Una Belleza Rusa - Vladimir Nabokov

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En esta colección de trece cuentos Nabokov nos habla con ternura e

ironía de una generación de exiliados. Algunos son emigrados rusos


residentes en París o en Berlín, donde intentan reconstruir sus vidas a
partir de fragmentos de realidad, belleza y honores recordados. Otros
son simplemente hombres y mujeres a la deriva en un mundo extraño
donde han desaparecido los valores que una vez rigieron su
existencia.
Vladimir Nabokov

Una belleza rusa


ePub r1.0
Titivillus 30.08.2017
Título original: A Russian Beauty and Other Stories
Vladimir Nabokov, 1973
Traducción: Mireia Bofill
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
A Vera
UNA BELLEZA RUSA

«Una belleza rusa» («Krasavitsa») es una divertida miniatura, con un desenlace inesperado. El
texto original fue publicado en el diario para emigrados Posledniya Novosti (París, 18 de agosto de
1934), y formó parte de Soglyadatay, colección de cuentos del autor editada por Russkiya Zapiski
(París, 1938).

Olga, de quien ahora nos ocuparemos, nació el año 1900, hija de una
familia de nobles adinerados, libres de preocupaciones. La pálida muchachita
con su blanco traje de marinero, los cabellos castaños peinados hacia un lado
y unos ojos tan alegres que todo el mundo se los besaba, fue considerada una
belleza desde su infancia. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios
cerrados, la sedosidad de las trenzas que le colgaban hasta la cintura, todo
resultaba encantador.
Su infancia transcurrió gozosa, segura y alegre, como desde antiguo era
habitual en nuestro país. Un rayo de sol sobre la cubierta de un volumen de la
Bibliothéque Rose en la finca familiar, la clásica escarcha en los jardines
públicos de San Petersburgo… Un repertorio de recuerdos como los citados,
constituía su única dote cuando salió de Rusia en la primavera de 1919. Todo
sucedió en total consonancia con el estilo de la época. Su madre murió de
tifus, su hermano fue ejecutado frente al pelotón de fusilamiento. Desde
luego, todo fórmulas hechas, los escalofriantes chismorreos de rigor, pero así
sucedió, no existe otra manera de decirlo, y de nada servirá apartar la nariz
con desprecio.
En fin, que en 1919 nos encontramos con una joven dama ya crecida, de
pálida cara llena con unas facciones tal vez excesivamente regulares, pero
aun así muy adorable. Alta, de senos suaves, viste siempre un jersey negro y
un chal en torno al blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés entre los finos
dedos de la mano en la que apunta un huesecillo, justo encima de la muñeca.
Sin embargo, hubo un momento de su vida, a finales de 1916, en que no
había colegial del centro de veraneo próximo a la finca familiar que no
hubiera pensado pegarse un tiro por ella, ni estudiante universitario que no…
En una palabra, había irradiado una cierta magia que, de haber durado, habría
causado… habría destrozado… Pero, por algún motivo, de nada sirvió. Los
acontecimientos no llegaron a desarrollarse, o bien se produjeron sin ningún
sentido preciso. Hubo flores que ella era demasiado perezosa para colocar en
un jarrón, hubo paseos al atardecer ahora con éste, ahora con otro, y al final
el callejón sin salida de un beso.
Hablaba fluidamente el francés, pronunciando les gens como si rimase
con agence y separando août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Traducía
ingenuamente los grabezhi (robos) rusos por les grabuges (pendencias) y
empleaba algunas arcaicas locuciones francesas que por alguna razón habían
perdurado en las viejas familias rusas, pero sabía arrastrar las erres de modo
muy satisfactorio pese a no haber estado nunca en Francia. Sobre el tocador
de su habitación de Berlín tenía una postal con el retrato del zar, obra de
Serov, sujeta con un alfiler rematado por una falsa turquesa. Era religiosa,
pero a veces en la iglesia sufría repentinos ataques de risa. Escribía versos
con esa aterradora facilidad característica de las jóvenes rusas de su
generación: versos patrióticos, versos humorísticos, absolutamente cualquier
tipo de versos.
Durante unos seis años, esto es, hasta 1926, residió en una pensión de la
Augsburgerstrasse (no lejos del reloj), en compañía de su padre, un viejo de
anchas espaldas, con gruesas e hirsutas cejas salientes, un bigote amarillento
y unos estrechos pantalones apretados sobre sus larguiruchas piernas. Estaba
empleado en alguna empresa optimista, su decencia y amabilidad eran
proverbiales y era de esos que nunca rechazan una copa.
En Berlín, Olga fue haciéndose gradualmente con un amplio grupo de
amigos, todos ellos jóvenes rusos. Se estableció un cierto tono desenfadado.
«Vamos al cinemono», o «Mira que era gili esa sala de baile alemana
Diele!». Todo tipo de dichos populares, frases rimadas, imitaciones de
imitaciones estaban muy a la orden del día. «Estas chuletas están de mal
humor». «Me pregunto ¿quién la estará besando ahora?». O, en voz ronca,
atragantada: «Messieurs les officiers…».
En casa de los Zotov, en sus habitaciones excesivamente caldeadas, ella
bailaba lánguidamente el fox-trot al son del gramófono, desplazando la
alargada pantorrilla, no sin gracia, mientras procuraba mantener alejado el
cigarrillo que acababa de terminar, y cuando sus ojos localizaban el cenicero,
revoloteando al compás de la música, allí lo depositaba sin perderse ni un
solo paso. ¡Qué delicioso, qué expresivo era el gesto con que sabía llevarse el
vaso de vino a los labios, bebiendo secretamente a la salud de un tercero
mientras contemplaba entre las pestañas a la persona que acababa de hacerle
sus confidencias! ¡Cómo le gustaba sentarse en un extremo del sofá,
comentando con esta o aquella persona los asuntos del corazón de otro, los
cambios de la fortuna, la probabilidad de una declaración —todo ello
indirectamente, a través de insinuaciones— y qué comprensivos sonreían sus
ojos, esos ojos puros muy abiertos, enmarcados por una fina piel levemente
azulada, con unas pecas apenas perceptibles! Pero, en cuanto a su persona
nadie se enamoraba de ella, y ésta es la razón de que recordase largo tiempo
el pelmazo que la manoseó en un baile de caridad y después lloró sobre su
hombro desnudo. El pequeño Barón R. lo retó, pero aquél rehusó el desafío.
Por cierto que Olga usaba la palabra «pelmazo» en toda y cualquier ocasión.
«Esos pelmazos», canturreaba en lánguidos y afectuosos tonos de pecho.
«Qué pelmazo…». «¿Verdad que son unos pelmazos?».
Pero hubo un momento en que su vida comenzó a ennegrecerse. Algo
había terminado, la gente ya se disponía a marcharse. ¡Con tanta rapidez! Su
padre murió, ella se mudó a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, tejía
pequeños gorritos a la moda y daba lecciones baratas de francés a algunas
damas de uno que otro club. De este modo fue languideciendo su vida hasta
que alcanzó la edad de treinta años.
Seguía siendo la belleza de siempre, con esa encantadora caída de los ojos
muy separados y esos labios de rarísima línea en los que ya parece estar
inscrita la geometría de la sonrisa. Pero su cabello había perdido su
resplandor y estaba mal cortado. Su traje sastre, negro, iba por su cuarto año.
Sus manos, con las uñas relucientes pero mal arregladas, estaban surcadas de
venas y temblaban, nerviosas, a causa de su condenado hábito de fumar sin
reposo. Y mejor será correr un velo de silencio sobre el estado de sus
medias…
Ahora, con los forros de su bolso hecho jirones (al menos siempre le
cabía la esperanza de encontrar una moneda extraviada); ahora, que estaba
tan cansada; ahora, cuando cada vez que se ponía su único par de zapatos
tenía que esforzarse para no pensar en las suelas, como cuando entraba en
casa del estanquero, tragándose el orgullo, y se forzaba a no pensar en lo
mucho que ya le debía; ahora, perdida ya toda esperanza de regresar a Rusia,
cuando el odio había llegado a ser tan habitual que casi ya no era pecado;
ahora que el sol comenzaba a ocultarse detrás de la chimenea, Olga sufría de
vez en cuando el tormento de la lujosa llamada de ciertos anuncios, escritos
con la saliva de Tántalo, y se imaginaba rica, luciendo ese vestido, dibujado
con la ayuda de tres o cuatro líneas insolentes, sobre la cubierta de ese barco,
bajo esa palmera, en la balaustrada de esa terraza blanca. Y además añoraba
también otras cosas.
Un día, de una cabina telefónica, salió corriendo como un huracán su
vieja amiga Vera, estuvo en un tris de derribarla, presurosa como siempre,
cargada de paquetes, con un terrier de enmarañadas cejas, cuya correa al
punto se arrolló un par de vueltas en torno a su falda. Vera se abalanzó sobre
Olga implorándole que fuese a pasar unos días en su villa veraniega, diciendo
que había sido el mismo Destino, que era maravilloso y cómo lo has pasado y
si tienes muchos pretendientes. «No, cariño, ya me pasó la edad», respondió
Olga, «y además…». Añadió un pequeño detalle y Vera se echó a reír,
dejando caer sus paquetes casi hasta tocar el suelo. «No, en serio», dijo Olga,
con una sonrisa. Vera continuó alentándola, tirando del terrier, volviendo la
cabeza de un lado a otro. Olga, que de pronto se había puesto a hablar con
voz nasal, le pidió prestado algún dinero.
A Vera le encantaba organizar cosas, ya fuese una fiesta con ponche, un
viaje o una boda. Y se lanzó ávidamente a la tarea de organizar el destino de
Olga.
—Se ha despertado la casamentera que llevas dentro, —bromeó su
marido, un báltico anciano de cabeza afeitada y monóculo. Olga llegó un
esplendoroso día de agosto. No tardó en encontrarse vestida con un traje de
Vera, su peinado y su maquillaje transformados. Protestó tímidamente, pero
cedió, y ¡cómo crujió de contento el parquet en la alegre pequeña villa!
¡Cómo centellearon y relucieron los espejitos, suspendidos en el verde huerto
para ahuyentar a los pájaros!
Un alemán rusificado, llamado Forstmann, un viudo atlético y
acomodado, autor de libros de caza, fue a pasar una semana con ellos.
Llevaba mucho tiempo pidiéndole a Vera que le encontrara una esposa, «una
auténtica belleza rusa». Forstmann tenía una nariz fuerte y voluminosa con
una fina vena sonrosada sobre el alto puente. Era educado, silencioso, a ratos
incluso taciturno, pero sabía como establecer instantáneamente y sin que
nadie se diera cuenta, una eterna amistad con un perro o con un niño. Olga se
puso difícil tras su llegada. Inquieta e irritable, hizo todo lo que no debía, y a
sabiendas de que no debía hacerlo. Cuando la conversación giraba en torno a
la vieja Rusia (Vera intentaba hacer que se vanagloriara de su pasado), le
parecía que todas sus palabras eran mentira y que todos notaban que lo eran,
y por consiguiente se negó tercamente a decir lo que Vera intentaba
sonsacarle y, en general, no cooperó en ningún sentido.
En la galería, terminaron de golpe una partida de naipes y, todos juntos,
salieron a dar un paseo por el bosque, pero Forstmann charlaba sobre todo
con el marido de Vera y, recordando alguna travesura de su juventud, ambos
enrojecían de tanto reír, se quedaban rezagados y se dejaban caer sobre el
musgo. La víspera de la partida de Forstmann, estaban jugando a las cartas en
la galería, como solían hacer por las noches. De pronto, Olga sintió un
espasmo irresistible en la garganta. Todavía se las arregló para sonreír y salir
sin indebido apresuramiento. Vera llamó a su puerta, pero ella no le abrió. A
media noche, después de aplastar una multitud de moscas soñolientas y tras
haber fumado un cigarrillo tras otro hasta que ya no pudo inhalar, irritada,
deprimida, detestando a todos y a sí misma, Olga salió al jardín. Chirriaban
los grillos, se balanceaban las ramas, de vez en cuando caía con un golpe
seco una manzana, y la luna hacía ejercicios gimnásticos sobre la encalada
pared del corral de las gallinas.
Por la mañana temprano, volvió a salir y se sentó en las escaleras del
porche ya calientes. Forstmann, con su bata azul oscuro, fue a sentarse a su
lado, carraspeó, le preguntó si accedería a ser su esposa (empleó exactamente
esa palabra: «esposa»). Cuando entraron a desayunar, Vera, su marido y su
prima soltera, en completo silencio ejecutaban danzas absurdas, cada uno en
un rincón distinto, y Olga dijo lentamente con voz afectuosa: «¡Vaya
pelmazo!», y al siguiente verano moría de parto.
Eso es todo. Naturalmente, puede tener una conclusión, pero yo la ignoro.
En tales casos, en vez de perderme en conjeturas, suelo repetir las palabras
del alegre rey de mi cuento de hadas favorito: ¿Qué flecha vuela
eternamente? La flecha que ha dado en el blanco.
EL LEONARDO

«El Leonardo» («Korolyok») fue compuesto en Berlín, en las márgenes cubiertas de pinos del
lago Grünewald, durante el verano de 1933. Publicado por primera vez en Posledniya Novosti
(París, 23 y 24 de julio de 1933), fue recopilado luego en Vesna v Fialte (Nueva York, 1956).
Korolyok (literalmente: reyezuelo) es, o se supone que es, una expresión empleada en los bajos
fondos rusos para designar a un «falsificador». Estoy profundamente agradecido al profesor
Stephen Jan Parker por haberme sugerido la expresión equivalente del hampa americana, en la que
reluce deliciosamente el regio polvillo de oro del nombre del Viejo Maestro. La sombra grotesca y
feroz de Hitler se cernía sobre Alemania cuando imaginé a esos dos brutos y a mi pobre
Romantovski.

