Manifiesto Contra La Muerte Del Espíritu y de La Tierra

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MANIFIESTO CONTRA LA MUERTE DEL ESPÍRITU Y DE LA

TIERRA

Lanzado por Javier R. Portella con el respaldo de Álvaro Mutis

Quienes estampamos nuestra firma al pie de este Manifiesto no estamos


movidos por ninguno de los afanes que caracterizan habitualmente al
signatario de proclamas, protestas y reivindicaciones. El Manifiesto no
pretende denunciar políticas gubernamentales, ni repudiar actuaciones
económicas, ni protestar contra específicas actividades sociales. Contra lo
que se alza es contra algo mucho más general, hondo… y por lo tanto
difuso: contra la profunda pérdida de sentido que conmueve a la sociedad
contemporánea.
Aún sigue existiendo, es cierto, algo parecido al sentido; algo que, por
sorprendente que sea, aún justifica y llena la vida de los hombres de hoy.
Por ello, el presente Manifiesto se alza, hablando con mayor propiedad,
contra la reducción de dicho sentido a la función de preservar y mejorar
(en un grado, es cierto, inigualado por ninguna otra sociedad) la vida
material de los hombres.
Trabajar, producir y consumir: tal es todo el horizonte que da sentido a
la existencia de los hombres y mujeres de hoy. Bas ta, para constatarlo,
leer las páginas de los periódicos, escuchar los programas de radio,
regodearse ante las imágenes de la televisión: un único horizonte
existencial (si se le puede denominar así) preside a cuanto se expresa en
los medios de comunicación de masas. Contando con el enfervorizado
aplauso de éstas, dicho horizonte proclama que de una sola cosa se trata
en la vida: de incrementar al máximo la producción de objetos, productos
y esparcimientos puestos al servicio de nuestro confort material.
Producir y consumir: tal es nuestro santo y seña. Y divertirse:
entretenerse en los pasatiempos (se denominan con acertado término:
“actividades de ocio”) que la industria cultural y los medios de
comunicación lanzan al mercado con objeto de llenar lo que, s ólo
indebidamente, puede calificarse de “vida espiritual”; con objeto de llenar,
más propiamente hablando, lo que constituye ese vacío, esa falta de
inquietud y de acción que la palabra ocio expresa con todo rigor.
A ello se reduce la vida y el sentido del hombre de hoy, la de ese “hombre
fisiológico” que parece encontrar su mayor plenitud en la satisfacción de
las necesidades derivadas de su mantenimiento y sustento. Resulta
obligado reconocer, por supuesto, que en semejante empeño —muy
especialmente en la mejora de las condiciones sanitarias y en el
incremento de una longevidad que casi se ha duplicado en el curso de un
siglo—, los éxitos alcanzados son absolutamente espectaculares. También
lo son los grandes avances que la ciencia ha efectuado en la comprensión
de las leyes que rigen los fenómenos físicos que conforman el universo
en general y la tierra en particular. Lejos de repudiar tales avances, los
signatarios del presente Manifiesto no podemos sino saludarlos con hondo
y sincero júbilo.
Es precisamente este júbilo el que nos lleva a expresar nuestro asombro
y angustia ante la paradoja de que, en el momento en que tales
conquistas han permitido aliviar considerablemente el sufrimiento de la
enfermedad, mitigar la dureza del trabajo, expandir la posibi lidad del
conocimiento (en un grado jamás experimentado y en unas condiciones
de igualdad jamás conocidas): en un momento caracterizado por tan
saludables provechos, resulta que es entonces cuando, reducidas todas
las perspectivas al mero incremento del bienestar, corre el riesgo de
quedar aniquilada la vida del espíritu.
Lo que peligra no son, salvo hecatombe ecológica, los beneficios
materiales así alcanzados; lo que se ve amenazada es la vida del espíritu.
Lo prueba, entre mil otras cosas, el mero hecho de que incluso se ha
vuelto problemático usar el término “espíritu”. Es tal el materialismo que
impregna los más íntimos resortes de nuestro pensamiento y de nuestro
corazón, que basta utilizar positivamente el término “espíritu”, basta
atacar en su nombre el materialismo reinante, para que la palabra
“espíritu” se vea automáticamente cargada de despectivas connotaciones
religiosas, si ya no esotéricas.
