Ramos, Juan Antonio - Caniquí
Ramos, Juan Antonio - Caniquí
Ramos, Juan Antonio - Caniquí
1
El autor
( La Habana, 1885- 1946). Gr aduado de Filos ofía y Letr as y del S eminar io Diplomático y Cons ular . En 1910
funda la S ociedad de Autor es Cubanos y un año des pués es des ignado canciller en Madr id, Es paña. S u
ex tens a pr oducción liter ar ia incluyó los dr amas Almas r ebeldes (1906), Una bala per dida (1907), Liber ta
(1911), S atanás (1913), Calibán Rex (1914), El tr aidor y El hombr e fuer te (1915), T emblader a (1917), La
r ecur va (1941) y FU- 3001 (1944); el ens ayo El manual del per fecto fulanis ta (1916), as í como las novelas
Humber to Fabr a (1908), Coaybay (1926) y Las impur ezas de la r ealidad (1929). Caniquí, s u última novela,
fue publicada en 1936.
La novela
Matizada por la mítica r ebeldía de un es clavo fugitivo, es ta novela nar r a la vida de una familia per teneciente
a la ar is tocr acia cr iolla decimonónica. Pas ión, fr us tr aciones , epidemias , er otis mo, r eligios idad, s umis ión,
cr ueldad y ar dor independentis ta, conver gen aquí par a ofr ecer nos una inter es ante cr ónica de aquel convuls o
momento his tór ico. Uno de s us más r econocidos acier tos es que en ella, como afir ma S alvador B ueno,
“encontr amos el ambiente no s ólo fís ico, s ino s obr e todo es pir itual de la antigua villa de T r inidad...”
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datos históricos exactos, que recibí de ellos en las horas más estuosas
de mi inspiración. Y las familias de los Mauri, Echániz, Iznaga, Font y
otras que siento no recordar — con entusiasmo y cariño por mi empresa,
que usufructué encantado, a título fiduciario— diéronme un caudal
precioso de evocaciones y recuerdos.
Dejo, pues, a la crítica futura, el trabajo de separar lo imaginario de lo
histórico. Yo mismo no sabría hacerlo ahora, todavía bajo el hechizo de
mi última visita a Trinidad. En aquel rincón delicioso del trópico, como en
ninguna otra parte de mi patria, he gozado esta dulce incertidumbre —
que ignora la gente seria y razonable, naturalmente— de sentirme como
en lo alto de una picota molesta — el hoy de los otros— frente a un vasto
y profundo panorama, tal ese valle eterno de Trinidad, donde se hermosean
y confunden pasado y porvenir. Allí me sentí uno, con la humanidad,
en el tiempo. Así fue concebido y planeado Caniquí.
De lo que quise hacer a lo hecho, sé por lo menos, que media el abismo
perenne entre el hombre y su pensamiento. Al crítico mejor enterado en
todo lo demás le dejo la tarea de descubrir errores y disparates, que
procuraré enmendar en futuras ediciones si el libro lo amerita en total y
me alcanzan los años de vida para ello. Al lector mero y simple pido
humilde perdón por no haber podido hacer nada mejor con estos
personajes de mi libro, de los que siento despedirme ahora con sincera
tristeza.
El fin primordial de estas líneas, en resumen, no es otro que el de
testimoniar mi gratitud a mis amigos de Trinidad, tanto a los que
dejo mencionados, como a los muchos que omito por no haber apuntado
sus nombres, que no por olvido ni por ingratitud. Cuento entre
éstos a muchos colaboradores humildes — insconscientes y atónitos
a veces— que con frecuencia y siempre con cubanísima cordialidad,
dejaron caer su granito de oro folklórico en el crisol de mi emoción,
mientras deambulaba por las calles de la villa, trepaba por sus montañas
circundantes, de espléndidas visiones panorámicas, o nadaba
allá, junto a la cueva de Caniquí, sintiéndome penetrado del intenso
amor a la naturaleza y a la libertad con que vivió y murió el réprobo
infeliz:
«¡Amárreme, mi amo, porque si no, hoy me juyo!»
Con este apóstrofe estupendo, atribuido al legendario bandido, me
sentí fecundado, al tercer día de mi primera visita a Trinidad. Acaso todo
el tiempo que he vivido después, con Caniquí en la cabeza, no haya estado
yo haciendo otra cosa que huir también, acosado por el frenesí politiquero
que impera en Cuba desde el auge maldito del «gansterismo» en
Norteamérica: el ortodoxo, originario de Wall Street, y el heterodoxo, su
secuela inevitable, que con su doble acción destructora manchó ya y
amenaza tachar con sangre las más bellas páginas de nuestra historia: las
que escribieron nuestros poetas, nuestros maestros de escuela, nuestros
«soñadores»...
Lo cierto es que hoy me siento triste, como si volviera de haber
visto morir, allá en la blanca playa de María Aguilar, o en la arenita
de oro de la Caleta, cerca de su cueva, a mi entrañable compañero de
solitaria rebeldía: a Caniquí.
Veracruz, México, 22 de marzo de 1935.
I
Don Lorenzo
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Deméter...
HESÍODO: Los trabajos y los días
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hogares más melindrosos — herméticas conchas de las más preciadas
perlas en el mercado de virtudes femeninas de la villa—
admitiéronlo en sus aburridas tertulias de estrado. Sabía a lo que iba
y supo someterse al rito — por lo demás incomprensible para él— de
aquellas criollas nacidas como él en tierras abrasadas por el padre
sol, medio dormidas por la cálida brisa tropical que apenas agitaban
con los lentos vaivenes de sus abanicos, y aferradas todavía, sin embargo,
al hábito-instinto de agruparse en semicírculo ahora frente a un gran
espejo: reminiscencia simbólica del «focus», del hogar ancestral...
Al casarse en 1810 — el año que anunciara el crepúsculo de la
dominación española en América— con doña Celia de Arriaga,
habanera de noble tronco vasco y rara hermosura, caída en Trinidad
poco antes, por desgracias de familia, don Lorenzo dio por bien perdidos
su paciencia y su tiempo en aquellas soporíferas reuniones. En
honor y satisfacción de su joven esposa, sin embargo, objeto en realidad
de muy pocas simpatías entre las decepcionadas familias de la
villa, su señorial mansión de la calle Real del Jigüe, al fondo del
convento de San Francisco y cerca de la antigua Plaza Mayor en que
Hernán Cortes estableciera su campamento antes de salir para la conquista
de México, dio frecuente y espléndida acogida en sus amplios
salones a lo más selecto y exigente de la sociedad trinitaria, con fastuoso
despliegue de sedas, cristales, fayenzas y bordados, directas
importaciones de Venecia y de Francia.
Completa de tal modo su dicha, don Lorenzo no dejó de pensar en
sus obligaciones cívicas. ¿Cómo no sentirse inflamado por aquel sentimiento
unánime de los criollos como él, ricos e influyentes, ante la
insolencia de los peninsulares: más intransigentes mientras menos o
peor vinculados en la isla, y dándoselas sin embargo de únicos y
genuinos españoles? ¿Qué era lo que defendían aquellos aventureros,
incultos por lo general, cuyas rancias ideas, opuestas
sistemáticamente a todas las iniciativas de los naturales del país, constituían
un estorbo para el progreso de éste? ¿Era así como se servía a
la madre patria, o bien como querían servirla los criollos cultos y
ricos, educados en Francia y en España misma, con las obras de Víctor
Cousin, Juan Locke, Miguel de Montaigne y Juan Jacobo Rousseau
en sus bibliotecas?
Por un momento, mientras se temió que las cortes de Cádiz resucitasen
el descabellado proyecto del diputado Alcocer, aboliendo la
esclavitud, don Lorenzo titubeó entre el conflicto de su liberalismo
con «el interés del país». La rebelión de esclavos en el occidente de
la isla, provocada, según sus noticias privadas, por agentes secretos
del fantástico «rey» Cristóbal, de Haití, pero pagada por Inglaterra, y
de la cual no llegó ni el rumor a sus negradas, puso también a dura
prueba su liberalismo. A pesar de todo, el rico criollo tomó parte
principalísima en las fiestas populares con motivo de la proclama9
ción de la constitución española, en la vieja Plaza Mayor, el día 2 de julio
de 1812.
Al final de ese año nació el primogénito — Lorenzo, naturalmente, como su
padre— , cuyo bautizo fue demorado hasta el 10 de abril del año siguiente, a
fin de celebrarlo con toda solemnidad en el nuevo templo de San Francisco,
la obra admirable del ejemplar reverendo fray de la Cruz Espi, consagrada
ese día inolvidable en los fastos de la villa.
Con sus siete mil habitantes, sus extensos cafetales, zonas de cultivo
de plaza, potreros, e incipientes ingenios de hacer azúcar; con la
intensidad y diversidad de su comercio marítimo — libre de hecho si
no de derecho, y no sólo para el negocio clandestino de esclavos,
desde antes del edicto de Fernando VII— , la prosperidad de sus industrias
locales y la continua penetración de su comercio terrestre
hacia el interior de la ubérrima región central de su jurisdicción militar
y política, sentíase entonces en la orgullosa Trinidad el despertar
de algo apenas latente todavía en toda la isla: espíritu público. Así
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hubo de reconocerlo el célebre viajero alemán, don Alejandro de
Humboldt, de cuya breve visita a la ciudad, diez años antes, no dejó
de hablarse nunca.
Todavía en 1814, piratas franceses e ingleses intentaron un desembarco
por el Masío... Los trinitarios supieron dar buena cuenta de
los intrusos, sin auxilio del gobierno de La Habana. ¡Y el primer
patán recién llegado, a pesar de todo, seguía considerando a los criollos
como españoles de segunda!
Pero don Lorenso de Pablos era un hombre eminentemente práctico.
Y cuando desde su casa, atrancada y silenciosa, vio una muchedumbre
— ¡la misma de siempre!— en agresiva marcha contra el
modesto monumento a la Justicia erigido en la plaza rebautizada «de
la Constitución», vociferando y sacudiéndose en extraño delirio a
los gritos de «¡Abajo la constitución!» y «¡Viva el rey absoluto!»:
cuando comprobó, según lo entendió él, la ceguera e ingratitud de las
turbas — para él algo idéntico o inseparable a lo que oyera designar
exaltadamente con el nombre de «el pueblo» en las ardientes
lucubraciones políticas de sus amigos— , don Lorenzo se juró a sí
mismo no volver a meterse en aventuras revolucionarias, ni en juntas
ni conciliábulos de ninguna laya,. Había aprendido para siempre
lo que podía esperarse «del pueblo»...
Su esposa, por otra parte, le dio ese año una niña, llevada a la pila
bautismal por don Pedro de Aizcorbe, capitán de fragata y tío político
de doña Celia de Arriaga. María Celia de la Caridad, la nueva
cristiana, recibió también los espléndidos presentes y mejores deseos de
los numerosos amigos de su padre en una gran fiesta. Por más de tres
meses esa fiesta, sus preparativos, celebración y comentarios posteriores,
fue el tema de todas las conversaciones femeninas. Los viejos rencores
parecían obliterados.
Y la dicha de la joven pareja alcanzó su apogeo. Nunca albergó
Trinidad dos seres más felices. La arrogancia de don Lorenzo de
Pablos adquirió con la felicidad cierta gracia benevolente y acogedora
que consagró su derecho a sentirse superior a los demás.
La hermosura de Celia de Arriaga fue admitida sin reticencias
hasta por las beldades célibes de la villa, señaladas como ex novias
de su marido.
Ser completamente feliz, empero, es como empezar a dejar de serlo.
Don Lorenzo advirtió un buen día que estaba abandonando un tanto
sus negocios. Tuvo un inesperado rozamiento con las autoridades
locales, y su amor propio herido le impuso el viaje a La Habana y la
apelación directa ante el gobernador general. Doña Celia lloró en la
despedida hasta exasperar a su esposo:
— ¡Basta, Señor, basta! ¿Qué guardas para cuando me muera?
Llegó, vio y venció. Todo en La Habana, dentro del orden de sus
negocios, le salió a pedir de boca. Su fidelidad a su majestad el
rey absoluto don Fernando VII, su lealtad al gobierno y el interés
en el engrandecimiento de la villa de Trinidad, por la gloria de
Dios y del trono, le valieron la formal promesa de una aprobación
superior, constante y desinteresada, a sus importaciones de los
elementos necesarios para el desarrollo de la riqueza pública. Don
Lorenzo lo habló y lo oyó todo un poco aturdido, sin reconocerse a
si mismo en aquellas entrevistas en que todo parecía estar dicho y
redicho de antemano. A su discreción, por otra parte, y en lenguaje
privado un tanto más humano, con arreglo de participaciones y beneficios
en el negocio, se confió la necesidad de cubrir las formas y
mantener a salvo la irresponsabilidad del gobierno de su majestad,
frente a posibles fracasos, por las intromisiones del odiado extranjero,
hipócrita perseguidor de la trata...
Cada noche, en tanto, al recogerse en sus habitaciones, don Lorenzo
se preguntaba a sí mismo, en vano, por qué había incurrido en tal
o cual acto o expresión de ideas que se les antojaban como ajenos a
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su voluntad, a su carácter: a su personalidad de Trinidad, siempre
enhiesta allá, consciente de sí misma e invulnerable.
Una fría madrugada en aquel mes de enero, el esposo feliz de la hermosa
doña Celia de Arriaga despertó en una cama extraña: a su lado dormía
una mujer. La había elegido él mismo la noche anterior, para no ser menos
que sus amigos: peninsulares y criollos ricos, como él, y despreocupados
como creía de sí mismo, acaso sin serlo. Porque pensó en su mujer con
tristeza... Y la andaluza de picante belleza de la noche anterior se le antojó
que nada tenía que ver con aquel rostro amarillento, fláccido, horrible.
Al cabo de diez días, y decidido el viaje para el siguiente, don Lorenzo
descubrió en sus ropas, y más tarde en su propio cuerpo, las primeras
consecuencias de aquellos desdoblamientos de su ego doméstico y
provinciano.
Que su más despreciable enemigo lo hubiera insultado y abofeteado
en plena Plaza Mayor, hasta tirarlo de rodillas a pedir clemencia,
no le habría reportado quizás uns sensación más aplastante de asco,
de repugnancia de sí mismo, de irredimible humillación.
La ciudad maldita lo había agarrado bien: en ella tuvo que permanecer
no algunos días más, como creyó al principio, sino hasta tres
meses: ¡tres meses!
Tres meses de descenso gradual, sin remansos ni esperas, a otro
ser, a otro hombre: a otro Lorenzo de Pablos del que saliera cierto
lejano día — trescientos años atrás— de su villa natal.
Su terca resistencia a ponerse en manos de aquellos cirujanos latinos
y romancistas que querían curarlo, su desobediencia para todas
las indicaciones de los pocos amigos a quienes confesó su desdicha,
sus diarios ataques de ira, sus comidas desarregladas y su furioso
andar a pie, aun dentro de su habitación, incapaz de aceptar humilde
y prácticamente la realidad, fueron poco a poco complicando su mal,
acaso benigno en los comienzos; y dieron con él al fin en cama. Se
aisló violentamente de sus mejores amistades, a las que mandó notificar
su partida para Trinidad, y se ocultó con la familia del mulato
liberto a quien tomara a su servicio al llegar a La Habana.
Cuando, con todas las precauciones del caso, se confió a la ciencia de
un médico serio y responsable, de todas las cosas que le oyó decir nada le
impresionó tanto como el vaticinio de que ya no podría tener más hijos:
— Tengo dos, doctor; un chico de dos años y una niña de meses...
Su voz no era la del padre que da una sencilla información de esa
naturaleza. Era la voz humilde, temblorosa, del náufrago que hace
inventario de sus provisiones, frente al horizonte desierto.
— Que Dios se los conserve — dijo maquinalmente el médico.
El nuevo don Lorenzo de Pablos que llegó a Trinidad, hosco y silencioso
para los pocos allegados y amigos que supieron de su regreso y acudieron
a recibirlo, cristalizó a lo largo de sus noventa leguas de penoso camino,
con forzados reposos en incómodas posadas y aun en bohíos miserables,
para dar tregua a sus dolores físicos y crisis consiguientes de depresión
moral.
¡No! No se perdonaría nunca, mientras de ella se acordase, su propia
debilidad. Nadie habría de sorprenderlo jamás en indulgencias
análogas de traidora amistad y falsa camaradería. Guardaría su secreto
y sus tormentos para él solo, a prudente distancia de todo el
mundo. Ya se conocía débil: un muñeco en las manos de los otros.
Lo más seguro era vivir en guardia...
Fue, desde entonces, más altivo y dominador, más agrio y despótico
que nunca.
En su hogar y para su infeliz esposa, su cambio inexplicable de
conducta se hizo pronto demasiado evidente para no causarle nuevas
preocupaciones. Un insulso anónimo, que sin formular un sólo cargo
contra ella interpretaba maliciosamente las veces que en su ausencia
fuese doña Celia a dos o tres reuniones familiares de la villa, le sirvió
de pretexto para cerrar de una vez su casa a sus amistades.
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Y por algunos años, después de su funesto viaje a la capital, el
rápido envejecimiento de Celia de Arriaga fue tema persistente de
las murmuraciones. El honor de la desventura vino al cabo a dar la
clave del secreto. ¿Qué otra cosa podía ser?
Lo cierto fue que el nuevo don Lorenzo de Pablos, trabajador infatigable
desde entonces, y padre, cual ninguno, de sus hijos, ganó en
el respeto y la consideración de todos.
Los ensayos de la caña otahití rindieron con largueza los esperados
beneficios. El afanoso prócer, en vez de atesorar las onzas de oro
en botijas y botijuelas, al estilo de sus contemporáneos, empleó sus
cuantiosas ganancias en extender sus propiedades. Descuidó su atavío
personal y sólo en algunas, las pocas fiestas oficiales y de puro
compromiso a que asistió desde entonces, se le volvió a ver con el
ceñido frac de ancho cuello, el ajustado pantalón wellingtoniano, la
exquisita guirnalda de encajes y el alto sombrero, tan familiares entre
los elegantes de la recóndita villa cubana como entre los asiduos
de la Montagne russe del Jardin Beaujon, en la capital del mundo
civilizado de la época. Doña Celia no vistió sino de negro.
De cuando en cuando y a despecho de su resolución de ignorarlo
todo, fuera del campo de sus actividades agrícolas y bancarias, don
Lorenzo supo de los acontecimientos pábulo de la siseante y misteriosa
conversación de sus amigos. La reacción de los denominados «persas»
en la política española, el triste papel de España en el congreso de Viena,
los fracasos del general Espoz y Mina, del conde de Toreno, de Lacy y
los masones gaditanos; la farsa palaciega del año 20 y sus tumultuosas
consecuencias en Cuba mientras las batallas de Maypú, Boyacá, Carabobo
y Pichincha decidían la suerte de América, llegaron así a sus oídos
insidiosamente, como prenuncios de algún cataclismo universal. Junín y
Ayacucho, por último, y el entronizamiento del absurdo ministro Calomarde
en la península, acabaron de sembrar la confusión más tremenda en su
espíritu.
Sugestionado por la perenne inquietud de sus mejores amigos, el
próspero hacendado sintió más de una vez, a lo largo de esos años, el
temor de ver arrasada la isla por el tifón revolucionario. Algo flotaba
en el ambiente, sin duda alguna, que hacia presentir el desquiciamiento
de la sociedad humana. El mundo civilizado asimilaba lenta y trabajosamente
aquella embriaguez de libertad experimentada por el pueblo
de París un cuarto de siglo antes. Las noticias de Europa ya no
tardaban en llegar a Cuba más que dos o tres meses: ¿llegaría al cabo
la revolución?
Contra esas inquietudes de los criollos jóvenes, y ya camino de su
total desilusión respecto al liberalismo de su juventud, don Lorenzo
acabó por sostener en sus cada vez más escasas discusiones, entre
sus amigos capaces de entenderlo, que la real cédula del año 15, sobre
montes y plantíos, había extendido considerablemente en la isla
de Cuba el repartimiento de haciendas y la roturación de tierras para
ingenios, cafetales y potreros más tarde otorgadas en propiedad por
las cédulas del año 17, que abolió los privilegios de la factoría de
tabacos, y la del 19, del comercio libre, que hiciera inútiles los gastos
infinitos del comercio de contrabando e impulsara la prosperidad de
la isla con visibles y extraordinarios resultados.
Así, año tras año, en la segunda década del siglo lo veía el reflejado
en su libro de caja. Una fiebre de negocios, de productividad, de
riqueza, movía a los más activos e inteligentes hijos del país. De la
vieja Inglaterra, como de sus antiguas colonias americanas — los
Estados Unidos— llegaban a Cuba noticias de inventos maravillosos,
de aplicaciones inverosímiles del vapor de agua hirviente a las
maquinarias industriales. En Cuba, según él lo comprobaba entre sus
amigos, el pesimismo alarmista partía de los dueños de cafetales,
hasta entonces acostumbrados a ganar y derrochar el dinero sin tasa.
La competencia ruinosa del Brasil acabaría de hundirlos en pocos años:
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era cierto. Pero: ¿qué importaba ese empobrecimiento de unos cuantos
botarates en el cuadro de prosperidad general? El azúcar, en cambio,
conforme a sus esperanzas, aumentaba a la vez de rendimiento y de precio...
Sin dejar de sentirse cubano, masón y patriota, y asustado de las
violencias entre los ya irreconciliables bandos de «godos» y «mulatos
» — como se tildaban mutuamente cubanos y españoles, por la
primera vez en la historia de la isla colocados frente a frente— don
Lorenzo no pudo decidirse nunca a iniciarse entre las asociaciones
secretas de la llamada Cadena Eléctrica ni en la de los Soles y Rayos
de Bolívar, que implicaba la libertad de los negros, ¡nada menos! La
República de Cubanacán, por último, formulada por el habanero José
Francisco Lemus, acabó de empujarlo al conservatismo. ¿Qué sería
de Cuba con aquellas negradas sin rey ni roque, prontas para seguir
al primer sedicioso, blanco o negro, lo bastante ciego o criminal para
utilizar su salvajismo en provecho propio...?
Siguió creyéndose a si mismo liberal, sin embargo, a despecho de
sus contrabandos de esclavos, y de su correspondencia con el secretario
del secretario del gobierno, allá en La Habana. Sólo que en él
no había doblez ni traición alguna — como llegaron a afirmar en voz
baja sus encubiertos enemigos— sino puntillo de amor propio. En
actos de su clandestino y magnífico negocio sería inexorable: los
esclavos, mientras no los veía él con sus ojos, eran como sacos de
azúcar o bocoyes de miel: ¡ni siquiera animales! Pero su fama de
humanitario y de justo con sus negros — los suyos— estaba bien
cimentada. El boca-abajo era un recurso extremo muy poco frecuente
en su ingenio Manacanacú, el mejor equipado del valle de San
Luis. Usaba facilitar su «coartación» a todo aquel de sus esclavos
que le hubiera dado buenas pruebas de su capacidad para ganar y
ahorrar dinero. Mientras no le demostrase de ese modo lo contrario,
el negro no podía ser llamado «un hombre», no era un ser digno de
su libertad. ¿Cuántos, de los que se llamaban a si mismo «liberales»
y cubanos puros, procedían de ese modo? ¿No los conocía él, revoltosos
y charlatanes hasta el desacato, en cuyas fincas había
«componte» a diario?
El fanatismo religioso, la holgazanería, la incapacidad para ganar
y gastar provechosamente el dinero... y sobre todo, la inmoralidad, la
maldita obsesión sexual (de la que tan tristes consecuencias padecía
secreta y desesperadamente) eran para él estigma indelebles de infe15
rioridad. Como que allá en su fuero interno, apenas podía negarse que no
apreciaba mejor a muchos blancos y gente muy principal de la villa...
En cuanto a las hembras... No: no quería oír hablar de ellas. Nunca
como entonces había comprendido tan claramente el verdadero sentido
del origen de los males del mundo, según las Sagradas Escrituras.
Don Lorenzo, en puridad, no despreciaba exclusivamente al negro
por su raza. Tampoco confiaba en la superioridad racial del
blanco. La mayoría de sus amigos de la juventud limitábanse a vivir
de sus rentas, empobreciéndose en lujos y fiestas inútiles. El
más vivo e inteligente quizás entre ellos: José Aniceto Iznaga, se
había visto obligado a huir de la villa, después de la muerte misteriosa
de un pobre ciego, y de dispararle un trabucazo al gobernador,
en castigo de cierta supuesta ofensa a su familia. A la postre,
todo se volvía conspirar y comentar en interminables discusiones
la anarquía política de la península, y la necesidad de seguir el
movimiento de emancipación continental. Así habían muerto, tontamente,
Francisco Agüero y Manuel Andrés Sánchez. Pero la aspiración
carecía de unidad. Unos no se avenían a nada menos que
la independencia, conservando la esclavitud. Otros, enamorados de
la figura de Bolívar preconizaban la abolición de ésta y se dividían
a su vez en separatistas y partidarios de la anexión a Colombia o a
México. Otros defendían la anexión a los Estados Unidos, afirmando
estar en el secreto de la política del Norte, que así lo gestionaba
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bajo cuerda. Y nunca faltaba un peninsular de buena fe, mezclado
entre los criollos, que pidiera un nuevo plazo para esperar un cambio
radical en la política española y con ello el triunfo definitivo de
la constitución del año 12, con iguales derechos para todos los pueblos
de origen y tradición hispánicos.
Don Lorenzo de Pablos oía y callaba. Su constante correspondencia
con aquel «señor García» de La Habana, inspiró siempre desconfianza.
Los más exaltados — y menos favorecidos por la fortuna en
sus negocios: en nada más limpios ni mejor llevados que los suyos—
llegaron a acusarlo de traidor...
El rico hacendado, en tanto, limitábase a desconfiar de las teorías
de sus amigos. En su tosudo juicio de hombre práctico le bastaba la
conducta según su criterio, del teorizador. Y por ella decidía, erróneamente
desde luego, pero de buena fe, del valor de las ideas en
discusión. El aumento constante de su fortuna, por otra parte, las
múltiples atenciones de su ingenio y de su escritorio — donde trabajaba
a veces hasta de noche: siempre solo— y la satisfacción de su creciente
afición por los placeres de la mesa, apenas contrariada por uno que otro
empacho, eran realidades demasiado tangiles y atrayentes para sacrificarlas
irreflexivamente en cualquiera de aquellas aventuras revolucionarias
de sus amigos...
Los fracasos de éstos fuéronle haciendo sentirse, de año en año,
más seguro de sí mismo.
La cuestión no era poner pasquines subversivos en las esquinas,
no era hablar exaltadamente de libertad, igualdad y fraternidad en las
logias y reuniones secretas, ni enviar comisiones a Bolivar o a los
hombres de Washington: no era recitar de memoria los versos del
joven poeta José María Heredia — el ídolo de los conspiradores— al
llevar escarapelas e insignias bordadas en el interior del chaleco; no
era pertenecer a tal o cual grupo juramentado, con ridículas ceremonias
iniciatorias, y sistemáticamente enfrente de los otros, siempre
acusados de tibios, o de traidores...
Lo que había que hacer — y cada año lo veía él mejor, a la hora de
liquidar sus ganancias— era trabajar, romper monte y sembrar más
caña, importar más «elementos de trabajo», sin dejar de ensayar las
nuevas maquinarias, y construir caminos para el interior de la isla y
barcos para el mar. Fomentar las inmensas riquezas del país, en una
palabra. Y enseñar a todo el mundo el valor del trabajo y del dinero.
Un día fatal del año 25, cuando el primogénito — ya un robusto mocetón
de trece años— murió en sus brazos, víctima de un terrible brote
de viruelas que cundió en su negrada y a poco lo arruina, don Lorenzo
de Pablos sintió que toda su fortaleza de optimismos venía abajo. Lloró
y se humilló públicamente, en las torturadoras ceremonias religiosas
del entierro, hasta provocar la conmiseración de todos...
La reacción secundaria fue en sentido inverso. Pero toda su rabia
se volvió contra sí mismo. El primero de octubre siguiente se desató
sobre Trinidad el terrible tifón llamado después «del Rosario». El cuitado
presenció el meteoro a campo raso, desde una loma. A pie
firme resistió el vendaval, que parecía desmoronar la sierra y sepultar
la villa bajo la inmensa catarata de agua, de piedras y árboles desgajados,
ladera abajo hacia Casilda y la boca del Guaurabo, borrados por la
espesa lluvia y apenas perceptibles en el negro horizonte.
Y cuando tuvo la noción de que el tifón amainaba sin arrasarlo
todo de una vez, como lo deseó furiosamente, escupiendo blasfemias
y desafiando las plomizas nubes, látigo en mano, metióse en la boca de
impotente rabia el cabo de la fusta y se partió dos dientes.
Desde entonces su corazón quedó consagrado — tan secretamente,
empero, como todo lo suyo— a la Viscayita.
Así había apodado a su hija, por las trazas evidentes de su tronco
vasco.
Mariceli — según la propia terquedad paterna, que no procedía
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precisamente de Viscaya— tenía que ser voluntariosa, como la tradición
lo prescribía.
Y así lo hizo, sin darse cuenta. La hizo terca, como él, y espantadiza
y hermética: incapaz de dar libre expansión a las ternuras infinitas
de su alma.
Así creó entre ellos — padre e hija— un lazo extraño de doble
defensa contra la voluntad de los demás, contra el resto de la familia
y del mundo. Y adusto, además, árido aun entre ellos mismos, incapaces
de las tiernas expansiones sentimentales del amor filial. Se
amaron odiándose.
Al fin, y al verla hecha una mujer, comenzó a hacer cálculos con
sus propios años y sus esperanzas de sucesión.
— Tengo cincuenta y dos... Con quince años más que viviera, dejaría
a mi nieto de catorce años: ¡otro Lorencito!
¿Por qué no? Se sentía sano y fuerte. Su padre había alcanzado los
ochenta y tres.
Se vio, en sueños, rodeado de nietos...
Una noche, ante el asombro de sus amigos, se apareció en el parque
de Recreo, con doña Celia casi a rastra de un brazo y Mariceli
del otro. A la esposa le prohibió el traje negro y le impuso uno blanco,
de moaré, conlazos y banda de raso. Mariceli realizó su sueño de
vestirse de largo, con botines franceses de raso y un trajecito azul
celeste, de muselina de la India.
Pero aquellos mocitos de la villa, y el vejete de don Agustín y el
pillastre de Alfredito Pomares...
La Vizcayita, en tanto, cada día más fosca con todos.
Y más santurrona.
Al cabo de un año de decepciones íntimas y de sendas recaídas en su
malhumor habitual, don Lorenzo recibió una mañana la visita de su
prima política, viuda, además, de un excelente amigo suyo, en cuya
casa — una de las principales de Trinidad por aquel entonces— había
conocido a Celia de Arriaga. Don Antonio Luna esperó mucho tiempo
para casarse y muy poco para morirse. Doña Elena de Arriaga era una
de las pocas virtudes indiscutibles de la villa, a pesar de mantenerse
joven y no exenta de atractivos. Había vivido sólo para su hijo, excelente
muchacho, a la sazón terminando sus estudios de derecho en La Habana,
gracias a la decisión y la generosidad de su tío político.
— ¿Cómo tan temprano y con esa cara de viernes santo? ¿Qué te
duele?
— ¡Tú me arrebataste a mi hijo! — estalló de súbito la matinal visitante— .
Fue por tu empeño de hacerlo estudiar que hice el sacrificio
horrible de separarme de él. ¡En mala hora accedí, Lorenzo! Mira...
Y alargó a su impávido escuchante, ya acostumbrado a sus paroxismos
maternales, una carta.
— Ahora — prosiguió— , cuando esperaba que acabase de una vez
en La Habana sus malditos estudios y viniese a mi lado, para siempre,
¡que bien poco me queda!, lee: ¡se va para Francia!
Los sollozos cortáronle el habla.
Don Lorenzo, un tanto impaciente para aquellas explosiones sentimentales
e incapaz de entender la carta, se apresuró a conducir a la
madre junto a su prima, todavía en su recámara.
Doña Elena no cesó de repetir su cantilena:
— Tú me arrebataste a mi hijo, Lorenzo: ¡haz ahora que Juan
Antonio vuelva a mi lado! Si él se va para Francia: ¡con él iré a
morir en tierra extraña! Tú me impediste que lo siguiera a La Habana.
Pero no habrás de impedirme que me vaya con él, si no lo disuades
de ese viaje...
II
La Vizcayita
11
Apartad del espíritu todo lo que sea extraño
a la virtud e indigno de vuestros pensamientos;
aplicadlo a la piedad y a todo lo bueno;
habituadlo a no aceptar ni decidir nada que
no haya sido objeto de reflexivo examen...
Sea vuestra conducta conforme a los conveniencias...
Siempre, y a toda costa, conservaos para, como
un tesoro intacto...
SAN GREGORIO DE NACIANZO:
Carta a Basilisa
12
disuadirlo de aquel viaje a Europa.
No dijo más, seguro de no haberse comprometido.
Cuando llegó a su casa, sin embargo, doña Elena se sentó inmediatamente
a escribirle a su hijo:
«Mariceli — escribió en un momento de irreflexión, mezcla de
orgullo, de celos, de arrumaco maternal y de femenina dobleza— ,
Mariceli no hace más que preguntar por ti.»
Así fue en vano que callara todo lo demás.
Mientras don Lorenzo, por su parte, espetó sin rodeos la pregunta
a su esposa, tan pronto quedaron solos:— ¿Qué te parece Juan Antonio
Luna para marido de tu hija?
Doña Celia estuvo a punto de olvidar su comedimiento habitual.
¡Era tan extraño que su esposo le hablara en aquella forma!
— Tú sabes que Juan Antonio es para mí como un hijo, Lorenzo. Si a ti
te parece bien: ¿qué quieres que yo te diga?
La Vizcayita, demasiado inteligente para vivir sin inquietudes en las tinieblas
de su supuesta inocencia, no pudo al principio descifrar el misterio de las
conversaciones a media voz — como siempre y con el mismo resultado
contraproducente de excitar su curiosidad— en las que su nombre y el de
su primo Juan Antonio sonaban frecuentemente juntos.
Cuando se dio mejor cuenta del asunto, su propia, intensa emoción, la
engañó. Conforme a la tendencia habitual de su ego voluntarioso y altivo,
creación de su padre, se creyó obligada a resistir. Su vanidad de hembra
en agraz, lejos de gozarse en la posible conquista de un marido, se sintió
lastimada.
¿Podía acaso someterse mansamente al sigiloso arreglo, hecho no
sólo sin contar con ella, sino entre burlonas referencias a sus más
íntimos sentimientos? Con la terrible seriedad de sus pocos años, el
tono afectuosamente irónico de su padre y la sonrisa blanda de su
madre, al referirse a sus inocentes conversaciones con el primo,
antojáronsele abusivas groserías. No: no era verdad que ella hubiese
hablado ni actuado de esa manera tan ridícula delante de su primo
Juan Antonio.
Una tarde, a la hora de la siesta, pocos días despues de su descubrimiento,
la idea del matrimonio, blanca y resistente hasta entonces
como la superficie helada de un lago, por donde su irritada voluntariedad
se deslizara en giros caprichosos, sin noción del peligro,
quebróse de repente.
Delante de ella, en el arriate central del patio, acogidos a la sombra,
salpicada de sol, de la mata nueva de aguacate, una pareja de
palomas se acariciaban. Se «casaban»...
La tía Asunción — una de sus interrogaciones insatisfechas— vino la
primera a su memoria. Y sacándole ventaja enseguida, el recuerdo
inseparable de su padrino, don Pedro de Aizcorbe.
Asiéndola con afectuosa brusquedad por los brazos, y atrayéndola
a sí para besarla en la frente, con los ojos cerrados, el padrino repetía
siempre lo mismo, con su rudo acento peninsular:
— ¡Eresh shu vivo retrato! Shu cuerpo, shu pelo, shu boca... ¡Y los
ojosh!
Y añadía algo después, para sí, que al fin logró entender Mariceli
claramente:
— ¡Diosh no quiera que seash en todo igual a elya!
Don Pedro de Aizcorbe — que recibiera su bautismo de fuego en
la batalla de Trafalgar, un cuarto de siglo antes— había casado con
una Arriaga, tía paterna de su madre.
Pero está, negada sistemáticamente a responder a sus preguntas, le
había prohibido que hablase de ella.
Y cuando comenzaba a resignarse al misterio — atraída acaso por
otros mil, no mejor esclarecidos— volvía el padrino a Trinidad...
Recordó, con la prodigiosa fidelidad de su memoria, la consabida
escena, cada vez que don Pedro de Aizcorbe hiciera su
13
entrada triunfal en la casa, laboriosamente preparada para el acontecimiento.
Los hombres iban hasta Casilda, con las autoridades, tan pronto
del monte Vigía se anunciaba que la esperada «San Fernando» había
sido avistada. Y las mujeres hallaban siempre algo que hacer, a última
hora. Esas mañanas a ella no la dejaban entrar en la cocina.
Bajaba el tío de la calesa entre los criados y los curiosos de la
calle, agolpados a la puerta. Todo el pueblo sabía ya de la llegada del
vistoso personaje, con el pecho lleno de condecoraciones, la espada
al cinto y el enorme sombrero, rematado por un cimbrante plumaje
blanco...
Y su mamá, que lo esperaba solemnemente en el estrado de la
sala, avanzaba unos pasos, siempre con una adorable sonrisa en los
labios y lágrimas en los ojos — lágrimas de verdad— para dejarse
abrazar y besar en la frente:
— ¡Bienvenida su mercé! — se decía entonces, a coro, con la madre
y los esclavos, reunidos en la saleta para el acontecimiento.
Ella esperaba su turno, y repetía la bienvenida al acercársele el
imponente uniforme.
Su padrino no le hacía gran caso entonces. Olía muy extraño y el
sudor le corría a chorros por la frente. Prohibido secarse la suya,
después del beso, aunque el sudor del padrino le resbalase hasta la
boca. Prohibido.
Pero en lo que ella pensaba con más insistencia era en el gran
penacho blanco, que como un pájaro precioso volaba primero sobre
su cabeza, al abrazo de la madre, para desaparecer después detrás de
ella, precisamente cuando más vivo era el deseo de pasar sus manecitas
por sobre las bellas plumas albísimas...
Después del almuerzo, despojado de sus reflejos de oro y de su
gruesa chaqueta y entre los abanicos de los esclavos, sentado siempre
al borde de la silla — nunca vio a su padrino balancearse en una
mecedora— con las piernas abiertas y el enorme cigarro entre la
espesura del bigote, era que comenzaba por contemplarla
demoradamente:
— ¡Eshtá hecha una muj-jer...! — exclamaba a media voz, en la
que la gutural detonaba como si el padrino quisiese desprenderse
una espina de pescado de la garganta.
Y en vano su madre hablaba con más locuacidad y el padre intervenía
con algún asunto de apremiante interés. Don Pedro, sin cuidarse
de ellos, como hombre acostumbrado a ser oído, acababa por llamarla
a su lado, agarrarle ambas manos con las suyas, peludas y enormes, y
examinarla a su gusto, como si fuera siempre la primera vez que la viese.
De pronto, con un extraño impulso que Mariceli aprendió a esperar, la
atraía a sí y la besaba, cerrando los ojos, mientras musitaba entre dientes:
— ¡Dios la haya perdonado!
Después, en voz alta, despidiéndola de su lado, añadía:
— ¡Dios te bendiga, hija mía, y te libre de todo mal!
Y eso era todo. Porque sus padres le ordenaban entonces, de modo
terminante, salir a jugar.
Jugar, para ella, en aquellos días, solita en aquel cuarto deshabitado,
donde se conservaba todo lo inútil de la casa y tenía ella sus
juguetes, no era otra cosa que repetir la escena, de cuyo dramático
contenido su precoz sensibilidad algo le dejaba entrever.
Agarraba alguna de sus muñecas — Pilar, Leticia o Rosalía— y la
contemplaba un momento:
— ¡Qué crecida estás! — repetía— . ¡Y qué linda! ¡Eres su misma
cara, Dios mío!
Poco a poco, con los datos que iban esclareciéndose en su imaginación,
añadía por su cuenta:
— ¡Pero no seas como ella, que fue muy mala, muy mala!
Para acabar siempre poniendo los ojitos en blanco, como el padrino
terminaba con ella:
14
— ¡Dios la haya perdonado!
Pasaban al fin los días que el padrino estaba en Trinidad, y después
de la alegre excursión a Casilda, a despedirlo, sus padres solían
cambiar bruscamente de gesto y de tono, y hablaban sin rebozo de la
tía Asunción.
Ella no preguntaba nada. ¿Para qué? Había descubierto que oía más
con su catecismo en las manos, o su pizarrita de las cuentas, o su bastidor
de bordar, y haciendo a sus padres olvidarse de ella. De este modo supo
que había sacado la blancura sonrosada, los ojos azul acero y el pelo
rubio cobrizo y ensortijado de la tía Asunción. Que ésta se había casado
con su padrino apenas salida del convento y muy a su despecho, pues
quería ser monja. Y que más tarde, inesperadamente, había hecho algo
malo, algo terrible, contra el bueno de su padrino...
De esas conversaciones, con todo, Mariceli no recordaba haber
obtenido una satisfacción completa para su ansiedad de saber las cosas
como debían ser. De niña se recordaba ella bien: era impetuosa, alegre,
franca. Lo preguntaba todo, sin precaución alguna para escuchar.
Y siempre tropezaba con algún ceño arrugado:
— Esas preguntas no las hacen las niñas.
A lo largo de esos años, e insensiblemente, las frases de «pecado»,
«perdición del alma» y otras por el estilo, que había repetido en sus
oraciones desde su infancia, sin parar mientes en su significado, fueron
adquiriendo un sentido aterrador, en relación con sus nuevas nociones
de las cosas del mundo.
Inclinóse a rezar con más profunda devoción, empeñada en no ser
«mala», como la tía Asunción. ¿Sería por parecerse a la misteriosa
tía, por lo que sus padres, antes de la muerte de Lorencito, no se
ocupaban para nada de ella; por lo que Lorencito se llevaba todas las
caricias, los regalos, las indulgencias, y ella solamente los regaños y
las rotundas negativas a sus interrogaciones?
Un día, poco antes de la muerte del preferido, la actitud de su
madre para ella cambio de repente. Fue después de aquel gran temor
suyo de estar herida por dentro. Su madre le repitió muchas veces
que «aquello» era «natural». Pero antes de acostumbrarse al extraño
fenómeno periódico, sus terrores y el empeño de su madre en que
callara, en que no hablase a nadie de aquello, mientras le recomendaba
con insistencia, que «dejase de ser como era», prohibiéndole sus
juegos favoritos, al par que su hermano, sembraron nuevas y más
apremiantes interrogaciones en su imaginación.
Ma Irene — la vieja esclava, que había sido nodriza de su padre y
todos en la casa consideraban de un modo extraño, aunque se riesen
de su lenguaje incomprensible, y de sus manías— le había inculcado
de niña cierta noción absurda del cielo y del infierno. Los blancos
«malos», según ma Irene, sufrían después de muertos los mismos
castigos que en vida recibían los negros. Éstos, al cabo, lo eran por sus
pecados, o los de sus padres. Y si eran buenos en vida, tornábanse blancos
al subir al cielo.
Los barracones de esclavos, allá en el ingenio, donde por mandato
de su mamá nunca se le había dejado entrar, provocaron en
ella un curiosidad irresistible, y una impresión de desencanto, primero,
pero de creciente repugnancia más tarde. Nunca había podido alejar de
su memoria el recuerdo molesto, punzante, de cierta escena del
«tumbadero», atisbada en unión de su hermano Lorencito. La oscuridad,
el hedor insoportable, los gritos paulatinamente más débiles del
condenado, hasta quedar inmóvil, la ferocidad del otro negro, el
contramayoral, las cabezas de los otros esclavos, metidas en los cepos,
las salpicaduras de aquel aceite, que después de acostumbrarse su vista
a la semioscuridad del barracón comprendió que era sangre: todos los
pormenores de la escena que de pronto le habían entrado juntos en los
sentidos, fueron separándose después, en pesadillas y reiteraciones
imaginativas, mientras en compañía de su mamá se rezaba el rosario.
15
Sus alaridos repentinos y sus balbuceos bajo el interrogatorio violento
de sus padres, despavorida todavía y toda temblorosa, le habían
acarreado torturas infinitas, miradas de desconfianza de los otros,
consultas de médicos y hasta prohibiones de comer lo de costumbre,
con las inevitables cucharadas de repugnantes pócimas.
— La edad. El cambio. Desarrollo prematuro — decían sus mayores.
Palabras tan vacías de sentido para ella, como las que oía entre los
esclavos:
— Mabuya. La cosa mala. Elegbará. El Ánima Sola.
En las extrañas fantasías de ma Irema, más que en las explicaciones
maternas del catecismo, había experimentado sus primeros
terrores místicos. La mímica emocionante y las fábulas, incoherentes
pero vividas, de la vieja esclava, se acordaban mejor con su preparación
mental para lo metafísico que la fría historia sagrada de su
madre, y el esfuerzo de aprenderse largas oraciones de memoria, de
cuyas palabras nunca se le explicaba satisfactoriamente el sentido.
Después de la terrible y larga crisis doméstica que siguiera a la muerte
de su hermano, perdida toda oportunidad de corretear y jugar con él
libremente, fueron los libros su único refugio. Y gracias al cambio de
actitud de sus padres pudo atesorar, por algún tiempo, cuanto la diligencia
de don Antonio, el mercader catalán de la calle Gutiérrez,
trajo a sus manos. Don Antonio, naturalmente, se los mostraba
primero a su mamá, con el permiso de su ilustrísima estampado en las
primeras páginas.
Su fervor religioso — si diferente al de su madre y de su tía Elena
y de cuando en cuando brutalmente combatido por su padre, que en
sus crisis de malhumor le daba por blasfemar delante de ella y califi26
carla con los más duros epítetos, hasta provocar la intervención de la
madre— , le proporcionó varios años de relativo reposo.
En los libros, por lo menos, sabía de un modo definido y tranquilizador
dónde estaban el bien y el mal. La vida de los mártires era el camino
recto, si escabroso y doliente. Su propio camino, en cambio, no podía ser
más tortuoso. No sabía qué hacer con ella misma, asediada constantemente
por curiosidades malsanas y vagas crisis de indefinible malestar, durante
las cuales se aburría invenciblemente de sus libros sagrados, y se complacía
en otros que habían llegado a sus manos sin saber a derechas cómo:
Corina, o la Italia, La familia Vieland, Historia de una joven rusa.
Entre los libros de su padre, sin embargo, que para su mal se le ocurriera
rebuscar un día, hubo de dar con aquella emanación del infierno, que por
haber perdido las primeras páginas ni su propio padre sabía probablemente
que lo guardaba. Refería el libraco, sin principio ni fin pero con algunas
ilustraciones terribles, las aventuras de cierto barón de Faublas...
Con el traje largo y el cambio repentino operado en su padre, las
alusiones al matrimonio en perspectiva no hicieron sino aumentar
sus vacilaciones y sus dudas. Del mero disímulo en presencia de los
otros, para escuchar mejor, recayó en su picardía infantil de espiar
detrás de las puertas. Y no sólo a sus mayores y a las visitas, antes de
entrar en la sala, sino a la gente de la calle, a cualquier hora del día o
de la noche, detrás de las persianas de su cuarto.
Por lo demás, de su conducta nadie podía tener queja ni agravio.
Era obediente con sus padres, afable para sus amiguitas — las pocas
amistades consentidas por sus mayores— y dulce para sus servidores.
El buen padre Reguera, confesor de su madre y de la tía Elena,
encomiaba en voz alta, delante de éstas, sus virtudes.
Pero Rosario — su criada esclava, sólo dos o tres años mayor que
ella y de ejemplar mansedumbre— era acaso el único ser humano
que merecía enteramente su confianza. Con ella podía mostrarse jovial,
y hasta pícara, sin miedo. Con ella y sin testigos de la familia,
podía reír a sus anchas. ¡Reír! A veces en la misma iglesia, las dos
solas, gracias a que Rosario reaccionaba siempre la primera, no las
echaban por escandalosas. Ma Irene, delante de quien no se sentía obligada
16
a disimular, la había acusado muchas veces de «mosquita muerta». Sólo
que Rosario,al fin y al cabo, era más cobarde que ella:
— ¡Eso es pecado, Mariceli, por Dios! — le decía muchas veces—
. Tienes que confesarte...
Y el padre Reguera nunca la había tomado en serio como penitente.
La trataba como una hija y le daba los mismos consejos prácticos
que su madre. Poco antes de su muerte — llorada en la casa como una
desgracia de familia— hasta le afeó lo que él llamaba su «mojigatería
». El buen viejo quería verla siempre alegre y revoltosa, como le
aseguraba todo el mundo que había sido ella. Seguramente lo era,
allá muy abajo y adentro de su alma. Muchas veces se sorprendía a sí
misma cantando aires populares. Y con Rosita Malibrán — una amiguita
suya que era un demonio, y contra la cual su madre la prevenía
constantemente, y las vigilaba sin descanso cuando estaban juntas—
había aprendido a bailar la mazurka. Y secretamente, a despecho de
la vigilancia maternal, algunos pasos de la caringa y la cachucha...
Contra todo eso, precisamente, era que tenía que luchar sola, porque
el confesionario no la ayudaba.
El padre Remigio — sucesor del buen padre Reguera— fue para
ella una gran esperanza. Tenía una copiosa biblioteca, ricamente encuadernada,
en contraste con su evidente pobreza y su macilento aspecto
de tísico. Oyó sus primeras confesiones — acaso recelosas—
con profunda atención. Y al dirigirse a ella para darle los primeros
consejos, le pareció más elocuente e inspirado que en sus sermones,
idénticos a los del padre Reguera.
Después, en privado, el nuevo párroco supo conquistarse las simpatías
de su padre. Recitaba de memoria deliciosos versos de los místicos
españoles, que ella tuvo después la dicha inefable de leer y releer
por cuenta propia. Fray Luis de León le dio un sentido nuevo al campo,
a los pájaros, al cielo en las noches serenísimas de su patria...
San Juan de la Cruz, en cambio, provocó en ellas reacciones extrañas
de misticismo:
¡Oh, llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres:
rompe la tela de este dulce encuentro...
A medida que su soledad espiritual fue trocándose, de áspera y triste,
en dulce y leda, los proyectos matrimoniales de su padre fueron
haciéndosele importunos.
Del convento de San Francisco, cuyas ventanas altas divisaba
elevándose sobre el tejado de su casa, mientras leía o bordaba, sentada
junto a uno de los arcos de la vasta saleta, llegaban a sus oídos
dulce cánticos religiosos. El resonar de las campanas, dentro de la
casa, era en cambio como la voz de un Dios inexorable, el Padre eterno,
un poco como el suyo. Su sueño era un convento de monjitas blancas y
limpias, con celdas sobre un gran patio cubierto de albaha-ca, de embeleso,
bijauras, pensamientos, vicarias y varita de san José: aquellas
modestas flores de su jardín, que vivían gracias a ella. Y siempre nuevos
libros de vidas de mujeres ejemplares como Antonieta Bourignan, Juan
María Bouvier de la Motte y la otra Juana, «la Virgen de Venecia», o bien
de aquellas otras distinguidas en las cosas el mundo, como Madama
Daciere — Anna Le Febre— , traductora de clásicos latinos, Gabriela
Emilia de Bretevil, marquesa de Chatelet. Sin faltar santa Teresa, ni la
mexicana sor Juana Inés de la Cruz a quienes el padre Remigio le había
enseñado a admirar.
Hombres necios, que acusáis
a la mujer, sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpais
17
Si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Fue en este momento feliz de su vida, cuando creía haber definido
su vocación religiosa, que cayó en cuenta del último proyecto matrimonial
de sus mayores.
Había oído otras veces a su padre, hablando con don Antonio, el
mayoral, disponer así de las esclavas jóvenes: cuando las vendía a
otros hacendados amigos, o las compraba para sus negros más robustos
y sanos, con el propósito bien determinado de «tener buenas
crías». Su padre esperaba de ella y de Juan Antonio — del que se
expresaba como de un toro o de un caballo— «hijos fuertes y sanos
». Y «nada de hembras». Si el primer «parto» le dice ella una
hembra: «una chancleta», la tiraría él mismo al pozo, de cabeza.
«Muchos»: todos los que «pariese»...
Con tal lenguaje, sin una sola protesta de su madre o de la tía Elena,
hablaba de ella su padre: el amo.
¡Y su madre aludía a sus juegos inocentes con su primo, dándole a
cada frase y a cada gesto suyo un sentido malicioso! La «mosquita
muerta» se había «alebrestado» de lo lindo en las últimas fiestas de
navidad, separándose del grupo cada vez que ella — la madre— se
descuidaba, para irse sola con Juan Antonio hasta la orilla del río...
III
Anochecer
18
Como con frecuencia venía sucediéndole desde su llegada, Juan
Antonio Luna sintió una incipiente desazón al oír las pisadas del
caballo, al costado de la casa vivienda. Columbró enseguida la sombra
del jinete, que manchó fugazmente el horcón esquinero del portal
— teñido en aquel momento de rosa por el sol, ya a medio enterrarse
en su alto túmulo del monte Vigía— , y vio al fin la robusta figura de don
Lorenzo desmontarse vigorosamente de un salto,frente a la entrada del
portal.
Lo admiraba, sin embargo. Lo quería.
A su llegada de La Habana, pocos días atrás, la bienvenida no
podía haber sido más cordial. En sus charlas familiares, como prueba
de confianza, solicitaba su aprobación con un guiño, para burlarse
afectuosamente de su mujer o de su hija:
— Por qué como usted «sabe» mi joven amigo, las mujeres...
Don Lorenzo le daba un énfasis peculiar a aquel tiempo del más
difícil de los verbos. Pero él, de ningún modo, «sabía» nada. Delante
de don Lorenzo todo lo aprendido en sus años de bachillerato y de
derecho se le borraba: se le escapaba de la memoria. Nada había
aprendido él que valiera por una sola de las afirmaciones aplastantes
de su tío. Don Lorenzo era todo afirmaciones. Para él era el centro de
la tierra. Y el mundo, debajo de él, se reducía a una bola: todo lo
demás quedaba como un declive, en equilibrio inestable.
Hasta el caballo, privado de su jinete y por las riendas en las manos
de un esclavo parecióle al joven haber perdido sus bríos, y que
marchaba tan incorpóreamente como su sombra dibujaba extrañas
figuras elásticas sobre la hierba, contra el muro del arriate central y el
árbol cercano después, para desaparecer de repente, arrojando lejos el
eco cada vez más vago de sus pisadas. En tanto, el amo ascendía los
pocos pasos de la escalinata con pisadas resonantes, dueño y señor de
leguas y leguas a la redonda, vértice de las sonrisas de doña Celia y de
Mariceli, en amorosa espectación del llegado (como si no lo hubieran
visto marchar a su diaria excursión vespertina dos horas antes), dueño —
pensó Juan Antonio— del mismo sol, ya autorizado para descansar, como
el caballo...
— ¡Hola!
A la hija, una palmadita en la mejilla. A doña Celia el ponderoso
brazo sobre el cuello.
Y enseguida, a su tema, el único que interesaba en aquel momento «a
todos los que la presente vieren y leyeren», como decían los bandos:
— No he visto al mayoral. Salió esta mañana con los perros traídos
de La Habana. Cuando los dejé, a mediodía, seguían un rastro
por vuelta de San Juan de Letrán. Creo que vamos a recuperar algunos
cimarrones. Con esos perros y con la gente que lleva Antonio
no hay palenque que valga. Y me parece que hay trabajo mañana
para la «cáscara de vaca»... Vamos a estar de fiesta mayor en el
«tumbadero».
— ¡Jesús, papá!
Juan Antonio se limitó a sonreír. A pesar de sus alardes, sabía él
que don Lorenzo no se distinguía por cruel con sus esclavos. Casi le
agradeció la exageración. Así lo miró al fin de frente. Y volvió a
hallarlo humano, nada más que humano. Acaso un poco demasiado
ventrudo ya, bajo su enorme sombrero de paja.
La madre quiso saber más, y para ella fue el resto, sin énfasis cómico,
el reporte sobre sus actividades de la tarde. Juan Antonio volvió
a su atendencia amante de la hija y en significativos guiños expresó su
benévolo escepticismo ante las amenazas del padre. Después se acercó a
ella y formuló en voz baja su opinión:
— No hay que tomarlo al pie de la letra: tú sabes que él no extrema
nunca sus rigores contra los pobres negros.
Mariceli expresó su horror hacia la inevitable escena de torturas.
19
Habló extensamente, como no la había oído desde su llegada. Y habló
en aquel, su extraño lenguaje nuevo de exaltada cristiana, con
variaciones sobre el Kempis y los padre de la iglesia...
Él no podía decirse que su prima trataba de engañarlo, al repetirle
aquellos graves aforismos como si fueran suyos. Mariceli hablaba
con el calor inconfundible de la sinceridad. Pero en verdad aquélla no
era la Mariceli de sus recuerdos. Ni mucho menos la de sus ensueños
amorosos, allá en La Habana, después de cierta carta de su madre...
«Mariceli no hace más que preguntar por ti...»
Ante ellos descendía suavemente la colina sobre la que se alzaba
la casa vivienda del ingenio, junto al recodo suroeste del valle de San
Luis. A la derecha, por el gran muro verde del monte Vigía, trepaban
insidiosas las sombras del crepúsculo, hacia la cumbre en llamas. Al
frente, un grupo de nubes simulaba otro incendio de púrpura sobre
las lomas del Solitario. Y allá a la izquierda, a la salida del valle, las
lomas lejanas de Sancti Spíritus hiperbolizaban sus contornos imprecisos
desliándolos entre las altas nubes grises, ribeteadas de rosa.
Un vasto golfo dentado semejaba la mandíbula inferior de un monstruoso
dragón. Cerca del Solitario, sobre blanquisima espuma, se
asentaba un budha negro y rotundo. Los mosquitos iniciaban su coral
vespertino imponiendo poco a poco su monótono zumbido sobre
el eco muriente de los cantos y susurros de las aves.
Sol y sombras, montañas y nubes hablaban también de eternidades,
de un Dios prehumano e inconcebible, indiferente por igual a
todos los seres de aquella naturaleza penetrante e impenetrable, sin
relación alguna con el místico alegato de su prima.
Todo aquello — pensó Juan Antonio— prexistía en su sitio, con la
repetición al infinito de sus infinitos cambios, por siglos de siglos
antes del Descubrimiento: antes de que vinieran los españoles con
sus odios y ambiciones letales, con sus esclavos, sus sacerdotes, su
Dios sombrío de Israel y su crucificado desnudo y sangriento, como
el de la Vera-Cruz que acababa de ver en la iglesia. De todos los
rincones del mundo, le pareció que su isla querida era la tierra menos
a propósito para aquel dolor y aquella tristeza dramática. Cada
viaje que hacía hasta Trinidad, después del ardor patriótico ideológico
incubado en las aulas y en las entrevistas de su diario trato en
La Habana, con hombres como don Francisco Arango, don Tomás
Romay, don José Antonio Saco, su joven amigo Domingo del Monte
y tantos otros espíritus generosos, lo obligaba como a una revalorización
de su patria. Y crecía su convicción de que mucho de aquello,
traído por los españoles de la vieja Europa, tendría que ser echado
por la borda, antes de hallar Cuba su verdadera expresión. Como si
se hallara todavía solo en su cuarto de estudiante comenzó a recitar
para sí versos de Heredia, su poeta admirado:
Te hizo el cielo la flor de la Tierra
mas tu fuerza y destino ignoras...
Con un brusco movimiento de camaradería, que Mariceli tuvo que
reprimirse para no repeler, murmuró al oído de su prima, en voz muy
baja, dos estrofas más. Y prosiguió, dilatando su mirada plena de
ardor sobre el horizonte:
¿Ya qué importa que al cielo te tiendas
de verdura perenne vestida,
y la frente de palmas ceñida
a los besos ofrezcas del mar;
si el clamor del tirano insolente,
del esclavo el gemir lastimoso
y el crujir del azote horroroso
se oye sólo en tus campos sonar...?