Los objetos que evocamos se reúnen, se aproximan procedentes de


lugares distintos; para ello, algunos deben superar no sólo la distancia del
espacio sino también la del tiempo. ¿Con qué nómadas, se preguntarán tal
vez, es más molesto competir, con el joven álamo, por ejemplo, que en su
momento creció en las cercanías pero fue talado hace ya largo tiempo, o con
el escogido patio que aún se conserva, pero situado muy lejos de aquí?
Apresúrense, por favor.
Aquí llega el pequeño álamo oval, todo punteado de verdor abrileño, y
ocupa el lugar señalado, esto es, junto al alto muro de ladrillo, importado de
otra ciudad en una sola pieza. Frente a él, se alza una sórdida y sucia casa de
alquiler, con mezquinos balconcillos abiertos uno tras otro como los cajones
de una cómoda. Otros fragmentos de la escena se distribuyen por el patio: un
barril, un segundo barril, el fino sombreado de algunas hojas, una especie de
urna y una cruz de piedra apoyada al pie del muro. Todo esto apenas está
esbozado y es preciso añadir y acabar mucho más, y sin embargo dos
personas vivas —Gustav y su hermano Anton— ya se asoman a su diminuto
balcón, en el momento en que Romantovski, el nuevo inquilino, entra en el
patio, empujando una pequeña carretilla con una maleta y una pila de libros.
Vistas desde el patio, y especialmente en un día luminoso, las
habitaciones de la casa parecen sumidas en densa oscuridad (la noche está
siempre con nosotros dentro, en un lugar u otro, durante una parte de las
veinticuatro horas, y fuera, durante el resto). Romantovski levantó la mirada
hacia las negras ventanas abiertas, hacia los dos hombres que con ojos
atónitos le observaban desde su balcón y, echándose la bolsa al hombro —
con una sacudida hacia delante como si alguien le hubiera golpeado en la
nuca—, se sumergió en el portal. Allí quedaron, iluminados por el sol: la
carretilla con los libros, un barril, otro barril, el joven álamo parpadeante y
una inscripción pintada con alquitrán sobre la pared de ladrillo: VOTA POR
(ilegible). Seguramente, debían de haberla garabateado los hermanos antes de
las elecciones.
Bien, así organizaremos el mundo: todos los hombres sudarán, todos los
hombres comerán. Habrá trabajo, habrá alegrías para el estómago, habrá un
limpio, caliente, soleado…
(Romantovski pasó a ser el inquilino del lugar adyacente. Era aún más
gris que el de ellos. Pero debajo de la cama descubrió una muñequita de
goma. Dedujo que su predecesor había sido un hombre que tenía familia).
Pese a que el mundo aún no se había convertido decisiva y totalmente en
materia sólida y seguía conservando algunas regiones de naturaleza
intangible y reverenciada, los hermanos se sentían seguros y protegidos. El
mayor Gustav, trabajaba en una agencia de mudanzas; el más joven se
encontraba temporalmente sin empleo, pero no se desanimaba. Gustav tenía
la tez rubicunda, erizadas cejas rubias y un torso ancho como un armario,
siempre cubierto con un jersey de basta lana gris. Usaba bandas elásticas para
sujetarse las mangas de la camisa en las junturas de sus gordos brazos, a fin
de dejar libres las muñecas y evitar cualquier desaliño. Anton tenía la cara
picada por la viruela, se recortaba el bigote en forma de oscuro trapezoide, y
cubría su flaco esqueleto de alambre con un jersey rojo oscuro. Pero cuando
ambos apoyaban los codos sobre la barandilla del balcón, sus traseros eran
exactamente iguales, grandes y triunfantes, con idéntica tela a cuadros
recubriendo ajustadamente las prominentes nalgas.
Repito; el mundo será sudoroso y bien alimentado. No se admiten
holgazanes, parásitos ni músicos. Mientras nuestro corazón bombea sangre
deberíamos vivir, ¡qué caray! Dos años llevaba ya Gustav ahorrando dinero
para casarse con Anna, adquirir un tocador, una alfombra.
Ella venía cada dos noches, esa rolliza mujer de llenos brazos, con pecas
sobre el ancho puente de la nariz, una sombra plomiza bajo los ojos y dientes
separados, uno de los cuales, además, había desaparecido bajo un puñetazo.
Ella y los hermanos se emborrachaban con cerveza. Tenía una manera
especial de juntar los brazos desnudos detrás de la nuca, exhibiendo las matas
rojas relucientes de humedad de sus sobacos. Echaba la cabeza atrás y abría
tan generosamente la boca que hubiera sido posible inspeccionarle todo el
paladar y la campanilla, que parecía la rabadilla de una gallina hervida. La
anatomía de su regocijo era muy del agrado de los dos hermanos. Les
entusiasmaba hacerle cosquillas.
Durante el día, mientras su hermano trabajaba, Anton permanecía sentado
en una acogedora taberna o tumbado entre los dientes de león sobre la fresca
hierba, todavía intensamente verde, a orillas del canal y observaba con
envidia a unos exuberantes fortachones cargando carbón en una gabarra o
bien se quedaba mirando estúpidamente el vacío azul del cielo adormecedor.
Pero de pronto había surgido un estorbo en la vida encarrilada de los
hermanos.
Desde el momento en que apareció, empujando su carretilla hacia el
patio, Romantovski provocó una mezcla de irritación y curiosidad en los dos
hermanos. Su olfato infalible les advirtió que allí tenían a una persona distinta
de las demás. Normalmente, no se adivinaba nada especial en él a simple
vista, pero los hermanos lo notaron. Por ejemplo, caminaba de un modo
distinto: a cada paso se empinaba de una forma peculiar, sobre un ágil dedo
gordo, adelantándose y elevándose como si el mero acto de pisar le ofreciera
una oportunidad de vislumbrar algo fuera de lo corriente por encima de las
cabezas vulgares. Era lo que se dice un «mequetrefe», muy delgado, con un
pálido rostro de nariz afilada y ojos sorprendentemente inquietos. Por las
mangas excesivamente cortas de su chaqueta cruzada asomaban sus largas
muñecas, con una notoriedad molesta y sin sentido («aquí estamos: ¿qué
debemos hacer?»). Salía y entraba de su casa a horas impredecibles. Una de
las primeras mañanas, Anton le avistó cerca de un puesto de libros: estaba
preguntando el precio, o ya había comprado algo, pues el vendedor golpeó
ágilmente un polvoriento volumen contra otro y se los llevó a su rincón en la
trastienda. También observaron en él otras excentricidades: su luz permanecía
encendida prácticamente hasta el alba; era extrañamente poco sociable.
Oímos la voz de Anton:
—Ese fino caballero se pavonea mucho. Deberíamos examinarlo mejor.
—Le venderé la pipa —dijo Gustav.
Los nebulosos orígenes de la pipa. Anna la había traído un día, pero los
hermanos sólo sabían de cigarrillos. Una pipa cara, todavía no ahumada.
Llevaba un tubito de acero acoplado a la caña. Tenía un estuche de piel.
—¿Quién está ahí? ¿Qué desean? —preguntó Romantovski al otro lado
de la puerta.
—Vecinos, vecinos —respondió Gustav con voz ronca.
Y los vecinos entraron, lanzando ávidas miradas a su alrededor. Un resto
de salchichón yacía sobre la mesa junto a un desordenado montón de libros;
uno de ellos estaba abierto en una página con una ilustración de barcos de
muchas velas y volando sobre ellos, en una esquina, un querubín de
hinchados carrillos.
—Tenemos que conocernos —dijeron los hermanos con voz cavernosa—.
Se diría que vivimos unos junto a otros, pero por algún motivo nunca
coincidimos.
Un infiernillo de alcohol y una naranja compartían la parte superior de la
cómoda.
—Encantado —dijo suavemente Romantovski. Se sentó al borde de la
cama y, con la frente inclinada, hinchada la V de sus venas, comenzó a atarse
los cordones de los zapatos.
—Estaba usted descansando —dijo Gustav con ominosa cortesía—.
¿Hemos venido en un mal momento?
Ni una palabra, ni una sola palabra, pronunció el inquilino en respuesta;
por el contrario, se incorporó de pronto, se volvió hacia la ventana, levantó el
dedo y se quedó inmóvil.
Los hermanos miraron pero no vieron nada especial en la ventana;
enmarcaba una nube, la copa de un álamo y parte de la pared de ladrillo.
—¿Cómo, no ven ustedes nada? —preguntó Romantovski.
El jersey rojo y el jersey gris se acercaron a la ventana e incluso se
asomaron, transformándose en gemelos idénticos. Nada. Y ambos
experimentaron la repentina sensación de que algo no marchaba, ¡no
marchaba en absoluto! Giraron sobre sí mismos. Lo vieron de pie, junto a la
cómoda, en una curiosa postura.
—Debo haberme equivocado —dijo Romantovski, sin mirarlos—. Me
pareció que algo pasaba volando. Una vez vi caer un aeroplano.
—Suele suceder —asintió Gustav—. Oiga, hemos venido con un
propósito concreto. ¿Le interesaría comprar esto? Por estrenar. Y tiene una
bonita funda.
—¿Una funda? ¿En serio? Sólo que, verán, fumo muy poco.
—Pues así fumará más a menudo. La vendemos barata. Tres cincuenta.
—Tres cincuenta. Ya.
Palpó la pipa, mientras se mordía el labio inferior y reflexionaba sobre
algo. Sus ojos no miraban realmente la pipa, se movían de un lado a otro.
Entretanto los hermanos comenzaron a hincharse, a crecer, llenaron toda
la habitación, toda la casa, y luego la desbordaron. Comparado con ellos, el
joven álamo no era, en esos momentos, mayor que uno de esos arbolillos de
juguete, hechos de algodón teñido, tan inestables sobre sus verdes soportes
circulares. La casa de muñecas, un objeto de cartón polvoriento como
cristales de mica en las ventanas, apenas llegaba a la altura de las rodillas de
los hermanos. Gigantescos, desprendiendo un imperioso hedor a sudor y
cerveza, con gruesos vozarrones y palabras sin sentido, con materia fecal en
sustitución del cerebro humano, provocan un estremecimiento de innoble
temor. No sé por qué se aprietan contra mí; se lo imploro, déjenme en paz.
Yo no les he tocado, no me toquen tampoco ustedes a mí; me rindo, pero
déjenme en paz.
—De acuerdo pero no tengo suelto —dijo Romantovski en voz baja—. Si
pueden devolverme seis cincuenta…
Podían, y se fueron, sonriendo. Gustav examinó el billete de diez marcos
a contraluz y lo guardó en una alcancía de hierro.
Sin embargo, no dejaron tranquilo a su vecino de cuarto. Les enloquecía
sencillamente que, a pesar de conocerlo, un pobre pudiera mantenerse tan
inaccesible como antes. Evitaba toparse con ellos: era preciso acecharle y
atraparle para poderle mirar fugazmente los ojos evasivos. Una vez
descubierta la vida nocturna de la lámpara de Romantovski, Anton ya no
pudo seguir soportándolo. Descalzo, se acercó sigilosamente a la puerta (bajo
la cual asomaba un tenso hilo de dorada luz) y golpeó.
Romantovski no dio respuesta.
—Duerme, duerme —dijo Anton golpeando la puerta con la palma de la
mano.
La luz atisbaba silenciosa por la rendija. Anton sacudió la manija de la
puerta. El hilo de oro desapareció.
En adelante, ambos hermanos (pero sobre todo Anton, en virtud de que
estaba en paro) establecieron turnos de guardia para vigilar el insomnio de su
vecino. Pero el enemigo era astuto y estaba dotado de un fino oído. Por
silenciosamente que avanzara uno hacia su puerta, su luz se apagaba al
instante, como si jamás hubiera estado allí: y sólo después de permanecer un
considerable período de pie en el frío pasillo conteniendo la respiración podía
abrigarse la esperanza de presenciar el retorno de la sensible luz de la
lámpara. Igual como desfallece y se recupera luego un escarabajo.
La tarea de detección resultó de lo más agotadora. Por fin, los hermanos
le pillaron casualmente en la escalera y le dieron un empujón.
—Supongan que tengo la costumbre de leer de noche. ¿A ustedes qué les
importa? Abran paso, por favor.
Cuando se alejaba, Gustav le hizo caer el sombrero chanceando.
Romantovski lo recogió sin decir palabra.
Algunos días más tarde, los hermanos escogieron un momento al
atardecer —regresaba del WC y no consiguió volver a desaparecer en su
habitación con la suficiente rapidez— para arremolinarse a su alrededor. Sólo
eran dos, pero conseguían formar una muchedumbre. Le invitaron a su
habitación.
—Habrá cerveza —dijo Gustav con un guiño.
Intentó rehusar.
—¡Oh, venga! —exclamaron los hermanos; le agarraron por los sobacos
y se lo llevaron en volandas (al hacerlo pudieron comprobar cuán delgado era
— esa flaqueza, esa delgadez bajo el hombro ofrecía una tentación irresistible
—ah, darle un buen apretón para obligarle a doblegarse, ¡ah!, que es difícil
controlarse, vamos a apretarlo, al menos, sobre la marcha, sólo una vez,
suavemente…).
—Me hacen daño —dijo Romantovski—. Déjenme en paz, puedo
caminar por mis propios medios.
La cerveza prometida, la enorme boca de la novia de Gustav, un pesado
olor en el cuarto. Intentaron emborracharle. Despojado del cuello de la
camisa, con un botón de cobre bajo la prominente e indefensa manzana de
Adán, pálido y carilargo, con pestañas temblorosas, permanecía sentado en
una complicada posición, medio encogido, medio doblado, y cuando se
levantó de su silla pareció desenroscarse como una espiral. Sin embargo, le
obligaron a doblarse de nuevo y, a sugerencia de ellos, Anna se sentó en su
regazo. No paraba de mirar de soslayo el bulto de su empeine embutido en un
apretado zapato, pero controló su sorda angustia lo mejor que pudo, sin osar
deshacerse de la inerte criatura pelirroja.
Hubo un momento en que les pareció haber conseguido quebrarlo, y que
se había convertido en uno de ellos. De hecho, Gustav dijo:
—Ve que absurdo era desdeñar nuestra compañía. Nos ofende esa
costumbre suya de no decir ni pío. ¿Qué lee toda la noche?
—Viejos, viejos cuentos —respondió Romantovski en tal tono de voz que
de pronto los hermanos sintieron un enorme aburrimiento. Este fastidio era
triste y sofocante, pero la bebida impedía que estallara la tormenta y, en
cambio hacía caer pesadamente los párpados. Anna resbaló de la rodilla de
Romantovski, rozando la mesa con una cadera entumecida: botellas vacías se
balancearon como bolos, una cayó. Los hermanos se agacharon, tropezaron,
bostezaron, contemplando aún a su huésped entre las lágrimas soñolientas.
Vibrando y lanzando rayos, éste se alargó, se estrechó, y poco a poco fue
desvaneciéndose.
Esto no puede continuar. Envenena la vida de las personas honradas.
Pero, sí es muy posible que se marche a finales de mes —intacto, entero,
jamás destrozado, contorneándose orgullosamente—. Y no sólo se mueve y
respira de manera distinta a las demás personas; el problema está en que
simplemente no logramos detectar la diferencia, no conseguimos descubrir la
puntita de la oreja que nos permitiría sacar el conejo. Todo aquello que no
puede palparse, medirse, contarse, es despreciable.
Se inauguró una serie de tormentos triviales. El lunes se las arreglaron
para rociar sus sábanas con harina de patata, que según dicen provoca un
terrible escozor. El martes le tendieron una emboscada en la esquina de su
calle (llevaba unos libros apretados contra el pecho) y le empujaron con tanta
maestría que toda su carga fue a caer al charco que habían escogido para este
fin. El miércoles cubrieron el asiento del excusado con cola de carpintero. El
jueves ya se había agotado la imaginación de los hermanos.
Él no dijo nada, nada en absoluto. El viernes, dio alcance a Anton, con su
andar brincador, junto a la puerta del patio, y le ofreció una revista ilustrada.
—¿Le gustaría echarle un vistazo? —Esa cortesía inesperada dejó
perplejos a los hermanos y les inflamó todavía más.
Gustav ordenó a su novia que provocara a Romantovski, lo cual les
ofrecería una oportunidad de pelear con él. Tenemos la involuntaria tendencia
de hacer rodar una pelota de fútbol antes de darle un puntapié. Los animales
juguetones también prefieren un objeto móvil. Y aunque Anna, sin duda, le
resultaba terriblemente repelente a Romantovski, con esas pecas negras como
escarabajos sobre su piel lechosa, la mirada vacía de sus ojos claros, y los
pequeños promontorios de las encías mojadas entre los dientes, le pareció
oportuno ocultar su desagrado, temeroso de enfurecer al amante de Anna si la
desdeñaba.
Visto que todos solían acudir al mismo cine una vez a la semana, la invitó
a ir con él un sábado confiando que esta atención seria suficiente. Sin ser
vistos, a discreta distancia, ambos luciendo gorras nuevas y zapatos de color
rojo anaranjado, los hermanos se deslizaron en pos de la pareja, y en esas
calles de dudosa reputación, en esa polvorienta penumbra, había centenares
de seres semejantes a ellos pero sólo un Romantovski.
En el pequeño cinematógrafo alargado había comenzado a parpadear la
noche, una noche lunar de fabricación propia, cuando los hermanos,
agachándose furtivamente, se instalaron en la última fila. Intuían la presencia
oscuramente deliciosa de Romantovski un poco más adelante. Camino del
cine, Anna no consiguió sonsacarle nada a su desagradable acompañante, y
tampoco había acabado de entender qué deseaba exactamente Gustav de él.
Mientras iban caminando, la sola visión de su delgada figura y perfil
melancólico le provocaba ganas de bostezar. Pero en cuanto comenzó la
película, se olvidó de él y apretó un hombro insensato contra su cuerpo. Unos
espectros conversaban con voz de trompeta sobre la pantalla parlante de
reciente invención. El varón cató el vino y depositó cuidadosamente el vaso,
con el sonido de una bala de cañón al caer.
Y un rato después, los sabuesos perseguían al barón. ¿Quién habría
reconocido en él al maestro impostor? La persecución era apasionada,
frenética. Los automóviles pasaban a toda velocidad con atronadores
estampidos. En un club nocturno se liaron con botellas, sillas, mesas. Una
madre estaba acostando a una encantadora criatura.
Cuando todo hubo terminado, y Romantovski, dando algunos traspiés,
salió tras ella a la fresca oscuridad. Anna exclamó:
—¡Oh, que maravilla!
Él carraspeó y comentó tras una pausa:
—No exageremos. En la vida real todo resulta bastante más aburrido.
—El aburrido es usted —replicó ella enfadada y luego ahogó una risita al
recordar la hermosa criatura.
A sus espaldas, deslizándose sigilosamente a la misma distancia que
antes, les seguían los hermanos. Ambos estaban deprimidos. Iban
colmándose de taciturna violencia. En tono sombrío, Anton dijo:
—En fin, esto no se hace —salir de paseo con la novia de otro.
—Y especialmente un sábado por la noche —agregó Gustav.
Un transeúnte, que les adelantó, vislumbró casualmente sus rostros y no
pudo dejar de apretar el paso.
El viento nocturno daba caza a los desperdicios que crujían junto a las
verjas. Era una zona oscura y desolada de Berlín. A lo lejos, a la izquierda del
camino, por encima del canal, parpadeaban algunas luces dispersas. A la
derecha se extendían terrenos baldíos; atrás quedaron, tragadas por la noche,
las negras y borrosas siluetas de unas casas dibujadas a toda prisa. Al cabo de
un rato, los hermanos aceleraron el paso.
—Mi madre y mi hermana viven en el campo —le estaba diciendo Anna
en un íntimo susurro bastante seductor en medio de la noche aterciopelada—.
Voy a ir a visitarlas con él en cuanto me case. El verano pasado mi
hermana…
Romantovski miró de repente hacia atrás.
—… ganó un premio de la lotería —prosiguió Anna, volviéndose
también con gesto mecánico.
Gustav emitió un sonoro silbido.
—¡Pero, si son ellos! —exclamó Anna y se echó a reír regocijada—. ¡Ah,
los bribones!
—Buenas noches, buenas noches —dijo apresuradamente Gustav, con
voz jadeante—. ¿Qué haces aquí, cretino, con mi chica?
—No hago nada. Acabamos de salir…
—Ya, ya —dijo Anton y, tomando impulso con el codo, lo lanzó con
golpe seco contra la parte baja de las costillas de Romantovski.
—Por favor, no use los puños. Usted sabe perfectamente que…
—Dejadle tranquilo, muchachos —dijo Anna con una risita simulada.
—Debemos darle una lección —dijo Gustav, que se estaba calentando y
empezaba a anticipar con un punzante ardor que también él seguiría el
ejemplo de su hermano y palparía esos cartílagos, ese espinazo encorvado.
—Por cierto, un día me sucedió una cosa curiosa —empezó a decir
Romantovski, apresurando las palabras, pero al oír eso Gustav comenzó a
hundir y retorcer las enormes moles de sus nudillos en el costado de su
víctima, causándole un dolor indescriptible. Al retroceder, Romantovski
resbaló y por poco se cae: caer hubiera significado morir allí y en ese mismo
instante.
—Dejad que se vaya —dijo Anna.
Él dio media vuelta y se alejó, apretándose el costado, pegado a las
oscuras verjas rechinantes. Los hermanos le siguieron, pisándole casi los
talones. Gustav se revolvía con la angustia de su sed de sangre, y esa
agitación en cualquier momento podía trocarse en un puñetazo.
Muy lejos, frente a él, un brillante resplandor prometía seguridad;
indicaba una calle iluminada, y aunque lo que se divisaba probablemente
debía ser una lámpara solitaria, ese resquicio en la oscuridad parecía una
maravillosa llamarada festiva, una bienaventurada región irradiante, llena de
hombres salvados. Sabía que echar a correr sería su fin, pues no conseguiría
llegar hasta allí con la suficiente rapidez; debía avanzar a paso tranquilo y
uniforme, tal vez así lograría cubrir esa distancia, guardando silencio entre
tanto y procurando no apretarse las punzantes costillas con la mano. Así
siguió andando, con su habitual paso saltarín, y causaba la impresión de que
lo hacía a propósito, para burlarse de los que no sabían volar, y que era capaz
de emprender el vuelo en cualquier momento.
La voz de Anna:
—Gustav, no te líes con él. Sabes muy bien que no podrás reprimirte.
Recuerda lo que le hiciste una vez a ese albañil.
—Calla la boca, vieja zorra, no quieras enseñarle lo que debe hacer. (Esa
fue la voz de Anton).
Entonces, al fin, la región de luz —donde alcanzaba a distinguir el follaje
de un castaño, y lo que parecía una pilastra, y más lejos todavía, a la
izquierda, un puente— esa luz implorante que le aguardaba sin respirar, al
fin, al fin, no quedaba ya tan terriblemente remota… Y, sin embargo, no
debía correr. Y aun sabiendo que cometía un error fatal, de pronto, perdido el
control de su voluntad, se elevó de un salto y, con un gemido, se lanzó hacia
delante.
Echó a correr y, al hacerlo parecía reír alborozado. Gustav le dio alcance
en un par de brincos. Ambos cayeron, y en medio del feroz rumor punzante y
de crujidos oyóse un sonido peculiar, suave y húmedo, una vez, y luego otra,
que penetró hasta las cachas y entonces Anna huyó corriendo sin tardanza a
través de la oscuridad, con el sombrero en la mano.
Gustav se incorporó. Romantovski estaba tendido en el suelo y hablaba
en polaco. Su voz se quebró bruscamente.
—Vámonos ya —dijo Gustav—. Le he apuñalado.
—Sácaselo —dijo Anton—, sácaselo del cuerpo.
—Ya lo he hecho —dijo Gustav—. ¡Cielos!, ¡cómo lo he pinchado!
Se escabulleron, pero no en dirección a la luz, sino a través de oscuros
terrenos baldíos. Tras bordear el cementerio, desembocaron en un callejón,
intercambiaron sendas miradas, y aminoraron la marcha hasta un paso
normal.
Cuando llegaron a casa, cayeron dormidos en el acto. Anton soñó que
estaba sentado sobre la hierba y miraba pasar una barca a la deriva. Gustav no
soñó nada.
A la mañana siguiente, temprano, llegaron los agentes de la policía;
registraron la habitación del hombre asesinado e interrogaron brevemente a
Anton, que había salido al pasillo. Gustav se quedó en la cama, repleto y
somnoliento, con la cara de color del jamón de Westfalia, que contrastaba con
los mechones blanquecinos de sus cejas.
Pronto se marchó la policía y regresó Anton. Estaba en un
desacostumbrado estado de excitación, ahogándose de risa, doblaba las
rodillas, se golpeaba ruidosamente la palma con el puño.
—¡Qué divertido! —dijo—. ¿Sabes quién era ese tipo? ¡Un leonardo!
En su jerga, un leonardo (del nombre del pintor) significaba un monedero
falso. Y Anton relató lo que había conseguido averiguar: el tipo, al parecer,
pertenecía a una banda y acababa de salir de la cárcel. Antes se dedicaba a
diseñar billetes falsos; sin duda un cómplice le había delatado.
Gustav también se estremeció de regocijo, pero luego, de pronto, cambió
de expresión.
—¡Nos coló su dinero falso, el bellaco! —exclamó Gustav y corrió,
desnudo, al armario donde guardaba su alcancía.
—No importa, se lo daremos a otro —dijo su hermano—. Si no es un
experto no notará la diferencia.
—Sí, pero ¡qué bellaco! —seguía repitiendo Gustav.
¡Mi pobre Romantovski! Y yo que había creído como ellos que en verdad
eras alguien excepcional. Había creído, deja que lo confiese, que eras un
poeta extraordinario obligado por la pobreza a habitar en ese siniestro barrio.
Había creído, basándome en ciertos indicios, que cada noche, mientras
trabajabas en un verso o acariciabas una idea naciente, celebrabas una
victoria invulnerable sobre los hermanos. ¡Mi pobre Romantovski! Todo ha
acabado ya. Qué remedio, los objetos que había reunido se dispersan. El
joven álamo palidece y emprende la retirada —para regresar al lugar de
donde fue sacado—. El muro de ladrillos se disuelve. La casa va cerrando sus
balconcillos uno a uno, luego da media vuelta y se aleja flotando. Todo se
aleja flotando. La armonía y el significado se desvanecen. El mundo me
fastidia otra vez con su variopinto vacío.
HUMO LETÁRGICO

