Derek Walcott, Puedo Sentirla Viniendo Desde Lejos

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Derek

Walcott
Puedo sentirla
viniendo de
lejos
y otros poemas
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3

Archipiélagos
" Al final de esta frase, empezará a
llover. Y al filo de la lluvia, una vela.
Lentamente la vela perderá de vista las
islas; La creencia en los puertos de toda
una raza Se perderá entre la niebla.
La guerra de los diez años ha terminado.
El pelo de Helena, una nube gris.
Troya, un foso de ceniza blanca
Junto al mar donde llovizna.
La lluvia se tensa como las cuerdas de un arpa.
Un hombre con los ojos nublados la toca con los dedos
Y tañe el primer verso de La Odisea. "

Desenlace
Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:

una pequeña casa a la orilla de un agua gris,


con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.

Mas somos lo que hemos


hecho. Sufrimos, los años
pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad

de cargar con algo. El amor es una


piedra que se asentó en el fondo del
mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a

la poesía sino buenos sentimientos,


ni misericordia, ni fama, ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,
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y en una vida inmaculada


por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.

Voy a olvidar la sensibilidad,


olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.

El amor después del amor


El tiempo vendrá
cuando, con gran
alegría,
tú saludarás al tú mismo que
llega a tu puerta, en tu espejo,
y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.
Seguirás amando al extraño que fue tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan. Devuelve tu
amor a ti mismo, al extraño que te amó
toda tu vida, a quien no has conocido
para conocer a otro corazón,
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del escritorio,
las fotografías, las desesperadas
líneas, despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.

El mar del verano,


la carretera…
El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive, esta
hierba, estas chozas que me hicieron,
jungla y cuchilla siembran hierba brillando tenuemente junto a la cuneta,
el filo del arte;
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las cochinillas bullen en el bosque sagrado,


nada puede hacerlas salir con fuego, están en la sangre;
sus bocas rosas, como querubes, cantan de la lenta ciencia
del morir -todo cabezas, con, en cada oreja, un ala
diáfana.
Arriba, en la Reserva Forestal, antes de que las ramas irrumpan en el mar,
miré por la ventana móvil y herbosa y pensé «pinos»
o coníferas de algún tipo. Pensé, deben de sufrir
en este calor tropical con su idea infantil de Rusia.
Entonces, de pronto, de sus troncos pudriéndose, signos perturbadores
de la fe que traicioné, o la fe que me traicionó-
mariposas amarillas alzándose en la carretera a Valencia
balbuciendo «sí« ante la resurrección: «sí, sí es nuestra respuesta»,
El Nunc Dimittis de su coro verdadero.
¿Dónde está mi libro de himnos de niño, los poemas ribeteados
con hoja de oro, el cielo que adoro sin fe en el cielo,
mientras el Verbo, apenado, se volvió hacia la poesía?
¡Ah, pan de vida que sólo el amor sabe leudar!
Ah, Joseph, aunque ningún hombre muera jamás en su propio país,
la hierba agradecida brotará espesa de su corazón.

En los otros ochenta,


cien veranos que
marcharon
En los otros ochenta, cien veranos que marcharon
como la luz de un paraíso doméstico, la idea del cielo
de un hedonista era el aparador de una cocina francesa,
manzanas y garrafas de arcilla de Chardin a los Impresionistas,
el arte era une tranche de vie, queso o pan horneado en casa-
la luz, en su opinión, era lo mejor que el tiempo ofrecía.
El ojo era la única verdad, y aquello que atraviesa
la retina se desvanece al amanecer; la profundidad de nature
morte era que la propia muerte es sólo otra superficie
como el lienzo, pues pintar no puede capturar el pensamiento.
Cien veranos que se fueron, con el acordeón que hace olas,
faldas almohadilladas, grupos en botes, golpes blancos como zinc en el
agua,
muchachas cuyas mejillas ruborizadas no sobrevivieron a sus rosas.
Entonces, como tubos desecados, los soldados retorcidos
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se amontonaron en el Somme y Verdun. Y los


muertos menos reales que una explosión fatal de
crisantemos, idéntico carmesí para la naturaleza
muerta y la matanza de jóvenes. Tenían razón -todo
le vale
al pintor con su caballete puesto como un fusil en los hombros.

Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,

callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón

al final de una calle,


un azul sin campanas,
como un lienzo muerto

en su blanco
marco, y flores:
gladiolos,
gladiolos

marchitos, pétalos de piedra


en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro

interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo

de tacones altos en una acera.


Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.
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Has olvidado el calor.


Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc.
Ni siquiera las palmeras de la orilla del mar se agitan en paz.
El Imperio se mofa de todos los pensamientos en futuro.
Sólo los bajíos de este océano interior
murmuran versos de otro mar, al que éste
recuerda-
mitos de islas análogas de olivo y mirto,
el sueño del Golfo adormilado. Aunque sus templos,
bloques blancos contra el verde, sean hoteles, y sus pórticos
centros comerciales, con el tiempo harán buenas ruinas;
por lo tanto ¿qué más da si la mano del Imperio es tan lenta como
una tortuga firmando el oleaje en lo que se refiere a tratados?
El genio llegará a contradecir la historia,
y está ahí en sus cuerpos tostados, en las olivas de los ojos,
como cuando los chulos de la Atenas demótica entretejieron el
caos de Asia, y las chicas de las aldeas de estacas, putas teñidas
de alheña, eran las hetairas. La marea vespertina baja, y el hedor
de imperios ulteriores -alzándose de bayas que orlan
los dobladillos de tiranos y playas- alcanza un tribunal
donde las nubes descienden sus escalones como senados que
pasan, no diferentes de cuando, bajo hojas de mirto que
canturrean, compartieron una sombra, el poeta y el asesino.

Las gaviotas discuten con


el rocío de las olas
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los
rabihorcados hacen círculos durante horas, en un batir de alas,
alrededor del arrecife donde un pontón se oxida. Un año ha
finalizado sus tormentas, y los hombres
llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como
hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas
cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La
mar, que se precia de que ningún hombre la
marque, aún ofrece tales lugares para la
pluma egoísta,
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y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la


república del pólipo fue construida para nosotros -cuevas
hipnotizadas que se agitan con la luz de la ola, jaras que
blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra
sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.

