Historia Secreta Del Sexo en Espana - Eslava Galan, Juan

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¿Sabía usted que, al parecer, el antecedente de la tradicional peineta es un moño en forma de

pene erecto?
¿Imagina a teólogos y confesores recomendando la posición coital del misionero?
¿Le explicaron alguna vez que el reino godo se perdió por un pecado sexual y que Enrique IV
mantenía una escolta de robustos sodomitas?
En este extraordinario libro, Juan Eslava Galán nos ofrece una versión rigurosa y a la vez divertida
de la historia del sexo en España; una historia de braguetas, cuernos y corsés por la que desfilan,
entre otros, alumbrados, concubinas y pecadores.
Juan Eslava Galán

Historia secreta del sexo en España


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Titivillus 25.03.15
Título original: Historia secreta del sexo en España
Juan Eslava Galán, 1991

Editor digital: Titivillus


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CAPITULO UNO

Prehistoria

Nuestros remotos antepasados, en su adánica inocencia, se entregaban gozosamente al frenesí de vivir. Ni por
un momento sospecharon que el sabroso fornicio fuera pecaminoso ni, por consiguiente, advirtieron mal
alguno en la complacencia de los sentidos. Esto duró hasta que el cristianismo los sacó de su error y les
mostró que el mundo que ellos pretendían convertir en lugar de esparcimiento y honesto recreo es, en
realidad, un valle de lágrimas. No obstante, hasta que fueron evangelizados, nada les impidió entregarse al
libre ejercicio de la gozosa coyunda que ellos, cándidamente, tenían por necesidad tan legítima como la de
procurarse sustento.
Según los prehistoriadores, hace cosa de cuarenta y cinco mil años, en la horda paleolítica, imperaba una
promiscuidad paradisíaca. Libres de normas y leyes, los hombres primitivos resolvían prontamente la
perentoria calentura, sin dengues ni inhibiciones, aquí te cojo aquí te mato. Colijo que la damisela melindrosa
sería tan desconocida como el verriondo salido. No obstante, interés por el sexo tuvo que haberlo, desde
luego, pues se trata ya de ejemplares evolucionados del Homo sapiens. De hecho, en cuanto descubrieron que
la preñez de la hembra era consecuencia del coito, veneraron como partes sagradas la vulva y el falo. Lo
atestiguan las vulvas dibujadas en el Abri Castanet y en la cueva de Tito Bustillo (Ribadesella, Asturias).
Estas pintadas, lejos de ser obscenas, tienen un sentido puramente mágico, como receptáculo de la
fecundidad, lo mismo que esas espléndidas figurillas de venus auriñacienses que podemos considerar el ideal
de belleza femenino del hombre de Cromagnon: impresionantes glúteos, generosísimos pechos, pubis
acogedoramente mollares. Al abate Breuil le parecían «realmente horripilantes». Algunas de estas figurillas
tienen una forma y tamaño sospechosos, ¿no serían consoladores? Por supuesto que no. Rechacemos todo
pensamiento malicioso. Es dudoso que en aquel tiempo existieran mujeres desconsoladas; lo más probable es
que se trate de instrumentos ideados para la desfloración ritual. Algunos pueblos primitivos actuales los
siguen usando para ese fin.

La aparición de la agricultura, en el Neolítico, originó interesantes rituales sexuales. Los celebrantes se


metían por los sembrados y copulaban alegremente sobre el mullido surco para estimular la fecundidad de la
tierra. La hierogamia, el apareamiento sagrado, es una forma de magia simpática. De aquí proceden no sólo
Pan y todos los otros dioses libidinosos, sino las cristianas romerías de primavera y los retozos de mozos y
mozas en eras y prados. Ya lo dice el sapientísimo refranero: «Ni fruta sin desperdicio, ni hombre sin vicio,
ni romería sin fornicio». Causa consternación considerar que actos tan justificados y ancestrales no siempre
hayan sido cabalmente entendidos por la autoridad competente.

Si damos crédito al geógrafo Estrabón, la vida de nuestros remotos antepasados debió ser bastante triste y
desalentadora: vestían de negro, dormían en el suelo y se alimentaban de bellotas. Parece razonable pensar
que uno de los pocos consuelos que les aliviaría tan lamentable existencia sería la jocosa coyunda, el joder
alegrey rugidor. En caso necesario se masturbaban, como prueba la espléndida escultura ibérica de Porcuna
(Jaén) que reproducimos en estas páginas. El catálogo oficial señala:

Lo más sobresaliente de esta figura es el gran falo que sujeta fuertemente con la mano derecha. Es
demasiado grueso y en él se aprecia parte del bálano y está claro que le ha sido practicada la
circuncisión.
La valoración negativa del calibre del instrumento es quizá desacertada. Tendríamos que haber sondeado
la opinión del propietario de la pieza y de su pareja antes de atrevernos a descalificar tan rotundamente el
carajo más antiguo del arte español.
Los bastetanos danzaban en corro promiscuas danzas de fertilidad que seguramente terminaban en
revolcón. Es posible que parte de sus rituales consistiera en el apareamiento del rey con el animal totémico
(una yegua, una cerda), representativo de la divinidad. Este animal era luego sacrificado y comido por la
comunidad en una especie de banquete ritual.
También nos dice Estrabón que ya entonces mandaban las mujeres. En la cornisa cantábrica incluso se
adornaban con un tocado fálico, especie de vistoso moño en forma de pene erecto que sostenía el manto
negro. Un evocador conjunto que quizá podamos considerar el más ilustre ancestro de las españolísimas
peineta y mantilla. Este falo capilar se usó en el País Vasco hasta el siglo XVII a pesar de las reiteradas
prohibiciones de los obispos.
La costumbre de aquellas recias tierras cantábricas que más espantaba al curioso viajero mediterráneo
era la de la covada. Llegado el momento del parto, el marido se metía en la cama, comenzaba a sudar,
engarfiaba las manos en sus imaginarias preñeces y se quejaba de dolores. La esposa, parturienta como
estaba, lo atendía solícita y amorosa y así daba a luz, de pie, como si la cosa no fuera con ella. Esta probable
supervivencia de usos neolíticos indoeuropeos se ha observado también en otros pueblos matriarcales, los
indios iroqueses y algunas tribus caribeñas. Es posible que fuera un modo de reconocer la paternidad de la
criatura, vaya usted a saber.
En la época en que los pueblos colonizadores aportaron a la península el beneficio de la cultura, los
indígenas habían evolucionado y abrigaban ya el tabú del incesto (como refleja la mitología: Gargoris
engendró en su hija un retoño y luego pretendió eliminarlo). Otro tabú establecido era el de la virginidad. En
algunas tribus, la mujer debía conservarse virgen hasta el matrimonio; en otras, por el contrario, debido a
influencias orientales, es posible que la virginidad se ofrendase a la diosa del amor. El ilustre Escipión,
conocedor de estos miramientos, mantuvo intactas a las doncellas confiadas a su custodia y ello le granjeó la
amistad de los caudillos indígenas.
En Cádiz existió un templo dedicado a Astarté, la diosa fenicia del amor y de la fecundidad. Al igual que
en Oriente, este culto implicaría cierta forma de prostitución sagrada, probablemente ejercida a la manera
asiática, sobre lechos rituales profusamente decorados con escenas eróticas. Las devotas que acudían al
templo ofrecían sus favores a los forasteros a cambio de un donativo que pasaba a engrosar el tesoro
sacerdotal. Probablemente el sacerdote de Astarté desfloraría a las niñas con un cuchillo de oro, como se
hacía en la metrópolis Fenicia.

Roma la civilizadora.

La conquista de la península por los romanos alteró la conducta sexual de la población sometida.
Apresurémonos a decir que los hábitos sexuales de los romanos no eran tan disolutos como aparecen en el
cine americano, o por lo menos no siempre lo fueron. Los primeros romanos, en la época republicana, cuando
se produjo la conquista de España, eran un pueblo de severas costumbres más parecidas a las de la España
autárquica de nuestra sufrida mocedad posguerrera que a la disoluta, orgiástica y jaranera Roma que nos
transmite el tecnicolor.
Al igual que otros pueblos de la antigüedad, los primeros romanos sacralizaron los órganos sexuales,
especialmente el falo, al que incluso consagraban alegres romerías primaverales, las phalephoria. Éste es el
sentido de esos sorprendentes vestigios arqueológicos denominados hermas, unos pilares de piedra con un
falo de notables proporciones en relieve. Son propiciadores de la fecundidad. Lo mismo cabe decir de los
Príapos, dioses frigios de los jardines, o los Phalés, personificaciones del falo. Convertido en amuleto
protector (apotropaion), el falo adoptó las más variadas funciones: lámparas, medallas, pebeteros, etc. A los
sátiros o silenos, figuras silvestres relacionadas con la fecundidad de la Naturaleza, los representaban en
posición itifálica, es decir, con el pene erecto. Esta familiaridad acabó perdiéndose cuando la sacralidad del
falo dio paso a significados más mundanos, ya en la época imperial. Las fiestas del sexo eran las lupercalia
(en torno al 15 de febrero, sorprendente coincidencia con nuestro Día de los Enamorados) y más adelante los
ludi florales (sobre el 28 de abril). Se trataba de fiestas campestres, de contenido orgiástico, que han
perdurado en el cristianismo, en los aquelarres medievales y en las mayas.
Los romanos casaban a sus hijas apenas habían alcanzado la pubertad, sin noviazgo previo,
ordinariamente por acuerdo entre los padres de los contrayentes. «No sabemos hasta después de la boda —se
queja Séneca— si la mujer que nos han endosado es mala, estúpida, deforme o maloliente». La esposa
llegaba virgen, intacta, al tálamo nupcial, y aun santificada por el sacramento evitaba que el marido la viera
desnuda. Tanto recato daba lugar a desagradables sorpresas como comprobamos en Horacio:

¡Qué piernas, qué brazos! Pero no tiene culo, es nariguda y tiene poco talle y el pie grande.
De una señora, excepto la cara, nada puedes ver.

A pesar de esta gazmoñería institucional, ciertas parejas avanzadas llegaron a dominar una depurada
técnica amatoria por procedimientos puramente empíricos, como viene a corroborar Plauto:

Ahora, nuestros amores, costumbres, relaciones,


bromas, juegos, conversaciones, dulcibesar,
estrechos apretones de cuerpos enamorados,
blandos mordisquillos en labios tiernos,
achuchoncillos de las teticas tiesicas
de todos estos placeres para mí y a la vez para ti.
Pero las personas de orden copulaban a oscuras y de noche. Como es natural se detecta un cierto
inconformismo de la parte del marido. Propercio, poeta del siglo I, advierte a su amada:

Si te obcecas y te acuestas vestida


probarás mis manos, que te rasgarán el vestido.
Más aún, si la ira me lleva más lejos
enseñarás a tu madre los brazos lastimados.
Jugar no te prohíben las tetas que aún te cuelgan
mientras el destino lo permite, saciemos de amor los ojos.

Debido a la escasez de mujeres, la alta sociedad romana practicaba una especie de poligamia sucesiva,
un poco al estilo de Hollywood. Séneca se quejaba porque muchas mujeres cambiaban de marido cada año y
de que «hoy día se considera la castidad prueba de fealdad». Marcial viene a decir lo mismo: «Me pregunto
si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Las castas no dicen sí, pero tampoco dicen no». En los
baños, donde antaño imperaba la rígida separación de sexos, se juntaban promiscuamente hombres desnudos
y mujeres apenas vestidas con un sucinto taparrabos que apenas alcanzaba a cubrirles el cunnus. Si los
hombres se emparejaban frecuentemente con sus esclavas, las mujeres no les iban a la zaga. Algunas damas
de la alta sociedad senatorial llegaron a vivir en concubinato con libertos u hombres de condición inferior
con los que la ley les impedía contraer matrimonio.
En general, el romano sólo conoció tres limitaciones al libre ejercicio de la sexualidad: el adulterio, el
incesto y el escándalo público. Como toda sociedad machista, la romana observaba una doble moral: la mujer
gozaba de escasa libertad, pero el hombre podía hacer lo que quisiera, desde mantener una querida
(delicium) a frecuentar prostíbulos. Sólo se censuraba la incontinencia del obseso sexual (ancilla-riolus) que
no piensa en otra cosa que en solazarse con sus esclavas.
Los romanos no ignoraban las doce posturas del amor egipcias y griegas, pero dado que algunas de ellas
parecen más bien ejercicios acrobáticos, preferían atenerse a las cuatro fundamentales: la «del misionero»,
cara a cara; la posterior more bestiarum, llamada coitus a tergo o «a la pompeyana»; la del «caballo de
Hermes», con la mujer a horcajadas sobre el hombre vuelto boca arriba, lo que asegura una profunda
penetración, «hasta la séptima costilla» en expresión romana un tanto hiperbólica, y la de costado,
especialmente apta para compensar erecciones insatisfactorias. En cualquiera de estas posiciones apreciaban
como metas muy deseables el recreo previo y la simultaneidad del orgasmo. Para ello Ovidio aconseja:
«Cuando encuentres los puntos que a la mujer le gusta que le toques, no te impida el pudor tocárselos». Y más
adelante: «Créeme, el placer venéreo hay que provocarlo insensiblemente con lenta tardanza (…) el gusto
deben obtenerlo simultáneamente macho y hembra. Abomino de los coitos que no desmadejan a los dos».
La maestría en la lid venérea corresponde —según Ovidio— a gente experimentada y algo madura:
«Estas ventajas no las concedió la Naturaleza a la primera juventud: suelen llegar rápidamente después de los
treinta y cinco (…) el que desee tocar una Venus madura, con que tenga paciencia se llevará dignas
recompensas». Lo que no quiere decir que no existieran personas jóvenes expertas en el amor. «La muchacha
rica —escribe Horacio— aprende pronto figuras de danza jonia y algunas artes de la lujuria».
Digamos unas palabras sobre estas artes de la lujuria, sin pretensión alguna de descubrir el Mare
Nostrum. La felación (de fellatum que viene a su vez de fellare, chupar, mamar) fue singularmente practicada
en Roma, como atestiguan su literatura y su arte. Tan divulgada estuvo que algunas mujeres la preferían a
cualquier otra suerte amorosa. Unos versos de Marcial:

No hay entre el pueblo ni en toda Roma, quien pueda demostrar que se ha jodido a Taide,
aunque muchos la desean y se lo piden. ¿Tan casta es Taide?, pregunto. ¡Qué va! la chupa.

El cuadro más estimado de la colección pornográfica del emperador Tiberio representaba precisamente a
Atalanta practicando una felación a Meleagro. La destreza en la estimulación oral era una dote muy apreciada
por el romano. Sin ir más lejos, parece ser que el secreto encanto de Cleopatra, la faraona que fascinó a
Marco Antonio ya César, consistió en sus excelsas cualidades como felatriz. Ese atractivo, y no el de la nariz
excesiva, fue lo que encandiló a los dos prohombres romanos.
La felación estaba considerada un arte oriental. Aristófanes y Luciano de Samosata la denominan
«fenicianizar», es decir, hacer el fenicio. Nuestras compatriotas, las puellae gaditanae, tan admiradas por los
crápulas romanos, debieron ser felatrices singularmente hábiles. En cuanto al cunnilingus (del latín cunnum
linguere, lamer el coño) y el anilingus (de anum linguere), no estaban tan aceptados, aunque también fueron
practicados. Veamos unos versos de Marcial:

Devora por completo a las muchachas a media altura. Que los dioses te concedan, Filénide, tu
propia mentalidad, tú que consideras viril lamer un coño.

Cuando los cristianos tomaron el relevo en la dirección de la sociedad, la felación comenzó a adquirir
mala prensa, como casi todo lo referente al sexo. Algunos padres de la Iglesia se horrorizaron con Tertuliano
al considerarla una forma de antropofagia. Esos prejuicios han perdurado hasta nuestros pecadores días.
Recordemos que en muchos prostíbulos de los años cuarenta existían carteles que advertían: «En esta casa no
se hace el francés». Los cristianos tampoco aprobaron la socorrida masturbación, ya desaconsejada por los
estoicos con razones puramente médicas, pues suponían que desarrollaba prematuramente el organismo de los
jóvenes. Los cristianos fueron más lejos declarándola pecaminosa. Es posible que hubieran leído a Marcial:
«Créete que eso que echas a perder con los dedos, Póntico, es un hombre».
La masturbación femenina se ayudaba a veces de un olisbo, artefacto de uso cotidiano en la antigua
Grecia (Aristófanes en Lisístrata los llama «consoladores de viudas»). En Roma fueron a veces
considerados sagrada imagen de Hermes-Príapo, al que las jóvenes desposadas ofrendaban su virginidad. En
la novela Satiricón se menciona el olisbo como instrumento de castigo, untado de pimienta e introducido por
vía rectal.

Nada nuevo bajo el sol.

El ideal de belleza femenino del romano evolucionó con el tiempo. Primero gustaba la mujer delgada, de
pechitos pequeños pero duros como membrillos. Las damas de la alta sociedad dejaron de amamantar a sus
hijos para evitar que las tetas se les ablandaran y vendaban las de sus hijas púberes para que no se les
desarrollaran más de la cuenta. A cierta edad, usaban sostenes (fascia pectoralis) que las mantenían erguidas.
Más adelante, quizá por influencia de los sensuales pueblos orientales cuyas costumbres amorosas se
introdujeron prontamente en Roma, el ideal de belleza evolucionó hacia la hembra monumental, exuberante,
de cabello abundante, grandes y oscuros ojos, labios sensuales, pechos y nalgas opulentos y firmes. Se
esculpieron entonces muchas copias o imitaciones de la Afrodita Calípige (la de las bellas nalgas).
La vida continuaba siendo, no obstante, menos atrevida que el arte. La única parte de su anatomía que la
romana honesta mostraba sin recato eran los brazos, que deberían ser regordetes y níveos. El perito romano
sabía deducir, a partir de los brazos, el calibre y contextura de los muslos. Las otras partes objeto de
estimación solían permanecer ocultas, pero no por eso dejaron de ser debidamente inventariadas por los
buenos tratadistas. Regresemos al maestro Ovidio:
Cuando, desnuda, quedó de pie ante mis ojos en todo su cuerpo no había tacha por ningún lado.
¡Qué hombros! ¡Qué brazos vi y toqué! La forma de las tetas, ¡qué apropiada para apretárselas!
¡Qué vientre tan liso bajo el pecho escultural! ¡Qué caderas tan hermosas! ¡Qué muslos más
jóvenes! ¿Para qué contarlo todo? No vi nada que no fuese admirable. La apreté desnuda contra mi
cuerpo sin dejar hueco. Lo demás ¿quién lo ignora? Fatigados, descansamos ambos. ¡Ojalá se me
presenten muchos mediodías como ése!

Por influencia oriental y griega se introdujo la costumbre de depilar el cuerpo de la amante,


especialmente su sexo. La Lisístrata de Aristófanes recomienda que «tengamos el delta bien depilado». Las
prostitutas solían recurrir a un esclavo especializado, el alipilarius, diestro en aplicar cataplasmas de resina
y pez. Un cruel epigrama de nuestro compatriota Marcial alude a este uso:

¿Por qué te depilas, Ligea, tu viejo coño?


Semejantes exquisiteces están bien en las muchachas, (…)
Si tienes vergüenza, Ligea, deja
de arrancar la barba a un león muerto.

También depilaba sus partes el bardaje o sodomita paciente. El general Galba, gobernador militar de
Hispania, se entusiasmó tanto cuando supo la muerte de Nerón que, tras besar apasionadamente al mensajero,
un tal Icelo, le rogó que se depilase enseguida y se encerró con él en su alcoba.
En la época imperial, las costumbres sexuales se relajaron por influencia del mundo helenístico y oriental
y la población se entregó al sexo con alegre frivolidad. Fue en esta época cuando se acuñó el siguiente
proverbio: «Baño, vino y amor acaban con uno pero son la verdadera vida». Esta nueva actitud se
manifestaba en todas las esferas de la vida, pero sobre todo en el arte. El teatro se volvió especialmente
chocarrero y pornográfico e incurrió en un consciente voyeurismo que afectaría también al circo, donde
hacían las delicias del público los apareamientos entre animales e incluso de toro con mujer, remedando
leyendas mitológicas.
Si creemos a Horacio, en esta época las urgencias sexuales eran rápidamente satisfechas: «Cuando se te
empalme la polla, si tienes a tu alcance una esclava o un esclavillo sobre quien descargar al punto, ¿acaso
prefieres aguantarte la erección? Yo no, a mí me gusta el amor asequible y fácil». En este ambiente podemos
suponer que el adulterio fue bastante común. Según Propercio, «secar el mar o alcanzar las estrellas es más
fácil que impedir que nuestras mujeres pequen (…) la fidelidad femenina sólo existe en el lejano Oriente».
Séneca lo corrobora: «El que no tiene fama por sus aventuras amorosas o no paga renta anual a una casada,
no está bien visto por las mujeres y es despreciado». Los libertinos aprovechaban los banquetes para urdir
sus redes en busca de fresca carne femenina. «Los ojos ávidos —escribe Plinio el Viejo— tasan atractivos
femeninos, aprovechando la embriaguez de los maridos».
¿Cuál era la reacción del marido engañado? En principio lo compadecían y nadie se mofaba de él. Al fin
y al cabo, como la mujer se consideraba una especie de menor de edad no del todo responsable de sus actos,
a cualquier casado le podía acontecer la desgracia de ser traicionado por su esposa. No obstante, se daban
casos de maridos engañados que mataban a la esposa y al amante. El aragonés Marcial advierte los peligros
de rondar a la mujer de otro:

Te jodes, joven Hilo, a la esposa de un tribuno militar y sólo temes un castigo ligero. ¡Ay de ti,
mientras juegas, te van a castrar! Claro que me dirás: «Eso no está permitido». ¿Pues qué? ¿Es
que está permitido lo que tú haces, Hilo?
Los varones prudentes preferían mantenerse alejados de mujeres ajenas y procuraban buscar amores
transeúntes y mercenarios, libres de sobresaltos. Oigamos a Horacio:

Cuando una se pone debajo de mí, costado derecho contra costado izquierdo, es Ilia o Egeria.
Le doy el nombre que me da la gana, y no temo que mientras me la jodo el marido regrese
corriendo del campo, eche abajo la puerta con gran estrépito y, pálida de muerte, salte de la cama
la mujer, la cómplice se llame desgraciada y tema por sus piernas, la tía cogida in fraganti por su
dote y yo por mí. Hay que escapar con la túnica abierta, descalzo, para no perder los dineros, el
culo o el buen nombre. Es una desgracia que te cojan in fraganti: aunque Fabio actúe de juez nadie
me quitará la razón.

Para conjurar los peligros de ser sorprendidas por el marido, las romanas infieles recurrían
frecuentemente a la magia. Estaban convencidas de que si sacaban los ojos a una corneja (confingere oculos),
el marido nunca descubriría que le estaban poniendo los cuernos. No existía entonces la Sociedad Protectora
de Animales.
Cuando no existía vínculo matrimonial, no había lugar a reclamación. En este caso, el amante traicionado
se conformaba con dirigir inflamados versos a la amada. Leamos a Ovidio:

Únicamente no perpetras tu delito delante de mis ojos, si dudas en respetar tu buen nombre,
respétame a mí. Se me va la cabeza y muero cada vez que confiesas que me has sido infiel y fluye
por mis miembros una gota helada. Entonces te amo, entonces te odio, pero en vano, porque
necesito amarte.

La literatura nos ha legado también las quejas de la mujer ardiente y sexualmente insatisfecha. Leamos en
Horacio:

Cuando le viene el gusto rompe los muelles de la cama y el techo o cuando censura mi desgana
con palabras crueles: «Con Inarquia te cansas menos que conmigo. A Inarquia le echas tres en una
noche, conmigo siempre andas remiso para un polvo. Muera de mal modo Lesbia que, cuando yo
buscaba un toro, te recomendó a ti, un calzonazos, teniendo como tenía a mano a Amintos de Cos,
en cuyo carajo hay un nervio más firme que el árbol nuevo que arraiga en el collado».

La potencia sexual da pie a baladronadas poéticas memorables. Así en Catulo:

Invítame a tu casa después de mediodía que nadie eche el cerrojo a tu puerta y no se te ocurra
ausentarte. Quédate en casa y prepárame nueve polvos consecutivos (Nouem continuas fututiones).

O en Ovidio:

Ninguna muchacha se ha sentido defraudada por mi actuación. Muchas veces consumí las
horas de la noche en el placer y por la mañana mi robusto cuerpo seguía rindiendo.

El atleta sexual ovidiano aspira a morir heroicamente en el ejercicio del amor:


Que languidezca en el movimiento de Venus y que muera desarmado en medio de un polvo, y
que la gente al derramar lágrimas en mi funeral comente: Tu muerte ha sido coherente con tu vida.

En contraste con tan bienaventurada abundancia, el gatillazo traidor, también en Ovidio:

Ella desde luego abrazó mi cuello con sus brazos de marfil, más blancos que la nieve sitonia, y
me estampó besos que pugnaban con ansiosa lengua, y puso sus muslos debajo de los míos y me
susurró halagos y me llamó «mi dueño» y demás palabras que suelen gustar. Sin embargo, mi
verga, como afectada por la fría cicuta, fláccida, destruyó mis planes. Quedé echado como un
tronco inerte, fachada de hombre y peso inútil (…) ¿Qué vejez me aguarda, si es que me aguarda
alguna, cuando la propia juventud falta a sus obligaciones?(…) Ah, pues hace poco empalmé en
cumplimiento de mi deber a la rubia Clidé, dos veces, a la blanca Pitó tres veces, y a Libade tres
veces. Recuerdo que Corina me exigió en la brevedad de una noche nueve numeritos y yo se los
hice. ¡Qué posturas no imaginé y preparé! Sin embargo, mi miembro quedó colgando como muerto,
más vergonzosamente fláccido que la rosa marchita y ahora he aquí que cobra vigor
intempestivamente y vale, ahora pide guerra y un polvo.

¿Cuál es la reacción de la muchacha defraudada? Para que su orgullo femenino no sufra:

Sin tardanza saltó de la cama cubierta con la rozagante túnica y para que sus criados no
sospecharan que iba intacta encubrió tal bochorno lavándose con agua.

Para prevenir estos contratiempos, los romanos usaban una variada gama de afrodisíacos. El más efectivo
era el polvo resultante de moler la mosca cantárida, todavía muy usado en el Norte de África. Tiene el
inconveniente de que una sobredosis puede acarrear la muerte, como le ocurrió a Lucrecio, el celebrado autor
de De rerum natura. Otros afrodisíacos fueron herencia directa de la farmacopea griega, entre ellos el orchis
morio o cojón de perro citado por Teofrasto; se hacía con leche de cabra y facultaba para repetir hasta dos
docenas de fornicios en una sola sesión. Mucho parece.
Durante las fiestas saturnales, los amigos se felicitaban con unas tortas muy especiales, cibus quos
cunnos saccharatos apellet, es decir, «alimento que mueve hacia los dulces coños». Esto parece ya más
natural y civilizado. También practicaron los romanos métodos anticonceptivos de dudosa eficacia. Uno de
ellos consistía en que la mujer escupiera por tres veces dentro de la boca de un sapo; de este modo se suponía
que quedaba libre de concebir en un año. Otro, citado por Plinio el Viejo, consistía en refregar por las partes
de la mujer, antes del coito, una piel de ciervo que contuviera dos lombrices.

Lupanarium y fornices.

Lupanarium, fornices, dicterion… de muy diversas maneras se denominaban los prostíbulos romanos. Estos
respetables establecimientos servían, en palabras del severo Catón el Viejo, para «que los jóvenes
dominados por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres»,
una visión sorprendentemente moderna. (Porque, a la postre, los europeos actuales seguimos siendo romanos,
gracias a Dios).
En Roma existieron muchas clases de prostitutas. Las había ambulantes (questus) o estacionarias
(scrotatio). Estaban las meretrices, fichadas por la policía, y las prostibulae (sentadas a la puerta) que
ejercían la profesión por libre. De éstas, las delicatae eran de alto standing y las lupae o ambulatarae, que
merodeaban por la calle en busca de clientes, eran de más baja calidad; también se llamaron diabolariae,
porque percibían dos sestercios por prestación. Las busturiae ejercían en los cementerios y se
pluriempleaban como plañideras en los funerales pudientes. Finalmente, las humildísimas putae (de puteus,
pozo) eran soldaderas merodeadoras de cuarteles y otras concentraciones de varones; también se las llama
nonariae, porque les estaba prohibido ejercer antes de la hora nona (sobre las cuatro de la tarde).
A veces, se obligó a las putas a vestir un determinado atuendo que las distinguiera de las mujeres
decentes; pero, con el tiempo, estas últimas acababan adoptando ese atuendo y confundiéndose con las putas,
lo que sumía en la más profunda consternación a la autoridad competente y a los maridos suspicaces.
Los prostíbulos constituían uno de los más saneados negocios de las ciudades romanas, no desdeñado
incluso por los prohombres más intachables. Para comodidad del cliente, los burdeles solían concentrarse en
ciertos barrios modestos y en lugares de mucho tránsito de forasteros. Se anunciaban con un falo de piedra a
la puerta y, de noche, con una lámpara igualmente fálica. Por si estas señales fueran pocas, algunos exhibían
carteles con evocadoras denominaciones. Así el llamado Senatulum mulierum (el pequeño senado de las
mujeres), regentado por un griego que atendía por Heliogábalo. Al frente de cada establecimiento existía un
rufián (leno) o una madame (lena) que cobraba al cliente por adelantado. La disposición interior del burdel
era sorprendentemente funcional: un vestíbulo provisto de asientos para los clientes que esperaban, a menudo
decorado con sugerentes frescos que retrataban estimulantes escenas amorosas, y una serie de compartimentos
o celdas (cellae) que daban a un pasillo. Horacio las llamaba «pestilentes». En la puerta de cada una solía
haber un cartelito con el nombre de la pupila por un lado y la palabra occupata en el reverso.
También había prostitutas en tabernas, baños y posadas, particularmente en las ventas de los caminos,
donde era costumbre que el posadero preguntara al cliente que alquilaba una habitación: «¿Con o sin?»,
significando con muchacha o sin ella. Los felices lectores del Quijote saben que esta costumbre seguía
vigente en la severa España del siglo XVII.
Finalmente estaban las chicas que visitaban a domicilio, imprescindibles en los banquetes y francachelas
de la época imperial. Entre estas profesionales adquirieron justa fama nuestras compatriotas, las gaditanas
(puellae gaditana), especie de sazonada combinación de profesionales del amor y artistas de varietés. Estas
muchachas actuaban en troupes bajo la dirección de un contratista o rufián. Naturalmente, los intelectuales y
personas de orden las desdeñaban: Marcial, aragonés, invita a cenar a un amigo y le advierte: «El dueño de
la casa no te leerá ningún manoseado manuscrito ni bailarinas de la licenciosa Cádiz exhibirán ante tus ojos
sus atractivas caderas en posturas tan libres como excitantes». Y Juvenal: «Quizá esperes que alguna gaditana
salga a provocarte con sus lascivas canciones (…), pero mi humilde casa no tolera ni se paga de semejantes
frivolidades». Juvenal nos parece más sincero que Marcial, sobre todo si examinamos este otro texto de
Marcial sobre la gaditana: «Su cuerpo, ondulado muellemente, se presta a tan dulce estremecimiento y a tan
provocativas actitudes que haría desvanecerse a Hipólito, el casto». En cuanto a las letras de sus canciones
eran tan procaces «que no osarían repetirlas ni las desnudas meretrices». (Juvenal). Es pena que no sepamos
más de estas hábiles muchachas expertas en placeres. De la nebulosa de su anonimato sólo nos ha llegado el
nombre de una de ellas, griego, evocador y musical: Telethusa. Pronunciado en voz alta parece que resuena a
rumorosos crótalos en ágiles y delgados tobillos morenos.

Pederastas y mancebos.

Finalmente el amor homosexual. Casi todos los romanos fueron bisexuales, quizá más por tradición que por
inclinación. El mundo antiguo, influido por la filosofía griega, idealizó la amistad pederástica hasta
considerarla la relación humana ideal. La recomiendan cálidamente Sócrates, Platón (El banquete) y
Aristóteles. El amor que exaltan los textos griegos es homosexual, ya que la relevancia social de la mujer era
prácticamente nula. De hecho, la primera imagen literaria del amor heterosexual no llegaría hasta Virgilio,
cuando describe los atormentados sentimientos de la enamorada Dido.
El amor socrático o amor dorio consistía en la amistad entre un hombre adulto y un efebo imberbe, una
especie de matrimonio provisional en el que el adulto ejercía la tutoría del joven. Incluso un pueblo tan viril
y guerrero como el espartano admitió la pederastía como método de transmisión de la virtud guerrera.
Esta concepción de la sexualidad explica que para muchos romanos la relación entre hombres fuese
perfectamente normal. En realidad venía a ser un remedo de la heterosexual, en el que el efebo aceptaba el
papel femenino, pasivo. Por este motivo se dejaba crecer el cabello y hacía todo lo posible por parecerse a
una mujer. Cuando comenzaba a despuntarle la barba, interrumpía su relación de pareja considerando que tal
cambio fisiológico marcaba su madurez viril a partir de la cual no sería decoroso continuar desempeñando
funciones femeninas. Por eso un priapeo del siglo I d. C. exhorta a un muchacho: «Dame lo que en vano
desearás dar cuando una barba odiosa cubra tus pobladas mejillas», y, tras deslizarse por alambicados
vericuetos poéticos, termina un tanto abruptamente: «Mucho más sencillo es decir en latín: Deja que te dé por
culo. ¿Qué le vamos a hacer? Mi inspiración es así de basta».
Era costumbre que, inmediatamente después de la boda, la novia cortase el cabello al mancebo de placer
del novio, simbolizando que tomaba su relevo en el lecho del marido. Pero, como los encallecidos hábitos no
siempre resultan fáciles de desarraigar, algunos recién casados no terminaban de adaptarse a tan fundamental
mudanza. Marcial escribe a uno que se va a casar:

Habitúate al abrazo de una mujer, Víctor, habitúate


y que tu picha aprenda el oficio que desconoce.
Ya se teje el velo de la novia, ya la preparan,
ya mandará la nueva desposada rapar a tus esclavos.
Ella no consentirá a su marido deseoso que le dé por culo más que la primera vez,
mientras teme las heridas del nuevo dardo.
La madre y la nodriza te prohibirán seguir haciéndolo,
dirán: Ella es tu esposa, no tu esclavo.
¡Ay, cuántas calenturas, cuántas fatigas te quedan por pasar
como el coño sea cosa extraña para ti!
Más vale que te pongas en manos, recluta, de una alcahueta de la Suburra:
ella te hará un hombre. Una virgen no enseña nada.

Al parecer era frecuente que los que se habían habituado a mantener relaciones sexuales con esclavillos
siguieran haciéndolo incluso después del matrimonio, lo que provocaba gran indignación de sus celosas
consortes. Una de esas situaciones es la que describe Marcial en cierto poema. La esposa, comprensiva,
ofrece complacer al marido por vía anal, pero el ingrato rechaza su generosa oferta:

Al cogerme con el esclavo, esposa mía, me censuras con severas


palabras y me recuerdas que tú también tienes culo.

En este punto se embarca en múltiples citas mitológicas para probar que también los dioses prefirieron el
amor sodomita. Luego termina, cínicamente: «Hazte a la idea, esposa mía, que para mí tienes dos coños».
Naturalmente, el esclavo no siempre actuaba como sujeto pasivo, como demuestra un epigrama de
Marcial:
Puesto que a tu esclavo le duele la picha, y a ti, Nevolo,
el culo, no soy adivino, pero sé lo que haces.

La relación entre dos homosexuales plenamente adultos se toleraba, pero se consideraba algo viciosa,
particularmente si el sujeto era bardaje, sodomita pasivo o fututus in culum, que dará fodidencul
(contracción de fodido en culo). A falta de mujer uno podía convertirse en sodomita activo sin menoscabo de
su virilidad. Incluso podía sodomizar a otro hombre para castigarlo. Algunos priapeos colocados en forma de
aviso en huertos y jardines intentaban disuadir a los posibles viandantes tentados de hurtar fruta con la
amenaza de una experiencia de este tipo:

Cuando te acuerdes de la dulzura de los higos y te entren deseos de alargar la mano aquí
vuelve la vista a mí, ladrón, y calcula el peso de la picha que has de cagar.

Los excesos de la decadente época imperial provocaron la reacción de la moral estoica y abrieron
camino a una estimación de la mujer no como simple paridora de hijos, o como objeto de placer, sino como
compañera y amiga del marido. Esta nueva valoración engendraba un cierto menosprecio del sexo. «No se
puede tratar a la propia esposa como si fuera una amante», escribió Séneca. Una ocurrencia que fue muy
celebrada por San Jerónimo y otros padres cristianos. A finales del siglo II, una llamarada de fervor ascético
abrasó los cimientos del Imperio. Incluso en las distantes provincias a donde no había llegado el libertinaje
de la Roma imperial —caso probable de España— triunfó la reacción puritana del cristianismo. Desde
entonces el trato venéreo quedó sometido a rígidas restricciones. Un dios severo, forjado en los desiertos de
Judea por un pueblo de pastores, escudriñaba con ceñuda mirada las confiadas alcobas del decadente
Imperio. Sobre las ruinas de Roma, los nuevos rectores de la moralidad pública proclamaban que el estado
perfecto del individuo es la contención célibe, el autodominio y la represión de los sentidos.
CAPITULO DOS

La reacción cristiana

—Todo nos iba bien hasta que mi mujer se convirtió al cristianismo y gozábamos de los placeres
del amor, pero desde que se hizo cristiana no hace más que hablarme del castigo eterno y del
pecado y las cosas marchan mal. Por eso solicito el divorcio.

El que así expone sus cuitas es un romano de los tiempos de Antonino Pío; un hombre corriente, un
honrado ciudadano amante de la concordia familiar y de los sencillos placeres de la vida. No parece tener la
conciencia conturbada por cuestiones teológicas; lo que reclama es que su derecho al placentero fornicio no
le plantee problemas de conciencia.
Otro marido romano había consultado el oráculo de Apolo sobre a qué dios impetrar que su mujer se
apartara del cristianismo. El oráculo le concedió esta solemne respuesta: «Eso que pretendes es más difícil
que escribir sobre el agua o volar por el aire». Los propios dioses sabían que había sonado la hora del
cristianismo y que estos pacientes maridos no podrían hacer nada contra la neófita tozudez de sus esposas.
Hasta los más recalcitrantes paganos acabaron pasando por el aro. En medio del estercolero del mundo
pagano, el cristianismo florecía como un frondoso árbol que acabaría abarcándolo todo bajo su sombra
protectora… y que, como el eucalipto, impediría el crecimiento de ninguna otra vegetación. También el
neoplatonismo y el estoicismo eran contrarios a la excesiva carnalidad de los depravados tiempos.
El romano imperial había desarrollado una cultura hedonística basada en el disfrute de los placeres y en
la aceptación de la sensualidad inherente a la especie humana. El cristianismo lo abolió todo, decretó que el
placer era pecaminoso e impuso un ascético código moral basado en la represión de la sensualidad. El
cristianismo triunfante, es decir el paulino, abrió camino a una nueva interpretación de la historia, en virtud
de la cual el desenfreno sexual de los romanos fue el culpable de la decadencia del Imperio; otros opinan que
precisamente la expansión del cristianismo constituyó la principal causa de esta decadencia.
Estamos lejos de avalar la tesis de Nietzsche para quien «la moral del cristianismo es un crimen capital
contra la vida». No obstante, hemos de reconocer que, como en toda sociedad integrada por hombres, aunque
la inspiración última proceda de lo más alto, la Iglesia ha incurrido, a lo largo de su azarosa historia, en
ciertos errorcillos y malinterpretaciones que han afligido mucho a la grey cristiana. Quizá sea conveniente
hacer la salvedad de que las prevenciones eclesiales contra el sexo no parten de Cristo, sino de San Pablo. El
judaismo, en cuyo seno creció Jesucristo, imponía el matrimonio y la obligación de engendrar hijos a todo
varón apto para ello. En tal sentido, lo más probable es que ni siquiera Cristo fuera excepción. De hecho, en
los Evangelios gnósticos, anteriores a los canónicos, Cristo se nos presenta casado (ver Tomás, 61, 25-28;
Felipe, 107, 6-9, y 63-32).
A pesar de estos precedentes liberales, el cristianismo paulino incurrió en una patológica obsesión por la
castidad. La íntima explicación de esta anomalía quizá resida en la compleja figura de San Pablo, un hombre
que renunció a casarse debido a la enfermedad crónica, posiblemente repulsiva, que padecía (véase Epístola
a los gálatas, 4, 13-15, y II Corintios, 12, 7-10). Además —argumentaba Pablo—, para qué casarse si el fin
de los tiempos está a la vuelta de la esquina.
Este hombre inteligente pero orgulloso, quizá atormentado por las limitaciones que su enfermedad le
imponía, despreciaba el sexo y lo consideraba sede del pecado. No obstante, admitía el matrimonio como mal
menor, aunque pensaba que el que aspira a la perfección debe abstenerse de mujer. «Si no pueden guardar
continencia cásense, que mejor es casarse que abrasarse» (I Cor., 7, 9). Admitía también el matrimonio del
clero, pero recomendaba que el obispo y el diácono fueran maridos de una sola mujer. Más adelante se
dispuso que esta mujer fuera doncella y que, caso de enviudar, se comprometiera a guardar fidelidad al
difunto.
A partir de San Pablo, la Iglesia, ya institucionalizada, se deslizó insensiblemente hacia la misoginia y la
sexofobia. Lactancio (269-325) argumentará que «la castidad debe ser alabada porque es antinatural»
(Instituciones Divinae, IV, XIII). Otros posibles perturbados, entre ellos Orígenes, llegaron a castrarse como
mérito para alcanzar el presbiterio, en seguimiento de un confuso pasaje del Evangelio de Mateo (19-12:
«Hay eunucos que se castraron por el reino de los cielos»). Para poner coto a este fanatismo, la Iglesia tuvo
que incluir la castración entre las limitaciones que impedían alcanzar el sacerdocio.

El celibato clerical.

Los santos varones del primer cristianismo nos transmiten opiniones no menos pintorescas. San Jerónimo
sostenía que el que hace el amor frecuentemente con su esposa peca, pues todo placer sexual, incluso si es
lícito, implica separación temporal del Espíritu Santo. Lo que nos recuerda el más reciente mensaje de Juan
Pablo II: «Es pecado la mirada con deseo entre los esposos, cuando ésta no va encaminada a la procreación».
Por estos caminos se llegó al disparate de exigir el celibato clerical. Tan absurda medida resultó acertada
desde el punto de vista político, pues desde entonces el emperador apoyó esta nueva religión cuyas célibes
jerarquías no transmitirían a los hijos poder temporal alguno. Se suponía que el hombre que renunciaba al
placer sexual poseía la fortaleza necesaria para asumir el liderazgo del grupo. Por otra parte, existía la
peregrina creencia de que una persona podía prescindir de ciertos ardores juveniles al alcanzar su verdadera
madurez. Como era de esperar, estas disparatadas doctrinas no fueron universalmente aceptadas. En el tercer
concilio de Constantinopla (siglo VI), todavía se admitía que el sacerdote viviera con su mujer, aunque debía
observar castidad y, caso de ser elevado al rango episcopal, la esposa debía ingresar en un convento. El
celibato clerical sólo se impuso después del primer concilio de Letrán (1123).
El definitivo impulsor de los prejuicios sexuales de la Iglesia fue San Agustín, creador de la doctrina
patrística del pecado que ha marcado la moral cristiana hasta hoy. Como no hay peor cuña que la hecha de la
misma madera, este converso tardío había sido gran libertino en su juventud pero, después de haber
consumido con fruición su parte de los placeres de la vida, abominó de su pasado y replegándose al más
severo ascetismo fundó una casta comunidad de varones. Para San Agustín el amor es deleznable, infernal, un
tumor insufrible, un cieno repulsivo, podredumbre, pus. Muy a su pesar admite, no obstante, que para tener
hijos que perpetúen la especie humana es necesario que los maridos accedan carnalmente a sus esposas
(copola cartiis, distinta de la copola fornicatoria encaminada solamente a la obtención de placer). Ahora
bien, después de padecer esta contrariedad conducente a la procreación de la prole, los esposos cristianos
deben guardar castidad. Sólo así se acercarán a Dios. La renuncia al placer se convierte en saludable
ejercicio y desarrolla toda una mística del sacrificio.
En esta línea de rechazo de la concupiscencia, Clemente de Alejandría dictó las normas que debían
regular este desagradable aspecto del matrimonio. Se prohibió trato carnal durante el día, en horas de
oración, al regreso del mercado, en Cuaresma, en fiestas de guardar, en vísperas de fiestas, tres días antes de
tomar la comunión, el día de la comunión… etc. Los días azules hábiles para la efusión amorosa, con ser
pocos, tampoco se sustraían de la prohibición más importante: durante la cópula los esposos cristianos no
debían apasionarse ni perder de vista que aquella operación no tenía más objeto que cumplir con el mandato
bíblico de «creced y multiplicaos», última justificación de la institución matrimonial. La gozosa coyunda
comienza a recibir esas negativas calificaciones de los venerables pastores eclesiásticos que, enmendadas y
aumentadas, la acompañan hasta nuestros días: es animal (Guillermo de Auvernia), es pestilente (San
Buenaventura), es suciedad, cosa vil (Tomás de Aquino), es propio de cerdos (Bernardo de Claraval). El
cuerpo es cloaca, es vaso de podredumbre, es porquería y abominación, es un montón de estiércol nevado (en
bella metáfora de San Juan de Ávila), es «algo que te provocará asco en cuanto pienses en ello». Para
escapar de esta podredumbre cualquier sacrificio es poco: algunos ascetas se revuelcan en hormigueros
(Macario), otros en espinos (Benedicto), otros en porquería (Antonio). Otros se van directos a la raíz del
mal: San Simeón el Estilita apedreaba a las mujeres; por este camino se llegó a la simple negación de lo
físico y a una reinterpretación funcional de las diversas partes del cuerpo donde parece residir el pecado. El
jesuita Spiegel enseña que «las nalgas le han sido dadas al hombre para que, al poderse sentar cómodamente,
pueda también dedicarse al estudio de las cosas divinas».
Naturalmente, esta castidad neurotizante daba sus sazonados frutos. La moderna psicología establece que
la abstinencia es causa de trastornos mentales; lo prueban casos relativamente recientes como el de San
Alfonso María de Ligorio, pero los hay más antiguos que nos ofrecen detalles especialmente enjundiosos: San
Hilarión, cuando se echaba a dormir, se veía rodeado de mujeres desnudas; a San Hipólito lo perseguía el
diablo en forma de bella mujer; a Santa Margarita de Cortuna en forma de apuesto mancebo que «le cantaba
las canciones más procaces». Como es obvio, esta Iglesia dirigida por reprimidos sexuales desarrolló una
moralina obsesionada con los aspectos pecaminosos de la carne y se convirtió en caldo de cultivo de
complejos, histeria, frigidez, miedo, hipocresía y frustraciones. La sexualidad reprimida y enfermiza de estos
seres va almacenando en los terrados del subconsciente libidinosas consagraciones de monjas como novias
de Cristo y templos del Señor, éxtasis orgásmicos, parafernalias sadomasoquistas de la Pasión, lanzas, llagas,
espinas, cilicios, azotes, ayunos, mortificaciones y otras manifestaciones igualmente frustrantes.
Estas mentes enfermas, en cuyas manos estuvo la dirección moral de la sociedad, desarrollaron una
casuística neurotizante y enfermiza: se empieza por distinguir entre partes deshonestas (inhonestae), que son
los genitales, y las menos honestas (minus honestae), los muslos y el pecho. Se declaran situs ultra modum
—es decir, posiciones indebidas y por consiguiente pecaminosas— todas las posturas del coito a excepción
de la frontal (llamada hoy «del misionero») y se desarrolla una morbosa casuística que contempla casos
como la introducción del pico de una gallina en la vagina y la copulación con cadáveres (coire cum femina
mortua). También se extiende a considerar si constituye pecado negar el débito conyugal al esposo un tantico
rijoso que lo solicita por cuarta vez en una noche o si es lícito negarlo una vez al marido que se conforma con
cinco débitos mensuales.

