Decalogo Me
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Eduardo J. COUTURE
Autorización
Sr. Lic. Fernando Flores García
N.N.
México 1, D.F.
Mi estimado colega y amigo:
T
engo entre manos sus afectuosas líneas del día 12 del corriente,
por las cuales me pide autorización para publicar por cuenta de
un grupo de amigos “Los mandamientos del abogado”.
No tengo compromiso editorial que me impida proceder de esa
manera. Tanto la Editorial Depalma como yo, hemos actuado en las
anteriores ediciones de ese pequeño libro, con absoluto desinterés
material. Quedan, pues, usted y sus amigos, autorizados a hacer de mi
trabajo el uso que crean oportuno.
No necesito expresarle que su admiración por esas páginas resulta
singularmente grata a mi espíritu. Tengo de México uno de los
momentos más gratos de mi vida. En 1947 y en 1952 visité su casa de
estudios. No puedo decir todavía cual de las dos oportunidades me dio
más satisfacciones. La primera me deparó la sorpresa de hallarme con
un mundo nuevo, tanto en lo intelectual como en lo material, tanto en lo
político como en lo artístico, tanto en lo histórico como en lo humano.
La segunda visita, desafiando al precepto de que nunca segundas partes
fueron buenas, me deparó el halago de la lealtad de mis amigos, la
fidelidad de sus profesores, el fervor de sus estudiantes y, ¿por qué no
decirlo?, La estrepitosa despedida de que me hicieron objeto. He
recorrido muchas universidades del mundo; pero en pocas he encontrado
la efusión y la vida interior que he hallado en la Universidad de
México. Si a esto se agrega que su país ha llegado a mí por las más
diversas vías,
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INTRODUCCI ÓN
EXEGESIS
altera la solución.
Por eso, la mejor regla profesional no es aquella que anticipa la
victoria sino la que anuncia al cliente que probablemente podrá contarse
con ella. Ni más ni menos que esto era lo que establecía el Fuero Juzgo
cuando condenaba con la pena de muerte al abogado que se
comprometía a triunfar en el litigio; o la Partida III, que imponía los
daños y perjuicios al abogado que aseguraba la victoria.
Las verdades jurídicas, como si fueran de arena, difícilmente caben
todas en una mano; siempre hay algunos granos que, querámoslo o no,
se escurren de entre nuestros dedos, y van a parar a manos de nuestro
adversario. La tolerancia nos insta, por respeto al prójimo y por respeto
a nuestra propia debilidad, a proceder con fe en la victoria, pero sin
desdén jactancioso en el combate.
¿Y si el cliente nos exige seguridad en la victoria?
Entonces acudamos a nuestra biblioteca y extraigamos de ella una
breve página que se denomina Decálogo del cliente y que es común en
los estudios de los abogados brasileños, y leámosle: “No pidas a tu
abogado que te haga profecía de la sentencia; no olvides que si fuera
profeta, no abriría escritorio de abogado”.
7º. TEN PACIENCIA: El tiempo se venga de las cosas que se hacen sin
su colaboración.
Existe un pequeño demonio que ronda y acecha en tomo de los
abogados y que cada día pone en peligro su misión: la impaciencia.
La abogacía requiere muchas virtudes; pero además, como las hadas
que rodearon la cuna del príncipe de Francia, tales vimides deben estar
asistidas por otra que las habitúe a ponerse pacientemente en juego.
Paciencia para escuchar. Cada cliente cree que su asunto es el más
importante del mundo.
Paciencia para hallar la solución. Esta no siempre aparece a primera
vista y es menester andar detrás de ella durante largo tiempo.
Paciencia para soportar al adversario. Ya hemos visto que le debemos
lealtad y tolerancia hasta cuando sea majadero.
Paciencia para esperar la sentencia. Esta demora, y mientras el cliente
se desalienta y desmoraliza, incumbe al abogado contener su
desfallecimiento. En esta misión debe tener presente que el litigio, como
la guerra, lo gana en ciertos casos quien consigue durar tan sólo un
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como tu derrota.
¿En qué círculo del infierno estarán algún día esos abogados que nos
recitan inclementes, a veces tomándonos de las solapas, alzándonos la
voz como si fuéramos el adversario, sus alegatos, sus informes o sus
memoriales?
¿Y qué lugar del purgatorio está reservado a aquellos que a la
vejez siguen contando aún los casos que defendieron en la juventud?
¿Y qué recanto del paraíso aguarda a los directores de las revistas de
jurisprudencia, que se rehusan a publicar las notas críticas de
aquellos que confunden los periódicos jurídicos con una tercera o
cuarta instancia?
Porque la verdad es que existe una insidiosa enfermedad que ataca a
los abogados y que les hace hablar constantemente de sus casos. Aun de
aquellos que, por una u otra razón, nacieron para ser olvidados.
Los pleitos, dice el precepto, se defienden como propios y se pierden
como ajenos. También la abogacía tiene Su fiair play, el cual consiste no
sólo en el comportamiento leal y correcto en la lucha, sino también
en el acatamiento respetuoso de las decisiones del árbitro.
El abogado que sigue discutiendo después de la cosa juzgada, en nada
difiere del deportista que, terminado el encuentro, pretende seguir en el
campo de juego tratando de obtener, contra un enemigo inexistente, una
victoria que se le ha escapado de las manos.
FINAL
I. No tener estatutos.
II. No tener reuniones formales.
III. No tener cuotas.
IV. No tener reservas mentales para con los coasociados.
V.No tener rencores ni deseos de venganza.
VI. No tener descanso en el trabajo...ni en la diversión.
VII. No tener respetos humanos.
VIII. No tener cobardías.
IX. No tener acusaciones contra nadie, basadas en diferencias
ideológicas.
X. No tener sino esta mira: la lucha por la paz, basada en la justicia,
por medio del derecho.
Tenemos dos normas invariables: Guardar siempre un escrupuloso
respeto a los demás y exigir siempre un absoluto respeto a nuestra
dignidad de hombres y de abogados.
Estos mandamientos dejan en deliberada imprecisión la línea
divisoria de lo real y de lo ideal, de lo que es y de lo que se desea
que sea.
El abogado está visto, aquí, un poco como lo muestra la vida y
otro poco como lo representa la ilusión. En todo caso, aparece tal
como quisiera ser el autor, el día en que pudiera superar todas
aquellas potencias terrenas que obstan, en la lucha de todos los días,
a la adquisición de una forma plenaria de su arte.
Pero la imprecisión en la frontera que separa la presencia de la
esencia, lo adquirido de lo que aún se desea adquirir, es inherente a toda
meta. Meta es, en sus acepciones latina y griega, sucesivamente, el
término de una carrera y el más allá. Por tal motivo, nunca sabremos en
la vida en qué medida la conquista es un fin o un nuevo comienzo y por
virtud de qué profundas razones, en las manifestaciones superiores de la
abogacía, no hay más llegada que aquella que deja abiertos
indefinidamente ante nosotros los caminos del bien y de la virtud.
Es ésa, en definitiva, en su último término, la victoria de lo ideal sobre
lo real.