Dios en La Filosofía de Gustavo Bueno, El Catoblepas 20 - 1, 2003

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24/4/22, 9:57 Alfonso Fernández Tresguerres, Dios en la filosofía de Gustavo Bueno, El Catoblepas 20:1, 2003

Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974


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El Catoblepas • número 20 • octubre 2003 • página 1

Dios en la filosofía de Gustavo Bueno


Alfonso Fernández Tresguerres

Publicado en J. L. Cabria y J. Sánchez-Gey (eds.), Dios en el pensamiento hispano del siglo XX, Ediciones Sígueme,
Salamanca 2002, págs. 291-331

La reflexión filosófica de Gustavo Bueno sobre la religión parte de una constatación que nos parece difícilmente
discutible, y es ésta: que siendo Dios (como en efecto es) uno de los contenidos esenciales de la religión, ésta no puede,
pese a todo, identificarse sin más con Él. Y que esto es así lo prueba el hecho de que la religión (las religiones) se halla
constituida por múltiples y diversos fenómenos que no tienen una relación directa e inmediata con Dios (a menos que
con el padre Schmidt y la Escuela de Viena estemos dispuestos a hacer del hombre del Paleolítico un teólogo que
habría llegado a la idea del Dios único y metafísico; un Dios que se habría mantenido latente en todas las formas
primitivas de religiosidad). Al contrario: más bien habría que decir que Dios (el Dios de las grandes religiones
monoteístas) es un contenido muy tardío en el desarrollo y desenvolvimiento de la historia de las religiones. Sólo cuando
tenga lugar (por influjo, sin duda, de la filosofía griega) una enérgica rectificación del delirio mitológico propio de las
religiones politeístas (de lo que Bueno llamará religiones secundarias) comenzará a abrirse paso la idea del Dios único
propio del monoteísmo (de las religiones terciarias). Se trata, por tanto, de que la Idea de Dios ni agota ni recubre todo el
campo de la fenomenología religiosa, y por lo mismo tampoco Dios puede ser visto como el contenido nuclear de la
religión a partir del cual podría explicarse la génesis y desarrollo de las formas de religiosidad. Pero es que además
existe otra importante razón que obliga a negar drásticamente la identificación entre Dios y la religión, y es que, en último
término, cabe constatar la existencia de concepciones de Dios (de teologías, diríamos) que suponen la negación de la
religión misma. Es el caso del Dios de Aristóteles, con el que no cabe mantener relación de ningún tipo, y, desde luego,
tampoco ese peculiar tipo de relación a la que cabría calificar de «religiosa», porque el Dios aristotélico (motor inmóvil,
pensamiento que se piensa a sí mismo) ni conoce el mundo ni la existencia del género humano. Otro tanto sucede con
los dioses epicúreos, y lo mismo podría decirse del Dios de los deístas, al menos de aquéllos que se encuadran en las
posiciones más radicales, como es el caso de Voltaire.

Esta distinción de carácter ontológico entre Dios y la religión conduce a Gustavo Bueno a otra importante distinción,
ahora de carácter gnoseológico, entre Teología natural (que quiere ser ante todo Teología filosófica) y Filosofía de la
religión, y al análisis de sus relaciones mutuas y de sus peculiaridades y alcances respectivos en tanto que saberes
sobre la religión. Comenzaremos por esta segunda cuestión para volver luego a Dios y a la religión.

I
Teología natural y Filosofía de la religión

En una sociedad dada es posible detectar la presencia de múltiples creencias (no todas ellas de carácter religioso,
desde luego); creencias (nebulosas ideológicas, nubes de creencias más que sistemas plenamente organizados) que
por fuerza entran en contacto y relación entre sí (de naturaleza conflictiva muchas veces), por lo que se ven obligadas a
definir sus contornos, a delimitarse frente a las otras, a fundamentarse, en suma. Gustavo Bueno utiliza el término
«nematología» para referirse a la actividad doctrinal que las diversas nubes de creencias despliegan con el propósito de
alcanzar los objetivos antes señalados. Nematológicas son, pues, todas aquellas especulaciones –mitológicas,

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ideológicas, filosófico-mundanas incluso, pero siempre doctrinales– encaminadas a establecer, fundamentar y justificar
las coordenadas de una creencia determinada.

Pero dicho esto, es necesario establecer alguna discriminación entre los diversos saberes nematológicos, pues no
todos ellos son idénticos ni se presentan en el mismo plano. Por lo pronto, algunos son internos a la creencia en
cuestión, en tanto que otros quieren mantenerse en el exterior de la misma (aunque, como es obvio, hayan brotado
genéticamente de ella). En el primer caso hablaríamos de Nematología positiva, y en el segundo de Nematología
preambular. La nematología positiva se ocupa de la reconstrucción y reexposición de los contenidos de la creencia
(Nematología positiva dogmática, «filológica»); mas también de la axiomatización de esos contenidos utilizando
instrumentos que pertenecen a otros ámbitos distintos a la creencia en cuestión (Nematología sistemática o escolástica).
Por último, la nematología positiva puede intentar regresar desde las creencias a los fundamentos desde los cuales
aquéllas (en una perspectiva emic) se han constituido (Nematología fundamental). En cambio, la nematología
preambular aspira a la reconstrucción y fundamentación de las creencias, pero «desde fuera», es decir, desde otros
sistemas distintos a la nube ideológica de referencia y, por lo tanto, desde supuestos distintos a ella.

Pues bien, cuando las creencias vienen referidas a instituciones constituidas a partir de religiones positivas
terciarias (religiones monoteístas), la Nematología se presenta como Teología (porque ahora será Dios el contenido
central de la creencia). En consecuencia, Bueno sostendrá de manera tajante que la Teología no es otra cosa que la
Nematología de las nebulosas de creencias organizadas en torno a la Iglesia Romana y que la supuesta racionalización
teológica es pura y simple actividad nematológica (sin que ello signifique, desde luego, que toda actividad nematológica
sea de carácter teológico. Existen, por supuesto, múltiples nematologías de creencias que no tienen nada que ver con la
religión. O dicho de otro modo: la Teología es nematología, pero no toda nematología es teológica). Paralelamente a la
clasificación anterior, hablaremos ahora de una Teología positiva que, interna a la nube de creencias, parte de la fe, de la
Revelación, sin intentar reducirla a la razón, sino, a lo sumo, delimitar el misterio, que intenta, en definitiva, leer en el
libro de las Sagradas escrituras, y que puede presentarse, según los casos, como Teología dogmática, Teología
escolástica y Teología fundamental. La pregunta es qué papel cabría asignar a la razón en el ámbito de la Teología
dogmática, toda vez que los contenidos de ésta son declarados praeterracionales, praetelógicos o prelógicos. Según
Bueno, la enorme diversidad de posturas al respecto podrían encajar en tres grupos: a) las que entienden la Teología
dogmática como Teología ilativa: aquélla que mediante el «silogismo teológico» (que parte de una premisa mayor cuyo
origen es la fe, y una premisa menor basada en la razón natural para alcanzar una conclusión teológica) intenta extraer
conclusiones del inagotable deposito revelado; b) las que la entienden como Teología analógica o transpositiva: que
intenta la re-exposición o transposición de un dogma dado a un sistema racional previo (por ejemplo, el dogma de la
Santísima Trinidad a parámetros ópticos: Dios-Padre es el rayo de luz que se refleja en una espejo (Dios-Hijo) dando
lugar a un nuevo rayo de vuelta (Dios-Espíritu Santo); y c): aquéllas que la ven como Teología dogmática estructural o
interna: encargada de establecer comparaciones entre dogmas distintos. Y hablaríamos de Teología preambular,
cuando, al contrario que la anterior, ya no es interna a la creencia, desde el momento en que pretende presentarse como
Ciencia o Filosofía, y no parte de la Revelación, sino de la Naturaleza (quiere leer, diríamos, en el libro de la Naturaleza),
aunque, en último término, sea la Revelación quien orienta esos conocimientos naturales. Teología preambular es, en
una palabra, Teología natural: intento de justificar y fundamentar racionalmente la creencia religiosa terciaría, de reducir
racionalmente tal creencia a sistemas de creencias mundanas.

La cuestión que ahora es preciso plantear es la siguiente: ¿se podría afirmar que en la Teología natural se
encuentra una respuesta adecuada a la pregunta por la religión? La respuesta de Bueno es terminante: en absoluto.
Más aun: de lo que llevamos dicho parece deducirse la tesis según la cual (como nematología que es) más que un
saber, en sentido estricto, sobre la religión es ella misma un fenómeno religioso que ha de poder ser explicado por una
verdadera teoría de la religión (obviamente, la tesis nos parece que cobra carácter de evidencia referida a la Teología
positiva). Y la forma en que dicho fenómeno es explicado por la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno acabamos de
verla: la Teología es mera actividad nematológica.

Pero no se trata únicamente de que para poder considerar que la Teología natural responde adecuadamente a la
pregunta por la religión fuera necesario compartir las creencias en torno a las cuales se articula (aunque algo de eso hay,
desde luego; lo que nuevamente resulta mucho más claro en el caso de la Teología positiva). La cuestión es,
gnoseológicamente hablando, mucho más interesante que todo eso. La Teología natural estructura y organiza sus
contenidos en torno a la Idea de Dios. Pero Dios, como hemos comenzado señalando, no puede identificarse sin más
con la religión ni puede ser considerado tampoco el contenido nuclear de la misma. Ocurre que el Dios de la Teología
natural es el Dios de la Ontoteología, y el problema de su existencia es competencia de la Ontología, no de la Filosofía
de la religión en cuanto tal, y por eso la Teología natural se resuelve en Metafísica y no en una verdadera Filosofía de la
religión. La gran diferencia entre una y otra es que ésta organiza sus contenidos no en torno a Dios, sino en torno al
Hombre, que es quien se nos presenta como religioso, y por eso es Antropología filosófica, no Metafísica. Por lo demás,

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cabría añadir que el Dios de la Teología natural no es algo que pueda presuponerse como una realidad ya dada, en
torno a la cual pudiera irse organizando dicha disciplina; y esto significa que sólo si se prueba efectivamente la
existencia de Dios puede haber Teología, esto es, ciencia (logos) sobre Él. Pero, en cualquier caso, desde el momento
en que la Teología centra sus contenidos y desarrollos en torno a Dios, se está cerrando a sí mismo el paso hacia una
comprensión de los fenómenos religiosos, porque Dios –repitámoslo una vez más– no es la religión, y por eso, una vez
que la Ontología se haya pronunciado sobre la existencia de Dios (tanto si ese pronunciamiento es afirmativo como si no
lo es) todavía falta por explicar la religión misma, de la que hasta ese momento no se ha dicho gran cosa; aunque,
ciertamente, lo que se ha dicho (que hay Dios o que no lo hay) sea fundamental. Lo que queremos decir es que negar o
afirmar la existencia de Dios no es suficiente para considerar que se ha dado respuesta a la pregunta por la religión. Por
eso ni la Teología natural (que la afirma) ni tantas filosofías ateas (que la niegan) pueden ser consideradas verdaderas
filosofías de la religión. Dios es un fenómeno religioso, mas no la religión misma, de ahí que la respuesta a la pregunta
por la existencia de aquél no pueda ser vista como respuesta adecuada ni suficiente a la pregunta por la esencia de
ésta. La primera de esas preguntas (insistimos) ha de ser respondida por la Ontología; la segunda, por la Filosofía de la
religión; Filosofía de la religión que, por supuesto, no ha de pensarse exenta de cualesquiera premisas ontológicas,
como tampoco lo está de cualesquiera premisas antropológicas. Una filosofía de la religión es imposible –e impensable–
al margen de una determinada concepción de la realidad y al margen de una determinada concepción sobre el hombre,
y, en consecuencia, como tal disciplina filosófica ha de verse necesariamente dependiente de una determinada
Ontología y de una determinada Antropología filosófica. Pero esto es una cuestión distinta. Lo que ahora intentamos
aclarar es que de ninguna manera estamos autorizados a confundir la Ontología misma –la Ontoteología– con la
Filosofía de la religión, y esto es precisamente lo que hace la Teología natural, tanto en su versión escolástica, medieval
y moderna, como ilustrada, es decir, deísta.

