Revista Aun Nº10 (2017) - El Único Invento de Jacques Lacan

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Luciano Lutereau

Marcelo Mazzuca
Compiladores

EL ÚNICO INVENTO
DE JACQUES LACAN

Lógica, Clínica, Estética,


Ética y Política del objeto 

aun
Revista Internacional de Psicoanálisis
AÑO 8 – NÚMERO 10 – MARZO DE 2017
aun
Es una publicación de

COMITÉ CIENTÍFICO

Colette Soler (Francia)

Sonia Alberti (Brasil)

Sol Aparicio (España)

Rithée Cevasco (Francia)

Ana Laura Prates (Brasil)

Luis Izcovich (Francia)

Bernard Nominé (Francia)

Héctor López (Argentina)


aun
Año 8 - Nº 10
1ª edición, marzo de 2017

DIRECCIÓN
Viamonte 2790, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Tel: 4964-5877
www.forofarp.org
[email protected]

© 2017, Foro Analítico del Río de la Plata

ISSN 1852-7264

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infracción está penada por las leyes 11723 y 25446.

Impreso en la Argentina - Printed in Argentina


Sumario

Presentación: Invención, enseñanza, transmisión . . . . . . . . . . . 9


Marcelo Mazzuca / Luciano Lutereau

Lógica del objeto

Necesidad lógica del objeto a. La tensión entre la causa y el límite . 13


Luis Prieto

El objeto del coleccionista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23


Vanina Muraro

Clínica del objeto

El objeto voz y su relación con la mirada . . . . . . . . . . . . . . .35


Pablo Peusner

La voz del sufriente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45


Marcelo Mazzuca

Uso clínico de la mirada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .61


Carolina Zaffore

Estética del objeto

El exhibicionismo en el arte o una estética más allá del


principio de placer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Tomás Otero
¿Una estética lacaniana?
La estética de Lacan o una estética con Lacan . . . . . . . . . . . .83
Luciano Lutereau

El objeto en la creación literaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .95


Cecilia Tercic

Ética y política del objeto

El analista: un objeto deseante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103


David Andrés Vargas Castro

Deseo del análisis y pulsión invocante . . . . . . . . . . . . . . . 113


Gabriel Lombardi

Deseo del analista: destino de pulsión . . . . . . . . . . . . . . . . 123


Mariano López
Presentación

Invención, enseñanza, transmisión

Marcelo Mazzuca
Luciano Lutereau

En el seminario del 9 de abril de 1974, Lacan hace mención a su


“único invento” el objeto a.
En efecto, podría decirse que todo el seminario Les non-dupes errent
está atravesado por esa otra forma de invención que es “la enseñanza y
la transmisión del psicoanálisis”. Particularmente, por las vías a través
de las cuales el propio Lacan intentó sostener su trabajo, su posición y
su condición de “enseñante”.
Inventar una noción no es sólo proponer un término, sino también
poner en acto una manera novedosa de demostrar su eficacia. Por eso
importa menos contar con una definición del objeto a que con una revisión
de los modos en que se presenta. He aquí uno de los motivos de este
número antológico de la revista Aun.
Asimismo, podríamos preguntarnos si es posible apreciar bien la
enseñanza de Lacan (en el sentido de hacerla operativa para la práctica
y la formación de los analistas, de seguir el ejemplo de Lacan sin caer
en la imitación burda e inútil) sin tener en cuenta sus particularidades,
incluso su singularidad. Una consecuencia del invento que es el objeto a
radica en que alguna vez tengamos que retomar otra de sus formas: El
seminario de Jacques Lacan.

La presente edición de Aun realiza un balance de los últimos números


y, junto con varios artículos inéditos, se propone un homenaje al objeto
a desde diferentes aristas: lógica, clínica, estética, ética y política. Estas
dimensiones imponen que el objeto puede ser dicho de muchas maneras
Luciano Lutereau

(como Aristóteles afirmaba del ser), pero que fundamentalmente requiere


un decir. De este modo, el punto de llegada, la pregunta que quedará
abierta, es: ¿cómo enseñamos y transmitimos el psicoanálisis?

En tiempos en que proliferan los comentadores de Lacan, retornar


a lo que él llamaba su único invento es una apuesta que apunta menos
a la erudición que a una transformación del modo en que el psicoaná-
lisis, hoy en día, pierde su vocación de praxis para consagrarse como
teoría (en tesis, papers, etc.). Se puede saber mucho, sin inventar nada.
Se puede inventar algo, apenas un objeto, y poner patas para arriba el
saber. La pregunta queda abierta, aun.

Buenos Aires, diciembre de 2016.

10
Lógica del objeto
Necesidad lógica del objeto a
La tensión entre la causa y el límite

Luis Prieto

Lacan ha insistido con que su único aporte al psicoanálisis es la


noción de objeto a. Algunos podrían estar tentados a agregar simbólico,
imaginario y real, pero es el propio Lacan quien descarta esa posibi-
lidad. Estas últimas categorías han servido como instrumento de
lectura de la experiencia, pero la diferencia con el objeto a es que éste
no sólo es una noción, tampoco un “concepto fundamental”, sino un
“operador clínico”.
En La tercera, Lacan advierte que se ha hecho un “uso filosófico” de
sus términos simbólico, imaginario y real. Particularmente resalta cómo
el “pensamiento” conduce a quedar “prendados” del sentido:

“...lo imaginario, lo simbólico y lo real están para ayudar a mis


seguidores en este tropel de gente a dejar hollado el camino
del análisis.”1

Es interesante reparar en ese “dejar hollado” pues “frayer” es el


término que Lacan utiliza para traducir Bahnung, “facilitación”, de
Freud, tal como nos sugiere el traductor de la publicación en caste-
llano, que indica no sólo la apertura de una vía sino su señalización y
tránsito repetido.
Si bien Lacan se introduce en el psicoanálisis con las categorías
de simbólico, imaginario y real, ya en La dirección de la cura, a la
par que critica toda clínica que opere vía la contratransferencia, se

1. Lacan, J., “La Tercera” en Intervenciones y textos 2, Manantial, Buenos Aires,


1988, p. 74.

13
Luis Prieto

esfuerza por apartarse de la crítica a su propia clínica por “intelec-


tualista”. Es decir, que el “significante” como categoría o nivel de
análisis le sirve a Lacan para barrer con los efectos de psicologismo
que encuentra en los posfreudianos, pero necesita poco a poco del
objeto a para fundamentar cómo su lectura de Freud no queda en un
mero ejercicio estructuralista.

La utilización de la letra a puede rastrearse en el inicio de la


enseñanza lacaniana. La encontramos en la construcción del esquema
del estadio del espejo, en el lambda y en el grafo del deseo. En todos los
casos Lacan se sirve de dicho grafismo para distinguir el otro semejante
del Otro de la transferencia. En el esquema óptico encontramos la posibi-
lidad de pensar los fenómenos del otro especular, la agresividad del
famoso narcisismo de las pequeñas diferencias formulado por Freud,
pero fundamentalmente la experiencia del inconsciente como discurso
del Otro. Este primer movimiento le abre a Lacan la posibilidad de
criticar las formulaciones posfreudianas basadas en la operatoria de
la contratransferencia. Tal es la vía que nos lleva al esquema lambda
donde Lacan distingue el eje imaginario, diálogo entre el moi (yo) de
la conciencia y el otro semejante, y un eje simbólico, diálogo propio del
análisis entre el sujeto del inconsciente y el Otro de la transferencia.
Podríamos aventurar que ese grafismo del a ya cumple una función al
límite de lo que entendemos como comunicación e intersubjetividad.
Finalmente, en el grafo del deseo donde encontramos el grafismo en
dos niveles: en el cortocircuito infernal de la demanda, donde podemos
leer el fenómeno clínico de los dichos de la debilidad cotidiana (me dice,
le digo, me pide, le pido...), y el cortocircuito fantasmático, más allá de
la demanda donde se sostiene el deseo. Este último grafismo es lo que
escribimos con  . Es decir, el recorrido ineludible para el analista,
por estarle dirigidas las fantasías que sostienen el síntoma de su anali-
zante. A su vez, esta formulación es imprescindible para empezar a
situar el acting out como correctivo cuando el analista intenta salva-
jemente reducir el campo en que se despliga la fórmula fantasmática.
Si bien desde el seminario La relación de objeto, vía la referencia a
Winnicott y su objeto transcisional, Lacan empieza a repensar de qué
objeto se trata en nuestra clínica, recién en su seminario La transfe-
rencia aparece el objeto a en su función de ágalma:

“Es preciso acentuar el objeto correlativo del deseo, porque el
objeto es esto, no el objeto de la equivalencia, del transitivismo

14
Necesidad lógica del objeto a

de los bienes, de la transacción en torno a las codicias. Es algo


que es la meta del deseo en cuanto tal, que destaca un objeto
entre todos los demás como imposible de ser equiparado con
ellos. A este relieve del objeto corresponde la introducción en
análisis de la función del objeto parcial.”2

Podemos ver cómo en el trabajo sobre El banquete, Lacan recorta un


objeto contenido por el Otro, que funciona como causa del deseo y es del
orden del misterio. ¿Qué queremos decir con eso de misterio? Simple-
mente imposible de articular en palabras, pero que cumple la función
de “enigma” para motorizar el análisis:

“Si no sabemos indicar en una topología estricta la función de


lo que significa este objeto, llamado objeto parcial, cuya figura
es al mismo tiempo tan limitada y fugaz, si no hallan ustedes
interés en lo que hoy introduzco bajo el nombre de ágalma y
que es el punto principal de la experiencia analítica.”3

A su vez esta formulación le permite ubicar el “deseo más fuerte”4


que habita al analista en lugar de la respuesta contratransferencial. Es
decir, que el objeto en cuestión escapa estructuralmente a los efectos
de la demanda.
No debe resultarnos casual que la introducción del objeto a en la
enseñanza de Lacan venga después de haberse dedicado a la ética, dado
que ubicar la causa del deseo también alcanza al propio analista que
asienta su acto en su propia experiencia del inconciente. Se puede leer
y comprender la diversa literatura analítica para “formarse”, pero eso
daría el deseo de ser analista y no el deseo del analista, que no tiene que
ver con un modelo identificatorio, sino con una posición de escucha…
Como podemos rastrear en La Cosa Freudiana donde Lacan sugiere que
para la “formación de analistas futuros” (así se llama el último apartado
del texto) podemos basarnos en

“...una iniciación a los métodos del lingüista, del historiador y


yo diría que del matemático, para que una nueva generación
de practicantes y de investigadores recobre el sentido de
la experiencia freudiana y su motor... (y) preservarse de la

2. Lacan, J., El seminario 8: La transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2004, p. 172.


3. Ibid., p. 173.
4. Ibid., p. 214.

15
Luis Prieto

objetivación psico-sociológica donde el psicoanalista en sus


incertidumbres va a buscar la sustancia de lo que hace, siendo
así que no puede aportarle sino una abstracción inadecuada
donde su práctica se empantana y se disuelve.”5

Es decir, el analista estará tentado a resolver sus incertidumbres


aferrándose a los desarrollos psicologicistas o sociológicos. En este
sentido podemos aventurarnos a decir que la invención del objeto a ocupa
el mismo lugar que en Freud la pulsión: un concepto límite. O también
un límite al concepto.6
Si la pulsión es concepto límite entre lo psíquico y lo somático, el objeto
a se encuentra en el límite de los tres registros: simbólico, imaginario
y real. Ambas nociones veremos que cumplen para Lacan una función
equiparable. Así al hablar del deseo del analista retoma la noción de Trieb:

“La pulsión, tal como es construida por Freud, a partir de la


experiencia del inconciente, prohíbe al pensamiento psico-
logizante ese recurso al instinto en el que se enmascara su
ignorancia por la suposición de una moral en la naturaleza.”7

Mientras que en su seminario 23 Lacan dirá: “Yo transmití muchas


de estas cosas que se llaman freudianas. Incluso intitulé algo que escribí
‘La Cosa freudiana’. Pero, en lo que llamo lo real, inventé, porque esto
se me impuso”.8 Lo real se impuso y ante eso Lacan tuvo que “inventar”
el objeto a.
Así podemos ubicar a nivel de la transferencia cómo el objeto a
funciona como causa pero a su vez como límite. Límite a la conceptu-
alización psicologicista, límite a reducir el deseo a la demanda y límite
a cualquier posibilidad de reeducación emocional del analizante dado
que el analista también responde por esa “causa/Cosa” freudiana desde
el deseo que habita su política.
Recién en el seminario La angustia Lacan va a situar qué sucede

5. Lacan, J., “La Cosa Freudiana” en Escritos 1, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002,
p. 418.
6. En el sentido matemático el término “límite” es una noción topológica que
formaliza de modo intuitivo la aproximación hacia un punto concreto de
una sucesión numérica o una función.
7. Lacan, J., “Del Trieb de Freud y del deseo del psicoanalista” en Escritos 2,
Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 809.
8. Lacan, J., El seminario 23: El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 130.

16
Necesidad lógica del objeto a

cuando ese objeto se presentifica y retoma para ello la categoría


freudiana de lo ominoso (unheimlich). Aparece a esta altura el esquema
de la división subjetiva. Al pasar por el campo del Otro, campo del signif-
icante, la sustancia gozante queda mortificada por el mismo, pero por
otro lado se inaugura la función de falta para que ese resto no atrapado
en las redes de lo simbólico funcione motorizando el deseo: “La falta
es radical, radical en la constitución misma de la subjetividad”.9 Si la
angustia es señal de lo real, es porque ese pedazo de cuerpo inconmensu-
rable que debería funcionar como falta se presentifica. Lacan construye
un esquema a la altura del seminario 10 donde la angustia es consti-
tutiva de la subjetividad:

“...lo que adviene al final de la operación, es el sujeto tachado,


a saber, el sujeto en tanto que está implicado en el fantasma,
donde es uno de los términos que constituye el soporte del deseo.
El fantasma, es  en una determinada relación de oposición con
a, relación cuya polivalencia está suficientemente definida por el
carácter compuesto del losange, que es tanto disyunción v, como
la conjunción ^, que es tanto mayor como lo menor.  es el término
de esta operación en forma de división, porque a es irreductible,
es un resto, y no hay ninguna forma de operar con él...”10

Será en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales cuando


Lacan sitúe el objeto a en el centro de dos operatorias constitutivas:
alienación-separación. Mientras que la constitución subjetiva pasa por
un proceso de alienación a los significantes del Otro, el sujeto tiene que
“parirse” vía el objeto. La operación de restarse al campo del Otro es la
separación. Dicha formulación es retomada en el seminario 14 donde
ya no aparece la separación sino la operación verdad como contraparte
de la alienación. Debemos detenernos en el hecho de que en ese nuevo
vel alienante, el objeto a ocupa el lugar de la verdad. ¿Qué implicancias
clínicas tiene ese desarrollo? Lacan se está ocupando en ese momento de
la “lógica del fantasma”, y mientras uno podría decir que la interpretación
está abierta a todos los sentidos posibles, como la cita del párrafo anterior
podría sugerir (¡polivalencia del losange!), nuevamente el objeto a opera
como límite a un mero otorgar sentido como tarea interpretativa. Si la
interpretación está ligada a la Trieb como dice Lacan ya en La dirección
de la cura… es porque no vale cualquier interpretación sino sólo aquella

9. Lacan, J., El seminario 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 148.
10. Ibid., p. 189.

17
Luis Prieto

que pone al objeto a en el centro. El acto es siempre fallido desde el punto


de vista del goce. Esa será la hipótesis de su siguiente seminario. El acto
no tiene otra chance que ser siempre fallido para preservar el lugar del
objeto a. Esta es otra manera de decir que no hay posibilidad para el
psicoanálisis de construir una clínica con un protocolo de procedimientos,
eso sirve para un objeto objetivable como intenta el discurso científico.
En La ciencia y la verdad, Lacan afirma que el sujeto está en una
relación de “exclusión interna” con su objeto. En lógica proposicional
existe una manera de abordar dicha relación entre dos términos que se
conoce como “disyunción exclusiva” (p w q) que responde a la estructura
“o bien p… o bien q”. Se trata para nosotros de los términos  y a. Como
sugería nuestra referencia del párrafo previo el fantasma es el escenario
de todos los desencuentros posibles con el objeto causa del deseo. La
disyunción exclusiva le permite a Lacan pasar de la alienación-separación
a la paradoja de Russell: no hay conjunto del conjunto, o el significante no
podría nombrarse a sí mismo (S w S). Así no hay La interpretación (con
mayúscula) porque la verdad empieza poco a poco a ser un lugar en la
formalización lacaniana. De hecho el sujeto a esta altura está formulado
en términos de la división entre saber y verdad. ¿Qué consecuencias tiene
en la clínica? Lacan parte del sujeto cartesiano para terminar en un o bien
no pienso o bien no soy. El sujeto no puede ser causa de sí lógicamente, ni
puede estar nombrado por una verdad. Si no hay metalenguaje es porque
el analista no puede pretender explicar nada a su analizante, ni educarlo
en función de una posición superadora, sólo acompañarlo en la descom-
posición de los significantes en los que se cifra ese objeto que lo causa.
Hay allí una relación interesante dado que por un lado el objeto a hace
de límite a toda pretensión de metalenguaje, y también como esbozá-
bamos arriba, a toda pretensión de metapsicología para el campo del
análisis. La relación de los analistas a la causa los hace inscribirse en
una relación al objeto que no es la de la ciencia. La ciencia se basa en
la objetivación, es decir en un sujeto cognoscente y un objeto pasible de
ser conocido, concebido, atrapado por el concepto. Mientras que el objeto
del psicoanálisis es de otro orden:

“¿El saber sobre el objeto a sería entonces la ciencia del psicoa-


nálisis? Es muy precisamente la fórmula que se trata de evitar,
puesto que ese objeto a debe insertarse… en la división del
sujeto…”11

11. Lacan, J., “La ciencia y la verdad” en Escritos 2, op. cit., p. 820.

18
Necesidad lógica del objeto a

Si los psicoanalistas ocupamos un lugar marginal en relación a


la ciencia es porque en principio el objeto a, siendo el correlato del
desgarramiento del sujeto, funciona como límite a cualquier episte-
mología. El psicoanálisis no puede pretender así arrojar verdades
universalizantes.
En Televisión Lacan va a decir que el analista “encarna” dicho objeto
inventado por él. Así es un hombre-santo, sinthome... en tanto que para
operar como tal debe hacerse “causa” con el inconciente:

“Un santo, para hacerme entender no hace caridad. Más bien


se pone a hacer de desecho: descarida. Y ello para realizar lo
que la estructura impone, a saber, permitir al sujeto del incons-
ciente, tomarlo como causa de su deseo.”12

¿Qué impone la estructura en cada discurso para el objeto a? En el


discurso del Amo funciona como plusvalía (producto), mientras que en el
discurso universitario (o universalizante para retomar nuestro planteo
del párrafo anterior) funciona como Otro, es decir como esclavo (el S2 en
la voz de mando pretende poner a trabajar el objeto para que entregue
sus verdades). En el discurso de la histeria funciona como verdad, garan-
tizando que sea el amo quien trabaje para intentar dar cuenta de su
deseo. Mientras que en el discurso analítico ocupa el incómodo lugar
del agente, para que sea el sujeto del inconciente quien vaya a parar al
lugar del trabajo.
Si en La ciencia y la verdad Lacan distingue al psicoanálisis en relación
a la causalidad aristotélica, es porque le permitirá ubicar también la
relación de “exclusión interna” del objeto a para el discurso analítico. La
religión persigue la causa final, la magia (vigente para cualquier tipo de
coaching ontológico o empresarial de hoy) apunta a la causa eficiente, y la
ciencia se ocupa de la causa formal (a condición de la Verwerfung sobre
el sujeto del inconsciente). Lacan nos dice que si el psicanálisis se ocupa
de la causa material es por la “incidencia del significante” que sólo deja
lugar a la sustancia que localiza el objeto a. Como dice en La tercera:

“...en el mundo no hay nada fuera de un objeto a, cagada o


mirada, voz o pezón, que hiende al sujeto y lo disfraza de
desecho, desecho éste que le ex-siste al cuerpo.”13

12. Lacan, J., “Televisión” en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, 545.
13. Lacan, J., “La Tercera” en Intervenciones y textos 2, op. cit., p. 83.

19
Luis Prieto

El antecedente de ese desecho del cuerpo es en La dirección de la


cura… la “libra de carne”, que paga el ser vivo para que se module en él,
el significante fálico como “clave” de un análisis dirigido hacia el deseo.
Para Lacan ubicar el lugar del deseo como política del análisis tenía
consecuencias políticas innegociables. Para el movimiento analítico no
se trataba solamente de si las sesiones eran más cortas o si el analista
debía reconsiderar su estrategia transferencial más que ser modelo
identificatorio de su paciente. La consecuencia política alcanzaba a la
manera de agruparse entre los propios analistas.
El 24 de junio de 1964 Lacan concluye su seminario 11 con una
referencia al esquema de masas freudiano. Lacan afirma el hecho
político desde su manera de conceptualizar el psicoanálisis, denuncia
la estructura de iglesia14 que había tomado el legado posfreudiano.
Estructura piramidal que se desprende del lugar del Líder (lectura del
nazismo siempre persistente bajo los fenómenos de segregación) quien
hace un uso particular del objeto voz –de mando– hipnotizante. Dicho
seminario había comenzado bajo otro título y en el lugar en que hasta
entonces había desarrollado su enseñanza a futuros analistas. El título
del seminario nunca dictado, más que en una sola clase, era Los nombres
del padre. El viraje en el tema parece decir mucho:

“En lo que toca a los fundamentos del psicoanálisis, mi


seminario, desde el comienzo, estaba implicado en ellos. Era uno
de sus elementos, puesto que contribuía a fundarlo in concreto;
puesto que formaba parte de la propia praxis; puesto que le era
inherente; puesto que estaba dirigido a lo que es un elemento
de esta praxis, a saber, la formación de psicoanalistas.”15

Lacan no retrocede ante la negociación política de la IPA para expul-


sarlo. Su acto consiste en retomar los fundamentos del psicoanálisis en
medio de una particular excomunión. Podríamos decir que el objeto a
fue la piedra en el zapato, la pequeña gran diferencia, con consecuencias
éticas y clínicas para el movimientos analítico.
Para concluir podemos afirmar que mientras el objeto a es causa del
deseo y permite ubicar “lógicamente” el lugar del analista en la cura, en
continuidad a la política que lo une a la ética fundada por Freud para el

14. Quizás hoy en día aceche el esquema de masas en un psicoanálisis orientado


por el Pensamiento Único, los soldados-analistas de la nueva internacional…
15. Lacan, J., El seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales, Buenos Aires,
Paidós, 1995, p. 10.

20
Necesidad lógica del objeto a

dispositivo de análisis, también permite hablar de causa analítica más


allá de los efectos del movimiento. Por otro lado, pudimos ver cómo el
objeto a es límite a la intersubjetividad (más o menos reconocida como
contratransferencia), a la impregnación de sentido en la interpretación
y a toda pretensión psicologicista de conceptualización de la experiencia
inaugurada por el decir de Freud.

21
El objeto del coleccionista

Vanina Muraro

Antes de concebir al objeto a tal como lo conocemos a partir


del seminario La angustia, Lacan se aproxima a este concepto
por distintas vías. Uno de estos caminos, o fugas del pensamiento
lacaniano, lo encontramos presente en el seminario El deseo y su inter-
pretación. En dichos encuentros, Lacan trabaja el objeto metonímico
por excelencia, el del deseo.
A continuación, tomaremos estas referencias para abordar un objeto
muy particular: el objeto del coleccionista.

El cofrecillo del avaro

En la clase titulada “El sueño del padre muerto: ‘según su anhelo’”,


Lacan reflexiona acerca de las relaciones del sujeto con el objeto. Afirma
que éstas no están determinadas por la necesidad sino por el deseo. Dirá
inclusive que es el objeto el que sostiene al sujeto en el momento en que
éste debe hacerle frente a su existencia en el campo significante. En ese
contexto, realiza una enigmática afirmación:

“Alguien a quien, para no hacer embrollos, hoy no voy a nombrar


de inmediato, alguien totalmente contemporáneo, muerto,
escribió en cierto lugar: Si lográramos saber lo que el avaro
perdió cundo le robaron su cofrecillo aprenderíamos mucho. Esto
es exactamente lo que hemos de aprender, quiero decir, aprender
para nosotros mismos y hacer que los demás aprendan.”1

1. Lacan, J., El seminario 6: El deseo y su interpretación, Buenos Aires, Paidós,


2014, p. 100.

23
Vanina Muraro

Una nueva referencia a esta frase la encontramos en el seminario La


transferencia. Allí, Lacan devela que la autora es la filósofa del cristia-
nismo, Simone Weil.
En su libro, La gravedad o la gracia, Weil medita acerca del desapego
y las dificultades humanas para acceder a él. Allí realiza algunas
reflexiones acerca del lazo que anuda a los hombres al dinero sirviéndose
de la pieza de Molière –inspirada en la comedia latina de Plauto, La
olla– El avaro.
Recordemos al hombrecillo avaricioso, Harpagón, que vive para
custodiar su fortuna sometiendo a una paupérrima existencia a sus hijos,
sus sirvientes y, por sobre todo, a sí mismo. Su dinero se encuentra en
un cofrecillo enterrado y sus pensamientos se pasean entre la posibi-
lidad de incrementarlo y los temores a ser robado.
En la pieza encontramos dos tipos de objetos: las mujeres –Elisa y
Mariana– y los luises guardados en la arquilla gris. Cada una de las
muchachas es codiciada por una pareja conformada por un hijo y un
padre. Elisa por Valerio y Anselmo y Mariana por Cleto y Harpagón. En
ese escenario que propone una rivalidad entre padres e hijos, Anselmo
y Harpagón reaccionan en forma opuesta: el primero, renuncia sin
dilaciones a Elisa, al saber que la dama no lo prefiere. En cambio,
Harpagón confronta con su hijo por la posesión de Mariana, indiferente
a la elección de la joven.
A su vez, el dinero sólo interesa al avaro y si es sustraído por Cleto y
su sirviente es únicamente para poder acceder al verdadero objeto del
joven: la mujer amada. El cofre es un objeto opaco, sólo parece brillar
para Harpagón quien al perderlo no sólo olvida su interés por Mariana
sino que aborrece hasta su propia existencia. En la Escena VII cuando
el tesoro ha sido robado y Harpagón descubre su ausencia, aúlla:

“Voy en busca de la Justicia, y haré que den tormento a todos


los de mi casa: a sirvientas, a criados, al hijo, a la hija y también
a mí. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que
no suscite mis sospechas, y todos me parecen ser el ladrón. ¡Eh!
¿De qué han hablado ahí? ¿Del que me ha robado? ¿Qué ruido
hacen arriba? ¿Está ahí mi ladrón? Por favor, si saben noticias
de mi ladrón, suplico que me las digan. ¿No está escondido
entre vosotros? Todos me miran y se echan a reír. Ya veréis
cómo han tomado parte, sin duda, en el robo de que he sido
víctima. ¡Vamos, de prisa, comisarios, alguaciles, prebostes,
jueces, tormentos, horcas y verdugos! Quiero hacer colgar a

24
El objeto del coleccionista

todo el mundo, y si no encuentro mi dinero, me ahorcaré yo


mismo después.”

Su vida entera se encuentra deshecha. Él mismo ya no tiene ningún


sentido y la existencia toda parece desmoronarse. Vemos en la vacilación
de Harpagón una prueba de la función de sostén del objeto. ¿Quién es
Harpagón sin su cofre? ¿Es la víctima del robo o es quizás el mismísimo
ladrón? En el estado confuso en que se encuentra este hombre que ha
sido despojado de su objeto, la indiferenciación entre él y el otro, entre la
vida y la muerte y una desconfianza de todos y de sí mismo dan cuenta
de esa desorientación que crece:

“¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al asesino! ¡Al criminal!
¡Justicia, justo Cielo! ¡Estoy perdido! ¡Asesinado! ¡Me han
cortado el cuello! ¡Me han robado mi dinero! ¿Quién podrá ser?
¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde? ¿Qué haré
para encontrarlo? ¿Adónde correr? ¿Adónde no correr? ¿No
está ahí? ¿No está ahí? ¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi
dinero, bandido!... (A sí mismo, cogiéndose del brazo.) ¡Ah, soy
yo! Mi ánimo está trastornado; no sé dónde me encuentro, ni
quién soy, ni lo que hago. ¡Ay! ¡Mi pobre! ¡Mi pobre dinero! ¡Mi
más querido amigo! Me han privado de ti, y, puesto que me has
sido arrebatado, he perdido mi sostén, mi consuelo, mi alegría;
se ha acabado todo para mí, y ya no tengo nada que hacer en
el mundo. Sin ti no puedo vivir. Se acabó; ya no puedo más; me
muero; estoy muerto; estoy enterrado”. (El subrayado es nuestro)

Simone Weil reflexiona acerca de este amor que el codicioso le dedica


a un objeto que se encuentra bajo tierra. Se pregunta: “El avaro, por
ansia de su tesoro, se priva de él. Si se puede poner todo el bien de uno
en algo que se esconde en la tierra, ¿por qué no en Dios?”.2
Consideremos esta situación paradojal que ilustra el codicioso: para
conservar el objeto es imprescindible que se prive de él. Se ve impedido
de deleitarse gracias a su tesoro ya que esto lo haría decrecer. Situación
que evidencia que el objeto del cual nos habla Lacan no es un objeto de
la necesidad ni un bien de uso. Es, como afirma Weil:

“…la sombra de un remedo de bien. Es doblemente irreal.