«Humo letárgico» («Tyazhyolyy dym») apareció en el diario Posledniya Novosti (París, 3 de


marzo de 1935), y fue reeditado en Vesna v Fialte (New York, 1956). La presente traducción se
publicó en Triquarterly, N.º 27, primavera 1973. En dos o tres puntos se han introducido breves
frases destinadas a aclarar detalles sobre costumbres y noticias de interés local, desconocidos hoy
no sólo por los lectores extranjeros, sino también por los negligentes nietos de los rusos que
huyeron a la Europa occidental durante los tres o cuatro años inmediatamente posteriores a la
Revolución bolchevique; por lo demás, la versión es acrobáticamente fiel —empezando por el
título, que sería «Humo denso», en una burda traslación léxica, sin tener en cuenta las asociaciones
familiares.
El cuento forma parte de aquel conjunto de mis narraciones cortas que trata de la vida de los
emigrados en Berlín entre 1920 y los últimos años treinta. He de advertir a los cazadores de
fragmentos biográficos que mi principal deleite al componerlas fue inventar despiadadamente una
diversidad de exiliados que, por su carácter, su clase, sus rasgos externos, etc., en nada se parecían
a ninguno de los Nabokov. Las dos únicas afinidades aquí existentes entre el autor y el
protagonista radican en que ambos escribían versos en ruso y que yo viví en uno que otro
momento en el mismo tipo de lúgubre apartamento de Berlín que éste ocupaba. Sólo los lectores
muy faltos de recursos (o tal vez algunos excepcionalmente buenos) me reprocharán que no les
permita la entrada en su salón.

Cuando se encendieron, prácticamente al unísono, las lámparas


suspendidas en la penumbra, todo el techo desde allí hasta la Plaza de
Baviera, cada objeto de la habitación no iluminada se desplazó ligeramente
bajo la influencia de los rayos exteriores, que comenzaron adaptándose a una
figura del dibujo de la cortina de encaje. Llevaba unas tres horas tendido en
posición supina (un joven de largas extremidades y pecho aplastado con unas
gafas que brillaban en la semioscuridad), sin contar un breve intervalo para la
cena, la cual había transcurrido en un piadoso silencio: su padre y su
hermana, que acababan de tener aún otra pelea, habían estado leyendo todo el
rato en la mesa. Intoxicado por la opresiva, sostenida sensación que tan
familiar le era, seguía acostado, mirando a través de sus pestañas, y cada
línea, cada reborde, o sombra de un reborde, se convertía en un horizonte
marino o en una distante franja de tierra. En cuanto sus ojos se hubieron
habituado a la mecánica de las metamorfosis, éstas comenzaron a producirse
por iniciativa propia (así las piedrecillas siguen cobrando vida, del todo
inútilmente, a espaldas del hechicero), y ahora, en este o aquel punto del
cosmos de la habitación, se formó una perspectiva ilusoria, un remoto
espejismo seductor con su gráfica transparencia y aislamiento: una franja de
agua, por ejemplo, y un promontorio negro con la minúscula silueta de una
araucaria.
A ratos le llegaban fragmentos de conversación indistinta, lacónica,
procedente del salón adyacente (el cavernoso elemento central de uno de esos
pisos burgueses que solían alquilar en aquella época las familias de
emigrados rusos en Berlín), separado de su habitación por unas puertas
correderas, a través de cuyos cristales mates ondulados brillaba amarilla la
alta lámpara al otro lado, mientras más abajo se vislumbraba, como bajo
profundas aguas, el velludo y oscuro respaldo de una silla colocada en esa
posición para contrarrestar la propensión de los paneles de las puertas a
abrirse deslizándose en una sucesión de sacudidas. En ese salón
(probablemente sobre el diván más apartado) estaba sentada su hermana con
su novio y, a juzgar por las misteriosas pausas que acababan resolviéndose en
una ligera tosecilla o en una tierna risita interrogante, los dos se estaban
besando. Podían oírse otros sonidos procedentes de la calle: el ruido de un
coche que subía en espiral como una fina columna coronada por un bocinazo
al llegar al cruce; o, a la inversa, primero se oía el bocinazo, seguido de un
rumor cada vez más próximo del que participaba como buenamente podía el
estremecimiento de los paneles de las puertas.
Y del mismo modo como la luminosidad del agua y cada una de sus
palpitaciones se filtran a través de una medusa, todo ello atravesaba el ser
interior de él, y ese sentido de fluidez se transfiguró en algo así como una
segunda visión. Mientras permanecía allí tendido, plano sobre su sofá, sentía
que le arrastraba hacia un lado el flujo de las sombras y, al mismo tiempo,
acompañaba a distantes viandantes, y visualizaba ora la superficie de la acera
situada justo debajo de sus ojos (con la exactitud exhaustiva de la mirada de
un perro), ora el dibujo de ramas desnudas contra un cielo que todavía
conservaba algún color, o bien la alternancia de los escaparates: el maniquí
de un peluquero, que apenas superaba a la reina de corazones en cuanto a
desarrollo anatómico; la exposición de un enmarcador de cuadros, con
encarnados paisajes de brezos y la inevitable Inconnue de la Seine, tan
popular en el Reich, entre numerosos retratos del presidente Hindenburg; y
luego una tienda de lámparas con todas las bombillas encendidas, de tal
forma que era imposible no preguntarse cuál de todas ellas sería la lámpara
funcional perteneciente a la propia tienda.
De pronto se le ocurrió, mientras permanecía recostado como una momia
en la oscuridad, que todo resultaba bastante extraño. Su hermana tal vez
pensaría que no estaba en casa, o que estaba escuchando a hurtadillas.
Moverse le resultaba, sin embargo, increíblemente difícil; difícil, porque la
misma forma de su ser había perdido ahora toda señal distintiva, todo límite
fijo. Por ejemplo, el sendero al otro lado de la casa podría ser su propio
brazo, en tanto que la larga nube esquelética que se extendía cruzando todo el
cielo con un temblor de estrellas en el este podría ser su espina dorsal. Ni la
oscuridad listada de su habitación ni el cristal de la puerta del salón,
transmutado en mares nocturnos encendidos en doradas ondulaciones, le
ofrecían un método fidedigno para medir y delimitar su persona; sólo halló
ese método cuando, en un supremo esfuerzo de agilidad, la punta táctil de su
lengua, ejecutó un repentino giro en su boca (como si se lanzara a comprobar,
semidormida, que todo estaba en orden), palpó y comenzó a remover un
trocito de blanda materia extraña, una fibra de carne hervida firmemente
incrustada entre sus dientes; tras lo cual se preguntó cuántas veces, en unos
diecinueve años, había cambiado, ese invisible pero tangible habitáculo de
dientes, al que se habituaba la lengua hasta que se caía un empaste, dejando
un gran foso que pronto sería rellenado.
Pronto sintió necesidad de moverse, no tanto a causa del silencio
desvergonzadamente explícito al otro lado de la puerta como por la necesidad
de buscar un bonito instrumento puntiagudo que pudiera acudir en ayuda de
la solitaria obrera ciega. Se desperezó, levantó la cabeza y encendió la luz
próxima a su sofá, restableciendo así su imagen corpórea completa. Percibió
su presencia (las gafas, el fino bigote negro, la piel malsana de su frente) con
esa total revulsión que siempre había experimentado al retornar a su cuerpo
después de abandonar la lánguida bruma, prometiéndose ¿qué? ¿Qué forma
adoptaría finalmente la fuerza que oprimía y atormentaba su espíritu? ¿Dónde
nació esta cosa que crece dentro de mí? Buena parte de mi día había sido el
de costumbre —universidad, biblioteca pública— pero luego, cuando tuve
que alcanzarme penosamente hasta la casa de los Osipov con un recado de mi
Padre, apareció ese tejado mojado de una cierta taberna al borde de un terreno
baldío, y el humo de la chimenea abrazaba el tejado, arrastrándose a la baja
altura, denso de vapor, saturado de él, adormilado, negándose a elevarse,
negándose a separarse de la amada ruina, y justo entonces sentí esa
exaltación, justo entonces.
Bajo la luz de la mesa brillaba un cuaderno forrado de hule, y junto a él,
sobre el secante manchado de tinta, yacía una hoja de afeitar, con círculos de
orín en torno a las hendeduras. La luz caía también sobre un imperdible. Lo
desdobló, y siguiendo las indicaciones más bien confusas de su lengua,
extrajo la mota de su carne, se la tragó, mejor que cualquier golosina; hecho
lo cual, el órgano satisfecho se calmó.
Inesperadamente, una mano de sirena se apoyó en la cara exterior del
cristal ondulado de la puerta; luego los paneles se abrieron con espasmódicos
vaivenes y su hermana introdujo su desaliñada cabeza.
—Grisha, cariño —dijo—, sé bueno, pídele un par de cigarrillos a papá.
No le contestó, y las brillantes ranuras de sus ojos aterciopelados se
estrecharon (veía muy mal sin las gafas con montura de asta) mientras
intentaba averiguar si estaba dormido en el sofá o no.
—Hazlo por mí, Grishenka —repitió, aun más implorante—. ¡Oh, por
favor! No quiero acudir a él después de lo de ayer.
—Tal vez tampoco yo quiera hacerlo —dijo él.
—Corre, corre —exclamó su hermana con ternura—, ¡vamos, Grishenka
querido!
—Está bien, basta ya —dijo él al fin y, volviendo a reunir con cuidado las
dos mitades de la puerta, ella se disolvió en el cristal.
Examinó otra vez su isla iluminada por la lámpara, y recordó esperanzado
que tenía que tener en algún sitio un paquete de cigarrillos olvidado
casualmente un día por un amigo. El reluciente imperdible había
desaparecido, y el cuaderno estaba ahora en otra posición y entreabierto
(como una persona cambia de posición durante el sueño). Tal vez, entre mis
libros. La luz rozaba justo sus lomos sobre los estantes suspendidos encima
del escritorio. Allí tenía (predominantemente) chismes inútiles recogidos al
azar, y manuales de economía política (yo quería algo muy distinto, pero mi
padre se salió con la suya); también había algunos libros preferidos que en un
momento u otro habían solazado su corazón; la colección de poemas de
Gumilyov Shaytor (Tienda), Sestra moya Zhizn’ (La vida, mi hermana) de
Pasternak, Vecher u Kler (Una velada con Clara) de Gazdanov, Le Bal du
comte d’Orgel de Radiguet, Zashchita Luzhina (La defensa de Luzhin) de
Sirin, Dvenadtsat’ Stul’ev (Doce sillas) de Ilf y Petrov, Hoffmann, Hölderlin,
Baratynski, y una vieja guía de Rusia. Otra vez ese suave misterioso
sobresalto. Escuchó. ¿Se repetiría la exaltación? Su mente estaba en un
estado de suma tensión, el razonamiento lógico se había eclipsado, y cuando
salió de su trance, tardó un rato en recordar por qué estaba de pie junto a los
estantes, hurgando entre los libros. El paquete azul y blanco que había
introducido entre el Profesor Sombart y Dostoievski resultó estar vacío. En
fin, tendría que hacerlo, no había escapatoria. Sin embargo, quedaba otra
posibilidad.
Con unas zapatillas gastadas y los pantalones deformados, con aire
indiferente, casi sin hacerse oír, arrastrando los pies, pasó de su habitación al
recibidor y a tientas buscó el interruptor. Sobre la consola, bajo el espejo,
junto a la elegante gorra beige del visitante, había quedado un arrugado trozo
de fino papel; el envoltorio de unas rosas liberadas. Hurgó en el gabán de su
padre, introduciéndose con escrupulosos dedos en el mundo insensato de un
bolsillo extraño, pero no encontró allí el paquete de reserva que esperaba
conseguir, conociendo como conocía la más bien pesada providencia de su
padre. Tendré que acudir a él, no hay más remedio.
Ahora, esto es en algún punto indeterminado de su sonambulesco
itinerario, volvió a adentrarse en una zona de bruma, y esta vez la vibración
renovada en su interior poseía una fuerza tal y, sobre todo, era tantísimo más
vivida que todas las percepciones externas, que no supo identificar de
inmediato los propios límites y apariencia en el joven de hombros caídos con
la pálida mejilla sin afeitar y la oreja roja que pasaban deslizándose sin ruido
por el espejo. Recuperó su propia identidad y entró en el comedor.
Allí, junto a la mesa que la doncella, antes de acostarse, había dejado lista
hacía ya un buen rato, para el té de la noche, encontró sentado a su padre: un
dedo hurgaba en su negra barba veteada de gris; el índice y el pulgar de la
otra mano sostenían en el aire unas gafas cogidas por el muelle abrazadera;
estaba sentado examinando un gran plano de Berlín muy desgastado en los
pliegues. Algunos días atrás, en casa de unos amigos, habían tenido una
apasionada discusión al estilo ruso sobre cuál era el camino más corto para ir
de determinada calle a otra, ninguna de las cuales, dicho sea de paso, era
frecuentada jamás por cualquiera de los arguyentes; y ahora, a juzgar por la
expresión de disgustada sorpresa en el rostro inclinado de su padre, con esas
dos marcas sonrosadas en forma de ocho a ambos lados de la nariz, el viejo
debía haber descubierto que estaba en un error.
—¿Qué quieres? —preguntó, alzando la mirada hacia su hijo (con la
secreta esperanza, tal vez, de que yo me sentaría, despojaría a la tetera de su
cubridor, le serviría una taza, llenaría otra para mí)—. ¿Cigarrillos? —siguió
diciendo en el mismo tono interrogativo, al observar la dirección de la mirada
de su hijo; éste había comenzado a avanzar por detrás de su padre para
alcanzar la caja, que estaba en el extremo más alejado de la mesa, pero su
padre ya se la tendía desde el otro lado con el consiguiente momento de
confusión.
—¿Se ha marchado? —fue la tercera pregunta.
—No —dijo el hijo, cogiendo un sedoso puñado de cigarrillos.
Cuando salía del comedor observó que su padre giraba todo el torso sobre
la silla para mirar el reloj de pared como si éste hubiera dicho algo, y luego
vio cómo empezaba a volverse otra vez —pero entonces la puerta que yo
estaba cerrando se cerró, y no presencié el fin de ese movimiento. No
presencié su fin, tenía otras cosas en la cabeza, pero eso, también, y los mares
distantes de un momento atrás, y la carita ruborizada de mi hermana, y el
rumor indiferenciado sobre el reborde circular de la noche transparente—
todo, de un modo u otro, contribuyó a configurar lo que ahora por fin había
tomado forma. Con aterradora claridad, como si una explosión sin ruido
hubiera encendido mi espíritu, vislumbré un recuerdo futuro; de pronto
comprendí que exactamente igual como recordaba imágenes del pasado,
como la manera que tenía mi madre muerta de poner cara llorosa y apretarse
las sienes cuando los altercados se hacían demasiado ruidosos a la hora de las
comidas, así tendría que recordar un día, con implacable nitidez, el gesto
dolido de los hombros de mi padre mientras permanecía inclinado sobre ese
mapa raído, muy triste, cubierto con su caliente chaqueta para andar por casa
espolvoreada de cenizas y caspa; y todo ello se mezcló creativamente con la
reciente visión del humo azul aferrándose a las hojas muertas sobre un tejado
mojado.
A través de una hendedura entre los paneles de la puerta, ávidos dedos
cogieron, sin ser vistos, lo que él les alargaba y ahora volvía a estar tendido
sobre el sofá, pero se había disipado la anterior languidez. Enorme, viva, una
línea métrica se alargaba y se torcía; en la curvatura fue encendiéndose
deliciosa y cálidamente una rima, y mientras seguía resplandeciendo, allí
apareció, como una sombra en la pared cuando uno sube una escalera con una
vela, la móvil silueta de otro verso.
Ebrio de la música italianizante de la aliteración rusa, con las ansias de
vivir, la nueva tentación de las palabras obsoletas (el moderno bereg
reconvirtiéndose en breg, una más lejana «orilla», holod en hlad, un más
clásico «escalofrío», veter en vetr, un bóreas mejor), pueriles, perecederos
poemas, que cuando se publicaran los siguientes, habrían fenecido con tanta
certeza como habían ido extinguiéndose uno tras otro todos los anteriormente
escritos en el negro cuaderno; pero no importa: en ese momento confío en las
arrebatadoras promesas del verso aún palpitante, aún en movimiento, tengo la
cara mojada de lágrimas, el corazón parece a punto de estallar de felicidad, y
sé que esta felicidad es la cosa más grande que existe en la tierra.
LA NOTICIA

