Gabriel Marcel: Homo Viator
Gabriel Marcel: Homo Viator
Gabriel Marcel: Homo Viator
63
Colección dirigida por
Miguel García-Baró
GABRIEL MARCEL
HOMO VIATOR
Prolegómenos a una metafísica
de la esperanza
ED ICIO N ES SÍGUEM E
SA LA M A N CA
2005
Traducción de la nueva edición de 1998 que contiene dos tex
tos inéditos de Gabriel Marcel y un Epílogo de Pierre Colin.
Presentación de la edición española de Juan Daniel Alcorlo.
ISBN: 84-301-1551-X
Depósito legal: S. 155-2005
Impreso en España / Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2005
CONTENIDO
H o m o v ia t o r
Introducción .............................................................................. 17
Prólogo a la edición de 1963 ................................................. 23
Yo y el otro ................................................................................ 25
Bsbozo de una fenomenología y una metafísica
de la esperanza .................................................................... 41
I Cl misterio fam iliar................................................................... 81
II voto creador como esencia de la p atern id ad ................... 109
( )bcdiencia y fidelidad ............................................................ 137
Valor e inm ortalidad................................................................. 147
Situación peligrosa de los valores é tic o s .............................. 167
1,1 ser y lanada .......................................................................... 177
I I rechazo de la salvación y la exaltación
del hombre a b su rd o ............................................................ 195
Rilke, testigo de lo esp iritu al.................................................. 223
Apéndice: el hombre reb eld e.................................................. 273
esta palabra^de las normas a las que tanto el hombre de bien como
el artista se reconocen obligados a conformar su vida; pero es tam
bién el rechazo, al menos implícito, a contentarse con recurrir a
una regulación puramente abstracta; por consiguiente, es la rehabi
litación de lo que hay que llamar, en últim a instancia, el más allá.
No nos preguntemos hasta qué punto Proust se pone en contradic
ción con los postulados que toda su obra implica, introduciendo
aquí esta referencia. La verdad es que [esta obra se despliega entre'
dos niveles extremadamente diferentes: un nivel platónico por una
parte, y por la otra un nivel en el cual se ve un empirismo de tintes
nihilistas; o más bien, lo que se refleja en esta obra y en sus con
tradicciones internas es la sorda tragedia de un alma'que se encie
rra cada vez más en un exilio del que tiende a perder la conciencia
a medida que se va hundiendo en éljM e parece admirable de todas_
formas que el escritor que ha llevado más lejos que ningún otro la
investigación micropsicológica haya sabido, al menos en algunos
instantes supremos, reconocer la existencia de estrellas fijas en el
cielo del alma.
No hay que disimular, sin embargo, que al hablar del más allá o,
simplemente, de condición itinerante nos exponemos a una obje
ción fundamental: en efecto, corremos el peligro de que nos repro
chen que cedemos al espejismo de una imaginación espacializante
por la que se deja engañar el pensamiento. ¿Qué alcance hay que
atribuir a esta acusación? En cierto sentido está fundada, segura
mente. Queda por saber si, cuando intentamos pensar nuestra vida,
podemos liberarnos del todo de un modo de figuración espacial o
masi-espacial. Parece que no.¡Referirnos al pasado es inevitable
mente mirar lo que se presenta como un camino recorrido, es evocar
,i aquellos que nos han acompañado, que han hecho con nosotros tal
parte del viaje. La idea de viaje, que no se considera habitualmente
com o dotada de un valor o alcance específicamente filosófico, pre-
scnta sin duda la inestimable ventaja de recoger en sí determinacio
nes que pertenecen a la vez al tiempo y al espacio; y valdría la pena
investigar cómo se opera en ella semejante síntesisjSin duda, se nos
objetará que existe un cierto abuso al extrapolar, es decir, al pro Ion-
car más allá del dominio en el que se puede ejercer la observación,
una curva que se interrumpe allí donde quizá un aparato determina
do deja de funcionar. Pero es justamente aquí donde la esperanza in
tenta manifestarse en plenitud.
20 Homo viator
__Jencia, es verdad-, pero que no por ello dejan de disimular una rea
lidad muy diferente, pues ¿o que importa es la vitalidad profunda,
aquella que escapa a los datos de la estadística: ¿podemos estar se
guros de que esté intacta?j
Si tuviera que expresarme hoy acerca de los temas tratados en
este libro, las ideas esenciales no serían distintas, pero la tonalidad
lo sería con toda seguridad. Pondría más de relieve, sin duda, las
razones para desesperar que la actualidad nos propone -a l tiempo
que la obligación paradójica en la que nos encontramos, yo no di
ré que de rechazarlas, pero por lo menos de contraponerles seguri
dades de otro orden-. Desde esta perspectiva pondría el acento sin
/ d u d a sobre/él progreso del ecumenismo, uno de los pocos datos de
nuestro mundo actual que nos llenan de alegría./
En esta perspectiva el estudio titulado Valor e inmortalidad qui
zá sea el que hoy me parece más digno de llamar la atención.
Ciertamente se podría completar o rectificar lo que he dicho de
Sartre o de Camus, y me ha parecido justo hacer figurar en un apén
dice el estudio que consagré a El hombre rebelde meses después de
su publicación.
~ [_Desde entonces mi consideración positiva por la personalidad de
Camus no ha hecho sino crecer, y la noticia de su muerte me ha su
mido en la consternación. El caso de Sartre es muy diferente, y me
inclino a pensar que él mismo ha renegado casi de todo lo que en un
principio le valió nuestra admiración o simplemente nuestra estima.
Sobre Rilke no tengo nada que añadir al estudio que le dediqué
en 1944. Su fama ha sufrido un ligero eclipse después de la idola
tría de la que fue objeto entre ambas guerras. Pero sigo creyendo
que le debemos mucho y que es uno de los raros poetas del cual se
puede decir, en el sentido fuerte de la palabra, que han sido testigos
__del espíritu^
YO Y EL OTRO
—" Í L
tíos modos para que se ponga en guardia respecto de mí. En todos
los casos, en el sentido etimológico de la palabra, yo me produzco,
es decir, me pongo delante^
Ejemplos diversos nos llevan a la misma conclusión. Perma
nezcamos en el nivel de la experiencia infantil. Un pequeño desco
nocido extiende la mano para recoger una pelota que he dejado
caer al suelo. Yo me rebelo: esta pelota es mía. Aquí, de nuevo, la
referencia al otro es fundamental, pero cobra la forma de impera-
livo: prohibido tocar.¡No hay que dudar en decir que la experiencia
de la propiedad inmediatamente afirmada es para nuestro propósi
to una de las más significativas que existen. Aquí, de nuevo, yo me
produzco, advierto al otro para que regule su conducta por la ad
vertencia que le dirijo. Por lo demás, se podría observar sin excesi
va sutilidad que la experiencia de la propiedad estaba ya implica
da en los ejemplos precedentes, propiedad de un mérito en lugar de
una cosa. Pero aquí aún más claramente que antes el «yo» aparece
como presencia global e inespecificablejyo, aquí presente, poseo
esta pelota; quizá consentiré en prestártela durante unos instantes,
pero has de saber que soy yo quien te la presta gratuitamente y que
puedo, por consiguiente, retirártela inmediatamente si me apetece.
Yo déspota, yo autócrata.
He usado el término «presencia» en varias ocasiones; conviene
precisar ahora, en la medida de lo posible, el sentido del mismo.
Presencia significa algo más y algo diferente al simple hecho de
estar ahí; en rigor, no se puede decir de un objeto que esté presen
te. Digamos que la presencia se insinúa siempre por una experien
cia, a la vez irreductible y confusa, que es el sentimiento mismo de
existir, de estar en el mundo. Muy pronto se realiza en el ser hu
mano una unión, una articulación entre esta conciencia de existir,
que sin duda no tenemos razón para negar al animal, y la preten
sión de hacerse reconocer por el otro -e ste testigo, este recurso o
este rival o adversario que, sea lo que sea lo que se haya podido de
cir, forma parte integrante de mí mismo, pero cuya posición puede
variar casi indefinidamente en mi campo de conciencia-.)
Si este análisis es exacto en su conjunto, habrá que ver en lo que
yo llamo «yo» no una realidad aislable, ya sea un elemento o un
principio, sino un acento que confiero no a mi experiencia en su to
talidad sino a tal porción o a tal aspecto de esta experiencia que pre
tendo salvaguardar particularmente contra tal ataque o tal posible
28 Homo viator
una pose, aquél que sólo parece estar preocupado por los demás, en
realidad no está ocupado más que consigo mismo. El otro, en efec
to, sólo le interesa en la medida en que es capaz de formarse de él
una imagen favorable que a su vez aquél hará suya. El otro refle
xiona, le devuelve esa imagen que le encanta. Sería interesante in
vestigar cuál es el clima social que más favorece la pose, cuáles
son, por el contrario, las condiciones más apropiadas para no fo
mentarla. Se puede decir, en general, que en un medio viril la pose
es inmediatamente desenmascarada y ridiculizada. En la escuela o
en el cuartel, el que adopta una pose apenas tiene posibilidades de
imponerse. Se crea infaliblemente un consenso contra él, se le cala
de parte a parte, cada uno le acusa de contravenir un cierto pacto
implícito, el de la pequeña comunidad a la que pertenece; no se po
dría dar exactamente la fórmula de aquél; pero lo que se puede de
cir es que aquí se percibe nítidamente la incompatibilidad entre una
cierta realidad en la cual todos participan y una fanfarronada que la
degrada y traiciona. Por el contrario, cuanto más artificial e irreal y,
en cierto sentido, afeminado sea el ambiente, esta incompatibilidad
se notará menos. En tal ambiente todo, en el fondo, es solamente
opinión y apariencia, de lo que se sigue que la seducción y el hala
go tienen aquí la última palabra. Ahora bien, la pose es una mane
ra de halagar, una manera de cortejar aparentando ser necesario.
¡Lo que encontramos siempre en la base es la complacencia en sí
mismo y, añadiría, la pretensión. Este último término, por su misma
am bigüedad es particularmente instructivo. Pretender no es sólo
aspirar o ambicionar, es también simular. Y, en efecto, la sim ula
ción está contenida en la pose: no hay más que acordarse, para dar
se cuenta, de lo que es la afectación en todas sus formas. A partir
del momento en el que me preocupo del efecto que hay que produ
cir sobre el otro, todos mis actos, todas mis palabras, todas mis ac
titudes pierden su autenticidad; y todos sabemos lo que puede ser
incluso una simplicidad estudiada o fin g id aj ___
Pero aquí se impone una advertencia capital,( Por el hecho mis-
1110 de que el otro no es tratado por m í m ás que como una caja de
resonancia o un amplificador, tiende a convertirse para mí en una
especie de aparato que puedo o creo poder manipular, o del que
puedo disponer; me formo una idea de él y, cosa extraña, esta idea
puede convertirse en un simulacro, en un sustituto del otro, al cual
me veré llevado a referir mis actos, mis palabras. Posar, en el fon-__
4—
30 Homo viator
escribir esta carta haya sido en sí una acción reprensible, quizá in
cluso criminal. No por ello deja de haber una diferencia radical de
calidad o más exactamente de peso, entre esta acción y la que ha
bría consistido en escribir la carta sin firmarla. Digamos además
que tiendo a afirmarme como persona en la medida en que, asu
miendo la responsabilidad de mis actos, me comporto como un ser
real, participando en una cierta sociedad real (y no como un soñador
que tendría el singular poder de modificar sus sueños, pero sin tener
que preguntarse si esta modificación repercute en el más allá hipo
tético donde existen los otros). Podríamos decir además, y desde el
mismo punto de vista, que yo me afirmo como persona en la medi
da en que creo realmente en la existencia de los otros y en la m e
dida en que esta creencia tiende a dar forma a mi conducta. ¿Qué
es aquí creer? Es realizar o incluso afirm ar esta existencia en sí
misma, y no sólo en sus repercusiones respecto a mí.