Un doble movimiento de Mariceli, de recelo primero, con una
mirada furtiva a su redor, y de calma después, le hizo al fin darse
cuenta de su imprudencia.
20
Pero don Lorenzo ya no estaba en el portal. A espaldas de ellos, silenciosamente,
doña Celia proseguía su interminable labor de agujas.
— ¿Conoces esos versos?
— Sí. Pero prefiero otros poetas, otros temas... Fray Luis de León,
por ejemplo.
Hubo un silencio. Mariceli, suavemente, se alejó del joven. Y con
plena dejadez, como si se sintiese sola en su habitación — olvidada a
su vez de las convenciones, al cabo de varios días de tener a Juan
Antonio a su lado— , se echó de espaldas en la hamaca.
El primo arrimó con familiaridad su taburete a la baranda del portal
y se sentó enfrente de ella.
La hora imponía silencio. El sol borró al fin su última pincelada
rosa de las nubes. Y del fondo de la barranca ascendió un vaho untuoso
de jazmines.
De repente, como si la imagen hubiese penetrado en un reducto
hasta entonces virgen de su propia conciencia, el joven «descubrió»
que su prima era linda.
En escorzo, como la veía en aquel instante, con la barbilla en alto
y la cabeza circundada de cúpreos reflejos. Mariceli ejerció sobre él
una extraña seducción.
¿Era acaso ahora que se enamoraba realmente de su prima? La
sensación, por lo menos, era rigurosamente nueva. ¿Qué cosa había
21
parece que no quieres oírme. Siento que algo nos separa... No
sé. Yo te amo con toda el alma. ¿Por qué me huyes?
Se detuvo. Después de sus palabras primeras, aquel «yo te amo con
toda el alma» le pareció libresco y falso. ¡Qué difícil ser siempre sincero,
decir nada más que lo justo!
Al cabo de un largo silencio, Juan Antonio volvió a su lugar, desconcertado.
Decididamente, no podía entenderse con «su novia».
Mariceli, enfrente de él, le quedaba más lejos que allá en La Habana,
cuando pensaba en ella, impaciente por terminar sus estudios de derecho
y correr a Trinidad, antes de seguir viaje a Puerto Príncipe.
Todas sus anticipaciones deliciosas de aquel viaje le fallaban de repente,
como el habla misma.
Remontó, como por sobre un torrente helado, todos sus recuerdos
del proceso amoroso. Aquella ventolera de Mariceli y del casorío, al
cabo, era cosa reciente...
Desde su primer arribo a la capital, cumplidos apenas sus dieciocho
años, la pasión política había borrado casi de su memoria
las melancolías y sentimentalismos de su adolescencia. Se sustanciaba
a la sazón el proceso contra José Francisco Lemus, jefe
de la conspiración denominada de los Rayos y Soles de Bolívar; y
sus simpatizadores apenas se ocultaban para expresar su entusiasmo
por el ideal de independencia. En los pasillos del seminario se
discutían con ardor los temas del día: los triunfos de la revolución
en Tierra Firme, de donde cada barco traía las legiones destrozadas
de los realistas; la figura ya casi inverosímil de Simón Bolívar;
las maquinaciones del rey Fernando VII contra la libertad y
la constitución; la Santa Alianza y la actitud de los Estados Unidos
del Norte.
Poco antes de terminar su bachillerato, el día que se supo en La
Habana el desastre de la ridícula expedición contra Tampico, Juan
Antonio escapó milagrosamente de ser preso. El escarmiento, sin
embargo, no dejó de hacer mella en su espíritu. Sofrenó sus expresiones
y sus sentimientos se hicieron más profundos. De labios
del mismo don Francisco de Arango, con cuya amistad se
honraba, oyó consejos de prudencia. Para él, su primer deber de
ciudadano era terminar su carrera. Y después, debía marchar al
extranjero. En Cuba el ambiente moral era irrespirable para un
joven de sus arrestos. Su sacrificio sería inútil, porque el pueblo
no estaba preparado para la independencia. Le faltaba educación
y sentido económico, sentido práctico de la vida. La independencia
no pasaba de ser un sueño de poetas, o un pretexto para los
aventureros, que nada tenían que perder.
36
En sus recuerdos apenas había uno, más serio, entre sus amoríos de
estudiante. El matrimonio le inspiraba temor. Casarse le parecía aceptar
la triste realidad de su patria...
¡Y estaba en Trinidad, sin embargo! Había hecho noventa leguas
sin sentir las molestias del camino con la mente fija en su amada. Su
«amada»...
— ¡Si tú supieras por lo que yo estoy en Trinidad, Mariceli...!
— exclamó de repente, la mirada soñadora otra vez hacia las lomas
lejanas.
Habló de nuevo sin oírse. Tenía que formularse en palabras, para
sí mismo, aquel problema de su transformación. Tenía que agotar su
poder de introspección para justificarse enamorado y pensando en
casarse.
Pero Mariceli no lo oía tampoco. Trataba también de realificar
aquella presencia de su primo Juan Antonio, hecho todo un hombre,
vestido con habanera elegancia... y guapo. También a ella la realidad
la sorprendía con sensaciones imprevistas. Su primo no era aquel
enemigo que pensara al principio. ¿Sería acaso inocente? ¿Estaría
22
ajeno a las maquinaciones de sus padres? De ser así, la amaba de
verdad. La llamaba «su novia» y la quería para esposa...
— Ahora pienso que es mi madre, Mariceli; mi madre quien me
puso en la mente esa idea de que tú me querías...
Mariceli lo miró con sorpresa. Pensaban al unísono, sin darse cuenta
de ello.
— El año pasado — prosiguió él— , ¿te acuerdas?, yo vine a Trinidad
por las fiestas de pascuas. No tenía otra idea de ti que la borrosa
de mis primeras vacaciones, cuando aún me daban bromas con Luisita
Echerri. ¡La pobre! El otro día la vi, con sus dos muchachos. ¡Y
pensar que yo tuve una ridícula pasión a mis quince años por ella!
Hoy me parece como mi madre. ¿Qué edad tiene?
No oyó la respuesta. Ni la requería, entregado a sus evocaciones
como un sonámbulo.
— Me sorprendió admirarte hecha una mujer. ¡No te reconocí, te
lo juro! ¿No te fijaste en mi circunspección de los primeros días? Yo
te recordaba revoltosa, inquieta, insubordinada. Eras la más traviesa
de la pandilla. ¡Mariceli! ¿Te acuerdas?
La descubrió otra vez, ante sus ojos:
— Tu pelo rubio, enmarañado siempre. Tus ojos claros, que siempre
ejercieron en mí no sé qué influencia. ¡Tus ojos, Mariceli, que ya
no saben mirar de frente!
Hubo otra pausa. Dentro de la casa, la voz de don Lorenzo tronó en
una orden.
— Yo tenía pensado irme para Nueva York — continuó Juan Antonio,
acelerando el ritmo de sus palabras— . Y de allí, a Europa. Mi
sueño dorado es conocer París. He aprendido el francés, lo leo con
suma facilidad y creo que puedo hablarlo. Pero... ¡todo en balde!
Porque mi madre, desesperada de tenerme tantos años lejos y temiendo
no volverme a ver si realizaba mi deseo de irme a Europa, se
negó resueltamente a autorizarme para el viaje. Por ella no hubiera
ido ni a La Habana. Fue gracias a tu padre... ¿Te acuerdas? No, tú
eras demasiado niña. ¡Las madres tienen un modo tan especial de
querer a los hijos! Según ella, parece que yo he venido al mundo sólo
para estar a su lado, besándola y mimándola. Y cuando estoy a su
lado todo la irrita. No puedo ni tener apetito ni dejar de tenerlo sin
que ella lo sienta y resuelva antes por mí. Su empeño es que yo vuelva
a Trinidad de una vez... ¡Imagina!
— Tía Elena es muy buena contigo, Juan Antonio. No hables de
ella así.
— Un día recibí una carta suya: «Mariceli no hace más que preguntar
por ti», me decía. Te juro que cuando leí eso, no le di importancia.
Me sonreiría, probablemente, con mi vanidad de hombre... Pero desde
entonces no he dejado de pensar en ti. Me he hecho la ilusión de que te
quiero... ¡Y te quiero, Mariceli! Y tú también me quieres...
De un rápido movimiento se plantó a su lado.
— ¡No, no es cierto! — protestó ella, presa de un súbito temblor,
los ojos muy abiertos y retrocediendo con felina cautela. Pero su
desmesurada reacción defensiva pasó inadvertida.
— ¿No es cierto qué? ¿No es cierto que preguntabas por mí?
— No, es decir: sí. Si preguntaba...
— Entonces: ¿me quieres?
Y tras otro silencio:
— Quien calla, otorga. ¿Me quieres?
Al fin, el florón cobrizo se sacudió imperceptiblemente,de abajo
arriba. Era todo lo que él veía de ella. Sus manos estimulaban el
temblor en un arreglo intempestivo de los pliegues de su blusa.
— ¿Por qué me temes, Mariceli, entonces? Apenas doy un paso
para acercarme a ti, huyes. Apenas abordo en mi conversación el
tema de nuestros amores, callas, callas obstinadamente o disimulas.
Así llevamos quince días. ¿Crees que es así como habremos de
23
entendermos?
Las virutas de cobre sacudiéronse de derecha a izquierda. Siguió el
arreglo de la blusa.
— Yo ansío un ser inteligente con quien compartir mis pensamientos.
Por eso me desespera esa actitud nueva tuya, Mariceli. Dime, sé
franca: ¿qué te ha hecho cambiar de actitud? Hablas constantemente
de moral y filosofía religiosa. Es un aspecto que me desagrada, y no
te lo niego...
— No sigas. Ya sé lo que vas a decir.
Irguió la cabeza. De un golpe desdichado, Juan Antonio acababa
de devolverle su aplomo.
— Hace un año apenas fuiste conmigo natural y franca. Juntos
fuimos muchas veces a Casilda y al río. Y tus manos estuvieron
entre las mías. Aquel día de excursión, Mariceli, me dejaste que te
besara...
— ¡No, no es verdad! No te dejé. Aquello no fue un beso. Y no
mediaba nada entre nosotros, además. Eras mi primo: como un hermano.
No te creía capaz de nada malo...
— Y ahora: ¿de qué me crees capaz?
— Ya tú no eres el mismo, Juan Antonio...
— No se trata de mí. No soy el mismo, porque a tu lado no pienso
ni siento en primo pícaro, que roba jugando un beso, sino en hombre
enamorado, que acepta la responsabilidad del matrimonio. Te
quiero para esposa, Mariceli, para compañera de toda la vida. Me
hice la ilusión de que era el elegido de tu corazón; te conozco pura
y santa: confío en ti tanto como en mi madre. Pero esperaba encontrarte...
¡No sé cómo decírtelo! Enamorada... ¡Mujer! Y te encuentro
vestida de promesa, comiéndote los santos... Nadie, ni tu propia
madre, sabe lo que piensas. Te muestras hostil para mi madre, aunque
no te des cuenta. ¿Cómo no voy a achacarlo a la influencia del
convento, a ese nuevo confesor tuyo, místico exaltado, que nada
bueno piensa de los cubanos?
— ¿Quién te ha dicho eso? ¿Tía Elena?
Y enseguida, dulcificando el tono bruscamente agresivo de su voz:
— No hables en esa forma de quien no conoces, Juan Antonio, te
lo suplico. El padre Remigio nada tiene que ver con mi estado de
espíritu. Mi padre puede informarte de él. Yo no soy ya una niña que
no sabe lo que quiere. Me atrae la vida religiosa porque no espero mi
felicidad en este mundo. No soy ni seré comprendida, lo sé. Jamás lo
he sido por nadie. Y ahora tú me lo confirmas...
— ¡Yo! Es la primera vez que te oigo hablar así...
— Pero si es verdad que me quieres — prosiguió ella, ahora con un
ligero temblor de ternura reprimida en la voz— , si es verdad que tus
intenciones no tienen nada impuro ni ajeno que confesar: ¡desiste de
quererme para esposa! No me preguntes. Te he dicho lo que tenía
que decirte. Quédate aquí en Trinidad, junto a tu madre. En el pueblo
hay muchas jóvenes, tan buenas o mejores que yo, y más bonitas.
Consulta tu corazón y acaso adivinarás mis razones. Los hombres se
enamoran con extrema facilidad. Ya ves: de mí te enamoraste por lo
que dijo tu mamá. ¡Como si el hecho de que preguntase por ti significara
tanto! Es tu vanidad, como tú mismo dices, tu orgullo de hombre.
¡Quién sabe!
— ¡Mariceli!
— Te suplico no digas a nadie una palabra de cuanto acabo de
decirte. Guárdame el secreto, si como primo, al menos, me quieres
de veras.
Levantó a él sus ojos, nublados de lágrimas. Y ensayó una sonrisa:
— ¿Me lo juras?
Por un largo rato las ideas revolviérose confusas en la mente del
joven. Al cabo, otra vez para definírselas a sí mismo, más que para
expresar algún pensamiento, habló:
24
— No debes comprometer tu porvenir ni el mío, Mariceli, por una
ofuscación. He venido de La Habana con la ilusión más grande de mi
vida, pero echándome en cara mi debilidad. Porque yo siento también
que «mi felicidad no es de este mundo», como tú dices. Me
avergüenzo de ser feliz en mi patria, que permanece insensible a su
deber continental histórico. Si vine hasta aquí, a pesar de todo, fue
porque me hice no sé qué ilusión de que hallaría en ti un acicate y no
una distracción egoísta a mis esperanzas. Pensé que nos casaríamos,
que a tu lado sentiría mejor y más prácticamente la necesidad de
educar a nuestro pueblo y sacarlo de su terrible postración moral de
hoy: que a tu lado hallaría voluntad y fuerzas, hallaría fe...
— La verdadera fe no es la que se pone en cosas temporales. Tú,
como mi padre, hablas demasiado de las cosas mundanas, y nunca de
las que afectan al alma...
— No, Mariceli: no sigas por ese camino. No me confundas. Vamos
a hablar de nuestras cosas, sean temporales o divinas. Acabas de
decirme que desista de desearte para esposa. Hablas de intenciones
puras. ¿En qué pueden mis sentimientos ser impuros? Te quiero porque
sí... ¡Porque te quiero! Y es imposible que tú ignores...
— Acaso te equivoques, Juan Antonio.
— Me equivoqué; ¿en qué? ¡No te entiendo, Mariceli! Cada vez que
me dices algo es como para desesperarme. Yo no puedo admitir en serio
tu vocación religiosa. Tiene que hacer algo, algo, detrás de tu actitud
extraña. Me dice que te jure...
— Perdóname. Callaré entonces.
— ¿Cuál es el secreto que tengo que guardarte?
— Ya te lo dije.
— Es que no te he entendido, Mariceli. ¿Por qué me dices, por
ejemplo, que me enamoré de ti sólo por lo que me escribió mi madre?
Tus misterios ingenuos, tus medias palabras, tus sarcasmos cuando
quieres ser franca: todo me indica que guardas un resentimiento
contra alguien. ¿Es acaso mi madre...?
— ¡No, no, no! — respondió ella demasiado vivamente— . ¡No me
preguntes! No sé nada. No hay nada. ¡No mezcles a tía Elena en este
asunto, te lo suplico!
— Si tú no me lo dices, me lo dirá ella. Yo tengo que saberlo...
— ¡No, Juan Antonio: te lo suplico!
— ¿No ves que con tu angustia confirmas mis sospechas? ¡Tonto
de mí que no caí antes en cuenta!
— No me mortifiques, Juan Antonio. No insistas: tía Elena no tiene
nada que ver en esto. Yo te prometo que mañana, que otro día te
diré lo que... te diré lo que quieras. Pero no insistas hoy. Déjame.
Estoy nerviosa, me siento mal. Mira: tengo la frente empapada de
sudor. Y mi padre está en la casa: tú sabes cómo es él. ¡Prométeme
que no irás a preguntarle nada a tu madre, hasta que hablemos!
— Pero: ¡si hablando estamos! Es la primera vez que lo hacemos,
en quince días...
— ¡Yo creí que tú no eras sincero, Juan Antonio! Que tú lo sabías...
— Que yo sabía... ¿qué? ¿Qué era lo que yo sabía? ¡Habla, por
favor!
— Que todo eso que tu madre te escribía de mi era para quitarte de
la cabeza el viaje a Europa, para atraerte a su lado...
— Entonces tú...
— Mi padre también quiere casarme...
— Pero tú, que es lo que me interesa; tú...
— Estoy en pecado desde hace mucho tiempo, Juan Antonio, porque
los he espiado aquí, en el comedor, en todas partes. He oído
todas sus conversaciones desde el principio casi. Disponen de ti y de
mí como de los esclavos...
— ¿Quiénes?
— Papá, tía Elena, mamá: los tres. Tu madre es la que lo ha arreglado
25
todo, para atraerte a Trinidad. Está resuelta a que no vayas a
Europa, a que no vuelvas a La Habana siquiera. Y mi padre la ayuda
porque quiere casarme de todos modos. Hace más de un año que me
tortura con la misma idea. Quiere tener hijos, digo, nietos. «Machos»,
como él dice. Tú y yo no contamos para nada. ¡Es toda la verdad,
Juan Antonio! Y yo te juzgaba mal, desde que llegaste, porque me
diste la impresión de que lo sabías y te prestabas a todo. Siempre le
oí decir a él, a mi padre, que con mi dote me compraría el marido que
le diese a él gana. ¿Comprendes?
Ya él apenas oía. Sentíase herido en el talón de Aquiles de su raza:
su amor propio. ¡Lo habían engañado como a un niño! Y él: ¡con qué
facilidad! ¡Con qué candidez había caído en el lazo! Su prima, a pesar
de ser una mujer, estaba alerta. ¡Y él hablándole de amores!
— No digas ni una palabra a nadie de esto. Sé que estoy en pecado
mortal. Y a nadie: ¡ni a mi propio confesor, he dicho una palabra!
Tengo el alma llena de amargura, Juan Antonio. ¿Ves por qué pienso
en el convento?
— No diré nada, descuida. No sabes lo que te agradezco que me
hayas abierto los ojos. Creo que en toda mi vida he recibido un desengaño
igual...
— Pero yo te quiero, Juan Antonio...
Impregnadas de una emoción intensa, nueva en sus entrañas, las
palabras de Mariceli cayeron en el vacío. Juan Antonio no pensaba
ya sino en sí mismo: en su orgullo de hombre libre.
— Dentro de muy poco van a saber que no es lo mismo ayuntar
animales o esclavos que imponerse a la voluntad de un hombre.
¡Ah, nuestros padres, nuestros padres, Mariceli! ¿Cuándo nos convenceremos
de que no vivimos en Roma? ¡Ese maldito derecho
bizantino que estudiamos! De España, desengáñate, no nos vendrá
jamás la libertad...
— ¿Qué vas a hacer?
— Mañana, al rayar el alba, sigo camino para Puerto Príncipe...
— Pero no dirás que yo...
— Ni una palabra: descuida. Ya verás cómo yo también soy un
joven maestro en eso de hacer mi voluntad sonriendo...
Un tropel de voces y pisadas de caballerías interrumpió el diálogo.
Pasó un momento de suspenso, mientras dentro de la casa la voz del amo
inquiría y callaba a ratos, cada vez más cerca. Por el jardín apareció
Antonio, el mayoral, que subió a saludar respetuosamente a «los novios».
Sus hombres: un grupo silencioso de sombras, quedaron abajo, junto a la
escalinata.
— Traigo una buena pieza — se apresuró a informar Antonio.
Ya don Lorenzo lo sabía. De todo parecía enterarse antes.
— Filomeno, el negrito del capitán Bicunía — llegó diciendo.
— Que le dicen Caniquí: el mismo — confirmó el mayoral.
— ¿Cómo le echaron mano?
Había sido obra de los perros. Estaba por cierto muy cerca del
pueblo, el muy atrevido. Por la mañana habían emprendido camino
por San Juan de Letrán. Allá los había dejado el amo. Pero los perros
tomaron de repente una pista. Anduvieron leguas y los animales husmeando
y corriendo. Bordearon el monte Vigía, y del lado del poniente,
junto a las cuevas, se lanzaron ladrando sobre el prófugo. Se
habría dado gusto el amo presenciando la caza. Los animales eran
magníficos. La prueba no podía haber dado mejores resultados.
El prisionero se había echado tranquilamente en tierra, como un
animal cansado. Reposaba la cabeza contra el suelo boca abajo, sobre
los brazos extendidos. Tenía las muñecas atadas con una tosca
soga. Así lo habían traído a rastras de los caballos, legua tras legua...
La escasa ropa, convertida en jirones mugrientos, dejaba al descubierto
el torso formidable, aborujado de músculos, cubierto de tierra,
y de un color indefinible en la muriente luz crepuscular.
26
¿Qué se hacía con él? Don Lorenzo no mostraba prisa. Desde lo
alto de la escalinata contemplaba la presa con aire triunfante. Hizo
aún algunas preguntas, y comenzó uno de sus monólogos en alta
voz, que había que oír en silencio...
Se alegraba de haberle echado mano, porque aquel negro era un
descarado. Filomeno había venido a su poder sin contrato, para cubrir
una pequeña diferencia de su cuenta con el capitán Bicunía, Antonio
Bicunía, francés de la Provenza, dedicado a la trata y dueño del
corral dicho de Cacaibán, por donde para el arroyo que ya todo el
mundo llamaba de Bicunía. A él le fallaba pocas veces la memoria.
Filomeno había entrado en su negrada cuando la demolición de la
antigua ermita de la Santísima Trinidad. Mariceli tendría entonces
un año, a lo sumo...
Pero no era malo Filomeno. Fue un negrito travieso. Ma Irene porfiaba
que era biznieto suyo y que tenía de chino. Con el pobre
Lorencito — su hijo, que Dios debía tener en su santa gloria— había sido
como un perro: bueno y fiel...
De su doliente vaguedad habitual, los ojos de la madre, como siempre
al lado de su esposo y oyéndolo hablar, tomaron una expresión
muda de tragedia.
¿Qué se hacía con la inesperada caza?, repitióse el amo. Al cepo,
desde luego. Cepo de cabeza y de manos. Ya él vería mañana qué
castigo habría de imponérsele. Porque había que hacer un escarmiento
con aquel perro: ¡qué diantre! El día que se fugó para el monte se lo
había anunciado. ¡Así como estaba oyéndolo, aunque no lo creyesen!
Y no era la primera vez. Eso era lo que lo tenía sin saber qué
hacerse con aquel negro.
Juan Antonio, interesado, quiso saber:
— Me dice que siente como que se va a poner malo — informó don
Lorenzo— , y que como él no quiere ser malo conmigo, me lo avisa,
para que yo lo meta antes en el cepo...
El joven, presa de una súbita simpatía por el prisionero, creyó oír
mal a su tío. ¿Pedía Caniquí ser metido en el cepo, antes de huir?
— «¡Amárreme, mi amo, o métame en el cepo» — repitió don Lorenzo
las palabras del esclavo, tal como las recordaba, si añadiéndoles
un énfasis absurdo con su escándalo— , «porque si no, me juyo!»
El cuerpo del aludido, allá sobre la tierra del jardín, se removió. Se
irguió la cabeza, en dirección a la casa. Y en el óvalo opaco, borroso,
del rostro, apareció una doble hilera de dientes blanquísimos, que
rebrillaron casi luminosos en la oscuridad.
— ¡Ah, sinvergüenza: y encima te ríes!
Juan Antonio y Mariceli, sugestionados, rieron también.
— ¡Al cepo! ¡Al cepo con él! ¡Triple cepo, de pies, cabeza y manos!
Y sin comer hasta mañana, que yo lo arregle...
Resonó un latigazo. El esclavo se irguió de un salto.
— ¡Papá!
— ¡Tío Lorenzo!
Uno a cada lado, hubiérase dicho que tenía ensayada a conciencia
la simultaneidad de sus apóstrofes...
Y sus pensamientos, mientras don Lorenzo hablaba, habían andado
por rutas diferentes, sin embargo. Juan Antonio evocaba el recuerdo
de otra voz: la del maestro Saco. ¿Qué eran las diferencias de
razas, sino meras circunstancias de geografía? El ser humano es potencialmente
el mismo en todas partes. Y los blancos con derecho a
llamarse superiores son únicamente los que sienten la responsabili44
dad tremenda de su papel civilizador: los que no olvidan nunca que el
ignorante merece toda nuestra atención, nuestra ternura. El esclavo lo es
por ignorante, que no por negro. ¿No hubo en otros tiempos esclavos
blancos? El esclavo es un exponente de nuestra incapacidad humana, en
la lucha contra la naturaleza y por la vida...
Mariceli, por su parte, recordó el cariño de su hermanito muerto
27
hacia aquel compañero — ya olvidado— de su infancia. Su padre
decía bien: había sido como un perro, alegre y retozón, humilde y
resignado, que recibía siempre la culpa de todas las travesuras de
Lorencito, y se alejaba de él, cuando tenía que volver a su gente y sus
barracones, casi a rastras... Era negro y esclavo, desde luego. Pero
Jesuscrito era más como él que como su padre: era resignado, humilde
y sufrido. Y lo ataron de manos, y lo llevaron de Herodes a Pilatos
entre azotes. ¡Y él sonreía!
Ante los dientes blancos, destacándose en aquel negror del jardín
en sombras, Mariceli experimentó una sacudida extraña de compenetración
con el esclavo. Deseó estar sintiendo su cansancio, su dolor,
sus torturas. ¡Y ser fuerte, como él! Tuvo ganas de reír también,
de gozarse en aquel triunfo del esclavo infeliz sobre su padre poderoso
y colérico.
— ¿Qué sucede? — tronó la voz temida, mirando sucesivamente a
uno y otro lado.
La cabeza rubia cayó de nuevo sobre el pecho.
Y Juan Antonio, muy a su pesar, no halló qué decir.
Las sombras humanas del jardín echaron a andar en la misma dirección
por donde habían venido, con un rumor sordo de pasos en
desorden y el estallido, de cuando en cuando, del látigo.
Con la brisa, ya húmeda, de la noche, llegó hasta el portal el rasgueo
de una guitarra — la hora del alma en los barracones— y el eco
doliente de una canción guajira.
— ¡Enciendan! — vibró en las sombras la voz del amo.
IV
Despotismo ilustrado
28
noches anteriores pasaron otra vez a la sala.
46
Don Lorenzo, extendiendo su brazo sobre los hombros del joven, echó
a andar el primero.
— Yo pensaba como tú cuando tenía tus años — exclamó en seguimiento
de su peroración de liberal de 1812— , pero, hijo mío, la vida
es otra cosa. ¡Dichosos los que, como tú, pueden aprovecharse de la
experiencia de los otros!
— Sin embargo — comenzó inesperadamente Juan Antonio, interrumpiéndose
para tomar un cigarro puro de la caja que acababa
de depositar su tío sobre la mesa sin ofrecerle nada— , en todo cuanto
acaba usted de decirme lo primero que advierto es que todos sus
argumentos, absolutamente todos, son ad hominem...
Y con perfecto aplomo se dedicó a encender su puro, de la copilla
de plata que sostenía el esclavo.
El adverbio adversativo, el latinajo y el puro, de una sola andanada,
era demasiado para él. Y don Lorenzo enmudeció.
— Que los hombres a que usted se refiere sean como usted los
pinta, y de ello no me cabe la menor duda porque los conoce usted
bien, no implica necesariamente ni que no hay otros diferentes,
ni que las ideas que ambos sustentan: los que usted conoce y
los que usted parece no conocer, hayan perdido una virtualidad y
una eficacia que los primeros, los que usted conoce, han desconocido
al proceder como procedieron, puesto que los segundos siguen
profesándolas y sus vidas son el mejor ejemplo de abnegación y
patriotismo que tiene hoy la juventud cubana...
Doña Celia y la madre del incauto, que a la toma del puro se
habían mirado asombradas, quedaron estupefactas. Mariceli no levantó
la cabeza, pero dirigió de soslayo una mirada de admiración
hacia su primo.
Don Lorenzo cayó enseguida en cuenta: había olvidado que tenía
enfrente a todo un licenciado en derecho, camino de Puerto Príncipe,
en demanda de autorización de la audiencia para ejercer su carrera.
Pero para los abogados él tenía sus recortes de El Correo de Trinidad,
cuyos artículos no hacía otra cosa que repetir torpemente, delante
de los que no podían reconocerlos en su versión personalísima.
Renunció con sereno heroísmo a su costumbre. A citarlos de memoria
prefirió leerlos, íntegros. Su buen sentido le advirtió que se las
había con un contrincante peligroso... ¿Las mujeres? Las mandaría a
dormir, si se viese apurado.
El licenciado en derecho, perdiendo a poco su petulancia inicial para
darse a su expresión con todo el fuego de su juventud y su idealismo,
siguió su defensa de la libertad, la igualdad y la fraternidad humanas,
apoyándose en la Declaración de Independencia, de Thomas Jefferson,
y en los Derechos del Hombre, proclamados por la Revolución Francesa.
Don Lorenzo, mientras buscaba en su escritorio del comedor,
limitábase a mover la cabeza y pedir esperas con el equívoco ademán
del que ordena parar a un tren en marcha.
Halló uno al fin: el que con ahínco mal disimulado buscara desde
el principio. Y se dispuso a leerlo, de pie, junto a uno de los candelabros
del gran espejo, mientras Domingo, el esclavo, lo abanicaba
cuidadosamente, regañado unas veces por no echar bastante aire y
otras por agitar demasiado con la penca las llamas vacilantes de las
velas. Juan Antonio hizo un alto y cedió la palabra a su adversario
con un airoso ademán de abogado en estrados.
— «Las revoluciones — prorrumpió don Lorenzo— no son obra
de las luces de sólida instrucción, sino de la falta de luces: de la
presunción y vanidad de los hombres...»
Se detuvo, miró significativamente a su contrincante, como si dudase
de verlo todavía corpóreo, y con el puño de la diestra cerrado,
pegando unas veces al vacío y otras contra el abanico que enfrente de
29
él seguía agitando el negro soñoliento, prosiguió:
— «Los escritores modernos han tratado de la mejor forma de
gobierno sin contar mucho con su verdadero origen, ni con el estado
actual de los pueblos; suponiendo que los hombres se forman de
nuevo y se van a establecer en sociedad con las ideas, costumbres y
cualidades que les han querido atribuir. Bajo ese supuesto han formado
un derecho ideal, han inventado derechos primitivos e
imprescriptibles, un pacto social, una soberanía metafísica y otras
mil cualidades y distinciones para cuando logren crear un mundo
nuevo, poblado de otros seres... Los lectores no han mirado estos
escritos como los de otras pretendidas ciencias, en que también se
han expuesto mil sistemas muy distantes de la verdad. ¡Y deben
hacerlo! La libertad fue en política...»
Y don Lorenzo, perdiendo un tanto el sentido de lo demás, replicó
el «fue» con saña.
— «La libertad fue... fue..., fue en política lo mismo que el
flogisto en la física; pero el sistema del flogisto no ocasionaba
más que disputas de escuelas, y no desórdenes y turbaciones en la
sociedad...»
— Luego no es lo mismo — interrumpió Juan Antonio.
— «Algunos escritores — tronó el tío levantando la voz— creyeron
haber descubierto lo cierto y verdadero, y los lectores creyeron que esos
hombres no podían engañarse. Tal vez entre ellos mismos no pensaron
que los lectores iban a poner tanta fe en sus palabras. Estas ideas, de
todos modos, se extendieron a los que no leen y aun a los que no saben
leer. El vulgo se calienta a la lumbre sin cuidar de saber la teoría del calor,
pero toma parte, sin entenderlo, en lo que le presentan de un modo vago,
para lisonjear su interés: clama por la libertad y cree que consiste en no
conocer autoridad, en cometer excesos, en la insolencia y la grosería. Así
algunos, sin prever los riesgos ni los efectos, creyeron que harían felices a
los hombres poniendo el gobierno en manos del pueblo, al que Guicciardini
llamó «monstruo de confusión e ignorancia». Tarde conocen su error y, o
son víctimas de las mismas fuerzas que desataron, o se convierten en
acérrimos enemigos de lo mismo que hicieron. Entonces levantan el grito
otros peores, hombres presuntuosos, ignorantes o perdidos, quienes ceden
a su vez a otros peores. Entonces se ven esos hombres que toman la voz
del pueblo sólo para tiranizarlo, que le prometen felicidad para sacrificarlo,
bienes para empobrecerlo, libertad para esclavizarlo...»
Un nuevo y formidable puñetazo contra el abanico despertó a Domingo
y obligó a Mariceli a calzarse mejor un escarpín, para ocultar su risa.
Doña Elena inició una esgrima asustada de cabeza, contra un insecto que
comenzó a revolotear por la sala.
— «Échese una rápida ojeada sobre la heteroge...hete... sobre la
mezcolanza de nuestra población — prosiguió, sudando ya a chorros
el lector— sobre las costumbres del país, sobre la diversidad de nuestras
opiniones, sobre la ambición que todos tenemos de mando, sobre
la oportunidad que se presentaría a algunos calculadores, de atizar y
encender el fuego de las discordias intestinas, sobre el estancamiento de
nuestro comercio, sobre la miseria que rápida e inmediatamente
sobrevendría: asustado el capital extranjero con los riesgos de una
revolución, y sobre la imposibilidad de establecer un gobierno realmente
democrático entre nosotros, donde los principios monárquicos y
aristocráticos tienen una manifiesta preponderancia, tanto que desde que
uno es dueño de un esclavo ya se considera de distinta naturaleza que los
demás, y se anda oliendo quién es mulato o cuarterón, y en pudiendo
ansiamos por los honores y las condecoraciones como un testimonio de
distinción y de nuestros relevantes merecimientos..., repito que se eche
una ojeada sobre este conjunto de circunstancias: y yo aseguro que el
más ardido patriota se estremecería y bendeciría ésta, que por ironía se
llama «nuestra afrentosa apatía»...»
Juan Antonio recordó para sí haber leído aquel discurso antes. Y más
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que sus ideas, le chocaron las terribles asonancias del párrafo final. ¿De
quién era? Hizo esfuerzos en vano por recordarlo. Enfrente de él madre e
hija le hacían señas desesperadas para disuadirlo de proseguir la discusión.
— Éstas son verdades, señor abogado — reclamó don Lorenzo, mientras
guardaba sus recortes— . ¡Verdades como puños! Y contra ellas no
valen argucias...
— Frente a esa democracia imposible — replicó el joven sin poder
contenerse— , ¿qué es lo que se deja como única solución, y se ofrece
de modo tácito como panacea? La autoridad. El gobierno «fuerte
». El gobierno paternal. ¡El despotismo ilustrado! Y ¿qué es el
depostimo ilustrado? ¿Dónde se sabe que haya habido alguna vez,
fuera del mito de Pericles, déspotas ilustrados, déspotas sanos mentalmente,
tiranos cultos y desinteresados? Ninguna responsabilidad
personal ni ministerial; ninguna ley fundamental que señale los límites
y deberes del que manda y el que obedece; gentuza sin oficio a
buena paga, con un fusil y un uniforme, con la consigna de imponer
el orden material a toda costa, aunque el desorden en las ideas y los
espíritus mejores sea cada día mayor; tiránica censura de prensa y
tribuna; privilegios y exenciones para el llamado «mérito de cuna»,
al que yo no alcanzo a ver mérito de ninguna clase, sino un mero
azar, ¡y en reducir la proporción de azar en nuestra vida humana es a
lo que parece dedicada con más ahínco la civilización!, y vejaciones,
desprecio y silencio de plomo para el hombre de humilde condición.
Orgullo y petulancia de ineptos agentes en el poder, escogidos por su
servilismo, que no por su capacidad,tráfico y venalidad en todos los
empleos públicos; agiotaje y robos en los fondos nacionales; administración
de justicia sometida a la voluntad e influencia de los poderosos:
ninguna sanción para los peculadores que entran hipotecados
en los cargos y salen de ellos prestando al veinte por ciento; frailes y
monjas con toda inutilidad y escandalosas riquezas: las mejores escuelas
en sus manos e infectas y escasas escuelitas de barrio para los
pobres; artes y ciencias depravadas por el ambiente moral enrarecido:
el dinero para lujos, para derroche de vanidades y tonterías...
Hace poco Fernando VII ha fundado solemnemente en Sevilla la
«universidad tauromáquica»,con el hijo del famoso descubridor de
la «muleta», Pedro Romero, por director. ¿No lo sabía usted? Pues «eso»
es el «depotismo ilustrado». La panacea contra el hambre y la sed de
justicia de los pueblos viriles, de los pueblos capaces de asquearse de su
propia miseria, y de rebelarse contra los que viven en lujos de ella...
El amo, contra lo que hasta el propio Juan Antonio esperó después de
su dura réplica, permaneció callado. Acabó de guardar sus papeles, pidió
la copilla de la lumbre, encendió otro puro y se sentó en su mecedora de
Viena. Cuando trató de decir algo, su voz quedó ahogada en un triple
grito de alarma... Doña Elena se había levantado violentamente de su
sillón y corría como perseguida por el demonio.
La divina providencia — como pensó a poco doña Celia— había
acudido al fin en su auxilio. Acudió en forma de un ortóptero
nocturno.
— ¡Es un murciélago!
— ¡Una mariposa! ¡Jesús! Eso es de mal agüero...
— ¡Mírenle el número!
El esclavo, para quien tales míseras criaturas de su diario trato,
allá en los barracones, no habían representado nunca a la divina providencia,
dijo la última palabra:
— Son cucaracha voladora. Aguaita que yo mata...
Y en un instante hizo bueno su dicho.
Doña Celia, en tanto, tenía formada su resolución de impedir cualquier
intento del joven, o de su propio esposo, para reanudar la discusión.
Hasta el final de la velada no se habló sino de insectos voladores,
el sentido que la gente supersticiosa daba a sus revoloteos dentro de las
habitaciones y las coincidencias desgraciadas que solían ocurrir. Doña
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Elena cayó de buena fe en el juego de su prima y defendió con calor sus
personales puntos de vista: algo de verdad había siempre en el fondo de
las creencias populares. Instintivamente se aprovechaba del cansancio
del toro, y pudo pasear la plaza indemne. Cuanto se le ocurrió, lo dijo.
Algún día tenían que oírla...
Antes de retirarse cada cual a sus habitaciones, Juan Antonio hizo
saber su decisión. Partiría con el alba para Sancti Spíritus. Antes de
la semana siguiente debía estar en Puerto Príncipe y aunque su estancia
en el ingenio le parecía como una temporada en el paraíso, las
obligaciones eran lo primero:
— Déme su bendición, tía Celia, porque no sé si la veré mañana...
Adiós, Mariceli...
Y después, con toda naturalidad, frente al atónito don Lorenzo:
— Me llevaré a Bayardo hasta Palmarejo solamente. ¿Quiere algo para
Puerto Príncipe? Le agradezco muy de veras su espléndida hospitalidad,
tío, y a ver cuándo puedo volver. Le escribiré siempre. Déme su bendición...
— Pero, hijo... — balbuceó la madre al acercársele el viajero.
— Vámonos, que quiero descansar, madre.
Hubo un cambio final de saludos, a distancia.
Y madre e hijo desaparecieron por el corredor.
Con tres de los actores del callado drama, el descanso del cuerpo
sólo fue para mayor y más atormentada actividad de sus pensamientos.
Don Lorenzo cortó con un seco «Ya veremos mañana» las
interrogaciones de su esposa, y se fue a su recámara, que pronto
quedó a oscuras. Doña Celia finiquitó un poco atontada todos sus
cuidados domésticos del fin de la jornada, y al volver a su cuarto
creyó dormida a Mariceli. ¿Tan pronto había rezado sus oraciones?
Las suyas, en cambio, tomáronle mucho más que de ordinario. Y
con su vago temor royéndole insidiosamente la paz de su espíritu,
entre fantasmagorías de vajilla rota, un cesto de huevos aplastados,
falla de un escalón bajando una escalera y una orden tan perentoria
como ininteligible de su esposo, la rindió al fin el sueño.
Para doña Elena la inesperada escena fue un golpe casi físico en
su pobre cabeza siempre adolorida. Por más de una hora interrogó
y lloró en vano. Juan Antonio se mantuvo suave e inexorablemente
en sus mismas palabras. Ya había estado quince días a su lado, y
ahora lo reclamaba su carrera. ¿Mariceli? Nada tenía que ver en el
asunto. Entre ellos no habían mediado nunca otros sentimientos
que el naturalísimo de su parentesco. Eran como hermanos, después
de todo, y ella era todavía demasiado chiquilla. Si se le forzaba
al matrimonio, quizás no se conseguiría otra cosa que empujarla
a pensar seriamente en su liberación, vía religiosa. Lo del noviazgo
entre ellos...
— ¿Pero cómo usted, madre, pudo tomar en serio esa broma?
La pobre madre volvió al fin a su cuarto, a llorar su pena sin provocar
los consuelos contraproducentes de su hijo. Juan Antonio le
hablaba de su mayoría de edad, de su derecho a vivir por su cuenta,
de «la ley de la vida». Y ella no veía en todo aquello sino que su hijo,
su vida, se le escapaba, se le escapaba irremediablemente: si no a
París, a Puerto Príncipe, a La Habana, siempre lejos. Al cabo y consultando
el fondo de su corazón, el fracaso del proyectado matrimonio
era lo de menos. ¡Habría que oír ahora al señor primo político! Pero ella
no tenía por qué quedarse más tiempo en el ingenio. En su casita de la
villa, con su indispensable Petra — que por vieja inquina de su prima no
traía consigo cuando venía de temporada al ingenio— se hallaba ella mejor
que en cualquier parte.
Y cuando se durmió también la viuda, Mariceli seguía despierta...
Adrede, y para evitar toda explicación con su madre, se había
hecho la dormida. Pero las emociones del día habían sido demasiado
intensas para que su imaginación la dejase reposar. Su imaginación,
de ordinario especialmente activa en aquellas horas de
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la medianoche, en la semioscuridad de su habitación, cuando por
alguna razón se despertaba, voltejeábale esa noche con incesante
rapidez, entre relámpagos y trasuntos monstruosos de las escenas
menos pensadas de su vida. La victoria era suya. Había ganado
sola contra todos. Pero su triunfo le quitaba la compañía de su
primo y la dejaba más sola y más indefensa que nunca. Tenía que
huir de su casa, ingresar en el convento e iniciar su noviciado
cuanto antes. Algo le sorprendía de su propio triunfo, precisamente
en el instante que se sintiera perdida, sin voluntad para
resistir el tierno apremio de su primo, todo su ser invadido de un
calor y de una lasitud extraños, en aquella hora de la tarde. Más
que suya, pues, la victoria era de su primo, u obra de la casualidad
o del destino. Acaso el mismo Jesús la había salvado: ¿no tenía
aquello algo de la naturaleza del milagro? A cada iteración mental
de la escena, en su tormentoso insomnio, su actitud de abandono,
de total entrega a su primo, cerca del fin, se le precisaba
con más claridad, crecía en proporción a los demás recuerdos y la
envolvía como en una onda de sensualidad... Lo que realmente
había deseado ella en aquel momento — comprendió al fin— era
que Juan Antonio la estrechase entre sus brazos, fuerte, fuertemente,
hasta sacarle con el aire todas sus dudas y vacilaciones,
hasta reducirla a un solo ser, con un alma sola, o quitarle con la
vida aquella angustia. Ella había deseado abrazarlo también, sentirlo
entre sus manos, besarlo en la boca... ¡y huir! Huir de todo lo
que la rodeaba: sus padres, el ingenio, la casa, la gente, los esclavos.
Huir lejos, más allá de las montañas gigantescas que acorralaban
el valle. Huir...
Así, insomne y agotadas sus fuerzas hasta para cambiar más de
postura: inmóvil, la sorprendió el alba.
Oyó pisadas de caballos y voces: la partida. Juan Antonio cumplía su
palabra.
Ahora ella, a cumplir la suya. Y sin perder un día. Jesús acababa
de salvarla y le señalaba su destino. Mariceli creyó sentir que el Señor
no estaba muy satisfecho de ella.
Tras un pesado duermevela, despertó en pleno día, bajo la mirada
inquisitiva, casi hostil, de su madre. Rosario, detrás, la miraba con
miedo.
— ¿Te sientes mal?
— Me duele un poco la cabeza...
— ¿Vas a levantarte?
— ¡Toma! ¿Por qué no?
Doña Celia hubiera preferido que su hija se sintiera indispuesta.
Durante el desayuno, a solas con su esposo, había advertido en
el sombrío continente de éste y en sus gestos nerviosos, las señales
inequívocas de la tempestad. Mariceli, como tantas otras veces
había ocurrido, sólo con su presencia iba seguramente a desatarla.
La joven calló largo rato. ¿No sabía su madre sus hábitos piadosos?
Antes del desayuno ella rezaba, leía su Kempis, hacía su preparación de
ánimo para el día. La visita del primo había alterado un tanto su vida.
Salvada de aquella prueba terrible, tenía que volver con más unción que
nunca. Todo dentro de ella repelía la inquisición, la impertinente solicitud
materna.
— Si no te sientes bien, lo mejor será que te quedes recogida...
— Esta bien, mamá. Pero espere un momento: ¿quiere? Déjeme
hacer mis oraciones como siempre: sola.
— Te advierto, que si vas a seguir todo el día con ese tono, sería
mejor que no salieras de la recámara. Mira: Rosario va a traerte aquí
el desayuno. ¿Entiendes?
— Si, mamá.
Rosario, segura de no importunar a su amita, volvió casi enseguida,
sola sin el desayuno.
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— Rosario — dijo Mariceli— , vístete para que me acompañes al
pueblo. No puedo esperar hasta el domingo. Tengo que ver al padre
Remigio, y confesarme.
— ¿Se lo digo? — apuntó Rosario, por la madre.
— Díselo, y que Dios me ampare. Nadie ni nada podrá detenerme...
Padre e hija se toparon en la sala, diez minutos después. Por la puerta
principal entró él, al parecer casualmente. A esa hora casi siempre estaba
en los establos, vigilando el ordeño.
— ¿Dónde vas?
— Al pueblo. Voy con Rosario. Juan Carabalí me lleva en la calesita
vieja.
— ¿Y qué tienes tú que hacer en Trinidad, sola, a las ocho de la mañana?
— Voy a la iglesia, papá. Es un caso urgente de conciencia. No me
pregunte. Ya sabe...
— ¿Un caso de conciencia?
Pasó veloz revista a muchas posibilidades: ¿quién podía adivinar
lo que pensaba aquella cabecita «vizcaína»? Pero disimuló su confusión
y empezó a reanimarla casi amorosamente. A lo mejor, tratábase
de alguna querella pasajera entre enamorados, y él estaba perdiendo
su tiempo.
Mariceli pareció escuchar humildemente. Y cuando consideró que
su padre había terminado, avanzó hacia la puerta.
— No tenga cuidado — dijo— . Volveré enseguida.
La obstinación de la hija lo exasperó de pronto:
— ¡He dicho que no irás! — gritó.
— Tengo que ir, papá — fue la respuesta firme.
— He dicho que no...
— Es un caso de conciencia, le dije. Estoy pronta a obedecerle en
todo: usted lo sabe. Pero usted no querrá impedirme que cumpla este
mandato. Es lo único que le pido. ¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir, padre!
Un temblor nervioso entrecortaba sus palabras.
— ¡He dicho que no irás, ca...ramba!
La palabrota estalló como un insulto. Los invisibles testigos de la
escena y doña Celia, desde la puerta de su recámara, comenzaron a orar.
— Déjeme salir — repitió ella, avanzando siempre hacia la puerta.
— ¡Adentro! ¡A su cuarto! Basta ya de confesarionario y de hipocresías.
Lo que tenga que decirle al cura me lo dice a mí, que soy su
padre y tengo el derecho de saber lo que piensa. Ya estoy harto: ¿me
oyes?, y desde hoy vas a saber lo que es candela... ¡A su cuarto!
¡Mariceli!
Ya estaba en la puerta.
— ¡No me toque! ¡No me toque!
Con los ojos espantadamente dilatados, la mandíbula inferior como
saliente y por la boca entreabierta dejando jadear su pecho en convulsión,
densamente pálida, Mariceli hurtó el cuerpo a la amenazadora
garra del padre.
— ¡Adentro digo! ¡Caramba!
En varios esguinces felinos, sin quitar los ojos del rostro ya congestionado,
rojo de ira, del dominador, la rebelde hurtó una y otra
vez el cuerpo, sin separarse de la puerta.
El padre, más torpe, frustró un zarpazo y derribó algo que fue a
estrellarse con estrépito contra el suelo. Un jarrón sevillano, costosísimo.
Mezcláronse gritos y exclamaciones de los testigos, ya visibles:
la madre, doña Elena, Rosario, ma Irene...
Don Lorenzo quedó un segundo inmóvil.
Y Mariceli, insensible, ganó al fin la puerta y atravesó el portal
corriendo. Juan Carabalí la esperaba abajo, ajeno a todo.
Comenzó a descender los escalones. Pero sus piernas temblorosas
inspiráronle desconfianza, y una mano fue a asirse al remate esférico
de bronce, sobre la esquina de la barandilla...
Y por esa mano, en falso equilibrio, la agarró su perseguidor ya
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fuera de sí, convertido en la fiera humana de sus peores iracundias.
Tiró brutalmente del brazo y el cuerpo, vacilante, vino al fin a tierra,
sobre los escalones las piernas y la espalda, de plano contra el embaldosado
del portal.
Mezclando su incoherente discurso con las más indecentes palabrotas,
doña Celia como enroscada a su cuerpo y Rosario, en un
valiente esfuerzo por arrebatarle su presa, estorbándole también
los movimientos, don Lorenzo agarró como pudo a su hija y la
alzó en vilo, hasta inutilizar sus rebeldes sacudidas. Rectificó su
planta, se alejó de sí a la madre y a la esclava con interjecciones
furibundas y echó a andar hacia adentro. Desgarradas sus ropas,
sueltas al espléndido sol matinal las cúpreas trenzas de su cabellera
y brazos y piernas fláccidos, como desosada, Mariceli dejó
de hacer resistencia.
Pero el llegar a la puerta el amo no calculó su anchura.
Y la cabeza de su presa fue a chocar contra el marco.
Rosario dio un alarido salvaje, se lanzó de nuevo contra el amo y
le clavó las uñas en un brazo. Doña Celia ocultó la cabeza entre las
manos y se dejó caer de rodillas... De ambas volvió a librarse el amo,
pasó por la sala entre una doble fila de esclavos gemebundos, atravesó
la saleta, salió por el corredor y penetró en el aposento de la hija.
— ¡Que no me salga de ahí en una semana! — gritó al surgir, ya si
su carga, arremangándose los puños de su desgarrada camisa, para
apreciar mejor los arañazos que le infligiera la esclava. Rosario y doña
Elena traían ya a la madre, por el corredor.
De pronto, sus ojos saltaron de sus heridas al rostro bañado de
lágrimas de la esclava. Y rápido como el rayo le asestó un puñetazo
que dio con ella en tierra.
— ¡Para que aprendas a respetar la voluntad de tus amos, perra!
¡Prepárate para veinte azotes, que te voy a dar yo mismo...!
Siguió hacia el fondo de la casa y bajó por la escalerilla, al final
del corredor, hacia las caballerizas. A poco se le vio salir, látigo en
mano, en dirección a la enfermería.
Al fondo del barracón, la cabeza, las manos y los pies dentro de sendos
cepos, el fugitivo reincidente esperaba su castigo. Una vieja esclava
leprosa, acurrucada junto a su cabeza, recogía con sus dedos
deformes algo amarillento, del fondo de una cazuela ennegrecida y
rota, y se lo aplastaba contra la boca.
— ¡Caniquí! ¡L’amo!
El esclavo, con una contorsión violenta que hizo crujir los cepos,
logró levantar la cabeza.
Y en sus labios belfos, embadurnados de maíz, volvió a aparecer
la doble hilera de dientes, en la sonrisa eterna...
Algo, como el estallido de un cohete, resonó en el vasto barracón.
Cuando salió de la enfermería, agotado, exhausto: sus ropas y hasta
su rostro cubiertos de salpicaduras sangrientas, el látigo empapado
de sangre colgando en la diestra rendida, oyó de labios del
contramayoral que sus órdenes estaban cumplidas...
¿Cuáles órdenes? Pronto las echó a ver. Al centro del batey, amarrada
a un poste, lo esperaba Rosario, la mulatica fiel. Su torneada
espalda mostraba al sol la delicadeza de su piel morena y
sonrosada. Debajo, medio ocultos en una contorsión de pudor,
los hermosos pechos acusaban su graciosa curva. Una turba de
esclavos esperaba con impaciencia mal disimulada el sabroso espectáculo...
Ésas habían sido sus órdenes. Se esperaba por él.
Se acercó a su víctima y la contempló por largo rato. La belleza
de la esclava, lejos de enternecerlo, prendió nuevos furores a su
rencor. Había hecho mal en agotarse de aquel modo con la otra
mala bestia.
Pero no podía más: no tenía fuerzas. Sus ropas, sus manos, su pañuelo,
tanta sangre comenzaba a repugnarle un poco. Valía más desistir.
35
— ¡Suéltenla!
La esclavita no lo entendió enseguida. Pero cuando se convenció
de que su Virgen del Rosario había operado el milagro, y la última
vuelta de la soga dejó libres sus muñecas adoloridas, la gratitud venció al
pudor: cayó de rodillas y juntando las manos sin preocuparse de su seno
desnudo, prorrumpió en sollozos.
— ¡Dios lo bendiga, mi amo! — balbucleó— . ¡Dios lo bendiga!
Don Lorenzo salió precipitadamente, en dirección a la casa.
V
Soledades
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de grandes obras públicas, o de frecuentes contrabandos de esclavos,
ora dando rienda suelta a todos los vicios. De ese ficticio Pactolo
extraían sus innúmeros secuaces pingües beneficios. Y su gobierno
adquiría a distancia el prestigio de un falso espíritu progresista. Negros
y negreros, herederos manirrotos y usureros, la iglesia y los
tahúres, las grandes familias de los saraos espléndidos y las dueñas
de prostíbulos. víctimas y victimarios adulaban y aplaudían sin discrepancia
al listo gobernante mientras los agricultores, industriales y
comerciantes prudentes y honrados, veían crecer vertiginosamente
sus créditos incobrables, y la isla entera se plagaba de vagos, ladrones
y asesinos impunes, familias deshonradas y arruinadas por el
juego, la usura, el celestinaje y el fisco; y aventureros convertidos en
insolentes personajes de la noche a la mañana rebajaban la cultura
general del país con sus groseros hábitos.
Juan Antonio Luna se enardecía diaria e inútilmente, entre sus
amigos más jóvenes, glosando y comentando la terrible realidad. Pero
los viejos enfriaban sus ardores. Nada inmediato ni radical se podía
hacer contra aquello. No había dinero. Los conspiradores tiraban siempre
cada uno por su lado. Era imposible orientar la opinión pública, por la
persecución y el soborno oficiales contra todo intento de prensa seria y
libre. La oposición se desangraba en el panfleto procaz o degeneraba en
criminosas supresiones de tal o cual esbirro sanguinario pero insignificante...
«Es cierto, es cierto — murmuraba para sí el joven— , pero Miranda y
Bolívar; Hidalgo, Morelos, San Martín, Sucre, Páez: todos ellos tropezaron
con lo mismo, ¡y vencieron!»
La fiesta de Nochebuena fue ese año en La Habana un frenesí de
alegría.
Juan Antonio fue huésped de uno de sus viejos maestros. Alrededor
de la venerable figura del gran patricio, reuniéronse hasta cuarenta
descendientes, entre hijos, nietos y biznietos. El vasto palacio
de la calzada del Cerro resultó pequeño para contener tanta gente
bulliciosa y feliz. A la mesa central, que se extendía de un extremo a
otro de la saleta y bajaba después hasta la mitad del zaguán, sentáronse
ochenta y dos personas...
Solitario entre tanta gente, pensando en los tugurios miserables
que había visto esa tarde, a lo largo del camino desde su casa — su
cuarto de estudiante, en la calle del Inquisidor— y en la turba de
chiquillos harapientos y famélicos que a su modo disfrutaban de la
fiesta, invadiendo el portal y trepándose por los horcones como
simios, a despecho de las espantadas y zurriagazos que de cuando
en cuando salían a darles los criados; pensando en su pobre madre,
solo acaso con su criada allá en su casita de Trinidad, y en Mariceli;
sin saber por qué, Juan Antonio Luna llegó a una extraña conclusión,
que nadie le oyó repetir después:
«Mientras la institución de la familia — musitó para sí— tenga
esta preponderancia abrumadora, la democracia y la república serán
vanos mitos entre nosotros.»
En la casona somnolienta del ingenio Manacanacú, el tifón doméstico
de aquella pura y transparente mañana de octubre fue olvidándose
también, poco a poco.
Apenas repuesta de su «fiebre inflamatoria» — en el decir científico
de los médicos— , Mariceli fue con su madre a Trinidad y estuvo
una hora ante la rejilla del confesionario. El padre Remigio, como
otrora lo hiciera el buen padre Reguera, le censuró blandamente su
rebeldía ante la autoridad paterna, pareció no darse por enterado de sus
más íntimas y dolorosas confesiones — acaso por su invencible incoherencia
y sus sollozos a exponerlas— , y le impuso harto leves penitencias, en
rezos y devociones.
La pecadora pareció resignarse.
Pero ese día resurgió en su cerebro, con renovado apremio, la idea
de obtener más aislamiento dentro de su propio hogar.
37
Su madre, Rosario y hasta la indiscreta anciana ma Irene
antojáronsele intolerables, con su profana inquisición sobre los detalles
más íntimos de su fracasada peregrinación. ¿Por qué tenía
que dar cuenta a todo el mundo? ¿Cómo podía explicar que el confesor
no hubiese prestado atención a sus ruegos, que nada concreto
le dijese sobre su ingreso en un convento, si ella misma no lo entendía?
La vieja esclava, delante de su madre, se permitía burlarse
de su vocación.
— ¡Na, monja na! Aquí en tu casa, con tu padre y tu madre. Monja
na. Tú no sibbe pa monja. Tú ta loca...
Tuvo que fingir un escalofrío y meterse en la cama, para quedarse
sola. Pero su aparente recaída no hizo más que empeorar su situación.
Volvieron los médicos...
Los preparativos para las fiestas de las Sagradas Reliquias, después
de Difuntos, devolviéronle al cabo su calma. En el cementerio,
frente a la tumba de su hermano Lorencito, su padre la había abrazado
y besado en la frente. Era la reconciliación. Sin palabras. Las de
ternura no las oyera nunca Mariceli en sus labios.
La tía Elena volvió al ingenio en diciembre, cerca de Nochebuena.
No la oyó mencionar ni una sola vez a su hijo.
Cierta fría reserva, aun en su propia madre, creó a su alrededor
como un vacío, una escisión inexplicable en su existencia, entre su
pasado reciente, hasta la última visita de Juan Antonio, y los días
posteriores. Se le hablaba con un respeto extraño, mezcla de lástima
y temor. Y su presencia producía siempre como una pausa y un cambio
de ritmo en las conversaciones familiares.
No apeló a su espionaje disimulado de antes, sin embargo.
Asediada por las imágenes impresas en su memoria por el brusco
desenlace de sus cavilaciones de tantos meses, alrededor de su matrimonio
y de Juan Antonio, las precauciones de los suyos no hicieron
otra cosa que agravar su ensimismamiento. Soledad y quietud era
todo lo que necesitaba. Volvió a sus libros: ahora con preferencia a
los portafolios geográficos y narraciones de viajes, de la biblioteca
de su padre. Una Guía de París la entretuvo apasionadamente varios
días. ¿Habría realizado Juan Antonio al fin su viaje?
