Nuestro Hogar Celestial
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Introducción
El Señor continúa el sermón que comenzó tras la salida de Judas. Lo más probable es
que todavía estuvieran alrededor de la mesa donde habían comido la pascua. En todo
caso el tema seguía girando sobre la afirmación que el Señor había hecho un poco antes:
“A donde yo voy, vosotros no podéis ir” (Jn 13:33). Como ya hemos visto, Pedro fue el
primero en quejarse, pero no hay duda de que también todos los demás discípulos habían
quedado perplejos. Para ese grupo de hombres que lo habían dejado todo para seguirle,
el anuncio de que él iba a un lugar a donde ellos no le podían seguir los dejaba turbados.
Además, llevaba días hablando continuamente de su muerte. ¿Cómo no iban a sentirse
decepcionados al ver que sus esperanzas mesiánicas quedaban en nada? ¿Qué
pensarían cuando unas horas después vieran a su Maestro en manos de sus enemigos
que lo llevaban a la cruz? Sin lugar a dudas se sentirían abandonados y expuestos a la
burla y a la persecución de los enemigos de Cristo.
Pero además de su partida, había otras cosas que también les agobiarían. Durante la
cena Jesús había anunciado la traición de uno de los doce, y un poco después dijo que
Pedro, un destacado apóstol, le iba a negar tres veces. Parecía que todo aquello en lo
que ellos habían confiado se estaba desmoronando por momentos. Si la devoción de sus
discípulos era tan poco fiable mientras que todavía Jesús estaba con ellos, ¿qué sería
una vez que él se hubiera ido?
El Señor vio aparecer la consternación en el rostro de sus discípulos y se dispuso a
alentarles. Es verdad que él mismo se enfrentaba en esas horas al sufrimiento
incomparable de la cruz, pero una vez más el Señor no pensaba en sí mismo sino en las
duras pruebas que esperaban a sus discípulos.
Así que, a lo largo de este capítulo encontramos una amplia serie de promesas que el
Señor hizo a sus discípulos con el fin de fortalecerles frente a los difíciles momentos que
en breve tendrían que atravesar, y que también les capacitarían para llevar a cabo la
misión que les iba a encomendar una vez que él partiera con el Padre.
Para empezar, en estos tres primeros versículos, el Señor les explica que su partida tenía
como finalidad preparar una morada para ellos en la casa de su Padre en el cielo, desde
donde iba a regresar para llevarles allí a fin de que estuvieran ya siempre con él. Un poco
más adelante les dirá también que mientras que ese momento llega, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo habían de venir a establecer su morada dentro de los corazones de sus
discípulos aquí en la tierra (Jn 14:17,23). Además, el Señor les iba a capacitar para hacer
obras mayores que las de él (Jn 14:12), les mostrará las ilimitadas posibilidades de la
oración (Jn 14:13) y les dejará su paz (Jn 14:27). Como vemos, no se trataba de huecas
frases de aliento, como las que tantas veces decimos nosotros, sino que les dio un sólido
consuelo basado en hechos concretos.
Así pues, el Señor comienza con una exhortación:
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El verbo griego que aquí se traduce por “turbar” expresa una conmoción que invade toda
la persona, una sensación de miedo, un escalofrío. En otras ocasiones este mismo verbo
se usaba para describir la agitación de un mar embravecido.
Era un hecho que los discípulos estaban turbados, pero el Señor quería llevar la calma a
sus agitados corazones, que como ya hemos dicho, en esos momentos empezaban a
encontrarse hundidos en un estado de confusión y perplejidad.
La turbación del corazón es una experiencia bien conocida por todos nosotros también.
Los motivos pueden ser muy variados: el anuncio de una enfermedad de difícil curación,
la pérdida de un familiar querido, la quiebra económica por falta de trabajo, la inquietud
que nos produce lo que amamos o lo que tememos. Como muy bien dijo el salmista, esta
vida presente es “un valle de lágrimas” (Sal 84:6).
El Señor podía animarles en esa situación porque él mismo conocía muy bien esa
sensación. El mismo verbo que encontramos aquí fue usado para expresar la conmoción
que sufrió Jesús ante la tumba de Lázaro (Jn 11:33), cuando habló de su propia muerte
(Jn 12:27), o cuando anunció durante la celebración de la última pascua la presencia de
un traidor que lo iba a entregar (Jn 13:21). Por lo tanto, el Señor estaba plenamente
capacitado para consolarlos, puesto que tenía la comprensión de quien ha sufrido lo
mismo, y la autoridad de quien había vencido las pruebas más difíciles. Así que, su
exhortación fue pronunciada con un tierno amor y una profunda comprensión de lo que
ellos estaban atravesando en esos momentos.