¿Tienen alma las mujeres?

Veíamos al principio que fueron precisamente las mujeres romanas, presumiblemente noveleras y
desocupadas, las primeras en abrazar el cristianismo y propagar con entusiasmo la nueva fe. En aquellos
tiempos heroicos, la jerarquía eclesiástica trató a la mujer con mimo y respeto e incluso abogó por su
emancipación; pero en cuanto la nueva religión se hubo instalado en el poder, la consideración de lo femenino
experimentó un brusco giro y se orientó en la dirección opuesta. Lejos de agradecer a la mujer los servicios
prestados, los doctores de la Iglesia triunfante arremetieron contra ella en una especie de cruzada
antifeminista que condicionaría profundamente el papel de la mujer en el cristianismo posterior. Los sesudos
padres de la Iglesia llegaron a la conclusión de que la mujer no está hecha, como el hombre, a semejanza de
Dios y que, por lo tanto, debe ocupar un puesto subalterno, poco más que una esclava del varón. Incluso
deliberaron —en el concilio de Macón, siglo VI— si la mujer tiene alma. Cuando el asunto se puso a
votación, ganó la moción que le concedía alma, pero por muy escasa mayoría. La autoridad bíblica establecía
claramente que la mujer está maldita («Parirás con dolor»), que el probo hombre no debe fiarse de ella
(«Vale más maldad de hombre que bondad de mujer / la mujer cubre de vergüenza y oprobio», Eclesiástico,
42,14), y que la subordinación femenina es recomendable («Y él dominará sobre ti»).
Los padres de la Iglesia amplían estos conceptos con inspiradas y muy ajustadas metáforas. La mujer es
puerta del infierno, manifestadora del árbol prohibido, primera transgresora de la divina ley (Tertuliano); es
naufragio en la tierra, fuente de maldad, cetro del infierno (Anastasio Niseno); es un ser débil e inconstante,
psíquicamente inferior, un hombre malogrado (Santo Tomás de Aquino); el instrumento más eficaz que el
demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres (Gerónimo Planes). Al final de la Edad Media, los
dominicos alemanes Sprenger y Kramer, autores del célebre tratado Malleus maleficarum, pusieron la guinda
en el pastel de la misoginia eclesiástica al preguntarse: «¿Qué otra cosa es la mujer sino enemigo de la
amistad, castigo insoslayable, mal necesario, peligro doméstico, mal de la Naturaleza pintado con colores
hermosos?»; y más adelante: «La mujer fue formada de una costilla torcida (…) y debido a este defecto es
animal imperfecto, engaña siempre». Evidentemente, esta satanización de la mujer sólo puede explicarse si
admitimos que la frustración sexual de estos clérigos se proyectaba sobre la mujer erigiéndola en chivo
expiatorio. Quizá sea más correcto denominarla «cabra expiatoria», con permiso de la escuela de Freud.
CAPITULO TRES

Los godos

A la caída del Imperio romano, los godos, pueblos de origen germánico, se establecieron en las provincias
ibéricas y fundaron un reino que duraría hasta la invasión árabe, dos siglos y medio después. Su moral sexual
era más rigurosa que la delos romanos. Además, como se convirtieron al cristianismo, asumieron con
entusiasmo neófito el rigor y la intolerancia sexual de la nueva religión. Naturalmente, la primera medida de
su jerarquía eclesiástica consistió en suprimir todo vestigio de la tolerancia sexual romana. San Isidoro,
obispo de Sevilla y primera autoridad científica de su tiempo, descalificó los aspectos lúdicos de la cultura
pagana. Para él los juegos circenses eran «culto al demonio», el teatro se relacionaba etimológicamente con
la prostitución y la festividad pagana de Año Nuevo no era más que un vergonzoso espectáculo en el que «se
entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan de
manera repugnante».
Los numerosos concilios produjeron una copiosa legislación reguladora de las relaciones sexuales de la
grey cristiana. De su lectura deducimos que la feligresía andaba algo alborotadilla y mostraba poco
entusiasmo por las nuevas normas que el clero proponía, algunas de ellas tan manifiestamente escandalosas
como la de prohibir el comercio carnal con judíos o infieles. A pesar de la nueva valoración de la pureza, el
adulterio continuaba siendo tan frecuente como en los depravados tiempos romanos y la bigamia y otras
formas de concubinato estaban a la orden del día.
El problema de la castidad clerical debió manifestarse en los conventos con especial virulencia. Ya en el
año 306, el concilio de Elvira dispuso que las monjas consagradas a Dios que quebrantaran el voto de
castidad «no recibirían la comunión ni siquiera al final de su vida», lo que prácticamente las condenaba al
fuego eterno. Dura medida. El mismo concilio prohibía a los sacerdotes «el uso del matrimonio con sus
esposas». Otros concilios posteriores continuaron insistiendo en la castidad clerical. El de Zaragoza(año
380) establecía el límite de edad para la velación virginal a los cuarenta años. Poco más tarde, el primer
concilio de Toledo decretaba «que la monja no tenga familiaridad con varón religioso ni asista a convites a
no ser en presencia de ancianos o personas honradas». Todas estas leyes tuvieron poca fuerza real. Quizá
enredaba en ello el diablo, probablemente molesto porque el concilio de Toledo del 447 había emitido su
retrato oficial en términos poco favorecedores: tiene cuernos y patas de cabrón y apesta a azufre. También
llegaron a la conclusión de que estaba dotado de un enorme falo. Ya comenzaban a sexualizarlo, lo que,
andando el tiempo, acarrearía funestas consecuencias para la grey cristiana.
La regla atribuida a San Fructuoso (hacia el 608) parece indicar que las relaciones sexuales entre monjes
y monjas eran comprometedoramente frecuentes. Incluso se daban muchos casos de frailes y monjas que
desertaban de sus respectivas comunidades para contraer matrimonio. Si los religiosos incurrían fácilmente
en las debilidades de la carne, los civiles y militares sin graduación no les iban a la zaga. Las leyes
castigaban severamente el adulterio, la violación, la prostitución de la esposa por el marido, o de hijas o
siervas por el amo, y el incesto hasta sexto grado o con la mujer del hermano. En el Fuero Juzgo
(Liberjudiciorum) encontramos nada menos que doce leyes consagradas a la represión del rapto de vírgenes
y viudas, lo que indica que su práctica era habitual. Consecuencia del abandono de la actitud tolerante del
mundo antiguo fue que la sodomía se castigara con las máximas penas. Desde Chindasvinto se castraba al
sodomita, pero si se trataba de un clérigo la pena se limitaba a degradación o destierro. Con el tiempo incluso
este castigo se suavizaría.
El matrimonio continuaba celebrándose por contrato privado, al margen de la Iglesia, y podía disolverse
fácilmente en caso de adulterio. Parece que los divorcios fueron frecuentes entre las clases pudientes: la hija
de Fernán González tuvo tres maridos sucesivos. No obstante, estos casos excepcionales son poco
significativos a la hora de enjuiciar el grado de libertad que disfrutó la mujer. La esposa estaba supeditada al
marido, en situación de manifiesta inferioridad legal. A veces se le exigía fidelidad incluso después de
enviudar. El argumento de Ervigio con su esposa Linvigotona formula los fundamentos jurídicos de la
exigencia: «Es maldad execrable aspirar al tálamo regio después de muerto el rey y mancharlo con tan
horrible profanación».
Los deberes del marido hacia su esposa eran mucho más llevaderos. No estaba obligado a serle fiel y
hasta podía permitirse mantener alguna concubina. Era frecuente que visitara los prostíbulos, desaconsejados
por la autoridad, pero tolerados.
No nos han llegado muchas noticias de las prostitutas visigodas, pero podemos imaginarlas tan duchas
como las romanas en las artes de la seducción. «La mujer —dice un texto— se pone una máscara de pintura
roja, usa peregrinos olores, atormenta con jugo sus ojos y cubre su cara con ajena blancura». En la botica
prostibularia no faltarían las hierbas y sustancias que la farmacopea nórdica y mediterránea usaba para
preparar sus estimulantes brebajes, especialmente ese culantro sobre el que San Isidoro advierte que «es
semilla que en vino dulce inclina a los hombres a la liviandad».
La pasión que Florinda desató en don Rodrigo, el último rey godo, y que según la leyenda causó la pérdida de España, se refleja en esta pintura
moderna de N. Méndez Bringa, Historia y Vida, núm. 223, octubre 1986.
Parece que en sus últimos tiempos el reino godo gozó de una permisividad sexual que escandalizaba a
ciertos forasteros. En una carta de San Bonifacio a Etelredo de Mercia, fechada en el año 746, leemos: «La
caída del reino godo es producto de la degeneración moral y de las prácticas homosexuales de sus gentes».
Los escándalos sexuales debieron ser frecuentes. El rey Teudis «manchaba con pública prostitución los
matrimonios de muchos poderosos».

La violación de la Cava.

Según la tradición, el reino godo se perdió por un pecado sexual. Su último rey, don Rodrigo, se prendó de
una muchacha de la corte, la hija del conde don Julián, gobernador de Ceuta, y la sedujo o la violó. El padre
de la deshonrada se vengó propiciando la invasión del reino por los árabes. En un emotivo romance, el
arrepentido don Rodrigo hace penitencia dentro de un sepulcro en compañía de dos fieras serpientes que lo
devoran. Oigamos clamar su voz admonitoria para escarmiento de pecadores:

¡Ya me comen, ya me comen


por do más pecado había!
A tres cuartas del pescuezo
y una de la barriga.

La moraleja de esta historia tan española es que el reino godo se perdió por un pecado de lujuria. Y para
refuerzo de la idea resulta que también el nuevo poder islámico empezó a hacer aguas por idéntica falta.
Según parece, lo que lanzó a don Pelayo a refugiarse en Covadonga y emprender la Reconquista no fue ese
vibrante sentimiento patriótico que figura en los libros de texto, sino más bien un asuntillo de doméstica
venganza: es que el gobernador musulmán de Asturias, un tal Munuza, le había desgraciado a una hermana. Y
lo que labró la ruina del caudillo Musa fue dejarse convencer por su flamante esposa, la bella Egilona, viuda
de Rodrigo, para que se coronara rey del reino godo.
CAPITULO CUATRO

La España musulmana

En el año 711, los árabes invadieron la península y la convirtieron en provincia de un vasto imperio islámico
cuya capital era Damasco. No parece que los indígenas sufriesen trauma alguno al pasar del poder visigodo
al musulmán. En su inmensa mayoría se convirtieron al islam y se mezclaron con los invasores en enlaces
mixtos. En esta masiva apostasía de la tibia cristiandad hispanorromana quizá influyera algo el hecho de que
la nueva religión legitimaba el placer sexual y, en lugar de amargar la vida de los creyentes amenazándolos
con las penas del infierno, enfatizaba las delicias que les estaban destinadas en un Cielo poblado de bellas y
retozonas huríes. En esto hay que reconocer al islam una visión realista de la naturaleza humana de la que
quizá carece el cristianismo. «Hombres y mujeres —escribe Ibn Hazn— son iguales en lo tocante a su
inclinación por entrambos pecados de malediciencia y concupiscencia».
Pero junto a esa laudable tolerancia sexual, los conversos tuvieron que aceptar también los postulados
antifeministas inherentes a la nueva religión. En el islam, la mujer es inferior al hombre y debe sometérsele,
porque su función consiste en hacer agradable la vida del hombre, cuidar de su casa, engendrar sus hijos y
procurarle placer; es el reposo del guerrero. El Corán, un libro sagrado que, según Ortega y Gasset,
«apergamina las almas y reseca a un pueblo», establece claramente el papel social de la mujer:

Los hombres están por encima de las mujeres porque Alá ha favorecido a unos respecto a otras
y porque ellos gastan parte de sus bienes en favor de las mujeres. Las mujeres piadosas son
sumisas a las disposiciones de Alá. A aquellas de quienes temáis desobediencia, amonestadlas,
confinadlas en sus habitaciones, golpeadlas. Pero si os obedecen, no busquéis pretexto para
maltratarlas. Alá es altísimo, grandioso. (Sura, 4, 38).

Es posible que esta discriminación de la mujer haya contribuido al subdesarrollo de los países islámicos,
a lo que quizá se pueda añadir esa neurótica exaltación de la virilidad, cifrada en el sexo y la guerra, que
parece caracterizar la mentalidad árabe. Esto justifica la sorprendente abundancia de metáforas erotico-
bélicas que caracterizan la poesía árabe tradicional: «Abracé a la amada como se abraza una espada; sus
labios eran rojos como el sable ensangrentado», etc. A veces la metáfora se prolonga para ilustrar bellamente
la cosificación de la hembra: «Las mujeres son como sillas de montar; la silla es tuya mientras la montas y no
te apeas; pero si bajas, otro puede montar en el mismo sitio y hacer lo que tú hiciste». En honor a la verdad,
hay que reconocer que otros textos, lejos de considerar a la mujer como objeto, la elevan a una escala
intermedia entre el objeto y el ser vivo y le reconocen una cierta vida vegetativa. Esto es muy de agradecer.
Por ejemplo, en Ibn Hazn: «Son las mujeres como plantas de olor que se agostan si no se las cuida, o como
edificios que se desploman por falta de reparos».
Así como existen diversas razas de caballos que contribuyen con su belleza y trabajo, e incluso con su
inteligencia animal, a hacer más agradable la vida del hombre, también existen diversas razas de mujeres
cada cual con sus excelencias. Veamos: «Para mujer sensual, la beréber; para madre de bellos hijos, la persa;
para el servicio doméstico, la griega». El ideal de belleza quizá no responda a criterios muy actuales: el
árabe valora la desbordada hermosura. A menudo su poesía compara a la mujer con la vaca, sin asomo de
burla, igual que lo hace Homero. En las lustrosas carnes de la mujer se refleja la desahogada posición
económica de su dueño. Conocida es la fascinación árabe por la nalga opulenta. La esteatopigia, lejos de
considerarse un defecto, era muy apreciada por los entendidos. Se conseguía cebando a la mujer a base de
alimentos energéticos, golosinas y buñuelos de aceite, harina, almendra y miel. Al trasero poderoso debían
acompañar, dentro de lo posible, una cintura estrecha, un cuello de gacela, dos pechos de jacinto,
preferentemente voluminosos, unas mejillas sonrosadas, unos dientes de perlas, una frente como la luna llena
y una larga cabellera como cascada de azabache que acertara a cubrir los encantos cuando la mujer se
mostrara desnuda en el lecho. Al igual que la griega y que la romana, la árabe resultaba más excitante cuando
estaba perfectamente depilada.
A las perfecciones estéticas enumeradas cabía añadir otra de carácter funcional: que fuera fértil y buena
paridora. Aparte de objeto de placer, la mujer era una utilísima matriz, un instrumento para que el hombre
perpetuase su linaje humilde o ilustre. Esto se pone de manifiesto en otro texto árabe: «No reprochéis a un
hombre que su madre sea griega, sudanesa o persa, las madres son sólo el recipiente del semen. Es el padre
el que hace al hijo». Por lo tanto no debe extrañarnos que muchos sultanes fueran rubios, de ojos azules; es
que sus madres solían ser esclavas nórdicas, de las que existió un activo comercio en la Edad Media. Como
había mucha demanda y el producto era muy cotizado, los corsarios dedicados a la trata se aventuraban en
busca de mujeres rubias hasta las costas de Islandia. Por otra parte, el árabe auténtico no era precisamente
moreno; tenía el cabello azafranado y la piel rubicunda y pecosa. Lo que ocurre es que cuando conquistó el
norte de África y Mesopotamia, se mezcló con otros pueblos negroides, de tez oscura, más numerosos. Éstos
son los que actualmente se hacen llamar árabes debido a que profesan la religión islámica y hablan el idioma
de sus antiguos conquistadores.
Aceptado su deficiente desarrollo psíquico y sus congénitas malas inclinaciones, la mujer se nos revela
como una criatura sospechosa, una deficiente mental inclinada a la lujuria, a la que hay que vigilar y atar
corto. Ibn Hazn aconseja:

Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. El espíritu de las mujeres está vacío de toda
idea que no sea la de la unión sexual(…) de ninguna otra cosa se preocupan, ni para otra cosa han
sido creadas.

Otra flor del mismo tratadista:

Nunca he visto, en ninguna parte, a una mujer que al darse cuenta de que un hombre la mira o
escucha no haga meneos superfluos, que antes le eran ajenos, o diga palabras de más, que antes no
juzgaba precisas.

El Corán abunda en la misma idea cuando recomienda «que las mujeres no meneen sus pies de manera
que se vean sus adornos ocultos» (XXIV, 11).
Mano firme es, evidentemente, lo que pide este ser veleidoso de dura cerviz. A pesar de ello, el islam
tasa generosamente sus parvos merecimientos y se muestra compasivo con ellas. Establece un texto legal:

Cuando zurremos a la mujer conviene hacerlo de manera que no se le cause lesión permanente.
Antes hay que amonestarla, aunque de antemano se sepa que no servirá de nada.

Naturalmente, algunos perspicaces ingenios protestaron contra el envilecimiento institucional de la mujer,


pero ¿qué son estas denuncias sino breve gota de agua en el inmenso arenal del fanatismo machista? Señala
Averroes:
Las mujeres parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y amamantar a los hijos y ese
estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no
se ve entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales; su vida transcurre como la de las
plantas, al cuidado de los maridos.

Esta mujer postergada se rebeló echando mano de las escasas armas que tenía a su alcance, superó al
marido con ingenio y astucia y se convirtió en una criatura despótica e intrigante que a menudo cifraba su
desquite en herir al marido allá donde más le podía doler; es decir, se las arreglaba para eludir la vigilancia
carcelaria de que era objeto y cometía adulterio. Para hacer frente a esta pavorosa eventualidad, el dueño y
señor recurría a veces a un drástico remedio: extirparle el clítoris para privarla de toda posibilidad de
experimentar placer sexual. De esta manera, la mujer quedaba reducida a lo que funcionalmente era: un
orificio destinado a procurar el placer del varón. Otras veces la bárbara cirugía se justificaba con fines
estéticos, en mujeres afectadas de hipertrofia. Un cirujano cordobés del siglo X escribe: «Algunas tienen un
clítoris tan grande que al ponerse erecto semeja un pene viril y hasta logran copular con él» (lo que alude a la
homosexualidad femenina tan frecuente en los harenes, aunque el islam la prohíbe).
La extirpación del clítoris se sigue practicando actualmente en algunos países islámicos cuando la mujer
cumple nueve años. En la civilizada, cristiana y pacata Europa del siglo XIX también se recurrió a ella, en
ocasiones excepcionales, para curar a las muchachas masturbadoras.
Al igual que sus vecinos, los cristianos medievales, el musulmán divide el mundo femenino en mujeres
decentes y mujeres de placer. La mujer decente es jurídicamente libre y se eleva a la categoría de esposa,
pero permanece enclaustrada en el gineceo del harem, la parte femenina de la casa, adonde los amigos del
dueño no tienen acceso. Este encierro es garantía de honor del linaje, de que los hijos que conciba habrán
sido engendrados por el marido y no por otro. Por el contrario, las esclavas y mujeres de placer eran
relativamente libres y podían moverse en el mundo exterior sin vigilancia.

Al-Andalus.

La España musulmana fue diferente. Aquí la mujer gozó de una libertad y una consideración social
excepcionales. En este sentido, su situación fue mucho más halagüeña que en los países árabes actuales, lo
que se debió por una parte a la influencia del mayoritario componente hispanorromano que era base de la
población hispanomusulmana y, por otra, a las pervivencias matriarcales de los pueblos bereberes, muy
recientemente islamizados, que constituían el grueso de los invasores.
Las musulmanas españolas eran tan libres como nuestras compatriotas actuales: callejeaban, se paraban a
hablar con sus conocidos e incluso se citaban con ellos; escuchaban los piropos de los viandantes (¡y los
contestaban!) y hasta se reunían en lugares públicos de la ciudad. En este propicio ambiente, los ciudadanos
sucumbían fácilmente a «esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma (…) esa dolencia deliciosa,
ese mal apetecible», es decir, el amor. El collar de la paloma, tratado sobre el amor compuesto por el
cordobés Ibn Hazn hacia 1022, contiene muy bellas páginas. Se trata de un amor puramente platónico, el que
emana de la unidad electiva de dos almas eternas que se reconocen en la tierra y se unen. Dice, por ejemplo:
«La unión amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Yo que he
gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del
sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la
seguridad después de la zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa». Pero ¡ay!,
la sed del amor no se sacia fácilmente: «He llegado en la posesión de la persona amada a los últimos límites,
tras los cuales ya no es posible que el hombre consiga más, y siempre me ha sabido a poco (…) Por amor los
tacaños se hacen generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos se
tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se lavan, los viejos se las dan
de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos se tornan disolutos».
Paul-Desiré Trouillebert, Sirvienta del harén, Museo de Bellas Artes Jules Chéret, Niza.
¿Cuáles son las señales del amor? «Insistencia en la mirada, que calle embebecido cuando habla el
amado, que encuentre bien cuanto diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde
hay espacio de sobra, que se acaricien los miembros visibles donde sea hacedero (…) el beber lo que quedó
en el fondo dela copa del amado, escogiendo el lugar mismo donde él posó sus labios». Otros detalles no son
menos entrañables: «Jamás vi a dos enamorados que no cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de
ámbar y rociados con agua de rosas (…) se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de
masticar luego de usada». También en Ibn Hazn encontramos el relato conmovedor de un primer amor y de
una primera experiencia sexual:

Un hombre principal me contó que en su mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una
vez —me dijo— tuvimos un día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se
extiende al poniente de Córdoba. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a llover. En las cestas
de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces mi tío mandó a la esclava que se
cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que fue aquella posesión, ante los ojos de todos y
sin que se dieran cuenta! ¿Qué te parece esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en
plena fiesta? Luego me dijo: jamás olvidaré aquel día.

Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía nos conmueven. Cuando ya los
protagonistas no son siquiera polvo enamorado, parece que todavía percibimos el olor de la tierra mojada, el
acre ahogo de la lana que se va empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal
ardiente de los voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión.
Hacia el siglo IX, en Córdoba y en otras grandes ciudades andaluzas, encontramos una refinada y
hedonista sociedad urbana en la que la relajación de las costumbres era tal que por doquier se escuchaban
agoreras advertencias de los rigoristas anunciando la ruina del califato. Uno de ellos escribe en una carta de
pésame a un amigo cuya hija ha fallecido: «En los tiempos que corren el que casa a su hija con el sepulcro
adquiere el mejor de los yernos».

Los frailes alcahuetes.

Aunque parezca sorprendente, la industria del placer estaba en manos de los monjes cristianos y radicaba en
ciertos monasterios establecidos extramuros de la ciudad. Debido a la prohibición coránica (V-90), los
musulmanes no pueden beber vino, pero esta prohibición no afectaba a los cristianos mozárabes que residían
en territorio árabe. Por lo tanto, cuando un musulmán quería transgredir la norma —cosa que ocurría muy
frecuentemente—, sólo tenía que acudir a las tabernas de los cristianos. Y con el tiempo, como el sexo va
frecuentemente unido al alcohol, el negocio prosperó y los monasterios cristianos situados fuera de la
jurisdicción de la ciudad ampliaron la gama de sus servicios.
De los textos se desprende que aquel clero cristiano, constituido por personas de mundo, interpretaba
bastante liberalmente los votos del celibato. Es lo que nos sugieren las ordenanzas municipales de Sevilla,
compiladas por Ibn Abdun cuando establece que «debe prohibirse a las musulmanas que entren en las
abominables iglesias de los cristianos porque sus curas son libertinos, fornicadores y sodomitas. También
debe prohibirse a las mujeres cristianas la entrada en las iglesias fuera de los días de oficios o fiestas porque
allí comen, beben y fornican con los curas y no hay uno de ellos que no tenga dos o más de estas mujeres con
quienes acostarse. Han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa. Convendría,
pues, mandar a los clérigos que se casaran, como ocurre en Oriente, y que si quieren lo hagan (…) no debe
tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un cura, mientras éste se niegue a casarse».
Hubo algunos califas cordobeses que, sucumbiendo a los sosegados hábitos del entorno, prefirieron hacer
el amor a la guerra. Abd al-Rahman II, yendo al frente de una expedición guerrera contra los cristianos del
Norte, sufrió una polución nocturna. Cuando despertó añoraba tanto a su favorita que delegó el mando del
ejército en su hijo al-Hakan y se volvió a Córdoba con su amada. No es de extrañar que este apasionado
estadista engendrase cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas. Total: ochenta y siete.
En esta sociedad, la mujer de clase superior se sentía casi liberada, incluso sexualmente. La famosa
Wallada, poetisa y mujer de mundo, disfrutó sucesivos amantes de uno y otro sexo. Wallada era admirable
«por su presencia de espíritu, pureza de lenguaje, apasionado sentir y decir ingenioso y discreto», pero «no
poseía la honestidad apropiada a su elevada alcurnia» y era dada «al desenfado y a la ostentación de
placeres». Su poesía resultaba femenilmente delicada, pero cuando descendía a terrenos más prosaicos no
tenía pelos en la lengua. Lo demuestran las invectivas que dirigió contra uno de sus amantes, el poeta Ibn
Zaydun, al que apostrofa de «sodomita activo y pasivo, rufián, cornudo, ladrón y eunuco que se prenda de los
paquetes de los pantalones».
A la caída del califato, la situación de la mujer empeoró y los fundamentalistas bereberes africanos,
almohades y almorávides impusieron su estricta moral en al-Andalus. La nueva situación se refleja en las
ordenanzas municipales sevillanas cuyas disposiciones nos dan una idea de las mil trapacerías que los
amantes habían de urdir para burlar la vigilancia de los censores:

El cobrador del baño no debe sentarse en el vestíbulo cuando éste se abre para las mujeres, por
ser ocasión de libertinaje y fornicación (…) la recaudación de las alhóndigas para comerciantes y
forasteros no estará a cargo de una mujer, pues eso sería la fornicación misma (…) debe prohibirse
que los que dicen la buenaventura vayan por las casas pues son ladrones y fornicadores (…) es
fuerza suprimir los paseos en barca por el río de mujeres e individuos libertinos, tanto más cuanto
que las mujeres van llenas de afeites (…) ningún abogado debe defender a una mujer, pues lo
primero que haría sería procurar seducirla (…) prolongando el pleito para cortejarla por más
tiempo (…) debe impedirse que los que dicen la buenaventura o cuentan cuentos se queden solos
con las mujeres en las tiendas donde ejercen su oficio (…) también los adivinos (…) vigílese
continuamente a estos individuos que son unos sinvergüenzas y las que acuden a ellos no son más
que desvergonzadas (…) prohíbase a las mujeres que laven ropa en los huertos, porque se
convierten en lupanares (…) que no se sienten en la orilla del río en verano cuando lo hacen los
hombres (…) en los días de fiesta no irán hombres y mujeres por el mismo camino para pasar al río
(…) ningún barbero deberá quedarse a solas con una mujer en su tienda de no ser en el zoco y en
lugar donde pueda vérsele y esté expuesto a las miradas de todos (…) debe impedirse que en los
almacenes de cal y en los lugares vacíos se vaya a estar a solas con mujeres (…) debe prohibirse
que entren en el zoco las vendedoras, que son todas prostitutas.

La mujer escapaba del encierro doméstico con ciertos pretextos de índole religiosa y para visitar el
cementerio y cuidar de las tumbas familiares una vez por semana. Era una espléndida ocasión para dejarse
cortejar o para citarse con el amante. Por eso no debe sorprendernos que el legislador, consciente de que en
el cementerio «se bebe vino y se cometen deshonestidades», promulgue estas ordenanzas:

No debe permitirse que en los cementerios se instale ningún vendedor, que lo que hacen es
contemplar los rostros descubiertos de las mujeres enlutadas, ni se consentirá que los días de fiesta
se estacionen los mozos en los caminos entre los sepulcros a acechar el paso de las mujeres (…) Se
ha comprobado que algunos individuos permanecen entre las tumbas con intención de seducir a las
mujeres. Para impedirlo se hará inspección dos veces al día.

En la nómina de los libertinos islámicos brillaba con luz propia este galán merodeador de cementerios al
acecho de mujeres necesitadas de consuelo. Al celoso funcionario municipal no se le escapa nada: «Los
cercados circulares que rodean algunas tumbas a veces se convierten en lupanares, sobre todo en verano
cuando los caminos están desiertos a la hora de la siesta».

Amor udrí.

Aunque estaba presta a entregarse, me abstuve de ella, y no obedecí la tentación que me ofrecía
Satanás (…) que no soy yo como las bestias abandonadas que toman los jardines como pasto.

No son los versos de un perturbado. Se trata de un celebrado poema de Ahmed ibn Farach, poeta de Jaén,
en el que contemplamos la más acabada enunciación del amor udrí, un amor desprovisto de sexo, un amor
contemplativo, puramente platónico, que se goza en una morbosa perpetuación del deseo (García Gómez)
evitadora del fracaso de la realización. Lo llamaron «udrí» por aludir a una mítica tribu de Arabia, los Banu
Udra, que exaltaban la castidad quizá influidos por el monacato cristiano.
Las primeras manifestaciones de este amor se detectan en el siglo X y proceden de Oriente. El amante
prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado.
Diferente del amor udrí es el amor caballeresco santificador del amor sexual. El hombre es atraído por la
mujer porque, en la perfección de la unión, se acerca a Dios. Es una especie de mística del erotismo. El
hombre tiene una visión total de la perfección divina en su propio reflejo de la mujer. Por consiguiente eleva
a la mujer a símbolo perfecto de su comunicación con Dios y máxima perfección terrena, lo que, en Dante,
dará la donna angelicata.
Los musulmanes españoles, aunque facultados para tener hasta cuatro esposas, en realidad raramente se
casaban con más de una, si exceptuamos a sultanes y potentados para los que la posesión de muchas mujeres
era cuestión de prestigio. Los ciudadanos pudientes solían adquirir esclavas de placer, de las que existía
activo comercio. Ya hemos visto que eran muy apreciadas las cristianas del norte, especialmente si eran
rubias. Pero el comprador incauto podía ser víctima de un conocido timo consistente en vender a una
musulmana libre haciéndola pasar por cristiana. Luego la moza se presentaba a la justicia y demostraba que
era libre, con lo que el comprador quedaba burlado y perdía su inversión. En ciertas épocas estas esclavas
concubinas formaron una categoría similar a las geishas japonesas. Se les exigió que, además de dominar las
artes del amor —que llegaban al islam desde la India por intermedio de los persas— fuesen instruidas,
buenas recitadoras y calígrafas, narradoras de cuentos y refranes y expertas músicas. La famosa Rumayqiya
era excelente poeta en árabe clásico y «tañía el laúd a maravilla».

Prostitutas y eunucos.

En una escala inferior estaban las humildísimas e inevitables putas de la casa llana. En las grandes ciudades
se albergaban en prostíbulos (dar al-jarach — la casa del impuesto) donde entregaban una parte de sus
ganancias al fisco, pero también en alhóndigas, fondas y ventas del camino. Como en los tiempos de Roma, la
autoridad competente se empeñaba en que vistieran de manera especial para distinguirlas de las mujeres
honestas, pero inevitablemente éstas imitaban el atuendo de las perdidas con gran escándalo de las personas
de orden. El tratado de Ibn Abdun, cuando los almorávides restablecieron, aunque por poco tiempo, el rigor
islámico, establece que «debe prohibirse a las mujeres de la casa llana que se descubran la cabeza fuera de la
alhóndiga, así como que las mujeres decentes usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que
usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las
bailarinas se les prohíba que destapen el rostro».
Los eunucos constituían una clase distinta. Generalmente eran prisioneros de guerra cristianos. La
delicada operación de castrar era realizada por médicos especializados en Pechina y otros lugares. Al
Muqaddasi describe la operación:

Se les cortaba el pene de un tajo, sobre un madero, después se les hendían las bolsas y se les
sacaban los testículos (…) pero a veces el testículo más pequeño escapaba hacia el vientre y no se
extirpaba, por lo que éstos tenían después apetito sexual, les salía barba y eyaculaban (…) Para
que cicatrizara la herida se les ponía durante unos días un tubo de plomo por el que evacuaban la
orina.

Existían dos clases de eunucos: los que habían sido castrados antes de la pubertad y no podían disimular
su aspecto femenino (nalgas voluminosas, voz atiplada, ausencia de caracteres sexuales secundarios), y los
que habiendo sido castrados después de la pubertad conservaban cierta apariencia viril. Los eunucos
constituían el servicio doméstico de las casas nobles y se especializaban en felación y cunnilingus. El caso
es que los que habían perdido los testículos pero conservaban el pene podían alcanzar, teóricamente, una
erección suficiente para el coito, pero estos casos eran raros en al-Andalus. Algunos de ellos, emancipados y
ricos, se empeñaban patéticamente en guardar las apariencias de su virilidad y mantenían un harén.
Jean Joseph Benjamin Constant, Mujeres en el harén de la Alhambra, Colección particular.
El musulmán, al igual que sus vecinos cristianos, esperaba y exigía que su esposa llegase virgen al
matrimonio. Como éste solía ser arreglado por las respectivas familias, con el concurso de algún mediador,
la primera experiencia sexual delos dos perfectos desconocidos no siempre resultaba placentera. Veamos
cómo acaba una noche de bodas, según lo cuenta Ibn Hazn:

Cuando se quedaron solos, habiéndose él desnudado (…) la muchacha que era virgen lo miró y
se asustó del tamaño de su miembro. Al punto salió corriendo hacia su madre y se negó a seguir
junto a él. Todos los que la rodeaban porfiaron para que volviera; pero ella rehusaba y casi se iba
a morir. Por esta causa el marido se divorció de ella.

De una esclava ya no se exigía que fuera virgen inexperta, puesto que lo normal era que el dueño la
desflorara incluso antes de alcanzar la pubertad, que era el plazo que marcaba la ley: «Si la esclava no es
núbil hay que esperar un mes después de la primera menstruación. Si lo es, hay que esperar a que tenga una
vez sus menstruos y si está enferma se esperará tres meses lunares». Un buen caballo o una esclava doncella
constituían un delicado presente; tres esclavas, un regalo principesco. Almanzor envió al juez Abu Marwan
tres muchachas vírgenes, «tan bellas como vacas silvestres». En la misiva versificada que acompañaba al
regalo el dador expresaba sus mejores deseos: «¡Que Alá te conceda potencia para cubrirlas!» Alá se mostró
providente puesto que el venerable anciano, aunque no carcamal, estuvo robusto en la lid venérea y las
desfloró a las tres aquella misma noche. Al día siguiente, con temblorosa pero satisfecha mano, escribió a
Almanzor: «Hemos roto el sello y nos hemos teñido con la sangre que corría. Volví a ser joven a la sombra de
lo mejor que puede ofrecer la vida…»
Nos queda la duda de si el provecto juez recurriría a alguna de las argucias de la farmacopea amorosa
musulmana. En todos los zocos de perfumistas se vendían afrodisíacos. Ofreceremos gustosamente al
escéptico lector la fórmula de alguno de ellos: mézclense almendra, avellana, piñones, sésamo, jenjibre,
pimienta y peonia, májese en un mortero hasta que resulte una fina pasta que se ligará luego con vino dulce. El
jarabe resultante se debe ingerir al menos una hora antes del proyectado coito. Debe ser muy energético.
Otra receta menos complicada: «Aquel que se sienta débil para hacer el amor debe beber, antes de irse al
lecho, un vaso de miel espesa y comer veinte almendras y cien piñones, observando esta dieta tres días». Con
harina cualquiera amasa.
Existe también una pomada «para estimular la erección», compuesta de euforbio, natrón, mostaza y
almizcle ligados en pasta de azucena. Debe friccionarse suavemente por el pene y la espalda. Quizá resulte un
poco complicado hacerse con todos sus ingredientes, en cuyo caso se puede recurrir a otra fórmula más
simple que garantiza los mismos efectos: los sesos de cuarenta pájaros cazados en época de celo se secan, se
trituran y se mezclan con esencia de jazmín. El polvo resultante es mano de santo. Según otra receta, «para
preparar la vulva y estimular el apetito sexual» hay que juntar a partes iguales quince elementos, a saber:
espliego, costo, calabacín, jenjibre, jancia, flor de nuez moscada, flor de granado, canela, almizcle, ámbar,
incienso, sandáraca, uñas aromáticas, nuez moscada y ácoro falso. Se nos antoja en exceso prolijo y además
no se garantizan sus efectos, porque el texto sugiere que «su resultado será maravilloso si Alá quiere». De
más fácil obtención y más fiables frutos parece la noble trufa, esa maravilla subterránea, esa delicada joya. El
tratado de Ibn Abdun advierte: «Que no se vendan trufas en torno a la mezquita mayor, por ser un fruto
buscado por los libertinos». Y, finalmente, cabe citar la cantaridina, extracto resultante de machacar y reducir
a polvo moscas cantáridas (mosca española). Es un afrodisíaco contundente, pero algo peligroso para el
riñón; provoca dilatación de los vasos sanguíneos de la zona genitourinaria, lo que facilita una rápida
erección, aunque no se sienta deseo sexual alguno. Sigue siendo muy usado por paganos africanos y por
cristianos poco temerosos de Dios.
En los mismos anaqueles destinados a remedios amorosos encontramos los anticonceptivos. Entre los más
primitivos estaban los pesarios de estiércol de elefante. Las personas escrupulosas quizá preferirían recurrir
al poético expediente de colocar un ramo de petunia bajo el colchón del amoroso lecho. También se evitaba
el embarazo si la mujer llevaba pendiente del cuello, en una bolsita, ciclamen, un colmillo de víbora y el
corazón de una liebre.
Todos estos remedios concitarán dudas en el descreído lector, lo sé. Es evidente que se producirían
algunos embarazos no deseados, para los cuales habría que recurrir a los abortivos. Un método consistía en
«golpear suavemente tres veces al hombre con el que se va a cohabitar con una rama de granado» o fumigarse
las partes verendas con estiércol de caballo. Si a pesar de ello no se remediaba la embarazosa situación, el
último remedio era confiarse a un cirujano experto o a una partera.
Un tratado del siglo XV (El jardín perfumado de al-Nefzawi) describe once posiciones para el coito,
probablemente derivadas de las veinticinco del Kamasutra hindú. No obstante, como algunas requieren
destrezas de contorsionista, lo más probable es que la pareja prudente se limitara a practicar las cuatro o
cinco más asequibles: pecho contra pecho; tendidos; por el dorso; la mujer a horcajadas sobre el hombre;
levantando una pierna; de lado, y en pie, con la mujer alzada. Estos árabes, madurados por la filosofía
amorosa del sensual Oriente, reconocen que el placer completo es el compartido y que lo importante no es la
posición coital, sino sus resultados. Es lo que se deduce, al menos, de las sabias recomendaciones que da Ibn
al-Jatib para prevenir las distonías neurovegetativas que suelen aquejar alas esposas: «Causas de amor y
dicha son que el varón satisfaga la necesidad de la hembra antes que la suya pues lo corriente es que a la
mujer le quede el fracaso y la desilusión (…) y conduce a muchos males en las que necesitan satisfacción».
Para ello el varón ha de tener en cuenta que «los placeres no dependen de la profundidad de la vulva, sino de
su oquedad y superficie». Antes de llegar al momento decisivo se supone que precede la fase aproximativa:
el marido debe aludir al acto sexual antes de empezar. Por eso dice el libro sagrado: «Vuestras mujeres son
vuestra campiña. Id a vuestra campiña como queráis pero haceros preceder» (2,223). La expresión «haceros
preceder» se ha interpretado como licencia para gozar a la mujer de cualquier forma excepto sodomizándola.
Un comentarista lo expone en términos más precisos: «Quiere decir de pie, sentados, de lado, por delante y
por detrás». El proceso entraña «juegos, succiones, unión, olfación, trenzado de dedos y manos, besos por
todo el cuerpo y en forma descendente, también en mejillas, ojos, cabello y pechos y el dejar caer los
cabellos, luego el encabalgamiento y el contacto de unos miembros con otros y finalmente la toma de
posesión del sitio…». Ibn al-Jatib completa el cuadro con una esclarecedora descripción técnica:

Si acaece la entrega, se consolida la situación de penetración completa para dar lugar a la


eyaculación y derramamiento, luego viene la calma y la laxitud antes de la separación, después la
alegría, el reconocimiento de los ojos por la consideración de lo bueno y la desaparición de la
abstinencia. Facilitan el coito la mejor calidad de los alimentos, la vida muelle, la satisfacción, los
perfumes, la buena vida, los baños equilibrados y los vestidos suaves. Los efectos del coito son:
reduce la plétora, da vitalidad al espíritu, restablece el pensamiento alterado y sosiega la pasión
oculta.

Por el contrario, la privación del coito «produce vértigo, oscuridad de la visión, dolor de uréteres y
tumores en los testículos». Otros tratados médicos del siglo XIV explican el modo de «hacer las vulvas
placenteras estrechándolas y preparándolas para la unión y la manera de agrandar los penes con el mismo
objeto».
En su obligada brevedad, estos tratados omiten toda referencia a los instrumentos auxiliares del amor; por
ejemplo, el ingenioso anillo cosquilleador que se fabricaba desecando un párpado de cabra en torno a un palo
tan grueso como el pene del usuario. En el momento de la erección, se insertaba en la base del pene de
manera que las largas y sedosas pestañas caprinas produjeran en el clítoris un agradable cosquilleo durante la
cópula. Es un invento mongol del siglo XIII que gozó de aceptación en el mundo islámico. Resulta bastante
similar al guesquel, escobilla de cerda mular atada detrás del glande, con el que los indígenas patagones
deleitan a sus mujeres.
En contraste con estos refinamientos observamos que el cunnilingus brilla por su ausencia. A los árabes
les repugna esta venerable práctica que, por otra parte, sólo produce placer a la mujer. No obstante, fue muy
usada por los eunucos o entre mujeres confinadas en harenes.
Otras reglas de aplicación más o menos unánime prohibían el coitus interruptus y el coito con mujer
menstruante «aunque no se eyacule y sólo se penetre hasta el anillo de la circuncisión». En este caso estaba
permitido que la mujer masturbara al hombre, pero los comentaristas no se ponían de acuerdo sobre si era
correcto que el hombre se aliviara manualmente.

Cantores y pederastas.

Al igual que otros pueblos antiguos, los árabes se entregaron con cierta asiduidad a las prácticas
homosexuales a pesar de la prohibición coránica y del rigor con que las leyes las castigaron en ciertas
épocas. Levi Provençal alude incluso a la congénita homosexualidad de los árabes. Las ordenanzas
municipales de Sevilla son terminantes en este punto:

Los putos deberán ser expulsados de la ciudad y castigados dondequiera que se les sorprenda.
No se les permitirá que circulen entre los musulmanes ni que anden por las fiestas, porque son
fornicadores malditos de Dios y de todo el mundo.

Estas ordenanzas estuvieron en vigor en tiempos de los severos almorávides, pero la tónica general del
musulmán fue muy distinta. Cuando las costumbres se relajaron, en los reinos de taifas, la sodomía se practicó
casi con entera libertad y gozó de cierta aceptación social. De hecho existían cantantes y músicos afeminados
(hawi, mujannath) cuyos servicios, no sólo artísticos, eran requeridos en fiestas y banquetes. A uno de ellos
alude el poeta Malik (siglo XIII): «¡Oh, tú que has hecho fortuna con tu ano!» En contraste, el poeta Ibn
Quzman se jacta de ser homosexual en otro poema: «Si entre los hombres hay quien tiene una de las dos
cualidades, sodomita o adúltero, yo reúno las dos».
Para el árabe la pareja homosexual ideal era el mozo imberbe al que ya comienza a apuntarle el bozo. En
alguna época la moda femenina se virilizó hasta el punto de que las mujeres se disfrazaban de muchacho para
atraer a sus enamorados. Tal ambigüedad sexual deja rastro en la poesía: «La rosa se ha abierto en su mejilla,
pero está guardada por el escorpión de su patilla». No es sorprendente que una de las enfermedades
reiteradamente citadas en los tratados de medicina sea la linfogranulomatosis venérea en su forma ano-rectal,
típica de los pederastas. En cuanto a la homosexualidad femenina, su práctica fue bastante común en el
cerrado mundo del harén, aunque estaba prohibida y se castigaba severamente:

Alá ha dispuesto una norma para las mujeres: a la virgen que peque con otra virgen, un azote y
destierro de un año; pero a las que pequen sin ser vírgenes cien azotes y lapidación.