En la Escolástica (principalmente en Santo Tomás de Aquino), cualquiera que sea la valoración que pueda
merecernos la Teología natural, en tanto que posicionamiento racionalista frente a las tendencias fideístas e
irracionalistas del momento, es claro, sin embargo, que acaba por cristalizar en un cuerpo doctrinal, de carácter racional,
sin duda, pero que no es, ciertamente, Filosofía de la religión, sino Ontología; y aun en el supuesto de que en dicha
Ontología pudieran encontrarse las premisas de una verdadera Filosofía de la religión (en la medida en que los
Preambula fidei pudieran ser vistos como un intento de fundamentación racional de todas las religiones), es decir, aun en
el supuesto de que admitamos que se da un regressus efectivo de los fenómenos a las Ideas, es obvio que en el
progressus queda bloqueada la comprensión adecuada de la religión, ya que desde esas Ideas determinadas es
imposible cubrir la totalidad del campo fenoménico, desde el mismo momento en que muchos de esos fenómenos (y
seguramente aquéllos más significativos) son declarados de naturaleza sobrenatural, y por ello accesibles sólo a la fe,
no a la razón. Y por lo que respecta al cuerpo fenoménico de otras religiones distintas a la cristiana, será declarado de
naturaleza demoníaca o tildado de mera idolatría.

En la fase ilustrada, la teoría de la religión articulada en torno al concepto de «religión natural» de los deístas
(Voltaire, Rousseau, &c.) rechaza todo contenido que no sea racional, lo que al cabo supone quedarse tan sólo con la
afirmación de la existencia de Dios, a la que se llegará mediante una argumentación a posteriori basada en las causas
finales (el Dios-relojero de Voltaire puede servirnos de ejemplo); un Dios que, después de todo, no pasa probablemente
de ser un simple concepto metafísico que seguramente acaba por hacer tan imposible la religión misma como lo hacía el
Dios aristotélico. Una concepción de Dios, en suma, que constituye seguramente la antesala del ateísmo moderno. Pero
en todo caso, lo que ahora nos interesa subrayar es que el deísmo, lo mismo que había hecho antes la Escolástica,
reduce el problema de la religión al problema de Dios, o lo que es lo mismo, la Filosofía de la religión a Ontoteología, y
aunque a diferencia del pensamiento escolástico, que considera el cuerpo doctrinal del cristianismo de naturaleza
sobrenatural, los deístas definan como simple superstición el campo fenoménico positivo de las religiones todas (sin
excluir la cristiana), porque superstición es para ellos toda proposición religiosa que no sea la escueta afirmación de la
existencia de Dios, es evidente, no obstante, que con todo ello se está renunciando a la elaboración de una verdadera
teoría de la religión, ya que la fenomenología religiosa resulta segregada de la teoría misma, encomendándose su
clarificación y explicación a la Psicología, la Sociología, la Historia o a alguna otra disciplina científica particular.

Así pues, que entre la Filosofía de la religión y la Teología natural pueda darse una convivencia pacífica, una suerte
de complemento y cooperación, como no hace mucho tiempo pedía Juan Pablo II en una de sus encíclicas, es, según
Gustavo Bueno, una pura ilusión. Mas bien habría que decir que cada una de esas disciplina se constituye por negación
explícita de la otra, y por eso se entiende perfectamente que la Filosofía de la religión no haya podido surgir durante el
reinado y dominio aplastante de la Teología natural, esto es, durante la escolástica cristiana medieval y moderna (ésta
última representada muy especialmente por la escolástica española, con Francisco Suárez a la cabeza). Solamente
cuando en el siglo XVIII se produzca la crisis y derrumbamiento de la Ontoteología (demolición que hay que atribuir de
manera fundamental a Kant) comienza a abrirse paso la Filosofía de la religión, como disciplina autónoma y con pleno
derecho a ocupar un lugar en el conjunto de las disciplinas filosóficas. Ahora bien, el pensamiento kantiano supone, es

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cierto, la ruina de la Ontoteología, pero no la de la misma Idea de Dios, que será considerada ahora ilusión
trascendental, como componente esencial de la conciencia humana. A partir de este momento será factible el intento de
repensar y reexponer el campo fenoménico positivo de la religión, no ya en términos sobrenaturales, como quiere el
pensamiento escolástico, ni tampoco en términos sociológicos (como imposturas) o psicológicos (como alucinaciones),
tal como pretenden los deístas, sino en términos de desarrollo de la conciencia, tal como hará Hegel, el año 1824, en
sus Lecciones sobre filosofía de la religión, lo que supone la definitiva implantación de esta disciplina en el conjunto de
las disciplinas filosóficas (sin olvidar el precedente de Espinosa, en su Tratado teológico-político, analizado muy
detenidamente por Bueno en El animal divino).

Pero, como ya hemos tendido ocasión de señalar, es preciso percatarse de que el cambio de perspectiva que se ha
producido en la forma de plantearse la pregunta por la religión es muy profundo, porque ahora la problemática por ella
suscitada ya no se resolverá en Dios (como en el caso de la Teología Natural), sino en el hombre. Y de este modo, la
Filosofía de la religión se constituye como un subsistema de la Antropología filosófica; un subsistema que pretende dar
cuenta de todos los fenómenos religiosos, que son fenómenos humanos. Por ese motivo no cabe imaginar una filosofía
de la religión como disciplina «exenta», libre de cualquier premisa o presupuesto filosóficos; por el contrario, la Filosofía
de la religión depende muy directamente de las posiciones de la Antropología filosófica a partir de la que se constituye,
la cual, a su vez, carece de sentido al margen de un sistema filosófico global, en el que, entre otras cosas, se adopten
compromisos ontológicos muy fuertes. Por eso, la Filosofía de la religión es materialista o es espiritualista, es
antropocéntrica o no, y según lo que sea, así serán sus relaciones con la Teología natural. Mas si se persiste en definir
con un término las relaciones entre ambas disciplinas, ese término no ha de ser otro que el de «incompatibilidad», en
absoluto «armonía». La Filosofía de la religión se constituye en confrontación con la Teología natural, y por eso no es
casual que sea posterior a ésta y que sólo comience a despuntar cuando se produce la crisis de la Ontoteología, esto es,
en el momento en el que nace la duda respecto al Dios de las religiones terciarias. O dicho de forma todavía más radical:
el horizonte desde el que es posible la Filosofía de la religión (en tanto que pregunta por la esencia de ésta) es el
ateísmo (no tiene ningún sentido que se pregunte qué es la Religión el creyente terciario, dado que sobradamente cree
saberlo ya). Por eso en modo alguno era de esperar que se hubiese constituido una disciplina como la Filosofía de la
religión en la Edad Media, momento de apogeo del reinado de la Teología natural (reinado que se extiende incluso hasta
el siglo XVI) ni tampoco en la Antigüedad, aunque en este caso por razones distintas: precisamente, por no hallarse
constituidas las religiones terciarias.

Todo esto no quiere decir, desde luego, que tras la crisis de la Ontoteología no pueden detectarse nuevos ensayos
(incluso en el momento presente) de nematologías religiosas que, aunque acogidas formalmente bajo el rótulo. Filosofía
de la religión aunque presentadas, por tanto, formalmente como Filosofía, son en realidad, Teología, y más en concreto
Teología preambular. Este es el caso, según Bueno, de X. Zubiri y su concepto de «religación».

Zubiri parte de un supuesto (que es, en realidad, una mera creencia religiosa): todos los hombres, en tanto que son
criaturas de Dios, están vinculados a Él en su mismo ser, constitutivamente. Esa vinculación es la religación, y esa
religación es el fundamento de la religión. Tal concepto de religación metafísica (metafísica, porque el término de esa
relación es algo in-determinado, in-finito, el ser fundante, la Poderosidad infinita) es un intento manifiesto y voluntario de
mantener la problemática y la concepción de la religión en el ámbito de las religiones terciarias, presuponiendo, además,
la fe cristiana.

Observemos que ese supuesto general se desdobla (por así decirlo) en otros dos: primero, que existe un ens
fundamentale de naturaleza divina; y segundo, que ese ser es el correlato de la relación trascendental implicada en la
religión. Ahora bien, si negamos la existencia de Dios, no tiene ningún sentido hablar de su función religadora o
apoderante. Para que toda la construcción metafísica de Zubiri tenga algún sentido, hay que comenzar por presuponer
(y es mucho presuponer) que Dios existe. Pero es que ni siquiera aceptando ese supuesto se podría mantener la idea de
religación: un ser personal, infinito (aun en el absurdo de que fuese consciente) no puede ser religador de la conciencia
humana porque la absorbería, la disolvería en su misma infinitud.

No hay, pues, forma alguna de considerar el planteamiento de Zubiri, no ya una filosofía verdadera de la religión,
sino ni siquiera una verdadera filosofía: es antes religión que Filosofía. Se trata de la ideología nematológica
característica de las religiones terciarias, desde la que no es posible comprender ni explicar los fenómenos religiosos, ni
tan siquiera de delimitarlos adecuadamente, porque habría que concluir que todo ente finito (desde el momento en que
es criatura de Dios), y no sólo el hombre, está religado. Todos: hombres, animales, plantas y seres inanimados son
religiosos. Nos hallamos, así, ante una especie de pansebia (de piedad universal, de religación universal genérica),
desde la que únicamente a través de una serie de «saltos» gratuitos se podría introducir ex abrupto (que no reconstruir)
el campo de las ciencias y la Filosofía de la Religión: un primer salto habría de conducirnos desde la pansebia (que no

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es Religión, en sentido antropológico) hasta la religación personal; y un segundo salto nos llevaría desde esa religación
personal, estricta (aunque todavía en un sentido genérico abstracto), hasta las religiones positivas.