Porque un medio (el dinero), en cuanto tal, es ya cosa distinta de

2. Weil, S. (1947) La gravedad o la gracia, Madrid, Editorial Trotta, 1994, p. 38.

25
Vanina Muraro

un bien. Pero tomado al margen de su función de medio, consti-


tuido en fin, todavía está más lejos de ser un bien.”3

En el capítulo de su libro titulado “Desear sin objeto”, la autora afirma


que la purificación es la separación del bien y de la codicia. Se trata, dirá
de “descender a la fuente de los deseos para arrancarle la energía a su
objeto” ya que tanto la energía como los deseos son verdaderos mientras
que el objeto es falso. Sin embargo, no se le escapa que “al separar un
deseo de su objeto, se produce un indescriptible desgarro en el alma”.
En medio de ese desarrollo realiza la reflexión que será retomada casi
textualmente por Lacan: “Llegar a saber exactamente lo que perdió el
avaro al que robaron el tesoro; aprenderíamos mucho”.4
Ese aprendizaje, precisamente, es el que recomienda Lacan a los
psicoanalistas a lo largo de las clases de su sexto Seminario. Páginas
después, diferenciándose de aquellos analistas que sostienen una
perspectiva normalizadora del deseo y conciben el análisis como una
suerte de evolución hacia la genitalidad, señala el carácter indomeñable
del deseo. Afirma que Freud se aleja de cualquier perspectiva hedonista
definiendo al deseo como el tormento del hombre. En esa ocasión traza
nuevamente una correspondencia entre el deseo y la codicia:

“Bajo ningún concepto podemos considerar que el deseo funcione


de manera reducida, normalizada, conforme a las exigencias
de una suerte de preformación orgánica que llevaría por vías
trazadas con antelación y a las cuales habríamos de recondu-
cirlo cuando se aparta de ellas. Muy por el contrario, desde el
origen de la articulación analítica por parte de Freud, el deseo
se presenta con el carácter que designa el término lust en inglés,
que significa tanto codicia como lujuria. Encuentran el mismo
término en alemán dentro de la expresión lustprinzip, y ustedes
saben que esta conserva toda la ambigüedad que oscila del
placer al deseo.”5 (El subrayado es nuestro)

A continuación para ilustrar esta relación tormentosa, nos ocupa-


remos de un objeto muy preciso, que tampoco es un bien de uso ni de
intercambio y cuyo valor sólo puede apreciarse dentro de una serie: la
pieza del coleccionista.

3. Ibid., p. 57.
4. Ibid., p. 42.
5. Lacan, J., El Seminario 6: El deseo y su interpretación, op. cit., p. 397.

26
El objeto del coleccionista

El objeto del coleccionista

La práctica del coleccionista abarca desde el mecenas de arte que


disimula su práctica bajo la rúbrica de la inversión, el numismático o el
niño coleccionista de figuritas. Series de objetos que ponen en evidencia
cómo, al igual que el cofre del avaro, el objeto en cuestión tampoco es un
bien de uso ni un bien de cambio.
En el seminario 6, Lacan toma esta figura para evidenciar la turbación
en la que el objeto sume a su poseedor. Se sirve del film de Jean Renoir
La regla du jeu:

“Hay en ese film un personaje, interpretado por Dalio, que


es el viejo personaje que también se ve en la vida, dentro de
una cierta zona social; es un coleccionista de objetos y, más
en particular, de cajas de música. Si aún se acuerdan de ese
film, recuerden el momento en que Dalio descubre frente a
una asistencia numerosa su último hallazgo, una caja musical
especialmente bella. En ese momento el personaje se encuentra
literalmente en una posición que es la que podemos y o más bien
debemos denominar pudor: se ruboriza, se borra, desaparece,
está muy incómodo. Mostró lo que mostró, pero ¿cómo compren-
derían, quienes allí están mirando, que captamos con precisión
el punto de oscilación que se manifiesta en grado sumo en la
pasión del sujeto por el objeto que colecciona y que es una de las
formas del objeto del deseo?”6

Lacan se refiere nuevamente a Dalio en la clase IX del seminario La


transferencia, titulada “Salida del ultramundo”. En dicha clase afirma
que la cajita de música ilustra al objeto a del fantasma. Encuentra la
evidencia de ello en el rubor femenino con el que se eclipsa el prota-
gonista al enseñar su pequeño autómata. Finalmente, compara la
incomodidad de Dalio con aquella que el propio Alcibíades, orador de El
banquete platónico, tiene conciencia de provocar cuando habla.
Recordemos que luego de la irrupción de Alcibíades en el banquete,
borracho y coronado de hiedra, éste emprende un elogio a Sócrates. Su
discurso, en apariencia errático, narra los pormenores del rechazo del
filósofo a su propuesta amorosa. En el pasaje más álgido de su confesión,
dirá que dada la falta de iniciativa del Sócrates, se decidió a no andarse
con rodeos. No sin disculparse ante la audiencia relata:

6. Ibid., pp. 100-101.

27
Vanina Muraro

“Por eso, escúchenme todos y sepan disculpar mis acciones


de entonces y mis palabras de ahora. ¡Que los servidores y
cualquier otro profano y rústico que aquí se encuentre apliquen
grandes puertas a sus oídos! Entonces, señores, cuando la
lámpara se había apagado y los servidores estaban afuera, me
pareció que ya no era cuestión de andarme con vueltas y que
tenía que expresar libremente mi decisión…”7

En esa ocasión le propone a Sócrates trocar belleza por sabiduría,


trueque que será rechazado por aquel y finalmente se desliza bajo su
capa. Vemos, al igual que en el film de Renoir, emerger la vergüenza
del protagonista; afecto contagioso que se disemina por el auditorio, tal
como lo indica la expresión coloquial: “vergüenza ajena”.
Volviendo a la referencia de la clase IX del seminario 8, Lacan culmina
su desarrollo con un interrogante: ¿Qué objeto hay ahí detrás capaz de
introducir en el propio sujeto semejante vacilación?
El título de la siguiente clase nos da la respuesta: se trata del ágalma.
Ahora bien, ¿es el objeto del coleccionista un objeto sagrado como el
ágalma?

El amante del volcán

A continuación, para explorar la relación del coleccionista a su objeto


nos serviremos del personaje de la novela de la filósofa y escritora, Susan
Sontag: El amante del volcán. Se trata de una obra inspirada en la vida
de un personaje histórico, Sir William Hamilton, quien a lo largo de
las páginas recibe el nombre del Cavaliere. Es una creación libre de la
autora que narra los amores y las pasiones de un inglés que habita la
ciudad de Nápoles a mediados del siglo XX. En estas páginas sólo nos
detendremos en la práctica que caracteriza al Cavaliere: coleccionar.

“De niño había coleccionado monedas, luego autómatas, luego


instrumentos musicales. Coleccionar expresa un deseo que vuela
libremente y se acopla siempre a algo distinto: es una sucesión
de deseos. El auténtico coleccionista no está atado a lo que colec-
ciona sino al hecho de coleccionar.”8

7. Aquellos que aún no han sido picados por la víbora de Sócrates. Cf. Platón,
El banquete, Buenos Aires, Losada, 2004, pp. 127-128.
8. Sontag, S., El amante del volcán, Buenos Aires, Alfaguara, 2005, pp. 37-38.

28
El objeto del coleccionista

Vemos, en este párrafo, que Sontag sitúa el deseo del coleccio-


nista en torno a un objeto metonímico. Un deseo que salta de una
a otra pieza y nunca puede ser colmado: “Hay muchos objetos. Uno
solo no es tan importante. No existe algo parecido al coleccionista
monógamo. La visión es un sentido promiscuo. La mirada ávida
siempre quiere más”.9
Una práctica frenética que nos recuerda a otro personaje mentado
por Lacan, también para referirse al deseo: Bel Ami, el protagonista de
la novela homónima de Maupassant.
Recordemos que Bel Ami es un pobre campesino que por un golpe
de suerte, gracias al favor de un ex-camarada de milicias, obtiene una
pequeña oportunidad en un periódico local. Pero este muchacho, que sólo
cuenta hasta el momento con su porte alto y su bigote rizado, apenas
sabe escribir y deberá suplir esa carencia con sus dotes de seductor.
Dice de Bel Ami el crítico María José Toña:

“Su camino es el periodismo, los eslabones, las mujeres. No sabe


escribir pero sabe gustar y sobre todo sabe a quién gustar; saber
traficar con las mujeres es saber traficar con las influencias y
este tráfico se presenta bajo el prisma del amor.
La novela es el relato de un arribismo, de un éxito, de un ascenso
vertiginoso pero para ello, Duroy ha necesitado abundante
esfuerzo, fina perseverancia, buen olfato y sobre todo mucho
estómago.”10

A lo largo del libro lo veremos saltar de una a otra dama que le


posibilite un ascenso. Esa carrera interminable lo capta, dirá Lacan en
el seminario Las formaciones del inconsciente:

“…un sistema de manifestaciones del intercambio donde se


efectúa la subversión metonímica de los datos primitivos que
apenas se satisfacen, quedan alienados en una serie de situa-
ciones en las que nunca se le permite descansar –y lo lleva así
de éxito en éxito hasta una alienación casi total de lo que es su
propia persona.”11

9. Ibid., p. 95.
10. Maupassant, G., Bel Ami, Madrid, Cátedra, 2006, p. 46.
11. Lacan, J., El seminario 5: Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires:
Paidós, 2005, p. 82.

29
Vanina Muraro

Ese deslizamiento incesante da cuenta de esa falta inherente al


deseo, donde se hace manifiesta la inadecuación de cualquier objeto,
siempre fallido, siempre deficitario frente a la expectativa que hay en
juego. “El deseo es la metonimia de la falta en ser”, escribirá Lacan en
su escrito “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde
Freud” para dar cuenta de la coincidencia entre la estructura del deseo
y la metonimia.
Detengámonos ahora un instante en lo que nos enseña la lengua.
El término “colección” tiene una etimología curiosa. Según el Diccio-
nario etimológico de J. Corominas: “Colección” deriva del latín, colectio
–õnis, derivado de colligĕre, “recoger”, “allegar”. Derivan también
de “colección”, el adjetivo “coleccionista” y el verbo “coleccionar”, el
sustantivo “colecta” y los términos: “colectivo” del latín collectivus; colec-
tividad, colectivismo, etc.
Hasta allí, sentidos que parecen indicar una práctica común, compar-
tible, “colectiva”, que en algunos contextos de uso señalan la tarea
conjunta de recoger la cosecha.
Sin embargo, el vocablo también origina otra serie de sentidos
opuestos, como recollectio, -õnis, de recolligere, “recoger”. Recolectar.
Recoleto, h. 1600, de recollectus, participio de recolligere, con el signi-
ficado de “el que se recoge a sí mismo”. Es decir, al igual que otros
términos indefinibles, como el vocablo Umheimlich investigado por
Freud, “colección” posee en su origen un sentido que va hacia el lazo y
también su significación opuesta: recoleto.
El narrador de El amante del volcán reflexiona sobre esta oscilación
entre habitar el lazo de los que comparten la misma pasión y el aislamiento:

“Las colecciones unen. Las colecciones aíslan.


Unen a quienes aman la misma cosa. (Pero nadie ama como
yo amo; lo bastante.) Aíslan de aquellos que no comparten la
pasión. (Casi todo el mundo por desdicha).”12

Pero la cofradía de los coleccionistas, como señala Sontag, está teñida


por la codicia, el deseo de poseer y la necesidad imperiosa de disimular
esta avidez:

“Aquel temblor cuando lo descubres [al objeto]. Pero nada dices.


No quieres que el dueño actual sea consciente de su valor para
ti; no quieres que aumente el precio, ni inducirle a decidir que

12. Sontag, S., El amante del volcán, op. cit., p. 43.

30
El objeto del coleccionista

no quiere venderlo bajo ningún concepto. En consecuencia, te


comportas con frialdad, examinas otra cosa, sigues tu camino o
te vas, diciendo que ya volverás. Representas la farsa de estar
un poco interesado, pero en forma inmoderada; intrigado, sí,
incluso tentado; pero no seducido, embrujado. No dispuesto a
pagar incluso más de lo que piden, porque debes poseerlo.”13

Leemos en este párrafo la soledad a la que el Cavaliere se encuentra


condenado. Harpagón habita un universo de potenciales ladrones de su
tesoro y nuestro coleccionista un mundo de indiferentes o competidores.
Además, por el carácter exclusivo de su práctica, un coleccionista es por
definición un extravagante. Un hombre que no comparte sus gustos con
la mayoría, es decir: un solitario. Si por el contrario, su gusto se exten-
diese a las masas, se vería obligado a mudar de objeto. El objeto de su
colección se habría vuelto instantáneamente menos deseable.
Pero esa ansiedad no es la única que lo atormenta, al igual que
Duroy o Harpagón, también para él nunca es suficiente. El objeto del
coleccionista ilustra bien al objeto del deseo porque la colección es por
definición incompleta:

“Una colección completa de algo no es la conclusión de lo que


el coleccionista ansía. La producción entera de algún notable
pintor muerto podría, concebible pero improbablemente, acabar
en el palacio o en la bodega o en el yate de alguien. (¿Hasta la
última tela? ¿Podrías, imperioso comprador, estar seguro de que
no había una más?) Pero incluso si llegaras a estar seguro de
que tenías la última pieza, la satisfacción de tenerla toda, con
el tiempo inevitablemente decaería. Una colección completa es
una colección muerta. No tiene posteridad.”14

Hombre poseedor de objetos o, al contrario, esclavizado por estos.


Sometido a la tiranía de lo inanimado. Soledad, incomodidad, pudor del
coleccionista al mostrar su adquisición que revelan que aquello que el
sujeto exhibe es el punto más íntimo de sí mismo. “Lo que es soportado
por ese objeto es, justamente, lo que no puede develar ni aun a sí mismo,
es algo que está al borde del más grande secreto”.15

13. Ibid., p. 95.


14. Ibid.
15. Lacan, J., El Seminario 6: El deseo y su interpretación, op. cit., p. 102.

31
Clínica del objeto
El objeto voz y su relación con la mirada

Pablo Peusner

Primera Parte: acerca del objeto-voz

Hace poco tiempo, una analizante lloraba en mi diván mientras me


contaba la internación de su padre a causa de un cuadro de Alzheimer
muy agresivo. Ella narraba con mucho detalle las insólitas situaciones
que atravesaba con este hombre cada vez que iba a visitarlo puesto que no
la reconocía, la acusaba de robarlo, de invadir su privacidad, o directa-
mente la echaba. Insistía en su decir la pregunta por el sentido de dichas
visitas que, claramente, eran una necesidad más de ella que de él. Y en
tal contexto, me dijo: “Él ya no está ahí, se fue. Solo me queda su voz”...

Esta última afirmación me resultó curiosa porque hacía referencia


a algo que estaba más allá del sentido –aunque en realidad, todo lo que
decía este hombre constituía un verdadero sinsentido. Pero afinando
un poco mis preguntas logré saber algo más: no se trataba solamente
de un tono de voz que se hubiera podido captar con un grabador, sino
también del compromiso físico con el acto de decir: cierto arqueamiento
de las cejas, un ligero desplazamiento del labio inferior, una mirada
“perforante” (sic) y, fundamentalmente, esas manos que nunca dejaban
de moverse.
Todo este conglomerado la capturaba y no era poca cosa, ya que se
trataba de lo único que le permitía reconocer en ese hombre a su padre.
Mi analizante llamaba a eso “su voz”. Se me presentaron al respecto,
tres preguntas:
En primer lugar, si acaso eso estaba más allá de lo que podríamos,

35
Pablo Peusner

en este caso, denominar “subjetividad”, conciencia o Yo. ¿Era eso algo


así como el ADN, la huella digital o el iris, parámetros que permanecen
y son independientes de la subjetividad?
En segundo lugar: ¿es una voz que solo puede escucharse? ¡Cuidado!
Solo me atrevo a preguntarme esta burrada (o sea, si una voz solo puede
escucharse), porque recuerdo una frase de Colette Soler en la que nos
indica que “no opongamos demasiado rápido la voz y la mirada”.1 Volveré
sobre esta idea más adelante.
Finalmente: eso que mi analizante llamaba la voz de su padre, ¿era un
fenómeno registrable por cualquier persona o valía como tal solamente
para ella? (obviamente, finjo olvidar un poco que la voz es de “su padre”,
porque me interesa chequear –al menos en esta primera aproximación–
si tiene más un valor de constatación o si realmente es un fenómeno).

II

Para ingresar de a poco al tema de la voz, un ejercicio posible sería la


lectura del libro titulado Una voz y nada más, del filósofo esloveno Mladen
Dolar. Este autor propone una mínima clasificación en tres niveles para
analizar la voz, clasificación sumamente económica y práctica que podría
ordenarnos los fenómenos y aclararnos muchas dudas.
Primer nivel: la voz como vehículo del significado. Aquí la voz
determina la significación, por eso el fenómeno de la entonación es el
mejor ejemplo y el teatro su mayor contexto –en realidad, pienso yo,
no solo el teatro sino cualquier situación que disponga un escenario
y un público, incluso una conferencia o nuestro trabajo habitual como
enseñantes y docentes. También a nivel pragmático hace falta valorizar
este nivel: concretamente a la hora de dar órdenes y de hacer notar la
autoridad. Mladen Dolar también extiende el ejemplo a la situación de
batalla y a la orden proferida al momento del ataque. Incluso nosotros
–en tanto que analistas– intervenimos en este nivel cuando repetimos
cualquier significante de algún analizante retocando su entonación,
transformando afirmaciones en preguntas y viceversa, etc. En este
primer nivel es importante situar que la voz desaparece una vez que
ha vehiculizado el significado.
Segundo nivel: la voz como fuente de admiración estética. Es una

1. Soler, C. (1994) “Mirada sobre el paranoico” en El inconsciente a cielo abierto


de las psicosis, JVE, Buenos Aires, 2004, p. 143.

36
El objeto voz y su relación con la mirada

voz que puede incluso maravillarnos sin saber exactamente qué dice
–y si bien en el libro se hace referencia a la música culta, esto funciona
igual cuando cantamos a los Beatles sin saber el significado de las letras
o cuando cantamos por fonética, pero también cuando escuchamos
una grabación de Julio Cortázar. Uno registra allí una vacilación: la
admiración estética tiene una relación, digamos, ambigua con el signi-
ficado; en ocasiones lo reclama, pero en otras lo ignora por completo.
El tercer nivel que propone Mladen Dolar es el que nos interesa en
tanto psicoanalistas: lo denomina “el objeto voz”. Este no desaparece en
tanto vehículo del significado, ni tampoco se entroniza como objeto de
admiración: funciona como punto ciego (o mudo, o insonoro... no sé cómo
llamarlo) en la invocación y como alteración en la apreciación estética
–por lo que solo puede interferirla y/o deformarla. Aquí el propio autor
introduce al psicoanálisis y, especialmente, a Jacques Lacan.

III

En el nivel propiamente psicoanalítico la voz es un objeto a. Como


bien sabemos, la voz y la mirada son dos objetos muy especiales porque
no son deducidos a partir de los estadios del desarrollo libidinal como
sí lo son el objeto oral y el anal; rompen por lo tanto la articulación
diacrónica y la apoyatura sobre el cuerpo que aquella introduce.
Así como la mirada no coincide con la visión, en tanto objeto a la voz
no pertenece al registro sonoro y se afirma que por lo tanto es áfona.
Para decirlo coloquialmente: la voz no es la palabra ni nada del hablar;
tampoco es la entonación porque es necesario que esté fuera del sentido.
Analicemos entonces la relación de la voz con el significante, a través
de algunas tesis:

La voz es una dimensión de toda cadena significante, ya que el signi-


ficante necesita de la voz en tanto soporte (esta idea es la vía por la
cual algunos comentadores proponen asimilar la voz con la enunciación
lacaniana –digo “comentadores” porque no encontré que Lacan lo
afirmara explícitamente).
La voz es todo aquello que siendo del significante no participa del
efecto de significación o, dicho de otro modo, es un resto en la operación
de producción de significación a partir del significante (por eso no es ni
el acento, ni la entonación, ni el timbre).
La voz es esa parte de la cadena significante imposible de asumir

37
Pablo Peusner

por el sujeto como “yo” y se le asigna al Otro (de ahí la extrañeza que
provoca su aparición).
La voz es lo que no puede decirse (de ahí la idea de “punto ciego/
mudo/insonoro”).

De estas tesis surge entonces la pregunta por la relación de la voz en


tanto objeto a, con el sujeto. En primer lugar, podemos afirmar que no
se trata de una relación de dominio: el sujeto no domina a la voz, no la
controla, y por eso sus encuentros con ella tienen un tinte bien patológico
en tanto el sujeto los padece más allá de su estructura clínica. Incluso
podríamos preguntarnos por los diversos modos de manifestación de
la voz en cada posición clínica y las estrategias que cada una de ellas
pone en juego para hacerla callar. La idea lacaniana es algo así como
que no hacemos un uso de la voz (¡cuidado!, me refiero a la voz en tanto
objeto a), no es un instrumento del que podamos disponer, porque ella
habita el lenguaje. Es más: podríamos afirmar que hablamos, cantamos
y hacemos música para acallar la voz.

IV

El tema de la voz como objeto en Lacan no fue elaborado sistemática-


mente como hiciera con el objeto mirada. Esto nos obliga, por una parte,
a seguir un camino de migajas entre algunas pocas referencias aisladas
y alejadas en el tiempo, y por otra a intentar deducir la estructura del
objeto a partir de sus posibles articulaciones con la mirada.
Tenemos todo un primer contexto en “De una cuestión preliminar...”,
donde Lacan diferencia explícitamente “el sensorium de la voz” diciendo
que hay voces silenciosas2 –por ejemplo, en el sordomudo o en un
registro cualquiera no auditivo de deletreo alucinatorio. Colette Soler
lee allí que...

“Lo que constituye la voz no es la modulación, es el texto. Oposición


entonces de la música y de la voz (...). El gesto, el graffitti, tanto
como la voz fónica, como lo oído, pueden constituir voz...”3
La voz es el único objeto que aparece en el grafo de “Subversión del

2. Cf. Lacan, J., “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la
psicosis” en Escritos 2, Siglo XXI, Buenos Aires, 1984, p. 514.
3. Soler, C., op. cit., p. 141.

38
El objeto voz y su relación con la mirada

sujeto” (1960), escrita en la línea inferior, más allá del Otro, como resto
de la articulación de la cadena significante, ilustrando así una de las
tesis que presenté anteriormente.
Algo de estas dos referencias retornará dos años después (1961) en
el escrito dedicado a Maurice Merleau-Ponty, pero el bucle se cerrará
en 1975 en Roma, cuando Lacan pronuncie su conferencia titulada “La
tercera”.

“El urdromo (vuelta o pista originaria: se refiere al Discurso de


Roma) este me permite poner la voz en la rúbrica de los cuatro
objetos llamados por mí a minúscula,
Es decir, volver a vaciarla de la sustancia que podría haber en
el ruido que hace,
Es decir volver a cargarla en la cuenta de la operación signifi-
cante, la que especifiqué con los efectos llamados de metonimia.
De modo que a partir de este momento la voz es libre, libre de
ser otra cosa que sustancia.”4

Lacan habla de “vaciar” y de “liberar” la voz de sustancia, y cargarla


en la cuenta de la operación significante: el contexto mismo de la confe-
rencia afirma que se trata de los efectos de la metonimia. Resumo la
idea en una breve fórmula: se trata de vaciar la voz para que se deslice
metonímicamente.
Pero antes de “La tercera” (que es de 1975), en el Seminario sobre
“Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, que es de 1964,
Lacan habló de la “esquizia del ojo y la mirada” y es un clásico pregun-
tarse cómo presentar el mismo fenómeno para el objeto voz.
Antes conviene decir que el término “esquizia” es un neologismo
acuñado en español para traducir el término schize que en francés es de
uso didáctico y significa ‘corte, disyunción’. El diccionario Gran Robert de
la Lengua Francesa aporta una especificación para su uso en semiótica:
“separación de elementos funcionalmente ligados (tales como el signi-
ficante y el significado del signo”) –para completar la referencia, el
ejemplo de uso que presenta el diccionario está tomado de un escrito de
Lacan–. En realidad fue la propuesta de los traductores del Seminario
(Julieta Sucre y Juan Luis Delmont-Mauri), porque en los Escritos,
Tomás Segovia lo volcó como ‘escisión esquizoide’ (véase por ejemplo, “El
estadio del espejo...” página 90 de Escritos 1, edición de 1984). Evidente-

4. Lacan, J., “La tercera” en Intervenciones y textos II, Manantial, 1988, p. 74.

39
Pablo Peusner

mente, Segovia sintió la necesidad de darle al fenómeno un matiz más


específico, asociado al funcionamiento psíquico.
Pero entonces, ¿cómo situar esa esquizia o escisión esquizoide al
momento de hablar de la voz? Para agregar un poco de leña al fuego,
cito nuevamente a Colette Soler:

“La esquizia del órgano y del objeto que ilustró Lacan en el


campo escópico como esquizia del ojo y de la mirada, vale
también para el campo invocante. ¿Cómo hay que formularlo?
¿Esquizia de la boca y de la voz? ¿O esquizia del sonido y de
la voz?”5

Seguramente, como me pasó a mí, el lector se ha sorprendido. El


ambiente analítico sigue hoy en día discutiendo si el término que hace
juego con la voz, es la oreja o el oído...

Retomo aquí la indicación de Colette Soler que utilicé al principio:


“no opongamos demasiado rápido la voz y la mirada”.
Los fenómenos clínicos, en ocasiones, son tan complejos que si
logramos desarrollar un poco esta lógica quizá se nos aclaren. Por
ejemplo: afirma que la voz alimenta, caga y mira; tanto como una mirada
habla, devora, produce mala suerte y sopesa. Llama a esto “desliza-
mientos metonímicos de las palabras pulsionales”.6

VI

Otro autor, a mi criterio indispensable, para estudiar el tema es


Pascal Quignard (quien, además de ser violonchelista y escritor, recibió
dos diagnósticos de autismo: uno en su infancia y otro en su adoles-
cencia, luego fue editor-jefe de Gallimard hasta que decidió irse a vivir
un tanto recluido, a leer y escribir). Me refiero a algunos de sus libros en
los que mediante diversos abordajes trabaja la cuestión del sufrimiento
sonoro –entre los que se destacan La lección de música (1987), El odio

5. Soler, C., op. cit., p. 141.


6. Ibid., p. 142.

40
El objeto voz y su relación con la mirada

a la música (1996) y Butes (2008). Les recuerdo, por ejemplo, que el


segundo tratado de El odio a la música, se titula “Sucede que las orejas
no tienen párpados” y es allí donde Quignard afirma que “No hay punto
de vista sonoro... No hay sujeto ni objeto de la audición... El infinito de
la pasividad se funda en la audición humana. Es lo que resumo en la
fórmula las orejas no tienen párpados”.7
Ahora bien, no sé si la voz de las Sirenas se hubieran podido grabar de
haber contado Ulises o Butes con el dispositivo adecuado, pero lo curioso
es que la voz en tanto objeto a, tal como la consideramos en psicoaná-
lisis, no puede grabarse –solo accedemos a ella mediante el testimonio
(a veces muy directo) del sujeto que se la encuentra. Es otra manera de
justificar el uso del adjetivo áfona para calificarla (adjetivo que según
entiendo no es de Lacan).8
Cierro entonces esta primera parte del texto con una cita de Quignard
que introduce una idea a mi gusto curiosa: la del “oído del ojo”. Cito:

“La séptima puede ser tocada en las cuerdas –en los arcos– y en
los vientos –en las flautas–. Jamás se la escucha en el clavecín
o en el piano. Pero la oyen quienes leen en silencio las obras
escritas para teclado. Y sin embargo el auditor cree oír aquello
que no suena.
Sólo con el ojo “oímos” las sensibles.
Elevamos un poco, para el oído del ojo, lo que la tecla no puede
producir.
Incluso para las cuerdas, Johann Sebastian Bach gustaba
anotar en la partitura, redondas y blancas ligadas a dos cuerdas
de distancia, sólo audibles mediante la vista.”9

Quignard sabe algo acerca de la voz como objeto –y verificamos que


otra vez un creador literario, un artista, se nos adelantó.

7. Quignard, P., El odio a la música, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2012, p. 67.
8. El único uso en Lacan del adjetivo áfono, lo encontré en el Seminario 2, clase
4, cuando presenta el apólogo del ciego y el paralítico: “El paralítico es áfono, no
tiene nada que decir” (p. 84, Paidós).
9. Quignard, P., El odio a la música, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1998,
p. 40.

41
Pablo Peusner

Segunda Parte: topología del enlace entre la voz y la


mirada

No hay duda de que los objetos voz y mirada son una invención
de Jacques Lacan. Sin embargo, los mismos rechazan toda intuición
asociada a la noción de “objeto” clásico, el que suele describirse como
un cuerpo tridimensional que sumergido en agua desplaza volumen
de líquido. Increíblemente, los objetos voz y mirada son objetos
bidimensionales –muy cercanos a la denominada “laminilla”–, cuerpos
ultra-planos, dignos de habitar el planeta imaginario que Edwin Abott
nos legara en su libro Planilandia,10 o el “cuarto del pensamiento
abstracto” de la película estrenada en Argentina como “Intensa-mente”
(Inside out, tal su título original). En primer lugar, me interrogo por el
tipo de relación que los sujetos humanos hablantes podemos establecer
con este tipo de objetos.
Hemos estudiado la geometría del plano, el que se presenta con una
estructura real de dos dimensiones (ancho y alto) y ninguna profun-
didad. Acerca del mismo, los ejemplos que nos ofrecieron en la escuela
primaria y secundaria son falsos: el pizarrón, una pared o una hoja de
papel tienen espesor, incluso cuando el mismo sea mínimo –o, como dicen
los físicos, despreciable–. Nosotros, analistas, no prestamos atención al
espesor de las hojas de papel con las que trabajamos, pero los profe-
sionales del dibujo, la pintura o las artes plásticas, sí. Lo concreto al
respecto es que si atravesáramos una hoja de papel con un alfiler, parte
del mismo estaría en contacto con el aire que roza una cara de dicha
hoja, otra parte en contacto con el aire que roza la cara opuesta, y una
tercera parte quedaría en contacto con el espesor del mismo –no hace
falta que despliegue aquí que el caso sería el mismo para un pizarrón o
una pared. Además, por definición, si se dibujara un punto en una super-
ficie bilátera, el mismo estaría en ambas caras de la misma, justamente
por la ausencia de espesor. Podría detenerme aquí para preguntar a los
presentes: ¿acaso alguna vez tuvieron la experiencia de encontrarse con
una superficie bidimensional, ultra-plana, en la vida cotidiana?
Luego de contrastar numerosos intentos, encontré una sola situación
en la que un sujeto humano hablante puede tomar contacto con algo

10. Abbott, E. A. Planilandia. Una novela de muchas dimensiones, Ed. Torre de


viento, Barcelona, 1999.