«La noticia» se publicó alrededor de 1935, con el título de «Opoveshchenie» («Notificación»),


en un periódico para emigrados y fue incluido en mi colección Soglyadatay (Russkiya Zapiski.
París, 1938).
Tanto el ambiente como el tema coinciden con los de «Signs and Symbols» (Signos y
símbolos), escrito diez años más tarde en inglés (véase The New Yorker, 15 de mayo de 1948, y
Nabokov’s Dozen, Doubleday, 1958).

Eugenia Isakovna Mints era una anciana viuda emigrada que siempre
vestía de negro. Su único hijo había muerto el día anterior. Aún no se lo
habían dicho: Era un día de marzo de 1935 y, tras un amanecer lluvioso, una
sección horizontal de Berlín se reflejaba en la otra —zigzags variopintos
entremezclándose con texturas más uniformes, etcétera—. Los Chernobylski,
viejos amigos de Eugenia Isakovna, habían recibido el telegrama de París
alrededor de las 7 de la mañana; un par de horas más tarde, llegaba una carta
por correo aéreo. El jefe del departamento de la fábrica donde trabajaba
Misha anunciaba que el pobre joven se había caído por el hueco de un
ascensor desde el último piso y había agonizado durante cuarenta minutos.
Aun en su estado inconsciente, no había cesado de lamentarse horrible e
ininterrumpidamente, hasta el mismísimo fin.
Entretanto, Eugenia Isakovna se había levantado. Se vistió, se echó un
chal de lana negra con rápido movimiento sesgado sobre los delgados
hombros y se preparó un poco de café en la cocina. La penetrante, la genuina
fragancia de su café era algo de lo cual se enorgullecía mucho frente a Frau
Doktor Schwarz, la patrona, «una mezquina bestia inculta». Hacía ya una
semana entera que Eugenia Isakovna no le dirigía la palabra —y ésa no era su
primera riña, ni mucho menos—, pero, como explicaba a sus amigos, no tenía
demasiado interés en mudarse por una serie de razones, muchas veces
enumeradas y nunca tediosas. Tenía sobre cualquier persona con la que
decidiese romper las relaciones la manifiesta ventaja de desconectar
simplemente su aparato auditivo, un adminículo portátil que parecía un
pequeño bolso negro.
Cuando pasaba por el vestíbulo con la cafetera en la mano, camino de su
habitación, vio agitarse una postal que, una vez introducida por el cartero por
una rendija especial, se inmovilizó en el suelo. Era de su hijo, de cuyo
fallecimiento acababan de enterarse los Chernovski por medios postales más
avanzados, por lo cual un observador objetivo podría haber comparado las
líneas prácticamente inexistentes que ahora leía, de pie con la cafetera en una
mano junto a la puerta de su espaciosa pero inadecuada habitación, con los
rayos todavía visibles de una estrella ya extinguida. Mi querida Moolik (el
nombre cariñoso que le daba su hijo desde la infancia), continúo hasta el
cuello de trabajo; no puedo tenerme literalmente en pie y nunca salgo a
ninguna parte…
Dos calles más abajo, en un apartamento igualmente grotesco, atestado de
extrañas chucherías, Chernobylski, que no había ido al centro de la ciudad
ese día, se paseaba de una habitación a otra, alto, gordo, calvo, con enormes
cejas arqueadas y una boca diminuta. Llevaba un traje oscuro, pero no se
había puesto el cuello (el duro cuello de la camisa, con la corbata alrededor,
colgaba como un yugo del respaldo de una silla del comedor) y hacía gestos
de impotencia mientras andaba a zancadas y comentaba:
—¿Cómo voy a darle la noticia? ¿Cómo se puede preparar gradualmente
a una persona cuando se tiene que gritar? ¡Dios mío, qué calamidad! Su
corazón no lo resistirá. Estallará… ¡Su pobre corazón!
Su mujer lloraba, fumaba, se rascaba la cabeza entre el ralo cabello gris,
telefoneaba a los Lipshteyn, a Lenoshka, al doctor Orshanski… y no lograba
decidirse a ser la primera en acudir al lado de Eugenia Isakovna. Su
realquilada, una pianista con gafas, de generoso pecho, muy compasiva y
experimentada, aconsejó a los Chernobylski que no se precipitaron
demasiado en darle la noticia:
—De todos modos tiene que recibir el golpe, pero cuanto más tarde
mejor.
—Sí, pero, por otro lado —chilló histérico Chernobylski—, no se puede
posponer la noticia. ¡Está claro que no se puede! Es su madre. Tal vez quiera
ir a París —¿quién sabe? Yo no sabría decirlo— o tal vez quiera trasladarlo
aquí. ¡Pobre, pobre Mishuk, pobre chico! Aún no había cumplido los treinta.
Tenía toda la vida por delante… Y pensar que fui yo quien le ayudó, quien le
consiguió el empleo, pensar que de no haber sido por ese sarnoso París…
—¡Vamos, vamos, Boris Lvovich! —le replicó sensatamente la inquilina
—. ¿Quién podía preverlo? ¿Qué tiene que ver usted con lo ocurrido? Es
cómico… Por cierto que, en general, debo decir que no comprendo cómo
pudo caerse. ¿Usted lo entiende?
Terminado su café y después de enjuagar la taza en la cocina (sin prestar
absolutamente ninguna atención a la presencia de Frau Schwarz), Eugenia
Isakovna, con bolsa de red negra, bolso y paraguas negros, salió a la calle.
Tras unos momentos de vacilación había dejado de llover. Cerró el paraguas
y echó a andar por la acera reluciente, manteniéndose todavía muy erguida,
sobre unas piernas flaquísimas cubiertas con medias negras, la izquierda
ligeramente caída. Se advertía también que sus ojos parecían
desproporcionadamente grandes y que los posaba sobre el suelo como
arrastrándolos un poco, con las puntas dirigidas hacia fuera. Cuando no
estaba conectada con su aparato acústico, era idealmente sorda, y muy sorda
cuando lo tenía conectado. Lo que tomaba por el zumbido de la ciudad era el
zumbido de su sangre y, contra este habitual telón de fondo, sin rozarlo, se
movía el mundo circundante —peatones de caucho, perros algodonosos,
mudos tranvías— y, sobre su cabeza, con el ligero rumor de siempre, se
deslizaban las nubes, entre las cuales, de trecho en trecho, balbuceaba, por así
decirlo, un trocito de azul. Pasaba impasible entre el silencio general, bastante
satisfecha en conjunto, revestida de negro, hechizada y limitada por su
sordera, sin perder de vista los acontecimientos, y reflexionando sobre
diversos temas. Reflexionaba en que el día siguiente, que era festivo, vendría
a verla tal o cual persona; en que debía comprar las mismas galletas de
vainilla de color de rosa que la vez anterior, y también marmelad (jalea de
frutas) en la tienda rusa, y tal vez una docena de pasteles en aquella pequeña
pastelería donde siempre se podía tener la seguridad de que todo era reciente.
Un hombre alto con sombrero hongo que se le acercaba en dirección
contraria le produjo de lejos (bastante de lejos, a decir verdad) la impresión
de un tremendo parecido con Vladimir Markovich Vilner, el primer marido
de Ida, que había muerto solo en un coche cama, de un ataque al corazón,
¡qué desgracia!; y al pasar frente al relojero, recordó que ya era tiempo de
recoger el reloj de Misha, que se le había roto en París y se lo había enviado
por okaziya (esto es, «aprovechando la oportunidad de que alguien se dirigía
hacia allí»). Entró en la tienda. Silenciosos, viscosos, sin rozar nunca contra
nada, se balanceaban los péndulos, todos de modo distinto, todos en
discordancia. Sacó su artefacto en forma de monedero del bolso corriente,
más grande, introdujo la clavija en el oído con un rápido gesto que en otro
tiempo había sido tímido, y la lejana y familiar voz del relojero le contestó —
comenzó a vibrar—, luego se desvaneció, luego se lanzó estrepitosamente
contra ella: —Freitag… Freitag…
—Está bien, ya le oigo, el próximo viernes.
Al salir de la tienda, volvió a desconectarse del mundo. Sus ojos
descoloridos, con manchas amarillentas en torno al iris (como si se le hubiera
corrido el color), adquirieron una vez más una expresión serena, incluso
alegre. Recorrió calles que no sólo había aprendido a conocer bien durante la
media docena de años transcurridos desde su huida de Rusia, sino que habían
llegado a parecerle tan llenas de agradables distracciones como las de Moscú
o Jarkov. Lanzaba sin cesar casuales miradas de aprobación a los niños, o los
perritos, y pronto empezó a bostezar mientras seguía andando, bajo el
impacto del vivo aire de principios de primavera. Un hombre tremendamente
desgraciado, con una desgraciada nariz, vestido con una fedora
tremendamente vieja, pasó por su lado: un amigo de ciertos amigos suyos,
que siempre le mencionaban; y a esas alturas ya lo sabía todo de él, que tenía
una hija demente y un yerno despreciable y diabetes. Había llegado a cierto
puesto de frutas (que había descubierto la primavera anterior) y compró un
racimo de espléndidos plátanos; luego esperó un buen rato a que le tocara el
turno en una tienda, sin apartar ni por un momento los ojos del perfil de una
descarada mujer, que había entrado después que ella y que, aun así, había
conseguido situarse más cerca del mostrador; hasta que el perfil se abrió
como un cascanueces… pero, para entonces, Eugenia Isakovna había tomado
ya las medidas oportunas. En la pastelería, escogió con cuidado sus dulces
inclinándose hacia delante, de puntillas como una colegiala y agitando de acá
para allá un índice titubeante… con un agujero en la lana negra del guante.
Acababa de salir para sumergirse en la contemplación de un escaparate de
camisas de hombre cuando Madame Shuf, una dama vivaracha con un
maquillaje algo exagerado, la cogió por el codo, ante lo cual, Eugenia
Isakovna, con la mirada perdida en el espacio, se ajustó diestramente el
complicado aparato y sólo entonces, cuando el mundo se hizo audible para
ella, obsequió a su amiga con una sonrisa acogedora. Hacía viento y había
mucho ruido. Madame Shuf se inclinó y con esfuerzo, la roja boca
completamente torcida, procuró enfilar su voz exactamente hacia el negro
aparado auditivo:
—¿Ha tenido… noticias… de París?
—¡Oh, sí! Más a menudo que nunca —respondió dulcemente Eugenia
Isakovna, y añadió—: ¿Por qué no viene a verme, por qué no me llama
nunca?
Y una ráfaga de dolor hizo temblar su mirada fija, pues la bien
intencionada Madame Shuf había retrocedido con gesto demasiado
significativo.
Se separaron. Madame Shuf, que aún no sabía nada, se fue a su casa,
mientras su marido, en la oficina, profería «ajs» y «tsks» y agitaba la cabeza
con el auricular apretado contra el oído, escuchando lo que Chernobylski le
explicaba por teléfono.
—Mi mujer ya ha ido a verla —decía Chernobylski— y yo también iré
dentro de un instante, aunque le juro que no sé por dónde empezar, aunque, a
fin de cuentas, mi esposa es una mujer y tal vez consiga allanarme un poco el
camino.
Shuf sugirió que se lo fueran comunicando gradualmente, escribiendo
papelitos y dándoselos a leer: «Enfermo». «Muy enfermo». «Muy muy
enfermo».
—Ya, yo también lo había pensado. Pero eso no facilita las cosas. ¿Qué
calamidad, eh? Tan joven, tan sano, tan excepcionalmente dotado. Y pensar
que fui yo quien le consiguió ese empleo, que fui yo quien le ayudé a pagarse
los gastos… ¿Cómo? Sí, me doy perfecta cuenta de todo eso, pero aun así,
me vuelvo loco sólo de pensarlo. De acuerdo, nos veremos allí, seguro.
Mostró los dientes con aire feroz y agonizante, echó hacia atrás la gruesa
cara y por fin consiguió abrocharse el cuello. En el momento de salir lanzó un
suspiro. Ya había entrado en la calle en que ella vivía cuando la vio de
espalda, caminando tranquila y confiadamente ante él, con una red de la
compra repleta. No se atrevió a darle alcance y aminoró el paso. ¡Quiera Dios
que no mire hacia atrás! Aquellos pies que avanzaban obedientemente,
aquella estrecha espalda, sin sospechar todavía nada… ¡Ah, cómo se
encorvará!
Ella no le vio hasta que estuvieron en la escalera. Chernobylski guardó
silencio al comprobar que aún llevaba la oreja al descubierto.
—¡Pero qué agradable visita, Boris Lvovich! No, no se moleste… Llevo
bastante rato transportando mi carga y soy capaz aún de subirla hasta arriba;
pero puede sostenerme el paraguas, si lo desea, y así podré abrir la puerta.
Entraron. Madame Chernobylski y la pianista de corazón compasivo
llevaban un buen rato esperando. Ahora daría comienzo la ejecución.
A Eugenia Isakovna le gustaban las visitas, y sus amigos iban a verla con
frecuencia, de modo que no tenía motivo alguno para sorprenderse; sólo se
sentía complacida y comenzó en seguida a agitarse hospitalariamente. Les fue
difícil atraer su atención mientras se movía de un lado a otro, cambiando
bruscamente de rumbo (el plan que irradiaba en su fuero interno era preparar
una verdadera comida). Por fin, la pianista le dio alcance en el pasillo y la
retuvo por la punta del chal; los otros oyeron que la mujer le gritaba que
nadie, nadie se quedaría a comer. Conque Eugenia Isakovna sacó los
cuchillos de postre, dispuso las galletas de vainilla en un recipiente de cristal,
los bombones en otro… La hicieron sentarse casi a la fuerza. Los
Chernobylski, su inquilina y una tal señorita Osipov, que había aparecido sin
que nadie supiese cómo —una criatura diminuta, casi enana— se sentaron
también en torno a la mesa ovalada. De este modo consiguieron al menos una
cierta organización, un cierto orden.
—Empieza ya, Boris, por el amor de Dios —le suplicó su esposa,
rehuyendo la mirada de Eugenia Isakovna, que había comenzado a examinar
más detenidamente los rostros que la rodeaban, sin interrumpir, empero, el
suave fluir de sus amables, patéticas palabras, completamente indefensas.
—¡Nu, chto ya mogu! (Bueno, ¿qué puedo hacer yo?) —exclamó
Chernobylski e, incorporándose con un movimiento espasmódico, comenzó a
pasear por la habitación.
Sonó el timbre, y la solemne patrona, luciendo su mejor vestido, hizo
pasar a Ida y a la hermana de Ida: sus horribles caras blancas expresaban una
especie de avidez concentrada.
—Aún no lo sabe —les dijo Chernobylski. Se desabrochó los tres botones
de la chaqueta y volvió a abotonarlos, sin transición.
Eugenia Isakovna, con las cejas temblorosas pero sin perder la sonrisa de
sus labios, estrechó las manos de sus nuevas visitantes y se sentó de nuevo,
moviendo invitadoramente el pequeño aparato que tenía delante, sobre el
mantel, ora hacia este huésped, ora hacia aquél. Pero los sonidos se
desviaban, los sonidos se desmigajaban. De pronto, entraron los Shuf, luego
el cojo Lipshteyn, con su madre, luego los Orshanski y Lenoshka y (por pura
casualidad) la anciana Madame Tomkin, y todos se pusieron a charlar entre
sí, evitando cuidadosamente que sus voces pudieran llegar hasta ella. Aunque
lo cierto es que todos se agolpaban a su alrededor formando tristes y
abrumadores grupos y alguien se había alejado ya hacia la ventana y se
estremecía y agitaba allí apartado, y el doctor Orshanski, sentado al lado de
ella junto a la mesa, examinaba atentamente una galleta y la adosaba a otra,
como si se tratara de piezas de dominó, y Eugenia Isakovna, desvanecida ya
su sonrisa, dejando en su lugar algo semejante al rencor, seguía empujando su
aparato auditivo hacia los visitantes… y el sollozante Chernobylski bramaba
en un distante rincón: «¿Qué se puede explicar…? ¡Muerto, muerto,
muerto!». Pero ella no se atrevía ya a mirar en aquella dirección.
LABIOS CONTRA LABIOS