Por lo demás, Zubiri tendría aún que respondernos a la siguiente pregunta: si todos los hombres están religados al
Dios terciario, ¿por qué no todos ellos son religiosos y por qué no todas las religiones son terciarias? ¿Respuesta de
Zubiri? Mediante la construcción ad hoc del concepto de desfundamentación: el ateo es el hombre desfundamentado.
(Permítasenos añadir por nuestra parte que, si a esto añadimos el juicio de San Anselmo, tendríamos que nuestro pobre
ateo es un insensato desfundamentado, lo que sin duda debe ser algo terrible.)

Ahora bien, Gustavo Bueno no tiene el menor inconveniente (más bien todo lo contrario) en utilizar el término
«religión» (siguiendo la tradición de Lactancio) en el sentido de religatio, religación, porque entender la Religión como un
fenómeno de religación constituye, a su juicio, la forma más adecuada, tanto gnoseológica como ontológicamente, de
englobar y comprender ese conjunto de fenómenos a los que llamamos «fenómenos religiosos». Para ello, como es
lógico, se necesita efectuar un enérgica reinterpretación de lo que haya de entenderse por «religación». Gustavo Bueno
la definirá como el tipo de relación trascendental asimétrica que los sujetos humanos pueden mantener con entidades
positivas que figuren como reales, y que, en principio, puede ser cualquiera de las clases que forman parte del espacio
antropológico (personas, animales o cosas); relación trascendental porque la relación no se nos presenta como
previamente dada a los términos ya constituidos entre los cuales se establece, sino como constitutiva ella misma de al
menos uno los términos (en el caso de la religión, constitutiva de los dos: del hombre mismo, mas también del animal en
numen); y asimétrica porque, evidentemente, del hecho de que A este religado con B, no se sigue que B esté religado
con A. De este modo, la religión podría ser interpretada en términos de una estructura interna de asimetría trascendental
entre el hombre y determinadas entidades reales. Según cuáles sean esas entidades, es decir, según el término de la
religación, se distinguirían cuatro géneros de religación positiva (positiva, no metafísica, porque ahora el término de la
relación son entidades positivas, reales):

(1) Religación de primer género (religación cultural): establecida entre los sujetos humanos y elementos no
subjetuales, pero inmanentes al campo antropológico. Por ejemplo, la religación entre el hombre y sus herramientas. Se
trata, en general, de la religación del hombre a sus propios productos culturales.

(2) Religación de segundo género (religación personal): entre los sujetos humanos y términos subjetuales e
inmanentes; por tanto, otros sujetos humanos. Por ejemplo, la relación asimétrica niño/adulto.

(3) Religación de tercer género (religación cósmica): entre sujetos humanos y términos no subjetuales y
trascendentes (lo que no significa que no formen parte del espacio antropológico). Por ejemplo, la bóveda celeste, el Sol.

(4) Religación de cuarto género (religación religiosa): entre sujetos humanos y términos subjetuales, pero
trascendentes al campo antropológico; por tanto, sujetos no humanos, pero finitos. Así, la relación (emic) de los hombres
con los dioses olímpicos, o del hombre paleolítico con los animales.

Estos cuatro géneros de religación nos permiten (y esto es esencial para comprender que, a diferencia de la
religación metafísica, la religación positiva se mantiene en el ámbito de la Filosofía de la religión), nos permiten –
decimos– elaborar una Teoría de teorías sobre la Religión. Tendríamos así:

(1) Teorías culturales: la Religión puede reducirse esencialmente al primer género de religación. La religación del
hombre a sus formas culturales (la religión del hombre es su cultura). La religión así entendida sería básicamente
fetichismo.

(2) Teorías circulares: reducción al segundo género. La Religión es la religación del hombre a sus héroes (así,
Evhmero, Comte o Durkheim, aunque en los dos últimos casos el término de la religación no es el héroe, sino la
sociedad humana, la Humanidad incluso. También Feuerbach, para quien el hombre habría hecho a Dios a su imagen y
semejanza). Ahora la religión se nos presenta más bien como ética, moral o política.

(3) Teorías cósmicas o naturalistas: reducción al tercer género. Religión como religación con elementos de la
Naturaleza. La religión se nos descubriría ahora como panteísmo.

(4) Teorías angulares: reducción al cuarto género. La esencia de la Religión se encuentra en la conducta intencional
o efectiva de los sujetos humanos ante otros sujetos no humanos (en el caso de la filosofía materialista de la religión

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esos sujetos son los númenes animales). El caso límite de las teorías angulares se encontraría en la religación
metafísica, concepción ideológica (como hemos dicho) propia de las religiones terciarias.

El concepto de religación positiva que hemos esbozado, según el cual sólo hay religación, y, por supuesto,
religación religiosa, cuando el referente de tal religación sean entidades positivas reales, le sirve a Bueno para ensayar,
al mismo tiempo, una distinción entre lo «religioso» y lo «sagrado», tan frecuente y acríticamente identificados. Pero lo
sagrado no puede, según Bueno, identificarse sin más con lo religioso, porque tiene un campo mucho más extenso.
Diríamos que lo sagrado podría entenderse como un género del que lo religioso sería una de sus especies, pero no la
única. Lo religioso sería lo sagrado en tanto que tiene connotaciones de carácter conductual y personal, es decir, lo
numinoso (si es cierto que, como afirma Bueno, el origen de la religión se encuentra en la relación o religación con
númenes personales). Pero lo sagrado que, en principio, podría definirse de manera negativa: como lo no-profano, tiene
como especies propias no sólo a lo numinoso, sino también a lo santo y al fetiche. Númenes, santos y fetiches, tales
serían, según Bueno, las especies de lo sagrado. Pero de ellas, sólo la primera (y en menor medida la segunda) tiene
que ver directamente con la religión, por lo que, como decimos, no cabe sostener la identificación entre lo sagrado y lo
religioso como si se tratase de una misma cosa. Lo sagrado se delimita siempre sobre el fondo de lo profano, lo
presupone, siendo lo profano, como dice Bueno, el «territorio originario», que no necesita definirse en función de lo
sagrado, sino al revés (lo sagrado es lo no-profano). Y esto significa que lo sagrado puede verse como procediendo
siempre del mundo profano y constituyéndose a partir de determinados contenidos que desde éste son vistos como algo
extraordinario, anómalo e irreducible a lo cotidiano, a lo prosaico de la vida, sin que ello signifique que todo lo
extraordinario haya de ser visto necesariamente como sagrado, porque lo sagrado, que sería, en definitiva, la
característica que poseen determinados valores asociados a contenidos del espacio antropológico (las cosas sagradas
están referidas siempre a los hombres, son sagradas para los hombres) sólo llega a serlo realmente, dice Bueno,
cuando toma la forma de una presencia sui generis, cuando desborda esos contenidos del espacio antropológico con un
prestigio sui generis (por ejemplo, algo es sagrado no sólo porque provoque temor a respeto, sino porque posee algo sui
generis que lo produce).

Esos valores de lo sagrado a los que nos hemos referido pueden ser puestos en relación no sólo con los ejes del
espacio antropológico, sino también con los cuatro géneros de religación de los que hemos hablado. Así, al eje radial, en
el que se encuadran el primer y tercer género de religación, esto es, la religación cultural y la religación cósmica, le
correspondería como modo o especie de lo sagrado los fetiches; al eje circular y a la religación personal, los santos; por
último, al eje angular y a la religación religiosa, los númenes. Incluso (aunque con muchos matices en los que no
podemos detenernos ahora), puede verse en las distintas formas de religión la presencia dominante de una u otra de
estas especies de lo sagrado: en la religión primaria los númenes; en la secundaria los fetiches; en la terciaria los
santos.

El materialismo filosófico de Gustavo Bueno rechaza, por supuesto, toda hipóstasis de lo sagrado que suponga la
existencia de cualquier sustancia o ente actuando detrás de las cosas sacras y manifestándose a través de ellas, pero
no tiene inconveniente en reconocer en lo sacro a ese plus inagotable y borroso (relativo a cada época histórica) que se
escapa a las pretensiones reductoras de la ciencia, que indica que el análisis de lo sagrado desde las categorías
científicas no agota la totalidad de sus contenidos.

II

la religión
Las ciencias de

Enseguida volveremos a la religación y al origen de la religión. Pero antes debemos ocuparnos de otra importante
cuestión. Gustavo Bueno ha recusado severamente las pretensiones de la Teología natural de constituirse en el saber
por excelencia sobre la religión, de responder a la pregunta por la esencia de ésta. Pero, ¿qué decir de las ciencias de la
religión? ¿No tendrán, después de todo, razón los deístas al encomendar a distintas ciencias la clarificación y
explicación de los fenómenos religiosos?, es decir, ¿no será el problema de la religión un problema que cabe resolver en
clave eminentemente científica (psicológica, sociológica, antropológica, histórica, o una mezcla de todas esas
perspectivas)? La respuesta de Bueno vuelve a ser en este punto terminantemente negativa.

La filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno reconoce, en efecto, la existencia de múltiples ciencias de
la religión, en el sentido de que los más diversos fenómenos religiosos entran ocasionalmente a formar parte del campo
gnoseológico cubierto por distintas disciplinas científicas (fenómenos con los que dichas disciplinas pueden mantener
relaciones tanto de neutralidad como de incompatibilidad). Y reconoce también la importancia de tales disciplinas
científicas y la obligación inexcusable que tiene la Filosofía de la religión de contar con ellas, al menos mientras no
abdique de lo que Bueno considera el método filosófico por excelencia: el método platónico de regressus (de los
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fenómenos a las Ideas) y de progressus (de las Ideas a los fenómenos), ya que es en alguno de esos ámbitos científicos
donde se nos dan algunos de los fenómenos religiosos más significativos. Ahora bien, lo que Bueno niega es que exista
una «ciencia de la religión», en el sentido de que la respuesta a la pregunta por la religión pueda considerarse
establecida en el «cierre» de cualquiera de esas disciplinas científicas. ¿Dónde situar, en efecto, el «cierre» de la
Psicología, la Sociología o la Antropología de la religión? Desde su punto de vista, en ningún sitio, y la razón general es
que «Religión» no es una Categoría, sino una Idea; y una Idea que sólo puede ser clarificada removiendo todo un
conjunto Ideas que forzosamente entran relación con ella, por lo que sería ilusorio suponer que su estructuración
pudiese llevarse a cabo en un ámbito categorial determinado; antes bien, en tanto que tales Ideas son objeto propio de
la Filosofía. Así pues, existen, ciertamente, múltiples ciencias de la religión, mas sólo en sentido oblicuo o intencional,
pero no en sentido recto o efectivo.