42
El objeto voz y su relación con la mirada

así, y aquí propongo las instrucciones para ello: ubíquense ustedes de


pie en una pileta (o piscina), en un río o en el mar. La superficie del
líquido elemento es infinitamente plana, pero bilátera: por eso, parte
de su cuerpo estará en contacto con el aire que roza a la superficie por
encima, otra parte estará en contacto con el líquido propiamente dicho
y ninguna parte del cuerpo, ninguna, estará en contacto con alguna otra
cosa similar a un espesor. Si se trazara un punto en dicha superficie
(algo que podría imaginarizarse perfectamente bien arrojando al agua un
balón, una bola o una pelota), dicho punto resultaría visible desde ambas
caras de la superficie y, obviamente, no tendría contacto con ninguna
otra materialidad que no fuera agua o aire. Encontramos allí entonces
una pura superficie bidimensional, 2D, ultra-plana o infinitamente
plana. Imposible de apresar o tomar con las manos, ¿quién se atrevería
a afirmar que la superficie del mar es un objeto de este mundo? Y sin
embargo está allí, estableciendo en ocasiones una diferencia enorme
entre la vida y la muerte, entre el deseo y el goce...

II

Este breve rodeo justifica la apuesta lacaniana de definir a estos


objetos como a-cósmicos. ¿Pueden enlazarse dos superficies? Y en el
caso de que fuera posible, ¿de qué manera, con qué particularidades?
Para enlazar dos objetos tridimensionales, por ejemplo un cruce
entre dos paredes, una de ellas debe interrumpirse para dar paso a la
otra. Porque justamente debido a la existencia de un espesor, ambas no
pueden interpenetrarse (existe una ley física que impide que dos cuerpos
ocupen el mismo lugar en el espacio, siempre y cuando se encuentren
sumergidas en un espacio tridimensional). Pero puesto que las super-
ficies bidimensionales habitan el espacio real (así se refieren al mismo los
topólogos), pueden perfectamente interpenetrarse sin necesidad de que
ninguna de ellas interrumpa su recorrido. Y así como dos rectas pueden
cruzarse en un punto compartido que automáticamente se convierte
en un conjunto formado por dos puntos que se ignoran mutuamente –
siendo cada uno de ellos correspondientes a cada una de las rectas–, dos
superficies pueden cruzarse formando una recta o línea de penetración
cuyos puntos tendrán las mismas características: cada punto constituirá
un conjunto de dos puntos que se ignoran, cada uno de ellos pertene-
ciente a una recta inscripta sobre cada plano. Así, cada superficie podrá
ser recorrida en su totalidad como si la otra no existiera. En síntesis:

43
Pablo Peusner

las dos superficies que se interpenetran no presentan una relación de


oposición, sino que pueden compartir una recta en el mismo lugar en
el espacio, a condición de estar situadas en un espacio real, bidimen-
sional, propiamente topológico.

III

Los fenómenos clínicos son en ocasiones tan complejos que si logramos


desarrollar un poco esta lógica tal vez se nos aclaren. Si, como ya dijimos,
la voz alimenta, caga y mira; y la mirada habla, devora y produce mala
suerte... Si la mirada puede ser silenciosa, invocante o provocadora y
la voz luminosa u opaca, entonces hay un enlace posible entre ambas
aunque no necesario: una interpenetración que da cuenta de que el
fenómeno es bidimensional y por lo tanto imposible de capturar con
algún gadget. Pero sin embargo podemos alcanzarlo con dos de nuestros
dispositivos: el dispositivo analítico y el pase, a condición de comprender
su modo de alcanzar lo real –que ya no será lo real del espacio físico,
sino lo real propio del psicoanálisis.
Las consecuencias de mi propuesta son fuertemente anti-intuitivas y
probablemente por eso, bien lacanianas. ¿De qué mejor modo podríamos
vaciar a los objetos voz y mirada de sustancia, tal como proponía Lacan
en “La tercera”, que restándoles profundidad? Ahora bien, ¿acaso todo el
psicoanálisis lacaniano no es una apuesta a liberarnos de esas profundi-
dades de las que Freud no logró desprenderse del todo? (seamos sinceros:
su esquema del aparato psíquico en El yo y el ello es tridimensional).
¿Por qué recurrir a la topología, disciplina que explora el espacio
bidimensional como referencia analítica, sino por eso?

Concluyo con una idea personal, pero que se me impone desde la


ética y política del Campo Lacaniano: no considero casual que los
seminarios en los que Lacan desarrolló más extensamente su pensa-
miento topológico y bidimensional (pienso concretamente en el “La
identificación” y en “Problemas cruciales...”) resulten ser los más poster-
gados de la política editorial vigente. Considero al enlace entre la voz y la
mirada, idea que podría enriquecer notablemente todo nuestro quehacer
clínico y nuestra elaboración del pase, como condición de posibilidad
para practicar una dirección de la cura liberadora de los efectos patoló-
gicos de tales objetos, y un pase efectivamente practicable que ponga
en su lugar a la prueba por el afecto.

44
La voz del sufriente

Marcelo Mazzuca

“La cura es una demanda que parte de la


voz del sufriente, de alguien que sufre de su
cuerpo o de su pensamiento.”
Jacques Lacan, Televisión.

La in-comunicación analítica

La definición de la cura que utilizamos de epígrafe oficia de hilo


conductor para situar el estatuto problemático del objeto voz en la
dirección de la cura, y más particularmente en el análisis de Dora.
Entre las variantes del objeto a inventado por Lacan, es sin duda la
voz la que sustenta la comunicación analítica tanto como sus interfe-
rencias y rupturas.
Desde los comienzos mismos de su enseñanza, Lacan formuló las
condiciones estructurales de dicha comunicación y estableció el esquema
que determina las diferentes etapas del diálogo. Una definición temprana
ayuda a delimitar lo que nos gustaría denominar la “migración de la
voz” en el espacio transferencial de la cura: “En primera instancia, el
sujeto comienza hablando de él, no les habla a ustedes; luego les habla
a ustedes, más no habla de él; cuando les haya hablado de él a ustedes,
habremos llegado al final del análisis”.1
Dicho así parece sencillo, pero es evidente que lo que cuenta en esta
comunicación tan particular no se reduce a los enunciados del paciente
ni a las respuestas habitualmente escuetas del analista. Se trata de
una operación dialéctica que conduce hacia una “asunción de la voz” por
parte del analizante a través de las tres etapas mencionadas por Lacan.

1. Lacan, J., El seminario 3: Las psicosis, Barcelona, Paidós, 1984, p. 230.

45
Marcelo Mazzuca

La cura es entonces esa demanda misma que parte de la voz del


sufriente, ¿es también una voz lo que responde a la demanda inicial?
Mejor esta otra pregunta: ¿cómo se establecen los caminos por los cuales
aquella voz instituye la comunicación propiamente analítica? Para no
errar demasiado lejos y asegurarse de permanecer en la huella del incons-
ciente, debiéramos poder descifrar el alcance de esa voz en los caminos
propios del síntoma, objeto de la in-comunicación analítica: aquel sobre el
cual y con el cual se habla. Y se habla con él de maneras diversas según los
distintos momentos del análisis: en algunos casos se lo toma como inter-
locutor, en otros se lo utiliza como instrumento de la comunicación. Es,
en cualquier caso y en todas las etapas, la variable principal de la cura.
Tarde o temprano el síntoma comienza a entrometerse (mitsprechen), a
“intervenir en la conversación”.2 Signo patognomónico de un sufrimiento
mudo que el neurótico no siempre está dispuesto siquiera a reconocer, el
síntoma admite diversos usos en la práctica clínica. No se trata entonces
de las voces de cada una de las dos personas que participan de la cura,
aun cuando su soporte sea indispensable. Es importante saber reconocer
la diferencia entre la fonética y el fonema, y advertir que la voz de la que
se trata se lee a la letra en el texto del síntoma y de las demás manifes-
taciones del inconsciente.

El decir de la cura

Tal como afirma Lacan, “el decir no es la voz” y “tampoco es el escrito”:3
es acto propio del ser hablante, tal como se expresa en el devenir de un
análisis. Pero lo cierto es que para que el decir del análisis sea eficaz,
precisa tanto de la dimensión temporal en la que se articula la voz como
objeto de una cadena significante como del registro de lo escrito. Es la
manera de conducir ese decir de la cura hacia lo real del discurso analítico.
Lo real, dijo tempranamente Lacan, se experimenta siempre como
“golpe” o como “choque”, es del orden de lo que se escapa, y puede definirse
como “la totalidad o el instante que se desvanece”.4 Y cuando se trata de
la comunicación analítica, aquello contra lo que choca la palabra anali-
zante es habitualmente el “silencio del analista”.5
2. Freud, S., Estudios sobre la histeria en Obras completas, Vol. II, Buenos Aires,
AE, 1994, p. 163.
3. Lacan, J., El seminario 21, inédito, clase del 9 de abril de 1974.
4. Lacan, J., Simbólico, Imaginario, Real, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 32.
5. Ibid., p. 55.

46
La voz del sufriente

Aun sin haber logrado conceptualizar la incidencia del objeto a (que


es un invento, el único, de Lacan), a Freud no se le escapaba la impor-
tancia múltiple de los silencios provocados por la situación del diálogo
analítico. Más aún, solía prestarles mucha atención y adjudicarles un
intenso valor analítico. En términos de Lacan, la pregunta analítica
sería cómo y cuándo el silencio como respuesta logra presentificar aquel
real. Es que pueden distinguirse “tipos” de silencios según los registros
del hablante. Silencio simbólico, cuando la no respuesta es al mismo
tiempo una respuesta del oyente. Silencio imaginario, en la medida en
que esa misma no respuesta-respuesta puede promover el sentido bajo
la suposición de la sabiduría y la completud del otro. Pero la dimensión
ética se presenta con toda su fuerza cuando el silencio también alcanza lo
real: una voz que puede hacer surgir, en la contingencia de un encuentro,
lo imposible de decir.
Para que eso sea posible, no basta con caracterizar lo real como “un
silencio que golpea”, hay que añadirle la dimensión temporal de la
“escanción”6 y de aquello que “vuelve siempre al mismo lugar”.7 Sólo
así podría circunscribirse ese real de la clínica “imposible de soportar”
cuyo soporte es el síntoma que suple con sentido la no relación sexual.
El síntoma es “irrupción del goce fálico”, agrega Lacan, aquello que
“viene de lo real”. Pero también es “acontecimiento” del cuerpo, “eco en
el cuerpo por el hecho de que hay un decir”.
Provistos de estas referencias tomaremos el caso Dora, “caso
casi inaugural de la experiencia propiamente psicoanalítica”,8 para
examinar lo que sucede con la in-comunicación del síntoma en los
preliminares de una cura y en la puerta de entrada al trabajo propia-
mente analítico.9

La migración de la voz en la sintomatología de Dora

Una de las particularidades más llamativas del caso que sirvió a


Freud y a Lacan de modelo de la neurosis histérica es que se trata de

6. Lacan, J., El seminario 21, inédito, clase del 9 de abril de 1974.


7. Lacan, J., El seminario 3: Las psicosis, op. cit., p. 97.
8. Ibid., p. 131.
9. Dejaremos para otra oportunidad el examen de lo que ocurre en la fase final
de la cura y en la salida del análisis, pero subrayamos que es sobre la base de
aquella concepción del final que se puede delimitar mejor las características
de los movimientos de apertura.

47
Marcelo Mazzuca

una “pequeña histeria”, en la medida en que no son los síntomas corpo-


rales los que caracterizan el cuadro clínico ni los que llevan a Dora a la
consulta con Freud. “Los signos principales de su enfermedad eran una
desazón y una alteración del carácter, y un tedium vitae probablemente
no tomado en serio”.10 A diferencia de lo que ocurre con pacientes como
Elisabeth von R o El Hombre de las Ratas, el síntoma queda inicial-
mente desdibujado y la conversación del análisis recorre otros caminos.
Entonces Freud se ve obligado a realizar un trabajo preliminar que
permita localizar con mayor precisión la posición que adopta el sujeto
frente al padecimiento. ¿Cómo entender en este caso que la cura es una
demanda que parte de la voz del sufriente? Para responder, intentaremos
situar el modo en que aquella voz participa de la comunicación incons-
ciente en las distintas etapas de la configuración del síntoma.
¿Sobre qué tema se estable el diálogo inconsciente en este caso?
Dicho de otra manera: ¿cuál es el tema, el asunto, o en definitiva el
“sujeto” de dicho diálogo? En este punto, es Lacan quien aporta preci-
siones, y su respuesta sorprende tanto por la reiteración y el detalle
como por la precisión y la novedad con la que aborda el problema de
la histérica a lo largo de sus 27 años de Seminario: se dialoga sobre
La mujer.
Para ordenar este diálogo examinaremos por separado tres etapas
diferentes tanto como los sucesivos puntos de empalme entre ellas. Y
como el objeto voz que soporta al sujeto responde más a la estructura
de una partitura que a la de una línea melódica, ordenaremos la lectura
según tiempos que resultan ser más lógicos que cronológicos: la etapa
preliminar al análisis (Etapa 1), que abarca el período previo a la consulta
más el primer tramo del tratamiento. Luego, la etapa del análisis propia-
mente dicho (Etapa 2), que se extiende desde la denominada por Lacan
“rectificación subjetiva” hasta la interrupción del tratamiento. Y final-
mente, la fase anterior a la consulta (Etapa 0), más precisamente aquella
que se extiende desde la aparición de los síntomas de la tos y la afonía
hasta la bofetada propinada por Dora al Sr. K en la ya famosa “escena
del lago”. En este recorrido, prestaremos especial atención a lo que va
sucediendo con el síntoma.

10. Freud, S., “Fragmento de análisis de un caso de histeria (Dora)” en Obras


completas, Vol. VII, op. cit., p. 22.

48
La voz del sufriente

Tiempo 1: El síndrome de persecución


(De la voz del cuerpo a la voz del pensamiento)

Esta primera fase es la que nos parece decisiva, y por eso la utiliza-
remos como referencia principal. Su desarrollo conduce a la puerta de
entrada del tratamiento, aquella donde situamos con Lacan la “recti-
ficación de las relaciones del sujeto con lo real”.11 Esta rectificación del
discurso es esencial –y por eso la ponemos en primer plano– en la medida
en que puede transformar la demanda inicial dando lugar al análisis
propiamente dicho. En este caso, de esas relaciones con lo real, interesan
fundamentalmente dos cosas que, aunque articulables, se distinguen
una de otra. Por un lado, aquello de lo real que se hace presente por
los “golpes” que produce en los bordes de la realidad imaginaria que
mantiene ligado al yo con sus objetos. Por otro lado, aquello de lo real
que se hace presente en el síntoma, y que se localiza en el punto donde
los significantes del Otro (es decir, del discurso inconsciente) actualizan
y preservan una modalidad de goce.
Respecto de la primera cuestión (la que prepara el terreno para
la rectificación), ubicamos la cualidad “alucinatoria” con la que Dora
experimenta su pensamiento relativo a la persona de su padre y a las
motivaciones que determinan su conducta. Nos referimos a la posición
reivindicativa, o más bien vengativa, que Dora adopta hacia su padre
ubicándose como una inocente víctima de sus maltratos. Ella invoca
su propia conducta como prueba de su inocencia, aunque lo hace invir-
tiendo los términos y denunciando la conducta de su padre. Intentemos
ponerle texto a la enunciación de la voz que se hace presente en el decir
de la paciente, sería algo así como: “Mírenlo como se comporta, él no
me ama, y por eso me vende”. No hay dudas ni lagunas del recuerdo en
este punto, es decir, ningún tropiezo en el discurso que permita hacer
aparecer una enunciación equívoca que determine su posición de sujeto
en el inconsciente.
Sin embargo, y este punto es importante por el padecimiento que trae
aparejado, no puede abandonar ese pensamiento ni por un instante. Es
entonces, aún por fuera de la referencia al síntoma analíticamente consti-
tuido, el primer signo de la presencia muda de la voz del sufriente. Una
significación que sobrecarga un fragmento de su pensamiento consciente
y se le impone con una valencia psíquica casi alucinatoria, culminando

11. Lacan, J., “La dirección de la cura y los principios de su poder” en Escritos 2,
Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 578.

49
Marcelo Mazzuca

en un desmayo que angustia a su padre.12 Son pensamientos “hiper-


valentes”, según la expresión de Freud, comparables a la sensación de
realidad efectiva de aquellos sueños en los que se inserta una moción
pulsional, o de aquellos otros de los que se despierta con una sensación
“crepuscular”13 (como ocurre con el “olor a humo” en el primero de los
sueños del historial).
Encontramos allí un primer signo del padecimiento e índice de un
real desconocido. En este caso no se trata estrictamente hablando de un
síntoma ni de un sueño, sino de un fenómeno que Lacan califica como
interpretativo y alucinatorio, y que forma parte de lo que no duda en
llamar el “pequeño síndrome de persecución” de Dora.14 Podría haberlo
considerado como una alucinación verbal, si no fuera por el hecho de
no presentarse bajo la forma de palabra impuesta que injuria al sujeto.
De todos modos, presenta las características de una suerte de “eco” del
propio pensamiento, y de allí su cualidad alucinatoria. Entonces, ¿cuál
es su objeto?
Sin duda es Dora quien piensa, pero una interioridad extraña hace
que su pensamiento cobre una fuerza inhabitual, como si una voz interior
la aturdiese hasta provocar la salida de la realidad a través del desmayo.
Llega un punto en que a la propia Dora le resulta imposible soportar
el aturdimiento de sus dichos. Y la hipótesis que nos guía es que esto
sucede porque la voz que impulsa a Dora como sujeto en esta etapa ha
migrado de su lugar de origen y no consigue ser alojada en el lugar del
Otro. Es entonces su yo quien carga con todo el peso libidinal de esa voz.
No vamos a extendernos mucho en este punto, que forma parte de las
consideraciones psicopatológicas del caso. Simplemente recordamos al
lector que son las palabras del Sr. K en el lago las que alteran el equilibrio
de la realidad preexistente. Ubicamos allí el inicio de un movimiento
migratorio de aquella voz que con el análisis se transformará en texto
y letra. Según la lectura de Lacan, parte de las palabras pronunciadas
por el interlocutor de turno: al ya no poder identificarse Dora con el
Sr. K, la alteridad del personaje del padre se modifica sensiblemente,
promoviendo la confrontación agresiva con el semejante. Los caminos

12. Recordemos que respecto de esta pérdida de conciencia Freud conjetura un


ataque histérico, es decir, una experiencia de excitación sexual que conduce
al desmayo, como si el cuerpo de la histérica se comportara como un falo en
detumescencia luego del orgasmo.
13. Lacan, J., “Intervención sobre la transferencia” en Escritos 1, Buenos Aires,
Siglo XXI, p. 217.
14. Lacan, J., El seminario 3: Las psicosis, op. cit., p. 234.

50
La voz del sufriente

del diálogo pasan del inconsciente a la consciencia y del cuerpo al pensa-


miento. Dicho en términos del objeto de nuestra interrogación: la voz
migra de un Otro al otro, y habrá que esperar el desarrollo de la trans-
ferencia para que vuelva a migrar en dirección contraria.
Como verán, intentamos ubicar aquí la forma en que adviene en
esta etapa la voz del sufriente, principio de localización de la demanda
neurótica: encuentra su punto de partida en el “pasaje al acto” que
representa la bofetada al Sr. K. Intentemos, pues, adjudicarle al decir
un texto inconsciente. En este caso sería algo así como: “Estúpido, si ella
ya no significa nada para ti, tú ya no significas nada para mí; buscaré
entonces la significación de esa voz en la respuesta de mi padre”. Pero
esta migración de la voz termina chocando contra la rigidez de la
“persona” del padre, y entonces regresa hacia la propia persona como si
se reflejara en un espejo. Es este el movimiento que conduce al “ataque”
histérico, cuya enunciación, imposible de articular en primera persona,
podría traducirse más o menos así: “Yo gozo de esa voz, goce pulsional
pero también sexual, hago de mi cuerpo falo, órgano sexual que tras el
goce del orgasmo detumesce mi cuerpo y me hace perder el conocimiento”.
El punto de angustia queda en este caso elidido, y el que termina angus-
tiándose es el padre.
Ahora bien, ni los enunciados del Sr. K, ni los que podríamos adjudi-
carle a Dora, terminan de explicar el estatuto de aquella voz que migra
durante el lapso de dos años desde la bofetada en el lago hasta el
desmayo en la casa paterna. Por eso, en términos de la comunicación
analítica, no alcanza con la rectificación que podría implicar a Dora
en la parte que le toca en calidad de “cómplice”. Lo era desde mucho
tiempo antes y sin lugar a dudas es la primera voz del Otro que la trans-
ferencia consigue establecer a partir de la réplica que Freud produce
en el diálogo: “¿Cómo designas tú el lugar que te toca en esta realidad
sufriente de la que te quejas?”
Pero aquí lo decisivo es lo que de aquella voz se había desoído en el
tiempo anterior al análisis, y que aun antes del desmayo se muestra en
el “acting” que constituye la amenaza de suicidio. Es la voz del síntoma,
aquella que podría articular el sujeto de los significantes. De allí el
segundo aspecto de aquella rectificación de las relaciones del sujeto con
lo real, y es esto lo que nuestro recorrido pretende destacar: la apertura
al trabajo propiamente analítico depende de este segundo aspecto de la
rectificación subjetiva.

51
Marcelo Mazzuca

Tiempo 2: El síntoma analizable


(De la voz del pensamiento a la voz del texto)

Como decíamos anteriormente, la primera intervención de Freud


permite rectificar las relaciones del sujeto con la realidad que éste
denuncia, convirtiendo a Dora en “cómplice” de la empresa de su padre.
“Cómplice” es el nombre del segundo desarrollo de verdad, luego de la
primera inversión en el diálogo del análisis. Dora abandona su posición
de inocencia al quedar implicada en calidad de partícipe indirecto del
delito de infidelidad.
Pero lo que no se advierte aún, es el usufructo que Dora podría
obtener por semejante delito, y por eso la maniobra rectificativa corre
el riesgo de quedar perdida en las idas y vueltas de la conversación.
Todavía no se ha cruzado el umbral del análisis a partir del cual se torna
imposible volver atrás. Por momentos, es Freud quien corre el riesgo de
quedar aturdido por la insistencia de sus propios pensamientos. Dice
Freud: “No me resulta fácil guiar la atención de mi paciente hacia su
trato con el Sr. K”.
Lo que es innegable es que la intervención produce un efecto
terapéutico por el quite de investidura que opera. Esto parece suceder en
la medida en que ahora el eco alucinatorio se reparte, fruto del diálogo,
entre las personas de Dora y Freud, ubicando la instancia tercera de
un referente ausente: el deseo abusivo del padre. Dora ya no habla con
él sino de él. Pero lo que aún no se logra es hacer migrar la voz hacia
otro registro. Lo único que sale a la luz en este primer movimiento es el
mecanismo de proyección por el cual un reproche hacia el otro encubre
un autorreproche, es decir: el mecanismo de la proyección, típico de la
paranoia y de la relación especular que mantienen los niños con sus
semejantes.
En cambio, la segunda intervención hace surgir una verdad de otro
orden. Ya no se trata de implicar a Dora en el delito sino de hacerle
notar el modo en que estaba ya demasiado implicada en otro asunto, el
de sus síntomas, lo suficiente como para no poder advertirlos como tales,
es decir, como elementos ajenos y extraños a su propia persona. Lo que
comenzará a quedar al descubierto ahora, son los usos de los síntomas
que toman como referencia cardinal el deseo del padre.
Pongamos aquí toda la atención y destaquemos lo siguiente. Esto no
se logra por la insistencia de Freud en que Dora hable del Sr. K, ni por
las interpretaciones provistas de lógica pero inservibles que lo proponían
como objeto de sus fantasías. “Cuando le formulé esta conclusión –

52
La voz del sufriente

dice Freud, refiriéndose al amor que Dora sentiría por el Sr. K–, no
tuvo aceptación alguna de su parte”. Tampoco se logra por insistir en
la conversación que toma por objeto las oscuras intenciones del padre,
aun cuando fuese ese el terreno del diálogo a partir del cual poder inter-
venir. Sucede, estrictamente hablando, por haber sabido esperar Freud,
en silencio, la ocasión para alzar la voz del decir interpretativo. Dicho
de otro modo: por haber logrado instrumentar una modalidad de la voz
compatible con el deseo del analista. El ritmo del diálogo demuestra
ser aquí el adecuado: en primer término, la espera de un silencio absti-
nente que aguarda la intervención del síntoma en la conversación; y
en segundo término, la interrogación alusiva que eleva la palabra del
analista al nivel de la interpretación.15
Veamos cómo lo expresa el propio Freud en el historial: “Cierto día
se quejó de un supuesto nuevo síntoma, unos lacerantes dolores de
estómago, y yo di en lo justo preguntándole ‘¿a quién imita usted con
eso?’”. Nótese que esta intervención ya no toma en consideración la queja
hacia el padre, sino aquella otra que Dora dirige a sus propios dolores, y
por eso produce un eco distinto al del síndrome de persecución. Repre-
senta el punto preciso en que la voz del sufriente migra hacia el espacio
transferencial del análisis, aquella misma voz que el acting ponía en
escena sin lograr articular un sujeto del diálogo. A partir de allí, como
suele decir Freud, el síntoma comienza a intervenir en la conversación
y la comunicación del análisis va adquiriendo claramente la tonalidad
de la asociación libre.
A Freud le corresponde ahora el lugar desde el cual puede señalar
la significación que adquieren los síntomas de las mujeres y el modo
en que hacen uso de ellos. Aparece allí el asunto o sujeto del diálogo
histérico: significación de “envidia” en el caso de la prima (con quien
Dora se identificaría) y significación de “rechazo del hombre” en el caso
de la Sra. K (a quien Dora tomaría como rival).
Al mismo tiempo, a Dora le queda ofrecido un sitio para poder calibrar
la voz y acomodarla a la asociación libre. Y exactamente desde ese lugar
es que se oye venir la réplica del diálogo. Así lo dice Freud: “Una obser-
vación de Dora acerca de su propia alternancia entre enfermedad y salud
cuando era niña se insertó en este lugar”. La comunicación empieza a
mostrar sus puntos de quiebre y sus interferencias, dando lugar a una
palabra de otro orden que ya no es la denuncia ni la “auto” implicación.