Cul De Sac Valley I


Un recuadro de amanecer
en un taller en la falda de la colina
dio a estas estrofas
su zancuda forma.
Si mi oficio es bienaventurado;
si esta mano fuera tan
esmerada, tan honesta
como las de su carpintero,
cada marco, resuelto
en sus ángulos, se haría
eco de esta
construcción de
madera sin pintar
como las consonantes, volutas
salidas de mi cepillo de carpintero
en el criollo fragante
de su veta natural;
desde una mesa de caballetes
se enroscarían a mis pies,
ces y erres, con raíz francesa
o africana occidental
de un rico dialecto,
nunca leído
pero ligero sobre la lengua
de su senda nativa;
pero los árboles se acercan
a mi cordel calibrado
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en forma de tablas biseladas


de pino sin pintar,
como el murmullo de la caracola,
la exhalación de la madera refresca
la memoria con su aroma;
bois canot, bois campêche,
siseando: Lo que quieres
de nosotros nunca podrá
ser, tus palabras son inglés,

Cul De Sac Valley II


En la grava del riachuelo
empiezan las suaves guturales,
en el valle, un perro mestizo
que ladra una negra vocal
emite óvalos que se
desvanecen; junto a un puente
de hierro rojo, trabajadores
con palas
rastrillan asfalto
borboteante, cada áspero
chirrido
trae hasta esta altura
una lengua que hablan,
pero no saben escribir.
Como la idea perdida
del alma visible
que aún arde aquí,
sobre una tierra analfabeta,
el humo azul se eleva a gran
altura, su columna inalterada,
desde esa cicatriz ocre
del desmonte de una carbonera.
La corteza de las nubes se abre
como la de las hogazas
envueltas en hojas de higuera
en un ennegrecido horno de arcilla.
En un barril de lluvia, el agua
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se alisa como un espejo;


la hija de un árbol de la
lima estudia en él su
rostro.
El joven árbol se desdobla
en una muchacha que corre escaleras arriba
desde el patio, para incorporarse a
esta estrofa. Ahora las lágrimas
se agolpan en sus ojos,
lágrimas de un espejo, al tirar del nudo
en su nuca el peine de su
madre; ésta se da cuenta
y dice: «En Su
semblante
resplandecen todos los valles.»
Rápidas, sus manos
peinan la trenza del arroyo.
Las flores de tiza garabateadas
en la pizarra negra del asfalto
y la campanilla del hibisco
le dicen que llega tarde,
mientras el oleaje en las ramas
crece como el cardumen
de pupitres blancos y azules
de la escuela pública,
recitando este lenguaje
que, sobre un encerado,
la ciega como una página
de fulgor sobre la carretera,
así que, deambula hacia
el silencio interior a lo largo de
un rojo sendero que el bosque
engulle como una lengua.

Cul De Sac Valley III


Mediodía. Las secas cigarras gimen
como los pedales oxidados
de la máquina de su madre,
de repente se detienen. Pétalos de lima
vuelan a la deriva como retales
en el silencio hilvanado;
como el polen, su abundancia
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es su provisión.
El mediodía perfila a un limero
con una sombra irregular;
su espalda está
cansada de tanta
simetría.
La fila de esfinges
sobre la que descansan mis ojos
son colinas tan invariables como
su pétrea pregunta:
«¿Puedes decir en voz alta
el nombre correcto de cada cordillera
mientras cambian nuestros rasgos
entre luces y nubes?»
Pero mi memoria es tan corta
como leve el sonido del mar,
lo que vagamente recuerdo
es una línea de arena blanca
y vetas en la caoba
de rostros curtidos y
guijarros que murmuran en
un
río pedregoso, pero las preguntas
al disolverse desatarán
sus propios nudos?arroyos de
montaña cuya grava
enronquece con las lluvias?
al igual que se relaja un leñador
para escuchar como se abre el
cielo segundos después del golpe
de su hacha, los nombres se ajustan
a su eco: ¡Mahaut!
¡Forestière! ¡Y a lo
lejos, el ronco eco de
hojas de Mabouya! Y,
¡ah!
la colina se levanta y
come de mi mano, el
chucho ladra alegremente,
repite una vocal tras otra,
las ramas se inclinan ante mí,
los dialectos aplauden
al fluir hacia arriba
la savia de la memoria.
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Cul De Sac Valley IV