Llegó Navidad. Hubo fiesta de Nochebuena, como todos los años,
con bailes y jolgorios entre la negrada. La alegría de los pobres esclavos
reanimó su espíritu. Halló un placer nuevo en colmarlos de
atenciones y regalos. Y hasta sus cómicas alusiones ingenuas a las
cosas divinas, produjéronle acres hilaridades, seguidas de algunos
padrenuestros y avemarías de descargo, por su soberbia al reirse de
aquellas inocentes creencias.
Preguntó por Filomeno, casualmente.
Y la vívida imagen del prisionero la sacó de un empujón de la
realidad, para hacerla vivir una vez más las horas de aquella tarde
inolvidable.
— El amo lo mandó al hospital de Trinidad — informó alguien.
— Le pegó tan duro y lo dejó tan malo — musitó a su oído Rosario—
que le cogió después lástima. Por él me salvé yo, niña Mariceli:
¿no lo sabe?
La joven oyó sin entender. Castigos, lástima, hospital... En nada
difería el caso de los demás. Pero a ella y a Juan Antonio su padre les
había dejado entender que no castigaría a Caniquí. ¿Había hecho otra
de las suyas el esclavo?
Dejó al fin su ensoñación y formuló una pregunta.
La emoción del gran día soltó la lengua a la esclava. Por orden de
la señorita, nada le había referido a la niña Mariceli de su milagrosa
escapada, ni de su gran vergüenza....
Mas ya todo, a ella misma, le parecía menos horroroso. Estaban a
la vista de la casa, y fuera del alcance de oídos indiscretos. La Virgen
del Rosario, que la había oído en su doloroso trance, le perdonaría
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seguramente su desobediencia. Ella no podía ocultarle nada a su amita.
Mariceli absorbió la emocionada narración como un tósigo que le
inyectaran en las venas. Había perdonado a su padre, culpándose a sí
misma, conforme le prometiera a su confesor. Pero lo que Rosario le
contaba hacía crecer su culpa abrumadoramente. No había proporción
entre ésta y sus insignificantes penitencias, impuestas por el
padre Remigio. ¿Cómo era posible que su confesor conociese todos
los hechos y nada le dijese? ¿Qué privilegio disfrutaba ella, ante un
ministro del Señor, para la remisión de sus gravísimos pecados? Acaso
por ser hija de quien era...
La audaz idea se le clavó en el fondo de su conciencia.
Su confesor era otra víctima del poder maléfico de su padre.
Y la salud de su alma — su propia salvación— estaba en sus manos.
En lo adelante tendría que señalarse ella misma sus penitencias.
La gran fiesta de la noche cayó sobre su corazón como el chubasco
invernal de aquella tarde gris de diciembre sobre el granito del portal.
En los primeros días de enero, conforme a la costumbre tradicional, las
familias regresaron a Trinidad.
Doña Celia no pudo sustraerse a todas las invitaciones que para
recibos y saraos llovieron sobre la casa de la calle Real. Desde la
ventolera de su esposo por casar a la hija, se había visto obligada de
nuevo a aquel trueque de compromisos. Y luego él mismo, con la
brusquedad de todas sus decisiones, hubo de echarle en cara que visitaba
demasiado...
Pero ella en su íntimo ser no se engañaba. Aquella señoras de la
villa no le perdonarían jamás su fácil conquista de Lorenzo de Pablos,
su salto de habanera huérfana y recogida por caridad en casa de una
prima, a esposa de uno de los hombres más ricos de toda la región
central de la isla.
Se excusó lo mejor que pudo. De ésta, enviándole con Rosario
una salvilla de naranja pilada, o de piña de almendras, o de manjar
de lima, hechura de sus hábiles manos, antes con el consejo y
ahora con el despechado refunfuño de la vieja ma Irene, que todo
lo hallaba pasado de punto, o desabrido, o duro, o aguado: hasta
que se le dejaba hacer algo a ella. De la otra, con un bordado, dos
botellas de legítimo vino del Rin, o de champán del Ancla, una
nueva estampa milagrosa o un rico encaje, expresamente comprado
en las tiendas de los catalanes, de modo que antes de recibirlo
en la bandeja de plata que a ese fin llevaba Rosario, la interesada
lo supiese por su esclava de confianza, quien lo oyera del tendero
de comestibles, enterado a su vez de la compra por su paisano el
de la mercería de la calle de Gutiérrez, que sabía y hablaba inmediatamente
de todas las ventas importantes, propias y ajenas, en
su giro.
No de todos los compromisos pudo evadirse, desde luego. Y
Mariceli recibió orden de vestirse para acompañarla a una visita de
onomástico. Doña Luciana, la madre de Rosita Malibrán, celebraba
su santo y el de su hija Lucianita con una reunión familiar de tarde,
sin pretensiones. Rosita era señalada por las malas lenguas del pueblo
como una marisabidilla irreverente y una coquetuela. Para ellas, sin
embargo, había sido siempre cariñosa y sincera. Madre e hija estaban de
acuerdo un poco en aquella resistencia a la murmuración corriente. No
podían faltar a la fiesta de la buena señora de Malibrán.
Por la mañana de ese día, en el patio grande de los esclavos, Mariceli
había tenido un encuentro inesperado.
La vieja ma Irene, con sus aspavientos de costumbre, la había dejado
con la palabra en la boca para ir corriendo y abrazarse llorando
a un recién llegado, un pardo achinado, alto, esquelético, los ojos
hundidos en un rostro color de ceniza, con más de aparición macabra
que de ser humano.
Era Filomeno.
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Mariceli ensayó una torpe explicación, para salir peor: deprimida
y profundamente descontenta de sí misma.
Su primer impulso hubo de ser el de humillarse, sí: el de descargar
su conciencia. Ella había intercedido en su favor, y obtenido la promesa
paterna de que no se le castigaría.
Pero la expresión de aquellos recuerdos le quemaba los labios. La
mención en alta voz del nombre de su primo la dejó aturdida. Y sin
darse cuenta de ello descubrió su indignación recóndita contra el
padre, el amo.
Tuvo que soportar entonces una humillación que no esperaba. Ma
Irene le echó en cara su error: el amo era bueno. Caniquí había sido
atendido en el hospital por encargo del amo, y hasta caldo de gallina
y vino blanco le habían dado. Ahora no volvería Filomeno al ingenio.
Venía a la casa de la calle Real como criado, y a aprender oficio.
En el hospital ya había estado trabajando como peón de carpintero y
de albañil. El amo era un santo...
Y Filomeno, al callar a su abuela para defenderla a ella y expresarle
su gratitud queriendo besarle la orla del vestido, acabó de
desconcertarla. En todo el día se había respuesto de su malestar.
A la caída de la tarde, ya vestida y en espera de su madre, Mariceli
fue a sentarse junto a uno de los arcos de la saleta, mirando al patio.
Con sus varios meses de vastos horizontes, allá en los corredores de
la casa vivienda del ingenio, la exigüidad de aquel patiecito le oprimió
el corazón.
Sobre el tejado de los cuartos del fondo, alzábanse los altos muros
del convento, con las ventanucas de sus celdas en simétrica fila. Graves
campanadas, anunciando rosario y sermón, resonaron dentro de
sus oídos con extrema fuerza.
Así, oyendo campanadas y el eco de los cánticos en la iglesia, y
aspirando a veces el místico perfume del incienso que bajaba hasta el
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patio, se habían deslizado muchos días de su niñez lejana. Entonces aquella
abertura trapezoidal, con sus arrietes de albahacas y vicarias y su mata de
aguacate, no le parecía pequeña, ni triste. El gran traspatio lateral — el de
la cochera y los cuartos de criados— con sus copudos árboles y su piso
de tierra, era entonces tan vasto para ella como el batey del ingenio. Todo
parecía transformado ahora de sus ojos adentro, puesto que lo reconocía
igual. Lo mismo le sucedía con las personas, con las palabras que escuchaba
de los otros. Hasta su noción del tiempo había perdido la exactitud y
claridad de antaño. Lo hacía todo con excesiva lentitud o con premura
innecesaria.
Cuando su madre salió de su habitación, la halló en el mismo sitio,
inmóvil, llorando copiosamente y sin sollozos.
— ¡Qué cara: qué cara para presentarse en una casa de visita! Pero
vamos a ver: ¿por qué llorabas?
— Por nada, mamá, no sé.
— ¿Te sientes mal?
— No.
— Entonces vamos, andando...
La caleza las esperaba ya, abierta la gran puerta de hierro, sobre el
zaguán, y la de éste a la calle.
A pesar de la hora temprana, densos nubarrones que alteraban el
horizonte, borrando la sierra, fingían un crepúsculo lívido, de tierra
fría. Calle Desengaño abajo, sobre cuyo abrupto empedrado de redondos
guijarros los bríos del caballo guía perdíanse en ruidosas e
inútiles piafadas, la calesa rodaba entre una doble fila de casas cerradas
e indiferentes. La gente del trópico recibía el conato de invierno
con hostilidad manifiesta. Los escasos peatones eran sólo esclavos,
estrafalarios portadores de capotes y abrigos viejos.
Mariceli sintió un impulso irrefrenable de apretarse contra su madre
y hablarle de sus tribulaciones...
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No, no le gustaba su traje. No estaba acostumbrada a verse con
vestido de invierno. Prefería sus tarlatanas y muselinas a aquella
seda tiesa y rechinante, aunque a su madre le pareciese tan rica.
Pero el vestido era lo de menos. No iba a la fiesta a gusto, porque
prefería quedarse en casa. Sabía que no iba a divertirse, sino a sufrir.
Rosita misma no dejaría de mortificarla con sus preguntas burlonas.
La llamada «sor Mariceli» a ella, y a su primo «fray Juan
Antonio de la Luna»...
Era la primera vez que pronunciaba el nombre frente a su madre, y
enmudeció de pronto. Su madre, por fortuna, no hizo hincapié sobre el
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temido asunto, sino que repitió por vez enésima sus generalidades: la
necesidad de ser obediente y sumisa con sus padres y con su confesor.
Su traje estaba muy bonito y seguramente se divertiría en la fiesta.
Un salto de las enormes ruedas sobre las lisas y pronunciadas piedras
de la calle, la obligó a separarse un poco de su madre, para recobrar el
equilibrio.
Y no hablaron una palabra más en el resto del trayecto.
— ¿Cómo pasé mi día de Reyes? ¡Bah! Como cualquier otro día...
Le hablaba Rosita Malibrán, con su locuacidad de costumbre. Estaban
en pequeño grupo, amigas de confianza, con la ventana de la
calle cerrada, por la frialdad de la tarde. Nada distraería a la joven de
su parlero egotismo:
— Me levanté a las nueve. Hacía frío, ¿verdad? Pero... ¡señor! ¿Y
esos malditos tambores y cornetas que alborotan la calle? ¡Tate! Me
había olviado que era seis de enero: las patrullas pidiendo sus propinas
de costumbre. Me salí al patio, a ver mis arriates. Corté para mí
una rosa de Jericó, unas tulipas y un clavel blanco. Y unas siemprevivas
y marañuelas para Juanita, en el convite de su tío. Almorcé a
las nueve y media. Y al espejo... Ya saben ustedes...
— ¿Y tu cascarilla del Bayamo? — preguntó una amiga.
— ¡Ni me hables de ella! Tuve que tirarla. He vuelto a la de caracol,
que no me levanta el cutis. Y leche virginal, y agua de damas. Y
los cartoncillos de carmín y la pomada roja para los labios, aunque
rabien las comadres. Me río yo de lo que dicen por ahí de mis colores.
Mi pomada de franchipana para el pelo, y con no poco trabajo
me hice el condenado crespo de Venus este, que con el viento de
estos días no hay modo de conservarlo. La peineta de brillantes. Estas
peinetillas de los lados... ¡Y a misa de Dolores!
— ¡A qué hora! — comentó Mariceli.
— Entré cuando ya habían comenzado, naturalmente. Alboroté
medio templo con mi llegada. Los hombre saludándome..., algunos
que ni conozco. ¡Qué pesados! En esto, que el negrito pone la alfombra
torcida, y el taburete a medio ganchete. ¡Ya ustedes se imaginan,
si me caigo piernas arriba a media misa...!
Una risotada general acogió su mímica del posible percance.
— Me puse nerviosa y marché al negrito pegándole con el abanico.
¡Qué escándalo el de algunas beatas! Me arrodillé enseguida y haciendo
que me persignaba me enderecé el crespo, que con la pugna del
condenado negrito más parecía moco de pavo, caído así sobre los ojos.
Repasé cuantos estaban en la misa. Tiburcio hacía el devoto en un rincón,
pero no dejaba de mirarme. El vecino don Genaro — que luego viene
con su tonel de señora y la escuálida Domitilitica— con una gruesa
camándula en una mano, se daba fuertes golpes de pecho, cada vez que
se daba cuenta que yo lo miraba. Froilán... ya calcularán ustedes me
descubrió enseguida. Vino a colocarse en el escaño del altar de San
Francisco, muy cerca de mí. Durante la misa me habló de las que estaban
en el templo, y de la representación de anoche en el circo de la calle de
la Gloria. El eterno Piculín. Y la Piculona, como le llamo yo a la mujer.
Me dijo Froilán que Serafina Pomares iba anoche como prendida por
los enemigos... ¡Qué Froilán! Y en esto: ¡la campanilla! Si no es porque
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la oímos a tiempo, hubiéramos sentado plaza de irreveren-tes. Pero ese
Froilán... Ya saben ustedes. Eran con ésas las once y como por ser
fiesta de dos cruces no tenían las tiendas abiertas, sino los postigos, no
pude entretenerme con los mozos catalanes en revolver sus estantes de
encajes y tules. Pero al pasar por casa del francés que vende prendas
— ¿no han ido a verlas?— me bajé a probarme no sé cuántos collares,
aretes y sortijas. No compré nada, desde luego, y me fui a dar un par de
vueltas por los cafés. A las once y media me aparecí en casa de Serapia...
Ella les contará. ¡Qué tertulia! Si se entera Froilán me arma camorra de
seguro. Había allí un oficialito llamado Demetrio, con quien coqueteé de
lo lindo. ¡Qué tontos son los hombres, caramba!
— ¿Dónde fuiste por la tarde?
— Muy aburrida, como siempre. La Playa. Un pedante majadero
me regaló el oído con una disertación sobre la materia del espíritu
atractivo y retroactivo del imán... ¡Qué sé yo! Todo para decirme
que yo era como el imán para él. Y de la carcajada que le solté creo
que entonces si se quedó de acero. Por la noche fuimos al teatro.
Pero ni me enteré de lo que daban, porque me pasé conversando
toda la noche con Froilán. A poco de llegar a casa, una serenta. Ni
sé todavía quienes eran. La patrulla los disolvió enseguida. Y a las
doce, de falondres en la cama. ¡Conque ya tienen ahí ustedes mi día
de Reyes!
Con todo, la charla incontenible de Rosita no fue lo peor que sufrió
Mariceli aquella tarde. Parlera, como siempre, fue sin embargo tan
discreta que ni una alusión le hizo a su fallido noviazgo.
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Las otras no hablaban tanto de sí mismas, pero querían saberlo todo
de ella. Preguntáronle sin respeto alguno por «su novio» y su «matrimonio».
Y de nada valieron sus evasivas. ¿Por qué novio le preguntaban, si ella no
había tenido nunca por tal a su primo? ¿Quién la había oído a ella hablar
de matrimonio?
Los comentarios agravaron su enojo.
— ¡Pues mira que meterte a monja por esa «piedra» de tu primito!
— ¿No sabes que estuvo enamorado de Luisita Echerri?
— El año pasado le dio una serenata a Serafina Irrirragorri.
— Parece que quiere enganchar de todos modos una heredera rica.
— No seas tonta, muchacha. Si uno se va, otros quedan...
— Él debe de tener «algo» en La Habana, desengáñate. Una de
esas mulaticas libres, que vuelven tarumba a los jóvenes blancos.
— Dicen que esas mujeres son terribles...
— ¡Como que matan a los hombres, por celos!
La llegada de nuevas visitas la salvó del tormento. Por largo rato
estuvo junto a la festejada, entre las señoras.
Comenzó la exhibición de talentos artísticos: los mismos de todas
las reuniones de la villa. Mariceli se negó resueltamente a cantar una
vez más cierta canción que le había ganado aplausos en otras reuniones
familiares. Tenía una voz sin cualidades brillantes, pero dulce y
bien timbrada, que manejaba con perfecta entonación y buen gusto.
Y aleccionada desde niña por Doña Celia de Arriaga, que fuera en su
juventud buena pianista, tenía su pequeño repertorio de estudios, canciones
y piezas de baile. Tocó una mazurca, apremiada con la mirada
por su madre, y dejó enseguida el piano.
Furiosa contra sí misma, sin embargo, por su desconcierto ante la
mirada de todos y su torpeza al excusarse, aceptó salir a bailar con un
oficial del batallón de Tarragona, guarnición de la plaza: el militar,
de seis pies de estatura y torpísimo en la cubana contradanza, agravó
de modo inesperado su sensación de ridículo.
Una carcajada de Rosita Malibrán la hizo perder el compás... Quedó
como colgando en los brazos de su gigantesco compañero, que
dio un traspiés desairadísimo y acabó por asestarle un pisotón de
marca.
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Cuando logró librarse de él, exasperada, dejó un puñado de cabellos
rubios en uno de los botones relucientes de la chaqueta del oficial...
Al regreso no quiso cenar. Un fuerte dolor de cabeza la obligó a
acostarse sin una sola oración.
Veinte días después, allá en su cuarto de estudiante, Juan Antonio Luna
tuvo en La Habana noticias de la fiesta. Doña Elena sólo supo que la
primita había asistido a la reunión — de lo que se vio ella privada por su
estado de salud— y que había cantado, tocado el piano y bailado toda la
tarde con un apuesto oficial del batallón de Tarragona, muy disputado por
cierto entre las muchachas. Su madre nunca le hablaba, naturalmente, del
origen de sus informaciones. Ni a él se le ocurrió preguntárselo. Pero sus
cartas resultaban minuciosas y vívidas crónicas de toda Trinidad. Todavía
olvidaba o suprimía mucho la cronista, muy oronda de su buena letra y
fácil escritura, del caudal inagotable que su fiel esclava Petra le traía
constantemente, de todos los hogares de la villa.
Del mediodía que la recibiera, a la hora de prima noche en que salió
para un baile a que estaba invitado y esa mañana misma no pensaba
asistir, Juan Antonio leyó la carta cinco veces.
A él no le importaba, desde luego, que su prima fuese a misa o a
un baile. No podía importarle. Lo que le sobraban a él en aquellas
grandes fiestas sociales de La Habana, a que podía frecuentemente
asistir y no asistía, por consecuencia de sus tristes ideas sobre la situación
de Cuba, eran mujeres. Mariceli, al cabo, no era una belleza
extraordinaria.
Pero que tocara el piano y cantara en casa de la viuda de Malibrán,
cuando delante de él no accedió a hacerlo en quince días de ruegos, y
que hubiese bailado toda la tarde con un oficial nada menos: con un
«godo»...
Casualmente esa noche tuvo un restallante cambio de sardónicas
cortesías con un teniente de la armada, que se permitió una galantería
inoportuna con su compañera, a quien le hablaba en aquel momento
de la volubilidad femenina. Y sin considerar que comprometía con
ello a la familia cuya generosa hospitalidad disfrutaba, recitó más tarde
ciertos versos del poeta José María de Heredia, considerados subversivos.
Sus amigos, por prudencia, lo acompañaron hasta la puerta de la casa
de la calle del Inquisidor. A la mañana siguiente, muy temprano, lo llevaron
casi a la fuerza hasta la villa de Guanabacoa, donde debía permanecer
algún tiempo, mientras se olvidaban los incidentes del baile. Juan Antonio,
aburrido de su cariñoso cautiverio, resolvió al cabo de algunas semanas
que debía pasar sus vacaciones de Semana Santa en Trinidad.
El capitán general concedió al fin audiencia al caballero en cuya casa
tuvo lugar el escándalo, se enteró de la formal promesa del provocador,
de ausentarse por algún tiempo de La Habana, y mandó archivar el sumario,
sin más trámites.
Nada se supo en Trinidad, naturalmente, del percance ocurrido al joven
abogado.
Doña Celia rogó y ordenó en vano a su hija que la acompañase a
otra reunión familiar, el día de santa Jacinta, a fines de enero. Jacintita
Fernández de Lara se había destacado entre las que con más hipócrita
saña la mortificaron en la fiesta de los Malibrán. Mariceli formó
resolución de no ir más a bailes ni reuniones y así lo hizo saber a su
madre, sin otra explicación que la de su reiterado deseo. Su vocación
por la vida religiosa se acentuaba día a día, a despecho de la poca
atención que se le prestaba. Y ya que ni ella ni el padre Remigio
parecían estar dispuestos a ayudarla a realizar su anhelo, no era justo
que se la obligase a ir a fiestas mundanas, donde ella se sentía francamente
a disgusto.
El día de la Candelaria, sin embargo, doña Celia insistió.
El último verano — en agosto del año 30— recordó Mariceli que
había asistido a las fiestas para la colocación de las tres campanas
nuevas, en la ermita del Río de Ay...
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Pero era con la Candelaria, a principios de febrero, cuando el pueblo
se trasladaba en masa al pintoresco caserío, a cuatro leguas de la
villa. Los que estaban sin bautizar, en todo el partido, recibían ese
día las aguas purificadoras, en la pila de la modesta capilla. De los
doscientos y pico de duros que se habían colectado para la fundición
de las campanas y su colocación en el sacro lugar, Mariceli recordó
que había aportado más de noventa, sacados a su padre y a varios
caballeros amigos de la casa. El párroco se decía pariente lejano de
su padre, y pareció tomar en serio su vocación monástica. Fue un
período jubiloso y feliz de su vida, el que cerrara aquel gran día...
Sentada en la saleta, frente al patiecito central, Mariceli evocó una
a una las escenas del año anterior, confundiendo las de aquel día
tradicional — el de la Candelaria— con las del último verano. Y mientras
ella, inmóvil, vivía en sus recuerdos, los ruidos alegres de la
calle anunciaban que el pueblo disponíase a repetir actualmente los suyos,
exentos de melancolía.
Representóse la soñadora, inmóvil, la algazara del viaje. Ricos y
pobres confundíanse en la enorme cabalgata: aquéllos en sus
volantas relucientes, éstos a pie, entre tantos otros a caballo, en
vehículos de toda catadura y a lomo de todas las bestias: mulas,
borricos y hasta bueyes. De cuando en cuando y sobre las carcajadas
que no dejaban de escucharse, como la gritería de los muchachos
y las llamadas de las madres, elevábase una hermosa voz, o un
dúo, o un bien llevado conjunto, con acompañamiento de guitarras. Y la
gente callaba, deleitada o paciente, para estallar después en aplausos o
silbidos. Un cohete intempestivo, obra de la impaciencia de algunos,
sembraba por un momento la confusión entre las caballerías asustadizas.
Y seguía siempre la cabalgata, bajo un sol de fuego, por la orilla retorcida
del río, sobre una alfombra de bejucos que en pocos días cerraban otra
vez el paso con su invencible crecer continuo en aquel ambiente húmedo
y cálido de las gargantas trinitarias: el anamí, el apasote, la artemisa; el
cundiamor cuajado de pequeños frutos de un ocre ofensivo; la peonía
como llovida de puntitos rojos... A derecha e izquierda, sombreando a
veces el río con sus audaces ramas, las enormes ceibas, los algarrobos,
las guásimas; las enhiestas palmas cerca y lejos; todo el campo suyo. Y
abrazadas a los fuertes troncos, en tupido follaje de todos los verdes,
rosas y violados, el coralillo, el bejuco azul, las campanillas, los crotos
multicolores y magníficos, el embeleso...
Después, la llegada: las campanas a vuelo, la pugna ensordecedora
por reunir en grupo los impacientes dispersos y conquistar
lugar para la acampada del día; el vocerío alrededor de las peleas
de gallos, de los juegos de ruleta, boliche o perinola, sin contar la
indispensable lotería en beneficio del culto, y los gritos de los vendedores
ambulantes, con sus tableros de panetelas y bizcochos y vasos
de ponche y de agualoja. Alrededor de las endebles mesitas de tijera
la gente circulaba atropellándose y los muchachos perseguíanse sin
cesar, mientras los bozalones pregoneros de «bicocho» y «agualó»
sólo parecían preocuparse de las moscas. Dentro del reducido templo
los que iban llegando cerraban el paso a los que ya querían
salir, manteniendo sin embargo un silencio respetuoso, entre codazos,
empujones y furiosas miradas de reproche...
La madre preguntó por la vez última: aún era tiempo. Domingo, el
calesero, esperaba órdenes.
Mariceli movió lentamente la cabeza, de un lado a otro.
No: no iría a Río de Ay. Su sentido más hondo de la religión, a medida
que se le negaba el derecho de expresarlo con actos y no vanas penitencias
pueriles, le avisaba que en aquella excursión de la Candelaria — como en
tantas otras fiestas de la villa— más había de pagano entusiasmo por la
vida, por el mundo, por los apetitos vulgares de la carne, que de verdadera
piedad cristiana.
— No, mamá: no voy. No puedo ir.
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Y doña Celia, que antes de la muerte de su hijo no solía faltar en la
excursión alegre, le agradeció la negativa. Sólo por animarla a ella se
había prestado a ir.
Al fin, con la entrada de la cuaresma. Mariceli descubrió un objetivo
determinado, transacción mínima de su gran deseo: tendría una capilla,
un oratorio. Una celdita para ella sola, allí dentro de su casa. Su
antiguo cuarto de juguetes servía admirablemente para la realización
de su propósito. Más de un altar había elevado ella en aquella habitación
siempre llena de trastos viejos y cosas inútiles, a la que
pomposamente había oído llamar siempre «el cuarto de juguetes de
la niña». Sus juguetes, en realidad, apenas habían ocupado el espacio
entre la única ventana, dando al patiecito central, y la puerta de acceso
a la saleta. Ante su último altar de niña — que reportárale días y
días de entusiasmada labor— hubo de concebir, entre devota y melancólicamente
apiadada de sí misma, su magnífico proyecto de un
verdadero altar, con su crucificado de talla y buen tamaño, y cirios
de verdad, para encenderlos cuando quisiera. El pabilo quemado de
sus velitas de juguete le había costado siempre regaños. Ahora tenía
ella discernimiento para que no le gritaran que estaba «jugando con
fuego» y que iba a prender la casa.
El «cuarto de juguetes de la niña» era el menor de los que formaban
el ala derecha de la casa, contiguo a la saleta-comedor, con una
puerta a ésta y una ventana única al patio central. La comunicación
con la habitación posterior, que cerraba el ángulo derecho superior
de la casa, había quedado obliterada después de desocuparla las nodrizas
de Lorencito y de la Vizcayita; las únicas esclavas que durmieran
en la parte interior de la casa hasta que Mariceli obtuvo igual
gracia para Rosario. Pero Rosario, a pesar de tener asignada como
suya la otra habitación del fondo, junto a la cocina, traía todas las
noches su cama portátil al aposento de la derecha de la sala, lista
siempre a la llamada de sus amas, que dormían en el segundo aposento.
Don Lorenzo tenía por territorio propio el aposento a la izquierda de la
sala, la recámara y las siguientes habitaciones: toda el ala izquierda de la
casa.
Al extremo derecho de la vasta saleta-comedor, se cerraba por las
noches la única y gran puerta blindada, provista de un enorme barrote
transversal, que comunicaba el recinto propiamente dicho de la
casa de los amos con el gran patio lateral, caballerizas, cocheras y
cuartos de criados. La puerta blindada abría al zaguán de la casa, donde
la calesa o la volanta, lista para salir, esperaba a los amos. Y sólo cuando
éstos se acomodaban en el vehículo escogido y daban la orden, se abría
la portaza exterior del zaguán, frente al callejón del Guaurabo, un esclavo
para cada pesada hoja. Para lo demás del servicio sólo se abría el postigo,
inscripto en una de las hojas.
La celda en proyecto reunía, pues, positivas ventajas de defensa
contra la profana curiosidad de todos. Una pequeña ventana alta,
casi junto al techo y protegida por gruesos barrotes de hierro, completaba
la ilusión. El ventanuco daba a la cochera y fuera del alcance
de un hombre. Por ese lado nada había que temer. La misma
puerta blindada — connotación inevitable de defensa contra posibles
«jacqueries»— se cerraba más por temor a las corrientes de
aire que a la bien probada servidumbre. Y casi nunca se le echaban
la barra transversal o el cerrojo. No era de los infelices esclavos
que Mariceli pensaba en defensa, sino de sus propios padres...
Pero no era conveniente hablar a los otros de sus íntimas razones.
Y Mariceli halló pronto otra más propicia a la ejecución inmediata
de sus planes. Primero había que conquistar a la madre. Con el padre
no vio otro medio más seguro que presentarle los hechos consumados.
Contaria para ello con su madre, si de modo tácito.
Al cabo, era verdad «verdadera» que en la casa de la calle Real
no había propiamente capilla, como en la de vivienda del ingenio.
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Se rezaba en la recámara, al lado izquierdo de la saleta — partibus
infidelium— de donde había desaparecido el mobiliario desde muchos
años atrás, con la excepción del reclinatorio de su madre; y
sólo quedaba el enorme cuadro de la virgen, traído de España como
obra de un pintor famosísimo, y expresamente para llenar el ancho
testero.
Pero aquel sagrado lugar había perdido toda solemnidad. ¿Cómo
su madre podía entregarse en él a sus oraciones, mientras el padre
incrédulo y blasfemo pasaba y repasaba detrás de ella, entre el aposento
que daba a la calle, donde tenía su escritorio, y sus habitaciones del
patio?
Mientras exponía a doña Celia aquellas consideraciones, reprimiendo
sabiamente las que alteraban su pulso y hacían temblar quizá su
voz, Mariceli recordó un hecho insignificante, a lo mejor olvidado
ya por su madre... El año pasado se había encerrado allí unas parejas
de perros, no sabía ella a derechas con qué propósito.
No lo sabía, en verdad, de un modo exacto.
Pero no se equivocó en sus cálculos, acerca del efecto que el hecho
evocado podía producir en su madre.
Doña Celia hizo suya la idea, y prometió cuanto la futura monja
doméstica podía esperar de ella.
VI
Miserere nobis
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irritada del fondo de su ser la acusó una y otra vez de tomar la idea un
poco en juego, como otro de aquellos sus altares de niña, en el mismo
«cuarto de juguetes» en que ahora Caniquí, con su alegría salvaje,
la provocaba a risa...
Y era para hacer penitencia para lo que ella necesitaba aquel oasis
espiritual en el desierto de su hogar. Porque se le impedía realizar su
anhelo de ser monja, de tener su celda blanca y pura en un convento
de hermanitas angélicas, rebosantes de ternura, que pudiera ella estrechar
contra su corazón libre de impuras penas. Se le tenía encerrada
en aquel círculo de hierro, asediada por todas las tentaciones,
abandonada por su madre y por su confesor mismo, escarnecida hasta
por los esclavos, que impetraban la bendición de Dios para el amo
implacable. Su casa: toda la villa estaba bajo el poder satánico de su
padre y de los hombres como él. Y su única esperanza de salvación,
iluminada como se sentía por el poder más alto de Dios, estaba en
resistir, en vivir para su ideal de pureza y amor divino, en mortificar
su miserable cuerpo que sangraba, hedía, sentía estremecimientos y
ardores nefandos, dolía con dolores abyectos y embrutecedores y
acechaba noche y día en ella toda oportunidad para apartarla del camino
de salvación.
De súbito, como un cohete de luces, una idea se abrió en radiosa
palma de policromos fulgores, ojos adentro de su alma...
Empuñaba todavía en su diestra el último objeto que la sorpresa
misma le mantuviera en sus manos crispadas: era un mango torneado
de sacudidor, al que sólo quedaban unas cuantas cañuelas hirsutas e
inservibles.
Su mano, obedeciendo un misterioso impulso, agitó en el aire el
viejo instrumento de limpieza.
Y éste, de repente, quedó transustanciado en santa disciplina. La
del reverendo fray de la Cruz Espí, que ella de niña viera en una urna
de cristal.
Un extraño temblor recorrió su cuerpo.
— ¡Niña Mariceli! ¡No se siente ahí! ¡Está lleno de polvo!
Tuvo que sentarse, sin embargo. El viejo sillón exhaló un sordo
crujido, y dio con ella blandamente en tierra.
Entre Rosario y Filomeno, la ayudaron a levantarse.
Y hubo que dar gracias, sonriendo.
Desde ese instante la idea fue como una llaga viva dentro de su
cerebro.
Hasta entonces su humildad le había impedido la formulación
perspicua del deseo. Porque ella era demasiado insignificante para
aspirar a esa altísima prueba, nimbo de inmarcesible gloria sobre la
cabeza de tantos mártires y del propio Jesús, exangüe y moribundo
sobre su cruz. ¿Quién era ella para alcanzar esa gloria?
Del origen de su inspiración no podía caberle duda, sin embargo.
La agradeció con unción infinita y se dispuso a obedecerla sin vacilaciones.
Almorzó con apetito, oyó con gran satisfacción que su padre volvió
a salir y llamó enseguida a Filomeno, para que continuara su
trabajo. No quiso domir siesta y fue a traer algunos de sus libros, que
decidió estarían mejor en su oratorio. Rosario quedó en el aposento,
con su madre, para abanicarla como de costumbre, mientras dormía
la siesta, y para librarla de las moscas. Así solía la esclava echar
también su siestecita.
Bajo el sopor calenturiento de la hora, sola en el vasto comedor,
rodeada de silencio, Mariceli abrió su Leyenda dorada.
Y con el corazón saltándole dentro del pecho contempló
demoradamente las ingenuas estampas de su edición de Jacques de
Voragine, animándolas con la lección enésima de las horribles torturas
infligidas a los mártires. Santa Ágata de Catania, su bello cuerpo
virginal tostándose al fuego; santa Justina de Antioquía, degollada
con Cipriano, su esposo espiritual; la hermosa Thais, tres años encerrada
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en su celda; santa Cecilia de Roma, esposa de Valeriano y
virgen sin embargo, abrasada y degollada por el tirano Almaquino...
Y la historia de santa Catalina, princesa de Costi, victoriosa en su
disputa con los sabios del César, ante quienes demostrara la divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo, convirtiéndolos a su fe y ayudándolos
a bien morir en sus tormentos espantosos, así como a la reina y a
una multitud de servidores del rey, todos martirizados, sus miem78
bros desgarrados por férreas ruedas y hervidos en grandes calderas,
mientras a la reina misma los verdugos arrancaban los pechos...
Y san Sebastián, su cuerpo blanco y suave, casi femenino,
dilacerado por las flechas...
Y santa Cristina del Tirol — la más interesante de todas— que
mientras la destrozaban poco a poco sus verdugos, arrancándole los
pechos, la lengua y sus partes más secretas, cogió a manos llenas
puñados de su propio cuerpo, chorreando sangre, y se los arrojó al
rostro a su padre gritándole: «¡Toma, tirano, y come de la carne que
engendraste!»
Cerró los ojos, y la piadosa estampa, tanto y tanto tiempo ante su
vista, se reprodujo en rojo detrás de sus párpados.
Soñó. Estaba ella amarrada a los travesaños del «tumbadero» del
ingenio, retorciéndose de dolor y sangrando, bajo el látigo del
contramayoral.
Pero el contramayoral no era otro que su padre, su propio padre, la
ancha faz congestionada y feroz, como en la escena de la olvidada
mañana de octubre. De pronto el rostro de Filomeno, el esclavo, surgió
a su lado...
Trató de gritar y despertó en una contorsión.
Caniquí, en realidad, estaba junto a ella:
— ¿Qué fue, niña Mariceli? ¿Taba llorando...?
— No fue nada, no fue nada — barbotó ella. Y como el negro permaneciera
arrodillado, expectante, le ordenó— : ¡Anda, Filomeno,
sigue tu trabajo! ¿Qué me miras así?
El esclavo obedeció y echó a andar lentamente hacia la futura capilla.
La vieja ma Irene, que Mariceli columbró entonces, junto a la puerta
grande del zaguán, desapareció como una sombra.
Desalojada la habitación, el lunes siguiente, segundo día de la
Semana Mayor, se empleo en la construcción del altar, traslado de
un estante de libros y otros pequeños trabajos que dispuso la joven.
A la hora de la siesta, solos también ama y esclavo, Mariceli le
exigió toda su atención y expuso confidencialmente al improvisado
operario lo que tenía que hacer, el más importante acaso de sus
trabajos.
Filomeno pareció no entender al principio. Hasta se atrevió a preguntarle
para qué la quería, aquella disciplina de tiras de cuero, fijas
de algún modo en el cabo torneado que su ama sacara como por arte
de magia del armario donde él viera colocar un momento antes sólo
libros, y cuya construcción, bien resistente, le recomendaba Mariceli con
voz entrecortada, más cerca de él que ninguna mujer blanca lo estuviera
en su vida, rogándole no decir una palabra de ello a nadie: ¡absolutamente
a nadie!
La suplicante, de espaldas a la saleta, no vio una sombra que cruzó
dos veces frente a la puerta de la nueva capilla, y desapareció por el
zaguán, como el sábado anterior.
Pero Filomeno cumplió su palabra. Rechazó airado todas las preguntas
de la abuela, consiguió sus clavos, sus tachuelas y su bramante
fuerte, y con cabal sigilo — mientras simulaba otro trabajo de carpintería,
entre los trastos aún amontonados en la caballeriza— remató su obra y la
escondió a buen recaudo. Una insoportable curiosidad, sin embargo, se
apoderó de su imaginación. El flagelo no podía ser para otra esclava que
Rosario. Y su tosco raciocinio rechazaba la imagen, sin embargo, de su
amita castigando a la fiel mulata... Una y otra vez se había detenido en su
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tarea, incapaz de coordinar sus movimientos.
Al otro día, también a la hora de la siesta, Mariceli recibió de sus
manos el misterioso encargo. Iba resuelto a decirle algo: ¡que le diesen
a él los azotes! Él era un hombre y había resistido al amo. Lo
había derrengado, salvando así, sin saberlo, a la linda mulatica. El
recuerdo de aquella circunstancia lo unía a ella con un extraño sentimiento,
para él nuevo.
La niña Mariceli no le dio tiempo. Recogió el azote y corrió a
ocultarlo en la capilla.
— Niña Mariceli... Niña Mariceli...
Al fin salió ella de nuevo, sonriente y feliz.
— Niña Mariceli... Niña Mariceli...
— ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
La idea más sencilla le adivino enseguida:
— ¡Ah! Espera... No tengo nada conmigo. Pero mañana te lo doy.
Dos pesos duros en plata. ¿Te parece bien? ¿No? Pues... ¿cuánto
quieres?
— Caniquí no quiere dinero, niña.
— ¿Entonces?
El negro cayó de rodillas.
— ¡Déme a mí lo jasote, niña Mariceli!
— ¡Negro! ¿Qué dices?
— Déme a mí lo jasote — repitió el esclavo. Sus medios de expresión
le faltaban. ¿Cómo atreverse a hablarle de Rosario?
Mariceli, desconcertada, trató de sonreír.
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— Vamos, Filomeno: ¡tú estás loco! Levántate. Levántate...
Oyó un ruido detrás de ella.
Y desprevenida para explicar la situación, se encontró bajo la mirada
torva de su madre.
El esclavo se había puesto en pie, de un salto.
Atropelladamente, la joven ensayó una serie de inconexos regaños.
Bajó la cabeza, iluminada de repente por una idea, y comenzó a
seguir un rastro.
— ¡Pasó por ahí! Y salió de la capilla, te digo. Se fue por el zaguán.
Pero mira, en la capilla. En la esquina, del lado de allá, hay una
cueva, la boca de una cueva. Ven a verla...
La madre no pareció muy convencida. La familiaridad de su hija
con el esclavo, en todo caso, la disgustó profundamente.
Filomeno, en tanto, había tomado el pretexto muy en serio. ¿Ratones?
Para algo estaba él aprendiendo también el oficio de albañil.
En el hospital había aprendido a tapar cuevas que nunca más abrían
los ratones... hasta que hacían otro boquete al lado. Enseguida iba a
ver la niña Mariceli cómo él descubría y acababa con todos los
«bujeros».
Permaneció un instante sola, en la capilla, dando gracias a Dios
por su hábil escapada. Y salió de nuevo a la saleta, donde aún la
madre deambulaba, silenciosa.
Casi inmediatamente regresó Caniquí: un cajón de mezcla bajo un
brazo y colgando de lo mano del otro un saco de herramientas.
Desde la saleta lo oyó la joven martillar y hacer la mezcla dentro
de su cajón, con isocrónicos golpes que pronto devinieron un
tamborileo rítmico, y el acompañamiento de un canto africano. Al
fin se oyeron las palabras:
Camina po lo suelo: niña asustá.
Camina po lo suelo: cueva tapá.
Camina po lo suelo: no sale má.
Calabasún, sun sun...
— ¡Filomeno! ¡Que estamos en Semana Santa!
— ¡Caniquí, negro malo — contestó como un eco la voz del pecador— ,
manque te juya tú báa mori coggao!
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Algo de vidrio se quebró con estrépito...
— ¡Filomeno! ¿Qué fue? ¡La urna del crucificado!
Y a la segunda idea, saltó Mariceli de su asiento.
— No, mi ama — gritó dentro Filomeno— . Botella que patto pa meté
bridio entro e la cueba.
Había partido un casco de botella para atascar las cuevas. Por allí no
saldrían más los ratones.
Hubo un largo silencio. La madre desapareció tan calladamente
como había llegado y Mariceli volvió a su libro.
De súbito la joven vio ante ella otra vez al esclavo, encorvado,
ambas manos aferradas a un muslo. Por entre los dedos y el tosco
pantalón chorreaba un líquido rojo: ¡Sangre!
Caniquí ensayó una breve explicación. Al echarse boca abajo para
tapiar la cueva, se había incrustado en el muslo un pedazo de vidrio.
Pedía permiso para ir a la caballeriza, a buscar telaraña. Y volvería
enseguida.
Pero la vista de la sangre privó instantáneamente a Mariceli del
dominio de sí misma. Sin oir al herido, con los ojos clavados en el
jugo viscoso y terrible que goteaba ya sobre el mármol blanco del
piso, comenzó a dar gritos...
Gritando también, como enloquecida, acudió en el acto doña Celia.
Rosario, detrás de ella, y ma Irene, que entró por el zaguán seguida
de Domingo el calesero y otros esclavos, todos inquiriendo el origen
de la alarma y hablando en alta voz, rodearon de repente a los actores
de la extraña escena.
Mariceli, profundamente arrepentida de su imprudente alarma, se
esforzó en vano por tranquilizar a su madre.
Doña Celia parecía como presa de un síncope. Se ahogaba...
De Filomeno se hizo cargo Francisco, el cocinero. Nadie prestó
atención a sus irritados reproches. La niña Mariceli se había asustado:
eso era todo. Él se había herido con un vidrio mientras trabajaba.
Allí en la capilla estaba el casco de la botella: podían verlo. ¿A qué
tanto «paviento» y tanta bulla?
Por algunos minutos fue imposible entenderse. Mariceli pidió
un médico. Y entre ella y Rosario llevaron a la madre hasta su cama,
sin sentido. Domingo desapareció por el zaguán hacia la calle y ma
Irene renqueó con toda la premura que le permitieron sus años,
hasta la cocina, a preparar el consabido cocimiento de tila, con aguardiente
de guaco.
Fue bastante difícil, para la misma doña Celia, urdir una explicación
medianamente racional del absurdo incidente.
— Oí que alguien se había herido, doctor, y creí que era mi hija. Creí
que la urna del crucificado le había caído encima. Y al verla con las manos
sobre el rostro, creí que se había sacado un ojo. ¡Imagine, doctor! Usted
perdone que se le haya molestado...
Y sin cambiar tilde ni coma, así llegó la versión del accidente a
don Lorenzo de Pablos.
Filomeno, mientras servía la comida, fue más explícito:
— Un bridio nel mujlo. La señorita asustá porcque niña Mariceli
empezó da grito. Yo no tiene na. Yo mismo saqué bridio y pone
telaraña. Ya ta curao.
Ambas explicaciones ensamblaban mal. Pero Mariceli sólo pensaba
en el implícito descubrimiento de su secreta empresa, todavía
sin concluir. Faltábanle paños al altar, cirios, flores, adornos. Y si su
padre ordenaba echarlo todo abajo, aparecería su oculto tesoro: ¡no
podría llevar a feliz realización su magno empeño!
Doña Celia, con pocas palabras y sin darle la menor importancia
al asunto, explicó que se había convertido en capilla el antiguo «cuarto
de juguetes de la niña».
Preparada para oír las atrocidades del gran ateo, Mariceli escuchó
su sencilla pregunta sin dar crédito a sus oídos:
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— ¿Dónde pusieron mi montura andaluza?
Filomeno informó. La había limpiado y colocado en el último cuarto,
sobre un burro de madera. Y la había envuelto con papeles, además,
para preservarla del polvo.
Don Lorenzo se dio por satisfecho y pidió la copilla de la lumbre.
— Juan Antonio Luna está en Trinidad — dijo sin dirigirse a nadie.
La nueva capilla — la celda de la ilusa novicia— quedaba, pues,
tácitamente aprobada.
El miércoles, previo un recado verbal enviado con Petra, la criada de
su madre, en demanda de la autorización de rigor, Juan Antonio hizo
a sus tíos la primera visita.
Don Lorenzo había salido de madrugada para el campo y no regresaría
hasta la noche: quizá hasta el día siguiente. Doña Celia y su hija
recibieron al viajero en el estrado de la sala, con toda ceremonia.
Se cambiaron las preguntas y finezas de costumbre. El sobrino era
ya todo un señor licenciado. La tía estaba más gruesa y lucía más
joven. Mariceli... la prima no levantaba la cabeza del pecho, pero el
primo la encontró más delgada. El tío, como siempre, muy ocupado
con sus negocios. El tiempo se pasaba sin sentirse. Ya hacía seis meses
que el viajero dejara Trinidad. ¿Cómo lo había pasado? Como siempre.
¿A muchos bailes? ¡Ni uno solo! Sí, una reunión de tarde, sin importancia.
¿Mariceli? En su idea de siempre. El padre Remigio había escrito a su
ilustrísima. Con dote o sin dote, haría siempre su noviciado: ¿por qué no?
Pero había que esperar. Esas cosas no se hacían festinadamente.
Las pausas interminables y el silencio obstinado de Mariceli hicieron
transpirar copiosamente al joven. A los tres cuartos de hora ya todo parecía
dicho.
Al fin se despidió. No podía quejarse del recibimiento de su tía.
Doña Celia se le había mostrado atenta y franca como nunca. Pero la
actitud de Mariceli era una enigma. ¿Cómo explicarse satisfactoriamente
tal silencio, tal hostilidad, después de su separación amistosa
y en cabal acuerdo, seis meses antes?
Volvió junto a su madre taciturno y distraído. ¡Tanto que elaborara
in mente para decírselo a su prima! ¿No era por ella, después de
todo, que había venido? Y hasta el día siguiente no volvería a verla.
Irían a ver la procesión en casa de los Fernández de Lara, en la calle
de la Amargura... Apresuróse a enviar recado a la familia, anunciándole
su llegada y pidiendo autorización para hacerle visita. Estuvo
amable e insinuante como nunca con Jacinta Fernández de Lara. Y
obtuvo su invitación, para ir él también a ver la procesión, en la casa
de la calle de la Amargura...
Juan Antonio se engañaba sólo a medias. Porque en el silencio de su
prima no había hostilidad alguna, pero, de haber podido hablar,
Mariceli no hubiera esclarecido en un ápice sus dudas.
La preparación de su «celda», sus lecturas renovadas de los cruentos
suplicios afrontados con divino gozo por los mártires cristianos,
y aquella su inspiración también divina de añadir el sufrimiento corporal
a sus ejercicios religiosos — las disciplinas escondidas entre
sus libros, esperando por ella— la habían como arrastrado por una
senda nueva, fuera de la realidad. Sus ejercicios mismos del culto en
la Semana Santa, carecían ese año del sentido impersonal y grandioso,
pero acaso demasiado ritualístico de todos los anteriores de su
vida. Ahora era su salvación lo que comunicaba a sus actos una impaciencia
y un fervor extraños. Ya no era la oveja segura dentro de
su rebaño. Se sabía perdida y sola: ¡sola! Y la senda recién descubierta
por propia cuenta a la vez la atraía y la aterraba. Un presentimiento,
como una obsesión, mantenía en suspenso su alma. Todas sus horas de
vigilia y hasta su propio sueño, intranquilo y poblado de absurdas imágenes
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incomprensibles, era como una larga víspera del gran día inminente. En
los movimientos más sencillos: abrocharse un botón, prenderse un alfiler,
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tomar una cucharada de sopa o un vaso de agua, el ligero temblor
incoercible de sus manos aumentaba al mismo tiempo su miedo y su gozo.
Sus oraciones habían sido oídas y el gran poder de Dios guiaba sus pasos.
El oscuro camino descubierto no podía ser otro que el de su salvación
eterna.
La presencia de su primo no rebasó en principio de sus sensaciones
físicas. Después de la escena en la tarde del martes, por ella misma
provocada; del desmayo de su madre, la visita del médico y demás
accidentes imprevistos que hicieran inevitable el conocimiento paterno
de sus proyectos, la despectiva indiferencia en vez de la temida
cólera del amo hubo de producirle como una gran decepción, a despecho
de su triunfo. Oyó en aquellos instantes que Juan Antonio estaba
en Trinidad y en toda la noche, insomne, sin una sola idea definible en
que apoyar el pensamiento informe y raudo, apenas volvió a acordarse
de la noticia.
El miércoles, mientras trabajaba distraídamente en el adorno del
altar, acaso un tanto cansada, soñolienta, sin preguntarse la causa de
su fatiga, la interpeló su madre:
— Ahí está Juan Antonio. Alísate un poco el pelo y ven para la sala.
Y fijándose bien en ella, en tono de reproche, añadió:
— ¡Pero si parece que no te has lavado la cara esta mañana, Mariceli!
Anda. Ve a tu cuarto y arréglate un poco...
Así, mientras tía y sobrino conversaban, permaneció ella indiferente,
ajena a todos los temas de la plática. Miró a su primo de soslayo
varias veces, como pudiera haberlo hecho con un desconocido.
Consideró por un momento su correcta indumentaria, las ondas de su
negrísimo pelo, sus botas relucientes y aun su rostro: de perfil y con
toda precaución, para no ser sorprendida. Pensó en alguna estampa
de sus libros: un joven mártir romano. La había contemplado
demoradamente más de una vez, aquella estampa. Pero jamás había
pensando, mientras lo hiciera, en su primo Juan Antonio. ¿Por qué
su primo le recordaba ahora la estampa?
De repente, ya cerca del final, sintió una gran vergüenza de sí misma,
de su hábito casero, ya con varios días de uso, de sus botines
viejos y despellejados, de su rostro grasiento... Hundió más la cabeza
sobre el pecho y trató en vano de explicarse por qué se hallaba allí en
vez de estar en su oratorio, en su celda, de donde su madre fuera a sacarla
un momento antes, sin darle tiempo a coordinar sus pensamientos con sus
actos.
Y fue entonces, poco después de regresar a su celda y reanudar su
labor maquinalmente, sin persignarse al entrar de nuevo ante el crucificado
(primera infracción de sus piadosas resoluciones para imponerle
a su antiguo cuarto de juguetes toda la dignidad de un lugar
santo), cómo y cuándo Mariceli alcanzó cabal conocimiento de que
su primo Juan Antonio estaba en Trinidad.
Por la noche soñó que el joven mártir romano de su estampa y ella,
estrechamente abrazados, iban a ser devorados por un tigre. Caniquí,
con las manos chorreando sangre, le ofrecía su cilicio delante de su
padre y su madre. Una turba de esclavos vociferaba alrededor de
ellos, sin que a sus oídos llegase ruido alguno. Su madre se desmayaba
en sus brazos. Y Juan Antonio, del brazo de su padre, se alejaba,
volviendo la cabeza para reírse de ella.
Despertó con su madre a la cabecera de la cama:
— Estás muy nerviosa, Mariceli. hace dos noches que no duermes.
Jueves. ¡Jueves santo!
A las cinco y media de la mañana, la comunión. A las ocho y
media, la misa solemne, la plática y la procesión del monumento.
A las nueve, con el repique largo del Gloria in excelsis Deo, cesaron
las campanas. Y todos los ruidos de la ciudad fueron también
apagándose, hasta quedar sólo el de los pasos humanos sobre las
piedras de la calle, libre de vehículos.
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Trajes negros, caras tristes, las voces en murmullo.
Y gente, mucha gente: todo el pueblo en las calles.
Sonaron las matracas. Unas como carcajadas de muñecos de palo.
Otras como un traqueteo macabro de huesos. Argollas de hierro golpeando
sobre tablas de madera dura. Los pobres esclavos conocían
bien ambos ruidos.
A media tarde, en el convento, el lavatorio.
Mariceli decidió quedarse en casa. Los años anteriores había tomado
parte activa en la organización de la significativa ceremonia. Su
gradual enfriamiento con el padre Remigio la había alejado también
de esa piadosa actividad: iba cayendo poco a poco en la tibieza religiosa
de su madre, devota doméstica más que de culto externo.
Sin contar con ella, por otra parte, doña Celia había aceptado ir a la
casa de las Fernández de Lara, a la hora de la procesión. Y ante Jacintita
no se presentaría ella con la raída mantilla de las mañanas y los botines
viejos. Guardado en su armario tenía casualmente su hábito nuevo, de
excelente paño, sin estrenar.
Detrás de sus persianas, en la calle Real, el sordo murmullo de la
muchedumbre crecía rápidamente.
Los soldados de caballería; los niños, con sus ropajes de apóstoles;
los sayones verdes, a cara descubierta todavía; los señores
del ayuntamiento, graves y solemnes: dispersos elementos de la
procesión comienzan a verse, camino de sus puestos. Los acompañantes
espontáneos portan ya sus velas, el pabilo intacto. Algunos
penitentes toman posiciones desde temprano, y se arrodillan
ante su cruz elegida, en espera del momento solemne. Los muchachos
contienen la risa delante de algunos, estrafalarios y
semidesnudos, o siguen en bando detrás de otros que se proponen
hacer todo el recorrido de la procesión de rodillas, o a gatas, besando
a casa instante la tierra.
De las casas de las calles de la Boca, Real del Xigüe, Media Luna,
Alameda, Amargura y San Antonio, por donde ha de pasar la procesión,
penden amplios cortinajes de paño negro.
Sobre las aceras de las calles privilegiadas, la muchedumbre cuaja
y va nutriéndose poco a poco de espectadores. Comienza la pugna
por las posiciones. La Plaza Mayor, la de Segarte, el Calvario: todos
los puntos amplios de ventaja llenáronse de gente desde media tarde,
como por ensalmo.
Al fin, la sombra de las casas comienza a extenderse sobre las
duras burbujas del empedrado, y la luz anaranjada del sol en ocaso
atraviesa con sus rayos oblicuos los huecos de la torre del convento.
Se abren de par en par las anchas puertas.
Allá en el fondo, sobre el hormigueo de las cabezas de la multitud
que invade el templo, y cuajado de flamantes cirios, destácase el negro
monumento.
Alléganse los soldados de caballería; los sayones, ya en línea y
con sus gorros puntiagudos, látigo en mano, infunden pavor en la
turba de chiquillos y aun en no pocos adultos. Los monaguillos, con
sus blancas sobrepellices, empuñan los guiones — la cruz de oro, el
estandarte y los ciriales— que precederán al prelado.
Surge éste, como una aparición.
Y la procesión abre su marcha.
— ¡Quédate aquí, junto a mí, Mariceli, por favor! Mira... Mira qué bien
lo vemos todo desde aquí. No te vayas. No te ocupes de Jacintita ni
de nadie. Para mí ya no hay otra persona en el mundo que tú. ¡Si
supieras cuántos deseos tenía de cambiar contigo dos palabras, así,
para nosotros solos! Aunque sea de este modo, en medio de la gente.
El caso es que tú quieras oírme y contestarme. Los demás hablan
todos al mismo tiempo: no necesitan entenderse. Dime. Dime, Mariceli:
¿Estás enojada conmigo? ¿No? Entonces: ¿por qué me recibiste ayer
como lo hiciste? Yo no sé los disparates que me he echado a pensar.
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Creí que hasta algún chisme habría mediado. ¡Es tan difícil entenderse
cuando se vive como aquí, en Trinidad! Vivimos como despavoridos,
acobardados, entre desconfianzas y recelos. Y en La Habana es poco
más o menos lo mismo: no creas que la diferencia es muy grande. El
amo recela del esclavo, el peninsular del criollo, los padres de los
hijos. Y entre los recelados, los que no saben ser hipócritas ni
sonsacadores son tachados de «malos»... y acaban siéndolo. ¿Por
qué? ¿Por qué? Por falta de religiosidad no puede ser. Ya lo estás
viendo. Fíjate en los rostros de la gentes. Sienten la pasión del Señor
como si fuera positivamente un acontecimiento del día. Hasta los niños:
fíjate cómo se disputan ver... y cómo se hacen insensibles, cuando ya
tienen asegurado su puesto, para sus hermanos menos afortunados o
más débiles. Acaso es que todos vivimos así, empeñados en «ver
mejor», en obtener nuestra salvación eterna sin preocuparnos de la de
nuestros hermanos... ¿Por qué bajas los ojos? ¡No! Tú no puedes
creer que esto lo digo por ti, Mariceli. ¿No es verdad? Yo no quiero
que tú seas recelosa. No puedes serlo, si eres buena cristiana. Yo te
juro que no he dejado de pensar en ti ni un minuto, desde aquella
tarde del portal: ¿te acuerdas? Unas veces me parece que fue ayer.
Otras, que un siglo. Pero el recuerdo no me deja nunca. ¡Cuánto me
dolió después, Mariceli, escaparme así, sin una palabra de explicación
contigo! Yo te juro que lo hice más por ti que por mí mismo. Lo hice
para no contrariarte, para librarte de mí y de la imposición de tus
padres. Yo también sentí el picotazo en mi amor propio. A nadie le
gusta ser juguete del capricho de los otros. ¿No es verdad? Pero a
pesar de todo, Mariceli, yo no sé que decirte de mis sentimientos
recónditos, del fondo verdadero de mi alma. Una sola frase tuya,
aquella tarde, habría cambiado enteramente el curso de mi vida. Desde
entonces no sé qué hacer conmigo. Te lo juro. Más que el impulso de
vivir hacia adelante, siento como el abstruso deseo de volver atrás, de
rectificar la dirección. No tomes a mal esta confesión, te lo suplico. No
aspiro a nada, no te echo nada en cara. No intento desviarte del camino
que te has trazado en tu vida. Lo que necesito es tu amistad y tu confianza.
Quiero que seas enteramente franca. Quisiera simplemente oírte hablar,
oírte expresar tus sentimientos como en tu arranque de aquella tarde. Me
estoy contradiciendo quizá... ¡Pero es que resulta tan difícil, Mariceli,
encontrarse a sí mismo! Sea mi amor propio de pecador irredimible o lo
que fuere, el caso es que no acabo de convencerme de que tú no me
quieres, de que te soy completamente indiferente. He aquí la verdad. Te
estoy hablando con el corazón en la mano, con más sinceridad, con más
candidez que si fuera efectivamente tu hermano. Es hambre de esto,
precisamente: de esta confianza ciega en una mujer, lo que me impelió
venir otra vez a Trinidad. Vengo por ti, Mariceli. ¡Qué feliz me siento en
este instante, por habértelo dicho! Ésa es la verdad. No lo supe realmente
hasta ayer, que volví a verte. Pero es toda la verdad: ahora lo reconozco.