¡ Persona-compromiso-comunidad-realidad: hay ahí una especie
de cadena de nociones que no se dejan deducir, propiamente ha
blando, las unas de las otras -nada más falaz, por otra parte, que la
creencia en el valor de la deducción-, sino que se pueden captar en
su unidad por un acto del espíritu que convendría designar no por
el término manoseado de intuición, sino por el menos usado de
synidése', el acto por el cual un conjunto es mantenido bajo la mi-
__ rada del espírituj
■J Tal como lo daba a entrever hace un momento,,no se puede de-
' cir en rigor que la persona sea buena en sí o que ella sea un bien:
más exactamente, la verdad es que ella rige la existencia de un
mundo donde hay un bien y un mal. Me inclinaría a pensar que el
yo, en la medida en que permanece encerrado en sí mismo, es de
cir, prisionero de su propio sentir, de sus codicias así como de la
sorda ansiedad que lo corroe, está realmente más acá tanto del mal
como del bien. Aún no ha despertado, literalmente, a la realidad. Y
conviene preguntarse si no existe una infinidad de seres para los
que este despertar no se ha producido verdaderamente nunca: estos
seres no están, sin duda, directamente al alcance del juicio. Iría aún
más allá: me parece que cada uno de nosotros, en una parte consi
derable de su vida o de su ser, está todavía dormido, es decir, evo
luciona al margen de lo real, como un ser víctima del sonambulis-
1. Del verbo griego cruvogáca, que significa percibir, observar, darse cuenta
claramente (N. de la T.).
Yo y el otro 35
con más exactitud la verdad que tengo en cuenta ahora mismo. Pe
ro no es menos necesario recordar que ésta verdad puede ser des
conocida activamente en cada momento y por cada uno de noso
tros, y que siempre habrá en la experiencia algo para dar la razón
a quien, siguiendo a los cínicos de todos los tiempos, pretende re
ducir a sus semejantes a pequeñas maquinarias cuyos movimientos
—son fáciles de controlar o de regular a placer^
Estas observaciones no son menos directamente aplicables, por
supuesto, a la relación que me vincula a mí mismo, a la aprehen
sión por la cual me es dado captar mi propio ser. Es cierto que pue
do concebirme también como puro mecanismo y dedicarme esen
cialmente a tratar de controlar lo mejor posible la máquina que soy;
desde este mismo punto de vista puedo mirar el problema de mi vi
da como un problema de puro rendimiento. Todo esto no tiene en sí
nada de contradictorio. Sin embargo, la reflexión más simple mues
tra que esta maquinaria está inevitablemente al servicio de ciertos fi
nes que me corresponde plantear, y que no serán tales más que por
el acto por el cual yo los reconozco y los establezco. La experiencia
muestra sólo que este acto puede permanecer casi insospechado pa
ra aquel mismo que lo realiza. Si, efectivamente, acepto de manera
pasiva un conjunto de consignas que parecen haberme sido impues
tas por el entorno al que pertenezco de nacimiento, por el partido al
que m e he dejado afiliar sin ninguna reflexión auténtica, etc., en
tonces todo ocurre como si yo no fuera realmente más que un ins
t r u m e n t o , un simple engranaje, en resumen, como sijel poder huma-
__no por excelencia, que consiste en actuar,| me hubiera sido negado.
Pero al mismo tiempo la reflexión nos muestra que esto supone el
acto por el que la persona se desconoce a sí misma, o más exacta
mente, enajena lo único que puede conferirle su dignidad propia.
¿Qué es, pues, este principio que así le es dado poder descono
cer o, por el contrario, salvaguardar y promover? Es fácil discer
nirlo penetrando en el sentido de la noción de disponibilidad a la
"xque recurría hace poco.¡El ser disponible se opone a aquél que es
tá ocupado o saturado de sí mismo. Está tendido hacia fuera de sí,
‘ dispuesto a consagrarse a una causa que lo sobrepasa, pero que al
mismo tiempo hace suya. Y aquí la idea de creación, de potencia
y de fidelidad creadora es la que se nos impone. Nos engañamos,
en efecto, al confundir crear y producir. Lo que es esencial en el
creador es el acto por el que se pone a disposición de algo que sin
Yo y el otro 37
A Henri Pourrai
esencial, pero sólo la pierde porque ella reniega de sí, y este rene
gar de sí es una caída.
Esto, que de entrada parece muy paradójico, creo que se aclara
si se tiene en cuenta la distinción fundamental entre esperanza y
deseo, y aquí volvemos a encontrar las observaciones que ya he
mos hecho mucho más arriba. La esperanza sólo depende, se po
dría decir, de una jurisdicción metafísica particular con la condi
ción de trascender el deseo, es decir, de no permanecer centrada
sobre el sujeto mismo. Una vez más somos llevados a destacar la
indisoluble conexión que une esperanza y caridad. Cuanto más
egoísta es el amor, tanto más las afirmaciones de corte profètico
que inspira se deberán considerar como sujetas a prevención, como
capaces de ser literalmente desmentidas por la experiencia; por el
contrario, cuanto más se acerca a la verdadera caridad tanto más
el sentido de estas afirmaciones se altera y tiende a cargarse de una
incondicionalidad que es el signo mismo de la presencia. Esta pre
sencia se encarna en el «nosotros» para el cual «yo espero en Ti»,
es decir, en una comunión cuya indestructibilidad proclamo. Cier
tamente, como siempre, el pensamiento crítico viene inmediata
mente a desmentir esta afirmación; invoca contra ella el testimonio
de la experiencia, de innumerables destrucciones visibles cuyo es
pectáculo ella nos ofrece. Pero este mismo testimonio sólo puede
rechazarse en nombre de una seguridad que, como hemos visto, no
se funda en la experiencia constituida: la seguridad de que todo es
to es cierto sólo con una verdad pasajera, y que las incesantes m u
taciones que el pesimismo crítico pretende hacer valer no alcanzan,
no tocan la única realidad auténtica. Esta afirmación es justam en
te la esperanza reducida a su núcleo inteligible; lo que la caracteri
za es el movimiento mismo p o r el cual rechaza el testimonio en
nombre del cual se pretendía rechazarla. Hay que añadir que la es
peranza así concebida encuentra a la vez un símbolo y un punto de
apoyo en todas las experiencias de renovación consideradas no en
su mecanismo filosófico o incluso físico, sino en el eco infinito
que despiertan en quienes son llamados sea a vivirlas directamen
te, sea a experimentar simpáticamente sus beneficios. Así se ilumi
na y se completa lo que dijimos antes sobre la relación que se es
tablece entre el alma y el tiempo, en la esperanza. ¿No se podría
decir que ésta implica siempre el lazo supralógico de una vuelta
(.nostos) y de una novedad pura (kainon ti)? Podríamos entonces
Fenomenología y metafísica de la esperanza 79
A Julien Lanoé
Antes que nada les debo evidentemente una palabras que expli
quen el título con el que se les ha anunciado esta conferencia. Títu
lo un poco desconcertante, lo reconozco, y que puede parecer rara
mente sensacional. ¿Por qué no haber titulado esta charla: «El
problema de la familia»? Por múltiples razones: para empezar, no
hay un problema de la familia, sino una infinidad de problemas de
todo tipo que no se podrían unificar; varios de ellos han sido o serán
tratados ante ustedes con una competencia de la que carezco. Pero
sobre todo,¿la familia me parece que pertenece a un orden de reali-"
dades, incluso diría de presencias, que sólo pueden dar lugar a pro
blemas en la medida en que ignoramos no tanto su carácter peculiar,
cuanto la manera en que nosotros, humanos, estamos implicados en
ellas.¡Pido perdón por verme obligado en este momento a citarme a
mí mismo, ya que debo recurrir a una distinción que traté de intro
ducir hace aproximadamente una decena de años en el dominio de
la filosofía concreta, y cuyo alcance es, a mi entender, considerable.
Para m igólo hay problema, decía entonces, cuando me veo obli-i
gado a trabajar sobre datos que son -o , por lo menos, que puedo ha
cer- exteriores a mí; datos que se me presentan con un cierto desor
den, que me esfuerzo por sustituir con un orden capaz de satisfacer
las exigencias de mi pensamiento. Cuando esta sustitución se pro
duce, el problema queda resuelto. En cuanto a mí, que me dedico a
este trabajo, estoy fuera (más acá o más allá, como se quiera) de
esos datos de los que trata. Pero allí donde se trata de realidades ín
timamente ligadas a mi existencia, y que sin duda la rigen en cuan
to existencia, ya no puedo en conciencia proceder de igual manera.