Al oeste de las estrofas
escritas por el amanecer,
las plantaciones de plátanos responden
a su luz; por encima,
un halcón que describía círculos
con mi corazón en su pico
hasta el borde del mundo,
lo trae de vuelta
al puente que se desvanece,
al río que se revuelve
en su lecho, al risco
donde regresa el árbol
tras sus lecciones, tarde.
¿Cuál era su cabaña?
Ella asciende en línea recta
por los escalones de este
verso, y se sienta para cenar
pan y pescado frito
mientras los árboles repiten
su umbrío inglés.
Las ventanas de la cabaña resplandecen.
Las verdes luciérnagas describen arcos,
incendiando Forestière,
Orléans, Fond St.
Jacques, y el bosque se
duerme, sus ojos
cerrados,
a excepción de una mirada
desde una choza iluminada;
ahora, por encima del libro cerrado
de pequeñas cabañas que se deslizaban
bajo los faros del coche, la cima
de una colina como una pirámide.
En la noche caliente como un horno
vuelan las brasas. La puerta de una
tienda proyecta un recuadro de luz
sobre la carretera y un olor
a pescado en salazón. Un montón de arena seca
se esparce en estrellas.
Similar a un gato, la isla de la
Paloma aferra el mar con sus garras.
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Gros-ilet
De esta aldea, empapada como un trapo gris en agua
salada, llegó un lenguaje guarnecido de conchas marinas,
con una sombra de bayas en sus axilas
y codos como flexibles remos. Toda ceremonia comenzaba
en las vaguadas, los estercoleros, los funerales al alba y el
ocaso a los que asistían los cangrejos. El mar reforzaba
los olores. El ancla de las islas penetraba a gran profundidad
pero se veía siempre clara en las arenas. Muchos tiburones
y a menudo la raya, cuyas aletas son anchas como velas,
ascendían con mirada insomne desde los ondeantes corales,
y un pescador sacaba un bagre como una cabeza con tentáculos.
Y el anochecer con sus inevitables, inextinguibles candiles,
era como la Noche de Todos los Santos vuelta del revés, igual que el
murciélago obtiene su propia visión del mundo. Así, sus ojos miran hacia
abajo,
divertidos, consideran que caminamos de modo extraño, y se preguntan
sobre
nuestro sentido del equilibrio, sobre cómo dormimos
como si estuviéramos muertos, cómo confundimos
los sueños con cosas corrientes como clavos, o rosas,
cómo envejecen rápidamente las rocas con el musgo,
cómo el mar traza surcos que no tienen nada que ver con el tiempo,
y la arena se alza en torbellinos que no tienen nada que hacer en absoluto,
y las sombras sólo responden ante el sol.
Y ocasionalmente, como un viejo neumático,
el negro lomo de un delfín. Elpenor, tú
que te rompiste el culo, borracho, tambaleándote escotillón
abajo, y tú timonel, que navegas como la raya bajo el aliento
de las olas, seguid vuestro camino, aquí no hay nada para
vosotros.
En este lugar las velas y las costumbres son distintas, los
muertos son distintos. Sus tumbas las guardan conchas
distintas.
Hay diferencias más allá del paraíso
de nuestro horizonte. Esto no es el Egeo púrpura como la uva.
Aquí no hay vino, no hay queso, las almendras son verdes,
las uvas de playa amargas, el lenguaje es el de los esclavos.
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Los mariscadores de caracolas


Dado que la peluda ortiga, la bifurcada mandrágora y la maligna
seta, la baba de sapo o el afilado y espinoso erizo
son, por su naturaleza, venenosos, no deberíamos dudar de
lo que murmuran haber visto con sus ojos de luna los mariscadores de
caracolas.
¿Quién es este príncipe? ¿Qué yelmo lleva?
Vemos volar alto a los rabihorcados carroñeros, cada vez más abundantes,
vemos que nuestro aliento traza formas vacilantes,
pero ¿qué es lo que le perturba en los empapados acantilados,
mientras mira las estrellas insomne como el mar?
¿Qué embozados rumores atraviesan el reino,
ocultándose de las linternas de los vigilantes nocturnos en las calles
mojadas?
Abofeteados por nuestros inquisidores, los mariscadores de caracolas sólo
farfullan:
«Es como una concha soldada a la roca del
mar, y no hay cuchillo que pueda
desprenderla».

Los sutiles torturadores


fingen creerlo. El moderno sermón del prelado
muestra que no hay mal, tan sólo voluntad mal orientada,
pero los ojos de los pescadores de caracolas son grises como
ostras y la negra vela se desliza lentamente bajo su quilla
musgosa.
«Es Abdón el usurpador, a cuyo corazón se adhiere el sapo.»
«No hay nada bajo su yelmo salvo vuestro miedo».
«Ha bebido las cuencas sorbidas de sus propios ojos,
y escamosas garras aferran la empuñadura de su espada».
«¿Y reaparece una vez que habéis hecho la señal de la cruz?»
«Sí. El escorpión de mar acude a su silbido como un perro».
«Bajo su saliva ácida los buitres despliegan sus paraguas,
y el mar reluce como su cota de malla a través de la
niebla.
Se aferra al cuello de este mundo y no hay forma de desprenderle».
Cuando les damos caldo, y esto se prolonga durante noches,
el más joven mira el vapor hasta que se enfría.
«Si es Abdón el usurpador, ¿qué usurpará?»
Se estremece. «Ojalá se le enfrenten plateadas legiones de serafines».

Les explicamos que es la luz de la luna amotinada sobre las olas,


el espejismo de los pescadores, que tan sólo están enloquecidos
por la sal en los cortes de las palmas de sus manos, pero todos creen
que es Abdón, que lo que se yergue en el empapado rompeolas,
17

haciendo temblar sus alas nervudas como un perro mojado,


erecto como una pastinaca, es una manta, no el demonio;
pero el más joven repite con voz inhumana
por la afonía, como el cansino retirarse de las olas
sobre la roca ulcerada por las caracolas: «Si no es él,
¿por qué entonces desgarran la luna las nubes de negro
manto y ahogan su redondo grito como el de una loca?»
Ojos salvajes como caracolas sobre la cuchara alzada.

Puedo sentirla viniendo de lejos


Puedo sentirla viniendo de lejos, también, Mamá, la marea
desde el día ha pasado su vez, pero aún noto
que como una gaviota blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior
atrapa el verde, y yo prometo usarlo después.
La imaginación ya no se aleja con el horizonte,
mas no hace sino volver. En el borde del agua
devuelve cosas limpias y fregadas que el mar, a modo
de basura, ha blanqueado, casto. Escenas dispares.
Las casas de los esclavos, azul y rosa, en las Vírgenes
bajo los vientos alisios. Mi nombre atrapado en
la almendra de la garganta de la abuela.
Un patio, un viejo bronceado con bigote
como el de un general, un chico dibujando hojas de aceite de castor
con mucho detalle, esperando ser otro Alberto Durero.
Los he mimado más que a la coherencia
mientras la misma marea para los dos, Mamá, se aproxima -
las hojas de parra poniendo medallas a una vieja cerca de alambre
y, en el patio pecoso de sombras, un anciano como un coronel
bajo las verdes balas de cañón de la calabaza.
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Si estuviese aquí, en este cuarto


