado a la intriga y a la aristocracia! Así, todos los partidarios de
la tiranía podrán animar la audacia del tribunal que debe pronun-
ciar la suerte de Luis con la ayuda de sus aliados y de los ejércitos
extranjeros, al tiempo que su oro tentará su fidelidad.
¡Justo cielo! ¡Todas las hordas feroces del despotismo se aprestan
de nuevo a desgarrar el seno de nuestra patria en nombre de Luis
XVI! Luis aún combate contra nosotros desde el fondo de su cala-
bozo. ¡Y ponen en duda su culpabilidad, si está permitido tratarle
como un enemigo! ¡Preguntan cuáles son las leyes que le condenan!
Invocan en su su favor la constitución. Me guardaré bien de repe-
tir todos los argumentos sin réplica desarrollados por aquellos que
se han dignado combatir esta especie de objeción. Sobre eso solo
diré una palabra para aquellos a quienes ellos no han podido con-
vencer. Si él sólo pudiera ser castigado con el destronamiento, voso-
tros no podíais proclamarlo, sin haber instruido su proceso. Voso-
tros no tenéis el derecho de retenerle en la cárcel. El puede pediros
su liberación y daños y perjuicios. La constitución os condena:
corred a los pies de Luis XVI a pedir clemencia.
Por mi parte, me avergonzaría discutir más seriamente estas argu-
cias constitucionales. Las relego a los bancos de la escuela, o del
palacio, o más bien dicho a los gabinetes de Londres, de Viena y de
Berlín. Yo no sé discutir más extensamente cuando estoy convenci-
do de que es un escándalo deliberar.
Se dice que se trata de una causa grande que es preciso juzgar con
una sabia y lenta circunscripción. ¡Sois vosotros quienes magnificáis
esta causa! ¿Qué digo? Sois vosotros quienes hacéis de ello una
causa. ¿Qué encontráis ahí de grande? ¿La dificultad? No. ¿El per-

171
sonaje? Ante los ojos de la libertad no hay nadie tan vil. Ante los
ojos de la humanidad, no hay nadie más culpable. Él ya no puede
imponer sino a aquellos que son más cobardes que él. ¿Se trata de
la oportunidad del resultado? Esta es una razón más para que nos
apresuremos. Una gran causa es un proyecto de ley popular. Una
gran causa es un desgraciado oprimido por el despotismo. ¿Cuál es
el motivo de estos retrasos eternos que nos recomendáis? ¿Teméis
herir la opinión del pueblo? Como si el pueblo no temiese otra cosa
que la debilidad y la ambición de sus mandatarios. Como si el pue-
blo fuera un vil rebaño de esclavos estúpidamente unido al estúpi-
do tirano a quien él ha proscrito, para querer revolcarse en la baje-
za y en la servidumbre a cualquier precio. Habláis de opinión. ¿No
sois los encargados de dirigirla, de fortalecerla? Si ella se extravía, si
se deprava ¿a quién achacar la culpa, sino a vosotros mismos?
¿Teméis molestar a los reyes extranjeros coaligados contra nosotros?
¡Oh, sin duda, el medio para vencerles debe ser fingir que se les
teme! ¡El medio para confundir la criminal conspiración de los des
potas de Europa, es respetar a su cómplice! ¿Teméis a los pueblos
extranjeros? Así pues, vosotros creéis en el amor innato a la tiranía.
¿Por qué aspiráis a la gloria de liberar al género humano? ¿Por qué
contradicción suponéis que las naciones que no se han asombrado
por la proclamación de los derechos del hombre se horrorizarán por
el castigo de uno de sus más crueles opresores? En fin, teméis, se di-
ce, las miradas de la posteridad. Sí, la posteridad se sorprenderá, en
efecto, por vuestra inconsecuencia y por vuestra debilidad, y nues-
tros descendientes se reirán al mismo tiempo de la presunción y de
los prejuicios de sus padres.
Se ha dicho que para profundizar esta cuestión era necesario el
genio: yo sostengo que scílo es necesaria la buena fe. Se trata menos
de ilustrarnos que de no cegarnos voluntariamente. ¿Por qué algo
que nos parece claro en un momento, nos parece oscuro en otro?
¿Por qué lo que ha decidido el buen sentido del pueblo, se trans-
forma en problema insoluble en manos de sus delegados? ¿Tenemos
derecho a tener una voluntad contraria a la voluntad general y una
sabiduría diferente de la razón universal?
He oído a los delcnsorcv de la inviolabilidad proponer un princi-

172
pió audaz que yo mismo habría, casi, deseado enunciar. Ellos han
dicho que aquellos que, el 10 de agosto, hubieran inmolado a Luis
XVI habrían hecho una acción virtuosa. Pero la única base de esta
opinión no podía ser otra que los crímenes de Luis XVI y los dere-
chos del pueblo. Ahora bien, tras un intervalo de tres meses, ¿han
cambiado sus crímenes, o los derechos del pueblo? Si entonces se le
arrancó a la indignación pública, fiíe únicamente y sin duda, para
que su castigo, ordenado solemnemente por la Convención nacio-
nal en nombre de la nación, fuera más imponente para los enemi-
gos de la humanidad: pero poner en cuestión si es culpable y si debe
ser castigado es traicionar la palabra dada al pueblo fi^ancés. Quizás
hay gentes que, sea para impedir que la Asamblea adopte un carác-
ter digno de sí misma, sea para arrebatar a las naciones un ejemplo
que elevaría las almas a la altura de los principios republicanos, sea
por motivos aún más vergonzosos, no se enfadarían si una mano
privada cumpliera las funciones de la justicia nacional. Ciudada-
nos, desconfiad de esta trampa: cualquiera que osara dar un tal con-
sejo no serviría más que a los enemigos del pueblo. Pase lo que pase,
el castigo de Luis no será bueno si no posee el carácter de un ven-
ganza pública.
¿Qué le importa al pueblo el despreciable individuo del último de
los reyes? Representantes, lo que le importa, lo que os importa a
vosotros mismos, es que cumpláis los deberes que su confianza os
ha impuesto. La República ha sido proclamada. Pero, ¿nos la habéis
dado vosotros? No hemos hecho aún una sola ley que justifique ese
nombre. Aún no hemos reformado ningún abuso del despotismo.
Quitad los nombres, aún tenemos la tiranía completa y, además,
facciones viles y charlatanes inmorales, con nuevos fermentos de
trastornos y de guerra civil. ¡La República! ¡Pero si Luis aún vive!
¡Interponéis la persona del rey entre nosotros y la libertad! A fuer-
za de escrúpulos, tememos transformarnos en criminales. Temamos
que mostrando demasiada indulgencia por el culpable, no acabe-
mos nosotros en su lugar.
Otra dificultad. ¿A qué pena condenaremos a Luis? La pena de
muerte es demasiado cruel. No, dice otro, la vida es aún más cruel;
yo pido que viva. Abogados del rey, ¿es por piedad o por crueldad

173
que queréis sustraerle a la pena de sus crímenes?
Por mi parte, aborrezco la pena de muerte que prodigáis en vues-
tras leyes. No siento por Luis ni amor ni odio. Solo odio sus crí-
menes. Yo pedí la abolición de la pena de muerte en la Asamblea
que aún llamáis constituyente. No es culpa mía si los primeros
principios de la razón le parecieron herejías morales y políticas.
Pero vosotros, que os atrevisteis a reclamarla para tantos desgracia-
dos cuyos delitos son menores que los del gobierno, ¿por qué fata-
lidad os acordáis de ello para defender la causa del mayor de los cri-
minales? Pedís una excepción a la pena de muerte precisamente
para el único que podría justificarla. Si, la pena de muerte en gene-
ral es un crimen, y tan sólo por esa razón, según los principios in-
destructibles de la naturaleza, sólo puede ser justificada en los casos
en que resulta para la seguridad de los individuos o del cuerpo
social. VVhora bien, jamás la seguridad pública la aplica contra los
delitos ordinarios, porque la sociedad puede siempre prevenirlos
por otros medios, y poner al culpable en la impotencia de perjudi-
carla. Pero a un rey destronado en el seno de una revolución que no
está cimentada por las leyes, a un rey cuyo simple nombre atrae la
calamidad de la guerra sobre la nación agitada, ni la prisión, ni el
exilio pueden hacer su existencia indiferente para la felicidad públi-
ca. Y esta cruel excepción a las leyes ordinarias que la justicia admi-
te sólo puede ser imputada a la naturaleza sus crímenes.
Lamento pronunciar esta fatal verdad, pero Luis debe morir, por-
que es preciso que la patria viva. En un pueblo apacible, libre y res-
petado tanto dentro como fuera, se podrían escuchar los consejos
que se nos dan de ser generosos. Pero un pueblo a quién se dispu-
ta aún su libertad después de tantos sacrificios y combates, un pue-
blo en el que las leyes aún no son inexorables sino únicamente para
los desgraciados, un pueblo en el que los crímenes de la tiranía son
temas de disputa... Un pueblo tal debe querer que se le vengue. Y
la generosidad que se os alaba, se parecería demasiado a la de una
sociedad de bandidos c|ue se reparten el botín.
Os propongo decidir ahora mismo sobre la suerte de Luis. En
cuanto a su mujer, enviadla a los tribunales, como a todas las per-
sonas acusadas de los niÍMiios atentados. Su hijo será guardado en

174
el Temple, hasta que la paz y la libertad públicas estén consolida-
das. En cuanto a Luis pido que la Convención nacional le declare
desde este momento traidor a la nación francesa, criminal contra la hu-
manidad. Pido que se dé un gran ejemplo al mundo en el mismo
lugar en que murieron, el 10 de agosto, los generosos mártires de la
libertad. Pido que este acontecimiento memorable quede consagrado
por un monumento destinado a alimentar en el corazón de los pue-
blos el sentimiento de sus derechos y el horror de los tiranos. Y en el
alma de los tiranos, el terror saludable ante la justicia del pueblo.

La revolución del 10 de agosto y la elección de la Convención habían


condenado al rey y a la monarquía. Las maniobras dilatorias de los
Girondinos, para salvar al uno y ala otra, fracasaron. Cuatro votacio-
nes nominales se sucedieron en el 15y el 19 de enero de 1793. La cul-
pabilidad del rey fue reconocida casi por unanimidad (691 sí, 27 abs-
tenciones y O no); la llamada alpueblo o referéndum fue rechazada por
424 votos contra 287; la pena de muerte fue decidida por 387 votos,
contra 334; el aplazamiento de la ejecución fue rechazado por 389
votos contra 310. El 2 de enero. Le Peletier, que había votado la muer-
te del rey, fue asesinado por un guardia de corps realista llamado Páris.
El 21 de enero, Luis fue ejecutado^.

fe-^ • i,!

.:'i

3. Ver Albert Soboul, Le Proch de Louis XVI, París, JuUiard, 1966.

I?*.
SOBRE LA PENA DE MUERTE

" Q U E LA PENA DE MUERTE SEA ABOLIDA"


30 de mayo de 1791, en la Asamblea Constituyente
21 de enero de 1793, en la Convención

El asunto de la pena de muerte en Robespierre aparece para la kisto


ria desgarrada como algo planteado segiín un doble rasero (por la bis
toria): él se habría opuesto a la misma antes del Terror y más precisa
mente antes del proceso del rey, y habría sido favorable, a continuación,
a "crueles excepciones". Pero, si existe un doble rasero, éste no es histó
rico, sino teórico. La cuestión de la pena de muerte tal como ésta se des-
pliega en su discusión del 30 de mayo de 1791, afecta a la cuestión
penal en relación directa con los trabajos de Beccaria sobre los delitos y
las penas. El asunto de la pena de muerte durante el Terror o durante
el proceso del rey, afecta a la cuestión de la resistencia a la opresión'' y a
la suerte que se reserva a los enemigos extraordinarios de esta resisten
cia que es, al propio tiempo, fundación política. Se trata de aquellos
que traicionan el derecho, escogen la fuerza para aniquilar el pacto
social e impedir a los pueblos recuperar sus derechos. Por esto Robespic
rre puede votar la muerte del rey y al día siguiente rechazar la pena de
muerte para los asesinos de Le Peletier. Por esto Le Peletter mismo puede
votar la muerte del rey y depositar un manuscrito en la Imprentii
nacional titulado "De la abolición de la pena de muerte".
No se trata de leer aquí contradicciones insolubles sino de situaciones

\. Sobre este punto, ciKoniianios d razonamiento de John Locke, Deuxieme Trai


te du gouvernemenl civil. \\M\. VX. I'OI IV Gibson, París, 1977. (Traducción al espa
ñol en : John Locke, Segiinilo Initildo del gobierno civil. Alianza editorial, 1991. Nota
del traductor).

176
distintas. Destaquemos que, "si el espíritu de ventoso del año II era cla-
sificar a los sospechosos, la pena propuesta era la detención hasta la paz,
después el destierro, no la muerte"^.
¿Por qué abolir la pena de muerte en el plano del derecho pénala Por-
que es injusta e inútil, responde Robespierre. Injusta porque ninguna
justicia humana está exenta de error y la pena de muerte no deja posi-
bilidad de redención o reparación. Y esta injusticia es inútil puesto que
el deseo de vivir cede ante el orgullo, y la más terrible de las penas no
es la muerte si no el oprobio público. Robespierre afirma así que es posi-
ble desplazar el temor de exponerse a ser condenado, desde el tormento
fisico hasta el tormento moral. A este respecto, Robespierre es una figu-
ra consumada de lafitlosofia de las Luces.
No solamente la pena de muerte es injusta e inútil, sino perjudicial
Ella "embota el sentimiento moral" mientras que el fiín de toda ley es
"formar y conservar las costumbres públicas, fuente de toda libertad y
de toda felicidad". Encontramos aquí una idea clásica retomada del
siglo XVILL: los sentimientos morales fundan la naturaleza de los go-
biernos y las leyes son su reflejo (véase el decreto del 18 de floreal sobre
el Ser supremo). Si las leyes son crueles, si se derrama la sangre huma-
na, "el hombre ya no es un objeto tan sagrado para el hombre; se tiene
una idea menos grande de su dignidad cuando la autoridad pública
pasa por alto su vida. La idea del asesinato inspira menos pavor cuan-
do la misma ley da ejemplo y hace espectáculo con el mismo". La pena
de muerte es una ley para esclavos bárbaros castigados por amos que no
lo son menos. Es preciso aboliría allí donde deben brillar los derechos
del hombre y del ciudadano

El Señor Robespierre. Habiendo llegado a Argos la noticia de que


en la ciudad de Atenas unos ciudadanos habían sido condenados a
muerte, se corrió a los templos para conjurar a los dioses para que
hiciesen desistir a los atenienses de pensamientos tan crueles. Yo
vengo a rogar, no a los dioses, sino a los legisladores que deben ser
sus intérpretes y sus órganos, que borren del Código de los France-

2. Fran9ois Brunel, Thermidor, la chute de Robespierre, Bruxelles, Complexe, 1989,


p. 70.

177
ses estas leyes de sangre que ordenan estos asesinatos jurídicos que
el interés general proscribe, tanto o más que la razón y la humani-
dad. Quiero probaros dos proposiciones principales: la primera,
que la pena de muerte es esencialmente injusta; la segunda, que no
es la más represiva de todas las penas, y que contribuye mucho más
a multiplicar los crímenes que a prevenirlos.
¿Tiene derecho la sociedad a infligir la pena de muerte.' El asun-
to puede zanjarse con una sola palabra: la sociedad no puede tener
otro derecho que el que pertenecía primitivamente a cada hombre,
el de perseguir la reparación de las injurias particulares que le eran
hechas. Si, independientemente incluso del estado social, el ejerci-
cio de este derecho tiene límites puestos por las leyes de la natura-
leza y de la razón que prohiben al hombre exigir una reparación
inmoderada y ejercer una venganza atroz, ¿puede dar muerte a su
enemigo? Sí, pero sólo en un caso: cuando este acto terrible es abso-
lutamente necesario para su propia defensa. Observad la aplicación
de este principio en el estado social; los hombres han dicho: nues-
tras fuerzas individuales son demasiado débiles para proteger núes
tra tranquilidad y nuestros derechos; reunámoslas para formar un;i
fuerza pública contra la cual toda fuerza particular venga a estre-
llarse; reunamos nuestras voluntades para formar una voluntad ge-
neral que, bajo el nombre de ley, consagre, determine los derechos
de cada uno; establezcamos penas contra quien ose violar estos de-
rechos. Es así como las penas legales fueron sustituyendo a los me-
dios naturales, propios de cada hombre para reprimir y castigar las
injurias de las que éste era objeto. Pero si la verdadera medida de la
severidad que se debe desplegar contra un enemigo se mide con la
potencia del que se venga, ¿quién puede dudar que la sociedad no
esté obligada a introducir mucha más suavidad en las penas que el
hombre aislado que persigue una injuria?
Yo he dicho que antes del pacto social el hombre no tenía el dere-
cho de dar muerte a su enemigo más que en el caso en que este acto
funesto fuera absoluiamenie necesario para su defensa, pero este
caso único ¿puede existir para la sociedad con relación a un culpa-
ble? No existe otro punto a dilucidar, para juzgar sobre la pena de
muerte. Fuera de la sniirtlad, si un enemigo viene a atacarme, o,

178
rechazado veinte veces, vuelve nuevamente a arrasar el campo que
yo cultivo, dado que yo no pueda oponer más que mis fuerzas indi-
viduales a las suyas, es preciso que yo perezca o que le mate, y la ley
de la justicia natural me justifica y me aprueba. Pero en la sociedad,
cuando la fiaerza de todos se arma contra uno solo, ¿qué principio
de justicia puede autorizarla para darle la muerte? Y reparad en una
circunstancia que decide la cuestión: cuando la sociedad castiga a
un culpable, está hiera de razón el perjudicarle; la sociedad lo tiene
entre rejas; en consecuencia, lo juzga apaciblemente; puede casti-
garlo, impedirle ser peligroso en el hituro mediante todos los recur-
sos que le da una autoridad sin límites. Llamamos bárbaro a un ven-
cedor que degüella a sus cautivos. (Murmullos). Un hombre adulto
que degüella a un niño perverso al que puede desarmar y castigar,
parece un monstruo. (Murmullos).
El señor abate Maury. Debemos rogar al señor Robespierre que
vaya a recitar su opinión al bosque de Bondy.
El señor Robespierre. Los principios que desarrollo son los de todos
esos hombres célebres, que ciertamente no me hubieran dicho
como el señor Maury: id a despachar estas máximas en el bosque de
Bondy. Así, a pesar de todos los prejuicios, es cierto que, ante la
moral y la justicia, las escenas de horror que la sociedad despliega
con tanto aparato no son otra cosa que asesinatos cometidos por
naciones enteras.
Pero estos prejuicios han reinado durante mucho tiempo entre los
pueblos. Confieso que la autoridad del género humano es terrible:
sin embargo, no es aventurado comprender que esta terrible auto-
ridad consagraría todos los abusos y los crímenes que han produci-
do las desgracias del mundo; y que para consagrarlas verdadera-
mente, es preciso por lo menos meditar con imparcialidad sobre lo
que ha sido, sobre lo que es y sobre lo que debe ser, y no contar sim-
plemente los votos sino exponer la verdad.
¿Creéis acaso que los hombres, por proceder precisamente de la
naturaleza, han proclamado que si algún vicio, alguna pasión lleva
a alguno de nosotros a violar esta ley, sea castigado con la muerte?
No, pero en cada país, los usurpadores felices, porque se han encon-
trado suficientemente potentes para corromper y aterrorizar a sus

179
conciudadanos, han dicho: el que ose conspirar contra nosotros, con-
tra nuestra autoridad será castigado con la muerte. Ellos han calculado,
han creado los crímenes y las penas según sus intereses personales. Bajo
Tiberio el elogio de Bruto era un crimen digno de la muerte. Calígula
condenó a muerte a los que se habían desnudado ante su estatua. Una
vez la tiranía hubo inventado los crímenes de lesa majestad, el fanatis-
mo y la ignorancia inventaron por su parte los crímenes de lesa majes-
tad divina, que no podían ser expiados más que con la muerte.
Afrontemos pues, con más imparcialidad y justicia, una cuestión que,
por primera vez, se somete a la atención de los legisladores de un pue-
blo. Las pocas palabras que he pronunciado son suficientes para probar
que la pena de muerte es esencialmente injusta, que la sociedad no
tiene el derecho de infligirla, pero es preciso entrar en detalle, y no pa-
rarse solamente en esta máxima insuficiente e incluso incontestable, de
que, de hecho, en política sólo es justo lo que es honesto, y que el orden
social no se puede fiíndar en otra cosa que en la justicia. Voy a probar
que esta ley es tan funesta en sus efectos y en sus consecuencias que es
absurda, que es injusta en sus principios.
La pena de muerte es necesaria, dicen los partidarios del uso antiguo.
¿Quien os lo ha dicho? ¿Habéis calculado todos los resortes mediante
los cuales las leyes pueden actuar sobre la sensibilidad humana? Antes
de la pena de muerte, ¿cuántas penas físicas y morales puede soporr;ii
el hombre? ¿Es el hombre un simple animal que sólo puede ser afecta
do por el miedo a la muerte y a los tormentos corporales? No. Sobre
todo es la parte moral de su ser la que es fuente de sus sensaciones agrá
dables o dolorosas. Esa parte ofrece un blanco mayor a la severidad di'
las leyes. Independientemente de los bienes y de los males con los que
le haya rodeado la naturaleza, la sociedad crea para él otra infinidad.
Observad mediante qué infinidad de nuevas afecciones ella lo encade
na al yugo de las leyes, ved cómo la naturaleza asocia su felicidad a su.s
propiedades, a su familia, a sus amigos a su patria, cómo sobre todo la
naturaleza le convierte en necesidad la benevolencia hacia los que lo
rodean. No, la muerte no es siempre el mayor de los males para el
hombre. El suele preferir la muerte a la pérdida de ventajas preciosas
sin las cuales la vida se translorma en insoportable. El querrá perecer
mil veces antes que vivir el desprecio de sus conciudadanos. El deseo

180
de vivir cede ante el orgullo, la más imperiosa de las pasiones huma-
nas. La pena más terrible de todas las penas del hombre social es el
oprobio, es el testimonio abrumador de la execración pública. ¡líh!
Señores, si prestáis atención, veréis que lo más terrible en la muerte
que la ley da a un culpable es el aparato ignominioso que la rodea. El
guerrero que se inmola por la patria en el campo de batalla, el héroe
de la libertad que perece por ella, y el canalla que la ley condena, mue-
ren igualmente. ¿Qué diferencia hay? La ignominia que rodea, que
abruma los últimos momentos de éste, mientras que la muerte no es
otra que cosa que una fuente de gloria para el otro.
Y cuando el legislador puede golpear a los ciudadanos en tantos
puntos sensibles, y de tantas maneras, ¿cómo puede creerse reduci-
do a emplear la pena de muerte? Las penas no están hechas para
atormentar a los culpables, sino para prevenir el crimen por el te-
mor a incurrir en ellas. Pero, señores, este miedo depende de la im-
presión que ella causa. Y la propia impresión depende menos de la
magnitud del daño que del carácter, de los prejuicios, de las cos-
tumbres y las leyes del pueblo donde están en uso. Y todos estos
resortes están en las manos del legislador. También el legislador que
prefiere la pena de muerte a las penas más moderadas que puede
emplear no hace otra cosa que ultrajar la sensibilidad pública en el
pueblo que gobierna. En fin, él debilita los resortes del gobierno
queriéndolo extender con demasiada fuerza.
Para el hombre agitado por una pasión indomable, no es precisa-
mente la muerte el freno más poderoso. Morir o poseer el objeto de su
pasión, ahí reside el razonamiento del hombre apasionado. Ved al
ambicioso que espera ponerse la diadema de los reyes en la frente: la
idea de la muerte que afronta lo asusta menos que la de vivir en la
humillación y en la miseria. El legislador que establece esta pena renun-
cia, pues, a ese principio saludable de que el medio más eficaz para
reprimir los crímenes es adaptar la pena al carácter de las diversas pasio-
nes que los producen, de castigarlas, por así decir, por ellas mismas.
La pena de muerte es necesaria, decís. Si esto es verdadero, ¿por
qué muchos pueblos han podido pasar sin ella, y por qué fatalidad
estos pueblos han sido los más sabios y los más felices? Si la pena de
muerte es la más apropiada para prevenir los grandes crímenes, es

181
preciso que ellos sean menos frecuentes en los pueblos que la han
prodigado. Pero precisamente pasa lo contrario. Ved el Japón, en
ninguna parte la pena de muerte y los suplicios han sido más pro-
digados. ¡Y bien! En ninguna parte son más frecuentes ni más atro-
ces los crímenes. Se diría que el japonés quiere competir en feroci-
dad con las leyes bárbaras que lo ultrajan y que lo irritan.
Ahora, señores, consentid en la observación de que si adoptáis el
falso principio, aunque muy acreditado, de que la verdadera causa
represiva en las penas es el temor de la muerte y del dolor, se sigue
de ello que para prevenir los crímenes de una manera más eficaz,
será preciso llevar este principio lo más lejos posible, e inventar tor-
mentos para después de la muerte.
Por otra parte, señores, aunque hubierais imaginado el orden judicial
más perfecto, aunque hubierais encontrado los jueces más íntegros y
más ilustrados, siempre quedará un lugar para el error y para el prejui-
cio. ¿Por qué condenaros a la impotencia de tender una mano a la ino-
cencia oprimida? Estos estériles arrepentimientos, estas rehabilitacio-
nes ilusorias que otorgáis a una sombra vana, a una ceniza insensible,
no son otra cosa que débiles reparaciones. No son más que tristes tes-
timonios de la bárbara temeridad de las leyes penales. Únicamente
acjuel cuyo ojo eterno ve en el fondo de los corazones, puede pronun-
ciar penas irrevocables. Vosotros, legisladores, no podéis cargaros con
esta tarea terrible sin convertiros en responsables de toda la sangre ino-
cente que caerá bajo la espada de las leyes.
Guardaos de confundir la eficacia de la penas con el exceso de
severidad. La una es absolutamente opuesta a la otra. Todo secun-
da las leyes moderadas y justas. Todo conspira contra las leyes crue-
les. La indignación que excita el crimen se equilibra por la conmi-
seración que inspira el extremo rigor de los castigos. La voz irresis-
tible de la naturaleza se eleva contra la ley, a favor del culpable.
Todos se apresurarían a entregar a un culpable, si la pena fuera
suave, pero sienten a la naturaleza temblar en su interior ante la
simple idea de enviarle a la muerte. Esta primera disposición prue-
ba la necesidad de combinar el conjunto de las leyes. Prueba que
una ley aislada puede ser absurda en sus relaciones con otras leyes.
La fuerza de las leyes depende del amor y del respeto que inspi-

182
ran y este amor, este respeto dependen del sentimiento íntimo de
que ellas son justas y razonables. Abrid la historia de todos los pue-
blos: veréis que la dulzura de las leyes penales está siempre en razón
con la libertad, con la sabiduría, con la dulzura del gobierno. Veis
esta gradación seguida en la historia de los pueblos. Yo he citado
mil ejemplos. Os recuerdo uno, no de la Toscana, sino el de un im-
perio que había estado siempre sometido al despotismo, Rusia.
Así pues, es preciso creer que la felicidad de la sociedad no está
unida a la pena de muerte, ya que una gran sociedad que no tiene
en absoluto las costumbres de un pueblo libre continúa existiendo
aunque la pena de muerte haya sido abolida. Es preciso creer que el
pueblo dulce, sensible, que vive en Francia, cuyas virtudes serán
desarrolladas por el régimen de la libertad, tratará con humanidad
a los culpables, y convenir que la experiencia, la sabiduría os per-
miten consagrar los principios sobre los que se apoya la moción que
hago de que la pena de muerte sea abolida {Aplausos).

El debate prosiguió hasta el 1° d£ junio, pero la asamblea votó mayo-


ritariamente por el mantenimiento de la pena de muerte.
El 21 de enero de 1793, el diputado Basire propuso decretar la pena
de muerte contra cualquiera que hubiera escondido al asesino de Le
Peletier o favorecido su huida. Robespierre intervino es estos términos:

Ataco el fondo mismo de la moción. Es contraria a todos los prin-


cipios. ¿Acaso en el momento en que vais a borrar de vuestro códi-
go penal la pena de muerte, la decretaríais para un caso particular?
Los principios eternos de justicia se oponen a ello. ¿Por qué salirse
de la ley para vengar a un representante del pueblo? No lo haríais
por un simple ciudadano. Y, sin embargo, el asesinato de un ciuda-
dano es igual, ante los ojos de la ley, al asesinato de un funcionario
público. Pido que las leyes existentes sean ejecutadas contra el ase-
sino de nuestro desgraciado colega, y que, sobre las proposiciones
que se han hecho, la asamblea pase al orden del día.

La proposición de Basire fue rechazada.

183
PREPARAR LA REVOLUCIÓN DE
31 DE MAYO-2 DE JUNIO DE 1793

"HA LLEGADO EL MOMENTO DE TRANSIGIR CON LOS DÉSPOTAS O


DE MORIR POR LA LIBERTAD. YO YA HE DECIDIDO"
3 de abril de 1793, en la Sociedad de los Amigos di la Liberta
y de la Igualdad

Desde septiembre de 1792, la Gironda había comprometido a la


Convención en una guerra de expansión europea que llevó a la anexión
de la Renaniay de Bélgica con el decreto de 13 de diciembre de 1792:
maniobra de diversión para intentar tomar el poder en Francia, pero
también política imperialista que divida a los revolucionarios europeos
que aspiraban a la libertad y no a la ocupación extranjera.
En algunas semanas, la resistencia de los pueblos ocupados precipitó la
política girondina en el desastre. Beurnonville, ligado a Dumouriez.
había sido nombrado ministro de la Guerra en febrero de 1793- Du
mouriez, que comandaba el ejército del Norte, negoció con el enemigo en
marzo de 1793 un plan para el aplastamiento militar de la revolución.
Descubierto su plan, la Convención envió comisarios acompañados de
Beurnonville para arrestarlo. Pero fue Dumouriez quien envió a Beur-
nonville a los austríacos el 1° de abril antes de huir el 5.
El 3 de abril Robespierre lanza un llamamiento a la insurrección
general y propone medidas de urgencia: formar, para defenderse de la
contrarrevolución exterior, un "ejército revolucionario" de todos los pa-
triotas, como en Lyon; crear las secciones de comuna y expulsar a los trai
dores, como en Marsella, para recomponer el espacio público democráti
co amenazado. Para ello es necesario abrir debates entre los ciudadanos
para desenmascarar las ttrtimañas de la contrarrevolución interior que se
apresta a acoger, en his mismas secciones, a los ejércitos enemigos. Rob
pierre muestra el ejemplo declarándose personalmente en insurrección.