Mark Aldanov, cuyas relaciones con Posledniya Novosti (con quienes sostuve una animada
disputa durante todos los años 30) eran mejores que las mías, me informó cierto día de 1931 ó
1932 que, en el último momento, este cuento, «Labios contra labios» («Usta k Ustam»), aceptado
finalmente para su publicación, no sería editado a fin de cuentas. Razbili nabor («Han roto el
molde»), musitó tristemente mi amigo. El cuento no se publicó hasta 1956, en mi colección Vesna
v Fialte, editada por Chekhov Publishing House, Nueva York. Y, a esas alturas, cualquier persona
de la que se hubiera podido vislumbrar una remota semejanza con los personajes de la historia ya
estaba tranquilizadoramente muerta y sin sucesores. Esquire publicó la presente traducción en su
número de septiembre de 1971.

Los violines seguían llorando, ejecutando, según pareció, un himno de


pasión y de amor, pero ya Irina y el profundamente conmovido Dolinin
avanzaban presurosos hacia la salida. Se movían atraídos por la noche de
primavera, por el tenso misterio que se había alzado entre ellos. Sus dos
corazones latían al unísono.
—Deme la contraseña del guardarropa —dijo Dolinin (tachado).
—Por favor, puedo traerle el sombrero y el abrigo (tachado).
—Por favor —habló Dolinin—, si me permite, iré a recoger sus cosas («y
las mías», añadido después de «cosas»).
Dolinin se dirigió al guardarropa y tras exhibir su contraseña (corregido
por «las dos contraseñas»)…

Llegado a este punto, Ilya Borisovich Tal permaneció pensativo. Era


molesto, muy molesto, perder el tiempo en esas cosas. Justo cuando acababa
de surgir un brote de éxtasis, una repentina llamarada de amor entre el
solitario y ya de cierta edad Dolinin y la desconocida con quien había
compartido el palco por azar, una muchacha de negro, tras lo cual habían
decidido huir del teatro, lejos, muy lejos de los escotes y los uniformes
militares. En algún lugar fuera del teatro, el autor visualizaba vagamente el
Parque Kupecheskiy o Tsarskiy, algarrobos en flor, precipicios, una noche
estrellada. Terriblemente impaciente, el autor ansiaba sumergirse en la
estrellada noche con su héroe y su heroína. Pero había que recoger los
abrigos, y ello rompía la fascinación del momento. Ilya Borisovich releyó lo
que llevaba escrito, hinchó los carrillos, fijó los ojos en el pisapapeles de
cristal y por fin decidió sacrificar la fascinación en aras del realismo. No fue
sencillo. Sus inclinaciones eran estrictamente líricas; las descripciones de la
naturaleza y de las emociones le salían con una facilidad sorprendente; en
cambio tenía muchos problemas para abordar las cuestiones rutinarias, por
ejemplo, el abrir y cerrar de puertas o los apretones de mano cuando había
numerosos personajes en una habitación y una o dos personas debían saludar
a mucha gente. Además, Ilya Borisovich tropezaba constantemente con los
pronombres, «ella», por ejemplo, que tenía la fastidiosa condición de referirse
no sólo a la heroína, sino también a su madre o su hermana en una misma
frase, de modo que, para evitar la repetición de un nombre propio, se veía
obligado a menudo a poner «aquella dama» o «su interlocutora» aunque no se
estuviera desarrollando ninguna interlocución. Escribir representaba para él
un desigual enfrentamiento con los objetos indispensables; los artículos de
lujo parecían mucho más maleables, pero incluso éstos se rebelaban, a veces,
se encasquillaban, coartaban la libertad de movimientos. Y ahora, después de
despachar con particular cuidado el ajetreo del guardarropa y decidido a dotar
a su protagonista de un elegante bastón, Ilya Borisovich se deleitó
ingenuamente en los destellos de su rica empuñadura, sin imaginar, triste de
él, las exigencias que más adelante le impondría ese costoso adminículo, con
qué dolorosa insistencia exigiría ser mencionado cuando Dolinin, sintiendo
en sus manos las curvas del flexible cuerpo juvenil, transportara a lrina al
otro lado de un primaveral arroyuelo.
Dolinin era simplemente «de cierta edad»; Ilya Borisovich Tal cumpliría
pronto los cincuenta y cinco. Dolinin era «colosalmente rico», sin ninguna
explicación precisa sobre su fuente de ingresos; Ilya Borisovich dirigía una
empresa dedicada a la instalación de cuartos de baño (aquel año, dicho sea de
paso, les habían contratado para recubrir de azulejos las cavernosas paredes
de varias estaciones de metro) y su situación económica era bastante buena.
Dolinin vivía en Rusia —el sur de Rusia, probablemente— y su primer
encuentro con lrina tenía lugar mucho antes de la Revolución; Ilya
Borisovich vivía en Berlín, adonde había emigrado en 1920 con su esposa y
su hijo. Su producción literaria se había iniciado largo tiempo atrás, pero no
era demasiado abundante; la nota necrológica en el Heraldo de Jarkov (1910)
de un comerciante local, famoso por sus ideas políticas liberales, dos poemas
en prosa, ibid. (agosto de 1914 y marzo de 1917), y un libro, formado por esa
nota necrológica y esos dos poemas en prosa… un bonito volumen que vino a
caer en plena efervescencia de la guerra civil. Finalmente, tras su llegada a
Berlín, Ilya Borisovich había escrito un breve estudio, Viajeros por mar y
tierra, que fue publicado en un modesto diario para emigrantes editado en
Chicago. Pero ese periódico se convirtió pronto en humo, y las demás
publicaciones no devolvían los manuscritos ni discutían nunca los motivos de
su rechazo. Siguieron luego dos años de silencio creativo: la enfermedad y
muerte de su esposa, la Inflationszeit, mil empresas comerciales… Su hijo
terminó los estudios secundarios en Berlín e ingresó en la Universidad de
Friburgo. Y ahora, en 1925, a las puertas de la vejez, este próspero y en
general muy solitario individuo sufría un tal ataque de la comezón del
escritor, unas ansias tales —¡oh! no de fama, sino de un poco de calor y
atención por parte del mundo lector— que decidió abandonarse a sus
impulsos, escribir una novela y correr con los gastos de edición.
En el momento en que su protagonista, el abatido, el desengañado Dolinin
escuchaba la trompeta que anunciaba una nueva vida y (tras ese alto casi fatal
en el guardarropa) escoltaba a su joven compañera adentrándose en la noche
de abril, la novela ya tenía título: Labios contra labios. Dolinin se había
llevado a lrina a vivir a su piso, pero nada había ocurrido aún en el terreno
amoroso, pues deseaba que ella acudiera a su cama por su propia voluntad,
exclamando:
—Tómame, toma mi pureza, toma mi tormento. Tu soledad es mi soledad;
sea duradero o breve tu amor, estoy dispuesta a todo, porque a nuestro
alrededor la primavera nos invita a ser humanos y buenos, porque el cielo y
el firmamento irradian divina belleza, y porque te amo.
—Un párrafo con garra —comentó Euphratski—. Con un sentido de terra
firma, diría yo. Mucha garra.
—Pero ¿y no resultará aburrido? —preguntó Ilya Borisovich Tal,
mirándole por encima de la montura de concha de sus gafas—. ¿Eh? Hable
sinceramente.
—Supongo que la desflorará —musitó Euphratski.
—Mimo, chitatel’, mimo… ¡Te equivocas, lector, te equivocas! —
respondió Ilya Borisovich (interpretando mal a Turguenev). Sonrió con aire
muy satisfecho, dio unos golpecitos al manuscrito, para ordenar las hojas,
cruzó más cómodamente los gruesos muslos y prosiguió la lectura.
Así le fue leyendo a Euphratski, su novela, parte por parte, a medida que
las iba produciendo. Euphratski, que le había caído encima con motivo de un
concierto con fines caritativos, era un periodista emigrado que tenía «un
nombre» o más bien, una docena de seudónimos. Hasta entonces los
conocimientos de Ilya Borisovich se habían limitado a los círculos
industriales alemanes; ahora asistía a reuniones de emigrados, a sus
conferencias, a representaciones teatrales de aficionados, y había entrado en
contacto con algunos de sus hermanos en bellas letras. Sus relaciones con
Euphratski eran especialmente buenas y valoraba su opinión como estilista,
aun cuando el estilo de Euphratski caía dentro del género tópico que todos
conocemos. Ilya Borisovich le invitaba con frecuencia; paladeaban un coñac
y charlaban de literatura rusa, mejor dicho, charlaba Ilya Borisovich, mientras
su invitado iba acumulando ávidamente anécdotas cómicas con las cuales
divertir más tarde a sus propios compinches. Ciertamente, los gustos de Ilya
Borisovich se inclinaban hacia lo pensado. Desde luego, rendía los debidos
honores a Pushkin, pero le conocía sobre todo a través de tres o cuatro óperas
y, en general, le consideraba «olímpicamente sereno e incapaz de conmover
al lector». Sus conocimientos de poesía más reciente se limitaban a dos
poemas que sabía de memoria, ambos de matiz político, El mar de Veynberg
(1830-1908) y las famosas líneas de Skitaletz (Stefan Petrov, nacido en 1868)
en las que «colgado» (de la horca) rima con «enredado» (en un complot
revolucionario). ¿Es que Ilya Borisovich era aficionado a bromear un poco a
costa de los «decadentes»? Sí, le gustaba, pero también era preciso tener en
cuenta que reconocía sinceramente su incapacidad para comprender el verso.
Por el contrario, le gustaba mucho hablar de la novela rusa. Tenía en gran
estima a Lugovoy (una mediocridad regional de los años 1900), apreciaba a
Korolenko y consideraba que Artsybashev pervertía a los jóvenes lectores.
Con respecto a las novelas de los modernos autores emigrados solía decir con
las «manos vacías», el gesto ruso para indicar inutilidades: «¡Tediosos,
tediosos!», lo cual sumía a Euphratski en una especie de extático trance.
—Un autor debe ser espiritual —reiteraba Ilya Borisovich—, y
compasivo, y sensible, y justo. Puede que yo sea un insecto, un don nadie,
pero tengo mi credo. Que al menos una palabra de mis escritos arraigue en el
corazón del lector.
Y Euphratski le miraba con fijeza de reptil, paladeando por adelantado
con atormentada sensibilidad la descripción mimada que haría al día
siguiente. Las sonoras carcajadas de A, los graznidos de ventrílocuo de Z.
Al fin llegó el día en que estuvo terminado el primer borrador de la
novela. Ilya Borisovich replicó en tono grave y misterioso a la sugerencia de
su amigo que le invitaba a entrar en un café.
—Imposible. Estoy puliendo el estilo.
El pulido consistió en un ataque en toda la línea contra el demasiado
frecuente adjetivo molodaya, «joven» (género femenino), para sustituirlo
aquí y allá por «juvenil», yunaya, que él pronunciaba con una provinciana
doble consonante como si se escribiera yunnaya.
Un día después. Media luz. Café junto al Kurfürstendamm. Sofá de
terciopelo rojo. Dos caballeros. Para un espectador casual hombres de
negocios. El uno, de aspecto respetable, incluso más bien majestuoso, no
fumador, con una expresión de confianza y amabilidad en el rostro carnoso;
el otro, delgado, con gruesas cejas, desdeñosas arrugas que descienden
paralelas desde sus triangulares fosas nasales hasta las caídas comisuras de la
boca, de la que sobresale oblicuamente un cigarrillo aún sin encender. La voz
serena del primer hombre:
—Escribí el final de un tirón. Él muere, sí, muere.
Silencio. El sofá rojo es suave y muelle. Al otro lado de la vidriera, pasa
flotando, un tranvía translúcido, como un pez multicolor en un acuario.
Euphratski hizo chasquear su encendedor, echó el humo por la nariz y
dijo:
—Dígame, Ilya Borisovich, ¿no le gustaría hacerlo publicar primero por
entregas en una revista literaria antes de su aparición en forma de libro?
—Bueno, verá, no tengo agarraderas con esta gente. Siempre le publican
a las mismas personas.
—¡Tonterías! Tengo un pequeño plan. Permita que lo estudie mejor.
—Me gustaría mucho… —murmuró soñador Tal.
Unos días más tarde, en el despacho de I. B. Tal, en la oficina. El
despliegue del pequeño plan.
—Mande su asunto (Euphratski entornó los ojos y bajó la voz) a Arion.
—¿Arion? ¿Qué es eso? —dijo I. B., acariciando nerviosamente su
manuscrito.
—Nada terrible. Es el nombre de la mejor revista para emigrados. ¿No lo
conoce? ¡Ay-za-ay! El número uno salió esta primavera, el segundo está
previsto para el otoño. ¡Debería estar más al día en las cuestiones literarias,
Ilya Borisovich!
—Pero ¿cómo me pongo en contacto con ellos? ¿Se lo mando por correo
simplemente?
—Exacto. Dirigido el director. La revista se edita en París. ¿No irá a
decirme ahora que nunca ha oído hablar de Galatov?
Ilya Borisovich levantó un grueso hombro con aire culpable. Euphratski,
torciendo el gesto, se lo explicó: un escritor, un maestro, nueva forma de la
novela, construcción intrincada, Galatov, el Joyce ruso.
—«Djoys» —repitió humildemente Ilya Borisovich.
—Para empezar, que se la pasen a máquina —dijo Euphratski—. Y por el
amor de Dios, infórmese sobre esa revista.
Se informó. En una de las librerías rusas del exilio le tendieron un pesado
volumen rosa. Lo compró, diciéndose en voz alta:
—Una joven empresa. Debemos alentarla.
—Una joven empresa abortada —declaró el librero—. Un número y se
acabó.
—No está usted bien informado —replicó Ilya Borisovich con una
sonrisa—. Sé de buena tinta que en otoño se publicará el próximo número.
Una vez en casa, cogió un cortapapeles de marfil y cortó pulcramente las
páginas de la revista. En su interior, encontró un ininteligible fragmento en
prosa de Galatov, dos o tres cuentos cortos de autores, vagamente conocidos,
una nube de poemas y un artículo sumamente competente sobre los
problemas industriales de Alemania firmado por Tigris.
—¡Jamás lo aceptarán! —se dijo angustiado Ilya Borisovich—. Forman
parte todos de la misma cuadrilla.
No obstante, localizó a una tal Madame Lubansky («taquígrafa y
mecanógrafa») en la columna de anuncios de un diario en lengua rusa y,
después de convocarla a su apartamento, comenzó a dictarle con enorme
sentimiento, bullente de agitación, alzando la voz… observando todo el
tiempo a la dama para comprobar su reacción ante la novela. El lápiz se
movía raudo mientras ella permanecía inclinada sobre su bloc —una mujer
pequeña y morena, con una erupción en la frente— e Ilya Borisovich recorría
en círculos el estudio, y los círculos se estrechaban en torno a la mujer cada
vez que se aproximaba tal o cual episodio espectacular. Al final del primer
capítulo la habitación vibraba con sus gritos.
—Y toda su vida anterior le pareció un horrible error —bramó Ilya
Borisovich. Y en seguida añadió, en el tono normal que empleaba en la
oficina—: Mecanografíe esto para mañana, cinco copias, márgenes amplios,
la espero a la misma hora.
Aquella noche, en la cama, estuvo dándole vueltas a lo que le diría a
Galatov al mandarle la novela («… a la espera de su severo juicio… he
publicado colaboraciones en Rusia y América…») y a la mañana siguiente —
tal es la encantadora complacencia del destino— Ilya Borisovich recibió esta
carta de París:

Querido Boris Grigorievich:


He sabido por un amigo común que acaba usted de terminar una nueva
obra. La junta editorial de Arion está interesado en su lectura, toda vez que
deseamos algo «refrescante» para nuestro próximo número.
Es curioso. Hace sólo un par de días me acordaba de sus elegantes
miniaturas en El Heraldo de Jarkov.