Es decir, no puedo hacer abstracción de mí, o si se quiere, realizar
un corte entre mi yo, por una parte, y un dato que me estaría pre
sente, de otra: pues estoy efectiva y vitalmente comprometido con
82 Homo viator
cierta medida al menos, sólo son válidas para ella sola. De ahí se
concluye que el juicio pierde todos sus derechos allí donde preten
de aplicarse al particular, a tal matrimonio sin hijos, a tal familia
gravitando alrededor de un hijo único. Nunca sabemos -n o tene
mos por qué saber- qué decepciones, qué pruebas secretas oculta lo
que de entrada se estaría tentado de condenar como una prueba de
egoísmo, de pusilanimidad o de esterilidad voluntaria. Felizmente,
por otro lado: pues la intrusión del juicio en el mundo de lo privado
es intolerable en principio, apenas separable de un fariseísmo pro
piamente odioso. Pero el juicio recobra sus derechos allí donde se
ejerce sobre realidades de tipo social tales como la multiplicación
del divorcio, la generalización de medidas anticonceptivas o de los
abortos; sobre todo, puede ejercerse con todo conocimiento de cau
sa y justamente contra una propaganda execrable orientada a con
ferir una justificación racional a tales prácticas^
Pero desde mi punto de vista en realidad,no se trata, ya lo hemos
comprendido, de proclamar el carácter inmoral o antisocial de un
acto o de una conducta: más bien hay que discernir en tales actos, en
tales conductas, los síntomas de una desafección de los seres por el
ser, que verdaderamente no implica el rechazo de una promesa ex
plícitamente formulada, sino la retracción por la que un organismo
espiritual se reduce, se deseca, se suprime de la comunión universal
donde encontraba el principio nutriente de su vida y de su creci
miento. Mas lo que aquí debe llamar la atención es que, por una te
mible perversión del espíritu, esta esclerosis se interpreta como una
emancipación, esta atrofia como una apertura. Aquí está el pecado
sin remisión del que es culpable cierta ideología; se ha imaginado li
berar a la persona, cuando en realidad la asfixiaba^ Volviendo a con-„
siderar y transponiendo la célebre comparación de Kant, diría que,
creyendo aligerar el peso de la atmósfera que abruma al alma hu
mana, la hemos transportado a un medio enrarecido donde ya no
puede respirar normalmente. Pero lo que es trágico en el mundo del
alma es que los peligros mortales no se han denunciado como lo han
sido en el plano físico, con mayor o menor premura, por síntomas
irrebatibles, por sufrimientos frente a los que el organismo está obli
gado a reaccionar, como se obedece a la más imperativa de las seña
les. Aquí, desgraciadamente, la euforia de los que mueren puede
prolongarse durante generaciones sin que el agonizante, echado a
perder por médicos clínicos ciegos, se dé cuenta de que está agoni-j
102 Homo viator
zando. Con todo, estas palabras son aún demasiado débiles: puesjo
que aquí constituye una amenaza no es la muerte, que después de to
do es en esencia una purificación, sino el desatino, la degradación,
la perversión bajo las innumerables formas que ella presenta en el
ser humano y cuya diversidad proteiforme es como la contrapartida
__o la contraseña de su dignidad y de su vocación eterna^
Quizá ahora estemos en condiciones de discernir por qué es
'‘“ verdadero decir que el misterio familiar es un misterio detfidelidad
y de esperanza; en el origen de la crisis de las instituciones fami
liares el análisis descubre un desconocimiento cada vez más pro
fundo de esas virtudes en las que se consuma la unidad de nuestro
„ d e s tin o , temporal y supraterrestre al mismo tiempo^
LPor lo que respecta a la fidelidad se debe disipar en primer lu
gar un error o una ilusión fundamental: estamos demasiado incli
nados a considerarla como una disposición interior orientada hacia
el mantenimiento puro y simple de un estado existente de cosas, co
mo una simple salvaguardia. Pero en realidad la fidelidad más au-
__ téntica es una fidelidad creadora.¡Para asegurarlo, lo mejor es dedi
carse a captar la relación tan compleja que une al niño con sus
padres. Ahí existe una relación que siempre corre el riesgo de ser
alterada por partida doble: unos, profesando un tradicionalismo es
trecho y rigorista, mirarán al niño como puro deudor de aquellos
que le han dado la vida; otros, minimizando por el contrario esta
deuda, aunque no la lleguen a negar radicalmente, tratarán al niño
como acreedor; la vida no les parece un beneficio, sino por el con
trario una carga aplastante que los padres, en su dejadez egoísta,
hacen pesar sobre las espaldas de un inocente. Ya tuve ocasión de
señalar que los fenómenos de disolución familiar, que se han mul
tiplicado en nuestra época, están ligados a esta depreciación sis
temática de la vida; los malthusianos pretenderán más o menos sin
ceramente que es por piedad hacia la posible descendencia por lo
que le niegan la existencia; pero no dejaremos tampoco de seña
lar que esta compasión se ejerce con poco gasto, no sobre seres
existentes, sino sobre una ausencia, sobre una nada de ser; viene en
efecto a servir, con una oportunidad muy sospechosa, a los intere
ses del egoísmo más cínico, y apenas se puede separar de una filo
sofía pobre que mide el valor de la vida por los encantos y las faci
lidades que dispensa. No es menos cierto que el tradicionalismo
puro constituye aquí como en otras partes una posición inaceptable.
El misterio fam iliar 103
A Jean de Fabrégues
verbal como ese «porque», sin más, que se opone a una pregunta
juzgada como indiscreta o vana. Esto significa que el acto realizado
por vocación aparece a aquél que lo juzga desde fuera como esen
cialmente gratuito, mientras que el sujeto mismo lo vive como ple
namente necesario o como sobremotivado, en verdad demasiado
necesario como para poder ser explicado o justificado. Pero a par
tir del momento en que el hombre se pregunta por qué podría que
rer tener hijos, se puede decir que instaura entre su conciencia re
flexiva y el ser vivo que sigue siendo a pesar de todo, el mismo
régimen de incomprensión sistemática que prevalece entre aquel al
que anima una vocación desde dentro y aquél que desde fuera cues
tiona esta vocación y en el fondo la rechaza.
Sin duda se me responderá que es ilegítimo asimilar el instinto
genésico a una vocación. Pero este acercamiento no parece arbitra
rio a no ser que uno se forme de la vocación una idea exangüe y
descolorida; si ella no fuera más que un gusto o una aptitud está
claro que no podría resistir al examen. Pero si es verdaderamente
una llamada, el asunto es completamente diferente. Aquí y allí se
supone que el individuo de alguna manera está obligado a inmolar
sus fines personales inmediatos, o incluso hacer tabula rasa de los
arreglos que pueden parecer más conformes al sentido común, a
las exigencias de una razón calculadora. No se le ocurrirá a nadie
pretender que la vocación, precisamente porque no puede ser pro
piamente justificada por aquel mismo que la reconoce como ínti
mamente suya, se sitúa más acá de la zona en la que los motivos se
explicitan y se formulan. La experiencia muestra distintamente que
cuanto más imperiosa es la vocación, menos fácil es dar cuenta de
ella invocando tal fin corrientemente reconocido como bueno (el
dinero, el poder, la seguridad la fama, etc.). Se puede decir que es
ta trascendencia de la vocación está siempre vinculada a la presen
cia de una generosidad que desborda todo posible interés: esto es
particularmente cierto en las vocaciones como la del sacerdote, el
artista, el médico o incluso el soldado, y lo es menos en el caso del
técnico, en el que tiende a confundirse con el ejercicio de una fa
cultad estrictamente especializada. Resulta evidente que renunciar
a seguir una vocación, sea por el motivo que sea, y por razonable
que pueda ser esta renuncia, no es de ninguna manera liberarse o
emanciparse: es incluso exactamente lo contrario; y esto no podría
rechazarse más que en nombre de una concepción que significaría
118 Homo viator
sobre todo allí donde se trata del hijo, y más esencialmente aún del
hijo único. En una civilización como la nuestra, el hijo se le apare
ce al padre normalmente como el heredero, como aquél que toma
rá el relevo; o al menos así era corrientemente en la sociedad de
ayer. Y allí donde el padre no espera del hijo más que le suceda y
prosiga su obra, muy a menudo le pide que triunfe allí donde él
mismo ha fracasado, que aporte los triunfos que una m alintencio
nada suerte le ha negado. Y a partir de aquí, muy a menudo, una es
pecie de tensión entre ambos: el padre vigila con desconfianza a
este ser nuevo sobre el cual tiene perspectivas precisas, pero que
parece animado por una voluntad propia, una voluntad incompren
sible y capaz de reducir a la nada los sabios proyectos largamente
acariciados; el hijo, por su parte, si no es de una docilidad ejemplar
o de una estupidez a prueba de todo, no puede dejar de sentir a la
larga una sorda irritación cuando comprende que su futuro está co
mo hipotecado por los designios paternos. Todo esto es especial
mente verdad de nuevo, para el hijo único, y más aún en un medio
modesto en el que una educación representa sacrificios onerosos
de los que se espera que den frutos en más o menos breve lapso de
tiempo. Ahora bien, se puede decir sin dudarlo que cuando la rela
ción acreedor-deudor viene a conferir sus determinaciones propias
a la relación entre padre e hijo, ésta queda irremediablemente com
prometida y pierde su autenticidad. Evoco aquí por analogía una
obra en la que mostré hace tiempo a una mujer abandonada por su
marido, sacrificándose o creyendo sacrificarse por su hijo único,
pero ejerciendo en realidad sobre éste el chantaje sentimental más
odioso; en un caso de este género, se realiza una transferencia de
sastrosa en favor de la madre, que acumula sus derechos y los del
padre ausente y fallido. A causa del hijo ella rechaza volver a ca
sarse con un hombre al que cree amar, y por ahí viene todavía a
agrandarse la deuda que pesa sobre el hijo. Se puede dudar, a de
cir verdad de que entre padre e hijo se establezca alguna vez una
relación tan malsana, tan profundamente pervertida y destructora.
Todo ocurre como si la intimidad camal entre madre e hijo se vol
viera aquí contra él y viniera a alterar su trasfondo y a disociar el
alma del adolescente. No es menos verdad que el malentendido en
tre padre e hijo puede desarrollar las consecuencias más funestas.
Ciertamente existen casos en apariencia inversos y que no han
dejado de multiplicarse a medida que los lazos familiares tendían a
El voto creador 123
A Bertrand d’Astorg
A Jean Grenier
A Gustave Thibon
promiso con un partido, con todas las servidumbres que éste pueda
acarrear. Pero siendo para Royce la lealtad el bien supremo, el con
flicto entre dos lealtades que se combaten es el peor de los males.
Habrá que reconocer que hay causas que son favorables y otras que
son contrarias al desarrollo de la lealtad en el mundo. «Una causa
es buena no sólo para mí, sino para la humanidad -e s decir, en si
en la medida en que ella misma está al servicio del espíritu de leal
tad, es decir, en la medida en que contribuye a venir en ayuda de la
lealtad de nuestros semejantes y a favorecerla». Esto quiere decir
que hay una causa universal que es la de la lealtad en el mundo; la
lealtad es contagiosa, es un bien que se expande, es un fermento cu
ya potencia es extraordinaria. Tal es la causa a la cual debo consa
grarme; cuando digo la verdad, no sólo sirvo a la comunidad supra-
personal que formo con mi interlocutor: contribuyo a acrecentar en
el mundo la fe del hombre en el hombre, a estrechar los lazos que
hacen posible una comunidad universal.
Me parece que todo esto no puede ser discutido seriamente, y
conviene admirar el esfuerzo que ha hecho el filósofo americano
por salvar la universalidad sin apartarse del dominio de la acción
concreta. Pero al mismo tiem po seguramente sería abandonarse a
funestas ilusiones desconocer los obstáculos con los que este idea
lismo está condenado a chocar hoy de hecho, incluso obteniendo
de los espíritus una adhesión teórica e inerte. Y es precisamente
aquí donde estamos obligados a hacer intervenir la noción de si-
tuación.^Es probable que en ninguna época la fe del hombre en el
hombre, no sólo la fe en su semejante, sino la fe en sí mismo, ha
ya estado sometida a una prueba más dura, más temible. Lo que es
tá hoy en peligro de muerte es el hombre mismo en su unidad; y es
to es verdad tanto del individuo considerado como una totalidad
concreta como de la especie humana vista como el despliegue o la
expansión de una esenciaj A partir de ahí, la idea de Royce del es
píritu de la lealtad corre el riesgo de ser experimentada como aspi
ración sin contenido, como sueño inconsistente, como ficción.