184
El que me ha antecedido en el uso de la palabra os ha aiuinciado
hechos. Esto supone que la Sociedad no está instruida de los peli-
gros que nos amenazan. Hay que saber que Dumouriez es el gene-
ral de todos los contrarrevolucionarios de Francia, de todos los rea-
listas, de todos los Feuillants. Hay que saber que está de acuerdo
con las potencias extranjeras. Hay que saber que nos quiere hacer
transigir sobre nuestra libertad, y que se ofi^ece como mediador.
Hay que saber que quiere restablecer el despotismo. ¿Quién se to-
mará en serio que Beurnonville ha sido arrestado por Dumouriez?
Beurnonville es el primer cómplice de Dumouriez.
Dumouriez no ha censurado seriamente a Brissot, y el apartado
del informe donde reprocha a Brissot haber provocado la guerra es
una trampa que ha tendido a los comisarios. Dumouriez simula ser
enemigo de Brissot, para hacer creer que no está de acuerdo con la
facción de Brissot. Pero en ese informe hay muchos pasajes hechos
aposta para despistar nuestra atención de los verdaderos cómplices
de Dumouriez.
Se ha propuesto enviar correos. ¿Quién los enviará? La Conven-
ción. Así pues, esos correos serán partidarios de nuestros enemigos.
Se nos propone escribir a las sociedades afiliadas: ¿creéis que esta
medida puede ser ejecutada? Os he dicho que el primer plan de la
contrarrevolución está en el directorio de correos. Mientras correos
esté en manos de nuestros enemigos, es imposible que tengamos
ninguna correspondencia.
Mientras deliberamos, nuestros enemigos se comunican sin cesar.
Hay que ver si la Convención tiene una venda en los ojos, y si las
medidas propuestas para arrestar a Dumouriez no son una trampa
tendida por la trama que busca adormecer al pueblo al borde del
abismo. Todo ello en contra de los patriotas, contra los republica-
nos enérgicos, contra los Jacobinos, contra el pueblo de París. En
cuanto a los realistas, a los Feuillants, Dumouriez viene para aplas-
tar la libertad de concierto con ellos.
Tengo fundadas razones para creer que soy uno de esos contra los
que marcha Dumouriez. ¡Qué me importa que París haya sido ca-
lumniado! París es el bulevar de la libertad. Como diputado de
París, mi deber es advertirle del complot. Todas las autoridades

185
constituidas deben velar por la conservación de París. Es necesario
que las secciones, que la municipalidad, que el departamento se
mantengan en la vigilancia más activa.
Es necesario levantar un ejército revolucionario. Es necesario que
este ejército esté compuesto por todos los patriotas, por todos los
sans-culottes. Es necesario que las barriadas sean la fuerza y el
núcleo de este ejército. No diré que sea necesario afilar nuestros
sables para matar a los clericales, esos son enemigos demasiado des-
preciables, y los fanáticos no pedirían nada mejor para tener un
pretexto para gritar.
Hay que expulsar inflexiblemente de nuestras secciones a todos
aquellos que se han señalado por su moderantismo. Hay que desar-
mar, no a los nobles ni a los clericales, si no a todos los ciudadanos
dudosos, a todos los intrigantes, a todos los que han dado pruebas
de falta de civismo. Se han tomado estas medidas en Marsella.
Dumouriez tiene de llegar a París antes que los batallones de Mai
sella'. Y por eso precipita sus pasos. París amenazado debe defeii
derse. No hay nadie que pueda oponerse a estas medidas sin decía
rarse mal ciudadano.
Ha llegado el momento de transigir con los déspotas o morir por
la libertad. Yo he decidido, que todos los ciudadanos me imiten.
Que todo París se arme, que las secciones y el pueblo velen, que la
Convención se declare pueblo. Declaro que mientras correos este
en manos de los contrarrevolucionarios, en tanto que periódicos
pérfidos, que elogian a Dumouriez, puedan corromper la opinión
pública, no hay ninguna esperanza de salvación. Pero el genio de la
libertad triunfará, el patriotismo y el pueblo deben dominar y
dominar por doquier.

1. Los batallones de Marsella estaban constituidos por voluntarios cuya leva se


estaba efectuando para defender las fronteras del Norte y del Este. Estos batallones
debían pasar por París.

186
HACIA EL MÁXIMUM

"HAGAMOS LEYES BENEFACTORAS QUE TIENDAN A ACEIÍCAR


EL PRECIO D E L O S ALIMENTOS AL DE LA INDUSTRIA DEL POBRE"
6 de abril de 1793

Después del 8 de diciembre de 1792 \ libertad ilimitada de comercio y


ley marcial seguían haciendo sentir sus efectos nefastos: acaparamiento,
por el cual los productores y los negociantes, rechazando suministrar can-
tidades suficientes de granos, creaban "carestías simuladas"y hacían subir
los precios, y el agiotaje, la especulación con la devolución del asignado,
papel-moneda creado con la venta de los bienes nacionales en 1790'.
Entonces el pueblo tuvo de inventar nuevos medios para alimentarse.
Allí donde interceptaba transportes de granos improvisaba graneros po-
pulares donde los compradores encontraban el alimento de primera ne-
cesidad a bajo precio. En otras partes, algunas comunas, como la de
París, decidían tasar el precio del pan y financiar el déficit con un
impuesto sobre los ricos. Robespierre recuerda aquí los puntos principa-
les de lo que se está constituyendo como un programa alternativo al sis-
tema de los economistas: "hay que arrancarles esa arma peligrosa".
Había llegado el tiempo para los legisladores de pasar a los actos: ree-

1. Ver la intervención de Robespierre sobre las subsistencias del 2 de diciembre de


1792, en este mismo volumen.
2. El asignado se devaluaba puesto que las asambleas habían rechazado hasta aquel
momento retirar de la circulación la masa equivalente del valor de los bienes nacio-
nales vendidos; lo que llevaba a hacer funcionar la "máquina de los billetes" y por
tanto a dejar devaluar el valor nominal del asignado. Saint-Just había llamado la
atención sobre este problema el 29 de septiembre de 1792 y propuso soluciones a
la Convención girondina que ésta rechazó.

187
qiúUbrar salarios y precios; acabar con el acaparamiento y el agiotaje,
sanear el asignado.

[...] El segundo medio: es aliviar la miseria pública. Los motines


solo pueden ser temibles cunado los enemigos de la libertad pue-
den hacer hablar de carestía y de miseria a las orejas de un pueblo
hambriento o desesperado. Hay que arrancarles esta arma peligro-
sa y la tranquilidad pública estará más asegurada dado que el pue-
blo francés, que los ciudadanos de París sobre todo han mostrado
hasta aquí una paciencia igual a su coraje. Y que para consolarlo es
suficiente parecer ocuparse seriamente de su felicidad y de sus nece-
sidades. Hagamos leyes benefactoras que tiendan a acercar el precio
de los alimentos al de la industria del pobre. Ordenemos los traba-
jos que contribuyen a la gloria y a la prosperidad del estado. Extir-
pemos sobre todo el agiotaje. Sequemos las grandes fuentes del aca-
paramiento, paremos los bandidajes de las sanguijuelas públicas, y
pongamos orden en nuestras finanzas restableciendo el crédito de
nuestros asignados, y castigando severamente a todos los prevarica-
dores y a todos los bribones públicos. Hay operaciones particulares
que tienden directamente a aliviar la miseria pública, pero en gene-
ral, la bondad de nuestras leyes, el sistema de nuestra conducta
administrativa y revolucionaria deben concurrir a este objetivo.
Realicemos los principios que hemos proclamado, y que están en
nuestros corazones. Lo que hemos dicho muchas veces, hagámoslo.
Y que la nación recoja pronto el fruto del patriotismo que anima a
sus representantes.

El 26 de julio, la Convención votaba la lista de los productos de pri-


mera necesidad: subsistencias y materias primeras necesarias para los
artesanos. EL 27, ella hacia del acaparamiento un crimen capital,
definiéndolo como el hecho de "sustraer a la circulación mercancías y
alimentos de primera necesidad".
POR LA SUBORDINACIÓN DEL EJECUTIVO
AL LEGISLATIVO

"HABÉIS ELIMINADO IA PRISIÓN POR DEUDAS Y ORDENADO I,A


LIBERACIÓN DE TODOS LOS PRISIONEROS DETENIDOS POR DIÍUDAS,
PERO ESTAS LEYES SALUDABLES NO HAN SIDO EJECUIADAS A Ú N "
12 de abril de 1793, en la Convención

El 9 de marzo, la Convención había votado la abolición de la prisión


por deudas y la liberación de todos los prisioneros por deudas, pero esta
decisión aún no había sido ejecutado todavía. El 12 de abril, Robespierre
interviene en la Convención para hacer aplicar inmediatamente esta ley
popular. El desvela la separación entre una decisión del poder legislativo y
su no aplicación por el poder ejeaitivo. Muestra los peligros de un poder
ejecutivo no subordinado al legislativo. Volveremos a encontrarnos con est
problema central y la solución que se le dio con la puesta en marcha del
Gobierno revolucionario, a partir del 10 de octubre de 1793.

Yo no sé por qué fatalidad las medidas dictadas por la humanidad


y la justicia experimentan siempre tan largos retrasos en su ejecu-
ción. Hace un mes que habéis eliminado el uso inhumano de la pri-
sión por deudas y ordenado la liberación de todos los prisioneros
detenidos por deudas, y estas leyes saludables, estas leyes benéficas
no han sido aún ejecutadas. Exijo que por fin, los padres de fami-
lia sean devueltos a sus mujeres y a sus hijos. Exijo que los repre-
sentantes del pueblo y todos los agentes de la República se intere-
sen más vivamente por el infortunio del pobre y que no transcurra
un intervalo tan largo entre la creación de una ley y su ejecución.
Exijo, finalmente, que el ministro de Justicia tenga que rendir cuen-
tas de la ejecución de estos decretos en toda la República, y que
pasado mañana nos presente la lista de aquellos que hayan sido
liberados de las cárceles de la ciudad de París.

189
IMPEDIR LA GUERRA CIVIL

'RECHAZO CON DESPRECIO IA ACUSACIÓN PROPUESTA


CONTRA M A R A T "
13 de abril de 1793, en la Convención

Los Girondinos, en situación desesperada tras la traición de Dumouriez


que descubría la suya, intentaban encender la guerra civilpara facilitar la
entrada de los ejércitos de la potencias coaligadas, impedir las medidas de
salvación pública durante elperiodo de excepción, y dividir la Convención
con la esperanza de neutralizarla. El 12 de abrilprovocaron un decreto de
acusación contra Marat, diputado de París, a quién no habían dejado de
calumniar desde su elección a la Convención. Tomaron como pretexto la
circular del Club de los Jacobinos del 5 de abril, que llamaba a los ciuda-
danos a las armas y a la unión y proponía medidas de urgencia, entre ellas
llamar al orden a los diputados girondinos que habían traicionado la
causa del pueblo. Esta circular estaba firmada, entre otros, por Marat, que
en aquel momento presidía los Jacobinos. Pero esta maniobra se volvió con
tra sus promotores al ofrecer la ocasión a los patriotas de que un númer
cada vez más amplio de ciudadanos tomase conciencia de las intenciones
de los Girondinos y de la gravedad de la situación.
El 13 de abril, un voto nominal razonado permitió a los diputados de
la Montaña justificar a Marat y denunciar las traiciones de sus adversa-
rios: la sesión duró desde las tres horas de la tarde hasta el mediodía del dí
siguiente. Robespierre explica su voto contra la acusación de Marat.

Como la República sólo puede fundamentarse en la virtud y como la


virtud no puede admitir el olvido de los principios primordiales de la
equidad. Como el carácter de icprcsentante del pueblo debe ser respe-
tado por aquellos a quienes el pueblo ha elegido para defender su causa,

190
incluso si ellos no respetasen ni los de los hombres ni los de los ciuda-
danos. Como todos estos principios han sido violados tanto por el (uror
provocado por un decreto de acusación como por el rechazo a cscucíiar
al acusado y a todos aquellos que querían discutir la acusación. C'omo
se ha intentado esta acusación y la discusión ha sido prohibida por
aquellos que habían sido anteriormente acusados por un gran número
de ciudadanos, por Marsella, por París y por el mismo miembro que es
objeto de acusación. Como la indulgencia acordada al tirano de los
franceses por los acusadores más fogosos del miembro inculpado con-
trasta escandalosamente con el encarnizamiento que muestran con uno
de sus colegas. Como ellos no han consentido en la adopción de un
decreto severo contra Dumouriez sino en último extremo solamente,
pero quieren decretarlo en un instante contra quien ha denunciado a
Dumouriez y a sus cómplices. Como muchos de ellos han absuelto a
La Fayette y otros lo han condenado a la vez que lo protegían. Como
han rechazado traer un decreto de proscripción pedido en numerosas
ocasiones contra el ex Señor, el ex conde de Artois, el ex príncipe de
Conde, el ex duque de Orleáns, el ex duque de Chartres, el ex conde
de Valence, el ex marqués de Sillery y contra los otros cómplices de
Dumouriez, mientras que no han hallado ninguna dificultad para pros-
cribir rápidamente a uno de los representantes del pueblo que han pro-
vocado estos decretos necesarios. Como la circular de los Jacobinos que
ha sido el pretexto de este asunto escandaloso, a pesar de la energía de
las expresiones provocadas por el peligro extremo en que se encuentra
la patria, y por las clarísimas traiciones de los agentes militares y civiles
de la República, no contiene más que hechos notorios y hechos com-
partidos por los amigos de la República. Como el destino de los Jacobi-
nos fue siempre ser calumniados por los tiranos, y como no hay gran
diferencia entre La Fayette, Luis XVI y Leopoldo que les declaraban la
guerra hace algunos meses y Dumouriez, Brunswick, Cobourg, Pitt* y

1. Leopoldo, hermano de María Antonieta fue emperador de Austria y del Sacro


Imperio Romano-Germánico desde 1790 a 1792. Brunswick comandaba el ejército
del rey de Prusia y firmó un manifiesto famoso el 25 de julio de 1792, que ¡amenaza-
ba pasar por las armas a los habitantes de París! Cobourg comandaba el ejército del
Sacro Imperio en los Países Bajos. Pitt fue Primer ministro del gobierno británico.

191
sus cómplices a quienes yo mismo he denunciado hace unos días y que
hoy no quieren que yo pueda ni tan siquiera discutir el acta de acu-
sación promovida contra uno de nuestros colegas.
Como la frase de Marat, quien dice que la libertad sólo quedará es-
tablecida cuando los traidores y los conspiradores sean exterminados,
por muy ilegal que pudiera parecer, no ha matado ni siquiera a un so-
lo traidor ni a un solo conspirador y como los hipócritas enemigos del
pueblo han hecho degollar ya a 300.000 patriotas y conspiran para
hacer degollar al resto.
Como no son los anatemas de un escritor contra los acaparadores
sino los emisarios de la aristocracia y de las cortes extranjeras los
que han provocado los tumultos frente a los tenderos para calum-
niar al pueblo de París, que no ha tomado ninguna parte en ellos y
los defensores de la libertad quienes lo han detenido, para propor-
cionar el pretexto a Dumouriez para publicar el manifiesto contra
París y contra la República.
Como aquellos que persiguen las más mínimas desviaciones del
patriotismo se mostraron siempre muy indulgentes con los críme-
nes de la tiranía.
Teniendo en cuenta que no veo en esta deliberación más que par
cialidad, venganza, injusticia y espíritu de partido, que la conti-
nuación del sistema de calumnia mantenido a costa del Tesoro
público por una facción que, desde hace mucho tiempo, dispone di-
nuestras finanzas y del poder del gobierno, que busca identificar
con Marat, al que se reprochan exageraciones, a todos los amigos de
la República que le son extraños y, en fin el olvido de los principios
primordiales de la moral y de la razón.
Como no percibo en todo este asunto más que el espíritu desa
rrollado de los Feuillant, de los moderados y de todos los cobardes
asesinos de la libertad, y una vil intriga urdida para deshonrar al
patriotismo, y los departamentos están infestados desde hace tieni
po por escritos liberticidas de los realistas.
Rechazo con desprecio el decreto de acusación propuesto.

Una mayoría votó ese día por el proceso de Marat. Sin embargo, aun
que en minoría, los montañeses habían conseguido hacer tomar con

192
ciencia a una parte de los diputados y de la opinión pública, sobre la
política girondina. El 23 de abril, Marat pasó por el Tribunal revolu-
cionario. Absuelto, fue llevado triunfalmente por el pueblo de París
hasta la Convención, donde volvió a ocupar su sitio.

193
PROYECTO DE DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS
DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO
24 de abril de 1793, en la Convención

El 24 de abril, Marat, una vez absuelto por el Tribunal revolucio-


nario, vuelve a ocupar su puesto en la Convención. El mismo día,
Robespierre presenta a la Asamblea su Proyecto de Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano^ que ya sido adoptado por los Ja-
cobinos el 21 de abril Si este texto sintetiza las posiciones que él defien-
de desde los primeros días de la Revolución, es también en el momento
en que es pronunciado y en razón de la introducción que lo acompaña,
una crítica de las políticas girondinas que sacralizan la propiedad
material y favorecen la guerra de conquista.
Tras el derrocamiento de la monarquía, el 10 de agosto de 1792, la
Convención fue elegida para sustituir la Constitución monárquica de
1791. El 15 de febrero de 1793, Condorcet presenta un proyecto que
refuerza el poder ejecutivo y el de los propietarios. El 18 de marzo de
1793, la Convención "decreta la pena de muerte contra todo aquel que
proponga una ley agraria o cualquier otra subversiva de las propiedades
territoriales e industriales": a este miedo al reparto de las propiedades, a
la "ley agraria", se refiere Robespierre al principio de su intervención. El
contesta aquí a la Declaración aprobada por la Asamblea dos días antes
(y que será decretada el 29 de mayo de 1793), cuyo artículo 17 tomado
del proyecto de Condorcet estipula: "el derecho de propiedad consiste en

1. Ver también el comentario que Robespierre hace de ellifeí» sé discur»t*I 10


de mayo de 1793. i • ; .>

194
que cada hombre es dueño de disponer de sus bienes, de sus capitales, de
sus rentas y de su industria". Según Robespierre, una definición como
ésa favorece a aquellos que quieren acrecentar indefinidamente sus pro-
piedades en detrimento de la propiedad de los otros, la más preciosa de
las cuales es la propiedad de si. El comerciante de esclavos, el señor, el
rico, el acaparador, el agiotista, el tirano comparten esta concepción de
la propiedad: "no se apoya sobre ningún principio moral". Por el con-
trario, una sociedad justa debe aplicar a la libertad del propietario el
principio que limita el uso de toda libertad: el respeto a la libertad del
otro.
El proyecto girondino favorece a los ricos y, de manera concomitante,
"también se ha olvidado por completo de recordar los deberes de frater-
nidad que unen a todos los hombres de todas las naciones". Las mismas
reglas se aplican a las relaciones entre hombres y a las relaciones entre
pueblos. La lógica que Robespierre denuncia para la propiedad es tam-
bién la de un proyecto que ignora "al soberano de la Tierra que es el
género humano". El estado de guerra entre hombres o entre pueblos, que .
existe cuando la libertad de un hombre o de un pueblo es puesta en pe-
ligro, procede de un mismo espíritu: el de conquista, de prepotencia o
de egoísmo. Un hombre o un pueblo que oprime a otro hombre o a otro
pueblo no es ni un hombre ni un pueblo libre. Un hombre como ese es
un "asesino"y un "bandido". Un pueblo como ese no está constituido co-
mo sociedad política, no es un pueblo sino "un rebaño". Robespierre
recuerda así que la lógica de los principios políticos declarados en 1789
se inscribe en una "cosmopolítica" de la libertad, un respeto de la liber-
tad del otro a escala del género humano. Su Proyecto de declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano, por su coherencia y por las pro-
posiciones que comporta —como el impuesto progresivo, factor de redis-
tribución de las rentas^— servirá de referencia a todas las revoluciones del

1. "El impuesto progresivo difiere del impuesto proporcional en que la relación de


este con la renta, por muy elevada que sea, es siempre la misma, mientras en aquel
la relación crece con lo superfluo. El impuesto progresivo impide las grandes fortu-
nas y arregla las pequeñas", en Philippe Buonarroti, Conspiration pour l'égalité dite
de Babeuf, 1828, reed. París, Editions Sociales, 1957, t. 1, p. 35, que comenta este
texto de Robespierre. _ . ,, , ..,,..

195
siglo XIX. La Revolución de 31 de mayo-2 de junio de 1793, derrocará
a los Girondinos y a su concepción del derecho.

En primer lugar, os voy a proponer algunos artículos necesarios


para completar vuestra teoría de la propiedad. Que esta palabra no
asuste a nadie: aJmas mezquinas, que solo estimáis el oro, no quiero
tocar vuestros tesoros, por muy impuro que sea su origen. Tenéis que
saber que esa ley agraria de la que habéis hablado tanto no es más que
un fantasma creado por bribones para asustar a los imbéciles.
Sin duda no era necesaria una revolución para saber que la extre-
ma desproporción de las fortunas es el origen de muchos males y
muchos crímenes, pero no estamos menos convencidos de que l;i
igualdad de bienes es una quimera. Por mi parte la creo menos
necesaria para la felicidad privada que para la felicidad pública. Se
trata más de hacer honorable la pobreza que de proscribir la opii
lencia. La cabana de Fabricio no debe envidiar nada al palacio tlr
Craso. A mí me gustaría más ser uno de los hijos de Arístides, cr¡:i
do en el Pritaneo a costa de la República, que el presuntuoso heix
dero de Jerjes, nacido en el fango de las cortes para ocupar un trono
adornado por el envilecimiento de los pueblos, y brillante a cosi.i
de la miseria pública.
Propongamos de buena fe los principios del derecho de propie-
dad. Es preciso hacerlo, y más aún cuando los prejuicios y los vicid-,
de los hombres no se han abstenido de envolverlos con la niebl.i
más espesa.
Preguntad a ese comerciante de carne humana qué piensa de l.i
propiedad: os dirá, mostrándoos este largo ataúd que llama bario,
donde ha encajado y encadenado hombres que parecen vivos: "Estas
son mis propiedades. Yo las he comprado a tanto por cabeza". In
terrogad a ese gentilhombre que tiene tierras y vasallos, o que ene
que el universo se ha desmoronado desde que no los tiene, os res
pondera con ideas similares respecto a la propiedad.
Interrogad a los augustos miembros de la dinastía capeta. Os dirán
que la más sagrada de todas las propiedades es, sin duda, el derecho
hereditario, del que- lian gozado desde antiguo, de oprimir, envile-
cer y asfixiar legal y itioiiárciuicamente, a su placer, a los veinticin

196
co millones de personas que habitaban el territorio de Francia.
Para toda esa gente, la propiedad no se apoya en ningún principio
de la moral. Excluye toda noción sobre lo justo y lo injusto. ¿Por que
vuestra Declaración de derechos parece presentar el mismo error? Al
definir la libertad como el primero de los bienes del hombre, el más
sagrado de los derechos que obtiene de la naturaleza, habéis dicho
con razón que ella tiene por límites los derechos del otro. ¿Por qué no
habéis aplicado el mismo principio a la propiedad que es una insti-
tución social? Como si las leyes eternas de la naturaleza fueran menos
inviolables que las convenciones de los hombres. Habéis multipli-
cado los artículos para asegurarle la mayor libertad al ejercicio de la
propiedad, pero no habéis pronunciado una sola palabra para es-
tablecer su carácter legítimo. De manera que vuestra declaración
parece hecha, no para los hombres, sino para los ricos, para los aca-
paradores, para los agiotistas y para los tiranos. Yo os propongo re-
formar estos vicios consagrando las verdades siguientes:
Art. I. La propiedad es el derecho que posee cada ciudadano de
gozar y disponer de la porción de bienes que se le garantiza por ley.
II. El derecho de propiedad está limitado, como todos los demás,
por la obligación de respetar los derechos del prójimo.
III. No puede perjudicar ni la seguridad, ni la libertad, ni la exis-
tencia, ni la propiedad de nuestros semejantes.
IV. Toda posesión, todo tráfico que viole este principio es ilícito e
inmoral.

Habláis también del impuesto para establecer el principio incontes-


table que éste no puede emanar más que de la voluntad del pueblo o
de sus representantes. Pero olvidáis una disposición que el interés de la
humanidad reclama. Olvidáis consagrar el impuesto progresivo. Pues-
to que en materia de contribuciones públicas, ¿acaso existe un princi-
pio que derive más claramente de la propia naturaleza de las cosas y de
la justicia eterna, que el que impone a los ciudadanos la obligación
de contribuir a los gastos públicos, progresivamente según la extensión
de su fortuna, es decir, según las ventajas que perciben de la sociedad?
Yo os propongo consignarlo mediante un artículo concebido en es-
tos términos:

197
"Los ciudadanos cuyas rentas no excedan lo que es necesario para
su subsistencia deben ser dispensados de contribuir a los gastos pú-
blicos, los demás deben soportarlos progresivamente según la ex-
tensión de su fortuna".
El comité también ha olvidado recordar los deberes de fraternidad
que unen a todos los hombres y a todas las naciones y sus derechos a
una mutua asistencia. Parece haber ignorado las bases de la eterna
alianza de los pueblos contra los tiranos. Se diría que vuestra decla-
ración ha sido hecha para un rebaño de criaturas humanas hacinadas
en un rincón del globo y no para la inmensa familia a la cual la natu-
raleza le ha dado la tierra para su dominio y como residencia. Os pro-
pongo rellenar esta gran laguna con los artículos siguientes. Sólo pue-
den granjearos la estima de los pueblos. Es cierto que ellos pueden
tener el inconveniente de concitar el odio sin fin de los reyes. Con-
fieso que este inconveniente no me asusta. No asustará a aquellos que
no quieren reconciliarse con ellos.
Art. I. Los hombres de todos los países son hermanos, y los dife-
rentes pueblos deben ayudarse entre ellos según su poder, al igual
que los ciudadanos de un mismo estado.
n . Aquel que oprime una nación se declara enemigo de todas.
I (I. Aquellos que hacen la guerra a un pueblo para detener los
progresos de la libertad y aniquilar los derechos del hombre, deben
ser perseguidos por todos, no como enemigos ordinarios sino como
asesinos y bandidos rebeldes.
IV. Los reyes, los aristócratas, los tiranos, sean cuales sean, son
esclavos que se han rebelado contra el soberano de la tierra, que es
el género humano, y contra el legislador del universo que es la natu-
raleza.

DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO


PROPUESTA POR MAXIMILIEN ROBESPIERRE, IMPRESA POR ORDEN DI'
LA CONVENCIÓN NACIONAL

Los representantes del pueblo francés reunidos en Convención


nacional, reconociendo que las leyes humanas que no se despren-

198
den de las leyes eternas de la justicia y de la razón no son más c|uc aten-
tados de la ignorancia o del despotismo contra la humanidad. Cüon-
vencidos de que el olvido o el desprecio de los derechos naturales del
hombre son las únicas causas de los crímenes y de las desgracias del
mundo, han resuelto exponer en una declaración solemne estos dere-
chos sagrados, inalienables, a fin de que todos los ciudadanos, pudien-
do comparar permanentemente los actos del gobierno con el objetivo
de toda institución social, no se dejen oprimir jamás y envilecer por la
tiranía; a fin de que el pueblo tenga siempre ante los ojos las bases de
su libertad y de su felicidad, el magistrado la regla de sus deberes, el
legislador el objeto de su misión.
En consecuencia, al Convención nacional proclama delante del
universo y bajo los ojos del legislador inmortal, la siguiente Decla-
ración de derechos del hombre y del ciudadano.

Art. I. El fin de toda asociación política es el mantenimiento de


los derechos naturales e imprescriptibles del hombre y el desarrollo
de todas sus facultades.
II. Los principales derechos del hombre son el de proveer a la
conservación de su existencia y el de la libertad.
III. Estos derechos pertenecen igualmente a todos los hombres,
sea cual sea la diferencia de sus fuerzas físicas y morales.
La igualdad de derechos está establecida por la naturaleza: la
sociedad, lejos de atentar contra ella, la garantiza contra el abuso de
la fuerza que la hace ilusoria.
IV. La libertad es el poder que pertenece al hombre de ejercer,
según su voluntad, todas sus facultades. Ella tiene la justicia por
regla, los derechos del prójimo por límites, la naturaleza por prin-
cipio y la ley por salvaguardia.
V. El derecho de reunirse apaciblemente, el derecho de manifes-
tar las propias opiniones, sea imprimiéndolas, sea de otro modo,
son consecuencias tan necesarias del principio de la libertad del
hombre que la necesidad de enunciarlas supone o la presencia o el
recuerdo reciente del despotismo.
VI. La propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano de gozar
y de disponer de la porción de bienes que se le garantiza por ley.

199
VIL El derecho de propiedad está limitado, como todos los
demás, por la obligación de respetar los derechos del prójimo.
VIIL No puede perjudicar ni la seguridad, ni la libertad, ni la
existencia, ni la propiedad de nuestros semejantes.
IX. Toda posesión, todo tráfico que viole este principio es ilícito
e inmoral.
X. La sociedad está obligada a proveer la subsistencia de todos sus
miembros, sea procurándoles trabajo, sea asegurando los medios di
existencia a aquellos que se encuentran incapacitados para trabajar.
XI. Las ayudas indispensables a quien carece de lo necesario son
una deuda del que posee lo superfluo: corresponde a la ley deter-
minar la forma en que esta deuda debe ser saldada.
XII. Los ciudadanos cuyas rentas no excedan lo que es necesario
para su subsistencia deben ser dispensados de contribuir a los gas-
tos públicos. Los demás deben soportarlos progresivamente según
la extensión de su fortuna.
XIII. La sociedad debe favorecer con todas sus fuerzas el progreso de
la razón pública, y poner la instrucción al alcance de todos los ciuda
danos.
XIV. El pueblo es soberano: el gobierno es su obra y su propiedad,
los funcionarios públicos sólo son sus mandatarios. El pueblo puede,
cuando así lo considere, cambiar su gobierno y revocar a sus manda-
tarios.
XV. La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad del pueblo.
XVI. La ley es igual para todos.
XVII. La ley no puede defender lo que perjudica a la sociedad.
Sólo puede ordenar lo que les es útil.
XVIII. Toda ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre-
es esencialmente injusta y tiránica: no es, de ningún modo, una ley.
XDC. En todo estado libre, la ley debe sobre todo defender la liber-
tad pública e individual contra el abuso de la autoridad de los que
gobiernan.
Toda institución que no suponga que el pueblo es bueno y el fun-
cionario corruptible, está viciada.
XX. Ninguna porción del pueblo puede ejercer el poder del pue-
blo entero, pero la opinión que expresa debe ser respetada como la

200
opinión de un parte del pueblo, que debe concurrir a la formación
de la voluntad general.
Cada sección del soberano reunida debe tener el derecho de ex-
presar su voluntad con entera libertad. Es intrínsecamente inde-
pendiente de todas las autoridades constituidas, y dueña de organi-
zar su orden y sus deliberaciones.
XXI. Todos los ciudadanos poseen el mismo derecho a participar
en todas las funciones públicas, sin otra distinción que la de las vir-
tudes y talentos, sin ningún otro título que la confianza del pueblo.
XXII. Todos los ciudadanos tienen un derecho igual participar en
el nombramiento de los mandatarios del pueblo, y en la elabora-
ción de la ley.
XXIII. Para que estos derechos no sean ilusorios y la igualdad qui-
mérica, la sociedad debe dar un salario a los funcionarios públicos
y hacer que los ciudadanos que viven de su trabajo puedan asistir a
las asambleas públicas donde los convoca la ley sin comprometer su
existencia, ni la de su familia.
XXIV. Todo ciudadano debe obedecer religiosamente a los magis-
trados y a los agentes del gobierno, cuando éstos son los órganos o
los ejecutores de la ley.
XXV. Pero todo acto contra la libertad, contra la seguridad o con-
tra la propiedad de un hombre, ejercida por quien sea, incluso en
nombre de la ley, a excepción de los casos determinados por ella y
en las formas que ella prescribe, es arbitrario y nulo. El propio res-
peto de la ley prohibe someterse a él, y si se le quiere imponer me-
diante la violencia, es lícito rechazarlo mediante la fuerza.
XXVI. El derecho de presentar peticiones a los depositarios de la au-
toridad pública pertenece a todo individuo. Aquellos a quienes están
dirigidas deben legislar sobre los puntos que son su objeto, pero no pue-
den prohibir, ni restringir ni condenar su ejercicio de ningún modo.
XXVII. La resistencia a la opresión es la consecuencia de los
demás derechos del hombre y del ciudadano.
XXVIII. Hay opresión contra el cuerpo social, cuando uno sólo
de sus miembros es oprimido.
Hay opresión contra cada miembro del cuerpo social cuando el
cuerpo social es oprimido.

201
XXIX. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insu-
rrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más
indispensable de los deberes.
XXX. Cuando falta la garantía social a un ciudadano, él vuelve al
derecho natural de defender por sí mismo todos sus derechos.
XXXI. En uno o en otro caso, sujetar con formas legales la resis-
tencia a la opresión es el último refinamiento de la tiranía.
XXXII. Las funciones públicas no pueden ser consideradas como
distinciones ni como recompensas, sino como deberes públicos.
XXXIII. Los delitos de los mandatarios del pueblo deben ser seve-
ra y fácilmente castigados. Nadie tiene el derecho de pretender ser
más inviolable que los demás ciudadanos.
XXXIV. El pueblo tiene el derecho de conocer todas las opera-
ciones de sus mandatarios. Ellos deben rendirle cuentas fíeles de su
gestión, y someterse a su juicio con respeto.
XXXV. Los hombres de todos los países son hermanos, y los dife-
rentes pueblos deben ayudarse entre ellos según su poder, al igual
que los ciudadanos de un mismo estado.
XXXVI. Aquel que oprime una nación se declara enemigo de
todas.
XXXVII. Aquellos que hacen la guerra a un pueblo para detener
los progresos de la libertad y aniquilar los derechos del hombre,
deben ser perseguidos por todos, no como enemigos ordinarios
sino como asesinos y bandidos rebeldes.
XXXVIII. Los reyes, los aristócratas, los tiranos, sean cuales sean,
son esclavos alzados en rebeldía contra el soberano de la tierra, que
es el género humano, y contra el legislador del universo, que es la
naturaleza.

