Aira, Una Educación Defectuosa (Discurso Al Recibir El Formentor)

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09/10/2021 18:52 - TEXTO COMPLETO

"Una educación defectuosa", el


discurso con el que Aira recibió
el Premio Formentor
Con un discurso titulado "Una educación defectuosa", César Aira
recibió el premio Prix Formentor de las Letras 2021 que había sido
anunciado en abril de este año por su "infatigable recreación del
ímpetu narrativo, la versatilidad de su inacabable relato y la ironía
lúdica de su impaciente imaginación".

A continuación se reproduce el discurso leído hoy.

Un premio tiene algo de final de partida, porque mira en una sola


dirección: a lo ya hecho. Pero si la partida se jugó respetando las reglas,
estas quedan vigentes después del final, de modo que el juego seguirá, no
en un ilusorio futuro de revanchas sino en un plano del presente estriado
por los tiempos posibles, entre los cuales tanto el pasado como el futuro
son fichas disponibles para nuevas jugadas.

Quizás me haga entender mejor con un recuerdo infantil. Cuando yo


trabajaba mi ajedrez, con no sé qué ambiciones de heroísmos cerebrales,
uno de los recursos del aprendizaje era reproducir partidas de los
grandes maestros de la historia del juego, Capablanca, Alekhine,
Tartakower, a veces partidas legendarias, matches por el título mundial o,
más dramáticamente, la partida que había marcado el comienzo de la
decadencia o la locura del campeón. Llevándome por los comentarios
creía entender, o me hacía la ilusión de haber entendido, la razón por la
que hacían cada movida, pero al llegar al final sucedía algo que me
desalentaba.
Uno de los dos contrincantes se rendía. Se rendía, y esto era lo que me
desalentaba, no por la inminencia del jaque mate que a mí tanto me
emocionaba; se rendía porque preveía que el desarrollo inexorable de la
partida, a partir de ese último movimiento hecho por el contrario, lo
llevaría a la derrota, no en tres movidas ni en cinco, ni siquiera en diez:
quizás en veinte o en treinta. Yo sentía que me estaban robando algo
valioso. Lo que me gustaba era ver ese emocionante momento en que el
rey quedaba preso en un rincón, no tenía dónde dar uno de esos pasitos
suyos de convaleciente, y la muerte lo cercaba. A cambio de la emoción
fuerte de esa instancia me daban una fría construcción intelectual, la
proyección abstracta de los posibles, que aparte de la melancólica
condición de irreal, no tenía otro horizonte que la derrota. Ni siquiera
mostraba la dignidad trágica del momento final, sino que ese momento se
ocultaba en la maraña bifurcatoria de lo hipotético. Las mentes poderosas
de estos gigantes del juego me robaban la culminación de la partida,
apoderándose del tiempo, al que obligaban a mostrar sus cartas. Cosas
así hicieron que terminara abandonando mis sueños de ajedrez, como se
abandonan los sueños de gloria a la mañana siguiente. Pero de esos
finales a los que no se llegaba nunca debió de quedarme algo, ese aroma
de tiempo adelantándose al tiempo, efectos precediendo a las causas,
consecuencias salteándose a sí mismas. Así se abrevió la transición a
Borges, cuyos juegos con el tiempo fueron también alardes del poder de
la mente sobre ese elemento, que en sus libros no parecía fluir sino
articularse como una palabra hecha de innumerables letras que podían
reordenarse en distintas conformaciones anagramáticas formando otras
palabras, que en definitiva eran todas las palabras posibles. De estos
juegos con el tiempo estuvo hecha mi educación. A ella le adjudiqué parte
de la culpa por los daños que sufrí en el transcurso de mi vida. Solo una
parte. Yo compartía la culpa, ya que al considerar tan importante mi
educación, por una propensión intelectualista que me acompañó desde el
comienzo, no quise dejarla en manos de nadie que no fuera yo mismo.