Se impone por ello precisar que no es la inquietud religiosa la que mueve
a los signatarios del presente Manifiesto, independientemente de lo que
éstos puedan considerar acerca de la relación entre “lo espiritual” y “lo
divino”.
Lo que nos mueve no es la inquietud ante la muerte de Dios, sino ante la
del espíritu: ante la desaparición de ese aliento por el que los hombres se
afirman como hombres y no sólo como entidades orgánicas. La inquietud
que aquí se expresa es la derivada de ver desvanecerse ese afán gracias
al cual los hombres son y no sólo están en el mundo; esa ansia por la que
expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego,
toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna
razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que
hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significaci ón.
¿Para qué vivimos y morimos nosotros: los hombres que creemos haber
dominado el mundo…, el mundo material, se entiende? ¿Cuál es nuestro
sentido, nuestro proyecto, nuestros símbolos…, estos valores sin los que
ningún hombre ni ninguna colectividad existirían? ¿Cuál es nuestro
destino? Si tal es la pregunta que cimienta y da sentido a cualquier
civilización, lo propio de la nuestra es ignorar y desdeñar tal tipo de
pregunta: una pregunta que ni siquiera es formulada, o que, si lo fuera,
tendría que ser contestada diciendo: “Nuestro destino es estar privados
de destino, es carecer de todo destino que no sea nuestro inmediato
sobrevivir”.
Carecer de destino, estar privados de un principio regulador, de una
verdad que garantice y guíe nuestros pasos: semejante ausencia —
semejante nada— es sin duda lo que trata de llenar la vorágine de
productos y distracciones con que nos atiborramos y cegamos. De ahí
proceden nuestros males. Pero de ahí procede también —o mejor dicho:
de ahí podría proceder, si lo asumiéramos de muy distinta manera— toda
nuestra fuerza y grandeza: la de los hombres libres; la grandeza de los
hombres no sometidos a ningún Principio absoluto, a ninguna Verdad
predeterminada; el honor y la grandeza de los hombres que buscan, se
interrogan y anhelan: sin rumbo ni destino fijo. Libres, es decir,
desamparados. Sin techo ni protección. Abiertos a la muerte.
Esbozar la anterior perspectiva no significa, ni que decir tiene, resolver
nada. Contrariamente a todos los Manifiestos al uso, no pretende éste
apuntar medidas, plantear acciones, proponer soluciones. Ya ha pasado
afortunadamente el tiempo en que un grupo de intelectuales podían
imaginarse que, plasmando sus ansias y proyectos en una hoja tan blanca
como el mundo al que pretendían modelar, iba éste a seguir el rumbo
fijado. Tal es el sueño —el señuelo— del pensamiento revolucionario: este
pensamiento que, habiendo conseguido poner los fórceps del poder al
servicio de sus ideas, sí logró —pero con las consecuencias que sabemos—
transformar el mundo durante unas breves y horrendas décadas.
El mundo no es en absoluto la hoja en blanco que se imaginaban los
revolucionarios. El mundo es un fascinante y a veces aterrador libro
trenzado de pasado, enigmas y espesor. No pretenden pues los firmantes
del presente Manifiesto plasmar ningún nuevo programa de redención en
ninguna nueva hoja en blanco. Pretenden ante todo, y ya sería mucho,
conglomerar voces unidas por un parecido malestar.
Ya sería mucho, en efecto: pues lo más curioso, por no decir lo más
inquietante, es que semejante malestar no haya encontrado hasta la
fecha ningún auténtico cauce de expresión. Aún más angustioso que la
propia muerte del espíritu, es el hecho de que, salvo algunas voces
aisladas, dicha muerte parece dejar a nuestros contemporáneos sumidos
en la más completa de las indiferencias.