202
SOBRE LA C O N S T I T U C I Ó N

" Q U E EL GOBIERNO N O PUEDA VIOLAR


JAMÁS LOS D E R E C H O S DE LOS CIUDADANOS"
10 de mayo de 1793, en la Convención

I Cómo controlar la tendencia tiránica de los gobiernos y evitar que el


interés particular, que "el interés particular de los hombres de importan-
cia", se transforme en la medida del interés general? Contra las legisla-
ciones que institucionalizan "el arte de despojar y dominar a la mayoría
en provecho de la minoría", Robespierre predica una economía política
popular, una organización de la sociedad que reposa sobre la "virtud del
pueblo", es decir, el "sentimiento de los derechos sagrados del hombre".
Este discurso de Robespierre describe aquello que debe ser un espacio
público constituido por la Declaración votada en 1789 y denuncia el
proyecto girondino de un aparato de estado centralizado y separado de
la sociedad civil que, lejos de defender "la libertad pública e individual
contra el propio gobierno", "supone que el pueblo es insensato y sus
magistrados sabios y virtuosos": es una variación sobre "los rasgos de la
aristocracia".
El desorden, explica Robespierre, no resulta de la insurrección popu-
lar sino de la acción de un gobierno injusto. Por ello "de ningún modo,
la enfermedad del cuerpo político es la anarquía, sino el despotismo y
la aristocracia", la confiscación del poder por los hombres "bien naci-
dos". Pues querer moderar el poder de los magistrados mediante otros
magistrados es una ilusión. El equilibrio ficticio de los poderes que
resulta de ello no es otra cosa que una coalición de intereses contra el
pueblo: "los pueblos no deben buscar en las querellas de sus amos la
ventaja de respirar un poco. Donde hay que poner la garantía de sus
derechos es en su propia fuerza". La práctica política de los ciudadanos

203
como garantía de los derechos, el control estrecho del ejecutivo y la divi-
sión sistemática del poder implican una descentralización generaliza-
da: "huid de la manía antigua de los gobiernos de querer gobernar
demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de
hacer aquello que no molesta al prójimo. Dejad a las comunas el poder
de regular ellas mismas su propios asuntos, y todo aquello que no tenga
que ver con la administración general de la república". Las delegacio-
nes de poder deben ser reducidas a lo estrictamente necesario, deben ser
cortas y controladas. El gobierno no debe tener los medios para mani-
pular a la opinión pública: "corresponde a la opinión pública el deber
de juzgar a los hombres que gobiernan, y no a éstos el de dominarla".
Los mandatarios son responsables ante el soberano y están obligados a
deliberar "ante la mirada de la multitud más numerosa posible". Así se
hacen visibles, se hacen públicos, los actos que comprometen el poder
delegado por cada hombre afín de que sus derechos sean respetados.

El hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad y, sin


embargo, ¡es esclavo y desgraciado en todas partes!' La sociedad
tiene como fin la conservación de sus derechos y la perfección de su
ser, ¡y en todas partes los sociedad lo degrada y lo oprime! Ha lle-
gado el tiempo de recordarle sus verdaderos destinos. Los progresos
de la razón humana han preparado esta gran revolución, y es a
vosotros a quién se os ha impuesto especialmente el deber de acele-
rarla.
Para cumplir esta misión hay que hacer precisamente lo contrario
de lo que ha existido antes de vosotros.
Hasta aquí, el arte de gobernar no ha sido otra cosa que el arte de
despojar y dominar a la mayoría en provecho de la minoría, y la
legislación, el medio de convertir estos atentados en sistema. Los
reyes, los aristócratas han hecho muy bien su trabajo: ahora debéis
hacer el vuestro, es decir, hacer felices y libres a los hombres me-
diante las leyes.

1. Cita textual de im liliro IHCH I (niocido por los legisladores de la Convención:


El Contrato Social ¿i: |<-:in ].u ipus Koiisscau. Ciertamente, un homenaje y una ape-
lación a una autoridad inKinusi.nl.i por parte de Robespierre (nota del traductor).

204
Dar al gobierno la fuerza necesaria para que los ciudadanos res-
peten siempre los derechos de los ciudadanos, y hacer de manera
que el gobierno no pueda nunca violarlos: ahí está, a mi modo de
ver, el doble problema que el legislador debe intentar resolver. El
primero me parece muy fácil. En cuanto al segundo, parecería inso-
luble, si se consultasen los acontecimientos pasados y presentes, sin
remontarse a sus causas.
Recorred la historia, veréis en todas partes a los magistrados opri-
mir a los ciudadanos y al gobierno devorar la soberanía. Los tiranos
hablan de sediciones. El pueblo se queja de la tiranía, cuando el
pueblo osa quejarse. Cosa que sólo pasa cuando el exceso de opre-
sión le devuelve toda su energía y su independencia. ¡Ojalá Dios
quisiera que él pudiera conservarlas siempre! Pero el reino del pue-
blo sólo dura un día, mientras que el de los tiranos abraza la dura-
ción de los siglos.
He oído hablar mucho de anarquía desde la revolución del 14 de
julio de 1789 y sobre todo tras la revolución del 10 de agosto de
1792. Pero yo afirmo que de ningún modo la enfermedad del cuer-
po político es la anarquía, sino el despotismo y la aristocracia. Creo
que digan lo que digan, sólo hemos tenido un comienzo de leyes y
de gobierno tras esa época, a pesar de las perturbaciones que no son
otra cosa que las últimas convulsiones de una monarquía agoni-
zante y la lucha de un gobierno infiel contra la igualdad.
La anarquía ha reinado en Francia desde Clovis hasta el último de
los Capeto. ¿Qué es la anarquía, sino la tiranía que destrona a la
naturaleza y la ley para sentar en el trono a unos hombres?
Los males de la sociedad no provienen jamás del pueblo, sino del
gobierno. ¿Cómo podía ser de otro modo? El interés del pueblo, es
el bien público. El interés del hombre con poder es un interés pri-
vado. Para ser bueno, el pueblo no tiene otra necesidad que la de
preferirse a sí mismo frente a lo que le es extraño. Para ser bueno es
preciso que el magistrado se inmole a sí mismo a favor del pueblo.
Si me dignase responder a los prejuicios absurdos y bárbaros, yo
contestaría que son el poder y la opulencia los que hacen nacer el
orgullo y todos los vicios. El trabajo, la mediocridad y la pobreza
son los guardianes de la virtud. Los deseos del débil no tienen otro

205
objeto que la justicia y la protección de leyes bienhechoras. Él no
aprecia otra cosa que las pasiones de la honestidad. Mientras que las
pasiones del hombre poderoso tienden a elevarse por encima de las
leyes justas, o crear leyes tiránicas. Diría, en fin, que la miseria de
los ciudadanos no es otra cosa que el crimen de los gobiernos. Pero
establezco la base de mi sistema sobre un único razonamiento.
El gobierno está instituido para hacer respetar la voluntad gene-
ral, pero los hombres que gobiernan tienen una voluntad indivi-
dual, y toda voluntad tiende a dominar. Si ellos emplean la fuerza
pública con la que están armados para ese uso, el gobierno se trans-
forma en el azote de la libertad. Concluid, pues, que el primer obje-
to de toda constitución debe ser defender la libertad pública e indi-
vidual contra el propio gobierno.
Los legisladores se han olvidado precisamente de este objetivo. Se
han apoderado del poder del gobierno; ninguno de ellos ha pensa-
do cómo limitarlo a cumplir su misión. Han tomado precauciones
infinitas contra la insurrección del pueblo y han estimulado con
todo su poder la revuelta de sus delegados. Ya he indicado las razo-
nes de esto: la ambición, la fuerza y la perfidia han sido los legisla-
dores del mundo. Ellos han dominado incluso a la razón humana,
depravándola, y la han transformado en cómplice de la miseria del
hombre. El despotismo ha producido la corrupción de las costum-
bres, y la corrupción de las costumbres ha sostenido el despotismo.
En este estado de cosas hay quién venderá su alma lo más caro po-
sible para legitimar la injusticia y divinizar la tiranía. En una situa-
ción así se considera locura a la razón. A la igualdad, anarquía. A la
libertad, desorden. A la naturaleza, una quimera. Al recuerdo de los
derechos de la humanidad, revuelta. Entonces se tienen bastillas y
cadalsos para la virtud y palacios para la depravación y tronos y
carros de triunfo para el crimen. Entonces se tienen reyes, curas,
nobles, burgueses. Canalla y de ningún modo pueblo, ni hombres.
Ved a aquellos de entre los legisladores a quienes el progreso de la
ilustración pública parece haber forzado a rendir algún homenaje a
los principios. Ved si no han empleado su habilidad para eludirlos,
cuando ellos no podían adaptarlos a sus intereses personales. Ved si
ellos han hecho algo diferente que variar las formas del despotismo y

206
los matices de la aristocracia. Han proclamado fastuosamente la sobe-
ranía del pueblo y lo han encadenado. Reconociendo que los magis-
trados son sus mandatarios, ellos los han tratado como sus domina-
dores y como sus ídolos. Todos se han puesto de acuerdo en tratar al
pueblo como insensato e insumiso y a los funcionarios públicos como
esencialmente sabios y virtuosos. Sin buscar ejemplos en naciones
extranjeras, podríamos encontrar algunos muy chocantes en el seno
de nuestra revolución y en la propia conducta de los legisladores que
nos han precedido. ¡Ved con qué cobardía echaban incienso a la mo-
narquía! ¡Con qué imprudencia predicaban la confianza ciega para los
funcionarios públicos corrompidos! ¡Con qué insolencia envilecían al
pueblo y con qué barbarie los asesinaban! Sin embargo, ved de que
lado estaban las virtudes cívicas. Recordad los sacrificios generosos de
los indigentes y la vergonzosa avaricia de los ricos. Recordad la subli-
me entrega de los soldados y las infames traiciones de los generales. El
coraje invencible, la paciencia magnánima del pueblo y el cobarde
egoísmo, la perfidia odiosa de sus mandatarios.
Pero no nos extrañemos demasiado de tantas injusticias. Al salir de
una corrupción tan profunda, ¿cómo podían respetar la humanidad,
venerar la igualdad, creer en la virtud? Nosotros, ¡infelices! ¡Levanta-
mos el templo de la libertad con las manos aún marcadas por las cade-
nas de la servidumbre! ¿Qué era nuestra antigua educación sino una
lección continua de egoísmo y de estúpida vanidad? ¿Que eran nues-
tros usos y nuestras pretendidas leyes, sino el código de la imperti-
nencia y de la bajeza, donde el desprecio de los hombres estaba some-
tido a una especie de tarifa y graduado con arreglo a reglas tan extra-
ñas como numerosas? Despreciar y ser despreciado. Arrastrarse para
dominar. Esclavos y tiranos, cada cual, por turno, unas veces de rodi-
llas ante un amo, otras pisoteando al pueblo. Ese era nuestro destino,
esa era nuestra ambición, en tanto éramos hombres bien nacidos u
hombres bien criados, gentes honestas como hay que ser, hombres de
ley y financieros picapleitos u hombres de espada. ¿Hay que sorpren-
derse si tantos comerciantes estúpidos, si tantos burgueses egoístas
guardan aún hacia los artesanos ese desdén insolente que los nobles
prodigaban a los propios burgueses y a los comerciantes? ¡Oh, el no-
ble orgullo! ¡Oh la bella educación! ¡Sin embargo ahí está el moti-

207
vo de que los grandes destinos del mundo estén paralizados!
¡He aquí el motivo de que la patria esté desgarrada por los trai-
dores! ¡He aquí el motivo de que los satélites feroces de los déspo-
tas de Europa hayan devastado nuestras cosechas, incendiado nues-
tras ciudades, masacrado a nuestras mujeres y niños! La sangre de
trescientos mil Franceses ya ha sido derramada. Quizás se derrame
aún la sangre de otros trescientos mil, con el fin de que el simple
labrador no pueda sentarse en el Senado al lado del rico comerciante
en granos. Con fin de que el artesano no pueda votar en las asam-
bleas del pueblo al lado del ilustre negociante o del presuntuoso abo-
gado, y que el pobre, inteligente y virtuoso, no pueda mantener una
actitud de hombre en presencia del rico, imbécil y corrompido. ¡In-
sensatos! Reclamáis amos para no tener iguales, ¿Creéis que el pue-
blo, que ha conquistado la libertad, que derramaba su sangre por la
patria cuando vosotros dormíais en la molicie o conspirabais en las
tinieblas, se dejará encadenar, hambrear y degollar por vosotros? No.
Si vosotros no respetáis ni la humanidad, ni la justicia, ni el honor,
conservad por lo menos algún cuidado por vuestros tesoros, que no
tienen otro enemigo que el exceso de la miseria pública, que agraváis
con lauta imprudencia. ¿Pero qué motivo puede conmover a esclavos
orgullosos? I,a ley de la verdad, que atruena en los corazones corrom-
pidos, se parece a los sonidos que resuenan en las tumbas y que no
consiguen levantar a los cadáveres.
Por lo tanto, vosotros, los que queréis a la patria, cargad a solas con
la tarea de salvarla. Y el momento en que el interés acuciante de su
defensa parecería exigir toda vuestra atención, es precisamente aquel
en que se quiere levantar precipitadamente el edificio de la constitu-
ción de un gran pueblo, ¡por lo menos hindadla sobre la base eterna
de la verdad! Poned en primer lugar esta máxima incontestable: El
pueblo es bueno y sus delegados son corruptibles. Es dentro de la vir-
tud^ y de la soberanía del pueblo donde hay que buscar el amparo
contra los vicios y el despotismo del gobierno.

2. La virtud política, que no es la pudibundez irrisoria a la que la historiografía


contrarrevolucionaria la ha reducido, fue definida igualmente por Montesquicu
como el "amor a la igualdad": "la virtud, en la república es una cosa muy simple: es

208
De este principio incontestable, extraigamos ahora consecuencias
prácticas, que son otras tantas bases de toda constitución libre.
La corrupción de los gobiernos tiene su origen en el exceso de su
poder y en su independencia en relación al soberano. Remediad este
doble abuso.
Empezad por moderar el poder de los magistrados.
Hasta aquí, los políticos que han parecido querer hacer algún
esfuerzo, menos por defender la libertad que por modificar la tiranía,
no han podido imaginar hasta ahora más que dos medios para alcan-
zar este fin: uno es el equilibrio de poderes y el otro es el tribunato.
En cuanto al equilibrio de poderes, hemos podido ser engañados
por esta ilusión mágica, en un tiempo en que la moda parecía exi-
gir de nosotros el homenaje a nuestros vecinos, en un tiempo en
que el exceso de nuestra propia degradación nos permitía admirar
todas las instituciones extranjeras que nos ofrecían alguna imagen
de la libertad por débil que fuera. Pero a poco que uno reflexione,
se percibe claramente que este equilibrio no puede ser más que una
quimera o una calamidad, que supondría la nulidad absoluta del
gobierno, si no llevase necesariamente a una coalición de poderes
rivales en contra del pueblo, puesto que es fácil ver que éstos pre-
fieren ponerse de acuerdo entre ellos que llamar al soberano a juz-
gar su propia causa. Como prueba tenemos Inglaterra, donde el oro
y el poder del monarca hacen inclinar constantemente la balanza
del mismo lado. Donde el propio partido de la oposición sólo pare-
ce solicitar periódicamente la reforma de la representación nacional
para alejarla, poniéndose de acuerdo en esto con la mayoría que
parece combatir. Especie de gobierno monstruoso. Donde las vir-
tudes públicas no son más que una escandalosa representación, en
que el fantasma de la libertad aniquila la propia libertad, donde la
ley consagra el despotismo, donde los derechos del pueblo son
objeto de un tráfico confesado, donde la corrupción se ha despren-
dido del freno del pudor.

el amor a la república [...] El amor a la república, en una democracia es el amor a


la democracia; el amor a la democracia es el amor a la igualdad". De l'esprit des lois,
libro V, capítulo 2 y 3.

209
¡Eh! ¿Qué nos importan las combinaciones que equilibran la
autoridad de los tiranos? Lo que hay que hacer es extirpar la tira-
nía. No es precisamente en las querellas entre sus amos donde los
pueblos deben buscar el beneficio de respirar unos instantes. Es
en su propia fuerza donde deben cifrar la garantía de sus dere-
chos.
Por esa misma razón tampoco soy partidario de la institución del
tribunado. La historia no me ha enseñado a respetarla. Yo no con-
fío la defensa de una causa tan grande a hombres débiles o corrup-
tibles. La protección de los tribunos supone la esclavitud del pue-
blo. No me gusta nada que el pueblo romano se retire al Monte
Sagrado para pedir protectores ante un senado despótico y unos pa-
tricios insolentes. Prefiero que se quede en Roma y que eche a todos
sus tiranos. Odio tanto como a los propios patricios y desprecio
mucho más a estos tribunos ambiciosos, estos viles mandatarios del
pueblo, que venden a los grandes de Roma sus discursos y su silen-
cio, y que no lo han defendido algunas veces más que para merca-
dear su libertad con sus opresores.
Sólo hay un tribuno del que yo pueda ser devoto: es el propio
pueblo. A cada sección del pueblo de la República francesa precisa-
mente encomiendo yo el poder tribunicio, y es fácil organizarlo de
una manera igualmente alejada tanto de las tempestades de la de-
mocracia absoluta como de la perfecta tranquilidad del despotismo
representativo.
Pero antes de colocar los diques que deben defender la libertad
pública contra los desbordamientos de la potencia de los magistra-
dos, empecemos por reducirla a sus límites justos.
Una primera regla para alcanzar ese objetivo es que la duración de
su poder debe ser corta, aplicando sobre todo el principio a aque-
llos cuya autoridad es más extensa.
2° Que nadie pueda ejercer diversas magistraturas al mismo tiempo.
3° Que el poder esté dividido: es preferible multiplicar los fun-
cionarios públicos que confiar una autoridad temible a algunos...
4° Que la legislación y la ejecución estén separados cuidadosamen-
te.
5° Que las diversas ramas de la ejecución estén lo más separadas

210
que sea posible según la propia naturaleza de sus asuntos, y confia-
das a manos diferentes.
Uno de los mayores vicios de la organización actual es la exten-
sión demasiado grande de cada uno de los departamentos ministe-
riales, donde se amontonan diversas ramas de la administración
muy diferentes entre sí por su naturaleza.
El ministerio del Interior sobre todo, tal como algunos se han obs-
tinado en conservarlo hasta aquí "provisionalmente", es un monstruo
político, que habría devorado "provisionalmente" a la república na-
ciente si la fuerza del espíritu público animada por el movimiento de
la revolución no la hubiese defendido hasta aquí contra los vicios
de la institución y contra los de los individuos.
Por lo demás, no podréis nunca impedir que los depositarios del
poder ejecutivo sean magistrados muy poderosos. Quitadles pues
toda autoridad y toda influencia ajena a sus funciones.
No permitáis que asistan y voten en las asambleas del pueblo
durante su mandato. Aplicad la misma regla a los funcionarios pú-
blicos en general. Alejad de sus manos el tesoro público: confiadlo
a depositarios y a vigilantes que no puedan participar de ninguna
especie de autoridad.
Dejad en los departamentos y en manos del pueblo la porción de
tributos públicos que no sea necesario depositar en la caja general,
y que los gastos sean satisfechos en cada lugar, mientras sea posible.
Os guardaréis mucho de remitir a los que gobiernan sumas ex-
traordinarias, bajo cualquier pretexto que sea, sobre todo bajo el
pretexto de formar la opinión.
Todas las manipulaciones de la opinión pública no acarrean otra
cosa que venenos. Recientemente hemos sufrido al respecto una
cruel experiencia, y la primera prueba de este extraño sistema no
debe inspirarnos demasiada confianza en sus inventores'. No per-
dáis jamás de vista que es la opinión pública quien debe juzgar a los

3. Roland, ministro brisotino del Interior de marzo a junio de 1792, también tras
la revolución del 10 de agosto de 1792, había creado la Oficina de la formación del
espíritu, financiada con los fondos secretos del ministerio y cuyo objeto era propa-
gar el espíritu de su partido, l'inanció diferentes diarios entre ellos La Sentinelle de

211
hombres que gobiernan y no éstos quienes deben enseñorear y crear
la opinión pública.
Pero hay un medio general y no menos saludable de disminuir la
potencia de los gobiernos en provecho de la libertad y de la felici-
dad de los pueblos.
Consiste en la aplicación de la máxima anunciada en la Declara-
ción de derechos que os he propuesto: "La ley no puede defender
lo que perjudica a la sociedad. Sólo puede ordenar lo que le es útil".
Huid de la manía antigua de los gobiernos de querer gobernar
demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho
de hacer lo que no perjudica a su prójimo. Dejad a las comunas el
poder de regular ellas mismas sus propios asuntos, en todo aquello
que no se refiere a la administración general de la república. En una
palabra, devolved a la libertad individual todo aquello que no per-
tenece naturalmente a la autoridad pública, y habréis dejado mucha
menos presa a la ambición y a lo arbitrario.
Respetad sobre todo la libertad del soberano en las asambleas pri-
marias. Por ejemplo, suprimiendo este código descomunal que difi-
culta y aniquila el derecho de voto con el pretexto de regularlo; le
quitareis armas infinitamente peligrosas a la intriga y al despotismo
de los directorios o de las legislaturas. También simplificando el
C]()digo civil, abatiendo la feudalidad, los diezmos y todo el edifi-
cio gótico del derecho canónico, se reduce singularmente el domi-
nio del despotismo judicial. Para acabar, por muy útiles que sean
estas precauciones, aún no habréis hecho nada si no prevenís la se-
gunda especie de abuso que he indicado, que es la independencia
del gobierno.
La constitución debe dedicarse sobre todo a someter a los funcio
narios públicos a una responsabilidad severa, sometiéndolos a una
dependencia real no de los individuos sino del soberano.

Louvet (ver la respuesta que Robespierre hizo a Louvet el 5 de noviembre de 1792).


Bajo la Convención girondina, el servicio de correos, controlado por este ministro,
impedía la difusión de la correspondencia y de la prensa de los clubs considerados
indeseables. (Ver la intervención de Robespierre sobre esta cuestión el 3 de abril de
1793).

212
Aquel que es independiente de los hombres se vuelve indepen-
diente de sus deberes: la impunidad es la madre y la salvaguardia
del crimen, y el pueblo acaba siendo siempre dominado cuando de-
ja de ser temido.
Hay dos especies de responsabilidades: una se puede llamar moral
y la otra, física.
La primera consiste principalmente en la publicidad. Pero, ¿es
suficiente que la constitución asegure la publicidad de las operacio-
nes y de las deliberaciones del gobierno.' No. Además hay que darle
la mayor extensión posible.
La nación entera tiene el derecho de conocer la conducta de sus
mandatarios. Sería necesario, si fuera posible, que la asamblea de
delegados del pueblo deliberase en presencia del pueblo entero. Un
edificio vasto y majestuoso, abierto a 12.000 espectadores, debería
ser el lugar de sesiones del cuerpo legislativo. Ante la mirada de un
número tan grande de testimonios, ni la corrupción, ni la intriga,
ni la perfidia osarían mostrarse. Sólo se consultaría a la voluntad
general; sólo se atendería la voz de la razón y del interés general.
Pero la admisión de algunos centenares de espectadores, encajados
en un local estrecho e incómodo, ¿ofrece una publicidad propor-
cional a la inmensidad de la nación, sobre todo cuando una muche-
dumbre de agentes mercenarios asusta al cuerpo legislativo, para in-
terceptar o para alterar la verdad a través de relatos infieles que se
expanden por toda República? ¿Qué pasaría, pues, si los propios
mandatarios despreciaran esta pequeña porción del público que les
ve; si quisieran considerar como dos especies de hombres diferentes a
los habitantes del lugar donde residen y a aquellos que están alejados
de ellos; si denunciasen perpetuamente a aquellos que son los testi-
monios de sus acciones, ante aquellos que leen sus panfletos, para
hacer de la publicidad algo no solamente inútil sino incluso funesta
para la libertad.''
Los hombres superficiales no adivinarán jamás cual ha sido la in-
fluencia sobre la revolución del local que ha albergado el cuerpo le-
gislativo, y los bribones no estarán de acuerdo con ello. Pero los
amigos ilustrados del bien público no han visto sin indignación que
después de haber convocado las miradas públicas para resistir a la

213
Corte, la primera legislativa los apartó todo lo que pudo cuando se
quiso coaligar con la Corte contra el pueblo. Después de haberse
ocultado de alguna manera en el arzobispado, donde trajo la ley
marcial, se encerró en el Manége'*, ¡donde se rodeó de bayonetas pa-
ra ordenar la masacre de los mejores ciudadanos en el Campo de
Marte, salvar al perjuro Luis y minar los fundamentos de la liber-
tad! Sus sucesores se han guardado bien de salir de ahí. Los reyes y
los magistrados de la antigua policía hacían construir en pocos días
una magnífica sala de ópera, y, para vergüenza de la razón humana,
¡han transcurrido cuatro años antes de que se haya preparado una
nueva sede para la representación nacional! ¿Qué digo? ¿Acaso ésta
a donde nos hemos trasladado es más favorable a la publicidad y
más digna de la nación? No, todos los observadores se han dado
cuenta de que ella ha sido dispuesta con mucha inteligencia por el
mismo espíritu de intriga bajo los auspicios de un ministro perver-
so, para proteger a los mandatarios corrompidos contra las miradas
del pueblo. Se han hecho prodigios en este género. Por fin se ha
dado con el secreto, buscado desde hace tanto tiempo, para excluir
al público, admitiéndolo. De hacer que se pueda asistir a las sesio-
nes, pero que no pueda oír, sino es en el espacio reservado a las
"gentes de bien" y a los periodistas. En fin, que esté presente y ausen-
te al mismo tiempo. La posteridad se asombrará de la despreocu-
pación con la que una gran nación ha soportado estas cobardes y
groseras maniobras que comprometen a la vez su dignidad, su liber-
tad y su salvación.
Por mi parte, pienso que la constitución no debe limitarse a orde-
nar que las sesiones del cuerpo legislativo y de las autoridades cons-

4. A continuación de las jornadas del 4 y 5 de octubre de 1789 que devolvieron


al rey a París, la asamblea constituyente se instaló el 21 de octubre en el arzobispa-
do de París, donde votó, el mismo día, la ley marcial (ver la intervención de Robes-
pierre contra esa ley de sangre el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen).
La asamblea ocupó a continuación la sala del Manége y Robespierre recuerda como
la manifestación pacífica a favor de la caída del rey, arrestado tras la huida de Varen-
nes, fue reprimida por la ley marcial. El 10 de mayo de 1793, la Convención se tras-
ladaba a las Tullerías, en un loca! muy estrecho para acoger al público, cuya aciisti-
ca era lamentable.

214
tituidas sean públicas. Sino que además no debe desdeñar ocupar-
se de los medios para asegurarle la mayor publicidad. Que debe
prohibir a los mandatarios poder influir, de ninguna manera, en la
composición del auditorio, y limitar en ningún modo la extensión
del espacio que debe albergar al pueblo. Debe proveer para que esta
legislatura resida en el seno de una inmensa población y delibere
bajo la mirada de la mayor multitud de ciudadanos posible.
El principio de responsabilidad moral exige además que los agentes
del gobierno rindan, en épocas determinadas y con bastante con-
tinuidad, cuentas exactas y circunstanciadas de su gestión. Que las
cuentas sean hechas públicas por la vía de la impresión y sometidas a
la censura de todos los ciudadanos. Que sean enviadas, en conse-
cuencia, a todos los departamentos, a todas las administraciones y a
todas las comunas.
Para apoyar la responsabilidad moral, es preciso desplegar la res-
ponsabilidad física que es el último análisis, la guardiana más segu-
ra de la libertad: consiste en el castigo de los funcionarios públicos
prevaricadores.
Un pueblo cuyos mandatarios no deben dar cuenta de su gestión a
nadie no tiene constitución. Un pueblo cuyos mandatarios sólo rin-
den cuentas a otros mandatarios inviolables, no tiene constitución, ya
que depende de éstos traicionarlo impunemente y dejar que lo trai-
cionen los otros. Si éste es el sentido que se le confiere al gobierno
representativo, confieso que adopto todos los anatemas pronunciados
contra él por Jean-Jacques Rousseau. Por otra parte, esta es una pala-
bra que debe ser explicada, al igual que otras. O mejor, se trata menos
de definir el gobierno francés que de constituirlo.
En todo estado libre, los crímenes públicos de los magistrados
deben ser castigados tan severa y fácilmente como los crímenes pri-
vados de los ciudadanos. Y el poder de reprimir los atentados del
gobierno debe retornar al soberano.
Sé que el pueblo no puede siempre ser juez activo. Tampoco es
esto lo que yo quiero. Pero veo aún menos que sus delegados sean
déspotas por encima de las leyes. Se puede conseguir el objetivo que
propongo con medidas simples, cuya teoría voy a desarrollar.
1° Quiero que todos los funcionarios públicos nombrados por el

215
pueblo puedan ser revocados por él, según las formas que serán
establecidas, sin otro motivo que el derecho imprescriptible que le
pertenece de revocar a sus mandatarios.
2° Es natural que el cuerpo encargado de hacer las leyes controle
a aquellos a quienes se encarga para hacerlas ejecutar. Los miembros
de la agencia ejecutiva deberán pues rendir cuentas de su gestión al
cuerpo legislativo. En caso de prevaricación, éste no podrá castigar-
los, porque es necesario no dejarle este medio para apoderarse del
poder ejecutivo, pero los acusará ante un tribuna! popular, cuya
única función será conocer las prevaricaciones de los funcionarios
públicos. Los miembros del cuerpo legislativo no podrán ser perse-
guidos por este tribunal en razón de las opiniones que hayan mani-
festado en las asambleas, sino por los hechos positivos de corrup-
ción o de traición de que fuesen acusados. Los delitos comunes que
pudieran cometer son competencia de los tribunales ordinarios.
Al final de sus funciones, los miembros de la legislatura y los agen
tes de la ejecución, o ministros, podrán ser sometidos al juicio solem-
ne de sus representados. El pueblo sólo dirá si ellos han conservado o
perdido su confianza. El juicio que declare que han perdido la con
fianza comportará la incapacidad de volver a ejercer cualquier función
pública. El pueblo no pronunciará ninguna pena más fiierte, y si los
mandatarios son culpables de algunos crímenes particulares y forma
les, él podrá remitirlos al tribunal establecido para castigarlos.
Estas disposiciones se aplicarán también a los miembros del tri-
bunal popular.
Por muy necesario que sea contener a los magistrados, no lo es
menos el escogerlos bien: la libertad debe fundarse en esta doble base.
No perdáis de vista que, en el gobierno representativo, no hay leyí's
constitutivas más importantes que las que garantizan la pureza de las
elecciones.
Aquí yo veo expandirse errores peligrosos. Aquí percibo que se
abandonan los primeros principios básicos del buen sentido y de l.i
libertad para seguir vanas abstracciones metafísicas. Por ejemplo, se
quiere que, en todos los puntos de la República, los ciudadanos vo
ten por la nominación de cada mandatario, de forma que el hom-
bre de mérito y virtud, que no es conocido más que en la zona donde

216
habita, no pueda jamás ser llamado a representar a sus compatriotas.
Y que los charlatanes famosos, que no siempre son los mejores ciuda-
danos, ni los hombres más ilustrados, o los intrigantes, sostenidos por
un partido poderoso que dominase en toda la República, sean a per-
petuidad y exclusivamente los representantes necesarios del pueblo
francés.
Pero, al mismo tiempo, se encadena al soberano con reglamentos
tiránicos. En todas partes se desinteresa al pueblo de las asambleas. Se
aleja a los sans-culottes con formalidades infinitas. ¿Qué digo? Se les
echa por el hambre, puesto que no se piensa en indemnizar el tiem-
po que sustraen a sus familias para consagrarlo a los asuntos públicos.
Ahí están, sin embargo, los principios conservadores de la liber-
tad que la constitución debe mantener. Todo el resto no es más que
charlatanería, intriga y despotismo.
Haced de manera que el pueblo pueda asistir a las asambleas públi-
cas, ya que él es el único apoyo de la libertad y de la justicia. Los aris-
tócratas, los intrigantes son las plagas de la libertad.
¡Que importa que la ley rinda un homenaje hipócrita a la igualdad
de derechos si la más imperiosa de todas las leyes, la necesidad, fuer-
za a la parte más sana y numerosa del pueblo a renunciar a ella! Que
la patria indemnice al hombre que vive de su trabajo, cuando asiste a
asambleas públicas Que dé un salario, por la misma razón, de forma
proporcionada a todos los funcionarios públicos. Que las reglas de las
elecciones, que las formas de las deliberaciones sean tan simples y
resumidas como sea posible. Que los días de las asambleas sean fija-
dos en las épocas más cómodas para la parte laboriosa de la nación.
Que se delibere en voz alta: la publicidad es el apoyo de la virtud,
la salvaguardia de la verdad, el terror del crimen, el azote de la intri-
ga. Dejad las tinieblas y el voto secreto a los criminales y a los escla-
vos: los hombres libres quieren tener al pueblo como testigo de sus
pensamientos. Este método forma a los ciudadanos y las virtudes
republicanas. Conviene a un pueblo que acaba de conquistar su
libertad y que combate por defenderla. Cuando deja de convenirle,
ya no hay República.
Sobre todo, que el pueblo, repito, sea perfectamente libre en sus
asambleas. La constitución sólo puede establecer las reglas genera-

217
les necesarias para apartar la intriga y mantener la propia libertad.
Cualquier otra traba es un atentado contra su soberanía.
Sobre todo que ninguna autoridad constituida se mezcle jamás ni
en su orden ni en sus deliberaciones.
Con ello, habréis resuelto el problema, aún indeciso, de la eco-
nomía política popular: colocar en la virtud del pueblo y en la auto-
ridad del soberano el contrapeso necesario de las pasiones del
magistrado y de la tendencia del gobierno a la tiranía.
Por otra parte, no olvidéis que la solidez de la propia constitución
se apoya sobre todas las instituciones, sobre todas las leyes particu-
lares de un pueblo. Sea cual sea el nombre que se le den, todas
deben concurrir con ella al mismo fin. Ella se apoya sobre la bon-
dad de las costumbres, sobre el conocimiento y sobre el sentimien-
to de los derechos sagrados del hombre.
La Declaración de los derechos es la constitución de todos los
pueblos. Las demás leyes son mudables por su naturaleza y están
subordinadas a ella. Que esté constantemente presente en los espí
ritus. Que brille a la cabeza de nuestro código público. Que el pri
mer artículo sea la garantía formal de todos los derechos del hom
bre. Que el segundo diga que toda ley que los lastima es tiránica y
nula. Que sea mostrada con pompa en vuestras ceremonias públi
cas. Que impresione las miradas del pueblo en todas sus asambleas,
en todos los lugares donde residen sus mandatarios. Que esté escí i
ta sobre los muros de nuestras casas. Que sea la primera lección que
los padres den a sus hijos.
Se me preguntará como puedo asegurar la obediencia a las leyes y
al gobierno con precauciones tan severas contra los magistrados.
Puedo responder que la aseguro mucho más precisamente con estas
mismas precauciones. Yo devuelvo a las leyes y al gobierno toda l.i
fuerza que arrebato a los vicios de los hombres que gobiernan y (¡lu-
hacen las leyes.
El respeto que inspira el magistrado depende mucho más del res
peto que tiene hacia las leyes que del poder que usurpa. Y el podci
de las leyes está menos en la fuerza militar que las rodea que en MI
concordancia con los principios de justicia y con la voluntad general.
Cuando la ley tiene por principio el interés público, tiene al puc

218
blo mismo por apoyo, y su fuerza es la fuerza de todos los ciudada-
nos de los que ella es obra y propiedad. La voluntad general y la
fuerza pública tienen un origen común. La fuerza pública es al
cuerpo político lo que el brazo es para el cuerpo humano que eje-
cuta espontáneamente lo que manda la voluntad, y rechaza todos
los objetos que pueden amenazar el corazón o la cabeza.
Cuando la fuerza pública secunda la voluntad general, el estado
es libre y apacible. Cuando hace lo contrario, el estado está domi-
nado y agitado.
La fuerza pública está en contradicción con la voluntad general en
dos casos: o cuando la ley no es la voluntad general, o cuando el
magistrado la emplea para violar la ley. Tal es la horrible anarquía
que los tiranos han establecido desde siempre, bajo el nombre de
tranquilidad, de orden público, de legislación y de gobierno. Todo
su arte es aislar y reprimir a cada ciudadano por la fuerza, para
someterlos todos a sus odiosos caprichos, que decoran con el nom-
bre de leyes.
Legisladores, haced leyes justas. Magistrados, hacedlas ejecutar
religiosamente. Que esta sea toda vuestra política, y daréis un
espectáculo desconocido al mundo: el de un gran pueblo libre y vir-
tuoso.