Ahora bien, casi en todas las ocasiones en las que nosotros sufrimos sólo pensamos en
nosotros mismos y en nuestro dolor. Eso era también lo que ocurría con los apóstoles en
aquellos momentos: sólo estaban preocupados de su situación, pero, ¿alguno de ellos fue
capaz de percibir el dolor en el rostro del Señor? No olvidemos que para que él pudiera
llegar a ofrecernos consuelo, previamente fue necesario que él pasase por la más intensa
de las agonías, la de la Cruz. Por lo tanto, Cristo se presenta aquí como el pastor que
sufre para aliviar a sus ovejas que no entienden nada de lo que a él le está ocurriendo.
Aunque nosotros, que ahora somos creyentes, deberíamos ser capaces de valorar y
agradecer lo que él pasó para podernos traer alivio y paz.
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En todo caso, independientemente de cómo traduzcamos estos verbos, queda claro que
somos exhortados a creer por igual en el Padre como en el Hijo. Y con esto llegamos a
uno de los temas principales del evangelio de Juan. No es posible creer correctamente en
Dios sin creer del mismo modo en Cristo. Cualquier creencia genuina en Dios conducirá a
la fe en el Hijo. Si creemos en el Padre, como consecuencia lógica también creeremos en
el Hijo a quien él envió. Notemos que en un momento nos va a decir que Jesús es el
único camino auténtico para llegar al Padre (Jn 14:6), por lo tanto, es imposible tener al
Padre si no se llega a él a través del Hijo.
Pero pensemos por un momento en lo que esto implicaba para aquellos primeros
discípulos: lo que ahora se les estaba pidiendo es que creyeran en el Hijo de la misma
forma en que creían en Dios. Ellos no tendrían ninguna dificultad en creer en Dios como
aquel que había obrado durante siglos en la historia de su pueblo, pero creer que Jesús
era uno con el Padre en ese sentido esencial del que aquí se nos está hablando, era algo
que necesariamente les tendría que resultar difícil, sobre todo en las próximas horas
cuando le vieran colgado en una cruz ante las miradas burlonas de los judíos. Tener una
fe de ese tipo en Jesús en medio de esas circunstancias no era cualquier cosa.
En todo caso, la implicación clara de este mandamiento de Jesús a sus discípulos es que
él es Dios. Tanto aquí, como en el resto del evangelio, Jesús se ha presentado ofreciendo
un conocimiento exacto de cómo es Dios y del camino para llegar a él. También ha
defendido una y otra vez que él había sido enviado por el Padre con una misión divina y
que mantenía con él una comunión profunda e íntima. Con todo ello estaba reivindicando
lo que aquí dice con total claridad: que él es uno con el Padre en esencia. Si él no fuera
verdadero Dios con el Padre, exigir que los hombres depositen en él su fe como lo hacen
en el Padre, sería una blasfemia insoportable, un llamamiento a la idolatría.
Por otro lado, lo que les estaba diciendo era que si querían vencer el estado de turbación
en el que se encontraban, tendrían que crecer en su fe. Es verdad que la fe más débil es
capaz de unir al hombre con Dios de modo que pueda salvarse, pero sólo una fe madura
está preparada para vencer las pruebas y producir la paz. Por eso el Señor quería que
crecieran en la relación que hasta ese momento habían tenido con él.
Uno de los aspectos más importante en los que su fe debía madurar tenía que ver con la
forma en la que se relacionaban con él. Hasta ese momento Jesús había estado a su lado
de una manera visible y física, pero a partir de los acontecimientos que en unas horas se
iban a desencadenar, tendrían que empezar a creer en él como hasta ahora habían creído
en Dios; sin verle. Su fe tendría que madurar para llegar a cubrir el abismo entre lo visible
y lo invisible.
Finalmente los discípulos superaron esa prueba, de tal manera que el mismo apóstol
Pedro escribió a los creyentes que atravesaban duras pruebas para exhortarles con los
mismos principios que encontramos aquí:
(1 P 1:6-9) “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si
es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a
prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se
prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado
Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo
veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que
es la salvación de vuestras almas.”
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“En la casa de mi Padre muchas moradas hay”
(Jn 14:2) “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo
hubiera dicho; voy pues, a preparar lugar para vosotros.”
A continuación el Señor les hizo una promesa con la que nuevamente sorprendería a sus
discípulos. Era evidente que ellos estaban esperando que Cristo estableciera su Reino en
este mundo de manera inmediata, sin embargo, lo que les anunció fue que él se disponía
a partir para preparar un lugar para ellos en la casa de su Padre en el cielo. Con esto
quedaba claro que por el momento no iba a establecer un Reino terrenal en este mundo
tal como ellos estaban esperando. Por el contrario, el Señor dirigió sus miradas hacia el
cielo, en donde finalmente se reunirían con él. Por supuesto, esto no anulaba la promesa
de un Reino terrenal que tantas veces había sido expuesta en el Antiguo Testamento,
pero sí que lo colocaba en un orden diferente al que ellos esperaban.