15. Lacan, J., “La dirección de la cura y los principios de su poder” en Escritos 2,
op. cit., p. 621.

53
Marcelo Mazzuca

Encontramos aquí una ocurrencia genuina, una asociación aparente-


mente libre que demostrará no serlo del todo. Dora no sabe bien lo que
dice, o al menos el por qué dice lo que dice. Y es en este punto donde Freud
advierte la intervención, en el marco de la comunicación propiamente
analítica, de un mecanismo distinto al de la proyección que se expresa
a través de una relación de contigüidad entre ocurrencias disímiles.
Según nuestra perspectiva, la puesta en función de este aspecto de los
mecanismos inconscientes es lo que da inicio al proceso de escritura que
tiene lugar en la cura analítica.
Para decirlo de otro modo: la voz del sufriente, en la medida en que es
alojada en el espacio vacío producido por la manifestación del deseo del
analista, comienza literalmente a “escribirse” en el texto del análisis. En
este caso Freud lo dice así: “una conexión interna, pero todavía oculta,
se da a conocer por la contigüidad, por la vecindad temporal de las
ocurrencias, exactamente como en la escritura una a y una b puestas una
al lado de la otra significan que ha querido formarse con ellas la sílaba
ab”. Sigamos entonces a Freud y traduzcamos: a= la aparición y desapa-
rición de los dolores de la Sra. K se mueve al ritmo de la presencia de su
marido; b= recuerdo que siendo niña mis dolores aparecían y desapa-
recían. Y el elemento siguiente, surge de la referencia al síntoma que
había demostrado ser el más estable e insistente en las consultas previas
de Dora a los médicos. Freud lo dice así: “Dora había presentado gran
cantidad de ataques de tos con afonía; ¿la ausencia o la presencia del
amado habrá ejercido una influencia sobre la venida y la desaparición
de estas manifestaciones patológicas?”.
Es con esta hipótesis que Freud intenta seguir la lógica de los
silogismos de su analizante. Es así que vuelve a intervenir en el
diálogo para finalmente establecer lo que sería el “abc” que le otorga
texto al análisis: la significación y el uso que Dora hace del síntoma
de los ataques de tos con afonía. La duración del ataque, coincidente
con las ausencias del Sr. K, confirma la presencia de una significación
de la voz alojada en el síntoma. Freud parece haber dado en el blanco
del síntoma analizable, acentuando mucho más el polo de la “afonía”
que el de los “ataques de tos”. Aunque no podemos dejar de señalar
que se apresura en querer atribuirle el viejo y obsoleto sentido de
la “demostración de amor hacia el Sr. K”, lo cual desvía un poco el
trabajo de escritura del síntoma. Veamos cómo podemos entender las
razones de este desvío.
Reparemos en la respuesta que Dora da a Freud acerca del supuesto
sentido del síntoma, aquel que pretendía explicar su aparición por

54
La voz del sufriente

referencia a las ausencias del Sr K. La réplica de Dora es mucho más


asociativa que explicativa: “la escritura (le) fluía siempre con parti-
cular facilidad de la mano”, dice la paciente refiriéndose a los períodos
de su afonía. De allí que Dora optara por escribir en lugar de hablar. Y
la reflexión que produce el desvío de Freud es la siguiente: “El hecho
de que uno entable correspondencia con el ausente, con quien no puede
hablar, no es menos natural que el de tratar de hacerse entender por
escrito cuando uno ha perdido la voz”. Freud se da esta explicación por
referencia a otra serie de casos donde la escritura toma el lugar del habla.
Pero lo que no queda aclarado es en qué sentido se ha “perdido la voz”.
Encontramos aquí el nudo de lo que está en juego. La pregunta es:
¿qué estatuto adquieren la palabra, la voz y la escritura en el espacio
de la comunicación analítica? En el argumento de Freud, el habla y
la escritura son equivalentes, la primera incluye la voz y la segunda
la excluye, pudiendo una reemplazar a la otra. Si seguimos esta línea
argumentativa, la voz queda reducida a la sonoridad y la comunicación
a un proceso de traspaso de información. En cambio, si nos atenemos
al lazo del síntoma con el inconsciente, no parece acertado reducir la
afonía a la ausencia de sonido y a la pérdida de la voz. Por el contrario,
la experiencia muestra que la ausencia de sonoridad le otorga más peso
a la voz, mayor incidencia pulsional, en la medida en que su consistencia
depende de las relaciones del cuerpo erógeno con las propiedades de la
cadena significante que el sujeto encuentra en el discurso del Otro. Es
más bien la ruptura de la cadena la que, tal como muestra la alucinación
verbal en la psicosis, produce una sonorización extraña.
En el caso que nos ocupa, habría que postular que la voz del síntoma
comienza a ser articulada en forma de texto por el hecho de haber sido
colocada en el lugar del Otro. Ese es el principio del desciframiento,
que no implica sólo una operación de lectura sino también de escritura.
¿Escritura de qué? Del saber inconsciente que responde a la pregunta
por la relación sexual, cosa que el caso Dora ilustra con mucho detalle,
en especial a través de los sueños.
No vamos a extendernos en esta dirección, porque lo que nos interesa
es resaltar el punto de empalme entre los preliminares del tratamiento
y el comienzo del análisis propiamente dicho. Solamente menciona-
remos, antes de pasar al último punto, las coordenadas significantes
que en este caso hacen del Otro el sitio donde aquella voz se articula y
se despliega como texto en el análisis.
El primero de esos significantes es la-comedia-del-suicidio. Surge de
las acusaciones de Dora hacia su padre relativas al uso que éste hacía

55
Marcelo Mazzuca

de sus síntomas. Pero al mismo tiempo se aplica a la voz disimulada por


el acting que precedió a la consulta con Freud (el cuento del suicidio),
denunciando el mismo uso del síntoma por parte de Dora. La referencia
primordial es entonces a los síntomas y a las enfermedades del padre.
En definitiva, este primer significante surgido de la rectificación de
las relaciones con lo real, representa un sujeto, el del análisis, sin que
esto coincida ni con la persona del padre ni con la persona de Dora. Los
“cómplices” y “culpables” quedan fuera de juego en lo que tiene que ver
con la localización significante del sujeto en el síntoma.
El segundo de los significantes surge de las mismas acusaciones
hacia el padre, pero ya tiene una relación directa con el síntoma que
las acompañaba: los ataques de tos. Las circunstancias de su escritura
tienen que ver con lo que podríamos considerar un “desliz” en las asocia-
ciones de Dora referidas a la potencia del deseo del padre, y representa
la apertura del síntoma hacia la significación sexual y el goce oral de las
fantasías. Freud no nos aporta la clave técnica de aquello que escuchó,
pero da a entender que se trata de algo del orden de la entonación. En
cualquier caso, hay que ponerlo a cuenta de un efecto de escanción. Mas
precisamente, entonación del significante acaudalado o afortunado, y
de la inflexión de la expresión alemana ‘ein vermogender Mann’ hacia
‘ein unvermogender Mann’. Queda allí situada en la escritura del texto,
por obra de una intervención poco ruidosa pero efectiva, la referencia
primordial al deseo del padre y a su impotencia sexual.
Finalmente, señalemos el que tal vez sea el significante a partir
del cual el síntoma de los “ataques de tos” se abre hacia los múltiples
significados que conectan la satisfacción oral con el goce propiamente
sexual. Se trata del significante catarro, sobredeterminado, surgido en
el análisis luego de que el primer sueño aportara texto para el descifra-
miento. El segundo sueño, surgido puramente del dialogo del análisis,
aportará el resto del texto de la denominada por Freud “geografía
sexual”, una suerte de figuración en clave jeroglífica de la relación
sexual imposible de escribir.
No vamos a cartografiar el recorrido completo de aquella escritura de
la relación sexual porque no es el objeto de nuestro trabajo. Simplemente
señalemos que lo que se constituye como síntoma e instrumento principal
del análisis puede dividirse en dos componentes: por un lado, los “ataques
de tos”; y por otro, la “afonía”. Y que, en sí mismo, ni el significante Catarro
(significante principal de los ataques de tos) ni los que se escribirán después,
logran terminar de dar sentido a la pregunta por el ser de la mujer. Es más
bien la voz del texto lo que habrá que asumir para resolver el problema de

56
La voz del sufriente

la imposible escritura de la relación entre los sexos. Y en esto el síntoma


de la afonía tiene una significación central.
Pasemos entonces a delimitar las coordenadas migratorias que dieron
origen a estos síntomas.

Tiempo 0: El síntoma histérico


(De la voz del cuerpo a la voz del pensamiento)

Esta primera fase recortada del relato del análisis se extiende de


los 12 a los 16 años aproximadamente, y los acontecimientos que la
escanden son: en el inicio la aparición de los “ataques” de tos y afonía,
y en el final la bofetada propinada por Dora al Sr. K. Es el tiempo de la
voz fuera de transferencia, al menos fuera del marco del diálogo propia-
mente analítico. No obstante, es un tiempo reconstruido al cual sólo se
accede verdaderamente (es decir, se alcanza su valor de “verdad”) por
la vía de la historización en transferencia.
Lo primero que el análisis permite revelar, es que esta fase que
antecede a la consulta se caracteriza por un determinado uso que Dora
hace de sus síntomas. “Cuando entró en tratamiento conmigo, a los
dieciocho años, tosía de nuevo de manera característica”, dice Freud.
Es que la tos, e incluso la afonía, ya estaban presentes en la primera
consulta a Freud, realizada con dos años de anterioridad (a los 16), poco
tiempo antes que Dora oyera las “palabras fatídicas” del Sr. K en el lago.
Sólo que en aquella oportunidad Freud no hizo más que recetar una cura
psíquica de la que Dora prescindió rápidamente porque ese ataque (cuya
duración se había extendido más de lo habitual) desapareció de manera
espontánea. Dicho de otra manera: se logró un efecto terapéutico sin
que la voz haya sido enlazada a la transferencia. Mientras que en esta
segunda consulta, “el síntoma más molesto” según la apreciación de la
propia paciente, se presentaba durante la primera mitad del ataque y
consistía en una “afonía total”.
Ahora bien, ¿cuál es el punto de arranque de los síntomas de Dora, y
particularmente de estos ataques de tos y afonía? La respuesta indica
claramente la participación de las enfermedades del padre, más aquello
que podríamos llamar las sucesivas “migraciones” de una familia que
se desplazaba de un sitio a otro al ritmo de los síntomas de la “persona
dominante”: el padre.
Esos desplazamientos comienzan a los 6 años de la paciente, cuando
el padre enferma de tuberculosis, y a partir de allí las manifestaciones

57
Marcelo Mazzuca

sintomáticas de Dora marchan al ritmo de la batuta de las enfermedades


del padre. Las coincidencias son muy notorias, basta simplemente con
prestar atención a las cifras que surgen del trabajo de historización. No
obstante, los ataques de tos nerviosa no se presentan sino a partir del
momento en que el padre (acompañado por el Sr. K) consulta a Freud a
raíz de sus propios “ataques” cuando Dora tenía 12 años. El significante
que designa la enfermedad del padre es el mismo que el de su hija, solo
que en este caso se trataba de un “ataque de confusión”. De este modo,
el ataque se presenta primero ligado a las enfermedades del paternas,
es un nombre de “ellas”, un nombre del padre.
Pero lo que nos interesar subrayar no es el historial completo de
aquellos movimientos migratorios, sino el modo en que en el análisis
surge la clave para entender su origen y su significación. El punto de
calce es el deseo sexual del padre y, tras él, la significación de la relación
entre los sexos. En eso estaban analizante y analista en el momento
en que aparece el primero de los dos sueños. Es Dora quien pregunta
a Freud por qué razón había enfermado, y antes que éste responda es
la paciente quien adjudica la motivación al padre. Freud lo dice así:
“Para mi sorpresa, la muchacha conocía de qué clase había sido la
enfermedad del padre”. Y luego agrega: “Después que este regresó de
mi consultorio, había espiado con las orejas una conversación donde se
mencionó el nombre de la enfermedad”. Allí aparecieron los ataques de
tos y afonía, en el punto en el que queda interrogada la causa del ataque
de confusión del padre.
No obstante, siguiendo a Freud, para poder localizar la significación
enigmática de la enfermedad hay que poder ubicar los dos tiempos del
trauma. De manera semejante a lo que ocurre con el “Hombre de las
ratas”, no son los dichos que Dora oye de su padre los que provocan
de manera directa y lineal los ataques de tos y afonía, sino el modo en
que quedan significados a partir de los dichos alusivos de una de sus
tías, dos años antes de que se presenten los ataques de padre-hija. En
el historial lo encontramos dicho de este modo: “la curiosa y alertada
muchacha –dice Freud refiriéndose al desprendimiento de retina sufrido
por el padre a los 10 años de Dora– oyó esa vez decir a su tía: ‘estaba
enfermo ya antes de casarse’, y agregó algo incomprensible para ella,
que más tarde interpretó entre sí como referido a una cosa indecente”.
De allí surge toda la línea del “contagio” de las enfermedades del padre
hacia sus familiares que hace surgir la referencia a los catarros: el que
oficia de “grano de arena” para el caso de la tos y el que lleva a la inves-
tigación del goce sexual, el catarro genital.

58
La voz del sufriente

En síntesis, es una interpretación de los dichos del Otro (la tía en este
caso) la que le permite a Dora conectar la referencia a la enfermedad
del padre con la referencia al deseo sexual del padre. A partir de allí, el
goce del síntoma se abre, se amplifica y se articula en el lugar del Otro.
Y como consecuencia de los sucesivos encuentros con el deseo del Otro,
la significación de rechazo del goce sexual se expresa a través de una
corriente migratoria del síntoma que recorre casi por completo el cuerpo
de Dora, produciendo ese eco pulsional al que nos hemos referido: de
los genitales al pecho (en la escena del beso), de los oídos a la garganta
(en la escena fantaseada), de allí hacia el estómago (en el laberinto de
las identificaciones), luego afecta el rostro con una neuralgia facial (en
la escena transferencial) y finalmente llega a los oídos en el Síndrome
de Meniere (con su segundo analista). Pulsiones distintas y objetos
diferentes, pero siempre un mismo e insistente decir de la neurosis que
el analista no debe desoír.

A modo de conclusión

Tras el recorrido realizado puede advertirse que la tesis freudiana


del masoquismo erógeno como principal sustento pulsional encuentra en
el cuerpo afectado de la histérica su cabal demostración. Pero también
es cierto que su lectura se facilita gracias a lo que Lacan consideró
su “único invento”, el objeto a. Tal como el propio Lacan ha dicho, se
reconocen más fácilmente en Freud las fuentes de la pulsión oral y de
la pulsión anal, objetos alrededor de los cuales se organizan los signifi-
cantes de la demanda. Incluso, por momentos, con Freud se llega cerca de
la fuente escópica de la fuerza pulsional, aquella que liga las demandas
a la causa del deseo.
Pero donde la invención lacaniana aporta los elementos más
novedosos es en otro nivel, tal vez el más oculto de todos. Las migra-
ciones de la voz en la sintomatología corporal de Dora dan cuenta de
la variabilidad de los objetos en juego, pero siempre sobre un fondo de
invocación cuyo soporte causal es el objeto voz, cuyo soporte material es
la cadena significante, y cuya eficacia primera y última es el decir que
se olvida tras el conjunto de los dichos de la neurosis.
Como lo prueba el Historial, para la histérica la pregunta subya-
cente concierne al enigma de la feminidad: ¿qué es ser una mujer?
Sobre este asunto gira la conversación y el diálogo del análisis, siempre
y cuando el analista pueda alojar la “voz del sufriente”. Tal como Dora,

59
Marcelo Mazzuca

la histérica solamente podrá asumir su modo singular de responder a


la pregunta si asume aquella voz del síntoma que la hace existir. Esta
voz que el análisis intenta poner en acto, principio del masoquismo
erógeno y de la distribución de los goces fantasmáticos, no pertenece
ni al sujeto ni al otro, sino al resultado de la dialéctica entre ambos.
Es un hecho de discurso y como tal se atrapa en la medida en que su
decir deje de quedar olvidado. Será entonces cuestión de ahuecarla
para asumirla y ponerla en causa. Así podrá migrar de la condición
de goce a la causa del deseo.

60
Uso clínico de la mirada

Carolina Zaffore

Hay algo realmente logrado en la invención lacaniana del objeto a. Con


una discreta letra reordena y delimita al menos tres registros del objeto
en psicoanálisis: el objeto pulsional, el objeto de amor y el objeto causa
del deseo. Tres registros que en el consultorio se presentan inicialmente
enredados y que conviene discernir en cada análisis ya que nos guían a
zonas primordiales para cada ser hablante: goce, amor y deseo.
Pongamos a prueba entonces un uso clínico del objeto a: el analista
pulsa la separación necesaria para acceder al campo del deseo: la
“imagen” (ideal y alienante) de su “causa”. Esta separación entre
“imagen” y “causa” del deseo (aspectos habitualmente pegoteados y
confundidos en la neurosis) invita a una reflexión sobre la posición del
analista que sopese realmente la repetida fórmula del analista como
semblante de objeto.
Nos valdremos para ello del caso freudiano del Hombre de las Ratas.
En particular extraeremos el objeto “mirada” tal como se manifiesta en las
fantasías y en los sueños. Seguiremos los mojones planteados por Freud
para ubicar los escollos con los tropezó, anticipando una perspectiva: la
invención del objeto a como operador en la cura permite abordar mejor
esos límites, sortearlos y avanzar en términos analíticos.

Empecemos por un aspecto preliminar: el registro escópico tiene gran
prevalencia a nivel de todo fantasma. Ya sea un fantasma oral o anal,
el registro escópico está necesariamente implicado en la medida en que
la función misma del fantasma es velar. Otorga una escena visible y
vivible que enmarque lo suficiente la pulsión que de presentase a secas,
angustia al neurótico.

61
Carolina Zaffore

Es decir que para ir avanzando hacia lo nodal del objeto a “mirada”,


tendremos que seguir paso a paso el movimiento propiamente analítico
que va de la “imagen” a la “causa”. Movimiento necesario para salirse
del corsé fantasmatico.
Un análisis parte de lo que se ve, de lo que se muestra inicialmente,
que es justamente lo que corre y oculta la dimensión gozosa que importa.
Dimensión que particularmente en el obsesivo se torna amenazante,
inquietante y por momentos se impone.
La noción de objeto a permite cernir la operación del analista que
es simplemente una torsión sobre el mismo objeto. Objeto que a veces
funciona como “imagen” (lo que se muestra en las fantasías, pensa-
mientos, representaciones obsesivas) y a veces –análisis mediante– como
“causa”. Esta última vertiente no va de suyo en la neurosis. Es el analista
quien hace un uso clínico del objeto a: convocar la “causa” del deseo lo
torna realizable, más allá de sus engañosas o repetitivas imágenes.
No nos conformamos con que el deseo sea cumplido en fantasías o
sueños, sino que la justa pretensión analítica es que el deseo sea reali-
zable en el actuar mismo, en las decisiones importantes y en lo cotidiano.
Perspectiva abierta por Freud, pero efectivamente practicable a partir
de la novedad que introduce el objeto a.
Entonces, ¿cuál es la traducción clínica del objeto “mirada”? ¿Dónde y
cómo encontramos dicho objeto en el caso? En principio lo encontramos
en las fantasías.

El objeto “mirada” en el fantasma

Al momento de la consulta, algo había dejado de funcionar a nivel del


fantasma en el Hombre de las Ratas. Si el deseo ya se encontraba inhibido
y postergado, se muestra directamente trastornado a partir de la escena
donde se produce el encuentro con la “crueldad” que lo conduce a Freud. El
muchacho llega atolondrado, inmerso en fantasías, ideas y temores, presa
del “imperio de la compulsión y la duda” que estropeaba su accionar todo.
Ante semejante eclosión subjetiva, nos preguntamos qué se modificó a
nivel del fantasma. Lejos de funcionar como soporte, la fantasía abandona
en ese momento su función y deja al sujeto confrontado con una desor-
ganización tal que no puede siquiera determinar qué tren tomarse o
cómo debe proceder para dar por concluido el entuerto de los quevedos.
Ahora bien, ¿por qué la fantasía deja de funcionar como soporte y lo
imaginario estalla a tal punto en medio de las “maniobras militares”?

62
Uso clínico de la mirada

Que en la fantasía el objeto a permanezca velado es la condición que


asegura al neurótico creerse agente de su deseo, desconociéndose objeto.
Entendemos que no son tanto las palabras del capitán lo que lo enloquece
sino la confrontación con la realización del fantasma. El horror ante su
propio placer ignorado, apuntará Freud, conforme el suceso va siendo
pronunciado. Ese goce sádico-anal, esa “crueldad” irrumpe no por una
suerte de vacilación del fantasma sino por su realización misma. Cayendo
su función de soporte, aún más abruptamente que en la vacilación. Las
fantasías para el neurótico sirven en la medida en que no se realicen. Y
hay algo de ese encuentro con un Otro consistente, inequívoco, donde el
sujeto no encuentra sitio y rubrica no tanto la falta de objeto sino más
bien su presencia misma.
Lo que debería estar velado irrumpe desarmando la escena, se presen-
tifica lo que debería faltar y aquello que la imagen propia del fantasma
disimula, se impone. Resonancias con esa irrupción de lo siniestro tan
destacada por Freud de aquello familiar (militar) que se presenta súbita-
mente como ajeno. Algo propio pero negado. Se sucederán los Otros
supuestos gozadores (el capitán, el padre, Freud mismo) antes de admitir
algún goce relativamente “propio”.
Lo que sigue a ese encuentro devastador es mas bien el pánico (y no
la angustia) y la locura que declina en la comedia de la devolución del
dinero y en las acciones compulsivas que intentan sobreponerse a la
inhibición tortuosa del acto.
Diría entonces que esta coyuntura permite pensar los dos objetos
pulsionales en juego: el objeto anal, especialmente desarrollado por
Freud, pero también el objeto mirada. Al menos en la vertiente del
registro escópico propio del fantasma, que en su función de pantalla,
recubre lo pulsional. La mirada se pierde, posición curiosamente sugerida
por el extravío de los quevedos.
El objeto se muestra en bruto, se echa a andar, el goce se impone
y arrasa al sujeto que queda más que dividido, atolondrado, desama-
rrado, indefinido.

“…y como dicha causa no es nada más que ese objeto último,
abyecto e irrisorio, él sigue buscando el objeto, con sus tiempos
de suspensión, sus falsos caminos, sus falsas pistas, sus deriva-
ciones laterales, que hacen que esta búsqueda de vueltas
indefinidamente.”1

1. Lacan, J., El seminario 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 345.

63
Carolina Zaffore

Hasta aquí vemos entonces cómo la función de la fantasía cae, la


escena es fracturada por el empuje del complejo sádico-anal. Demos un
paso más, siguiendo a Freud, que desanda el resorte de esta caída: el
desfallecimiento de la función paterna.
Es precisamente el Padre (como función) el guardián de la escena
del fantasma. Freud propone que las fantasías neuróticas son versiones
paternas de la castración.
Detengámonos en la larga nota al pie, la número 392 que sigue al
“recuerdo” de la reprimenda del padre. Allí Freud plantea dos aspectos
importantes:

a) Que las fantasías tienen la función precisa de borrar las huellas


del quehacer autoerótico de la infancia (de allí que los recuerdos se
sexualizan y se llenan de historias, cuando la realidad se limita a
una simple satisfacción, autoerótica y parcial)
b) Que el padre suele tener el papel del oponente sexual y de pertur-
bador del onanismo.

Subrayamos la conexión entre la función paterna (independiente-


mente de su encarnadura) y la escena que aporta la fantasía. Es el Padre
tributando una escena lo suficientemente armada como para borrar las
huellas de una pura satisfacción, inútil. El Padre enlaza el objeto a otros,
escribe un guión, le otorga una trama al objeto pulsional. Esa es esencial-
mente la función de la fantasía: mantener a raya ese pura satisfacción
infantil de la que nada quiere saber el neurótico. Borrar esas huellas que
se esgrimen siempre amenazantes para el Hombre de las Ratas (aquí
vale tanto el goce anal como ese “ardiente deseo de ver mujeres desnudas”
que lo atormenta).
Es entonces la operatoria paterna la que permite resignificar fálica-
mente esos objetos que en sí mismos son a-sexuados. El falo los vuelve
deseables. Nada hay propiamente sexual en un excremento ni nada
natural es que adquiera la significación ¡de un regalo! Solo con la
operación del Padre estos objetitos se vuelven enlazables a los demás y
a las historias e historietas que suenan a diario en los divanes.
Esa función del Padre aislada con tanta minuciosidad por Freud es
la que, entendemos, rige toda la lógica interpretativa del tratamiento: el
padre como “oponente” y como “perturbador del goce autoerótico”. De allí

2. Freud, S. (1910) “A propósito de un caso de neurosis obsesiva” en Obras


Completas, Vol. X, Amorrortu, Buenos Aires, 1993, p. 162.

64
Uso clínico de la mirada

se desprende esa “inquina inextinguible” hacia el padre, esa “existencia


crónica del amor y el odio dirigida a la misma persona”, etc.
Notamos que es un aspecto de la función del Padre pero esencialmente
en su facción imaginaria. Justamente de eso da cuenta la sintomatología
mental del obsesivo. En el caso se aprecia la dominancia absoluta de lo
imaginario. La consistencia de la imagen en la que vive el Hombre de
las Ratas mantiene lo más lejos posible la irrupción del objeto allí donde
no debe verse.
La imagen en todas sus formas es la defensa del obsesivo frente a la
angustia que ocasionaría el encuentro con la falta del Otro. Hará todo lo
posible para no ponerse en situaciones donde el deseo se juegue. De allí
las postergaciones y cavilaciones respecto a la elección efectiva de una
mujer. Con su imagen de “gran hombre” o de “gran criminal” logra defen-
sivamente alejarse de la puesta en acto de su deseo.
El neurótico intenta taponar esa inconsistencia del Otro con el recurso
prevalente de lo imaginario. Dimensión escópica, ya sea ubicada en
términos del fantasma () como en términos del narcisismo i(a). Justa-
mente la “imagen” del objeto a, recubierto. Cuando se mira en el espejo y
observa su pene desnudo en una actitud desafiante hay pleno funciona-
miento del fantasma. La visión sostiene y arma la escena, sin embargo
la mirada está, pero corrida. Asimismo las fantasías de sacrificio, incluso
heroicas por amor, hinchan una imagen amable, ideal. Escenas dedicadas
a una mirada que está presente aunque sin ser visible.

Es así como lo imaginario domina su vida. La dama idealizada y el


padre idealizado: dos objetos i (a), versiones imaginarias del amor que
se entretejen en sus fantasías, ya sean tiernas u hostiles, pero que en
cualquier caso evitan a toda costa la toma de posición deseante. Final-
mente, es más fácil relacionarse con el objeto fantaseado, apenas una
“imagen” más o menos maleable de una mujer, que con una mujer de
carne, hueso y deseo.

El objeto “mirada” en los sueños

Si nuestro propósito es examinar con cierto detalle la traducción


clínica del objeto a, demos un paso más. Para ello, nos deslizamos a otro
fenómeno clínico donde la mirada asume también un lugar dominante,
el sueño.
Como dijimos, el objeto mirada nos interesa especialmente por la

65
Carolina Zaffore

dimensión escópica propia de todo fantasma e imagen narcisista, siendo


el territorio princeps donde la pulsión se muestra. Campo a desandar
necesariamente en una cura para alcanzar una mejor localización
del objeto en el lugar de causa de deseo. Para ello, nos inclinamos al
fenómeno del sueño, que incluye la dimensión escópica pero se vuelve
un gran aliado a la hora de accionar sobre y con el objeto.
¿Qué consecuencias clínicas podemos extraer de este deslizamiento
del fantasma al sueño en torno a la “mirada”?
La vertiente del “padre como perturbador del goce” tiene la virtud
de precisar la función del padre en el fantasma. Pero si se hace de ella
el resorte de la interpretación, corremos el riesgo de estar interpre-
tando exactamente en el mismo sentido que el fantasma neurótico y
por lo tanto hacerlo consistir aun más. ¿Cómo salir de este escollo para
el tratamiento, que el mismo Freud reconoce?
Entendemos que hay una posible respuesta a esta pregunta a partir
de la invención de Lacan, el objeto a.
Creemos que la justa operación del analista ubicado en el lugar
de causa es la vía para ir deslindando a lo largo de un análisis dos
vertientes del objeto que inicialmente se muestran pegoteadas: por
un lado la imaginaria (ya sea a nivel narcisista como de los fantasmas
que desarrollamos), por otro, la vertiente causa de deseo. El deseo del
analista pulsando el deseo del sujeto.
A esta última vertiente del objeto como causa es a la que nos vamos a
abocar ahora, ensayando un ejercicio lúdico a partir de dos de los sueños
y su interpretación, consignados por Freud.
El primero surge en la escena transferencial: Se dibuja en sueños a la
hija de Freud con dos excrementos en los ojos. Ese mismo día se había
cruzado con una mujer desconocida en el consultorio que “excita su compla-
cencia”. Supuso que era la hija de Freud y la imagen onírica la recupera,
solo que con el objeto anal (imaginarizado) en lugar de un par de ojos.
Agreguemos que las fantasías que preceden al sueño ilustran que
Freud tiene dinero y lo quiere de yerno (sólo por eso podría aguantarlo).
A él está dirigido el sueño, reeditando en su analista un amo que ordena,
haciendo de su Demanda misma un objeto.
La interpretación: Freud demandaría su destino marital siguiendo
las huellas del objeto gozoso del padre: el dinero (en detrimento del amor).
Descontando el enorme valor de este sueño que confirma (pese a la
desaprobación del yo) la hipótesis del plan marital, entendemos que la
interpretación freudiana se limita a la línea paterna cuyo resorte es el
padre perturbador, oponente, gozador. Es decir: el padre fantaseado.

66
Uso clínico de la mirada

Ahora bien, ensayemos otra línea interpretativa con lo que queda


corrido: la mirada. No estrictamente los ojos sino la mirada. La de una
mujer en esta oportunidad, que se esconde en el resto diurno, mencionado
como al pasar.
¿Qué fue de esa mirada fugaz que excita su complacencia? Mirada
resto de ese instante. Resto que causa el trabajo del sueño y cuyo hilo –
de haberse retomado– reubicaría mejor la pregunta por el deseo que se
escurre en ese mínimo encuentro entre un hombre y una mujer.
Freud interpreta en la vertiente de repetición de la transferencia: él
como subrogado del padre. Y así rápidamente el elemento deseo del sueño
entra en la fantasmagoría paterna: de una mujer a la hija de Freud. De
la mirada complaciente de una mujer enigmática a la secuencia anal
conocida hasta el hartazgo: rata=heces=dinero.
El deseo femenino que apenas asoma, se diluye así en el tren de la
Demanda a través de las imágenes idealizadas de siempre, que inflan y
desinflan el pensar obsesivo.
Es por ello que entendemos que la invención de Lacan adquiere un
uso clínico que abre otro campo. El campo de lo novedoso, de lo que un
análisis introduce/reintroduce en términos de deseo (sistemáticamente
soslayado por el neurótico). Si la versión padre perturbador está en conti-
nuidad con el fantasma, será preciso separar esa imagen de sí (amable
o “criminal”) garantizada por el Ideal, del objeto a causa de deseo (el
objeto a separador, dirá Lacan).
Será preciso para el analista mantener a la mayor distancia posible
la vertiente idealizante (de la identificación y el fantasma) del objeto
que causa, que se escapa, y no se confunde con una imagen sostenida
por el Ideal, siempre alienante.
Para ello es preciso el analista encarnando ese resto, vacío, que pulse
la conversión del objeto: de la imagen a la causa. El deseo puede sinto-
nizarse mucho más en esa fugacidad de un cruce de miradas que en
todo un texto organizado y significado en torno a las demandas, anales
o las que fueran. Sueño que ofrece la oportunidad de pasar por fin de
las ratas a las mujeres.