219
s; a ; SOBRE EL DEBER DE INSURRECCIÓN >.::-

" D I G O QUE SI N O SE LEVANTA EL PUEBLO ENTERO,


LA L I B E R T A D E S T Á PERDIDA"
29 de mayo de 1793, en la Sociedad de Amigos de la Libertad y de la Igualdad

La Gironda consiguió encender la guerra civil: en abril y después en


mayo, las secciones de Marsella y de Lyon son sitiadas por las fuerzas con-
trarrevolucionarias. El 27 de mayo, la Comisión de los Doce, formada
por diputados girondinos, intenta un golpe de fuerza convocando secreta-
mente a trescientos guardias nacionales cerca de la Convención. Pero
Maraty la Montaña hacenfracasarel complot y desenmascaran pública-
mente a sus autores.
La Montaña quería, por el contrario, proteger la Asamblea y hacer
juzgar a los diputados cuyas traiciones se manifestaban ahora a la vista
de todos, para detener la guerra civil por medios que preservasen la
soberanía popular y la democracia.
Podemos ver aquí a un Robespierre, agotado por los preparativos de
la insurrección, hacer una última llamada al pueblo, a la Comuna
de París y a los diputados, en la antevíspera del desenlace. El se había
declarado personalmente en insurrección desde el 3 de abril, lo que se
tradujo en una actividad incesante para informarse, analizar, com-
prender y proponer las medidas a tomar en las secciones, en la Comu-
na, en el Departamento de París, en los Jacobinos y unificar todas las
fuerzas favorables a la libertad. Pero él continúa también escribiendo
en sus Lettres á ses Comettants\ presentando su proyecto de Declara-

1. Cartas a sus Comitentes, periódico de Robespierre, destinado a la ciudadanía


que lo había elegido como diputado por Paris. Con este periódico, Robespierre
cumplía sus criterios de rendir cuentas a la ciudadanía y de publicidad de la activi-

220
ción de derechos del Hombre y del ciudadano relacionado con el de
constitución confiado a Saint-Just^, y preparando la lucha que se desa-
rrollará en la Convención.

La facción que domina en el seno de la Convención, íntimamente


ligada a los generales conspiradores, continuará dominando. El plan
de degollar a los patriotas no será abandonado.
Todos los medios de corrupción y toda la influencia que propor-
cionan las riquezas de la República están en manos de esta facción.
Pensad lo que queráis, castigadme si queréis, pero ésta es mi opi-
nión. Si no la manifestase, traicionaría mi conciencia. Digo que un
nuevo despotismo regio se levantará sobre los cadáveres de los pa-
triotas. Digo que las noticias, tan pronto favorables como malas,
según las circunstancias, no son más que ilusiones para llevarnos al
precipicio. Se ha engañado al pueblo en todas las crisis donde debía
levantarse para reconquistar su libertad y aplastar las conspiracio-
nes. El pueblo, ha sido engañado hasta aquí. Aún está engañado y
la continuación de este error será la muerte de todos los patriotas.
Ellos desafían a la muerte, pero no desafían la infamia y la servi-
dumbre de su país.
Digo que si no se levanta el pueblo entero, la libertad está perdida,
que no hay un empírico' más detestable que aquel que le pueda decir
al pueblo que aún le queda otro médico que no sea él mismo.
Yo digo que en poco tiempo veréis París sitiado por todas las

dad política. La palabra comettant, que aquí traducimos por comitente, tenía el sig-
nificado comercial. "Aquel que encarga a otro un negocio", según el diccionario de
la Academia Francesa de 1762 (sexta edición). Con la Revolución francesa sufrirá
una rápida evolución pasando a tener también un contenido político vinculado a
los problemas de la representación del soberano (el pueblo). La séptima edición del
mencionado Diccionario de la Academia Francesa (1832-18345) ya registra este uso
político: "Aquel que encarga a otro el cuidado de sus intereses políticos o privados".
(Nota del Traductor).
2. Véase Saint-Jtist, Par itiiii revolución democrática popular. El Viejo Topo (en
prensa), Barcelona 2005 (nota del Traductor).
3. Que pertenece al empíreo, la estera celeste más elevada, o sea la más lejana a la
realidad.

221
potencias extranjeras a las que se habrán entregado vuestras plazas
fuertes.
Sólo queda un deber por cumplir a los mandatarios del pueblo,
que es decir, al pueblo toda la verdad, y marchar a su cabeza para
mostrarle la vía de salvación.
Yo digo que si la Comuna de París en particular, a quién está con-
fiada especialmente la tarea de defender los intereses de esta gran
ciudad, no sigue este principio, que si ella no denuncia ante todo el
universo la persecución dirigida contra la libertad por los más viles
conspiradores; digo que si la Comuna de París no forma con el pue-
blo una estrecha alianza, viola el primero de sus deberes y desmiente
la reputación de popularidad de la que ha sido investida hasta hoy.
Digo que en la crisis en que nos encontramos, la municipalidad debe-
resistir a la opresión, y reclamar los derechos de la justicia contra l;i
persecución de los patriotas. Cuando es evidente que la patria esi;í
amenazada por ei peligro más poderoso, el deber de los represen
tantes del pueblo es morir por la libertad o hacerla triunfar. Soy in
capaz de prescribir al pueblo los medios para salvarse; esto no me es
dado a mí, agotado como estoy por cuatro años de revolución, y
por el espectáculo agobiante del triunfo de todo lo que hay de más
vil y corrompido. No soy yo quien tiene que indicar estas medidas.
No soy yo que estoy consumido por una fiebre lenta, aún más, poi
una fiebre de patriotismo. He dicho y no me queda ningún otro
deber que cumplir.

Desde el viernes 31 de mayo hasta el domingo 2 de junio de 179.y.


80.000 ciudadanos, el ejército revolucionario levantado por fin, unido
a los guardias nacionales de las secciones comandadas por Henrioi,
rodearon la Convención y obtuvieron la denuncia de treinta y díi\
diputados girondinos, la mitad de los cuales ya habían emprendido la
fuga y atizaban la guerra civil en los departamentos.

222
III

IMPEDIR A UN PUEBLO RECUPERAR SUS DERECHOS


Y DARSE UNA CONSTITUCIÓN DE SU ELECCIÓN ES
UN CRIMEN DE LESA HUMANIDAD
SOBRE EL MÁXIMUM

31 de julio de 1793, en la Convención

En abril de 1793, peticiones y delegaciones populares impulsan a la


Convención a ocuparse de las subsistencias. El debate comienza el 25y
se acaba el 4 de mayo con el voto sobre el Máximum: los directorios de
los departamentos son encargados de hacer un censo del grano disponi-
ble, de requisar lo necesario y de elaborar los cuadros de precios desde
enero de 1793 para establecer un precio máximo de los granos. Esta ley
cuestiona la política de libertad ilimitada, pero presenta el inconve-
niente de fijar un precio por departamento, lo que provoca nuevos pro-
blemas de ruptura de aprovisionamientos interdepartamentales, en
tanto que las diferencias de precios favorecen la especulación. La Con-
vención reabre el debate el 31 de julio y sigue a Robespierre, que inter-
viene para que la ley no sea anidada sino mejorada. El Comité de Sal-
vación Pública, del cual acababa de ser elegido miembro el 27 de julio,
es encargado de hacer propuestas

Los inconvenientes de la ley del Máximum se hacen sentir en mu-


chos sitios, y los malhechores que abusan de las mejores leyes han
aprovechado ésta para tramar sus complots. Sin embargo, no es sufi-
ciente informar ligeramente una ley, es necesario reemplazarla por
disposiciones más sabias. Pido que se retrase la proposición que os
han hecho, porque el Comité de Salvación Pública medita en este
momento un proyecto que, sin duda, hará fi'acasar los complots de
los conspiradores, y asegurará la abundancia y la prosperidad pública.

225
C O N T R A LA PROPOSICIÓN DE ERIGIR EL C O M I T É DE
SALVACIÓN PÚBLICA EN GOBIERNO PROVISIONAL

i" de agís» de 1793, en la Convertcién

La Revolución del 10 de agosto había derrocado la monarquía: el rey


era jefe del ejecutivo, era preciso reemplazarlo en esta función. En un
primer tiempo, este rol fue confiado al Consejo Ejecutivo provisional,
formado por los ministros, que se reunía cada día para promulgar las
leyes y mantener correspondencia con las administraciones descentrali-
zadas y electas (departamentos, distritos, cantones y comunas). Pero este
Consejo se mostró demasiado autónomo en relación al poder legislati-
vo. Este problema fue resuelto pragmáticamente —después de un ensa-
yo infructuoso de Comité de defensa general— en el momento de la
debacle de marzo y de la traición de Dumouriez, con la creación, el 6
de abril, de un Comité de salvación pública: formado por diputados
elegidos por la Convención, su función específica era hacer de puente
entre el ejecutivo (Consejo ejecutivo) y el legislativo (Convención); vigi-
lar al ejecutivo y tomar medidas de defensa general decididas de forma
colegial con la mayoría de dos tercios de sus miembros, y rendir cuen-
tas a la Convención".

1. Para nosotros, que estamos "habituados" a un ejecutivo fuerte, ampliamente


autónomo e invasor de las competencias del legislativo, esta función de relación
entre los dos poderes se nos escapa muchas veces. Es así como tras un siglo de glo-
sas abundantes se ha querido ver en este Comité de salvación pública una institu-
ción de carácter dictatorial. Pero los historiadores que se han molestado en leer los
archivos no han descubierto nada que justifique esta opinión. También se ha con-
fundido la función de este Comité con la de un ministerio responsable. No era ni
un ministerio —puesto que existía el Consejo Ejecutivo— ni un gobierno (ejecuti-

226
El Comité fue renovado entre julio y septiembre. Durante un debate
sobre el poder ejecutivo, Danton propuso transformar el Comité de sal-
vación pública en gobierno provisional, en lugar del Consejo líjeciiti-
vo. Robespierre se opuso a ello y fue seguido por la Convención, que
mantuvo el Comité de Salvación Pública en las funciones definidas con
anterioridad.

Si cambiando el estado del gobierno actual se pudiese sustituir


por un estado cierto y estable, yo apoyaría la proposición de Dan-
ton; pero destruyendo la autoridad del Consejo ejecutivo no veo
que se haga marchar mejor al gobierno. La proposición me parece
vaga, su objeto de una ejecución incierta. Sería peligroso paralizar
súbitamente el gobierno existente. No es suficiente decir: ya no
existirá Consejo ejecutivo y el Comité de salvación pública será un
gobierno provisional; es preciso organizar este gobierno, y como no
se nos han mostrado los medios, pido que esta proposición se pos-
ponga.

vo) provisional, sino un comité de asamblea, formado por diputados elegidos cada
mes por la Asamblea, responsables ante ella y rindiendo cuentas, no muchos años
más tarde sino inmediatamente. Su papel esencial era hacer de relación entre los dos
poderes, con el fin de subordinar el ejecutivo al legislativo. Ver A. Aulard, Recueil
des Actes du Comité de Salut Publique, París, desde 1889, 28 vol.; M. Bouloiseau, Le
comité de saludpublic, Que sais-je?, PUF, 1962; J.P. Faye, Dictionnairepolitiquepor-
tatifen cinq mots Gallimard, 1982; E. Zade, "Robespierre et la fonction ministérie-
Ue", Robespierre. Col-loque d'Arras, Lille, 1994, pp. 175-182.

227
LA S A B I D U R Í A D E UNAS LEYES TERRIBLES

" E s PRECISO QUE SE UNAN LA CONVENCIÓN, LAS SOCIEDADES


POPULARES, LAS SECCIONES Y EL PUEBLO ENTERO DE P A R Í S "
4 de septiembre de 1793, en la Sociedad de los amigos de la Libertad
y de la Igualdad

¿Para qué era preciso un movimiento de unidad? Para que la Con


vención, las sociedades populares, las secciones, París entero devinieran
pueblo y pesaran de forma decisiva para imponer una política popular.
Los esfuerzos de la Montaña y del Comité de salvación pública no fue-
ron suficientes para arrastrar a la Convención\ Las jornadas populares
de los días 4y 5 de septiembre determinaron lo que los actores denomi
naron una nueva revolución. Robespierre, que preside la Convención
desde estas jornadas, interviene también en los Jacobinos, el 4, para
estrechar la unión y dar satisfacción a la demanda dle los peticionarios.

X\Ví cuanto a las subsistencias —añade Robespierre—, haremos


leyes sabias y al mismo tiempo terribles, que, asegurándolas al pue-
blo, destruirán para siempre a los acaparadores y los acaparamientos,
satisfarán todas las necesidades del pueblo, prevendrán y desharán
todos los complots y las tramas pérfidas que urden sus enemigos, p;i

1. El 4 de agosto, la Convención votó, a propuesta del Comité de salvación piihli


ca, la leva de un nuevo ejército revolucionario; el 9 adoptó el principio de los gi.i
ñeros de abundancia y de los hornos ptiblicos con el fin de que los particulares
pudieran cocer su pan sin pasar por los panaderos que eran insuficientes; el 14, l.i
nueva cosecha fue requisada para resolver la necesidades de la sociedad; el 19, el
principio de Máximum de los precios se extiende a los combustibles y el 26 a l.is
mercancías de primera necesidad (subsistencias, materias primas); el Maxim\ini
general pasa a la ley.

228
ra hacerlo rebelar por hambre, debilitarlo por medio de la indigen-
cia, exterminarlo por medio de la miseria. Si los granjeros opulen-
tos quieren ser las sanguijuelas del pueblo, nosotros los entregare-
mos al propio pueblo: Si encontramos demasiados obstáculos para
hacer justicia a los traidores, a los conspiradores, a los acaparadores,
diremos al pueblo que se haga justicia él mismo.
Reunamos pues este haz temible, contra el cual todos los esfuer-
zos de los enemigos del bien público se han estrellado hasta hoy. No
perdamos de vista que ellos no desean otra cosa que hacer sospe-
chosos a los patriotas frente a otros patriotas, y sobre todo hacer
que se odien unos a otros, hacerles desconocer las autoridades cons-
tituidas. Malévolos y canallas se unen a los grupos que se pueden
observar a la puerta de los panaderos, y los irritan con propósitos
pérfidos.
Se alarma al pueblo persuadiéndolo de que las subsistencias le fal-
tarán. Se ha querido armar al pueblo contra sí mismo, echarlo sobre
las cárceles para degollar a los prisioneros, estando seguros de que
se encontraría la manera de hacer escapar a los culpables, a los cana-
llas que están detenidos en ellas, y de hacer perecer al inocente, al
patriota, a quién el error le ha podido llevar allá. Ha buscado extra-
ñarlo del pueblo, atribuyéndole todos los males respecto de los cua-
les ellos lo han transformado en víctima.

En este momento, se asegura que Pache está asediado por algunos


intrigantes que lo injurian, lo insultan y lo amenazan y no por el
pueblo.
Debemos presentarnos todos ahí, gritan algunos, es preciso libe-
rar al alcalde de París.
Bourdon pide que una diputación de veinte miembros sea envia-
da a la Comuna para verificar los hechos e instruir al pueblo sobre
el estado actual de París.
C...: Un miembro de la Comuna acaba de advertirme de una
reunión de gente malévola acaba de realizarse en la plaza de la Co-
muna. Que Pache ha sido insultado y que algunas voces han pedi-
do proclamar rey al duque de York.
Robespierre. Ved cuales son los medios que se emplea para desviar

229
al pueblo: Aquí hay todavía un esfuerzo de nuestros enemigos que
quizás sea el último. Es preciso que la Convención, las sociedades
populares, las secciones, el pueblo entero de París se reúnan para
impedir golpes que se preparan contra las autoridades constituidas.
Es preciso deliberar hasta el fin de la sesión sobre los males de la
patria y los remedios que se les pueden aportar. Es preciso a conti-
nuación velar, cada uno por su parte, vigilar a los intrigantes y reunir
nuestros esfuerzos para impedir sus complots, o destruir su efecto.

¿Cuáles eran los obstáculos para esta unión? La legislación existente


fue recordada o completada durante estas jornadas^, pero el nuevo p.ro
blema que pusieron en el orden del día era el siguiente: las leyes no son
aplicadas porque algunos administradores encargados de hacerlo se opo
nen. Los contrarrevolucionarios se encuentran en las propias instancias
democráticas, en las secciones y en las sociedades populares, como resal
ta este texto. Una fuerza ejecutiva debe ser creada. Su principio fue
expresado el 5 de septiembre, con la sorprendente fórmula: "¡Colocad el
terror en el orden del dial"
Será puesto en marcha con el establecimiento del gobierno revolucio
nario, el 10 de octubre^.

2. Una Comisión de las subsistencias fue creada el 11 de septiembre, bajo el con


tro! de la Convención, y la legislación del Máximum general fue votada el 29.
3. Ver Diane Ladjouzi, "Las jornadas del 4 y 5 de septiembre de 1793 en París; un
movimiento de unión entre el pueblo, la Comuna de París y la Convención para un eje
cutivo revolucionario" Anuales Historiques de la Révolution Franfaise, n° 321, 2000.

230
SOBRE LOS PRINCIPIOS
DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO

" E L FIN DEL GOBIERNO CONSTITUCIONAL ES CONSERVAR LA


REPÚBLICA, EL DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO ES FUNDARLA"
5 de nivoso del año 11- 25 de diciembre de 1793, en la Convención

Este discurso pronunciado en la Convención en nombre del Comité


de salvación pública es una respuesta a Camille Desmoulinsy a su peti-
ción de clemencia y de indulgencia. Un mes después del decreto que ins-
tituyó el gobierno revolucionario, Robespierre reafirma su necesidad en
términos de fundación y de salvación pública. Se trata de distinguir
entre el tiempo revolucionario, donde toda conquista política siempre es
reversible o susceptible de ser aniquilada y el tiempo constitucional, que
representará la victoria de la revolución y el triunfo de la libertad. En
efecto, el terror como ejercicio de fundación es una "guerra de la liber-
tad contra sus enemigos". La noción de guerra no es aquí una simple
metáfora para hablar de una vía política violenta y radical, sino que
expresa la situación jurídica. La revolución es un tiempo de guerra
donde no es posible usar un derecho positivo que "se ocupa preferente-
mente de la libertad civil". El gobierno revolucionario es un régimen
donde los enemigos son inmediatamente extranjeros a la revolución,
extranjeros a la nación que pretende fundarse. En este cuadro, la única
pena que existe es la muerte (ver el discurso sobre el proceso del rey). Sin
embargo "como más terrible es el gobierno revolucionario para los ma-
los, más favorable debe ser a los buenos". Su éxito depende así entera-
mente del ejercicio de la distinción entre amigos y enemigos, de la luci-
dez en denunciar al enemigo, de la vigilancia en proteger a los buenos
ciudadanos. Esta vigilancia del gobierno revolucionario debe entonces
tomar dos formas: mantener la unidad en torno de la verdad y de la
virtud públicas ("la república está perdida si las funciones de la admi-

231
nistración revolucionaria ya no son deberes penosos, sino objeto de la
ambición"). Denunciar la calumnia contrarrevolucionaria y proteger
de esta calumnia a los lugares de ejercicio de la política. Es dentro de
los lugares de la política que la figura contrarrevolucionaria, eventual
mente enmascarada, es identificada con la categoría política de enemi
go extraordinario. Son declarados como tales los emisarios de la coali
ción contrarrevolucionaria, los generales traidores, los facciosos que
dividen, los funcionarios ambiciosos que olvidan el interés público, en
fin, todos aquellos que temen el ardor del patriotismo.

Ciudadanos representantes del pueblo


Los éxitos adormecen a las almas débiles, pero espolean a las ;il
mas fuertes. Dejemos a Europa y a la historia alabar los milagros il<
Toulon', y preparemos nuevos triunfos de la libertad.
Los defensores de la República adoptan la máxima de César: crciii
que no se ha hecho nada mientras queda alguna cosa por hacer. Aún
quedan bastantes peligros para ocupar nuestro celo.
Vencer a los ingleses y a los traidores es una cosa bastante fácil pai.i
el valor de nuestros soldados republicanos. Existe una misión lu»o
menos importante y más difícil: consiste en desconcertar las intrij',.'
eternas de todos los enemigos de nuestra libertad con una ener^v
constante y hacer triunfar los principios sobre los cuales debe asen
rarsc la prosperidad pública.
Tales son los primeros deberes que habéis impuesto a vuestro C>o
mité de salvación pública.
En primer lugar desarrollaremos los principios y la necesidad del
gobierno revolucionario. Mostraremos a continuación la causa que
tiende a paralizarlo desde su nacimiento.
La teoría del gobierno revolucionario es tan nueva como la revo
lución que lo ha traído. No hay que buscarla en los libros de ios
escritores políticos, que no han previsto esta revolución, ni en las

1. De septiembre a diciembre de 1793, los esfuerzos conjuntos de la población v


del gobierno revolucionario consiguieron parar la guerra civil, rechazar la invasi(')n
austro-prusiana en las fronteras del Norte y del Este y responder en Toulon a los
ingleses el 19 de diciembre.

232
leyes de los tiranos que, contentos de abusar de su poder, se ocupan
poco de intentar legitimarla. Esta palabra tampoco es para la aris-
tocracia otra cosa que un tema de terror o un texto de calumnia.
Para los tiranos no es más que un escándalo. Para muchos, un enig-
ma. Es preciso explicarlo a todos para agrupar al menos a los bue-
nos ciudadanos a los principios del interés público.
La función del gobierno es dirigir a las fuerzas morales y físicas de
la nación hacia el objetivo de su institución.
El fin del gobierno constitucional es conservar la República; el del
gobierno revolucionario es fundarla.
La revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos: la
constitución es el régimen de la libertad victoriosa y apacible.
El gobierno revolucionario tiene necesidad de una actividad ex-
traordinaria, precisamente porque está en guerra. Está sometido a
reglas menos uniformes y rigurosas, porque las circunstancias don-
de se encuentra son tempestuosas y móviles, y sobre todo porque
está forzado a desplegar sin desmayo recursos nuevos y rápidos ante
peligros nuevos y apremiantes.
El gobierno constitucional se ocupa principalmente de la libertad
civil, y el gobierno revolucionario de la libertad pública. Bajo el régi-
men constitucional, es suficiente proteger a los individuos contra el
abuso de la potencia política; bajo el régimen revolucionario, la pro-
pia potencia pública está obligada a defenderse contra todas la fac-
ciones que la atacan.
El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la
protección nacional. A los enemigos del pueblo sólo les debe la muer-
te.
Estas nociones son suficientes para explicar el origen y el carácter
de las leyes que llamamos revolucionarias. Los que las llaman arbi-
trarias o tiránicas son sofistas estúpidos o perversos que intentar
confundir al contrario: quieren someter al mismo régimen la paz y
la guerra, la salud y la enfermedad, o quizás no quieren otra cosa
que la resurrección de la tiranía y la muerte de la patria. Si invocan
la ejecución literal de los adagios constitucionales, sólo es para vio-
larlos impunemente. Son cobardes asesinos que, para degollar en la
cuna a la República sin peligro, se esfuerzan para agarrotarla con

233
máximas vagas de las que ellos mismos saben muy bien como des-
prenderse.
El bajel constitucional no ha sido construido para quedarse siem-
pre en el astillero. Pero, ¿era preciso lanzarle al mar en lo más duro
de la tempestad y bajo el peso de vientos contrarios? Esto es lo que
querían los tiranos y los esclavos que se habían opuesto a su cons-
trucción. Pero el pueblo francés os ha ordenado esperar el retorno
de la calma. Sus deseos unánimes, tapando al mismo tiempo los cla-
mores de la aristocracia y del federalismo, os han encomendado
hbrarle de todos sus enemigos.
Los templos de los dioses no están hechos para servir de asilo a los
sacrilegos que vienen a profanarlos; ni la constitución, para prote-
ger los complots de los tiranos que buscan destruirla.
Si el gobierno revolucionario debe ser más activo en su marcha, y
más libre en sus movimientos, que el gobierno ordinario, ¿es por
ello menos justo y legítimo? No. El está apoyado sobre la más santa
de todas las leyes: la salvación del pueblo. Sobre el más irrefragable
de los títulos: la necesidad.
Hay también reglas, todas ellas extraídas de la justicia y del orden
público. No hay nada de común con la anarquía, ni con el desor-
den. Su fin es, por el contrario, reprimirlos, para conducir y afirmar
el reino de las leyes. No tiene nada en común con la arbitrariedad.
Es el interés público el que debe dirigir y no las pasiones privadas.
Debe mantenerse cerca de los principios ordinarios y generales,
en todos los casos en que éstos pueden ser aplicados, sin compro-
meter la libertad pública. La medida de su fuerza debe ser la auda-
cia o la perfidia de los conspiradores. Como más terrible es para los
malos, más favorable debe ser a los buenos. Cuantos más rigores
necesarios le imponen las circunstancias, más debe abstenerse de
medidas que molesten inútilmente la libertad y que ofenden los
intereses privados, sin ningún provecho público.
Debe bogar entre dos escollos, la debilidad y la temeridad, el mo-
derantismo y el exceso. El moderantismo, que es a la moderación
lo que la impotencia es a la castidad, y el exceso que se parece a la
energía como la hidropesía a la salud.
Los tiranos han buscado constantemente hacernos recular hacia la

234
servidumbre, a través de las rutas del moderantismo. Algunas veces
nos han querido echar en el extremo opuesto. Los dos extremos lle-
gan al mismo punto. El objetivo no se consigue tanto si uno se que-
da más allá, como si se queda más acá. Nada se parece más al após-
tol del federalismo que el predicador intempestivo de la República
una e universal. El amigo de los reyes y el procurador general del
género humano se entienden bastante bien entre ellos. El fanático
cubierto de escapularios, y el fanático que predica el ateísmo, tie-
nen entre ellos muchas relaciones. Los barones demócratas son los
hermanos de los marqueses de Coblenza, y en algunas ocasiones los
bonetes rojos están más cerca de los tacones rojos^ de lo que se po-
dría pensar.
Precisamente es aquí donde el gobierno tiene necesidad de una
extrema circunspección, puesto que todos los enemigos de la liber-
tad velan para girar contra él, no sólo sus errores, si no sus medidas
más sabias. ¿Golpea el gobierno sobre lo que se llama exageración?
Ellos buscan destacar el moderantismo y la aristocracia. Si se persi-
gue a estos dos monstruos, ellos impulsan la exageración con toda
su potencia. Es peligroso dejarles los medios de desviar el celo de
los buenos ciudadanos. Es aún más peligroso desanimar y perseguir
a los buenos ciudadanos que ellos han engañado. Por uno de estos
abusos, la república corre el riesgo de expirar con un movimiento
convulsivo. Por el otro, moriría de languidez.
¿Qué hay que hacer, pues? Perseguir a los culpables inventores de
los sistemas pérfidos, proteger el patriotismo. Incluso en sus erro-
res, ilustrar a los patriotas y no dejar de elevar al pueblo a la altura
de sus derechos y de sus destinos.

2. "El gorro frigio llamado de forma más común el bonete de la libertad o bone-
te rojo, aparece en la fiesta de la Federación de Lyon donde es llevado en la punta
de una lanza por una diosa Libertad (30 de mayo de 1790), en la fiesta de la Fede-
ración de Troyes (8-9 de mayo de 1790) donde cubre la cabeza de una estatua de la
nación" según Albert Mathiez, citado por E. Liris, en el Dictionnarie historique de la
Révolution fran^aisc, de Albert Soboul, pág. 136. Símbolo de la manumisión de los
esclavos en Roma llegó a ser, durante la Revolución francesa, el principal emblema
de la libertad y ocupó lugar preeminente en la iconografía republicana y revolucio-
naria. Tacón rojo era sinónimo de cortesano (nota del traductor).