Castigo grave si se tiene en cuenta que la lapidación se solía reservar a los adúlteros.
Las leyes religiosas prohibían también la fornicación con animales, si bien se toleraba cuando lo requería
la salud del fornicador. Los árabes creían, y en ciertas zonas lo siguen creyendo, que las enfermedades
venéreas se remedian por este conducto. Acudamos a los textos:
Está permitido fornicar con animales hembras cuando se es víctima de la gonorrea, de fuerte
inflamación del pene y de otras afecciones que no vayan acompañadas de úlceras o llagas. La
experiencia ha demostrado que por obra de esta fornicación el hombre se libra del virus causante
de estas enfermedades, sin que el animal pueda contraerlas, pues el virus es inmediatamente
aniquilado por el gran calor que reside en la vulva del animal y por las cualidades acres y ácidas
de las secreciones mucosas (…) pero esta fornicación debe cesar so pena de contravenir la ley del
islam, en cuanto hayáis recobrado la salud.

Por el mismo motivo estaba muy indicado el coito con mujeres negras, debido a la mayor temperatura de
su vagina.
Las relaciones sexuales con animales debieron ser muy frecuentes en la España musulmana,
particularmente en el medio agrícola. Veamos lo que nos cuenta un médico de tiempos de Abd al-Rahman III:

Pregunté al campesino ¿Qué te sucede? Replicó ¡Oh visir tengo un tumor en la uretra que me
oprime y me impide orinar desde hace muchos días. Estoy a punto de morir! Le ordenó
¡Enséñamelo! El paciente le mostró el pene tumefacto. El médico dijo al hombre que acompañaba
al enfermo: ¡Búscame una piedra plana! Fue por ella y la entregó al visir. Éste siguió: «Cógela con
la mano y pon el pene encima de la piedra». Quien me lo contaba añadió, una vez que estuvo el
pene sobre la piedra, el visir le descargó un puñetazo. El paciente se desmayó y al cabo de un
momento comenzó a fluir el pus con rapidez, después orinó: la orina siguió al pus. El hombre abrió
los ojos. El médico le dijo: ¡Vete! Estás curado de tu enfermedad. Eres un hombre corrompido pues
has cohabitado con el animal por su ano y casualmente has encontrado un grano de cebada de su
pienso que se te ha incrustado en el agujero de la uretra y ha causado el tumor. Ya ha salido con el
pus. El hombre exclamó: «¡Así lo hice!»
CAPITULO CINCO

El sexo en la Reconquista

El hombre moderno posee una imagen inexacta de la Edad Media. La sociedad medieval, a pesar de sus
intensas creencias religiosas, estaba mucho más desinhibida que la nuestra en lo que atañe al sexo. La
represión sexual y su cohorte dengue y gazmoña son típicos productos de la moral burguesa que, por
consiguiente, no se remontan más allá del siglo XIX. No obstante, como la Edad Media abarca casi un milenio,
cabe encontrar en ella las más variadas y hasta contradictorias costumbres amorosas.
La vida era corta y trabajosa, por tanto había que aprovecharla. La mujer envejecía a los treinta años; el
hombre a los cincuenta. La Iglesia era como una madre providente y juiciosa: imponía severas normas
sociales y duras penitencias, sí, pero también sabía acoger con benevolencia las flaquezas de sus hijuelos,
particularmente cuando se trataba de pecadillos de la carne. En aquel mundo asolado por periódicas
hambrunas, por devastadoras pestes y por mortíferas guerras, en aquel mundo inhóspito, todavía privado de
los beneficios del fútbol, de la lotería y de la televisión, ¿qué otro consuelo quedaba al resignado creyente
aparte del sexo y de su tibia o ardiente esperanza en la recompensa celestial prometida para después del valle
de lágrimas? Es muy natural que el sexo ocupara un lugar relevante entre los desahogos del hombre medieval.
(Lo que nos trae a la memoria el más reciente caso de una pobre gitana que, en el trance de sufrir la
extirpación de su matriz, suplicaba al cirujano: «¡Por lo que más quiera, señor doctor, no me vaya a cortar la
vena del gusto que es el único consuelo que tenemos los pobres!»)
De hecho, en la primera mitad del milenio que abarca la Edad Media, la promiscuidad sexual estuvo
bastante extendida. El humilde siervo la practicaba en las romerías que sustituyeron a las antiguas
hierogamias y ritos primaverales de las religiones precristianas, pero la clase noble no iba a la zaga en lo
referente a la libertad de costumbres. En los castillos de Alfonso VII encontramos que hombres y mujeres se
bañaban juntos y desnudos en la sala de tablas. Muchas ceremonias estaban teñidas de profundo erotismo: el
beso en la boca, por ejemplo, formaba parte del ceremonial caballeresco.
El sexo impregnaba las más cotidianas actividades. Con machacona reiteración, las autoridades
eclesiásticas renovaban las disposiciones de los antiguos concilios contra la lujuria. Así lo da a entender
también una tabla de penitencias del siglo X: por un beso demasiado ardoroso, veinte días de penitencia; el
doble si se trata de un reincidente; por eyacular dentro de la iglesia, quince días; por actos homosexuales, si
es un obispo, veinte años; si es presbítero, quince; si diácono, doce; si adolescente laico, sólo cuarenta días;
por copular con un cadáver, cuatro días; con animal la pena es variable según sea más o menos «tierno»; la
mujer que yace con burro, quince años; el marido que sodomiza a la mujer, tres años; si se allega a ella
embarazada o menstruante, veinte días.

El derecho de pernada y otros abusos.

Dos leyendas de la entrañable y morbosa Edad Media inventada por los románticos nos deleitan
singularmente: la del tributo de las cien doncellas y la del derecho de pernada. Según la primera, los califas
de Córdoba eran tan poderosos que la débil e incipiente Castilla tenía que satisfacer anualmente un
ignominioso tributo de cien doncellas para los harenes del rijoso moro. Fue el providencial rey Ramiro I,
primer objetor fiscal de nuestra historia, el que tuvo el coraje de rebelarse y, con ayuda del apóstol Santiago
matamoros, derrotó al ejército de Abd al-Rahman II en la batalla de Clavijo. Todo ello es falso y no tiene la
menor base histórica. Se trata de una leyenda piadosa y patriotera inventada en el siglo XII por cierto clérigo
mentirosillo, un tal Pedro Marcio.
Igualmente fabuloso es el pretendido derecho de pernada en virtud del cual el señor feudal podía
desflorar a la novia cuando uno de sus siervos se casaba. La consuetudinaria pernada tiene un origen
completamente distinto. Ciertos pueblos primitivos albergan la creencia de que el hombre transmite su alma y
su fuerza natural en el semen que fecunda a la hembra. Para evitar esta pérdida del alma se recurre a un
fecundador sagrado, que suele ser el propio dios convenientemente representado por su sacerdote, por el rey
o por el jefe natural. De tan extraña creencia quedó un vestigio ceremonial en la Edad Media, en ciertos
lugares, consistente en que el día de la boda el señor o su representante extendía honestamente una pierna
sobre el lecho de los recién casados. Ésta es una clase de pernada, pero la denominación alude también a
otra, a un privilegio feudal aún más inocente: el señor tiene derecho a un cuarto trasero de cada animal que su
vasallo sacrifique. En 1273, el fuero de Gosol menciona el impuesto con estas palabras: «Que nos den como
ha sido costumbre hasta ahora una pata». Finalmente, pernada fue también el derecho señorial a percibir un
impuesto del súbdito que contraía matrimonio, pero éste es más propio de los países septentrionales.
La creencia en el derecho de pernada es muy antigua. En algunos lugares, a finales de la Edad Media, el
sencillo pueblo estaba persuadido dela existencia por derecho de tal abuso señorial, aunque no se ejerciera.
En 1462, los sublevados payeses de remensa exigieron la supresión de esta servidumbre y sus señores les
contestaron:

Que no saben ni crehen que tal servitut sia en lo present Principat, ni sia may per algún senyor
exhigida. Si axi es veritat com en lo dit Capítol es contengut, renuncien, cessen, e anullen los dits
senyors tal servitut, com sie cose molt iniusta y desoneta.

Lo mismo ratificó Fernando el Católico en 1486. Otra cosa distinta era que un señor feudal se
encaprichara de una moza y abusara de ella, no por derecho sino por la mera fuerza. Cuenta el cronista Mosén
Diego de Valera que el arzobispo de Santiago Rodrigo de Luna, «estando una novia en el tálamo para
celebrar sus bodas con su marido, él la mandó tomar y la tuvo consigo toda una noche».

El cinturón de castidad.

Otra romántica imagen sexual de la Edad Media es el cinturón de castidad, un púdico arnés fortificado con
industria de cerrajería, con el que se supone que el marido guardaba, como en caja fuerte, la fidelidad de su
esposa cuando se veía impelido a una larga marcha, por ejemplo para participar en las Cruzadas. Es cierto
que tales cinturones se usaron en Europa al final de la Edad Media. El invento había llegado de Oriente,
como la Peste Negra, y arraigó primero en Florencia donde lo llamaron bellifortis. Su uso se divulgó en el
siglo XV por Francia y Alemania. El humanista Eneas Silvio, que luego sería Papa Pío II, escribió:

Esos italianos celosos hacen muy mal en poner cerrojos a sus esposas, ya que es condición de
la mujer desear mayormente aquello que le es prohibido, y es más consciente cuando puede actuar
con entera libertad.

Algunos maridos celosos impusieron el uso cotidiano de esta incómoda prenda a sus sufridas esposas. En
1889, en una iglesia austríaca se encontró el esqueleto de una mujer que había sido sepultada, con su cinturón
de castidad. Sería para defender su póstuma virtud de las asechanzas de los necrófilos.
Algunos maridos celosos impusieron el uso cotidiano del cinturón de castidad a sus sufridas esposas, Museo Arqueológico, Madrid. (ORONOZ).
El invento no quedó relegado a la Edad Media. En Alemania, en 1903, una tal Emile Scháfer patentó un
modelo actualizado. Más recientemente, en Pennsylvania, algunas abnegadas madres protegían la virtud de
sus hijas con un cinturón de castidad cuando éstas iban a asistir a un baile o a cualquier otra ocasión próxima
de pecado. Y en Toledo existe hoy un artesano que los fabrica para el mercado sadomasoquista nórdico.
La simbología sexual informa los más mínimos actos del ceremonial caballeresco: la encontramos incluso
en las estatuas yacentes que decoran los sepulcros. En éstas la mujer cruza sus manos, pudorosamente, sobre
el bajo vientre; en cambio el hombre refuerza su virilidad posando sobre sus partes la espada desnuda. Otro
símbolo sexual fue el cabello, que el hombre exhibía libremente, en tanto que la mujer, que lo llevaba largo y
suelto mientras se conservaba virgen, se lo cortaba o recogía en cuanto la hacían dueña. Y los torneos, ya en
las postrimerías de la Edad Media, se convirtieron en teatros eróticos en los que el hombre combatía por un
fetiche que simbolizaba el himen de la amada: un pañuelo, una liga u otra prenda cualquiera que saldría del
combate impregnada de su sudor y su sangre.
El ideal estético dominante era el que enunció el Arcipreste de Hita:

Busca mujer de talla, de cabeça pequeña; cabellos amarillos (…) ancheta de caderas: esta es
talla de dueña; los labios de su boca, bermejos (…) (…) la su faz sea blanca, sin pelos, clara e lisa.

También se apreciaban el cuello largo (alto cuello de garça) y las orejas pequeñas.
Esto en cuanto a la clase noble, que es de la que nos han llegado más noticias. En lo que concierne al
anónimo y aperreado pueblo, «la plebe no practica la caballería del amor —escribe Andreas Capellanus en
1184—, sino que como el caballo y el asno tienden naturalmente al acto carnal (…) les basta labrar los
campos y la fatiga del pico y el azadón». Y los goliardos, poetas tunantes, cantaban incesantemente la pasión
y el gozo carnal en un coro en el que no faltaban clérigos libertinos y tabernarios. Entre ellos nuestro
Arcipreste de Hita, que dejó expresada la profunda filosofía de la humanidad:

Como dice Aristóteles, cosa es verdadera el mundo por dos cosas trabaja: la primera por haber
mantenencia; la otra cosa era por haber juntamiento con hembra placentera.

Estos alegres clérigos constituían la excepción. Por supuesto, la Iglesia oficial seguía siendo tan sexófoba
y misógina como en tiempos de San Agustín. El concilio de Toledo de 1324 condenó a la mujer como criatura
«liviana, deshonesta y corrompida».
Al margen de los estamentos citados cabe mencionar el universitario, constituido en los estudios que
florecieron a partir del siglo XIII. Los estudiantes se entregaban con más ahínco al placer que a los libros, a
juzgar por las ordenanzas que Alfonso X el Sabio les dispuso: «Estudiar e aprender (…) e fazer vida honesta
e buena ca los estudios para este fin fueron establecidos».
Ya se ve por dónde apunta el Rey Sabio. El estudiante era alborotador y mujeriego por naturaleza. En
torno a las universidades florecían singularmente las mancebías. También en las fondas, posadas y albergues
de los caminos, una tradición que continuaba desde Roma.

Putas y mancebas.

Los establecimientos de la mancebía, controlados por el cabildo municipal o por el señor de la villa,
constituían un lucrativo negocio. Entre el sufrido puterío medieval brilla con luz propia una soldadera a la
que el Rey Sabio dedicó una cantiga: María Pérez Balteira. Por sus juegos de doble sentido, la composición
no tiene nada que envidiar al cuplé más ingenioso. Aparentemente, lo que la pícara Balteira aconseja es cómo
construir una cabaña:

De buena medida la debes coger


ésta es la viga adecuada
si no yo no os la señalara.
Y como ajustada se ha de meter
bien larga ha de ser
que quepa entre las piernas (…) de la escalera
ésta es la medida de España
no la de Lombardia o Alemania
pero si resulta más gorda, también sirve
que la que no vale para nada es la delgada.

La Balteira se hizo de una regular fortuna. En 1257 otorgó una donación al monasterio cisterciense de
Sobrado y, a cambio de una renta vitalicia, se comprometió a servir a los monjes «como familiar e amiga».
Se observa que a los buenos monjes no les repugnaba el pago en especie y que quedaron satisfechos de los
servicios de la Balteira. El caso es que en 1347, el merino mayor de Galicia prohibió estos pagos «por mal e
deshonestidad», porque era frecuente que las mujeres de los colonos pasaran tres o cuatro días en el
monasterio «para hacer fueros, no sabían cuáles». María la Balteira, ya vieja, dio en gran rezadora, como
tantas de su profesión, y cuando iba a confesar se quejaba al cura: «Soo vella, ay capellam» (¡Ay, padre, qué
vieja soy!).
María la Balteira moriría sin conocer los tiempos malos de Alfonso XI, cuando se persiguió el oficio y se
obligó a las putas a llevar tocas azafranadas para distinguirlas de las mujeres honestas. Inevitablemente, al
poco tiempo, las honestas dieron en lucir tocas azafranadas y la autoridad hubo de modificar el artículo, y
dispuso que las mujeres de vida alegre llevaran en adelante prendedero de oropel en la cabeza, otra prenda
que prestamente haría furor entre las féminas. Eran tiempos en que el legislador, sin proponérselo, dictaba la
moda femenina. Lo del prendedero se confirmaría en unas ordenanzas de los Reyes Católicos, en 1502.

Amor cortés y amor carnal.


Escena de trovador perteneciente a las Cantigas de Santa María
de Alfonso X, Biblioteca del Monasterio de El Escorial. (ORONOZ).

Para que no faltara suerte alguna de amor, incluso se conocía un amor platónico, el amor cortés, similar al
amor udri de los musulmanes. Este amor, exaltado por la poesía trovadoresca, rendía culto a la mujer y
convertía al hombre en vasallo de su enamorada. En su aspecto religioso llegó a erotizar incluso a la Virgen
María, tan atractivamente representada por los tallistas góticos. Por aquí se anuncia la vena mística que daría,
andando el tiempo, los ardorosos desmayos de San Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Ya existían todas las
clases de amor que afligen al hombre de hoy, incluso el artero flechazo de Cupido que con el dardo del deseo
hiende los broqueles de la religión y la virtud, esa locura dulce que arrebata a los amantes y los une a
contrapelo de todas las conveniencias sociales. Es el caso del príncipe de Barcelona, Ramón Berenguer,
quien, en 1054, de paso por Francia camino de los Santos Lugares, se hospedó en el castillo de Narbona y se
enamoró de Almodis, la esposa de su anfitrión. La pareja guardó ausencias hasta que él regresó de Tierra
Santa y nuevamente se hospedó en el castillo. Aquella misma noche escaparon juntos y a poco se casaron tras
repudiar a sus respectivos cónyuges.
El amor pasional, aunque se exprese en lengua remota, conserva hoy la frescura de lo auténtico:

Toliós el manto de los ombros besó me la boca e por los oios, tan gran sabor de mí avía, sol
fablar non me podía.

O la humana debilidad del gatillazo artero en esta composición del siglo XII:

Rosa fresca, rosa fresca tan garrida y con amor cuando vos tuve en mis brazos non vos supe
servir, non…

En un principio, el matrimonio no constituyó sacramento. Era una institución civil, un contrato privado
entre los contrayentes que tenía por objeto la perpetuación del linaje, si se trataba de nobles, o la simple
mutua ayuda. La esposa era una propiedad del marido. Consecuentemente, si otro hombre accedía a ella, fuera
por violación, fuera por adulterio, el delito perpetrado era, además, enajenación indebida.
La Iglesia no intervino en el contrato matrimonial hasta muy avanzado el siglo XII. Incluso en ciertos
casos, el matrimonio continuó siendo un acto exclusivamente civil hasta el final de la Edad Media. Solamente
a partir del concilio de Trento se impuso la obligación de que fuese público, ante sacerdote, y de que quedase
registrado en la parroquia. Iglesia y Estado se consensuaron para imponer tal mudanza. De este modo
controlaban mejor a sus feligreses y súbditos. El matrimonio medieval podía ser a yuras, a solas o a furto, es
decir, en secreto entre los dos contrayentes, sin conocimiento de las familias respectivas. El concubinato
estaba estrechamente relacionado con el matrimonio. También podía acordarse mediante contrato legal, como
el que suscribieron en 1238 Jaime I de Aragón y la condesa Aurembiaix de Urgel, sobre los hijos que
pudieran tener sin estar casados.
El título XIV, ley III de las Partidas, admite que «las personas ilustres pueden tener barragana, pero
siempre que ésta no sea sierva ni tenga oficio vil». La concubina gozaba de un estatuto judicial y social como
esposa de segunda categoría. La Iglesia toleraba estas situaciones y hacía la vista gorda, aunque a veces,
cuando eran demasiado notorias, intentaba corregirlas. En 1338, el concilio de Palencia clamaba contra los
que «imitando al caballo y al mulo, que carecen de entendimiento, no tienen reparo en mezclarse
públicamente con concubinas en daño de sus almas».
Las leyes civiles que regulaban el matrimonio están contenidas en la cuarta Partida: la mujer podía
casarse a los doce años, el hombre a los catorce. No obstante, el comprensivo legislador admitía que
también pueden unirse antes de esa edad «si fuessen ya guisados para poderse ayuntar carnalmente. Ca la
sabiduría, o el poder, que han para esto fazer, cumple la mengua de la hedad» (ley VI).
El matrimonio entrañaba la obligación del débito conyugal, incluso si era reclamado en días de
abstinencia, cuando el ayuntamiento carnal constituía pecado. A efectos legales, la convivencia no era
imprescindible. Bastaba que «se acostumbrassen a veer el uno al otro en sus casas, o si yoguiesse con ella
como varón con muger» (ley III). Ahora bien, como la finalidad del matrimonio es tener hijos, «cuando se
ayuntan marido e muger con la intención de haber fijos, no hay pecado; mas facerlo comiendo letuarios
pecan mortalmente» (título II, ley IX).
La potencia del marido y la virginidad de la esposase demostraban exhibiendo ante testigos la sábana
pregonera manchada de sangre tras la noche de bodas. A falta de este requisito se suponía que el matrimonio
no era válido por defecto de alguna de las partes. Por este motivo el casamiento estaba contraindicado en la
mujer que tiene «natura tan cerrada que non puede el varón yacer con ella» y en los impotentes, de los que el
legislador distingue dos clases: «Los maleficiados, e fríos de natura, son dos maneras de omes que son
embargados para non se poder casar (…).» El maleficiado o embrujado, víctima de algún hechizo, podía, si
se casaba de nuevo, acceder carnalmente a la nueva esposa. En tal caso esta segunda boda se daba por válida,
pero en el caso del que es frío de natura —es decir, del impotente físico— no había nada que hacer pues
«también lo es con la una muger como con la otra».
Solamente la muerte disolvía el vínculo matrimonial. El divorcio, admitido por el Fuero Juzgo de los
godos, estaba prohibido en las Partidas. No obstante, en ciertos casos, el matrimonio podía ser anulado. Por
ejemplo, si se demostraba la impotencia del marido: «Quando el ome ha tan fría natura que non puede
yacer con muger» o cuando la mujer era tan cerrada que no había manera de consumar el acto carnal.
También era causa de anulación que el desproporcionado tamaño del pene del marido pusiera en peligro la
vida de la esposa. Delicado extremo que habían de decidir los jueces tasando y midiendo los respectivos
miembros. Veamos:

Cerrada seyendo la muger (…) de manera que la ouiessen departir de su marido, si acaesciesse
que después casase con otro que la conociese carnalmente, deuela de partir del segundo marido e
tornarla al primero; porque semeja, que si con él ouiesse fincado todavía también la pudiera
conoscer como el otro. Pero antes que los departan, deuen catar, si son semejantes, o eguales, en
aquellos miembros que son menester para engendrar. E si entendieran que el marido primero non
lo ha mucho mayor que el segundo estonce la deuen tornar al primero. Mas si entendieran que el
primer marido auía tan grande miembro, o en tal manera parado, que por ninguna manera non la
pudiera conoscer sin grande peligro della, maguer con el ouiesse fincado, por tal razón non la
deuen departir del segundo marido (título VIII, ley III).

Adúlteros y castrados.

La mujer debía permanecer fiel al marido. En sólo dos casos se admitía su yacimiento con hombre sin
cometer adulterio: por violencia o por yerro. Dice la ley: «Yaziendo alguno ome por fuerça, travando della
rebatosamente» o si el esposo se ausenta para una necesidad, otro ocupa su lugar en la cama, se ayunta con la
confiada esposa y ella se deja hacer pensando que se trata de una gentileza del marido. La reina María de
Montpellier recurrió a una estratagema parecida para conseguir que su esquivo esposo, Pedro el Católico, se
aviniera a satisfacerle el débito conyugal. Se hizo pasar por una dama de la corte que accedía a acostarse con
el rey bajo la condición de que fuera a oscuras y en silencio. Nueve meses después nació Jaime I el
Conquistador.
Tornando al tema de las violaciones, yerro común en la Edad Media, el moralista Pedro de Cuéllar
(1325) las incluye entre los delitos contra la propiedad y razona que, aunque en caso de extrema necesidad
uno puede usar los bienes ajenos, no es moralmente lícito usar de la mujer de otro, por muy necesitado de
desahogo que se encuentre uno, ya que «quanto al negocio carnal no es cosa común que la muger deve ser
una de uno».
El Fuero Real concedía al marido burlado la facultad de perdonar a los culpables o de ejecutarlos, pero
no podía castigar a uno de ellos y perdonar al otro. En los Fueros de Castilla se recoge el caso de un
caballero de Ciudad Rodrigo que sorprendió a su mujer en flagrante delito de adulterio y echando mano de su
rival «castrol depixa et de coiones». Este marido fue condenado a muerte no por desgraciar al burlador, sino
por perdonar a la mujer.
A propósito de castrados, mencionaremos el título VIII, ley IV de la cuarta Partida para escarmiento
provechoso de los esforzados corredores de cien metros vallas:

Castrados son los que pierden por alguna ocasión que les auiene, aquellos miembros que son
menester para engendrar: assí como si alguno saltase algún seto de palos, que travase en ellos, e
ge los rompiesse; o ge los arrebatase algún oso, o puerco, o can; o ge los cortase algún orne, o ge
los sacasse, o por otra manera qualquier que los perdiesse.

Las Partidas distinguen varias clases de hijos, dependiendo del estatus legal de la madre: naturales
(habidos de barragana oficial, fiel); fornecidos (si proceden de parientes o de monjas); manzeres «si son de
mugeres que están en la putería et danse a todos quantos a ellas vienen»; espurios (los de barragana que
no es fiel a su amigo) y notos (los de cornudo consentido que los cría como propios). Eiximenis señala que
los hijos ilegítimos o bordes son orgullosos, mendaces, lujuriosos y faltos de escrúpulos. Empero, no es
inconveniente que en cada familia noble haya alguno, porque a él se le pueden encargar las venganzas y otros
trabajos sucios.
Siguiendo la autoridad moral de la Iglesia, las leyes regulaban el sexo matrimonial orientado a la
perpetuación de la especie, pero su práctica estaba sujeta a una serie de normas. Si la mujer era estéril, el
marido debía abstenerse de la cópula; también debía abstenerse cuarenta días antes de Navidad, los ocho
posteriores a Pentecostés, los domingos, miércoles y viernes, las fiestas religiosas, en Cuaresma, la octava de
Pasión, los días de ayuno, cinco días antes de la comunión y uno después: en total, unos ocho meses al año.
Además, el catecismo de Pedro de Cuéllar establecía que aunque yacer con la esposa sin intención de
procrear fuera solamente pecado venial, la suma de varios pecados veniales hace uno mortal.
Tantas limitaciones al ejercicio conyugal favorecieron el concubinato y la frecuentación de prostíbulos, y
alentaron el auge profesional de cobijeras y alcahuetas. En los documentos judiciales se citan muchas de
ellas, como una tal Catalina Trialls, acusada en 1410 de procurar niñas vírgenes a un maníaco sexual.
La homosexualidad femenina se toleró en la Edad Media por razones doctrinales, puesto que su práctica
no entraña derramamiento de semen. La masculina, en cambio, fue severamente reprimida.

Si dos omes yacen en pecado sodomítico deben morir los dos; el que lo face y el que lo
consiente. Esa misma pena debe auer todo omeo muger que yace con bestia; pero ademas deben
matar al animal para borrar el recuerdo del fecho (título XXI, ley II).

El otro gran delito de índole sexual era el aborto que, junto con el infanticidio, estuvo muy divulgado
como medio de controlar el crecimiento dela familia. El Fuero Juzgo condenaba a muerte tanto al que
preparaba hierbas abortivas como al que incitaba a usarlas. La mujer que abortaba era esclavizada o recibía
doscientos azotes si ya se trataba de una sierva; el infanticidio se castigaba con la muerte y otras veces con la
ceguera.

Reinas y concubinas.

Si Carlomagno, tan admirado en la Edad Media, se casó cuatro veces y mantuvo cinco concubinas oficiales,
sus colegas hispánicos no le fueron a la zaga. Fernando III el Santo casó dos veces. Su segunda esposa fue la
francesa Juana de Ponthieu, mujer hermosa y apasionada cuya predilección por su hijastro Enrique «ha dado
lugar a malignas interpretaciones». Su hijo Alfonso X, casado por conveniencias con una niña de doce años,
se entregó prontamente a la famosa doña Mayor de Guzmán y otras amantes. No menos agitada fue la vida
amorosa de Alfonso XI, al que los moros apodaban «el baboso». Se casó dos veces y, a pesar de las severas
amonestaciones del papa, tuvo cuatro amantes fijas. Nueve de sus dieciocho hijos nacieron de la hermosa
Leonor de Guzmán, concubina, y sólo uno de la reina, el indispensable heredero del trono. A su muerte, la
despechada reina hizo decapitar a Leonor de Guzmán, pero la estirpe de la concubina se tomaría cumplida
venganza: uno de sus bastardos, Enrique de Trastámara, arrebataría el trono a Pedro el Cruel, el rey legítimo.
Pedro el Cruel, rey que «dormía poco e amó a muchas mugeres», había heredado las inclinaciones
venéreas de su padre y su aparente indiferencia hacia la esposa oficial, Blanca de Borbón, a la que abandonó
a los tres días de casado para huir al lado de la hermosa María de Padilla, «pequeña de cuerpo pero
preciosa». Debió estar muy enamorado de ella, aunque también mantuvo romances ocasionales con las
beldades que iba encontrando en su camino. Se sospecha que envenenó a la reina por una de ellas, Juana de
Castro. Cuando se trataba de conseguir un objeto sexual, don Pedro no paraba en barras. En 1354, estando en
Segovia, se sintió prendado de Juana la Fermosa y aunque se esforzó en rendir su virtud por todos los
medios, la dama porfiaba en reservar su virginidad para el caballero que se casara con ella. En esta tesitura,
el encalabrinado rey conminó a los arzobispos de Ávila y Salamanca para que anularan su matrimonio con la
reina. Cuando lo consiguió, contrajo matrimonio con la hermosa y ambiciosa Juana y pasó la noche con ella,
noche sin duda agitada y fecunda puesto que la dejó embarazada. A la mañana siguiente, el rey abandonó el
palacio sin despedirse y ya no volvió a ocuparse de doña Juana.
Quizá el lector sospeche que este hombre no estaba en sus cabales. Es posible: don Pedro arrastraba taras
genéticas resultantes de repetidos matrimonios entre primos. Tengamos en cuenta que los peligros de la
consanguinidad han sido desconocidos prácticamente hasta nuestros días; esto explica que tres sucesivas
dinastías españolas (Trastámara, Austrias y Borbones) hayan padecido muchos males derivados de ella.

Frailes granujas.

Durante la Edad Media fue bastante corriente no sólo que los clérigos mantuviesen mancebas, sino que las
exhibiesen públicamente como si de legítimas esposas se tratara.
La costumbre tuvo su origen en los matrimonios espirituales, con teórica exclusión del sexo, que la Iglesia
toleró en los primeros siglos medievales. A su amparo, muchos clérigos se echaron novia con el pretexto de
tener agapeta o subintroducta, es decir, ama. La institución era tan ambigua que inmediatamente se
detectaron abusos. Ya el concilio de Elvira estableció que el pactum virginitatis debía ser público y prohibió
la convivencia de ascetas y vírgenes bajo un mismo techo. Es más, estableció que cuando la virgen o monja
se casaba, como era esposa de Cristo, cometía adulterio e incurría en excomunión. San Bonifacio, en el siglo
VIII, clamaba contra los clérigos que «de noche mantienen a cuatro, cinco o más concubinas en su cama».
También Fruela intentó prohibir el matrimonio de los clérigos, pero los afectados se le sublevaron.
La corrupción del clero alcanzó su punto álgido en el siglo X. El mal llegó a infectar las más altas
jerarquías con la Santa Sede en manos de Marozia, aristócrata romana amante del papa Sergio III (904-911).
Un hijo de Marozia seguiría la carrera del padre y llegaría a papa con el nombre de Juan XI (931-936). Si el
Vaticano alcanzaba estos extremos, no debe extrañarnos que por toda la cristiandad existieran abades y
clérigos amancebados y monasterios «que son casi lupanares» donde las monjas eran «pregnantes y
adúlteras». En 1281, la priora del monasterio de Santa María de Zamora solicitó ayuda del cardenal porque
las monjas jóvenes de su comunidad recibían visitas de dominicos que pasaban la noche en sus celdas
«holgando con ellas muy desolutamente». Como eran correligionarios y había confianza, lo hacían en el
propio convento, pero también las hubo que atendían a domicilio, como parece sugerir cierta ley de las
Partidas que establece penas para «los que sacan monjas de conventos para yacer con ellas (…) si es clérigo
débenlo deponer; si lego, excomulgar»; y la monja debía reintegrarse al convento de forma que estuviera
mejor guardada que antes.
Los intentos de reformar al clero, particularmente desde que el papa Gregorio VII impuso de manera
definitiva el celibato, fracasaron estrepitosamente. El concilio de Compostela (1056) dispuso que los
sacerdotes y clérigos casados dejasen a sus mujeres e hicieran penitencia; el de Palencia (1129) ordenó que
las mancebas de los eclesiásticos fuesen repudiadas públicamente; el de Valladolid (1228) que «denuncien
por excomulgadas a todas las barraganas públicas de los dichos clérigos y beneficiados y si se moriren que
las entierren en la sepultura de las bestias»; y el de Toledo (1324) señalaba que «se ha introducido la
detestable costumbre de que vayan a comer a casa de Prelados y Grandes las mujeres livianas, conocidas
vulgarmente con el nombre de soldaderas y otras que con su mala conversación y dichos deshonestos
corrompen muchas veces las buenas costumbres». El viajero Juan de Abbeville (1228) observó que el clérigo
español era más mujeriego que sus colegas europeos. Las cortes del siglo XIV adoptaron una serie de medidas
para reprimir el amancebamiento delos clérigos. Por una parte se les obligó a satisfacer un impuesto; por otra
se reprimió el lujo de sus mancebas acostumbradas a exhibicionismos tales como lucirse «con grandes
quantías de adobos de oro y plata». Además, la ley las obligó a vestir paños viados de Ypres y un prendedor
de lienzo bermejo que las distinguieran de «las dueñas honradas y casadas». Esta orden fue desobedecida,
puesto que unos años después las cortes de Soria recuerdan que «las mancebas de los clérigos» debían llevar
el prendedor «pública e continuamente». Como estas radicales medidas se mostraban inoperantes, en
ocasiones se acudía a la negociación. Un privilegio de Enrique II concedía a los clérigos y prestes de Sevilla
el mantenimiento de sus apaños siempre que fuera sin mengua de la castidad:

Que las dichas concubinas en adelante hicieren vida honesta, que les puedan en sus casas de
ellas aparejar los manjares y enviarlos a los dichos clérigos a sus casas, y en el tiempo de
enfermedad servirlos en cosas lícitas y honestas de día, salvo si el mal fuere muy grave. Y otro sí,
que los clérigos y prestes puedan ayudar piadosamente a las dichas mujeres, e hijos ya nacidos, en
sus menesteres.

Quedaban ya lejanos los tiempos en que los eclesiásticos tenían que ser impolutos (es decir, sin
poluciones) y, caso de sufrir algún involuntario derrame nocturno, debían lavarse «y lanzar gemidos» antes de
entrar en la iglesia.
Uno de los intentos de la jerarquía eclesiástica por erradicar las mancebas de los clérigos queda
reflejado en la deliciosa Cantiga de los clérigos de Talavera, del Arcipreste de Hita:

Cartas eran venidas, dizen desta manera:


que casado nin clérigo de toda Talavera
que non toviese manceba casada nin soltera
y aquél que la tuviese descomulgado era.
Con aquestas razones que la carta dezía
quedó muy quebrantada toda la clerecía.

Gran revuelo de sotanas ante tamaño atropello y asamblea clerical para elevar la protesta al rey:

de más que sabe el rey que todos somos carnales


y se apiadará de todos nuestros males.

Oigamos las indignadas razones de uno de los afectados que acaba de regalar un vestido a su barragana y
además la tenía recién lavada, lo que no era cosa de todos los días:

¿Que yo deje a Orabuena, la que cobré antaño?


En dejar yo a ella recibiera gran daño:
dile luego de mano doce varas de paño
y aun ¡por mi corona! anoche fue al baño.

Otro afectado, más irascible que el anterior, no se recata de proferir terribles amenazas contra el
arzobispo:

Porque suelen decir que el can con gran angosto


con rabia de la muerte al amo muerde el rostro.
Si cojo al arzobispo yo en un paso angosto
tal tunda le daré que no llegue a agosto.
Remedios y hechicerías.

La farmacopea erótica ofrecía un amplio catálogo de remedios de origen tanto mineral como vegetal o animal.
Destacaban la camiruca, el margul y el alburquiz, piedras citadas en el lapidario de Alfonso X. El mismo
efecto se atribuía a la mandrágora, a la saponina (que se extrae de los tegumentos del sapo), al atíncar o bórax
y a una dudosa receta cuyos componentes eran «carne de lagarto, corazón de ave y heces de enamorado». Las
personas de alcurnia y posibles podían aspirar a poseer algún fragmento del cuerno del fabuloso unicornio,
cuyas virtudes genéticas y vigorizadoras de virilidades detumescentes se tenían por casi milagrosas. Durante
toda la Edad Media existió un activo comercio de colmillos de narval que desaprensivos mercaderes
matuteaban por cuerno de unicornio. (Hoy el rinoceronte africano se encuentra amenazado de extinción
debido a la caza masiva de que es objeto para surtir los mercados de Oriente, donde su cuerno frontal es muy
estimado como afrodisíaco).
Los compuestos para remedios de amor parecen más pintorescos que peligrosos. Para enamorar a un
hombre se le daba a comer pan amasado sobre el pubis de la mujer. Idénticos resultados se obtenían dándoles
a comer un pez que hubiese muerto dentro de su vagina. Para conservar el amor de una mujer y asegurarse de
su fidelidad se le daba a beber una pócima en cuya receta entraban testículos de lobo y la ceniza resultante de
quemar pelos tomados de distintas partes del cuerpo. Para alcanzar y retener a una mujer frígida el hombre
debía untarse el pene con sebo de macho cabrío antes de copular con ella. Para provocar la impotencia de un
hombre, la mujer desnuda y untada de miel se revolcaba en un montón de trigo; luego recogía los granos
adheridos a su piel y confeccionaba con ellos una torta que daba a comer al varón que quería desgraciar.
Para evitar que la mujer se quedara embarazada se friccionaba el pene con vinagre antes del coito. Es de
suponer que, dada la precariedad manifiesta de este método anticonceptivo, las preñeces indeseadas serían
frecuentes. Aunque, por otra parte, nunca se sabe. En muchos países africanos usan hoy como contraceptivo
lavativas vaginales de una conocida bebida americana de cola y al parecer resulta eficaz, lo que ha alertado
al departamento de promoción de la empresa, siempre atento a ampliar mercados investigando los nuevos
usos de su brebaje.
Las Siete Partidas tienen en cuenta las hechicerías sexuales. Cuando una pareja no podía consumar el
coito por hallarse hechizada, se le concedía un plazo de tres años «que uiuan en uno y tomar la jura dellos
que se trabajaran quanto pudieren para ayuntarse carnalmente». Si, a pesar de esta buena disposición de
las partes, se agotaba el plazo sin que la unión se hubiese consumado, el caso debía someterse a examen
médico por parte de «omes buenos e buenas mugeres, si es verdad que ha entre ellos tal embargo». Otras
hechicerías contenidas en grimorios pretendían provocar el amor de una mujer, hacerla danzar desnuda u
otros caprichos semejantes. Estos libros de magia debieron estar muy solicitados. Alfonso X nos da noticia
de un deán de Cales que seduciendo por magia y por grimorio «jode cuanto quiere joder». Así cualquiera.
A pesar de todos estos remedios, se daban muchos casos de mujeres insatisfechas. Algunas recurrían a
diversos artefactos de autoestimulación. Una cantiga del poeta Fernando Esquió menciona un lote de cuatro
consoladores que ha enviado a una abadesa amiga suya para servicio de su comunidad. En un documento de
1351 se habla de una mujer fallecida «por ocasión de un rauano (rábano) que le auian puesto por el conyo»
(Archivo General de Navarra, sección de Comptos, 66 folio 296 vuelto). La crucífera y picantilla raíz parece
haber despertado súbitas pasiones femeninas en muy distintas épocas. Un soneto anónimo del siglo XVI
comienza:

Tú rábano piadoso, en este día


risopija serás en mi trabajo
serás lugarteniente de un carajo
mi marido serás, legumbre mía.

Quizá la íntima razón del desvalimiento amoroso de algunas mujeres fue olfativa más que estética. La
cristiandad nacional se lavaba poco; lo uno por falta de medios y recursos, lo otro por no parecerse a los
infieles mahometanos cuyas rituales abluciones eran precepto en su odiada religión. Lo cierto es que el olor
descompuesto del sexo femenino era perfectamente perceptible en torno a la mujer. El marqués de Villena
recomienda, en sus consejos al trinchante, que no se acerque demasiado a las mujeres pues sus cuerpos
hieden y su olor puede desvirtuar el aroma de las viandas que prepara.
CAPITULO SEIS

El desenfreno otoñal

Después de la devastadora epidemia de Peste Negra de 1348 y de las guerras civiles y crisis diversas que
asolaron Europa en el siglo siguiente, a la angustia de la muerte sucedió el frenesí de vivir. Ninguna época ha
exaltado tanto el goce carnal. Un intelectual, el valenciano Joanot Martorell, no duda en clasificar el amor en
tres clases: virtuoso, provechoso y vicioso. Es virtuoso el amor del caballero que combate por su dama; es
provechoso el que agasaja a la dama pero «tan pronto como el provecho cesa el amor decae»; finalmente, el
vicioso es aquél cuyo único objetivo es la satisfacción sexual. El lector está esperando quizá una moralina
reprobatoria de este amor. Todo lo contrario: este amor «es pródigo en gracias y palabras que os dan vida por
un año, pero si pasan más adelante pueden acabar en una cama bien encortinada, con sábanas perfumadas,
donde podéis pasar toda una noche de invierno. Un amor como éste me parece a mí mucho mejor que los
otros».
Los poetas tampoco se andan con remilgos. Citemos versos de Villasandino:

Señora, pues que non puedo


abrevar el mi carajo
en ese vuestro lavajo (…)
Señora, flor de madroño,
yo querría syn sospecho
tener mi carajo arrecho
bien metido en vuestro cono;
por ser señor de Logroño
non deseo otro provecho
sino joder coño estrecho
en estío o en otoño.

Las canciones y serranillas de este tiempo son de una desvergüenza y procacidad notables. Todo un
estimulante catálogo de dueñas salidas, clérigos encalabrinados, lances de alcoba y monjiles pechos
insomnes caldea los aires en las canciones del pueblo. Los gustos literarios de la nobleza guerrera dirigente
no eran muy distintos. El amor cortés había evolucionado hasta hacerse sexual en las novelas de caballerías.
El caballero combatía llanamente, por la posesión del himen de la dama, representado por distintos fetiches
ensangrentados o manchados de sudor, como esos pañuelos o cintas que la dama otorga al amado para que le
traigan suerte en la pelea. Incluso la antigua épica que enardecía a la generación anterior degeneró en obras
erótico-bélicas como la del fragmento que copiamos:

Los coños veyendo crecer los rebaños


y viendo carajos de diversas partes
venir tan arrechos con sus estandartes,
holgaron de vello con gozos estraños;
los cuales, queriendo hartarse sin daños
de aquéllas tan nuevas y dulces estrenas,
acogen de grado los gordos de venas,
también a los otros que no son tamaños.

Este ambiente disoluto se refleja incluso en la moda. Las hermosas no desaprovechan ocasión de lucir la
pechera. El alemán Münzer, de viaje por España, confiesa, entre encantado y escandalizado: «Las mujeres
con excesiva bizarría van descotadas de tal modo que se les pueden ver los pezones, además todas se
maquillan y perfuman». Y cuando no muestran la pechuga al natural, la llevan tan ceñida que el resultado es
casi idéntico. Dígalo el poeta:

las teticas agudicas que el brial quieren hender.

Un pasaje de la crónica de Alonso de Palencia narra la sensación que produjo en la corte castellana el
desenfado y la picardía de las damas portuguesas llegadas con el séquito de la reina doña Juana: «Lo
deshonesto de su traje excitaba la audacia de los jóvenes y extremábanle sobremanera sus palabras aún más
provocativas (…) ocupan sus horas en la licencia y el tiempo en cubrirse el cuerpo de aceites y perfumes y
esto sin hacer de ello el menor recato; antes descubren el seno hasta más allá del ombligo y cuidan de
pintarse con blanco afeite desde los dedos de los pies, los talones y canillas, hasta la parte más alta del
muslo, interior y exteriormente, para que al caer de sus hacaneas, como con frecuencia ocurre, brille en todos
sus miembros uniforme blancura».
¿Cabe mayor y más deliciosa coquetería? ¿Cabe más discreta prevención? Las damiselas lusas, con la
primavera en la sangre, extremaban su celo femenil hasta el punto de llevar sus más íntimas regiones
permanentemente maquilladas. Siempre andaban aparejadas para el amor.
A pesar de la favorable disposición femenina, la sodomía debió estar más extendida que nunca, si damos
crédito a los documentos. Fray Íñigo de Mendoza lo versificó:

Pues lo del vicio carnal


digamos en hora mala:
no basta lo natural
que lo contra natural
traen en la boca por gala.
¡Oh rey! los que te extrañan
tu fama con tu carcoma;
pues que los aires te dañan,
quémalos como a Sodoma.

Dicen «traen en la boca por gala», es decir, que estaba de moda el trato entre hombres y no se recataban
de ello. La misma peculiaridad llama la atención de un viajero alemán que encuentra que los habitantes de
Olmedo «son peores que los propios paganos porque cuando alzan en Misa el Cuerpo de Dios ninguno dobla
la rodilla, sino se quedan de pie como animales brutos, y hacen vida tan impura y sodomítica que me da pena
contar sus pecados». Si el piadoso alemán hubiese estado un poco más viajado, quizá hubiese anotado que en
otros lugares de Europa también estaba muy extendida la sodomía. En Francia había incluso mignons o
efebos que acompañaban al rey y dormían en su cama. La reina también gozaba de sus mignonnes.
Algunos autores sugieren que el incremento de los homosexuales quizá obedezca al hecho de que lo
morisco se puso de moda en Castilla. Es posible. Lo cierto es que prácticamente toda la población del reino
musulmán de Granada era bisexual. Los Reyes Católicos atacaron el problema por su raíz y, a partir de 1497,
restauraron la antigua pena de hoguera para los sodomitas en vista de que «las penas hasta ahora estatuidas no
son suficientes para extirpar y del todo castigar tan abominable delito». A partir de entonces sería perseguido
por la Inquisición en Aragón y por los tribunales ordinarios en Castilla.

Braguetas y verdugados.