—Me recuerdan, se interesan por mí —murmuró distraído Ilya


Borisovich. Luego telefoneó a Euphratski y, recostándose en el sillón,
ladeado (con la dejadez del triunfo), con la mano que sostenía el auricular
apoyada sobre la mesa, mientras la otra describía un amplio gesto, radiante
todo él, dijo arrastrando las palabras—: En fin, mi-querido-amigo, en fin, mi-
querido-amigo…
Y de pronto varios objetos brillantes que había sobre la mesa comenzaron
a temblar y a entremezclarse, hasta disolverse en un húmedo espejismo.
Parpadeó; todo volvió a su lugar, y la voz lánguida de Euphratski replicó:
—¡Ah, vamos! Hermanos de letras. Un común golpe de suerte.
Cinco pilas de páginas mecanografiadas fueron creciendo y creciendo.
Dolinin, que entre una cosa y otra no había poseído aún a su bella compañera,
descubrió por azar que ella estaba prendada de otro hombre, un joven pintor.
A veces I. B. dictaba en su despacho, y las mecanógrafas alemanas, al oír el
distante bramido, se preguntaban desde las otras dependencias quién podría
estar recibiendo tamaña bronca del jefe normalmente tan buena persona.
Dolinin sostuvo una conversación de corazón a corazón con lrina; ella le dijo
que jamás le abandonaría, porque apreciaba demasiado su bella alma
solitaria, aunque por desgracia, pertenecía físicamente a otro, y Dolinin
agachó en silencio la cabeza. Al fin, llegó el día en que él hizo testamento a
su favor, llegó el día en que él se mató (con una pistola Mauser), llegó el día
en que Ilya Borisovich, con una sonrisa de embeleso, preguntó cuánto le
debía a Madame Lubansky, que había traído la última parte de lo
mecanografiado, e intentó pagarle más de lo convenido.
Con arrobamiento, releyó Labios contra labios y entregó una copia a
Euphratski para que la corrigiera (Madame Lubansky ya había introducido
algunas discretas modificaciones en aquellos puntos donde casuales
omisiones desorganizaban sus notas taquigráficas). Euphratski se limitó a
intercalar con lápiz rojo en una de las primeras líneas una coma
temperamental. Ilya Borisovich transcribió religiosamente esa coma a la
copia destinada a Arion, firmó su novela con un seudónimo derivado de
«Anna» (el nombre de su esposa muerta), reunió las páginas de cada capítulo
con un clip, les adjuntó una larga carta, lo introdujo todo en un sobre grande
y resistente, lo pesó, fue personalmente a Correos, y lo envió por correo
certificado.
Con el recibo bien guardado en la cartera, Ilya Borisovich se dispuso a
pasar semanas y semanas de temblorosa espera. Sin embargo, la respuesta de
Galatov llegó con milagrosa prontitud, al quinto día.

Querido Ilya Grigorievich:


Los redactores han quedado más que seducidos con el material que usted
nos envía. Raras veces hemos tenido ocasión de recorrer unas páginas en las
que haya quedado tan claramente plasmada un «alma humana». Su novela
conmueve al lector con una singular expresión del rostro, parafraseando a
Baratynski, el cantor de los riscos fineses. Exhala «amargura y ternura».
Algunas descripciones, por ejemplo la del teatro, muy al principio, pueden
competir con imágenes análogas de las obras de nuestros autores clásicos y,
en cierto sentido, se imponen a ellas. Lo digo teniendo muy presente la
«responsabilidad» que entraña semejante afirmación. Su novela sería un
verdadero ornamento para nuestra revista.

En cuanto hubo recuperado un poco la compostura, Ilya Borisovich salió


a pie rumbo al Tiergarten —en vez de irse en coche a la oficina— y una vez
allí se sentó en un banco del parque, dibujando arcos sobre la tierra oscura,
pensando en su mujer e imaginando cómo hubiera compartido ella su alegría.
Transcurrido un rato, se fue a ver a Euphratski. Este último estaba acostado,
fumando. Juntos analizaron la carta línea por línea. Cuando llegaron a la
última, Ilya Borisovich alzó humildemente la mirada y preguntó:
—Dígame, ¿por qué cree usted que ha puesto «sería» y no «será»? ¿No
comprende que estaré más que satisfecho de cederles mi novela? ¿O se trata
sólo de un recurso estilístico?
—Me temo que haya otro motivo —respondió Euphratski—. Sin duda es
uno de esos casos en que se ocultan las cosas por puro orgullo. La realidad es
que la revista está a punto de cerrar… Sí, acabo de enterarme. Como usted
sabe, lo que el público de emigrados consume es verdadera basura, y Arion
va destinada a un tipo de lector más refinado. En fin, éste es el resultado.
—Yo también había oído rumores —dijo Ilya Borisovich muy trastornado
—, pero creí que no eran más que calumnias que hacían correr los
competidores o mera estupidez. ¿Cree usted realmente posible que ya no
salga nunca el segundo número? ¡Es terrible!
—No tienen fondos. La revista es una empresa desinteresada, idealista.
Este tipo de publicaciones suelen desaparecer pronto por desgracia.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo es posible? —exclamó Ilya Borisovich, con un
gesto ruso de chapoteo, que expresaba un impotente desaliento—. ¿No han
aprobado mi escrito, no quieren publicarlo?
—Sí, es una lástima —respondió Euphratski sin inmutarse—. Por cierto,
dígame… —Y cambió de tema.
Aquella noche, Ilya Borisovich pensó profundamente, consultó con su
fuero interno y a la mañana siguiente telefoneó a su amigo para hacerle un
par de preguntas de carácter financiero. Las respuestas de Euphratski fueron
proferidas en tono indiferente, pero su sentido era muy preciso, Ilya
Borisovich reflexionó un poco más y al día siguiente le hizo a Euphratski una
oferta que éste debía transmitir a Arion. La oferta fue aceptada, e Ilya
Borisovich transfirió una cierta cantidad de dinero a París. Como respuesta,
recibió una carta llena de expresiones de profunda gratitud y una nota en la
cual se le comunicaba que el próximo número de Arion saldría en el plazo de
un mes. Un post-scriptum contenía una cortés petición: «Permítanos poner
una novela de Ilya Annenski, y no I. Annenski como usted sugiere, lo cual
podría provocar una cierta confusión con el último cisne de Tsarskoie-Selo,
como le llama Gumilyov».
Ilya Borisovich respondió:
Sí, naturalmente, la verdad es que no sabía que ya hubiera otro autor que
escribe bajo ese nombre. Me complace mucho que se publique mi obra. Por
favor, les agradeceré que tengan la amabilidad de enviarme cinco
ejemplares de su revista en cuanto esté editada. (Pensaba mandarlos a una
vieja prima y a dos o tres relaciones de negocios. Su hijo no leía el ruso).
Entonces se inició el período de su vida que los chistosos calificaron con
la expresión «a propósito». Ya fuera en una librería rusa, o bien en una
reunión de los Amigos de las Artes Expatriadas, o bien simplemente en la
acera de una calle de Berlín Oeste, uno era abordado amablemente («¡Ah!
¿Qué tal van las cosas?») por una persona a la que conocía de vista, un
agradable y digno caballero con gafas de concha y un bastón, que iniciaba
una charla casual sobre esto y aquello, pasaba imperceptiblemente de esto y
aquello al tema de la literatura y de pronto decía:
—A propósito, vea lo que me escribe Galatov. Sí, Galatov, Galatov el
«Djoys» ruso.
Uno cogía la carta y leía:

… los redactores han quedado más que seducidos… nuestros autores


clásicos… ornamento para nuestra revista.

—Entendió mal mi apellido —añadía Ilya Borisovich con una amable


risita—. Ya sabe usted cómo son los escritores… ¡Unos distraídos! La revista
saldrá en septiembre, entonces podrá usted leer mi pequeña obrita.
Y volvía a guardarse la carta en la cartera, se despedía y se alejaba a toda
prisa con aire preocupado.
Literatos fracasados, periodistas de tres al cuarto, corresponsales
especiales de periódicos olvidados se burlaban de él con salvaje
voluptuosidad. Parecidos aullidos emiten los delincuentes cuando torturan a
un gato; chispas parecidas brillan en los ojos de un tipo ya no demasiado
joven, sexualmente poco afortunado, mientras cuenta un chiste especialmente
verde. Se burlaban a sus espaldas, desde luego, pero lo hacían con una
desfachatez absoluta, despreciando la soberbia acústica de cualquier lugar de
chismorreo. Sin embargo, se mantenía tan sordo con respecto al mundo como
una perdiz en celo y es probable que no oyera nada de todo eso. Se creció,
paseó su bastón con nuevo, novelístico ademán, comenzó a escribirle a su
hijo en ruso adjuntando una traducción alemana interlineada de la mayoría de
las palabras. En el despacho ya sabían que I. B. Tal no sólo era una excelente
persona sino también un Schriftsteller, y algunas relaciones de negocios le
confiaron sus amores secretos como posibles temas para usarlos en el futuro.
Comenzaron a acudir a él en tropel, por el vestíbulo principal y por la puerta
trasera, intuyendo un cierto cálido amparo, todos los variopintos mendigos de
la emigración. Había figuras públicas que le trataban con respeto. Era un
hecho innegable: la estima y la fama rodeaban realmente a Ilya Borisovich.
Ni una sola fiesta en un ambiente ruso cultivado transcurría sin que se
mencionara su nombre. Cómo lo mencionaban, con qué risitas, es lo de
menos. Lo importante es el hecho, no la manera, dice la auténtica sabiduría.
A finales de mes, Ilya Borisovich tuvo que salir de la ciudad para un
tedioso viaje de negocios y por esa causa se perdió los anuncios que
aparecieron en los periódicos en lengua rusa comunicando la próxima
publicación de Arion 2. Cuando regresó a Berlín, sobre la mesa del vestíbulo
le esperaba un gran paquete de forma cúbica. Sin quitarse el abrigo procedió
al instante a abrir el paquete. Fríos, pesados volúmenes de color de rosa. Y,
sobre las cubiertas, ARION en letras rojo púrpura. Seis ejemplares.
Ilya Borisovich intentó abrir uno; el volumen crujió deliciosamente, pero
se negó a abrirse. ¡Ciego, recién nacido! Volvió a probar y vislumbró unos
extraños, extraños versículos. Agitó de derecha a izquierda la masa de hojas
sin cortar y, sin proponérselo, dio con el índice. Su mirada recorrió
velozmente los nombres y los títulos, pero él no estaba allí. ¡Él no estaba allí!
El volumen intentó cerrarse, lo sujetó con fuerza, y llegó al final de la lista.
¡Nada! ¿Cómo podía ser, cielo santo? ¡Imposible! Sin duda lo habían omitido
del índice por azar. Son cosas que suceden… ¡Que suceden! Ahora estaba en
su estudio y, blandiendo su blanco cortapapeles, lo clavó en la gruesa carne
foliada del libro. Primero Galatov, naturalmente, luego poesía, luego dos
cuentos, luego otra vez poesía, nuevamente prosa y, después, sólo
trivialidades…, estudios, críticas y cosas por el estilo. Una sensación de
fatiga y futilidad invadió de pronto a Ilya Borisovich. Bien, no tenía remedio.
Tal vez tuvieran demasiado material. Lo publicarán en el próximo número.
¡Sí, seguro que sí! Pero otro período de espera… En fin, esperaré.
Mecánicamente, siguió pasando las suaves páginas entre el pulgar y el índice.
Buen papel. Bueno, de algo ha servido al menos mi ayuda. Uno no puede
insistir para que le publiquen antes que a Galatov o… Y de repente, se
adelantaron y comenzaron a girar y a trastabillar, a trastabillar frente a él, con
la mano en la cadera, en una danza rusa, las queridas, conmovedoras
palabras: «… su juvenil, apenas formado seno… los violines seguían
llorando… las dos contraseñas… la noche primaveral les acogió con un
aca…» y en el reverso de la página, tan inevitable como la continuación de
los raíles después de un túnel: «riciante y apasionado soplo de viento…».
—¡Cómo demonios no lo adiviné en seguida! Profirió Ilya Borisovich.
Iba titulado «Prólogo para una novela». Lo firmaba «A. Ilyn», con un
«Continuará» entre paréntesis. Un pequeño fragmento, tres páginas y media,
pero ¡qué bonito fragmento! Una obertura. Elegante. «Ilyn» era mejor que
«Annenski». Podría haberse producido una confusión aunque hubieran puesto
«Ilya Annenski». Ahora bien, ¿por qué «Prólogo» y no simplemente: Labios
contra labios, Capítulo primero? Bueno, eso no tenía ninguna importancia.
Releyó tres veces el texto. Luego dejó a un lado la revista y empezó a
pasearse por el estudio, silbando despreocupadamente mientras caminaba
como si no hubiera ocurrido nada de nada. Bien, de acuerdo, ese libro está
por ahí —ese libro u otro, ¿qué más daba?—. Tras lo cual se abalanzó sobre
él y se releyó ocho veces seguidas. Luego buscó en el índice «A. Ilyn, pág.
205», encontró la pág. 205 y releyó su «Prólogo», saboreando cada palabra.
Siguió jugueteando así un buen rato.
La revista sustituyó a la carta. Ilya Borisovich llevaba constantemente un
ejemplar de Arion bajo el brazo y, en cuanto se topaba con cualquier
conocido, de la clase que fuese, abría el volumen por una página que ya había
cogido la costumbre de exhibirse. En los periódicos aparecieron recensiones
de Arion. La primera de esas recensiones no mencionaba a Ilyn para nada. La
segunda decía: «El “Prólogo para una novela” del Sr. Ilyn debe de ser una
extraña broma». La tercera se limitaba a señalar que el de Ilyn y el de otro
autor eran nombres nuevos en la revista. Por fin, un cuarto crítico (en un
encantador y modesto periódico publicado en un lugar perdido de Polonia)
escribió lo siguiente: «El fragmento de Ilyn atrae por su sinceridad. El autor
describe el nacimiento del amor con un fondo de música. Entre las indudables
cualidades del texto hay que señalar el buen estilo de la narración». Fue el
comienzo de una nueva era (después del período del «a propósito» y del de
pasearse con la revista bajo el brazo), Ilya Borisovich sacaba ahora la crítica
de su cartera.
Estaba contento. Compró seis ejemplares más. Estaba contento.
Rechazaba rápidamente el silencio como prueba de inercia, las
murmuraciones como prueba de malevolencia. Estaba contento.
«Continuará». Y entonces, un domingo, Euphratski le llamó por teléfono:
—Adivine quién quiere hablar con usted —dijo—, ¡Galatov! Sí, ha
venido a Berlín por un par de días. Se lo paso.
Por el aparato sonó una voz nunca oída todavía. Una voz trepidante,
apremiante, melosa, narcótica. Concertaron una cita.
—Mañana a las cinco en mi casa —dijo Ilya Borisovich—. Es una
lástima que no pueda venir usted esta noche…
—Una verdadera lástima —ratificó la voz trepidante—. Verá, unos
amigos me han convencido para ir a ver La pantera negra —una obra terrible
—, pero llevo tanto tiempo sin ver a la querida Elena Dmitrievna…
Elena Dmitrievna Garina, una bella actriz ya de cierta edad, llegada de
Riga para encabezar el reparto de una compañía que representaba en lengua
rusa en Berlín. La función comenzaba a las ocho y media, tras una cena
solitaria, Ilya Borisovich echó un rápido vistazo a su reloj, sonrió astutamente
y cogió un taxi rumbo al teatro.
El «teatro» era en realidad una gran sala destinada a conferencias más que
a obras escénicas. Aún no había empezado la función. Un cartel de
aficionadas representaba a Garina recostada sobre la piel de una pantera
muerta por su amante, que luego dispararía sobre ella. La conversación en
ruso crepitaba en el frío vestíbulo. Ilya Borisovich depositó su bastón, su
sombrero hongo, y su abrigo en manos de una vieja vestida de negro, pagó a
cambio de una ficha numerada, que deslizó en el bolsillo de su chaleco, y
echó una ojeada por el vestíbulo mientras se frotaba las manos Con gesto
despreocupado. Próximo a él había un grupo de tres personas, un joven
periodista que Ilya Borisovich conocía vagamente, la mujer del joven (una
dama angulosa con unos impertinentes) y un desconocido de piel pálida, con
una barbita negra, hermosos ojos bovinos y una cadenilla de oro en torno a la
velluda muñeca. El desconocido lucía un llamativo traje.
—Pero ¿por qué, por qué? —le estaba diciendo animadamente la dama—.
¿Por qué lo publicó usted? Sabe usted muy bien…
—Vamos, dejen de atacar a ese pobre tipo —replicó su interlocutor con
iridiscente voz de barítono—. De acuerdo, es una mediocridad sin remedio,
lo reconozco, pero, evidentemente, teníamos nuestras razones…
Añadió algo en voz baja, y la dama con un chasquido de sus
impertinentes, replicó indignada:
—Perdone, pero, en mi opinión, si le publican sólo porque les apoya
económicamente…
—Doucement, doucement. No proclame nuestros secretos editoriales.
En aquel momento Ilya Borisovich logró atraer la atención del joven
periodista, el marido de la dama angulosa que se quedó petrificado durante un
instante y luego gimió sobresaltado, intentando alejar de allí a su mujer,
empujándola con todo su cuerpo. Sin embargo, ella continuó hablando a voz
en grito:
—Poco me importa ese desdichado Ilyn. Lo que me preocupa es una
cuestión de principios…
—A veces es necesario sacrificar los principios —dijo fríamente el
petimetre con voz opalina.
Pero Ilya Borisovich ya no les escuchaba. Lo veía todo como a través de
una bruma sumido en un estado de total desazón, sin captar aún plenamente
el horror de lo ocurrido, pero, esforzándose instintivamente por huir lo más
pronto posible de algo vergonzoso, despreciable, intolerable, avanzó primero
hacia el lugar impreciso donde se vendían imprecisas entradas, dio luego
bruscamente media vuelta, estuvo en un tris de chocar con Euphratski que
corría hacia él y escapó hacia el guardarropa.
Una vieja de negro. El número 79. Allá abajo. Tenía una prisa
desesperada. Ya había echado atrás el brazo para introducirlo en la última
manga del abrigo, cuando Euphratski le dio alcance, acompañado por el otro,
el otro…
—Le presento a nuestro director —dijo Euphratski, mientras Galatov, con
los ojos en blanco y procurando no darle a Ilya Borisovich la oportunidad de
recuperar el dominio de sí mismo, le sujetaba insistentemente la manga en un
gesto de fingida ayuda y hablaba a toda prisa:
—Innokentiy Borisovich, ¿cómo esta usted? Me alegro mucho de
conocerle. Un agradable encuentro. Permita que le ayude.
—¡Déjenme en paz, por el amor de Dios! —masculló Ilya Borisovich,
luchando con el abrigo y con Galatov—. ¡Váyase! ¡Despreciable! ¡No puedo!
¡Es despreciable!
—Está claro que se trata de un malentendido —intervino Galatov a toda
prisa.
—Déjeme en paz —chilló Ilya Borisovich. Se desasió, cogió al vuelo su
sombrero del mostrador y salió, enfundándose todavía el abrigo.
Siguió murmurando palabras incoherentes mientras avanzaba por la
acera. De pronto, extendió las manos. ¡Había olvidado su bastón!
Continuó caminando como un autómata, pero pronto se detuvo con una
leve y apagada sacudida como si se le hubiera acabado la cuerda.
Volvería a buscar el adminículo una vez que hubiera comenzado la
función. Tendría que esperar un par de minutos.
Los automóviles pasaban veloces a su lado, los tranvías tocaban la
campanilla. La noche era clara, seca, salpicada de luces.
Echó a andar lentamente hacia el teatro. Se dijo que era viejo, que estaba
solo, que sus alegrías eran pocas y que los viejos tenían que pagar por sus
alegrías. Se dijo que tal vez esa misma noche y, en cualquier caso, al día
siguiente, Galatov vendría a él para presentarle explicaciones, excusas,
justificaciones. Sabía que debía perdonarlo todo. De lo contrario, jamás se
materializaría el «Continuará». Y también se dijo que disfrutaría de un pleno
reconocimiento después de muerto. Y rememoró, reunió en un pequeño
montoncito todas las migajas de elogios que había recibido últimamente,
empezó a pasearse arriba y abajo muy despacio y, un poco más tarde, regresó
en busca de su bastón.
LA VISITA AL MUSEO