Una educación es un proceso temporal. Una buena educación pone al


tiempo de su parte, para lo cual lo ordena comedidamente en paralelo a
su experiencia. No fue mi caso: por una decisión que escapó a mi control,
tuve una educación defectuosa. Lo supe ya mientras se realizaba, me
daba cuenta de que estaba experimentando una intermitencia de
desapariciones, cuando lo propio de una educación adecuada era una
acumulación de apariciones. No pude evitarlo. Una megalomaníaca
convicción infantil de mi superioridad mental hizo que rechazara todas las
insinuaciones del sentido común, con una positiva distracción que ya
empezaba a parecerse a la literatura. Y, una vez adulto, frente a desafíos
que debía enfrentar con los ojos cerrados, recurrí para explicármelo a la
fórmula con la que titulé todo lo que escribí: una educación defectuosa.

¿Cómo pudo ser? ¿Fue de verdad, o un sueño? De un modo u otro, todos


los hombres completan su educación y se lanzan a practicar lo aprendido
como mejor pueden. Todos la completan a la medida de sus necesidades.
En todo caso, van agregando interpolaciones de experiencia al dictado de
los hechos y su correspondiente percepción. En mi caso, el proceso del
aprendizaje se cerró pronto, no solo por el motivo más extendido, que es
el temor de caer en la trampa de una educación crónica, sino por la prisa
de empezar a ejercitar mis imperfecciones como otras tantas elegancias
literarias. Sí, a veces pienso que fue un sueño, que todos los libros que leí
en mi infancia fueron otros tantos sueños. Más allá, un cielo de nubes
oscuras caía sobre el horizonte.

Se recurre al sueño cuando no hay otra explicación. Hace muchos años


que tengo un solo sueño, quiero decir sueños que son variaciones del
mismo sueño, cuyo argumento puede resumirse como la necesidad de
llegar a tiempo, o la imposibilidad de llegar a tiempo, ya sea a una partida
en avión o en tren, a una reunión, a una cena, a un sitio donde me
esperan.... Las variaciones de escenarios, de personajes, de dificultades y
escollos o demoras son innumerables, la necesidad de llegar a tiempo
siempre está presente. También varía el tono, desde la más angustiada
pesadilla a una casi indiferencia, aunque por supuesto nunca es un sueño
agradable. He debido conformarme. Mi inconsciente no tiene la
obligación de proveerme sueños agradables. Aparentemente sí existe la
obligación de que haya sueños, para proteger la saludable operación de
dormir, o por un requisito neuronal, o lo que sea. Y este recurso a un
mismo asunto se revela como un modo de economizar el gasto narrativo.
Sobre todo que sea este asunto, «llegar a tiempo», y no otro, porque su
amplitud ceñida (que no es un oxímoron) permite insertar todos los
restos diurnos y los deseos ocultos en un relato fluido. Lo que he
observado es que dentro del tiempo de la demora en llegar a tiempo hay
otros tiempos, globos de tiempo en los que, justamente, me demoro,
globos narrativos, que hacen a mi profesión.

