Pedro Antonio de Alarcon - Las Dos Glorias

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Las Dos Glorias

Pedro Antonio de Alarcón

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Texto núm. 5967

Título: Las Dos Glorias


Autor: Pedro Antonio de Alarcón
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 3 de diciembre de 2020
Fecha de modificación: 3 de diciembre de 2020

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Las Dos Glorias
Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba
recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados
discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no
designa la tradición.

Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y


desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal
gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro
medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una
exclamación de asombro.

Sus discípulos le rodearon al momento,] preguntándole:

—¿Qué habéis encontrado, maestro?

—¡Mirad!—dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que


tenía delante.

Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del Descendimiento.

Representaba aquel cuadro la Muerte de un religioso.— Era éste muy


joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido
eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los
ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y
estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre.

En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar
colgado cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para
morir con más humildad sobre la dura tierra.

Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven hermosa, tendida


en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras.... Nadie
hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin
comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor

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desgraciado, una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido
eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos
ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo.

Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de


primer orden.

—Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra?—preguntaron a


Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro.

—En este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro);


pero hace muy pocos meses que ha sido borrado.—En cuanto a la pintura,
no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte.

—Pero el autor....

—El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velazquez, Zurbarán,
Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy.... Pero Velazquez
no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la
manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera:
aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no
pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no
conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás
obras suyas.—Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya
muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna
escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro
que se le acercara en mérito.... Ésta es una obra de pura inspiración, un
asunto propio, un reflejo del alma, un pedazo de la vida.... Pero.... ¡Qué
idea!—¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro?—¡Pues lo ha pintado
ese mismo muerto que veis en él!

—¡Eh! Maestro.... ¡Vos os burláis! —No: yo me entiendo....

—Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?

—¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su


muerte!—Además, vosotros sabéis que profesar de veras en ciertas
Órdenes religiosas es morir.

—¡Ah! ¿Creéis vos?...

—Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del

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cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo
que, cuando ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente
para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de
su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona),
representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales....

—¿De modo que puede vivir todavía?...

—¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su
espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea
ahora un viejo muy gordo y muy alegre....—Por todo lo cual ¡hay que
buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más
obras....—Seguidme.

Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le


preguntó con su desenfado habitual:

—¿Queréis decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey?

El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y


respondió con voz humilde y quebrantada:

—¿Qué me queréis?—Yo soy el Prior.

—Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó


Rubens). ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro?

—¿De ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le


contestase que no me acuerdo? —¿Cómo? ¿Lo sabíais, y habéis podido
olvidarlo?

—Sí, hijo mío, lo he olvidado completamente.

—Pues, padre ... (dijo Rubens en són de burla procaz), ¡tenéis muy mala
memoria!

El Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.

—¡Vengo en nombre del Rey!—gritó el soberbio y mimado flamenco.

—¿Qué más queréis, hermano mío?—murmuró el fraile, levantando


lentamente la cabeza.

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—¡Compraros este cuadro!

—Ese cuadro no se vende.

—Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor....—Su Majestad


deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo..., demostrarle mi
admiración y mi cariño....

—Todo eso es también irrealizable....—Su autor no está ya en el mundo.

—¡Ha muerto!—exclamó Rubens con desesperación.

—¡El maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está
pintado por un difunto....

—¡Ha muerto!... (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha


olvidado su nombre!—¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre,
que hubiera eclipsado el mío!—Sí; el mío..., padre.... (añadió el artista con
noble orgullo.) ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!

A este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre


consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos,
verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció
súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del
extranjero con tanta veneración como sorpresa.

—¡Ah! ¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me


alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo!—Conque ... ¡vamos!
¿Me vendéis el cuadro? —¡Pedís un imposible!—respondió el Prior.

—Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No
podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?

—Me habéis comprendido mal.... (replicó el fraile.)—Os he dicho que el


autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa
precisamente que haya muerto....

—¡Oh! ¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo


conozcamos!

—¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene

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que ver con los hombres!... ¡nada!...—Os suplico, por tanto, que lo dejéis
morir en paz.

—¡Oh! (dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío!
Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para
que esa alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión
sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el
monasterio en que se oculta el grande artista, —¡Oh! ¡Cuánta gloria le
espera!

—Pero ... ¿y si la rehusa?—preguntó el Prior tímidamente.

—Si la rehusa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo


convencerá mejor que yo.

—¡El Papa!—exclamó el Prior.

—¡Sí, padre; el Papa!—repitió Rubens.

—¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase!


¡Ved por lo que no os diré a qué convento se ha refugiado!

—Pues bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió


Rubens exasperado.)—Yo me encargo de que así suceda.

—¡Oh! ¡No lo haréis! (exclamó el fraile.)—¡Haríais muy mal, señor


Rubens!—Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que
descansa.—¡Os hablo en nombre de Dios!— ¡Sí! Yo he conocido, yo he
amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas
de las pasiones y las desdichas, náufrago y agonizante, a ese grande
hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le
llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema
felicidad!...—¡La gloria!...—¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él
aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos
de las vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira
inextinguible de la caridad?—¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el
mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al poder, a la
juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá
sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y
amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas
humanas?—Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado?

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—Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad!—gritó Rubens.

—¡Eso es aspirar a ella!

—Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el


mundo?—¡Dejad que le hable, y él decidirá!

—Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un


padre; que todo esto soy para él.... ¡Lo hago en el nombre de Dios, os
vuelvo a decir!—Respetadlo..., para bien de vuestra alma.

Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo


largo del templo.

—Vámonos (dijo Rubens.) Yo sé lo que me toca hacer.

—¡Maestro! (exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior


conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al
religioso.) ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece
muchísimo al joven que se muere en este cuadro?

—¡Calla! ¡Pues es verdad!—exclamaron todos.

—Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta
la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese
religioso muerto era a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso
vivo.—Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el Padre
Prior!

Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente,


veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el
pecho poco antes de desaparecer.

—¡Él era..., sí!... (balbuceó el artista.)—¡Oh!... Vamonos.... (añadió


volviéndose a sus discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale
más que la mía!— ¡Dejémoslo morir en paz!

Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido,


salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM.
teniéndole a la mesa.

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Tres días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde
capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de
hablar otra vez con su presunto autor.

Pero el cuadro no estaba ya en su sitio.

En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un


ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio
de difuntos....

Acercóse a mirar el rostro del muerto, y vió que era el Padre Prior. —¡Gran
pintor fué!... (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido
lugar a otros sentimientos.)—¡Ahora es cuando más se parece a su obra!

Madrid, 1858.

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Pedro Antonio de Alarcón

Pedro Antonio de Alarcón y Ariza (Guadix, 10 de marzo de 1833-Madrid,


19 de julio de 1891) fue un narrador español que perteneció al movimiento
realista, en el que destacó como uno de los artífices del fin de la prosa
romántica.

Nacido en la localidad granadina de Guadix el 10 de marzo de 1833, su


nombre completo fue «Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza».
Tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las

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ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque
su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto
como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la
Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la
eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para
marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato
Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este
periódico.

Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero


como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra
narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los dieciocho años y
publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo
que se llamó la Cuerda granadina.

Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de


Granada. Allí crea un periódico satírico, El Látigo, que también dirige, de
cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria.
Era un claro heredero de su experiencia en El Eco de Occidente.

Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que no vio publicada


hasta 1855. Comenzó a escribir relatos breves de rasgos románticos muy
acusados hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo
granadino, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran
la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el
relato policial con su novela El clavo, aunque también compuso relatos de
terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los
relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un
testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La
Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874
publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional
del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor.
Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus
poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El
hijo pródigo, estrenado en 1875.

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