Creo que yo no he querido todavía como he nacido para querer. Y creo
que eres tú la mujer a quien he de querer. ¡Tú, Mariceli! ¡Que Dios me
castigue si me engaño! Pero yo lo creo. Te lo digo porque lo creo,
Mariceli... ¡Te lo juro!
Las visitas que llenaban la casa de la calle de la Amargura
empujábanlos al uno contra el otro, y a ambos contra los torneados
balaustres de madera de la ventana. Junto a ellos: revolviéndose y
peleando constantemente entre sí por el mejor puesto, unos chiquillos
hacían más difícil su posición.
— ¡Dios mío! ¡Estos muchachos! — alegó débilmente Mariceli.
Un muchacho acaba de pisarle una mano, en su empeño de treparse
balaustres arriba.
— ¡Bájese! ¡Bájese de ahí! — ordenó perentoriamente Juan Antonio.
Trató de colocarlos equitativamente.
— ¡Así! Así ven los dos. No traten de sacarse ventaja. ¿Para qué?
Y tomando la mano lastimada entre las suyas:
54
— ¿Te hizo daño? A ver...
— No. No fue nada...
Detrás de ellos, empero, unas señoras protestaron. Ahora eran ellas
las que no veían...
Fuera, en la calle, la muchedumbre se aplastaba también contra la
ventana. Y los pilletes pretendieron lo que los de dentro no habían
obtenido. Fue preciso bajarlos, sin contemplaciones.
Pasaba el rojo estandarte, símbolo de la Roma imperial. «Senatus
populusque Romanus.» Detrás, el centurión con la gran lanza y la negra
banderola en lo alto. El Cristo llegaba a la plazoleta de Segarte.
— ¡El crucificado! Allí viene...
Los favorecidos con la primera visión de la milagrosa imagen, a la
derecha de la calle, dieron el aviso. Algunos impacientes cruzaron el
arroyo, a despecho del látigo de los sayones.
— ¿Estás bien así ? ¿Sí?
Estaban estrechamente apretujados uno contra el otro. Juan Antonio,
en un impulso irrefrenable de protección, pasó su brazo por el
talle de su prima...
— ¡Mariceli! He vuelto a verte y me he desengañado de que es
amor y no otra cosa lo que a ti me atrae. Amor puro y legítimo,
Mariceli, que no se avergüenza de mostrarse en este instante solemne.
Cariño que nace en lo más hondo de mi alma: en mi necesidad
humana de una mujer, de una compañera a quien confiarle
así mis cosas más íntimas; a quien poseer no sólo en cuerpo sino
en lo más insignificante de su pensamiento, en lo más elevado de
su espíritu. Así fuimos hechos, Mariceli. Así nacimos. Y no sé
por qué me parece el mayor de los pecados esa idea abominable
de que en pecado fuimos concebidos y en pecado nuestro cuerpo
nos mantiene. ¡Dios es amor, Mariceli! ¡Y amor es creación! Ser
feliz en el amor humano es redimir nuestra materia, es crear, es
convertir nuestros cuerpos en algo vibrante como un cántico, como
una hoguera de sacrificio. Y nuestro gran pecado es nuestra ignorancia,
nuestra torpeza para redimir ese amor de sus complicaciones
animales...
Cuando la imagen del crucificado — el Cristo misterioso que
adquiriera la villa de Trinidad en circunstancias legendarias y ejercía
en el pueblo un poderoso influjo místico— se detuvo a la vista
de la casa, frente a la gran cruz de piedra incrustada en la fachada
de la contigua, la excitación de los ánimos, llegó a su máximo.
Fue una lucha casi salvaje por el espacio necesario para arrodillarse,
para rezar con más eficaz devoción: para alcanzar la salvación del
alma, sin perder sus posiciones en la tierra.
Mariceli, su cuerpo tembloroso comprimido contra el robusto
y cálido cuerpo del joven, el vello sedoso de su bigote rozándole
la oreja, sus manos suave y amorosamente bajo sus antebrazos,
como amparándola del empuje de los otros, fue perdiendo poco a
poco conciencia de sí misma.
Invisible al principio entre la multitud, como si sus lánguidas voces
viniesen de lo alto, los violines y las flautas iniciaron el Miserere. Las
voces humanas sumáronse enseguida.
90
Miserere mei, Deus; secundum magnam
misericordiam tuam...
— ¿Por qué lloras, Mariceli? — balbuceó en su oído la voz,
entrecortada por la emoción, de su posesor— . ¡Mariceli! ¡Mariceli
mía!
Era suya, en efecto. No se había arrodillado voluntariamente. Sus
piernas le habían negado apoyo. Y dulcemente, sobre sus vigorosos
brazos había descendido a tierra. Pero eran esos brazos ahora lo único
que la impedía desplomarse de una vez...
Se ahogaba. Le faltaba el aire. Las mil llamas de los cirios, glaucas
55
y penetrantes en el claror rojizo del crepúsculo, comenzaron a
estrellarse ante sus ojos, nublados de lágrimas.
Ecce enim iniquitatibus conceptus sum.
Et in peccatis concepit me mater mea.
— ¿Me perdonas, Mariceli? ¿Me perdonas mi orgullo? Yo debí
comprenderlo aquella tarde, aunque tus palabras me dijeran otra cosa.
¡Perdóname! ¿Me perdonas todo lo que te he hecho sufrir?
Auditui meo dabis gaudium el luetitiam
Et exultabunt ossa humiliata.
— ¡Mariceli! — gritó la voz, ahora alarmada.
El cuerpo de la joven pesó al fin por entero contra el suyo. Lo asió
mejor y se dispuso a levantarla. Tenía que arrancarla de aquella masa
humana en místico delirio.
— ¡Paso! — demandó— . ¡Señora! ¡Señora! Con su permiso. ¡Se
ha desmayado!
— ¡Se ha desmayado! — repitieron algunas voces.
Los extáticos creyentes comprendieron al fin, e hicieron hueco al
joven con su carga. Juan Antonio avanzó resueltamente, pisando
muselinas y encajes.
— ¡Un síncope! ¡Se ha desmayado! ¡Una desmayada! — repitieron
varias voces dentro de la casa.
Las preguntas ansiosas fueron elevándose sobre el Miserere.
— ¿Quién es? ¿Quién se ha desmayado?
— Una muchacha rubia. Mírela. La lleva en brazos aquel joven...
— ¿Quién es él?
— Su novio. Toda la tarde estuvieron juntos. Y él le hablaba, le
hablaba al oído.
— ¿Ella no es la hija de don Lorenzo de Pablos?
— La que quiere meterse a monja: ¡la misma!
— Dicen que el novio la dejó plantada...
Redde mihi laetitiam salutaris tui,
Et spiritu principali confirma me.
Doña Celia acudió pronto.
— ¡Hija mía! Yo tengo la culpa. Ella se sentía mal hoy y no quería
venir. ¡Mariceli! ¡Hija mía! Por favor: ¡que llamen a un médico!
En la calle terminaba el cántico solemne:
Tunc acceptabis sacrificium justitiae,
oblationes et holocausta:
Tunc imponent super altare tuum
vitulos...
VII
Camino de perfección
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en mi corazón ardía...
SAN JUAN DE LA CRUZ: Noche oscura del alma.
56
atraer a sí la cabeza del amado y retenerlo en aquel beso que penetraba
hasta fibras desconocidas de su ser, era que su memoria
le fallaba...
Después, bajo la mirada de personas extrañas, en una habitación
que no era la suya, un zumbido de voces murmurantes cerca, y más
lejos el eco apagado de la calle, donde aún hervía la muchedumbre,
su primer pensamiento fue para él.
¿Por qué no estaba allí, junto a ella? ¿Por qué no huyó con ella
lejos, muy lejos, donde se sintiera todo el tiempo como en el breve
instante de su extraño impulso? ¿Por qué la había abandonado allí
sola, entre tanta gente...?
¿Hablar? ¿Contestar las preguntas de los otros? No. Se sentía bien,
después de todo. ¿A qué venían aquellas preguntas tontas? Ella no
tenía nada. Lo único que sentía era un deseo doloroso de vivir hacia
atrás y continuar en la agonía dulcísima de su abrazo, de sus besos.
Su madre... A ella: la única.
— Sí, mamá. Me siento mejor.
Y haciendo esfuerzo, pudo añadir:
— Llévame a casa: ¡pronto!
Volvió a cerrar los ojos y calló, agotada.
Su propio voz le había destrozado de una vez su ensueño. Se
sintió empujada sobre un abismo, como su hermano Lorencito lo
hiciera un día sobre el río, poniendo en peligro su vida. Pero no
pudo gritar. Ya todo quedaba atrás y comenzaba a transformarse, a
desfigurarse rápidamente. Desvanecíase su ego imprevisto de pocos
minutos antes, y volvía a ser ella misma. Aún hizo un esfuerzo
por volver a pensar en la presión de sus labios, sobre su boca... y
una idea espantosa persiguió su deseo y lo devoró: ¡el crucificado!
Era jueves santo. El señor padecía su tormento...
Ya estaba en sí misma. Su ego conocido y todavía antipático. Sí,
de todos los días de su vida, era en aquel instante que pensaba en él y
evocaba sus besos. Era jueves santo.
Se sintió vencida. Admitió sin dudas que estaba, irremisiblemente,
en pecado mortal. ¡El Malo había estado dentro de ella!
Una crisis violenta de llanto alarmó de nuevo a los presentes. Doña
Celia cayó a su lado, de rodillas.
— Mariceli, hija mía: ¿qué tienes?
— ¡Llévame, llévame pronto a casa! — fue lo único que pudo decir.
Su cuarto y su casa produjerónle un intenso bienestar. Guardóse bien
de decirlo en voz alta, sin embargo, como de admitir que la gran taza
de caldo de gallina, que le trajo Rosario poco después, le supiera tan
impíamente bien.
«¡Si pudiera hablar!», pensó delante de su fiel esclava.
Pero no. Rosario tampoco le inspiraba confianza hasta ese grado.
Se ovilló en su cama. Sintióse otra vez niña, inocente, confiada... a
pesar de saberse en pecado mortal. Venció el intenso bienestar físico
todas sus ideaciones. Fuera se oían los pasos de la gente, con caracteres
de día de fiesta. En la sala su mamá refería por centésima vez el
accidente...
Cuando despertó, ya noche cerrada, su pobre madre — rendida de
cansancio y de sueño, después de su inusitado andar a pie en el recorrido
de las estaciones— disponíase a descansar.
— ¿Cómo te sientes?
— Bien.
— ¿No quieres tomar nada?
— No.
— Entonces, hasta mañana.
— ¿La bendición?
— Que Dios te bendiga, hija mía.
Del beso de ritual, doña Celia se irguió bostezando.
Y a poco Mariceli oyó el sisear inconfundible de su respiración;
57
cuando profundamente dormida.
A ella, en cambio, la imposición de dormir se le antojó a la sazón
intolerable. La perspectiva de pasar la noche entera así, en vela, en
aquella semioscuridad del aposento, encerrada en el silencio de la
noche como en un ataúd, la llenó de angustia.
Su fantasía de niña invadió su mente con imágenes aterradoras.
¿Y si la enterraban viva un buen día? Aquellos desmayos suyos eran
como una muerte temporal. Ella se sentía morir, en efecto. En vano
trataba después de atar los cabos sueltos dentro de su memoria. Es
decir: para ella, todo lo que sucedía durante su desmayo no había
existido nunca. ¿Y si en una de ésas...?
Juan Antonio, por ejemplo. ¿Cómo y cuándo había desaparecido
de su lado? ¿Habría venido por la noche a preguntar por ella?
Y ella, dormida como un tronco. Había dormido desde las siete
hasta después de las diez. ¿Qué se hacía del alma mientras la gente
dormía? De esas cosas no podía preguntarle a su madre, ni al padre
Remigio. Le contestaban con evasivas.
Juan Antonio contestaría sus preguntas. Juan Antonio la amaba:
estaba segura de ello. Cuando se casaran, él la informaría de todo,
sin aquellos misterios ni aquel empeño en ocultarle siempre algo. Ya
su novio y ella se habían besado...
— ¡Padre nuestro que estás en los cielos...! — comenzó de repente
a rezar en voz baja, para ahuyentar sus pensamientos.
Y rezó. Rezó mucho tiempo, e inútilmente.
Esperó en vano un ruido, algo que alterara aquel silencio aterrador
de la noche. Las campanas del convento no podían darle en aquella
de jueves santo, el consuelo de otras noches de insomnio. Era un
silencio sin atenuaciones, sin mesura. Como para siempre.
A medida que se hundía en su pavor, y a despecho de sus fervientes
oraciones, la imagen de su primo fue adquiriendo precisión ojos
adentro.
Se sintió como arrastrada con velocidad vertiginosa por la insegura
cresta de una montaña altísima. A un lado y otro, el abismo. Sus recuerdos
más lejanos e insignificantes confundiéronse por centésima vez, sin
nexo alguno. ¿Qué tenía que ver el boca-abajo del ingenio con Caniquí?
— Déme a mí lo jasote, niña Mariceli.
Caniquí sabía para qué ella guardaba el cilicio. El padrino, don
Pedro de Aizcorbe, la abrazaba. Ella era la tía Asunción. Y era mala
como ella. Su padre se inclinaba sobre su rostro, con los ojos feroces
y la cara roja de ira.
Había que huir por un corredor muy largo y oscuro. Juan Antonio
venía a su lado. La abrazaba. La apretujaba contra su pecho y la besaba
en la boca. La besaba en la boca. La besaba en la boca...
— ¡Padre nuestro que estás en los cielos!
Musitó varias veces la oración hasta alejar la imagen.
Pero la forzada inmovilidad del cuerpo se le hizo intolerable.
Un calor de fiebre le abrasaba las entrañas. Por la columna vertebral
bajábanle hasta las piernas extrañas sacudidas, involuntarias e
incoercibles, como ante los relámpagos de una de aquella
horrísonas tempestades eléctricas del trópico, tormento de su
niñez.
La idea de correr a su oratorio convirtió al fin el oleaje arremolinado
de sus pensamientos en un torrente, hacia una sola dirección.
Las olas movíanse dentro de ella. Fuera, la proximidad de su madre
y de Rosario, el riesgo de despertarlas, lo penoso de una explicación,
la falta de luz y el miedo a las sombras eran como rocas contra
las que se estrellaba su violenta necesidad de moverse. Así, inmóvil
en su lecho, era imposible que continuase...
Detrás de los libros, perfectamente oculto, estaba su flagelo. ¿Y si
pudiese, aquella misma noche? Simultánea a la idea, como un rayo
cercano, el relámpago estremeció todo su cuerpo y la urgencia del
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deseo estalló en sus oídos, como una orden:
— Ahora o nunca. ¡Ve!
Se escurrió fuera de la cama. Sacó su vela de la palmatoria y
deslizóse con ella hacia la esquina del aposento, desde donde la
mariposa encendida a la virgen desleía su mortecina luz en la vasta
habitación.
Quemándose las manos para ocultar la llama de su vela, abrió la
contrapuerta y la mampara, y cerró la primera tras de sí.
La enorme saleta-comedor era un océano de sombras.
Avanzó en línea recta hacia la otra mampara y la abrió. La luz temblaba
en sus manos.
Ya estaba en su celda. Un fuerte olor a cal y madera húmeda, madera
recién lavada con lejía, comunicó una sensación tranquilizadora
a sus nervios. Ya estaba en su celda. Colocó su vela en el altar y
comenzó a quitarse la esperma derretida entre sus dedos.
Todavía se sintió insegura, con sólo la mampara separándola de la
saleta, y la ventana del patio interior abierta. ¡Su padre, al otro lado!
Pero no: su padre no había vuelto. ¿Estaba segura?
Y extremando la precavida lentitud de sus movimientos, para evitar
los ruidos, cerró ambas contrapuertas con sus fallebas.
Recorrió satisfecha, con la vista, toda la habitación. En lo alto
de la pared maestra — la divisoria con el zaguán y el patio de los
esclavos— echó de ver la ventanilla cruzada de barrotes. ¡Estaba
en su celda! Un leve susurro de hojas, de sacudida de plumas y
otros murmullos apacibles de la noche, penetraron por la abertura,
confirmando su sensación de seguridad. Cantaron los gallos...
Con deleitosa lentitud entonces, aunque sus manos seguían
tremantes, dificultándole todo movimiento, encendió los cirios del
altar, contempló un instante el cuerpo derrengado y dolorido del mártir
del Gólgota, ofreciéndole con un bisbiseo casi inarticulado su sacrificio,
y registró bajo el paño del altar, detrás de sus libros, en busca
del azote redentor.
Lo asió: ¡al fin! Varias veces rectificó su asimiento, sin embargo,
hasta sentirse el torneado mango firme y cómodo en la convulsa diestra.
Después lo restalló en el aire, en prueba final de sus fuerzas...
¡Así! Así lo aplicaría sobre su cuerpo miserable.
Transida de felicidad, alzó de nuevo los ojos al Redentor. Oró, de
rodillas, largo rato. Saltábale el corazón casi dolorosamente dentro
del pecho y los oídos le zumbaban. Un sudor copioso manó del fuego
de sus entrañas, haciéndole sensibles todos los poros de su cuerpo.
De vez en vez tuvo que interrumpir su oración para suspirar
profundamente.
Al cabo, anticipándose en un más intenso estremecimiento el gozoso
dolor que iban a producir aquellas tiras de cuero sobre sus carnes,
se cruzó el primer latigazo hacia atrás, contra la espalda, por
encima del hombro...
El azote plegóse, inofensivo, sobre la suelta camisa.
Nada.
Era inútil tratar de flagelarse sobre la ropa: lo echó de ver de una
vez. Y con bruscas sacudidas de los hombros y el torpe auxilio de la
mano izquierda, la otra casi ajena a sí misma, impaciente, crispada sobre
el instrumento de tortura, se bajó la camisa.
Saltaron temblando los pechos...
Por un momento quedó inmóvil, asustada. Pero ya no sintió el
horror de siempre, ante su propio cuerpo. Aquel púdico horror suyo,
que la obligaba a tomar tantas precauciones para asearse. Iba justamente
a castigar aquella abominable envoltura carnal, cuyo diabólico
sentido presentía apenas en los ojos de los hombres, sin darse
cuenta cómo ni por qué. ¡Iba a redimirse, a salvar su alma!
Como santa Cristina del Tirol, su estampa favorita. Sus pechos
eran como los de la santa, rotundos y abundosos. Pronto manarían
59
sangre...
Si el Malo había inducido a su primo a insuflarle aquellos ardores
que aún le quemaban dentro, cuando al día siguiente la encontraran
muerta, bañada en sangre, la disciplina salvadora todavía en sus manos,
Dios lo iluminaría en su dolor, para salvar su alma. La estampa
del joven mártir cristiano...
Atropelladamente levantó de nuevo el paño de su altar y buscó
entre los libros. El azote estorbaba en su mano. Pero sin soltarlo,
acurrucada en el suelo, quitándose con el dorso de la diestra inútil el
sudor que manaba de su frente, cegándola, hojeó en el libro hasta dar
con la imagen.
Desde luego que ella no quería ofender a Dios, matándose. No.
Ningún mártir había muerto así, de su propia mano. ¡Si ella pudiese
confiar a otra las disciplinas! Rosario tal vez... ¡O su padre!
El joven mártir romano, los ojos en blanco, pedía ante ella la muerte.
Las llamas lamían sus vestiduras. Ella se pegaría como nadie lo había
hecho, hasta verter la última gota de aquella melaza roja y horrible,
que la igualaba a Caniquí, el esclavo. Su ángel de la guarda volaría al
cielo, a avisarle a la virgen. Y entraría así, exangüe y redimida, como
Cristina, virgen y mártir, en la gloria del Señor. Dulces voces, como las del
Miserere, resonaron en sus oídos. Ella vería desde el cielo a su madre. Su
padre abandonaría sus herejías, sus brusquedades, y querría mucho a su
madre. Volvería a verlos juntos, abrazados, como cuando ella era niña...
Como Juan Antonio la había abrazado a ella. Juan Antonio la había
apretado, la apretaba contra su pecho. Y la besaba en la boca. En su
boca...
Se estrujó, sollozando, las caderas y los pechos. Se deseó cubierta
de heridas, leprosa, repugnante. Despojóse completamente de la
camisa y desnuda, empuñando siempre su azote, cayó de nuevo de
rodillas.
Pegó con fuerza hacia atrás una, diez veces, sintiendo en proporción
desconsoladoramente impareja el ímpetu creciente de su deseo con la
fuerza menguante de su brazo.
Quiso en vano llorar. Contrajéronse sus mandíbulas como en un
espasmo y se llevó las manos al pelo, en un violento impulso de
arrancárselo.
Rodó por el suelo. Y rebotando sobre sus duras tablas se asestó
golpes ciegos en las piernas y en los brazos, abriendo y cerrando los
muslos y ovillándose en una contracción convulsa para distenderse
de repente, en una temblorosa rígidez. Deseó fuego, lanzas, flechas;
y que por cada poro penetrarse en su cuerpo la muerte.
Bajo su vientre desnudo, el tosco instrumento de tortura comenzó
a desempeñar su destino de modo inesperado. Unos clavos, torpemente
hincados en el palo por la mano inhábil del esclavo, enterráronse
en su carne. Sintió un rasgón agudo, se volvió instintivamente y se
vio un muslo manchado de sangre.
Frenética, se irguió de nuevo, sobre sus rodillas dobladas, y empuñó
el flagelo.
Pero el brazo en temblor, rebelde a su voluntad, resintióse a los
primeros latigazos, ya insípidos para su anhelo de un mayor dolor.
Su herida era entonces su único goce. Asió el azote por las
tiras y ensayó con el cabo. Se golpeó los pechos, las caderas, las
ancas. La izquierda libre se aferró sobre el seno pulposo, más para
arrancarlo que con el primer impulso instintivo de aliviar el dolor
de un golpe.
Otras extrañas visiones siguieron desfilando ante su vista en blanco,
mientras como vagas ideas se formaban apenas dentro de su cerebro.
Veía su pensamiento. El Malo la tentaba, provocando en ella las
mismas sensaciones de que quería huir. Una sed horrible la mortificaba:
sed de un deseo determinado y, sin embargo, ignoto. Sed de
comprensión, de estregamiento, de tortura por estrangulación en los
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brazos hercúleos de algún gigante. Sed de desgarramiento, de algo
que penetrase en su cuerpo librándola de él para siempre, matándola.
Chorreando sudor y jadeante, envuelta en el vaho ácido de su
propio cuerpo, fláccidos ya sus brazos y la noción cada instante
más clara de su impotencia, se tendió por el suelo, vencida.
Tenía que convencer a Rosario. Se intento de flagelarse a solas era
un fracaso.
Simultáneamente, sintió más vivo el dolor en su herida del muslo y echó
de ver otra vez el libro, abierto sobre las tablas del piso. Todo el ardor de
sus entrañas renació de golpe.
Sus dedos buscaron sobre el nudo de las tiras de cuero aquel clavo
cuya desgarradura dolíale ahora con intenso deleite. Idea y acción
fluyeron paralelas. Su diestra describió una curva sobre las tablas del
piso, portando el flagelo, hasta debajo de su vientre.
El cuerpo movióse despaciosamente, en busca del seguro dolor,
hasta la sensación inconfundible de la hincada. Dolía, dolía, demasiado
quizás...
Se aplastó contra el suelo.Frente a sus ojos, el joven mártir romano
elevaba al cielo los suyos, mientras el fuego lamía los pliegues
de su toga. Sintió un absurdo deseo de apretar sus labios contra la
estampa.
Y lo hizo. Se cuerpo adquirió un raro movimiento ondulatorio,
enarcándose ligeramente cuando el dolor de las desgarraduras se
hacía demasiado fuerte, y abatiéndose de nuevo en busca del placer,
sobre las púas. Poco a poco sus movimientos fueron haciéndose
más rápidos, más frenéticos. Prescindió del libro, rectificó varias
veces la posición del instrumento de tortura, bajo su vientre, hundió
la cabeza entre los brazos extendidos, contra el suelo y apretó
los muslos, arrastrándose en varias direcciones con sacudidas de
agonía. Las manos trémulas arañaron las tablas. Sus débiles gemidos
cesaron de repente, para volver más roncos, como un estertor.
Vibró todo su cuerpo en un paroxismo convulsivo, intermitente,
cada vez más débil, y al fin quedó inmóvil.
Un ligero ruido la hizo alzar la cabeza.
Era arriba, en el cuadrado de la ventana. Desde su posición la anchura
del muro sólo le permitía ver una raya negra: la parte superior
del hueco. De un rápido movimiento se puso en pie.
¡La sombra de una cabeza humana!
Con un seguro instinto de defensa agarró del suelo su camisa y
corrió hacia el rincón, bajo la ventana.
En el silencio de la noche Mariceli oyó el golpe sordo de un cuerpo
cayendo a tierra, al otro lado de la pared.
Sintió caer una gota sobre uno de sus pies. Sangre. La camisa, sus
manos: todo estaba manchado de sangre...
Huyó hacia la puerta y la abrió. El comedor en sombras la obligó a
pensar en los cirios del altar.
¡Su flagelo! Lo recogió del suelo, con su libro de estampas, y lo guardó
todo en su sitio. Después apagó todos los cirios y se lanzó a las sombras,
las manos aspando el vacío.
En el corredor le sorprendió una claridad inesperada. La luna en
menguante iluminaba los arcos medio-puntos del patio.
Volvió de pronto la cabeza, a la izquierda. Con un sordo roce de
hierro, la puerta blindada acababa de entreabrirse.
Y en la franja vertical de opaco azul vio incrustrada una silueta
inconfundible.
Era su pensamiento, desde que el ruido en la ventana de su celda la
reintegrara, con la súbita alarma, a sus sentidos.
Estaba segura. No podía ser otro. La idea de gritar, de correr a su
cuarto, se heló en su cerebro. Frente a ella, donde debía ver las puertas
de su aposento y las del inmediato a la sala, en que dormía Rosario,
se le antojó un muro cerrado, sobre el cual la luna, a través de los
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cristales de colores, urdía fosforescencias de pesadilla...
Miró de nuevo. Y su horror se perdió en las sombras. La franja
azul opaco y la negra silueta habían desaparecido.
Los perros, en el patio grande, comenzaron a ladrar furiosamente.
Dio un paso, temblando, y sus piernas obedecieron. Marchó derecho,
derecho. Sus manos, de pronto, chocaron contra un objeto duro:
— ¡Caniquí! ¡No! — gritó con voz ahogada.
Su cuerpo dio entonces contra algo.
Era la mampara de su cuarto, que había dejado abierta.
VIII
La inquietud rastrera y poderosa
62
amo les daba Rosario a él, a Domingo y a Francisco, si él se echaba
a reír porque le hiciera gracia al rabito de la Q, o volviera a confundir
la C con la G, lo mismo que si Domingo o Francisco provocaban
la risa o el enojo de Rosario; la señorita siempre la cogía con
él. Lo miraba como si le sacase los pensamientos por los ojos. Y
cuando los otros no podían asistir, la señorita no dejaba a Rosario
que le diese a él clase.
Por lo mismo él había aprendido la cartilla. Y bien. Ahora podía
leer de corrido. Y escribía su nombre: Filomeno Bicurnia Caniquí.
Se sabía la tabla de sumar y la de restar. Era todo un negro ladino,
que el amo podía alquilar o vender a buen precio. El amo le había
prometido guardarle su salario para su coartación. Algún día trabajaría
en su oficio por su cuenta... si el monte no volvía a tentarlo con
aquella comezón, aquel impulso de Elegbará mismo, que desde esa
mañana sentía sin saber por qué.
El amo se lo celebraba todo, satisfecho.
Y la señorita no le decía nada, sino que lo miraba, lo miraba de un
modo extraño, como si desconfiase siempre de él.
Delante del amo se sentía negro bueno. Ante la señorita volvía a
sentirse el negro malo, que, según la abuela, iba a morir «coggao».
¿Y si huyera otra vez?
Su última fuga le había dado una lección. Ya no sería hacia el
monte derecho, donde los perros husmeaban su rastro. Ahí estaban
los manglares de la playa, hasta que el mayoral se cansase de buscarlo
por las canteras.
Hablar era mejor. Hablar: confesarlo todo. Pero: ¿con quién?
En su mente rudimentaria, lo que había visto y sentido no tenía
explicación. Lo había hecho por inspiración de Elegbará maldito.
Tenía que hacerse «una limpia».
Mejor era callar, aunque el pensar lo atormentase. Pensar debía de
ser cosa también de Elegbará. Él no podría soportar mucho tiempo lo
que pasaba dentro de él, desde que abriera los ojos esa mañana.
Trabajó afanosamente hasta la hora del almuerzo. Y fregoteando
todavía en el zaguán, tuvo el placer de recibir al amo y hacerse
cargo de Lucero.
Pero ni la señorita ni la niña Mariceli se sentaron a la mesa. Sirvió
al amo solo, como pensando en algo, y silencioso.
La abuela, preocupada por su herida, fue lo único que le quitó por
un instante su tormento de pensar. Ni se acordaba ya él de su rasgón
en el muslo. Pero desde que lo curó otra vez la abuela, con sus
menjurjes, sintió el dolor de nuevo. Y creyó que sería mejor cojear
un poco. Su simulación lo entretuvo hasta media tarde.
Al fin la necesidad de hablar lo empujó a la calle, sin permiso. Era
la hora de la siesta y en la casa se oían volar las moscas. La calle
parecía también desierta. Hasta la hora de la procesión del santo entierro
iría a la bodega de la calle de Media Luna.
Y si algún totí maldito, o alguna tiñosa, habían llevado una pasa
de su cabeza para hacer el nido, echándole a él «salación», no le
faltaría allí el consejo de algún cúmbila para quitarse el embó.
Rosario, con sus interminables sermones, y tanto o más que ella, su
escepticismo de animal joven y sano, le habían hecho ver con un
poco de recelo las viejas creencias de su adolescencia. Antes que
Cristo en su cruz — símbolo simpático para su imaginación poblada
de análogos tormentos en los mayores de su raza— , Obatalá le había
dado la sensación de su poder infinito. En realidad, el Dios Padre de
que le hablaba Rosario bien podía ser Obatalá. Por orden de éste, el
terrífico Shangó — el dios de los truenos— lo había hecho llorar con
el deslumbramiento de su llamarada, su ruido espantoso y su fuego,
que mataba negros e incendiaba árboles y casas. Eso, seguramente,
no podía ser obra del pobre Cristo crucificado.
Biri, apagando el sol, había llenado de terror muchas soledades
63
suyas, en las noches oscuras y medrosas de los tifones. Y en sus días
de «apalancado», el triunfo de Orúmbila, en las mañanas espléndidas del
trópico, solía comunicar a su espíritu una intensa alegría.
Entre las concavidades misteriosas de las lomas, por último, como en
las copas enormes de las añosas ceibas, en el fuego, en la lluvia, en los
frutos de la tierra y en las flores — que sacudían constantemente su espíritu
en intesas emociones— , Filomeno resistíase a conceder que no hubiese
un orisha benévolo y protector, como en su primera juventud lo había
sentido por cuenta propia, antes de aprenderlo por las tradiciones de su
raza.
Ma Irene, la abuela — abuela de su madre, en realidad— , no le
inspiraba ya el respeto de otros días. Que fuera princesa mandinga,
como ella decía, que los ingleses hubiesen abordado el barco en
que ella venía, y que fuesen ciertos todos sus cuentos de piratas, y
de demonios, y de los gritos de «la cosa mala» desde la torre del
convento, con todos los aparecidos y fantasmas que juraba haber
visto en su vida, el biznieto no estaba muy seguro. Ni le importaba
ya gran cosa. Muchas veces se había reído de ella y de sus jerigonzas
con los demás esclavos jóvenes. Excitada por el alcohol o por
alguna fiesta grande del pueblo, para ma Irene los piratas amenazaban
siempre a Trinidad.
— ¡Lo pirata! — gritaba de repente— , ¡Jesú m’ampare! Viene leone,
viene leona. Tente, leone. Tente como nuetto siñó coni dómino deo
le dij a Justo Jué: siñó,nemico viene. Pirata viene. ¡Ojo tengo inobea!
¡Mano tenga ino toque!
Y en un arrebato, recogiendo todas sus fuerzas, asestaba imaginarias
puñaladas en el aire, contra el enemigo invisible:
— ¡Sangre le bebo! ¡Corazón le patto!
Su locura no obstante, la abuela pronosticaba cosas que luego resultaban
la «verdad mismita». Y sus remedios curaban.
Ma Irene le había comunicado el misterio de su nacimiento y de su
destino...
Elegbará — el gran dios, vengativo y poderoso— estaba bravo desde
su nacimiento de él, Caniquí, porque Calixta — hija de princesa mandinga—
había dado oídos a un hombre de otra raza: a un chino. Tal
era la historia de sus padres. Y tanto era así, que Bián, el dios negro
de la viruela, había acabado con ambos enseguida, después de su
llegada al mundo.
Filomeno, a pesar de sus alardes de descreimiento, para dar gusto
a Rosario y presumir de entender bien el catecismo, no dejaba nunca
de echar un jarro de agua a tierra, a las doce del día. Los blancos
hablaban del Ánima Sola. Pero él lo hacía desde el fondo de su ser por
Elegbará.
El terrible dios, sin embargo, no podría hacer nada en contra suya
mientras no lo permitiese el orisha Olokún, dios del mar. Filomeno
lo creía a pie juntillas. Había aprendido a nadar en un solo día, asombrando
al amo y a sus compañeros de excursión, quienes al verlo
caer al río lo dieron por perdido y siguieron su camino, para creerlo
un aparecido al día siguiente de la cacería, cuando volvió hacia ellos
con una pieza abandonada...
Y el mar era su elemento, además. Al entrar en el agua de cabeza,
en increíbles zambullidas, experimentaba una alegría indecible. Él
no buscaba nunca los palenques de los otros cimarrones, sino la orilla
de algún río, una laguna, o la playa. Nadaba horas y horas sin
cansarse, por gusto. Mientras Olokún no lo permitiese, a él no podrían
hacerle daño en el agua.
Ya en la esquina de la calle de Media Luna, cayó en cuenta que no
llevaba su hierro milagroso contra Elegbará, ni sus cayajabos, ni su
oración del Justo Juez, que casi siempre — por si acaso— llevaba
encima. Hacía tiempo que los guardaba en su jolongo, sin cuidarse
de ellos. Tal vez por eso se había desgraciado...
64
Por su lado pasó otro negro:
— ¡Ecobio! ¡Filomeno!
Al fin, saliendo de sus laboriosos pensamientos, reconoció al
interpelante.
— ¡Juan Limonta!
Era el criado de un rico amigo de su amo, con quien había hecho
gran amistad meses atrás, durante una breve estancia del amo en Trinidad.
Bien vestido, con dinero como siempre, y buen amigo:
— ¿Qué hase tú en Trinidá, Juan Limonta?
— Negosio. Vinimo hoy.
Don Federico de Limonta, dueño de extensas tierras por vuelta de
Villaclara, había quedado prendado de las filosofías y de la
crematística de don Lorenzo de Pablos. Era hombre también de influencia
con el gobierno de La Habana. Tenía esclavos a centenares
y no sólo para sus tierras. Viajaba con frecuencia.
— La’amo, taímbullao con negosio grande dísele tu amo. Tú ba bel...
Tomaron una copa, del fuerte, a su recíproca ventura.
Y quedó abierto el capítulo de las mutuas improvisaciones imaginarias,
cada uno dando rienda suelta a su fantasía para alambicar la
más mínima palabra válida en un vasto arabesco de interjecciones,
monosílabos casi inarticulados, oraciones incidentales disolventes
de la principal, carcajadas incongruas, golpes de baile y repiqueteo
de manos sobre el mostrador: todo ello intercalado con frecuentes
libaciones.
Juan Limonta entendió bastante, sin embargo, para hacerse cargo
de la terrible situación de su amigo. Y mencionó un nombre conocido:
el taita José María. ¿Había ido a verlo Filomeno?
La gente blanca tenía horror al pobre viejo, antiguo verdugo de la
villa, que allá por vuelta de Casilda y a pesar de sus cien años de
edad vivía solo, siempre solo en su bohío de guano, cercado de piña
silvestre el pequeño terreno que circundaba su pobrísima vivienda.
Sí. Filomeno había ido a visitarlo pero en otra ocasión: con un
pardo achinado, zapatero de oficio. Y el taita, sin los bailoteos ni
aspavientos de su abuela, le había echado los caracoles a su amigo,
delante de su altar, donde Filomeno recordaba haber visto también
un crucifijo. El cúmbila había recibido el prudente aviso de huir de
«aquella mujer», que iba a perderlo. Y, efectivamente, poco tiempo
después supo que El Chino había degollado a su amante y huido al
monte. No había vuelto a saber de él...
— Tú no hase na hatta que no bea al taita — recomendó Juan
Limonta al despedirse.
El regreso de Filomeno, con la buena suerte de haber pasado inadvertida
su ausencia, provocó evidente júbilo en Rosario y la abuela.
— Creímos que no volverías, Filomeno — confesó la joven.
La insinuación lo puso en guardia. ¿Cómo sabían ellas tanto? Con
nadie había hablado en la casa de su idea de irse al monte. ¿Habría
hablado la niña?
Quiso saber:
— ¿Por qué iba a juirme? ¿Qué pasó?
— Nada más te digo. Si oigo otra queja de ti lo vas a perder todo.
Rosario hizo en vano cuanto pudo por tranquilizarlo. Lo enfureció
que la abuela atribuyese al aguardiente su malhumor.
Y con sus voces destempladas, en el gran silencio de la tarde solemne,
mientras el pueblo en masa seguía la procesión del santo entierro,
provocó algo inusitado en el patio de los negros...
El amo, en persona, se llegó hasta el zaguán.
— ¿Qué son esas voces? ¿Qué sucede?
El esclavo, iracundo, demoró unos segundos en bajar la cabeza.
Don Lorenzo entendió bastante. Y prefirió excusar.
— Te advierto, Caniquí, que la señorita me ha pedido que te mande al
ingenio. No sé por qué. Ni quiero saberlo. Esta noche, por lo pronto, no
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vengas a servir la mesa. Mañana veremos... Me estás haciendo a mí una
cara: y quién sabe lo que estés haciendo por ahí. Pero ten mucho cuidado:
¿lo oyes?
Y con el látigo plegado en la diestra, tocó varias veces el hombro
del esclavo.
El sábado de gloria y en otra escapada se aventuró hasta Casilda.
Llegó jadeante al bohío del taita.
Y echó fuera cuanto halló en su memoria, como mejor pudo.
El taita no le disimuló su desconsuelo. El negro que hacía lo que él
había hecho, estaba perdido. Así lo expresó a su modo el viejo, las
blanquecinas cejas estiradas hacia arriba y el hocico en significativa
mueca. Mujer blanca desnuda, hasta en sueños, era la perdición para
un esclavo.
Después, siempre con un largo silencio entre el gesto anunciador
y la expresión solemne de la palabra, preguntó:
— Tú... ¿no ha’oío hablá de «La mano del negro», a la salía de
Santo Epíritu...?
Y llevándose de cuando en cuando las manos huesudas a la cabeza
— tupida alfombra de pasas cenicientas— ,el taita refirió a Filomeno
la trágica historia del negro espirituano José Gabriel Trelles, cuyo
cadáver había quedado colgando de la horca, a la salida del pueblo,
hasta que las tiñosas se lo comieron poco a poco. Los caballos se
espantaban y los niños de pecho lloraban todavía, desaforadamente,
cada vez que se pasaba por el sitio maldito... Pues José Gabriel, víctima
de algún embó, había visto también a Felipa Castañeda «ejnúa».
Los caracoles confirmaron el presagio. Filomeno sintió como si
despertara en el cañaveral, rodeado de fuego.
¿Qué hacer? Él no tenía culpa de nada. La niña lo había engañado
sin querer. Porque él no había pensado sino en Rosario.
Taita José María dejó pasar otro largo rato en silencio. Y poco a
poco fue dejándole saber sus instrucciones.
Debía apoderarse de una prenda interior de la niña Mariceli; hacer
una tira de trapo con ella, una tira de cinco nudos, poniendo un grano
de maíz en cada nudo. Esa tira tenía que llevarla atada a la cintura
durante siete días. Y cuidarse en todo ese tiempo de cualquier pensamiento
o acto pecaminoso.
A los siete días debía volver a ver al taita, llevándole una gallina
blanca, una cazuela de barro y cinco clavos. Los clavos tenía que
llevarlos también los siete días, pegados a la carne. Podía hacer un cinturón
y llevarlo debajo de «lo otro».
Todo le pareció en extremo fácil.
Y emprendió el regreso a carrera tendida, acaso como una compensación
a su tortura de una hora, frente al despacioso taita.
IX
El enemigo invisible
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al abusar como lo había hecho de su inesperada situación?
Acaso no querría verlo otra vez: no querrían explicaciones
inútiles...
Supo el viernes que Mariceli seguía «indispuesta». Y la fórmula
glacial no añadió hiel a su tormento, porque hubo de tener en cuenta
su piedad sincera, y la solemnidad del día.
A medianoche, empero, acusándose repetidas veces de necio, se
escurrió de su casa como un criminal y paseó las calles silentes de
la villa con su ancho sombrero de paja de Italia hundido hasta las
cejas y la imaginación en incoercible evocación de los asaltos y
crímenes nocturnos, allá en La Habana. Vino a dar al fin frente a su
ventana, en la casona de la calle Real. Y entregado a sus eróticos
sueños, allí tan cerca de ella, se estuvo casi inmóvil, como fuera del
tiempo, hata que un ruido de pasos lo obligó a alejarse, callejón del
Guaurabo abajo.
Consideró su villa natal a aquella hora desconocida, poblada de
misterios...
Trinidad ejercía sobre su espíritu una influencia disociadora inexplicable.
Más de una vez, ante su madre, ante don Lorenzo u otras
personas de la villa, lanzado insensiblemente en algunas de sus tiradas
habituales contra el despotismo ilustrado, contra el fanatismo y
alguna vez contra la esclavitud misma: contra la vagancia, la holgazanería
de los ricos y la miseria de los pobres, había sufrido de repente
la sensación de hallarse como extraviado y entre enemigos. A
poco, y en cuanto renunciaba a ser sincero y aceptaba «echar una
manigüita», todos le devolvían su confianza y aun lo trataban con
singular deferencia, encomiando en alta voz y con hipérboles harto
desagradables su cultura y su talento. Trinidad, sin embargo, tenía
fama de progresista y de rebelde para el gobierno de La Habana...
El sábado de gloria, por la mañana, la negativa de su tía Celia a
recibirlo agotó de repente su paciencia. Maltrató de palabra a Petra,
la criada encargada del recado, y salió para la iglesia solo, sin esperar
a su madre.
Por la tarde, contra el consejo de ésta, se plantó en la casa de la
calle Real. Necesitaba una explicación y la tendría, aunque en caso
extremo la intransigencia paterna lo llevase a un rompimiento definitivo.
Así sabría a qué atenerse.
Con visibles muestras de contrariedad lo recibió su tío, solo. Después,
ante su sincera explicación del interés que le inspiraba la familia,
don Lorenzo le informó que su mujer también se sentía mal. Hacía dos
días que ni la madre ni la hija comían en la mesa.
¿De Mariceli? Que no le hablasen de ella. Estaba harto de verla
siempre comiéndose los santos. ¡Que se metiese a monja de una vez!
Estaba resuelto a no poner objeción alguna, si los señores de sotana
no enseñaban demasiado la oreja en cuanto a la dote. Que no se hicieran
la ilusión de atraparle su dinero con la hija, porque estaba
dispuesto a quemarlo y destruirlo todo antes. O a donarlo a la Casa
Real de Maternidad: ya lo tenía pensado.
Con el exabrupto el joven comprendió que su tío nada sabía ni
guardaba en contra de él. Pero la prohibición de hablarle de ella
invalidaba su visita...
Don Lorenzo estaba contrariado. No tenía por qué negarlo. En
Trinidad se hallaba, desde el día anterior, un rico amigo suyo de
Villaclara: don Federico de Limonta. Era hombre que pagaba buen
precio por los negros, cuando podía examinarlos y escogerlos. En La
Habana era comensal del propio general Vives, con quien se decía que
compartía sus negocios. ¡Lo que se le atribuía a él, sin razón!
Pues en aquellos días esperaba él la goleta «Cándida», con un «cargamento
». No había que decir de qué.
Y con los malestares de las mujeres — ¡malditas mujeres
estorbándolo siempre todo!— y aquel ambiente de sacristía de su
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casa, no se había atrevido a brindar a don Federico Limonta la hospitalidad
que debía ofrecerle. Estaba en casa del capitán del partido,
jurado enemigo suyo.
Por otra parte, el capitán, enterado del próximo arribo de la «Cándida
», que venía de la isla Tortuga con un cargamento escogido, lo
tenía amenazado con denuncias y expedientes. ¡Canallas! Para sacarle
dinero nada más: que ellos eran los primeros en proteger los
desembarques, cuando se les pagaba bien.
Tal era su situación. Y aunque mandase para el ingenio — o al
mismísimo infierno— a la madre y la hija, don Federico ya no vendría
a su casa.
— ¿Ve para lo que sirven las mujeres? — concluyó— . Y como ésta,
mil. No creas que es la primera vez que se me echa a perder un negocio
por ellas. Yo no sé que es lo que se proponen, no sé qué es lo que
quieren. Pero te digo que para esto, vale más que me dejen solo de
una vez... Así, dándose golpes de pecho y comiéndose los santos, yo
no he visto criatura más ingrata ni más egoísta que esa hija mía. Sólo
esperaba de ella una cosa a la que creo tener derecho: nietos. Trabajar
como yo trabajo para que mañana se lo lleve todo la trampa, o la
iglesia — para el caso es igual— , es desconsolador. Pues ella sólo
piensa en sí misma y en su locura de santos. ¿No es para dolerse?
¿No es para vivir como yo vivo, en el mismo infierno?
Tras un largo silencio, que el joven no se atrevió a romper, don
Lorenzo se puso en pie.
Juan Antonio balbuceó unas frases de despedida y salió con toda
la sangre agolpada al rostro, estrujando su sombrero entre las manos.
Mariceli estaba definitivamente perdida para él.
El domingo, no obstante su pesimismo, persuadió a su madre que
debía ir personalmente a saber de doña Celia y Mariceli, después de
la misa.
Para la viuda no había pasado inadvertido un solo detalle del proceso
pasional de su hijo. A partir de la noche del jueves, su angustia
iba pareja con la de su hijo.
Pero Mariceli, en su sentir, no amaba a Juan Antonio. Sentíase ella tan
buena hija de Dios y tan buena cristiana como la que más. Su vida, de
soltera, de casada y después, de viuda, había sido irreprochable. Pues
ella no hubiera hecho sufrir así a ningún hombre. Y menos a un hombre
como su hijo, dotado de todas las perfecciones. Mariceli era una criatura
desamorada, de todos modos. Con ella había sido siempre arisca. Era el
vivo retrato de su padre: lo había dicho toda su vida. Y acaso era mejor
que no fuese la mujer destinada a sustituirla en el corazón de su hijo. A
ese precio no quería ella ni las minas del Potosí...
Incapaz de contrariar abiertamente a su ídolo, sin embargo, se dispuso
a obedecerlo. Iría a la casa de la calle Real.
Salieron de misa juntos y él se quedó a su espera en la esquina de
la calle de la Boca, junto al jigüe histórico.
Hubo que esperar mucho tiempo... ¡un cuarto de hora!
Y al divisarla, ya de vuelta, se alarmó del corto tiempo que durara
la visita. ¿Qué había pasado?
— ¡No la esperaba tan pronto, madre! ¿Cómo fue? ¿La vio usted?
Doña Elena apenas podía hablar, del enojo. Doña Celia la había
recibido con marcado disgusto. Y la niña lo mismo. Ninguna se había
tomado el trabajo de disimular su sorpresa. Mariceli se había
dignado apenas contestar sus preguntas, siempre con los ojos en el
techo, como una sonámbula. En resumen, porque la indignación no
la dejaba respirar, que entre la madre y la hija le habían hecho pasar
la humillación más grande de su vida.
De vuelta en la casa, sin la mantilla, que la sofocaba, y ante el
silencio persistente de su hijo, fue más explícita
Al despedirse de su prima había oído al extremo del comedor, por
la puerta del zaguán, la voz de Petra, su criada. Le había dado permiso
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esa mañana y nada raro le pareció encontrarla allí.
Para Celia, en cambio, ¡la presencia de Petra entre sus criados fue
motivo de un nerviosismo extraordinario!
— «¿Por qué tienes contigo a esa arpía?», me dijo. Llamó en esto a
Petra y delante de mí la maltrató de palabra. Le dijo que cuando tuviera
que venir a su casa, con algún recado mío, lo hiciera por la puerta de
la sala, nunca por la de los criados. Y que no la quería ver allí. ¡Así,
como si yo no existiese! Estuve a punto de cantarle las cuatro verdades,
y de recordarle cuando ella vino aquí por no ir al arroyo...
— Pero; dígame, madre — interrumpió Juan Antonio, cansado de
aquellas noticias para él insignificantes— . ¿La vio usted? ¿Se halla
realmente enferma? ¿Está acostada?
— Sí, Juan Antonio: la vi — contestó resignada la madre, al cabo de un
silencio— . Y no tiene nada grave. Estaba acostada porque se niega a
tomar alimento, y está débil. Se ha hecho una capilla en la casa. No piensa
sino en el convento. Es ridículo que conserves aún esa ilusión de que te
quiere...
Y después, como arrepentida de su rudeza, apeló a su treta de ofenderse
antes:
— Sólo ella te interesa, y ni atención me prestas cuando te cuento
lo que se me ha hecho en aquella casa. Para ti que me ofendan, como
que me acaricien, es igual...
El joven se plegó a ella y la abrazó, en demanda silente de perdón.
Cuando su madre entraba en ese orden de incongruencias sentimentales,
era el único medio de evitar las lágrimas. Ahora tenía que cambiar
de tema, o salir a la calle.
Pero salir a aquella hora por las desiertas calles inundadas de sol,
era impensable. Prefirió la vieja treta de niño:
— Está bien. Perdóneme que la haya hecho ir. Pero no me haga
recriminaciones ahora, porque me duele la cabeza. He dormido mal
anoche.
— ¡Las aceitunas gordiales! — reaccionó enseguida la madrecita—
. Comiste demasiado: bien te lo dije.
— Al contrario, madre, lo que tengo es hambre...
Después del almuerzo, aunque incapaz de dormir, tuvo que reclinarse
en el sillón y cerrar los ojos.
Acostumbrado a su plena sinceridad de estudiante, aquella cadena
de pequeñas mentiras — como la vida social íntegra de su villa natal,
impregnada de recelos nimios y antipatías disimuladas, de hogar a
hogar— comunicábale un creciente disgusto de sí mismo. Ahora tendría
que fingir que dormía, para declarar después que el dolor de
cabeza había desaparecido... ¡Y él, que pensaba con envidia en
Danton, Desmoulins y Bolívar, no era capaz de romper aquellas telarañas!
— ¿No quieres acostarte?
— No, mamá. Déjeme aquí. Hace demasiado calor allá adentro.
A poco, sin embargo, su pueril ardid le valió una información preciosa,
aunque viniese a agravar su incertidumbre.
Petra, la criada de su madre, tenía mucho que comunicar a su ama.
Era una parda achinada oscura, escuálida, con aspecto enfermizo. El
expresionismo exuberante de sus manos y sus brazos esqueléticos hacía
raro contraste con la inmovilidad de su rostro y la monotonía de su voz
gangosa. El joven pensó en la sacerdotisa de algún culto extraño, que
hablara en trance profético...
En voz muy baja, a recomendación de su madre, para no despertarlo,
entregó su letal mensaje.
En casa de «la señorita prima de la señorita» pasaba algo misterioso.
Ma Irene, la vieja, estaba como loca. Todo se le volvía recitar la
oración del Justo Juez y besar sus caracoles, que no soltaba de las
manos. Rosario no decía nada, pero lloraba cuando se le preguntaba
qué tenía su amita. Caniquí andaba «juío». Lo habían sorprendido
robándose una pieza de ropa: una camisa de la niña Mariceli. La
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camisa había pasado por las manos de mucha gente: estaba toda manchada
de sangre. La niña Mariceli se la había confiado a Rosario con
mucho secreto, para que se la lavase. Y Domingo le sopló a la señorita
que Caniquí se la había robado y la tenía escondida en su saco.
Al verse descubierto, Filomeno se lanza contra Domingo, lo deja
medio muerto, con una mordida atroz en la yugular, le arranca la
camisa a Rosario de las manos y sale «juío». Al ver corriendo al
esclavo por la calle, como alma que lleva al diablo, todos los criados
de la vecindad se meten de sopetón en el zaguán de la casa...
Si el amo hubiese estado en la casa quién sabe lo que hubiera pasado.
Acababa de salir para Casilda o la Boca, con don Joaquín Sirú,
el comisario de policía, que había venido a buscarlo. El amo había
dado unos gritos muy fuertes hablando con el señor comisario y le
había llamado ladrón, a él, al capitán del partido y a todo el mundo.
Había salido hecho una furia el amo.
Y detrás del escándalo, Caniquí, que por poco mata a Domingo y
sale como una flecha de la casa. En todo el barrio no se hablaba de
otra cosa desde la noche del sábado. Ella, Petra, sabía dónde estaba
escondido Filomeno. Aquella mañana lo habían visto. Pero tendrían
que arrancarle la lengua para que ella lo dijese. Estaba en casa de
doña Josefa Bourés, amiga de don Antonio Bicunía, antiguo amo de
Filomeno. Doña Josefa tenía a Caniquí por negro bueno, a pesar de
todo. Pero para ella, Petra, Caniquí tenía el demonio metido en el
cuerpo. Nadie sabía bien lo malo que era Filomeno.
— Acuérdese, mi ama, de lo que le dice hoy su esclava, Petra la
China: de ese negro se va a hablar en el mundo entero... ¡Por ésta!
A través de sus entreabiertos párpados, Juan Antonio vio el largo
brazo escuálido extenderse primero, en una sacudida, y doblarse después,
para llevar en cruz unos dedos descarnados contra la boca sin labios.
Doña Elena, en tanto, comprendía a duras penas lo que su esclava le
contaba. ¿Para qué podía haber hurtado Caniquí una camisa? ¿Habían
advertido ya en la casa otros hurtos de ropa? ¿Qué había ido a hacer el
señor comisario a la casa de la calle Real? ¿Era posible que a don Lorenzo
de Pablos lo llevasen preso?
Petra sólo sabía lo que contaba. Francisco, el cocinero, le había
contado que Caniquí se había herido un muslo, con un vidrio, y que
a la señorita doña Celia le había dado un ataque porque a la niña
Mariceli, cuando vio a Caniquí chorreando sangre, había pegado
unos gritos muy fuertes, pidiendo socorro. Caniquí y la niña Mariceli
estaban solos, en la capilla nueva. Desde el sábado anterior al domingo
de ramos la niña Mariceli no dormía la siesta, sino que se
quedaba en la saleta, sola, para que Caniquí le acabase pronto la
capilla. Ma Irene le había preguntado varias veces al nieto qué misterio
se traía con la niña Mariceli y Caniquí le había contestado de
muy malos modos que a ella no le importaba. El jueves trajeron a la
niña de la procesión con un ataque. Vino el médico y mucha gente
esa noche. El amo no durmió en la casa: estaba en el campo. Y el
viernes la señorita Celia no dejó a Rosario que entrase en el cuarto
de la niña Mariceli. La niña y la señorita hablaban llorando y cada
vez que Rosario quería entrar, la señorita la echaba para el traspatio.
Rosario no sabe nada, pero está segura de que algo muy grave le
ocurre a su amita...
Juan Antonio no pudo reprimir un movimiento.
Y la voz gangosa dejó de hablar.
La madre, con un cambio brusco de actitud y de tono, dijo algo
indiferente. Petra contestó con perfecto aplomo y transformación no
menos radical, que «todo estaba limpio y en su orden, como lo había
ordenado la señorita». Ama y esclava tenían bien aprendido sus papeles.
Agotado por el esfuerzo, el joven se puso en pie de un salto.
— ¡Hijo! ¿Qué te pasa?
Había que seguir el juego:
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— Tuve una pesadilla, mamá. Está probado que no me sienta dormir
la siesta inmediatamente después de almorzar. En La Habana no
lo hago nunca...
Y haciéndosele intolerable ya la permanencia en su casa, bajo la
mirada escrutadora de la madre, añadió:
— Tengo que dar una vuelta, a pie, para ayudar la digestión. Ahora
vuelvo.
— ¡Pero, hijo! — alegó ella— . ¿Dónde vas a esta hora? Recuerda que
esta tarde vamos a Casilda, con las Irrirragorri y las Malibrán. Tu amigo
Echerri va también. Y vas a volver demasiado sofocado para bañarte
enseguida.
— Voy hasta la botica de don Agustín Cañellas y vuelvo al instante.
No, no es nada. Prefiero ir yo mismo. Me sirve de ejercicio. No
insistas, mamá: tengo que salir...
Y salió, a despecho de los interminables alegatos de su madre.
Su brusca decisión de ir hasta la botica de la calle de Gutiérrez tenía
una sencilla explicación. A esa hora solía estar en su gabinete, contiguo
a la botica, el doctor Bernal, médico de ambas familias.
Pero era domingo...
La objeción surgió demasiado tarde en su cerebro. Su impulso lo
llevó hasta la botica.
No estaba el médico, desde luego. Y para la tertulia dominical de
costumbre, era demasiado temprano.
— ¿Hay novedad en la familia? — preguntó el boticario.
El joven, poco a poco, se rindió a la necesidad irrefrenable de expresar
sus pensamientos. Habló para no gritar, para no correr a la
casa de la calle Real y entrar, pistola en mano, hasta el aposento de
su prima. Habló para no hacer un disparate mayor.
Pero sus reticencias, sus circunloquios e incoherencias eran nimias.
El viejo boticario sabía a lo que él venía...
Una vez más se sintió niño, inerme, indefenso como una mosca
en la telaraña sutil que era para él la vida espiritual y moral de su
pueblo. El boticario lo trataba como si hubiese estado presente
durante la escena inmediatamente anterior, allá en el comedor de
su casa...
El médico — el informante estaba seguro de ello— no le diría nada.
El doctor Bernal se mostraba preocupado. Estaba bajo el peso de una
tremenda duda. Algo inaudito.
— En mi concepto, señor de Luna — añadió con énfasis— , es un
grave error de la santa y buena señora, su señora tía algo que asir
con fuerza.
Juan Antonio sintió un escalofrío. Sus manos buscaron de usted,
esa negativa terminante suya, a que el doctor Bernal practique un
reconocimiento...
— Amigo leal que soy de la familia — siguió el vejete— ; rechazo con
indignación lo que anda ya en las lenguas de la gente. Es increíble cómo la
maldad humana se goza en arrastrar así por el arroyo el honor y la inocencia
de una criatura que es una santa, que es positivamente un dechado de
virtudes...
Al fin, alerta al efecto contraproducente de sus palabras de indignada
simpatía, el boticario cambió de tono.
— Pero permítame que le advierta — adujo— , que en este delicadísimo
asunto, señor de Luna, tiene usted que proceder con una
prudencia infinita. Fui amigo de su padre de usted y lo estimé en
todo lo que valía. Un hombre prudente y sabio como pocos. Por eso
me tomo esta libertad de hablarle así, aunque lo conozco bien y sé
que le sobran facultades de que yo careco en absoluto. Es a título
de viejo que le hablo. A título de viejo nada más, y sin faltarle al
respeto que le debo, por su cultura y su talento... Tiene que proceder
usted con extrema cautela, con exquisito tacto. Es usted generoso,
valiente... y joven. Ya usted me entiende. Todo eso lo pone a
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usted en peligro de tomar este asunto como cosa propia. Que lo es
realmente, desde luego: por más de un concepto. Aceptado. Pero
de tomarlo como algo contra lo cual puede uno luchar de frente, a
cara descubierta, como se lucha contra un enemigo, aunque sea diez
veces más fuerte que uno. Corre usted el peligro, en fin, de tomarlo
como si el único ofendido fuera usted, y con su victoria sobre el
enemigo la inocencia de su señorita prima quedase ipso facto demostrada.