LSobre las ruinas del humanismo puede evidentemente edificarse
una metafísica de la fe; y aquí se desarrolla una dialéctica apasio
nada. Pues si se puede decir que la muerte de Dios, en el sentido
nietzscheano, ha precedido y hecho posible la agonía del hombre a
la que asistimos, sigue siendo legítimo, en un cierto sentido, afir
mar que de las cenizas del hom bre Dios puede y debe resucitan)
Situación peligrosa de los valores éticos 169
— ""^L
una fatalidad cuyos principios no es imposible desvelar, tiende a~
perder cada vez más la conciencia de lo que es la vida, y añadiría
(pero esto, por supuesto, ya no se aplica a Bergson), en la medida
en que llega a persuadirse que estará un día en condiciones de fa
bricarla? Aquí todavía hemos de reconocer la función reguladora
que incumbe a la humildad^ Parece evidente que una biología que__
pretende autoconcederse en el terreno de la vida derechos análogos
a los que reivindican las ciencias físico-químicas en el seno de la
naturaleza inanimada es culpable inevitablemente de las intrusio
nes funestas que hemos visto generalizarse en nuestro días. Ade
más, estoy dispuesto a reconocer que es difícil y casi imposible tra
zar en este terreno una línea de demarcación precisa entre lo que es
lícito y lo que no lo es; hay ahí, como mucho, excepciones sobre
las que uno sólo puede pronunciarse con conocimiento de causa
después del examen minucioso de cada situación y de los princi
pios que se encuentran ahí encerrados. Pero lo que se puede afir
mar - y es lo que importa desde el punto de vista en el que me si
tú o - es que toda la demarcación se borra y el hombre abre un
hueco irreparable a lo monstruoso a partir del momento en que se
debilita en él esta piedad ante la vida, la única que puede orientar
sus iniciativas en un orden donde el asesinato aparece tan fácil, tan
indiscernible, tan tentador que ni siquiera es percibido como tal por
aquél que lo consuma.
No puede dejar de presentarse al pensamiento, en el punto al
que hemos llegado, una grave objeción, o al menos una cuestión
delicada. Poner en la base de la ética una especie de piedad pre
cristiana o peri-cristiana, ¿no es hacerla depender de un sentimien
to irracional sobre el que no tenemos ningún poder, o bien com
prometerse en la empresa paradójica o incluso desesperada que
consistiría en querer resucitar la religión natural que intentó muy
en vano construir la filosofía de las luces? ¿No es, en cualquier ca
so, arruinar esta especificidad de los valores éticos que se preten
día, por el contrario, salvaguardar?
Ciertamente es difícil responder de una manera plenamente sa
tisfactoria a esta cuestión en el marco de una breve exposición co
mo ésta. No podría hacerse, creo, más que luchando primero contra
la distinción clásica y arbitraria entre sentimiento y razón. Como
ilustración de lo que quiero decir en este momento, se podrían evo
car los bellos análisis que ha hecho, por ejemplo, Soloviev del pu-
176 Homo viator
naturaleza íntima del ser que no es lo que no es. Si, por ejemplo,
digo de un tintero que no es un pájaro, ni el tintero ni el pájaro per
manecen indemnes por la negación. Esta es una relación externa
que sólo puede establecerse por una realidad humana que haga de
testigo. Por el contrario, existe un tipo de negación que establece
una relación interna entre lo que se niega y aquello de que se nie
ga. De todas las negaciones internas, la que penetra más profunda
mente en el ser, la que constituye, en su ser, el ser de lo que niega
con el ser que niega, es la carencia. Esta carencia no pertenece a la
naturaleza del en sí, que es todo positividad. Y no aparece en el
mundo más que con el surgimiento de la realidad humana» (p.
129). La carencia hace su aparición con el hombre, y esto quiere
decir que la realidad humana misma es una carencia. Pero veamos
bien qué significa esto: esta carencia no es constatada desde fuera;
es, por el contrario, vivida desde dentro como carencia, y el autor
llega a decir que el ser del cual se trata se constituye como su pro
pia carencia. El deseo sólo es posible a partir de una estructura co
mo ésta: el deseo, o modos de pensamiento tales como el potencial
simple o compuesto, que es inmanente al disgusto o a la nostalgia.
Estamos, a decir verdad alimentados por una psicología engañosa
que elude sistemáticamente la antinomia inherente al hecho de ser
lo que no se es, imaginando las realidades míticas que son los es
tados de conciencia', por ejemplo, un disgusto o un recuerdo «que
se tiene». Con ello se instituye una realidad enteramente ficticia
entre el yo, por una parte, y estructuras parasitarias por otra, que se
anexionarían a él o encontrarían sitio en él. Es una reflexión impu
ra la que inventa estos objetos psíquicos, y que desemboca en una
falsa mecánica en la que se debe reconocer una verdadera magia.
Por mi parte confieso que sólo entreveo, por lo demás imperfecta
mente, lo que podría ser la reflexión pura que, disipando los nuba
rrones de lo psicológico, y «siendo simple presencia del para sí re
flexivo para el para sí reflexionado, sería a la vez la forma original
de la reflexión y su forma ideal» (p. 201).
Lo que se desprende mucho más nítidamente es la noción del
conocer en la que se desemboca cuando se concibe la carencia co
mo constitutivo del existir humano. Resulta molesto tener que to
mar un verbo substantivamente, pero quizá es el único medio para
evitar el equívoco que se fija en francés al término ser, por su do
ble naturaleza gramatical. Para empezar, el conocimiento es un
El ser y la nada 183
Todo este análisis puede ser tenido por válido. Quizá el uso del
término elección es lo único que puede prestarse a discusión. ¿Nos
preguntamos si yo me escojo verdaderamente como descontento
con Mont-de-Marsan? Esta manera de expresarse me parece des
naturalizar los datos de la experiencia; por más que se intente de
mostrarme las ventajas y los atractivos de una vida pasada en
M ont-de-Marsan, por mucho que intente dejarme persuadir: es
más fuerte que yo, Mont-de-M arsan me horroriza. ¿Dónde está
aquí la elección? ¿Dónde está la libertad? Para el sentido común y
El ser y la nada 185
Sartre se hace entender mejor cuando dice que «el cuerpo está allí
en todas partes como lo superado y sólo existe en tanto yo me eva
do de él anonadándome». ¿No se podría decir, sin embargo, mucho
más concreta y simplemente, que en tanto viviente me consumo y
renazco perpetuamente de mis cenizas? La vida es muerte y resu
rrección perpetua. En este sentido yo no ceso de anonadarme más
que volviéndome cadáver. El cuerpo está así destinado a ser perpe
tuamente más que él mismo o menos que él mismo; en ningún ca
so es idéntico a sí mismo; en el lenguaje de Sartre habría que decir
que es lo contrario mismo del en sí. Aquí podrían suscitarse m u
chas cuestiones; ¿no convendría en particular investigar si la m o
dalidad ontológica del cuerpo definido de esta manera es verdade
ramente reducible al para sí como pretende el autor, y está incluso
obligado a pretenderlo, debido a sus premisas?
Observa, por otra parte, que si el cuerpo es mi contingencia, si
Platón tenía razón cuando decía que el cuerpo es lo que individuali
za el alma, «sería inútil suponer que el alma puede arrancarse a esta
individualización separándose del cuerpo por la muerte o por el pen
samiento puro, pues el alma es el cuerpo en tanto que el para sí es su
propia individuación» (p. 372). Aquí aparece a plena luz lo que es
difícil no llamar fondo crudamente materialista de la doctrina.
Este fondo dogmático no es menos manifiesto cuando el autor,
después de haber observado muy justamente que la ausencia de un
ser es aún un modo de presencia, experimenta la necesidad de aña
dir que esto sólo se aplica a la ausencia de uno que vive. «En Lon
dres, en la India, en América, en una isla desierta, Pedro está pre
sente para Teresa que se ha quedado en París; no cesará de estarle
presente más que a su muerte» (p. 338). Pero esto mismo, ¿con qué
derecho se afirma? Desde el punto de vista fenomenológico, basta
con una experiencia de comunión mantenida entre uno que vive y
un muerto querido para quitar a esta afirmación todo valor y todo
sentido. Un análisis concreto permite además establecerlo. Pedro,
que se va lejos, permanece presente para Teresa incluso si está du
rante algún tiempo sin noticias de él; estas noticias ya no llegan
porque Pedro ha caído enfermo y no puede escribir; Pedro acaba
por sucumbir a causa de esta enfermedad. Pero la situación de Te
resa, que ignora su muerte y que siempre espera una carta, no se
m odifica por ello, a menos que se la considere desde el punto de
vista groseramente realista del en sí; de hecho, a partir del 24 de
noviembre, Teresa es viuda; pero puesto que ella no lo sabe, ¿en
qué le está menos presente Pedro el 25 que el 23? ¿Cómo no pre
guntarse si no se ha producido aquí una confusión desastrosa entre
dos planos cuya distinción habría que mantener, sin embargo, a to
da costa: el del para sí y el del en sí; y si, en resumen, cualquier es
fuerzo que haga el autor en general por deshacerse de este último,
no es él quien se impone en primer lugar, mucho menos a su pen
samiento que a su imaginación? Esto es tanto más singular cuanto
que el autor que, lo repito, pretende apoyarse en todas las circuns
tancias sobre el cogito pre-reflexivo, es decir, sobre la inmanencia
de la conciencia a una experiencia sea cual sea, se pone, con una
tenacidad digna de admiración, a desarrollar todas las implicacio
nes del para sí. La cuestión más grave que plantea la obra es en rea
lidad la de saber cómo puede ser que, a partir de premisas que en
otro tiempo se denominaron idealistas, Sartre llegue a consecuen
cias que un materialista no rechazaría. El autor protestaría, sin du
da, alegando el lugar central que ocupa la libertad en su doctrina.
Pero ¿no hemos reconocido por el camino que ésta no es para él, en
el fondo, más que la contrapartida o incluso la expresión positiva
de una carencia, de un desprendimiento, de una imperfección? ¿No
alcanzamos así de una manera muy inesperada las concepciones
epifenomenistas, para las que la conciencia está ligada a una adap
tación imperfecta? Ciertamente, sería excesivo y quizás incluso
inicuo afirm arlo pura y simplemente. L a verdad parece ser más
bien, de nuevo, que esta idea compleja, y que se embrolla sin cesar
en un vocabulario más bien recibido que recreado, está atravesada
por corrientes divergentes. Hay motivos para creer que es en la os
cura introducción de la obra donde se podría indicar el principio de
estas contradicciones. Me parece que se ubica en lo que Sartre lla
ma con un término peligrosamente equívoco: la transfenomenali-
dad del ser. Contrariamente a lo que se podría creer, este término
no apunta absolutamente a nada que se asemeje a la cosa en sí kan
tiana. El ser transfenomenal de los fenóm enos... es el ser de esta
mesa, de este paquete de tabaco, de la lámpara, más en general, el
ser del mundo que está implicado por la conciencia. Ésta exige
simplemente que el ser de lo que aparece no exista sólo en tanto
que aparece. El ser transfenomenal de lo que es para la conciencia
es, él mismo, en sí (p. 29). Esto se ilumina o se precisa más tarde,
cuando el autor define la intuición -q u e es, según él, el único co-
190 Homo viator
dan mal que bien con la sonoridad general más bien nietzscheana
del libro. Observemos además que el término «osar» en el texto
que acabo de citar se presta a la ambigüedad: ¿se quiere decir: na
die tendría el coraje o la fuerza de dar a la vida un sentido que sólo
él percibiría; o bien: nadie tendría el descaro irracional de proceder
así? Me inclino a la segunda interpretación, pero sin garantizar su
exactitud. Uno puede preguntarse además si el tormento espiritual
no comporta aquí una especie de fluctuación entre juicios de valor
'“contrarios. Sea como sea,¡desde el momento en que una experien
cia se propone, apela al juicio. Ahora bien, no se juzga una fiebre:
_ se la constata, se miden sus efectos, o ciertos efectosj Estamos,
pues, obligados, aunque no fuera más que para responder a la lla
mada patética que nos es dirigida, a buscar lo que aquí es capaz de
tomar cuerpo, de tomar forma de verdad.