Una sabia moda femenina impuso el uso del verdugado: «Ese traje maldito y deshonesto —zahiere fray
Hernando de Talavera— que en la villa de Valladolid ovo comienzo». El verdugado era un armazón de aros
que se cosía a distintas alturas del ruedo exterior del vestido para que acampanara la falda. Esta aristocrática
moda, de apariencia extravagante pero utilísima para disimular preñeces comprometedoras, cayó en desuso
en los severos tiempos de los Reyes Católicos, pero renacería, más pujante que nunca, en los siglos XVI y XVII
y aún después, aunque ya con nombres distintos: guardainfante, miriñaque o crinolinas. También se extendió
por otros países de la cristiandad. El pueblo y los intelectuales la hicieron blanco de sus chistes y
chocarrerías. A ella alude malévolamente un endecasílabo de Quevedo preñado de doble sentido:

si eres campana ¿dónde está el badajo?

Si la moda femenina de exhibir las tetas resultaba descocada y atrevida, la masculina de las aparatosas
braguetas que exaltaban impúdicamente el sexo no le iba a la zaga. Complemento del calzón ajustado era un
armatoste denominado gorra de modestia, especie de protectora taurina taleguilla de embusteras proporciones
dentro de la cual los atributos viriles quedaban protegidos por una funda de cuero, una caja metálica
acolchada de esponja o una rejilla de acero forrada de badana.
La característica misoginia medieval seguía vigente; también la doble moral que prohibía a la mujer lo
que se permitía e incluso alababa en el hombre. «Los hombres, por ser varones —justifica el Arcipreste de
Talavera—, el vil abto luxurioso en ellos es algund tanto tolerado aunque lo cometan, empero non es así
en las mujeres, que en la hora e punto que tal crimen cometen por todos e todas en estima de fembra mala
es tenida, e por tal, en toda su vida reputada.»
En este cuadro puede observarse el uso del verdugado, un traje para algunos, «maldito y deshonesto». Pere García de Benabarre, Salomé con la
cabeza del Bautista, Museo de Arte de Cataluña. (ORONOZ).
En este cuadro puede observarse el uso del verdugado, un traje para algunos «maldito y deshonesto». Pere García de Benabarre, Salomé con la
cabeza del Bautista, Museo de Arte de Cataluña, Barcelona. (ORONOZ).
El guardainfante renació, más pujante que nunca, en los siglos XVI y XVII. Diego Velázquez, Mariana de Austria, Museo del Prado, Madrid.

La mujer decente tenía que llegar virgen e intacta al matrimonio. En la literatura no deja de mencionarse
este requisito: «y así se fueron a la cama ambos a dos y allí folgaron con gran placer de si y hallóla acabada
doncella». La ceremonia nupcial de la desfloración concitaba gran expectación: los novios se encerraban en
la alcoba nupcial y había de consumar el matrimonio con la ruidosa muchedumbre de los invitados apostada
en la sala contigua en espera de que se abriera la puerta y un púdico brazo sacara la sábana pregonera
manchada de sangre para testimonio tanto de la virginidad de la novia como de la consumación del casorio.
La aparición del sangrante trofeo era saludada con vítores, aplausos, y hasta trompetas y tamborada. Luego se
redactaba documento notarial firmado por testigos. El cronista Diego de Valera nos cuenta los detalles de la
boda de los Reyes Católicos: «El príncipe y la princesa consumaron matrimonio. Y estaban a la puerta de la
cámara ciertos testigos puestos delante, los cuales sacaron la sábana que en tales casos suelen mostrar,
además de haber visto la cámara donde se encerraron, la cual en sacándola tocaron todas las trompetas y
atabales y ministriles altos, y la mostraron a todos los que en la sala estaban esperándola, que estaba llena de
gente». La ley se mantenía a pesar de los esfuerzos que Enrique IV el Impotente hizo por derogarla.
La obsesión por la virginidad favorecía y alimentaba el negocio de las remendadoras de virgos. La
himenorrafía o sutura de himen (practicada todavía hoy en la Costa del Sol en atención a la demanda del
mercado árabe, aunque la denominen «zurcido japonés») era tradicionalmente ejercida por alcahuetas. Una de
ellas, María de Velasco, afincada en Valladolid, se alaba de los «infinitos virgos que por su causa vierten su
sangre muchas veces y otros la cobran», es decir, que los recomponía con aguja e hilo para vender luego a la
putidoncella a algún incauto pudiente ilusionado por desflorar vírgenes. En estos menesteres se ve que
también había categorías.
Otra remendadora de virgos, Isabel de Ayala, debió ser menos hábil en el oficio:

Una rezien casada que avía parido tres vezes, la noche de boda encomendándose a esta noble
vieja le fue restituida su virginidad en tal manera que el novio, renegando de tan cerrado virgo y
tan floxas tetas, tomó una candela y mirando las partes coñatiles, vido dadas crueles puntadas en
los bezos del coño, las cuales cortando con gran dolor de la novia, luego fue por misterio de los
dioses abierto un grandissimo piélago, de lo cual el triste novio quedó muy espantado.
Un buen ejemplo de las aparatosas braguetas que exaltaban impúdicamente el sexo. Leone Leoni, Carlos V dominando al Furor, Museo del
Prado, Madrid. (ORONOZ).
A la escarmentada moza del himen coriáceo le habría convenido más procurarse un testimonio notarial de
pérdida accidental de virgo. Tales documentos existían ya en la España musulmana y han seguido emitiéndose
hasta el siglo XX. Traeremos a colación uno fechado en 1495:

Pidió testimonio Juan Gómez dorador y María Rodríguez su mujer como estando María su hija
de seis años poco más o menos jugando con otra su hija de 4 años y vimos saltando sobre un
tinajón y subiendo y descendiendo en el tinajón se le abrieron las piernas y le corrió sangre y le
corrompió parte de su virginidad y la llevaron luego a la partera de Montilla y para guarda de su
derecho pidieron a (varios testigos) que viven en la dicha casa y lo vieran.

En el sexo institucional, el practicado dentro del matrimonio, la esposa era propiedad del marido.
Todavía perduraba el matrimonio por mutuo consenso, al margen de la Iglesia, sin más ceremonia que el
intercambio de prendas. En una declaración jurada leemos: «Estoy casado con ella por palabra de honor y
por cópula carnal, y con su licencia me la llevé. Y aquella noche, antes de meternos en la cama, me dio un
peine con que se peinó y arregló el cabello y también me pidió una camisa de las mías que se puso. Como
marido y mujer estuvimos los dos desnudos en la misma cama muy pacíficamente sin contradicción».
El objeto del matrimonio era la procreación, pero cuando los deseados hijos no llegaban era admisible
recurrir a la magia, tan practicada como en el período anterior, aunque ya se va detectando la existencia de
espíritus menos crédulos que parecen anunciar el interés científico del Renacimiento. Éstos aconsejaban
procedimientos naturales:

Después de medianoche e ante el día, el varón deve despertar a la fembra: fablando, besando,
abrazando e tocando las tetas e el pendejo e el periteneon, e todo aquesto se face para que la
mujer cobdicie (…) e quando la mujer comienza a fablar tartamudeando: entonces deuense juntar
en uno e poco a poco deven facer coito e deve se juntar de todo en todo con el pendejo de la mujer
en tal manera que ayre non pueda entrar entre ellos. E después que se haya echado la simiente
deve estar el varón sobre la mujer sin facer movimiento alguno que no se levante luego, e después
que se levantase de sobre la mujer deve estender sus piernas e estar para arriba e duerma si
pudiese que es mucho provechoso e non fable ni tosa.

Había además otros remedios. Por ejemplo, para espesar el semen y desarrollar la potencia sexual se
recomendaba el potaje de turmas de toro, una antigua creencia que justifica el dicho popular «de lo que se
come se cría». Fernando el Católico murió precisamente a causa de uno de estos cocimientos. Cuando
enviudó de Isabel la Católica, el ya anciano y obeso monarca contrajo matrimonio con la joven y robusta
Germana de Foix y, empeñado en hacerle un hijo, ingirió una ración de turmas tan excesiva que «dominóle
fuertemente su virtud natural y nunca tuvo día de salud y al fin se acabó de este mal». El cronista olvidó
anotar la receta, pero, dadas las relaciones italianas del monarca, nos inclinamos a pensar que pudo tratarse
del acreditado pasticcio de testicoli di toro aromatizado con canela y nuez moscada, especies ya de por sí
afrodisíacas, que hacía furor en la Italia renacentista. El afamado cocinero Bartolomé Scappi se las
preparaba a Pío V. También se las sirvieron a Carlos V después del saqueo de Roma «con la intención de
aplacarlo». Tenemos apuntada otra receta de iguales efectos aunque menos apetitosa: emplasto de testículos
de raposo, meollos de pájaros y flores de palma. Parece de digestión más suave, pero sus resultados deben
ser igualmente alentadores ya que «face desfallecerse a la mujer debajo del varón».
De la cornudería y sus remedios.

El relajo general de la época favorecía los adulterios y las uniones contra natura. En tales casos, el marido
corniveleto estaba facultado para matar a la infiel y a su amante, si bien también podía otorgarles cédula de
perdón ante un notario. Tenemos una que fue emitida en Córdoba, en 1479, por un tal Juan Pintado. Con la
mejor voluntad del mundo, el marido burlado quiere hacer borrón y cuenta nueva de ciertos errorcillos de su
esposa y echar pelillos a la mar:

Juan Pintado, corredor de bestias (…) conosco e otorgo que perdono a vos Ana Rodrigues, mi
mujer (…) todo e qualquier yerro e maleficio de adulterio que vos fesystes e cometystes con
qualesquier personas en qualquier manera fasta oy de la fecha desta carta (…)

Cuando la concordia no era posible, siempre quedaba el recurso de la separación o del divorcio. Una
escritura de divorcio, en 1494:

Catalina Ferrándes mujer de Diego de Portechuelo… ante el senos obispo desta cibdad e su
prouisor o vicarios sobre diuorcio e apartamiento del dicho su marido por la mala vida que le da
(…)

Una variante del matrimonio era el amancebamiento, admitido con rango de institución y hasta tolerado
por la Iglesia para las parejas que vivían juntas. También dejaba rastro documental cuando se producía una
separación:

Syn aver entre ellos palabras de matrimonio salvo en una compañía de mesa e cama e por se
quitar de pecado amos a dos e cada uno dellos dixeron que fasta aquí les plasía estar en una
compañía e que de aquí adelante que cada uno buscase su vida como mejor les vinyese. Por ende
que se davan e dieron el uno al otro e el otro al otro por libres e quitos.

La dinastía esquizoide.

Casi todas las semblanzas de famosos declaran la sensualidad del personaje: Gonzalo Núñez de Guzmán,
maestre de Calatrava, «fue muy disoluto acerca de mugeres»; el justicia mayor Diego López de Estúñiga «aun
en edat madura amo mucho mugeres, e diose a ellas con toda soltura»; el canciller Pedro López de Ayala
«amó mucho mugeres, mas que a tan sabio cavallero como él convenía». Los reyes Trastámaras no fueron
menos aficionados al placentero trote: Enrique II mantuvo varias amantes de las que tuvo trece hijos naturales
(además de los tres habidos de la reina). En su descargo cabe aducir que los reyes no se casaban por amor
sino por razones de alta política, buscando fortalecer o acrecentar sus Estados. Desde el punto de vista
genético, tales enlaces entre parientes en próximos grados de consanguinidad resultaron catastróficos. Ya en
Juan II se advierten rasgos patológicos, pero además él los agravó casándose con una esposa igualmente
tarada. «En esta dinastía esquizoide, Isabel la Católica sería la sorprendente excepción —escribe Marañón
—. Ella fue el producto genial en una cadena de miserias, pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su
nieta Juana la Loca y en varios más de sus sucesores». El historiador nos retrata a Juan II como «un hombre
viejo a los cincuenta años, debilitado por los malos humores, esclavo de la sensualidad y diariamente
entregado a las caricias de una joven y bella esposa». Además, probablemente era bisexual puesto que
«desde su más tierna edad se había entregado en manos de don Álvaro de Luna no sin sospecha de algún trato
indecoroso y de lascivas complacencias». Estas inclinaciones del padre resultaron mucho más evidentes en el
hijo (si admitimos que Enrique IV fuera hijo de Juan II, pues también pudo haberlo sido del apuesto don
Alvaro de Luna).
Enrique IV el Impotente era un «degenerado, esquizoide, con impotencia relativa (…) displásico eunuco
con reacción acromegálica», según el diagnóstico de Marañón.

Retrato de Enrique IV de Castilla. Miniatura de un manuscrito del viajero alemán. Jörg von Ehingen, circa 1455.
En su juventud fue un hiperactivo bisexual que además de «folgar tras cada seto» mantenía escolta
sodomita de robustos moros. Sus problemas comenzaron después del matrimonio, pues, por motivos al
parecer psicológicos, era incapaz de hacer con la reina lo que hacía con las putas de Segovia. El cronista
Diego de Valera escribe: «El Rey y la Reina durmieron en una cama y la Reina quedó tan entera como venía,
de que no pequeño enojo se recibió de todos». Los bien pensados lo disculparían, pues un gatillazo lo padece
cualquiera, pero luego de transcurridos trece años de aburrida convivencia conyugal Blanca de Navarra se
conservaba tan virgen como el primer día.
Enrique IV sufría ese mal que una composición de la época definía:

Es impotencia un descaimiento
de pixa y cojones después de ya cuando
la barva del ombre está blanqueando,
remoto por obras y por pensamiento.

El rey era además cabrito consentido y se excitaba prostituyendo a su joven, hermosa y desenfadada
esposa. El cronista escribe: «La principal causa de su yerro (adulteril) había sido el Rey, a quien placía que
aquellos sus privados, en especial don Beltrán de la Cueva, hubiesen allegamiento a ella y aun se decía que él
rogaba y mandaba a ella que lo consintiese».
Este Beltrán de la Cueva, denominado «el mayor garañón», inspiró estas coplas anónimas:
Es voz publica y fama
que jodes personas tres
a tu amo y a tu ama
y a la hija del marqués
jodes al rey y a la reina
y todo el mundo se espanta
como no jodes la infanta.

La infanta aludida es la futura Isabel la Católica, mujer de moralidad roqueña y hembra de armas tomar
que, como dejamos dicho más arriba, consiguió llegar virgen al matrimonio.
En el alcázar de Segovia, residencia habitual de los reyes, don Beltrán de la Cueva tenía su aposento
junto al dormitorio de la reina. Entre los otros amantes probados de la regia señora se cuenta el arzobispo de
Sevilla, cuando fue su huésped, en rehenes, en el castillo de Alaejos. El apuesto arzobispo la llevaba a cazar
sobre mula, y le mostraba yerbas latinas y vuelos cetreros que son adobo muy a propósito para el cortejo
bucólico, antes de rendirla, enamorada, a la sombra propicia de una encina, clavándose en la espalda las
bellotas caídas y viendo piruetear las cornejas por el cielo azul. Es posible que un sobrino del arzobispo,
Pedro de Castilla llamado «el Mozo», alcanzase parte en el festín carnal de su ilustre tío. Mientras tanto, la
insumisa nobleza de Castilla hacía chistes sobre la impotencia del rey. Muy celebrada fue la ocurrencia del
conde Gonzalo de Guzmán cuando aseguró que el mentulam (pene) del rey era una de las cosas que jamás se
agacharía a recoger del suelo.
Enrique IV, mal resignado a su impotencia, solicitaba remedios a sus embajadores en Italia (noticia que
inspiró mi novela En busca del Unicornio).
A una parte de la nobleza de Castilla le interesaba que el rey no tuviera descendencia para que su
hermana, futura Isabel la Católica, heredara el trono. Por lo tanto, cuando la reina dio a luz una preciosa niña,
propalaron el infundio de que la recién nacida no era hija del rey sino de don Beltrán de la Cueva, y la
apodaron «la Beltraneja». La historia oficial más reciente ha favorecido mucho a Isabel, disimulando que
usurpó el trono de su sobrina.
Prosiguiendo la perniciosa costumbre de sus antecesores, Isabel contrajo matrimonio con un pariente suyo
en tercer grado, Fernando de Aragón, previa obtención de la necesaria dispensa papal. Los Reyes Católicos
estuvieron tan unidos en lo personal y en lo político que el cronista los define como «una voluntad que
moraba en dos cuerpos» y, para dar noticia del alumbramiento de la reina, se decía «este año parieron los
Reyes nuestros señores». Como es posible que el lector lo esté esperando, mencionaremos también que,
según la leyenda, la emprendedora reina prometió no cambiarse de camisa hasta conquistar Granada, una
empresa que le llevó años. Por este motivo los franceses denominan Isabelle al color amarillento.
Isabel casó a su único hijo varón, el príncipe don Juan, con la fogosa Margarita de Austria. Los jóvenes
cónyuges llevaban una vida sexual tan intensa que la salud del príncipe se resintió. Los médicos de la corte
aconsejaron separarlo temporalmente de la ardorosa austríaca, pero la estricta Isabel la Católica atajó: «Lo
que Dios ha unido no lo separe el hombre», una decisión que probablemente alteró el curso de nuestra
historia, pues a poco el agotado joven murió tísico, como la Traviata, y el trono recayó en su hermana Juana
la Loca.
Es digno de mención que, junto a tanto hombre crápula y degenerado, esta época diera mujeres tan enteras
y animosas como la reina Isabel. O como doña María Coronel, la «dama del tizón», a la que los moralistas
tanto han citado como ejemplo. Permitamos que uno de ellos nos relate la espeluznante hazaña de esta
hembra:

… espejo de todas las mujeres que antes elijan morir que no quebrantar la fe conyugal y
castidad que deben a sus maridos (…) estando su marido ausente, vínole tan grande tentación de la
carne, que por no quebrantar la castidad y fe devida al matrimonio, eligió antes morir, y metióse
un tizón ardiendo por su miembro natural, del qual murió, cosa por cierto hazañosa.

El cuerpo incorrupto de la resuelta dama, descubierto en el siglo XVII, es custodiado por las monjitas del
convento de Santa Inés de Sevilla, donde una vez al año lo muestran a sus castas devotas y al público en
general.

Doña María Coronel, la legendaria «dama del tizón» que se introdujo un madero encendido por sus partes para alejar las tentaciones de la carne,
Real Monasterio de Santa Inés, Sevilla.

De puta a puta.

Hacia 1510, un clérigo anónimo y perito, meritorio precursor de Quevedo, compuso La carajicomedia,
especie de catálogo de las putas de Castilla, obra de valor inestimable en la que se dan muy precisas noticias
del estado de la profesión al final de la Edad Media. Por vía de ejemplo, y en homenaje no exento de ternura,
entresacaremos una docena de nombres:
— LA ZAMORANA: ASÍ llamada porque ejercía en Valladolid.
— MARÍA DE VELASCO: «NO nació mayor puta, ni hechicera, ni alcahueta sin más tachas
descubiertas».
— RABO DE ACERO: «ES Francisca de Laguna, natural de Segovia, hizo la carrera en Salamanca».
— LA NAPOLITANA: «Ramera cortesana, muy nombrada persona y muy gruesa. Tenía la rabadilla muy
hundida y tan grande como un canal de agua. Casó con un mozo de espuelas de la reina doña Isabel que la
retiró del oficio».
— ISABEL LA GUERRERA (en realidad Isabel Guerra): «A todos da que hacer».
— ISABEL DE TORRES: «Tiene cátedra en Valladolid y por mejor escrevir della la fui a ver y a
conocer. Es mujer gruesa, de buen parecer, bien dispuesta».
— VIOLANTE DE SALAMANCA: «Residente en Valladolid, gana la vida sufriendo diversos encuentros
en su persona. Su rufián le marcó la cara de una cuchillada y ella para evitar la segunda se cubrió la cabeza
con las faldas. Entonces recibió la herida en la parte expuesta: "Diole un picapunto en el culo de razonable
tamaño"».
— JUANA DE CUETO: «Muy chica de cuerpo, de muy buen gesto y gorda: tiene buenos pechos; es muy
soberbia y desdeñosa a la gente pobre, pero con quien tiene oro muchas veces llega a las manos, pero
continuamente ha caído la triste de espaldas en tierra. Tiene gran furiosidad en el soltar de los pedos».
— LÁREZ: «ES mujer de increíble gordura; parece una gran tinaja. Ha sido razonable puta, o al menos
nunca cubrió su coño por vergüenza de ningún carajo. Se queda en Valladolid manteniendo telas a cuantos
carajiventureros vienen».
— GRACIA: «Mujer enamorada, gran labrandera; hermosa y dispuesta (…) de continuo está en su puerta
labrando y por maravilla passa uno que ella no lo mire (…) publica su coño ser ospital de carajos o ostal de
cojones (…) tiene gran afición con todo el brazo eclesiástico».
— SALCEDONA: «ES de Guadalajara (…) plazentera a sus amigos (…) a loor de la humana luxuria».
— LA RAMÍREZ: «De Guadalajara (…) es jubilada, pero no en los desseos. No la conosco "fama
volat".»
— LA NARVÁEZ: «En la putería de Medina del Campo».
— ANA DE MEDINA: «Gentil mujer (…) mujer de buen fregado. Autores son mil legiones de carajos
fríos y elados, y pertrechos que allí han recibido perfecta curación y escaldación».
— LAS FONSECA: «Hermanas naturales de Toro, residentes en Valladolid. Son gentiles mujeres,
especialmente la menor que tiene por amigo al prior de la Merced que en tanto grado la quiere que las
paredes del monasterio desuella para dalle».
— INÉS GUDÍNEZ: «La más maldita, puta vieja. Vendió a una hija suya a un fraile».
— MARÍA DE MIRANDA: «A la que su rufián dio en aquel coñarrón dos cuchilladas a la luenga y un tal
Aguirre le añadió "un repelón en lo mejor parado de sus bienes".»
— BEATRIZ DE PÁEZ: «Dios no crió más abominable cosa que esta mala vieja».
— MARI LÓPEZ: «Mujer que gran parte del mundo ha corrido. Es de gran cuerpo y fea disposición».
— LA MALMARIDADA PERALTA: «De pequeña edad y gentil disposición, la cual por sus pecados
casó con hombre débil y viejo. De coño veloce, esto es, coño cruel ardiendo que siempre está muerto de
hambre».
— MARÍA DE BURGOS: «Gentil mujer, algo morena, muy graciosa, comenzó a ganar su axuar en
Medina del Campo, agora reside en la corte; es abogada de los mercaderes».
— ISABEL DE HERRERA: «Prima de todas las putas del universo, la flor de las mujeres enamoradas, la
fragua de los carajos, la diosa de la luxuria, la madre de los huérfanos cojones».
— LA LOBILLA: «Reside en Valladolid, cabe San Salvador».
— MARIBLANCA: «Reside en un mesón de Salamanca, al passo de la vega. Es mujer muy retraída de
vergüenza, y que tiene gran abstinencia de castidad. Siendo amiga de un estudiante, una mañana, estando en la
cama y aviendo él acabado de passar carrera, ella se hincó de rodillas en la cama puestas las manos contra el
cielo mirando a un crucifijo y con lágrimas en los ojos, con devoción, a grandes voces dixo: "¡Señor, por los
méritos de tu Santa Pasión, si merced en este mundo me has de hazer, es ésta: que en mis días no carezca de
tal ombre como este!" »Esta señora, al tiempo que tiene un carajo en el cuerpo, que se querría hallar en un
cerro que está fuera de la ciudad media legua por dar gritos a su plazer».
— ISABEL LA ROXA: «Reside en Salamanca, mujer bien hermosa, tiene audiencia real noche y día,
amuestra muchachos, tiene un coño tan grande como un charco».
— PEDROSA: «Reside en Salamanca, es mujer gruesa, gran nalguda (…) estando hodiendo está como
rabiosa, dando bocados do puede, y a las veces muerde las sábanas o manta o almohadas y atapase las
narices y oídos por no resollar».
— LA URSULA: «En Valencia (…) gran jodedora, que se pega por maravilla, tiene por esto sobrenombre
de "melosa".»
— ISABEL LA MURTELA: «En Valencia, en verano continuamente está muy proveída de agua rosada de
azahar con que bautiza los carajos sudados».
— LAS DIEZ SEBILLAS (Sibilas): «Son la flor de las putas valencianas».
— MAGDALENICA: «Notoria es su vida y sus virtudes y fama y poca vergüenza».
— ISABEL LA CAMARENA: «Mujer de gran fantasía, es gran tirana de quien tiene dineros y también a
quien no tiene haze sobre prenda o da limosna».

Las putas se dividían y se subdividían en diversas categorías de acuerdo con sus características y
habilidades.
Las había trashumantes. Entre éstas destacó una Mari Núñez citada en La carajicomedia. Otras preferían
vida más reglada y se establecían en la corte, como Mari Xuárez o Viamonte, que quizá constituyeron pareja
profesional, para dúplex. Habíalas también humildísimas, las llamadas carcaveras, que «es la que trabaja en
zanjas y hoyas fluviales», y otras de alto standing como aquella famosa Osorio que fue causa de que se
prohibiera la seda en Castilla, en una rabieta de la Reina Católica que, como toda puritana, debía sentir cierto
resquemor envidioso por las perdidas. Ocurrió que en 1498, estando Toledo en fiestas, apareció la Osorio tan
engalanada de sedas y alhajada de oros y perlas que deslumbró a toda la corte. La reina Isabel «preguntando
quién era, supo ser ramera cortesana y con enojo mandó quitar la seda en Castilla, lo cual así se mantuvo
hasta que el rey Felipe entró en Castilla» (se refiere a Felipe el Hermoso, alegre yerno de la rigurosa Isabel).
Toda ciudad importante contaba con su mancebía, calle o barrio de putas, a efectos de control fiscal. Al
frente de cada prostíbulo estaba el «padre de la mancebía» o rufián, que a cambio de las saneadas ganancias
del negocio, velaba por el cumplimiento de las normas gubernativas relativas a días feriados, horario de
apertura y cierre, licencias municipales y reconocimiento médico de las pupilas. También tenía que proteger a
sus chicas de las brutales diversiones que a veces ideaban los clientes. Una de ellas, quizá de origen italiano,
era la llamada trentuno, consistente en la consecutiva violación de la mujer por más de treinta hombres.
Españolizado en «treintón», aparece citado en La lozana andaluza. Para rizar el rizo de la brutalidad existía
también el trentuno reale, cuando los violadores eran setenta y cinco o más. Existe un testimonio de treintón
infligido a una prostituta de nombre Mariflor en castigo por hacerse la decente con dos patanes que la
requebraban. Los burlados descubrieron su oficio, la secuestraron y la encerraron en las cuadras del obispo
de Osma. A continuación convocaron a camaradas y criados

y luego de presente se hallaron por cuenta veinte y cinco hombres, bien apercebidos y
prestamente destacados, comentaron a desbarrigar con ella, hasta que la asolaron por tierra y le
hicieron todo el coño lagunajo de esperma; pues el capitán de aquella gente, queriendo complacer
la hueste y exército que allí había traído, proveyó en mandar llamar dos negros cavallerizos, de los
cuales la triste muy amedrentada huyendo escapó, con gran risa de todo el exército.
Otro treintón le dan los estudiantes a una tal Ortega, «muy gran necia (…) que casi por muerta la dexaron,
y escapada de esta tribulación votó de jamás navegar los estudios y así lo mantiene».

Clérigos enamorados.

La sentencia de 1429 que suspendía de oficio y beneficio a todo clérigo que mantuviera concubina jamás fue
aplicada y quedó en papel mojado. La jerarquía eclesiástica carecía de autoridad moral para imponer un
celibato que, sobre ser absurdo y antinatural, ella era la primera en quebrantar. Existía incluso la figura de la
mensajera o alcahueta especializada en organizar apaños entre frailes y monjas, aunque en algunas
comunidades se había degenerado hasta tal libertinaje sexual que la mediadora era innecesaria. En el
monasterio de Santa María de Villamayor las monjas seguían «vida licenciosa, observando conducta lúbrica,
engendrando ostentosamente descendencia abominable para injuria de Dios, y algunas en horrible coito
abandonando el yugo de la obediencia, no respetando apenas el voto de pobreza, sin llevar la toca ni el traje
monacal». El enérgico obispo Gutierre de Toledo las condenó a penitencia perpetua y las distribuyó por
distintos conventos. Caso muy distinto es el ocurrido en el convento de San Pedro de las Dueñas, en Toledo:
allí las monjas eran de costumbres tan «desenfrenadas y disolutas» que el arzobispo nombró abadesa a la
marquesa de Guzmán para que las reformara, pero las encausadas contaban con tales aldabas en las altas
esferas del reino que el propio rey expulsó a la Guzmán y a las honestas que la apoyaban y puso al frente de
la comunidad a una de las libertinas. Eso dice la crónica.
Como en todas partes cuecen habas, bueno será añadir que por la misma época el concejo de Zurich emite
ciertas ordenanzas contra «la conducta lasciva en los conventos de monjas». Conocemos casos de antiguas
monjas que llevan su afición al extremo de abandonar el convento para ejercer de putas:

Catalina del Águila, natural de Talavera, fue allí monja en Sanct Benito y viendo que no se
podía abstener de algunos vicios salió huyendo con un morisco, el cual después de harto della la
dexó, y ella sola discurriendo a muchas partes fue a arribar a Valencia, a donde la diosa Venus la
convirtió en ramera. Es una mujer hermosa, mas tiene las carnes muy floxas.

Si volvemos los escandalizados ojos a la sede del Santo Padre, nuestra sorpresa crece al comprobar que
el panorama de la propia Roma no era más edificante. En la ciudad de los pontífices, una de cada siete
mujeres ejercía la prostitución. Esta tradición descendía de antiguo. Ya en 1414, unas dos mil furcias
itinerantes se habían congregado en Constanza con ocasión del concilio. El papa Sixto IV (introductor de la
fiesta de la Inmaculada Concepción) percibía unos veinte mil ducados anuales de las rentas de las prostitutas
establecidas en sus Estados. Con esa cifra bien podía financiar obras tan espléndidas como la Capilla Sixtina
que lleva su nombre. En la bibliografía de otro papa, Pío II, encontramos una novela erótica, aunque, eso sí,
escrita en pulcro latín: De duobus amantibus historia. Pero ésta es ya otra historia.
CAPITULO SIETE

El sexo del diablo

Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, Europa padeció el horror de la caza de brujas, un
rapto de locura colectiva propiciado por las mentes enfermas de las autoridades eclesiásticas que dictaban
las normas morales de aquella sociedad. Esta persecución fue muy sangrienta en el norte de Europa y mucho
menos en los países mediterráneos, herederos de la cultura romana, entre ellos España. El número de
víctimas inmoladas en este holocausto quizá superó las cuatrocientas mil, la mitad de las cuales
correspondería a la eficiente Alemania. Casi todas ellas fueron mujeres, algunas incluso niñas, y la acusación
más común que las llevó a la hoguera fue que mantenían relaciones sexuales con el diablo.
La brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y matriarcal que se remonta al Neolítico.
Formas evolucionadas de esta religión fueron, en la antigüedad, los ritos mistéricos, particularmente los
dionisíacos. Esta religión cree en la palingenesia mística, en el renacimiento o reencarnación y en la
capacidad del hombre para influir sobre su propio destino mediante un ejercicio de autosugestión que pone en
juego su propia energía espiritual. Su expresión ceremonial más común consiste en polarizar la fuerza mental
que emana de toda la comunidad creyente hasta alcanzar una especie de éxtasis colectivo. De este modo, el
individuo se siente arrebatado, funde su alma con la divinidad y trasciende sus limitaciones cuando la
divinidad absorbe su alma. En distintos lugares y épocas tal estado de enajenación se ha conseguido por
medio de la oración y el ayuno, o mediante ingestión de drogas alcaloides. Ésta era la verdadera función de
los famosos ungüentos de brujas, muchos de los cuales contenían belladona, acónito, atropina, beleño o
bufotenina (sustancia alucinógena contenida en la piel del sapo). A esta lista habría que añadir el cornezuelo
de centeno, micelio del hongo Claviceps purpurea cuyos alcaloides tienen el mismo efecto que las drogas
antes citadas.
Todos producen delirio y sensación de vuelo y algunos, además, placer sexual.
En los primeros siglos medievales, la Iglesia toleró en el medio campesino la precaria existencia de una
especie de culto a cierta nebulosa diosa Diana que en realidad no llegó a tener estatus de religión. La
autoridad eclesiástica no ignoraba la existencia de brujos, pero los consideraba inofensivos charlatanes que
vivían de engañar los senderos, y no sólo los dejaban en paz, sino que en ocasiones utilizaban sus servicios.
San Isidoro, en el siglo VI, clasificaba a los brujos en magos, nigromantes, hidromantes, adivinos,
encantadores, ariolos, arúspices, augures, pitones, astrólogos, genetlíacos, horóscopos, sortilegios y
salisatres. Todavía no los asociaban a lo diabólico ni habían sexuado al diablo, aunque San Agustín,
indagando si los ángeles podrían tener comercio carnal con mujeres, había llegado a la conclusión de que
poder podían, pero solamente a un ángel caído se le ocurriría perpetrar acto tan sucio. Ya se iba preparando
el terreno para que otras mentes calenturientas de célibes forzosos descubrieran que mil legiones de menudos
y lujuriosos diablos habían convertido la tierra en un gigantesco lupanar.
Todavía en el siglo X, el Canon episcopi despreciaba los vuelos de brujas y los consideraba embustera
ilusión de espíritus simples.
Mientras tanto, la diosa Diana había ido cediendo su puesto al diablo. Santo Tomás, la gran autoridad de
la Iglesia, admitió la existencia del diablo y comenzó a cavilar sobre sus trapacerías. Se divulgó que los
demonios pueden cohabitar con mujeres dormidas y tienen la facultad de adoptar, a voluntad, ajenas
apariencias (por ejemplo, una monja declaró que un íncubo que tuvo trato carnal con ella se le había
presentado encarnado en obispo Sylvanus. La comunidad aceptó la explicación, qué remedio). Copiamos
ahora del tratado muy sutil y bien fundado de fray Martín de Castañega, siglo XVIII:

Estos diablos se llaman íncubos cuando tomando cuerpo y oficio de varón participan con las
mujeres, y súcubos se dice cuando por el contrario, tomando cuerpo y oficio de mujer, participan
con los hombres. En los cuales actos ningún deleite recibe el demonio.

Ahora bien, si son criaturas de aire, ¿cómo es que ocasionan preñeces? Es que los íncubos se hacen
potentes con acopio del semen de los mortales.
La jerarquía eclesiástica comenzó a inquietarse por el sesgo que tomaban los acontecimientos: la brujería
estaba aglutinando a una serie de colectivos oprimidos, los siervos y las mujeres. No olvidemos que las
mujeres son «el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres»,
advertía el padre F. Gerónimo Planes en 1634. Entonces, los poderes fácticos, Iglesia y Estado se combinaron
para perseguir la brujería considerándola lo que no había sido nunca: un culto al diablo. El primer paso lo
había dado el papa Juan XXII en 1326. Medio siglo después, el inquisidor aragonés Nicolau Eymeric acusaba
a las brujas de herejía, pues rendían culto de latría o dulía al diablo. Celosos teólogos escudriñaron la Biblia
en busca de las raíces malvadas de la brujería. Como no las hallaron, no tuvieron inconveniente en traducir
por «bruja» la palabra kaskagh, de Éxodo XXII, 18, cuyo verdadero significado es «envenenadora».
Redactaron también la ficha policial del diablo, una fabulación de origen persa, especie de divinidad
paralela, que en la Biblia es un dios, un emperador o un príncipe, siempre una entidad angélica y bella, y lo
pusieron de cabrón aprovechando que el macho cabrío, debido a su desorbitada actividad sexual,
simbolizaba la lujuria (véase Levítico, 16, 20-22). Así, inventaron una imagen panfletaria del diablo y lo
retrataron triste, iracundo, negro, feo, «de cabeza ceñida por una corona de cuernecillos más dos grandes
como de cabrón en el colodrillo, otro grande en medio de la frente, con el cual iluminaba el prado más que la
luna pero menos que el sol».
Jovencitas histéricas y monjas reprimidas daban en llamar la atención con fantasías de que el diablo
visitaba sus cálidos lechos insomnes, cuando el perfume del azahar invade la noche y pone inéditos hervores
en la sangre. Además, ¿qué mejor excusa para un embarazo culpable? Sólo así se explica que los casos de
posesión diabólica se redujeran drásticamente en cuanto el papa Inocencio VIII, autor de la encíclica Summa
desiderantes, declaró en 1484 que «muchas personas se entregan a demonios súcubos e íncubos» y que tal
copulación constituía delito de herejía.
Pero ya la terrible maquinaria estaba en marcha y su inercia la impulsaba. Retorcidas mentes de clérigos
sexualmente frustrados y quizá celosos de sus feligreses comenzaron a lucubrar sobre la lujuria del diablo y
le inventaron una historia sexual. La bruja poseída por el diablo podía ser reo de hoguera: había que detectar
la mala hierba allá donde estuviera y arrojarla al fuego purificador para que no inficionara al pueblo de Dios.
El catecismo de los perseguidores de brujas sería —como ya hemos comentado— el célebre tratado Malleus
maleficarum, obra de Sprenger y Kramer, dos sádicos dominicos alemanes que sin duda hubieran hecho una
brillante carrera a las órdenes de Hitler de haber nacido unos siglos después. En este libro se describen
treinta y cinco formas distintas de torturar a una bruja.

El aquelarre.

Por esta época se difundió la creencia de que los brujos se reunían para celebrar una especie de misa
sacrílega denominada aquelarre o sabbat en la que copulaban con el diablo y entre ellos, sin respetar
condición ni parentesco, en monstruosa, aunque presumiblemente sabrosa, promiscuidad.
El aquelarre viene a ser una mezcla de fiesta, misa negra, reunión secreta, romería, carnaval y orgía
sexual. El demonólogo Pedro de Valencia, en 1610, apuntó que era un pretexto para desencadenar «bajas
pasiones». Más modernamente se ha relacionado con los ritos sexuales que las antiguas religiones mistéricas
practicaban para estimular las fuerzas de la Naturaleza. El relato de estas ceremonias puede encontrarse
incluso en Horacio, cuando narra las andanzas de las brujas Canidia y Sagan que se reunían a medianoche en
cierto paraje del monte Esquilino para adorar una imagen sexual de Príapo y despedazar y comer una oveja
negra. Son las mismas hierogamías primaverales que la primitiva Iglesia española condenaba, mascaradas en
las que los hombres se disfrazaban de ciervos (de donde el apelativo de «cabrones» con que eran motejados
en las romerías y que, curiosamente, en el lúdico contexto de la fiesta nadie tenía por insulto).
Los inquisidores interrogaban a sus víctimas hasta que, vencidas por el dolor y la desesperación, les
confesaban, en sus más absurdos detalles, las patrañas que ellos mismos habían contribuido a crear. Pobres
mujeres honestase ignorantes se acusaban, y acusaban a otras igualmente decentes, de haber participado en la
orgía diabólica donde no se respetaban categorías ni parentescos y todo el mundo copulaba con todo el
mundo. Y acosadas por el interrogador admitían que a los nueve meses del aquelarre se celebraba una nueva
reunión en la que las criaturas nacidas del pecado colectivo se consagraban al diablo y eran sacrificadas y
devoradas por los asistentes en una especie de comunión sacrílega.
El acto central del aquelarre consistía en la copulación del diablo con sus devotas. El diablo se aparecía
a sus elegidas bajo la engañosa apariencia de un gallardo joven o de una atractiva jovencita. Si no conseguía
incitar por las buenas, se manifestaba en su verdadero ser, recurría a la violencia y forzaba a su víctima.
Dado que las mujeres son más licenciosas que los hombres —razonaba el inquisidor— los íncubos o diablos
machos eran más numerosos que los súcubos o diablos hembras. Un demonólogo fijó la proporción de nueve
a uno favorable a los íncubos.
Podemos reconstruir un aquelarre partiendo de la copiosa documentación emanada de los interrogatorios
de presuntas brujas. El diablo prefería las mozas jóvenes y bellas antes que las viejas y coriáceas. En esto su
gusto parece coincidir con el de los directores espirituales, si se nos permite la observación que no pretende
llevar más lejos tal similitud. La neófita en la orden brujil era presentada por una veterana. Una vez admitida,
el trámite de inscripción implicaba la firma, con sangre, de un contrato. Formalizado este trámite, la nueva
bruja era poseída por el diablo por la vía regular o prepostéricamente.

El pene del diablo.

Llegado a este punto, el morboso inquisidor insistía en que la acusada describiera detalladamente los
genitales del diablo, su modus operandi y las sensaciones experimentadas mientras copulaba con él. De las
actas se deduce que el diablo estaba dotado de un cumplido instrumento (quizá por sugerencia de las
imágenes itifálicas del Príapo latino); «tienen hacia delante su miembro estirado y pendiente y lo muestra
siempre de la longitud de un codo», apunta una bruja. Otra encausada, Margarita de Sarra, lo compara con el
de un mulo «que es el animal mejor provisto», precisa. Marie Marigrane dice que el émbolo es tal que «hace
gritar a la mujer como en el parto». Su primera sensación fue que el miembro del diablo era «frío y suave»,
pero una bruja catalana declaró, en 1619, que el diablo tenía un membre o altra cosa en forma de membre
per dit ees de llegaría de alguns tres quarts poc mes o manco. Bien dotado si se ve que estaba, aunque fuese
ángel caído. Otra bruja precisa que «le pareció que el miembro del demonio estaba dividido
longitudinalmente en dos partes, la mitad de hierro y la mitad de carne»; otra depuso que estaba provisto de
escamas que se abren en el metisaca, dolorosamente, lo que nos deja un tanto perplejos y ya no sabemos si
este individuo que sabe más por viejo que por diablo recurriría al uso de algún arnés o artificio para socorrer
sus vejeces. Líbrenos Dios de poner en entredicho la potencia viril del Maligno, pero es que hay detalles que
lo mueven a uno a sospechar. Por ejemplo, otra declarante asegura que le pareció que el pene del diablo
estaba hecho de cuerno (¿no será que en el frenesí sexual de los aquelarres circulaban los socorridos
consoladores?). La interrogada siguiente establece que se trataba de un pene enorme y puntiagudo, doloroso y
escamoso, y que el semen que eyaculaba era glacial, «porquería fría». Ello obedece, según un texto científico
de la época, a que «los cuerpos de los diablos, al no ser más que aire coagulado, son fríos, lo mismo que el
agua coagulada se vuelve nieve o hielo». Pero otras mujeres poseídas declararon que cuando el diablo
eyaculaba sentían «algo que les ardía en el estómago». En lo que sí suelen coincidir es en que la experiencia
no es placentera: «Duele como un parto», declara una; «el pene del diablo es como aire que no da placer»,
observa otra.
Aquí empezamos a barruntar que las interrogadas mienten para congraciarse con los inquisidores, porque
antes de que estas experiencias sexuales fuesen consideradas herejía, las declaraciones coincidían en que el
coito con el diablo era placentero. Incluso existen actas de letrados pontificios en las que se establece que las
beneficiadas por el débito diabólico gozaban maxima cum voluptate y quedaban «rendidas durante varios
días». Este agotamiento post coitum es natural si tenemos en cuenta que el diablo suele mostrarse robusto en
la lid venérea. Una de sus beneficiadas declara que «la conoció carnalmente dos veces, cada una de media
hora de duración». Notable proeza del Maligno al que podrán acusar de cabrito, pero desde luego no de
eyaculador precoz.
Cumplido el débito carnal, el diablo aceptaba a su nueva adicta y la marcaba con una mancha o verruga o
cualquier otra señal indeleble. Según una declarante, el diablo no le hacía ascos al cunnilingus:

El diablo le daba un lametón en cierta parte privada de sus cuerpos, antes de recibirlas como a
sus siervas, dejando una marca que se encuentra normalmente debajo del pelo de cierta parte del
cuerpo.

Los inquisidores examinaban cuidadosamente el cuerpo desnudo de la sospechosa, insistiendo en pechos,


pubis y ano, en busca de la fatídica señal que confirmase la sospecha. Cualquier marca o pigmentación
natural les servía, pero algunos, movidos por el celo profesional, clavaban agujas por todo el cuerpo de la
desventurada sospechosa en busca de un punto insensible al dolor que constituye la más irrefutable prueba de
pacto diabólico.
¿Cuáles eran las preferencias sexuales del diablo? Tampoco hay opinión unánime en este punto. Una
monja de Lille que se iba de aquelarre seis noches por semana declaró que los lunes y los martes copulaba
con brujos «por vía ordinaria»; los jueves sodomizaba «por vía distinta a la prevista por natura»; el sábado
se practicaba la zoofilia: «En ese día tienen comercio con toda clase de animales como perros, gatos, cerdos,
machos cabríos y serpientes aladas». Los miércoles y viernes eran días de descanso y se consagraban a rezos
y letanías diabólicos. Seguramente el fornicio diabólico estaba sometido a modas y variaciones regionales.
En otro lugar, aquende los Pirineos, «acabada la misa el diablo conoce sodomíticamente a los hombres y
mugeres y luego a estas en manera común; después, ordena a los hombres que lo hagan entre ellos, y a las
mugeres también, por modos extraños, y a hombres con mugeres, sin respetos a matrimonios ni parentescos»
o, dicho por otro testigo, «al apagarse las antorchas cada cual, a una orden del diablo presidente, toma su
pareja y tiene comercio con ella (…) por el orificio regular y por otro orificio».
La despedida solía ser muy ceremoniosa:

Hacía venir a toda la compañía a besarle el culo, que lo tenía frío como el hielo, o le besan el
pie izquierdo, orificio y partes pudendas.

Amigo de la variedad y cordialmente informal, no siempre organizaba su fornicio en programados


aquelarres, sino que continuaba visitando a domicilio, como en sus principios. La monja sor María
Magdalena de la Cruz, sobre cuyo equilibrio mental quizá no sea arriesgado albergar razonables dudas,
admitió mantener pacto con dos demonios íncubos desde los doce años y que, a consecuencia de estas
relaciones, «había parido al Niño Jesús». En otra declaración, de 1591, leemos:

Estando en casa de una de dichas brujas una noche al fuego la susodicha y luego otras dos y el
demonio en figura de cabrón con ellas todas tres juntos se desnudaron en cueros y se untaron las
coyunturas de las manos y los pies y todas juntas y el demonio con ellas alzadas por el aire (…) y
estando el presente con todas tres en el suelo teniendo acceso y cópula carnal con cada una de
ellas.