Concretamente, esas ciencias pueden, según Bueno, ser clasificadas en dos grupos, atendiendo al hecho de que se
mantengan en un plano genérico o en un plano específico respecto a los fenómenos religiosos. Las ciencias del primer
grupo se ocupan, ciertamente, de aspectos esenciales de la religión, pero no específicos de ella (y, desde luego,
tampoco nucleares). Desde la perspectiva de estas ciencias, los fenómenos religiosos se nos muestran en lo que tienen
de común con otros fenómenos no religiosos, lo que viene a significar que tales disciplinas desbordan el ámbito propio y
específico de la religión, por cuanto tales fenómenos no son exclusivos de la religión misma, sino propios también de
otras conductas no religiosas. Dos ciencias son las que principalmente habría que incluir en este grupo: la Psicología de
la religión y la Antropología (social o cultural) de la religión.

Respecto a la primera podría servir como ejemplo la obra clásica de W. James, Las variedades de la experiencia
religiosa. La objeción fundamental que habría que presentar a la Psicología de la religión es que no resulta ni mucho
menos evidente que la religión sea un fenómeno psicológico (por otra parte, idéntica impugnación se hace, dentro de las
mismas ciencias de la religión, por planteamientos sociológicos, caso de Durkheim, o por antropólogos, como Lévi-
Strauss). Y si ello es así, sino es obvio que la religión sea un fenómeno religioso, difícilmente se puede esperar que la
Psicología dé cuenta de la esencia de la religión. A lo sumo contribuirá a esclarecer determinados aspectos de ésta, más
sólo en lo que tienen en común con otras formas de conducta no religiosas, e incluso con formas de comportamiento
animal: no puede definirse la religión por el temor, la esperanza o el sentimiento de dependencia, pues tales emociones
no sólo no son exclusivas de la religión, sino que ni siquiera son exclusivas del ser humano (los animales, en efecto,
experimentan esos y otros sentimientos).

En cuanto a la Sociología y Antropología de la religión (podrían recordarse aquí los nombres de Spencer, Durkheim,
Malinowski, Harris o Engels, y acaso también Tylor, aunque en la teoría animista desempeñen un papel nada
desdeñable importantes mecanismos psicológicos), aun reconociendo que se trata de perspectivas tan fértiles como
sugerentes, hay que denunciar la incapacidad de esas disciplinas para construir esencialmente los fenómenos religiosos
(incapacidad, en suma, para dar cuenta de la esencia de la religión). Antes bien, tanto el enfoque sociológico como el
puramente antropológico de la religión parten de los fenómenos religiosos como algo ya dado, sin responder a la
pregunta por el origen de la religión, y todo lo más que se consigue explicar es cómo contribuye ésta a mantener el
equilibrio general del sistema social en el que la religión se da. En consecuencia, de ningún modo se construye una
teoría específica de la religión, sino sólo genérica, oblicua, en la que, más que el origen y esencia de la religión, lo que
se explica es su permanencia, su expansión o su desfallecimiento.

En cuanto a las ciencias del segundo grupo, las que hemos dicho que se mueven en un plano específico, hay que
decir que intentan explicar los fenómenos religiosos por sí mismos, y no mediante principios sociológicos, económicos o
de otro tipo. Son, pues, ciencias que quieren mantenerse en la inmanencia de la fenomenología religiosa, elaborando
sus construcciones y buscando su cierre en el ámbito de dicha inmanencia. Ese podría ser el caso de la Historia de las
religiones y, sobre todo, el de la Fenomenología de la religión. Lo que habría que objetar en este caso es lo siguiente: no
basta moverse en el plano fenomenológico para que una construcción sea científica, porque a la ciencia, si realmente
quiere ser tal, le es indispensable determinar esencias y estructuras. Y que estas ciencias lo consigan es lo que desde
las posiciones del materialismo filosófico niega Gustavo Bueno. Más que ciencias efectivas lo serían en sentido
meramente intencional. Y esto no sólo porque los resultados a los que se llega puedan resultar más o menos discutibles,
sino también porque la forma mediante la que a ellos se llega ha de considerarse radicalmente insuficiente, toda vez que
se hace abstracción, por ejemplo, de los nexos causales. De ahí que los resultados alcanzados pudieran ser tan finos
como precisos (la descripción perfectamente exhaustiva y absolutamente contrastada de un determinado ceremonial
religioso, pongamos por caso), sin que ello signifique que estamos ante una ciencia en sentido estricto. En pocas
palabras, lo que sucede con las ciencias fenomenológicas de la religión es que son incapaces de diferenciar entre el
núcleo y el cuerpo de la religión porque desde un punto de vista fenomenológico los contenidos de uno y otro se
presentan en el mismo plano.

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Una verdadera teoría de la religión ha de ser capaz, desde la perspectiva del materialismo filosófico de Bueno, de
dar respuesta a la pregunta por el núcleo (origen o génesis), curso (desarrollo evolutivo de las diversas formas de
religiosidad y especies básicas de la misma) y cuerpo (conjunto de determinaciones fenoménicas de cada una de ellas).
Sin ello, es decir, sin dar respuesta a esas tres cuestiones, en modo alguno cabe pensar que se ha dado respuesta a la
pregunta por la esencia de la religión, como tendremos ocasión de examinar más adelante. Pues bien, por lo que
acabamos de ver, no parece que las ciencias de la religión sean capaces de responder a ninguna de esas cuestiones
(sencillamente, se trata de un proyecto que no puede conformarse a las exigencias de un cierre categorial científico).
Más aún: las ciencias de la religión ni siquiera pueden por sí mismas delimitar el propio ámbito de la fenomenología
religiosa, porque determinar si un fenómeno dado es o no religioso sólo puede hacerse partiendo de una determinada
concepción de la religión, o si se quiere, de una determinada Filosofía de la religión. Pero es que, además, los
fenómenos religiosos se nos presentan (intencional e intensionalmente) como fenómenos que poseen referencias
verdaderas, es decir, como verdades, y por ese motivo el problema de la verdad es una cuestión inherente al campo
mismo de la fenomenología religiosa, de donde resulta que la pregunta por la esencia de la religión no puede ser
resuelta más que comprometiéndose con dicha cuestión. Ahora bien, ¿qué pueden decir las ciencias de la religión al
respecto? ¿Cómo dilucidar el problema de la verdad de la religión desde categorías psicológicas, sociológicas,
antropológicas o históricas? ¿Con qué autoridad el antropólogo en tanto que antropólogo o el psicólogo en tanto que
psicólogo van a negar la existencia de seres divinos o sobrenaturales, o la existencia del mismísimo Dios terciario?
Obviamente, la toma de posición al respecto no puede hacerse más que desde la Filosofía, porque sólo puede llevarse a
cabo desde determinadas premisas de carácter ontológico.

En realidad, en todo lo que venimos diciendo la cuestión fundamental que está en juego es la distinción entre el
plano fenomenológico y el plano esencial. Esa es la clave para dilucidar las relaciones entre la Ciencia y la Filosofía de
la religión, y asimismo lo es para poner de relieve las radicales insuficiencias de la primera. El plano fenomenológico nos
coloca ante una pluralidad de fenómenos religiosos (ceremonias, mitos, textos sagrados, &c.) que pueden ser analizados
en términos funcionalistas, remitiéndonos al ámbito de la Psicología, la Sociología o la Antropología. Tal es el plano por
el que discurren las ciencias de la religión. Pero una verdadera teoría ha de ser capaz de alcanzar el plano esencial, en
el que tiene que ser dilucidada la verdad de aquellos fenómenos y, por tanto, la verdad de la religión. Pero eso es lo que
le está vedado a las ciencias de la religión, porque sólo desde una argumentación especulativa de carácter filosófico
puede llevarse a término, sin que la ausencia de pruebas empíricas (si las hubiese estaríamos ante una ciencia)
signifique que nos estemos moviendo en el vacío, o que no dispongamos de ningún indicio donde «hacer pie», y mucho
menos que las conclusiones a las que virtualmente podamos llegar hayan de ser por completo gratuitas o impertinentes.

III
La filosofía materialista de la religión

Tenemos, pues, que, según Bueno, la respuesta a la pregunta por la esencia de la religión es, necesariamente, de
carácter filosófico, competencia de la Filosofía de la religión, no de la Teología natural ni tampoco de saberes científicos
particulares. Debemos ahora examinar las líneas maestras de la filosofía materialista de la religión por él defendida. Ello
nos conducirá, finalmente, a encontrarnos con la Idea de Dios y a exponer las razones del ateísmo radical y terminante
de Gustavo Bueno.

El material religioso –observa Bueno– es fundamentalmente heterogéneo y por ello la definición de religión
(definición que habría de suponer no sólo la delimitación del campo de la propia fenomenología religiosa, sino también el
comprometerse con el problema de la esencia misma de la religión) no podría venir dada en términos de una definición
analítica, unívoca, porfiriana, una definición por género y diferencia específica. Tales definiciones resultan a veces
excesivamente vagas, y otras demasiado rígidas; en ocasiones desbordan el material fenomenológico, y en otras ni
siquiera lo cubren en su totalidad. Y eso cuando no son simplemente metafísicas. Es preciso, por el contrario, detectar la
génesis de la religión en algún tipo de experiencia cuyo desarrollo pueda dar cuenta lo mismo de la fenomenología
religiosa que del desarrollo de las diversas formas de religiosidad. Ahora bien, ello sólo es posible si la esencia de la que
hablamos la entendemos como una esencia genérica (procesual, dialéctica); una esencia que consta de un núcleo (el
origen o génesis de la religión, en el caso que nos ocupa, y en general el lugar del que fluye la esencia) que se despliega
en un cuerpo de determinaciones esenciales y se desarrolla en un curso de fases internas o especies.

La respuesta que en El animal divino se da acerca del núcleo de la religión es que el origen de ésta se encuentra en
la relación (o religación) del hombre con los númenes animales. Más, ¿por qué animales? E incluso, ¿por qué númenes?
La respuesta a la segunda pregunta es tajante: la religión consiste en algún tipo de relación, y si no hay númenes,
sencillamente no puede haber relación religiosa de ningún tipo, no puede haber, en suma, religión, y sólo cabría volver a
la explicación psicológica de la experiencia religiosa, que nada explica en realidad. Obsérvese, sin embargo, que esta
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tesis supone al mismo tiempo una limitación y una exigencia. La limitación es que los númenes no pueden ser infinitos,
porque con un numen infinito no cabe mantener relaciones de ningún tipo. Luego los númenes han de ser personales.
Ahora bien (y esta es la exigencia), tales númenes personales necesariamente existen, porque de lo contrario no serían
personales (y sino hay númenes personales no hay relación religiosa ni religión). De donde se deduce que un numen
personal que no existe no sólo no es personal, sino que ni siquiera es un numen.