Por ello, el primer objetivo que se propone este Manifiesto es el de saber
en qué medida tales reflexiones son susceptibles de suscitar un mínimo,
mediano o (acaso) amplio eco. A pesar del pesimismo que embarga a este
Manifiesto, late en él la descabellada esperanza de pensar que no es
posible que sólo algunas voces aisladas se alcen a veces para oponerse al
sentir que caracteriza a nuestro tiempo. En la medida en que dicho sentir
siga siendo dominante, es evidente que inquietudes como las aquí
expresadas sólo podrán plasmarse en un grito, en una denuncia. Esto es
obvio. Pero no lo es el que semejante grito no figure siquiera inscrito en
aquel talante crítico, impugnador y transgresor, que tanto había
caracterizado a la modernidad, al menos durante sus inicios. Como si todo
fuera de lo mejor en el mejor de los mundos, casi nada queda de aquella
actitud crítica: lo único que hoy mueve a la protesta son las
reivindicaciones ecologistas (tan legítimas como encerradas, las más de
las veces, en un chato materialismo), a las que cabría añadir los restos
de un comunismo igual de materialista y tan trasnochado que ni siquiera
parece haber oído hablar de los crímenes que, cometidos bajo su bandera,
sólo son equiparables a los realizados por el otro totalitarismo de signo
aparentemente opuesto.
Desvanecido el talante inquieto y crítico que honró antaño a la
modernidad, entregado nuestro tiempo a las exclusivas manos de los
señores de la riqueza y del dinero —de ese dinero cuyo espíritu impregna
por igual a sus vasallos—, sólo queda entonces la posibilidad de lanzar un
grito, de expresar una angustia. Tal es el propósito del presente
Manifiesto, el cual, además de lanzar dicho grito, también pretende
posibilitar que se abra un profundo debate. Ni que decir tiene que tanto
las cuestiones explícitamente apuntadas aquí, como las muchas otras que
éstas implican, no pueden encontrar su cabal expresión en el breve
espacio de un Manifiesto. Por ello, ya se verían abundantemente colmados
los propósitos de éste, si a raíz de su publicación se abriera un debate en
el que participaran cuantos se sintieran concernidos por las inquietudes
aquí esbozadas.
Apuntemos tan sólo algunas de las cuestiones en torno a las cuales podría
lanzarse tal debate. Si “el tema de nuestro tiempo”, por parafrasear a
Ortega, no es otro que el constituido por esta profunda paradoja: la
necesidad de que se abra un destino para los hombres privados de destino
y que han de seguir estándolo; si nuestra cuestión es la exigencia de que
se abra un sentido para un mundo que descubre —aunque encubierta,
desfiguradamente— todo el sinsentido del mundo; si tal es, en fin, nuestro
“tema”, la cuestión que entonces se plantea es: ¿mediante qué cauces, a
través de qué medios, de qué contenido, de qué símbolos, de qué
proyectos… puede llegar a abrirse semejante donación de sentido?
La anterior paradoja —disponer y no disponer de destino; afirmar un
sentido establecido sobre el sinsentido mismo del mundo—; todo este
arriesgado pero enaltecedor ejercicio de equilibrio sobre el abismo, todo
este mantenerse en la movediza “frontera” que media entre la tierra firme
y el vacío: ¿no se parece todo ello al abismo, a la paradoja misma del
arte: del verdadero arte, del que nada tiene que ver con el
entretenimiento que se vende hoy bajo su nombre? “Tenemos el arte para
no perecer a causa de la verdad”, es decir, de la racionalidad, decía
Nietzsche. Quizá sí, quizá sea el arte lo que pudiera sacar al mundo de su
abulia y torpor. Para ello, haría falta desde luego que la imaginación
artística recobrara nuevo impulso y vigor. Pero ello no bastaría. También
haría falta que, dejando de ser tanto un entretenimiento como un mero
ornamento estético, el arte recuperara el lugar que le corresponde en el
mundo; pasara a ser asumido como la expresión de la verdad que el arte
es y que nada tiene que ver con la mera contemplación efectuada por un
ocioso espectador.