Es una declaración en un proceso por brujería, pero quizá oculta una simple orgía sexual en la que las
participantes fingen enajenación para que la honestidad no sufra en el placentero acto. Vaya usted a saber.
En España se incoaron menos procesos por brujería que en otros países de Europa y los habidos se
circunscribieron sobre todo a la cornisa cantábrica, particularmente al País Vasco y a Navarra. En Navarra
quemó la Inquisición a veintinueve brujas en 1507 y en el vasco Zugarramurdi, el 7 de diciembre de 1610,
después de un memorable proceso, se quemaron seis personas vivas y cinco efigies. Asistieron al emotivo
acto treinta y cinco mil espectadores.
Probablemente, nuestros inquisidores comprendieron desde el principio que la brujería era practicada por
gente infeliz y supersticiosa. Algunos procesos reflejan casos especialmente patéticos: Miguel Vargas, un
epiléptico madrileño de dieciséis años, intentó pactar con el diablo para hacerse invisible y poder gozar de
una mujer. Salió bien librado, con solamente las costas del proceso y una penitencia de rezos por Pentecostés
y Navidad. Al doctor Catalán, vecino de Utiel (Valencia), lo acusó su suegra de tener trato con el diablo para
que le facilitara acceso carnal con las vecinas del pueblo. Las interesadas declararon que era cierto y que el
verriondo doctor las gozaba incluso en los lechos conyugales donde yacían con sus maridos. A pesar de ello
la Inquisición lo declaró inocente. Otro caso notorio fue el de las hermanas Magdalena y Luisa Escobar,
vecinas de Caravaca de la Cruz (Murcia), que fueron denunciadas a la Inquisición por un pollancón al que
extenuaban sexualmente «por sospecha de que son súcubos».
Al socaire del diablo pillos y estafadores hicieron su agosto aprovechándose de la credulidad de las
gentes. Por Solsona «pasó un hombre que iba señalando mujeres que eran brujas y desnudándolas para ver
una señal (…) y algunas hizieron relación que las hazia desnudar por su gusto y por el de los que lo
acompañaban». En Francia hubo un exorcista cuya especialidad consistía en administrar lavativas de agua
bendita a las sospechosas de trato diabólico. Nuevamente en España, un tal Pedro de Arruebo fue acusado de
hechizar a más de mil seiscientas personas y se defendió alegando que su intención era gozar a cuantas
mujeres podía «sin meter en ello al diablo».
La hechicería española tuvo casi siempre un matiz sexual. La gente acudía a las brujas en demanda de
sortilegio de amor o hechizos para recuperar a la persona amada o para perjudicarla después de la ruptura. A
una experta hechicera como la Celestina

venían muchos hombres y mujeres, y a unos demandaba el pan do mordían; a otros de su ropa;
a otros, de sus cabellos; a otros pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a
otros daba unos corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo
hechas, muy espantables de ver.
La hechicería española tuvo casi siempre un matiz sexual, La Celestina, edición de Sevilla, 1523, (A. P.)
Entre los cientos de miles de mujeres que murieron en la hoguera víctimas de aquel fanatismo destaca
Santa Juana de Arco, quemada por bruja en 1431. La condenaron porque tenía pacto con el diablo, porque se
negaba a recitar el padrenuestro, porque en lugar de Cristo decía «mi señor», porque oía voces junto a cierto
árbol sagrado y porque vestía y se comportaba como un hombre. La Iglesia católica la canonizó en 1920.
CAPITULO OCHO

El sexo imperial

Aquella España, en cuyos dominios no se ponía el sol, era más apariencia que otra cosa. El Estado poderoso,
monolítico y virtuoso que presentaban los libros de Historia de nuestro sufrido bachillerato, aquel paladín
victorioso del catolicismo contra los herejes y los turcos, era, en realidad, un endeble conglomerado de
regiones que no tenían casi nada en común: ni costumbres, ni instituciones, ni lengua, ni intereses económicos.
Su precaria unidad política se basaba en la fe. Religión y política se fundieron y confundieron hasta el punto
de que en la correspondencia palatina circulaba la expresión «ambas majestades» alusiva a Dios y al rey.
Como la autoridad civil acató la moral oficial de la Iglesia, los pecados sexuales se agravaron. Pero, al
propio tiempo, como es condición humana desear con más ahínco lo prohibido, la lujuria creció y fue
practicada incluso dentro de las iglesias. Con todo, el país disfrutaba de mayor libertad sexual que sus
enemigos protestantes. Aquí el rigor ascético se limitaba al dogma, ya que las flaquezas de la carne no
atentaban contra la unidad nacional ni contra la religión.
La sociedad española era vitalista, estaba interesada por el placer y la ganancia, y solamente se
angustiaba por la idea de la muerte. El viajero inglés H. Cock observó que «la mayor inclinación de los de
esta tierra es que son muy deseosos de lujuria». Los que sabían leer, leían libros de caballerías de los que
«las hojas saltaban todas y escogían los capítulos de bodas», como zahiere un moralista. Incluso el folclore
se erotizó, como lo muestran los miles de adivinanzas y chascarrillos que nos ha legado la tradición. Decían:
el buen marido tiene cuatro ces (casero, callado, cuerdo y continente); el buen amante cuatro eses (secreto,
solo, solícito, sabio), el celoso tiene tres efes (fiero, flaco y fácil). El hombre debe huir de cuatro efes
femeninas (francisca, fría, flaca y floja).
Los habitantes de la ciudad disfrutaban de mayor libertad sexual que los del medio rural. En cualquier
caso, la Iglesia elevó el matrimonio a la categoría de sacramento y se aseguró su administración. Pero aun así
no consiguió el control absoluto de la vida sexual de su grey, pues las relaciones prematrimoniales siguieron
siendo toleradas socialmente en Cataluña y otros lugares. Los obispos intentaron desarraigar esta costumbre
en 1570, pero medio siglo después todavía clamaban contra «los abusos de los novios al entrar en casa de las
novias pues cometen muchos y grandes pecados». En vista de ello, la Iglesia fue endureciendo su postura y
llegó a declarar herejes, con el nombre de fornicarios, a los que sostenían que el sexo extramatrimonial no
constituía pecado.
La norma aceptada era que la mujer llegara virgen al matrimonio. La Iglesia podía coaccionar al que
embarazaba o desfloraba a una mujer para que se casara con ella. No hace falta decir que el negocio de los
remendadores de virgos —los zurcidores de honras tan bien como de paños desgarrados, al que ya aludíamos
en otro capítulo— continuó su floreciente ascenso. A la clásica himenorrafía, o sutura de himen, se
incorporan procedimientos menos dramáticos, pero igualmente efectivos: la fabricación de obstáculos
provisionales por procedimientos químicos, gomas y emplastos que al ardoroso varón ofrecen discreta
resistencia para que, en su candidez, se haga la ilusión de que está desflorando a una pudibunda doncella.
Estos emplastos se fabricaban con polvo de cristal mineral, clara de huevo, tierra de Venecia y leche de hojas
de espárrago, todo ello amasado y dispuesto en forma de pastilla cónica que, introducida en la vagina
previamente lavada con leche, iba formando una especie de tegumento que a los pocos días adquiría la
consistencia de un himen. Por supuesto, más directo y seguro era el zurcido. La vieja Celestina, protagonista
de la famosa novela de Fernando de Rojas, se había especializado en remendar virgos: «Entiendo que pasan
de cinco mil los virgos que ha hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad». Deshecho quiere decir que
también ejercía el corretaje de supuestas doncellas para los putañeros que pagaban a tanto por virgo cobrado.
Escrupulosa en su profesión de tercera, la Celestina llevaba un detallado censo del material disponible: «En
naciendo la muchacha la hago escribir en un registro». La Celestina usaba dos técnicas quirúrgicas para el
remiendo doncellil:

Unos hacía de vejiga y otros curaba de punto (cosiendo); tenía en un tabladillo en una cajuela
pintada, unas agujas delgadas (…) e hilos de seda encerados, y colgados allá raíces de hojaplasma
y fuste sanguino, cebolla, albarrana y capacaballo; hacía con esto maravillas: que cuando vino
por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.

Ya se ve que el inquieto diplomático galo andaba bien de la próstata pero le fallaba la vista. Si, de
acuerdo con las creencias de la época, hubiera recurrido a la magia no le hubiera dado gato por liebre,
porque los recelosos varones que pensaban en casarse tenían un procedimiento para averiguar si la elegida
era virgen. En agua que hubiera permanecido tres noches al sereno echaban una liga o cordón que
perteneciera a la amada. Si se iba al fondo era señal de que no era virgen; si flotaba, la chica estaba impoluta.
Las alcahuetas solían corretear por todas las casas con achaque de muy distintas habilidades: buhoneras,
parteras, depiladoras, recoveras, y «siempre andan cargadas de reliquias y piedras preciosas como el águila
y el imán». El antiguo y venerable oficio no estaba tan desprestigiado como hoy. Lope de Vega lo ejerció para
el duque de Sesa; el conde-duque de Olivares para Felipe IV. Y ciertos menesteres varoniles, como cochero y
barbero, adquirieron fama por su buena disposición para cobijar apaños y ejercer tercerías.
Un famoso escándalo de la época fue el proceso de la alcahueta Margaritona, en 1656, cuando la acusada
tenía casi noventa años de edad. Era entonces una «mujer mayor, tullida y gafe en una cama a quien llegaba el
que le tentaba la carne y pedía a su gusto rubia o morena, negra o blanca, gorda o flaca, gallina o polla, y con
una cédula que le dejaban de la casa a la hora que quería y pasaba su carrera dejándole conforme era la que
se le pedía untadas las manos». Esta industriosa madame «tenía un libro de pliego entero, hecho de retratos
con su abecedario —quiere decir por orden alfabético—, número, calle y casa de las mujeres que querían ser
gozadas, donde iban los señores y los que no lo eran también, a escoger ojeando, la que más gusto les daba».
La condenaron sin azotes, pues se tuvo por cierto que moriría si lo hacían. De otra alcahueta del tiempo, una
tal Isabel de Urbina, sabemos que «tenía galas con que hacía damas de un día para otro a las fregonas de
mejor parecer de Madrid».
A la tradicional restauración de virgos se sumaron, con los avances de la cirugía, más ambiciosos
intentos, como el de cambio de sexo, ilustre precedente de los que ahora tan en boga están entre travestís y
otra gente del ramo. Elena de Céspedes, una mujer de Alhama (Granada), nacida en 1546, se hizo operar en
Madrid, y quedó convertida en varón. Entusiasmada con su viril instrumento, pero haciendo reprobable uso
de él, violó a una joven a la que, posteriormente, ofreció reparador matrimonio. Después de algunas
vicisitudes, de cuyo relato excusaremos al lector, fue a dar en manos de la Inquisición. Examinada
atentamente se le descubrió que «desde hace ocho meses se le estaba pudriendo el sexo, el cual se le acabó
cayendo quedándole el de mujer». Se ve que el injerto viril no había agarrado. A la desventurada Elena la
condenaron a doscientos azotes y otras penitencias.

Cornudos.

Sorprende al historiador la gran cantidad de hijos ilegítimos, muchos de ellos expósitos, que afloran en los
documentos. El bastardo llegó a ser casi una institución, comenzando por la propia casa real. Y es que el
concubinato no había perdido vigencia a pesar de las imposiciones matrimoniales. Quizá fue más frecuente en
Castilla que en las tierras mediterráneas, donde, en cambio, se practicaba más el adulterio. Comenzaba a
configurarse el cornudo complaciente y el consentido, que tanto juego dieron luego en la poesía festiva de
Quevedo. La ley los reprimía con singular severidad sacándolos a la vergüenza pública, en paseo infamante,
con cuernos en la cabeza y collar del mismo material, «y se usa alguna vez irle açotando la mujer con una
ristra de ajos…», según Covarrubias, porque siendo la hembra «vengativa y cruel si le diesen facultad de
azotarle con la penca del verdugo, le abriera las espaldas, rabiosa de verse afrentada por su culpa; o porque
los dientes de ajos tienen forma de cornezuelos».
La precocidad de los matrimonios en ciertas regiones dio lugar a una gran cantidad de fracasos, con su
secuela de malmandados que, a falta de divorcio, se separaban y se volvían a casar, después de poner tierra
por medio, incurriendo en el delito de bigamia.
A pesar de ello, la natalidad era muy baja debido ala intensa mortalidad infantil, a la larga lactancia y al
coitus interruptus.
Como estamos ya en el Renacimiento, el tema del sexo se indaga desde inéditas perspectivas científicas,
si bien la gran diversidad de opiniones, antes que disipar nuestras dudas, ahonda nuestra perplejidad. Por
ejemplo, Juan de Aviñón, médico del arzobispo de Sevilla, recomienda la práctica frecuente del coito:

Los provechos que se siguen de dormir con la mujer son éstos: lo primero, cumple el
mandamiento que manda Dios cuando dixo: creced y multiplicaos y poblad la tierra; lo segundo,
conservamiento de la salud; y lo tercero, que alivia el cuerpo; y el quarto, que lo alegra; y el
quinto tira melancolía y el cuydado; y el sexto, derrama los bajes que están allegados al corazón y
al meollo; y el séptimo, tira el dolor de riñones y de los lomos; y el octavo, aprovecha a todas las
dolencias flemáticas; la novena, pone apetito de comer; y la décima guarece las apostemaciones de
los miembros emutorios; y la undécima, agudiza la vida de los ojos.

Es de la opinión contraria el bachiller Miguel Sabuco en su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre,
donde leemos: «La lujuria es el peor vicio porque el hombre pierde su húmido radical por dos partes, la una
por delante y la otra por el líquido que derriba el cerebro por medio de la médula espinal». Otro médico, el
doctor Juan Fragoso, se pregunta en su Cirugía universal (1566) si una mujer puede quedar embarazada de
otra, y cita el caso siguiente:

Eran dos mujeres, una viuda y otra tenía marido. La viuda, estando muy caliente y furiosa,
provocó a la casada que se echase sobre ella, la cual, poco antes, había tenido acceso carnal con
su marido, y con muchas vueltas y tocamientos deshonestos, estando así juntas, recibió en sí la
viuda, no sólo la simiente de la otra, mas también la que había recibido su marido con lo cual se
hizo preñada.

La sífilis y el preservativo.

Perdidos en estas disertaciones bizantinas, los médicos parecen eludir más perentorias cuestiones. El gran
problema de la época es la aparición de la sífilis, así denominada por el médico Girolamo Fracastoro,
inventor de la cura con mercurio, en 1530, en recuerdo de un pastor mitológico, hijo de Níobe. Pero esta
denominación tardó mucho en imponerse. La más general fue morbo gálico, que endilgaba a los franceses la
exclusividad de su propagación, con evidente injusticia, puesto que no tuvieron más parte que los otros países
de Europa.
Enfermedades venéreas las hubo antes y, probablemente, a alguna de ellas se refirió el Arcipreste de Hita
en un oscuro verso de su clara obra (duermes con tu amiga, afógate postema), pero la terrible sífilis aparece
en esta época directamente importada de América, junto con el tomate, la patata y el tabaco. Quizá fue
introducida en Portugal en 1494 por los marinos de Colón que regresaban de Haití. Al año siguiente hizo su
aparición en Italia y de allí se extendió rápidamente por Francia, Alemania y Suiza. Antes de que finalizara el
siglo ya la sufrían en Escocia y Hungría; los marinos de Vasco de Gama la habían llevado a la India y de allí
había pasado a China. La enfermedad hizo estragos indiscriminadamente: era un bacilo laico que no respetaba
sagrado. Una de sus primeras víctimas fue el arzobispo de Creta.
Un siglo después, en 1619, los efectos de la sífilis sobre las prostitutas eran aterradores:

Muchas de ellas andan llenas de bubas y los hospitales atestados de llagados, porque las
desventuradas suelen estar hechas una pura lepra.

Precisamente por entonces se inventó el preservativo, pero este útil artilugio antivenéreo no se divulgaría
hasta el siglo XVIII, en Francia e Inglaterra, y el siglo XIX en los países latinos. Parece ser que el padre del
invento fue el cirujano italiano Gabriel Falopio. Era, en su primera versión, «un pequeño forro de tela (…)
embebido de una decocción de hierbas específicas». La adorable Madame de Sevigné anota sus ventajas e
inconvenientes: «Gasa contra la infección, coraza contra el amor». El caballero avisado lo portaba siempre
en una bolsita dentro del bolsillo del chaleco. A finales de siglo un tripero perfeccionó el invento
fabricándolo con membrana de cordero.
El ideal de belleza femenino se mantuvo sin alteraciones: mujer menuda y redondeada, rubicunda y de
finas cejas. No obstante, comenzaban a gustar los pechos algo más valentones y algunas «se los llenan de
paños por hacer tetas». La depilación de las cejas era práctica habitual entre las elegantes, pero la del sexo
estaba restringida a las putas. Una profesional prestigiosa, la Lozana Andaluza, observa:

Veréis más de diez putas y quien se quita las cejas y quien se pela lo suyo (…) nos rapamos los
pendejos, que nuestros maridos lo quieren ansí, que no quieren que parezcamos a las romanas que
jamás se lo rapan.

Quizá fuese una costumbre más higiénica que estética, por evitar la proliferación de pediculus pubis, es
decir, de ladillas. Nos lo hace sospechar la poca costumbre de lavarse que tenían nuestros antepasados.
Cristóbal de Villalón atestigua: «No hay hombre ni mujer en España que se lave dos veces desde que nace
hasta que muere». Es que uno, si está sano, no tiene por qué lavarse, que eso es cosa de turcos. Dígalo Luis
Lobera de Ávila (1530):

Esto del baño es bueno a los que lo tienen en uso, pero a los señores de España que nunca lo
han usado no les será provechoso, mas de usarlo les podría venir daño, salvo aquellos que tengan
enfermedades.

El tufo corporal se combatía con ungüentos de mejorana y tomillo o con polvos perfumados.
La moda masculina insistía en las corpudas braguetas de la época anterior, pero Carlos V la enriqueció
con bordados e incrustaciones de piedras preciosas, a la moda alemana y flamenca. Además, el añadido de
hombreras y el ceñimiento del talle conferían al hombre artificiosa apostura. Por el contrario, la moda
femenina, acusada por los predicadores de incitar los más bajos instintos del hombre, se asexualizó: al
severo verdugado de la época anterior, añadió, de medio cuerpo para arriba, un rígido corsé de alambre que
disimulaba los pechos dentro de una estructura geométrica. Las normas de etiqueta exigían, además, que la
mujer no mostrase jamás sus erotizantes pies. Cuando se sentaba debía ocultarlos bajo el pliegue inferior del
verdugado. Estamos hablando de la gente pudiente, porque el pueblo llano jamás se pagó de tales
aberraciones.
La posición coital recomendada por confesores y teólogos era la «del misionero», pero también se
practicaban con fruición y aprovechamiento tanto el antiguo y acreditado posterior como la deleitosa y
penetrante postura de la mujer sobre el hombre. A ésta la denominaban, con pía expresión, meter la iglesia
sobre el campanario. Si la mujer era tan retozona y cachonda como la Lozana Andaluza, llegado el momento
del mayor ardimiento, prorrumpía en sabrosos parlamentos: «Aprieta y cava, y ahoya, y todo a un tiempo. ¡A
las crines, corredor! ¡Agora por mi vida, que se va el recuero (orgasmo)! ¡Ay amor, que soy vuestra, muerta y
viva!»

Las quijadas reales.

Muy representativo de la época es el rey Carlos V, que simultaneó sus mujeres legítimas con una serie de
amores transeúntes en los que concibió famosos bartardos reales, entre ellos don Juan de Austria, el vencedor
de Lepanto. Una de estas amantes, la bella Madame d’Etampes, mujer «de mucha gracia y distinción que da
gusto al emperador, que está triste y melancólico» lo fue también de Francisco I de Francia, el enemigo de
Carlos. Es posible que la dama fuese espía de su país.
Carlos V no era guapo. En su rostro se reflejaba la degeneración genética de los Austrias (que luego se
transmitiría a los Borbones): un acusado prognatismo que la barba apenas lograba disimular. El embajador
veneciano escribía: «Cerrando la boca no puede juntar los dientes de abajo con los de arriba y al hablar no se
le entiende bien». El desencuentro mandibular de la familia se remonta al siglo XIII, con Alfonso VIII. Luego
se transmitió a los otros reyes de Castilla y descendió por la dinastía bastarda de los Trastámara hasta
Enrique IV, el de «las quijadas luengas y tendidas a la parte de ayuso». La dinastía cambió con los Austrias,
pero el prognatismo de la casta se mantuvo: los Austrias lo heredaron de los Trastámara a través de doña
Leonor, hija de Enrique II, casada con Eduardo I de Portugal, abuelo de Maximiliano de Austria. Carlos V
suscribió el defecto por duplicado, ya que, además, era nieto de Isabel la Católica y biznieto de Juan II.
El indiscreto protocolo requería que el matrimonio del monarca se consumase ante testigos. Cuando
Carlos V se casó con su prima, la bellísima y discreta Isabel de Portugal, los notarios reales exhibieron la
consabida sábana pregonera, manchada de sangre, ante los testigos que esperaban a la puerta de la cámara
real. La obsesión por la virginidad presidía no sólo las bodas sino también los compromisos. La esposa de
Felipe II, Isabel de Valois, fue recibida en Toledo con arcos triunfales cuyo motivo principal eran alegorías
de su himen intacto.
Los partos de las reinas no resultaban menos indiscretos. Un grupo de notables tenía que asistir a ellos
para atestiguar la legitimidad del vástago real. Isabel de Portugal exigió que la sala de su paritorio quedase
en una discreta penumbra, más que por velar su pudor, por defender su entereza, para que los curiosos no
pudiesen constatar si el dolor alteraba la impasible serenidad de su rostro. La partera que la atendía le
aconsejó que se dejase llevar y gritase, pues esto favorecería el parto; a lo que la reina replicó en portugués:
«No gritaré aunque me muera». Y sin gritar dio a luz a Felipe II.
¿Qué remedios arbitraba el industrioso español del Renacimiento para remontar los desmayos de su
virilidad? Aunque las vigorosas recetas de los abuelos seguían en vigor, la cocina erótica se renovó por la
afamada escuela médica de Salerno.
Para tener mayor placer venéreo, cocer bien testículos de cabrito, desmenuzarlos como para
albóndigas de carne, añadir yemas de huevo y mejorana y cocinarlos con manzanas rellenas.
Usando este preparado se llega a contentar a la mujer hasta veinte veces o más en la noche
nupcial.

No sabe uno qué admirar más, si la reciedumbre de la receta o el desaforado apetito con que ciertas
mujeres llegan al matrimonio. Al margen de la racional coquinaria erótica, seguía vigente la vía mágica, de
origen medieval. Una de sus peregrinas propuestas consiste en vigorizar sexualmente al hombre untándole el
dedo gordo del pie izquierdo con pomada de ceniza de estelión y aceite de corazoncillo y algalia. Otro unte
efectivo era el de manteca de macho cabrío, enriquecida con ámbar gris y algalia. Variadas fórmulas para
seducir al amado: con la yerba énula campana, cosechada en la mágica noche de San Juan; dándole a comer
corazón de golondrina mezclado con sangre del enamorado o con alguno de los diversos talismanes regidos
por la constelación de Venus; si lo que se pretende es asegurar la fidelidad de la mujer, dénsele a comer
cenizas de bálano y pelo de lobo; y para que la mujer fría codicie varón se le dan a comer testículos de ganso
y vientre de liebre.
Remedios naturales y sobrenaturales no faltaban, pero aun así se daban casos de impotencia. Un breve de
Sixto V fechado en 1587 declaraba la impotencia impedimento público y permitía la disolución del
matrimonio si se probaba que el marido era eunuco. Convertida en la causa más común de anulación del
sacramento, la Iglesia, metida a reglamentar el sexo de su rebaño, produjo una casuística canónica que
aspiraba a contemplar todos los casos posibles. Una probanza y examen del presunto impotente, en 1590,
sigue a la acusación de la esposa porque su marido «la desfloró con los dedos y no de otra manera porque él
no era para más». Los tribunales de impotencia echan mano de estos códigos y están facultados para juzgar,
en probanza ante testigos, el estado de funcionamiento del miembro presunto impotente, es decir, su
capacidad de erección, tensión elástica, movimiento natural y eyaculación. En algún caso el notario levanta
acta de las comprobaciones efectuadas ante testigos:

No existiendo falta en la compostura y formación delos miembros genitales del sujeto —el cual
era bien peloso—, crece su miembro puesto en agua caliente y fregándole manos de mujer, en tanto
que se acorta en agua fría (…) es de presumir que se halla dotado de la necesaria potencia.

No se llegó tan lejos como en Francia, donde uno de estos tribunales declaró impotente a un hombre a
título póstumo, sobre examen de su cadáver, en 1604.
La casuística apuraba todas las posibilidades imaginables. ¿Es lícito ayudar al impotente por cualquier
procedimiento de contacto e incentivo? —se pregunta el padre Sánchez en un libro sobre el sacramento del
matrimonio—, ¿es lícito practicar la penetración en otro lugar que el vaso idóneo? Otras preguntas eran de
orden menos práctico, pero igualmente fundamentales para el cabal desarrollo de la civilización cristiana
occidental: «La Virgen María, ¿recibió simiente durante su relación con el Espíritu Santo?»

Alumbrados y beatas complacientes.

En el clima reformista y severo que impulsó el concilio de Trento, la Iglesia intentó reprimir la lujuria de
clérigos ardientes. Desde el pontificado de León XIII se establecieron tarifas de delitos clericales y se
impusieron multas a cuya satisfacción se condicionaba la absolución. Una fornicación simple salía por treinta
y seis torneses y nueve ducados, pero si era contra natura, con animal, la multa se triplicaba. No parece que
sirviera de mucho. En 1563, las cortes quisieron prohibir que hubiera frailes en los conventos de monjas, así
como la aplicación de penitencias físicas a las monjas por parte de sus capellanes.
Los eclesiásticos seguían manteniendo barraganas, aunque con mayor disimulo, como notan las sinodales
de Oviedo al señalar la existencia de«clérigos que estando notados o informados con algunas criadas de que
se sirven, las casan y se buelben a servir de ellas juntamente con sus maridos con gran daño de sus
conciencias y escándalo de sus vecinos». Otros buscaban justificaciones doctrinales a su irrefrenable apetito
venéreo y daban por ello con sus huesos en las mazmorras de la Inquisición. Puesto que la religión perseguía
al sexo, el sexo se mutaba en religión, en un rizar el rizo típicamente barroco que armonizaba los contrarios.
A lo largo del siglo detectamos extrañas sectas que florecen en diferentes lugares. El primer alumbrado,
un franciscano de Ocaña, en tiempo de Cisneros, creía haber sido escogido por Dios para engendrar profetas
de sus hijas espirituales. En Toledo, los dexados (dejados) seguidores de Isabel de la Cruz intentaban
alcanzar el éxtasis místico mediante dejación, es decir renegando del concepto de pecado, admitiendo el
coito como un hecho natural y el orgasmo como suprema unión con la divinidad. Otro famoso brote de
alumbrados, el de Llerena, implicó a ocho clérigos que habían catequizado a treinta y cuatro devotas, casi
todas ellas histéricas, con las que copulaban en nombre de Dios.
La intromisión eclesiástica en la vida sexual de los españoles llegó al extremo de que hasta un 33% de
los procesos contra herejes estaba relacionado con las cuestiones venéreas. Desde la perspectiva
eclesiástica, el sexo extramatrimonial constituía pecado y aquel que pretendiera lo contrario —argumento
muy común para rendir la virtud de una mujer— incurría en herejía. En un proceso incoado en 1570 contra
Diego Hernández, labrador:

Dijo que se lo haría a una mujer tantas veces, y diciéndole que no lo dijera, que era pecado,
dijo: no haga yo otros pecados que por meter y hartar de hacérmelo con quien me lo diere no iré al
infierno.

Por sostener tan herética opinión lo condenaron de levi y lo sacaron en auto de fe, soga al cuello y vela en
la mano, le administraron cien azotes y le impusieron una multa de doce ducados. Después de todo no escapó
mal. A otro procesado, un tal Alonso de Peñalosa, lo acusó un clérigo vinagres al que quiso vender una
esclava joven:

Dijo que la comprase que era hermosa y le serviría también de amiga, y diciéndole que era
pecado, dijo: mira que pese a Dios, llevadla a vuestra casa y estaréis harto de joder y quito de
pecado.

La prostitución.

En este ambiente de corrupción moral y social, la prostitución se manifiesta como un necesario aliviadero
para descargar las tensiones sexuales acumuladas en los jóvenes solteros y en los malcasados con cupo
sexual tasado por los confesores de sus esposas. En cada ciudad de cierta importancia el provisor
ayuntamiento toleraba un barrio chino oficial, la mancebía —berreadero en jerga canalla—, cuyo
funcionamiento estaba regulado por estatuto. La Pragmática de 1570 dispuso que las mancebías fueran lugares
acotados, vigilados por alguaciles, que no existieran en ellas tabernas y que no se permitiese la entrada a
gente armada, todo ello para excusar reyertas y escándalos. Como ya hemos señalado, al frente de la
mancebía había un encargado, el padre, que a cambio de ciertos privilegios respondía ante la autoridad del
cumplimiento de las normas. No otro es el oficio «honrado para la república» del que habla Cervantes en El
rufián dichoso.
Antes de ser admitida, cada nueva pupila debía acreditar ante el juez ser mayor de doce años, haber
perdido la virginidad y ser huérfana o hija de padres desconocidos. El juez estaba obligado a intentar
disuadirla de abrazar el antiguo oficio. Ya licenciada, la pupila se obligaba a aceptar cualquier cliente que la
solicitara y a satisfacer un pequeño impuesto al municipio, y un alquiler, por el lecho y la habitación, al
dueño de la botica o casa de lenocinio. Frecuentemente, el dueño del local era una cofradía, un convento, un
gremio o un alto señor de la ciudad. En Medina Sidonia el burdel era propiedad del duque, que lo tenía
arrendado a un antiguo criado suyo.
La mancebía permanecía cerrada en las nueve fiestas de Nuestra Señora, primeros días de Pascuas, el
Corpus, el día de la Trinidad, domingos y fiestas locales; también se cerraba, ocasionalmente, en desagravio
celestial, como cuando un loco penetró en una iglesia y arrebató el Santísimo de las manos del sacerdote:
durante ocho días los reyes guardaron luto y teatros y mancebías permanecieron cerrados.
El día de Santa María Magdalena, patrona de las putas, las pupilas de la mancebía asistían a misa
solemne, con sermón reprobador en el que se las exhortaba a abandonar la mala vida e ingresar en un
convento de arrepentidas.
Sobre qué santa sea la más cualificada patrona de las putas tenemos que reconocer que no existe opinión
unánime. Quizá sea prudente admitir que existieron distintas patronas, dependiendo de las nacionalidades. En
el París medieval era Santa María Egipciaca, a cuya imagen encendían velas las mozas de mesón para que les
acreciese el negocio. Al pie de una vidriera que representaba a la patrona en trance de cruzar el río, leíase
esta piadosa inscripción aclaratoria: «De como la Santa ofreció su cuerpo al barquero para pagarse el
pasaje». En España tenemos noticia de al menos dos patronas del fornicio: Santa Nefija, «que daba a todos
de cabalgar en limosna», y Santa Librada, que algunos disimulan en abogada de los buenos partos. En
Sigüenza —hablo de tiempos heroicos y recios, antes de que se impusieran los ejercicios premamá—, las
preñadas acudían al rosario y después de las letanías recitaban una piadosa jaculatoria que dice:

Santa Librada,
Santa Librada
que la salida
sea tan dulce
como la entrada.

Las putas asistían a las misas obligatorias de buen talante, puesto que son gente de natural religioso y
devoto. De hecho, muchas de ellas salían de penitentes en las procesiones, con hábito y escapulario, hasta que
Felipe II lo prohibió con achaque de que ahuyentaban de estas devociones a las mujeres honestas. En
Salamanca, debido a la gran cantidad de estudiantes de aquella universidad, se obligaba a las putas a pasar la
Cuaresma al otro lado del Tormes.
La mancebía más importante de España era la de Sevilla, ciudad muy necesitada de alivios sexuales
extraordinarios, debido a la elevada población masculina transeúnte que atraía por su condición de único
puerto para América. Dábase el triste caso de que muchas veces era precisamente en las fiestas religiosas
cuando se producía mayor afluencia de clientes. Por este motivo, los burdeles sevillanos admitían un refuerzo
de putas forasteras por Semana Santa, Corpus y día de la Asunción, cuando —según denuncia un moralista—
«los labradores que huelgan sus cuerpos hacen trabajar a sus tristes almas».
El problema volvía a plantearse allá donde se produjeran grandes concentraciones de hombres; por
ejemplo, en la flota que partió para la conquista de Túnez. Aunque el mando había prohibido tajantemente que
embarcaran putas, «no bastó este rigor, que si las sacaban de un navío las recogían en otro y así se hallaron en
Túnez más de cuatro mil mujeres enamoradas que habían pasado, que no hay rigor que venza y pueda más que
la malicia».
Al margen de las mancebías, existía una prostitución más o menos encubierta de mujeres casadas con
cornudos complacientes. La figura del cornudo complaciente había existido siempre, pero fue en esta época
cuando la ley los persiguió con más rigor por considerar que deshonraban el sacramental matrimonio. La
pragmática de 1566 establecía:

… a los maridos que por precio consintieren que sus mugeres sean malas de su cuerpo (…) les
sea puesta la misma pena que a los rufianes: por la primera vez, vergüenza pública y diez años de
galeras y por la segunda cien azotes y galera perpetua.

Emprender el catálogo de las putas sería cosa de nunca acabar. Cedamos la pluma a una de las más
documentadas autoridades en la materia, nuestro admirado paisano, el presbítero Francisco Delicado,
ingenioso autor de La lozana andaluza:

Quizá en Roma no podríades encontrar con hombre que mejor sepa el modo de cuántas putas
hay, con manta o sin manta. Mirá, hay putas graciosas más que hermosas, y putas que son putas
antes que muchachas. Hay putas apasionadas, putas estregadas, afeitadas, putas esclarecidas,
putas reputadas, reprobadas. Hay putas mozárabes de Zocodover, putas carcaveras. Hayputas de
cabo de ronda, putas ursinas, putas güelfas, gibelinas, putas injuinas, putas de Rápalo, rapainas.
Hay putas de simiente, putas de botón griñimón, noturnas, diurnas, putas de cintura y de marca
mayor. Hay putas orilladas, bigarradas, putas combatidas, vencidas y no acabadas, putas devotas y
reprochadas de Oriente a Poniente y Setentrión; putas convertidas, repentidas, putas viejas,
lavanderas porfiadas, que siempre han quince años como Elena; putas meridianas, occidentales,
putas máscaras enmascaradas, putas trincadas, putas calladas, putas antes de su madre y después
de su tía, putas subientes e descendientes, putas con virgo, putas sin virgo, putas el día de domingo,
putas que guardan el sábado hasta que han jabonado, putas feriales, putas a la candela, putas
reformadas, putas jaqueadas, travestidas, formadas, estrionas de Tesalia. Putas abispadas, putas
terceronas, aseadas, apurdas, gloriosas, putas buenas y putas malas y malas putas. Putas
enteresales, putas secretas y públicas, putas jubiladas, putas casadas, reputadas, putas beatas, y
beatas putas, putas mozas, putas viejas y viejas putas de trintín y botín. Putas alcagüetas, y
alcagüetas putas, putas modernas, machuchas, inmortales y otras que se retraen a buen vivir en
burdeles secretos y publiques honestos que tornan de principio a su menester.

En lo referente a procedencias, la relación de Delicado no parece menos exhaustiva. La ofrecemos como


primicia a los estudiosos de teoría política, pues aquí se observa más claramente que en otros lugares cómo,
ya en el siglo XVI, se iba configurando el Estado de las autonomías, si bien se detectan algunas faltas que más
que a malintencionada omisión deben responder a disculpable olvido:

Hay españolas, castellanas, vizcaínas, montañesas, galicianas, asturianas, toledanas,


andaluzas, granadinas, portuguesas, navarras, catalanas y valencianas, aragonesas, mayorquinas,
sardas, corsas, sicilianas, napolitanas, brucesas, pullesas, calabresas, romanescas, aquilanas,
senesas, florentinas, pisanas, luguesas, boloñesas, venecianas, milanesas, lombardas, ferraresas,
modonesas, brecianas…
La lista ocupa otra media página, pero la hemos abreviado por no parecer prolijos; incluye francesas,
inglesas, flamencas, alemanas, eslavas, húngaras, polacas, checas y griegas. Echamos en falta una mención
laudatoria de las valencianas, cuya habilidad profesional era celebrada en su época: «Rufián cordobés y puta
valenciana», como ponderaban los entendidos.
En Europa el género abundaba. Por el contrario, en las jóvenes colonias americanas se padecía gran
escasez y si no se quejaban más era porque para una urgencia siempre tenían a mano las complacientes indias.
No obstante, el gobernador de Puerto Rico solicitaba de vez en cuando el envío urgente de una expedición de
putas «por el peligro que corren las casadas, solteras y viudas» entre tanta población masculina.
La puta empezaba a ejercer muy joven, con trece o catorce años, pero su vida profesional languidecía
hacia los treinta. Entonces tenía que pasar de olla a cobertera, es decir, de puta a celestina, y en este nuevo
oficio, más requerido de habilidades que el primero, no siempre le era posible alcanzar a vivir una
desahogada vejez.
Los estipendios de una prostituta dependían de su categoría y hermosura. Oscilaban entre la respetable
cantidad de cinco ducados diarios —ingresos de una tusona de alto standing— y los precarios sesenta cuartos
de la que era fea y defectuosa o menos joven. La vejez de la prostituta era casi siempre triste y desastrada:
«El mal fin que tienen todas, ocupando las camas de los hospitales o las puertas de las iglesias, tullidas o
llagadas, sin poderse menear».

Los homosexuales y la mar.

Las otras variedades del amor no dejaron de practicarse a pesar de las terribles penas con que eran
reprimidas. Al doctor Marañón le parecía que en España hubo menos homosexuales que en otros países
europeos. El que practicaba el sexo per angostam viam era condenado a la hoguera. Huyendo de la quema,
muchos homosexuales nobles se metían a marinos, atraídos por la mayor permisividad que imperaba en los
barcos, donde las tripulaciones pasaban meses enteros sin contacto alguno con mujeres. En el obligado
confinamiento de las largas travesías transoceánicas, los marinos se desfogaban con animales hembras y con
jóvenes grumetes de aspecto femenino.
Por supuesto, la zoofilia también estaba condenada por las jurisdicciones civil e inquisitorial, puesto que
el semen es sagrado y sólo puede emplearse en engendrar hijos. Al principio la pena por este delito era la
hoguera, pero luego los jueces se mostraron más benévolos. En 1583, un tal Joan Mario, de Zaragoza,
sorprendido en encendido idilio con una consentidora mula, fue condenado solamente a cuatro años de
galeras. La abuela de Calixto, el héroe de La Celestina, se arreglaba con un mono, por eso le reprocha
Sempronio: «Lo de tu abuela con el ximio, ¿hablilla fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo». Se ve que el
servicial mono pagó con sus partes verendas las perentorias calenturas del ama.

Pecaminosa América.

Es dudoso que los conquistadores fueran a América impulsados por el noble ideal de ganar almas para la
verdadera fe y tierras para el rey de España. Nos parece más humano que se embarcaran en la aventura
atraídos por halagüeñas promesas de ganancias y placer. El que escuchara los relatos de los exploradores no
lo pensaría dos veces. Escribe Colón: «Hay muy lindos cuerpos de mujeres (…) van desnudos todos,
hombres y mujeres, como sus madres los parieron. Verdad es que las mujeres traen una cosa de algodón
solamente tan grande que le cobija su natura y no más y son ellas de muy buen acatamiento, ni muy negras,
salvo menos que las canarias»; o Pedro Hernández: «Las indias de costumbre no son escasas de sus personas
y tienen por gran afrenta negarlo a nadie que se lo pida y dicen que para qué se lo dieron sino para aquello»;
en el relato de Orellana: «las indias son lujuriosísimas»; Gonzalo Fernández de Oviedo: «Son tan estrechas
mujeres que con pena de los varones consuman sus apetitos y las que no han parido están casi que parecen
vírgenes», ingieren abortivos «para no preñarse para que no pariendo no se les aflojen las tetas, de las cuales
mucho se precian y las tienen muy buenas»; o el de López de Gomara, «si el novio es cacique, todos los
caciques convidados prueban la novia antes que él; si mercader, los mercaderes y si labrador, el señor o
algún sacerdote. Cuando todos la han catado antes de la boda, la novia queda por muy esforzada (…) pero al
regusto de las bodas disponen de sus personas como quieren o porque son los maridos sodomíticos».

Escribe Colón: "Hay muy lindos cuerpos de mujeres (…) van desnudos todos (…) como sus madres los parieron, dibujo de la Biblioteca Nacional,
Madrid. (ORONOZ).

Si éstos son los textos de autores serios y presumiblemente veraces, hay que imaginarse cómo serían los
hiperbólicos embustes que circularon en España sobre la permisividad de las indias y las posibilidades de
medro en aquellas tierras empedradas de metales preciosos. O, por decirlo en palabras de Francisco Roldán,
natural de Torredonjimeno (Jaén), uno de los que acompañaron a Colón: «Es más grato acariciar cuerpos de
indias que no manceras de arado ni empuñaduras de espadas, que para eso están los que se quedaron en
Castilla y en Flandes». Las indígenas, que hasta entonces habían vivido en un estado de relativa inocencia, se
sintieron muy halagadas y divertidas por el ímpetu con que aquellos rijosos garañones de piel blanca llegaban
de Europa a cebarse en sus morenos cuerpos alardeando de grandes hambres atrasadas. Ellas se les
entregaban de buena gana, pero a pesar de ello, como la avaricia rompe el saco, desde el comienzo se
suscitaron problemas. La colonia que dejó Colón en su primera expedición desapareció totalmente,
probablemente por reyertas sobre el usufructo de las indias, pues, aunque había para todos, algunos intentaron
acaparar a las más atractivas para su uso personal y como los otros no aceptaron tamaña arbitrariedad,
fatalmente salieron a relucir las navajas.
La intensa actividad genésica de los españoles produjo millones de mulatos, lo que explica el mestizaje
que hoy observamos en aquellas tierras. Paraguay fue conocido como «el paraíso de Mahoma» por los
lucidos harenes que disfrutaban sus colonos.
En lo tocante al pecado nefando, los conquistadores se mostraron menos transigentes. «Hemos sabido —
informa Hernán Cortés— que todos sonde cierto sodomitas y usan del abominable pecado». Las prácticas
sodomíticas estaban muy arraigadas en las antiguas culturas americanas, así como la felación, la poligamia y
todas las demás licencias corporales que constituían pecado en la puritana Europa judeocristiana. La
autoridad arremetió contra los homosexuales con mayor rigor si cabe que en España. En las crónicas abundan
espeluznantes descripciones. Los mochicas fueron exterminados «gracias a los exemplares escarmientos de
los cristianísimos capitanes Pacheco y Olmos»; Vasco Núñez de Balboa «aperreó a cincuenta putos que halló
y luego quemólos». Aperrear consiste en azuzar al perro dogo alemán, una fiera entrenada para la guerra.
CAPITULO NUEVE

Tanta gente de bonete, ¿dónde mete?

«Tanta gente de bonete, ¿dónde mete?; porque dejar de meter no puede ser», reza el dicho popular.
Y la Iglesia, la institución humana más antigua, la que ha acumulado más experiencia a lo largo de su
dilatada trayectoria, acuñó una divisa de circulación restringida a sacristías y cabildos: si non caste, caute
(es decir, si no castamente, al menos discretamente). Y es que ellos lo sabían bien: el que no practica el amor
de los cuerpos difícilmente podrá entender el de las almas.
La psicología moderna ha establecido que la represión de los instintos sexuales acarrea neurosis. La
etiología sexual de la histeria, señalada por Freud y Charcot, explica hoy muchas obsesiones de los
moralistas cristianos. La Iglesia medieval lo comprendió así y consintió que sus clérigos mantuvieran
concubinas y barraganas. Más adelante, amas y sobrinas. Hay que tener en cuenta que muchos eclesiásticos
abrazaron el hábito como un medio de vida, sin la menor vocación, en un tiempo en que la todopoderosa
Iglesia ofrecía seguro refugio para aquellos que sólo ingresando en su escalafón podían aspirar al ascenso
social. La historia está empedrada de papas incestuosos o adúlteros, cardenales rijosos, abades
prostibularios y frailes lascivos. Un obispo de Basilea engendró veinte hijos; otro de Lieja llegó a sesenta y
uno; el arzobispo de Salzburgo tuvo quince; un abad de San Pelayo acumuló un harén de setenta queridas…
cifras todas ellas notables pero excepcionales. Lo habitual era que el clérigo tuviera su apaño más o menos
encubierto con alguna de las mujeres de su feligresía. San Vicente Ferrer puso el dedo en la llaga cuando
escribió:

Un religioso verá la monja, mujer devota, y dirá: Yo la tomaré a mi cargo, y hablando y


oyéndola de confesión y continuando así, llegarán por esta familiaridad al pecado. Igualmente, el
presbítero novel será devoto al principio, y corriendo el tiempo tomará cierta familiaridad y
querrá tener una mujer que cocine para que él pueda servir mejor a Dios, pero estando con la
mujer, llegarán poco a poco al pecado y hételos ahí caídos. Item, mujeres que verán un religioso o
presbítero devoto, desearían confesarse con él y comenzarán a «credo in Deum» y terminarán a
«carnis resurrectionem».

Una de las causas de la reforma protestante fue precisamente el deseo de abolir el celibato clerical.
Lutero y Enrique VIII se enfrentaron con la Iglesia católica porque querían casarse y divorciarse
respectivamente. Lutero contrajo matrimonio con una monja de veintiséis años, hermosota aunque no muy
agraciada. El ilustre reformador era tan metódico que llevaba la cuenta de sus efusiones amorosas, con su
suma y sigue caligrafiada en gótica escritura alemana. Al cierre del primer capítulo anotó ciento cuatro en un
año. Teniendo en cuenta que había cumplido ya los cuarenta y dos, y que se trataba de un hombre entregado a
lo divino más que a lo humano, parece una media razonable.
En el siglo XVII, la airada y moralista reacción dela Contrarreforma impuso, a partir de Trento, una más
severa observancia de la castidad clerical. Se reprimieron incluso la humana alegría y el sano esparcimiento.
En las Constituciones de Astorga leemos:

Por cuanto algunas veces acaece juntarse clérigos en misas nuevas y en aniversarios, y
olvidados de la obligación que tienen a su oficio y hábito sacerdotal dicen cantares deshonestos,
beben y comen sin templanza de lo cual se siguen juegos y rencillas en menosprecio del orden
sacerdotal.