235
Si no adoptáis esta regla, lo perderéis todo.
Si fuera necesario elegir entre un exceso de fervor patriótico y la na-
da de la falta de civismo, o el marasmo del moderantismo, no habría
elección. Un cuerpo vigoroso, atormentado por una sobreabundancia
de savia, proporciona más recursos que un cadáver.
Evitemos matar el patriotismo queriéndolo curar.
El patriotismo es ardiente por naturaleza. ¿Quién puede amar fría-
mente a la patria? El patriotismo es la parte que les corresponde a los
hombres simples, poco capaces de calcular las consecuencias políticas
de una iniciativa cívica patriótica. ¿Dónde está el patriotismo, inclu-
so ilustrado, que no se haya equivocado jamás? ¡Eh! Si se admite que
existen moderados y cobardes de buena fe, ¿por qué no iban a existir
patriotas de buena fe, a quienes un sentimiento loable empuja a veces
demasiado lejos? Si se mirase como criminales a todos aquellos que,
en el movimiento revolucionario, habrían sobrepasado la línea exac-
ta trazada por la prudencia, se envolvería a todos los amigos natura-
les de la libertad, a vuestros propios amigos y a todos los apoyos de
la república, en una misma proscripción con los malos ciudadanos.
Los propios emisarios hábiles de la tiranía, tras haberlos engañado, se
transformarían en sus acusadores y quizás en sus jueces.
¿Quién aclarará todos estos matices? ¿Quién trazará la línea de
demarcación entre todos los excesos contrarios? El amor a la patria
y la verdad. Los reyes y los bribones intentan siempre borrarla. No
quieren tener cuentas con la razón ni con la verdad.
Indicando los deberes del gobierno revolucionario, hemos marca-
do sus escollos. Como más grande es su poder y más libre y rápida
es su acción, más debe estar dirigida por la buena fe. El día en que
caiga en manos impuras o pérfidas, la libertad estará perdida. Su
nombre devendrá el pretexto y la excusa de la propia contrarrevo-
lución, su energía será la de un veneno violento.
Además, la confianza del pueblo francés está más unida al carácter
que la Convención nacional ha mostrado que a la propia institución.
Colocando todo el poder en vuestras manos, el pueblo espera de
vosotros que vuestro gobierno será bienhechor para los patriotas, y
temible para los enemigos de la patria. Os ha impuesto el deber de
desplegar al mismo tiempo el coraje y la política necesarios para

236
aplastarlos, y sobre todo para mantener entre vosotros la unión que
necesitáis para alcanzar vuestros grandes destinos.
La fundación de la República francesa no es un juego de niños.
No puede ser obra del capricho o de la indiferencia, ni el resultado
fortuito del choque de todas las pretensiones particulares, y de to-
dos los elementos revolucionarios. La sensatez presidió la creación
del universo, tanto como el poder. Imponiendo a miembros saca-
dos de vuestro seno la temible tarea de velar sin cesar sobre los des-
tinos de la patria, os habéis impuesto vosotros mismos la ley de
prestarles el apoyo de vuestra fuerza y de vuestra confianza. Si el
gobierno revolucionario no es secundado por la energía, por las lu-
ces, por el patriotismo y por la benevolencia de todos los represen-
tantes del pueblo, ¿cómo tendrá la fuerza de reacción proporciona-
da a los esfuerzos de la Europa que le ataca y de todos los enemigos
de la libertad que lo presionan por todas partes?
¡Caiga la desgracia sobre nosotros, si abrimos nuestras almas a las
pérfidas insinuaciones de nuestros enemigos, que pueden vencernos
dividiéndonos! ¡Caiga la desgracia sobre nosotros si rompemos nues-
tro haz, en lugar de estrecharlo; si los intereses privados y la vanidad
ofendida se hacen oír en lugar de la patria y de la verdad!
Elevemos nuestras almas a la altura de las virtudes republicanas y
de los ejemplos antiguos. Temístocles tenía más genio que el gene-
ral lacedemonio que mandaba la flota de los griegos: sin embargo,
aquel, como respuesta a una opinión necesaria que debía salvar la
patria, levantó su bastón para golpearlo; Temístocles se contentó
con responderle: "Pégame, pero escucha", y Grecia triunfó sobre el
tirano de Asia. Escipión valía más que otro general romano. Tras
haber vencido a Aníbal y a Cartago, consideró una gloria servir a
las órdenes de su enemigo: ¡Oh, virtud de los corazones grandes!
¿Qué son ante ti todas las agitaciones del orgullo y todas las pre-
tensiones de las pequeñas almas? ¡Oh, virtud! ¿Eres menos necesa-
ria para fundar una República que para gobernar en la paz? ¡Oh,
patria! ¿Tienes menos derechos sobre los representantes del pueblo
francés que Grecia sobre sus generales? Si entre nosotros las funcio-
nes de administración revolucionaria ya no son deberes penosos,
sino objeto de ambición, la república ya está perdida.

237
Es preciso que la autoridad de la Convención nacional sea respe-
tada en toda Europa. Es para degradarla y anularla que los tiranos
agotan todos los recursos de su política y prodigan sus tesoros. Es
preciso que la Convención tome la firme resolución de preferir su
propio gobierno al del gabinete de Londres y de las cortes de Euro-
pa; ya que si ella no gobierna, reinarán los tiranos.
¡Qué beneficios tendrían en esta guerra de ardides y de corrup-
ción que hacen a la República! Todos los vicios combaten para ellos:
la República no tiene otra cosa que las virtudes. Las virtudes son
simples, modestas, pobres, habitualmente ignorantes, a veces grose-
ras. Son lo propio de los desgraciados y el patrimonio del pueblo. Los
vicios están rodeados de todos los tesoros, armados de todos los
encantos de la voluptuosidad, de todos los cebos de la perfidia. Están
escoltados por todos los talentos peligrosos ejercidos por el crimen.
¡Con qué arte profundo los tiranos vuelven contra nosotros, no
ya nuestras pasiones y debilidades, sino nuestro propio patriotismo!
¡Con qué rapidez podrían desarrollarse los gérmenes de la divi
sión que echan entre nosotros, si no nos apresuramos a aplastarlos!
Gracias a cinco años de traición y de tiranía, gracias a mucho dt-
imprevisión y de credulidad, y a algunos trazos de vigor desmentí
dos demasiado pronto por un arrepentimiento pusilánime, Austria,
Inglaterra, Rusia, Prusia e Italia han tenido tiempo de establecer un
gobierno secreto en Francia, rival del gobierno francés. Ellas tienen
también sus comités, su tesorería, sus agentes. Este gobierno ad
quiere la fuerza que nosotros arrebatamos al nuestro. Tiene la uni
dad que nos falta desde hace demasiado tiempo. Tiene la política de
la que creemos poder prescindir, la voluntad de seguir y el acuerdo
del que no hemos percibido siempre la necesidad.
Así, las cortes extranjeras han vomitado desde hace mucho tiem
po todos los hábiles canallas que tienen a su sueldo. Sus agentes
infestan aún nuestros ejércitos. La propia victoria de Toulon es una
prueba de ello: ha sido precisa toda la bravura de los soldados, toda
la fidelidad de los generales, todo el heroísmo de los representantes
del pueblo, para triunfar sobre la traición. Ellos deliberan en nues-
tras administraciones, en nuestras asambleas seccionarlas. Se intro-
ducen en los clubs. Se han sentado en el propio santuario de la

238
representación nacional. Dirigen y dirigirán eternamente la contra-
rrevolución con el mismo plan.
Merodean en torno a nosotros. Sorprenden nuestros secretos.
Halagan nuestras pasiones. Intentan inspirarnos incluso nuestras
opiniones, vuelven contra nosotros nuestras resoluciones. ¿Sois dé-
biles? Ellos elogian vuestra prudencia. ¿Sois prudentes? Os acusan
de debilidad. Llaman temeridad a vuestro coraje; a vuestra justicia,
crueldad. Tratadlos con consideración y conspirarán públicamente.
Amenazadlos y conspirarán en las tinieblas y bajo la máscara del
patriotismo. Ayer asesinaban a los defensores de la libertad; hoy se
mezclan en sus pompas fúnebres y piden para ellos honores divinos,
espiando la ocasión para degollar a aquellos que se les parecen.
¿Hay que encender la guerra civil? Ellos predican todas las locuras
de la superstición, ¿Está la guerra civil a punto de apagarse bajo las
olas de sangre francesa? Ellos abjuran de su sacerdocio y de sus dio-
ses para volverla a encender.
Se ha visto a ingleses y a prusianos dispersarse en nuestras ciuda-
des y campos anunciando, en nombre de la Convención nacional,
una doctrina insensata; hemos visto curas secularizados a la cabeza
de reuniones sediciosas, cuyo motivo o pretexto era la religión. Al-
gunos patriotas llevados por el odio al fanatismo han cometido
actos imprudentes y han sido asesinados. Se ha derramado la san-
gre en muchas partes debido a estas deplorables querellas, como si
tuviéramos suficiente sangre para combatir a los tiranos de Europa.
¡Oh, vergüenza! ¡Oh debilidad de la razón humana! ¡Una gran na-
ción ha parecido el juguete de los despreciables lacayos de la tiranía!
Los extranjeros han parecido durante algún tiempo arbitros de la
tranquilidad pública. El dinero circulaba o desaparecía a su gusto:
Cuando querían, el pueblo encontraba pan. Cuando querían el
pueblo estaba sin pan. Reuniones tumultuosas a las puertas de los
panaderos se formaban o se disipaban a su señal. Nos rodean con
sus sicarios y con sus espías. ¡Lo sabemos, los vemos y ellos viven!
Parecen inaccesibles para la espada de la ley: Es más difícil, incluso
hoy, castigar a un conspirador importante que arrancar a un amigo
de la libertad de las manos de la calumnia.
Apenas hemos denunciado los excesos falsamente filosóficos, pro-

239
vocados por los enemigos de Francia; apenas él patriotismo ha pro-
nunciado en esta tribuna la palabra ultrarrevolucionario, que los
designaba; inmediatamente los traidores de Lyon, todos los parti-
darios de la tiranía se han apresurado a aplicarla a todos los patrio-
tas cálidos Y generosos que habían vengado al pueblo y a las leyes.
De un lado, ellos renuevan el antiguo sistema de persecución con-
tra los amigos de la República. Por otro lado, invocan la indulgen-
cia a favor de los canallas cubiertos con sangre de la patria.
No obstante sus crímenes se acumulan; las cohortes impías de los
emisarios extranjeros se reclutan cada día; Francia está cubierta de
ellos; ellos esperan, y esperarán eternamente un momento favorable a
sus designios siniestros. Ellos se fortifican, se acantonan entre noso-
tros; levantan nuevos temores, nuevas baterías contrarrevolucionarias,
mientras que los tiranos que los asueldan reúnen nuevos ejércitos.
Sí, estos pérfidos emisarios que nos hablan, que nos acarician, que
son los hermanos, los cómplices de los satélites feroces que arrasan
nuestras cosechas, que han tomado posesión de nuestras ciudades y
de nuestros bajeles comprados por sus amos, que han masacrado a
nuestros hermanos, degollado sin piedad a nuestros prisioneros, a
nuestras mujeres, a nuestros hijos, a los representantes del pueblo
francés. ¿Qué digo? Los monstruos que han cometido estos desma-
nes son menos atroces que los miserables que desgarran secreta-
mente nuestras entrañas. ¡Ellos respiran y conspiran impunemente!
Ellos sólo esperan unos jefes para unirse a ellos; los buscan entre
vosotros. Su principal objetivo es que nos peleemos los unos con-
tra los otros. Esta lucha funesta levantaría las esperanzas de los aris-
tócratas, reharía las tramas del federalismo; vengaría a la facción
girondina respecto de la ley que ha castigado sus fechorías. Casti-
garía a la Montaña por su dedicación sublime; puesto que es a la
Montaña, o mejor, a la Convención a quien se ataca, dividiéndola
y destruyendo su obra.
Por nuestra parte, sólo haremos la guerra a los ingleses, a los pru-
sianos, a los austríacos y a sus cómplices. Es exterminándolos como
responderemos a sus libelos. Nosotros sólo sabemos odiar a los ene-
migos de la patria.
No es al corazón de los patriotas o de los desgraciados donde hay

240
que llevar el terror, si no hasta las guaridas de los bandidos extran-
jeros donde se reparten los despojos, o donde se bebe la sangre del
pueblo francés.
El Comité ha remarcado que la ley no estaba preparada para cas-
tigar a los grandes culpables. Extranjeros, agentes conocidos de los
reyes coaligados; generales manchados de sangre de los Franceses,
antiguos cómplices de Dumouriez, de Custine y de Lamarliére, es-
tán arrestados desde hace tiempo y no han sido juzgados.
Los conspiradores son numerosos; parecen multiplicarse y los
ejemplos de este género son raros. El castigo de cien culpables oscu-
ros y subalternos es menos útil a la libertad que el suplicio de un
jefe de la conspiración.
Los propios miembros del Tribunal revolucionario, cuyo patrio-
tismo y equidad son de alabar en general, han indicado al Comité
de salvación pública las causas que algunas veces ponen trabas a su
trabajo sin hacerlo más seguro y nos han pedido la reforma de una
ley que se resiente de los tiempos desgraciados en que fue creada.
Propondremos autorizar al Comité a presentaros algunos cambios
a este respecto, que tenderán a volver la acción de la justicia aún
más propicia al inocente y al mismo tiempo inevitable para el cri-
men y para la intriga. Ya habéis encargado al Comité esta tarea, a
través de un decreto precedente.
Os propondremos, desde este momento, apresurar el juicio de los
extranjeros y generales acusados de conspiración con los tiranos que
nos hacen la guerra.
Pero no es suficiente aterrorizar a los enemigos de la patria. Es
preciso socorrer a sus defensores. Solicitaremos de vuestra justicia
algunas disposiciones a favor de los soldados que combaten y que
sufren por la libertad.
El ejército francés no es solamente el pavor de los tiranos. Tam-
bién es la gloria de la nación y de la humanidad. Marchando hacia
la victoria nuestros virtuosos guerreros gritan: ¡Viva la República!
Cayendo bajo el hierro enemigo, su grito es: ¡Viva la República! Sus
últimas palabras son los himnos de la libertad, sus últimos suspiros
son votos por la patria. Si todos los jefes hubieran estado a la altu-
ra de los soldados, Europa estaría vencida desde hace mucho tiem-

241
po. Todo acto de benevolencia hacia el ejército es un acto de reco-
nocimiento nacional.
Las ayudas acordadas para los defensores de la patria y para sus
familias nos han parecido demasiado módicas. Creemos que pue-
den ser aumentadas en un tercio sin mayor inconveniente. Los in-
mensos recursos de la República, en finanzas, permiten esta medi-
da, la patria la reclama.
Nos ha parecido también que los soldados lisiados, las viudas y los
hijos de aquellos que han muerto por la patria, encontraban en las
formalidades exigidas por la ley, en la multiplicidad de las solicitudes,
algunas veces en la frialdad o en la malevolencia de algunos adminis-
tradores subalternos, dificultades que retrasaban el gozo de los bene-
ficios que la ley les asegura. Nosotros hemos creído que el remedio a
este inconveniente era darles unos defensores oficiosos establecidos
por ley, para facilitarles los medios de hacer valer sus derechos.

A partir de todos estos motivos, os proponemos el siguiente de-


creto:
La Convención nacional decreta:
Art. 1°- El acusador público del tribunal revolucionario hará ju/
gar sin demora a Dietrich, Custine hijo del general castigado por i;i
ley, Biron, des Brulys, Barthélemy, y a todos los generales y oficia
les acusados de complicidad con Dumouriez, Custine, Lamarliére \
Houchard. Hará juzgar paralelamente a los extranjeros, banquero-,
y otros individuos acusados de traición y de connivencia con lo,
reyes coaligados contra la república francesa.
2°- El Comité de salvación pública hará, en el plazo más corto, su
informe sobre los medios para perfeccionar la organización del Tu
bunal revolucionario.
3°- Las ayudas y recompensas acordadas por los decretos precc
dentes a los defensores de la patria heridos en combate, o a sus viu
das e hijos, son aumentadas un tercio.
4°- Se creará una comisión encargada de facilitar los medios paia
a gozar de los beneficios que les otorga la ley.
5°- Los miembros de esta comisión serán nombrados por la Con
vención nacional, a propuesta del Comité de salvación pública.

242
SOBRE LOS PRINCIPIOS DE MORAL POLÍTICA QUE
DEBEN GUIAR A LA CONVENCIÓN NACIONAL EN LA
ADMINISTRACIÓN INTERIOR DE LA REPÚBLICA

"EL TERROR NO ES OTRA COSA QUE LA JUSTICL\ PRONTA,


SEVERA, INFLEXIBLE"
18 pluvioso del año 11—5 de febrero de 1794, en la Convención

Cuando Robespiere pronuncia este discurso en nombre del Comité de


salud pública tiene la sensación de encontrarse en una situación de tre-
gua, la cual le autoriza a pensar en elfinal de la Revolución y a abordar
los principios y las formas de la República venidera. El fin de la Repú-
blica es "el disfrute sosegado de la libertad y de la igualdad, el reino de la.
justicia eterna". Para alcanzarlo, Robespierre propone un nuevo orden de
cosas construido sobre el principio de la virtud, "que no es otra cosa que
el amor a la patria y a sus leyes" y el principio de igualdad. Estos princi-
pios deben servir de brújula para la acción del gobierno revolucionario
que prepara el advenimiento de la República. La virtud republicana
debe ser la energía tanto del pueblo como del gobierno, pero es el pueblo
quien actúa como guardián último de la misma. Si éste fuese corrupti-
ble, entonces la libertad estaría perdida. Por ello mismo, Robespierre se
apoya sobre un pueblo naturalmente virtuoso, puesto que ha reconquis-
tado su libertad y al que "para amar la justicia y la igualdad le es sufi-
ciente con amarse a si mismo". En consecuencia, la virtud debe actuar
como una fuerza coactiva sobre el gobierno para que éste haga el bien.
Sin embargo, durante la Revolución, la virtud sin el terror es impotente.
Y se trata todavía aquí de explicar el terror. Este no es "otra cosa que
la justicia pronta, severa, injlexible". Hay que proseguir el trabajo poli-
tico que consiste en distinguir a los ciudadanos republicanos de los
enemigos de la patria. Las ¡acciones son las que se encuentran en el nú-
cleo del dispositivo contrarrevolucionario. En contra de los moderados,
Robespierre explica ijiir rstr trabajo es un trabajo delicado: es preciso

243
/
sufrir por el pueblo, pero no tener piedad alguna hacia sus enemigos,
pues "perdonar a los opresores de la humanidad es barbarie". En con-
tra de los "ultrarrevolucionarios", él expresa que sus manifiestos contra^
la libertad de cultos y sus "extravagancias estudiadas" desfiguran el
gobierno revolucionario. Por esta razón, los unos y los otros son aliados
de hecho de la coalición contrarrevolucionaria y de los "aristócratas".
Proclamar los principios de la moral política y luchar contra las fac-
ciones es proteger la virtud de la representación nacional.

Ciudadanos representantes del pueblo


Expusimos, ya hace cierto tiempo, los principios de nuestra po-
lítica exterior: hoy vamos a desarrollar los principios de nuestra
política interior
Tras haber vagado durante largo tiempo al azar, y como arrastrados
por el movimiento de facciones contrarias, los representantes del
pueblo francés por fin han mostrado un carácter y un gobierno. Un
súbito cambio en la fortuna de la nación anunció a Europa la rege-
neración que se estaba produciendo en la representación nacional.
Pero, hasta el presente momento en el que hablo, hay que convenir
que hemos sido guiados más bien, en estas circunstancias tan tem-
pestuosas, por amor al bien y por la intuición de las necesidades de la
patria, más que por una teoría exacta y por reglas precisas de conduc-
ta, que no habíamos tenido siquiera el tiempo suficiente para trazar.
Es hora de determinar con nitidez cuál es el fin de la revolución,
y el plazo en el que nosotros queremos alcanzarlo; es hora de que
nos demos cuenta de los obstáculos que atin nos alejan de él, y de
los medios que debemos adoptar para alcanzarlo: idea simple e
importante, que parece no haber sido advertida jamás. Pero, claro,
¿cómo hubiera podido osar realizarla un gobierno cobarde y corrup-
to? Un rey, un senado, un César, un Cromwell deben ante todo re-
cubrir sus proyectos con un velo religioso, transigir con todos los vi-
cios, halagar a todos los partidos, aplastar al de las gentes de bien,
oprimir o engañar al pueblo para alcanzar el fin perseguido por su
pérfida ambición. Si no hubiésemos tenido una tarea más impor-
tante que realizar, si tan sólo se hubiese tratado aquí de los intereses
de una facción o de una nueva aristocracia, habríamos podido creer.

244
al igual que ciertos escritores aún más ignorantes que perversos, que
el plan .de la revolución francesa estaba ya escrito con todas las letras
en los libros de Tácito y de Maquiavelo, y que había que buscar en
consecuencia los deberes propios de los representantes del pueblo en
la historia de Augusto, de Tiberio o de Vespasiano, o incluso en la de
ciertos legisladores franceses; puesto que, con la diferencia de ciertos
matices mayores o menores, de perfidia o de crueldad, todos los tira-
nos se asemejan.
En cuanto a nosotros, venimos hoy para poner al mundo entero en
conocimiento de vuestros secretos políticos, a fin de que todos los
amigos de la patria puedan unirse a la voz de la nación y del interés
público; a fin de que la nación francesa y sus representantes sean res-
petados en todos los países del orbe terrestre donde pueda alcanzar el
conocimiento de sus verdaderos principios; a fin de que los intrigan-
tes que no buscan siempre sino reemplazar a otros intrigantes, sean
juzgados de acuerdo con reglas seguras y fáciles.
Es preciso tomar precauciones por anticipado, con el fin de poner
el destino de la libertad en manos de la verdad que es eterna, mejor
que encuentre la muerte tan sólo con pensar el crimen.
¡Feliz el pueblo que puede alcanzar ese punto! Pues, cualquiera
que sean los nuevos ultrajes que se le deparen, ¡qué fuente de recur-
sos no le ofrece un orden de cosas en el que la razón pública es la
garantía de la libertad!
¿Cuál es el fin hacia el que nos dirigimos? El disfrute sosegado de
la libertad y de la igualdad; el reino de esta justicia eterna, cuyas
leyes han sido grabadas, no sobre mármol o sobre piedra, sino en
los corazones de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las
olvida, y en el del tirano que las niega.
Queremos un orden de cosas en el que todas las pasiones bajas y
crueles sean encadenadas, todas las pasiones bienhechoras y gene-
rosas sean avivadas por la ley; en el que la ambición consista en el
deseo de merecer la gloria y de servir a la patria; en el que las distin-
ciones no nazcan sino de la igualdad misma; en el que el ciudadano
esté sometido al magistrado, el magistrado al pueblo, y el pueblo a la
justicia; en el que la patria asegure el bienestar a todo individuo, y en
el que cada individuo disfrute con orgullo de la prosperidad y de la

245
gloria de la patria; en el que todos los espíritus se engrandezcan
mediante la continua comunicación de los sentimientos republica-
nos, Y mediante la necesidad de merecer la estima de un gran pueblo;
en el que las artes sean el adorno de la libertad que las ennoblece, el
comercio la fuente de la riqueza pública y no sólo de la opulencia
monstruosa de algunas casas.
Queremos que en nuestro país la moral sustituya al egoísmo, la
integridad en el obrar al honor, los principios a los usos, los debe-
res a la conveniencias, el imperio de la razón a la tiranía de la mo-
da, el desprecio del vicio al desprecio de la desgracia, el orgullo a la
insolencia, la grandeza de ánimo a la vanidad, el amor a la gloria al
amor al dinero, las buenas personas a la buena sociedad, el mérito
a la intriga, el talento a la agudeza, la verdad al relumbrón, el en-
canto de la felicidad al aburrimiento de la voluptuosidad, la gran-
deza del hombre a la pequenez de los grandes, un pueblo magná-
nimo, poderoso, feliz, a un pueblo amable, frivolo y miserable; es
decir, todas las virtudes y todos los milagros de la República a todos
los vicios y a todas las ridiculeces de la monarquía.
Queremos, en una palabra, satisfacer los íntimos deseos de la natu-
raleza, realizar los destinos de la humanidad, cumplir la promesas de
la filosofía, absolver a la providencia del largo reinado del crimen y de
la tiranía. Que Francia, antaño, ilustre entre los países esclavos, eclip-
sando la gloria de todos los pueblos libres que han existido se con-
vierta en modelo de las naciones, espanto de los opresores, consuelo
de los oprimidos, adorno del universo mundo, y que, al sellar nuestra
obra con nuestra sangre, podamos al menos ver brillar la aurora de la
felicidad universal. Esta es nuestra ambición, éste es nuestro fin.
¿Qué clase de gobierno puede realizar estos prodigios? Únicamen-
te el gobierno democrático o republicano. Estas dos palabras son
sinónimas, a pesar de los abusos del lenguaje vulgar; pues la aristo-
cracia no es más republicana que la monarquía. La democracia no
es un estado en el que el pueblo, continuamente congregado regu-
le por sí mismo todos los asuntos públicos, aún menos aquél en el
que cien mil fracciones del pueblo, mediante medidas aisladas, pre-
cipitadas y contradictorias, decidieran la suerte de la sociedad ente-
ra: un gobierno tal no ha existido jamás, y no podría existir sino

246
para volver a llevar al pueblo el despotismo.
La democracia es un estado en el que el pueblo soberano, guiado
por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede
hacer, y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí
mismo.
Por tanto, debéis buscar las reglas de vuestra conducta política en
los principios del gobierno democrático.
Pero, para fundar y consolidar entre nosotros la democracia, para
llegar al reinado apacible de las leyes constitucionales, es preciso
terminar la guerra de la libertad contra la tiranía y atravesar feliz-
mente las tormentas de la revolución: tal es el fin del sistema revo-
lucionario que habéis regularizado. Por tanto, todavía debéis ajus-
tar vuestra conducta a las circunstancias tempestuosas en las que se
encuentra la república; y el plan de vuestra administración debe ser
el resultado del espíritu del gobierno revolucionario, combinado
con los principios generales de la democracia.
Ahora, bien, ¿cuál es el principio fundamental del gobierno de-
mocrático o popular, es decir, la energía esencial que lo sostiene y
lo hace moverse? Es la virtud; hablo de la virtud pública que pro-
dujo tantos prodigios en Grecia y Roma, y que debe producirlos
aún mucho más sorprendentes en la Francia republicana; de esa vir-
tud que no es otra cosa que el amor a la patria y a sus leyes.
Pero como la esencia de la república o de la democracia es la
igualdad, se concluye de ello que el amor a la patria abarca necesa-
riamente el amor a la igualdad. Es verdad también que este senti-
miento sublime supone la prioridad del interés público sobre todos
los intereses particulares; de lo que resulta que el amor a la patria
supone también o produce todas las virtudes: pues ¿acaso son ellas
otra cosa que la fuerza de ánimo que otorga la capacidad de hacer
estos sacrificios? ¿Cómo iba a poder, por ejemplo, el esclavo de la
avaricia o de la ambición, sacrificar su ídolo por la patria?
No sólo la virtud es el alma de la democracia, sino que tan sólo
puede existir bajo este gobierno. En la monarquía, yo no conozco
más que a un individuo que pueda amar a la patria, y que, por ello
mismo, no tiene incluso necesidad de virtud; es el monarca. La razón
estriba en que, de todos los habitantes de sus estados, el monarca es

247
el único que tiene una patria. ¿Acaso no es el soberano, como míni-
mo, de hecho? ¿No ocupa él el lugar del pueblo? ¿Y qué otra cosa
puede ser la patria sino es el país en que se es ciudadano y miembro
del soberano?
Como consecuencia del mismo principio, en los estados aristo-
cráticos la palabra patria no posee algún significado más que para
las familias patricias que se han apoderado de la soberanía.
Tan sólo en la democracia el estado es verdaderamente la patria
de todos los individuos que la componen, y puede contar con tan-
tos defensores interesados por su causa como ciudadanos contiene
ella en su seno. Esta es la fuente de la superioridad de los pueblos
libres sobre todos los demás. Si Atenas y Esparta triunfaron sobre
los tiranos de Asia, y los suizos sobre los tiranos de España y de Aus-
tria, no hay que buscarle a ello ninguna otra causa.
Pero los franceses son el primer pueblo del mundo que ha ins-
taurado la verdadera democracia, al convocar a todos los hombres
a la igualdad y a la plenitud de los derechos de ciudadanía; y esta
es, en mi opinión, la verdadera razón por la cual todos los tiranos
coaligados contra la república serán vencidos.
Hay que extraer desde este momento grandes consecuencias de
los principios que acabamos de exponer.
Puesto que el alma de la República es la virtud, la igualdad, y
vuestro fin es fundar, consolidar la república, de ello se sigue que la
primera regla de vuestra conducta política debe consistir en dirigir
todas vuestras operaciones al mantenimiento de la igualdad y al
desarrollo de la virtud; pues el primer desvelo del legislador debe
consistir en fortalecer el principio en que se fundamenta el gobiii
no. Así, todo lo que tiende a avivar el amor a la patria, a purificai
las costumbres, a elevar los espíritus, a encauzar las pasiones del co
razón humano en pro del interés público, debe ser adoptado o ins
taurado por vosotros. Todo lo que tiende a concentrarlas en la abycc
ción del yo personal, a despertar el encaprichamiento por las cosas
pequeñas y el desprecio de las grandes, debe ser rechazado o repri-
mido por vosotros. En el sistema de la Revolución francesa, lo que es
inmoral resulta contrario a la política, lo que es corruptor resulta con-
trarrevolucionario. La debilidad, los vicios, los prejuicios son el canii-

248
no hacia la monarquía. Arrastrados demasiado a menudo, quizá, por
el peso de nuestras antiguas costumbres, al igual que por la imper-
ceptible pendiente de la debilidad humana, hacia las ideas falsas y
hacia los sentimientos pusilánimes, tenemos que defendernos me-
nos del exceso de energía que del exceso de debilidad. Quizá el ma-
yor escollo que debamos evitar no es el fervor del celo, sino más
bien el cansancio del bien y el miedo a nuestro propio valor. Rea-
vivad sin cesar la sagrada energía del gobierno republicano, en lugar
de dejarla decaer. No necesito decir que yo no quiero justificar con
esto ningún exceso. Si se abusa de los principios más sagrados, le
corresponde a la sabiduría del gobierno el saber consultar las cir-
cunstancias, aprovechar la situación, elegir los medios; pues la ma-
nera como se preparan las grandes cosas es una parte consustancial
al talento de hacerlas, al igual que la sabiduría es en sí misma una
parte de la virtud.
No pretendemos fraguar la república francesa en el molde de la
de Esparta; no queremos darle ni la austeridad ni la corrupción de
los claustros. Acabamos de presentaros, en toda su pureza, el fun-
damento moral y político del gobierno popular. Disponéis en con-
secuencia de una brújula que puede orientaros en medio de las tem-
pestades de todas las pasiones, y del torbellino de intrigas que os
rodean. Tenéis la piedra de toque con la que podéis poner a prue-
ba todas vuestras leyes, todas las propuestas que se os hacen. Al
compararlas constantemente con este principio, podéis, en adelan-
te, evitar el escollo ordinario de las grandes asambleas, el peligro de
las sorpresas y de las medidas precipitadas, incoherentes y contra-
dictorias. Podéis dotar a todas vuestras operaciones de la organici-
dad, la unidad, la sabiduría, la dignidad que deben ser el signo de
los representantes del primer pueblo del mundo.
No son las consecuencias fáciles del principio de la democracia las
que hay que detallar, es el mismo principio simple y fecundo el que
debe ser desarrollado.
La virtud republicana puede ser considerada con relación al pue-
blo y con relación al gobierno; resulta necesaria en uno y otro caso.
Cuando tan sólo el gobierno carece de ella, queda aún la posibili-
dad de recurrir al pueblo; pero cuando hasta el pueblo mismo se ha

249
corrompido, la libertad está ya perdida. :;ÍÍ,U¡.' f >
Felizmente, la virtud es connatural al pueblo, a despecho de los
prejuicios aristocráticos. Un nación está verdaderamente corrompi-
da cuando, tras haber perdido gradualmente su carácter y su liber-
tad, pasa de la democracia a la aristocracia o a la monarquía; sobre-
viene entonces la muerte del cuerpo político por decrepitud. ¡Cuan-
do tras cuatrocientos años de gloria, la avaricia logra desterrar de
Esparta las buenas costumbres junto con las leyes de Licurgo, Agis
muere en vano intentando restaurarlas! Por más que Demóstenes
clama contra Filipo, Filipo encuentra en los vicios de la Atenas de-
generada abogados más elocuentes que Demóstenes. Todavía hay
en Atenas una población tan numerosa como en los tiempos de
Milcíades y de Arístides; pero ya no hay atenienses. ¿Qué importa
que Bruto haya dado muerte al tirano? La tiranía sobrevive en los
corazones, y Roma ya sólo existe en Bruto.
Pero cuando, como consecuencia de esfuerzos prodigiosos de valor
y de razón, un pueblo rompe las cadenas del despotismo para ofre-
cérselas como trofeos a la libertad; cuando, mediante la fuerza de su
temperamento moral, se libra, en cierta manera, de los brazos de la
muerte para recobrar todo el vigor de la juventud; cuando, alternati-
vamente sensible y orgulloso, intrépido y dócil no puede ser deteni-
do ni por las murallas inexpugnables, ni por ejércitos innumerables
de los tiranos armados en contra suyo, y cuando se refrena a sí mismo
ante la imagen de la ley, si no se eleva rápidamente a la altura de sus
destinos, no será sino por culpa de quienes le gobiernan.
Por otra parte se puede decir, en cierto sentido, que para amar la
justicia y la igualdad el pueblo no necesita de una gran virtud; le
basta con amarse a sí mismo.
Pero el magistrado está obligado a sacrificar su interés al interés
del pueblo, el orgullo del poder a la igualdad. Es necesario que la
ley hable sobre todo con imperio a quien es su ejecutor. Es necesa-
rio que el gobierno haga fuerza sobre sí mismo para mantener todas
sus partes en armonía con aquélla. Si existe un cuerpo representati-
vo, una autoridad central constituida por el pueblo, le corresponde
a ella vigilar y reprimir constantemente a todos los funcionarios
públicos. Pero, quién la reprimirá a ella misma sino su propia vir-

250
tud? Cuanto más alta es esta fuente de donde mana el orden públi-
co, más pura debe ser; es necesario por lo tanto que el cuerpo re-
presentativo comience por someter en sí mismo todas las pasiones
privadas a la pasión general del bien público. ¡Dichosos los repre-
sentantes, cuando su gloria y su mismo interés los ligan, tanto co-
mo sus deberes, a la causa de la libertad!
De todo lo dicho deducimos una gran verdad; y es que la carac-
terística de un gobierno popular es ser confiado con el pueblo y
severo consigo mismo.
A esto se limitaría todo el desarrollo de nuestra teoría, si vosotros
sólo tuvieseis que gobernar el navio de la República en la calma:
pero la tempestad ruge: y el estadio de la Revolución en el que os
encontráis os impone otra tarea.
Esa gran pureza de los fundamentos de la revolución, la sublimidad
misma de su objetivo es precisamente lo que constituye nuestra fuer-
za y nuestra debilidad: nuestra fuerza, porque nos da la superioridad
de la verdad sobre la impostura, y los derechos del interés público
sobre los intereses privados; nuestra debilidad porque reúne contra
nosotros a todos los hombres viciosos, a todos los que, en sus cora-
zones, meditaban cómo despojar al pueblo, y a los que han rechaza-
do la libertad como si fuera una calamidad personal, y a los que han
abrazado la revolución como un oficio y la República como una
presa: de ahí la defección de tantos hombres ambiciosos o ávidos que,
desde el comienzo, nos han ido abandonando sobre la marcha, por-
que ellos no habían comenzado el viaje para alcanzar el mismo fin.
Diríase que los dos genios contrarios que suelen representarse dispu-
tándose el dominio de la naturaleza, combaten en esta gran época de
la historia humana para fijar sin que haya posible vuelta atrás, los des-
tinos de la humanidad, y que Francia es el teatro de esta lucha temi-
ble. En el exterior, todos los tiranos os rodean; en el interior, todos
los amigos de la tiranía conspiran. Van a conspirar hasta que la es-
peranza le haya sido arrebatada al crimen. Es necesario ahogar a los
enemigos exteriores e intcriorev ác la República, o perecer con ella;
por ello, en tal situación, la primera máxima de vuestra política
debe ser que se guíe al pueblo mediante la razón y a los enemigos
de pueblo mediante el terror.