Ahora bien, ¿es ello posible en este mundo en el que no sólo la banalidad
y la mediocridad, sino la fealdad misma (fealdad arquitectónica y
decorativa, fealdad vestimentaria y musical…) parece estar
convirtiéndose en uno de sus ejes centrales? ¿Es posible esta presencia
viva del arte en un mundo dominado por la sensibilidad y el aplauso de
las masas? ¿Es posible que el arte se instale en el corazón del mundo sin
que reviva —pero ¿cómo?— lo que fue durante siglos la auténtica, la
vivísima cultura popular? Dicha cultura ha desaparecido hoy, inmolada en
el altar de una igualdad que mide a todos por el mismo rasero, que
impone a todos la sumisión a la única cultura —la culta— que nuestra
sociedad considera posible y legítima. ¿No es pues la cuestión misma de
la igualdad —la de sus condiciones, posibilidades y consecuencias — la que
queda de tal modo abierta, la que resulta ineludible plantear?
Esbocemos una última cuestión, quizá la más decisiva. Toda la
desespiritualización aquí denunciada está íntimamente relaci onada con lo
que cabría denominar el desencanto de un mundo que ha realizado el más
profundo de los desencantamientos: ha aniquilado a las fuerzas
sobrenaturales que, desde el comienzo de los tiempos, regían la vida de
los hombres y daban sentido a las cosas. No hace falta insistir en la
necesidad de dicho desencantamiento para explicar los fenómenos físicos
que conforman el universo. Imprescindibles resultan para ello las armas
de una razón cuyas conquistas materiales (tanto teóricas como prácticas)
están sobradamente probadas. Ahora bien, ¿no son estas mismas armas
y estas mismas conquistas las que lo pervierten todo, cuando, dejando
de aplicarse a lo material, intentan dar cuenta de lo espiritual? ¿No es el
poder de la razón el que lo reduce todo a un mecánico engranaje de
causas y efectos, de funciones y utilidades, cuando pretende encarar la
significación del mundo, cuando intenta enfrentarse al sentido de la
existencia? El fondo del problema, ¿no estriba en este desmesurado poder
que se ha atribuido el hombre al proclamarse no sólo “dueño y señor de
la naturaleza”, sino también dueño y señor del sentido? Sólo gracias a la
presencia del hombre, es cierto, surge, se dispensa esta “cosa”, la más
portentosa de todas, a la que denominamos sentido. Pero de ell o no se
deriva en absoluto que el hombre disponga del sentido, sea su dueño y
señor, domine y controle un misterio que siempre le trascenderá.
Semejante trascendencia no es en el fondo otra cosa que lo que, durante
siglos, se ha visto expresado bajo el nombre de “Dios”. Enfocar las cosas
desde tal perspectiva, ¿no equivale pues a plantear —pero sobre bases
radicalmente nuevas— la cuestión que la modernidad había creído poder
obviar para siempre: la cuestión de Dios?
Dejemos abierta, al igual que las anteriores, esta última cuestión: la de
un insólito dios (quizá conviniera por ello escribir su nombre con
minúscula), la cuestión de un dios que, careciendo de realidad propia —
no perteneciendo ni al mundo natural ni al sobrenatural —, sería tan
dependiente de los hombres y de la imaginación como éstos lo son de él
y de ésta. ¿A qué mundo, a qué orden de realidad podría pertenecer
semejante dios? No podría desde luego pertenecer a ese orden
sobrenatural cuya realidad física hasta ha sido desmentida… por Su
Santidad el Papa, quien en julio de 1999 —pero nadie se enteró—
afirmaba que “el cielo […] no es ni una abstracción ni un lugar físico entre
las nubes, sino una relación viva y personal con Dios”. ¿Dónde puede
morar dios, en qué puede consistir la naturaleza divi na, si ningún lugar
físico le conviene, si sólo de una “relación” se trata? ¿Dónde puede morar
dios, sino en este lugar aún más prodigioso y maravilloso que está
constituido por las creaciones de la imaginación?
Plantear la cuestión de dios no es otra cosa, en últimas, que plantear la
cuestión de la imaginación, interrogarnos sobre su naturaleza: la de esa
fuerza que, a partir de nada, crea signos y significaciones, creencias y
pasiones, instituciones y símbolos…; esa fuerza de la que quizá todo
dependa y de la que el hombre moderno, como no podía ser menos,
también se pretende dueño y señor. Así lo cree este hombre que, mirando
con condescendiente sonrisa a los signos y símbolos de ayer o de hoy,
exclama burlón: “¡Bah, sólo son imaginaciones!”, mentiras, pues.

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