Corrían malos y tristes tiempos. Los obispos y jerarquías, habiendo alcanzado casi todos ellos esa edad
en que las urgencias del sexo se hacen más llevaderas, exigían a la clase de tropa castidad ejemplar.
Consecuencia de esta actitud puritana fue un notable aumento del número de clérigos reprimidos y la
sustitución de la barragana por otros recursos más discretos. Lo que acarreó, necesariamente, que los curitas
encalabrinados encauzaran sus perentorios ardores hacia la feligresía de sus parroquias, particularmente en
sus hijas de confesión. Éstos fueron los llamados solicitantes.
El confesionario, inventado en el siglo XVI, fue el providencial instrumento que vino a favorecer estos
idilios, pues fomentó grandemente el acercamiento íntimo entre el confesor y la penitente. Aunque la
solicitatio ad tupia, o proposición de actos deshonestos por parte de clérigo, fue declarada herejía en su
calidad de atentado contra el sacramento de la confesión, no por ello ha dejado de producirse desde entonces.
El modus operandi variaba grandemente según el carácter y urgencia del solicitante. Los hay que van al
grano, sin rodeos, como el franciscano fray Cristóbal de Mesa, procesado en 1612 por trato carnal con cinco
mujeres. En su sumario leemos:

Habiendo signado ella para comenzar la confesión el reo le dijo que no pasase adelante, que
desde un día que le había visto las piernas pasando por el río, había quedado tan rendido de amor
y tan deseoso de gozarla que no comía ni bebía. Otra depuso que habiéndose hincado de rodillas
para confesar, el reo le preguntó cómo estaba y le comenzó a decir algunas palabras amorosas y le
vino a preguntar que si estuviera en otra parte le enseñaría las piernas y le hizo meter la lengua
por un agujero de la reja del confesionario y se la tomó con la suya.
Confesionario del obispo de la catedral de Cádiz (ORONOZ).
Otros, más delicados y profesionales, recurrían primero al argumento teológico —que siempre es de
mucho efecto y lucimiento cuando se tiene delante a una pobre analfabeta— y demostraban a la cortejada que
el revolcón que le estaban proponiendo no constituía pecado de lujuria a los ojos de Dios, aunque ciertamente
lo pareciese. Así un tal Hernando Alonso, que «ha tenido muchas deshonestidades y tocamientos
libidinosos con muchas de sus hijas de confesión, diziéndolas que lo susodicho no era pecado (…) que lo
hazía para las aliviar de la ravias y sentimientos que tenían». Una de sus enamoradas declara que
«estando hincada de rodillas a sus pies para confesarse, él llegó su rostro al de ella, dirigiéndole palabras
de amores (…) metióle mano (…) y la conosció allí carnalmente».
En la suerte suprema unos solicitantes eran más hábiles que otros. De la confrontación de los distintos
casos parece deducirse que cuando el clérigo era joven y atractivo las solicitadas se dejaban convencer más
fácilmente. También se colige que estas intimidades resultaban ser gran consuelo y apaciguamiento espiritual
para las hijas de confesión. El padre La Parra, acusado de haber solicitado a treinta y cuatro mujeres de su
parroquia —a muchas de las cuales había poseído en el mismo confesionario—, declaró que, después de la
gozosa refriega, ellas «quedaban valentonas y fortificadas para el servicio de Dios». Otros, finalmente, no se
conformaban con las que la suerte les deparaba, sino que salían a buscarlas donde las hubiera. Entre éstos
destacó el párroco de Gerona Juan Comes, procesado en 1666:

… sabiendo que una mujer tenía disgustos con su marido la envió llamar para que se confesara
y la consolaría y luego que dicha mujer entró en la iglesia, se puso en el confesionario y
arrodillándose y queriéndose persignar le dijo que no había para qué confesarse y dijo palabras de
amores y que no se admirase, pues era hombre y ella mujer, y cogiéndola de las manos le dio un
beso en la boca.

Otras solicitaciones son de índole homosexual, particularmente entre miembros de comunidades


religiosas. El lesbianismo de las monjas no preocupó gran cosa a la autoridad competente, puesto que para
que existiera pecado de sodomía era necesario el derramamiento de semen. Pero la homosexualidad
masculina se consideraba pecado gravísimo. Fray Francisco Escofet, fraile barcelonés procesado en 1664,

solicitó para actos torpes y sodomíticos a cierto religioso en cierto convento desta ciudad y
tuvo muchos y muy repetidos actos sodomíticos con él, metiendo su miembro en el vacuo prepóstero
de dicho paciente y en él derramando su semen y que tuvo con otro religioso del mismo convento
actos torpes, dándole besos y abrazándole y corrompiéndose sobre él.

El acusado fue condenado a ciento ochenta azotes y tres años de galeras. Más sonado fue el proceso del
convento de la Merced en Valencia (1685-1687), donde el maestrescuela había corrompido a casi todos sus
alumnos. El culpable fue condenado a un año de reclusión y dos de exilio.

Los flagelantes.

Cuando un solicitante sádico daba con una hija de confesión masoquista, lo que ocurría muy frecuentemente,
el resultado era un flagelante, variedad sádica de los solicitantes. La Inquisición llamaba flagelante activo al
que administraba la penitencia y pasivo al que la recibía. Algún caso se registraba de mixto activo-pasivo,
cuando confesor y confesada se zurraban mutuamente; así, el franciscano Diego de Burgos, en 1606, y una
viuda necesitada de consuelos. O el arcipreste de Málaga, Francisco Navarro, procesado en 1745, flagelante
pasivo denunciado por su criada, a la que entrenó para estricta gobernanta diestra en disciplina inglesa. En
sus encuentros íntimos ella había de tomar el mando y amenazando al tembloroso clérigo con el zurriago lo
imprecaba: «¡Pícaro, vil, echa esos calzones abajo!» Obedecía él, compungido y contrito, y cuando sus
blancas nalgas quedaban expuestas al castigo, exhortaba a la dulce enemiga con estas zalameras súplicas:
«Tú eres mi Reyna y mi señora y así toma esos cordeles y castígame hasta que salte la sangre». Esto era
solamente para abrir boca, porque la sesión incluía también una tanda de bofetadas con diez anillos en la
mano. Y si los dengues e inhibiciones de la fámula no hubieran entorpecido la necesaria comunicación
espiritual, el arrojo del arcipreste hubiera dado cancha a más sabrosos escarceos, porque «a continuación
hizo a la criada sentarse en un servicio y quiso besarle el orificio, a lo que ella se negó».

Francisco de Goya, Procesión de flagelantes, Real Academia de San Fernando, Madrid.

Esta desviación no constituía novedad. Hasta es posible que la propia Iglesia la hubiese alentado, pues
tradicionalmente había permitido e incluso alabado la flagelación como medio de allegar copiosos frutos de
santidad y de acceder a la unión con Dios por el áspero camino de la mortificación. La purificación a través
del sufrimiento y la mortificación depuradora del alma son conceptos familiares en el cristianismo. No
obstante, durante la Edad Media la flagelación no pasó de ser una forma de autodisciplina. Recordemoslas
cofradías de flagelantes en la época de la Peste Negra. Después pareció languidecer por un tiempo hasta que
la Contrarreforma la hizo resurgir con renovados bríos. Los confesores sádicos se deleitaban administrando
personalmente la penitencia a sus hijas de confesión a saya levantada, con la carne descubierta. Casi siempre
se trataba de mujeres atractivas o jóvenes. Lo curioso es que estos flagelantes no eran denunciados por sus
víctimas sino por otros colegas que escuchaban en confesión a las flageladas. A juzgar por la documentación
inquisitorial que generó, esta epidemia de flagelantes tuvo larga vida; apareció en el siglo XVI, arreció en el
siglo XVII y no dio señales de remitir hasta el XVIII.
Algunos flagelantes captaban a sus socias en la catequesis. Es el caso del confesor Miguel García Alonso,
cura de Majalerayo, que enseñaba doctrina cristiana a un grupo de catequistas de edades comprendidas entre
diez y dieciocho años, y cuando no se sabían el catecismo las castigaba con unos azotes en la parte mollar.
Supo la Inquisición el asunto e interrogó a las chicas. Una de las mayorcitas declaró que después de azotarla
la puso sobre la cama e hizo «con ella a su gusto lo que quiso».
Fernando de Cuenca, cura de Caravaca, procesado en 1772, se declaró culpable de flagelar a una hija
espiritual suya, esposa de un pastor, a laque azotaba teniéndola desnuda de cintura para abajo sobre sus
rodillas, pero antes de golpearla le manoseaba «las asentaderas (…) A ella le pareció que estaba en manos
de un santo».
Repasando los casos que afloran en los procesos tiene uno la impresión de que algunas de las flageladas
eran honestas y sinceramente bobas, pero muchas otras probablemente fingían serlo y entraban en un doble
juego con su confesor. Él las engañaba, ellas se dejaban engañar, y cada parte fingía creer lo que la otra parte
quería que creyese. Un caso revelador es el de un capuchino convicto y confeso de haber seducido a trece
beatas a las que hacía creer que Jesucristo se le había aparecido y le había dicho:

Tengo observado que Fulanita tiene vencidas todas las pasiones menos la sensualidad, la cual
la atormenta mucho por ser muy poderoso en ella el enemigo de la carne mediante su juventud,
robustez y gracias naturales, que la excita en sumo grado al placer, por lo cual, en premio a su
virtud(…) te encargo que le concedas en mi nombre la dispensa parcial que necesita y le basta para
su tranquilidad diciéndole que puede satisfacerse su pasión con tal de que sea precisamente
contigo y en secreto sin decirlo a nadie ni a ningún otro confesor.

El fraile fue comunicando a sus hijas de confesión la naturaleza del divino mensaje y con todas tuvo
acceso carnal, excepto con cuatro de ellas, de las que tres eran viejas y la cuarta «fea en exceso». Duraba tres
años el placentero trato y el robusto confesor a todas tenía satisfechas y edificadas, cuando quiso su mala
fortuna que una de ellas enfermara gravemente y en el trance posible de morir temiera por la salvación de su
alma si no confesaba su escrupulillo a otro sacerdote. Interrogada por la Inquisición declaró que «había
disimulado y fingido creerlo porque así gozaba de sus placeres sin rubor». El fraile jodedor, viéndose
descubierto, optó por la españolísima postura de sostenella y no enmendalla, y sostuvo ante el temible
tribunal que sus revelaciones eran verdaderas. Los inquisidores, echando mano de la munición teológica, le
rebatieron el aserto:
—Dios no puede dispensar un precepto negativo, el sexto de su decálogo, que obliga siempre y por
siempre.
—Sí que puede —contraatacó el fraile garañón, defendiéndose como gato panza arriba—, así lo hizo con
el quinto mandamiento cuando envió un ángel a Abraham con encargo de que matase a su hijo Isaac y con el
séptimo cuando aconsejó a los israelitas que robaran a los egipcios.
Aquí nos imaginamos a los leptosomáticos y siniestros inquisidores intercambiando miradas suspicaces.
«Hemos pinchado en hueso», reflexionaría el presidente del tribunal.
—Bien, eso es cierto, pero en estos casos intervienen misterios favorables a la religión —arguye el más
teólogo de la mesa.
—También en el mío —contraataca el acusado—, pues se trataba de tranquilizar las conciencias de unas
almas por lo demás perfectas y conducirlas a la necesaria unión con Dios.
Sonrisa suficiente en el inquisidor de la izquierda, un sujeto bajito y rechoncho que acaba de aromatizar a
sus vecinos con un eructo de codillo y parece incorporarse a la diatriba con ingenio vivo:
—Pero, padre —replica suavemente con una escorada media sonrisa—: resulta bien raro que tan grande
virtud hubiera en trece jóvenes bien parecidas y no en las otras tres viejas y en la fea restante.
Y el acusado, aunque se sabe contra las cuerdas, en lugar de tirar la toalla eleva los ojos al cielo y
responde pausadamente citando las Escrituras:
—El Espíritu Santo inspira donde quiere.
Sólo por la inteligente defensa que hizo de su causa hubiese merecido sobradamente una absolución o
leve penitencia, pero los perros del hortelano del tribunal —perdón, he querido decir los perros del Señor
(dominicanes, dominicos)— lo condenaron a prisión conventual, donde murió a los tres años.
Y las monjas, ¿cómo se las arreglaban?
Las religiosas, debido a su condición femenina, no gozaban de tantas oportunidades como los clérigos
dentro de la extremadamente machista organización eclesiástica. Los conventos de clausura eran grandes
cofres donde se custodiaba el himen de una muchedumbre de mujeres desprovistas de la menor vocación
religiosa a las que se encerraba solamente para preservar el honor de sus vetustas familias. Su único contacto
con el mundo era el del oratorio de tupida reja que comunicaba con la iglesia del convento. Desde ese
observatorio veían discurrir la vida, y allí se prendaban de los libertinos que frecuentaban las iglesias con
intención de enamorarlas. Estos galanes de monjas hacían correos de sus deseos y afanes a unas alcahuetas
especializadas, las llamadas andaderas.
Como hoy, las cocinas conventuales producían empalagosas yemas y otras exquisiteces reposteras. Era
bastante usual que muchos galanes famélicos requebrasen a sus monjas más que por satisfacer lujurias, de lo
que poca ocasión había, por consolar sus estómagos desamparados. Quevedo fustiga estos amores
interesados: «Condenamos a los galanes de monjas que coman en galeras los bizcochos que antes comían en
los locutorios y rejas con las monjas». Pero el amor de monja también podía llevar a la ruina a un cortejador
incauto. Había monjas taimadas que participaban de los usos sociales de la mujer libre de la época y, por lo
tanto, exigían que su enamorado correspondiese a sus dulces con más sustanciosos regalos probadores tanto
de su solvente generosidad como de la firmeza y sinceridad de sus sentimientos. Éste es el origen del sabio
refrán: «Bizcocho de monja, pernil de tocino», es decir, que el regalo que la monja te hace acaba saliéndote
caro. La monja avezada sabía compensar los dispendios de su galán con la exhibición de sus intimidades a
modo de adelanto, mientras llegaba la ocasión de otra forma de remuneración carnal más contundente. Es
habilidad digna de admiración si consideramos el estorbo de las faldas prolijas y de las largas y cerradas
tocas, a pesar de las cuales:

con achaque que alguna pulga pica


descubriréis el pecho
que todos son descuidos de provecho.

A veces era el capellán de la comunidad el que, interpretando generosamente sus funciones, satisfacía los
apetitos corporales de las monjitas cuyo auxilio espiritual tenía encomendado. En 1628 hubo uno que «hacía a
las penitentes preguntas y proposiciones de carácter notoriamente erótico», lo que provocó un fenómeno de
histerismo colectivo que afectó a veintiséis mojas de las treinta que componían la comunidad. La Inquisición
zanjó el caso atribuyéndolo a posesión diabólica y se contentó con recluir al capellán por un tiempo.
Algunas monjas, atormentadas por los insomnios del azahar en las tórridas siestas de primavera, no se
conformaban con galán tras la reja. Las hubo que mantuvieron trato carnal con el diablo, al que recibían en
sus celdas. A sor Juana de la Cruz, del monasterio de la Encarnación de Mula (Murcia), le cupo en suerte ser
poseída por un íncubo algo sádico que no contento con propinarle unas palizas de órdago, en una ocasión se
le presentó en figura de etíope generosamente dotado e intentó violarla en presencia de la comunidad. En
otros casos no queda claro quién es el nocturno violador: sor Ana de Ávila, recogida para orar en su celda
una noche de Jueves Santo, se quedó traspuesta un momento y despertó sobresaltada al «sentir sobre ella un
peso como de un hombre y aunque quiso apartarse de él no pudo y tuvo parte carnal con ella como si fuera
hombre. Y que sentía que estaba queriendo y no sabía a quién». Sor María Josefa de Jesús fue poseída
brutalmente por un diablo galán que, ya desfogado, recuperó sus buenos modales y tuvo la gentileza de
regalarle su retrato. Era bastante agraciado. A la beata de Aguilar (Córdoba) se la estuvo beneficiando, por
espacio de treinta años, un diablo transformista que unas veces se le aparecía vestido de moro y otras en
figura de Jesucristo. No se sabe en cuál de las dos caracterizaciones la dejó embarazada. Esta monja alcanzó
tal fama de santa que a Felipe II lo bautizaron envuelto en una toquilla que ella había bendecido.
Otras monjas no se contentaban con ser estupradas por el príncipe de las tinieblas sino que, tomando al
pie de la letra la palabrería mística de sus ordenaciones, consumaban el matrimonio con el Esposo, es decir,
con el propio Jesucristo. Ana de la Trinidad, monja en el convento de Beas de Segura, estuvo concediendo el
débito conyugal a su divino esposo cada tres noches, por espacio de diez años. Investigado el asunto, se
averiguó que el que la gozaba no era Jesucristo, sino un íncubo suplantador, el cual, viéndose descubierto, se
dejó de tapujos y seguía visitándola ya en su espantable figura verdadera y sin delicadeza alguna, dejando
atufada la celda de olor a azufre después de cada carnal alivio. Un buen día dejó de importunar a la monja,
fuera porque se cansara de ella u obligado por la fuerza de los exorcismos.

Los alumbrados.

En el panorama del sexo ensotanado brilla con luz propia el caso de los alumbrados, que confunden lo
místico con lo erótico y, entre éxtasis y arrobos santificadores, dan salida a los apetitillos de la carne y otras
heterogéneas emociones. El fundamento doctrinal de los alumbrados se contiene en las teorías quietistas del
padre Molinos, según las cuales las almas pueden unirse a su Creador sin necesidad de prácticas externas:

… santos varones escogidos por Dios para engendrar profetas en castas mujeres entregadas a
la oración (…) tocando los pechos y metiendo las manos por las partes pudendas a las hijas de
confesión, les prometen por esto corona y merecimiento.

A esta serie, que se inicia en 1511 con la beata de Piedrahíta y alcanza el siglo XVIII, pertenecieron los
dejados de Toledo y los de Llerena, que practicaban la oración «con movimientos del sentido gruesos y
sensibles» a los que llamaban «derretirse en amor de Dios». Entre los más destacados representantes de la
tendencia se cuenta el presbítero Cristóbal Chamizo, de treinta y cuatro años, moreno y robusto, que alcanzó
el virgo de veintitrés doncellas e hizo treinta y ocho preñadas entre sus feligresas. También la beata de Villar
del Águila, persuadida de ser la encarnación de Cristo, motivo por el cual sus sucesivos padres espirituales
se acostaban con ella en un disculpable anhelo de mística identificación con lo divino. Se dan otros
partidarios del puro amor «puesto que Cristo pagó por todos», pero la autoridad eclesiástica no siempre lo
entendió así y muchos dieron con sus huesos en los tribunales del Santo Oficio. Que tampoco estaba
precisamente en condiciones de tirar la primera piedra. Valga un ejemplo: en 1597, Alonso Ximénez,
inquisidor de Córdoba, fue acusado de

vivir en concubinato con una dama (…) a la que había instalado en la judería con su madre y
hermanos, quien a la caída de la noche iba a casa del inquisidor para retirarse por la mañana (…)
el inquisidor llegaba al tribunal con largos cabellos rubios sobre el hábito, visiblemente agotado
de sus noches de amor. Y en ausencia de María, hacía venir a su casa a otras mujeres, para tocar
música y cantar (…) entonaba coplas licenciosas, recitaba poemas ligeros de Góngora, tañía la
guitarra, cantaba seguidillas en compañía de rufianes y bailaba en público.

Un alegre funcionario incomprendido por la superioridad.


En 1631 se divulgó un caso de necrofilia que hizo las delicias de los mentideros de la corte. En el
madrileño convento de San Plácido, fray Francisco García Calderón, alumbrado, había mantenido relaciones
íntimas durante mucho tiempo con una hija de confesión; pero, dado que la felicidad de este mundo es efímera
como el rocío mañanero que prestamente se disipa en cuanto sale el sol, la moza murió y fray Francisco,
viudo inconsolable, la hizo sepultar con muchos honores:

… el cadáver adornado con seda y adornos, y dejó en el sepulcro lugar para su propio entierro
y traía la llave del ataúd colgada del cuello. De cuando en cuando lo visitaba y abría la sepultura,
le ponía epitafios latinos en los que la llamaba la amada de Dios, epíteto que también le daba en
sus sermones, exponía su cuerpo a la veneración, repartía sus vestiduras por reliquias (…) obtuvo
un breve del nuncio para que se hiciese información de la santa vida y costumbres de aquella mujer
y por último la expuso al culto público y hacía leer un librito que compuso de su vida.

Fray Francisco enseñaba que «las más repugnantes deshonestidades no son pecado cuando se hacen en
caridad y amor de Dios y antes disponen a mayor perfección», y califica el trato obsceno como «unión,
unidad, suavidad».
En la misma línea progresista y liberadora se muestran las beatas solicitadoras de sus confesores. La
ciega Dolores, fea y picada de viruela, pero sin duda dotada de ocultos atractivos, ejecutada en Sevilla en
1781, proyectaba su «lujuria desenfrenada volcada especialmente hacia cuantos curas y frailes se ponían a su
alcance». Uno de los últimos casos sonados, el de Isabel María Herranz, la beata de Villar del Águila
(Cuenca), se produjo en 1801. Esta mujer se presentaba como la transustanciación de Dios, era «Cristo con
sayas», y solicitaba a sus devotos que la abrazaran y acariciaran como medio para acceder a Cristo. Sus
numerosas seguidoras organizaban en su honor procesiones y cultos en los que se entregaban a danzas
frenéticas y exhalaban bramidos en una especie de delirio colectivo. Para alcanzar «la unión íntima con
Dios» la beata y sus acolitas realizaban una serie de actos con sus «cómplices venéreos» (así los denomina la
documentación del proceso). Como casi todos ellos resultaron ser sacerdotes, algún malévolo juez lo
interpretó como solicitatio ad turpia: «Besarle el rostro, meter la lengua en la boca del Señor y besarla en la
punta del pecho desnudo teniendo los ojos cerrados». Una criada declaró que cuando su ama se metía en la
cama con determinado fraile, «la alcoba se llenaba de resplandores y los ángeles rodeaban el lecho. Cuando
estaba con el padre Alcantud, sólo había resplandores y si se trataba del padre Rubielos ni lo uno ni lo otro».
Se ve que el trasiego espiritual funcionaba mejor con unos que con otros. Declara uno de los inculpados que
«en las noches siguientes tuvo con ella hasta unos siete u ocho actos incoados e incompletos bajo la misma
creencia que le aseguraba la beata que aquello era la voluntad del señor». El tribunal condenó a la beata y fue
quemada en efigie.
A estas alturas consideramos cumplidamente respondida la retórica pregunta que proponía el dicho
popular citado al principio: «Tanta gente de bonete, ¿dónde mete». Ya se ha visto que donde todo el mundo,
con las humanas variaciones que cada caso comporta. Es lo que viene a sugerir esta cancioncilla que
compuso el presbítero arjonero Vicente Parras a finales del siglo pasado:

El cura de Arjonilla
tiene una sobrinilla.
El abad de Lopera
la Bartola y su nuera.
El mosén de Porcuna
sólo tiene a la mula.
¿Y el arcipreste de Arjona?
Las mocitas de la zona.
CAPITULO DIEZ

El siglo del cuerno

En el siglo XVII, España se convierte en el Tíbet de Europa (la frase es de Ortega y Gasset), se aísla, se
encierra en su maniqueísmo intolerante, hostil a lo extranjero, y abrumada por un destino imperial que la lleva
a proclamarse fanáticamente más papista que el papa se embarca en la ruinosa empresa de sostener el
catolicismo con el oro que obtiene de América. Finalmente se cierra a las ideas liberales que el
Renacimiento siembra en Europa, su vida se ensombrece y la gravedad castellana impone sus severas normas
al resto del país. (Pero también es cierto que los castellanos pechan más que los demás: de cada siete
ducados que Hacienda recaudaba, seis procedían de Castilla).
Con la paulatina degradación de la vida social cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo
religioso y el desprecio al trabajo. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados y,
como cualquier pretexto era válido para declarar día feriado, apenas llegaban a cien las jornadas laborales
del año. En este clima de apatía, las costumbres se corrompieron. El viajero inglés Francis Willughby, que
recorrió el país en 1673, anota: «En fornicación e impureza los españoles son la peor nación de Europa». El
loco Amaro Rodríguez, bufón de la tolerante Sevilla, predicaba desde su púlpito: «Sólo digo, señoras, que
aunque seáis putas, aunque tengáis seis maridos como la samaritana, si os arrepentís y os dejáis de putear, os
podéis salvar (…) lo digo de parte de Dios; y tú, cornudo que te ríes, di: Me pesa de haber tenido más
cuernos que el almacén del matadero».
La vida sexual de este siglo presentó —según Marañón— dos características: el contubernio con la
religión y el sadismo. Quizá se tratara de una legítima reacción contra la represión que la Iglesia ejercía
sobre los placeres. El dolor, tanto físico como psíquico, suscitaba enfermiza pasión. Los enamorados se
regalaban pañuelos ensangrentados; el pueblo presenciaba entusiasmado las ejecuciones públicas; la
devoción inspiraba los cilicios, las flagelaciones, los arrebatados versos de los místicos, la imaginería
torturada de los pasos procesionales, las vírgenes traspasadas por puñales, Cristos sangrantes, el
despellejamiento de San Bartolomé, la parrilla de asar a San Lorenzo, los pechos cortados de Santa Agueda,
la cabeza palpitante del Bautista. Es también el siglo de la zarabanda, «baile y cantar tan lascivo en las
palabras y tan feo en los meneos que basta para pegar fuego a personas muy honestas».
La obsesión del pecado presidía las relaciones entre hombres y mujeres; «nuestros sentidos están ayunos
de lo que es la mujer —escribe Quevedo— y ahítos de lo que parece». Era una España que abominaba de la
cultura, que detestaba el baño porque, como un eminente médico escribió, «se ha visto y experimentado los
muchos daños que de los baños resultan», una España que desconfiaba de los libros, porque la ilustración

lleva a los hombres al brasero


y a las mujeres a la casa llana

una España donde la libertad causaba escándalo. En el Quijote (II, 55) se censura a Alemania porque allí
«cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia».
Una España lastrada por el concilio de Trento, donde se excomulga al que sostenga que el matrimonio es
preferible a la virginidad o al celibato y donde, por otra parte, la única relación sexual lícita que se reconoce
es la del matrimonio sacramental, ya suprimidos los matrimonios de consenso contra los que la Iglesia había
batallado desde siglos atrás. A partir de Trento menudearon los casos de herejes procesados por la
Inquisición por sostener que el coito extramatrimonial no constituía pecado. Entre ellos Pedro José
Echevarría, estudiante, que incurrió en la ligereza de comentar que «si Dios no perdonaba este pecado podía
llenar el cielo de paja». Por si fuera poco, se le averiguó que en una víspera de San Lorenzo se negó a ayunar
y añadió «que le besase el culo si quería San Lorenzo». No son maneras de tratar al santo, que bien quemado
está ya sin necesidad de que lo insulten. Más grave nos parece el caso de Juan Bentura de la Barrera,
presbítero sevillano que predicaba el amor libre y era

ateísta, helvense y otras heregías, enseñando que la simple fornicación no era pecado; que
siempre que una mujer necesitase de varón podía llamar a cualquiera, porque era cosa natural que
hasta los gatos y los perros tenían sus camnistiones. Y auiendo estuprado a una doncella le dixo
que no era pecado, que lo sería si ella dixese al dueño de la casa, y que se la llevaría el diablo si lo
confesaba.

En otros casos, el cortejador intentaba doblegar la virtud de su reticente enamorada con argumentos
filosóficamente más dudosos. A Cristóbal de San Martín lo procesaron porque sostenía que «no es pecado
tener cuentas con mujer de medianoche abajo».
No obstante, por uno de esos típicos contrastes del Barroco, la relajación moral fue notable a todos los
niveles. Dígalo Cervantes por boca de su licenciado Vidriera: «De las damas que llaman cortesanas, que
todas o las más tienen más de corteses y no de sanas». Ni la más encumbrada y virginal doncella se recataba
de mantener conversaciones escabrosas y hacer alarde de información sobre temas sexuales. Y, sin embargo,
otro contraste, el obispo de Pamplona decretaba excomunión contra las vascas usuarias del gorro fálico: «…
tocados con aquellas figuras altas a modo de lo que todo el mundo entiende, hábito indecente de mujeres
honradas, como ellas lo son».
En este siglo comenzaron a imponerse usos sociales que han perdurado hasta nuestros días. La Iglesia
había logrado ceñir los lomos de la sociedad con el rígido corsé del indisoluble matrimonio sacramental. Los
más despabilados ingenios se contentaron con satirizarlo sin atreverse a más. Quevedo pedía que se fundara
una orden para la redención de mal casados a imagen y semejanza de la que existía para redimir cautivos. Y
Cervantes opinaba que «en las repúblicas bien ordenadas había de ser limitado el tiempo de los matrimonios,
y de tres en tres años se habían de deshacer y confirmarse de nuevo».
El nuevo matrimonio sacramental tenía como primordial objetivo la santificación de los contrayentes y la
procreación de hijos con exclusión del pecaminoso placer. Ésta fue la justificación teológica del empleo de
amplios camisones con ojal vertical a la altura del pubis (una aberración que, en algunos lugares, ha
perdurado hasta el siglo XX). A través de esta desangelada gatera introducía su miembro el resignado esposo
cuando demandaba la carnalidad del sacramento. Pero la carne pecadora se rebeló contra estas
arbitrariedades y fue generando una doble moral en virtud de la cual la mujer, como depositaria del honor
familiar, debía mantenerse escrupulosamente honesta, pero el varón quedaba eximido de tal obligación y la
sociedad hacía la vista gorda si, además de la esposa legítima, mantenía una manceba e incluso una querida.
Esta forma encubierta de poligamia era signo de relevancia social. Escribe Madame d’Aulnoy:

El único goce de los españoles consiste en mantener una afición. Los jóvenes aristócratas
adinerados empiezan a los doce o catorce años a tener manceba y por atenderla no sólo descuidan
los estudios, sino que se apoderan en la casa paterna de todo aquello que pueden atrapar.

Así se fue creando una forma de prostitución privada formada por mantenidas bellas y astutas que
medraban a costa del amigo. Escribe Antonio de Brunel:

Son las mujeres las que destruyen la mayor parte delas casas. No hay hombre que no tenga su
dama y que no trate con alguna cortesana (…) los despluman bellísimamente.

Y corrobora Bertaut:

Casi todos están amancebados y mantienen moza a pan y manteles.

El auge del matrimonio acarreó una proliferación de casamenteros. Este oficio no siempre quedaba bien
deslindado del de la tradicional alcahueta al que lo asemejaban la común habilidad de vender por bueno un
género defectuoso:

Hacéis a la fea hermosa sin serlo; a la casada, soltera; a la soltera, casada; a la que ha rodado
como mula vieja de alquiler, doncella virtuosa y recogida; al jugador perdido, que es hombre
virtuoso y guardoso; al borracho, hombre reglado; al viejo, mozo; al pobre, rico; al rico, pobre
(…) sólo por ajustar vuestras conveniencias para cobrar la media anata y emborracharos el día de
la boda.

No se menciona la virginidad porque ese patrimonio ya se da por sobreentendido.


Los libertinos y galanes contaban sus conquistas por virgos cobrados. Y aquellos que no tenían prendas
naturales o aptitudes para la conquista amorosa procuraban comprarlos. Los virgos llegaron a venderse por
escritura notarial. Dice Pineyro:

Tales escrituras que hacen las madres sobre las honras de las hijas me afirman ser cosa
corriente en Castilla, porque de otro modo fácilmente comprometen a un hombre; y como ellas
prueben que gozaban de reputación de doncellas y estaban para casar, condenan en casamiento o a
dotar en dos o tres mil escudos a cualquier picara que a veces son las bellacas más
desvergonzadas, que con dos de sus rufianes por testigos prueban su buena reputación, y luego
meten en prisión y echan por puertas al mejor.

Nos cuenta un testigo: «Yo tuve una pendencia con una mujer demasiadamente libre, la cual me achacó un
hijo, y supe que al mismo tiempo que yo entraba en su casa, entraban diferentes caballeros de esta corte».
Estos casos desastrados nos enseñan que el galán de aquel dificultoso siglo tenía menos riesgo en tratar
con casadas que con solteras que pudieran reclamar honra y virgo ante los tribunales. Por lo tanto, las
casadas estuvieron muy solicitadas. Lo que inevitablemente nos lleva a tratar el tema de los cornudos.

Cornudos consentidos.

Si creemos a los escritores de la época, una crecida cantidad de casados eran traicionados por sus esposas.
Dice Quevedo: «Como hay lencería y judería, haya cornudería, no sé si se hallará sitio capaz para todos».
Seguramente se trata de una apreciación algo hiperbólica, achacable a la mala leche que ya iba
caracterizando la vida nacional. No obstante, los casados eran proclives a incurrir en recelos y suspicacias a
pesar de tener la ley de su parte si llegaba el caso de verse en el duro trance de lavar con sangre su honor. El
marido engañado y el padre o el hermano de la adúltera podían disponer libremente de la vida de los amantes
fuera personalmente o por mano de la justicia. Incluso la Iglesia toleraba y exculpaba esta bárbara costumbre.
Los ajusticiamientos de adúlteros eran presenciados por muchedumbre de curiosos. En uno de ellos el marido
llevó su sed de venganza hasta el punto de subir al cadalso y, empapando su sombrero en la sangre recién
vertida de la esposa, lo sacudió sobre los espectadores mientras gritaba ¡Cuernos fuera! Una famosa
ejecución, en Sevilla, terminó más felizmente para los condenados. En 1624, una tal María, casada con el
sastre catalán Cosme Seguano, que le llevaba veintidós años, se fugó con un bizarro capitán de los Tercios.
Capturados por la justicia, el sastre decidió que debían morir. Cuando el verdugo iba a ejecutarla, los frailes
de San Francisco exhortaron al sastre para que la perdonara, pero él se mantenía en sus trece.
—¡No la perdono!
—¡Ha dicho, yo la perdono, ha dicho yo la perdono! —gritaron a coro los frailes. Y aunque el sastre
insistía en su negativa, los frailes armaron tal tumulto que la condenada logró escapar entre el revuelo de la
gente. Desde entonces la llamaron María «la Maldegollada». Dejó fama de mujer alegre, más realizada en los
placeres mundanos que en el meritorio encierro matrimonial.
Los casos de maridos que se tomaban la venganza por su mano son más numerosos. El puntilloso honor de
estos ceñudos otelos mesetarios se empañaba a la más leve sospecha, pero a la hora de la ejecución se
mostraban discretos y previsores cristianos, pues procuraban que la condenada muriera en gracia de Dios.
Por este motivo algunos maridos acompañaban a su mujer a comulgar antes de asesinarla o aguardaban
ocasión en que estuviera recién comulgada. Así obró en 1637 el notario Miguel Pérez de las Navas,
«habiendo guardado ocasión y día en que su mujer había confesado y comulgado, le dio garrote en su casa
(…) por muy leves sospechas de que era adúltera». Otro caso citado por Pellicer: «Marcos Escamilla,
aposentador de palacio, por celos de un enano del rey, dio muerte a su mujer (se cree que sin culpa).» Los
celosos urdían toda clase de ardides para confirmar sus sospechas. Uno de ellos en Madrid, en 1645,

fingiendo ausentarse y que no volvería hasta la noche (…) a las dos horas volvió, estando en la
cama la mujer y el amigo (…) el hombre se había metido debajo de la cama y el marido diole allí
dos o tres estocadas de muerte, saliendo el pobre herido a la ventana pidiendo confesión, siendo
tan desdichado que no hubo clérigo que lo pudiese absolver y cayó muerto al bajar la escalera. La
mujer se puso a salvo cuando vio al marido con la espada en la mano, y medio vestida se marchó a
un convento.

Otro suceso similar, ocurrido por las mismas fechas, no es menos tremendo: regresa a casa
intempestivamente el marido suspicaz, sorprende a los adúlteros in fraganti y, con resabio corniveleto, echa
la llave de la alcoba de los culpables y marcha a dar parte a la justicia. El galán intenta escapar por la
ventana con tan mala fortuna que se despeña sobre el tejado de la casa colindante. (Seguramente iba flojo de
rodillas, como suele acaecer después de repetidos lances venéreos). «Lo llevaron a la cárcel herido como
estaba, en una silla. Puede ser que el marido con ruegos, la perdone: que trabajo es el suyo que muchos lo
padecen», acaba el discreto jesuita autor del comentario. Arriba apuntamos que cuando el adúltero era el
marido, la esposa solía resignarse. Hay una notable y tremenda excepción que confirma esta regla: en 1658
una hembra de rompe y rasga, esposa abnegada del cochero del marqués de Tabara, castró a su marido antes
de matarlo.
Dentro de la especie de cornudos, el subgrupo más concurrido era el del consentido. De ello se queja
Quevedo: «Señor, no hay hombre bajo que no se meta a cornudo». A un viajero portugués le sorprendió que
«los maridos castellanos no hagan caso de sus cuernos ni traten de averiguar los que a honra les toca. Los
tales maridos lo saben bien y disimulan, porque son las fincas que más les rinden y las dotes de que viven».
Este tipo de prostitución se ejercía en el propio domicilio del cornudo. Sus clientes se llamaban «primos»,
porque las visitas masculinas en ausencia del marido se justificaban con achaque de algún parentesco lejano.
Un chiste del tiempo presentaba a uno de estos cornudos que sale en defensa de su mujer golpeada con estas
razones: «Oiga, no me la dé más en la cara, que es echarme a perder toda la tienda». También se citaba el
caso de la adúltera consentida que despedía al marido con estas palabras:
—Vete a divertir, que han de venir aquí unos caballeros a holgarme, y como eres muy triste, afrontárasme.
O el caso del alguacil cornudo que, cuando se recogía por la noche, bajaba la calle cantando para
anunciar su llegada y dar lugar a que su mujer se asomara a la ventana si estaba acompañada, señal convenida
de que debía dar otro paseo antes de regresar al hogar. En 1566, Felipe II había emitido una pragmática
contra «los maridos que por precio consintieren que sus mujeres sean malas de su cuerpo». La tendencia se
acentuó en el siglo siguiente. En las grandes ciudades era frecuente que la justicia condenara a los cornudos
notorios al paseo infamante por las calles principales. Para esta ceremonia, la cabeza del cornudo se
adornaba con cuernos y ristras de ajos; la esposa iba detrás azotándole la espalda y el verdugo cerraba
procesión azotándola a ella.

La obsesión por el virgo.

Los poetas hacían chistes sobre la escasez de vírgenes. Quevedo:

Solían usarse doncellas,


cuéntanlo así mis abuelos.
Debiéronse de gastar,
por ser muy pocas, muy presto.

Tirso de Molina:

Pues lo mismo digo yo


de nuestras finezas bellas:
todos dicen que hay doncellas;
pero ninguno las vio.
Quiñones de Benavente:

Pues, ¿y los bellacones redomados


que dicen que en el mundo no hay doncellas?
Pues, si las perseguís ¿cómo ha de habellas?
Pregunto, lengüecitas de escorpiones,
en la casa en que hay gatos ¿hay ratones?

El sacramento prometía la vida eterna, pero no garantizaba nada en ésta. Y como muchos matrimonios
eran acordados por los padres de los novios, sin pedir opinión a los interesados, con cierta frecuencia se
producían chascos. Quiñones de Benavente lo puso en verso:

Los que quieren casarse, se parecen


al que compra melones, que la venta
es a carga cerrada, buena o mala.
Ya algunos llevan el melón con cala

y en otro entremés:

Era como linaje de ropero,


que aunque todo cristiano se lo prueba,
por nuevo el que lo compra se lo lleva.

En 1656 apunta Barrionuevo: «Buteri, el intérprete del rey, al mes de casado tiene pleito graciosísimo
porque dice que no entendió en qué dotaba a la esposa ni que tenía tan mala condición y ella alega que no es
para marido u hombre tan para poco…» La misma idea se expone en un entremés donde un casado pide el
divorcio: «Primero, porque no puedo ver a esa mujer; segundo, por lo que ella sabe; tercero, por lo que yo
me callo y la cuarta porque no me lleven los demonios».
Con la reacción contrarreformista, el divorcio desapareció y los casos de bigamia se multiplicaron,
aunque este delito estaba penado con vergüenza pública y diez años de galeras. No obstante, los poderosos
podían recurrir a la nulidad, forma de divorcio encubierto. Otros, menos pacientes, le perdían el respeto al
sacramento. En el auto de fe celebrado en Granada en 1635, uno de los penitenciados era un fraile apóstata
que se «había casado dos veces según la Iglesia y cuatro sin sacramentos».
El ideal de belleza femenino había evolucionado poco desde el período anterior. Contemplemos la Venus
del espejo de Velázquez, el único, pero espléndido, desnudo que la pacata pintura española de la época se ha
permitido (cuando en Europa rebosan las carnes de Rubens, Tizianos y Veroneses). Es una mujer menudita, de
caderas capaces, la pierna corta y moldeada, el tobillo fino, el pie mínimo, nacarada piel presumiblemente
suave al tacto y quizá un punto viscosilla tras el ardimiento amoroso y esos mórbidos hoyuelos que se le
forman en el trasero y en el hombro. En cuanto al rostro, el defectuoso espejo no lo refleja con la deseable
nitidez. Tiene la frente noble y despejada, pero el resto de sus rasgos parecen plebeyos. No se puede tener
todo.
Lope de Vega, hombre perito en galanteos, nos describe a otra bella:

No tiene dieciséis años


fresca como una camuesa;
ayer la miré en los baños
con una pierna tan gruesa
y unos piecitos tamaños.
Los pechos son dos manzanas
y no hay rosas castellanas
como las mejillas bellas (…)

También es de Lope el dicho «los andares son la mayor gracia de las mujeres», alusión al rítmico
contoneo de caderas, tan característico de la mujer meridional. En principio este movimiento es simple
producto de la peculiar inclinación de la pelvis femenina que se mueve de arriba abajo cuando apoya el pie,
pero puede ser acentuado voluntariamente y a ello se debe que en unos países sea más notorio que en otros.
A medio camino entre la prostitución libre y el amancebamiento estaban las amesadas, es decir las
mancebas que se ajustaban por meses, fórmula ideal en aquellos tiempos de economía incierta.
La costumbre de agasajar espléndidamente a las mancebas como forma de pago indirecto acarreó nuevas
formas de trato social. El hombre que cortejaba a una mujer, incluso cuando ella estaba reputada por decente,
debía mostrársele espléndido, pues solamente a costa de regalos podía aspirar a sus favores. En este amoroso
trueque, algunos galanes despechados reaccionaban airadamente sintiéndose estafados cuando lo obtenido no
estaba en consonancia con lo invertido. Uno de éstos fue el conde de Villamediana que acometió en el Paseo
del Prado a la marquesa del Valle para arrebatarle el collar que le había regalado en tiempos más felices.
Proliferaban las damas pedigüeñas a la caza de galanes dispuestos a arruinarse por quedar bien, las que
«en cuanto ven a un conocido le piden limoncillos, barquillos, pastillas, golosinas… se lo envían a decir con
las vendedoras y es descortesía no responder que tomen lo que gusten e invitarlas». Un uso, por cierto, muy
en boga actualmente en países desarrollados, donde se supone que impera el amor libre, pero el galanteador
sabe que debe agasajar a la dama e invitarla a cenar en un restaurante caro como requisito ineludible para que
ella lo invite posteriormente a tomar una última copa en casa y le conceda sus favores. No fue ésta la única
institución sorprendentemente moderna que el siglo alumbró. También se idearon las almonedas de carne
femenina o concursos de misses. Cada barrio, a veces cada calle, proclamaba una maya o reina de mayo entre
las solteras avecindadas en su jurisdicción. Vestida de gala y convenientemente maquillada, la elegida
exhibía su palmito sobre una especie de trono adornado con flores donde era rodeada por otras muchachas a
manera de corte de honor. Los galanes iban de barrio en barrio, ojeando la carne expuesta, hacían sus
comentarios peritos como en feria de ganado, evaluando posibles encuentros futuros y dejaban propina
generosa para irse creando fama de rumbosos.
«El estupro, el amancebamiento, el adulterio, pasan por galantería», escribe un observador. La mujer,
ordinariamente recluida en casa, no tenía más pretexto para escapar de su encierro que multiplicar sus misas
y devociones en iglesias y conventos. Las damas van al templo «porque el galán las vea», observa Ruiz de
Alarcón. Consecuentemente, los libertinos frecuentaban los templos en busca de mujeres y ni siquiera la
severidad contrarreformista conseguía que se respetaran los oficios divinos. Un viajero francés escribió: «No
se avergüenzan de servirse de las iglesias para teatro de vergüenzas y lugar de citas para muchas cosas que el
pudor impide nombrar». En El buscón, un rufián cuenta sus orgías sexuales en el sagrado recinto:
«Pasárnoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas desnudándose por
vestirnos».
También las procesiones se prestaban a la lujuria pues, al amparo de las tinieblas, de la apretada
concurrencia y de los parajes apartados por donde solían discurrir, «lo que menos se trata o se piensa es de
Dios y lo que más de ofenderle. Salen a ver dicha procesión —leemos en un informe— muchas mujeres
enamoradas y compuestas y llevan meriendas (…) y las mujeres hacen señas a los cofrades (…) y hay mucho
regocijo en un día tan triste y en cuanto anochece hay muchas deshonestidades». Eso en cuanto a lo general,
pero más adelante se desciende a casos particulares: «Los cofrades habían concertado un Viernes Santo a dos
rameras muy hermosas que salieran a la procesión en el egido de la Coronada y que saldrían con ellas a las
huertas y se las llevaron a una acequia y allí se habían metido y habían tenido acceso carnal con ellas, pues en
cuanto anochece hay muchas deshonestidades». En las romerías perduraban las antiguas liberales
contradicciones. El padre Guevara propone que se llamen «ramerías» y Góngora advierte a un marido
complaciente que concurre con su esposa:

No vayas, Gil, al Sotillo


que yo sé
quien novio al Sotillo fue
y volvió hecho novillo.