Maurice Blanchot, que no es sólo el amigo y el confidente del
autor, sino un exegeta notablemente penetrante de su pensamiento,
nos hace aquí el gran servicio de formular lo que él considera co
mo las proposiciones fundamentales de la «nouvelle théologie»
(,sic); así establece el fundamento de cualquier vida espiritual, que
no puede más que:
Tener su principio y su fin en la ausencia de salvación, en la re
nuncia a toda esperanza.
A firm ar de la experiencia interior que es la autoridad (aunque
toda autoridad se expía).
Ser negación de sí misma y no-saber2.
Dudo verdaderamente que se haya llegado más lejos en la for
mulación de un nihilismo radical. Pero antes de examinar el senti
do y el alcance de estas proposiciones, hemos de precisar lo que
Bataille y Blanchot entienden justamente por experiencia interior.
«Entiendo por experiencia interior lo que habitualmente se de
nomina experiencia mística» (p. 17). He aquí algo quizás más ca
tegórico que claro. En otro lugar el autor declarará, no sin ingenui
dad que ha «seguido hasta el final el método de vaciamiento de
san Juan de la Cruz». Lo cual no le impedirá además, por razones
sobre las que tendré que volver, condenar la ascesis. «Que una par
tícula de vida exangüe, que no ríe, refunfuñante ante los excesos de
alegría, falta de libertad alcance o pretenda haber alcanzado el ex
* * *
esto. Pero al menos tenía esta verdad tanto como ella me tenía a
m í... Era como si hubiera esperado durante todo el tiempo este mi
nuto y este otro pequeño en el que yo sería justificado: nada, nada
tenía importancia, y yo sabía bien por qué. Él también sabía por
qué, desde el fondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda
que yo había llevado, un soplido oscuro remontaba hacia mí a tra
vés de los años que todavía no habían llegado, y este soplido igua
laba a su paso todo lo que se me proponía entonces en los años más
reales que yo vivía... ¿Lo comprendía él, comprendía pues? Todo
el mundo era privilegiado, no había más que privilegiados» (El ex
tranjero, p. 157).
¿Qué decir? «Este privilegio -escribe Blanchot (Paso en falso,
p. 260)- expresa la justificación final que pone a cada uno de acuer
do con lo que ha hecho, que lo recompensa por no haber eludido na
da ni reservado nada para más tarde, y que le hace sensible su pa
rentesco con el mundo incognoscible». No me gusta nada esta
última referencia, me parece de tal naturaleza que puede despistar al
lector. Camus mismo, en un artículo importante sobre Franz Kafka,
se expresa con más brutalidad, pero también con más fuerza. «En
un mundo donde todo está dado y nada se explica, la fecundidad de
un valor o de una metafísica es una noción vacía de sentido».
Está claro que esta última afirmación podría discutirse total
mente. Para empezar, ¿tiene sentido hablar de un mundo donde to
do está dado y nada está explicado? ¿Acaso no es evidente que lo
propio de la explicación, en un mundo cualquiera, consiste preci
samente en no estar dada, en no poder ser más que descubierta, de
manera que al mundo, que es el nuestro, el autor le opone la idea,
no de otro mundo no realizado, sino de algo que no sería en abso
luto un mundo? Pero eso no es to d o jjo se ve por qué en el interior
de un mundo irracional no podrían instaurarse valores positivos^
Nietzsche no habría suscrito seguidamente la fórmula de Camus.
Pero conviene luchar más directamente todavía contra la posición
que aquí se defiende con algo más que talento, con una especie de
áspera exaltación que no puede sino intimidar a espíritus mal pro
tegidos, o incluso abrir brechas en las conciencias que han refle
xionado de forma imperfecta sobre las convicciones de las cuales
creen alimentarse.
La rebelión tal como se nos ha definido «da su precio a la vi
da. .. El absurdo es la tensión más extrema del hombre, aquella que
214 Homo viator
las que el hombre está sujeto suelen permanecer durante largo tiem
po indoloras y como indistinguibles. Pero este taedium vitae, favo
recido por circunstancias inhumanas, tanto entre los privilegiados
holgazanes como entre los proletarios desheredados, no ha sido po
sible sino por la ruptura, o más exactamente la relajación, del lazo
ontològico que une cada ser en particular al ser en su plenitud. Me
parece que el psiquiatra o el psicoanalista no sobrepasarán las es
tratificaciones más superficiales de la realidad humana y de los
males humanos mientras no hayan sabido localizar esta lesión fun-
. cional, o si se quiere, este traumatismo ontològico, por irrepresen-
¿ tab le que sea^
Todavía hace falta, y esto es el punto esencial sobre el cual
— quiero insistir al terminar,) que el traumatismo sea reconocido co
mo traumatismo, que la anomalía sea reconocida como anomalía;
para que esta condición sea satisfecha, es necesario que la noción
de orden humano sea salvaguardada; y es precisamente esta noción
la que hoy día es atacada por todas partes. Sin duda pertenece a la
esencia del hombre poder, de alguna manera, cuestionarse a sí mis
ma; además, aquí no hay más que una transposición espiritual o
ideal de lo que representa en el plano de la vida la posibilidad per
manente del suicidio. Camus, que toma posición contra el suicidio,
¿sospecha que la actitud espiritual que preconiza es en el fondo só
lo un equivalente más sutilmente destructor? En realidad lo que se
nos impone es la restauración de una dogmática cuyas bases han si
do sistemáticamente sacudidas. Pero parece que nos encontramos
en presencia de un círculo vicioso; en efecto, esta dogmática, para
reconstituirse, ¿no supone la convicción que ella debe permitir jus
tificar? Planteado en términos puramente intelectuales, el proble
ma es insoluble; pero es que un modo semejante de formulación es
perfectamente inadecuado. Este problema surge para seres vivos:
para seres comprometidos con un destino singular que tienen que
afrontar y comprender. Quizá se esté en el derecho de presumir que
es tomando conciencia de la destrucción y del caos que engendra
inevitablemente todo nihilismo ontològico como el ser humano
_puede despertarse a la conciencia del ser evocado en su plenitud^
3 LPara resumir mi exposición, diré que el modo de pensamiento
cuyas dos manifestaciones particularmente significativas he inten
tado analizar hoy puede ser concebido sea como un juego perver
so y fascinante, sea más profundamente, con más equidad también,
El rechazo de la salvación 221
P r im e r a pa r te
1. «Heil dem Geist der uns verbinden mag; / Denn wir leben wahrhaft in Fi
guren. / Und mit kleinen Schritten gehen dir Uhren / Neben unserem eigentlichen
Tag».
224 Homo viator
que existan, esforzándome por evocar este clima rilkeano que pa
rece poder convenir actualmente a muchas almas que el cristianis
mo aún no ha sabido atraer.
Conviene decirlo a continuación categóricamente: se traiciona
ría por completo el pensamiento de Rilke si no se subrayara la opo
sición creciente que se manifiesta en él a la religión de Cristo. An-
gelloz se pregunta si el origen de esta desafección no habría que
buscarlo en un sentimiento de rencor hacia Aquél que, habiéndole
enseñado la resignación y la compunción, lo había entregado por
anticipado a los sarcasmos humillantes de sus camaradas de la Es
cuela de Cadetes. El incidente relatado en una carta a su novia, la
señorita von David-Rhonfeld, pudo producir en él un trauma de re
percusiones amplias; pero creo que sería arriesgado exagerar su im
portancia. El no-cristianismo de Rilke tiene raíces mucho más pro
fundas. Este fragmento de su diario del 4 de octubre de 1900 me
parece particularmente instructivo. «Para los jóvenes... Cristo re
presenta un grave peligro; es aquél que está muy cerca, aquél que
encubre a Dios. Estamos habituados a buscar lo divino con las me
didas de lo humano. Tomamos las costumbres de la flojedad al con
tacto de todo eso humano, y más tarde seremos congelados por el
aire áspero de las cimas de la eternidad. Vagamos entre Cristo, las
dos Marías y los santos; nos perdemos entre las formas y las voces.
Experimentamos decepción tras decepción ante este elemento me
dio familiar que no causa ni sorpresa ni temor, y no nos arranca de
lo cotidiano. Nos acomodamos, pero para encontrar a Dios no ha
bría que acomodarse». Parece que se puede distinguir en tales lí
neas una confesión retrospectiva que nos ilumina acerca de las con
diciones en las que muy pronto, sin duda poco después de su salida
de Sanlct Pólten, Rilke se separó del cristianismo (en 1891, fecha de
su salida de la Escuela de Cadetes, tenía dieciséis años). Segura
mente el texto que acabo de citar manifiesta una exigencia de tras
cendencia irrecusable. Recordemos, sin embargo, que siempre se
ría una cierta imprudencia usar a propósito de Rilke vocablos
técnicos que no convienen más que a filósofos de oficio. Lo que se
discierne al menos en estas pocas líneas es un horror hacia lo ence
rrado y también una cierta promiscuidad, que es correlativa en el
poeta de las Elegías a su amor por la soledad y también a esta pa
sión por el espacio sobre la cual Rudolf Kassner ha insistido tan
justamente. Ambos puntos deben aquí llamar nuestra atención.
Rilke, testigo de lo espiritual 227
loquismo. Aquí no hay nada parecido, por suerte; ¡cuánto más uni
forme es la voz, más musical, o simplemente más humana!
«En Rusia -dice A ngelloz- Rilke ha tenido la revelación de un
mundo donde Dios se crea» {Rilke, 122). Es probablemente exac
to completamente. «Rusia -debía escribir más tarde Rilke a Ellen
K ey- fue la realidad al mismo tiempo junto con esta profunda in
tuición cotidiana de que la realidad es una cosa lejana y viene con
una infinita lentitud a aquellos que tienen paciencia consigo mis
mos. Rusia, el país en el que los hombres son seres solitarios, don
de cada uno lleva un mundo en sí, donde cada uno está lleno de os
curidad como una montaña, donde cada uno es profundo en su
hum ildad no teme abajarse, y por ello mismo es un ser de piedad.
Hombres llenos de lejanía, de incertidumbre y de esperanza, seres
que se hacen. Y por encima de todos, un Dios que nunca ha sido
definido, que eternamente se transforma y crece». Ya el 6 de julio
de 1898, la víspera del viaje a Rusia, evocaba al solitario por venir,
cuyos antepasados son todos los creadores. «Fuera de él no hay na
da, árboles y montañas, nubes y olas no habrán sido más que los
símbolos de esas realidades que encuentra en él. Todo ha confluido
en é l... Él ya no reza, es... Y cada Dios es todo el pasado de un
mundo, su sentido último, su expresión primera, y al mismo tiem
po la posibilidad de una vida nueva... Así lo siento: somos los an
tepasados de un Dios, y por nuestras más profundas soledades nos
sumergimos en los siglos por venir hasta su comienzo». Este texto
tiene manifiestamente el sentido de la interpretación propuesta por
Gunther. Me repugna, sin embargo, creer que el Dios en devenir o
por venir de Rilke se pueda pura y simplemente pensar como obra
maestra o genio futuro. «Yo hablaba de él en voz baja», cuenta Ril
ke en un fragmento de diario del que ya he citado antes algunas lí
neas. Aquí se trata de Dios.