blanco
Si estuviese aquí, en este cuarto blanco, en este hotel,
cuyas bisagras pennanecen calientes, incluso bajo el viento marino,
te repanchigarías, dejado inconsciente por la hora de siesta;
no podría levantarte la campana de la resurrección
ni el gong del mar con su retintín plateado, seguirías echado.
Si te tocaran sólo cambiarías esa posición por la de un corredor en el
maratón del sonámbulo. Y te dejaría dormir. Las cosas se
desploman gradualmente
cuando el despertador, con su batuta de
director, empieza a la una: las reses doblan las
rodillas
en los pastos tranquilos, sólo el rabo de la yegua se menea,
dándole con el plumero alas moscas, melones borrachos caen rodando
a las cunetas, y los mosquitos siguen volando en espiral a su paraíso.
Ahora el primer jardinero, bajo el árbol de la sabiduría,
olvida que es Adán. En el aire acostillado
cada parche de sombra se dilata como un oasis
por la fatigada mariposa, una laguna verde para fondear.
Playa blanca abajo, calmada como una frente
que ha sentido el viento, un estatismo
sacramental te traería el sueño, que es la corona
del verano,
el sueño que divide sin rencor a sus amantes,
el sudor sin pecado, el horno sin fuego,
el sosiego sin el auto, el agonizante sin
miedo, mientras la tarde retira esas barras de
la ventana
que rayaron tu sueño como el de un gatito, o el de un prisionero.

Valle Roseau
Para George Odlum

Una palada de mirlos


salió disparada desde el borde de la
carretera y la memoria trinó retrocediendo
más allá de la estremecida apisonadora
que asfaltaba el camino
este amanecer a través de Roseau
hasta la fábrica de azúcar, que rugió
al detenerse, y del eco cada vez más amplio
de la caña, cuando solían cultivarla
en este dulce valle;
entonces, desde las flechas de las cañas,
salieron disparados los mirlos, andanada
tras andanada de acólitos,
convirtiendo todos los días en
domingo tras la huelga. Ahora no hay
luz
en la fábrica abandonada.

Las vagonetas se oxidan sobre vías muertas.


Se empezó a cultivar el plátano
y el paraíso de un muchacho
cayó segado en gavillas de aleluyas.

Entre angostas trochas la


hierba se espesa. Un cruce
esperará
en vano el paso de las viejas estrofas de hierro
con su fragante carga.

El techo galvanizado y descolorido


de la fábrica cede. Las planchas combaten
las palanquetas del viento que arrancan
sus últimos clavos, pero la capilla
de Jacmel, cuyas oraciones encadenan
delicadamente las muñecas unidas de los
trabajadores (sus hombros aún doblados como la
susurrante caña,
sea cual sea la cosecha), sigue siendo tan vieja
como el valle, y la letanía
fluye con el acento de melaza
de los sacerdotes locales, no los de
Bretaña o Alsacia-Lorena. El incienso
sigue el mismo camino
que el humo de carbón vegetal sobre una colina
que conecta Roseau con el paraíso,
pero la fábrica perdió el aliento.

¡Cuán verde y dulce la conservé


junto a mi envejecida alma! Resplandece
aunque un fornido viento la ha barrido
con su impalpable guadaña, pero ¿a
dónde
20

condujeron mis líneas? No aportaron


consuelo como los sacerdotes franceses
o el Himno de los Trabajadores, que disociaba
el paraíso de un incremento salarial,
ese lenguaje ofrecía un amor que sólo unos pocos
podían leer, a cambio de unas monedas de cobre,
sólo aquellos labradores que compartían los beneficios
de la comunión o del sindicato.

¿De qué sirvieron a esa amable gente del valle


mis loas a su serena luz verde?
Sobre las chimeneas y las chabolas
se cerró y oscureció el puño de una nube
gesticulando ante los relámpagos
de crepitantes, amplificados discursos
que dieron paso a un rugido de lluvia
procedente de las acequias de riego,
y la inundación convocadora de camisas
se embalsó con toda su fuerza
en torno a las puertas de la fábrica, desviándose después
desconcertada, sin saber qué camino seguir.

Todos los espantapájaros surgidos


de la cuneta con un grito
crucificado
habían de alarmar a la sirena de la fábrica
o al ojo del campanario,
hasta que, como las desarrapadas cañas
una vez quemada la cosecha,
sus calcinados tallos fueron aplastados
de nuevo por la Iglesia y el Gobierno,
pero un lunes marcharon ocupando toda
la carretera, con gavillas en el puño,
mientras las motocicletas de la policía ronroneaban
junto a ellos en dirección a la sede del gobierno,
y el río moreno fluyó colina arriba,
su griterío serpenteó en torno al Morne,
abandonando a su suerte a la vieja fábrica de azúcar
para que se ocupara de la caña ella sola.

Mi mano compartía la inquietud de


los trabajadores, pero ¿cuáles eran sus poderes
ante esos andrajosos peones
que pasaban las hojas de mi Libro de las Horas?
21

Los demonios enseñan los dientes en una bandera y


el humo se eleva en espirales sobre un turiferario,
el aliento del dragón del
opio hace un Lenin de
Lucifer.

La sombra de guadaña de una


bandera segadora recorre
los campos de cereales, la caña
partió con la flecha del mirlo,
y, junto con su cosecha, ¿qué desapareció?
¿Mi fantasía que en tiempos la convirtió en
«trigo oriental e inmortal»
o el peso de la
indiferencia?

¿Pero era realmente un reino diferente


el mío? Las mitras y los peones pueden desplazar
las sombras de un cambio de régimen
sobre las casillas de los campos, pero mi regalo,
que no puede recompensar suficientemente
a esta isla, que no aportó una comunión
de las lenguas, cuya mano izquierda
nunca apretó las gavillas en unión,
sigue exudando la resina que gotea
de la cálida axila de una colina, mientras
mi elección del camino va emergiendo
de los anfiteatros del mar
para inhalar un vigorizante horizonte
por encima de los campanarios o las chimeneas donde
el latido de la apisonadora muere en el
aire indivisible, azul.