«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») fue publicado en la revista pura emigrados
Sovremennyya Zapiski (LXVIII, París, 1939), y en mi colección Vesna v Fialte (Chekhov
Publishing House, Nueva York, 1959). La presente traducción inglesa apareció en Esquire (marzo
de 1963), y formó parte de Nabokov’s Quartet (Phaedra, Nueva York, 1968).
Los lectores no rusos agradecerán posiblemente una nota aclaratoria. En cierto momento, el
desventurado narrador observa el rótulo de una tienda y comprende que no se encuentra en la
Rusia de su pasado, sino en la Rusia de los soviets. Lo que delata al rótulo es la ausencia de la
letra que en la vieja Rusia solía decorar el final de una palabra cuando ésta acababa en consonante,
letra que se omite en la ortografía reformada adoptada actualmente por los soviéticos.

Hace varios años, un amigo mío residente en París —una persona con
algunas rarezas, cuando menos— sabiendo que me disponía a pasar dos o tres
días en Montisert, me pidió que me acercara al museo local donde según le
habían dicho, se exhibía un retrato de su abuelo, obra de Leroy. Con la
sonrisa en los labios y abriendo las manos, me contó una historia bastante
vaga a la que confieso que no presté mayor atención, en parte porque no me
gusta meterme en asuntos ajenos, pero sobre todo porque siempre había
dudado de la capacidad de mi amigo para abstenerse de cruzar la frontera de
la fantasía.
Se trataba más o menos de lo siguiente: tras la muerte del abuelo en su
casa de San Petersburgo, en tiempos de la guerra ruso-japonesa, se subastaron
los enseres de su apartamento de París.
Tras un oscuro peregrinaje, el retrato fue adquirido, por el museo de la
ciudad natal de Leroy. Mi amigo deseaba saber si el retrato se encontraba
realmente allí; de ser así, si era posible rescatarlo y, de ser posible, a qué
precio. Cuando le pregunté por qué no se ponía directamente en contacto con
el museo, me replicó que había escrito varias veces, pero que nunca había
recibido respuesta.
Para mis adentros, tomé la decisión de no cumplir el encargo… Siempre
podría decirle que me había puesto enfermo o que había modificado mi
itinerario. La sola idea de visitar monumentos, ya sean museos o edificios
antiguos, me resulta detestable; además, el encargo de mi buen extravagante
me parecía una absoluta insensatez. Sin embargo, sucedió que, mientras
deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería,
maldiciendo, la aguja de una catedral de largo cuello, siempre la misma, que
asomaba infatigable al final de cada calle, me vi atrapado por un violento
chaparrón que de inmediato comenzó a acelerar la caída de las hojas de arce,
toda vez que el buen tiempo de un octubre meridional apenas las sostenía por
un hilo. Corrí a resguardarme y me encontré en la escalinata del museo.
Era un edificio de modestas proporciones, construido con piedras de
muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del
frontispicio y un banco de piedra con patas de león a cada lado de la puerta
de bronce. Una de las hojas de la puerta estaba abierta y el interior parecía
oscuro en contraste con los reflejos del aguacero. Permanecí un rato en las
escaleras, pero a pesar del techo saliente que las cubría, fueron mojándose
gradualmente. Comprendí que la lluvia no tenía visos de parar y, no teniendo
nada mejor que hacer, decidí pasar al interior. Nada más pisar las lisas,
resonantes losas del vestíbulo, me llegó de un distante rincón el rechinar de
una banqueta desplazada y el vigilante —un jubilado sin importancia con una
manga vacía— se incorporó para salir a mi encuentro, apartando el periódico
y examinándome por encima de sus gafas. Pagué mi franco y, procurando no
mirar algunas estatuas que había en la entrada (y que eran tan tradicionales e
insignificantes como el primer número de un programa de circo), pasé a la
sala principal.
Todo era como debía ser: tonalidades grises, sustancia dormida, materia
desmaterializada. Había la consabida vitrina con viejas monedas desgastadas,
recostadas sobre la pendiente de terciopelo de sus compartimientos. Había
encima de la vitrina un par de búhos con los nombres en francés, que,
traducidos, serían «Gran duque» y «Duque mediano». Minerales venerables
yacían en sus tumbas abiertas de polvoriento papier-maché; una fotografía de
un asombrado caballero de puntiaguda barba dominaba un surtido de extrañas
masas negras de diversos tamaños. Presentaban una gran semejanza con un
conjunto de cagarrutas heladas y me detuve involuntariamente a
contemplarlas, pues me era del todo imposible adivinar su naturaleza,
composición o función. El guardián me había estado siguiendo con paso
sigiloso, manteniendo en todo momento una respetuosa distancia; ahora se
me acercó, con una mano a la espalda y el espectro de la otra en el bolsillo,
mientras tragaba saliva a juzgar por su manzana de Adán.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—La ciencia no lo ha determinado aún —respondió, con una frase que sin
duda se había aprendido de memoria—. Fueron halladas —prosiguió en el
mismo tono forzado— en 1895 por Louis Pradier, concejal municipal y
caballero de la Legión de Honor. Y su dedo tembloroso señaló la fotografía.
—Me parece perfecto —dije—, pero ¿quién decidió, y por qué, que
merecían ocupar un lugar en este museo?
—¡Y ahora fíjese en esta calavera! —gritó el viejo con energía
cambiando ostensiblemente de tema.
—De todos modos, me gustaría saber de qué están hechas —le
interrumpí.
—La ciencia… —comenzó a repetir, pero se detuvo en seco y miró
enfurruñado sus dedos, manchados por el polvo del cristal.
Procedí a examinar un jarrón chino, probablemente donado por algún
oficial de la Marina; un grupo de fósiles porosos; un pálido gusano
sumergido en turbio alcohol; un mapa verde y rojo de Montisert en el
siglo XVII, y un trío de herramientas herrumbrosas atadas con una fúnebre
cinta: una pala, una azada y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé
distraído, pero esta vez no intenté pedirle explicaciones al guardián, que me
seguía dócilmente y en silencio yendo de acá para allá como una lanzadera
entre las vitrinas. Más allá de la primera sala seguía otra, aparentemente la
última, y en el centro de la misma, como una sucia bañera, yacía un gran
sarcófago; de las paredes, colgaban algunos cuadros.
En seguida me llamó la atención el retrato de un hombre entre dos
abominables paisajes (con ganado y «atmósfera»). Me acerqué y, con
considerable asombro, descubrí exactamente el objeto cuya existencia me
había parecido hasta entonces mera invención de una mente inestable. El
hombre, pintado en pésimos colores al óleo, lucía una levita, bigotes y unos
grandes quevedos colgados de una cinta; tenía un cierto parecido con
Offenbach; sin embargo, pese al vil convencionalismo de la obra, me pareció
vislumbrar en sus facciones el horizonte de una semejanza, por así decirlo,
como mi amigo. En un ángulo, minuciosamente trazada en rojo sobre un
fondo negro, se leía la firma Leroy con unos rasgos tan vulgares como la
misma obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mi hombro y, al volverme, topé con la
amable mirada del guardián.
—Dígame una cosa —le pregunté—, si alguien quisiera comprar uno de
estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo son el orgullo de la ciudad —replicó el viejo—,
y el orgullo no se vende.
Temeroso de su elocuencia, me apresuré a asentir, sin dejar por ello de
preguntarle el nombre del director del museo. Intentó distraer mi atención con
la historia del sarcófago, pero insistí. Por fin me dio el nombre de un tal
M. Godard y me explicó donde podría encontrarlo.
Francamente, me complacía saber que el retrato existía. Es agradable
presenciar la materialización de un sueño, aunque no sea propio. Decidí
solventar el asunto sin demora. Cuando estoy de humor, nadie puede
detenerme. Salí del museo a paso ligero y resonante y descubrí que había
dejado de llover: el azul se extendía por el cielo, una mujer con las medias
salpicadas iba dando a los pedales de una reluciente bicicleta plateada y sólo
sobre las colinas circundantes colgaban aún algunas nubes. Nuevamente, la
catedral comenzó a jugar al escondite conmigo, pero fui más listo que ella.
Escapando por un pelo a los amenazadores neumáticos de un furioso autobús
rojo atestado de jóvenes que cantaban, crucé el asfalto entre el tráfico y un
minuto más tarde estaba llamando a la verja de M. Godard. Este resultó ser
un caballero delgado, de mediana edad, con cuello alto y pechera postiza, que
lucía una perla en el nudo de la corbata y cuya cara recordaba
extraordinariamente la de un perro lobo ruso; como si no bastara ya con eso,
cuando entré en su pequeña pero lujosamente amueblada salita, con su tintero
de malaquita sobre la mesa y un jarrón chino extremadamente familiar en la
repisa de la chimenea, le encontré relamiéndose como un perro, mientras
pegaba un sello en un sobre. Un par de floretes colgaban cruzados sobre el
espejo, en el cual se reflejaba su estrecha nuca gris. Unas cuantas fotografías
de un barco de guerra interrumpían agradablemente de trecho en trecho la
flora azulada del empapelado de la pared.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó, arrojando a la papelera la carta
que acababa de sellar. El acto me pareció desusado, pero no consideré
oportuno intervenir. Le expuse brevemente el motivo de mi visita,
mencionando incluso la sustanciosa suma de la que mi amigo estaba
dispuesto a desprenderse, aunque él me había pedido que no la revelase,
esperando a conocer primero las condiciones del museo.
—Todo lo que me dice es estupendo —dijo M. Godard—. El único
problema es que está usted en un error… No hay tal cuadro en nuestro
museo.
—¿Cómo que no hay tal cuadro? ¡Si acabo de verlo! Retrato de un noble
ruso, por Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo M. Godard tras hojear un cuaderno forrado
de hule y señalando con la sucia uña la anotación en cuestión—. Pero no es
un retrato, sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Le repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos sólo cinco
minutos antes y que no había fuerza en la tierra capaz de hacerme dudar de su
existencia.
—De acuerdo —asintió M. Godard—, pero yo tampoco estoy loco. Llevo
ya casi veinte años como conservador de nuestro museo y me sé este catálogo
como si fuese el Padrenuestro. Aquí dice Retorno del rebaño, lo cual
significa que el rebaño regresa y, a menos que el abuelo de su amigo aparezca
representado como uno de los pastores, no comprendo cómo puede haber un
retrato suyo en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—Y, en conjunto ¿qué le ha parecido nuestro museo? —preguntó con
suspicacia M. Godard—. ¿Le ha interesado el sarcófago?
—Mire —dije (y creo que ya había un cierto temblor en mi voz)—,
hágame un favor… Vamos allá ahora mismo y, si el retrato está donde le digo
usted me lo vende.
—¿Y si no está allí? —quiso saber M. Godard.
—Le pagaré esa cantidad de todos modos.
—De acuerdo —dijo—. Venga, coja este lápiz azul y rojo y, en rojo —en
rojo, por favor—, me lo pone por escrito.
Excitado como me sentía accedí a su petición. Tras examinar mi firma,
deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su
propia firma y, doblando el papel a toda prisa, se lo guardó en el bolsillo del
chaleco.
—Vamos —dijo, emitiendo una tosecilla.
Por el camino entró en una tienda y compró una bolsa de caramelos de
aspecto pegajoso que comenzó a ofrecerme con insistencia; cuando me negué
en redondo, intentó ponerme unos cuantos en la mano. Retiré la mano. Varios
caramelos cayeron sobre la acera; se detuvo a recogerlos y luego me dio
alcance al trote. Cerca ya del museo, divisamos el autobús de turismo rojo
(ahora vacío) estacionado delante.
—¡Ajá! —dijo M. Godard complacido—. Veo que hoy tenemos muchos
visitantes.
Se quitó el sombrero y sosteniéndolo ante sí subió circunspectamente las
escaleras.
Las cosas no marchaban bien en el museo. Del interior salían gritos
alborotados, risas lascivas e incluso lo que parecía el fragor de una pelea.
Entramos en la primera sala; el anciano guardián intentaba contener a dos
sacrílegos que lucían una especie de emblemas festivos en las solapas y que,
con la cara enrojecida y rebosantes de energía, intentaban extraer las mierdas
del concejal municipal de debajo del cristal que las cubría. El resto de los
jóvenes, miembros de cierta organización atlética rural, se burlaban
ruidosamente, unos del gusano en alcohol, otros de la calavera. Uno de los
bromistas se extasiaba ante las tuberías del radiador de la calefacción,
fingiendo creer que también formaban parte de la colección; otro se disponía
a golpear uno de los búhos con el puño y el índice extendido. En total eran
unos treinta, y su movimiento y sus voces creaban una sensación de bullicio y
de intenso ruido.
M. Godard dio unas palmadas y señaló un letrero que decía; «Los
visitantes del museo deben ir decentemente ataviados». Luego se abrió paso a
empellones, conmigo pegado a sus talones, rumbo a la segunda sala. Toda la
concurrencia se arremolinó de inmediato detrás de nosotros. Conduje a
Godard hacia el retrato; se quedó inmóvil frente a él, con el pecho abombado,
luego retrocedió un poco, como para admirarlo, y su femenino tacón pisó el
pie de alguien.
—¡Un cuadro espléndido! —exclamó con genuina sinceridad—. En fin,
no vamos a molestarnos por una menudencia. Usted tenía razón y debe de
haber un error en el catálogo.
Y mientras así hablaba, sus dedos, moviéndose como por iniciativa
propia, rasgaron nuestro convenio en pequeños fragmentos que fueron
cayendo cual copos de nieve en una enorme escupidera.
—¿Quién es ese viejo simio? —preguntó un individuo con un jersey a
rayas y, dado que el abuelo de mi amigo aparecía representado con un cigarro
encendido en la mano, otro bromista sacó un cigarrillo y se dispuso a pedirle
fuego al retrato.
—De acuerdo, fijemos un precio —dije— y, en todo caso, salgamos de
aquí.
—¡Abran paso, por favor! —gritaba M. Godard, apartando a los curiosos.
Al fondo de la sala había una salida que yo no había advertido antes y nos
escabullimos por allí.
—No puedo tomar ninguna decisión —chillaba M. Godard por encima de
la barahúnda—. Lo decidido sólo es válido cuando lo ampara la ley. Tengo
que consultarlo primero con el alcalde, que acaba de fallecer y aún no ha sido
elegido otro. Dudo que pueda usted comprar el retrato; no obstante, me
gustaría mostrarle otro de nuestros tesoros.
Nos encontrábamos en una sala de considerables dimensiones. Libros de
color marrón, con aspecto de estar incompletos y bastas páginas descoloridas
se exhibían abiertos bajo un cristal sobre una larga mesa. A lo largo de las
paredes se alineaban maniquíes de soldados con botas de montar de anchos
bordes.
—Venga, tenemos que discutirlo con calma —exclamé desesperado,
mientras intentaba dirigir las evoluciones de M. Godard hacia un sofá
tapizado de felpa situado en un rincón. Pero el guardián me lo impidió. Entró
corriendo en nuestro seguimiento, agitando su único brazo, perseguido por
una alegre multitud de jóvenes, uno de los cuales se había cubierto la cabeza
con un casco de cobre que desprendía un rembrandesco esplendor.
—¡Quítese eso, quítese eso! —gritó M. Godard, y alguien, de un sonoro
golpe, derribó el casco de la cabeza del gamberro.
—No nos quedemos aquí —dijo M. Godard, tirándome de la manga, y
entramos en la Sección de Escultura Antigua.
Me extravié por un momento entre unas enormes piernas de mármol y
tuve que dar vueltas en torno a una rodilla de gigante antes de volver a
descubrir a M. Godard, que me estaba buscando tras el blanco tobillo de una
gigante vecina. En ese instante, una persona tocada con un sombrero hongo,
que debía de haber trepado a la estatua, se precipitó súbitamente al suelo de
piedra desde una gran altura. Uno de sus compañeros quiso ayudarle a
incorporarse, pero los dos estaban borrachos, y M. Godard, agitando la mano
como para quitarles importancia prosiguió rápidamente hacia la próxima sala,
radiante de tejidos orientales; tres perros correteaban sobre las azules
alfombras, y un arco y un carcaj reposaban sobre una piel de tigre.
Sin embargo, curiosamente, el espacio y la diversidad me produjeron tan
sólo una impresión de ahogo y vaguedad y, tal vez porque seguían afluyendo
nuevos visitantes, o bien porque estaba impaciente por salir de ese museo que
se iba prolongando innecesariamente y por concluir mis negociaciones
comerciales con M. Godard en calma y libertad, el caso es que comencé a
experimentar una vaga sensación de alarma. Entretanto, nos habíamos
trasladado todavía a otra sala, la cual debía de ser realmente enorme, a juzgar
por el hecho de que albergaba el esqueleto completo de una ballena, parecido
al armazón de una fragata; más allá se divisaban aún otras salas, con el lustre
oblicuo de grandes cuadros, llenos de nubes tormentosas, entre las que
flotaban los delicados ídolos del arte religioso, con ropajes azules y rosa; y
todo ello desembocaba en una abrupta turbulencia de cortinajes indistintos, y
se encendieron candelabros, y peces con translúcidos volantes se deslizaron a
través de iluminados acuarios. Subimos corriendo una escalera y, desde la
galería superior, divisamos una masa de canosas personas con paraguas que
examinaban una gigantesca reproducción del universo.
Por fin conseguí detener un instante a mi despreocupado guía, en una
sombría pero magnífica sala dedicada a la historia de las máquinas de vapor.
—¡Basta! —grité—. Me marcho. Ya hablaremos mañana.
Ya se había esfumado. Me volví y descubrí apenas a una pulgada de
distancia, las altas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante largo rato
busqué el camino de regreso entre modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué
extraño resplandor emitían las fúnebres señales violetas tras el abanico de
mojadas vías y qué espasmos sacudían a mi pobre corazón! De pronto, todo
volvió a cambiar: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, con
numerosos despachos de oficina y gente esquiva y huidiza. Doblé una
marcada curva y me encontré rodeado de instrumentos musicales; las
paredes, verdaderos espejos, reflejaban una sucesión de grandes pianos y, en
el centro, había un estanque con un Orfeo de bronce sobre una roca verde. El
tema acuático no concluía allí, pues, al retroceder corriendo, fui a parar a la
Sección de Fuentes y Riachuelos, y se hacía difícil caminar siguiendo las
curvadas, mucilaginosas márgenes de esas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, escaleras de piedra, con charcos en
los peldaños, que me causaban una extraña sensación de temor, descendían
hacia nebulosos abismos, de los que brotaban silbidos, tintineo de platos,
traqueteo de máquinas de escribir, golpear de martillos y muchos otros
sonidos, como si allá abajo hubiera otro tipo de salas de exhibición, que ya
estuvieran cerrando o todavía por terminar. De repente me encontré sumido
en la oscuridad y empecé a tropezar sin cesar contra muebles desconocidos,
hasta que al fin divisé una luz roja y salí a una plataforma que rechinó bajo
mis pies… y, de pronto, al otro lado, descubrí un salón iluminado, amueblado
con muy buen gusto en estilo Imperio, pero ni un alma viviente, ni un alma
viviente… A esas alturas, mi terror era ya indescriptible; sin embargo, cada
vez que daba media vuelta e intentaba volver sobre mis pasos por los pasillos,
me encontraba en lugares todavía no vistos: un invernadero con hortensias y
cristales rotos, a través de los cuales se vislumbraba la penumbra de la noche
artificial; o un laboratorio abandonado con polvorientos alambiques sobre las
mesas. Finalmente, fui a parar a una especie de cuartucho, con percheros
monstruosamente cargados de abrigos negros y pieles de astracán; desde el
otro lado de una puerta, me llegó el estallido de un aplauso, pero, cuando la
abrí de golpe, no encontré ningún teatro, sino sólo una suave opacidad y una
espléndida imitación de niebla, con las manchas perfectamente convincentes
de unas farolas desdibujadas. ¡Más que convincentes! Avancé y, en el acto,
una jubilosa e inconfundible sensación de realidad vino a sustituir por fin
todos los irreales cachivaches entre los que había estado correteando sólo un
momento antes. La piedra bajo mis pies era una verdadera acera,
espolvoreada de una maravillosamente fragante nieve recién caída, sobre la
que ya habían dejado sus frescas huellas negras los escasos viandantes. Al
principio, el tranquilo y nevado frescor de la noche, sorprendentemente
familiar, me causó una agradable sensación tras mi enfebrecido peregrinaje.
Confiado, comencé a hacer conjeturas sobre el lugar exacto en que había
desembocado, y sobre el porqué de la nieve, y sobre qué eran aquellas luces
que brillaban exagerada pero indistintamente de trecho en trecho en la parda
oscuridad. Examiné y, deteniéndome, incluso toqué un guijarro redondo en la
cuneta, luego me miré la palma de la mano, llena de húmedo frío granular,
como si esperara encontrar una explicación en ella. Comprendí que iba
vestido con ropas demasiado ligeras, muy poco adecuadas, pero la clara
conciencia de haber escapado al laberinto del museo era todavía tan poderosa
que, en los primeros instantes no experimenté sorpresa ni temor.
Prosiguiendo mi despreocupada revisión, levanté la mirada hacia la casa
junto a la cual me había detenido e inmediatamente me sorprendió la visión
de unas escaleras y una barandilla de hierro que descendían entre la nieve en
dirección al sótano. Sentí una punzada en el corazón y con nueva, alarmada
curiosidad, contemplé el pavimento, su manto blanco atravesado por largas
líneas negras, el cielo pardo surcado incesantemente por una misteriosa luz y
el voluminoso parapeto que se alzaba a cierta distancia de allí. Intuía que al
otro lado había un precipicio; algo crujía y borboteaba allí abajo. Más allá, al
otro lado de la lóbrega cavidad, se extendía una cadena de borrosas luces.
Avancé un par de pasos, arrastrándome sobre la nieve con los zapatos
empapados, sin dejar de mirar la oscura casa que tenía a la derecha; en una
sola ventana brillaba una pálida bombilla bajo su pantalla verde de vidrio.
Aquí, una cancela de madera cerrada… Allá, lo que debían ser las persianas
de una tienda dormida… Y a la luz de una farola cuya forma llevaba largo
rato gritándome su imposible mensaje, distinguí el final de un rótulo «… inka
Sapog» («… ción de Calzado»). Pero no, no era la nieve la que había borrado
el «signo duro» del final. «No, no, voy a despertar dentro de un instante», me
dije en voz alta y, tembloroso, con el corazón palpitante, di media vuelta,
seguí andando, me detuve otra vez. De ningún punto en particular me llegó el
rumor de unos cascos que se alejaban, la nieve cubría como un casquete un
espolón de piedra ligeramente inclinado y presentaba una blancura
indiferenciada sobre el montón de leña al otro lado de la verja, y yo ya había
comprendido, irrevocablemente, dónde me hallaba. ¡Ay! No era la Rusia que
yo recordaba, sino la Rusia real de hoy, prohibida para mí,
desesperanzadamente esclavizada y desesperanzadamente mi propia tierra
natal. Allí estaba de pie sobre la nieve impasible, en una noche de octubre, un
semifantasma con un fino traje de corte extranjero, en algún lugar junto al
Moyka o al Canal Fontanka, o tal vez en el Obvodny, y tenía que hacer algo,
ir a alguna parte, correr: debía proteger desesperadamente mi frágil vida
ilegal. ¡Cuántas veces había experimentado en sueños una sensación similar!
Sólo que ahora era realidad. Todo era real: el aire que parecía entremezclarse
con los dispersos copos de nieve, el canal todavía deshelado, la casa flotante
de los pescadores y esa peculiar forma cuadrada de las ventanas a oscuras y
las ventanas amarillas. De la niebla salió a mi encuentro un hombre con un
gorro de piel y una cartera bajo el brazo, me miró sorprendido y se volvió
para echarme una segunda ojeada después de dejarme atrás. Esperé a que
hubiera desaparecido y entonces, con una prisa terrible, comencé a sacar todo
lo que llevaba en los bolsillos, a rasgar papeles, arrojándolos sobre la nieve y
enterrándolos con los pies. Había algunos documentos, una carta de mi
hermana desde París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos; sin
embargo, para despojarme de toda la envoltura del exilio, tendría también que
quitarme y destruir el traje, la ropa interior, los zapatos, todo, hasta quedar
idealmente desnudo; y, a pesar de que ya estaba temblando de angustia y de
frío, hice lo que pude.
Pero ya es suficiente. No contaré mi detención ni narraré mi posterior
odisea. Baste decir que necesité una paciencia y un esfuerzo increíbles para
volver al extranjero y que, desde entonces, me he abstenido de cumplir esos
encargos que nos confía la locura de los demás.
UNA CUESTIÓN DE HONOR