Tal es la clave del argumento ontológico-religioso, rescatado por Bueno del ámbito del Dios terciario (donde lo
impugnará tajantemente) para aplicarlo a la génesis de la religión. Sin embargo, y supuesto que se le dé por bueno,
todavía hay que preguntarse por qué razón tales númenes son identificados con los animales. Veámoslo.

El argumento ontológico-religioso nos cierra el camino a las explicaciones de la religión en términos radiales:
aquéllas que situarían la génesis de la experiencia religiosa en elementos de la naturaleza impersonal. Ahora bien,
exigencias ontológicas obligan a Bueno a rechazar de plano que los númenes puedan ser entidades de carácter
espiritual, sean divinas, sean demoníacas (númenes equívocos). Simplemente porque desde presupuestos ontológicos
materialistas no puede admitirse la existencia de tales seres (otra cosa es que pudiéramos interpretar los démones como
entidades personales extraterrestres, abriendo así el camino a una teoría de la religión que colocase la génesis de ésta
en la relación con tales entidades; pero esto, en el momento presente no pasa de ser pura ciencia-ficción). En
consecuencia, sólo cabe la posibilidad de que los númenes sean análogos, esto es, o humanos o animales. Si se opta
por la primera alternativa nos encontraríamos ante filosofías de la religión de carácter circular; si por el contrario la
opción recae en la segunda, la teoría sería angular.

La concepción circular de la religión es, ciertamente, la que con más frecuencia ha sido defendida, presentando una
amplia gama de variedades: desde aquellas teorías en las que lo humano-numinoso, en que se supone originada la
religión, es entendido en un sentido infinito (metafísico), lo que sucede cuando se apela a la Idea de Hombre o de
Humanidad como génesis de lo numinoso (Sófocles y acaso también Feuerbach), hasta aquéllas que consideran lo
numinoso encarnado en individuos particulares (Evehmero), pasando por las que colocan el origen en determinadas
instituciones humanas, sean supraindividuales, como el clan (Durkheim) o individuales, como la figura del padre (Freud).
Sin olvidar aquellas filosofías de la religión que consideran ésta como el modo mediante el cual el hombre se constituye
en hombre, al actuar como un mecanismo de compensación de un ser que, inicialmente indefenso, acaba por
autocomprenderse como señor del mundo (Espinosa, Kant, Hegel, Scheler, Unamuno, o Bergson).

No podemos detenernos en este momento en los pormenores de las teorías circulares. Siguiendo con nuestro hilo
argumental lo que debemos es preguntarnos por qué motivo son rechazadas por Gustavo Bueno, aun reconociéndoles a
algunas de ellas el carácter de verdadera filosofía de la religión. La cuestión tiene ahora que ver con determinados
presupuestos filosóficos de carácter antropológico: la relación con los númenes comporta una desigualdad y asimetría
irreversibles, en tanto que las relaciones humanas (circulares) son, esencialmente hablando, relaciones de igualdad. En
consecuencia, las relaciones circulares no pueden ser numinosas. Y ello implica que aquellos casos de numinización
humana que pudieran ser efectivamente constatados en la fenomenología religiosa han de ser declarados, desde una
perspectiva filosófico-ontológica, como meras apariencias, porque la relación establecida con el individuo numinizado no
es humana en sentido específico, no es, en rigor, una relación circular, sino angular, lo que viene a significar que el
humano numinizado, más que como hombre, se presenta a los ojos de su adorador como un animal, o dicho de otro
modo, el numen humano lo es no por lo que tiene de hombre, sino por lo que en él se percibe de animal.

Tenemos, pues, que el argumento ontológico-religioso nos ha llevado a la conclusión de que si no hay númenes
personales (y reales) no puede haber experiencia ni relación religiosa, no puede haber, en definitiva, religión. Pero la
religión es un hecho, por tanto los númenes existen. Al mismo tiempo, eso mismo conduce a rechazar las concepciones
radiales de la religión. Por otra parte, las posiciones ontológicas materialistas sobre las que se sustenta la filosofía
materialista de la religión impiden considerar siquiera la posibilidad de que tales númenes puedan ser entes divinos o
demoníacos, y sí únicamente hombre o animales. Por último, la opción entres unos y otros, es decir, la opción entre
concepciones circulares y angulares de la religión, nos ha venido impuesta por exigencias filosóficas de carácter
antropológico. La conclusión es obvia: la génesis y el núcleo de la religión hay que colocarlo en la relación entre el
hombre y los númenes animales, sencillamente porque no puede estar en otra parte.

Hasta aquí (bien que nuestra exposición no le hace justicia), Bueno ha respondido a las preguntas por el origen y la
verdad de la religión. En efecto, el origen de la religión se encuentra en la relación (religación, según el cuarto género)
del hombre con los númenes animales, y su verdad equivale a esta afirmación: existen los númenes (verdad que se
encuentra en las religiones primarias, mas no en las secundarias ni en las terciarias). Pero aún queda por responder a la
pregunta por la esencia, porque el núcleo no es la esencia, que sólo se nos da en el desarrollo de aquél en un cuerpo y
en un curso, lo que obliga a dar cuenta de la fenomenología religiosa y de la evolución de las diversas formas de

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religiosidad. Pero antes es necesario aclarar otra importante cuestión: ¿de qué forma ha podido tener lugar el proceso
mediante el cual los animales se han constituido en númenes? ¿Cómo los animales, que al fin y al cabo no son más que
animales (desde una perspectiva etic), han podido, en los orígenes de la religión, presentarse a los ojos de los individuos
humanos (emic, por tanto) como númenes? La respuesta la hallaremos ahora en otro importantísimo concepto de la
filosofía materialista de la religión: el concepto de religión natural.

No podemos partir de la religión como algo ya dado, ni tampoco pensar que su introducción se produce ex abrupto.
Pues bien, esa generación y preparación de la misma es lo que en El animal divino se halla asociado al concepto de
religión natural, que puede ser vista como el género radical o raíz genérica de donde surge el núcleo de la esencia de la
religión, como género generador, en definitiva, de la religión misma. Este periodo de la religión natural se extendería a lo
largo del Paleolítico inferior, a partir de la utilización del fuego por el homo erectus, y comprendería unos 600.000 años.
Desde luego, no se trata propiamente de una religión positiva, como tampoco el hombre es todavía hombre, según los
criterios de la Antropología filosófica. Estamos más bien ante una protorreligión y ante un protohombre, pero, sin duda,
en esos larguísimos años de religiosidad natural han debido ir configurándose ciertos patrones de conducta humana (y
ello tanto en el modo de relacionarse el hombre con los animales como en lo que tales pautas de comportamiento tienen
de distintivo, de transgenérico, respecto a la conducta etológico-genérica) que serán decisivos para la religiosidad
posterior, y para el proceso mismo de constitución del hombre en hombre (resulta muy sugestivo, por ejemplo,
interpretar, como hace Bueno, las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, prefiguradas en el comportamiento
del hombre cazador). En especial, tiene que haberse iniciado una disociación entre el eje circular y el angular, una
autocomprensión del hombre como distinto del animal, lo que implica un distanciamiento de éste; y tiene que haberse
dado, en buena medida, tal disociación porque únicamente supuesto ese alejamiento es posible la religión (la relación
religiosa exige distanciamiento y asimetría entre el hombre y sus númenes o dioses), y es posible, también, la
constitución hombre en hombre. Este es el motivo porque el que la religión puede ser tomada como uno de los criterios
más firmes para marcar el paso del protohombre al hombre. Esto supone, al mismo tiempo, considerar las relaciones
religiosas nucleares como específicamente humanas, no como relaciones genéricas que pudieran ser detectadas
también en animales de cualesquiera otras especies; o lo que es lo mismo: que no hay religiosidad animal.
Naturalmente, tal tesis sólo en confrontación con los etólogos puede ser apuntalada. Bástenos en este momento decir
que lo específico de la religión humana (específico en sentido transgenérico), frente al intento de hacerla desaparecer en
estructuras genéricas más amplias, tales como rituales y conductas supersticiosas presentes en el mundo animal, y aun
en el supuesto (que por el momento no se ha dado) de que los etólogos pudieran descubrir entre tales rituales algunos
que tengan que ver con el saludo etológico interespecífico (único lugar, según Bueno, en el que podríamos encontrar el
equivalente etológico a la conducta etológica: lo que, en cierto modo, podríamos denominar saludo religioso), lo
específico (decimos) de la religiosidad humana se encuentra en su carácter ceremonial y mítico (y acaso principalmente
en el último). Por eso, en la constitución misma de la religión primaria, en el proceso mediante el que los animales que
rodean al hombre primitivo se convierten en númenes, es esencial el factor lingüístico que permite la cristalización de
una mitología (de la que acaso fuesen un importante complemento las figuras pintadas en las cavernas). Y como quiera
que el lenguaje fonético articulado no puede ser atribuido al Neanderthal, no puede hablarse propiamente de religión (ni
de hombre, en sentido estricto) hasta el Paleolítico Superior, pudiendo ser visto el Musteriense como una fase intermedia
entre la religión natural y la positiva.

Durante ese largo periodo de religiosidad natural los animales seguramente se presentaban a los ojos de los
hombres como seres poderosos y extraños, seres entre los que es preciso convivir y sobrevivir, y de los que se depende
en tanto que ellos son una de las fuentes principales de alimentación. En ese contexto no resulta difícil conjeturar la
amplia variedad de emociones y sentimientos que debió suscitar el animal: dependencia, sí, pero también miedo, amor,
odio, recelo, admiración, asombro... Y a medida que se iba produciendo una progresiva consolidación de las relaciones
circulares, se iba dando también una definitiva disociación entre el eje circular y el angular, y con ello, al tiempo que la
constitución paulatina del hombre en hombre, una «segregación» o «extrañamiento» cada vez mayor de los animales,
que continúan siendo vistos, no obstante, como «centros de inteligencia y voluntad», no como simples elementos
impersonales. Seres extraños, pues, pero que, sin embargo, nos envuelven y nos acechan y a los que nos sentimos
ligados por una estrecha dependencia. Y son seguramente esa dependencia y extrañamiento los que explican el
establecimiento de la religión primaria. Pero antes de que eso ocurra es preciso que es algún acontecimiento venga a
romper la situación inicial, que lo que llamamos «religión natural» se des-componga, se des-estructure, de-genere, de
forma tal que la re-composición, la re-estructuración y la re-generación a otro nivel, mediante procesos de anamórfosis,
conduzca al núcleo de la religión. En la religión natural el animal aún no es un numen ni la relación establecida con él es
estrictamente religiosa, de ahí que únicamente si algún acontecimiento acaba por romper (por des-componer) ese
estado de cosas, cabe pensar que pueda producirse el proceso de numinización, cuando la antigua relación se
establezca (se re-componga) en otros términos que ahora sí serán propiamente religiosos. Ese es el origen de la religión
primaria. Esa ruptura de la que hablamos tiene mucho que ver no sólo con los cambios que se van produciendo en los
propios hombre, sino también (y acaso principalmente) con el progresivo agotamiento de la caza, lo que hace no que
desaparezcan completamente las referencias animales empíricas, pero sí que éstas sean más escasas e infrecuentes.
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En ese contexto, el animal, que nunca ha dejado de ser visto como una fuente de alimentación (el proceso del que
hablamos no nos sitúa en ningún plano espiritual), comienza a ser percibido desde la perspectiva de la esencia
universal, de los arquetipos (asociados tal vez al nombre y a la representación pictórica). Esa referencia a los animales
concretos desde la perspectiva de las esencias, que tiene probablemente el sentido de continuar su reproducción
simbólica (el animal no puede desaparecer del todo mientras poseamos su esencia, su símbolo, su arquetipo), es lo que
nos introduce de lleno en el contexto de la religión primaria. La formación de esa esencia simbólica que tal vez comenzó
por hallarse asociada a algún elemento corpóreo del animal mismo (como pieles o huesos), para luego estarlo a su
representación pictórica, desemboca, finalmente, en construcciones mitológicas y fantásticas en las que se combinan
figuras zoomorfas y antropomorfas (como el «hechicero» de Trois-Frères), dando así paso a las religiones secundarias,
cuya falsedad (falsedad por que los dioses no existen y los númenes animales sí) puede, en consecuencia, considerarse
anunciada en las primarias.