Una vez les di a mis hijas


Una vez les di a mis hijas, por separado, dos caracolas
extraídas del arrecife, o vendidas en la playa, no me acuerdo.
Las usan como topes de puerta o reposalibros, pero sus paladares,
húmedos y rosados, son el canto insonoro de ángeles.
Una vez escribí un poema llamado «El Cementerio Amarillo»
cuando tenía diecinueve. La edad de Lizzie. Tengo cincuenta y tres.
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Esos poemas que he alzado no se vinculan a traducción alguna


como si fueran hitos musgosos; cada uno baja como una piedra
al fondo del mar, asentándose, pero déjalos yacer, con suerte,
donde las piedras están profundas, en la memoria marina.
Déjalos estar, en agua, como mi padre, que hacía
acuarelas se adentraba en su trabajo. Llegó a ser una de
sus sombras, dubitante y difícil de ver bajo la luz solar del
verano.
Se llamaba Warwick Walcott. A veces creo
que su padre, por amor o bendición amarga
lo llamó así en honor de Warwickshire. Las ironías
se mueven. Ahora, cuando reescribo un verso,
o esbozo en el papel que se seca rápido las frondas de cocos
que él hizo tan tenuemente, las manos de mi hija se mueven en las
mías. Las caracolas se mueven por el fondo marino. Acostumbraba a
mudar la tumba de mi padre de las ennegrecidas lápidas anglicanas
en Castries adonde pudiera amar a los dos a la vez-
el mar y su ausencia. La juventud es más fuerte que la ficción.

Un pensamiento que tiembla


Un pensamiento que tiembla, no mayor que un reyezuelo
herido, se hincha al pulso de mi alma redondeada,
punza mientras su arañazo señala semejante a un montón de
porquería, alas ovales sonando monótonamente como un corazón
apanelado.
Me das pena, reyezuelo; más de la que tú das al gusano
He visto ese pico sin piedad golpeando suave al
gusano como una aguja de calcetar a la lana, el temblor
que das tragando ese flácido fideo, su meneo de
consumación
semejante al de una semilla tragada por la raja de una tumba,
después tu guiño de rectitud ante la religión de un reyezuelo;
pero si murieses en mi mano, ese pico sería la aguja
en la que el mundo negro siguió girando en silencio,
tu música tan medida en surcos como lo era la de mi pluma.
Sigue picando en esta vena y verás lo que pasa:
las madejas rojas se partirán en dos como lo hace la calceta.
Se acanala en mi palma, como el latido, baqueteando para irse,
como si compartiera el conocimiento de un reyezuelo en otra parte,
más allá del mundo anillado en su ojo, estación y zona,
en el iris radial, la mirada fija, apuntada, apuntando.
23

Silabario escolar
No tenía dónde
registrar el avance de
mi trabajo
salvo el horizonte, ningún lenguaje
salvo los bajíos en mi largo paseo
hasta casa, por lo que extraje toda la ayuda
que mi mano derecha pudiera aprovechar
de las algas cubiertas de arena
de lejanas literaturas.

El rabihorcado era mi fénix,


yo estaba embriagado de
yodo, una gota de la púrpura
del sol
teñía de vino el tejido de la espuma;
mientras araba blancos campos de olas
con mis canillas de muchacho, me
tambaleaba al deslizarse el banco
de arena bajo mis pies,

entonces encontré mi más profundo deseo


en las oscilantes palabras del mar,
y el esquelético pez
que era aquel muchacho tomó cuerpo en mí;
pero vi como el broncíneo
atardecer de las palmeras imperiales
curvaba sus frondas convirtiéndolas en preguntas
sobre los exámenes de latín.

Yo odiaba los signos de escansión.


Aquellos trazos a través de las líneas
llovían sobre el horizonte
y ensombrecían la asignatura.

Eran como las matemáticas


que convertían el deleite en designio,
clasificando los palillos lanzados al aire
de las estrellas en seno y coseno.

Enfurecido, hacía rebotar una piedra


sobre la página del mar; seguía
barriendo su propia sílaba:
troqueo, anapesto, dáctilo.
24

Miles, un soldado de infantería. Fossa,


una trinchera o tumba. Mi mano
sopesa una última bomba de arena para lanzarla
hacia la playa que se desvanece lentamente.

No obtuve matrícula
en matemáticas; aprobé; después,
enseñé el latín básico del amor:
Amo, amas, amat.

Vestido con una chaqueta de tweed y


corbata, maestro en mi escuela,
vi como las viejas palabras se secaban
como algas en la página.

Meditaba desde el acogedor puerto


de mi mesa, las cabezas
de los muchachos se hundían suavemente
en el papel, como delfines.

La disciplina que predicaba


me convertía en un hipócrita;
sus esbeltos cuerpos negros, varados en la playa,
morirían en el dialecto;

Hacía girar el meridiano del globo,


mostraba sus sellados hemisferios,
pero ¿a dónde podían dirigirse aquellos entrecejos
si ninguno de los dos mundos era suyo?

El silencio taponó mis oídos


con algodón, el ruido de una nube;
escalé blancas arenas apiladas
intentando encontrar mi voz,
y recuerdo: fue
un sábado casi a mediodía, en Vigie,
cuando mi corazón, al volver la esquina
de Half-Moon Battery,
se detuvo a mirar cómo el sol
de mediodía fundía en bronce
el tronco de un gomero
sobre un mar sin estaciones,
mientras la ocre Isla de la Rata
roía el encaje del mar,
25

un rabihorcado llegó volando


a través del entramado de un árbol para
izar su emblema en los cirros,
con su nombre, fruto del sentido común
de los pescadores: tijera de mar,
Fregata magnificens,
ciseau-la-mer, en patois,
por su vuelo, que corta las nubes;
y esa metáfora indígena
formada por el batir de los remos,
con un golpe de ala por
escansión, esa V que se abría
lentamente
se fundió con mi horizonte
mientras volaba sin cesar
más allá de las columnas, mordisqueadas por las ovejas,
de árboles de mármol caídos,
o de los pilares sin techo que fueron en tiempos
sagrados para Hércules.