Al impartirme yo mismo mi educación en los primeros años de mi vida,


como en los últimos he estado soñando que nunca puedo llegar a tiempo,
al no aceptar maestros ni consejos, quedé en manos del Hada Atención.
Las cosas podrían haber salido bien a partir de ahí. Lo dijo Leibniz: «Dios
nos da la atención, y la atención lo puede todo». Para poder todo hay que
administrar bien ese don precioso, al menos tan bien como lo hacen los
demás, que reservan la atención para lo que creen importante, en un
gesto práctico destinado a evitar una sobrecarga eléctrica en los circuitos
cerebrales. Yo, por efecto de las lecturas de las que ya estaba intoxicado,
reservé la atención para lo maravilloso. No concebía como digno de mi
atención sino lo que estuviera facetado en mil caras, el diamante en cuyo
corazón innumerable se reprodujeran las imágenes de mi realidad
personal. Ese diamante era un objeto alegórico, pero resultó real. Ahí
estuve un día, en Dresde, en la Bóveda Verde o Gabinete de Maravillas de
los reyes sajones, a la salida del cual me detuve ante el maravilloso
diamante verde del tamaño del corazón de un niño. Ese objeto existe en
la realidad, y en la realidad exhausta de los circuitos turísticos. El color,
inusitado en un diamante, se debe a que en sus eras bajo la tierra sufrió
radiaciones de uranio. Tiempo después leí el diario que llevó el niño
Arthur Schopenhauer, futuro filósofo, a los ocho o diez años, en cuyas
páginas registra el momento cuando, de paso por Dresde con sus padres,
visitó esa misma cámara y se detuvo ante el diamante. Anotó a
continuación que, al salir a la calle después de contemplar durante horas
los juguetes de oro de los reyes, sintió un gran asombro al ver que los
coches y la gente y las casas no eran todas de oro.
Al impartirme yo mismo mi educación en los primeros años de mi vida,
como en los últimos he estado soñando que nunca puedo llegar a tiempo,
al no aceptar maestros ni consejos, quedé en manos del Hada Atención.
Las cosas podrían haber salido bien a partir de ahí. Lo dijo Leibniz: «Dios
nos da la atención, y la atención lo puede todo». Para poder todo hay que
administrar bien ese don precioso, al menos tan bien como lo hacen los
demás, que reservan la atención para lo que creen importante, en un
gesto práctico destinado a evitar una sobrecarga eléctrica en los circuitos
cerebrales. Yo, por efecto de las lecturas de las que ya estaba intoxicado,
reservé la atención para lo maravilloso. No concebía como digno de mi
atención sino lo que estuviera facetado en mil caras, el diamante en cuyo
corazón innumerable se reprodujeran las imágenes de mi realidad
personal. Ese diamante era un objeto alegórico, pero resultó real. Ahí
estuve un día, en Dresde, en la Bóveda Verde o Gabinete de Maravillas de
los reyes sajones, a la salida del cual me detuve ante el maravilloso
diamante verde del tamaño del corazón de un niño. Ese objeto existe en
la realidad, y en la realidad exhausta de los circuitos turísticos. El color,
inusitado en un diamante, se debe a que en sus eras bajo la tierra sufrió
radiaciones de uranio. Tiempo después leí el diario que llevó el niño
Arthur Schopenhauer, futuro filósofo, a los ocho o diez años, en cuyas
páginas registra el momento cuando, de paso por Dresde con sus padres,
visitó esa misma cámara y se detuvo ante el diamante. Anotó a
continuación que, al salir a la calle después de contemplar durante horas
los juguetes de oro de los reyes, sintió un gran asombro al ver que los
coches y la gente y las casas no eran todas de oro.

Ese diario y ese viaje vienen a cuento: los padres de Schopenhauer, ricos y
cultos, dedicaron dos años a recorrer Europa con su hijo para
perfeccionar su educación. El niño, aplicado, llevó un diario de cada
jornada de ese viaje, que, a lo largo de dos años, fue descansado y
placentero, en buenos coches y mejores hospedajes. Conociendo el
carácter de los padres, y la trayectoria posterior de la madre, podría
sustentarse la sospecha de que la educación del niño fue una excusa para
licenciarse de cualquier trabajo y emprender un largo viaje de placer. No
podría extrañarnos, ya que casi todo lo que se hace, al menos lo que hago
yo, se hace como pretexto para poder hacer otra cosa.

La coda humorística que le puso el niño Schopenhauer a su visita a la


Wunderkammer de Dresde, al decirse sorprendido de que en la calle la
gente y las cosas no fueran de oro, indica que no habían escapado a su
visión infantil los mundos posibles procedentes de la miniatura. Esas
cortes de monarcas de bolsillo en sus minuciosos dioramas, la del Gran
Mogol con ministros y chambelanes liliputienses, las tropas formadas en
filas intercaladas con lupas para ver los rostros fieros de soldados del
tamaño de saltamontes, fortalezas inexpugnables que cabían en la palma
de la mano, palacios para insectos con insomnio, eran todos habitantes
de la imaginación y la memoria, invocados por el Hada Atención.

Y no era indiferente que fuera todo de oro. Los reyes sajones en la época
eran los más ricos de Europa y podían permitírselo. Pero justamente por
poder permitírselo, podrían haber elegido otro material. El oro, más allá
de los simbolismos fáciles que promueve, de lo solar a lo excrementicio, o
la prosaica reserva de valor, es moneda de cambio: puede hacer que lo
pequeño se vuelva grande y el sueño, realidad. El oro permitió acercar no
ya los opuestos, que siempre van juntos, sino los cuerpos y su
representación. Ondulantes geometrías vanas hacen mundo para el
contemplador, y uno cree comprender la historia en la que está
embarcado, pero esa es apenas una cara de la atención, la atención vista
desde afuera. Las miniaturas mentales emprenden un largo camino hacia
el mundo, lo supe en el momento en que arreciaban los fastos
enciclopédicos de mi educación, y debí saldar mis deudas atravesando
páramos de sueño, cavernas con follaje de cristalería y oscuros
volúmenes de noche prematura. La iconología de la atención pone la
educación a distancia.