Así pues, la religión primaria es aquélla donde propiamente hay que colocar la verdad de la religión, en la medida en
que consiste en la relación del hombre con los númenes animales, pero una relación no alucinatoria o falsa, sino
verdadera, en tanto que tales númenes tienen una existencia real. Por lo que respecta a los fenómenos religiosos que
cabe detectar ligados por nexos esenciales al núcleo de la religión en esta primera fase de su curso evolutivo
(fenómenos que en cada una de las etapas del desarrollo de las formas de religiosidad constituirán el cuerpo de la
religión), cabe señalar el concepto de «lugar sagrado» («santuario» en el que reside el numen o su símbolo); también la
existencia de protoespecialistas religiosos (tales como brujos, hechiceros o chamanes, protoaugures y protoauríspeces),
así como diversas ceremonias relacionadas con el culto y diversas normas de conducta (como tabúes, por ejemplo).

El paso a la religión secundaria (que sería la forma de religiosidad propia del Neolítico y del Bronce, con una
duración aproximada de unos 10.000 años, desde el 12.000 al segundo milenio a.n.e.) ha de ser explicado, entre otros
motivos, por dos acontecimientos fundamentales: por un lado, el progresivo agotamiento de la caza, lo que supone la
desaparición de las referencias reales y efectivas de los grandes númenes del Paleolítico. Se trataría de un fenómeno
(dado que sus esencias no han podido desaparecer) de ocultación de los númenes, de transformación de sus arquetipos
en misterios. Por otra parte, la domesticación de los animales supondrá un cambio muy significativo en sus relaciones
con el hombre, quien, más que como subordinado a ellos, aparece como su dominador (él es quien los cuida, alimenta,
controla su reproducción, &c.). La consecuencia de todo ello es, en pocas palabras, que la numinosidad pasará ahora a
la figura humana, dando así lugar a la religión de los dioses antropomorfos, que, sin embargo, permanecen asociados a
los animales y reciben su numinosidad por contagio de estos: el dios será a veces el «señor de los animales», o bien
estos son su símbolo, su representación, su reencarnación incluso. Esta transformación nos introduce de lleno en el
pleno delirio religioso, característico de la religión secundaria, que habría de ser calificada así de religión falsa, religión
de falsos dioses, por contraposición a la verdad de la religión primaria. Por lo hace al cuerpo de la religión secundaria,
habría que señalar el surgimiento de importantes categorías religiosas: «templo», «sacerdote», «liturgias y dogmáticas»
plenamente religiosas, así como la progresiva influencia de la casta sacerdotal en el conjunto de la vida familiar, social,
política, económica y cultural.

Hacia el segundo milenio a.n.e. (en la Edad de Hierro) se producirá el paso a la religión terciaria, cuya plenitud se
alcanza en el cristianismo y el islamismo. El paso a este tercer tipo de religiosidad hay que explicarlo a partir de diversos
acontecimientos, principalmente el nacimiento de la Ciencia y la Filosofía (la actividad teológica terciaria es impensable
al margen de la Filosofía) y el desarrollo demográfico y político de las sociedades neolíticas que hará posible la
confluencia de mitologías no siempre compatibles. Y es tal vez esa incompatibilidad la que subyace al principio de
simplificación mitológico (cuyo límite será el monoteísmo) introducido por la religión terciaria frente al delirio secundario.
Desde el punto de vista de la religión primaria, la religiosidad terciaria supone la impiedad por excelencia, toda vez que
el animal no sólo es despojado de sus atributos numinosos, sino que acaba por ser convertido en un objeto impersonal
de la naturaleza, tal como sucede en la doctrina del «automatismo de las bestias», característica de la tradición cristiana.
Pero impiedad también desde las coordenadas de la propia religión terciaria, en la medida en que con ella se prepara el
advenimiento del «dios de los filósofos», el advenimiento del deísmo y, en el límite, del ateísmo. En cuanto al cuerpo
propio de la religión terciaria, hay que decir que se conservan en lo esencial las categorías propias de la religión
secundaria (templo, sacerdote, liturgia, &c.), aunque rigurosamente rectificadas.

¿Y qué decir del futuro de la religión? De manera casi telegráfica señalaríamos lo siguiente: según Bueno, el
creciente interés por formas de vida extraterrestre, y la progresiva preocupación por el mundo animal (Declaración
Universal de los Derechos del Animal (1978), asociaciones para la defensa de los animales, &c.) podrían ser un indicio
de que agotada la religión terciaria, que ha terminado por conducir a la iconoclastia y al ateísmo, parecen, en el
momento presente, estar abriéndose paso nuevas formas de religiosidad secundaria (los extraterrestres son hoy
nuestros démones) y primaria, una nueva forma de religación con el mundo animal.

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IV
Dios y la religión.

El ateísmo de Gustavo Bueno

En lo que llevamos dicho, se dibujan ya (al menos eso creemos) tanto la concepción que Bueno tiene de Dios, como
su negación (la negación de su existencia real, aunque no, desde luego, la de su existencia fenoménica en la historia de
las religiones), es decir, su ateísmo, o su antignosticismo, tanto en sentido esotérico (negación tajante de que alguien
pueda poseer fuentes especiales o privilegiadas, reveladas, de conocimientos sobre la divinidad; conocimientos
praeterracionales, derivados de una comunicación directa con Dios), como en sentido teológico-filosófico (negación
expresa de la existencia y esencia del Dios terciario).

Dios es, ciertamente, un contenido de la historia de las religiones, lo mismo que los dioses politeístas de las
religiones secundarias y que, como éstos requiere alguna explicación. Se trata de un contenido tardío, no originario ni
nuclear, que surge en las religiones terciarias, codeterminadas por la Filosofía (el Dios monoteísta es, en último término,
el Dios de los filósofos), y cuya existencia no tendría, en principio, por qué plantear más problemas de los que pueda
plantear la de Zeus u Osiris. Que Dios no es el contenido nuclear de la religión se prueba por el hecho de que un ser
infinito no puede ser personal y, por tanto, no puede ser un numen. Que Dios no existe puede probarse en términos de
una ontología materialista que niega la posibilidad de númenes equívocos de carácter espiritual. Un Dios, en suma, que
puede ser visto como la disolución de la religión misma y la antesala del ateísmo.

Ahora bien, con ser cierto, sin duda, esto que decimos, es decir, con ser cierto que tal es el pensamiento de Gustavo
Bueno, resulta, con todo, radicalmente insuficiente y esquemático, y debemos, en consecuencia, precisar un poco más,
tanto en lo que se refiere a la formación de la Idea de Dios como a su negación en el pensamiento de Gustavo Bueno.

En la Escolástica medieval y en la Teología natural, pero también en la Ilustración y en el deísmo (lo que Bueno
denomina el horizonte clásico o también sistema teológico o escolástico) es difícil que se hubiera planteado el problema
de la formación de la Idea de Dios, precisamente porque el horizonte clásico es un horizonte teológico, un horizonte que
gira en torno a Dios. Y esto es cierto tanto para la Religión, establecida en torno al Dios terciario, de tal modo que
cualquier otra forma de religiosidad es vista como falsa, demoníaca, idólatra, como para la propia Filosofía primera que
es vista como hallando su culminación en el conocimiento de Dios. Las relaciones entre ambas (Religión y Filosofía) son
muy diversas, sin excluir el enfrentamiento, pero esas relaciones dialécticas surgen cuando se comparan las dos
concepciones de Dios a las que se supone que cada una de ellas ha llegado de manera independiente, es decir, cuando
comparan el Dios de los filósofos y el Dios de la religión. Entre esas posiciones acerca de la relación existente entre el
Dios de los filósofos y el Dios de las religiones (hasta ocho cree Bueno poder detectar), no hay, curiosamente, lugar para
el Dios de los filósofos ateos, sencillamente porque una tal concepción de Dios no tiene cabida en los parámetros
teológicos del horizonte clásico. Desde ellos el ateo –observa Bueno– no puede ser visto más que como lo vio San
Anselmo: como un insensato.

Después de Kant, y la consiguiente crisis de la Ontoteología, la Filosofía ya no puede entenderse como culminando
necesariamente en Dios, antes bien, la Idea de Dios comienza a ser vista ella misma como una Idea histórica. Pero
tampoco la religión puede entenderse sin más como centrada u organizada en torno a Dios, desde el momento en que
se descubren religiones que no se organizan en torno a Dios, que son, incluso, ateas. Tal es lo que Bueno denomina el
horizonte moderno (sistema no teológico o moderno), que es un horizonte no teológico. En este nuevo horizonte es
posible, según Bueno, una dialéctica evolucionista o transformista (frente al fijismo del horizonte clásico), desde la que
puede ensayarse una ordenación evolutiva de las diversas formas de religiosidad, y de las diversas concepciones, tanto
filosóficas como religiosas, de Dios. Un intento tal, en el que se encuadra plenamente la filosofía de la religión de Bueno,
en la medida en que en ella se defiende una teoría evolutiva de la religión, hubiera sido imposible en el horizonte clásico,
establecido sobre una dialéctica binaria en la que sólo una posición se considera verdadera, considerando a las demás
como falsas, ilusorias o aparentes, y ello tanto en lo que se refiere a la religión misma como a las concepciones
filosóficas de la divinidad.