Nunca he pretendido que el


verano fuese el paraíso
Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso,
o que esas vírgenes fueran virginales; en sus bandejas de madera
están los frutos de mi conocimiento, radiante de morbo,
y te ofrecen esto, en sus ojos de almendras marinas maduras,
los pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno.
No, lo que he chapado en ámbar no es un ideal, tal como
Puvis de Chavannes lo deseaba, sino algo corrupto-
la mancha en la vulva de la azucena amarillenta, los falos del llantén,
el volcán que irrita como un chancro, el humo de la lava
que trepa con su siseo hacia la diosa sibilante.
He horneado el oro de sus cuerpos en esa aleación;
decidle a los evangelistas que el paraíso huele a sulfuro,
que he sentido las cuentas del rosario en mi erupción sanguínea
mientras mi pincel les daba en la espalda, la cerviz
de un jesuita secularizado llevándole el rosario.
Coloqué una mascarilla mortuoria azul en mi Libro de Horas
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para que aquellos que sueñan con un paraíso terrenal puedan leerlo
en tanto que hombres. Mis frescos en arpillera a la diosa Maya.
Los mangos enrojecen como carbones en un hoyo para asados,
paciente como las palmeras del Atlas, la papaya.

Me detengo a oír un
estrepitoso triunfo de cigarras
Me detengo a oír un estrepitoso triunfo de
cigarras ajustando el tono de la vida, pero vivir
a su tono
de alegría es insoportable. Que apaguen
ese sonido. Después de la inmersión del silencio,
el ojo se acostumbra a las formas de los muebles, y la
mente a la oscuridad. Las cigarras son frenéticas como los
pies
de mi madre, pisando las agujas de la lluvia que se aproxima.
Días espesos como hojas entonces, próximos los unos a los otros como
horas y un olor quemado por el sol se alzó de la carretera lloviznada.
Punteo sus líneas a las mías ahora con la misma máquina.
¡Qué trabajo ante nosotros, qué luz solar para generaciones!-
La luz corteza de limón en Vermeer, saber que esperará allí
por otros, la hoja de eucalipto
rota, aún oliendo fuertemente a trementina,
el follaje del árbol del pan, de contorno oxidado como en van Ruysdael.
La sangre holandesa que hay en mí se dibuja con detalle.
Una vez quise limpiar una gota de agua de un bodegón
flamenco en un libro de estampas, creyendo que era real.
Reflejaba el mundo en su cristal, temblando con el peso.
¡Qué alegría en esa gota de sudor, sabiendo que otros perseverarán!
Que escriban: «A los cincuenta invirtió las estaciones,
la carretera de su sangre cantó con las cigarras parlantes»,
como cuando emprendí el camino para pintar en mi decimoctavo año.
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Las gaviotas discuten con


el rocío de las olas
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los
rabihorcados hacen círculos durante horas, en un batir de alas,
alrededor del arrecife donde un pontón se oxida. Un año ha
finalizado sus tormentas, y los hombres
llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como
hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas
cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La
mar, que se precia de que ningún hombre la
marque, aún ofrece tales lugares para la
pluma egoísta,
y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la
república del pólipo fue construida para nosotros -cuevas
hipnotizadas que se agitan con la luz de la ola, jaras que
blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra
sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.

Has olvidado el calor


Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc.
Ni siquiera las palmeras de la orilla del mar se agitan en paz.
El Imperio se mofa de todos los pensamientos en futuro.
Sólo los bajíos de este océano interior
murmuran versos de otro mar, al que éste
recuerda-
mitos de islas análogas de olivo y mirto,
el sueño del Golfo adormilado. Aunque sus templos,
bloques blancos contra el verde, sean hoteles, y sus pórticos
centros comerciales, con el tiempo harán buenas ruinas;
por lo tanto ¿qué más da si la mano del Imperio es tan lenta como
una tortuga firmando el oleaje en lo que se refiere a tratados?
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El genio llegará a contradecir la historia,


y está ahí en sus cuerpos tostados, en las olivas de los ojos,
como cuando los chulos de la Atenas demótica entretejieron el
caos de Asia, y las chicas de las aldeas de estacas, putas teñidas
de alheña, eran las hetairas. La marea vespertina baja, y el hedor
de imperios ulteriores -alzándose de bayas que orlan
los dobladillos de tiranos y playas- alcanza un tribunal
donde las nubes descienden sus escalones como senados que
pasan, no diferentes de cuando, bajo hojas de mirto que
canturrean, compartieron una sombra, el poeta y el asesino.

Volcán
Joyce temía los truenos,
pero en su funeral
rugieron
los leones del zoológico de Zurich.
¿Zurich o Trieste? -Da lo mismo.
Son leyendas, no menos
que la muerte de Joyce: una
leyenda, o el rumor extendido de
que Conrad ha muerto y es. irónica
Victoria.
Sobre la línea del horizonte
nocturno que se ve desde esta
casa en los riscos, ahora y hasta
el alba,
hay dos fulgores, “millas mar
adentro”: las torres de los pozos
petroleros;
son como el resplandor del puro
y el resplandor del volcán
al final de Victoria.
Las quemantes señales de los grandes
podrían orillarnos a dejar
de escribir, para ser en cambio
sus lectores ideales, obsesivos
y voraces, que hicieran del
amor a las obras maestras
superior al intento
de igualarlas o superarlas,
y fueran los lectores más grandes de la Tierra:
Por lo menos requiere reverencia,
29

algo que nuestra época ha perdido;


tanta gente lo ha visto todo,
tanta gente ya sabe lo que viene,
tanta se niega a admitir el silencio
de la victoria, la indolencia
que es ardor en la médula,
tantos son sólo,
como el puro, ceniza enhiesta,
para tantos el trueno es cosa hecha.
¿Cuán común es la ligereza,
cuán perdidos los leviatanes
que hoy ya no buscamos!
Qué tiempos de gigantes eran esos.
Qué magníficos puros los que hacían.
Debería leer con más cuidado.

Mañana, mañana
Recuerdo las ciudades que nunca he visto
exactamente. Venecia con sus venas de plata, Leningrado
con sus minaretes de toffee retorcido. París. Pronto
los impresionistas obtendrán sol de las sombras.
¡Oh! y las callejas de Hyderabad como una cobra desenroscándose.

Haber amado un horizonte es insularidad;


ciega la visión, limita la experiencia.
El espíritu es voluntarioso, pero la mente es sucia.
La carne se consume a sí misma bajo sábanas espolvoreadas de migas,
ampliando el Weltanschauung con revistas.