Decía que estas lagunas, su injusticia, la insuficiencia de sus pode
res, se debían a su grado de desarrollo. Que él no estaba acabado.
¿Cuándo hubiera podido desarrollarse? El hombre tiene de él una
necesidad tan urgente que desde el origen lo experimenta y lo vive
como si estuviera ya ahí. El hombre tenía necesidad de que estuvie
ra terminado, y dijo: Dios es. Ahora es necesario que alcance este
devenir anticipado y nos toca a nosotros ayudarle. Es con nosotros
como se hace, crece con nuestras alegrías, y nuestras tristezas pro
yectan sombras sobre su rostro. No podemos hacer nada que no le
afecte desde que nos hemos encontrado con nosotros mismos. Y no
Rilke, testigo de lo espiritual 229
A mi modo de ver, todo esto se ilumina por una frase que figu
ra en la carta del 16 de mayo de 1911 a la princesa de Tour y Taxis,
que ya he citado: «No puedo comprender las naturalezas religiosas
que acogen y experimentan a Dios como lo dado, sin ensayarse en
él productivamente» («ohne sich an ihm produktiv zu versuchen»),
Pero he aquí algunos otros temas, algunos motivos que vienen a
form ar con este una extraordinaria sinfonía, cuya unidad en vano
se buscaría encerrar en una fórmula inteligible.
Nadie vive su vida.
Los hombres son azares, voces, fragmentos,
algo cotidiano, temores, muchas pequeñas felicidades
disfrazadas desde la infancia, enmascaradas;
es su máscara la que habla, sus rostros se callan.
Pienso a menudo: debe haber tesoros
donde descansan todas estas vidas
como corazas, literas o cunas
donde nada real accedió nunca;
son como hábitos que no pueden
mantenerse rectos y que se inclinan
a lo largo de los muros de piedra volteados.
Y si al anochecer yo me alejara cada vez más
de mi jardín donde la fatiga me pesa,
238 Homo viator
2. «Du aber bist der tiefste Mittellose, / Der Bettler mit verborgenem Gesicht, /
Du bist der Armut grosse Rose, / Die ewige Metamorphose / Des Goldes in das
Sonnen Licht».
242 Homo viator
Y este poema termina con la evocación del santo de Asís, que sin
embargo no es nombrado; un san Francisco que sería también Orfeo.
Cuando murió, ligero como sin nombre,
él fue distribuido: su semilla se desliza
en riachuelos; en los árboles canta su semilla
y desde el fondo de las flores le mira.
Él se tendía y cantaba. Y cuando vinieron las hermanas,
ellas lloraron a su esposo bienamado.
Oh, ¿dónde se ha ido el sonido tan claro?
¿Por qué los pobres que esperan no lo sienten
desde lejos, a él, su alegría y su juventud?
¿Por qué no se levanta ella en los crepúsculos,
la gran estrella de la noche de la pobreza?
244 Homo viator
Hay que añadir que los límites de esta experiencia son empuja
dos mucho más allá de lo que se les asigna ordinariamente. «La vi
sión artística debe de entrada superarse a sí misma hasta el punto
de ver hasta lo terrible (das Schreckliche), y ver en aquello que nos
parece únicamente rechazable lo que es, lo que vale con el mismo
título que todo el resto». Este término de schrecklich, terrible, toma
aquí todo su valor: la guerra, cuya atrocidad Rilke sentirá hasta el
fondo, no hará más que ilustrar a una escala gigantesca una intui
ción fundamental que se traduce desde la primeras páginas de los
Cuadernos, y que podemos referir a la vez a los recuerdos de la Es
cuela de Cadetes y a la experiencia de la miseria parisina. «Quizá
-escribirá en Múnich el 6 de noviembre de 1914-, la angustia y la
desgracia no están en absoluto tan presentes hoy como lo estaban
antes, sino que ahora son más captables, más activas, más visibles.
Pues la desesperación en la que vive la humanidad desde el Co
mienzo no puede ser acrecentada por ninguna circunstancia exte
rior. Lo que puede crecer -a ñ a d e - es la comprensión de esta m ise
ria indecible, y quizá es hacia esta progresión hacia donde todo
converge hoy...».
Sin embargo es importante reconocer que, según su propia con
fesión, si hay que tomar la vida pesadamente no es en ningún gra
do en el sentido de una dimisión vital, de una negación. Tomar la
vida pesadamente es sopesarla con pesos verdaderos, es sopesar las
cosas según el quilate del corazón, no de la sospecha o del azar.
Nada de rechazo, más bien al contrario, adhesión infinita al existir
(Zustimmung zum Da-Sein). Apenas hay necesidad de subrayar el
acento casi nietzscheano -y o diría más exactamente beethovenia-
n o - de este sursum corda. Pero es respecto a esta profesión de fe
como se puede comprender lo que Rilke quiere decir cuando de
clara en una carta que los Cuadernos deben ser leídos a contraco
rriente. Esto se ilumina con el texto siguiente, que tomo de una car
ta dirigida a L. H. el 8 de noviembre de 1915: «Lo que se expresa
en los Cuadernos de Malte Laurid Brigge es simplemente esto:
¿Cómo es posible vivir cuando los elementos de esta vida son com
pletamente inabordables para nosotros? ¿Cuando en el amor somos
246 Homo viator
S e g u n d a parte
sible del mundo que ha frustrado casi todas las tendencias de su na
turaleza. Le ocurre que «envidia a aquellos que han muerto antes
de estos terribles acontecimientos y que ya no los experimentan, al
menos desde nuestro punto de vida terrestre: pues debe de haber
lugares en el espacio desde donde lo m onstruoso aparece todavía
como naturaleza, como conmoción rítmica de un universo consti
tuido en el ser, allí mismo donde nosotros nos abismamos» (Cartas
escritas durante la Guerra, p. 55). ¿Es posible no ser removido
hasta las entrañas cuando se leen hoy las siguientes líneas?: «Qué
escribir allí donde lo que se toca es indecible, desconocido, donde
ya nada os pertenece, ningún sentimiento, ninguna esperanza, don
de se consumen formidables reservas de dolores, de desesperación,
de sacrificio, de aflicción: todo esto en grande, como si el todo
existiera todavía, pero no ya el individuo; en ninguna parte se apli
can las medidas del corazón individual, que era sin embargo la uni
dad del cielo y la tierra, de todos los espacios y de todos los abis
mos». «Pase lo que pase -escribe a la princesa de Tour y Taxis el 2
de agosto de 1915- lo peor es que una cierta inocencia de la vida,
en la cual crecimos, ya nunca más existirá para ninguno de nos
o tro s... Incluso si nadie puede confesarlo en voz alta -d ic e -, nos
hace falta consuelo, los grandes consuelos inagotables cuya posi
bilidad yo he reconocido a menudo en el fondo de mi propio cora
zón, y he estado casi aterrado por contenerlos, ilimitados, entre lí
mites tan estrechos. Pues es cierto que el consuelo divino reside en
lo humano mismo: ¿qué haríamos nosotros con los consuelos de un
Dios? Pero haría falta que nuestro ojo fuera un poco más contem
plativo, nuestro oído más receptivo, que el sabor de un fruto nos
penetrara más perfectamente, que fuésemos más permeables al
olor, y que el contacto encontrara nuestro espíritu más presente y
menos olvidadizo, para extraer de nuestras experiencias más cer
canas los consuelos más persuasivos, más verdaderos y capaces de
triunfar sobre todas las penas que pueden sacudirnos». Y term ina
ré estas citas con una simple pregunta que no ha presentado nunca
un sentido tan patético como hoy: «¿Es que Dios tendrá alguna vez
tanta dulzura como para curar la enorme herida en que se ha con
vertido Europa entera?».
Me parece, para decirlo de paso, que si se adoptara el punto de
vista general de Gunther, se estaría casi fatalmente llevado a su
bestimar de una manera injustificable estas cartas escritas durante
252 Homo viator
la guerra, y en las cuales veo por mi parte uno de los más bellos tes
timonios humanos. Aquí no es el artista el que busca comprender y
se angustia: es el hombre; o más bien estamos ante una de esas ci
mas donde el hombre y el artista no son de ninguna manera separa
bles -cim as a las cuales han accedido los genios más auténticos que
se conocen, un Beethoven o un Tolstoi por ejem plo-. Esta obser
vación y las citas que le han precedido me parecen indispensables
si se quiere penetrar el sentido de las Elegías', contrariamente a la
Herodíada de Mallarmé o a la Joven Parca, aquellas encierran cier
tamente un mensaje para todos los hombres; y sobre este mensaje,
además muy imperfectamente descifrable, vamos a concentrar nues
tra atención ahora.
* * *
decir, en hacer caer esta muralla, sin por ello recaer en la precons-
ciencia del animal. Para ser completamente franco, confesaré que
no estoy totalmente seguro de que aquí no subsista una cierta am
bigüedad en el pensamiento de Rilke. Cuando nos acercamos a la
muerte, dice en alguna parte, dejamos de verla, y nuestra mirada se
fija delante como la del animal. Una observación semejante ¿no
tiende a mantener en el pensamiento una equivocación, de la que
podríamos preguntarnos si no es querida, entre un estado senil y
propiamente regresivo y una presciencia del cielo que puede a ve
ces iluminar como una gracia la noche de una existencia consagra
da? Presciencia del cielo, he dicho; y no puedo evitar preguntarme
si en definitiva lo abierto no es para Rilke una especie de sustituto
descristianizado e infinitamente precario de este cielo al cual aspi
ra y que en realidad no quiere.
Lo que me parece guardar un valor positivo es la idea constan
te en Rilke, y fundada sobre una experiencia inmediata y dolorosa,
de la sujeción m ortificante que comporta para una conciencia el
hecho de existir frente a otro ser y tenerlo como enfrente (gegenü-
ber); de ahí el trágico destino que pesa sobre el amor recíproco, o
más bien sobre la necesidad de reciprocidad en el amor. Tenemos
aquí la clave de una de las paradojas rilkeanas: la exaltación del
amor unilateral. No me sorprendería, para decirlo de paso, que la
separación ocurrida tan pocos años después del matrimonio entre
Rilke y Clara Westhoff se explicara precisamente por esta extraña
necesidad de ventilación; necesidad comparable a la nostalgia que
se observa en algunos animales indomesticables y cuya dulzura
ilusiona durante largo tiempo a quien quiere domesticarlos. ¿Se dio
cuenta Rilke de que ahí había en él una idiosincrasia en conjunto
bastante excepcional? Sentiríamos la tentación de dudar de ello
cuando se le ve considerar como una fatalidad de nuestra naturale
za la incapacidad en la que nos encontramos de desasirnos y des
prendernos; es decir, se sabe, de orientarnos hacia lo abierto.
¿Quién nos ha devuelto de tal manera
que en todos nuestros actos tenemos la actitud
de aquél que se va? Igual
que sobre la última colina desde donde el valle,
de un extremo a otro,
se extiende ante él, él se vuelve, se detiene, se retrasa;
así nuestra vida es una despedida perpetua.
Rilke, testigo de lo espiritual 259
3. «Aber weil Hiersein viel ist, und weil uns scheinbar / Alles das Hiesige
braucht, dieses Schwindende, das / seltsam uns angeht. Uns, die Schwindensten.