Otro lugar de encuentro entre hombres y mujeres era el teatro, prácticamente el único acontecimiento
social de aquella encorsetada sociedad. Los españoles sentían pasión por él, en particular las mujeres que lo
aprovechaban para lucirse, otear e intercambiar cotilleos sobre los cómicos. Hay que tener en cuenta que los
actores constituían una casta de gente perdida, a la que se negaban la comunión y el entierro en sagrado, pero
eran objeto de deseo y curiosidad general. Como hoy, los poderosos se ufanaban de mantener amoríos con
actrices famosas, casi todas ellas casadas con maridos complacientes, también cómicos famosos, lo que
añadía morbo al asunto. Esta costumbre resultó tan escandalosa que la autoridad hubo de promulgar una ley
para que «los señores no puedan visitar comedianta ninguna arriba de dos veces». Pero no siempre se
ganaban los favores de la cómica con dádivas y agasajos. En algunos casos se la raptaba y violaba casi
impunemente. Veamos un caso:

Estaban el marqués de Almazán y el conde de Monterrey juntos viendo una comedia.


Antojóseles una comedianta muy bizarra, que representaba muy bien y con lindas galas. Asieron de
ella sus criados, y así como estaba la metieron en un coche que picó llevándosela (…) Siguióla el
marido y un alcalde de la corte (…) no se la devolvieron aunque los alcanzaron, hasta echarle a la
olla las especias. Mandólos el rey prender. Todo se hará noche. Contentarán al marido, con que
habrá de callar, y acomodarse al tiempo, como hacen todos, supuesto que se la devuelven buena y
sana, sin faltarle pierna ni brazo, y contenta como una Pascua. Llámase la tal la Gálvez.

«Si dijeran que sacaban a azotar a un alcahuete —dice el cervantino licenciado Vidriera— entendería que
sacaban a azotar un coche». Y Tirso de Molina: «Doncellas en coche son ciruelas en banasta». Aluden a la
costumbre de utilizar los coches cerrados como lugar de encuentros amorosos. Eran coches espaciosos en los
que los amantes no se veían obligados a realizar arriesgados ejercicios de contorsionista ni corrían riesgo de
lastimarse con la palanca del cambio de marchas. Una pía carta, fechada en 1626, denuncia: «No podéis
figuraros lo que rueda el pecado en ellos. Doncella sube por una ventana que con sólo pasar por el carruaje
sale madre en vísperas por la otra, habiendo dejado caer la flor de su capullo, cámbialo por nueve meses de
retortijones, algunos días de angustia y no pocas horas de alaridos, que a esto da lugar la risa de un instante».
Las medidas represivas contra el vicio sirvieron de poco. Una ley de 1611 dispone que «ninguna mujer que
públicamente fuera mala en su cuerpo y ganare por ello, pueda andar en coche, ni en carroza, ni en litera, ni
en silla en esta corte, so pena de destierro»; y para redondear la disposición se establecía que los hombres
sólo pudieran acompañar en coche a las mujeres propias, madres, abuelas, hijas o suegras y nueras. Pero no
todo era lujuria y desenfreno en los coches. También se conocen casos muy edificantes de escarmientos de
pecador. Una dama de Toledo a la que insistentemente requebraba el marqués de Palacios se avino por fin a
reunirse con él y, cuando el esperanzado marqués entró en el coche donde creía que la dama iba a rendirle su
virtud, encontró a un ceñudo sacerdote, el director espiritual de la bella, que le endosó un sermón sobre la
castidad. Es ejemplar.

Los amores reales.

Era el palacio real un lugar muy propicio para galanteos y amores, a pesar del severo protocolo de los
Austrias y de la rígida etiqueta que presidía sus estancias. La dama palaciega podía ser agasajada o
«servida» por un señor principal bajo el mismo procedimiento de regalar joyas, enviarle alimentos caros o
cortes de tela, y requebrarla y contemplarla en todo momento. El caballero admitido por una dama tenía su
«lugar» junto a ella y podía permanecer cubierto incluso en presencia de la reina, con la disculpa de hallarse
«embebecido» contemplando a su amada.
Carlos V fue un gran gozador de mujeres, pero su hijo y sucesor Felipe II resultó mucho más morigerado
en el sexo. Su carácter puritano e intolerante, sus fanáticas convicciones religiosas («Prefiero perder mis
reinos a gobernar sobre herejes»), no nos dibujan precisamente a un epicúreo. Aquel rey fue prudente incluso
en el amor: «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo
menos posible». Su padre cuidó de que no malgastara prematuramente sus juveniles energías. Al embarcarse
para Italia, en mayo de 1543, dejó instrucciones de que el príncipe se mantuviera virgen hasta el matrimonio y
que, cuando se casara, evitara toda clase de excesos y se abstuviera frecuentemente del sexo. A pesar de estas
imposiciones paternas, a Felipe no le faltaron ocasiones de gustar las delicias del amor, puesto que se casó
cuatro veces. A los dieciséis años contrajo matrimonio con María de Portugal, prima suya por partida doble
(los dos eran nietos de Juana la Loca), de la que enviudó pronto. La chica era discretamente bella pero al
parecer no vivieron un tórrido idilio: Juan de Zúñiga, el ayo del príncipe, continuaba durmiendo a su lado y
tasaba las prestaciones sexuales que el joven demandaba de su esposa.
El segundo matrimonio fue con su tía María Tudor, once años mayor que él, una mujer madura, fea,
desagradable y beata que sufrió uno de esos embarazos histéricos que por aquel tiempo se achacaban a los
íncubos. Nuevamente viudo, el rey pretendió a Isabel I de Inglaterra, pero la británica lo rechazó. Hubieran
formado un matrimonio muy alegre. Entonces se casó con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que
anteriormente había estado prometida, por razones de Estado, con su hijo Carlos. Este Carlos, nacido del
primer matrimonio de Felipe, era un desequilibrado, típico fruto de la monstruosa consanguinidad de los
Austrias. El muchacho se enamoró perdidamente de su madrastra y ésta fue una de las muchas causas que lo
condujeron a la temprana muerte (aunque desde luego no fue ejecutado por su celoso padre, como pretende la
leyenda negra). Finalmente, el desventurado Felipe II se casó con su sobrina Ana de Austria y comenzó su
última experiencia conyugal amargado por el funesto agüero de un accidente ocurrido el día de la boda con
los fuegos artificiales. Felipe II, aunque su catolicismo acrisolado lo llevó a sacrificar los intereses de
España a los de la religión, incurrió también en flaquezas humanas por el lado del sexo. Primero tuvo amores
con Isabel de Osorio, una dama de la corte; luego, ya casado con María Tudor, tuvo una hija con Madame
d’Aler, belga; y finalmente, cuando estaba casado con Isabel de Valois, se relacionó sentimentalmente con
Eufrasia de Guzmán, otra dama de la corte. Lo de sus amoríos con la linajuda Ana de Mendoza, princesa de
Éboli —menudita, guapa, tuerta del ojo derecho, que tapaba con coquetuelo parche de seda— es seguramente
un infundio sin la menor base histórica.
Con Felipe III la austeridad de la corte se disipó. Este rey era aficionado a fiestas y saraos y poco
inclinado al traje negro, a los lutos y a las guerras. Tal tendencia festiva se acrecentó con Felipe IV, cuyo
prolongado reinado se divide en dos etapas, como la vida del don Guido machadiano: en la primera, el rey se
entregó apasionadamente a las aventuras amatorias, al teatro y a la caza; en la segunda, a los remordimientos
de conciencia, al complejo de culpa y a obsesionarse con la idea de que la rápida decadencia de España era
el castigo divino por la liviandad y flaqueza de su rey. Felipe IV envejeció de forma prematura y murió muy
consolado espiritualmente y compartiendo casto lecho con la momia de San Isidro.
A este rey lo casaron a los quince años con una atractiva muchacha de diecisiete, pero nunca se resignó a
una única mujer y amó a muchas. Tuvo unos treinta hijos bastardos y once legítimos, seis de ellos de Isabel de
Borbón y cinco de Ana María de Austria. De su valido, el arrogante conde-duque de Olivares, se murmuraba
que debía su privanza a ciertas labores celestinescas que le estaban encomendadas. «Hay, parece —escribe
Quevedo— nuevas odaliscas en el serrallo. Olivares pela la bolsa en tanto que su amo pela la pava». En
disculpa del monarca podría aducirse que las reinas estaban casi continuamente embarazadas y que, debido al
absurdo protocolo palaciego, una excursión amatoria al lecho conyugal resultaba mucho más complicada que
la ocasional aventura adulterina dentro del mismo palacio (donde el rey alojó, por ejemplo, a su manceba
Eufrasia Reina, cómica de las alegres). Cuando el rey deseaba dormir con la reina, «se pone los zapatos a
modo de pantuflas, su capa negra al hombro en vez de bata, su broquel pasado por el brazo, la botella pasada
por el otro con un cordón. Esta botella no es para beber, sino para un destino enteramente opuesto que
fácilmente se adivina (…) va enteramente solo a la alcoba de la reina».
El protocolo de la corte imponía otros usos absurdos, por ejemplo que nadie volviese a montar un caballo
que hubiese cabalgado el rey. Al parecer esta ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que
el destino de muchas de ellas, pasados los ardores del monarca, fuera el encierro en algún convento de
clausura. Por este motivo, una dama rechazó las proposiciones reales con esta graciosa réplica: «Gracias,
majestad, pero no tengo vocación de monja». No fue éste el único chasco del rey, ni el más sonado. Tal honor
corresponde a la duquesa de Alburquerque (o a la de Veragua). Felipe IV se prendó de ella y organizó una
partida de naipes en la que sus barandas entretendrían al duque mientras él visitaba a la duquesa. Pero el
sagaz marido, «comprendiendo hacia qué parte andaba el rey, sin pedir luces, para no verse precisado a
reconocerlo, llegóse con el bastón en alto, gritando: «¡Ah, ladrón! Tú vienes a robar mis carrozas». Y sin más
explicaciones le sacudió lindamente. Olivares —que acompañaba al rey—, temiendo que las cosas acabaran
peor, gritaba que allí estaba el rey, para que el duque contuviera su furia, pero el duque redoblaba sus golpes
en las costillas del rey y del ministro, y a la vez decía que iba siendo el colmo de la insolencia emplear el
nombre del rey y el de su favorito en tal ocasión (…) el rey pudo escapar, desesperado por haber sufrido una
inesperada paliza, sin recibir de la dama pretendida el más ligero favor».
El gran amor del rey fue María Inés Calderón, la Calderona, famosa actriz de su tiempo. Era hermosa,
bella y tenía una voz aterciopelada que conmovía las piedras. El rey la vio por vez primera cuando ella tenía
diecisiete años, en el ápice de su belleza, y «ordenó que aquella misma tarde la hicieran subir al aposento en
que él presenciaba el espectáculo». De ella nacería don Juan José de Austria, el único bastardo real que fue
educado como príncipe. La Calderona acabó sus días como abadesa del monasterio del valle de Utande, en la
Alcarria.
El hijo de la Calderona resultó un gran ambicioso, tan obsesionado con reinar que acarició la idea de
casarse con su medio hermana la infanta María Teresa o con la otra infanta Margarita. Cometió la osadía de
insinuárselo al rey utilizando una miniatura que retrataba a Felipe IV como Saturno en la boda de sus hijos
Júpiter y Juno, caracterizados con los rostros de don Juan y la infanta. El rey se encolerizó tanto que se negó a
recibir al bastardo.
También hubo reinas adúlteras en la historia de España, para secreto reconcomio de puntillosos
genealogistas. Desde el punto de vista genético, estos deslices resultaron muy positivos, pues contribuyeron a
robustecer con sangre nueva el viejo tronco real degenerado por tantos enlaces consanguíneos. La etiqueta de
los Austrias era tan celosa de la persona de la reina que no estaba permitido ponerle la mano encima, ni
siquiera para auxiliarla en caso de accidente. En una ocasión, una fábrica de medias de seda quiso regalar a
la reina un lote de sus productos pero recibió esta airada respuesta del mayordomo real: «Habéis de saber
que las reinas de España no tienen piernas».
Pero al conde de Villamediana sí le parecía que tenían piernas, y además se las imaginaba tan bien
torneadas y suaves que concibió el loco propósito de enamorar a la reina. La leyenda sugiere que lo
consiguió y lo atestigua con una anécdota a todas luces apócrifa. Estaba la reina en un balcón de palacio y el
rey, sigiloso y juguetón, se le acercó por la espalda y le tapó los ojos. «Estaos quieto, conde», le regañó la
reina entre risas de enamorada. Y el rey, amoscado, se puso serio y la interrogó: «¿Cómo conde? ¿Por qué me
habéis llamado conde?» Pero ella, con femenina sutileza, supo salvar la comprometida situación: «Claro que
conde, ¿acaso no sois conde de Barcelona?»
Otra anécdota. En una corrida de toros, el conde de Villamediana lucía sus habilidades con la garrocha
frente al palco real. Un cortesano malintencionado comentó: «¡Qué bien pica el conde!» «Pica bien —
respondió el monarca glacial—, pero pica muy alto». La guinda del pastel la puso el propio conde cuando
exhibió una divisa en la que se veían unas cuantas monedas de real orladas por el lema «Son mis amores…»
La gente se hacía lenguas: «Quiere decir que ama el dinero», «quiere decir que le gusta el numerario». Y un
bufón, más inteligente o malicioso, lo descifró cabalmente al alcance de los regios oídos: «Lo que el conde
quiere decir es son mis amores reales». Silencio expectante. El rey, incómodo, se limitó a musitar
lúgubremente: «Pues yo se los haré cuartos».
A los pocos días, y esto es ya historia comprobada, un desconocido asesinó al conde de una tremenda
estocada. El caso fue tan sonado que por los mentideros de Madrid circularon inmediatamente coplillas
alusivas:

La verdad del caso ha sido


que el matador fue Bellido
y el impulso soberano.

¿Fue la reina Isabel de Borbón amante del conde? Lo más probable es que la dama ni siquiera advirtiera
los galanteos del aristócrata. Por otra parte, parece que este conde hipersexual en realidad era homosexual.
Aunque también cabe sospechar que el proceso por sodomía en el que enlodaron su memoria, ya muerto,
fuera en realidad una argucia para desmentir los pretendidos amores reales. Vaya usted a saber.

Putas y putos.

A pesar de la mucha competencia desleal que las profesionales tapadas y las aficionadas les hacían, las putas
siguieron floreciendo y las mancebías que mencionábamos en el capítulo precedente prosperaron. A
principios de siglo sólo existían tres burdeles en Madrid; a mediados ya eran más de ochocientos, «abiertos
toda la noche», y la ciudad albergaba unas treinta mil profesionales. Las mancebías eran tan populares que el
viajero inglés Henry Cock escribe: «La putería pública tan común es en España que muchos recién llegados a
una ciudad van a ella antes que a la iglesia».
Es natural que la autoridad eclesiástica, quizá celosa de tal preeminencia, o en misteriosa concordancia
con los perros del hortelano hiciese lo posible por suprimirla. A veces recurrían a técnicas psicológicas. El
arzobispo de Sevilla, don Pedro de Castro, hizo levantar a la puerta de la mancebía un altar presidido por un
sangrante Crucificado. Se ordenó también que las profesionales del amor lucieran medios mantos negros para
distinguirse de las decentes. Quizá resultara una medida innecesaria, puesto que ya procuraban ellas
distinguirse por otras señales particulares, entre ellas el espeso maquillaje rojo y blanco de bermellón y
albayalde. Un testigo algo melindroso apunta:
Se lo aplican tan mal que repugnan a quienes las ven. Por último son generalmente feas y
gastadas y se adoban tanto para cubrir las viruelas de su rostro como para embellecerlo.

También se pintaban de rojo el sexo, que llevaban depilado, y usaban lencería de color con mucho encaje
barato.
En 1620, el arzobispo de Sevilla dispuso la clausura definitiva de la mancebía. Lógicamente, tan drástica
medida no sirvió de nada. Algunas voces se levantaron dentro de la grey clerical para abogar por una postura
más tolerante, pero fueron prestamente acalladas. El franciscano fray Pedro Zarza declaró que las mancebías
eran útiles a la república, «a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino». Tal opinión le valió
figurar entre los bienaventurados que padecen persecución por la justicia, puesto que fue procesado por el
Santo Oficio y lo desterraron de la corte.
En 1623 todos los burdeles del país fueron clausurados «por los muchos escándalos y desórdenes que hay
en ellos y que se habían creído remediar con su fundación». Se dispuso también «que las mujeres perdidas se
prendan y lleven a la casa de la galera, donde estén el tiempo que pareciere conveniente», pero la profesión
se mudó a otros lugares y continuó funcionando clandestinamente. Veinte años más tarde se volvieron a dictar
normas que limitasen la pública exhibición de putas e incluso intentaron encarcelar a las que las incumplían;
sin embargo, su número excedía todas las previsiones dela autoridad y «la galera está de bote en bote que no
caben ya ni de pie».
Las categorías profesionales que se reflejan en la legislación eran las siguientes: manceba, la que vive
maritalmente con un hombre; cortesana, la asalariada de cierta categoría que visita a domicilio; ramera y
buscona, las que hacen la calle y aceptan cualquier cliente, popularmente conocidas por tusonas si son más
caras —como el toisón— o cantoneras, si son tan baratas, que se dan en cualquier cantón a falta de mejor
aposento. Luego, entre las de ínfima condición social, se dan las golfas y rabizas; entre las de alta las mujeres
del amor, y las de alto standing, para ejecutivos solventes, conocidas por marcas godeñas o damas de
achaque cuando pretenden pasar por decentes. Quizá convendría añadir a la lista la dama pedigüeña que tanto
inspiraba a Quevedo.
Las mujeres insatisfechas podían utilizar consoladores (cuya existencia se atestigua en papeles de la
Inquisición) o recurrir a la prostitución masculina que existió a niveles mucho más discretos que la femenina.
A la celestina Margaritona «también acudían de lo más dentro de Madrid otras mujeres, al parecer honradas,
con la misma necesidad que los hombres, sin que nadie saliese desconsolado de su puerta». Otras preferían
reclutarlos personalmente. En los Avisos de Barrionuevo correspondientes a 1657 leemos: «Detuvieron a un
hombre por maltratar a una mujer y declaró ante el juez: señores, soy casado y con seis hijos. Salí anteayer
desesperado de casa, por no tener con qué poderles sustentar y paseando por la calle de esta mujer me llamó
desde una ventana y diciéndome que le había parecido bien me ofreció un doblón de a cuatro si condescendía
con ella y la despicaba, siendo esto por decirla yo que era pobre. Era un escudo de oro el precio de cada
ofensa a Dios. Gané tres, desmayando al cuarto de flaqueza y hambre —(¡no vayan a pensar que aguanto tan
poco!; el comentario es del autor, perdón)—. Ella me quiso quitar el doblón y no pudo, y a las voces llegó
este alguacil que está presente». La dama no tuvo más remedio que corroborar lo que el hombre declaraba, y
la encarcelaron «para quitarle el rijo con algunos días de pan y agua» y a él lo liberaron sin cargos.
Reflexionando sobre esta aleccionadora historia reparamos en que aquel hombre que, aún famélico como
estaba, conseguía enhebrar tres cumplimientos seguidos debió pertenecer a la selecta minoría de los que, en
la Grecia clásica, se consideraban vigorosos y jóvenes. A ellos aludía el verbo kátatriakontoutisai (o sea,
clavar tres veces el venablo). Nuestra enhorabuena.
Casos como el anterior eran excepcionales. En aquella España de agudos contrastes abundaban más los
que necesitaban algún estimulante para cumplir el débito conyugal con decorosa asiduidad. En tales casos se
echaba mano de los clásicos afrodisíacos, especialmente de la mosca Cantharis vesicales, coleóptero muy
apreciado por la acción congestiva de la cantaridina que contiene. Dice Quevedo:

cantáridas pidió el novio


porque el apetito aguzan.

Otros necesitados de más fácil conformidad continuaban acudiendo a remedios de magia simpática y a
conjuros, filtros y maleficios, en los que brujas y celestinas eran maestras. Algunos impotentes se
consideraban «ligados» o hechizados, y pretendían curar su mal, que suponían pasajero, introduciendo sus
partes por el agujero de una azada. Es remedio de magia simpática quizá poco efectivo, pero desde luego
inocuo. Existieron también maleficios para provocar la impotencia o para asegurarse la fidelidad de un
hombre. Algunos de ellos utilizaban ingredientes tan dudosos como cabellos o sangre menstrual. En general la
Inquisición trató con benevolencia a los inculpados en estas supercherías. Un conjuro para «desenojar a un
galán»:

Furioso viene a mí
tan fuerte como un toro
tan fuerte como un horno
tan sujeto estés a mí
como los pelos de mi coño.

Los otros pecados.

Los que daban o recibían prepostéricamente debieron ser legión si damos crédito a Martin Hume: «Sólo
Sodoma y Gomorra se podían comparar a la corte de Felipe IV». Algo de verdad debe haber en tan
categórica afirmación. El trato más benigno que la justicia dispensaba a los homosexuales podría deberse
quizá a la gran cantidad de mariones (invertidos) pertenecientes a la clase privilegiada o a su servicio. Estas
prácticas eran notorias entre cómicos favoritos del rey, como Juan Rana, entre los frailes de los conventos y
entre aristócratas prestigiosos. La autoridad creyó prudente contemporizar y reservó la pena de hoguera
(todavía confirmada por Felipe II en 1598) para ejemplares escarmientos "sobre gente baja y desvalida. En
1644 sabemos de un ganapán quemado porque su mujer lo acusó «de que cometía el pecado nefando con
ella».
En 1636, la policía practicó una redada contra sodomitas en la que detuvieron a don Sebastián de
Mendizábal «que tenía casa de ello». Observamos que los pertenecientes a las clases privilegiadas lograron
fugarse. Una normativa preventiva, destinada a atajar el mal antes de que apareciese, prohibía a los hombres
el uso de guedejas. Quevedo se quejaba de la cantidad de afeminados que pululaban por la corte: «Algunos
parecen arrepentidos de haber nacido hombres y otros pretenden enseñar a la naturaleza cómo sepa hacer de
un hombre una mujer. Al fin hacen dudoso el sexo». Muchos procesados se salvaban alegando enajenación
mental transitoria; otros, como los esclavos moros, por ignorancia exenta de malicia, ya que «este pecado es
entre ellos algo natural».
La misma mitigación de penas advertimos en el también frecuente pecado de zoofilia. En 1659 la pena era
hoguera. Barrionuevo relata un caso:

Un hortelano casado con mujer moza y de muy buena cara, echando basura con una borriquilla
que tenía desde el campo a la huerta, se enamoró de su bestia y se aprovechó de ella a mediodía.
Fue visto y huyó. Prendiéronlo en los toros de Guadalajara (…) viernes quemaron en Alcalá al
enamorado de su burra y el mismo día vino aviso de que quedaba preso en las montañas otro que se
echaba con una lechona. Como si no hubiera mujeres tres al cuarto.

Otro caso: en 1666, Jaume Ramón en Tarrega, de veinticinco años, «trabajando con un par de mulas, una
prieta y otra roja, sin calzón ni ropilla, teniendo la camisa echada al hombro, comenzó a menear sus partes
verendas (…) y se echó encima de la dicha mula (…) haciendo movimientos como si conociese a una mujer».
Después de la notable precisión del color de las mulas nos quedamos sin saber cuál de ellas enardeció al
sencillo labriego. En este tiempo la zoofilia recibe penas de prisión, raramente de hoguera, y a finales de
siglo se disculpa achacándola a aberración mental. Igual calificación merece la necrofilia, de la que
conocemos un caso pavoroso ocurrido en 1625 en Mota del Cuervo (Cuenca): el sacerdote Juan Montoya,
enloquecido por la muerte de su amante, desentierra su cadáver a los pocos días de sepultado y se abraza a él
llorando.
Otra nota que llamaba la atención en la España barroca era la gran abundancia de eunucos. En 1600, el
papa Clemente VIII había tolerado la castración «por honor de Dios», es decir, como medio para obtener
cantores de tórax poderoso y laringe infantil para el bel canto en las iglesias y quizá para otros usos no tan
sacros. Estos eunucos eran castrados, de niños, por cirujanos especializados, uno de los cuales trabajaba en
la calle Leganitos de Madrid en tiempos de Felipe II. En 1650, las autoridades eclesiásticas denunciaron la
gran cantidad de castrados «que hay en estos miserables tiempos, con daño del Sacramento matrimonial». No
obstante, los papas continuaron favoreciendo el mercado de eunucos cantores hasta que León XIII lo prohibió
en 1903.
CAPITULO ONCE

El siglo de Casanova

El siglo de la Ilustración heredó las miserias del anterior. España alcanzó ocho millones de habitantes, de los
cuales un millón era mendigos y otro estaba integrado por frailes, monjas y clérigos, o por los hidalgos
rentistas y sus cohortes de servidores y pajes, es decir por individuos dados a lo divino y económicamente
improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban desdoro el trabajo. Las tierras estaban mal
cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza, fértiles fincas se
subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Al pesado
lastre de tanto parásito habría que añadir la escasa productividad de un estamento laboral inclinado a la
holgazanería. Dentro de la apatía general, la vida se hizo mediocre y provinciana; la sociedad, carcomida por
la pereza y la envidia —esos entrañables vicios nacionales—, navegaba a la deriva, sin horizontes,
encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia.
A pesar de todo, éste fue el siglo de la Ilustración, en el que el país experimentó un gran progreso. Ello
fue debido, en gran parte, a que los reyes de la nueva dinastía borbónica, aunque generalmente torpes, estaban
dotados de sentido común y se rodearon de eficaces ministros y secretarios.
En materia de costumbres, la hegemónica Francia dictaba las normas en Europa y muy especialmente en
España, satélite político de la monarquía francesa, a la que estaba ligada por los pactos de Familia.
Saludables costumbres francesas penetraron en el país como una bocanada de aire limpio y contribuyeron a
despejar las miasmas pútridas de la cerrada y oscura España trentina. La mujer adquirió una nueva
valoración, se cuestionaron sus melindres, sus rancios pudores, su ciega sumisión al varón, su inferioridad en
la institución matrimonial y se le concedió el derecho de gozar de la vida.
Esta sorprendente renovación del pensamiento afectó tan sólo a las capas más altas de la sociedad e
incluso dentro de ellas se produjeron inevitables reticencias. La nueva libertad de la mujer no dejaba de
inspirar recelos incluso en los varones más liberales. «Las mujeres son seres frívolos por naturaleza —
advertía Cabarrús—. Arruinarán nuestras actividades con su coquetería».
La moda francesa erotizó el traje femenino. La basquiña, «provocación y moda indecente», sustituyó al
tontillo, aquella púdica prenda que ocultaba los tobillos de las damas. Pero en los escenarios de los teatros
se añadió una tabla para impedir la obscena exhibición de las pantorrillas de las cómicas.
La Iglesia tampoco aceptó de buena gana las frívolas modas de allende el Pirineo. En el libro Estragos de
la lujuria, el padre Arbiol arremetía contra «los pechos que torpemente se descubren para ruina espiritual de
los hombres y las mejillas que tanto se lavan con el mismo diabólico fin, tendrán en el infierno los
innumerables lavatorios de ponzoña de sapos y mordedura de víboras y serpientes que las arranquen y les
coman aquella maldita carne que a tantos engañó».
El pueblo, entrañablemente inculto y carpetovetónico, se mantuvo impermeable a las frivolidades
francesas de los petimetres (petit maitre), parapetado tras sus propias raciales esencias. Como reacción
contra la moda extranjerizante surgió la autóctona de los manolos y manolas, ensalzadores de lo plebeyo, que
incluso sería imitada por un sector de la refinada aristocracia, no siempre capacitada para discernir entre lo
zafio y lo pintoresco o popular. Es el tiempo de las encopetadas damas que se hacen retratar por Goya
ataviadas con los gigantescos lazos y el desgarro chulesco de la Caramba, la famosa «novia de Madrid».
El cortejo.

El inglés Townsend, de paso por Madrid, se sorprende de una extraña costumbre: «Muchos hombres visitan
señoras de más alta categoría con la mayor familiaridad y sin tener la menor relación con sus maridos y aun
sin conocerlos personalmente». El cortejo constituye uno de los más deliciosos ejemplos históricos del
esnobismo nacional. Es la versión española del chevalier servant francés y del chischiveo italiano, el culto
extático y desinteresado de un hombre educado hacia una dama de alcurnia. El cortejo podía ser incluso un
clérigo (variedad de galanteador que parece haber sobrevivido, en ciertos ambientes, hasta nuestros confusos
días). El cortejo era recibido a diario por la cortejada en sus propias habitaciones, o en el estrado o
habitación de respeto y confianza. Allí pasaba la tarde charlando con ella, le traía noticias de la calle, la
aconsejaba en temas de moda y maquillaje y la acompañaba a la calle, a misa o al teatro.
Tan sólo cincuenta años atrás, esta situación habría sido impensable. Probablemente el calderoniano
marido se habría considerado injuriado y hubiese corrido la sangre. Pero para un hombre de mundo del siglo
XVIII, los anticuados celos eran propios de personas hurañas y maleducadas. Lo elegante era consentir,
incluso propiciar, la íntima amistad de la esposa y una especie de enamorado oficial. Se daba por sentado,
eso sí, que dicha amistad jamás transgrediría las honestas lindes del platonismo.
El cortejo se abrió camino con sorprendente facilidad entre las clases acomodadas. Quizá fuera a costa de
las reticencias y secretas angustias de muchos maridos que querían pasar por modernos e ilustrados. A este
propósito el malévolo pueblo componía coplillas urticantes:

Doi que el trato sea decente


y el obsequio regular;
pero el continuo pulsar
no hai cuerda que no rebiente.

En esto la musa popular parece beber de una fuente tan clásica como el romano Marcial, en uno de cuyos
epigramas leemos:

¿Quién es ese joven de cabello rizado que no se separa ni un momento de tu mujer, que no deja
de susurrarle palabras al oído y que incluso le echa el brazo por los hombros? ¿Se ocupa de los
asuntos de tu esposa? En tal caso sólo puede ser un hombre severo y digno de confianza (…)
¿Dices que se ocupa de los asuntos de tu mujer? ¡Oh, necio, se ocupa de los que deberían ocuparte
a ti!

Pero la fuerza de la moda quebrantaba reservas y limaba suspicacias. Que una dama careciera de cortejo
era indicio de rusticidad y poco trato social. «Privarme de su atento obsequio —sostiene una— fuera
exponerme a las reputaciones de mujer ordinaria, por cuanto esta práctica, en las que son de calidad existe ya
como razón de estado».
No todos los maridos acataron la costumbre. En algunos salones, los cortejos tuvieron que destacar
atalayadores que dieran la alarma cuando se aproximaba algún marido suspicaz.
En esta tesitura, los nuevos burgueses sintieron el corazón dolorosamente escindido. Algunos vieron en el
cortejo de sus esposas un medio de promoción a la clase alta y refinada en la que anhelaban ingresar, así que
hicieron de tripas corazón y se sumaron a la muchedumbre que fingía aceptar con naturalidad la sospechosa
costumbre. Pero hubo otros, fieles a los valores tradicionales, que mantuvieron a sus esposas en casto y
cerrado aislamiento, entregadas a las labores propias de su sexo, entre costureros y devocionarios. Para ellos
el sexo era un medio para tener hijos. Y cuando reclamaban el débito conyugal eran recibidos por esposas
honestamente enfundadas en camisones ojeteados, como testimonia Samaniego:

por cierta industriosísima abertura


que, sin que la camisa se levante,
daba paso bastante
(como agujero para frailes hecho)
a cualquier fuerte miembro de provecho.

A pesar de la teórica emancipación de la mujer en la Ilustración, la doble moral al uso permitía que el
marido mantuviese una entretenida. José Godoy nos justifica esta duplicidad: «Hago parir a mi mujer cada
año y la contento diariamente, menos en sus sobrepartos y meses: para estos intermedios tengo un recurso y
sin él no puedo pasar». Muchos tenían el apaño en la misma casa, con la criada, lo que daba lugar a
frecuentes embarazos indeseados que solían remediarse sobornando generosamente a la encinta y casándola
con un mozo cuyas amplias tragaderas ensanchara la sustanciosa dote concedida a la moza. Como la honra de
la mujer sólo se reparaba con el matrimonio, el que desgraciaba a una moza tenía que demostrar a la justicia
que la demandante era de costumbres libres. En un juicio de faldas leemos que haciendo la ofendida «vida
escandalosa con un gallego y con un vizcaíno, y haviendo tenido otro preñado con un hermano, no dudaba de
su libertad, desvergüenza, poca cristiandad y religión».
Entre el pueblo encontramos menos prejuicios sexuales. La extrema miseria existente en muchas regiones
favorecía la promiscuidad y el incesto. Un informe sobre los campesinos de Asturias denuncia «la desnudez
de ellos, sus hijos y mugeres llega a ser notoria deshonestidad (…) en sus lechos y abitaziones (…) devajo de
una misma manta suelen dormir padre, hijos y hijas de que estoi informado resultan no pocas ofensivas contra
Dios entre personas de tan estrecho vínculo y parentesco». También en Asturias se dan casos de «muchachas
de diez años abajo que se andan por los montes con las cabrillas, donde no se quién se les llega, que alguna
vez supliendo la malicia a la edad, vuelven con chibatillas en los vientres».

La prostitución y el bidé.

En el Madrid que promediaba el siglo, la oferta de amor mercenario se hospedaba en más de ochocientos
prostíbulos. También había rabizas peripatéticas que trabajaban por libre. En 1704, la autoridad tomó
medidas contra ellas y dispuso que «los alcaldes de Corte recojan y pongan en galeras las mujeres mundanas
que existen en los paseos públicos causando nota y escándalo», pero la utópica estabulación del puterío
fracasó una vez más. Fleuriot anota: «En cuanto anochece, mil o mil quinientas mujeres de vida alegre se
apoderan de las calles y paseos de Madrid». Entre las peripatéticas había algunas encumbradas cortesanas
que paseaban en carroza con lacayos de librea al pescante, si bien lo que más abundaba eran las humildísimas
cantoneras que aliviaban al menesteroso por dos monedas de cobre.
En duro contraste con la miseria sexual de la calle, algunos burdeles elegantes deslumbraban a su
distinguida y solvente clientela con un sofisticado artilugio procedente de Francia: el primer bidé, esa «pila
bautismal del sexo» como acertadamente la denomina Ernesto Giménez Caballero en su Oda al bidé. El bidé,
o «silla de limpieza», existía ya en Francia desde 1710. Los aficionados a lo novedoso lo consideraban el
colmo del refinamiento. La elegante Madame de Prie recibía al marqués de Argenson sentada en uno de estos
artefactos. A mediados de siglo, el bidé se divulgó en su versión mejorada, dotada ya de jeringa. Desde sus
comienzos fue asociado a las íntimas abluciones sexuales, y por este motivo, a veces, se camuflaba como
escritorio o costurero. En España el bidé se ha impuesto muy recientemente. Quizá algún veterano
frecuentador de burdeles recuerde con nostalgia el bocinazo autoritario con que la madame convocaba a la
palanganera cuando se desocupaba un aposento: ¡«Agua al seis!» (con el número de la puerta por la que
acababa de salir el cliente). Y allá iba la diligente mucama, con su palangana de humeante agua, a proveer las
abluciones higiénicas de la pupila recién desocupada. Pues bien, el higiénico bidé, ese símbolo de progreso
que parecía nacido para prestigioso aderezo de los prostíbulos elegantes, se ha regenerado de tal manera que
hoy es admitido incluso en los más cristianos y honorables hogares patrios. Y no se ha dado, que sepamos,
ningún caso de persecución por parte de la autoridad competente, como la que se produjo en la puritana
América cuando los primeros bidés, instalados en el hotel Ritz Carlton de Nueva York, fueron retirados de
las habitaciones por orden judicial.
A nuevos tiempos corresponden nuevas modalidades de cornudo consentido, ahora más encubierto si cabe
aunque el tema se trate con más libertad. En un artículo periodístico fechado en 1787 leemos:

Mandamos a nuestras esposas a la corte en seguimiento de algún pleito o pretensiones. La


pretensión es que ellas mismas pidan dinero prestado a muchos sujetos engañándoles no lo sepan
sus maridos, cuando son ellos mismos quienes las importunan y obligan a dar este vergonzoso y
arriesgado paso (…) No apuramos el milagro de cómo nuestras mujeres gastan sin empeñarse tres
o cuatro mil ducados al año no teniendo más que quinientos de renta y algunas veces menos.

No obstante lo abigarrado de la población, las personas decentes continuaban siendo inmensa mayoría y
el institucional matrimonio seguía vigente con su consabida exigencia de virginidad en la novia y picara
experiencia en el novio. Si juzgamos por el testimonio de los poetas, el negocio del remiendo de virgos
seguía boyante:

que a las que virgo no han


les va a dar ciertas puntadas
agujas con que faz virgos
con hilos de muchos sirgos
para doncellas honradas.

Clérigos alegres y romerías.

A juzgar por la documentación acumulada, en ninguna otra época tentó el Maligno a los clérigos más que en
este revuelto XVIII. Muchos curas de misa y olla convivían con amas jóvenes, bebían, holgazaneaban y se
entregaban al vino y al juego; otros, no contentos con ama fija, solicitaban, además, a las feligresas. Muchos
protocolos notariales hacen referencia a «tratos ylicitos» de clérigos con mozas. La redacción es a veces
pintoresca. Una de ellas demanda acuerdo porque el párroco implicado «puede satisfacer con su persona los
daños de su desfloro y desear no sepa de él ni su frajilidad». En el diario de Jovellanos encontramos esta
anotación: «Pasando Iruz, tocamos en el convento del Soto: franciscanos; éstos, derramados por las
cercanías; uno con una moza, orilla del río, con el abanico en la mano y el aire galante, y de gran confianza,
grande censura de la gente de a pie». Abundando en lo mismo, un expediente inquisitorial se queja de los
sacerdotes que «pasean públicamente con mujeres de dudosa fama» y de «barraganas mantenidas con el
dinero de las limosnas».
Continuaban produciéndose, naturalmente, los consabidos apaños entre curas solicitadores e hijas de
confesión consolables. Éstos fueron especialmente sonados en las colonias americanas. En las iglesias del
Perú «se llegaba al acto sexual en los espaciosos confesionarios, como se denotaba por el ruido de los
tacones». Fue famoso el caso de Dolores la Beata, ejecutada en Sevilla en 1781. Esta mujer, ciega, mal
encarada, oscura de tez y picada de viruelas, seducía a sus confesores no se sabe con qué secretos encantos y
les hacía creer que, por su gracia, Dios les concedía una milagrosa bajada de leche en sus viriles pechos.
La subespecie de los flagelantes también dio sus sazonados frutos. Miguel Palomares, cura de Valencia
que visitaba feligresas a domicilio, declara que a una «la hacía poner con la cabeza pegada en tierra y las
asentaderas levantadas y después le alzaba la ropa y se entretenía en tocarle el trasero y las partes verendas y
luego sacando unas disciplinas de yerro la azotaba (…) otro día le rascó con un cilicio las asentaderas
haciendo en ellas cruel carnicería (…)». Otra de sus hijas de confesión, Ramona Rico, declaró que «la tomó
de los brazos, la puso encima de sus rodillas y le metió en sus partes verendas una cosa que le hizo mal».
Hubo también en el proceso declaraciones favorables, como la de Gertrudis Tatay, según la cual «cuando iba
a celebrar misa no la azotaba, porque sería imperfección mirarle las carnes».
En las romerías populares no hallamos ejemplos de mayor devoción. Un pleito de la Audiencia de
Oviedo en 1786 denuncia que son «ocasión de arrimarse los hombres a las danzas de las mujeres (…) se
acercan tanto unos y otros que se tropiezan y propasan a acciones inhonestas, incitativas de la lascibia y
productivas de un público y pernicioso escándalo». La autoridad prohibió que ningún hombre se arrimara a
las danzantes más de metro y medio so pena de cárcel. En otra romería, «la turba de devotos no repara en
nombrar a la Purísima Madre de Dios con aquellas mismas expresiones rústicas e insolentes que ha inventado
el amor profano y la licenciosidad del vulgo (…) hay feria abierta donde lo que más se comercia es el
libertinaje y las palabras deshonestas (…) hay impuros movimientos y bailes desconcertados delante de las
sagradas imágenes».
En cuanto a las técnicas del amor parece que con la mayor tolerancia sexual se introdujeron suertes antes
desconocidas. En los manuales de confesores empieza a figurar la cinepimastia o masturbación entre los
senos (también celebrada hoy como «paja cubana»). Con cierta frecuencia se mencionan olisbos y
consoladores, que en Francia eran ya objetos bastante comunes. En 1783 el albacea testamentario de una
alcahueta fabricante de estos artefactos, Marguerite Gourdan, halló entre los papeles de la fallecida una
abultada cartera de pedidos en la que figuraban muchos conventos de monjas. Quizá por este motivo al
consolador se le llamará en Francia, delicadamente, bijoux de religieuse. Estos interesantes instrumentos
solían ser de madera barnizada, como demuestra el inspirado poema anónimo que reza:

Por tiesa te deleita la madera


y por escurridiza la pintura;
poca es la leña para tanta hoguera;
si a un palo le regalas tal dulzura
y con él hoy tu sexo así se huelga,
¿qué haré yo con la carne que me cuelga?

En este siglo tan racional también encontramos personas atribuladas por los males del amor.
El marqués Scoti solicita de una bruja, en 1744, «que me dé fuerza en el miembro viril, para poder
coavitar con mujeres». Y Casanova, generosamente, divulga el secreto de su líbido insaciable: basta con
desayunar cincuenta ostras diarias. (Incluso entonces debió ser caro remedio).
El sexo en palacio.

La dinastía Austria se extinguió con Carlos II el Hechizado. En ese rostro cuya repulsión no lograron mitigar
los pintores cortesanos, parecen concentrarse todas las lacras humanas. Este hijo, que un Felipe IV
avejentado y enfermo engendró en su sobrina, es el triste resultado de la acumulación de una serie de taras
genéticas arrastradas por una familia que durante muchas generaciones se ha entrelazado en matrimonios
colaterales. El rey, canijo, fieramente prognático, narizotas, ojos saltones, carnes lechosas, se pasó la vida
entre médicos ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes dormían en su
alcoba para espantar al diablo. Y eso que se protegía del mal de ojo llevando constantemente al cuello una
bolsita que contenía, entre otros productos, cáscaras de huevo, uñas de pies y cabellos.
Cuando cumplió catorce años, lo casaron con María Luisa de Orleans. Por cuestiones de política
internacional, el rey de Francia estaba interesado en conocer si aquel engendro sería capaz de engendrar
hijos. Confidencialmente se sabía que tenía un solo testículo, «dentro de una bolsa negra», y se sospechaba
que el diablo le había quitado «la salud y los riñones» y le corrompía el semen para impedir la generación.
Un comunicado confidencial del embajador de Francia informa: «He logrado examinar los calzoncillos del
Rey (…) los han estudiado dos cirujanos de esta embajada. Uno de ellos cree que puede producir la
generación. El otro, en cambio, piensa que no». Así que los sesudos galenos dejaron al Rey Sol a dos velas.
No obstante, el tiempo se encargaría de dar la razón al segundo cirujano: Carlos II no tuvo hijos con la dulce
y desventurada María Luisa ni con su segunda mujer, la intrigante Mariana de Neoburgo, una robusta alemana
simuladora de embarazos.
Felipe V fue, por el contrario, muy inclinado a placeres, así venéreos como gastronómicos. En este
sentido parecía muy normal, pero no estuvo exento de ciertas excentricidades: pasaba meses sin lavarse ni
cambiarse de ropa, de manera que el tufo que despedía atormentaba las glándulas olfativas de sus
colaboradores. Se casó dos veces y se dejó manejar por ambas esposas a las que, sin embargo, en sus raros
intervalos de lucidez, algunas veces golpeaba. Este rey tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por
el soprano Farinelli, un castrado italiano al que nombró su ministro. Farinelli mantuvo su puesto en el
siguiente reinado, con Fernando VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo agradaban los
capones en la mesa».
Tampoco parece afortunada la vida conyugal de Luis I, que murió de viruelas a los ocho meses de
reinado. Su mujer, Luisa Isabel de Orleans, era una francesita desinhibida y graciosa que ventoseaba y
eructaba en público. El embajador francés, obligado por su cargo a ejercer como detective de conductas
conyugales, comunicó sus sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey,
ya que la reina ha aprendido en París todo lo necesario». Diversos indicios nos permiten sospechar el
carácter tórrido de la dama. Salía al jardín ligera de ropa, jugaba a extraños juegos con sus damas, puestas
todas en sus cueros, y en una ocasión preguntó a una camarera de la corte: «Si decidiese hacerme puta,
¿serías mi alcahueta?»
Carlos Broschi, Farinelli cantando delante de la Real Familia, Biblioteca Nacional, Madrid. (ORONOZ).
A Luis I sucedió su hermano Carlos III, del que se rumoreaba que no era hijo de Felipe V sino del
cardenal Alberoni. El purpurado era un maestro en darle el punto a los macarrones y por este conducto, y
quizá por algún otro, se había ganado el corazón fogoso de la reina Isabel de Farnesio.
Carlos III, gran escopetero, gastó toda su munición amorosa en la juventud. Tuvo trece hijos de María
Amalia de Sajonia, pero cuando enviudó, a los cuarenta y cinco años, las mujeres dejaron de interesarle y se
dio a la caza y a la vida morigerada y tranquila. Hubiera sido feliz de no andar preocupado por las crecientes
muestras de imbecilidad que le daba su hijo y heredero. En una tertulia cortesana se conversaba sobre la
propensión femenina a la infidelidad. El príncipe, futuro Carlos IV, intervino en la discusión:
—Nosotros, en este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
—¿Por qué? —preguntó su padre, amoscado.
—Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a nadie de categoría superior con el que engañarnos.
A lo que el padre, se quedó pensativo y luego murmuró con tristeza: «¡Qué tonto eres, hijo mío, qué
tonto!»
Carlos IV, un infeliz sonrosado y regordete, feminoide y suavón, probable cornudo complaciente, se casó
con María Luisa que, además de dar nombre a la hierba luisa, fue famosa por sus muchos amantes. Era fea y
desdentada, de piel olivácea y prematuramente envejecida. Tuvo dos hijos que «se parecían indecentemente»
a Godoy, su amante casi oficial, encumbrado desde la humilde posición de guardia de corps hasta el rango de
príncipe de la Paz, y valido todopoderoso del rey. Como en el más civilizado ménage a trois, el rey salía de
caza todos los días para permitir que en su ausencia Godoy visitase los aposentos de la reina. El valido
utilizaba un pasadizo secreto para mayor discrección y comodidad. Diversos indicios inducen a sospechar
que quizá el rey era tan imbécil que ignoraba el asunto del valido con su mujer. En una ocasión comentó
confidencialmente a la reina:
—¿Sabes lo que dice la gente? Que a Manolito lo mantiene una vieja rica y fea.
La correspondencia de la reina con su amante está repleta de emotivos detalles, como corresponde a una
pareja romántica. Le comunica, por ejemplo, que le ha bajado la regla, «la novedad», «mis achaques
mensiles». María Luisa fue también infiel a Godoy, al que a veces alternó con un tal Mallo y con otros
garañones cortesanos, pero, no obstante, parece que sintió un gran amor por el valido. Camino del exilio,
solicitó «que se nos dé al Rey, mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un
paraje bueno para nuestra salud». En la España de sacristía y pandereta ya se iban anunciando los tiempos
modernos.
CAPITULO DOCE

El siglo del corsé

El siglo XIX se inició con el Romanticismo, una moda espiritual que exageraba los sentimientos; y se cerró
con el corsé, una moda indumentaria que exageraba el trasero femenino. En cierto modo ambas modas estaban
ligadas, eran el anverso y el reverso de la misma moneda. Desnutridos poetas se habían inventado a la mujer
ángel (o más bien habían desempolvado la donna angelicata de la tradición medieval italiana), y durante un
tiempo, por influencia de la moda literaria, se llevó la mujer delgada, melindrosa, de lánguida mirada, que
interpreta al piano Para Elisa de Beethoven con mucho sentimiento, que sabe saludar en francés, que bebe
vinagre para acentuar la palidez tísica de su piel, que tose levemente simulando ligera tuberculosis y
propensión a morir joven. Pero, como por otra parte la libidinosa naturaleza humana reclama su ración de
bajos instintos, el romántico acusa también una tendencia a la morenaza sensual. Existe, no sólo en literatura,
una tensión entre los dos extremos, entre la espiritual Ofelia y la carnal Carmen. Algunos procuraban
compaginarlos a distintas horas y con distintas personas, aprovechando que entre las castizas clases
populares que frecuentaban los bailes de candil, seguía triunfando la mujer robusta y coloradota. Por eso
Espronceda, prototipo de romántico, compuso inspirados versos exaltadores de la amada inaccesible y pura,
pero luego se desmelenó y desdijo con estos otros que copio, no sin vencer cierta íntima repugnancia. Espero
que el delicado lector sepa disculparlos en gracia del ejemplo:

¡Cuán necios son los que al pulsar la lira


cantan a la mujer himnos de amores!
¡Cuán necios son si buscan la mentira
por consolar sus ansias y dolores!
Pues la mujer, si llora y si suspira,
es porque en sus histéricos furores
desea un hombre que le ponga al cabo
pan en la boca y en el coño un nabo.