En este nuevo horizonte no teológico resulta factible lo que era imposible desde el horizonte teológico, a saber:
partir de filosofías y religiones no teológicas hasta encontrar el momento en que ambas confluyen en torno a la Idea de
Dios; confluencia que, supuesto que se rechace una especie de armonía preestablecida entre ambas, no podrá
explicarse, según Bueno, más que mediante procesos de co-determinación diamérica entra ambas, mediante la cual
partes de la religión se engarzan por mediación de una filosofía teológica (tal sería la sistematización efectuada por las
religiones superiores), y, al mismo tiempo, partes de la Filosofía se coordinan y sistematizan a través de la religión, a
través de la Idea de Dios. O dicho de otro modo: en algún momento de su proceso evolutivo (en las religiones terciarias)
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la religión confluye con la Filosofía, de forma tal que la religión se desarrolla teológicamente por mediación de la
Filosofía, y a su vez la Filosofía se desarrolla teológicamente por mediación de la religión. De este modo, filosofías
organizadas al margen de Dios culminan en una Teología, y sobre todo –y esta es, tal vez, la tesis clave en la filosofía de
la religión de Bueno– religiones que comenzaron constituyéndose al margen de la Idea de Dios, alcanzan en su
evolución y desarrollo una dimensión teológica por influencia de la Filosofía.

Esto obliga a dejar de ver a la Religión y a la Filosofía como estructuras globales o enterizas (como en el horizonte
clásico), para verlas como esencias procesuales, dialécticas, evolutivas o plotinianas, cada una de las cuales (Filosofía y
Religión) se van desarrollando mediante diversas modulaciones de la Idea de Dios, siendo, no obstante, esas
modulaciones evolutivas las que permiten mantener su unidad, las que permiten continuar hablando de Filosofía y de
Religión.

Dos son, según Bueno, las modulaciones de la Idea de Dios que podemos hallar en la Religión: DR1.– la del "Dios
concreto" de las religiones positivas primarias y secundarias; un dios concreto que es miembro de una clase (la clase de
los dioses olímpicos, por ejemplo) y cuya modulación corresponde a las religiones politeístas. Y DR2.– la del "Dios
metafísico" de las religiones terciarias; un Dios que, aunque distinto del Dios de los filósofos (distinto del Acto Puro y
Motor Inmóvil aristotélico), procede, sin embargo, de la Filosofía, y que hace su aparición al final del curso de las
religiones, justamente por su interferencia con la Filosofía.

Por su parte, en la Filosofía se dan también dos modulaciones de la Idea de Dios: DF1.– el "Dios finito" (óntico): el
Demiurgo platónico, los dioses epicúreos, incluso el Gran Ser, de Comte. Y DF2.– el "Dios infinito", absoluto, ontológico.
El Dios de Aristóteles y Plotino, pero también el Dios de San Anselmo y Sto. Tomás, de Leibniz y Kant, el dios de los
teístas, pero también el Dios que cuya existencia niegan los ateos. Se trataría, en este caso, de un ateísmo ontológico o
metafísico: negación de Dios terciario asociado al teísmo monoteísta. Pero cabe también un ateísmo óntico o positivo:
negación, en este caso, de los dioses positivos, primarios y secundarios. Así, si desde la perspectiva del horizonte
clásico o sistema teológico, es el ateísmo metafísico, el ateísmo del que niega al Dios terciario, el que constituye la
auténtica impiedad, la asebia, y con ellas el nihilismo religioso (que seguramente arrastra consigo un nihilismo axiológico
y un nihilismo metafísico más amplio, toda vez que Dios es concebido como el Ser), desde la perspectiva del horizonte
moderno o sistema no teológico (desde la perspectiva, queremos decir, de la Filosofía de la religión de Bueno, en la
medida en que ella se enmarca en ese horizonte), será el ateísmo óntico, el ateísmo de quien niega los dioses positivos
en nombre de un Dios único metafísico, o si se quiere decir de modo positivo, será el teísmo terciario el constitutivo de la
asebeia, de la irreligiosidad y del nihilismo religioso.

En El animal divino, Bueno sigue el curso evolutivo de las religiones hasta el momento en el que se produce la
confluencia con la Filosofía, por cuyo influjo (que puede cifrarse en la crítica a la los dioses mitológicos, contrapuestos a
un Dios único, incorpóreo e infinito) el Dios de las religiones se transforma o convierte en el Dios de los filósofos. Dios
aparece, pues, al final del proceso evolutivo de la religión, pero final no sólo en sentido cronológico, sino también (y
acaso principalmente) sistemático y dialéctico: el final de la religión, el momento de su consumación y de su muerte,
porque la liquidación de las mitologías secundarias, y con ellas de sus dioses, ha sido llevada a cabo mediante una
Teología filosófica que cristaliza en la Idea de un Dios metafísico, incompatible con la religión misma, a la que hace
imposible, como puede comprobarse fácilmente en la Teología aristotélica y en su concepción de Dios.

Mas, ¿en qué funda expresamente Gustavo Bueno su negación del Dios de los filósofos, del Dios terciario? No es
Bueno de aquéllos que, con Hanson, sostienen que al ateo le basta con exigir al teísta, que, al fin y al cabo, es quien
afirma, pruebas de la existencia de Dios, de tal modo que la imposibilidad de presentar tales pruebas basta para concluir
que Dios no existe. En opinión de Bueno esto es una simple argucia de abogado: el ateo debe enfrentarse de modo
directo a los argumentos del teísta, demostrando la imposibilidad de la Idea de Dios, de su esencia y sus atributos, lo
que, sin duda, es demostración sobrada de la no existencia de Dios. Y de este modo, tampoco puede estar Bueno de
acuerdo con el diagnóstico que sobre el agnosticismo hace Hanson: el agnóstico, en efecto, no padece, según Bueno,
de incongruencia lógica; su error consiste, en realidad, en suponer que el Dios monoteísta es posible y que, por tanto,
tiene sentido discutir su existencia o inexistencia. Pero, precisamente, lo que hay que comenzar por negar es la
posibilidad misma de la Idea de Dios, del Ser infinito. Al ateo no le basta, en efecto, con negar la existencia de Dios, sino
que debe negar también su esencia, o mejor aún, debe, ante todo, negar esa esencia; negación que implicará de modo
inmediato la negación de la existencia. Dicho de otro modo: la demostración de la inexistencia de Dios se alcanza
mediante la demostración de la imposibilidad de la esencia del Ser Perfectísimo e Infinito.

Ontológicamente, la Idea de Espíritu, que se presupone, sin duda, en el Dios terciario, se habría formado, según
Bueno, por la paulatina eliminación de los cuerpos perceptibles, desembocando, así, en el concepto de espacio vacío y
de forma pura, y, en el límite, en el concepto de Espíritu, al que habría que retirarle uno de los atributos esenciales de

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toda materialidad determinada: la codeterminación por otras materialidades, con lo que se acaba, finalmente, en la
consideración de un tipo de entes poseedores de una capacidad causal propia: se trata del Acto Puro aristotélico, del
Ser Inmaterial, que en cristianismo pasará a ser, al mismo tiempo, Ser Creador plenamente autodeterminado, que es, en
suma, causa sui. Este es probablemente el contexto en el que hay que situar las vías tomistas (uno de los grandes
argumentos teístas), que desembocan en la consideración de una Causa primera, entendida, desde luego, como causa
sui y, al mismo tiempo, como causa del mundo. Ahora bien, la idea de Causa primera es, según Bueno, un mero
concepto ad hoc para poner término a un regressus ad infinitum, que no es necesario iniciar; que no es necesario
cuando se parte de una adecuada doctrina de la causalidad (que, por cierto, es también incompatible con la afirmación
de una creación desde la nada, ex-nihilo), aunque sí pueda serlo si se entiende de forma errónea la causalidad, como en
el tomismo. Y el término de ese regressus, la Causa primera, se comprende que haya de ser entendida necesariamente
como causa sui, como Causa Incausada, porque de los contrario no habría término. Pero la Idea de causa sui es
absurda –argumenta Bueno–, puesto que si su ser y su substancia consisten en ser efecto de su propia causalidad,
entonces debe ser anterior a sí misma. Y esto sin necesidad de detenernos ahora en la consideración de que identificar
esa Causa Primera con Dios es, como se ha señalado muchas veces, una conclusión enteramente gratuita de Sto
Tomás de Aquino.

En el segundo de los grandes argumentos teístas, el desde Kant conocido como argumento ontológico, de San
Anselmo (sin olvidar sus reformulaciones, especialmente la leibniziana) juega un papel decisivo, absolutamente esencial
la Idea de Posibilidad, y por eso no es extraño que, por las razones que venimos apuntando, sea aquél al que Bueno
confiere una mayor beligerancia y el que le parece (es una suposición nuestra) de un mayor peso. En realidad, el
argumento se constituye mediante el «juego» de tres grandes Ideas: Posibilidad, ciertamente, pero también Existencia y
Necesidad. Es la versión de Leibniz (si Dios es posible su existencia es necesaria) la que introduce explícitamente la
Idea de Posibilidad. Pero es obvio que se encuentra presente también en la originaria formulación anselmiana: se da por
supuesta la posibilidad de la Idea de Dios como el ser mayor que el cual nada puede ser pensado, la posibilidad de la
Idea del Ser perfectísimo, para a partir de ahí argumentar que la existencia, y también la existencia necesaria, es una
perfección, y concluir que Dios existe.