Einmal / jedes, nur einmal. Einmal und nicht mehr. Und wir auch / einmal. Nie
wieder. Aber dieses / einmal gewesen zu sein, wenn auch nur einmal: / irdisch ge
wesen zu sein scheint nicht widerrufbar».
260 Homo viator
4. «Erde, ist es nicht dies, was du willst: unsichtbar / In uns erstehen? - Ist es
dein Traum nicht, / einmal insichtbar zu sein? - Erde! Unsichtbar! / Was, wenn
Verwandlung nicht, ist dein drängender Auftrag? / Erde, du liebe, ich will. Oh
Rilke, testigo de lo espiritual 261
glaub, es bedürfte / nicht deiner Frühlinge mehr, mich dir zu gewinnen, einer, / ach,
ein einzig ist schon dem Blut zu viel. / Namenlos bin ich zu dir entschlossen, von
weit her. / Immer warst du im Recht, und dein heiliger Einfall / ist der vertrauliche
Tod. / Siehe, ich lebe. Woraus? Weder Kindheit noch Zukunft / werden weniger...
Überzähliges Dasein / entspringt mir im Herzen».
262 Homo viator
5. «Wolle die Wandlung. O sei für die Flamme begeistert / drin sich ein Ding
dir entzieht, das mit Verwandlungen prunkt».
6. «Was sich ins Bleiben verschliesst, schon ist das Erstarrte; / wänht es sich
sicher im Schutz des unscheinbaren Grau’s? / Warte, ein Härtestes warnt aus der
Ferne das Harte. / Wehe - : abwesender Hammer holt aus!».
264 Homo viator
Nada me sería más extraño que un mundo donde tales fuerzas o se
mejantes intrusiones tomaran la delantera. Y cosa extraña, cuanto
más reacciono así (después de cada sesión nocturna, por ejemplo,
me esforzaba por mantener el aspecto de la calmada noche estrella
da por igualmente grandioso y tan válido...), más creo marcar así
mi entendimiento con lo esencial de estos acontecimientos. Quie
ren, me parece, ser más bien soportados que reconocidos, no recha
zados sino llamados, aceptados y amados antes que cuestionados o
utilizados. Por suerte, mediáticamente hablando, soy inutilizable,
pero no dudo un segundo que a mi manera no me mantengo en es
tado de receptividad respecto a las influencias que ejercen estas
fuerzas a menudo apátridas, y estoy seguro de que no ceso nunca de
gozar o padecer su vecindad. ¡Cuántas palabras, cuantas decisiones
o dudas pueden ser realizadas a cuenta de su acción! En cuanto al
resto, es una de las disposiciones fundamentales de mi naturaleza
acoger el secreto en tanto secreto, y no como un desconocido por
desenmascarar; un secreto que permanece secreto completamente y
hasta el fondo, como un trozo de azúcar es azúcar en cada una de
sus partes... Estoy (y es quizá a fin de cuentas el único punto don
de una sabiduría ha enraizado lentamente en mí), estoy totalmente
despojado de curiosidad frente a la vida, mi propio porvenir, los
dioses... ¿Qué sabemos de las estaciones de la eternidad y del tiem
po de la cosecha?
¡Paciencia, paciencia,
paciencia en el azul!
¡Cada átomo de silencio
es la oportunidad de una fruta madura!
Vendrá la feliz sorpresa;
una paloma, la brisa,
el temblor más dulce,
una mujer que se apoya,
harán caer esta lluvia
donde nos arrojamos de rodillas.
surrección que los atraviesa como un soplo venido de otra parte es
tá al principio de una piedad hacia las almas y las cosas cuyo secre
to hemos de reencontrar hoy. ¿Manifestaré el fondo de mi pensa
miento? Esto es cierto incluso para la mayor parte de los cristianos,
incluso para aquellos que han sido auténticamente tocados por la
gracia. Pues en verdad padecemos todos en algún grado el contagio
del mundo maléfico donde estamos como sumergidos. Quizá hace
falta incluso añadir que el cristiano de hoy está a menudo tentado de
poner el acento más fuerte sobre la miseria y la abyección del mun
do entregado a sí mismo, para marcar mejor el valor redentor de las
fuerzas sobrenaturales que influyen, a la vez, desde arriba y desde
lo más profundo de sí mismo. Pero así el espíritu corre el riesgo de
extender sobre las cosas un juicio despreciativo que en su principio
quizá es sacrilego, y que contribuye además eficazmente a una de-
sacralización progresiva del mundo humano, del mundo sin más.
Mira la máquina:
Mira como gira y se venga
y nos desfigura y nos debilita (I, 18).
7. «Aber noch ist uns das Dasein verzaubert: an hundert / Stellen ist es noch
Ursprung. Ein Spielen von reinen / Kräften, die keiner berürht, die nicht kniet und
bewundert. // Worte gehen noch zart am Unsäglichen aus... / Und die Musik, im
mer neu, aus den bebensten Steinen, / baut im unbrauchbaren Raum ihr vergöttli-
ches Haus».
270 Homo viator
El orfismo rilkeano nos entrega aquí uno de sus más puros se
cretos: la gravedad no está en las cosas, está en nosotros. Nos tene
mos que liberar de ella, como se sacude un yugo tolerado durante
demasiado tiempo, para acceder a la realidad de las cosas, que es
candor, y para participar en nuestro ser mismo, en esta inocencia in
marcesible. En otra parte, en un soneto donde evoca los frutos ex
traños de la consolación (II, 17), se pregunta si no hemos podido por
una falsa precocidad, por una actividad prematura cuyos frutos no
tardan en secarse, turbar la ecuanimidad pacífica de los veranos...
Ciertamente sería necesario un trabajo de transposición muy
delicado para convertir en determinaciones del pensamiento dis
cursivo todo lo que no es aquí sino alusión, rememoranza o pres
ciencia. Estoy persuadido de que este trabajo no sólo es posible, si
no que se le impone a quien se quiere desprender del atolladero en
el que todo el pensamiento occidental corre hoy el riesgo de hun
Rilke, testigo de lo espiritual 271
ley que no habría sido dictada por nadie? jSe podría decir incluso—
que sólo una personalidad ofrece las perspectivas necesarias para la
rebelión. El mito prometeico, por cierto, toma aquí la plenitud de
su significación. Prometeo se rebela contra Zeus,.
¡Se podría, a decir verdad, plantear aquí una primera cuestión y
preguntarse lo que en la existencia es susceptible de convertirse en
esta protesta, digamos incluso esta acusación. Esta últim a expre
sión resulta particularmente instructiva. Pues acusar es acusar an
te un cierto tribunal: pero ¿de qué tribunal puede tratarse exacta
mente aquí? Únicamente de la conciencia, y tomo esta palabra en
una acepción maciza que por supuesto debería ser dilucidada. Ob
servemos, por una parte, que aquí el acusador y el tribunal pare
cen confundirse. Constatemos, por otra parte, que este Dios tradu
cido por la conciencia ante la conciencia tiene aspecto de ídolo, y
no se sabe ya muy bien en qué merece ser llamado Dios. La refle
xión no tendrá problem a en mostrar que en una situación seme
jante es sobre la conciencia donde se encuentra fijado el sello m is
mo de lo divino^ __
Pero dejemos de lado esta dialéctica. La historia del pensa
miento moderno (quizá sería mejor decir de las actitudes espiritua
les del hombre ante la realidad o ante el universo, como se quiera)
parece mostrar que,ja medida que esta rebelión contra Dios se pre-'
cisa, tiende por una especie de transmutación, sin duda inevitable,
a transformarse en una negación de la existencia misma de Dios, es
decir, del ser mismo que se pretendía incriminar o poner bajo acu
sación. Pero lógicamente parece que hay que escoger: o bien se
cree suficientemente en Dios como para rebelarse contra él, o bien
se deja de creer en él y la rebelión en cuanto tal deja de ser posible.
Racionalmente hablando, es un dilema del cual parece imposible
salirjY sin embargo, si analizamos sin tomar partido de antemano__
la situación interior de muchos incrédulos en el mundo contempo
ráneo, percibimos, me parece, que este dilema deja escapar un as
pecto fundamental que no se deja reducir a una alternativa como
esa. Me explico: lo que sería lógico es que aquél que se ha conven
cido por las buenas o por las malas de la no-existencia de Dios en
contrara en esta convicción un consuelo o un alivio: el mismo que
experimentaría en la realidad política o social un rebelde que per
cibiera que el tirano contra el cual él se había levantado no existe.
Observemos, por cierto, que incluso en este plano la hipótesis tie-
280 Homo viator
Madre de las formas, fuente de verdadera vida, ella nos tiene siem
pre de pie en el movimiento informe y furioso de la historia».
No basta con decir que estas páginas son muy bellas, hay que
saludar la gran alma que se expresa aquí de manera tan directa y
tan noble. Me parece, sin embargo, sobre el plano metafísico, que
a pesar de todo es aquí lo primero, descubrir un sutil y peligroso
error. No pienso que se pueda decir de alguna manera que la rebe
lión es «el movimiento mismo de la vida», o que es «madre de las
formas» (p. 376). La verdad me parece mucho más compleja, y
Camus parece aquí proceder a una extrapolación totalmente ilegí
tima. Ciertamente puede ser verdad decir de manera general que en
el mundo en que vivimos la vida se encuentra pisoteada, y que por
consiguiente toda toma de posición sincera y auténtica en favor de
la vida se presenta necesariamente como una rebelión. Esto no
quiere decir que la vida misma tomada en su movimiento sea esen
cialmente rebelión. ¿Camus dice en las últimas páginas de su libro"
que la rebelión no puede prescindir de un extraño amor. Pero hay
que ir mucho más lejos. Hay que decir que en todos los sentidos, y
hablando absolutamente, el amor es lo primero, y esto en un senti
do fundamental y que desborda incluso esta fraternidad dolorosa
de la cual nuestro autor tiene un sentido tan punzante. Pues este
am or es amor del ser, y además, en cuanto podemos acercarnos a
él, no es separable de él.j
^La rebelión no es ni puede ser de ninguna manera la última pa^
labra. No puede, me parece, presentarse más que como una recu- ¡
peración trágica, y ella misma pecadora, de alguna cosa que ha si
do perdida por el pecado mismo. Digamos que esta recuperación,
en sus modalidades propias, está a la medida del hombre en cuan
to pecador. Esto presenta en mi entendimiento una significación
muy precisa: quiere decir exactamente que el hombre que no es un
santo no tiene que jugar a la santidad a la manera de los pacifistas
o de los no-resistentes, pues en este nivel no puede sino convertir
se involuntariamente en cómplice de los violentos y los furiosos.
Más acá de la santidad, el no-resistente corre el riesgo de situarse
bien por debajo del rebelde. No se sigue de ahí que podamos pro
ceder a una canonización cualquiera de la rebelión. Ya lo hemos
visto desde el comienzo de este estudio: presenta un carácter radi
calmente contradictorio, puesto que es un desorden al servicio del
orden, pero un desorden en cualquier caso; y un desorden cierta-
290 Homo viator
mites del mundo donde ella está llamada a ejercer sus miserables
facultades?