Hay un mundo al otro lado de la puerta, pero qué inquietante resulta


encontrarse junto al propio equipaje en un escalón frío cuando el alba
tiñe de rosa los ladrillos, y antes de tener ocasión de lamentarlo,
llega el taxi haciendo sonar una vez la bocina,
deslizándose hasta la acera como un coche fúnebre—y subimos.
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Granada
Tierra roja y cruda, los muñones de olivo, verde oliva y plata
en el golpe de viento como una capa que diera forma al coche,
los atormentados olivos más pequeños de lo que pensabas,
como una tristeza no incalculable sino medida,
su distancia acortándose en la espiral que late en la carretera,
se ensancha la asombrosa Granada. Así es como hay que leer
a España, hacia atrás, como la memoria, como el árabe, montañas y
cipreses profetizados que confirman que el único tiempo es el pasado,
donde yace un pecado que pertenece a toda España.
Se retuerce en el tronco del olivo, mira asombrado desde el eco ocre
de una ladera de piedra, como la boca seca de un pozo: "Lorca".
Las aceitunas negras de sus ojos, el pan mojado en el plato.
Un hombre con la camisa blanca desgarrada y con manchas de vino,
traje negro y suelas de cuero golpeando sobre las piedras.
No puedes mantenerte fuera, aparte, y los otros
a campo abierto, el staccato del fuego de las metralletas,
los tacones del bailarín, el Ay del cantaor flamenco
y la boca de la guitarra: están ahí, en Goya,
el payaso que muere, con los ojos abiertos, en El tres de mayo
donde está el corazón de España. Por qué España sufrirá siempre.
¿Por qué vuelven desde esta distancia, esta lejanía
desde los cipreses, las montañas, los olivos que se tornan plata?

Signos
Para Adam Zagajewski

En el siglo diecinueve Europa realizó su silueta


con estaciones de vapor, lámparas de gas, enciclopedias,
crecidos talles de imperios, con hambre de inventarios
en las novelas, como un mercado en el que bullen las ideas.
Los volúmenes semejaban urbanos edificios de párrafos
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con adornados portales de paréntesis, en un margen las multitudes


esperando para cruzar a la página siguiente, como palomas que gorjean
epígrafes
para el próximo capítulo, en el que viejos adoquines
construyen el laberinto de una trama enrevesada; quedas
herejías
en las anárquicas tazas de cafés llenos de vaho —demasiado frío afuera
—. Frente a las puertas cerradas de la Ópera dos verdes caballos de
bronce guardan, como dos sujetalibros, una plaza cerrada, mientras los
aromas del siglo decadente se alejan sin rumbo por entre los jardines
con el olor de los libros encadenados en la National Library.
Cruzad, por un pequeño puente, hacia nuestra época bajo las
perdonanzas de santos medievales poco importantes, y la luz se vuelve
corriente.
Mirad hacia atrás, hacia el bulevar de los tilos que se desvanece
en una verde neblina que envuelve a sus caballos, a sus sombreros de seda,
a los carruajes, a la amplitud moral que era la de, digamos, Balzac;
Volved, entonces, a este siglo de lívidas y peladas casas,
al humo que se eleva, como una pluma, en las lejanas

chimeneas. ii

Lejos de las calles atestadas, como novelas, con los pesares del siglo,
de los dibujos a carboncillo de Kollwitz, el dolor del emigrado
es sentir su idioma traducido, la sintética aura
de una ajena sintaxis, la alterada construcción que filtrará
lo específico del detalle, de lo húmedo: crujientes rayos de sol
sobre el alféizar, en la puerta del granero de ese país de heno
que es la infancia, el lino de los cafés bajo una luz académica
— en resumen, la ficción de una Europa que se vuelve teatro.
En este seco lugar sin ruinas, solo existe un eco
de lo que habéis leído. Es mucho después
cuando lo impreso se vuelve real: iglesias, sauces, sucia nieve.
Es esta la envidia en la que al final caemos; esto nos sucede
a nosotros, lectores, lejanos devoradores: que sus páginas emblanquecen
nuestras mentes como calzadas o campos donde el rastro
de una pluma hace surcos. Luego, nos volvemos como
aquellos que tornan los pañuelos de los cirros al anochecer en
adioses
de diva en un balcón de opera, techos de querubines, cornucopias
que vierten pétreas frutas, el escenario para la convicción
de un creyente en la música curativa: después, inmensas nubes pasan,
enormes cúmulos retumban como camiones cargados de bobinas
de papel de periódico, y la fe del arte redentor comienza a abandonarnos
cuando volvemos viejos grabados hacia paisajes al aguafuerte
con vetas de hollín en los húmedos adoquines y en los aleros.
32

iii

Los adoquines se apiñan como cabezas rapadas, se recuestan los aguilones


sobre las calles para silbar, los muros se llenan de signos
que condenan a la estrella de David. Grises rostros se ocultan
a sí mismos, como la luna que dibuja delgadas cortinas
al marchar de botas militares, mientras del cristal desvencijado llueven
diamantes sobre el pavimento. Un despiadado silencio
se llevó a los viejos inquilinos: ahora, hay signos que las calles
no se atreven a pronunciar, ni mucho menos a entender,
por qué se produjeron, mas hoy las repeticiones,
la niebla que enturbia los adoquines, la limpieza étnica.
Llegan lámparas de arco, y con ellas, escenarios de
película, sombras de la esvástica, y lámparas de gas que
puntúan
la oración interminable de una calle. Hojas de tilo
revolotean más allá de la Ópera cerrada, y extras de tiznados ojos
esperan su única frase en el reparto de la caridad. La toma se aflige de
elegía y la secuela avanza con la conciencia orquestada
alrededor de las esquinas expresionistas de la ciudad antigua.
Con precisa parafernalia, los signos repetidos
de la secuela, el eco del chantre, hasta que el antiguo idioma
que prohibió las imágenes talladas adquiere un sentido indiferente.