El juicio de Dios...
Juan Antonio lo oía todo como un eco de su propio pensamiento.
Pero lo devoraba la impaciencia. No era cosa de estar allí toda la
tarde, oyendo al boticario-filósofo, mientras el criminal se ponía tal
vez en salvo. Y recordaba bien: la casa de la señora doña Josefa
Bourés, en la misma calle, por el callejón del Portugués. Aunque
estuviera desarmado, allá iría sin tardanza. Él sabría la verdad, toda
la verdad, antes de diez minutos...
— El juicio de Dios — seguía su consejero— , que está muy bien
en la historia, en la leyenda; pero de ningún modo en este caso. Porque
el peor enemigo, señor de Luna, no es ese aborto del infierno, si
el hecho criminal fuese cierto, que yo no lo creo: ¡ni usted debe creerlo
tampoco! El peor enemigo no recogerá el guante; no responderá a su
desafío. Se burlará de su generosidad, de su coraje, de su noble indignación.
Lo vencerá a usted sin lucha, licenciado... ¡El peor enemigo
es un enemigo invisible!
Juan Antonio interrumpió bruscamente a su gárrulo intérprete. Ensayó
una excusa y lo dejó, hablando aún.
— ¡Vea usted lo que hace, don Juan Antonio! ¡Señor licenciado: vea
usted lo que hace! Una violencia lo perdería a usted... ¡y a ella! ¡Oiga
usted el consejo de un hombre desinteresado, de un amigo leal, de un
viejo...!
¡Caniquí!
Recordó sus pensamientos de un día, camino de Camagüey, algunos
meses atrás:
«Caniquí es un símbolo. Sus tremendas energías, su vigor físico,
su alegría de animal joven y sano, apenas le sirven para sí
mismo. Cuba es también venero de riquezas, de juventud, de alegría.
Pero por derecho de propiedad, por la tradición y por la ley,
todo lo suyo es de su amo, de su posesor. Todo, menos la vida, se
lo debe a su dueño, que hasta la vida puede quitarle. Como Cuba
se humilla al peso de sus cadenas, y todo lo espera del extranjero,
del amo. Pero un impulso recóndito empuja el esclavo al monte,
al «palenque», a la libertad individual y desordenada. Y para nada
le sirve a él esa libertad, sin embargo... ¡Acaso Cuba tampoco
haría otra cosa que «apalancarse», como Caniquí, y retroceder a
su condición primitiva! Posible que los viejos tengan razón. Pero
el impulso es invencible...
»Amárreme, mi amo, o métame en el cepo, porque si no, hoy me
juyo. El impulso cede un momento al sentimiento de lealtad y se
niega a sí mismo. ¿Con qué resultado? El de provocar la cólera del
amo, el de remachar sus cadenas, para renacer más fuerte al cabo, y
paradójicamente más impotente. Caniquí se envilecerá a sí mismo
y envilecerá a su amo, a cada escapada. Y cuando se fugue la última
vez acaso será tarde, porque llevará en su cuerpo y en su espíritu
las huellas demasiado hondas del cepo y las cadenas. Caerá en
las manos de otro amo hacia el cual no sienta ni lealtad ni nada, y
que lo explotará mejor, porque lo conocerá sólo por sus peores cualidades.
Y de ese amo ya no escapará sino por el crimen, por la
desesperación o por el suicidio: clavando sus dientes en la yugular
del dueño insufrible — como dicen que suele hacer con sus iguales
en la lucha— o tragándose su propia lengua. ¿Será ese también el
destino de Cuba?»
Doña Josefa lo recibió al principio recelosa. Después, vencida por
72
su sinceridad y su dolor, le confesó que había acogido, sólo por unas
horas, al fugitivo. Le mostró, uno a uno, todos los rincones de la casa.
— Caniquí no es malo, señor don Juan Antonio — le dijo al despedirse
de ella, desconcertado— . Yo no lo creo capaz de lo que se le acusa. Me
confesó que había robado la camisa por consejo de taita, un brujo, un
antiguo verdugo que vive allá por Casilda. Ta vez el taita sepa algo más: a
mí no me lo ha dicho. Dice que debía llevar esa camisa alrededor de la
cintura, por siete días, para quitarse un embó que era la causa de su
salación, de su desgracia... Y nada más. De la niña no dice una palabra.
Que es muy buena con él. Que le mandó hacer unas disciplinas, un cilicio.
Y él creyó que era para Rosario. Su inquina es contra Domingo, por la
mulatica. En nada deja escapar un indicio de su crimen, si es verdad que
lo cometió o lo intentó siquiera. Está seguro de que el amo lo perdonará.
¿Cómo es posible que él espere el perdón de don Lorenzo de Pablos, si
es verdad que ha intentado siquiera lo que se le imputa?
Cuando volvió de su inútil visita al cauteloso taita, ya bien entrada la noche,
su madre yacía en cama, entregada a los cuidados de su fidelísima Petra.
La ansiedad de seis horas sin saber de sus pasos había exacerbado de tal
modo su dolor, casi constante, de cabeza, que se esperaba la visita del
doctor Bernal, llamado contra su expresa voluntad por la alarmada esclava.
Juan Antonio se felicitó en silencio. Y realizó el milagro de curar a la
madrecita, a fuerza de besos...
Su entrevista con el médico de la familia, empero, añadió más
sombras a su incertidumbre que consuelo a sus esperanzas. Hablaron
más de dos horas a solas. Tuvo que oír, casi exactamente,
los mismos consejos del viejo boticario. Y el único acuerdo entre
ambos fue que doña Celia había entrado en un fatal camino de
ocultación y disimulo, y que a ella habría que culpar de las consecuencias
el escándalo. En todo el pueblo no se hablaba de otra
cosa.
Don Lorenzo de Pablos no sólo ignoraba totalmente el asunto, sino
que seguiría ignorándolo. En primer lugar porque en ocultárselo a su
marido doña Celia jugaba todas sus cartas. La buena señora temía
más a su esposo que a Caniquí mismo, y a la maledicencia de todo el
pueblo. Y además, porque el afán de lucro del riquísimo hacendado
lo había hecho caer en las trampas de la ley...
— Una goleta que venía a él consignada — le informó el doctor— con
un cargamento de esclavos, procedente de la isla Tortuga, ha sido apreada
por el capitán del partido. Un escandalazo, aunque todo el mundo sabe
perfectamente que la trata sigue viento en popa, por todos los puertos y
ensenadas de la isla. Nuestro señor don Lorenzo, sin embargo, quiere
hacer las cosas porque sí, confiado en su coraje y sus influencias. Y esta
vez le ha salido el tiro por la culata. Dice él que es una traición de un
individuo, compinche del general Vives, a quien tomó por amigo: un tal
don Federico, de Villaclara...
Juan Antonio recordó su entrevista de la tarde anterior. Era aquel
don Federico Limonta, a quien su tío deploraba tan amargamente, no
haber hospedado en su casa, por culpa de las mujeres.
— Acabo de oirle decir algo monstruoso — concluyó el doctor
Bernal, ya en la saleta y despidiéndose.
— ¿Con relación a lo de Mariceli?
— No. Ya le he dicho que de eso no sabe una palabra: ni le prestaría
atención si se lo dijesen, además. Lo que me ha dicho, y yo tengo
la pena de creerlo muy capaz de llevar a cabo, es que si comprueba
que ese don Federico, de acuerdo con el capitán general y con el
auxilio de toda la canalla judicial y policíaca, lo que se proponen es
robarle el cargamento de la «Cándida», creo que así es como se llama
la embarcación, él como se llama Lorenzo, está dispuesto a echar
a pique la goleta, con toda su carga...
Por un momento, Juan Antonio dejó de pensar en su obsesión de
ocho horas consecutivas.
73
Y en su desvelo de la noche, la imagen de la «Cándida» sepultando
en el mar cuatrocientas o quinientas vidas humanas de una vez,por
la codicia de aquellos blancos, los dueños de los destinos de su patria,
hizo palidecer la otra — ya bastante debilitada desde su franca
plática con doña Josefa Bourés— de un Caniquí abusador, cobarde y
criminal, martirizando entre sus brazos de gorila en celo las carnes
sonrosadas y suaves de ella, su novia imposible.
X
¡Sálvese el que pueda!
Vae victis...
Otra vez «juío»...
Los gritos de la abuela y de Rosario lo habían hecho correr Real y
calle Desengaño abajo, sin propósito formado.
Y así entró, de rondón, en casa de su antigua protectora, escupiendo
todavía la sangre de su enemigo que le quedara en la boca y
con la pieza de ropa hurtada entre sus manos, sucias de sangre y
tierra. Las cosas le habían sucedido demasiado rápidamente para
pensar en ellas.
Se sometió dócilmente al interrogatorio de doña Josefa. Y le prometió
volver a la casa y atenerse a la bondad del amo, al que tendría
que decirle la verdad. Si Domingo se había levantado del suelo, todo
se reduciría a que lo mandasen a él para el ingenio. ¿Estaba él seguro
de que no había hecho más que hurtar esa pieza de ropa, para su
«limpieza», y reñir con Domingo?
No. Caniquí no estaba seguro.
La verdad era que él no quería huir. La casa de la calle Real no era
el ingenio. Se había sentido bien como nunca en su vida, comiendo y
durmiendo a sus anchas, la ropa siempre limpia... y su chaleco. Con
el permiso del amo ya había salido a trabajar. En el hospital, donde
se le quería bien, había vuelto a terminar su obra de los arriates nuevos,
ganando cinco reales. El amo se los había dejado gastar. Tenía
camaradas, cúmbilas de su edad y su mismo temperamento, entre los
que se sentía rey. Y las mujeres se volvían locas por él. La China le
ofrecía regalos y dinero. Y luego, Rosario...
No: no huiría otra vez al monte. La verdad era que el palenque no le
brindaba nada. Hambre, terrores, soledad. No: la casa de la calle Real no
era el ingenio.
Doña Josefa habló mucho tiempo delante de él: le dijo muchas
cosas, que él no oyó.
— Entonces, Filomeno, quedamos en que mañana temprano volverás
y te presentarás a tu amo. Y le dirás todo lo que hiciste, como
me lo has contado a mí. Y le pedirás perdón... ¿Oíste? Y si te mandan
para el ingenio, acepta y ve resignado, Filomeno. No vuelvas a huirte
porque será tu perdición...
Todo lo prometió, conforme se lo pedía su protectora. A su lado,
en efecto, se sentía seguro y capaz de hacer lo que había prometido.
Pero al quedarse solo, en la cocina, la vista de un hacha colgando
de un clavo lo impulsó a un movimiento radicalmente contrario a sus
pensamientos. ¡Un hacha como aquella le convendría tanto en el
monte...!
Optó por echarse a descansar en el colgadizo, junto a la puertecita
del callejón de Portugués.
Abrió los ojos con el primer albor del día.
Sin pensamiento, asustado por hallarse en sitio desconocido, abrió
de un impulso la puertecita y echó a correr por la calle, todavía oscura.
A campo traviesa, camino de Casilda.
La finca de los Viamontes.Arbustos de marañón. Llana, llanilla y
tuna. Agua en los pies... Pero estaba seguro: tenía enfrente el cayo de
los Algodones. A la derecha, la línea todavía imprecisa de la sierra.
74
Reconoció los bosques de tamarindillo. Sasafrás, papita, zapote.
Ahora, la laguna de los algodones, con sus almácigos.
Al coro tristón de la guanaro y las notas más salientes de la torcaza
y los silbidos de chichiguacos y totíes, se unieron las notas estremecidas
del guatibero, el gurguitar del carpintero y el desabrido zorzal,
con su graznido. El primer canto de judío lo detuvo, alarmado...
Anduvo aún mucho tiempo, abriéndose paso, dentro del bosquecillo.
En el concierto matinal confundiéronse al fin todas las voces: el
sabanero trinitario, con su «juichiuí: choel, chor», el suave y quejumbroso
solibio, el sinsonte: «canario del manglar», y la fuerte voz
del arriero.
Cesó el bosque, casi de repente. Y a sus oídos llegó el suave murmullo
de las olas, estrellándose en las rocas. Estaba frente al mar.
Pisó arena.
¡Olokún bendito!
En el aire salitroso reconoció un perfume:la salvia marina. Las rocas se
le antojaron animales monstruosos, figuras de mal sueño. Vio palomas
muertas, iconos... Orishas malévolos.
Un mogote. Otro. La cueva.
La marea alta se la tenía inundada. Sintió frío. Por el lado del mar,
ya azul, las olas entraban blandamente. La respiración de Olokún.
Halló su lugar seco.
Satisfecho de su inspección, salió de nuevo y se sentó entre las
rocas.
Birí, vencido, se apelotonaba en torsos y cabezas monstruosas,
contra la sierra.
Y del otro lado, sobre el rígido horizonte de las aguas, el magnífico
Orúmbila comenzó a lanzar hacia lo alto la sangre de su enemigo
agonizante, para surgir después, apacible y sereno, en el azul luminoso
y cada vez más claro del cielo.
Algo le molestaba en la cintura. Un hacha.El hacha que viera colgada
la noche anterior, en la cocina de doña Josefa Bourés. ¿Cómo
había venido a dar a su costado?
Desde ese instante, Caniquí volvió a sentir que pensaba.Pensó que
estaba otra vez huido. Ya no tenía remedio.
— ¿Y si volviera al pueblo? Allá estaba la buena cama, la comida
sabrosa y abundante, los cúmbilas, Rosario...
Delante de sus ojos, el mar, la sierra. Hacía tiempo que no los
veía, que no oía la respiración de Olokún, que no gozaba nada de
aquello. Unos árboles y un poco de tierra: eso era todo en aquel patio
oscuro y húmedo de la casa de la calle Real.
Dejó los arrecifes por la arena y se tendió, boca arriba, de cara al
cielo. ¿Para qué pensar más en aquéllos? Los buenos orishas ya no lo
soltarían. La salvia marina, el canto de los pájaros, el roce de las
olas; la brisa, todavía húmeda, y el cielo: ¡tanto cielo!
Cerró los ojos. Luego buscaría unas frutas, o algún pichón que
matar a pedradas. La finca Cayaguazán no quedaba lejos. Se robaría
unas gallinas. Al monte no subiría hasta que se cansasen de
buscarlo por allá arriba, con los perros. Tenía mucho que hacer.
Mejor que estar pensando, como allá entre los blancos. El taita José
María y la abuela eran unos viejos locos. Ni él estaba «salao» ni
nada de aquello era verdad. Los fantasmas sólo salen de noche. Y
allí estaba su cueva, para esconderse.
Después no pensó más.
Al cabo de tres días de inacción, sin noticias de la casa de la calle Real y
rehuyendo a propósito el trato de «las personas decentes», entre las que
mayormente sintiera los dardos de aquel «enemigo invisible» apuntado
por el viejo boticario, Juan Antonio Luna llegó a creer que la tempestad
había pasado.
La pugna abierta entre don Lorenzo de Pablos y las autoridades
locales, por otra parte, absorbía la atención de sus jóvenes contertulios,
75
en la plática vespertina de la Plaza Mayor: los únicos que tuvieran
la exquisita discreción de no hablarle una palabra de su prima,
aunque él — en su misma, acentuada consideración— intuía
perspicuamente que lo sabía «todo».
En ese pequeño grupo suyo, de jóvenes intensamente patriotas e
insurgentes, don Lorenzo de Pablos, con todo su prestigio, no era
otra cosa que un traidor: un españolizado más. Para decirlo así no
se cuidaban de su presencia, por el estrecho parentesco. Y él lo
agradecía, aunque le pareciese un poco injusto el juicio. En el grupo
había hijos de españoles que oían, impertérritos, cosas peores
de sus padres.
El tal Limonta, rico hacendado de Villaclara, no era otra cosa
que un instrumento del general Vives. Las ganancias fabulosas de
don Lorenzo de Pablos habían despertado su codicia. Un criollo no
podía ganar más que el «godo» máximo, jefe de plaza sitiada, por
mucho que el criollo se rebajase y «untase» oro, a derecha e izquierda.
El capitán del partido, después de todo, era un infeliz y
deploraba tener que proceder contra su generoso compinche. Pero
la orden venía de arriba: la «Cándida» iría a La Habana, a los
barracones del gobierno. Se publicaría profusamente la captura, para
engañar al cónsul inglés. Y el reparto vendría después: una montaña
de papeles sería todo lo que quedaría del asunto.
Los jóvenes se hacían cargo, con saña jubilosa, del amargo desengaño
de don Lorenzo. Harto los había humillado con sus jactanciosos
consejos, con su altivo menosprecio de sus conterráneos revolucionarios,
con sus comentarios irónicos al desembarco de los hermanos
Betancourt, de Santiago Zambrano y otros patriotas, en el río
Agabama, algunos años atrás... Don Lorenzo se había expresado sin
respeto alguno por los mártires de Camagüey: Francisco Agüero y
Manuel Andrés Sánchez, el primero un cubano meritísimo y el segundo
un héroe colombiano...
Juan Antonio calculó que algunos de aquellos muchachos tendrían
dieciocho o veinte años, a lo sumo. Hablaban de su tío, sin embargo,
como enterados minuciosamente de toda su vida: como contemporáneos
de José Aniceto Iznaga y Juan José Hernández Cano, a cuyos esfuerzos
con Bolívar por la liberación de Cuba se referían como cosa de ayer, en la
que hubieran tomado parte apasionada y principal. Su obsesión con el
nefando misterio alrededor de Mariceli lo mantenía un tanto ajeno y como
indiferente al tema que apasionaba a sus amigos. Y por innata generosidad
acaso, la traición de que era víctima su tío lo inclinaba a la clemencia para
sus errores pasados. En la rencorosa alegría de aquella juventud Juan
Antonio descubrió, muy a su pesar, que contra don Lorenzo de Pablos no
sólo se levantaba en aquellos momentos el patriotismo puro, sino la envidia
también, a su laboriosidad y a su sentido creador y afirmativo de la vida.
Sus jóvenes amigos repetían acaso la hiel destilada de muchos hogares
trinitarios contra la casa de la calle Real.
Sus conclusiones lo llevaron más lejos. Volvió entonces su pensamiento
a Mariceli, y antes de hacerse la idea clara en su cerebro
una angustiosa sensación de pánico recorrió sus nervios... ¿Se detendría
aquella saña en la inocencia de su prima? ¿Respetarían aquellos
papagayos irresponsables el honor de Mariceli, cuando él se
alejaba de ellos?
Su obstinado silencio, en tanto, hubo de llamar la atención de
sus amigos. Pensó no volver a aquellas pláticas, acaso el único consuelo
a su soledad y su pensamiento fijo. La idea de romper de una
vez con la tela de araña y volver a La Habana, iba ganando ya valor
de solución, aunque al principio la rechazara indignado contra sí
mismo. Con su madre y el doctor Bernal hubo de discutirla: para
éste era lo más prudente. El ingreso de Mariceli en un convento
parecía ahora cosa resuelta, por parte de la misma doña Celia. Se
anunciaba ya su viaje a La Habana: el año que duraría el noviciado
76
permanecería ella en la capital, cerca de Mariceli. Don Lorenzo ya
había dicho de modo categórico, a su manera, que no quería oír
hablar más de su hija. Que la desheredaría si se metía a monja; pero
que hasta se alegraba de que lo hiciese, para darle a su dinero mejores
y más dignos herederos que ella.
Para doña Elena, en tanto, la vuelta a La Habana de su hijo era otra
cosa. Era lo suyo, que nadie parecía tomar en cuenta lo que ella defendía.
¿Qué tenía ella que ver con la familia de su prima? ¿Por qué
tenía que dejarla otra vez su hijo, cuando escasamente hacia dos semanas
que llegara, después de seis meses de ausencia? ¿Es que
Mariceli lo era todo? ¿No contaba ella para nada?
El doctor Bernal, desde luego, acabó retirando su consejo. Las madres
siempre tenían razón.
Y Juan Antonio, cada día más deprimido y más descontento de
sí mismo, imaginando siempre las más absurdas esperanzas, expedientes
violentos y provocaciones a una explicación personal con
su tía y su prima, escribiendo principios de cartas que nunca pasaban
de los primeros párrafos, y negando a toda diversión, a toda
visita, a toda sugerencia contraproducente de su madre, tuvo que
huir también de ésta, exasperado por sus caricias y recriminaciones.
La tempestad — pensó— había pasado. Nada tenía él ya que
hacer. Mariceli estaba definitivamente perdida. De la catástrofe, en
tanto, él era el náufrago que más había perdido. Y el que luchaba
con el mar de más tenebrosas dudas. Mariceli, a veces, era para su
exacerbada sensibilidad como se la pintara el padre: «la más egoísta
e ingrata de las criaturas». Y su propia madre, la madrecita llena
de inoportuna ternura, se le antojó también intolerable.
— Usted acusa a todo el mundo de egoísta — se atrevió a decirle— ,
pero le mortifica más que a nadie que los otros piensen un poco en
sus propias cuitas y no constantemente en la de usted...
Volvió, por la tarde, a la Plaza Mayor.
En el grupo de jóvenes se comentaba, con animación extraordinaria
y pocas precauciones, la gran noticia del día.
— ¿No sabes? ¡Se fue a pique la goleta: la «Cándida»!
Debió dar la impresión de no entender. En realidad su depresión
de ánimo entorpecía un tanto sus sentidos. Y sobre él cayeron a la
vez todos los informadores. Más de uno acababa de oírlas y ya añadía
algo de su cuenta a las noticas...
La goleta se había hundido, misteriosamente, la noche anterior,
antes del arribo del bergantín de guerra «Belona», que había
entrado a mediodía, para conducirla a La Habana. Del cargamento
sólo se sabía de ocho o diez negros, que ganaron nadando la
playa. Traía a bordo ciento cincuenta, doscientos, quinientos...,
cada uno difería de los demás. El capitán y tres de sus hombres
estaban presos: ni un solo hombre de la tripulación había perecido,
aunque se notaba la desaparición de algunos. Estarían escondidos,
seguramente. Como lo estaba también don Lorenzo de
Pablos, a quien el comisario de policía buscaba afanosamente,
con una orden de arresto.
Para enterarse bien de lo que a él le interesaba, sin embargo, tuvo que
cortar en seco el torrente de inútiles comentarios, rebosantes de odio y de
despecho. A nadie tanto como a él le dolía e indignaba al mismo tiempo la
desalmada venganza. Pero él quería saber los resultados, los hechos. Los
considerados y los fallos vendrían después...
Los más generosos — los que sentían con él su vergüenza y su
dolor humano— interpretaron bien su impaciencia con los adjetivos
extemporáneos. Y aun hicieron por atenuar las aristas de sus dardos.
Don Lorenzo había sido siempre un hombre terrible y ciego en sus
resoluciones. La traición de que había sido víctima lo había sacado
de juicio, seguramente.
Siguió la discusión, ahora con más calor. Juan Antonio, incapaz
77
de coordinar todavía sus pensamientos calló largo rato.
Pero la agresión no tardó. Vino recta hacia él, a pesar de su tortuosa
expresión. Y la sintió en sus entrañas, antes de comprenderla.
Juan Antonio se fijó en el rostro de su gratuito adversario. Era
una carita oscura, picada de viruelas, sebosa. No recordó haberla
visto antes.
— Don Lorenzo de Pablos es un traidor, él mismo, tan canalla o
más que el Limonta, que al fin y al cabo es peninsular. Para su crimen
no hay atenuantes. Es el más cobarde y asesino de los hombres.
Ésa es mi opinión. Me alegraría que lo matasen como a un perro,
aunque sé que no le pasará nada. Con cien vidas que tuviera no pagaría
lo que ha hecho. Ésa es mi opinión. Y si fuera mi padre pensaría
lo mismo. Siempre es cosa de alegrarse, sin embargo, el saber que
uno no tiene en su sangre ni pizca de la de un asesino como él...
Ahora, si acá el señor porque va a ser su hijo político piensa diferente...
¡ya eso es otra cosa! Yo no tengo por qué disimular mi opinión.
— ¡Su opinión me importa un bledo, jovencito! — estalló Juan
Antonio, acercándosele— . Puede usted decir lo que guste de don
Lorenzo de Pablos, de su padre y hasta de su señora madre de usted,
si eso también le place. Pero esa miserable insinuación que acaba
usted de hacer es una mentira, en primer término, y un insulto, que
no habré de tolerarle...
La intervención de los demás no desvió el brazo vengador. En la
boca abierta, mientras ensayaba una respuesta, recibió el lenguaraz
su castigo. Abrió los brazos, para reganar el equilibrio perdido, y
cayó entre las piernas de los que acudieron en su auxilio.
Bastaron unos segundos de confusas protestas, recomendaciones
de calma de los más prudentes y exclamaciones de los paseantes más
cercanos, testigos de la lucha, para que se formase alrededor del grupo
de jóvenes un cerco de curiosos.
Juan Antonio, intensamente pálido, todavía sin darse cuenta cabal
de su situación, se vio señalado por varios testigos ululantes y frenéticos.
Él era el agresor, el delincuente. Su víctima, sentado por su
grupo en un banco próximo, cubríase la boca con su pañuelo, manchado
de sangre.
Buscó a sus amigos: los que creyó identificados con su causa. Se
sentía más víctima que su adversario. Un segundo antes de su
incoercible impulso punitivo, en su corazón sólo se agitaba un gran
dolor, exento de agresividad. Su gratuito ofensor era un individuo
casi desconocido para él. Lo había visto en el grupo, uno o dos días
antes. No sabía quien era...
Pero aquellos jóvenes, de buenas familias trinitarias, temían a un
escándalo callejero más que a un duelo. La justicia era siempre un
enredo, tanto para actores como para testigos, del que no se salía en
bien sin dejar muchas onzas de oro en las ávidas manos de los señores
encargados de impartirla. Y el tema, origen de la riña, era algo
escabroso. Estaba ya abierto un proceso por las autoridades militares.
Juan Antonio Luna era sobrino del odioso acusado...
Sólo, entre una masa hostil de gente desconocida, y entre dos soldados,
fue como un autómata hasta la comandancia militar, y tuvo
que esperar la llegada del oficial que habría de iniciar las primeras
diligencias. Los soldados, dándose cuenta, por su traje, de su privilegiada
posición social, brindáronle una silla.
De pronto vio venir hacia él a su adversario. Su actitud no tenía
nada de altiva ahora. Expresó su deseo de cambiar unas palabras con
su agresor, en privado. Los gendarmes se miraron entre sí y asintieron
con una seña.
— ¿Por qué va usted a decir que me pegó? — murmuró la boca
ensangrentada junto a él.
Juan Antonio sintió una viva repugnancia hacia su interpelante.
La oscura casaca parecía como colgada de sus hombros, prenda en
78
posesión anterior de otro dueño más grueso. Los anchos pantalones
blancos chorreábansele por las piernas. De su agresiva petulancia la
voz no conservaba nada noble. Era como el silbido de una serpiente,
llena de odio y, sin embargo, dulce.
— No lo sé todavía. ¿Por qué no decir la verdad?
— Nos comprometeríamos los dos, tontamente...
— Entonces... ¿qué quiere usted que diga?
— Pues que... que discutíamos sobre cuestiones de derecho. Yo soy
estudiante, señor licenciado. Mi padre es el mayordomo de don Juan
Bécquer. Nosotros hemos jugado juntos en el ingenio: ¿no me recuerda?
Diga que discutíamos de derecho... y que yo le dije ignorante... o cualquier
cosa por el estilo. Y que nos cruzamos algunas palabras fuertes... hasta
que usted me levantó la mano...
— Está bien. Así lo haré. No tengo inconveniente.
A la mañana siguiente, doña Elena estaba enterada de todo. Y conocía
la verdadera causa del escándalo callejero, además.
Juan Antonio tuvo que soportar un interrogatorio más extenso que
el del señor comisario, en la noche anterior. Las precauciones de su
adversario habrían sido válidas para los expedientes de justicia, pero
de nada habían servido ante la aguda percepción popular de los acontecimientos.
El hundimiento de la «Cándida» mantenía en pávido suspenso todas
las conciencias. Doña Elena tuvo frases de cálida condenación
para su cuñado. Sobre la familia había caído la reprobación general.
Iban a ser señalados con el dedo por todo el mundo. Era preferible
irse, huir de Trinidad.
¡Y él, Juan Antonio, aparecía para todo el mundo como defendiendo
a su tío! Petra lo había oído en todos los labios. Y lo que se
oía entre los esclavos, no era otra cosa que un eco de lo que se platicaba
entre los amos.
Sobre la casa de la calle Real pesaba como una maldición. Tras
del misterio indescifrable que unía los nombres de Mariceli y de
Caniquí fugitivo en algo que nadie se atrevía a definir, la hecatombe
de la «Cándida» venía a colmar la medida.
Y ella — doña Elena— no culpaba tanto a don Lorenzo como a su
prima: a aquella orgullosa Celia que viniera de La Habana cerrada de
negro, inconsolable, empeñada en vivir recluida en un aposento, sin
llamar siquiera a sus esclavos — que entonces ella tenía muchos—
para lo más necesario de su servicio y negándose a aceptar nada de
ella, aunque le ofreciese trajes que sólo se había puesto una vez...
Tan pronto como la huerfanita desamparada atrapó al marido rico, la
Celia de siempre se había mostrado de cuerpo entero. Se había puesto
a mal con todas las familias...
— Pero: ¿por qué dice usted eso de tía Celia, madre: si es usted la
primera en repetir pesadeces de todas las familias de la villa? Vive
usted siempre como perseguida, en defensa perenne de imaginarias
murmuraciones... ¡y usted es la primera en fomentarlas, con esa arpía
de su Petra!
Presa de una excitación inusitada, para hablarle a su hijo, doña
Elena se defendió vertiendo toda clase de improperios sobre su prima,
el «negrero asesino» de su marido y «esa hipócrita» de la hija,
que bajo su aspecto de eterna novicia escondía tal vez un alma tan
perversa como la de su padre.
— ¡Me avergüenza que pienses todavía en esa mujer para traérmela
al lado, como tu esposa! El pueblo entero la acusa, aunque la compadezca.
Esa criatura no está bien del cerebro. Es voz de sus amigas
más íntimas, de los médicos: ¡de todo el mundo! Ya ves que son
inútiles todas las diligencias para que la admitan en un convento.
Tiene el orgullo de la madre y las perversiones del padre, que fue un
libertino, que tuvieron que mandarlo a España para poner coto a sus
desmanes... y ya ves qué alma tan negra tiene...
Su más profunda convicción de niño y de hijo amante: que su madre
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era algo diferente de las demás mujeres; y hasta su concepto sentimental
y generoso del alma femenina, bastante poco explorada por
su análisis benévolo de joven relativamente rico y bien educado, sufrieron
ese día una conmoción desgarradora, como una dolorosa distorsión
que habría de perdurar para siempre en su alma.
Madre e hijo llegaron por fin a un acuerdo.
Dejarían la casa de Trinidad al cuidado de alguien. Pero ella se
llevaría todo lo suyo, como para una larga temporada. Y a su criada
Petra, de la que no podía prescindir, por el estado de su salud. Saldrían
para La Habana, en el primer paquebote... Ella le escribiría una
carta a su cuñado, respecto al cuidado de sus intereses que dejaba en
su poder. Y mandarían la carta a la casa de la calle Real, con un
recado para su prima. Ya sabría ella dónde se escondía su marido.
En La Habana se establecerían primero por su cuenta. Él con plena
libertad, como si viviese solo. Después ella veía qué se había hecho
de sus familiares, de las que ningún resentimiento las separaba.
En La Habana, como en Trinidad y en el fin del mundo, ella se plegaba
a todo, se conformaba a todo. Lo único que ella anhelaba era ver a
su hijo feliz y contento y entre gente que lo aprecíase en su valor, que
lo ennobleciese y elevase, en vez de de ensombrecer su ánimo con
menosprecios propios y ajenos...
Juan Antonio insertó una cláusula un tanto contradictoria: que una
carta suya dirigida a Mariceli fuese también enviada con toda solemnidad
a la casa maldita.
«Me alejo de ti — decía en alguno de sus párrafos la carta— convencido
de que no te hago falta, de que no me necesitas ni me quieres
para nada... Perdóname si enloquecido por mi ilusión de un cariño
que no sentías, ofendí en alguna ocasión tus sentimientos religiosos
con palabras de pasión humana: yo no soy más que un hombre. Y en
aquel momento era un hombre enamorado... Ahora ya no sé lo que
soy. En veintiséis días he envejecido espiritualmente veintiséis años.
Tu decepción, como los malos, no vino sola. Me llevo el alma a
rastras, maltrecha, con cicatrices para toda la vida...»
Seis días después, a la salida de la villa, en una radiosa mañana de
mayo, Juan Antonio recordó algunos párrafos de su carta, todavía
sin respuesta.
Había envejecido años, en realidad. Ni el sol espléndido, ni el bello
panorama, ni la brisa susurrante y acariciadora, ni los trinos que
se desgranaban entre los árboles copudos del borde del camino a
Casilda, conmovieron una fibra de su ser.
Y a su lado, su pobre madre, empeñada en mostrarse no sólo resignada,
sino alegre, acabó por estorbarle también. Le estorbó su santa
madrecita, único y admirable cariño de su vida, que dejaba seguramente
su tranquila casita de la villa y se lanzaba a la aventura de
aquel viaje por él, por su falta de voluntad y de carácter para librarse
del maleficio de aquel desdichado amor y huir, huir, como desde el
principio debió él hacer, y por su cuenta. Una y otra vez se lo dijo a sí
mismo, y siempre en vano.
Porque ella quería arrancarlo de sus pensamientos. Le hablaba
de la pequeña embarcación que los llevaba hasta el paquebote,
anclado frente a la boca de Guaurabo; le hablaba de la travesía
hasta La Habana, del temido mareo... ¡hasta de los piratas! En
aquellos blancos arenales de la playa, según había oído ella afirmar
muchas veces, dormían tesoros fabulosos, enterrados por los
piratas...
Y ya él vivía contento con aquel vicio, aquella locura de rumiar su
idea fija: «enemigo invisible» que lo separaba de ella, su novia imposible.
Se iba en derrota, en vergonzosa fuga: como el propio
Caniquí, inarticulado y pusilánime.
— ¡Mira ese islote verde, Juan Antonio! Como un florón, sobre este
manto del agua. ¡Mira cuántas corúas! ¡Qué claro se ve el fondo de arena!
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Y la villa, allá lejos, detrás de los manglares: ¡qué chiquita se ve! La torre
del convento... ¿Oyes? ¡Quién sabe si las oigo por última vez, esas
campanas!
— ¡Madre, por favor!
— ¡Perdóname, hijo, perdóname! Mira ahora las sierras, todas las
sierras. No cabe duda que esto es muy hermoso. ¿No echaremos de
menos esto allá en tu Habana...?
— Trinitario soy yo, madre. La habanera es usted.
— Pues ya lo ves: ¡se han trocado los papeles!
XI
Bajo el signo de Olokun
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mantenida desde entonces con escasos recursos de reparación, como
era de rigor en todos los servicios reales de la época, el trabajo no
faltaba nunca. A diario se le apretaban las costuras, con la precaución
siempre repetida de no meter demasiado estopa, ni usar del mazo
con demasiada fuerza. Las cuadernas, de madera dura del país, podían
garantizarle siglos a la nave. Con las amuras renovadas a tiempo,
la «San Fernando» se mantendría a flote por tiempo indefinido.
Pero no todo es flotar, en el decir de su antiguo capitán, ya descansando
para siempre allá en su tierra vasca, don Pedro de Aizcorbe. El
apostadero de La Habana era cada día más tacaño, más exigente. Y
con todo el velamen yéndose por las relingas, la jarcia muerta en
total abandono y muchos baos en mal estado, aunque las tracas reluciesen
de limpias y el ojo profano sólo viese orden y limpieza a su
alrededor, el esfuerzo de la marinería iba resultando cada día más
desesperado e inútil. Había hecho bien acaso don Pedro en desaparecer
antes que su nave.
La sañuda recomendación de doña Celia de Arriaga al sucesor de
su padrino en el mando de la «San Fernando», cuando a principios
del año, entre dos soldados, subiera el fugitivo prisionero a la vieja
fragata, hubo de resultar innecesaria. Blancos y creyéndose libres,
para sus futuros compañeros la «San Fernando» no era otra cosa que un
presidio flotante. Y un presidio tan duro como el que deseaba para su
incorregible esclavo negro la cristianísima señora.
Por su docilidad y su buen humor, Filomeno perdió pronto en el
mar lo más saliente de su condición en tierra: el aislamiento. Su charla
pintoresca, su deseo de aprender la jerga de a bordo, la rapidez con
que se hiciera cargo de las órdenes: todo al principio contribuyó a su
nivelación entre los hombres blancos de la tripulación, cuyo ínfimo
rango en aquel pequeño mundo de la «San Fernando», no difería
mucho de su servil condición en tierra.
Poco a poco, sin embargo, los trabajos más peligrosos, como los
más humildes y repugnantes, en el sollado mismo, fueron como de
tácito acuerdo encomendados al esclavo. Un grumete, el Sevilla,
no se dio el trabajo de disimular su inquina, y pronto quiso ejercitar
su derecho de blanco para castigar de obra al negro parejero. Caniquí
se limitó a agarrarle el brazo, por la muñeca, atraerlo a sí con violencia,
mirarlo fijamente en los ojos y rechazarlo después con toda
la fuerza de sus músculos poderosos contra el suelo. Desde ese día
tuvo en el Sevilla a un mal enemigo, si solapado y aparentemente
cordial en su trato, porque el grumete no era un hombre temible,
sino un tipo adiposo, lampiño, de edad indefinible, modales afeminados
y hablar melifluo, cuyo trabajo principal a bordo consistía en
el servicio personal de los oficiales de menor categoría. Hacía también
de barbero y de flebotomiano, aplicando sangrías y administrando
pócimas. y con sus libracos de chascarrillos y obscenidades,
que se complacía en prestar a sus compañeros, provocaba entre éstos
las más torpes bromas.
Incapaz de rencor, sin embargo, Caniquí fue admitiéndole poco a
poco sus regaños y amenazas y acabó por aceptar, sonriendo, que
realizara su capricho de pegarle. Sus primeros meses, sin experiencia
alguna como hombre de mar, fueron para aliviar al Sevilla de sus
menesteres más repulsivos, sin salir del sollado. Siempre aquella celda
flotante era mejor que la de la cárcel de Trinidad, donde purgara con
hambre y soledad infinitas su última fuga. Rosario, la abuela y la
casa de la calle Real eran para él ya recuerdos lejanos, muy borrosos,
que rara vez venían a su memoria.
Su buena disposición y su gran físico valiéronle al fin órdenes de
emergencia. Primero al molinete, para levar en ancla; otro día, con
los demás marineros, para tesar un estay; otro a fijar nuevos tomadores
en las vergas, para trincar las velas después de aferradas; más tarde
en las constantes obras de la obencadura, y al fin, habituado a trepar y
82
mantenerse firme por la arboladura, uno más a su puesto para izar la
mayor, o la gavia, o el juanete, o aferrarlas con cabal sentido de la distancia,
a la hora de repartir la relinga.
Aprendió rápidamente el laboreo de las jarcias, el nudo de
ahorcaperros, el as de guía, el balzo de calafate, el balzo por seno o
de gaza, la margarita, el ayuste de clavellina y el de enguillado... Y al
oír que se bogaba con el viento a fil de roda, a bolina de babor o de
estribor, a la cuadra o a un largo, ya sabía él lo que quería decir. Aun
en la tesura o flaccidez de las velas deducía sin darse cuenta apenas
que no habría de tardar la orden del castillo de popa, transmitida en
lenguaje un tanto más difícil al cabo de mar, y el ajetreo siguiente
por allá arriba, izando o aferrando tela.
Prefería su guardia en la cofa del trinquete, de día, a las nocturnas
de las serviolas. La «San Fernando» navegaba a menudo a la vista de
tierra — alguna franja lejana, a veces blanca, donde Caniquí presentía
una playa— o de una azulosa y vaga visión de montañas, que para
su primitiva mente era siempre la sierra de Trinidad, con el pico de
Potrerillo desfigurado por las nubes...
La pesca de los pececillos voladores, por los guinchos, lo excitaba
hasta proferir alaridos de entusiasmo, que le valían carcajadas o reprimendas
de abajo. Seguía el vuelo quieto y seguro de los guinchos
con el alma en ellos. Los envidiaba intensamente, sin decírselo a sí
mismo. Y cuando veía saltar la bandada de los plateados peces sobre
la superficie de las aguas, encendidas de reflejos deslumbradores del
sol, impulsaba su cuerpo sobre sus pies, como si se sintiera uno de
ellos, para acelerar el descenso vertical, rápido como el rayo, de los
guinchos...
En los días tormentosos, Shangó paralizaba completamente su facultad
de obedecer. Y el cabo de mar, insultándolo con sus peores
dicterios, lo amenazaba en vano. Él se reía del calabozo, dentro de
uno de los pañoles de proa, sin luz, lleno de ratas, con agua y galletas
por todo alimento: ésa había sido su primera habitación al subir a la
nave. Pero de Shangó no se reía nadie. Ni el peor mar de octubre, con
viento huracanado y olas formidables que hacían danzar a la «San
Fernando», como una barquita de papel, tuvo para Caniquí la aterradora
grandeza de una tempestad estival en pleno mar del trópico: el
duelo entre Shangó, su enemigo, y Olokún invencible. Olokún bendito,
cuya imponente grandeza, mal calculada desde la costa, le inspiraba
ahora un respeto profundo: un sentimiento nuevo de sí mismo
ante la inmensidad de la naturaleza.
Como le sucediera ya en otros parajes donde anclaran — puertos de
refugio o de aprovisionamiento, con diez o doce casuchas, como Río de
Ay o Casilda— al llegar a un lugar como un lago, enorme, con una ciudad
a la vista muchas veces más grande que Trinidad, y muchas torres de
iglesias, cuyas campanas sonaban a fiesta, preguntó anhelosamente y se
le informó que no saldría del barco.
Estaban en «la Bana», donde él recordó bien que vivían el niño
Juan Antonio y la señorita Elena. Evocó a Petra, la escuálida china, y
en su imaginación le pareció menos fea. La China le daría ahora dinero.
Se compraría zapatos, calzones y un chaleco...
Pero no se le dejaría desembarcar. El Montañés se lo dijo, esta
vez, casi con pena. La orden no era suya, sino de arriba, del castillo
de popa. El propio comandante se lo había recomendado.
¿De «arriba»? Él no había tenido contacto alguno con aquellos
estirados y lejanos individuos de la cubierta. Los había visto apenas
de pasada, o desde la arboladura. ¿Por qué aquellos blancos, que ni
noticia parecían tener de su existencia a bordo, le prohibían ahora,
expresamente, lo que a todos concedían?
El Sevilla se plugo en repetirselo por centésima vez. Él no era un
marinero, ni un hombre libre. Estaba en la «San Fernando» en calidad
de preso, de esclavo incorregible, por ladrón y salteador de caminos.
83
El capitán podía tirarlo al agua, con un hierro en las patas, sin
tener que darle cuenta a nadie. Lo que querían sus amos, seguramente,
era deshacerse de él. Ya podía darle gracias a Dios, o al Diablo, de
estar vivo aún...
Ofuscado por su relativa paridad en miseria con el grumete, Caniquí
protestó de su inocencia. Él no había matado, ni hecho mal a nadie.
Huirse al monte era todo su delito. Y la última vez él no lo había
querido. El Diablo lo había empujado.
El de Ondárroa trató de consolarlo a su modo:
— Si no tienes ochavo, ¿para qué bajar a tierra quieres, pues?
Terminada la maniobra, los de turno libre bajaron a asearse. Una
bandada de botes, lanchas y canoas rodeaba la nave. Caniquí perdió
la noción de por dónde habían entrado. La bahía era como una laguna
vastísima, donde había otros barcos, muchos...
De improviso se acercaron a él dos compañeros. Tenían órdenes
de conducirlo al sollado y encadenarlo otra vez o meterlo en el calabozo.
Lo había mandado el capitán en persona.
Obedeció maquinalmente, y bajó al sollado. Pero cuando los otros
quisieron meterlo en el calabozo, fue necesario que ocho hombres
luchasen con él, hasta dejarlo con las manos y los pies fuertemente
amarrados, dentro del pañol de babor.
Al día siguiente, el Montañes aminoró su tormento. Bastaba un cepo
de pies. Y sus palabras consolaron un tanto su espíritu. El capitán
respondía por él a su amo, don Lorenzo de Pablos. A su vuelta por
Trinidad vería seguramente al amo y podría solicitar su perdón. Pero
tenía que someterse y portarse bien.
— En cuanto nos hagamos a la mar de nuevo, te soltamos...
Y así fue, al cabo de largos días de soledad, de tinieblas, de hambre.
En más de una semana, otra vez mar afuera, no fue capaz de ejecutar
ninguna orden, sangrando por sus llagas, embrutecido por la fiebre
y la anemia de su ayuno.
El cambio que poco a poco se operó en su carácter acentuó su
importancia a bordo. Considerado al principio como una cosa, como
un animal raro, hecho para el trabajo, pocos se dignaron ocuparse de
él, después de agotar las chanzas de rigor sobre el color de su piel, su
estatura, su nombre, su torpe lenguaje y sus gritos de entusiasmo. Su
locuacidad hacía contraste con el silencio de aquellos hombres, que
ya se habían dicho cuanto tenían que decirse.
Después de dos o tres escalas, que significaron sendas encerradas
para el esclavo, su pereza en el trabajo y su obstinado silencio
preocuparon al Montañés. El de Ondárroa menor, otro grumete
paisano y enemigo del Sevilla y algunos marineros, que veían en el
negro a un buen brazo más para el trabajo, comenzaron a protestar
en voz baja. ¿Por qué había que meterlo en la barra a cada escala?
El Sevilla repitió su malévola opinión: a Caniquí se le tenía por
peligroso; era ladrón, camorrista y hasta se decía que había atacado
a una mujer blanca; sus amos lo habían hecho encerrar en la «San
Fernando» para acabar con él; lo mejor que se podía hacer era echarlo
un buen día por la borda, con un lingote a los pies. ¿Por qué no se le
remachaba un buen grillete a una pata? Entonces se le podía dejar
en libertad...
El Montañés se pronunció siempre enérgicamente en contra del
grillete. Para eso, más valía echarlo al agua de una vez.
Al fondear en el puerto de Gibara, Caniquí no fue a la barra. Se le
confinó en el sollado, con órdenes especiales a los marineros que
quedaron arriba, en la guardia de la nave. Tan pronto terminara el
aprovisionamiento, levarían ancla otra vez.
Por uno de los escobenes, Caniquí pudo ver otra vez tierra. Allí, a
algunas brazadas, se extendía una pequeña playa blanca, reluciente,
como su arena inolvidable de María Aguilar. Y a lo lejos, las palmas,
los bohíos, los puntos móviles de guajiros, arando...
84
Al día siguiente, después de levar anclas, un marinero echó de
ver que le habían robado y acusó a Caniquí. Y, cuando el esclavo
llevaba algunos latigazos en la espalda desnuda, sin confesar su
fechoría, llegó una extraña orden de arriba. Era a Andrés, el de
Irún, el acusador de Caniquí a quien había que meter en la barra...
Su acusación contra el esclavo era un falso expediente para cuando
el mayordomo le pidiera cuentas de unas compras a él encomendadas.
Pero el mayordomo conocía sus hábitos. Caniquí, por
toda reparación de la injusticia, recibió la atención terapéutica
del Sevilla.
Sobrevinieron varios días de calma chicha. Y hubo que fondear
de nuevo frente al puerto de Banes, por aprovisionamientos. Bajaron
a tierra varios marineros. Desde su observatorio del escobén de
estribor, Filomeno vio el bote llegando a tierra; en unos cuantos
golpes de sus brazos sobre aquel verde cristal líquido, llegaría él
junto al muellecito. Una garita de madera era todo lo que se veía.
Detrás, el monte...
Esa tarde, cerca de la noche, uno de los marineros entró en el sollado
borracho, tropezó con el coi del esclavo y le propinó en las sombras
varios golpes, a bulto.
Caniquí despertó sobresaltado, e instintivamente, con toda su primitiva
fiereza como libre de temores coercitivos por lo súbito del
ataque, repelió la agresión.
La lucha fue breve y poco aparatosa. Cayó el borracho contra el
piso y sobre él, Caniquí.
De pronto se oyó un grito ronco y el cuerpo del caído se sacudió
furiosamente. Caniquí le había clavado los dientes en el cuello, por
la yugular...
La única luz, de aceite, colgada de un travesaño al pie de la escala,
iluminaba apenas el rincón en que se revolvían los dos cuerpos. De
las literas surgieron dos o tres cabezas.
Pero Caniquí no era un hombre que peleaba con otro. Era una fiera
acorralada por largos meses de golpes, de hambre. Un animal salvaje
que llevaba mucho tiempo atrás un difuso rencor contra todos los
hombres que se movían a su rededor, sin impulso suficiente para
lanzarse sobre uno. Había visto esa tarde la tierra a una distancia de
la que ya casi había perdido memoria. Y se había dormido llorando sin
saber por qué, mordiendo los bordes de su coi y con un deseo en astillas
punzándole dentro, un deseo convulsivo de acabar de una vez. Con
oraciones cristianas mal aprendidas pidió a Shangó que enviase su fuego
destructor sobre la «San Fernando» y a Olokún que se le tragase.
Inclinados sobre los combatientes, los otros diéronse cuenta al fin:
— ¡Caniquí! ¡Negro! ¡Suelta o te mato!
— ¡Es Manuel Álava! ¡Lo ha degollado!
— ¡Lárgalo!
— ¡Pues le chupa la sangre! ¡Mirarlo!
— ¡Lárgalo o te mato, negro!
Los cuatro cayeron sobre él, a tirones y golpes. El grito del de
Álava era ya un tartajeo extraño.
De pronto irguióse una figura entre las sombras y pidió espacio:
— ¡Apártense pues! ¡A un lado! ¡Dejarme!
Fue entendido y se le obedeció, mientras se afirmaba en un pie, las
manos aferradas a una litera. Y con el otro, disparado a toda fuerza,
asestó la pesada bota sobre la cabeza del negro.
Caniquí rodó a un lado. Los pies calzados siguieron moviéndose
en una marcha inmóvil, encima de su cuerpo.
Los otros levantaron al herido, bañado de sudor y de sangre.
Para su suerte, los dientes de Caniquí dejaron escapar los cartílagos
más nobles. El de Álava estaba en pie a los siete días. El no pudo
levantarse, ni a golpes, en diez.
Pero su presencia a bordo fue desde entonces francamente molesta.
85
El Sevilla se negó a curarlo de sus heridas. El Montañés reinstaló
el uso frecuente de los azotes y después de Caniquí sufrió la misma
afrenta otro marinero, al que hubo de meter también en barras. Los
castigos establecían una igualdad irritante con el negro. El propio
Montañés lo reconocía así... ¿Pero cómo castigar de otro modo al
esclavo? Daba más cuidados con hierros y moribundo que sano y
trabajando. Lo mejor era desembarcarlo: entregarlo a las autoridades
del primer puerto donde fondearan.
Ondárroa el menor ya no salía abiertamente a su defensa, como al
principio. Pero murmuraba, con la aprobación de todos, que la «San
Fernando» no era presidio de esclavos, ni decente para hombres como
ellos la cobardía de torturar entre todos a un desgraciado, hasta acabar
con él, sólo porque sus amos no se atrevían a hacerlo por su cuenta.
El hermano mayor, hombre ya duro y buen marinero, a quienes todos
respetaban. no mandó esta vez callar a su hermano. Sólo se le vio enarcar
las cejas y ladear la cabeza, mientras encendía su pipa con el yesquero.
Los días de navegación entre Baracoa y Guantánamo fueron para
Caniquí una dieta ininterrumpida de castigos, zurriagazos, puntapiés
y bofetadas. El de Irún, libre del cepo, descargó en él su despecho;
Manuel, todavía con su cuello vendado, se vengó con implacable
saña de su inerme enemigo, hasta provocar el disgusto de los otros.
El Montañés amenazaba en vano: el capítulo de castigo estaba agotado
y la disciplina relajábase insensiblemente.
Un día se dio al negro por muerto...
Pero volvió pronto en sí. El joven grumete sevillano le trajo a
escondidas de los suyos buenos alimentos y una botella de agua.
La que le daban sus carceleros era del fondo de una barrica, salobre
y llena de gusanos. Las sobras del rancho hedían a cosa
podrida.
Al día siguiente de fondear la «San Fernando», Caniquí recibió
orden perentoria de levantarse y subir a cubierta. La vista del sol, del
cielo azul y de la tierra cercana, cuajada de palmas le devolvió de
repente su lucidez. Y una idea fija tonificó milagrosamente su pobre
cuerpo maltratado: la fuga.
Tras de una larga espera, en diligencias que su obsesión le impidió
tratar siquiera de entender, se le permitió echarse sobre cubierta. A la
hora del rancho se le trajeron galletas frescas y buena agua. A su
redor renacía el buen humor de otros tiempos. Le soltaron las manos
para comer.
A media tarde subió a bordo un individuo, portando una cartera
con papeles bajo el brazo. Lo acompañaban dos soldados.
Algunos marineros despidiéronse de él:
— ¡Buena suerte, Caniquí!
Su largo mutismo lo había privado casi del impulso de hablar.
Frente a Ondárroa el menor, por toda respuesta, ensayó su sonrisa.
Bajó del castillo de popa el hombre de la cartera y dio sus órdenes
a los soldados.
— A la escala. Vamos a tierra con el prisionero...
Había terminado la maniobra, a esa hora de la tarde. Aferrado las
velas y la cubierta sin un hombre, la «San Fernando» parecía una
nave abandonada.
Con extrema torpeza se hizo de los primeros travesaños de la escala
un soldado. Detrás recibió Caniquí orden de seguirlo. Y sobre él se agarró
a la escala el segundo custodio.
De súbito, el prisionero, agarrándose con firmeza a la escala de sogas
y tablas, dio un violento talonazo, con su pie desnudo, contra el rostro del
soldado que descendía debajo de él, y se lanzó de un salto al agua.
El agredido perdió el equilibrio y cayó casi al mismo tiempo, perpendicularmente.
El otro, ajeno al origen del hecho imprevisto, sólo vio a su
compañero sumergirse. Y pidió auxilio.
Caniquí, en tanto, no perdía el tiempo. Había visto que del otro
86
lado de la escala quedábale más cerca la tierra: unos manglares. Y
nadó vigorosamente hacia la proa, muy junto al casco de la nave,
sacando de cuando en cuando la cabeza para coger aire...
La reacción a las voces del soldado superviviente fue en extremo
lenta. Entre el hombre que esperaba allá abajo, en el bote, y el segundo
soldado — a punto de seguir al primero en su caída, con la sacudida
de la escala— , la idea de urgencia convergió en salvar al compañero,
que agobiado por el peso del arma y de su ropa se había hundido
rápidamente, dejando como única huella de sí unas burbujas. El hombre
de la barca se desnudó sin tardanza y se lanzó al agua. El soldado, con
precaria estabilidad sobre la escala y enredándose constantemente en las
correas de su arma, limitábase a señalarle al otro por dónde veía aún
ascender las burbujas:
— ¡Por aquí! ¡Por aquí!
El hombre del bote se sumergió varias veces, en vano.
Arriba, atraídos por el hombrecito de la cartera, que todavía no
acertaba a darse cuenta de lo sucedido, asomáronse algunos marineros.
Alguien preguntó por el negro...
Se buscaba a uno de ellos, sin embargo: a un blanco, peninsular.
El superviviente dijo cuanto sabía de él. Era un chico de Oviedo, que
llevaba poco tiempo en Cuba y padecía fiebres. Seguramente no sabía
nadar. Y con tanto peso encima...
Otros hombres, en tanto, se lanzaron al agua. Al de la barca, falto
de fuerza y medio asfixiado, fue necesario izarlo, con un cabo. Otro
marinero nadó tras el bote, que al garete alejábase ya de la nave,
hacia la popa. Y sus esfuerzos por subirse al bote atrajeron por un
tiempo la atención de todos. Echagüe, el de Bilbao, estaba en tierra:
su fama de buceador salió repetidamente a los labios de sus caramadas.
Pero a falta del de Bilbao, el mayor de los hermanos Lazaga: José, que
los ganaba a todos en velocidad, y resistencia, estaba ya en el agua. Su
primera zambullida, cabeza abajo desde la borda, había causado una
ansiedad terrible entre sus compañeros. Después de los primeros quince,
cada segundo les pareció un minuto...
Y así, una y otra vez sacudidos por diversas emociones, ora de
angustia, ora de triunfo, cuando la atención general volvió a pasar de
las proezas de los nadadores a la causa inicial del imprevisto espectáculo,
la esperanza de arrancarle al agua su presa con vida se desvaneció
rápidamente.
El impulso colectivo del grupo humano, como siempre, no se detuvo
a tiempo. Siguiéronse echando al agua veinte y aun treinta
minutos después del accidente. Y hasta algunos de ellos estuvieron a
punto de perder su vida por el rescate de un cadáver que a nadie
importaba.
Pero el torneo heroico perdió al cabo interés.
La «San Fernando» hallábase fondeada proa a tierra, con la banda
de babor al oriente, por donde se descolgara la escala, y la de estribor
al poniente. Eran las cinco, pasadas, de la tarde. Un sol de fuego
prendía sobre la superficie en calma de las aguas el resplandor de
una explosión. Del lado de estribor el horizonte se perdía detrás de
aquella isla deslumbradora, donde el sol parecía deshacerse en una
lluvia de luminosas partículas.
Desde el alcázar de proa los ojos distraídos de un hombre — los del
Sevilla— columbraron un punto oscuro, como un extraño cometa opaco,
al que seguía una ligera estela, sobre la superficie de las ondas.
Él no había dejado de pensar en Caniquí. Todavía sin ninguna
idea formada, sin embargo, con los ojos entrecerrados y ambas manos
a guisa de visera, sobre las cejas, el Sevilla se sintió atraído por
la pequeña mancha opaca, ya muy cerca de la riela cegadora del sol.
La noción de lo que veía le apareció dentro del cerebro con el
mismo misterio y la velocidad inconcebible de aquellos reflejos luminosos
sobre el agua.
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— ¡Es él!
El impulso de rectificar su visión, imprimiendo una vibración
inusitada en su linfático organismo, lo retuvo sin habla por algunos
minutos, mientras trataba de reducir la pupila rebelde a que le diese
entrada a aquel puntito, sólo a aquel punto negro, que lentamente
se acercaba al cráter luminoso, siempre con su ligera estela detrás,
en la que el sol quebraba ya minúsculos reflejos.
Sus sensaciones ordenáronse al fin, y gritó:
— ¡Es un hombre! ¡Es Caniquí! Huye nadando hacia aquellos manglares.
¡Mírenlo! En la mancha del sol...
La lenta reacción de alarma le agolpó la sangre al rostro. La tripulación,
entretenida todavía en la baranda de babor, acudió con desesperante
lentitud y el espíritu en derrota, tras de la inútil búsqueda.
Nadie pensaba en Caniquí, además.
El hombrecito de la cartera, sin decir palabra, asestaba en cano sus
ojos de cegato sobre la isla de fúlgidos cristales. Al cabo corrió en
busca del oficial de guardia, con quien acababa de formalizar la entrega
del preso.
Se hizo algo, al fin. Se dio orden de arriar al otro bote.
— ¡Es él! — gritó una voz joven— . ¡Allí!
El oficial de guardia y el hombre de la cartera tuvieron una breve
consulta.