251
Si la energía del gobierno popular en la paz es la virtud, la ener-
gía del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el
terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual
la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia pron-
ta, severa, inflexible; es pues una emanación de la virtud; es mucho
menos un principio particular que una consecuencia del principio
general de la democracia, aplicado a las más acuciantes necesidades
de la patria.
Se ha dicho que el terror era la energía del gobierno despótico. ¿El
vuestro se parece al despotismo? Sí, como la espada que brilla en las
manos de los héroes de la libertad se asemeja a aquella con la que
están armados los satélites de la tiranía. Que el déspota gobierne por
el terror a sus subditos embrutecidos; como déspota, él tiene razón:
domad mediante el terror a los enemigos de la libertad, y en tanto
que fundadores de la República, vosotros tendréis razón. El gobierno
de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía ¿O es
que la fuerza existe tan sólo para proteger el crimen? ¿Acaso el rayo
no está destinado a golpear las cabezas orgullosas?
La naturaleza impone a todo ser físico y moral la ley de velar por su
conservación; el crimen degüella a la inocencia para reinar, y la ino-
cencia se debate con todas sus fuerzas entre las manos del crimen.
Que la tiranía reine un solo día, al día siguiente no quedará ni un
patriota. ¿Hasta cuándo el furor de los déspotas será denominado jus-
ticia, y la justicia del pueblo barbarie o rebelión? ¡Cuánta ternura para
los opresores y cuánta inexorabilidad para con los oprimidos! Nada
más natural: quien no odie el crimen no puede amar la virtud.
Sin embargo es preciso que sucumba uno u otro. Indulgencia pa-
ra los realistas, exclaman ciertas gentes. ¡Gracia para los infames!
¡No. Gracia para la inocencia, gracia para los débiles, gracia para los
desdichados, gracia para la humanidad!
La protección social sólo les es debida a los ciudadanos pacíficos; no
hay otros ciudadanos en la República que los republicanos. Los rea-
listas, los conspiradores no son para ella más que extranjeros, o más
bien enemigos. Esta guerra terrible que sostiene la libertad contra la
tiranía ¿acaso no es indivisible? ¿Acaso los enemigos de dentro no son
los aliados de los enemigos de fuera? Los asesinos que desgarran la

252
patria en el interior; los intrigantes que compran las conciencias de
los mandatarios del pueblo; los traidores que la venden; los libelistas
mercenarios sobornados para deshonrar la causa del pueblo, para
matar la virtud pública, para atizar el fuego de las discordias civiles, y
para preparar la contrarrevolución política mediante la contrarrevo-
lución moral, todas esas gentes ¿son menos culpables o menos peli-
grosos que los tiranos a los que sirven? Todos aquéllos que interpo-
nen su dulzura parricida entre los infames y la espada vengadora de
la justicia nacional se asemejan a quienes se interpusieran entre los sa-
télites de los tiranos y las bayonetas de nuestros soldados; todos los
rebatos de su falsa sensibilidad no me parecen más que suspiros que
se les escapan involuntariamente hacia Inglaterra y hacia Austria.
¿Y por quién iban a enternecerse ellos? ¿Acaso por los doscientos
mil héroes, lo más selecto de la nación, segados por el hierro del ene-
migo de la libertad o bajo los puñales de los asesinos realistas o fede-
ralistas? No, esos no eran más que simples plebeyos, no eran más que
simples patriotas; para tener derecho a su tierno interés es necesario
ser, como mínimo, la viuda de un general que ha traicionado veinte
veces a la patria; para obtener su indulgencia, es preciso demostrar
que se ha hecho sacrificar a diez mil Franceses, al igual que un gene-
ral romano, para obtener el triunfo, debía haber matado, según creo,
a diez mil enemigos. Oyen con sangre fría el relato de los horrores
cometidos por los tiranos contra los defensores de la libertad; nues-
tras mujeres horriblemente mutiladas, nuestros hijos degollados en el
seno materno; nuestros prisioneros, sometidos a horribles tormentos
en expiación de su heroísmo conmovedor y sublime: y denominan
terrible carnicería al castigo demasiado lento de algunos monstruos
que se han cebado en la más pura sangre de la patria.
Sufren, con resignación, la miseria de los ciudadanos generosos
que han sacrificado a la más bella de las causas sus hermanos, sus
hijos, sus esposas: pero prodigan las más generosas consolaciones a las
mujeres de los conspiradores; resulta aceptable que ellas puedan sedu-
cir a la justicia impunemente, defender en contra de la libertad la
causa de sus allegados y de sus cómplices; se ha hecho de ellas casi una
corporación privilegiada, acreedora y pensionada del pueblo.
¡Con qué credulidad aún nos dejamos engañar ingenuamente por

253
las palabras! ¡Hasta qué punto la aristocracia y el moderantismo nos
gobiernan aún mediante las máximas asesinas que nos han dado!
La aristocracia se sabe defender mejor con sus intrigas que el pa-
triotismo con sus servicios. Pretenden gobernar las revoluciones me-
diante argucias palaciegas; se trata a las conspiraciones contra la
República como si fueran causas sumariales abiertas contra particula-
res. La tiranía mata, y la libertad pleitea; y el código hecho por los
mismos conspiradores es la ley por la cual se los juzga.
Se trata de la salvación de la patria, pero el testimonio del uni-
verso entero no puede sustituir a la prueba testimonial, ni la misma
evidencia a la prueba literal.
La lentitud de los juicios equivale a la impunidad; la incertidum-
bre de la pena envalentona a los culpables; y todavía hay quien se
lamenta de la severidad de la justicia; hay quien se lamenta de la
detención de los enemigos de la República. Eligen sus ejemplos en
la historia de los tiranos, porque no quieren buscarlos en la de los
pueblos, ni sacarlos del genio de la libertad amenazada. En Roma,
cuando el cónsul descubrió la conjura, y la sofocó al instante con la
muerte de los cómplices de Catilina, ¿por quién fue acusado él de
haber violado las formas? Por el ambicioso César, que quería engro-
sar su partido con la horda de los conjurados, por los Pisón, los
Clodio, y todos los malos ciudadanos que temían la virtud de un
verdadero Romano y la severidad de las leyes.
Castigar a los opresores de la humanidad, es clemencia; perdo-
narlos es barbarie. El rigor de los tiranos no tiene otro fundamen-
to que el rigor mismo; el rigor republicano se fundamenta en la
beneficencia.
Por ello, ¡maldito sea quien ose dirigir contra el pueblo el terror
que no debe dirigir más que contra sus enemigos! ¡Maldito sea todo
aquel que, confundiendo los inevitables errores del civismo con los
errores calculados de la perfidia, o con los atentados de los conspira-
dores, deja de lado al intrigante peligroso para perseguir al apacible
ciudadano! ¡Perezca el alevoso malvado que se atreva a abusar del
sagrado nombre de la libertad, o de las armas temibles que ella le ha
confiado, para llevar el duelo o la muerte a los corazones de los pa-
triotas! Este abuso se ha cometido, no podemos ponerlo en duda. Y

254
ello ha sido exagerado, sin duda, por la aristocracia: pero aunque tan
sólo existiera en toda la república un solo hombre virtuoso persegui-
do por los enemigos de la libertad, el deber del gobierno sería el de
buscarlo con inquietud y vengarlo con notoriedad.
Pero ¿es necesario concluir como consecuencia de esas persecu-
ciones promovidas contra los patriotas por el celo hipócrita de los
contrarrevolucionarios, que es preciso devolver la libertad a los con-
trarrevolucionarios y renunciar a la severidad? Precisamente estos
nuevos crímenes de la aristocracia no hacen sino demostrar su nece-
sidad. ¿Qué prueba la audacia de nuestros enemigos sino la tibieza
con la que se les ha perseguido? Esto es debido, en gran parte, a la
relajada doctrina que se ha predicado durante los últimos tiempos
para tranquilizarlos. Si vosotros hicieseis caso de esos consejos,
vuestros enemigos lograrían alcanzar sus fines y recibirían de vues-
tras propias manos el premio a la última de sus fechorías.
¡Con cuánta frivolidad se juzga cuando se ve en algunas victorias
alcanzadas por el patriotismo el final de todos los peligros! Echad-
le un vistazo a nuestra verdadera situación: os apercibiréis de que la
vigilancia y la energía os resultan más necesarias que nunca. Una
sorda malevolencia se opone por todas partes a las medidas del
gobierno: la fatal influencia de las cortes extranjeras, no por ser más
oculta es menos activa ni menos funesta. Se percibe que el crimen
intimidado no hace sino encubrir su andadura con mayor destreza.
Los enemigos interiores del pueblo francés se han dividido en dos
facciones, a modo de dos cuerpos de ejército. Marchan bajo ban-
deras de diferente color, y por caminos distintos: pero marchan con
un mismo fin, el fin es la desorganización del gobierno popular, la
ruina de la Convención, es decir, el triunfo de la tiranía. Una de es-
tas facciones nos empuja a la debilidad, la otra al exceso. Una quie-
re convertir la libertad en una bacante, la otra, en una prostituta.
Algunos intrigantes subalternos, a menudo incluso buenos ciuda-
danos engañados, se alinean en uno u otro partido: pero los cabe-
cillas pertenecen a la causa de los reyes o de la aristocracia y se unen
siempre en contra de los patriotas. Los bribones, aún cuando se ha-
cen la guerra entre ellos, se aborrecen mucho menos de lo que de-
testan a la gente honesta. La patria es su presa; se pelean entre ellos

255
para repartírsela: pero se coaligan contra quienes la defienden.
A los unos se les ha dado el nombre de moderados; seguramente
tiene más de agudeza que de exactitud la denominación de ultrarre-
volucionarios con la que se ha venido a designar a los otros. Esta de-
nominación, que no puede aplicarse en ningún caso a hombres de
buena fe a los que el celo y la ignorancia pueden arrastrar más allá de
la sana política de la revolución, no caracteriza con exactitud a los
hombres pérfidos que la tiranía soborna para comprometer, median-
te su aplicación falsa y funesta, los principios sagrados de la revolu-
ción.
El falso revolucionario suele estar, aún mucho más a menudo, de
este lado de la revolución, que más allá de la revolución: es modera-
do o un fanático del patriotismo, según las circunstancias. Se decide
en los comités prusianos, ingleses, austríacos, e incluso en los mosco-
vitas lo que pensará él mañana. Se opone a las medidas enérgicas, y
las exagera cuando no ha podido impedirlas; severo con la inocencia,
pero indulgente con el crimen, es acusador incluso de los culpables
que no son lo bastante ricos como para comprar su silencio, ni lo bas-
tante importantes como para merecer su celo, pero se encuentra a
buen resguardo siempre de comprometerse jamás hasta el punto de
defender la virtud calumniada; es descubridor a veces de complots
ya descubiertos, desenmascarador de traidores ya desenmascarados
e incluso ya decapitados, pero se deshace en elogios hacia los trai
dores vivos y aún acreditados; afanado siempre en halagar la opi-
nión del momento, y no menos solícito a no esclarecerla jamás, y
sobre todo a nunca contrariarla; siempre está presto a adoptar me-
didas audaces con tal de que estas tengan muchos inconvenientes;
es calumniador de aquellas que no ofrecen sino ventajas, o bien les
añade todas las enmiendas que pueden convertirlas en perjudicia-
les; dice la verdad con economía y justo lo preciso para adquirir el
derecho de mentir impunemente, destila el bien gota a gota y de-
rrama el mal a chorro vivo; inflamado de ardor en pro de las gran-
des resoluciones que nada significan, se muestra más que indife-
rente por las que pueden honrar la causa del pueblo y salvar la
patria; muy afanado en las formalidades patrióticas; muy apegado,
al igual que los devotos de quienes él se declara enemigo, a las prác-

256
ticas externas, mejor preferiría poder usar cien gorros frigios que
hacer una buena acción.
¿Qué diferencias encontráis entre esas gentes y vuestros modera-
dos? Son sirvientes empleados por el mismo amo, o si preferís,
cómplices que fingen estar en discordia entre ellos para ocultar me-
jor sus crímenes. Juzgadlos no por la diversidad de sus lenguajes,
sino por la identidad de sus resultados. Quien ataca a la Conven-
ción nacional con discursos insensatos y quien la confunde para
comprometerla, ¿acaso no están de acuerdo? Aquel que, con su se-
veridad injusta, fuerza al patriotismo a temer por sí mismo, invoca
la amnistía en favor de la aristocracia y de la traición. Aquel que
convocaba a Francia a la conquista del mundo, no tenía otro fin
sino el de convocar a los tiranos a la conquista de Francia'. Aquel
extranjero hipócrita que, desde hace cinco años, proclama a París la
capital del globo, no hacía sino traducir a otra jerga los anatemas de
los viles federalistas que condenaban París a la destrucción^. Predi-
car el ateísmo no es sino una manera de absolver la superstición y
de acusar a la filosofía; y la guerra declarada contra la divinidad no
es otra cosa que una diversión en favor de la monarquía.
¿Qué recurso les queda para combatir la libertad? ¿Alabarán, al
modo de los primeros campeones de la aristocracia, las dulzuras de
la servidumbre y las beneficencias de la monarquía, el genio sobre-
natural y las virtudes incomparables de los reyes?
¿Proclamarán la vanidad de los derechos del hombre y de los prin-
cipios de la justicia eterna?
¿Tratarán de exhumar a la nobleza y el clero, o reclamarán los de-
rechos imprescriptibles de la alta burguesía a la doble herencia?
No. Es mucho más cómodo adoptar la máscara del patriotismo para

1. Se trata de los brisotinos, que hicieron campaña, durante 1791-1792 a favor de


una guerra de anexión que comenzó a ser emprendida bajo la Convención girondi-
na. Ver los discursos de Robespierre contra la guerra de conquista el 2 de enero de
1792, el 3 de abril de 1793 y su proyecto de Declaración de derechos del 24 de abril
de 1793.
2. Anacharsis Cloots, que reclamaba con sus pronunciamientos una guerra ofen-
siva de los ejércitos franceses para liberar a los pueblos oprimidos y hacer de París la
capital del mundo. Ver el discurso de 2 de enero de 1792.

257
desfigurar, mediante insolentes parodias, el drama sublime de la revo-
lución, con el fin de comprometer la causa de la libertad mediante
una moderación hipócrita o mediante extravagancias estudiadas.
También la aristocracia se constituye en sociedades populares; el
orgullo contrarrevolucionario oculta bajo harapos sus complots y sus
puñales; el fanatismo destruye sus propios altares; el realismo canta
las victorias de la República; la nobleza, agobiada por los recuerdos,
abraza tiernamente la igualdad para ahogarla; la tiranía, teñida con l;i
sangre de los defensores de la libertad, esparce flores sobre la tumba
de aquéllos. ¡Si todos los corazones no han cambiado, cuántos rostros
se han enmascarado! ¿Cuántos traidores se inmiscuyen en nuestros
asuntos para arruinarlos!
¿Queréis ponerlos a prueba? Pedidles, en lugar de juramentos y
declamaciones, servicios reales.
¿Hay que actuar.'' Ellos discursean. ¿Hay que deliberar? Quieren
comenzar por la acción. ¿Los tiempos son pacíficos? Se opondrán a
todo cambio útil. ¿Son tempestuosos? Hablarán de reformarlo to-
do, para trastornarlo todo. ¿Queréis contener a los sediciosos? Ellos
os recuerdan la clemencia de César. ¿Queréis arrancar a los patrio-
tas de la persecución? Os ponen por modelo la firmeza de Bruto.
Revelan que tal individuo ha sido noble cuando él sirve a la Repú-
büca; no recuerdan en cambio quién la ha traicionado. ¿Es útil la
paz? Ellos os muestran las palmas de la victoria. ¿La guerra es nece-
saria? Alaban las dulzuras de la paz. Es necesario defender el terri-
torio? Pretenden castigar a los tiranos más allá de los montes y dr
los mares. ¿Es necesario recuperar nuestras fortalezas? Quieren to-
mar por asalto las iglesias y escalar el cielo. Olvidan a los austríacos
para hacerle la guerra a los devotos. ¿Hay que sostener nuestra caus.i
con la fidelidad de nuestros aliados? Clamarán en contra de todos
los gobiernos del mundo y os propondrán acusar, incluso, al Gran
Mogol mismo. ¿El pueblo acude al Capitolio a dar gracias a los dio-
ses por sus victorias? Entonan cánticos lúgubres sobre nuestros
reveses pasados. ¿Se trata de obtener nuevas victorias? Siembran
entre nosotros el odio, las divisiones, las persecuciones y el desáni-
mo. ¿Hay que hacer real la soberanía del pueblo y concentrar su
fuerza en un gobierno fuerte y respetado? Consideran que los priii-

258
cipios del gobierno lesionan la soberanía del pueblo. ¿Hay que re-
clamar los derechos del pueblo oprimido por el gobierno? No
hablan de otra cosa que del respeto por las leyes y de la obediencia
debida a las autoridades constituidas.
Han encontrado un admirable expediente para secundar los es-
fuerzos del gobierno republicano: desorganizarlo, degradarlo com-
pletamente, hacer la guerra a los patriotas que han contribuido a
nuestro éxito.
¿Buscáis los medios para abastecer a vuestros ejércitos? ¿Os ocu-
páis en arrebatar a la avaricia y al miedo las subsistencias que ellos
tienen encerradas? Gimen patrióticamente sobre la miseria pública
y anuncian el hambre. El deseo de prevenir el mal es siempre para
ellos un motivo para aumentarlo. En el norte se ha matado a las
gallinas y se nos ha privado de huevos so pretexto de que las galli-
nas se comían el grano. En el sur se ha hablado de destruir las more-
ras y los naranjos, so pretexto de que la seda es un artículo de lujo,
y los naranjos algo superfluo.
No podríais llegar a imaginar jamás ciertos excesos cometidos por
contrarrevolucionarios hipócritas para infamar la causa de la Revo-
lución. ¿-Podríais creer que en el país donde la superstición ha ejer-
cido mayor imperio, no contentos con sobrecargar las actividades
relativas al culto con todas las formas que podían hacerlas odiosas,
han propagado el terror entre el pueblo, difundiendo el rumor de
que se iba a matar a todos los niños menores de diez años y a todos
los viejos mayores de setenta? ¿Y que este rumor ha sido difundido
particularmente en la antigua Bretaña, y en los departamentos del
Rin y del Mosela? Este es uno de los crímenes imputados al anti-
guo acusador público del tribunal criminal de Estrasburgo. Las lo-
curas tiránicas de este hombre hacen verosímil todo lo que se cuen-
ta de Calígula y de Heliogábalo; pero no podemos darles crédito ni
siquiera con las pruebas a la vista. Él llevaba su delirio incluso hasta
el punto de requisar a las mujeres para su uso personal: se asegura
incluso que ha empleado este expediente para casarse.
¿De dónde ha salido, de repente, ese enjambre de extranjeros, de
curas, de nobles, de intrigantes de toda laya, que simultáneamente
se ha esparcido sobre la superficie de la república, para ejecutar, en

259
nombre de la filosofía, un plan de contrarrevolución que sólo ha
podido ser detenido por la fuerza de la razón pública? ¡Execrable
concepción, digna del genio de las cortes extranjeras coaligadas
contra la libertad, y de la corrupción de todos los enemigos inte-
riores de la República!
Y así, a los milagros continuos obrados por la virtud de un gran
pueblo, la intriga mezcla siempre la bajeza de sus tramas crimina-
les, la bajeza ordenada por los tiranos, que la convierten a conti-
nuación en materia de sus ridículos manifiestos, para sujetar a los
pueblos ignorantes con el fango del oprobio y con las cadenas de la
esclavitud.
Bueno, pero, ¿qué daño le pueden hacer a la libertad los crímenes
de sus enemigos? ¿Acaso el sol, aún cuando está tapado por un nu-
barrón pasajero, deja de ser el astro que anima la naturaleza? ¿La
espuma impura que el Océano arroja sobre sus orillas lo hace acaso
menos imponente?
En manos pérfidas todos los remedios a nuestros males se con-
vierten en venenos; todo lo que podáis hacer, todo lo que podáis
decir, lo volverán ellos contra vosotros, incluso las verdades que aca-
bamos de desarrollar.
Así, por ejemplo, tras haber sembrado por todas partes los gérme-
nes de la guerra civil con el ataque violento contra los prejuicios reli-
giosos, intentarán armar al fanatismo y a la aristocracia con las mis-
mas medidas que la sana política os ha aconsejado prescribir a favor
de la libertad de cultos. Si hubierais dejado libre el curso a la cons-
piración ésta habría desencadenado, tarde o temprano, una reacción
terrible y universal. Si la detenéis, tratarán de sacar partido todavía,
tratando de propalar que protegéis a los curas y a los moderados. No
debéis maravillaros si los autores de este sistema son precisamente los
mismos curas que más osadamente han confesado su charlatanería.
Si los patriotas arrebatados por un celo puro pero irreflexivo, han
sido en algún lugar víctimas de sus intrigas, ellos arrojarán toda su
reprobación sobre los patriotas; pues el primer punto de su doctri-
na maquiavélica es perder a la República perdiendo a los republica-
nos, del mismo modo que se somete a un país destruyendo al ejcr
cito que lo defiende. Podemos concluir de aquí uno de sus princi-

260
pios favoritos, y es que hay que valorar a los hombres como si no
fuesen nada; máxima de origen monárquico, que quiere decir que
les deben ser entregados a ellos todos los amigos de la libertad.
Hay que destacar que el destino de los hombres que sólo buscan
el bien público es convertirse en víctimas de quienes buscan su pro-
pio bien, y esto tiene dos causas; la primera, que los intrigantes ata-
can con los vicios del antiguo régimen; la segunda, que los patrio-
tas no se defienden más que con las virtudes del nuevo.
Una situación interior tal debe pareceros digna de toda vuestra
atención, sobre todo si reflexionáis que debéis combatir al mismo
tiempo a los tiranos de Europa, que debéis mantener sobre las
armas a un millón doscientos mil soldados, y que el gobierno está
obligado a reparar continuamente, a fuerza de energía y vigilancia,
todos los males que la innumerable multitud de nuestros enemigos
nos ha infligido durante el curso de cinco años.
¿Cuál es el remedio de todos estos males.'' No conocemos ningún
otro que no sea el desarrollo de la energía general de la República,
la virtud.
La democracia perece como consecuencia de dos excesos, la aris-
tocracia de los que gobiernan o el desprecio del pueblo por las auto-
ridades que él mismo ha establecido, desprecio que hace que cada
camarilla, que cada individuo atraiga para sí el poder público, y
conduzca al pueblo, mediante los excesos del desorden, a la aniqui-
lación o al poder de uno sólo.
La doble tarea de los moderados y de los falsos revolucionarios
consiste en hacer que demos vueltas perpetuamente entre estos dos
escollos.
Pero los representantes del pueblo pueden evitar ambos escollos;
pues el gobierno siempre es dueño de ser justo y sabio; y cuando
posee esta característica, está seguro de la confianza del pueblo.
Es bien cierto que el fin de todos nuestros enemigos es disolver la
Convención; es verdad que el tirano de Gran Bretaña y sus aliados pro-
meten a sus parlamentos y a sus subditos arrebataros vuestra energía y
la confianza pública de la que ella os ha hecho merecedores; y esta es la
primera de las instrucciones que ha dado a todos sus comisarios.
Pero hay una verdad que debe ser tenida por trivial en política, y

261
esta es que un gran cuerpo investido de la confianza de un gran pue-
blo no puede perderse más que por sí mismo; vuestros enemigos no
lo ignoran, así que no dudéis de que ellos se dedican sobre todo a des-
pertar entre vosotros todas las pasiones que pueden secundar sus
siniestros planes.
¿Qué pueden ellos contra la representación nacional, si no logran
sorprenderla en actos políticamente inapropiados que puedan su-
ministrar pretextos a sus criminales protestas? Ellos deben desear tener
necesariamente dos tipos de agentes, unos que traten de degradarla
mediante sus discursos, otros que, en su seno mismo, se esfiiercen por
engañarla, por comprometer su gloria y los intereses de la República.
Para atacarla con éxito, sería útil comenzar la guerra civil contra aqué-
llos representantes vuestros en los departamentos que habían merecido
vuestra confianza, y contra el Comité de salud pública; también ellos
han sido atacados por hombres que parecían combatir entre sí.
¿Qué mejor cosa podían tratar de hacer que paralizar el gobierno de
la Convención, y quebrantar todas sus energías, justo en el momento
en que se debe decidir la suerte de la República y de los riranos?
¡Lejos de nosotros la idea de que existe aún entre nosotros un solo
hombre suficientemente vil como para querer servir a la causa de los
tiranos! ¡Pero más lejos aún el crimen, que no nos será perdonado, de
engañar a la Convención nacional, y de traicionar al pueblo francés
con un culpable silencio! Pues si existe algo feliz para un pueblo libre,
esto es la verdad, azote de los déspotas, que es siempre su fijerza y su
salvación. Ahora bien, es cierto que aún existe un peligro para nuestra
libertad, quizá el único peligro serio que le queda por correr: este peli-
gro es el plan que ha existido verdaderamente de unir a todos los ene-
migos de la República resucitando el espíritu de partido; de perseguir
a los patriotas, de desmoralizar, de perder a los agentes fieles al
gobierno republicano, de hacer que falten las partes más esenciales
del servicio público. Se ha querido engañar a la Convención con
respecto a los hombres y con respecto a las cosas; se ha querido
darle el pego respecto de las causas de los abusos que se han exagc
rado, con el fin de hacerlos irremediables, se ha estudiado cómo lle-
narla de falsos temores, para extraviarla o para paralizarla; se buscí
dividirla, se ha buscado sobre todo dividir a los representantes en

262
viados a los departamentos y al Comité de salud pública; se ha que-
rido inducir a los primeros a contrariar las medidas de la autoridad
central, para crear el desorden y la confusión; se ha querido irritarlos
a su regreso, para convertirlos, sin que lo supieran, en instrumentos de
una conspiración. Los extranjeros utilizan en su provecho todas las pa-
siones particulares, e incluso al patriotismo engañado. Habían toma-
do, al principio, la determinación de ir por derecho al objetivo, calum-
niando al Comité de salud pública; se regalaban los oídos, entonces,
diciendo abiertamente que aquél sucumbiría bajo el peso de sus peno-
sas funciones. La victoria y la fortuna del pueblo francés lo impidie-
ron. Tras esta época tomaron la decisión de alabarlo, mientras lo
paralizaban y destruían los frutos de sus trabajos. Todas esas vagas
protestas contra los agentes fijos del Comité, todos los proyectos de
desorganización, disfrazados bajo el nombre de reformas, ya recha-
zados por la Convención, y reproducidos hoy con una extraña afec-
tación; ese apresuramiento en ensalzar a algunos intrigantes que el
Comité de salud pública debió alejar; ese terror inspirado a los bue-
nos ciudadanos; esa indulgencia con la que se acaricia a los conspi-
radores, todo ese sistema de impostura y de intriga, cuyo autor
principal es un hombre al que habéis expulsado de vuestro seno^,
está dirigido en contra de la Convención nacional, y tiende a hacer
realidad los propósitos de todos los enemigos de Francia.
Desde el momento en que ese sistema fue anunciado en los libe-
los, y puesto en práctica mediante actos públicos, la aristocracia y
el realismo comenzaron a levantar una insolente cabeza, el patrio-
tismo fue nuevamente perseguido en una parte de la República, la
autoridad nacional percibió una resistencia que ya había comenza-
do a resultar inusual entre los intrigantes. Por lo demás, aunque
esos ataques indirectos no hubiesen ocasionado otro inconveniente
que el de dividir la atención y la energía de los que tienen que so-
brellevar el inmenso peso con el que vosotros los habéis cargado, y
distraerlos demasiado a menudo de las grandes medidas de salud
pública, para ocuparse en desbaratar intrigas peligrosas, podrían

3. Fabre d'Énglantine, implicado en el asunto de la Compañía de Indias, fue dete-


nido el 12 de enero de 1794.

263
todavía ser considerados como una diversión útil a nuestros enemi-
gos.
Pero tranquilicémonos; aquí está el santuario de la verdad; aquí
residen los fundadores de la República, los vengadores de la huma-
nidad y los destructores de los tiranos.
Aquí, para destruir un abuso, basta con indicarlo. Y en cuanto a
ciertos consejos inspirados por el amor propio o por la debilidad de
los individuos, nos basta con llamarlos, en nombre de la patria, a la
virtud y a la gloria de la Convención nacional. Hemos decidido abrir
en la Convención una discusión solemne sobre todos los motivos de
su inquietud y sobre todo lo que puede influir en la marcha de la
revolución; la conjuramos a no permitir que ningún interés particu-
lar y oculto pueda usurpar aquí el ascendiente de la voluntad general
de la Asamblea y el poder indestructible de la razón.
Nos limitaremos hoy a proponeros que consagréis mediante vues-
tra aprobación formal las verdades morales y políticas sobre las que
debe basarse vuestra administración interna y la estabilidad de la
República, al igual que consagrasteis ya los principios de vuestra
conducta respecto de los pueblos extranjeros: mediante esto con-
gregaréis a todos los buenos ciudadanos, despojaréis de la esperan-
za a los conspiradores; aseguraréis vuestro camino y confundiréis las
intrigas y las calumnias de los reyes; honraréis vuestra causa y vues-
tro carácter a los ojos de todos los pueblos.
Dadle al pueblo francés esta nueva prueba de vuestro celo en pro-
teger el patriotismo, de vuestra justicia inflexible para los culpables
y de vuestra adhesión a la causa del pueblo. Ordenad que los prin-
cipios de moral política que acabamos de desarrollar sean procla-
mados, en vuestro nombre, dentro y fuera de la República.