En todo caso, quedaba claro que a partir de este momento ellos se estaban convirtiendo
en peregrinos en este mundo, personas que no tenían un lugar permanente aquí, sino que
se dirigían hacia una meta más allá. Y es importante que cada uno de nosotros, quienes
también hemos sido llamados a ser peregrinos en este mundo, no dejemos de mirar hacia
delante a ese mismo destino final del que el Señor habló, porque de otro modo, fácilmente
nos desalentaremos en los momentos difíciles del camino.
En este sentido ellos volvían a tomar el papel del pueblo de Israel en sus años de
peregrinaje por el desierto con Moisés, cuando se dirigían a la Tierra Prometida. Es
interesante notar cierto paralelismo entre lo que ocurrió en aquella época con lo que el
Señor dice aquí. Mientras Israel se encontraba en el desierto, Dios les prometió que su
presencia les acompañaría a través de todo el camino, y también les aseguró que él iba
delante de ellos a prepararles una herencia en la que fluía leche y miel (Ex 3:7-8). Y
ahora es el Señor Jesús quien hace a sus atribulados discípulos una promesa parecida,
aunque mucho mayor. Él iba a partir delante de ellos para preparar moradas para ellos.
Ahora bien, ¿en qué consistía la promesa del Señor? Él dijo que iba a preparar “morada”
para ellos en la casa de su Padre. En primer lugar, una “morada” es un lugar donde estar,
un sitio donde morar. Notamos también que el lugar donde iba a preparar esas moradas
iba a ser en “la casa de su Padre”. El Señor había usado la misma expresión al comienzo
de su ministerio público para referirse al templo (Jn 2:16). Y en este sentido es
interesante notar que en el templo había numerosas dependencias y estancias en las que
los sacerdotes y levitas realizaban distintos servicios relacionados con el culto a Dios. No
obstante, no hay duda de que el Señor no se estaba refiriendo aquí al templo terrenal,
sino al celestial (He 9:11,24), pero está estableciendo una asociación de ideas: de la
misma manera que en el templo en Jerusalén se habían construido moradas para
aquellos que servían en él, ahora el Señor iba al cielo para, en la verdadera casa de Dios,
eterna, celestial y gloriosa, preparar moradas para su pueblo desde las que puedan
continuar sin cesar con su servicio a Dios de una manera ya perfecta.
Pero en el evangelio de Juan el término “morada” incluye mucho más que simplemente
una habitación. Implica también comunión con Dios. Notemos lo que dice en (Jn 14:23):
“El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada con él”.
Esto es importante subrayarlo, porque si el cielo fuera un lugar muy bonito, pero donde
nos encontráramos solos, no pasaría de ser una jaula de oro en donde moriríamos de
aburrimiento. El Señor dijo que allí había muchas moradas, porque serán muchos los que
estarán allí. Podremos ver a todos aquellos santos de los que nos hablan las Escrituras,
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también estarán nuestros seres queridos que fueron creyentes y una innumerable multitud
de creyentes de todos los tiempos, pero lo más importante de todo es que estaremos con
el Señor, aquel que tanto nos amó y estuvo dispuesto a dar su vida por nosotros para
salvarnos de la condenación eterna.
Por lo tanto, lo que Jesús deseaba era llevar consigo a sus discípulos a la casa de su
Padre a fin de tener comunión con ellos y llevarlos a formar parte de su familia.
Podríamos decir entonces que el término “morada” implica el concepto de hogar, un lugar
íntimo y querido en el que podremos tener comunión con el Padre. El Hijo, como heredero
universal del Padre quiere acoger en su hogar a sus discípulos, llevándolos a una relación
de confianza y cercanía con el Padre (Jn 20:17): “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a
mi Dios y a vuestro Dios”. Allí habremos llegado a nuestro verdadero hogar y estaremos
en familia. Tal vez en este mundo hemos pasado por muchos alojamientos y hemos tenido
que hacer numerosos cambios debido a las circunstancias más diversas, pero allí
estaremos en nuestra morada eterna y permanente, porque será una casa no hecha de
manos que no se derrumbará nunca (He 13:14).
Todo esto marca un profundo contraste con todo lo que había ocurrido anteriormente.
Pensamos, por ejemplo, en el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del
Paraíso, o la ocasión cuando el Señor se manifestó en la cumbre del monte Sinaí y dio
órdenes concretas a Moisés para que el pueblo no se acercara y muriera (Ex 19:20-21). A
diferencia de ese Dios distante, por medio de la obra de Cristo, ahora se nos presenta
como un Dios cercano y personal que busca la comunión íntima con su pueblo.