— ¡Háganle fuego! — ordenó el oficial— . Pero sólo aquellos que
están seguros de verlo. ¡Quietos! Cabo: las armas...
Gemelos y catalejos confirmaron plenamente la visión, mientras
el Montañés y un grumete iban en busca de las armas.
El prófugo nadaba sin braceo exterior, apenas con la cabeza de
fuerza, y desaparecía de cuando en cuando, para aparecer siempre
más cerca de la orilla, que en esa dirección avanzaba como en una
punta hacia el sur, formando un pequeño seno.
Pero los tiradores, a simple vista, sólo tenían delante una cortina
cegadora de luz...
Sonó un tiro.
Y detrás del primero, todos creyeron ver algo: ni uno solo dejó de
descargar su arma.
XII
Regalo de reyes
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invasores.
Los blancos se divertían también. Para ello las mejores familias
dejaban sus fincas y se concentraban en la ciudad. Se ofrecían los
bordados y laboriosos trabajos que entretuvieran los ocios de las
aburridas damiselas por largos meses, a sus parientes y amistades.
Los muchachos, con la segura esperanza de juguetes nuevos, se
55
despertaban bien temprano. Las jóvenes estrenaban dos veces: los trajes
de día, para las misas de la mañana. Y los de seda, para los saraos de la
noche.
En los bailes públicos, durante todo el día, blancos despreocupados
no tenían inconveniente en mostrarse del brazo de sus queridas,
mulatas libres y libertas de dudosa conducta, vistosamente ataviadas.
Se bailaba furiosamente la cachucha, la contradanza y la galó.
Con el alcohol se atrevían a los más descocados: la caringa y la
chindonga, en las que los viejos negros africanos ensayaban en éxtasis
sus viejas contorsiones ancestrales.
Por la noche, en los saraos de la gente grande, comenzábase siempre
con los rigodones, y no faltaban tampoco los ancianos alegres
que ensayasen sus criollísimo zapateo, con décimas y regalos de onzas
de oro para las avispadas compañeras.
Las autoridades, de riguroso uniforme, paseaban todo el día por la
ciudad sus sables y espadas, sus galones y entorchados. Los soldados
recibían mejor rancho y quedaban en libertad todo el día. Las
cárceles, repletas de visitantes, eran honradas por comitivas oficiales
y de señoras caritativas, que se aseguraban del relativo bienestar de
los infelices presos.
Para los esclavos las fiestas terminaron a las seis de la tarde, como
de costumbre. Ya a esa hora se sabía entre ellos de los inevitables
hechos de sangre...
— Domingo Mandinga mató a Juan Echerri...
— ¡Mataron a Eulalio Rufo! La Chonga está presa.
— ¡¡Mataron a Juan Chiquito!!
Los afortunados testigos, que vieron relucir los puñales para enterrarse
enseguida sobre un torso o un vientre, que vieron los borbotones
de sangre y los estertores de los moribundos, y oyeron los
gritos de las hembras, convirtiéronse en solicitados narradores entre
sus grupos lejanos, que nada habían visto y comenzaban con el
cansancio de la tarde a sentir la decepción y la fatiga de las grandes
fiestas populares.
La emoción suprema del día, sin embargo, estaba reservada a otros
noticieros, portadores de la más sensacional afirmación, que una y
cien veces los viejos negaron, prevenidos contra tales patrañas de la
gente joven.
Pero Tomasa, la de los Muñoz, y Andrea la China y Pedro Picapica
lo habían visto. Lo habían visto «con sus ojos que se van a comer
la tierra». Lo habían visto y lo juraban enfurecidos contra los
incrédulos. Pedro Pica-pica era muy hombre y no creía en fantasmas.
Andrea, amiga de Petra, la criada de la niña Elena, lo conocía demasiado
bien para engañarse. A Tomasa le sobraban razones para no
confundirlo con otro...
La discusión atraía a los rezagados. ¿Era verdad que habían matado
a Eulalio Rufo, que Mongo Borrell estaba preso?
Alguien oía la discrepante respuesta y no sabían bien de quien se
trataba: era algún recién llegado a la villa, hasta poco antes en la
dotación de un ingenio.
Sobre el ingnorante caían entonces los informes de diez voces,
hablando al mismo tiempo: se trataba de un negro malo, un pardo
achinado, ladino, cimarrón empedernido, borracho y mujeriego como
él solo, que había estado en la cárcel...
Y luego, el más cercano se le echaba encima y metiéndole la boca
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en el oído, añadía unas palabras misteriosas.
Todos miraban alrededor, para cerciorarse que no había delatores.
Aquel secreto podía costar muy caro a un negro. La que lo
sabía estaba en un hoyo, enterrada en la tierra. Le habían dado un
tósigo, para volverla loca. Y otra que fuera sorprendida contándolo
a una amiga, había desaparecido. Se decía que estaba en La Habana,
pero Andrea, su íntima, aseguraba que la habían «espichado».
Hasta los blancos que sabían aquello estaban en peligro. El día que
el amo lo supiese iba a acabar con Trinidad...
El iniciado permanecía mudo. Con los ojos muy abiertos y por
medio de señas, expresaba su temeroso acatamiento. En aquel instante
se juraba a sí mismo guardar la consigna. Pero a los diez
minutos, en la misma forma aterradora y misteriosa, comenzaba a
transmitirlo por su cuenta. Y aun añadía algo de su imaginación,
sobre aquel audaz aparecido que todos daban por muerto y volvía
a Trinidad como un fantasma, a hacer la desgracia de otros...
La voz se hizo luz. Luz maléfica, de noche en las tumbas, que en la
oscuridad de los hediondos barracones y cuartuchos inmundos de los
míseros negros, excitados por las peripecias del día — su gran día de
reyes— verdeó en sus cerebros con resplandores del infierno.
Antes de llegar a los oídos de doña Celia de Arriaga, por boca imprudente
de una dama muy poco su amiga, en la charla de un domingo,
a la salida de la misa, la noticia circuló eficazmente por
toda la villa.
Algunas señoras, asustadas desistieron de salir a sus fincas o ingenios
del valle. El temido fantasma había sido visto en el ingenio Santa Rosa. El
alcalde, don Pedro Gabriel Sánchez, de acuerdo con el jefe del batallón
de Tarragona, prometía la captura del bandido antes de la luna nueva.
Estaban haciendo unas noches espléndidas y sus hombres vigilaban con
toda ventaja, porque era de noche cuando el criminal salía de su escondrijo
para robar gallinas por los alrededores de la villa.
Para el señor alcalde, en tanto, su preocupación mayor no era el esclavo
prófugo, de quien al cabo él no podía creer las leyendas populares, porque
harto bien lo conocía, sino las primeras noticias que tuviera del cólera en
La Habana. Contra el primer médico que demostrara su valor cívico al
denunciar la plaga, el populacho de la capital, excitado por mercaderes
peninsulares sin conciencia, que temían el establecimiento de la cuarentena,
se había lanzado a la calle en tumultuosa manifestación. El doctor Manuel
Piedra — que así se llamaba el buen galeno— había sido herido. Y el
gobierno trataba de quitarle importancia al asunto, bajo la presión de
aquellos intereses. Don Juan Antonio Saco, profesor del seminario y buen
patriota, se había atrevido a denunciar públicamente la criminal
conspiración de aquellos inconscientes contra la vida de la población.
Don Lorenzo de Pablos recibió también sus noticias directas. Pero las
suyas, de inequívoca ortodoxia gubernamental, diferían de las de don
Pedro. Lo que había en La Habana era más miedo que otra cosa. El
cólera estaba en Nueva Orleáns, pero los barcos que llegaban de aquel
puerto se limpiaban eficazmente con cloro antes de tocar tierra en La
Habana. El gobierno estaba en su puesto, y los denunciadores eran los
enemigos de siempre, los revoltosos e inconformes, como aquel señor
Saco, del Camagüey.
Don Lorenzo no disimulaba su inquietud, sin embargo.
Cuando su mujer, temblorosa del enojo, le preguntó si sabía que
Caniquí estaba otra vez en Trinidad, se contagió del agresivo tono de
ella y contestó con un desplante.
Desde luego que lo sabía. Lo esperaba, por lo menos. El oficio de la
famosa comisión creada por Vives, para entender de aquellos asuntos
de esclavos, lo había dejado en duda. El parte original, trasladado
una y otra vez de autoridad en autoridad y de oficina en oficina, hasta
demorar tres meses en llegar a sus manos, decía que contra el esclavo
en fuga se había hecho nutrido fuego. Ni una palabra de haber rescatado
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su cadáver: de haber comprobado en alguna forma su muerte.
Pero, ¿qué importancia tenía la vuelta del esclavo, en aquellos
momentos? Caniquí era un infeliz que robaba gallinas. Casi se alegraba de
no haberlo perdido. Con meterlo en el ingenio y aplicarle un buen
novenario, estaba todo listo. En todo caso, se le cargaría con un grillete,
aunque él rechazaba siempre ese recurso.
— Al pobre don Pedro Gabriel Sánchez lo embaucan lo mismo sus
amigos de La Habana que las viejas chismosas de la villa. Pues, ¿no
ha organizado una batida contra el desgraciado negro, como si se
tratase de un bandido peligroso? Ya le echaré yo mano cuando me
venga en ganas...
Doña Celia ensayó en vano una réplica.
— Te he dicho mil veces — concluyó él— que en estos asuntos no
te metas. He hecho siempre, hago y haré de mis esclavos lo que me
dé la gana, lo que considere útil y conveniente a mis intereses. Y del
capitán general abajo ya sabes como sale el que se entromete en lo
que considero mis deberes y derechos. Conque: ¡a lo suyo, y dejarme
en paz!
Plantaba con estas palabras finales en mitad de la saleta, ya en
presencia de Mariceli y de Rosario — que ajenas al origen de la escena
acudieron tímidamente a su auxilio— , doña Celia estalló en un
barboteo iracundo de palabras ininteligibles.
— ¡Lágrimas de sangre va a costarte tu ceguera, infame! — la oyeron
proferir en actitud inusitada, de franca rebelión— . ¡Ojalá me quite
Dios de en medio antes de verlo... pero ha de ser en ese orgullo, en
esa infernal soberbia tuya en lo que más padecerás!
Rechazó las atenciones de su hija y se encerró en su aposento.
Mariceli tuvo buen cuidado de no insistir. Hacía mucho tiempo
que entre ella y su madre desapareciera toda confianza. Fiscal demasiado
torpe para sacar de su hija una imposible confesión explícita,
al alcance de su ofuscado entendimiento, las dudas atroces sobre su
hija persistían en el fondo de su cerebro, apenas adormecida por el
tiempo y la demora de la temida catástrofe en ocurrir. Mariceli, por
su parte, había sufrido demasiado en las manos del fiscal implacable
para dolerse también con el dolor de su verdugo. Madre e hija
sentíanse como en una isla, o en una torre, condenadas a perpetuo
aislamiento: ¡y no a entenderse nunca!
Para Rosario y Mariceli, por lo demás, la noticia que llevara a doña
Celia a su desesperación no podía haberlas siquiera sorprendido. En
el segundo patio se supo desde poco después de reyes. Primero, como
fantasía de algún alucinado. Pero después ciertamente...
Caniquí en cuerpo y alma — si los esclavos la tenían— , con una haz de
yerba en la cabeza, flaco y harapiento, había estado en el patio grande de
la casa de la calle Real, a pleno día: a las dos de la tarde. Rosario lo había
visto, horrorizada. Era como un espectro del otro Filomeno.
Mariceli lo supo aquella misma tarde.
Y hubo cierta analogía entre las emociones de la esclava y su ama.
Ambas se regocijaron de saber al inocente vivo. Pero ambas presintieron
que para nada bueno volvía a la vida aquel espectro.
Rosario tuvo poco que disimular, sin embargo. Sus sentimientos
eran elementales y transparentes: la pena, el miedo por Filomeno,
que no por sí misma. Más oraciones... y un poco más de cuidado que
de ordinario. Por ella no lo sabría ma Irene, que seguramente era el
deseo de la señorita que lo ignorase. Filomeno había preguntado con
harta insistencia por la abuela, empeñado en que se la tenía enterrada
en un hoyo, con sólo la cabeza de fuera. Fue imposible convencerlo
de que ma Irene, desde el día que él saliera de la cárcel para la «San
Fernando», estaba en el último cuarto de los amos, junto a la capilla
nueva. Se había puesto ese día muy majadera con la niña Mariceli,
diciéndole «mosquita muerta» y otras cosas muy feas, hasta que la
señorita dispuso que se la encerrase en aquel aposento, para atenderla
91
mejor. Pero ya parecía curada. Por las mañanas salía al patio pequeño
a tomar sol... Filomeno quiso pasar el portalón de hierro — así
venía de atrevido— y la misma Rosario hubo de impedírselo. Cuando
le dijeron que a cada rato la abuela lo llamaba por su nombre y
platicaba con él como si lo tuviera delante, el réprobo se echó a reír
de un modo extraño, para acabar llorando. Después había recogido
su haz de yerba y desaparecido sin decir palabra.
En Mariceli la impresión fue más honda.
Desde la abismal mañana que despertara con su madre al pie de la
cama y rechazando todavía, con la mente en los límites de la locura,
el espectro del posesor de su secreto, el tiempo había sido para ella
como un lento y larvo viaje en espiral interminable alrededor de aquella
noche. En vez de las torturas corporales que anhelara redentoras
para su alma, fue en ésta que padeció el tormento de un interrogatorio
impetuoso, colérico, incoherente, por parte de su madre: constante
casi en los primeros días, inerme y sola en las manos de su fiscal,
el aposento a oscuras, la casa en silencio, confusos días y noches y
realidad y pesadilla dentrode su cerebro en fiebre; y desconcertante
siempre, si después de la crisis suave y persuasivo a veces, y hasta
suplicante y dolorido, invertido los papeles: la inquisidora deshecha
en llanto, pidiendo la muerte ante la imagen de Nuestra Señora del Carmen,
y la acusada consolando.
¿Su confesión? Salvo lo que ella no podía explicarse a sí misma,
la había dado y repetido infinitas veces. El padre Remigio, a vuelta
de una larga peroración que ella había entendido sólo en partes, de su
plan de ejercicios espirituales y de otras penitencias, le había otorgado
su absolución: después le había leído una carta que enviaba a la
madre superiora del convento de Santa Teresa, en La Habana.
Con la seguridad de iniciarse pronto como novicia y hallar la paz
apetecida lejos de aquellos lugares, cosas y seres adheridos a su alma
como una costra, como un grillete, Mariceli se creyó por mucho tiempo
exonerada de culpas. El recuerdo del esclavo fugitivo, preso y
confinado en la «San Fernando» sucesivamente, fue perdiendo sus
aristas de remordimiento. Filomeno era inocente, pero sólo de un
delito. Era el único posesor de su secreto... pero estaba muy lejos: no
volvería a verlo en su vida, seguramente. Lo que seguía pesando en
su conciencia, donde a cada rato renacía, como tenaz yerba silvestre,
entre piadosos ejercicios, era el misterio de aquel delirio, de aquella
locura suya de una noche, para confesar lo cual a su madre o a su
director espiritual le faltaban palabras. De Juan Antonio no tuvo noticias
hasta mucho después, que Rosario le informara muy secretamente.
¿Por qué?
No todas las razones, ni los tormentos de su madre se le escapaban.
Pero ella sentía, con segura intuición, que su madre no estaba de
su parte, como acaso lo hubiera estado Juan Antonio...
Lo que su madre defendía implacable para ella, era lo que escapaba
a sus alcances. De su padre había sabido vagamente, por Rosario,
que la Reina lo había perdonado de una causa criminal que se le
seguía, por el hundimiento de un barco, con muchos esclavos dentro.
Después, casualmente, esclareció sus noticias: en octubre del año
anterior Su Majestad había promulgado una amnistía general por
delitos políticos. El general Vives se había portado generosamente
con su padre: no acertó ella a comprender cómo ni por qué. Lo cierto
era que su madre seguía más atenta y amorosamente preocupada de
su padre que nunca. El amo seguía siendo como un dios y todo en la
casa era poco para halagarlo. El 21 de octubre — día de su santo— ,
su padre la había abrazado y besado. Hacía tal vez un año que no le
hablaba directamente...
No. Su madre no estaba de su parte. De ella nacía la resistencia
misteriosa — que no del amo, ni del padre Remigio— a su deseo de
abrazar la vida dulce y apacible del convento.
92
Tuvo la primera sospecha al salir para el ingenio, en las últimas pascuas
de Navidad. Al lado del amo, en la calesa grande, la vio Mariceli
transformarse: su padre estaba de buenas esa mañana y había hecho un
comentario tan favorable para el atavío y la arrogancia juvenil de la madre,
como despectivo para ella. Por Chanzonetas, camino del valle, se había
acercado a saludarlas un jinete: el Benjamín de los Pomares.
— Yo no sé cómo no te da vergüenza — le había oído decir a su madre—
exhibirte en esa facha...
Y volviéndose después hacia el esposo, había dejado bien al descubierto
su pensamiento, con unas palabras de elogio para Agustinito
Pomares. El amo, como si no esperase otra cosa, añadió un abundante
encomio para el joven.
Las evasivas del padre Remigio, a la vuelta del ingenio, convirtieron
la sospecha en convicción: su madre era el obstáculo con que se
tropezaba para el ingreso en el convento. Su madre no desistía del
propósito de casarla, de darle al amo aquellos «machos» que un día
lo oyera reclamar con estremecido énfasis...
Después de largo viaje en ascendente espira, siempre alrededor
del mismo punto oscuro,en el fondo de su conciencia: después de
dos años de aquel jueves santo en que se anegaban y quebraban,
como dentro de una piscina, todos sus recuerdos, Mariceli se comprobó
en la misma situación de antaño: la salvación de su alma dependía
de su resolución y de su voluntad, dependía de sí misma. La
última y más humilde de las criaturas, Dios se había dignado, sin
embargo, someterla a aquella dura prueba, reservada a tan poquísimos
pecadores. Tenía que morir en santidad, antes que entregarse a
las monstruosas pasiones de sus padres.
El flagelo descansaba, intacto, en su escondite. Comprobó así que
su madre no había podido dar con él. Para ella — según Mariceli
colegía— , Caniquí le había aplicado la penitencia... El pensamiento
la horrorizaba siempre. Y con el esclavo su madre había dado por
desaparecido el instrumento de castigo.
Pero con la satisfacción de aquella curiosidad, tanto tiempo reprimida,
Mariceli se sintió presa de una emoción harto bien conocida
para no ponerse en guardia contra ella, inmediatamente.
Escondió otra vez las disciplinas y salió de la capilla.
De acuerdo con el sabio padre Remigio, se había encargado de la
renovación de los altares del convento. Las imágenes exigían un complicado
vestuario, que se repasaba constantemente. Puntas de oro,
para guarniciones; gasa de plata para las capas, rasete para las sayas;
ramos de plata y oro y galones para el altar; platilla para entretelas,
brisquilla para los escapularios, holán legítimo de París para las enagüitas
y camisas de la virgen, lamas de plata fina, o de oro...
La vuelta de Caniquí hubo de sorprenderla así, en pleno retroceso. El
espectro venía a recordarle sus promesas incumplidas. Detrás de la puerta
clausurada de su capilla, la voz de ma Irene se lo anunció muchas veces:
— Caniquí, por l’Ánima Sola: tú ta’nconde qu’enconde. ¿Qué tú jasé?
Benacá, negro benacá. L’agüele te ñama... ¡La cuppa e lo blanco lo paga
lo negro! Benacá m’hijo: dime la veddá... La culppa e lo blanco lo paga lo
negro...
Para los otros Filomeno sería el mismo en carne y huesos. Pero
Rosario tenía razón: era más un espectro. Era como un alma en pena
que purgaba por ella sus pecados.
Volvieron en la casa de la calle Real los días de largos silencios, de
mutuos recelos y de disputas repentinas, por cualquier pretexto. Perdieron
el favor del amo los viejos criados y vinieron otros del ingenio.
Hasta Rosario disgustó a la señorita, con un recado a tuertas, y
obtuvo su perdón difícilmente. Doña Celia dejó de ir a la misa de
doce los domingos, como a las fiestas de san Sebastián y de Nuestra
Señora de la Paz. No quería ver a nadie.
Don Lorenzo, empero, abrigaba temores muy diferentes a los de
93
su mujer. Mientras ella no pensaba en otra cosa, sorda para las terribles
noticias de la plaga que don Lorenzo leía a veces en voz alta, de
cartas y periódicos, él no había vuelto a pensar en Caniquí.
A despecho de su agresivo optimismo verbal, cuando alguien le
hablaba del pánico que iba cundiendo en la villa, el hacendado no
dejaba un instante de pensar en la inminencia del peligro.
En marzo el cabildo de Trinidad hizo públicos sus primeros acuerdos
precautorios. Comenzaron a construirse unos barracones, lejos
de la ciudad, para alojar a los atacados. Se habilitaria un camposanto
especial, por vuelta de la Boca. Se hicieron nombramientos de médicos
para los hospitales y para las visitas, que entraron enseguida a
devengar sus dietas. En las entradas de la ciudad se establecieron oficinas
de cuarentena.
Una tarde, en medio de sus graves preocupaciones, el alcalde recibió
la visita del padre Remigio. Contra lo que esperaba el celoso
regidor, su visitante no venía a hablarle de asunto alguno, relacionado
con la peste...
Una señora, que deseaba ocultar su nombre, se proponía librar a la
villa de otra amenaza que el cólera,pero que intranquilizaba también,
de modo notorio, la población. Y a ese fin aportaba una crecida suma
al cabildo, para que se pusiera precio a la cabeza del bandido Caniquí.
Don Pedro Gabriel Sánchez tuvo que acceder a la demanda. Recogió
los papeles — en uno de ellos los dueños del esclavo renunciaban
todos sus derechos sobre el prófugo— y el dinero. A los pocos días
apareció el bando.
La búsqueda del esclavo no dio otro resultado que aumentar la alarma.
Los testimonios comenzaron a ser contradictorios. El mismo día y
a la misma hora que unos soldados registraban la cueva de La Cantoja,
donde acababa de ser visto el bandido, un comisario de policía disparaba
contra él, en los manglares de Casilda. Entre los esclavos la
ubicuidad de Caniquí era cosa probada. Recibían ellos de sus amos
la inquietud medrosa, ante la amenaza de la peste, y en su sensibilidad
pueril, abonada para toda alarma, el pánico de todos cobraba
intensidad. Caniquí se aparecía con figura humana a la luz el sol. Tan
pronto hablaban con él en la Popa como recibían recado de sus labios,
por vuelta de la Barranca, para don Pedro Sánchez. El perseguido
no se explicaba la saña del alcalde en contra suya. Y de todos los
mensajeros no podía dudar el señor don Pedro, que algunos eran hombres
de toda su confianza...
Por la noche, según los más crédulos e ignorantes, Caniquí surgía
con transparencias luminosas de fantasmas, en los patios de las casas.
Pero el fantasma no se limitaba a hacer ladrar a los perros y
llorar a los niños, mientras hombres y mujeres corrían despavoridos,
sino que robaba gallinas. Ya le habían disparado varios trabucazos,
en vano.
Pronto todos los robos, puñaladas y demás hechos de sangre, como
las fugas de los otros esclavos, fueron obra de Caniquí. Por el asalto
en el camino real, a media legua de la villa, del vecino don José
Estanislao Valdespino, estaba preso y convicto un soldado de la cuarta
compañía del batallón de Tarragona. La víctima, seguro de que su asaltante
era blanco y español, identificó plenamente al malhechor, cogido con sus
prendas robadas en las manos. Pues el acusado negó la comisión directa
del delito. Dijo que un pardo achinado, alto, fornido... y con unos dientes
muy grandes, como de perro, lo había obligado a guardar los objetos. Su
burda caracterización de Caniquí hizo reír a los que conocían bien al
bandido. Para el juez instructor de su causa, sin embargo, español como
él, su fábula prevaleció contra la acusación concreta y firme de la víctima.
El señor Valdespino, cubano nativo y con fama de insurgente, quedó hasta
para muchos de sus amigos como embustero por pasión política.
Otra noche, cerca de la plazoleta de Paula, un comisario de policía
identificó al bandolero y sin decir palabra descargó contra él sus armas.
94
Pues por mucho que buscara después, auxiliado por varios valientes
vecinos que acudieron a tiempo y dispararon también varios
tiros contra la sombra que vieran en fuga, no pudo hallarse ni el rastro
del bandido.
Don Pedro Gabriel Sánchez, que al principio negara toda importancia
al perseguido, no tardó en experimentar por cuenta propia su
audacia. Sobre la mesa de comer, sin que nadie pudiese informarle
cómo habían venido a dar allí, encontró tres veces sendas misivas
del bandolero, escritas de su puño y letra y firmadas: «Filomeno
Bicurnia Caniquí», para no dejar dudas.
Una tarde que regresara solo de su finca Santa Isabel, donde se
había apresurado a trasladar su familia, y mientras reposaba de las
sacudidas del quitrín en su ancho butacón de cuero, en la sala de su
casa, don Pedro oyó que su calesero ajustaba precio de forraje con un
yerbero ambulante. Convenido el precio, el vendedor entró a depositar
su mercancía en las caballerizas de la casa.
Pocos minutos después, don Pedro vio un hombre en frente de él
que le apuntaba con un fusil de los llamados «naranjeros».
— Don Pedro: ¿me conoce ahora?
El yerbero no era otro que Caniquí, en persona.
— No, no se mueva, ni grite, que yo no le voy a hacer nada ahora...
El «ahora» sonó con clara significación en los oídos del señor alcalde
mayor.
— Pero dígame, don Pedro: ¿por qué me persigue? Ya ve que no
soy malo, porque si quisiera, podría matarlo.
A don Pedro no le cabía duda de ello. La sorpresa lo tenía paralizado.
Caniquí se expresaba con aplomo, seguro de sí mismo. Él lo había tenido
siempre por negro ladino, pero humilde, incapaz de aquella audacia. En
un momento creyó hasta en los poderes misteriosos del prófugo. Hablaba
como otra persona, con pronunciación casi correcta. Pero su sonrisa era
la misma. Sus dientes...
Prometió que no lo perseguiría más y el «naranjero» desapareció
en el haz de yerba, que pronto subió del suelo a la cabeza del negro
y salió con él por la puerta. Cuando don Pedro venció su descon65
cierto y comenzó a dar gritos, haz y yerbero se habían evaporado. Ni
pasantes ni vecinos habían visto nada. Hasta las nueve de la noche se
siguió la búsqueda. Don Pedro, mohíno y arrepentido al cabo del
escándalo, cansado de repetir la historia a todo el mundo, creyó perder
la razón cuando a esa hora le llegó la noticia de que en Casilda, en una
tienda de comestibles, el bandido Caniquí había hecho acto de presencia
como a las siete y media, llevándose algunos artículos con violencia.
XIII
El cólera
95
colonia, velas para las ofrendas. Los más prudentes agotaron las existencias
normales de cloruros. El alcalde intervino...
Un mayor fervor ante los altares domésticos dejó compensados en
muchas conciencias el deslucimiento y la festinación de todos los
actos religiosos: los más importantes acaso del año. La semana mayor
sólo tuvo enormes concurrencias de pueblos, de gente pobre y
esclavos, incapaces de advertir diferencias.
Entre las familias que no esperaban salir al campo, sin embargo,
tampoco se habló demasiado de lo deslucido de las fiestas.
Los muchachos sintiéronse como enternecidamente avasallados.
Nada de dulce, ni de visitas extraordinarias a la cocina; nada de
reuniones con los otros amiguitos: ¡ni la inocente vueltecita de la
tarde siquiera, con la criada! Y al menor gesto de fatiga, o exceso
de llanto, o bostezo intempestivo: cama y purgantes.
Más de un hogar aceptó su disolución provisional. Las mayorcitas
con aquella familia, los varones con sus parientes, en otra finca. La
madre, heroica y resignada, a quedarse en la ciudad junto al esposo,
médico o funcionario, renuente a huir.
«¡Al campo, al campo los que pueden!»
Los que pueden llevan consigo muy poco servicio. Los más indispensables
entre los más jóvenes y sanos. Los mulatos claros tienen la
preferencia. La plaga se ceba en los negros, en los africanos. La maldición
que cae sobre la raza inferior: aquellos abortos del infierno,
origen de todo mal para las señoras cristianas y blancas...
Los preparativos, en tanto, llevan días y días. Y llegan más noticias
de la capital, de las que sólo hablan en la noche los mayores,
entre sustos y consuelos mutuos. También el padre ora en el altar de
la casa antes de acostarse. Y toda la noche arden cirios. Hasta que —
¡al fin!— llega la mañana de la partida para la finca o el ingenio, al
romper el alba y sin bullicio ni alegría. En la casa sólo quedan esclavos.
O alguna parienta pobre, que no tiene miedo.
Comienzan a oírse recomendaciones de valor y de serenidad. No
se debe dar pábulo al tener popular con la huida en masa. El mal
ataca lo mismo en la ciudad que en el campo. Al que Dios tiene
señalado, a ése le dará de todos modos. En ningún convento de la
capital ha entrado la plaga.
A fines de abril, cuando llegaron fidedignas noticias de cuatrocientas
muertes diarias en La Habana, la huida hacia el campo
juntó en un mismo día en el camino del valle, antes de la salida
del sol, a gentes que no se habían visto unas a otras en varias
semanas, a pesar de la íntima amistad que llevaran como siempre
entre ellas.
— ¡Cómo! Yo las hacía a ustedes en el ingenio...
El miedo alteraba en las mentes la noción del tiempo.
— ¿Y tu boda?
— No sé...
Los novios hallaban dificultades con sus papeles. Otros, por el
contrario, sorprendían a sus amistades:
— ¿Sabes que Joaquinita y Manolo se casaron y salieron para el
Camagüey enseguida?
Hablaban de todo los afortunados fugitivos, menos del motivo de
su éxodo. Y ya con la alegría de la espléndida mañana de abril metida
en el cuerpo, fuera de sus pupilas la visión de la ciudad condenada
a muerte, cada bifurcación de camino y consiguiente despedida devolvía
a los rostros y a las voces su animación de otros tiempos.
Rápidamente se formaron proyectos de reunión y de fiesta. Por san
Juan, por san Pedro, por Nuestra Señora del Carmen... Ni los más
optimistas hablaron de las fiestas de mayo.
Por el mes florido, consagrado a María, la villa vio grandes solemnidades
religiosas, a pesar de todo. En contraste con el vacío de las naves
centrales, reservadas a los privilegiados ausentes, el pueblo invadió los
96
templos. Multiplicáronse los cirios, las promesas, las penintencias
voluntarias. Los ministros del Señor todopoderoso sintieron caer sobre
sus hombros humanos el peso de una responsabilidad y de un trabajo
físico extraordinario. Y los cepillos se hicieron de repente más pesados
también, con monedas de plata y de oro.
Arreciaron los calores. Como todos los años, los médicos observaron
el aumento gadual de malencias del vientre. Y a cada pequeño pánico
del inicio, siguió un prurito nervioso de cuidar y exhibir los convalecientes.
Nunca parecieron tan poco numerosos los casos fatales.
A principio de junio llegaron noticias consoladoras. En La Habana
se daba en firme por vencida: un solemne The Deum en la catedral
lo consagraba así oficialmente. Y en ello coincidieron las cartas del
señor alcalde mayor y de don Lorenzo de Pablos, para quien el
excelentísimo señor conde de Villanueva, oponiéndose a las cuarentenas,
había estado siempre en lo justo. De las víctimas dejó de hablarse,
como después de una batalla ganada.
Pero la plaga seguía su camino, tierra adentro de la isla. Don Pedro,
apoyado en una escasa mayoría del cabildo, prohibió las carreras
de caballos a lo largo de las calles de Maceo y Gutiérrez. Trinidad
debía pasarse sin esas fiestas de los Juanes y los Pedros: los días de
mayor alegría popular del año... Y de mejor mercado para los peninsulares,
dueños de todos los comercios de la villa. La fiesta militar
del Corpus se limitó también a las ceremonias más indispensables,
sin marcha de tropas ni doseles en las calles. No hubo reuniones
públicas ni familiares; no hubo bailes ni juegos...
El pueblo, mientras tanto y con la lentitud de sus medios de percepción,
fue impregnándose de terror. Un terror difuso, frente a una
amenaza mucho más espantosa que la muerte misma, a que en definitiva
se concretaba en bien precisos términos el pánico de las gentes
cultivadas. Un terror de rebaño asustado, ante algo desconocido, cuyos
origen, forma y naturaleza apenas comprendían. La plaga, la peste,
el cólera..., los vocablos nada decían a la memoria ni a la experiencia
de los innúmeros infelices que formaban acaso más de las dos terceras
partes de la población.
Sobre los espíritus en que el terror era como un estado habitual, la
idea de la muerte desató los frenos de todas las supersticiones. Amos
y esclavos diéronse a hallar relaciones entre los actos y palabras más
sencillas y los decretos impenetrables del destino. El graznido de una
lechuza, la vista de un gato, el movimiento de un sillón vacío, impulsado
por el aire; los ladridos de algún perro lejano, la rotura de alguna pieza de
la vajilla, o de un espejo: todo interrumpía los movimientos y
preocupaciones habituales de la vida, acelerando los latidos del corazón
y alterando la voz, la mirada o el asimiento de las cosas con temblores y
extravíos incoercibles. Se vieron redivivas personas desaparecidas mucho
tiempo atrás del mundo de los vivos. Al pasar de un cuarto a otro, a pesar
de todas las precauciones y de llevar luces, viéronse espectros de hijos
lejanos o muertos, de padres y hermanos perdidos en naufragios, viajeros
que nunca retornaran...
Don Pedro Sánchez afirmó en vano que Caniqui había desaparecido:
los pescadores siguieron viéndolo por el camino de Casilda, y en
muchos hogares se discutió con repugnancia y horror la creencia,
entre los criados cada día más firme, que Caniquí entraba todas las
noches en la casa de la calle Real, por una ventana... La vieja casona
adquirió un nefario prestigio que obligó a muchas devotas personas
a un largo rodeo, antes que pasar por su cómoda acera. A medianoche,
según se repetía y no siempre para negarlo, se oían voces y quejidos
extraños. De la negra anciana, que todo el pueblo conocía como
bisabuela del temido réprobo, nada se sabía de firme en mucho tiempo.
La habían matado y enterrado en el patio, según unos; y según
otros aún vivía, pero loca: en su locura hablaba de cosas que a don
Lorenzo de Pablos — o a su esposa, según el dicente fuera de uno u
97
otro sexo— no convenía divulgar. Terribles secretos del pasado de
don Lorenzo, según los hombres, o de doña Celia de Arriaga, según
las mujeres. Entre los esclavos, nemine discrepante, ma Irene seguía
enterrada en un hoyo, hasta los hombros. Lo que ella sabía podía
costar la vida repetirlo.
Llegaron noticias fidedignas de Villaclara. Don Pedro Sánchez
supo que Caniquí, perseguido estrechamente por el vecino don José
Hernández Visiedo, que organizara una partida de hombres bien armados
y decididos a acabar con el audaz bandolero, había sido herido
por éste, y mortalmente, en un encuentro. La muerte del bandido,
empero, se daba por segura.Todos los hombres de la partida, después
de perseguirlo a trabucazos y de notar rastros de sangre en el trayecto
del fugitivo, lo habían visto despeñarse y rodar al abismo, en una
quiebra profunda de los montes Escambray. El señor alcalde mayor
dejó de pensar por todo un día en el cólera, para imprimir a la buena
nueva la mayor publicidad posible.
En la imaginación de las negradas no hizo mella alguna la noticia. Treinta
años atrás se había dado también muerte al Indio Martín, famoso bandolero
de principios del siglo, a quien se atribuyera la extraña predilección
gastronómica de las lenguas de vaca. Aún se repetían los nombres de sus
víctimas: doña Catalina Velis, don Francisco Ruiz, don Tomás Farfán. Y
todavía se hallaban restos de reses, sacrificadas sólo para arrancarles el
manjar codiciado. El Indio Martín, más allá del tiempo y de la muerte,
seguía aterrorizando a los campesinos. Por cerca de Vueltas, a lo largo
del arroyo de Aguas Azules, Caniquí hubo de perder su nombre y fama
propios para ser el espectro del Indio Martín.
Y en la imaginación exacerbada de las gentes de la villa, la leyenda del
Indio, Caniquí y el cólera, formaron una extraña trinidad infernal...
Los blancos también dudaron.
De la madre patria, en septiembre, llegaron apremiantes órdenes de
celebrar con toda pompa la proclamación de doña Isabel Segunda,
reina y señora de las Españas. El rey había muerto ya, y se retardaba
la noticia de su muerte, o moriría irremisiblemente en breve plazo.
Se había perdido toda esperanza de alargar su vida hasta alcanzar
algún acuerdo con los prohombres del partido carlista. La guerra civil
sería una lucha de muerte...
Entre el elemento oficial de la villa, la proclación se impuso como
alarde de fuerzas, en defensa propia. Los insurgentes propagaron con
eficacia abrumadora sus alarmantes pesimismos: el trono imperial
de España se venía abajo. Y con la proclamación de la república en
la madre patria, la isla de Cuba se vería pronto libre de su gobierno
militar despótico, como plaza sitiada.
A despecho de la amenaza de la plaga, algunas familias regresaron
de sus fincas. Se hizo acto sospechoso la ausencia de las fiestas...
Una tarde de octubre, en la fatiga de los preparativos para la gran
solemnidad, don Pedro Sánchez recibió la visita del doctor Bernal.
Hablaron confidencialmente breve rato los dos hombres. Y la palidez
y nerviosismo del visitante transmitióse instantáneamente al
visitado.
— ¿Qué hacemos, doctor? — interrogó angustiado el alcade.
— La verdad, don Pedro — respondió el médico— . Proclame usted
la verdad, que está y estará siempre por encima de todas las cabezas,
coronadas o no...
— Pero... ¿está usted seguro?
— Forma azul y álgida, con predominio de síntomas digestivos —
repitió el facultativo, como hablando a solas,para desvanecer sus propias
dudas— . Color violado sobre la boca, en las muñecas, las axilas
y las piernas: diarrea lechosa, hipo, calambres, borborismo... Fui llamado
escasamente a las tres horas de iniciarse el ataque. Y nada he podido
hacer, don Pedro. Harto escasos andamos de todo para malgastar en un
caso desesperado, de un viejo esclavo, el poco de amoníaco o de acetato
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de morfina de que disponemos...
— Pero, ¿qué quiere usted que haga? Ya sabe usted lo que significan
estas fiestas. En toda la isla los preparativos son extraordinarios.
La misma desconfianza general, la falta de fe en lo que estamos haciendo
todos, sugieren la exageración y el alarde. Hay más de diez
mil duros en donativos para las fiestas...
— ¡Mientras para luchar contra la muerte apenas se han reunido mil!
— Ahí tiene usted la condición humana...
— Los hombres no somos sino lo que nos hacen, don Pedro. ¡En
esta vida horrible de nuestra desdichada tierra lo que nos hace imbéciles,
idiotas, ciegos para las realidades, mientras nos jugamos la
vida a cada instante por mentiras ridículas, importadas de Europa!
— Sea usted prudente, doctor... Detrás de esa puerta nos acechan.
Recuerde que yo también soy nacido en Cuba...
Tres días duraron las fiestas.
Te Deum solemne. Descargas de fusilería y marcha de tropas por
calles engalandas de rojo y oro.
En el templete, construido en la plazoleta de Paula, luciéronse los
retratos de Sus Majestades, entre espejos y cortinas de damasco prestados
por las primeras familias. En los intercolumnios pendían bombas
y arañas de cristal, cuyas luces multiplicábanse en los espejos.
Sobre la cornisa de la entrada principal se veía un grupo en el que se
representaba abierto el Libro de las Partidas, y marcada en él la ley
segunda, título quince, partida segunda, sostenida por la matrona
España, con el escudo de las armas reales. A otros lados, bustos del
almirante Cristóbal Colón y del valiente Hernán Cortés. El templete
en figura elíptica, sobre doce bellas columnas de orden jónico, forradas
de azul cristina y tres entradas, bajo sendas inscripciones.
Una: «A la serenísima señora doña María Isabel Luisa de Borbón,
jura y aclama por princesa heredera del reino el pueblo trinitario.»
Otra: «El ejército, dispuesto a derramar la última gota de su sangre en
defensa de los derechos del Rey, nuestro señor, y de su augusta
descendencia.» Y un lema: «Valor, unión, lealtad.»
En la tercera, un lema: «Paz, abundancia, prosperidad.»
El gran baile oficial fue en la noche del tercer día. A lo largo de los
tres de las fiestas, el pueblo cantó, bailó y jugó sin tasa. En algunas
bodegas de los barrios pobres, mal preparadas para el magno evento,
agotáronse las existencias del fuerte, el aguardiente preferido por las
negradas, por sus efectos rápidos...
De una pequeña casa de la calle de la Media Luna, en tanto, donde
residía una señora viuda, con seis hijos de todas edades y dos esclavos
viejos para todo el servicio: restos del naufragio de una familia
rica de otros tiempos, los vecinos horrorizados supieron que a medianoche,
durante esos tres días de júbilo popular, se habían sacado
misteriosamente hasta siete sarcófagos. El hijo mayor había regresado
pocos días antes de un viaje. Y él, todavía enfermo, y la hermanita
menor, sacada a tiempo de la casa por alguna persona caritativa, eran
los únicos supervivientes de la familia.
El gran baile oficial fue en la noche del tercer día. Para sus
concurrentes y en sentido inverso a la irresponsabilidad de los
pocos años o de la escasa inteligencia, las tres horas que el señor
teniente gobernador obligó a los demás, con su presencia, a permanecer
en el flamante templete, fueron las más angustiosas de la
trágica farsa. El rigodón, con las mentes empavorecidas, agravó
con el de la humillación los sentimientos aristocráticos y
versallescos de sus organizadores. Y se pensó que pudiera tomarse
a desacato tal desastre social, cuando en cualquier fiesta de
familia criolla un rigodón, en la villa de Trinidad, no tenía nada
que envidiarle a los del propio palacio real, en Madrid. Pero a
despecho de las excitaciones, de las amenazas embozadas y de la
equívoca mano abierta circunstancial en el reparto de las invitaciones,
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la verdad fue evidente: la concurrencia no sólo había sido
escasa, sino abigarrada, muy diferente a las de las grandes fiestas
sociales de la villa.
Esa misma noche — y algunas señoras como estaban vestidas para
el baile, con algún abrigo encima— huyeron otra vez de la ciudad,
precipitadamente, muchos súbditos fieles de la nueva reina.
A la misma hora, y en el cementerio improvisado por la prudencia del
cabildo, un grupo de negras sombras móviles, a la luz amarillenta de un
farol, daba sepultura con la misma precipitación horripilada a seis
fantasmas rígidos, envueltos y atados en blancos telajes y chorreando
cloruro...
Al día siguiente eran pasadas las diez de la mañana y por las calles
de la villa, aún engalanadas, apenas se veía la ornitomórfica silueta e
alguna devota camino de la iglesia o de vuelta de ésta, con un paso
forzado, contrario a la curva de sus espaldas, como de gente que se
sabe perseguida. Los lecheros, con sus vacas al paso, y los vendedores
ambulantes, con sus burros y carritos, lanzaban sus pregones contra
las puertas y ventanas cerradas de una ciudad desierta. Abríase alguna
puerta, cuando así sucedía, con misterioso silencio. Y con la misma
premura, recibida la mercancía, volvíase a cerrar. La plaga, según se
había oído a alguien, nacía en las emanaciones de la tierra, en el aire,
en el peso de la atmósfera, en la electricidad. Se sospechaba cierta
relación entre las contracciones del cuerpo colérico y los descubrimientos
científicos sobre el fenómeno conocido por galvanismo. La
influencia de los cometas y de los astros eran también de tomarse
mucho en cuenta: se hablaba de una «lluvia de estrellas» que se observaría
en el cielo antes de fin de año... Todas las conversaciones discretas,
en voz muy baja, de la noche anterior, retenían a las gentes en sus
aposentos o dentro de sus casas, temerosas hasta del contacto del aire...
El vientecillo tibio de aquella mañana de octubre, en tanto, tenía
algo nuevo con que juguetear en las calles de la villa, muy ajeno a los
terrores de sus habitantes. Eran los millares de papelitos blancos,
azules y verdes, profusamente distribuidos durante las fiestas, con
décimas impresas, en loor de la Reina:
Vírgenes bellas, púdicas matronas,
venerables ancianos, niños tiernos:
poblad el aire de las cinco zonas
de cantares, acordes y supernos:
pues la sálica ley yace rasgada,
y el tiempo vuelve, de la edad dorada...
En la casona de la calle Real, la cuarentena particular de doña
Celia, contra las murmuraciones de la villa, produjo un efecto inesperado:
sólo don Lorenzo participó de las angustias populares, ante
el avance de la plaga. Y dudando siempre de la eficacia de la alarma,
prefirió callar y mantenerse firme antes que unirse con los suyos al
éxodo de los criollos ricos.
Y así fue como la madre, desprevenida ante el peligro verdadero y
obsesa por su horror al escándalo, tras de la vuelta del esclavo rebel9
de, decidió resueltamente que ella y su hija permanecerían en la ciudad.
La plaga, para ella, no era otra cosa que el ridículo pretexto una y otra vez
repetido por Mariceli o por los esclavos, en el patio grande, cada vez que
los sorprendía — a la primera con Rosario y a los negros entre sí—
hablando en voz muy baja, con las cabezas juntas, las cejas enarcadas en
alto, las bocas entreabiertas: ¡como ella no podía soportar que las gentes
platicasen! Desde harto temprano en su vida esas conversaciones en secreto
connotaron calumniosos y gratuitos ataques para su orgullo legítimo de
mujer honrada y fidelísima esposa. Del cólera no tenía ella idea definida.
Ni temía tanto a la muerte como a la falacia de las gentes. Hasta el propio
santo sacramento de la confesión le repugnaba. Pasaba junto a las devotas
en confesión de prisa, volviendo la cabeza...
Del patio de esclavos, donde la aterradora amenaza hizo fácil presa.
100
Mariceli recibió por Rosario todas las alarmas y fantasmagorías del miedo
popular. Su mejor sentido de la realidad, su fe religiosa y su egoísmo
peculiar de ser infortunado, en tanto, hiciéronle, con lo increíble de las
supersticiones, desvarios y puerilidades que le repetía Rosario
constantemente, rechazar mucho de la terrible verdad. Tuvo en un momento
la idea de algún castigo divino. Sintió la revelación por cuenta propia,
aunque tantas veces la propia Rosario se lo sugiriese. Y desde entonces
le fue fácil dominar sus temores, si oyendo de la proximidad de algunas
víctimas — allí en el callejón del Guaurabo, a pocos pasos de su ventana—
su instinto de conservación la traicionaba. Como en la historia sagrada, la
epidemia sacharía la tierra trinitaria de la mala yerba. El juicio de Dios
tenía que ser justo, como era inapelable.
No obstante su fe, Mariceli fue cediendo poco a poco al pánico. Las
campanas del convento no cesaban de lanzar al aire, comprimiéndolos
dentro del triste caserón, sus fúnebres tañidos. Ya no podían contarse los
cinco toques con que se anunciaba la muerte de un hombre o tres si al
alma que acababa de regresar al seno del Señor era de una mujer. Las
campanas comenzaban a doblar a las cinco de la mañana, con el avemaría,
y apenas se interrumpían un momento, hasta el Ángelus, para anunciar las
misas. Incapaz de concentrar su atención sobre cualquier trabajo, Mariceli
calculaba en suspenso la terminación de la misa... y casi exactamente con
su angustiosa expectación recomenzaba el tormento de las sonoras
campanadas. Rezaba y volvía a rezar por el alma de las víctimas. Junto a
ella, en el rincón del aposento, doña Celia y Rosario rezaban también. La
capilla nueva le inspiraba ahora inconfesado horror, con la voz de ma
Irene, al otro lado de la puerta clausurada, mezclando en sus confusas
oraciones los santos cristianos con sus dioses bárbaros.
Ajena a cuanto sucedía a su redor, la vieja esclava hablaba casi
constantemente con los fantasmas de su pasado. Prohibido el paso a
los demás esclavos, como hubo de establecerlo el amo, Rosario era
su única asistencia. Ma Irene la desconocía ya y la llamaba por todos
los nombres que su memoria nebulosa sugeríale. Así la oyó Mariceli
una mañana, acusándola otra vez de hipócrita, «mosquita muerta»,
perdición de los hombres. Elegbará vendría por ella, la arrastraría
por los cabellos, trocaría en negra y leprosa su piel blanca y rosada, y
en el infierno los demonios negros le clavarían fierros ardiendo. La
voz temblorosa de Rosario la defendía de aquellos horrores, acusaba
a la arpía de ingrata y multiplicaba la amenaza de tormentos infernales
para cuando le tocase comparecer con su alma cargada de remordimientos,
y ya irredimible, ante el Señor.
Más de una vez corrió Rosario en busca del ama para decirle que
ma Irene había muerto. La anciana, efectivamente, parecía estar
cerca del fin. Aventurábanse en el oscuro aposento, impregnado de
un hedor insoportable, doña Celia y su hija; oraron más de una
ocasión por el alma de la esclava... y otra vez huían, contra sus
buenos sentimientos, al oír un extraño bisbiseo en sus labios, o
columbar un movimiento inesperado en sus ojos, ya como opacados
por la muerte.
Don Lorenzo, ausente casi todo el tiempo, en la actividad
ininterrumpida de sus negocios, supo así un día que su vieja
nodriza no daba señales de vida en varias horas.
Entró en la habitación, perceptiblemente emocionado. Dijo algo
que doña Celia oyó como una acusación. ¿Por qué se tenía a la infeliz
esclava en aquel abandono? Aquello era un foco de infección.
Sería un milagro si en la casa no caían todos como chinches...
Permaneció un momento junto al cuerpo inanimado, sin pronunciar
una palabra. Después se inclinó, tomó en sus manos el brazo
fláccido de la anciana y buscó en vano el pulso. Abrió con sus dedos
uno de los párpados cerrados. Y volvió a quedar inmóvil por un instante,
con la actitud inconfundible del supremo respeto.
Al cabo, retrocediendo algunos pasos, se volvió hacia la puerta.
101
— Dame alcohol, Rosario — ordenó.
Y después, ya en el patio, a su esposa, mientras se restregaba las
manos, dispuso lo que había que hacer.
— Que nadie la toque, ni entre en ese cuarto. Cuando vengan unos
hombres, Rosario, que entren sólo ellos. Y vuelvan enseguida a cerrar la
puerta, hasta que vengan mañana a limpiarlo...
Quedóse como en suspenso, ante madre e hija:
— ¿Por qué no os vais para el ingenio? ¿Qué hacéis aquí?
— Esperaba lo que tú resolvieras — alegó débilmente la madre.
— Pero Rosario viene con nosotros — apuntó Mariceli.
— ¡Ea! Alistarse y que Domingo las lleve... Yo tengo que salir
mañana con el alba, pero llevo otro rumbo.
— ¿Ahora mismo? — preguntó doña Celia, alarmada tal vez más
por lo imprevisto del viaje que por la misma proximidad del peligro.
— Como quieras. Pero lo mejor sería no perder tiempo. Bastante
imprudencia ha sido la de permanecer hasta hoy en Trinidad.
El pueblo entero es un cementerio. No se ve un alma en las calles.
Y ya quedan apenas tres médicos vivos. La gente se muere en la
calle, sin que se encuentre quien se lleve a enterrar los cadáveres.
Esta mañana, en plena calle Gutiérrez, he visto caer a un hombre
blanco, peninsular probablemente. La gente huyó de su lado, en
vez de auxiliarlo. Me acerqué a él y lo vi ya pálido — de terror
probablemente— , sentado en las piedras de una acera, con ambas
manos en el vientre y vomitando. Le pedí en vano que me dijera a
quién avisaba... Creo que es un dependiente de la mercería de don
Antero Puig. Estuve junto a él escasamente un cuarto de hora,
esperando a un negro a quien mandé por el doctor Bernal, y determiné
marcharme, porque me pareció que ni el negro ni el doctor
vendrían nunca. Toqué en la casa, creo que es donde vivía Tomás
Rosado, y no me respondieron. ¡Ni un alma a la vista, en más de
quince minutos, y aquel pobre infeliz agonizando en medio de la
calle!
Las campanas del convento, resonando con ensordecedora fuerza
dentro de la casa, interrumpieron el relato. Doblaban a muerto otra
vez, después de una hora escasa de silencio.
Don Lorenzo, con el rostro contraído, apretó los puños todavía
empapados de alcohol, en un ademán desesperado de impotencia. A
su lado, el frasco aún destapado en sus manos temblorosas, Rosario
esperaba anhelante la respuesta olvidada a la pregunta de su amita.
Mariceli buscaba sostén junto a la persiana del patio, la frente apoyada
contra el dorso de sus manos crispadas. Doña Celia, las suyas
cruzadas sobre el pecho, parecía orar. Las manos de los cuatro expresaban
mejor que sus rostros la pavura del instante solemne. La muerte
les salía al paso: los tenía acorralados. Doña Celia calculó el esfuerzo
de la fuga y renunció a intentarla siquiera.
— Mañana nos iremos. Por un día...
— Como quieras — concluyó el padre— . Al cabo, da lo mismo. Don
Juan Echenique y su mujer se salieron del baile de la proclamación antes
que el gobernador. Por la tarde, se les había muerto un esclavo. Estaban
en la fiesta como locos. Se les notaba el terror en la cara: doña Inés
parecía una muerta. Huyeron del pueblo tal como salieron del templete. Y
no sólo cayeron ellos al día siguiente, sino que llevaron consigo el mal, y
en la finca creo que no queda nadie con vida. En el cafetal de Juan
Francisco Ibáñez, que linda con la finca de los Echenique, mataron a tiros
a unos esclavos que huyeron despavoridos y fueron a refugiarse allá...
— Estamos en tus manos, Señor — musitó doña Celia— . ¡Hágase tu
voluntad!
Del lado de la calle, el tintineo argentino de una campanilla, en
contraste con las sonoras campanadas del convento, reclamó la atención
de los cuatro.
— ¡La majestad! — exclamó la esclava. Y corrió hacia los aposentos
102
para volver casi inmediatamente con un cirio en las manos, mientras
los amos echaban a andar hacia la sala.
Era la tercera vez en el día, que pasaba frente a la casa de la calle
Real la triste comitiva: el sacerdote, bajo palio, llevando la extremaunción
a algún moribundo. Cuatro hombres, a los lados, llevaban
sendos faroles con cirios encendidos.
Dos veces regresó Rosario con el suyo al aposento, para encenderlo.
Volvió al cabo, lo dejó en las manos de doña Celia, ya arrodillada,
junto a Mariceli, detrás de la puerta, y abrió el postigo de ésta
justamente a tiempo de caer a su vez de rodillas y murmurar una
oración. El viático pasaba en aquel momento. Y parecía llevar prisa:
el sacerdote marchaba a zancajadas, sin la imponente majestuosidad
de costumbre.
Don Lorenzo vaciló unos segundos... y dobló al fin la rodilla,
persignándose.
Después, como irritado, pidió su sombrero y salió a la calle.
Desde su cuarto, donde fue a dar sin voluntad y sin pensamiento, Mariceli
oyó algún tiempo más tarde, en la saleta-comedor, una serie fácilmente
inteligible de ruidos. Se llevaban el cadáver de la vieja esclava.
Fue a la persiana de la calle y atisbó hacia afuera. Aún quedaba del
día una dudosa claridad, mayor siempre que la del cuarto. Cuatro
hombres — cuatro sombras escuálidas de esclavos— cargaban un ataúd
— una caja cuadrilonga de madera, sin pintar— , callejón del Guaurabo
abajo. Los goznes de la puerta cochera, chirriando junto a la esquina del
cuarto, avisáronle que para la casa de la calle Real la vieja ma Irene era
algo terminado. A lo lejos, el ataúd simuló un insecto gigantesco cuyas
patas encogiéronse paulatinamente hasta desaparecer en un recodo del
callejón.
Cerca de las nueve de la noche, la campanilla del viático, volvió a paralizar
los movimientos de las tres mujeres, ocupadas en llenar un baúl de ropas
y objetos diversos. El eco se alejó, empero, en vez de aproximarse. Y
reanudaron su tarea, silenciosamente.
Después de las once, como en noches anteriores, la calle adquirió
una periódica animación de apagados ruidos, al paso como del mismo
grupo de hombres conduciendo siempre la misma caja oscura,
cuadrilonga. Y más abajo de la sombra larga y rígida, iluminados por
la luz de un farol, ocho, diez, doce: muchos pies terrosos y deformes,
aplastándose contra la piedras del arroyo. Detrás de ellos sus sombras
confusas proyectábanse en la oscuridad, a un lado u otro de la
calle, subiendo y bajando al rítmico avance del farol.
Desde su cuarto, a través de la sala, Mariceli fijó la vista en las
anchas espaldas de su padre, inclinado sobre su escritorio y al parecer
trabajando, a la luz de un candelabro.
Sintió el impulso inusitado de allegarse a él. El ejemplo de serenidad
en aquel naufragio, de su aterradora resignación ante la muerte,
devolvió unidad y entereza a su espíritu. Rosario y su madre, silentes
todo el tiempo y de cuando en cuando inmóviles, demudadas, de un
lado a otro con la misma pieza de ropa o el mismo objeto en las
manos, sin saber qué hacer, antojáronsele espectros, como si ya no
pertenecieran al mundo en que ella pensaba todavía y trataba de
inteligir su situación, acosada por las sombras.
Desistió de su impulso, sin embargo, y concentró su atención
mejorada en la incoherente empresa del bául. Se oyó su voz complacida.
¿Para qué llevar tantas cosas? En la casa del ingenio había de
todo. Esto o aquello nada más: lo indispensable.
Evocó de súbito la inusitada locuacidad de su padre aquella tarde.
Volvió a él la vista, instintivamente, y le advirtió con la cabeza entre
las manos, en una actitud bien perceptible de exasperación. Un dolor
agudo se clavó en sus entrañas. Sintió un escalofrío y buscó apoyo
en las columnas de la cama.
— ¡Mariceli! ¡Hija mía!
103
— ¡Mariceli! ¡Amita querida!
Una extraña idea le surtió voz al aborde del abismo:
— ¡Madre! ¡Madre! ¡Que no me entierren enseguida...!
Aún oyó gritos, ruido.
Despertó varias veces, a lo largo de una noche interminable. Su conciencia,
nebulosa al principio y como renaciendo a una realidad indefinible,
fue esclareciéndose poco a poco.
Percibió al fin la claridad incierta del nuevo día. Y entendió al
doctor Bernal, que hablaba a sus padres.
Ausencia de síntomas característicos. Esperar. Por el momento no
había nada que temer...
Volvió a dormirse, para despertar sobresaltada. La casa debía de
estar llena de gente. En la calle se oían voces también.
— ¡Ma Irene ha vuelto! — le espetó Rosario, espantada.
— Ma Irene ha vuelto... — repitió ella maquinalmente.
— Está en el patio. ¡Viva! Llamó a la puerta. Viene del cementerio.
La gente le huye, pero viene detrás de ella. ¡Ahí están, en el
patio! El amo los echa y no quieren irse. Ma Irene se abraza a la
señorita llorando: «¡Yo ta biba!», grita. «¡Yo ta biba, miama!» Dice
que anoche despertó en el cementerio y que esperó hasta que le abrieran.
Yo le juro, niña, que a mí me parece otra. Conoce a todo el
mundo, habla como si tal cosa. ¡No está loca, niña Mariceli, no está
loca! Pregunta por su mercé, por Francisco, por todo el mundo. Pero
como yo se lo estoy diciendo, sin una sola de sus cosas raras...
Mariceli repensó su última idea de la noche anterior.
— ¡Bendito sea Dios! Es el miedo que tengo, Rosario: que me entierren
viva.