264
SOBRE LAS MANIOBRAS CONTRARREVOLUCIONARIAS
Y POR LA LIBERTAD DE CULTOS

" E Ñ PRIMER LUGAR OS PIDO QUE PROHIBÁIS A LAS AUTORIDADES


PARTICULARES FOMENTAR, CON MEDIDAS IRREFLEXIVAS,
LA GUERRA CIVIL"
15 defrimario del año II — 5 de diciembre de 1793,
en nombre del Comité de salvación pública, en la Convención

La radicalización de la revolución tomaba un carácter netamente


popular con la legislación agraria del verano de 1793: la ley del 10 de
junio reconocía definitivamente los bienes comunales como propiedad
colectiva de los habitantes de las comunas, la del 17 de julio suprimía la
feudalidad sin rescate, lo que significaba que los arrendatarios devenían
propietarios libres de las tierras arrendadas —o sea alrededor de la mitad
de las tierras cultivadas en Francia. La política del Máximum de los pre-
cios de las mercancías de primera necesidad se consolidaba con la puesta
en marcha de la Comisión de subsistencias. Es en este contexto que se pro-
dujo una tentativa de "desfanatización", emprendida en primer lugar
por espíritus honestos como Fouché^ que en misión en el Nievre, creyó
oportuno tomar medidas locales contra el culto: clausura de iglesias, pro-
hibición de los sacramentos. La "desfanatización" intolerante y violenta
escandalizó a las gentes afectas al culto. Más grave aún, la Convención
llegó a ceder ante una maniobra contrarrevolucionaria que, hábilmente,
utilizaba el sectarismo de desfanatizadotes honestos para dividir al pue-
blo. Así, el 6 de noviembre, un decreto autorizaba a las comunas a
renunciar al culto católico: el principio de la libertad religiosa cedía sitio
a la tiranía de la opinión mayoritaria^.

1. Fouché, ex fraile oratoriano, visiblemente tenía cuentas que pasar con su pro-
pio pasado y había llegado a tomar su opinión personal como una política general.
Es en este sentido que era, en esa época, honesto pero sectario.
2. Sobre la guerra civil suscitada por la "desfanatización violenta" ver el clarifica-

265
Juzgando a partir de los hechos, Robespierre intervino en diversas
ocasiones para denunciar estas maniobras de división del pueblo en el
interior y de los pueblos en el exterior. El 5 de diciembre presentó un
proyecto de decreto comprometiendo a la Convención a retornar al res-
peto a los principios enunciados en la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. Este decreto fue adoptado al día siguiente.
Este llamamiento a los principios suscitó las pasiones del ateísmo
fanático que acusó a Robespierre de pactar con la religión y después en
el momento de la Fiesta del Ser supremo (mayo de 1794) de querer eri-
gir un nuevo culto y de ser su supremo sacerdote.

Debéis conocer, por la carta del conspirador Calonne, que vues-


tros enemigos habían fundado grandes esperanzas en el Midi' de la
República. Si estuvierais más informados de los detalles particula-
res, sabríais que este hecho se relaciona con otros muchos, que ellos
se prestan mutuamente la fuerza de cada uno y que forman un esta-
do tal de cosas que vuestra atención no puede distraerse de ningu-
na manera. Veríais que no está permitido a los legisladores que han
jurado salvar a la patria dejar deslizar la riendas del gobierno en ma-
nos, no digo solamente inhábiles si no, a veces, criminales. Os con-
venceríais de que no debéis permitir a quien sea imprimir en la opi-
nión movimientos violentos cuyas consecuencias son imposibles de
calcular. Ya habríais reflexionado que el pueblo francés no puede ni
debe ser impunemente jamás el juguete de algunos energúmenos
que esconden sus proyectos bajo el aspecto del civismo y acusan va-
gamente a todos aquellos que no comparten su efervescencia astu-
ta y criminal. ¡Que desesperen, sin embargo, de levantar sospechas
sobre nuestro patriotismo! Somos, y nadie lo duda, somos del par-
tido de los patriotas. Somos patriotas ardientes, puesto que forma

dor artículo de Georges Lefebvre "Oü il est question de Babeuf", Ettides sur la révo-
lution frangaise, PUF, 1963, consagrado al cura Croissy en el Somme. Ligado a
Babeuf y devoto de la causa del pueblo, Croissy fue perseguido por sus adversarios
de clase, antiguos señores y grandes granjeros, que ¡utilizaron la legislación desfana-
tizadora para obtener su pena de muerte!
3. Zona meridional de Francia (nota del traductor).

266
parte de la esencia del patriotismo ser ardientes. Pero no somos, no
seremos nunca amigos de aquellos sólo poseen la máscara del pa-
triotismo.
Creéis, si queréis razonar sobre vuestra situación actual, que podéis
luchar contra todas las cortes de Europa, combatirlas, incluso ven-
cerlas, sin que ellas busquen influir por los medios más viles y más
odiosos, sobre las operaciones más decisivas de la libertad y sobre
todo lo que pasa en torno a vosotros. Y que para conseguir su obje-
tivo los canallas que ellas sobornan se dedican a hablar más elocuen-
temente que nosotros mismos el lenguaje de la libertad, si no obstan-
te es propio de esclavos hablar más elocuentemente que los hombres
libres. Pues bien, esta reflexión os conduce naturalmente a distinguir
dos cosas bien importantes: a separar lo que pertenece al patriotis-
mo puro e inocente que reina en el alma de amigos verdaderos de la
libertad, y lo que es impulso de las potencias extranjeras. Lo que per-
tenece al patriotismo es este concierto de homenajes inspirados en
principios tan puros como la razón y la verdad a quienes se dirigen
los buenos republicanos. Lo que es obra de los emisarios del ex-
tranjero es un plan profundamente perverso de acelerar los movi-
mientos de la opinión para conseguir efectos peligrosos. Es un siste-
ma tan temible porque está revestido de formas seductoras, incluso
para los patriotas que son menos políticos que ardientes, que combi-
nan menos los efectos próximos y del momento que las consecuen-
cias más lejanas. Lo que pertenece a las potencias extranjeras, es ser-
virse contra nosotros del arma que hemos visto en sus manos en to-
das las épocas más remarcables de nuestra historia, sobre todo tras
la gloriosa revolución que hemos hecho. Es decir, tratar de desper-
tar el fanatismo en los lugares donde había buscado su último asilo.
Armar al hombre que no es un enemigo de su país, que no es un
enemigo de la libertad, pero que se siente unido a un culto y que
mantiene opiniones religiosas. Armarlo, digo, contra otro patriota,
contra un amigo de la libertad que tiene opiniones diferentes sobre
la religión. Es desnaturalizar la revolución antes de que sus creado-
res la hayan consolidado. Y cuando el pueblo entero debe velar por
la salvación pública, cuando debe prestar oreja atenta a la voz de sus
representantes que son como los primeros centinelas de la libertad,

267
y desviarla de la vigilancia y de la atención a las que tiende el esta-
blecimiento de la República, para inspirarle opiniones opuestas, y
poner en sus manos las antorchas de la discordia.
Así es como, en pocas palabras, han calculado las potencias ex-
tranjeras. Ellas han dicho a sus emisarios: vosotros podéis hacerlo
todo con el pueblo francés. Sólo debéis comprenderlo. El es sensi-
ble. El ama la libertad. Bajo este cebo, debéis esconder la trampa
que nos encargaremos de tenderle. Caerá en ella infaliblemente.
¿Queréis saber lo que desvela ante mis ojos la gran parte de esta
conspiración? Yo pienso que impresionará vuestros espíritus. Es el
descubrimiento del traidor que habéis puesto fuera de la ley. ¿Sabéis
que ese Rabaut'* estaba en París? ¿Que desde allí este ministro pro-
testante atizaba las brasas de la guerra civil? La presencia de un
hombre como ese que viene a desafiar la ley, osaría decir que ante
las miradas de los legisladores, su presencia ¿no os anuncia que un
gran complot estaba a punto de estallar?
Vuelvo al plan de las potencias extranjeras. Así es como ellas razo-
nan. Reunamos nuestros esfuerzos para atacar el culto católico, allí
donde sus huellas aún son profundas, allí donde la filosofía ilustra
menos al pueblo. Nosotros reclutaremos a muchos en la Vendée.
Desarrollaremos la potencia del fanatismo. Desviaremos la energía
del pueblo a favor de la libertad y asfixiaremos su entusiasmo en
medio de disputas de religión. Además, como la filosofía no ha he-
cho tantos progresos en Europa como en Francia, en todos los pue-
blos encontraremos fácilmente esclavos que se armarán a favor de
la tiranía. Así el tirano de Austria reclutaría a mucha gente en Bél-
gica, donde la libertad no es absolutamente extranjera, pero donde
la religión ejerce un gran poder. Y Francia perdería no solamente los
puntos por los que se aproximan, si no que nacerían entre ambas
motivos poderosos de oposición. Así, los cantones católicos se sepa-
rarían de nosotros por diferencias religiosas, cuando con otras rela-
ciones no seríamos extranjeros los unos con los otros.

4. Rabaut Saint-Étienne era uno de los diputados girondinos acusado durante la


Revolución de 31 de mayo-2 de junio de 1793. Desterrado, huyó y participó en l,i
guerra civil en el departamento del Gard.

268
En fin, los intrigantes que buscan embrollarlo todo para derrocar
la libertad y establecer su usurpación podrían, quizás, ejecutar sus
complots sacrilegos por estos medios. Esto es remarcable en el inte-
rior. Después de que ese movimiento se ha puesto en marcha, se ha
producido una emigración notable desde el Midi a Suiza. Muchas
comunas donde el fanatismo ejerce su espantoso despotismo, don-
de, sin embargo se ve mal que las autoridades y la fuerza armada
ordenen desertar de las iglesias y arrestar a los ministros del culto,
a causa del carácter del que están revestidos; estas comunas han pre-
sentado reclamaciones. Ello ha sido realizado por algunos hombres
que han depuesto los instrumentos del culto y por curas que han
dejado de lado en un primer momento sus quejas por amor a la paz
y a la filosofía. No dudo de que todos sacrificaran con añoranza su
culto a la libertad, pero finalmente ellos protestan.
El movimiento que se ha hecho contra el culto católico ha tenido
pues dos grandes objetivos. El primero, reclutar la Vendée, alienar
a los pueblos de la nación francesa y emplear la filosofía de la des-
trucción de la libertad. El segundo, turbar la tranquilidad pública y
distraer todos los espíritus, cuando es necesario reunirlos todos para
asentar los fundamentos inamovibles de la revolución.
Podría demostrar hasta la evidencia el plan cuyas bases principales
os acabo de exponer, si quisiera desnudar aquí a aquellos que han sido
sus principales motores. Me contentaré declarando que en la cabeza,
hay extranjeros, emisarios de Inglaterra y de Prusia, y ministros pro-
testantes. En estas condiciones ¿cuál debe ser vuestra postura? Debéis
mostraros como legisladores y como políticos: proteger el patriotismo
contra sus enemigos, ilustrarlo sobre las trampas que se le tienden,
guardaros de inquietar a los patriotas que hayan sido engañados por
insinuaciones pérfidas y conservar lo que ha sido realizado con el con-
sentimiento del pueblo francés. Ahí está vuestro primer deber.
También debéis tomar medidas para evitar estas extravagancias
bien reflexionadas, estas locuras preparadas con madurez y perfec-
tamente coincidentcs con los planes de la contrarrevolución.
Debéis decir a la aristocracia: no te beneficiarás de los éxitos que tu
bellaquería te había promeiido: la libertad y la igualdad triunfarán.
Os pido en primer lugar, prohibir a las autoridades particulares

269
que fomenten, con medidas irreflexivas, la guerra civil, secundando
con ello los planes de nuestros enenigos. Otra medida a tomar es
prohibir a cualquier fuerza armada nezclarse en lo que pertenece a
las opiniones religiosas y de limitar el ejercicio de su poder a las
simples medidas de policía que son ai tarea.
En fin, os propongo una medida di;na de la Convención nacional
y de los legisladores que la componer: se trata de recordar solemne-
mente a todos los ciudadanos el int<rés público; de ilustrarlos con
vuestros principios, así como los entiíiasmáis con vuestro ejemplo y
de invitarlos insistentemente a apartase de todas las disputas ociosas
y peligrosas cuyo germen se quiere cdocar entre ellos, para aplicarse
absolutamente a los grandes intereses de la patria.
El proyecto que os ha sido sometilo, en nombre del Comité de
salvación pública, presentaba estas nismas opiniones y reposaba
sobre los motivos que acabo de demnciar. Lo habéis rechazado.
Reflexionando sobre él, sentiréis la recesidad de adoptar las medi-
das que os proponemos. Si no lo hicéis tened en cuenta que los
emisarios del extranjero se valdrán i vuestro silencio para consu-
mar sus designios criminales. Renuevo las propuestas que he enun-
ciado e insisto en que persigáis a aqiellos que se servirían del pre-
texto de la religión para atormentare

270
DECRETO SOBRE EL SER SUPREMO

18 de floreal del año 11 —7 de mayo de 1794, en la Convención

Este decreto sigue al informe del 18 de floreal del año II sobre "las
relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republica-
nos y sobre las fiestas nacionales", elaborado de acuerdo con el Comité
de instrucción pública. El decreto es la traducción lacónica del infor-
me. Uno y otro habían suscitado un gran entusiasmo. Pocos decretos,
sin embargo, habrán sido tan discutidos por la historiografía y suscita-
do tantas pasiones, de repulsa o de comprensión.
Los artículos I, II, III y XV exponen el principio del reconocimiento del
Ser supremo y explicitan lo que está enjuego. El Ser supremo ha sido invo-
cado desde 1789, ya que es bajo estos auspicios que la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano fue proclamada. Pero el culto del Ser
Supremo está, ante todo, en relación con la vida en la tierra ya que con-
cierne a "los deberes del hombre", deberes morales hacia los demás y hacia
los fundamentos políticos de una sociedadjusta. Se trata de reafirmar que
cada hombre es el garante de una sociedadjusta en su relación de respon-
sabilidad hacia sus iguales, los desgraciados y los oprimidos. El culto del Ser
supremo es pues un culto a la virtud en tanto que valor cívico democráti-
co. Ya en Montesquieu, la virtud republicana, que es el principio de toda
democracia, es el amor a la igualdad.
La segunda parte del artículo primero presenta un carácter de aparien-
cia más tradicionalmente religiosa, ya que se trata de creer en la "in-
mortalidad del alma". Todo empieza bajo el cielo, decía Saint-Just el 26
de germinal del año II, y "no esperéis otra recompensa que la in-
mortalidad". A propósito de Sócrates y de Licurgo: "ellos hicieron el bien.

11 \
si éste se perdió para su país, no quedó oculto ante la divinidad". La
inmortalidad del alma puede así ser interpretada como la afirmación
de que la inscripción del bien es histórica, que tiene lugar en la histo-
ria de la libertad de los pueblos. Es esta inscripción lo que es inmortal,
se trata de dar a los hombres una creencia que apoye la virtud cívica.
Se puede hablar propiamente de un culto civil que hace la hipótesis del
Ser supremo y de la inmortalidad del alma como "llamada continua a
la justicia, y por tanto como idea social y republicana".
Eso para el principio, que no tiene nada que ver con una religión dog-
mática. Los artículos XI, XIIy XIIIprecisan la libertad de cultos luchan-
do contra lo que podría poner en peligro el vínculo social tanto en la expre-
sión pública de los cultos como en su crítica. Es que el ateísmo fanático,
turbando la libertad de cultos, había estimulado la guerra civil. Robespie-
rre lo había calificado como crimen político. Pero para él, el ateísmo era
una expresión del egoísmo de los ricos que desprecian al pueblo y se mofa
de la virtud (el amor a las leyes y a los derechos universales). En cuanto a
ateísmo de los intelectuales, había abandonado la causa del pueblo. Del
mismo modo que los tiranos tienen necesidad de destruir la moral pública
y de destruir los valores, el decreto de 18 de floreal estaba pensado como
una arma anti-tiránica.
Sin embargo, en floreal no se trataba sólo de afirmar los principios, era
necesario encontrar las formas institucionales que los pusieran en acción:
LIS instituciones civiles. Los artículos IV a XI ponen la atención en las fies
las como lugar encuentro de todos los ciudadanos: "estaréis allí bravos de
jensores de la patria... estarán allíjóvenes ciudadanos a quien la victoria
debe aportar hermanos y amantes dignos de vosotros". Estasfiestasnacio-
nales y de décadd, deben "crear en el hombre un instinto rápido para las
cosas morales, que sin la ayuda del razonamiento, le llevase a hacer el bien
y a evitar el mal". Se trata de educar a un pueblo libre. Esta educación
pasa por la ritualización del relato histórico de la revolución como
advenimiento de la soberanía popular así como escenificación de los valo-
res sociales. Más allá de lasfiestasconsagradas al Ser supremo, encontram

1. El nuevo calendario republicano aboliría las semanas y dividiría el mes en tres


periodos de diez días llamados década cuyo último día era de fiesta y era denomi-
nado década (nota del traductor).

272
asi en las fiestas decenales el conjunto de valores que hacen más universal
la vida del ciudadano: género humano, libertad del mundo, benefactores
de la humanidad. Justicia, Verdad, Libertad. Igualdad, Felicidad, etc.; a
escala más intima: Fe conyugal. Amor paternal. Ternura maternal. Infan-
cia, Vejez, Amistad, etc. Si la afección a la patria es fundamental, —se
encuentran también lasfiestasal Pueblo fanees, al amor a la Patria, a la
República—. Robespierre valoriza el vínculo amistoso, filial y el interge-
neracional

Art. I. El pueblo francés reconoce la existencia del Ser supremo y


de la inmortalidad del alma.
II. El pueblo francés reconoce que el culto digno del Ser supremo
es la práctica de los deberes del hombre.
III. Pone en primera fila de estos deberes detestar la mala fe y la
tiranía, castigar a los tiranos y a los traidores, socorrer a los infeli-
ces, respetar a los débiles, defender a los oprimidos, hacer a los
demás todo el bien que se pueda y no ser injusto hacia nadie.
IV. Se instituirán fiestas para recordar al hombre el pensamiento
de la Divinidad y la dignidad de su ser.
V. Estas adoptarán sus nombres de los acontecimientos gloriosos
de nuestra Revolución, de las virtudes más queridas y útiles al hom-
bre, de los mayores favores de la naturaleza.
VI. La República francesa celebrará todos los años las fiestas del
14 de julio de 1789, del 10 de agosto de 1792, del 21 de enero de
1793 y del 31 de mayo de 1793.
VII. Celebrará cada década las fiestas que se enumeran a conti-
nuación:
Al Ser Supremo y a la Naturaleza.
Al Género humano.
Al Pueblo francés.
A los Benefactores de la humanidad.
A los Mártires de la Libertad.
A la Libertad y a la Igualdad.
A la República.
A la Libertad del Mundo.
Al Amor a la Patria.

273
Al odio a los traidores,
A la Verdad.
A la Justicia.
Al pudor.
A la Gloria y a la Inmortalidad.
A la Amistad.
A la Frugalidad.
Al Coraje.
A la Buena Fe.
Al Heroísmo.
Al Desinterés.
Al Estoicismo.
Al Amor.
A la Fe Conyugal.
Al Amor paternal.
A la Ternura maternal.
A la Piedad filial.
A la Infancia.
A la Juventud.
A la Edad viril.
A la Vejez.
A la Infelicidad.
A la Agricultura.
A la Industria.
A nuestros Antepasados.
A la Posteridad.
A la Felicidad.
VIII. Se encarga a los Comité de salvación pública y de instruc-
ción pública presentar un plan de organización de estas fiestas.
IX. La Convención nacional apela a todos los talentos dignos de
servir a la causa de la humanidad, al honor de concurrir a su esta-
blecimiento con himnos y cantos cívicos, y por todos los medios
que puedan contribuir a su embellecimiento y a su utilidad.
X. El Comité de salvación pública distinguirá las obras que le
parecerán más apropiadas para cumplir este objetivo, y recompen-
sará a sus autores.

274
XI. La libertad de cultos se mantendrá conforme al decreto del 18
de frimario.
XII. Toda reunión aristocrática es contraria al orden público y
será reprimida.
XIII. En caso de motines con motivo de cualquier culto, los que
los inciten con prédicas fanáticas y por insinuaciones contrarrevo-
lucionarias, los que los provoquen con violencias injustas y gratui-
tas serán igualmente castigados según el rigor de las leyes.
XIV. Se realizará un informe particular sobre las disposiciones de
detalles relativos al presente decreto.
XV. Se celebrará el próximo 20 de prairial una fiesta nacional en
honor del Ser supremo.

215
C O N T R A LOS COMPORTAMIENTOS INQUISITORIALES

"PERO, ¿HA QUERIDO LA CONVENCIÓN DESCENDER AL


PENSAMIENTO DE CADA PARTICULAR, HA PRETENDIDO MEZCLARSE
EN SUS OPINIONES PARTICULARES? N O . . . "
26defloreal del año 11-15 de mayo de 1794, en la Sociedad de los Amigos de
la Libertad y de la Igualdad

En el seno de la Sociedad, Lequinio había sido denunciado por haber


expresado en sus escritos^ opiniones ateas. Robespierre puso fin a la que-
rella recordando la que libertad de opinión es un derecho y que querer
reprimirla es muestra bien de ridiculo, bien de malevolencia.

Aquellos que conocen al opinante no dudan de su patriotismo.


No son sus obras las que nos harán dudar más de esto^. Pero no es
por este tema que tomo la palabra. Es para desvelar la intriga que
se complace en adherirse a las cosas más útiles. Creo que cuando se
agitan las grandes cuestiones, la malevolencia busca siempre enga-
ñar, confundiendo las cosas más diversas.
Cuando hemos desarrollado los principios inmortales que sirven
de base a la moral, hemos hablado como hombres públicos y en
relación al interés sagrado de la libertad. Pero, ¿ha querido la Con-
vención descender al pensamiento de cada particular, ha pretendi-
do mezclarse en sus opiniones particulares? No, su intención no iba
más allá de lo que interesa a la salvación de la Francia libre. ¿Que
nos importa lo que tal ha dicho, o lo que ha escrito? Lo que nos
interesa es saber si tal es conspirador, si ha echado en la sociedad
civil fermentos de discordia para destruir la libertad, en una pala-

1. Les Préjugés détruits, París, 1792, reedición en 1793.


2. A diferencia de los desfanatizadotes violentos, Lequinio no había tratado de
transformar su opinión en ley.

276
bra, si se adhiere a la facción del extranjero. Es desde este punto de
vista que hemos agitado la cuestión y que hemos establecido gran-
des principios. No se trata de dejarnos arrastrar a discusiones y dis-
putas teológicas, sino solamente de consagrar la moral pública y de
confundir a los canallas. Así continuaremos invariablemente unidos
a los principios de la política sana, descartando con cuidado los prin-
cipios minuciosos y las molestias ridiculas. Cuando pensamos en
consolidar las bases de las virtudes y del patriotismo, estábamos
muy alejados de querer convertirnos en perseguidores.

277
SOBRE LAS INTRIGAS Y LAS CALUMNIAS
Q U E DIVIDEN A LA C O N V E N C I Ó N

"¡DEFENDED LA CAUSA DE LA JUSTICIA Y N O PODRÉIS DECIR NI


UNA PALABRA SIN SER LLAMADO TIRANO!"
13 de messidor del año II-1° de julio de 1794, en la Sociedad de los Amigos de
la Libertad y de la Igualdad

Al tiempo que se precisa —con las victorias militares— la política


democrática y social, más se activa la oposición antidemocrática. Entre los
opositores encontramos también miembros del Comité de seguridad gene-
ral, que utilizan la ley del 22 de prairial-10 de junio reorganizando el
Tribunal revolucionario para transformarlo en una arma contra Robes-
pierre. Con anterioridad debían haberse formado Comisiones populares
para seleccionar a los sospechosos y enviar al Tribunal revolucionario sól
los inculpados de crímenes contrarrevolucionarios. Pero, apenas se había
votado la ley del 22 de prairial el Comité de seguridad general la hizo
aplicar inmediatamente sin organizar previamente las Comisiones popu-
lares previstas. Este sabotaje de la ley se acompañó de una campaña de
calumnias que trataba de aislar a Robespierre haciéndole el único res-
ponsable de esa ley —que en realidad, había sido elaborada colectiva-
mente por el Comité de salvación pública y adoptada por la Conven-
ción—y de su aplicación manipulada que se llamó "elgran Terror"^.

1. El Tribunal revolucionario de París, desde su creación el 10 de marzo de 1793


hasta su supresión el 12 de prairial del año lll - 31 de mayo de 1795, juzgó 5.215 asun-
tos en total, pronunció 2.791 penas de muerte y 2.196 absoluciones: desde el 10 de
marzo de 1793 hasta el 22 de prairial - 10 de junio de 1794, juzgó 2.358 asuntos, pro-
nunció 1.259 condenas a muerte y 969 absoluciones; desde el 23 de prairial - 11 de
junio de 1794 al 9 de thermidor - 27 de julio de 1794, o sea en el periodo llamado del
"Gran Terror", juzgó 1.703 asuntos, pronunció 1.366 condenas a muerte y 336 abso-
luciones. Ver E. Campardon, Le Tribunal revolutionnaire, 1866, t. 2, p. 224. Contra-
riamente a lo que la historia estándar presenta bajo la expresión: "la máquina del

278
Habiendo percibido muy pronto la maniobra, Robespierre, tratando
de desarticularla, no asistió a la sesiones de la Convención entre el 13
de junio y el 26 de julio, y sólo hizo alguna aparición en el Comité de
salvación pública. Por el contrario, intervino regularmente en el club
de los Jacobinos para desembrollar las intrigas y para ilustrar a la opi-
nión pública. Aquí le vemos mostrando cómo la maniobra descrita más
abajo fue preparada en Londres por el gobierno británico que dirige la
coalición contra la República.

Quizás ha llegado el momento de que la libertad haga oír en este


recinto unos acentos tan varoniles y libres como lo que esta sala oyó
en todas las circunstancias en que se ha tratado de salvar a la patria.
Cuando el crimen conspira en la sombra para arruinar la libertad,
¿existen para los hombres libres otros medios más fuertes que la ver-
dad y la publicidad? ¿Iremos, como los conspiradores, a concertar
en guaridas oscuras los medios para defendernos de sus pérfidos
esfuerzos? ¿Iremos a repartir el oro y a sembrar la corrupción? En
una palabra, ¿nos serviremos contra nuestros enemigos de las mis-
mas armas que se emplean para combatirnos? No. Las armas de la
libertad y de la tiranía son tan diferentes como difieren la libertad,
y la tiranía. Contra las canalladas de los tiranos y de sus amigos, no
nos queda otro recurso que la verdad y que el tribunal de la opinión
pública, y otro apoyo que las gentes de bien. Se juzga la prosperidad
de un estado, menos por los éxitos en el exterior, que por la feliz situa-
ción en el interior. Cuando las facciones son audaces, cuando la ino-
cencia tiembla por ella misma, la república no se funda sobre bases
duraderas. Denuncio aquí, ante las gentes de bien, un sistema odioso
que tiende a sustraer la aristocracia a la justicia nacional, y a perder la
patria perdiendo a los patriotas: ya que la causa de la patria y la de los
patriotas son la misma cosa. Los enemigos de la patria han querido

Tribunal se embala", el "Gran Terror" fiíe una maniobra tan odiosa precisamente
porque fue calculada. Ver, sobre este tema, los trabajos reunidos por Albert Mathiez
en Eludes sur Robespierre, París, reedición de 1973 y "Robespierre, l'histoire et la
legende", 1931, reeditado en los Annales Historiques de la Révolution Franqaise, n°
227, 1977, pp. 5-31.

279
siempre asesinar física y moralmente a los patriotas. Hoy como siem-
pre, se esfuerzan para echar sobre los defensores de la República un
barniz de injusticia y de crueldad. Se denuncia la severidad emplea-
da contra los conspiradores como atentado contra la humanidad.
Quien protege de este modo a los aristócratas, combate del mismo
modo a los patriotas: es necesario que la revolución decida arruinar
a uno o a los otros.
El hombre humano es el que se dedica a la causa de la humani-
dad, y quien persigue con rigor y justicia a aquel que se muestra
como su enemigo. Se le verá siempre tender una mano salvadora a
la virtud ultrajada y a la inocencia oprimida.
El bárbaro es aquel que, sensible para los conspiradores, no tiene
entrañas para los patriotas virtuosos. Los mismos hombres que se
enternecen por los aristócratas son implacables para los patriotas.
Se ha querido así caracterizar a los antropófagos, cuya humanidad
consiste detener los golpes contra los enemigos de la humanidad, co-
mo la facción de los Indulgentes. Ello les ha permitido golpear de nue-
vo a los patriotas. Este sistema solo puede tener el nombre de con-
trarrevolucionario, porque trata de degollar a los defensores de la
patria y a echar sobre ellos un tinte espantoso de crueldad. La fac-
ción de los Indulgentes se confunde con las otras: Ella las apoya y
las sostiene. El primer deber de un buen ciudadano es denunciarla
en público. Yo no tomaría hoy la palabra contra ella, si no se hubie-
ra vuelto tan poderosa como para intentar poder trabas a la marcha
del gobierno.
Mientras que un pequeño número de hombres se ocupa con celo
infatigable en las tareas que le impone el pueblo, una multitud de bri-
bones y de agentes del extranjero urde en silencio una combinación
de calumnias y de persecuciones contra las gentes de bien. Cuando
perciben que tal patriota quiere vengar la libertad y afirmarla, lo
detienen una y otra vez en sus trabajos por medio de la calumnia, que
le presenta ante la mirada del pueblo como un hombre temible y
peligroso. Esta conspiración sabe dar a la virtud la apariencia de un
crimen y a la bajeza del crimen la gloria de la virtud.
Cada día inventa nuevas fechorías para triunfar en sus espantosos
complots. Son los indulgentes quienes no cesan de servirse de ellas

280
como un arma terrible. Esta facción, ampliada con los restos de las
demás, reúne por el mismo vínculo todo lo que ha conspirado
desde la revolución. Ha aprovechado la experiencia para renovar sus
tramas con mayor perfidia; hoy pone en marcha los mismos medios
empleados antes por los Brissot, los Danton, los Hébert, los Cha-
bot y tantos otros canallas.
Diversas veces hemos visto a los Comités de salvación pública o
de seguridad general atacados en masa. Hoy se prefiere atacar a
algunos miembros en particular para conseguir romper la unidad.
Antes no se osaba dirigir los golpes contra la justicia nacional. Hoy
se creen suficientemente fiaertes para calumniar al Tribunal revolu-
cionario, al decreto de la Convención concerniente a su reorgani-
zación. Se llega a poner en duda su legitimidad. Vosotros sentís to-
da la importancia de esta maquinación, puesto que si destruís la
confianza dada a los patriotas, entonces el gobierno revolucionario
no es nada, o es víctima de los enemigos del bien público y enton-
ces triunfa la aristocracia. Destruid el Tribunal revolucionario o
componedlo con miembros agradables a los facciosos, ¿cómo po-
dréis esperar romper los hilos de las conspiraciones si la justicia es
ejercida por los propios conjurados?
Los déspotas y sus satélites saben bien que cuando sucumbe un
patriota, sucumben también otros patriotas, y la causa del patrio-
tismo sufre la misma suerte. Ellos creen que podrán llevarnos a des-
truirnos los unos a los otros a través de la desconfianza que quieren
incitar entre nosotros. Pretenden presentar los trabajos de la Con-
vención nacional como los de algún individuo. Han osado difun-
dir en la Convención que el Tribunal revolucionario había sido or-
ganizado únicamente para degollar a la propia Convención; des-
graciadamente, esta idea ha obtenido demasiada consistencia; en
una palabra, repito, hoy, las primeras tentativas hechas para destruir
la libertad han sido renovadas con formas más respetables. El más
alto grado de coraje republicano consiste en elevarse por encima de
las consideraciones personales y en hacer conocer, con peligro de la
propia vida en incluso de la propia reputación, las perfidias de
nuestros enemigos. En cuanto a mí, ante cualquier intento que se
haga para cerrarme la boca, creo tener tanto derecho a hablar como

281
los Hébert o los Danton, etc. Si la providencia ha querido arran-
carme de las manos de los asesinos^, ha sido para estimularme a em-
plear útilmente los momentos que me aún me quedan.
Los defensores de la patria deben combatir normalmente a los
asesinos y calumniadores, pero es horroroso tener que responder al
mismo tiempo a los unos y a los otros. Que un hombre prepare
denuncias contra los patriotas en un círculo es un fenómeno habi-
tual. Los asesinos y calumniadores son los mismos hombres envia-
dos aquí por el tirano de Londres. Se lee en los papeles pagados por
Inglaterra las mismas cosas que dicen cada día los Franceses que yo
denuncio como agentes de Inglaterra y de la tiranía.
Permitidme hablar de mí en un asunto que no es demasiado im-
pórtame para mí en el aspecto personal. En Londres se me denun-
cia al ejercito francés como un dictador; las mismas calumnias han
sido repetidas en París: temblaríais si os dijese en qué sitio. En Lon-
dres se dice que en Francia la calumnia había triunfado y que los
patriotas estaban divididos; en Londres se hacen caricaturas, me
pintan como el asesino de gente honesta; libelos impresos en las
prensas nacionales me pintan con los mismos trazos. En París se dice
que soy yo quien ha organizado el Tribunal revolucionario, que este
Tribunal ha sido organizado para degollar a los patriotas y a los
miembros de la Convención, soy pintado como un tirano y un opre-
sor de la representación nacional. En Londres se dice que en Francia
se inventan presuntos asesinatos para poder rodearme de una guardia
militar. Aquí, se me ha dicho hablando de la Renault, que segura-
mente era un asunto de amoríos y que es de creer que he hecho gui-
llotinar a su amante. Es así como se absuelve a los tiranos, atacando
a un patriota aislado que sólo posee su coraje y su virtud.
La verdad es mi único refugio frente al crimen; no quiero ni elo-
gios ni partidarios: mi defensa está en mi conciencia. Ruego a los
ciudadanos que me oyen que recuerden que las iniciativas más ino-

2. EL 3 de prairial — 22 de mayo de 1794, Robespierrc había escapado a un aten-


tado. Admiral lo esperaba a la salida del Comité de salvación pública, no lo encon-
tró y tiró sobre Collot d'Herbois, fallando. Al día siguiente, Cécile Renault fracasó
también en su tentativa.