El Dios terciario (el Dios del argumento de San Anselmo) exige necesidad absoluta, existencia absoluta y posibilidad
(posición) absoluta. Ahora bien, cualquiera de estas tres Ideas, cuando es interpretada y tomada en términos absolutos –
argumenta Bueno–, resulta sencillamente metafísica. Así, la necesidad absoluta se nos presenta necesariamente como
un límite, porque necesidad es originariamente necesidad positiva, esto es, necesidad es necesidad de algo en relación
con algún contexto determinante. Por su parte, la Idea de Posibilidad, un término sincategoremático, en la medida en
que obligadamente está siempre referida a un término complejo (posibilidad de A), tomada en sentido absoluto, como
posibilidad absoluta, se nos presentaría exclusivamente en función de A, en un contexto cero. De tal forma que A sólo se
relacionaría con una hipotética situación suya preexistente (su esencia). Entender la posibilidad absoluta como la forma
originaria, implicaría presuponer –dice Bueno– una existencia negada, clausurada en su pura reflexividad, para más
tarde ser puesta de nuevo. Y esto es lo que presenta un carácter indudablemente metafísico. La posibilidad originaria es
siempre posibilidad positiva: posibilidad que se nos presenta ahora, no en función de A o de la esencia de A, sino en
función de un determinado contexto; posibilidad positiva es, en definitiva, composibilidad; y esto significa que la
posibilidad de A debe ser interpretada como compatibilidad de A con otros términos o conexiones de términos que
tomemos como referencia. Desde esta perspectiva cobra sentido la definición negativa de «posibilidad» como «ausencia
de contradicción»: en efecto, posibilidad sería ausencia de contradicción de algo (A) con algún (un contexto de
referencia). «Ausencia de contradicción» deja así de ser un concepto negativo-absoluto para presentársenos como
contextual. La posibilidad absoluta se nos manifiesta, de este modo, como un desarrollo límite de la posibilidad como
composibilidad, sería la composibilidad de A consigo mismo, idea que sólo cobraría sentido en el supuesto de que A
fuese simple (o lo que es igual, impensable, porque todo lo pensable es complejo), ya que si fuese complejo
necesariamente se inserta en contextos anteriores a él por mediación de sus componentes constitutivos múltiples. Por
último, la Idea de Existencia es también un término sincategoremático: existencia es siempre «existencia de algo», de
una esencia considerada posible (composible). También podría entenderse de dos modos: la existencia absoluta sería
existencia de algo considerado en sí mismo, al margen de cualquier contexto exterior a él; la existencia positiva, en
cambio, sería entendida siempre como co-existencia. Al igual que sucedía con la necesidad absoluta y la posibilidad
absoluta, Bueno considera que la existencia es originariamente existencia positiva, en tanto que la existencia absoluta
ha de ser vista como un modo límite y metafísico: en pocas palabras, porque la existencia absoluta presupone un
término absoluto que sea posible, pero con posibilidad también absoluta. La existencia ha de ser entendida
originariamente como coexistencia; existir algo equivale a coexistir con otros términos, tener la posibilidad de coexistir
con ellos y tener también la posibilidad (en la perspectiva de la estructura de lo coexistente) de coexistir con otras clases
o en otros lugares, posibilidad, asimismo, de moverse. Pero esa posibilidad de coexistencia no es, desde luego,
posibilidad absoluta, sino composibilidad de ese algo existente con otros existentes; o lo que es lo mismo: existencia es
siempre contingencia (la existencia de algo puede definirse también por su no existencia en otros lugares o en otras
clases. No es pensable, al menos en sentido originario, la existencia de algo en todo tiempo y lugar. Existir es también
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(en la perspectiva de la génesis) no estar absorbido por otros términos del contexto. De este modo, la existencia
absoluta sería un límite dialéctico de la idea de existencia positiva (coexistencia), una consecuencia de la reflexivización
del concepto de coexistencia: sería la coexistencia de A con A, lo que resulta absurdo, porque la coexistencia de A con A
es la no coexistencia.

Pero que el argumento anselmiano presuponga necesidad absoluta, posibilidad absoluta y existencia absoluta no
sería motivo suficiente –reconoce Bueno– para considerarlo absurdo o rechazarlo de plano, basándose en el carácter
derivativo de tales ideas, sino, a lo sumo, para negarle su carácter de argumento originario o primitivo. La clave del
asunto se encuentra en la posibilidad misma de Dios; admitida la posibilidad, no habría mayores dificultades para
deducir su existencia como coexistencia relativa a nosotros (en términos de re-ligación metafísica, al modo de Zubiri), y
su necesidad como necesidad positiva a partir de su idea posible. Ahora bien, la posibilidad de Dios (posibilidad que,
como se ha dicho, ha de ser entendida como posibilidad límite, posibilidad absoluta) no ha de ser únicamente
considerada como posibilidad de la Idea de Dios, sino también (puesto que su Idea implica su existencia) como
posibilidad de su existencia real. Pero es esta existencia real la que se niega, porque –argumenta Bueno– aunque se
hubiera llegado a la posibilidad absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad, dado que su posibilidad implica
su existencia, habría que concluir que Dios no sólo es posible, sino también existente, pero un Dios tal forzosamente
anegaría el mundo, haciéndole desaparecer, y con él a todos los seres humanos, es decir, un Dios tal no sería,
finalmente, composible con el mundo mismo. La contradicción estribaría en que se habría llegado a la posibilidad
absoluta de Dios desde un contexto de composibilidad y, al mismo tiempo, es justamente ese Dios el que no puede ser
composible con el mundo. Por tanto, Dios no existe, y de igual modo que su posibilidad implica su existencia, su no
existencia implica su imposibilidad. Es, por así decirlo, la propia Idea de Dios la que acaba por hacer imposible a Dios
como Idea, porque si la Idea de Dios implica su existencia, su no existencia implica la negación (la imposibilidad) de su
Idea. Y con ella la negación, por imposibilidad, de los atributos con los que se establece su esencia: por ejemplo, ¿cómo
poder hacer compatible la idea de un Dios omnisciente con el hecho de sistemas caóticos deterministas, pero
impredecibles? ¿O cómo entender que Dios pueda ser, a un tiempo, infinitamente Bueno e infinitamente Justo? O la idea
misma de Omnipotencia divina, que reclama la existencia de un número infinito de individuos sobre los que ejercerse, si
ha de ser tal Omni-potencia. Y, en definitiva, ¿cómo conciliar la Idea de Dios en tanto que Ser Infinito (la Idea de Dios
como Ser o Fundamento del ser) con la atribución a tal Ser de las características de personalidad, conciencia y
voluntad? Conciencia y personalidad son dos «figuras» del ente finito; dos atributos –argumenta Bueno– que
desarrollados al infinito, llevados más allá de todo límite (desmesurados), desaparecen, como desaparece (o se
desfigura) la circunferencia cuyo radio se hiciera infinito. Y en todo caso, ese Ser Infinito (el ens fundamentale) no podría
ser llamado Dios, siempre que por Dios entendamos por Dios el ser con el que cabe mantener una determinada relación
que cabría calificar de «religiosa» (o religación), porque con un ser tal no es posible relación alguna, como no lo es con
el Dios aristotélico.

En cambio, cuando la existencia viene referida a sujetos numinosos finitos, no presenta, en principio, mayores
dificultades; ni tampoco su posibilidad (composibilidad): un numen sería posible si es composible (no incompatible) con
otros númenes en un mismo lugar (por ejemplo, los dioses en el Olimpo). Pero tales númenes, a diferencia del Dios
anselmiano, no son necesarios, sino contingentes (el Dios terciario no es posible y los númenes no son necesarios). Eso
no obstante, la existencia de tales númenes puede ser deducida (necesaria, por tanto; pero no la de un numen
determinado, sino sólo la de algún numen) supuesto un contexto determinante dado. Tal contexto es precisamente –
según Bueno– el argumento ontológico transportado desde el ámbito de la Teología terciaria al ámbito de la religión
primaria. Esta versión del «argumento ontológico numinoso» como lo denomina Bueno, se fundaría en la relación entre
la esencia del numen (su numinosidad) y su existencia: un numen sólo puede ser numinoso (diríamos: sólo puede ser
numen) si existe. Podríamos, tal vez, decirlo de otro modo: un numen es necesariamente un numen para alguien, es
decir, si existe (si coexiste) junto a otros sujetos, y eso significa, al mismo tiempo, que un numen es siempre un ser
personal, y, en consecuencia, un numen que no exista no puede ser personal ni numinoso. Ese es el motivo por el que el
Dios terciario (el numen, diríamos, de la última fase evolutiva del curso de la religión), al presentarse como esencia
infinita, deja de ser un numen (porque un numen infinito no puede ser personal y, por tanto, no cabe mantener con él
relaciones de ningún tipo), y nos coloca a las puertas del ateísmo.

Bibliografía

a) Obras de Gustavo Bueno

Con el objeto de no alargarnos en exceso (de una forma tal que resultase intolerable para los coordinadores de esta
obra colectiva) hemos evitado cargar nuestra exposición con citas textuales y notas, pero el lector puede juzgar por sí
mismo lo ajustado o no de nuestra «lectura» de Bueno, leyendo, a su vez, la obra de éste. En el caso de la Filosofía
de la religión y el problema de Dios, los escritos principales son El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista

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de la religión (1985), 2ª edición corregida y ampliada con 14 Escolios, Pentalfa, Oviedo 1996; y Cuestiones
cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Barcelona 1989. Es importante también la conferencia pronunciada
en la Universidad de León, con el título «Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos», en Los valores en la
ciencia y la cultura, Universidad de León 2001, págs. 407-435. Pero nos parece que resulta también obligado un cierto
conocimiento de su Ontología y de su Antropología filosófica. Respecto a la primera, las obras más importantes son:
Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972; y Materia, Pentalfa, Oviedo 1990. En cuanto a la segunda: El mito de la
cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona 1996 (5ª edición,
noviembre de 1997); y los artículos: «Sobre el concepto de "espacio antropológico"», El Basilisco (1ª época), nº 5,
págs. 57-69, Oviedo 1978; «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», El Basilisco (1ª época), nº 16,
págs. 8-37, Oviedo 1984; «El sentido de la vida», en El sentido de la vida. Seis lecciones de filosofía Moral, págs. 377-
418, Pentalfa, Oviedo 1996 (Los dos artículos mencionados anteriormente se hallan recogidos también en esta obra.);
y «La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco (2ª época), nº 9, págs. 3-37, Oviedo 1991.

b) Sobre la Filosofía de la religión de Gustavo Bueno

Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000 (Se trata de una antología de textos de Bueno, y
aunque no existe ninguna entrada a la voz «Dios» (aunque sí, por supuesto, a «Religión»), su consulta resultará
enormemente fructífera, especialmente (por su novedad) la de aquellos textos que son el resultado de una entrevista
con el propio Bueno: para la cuestión que nos ocupa, especialmente la voz «Agnosticismo».

Alfonso Fernández Tresguerres, «Bueno y Bergson. Sobre Filosofía de la religión», El Basilisco (2ª época) nº 13, págs.
74-88, Oviedo 1992.

Alfonso Fernández Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993.

Alfonso Fernández Tresguerres, «El concepto de "religión natural". Deísmo y filosofía materialista de la religión», El
Basilisco (2ª época), nº 18, págs. 3-12, Oviedo 1995.

Alfonso Fernández Tresguerres, «Lecturas de El animal divino. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª
época), nº 19, págs. 88-97, Oviedo 1995.

Alfonso Fernández Tresguerres, «Segunda respuesta a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs. 81-
86, Oviedo 1996.

Alfonso Fernández Tresguerres, «El animal divino y Los dioses olvidados», Epílogo a la 2ª edición de El animal divino,
de G. Bueno.

Pablo Huerga Melcón, «Notas para una crítica a Gonzalo Puente Ojea», El Basilisco (2ª época) nº 19, págs. 82-87,
Oviedo 1995.

Gonzalo Puente Ojea, «La verdad de la religión. A propósito de un libro de Gustavo Bueno», en Elogio del ateísmo, Siglo
XXI, Madrid 1995, págs. 84-187.

Gonzalo Puente Ojea, «Carta abierta a Alfonso Tresguerres», El Basilisco (2ª época), nº 20, págs., 79-80.

Gonzalo Puente Ojea, «Respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres», El Basilisco, en el mismo nº 20, págs., 89-
92.

© 2003 nodulo.org

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