En realidad la única justicia de la cual puede tratarse aquí repo
sa sobre la Promesa, es decir, a fin de cuentas sobre la Encarna
ción, y por consiguiente la Gracia; y por otra parte, si podemos le
gítimamente afirm ar esta gracia en su trascendencia respecto de
toda reducción humanizante, de todo psicologismo posible, es a
partir de la Resurrección de Nuestro Señor. La palabra paulina per
manece aquí como la clave: si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es
vana. Es a partir de este hecho privilegiado, puesto que es quizá el
único entre todos los hechos históricos verdaderamente ilumina
dor, a partir de este apoyo de toda fe y de toda esperanza, como po
demos afirmar, más allá de tantas atrocidades, la restauración en su
plenitud, como cuerpo glorioso, de esta carne torturada.
Todo esto corre el riesgo de parecer de entrada bastante extraño
a un pensamiento filosófico en cuanto tal y considerado en su rigor.
Pero ¿no habría ahí una apariencia que corresponde disipar me
diante una reflexión más profunda? En el estudio en principio pura
mente fenomenológico que he consagrado a la esperanza, he inten
tado mostrar que toda ella está centrada sobre la afirmación de un
«como antes pero de otra manera y mejor que antes», sobre la rela
ción supralógica de un retorno y una novedad pura. Debe ser así si,
tal como me he esforzado en hacerlo ver, la esperanza está siempre
regida de hecho por una situación asimilable a un exilio o una cau
tividad. Todos aquellos que han vivido la cautividad con un cierta
profundidad han tenido el sentimiento de que les preparaba a llevar
una vida renovada, en la que recogerían de alguna manera los frutos
espirituales de la prueba soportada. Pero si es así, ¿no convendrá re
conocer que toda esperanza auténtica se constituye sobre el mode
lo de la esperanza absoluta, que es esperanza en la resurrección? No
se trata además tanto de mi resurrección, de la de esta persona sin
gular, que está demasiado habituada a poner en duda sus aspiracio
nes a una perennidad sustancial, cuanto de nuestra resurrección, la
de todos los seres que forman conmigo una constelación a la cual
no puedo en verdad asignar unos límites, puesto que por encima del
horizonte mío, ella se confunde, si no con el género humano, abs
tracción positivista, sí al menos con el Cuerpo Místico.
Pero (...) la lección más decisiva que se desprende de las terri
bles experiencias a las que me refería al comenzar, y las cuales nin
Filosofia pascual 295
también, pero esto resulta ya más dudoso, que lleve en mí, más acá
o más allá de todo saber, como una presciencia de esta muerte que
será la mía. Pero hay que convenir, creo, que si esta presciencia se
manifiesta es sólo en ciertos momentos o quizá en un periodo de
terminado de la vida, mientras que en otros momentos tengo, por el
contrario, conciencia -se a o no una ilusión- de no deber, de no po
der morir. Mas tomadas en sí mismas, éstas son experiencias, Er-
lebnisse, contingentes, sobre cuyo valor no estoy en condiciones de
pronunciarme^ _
He hablado de cuerpo organizado: cuando digo que yo sé que
debo morir, pienso en el destino de este cuerpo; pero esta certeza
que se refiere a un objeto y que por tanto es objetiva, ¿se acompa
ña de una seguridad existencial que concierne a este yo que se in
terroga ahora? La cuestión aparece enseguida muy oscura. Cuando
digo: «Sé que estoy llamado a morir», no parece que yo quiera de
cir simplemente: «Mi cuerpo dejará de funcionar y se descompon
drá». No se podría, parece, proceder a esta reducción sin alterar lo
que hay de radical en mi seguridad de deber morir. Pero no sería
exacto tampoco decir que sé que no debo o no puedo sobrevivir a
esta destrucción de mi cuerpo. Establecer aquí un saber es introdu
cir una especie de afirmación dogmática que no está ni puede estar
dada en cuanto tal a mi conciencia mediadora. Aquí todavía es ne
cesario hacer abstracción de aquello que yo individualmente, como
tal, en cuanto creyente, por ejemplo, puedo pensar sobre este pun
to. Pero es evidente que no sería tampoco legítimo introducir aquí
una seguridad dogmática de sentido contrario, suponiendo un dua
lismo entre mi cuerpo y yo. Quizájse podría decir de m anera bas
tante precisa que este deber m orir implica un afrontar algo desco
nocido; pero que este algo se presenta como un término o un límite
absoluto, si este algo es considerado en la perspectiva de la vida te
rrestre, en cuanto comporta a la vez obligaciones y posibilidades_j__
Se podría uno sorprender de verme expresándome de manera
tan vaga recurriendo al término «algo». Es que toda especificación
parece aquí arbitraria; por ejemplo, el empleo del término «aconte
c im ie n to » .^ ! muerte parece ser mucho menos algo que me suce - 1
derá que aquello que suprimirá para mí la posibilidad de un acón- ¡
tecimiento cualquiera -a l menos en la perspectiva que he dicho-.
El término de afrontamiento es por otra parte extremadamente im
portante, porque marca al menos la posibilidad de que yo tome po-
300 D os textos inéditos
bre lo que designan, muy deficientemente por otro lado, las pala
bras de inconsciente y subconsciente, para darme cuenta de que en
las regiones a las que se refieren estos términos no es ya posible
trazar las fronteras que separan lo tuyo y lo mío. «¿Tú mismo? ¿Yo
mismo? -pregunta Clara al final de Cuarteto en f a sostenido-,
¿Dónde comienza una personalidad?» ¿Cómo no adquiriría esta in
terrogación todo su sentido cuando abordamos el paisaje en el que
se opera, en condiciones de las que nosotros ignoramos casi todo,
el encuentro entre los vivos y los que, con un término asesino y
desacralizador, llamamos los muertos?
«Este arroyuelo poco profundo calumniado, la muerte», ha di
cho Mallarmé. Y aquí reencontramos, pero a un nivel infinitamen
te más íntimo, lo que decía precedentemente a propósito de Moliè
re o de Mozart: somos sobrevividos por aquellos a los que creemos
sobrevivir.
¡Aserción incontrolable!, dirá mi adversario. Pero estemos aten
tos: ¿en qué condiciones es posible un control? Creo haber mostra
do, hace mucho tiempo, en mi primer Diario metafisico, que todo
control implica una relación triàdica, o la posibilidad para un tú de
convertirse en un él sobre el cual se investiga. Pero el amor, en
cuanto se libera de toda posesividad no puede manifestarse más
que en el plan de la Diada, es decir, justamente allí donde la con
versión del tú en él se vuelve impracticable. Es en este plano don
de se realiza la inhabitación del ser vivo por el traspasado, alrede
dor de la cual gravitan todas estas observaciones. Por lo demás, se
podría mostrar aquí, a título de contraprueba, el papel que desem
peñan la sospecha, la desconfianza, la necesidad de control en
Proust, en particular en Albertina desaparecida, precisamente por
que estamos en el plano de la posesión perdidamente codiciada y
para siempre rechazada. Cuanto más nos elevamos, por el contra
rio, hacia el amor oblativo, más tendemos hacia esta diada donde
todo control es sobrepasado y convertido en superfluo.
Guardémonos, sin embargo, de simplificar en exceso. Si un di
funto se ha manifestado a mí por algún medio exterior y se ha re
ferido a su identidad, es inevitable que yo sienta la necesidad de
controlarla y verificarla. Pero allí donde, más allá de toda manifes
tación, se realiza una comunión, allí donde la presencia viene de al
guna manera a irrigar continuamente al superviviente, y esto hasta
tal punto de que no importa casi ya saber si eres tú o él quien habla,
Muerte e inmortalidad 311
Pierre Colin
10. G. Marcel, Etre etAvoir, col. «Philosophie de l’esprit», Aubier, París 1935.
Experiencia e inteligibilidad religiosas 319
La seguridad fundamental
del momento. Queda que su posición inicial acerca del problema reli
gioso es relativa a este contexto.
En el año 1914, bajo el título El umbral invisible21, Gabriel Marcel
saca a la luz sus dos primeras obras de teatro: La gracia y El palacio
de arena. Ahora bien, en el prólogo a esta obra no duda en definir la
religión.
La religión considerada en su esencia no es un credo objetivo que trata
de realidades trascendentes, ni es un código de preceptos morales; es la
fe en el valor absoluto de la vida, no la divinización de un fenómeno
natural, sino la afirm ación de que no hay realidad verdadera más que el
espíritu y que el resto no lo es (p. 8).
fe? Pero ¿qué pasa entonces con esta «inteligibilidad religiosa» sobre la
que Gabriel Marcel quería fundamentar su reflexión de filósofo?
La nota citada se acaba con una llamada voluntarista, con la que
Gabriel Marcel no podía contentarse: «Al dualismo de la fe y el pen
samiento le sustituye la idea de la voluntad de creer, pensándose esta
voluntad a sí misma como ligada a una obligación» (p. 73). En lugar
de superar la oposición del objetivismo y el subjetivismo, este texto
nos compromete con una posición inestable que comporta una doble
posibilidad: retorno al subjetivismo, si la voluntad de creer es pura
mente individual, o retorno al objetivismo, si esta voluntad de creer
se reinscribe en una estructura dogmática. Ciertamente Gabriel Mar
cel mantendrá siempre que la fe es un acto de la libertad humana que
corresponde a la llamada de la Libertad divina, pero las notas de esta
época tropiezan ante el problema de la gracia. Y Gabriel Marcel sola
mente encontrará una salida mucho más tarde, en su problemática on
tològica.
La otra dificultad que apuntamos concierne a la historia religiosa o
al papel de lo histórico en la fe. La seriedad con la que Gabriel Mar
cel aborda esta cuestión muestra muy bien que su reflexión trata sobre
la fe cristiana, con su referencia fundadora a Jesucristo. Pero con lo
histórico se reintroduce la exigencia de verificación. O mejor, la legi
timidad de esta exigencia. ¿Cómo mantener al nivel de lo «inverifica
ble absoluto» el contenido histórico de la fe cristiana?
Parece que la religión no pueda realizarse más que manifestándose a
través de afirmaciones que conservan una relación con la historia y en
cierran, por consiguiente, un germen de muerte. La solución que yo
percibo es la siguiente: en el santo, para quien todo es actual, respecto
a quien todo se ordena (el Cristo propuesto como Idea), esta base his
tórica no es necesaria, la eternidad hace cuerpo con lo actual, ella es lo
actual (p. 48s).
¿Hay que decir que planteando la cuestión del ser el filósofo vuel
ve más acá de la seguridad fundamental a la cual nos hemos referido en
la segunda parte de esta exposición? No sería exacto. Pues la manera en
que Marcel plantea el problema del ser es justamente relativa a las ex
periencias de plenitud que fundan esta seguridad.
Pero decir esto no obliga a minimizar la fuerza interrogativa de la
cuestión del ser. Su alcance es de hecho demasiado importante como
para que el filósofo la considere como resuelta de entrada. Además, el
mundo en el que vivimos ofrece demasiados motivos para una deses
peración siempre posible. Todo podría no ser más que un juego de apa
riencias sin significación última.
Para exorcizar esta desesperación no hay otro medio que poner se
riamente a prueba, para verificar su valor, todo lo que nos parece só
lido, consistente, apropiado para asegurarnos el ser. Recogemos así la
«definición» propuesta en Posición y aproximaciones concretas al
misterio ontológico:
El ser es lo que resiste -o lo que resistiría- a un análisis exhaustivo que
trate sobre los datos de la experiencia y que intentaría reducirlos a ele
mentos desprovistos de valor intrínseco o significativo (p. 262).