Siguiendo esta misma lógica, vamos al segundo sueño, esta vez


consignado en los apuntes originales. Lo calificaríamos de análogo al
anterior, en tanto señala y confirma la misma colocación masculina:

“El día que siguió a la desautorización de ella –registra Freud–


tuvo este sueño: Yo voy por la calle, en el camino hay tirada una

67
Carolina Zaffore

perla; quiero inclinarme a levantarla, pero cada vez que quiero


inclinarme, ella desaparece. A cada 2, 3 pasos vuelve a aparecer.
Me digo ‘Sí, no lo tienes permitido’. Él se explica esta prohibición
por el hecho de que su orgullo se lo impediría, puesto que ella
lo desautorizó. En realidad –agrega Freud– quizás se trate de
una prohibición de parte del padre.”3

Veámoslo de cerca. Diría que Freud se ve obligado a recurrir con un


tibio “quizás” a la interpretación con la que insiste una y otra vez por
la vía del padre. Podríamos observar –con la clave del objeto a– que esa
perla bien puede funcionar como el postizo, como la manifestación onírica
de un objeto ágalma, con cierto brillo fálico, que nos trasladaría hacia su
posición de deseo en el campo del amor.
De la “piedra” a la “perla”: nuevo intento, en su análisis, de abandonar
las ratas y dedicarse a las mujeres.
Es una vez más el resto diurno, aquello no simbolizado durante la
vigilia (llamémoslo el “No” de su dama) lo que causa el trabajo del sueño.
Las asociaciones que prosiguen apoyan nuestro rumbo: Perla es asociado
con lo femenino/infantil: perla de niña. Nótese que así como en el sueño
anterior la “mujer” del consultorio desliza a “la hija de”, en este sueño “la
mujer” a quien se declara desliza a “niña”.
“Hija” (primer sueño) o “niña” (segundo sueño): dos versiones
netamente paternas, fantasmaticas, aniñadas. Imágenes que previenen
una vez más del encuentro real con una mujer. Versiones ambas defen-
sivas donde se refugia el obsesivo para rehuir de su deseo, que aun así
se cuela en el sueño.
Acentuemos que lo esencial –en este sentido– no es ni la desautorización
de la mujer ni la “prohibición del padre”, sino más bien lo que se escabulle,
lo que se nos escapa de las manos porque aparece apenas en sombra en los
sueños, es ese objeto a escurridizo, esa “nada” índice del deseo.
Es eso no reductible al significante, lo no tramitado en la vigilia
luego de una declaración amorosa es lo que causa la imagen onírica que
dibuja la misma posición fantaseada pero deja asomar esta vez –más
que la eterna venganza e inquina contra el padre prohibidor– el objeto
imposible del deseo, lo que se escapa justo antes de alcanzarse.
Es el guante de esa “nada” el que debe recoger el analista situado en
su posición.
La “perla del sueño” o estos sueños como perla es que nos permiten –

3. Ibid., p. 214.

68
Uso clínico de la mirada

mucho más que el fantasma– alinear bien una pregunta que calificaría
de verdaderamente importante para este joven: ¿cómo arreglárselas no
tanto con el no sino con el sí de una mujer?

69
Estética del objeto
El exhibicionismo en el arte o una
estética más allá del principio de placer

Tomás Otero

Una estética lacaniana se funda sobre la reformulación de la


categorías a priori de la estética trascendental de Kant, es decir el
tiempo y el espacio, poniendo en su lugar la temporalidad inmanente
a la experiencia psicoanalítica que Freud llamó en su “Más allá…”
compulsión a la repetición; y la topología del objeto a. No hay dudas de
que el arte pictórico puede venir a ilustrarnos algo de la naturaleza del
objeto a, véanse los comentarios que Lacan le dedica a las pinturas de
Zurbarán Santa Lucía y Santa Ágata en el corazón de La angustia y que
nos sirven el objeto escópico y el objeto oral, literalmente, en bandeja. Lo
mismo vale para la famosa anamorfosis de Hans Holbein, Los embaja-
dores, que tuve oportunidad de ver en el National Gallery de Londres,
una pieza de dos metros cuadrados y cuya aclamada calavera, tan digna
de los comentarios de Lacan, lejos del horror que provocó en sus albores,
no podía suscitarme más que cierta gracia. Como dijo Marx, la historia
se vive primero como una tragedia y luego como una farsa.
Sin embargo, el arte ha tenido no sólo la amabilidad de adelantarse
al psicoanálisis representando algo de la complejidad del objeto a, sino
también de presentarlo. El arte con fines de presentación del objeto a,
es lo que llamo la perversión en el arte. El campo artístico se arroga
un lugar privilegiado para la perversión, al menos por dos motivos, por
la aptitud hacia la sublimación que demuestra esta posición subjetiva,
tantas veces subrayada por Lacan a lo largo de su obra,1 pero además

1. En varias oportunidades Lacan acerca la perversión al campo de la sublimación.


Por ejemplo, al final del seminario 6, en el seminario 7 y a propósito de Sade a
pesar de haber pasado un tercio de su vida encerrado; y también se puede inferir
de las reflexiones de Lacan en torno a la sublimación en el seminario 16.

73
Tomás Otero

porque en ninguna otra posición subjetiva se está más interesado en


ese objeto que en la perversión y donde el arte se pone al servicio de
su manipulación. Cuando las artes plásticas, el cine o la fotografía
presentan al espectador la mirada como objeto confinan en el acto
exhibicionista. Más que nadie el exhibicionista, aun permaneciendo
inconsciente del modo en que esto funciona, está concernido en arran-
carle al Otro, no los ojos, sino su mirada.

El darse a ver

En el seminario 4 Lacan aporta valiosas observaciones para pensar


el acto exhibicionista, en primer lugar sitúa la importancia que tiene
la presencia del reflexivo, esa forma de verbo que se llama voz media,
en la dialéctica entre ver y ser visto, que introduce otro orden de impli-
cación del sujeto que es el darse a ver, y donde “lo que el sujeto da a ver al
mostrarse es algo distinto a lo que se muestra”.2 Reconocemos aquí una
de las coordenadas del acting out que Lacan va a ubicar en el seminario
10, pues la puesta en escena es esencial al acto exhibicionista, dando
a ver algo diferente a lo que se muestra. En segundo lugar ubica como
condición del acto exhibicionista el factor sorpresa en el partenaire, el
punto en el que el partenaire es sorprendido in media res, lo que produce
la función del corte o la discontinuidad en la escena del espectador.
Ahora bien, ¿qué es lo que se da a ver? El acto exhibicionista apunta a
levantar el velo, a introducir como el abrir y cerrar relámpago del cierre
del pantalón o del sobretodo, una grieta, una hendidura en el velo del
espectador, que lo deja de rostro a que detrás de ese velo no es que no
haya nada sino que precisamente, en los términos de este seminario, hay
nada. Y también, subrayamos el afecto típico que responde a la escena
exhibicionista, es decir la vergüenza del partenaire en el punto en que
subjetiva su propia falta:

“Así, a un nivel superior al de ver y ser visto, la dialéctica


imaginaria desemboca en un dar a ver y quedarse sorprendido
cuando el velo se levanta. (…) No puede ser más evidente en
el exhibicionismo. La técnica del acto de exhibir consiste para
el sujeto en mostrar lo que tiene en la medida en que el otro

2. Lacan, J. (1956-57) El Seminario 4: La relación de objeto, Buenos Aires, Paidós,


2007, p. 169.

74
El exhibicionismo en el arte o una estética más allá del principio de placer

no lo tiene. Como se desprende de sus declaraciones, lo que el


exhibicionista busca levantando el velo es capturar al otro en
algo que está muy lejos de ser un simple apresamiento en la
fascinación visual, y así obtiene el placer de revelarle al otro
lo que supuestamente no tiene, para sumirlo al mismo tiempo
en la vergüenza por lo que le falta.”3

Estas observaciones que Lacan introduce en el Seminario 4 me


parecen de suma importancia porque plantean de un modo totalmente
original (mucho antes de las elaboraciones del objeto a real y su refor-
mulación como plus de gozar) aspectos que son centrales en el acto
exhibicionista, la voz media que indica la implicación subjetiva del sujeto
que da a ver; el punto en el que el espectador es capturado por algo que
va más allá de su fascinación visual; el factor sorpresa en el espectador
que señala esa temporalidad del instante cuando surge lo inesperado,
lo que podemos inscribir sin temor a equivocarnos en el terreno de lo
Unheimliche –“súbitamente, de golpe siempre encontraran ustedes éste
término en el momento de entrada en el fenómeno de lo unheimlich”4
dice Lacan– como el reverso del velo o si se quiere el desensamblaje de
las piezas del fantasma; y por último la vergüenza como un dato vital
del ser hablante, que podemos sostener, como lo demuestra implaca-
blemente la exégesis de Sartre, que no engaña respecto de la presencia
de la mirada.

La función de la hendidura

Uno de los comentarios más lúcidos del fantasma exhibicionista


se encuentra sobre el final del seminario 6 donde Lacan destaca la
función de la hendidura subjetiva en el fantasma exhibicionista.
Como lo había anticipado antes, el exhibicionismo no se agota en la
dialéctica del mostrar, el mostrar está unido al Otro y es necesario que
ese Otro sea en su deseo cómplice de la ruptura que sucede frente a
él. El exhibicionista, para Lacan, aludiendo a un término formidable
para describirlo, monta una “trampa para deseos”.5 Esta “trampa para
deseos” es percibida por el Otro que es su destinatario mientras pasa

3. Ibid., p. 272.
4. Lacan, J. (1962-63) El Seminario 10: La angustia, op. cit., p. 186.
5. Lacan, J. (1958-59) El Seminario 6: El deseo y su interpretación, Buenos Aires,
Paidós, 2014, p. 464.

75
Tomás Otero

desapercibida para el resto en su mayoría, por lo cual el lugar público


es un lugar privilegiado para la escena exhibicionista. “Un elemento
esencial de la situación es entonces el deseo del Otro, en la medida en
que es sorprendido, en que está involucrado más allá del pudor, en que
llegado el caso es cómplice”6 sostiene Lacan. Se destaca la complicidad
del espectador más allá de la jurisdicción de su conciencia ante aquello
que da a ver el acto exhibicionista.
En el seminario 6 donde la solución del fantasma perverso todavía
se ordena en función del deseo del Otro (y no de su goce), Lacan va a
sostener que el exhibicionista apunta a atrapar el deseo del Otro, busca
un efecto en el Otro, sorprenderlo, capturar su deseo, éste es en verdad el
objeto del deseo exhibicionista y para el cual la función de la hendidura
que se abre y se cierra es capital porque en esa hendidura relámpago
es donde el deseo del Otro queda cautivo.

“Ante el exhibicionista [el Otro], no sabe qué representa el hecho


de ser sacudido por lo que ve, es decir, por el objeto inhabitual
que se le presenta. Ese objeto produce efecto en el Otro sólo en
la medida en que éste es en verdad el objeto del deseo del exhibi-
cionista, pero sin saberlo, sin que lo reconozca en ese momento.”7

El tomar por sorpresa es una de las condiciones de su acto a través


de un aparato, un montaje, un artificio en el que se muestra un objeto
inhabitual por el filo de una hendidura que atrapa el deseo del Otro, ese
objeto que se expone no es el objeto del deseo del exhibicionista, su objeto
es el efecto de “sacudir” al Otro, de conmoverlo, trastocarlo, provocar su
complicidad hasta tocar su extimidad escópica.

La restitución del objeto al campo del Otro

La clínica de la perversión es una clínica donde el objeto voz y el objeto


mirada se presentan de forma excepcional. La tesis de Lacan de los años
’60 que concibe al perverso como un instrumento del goce del Otro es
prolongada por una segunda tesis en el seminario 16 que hace avanzar
a la primera de forma absolutamente solidaria: “llamo perversión a la
restauración, de algún modo primera, a la restitución del objeto a al

6. Ibid., p. 465.
7. Ibid., p. 466-467.

76
El exhibicionismo en el arte o una estética más allá del principio de placer

campo del Otro” –y aún más– “la perversión es la estructura del sujeto
para quien la referencia a la castración, a saber, que la mujer se distinga
por no tener el falo, está tapada, enmascarada, colmada por la miste-
riosa operación del objeto a”.8
En el seminario 16, ya completamente formalizado el objeto a real
como causa del deseo y en plena formalización del objeto como plus de
gozar, Lacan plantea que en la perversión se pone en juego una estra-
tegia de remisión del objeto a al Otro, en donde el estatuto de esos
objetos del cuerpo se definen por estar respecto del principio de placer
del partenaire, fuera del cuerpo. Donde el goce que allí se juega no cae
bajo el golpe del principio de placer. Aunque esa operación misteriosa
sobre el objeto a de la que habla Lacan, no es tanto que la perversión
manipule el objeto, sino más bien los velos de su partenaire hasta ponerlo
de rostro a su goce ignorado.

La perversión y el barroco

La perversión participa de un rasgo que nos posibilita un acerca-


miento, que Lacan califica en el seminario 16 de ejemplar, respecto a
la disputa que se llevó a cabo en el centro de la religión occidental por
las imágenes. En este marco Lacan ubica el molde imaginario a través
del cual el perverso restaura la integridad del Otro: “lo que funciona en
el perverso para restituir al Otro en su plenitud, como A sin barra. Se
trata, hablando con propiedad, de la estatua”,9 y continúa,

“Para apreciar la relación imaginaria en juego en la perversión


basta, a esta estatua de la que hablo, captarla en la contorsión
barroca. ¿Quién no es sensible a lo que ella representa de
incitación al voyeurismo, en la misma medida en que este repre-
senta la exhibición fálica?”10

8. Lacan, J. (1968-69) El seminario 16: De un Otro al otro, Buenos Aires, Paidós,


2008, pp. 266-267.
9. Ibid., p. 348.
10. Ibid. Prosigue… “¿Cómo no ver que, al ser utilizada por una religión
preocupada por retomar su imperio sobre las almas en un momento en el
que este está en discusión, la estatua barroca, sea cual fuere, más allá del
santo o la santa que represente, aunque fuese incluso la Virgen María, es
propiamente una mirada hecha para que, frente a ella, el alma se abra?”.

77
Tomás Otero

Además de recalcar el privilegio de lo imaginario que desde su primer


seminario liga a la fenomenología de la perversión con esta idolatría
de la imagen, Lacan pone el acento en que la estrategia exhibicionista
funciona a través de la implantación de imágenes que valen por el falo11
para convocar la mirada en el campo del Otro, la incitación a un voyeu-
rismo cómplice del espectador. En otras palabras, el exhibicionismo le
enseña a Lacan cómo a partir de la puesta en escena de un objeto que
por más macizo que sea no deja de ser imaginario, se puede producir
un goce del que el espectador queda cautivo. Se trata de imágenes más
allá del principio de placer.12 En este sentido, toda imagen encubre una
mirada, que el acto exhibicionista se consagra a develar.
La escultura barroca avocada en general a temas religiosos, inviste
por su realismo, por el éxtasis y la voluptuosidad de sus personajes, su
intensidad, su erotismo y su exceso, tal como la vemos resplandecer en
La transverberación de santa Teresa (1647-52) de Bernini, tan cara a
Bataille como a Lacan, esta escultura se erige como un pudendum.

11. Lo que no se confunde con el goce fálico, que dicho sea de paso está lejos de
ser homeaostático.
12. Cf. Didi-Huberman, G. (1992) Lo que vemos lo que nos mira, Buenos Aires,
Manantial, 2011, p. 52.

78
El exhibicionismo en el arte o una estética más allá del principio de placer

El pudendum en latín hace referencia a los órganos genitales externos


de los seres humanos, pero también viene del latín pudere, es decir “de lo
que avergonzarse, lo que causa pudor, lo que habría de estar cubierto”.13
Si bien habría que distinguir el pudor de la vergüenza, no obstante,
como escribió Lacan en “Kant con Sade” el impudor de una basta para
producir el pudor del Otro. La vergüenza, como lo ha descripto Sartre
en el apólogo del voyeurista14 está íntimamente ligada a la presencia
de la mirada, pero es también, como antesala de la angustia, el signo
vital que no engaña en el acto exhibicionista en la medida en que es el
afecto de reducirnos a una mirada. En suma, podemos decir que el acto
exhibicionista incita al voyeurismo, pero es un voyeurismo que está lejos
del sujeto abismado en el ojo de la cerradura para tapar el agujero con
su propia mirada, incita a un voyeurismo que como en la escena que
describe Sarte fracasa y el sujeto deja de ver para ser-mirado.

Una estética del horror: la mirada en el campo del Otro

En el exhibicionismo se trata de hacer aparecer la mirada en el campo


del Otro, como objeto real que agujerea la pantalla del campo visual de
su partenaire. La grieta que separa la mirada del cuerpo es la misma
que separa a lo real de la realidad. El exhibicionista, apelando al recurso
del montaje de la escena, apunta a arrojar al espectador fuera de la
escena. En este sentido, la mirada del espectador cuando se presenta no
tiene párpados. El ensamblaje del campo visual constituye un artificio
a través del cual el sujeto no ve que es mirado, en esos momentos de
encuentro con un real fuera de toda pre-visibilidad, dejamos de ver para
ser mirados por una mirada éxtima, unheimlich. Y cuando digo unhei-
mlich no me refiero solamente a un goce que nos habita en la más ajena
intimidad o en la más familiar extrañeza, sino que refiero fundamen-

13. Resuena aquí la fórmula de Friedrich Schiller que cita Freud en su trabajo
Das Unheimliche: “se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a
permanecer en el secreto, en lo oculto (…) ha salido a la luz”.
14. Dice Sartre en el capítulo “La existencia del prójimo” de El ser y la nada (1943)
a propósito del punto IV donde realiza un profundo análisis de “La mirada”
para interrogar la fenomenología del voyeurismo: “Podemos captar ahora la
naturaleza de la mirada: hay en toda mirada la aparición de un prójimo-objeto
como presencia concreta y probable en mi campo perceptivo, y con ocasión de
ciertas actitudes de ese prójimo, me determino a mí mismo a captar, por la
vergüenza, la angustia, etc. mi ‘ser-mirado’”.

79
Tomás Otero

talmente al punto de complicidad del espectador ante un goce que se


repite aunque su acontecer sea siempre como la primera vez.
Como lo ha señalado Lacan respecto al barroco, el campo artístico
es un lugar privilegiado para la perversión. Sin hacer ningún juicio
sobre su autor, tomemos más que con carácter descriptivo, con carácter
argumentativo de una estrategia exhibicionista la instalación póstuma
de Marcel Duchamp: Étant donnés, expuesta en la Fundación PROA a
fines del 2008.

Se trata de una puerta medieval con dos orificios a la altura de los


ojos que invita a ver, lo que no puede ser visto. Cuando uno posa su ojos
se encuentra con una mujer arrojada (hecha con piel de cerdo según
instrucciones de Duchamp para que parezca lo más fiel posible a la
realidad) sobre un lecho de ramas en un descampado, completamente
desnuda y sola, sosteniendo en una mano una lámpara de cera y con
el rostro tapado por unos arbustos. El gesto de velar su rostro borra
los signos que permitirían descifrar la escena, de este modo se expone
al espectador a una de las fantasías primordiales aisladas por Freud:
el fantasma de violación. Sabemos cuántas veces el resorte pulsional
reavivado por la fantasía lleva al sujeto a experimentar una dimensión
de su cuerpo gozante –en este caso un goce escópico– que de otro modo

80
El exhibicionismo en el arte o una estética más allá del principio de placer

permanecería velado al servicio de la integridad del yo, dejando como


efecto un sujeto dividido en su modo paradójico de satisfacción.
El acto perverso implica siempre un cálculo del sujeto del goce.
Podemos pensar que en el esquema óptico tantas veces presentado por
Lacan también hay un cálculo del sujeto, es decir, el sujeto está ubicado
por encima del espejo cóncavo para que el señuelo funcione, de modo
que el espejo plano –lugar del (A)– le devuelva su imagen como cuerpo
unificado. Ahora bien, el cálculo del sujeto en el acto exhibicionista sería
el reverso de la ficción creada por los espejos en el esquema óptico. Se
trata de un cálculo del sujeto en función de que el espectador experimente
una parte de su cuerpo gozante que de otro modo permanecería velada.
El acto exhibicionista, de este modo, se consagra a franquear la
pantalla del principio de placer del partenaire hasta alcanzar el goce
del Otro. Podemos reformular los términos que Lacan había usado en
su seminario 6 diciendo que el exhibicionismo monta una trampa para
atrapar al goce (escópico) del Otro. “El exhibicionista vela por el goce del
Otro” sostiene Lacan, y agrega “en este campo del Otro, en la medida
en que se encuentra desierto de goce, el acto exhibicionista se plantea
para hacer surgir allí la mirada”.15
El uso exhibicionista de la obra de arte no muestra lo visible sino
lo imposible de ser visto, dicho de otra manera, lleva al espectador
a franquear los umbrales de la propia visibilidad. Al igual que el
masoquismo esta estrategia perversa parece ser de las más logradas
para alcanzar el pretendido goce del Otro. Sin embargo, si el acto exhibi-
cionista no es engañado por su fantasma, como lo revelan de manera
ejemplar las fotografías de La poupée de Hans Bellmer, se deja al descu-
bierto no sólo que es imposible acceder al goce del Otro completo, sino
además, que no hay forma de gozar del cuerpo del partenaire que no
sea a condición de fragmentarlo en pedazos.

15. Lacan, J. (1968-69) El seminario 16: De un Otro al otro, Buenos Aires, Paidós,
2008, p. 231.

81
Tomás Otero

Podemos concluir que lo se da a ver diferente a lo que se muestra en


la escena exhibicionista a través de la instrumentalización del arte es
lo imposible de ser visto: el carácter siempre parcial y fragmentario del
objeto mirada que se presenta, pues la mirada es un pedazo del cuerpo
del Otro que se define por estar en relación a ese cuerpo, precisamente,
fuera de él.

82
¿Una estética lacaniana?
La estética de Lacan o una estética con Lacan

Luciano Lutereau

En 1923, en un artículo titulado “La divertida estética de Freud”,


Aníbal Ponce comparaba la difusión del psicoanálisis en Argentina con
la expansión creciente, y acomodaticia, del tango y el shimmy. De un
tiempo a esta parte, el postrecito shimmy desarrolló un club de admira-
dores en Facebook, el tango ha sido divinizado como patrimonio cultural
de la humanidad por la UNESCO y, como no podía ser de otro modo en
el país con más psicoanalistas del planeta, en el mundo del arte todos
nos hemos vuelto lacanianos.
En el artworld1 internacional, Lacan y su terminología son una
referencia legitimada: un lugar común en las reseñas de inauguraciones,
en las revistas académicas y en los artículos de crítica; evocado en los
nombres de dos galerías, se menciona su inspiración en el premio de
una fundación, y una obra de Alfredo Portillos ha llegado a constituirse
en un homenaje al objeto a lacaniano.2 Sin embargo, allende el eficaz
encanto con que la jerga lacaniana –que algunos llaman “lacanés”– se
expande imperialmente, ¿hay una teoría estética reconocible en la obra
de Lacan? O, más sencillamente, ¿puede recobrarse algo de lo dicho por
Lacan con el propósito de esclarecer alguna aproximación sistemática

1. Tomo la expresión en el sentido acuñado por Arthur Danto en su célebre


artículo de 1964. En un artículo más reciente, Danto se refiere a Lacan en
los siguientes términos: “siempre resulta difícil saber cuándo está hablando
en serio, ya que es un escritor extremadamente frívolo”. Danto, A. “Las
interpretaciones freudianas y el lenguaje del inconsciente”, en: El cuerpo/el
problema del cuerpo. Madrid, Síntesis, 1999, p. 160.
2. Portillos trabaja en la elaboración de una obra que homenajea a Lacan
conservando los restos de su propia defecación en servilletas de papel.

83
Luciano Lutereau

al mundo del arte? Intentaré responder a estas dos preguntas en los


siguientes cuatro puntos.

Lo primero que podría destacar es que a Lacan no le interesaban


las artes visuales como fenómeno estético. Más allá de la proximidad
al movimiento surrealista, en el que contaba con varios amigos, Lacan
no frecuentaba museos ni galerías de arte contemporáneo.3 A diferencia
de Freud, Lacan tampoco tuvo el interés del coleccionista de piezas
de arte de civilizaciones llamadas “primitivas”. Y, si en el Seminario
encontramos cierto conjunto de obras de arte mencionadas, especial-
mente entre los años 1958 y 1966, en dichos casos no se trata nunca
de obras recientes, sino más bien de referencias al manierismo (en
la sesión del 12 de abril de 1961 Lacan se detiene en un análisis de
Eros y Psique de Zucchi; en la sesión del 19 de abril del mismo año
realiza un análisis de la técnica de Arcimboldo a partir de El biblio-
tecario) y el Barroco (en las indicaciones de Santa Ágata y Santa
Lucía de Zurbarán el 6 de marzo de 1963, y la reseña de El sacrificio
de Isaac de Caravaggio el 20 de noviembre de 1963). A lo sumo, en
algunos de estos casos, Lacan vincula las obras mencionadas con las
de Salvador Dalí, Edvard Munch y el “expresionismo tardío”. Pero no
parecen ser más que consideraciones laterales. De este modo, podría
convenirse en que a Lacan nunca le interesó de modo especial el arte
de su tiempo, y en este punto coincidiría con Freud. Por lo tanto, si
hubiera una estética lacaniana, ésta no se desprendería de un interés
directo o personal de Lacan por el arte.
Pero, ¿quiénes son, entonces, los lacanianos del arte? Podría inten-
tarse una serie exhaustiva de nombres. Sin embargo, me detendré en
tres casos paradigmáticos, que tienen en común el rasgo particular
de ser reconocidos como intelectuales, críticos o teóricos del arte que

3. Podría sugerirse que la relación de Lacan con la literatura es de otro orden, a


partir de sus referencias a Poe, Sade, Joyce, etc. No obstante, en El seminario
sobre “La carta robada” Lacan no hace mención al estilo de Poe. De la escritura
de Sade, en el escrito Kant con Sade, afirma que es “aburrida” (en acuerdo con
el juicio de Jean Cocteau); y, en relación a Joyce, a pesar de haber participado
de la lectura pública de Ulises, Lacan se interesó por el autor como caso a
través del cual formular un operador clínico, el sinthome, antes que en una
elucidación literaria.

84
¿Una estética lacaniana?

no participan de la práctica analítica. Dos son estadounidenses y uno


local.

a) Publicados antes de su benjaminiano libro El inconsciente óptico


(1993), los ensayos aparecidos en la revista October que Rosalind Krauss
recogió en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos
(1985) tienen su punto de apoyo capital en el postestructuralismo y la
concepción lacaniana de lo simbólico y el significante.4 Pero si hay un libro
que marcó definitivamente el ingreso de la jerga lacaniana al vocabu-
lario de la crítica y la teoría del arte es El retorno de lo real (1996) de Hal
Foster, quien no sólo cita al Lacan de los Escritos –con lo cual demuestra
una peculiar erudición si se tiene presente que el recurso habitual en
la bibliografía se limita, por lo general, a la cita de unos pocos lugares
comunes– sino que también critica la traducción al inglés, realizada por
Alan Sheridan, de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoaná-
lisis. No obstante, es preciso advertir que –ya desde el título – el libro
contiene una confusión conceptual (que después Foster evidencia en su
análisis de lo traumático), dado que, para Lacan, la modalidad del retorno
(de lo reprimido) es una característica del inconsciente, y no de lo Real.
Este comentario es algo más que una ostentación pedante. En su libro
de 1993 sobre la belleza en el surrealismo, Foster, a pesar de la multi-
plicación redundante de citas, incurría también en un torpe ejercicio de
psicoanálisis aplicado, enredando la compulsión de repetición freudiana
con la insistencia de la cadena significante. Estas puntualizaciones
se proponen en realidad explicitar el modo de recepción del psicoaná-
lisis en la crítica de las figuras de October como Foster: el psicoanálisis
lacaniano se propondría en ellas como una retórica prêt-à-porter con la
que interpretar manifestaciones artísticas contemporáneas, del estilo a
la que Georges Didi-Huberman recurrió cuando apeló a una suerte de
pastiche lacano-benjaminiano en su aproximación al minimalismo de
los años 60 en Lo que vemos lo que nos mira (1992).

b) En nuestro medio, las apuestas han sido mucho menos ampulosas,


y quizá por eso mucho más acertadas. En la estela de Oscar Masotta, uno
de los trabajos más lúcidos es el ensayo “El grito/el silencio: La mirada/el
murmullo. Apuntes para una estética del objeto a” de Eduardo Grüner,
incluido en su libro El sitio de la mirada (2001). Grüner parece haber

4. Cf. Carrier, D. Rosalind Krauss and American Philosophical Art Criticism.


From Formalism to Beyond Postmodernism. Praeger Publishers, 2002.

85
Luciano Lutereau

sido el primero en advertir que, antes que precipitarse en una aplicación


infatuada del psicoanálisis al arte (psicoanálisis del arte), es preciso, al
modo de una condición, situar las coordenadas en que la teoría lacaniana
podría formular una estética. Volveré sobre las referencias de Masotta
y Grüner en el final de esta presentación. De cualquier modo, como
las fechas de los libros reseñados lo indican, considero que podríamos
acordar, en este punto, en que el expediente de una estética lacaniana,
si no un extravío, es otro invento “cualquierista” de los años 90.

II

En el interior del psicoanálisis no ha dejado de haber intentos de


formalizar, si no una estética lacaniana, al menos una estética que tenga
su fundamento en el psicoanálisis de Lacan. Entre los pioneros hay que
mencionar a Guy Rosolato, quien, en su artículo “Dificultades a superar
para una estética psicoanalítica” (1969) considera que los obstáculos
que deben ser atravesados en el proyecto de una estética basada en el
psicoanálisis son, por un lado, la terca aproximación al arte como un
fenómeno inefable y, por el otro, la reducción de la obra a temas, vale decir,
a complejos de significaciones.5 Para superar estas dificultades, Rosolato
propone que el estatuto de la obra debe ser establecido bajo la forma del
signo. La articulación de su estructura semiótica se organizaría según
los principios de metáfora y metonimia. De este modo, un método de
investigación lingüística se trasladaría a una técnica de análisis visual.
El principal problema de la posición de Rosolato, en cuanto orientada a
una dimensión retórica de la imagen, consiste, curiosamente, en que su
intento de revelar una estructura propia del psicoanálisis para abordar
la estética queda limitado a la aplicación de una técnica extrínseca a
la práctica analítica.
Recientemente, Massimo Recalcati (2006) se ha abocado al mismo
desafío de intentar una aproximación al arte desde el psicoanálisis,
postulando tres paradigmas estéticos en Lacan: una estética del vacío,
una estética anamórfica y una estética de la letra. No se trata de
tres planteos complementarios, ni del intento de formular una teoría
completa sobre el arte desde un punto de vista lacaniano. Recalcati
destaca, en todo caso, y en una perspectiva con la que coincido, que

5. Cf. Rosolato, G. “Técnica de análisis pictórico” y “Organización significante


del cuadro” en: Ensayos sobre lo simbólico. Barcelona, Anagrama, 1974.