Hay un cuadro en París, el Déjeuner sur l'herbe, de Manet, en el que figura


un grupo en primer plano, dos hombres y una mujer, y atrás, a cierta
distancia, otra mujer que se inclina sobre el agua de un estanque. A cierta
distancia, pero no sería fácil determinar con certeza el grado de esa
distancia. Hay una ligera pero perceptible divergencia de lo que espera la
visión. Sin que nadie haya tenido que decírselo, la vista sabe que el
tamaño de los objetos disminuye según se alejan. Con la mujer que se
inclina sobre el agua, la expectativa no se cumple, pero apenas. Un
observador distraído no notaría nada fuera de lo común; y a ese
observador distraído parece haberse dirigido el artista, para que se lleve
sin saberlo la experiencia de un presente con dos realidades simultáneas.
Claro que todo soñador sabe que no hay realidades simultáneas,
lamentablemente solo hay una con la terrible transparencia de lo
inexorable, y la capacidad del pensamiento de hacer presente dos
espacios superpuestos sobre la red del tiempo es un miserable consuelo.

Vuelvo al proceso de mi educación: el aventajado escolar visto a cierta


distancia crece, saliendo de la miniatura de oro bibliotecario en la que ha
estado encerrado, se habitúa a las dimensiones que estrena, y se ofrece a
su propia mirada, que artísticamente busca el tamaño adecuado. La lógica
del espejismo es inescapable. El agua sobre la que se inclina la mujer del
cuadro refleja al escolar temeroso, las ondas que expande su rostro son
las huellas de la educación recibida, y en un momento más tocan la orilla
de la edad adulta.

Este juego de simultaneidades y superposiciones distorsionadas sugiere


el juego de la traducción, que en mi caso no fue un juego sino el trabajo al
que me llevaron las lecturas y mi propensión invencible a no hacer otra
cosa que leer. La ejercí esforzadamente durante treinta años, en los que
cientos de novelas pasaron por mis conductos nerviosos. Que esos libros
procedieran de la zona de golpes bajos de la literatura no me preocupaba.
De sus páginas emanaba un gas alucinógeno que producía células de
ficción. Los escrúpulos de la doble realidad eran aplicados a una materia,
la literatura, donde sostener la atención era el único control de calidad
posible. Dos idiomas se desplazaban por los rieles del interés: mantener
el interés a toda costa era imperioso en esa clase de novelas, pero el
amplio campo semántico de la palabra interés era el plano donde las
distancias se hacían ambiguas. Absorbentes, esas novelas provenían del
taller de las sombras, se rendían al monumental defecto previo que yo
traía conmigo, mi aporte personal. Me llevaron muy lejos. Se las calificaba
de «ficción comercial», aunque en realidad, si puede hablarse de realidad,
ficción hay una sola, y si contiene un doble fondo es porque antes hubo
una doble superficie.

Así como la simetría solo se advierte en las asimetrías, la lógica de la


ficción sólo se advierte en su ruptura, y esta está siempre presente. Solo
en la ficción se revelan los distintos planos de la realidad. Las novelas
comerciales, por ser comerciales, adaptadas a la evolución comercial de la
cultura, están construidas con el mayor cuidado, ya que se supone que al
haberlas puesto en el plano comercial alguien pagará por ellas y tendrá
derecho a reclamar. Esas precauciones tan cuidadas como las que tomó la
divinidad al confeccionar el universo estallan a la vista, hacen visibles los
huecos que han evitado. Traduciéndolas incansablemente, durante el
periodo más extenso de mi vida adulta, yo volvía a la infancia, al momento
en que podría haber descubierto algo que se me escapó e hizo que mi
educación quedara en un estado crónicamente defectuoso, aunque no
incompleta. Volvía al pasado, pero sin abandonar el presente inescapable.