Como creyentes es importante que meditemos con frecuencia en estos hechos, porque de
otro modo, como alguien dijo: “¡Qué fríos e insensibles deben ser los corazones de los
que nunca piensan en esa morada celestial! La mente que nunca medita en el cielo debe
ser tediosa y terrenal”. Aquí añadimos algunos pasajes más que nos hablan del cielo y en
los que siempre es reconfortante pensar:
(Ap 21:27) “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y
mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.”
(Ap 22:5) “No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de
luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los
siglos.”
(Ap 7:16-17) “Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni
calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los
guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos.”
(Ap 21:4) “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni
habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.”
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de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e
inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder
de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser
manifestada en el tiempo postrero.”
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habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque
asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no
quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por
la vida.”
En este pasaje el apóstol se refiere al nuevo cuerpo que recibiremos como morada eterna
y gloriosa cuando el presente cuerpo terrenal se haya deshecho completamente. El
pasaje es muy hermoso y compara con exactitud el presente cuerpo con un tabernáculo,
una tienda de campaña, un lugar temporal para habitar. Esto describe perfectamente el
estado transitorio de nuestra existencia en el presente, cuando vemos cómo nuestros
cuerpos se van deteriorando de manera irremediable; se envejecen, enferman, pierden
facultades, se debilitan… Pero frente a la precariedad presente, Cristo nos ha preparado
“un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”. Un cuerpo nuevo
infinitamente superior al actual, hecho a la imagen de Cristo y que será nuestra morada
eterna.
¡Qué bendición tan grande! ¡Hombres pecadores, débiles y miserables, llamados para
estar en el cielo junto a Cristo durante toda la eternidad! Por el momento él ya ha entrado
en el cielo como nuestro Sumo Sacerdote, llevando nuestros nombres escritos sobre su
pecho e intercediendo constantemente por nosotros ante el Padre, pero un día vendrá a
por nosotros para que estemos allí. Cuando eso ocurra, no seremos seres extraños, sino
que veremos que ya se nos conocía, se pensaba en nosotros y se nos esperaba.
Actualmente vivimos en un mundo que constantemente nos quiere hacer pensar en el
presente y nos ofrece placeres temporales, ignorando completamente las limitaciones de
nuestra mortalidad. Pero Cristo nos ofrece una visión infinitamente mejor y más realista.
Nos habla de la vida eterna, de un hogar permanente en la casa de su Padre, con
cuerpos libres de los efectos del pecado. Por supuesto, las personas de este mundo, que
no tienen esta esperanza, se tienen que agarrar desesperadamente a los pequeños
placeres temporales que este mundo les pueda ofrecer, pero nuestra actitud como
cristianos debe ser muy diferente:
(Col 3:1-7) “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba,
no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros
también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en
vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia,
que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de
desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando
vivíais en ellas.”
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Santo para estar con su pueblo hasta que los lleve con él al cielo cuando mueran. Sin
lugar a dudas, cualquiera de estas dos opciones son ciertas y quedan reflejadas en
distintos versículos de este capítulo (Jn 14:18,23).
Pero habiendo dicho esto, seguramente debamos admitir que el acontecimiento que mejor
se adapta a lo que el Señor dijo aquí tiene que ver con su futura Venida en gloria a
recoger a su pueblo en las nubes. Tal como leemos en otros pasajes (1 Ts 4:13-18) (1 Co
15:51-58), se trata de una Venida literal y personal de Cristo, un momento en que todos
los que han muerto en la fe serán resucitados, y los que estén vivos cuando él regrese,
serán transformados para ser llevados a su hogar celestial. Es importante no confundir
esta venida del Señor a arrebatar a su iglesia con su otra Segunda Venida a este mundo
para juzgar y establecer su Reino terrenal.
Es una gran bendición mirar hacia adelante para ver a Cristo viniendo por segunda vez
para llevar con él a sus discípulos. El propósito de esta promesa era transmitir ánimo a
aquellos atribulados discípulos. Sin lugar a dudas, la idea de estar separados del Señor
les inquietaba y por eso les prometió que él regresaría a por ellos. Esto es importante,
porque tener un lugar reservado en el cielo es una cosa, pero otra muy diferente es llegar
allí, por eso, lo que el Señor les promete aquí es que él mismo regresaría para llevarles:
“Y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”.
Notemos que el énfasis del Señor no está puesto en el lugar a donde él los iba a llevar,
sino en la reunión de Cristo con su pueblo: “para que donde yo estoy, vosotros también
estéis”. Al fin y al cabo, el encanto del cielo viene dado por la presencia del Señor. Si él no
estuviera allí, aun el sitio más glorioso se volvería aburrido y solitario. Pero esto no va a
ocurrir.
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