86
¿Una estética lacaniana?

“Lacan no estuvo de modo sistemático interesado en una estética


psicoanalítica”.6 No puedo desarrollar aquí las características especí-
ficas de los tres paradigmas propuestos por Recalcati.7 Pero me parece
que Recalcati estaría de acuerdo en la siguiente conclusión: una aproxi-
mación psicoanalítica al fenómeno visual debería desarrollarse a partir
de un estudio que, primero, explicitara las elaboraciones de Lacan a
propósito de la mirada como objeto a. Sólo en un segundo momento
tendría algún sentido interrogar los aspectos formales y semánticos que
organizan una obra de arte visual. En el próximo apartado intentaré
ubicar algunas de las nociones fundamentales de la concepción lacaniana
sobre la mirada, a partir de realizar un rodeo introductorio (que sólo
podrá quedar esbozado) por dos puntales de la teoría de Lacan: la forma-
lización de la mirada en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis (1964) y el análisis de Las Meninas en el seminario El
objeto del psicoanálisis (1965-66). De este modo, el punto de llegada de
una estética con Lacan presupone una investigación de la estética de
Lacan, la cual –según he indicado anteriormente– no fue realizada por
él con el propósito de aportar directamente al campo del arte.

III

En la elaboración de algunos conceptos y nociones de la teoría


psicoanalítica, Lacan promueve el análisis de la teoría comentando deter-
minadas obras de arte; ¿consiste este empeño en un recurso heurístico,
metafórico, o en la asunción de un modelo programático? No es éste el
lugar para elucidar esta pregunta, aunque se la podría reformular del
modo siguiente: ¿Puede intentar desprenderse una teoría estética a
partir de la elaboración lacaniana acerca de la mirada?
En el Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis la mirada
se articula en la función de una mancha que se da-a-ver, y cuya operatoria
compendia una atracción que preexiste a toda visión posible. La función
de la mancha se consolida en los “peldaños de la constitución del mundo

6. Recalcati, M. “Las tres estéticas de Lacan” en: Las tres estéticas de Lacan.
Buenos Aires, del Cifrado, 2006, p. 9.
7. En la formulación del tema que desarrollé en mi libro Lacan y el Barroco.
Hacia una estética de la mirada (Buenos Aires, Grama, 2009) expongo la
visión de Recalcati, con la que tengo muchos puntos de contacto. Estimo que,
aunque no hayamos seguido el mismo camino, hemos buscado lo mismo.

87
Luciano Lutereau

en el campo escópico”.8 De este modo, la estructura del mundo visible se


organiza en la composición de un punto ciego y un punto de atracción.
Casi veinte años después, Roland Barthes describió, en La cámara
lúcida (1980), la función de la mancha en términos de un “aguijón” que
captura al vidente. En este punto, la mirada se convierte en un objeto
puntiforme, respecto del cual el sujeto se desvanece. Este desvaneci-
miento es explicitado por Lacan de un modo distinto al que entreviera
Sartre en El Ser y la Nada. Para éste último, la mirada no puede ser
localizada en el campo de la percepción, sino que es una estructura de
la conciencia, y su manifestación es excluyente con la distancia de la
visión, dado que, ante la mirada del prójimo-sujeto, el sujeto se reduce
a un objeto caído en un sistema de orientaciones que no le pertenece en
un mundo que le ha sido robado.
Lacan critica la descripción sartreana, buscando un punto de positivi-
zación de la mirada en el campo visual. Para dar cuenta de esta presencia
en dicho campo, Lacan desarrolla una lectura del fenómeno de la anamor-
fosis a partir de Los embajadores de Hans Holbein el Joven. La pintura
de Holbein es comentada por Lacan como la fuente de la cual extraer
un saber aplicable, colateralmente, a la obra de arte visual: la función-
cuadro. En la estética de Lacan no es el sujeto el que contempla la obra,
sino que es la exterioridad de la obra la que captura al sujeto.
En su libro Folie de voir. De l´estethique baroque (1986), Christine
Buci-Glucksmann, presenta al Barroco como una avidez de la mirada.
Es importante destacar que Buci-Glucksmann apoya su exposición en
argumentos tomados de Maurice Merleau-Ponty y de Lacan. Siguiendo al
primero, Lacan plantea la luz como un componente esencial de lo visible,
en tanto aquélla pasa a ser el soporte invisible del sujeto. La luz tiene
una autonomía propia en el campo de la mirada. Es una donación ante
la cual el sujeto se anonada (un fenómeno saturado), y pasa a formar
parte del cuadro, de acuerdo a una operación de reversión de la intencio-
nalidad. La proximidad entre la descripción lacaniana y la metafísica de
la carne que Merleau-Ponty propuso en Lo visible y lo invisible (1964),
demuestra que, si hubiera posibilidades de formular una estética con
Lacan, ello sólo podría realizarse en el marco de una fenomenología de
la percepción como la de Merleau-Ponty.
Luego de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, es el
seminario El objeto del psicoanálisis el que termina de desprender una

8. Lacan, J. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires,


Paidós, 1987, p. 82.

88
¿Una estética lacaniana?

ontología de la imagen como “pantalla” o “semblante”.9 El análisis de


Las Meninas de Velázquez en El objeto del psicoanálisis se ocupa, princi-
palmente, del problema de la representación. Para Lacan, la concepción
psicoanalítica de la imagen desborda la episteme de la semejanza (según
el célebre análisis del cuadro hecho por Michel Foucault en Las palabras
y las cosas) y la filosofía de la representación.10 La función del cuadro
y la estructura del objeto a como mirada formularían una crítica de la
representación en el campo de la obra visual.
Foucault realiza su análisis de Las Meninas con el propósito de escla-
recer los elementos de la representación, tal como éstos encuentran su
consolidación en la llamada época clásica francesa (el siglo XVII). Su
relato comienza destacando la posición del pintor y el modo en que sus
ojos apresan al espectador en el lugar del modelo. De este modo, el cuadro
presentifica elementos que alternan lo visible y lo invisible en la repre-
sentación. Quizá la figura lejana, en una escalera, sea una metáfora
del espectador que ve sin ver lo que se ve, y nos ayuda a entender los
puntos de visibilidad que la obra ofrece problematizando la referencia.
Sólo el espejo de Las Meninas expone de un modo preclaro la función
de la visibilidad, aunque los participantes de la escena no atienden a su
reflejo. Si bien era una tradición en la pintura holandesa que los espejos
representaran, en una duplicación, lo que se daba en el cuadro, aunque
de forma modificada –como en El matrimonio Arnolfini de Van Eyck–,
en Las Meninas el espejo también pasa a funcionar como una represen-
tación hurtada. Las Meninas explicita los elementos de la representación,
pero dejando al descubierto una cuestión crucial: la inestabilidad de
la misma para representar el acto mismo de la representación. En el
momento de la representación, el pintor está suspendido en un gesto, no
pinta. Al mismo tiempo, permanece invisible la condición de su propia
visibilidad, la masa de luz dorada que sostiene la escena representada.
Sobre este aspecto lumínico, más que en los aspectos representativos,
Lacan llamará la atención en su personal lectura del cuadro.
Partiendo de un análisis de la perspectiva tradicional –aunque consi-

9. Por desgracia, no puedo analizar, sino sólo mencionar en este lugar la cercanía
que podría llegar a encontrarse entre la concepción lacaniana de la imagen y
otras formulaciones que, años después, se han difundido con términos como
“fantasma” o “simulacro”. Tampoco puedo detenerme en la influencia que
Lacan estableciera respecto de la elaboración que propuso Jean-Luc Nancy
en su libro La mirada del retrato.
10. Recuerdo al lector que la estenografía del seminario El objeto del psicoanálisis
(aún inédito) conserva el registro de la presencia de Foucault en el auditorio.

89
Luciano Lutereau

derando nociones de geometría proyectiva– la lectura de Lacan de Las


Meninas retoma lo ya esclarecido en Los cuatro conceptos del psicoaná-
lisis a propósito del “punto mirante”, según el nombre que Lacan otorga a
la mirada en El objeto del psicoanálisis. Una de las primeras precisiones
que formula subraya algo que el análisis foucaultiano de la obra habría
“elidido”. Lacan comienza el análisis destacando el escorzo metonímico de
la pintura en la perspectiva, orientación que luego redobla en la mirada
del propio Velázquez retratado, del que subraya el aspecto de alguna
manera soñador, ausente, dirigido hacia algún devaneo interno. No es
por esta vía que habría que buscar la mirada, advierte Lacan, dado que
Velázquez está replegado en su ausencia. La captura de la mirada no
debe confundirse con la metonimia significante que organiza el campo
visual. El descubrimiento psicoanalítico de la función de la mirada en el
cuadro no es reductible a un esquema interpretativo significante (como
el que Barthes desarrollara en su artículo “Retórica de la imagen”11),
o a una teoría de la percepción estética, aunque estos elementos son
parte del desarrollo que Lacan promueve. Este es el punto en que se
busca dar cuenta de un detalle que el análisis foucaultiano no habría
advertido, ya que se trata de develar “la estructura del sujeto escópico”
y no del campo de la visión.
El articulador con que Lacan podrá circunscribir el punto de la
mirada será la noción de pantalla. La propuesta lacaniana de la
pantalla no redime un formalismo de la imagen, ya que no sólo lo
considera por sí mismo, sino que también interroga la fijeza de la luz12
en el objeto visual. Para un análisis de la imagen, la función de la
mirada no podrá ser rehabilitada sin considerar la participación del
espectador en la obra de arte. No quiere decir esto que de la teoría de
Lacan se desprenda una estética de la recepción, dado que la función
del sujeto en la mirada es una contribución que no alude al espectador
en tanto persona, sino en tanto habitante de la imagen. El objeto a
como montura del anonadamiento del sujeto, en tanto punto luminoso
elidido, es lo que se trata de reponer en la descripción de la pantalla.
En Las Meninas la cicatriz de este objeto mirante se encuentra en el
borde luminoso del bastidor.

11. Barthes, R. “Retórica de la imagen” en: Lo obvio y lo obtuso. Barcelona, Paidós,


1986.
12. Para dar cuenta de este punto considero que podría ser útil remitir al lector al
tramo final del clásico libro de Sartre Lo imaginario destacando las relaciones
que allí se establecen entre la irrealidad del objeto estético, la iluminación y
la luz propia de la imagen.

90
¿Una estética lacaniana?

Para Lacan, la función del cuadro es la parodia de la representación.


El bastidor invertido es el elemento en el que hay que buscar la función
no representativa de la mirada. Se podría tener presente aquí otro cuadro
de estructura similar, me refiero a El artista en su estudio (1629) de
Rembrandt. Se trata de la parte trasera de un caballete, con el pintor
de frente, pero en un segundo plano, vestido con ropas elegantes aunque
holgadas, y la luz cayendo en un fuerte foco que inunda el cuadro que no
vemos. La cara del pintor permanece enigmática, ensombrecida, como
si la cubriera una máscara. Recorriendo una línea descendente desde
la izquierda, la mirada queda capturada en una esquina de la pared
antes de llegar a la puerta, mucho menos trabajada, al menos si la
comparamos con los demás objetos y con el esmero puesto en las tablas
del suelo. En esa esquina, en el mismo plano que el caballete, la pared
exhibe una superficie descascarada, un pedazo de muro derruido. En
este fragmento de pared no se trata del enigma del personaje. Tampoco
queda claro si se trata o no de un autorretrato, si contempla una gran
obra recién terminada o, simplemente, si teme la invisibilidad visible
de la tela sin tocar. La pared desconchada polariza el acercamiento a la
obra permitiendo el despliegue de todas estas significaciones. A condición
de que la mirada no se fije en ese resto de pared agrietada, la luz se
reparte en la escena.
En el cuadro de Velázquez, el brillo en el borde del bastidor limita la
apertura de luz que entra desde la derecha, de un fuera-de-escena en
el ventanal. La luz concentrada en este hilo brillante se sobrepone a la
fugaz luminosidad que viene desde el horizonte de la puerta abierta.
¿Qué quiere decir que la mirada se ubique en este brillo imperti-
nente? ¿Dónde declina este exceso de luz dorada? Desarrollar de modo
exhaustivo estos interrogantes obligaría a dar cuenta de la concepción
lacaniana del fantasma y el anclaje corporal del deseo. No puedo realizar
ese trabajo en este lugar; sin embargo, puedo consignar una conclusión:
la teoría lacaniana de la mirada propone, además de una herramienta
de descripción del fenómeno visual, una aproximación a la condición
estética de la subjetividad.

IV

No quisiera concluir sin dejar asentados algunos puntales que, en


Argentina, anticiparon desarrollos promisorios para una estética funda-
mentada en el psicoanálisis de Lacan.

91
Luciano Lutereau

Hacia 1965, en sus conferencias en el Di Tella, Oscar Masotta entreveía


cierto vínculo entre el extrañamiento del surrealismo y las producciones
del Pop-Art. El psicoanálisis podía ser una vía para acceder al modo de
darse de las obras de ambos movimientos. La lectura lacaniana del cogito
cartesiano, “yo pienso ahí donde no soy y yo soy ahí donde no pienso”13
podía ofrecer, según Masotta, un recurso para dar cuenta del pas de sens
(“paso de sentido” o “sin-sentido”, término que en el seminario Las forma-
ciones del inconsciente de Lacan caracteriza la operación de la metáfora)
con que dichas obras se presentaban. Sin embargo, el análisis de Masotta
permaneció demasiado ligado a los aspectos retóricos y semánticos de
la estética semiológica. Masotta trabajó –algo muy comprensible en la
época– con la referencia de un Lacan estructuralista,14 enfatizando los
aspectos destacados de la doctrina del significante.
No obstante, la obra de Masotta hunde sus raíces en la fenome-
nología (tal como demuestra, secuencialmente, la compilación de
Conciencia y estructura, su libro de 1968, y sus trabajos anteriores). Ya
he destacado el trasfondo fenomenológico que se encuentra supuesto en
los desarrollos lacanianos sobre la mirada. Actualmente, muchos de los
teóricos que recurren a estos desarrollos para interpelar el fenómeno
visual, se sirven asimismo de los desarrollos del último Barthes, que
también habría que ubicar claramente en la intención fenomenológica
antes que en el estructuralismo de sus primeros años (por ejemplo,
el de Elementos de Semiología o El sistema de la moda). Valgan dos
nombres: Serge Tisseron en El misterio de la cámara lúcida (1996);
o bien, algunos artículos de Juli Carson, filósofa del arte y curadora
que en 2009 estuvo en Argentina llevando adelante una reposición del
happening “El helicóptero” organizado por Masotta en 1966.
El libro de Juli Carson, Los límites de la representación, no sólo
compendia un conjunto de artículos que, en sentido estricto, permiten
hablar de una estética psicoanalítica, sino que corrige y salva los extravíos
de algunos de sus precedentes angloamericanos. Menos ambicioso –es
decir, menos proclive a hacer del psicoanálisis una Weltanschauung– y,
por eso mismo, más atenta a los detalles, la autora se sirve del psicoa-
nálisis como método de investigación (no otra cosa nos enseñó Freud) de
obras de arte visual. En sus páginas conviven los desarrollos lacanianos
sobre la mirada junto con algunas de las referencias postestructuralistas
13. Masotta, O. El “Pop-Art”. Buenos Aires, Columba, 1967, p. 111.
14. La primera aparición de los Escritos de Lacan en nuestro idioma, en 1971,
llevó el título Lectura estructuralista de Freud, que a Lacan habría disgustado,
y no consistió más que en una edición parcial.

92
¿Una estética lacaniana?

mencionadas anteriormente. Su lucidez radica en no retroceder frente


al arte de su tiempo, como un modo de cernir el horizonte estético de la
subjetividad de nuestra época.
La teoría del objeto a es el aporte específico de Lacan a una estética
posible que aún nadie se tomó el trabajo de escribir. En nuestro país,
Masotta fue el primero en advertir cuán prolífico era investigar en el
campo del arte visual con el psicoanálisis como herramienta conceptual,
y sin recaer en un psicoanálisis aplicado o psicoanálisis del arte.
Eduardo Grüner, según anticipé en un comienzo, ha escrito algunos
apuntes para una estética del objeto a. La notable singularidad de su
trabajo se encuentra en que Grüner puede servirse del psicoanálisis
para elucidar el fenómeno visual sin incurrir en el defecto habitual de
los escritos recientes sobre psicoanálisis y estética (que se dilapidan
en una paráfrasis encubierta de las elaboraciones freudianas sobre lo
Unheimlich, lo inhóspito, no familiar o siniestro). Su libro El sitio de la
mirada se sostiene en un manejo magnífico (no sé si Grüner es conciente
de esto, sospecho que él se reconocería “culpable”) del tiempo lógico de la
repetición, axioma fundamental para pensar la temporalidad en psicoa-
nálisis (a partir de la articulación entre anticipación y retroacción, y
no sólo como un aprés-coup). Debo mencionar también la Estética de lo
pulsional (2007) de Carlos Kuri, libro que se plantea como una indagación
acerca de “la irrupción de lo estético sobre la distribución conceptual del
psicoanálisis”.15 Kuri se ha encargado de elaborar el estatuto estético
de la subjetividad, considerando su anclaje en el cuerpo y el lenguaje.
Dos aspectos de esta aproximación merecen destacarse. Por un lado, el
desbroce de la categoría de sublimación, que logra extraer dicha noción
de los acercamientos habituales en el marco de una psicología del arte
y la creación, otorgándole un fundamento psicoanalítico; por el otro, la
explicitación de ciertas nociones fenomenológicas concurrentes con las del
psicoanálisis. Por último, en estos días se ha publicado un nuevo libro de
Germán García, Para otra cosa. El psicoanálisis entre las vanguardias,
acerca de los vínculos y tensiones entre psicoanálisis y vanguardias artís-
ticas. Con su aparición, la cuestión vuelve a estar a la orden del día, para
renovados intercambios y polémicas. En nuestro país, García es mucho
más que una voz autorizada para dar cuenta del estado actual de la teoría
sobre estética y psicoanálisis. Un libro reciente de Ariel Idez,16 sobre la

15. Kuri, C. Estética de lo pulsional. Lazo y exclusión entre psicoanálisis y arte.


UNL-Homo Sapiens, 2007, p. 7.
16. Idez, A. Literal. La vanguardia intrigante, Buenos Aires, Prometeo, 2010.

93
Luciano Lutereau

revista Literal, demuestra lo que ya sabíamos de modo implícito: “la


literatura es posible porque la realidad es imposible”.
Hacia 1976, Masotta leyó en la Fundación Miró de Barcelona un breve
trabajo titulado “Freud y la estética”.17 No se trataría ya de “la divertida
estética de Freud” de Aníbal Ponce, que nos enrostra el fanatismo de
un saber que desconocemos y que consumimos furiosamente, sino de
un escrito fundacional. En lugar de mimetizarnos con el snobismo de la
jerga lacaniana, deberíamos volver a preguntarnos acerca de las posibi-
lidades de una estética fundamentada desde el psicoanálisis; y no por
motivos exclusivamente estéticos, sino por razones políticas. En el más
hermoso de sus escritos, “La dirección de la cura y los principios de su
poder”18 (1958), Lacan afirmaba que la impotencia para sostener una
praxis de modo auténtico suele reducirse, frecuentemente en la historia
de los hombres, a un ejercicio de la sugestión. En el campo de las artes
visuales, todavía esperamos una elucidación del psicoanálisis que nos
permita ser menos lacanianos (lo que no demuestra más que el efecto de
hipnotismo que puede producir la teoría) y, en consecuencia, promover
un pensamiento con Lacan.

17. Publicado en Vectores Publicación de la Biblioteca Internacional de


Psicoanálisis, No. 7, Junio, 1990.
18. Lacan, J. “La dirección de la cura y los principios de su poder” en: Escritos 2.
Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

94
El objeto en la creación literaria

Cecilia Tercic

“Ese resto, ese Otro último, ese irracional,


esa prueba y única garantía, a fin de cuentas,
de la alteridad del Otro, es el a.”
Jacques Lacan

“No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno lo sabemos”.
Dos formas de saber se dibujan en esta frase, como cuando Borges dice
que sabemos qué es la poesía, y lo sabemos tan bien que no podemos
definirla. La cita pertenece a un libro encantador: Escribir, de Marguerite
Duras. En él la escritora escribe sobre la escritura, sobre lo que ha podido
captar de ese misterioso proceso. Es más un testimonio –a mi juicio–
que un ensayo de crítica literaria. No parece guiada en lo que escribe
por una intención pedagógica, de hecho muchas de las afirmaciones más
contundentes que he encontrado allí carecen de explicación. Hay algo
analítico en su estilo, que incita al lector a hacer un trabajo.
“No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo” leemos en este libro
cuyas páginas están plagadas de imágenes y metáforas que evocan el
modo en que Duras ha tenido que lidiar en su trabajo con esta fuerza.
“Mientras el libro está ahí y grita que exige ser terminado, uno escribe
–afirma– Uno está obligado”. “El vicecónsul –una de sus novelas– es un
libro que se gritó sin voz por todas partes (…) aullaba cada día… pero
desde un lugar secreto para mí”.
El “grito sin voz”; el “aullido sin ruido”; “los gritos de las bestias de la
noche, los de todos, los vuestros, los míos”. ¿Qué es este grito que viene
de un lugar secreto y comporta una exigencia perturbadora? Grito que
exige; que obliga; que no da tregua.

Otro escritor francés, Michel Houellebecq, describe algo similar.


Ser artista, según la opinión de uno de sus personajes en El mapa y
el territorio: “era ante todo ser alguien sometido. Sometido a mensajes

95
Cecilia Tercic

misteriosos, imprevisibles, que a falta de algo mejor y en ausencia de


toda creencia religiosa había que calificar de intuiciones; mensajes que
no por ello ordenaban de manera menos imperiosa, categórica, sin dejarte
la menor posibilidad de escabullirte”.
Pareciera entonces que lo que da comienzo a una obra –y con esto
aludo a la dimensión del acto– no está del todo en manos del artista, no
está del todo bajo su dominio. La iniciativa viene de un lugar Otro, un
lugar secreto, o más precisamente éxtimo.
Pero no sólo el comienzo de una obra, también el ejercicio de una
vocación (llamamiento) responde para algunos a esta dimensión de
ajenidad. En A salto de mata. Crónica de un fracaso precoz, Paul Auster
afirma:

“El escritor no ‘elige una profesión’ (…) No se trata de elegir


como de ser elegido, y una vez que se acepta el hecho de que no
se vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer
un largo y penoso camino durante el resto de la vida.”

Duras; Auster; Houellebecq dan cuenta cada uno a su modo de cómo


el escritor padece una exigencia que lo conmina a actuar, y ante la cual
debe tomar posición. Aceptación en palabras de uno, sometimiento
en términos del otro. El asunto es bien complejo, pero lo que quisiera
destacar es que no es posible escapar a una toma de posición respecto
de una voluntad Otra a la que se decidirá condescender o no.
En Duras este llamado o exigencia cobra la forma del grito. Ahora
bien, esos gritos ¿podrían considerarse como una modalidad de lo
invocante? ¿La escritura, sería entonces el trabajo de hacer hablar a
esos gritos de las bestias? ¿O esos gritos ya son escritura? –curiosa-
mente en francés s’ecrie (grita) y s’ecrit (está escrito) son homófonos.
¿Cómo interviene el decir aquí?
Freud se ocupó del grito vinculándolo a la presencia de aquello que
nos es más íntimo, pero que no podemos reconocer más que en el afuera.
Lo nombró “el prójimo” –el ser más cercano– y se sirvió de esta función
para introducir el campo de das Ding:

“¿Ese prójimo –se pregunta Lacan– es lo que llamé el Otro, que


me sirve para hacer funcionar la presencia de la articulación
significante del inconsciente? Ciertamente no. El prójimo es la
inminencia intolerable del goce.”1

1. Lacan, J., El seminario 16: De un Otro al otro, Buenos Aires, 2006, p. 207.

96
El objeto en la creación literaria

Tal vez podamos servirnos de esta figura para cernir aquello con lo
que Duras pareciera tener que lidiar en su trabajo. Hay que lidiar con
esa inminencia intolerable para escribir, pero al mismo tiempo da la
impresión que no es sin eso que se constituye una verdadera obra. El
mérito de toda obra de arte es que habita esa zona; trabaja con ese campo
de das Ding, colocando allí un objeto a que “cosquillea” en su centro,
tal es la fórmula de la sublimación que encontramos en el seminario
De un Otro al otro. Es decir que el medio que encuentra el artista para
lidiar con esa inminencia intolerable de goce, es colocar un objeto a en
el campo de das Ding. Pero ¿cómo entender esta operación?
Preparando este trabajo hallé una coincidencia entre esta operación y
el modo en que se presentan las coordenadas de la destitución subjetiva.
Debo decir que esta coincidencia no me sorprendió, puesto que ya
venía trabajando sobre lo que hay de destituyente en la sublimación.2
La destitución es correlativa de saberse determinado como objeto, en
franca oposición al uso fantasmático del objeto que practica el neurótico,
haciéndose representar por los significantes que degradan al objeto
al modo de la rata roñosa con que el paciente de Freud se armaba un
falso ser. Distinto es situar al a en el campo de das Ding o campo del
goce, allí donde el significante precisamente falta, esa zona éxtima, que
comporta un exceso insoportable para el principio del placer. Esto da
otra dignidad al objeto.
La destitución es el correlato de un acto cuyo dominio y saber no están
del todo en manos del artista, él se las arregla con una fuerza que viene
del exterior, acepta someterse a esa fuerza. Sometimiento o sumisión a
una voluntad ajena –e íntima a la vez–. Se escribe entonces, o se pinta,
desde un lugar secreto para uno mismo, como si la escritora diera cuenta
con esas palabras del correlato de desconocimiento propio del acto, en
tanto el sujeto no puede reconocerse como agente aun cuando haya sido
capaz de cometer ese acto.
La sublimación comporta una satisfacción pulsional que no se paga
con la represión sino justamente con ese desconocimiento. Duras testi-
monia asimismo de esta peculiar satisfacción:

“El insulto, el insulto es tan fuerte como la escritura –dice–.


Es una escritura, pero dirigida. He insultado a gente en mis
artículos y produce tanta satisfacción como escribir un buen
poema.”
2. Tercic, C., “La sublimación” en El deseo como destino. Acerca del amor y la
sublimación, Buenos Aires, Letra Viva, 2015.

97
Cecilia Tercic

Esta satisfacción conlleva además ciertos peligros:

“El suicidio está en la soledad de un escritor (…) Siempre


peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado
salir y gritar.”

Algo se satisface en ese decir osado que puede tomar la forma de


insulto o de poema, es secundario, lo que importa es que el objeto debe
andar por allí como soporte en torno al cual la pulsión da sus vueltas.
En esta ocasión es el trayecto que parte del grito como inminencia
intolerable de goce, al decir osado que satisface la pulsión de un modo
sublimado, el que me interesa explorar. Subrayando, además, que en
Duras se trata de un decir que hace obra.
Lacan y Duras han mantenido una suerte de diálogo. Él ha dicho
que ella sabe sin él lo que él enseña. Ella ha confesado que nunca
comprendió lo que él le dijo, pero que sin embargo esa frase incom-
prendida se convirtió en una especie de “identidad esencial”, en un
“derecho a decir”. Lo que Lacan le dijo fue: “No debe de saber que ha
escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe”.
Curioso imperativo: “No debe de saber”.
Tal vez porque finalmente lo que orienta en el campo del deseo y
del acto no se presenta como saber apropiable, capitalizable. No es el
saber que se desprende de la articulación significante, allí es donde el
neurótico se pierde en una indeterminación inhibitoria. Para él –para
el neurótico– “el saber es el goce del sujeto supuesto saber. Por eso él es
incapaz de sublimación”,3 afirma contundente Lacan.
Duras muestra que habría otro saber, más en la línea del saberse
objeto, en el que ella encuentra una “identidad” y un apoyo para su decir-
hacer poético. Otra orientación se vislumbra como posible: consentir
la sumisión a esa fuerza o voluntad éxtima. Pero además del consen-
timiento, Duras pone la firma aun sin sentirse del todo autora de su
creación:

“Cuando un libro está acabado –un libro que se ha escrito,


claro– al leerlo, ya no podemos decir que ese libro es un libro
que ha escrito uno.”

Concluyo entonces con una cita de Colette Soler en relación al buen o


mal uso que los psicoanalistas podemos hacer del saber hacer del poeta:
3. Lacan, J., El seminario 16: De un Otro al otro, op. cit., p. 320.

98
El objeto en la creación literaria

“El buen uso sería servir de ejemplo de su decir, en el pase y en


lo que decimos del psicoanálisis. Este poema que sin nombrarlo
así, el analizante recusa al inicio del análisis, es incluso esta
recusación que le ha llevado al análisis, este poema entonces,
no siendo su autor, puede no obstante firmarlo al final.”4

Hacer un buen uso no es más que dejarse enseñar por el artista, que
nos sirva de ejemplo su particular modo de apropiarse de lo impropio,
autorizándose a decir y poniendo la firma. Cierta afinidad se descubre
entre el trabajo del analizante y el del artista, ambos transcurren en
este tiempo entre la recusación –que ha llevado al primero a análisis–
y la aceptación del final.

4. Soler, C., “Poner lo real en su lugar” en Revista Wunsch, Nro. 10, 2011, p. 39.

99
Ética y política del objeto
El analista: un objeto deseante

David Andrés Vargas Castro

“Yo no sé nada de antemano


Pero tú me dices cosas con tus palabras
Y yo escucho con todas mis ganas.”
Françoise Dolto.