iv

Esa nube era Europa, que se desvanece más allá de las ramas espinosas
del lignum-vitae, del árbol de la vida. Queda una nube con forma de yunque
sobre estas islas, en las cimas de aludes atractivos,
ventiscas sobre el frente de campañas moteadas de nieve,
las mismas viejas noticias que solo cambian fronteras y
políticas, más allá de las que se ahítan los lobos, de ojos rojos
como bayas, y sus silentes aullidos se apagan entre volutas de
humo
como la helada nube sobre los puentes. Lentamente, la barcaza de Polonia
va flotando corriente abajo con magistral escansión,
los minaretes de San Petersburgo como una nube. Luego, las nubes
se olvidan al igual que los combates. Como la nieve en primavera. Como
el mal.
Todo lo que parece de mármol no es más que un velo.
Entonces, interpretad a Timón, y maldecid todo empeño como vil.
Vuestra sombra permanece con vosotros, sobrecogiendo a los rápidos
cangrejos
que se agarrotan hasta que pasáis de largo. Esa nube representa la
primavera
para los sauces babilonios de Amsterdam, que brotaban de nuevo
33

como las muchedumbres en Pisarro por las ramas de un húmedo bulevar,


y la llovizna que azota sus pequeños alambres envuelve
Notre Dame. En la distancia, la palabra Cracovia
suena a artillería. Tanques y nieve. Muchedumbres.
Muros acribillados por agujeros de bala que, como el algodón, se cierran.

Días del Señor, Las Antillas

Esos pueblos angustiados por la melancolía del


domingo, en todas sus calles ocres duerme un perro

esos volcanes como rosas pálidas, o la llaga incurable


de la pobreza, alrededor de su boca arrugada escuálidos muchachos
venden amarillas piedras de azufre

las calcinadas hojas del banano que solían danzar


el río cuyo lecho es de botellas rotas
el bosquecillo de cacao donde un pájaro cuyo llanto se le escucha verde
y amarillo y en las luces debajo de las hojas con crestas
de llama anaranjada ha olvidado su flauta

eucaliptos descascarándose por el ardiente sol todavía luchando para evitar


el mar

el lagarto muerto tornándose azul como la roca

esos ríos, hebras de baba, que olvidaron la música antigua

esa explanada seca y breve bajo los más secos almendros marinos
donde se sentaban los viejos enjutos

mirando una goleta blanca atorada entre las ramas


y jugando damas con los inquietos rabihorcados

esas laderas como vasijas rotas

esos helechos que grabaron sus esqueletos en la piel


34

y esos caminos que comienzan recitando sus nombres la víspera

nómbralos y se detendrán
esos cangrejos que añoraban dejar pasar una época
esas garzas como solteronas que dudaban de sus
reflejos preguntando, preguntando

esas ortigas que esperaban


esos domingos, esos
domingos

esos domingos cuando las luces al final de la carretera eran un


acontecimiento

esos domingos cuando mi madre se recostaba


esos domingos cuando las hermanas se reunían como mariposas nocturnas
alrededor de su farola

y las ciudades se nos perdían en el horizonte.

Estrella
Si, a la luz de las cosas, te desvaneces
de verdad, aunque pálidamente
retirada a una determinada y
conveniente distancia, como la luna
suspendida toda la noche entre las
hojas, podrías alborozar esta casa sin
ser vista;
ah, estrella, doblemente compasiva, que vino
demasiado pronto para el crepúsculo, muy tarde
para la alborada, tu lumbre pálida
encauce lo peor de nosotros
hacia el caos
con la pasión
de un simple día.
35

Apéndice
Esquizofrénico, desgarrado por dos estilos,
uno de ellos la prosa de un negro de alquiler, me gano
el exilio. Recorro esta hoz, millas de una playa a la luz de la luna,

curtido,
quemadura para
librarme
de esta vida de océano que es el amor propio.

Para cambiar el lenguaje debes cambiar tu vida.

No puedo enmendar antiguos agravios.


Las olas se hastían del horizonte y regresan.
Las gaviotas chillan en lenguas oxidadas

sobre esquifes varados, carcomidos,


eran una nube de picos venenosos en Charlotteville.

Una vez pensé que el amor a la patria era suficiente,


ahora, aunque pueda escoger, no hay espacio en el pesebre.

Observo a las mejores mentes corromperse como perros


por migajas.
Ya casi soy un hombre
maduro, la piel quemada
se despega de mi mano como el papel, la cebolla,
como un acertijo de Peer Gynt.

En el corazón no hay nada, ni el temor


a la muerte. Conozco demasiados muertos.
todos me son familiares, todos en su papel,

incluso ahora que han muerto. Ardiendo,


la carne ya no teme a la entrada de esa caldera
de la tierra,

ese horno o cenicero del sol,


ni a esa luna cual guadaña nublada, despejada,
marchitando otra vez esta playa como una hoja en
blanco.

Toda su indiferencia es una ira diferente.


36

Blues
Esos cinco o seis muchachos
que almorzaban en el pórtico
aquella noche de verano calurosa
me silbaban. Agradables
y amistosos. Entonces, me detengo.
La calle MacDougal o Christopher
en cadenas de luz.

Un festival de verano. O una fiesta de santos.


No estaba muy lejos
de casa, pero no había demasiada luz
para un negro, y tampoco era demasiado oscuro.
Me imaginaba que todos éramos iguales,
el italiano, el negro, el judío,
además, no era el Central Park.
¿Me estoy poniendo violento? ¡Pues no se equivocan!
Ellos golpearon a este negro amarillo
hasta llenarlo de moretones.

Sí. Y esa vez, con miedo


a que alguno usara un cuchillo,
colgué mi chaqueta deportiva
verde, recién comprada,
en una toma de agua.
No hice nada. En realidad
luchaban entre ellos. La vida
les da unas cuantas patadas,
eso es todo. Los negros, los hispanos.

Mi cara aplastada, mi jeta sangrando,


mi chaqueta verde a salvo
de cortadas y lágrimas,
me arrastré subiendo cuatro pisos.
Tirado en la cuneta,
recuerdo a unos cuantos
espectadores
agitados, y la madre de uno de los chicos gritando
algo así como “Jackie” o “Terry”,
“¡ya es suficiente!”
En realidad no es nada.
Ellos no reciben suficiente amor.
Sabes que no te
matarían. Sólo juegan
duro,
Como lo harán los jóvenes americanos.
Aún así eso me enseñó algo
sobre el amor. Si es tan difícil,
olvídenlo.

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