La rendida adoración de la mujer se convertía en exaltación de su carnalidad cuando se trataba de


famosas cortesanas o artistas de éxito deseadas por muchedumbres de admiradores. Esto condujo algunas
veces a extremos sorprendentes. La prima dontia Adelina Patti hizo envasar el agua de su baño en
ochocientos frasquitos y hubo bofetadas por adquirirlos. No sabe uno qué admirar más, si la hermosura y
belleza de la robusta cantante o su sentido comercial. La burguesía asumió los prejuicios de honor de la
nobleza y la falsa espiritualidad de los intelectuales. Esto, aliado a la represión sexual que predicaba la
Iglesia, conformó un tipo de mujer pudibunda, insatisfecha y reprimida que se consumía en el aburrido
encierro de su doméstico gineceo. Son Madame Bovary, la Regenta y las otras heroínas cuyos quebrantos
repetidamente retratarán las novelas realistas del siglo. Si la literatura se nutre de mujeres que sucumben a la
tentación, las de carne y hueso se manifestaron mucho más resistentes al Maligno. Eran mujeres tan íntegras
como doña Petronila Livermore, la digna esposa del potentado José de Salamanca, cuyo «único vestido fue el
hábito del Carmen». Doña Petronila consumió su vida en rezos para redimir el alma de un esposo pecador
que se entregaba a la lascivia con gran número de queridas e iba dejando tras de sí un reguero de bastardos
que indefectiblemente nacían con seis dedos en un pie.

El corse, una moda indumentaria que exageraba el trasero femenino. Fotograma de la película Noche de circo.

Un sector de la Iglesia, atacada por los sucesivos liberalismos del siglo, expoliada por las
desamortizaciones, se atrincheró en la estrecha moral de estas damas. En las Instrucciones reservadas de los
jesuítas (mónita secreta) publicadas por entonces, leemos instrucciones como éstas: «La mira constante del
confesor habrá de ser disponer que la viuda dependa de él totalmente. Será muy del caso una confesión
general para enterarse por extenso de todas sus inclinaciones». El confesor «deberá atender a la inconstancia
natural de la mujer» y, finalmente, lo más perturbador para la esencia del mensaje evangélico: «Podrá
concedérseles, como se mantengan consecuentes y liberales para con la Sociedad, lo que exija de ella la
sensualidad, siendo con moderación y sin escándalo».
Frente al cerrilismo integrista de las postulantes, en acusado y racial contraste, encontramos a las
liberadas mujeres de la clase popular. Los sinodales de Pisador, en Asturias, claman contra la costumbre de
las relaciones sexuales prematrimoniales: «Allí los padres (…) dejan sus hijas con los amantes, como se dice
cortejando, hasta que se ven en el horizonte los albores primeros del venidero día». De las provincias más
deprimidas, que eran casi todas, llegaban a Madrid docenas de mozas sanas y humildes que, buscando
escapar de la miseria del medio rural, aceptaban ganarse la vida como amas de leche. La inexcusable preñez
inicial que les haría bajar la leche la proporcionaba, a cambio de módicos emolumentos, un tal Paco,
apodado el Seguro, que se ofrecía para tan delicado expediente en la Plaza Mayor de Madrid. En la tarifa del
garañón iba incluida la colocación de la moza en una casa de confianza que él mismo agenciaba.
A la estrechez espiritual que aquejaba a la mujer del siglo correspondió también una cierta estrechez
física impuesta por sus atavíos. Hacia mediados de siglo se divulgó el uso del polisón, una almohadilla sujeta
a la cintura que ahuecaba la falda por detrás y le proporcionaba la apariencia de contener un imponente
trasero. Del glúteo postizo se pasó al real cuando se impuso el corsé, instrumento de tormento, máximo
exponente de la absurda tiranía de la moda, que oprimía la cintura para resaltar pechos y caderas causando
graves deformaciones del hígado. Este aparato favoreció la esteatopigia, más propia de bosquimanos y
hotentotes que de civilizados europeos.
La dama encorsetada podía lucir la abierta flor del generoso escote con sus mórbidos pechos batidos por
los marfileños aletazos del abanico que«se abría y cerraba como una vagina metonímica». Además se
toleraba socialmente que amamantaran en público.
En las antípodas del corsé, el juego erótico lo daba el zapato breve y la torneada pantorrilla que
pícaramente se exhibe. Los entendidos dotados de buen ojo clínico alardeaban de su capacidad de descifrar
las íntimas cualidades de la mujer a partir de un somero examen de sus tobillos. Para esta breve ciencia, los
tobillos femeninos se dividen en gordezuelos y afinados. Los primeros denotan que la poseedora es criatura
pasiva y ovina, más inclinada al bostezo que al pasional mordisco. Por el contrario, la mujer de afinado
tobillo se muestra activa en la suerte del amor y será compañera reidora y estimulante, retozona y
emprendedora. Es el tobillo que los libertinos van buscando por los talleres de modistas, los obradores de
cigarreras y otros lugares de concurrencia femenina (los cuales, como todavía no existían nociones claras de
lo que es la higiene íntima, se detectaban por un cierto tufillo a abadejo que flotaba en el aire de sus
proximidades, proveniente de una sustancia denominada tristanolamina que las vulvas femeninas en su estado
natural exhalan. Es exaltadora de la libido. Séanos excusada esta parva disgresión erudita y regresemos a lo
recio del tema).
La moral pública parece resquebrajarse un tanto en la segunda mitad del siglo. Los que se lo podían
permitir mantenían sus entretenidas oficiales sin que nadie se escandalizara. Incluso damas de la alta
sociedad, como la condesa de Campo Alange, exhibían sus sucesivos amantes sin ningún recato. Desde los
púlpitos se clamaba contra la relajación moral de la clase acomodada. Los predicadores arremetían contra
los teatros cuyos palcos constituían «un ambiente de inmoralidades cuando no de salvajadas». También
tronaban contra los pasatiempos de las clases populares, los bailes de candil, las eras y las romerías
promiscuas. La crisis moral se acentuó hasta el punto de que incluso el obispo Cipriano Valera se quejaba de
los «excesos y deshonestidades cometidas por las muchedumbres en los templos».
Se produjo algún que otro escándalo de curas visitadores de monjas en un convento de la corte donde
«entrando por las habitaciones del vicario, a los tejados se subían y a los claustros y celdas se bajaban».
Poca cosa si se compara con lo que ocurría en un convento peruano en 1815:

Que ya pasa por cosa corriente y llana que las mujeres, a pretexto de antojo, entren en el
convento sin las precauciones debidas, después de no justificar las preñadas su verdadera preñez y
legítimo antojo (…) entran acompañadas del mismo religioso interesado en el ingreso de ellas, el
cual o va dirigiéndolas solo o escoge un compañero de amaño ¿y dónde las conducen?
Inevitablemente a la torre, lugar muy aparente para cuanto se quiera (…) dan fondo en la celda del
padre que las garantice en todos sus pasos, donde están prevenidos pajaritos, licores, perfumes, y
todo lo conducente a hacer placentero lo que las mujeres llaman sociedad. El prelado (…) sabe que
entraron pero ignora si salieron. ¿Cuántas se habrán aprovechado de su garante semanas enteras?

Los solicitantes parecen especialmente numerosos en el primer tercio del siglo. Casos como el del
vicario de Alba, Francisco Gasol, que catequizó a una feligresa melindrosa que parecía resistirse a las
intimidades que le proponía «si fuera tan grande pecado como dice la gente, ya podía Dios cerrar las puertas
del cielo»; o fray Ignacio Prueca, prior de los agustinos de Palamós, seductor de muchas mujeres, que vencía
los escrúpulos ñoños con silogismos de lógica como éste: «¿Qué, tenéis temor de enseñar el culo? Ya lo
conozco, otros he visto».
Las leyes sexuales se suavizaron. En 1805 todavía el marido traicionado tenía derecho a matar a su
esposa y al cómplice, aunque no a uno de ellos solamente, pero quince años más tarde el primer código penal
rebajó el castigo de los adúlteros a una reclusión de hasta diez años fijada por el ofendido. A mediados de
siglo, el adulterio del marido se tipificó como delito siempre que se perpetrase en el sagrado recinto del
hogar. En este clima aperturista nació el proyecto de Ley de Divorcio de 1851 que pretendía paliar los
abundantes casos de bigamia que venían produciéndose. Bígama involuntaria fue la heroína nacional Agustina
de Aragón. Su primer marido desapareció en combate y seis años después apareció cuando ya ella había
vuelto a casarse. La heroína resolvió el dilema salomónicamente, separándose del segundo para casarse con
un tercero. Los tres eran militares, donde se manifiesta cuánto atraía a la valerosa aragonesa la vida
castrense.

Los burdeles.

El siglo XIX, heredando un impulso de la época ilustrada, se convirtió en el gran siglo de los burdeles. En las
grandes ciudades pululaban cortesanas de toda laya y condición. En Londres, una de cada quince mujeres
ejercía el antiguo oficio y algunas de las casas de lenocinio se especializaban en flagelación, el acreditado y
tradicional vicio inglés. Un gran conocedor del tema, hombre viajado y experimentado, señalaba las
características esenciales de las putas según nacionalidades: las españolas eran cariñosas, generosas y
espontáneas; las francesas, fascinantes y buenas conversadoras pero interesadas, superficiales y
desvergonzadas; por el contrario, las inglesas le resultaban vulgares, degradadas y brutales.
Las grandes cortesanas triunfaban internacionalmente y emparentaban con la aristocracia e incluso con la
realeza. Por ejemplo, Lola Montes, de la que el rey Luis I de Baviera quedó prendado para siempre después
de que le provocara «diez orgasmos en veinticuatro horas» y ello sin recurrir a los afrodisíacos con que la
nueva farmacopea asistía los apetitos decumbentes, principalmente el fosfato de cinc, la yohimbina y la
tradicional cantaridina.
Nuevas formas de seducción triunfaron sobre los escenarios, entre ellas el strip-tease, cuya primera
representación se remonta a 1847, cuando una chica apellidada Odell se desnudó al compás de la música en
el Teatro Americano de Nueva York.
Cartilla sanitaria de María Antonia Rodríguez, prostituta de quince años, expedida en Jaén en 1892.
No obstante, la nueva libertad sexual no disipó las añejas obsesiones por el virgo sino que, al escasear el
producto, como la demanda no se retraía, lo encareció. En Londres, por desvirgar a una muchacha se llegó a
pagar la importante suma de cincuenta guineas. Naturalmente proliferaron los cirujanos especializados en
zurcidos íntimos, y algunas chicas se sometieron a esta operación hasta quinientas veces. Como era de temer,
el mercado se saturó de falsas vírgenes, cundió la desconfianza entre los consumidores y se retrajo la
demanda con catastróficos resultados para industriales e inversionistas: el precio de un estreno descendió a
cinco libras.
En un reglamento de las prostitutas de Jaén, fechado en 1892, leemos: «A pesar de que la prostitución no
puede defenderse ni permitirse, comprendiendo que es un mal social imposible de extinguir, preferible es
tolerarlo reglamentándolo».
Las prostitutas se dividían —según el citado reglamento— en cuatro categorías: amas de casa con
pupilas; prostitutas pupilas; prostitutas con domicilio propio y amas de casa de prostitutas sin pupilas. Se
trata, evidentemente, de una clasificación estrictamente laboral. Cada prostituta era inscrita en la matrícula o
registro de las de su clase, en la que figuraban, entre otros datos, «la ocupación anterior y causas que la hayan
conducido a la prostitución». La profesión estaba vedada a las casadas y a las menores de catorce años. Un
médico las reconocía dos veces por semana «teniendo la obligación de presentarse puntualmente y con la
mayor compostura en el gabinete de higiene, provistas de sus respectivas cartillas». En una de las cartillas,
expedida en octubre de 1892 a nombre de María Antonia Rodríguez Linde, natural de Granada, leemos:
«Señas generales. Estatura regular; edad, quince años; pelo, castaño; ojos, pardos; nariz, corta; boca,
pequeña; cara, redonda; color, sano». El reglamento señala también los impuestos municipales que deben
satisfacer los burdeles según sus categorías; los de primera clase, veinte pesetas; los de segunda, diez, y los
de tercera, siete cincuenta.
La vida laboral de las prostitutas era bastante corta. Solían comenzar muy jóvenes, pero después de los
treinta años menguaban sus encantos y otras más jóvenes les arrebataban la clientela. Entonces no les quedaba
más remedio que aceptar empleos subalternos en ínfimos burdeles o ganarse la vida por la calle vendiendo
flores, cerillas o cualquier otra bagatela. Las más resignadas se recogían, de limosna, en los conventos de
arrepentidas y otras instituciones redentoras como la fundada por la Madre Sacramento, anteriormente
vizcondesa de Jorbalán. Tan sólo la minoría de las que eran retiradas del oficio por algún enamorado
solvente alcanzaba una vejez tranquila y sin sobresaltos.

Los reyes plebeyos.

Los reyes de este siglo tuvieron en común su llaneza y sensualidad. El primero de ellos, Fernando VII, fue un
hombre vil y rencoroso que se pasó la vida conspirando contra sus padres y tratando de adular a Napoleón, al
que felicitaba por sus victorias contra los españoles. Uno de los errores del genial corso consistió en
retenerlo en Francia: «Tenía que haberlo dejado en libertad —se lamenta en sus memorias— para que todo el
mundo supiese cómo era y así se desengañaran sus seguidores».
A este rey, aunque poco agraciado físicamente, «narizotas, cara de pastel», lo compensó la próvida
naturaleza con un miembro viril de dimensiones extraordinarias, a lo que atribuyeron los médicos su falta de
descendencia con las tres primeras esposas. Cuando llegó a la cuarta, su sobrina doña María Cristina, una
mujer delgada y frágil, le prescribieron una especie de almohadilla perforada en la que ensartaba el pene
para reducirlo a una longitud razonable antes de copular.
La reina no fue feliz con aquel garañón feo y taimado, pero a las dos semanas de enviudar se prendó de un
capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses y, aunque se veían a diario y el capitán daba
señales manifiestas de estar a su vez enamorado de la reina, no se atrevía a declararle su amor. Fue entonces
cuando ella decidió tomar la iniciativa. Durante un paseo por la finca segoviana de Quitapesares se encaró
con él y le dijo:
—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo…?
Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos y aunque los
miriñaques que usaba la reina disimulaban sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio
público. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales


que la reina no paría
y ha parido más Muñoces
que liberales había.

Doña María Cristina, romántica enamorada, renunció a la regencia en cuanto pudo y en adelante llevó una
vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán.
El trono recayó entonces en Isabel II, una niña algo corta de entendederas en la que aún no se manifestaba
el carácter ardiente y lujurioso que había heredado de su padre. La casaron a los dieciséis años con su primo
Francisco de Asís, ocho años mayor que ella, hombre apocado y escasamente viril. «¿Qué puedo decir —se
lamentaba Isabel— de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo?» El pueblo, con
mordaz ingenio, lo apodaba «Pasta Flora» y «Doña Paquita». En realidad parece que el rey consorte era
bisexual y, posiblemente, voyeur prostibulario.
Creció Isabel y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondríaca y fecunda.
Tuvo seis hijos y a cada uno de ellos le atribuyeron un padre distinto en aquella corte de los milagros. Parece
que su iniciador en las lides del amor fue el general Serrano, al que ella llamaba «el general bonito», pero
también mantuvo íntimas relaciones con otros notables del reino. Quizá estuvo enamorada del marqués de
Bedmar, con el que intercambió apasionada correspondencia. En una de sus cartas, cuya ortografía
respetuosamente acatamos, leemos:

Cielo mío: Bendito seas mil beces rambeb adorado de mi corazón bendito seas, bendito seas
mil millones de beces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo explicar.

La reina tuvo otros amantes, entre ellos su profesor de música Emilio Arrieta, y Carlos Marfori, un
pollancón apolíneo que llegó a ministro de Colonias, puesto en el que según las gacetas «le es muy necesario
al rey y sobre todo a la reina». A las intimidades de Isabel con José María Ruiz de Arana y con el guardia de
corps Puig y Moltó se ha atribuido la paternidad de Alfonso XII.
En esa perpetua tensión entre pecado y virtud que constituye la íntima esencia de lo español, Isabel II,
devota cristiana a pesar de todo, confió su dirección espiritual a dos esperpénticos personajes: su confesor el
padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo atormentado por la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y
sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria que había sido procesada por fingidora de
milagros (se producía las llagas de la pasión de Cristo con la yerba pordiosera Clemátide vitalba). Con
mantecaditos y halagos, la taimada monja se ganó a la simplona Isabel, y aprovechando que la reina era
incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo que colocaba a sus recomendados en
los mejores puestos de la administración pública. Ya se ve que el tráfico de influencias no es cosa de hoy.
Isabel II fue expulsada del trono por la «Gloriosa Revolución». El pueblo, por el que ella se creía
adorada, se echó a la calle al grito de «¡Abajo la Isabelona, fondona y golfona!». Así terminaron los
marchitos esplendores de aquella esperpéntica corte de los milagros.
CAPITULO TRECE

Nuestro siglo

El siglo XX heredó el viejo debate entre amor divino y amor humano que desde hacía más de un milenio
dividía a la sociedad española. Los gobiernos, casi siempre reaccionarios, que han pretendido imponer los
rígidos preceptos sexuales dictados por la Iglesia decimonónica, han tenido que transigir con las humanas
flaquezas del contribuyente que tiende a solazarse en el sexo, aunque sólo sea por compensar las muchas
miserias que lo aquejan.
El abismo existente entre las costumbres sexuales de la sociedad y lo que la Iglesia considera moralmente
legítimo se fue ahondando hasta constituir un obstáculo insalvable. Mientras la sexualidad desinhibida y libre
ganaba terreno, los moralistas continuaban hablando de vasos legítimos y vasos ilegítimos, y Pío XI advertía
que«el que rechazando la bendición de la prole evita la carga porque quiere disfrutar el placer, obra
criminalmente».
Pero la Iglesia había perdido gran parte de su antiguo poder coactivo y la voz del papa, con ser aún
poderosa, iba siendo cada vez más la que clamaba en el desierto. Por una parte, las clases populares,
progresivamente brutalizadas por las nuevas formas de explotación del trabajo, fueron apartándose de la
Iglesia; por otra, las clases instruidas se dejaron persuadir por los preceptos de una nueva religión científica
cuyos profetas son higienistas como Eugene Echeimann que, en sus obras de divulgación, recomendaba el
coito como medio para alcanzar una saludable longevidad ya que «previene el infarto, activa la glándula
tiroidea, quema colesterol y calorías, ejercita cada músculo del cuerpo, refuerza, pero no sobrecarga, el
corazón, al obligarlo a bombear más sangre por un corto período tras el que descansa». No quisiéramos
enmendar la plana al doctor alemán, pero hemos de señalar que el corazón no siempre sale beneficiado del
coito, como demuestra el notorio caso del cardenal Danielou, fallecido en comprometedoras circunstancias.
El relajo general de las costumbres sexuales coincidió con un auge de la prostitución, posiblemente
favorecido por el descubrimiento del primer tratamiento efectivo contra la sífilis. Este honor le cupo, en
1910, al médico alemán Ehrlich. En conmemoración de tal evento el vate nacional Benito Buylla compuso una
emotiva oda de la que entresacamos, como delicada perla, este pareado:

¡La sífilis sucumbe! ¡Suena el áureo trombón!


¡Ya no existe avariosis! ¡Gloria a Ehrlich el sajón!
A pesar de este destacado avance, las enfermedades venéreas continuaron siendo la plaga de la
época hasta la aparición de la eficaz penicilina, ya en los años cuarenta. En tiempos de la
República, con la tímida liberalización sexual que el nuevo régimen permitió, estas enfermedades
llegaron a constituir tan grave problema sanitario que el gobierno decidió impulsar una enérgica
campaña preventiva. Ésta incluía la exhibición, en salas cinematográficas, de espeluznantes
documentales sobre casos terminales de enfermos venéreos. En alguna ocasión, cuando en la
penumbra de la sala se proyectaban las tremendas imágenes, la desgarradora advertencia de un
anónimo espectador surgía del patio de butacas: «¡Estáis acabando con la afición!»
Pero la afición no corría peligro. Al púdico repliegue sexual de la cada vez más numerosa clase
burguesa, correspondió un auge paralelo del amor mercenario y un robustecimiento de la doble
moral que, aunque alentaba la temprana iniciación sexual del varón, continuaba exigiendo que la
mujer accediera virgen al tálamo nupcial.
Como signo de los nuevos tiempos, la prostituta, históricamente relegada al más ínfimo peldaño
de la sociedad, descendió aún más de categoría en el sórdido anonimato de la gran ciudad. En
desesperada reacción, la rabiza urbana se incorporó a las demandas sociales y se politizó. En
1907, descontentas por las severas medidas que el gobierno conservador de Maura dictaba contra
la inmoralidad, algunas significadas prostitutas se pusieron a la cabeza de los revolucionarios en
la Semana Trágica. Así legaron sus nombres a la pequeña historia de aquellas sangrientas
jornadas La Bilbaína, Cuarenta Céntimos, La Larga, La Valenciana, La Castiza. A su lado, unidas
por el mismo oficio pero separadas por años luz de estatus profesional, estaban las estrellas
fulgurantes del momento, famosas cortesanas como la alemana August Berges que ensayaba un
púdico strip-tease a los acordes del pícaro cuplé La Pulga, con el que despertó tales entusiasmos
garañones en sus auditorios que el gobernador civil se vio obligado a cerrar el teatro donde la
bella actuaba. Aún más famosa fue la Bella Otero, cuya grosería y vulgaridad eran disculpadas por
la perfección intachable de su cuerpo.
Durante los primeros años del siglo se mantuvo la tiranía del corsé provocador de femeninas
esteatopigias, pero hacia los años veinte, como un símbolo más de las libertades sexuales que
inauguraba la nueva Europa nacida de las cenizas dela Gran Guerra, el corsé desapareció y se
impuso el sostén, una prenda absolutamente moderna (aunque dotada de ilustres antepasados
clásicos en el fascia pectoralis que usaban las antiguas romanas). Al propio tiempo, la figura
femenina se estilizó y el ideal de belleza cambió radicalmente en tan sólo unos años, para dar paso
a la muchacha estilizada y deportiva, suavemente redondeada, que el dibujante Penagos idealizaba
en sus espléndidas modelos.
El ideal de belleza cambió radicalmente y dio paso a la muchacha suavemente redondeada del dibujante Rafael de Penagos, Fundación Cultural
Mapfre Vida.
Comenzaban a divulgarse por Europa las ideas de Freud y el psicoanálisis, inspiradoras de la revolución
sexual que hoy vivimos. En España, tradicionalmente aislada de las corrientes del pensamiento europeo,
tardaron en ser aceptadas, pero hubo un notable precursor que las impulsó, en la modesta, medida de sus
posibilidades, durante los años de la Guerra Civil. Nos referimos al «doctor» Mariano, del que el escritor
Manuel Urbano da noticias en un enjundioso artículo. Este «doctor» Mariano, fraile exclaustrado, único
superviviente de una comunidad asesinada por los milicianos, se ganaba la vida ejerciendo el curanderismo
por las sierras de Cazorla y las Cuatro Villas. Es fama que su diagnóstico para casi todos los males de varón
era «tensión de bragueta» y, para los de la mujer, «falta de riego de la vena principal de abajo».

Amores reales.

Alfonso XII continuó la tradición populachera de su madre Isabel II, aunque resultó más refinado y elegante
que todos sus antecesores. Quizá esta elegancia fuera galardón genético de Godoy, el mozo mejor plantado de
su tiempo. Alfonso pudo ser nieto de Godoy por dos vías: primero porque su madre Isabel II era nieta de la
infanta Isabel, probable hija de Godoy; además porque Francisco de Asís, su supuesto padre, era hijo del
infante Francisco de Paula que a su vez pudo ser hijo de Godoy. Pero si el verdadero progenitor hubiera sido
Puig y Moltó —como pretenden otros—, ya se nos viene abajo la elaborada trama genealógica, aunque no la
sospecha de que la apostura de este rey pudiera proceder de una plebeya rama colateral y no de la real.
El amor extraconyugal de Alfonso XII fue la contralto Elena Sanz, a la que Castelar describe como una
divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor. Pérez
Galdós también la encuentra «espléndida de hechuras, bien plantada». La dama tuvo dos hijos del rey,
Alfonso y Fernando. Además había tenido un primer hijo antes de conocer a Alfonso.
El amor oculto de Alfonso XII produjo una interesante y comprometedora correspondencia que la
contralto puso a la venta (y el gobierno prudentemente adquirió) en cuanto falleció su regio amante. De ella
entresacamos esta candorosa nota:

Cuando mandaba la escuadra blindada, querida Elena, todas las brújulas marinas sentían
distinta desviación según la proximidad de los metales que cubrían mi férrea casa. Si allí hubieses
estado tú, tus ojos las hubieran vuelto todas hacia ellos, como han inclinado el corazón de tu
Alfonso.

Alfonso XIII vivió también su historia de amor con la que luego sería su esposa y reina de España, la
princesa inglesa Victoria Eugenia, de la que se prendó en una visita a Londres. Azorín, excepcional testigo
del encuentro, la describe «muchacha más linda, más delicada y espiritual (…) esta joven rubia y vivaracha».
La única lacra que empañaba la belleza de la joven era su calidad de portadora de hemofilia, una enfermedad
genética que la prolífica reina Victoria de Inglaterra dejó como herencia a casi todas las casas reinantes de
Europa. Esta enfermedad se manifestaría en el príncipe Alfonso, primogénito real, que en 1933 renunció a sus
derechos dinásticos para contraer matrimonio con una bella cubana. Como el segundo hijo, don Jaime,
renunció también al trono por ser sordo, la sucesión dinástica recayó en el tercero, don Juan, conde de
Barcelona y padre del rey don Juan Carlos.

La era de Franco.

La victoria del bando conservador en 1939 afectó profundamente la vida sexual de los españoles. El nuevo
Estado impuso oficialmente las normas morales de la Iglesia católica, es decir, que el único objeto del sexo
es la procreación dentro del matrimonio. Además suprimió la coeducación (condenada anteriormente por Pío
XI) y supeditó la mujer al varón relegándola a sus actividades tradicionales: el cuidado del hogar o las
profesiones consideradas femeninas, tales como maestra, enfermera o farmacéutica.
La Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad prohibió los bailes agarrados por constituir «un serio
peligro para la moral cristiana». En una publicación del padre Jeremías de las Sagradas Espinas, intitulada
Grave inmoralidad del baile agarrado. Estudio teológico, aparecida en Bilbao en 1949, leemos:

Para declarar un baile per se gravemente inmoral, no se requiere que su modo sea
enormemente inmoral. Basta que lo sea gravemente. Un acto puede ser ex se torpe por doble
motivo: sive ex obiecto sive ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes
del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.

La asamblea episcopal, en su voluntarioso pero no siempre bien interpretado anhelo por servir a la
comunidad, se interesó por la moda femenina durante los años cuarenta y cincuenta. Los polifacéticos
prelados fijaron el largo de la falda y emitieron una serie de paternales consejos desaconsejando ciertas
tendencias desfavorecedoras: «¡Qué modas tan indignas, tan atentadoras al pudor! —sugería el jesuíta padre
Ayala—. ¡Pierna al aire hasta el muslo, brazos al descubierto hasta cerca del sobaco, escotes en el pecho y en
la espalda, vestidos ceñidos al cuerpo de modo inverecundo! ¡Casi van peor que desnudas!»

Cine para pecadores.

Hubo de transcurrir más de una década antes de que la férrea censura oficial permitiese una cierta apertura y
dejase llegar a los españoles los mensajes eróticos de los mitos cinematográficos del momento (la
hipermastia de Sofía Loren y Gina Lollobrígida, la perversa sensualidad de Brigitte Bardot, la insondable
femineidad de Silvana Mangano y el pretendido strip-tease de Gilda). Pero estas concesiones se hacían
siempre contra la cerril oposición de los censores eclesiásticos y contando con que ellos crucificarían los
filmes con la calificación «4 gravemente peligroso» exhibida en las puertas de las iglesias.
La sociedad navegaba ya claramente por otros derroteros como demostró lo acaecido al cardenal Segura,
uno de los más firmes epígonos de la reforma moral. El famoso prelado emitió una pastoral en la que
excomulgaba a todo feligrés que asistiera a una representación de la comedia La blanca doble de la
compañía Colsada, «diabólico espectáculo donde la procaz exhibición de mujeres casi desnudas incita en los
hombres las más bajas pasiones de su concupiscencia». Nunca lo hiciera, que fue como darle munición al
Maligno. El resultado fue desolador: el teatro se abarrotó de espectadores en todas sus funciones y ni los más
viejos del lugar recordaban haber visto colas tan largas delante de las taquillas.
Los años cincuenta se inauguraron, pues, con una cruzada femenina de modestia orquestada por la
Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad que dictó una serie de Normas de Decencia Cristiana en las
que se establecía el largo de la falda, el tamaño de los escotes, la longitud de las mangas, se prohibía el baile
agarrado, se imponía el albornoz playero y el doble turno en las piscinas. Dada la rica variedad de los
hombres y las tierras de España, estas normas no fueron aplicadas con igual severidad en todas partes.
Generalizando mucho puede decirse que en las provincias del recio norte fueron más acatadas que en las del
permisivo sur, donde muy pronto se impuso la moda, por ejemplo, de los manguitos o falsas mangas que las
mujeres se colocaban antes de entrar en la iglesia y retiraban a la salida para lucir en el paseo sus mórbidos
brazos desnudos. Porque lo que han de comer los gusanos, dejad que lo disfruten los humanos.
El severísimo código sexual impuesto por el Estado autoritario provocaba tales conflictos en el
ciudadano que abocó a la sociedad a una radicalización de la tradicional doble moral machista. Incluso en el
terreno de la creación artística, el doble código se aceptó como única forma de remediar el desfase de la
moral del país con respecto a la imperante en Europa. Sirva de ejemplo el caso de la película Viridiana de
Buñuel, que, aunque prohibida en España por indecente, representó oficialmente al país en el Festival de
Cannes y obtuvo el primer premio.

Fotograma de Viridiana, la película de Luis Buñuel, que fue prohibida en España por indecente.

Los extremos de la censura de la época causan hoy sonrojo: en cada periódico había un retocador de
fotografías que agrandaba con tinta escotes y faldas hasta ajustados a los severos límites dictados por la
autoridad eclesiástica. Los correctores entraban a saco en los textos suprimiendo toda palabra lejanamente
denotadora de sexo, como braga o sostén, e incluso la inocentemente castiza moño (en evitación de erratas tan
sonadas como la de cierto diario de provincias que, por distracción del linotipista, había impreso: «La
señora duquesa frunció el coño». Quería decir el ceño, naturalmente). Muy celebrado fue también el desliz de
un locutor de radio que se disponía a retransmitir un concierto: «En estos momentos —anunció con esa voz
grave y pedantescamente modulada que suelen usar los críticos musicales—, en estos momentos aparecen los
músicos por la derecha y se dirigen a sus puestos, cada cual con su instrumento en la mano…» Al llegar a
este punto se quedó sin habla y, tras unos instantes de vacilación, que en la radio se hicieron eternos,
prosiguió con la voz quebrada y levemente ansiosa: «… con su instrumento musical, naturalmente» con lo
que, intentando arreglarlo, lo empeoró.
La moral dominante fomentaba la pasividad sexual dela mujer. La mujer honesta reprimía todo deseo
impuro cuando su marido la poseía, a oscuras, sin despojarla siquiera del camisón, en el lecho conyugal
presidido por el crucifijo. Algunas eran tan decentes que incluso rezaban antes del coito (y hasta es posible
que durante) y desde luego se confesaban al día siguiente si habían sentido placer. Con este desalentador
panorama hogareño, muchos maridos, incluso los que admitían estar enamorados de sus esposas, frecuentaban
ocasionalmente las casas de lenocinio en busca de más estimulantes compañeras sexuales.
Si los casados podían recurrir al alivio del débito conyugal, los solteros lo tenían más difícil. España se
convirtió en un país ferozmente masturbatorio. La Iglesia, alarmada, hacía cuanto podía por reprimir el vicio
solitario de los jóvenes, incluso recurriendo a peregrinas teorías pseudocientíficas respaldadas por cierto
sector de la clase médica. Los directores espirituales de los colegios advertían, en sus periódicas charlas,
sobre los peligros de la masturbación: la ceguera, la tuberculosis, la locura y otros males no menos terribles.
Afortunadamente se habían superado ya los bárbaros tiempos en que los educadores recurrían a la
cauterización del clítoris de las muchachas masturbadoras (una monstruosidad prescrita por ciertos libros de
medicina hasta los años treinta).
Antes y después. El censor no permitió la exhibición de la espalda femenina desnuda en la publicidad de una película.
Algún lector cincuentón recordará sin nostalgia su tormentoso noviazgo, el continuo y agotador tira y
afloja que durante años hubo de mantener para conseguir los parvos e incompletos favores de su amada y la
terca y heroica resistencia de ella, bien aleccionada por la artera suegra y por el rispido director espiritual, y
convencida de que la verdadera prueba del amor del hombre es el respeto del cuerpo de la amada y de que la
pareja debe reprimir sus bajos instintos hasta que, una vez unida por el sacramento, esté en condiciones de
servir al alto fin para el que fue creada: concebir hijos que alegren el hogar cristiano. «Amor no es pasarlo
bien», advierte un predicador. Y las normas sobre decencia que distribuye la autoridad eclesiástica señalan:

Si la mucha confianza es culpable entre simples amigos, resulta inadmisible entre enamorados.
Tampoco el trato prenupcial ha de ser muy frecuente y no puede aceptarse que los novios vayan
cogidos del brazo.

Esta neurótica moral sexual se mantuvo hasta los años sesenta, en que, por influencia del turismo y de los
contactos con el extranjero, la sociedad española fue adoptando más libres costumbres. El Estado y la Iglesia,
presionados por sus propias conveniencias, no tuvieron más remedio que ceder y aceptar esta realidad.
Así se desconvocó, con más pena que gloria, la absurda cruzada del nacionalcatolicismo. En honor a la
verdad hay que señalar que no todo el estamento clerical español participó en ella de buen talante. Muchos se
debatieron durante lustros en un doloroso conflicto íntimo entre lo que sus superiores ordenaban y lo que sus
conciencias entendían. Por otra parte proseguía la jugosa y secular tradición de iluminados y solicitadores,
entre los cuales merece especial mención el reverendo padre don Hipólito Lucena, párroco de Santiago, en
Málaga, eminente teólogo y gran semental, que organizó una especie de orden religiosa integrada por
confiadas y obedientes devotas que «celebraban místicos desposorios ante el altar y se acercaban a Dios
mediante el sexo». Cuando las actividades de don Hipólito se divulgaron, los malagueños lo apodaron
chuscamente «Don Cipólito». Finalmente, la autoridad eclesiástica tomó cartas en el asunto, cesó al fogoso
evangelizador y lo envió a Roma, donde fue procesado y posteriormente desterrado. Purgada su condena se
retiró a vivir, rodeado de sus incondicionales, en un pueblecito de la costa andaluza.

Las tristes mujeres de vida alegre.

En el ambiente de represión sexual, miseria y hambre que dominó la posguerra, muchas mujeres se lanzaron a
la mala vida para poder subsistir. Como la demanda de servicios mercenarios creció a causa de la represión
sexual imperante, bien puede afirmarse que el negocio de la prostitución fue uno de los más boyantes de
aquellos años de estraperlo y miseria. La autoridad, siempre dispuesta a velar por la redención de los
ciudadanos descarriados, creó en 1941 el Patronato de Protección a la Mujer, cuyo objetivo confesado era
«la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartándolas
del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica». No obstante, la prostitución se
toleró oficiosamente hasta 1956. La autoridad sanitaria expedía cartillas para «aquellas personas que por su
género de vida puedan representar mayor peligro a la sociedad». El gobierno se confesaba preocupado por el
estado sanitario de estas profesionales «a causa de la relajación moral que se padeció en la zona roja y por la
falta de la debida atención al problema de las sedicentes autoridades de la misma». En 1944, solamente en
Sevilla había unas dos mil doscientas mujeres registradas.
Dada la indigencia que aquejaba a un sector importante de su antigua clientela, las putas de más humilde
categoría se vieron precisadas a arbitrar nuevas prestaciones que les permitieran abaratar el producto para
ajustar sus tarifas a las economías más endebles. Así surgieron las pajilleras, alivio manual para los muchos
aficionados que no disponían del mínimo estipendio requerido para el acto carnal: Las pajilleras, hábiles y
ambidextras masturbadoras, actuaban en parques, zonas deficientemente iluminadas y en la última fila de los
cines de barrio. Algunas de ellas tarifaban dos tipos de prestaciones, con música o sin ella. Si el sibarita
cliente estaba dispuesto a pagar una peseta más, se colocaban en la muñeca de la mano que iba a realizar la
faena unas cuantas pulseras de cobre cuyo tintineo resulta sumamente estimulante. Al filo de los años
cincuenta, un alivio manual sin música se tasaba en dos pesetas más la voluntad. Un servicio completo,
atendido por experta profesional, joven y bella, en burdel de postín, andaba por las ochenta.
A partir de 1957, la creciente afluencia de turistas extranjeros aceleró la tendencia aperturista que se
venía observando en la sociedad. Comenzaron a verse pantalones femeninos por las ciudades y bikinis en las
playas. La autoridad hacía la vista gorda, pues había que ser tolerante con los extranjeros que ingresaban
divisas.
Se dice que la década decisiva en el desarrollo español fue la de los años sesenta. La mujer del medio
urbano conquistó una cierta independencia, lo que condujo al replanteamiento de los roles sexuales de la
pareja, con mayor valoración del placer femenino y el consecuente desprestigio del pene y el perentorio amor
masculino en favor de la ternura y la delicadeza.
Esta evolución de la sociedad no se corresponde con una similar apertura de los poderes públicos. En la
televisión, convertida en la gran ventana cultural de los hogares españoles, la voluntad en blanco y negro del
censor prohibía la exhibición de primeros planos femeninos con el fútil pretexto de que una mujer no se ve
nunca tan de cerca. Los sufridos realizadores tenían siempre a mano una variedad de chales destinados a
cubrir los escotes que pudieran ofender la sensibilidad del aburrido espectador.
El cine, en reñida pugna con la televisión, se incorporó a una tímida apertura y se atrevió a mostrar a Elke
Sommer en bikini, aparición que fue saludada por el respetable público con aullidos de júbilo. Levantada la
veda, siguió aquel aluvión de detestables películas de graciosos reprimidos que, con el pretexto de una leve
comedia, exhibían en paños menores a nuestras más vistosas actrices. Éste era el pasto visual destinado a los
españoles de tintorro, chorizo y tortilla de patatas. Para los espíritus refinados se crearon los cines de arte y
ensayo, frecuentados por barbudos intelectuales universitarios de trenca y tasca, deseosos de inyectar
trascendencia, psicoanálisis y marxismo a su identidad cultural. La burguesía, menos dotada para la
especulación abstracta, prefería enrolarse en furtivas excursiones a Perpiñán para atiborrarse de películas
porno, y peregrinaba a El último tango en París como sus padres habían peregrinado al cercano Lourdes.
La liberación de las normas civiles sobre decencia abrió las primeras brechas en la entente Iglesia-
Estado. El estamento clerical, menos comprensivo que el civil, se obstinaba en defender heroicamente las
viejas posiciones reaccionarias aun sabiéndolas de antemano perdidas en medio de la incontenible marea
aperturista. El concilio Vaticano II había condenado el aborto como «crimen abominable»; Pablo VI había
prohibido todo control de natalidad pero, a pesar de ello, en 1965 se comenzaron a vender anticonceptivos en
las farmacias, aunque siempre con receta y contra el parecer de los médicos conservadores que hacían
alarmantes advertencias sobre los efectos secundarios del controvertido medicamento.
Esta liberalización sexual del país no se desarrolló sin traumas. En 1969, la airada reacción de los
estamentos más apostólicos puso en peligro el tímido aperturismo de los años precedentes. Después de este
bache el proceso liberalizador se reanudó hasta 1974, en que el ministro Pío Cabanillas fue cesado por
«haber permitido la pornografía». Los temas sexuales —causa sonrojo reconocerlo— habían inficionado ya
los más sagrados reductos de la prensa patria. Incluso el Boletín Oficial del Estado que, en su número del 5
de abril de aquel fatídico año, publicaba la lista de Compensaciones Pecuniarias y Baremo por Lesiones y
Mutilaciones, del que entresacamos, para ilustración del lector, los siguientes casos:

Por pérdida parcial del pene, que afecte a la capacidad coeundi … 68.000 pesetas
pero si sólo afecta a la micción ………………………34.000 pesetas
Por pérdida de testículo ………………………… 34.000 pesetas
Por pérdida de un testículo y medio (sic)………………52.000 pesetas
Por pérdida de dos testículos ……………………… 90.000 pesetas
Por pérdida de un pecho femenino ……………………36.000 pesetas
pero si son los dos ……………………………… 76.000 pesetas

La reacción de 1974 quedó solamente en un leve e intrascendente episodio, pues, pasado octubre de 1975,
la tendencia liberadora se acentuó y aunque todavía llegó a mencionarse en las Cortes el pezón de Katiuska,
incluso los padres de la patria no se recataban ya de presentarse ante su probable electorado como personas
liberales en materia sexual.
Y así llegamos a la España de hoy, país que, en materia sexual, ha vivido una profunda e incruenta
revolución. Si damos crédito a las estadísticas, admitiremos que los viejos hábitos no se han desarraigado
todavía y éste continúa siendo un país de masturbadores: un 53 % de los hombres y un 30 % de las mujeres
son adictos a la autosatisfacción sexual. En otras suertes del amor, parece que los españoles se han liberado
de viejos tabúes o van camino de conseguirlo: un 67 % de las mujeres practican la felación y un 72 % de los
hombres el cunnilingus. Además, 7 de cada 100 mujeres usan consoladores y 30 de cada 100 practican el
sexo anal. Y en lo tocante a pornografía, el país parece no escandalizarse por nada, lo cual, bien mirado,
quizá no se deba a la madurez de la sociedad, sino a su falta de sentido crítico.
JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén en 1948). Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de
Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido,
donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton
(Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y
fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y
ensayos de tema histórico.
Ha traducido la poesía de T. S. Eliot y escribe novelas de ficción histórica con el seudónimo Nicholas
Wilcox. Entre sus obras destacan: En busca del unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo
(Premio Ateneo de Sevilla 1994), Señorita (Premio Fernando Lara 1998 y Premio de la Crítica Andaluza
1998) o La mula. También ha publicado varios ensayos, como Los castillos de Jaén o Los templarios y otros
enigmas de la historia.

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