Dentro de las elaboraciones lacanianas a propósito del objeto a, es


usual que nos ocupemos de éste en tanto objeto causa de deseo, objeto
del deseo, objeto desecho y objeto plus de goce. Solidariamente a estos
estatutos encontramos su lógica y articulación con respecto al fantasma,
el pasaje al acto, el acting out, la posición del analista, el objeto perdido
freudiano, entre otros; formas estas de clinicar que encuentran sus
consecuencias en nuestra práctica y que distingue así al psicoanálisis
lacaniano de otros psicoanálisis, así como de otras prácticas psicotera-
péuticas.
Sin embargo, no es usual que nos ocupemos del objeto a en tanto
objeto deseante, quizás porque el deseo lo pensamos como privilegiado
de la relación entre el sujeto y el Otro, gracias a la canónica formu-
lación de Lacan “el deseo del hombre es el deseo del Otro”; deseo fruto
de la falta marcada por la castración tanto en el sujeto como en el Otro,
y siendo el objeto a el irreductible e imposible resto a reincorporar de
dicha operación significante.
Es así como a continuación, y retomando lo señalado en otro lugar,1
me interesa interrogar esa suerte de oxímoron que es un objeto como
deseante, no teniendo como intensión solucionar tal paradoja, sino
plantear la articulación función deseo del analista y posición del
analista como semblante de objeto a de una forma distinta a la que ha
sido articulada por otros colegas, como es la de pensar la presencia del
1. Vargas, D., “El sujeto como objeto” en Conversación Analítica: El objeto en
psicoanálisis, Buenos Aires, Grama, 2014.

103
David Andrés Vargas Castro

deseo del analista gracias a la destitución del sujeto, pero apelando al


analista en tanto parlêtre.
Nuestra hipótesis consiste en que la propuesta de Lacan no sólo es
inédita con respecto al deseo del analista –cuestión que previamente a
él no se había planteado en psicoanálisis–, sino a propósito de un objeto
como deseante; ambos planteamientos que, además, consideramos como
solidarios.
Para dar cuenta de esta hipótesis, partiremos del seminario La
angustia, en donde Lacan marca las convergencias y divergencias entre
su propuesta sobre el deseo y el deseo en Hegel, cuestión que nos llevará
a la articulación entre la transferencia y el deseo como encuentro, así
como a la relación entre destitución subjetiva y deseo del analista; para
finalmente señalar algunos alcances éticos y políticos de esta articulación.

De un objeto como deseante o el deseo en Hegel y Lacan

En la clase del 21 de Noviembre de 1962, Lacan se interesa en marcar


el punto en el que hay un salto entre la función del deseo que él plantea
y en Hegel.
Es así como inicia advirtiendo que en Hegel, en lo concerniente a la
dependencia del deseo del sujeto en relación con el deseante que es el
Otro, con lo que se enfrenta el sujeto es con el Otro como consciencia,
en tanto el sujeto es visto por el Otro, lo que da lugar a la lucha por
puro prestigio, siendo en este plano en el que el deseo del sujeto se ve
concernido en tanto deseo de reconocimiento en el registro imaginario.
Por el contrario, “Para Lacan –porque Lacan es analista– el Otro está
allí como inconsciencia constituida en cuanto tal. El Otro concierne a mi
deseo en la medida de lo que le falta. Es en el plano de lo que le falta sin
que él lo sepa donde estoy concernido del modo que más se impone, porque
para mí no hay otra vía para encontrar lo que me falta en cuanto objeto de
mi deseo. Por eso para mí no hay acceso a mi deseo, sino tampoco susten-
tación posible de mi deseo que tenga referencia a un objeto, cualquiera que
sea, salvo acoplándolo, anudándolo con esto, el , que expresa la necesaria
dependencia del sujeto respecto al Otro en cuanto tal”.2
En este punto, evoca una de las fórmulas que había escrito en el
pizarrón antes de iniciar la clase, la que intentaría dar cuenta del deseo
en Hegel: d(a): d(A) <a

2. Lacan, J., El seminario 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 32.

104
El analista: un objeto deseante

Prosigue Lacan que, en Hegel, “el deseo de deseo es deseo de un


deseo que responde a la llamada del sujeto. Es deseo de un deseante”.
El llamado que realiza el sujeto al Otro es en torno a la necesidad de
reconocimiento, lo que quiere decir, siguiendo la fórmula, que “el Otro
instituirá algo, designado por a, que es de lo que se trata en el plano de
aquello que desea”. De esto surge una dificultad, ya que el Otro no puede
reconocer más que como objeto al sujeto, lo que resulta insoportable y
desata la violencia: “Obtengo lo que deseo, soy objeto, y no puedo sopor-
tarme como objeto, puesto que dicho objeto que soy es en esencia una
conciencia, una Selbst-bewusstsein. No puedo soportarme reconocido
en el mundo, el único modo de reconocimiento que puedo obtener. Es
preciso pues, a toda costa, decidir entre nuestras dos conciencias. Ya no
hay más mediación que la de la violencia”.3
Luego, escribe la fórmula del deseo lacaniano: d(a) < i(a): d(A/).
Dice entonces que, en su planteamiento, al ser “el deseo de deseo
es el deseo del Otro” y, volviendo a la fórmula, hay una mediación, a
saber, lo que escribe como i(a), que no debe leerse, en este caso, como la
imagen especular, sino como el fantasma: “Digo, pues, que este deseo
es deseo en tanto que su imagen-soporte es el equivalente del deseo del
Otro”.4 Es en razón de esto que vemos que hay un desplazamiento de los
dos puntos (:) además de, y no siendo dato menor, apareciendo el Otro
tachado, caracterizado como falta.
Señala entonces Lacan:

“Como ustedes ven, hay algo que aparece igual en la fórmula


de Hegel y en la mía. Por paradójico que esto pueda parecer, el
primer término [en las fórmulas, d(a)] es un objeto a. Es un objeto
a el que desea. Si hay algo común entre el concepto hegeliano
del deseo y el que promuevo aquí ante ustedes, es esto.”5

En la fórmula hegeliana, en el momento en que el sujeto es reconocido


en tanto objeto, en ese momento inaceptable, queda marcado por la
finitud: “Este objeto afectado por el deseo que les presento tiene cierta-
mente, a este respecto, algo en común con la teoría hegeliana, salvo que
nuestro nivel analítico no exige la transparencia del Selbst-bewusstsein”.6
Ahora bien, Lacan precisará que es gracias a la existencia del incons-

3. Ibid., p. 33.
4. Ibid., p. 34.
5. Ibid., p. 35.
6. Ibid.

105
David Andrés Vargas Castro

ciente que podemos ser ese objeto afectado por el deseo: “Incluso es en
tanto que marcada de este modo por la finitud que nuestra falta, la
nuestra, como sujeto del inconsciente, puede ser deseo, deseo finito”.7
Estas diferencias y similitud entre el deseo hegeliano y el lacaniano,
Lacan las termina con una referencia a la experiencia del amor, más
precisamente, a dos modalidades distintas de conquista. El modo de
la conquista hegeliana podría plantearse como “Te amo, aunque tú no
quieras”, modo al que Lacan augura poco éxito.
Plantea entonces otro modo de conquista el cual, si bien no es articu-
lable, está articulado, y de hacerse oír, sentencia Lacan, es irresistible:
“Yo te deseo, aunque no lo sepa”.
¿Por qué? Pues bien, Lacan advierte que aquello que no se dice pero
se puede hacer oír, podría leerse de la siguiente manera:

“Le digo al otro que, deseándolo, sin duda sin saberlo, siempre
sin saberlo, lo tomo como el objeto para mí mismo desconocido
de mi deseo. Es decir, en nuestra propia concepción del deseo,
te identifico, a ti, a quien hablo, con el objeto que a ti mismo te
falta. Tomando prestado este circuito obligado para alcanzar
el objeto de mi deseo, realizo precisamente para el otro lo que
él busca. Si, inocentemente o no, tomo este desvío, el otro en
cuanto tal, aquí objeto –obsérvenlo– de mi amor, caerá forzo-
samente en mis redes.”8

Llegados a este punto, y en el marco de lo que Lacan dice con Freud


sobre “la experiencia del amor”, ¿cómo no remitirnos a la transferencia?

Del deseo como encuentro o la transferencia

Sabemos que para Lacan el pivote de la transferencia es el sujeto


supuesto al saber, así como estamos al tanto de la posición del analista
como semblante de objeto a. Ahora bien, ¿cómo se articula esto con el
deseo del analista?
Quizás es un buen momento para hacernos otra pregunta: ¿por qué,
antes de Lacan, en psicoanálisis no se planteó el deseo del analista?
Si nos remitimos a Freud, encontramos el carácter de cliché de
la transferencia, el falso enlace a la persona del médico, así como
7. Ibid.
8. Ibid., p. 37.

106
El analista: un objeto deseante

la transferencia en su vertiente positiva y negativa; pero haciendo


énfasis, especialmente, en la necesidad de amor de la neurosis, amor
como obstáculo y motor de la cura. Justamente el análisis del analista
cumpliría no sólo la función de permitirle la convicción en el incons-
ciente, así como de desenmarañar sus propios conflictos psíquicos, los
cuales obstaculizarían la escucha del paciente; sino, además, para no
ceder a la transferencia en sus dos vertientes. La regla de abstinencia,
valedera tanto para el analizante como para el analista, del lado de éste
último apunta, especialmente, a que no ceda ante sus deseos.
En Klein, quien especialmente se interesó por la transferencia
negativa, y si bien en ella, a nuestro criterio, sí podemos encontrar,
distinto que en Freud, atisbos del analista en el lugar de objeto parcial,
tampoco encontramos una referencia explícita del analista como deseante.
Es interesante, sin embargo, el uso de la contratransferencia que realiza
Klein. ¿No podríamos pensar que la contratransferencia empañó, justa-
mente, ese encuentro de deseos que es la transferencia? ¿Hasta qué punto
lo que Klein en algunas ocasiones formulaba como contratransferencia
no era otra cosa que la presencia del deseo del analista?
Si hacemos esta referencia tanto a Freud como a Klein es para señalar
cómo, si bien consideraban, al igual que Lacan, a la transferencia como
condición del análisis,9 en ambos la transferencia es pensada como conse-
cuencia del deseo del analizante, mientras que, para Lacan, se trata de
un encuentro entre el deseo del analista y el deseo del paciente:

“…podemos decir que detrás del amor llamado de transfe-


rencia está la afirmación del vínculo del deseo del analista con
el deseo del paciente. Es lo que Freud, con un rápido juego de
manos, presentó como engañabobos cuando dijo, a fin de recon-
fortar a sus colegas: después de todo, no es más que el deseo
del paciente. Sí, es el deseo del paciente, pero en su encuentro
con el deseo del analista.”10

En esta dirección, podemos leer de su pluma, tres años más tarde,


lo siguiente:

9. Vargas, D., Transferencia y posición del analista en Freud, Klein y Lacan.


Convergencias y divergencias de un concepto fundamental, Saarbrücken,
Académica Española, 2012.
10. Lacan, J., Seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
Buenos Aires, Paidós, 2001, p. 262. ¡Otra vez Lacan diciendo ser freudiano
donde es lacaniano!

107
David Andrés Vargas Castro

“Nuestros puntos de empalme, donde tienen que funcionar


nuestros órganos de garantía, son conocidos: son el inicio y el
final del psicoanálisis, como en el ajedrez. Por suerte, son los
más ejemplares por su estructura. Esta suerte debe participar
de lo que llamamos el encuentro.
Al comienzo del psicoanálisis está la transferencia. Lo está por
la gracia de aquel al que llamaremos, en la linde de esta decla-
ración, el psicoanalizante. No tenemos que dar cuenta de qué
lo condiciona. Al menos aquí. Está en el inicio. Pero, ¿qué es?
Estoy asombrado de que nadie nunca haya pensado en
oponerme, dados ciertos términos de mi doctrina, que la transfe-
rencia por sí sola constituye una objeción a la intersubjetividad.
Incluso lo lamento, ya que nada es más cierto: la refuta, es su
escollo.”11[Subrayado nuestro].

Si nos planteamos desde otro lugar la pregunta que venimos hacién-


donos, ¿no podríamos pensar que, justamente, a los posfreudianos,12 en
el atolladero de no poder concebir al analista como un objeto deseante,
es que se vieron en la necesidad de plantear alianzas con la parte sana
del yo, y así, mantener el sueño de la intersubjetividad?
Lacan insiste en la dimensión de encuentro cuando se aboca a explicar
el algoritmo de la transferencia diciendo que:

“Está claro que del saber supuesto él no sabe nada [el


analista]. El Sq de la primera línea no tiene nada que ver
con los S en cadena de la segunda, y solo puede hallarse allí
por encuentro.”13

Si ofertando su deseo, en tanto objeto, el analista genera demanda,


y también posibilidad de encuentro, a saber, de transferencia, vemos
entonces la articulación que nos preguntábamos inicialmente en este
apartado entre sujeto supuesto al saber, el analista en posición de objeto
y deseo del analista.
Igualmente, se hace evidente que el encuentro que Lacan advierte no

11. Lacan, J., “Proposición del 9 de Octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la


Escuela” en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 265.
12. Si no mencionamos aquí a Melanie Klein, es porque consideramos, coincidiendo
con Lacan, que no podemos considerarla posfreudiana.
13. Lacan, J., “Proposición del 9 de Octubre de 1967sobre el psicoanalista de la
Escuela”, op. cit., p. 267.

108
El analista: un objeto deseante

es un encuentro entre dos sujetos, mas no por ello, deja de ser encuentro
de deseos.14
Sin embargo, Lacan insistió en que el deseo del analista no es un
deseo cualquiera, tampoco puro ni imposible, ya que el análisis tuvo
que haber efectuado en el sujeto “una mutación en la economía de su
deseo”.15 Es un deseo inhumano en tanto deseo de saber.16 Por lo tanto,
dicho deseo ya no responde a la fórmula lacaniana “el deseo del hombre
es el deseo del Otro”, dado que, en tanto objeto, se ha separado de la
subordinación al Otro que es intrínseca a la posición del sujeto.17 Este
“deseo inédito”18 Lacan lo articula, en sus elaboraciones con respecto
al final de análisis, con la destitución subjetiva.

Destitución subjetiva y deseo del analista

A nuestra consideración, si hay un lugar en el que Lacan deja bien


en claro que el deseo no es privilegio del sujeto es en la Proposición del
9 de Octubre de 1967 sobre el psicoanalista en la Escuela, ya que allí se
ocupa de articular la destitución subjetiva, la posición del analista como
semblante de objeto a y el deseo del analista. Leemos en dicho texto:

“Con lo que llamé el final de partida, estamos –por fin– en el


hueso de nuestro discurso de esta noche. La terminación del
psicoanálisis llamado en forma redundante didáctico es, en
efecto, el paso del psicoanalizante al psicoanalista.
Nuestro propósito es plantear al respecto una ecuación cuya
constancia es el ágalma.
El deseo del psicoanalista es su enunciación, la que solo puede
operar si él viene allí en posición de x: de esa x misma cuya
solución entrega al psicoanalizante su ser y cuyo valor se anota
(-φ), la hiancia que se designa como la función del falo al aislarlo
en el complejo de castración, o al respecto de lo que lo obtura
con el objeto que se reconoce bajo la función aproximativa de
la relación pregenital.”19
14. ¿No es un pleonasmo decir “encuentro de deseos”?
15. Lacan, J., Seminario 8: La transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2004, p. 215.
16. Lacan, J., “Nota italiana” en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012.
17. Es en este punto que Lacan toma el objeto transicional de Winnicott, pero no
para considerarlo como transicional, sino como objeto de separación.
18. Lacan, J., “Nota italiana”, op. cit., p. 329.
19. Lacan, J., “Proposición del 9 de Octubre de 1967sobre el psicoanalista de la

109
David Andrés Vargas Castro

Cuando Lacan se refiere a “posición de x”, ¿no podemos leerla, en


el sentido matemático, como función de x, o, en este caso, como x de
enigma, como en un mapa, y ubicando allí, justamente, al analista
como ágalma, a saber, función de a? Como lo señalamos en el apartado
anterior, esta posición de ágalma implica la de objeto deseante, no sólo
como cofre de tesoros.
Si nos remitimos nuevamente a la fórmula del deseo en Lacan que
trabajamos anteriormente, d(a) < i(a): d(A/), ¿no queda dilucidado el
atravesamiento del fantasma? Es justamente en tanto objeto de deseo,
cuestión que el fantasma obtura, que, al atravesar el fantasma, se
advierte al Otro marcado por la castración:

“La estructura así abreviada les permite hacerse una idea de lo


que ocurre al término de la relación de la transferencia, o sea:
cuando por haberse resuelto el deseo que sostuvo en su operación
el psicoanalizante, este ya no tiene ganas de confirmar su opción,
es decir, el resto que como determinante de su división, lo hace
caer de su fantasma y lo destituye como sujeto.”20

La liquidación de la transferencia, solidaria de la caída del sujeto


supuesto al saber, Lacan la ubica en lo que llama “el deser” o des-ser
resultante de la destitución subjetiva en el momento del paso del
analizante a analista, del sujeto al objeto; paso por el que, siguiendo el
algoritmo de la transferencia, podrá ahora él advenir al lugar de ágalma
y significante cualquiera para un sujeto:

“En este deser se devela lo inesencial del sujeto supuesto saber,


desde donde el psicoanalista por venir se consagra al ágalma
de la esencia del deseo, dispuesto a pagarlo reduciéndose, él y
su nombre, al significante cualquiera. Porque rechazó el ser que
no sabía de la causa de su fantasma, en el momento mismo en
que por fin él devino ese saber supuesto.”21

Desprovisto de la vacilación del sujeto, así como de su subordinación


al Otro, el analista, como objeto deseante, está listo para posibilitar el
acto analítico.22

Escuela”, op. cit., p. 270.


20. Ibid.
21. Ibid., p. 272.
22. Téngase presente que no dijimos “su” acto, ya que la posición de objeto lo

110
El analista: un objeto deseante

Alcances éticos y políticos

Si para el sentido común estar en posición de objeto es sinónimo


de víctima y ausencia de responsabilidad, para Lacan la destitución
subjetiva da cuenta de una ética. Es así como señala que “Hablar de desti-
tución subjetiva nunca detendrá al inocente, cuya única ley es su deseo”.23
¿Cómo hablar de inocente y hablar de deseo? Podemos leer este
“inocente” con la siguiente pregunta: ¿acaso Lacan en sus formulaciones
a propósito del acto, no destacó que allí no hay sujeto a quien se le pueda
adjudicar tal acto? Si nos remitimos al discurso analítico, encontramos
al objeto a en el lugar de agente, causando el trabajo analizante. Justa-
mente, como agente, no como sujeto.
Sin embargo, desde Freud, sabemos que la presencia del deseo es
presencia de responsabilidad,24 de allí que es también por esto que
Lacan se interrogue a propósito del deseo del analista y de qué goza el
analista, ya que la posición masoquista comparte el mismo matema:
a à $. Por ello, en aras de distinguirlos, Lacan compara el analista al
santo,25 advirtiendo que no goza en esa posición.
El acto analítico consistiría, precisamente, en que el analista advenga
al lugar de objeto a en el discurso analítico. Es por esto que Lacan toma
la fórmula ética freudiana “Donde ello era, yo debo advenir” para pensar
el acto analítico:

“Al analista, y sólo a él, se dirige esa fórmula que he comentado


tan a menudo, Wo Es war, soll Ich wenden. Si el analista trata de
ocupar este lugar arriba a la izquierda [se refiere al lugar de objeto
a en el lugar del semblante en el discurso analítico] que determina
su discurso, es precisamente porque no está ahí, en absoluto, por
sí mismo. Es ahí donde estaba el plus de goce, el gozar del otro,
adonde yo, en tanto profiero el acto psicoanalítico, debo llegar.”26

desprovista de adjudicarse tal cosa, mas no por ello, como veremos en el


apartado siguiente, desprovisto de responsabilidad.
23. Lacan, J., “Proposición del 9 de Octubre de 1967sobre el psicoanalista de la
Escuela”, op. cit., p. 271.
24. De lo que se deduce que la pregunta “¿Has actuado acorde al deseo que te
habita?” planteada en el seminario que consagra a la ética del psicoanálisis,
recae tanto en el analizante como en el analista.
25. Lacan, J., “Televisión” en Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012.
26. Lacan, J., El seminario 17: El reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós,
2009, p. 56.

111
David Andrés Vargas Castro

Mientras que para Freud bastaba con la convicción en el incons-


ciente que un tiempo de análisis puede otorgar para que alguien pudiese
advenir como psicoanalista, en razón de su deseo por difundir el psicoa-
nálisis; así como los analistas de la IPA, por hacer de los consejos
freudianos, reglas de hierro, llevando al análisis a una suerte de “proceso
evolutivo”, en el que, luego de ciertas sesiones, con ciertos analistas, de
cierta forma, luego de un tiempo determinado, se produciría un analista;
sabemos que Lacan tomó una posición muy distinta al respecto.
Al poner al psicoanalista en el banquillo e inventar el dispositivo
del pase para poder captar algo de lo que no es garantía el final de un
análisis, a saber, el deseo del analista, Lacan subvirtió así la formación
de los psicoanalistas al interrogar por qué alguien querría advenir al
lugar de ese algo deseante que es el analista.

112
Deseo del análisis y pulsión invocante

Gabriel Lombardi

“Esperando que un mundo sea desenterrado


por el lenguaje, alguien canta el lugar en que
se forma el silencio. Luego comprobará que
no porque se muestre furioso existe el mar,
ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra
dice lo que dice y además más y otra cosa.”
Alejandra Pizarnik, La palabra que sana.

Tears in his eyes, distraction in’s aspect,


A broken voice, and his whole function suiting
With forms to his conceit? and all for nothing!
Shakespeare, Hamlet.

Con la autoridad que le confiere el hecho de ser ciego desde hace


décadas, Ricardo Ileyassoff, psicoanalista, señalaba en el FARP que en
el nivel de la voz estamos desnudos. En efecto, la oreja no tiene párpados
ni esfínter alguno. ¿Cómo aprendimos tan bien a no escuchar?
La respuesta llega rápidamente si atendemos las posibilidades que abre
la pregunta: ¿qué es “no escuchar”, es déficit de la percepción o es negativa
de la voluntad, es no poder o es no querer? El inconsciente une-bévue
se sitúa precisamente en el equívoco entre ambos casos, y la sabiduría
popular da cuenta de ello, “no hay peor sordo que el que no quiere oír”.
Hemos advertido también ya desde niños que el decir, el hecho de decir,
acarrea respuestas del Otro, a menudo reacciones de rechazo, respuestas
educativas o de dominación intransigente, y entonces ya no decimos, o
decimos solapadamente, decimos a medias, como por error. Escuchamos
y no escuchamos, decimos y no decimos, a veces al mismo tiempo, según
explica Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana. El decir, el
escuchar, deviene acto, el acto propio del parlêtre. Con la salvedad de
que normalmente se puede hablar sin decir, y se puede oír sin escuchar.

113
Gabriel Lombardi

Allí se instala lo analizable, cuando esa división subjetiva se vuelve


patética, se hace síntoma del querer y no poder, o del poder y no querer
–decir, escuchar–. Entonces otra voz nos indica nuestra división, esa
voz áfona pero a menudo punzante que señala el sentimiento de culpa,
consciente o inconsciente, que es el afecto propio del desgarramiento
ético del parlêtre en tanto res eligens. Allí se constituye ese reus, ese
sujeto dividido, ese sujeto-síntoma que permite al análisis alcanzar un
real propio, ese real que aunque todavía real, conserva un sentido. El
síntoma es lo único que conserva un sentido en lo real.

El órgano de la voz

Aun después de los desarrollos de Theodor Reik y de Jacques Lacan,


no es mucho lo que se ha avanzado en psicoanálisis en la ubicación del
objeto voz en tanto objeto pulsional y causa del deseo, sobre el que el
acto de decir/escuchar se apoya y toma consistencia.
Recordemos en primer lugar la complejidad del órgano de la voz en
tanto puede ser separado del cuerpo y de la sonoridad. Robert Fliess
apenas lo tuvo en cuenta cuando, en su famoso artículo “Silence and
verbalization”, consideró el silencio como equivalente de un cierre esfin-
teriano, retención de palabras como sustituto de la retención excretoria o
de la emisión oral, anal erotic or oral erotic silence. En la regla analítica,
escribió, el silencio interrumpe el flujo de las palabras, y más a menudo
aún, el flujo de las palabras interrumpe lo que se juega en el silencio.1
Lacan comentó elogiosamente este texto: allí el silencio, lo no impreso
{rien d’imprimé}, es el lugar mismo donde aparece el tejido sobre el cual
se desarrolla el mensaje del sujeto, en su equivalencia con una cierta
función del objeto a.2
¿Pero cuál esa función? Fliess no enfocó la erótica específica de la
interrupción vocal, el callar y el silencio no metafóricos. Ya desde su
Proyecto Freud tuvo en cuenta la dimensión del grito, luego instauró un

1. Fliess, R., “Silence and verbalization. A supplement to the theory of the analytic rule”.
Int. J. Psa., XXX, p. 1.
2. Lacan, J., Problèmes cruciaux…, 17 de marzo de 1965. “El excelente artículo escrito por
el hijo de Fliess –compañero del autoanálisis de Freud– Robert Fliess, denomina de
un modo correcto lo que es silencio: es el lugar mismo donde aparece el tejido sobre el
cual se desarrolla el mensaje del sujeto; es allí donde el nada impreso {rien d’imprimé}
deja aparecer de qué se trata en esta palabra: su equivalencia con una cierta función
del objeto a”.

114
Deseo del análisis y pulsión invocante

registro pulsional propio del sado-masoquismo, dejando indicaciones de


la incidencia traumática de lo oído en la formación del superyó. Lacan
por su parte, leyendo La dinámica de la transferencia, explicó en su
Seminario I que cuando el sujeto calla, la función de la palabra se inclina
hacia la presencia del oyente, lugar donde la laminilla pulsional engarza
en el deseo del Otro. La dimensión de la voz adquiere una importancia
decisiva a partir de su seminario sobre las psicosis, como sostén del
deseo, luego como instrumento del deseo del Otro, a partir de su teoría
de la invocación:

“En el proceso de la invocación, yo apelo a la voz, es decir a lo


que soporta la palabra. No a la palabra, sino al sujeto, justa-
mente en tanto que él la porta.”3

El objeto voz, cuya topología compleja fue sugerida por él, se recorta
no de uno sino de varios esfínteres y, acaso más importante aún, de
un orificio que no tiene esfínter. Sin contar por el momento los tubos
bronquiales que pueden cerrarse un poco, ni el diafragma que gatilla
el suspiro, hay que considerar el cuasi-esfínter de las cuerdas vocales,
donde se pueden producir los fonemas oclusivos o fricativos glotales
que se destacan en el inglés, el alemán o el árabe (hello!, heil!, Hamas).
La lengua y los dientes forman otro esfínter que puede ocluirse total-
mente (t de teta) o parcialmente (d de dedo), o fricar (z de los españoles
de Madriz, fonema jamás empleamos los argentinos); otro esfínter lo
constituyen los labios que a menudo ocluyen totalmente (p de papá) o
parcialmente (b de bebé); también interviene la nariz que sonoriza una
bilabial ocluida (m de mamá, que deja escapar por la nariz lo que papá
no permite), además de la oclusión linguodental sonora (n de nene a
diferencia de t de teta que curiosamente es oclusiva), etcétera. Todo esto
para la emisión de la palabra.
Para escuchar tenemos a lo sumo dos orejas y ningún esfínter. A veces
compensamos esa falta tapándonos las orejas con las manos, con tapones,
o con la sordera funcional auto-inducida por un no querer saber decidido
–cada uno ya ha logrado el suyo propio, la represión hace las veces allí
del esfínter faltante. Hoy en día se utilizan también los auriculares, la
radio, el sistema de música permanente en Latinoamérica, etc.
En tercer lugar, el cuerpo mismo forma parte del órgano de la voz,
pulsionalmente… Recordemos a Lacan imprecando a los psicoanalistas

3. Lacan, J., Formations de l’inconscient, 8 de enero de 1958.

115
Gabriel Lombardi

ingleses, a los que tacha de “filósofos”, porque creen que la palabra no


tiene efectos: “Ellos no se imaginan que las pulsiones, es el eco en el
cuerpo del hecho de que hay un decir”.4 De modo que el registro invocante,
en el que se apoya el acto de decir, singulariza, solapando las pulsiones y
el cuerpo. El cuerpo consuena, disuena, resuena, danza al revés que es su
verdadero derecho según Artaud,5 se contractura, desplaza sus órganos
como efecto de la disonancia del decir, extiende, exporta o deporta sus
órganos, la mirada y la voz.
El decir no es la voz, el decir es el acto por el que el deseo del Otro
toma consistencia en el viviente, encontrando allí no sólo el eco, también
el instrumento y la causa de ese deseo que incorpora al Otro y le da vida,
tal como la emisión del shofar revive al padre mítico.