El mito de la educación defectuosa lo construí a partir de algunos datos


que extraje de mi comportamiento, de desviaciones inexplicables en mi
conducta, que solo tomaban un contorno preciso si me remontaba a
alguna falla o carencia en el pasado. Como en el caso de los ajedrecistas,
pero al revés, si cometía un error era porque muchos años atrás había
omitido aprender una letra o un número, o el modo de hacer una
operación, y ese pequeño hueco viajaba en el tiempo hasta mi presente
A esa construcción temporal, que califico de mito personal, le doy un
verosímil biográfico diciendo que por una prematura manía de grandeza
quise educarme por mis propios medios. Sabía que al hacerlo así lo haría
mal. Quiero decir, ponía frente a mí la educación adecuada, a la que hacía
objeto de un enérgico gesto de rechazo, ya que me llevaría a
comportarme como los demás. Suena extraño que un niño no quiera
adaptarse a su medio, ser como los otros chicos, ser aceptado. Por
supuesto que era lo que yo quería. Pero en el adulto que iba a
transformarse ese niño alentaba cierto gesto literario y artístico peculiar, y
ese adulto que sería, y que soy, es el que rechaza retrospectivamente la
educación adecuada.

Había que hacer un sacrificio, es cierto, renunciar a las eficacias prácticas


de una existencia regulada por las bondades sociales. Por suerte, la
normalidad nunca me engañó. El tedio mundano me rodeó como una
marea ávida, pero resistí en la conservación de un pasado de pedagogías
esotéricas que me había inventado, y que pude entrever al trasluz de los
cientos de novelas malas que constituyeron el trabajo de mis días. Allí
había un fondo de mar, con interesantes monstruos que ondulaban en
una blandura condescendiente, sonrosados en el azul, portadores de las
lamparillas del Orco.
Uno de los precursores ensayos de Francis Bacon, el titulado Of Boldness,
o sea, Sobre la audacia, contiene un breve apólogo para ilustrar el hecho
de que la audacia, que tan útil puede ser en unas ocasiones, en otras
puede llevar a hacer predicciones imposibles de cumplir: la anécdota
ejemplar dice que Mahoma se proponía dar un sermón y, como se había
reunido a mucha gente, necesitaba hablar desde una altura para hacerse
oír. A cierta distancia había una montaña («a hill», dice Bacon, una colina)
que serviría convenientemente como estrado. Haciendo exhibición de la
audacia que el ensayo de Bacon está considerando, Mahoma le ordena a
la montaña que se acerque. Por supuesto que aquí Mahoma es solo una
palabra. Seguramente Bacon lo empleó en lugar de Jesucristo para no
herir susceptibilidades religiosas, aunque Jesucristo habría llenado mejor
el papel, para los que recordasen ese sermón suyo que es, justamente, de
la montaña. Pero, hombre renacentista como era Bacon, debió de tener
en cuenta las reglas de la perspectiva, que ordenan las puestas a distancia
y se advierten cuando una leve disonancia, como en el cuadro de Manet,
despiertan el sobresalto. Y, por supuesto asimismo, la montaña no acudió
al llamado. Con lo que Mahoma debió ir a ella, y quedó el proverbio.
Esto venía a cuento porque en su largo camino, en el que todos lo hemos
pronunciado alguna vez, el proverbio adquirió reversibilidad: tanto puede
decirse que si la montaña no viene al hombre el hombre va a la montaña
como, al revés, que si el hombre no va a la montaña la montaña,
mágicamente, viene al hombre. No es que haya tal magia: la montaña
deja de ser montaña para ser cualquiera de esas cosas, como las
desgracias, que vienen a nosotros cuando se convencen de que no iremos
hasta ellas.

Pues bien, la reversibilidad viene a cuento por algo que se me ocurrió


revisando una vez más los mitologemas de mi educación defectuosa, y es
que si esta no prepara al alumno para enfrentar al mundo, será el mundo
el que acuda al sitio donde está sentado, escribiendo, el alumno o
exalumno, y acudirá transformado, adaptado a la clase de educación que
ese exalumno se impartió. La ventaja, discutible y difícil de probar, es que
en una cierta cantidad de movidas, anticipadas por el soplo de la
inspiración, ese mundo comprado a fuerza de errores anticipados se
volverá el mundo de verdad. El premio del que se negó a adaptarse al
mundo, fue que el mundo vino a él despojado del lastre de la realidad, en
forma de miniatura y representación, retablo de oro visto a la media
distancia, moneda falsa que sirve más que la genuina.

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aira-recibio-el-premio-formentor.html?
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