282
centes y más puras están expuestas a la calumnia y que no pueden
hacer nada que los tiranos no intenten girar en contra de ellos.
¿Cuál debe ser la conducta de los amigos de la libertad cuando se
encuentran en la miserable alternativa o de traicionar a la patria o
de ser tratados como tiranos, como opresores, como hombres injus-
tos y ávidos de sangre, si tienen el coraje de cumplir sus deberes y
la tarea que les impone la Convención, así como preferir la inocen-
cia oprimida frente a la horda de canallas que conspiran contra la
libertad? Traicionad a la patria de forma artera y los enemigos del
pueblo correrán pronto en vuestra ayuda. Defended la causa de la
justicia y no podréis decir ni una palabra sin ser motejados como
tirano y déspota, no podréis invocar a la opinión pública sin ser
designado como un dictador. Aquellos que defienden valientemen-
te a la patria están expuestos del mismo modo en que lo estaban en
tiempos de Brissot; pero yo prefiero, antes que el momento actual,
aquel en que fui denunciado por Louvet', si atenemos a mi satis-
facción personal; los enemigos de los patriotas eran, entonces,
menos pérfidos y menos atroces que ahora.
La acusación de Louvet ha sido renovada ahora en un acta encon-
trada entre los papeles del secretario de Camille Desmoulins, amigo
del conspirador Danton; esta acta estuvo a punto de aparecer cuan-
do el comité de seguridad general, lo descubrió y lo mandó al Comi-
té de salvación pública. Los conjurados citan allí todo lo que ha pasa-
do en la revolución en apoyo de su denuncia contra un pretendido
sistema de dictadura. Al examinar lo absurdo de la denuncia, sería
inútil hablar; denuncias tan groseras no pueden seducir a los ciuda-
danos, pero se verá que estaban preparadas como un manifiesto que
debía preceder de un golpe de mano contra los patriotas. ¡Qué diréis
si os informo que estas atrocidades no han parecido indignantes a
hombres revestidos de un carácter sagrado, si entre nuestros colegas
mismos se ha encontrado quienes las han difundido!

Robespierre, tras haber hecho observar que todas las calumnias de los

3. Ver la respuesta de Robespierre a Louvet, 5 de noviembre de 1792.

283
tiranos y de sus estipendiados pueden echar una especie de desánimo en
el espíritu de los patriotas, declara que está indecisofi-entea la conduc-
ta que debe mantener en estas circunstancias; invoca la virtud de la
Convención nacional, virtud que da la fuerza de resistencia y la obli-
gación de dejar de lado los intereses del amor propio y permite no dejar-
se conmover por los esfuerzos redoblados de los calumniadores. También
invoca el patriotismo y la firmeza de los miembros de los Comités de
salvación pública y de seguridad general, asi como la virtud de los ciu-
dadanos dedicados a los intereses de la República; manifiesta que no
serán los elogios y los aplausos lo que salvará la libertad, si no una vigi-
lancia infatigable; asi pues, invita a los buenos ciudadanos a observar
y a desvelar las intrigas extranjeras.

Cuando las circunstancias se desarrollen —continúa— me expli-


caré más ampliamente; hoy ya he dicho bastante para aquellos que
oigan; nunca nadie podrá impedirme explicar la verdad en el seno
de la representación nacional y de los republicanos. Los tiranos y
sus lacayos no pueden hacer fracasar mi coraje: que se repartan libe-
los contra mí, continuaré siendo el mismo y defenderé la libertad y
la igualdad con el mismo ardor; si se me forzase a renunciar a una
parte de las funciones de las que estoy encargado, me quedaría aún
mi cualidad de representante del pueblo y haría una guerra a muer-
te contra los tiranos y los conspiradores.

284
REFERENCIAS DE LOS TEXTOS

Contra el régimen censitario Journal Logographique, t. 13 de mayo


Archivesparlementaires, t. 9, pp. 469-470. de 1791,t. 2 5 , p . 483.

Sobre el derecho de voto de los come- Por un espacio público democrático:


diantes y los judíos Sobre el derecho de petición. Le Mo-
Archives parlementaires, t. 10, pp. 754-8 niteur, n° 131, p- 539 y Journal des
étatsgéneraux, t. 25, p. 352 ; sobre la
Poder local, poder central libertad de prensa, Journal Logograp-
Le Point du Jour, n° 616, p. 248. hique, t. 32, p. 173; sobre los dere-
chos de las sociedades y de los clubs,
Contra la ley marcial Journal Logographique, t. 35, p. 42 y
Assemblée nationale et Commune de Gazette nationale ou Le Moniteur uni-
París, n° 79 y artículo del diario de versel, n° 275, p. 1149.
Robespierre Lettres aux Frangais, n° 9,
reed. en Robespierre, Oeuvres Comple- Sobre la guerra
tes, t. 5> p. 3 4 1 . Impreso por orden de la Sociedad de
los Jacobinos, 1792.
Contra la extensión de la ley marcial
Les Révolutions de France et de Brabant, Respuesta a la acusación de Jean-Bap-
n° 15, p. 62. tiste Louvet
Impreso por orden de la Convención,
Sobre la organización de las guardias Imprimerie Nationale, 1792. El Club
nacionales de los Jacobinos dedició también la im-
Société des Amis de la Constitution, presión, París, Duplaix, 1792.
París, Buisson, 1790.
Sobre las subsistencias y el derecho a la
El marco de plata existencia
Publicado por orden de la Asamblea Impreso por orden de la Convención
constituyente, París, Imprimerie natio- nacional, Imprimerie nationale, 1792.
nale, sin fecha.
Sobre el proceso del rey
Proyecto de confederación entre Fran- Impreso por orden de la Convención,
cia y Córcega Imprimerie nationale, 1792.
Bibliotheque Nationale, Lb29 3326.
Sobre la pena de muerte
Contra la constitucionali/ación de la Journal Logographique, t. 26, p. 496 y
esclavitud en las colonias Le Moniteur, n° 25, p. 125

285
Preparar la revolución del 31 de mayo- mité de salud pública en gobierno pro-
2 de junio de 1793 visional
Journal des débats et de la. correspondan- Le Moniteur, n° 215.
ce de la Société séante aux Jacobins, n°
388, p. 3. La sabiduría de las leyes terribles
Journal des Jacobins, n° 490, p. 1.
Hacia el Máximum
Lettres aux Frangais, n° 9, 6 de abril de Sobre los principios del gobierno revo-
1793, rúbrica "Sobre los disturbios de Pa- lucionario
rís", reed., Oeuvres Completes, t. 5, p. 344. Impreso por orden de la Convención,
París, Imprimerie nationale, sin fecha.
Por la subordinación del ejecutivo al
legislativo Sobre los principios de moral política
Le Moniteur, t. 16, p. 125. que deben guiar la Convención nacio-
nal en la administración interior de la
Impedir la guerra civil República
Impreso por orden de la Convención, Impreso por orden de la Convención,
reproducido en Archives Parlementai- París, Imprimerie nationale, sin fecha.
res, t. 62, n° 37.
Sobre las maniobras contrarevolucio-
Proyecto de Declaración de los dere- narias y por la libertad de cultos
chos del hombre y del ciudadano Journal des Débats et Décrets, n° 444.
Impreso por orden de la Convención,
Imprimerie nationale, 1793. Decreto sobre el Ser supremo
Impreso por orden de la Convención,
Sobre la Constitución París, Imprimerie nationale, sin fecha.
Impreso por orden de la Sociedad de
los Jacobinos, reed., París, 1831. Contra los comportamientos inquisi-
toriales
Sobre el deber de insurrección Journal de la Montagne, t. 3. p. 180.
Le Point du Jour, r. 3, n° 6 1 , p. 247.
Sobre las intrigas y las calumnias que
Sobre el Maxinuim dividen la Convención
Le Moniteur, t. 17, p. 365- Journal de la Montagne, n° 68, pp.
Contra la proposii ion de erigir el Co- 553-555.

286
REFERENCIAS CRONOLÓGICAS

1758. Nacimiento de Robespierre en Arras el 6 de mayo,


1769-1781. Estudios, de los 12 a los 23 años, en París, como becario
en el colegio Luis el Grande y posteriormente en la Facultad de
Derecho. Nombrado abogado en el Parlamento de París.
1781. Vuelve a Arras, donde ejerce como abogado y también como
juez a partir de 1783.
1783. Elegido miembro de la Academia de Arras en la que presenta su
Memoria sobre los bastardos en 1785-
1786. Entra en la Sociedad literaria de los Rosati y es elegido director
de la Academia de Arras.

Convocatoria de los Estados generales


Agosto de 1788. Robespierre publica yl la nación artesiana.

1789
Abril. Publica Los enemigos de la patria desenmascarados por el relato de
lo que ha pasado en las asambleas del Tercer estado de la ciudad de
Arras.
26 de abril. Es uno de los ocho diputados del tercer estado de Artois
elegidos para trasladarse a Versalles. Tiene 30 años.
5 de mayo. Apertura de los Estados generales en Versalles.
Junio. Robespierre es miembro del Comité bretón.
20 de junio. Juramento del Juego de Pelota.
9 de julio. La Asamblea se proclama Asamblea nacional constituyen-
te. La soberanía es transferida del rey a la nación.

La Asamblea constituyente
Julio. La insurrección popular transforma la revolución jurídica en re-
volución. El Gran Miedo, un levantamiento campesino inmenso, se
acompaña de una revolución municipal. La gran institución cic l;i

287
monarquía se hunde en pocas semanas.
14 de julio. Los ciudadanos de París se arman y toman la Bastilla.
15 de julio. Bailly es elegido alcalde de París. La Fayette elegido
comandante de la guardia nacional de París el día siguiente.
"Noche del 4 de agosto". La Asamblea suprime las órdenes, los privi-
legios, el principio del régimen feudal (pero no su realidad) y se
compromete a dar una declaración de derechos.
26 de agosto. Voto del principio de la libertad ilimitada del comercio
de granos.
5-6 de octubre. El pueblo de París acompaña al rey y a la Asamblea a
París.
Octubre. El Comité bretón se convierte en la Sociedad de los Amigos de
la Constitución, encuentra un local en el convento de los Jacobinos, en
la calle Saint-Honoré, de donde procede su apodo de club de los Jaco-
binos. Robespierre vive en en número 30 de la calle de Saintonge.
21 de octubre. Votación de la ley marcial en relación a los "disturbios
por las subsistencias".
2 de noviembre. Nacionalización de los bienes del clero.
Diciembre de 1789-febrero de 1790. Segundo levantamiento campe-
sino. Los campesinos, no habiendo obtenido la abolición del régi-
men feudal, reemprenden su movimiento armado.

1790
2.\ tic febrero. La Asamblea extiende la ley marcial a los levantamien-
tos campesinos.
15 de marzo. Decreto de aplicación de remisión de los derechos feudales.
22 de mayo. La Asamblea renuncia a toda guerra de conquista.
Octubre de 1790-febrero de 1791. Tercer levantamiento campesino.
Diciembre. Robespierre inventa la divisa "Libertad, Igualdad, Frater-
nidad".
24 de diciembre. Protestantes y comediantes reciben los derechos de
ciudadanía.

1791
3 de enero. Votación de la Constitución civil del clero.
28 de enero. Los judíos del sur de Francia, pero no los de Alsacia, reci-
ben los derechos de ciudadanía.

288
Marzo. El Papa condena la Declaración de derechos y la Constitución
civil del clero.
13 de mayo. La Asamblea constitucionaliza la esclavitud en las colo-
nias.
14 de junio. La ley Le Chapelier extiende la ley marcial a las huelgas
y coaliciones de obreros y prohibe las peticiones colectivas.
16 de junio. Escisión en los Jacobinos, formación del club de los Feui-
llants, calificados peyorativamente de "monárquicos".
Junio-Septiembre. Robespierre aglutina la Sociedad de los Amigos de
la Constitución en torno a la defensa de los principios de la Decla-
ración de derechos.
20-21 de junio. Huida del rey, quien es arrestado en Varennes y obli-
gado a volver a París.
17 de julio. Manifestación en París contra la monarquía. Bailly y La
Fayette aplican la ley marcial. Represión del movimiento democrá-
tico. Robespierre halla refugio en casa de los Duplay, en el 366 de la
calle Saint-Honoré, donde seguirá viviendo hasta su ejecución.
Verano de 1791. Cuarto levantamiento campesino.
Noche del 22 al 23 de agosto. Insurrección de los esclavos de Santo
Domingo.
3-24 de septiembre. Votación de la Constitución censitaria, esclavis-
ta y racista de 1791.
25 de septiembre. Barnave, Goupil, los Lameth, quienes defienden el
mantenimiento de la esclavitud y de los prejuicios de color, son
excluidos de los jacobinos.
30 de septiembre. Robespierre, Pétion, Grégoire reciben del pueblo
una corona cívica por haber defendido los derechos y la causa del
pueblo.

La Asamblea legislativa
1° de octubre. La nueva asamblea elegida por sufragio censitario se
reúne.
Septiembre-octubre. Elección de todas las autoridades constituidas
(departamentos, distritos, cantones, comunas) mediante el sufragio
censitario. Viaje triunfal de Robespierre a Arras en octubre.
Octubre de 1791-agosto de 1792. Debate sobre la guerra. Billaud-
Varenne, Marat, Robespierre denuncian el proyecto belicista de la

289
Corte y el de la conquista de Europa defendido por Brissot.
9 de noviembre. Nacionalización de los bienes de los emigrados. Son
considerados emigrados quienes no vuelvan a Francia en un plazo de
dos meses.
13 de noviembre. Los judíos de Alsacia reciben los derechos de ciu-
dadanía.

1792
Primavera. Quinto levantamiento campesino.
4 de abril. Los hombres libres de color en las colonias reciben los dere-
chos de ciudadanía.
20 de abríL El ministerio "brissotino", nombrado el 15 de marzo,
declara la guerra a Austria y al Sacro Imperio romano germánico.
Mayo-agosto. Robespierre publica su diario Le Défenseur de la Consti-
tution, llamamiento a la deposición del rey y a la elección de una
convención mediante el sufragio universal.
12 de junio. Destitución del ministerio "brissotino", vuelta de los
FeulUants, los "monárquicos".
6 de julio. El ejército prusiano ocupa el norte de Francia.
11 de julio. La Asamblea declara la Patria en peligro.
Julio. Los Federados, voluntarios, convergen hacia París y reclaman la
deposición del rey. Motines de soldados contra los generales traido-
res.
25 de julio. El Manifiesto de Brunswick, conocido el día 28, amena-
za a París con una represión ejemplar.
9 de agosto. La Comuna insurreccional se instala en el Ayuntamien-
to.

Revolución del 10 de agosto dirigida por los Federados y los sans-


culottes parisinos
10 de agosto. Robespierre es elegido miembro de la Comuna insu-
rreccional.
13 de agosto. La Comuna data sus actos como año I de la Igualdad.
14 de agosto. La Fayette intenta sublevar sus tropas contra París, fra-
casa y emigra,
17 de agosto. Creación de un tribunal extraordinario para juzgar a los
adversarios del Diez de agosto.

290
22 de agosto. La Comuna reemplaza en su correspondencia Señor por
Ciudadano.
25-28 de agosto. Legislación agraria que declara abolidos gratuita-
mente los derechos feudales, los bienes comunales propiedad de las
comunas, pero sin decreto de aplicación.
Agosto-octubre. Sexto levantamiento campesino.
2-6 de septiembre. Masacres en las prisiones de París y en las provin-
cias.
Septiembre. Elección de la Convención y de todas las autoridades
constituidas mediante el sufragio universal.
20 de septiembre. Victoria de Valmy. Ley laicizando el estado civil e
instaurando el divorcio.

21 de septiembre, reunión de la Convención. Primera República

La Convención girondina
Septiembre. Inicio de la campaña de calumnias llevada a cabo por los
girondinos contra la diputación de París. El club de los Jacobinos
cambia de nombre y se convierte en la Sociedad de Amigos de la Li-
bertad y de la Igualdad.
Septiembre-abril de 1793. Robespierre publica Lettres h ses commet-
tants.
Octubre. Los girondinos abandonan el club de los Jacobinos.
Octubre-noviembre. Las tropas francesas ocupan Saboya, Niza,
Maguncia y después Bélgica.
20 de noviembre. Descubrimiento de los papeles secretos del rey en
"el armario de hierro", probando su traición.
8 de diciembre. La Convención prorroga la libertad ilimitada de
comercio y la ley marcial.
11 de diciembre. Inicio del "proceso al rey".
15 de diciembre. La Convención decide la anexión de los territorios
ocupados, escogiendo llevar a cabo una política de conquista a la
que Robespierre y los Jacobinos se oponen.

1793
20 de enero. Asesinato de Le Peletier, mártir de la libertad.
21 de enero. Ejecución de Luis XVI en la plaza de la Revolución.

291
1° de febrero. La Convención declara la guerra a Inglaterra y Holan-
da.
11 de febrero. Elección de Pache como alcalde de París. La Comuna
se encarga de las subsistencias.
Febrero-marzo. Disturbios de tasación en París.
7 de marzo. La Convención declara la guerra a España.
10 de marzo. La Convención crea el Tribunal revolucionario.
11 de marzo. Inicio del levantamiento en la Vendée.
Marzo. La traición de Dumouriez es descubierta. La guerra de con-
quista se convierte en una debacle.
3 de abril. Robespierre se declara personalmente en insurrección y
lanza las consignas de salud pública: proteger la Convención reti-
rando los diputados que hayan perdido la confianza del pueblo.
6 de abril. La Convención crea el Comité de Salud Pública.
13-23 de abril. Marat es juzgado y absuelto por el Tribunal revolucio-
nario.
4 de mayo. Máximo departamental de los precios de los granos y de
las harinas.
30 de mayo. Leva de un ejército revolucionario en París bajo el mando
de Hanriot.

Revolución del 31 de mayo-2 de junio


32 diputados y ministros girondinos pierden su función y se les con-
dena a arresto domiciliario: la mayor parte han huido y alimentan la
revuelta federalista aliada con los realistas.

Convención de la Montaña
3 de junio. La Sociedad de los ciudadanos de color para la abolición
de la esclavitud en las colonias se adhiere al club de los Jacobinos,
que jura liberar a los negros (Robespierre se encuentra presente).
4 de junio. Esta misma Sociedad es recibida en la Convención.
10 de junio-17 de julio. Decretos de aplicación de la legislación agra-
ria (abolición gratuita de los derechos feudales, los comunales reco-
nocidos como propiedad de las comunas).
23 de junio. Abolición de la ley marcial y de la ley Le Chapelier.
23-24 de junio. La Convención vota la constitución que será ratifica-
da por los ciudadanos en agosto. El artículo 61 instaura la era repu-

292
blicana a partir del 22 de septiembre de 1792, el año I de la República.
1° de julio. Hanriot es elegido comandante de la guardia nacional de
París.
13 de julio. Asesinato de Marat, el Amigo del Pueblo.
27 de julio. Robespierre es elegido para el Comité de salud pública.
28 de julio. La República se encuentra asediada, el ejército austríaco
ocupa el norte de Francia y restablece el antiguo régimen.
10 de agosto. Gran fiesta de la Unidad en toda la República.
23 de agosto. Se decreta la leva en masa (para los hombre entre los 18
y los 25 años).
29 de agosto. Abolición de la esclavitud en Santo Domingo. Elección
de una diputación para la Convención.
La marina inglesa desembarca en septiembre para impedir la aboli-
ción.

Revolución del 4 y 5 de septiembre


13 de septiembre. Decreto que reserva bonos de 500 libras para los
indigentes para comprar bienes nacionales.
17 de septiembre. Ley sobre los sospechosos.
29 de septiembre. Decreto sobre el Máximum general reajustando
salarios y precios.
Septiembre-diciembre. Las victorias militares consiguen detener la
guerra civil y hacen retroceder al enemigo en la mayor parte de las
fronteras.
5 de octubre. Adopción del calendario revolucionario.
10 de octubre. Decreto estableciendo el principio del gobierno revo-
lucionario presentado por Saint-Just.
16 de octubre. Ejecución de María Antonieta.
24-31 de octubre. Proceso y ejecución de los girondinos que partici-
paron en la revuelta federalista.
26 de octubre. La Convención decide la división de las herencias entre
todos los herederos, incluyendo los hijos naturales.
Noviembre. Inicio de la legislación contra la libertad de cultos.
28 brumario - 18 de noviembre. Decreto sobre el funcionamiento
del gobierno revolucionario, presentado por Billaud-Varenne.
2 frimario — 22 de noviembre. La Convención decide la venta de los
bienes nacionales en pequeños lotes.

^<)3
29 frimario — 19 de diciembre. La Convención instituye la escuela
primaria gratuita y obligatoria.
15 frimario - 5 de diciembre. Inicio de la campaña de los Indulgen-
tes dirigida por Danton y Desmoulins.

1794
16 lluvioso — 4 de febrero. La diputación de Santo Domingo es reci-
bida en la Convención, que extiende la abolición de la esclavitud a
todas las colonias francesas.
Febrero. Campaña de los Cordeleros dirigida por Hebert contra el
"moderantismo" y los Indulgentes.
8-13 ventoso - 26 febrero-3 de marzo. "Decretos de ventoso" pre-
sentados por Saint-Just, consistentes en acelerar el juicio de los sos-
pechosos y distribuir sus bienes entre los indigentes.
24 ventoso - 4 germinal - 14-24 de marzo. Proceso y ejecución de los
Cordeleros.
10-16 germinal - 30 de marzo-5 de abril. Proceso y ejecución de los
Indulgentes.
12 germinal - 1 de abril. Decreto reorganizando los ministerios en
comisiones ejecutivas.
26 germinal - 15 de abril. Decreto reorganizando el Tribunal revolu-
cionario, presentado por Saint-Just.
1° florea! - 20 de abril. Decreto sobre la república democrática, pre-
sentado por Billaud-Varenne.
18 floreal - 7 de mayo. Decreto "sobre las relaciones entre las ideas
religiosas y morales con los principios revolucionarios y sobre las
fiestas nacionales", presentado por Robespierre.
22 floreal - 11 de mayo. Decreto sobre "el medio de extirpar la men-
dicidad y sobre los socorros públicos", presentado por Barére.
Junio. Abolición de la esclavitud en Guadalupe y en la Guyana.
20 pradial - 8 de junio. Fiesta del Ser supremo.
22 pradial - 10 de junio. Decreto para reorganizar el Tribunal revo-
lucionario, presentado por Couthon.
Del 25 pradial-13 de junio al 8 de termidor-26 de julio. Robespierre
se retira de la Convención.
Del 9 pradial - 21 de junio al 8 de termidor. Robespierre interviene
doce veces en el club de los Jacobinos.

294
8 mesidor - 26 de junio. Victoria decisiva de Fleurus que divide a la
Convención entre los partidarios de la paz y los partidarios de una
nueva guerra de conquista. Robespierre denuncia el peligro del cesa-
rismo.
2 termidor - 20 de julio. Carnot lanza La Soirée du Camp, diario des-
tinado a los soldados, para preparar los espíritus para la guerra de
conquista.
8 termidor. Discurso de Robespierre en la Convención.
9 termidor - 27 de julio. En la Convención, Robespierre no puede
obtener la palabra. Es arrestado, pero sus guardias lo liberan y lo lle-
van a la Comuna. Intento de insurrección de la Comuna, que fraca-
sa durante la noche. Los "robespierristas" se declaran fuera de la ley
por la Convención.

Convención termidoriana
10-12 termidor — 27-29 de julio. Ejecución sin proceso de 105
"robespierristas" colocados fuera de la ley.
13 termidor — 31 de julio. El Comité de Salud Pública es renovado.
Las instituciones del gobierno revolucionario y del Tribunal revolu-
cionario se mantienen.
14 fructidor - 31 de agosto. La municipalidad de París es suprimida
así como todas las instituciones democráticas de las secciones.
22 brumario - 12 de noviembre. Cierre del club de los Jacobinos.
27 brumario — 17 de noviembre. Informe de Lakanal sobre la ense-
ñanza primaria que suprime la gratuidad y la obligación de la esco-
larización.
Diciembre. Bélgica, Renania y Holanda son ocupadas militarmente.
4 nivoso — 24 de diciembre. Supresión del Máximo general y resta-
blecimiento de la libertad ilimitada del comercio de subsistencias.
5 fructidor del año III - 22 de agosto de 1795. Golpe de estado par-
lamentario que remplaza la Constitución legal de 1793 con un
nuevo texto que establece un sufragio censitario. Según Boissy d'An-
glas, su relator: "un país gobernado por los propietarios se encuen-
tra dentro del orden social."

295
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

Obras de Robespierre la edición de un "Carnet de Robespie-


Publicadas por iniciativa de la Socie- rre"; Girondins et Montagnards, París,
dad de Estudios Robespierristas, fun- 1930, reed. En Éditions de la Passion,
dada por Albert Mathiez (1874-1932) 1988; "Robespierre, l'histoire et la lé-
gende", 1931, reed. en A H R E 1977,
Robespierre, Oeuvres, par E. Deprez, E. n ' ' 2 2 7 , p. 5 1 .
Lesueur, G. Michon, G. Laurent, M.
Bouloiseau, G. Lefebvre, A. Soboul, Georges Michon, Robespierre et la
París, 10 vol. 1958-1967, reed. por la Guerre révolutionnaire, 1791-1792,
Société des Etudes Robespierristes, París. París, Marcel Riviére, 1937.

Robespierre, A la Nation artésienne, Albert Soboul (ed.), Actes du Colloque


febrero de 1789, reed. por los Amis de Robespierre (Viena, 1965), París,
Robespierre para el Bicentenario de la Société des Etudes Robespierristes,
Revolución, Maison des Sociétés, Arras. 1967.

Textos escogidos Jean-Pierre Jessenne (ed.), Robespierre.


Jean Poperen, Robespierre, textes choisis, De la Nation artésienne a la République et
París, Éditions Sociales, 3 vol., 1974. aux Nations, (Colloque d'Arras, 1993),
Presses universitaires de Lille, 1994.
Claude Mazauric, Robespierre. Ecrits.
París, Messidor, 1989- Fran9oise Brunel, Thermidor La chute
de Robespierre, Bruxelles, Éditions
Estudios Complexe, 1989.
P. Buonarroti, La Conspiration pour
l'Egalité dite de Babeuf, 1828, reed. por Florence Gauthier, "De Mably á Ro-
G. Lefebvre, París, Éditions Sociales, bespierre. De la critique de Téconomi-
1957, 2. vol. que á la critique du politique", en La
Guerre du ble au XVILl siécle, París,
Hay que remitirse a los artículos de A. Éditions de la Passion, 1988; "La Ré-
Mathiez, fundador de la revista Anuales volution fran^aise et le probléme colo-
Historiques de la Révolution Frangaise. nial: le cas Robespierre", AHRF, 1992,
n° 288, pp. 169-192.
A. Mathiez, Autour de Robespierre,
París, Payot, 1925; Etudes sur Robespie- Patrice Gueniffey, "Robespierre", en E
rre, artículos reeditados en Éditions Furet, M. Ozouf (ed.), Dictionnaire
Sociales, 1973, en el que se encuentra critique de la Révolution frangaise, París,

297
Flammarion, 1988; "Innéraire d'un ty- Pauvres!, París, Arléa, 1989.
ran", en L'Histoire., mayo 1994, pp. 36- Georges Labica, Robespierre. Une poli-
47. Crítica de F. Gauthier, Robespierre in- tique de la philosophie, París, PUF,
venteur des droits de l'homme et du citoyen .1990.
de son temps. Arras, ARBR, 1994.
Ficción
Biografías políticas J.P. Domecq, Robespierre, derniers
Ernest Hamel, Histoire de Robespierre, temps, París, Seuil, 1984.
1867, reed. París, Ledrappier, 1987, 2 t.
Teatro
Georges Lizerand, Robespierre, París, Jean Jourdheuil, Maximilien Robespie-
Fustier, 1937. rre, tragédie-réverie, París, 1978.

Jean Massin, Robespierre, París, Le Club André Benedetto, Thermidor terminus,


Frangais du Livre, 1956, reed. 1970. Théatre des Carmes, Avignon, 1989.

Marc Bouloiseau, Robespierre, París, Kateb Yacine, Robespierre, 1990.


PUF, 1956.
Gilíes Aillaud, Robespierre, puesta en
Henri Guillemin, Robespierre. Politique et escena de J. Jourdheuil, Théatre des
mystique, París, Le Seuil, 1987; Siknceaux Amandiers, Nanterre, 1994.

298
ÍNDICE

Introducción

I. AFIRMAR LOS PRINCIPIOS DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO

Contra el régimen censatario 23


Sobre el derecho de voto de los comediantes y los judíos 27
Poder local, poder central 31
Contra la ley marcial 33
Contra la extensión de la ley marcial 37
Sobre la organización de las guardias nacionales 41
El marco de plata 66
Proyecto de confederación entre Francia y Córcega 84
Contra la constitucionalización de la esclavitud en las
colonias 86
Por un espacio público democrático 89

II. NO CEDER ANTE LOS CONTRARREVOLUCIONARIOS Y


LOS FALSOS PATRIOTAS: EL ACANTILADO DE LOS DERECHOS
DEL HOMBRE

Sobre la guerra 107

299
Respuesta a la acusación de Jean-Baptiste Louvet 131
Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia 154
Sobre el proceso al rey 164
Sobre la pena de muerte 176
Preparar la Revolución de 31 de mayo-2 de junio de 1793 184
Hacia el Máximum 187
Por la subordinación de ejecutivo al legislativo 189
Impedir la guerra civil 190
Proyecto de Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, 194
Sobre la Constitución 203
Sobre el deber de Insurreción 220

III. IMPEDIR A UN PUEBLO RECUPERAR SUS DERECHOS


Y DARSE UNA CONSTITUCIÓN DE SU ELECCIÓN ES UN
CRIMEN DE LESA HUMANIDAD

Sobre el Máximum 225


Contra la proposición de erigir el Comité de salvación
piii)lica en gobierno provisional 226
i .1 s^blciiiría de unas leyes terribles 228
Sobre los principios de moral política que deben guiar a la
Convención nacional en la administración interior de
la República 243
Sobre las maniobras contrarrevolucionarias y por
la libertad de cultos 265
Decreto sobre el Ser supremo 271
Contra los comportamientos inquisitoriales 276
Sobre las intrigas y las calumnias que dividen a la Convención 278

Referencias de los textos 285


Referencias cronológicas 287
Bibliografía sumaria 297

300

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