De las voces de la psicosis al deseo del análisis

Suele decirse que el objeto voz se impone a Lacan por la experiencia


clínica de las psicosis. Quiero en este punto elevar la apuesta, y decir que
el gran secreto del psicoanálisis es que el deseo del analista es conse-
cuencia del deseo en la psicosis. Julieta de Battista está trabajando sobre
la historia del psicoanálisis, de las escisiones, de las disputas, marcadas
por esta relación oculta, y al mismo tiempo evidente, entre el deseo del
análisis y el deseo en la psicosis.
Hace un tiempo, por mi parte, estudié lo que Cantor (su apellido no
es casual) fue para Occidente, para Gödel, para Turing, y para todos
nosotros, los que conocemos o ignoramos, poco importa, cómo fue que
internet ha invadido nuestras vidas a partir del deseo de un loco al que
se le dio por logificar la trama áfona de infinitos actuales que produce el
lenguaje. La expresión “el decir de Cantor” figura tres veces en L’étourdit,
la misma cantidad de veces que “el decir de Freud”. Cantor fue para
Gödel lo que Fliess fue para Freud, lo que Aimée para Lacan, lo que
el tema mismo de la voz fue en relación al padre y a sus nombres en
el momento de la excomunión, y lo que las jornadas sobre las psicosis
a las escisiones del movimiento lacaniano. Es demasiado como para
continuar sin escucharlo.
No podemos seguir desconociendo la influencia del deseo en las

4. Lacan, J., Le sinthome, primera clase.


5. “Alors vous lui réapprendrez à danser à l’envers / comme dans le délire des bals musette
/ et cet envers sera son véritable endroit”. Artaud, A. Pour en finir avec le jugement de
Dieu, Dimanche, Paris, 1995.

116
Deseo del análisis y pulsión invocante

psicosis sobre el deseo del analista, afortunadamente seducido éste


por el ejercicio de la libertad que la caracteriza, aún si es una libertad
negativa en el sentido definido por Kant en su tercera antinomia de la
razón pura.6 La oscura seducción de la locura tiene por sí sola poder
analítico para la res eligens, porque cuestiona de raíz las ataduras,
sociales u otras. El deseo en la psicosis se afirma, más que en cualquier
otro tipo clínico, como condición absoluta, y es de allí de donde algunos
nos hemos sentido llamados, llamados a civilizar el deseo propio analí-
ticamente. Separarse del loco, de su posición excepcional, extraer de él
su auto-autorización, puede ser para el analista una operación constitu-
yente. Como lo es separarse del padre-orangután para el neurótico o el
perverso. De la locura, en ese sentido, el analista puede acaso prescindir,
pero también servirse de ella.
Esto supone revisar radicalmente la versión neurótica del objeto,
que es la que presentan los filósofos ingleses. Y comenzar por advertir
que el psicoanálisis no toma de la neurosis su objeto fundamental,
sino de la psicosis. El registro invocante es el que permitiría al
psicoanálisis ubicar su campo y su objeto fundamental, e ir más
decididamente en el sentido de ese análisis sin “psico” anhelado por
Lacan, sin ficción de análisis, para pasar el acento de lo psíquico a
lo tíquico {tychique, lo que el cuerpo deseante encuentra}. Si Lacan
habló del significante como sustancia gozante, es porque el signifi-
cante no es completamente inorgánico e inerte, es una torsión de voz,
por poco que le prestemos ese órgano. Vocando, el decir equivoca, y
nos permite el poquito de diálogo que podemos mantener también
nosotros, los aquí presentes.
Personalmente conocí la angustia, la más extrema angustia,
escuchando, sin querer o sin poder, a una mujer psicótica en mi primer
consultorio privado, como se dice. Ella me devolvió a mi propio análisis,
prematuramente interrumpido tiempo antes como efecto de la dictadura
militar en Argentina –mi analista había debido emigrar un tiempo antes.
Sólo unos años después de esa experiencia próxima de las voces en la
psicosis, me sentí autorizado como analista de analizantes no solamente
neuróticos. No sin aquella experiencia de encuentro con alguien que,
claramente, tenía la voz de su lado. Me llevó un tiempo separarme de
esa seducción del ser, y reconocer el límite de la locura, acaso imposible
de atravesar para mí. No se vuelve loco quien quiere, escribió Lacan
en la pared de la sala de guardia.7 Ni un cuerpo de hierro, ni identifi-
6. Kritik der reinen Vernunft, Libro II, Sección II, Cap. II.
7. “Ne devient pas fou qui veut. (…) n’atteint pas qui veut, les risques qui enveloppent la

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Gabriel Lombardi

caciones suficientemente potentes, ni las complacencias del destino me


ayudaron en ese sentido. En resumen, a falta de acceder a la locura, me
convertí en analista.
Paso aquí del recuerdo biográfico a una afirmación de Lacan en
Problemas cruciales:

“La voz del Otro debe considerarse un objeto esencial. Todo


analista será incitado a darle su lugar, y a seguir sus distintas
encarnaciones, tanto en el campo de la psicosis como, en lo más
extremo de lo normal, en la formación del superyó. Si se sitúa
el origen a del superyó, quizá muchas cosas se vuelvan claras.”8

No es la locura la única tentación invocante. También el masoquista


sabe tener el objeto voz de su lado, y desde allí pasar al acto dividiendo
a su supuesto dictador. El acto del analista también se instituye en
apertura de goce como masoquista, incluso reproduce su dispositivo
aà$, afirma Lacan, pero él corrige la hybris con esta seguridad, insti-
tucional, de lógica colectiva: “que ninguno de sus pares se arroje en esa
abertura, y él mismo sabrá mantenerse en el borde”.9 Piensa la Escuela
de psicoanálisis como un resguardo para esas oscuras seducciones del
ser, las del pasaje al acto psicótico y las del pasaje al acto masoquista.
Son dos riesgos reales.
Ahora bien, desde el mismo lugar que el loco y el masoquista, el
analista puede hacerse causa e incluso instrumento del deseo del Otro,
con algunas precisiones que hacen a la estructura social de ese borde.
Silence (a) y mi-dire (S2) se distribuyen así en el lazo social que él
promueve:
a/S2 à $/S1

Ese masoquismo eventual que propicia la práctica analítica, el


analista puede “se tenir à carreau”, y no mediante un ejercicio espiritual,
ni oración ni, menos aún, penitencia, ¡justamente no!, sino simplemente

folie. Un organisme débile, une imagination déréglée, des conflits dépassant les forces
n’y suffisent pas. Il se peut qu’un corps de fer, des identifications puissantes, les complai-
sances du destin, inscrites dans les astres, mènent plus sûrement à cette séduction de
l’être”.  Lacan, J., “Propos sur la causalité psychique”, Écrits, p. 176.
8. “La voix de l’Autre doit être considérée comme un objet essentiel. Tout analyste sera
appelé à lui donner sa place, ses incarnations diverses, tant dans le champ de la
psychose que dans la formation du sur-moi”. Lacan, J., Les noms du père, clase del 20
de noviembre de 1963.
9. Lacan, J., “La psychanalyse, raison d’un échec”, Autres Écrits, p. 348.

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Deseo del análisis y pulsión invocante

por la función de su deseo de análisis, que se apoya en la lógica de la


Escuela.10 El masoquismo puede entonces no ser para el analista más
que una tentación fútil y cotidiana. Como al Saint-Antoine de Flaubert
o al Lacan del seminario Le transfert, pueden surgirle al analista deseos
en cortocircuito, en su relación con sus analizantes más seductores o
repulsivos. Por suerte, por elección, el deseo del análisis puede ser más
fuerte. Así lo aseguró Lacan en una clase famosa:

“Cuanto mejor esté analizado, más posible será que el analista


esté francamente enamorado o francamente en estado de
aversión, de repulsión, sobre los modos más elementales de las
relaciones de los cuerpos entre sí, en relación a su partenaire.
¿Por qué no? Sólo que él está poseído por un deseo más fuerte
que aquéllos de los cuales puede tratarse, a saber, llegar a los
hechos con su paciente, tomarlo en sus brazos o tirarlo por la
ventana.”11

El analista en tanto tal no pasa al acto, no se desata por completo


del lazo social, no elimina al Otro. El deseo del análisis no es ejercicio
negativo de la libertad, su regla fundamental es la exploración metódica,
abierta al encuentro, de los márgenes de libertad positiva efectivamente
practicable. No: ser independiente, ser libre de…, sino ser libre para, en
favor de… Se enlaza en el deseo con la torsión de voz, y no con la forma
demanda, que es la degradación neurótica del significante.

El deseo del análisis como destino invocante

En su último seminario, Dissolution, Lacan deja en claro que el deseo


no es para él una categoría obsoleta. En estos tiempos de promoción
capitalista del goce y del Otro que para algunos psicoanalistas ya
no existe, vale la pena volver al documento publicado bajo el título
Monsieur A, donde lejos de plantear métodos no analíticos de limitación
del goce, Lacan sitúa el deseo como un destino posible de la pulsión. Si
la realización del deseo puede satisfacer una pulsión y no oponerse a

10. Pp. 348 y 359 de los Autres Écrits. En la primera dice: “Cet acte qui s’institue en ouverture
de jouissance comme masochiste, qui en reproduit l’arrangement, le psychanalyste en
corrige l’hybris d’une assurance, celle-ci : que nul de ses pairs ne s’engouffre en cette
ouverture, que lui-même saura se tenir au bord”.
11. Lacan, J., Le transfert, clase del 8 de marzo de 1961.

119
Gabriel Lombardi

ella, el goce podría en ese caso sublimarse en el mismo acto de reali-


zación de un deseo, incluso de un deseo de deseo que puede inscribirse
en un lazo social.
Los analistas conocemos una satisfacción propia de la actividad
analítica. No es placentera, tampoco es usualmente mucho más allá
del placer. La conocemos y la desconocemos. Ella se juega en la juntura
de la pulsión invocante en su relación con el deseo. La voz juega allí
un rol esencial, no sólo como causa del trabajo analítico del analizante,
sino también de devolución de un llamado de la infancia, y de entrega
al deseo que ahora toca encarnar, poniendo la oreja, es decir el cuerpo,
cada vez. El deseo del análisis resulta compatible con la destitución del
sujeto, con lo que ella implica de salubridad, de satisfacción, de Befrie-
digung freudiana, de apaciguamiento, que sin embargo permite al ser
hablante gozar de otra forma que el ser sujeto, “ser fuerte, y singular-
mente”, resumió Lacan.
Creo que la idea está desde el inicio en la invocación lacaniana, en su
concepción de la transmisión del análisis, en el juego sobre el silencio y
el decir a medias con que caracteriza la posición del analista en el lazo
social; esa invocación la realiza también desde su práctica de enseñanza
no propiamente oral, como se dice, sino invocante; él mismo evoca explíci-
tamente el gesto de Cristo en la Vocazione di San Matteo de Caravaggio,
que se puede admirar rápidamente por €1 en la Iglesia de San Luigi dei
Francesi (luego de un par de minutos la luz se apaga). Allá Cristo llama
a Mateo, recaudador de impuestos, a sumarse a su causa con un gesto
simple. Caravaggio pinta a Cristo sereno y decidido, y a Mateo en ese
momento justo de la división subjetiva, momento de elección, traumático
como tal. En su invocación, Lacan llama a neuróticos, perversos y psicó-
ticos, denominadamente, a sumarse a una causa más simple aún que la
religiosa que re-liga; esa causa más simple es la de escuchar el signifi-
cante en la dimensión propia que le otorga el análisis, la torsión de voz,
la equi-vocación por la que la verdad incita el ejercicio de los márgenes
posibles de libertad y deseo, más allá de los cortocircuitos con que la
fantasía lo cercena en la neurosis y en la perversión, y de los pseudo-
automatismos en que se engrana el psicótico.
El deseo del análisis no es un deseo puro, se anuda a una vocación,
a una satisfacción invocante, a un destino o fijación incluso de analista,
que por supuesto, como todo destino, se puede en algún momento olvidar
y dejar caer. Jubilarse. Heidegger advirtió que la vocación {Ruf} carece
de toda clase de fonación, que es latencia, es destino {Shicksale} que
sólo se manifiesta en lo abrupto, en el salto, y si no se hace escuchar

120
Deseo del análisis y pulsión invocante

como voz de la conciencia, voz que es llamado de la cura {Sorge}, que


señala el estado de deudor del Dasein.12 Por ser filósofo, no pudo avanzar
prácticamente en el análisis, quedó atrapado en la fenomenología de
la conciencia, e incluso, por un cierto lapso, al servicio de ese discurso
extremo del amo hacia el que empuja la filosofía desde Platón, en la
pendiente “para casi todos”.
Lacan da en cambio una versión clínica y éticamente aprovechable
de esa afonía de la invocación, cuando explica la diferencia inaudible
entre tu es celui qui me suivra {tú eres el que me seguirá}, como un
autómata sin derecho a elegir, y tu es celui qui me suivras {tú eres el que
me seguirás}, si quieres, porque invoco tu ser electivo, no lo rechazo. La
s (ese) que diferencia uno y otro caso es inaudible para el francés, pero
no para el ser que responde a ese llamado escuchando, por deducción,
que allí hay una s de invitación, de deseo, de llamado, de esse incluso, en
latín, o que por el contrario sólo hay un mandato que fuerza la obediencia
debida o el rechazo. El caso precioso presentado por Julia Minaudo
ilustraba esta posibilidad, de hacer valer la afonía de una letra TOCC
en el juego del análisis. Es justamente por escuchar el mandato sin esse
que el psicótico, a menudo, independiza la voz del Otro.
Me queda la pregunta, que interesa a nuestra Escuela, sobre la
materia prima de la que surgen los analistas que testimonian de su pase
al deseo del análisis. ¿Es la neurosis la única materia prima? Y si no es
la única, ¿es seguro que sea la mejor? Sabemos que la neurosis, estadísti-
camente, contribuye al gris y también al rebaño. ¿Una política de rebaño
llevará a nuestra Escuela a la próxima disolución, después de alguna
jornada sobre las psicosis? Propondría entonces que hagamos al revés,
que esta vez pensemos la inclusión de la psicosis en nuestra Escuela,
que no se le niegue la carta de ciudadanía que merece, que soportemos
sus momentos más irónicos, para ubicarnos mejor en el registro propio
de nuestra acción, el registro invocante. Será tal vez un modo de salir de
la Verleugnung generalizada. Lo que está en juego no son las pequeñas
diferencias, se trata de la diferencia absoluta, y del deseo del análisis
como condición absoluta. Si el psicoanálisis es la realidad, el análisis es
el deseo mismo, y no es deseo de saber, más bien lo contrario, de descom-
poner las articulaciones de saber hasta sus elementos nodales últimos.
El analista no es el sujeto supuesto saber, su deseo es descomponer el
síntoma en sus elementos últimos, decía Freud, simplificar.
Venido del deseo indestructible de la infancia, como la curiosidad

12. Parágrafos 54-59 de Sein und Zeit.

121
Gabriel Lombardi

de Cora Aguerre, incitado, reformulado, reeditado, é-tour-dit por el


encuentro con esa locura despersonalizante pero civilizada que es el
análisis a secas, eso suele llevar a una vocación por el cuestionamiento,
el desnudamiento, y eventualemente el desanudamiento, la lisis, la
Lösung de todos los enredos que estorban la realización del deseo. Reali-
zación que resulta facilitada cuando las coerciones de la estructura nodal
son reducidas a su forma más simple, irreductible y consistente. Sólo
podemos ser dichosos, afortunados –causalidad por libertad– gracias a
la estructura, escribe Lacan en Télévision.
Desde esta perspectiva el pase puede concebirse como el análisis
mismo, el acto en juego en el análisis en tanto conmutador de la libertad
negativa o práctica (liberarse de… los embrollos, coerciones de la
fantasía, del síntoma, etc.) a la libertad positiva como libertad para…:
estar abierto a…, permitirse a sí mismo determinarse por…, desti-
narse a… Kant habla de libertad cosmológica o trascendental, nosotros
podemos hablar de la ley del deseo, y particularmente de ese momento
tíquico en que, por encontrarse con un real sin ley, el deseo encuentra
la oportunidad de ser la ley.
Así entiendo el pasaje que propone Lacan del reus al inocente, que
no tiene otra ley que su deseo.

122
Deseo del analista: destino de pulsión

Mariano López

La mortificación del analista

Desde hace un tiempo resuenan en mi cuerpo algunas expresiones


que hacen referencia a la posición de analista, que cada vez más me
remiten a lo que a veces se llama “la religión del agujero”.
El primer encuentro con una de esas expresiones fue a partir de la
corrección de un parcial de una alumna de la facultad. Ella escribía que:
el deseo del analista es un deseo que no espera nada y que el analista
“sacrifica” su posición de sujeto.
Al tiempo escuché a un colega decir, luego de desplegar los pagos
del analista, que el analista tiene que gozar en otro lado pero no en el
dispositivo analítico.
Al escuchar todo esto y recordar lo escrito por la alumna, pensé:
¡¿Quién querría ocupar esta posición tan sacrificial, tan apática?! Pagos,
sacrificios, nada de goce…
Son expresiones que pueden leerse en Lacan a las que podría
adscribir dichas en cierto contexto (no con el sacrificio de la posición de
sujeto), pero creo que mortifican la posición de analista, la desvitalizan
Si bien el pasaje por lo que no hay es inevitable en un psicoanálisis,
el sentido de ese pasaje se revitaliza si se pone en el centro la posibi-
lidad que un análisis brinda: la de hacer otra cosa que la que hace el
neurótico con lo que sí hay.
No voy a desplegar en detalle este tema aquí, solo decir que un análisis
le permite al neurótico sustentar su deseo en acto y que las claves del
acto son el deseo del Otro y la satisfacción de la exigencia pulsional.
Mi intención es revisar las nociones de deseo del analista y de acto

123
Mariano López

analítico, ponerlas en relación, para pensar la satisfacción que puede


haber en el acto analítico.
Planteo mi hipótesis desde el comienzo: creo que el acto analítico es
un acto sublimatorio y por lo tanto la producción del deseo del analista
depende de si éste puede ser o no, en un sujeto, un destino para la pulsión.

Encuentro con la sublimación

A partir de la lectura de unos artículos de Cecilia Tercic (uno de ellos


puede leerse en esta edición de Aun) y del Simposio Interamericano de
Arte y Psicoanálisis (Buenos Aires, 2015), me he reencontrado con la
noción de sublimación a partir del análisis de la creación artística.
Quisiera destacar tres ideas extraídas de mi encuentro con esos
trabajos:

1. Los artistas testimonian de diversas formas como su trabajo


implica darle cierta forma a lo que exige en sus cuerpos. Azar,
grito, capricho, mensajes misteriosos, cada uno lo llama a su
manera pero todos dan cuenta de una posición de destitución
subjetiva por estar ellos entregados a una actividad satisfac-
toria que revela “un modo de ser que es su energía propia”: ser
en acto.
2. El acto artístico es un modo de manifestación del deseo que
participa en lo social. Hay otros que se interesan en las obras
de los artistas, que se sienten seducidos por ellas, y si en sus
producciones el artista coloca algo de sí, si cede su voz o su
mirada, puede apreciarse como el acto artístico es un modo de
dar lo más íntimo del ser, de cederlo a lo social, no sin angustia,
pero de modo satisfactorio.
2. Si bien el acto creativo es el paradigma de la sublimación no
hay que buscar esa forma del ser que sale de la vacilación sólo
en actos supremos o en obras sublimes.

Resumo aquello que me ha enseñado este análisis del acto artístico:


que el acto es un modo de cesión del objeto al campo del Otro y por lo
tanto hay en él satisfacción de la exigencia pulsional.
¿Puede aplicarse esta idea al acto analítico? Creo que si Lacan utiliza
el termino acto es porque el acto analítico conlleva la estructura de todo
acto. Tomo una referencia de Gabriel Lombardi sobre el acto:

124
Deseo del analista: destino de pulsión

“Valiéndose de esa falla, el acto enlaza la autoexigencia pulsio-


nante del significante con la faute (falla-falta) en el Otro [...]
con lo que implica no sólo de riesgo, sino también de salto y de
pérdida, de entrada por una puerta que implica la ruptura de
los programas conocidos y del reconocimiento obtenido a partir
de identificaciones consagradas.”1

La cesión analítica

El acto es “lo que quiere decir” el deseo, un querer decir que no es


opuesto a la incompatibilidad del deseo con la palabra, el acto es lo que
puede franquear la imposibilidad de lo simbólico y hacer que el deseo
se afirme justamente “en acto”.
Y si hablamos de acto analítico, y seguimos lo que los artistas nos
enseñan, no podemos olvidar que en el acto el sujeto está destituido. Si
la destitución subjetiva no es un des-ser del analista sino un modo de
ser fuerte y singular, ésta implica la imbricación del deseo y la pulsión.
A veces pareciese que la posición que llamamos de destitución
subjetiva es una especie de vacío, de no esperar nada. ¡Todo lo contrario!
El final de análisis no es el sacrificio de la posición de sujeto, hay en
el fin de la vacilación satisfacción, la destitución subjetiva lejos está de
ser un sacrificio, Lacan se refirió incluso a su salubridad.
En este punto pienso entonces en la satisfacción de la destitución
subjetiva. Es un estar entregado, si, pero a una actividad satisfactoria, a
eso que el neurótico no se entrega por preservar el amor fantaseado del
Otro. Freud lo plantea desde Las neuropsicosis de defensa, al neurótico
lo conflictúa la satisfacción que se presenta como inconciliable para el yo.
Si el analista, justamente por estar analizado, puede estar franca-
mente enamorado o francamente en estado de repulsión con su
analizante y sin embargo no se entrega a eso, no es por sacrificio es
porque él está poseído por un deseo más fuerte.
Podríamos plantearlo de otro modo. ¿Qué clase de deseo es el deseo
del analista? Es un deseo loco, un deseo vacío, uno que se sostiene en una
prohibición o es un deseo que es “actuado en la pulsión” –como plantea
Lacan en Los cuatro conceptos.
En la nota a los italianos Lacan afirma:

1. Lombardi, G. (2008) Clínica y lógica de la autorreferencia. Buenos Aires, Letra


Viva, 2008, p. 234.

125
Mariano López

“Hay el objeto a. Él ex-siste, ahora porque lo he construido.


Supongo que se conocen sus cuatro sustancias episódicas, que
se sabe para qué sirve, al envolverse con la pulsión por la cual
cada uno apunta al corazón y no lo alcanza sino con un tiro que
falla. Esto da soporte a las realizaciones más efectivas, y también
a las realidades más atrayentes.”2

¿Cómo el analista podría encontrar su posición atrayente si goza


en otro lado? ¿No es acaso un espacio de real-ización efectiva el dispo-
sitivo analítico para el analista? Tomemos un testimonio de Pase: Cora
Aguerre nos transmite con todas las letras cómo el deseo del analista se
actúa en la pulsión, “como el deseo del analista conecta con lo infantil”,
a partir de un sueño dice:

“Aparece el horror a saber sobre lo propio, sobre lo que está allí


desde la infancia y ha marcado un estilo, un modo de hacer y
de estar…
El sínthoma particular, de algún modo favorece, permite
abrochar el deseo del analista como efecto del análisis. No se
trata de buscar la verdad como en el inicio, ni de resolver a
partir del Otro el enigma, ni de escuchar por glotonería. Sólo
se trata de escuchar desde el agujero, desde lo que no hay a
partir de haber cernido algo del propio horror al saber.”3

Pareciera un testimonio sobre la apoyatura en la satisfacción


pulsional del deseo del analista. Un análisis no necesariamente
produce un analista, emprender una experiencia de análisis y llevarla
hasta su conclusión no implica que alguien encuentre atractiva
la posición de objeto que causa el trabajo analizante. Claro que
atractiva no quiere decir placentera, no quiere decir que el analista
salga siempre feliz de su consultorio, pero si satisfactoria. La teoría
Freudiana de la atracción, de lo atractivo, ha estado siempre funda-
mentada libidinalmente.
Como plantee al comienzo creo que para que alguien advenga analista
el deseo del analista, que no es un deseo que no espera nada, sino que
espera que haya trabajo analizante, que se crea en el inconsciente y que

2. Lacan, J. (1973) “Nota Italiana” en Otros Escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012,
p. 330.
3. Aguerre, C. “Fin de análisis, pase y escuela” en Lo que pasa en el pase,
Asociación Foro del Campo Lacaniano de Medellín, Medellín, 2011 p. 237

126
Deseo del analista: destino de pulsión

tampoco lo espera sino que apuesta a causar ese trabajo; el deseo del
analista tiene que ser un destino para la pulsión.
Si bien el deseo del analista puede pensarse como una función, es una
función encarnada, soportada en un parlêtre, en un cuerpo que afectado
por el decir es habitado por sus ecos. ¿No es la “actividad” del analista
acaso un modo de drenaje de la pulsión?
El psicoanálisis ha extendido el goce a todos lados, goce fálico,
femenino, gosentido, del blablá, de la privación, tecnogoces, etc, etc.
Ahora el analista… un santo que goza en otro lado.
Adoptar la posición de semblante del objeto no puede pensarse de
ninguna manera a partir del altruismo, del amor al prójimo, Lacan se
ha encargado de localizar el goce narcisista de dicho amor. Sin embargo
la satisfacción narcisista (satisfacción que se apoya en el reconocimiento
del Otro) no parece ser muy adecuada para pensar la satisfacción del
lugar del analista en el punto en que sus analizantes lo destituyen subje-
tivamente, lo reducen a un “objeto generalizable”.
El analizante es quien exige la destitución subjetiva o mejor dicho
la repetición lo hace. La transferencia que Freud ha descrito como
repetición implica que el partenaire es un objeto y no un sujeto. Lacan
lo ha conceptualizado genialmente en sus muchas referencias al par
amoroso: sujeto amante-objeto amado. Tal vez a todo lazo social habría
que pensarlo como potencialmente destituyente. Tenemos la referencia
de ese afecto que no engaña, la angustia que se presenta en el punto
donde el sujeto es reducido a un cuerpo. Colette Soler ha propuesto
pensarla como una destitución subjetiva salvaje.
En general pensamos la destitución subjetiva como la posición del
analista, la ubicamos de su lado. No dudo que eso sea así, pero agregaría
que si la posición que conviene al analista es la de destituirse subjeti-
vamente esto es así porque la “dinámica de la transferencia” lo impone.
Es uno de los descubrimientos freudianos, el analista es un objeto en
la transferencia. Es un objeto complejo no hay dudas, es objeto de las
demandas de amor, es objeto de deseo y de goce.
Creo que si tomamos en consideración la mediatización de la fantasía
en todo lazo social, podemos apreciar mejor como aquel lugar que el
sujeto rechaza por angustioso, por insoportable, el lugar del objeto a, el
analista lo habita. Allí donde el neurótico vive la destitución subjetiva
como algo “insalubre”, donde el sentirse reducido a un objeto, a un cuerpo
lo angustia y lo hace retroceder, allí el analista no retrocede.
Los ejemplos que Lacan da sobre la destitución subjetiva en el
Discurso a la Escuela Freudiana de Paris tienen la doble condición de

127
Mariano López

ser sobre seres determinados, que se saben objetos y a la vez que no


retroceden, seres decididos.
Lejos están del masoquismo, no lo voy a desarrollar en este texto
pero hay muchos elementos para no hacer coincidir la identificación
en el fantasma del masoquista con el objeto y la posición de semblante
del objeto del analista. Tomo sólo uno que es el que me interesa en este
punto. El masoquista pretende saber y es él quien decide qué objeto
ser para el Otro, es él quien impone las reglas intentando constituirse
como amo de esa escena de goce. Es justamente una “estrategia anti-
destitución”.4
Allí donde la transferencia determina, limita, el analista no hace nada
en contra de esa destitución subjetiva, acepta ser en ese lugar. Consiente
ese lugar de objeto, que no debe ser confundido con la pasividad, pero
no lo hace con pesadez, lo hace con “entusiasmo”.
Creo que ese entusiasmo es el nombre de la satisfacción que puede
encontrarse en el acto analítico, e insisto, satisfacción no quiere decir
placer sino que la pulsión encuentre un destino en el deseo del analista,
en el lugar de semblante de objeto.

El estilo

Propongo que el analista pinta su acto con el objeto y es por eso que
su acto se colorea de un modo en particular, lleva su firma, su estilo.
Justamente Lacan planteó que el objeto es el estilo. Colette Soler
en un texto publicado en la revista Wunsch llamado “Estilos de pase”
plantea que no debemos quedarnos solamente con esa afirmación sino
que se pregunta:

“Por qué no decir el estilo es el sinthome. Es en efecto la punta


sumergida, perceptible pero no conceptualizable del conjunto
de los efectos del Inconsciente, el índice mayor de la manera en
que un ser es afectado por el inconsciente-lalengua.
Podemos ponerlo en serie con los afectos enigmáticos. Pero, y es
su diferencia, el estilo no es un afecto, se manifiesta en acto.”5

4. Soler, C. Qué se espera del psicoanálisis y del psicoanalista, Buenos Aires,


Letra viva, 2007, p. 77.
5. Soler, C. “Estilos de pase” en Wunsch 10, Boletín Internacional de la Escuela
de los Foros del Campo Lacaniano, 2011, pp. 63-69.

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Deseo del analista: destino de pulsión

Propone que “el estilo no es tanto un factor estético sino un factor


causal que tiene efectos” y que “no hay que creer que decir “pura cuestión
de estilo” reduzca la importancia. Al contrario: tocamos ahí lo irreduc-
tible”. “Es lo inimitable. Lo infalsificable de un habla-ser, como las huellas
digitales y el ADN para el cuerpo. Representa […] la famosa ‘diferencia
absoluta’ la manera única que hace identidad”. Para terminar conclu-
yendo: “En el fondo el estilo es la indecible identidad en acto”.
Entiendo, siguiendo esta idea, que enlo que llamamos acto analítico
está el estilo, y si el estilo es la indecible identidad en acto parece difícil
que el analista pueda poner cierta distancia con su estilo.
Son cuestiones a discutir: ¿es el estilo un tope a la docilidad del
analista? ¿Un límite último a la rectificación del analista? O no, ¿el
analista podría tal vez tomar distancia con su estilo? ¿El estilo podría
pensarse a partir de la noción de identificación al síntoma? Si se pensase
de este modo podría conocerse y así poner una cierta distancia.
Más allá de las discusiones por venir lo que quisiera destacar es
que si el estilo representa la diferencia absoluta allí está en juego la
satisfacción singular, la identidad no en términos del falso ser, del yo,
sino de una identidad pulsional que tal vez sea una parte irremedia-
blemente constitutiva de ese deseo impuro, advertido, que llamamos
deseodel analista.
Tal vez el dispositivo del Pase nos pueda decir algo más Aun.

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