— Su mercé no se muere, amita de mi alma. Su mercé no lo tiene.
El médico lo ha dicho. Su mercé no se muere...
Y en un arrebato de cariño se lanzó sobre ella y la besó en las
manos, en la boca, en todo lo que halló donde plantar sus labios.
Después se apretujó contra ella, en el lecho, y siguió hablando atropelladamente.
Si su amita moría quería morir con ella y que las
enterrasen juntas...
Así las halló doña Celia: abrazadas y mezclando sus lágrimas en
una resignación dulce, casi jubilosa; transidas de suprema y recíproca
ternura, bajo el hechizo de una muerte nueva, de una muerte
que había dejado de inspirarles miedo. Sus almas, tan maltratadas en la
vida, acababan de hallar una emoción desconocida en aquel instante de
abnegación y sacrificio, de compenetración, de amor humano.
Volvió ma Irene Quirós y no a su tumba en vida del último aposento de
sus amos, sino a su viejo taburete de cuero: su trono de princesa
mandinga vendida a los malvados blancos por algún esposo o hermano
traidor a su sangre, traidor a Obatalá y a sí mismo. Volvió a su
trono, bajo el umbroso plátano, rodeada de humildes y pávidos oyentes,
que sorbieron como en éxtasis cien veces, con la iteración capitosa,
rasgo de su raza pueril, el relato pintoresco de su resurrección.
El pueblo olvidó su medrosa dispersión y acudió en masa a la casa del
milagro. Don Lorenzo, asustado por la tremenda responsabilidad de haber
mandado a enterrar a una criatura con vida, los dejó invadir el traspatio.
Mandó asear y vestir de limpio a la resucitada y él mismo fue a felicitarla,
sinceramente complacido de su resurrección. El milagro lo limpiaba de
culpa.
Doña Celia dividió sus cuidados entre ella y su hija. La cordura y
buen juicio de la anciana era el verdadero milagro para ella. La
resucitada era otra vez la esclava humilde y afectuosa, casi un viejo
familiar de la casa. Su preocupación era la niña Mariceli. Ni una sola
vez la oyó incurrir en los temidos desvaríos de su largo encierro. Por
todos sus antiguos compañeros de servidumbre preguntó, como si
volviese de un largo viaje. Y ni una alusión al réprobo se escapó de
sus labios.
104
La nueva del milagro, entre tanto, siguió atrayendo incrédulos.
Las pocas familias blancas que aún quedaban en la villa enviaron
disimulados emisarios, para cerciorarse de algún modo.
Don Lorenzo se alarmó al fin y mandó cerrar el zaguán a todo el
mundo. La casa de la calle Real recobró pronto su silencio.
Y en la imaginación popular se duplicó su prestigio misterioso,
incentivo irresistible a todas las cavilaciones.
Cuando rendidos por las emociones del día disponíanse a descansar,
la campanilla del viático vibró de nuevo en la calle.
Acudieron doña Celia y Rosario, por la ventana de la sala, con su
cirio encendido.
Pero la comitiva se detuvo en la puerta...
Interrogaron, espantadas.
El diácono, como entontecido por la fatiga y el sueño, sólo acertó a
explicar que se le había hecho imposible venir antes. Había estado en la
calle todo el día.
El aviso — recordó doña Celia— se había enviado la noche anterior,
cuando el desmayo de su hija. Don Lorenzo, irritado, despidió
al ministro auxiliar del Señor con irreverentes comentarios para su sagrada
misión.
Se alejó el viático en silencio. Los contados testigos de la extraña
escena, desde la calle, preguntáronse en vano qué podía haber sucedido.
En la casa, sus opuestas opiniones enredaron a los padres de la
enferma en una viva discusión. La madre sostuvo que debía haberse
admitido siempre el sacramento: ella estaba segura que Mariceli lo
habría recibido gustosa. Don Lorenzo, cansado de sofrenar su violencia
habitual de carácter, vituperó el sacramento mismo, calificándolo
de inhumano. La infeliz criatura, que no estaba atacada del mal,
no habría resistido quizás la imponente ceremonia. Rosario, bajo su
forzado silencio y a pesar de su profunda religiosidad, agradeció al
amo sus palabras.
Y arrodillada entre ellos, con lágrimas en los ojos, se lanzó resueltamente
al desacato de implorar la paz.
La obtuvo, sin embargo.
Cuando quedaron solas, doña Celia, afectuosamente, la levantó
del suelo.
Fueron, de tácito acuerdo, junto al lecho de la enferma.
Mariceli dormía profundamente.
XIV
Lluvia de estrellas
105
A la hora de la cena — frugal y desabrida, como la imponían las
circunstancias— , doña Celia no pudo pasar la sopa. Disimuló su
malestar, sin embargo, y hasta sugestionó al esposo contra aquel
pollo y aquellos plátanos cocidos que confesó él tener hasta la coronilla.
Mas al siguiente día — trece de noviembre— , con todos los preparativos
para la partida en orden, un incoercible ataque de vómitos,
con violentísimas convulsiones, aniquiló de un golpe su voluntad
con su conciencia. Cayó como fulminada por un rayo, mientra sumaba
precauciones para que la enferma — su hija— no se expusiese a
alguna recaída con el viaje...
106
Al despedirse de ella, tratando siempre de quitarle importancia a
su visita, la enferma le retuvo su diestra entre las suyas.
— ¡Cuídemela, doctor, como si fuera hija suya! — musitó volviendo
sus ojos a su hija.
— ¡Cuidarla! — exclamó él, en su papel— . Ya ve usted cómo la
sacamos de la cama: a la fuerza. Los mimos suyos es lo único que la
pierde...
— Gracias, doctor, gracias — añadió ella— . ¡Usted me entiende a
mí... y yo lo entiendo a usted! Gracias... Perdóneme, cuando me recuerde,
todas mis manías, mis majaderías de madre y esposa sin ventura.
Vine al mundo a sufrir...
Una explosión de sollozos, simultánea en la enferma, Rosario y
Mariceli, permitió al médico añadir unas cuantas palabras
perfunctorias de confortamiento y salir enseguida, siempre despidiéndose
«hasta mañana».
Don Lorenzo, fugitivo desde que iniciara él su salida, lo esperaba
impaciente en la sala...
Pero apenas en el estrechón de manos y el cambio inteligente de
miradas los dos hombres preparábanse para afrontar la dolorosa realidad,
Mariceli surgió entre ellos.
Era inútil seguir mintiendo, sin embargo. Un esfuerzo enorme,
además, para su fatigado espíritu. Y el doctor Bernal no ocultó más
su opinión:
— El pulso es normal dentro del estado crítico. Pero el caso está
perfectamente claro y definido: forma álgida, adinámica. Dentro de
poco un estupor completo. El final tardará aún varias horas, pero ella
no se dará ya cuenta... Por encima de todo, la voluntad divina, que
puede tener reservado otro milagro. ¡La esperanza no debe perderse
nunca! En peor estado los he dejado yo, para encontrarlos mejorados
al día siguiente. Sí pasa bien la noche, será buena señal...
Junto a la puerta de la calle, forzada Mariceli a retirarse antes de abrirla el
padre, hubo oportunidad de añadir, algo, de hombre a hombre:
— Acaba usted de oírme. Sólo queda el milagro, del que los médicos
no podemos prescindir, pero usted sí. La verdad es que yo no
encuentro nada que hacer aquí. Llame usted al doctor Luzuriaga... si
es que aún vive. ¿Se ha dado usted cuenta cabal de la situación?
Quedamos cuatro médicos: Luzuriaga, Hernández, Pontón y yo. Y
Barceló, el flebotomiano, que es otra epidemia él solo... Le ruego
muy encarecidamente, don Lorenzo, que no me haga venir durante la
noche. Vendré mañana temprano, si usted no manda otra cosa...
Don Lorenzo, anonadado, lo despidió con algunas palabras mal
hilvanadas, parte de alguna lucubración tácita. Quedóse por un rato
en el umbral de la puerta,agradeciendo la frescura de la brisa y como
rehaciéndose a hurtadillas y con prisa, antes de rentrar en la casa. A
izquierda y derecha, a aquella hora del crepúsculo, la soledad de la
calle Real lo ayudó a vencer su dolor propio, con la impresión abrumadora
del dolor de los demás.
Saliendo de la casa, por la puerta cochera, una silueta de mujer
hincó su atención con una punzante sorpresa: ¡Mariceli a aquella
hora en la calle, y sola!
En vano trató Rosario de explicárselo. La moribunda pedía exclusivamente
al padre Remigio, para su confesión y último sacramento.
Muy santo y natural. Y hasta que fuese la hija en busca del sacerdote,
bien considerado, nada tenía de extraño...
Don Lorenzo de Pablos, no obstante sus razones propias descubrió
ese instante algo insospechado, ignorado estúpidamente por él
en su hija. Mariceli, saliendo sola en busca de la paz espiritual de su
madre, por aquellas calles desiertas, donde el espectro de la muerte
parecía rondar, reunía con un gesto final los múltiples detalles de su
verdadera personalidad, apenas advertidos por él durante el día. Su
idea de una niña tímida, despavorida, incapaz de cualquier serie de
107
actos encaminados a un fin, exigentes de algún esfuerzo de voluntad
y de coherencia mental, lo avergonzó como una prueba de su vejez,
de su adocenamiento: su más deprimente preocupación desde algún
tiempo atrás. Sus energías ya no eran las mismas. Las ganancias de
cada año tampoco. El último, con la pérdida de la «Cándida» y la
voracidad de sus «buenos amigos» del gobierno, que le arreglaran su
comprometida situación ante aquellas odiosas comisiones reguladoras
de la trata, había sido desastroso. El 33, que comenzara con la amenaza
de la peste y un acentuado azolvo en los negocios, había sido un
año sin lluvias, ardoroso; de bichos, epidemias y muertes en masa, lo
mismo entre las cepas, árboles y animales que entre los esclavos y
las personas blancas... Ahora la muerte le arrebataba a su buena
compañera,la sufrida mujer que viviera a su lado veintitrés años —
toda su vida— sin darle, en puridad, ni un motivo de queja. Evocó el
recuerdo de sus años mozos, cuando la presencia de la hermosa
habanera en Trinidad levantara desmesurado revuelo entre los
petimetres de la villa. A pesar de sus ojos hundidos, de su color violáceo,
de los cabellos grises, de los surcos hendidos por los años en
la frente y sobre la boca, aquel rostro — más de un cadáver que de un
ser todavía con vida— trasuntaba fielmente para él su espléndida
belleza de los tiempos felices...
Dejó el aposento de la enferma y se encerró en sus habitaciones. Y
sólo cuando se consideró seguro, como si se dispusiera a trabajar en
alguna liquidación laboriosa de ganancias y pérdidas, repasó todas
las peripecias de su duelo y se echó a llorar sin freno, si con menos
lágrimas de las que temiera y deseó para su calma en vano. Su pañuelo
en tiras, el pisapapelhigroscopio y el pozuelo de polvos de
sandaraca, estrellados contra el suelo, aliviáronlo un tanto de su aridez
lacrimal.
Tampoco su hija, serena y coordinando amorosamente movimientos
y palabras, ora en atendencia de las indicaciones del sacerdote,ora
aupando y confortando a la enferma, tuvo lágrimas imprudentes en
sus ojos, ya rojos e inflamados de no haber dejado de verterla en todo
el día.
La triste ceremonia produjo una profunda impresión en su ánimo.
Era la primera vez que se enfrentaba con la muerte, sin exaltación
solitaria y sin las sacudidas del pavor de los otros. La muerte
como el final inevitable de la vida, préstamo del altísimo, y el tránsito
a un reino de justicia y de amor, donde su madre con toda certidumbre
entraría incólume. Oyó las últimas recomendaciones de
su madre al buen padre Remigio sin la congoja de unas horas antes,
cuando hiciera otro tanto con el doctor Bernal. Amonestó a Rosario
con una severa mirada, por un sollozo incoercido, cuando el
ministro del Señor colocara la sagrada forma sobre la lengua amoratada
del ama; y con una señal terminante — primera expresión, en
toda su vida, de su autoridad racial y social sobre la esclava— la
obligó a salir en el solemne instante de la unción con el oleoum
infirmorum.
Al despedirse, después de una breve plática con ella, los dos de pie, en
el umbral de la saleta a la sala, el padre le reiteró sus excusas por el
incidente de dos noches atrás. Eran tantos los buenos cristianos a quienes
Dios llamaba a su seno en aquellos días terribles, que todos sus auxiliares
tenían que administrar los sacramentos. El caso estaba sabiamente previsto,
en los cánones. Y el infeliz diácono responsable del error había tenido un
día de trabajo abrumador. Había amanecido enfermo...
Así entró la joven en conocimiento del percance, para no dejar de
pensar en ello durante el resto de la velada, incapaz de esclarecer el
sentido del hecho, tal como sus presentimientos se lo anticipaban.
Oyó todas las horas. Cerca de las cuatro se sintió la única despierta
en la casa. Su padre se había retirado a las tres. Rosario, a despecho
de sus funambulescas cabezadas, conservaba siempre el equilibrio en
108
su silla, y dormía todo el tiempo. Ma Irene, como una sombra, asomaba
de cuando en cuando la cabeza por la puerta de la saleta, preguntaba por
la enferma y desaparecía de nuevo.
Asustada por la prolongada quietud de su madre. Mariceli se acercó
al lecho, se inclinó cautelosamente y comprobó que aún vivía. Reposaba
en actitud normal, tranquilizadora, y su respiración parecía regular.
«Si pasa bien la noche será buena señal», había dicho el médico...
Creyó evidente la posible mejoría y tuvo impulsos de gritar su
gratitud al altísimo, dispensador de vida y muerte. Le fue imposible
permanecer como hasta entonces, en acecho. Dejó el aposento y fue
a sentarse en un sillón de la saleta, junto al arco del patio. Allí pudo
orar con más libertad, a media voz, como se lo exigía su fervorosa
esperanza.
— ¡No te la lleves, virgen santísima!
En la oscuridad de la saleta, el trozo de cielo que enmarcaba el
patio se le hizo más azul, más luminoso y cercano. Enderezó su invocación
a un astro rútilo, como un diamante enorme, que fulguraba
sobre los demás:
— ¡Sálvala, gran poder de Dios!
Bisbiseó otra serie de oraciones y volvió a su diálogo libre con el cielo:
— ¡Déjamela! ¡Déjamela vivir... y llévame por ella! ¿Por qué ha
de ser ella? ¿Por qué no fue a mí? ¿Por qué me dejas en esta vida de
tinieblas...?
Ante sus ojos, nublados otra vez por gruesas lágrimas, dos maravillosas
exhalaciones simultáneas rasgaron el azul profundo del cielo,
dejando dos grietas de luz, que desaparecieron al instante. Su
pensamiento quedó en suspenso, anodino: como si con la misma velocidad
del meteoro hubiese andado ella en el tiempo.
No. Nunca había visto una exhalación tan viva ni tan persistente en el
espacio. Y el misterio atrayente de su subitaneidad, su victorioso escape
a todo examen humano, su fulgor intenso: todo en el fenómeno celeste
había llamado siempre poderosamente su atención.
Con rapidez pareja a la del astro en fuga, su pensamiento — liberado
de la realidad— zigzagueó en su memoria.
Noches del ingenio. Casilda. La Popa. Excursiones al campo.
Juan Antonio junto a ella, al paso en libertad de sus cabalgaduras...
«Pídele a una estrella fugaz lo que más quieras»... «Yo no
creo en eso: ¿y tú?» «Tampoco, pero ya ves: lo hago.» «¿Qué le
pides?» «No sé: no me dan tiempo.» «Es que no sabes lo que
quieres.» «¿Y tú?» «¡Yo les pediría que me quisieras, que me
quisieras mucho...!»
Creyó oír un leve ruido, detrás de ella, y volvió la cabeza.
La puerta blindada del zaguán, entreabierta, dibujaba en la oscuridad
una franja vertical, de azul opaco...
Pero ahora... ahora era ma Irene, que pasó cerca de ella, sin verla,
metió la cabeza por la puerta del cuarto, pareció desistir o se informó
con Rosario, y desapareció conforme había surgido, dejando oír solo
el roce rítmico de sus pies descalzos, sobre las losas del piso.
La franja vertical, de azul opaco, se borró en lo negro.
¿La vio realmente así, la noche que en vano quería olvidar: que
debía olvidar?
Caniquí, de todos modos, conocía su secreto: su pecado mortal, de
aquella noche de jueves santo. Caniquí era inocente y purgaba por
ella, maldito y perseguido, como un alma en pena... ¿Habría muerto
realmente? Era la tercera o cuarta vez que por muerto lo daban. ¡Y
volvía! Le disparaban tiros, lo veían ahogarse, veían su sangre, rodaba
a los abismos... ¡y volvía! Acaso Caniquí no era un ser humano...
Su sombra podía ser un aviso del poder divino para ella. Ma Irene,
que la acusaba, resistía a su largo cautiverio, ¡resistía a la muerte! Y
su pobre madre, que impidiera su entrada en el convento, estaba señalada
por el dedo del destino, para morir. El santísimo sacramento
109
había estado en su puerta: ¡por ella misma! Pero, ella como Caniquí
y como ma Irene, tenía vedado el eterno descanso... mientras su penitencia
expurgatoria permaneciera incumplida.
Examinó una y otra vez cada una de las señales y su encadenamiento
lógico. La conclusión venía en línea recta, a través del tiem24
po, desde sus inquietudes místicas de la adolescencia hasta aquel instante...
¡Acaso fuera ella también inocente, como Caniquí, y condenada a penar
por el pecado de la tía Asunción!
De un punto imprecisable en el cielo, entre las estrellitas
titilantes, se desprendió de súbito otra raya luminosa, verde, oblicua,
brevísima.
— ¡Ilumíname, Señor! ¡Salva a mi madre y te prometo hacer una
penitencia la más dura y terrible que mi cuerpo resista! ¡Sálvala y
me arrastraré de rodillas, hasta la Popa; dormiré sobre clavos el
resto de mi vida, me haré azotar en público, gritaré mis pecados,
me iré desde mañana a cuidar enfermos, a los barracones de la Boca,
entre los apestados! ¡Sálvala y me someteré a las más terribles pruebas!
¡Castigaré mi orgullo, el de mi padre, el de mi raza! ¡Iré a
buscar a Caniquí y haré lo que él me mande: seré su esclava! ¡Me
haré azotar, desnuda...!
Sus últimas palabras, musitadas como todas las demás, sin intelección
reflexiva, rentraron en su mente como una gran ola nueva
que aplasta y devuelve a la orilla el torrente impetuoso de la resaca.
— ¡Me haré azotar denuda!
Se iluminó otra vez el firmamento sin que su mirada, en suspenso
por el torbellino interior de su emoción, le reportase impresión definida
del meteoro.
— ¡Sálvala: que la salves quiero y me haré azotar desnuda! — barbotó,
contrayendo la garganta y apretando los dientes para no gritar.
Las grietas verde-luz era ahora como machetazos, dados por un
brazo invisible en la cortina de la noche. Y junto al rasgón que se
cerraba se abría otro, para cerrarse a su vez.
— ¡Sálvala! ¡Salva a mi madre! ¡Qué se salve mi madre!
Entre las demás, desluciéndolas a todas, descendió de lo alto, más
arriba de lo que del cielo dominaba desde su posición, como un rayo
silencioso, partido en un ángulo obtuso, bien visible en toda su extensión
antes de desaparecer, cual las otras. Pero en vez del color
blanco de los relámpagos silentes del estío, el de la estrella rota era
verde y brillante: un dibujo perfecto, nítidamente trazado en el negro
cerulescente de un cielo sin luna.
Aún quedó insegura y en acecho, con la expresión de su deseo
sintetizada al mínimum, por largo rato.
Pero el mirífico espectáculo había terminado. En vano esperó con
la mirada fija, hasta hacérsele insensible el acomodo del resto de su
cuerpo en el sillón, con la cabeza inmóvil.
El azul de la bóveda lejana fue tornándose muy poco a poco menos intenso,
hasta adquirir la glauca transparencia del alba. Era el amanecer.
Como si despertara de una pesadilla, Mariceli se incorporó en el sillón
persignándose. Había dormido, en efecto, media hora escasa. Y tenía
enfrente a Rosario, su linda cara morena abotagada y sucia, las manos
una sobre la otra, encima del seno. De rodillas y como si quisiera hablar a
su amita sin despertarla, venía a decirle que la enferma se había puesto
muy mala...
— ¡Madre! ¡Madrecita mía!
Contra su voluntad de correr tuvo que apoyarse en la esclava. Un
intenso calambre inutilizaba una de sus piernas.
— ¡Dios no quiso oírme! ¡No quiso oírme! ¡No hay consuelo, Rosario,
no hay consuelo para mí! Si mi madre se muere: ¿qué ha de ser
de mí? Yo quiero irme con ella. Yo no voy al ingenio. No quiero ir
con mi padre. Y no puedo entrar en el convento. ¡Estoy condenada!
— ¡No diga eso, su merced, mi amita querida!
110
— ¡Yo tengo una penitencia muy grande que hacer, Rosario! ¡Yo
tengo la culpa de que mi madre se muera, que Filomeno vague
maldecido, que ma Irene haya vuelto, que Dios haya mandado este
azote sobre nosotros, dejándome a mí viva para que sufra,para que
abra los ojos y cumpla mis promesas!
— ¡No diga esas cosas, mi ama! Su mercé es una santa...
La enferma roncaba. En la alcoba amarilleaba aún la luz de un
doble candelabro. El rostro de la moribunda era una sola mancha
negra entre sombras. El ronquido, arrítmico, seguía a otro ruido más
sordo, que se oía como debajo de las sábanas. La vieja nodriza,
acurrucada al pie de la cama, con las manos huesudas sobre la mancha
cenicienta de su cabeza, mascullaba una salve:
— Dió te sabbe, María; llenan ere degrasia...
Como si correspondiera a su invocación, la sonora campana grave
del convento comenzó los nueve toques del avemaría.
— ¡Madre! ¡Madre! — demandó Mariceli. Tiernamente primero,
sin alarma.
— ¡Madre! ¡Madre!
Y el solo vocablo, el único bueno, el único puro de los gritos humanos
que su dolor halló, fue diciendo de amor, de miedo, de ansiedad
mortal, de desesperanza, de humana rebeldía...
Y de resignación.
XV
El milagro
111
En Manacanacú, durante las fiestas, las negradas olvidaron el duelo de los
amos. Y hubo dos días de descanso, bautizos, regalos y tambor.
Padre e hija, en rápido acuerdo, consagraron de ese modo el tácito
empeño de ambos, de intentar nuevas relaciones entre sí.
Don Lorenzo, por su parte, incapaz de asegurarse la confianza de
la hija con la ternura y la franqueza que imponían las recientes
saudades de la muerta, se limitó a aceptar sus inesperadas muestras
de indiferencia religiosa y su aplomo autoritario de dueña de casa,
contra las costumbres y tradiciones del ingenio, sin salir de su habitual
neutralidad despectiva en todo lo doméstico. Al llegar diciembre
había entregado a la hija, como lo hiciera siempre con la madre,
la suma de dinero que estimaba honor de su rango no preguntar cómo
se gastaría. Hízolo deliberadamente a prueba, sin previa explicación
ni indicaciones posteriores.
Pero no dejó de producirle favorable sorpresa la inmediata entrada
de su hija en su nueva misión. Y guardó una prudente reserva, por si
aquello no pasaba de un capricho más...
Por tres meses, hasta fines de febrero, don Lorenzo fue perdiendo
poco a poco sus recelos. Estaba en el camino de olvidar pronto a la
desaparecida. Mariceli, secundada por Rosario, llenaba completamente
cuanto esperaba y requería él ya de su esposa. Comenzó a
sentirse hasta más libre. Podía permanecer ausente varios días, en
cualquiera de sus actividades de hacendado rico, sin oír a su vuelta
quejas, ni noticias que le importaban poco sobre torpezas de la servidumbre,
roturas de vajilla, invitaciones de Fulánez y Mengánez, y
otras naderías de su pobre mujer.
Lo único que siguió mortificándolo fue su invencible repugnancia
a pernoctar solo en la casona de la calle Real, a la que no podía volver
sin que los recuerdos lo atenazaran, impidiéndole dedicarse a
ordenar sus atrasadas cuentas. Y nunca se resolvía a traer los papeles
para el ingenio. Hasta que resolvió abrir escritorio en alguna otra
parte de la ciudad.
Una mañana, cerca de la hora del almuerzo, al volver de una ausencia
de tres días, preguntó varias veces por su hija. Andrea, su
negra de confianza en el ingenio, mujer del mayoral y de condición
libre, vino a informarle al fin que esa mañana misma la niña Mariceli y la
mulata Rosario habían salido para el pueblo, con el negro Francisco,
dejándole recado de que volverían a la tardecita.
Las audaces viajeras no regresaron hasta el día siguiente, sin
embargo. Y el padre echó de ver la transformación radical operada
en su hija por aquella visita a la tumba de la madre muerta, y a
la casona de la calle Real. Su vieja desesperanza lo invadió de
pronto...
Los ojos enrojecidos, el tocado en desorden, los ademanes distraídos
y vacilantes, la joven almorzó frente a él sin abrir los labios para
otra expresión que las inexcusables respuestas a sus demandas paternales,
intentadas con toda blandura y ásperas, no obstante, al trocarse
en palabras: como ya no podía dejar de hablarle. La torpeza de un
esclavo, afortunadamente, le sacó la cólera que fuera incubándosele
dentro, durante el diálogo con la hija. Y pudo irse más tranquilo a
dormir su siesta.
Mariceli permaneció encerrada en su habitación el resto del día, y
al otro delegó francamente sus funciones en Andrea.
Ya no volvería a asumirlas, hasta que a mediados de marzo pidió
autorización a su padre para regresar — con su criada Rosario, el viejo
Francisco y Caridad, la mujer de éste, que le serviría de cocinera— a la
casona de la calle Real. El permiso era sólo por una semana. Y la vieja
ma Irene quedaría mejor en el ingenio, donde se encontraba de nuevo
a sus anchas, rodeada del temeroso respeto de los suyos. Su resurrección
le había devuelto el principado de su África lejana. Mariceli, mañosamente,
soslayó la cuestión principal para distraer al amo con el
112
tema — para él siempre enternecedor— de su vieja nodriza...
Discutieron, a pesar de todo: acaso como no lo habían hecho nunca.
Al cabo volvió el amo por sus fueros:
— Está bien. Ya hemos hablado bastante. Tal vez más de la cuenta.
Llegué a hacerme la ilusión de que habías entrado al fin en razón,
que ya no pensabas más en el convento, ni en comerte los santos...
— Pero, papá...
— ¡Silencio! Fíjate bien en la fecha: quince de marzo. Y en lo que
te digo. Mientras yo viva, ni Dios ni el Diablo, me harán cambiar de
idea. Y ya no vive tu madre para amargarme la existencia con sus
hipocresías...
Mariceli halló en sí valor suficiente para asestarle una mirada al
rostro, de recriminación. Y la sostuvo en vano. Lanzado en una de
sus coléricas peroratas, sus ojos quedaban dentro de las órbitas como
estrábicos, como la grotesca incongruencia del mirar de los ciegos.
M ariceli sintió su rencor disuelto en lástimas.
— Si quieres meterte a monja ya puedes decirlo de una vez.
Cuando antes mejor, para saber a qué atenernos. Pero que no se
hagan tus catequizadores la ilusión de que me vas a heredar, para
atrapar ellos todo eso que he levantado yo a costa de tanto trabajo
y tantos sacrificios. Eso no. Mañana mismo iré a ver al licenciado
González Llorente y a poner en regla mis papeles. Es mejor que
terminemos de una vez, porque sé que no vuelves... Tendrás esa
cueva de trasgos de la calle Real, ya que no puedo prenderle fuego
como quisiera. Y una pensión, para que no te pongas a lavar platos
ni a fregar suelos en ese convento de tus ilusiones, donde aprenderás
muchas cosas que todavía no sabes... De lo demás, ya sabré yo
lo que haga. Díselo a ellas y a ellos: ¡pero bien claro! Bueno es que
lo sepan con anticipación. Y tú... ya puedes irte cuando gustes a la
calle Real o adonde te plazca. Mañana o pasado mandaré por mi
mesa, mis armarios y los papeles. Casualmente acabó de arreglarlo
todo para abrir mi escritorio en la calle del Rosario, cerca de Jesús
María, en la casita que ocupaba el catalán, don Felipe Canals. El
cólera le acabó con toda la familia: la mujer, la hermana, los tres
hijos y la sobrina. Lo dejaré viviendo en la misma casa y así no
sólo me atiende los cobros, sino el escritorio. El sobrino que estaba
estudiando en La Habana me llevará los libros. Ya lo mandé
venir...
— Todo eso que me dice es inútil, padre. Yo le prometo...
— ¡No me prometas nada! Ya sé yo a qué atenerme tocante a tus
promesas...
Mariceli perdió de un golpe toda su compasiva serenidad. Y bajó
la cabeza: una vez más.
— Lo de abrir mi escritorio en otra parte ya lo tenía resuelto, además.
Me van faltando fuerzas para atenderlo todo, como antes. Así
fuera de acero, viviendo como yo vivo es imposible resistir muchos
años. Reventaré un día de éstos: ya lo sé. Y por eso precisamente
quiero dejarlo todo en regla... Si el señor letrado de tu primo no tuviera
los humos de Arriaga que tiene, los de su mamacita, que quien
lo hereda no lo hurta, en él descansaría con más confianza que en
ninguno. Bien sabes que en él pensé mucho tiempo con toda voluntad,
como depositario honrado y fuerte de todos mis bienes, hasta
que tú me hubieses dado descendencia válida: ¡un nieto! Lo quise a
él como un hijo, después de la muerte del mío. Y la última ilusión de
mi vida fue ese hijo suyo y de tus entrañas, que entonces quise vivir bastante
para ver hecho un hombre: ¡otro Lorencito...!
Tembló la voz un instante. Mariceli sintió un violento impulso de
abrazarlo a él, de gritarle algo absurdo, impensado, caído como un
bólido en ese mismo instante sobre su cerebro: e inefable, porque
eso no podía decirlo ella. Mas ni a un solo músculo de todo su cuerpo
llegó aquel impulso.
113
Enfrente de ella, en tanto, con el rostro y los puños contraídos, el
ademán, hiriente, la mirada en ciego, el amo no mostraba tampoco
brecha por donde entrarle con mensaje de amor, de ternura...
— Pero dejemos eso — cortó él— , Ricardo Pérez, el sobrino del
catalán, es también un muchacho inteligente y bueno. Y más asentado
y menos parlanchín que el otro. Vivirá con su tío, en la casa de la
calle del Rosario. Y allá me hará reservar una habitación para mí. Ya
lo tenía pensado, porque mi idea fue siempre la de deshacerme de
esa maldita casa de la calle Real. Zámpate en ella de cabeza si es tu
gusto. Ya sabes dónde enviarme recado si me necesitas para algo.
Carecer no quiero que carezcas de nada. Llévate a quien quieras y
haz lo que te plazca. Ya sé que no eres ninguna parvulita medrosa.
En estos tres meses he visto que sabes manejarte perfectamente sin
ayuda de nadie. Y hasta que has querido echártelas de generosa y
magnánima con lo que no es tuyo. Porque haya hecho la vista gorda
no vayas a creer que no me he dado cuenta. A ver qué haces en el
convento, si pretendes imponer así tu voluntad a derecha e izquierda.
La mosquita muerta, que no rompe un plato. ¡En nada te pareces a tu
madre, ya lo sé! Pero bien podías haber sacado de mí otras cosas
mejores...
Se sintió como alejado peligrosamente de su campo. Y antes de
provocar con una despedida las damerías sentimentales de su horror,
dio media vuelta y gritó una orden hacía el patio.
Al día siguiente, muy de mañana, partió con Domingo, como para
una ausencia larga. Entre sus instrucciones a Andrea — reinstalada al
fin en su antigua autoridad— no dejó recado alguno para la hija.
Mariceli y Rosario, acompañadas de Francisco, dejaron el ingenio
cerca del mediodía.
Tras de su amarga reacción, después de la muerte de la madre: resentida
contra el poder supremo que desoía todos sus ruegos y, como el
padre, mostrábase insensible a sus promesas, Mariceli de Pablos —
la Vizcayita cabal del patrono apotegma— vivió algún tiempo de su
inconsciente entusiasmo por la nueva situación de ama de casa: de ama,
inesperadamente reconocida así por todos, hasta por su propio padre.
Columbró ante si una nueva senda. Descubrió en sí misma facultades
hasta entonces insospechadas. Ensayó en el ingenio, siempre con buen
éxito, muchas innovaciones que el padre aprobó sin discusión, ni hablarle
siquiera a ella del asunto. Fruyó el agradecimiento de los esclavos, cuya
triste suerte procuró endulzar por todos los medios a su alcance. Y se
plugo en someter rigurosamente a sus órdenes al taimado mayoral — el
terror de Rosario— a despecho de las intrigas de Andrea, su mujer: la
hermosa negra en cuya influencia con el amo, Mariceli tropezó casualmente
con un nido de recuerdos, negros como cuervos, que dieron un sentido
nuevo y perfectamente inteligible, ahora, a muchas escenas dolorosas entre
sus padres, cada vez que venía la familia al ingenio...
Insidiosamente, mientras tanto, esos recuerdos del pasado fueron
mezclando su veneno al consuelo agridulce de su vida nueva. Como
le sucedía en sus trabajos de agujas, con los que humildemente gozaba
sus buenos éxitos, siempre con temor de hallarse vanidosa o engreída;
cada nueva experiencia la incitaba a ensayar nuevas
revalorizaciones de las anteriores, hurgando en su memoria las del
ayer y aventurando hipótesis de las desconocidas, para ir después
comprobándolas o desechándolas poco a poco, hasta una certidumbre
cualquiera. Leyó y releyó en su ocios, ahora no totalmente ocupados
con ejercicios religiosos, cuanto qué leer descubrió en la casa.
E hizo también vida al aire libre, en su caballito trinitario, de delgada
caña y firme casco, vivo de ojo y rápido en espantar sus asustadizas
orejas. El fiel Francisco se hizo cruces muchas veces, atónito ante las
audacias de aquella niña Mariceli, tan distinta de la del pueblo, en la
casona de la calle Real... en diciembre, soleado y tibio, los días serenos
vencieron a los turbios.
114
Pero febrero trajo días grises, de cielos lívidos y atardeceres de
una melancolía infinita, en aquel vasto portal de la casa-vivienda.
Privada de salir a paseo y sola, como olvidada de los demás, con
algún libro insignificante caído en el regazo, contempló muchas tardes
los montes lejanos cambiando sus contornos entre las enormes
masas de nubes grises, siempre grises; la lluvia rebrillando con tonos
oscuros en las hojas de un verdor inusitado, perceptible a distancia
sólo como un vaho atomizado por las nubes; los caminos anegados,
con charcos luminosos, de un fulgor blanco, fantasmal, sobre los que el
vuelo de los pájaros negros, siempre negros, por el contraste con la luz
reinante, trazaban signos desvanecientes de una atracción misteriosa.El
silencio era como el golpe fortuito de un grupo de notas, en el teclado de
un piano invisible. Y de todos los cantos de los pájaros, el largo quejido
alarmador del pitirre y el graznar desabrido del zorzal, penetraban en sus
oídos con singular estridencia.
Y en la lentitud de esos crepúsculos de invierno, como en las
lunadas de ensueño, transparente, que contemplaba siempre desde la
hamaca, con el portal a oscuras, Mariceli corporizó sus pensamientos
hasta ver y sentir cerca de sí a su madre y su primo Juan Antonio,
entre un desfile de otras imágenes fumoides. Al despertar de sus alucinaciones,
sin sacudida, como en vaivén continuo entre la realidad
y el ensueño, quedaba sumida en un embrutecimiento total, entre
repeticiones inconscientes del mismo párrafo de una oración, o el
seguimiento del chirrido de una chicharra por tiempo indeterminable...
Finalmente, su visita a la casa de la calle Real, por muchos días
en lenta incubación, hasta convertirse en idea fija, acabó de desprenderla
de su reciente personalidad nueva como de un precioso
ropaje simbólico, llevado todo un día en alguna procesión, e insoportable
al cabo.
A la vuelta del cementerio, donde la novedad para ella del tétrico
campo quitó profundidad a su emoción filial, comenzó al recorrido
del caserón vacío por la sala, Rosario detrás siempre y en silencio.
Evocó sus recuerdos de la muerta sin el menor esfuerzo por reprimir
sus lágrimas, poco antes tan escasas, a pesar de hallarse ante la
tumba de su madre. El sillón de la sala donde se sentaba a tejer o a
coser la ropa, su cuarto, el esquinero de la veladora,su imagen; sus
objetos de tocador:el jarro y la palangana de plata, regalo de
bodas:cabellos suyos todavía en el peine... Y su armario, sus ropas
olorosas a alcanfor y raíz de vetiver. Las gavetas, que jamás le fuera
dable curiosear, con todo en orden, como para usarlo después. Quiso
examinar un paquete de papeles, como cartas, y no tuvo el valor de
hacerlo.
Gozó, en vez de padecer, con las ansias y sacudidas de su corazón,
y con sus lágrimas y sollozos francos,libérrimos, sin represión propia
ni consuelos ajenos,fastidiosos siempre.Cuando Rosario le estorbó
a su lado, también supo ahora enviarla afuera.
Quiso sentirse completamente sola. Y libre.
A despecho de la perenne soledad de su alma, Mariceli consideró de
repente que había vivido toda su vida como perseguida, condenada a la
presencia de otras gentes. Y de otras gentes que no la comprendían, que
la comprimían contra sí misma, en vez de descargarla del peso de sus
propios pensamientos.
Quiso sentirse sola, de una vez: ¡verdaderamente sola!
Así recorrió las habitaciones del padre, abriendo armarios y gavetas
sin temor ni respeto, con una extraña sensación de gozosa aventura,
tierra adentro en un mundo inexplorado.
Sus evocacioenes más desgarradoras tornáronse poco a poco
indefensivas, anodinas. Y con los de la madre, para siempre ausente,
mezcláronse, y acabaron por imponerse, otros recuerdos de su propia
vida, para siempre también desvanecida. Ella había muerto también,
en cierto modo.
115
El patiecito de sus flores y sus pájaros...
En los arriates aún vivían, sin su amoroso cuidado, la enredadera
de coralillo, un manto de la virgen y algunas bijauras y vicarias, a
las que reprochó su autarcia. A los tallos mustios de unos pensamientos
y de una varita de san José, en cambio, dedicó tiernas caricias
con sus manos temblonas. De los ganchos empotrados en la
pared ya no colgaban sus canarios y sinsontes. El patiecito abandonado,
sin embargo, le inspiró como un dulce arrobamiento. Y las
campanas del convento resonaron otra vez en sus oídos sin sobresalto,
como algo que le faltaba en aquella deleitosa quietud de su
nueva libertad.
Estaba sola, sola en su casa, la vieja casona. ¿No había soñado ella
siempre con aquella euforia, al pensar en el convento? Libre de la
sombra del amo y capaz ahora de recordarlo sin acerbia, como lo
había deseado siempre: ¿no podía hacer de aquella vieja casona suya,
apacible y silenciosa, el místico jardín de sus ensueños?
De pronto sus ojos cayeron sobre la ventana cerrada del antiguo
cuarto de juguetes: de su oratorio.
Y en tropel confuso, como rasgando al entrar fibras sensibles de
su entendimiento, penetraron en su mente imágenes violentas de sus
mortales ansiedades de otros tiempos: sus promesas, sus Vidas de
santos, el mártir romano, Juan Antonio, el jueves santo inolvidable,
sus disciplinas, el supremo placer de su flagelación en la noche callada...
«Noche dichosa, en secreto, que nadie me veía.» Y las palabras
de su padre... «ese hijo suyo y de tus entrañas...»
Con paso incierto, como de súbito plena en sus entrañas, echó a andar
hacia la saleta, fue hasta la puerta y abrió la mampara.
Un grueso candado de hierro, ventrudo y frío, como un sapo negro,
cerraba la contrapuerta de la capilla.
Forcejeó en vano, con sus manos trémulas. Y frente a la puerta
cerrada permaneció largo rato.
Febrero nuboso oscureció en un instante. ¡El Íncubo! A su derecha,
el portón de hierro también estaba entreabierto...
— ¡Rosario! — gritó, presa de un miedo súbito— . ¡Rosario!
Se arrepintió tarde. Rosario acudía a su llamada.
Dominó su turbación y explicó sencillamente su alarma. Creía que
la había dejado sola en la casa.
Pero ya era demasiado tarde para regresar al ingenio. Amenazaba
lluvia. Rosario se dio cabal cuenta de su deber y todo lo allanó en un
momento. Pasarían la noche allí. El viejo Francisco ya había metido
la calesa en el zaguán. La negra Caridad estaba en la cocina desde
por la mañana. Todo quedaría arreglado para que la amita no echase
nada de menos.
A su vuelta, quince días después, Mariceli traía todos sus planes
prefinidos. Dormiría en la segunda recámara, sola. Rosario lo haría
donde siempre. Todas las llaves de la casa estaban en su poder. Y
entre ellas, naturalmente, la del candado de su capilla.
Tuvo el aplomo de esperar hasta la noche. Hasta bien entrada
la noche, cuando tuvo por seguro que la esclava dormía profundamente.
Y con redoblada emoción, en la que el miedo y la certidumbre de
su libertad detenían o aceleraban alternativa y violentamente el ritmo
de la sangre en sus venas, penetró en el recinto de sus ardientes
recuerdos, reprodujo todos los preparativos de su sacrificio y se dispuso
a la mortificación de su carne...
Pero, una a una, todas sus anticipaciones fueron desvaneciéndose.
Su imagen del crucificado, en vez de prenderle nuevos ardores, enfrío
su exaltación de arrepentida. Los primeros latigazos, sobre la
camisa de dormir, produjéronle un dolor inesperadamente vivo. Y
vulgar: un ardor violento en la piel, pero sin la esperada reacción
gozosa. Le falló el impulso de bajarse la camisa. El mártir romano apareció
despojado del influjo de sus fantasmagorías: la estampa de un
116
libro. El flagelo mismo: unas tiras de cuero torpemente unidas a un
mango de sacudidor. Las puntas de los mal hincados clavos le parecieron
demasiado salientes. ¿Cómo pudo ella soportar las punciones y desgarros
de aquellos clavos?
Se repitió en vano que estaba en libertad de flagelarse hasta que le
faltasen las fuerzas. Revisó con el mismo negativo resultado sus libros
santos, las estampas de los martirios de santa Ágata de Catania,de
santa Catalina de Costi, Cristina de Tirol y de san Sebastián, hermoso
como una mujer...
Así, de recuerdos y pensamientos afines, su imaginación pasó a
otros detalles nimios: la humedad de los libros, los agujeritos perfectos
de la polilla, el fuerte olor de todo a humedad, a vetustez. Del
techo pendían telarañas. A través de la ventanita alta ya no aparecería
Caniquí. ¿Y las cuevas? Quedó en suspenso un instante: no, no
había oído nada. No había ratones.
Cansada, soñolienta, indiferente a sí misma, volvió al fin a su cuarto
y a su cama, a dormir...
Despertó temprano, sin embargo. Y venciendo de un salto su modorra,
se vistió y corrió a la iglesia, sola.
Confesó, comulgó y oyó misa con devoción profunda, como no lo
hiciera en mucho tiempo.
Pero al llegar a la casa se sintió como herida, emponzoñada por
algún dardo invisible. En el templo y en el breve trayecto del convento
a su puerta, ya cerca de las nueve, mujeres y hombres la habían mirado
con insistencia intolerable, hasta obligarla varias veces a buscar en
sus ropas, en sus manos o en su rostro, tomando de espejo los cristales
de las urnas, o pasándose disimuladamente las manos por la cara,
tiznada acaso de algún modo, la causa de inexplicable interés.
Pensó en el contraste de aquella atención vejaminosa con la glacial
indiferencia del padre Remigio, macilento, esquelético, tosiendo
todo el tiempo, sin movimiento excepcional alguno de simpatía — ni
de interés siquiera— para sus confesiones dolorosísimas, que ella
estaba segura de haber hecho claras en aquel torbellino de balbuceos
y circunloquios, sudorosa del esfuerzo, positivamente rendida de fatiga
antes de echarlo afuera todo. El padre Remigio permanecía insensible
a sus tribulaciones, que a ella le ensombrecían el sol, la privaban
del aire, la suspendían entre la muerte y la vida... mientras la gente — todo
el pueblo— la perseguía con los ojos, implacablemente. El santísimo
sacramento ya no llegaba a su alma. En vano el cuerpo recibía el precioso
símbolo...
Volvió esa misma tarde al templo, sola otra vez, enloquecida por todas las
miradas y todas las voces a su alrededor: hasta las de su atribulada esclava.
— No sabía a lo que iba.
Pero arrodillada hora tras hora, ante el Cristo milagroso de la Vera-
Cruz, la pecadora halló de nuevo la ruta perdida de su salvación.
Le pareció que lo veía por la primera vez: tétrico, chorreando sangre
de la honda herida del costado. La sangre de su divina cabeza
adquirió súbitamente una viscosa fluencia, y siguió goteando por
encima de los hombros,para juntarse en medio del pecho, como un
collar; las magulladuras de las rodillas denunciaron el dolor
dilacerante en una contracción imperceptible. Moviéronse, viscosos,
los coágulos negruzcos de sus brazos; y la mancha de sangre, brotando
todavía de las heridas de sus pies, allí a un palmo de sus ojos
atónitos, cubrió el dedo gordo del pie derecho, que ella estaba segura
de haber visto hasta entonces lívido, limpio de coágulos. El cuerpo
pendió con más dolor de la cruz, se acentuó la expresión desgarradora
del rostro y la barba se hundió de nuevo sobre el pecho...
El cosmos, la naturaleza, la vida: todas sus nociones vagas y como
nefaloides de lo magno del mundo, alrededor de su breve y confusa
experiencia de un puñadito de años, en un rinconcito de la tierra, a
tercios de un siglo de trémulos tanteos en la oscuridad; sin otras ventanas
117
al pasado que sus libros místicos ni acceso a las torres de su
alma para mirar el porvenir: todo quedó más lejos que nunca de sus
sentidos y de su inteligencia. Todas sus facultades racionales
detuviéronse en suspenso, para darle entrada solemne a aquella certidumbre
del milagro: el Cristo de la Vera-Cruz renovaba su dolor
inmortal ante sus ojos.
Pudo, a pesar de su estupor, articular unas palabras. Balbuceó una
suprema demanda de perdón. La divina sabiduría le inspiró renovada
confianza. Su debilidad, su atonía para el sacrificio no podía escapar
al óptimo Señor de su alma. La carne había vencido en ella esta
vez por el sueño, por el cansancio. ¡Acaso en sus últimos anhelos se
mezclaban nefandos deseos, rescoldo inextinguido de aquella entrega
al Íncubo, en su primera noche de la capilla! Era mejor que hubiese
comprobado ya frío ese rescoldo, y conjurado el poder siniestro
del Íncubo. Caniquí era inocente. Y su único afán, ahora, era el de
purgar sus pecados de soberbia y rebeldía ante los designios del poder
omnisciente al arrebatarle a su madre, la negligencia de su fe
durante tanto tiempo, el olvido de los prístinos impulsos de su corarón:
y el de incumplimiento de sus promesas. Para que el espectro del esclavo
infeliz, por ella entregado a las potencias tenebrosas, pudiera volver al
seno de Dios como para dar par al alma de su madre, tenía ella que
cumplir su penitencia expiatoria.
Creyó sentir que su madre aprobaba sus votos. ¡Su madre erraba
quizá allí mismo, en el convento, ante el divino Cristo de sus devociones!
Y era ella, seguramente, la que acababa de obtener el milagro,
para mover su alma.
XVI
Un viaje de intereses
118
Su jefe, el abogado ilustre, era capaz de cobrarle a una viuda honorarios
iguales a las dos terceras del total ganado en el pleito para
ella, remataba propiedades de incautos deudores y se quedaba con
ellas por medio de testaferros, daba dinero a préstamos, también bajo
cuerda. Y al mismo tiempo que usaba de su amistad con don José
Antonio Saco, su joven amigo Domingo del Monte, con Cirilo
Villaverde, José María de Cárdenas y otros compatriotas distinguidos,
no dejaba de rendir homenaje a «godos» como el presbítero
Bernardo O’Gavan — ante quien solía hablar con despectiva malicia
de «mis amigos los literatos»— y al señor intendente general, por
conducto de quien solicitaba frecuentemente entrevistas y favores
del capitán general.
El despotismo militar imperante, lejos de atenuarse con la muerte
de Fernando VII — como se creyó al principio del nuevo gobernador,
don Mariano Ricafort— , no sólo mantuvo su actitud intransigente
contra las relativas lenidades de éste, sino que consiguió anular todas
las posibilidades favorables a la dignidad cubana, después del
entronizamiento de doña Isabel. A principios del año 34 la escisión
entre peninsulares y cubanos en el seno mismo de la Sociedad Económica
de Amigos del País — el cerebro de la colonia— parecía ir
directamente a una solución violenta. La Academia Cubana de Literatura,
como paso previo a la emancipación intelectual de la colonia,
demandaba a Madrid su autonomía funcional y sus estatutos. Pues frente
a ella se alineaban ya todas las fuerzas de la reacción, como si se tratase
de un club revolucionario, o de una gavilla de malhechores.
Las mujeres — el otro capítulo de sus decepciones— preferían sus
alabanzas y galanteos, o sus regalos y su dinero, según la esfera social
de sus experiementos, a su arduo desideratum de un amor a la
vez apasionado y exquisito. En tres años había hecho la corte, con
toda formalidad,a dos ilusiones, sucesivamente desvanecidas. Y por
otras dos veces había devuelto al arroyo — de donde se propusiera
sacarlas, creyéndolas perlas— sendas piedrecitas falsas, que gracias
a su torpeza de ellas, más que a la voluntad y experiencia del fogoso
experimentador, hubieron de desengañarlo a tiempo. A fines del año
33, con la muerte de una criatura de cuatro años, residuo de su vida
estudiantil, quedó también liquidada su otra aventura: la primera y
acaso la más honda. Cuando la epidemia del cólera, a principios del propio
año, se llevara a la madre — casada ya formalmente y con otro fruto de su
nuevo hogar— , sus relaciones limitábanse al soslayado y melancólico
cuidado de la niña, enfermiza y raquítica de nacimiento, como aquel pobre
amor de sus padres.
Con tanto o más frecuencia que al principio de su residencia en La
Habana, recién llegado de Trinidad, pensaba ahora en su prima...
Comparada con la emotividad inagotable de su recuerdo, toda su vida
sentimental de los últimos años se le antojaba algo superficial, insignificante,
vivido como al margen de sus preocupaciones doloridas
de cubano, y de sus afanes profesionales, empeñado en hacerse de
gloria y renombre, más que de dinero.
Sus rentas, por último, limitábanse ahora a los negocios del bufete.
De sus tierras y las casitas de la villa nada se sabía desde el
trastorno en las comunicaciones de La Habana con el resto de la
isla, a consecuencia de la peste. La última remesa de don Lorenzo
de Pablos, cubriendo los tres primeros meses del año 33, databa del
mes de julio. De dos cartas suyas y una de su madre no se tenía aún
respuesta en enero del nuevo año. Doña Elena disimulaba mal su
impaciencia, aunque procuraba siempre evitar toda conversación
acerca del asunto.
Con su criada Petra, en cambio, la madre no dejaba un día de
lamentarse. Había hecho múltiples promesas y rogativas en favor
de su prima, del «ogro» y de su hija, «a la infeliz criatura». Las
noticias del cólera en tierra adentro causáronle días de terrible ansiedad,
119
con fortísimas jaquecas y consultas de médicos. Juan Antonio
cayó al fin en el hábito de oír las confidencias de Petra, sobornándola
discretamente con interesadas afabilidades y regalos de dinero, hasta
nausearse con la servil gratitud y la incontinencia informativa de la esclava.
De ese modo, a despecho de su reserva, el hijo compartió todas sus
inquietudes. Y con ella pensó constantemente en el rincón lejano.
A fines de enero, tras del frío rompimiento con su última novia y de
aceptar, forzado por sus dificultades económicas, una comisión profesional
abiertamente en pugna con su conciencia, Juan Antonio Luna renunció a
su empeño de sentirse feliz por autosugestión.
Una mañana gris, ventosa y fría, con el producto de su claudicación
fácilmente cobrado y en sus bolsillos, solo todavía en el bufete e
incapaz de concentrar su atención en los asuntos ordinarios del día, el
joven abogado leyó en el Diario una noticia que instantáneamente fijó sus
pensamientos.
El capitán Armona — jefe de una partida de hombres armados, usada
confines policiales por el gobierno militar de la isla— había sido llamado
por las autoridades de la región central para acabar con los bandidos que
merodeaban por los alrededores de Puerto Príncipe y de las ricas y
prósperas villas. El suelto mencionaba especialmente a uno de esos
bandidos, a quien llamaban Caniquí, y hasta el momento había escapado
a la persecución de todas las fuerzas policíacas combinadas de Santa
Clara, Trinidad y Sancti Spíritus.
«El tal Caniquí — esclarecía el Diario a sus lectores habaneros—
goza fama de poseer diabólicas facultades, como la ubicuidad y la
de ser inmune a las balas. Se le teme como a un aborto del infierno;
y las gentes huyen al solo grito de su nombre en cualquier punto de
la ciudad, a cualquier hora, porque el audaz gusta de esos golpes de
efecto para atemorizar a los crédulos y con frecuencia se presenta
en lo más céntrico de las poblaciones, de improviso, para desaparecer
enseguida aprovechándose de la misma confusión que su presencia
provoca. Entre otras fantásticas leyendas que de él se oyen,
cuéntase que lo ampara y protege una mujer joven, blanca y de
familia muy principal de Trinidad, a quien mantiene bajo su satánico
poder por un maleficio, según unos, o por algún vital secreto,
que afirman los menos crédulos. Es un pardo achinado, de aventajada
estatura, como de 30 años de edad; esclavo del prominente
hacendado de Trinidad señor don Lorenzo de Pablos, y desertor de
la marina de guerra. Se le señala como autor de varias muertes,
innumerables robos y otras fechorías. Una magnífica pieza que cobrar
para el valiente capitán Armona.»
Juan Antonio tuvo buen cuidado de ocultar el periódico a los ojos
de su madre y trató de disimular su preocupación por varios días.
— ¿En qué piensas, hijo mío? — tuvo ella la imprudencia maternal de
preguntarle, al fin.
Era el día de la Candelaria, precisamente... Ambos, sin decirse
una palabra, no habían pensado en otra cosa, durante todo el día. A la
hora de la siesta, en la inacción dominguera de la tarde y solo en su
habitación, exacerbado por el silencio impuesto a su único pensamiento,
se había sorprendido a sí mismo en mitad del cuarto, de pie,
los brazos enarcados como si sostuviera en ellos un cuerpo — su cuer42
po— , y en los labios el fruncimiento absurdo de un beso; un beso en el
vacío.
La tierna pregunta de su madre, en el recogimiento de aquella sobremesa,
preñada de tristes recuerdos para ambos, exorcizó la atormentada
reserva de tantos días. Y sin mentarla previamente habló de
ella, así, por el mero pronombre...
— ...nos apartamos del grupo sin malicia — siguió en la evocación
de aquella exursión a Río de Ay, clavada en sus recuerdos— -. ¡Era
entonces tan niña, y yo tan ingenuo, a despecho de mis precocidades!
Pero al sentirme solo, a su lado, en aquella estupenda mañana de
120
nuestra tierra, como ebrío de luz, de verde, de la música de nuestros
campos, a pocos pasos de la gente y sin embargo aislados por el
fragante boscaje del borde del río..., yo no sé qué me impulsó a aquel
arrebato. Sin decirle una palabra, de repente, como loco, sin pensar
ni saber positivamente lo que hacía, la estrujé entre mis brazos... ¡Y
nos besamos! Ella se puso muy seria, después. Y yo cogí miedo. No
volví a hablarle de aquella locura en mucho tiempo, hasta el único
momento de nuestra vida en que hablamos con plena franqueza...
para llegar al extraño acuerdo de que no nos queríamos. ¡Yo estoy
purgando todavía mi error, porque lo cierto era que la quería, que la
adoraba! Me siento desde entonces como incapaz de amar...
Con la mirada en el vacío calló por un momento. Doña Elena vio
caer a tierra, en ese instante, toda su obra de tres años: su sacrificio
de vivir en La Habana, fríamente recibida y apenas tolerada por sus
parientes; intuyó que su hijo amaba todavía a aquella extraña y peligrosa
criatura de su sobrina, con amor profundo e invencible; repasó
en fugaz revista sus disparates de maternal celestinaje en más de una
aventura sentimental de su hijo: todo para nada. Pero no se sintió
capaz de expresar su decepción. Y calló también.
— Desde entonces me atormenta una duda — prosiguió él— : una
duda que es como un remordimiento, porque en mi corazón algo me
dice que ella me quiere: ¡me quería, al menos! Y que yo malentendí
sus preciosos escrúpulos, destrocé sus ilusiones y le volví la espalda,
para correr detrás de esta ambición mezquina de una carrera, que ya
no me importa, que me unce al yugo maldecido de esta tiranía que
pesa sobre mi patria, condenado a vivir entre abdicaciones y cobardías.
Vivo con la sospecha abrumadora de que no sólo destrocé su
vida, sino que fui cobarde cuando pude rectificar mi error y salvarla
de la calumnia abominable, cuando la abandoné otra vez en aquel
charco inmundo de beatas lenguaraces y petimetres sin espina dorsal,
cuando salí por segunda vez huyendo, madre...
Hundió la cabeza entre los brazos, sobre la mesa, y rompió a llorar.
Doña Elena, consternada, acudió en su consuelo.
Desde el patio, junto al arco del comedor, en su habitual asechanza,
la China contemplaba la escena, sin perder ni entender palabra.
En aquel momento no hubiera podido adelantar nada de la versión
que más tarde fluiría de sus labios enjutos. Porque el dolor del niño
Juan Antonio prendió fácilmente en su corazón. Y con ambos, la
madre y el hijo, lloró silenciosamente largo rato, hasta que su ama la
llamó para acabar de quitar la mesa.
Vencida la inútil reserva, madre e hijo hablaron al día siguiente de
negocios.
— Hace ya cinco o seis meses que el tío Lorenzo no escribe. ¿No
es cierto, madre?
— Desde el mes de julio: ¡siete meses!
— Y debemos tres de casa...
— ¿Tres?
— Con febrero, en que ya estamos. Creo que debemos pagar diciembre,
por lo menos.
— ¿Cómo?
— Yo puedo hacer un esfuerzo. El caso es no confiar demasiado
en esas remesas pendientes. De julio a esta fecha pueden haber ocurrido
muchas cosas por allá, de las que no tenemos la menor noticia.
¡La epidemia ha hecho estragos terribles, madre! Nosotros no podemos
darnos cuenta desde aquí de La Habana...
— ¡Por favor, hijo: ni lo digas! No hablemos de eso.
— Para usted, madre, todo es callar y esperar: ¡pero así no se resuelve
nada! ¿De qué vale callar...?
— Yo escribí en diciembre a Luciana Borrell, adelantándome al
siete de enero, que fue su santo. Y a Isabel Garmendía antes: a principios
de noviembre.
121
— ¿Le contestaron?
— Ni una palabra.
— Pues yo también he escrito a varios amigos. A don Pío Fernández
de Lara, a Joaquinito de Castro, a don Juan Barrié. Y han llegado
cartas de Trinidad para otros paísanos que residen aquí, ¡y ninguna
para mí!
— De Rosita Malibrán su prima Ofelia recibió letra el otro día. Me
lo mandó a decir con Petra.
— ¿No has ido por allá?
— No.
Medió un largo, silencio.
— ¡Pues algo hay que hacer, madre! — exclamó él de pronto, destempladamente.
— ¡Hijo!
— Por mar o por tierra, en cuanto pueda he de ir yo mismo a Trinidad.
— Pero ¿cómo vas a ir tú? El bufete... yo... aquí sola... la casa. No,
Juan Antonio, por favor. ¡Ni hables de eso siquiera!
— Todo puede arreglarse, madre. Todo debe arreglarse. ¡Yo no
puedo vivir en esta incertidumbre y cruzado de brazos ni un día más!
— Oye: ¿sabes quién me preguntó por ti el otro día? — insinuó ella
de pronto, apelando a sus medios disuasorios favoritos.
— Lo importante — añadió él reprimiéndose, con tardía percepción
de su imprudente apremio— , lo importante es que tenemos intereses
que salvar. Que no sabemos en manos de quién están esos
inteses. ¿Se da usted cuenta de lo que significaría para nosotros el
enredo en pleitos o la pérdida de la finca Luz: de esa parte suya del
ingenio Santa Teresa, todavía en litigio con los Luna de Villaclara,
de sus casas del pueblo?
— Pero, ¿y los gastos del viaje? ¿Y mientras tú estás allá?
— No se pescan truchas a bragas enjutas. Algo tendremos que sacrificar
para no perderlo todo.
— ¿Y el bufete?
— El licenciado puede esperarme: ¡y aun ayudarme! Que ya no es
poco lo que mi trabajo significa en su bufete...
Y mientras aducía, una tras otra, las razones de orden práctico,
Juan Antonio asombrábase de hallar tantas en su imaginación, cuando
un minuto antes no pensaba en ellas.
Su idea fija — más difícil quizás que cuanto obstáculo ponía su
madre— era la de enfrentarse al bandolero, al temido Caniquí; ¡y
arrancarle su secreto de algún modo!
Ella vendría después. Porque nada ni nadie le impediría ahora acercarse
a su prima y resolver de una vez todas sus dudas. Nada ni nadie...,
si ella vivía aún, que bien podía ser tarde.
El suelto del Diario, en tanto, le infundía optimismo. Su primer
paso, ineludible, sería el de echarse a la cara al esclavo rebelde,
contra quien a despecho de las nefandas apariencias se sentía exento
de inquina. ¡Acaso en la infamada protección de Mariceli lo que
latía era el mismo recuerdo de la unión de sus almas, en el instante
inolvidable que acordaran separarse! «Amárreme, mi amo, porque si
no hoy me juyo.» Ante la noble rebeldía del negro ambos habían sentido
al unísono. En Caniquí hubo él de hallar estímulo para enfrentarse
con el amo. Y ella era víctima también de aquel poder maléfico,
despótico, brutal, que jugaba con sus vidas — y aun las de sus verdugos—
con la crueldad inexorable de un dios africano.
Pero no: no podía ser cierto que Mariceli protegiese al réprobo. Mariceli
era una prisionera de su madre. Don Lorenzo no podía dejar de conocer
sus actos, por secretos que fuesen. Acaso doña Josefa Bourés persistía
en su benévola acogida del prófugo, y la malicia popular añadía lo demás.
Doña Josefa lo ayudaría, seguramente... De todos modos tenía que salir
enseguida y llegar a Trinidad antes que el capitán Armona.
Tuvo por varios días la idea de incorporarse a la partida, contribuir
personalmente a la captura del bandido, ¡y darle tormento, si fuese
122
necesario, hasta arrancarle la verdad! Era el medio correlativo, sancionado
por el uso: el agrafos nomos de los amos blancos. Pero como
ajena a su sentido más universal y humano de la justicia, esa idea no
tardó en desprenderse de sus planes.
Resolvió que iría solo. El capitán Armona iría por mar, a bordo de
la corbeta «Aretusa», mientras su gente seguiría por tierra. El teniente
de navío, don José María Chacón, que mandaba la nave, era conocido
suyo. Y animado por invencibles presagios favorables se decidió a
trabar conocimiento con el odioso Armona — perseguidor infatigable de
los cubanos patriotas— y preparar sus probables contactos con la partida,
allá en Trinidad.
Los asuntos del bufete, en tanto, retuviéronlo en La Habana todo
el mes de febrero. Jamás hubiese advertido, en normales circunstancias,
la lentitud desesperante, el derroche inexplicable de tiempo
con que el monstruoso poder público movía sus tentáculos en
cualquier acción legal, cuando promovida honradamente, mientras
en los manejos inconfesables y de mejores rendimientos de su jefe
y preceptor todo se deslizaba sin otros contratiempo que los ajustes
del soborno.
Mas él era esclavo de su trabajo. Y no se trataba ahora de pingües
ganancias, sino de humildes testamentarias, enmarañadas hasta lo
infinito por el cólera. Su jefe sólo se preocupaba por las grandes
herencias.
Contra todas sus ilusiones y esperanzas, la Semana Santa lo sorprendió
en La Habana.
46
El sábado del gloria cayó la madre en cama.
Zarpó la «Aretusa» en la fecha prefijada, para su recorrido por la
costa sur.
Y llegó inesperadamente, una carta de Trinidad. Doña Luciana
Borrell agradecía a su buena amiga su recuerdo en el día de su santo.
Después, suponiendo a doña Elena enterada, le enviaba su pésame,
por la sentida muerte de su prima, doña Celia de Arriaga...
La carta, mil veces leída, no rezumaba ninguna otra noticia. La
prima lloró todo el día. El sobrino, contra su ingenua intención de
lamentarse también, alcanzó la convicción de que ella vivía. Y se
sintió optimista: pudo consolar a su madre ex abundantia cordis.
— ¿No sería más prudente, hijo mío, escribirle otra vez a tu tío
Lorenzo, y esperar...!
— ¡Madre!
A principios de abril, convaleciente la enferma, fue él quien se
sintió físicamente rendido por la incruenta tortura.
Y anduvo en pie, los últimos días, sin probar bocado, con dolores
de cabeza, cólicos terribles, noches de fiebre... Petra, compadecida,
logró mantener su promesa de silencio hasta el último día... media
hora antes de la despedida.
Cuando partió la diligencia de Güines, primera etapa de su viaje,
ni el llanto desesperado de su madre conmovió sus nervios embotados.
Fue al cabo de dos penosas jornadas, exhausto el cuerpo pero
aliviado de impaciencias su espíritu, que esclareció en recuerdos los
detalles de sus preparativos últimos... y se acusó de ingrato y duro
para su madrecita...
Poco a poco, renaciendo entre las inconexas impresiones del andar
continuo por pésimos caminos, ora bajo tremendos aguaceros,
ora ante los maravillosos panoramas del monte y la manigua casi
vírgenes, entre gente extraña y vulgar — mercaderes peninsulares por
mayoría— , inquisitiva y parlotera hasta el vejamen, Juan Antonio
Luna volvió a sentir las garras de sus dudas, más dilacerantes que
nunca. ¿Qué venía él a hacer sin una sola prueba de su interés, de su
amor? Él mismo: ¿qué era lo que sentía hacía ella, fuera de su angustioso
afán de saber la verdad, de sus rencores contra «el enemigo
123
invisible», de su vergonzoso sentimiento de derrota, del que ahora
venía resuelto a librarse de una vez? ¿Qué era realmente ella para él?
Y él..., ¿qué era, qué había sido, qué podía ser para ella?
La última jornada al fin. A caballo. Jumento, Sopimpa, Jíquima, Güinía...
Veinte de abril. ¡Mañana esplendorosa del trópico!
47
Llegarían a Trinidad a la caída de la tarde.
XVII
La penitencia expiatoria
124
fiestas, amigas, viajes a las quintas y al ingenio, y el noviazgo con el niño
Juan Antonio— a su terrible aislamiento de ahora, el contraste la
acongojaba. Hasta ella llegaba, como un enigma indescifrable, el horror
popular contra la casa de la calle Real. Alguna vez había tenido que negar
furiosamente la especie de que Caniquí visitaba a medianoche la casa,
antes de la muerte del ama. Dudaba de su propia razón o de la de su
informante, cuando hasta ella alcanzaba alguna insinuación de ese género.
El jueves, por la mañana, Domingo le pasó recado de Azotes. Mariceli
esperaba en un paroxismo delirante, desde el martes que le hablara. No
había hecho una sola comida formal, a pesar de sus ruegos.
Azotes aceptaba. Ya tenía la cruz y el borriquillo. Podían verlos por
detrás de las persianas.
Mariceli, excitadísima, corrió a la ventana de su cuarto. Allí estaba
la cruz de su penitencia, atada al lomo del asno. Azotes la
había entendido cabalmente. En persona quiso hablarle otra vez, le
ordenó dejar la cruz y el borriquito en el traspatio y que volviera a
las cinco. Se incorporarían a la procesión al doblar ésta por la calle
de la Boca, a entrar en Real, hacia Alameda. Nada tenía él que
temer de su padre ni de nadie...
Su voz era firme, aunque la vaga inquietud de su mirada delatase a
Rosario la exaltación de su espíritu. Tuvo que hacer un esfuerzo para
entender los escrúpulos de Azotes. ¿Qué podía él temer? Ella le pa50
gaba, como lo hacían las señoras solas, dueñas de esclavos malos. Era a
ella, sí: no tenía por qué negárselo, a quien debía azotar, y azotar sin
piedad, con las disciplinas de su oficio. ¿Las traía consigo? Las mismas.
Bien, a despecho del horror de Rosario, que no podía entender su
sacrificio. Pero ella lo hacía por inspiración divina y no tenía por qué
ocultarlo. Lo hacía por ellos también — los de su raza— , para redimirlos
de su pecado. Lo que las gentes viesen con horror, como afrenta para
ella, como vergüenza y oprobio para su familia, Jesucristo se lo tomaría
en cuenta, en descargo de sus pecados propios, y de los cometidos por
los otros a causa de ella...
El nombre del réprobo, sin embargo, no asomó a sus labios. No
era necesario.
— Pero, Azotes, pega sin compasión... ¡y que Dios te ilumine! Debía
ser él y no tú quien me azotase así ante el mundo, que lo odia y lo
persigue, que lo maldice a él y a mí me compadece, cuando fue por
mi culpa que él dejó de ser bueno. Pero ya que él no puede ser: ¡hazlo
tú por él y por todos los castigos injustos infligidos a los seres de tu
raza! Pega duro, Azotes, pega. Me cubriré la cara para no inspirarte
lástima: acepto lo que dices, aunque el pueblo no dejará por eso de
saber quien soy... A las cinco: no faltes. ¡Rosario! Dáselas ya de una
vez, las dos onzas. Ya ves que confío en tí, Azotes. Nada temas. No
tendrás que huir, nadie tendrá que perseguirte. Lo hago por mi libre
voluntad y por inspiración del cielo. ¡Que él te ilumine y te toque el
corazón para que tú también pienses en redimirte y alcances la bienaventuranza...!
Prosiguió para sí su invocación. Y sin añadir una palabra de despedido
dejó el zaguán. El verdugo de alquiler volvió dificultosamente
de su asombro. Recogió sin avidez las dos monedas de oro que le
ofrecían y fue a cumplir las órdenes recibidas. La cruz quedó instalada
sobre tres sillas, en la saleta, frente al oratorio. Y junto a ella, el
mazo de cuerda.
— A las sinco buebbo, niña, sin falta: asin que bea la prosición
salin den templo — asintió con su voz gangosa.
Desde ese momento hasta su vuelta, Mariceli permaneció en la
capilla, en constante oración.
Los ecos de la fiesta, en la calle, supliéronle el aviso de las campanas,
silenciosas desde la mañana. Cercioróse de que todo estaba
listo. Y que la hora era llegada... Entró entonces en su capilla, cerrando la
mampara, para salir al cabo de un momento como entontecida, dando
traspiés, y se desplomó con un postrer esfuerzo sobre la cruz. Azotes
125
llegó a tiempo para suplir la torpeza de la infeliz Rosario, en la tarea de
amarrar a su amita querida sobre aquellos leños, como había que hacerlo.
La penitente ya no podía hablar. Por señas, con la mano aún libre,
pidió el pañuelo preparado para cubrirse el rostro.
El valor le había faltado a última hora para cumplir su promesa al
pie de la letra...
Y después de desnudarse toda, en la capilla, antes de salir al sacrificio,
se echó por la cabeza su hábito. La áspera soga disciplinaria
atada a la cintura, con que mortificaba su cuerpo desde el domingo
de ramos, estorbó la caída cabal de la ruda estameña. Así, descalza y
medio desnuda, la ató el verdugo a su cruz.
Entre él y Francisco fijaron después la extraña carga al lomo del
burro. Fue una operación difícil, que dio varias veces a la penitente
la sensación angustiosa de caer contra el suelo, privada ya de todo
movimiento defensivo: ¡hasta de voz para gritar! Oyó las voces de
los esclavos tímidos siempre al colocar las vueltas de la cuerda sobre
su cuerpo; y sintió las manos de Rosario, bajándole la ropa a cada
instante. Al fin, en una posición intolerable, con todo el peso del
tronco y las piernas gravitando contra sus ligaduras del cuello, el
seno y las caderas, al lado izquierdo, sintió que el animal echaba a
andar. Aún no había recibido el primer zurriagazo y ya su cuerpo
padecía atrozmente. Los movimientos de la bestia, imprimiendo a la
cruz alternativas sacudidas de derecha a izquierda hicieron crujir y
hundirse contra sus carnes las cuerdas... Pero una y otra vez el horror
instintivo al vacío sobrepujó a sus dolores. Los brazos y las manos,
contra su firme voluntad de entrega, pugnaron solos, como separados
de la red de sus nervios, por la liberación. Algún grito incoercible
se escapó de su garganta.
— ¡No, su mercé, mi amita! — sollozó a su lado la voz de Rosario— .
¡No lo haga! ¡No vaya! ¡Ya está bueno, por Jesús bendito!
Mariceli quiso recordarle su juramento... No debía acompañarla,
ni de cerca ni de lejos. Su promesa era la de entregarse así, desnuda e
indefensa, a los azotes del verdugo; a la vergüenza y el oprobio de
las gentes, con un deseo abstruso de provocar su furia y ser por todos
maldecida. ¡Que las mujeres y los hombres saciasen en su cuerpo
todas aquellas pasiones que ella había presentido tanto tiempo en sus
miradas y ademanes furtivos, aquellos ojos extraños, feroces, aquellos
bisbiseos reventando de atracción o de repulsa, a cual más virulenta e
incomprensible! Quiso no haberse puesto a última hora el hábito que aún
defendía sus intimidades pudentes, el lastre odioso de todos sus anhelos
de redención; quiso tener las manos libres para arrancarse a tiras la
estameña, ahora que se asfixiaba bajo aquel pañuelo de seda que le cubría
la cara, devolviéndole su heroica intención primaria de total desnudez...
Pero a Rosario no llegaban ya sus balbuceos ahogados.
Estaban en la calle. A su redor la muchedumbre fue dejándole
percibir, paso a paso, que llegaban a la esquina de Boca y Real, donde
se hizo un alto. La gente se fijaba en ella: oía sus comentarios,
inesperadamente respetuosos. Siguió un murmullo general y un solemne
silencio. Paseaba acaso el Cristo milagroso... Pudo articular,
para sí, su plegaria:
— ¡Heme aquí, Jesús mío! ¡Mírame con tus divinos ojos y dame
fuerzas para llegar hasta el fin! ¡Por la gloria de mi madre! ¡Por la
remisión de mis culpas y el triunfo de tu misericordia sobre el poder
de las tinieblas! ¡Paz! ¡Paz para el alma de los buenos que mis pecados
tornaron malos! ¡Llámame a tu lado así, padeciendo como tú
padeciste, antes que devolverme a la vida mía, llena de sombras y de
dudas mortales, mil veces peores que la muerte misma! ¡Llévame
ahora, que sufro esta afrenta con el alma llena de gozo, porque te
obedezco! Tuya soy, toda tuya: ¡tómame de una vez!
Otra vez en marcha. La plaza. El descenso hasta la plazoleta de
Segarte. Olores de incienso y del humo de los cirios. Murmullo de
126
oraciones. Voces:
— ¡Una penitente!
— ¡Una blanca! ¡Una niña blanca!
— ¡Pobrecita niña! Que Dios la perdone...
— Azotes la lleva. ¡Condenado negro!
— ¡Mírala! ¡Blanca! Va descalza. Sus pies son de nácar. Los deditos
parecen botones de rosas...
— ¡Jesús la ampare, niña!
— Azotes: ¿quién es? Dilo. ¡Qué senos más hermosos! ¡Qué piel
más blanca y suave!
— Sus vellos son de oro. ¡Es rubia!
— ¡Caminen p’alante! ¡Paso! ¡No estorben el paso!
Y el murmullo sordo, constante, de enjambre, detrás de las voces.
El impulso en vano de gritar, de rogarle al verdugo:
«Azotes ¿qué haces? No pegas. ¿Qué haces? Soy tuya, Jesús. El
martirio no llega. Pega, Azotes: ¿qué esperas? ¡Pega fuerte ahora! Las
ligaduras se entierran en mis carnes. No puedo más. ¡Pega ya, Azotes,
por favor! ¿Qué esperas?»
— ¡Qué blanca es! Es una niña blanca la penitente de la cruz. Mira sus
carnes sonrosadas. ¡Es rubia! ¡Ha de ser linda como un sol!
— ¡Es Mariceli de Pablos, la hija de don Lorenzo!
— La dejó su novio por lo que de ella se dice...
— Se le murió la madre, del cólera, el año pasado.
— Hace penitencia. ¡Y va desnuda! ¡Mírala!
— ¡Pobrecita niña! ¡Qué horror, si eso es cierto!
— Quiso meterse a monja. La dejó su novio...
— ¡Pobrecita niña, no puedo creerlo!
— Pues hace penitencia. ¡Y qué penitencia! A lo mejor, es cierto...
— ¡Es ella, la misma! Se le ven los rizos, por detrás, debajo del
pañuelo. ¿No ves? ¡Qué hermosos senos tiene!
— Y tan niña. Mira. Lleva sólo el hábito encima. Las sogas se lo
rasgan. Y la carne. ¿Ves? En el costado, junto al seno: ¡sangre!
Conciencia vaga de tiempo y lugar. Lasitud que invade, que
aduerme poco a poco todos los sentidos.
Ahora, el Miserere, que viene de lejos, muy lejos. De repente un
dolor nuevo: la presión súbita y tajante de unas cintas de fuego, en
alguna parte de su cuerpo. Los muslos, el vientre. Una y otra vez... El
deseo de gritar: «¡Pega más fuerte, Azotes!» Pero las palabras no
ascienden a los labios secos. Con la falta de aire la sangre estalla en
las sienes. Fiebre. «¡Pega más fuerte, Azotes!»
El coro angélico, a lo lejos, mece la tierna súplica en la ondulante
melodía, henchida de recuerdos:
Rede mihi laetitiam salutaris tui,
Et spiritu principali confirma me...
Docebo iniquos vias tuas, el impii
Ad te convertentur.
Bruscamente, sobre el dulce cántico lejano y el murmullo monótono,
como un eco, a su alrededor, la penitente oyó una voz de ultratumba:
la voz imperiosa de un hombre. Y unos gritos de espanto.
La voz:
— ¡Que no lo hicieras te dije! Y lo has hecho...
La de Azotes, tímida:
— No é cuenta tuya. Déjame.
Los gritos de espanto, a coro y rompiendo:
— ¡Caniquí! ¡Caniquí! ¡Caniquí!
La voz imperiosa:
— ¡Suéltala, o te mato! ¡Déjala! ¡Quítate de’ enmedio! Arza...
Los gritos centuplícanse, alejándose en un remolino sordo, sobre las
piedras de la calle. Interjecciones, blasfemias, jadeos de dos hombres en
lucha cuerpo a cuerpo, junto a ella. Y el estallido de unos zurriagazos que
no dan en su carne. Calma. Calma cercana, como en el cráter de un
127
volcán, mientras la muchedumbre grita y corre ahora a distancia, cada vez
más lejos. Miedo al silencio, cerca.
Unas manos rudas, impacientes, estiran y aflojan sus ligaduras a
la cruz, renovando el ardor de sus heridas. El asno se inquieta. La
voz imperiosa grita al animal. Las ligaduras ceden. Unos brazos fuertes
la recogen, alzándola en vilo. Cae el pañuelo de sus ojos:
— No se asutte, niña — dice la voz transformada.
Vaho agrio, del cuerpo de un hombre. La lleva en brazos, contra
su pecho negro, velludo, desnudo. La gente, a distancia, repite su
asombro:
— ¡Caniquí!
— Le dije a ese negro que no la sacara. ¿Por qué jase etto, niña?
Libres al fin sus brazos y sus piernas desnudas. Bienestar insólito
en su abandono, contra aquel pecho áspero del gigante negro. Las
heridas arden, queman en el seno, las caderas, los muslos. Pero ya no
se caerá a tierra. La estrechan con fuerza. La llevan andando. Se mueven
las casas: la línea ondulante de los tejados sube y baja al compás
de la marcha, cuesta de Desengaño abajo, hacia la plaza. Portazos
violentos. Gritos de fuga en confusión a cada lado de la calle. Rojo
claror de crepúsculo. Y arriba, contra el azul violado del cielo, en
contraste con el vuelo sereno de las auras remotas, una paloma blanca
cruzó aleteando el espacio.
El negro rostro, casi contra sus ojos despavoridos, la obligó a contraerse
en un relámpago de miedo.
— No me tenga miedo, niña Mariceli. Soy yo mismo. Caniquí,
Filomeno. ¿Ya no se acuelda?
Si se acordaba. Y los blancos dientes, en la sonrisa inolvidable,
confirmaron labios adentro su afirmativa. Distendió de nuevo sus
músculos, en total abandono. Quiso decir algo. Quiso saber primer
qué había sucedido: por qué estaba así, en aquel trance, por qué gritaba
y corría la gente, por qué estaba ella dolorida, sajada, rendida,
medio desnuda y colgando en sus brazos. ¡Caniquí en carne y hueso!
Caniquí. Filomeno. El esclavo. El bandido. ¡Su promesa! Y la paloma
que había visto en el cielo era la del Calvario. ¡El Espíritu Santo!
Certidumbre forzosa de no estar soñando.
— No haga caso la niña cuando le digan que Caniquí éj malo,la gente
son maj mala que Caniquí. La gente dice que la niña ej también mala, muy
mala. Y yo sé qué noé jasí. La niña no debe bibil en Trinidá, niña. ¡Váyase
lejo! ¡Dígale al amo que se la yeve. ¡O al niño Juan Antonio! ¿Dónde está
é niño Juan Antonio, niña?
— ¡Filomeno!
— ¡Váyase lejo, niña. La gente aquí ej muy mala! ¡Maj mala que
Caniquí!
— ¡Filomeno!
Su voz era trémula, tierna. Su voz quería expresar, en sólo un nombre,
como el despertar de una larga pesadilla junto a un ser de confianza,
ajunto a un ser amigo, vigoroso y leal: ¡como la madrecita
muerta no lo fuera en su otro despertar vagamente redivivo ahora en
su memoria!
Sus brazos, fláccidos hasta entonces, buscaron firme apoyo sobre
la nuca del gigante.
— ¡Huye tú también, Filomeno! ¡Llévame contigo! ¡Llévame con
él, con el niño Juan Antonio!
— Caniquí no sabe donde etá el niño Juan Antonio, niña. La Bana
é muy grande. Ta muy lejo. Y Caniquí si pué bibil aquí. Olokún lo
protege y el Ánima Sola no pué ná contra él. La gente mala é cobalde.
¡Mírelo como corre! ¡Ja! ¡Cobadde! ¡Puá...!
Escupió contra todos sus profundo desprecio.
— ¡Filomeno! ¿Por qué me hablaste de él?
— ¿De quién?
— ¡Del niño Juan Antonio!
128
— No me diga ná la niña. Caniquí no tiene la cuppa que la
gente son mala y le diga al niño que la niña etá perdía, que
Caniquí la perdió. ¡Ah!La niña no sabe. La niña tá inosente como
Caniquí lo tubo mucho tiempo, ata que la gente mima me abre
lo sojo; endipué de lo bacco y me juye monte y monte ata aquí.
Niño Juan Antonio la dejó por eso, niña Mariceli. Vaya bel doña
Josefa Buré. Ella sabe tó y se lo cuenta. Caniqui no tiene cuppa.
¡La niña lo sabe!
Llegaron frente a la puerta de la casa. Detrás de ellos, ceniciento el
rostro del estupor, acudía ya Rosario. Los había seguido. Con ella, a
distancia, los más audaces seguían también a la extraña pareja.
— ¡Rosario! — exclamó el réprobo, mientras con suave inclinación
dejaba en tierra su carga, frente a ella.
Pero la esclava era un autómata, casi inarticulada.
— ¡Adió, niña Mariceli! ¡Que Dió la bendiga, niña! Acuéddese de lo
que le dice Caniquí. Adió, Rosario... No me tenga mieo, mulatica, que
Caniquí no come gente. ¡Adió!
Dijo, y huyó precipitadamente, callejón del Guaurabo abajo.
El sábado de gloria, con el bochorno de la hora prima de la tarde,
un transeúnte oyó un pistoletazo, justamente al cruzar frente a la
casa del escándalo.
La montura del caballo estacionado a la puerta denunció al solitario
testigo, caballero principal de la villa, que don Lorenzo de Pablos
se encontraba dentro. Y apenas lo había concluido así, vio su deducción
confirmada... Para caer detrás en muy graves dudas. Salió de la
casa el propio don Lorenzo, desatinado, tambaleante, se lanzó sobre
el caballo y se alejó al galope, como si huyera. De la puerta cochera
desprendióse poco después, también precipitadamente, la figura de
un esclavo viejo, que pasó, corriendo, por su lado.
Pero el sol era demasiado fuerte, y el caballero tuvo que desistir de
su acecho. Pocos días después oyó de labios de su esposa, tesorera
de la cofradía del Carmen, la explanación del extraño suceso, a consecuencias
del cual curábase de una herida en la espalda la mulata
Rosario, esclava de Mariceli de Pablos, y ésta esperaba la llegada de
dos hermanitas, enviadas por las monjas teresianas de La Habana,
para salir con ellas hacia la capital definitivamente. Las familias
trinitarias se verían pronto libres de aquellos escándalos.
XVIII
En lo eterno de la noche
129
propio don Juan de Dios Yepes. Y disfrazado de yerbero, como otras
veces, con su trabuco escondido entre las hierbas, sin apearse del
caballo y toda la calle libre enfrente, para salir después huyendo,
había llamado a la puerta, al toque de la oración. Desde la ventana
tenía a tiro al capitán: en la casa no se habían dado cuenta de su
presencia, y en la calle no se veía ni a un alma. ¡Había estado en sus
manos el valentón del jefe blanco!
Pero él nos asesinaba así, a mansalva. Él sólo quería conocer bien al
tan mentado capitán, para cuando se lo echase a la cara en el monte o en
los manglares: frente a frente, como había matado él a Hernández Visiedo,
que era un valiente de verdad. Y así se lo había mandado a decir con don
Juan de Dios. De allí, frente a la ventana de la casa, no se había movido
hasta convencerse de que el capitán, que cambiara enseguida de asiento,
no saldría a pelear.
— ¡Que bieran busés a don Juan de Dios Yepes temblando! —
comentó con su jerga criolla, todavía retorcida con los vizcanismos
de su vida marinera, a bordo de la «San Fernando»— . Pero yo quería
na má que conosé bien ak capitán. Y acuchen busés lo que Caniquí le
dice: ¡No será ese blanco é’miedda ek que me mate a mí!
Los cúmbilas aceptaron regocijados la bravata. Azotes desde su
rincón, sonreía para sí.
Supo que para el día 19 Caniquí preparaba una comilona, con la
asistencia de María Candelas y de Josefa. Y que no contaban con él.
Había perdido, positivamente, el favor del héroe.
Don Joaquin Soler, el alcalde del barrio de Casilda, se le apareció
al delator, a la mañana siguiente, como un enviado de los poderes
tenebroso. En él tenía plena confianza. Y descargó con él su
fardo de odio.
Al anochecer del día de la fiesta, con sólo ocho hombres de su
partida, llegó a Casilda, en un guairo, el capitán Armona. Nadie
se dio cuenta del desembarco. Venía triunfante el capitán, desde
Puerto Príncipe, que había dejado limpio de bandidos. Y escondidos
en Tayabacoa los demás de su partida lo esperaban. El éxito
del plan contra el famoso Caniquí, terror de Trinidad, de Santa
Clara y Sancti Spíritus, estaba asegurado. Para el bandolero, como
para todos sus confidentes, con excepción del delator Azotes, la
partida huía, ya lejos, rumbo a La Habana, convencido el jefe blanco
de su derrota.
Muy de madrugada emprendió marcha el capitán, con el alcalde
Soler, el delator y sus ocho hombres, por los marañonales de la finca
de los Viamonte. ¡Su propio trillo, harto bien conocido por el Judas!
Aquel camino estaba sembrado de orishas benévolos para el rebelde.
Y de hermanos en la miseria, que del enemigo de la sociedad blanca
sólo guardaban recuerdos generosos.
Mientra el delator sólo pensaba en el precio de su traición, que le
sería entregado al día siguiente por el alcalde de Trinidad en perso59
na, don Pedro Gabriel Sánchez, una voz amiga llegó a la guardia del
perseguido. Sentado allá, entre las duras rocas, con su caña de pescar
en las manos, Caniquí procurábase tranquilamente el sustento del día.
— ¡Gente viene, Caniquí, por el trillo! ¡Mucho jombre! ¡Juye!
A los manglares: ¡pronto! A su choza, por el naranjero.
Pero no se puede correr por sobre las cuchillas implacables del
seboruco... ¡aunque la vida dependa de cada minuto perdido!
Así fue tarde, efectivamente, cuando llegó a la arena. Por los manglares
se oían ya voces. Sus oídos no lo engañaban.
¿La cueva? Por un rato, sí: para salvar al amigo. Fuga y disímulo.
¡Gracias!
Otra vez el seboruco, con sólo su puñal. ¿Quién podía ser el enemigo?
Armona, de seguro. ¡Y él, que tuviera su vida en sus manos!
¿Por qué las blancos, fuertes, poderosos, con todas las ventajas para
sembrar, cazar y pescar, se proponían su muerte? ¿Qué les hacía él
130
con su valor de vivir libre, siendo esclavo?
La marca baja dejaba casi en seco su cueva. Se sentó un momento
a pensar, a sufrir. ¿La muerte? No. Lo que él sentía no era miedo a la
muerte. El capitán Armona no era enemigo para él, si quería pelear
de hombre a hombre. Pero que las cosas sucediesen como se iban
sucediendo no le entraban a él en su cabeza. Mejor era el dolor del
cuerpo que aquel dolor, para él ininteligible, de la crueldad e injusticia
de los hombres...
Voces.¡Ya estaban allí, a tiro! Y él, desarmado, sin retirada. El
mar azul, infinito, delante de sus ojos.
¡Olokún bendito!
Se lanzó al agua, alegre, cantando su estribillo popular favorito:
Rosa, rosa de Jericó le traigo
a mi vinge morena...
No era la primera vez que, dentro del agua, se reía él de las balas...
Casi enseguida comenzó a oír el doble eco de las detonaciones.
¡Como allá en Manzanillo, o en Guantánamo! Aquellos manglares...
¿Dónde se refugiaría ahora? En Punta Gorda. Otra cueva acaso. O
seguir en el agua, lejos, lejos hasta que se fueran...
Su cuchillo en los dientes para nadar mejor.
Y a cada tiro, a pesar de la sacudida incoercible de sus nervios,
con algo como susto, pero no miedo, el cuchillo a la diestra... ¡y la
boca libre, para reír a carcajadas...!
¡Blancos miserables, cobardes, que temblaban de miedo en tierra,
enfrente de él: y querían matarlo ahora, en el seno bendito de Olokún!
— ¡Pum, pum! ¡Blanco é miedda! ¡Tu trabucco no sibbe! No me
ba a matá. ¡Pum, pum! Tira ata pasao mañana ¡Pua! ¡Cobadde que
pelea a ditansia! Uno, do, tre, cuatro... dose... trese. ¡Trese contra
uno, cobadde! ¡Pua, pua!
Vio al grupo dividirse. Unos embarcaron en dos cachuchas de sus
amigos pescadores. Otros siguieron por las rocas, siempre apuntando
y disparando ahora y luego, a su salir de cada zambullida.
Nada: nada podrían contra él.
Y que tiraran hasta agotar su pólvora, como los de la partida allá
en Santa Clara, que le apuntaban con los trabucos inútiles, para
amendrentarlo, y con el mismo trabuco, arrebatándoselos de las
manos a sus pálidos enemigos, los perseguía a culatazos, o se los
tiraba con fuerza entre las patas, para verlos rodar por tierra y pedirle
perdón...
— ¡Pum! ¡Pum! Tira, blanco, y no pare. ¡Tú ba bel luego quién é
Caniquí! ¡Caniquí é puggante, blanquito! ¡Caniquí cura ek cólera!
Sus nervios se aquietaban. Las detonaciones ya no lo sacudían,
como al principio.
— ¡Date preso negro! — gritó una voz conocida: la del alcalde Soler— .
¡Date preso y te salvo la vida!
— ¡Caniquí no cree en blanco con borlaj! — fue la respuesta— .
¡Caniquí se sabba solo!
— ¡Por última vez, negro! ¡Date preso! ¡Mira aquí al capitán, en
persona! ¡El capitán Armona! ¿Te entregas?
— ¡Ese blanco me debe la bia! ¡Que benga solo! ¡Que benga solo,
ata aquí, con su cuchiyo!
— ¡No tiren! ¡Aguarden! ¡Por última vez, Caniquí: entrégate y yo,
Soler, te respondo de que salvas la vida!
— ¡Caniquí no quie pá ná esa bía suya d’esclavo! ¡Eta é la mía,
blanco: eta...! ¡Tó ejto!
Tuvo el capricho de tenderse boca arriba, para expresarse mejor:
su vida era todo lo que él veía y gozaba intensamente en aquella
espléndida mañana del trópico, de su tierra: el cielo azul purísimo, la
canción de la brisa, la caricia del mar. Y allá lejos, la sierra...
Se mantuvo inmóvil, los brazos abiertos, sobre el blando lecho de
las quietas ondas, como si oyera en el aire la voz de una madre meciendo
131
su ensueño: madre naturaleza, la única suya, como él esclava
de los blancos y como él rebelde, confiada, riente...
¡Azul! ¡Obatalá magnífico! ¡Libertad en lo ancho del espacio: en el
aire, en el mar! Libertad, amplitud...
Y así recibió el plomo, que penetró de un solo golpe, destrozándole
los huesos del cráneo, librándolo para siempre de sus enemigos,
de su instintiva resistencia a la servidumbre.
Y del tormento de pensar.
Del dolor de ser.
Cerca de las seis de la tarde, ya a la vista del pueblo, Juan Antonio
Luna y sus últimos compañeros de viaje preguntáronse otra vez por
el santo del día.
Que era domingo y estaban a veinte de abril fue lo que quedó
siempre en firme.
Pero ya no cabía dudarlo: algo ocurría en la villa.
El alegre tañido de las campanas, todas a vuelo, como sólo se
oía en las festividades reales, el sábado de gloria y alguna que
otra fiesta religiosa solemne, hubo de llevar hasta los cansados
viajeros una jubilosa anticipación de la alegría con que los esperaba
Trinidad. Una bullente impaciencia venció en ellos — hasta
en el propio Juan Antonio— toda connotación melancólica, ante
aquel repique lejano de campanas, aumentando y atenuándose alternativamente,
con el vaivén de la brisa. De otro modo la fatiga,
el silencio del campo, y aquella dulcedumbre de la tarde, frente al
querido panorama natal que iba lentamente desenvolviéndose a
su vista, se habrían aunado en la sensibilidad exacerbada del viajero,
para invadirlo de tristeza. Llegaba a la meta de su largo viaje
con todas sus interrogaciones asomadas a sus sentidos.
El trote de las cabalgaduras se les hizo lento. ¿Qué hora era? ¿Cuándo
llegarían?
No podía ser fuego. Para tal repique, repetido ahora con más
fuerza, tenía que ser sangre: todo el pueblo ardiendo. Y ellos tendrían
a la vista el humo, o el resplandor del incendio. La villa se
presentía ya cercana e indemne. Era en las nubes que el sol prendía
fulgores rojizos.
— Los incendios, a la hora de la puesta del sol — apuntó el guía—
se ven a lo lejos con resplandores verde claro. No hay fuego en la
villa...
Él había vito más de un incendio, así, a distancia. Y era muy diferente.
Debía de ser otra cosa cualquiera, que él ignoraba. Había sali62
do del pueblo el martes último. Y nada se sabía entonces de fiesta
extraordinaria anunciada para el domingo. Ahora hasta san Juan no
había fiesta grande en Trinidad, aunque en mayo había una porción
de ellas dentro de las iglesias.
Se embotó, al cabo, la ansiedad. Callaron las campanas después,
para dejar oír tras un breve silencio, los nueve toques graves, solemnes,
de la oración de la tarde.
La charla de los viajeros cesó de repente. Barba y diestra al pecho,
en reposados movimientos, los más devotos hicieron su oración...
«Absurdo sálvese quien pueda» pensó Juan Antonio, súbitamente
solo y como abandonado en duro trance por todos los demás, cada
uno de ellos como en doble espiral, de zenit a nadir, alrededor de sí
mismo. Y para acentuar su contraste levantó la cabeza e inhaló profundamente
todo el aire que cupo en sus pulmones. «Quién ama verdaderamente
a Dios — evocó de su Ética— no puede desear que Dios
lo ame a él.»
El camino de la Barranca. El primer hombre, villa afuera, en su
jamelgo, los serones aplastados. Ya está a voz:
— ¿Viene del pueblo, amigo?
— Sí, señores.
— ¿Qué pasó en el pueblo...? Oímos un repique... las campanas...
132
Todas las preguntas se hicieron a la vez.
— Pol fin Caniquí logró sel presa de la partía...
— ¡Caniquí! — interrumpió una voz extemporánea. Era la del licenciado
de La Habana, que del bandido hablara varias veces en el
viaje, con extraño interés.
— ...y asín terminó su vía — concluyó el guajiro— -. ¡Cuando nadie
lo pensó!
— ¿Armona? — preguntó ansiosamente el licenciado— . ¿Fue
Armona?
— El mesmo. Allá en Casilda, por María Aguilar. El capitán lo
mató con er alcalde Soler. En carreta lo trajieron ante’r alcalde mayor,
para ser reconosío. Allá tirao lo tienen, n’ el parque Jesús María.
Lo mandó er gobernador. ¡Ya se acabó Caniquí. Yo mesmo lo
vide, crea! ¡Con esto sojo, señor! Que si no, no lo creyera...
Aún respondió a otras preguntas el guajiro. Y cambiáronse al fin
los saludos de rigor, antes de seguir cada cual su camino.
Juan Antonio cedió a su impaciencia. Castigándola, como no lo
había hecho hasta entonces, para mantenerse entre los demás, su mejor
cabalgadura podía ahorrarle algunos minutos de ansiedad. Los mi63
nutos eran siglos ahora para él. Confió al guía su equipaje. Era el único
viajero de tal lujo: con un caballo solo para sus maletines, un arca de
madera y otras pertenencias.
Se despidió de los otros «hasta luego» y picó espuelas hasta sacar
un galope tendido al animal.
Así entró, furiosamente, por la calle Real.
Ya volvería después, pensó al cruzar frente a la casa de ella. El
jigüe histórico. La calle Desengaño abajo...
Mas la visión fugaz hubo como de clavarle un arpón. Su ímpetu de
llegar cuanto antes a la plaza sufrió un colapso. Se dio cuenta de la
violencia de su marcha. Las gentes corrían delante de él. Las calles
del pueblo parecían de fiesta. Los hombres lo increpaban. Toda una
alarma, incomprensible para él, que aún no sabía de la tremenda
excitacion ambiente.
Refrenó su caballo. Y aturdido, como volviendo en sí mismo de
algún arrebato, comenzó a reconocer puertas y ventanas, casas, rostros.
El caballo, sensible a la incertidumbre del jinete, cerró por su
cuenta el paso.
Juan Antonio Luna, con otro esfuerzo de coordinación comprendió
que era el blanco de todas las miradas. Lo habían reconocido
seguramente. Gritaban:
— ¡El novio, el novio! ¡Ahí va el novio!
Pero él no lograba entrar de lleno en ninguna idea. Lo primero era
verlo, saberlo. Ver el cadáver. Saber que había muerto.
La plaza. Llegó sin darse cuenta. Y otra vez dejó de importarle la
gente, ahora más completa, que le cerraba el paso.
Allí, donde se apretaba la muchedumbre, alrededor de un círculo
vacío, como la entrada de un hormiguero. Allí estaba lo que él buscaba.
Casas, gentes, voces: todo se le caía de los sentidos.
Se abrió paso, sin desmontarse. En la masa de curiosos su inconsciente
insolencia de blanco le dejó adivinar la mayoría negra y
esclava...
Vio lo esperado. El cuerpo de un negro, tendido boca arriba, los
brazos en cruz, más que rígido, roto: sin el ritmo visible de la vida.
Mas, simultáneamente, vio lo inesperado también, con una atracción
emocional creciente, como una mancha de aceite sobre la avidez
de sus sentidos. Una figura en negro, de mujer. Una mujer, arrodillada
junto al cadáver. La silueta de una mujer, cerrada de negro, arrodillada,
como en oración, junto al muñeco roto: el cuerpo del prófugo, de Caniquí,
el bandido.
Por humano contagio recibió el estupor de todos, antes de oír la menor
expresión articulada. Estaba en presencia de una mujer, con finas ropas,
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rezando sola cerca del cadáver: el cadáver que el pueblo en masa se
marcaba a sí mismo un amplio límite de horror para contemplar. Su
cabalgadura lo había detenido dentro del círculo del miedo, a algunas
varas de la mancha negra, ya un tanto confuso en el polvillo plúmbeo del
anochecer. Pues la mujer había ido hasta rozar con sus rodillas el endriago
negando. Ella tampoco le temía.
— ¡Ella!
No podía ser otra. La idea no surgió, ni vibró dentro de su cerebro.
El cuadro estaba ya impreso, como en tinta simpática. Con Caniquí
sacrificado, él intuyó que la vería a ella, rezando en alguna parte.
Lo que penetró en su mente, como una lanza al rojo, fue su
intuición siguiente, inmediata, del sentido de aquel estupor, entre
los otros...
Se volvió a mirarlos, los que estaban más cerca. Había blancos
también. Ya no gritaban. En sus rostros se leía el espanto: un miedo
vil de ojos dilatados y belfos caídos.
¡El enemigo, visible al fin!
En los pómulos, negros y blancos, contraídos por una mueca obscena,
vio nalgas, vueltas con insolencia contra él; los ojillos, como
huyendo hacia dentro de sus órbitas, eran cuevas de gusanos. Y un
colmillo descarnado, en una boca inmunda, bailó ante él como una
vieja en cueros, flaca, pellejuda...
— ¡Canallas! — barboteó de pronto.
Tornó grupa, picó espuelas y se lanzó contra el hormiguero humano,
látigo en mano.
Quedaron por el suelo varios hombres, que rápidamente se rehicieron,
para correr también. La brecha abierta por el caballo se ensanchó
enseguida. Comunicóse velozmente el pánico, y al instante
fue la desbandada general, en todas direcciones. Varios soldados, a
una orden, cayeron rodilla en tierra, alrededor del cadáver.
El jinete hizo otro viaje rápido, insensible a los gritos, a las imprecaciones
y amenazas. Y tras un pestañeo de vacilación lanzó de nuevo la
briosa bestia, recta a un objetivo: la sombra de la mujer en negro.
Nublado un momento entre la multitud fluyente, su contorno
reapareció enseguida, junto a los últimos que ante el ímpetu nuevo
del jinete abrieron campo.
Quedó pronto sola, inmóvil, incorpórea: como una aparición, segura
de trocarse en humo antes del impacto inevitable.
Y como a su conjuro se detuvo la bestia, levantándose sobre sus patas
traseras.
Saltó a tierra el jinete, atropelladamente. Libre el caballo de su
carga quiso huir, espantado. Y tirando de las riendas, que aún guardaba
en sus manos el jinete, arrastró a éste varios pasos, hasta sentirse
otra vez dominado.
— ¡Mariceli! — gritó el joven volviendo desesperadamente la cabeza,
acongojado, como si el animal lo separase otra vez de ella y
para siempre— . ¡Mariceli! ¡Soy yo! ¡Ven! ¡Corre!
La sombra siguió inmóvil.
El vocerío, en tanto, iba cobrando fuerzas. Como olvidados del
terror yacente, algunos hombres cruzaron el círculo antes mágico,
junto al cadáver del bandido. Entre ellos algunos soldados marcharon
también contra el perturbador y la sombra.
Unas veces firmes, iracundas, imponíanse con autoridad de blancos
sobre el griterío lastimero y servil de los demás.
— ¡Me ha cruzado la cara con su látigo! ¡A mí!
— ¡Préndanlo! ¡Que lo prendan!
— ¡Llegó como una tromba! Arremetió contra todos...
— El hijo de Stuart se ha roto un brazo. Le echó el caballo encima.
— ¡A mí me ha cruzado la cara con su látigo! ¡A él, soldados!
Juan Antonio, en tanto, insistía ya cerca de su presa:
— ¡Huyamos, ven! No hay tiempo que perder. ¡Mariceli!
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La asió por la cintura, resueltamente.
— ¡Juan Antonio!
— ¡A la casa, al ingenio, al infierno! Tengo horror a esta gente.
¿Qué haces tú sola aquí?
— ¡Juan Antonio!
— Ahora huyamos. Ya vienen. Blancos también. ¡Canallas! He
roto mi fusta en sus belfos. ¡Gorilas! Firme. Sujétate bien. Pronto.
¡Así! ahora déjame subir. Agárrate. ¡Abrázame! ¡Agárrate a mi cuerpo
como puedas, con todas tus fuerzas...!
Y otra vez espoleó el caballo, girando en redondo.
— ¿Donde está tu padre?
— No sé. En el ingenio...
Había arrancado rumbo a la esquina de la plaza, por San Procopio.
El grupo enemigo, formado en el ángulo contiguo, llegaba ya a ellos.
Y con su arranque nuevo el griterío arreció:
— ¡Alto! — vociferó un hombre de uniforme, al pasar junto a él.
Juan Antonio espoleaba su animal maquinalmente, su decisión
tomada ya. Por Chanzonetas al camino del valle. Quedarse en el pue66
blo significaba esperar quizás al día siguiente para estar junto a ella,
significaba hacer frente a aquella gentuza, darse a conocer, molestar
amigos... Ahora, por San Procopio, nadie los alcanzaría.
Ella le hablaba. Tenía sus brazos fuertemente cerrados contra su
pecho. ¡La tenía junto a sí, tras de aquella arrebatada sorpresa de la
plaza! Caniquí, inerte y roto, le había hablado en milagro. ¡De una
vez tenía resueltas todas sus dudas!
— ¡Nos siguen, Juan Antonio! ¡Nos persiguen! ¡Nos están tirando
piedras...! Míralos. ¡Los muchachos también! ¡Juan Antonio!
— No me darán alcance — contestó él, convencido.
El joven confiaba en su cabalgadura.
Pero el cuerpo querido era una carga inquieta que estorbaba sus
movimientos. Había de adquirir pleno dominio de sus brazos y piernas.
Había que vencer toda delicadeza, sin soltar la presa...
— ¡Agárrate a mí con todas tus fuerzas! Al cuerpo... Como puedas...
¡Así! Déjame ahora el brazo libre. ¡Pero agárrate en firme!
Empleado ahora a fondo, el animal corrió enloquecido, hasta
aventajar pronto a los perseguidores. Todos los ruidos atenuáronse,
al fin, detrás de ellos.
Terminó el empedrado. Y con la seguridad de sus cascos en la
tierra, el caballo ganó aún velocidad.
Al silencio de los primeros instantes de la fuga, siguió entre ellos el
apremio de entenderse, de explicarse...
Habló ella primero, formalizando sus balbuceos. Su terror se disolvía
al fin en la confianza de su raptor.
— Ya es tarde, Juan Antonio. Es tarde. Has llegado tarde, quizás...
Voy a entrar en el convento. Vienen por mí unas hermanitas...
— ¿En el convento?
— Mi madre lo manda. Llegan en estos días: por mí. Rosario está
herida... ¿No sabes?
— ¡Cuándo? ¿Quién?
— El sábado. Estoy viva de milagro, Juan Antonio. Pero mi buena
Rosario está herida. ¡Y me separan de ella!
— ¿Cómo, qué? ¿Qué pasó?
— ¡Mi padre! ¡Mi mismo padre, Juan Antonio! Algo horrible fueron
a decirle el sábado de gloria. Vino a la casa como un loco, sin
decir palabra, resuelto a matarme...
— ¿Dónde está él ahora?
— No se sabe. Pero está en el ingenio, seguro. Antonio sabe dónde.
— Pues al ingenio vamos. Ya daremos con él.
— ¡Tengo miedo, Juan Antonio! No lo conoces bien. Es una fiera.
¡Me odía con sus cinco sentidos!
— No llores, no te angusties. ¡Yo le llevo la cura de todos sus males!
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— ¡Quiso matarme, Juan Antonio! ¡Las cosas más horribles me dijo!
— ¿Está grave Rosario?
— Está fuera de peligro, dice el doctor Bernal. ¡Dio su vida por la
mía, Juan Antonio! Pero el gran poder de Dios quiso que el plomo se
aplastase contra el hueso del hombro. De la violencia con que se
arrojo sobre mí fuimos a dar las dos en tierra. Y él me creyó herida a
mí, muerta acaso. Salió como loco...
— Esa Rosario es de oro, Mariceli. Será libre... ¡y vendrá con nosotros!
— ¡Con nosotros, Juan Antonio...! ¿Qué dices?
— Vengo sólo por ti, Mariceli. Hace un mes, ¡hace un siglo!, que
tenía este viaje señalado para hoy, para mañana, para el día siguiente.
Ha sido una tortura inedecible: una larga pesadilla de la que me
parece no despierto todavía. Y al llegar al pueblo: ¡esto! Las campanas
a vuelo, que oímos a distancia, me parecen ahora como un presentimiento
de mi felicidad...
— ¡Todavía nos siguen, Juan Antonio!
— No los oigo detrás... A ver...
— Nos siguen de lejos... Míralos.
— Déjalos. Ya se cansarán. ¡Ni saben ellos a derecha por qué nos
persiguen! Acabarán por tirarse las piedras unos a otros. ¡Están locos
de júbilo porque creen que han matado a Caniquí...!
— ¡Es él, Juan Antonio! Lo reconocí perfectamente. El jueves santo
me llevó hasta casa. Me arrancó de la cruz, donde yo iba en penitencia...
— ¡Tú, en penitencia!
— Por la salvación de mi madre, por él... ¡y por ti, aunque tú no lo
creas!
— ¡Mariceli!
— Me arrancó de la cruz y me tomó en sus brazos. Así supe, por
sus labios, por qué te habías ido, por qué huiste de mi lado...
— No hui de tu lado, sino del pueblo. ¡Nada hiciste por verme! Te
envié no sé cuántos recados y cartas...
— Después lo oí todo, y más claro. Fui a ver a doña Josefa Bourés,
que ojalá hubiese conocido mucho antes. Era su protectora. Y me
hizo ver quién era en realidad ese negro infeliz. ¡Caniquí no era malo, Juan
Antonio! Los malos son ellos, los que celebran hoy su muerte con repique
de campanas...
— «¡Amárreme, mi amo, porque si no, hoy me juyo!» — evocó él.
— Era un cimarrón empedernido. Amaba la libertad sobre todas
las cosas. Era su religión...
— Pues por eso, Mariceli, te decía ahora mismo que Caniquí no ha
muerto. ¡Y ojalá no muera nunca! La gente volverá mañana a sentir
miedo. Al fantasma del bandido que ellos creen haber muerto, seguirán
otros y otros. Y los hombres honrados, los verdaderamente honrados
por cierto, tendremos que hacermos también bandidos, para
acabar de una vez con esta maldicion de los amos blancos y esas
hordas serviles de esclavos: los negros de los criollos y los criollos
judas del odioso extranjero...
— Hablas de los hombres, según te entiendo. ¿Y las mujeres? Doña
Josefa Bourés tiene razón, Juan Antonio: no hay peor esclavitud que
la nuestra. Piensa en tu madre y en la mía: ¡esclavas! Y esclavas de
todo el mundo, como a mí me toca la desgracia de sentirme ahora.
¡Porque hasta la salvación del alma se me prohibió alcanzar por cuenta
propia! Cuando quise abrazar la vida religiosa y tenía mi alma de
niña intacta: ¡todos me lo impidieron!
— No yo, por cierto. ¿No te acuerdas? Hice gestiones en La Habana...
— Ahora me arrastran al convento como una prisionera, una tarasca
infame, cargada de oprobio, señalada por todos como la última de
las mujeres...
— ¡He de hacerles besar la tierra que pises! ¡A todos! A tu padre el
primero...
— Ya es tarde, Juan Antonio. Ya no soy para ti. ¡No lo fui nunca!
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— Te engañas. ¡Pero esta vez no cederé!
— Es que no sabes...
— ¿Qué es lo que no sé?
— Ya lo sabrás... ¡como se lo dijeron a mi padre!
— Yo no he oído a nadie, sino a ti. Y he de oírte que me quieres,
que me has querido siempre, Mariceli...
Medió un silencio. Marchaban ahora a un trote largo, dejando atrás
casas humildes de adobe y guano: las últimas del pueblo.
— ¿Nos siguen? — preguntó él, volviéndose.
— No. Tenías razón...
Por un breve instante, con el forzado movimiento, sus rostros
diéronse frente, muy cerca uno del otro.
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— ¡Tus ojos! ¡Mía! — murmuró él.
Bajó ella la cabeza. Y él atendió de nuevo las riendas. El trote se
hizo pronto un paso largo, cómodo. Ambos rectificaron su precaria
equitación.
— ¿Estás cómoda?
— Sí...
Entraron en el camino del valle silenciosos, incapaces de picotear
en palabras sus pensamientos.
— ¿En qué piensas, Mariceli? ¿No me oíste? Quiero oírlo de ti, lo
que tenga que saber...
Respetó él su silencio ahora.
— ¿Por qué la emprendiste contra todos? — musitó ella al cabo.
— ¿Contra quiénes?
— Contra la gente, ahora, en la plaza... ¿Cuándo llegaste? ¿Quién
te dijo que yo había ido allí?
— Llegaba esta tarde a Trinidad. Por la Barranca,a la entrada del
pueblo, supe que habían matado a Caniquí. Y venía obseso con la
idea de verlo, de oírlo, de arrancarle su secreto... ¡Perdóname,
Mariceli, perdóname! Si he venido es por ti. ¿Por qué otra razón, di,
puedo haber sufrido lo que he sufrido hasta este momento, desde
hace un mes, un año, un siglo? Vengo por ti porque te quiero: porque
lo he ensayado y no puedo querer a otra mujer como te quiero a ti.
Cien años que estuviera hablándote no me bastarían a explicarme ni
explicarte todo lo que he pensado, sentido y sufrido desde aquella
tarde que acordamos separarnos como buenos amigos... Caniquí nunca
me separó de ti, Mariceli: ¡al contrario! Nuestra primera comunión
de ideas y sentimientos fue en su favor, aquella tarde. De ti me separaron
tus padres y mi madre, con su egoísmo, sus prejuicios y su
ceguera para los tiempos nuevos: su sentido feudal de la familia...
No sé si la maledicencia tiene alguna razón. ¡Quizá la tenga! Pero no
me importa. ¡Te lo juro, Mariceli! Si tú me quieres, si me has querido
siempre..., ya me explicarás lo demás algún día. Ahora no me importa.
Caniquí no es un ser humano para mí, sino un símbolo. También
te explicaré yo eso algún día. Y aunque hubiere baldón, de él haría
yo gloria. Porque ojalá ese negro, que para nuestro bien o nuestro
mal vivirá siempre entre nosotros, nos fecunde a los dos con su avidez
de libertad: ¡así en nuestra isla de las palmas los amos blancos no
vivirán jamás en paz!
— Caniquí vivirá con nosotros, Juan Antonio; tienes razón. Y será
para nuestro bien. ¿Me entiendes?
Se apretó contra él. Sus miradas cruzáronse, firmes.
— Te entiendo.
— ¿Me crees?
— ¡Te creo! ¡Te creo, Mariceli! Y te quiero. ¡Te quiero!
— ¡Juan Antonio!
— Tú que tienes los brazos libres: ¡abrázame! Estréchame contra
ti. ¡Quiéreme! Por lo que hayas padecido, si es verdad que no has
dejado de quererme: ¡abrázame! Así. Ahora: bésame... Tú, si. ¿Por
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qué no? ¿No lo has pensado? ¿No lo has deseado nunca?
— Siempre. Ahora lo sé...
— ¡Mariceli! ¡Tienes los ojos inundados de lágrimas! ¡Déjame
verte! No, no vuelvas la cabeza... ¡Virutas de cobre queridas!
Hundió sus labios, sedientos de caricias, en la fronda dorada. El
caballo cerró el paso.
Tras el breve crepúsculo, la noche se les echaba encima, tiñendo
de negro los cendales azules y grises del valle.
— Hagamos un alto. ¿Quieres? — demandó él.
Ella, sumisa, plegándose a él siempre, obedeció:
— ¡No encontraremos el camino, Juan Antonio! Ya es de noche. Y
quedan dos horas por hacer...
— ¿Qué importa? — contestó él.
Ya estaban en tierra. Él la tomó en sus brazos, blandamente.
— ¡Mírame! — suplicó, mientras con suave firmeza, dueño de
su barbilla querida, le impedía su movimiento instintivo de rubor,
de sometimiento— . ¡Déjame ver tus ojos... tus ojos, mía! Así,
Mírame sin temor. No seré nunca el amo. ¿Me entiendes? Ya no
tendrás jamás que bajar la cabeza. ¡Así! Mira ahora hacia arriba,
más alto: al cielo. ¿Ves esa maravilla de firmamento? Pues ese
cielo y esas estrellas de nuestra patria serán por esta noche nuestro
techo...
— ¡No! — musitó ella, otra vez asustada.
— No conozco bien el camino, mía. Y aquí, bajo estos árboles,
puedes descansar tranquilamente. Velaré tu sueño. ¿Por qué no? Creo
que me asfixiaría en cualquier parte, que no fuera esta naturaleza
nuestra... Soy feliz, Mariceli, como de ningún otro modo, obra del
miedo de los hombres, lo hubiera sido nunca: ¡jamás! ¿Y tú? ¡Mírame!
¡Háblame!
— No puedo, Juan Antonio, no puedo expresarme. ¡No sé! Me
parece que soy otra. Quiero... quiero y tengo mucho que decirte. Estoy
como naciendo otra vez a tu lado...
— ¡Cómo te tiembla la voz, mía! ¡Mírame! Más cerca, que ya no se ve.
¡Lágrimas...! Tú naces... Y a mí me parece que he llegado al instante final
de mi vida...
— No: no lo digas.
— Tienes razón. Hablar es inútil. Las palabras son como el día, en
el amor. Y la noche, los besos. El día parece cosa de los hombres,
porque muere y vuelve a morir. De la eternidad lo único que se nos
anticipa es esto: la noche. ¿No querrías hacer eterno este instante de
nuestra vida? Pues bésame... ¡Más! Escucha: ¿no querrías que nuestra
eternidad fuese como esta noche, hermosa y serena? Pues bésame
otra vez. ¡Más! ¡Por qué no! ¿Silencio? Ya te obedezco. Calladito.
Pero bésame, sin fin. Entremos con un beso sin palabras, sin amanecer,
en lo eterno de la noche...
FIN
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