«Una cuestión de honor» se publicó alrededor de 1927, bajo el título de «Podlets» («El
gozque»), en el diario para emigrados Rul (Berlín) y figuró en mi primera colección
Vozvrashchenie Chorba (Slovo, Berlín, 1930). La presente traducción fue publicada en The New
Yorker, (3 de septiembre de 1966) y formó parte del Nabokov’s Quartet (Phaedra, Nueva York,
1966).
La historia presenta, en un prosaico ambiente de expatriados, una tardía variación sobre el
tema romántico cuya decadencia se inició con la magnífica novela de Chekhov Un solo combate
(1891).

El aciago día en que Anton Petrovich conoció a Berg sólo existía en


teoría, pues en aquel momento su memoria no le había puesto una etiqueta
con una fecha y ahora le resultaba imposible identificar ese día. Hablando en
términos generales, había ocurrido el invierno pasado alrededor de Navidad,
en 1926. Berg surgió de su no existencia, saludó con una inclinación de
cabeza y volvió a instalarse… esta vez en un sillón en vez de en su anterior
no existencia. Fue en casa de los Kurdyumov, que vivían en St. Mark Strasse,
en un lugar apartado, creo que en el barrio moabita de Berlín. Los
Kurdyumov seguían siendo tan pobres como se habían quedado tras la
Revolución, en tanto que Anton Petrovich y Berg, aun siendo también
expatriados, se habían enriquecido un poco desde entonces. Ahora, cuando
una docena de corbatas similares de una luminosa tonalidad de humo —como
la de una nube al atardecer, pongamos por caso— aparecían en el escaparate
de una camisería, en compañía de una docena de pañuelos exactamente del
mismo tono, Anton Petrovich compraba la elegante corbata y también el
elegante pañuelo y cada mañana, camino del banco, podía gozar del placer de
cruzarse con la misma corbata y el mismo pañuelo sobre las personas de
algunos caballeros que, a su vez, se dirigían presurosos a sus despachos. Por
algún tiempo tuvo relaciones comerciales con Berg; Berg era indispensable,
le visitaba hasta cinco veces en el mismo día, comenzó a frecuentar su casa y
sus chistes eran inagotables… ¡Cielos, cómo le gustaba contar chistes! La
primera vez que fue a verles, Tanya, la mujer de Anton Petrovich, opinó que
parecía un inglés y le encontró muy divertido. «¡Hola, Anton!», bramaba
Berg, abalanzándose sobre la mano de Anton con los dedos extendidos (como
suelen hacer los rusos), para estrechársela vigorosamente después. Berg era
ancho de hombros, bien plantado, bien rasurado, y gustaba de compararse
con un ángel atlético. En cierta ocasión le mostró a Anton Petrovich una
pequeña y vieja libretita negra. Todas las páginas estaban cubiertas de cruces,
con un total de exactamente quinientas veintitrés. «La guerra civil en
Crimea…, es un recuerdo» dijo Berg con una tenue sonrisa, y añadió
fríamente: «Naturalmente, sólo contabilizaba a los rojos que mataba en el
acto». El hecho de que Berg fuera un excombatiente de caballería y que
hubiera luchado bajo el mando del general Denikin despertaba la envidia de
Anton Petrovich, y éste detestaba que Berg hablase delante de Tanya de
expediciones de reconocimiento y ataques a medianoche. Por su parte, Anton
Petrovich era pernicorto, más bien grueso y usaba un monóculo que, en sus
momentos libres, cuando no estaba incrustado en su órbita, se balanceaba
suspendido de una estrecha cinta negra; y, cuando Anton Petrovich se
arrellanaba en una tumbona, el monóculo relucía como un absurdo ojo sobre
su vientre. Un furúnculo extirpado dos años atrás había dejado una cicatriz en
su mejilla izquierda. Esta cicatriz, al igual que su hirsuto bigote ralo y su
gruesa nariz rusa, palpitaban muy tensos cuando Anton Petrovich volvía a
incrustarse el monóculo. «Deja de poner caras raras —decía Berg—, no
conseguirás encontrar otra más fea».
Un tenue vapor flotaba sobre el té de sus vasos; un pastelillo de chocolate
medio aplastado sobre una bandeja dejaba escapar su cremoso relleno; Tanya,
con los codos desnudos sobre la mesa y la barbilla apoyada sobre los dedos
entrelazados, alzaba los ojos hacia la columna de humo que brotaba de su
cigarrillo, y Berg intentaba convencerla de que debería llevar el pelo corto,
que todas las mujeres lo habían llevado así desde tiempo inmemorial, que la
Venus de Milo tenía el cabello corto, mientras Anton Petrovich se oponía
acalorada y circunstanciadamente y Tanya se limitaba a encogerse de
hombros, sacudiendo la ceniza del cigarrillo con un golpecito de la uña.
Y de repente todo terminó. Un miércoles de finales de julio Anton
Petrovich se fue a Kassel por asuntos de negocios y, desde allí, envió un
telegrama a su esposa anunciándole que regresaría el viernes. El viernes
comprobó que debería quedarse al menos otra semana y envió otro telegrama.
Pero, al día siguiente, se rompió el trato y Anton Petrovich, sin tomarse la
molestia de enviar un tercer telegrama emprendió el regreso a Berlín. Llegó
alrededor de las diez, cansado y decepcionado de su viaje. Desde la calle, vio
las ventanas del dormitorio de su apartamento completamente iluminadas,
comunicándole la tranquilizadora noticia de que su mujer estaba en casa.
Subió hasta el quinto piso; tres vueltas de la llave le permitieron abrir la
puerta tres veces cerrada, y entró. Al cruzar el vestíbulo, oyó el ruido
uniforme del agua que corría en el cuarto de baño. «Húmeda y sonrosada»,
pensó Anton Petrovich con cariñosa expectación, y prosiguió con su maleta
rumbo al dormitorio. Y allí estaba Berg, anudándose la corbata, de pie frente
al espejo del armario.
Anton Petrovich depositó mecánicamente su pequeña maleta en el suelo,
sin apartar los ojos de Berg, quien levantó el rostro impasible, dobló hacia
atrás un colorido extremo de la corbata y lo pasó a través del nudo.
—Sobre todo, no te excites —dijo Berg, mientras se apretaba
cuidadosamente el nudo—. No te excites, por favor. Mantén la calma.
«Tengo que hacer algo», pensó Anton Petrovich, pero ¿qué? Sentía un
temblor en las piernas, una ausencia de piernas…, sólo ese frío, ese doloroso
temblor. Hacer algo, pronto… Comenzó a arrancarse el guante de una mano.
Era un guante nuevo y le quedaba muy ajustado. Anton Petrovich empezó a
agitar la cabeza y a musitar en tono mecánico:
—Vete inmediatamente. ¡Es horrible! ¡Vete…!
—Ya me voy, ya me voy, Anton —dijo Berg y encogió los anchos
hombros, mientras se enfundaba despreocupadamente la chaqueta.
«Si le pego, él me pegará también», pensó Anton Petrovich como en un
relámpago. Se quitó el guante con un último tirón y se lo arrojó
desmañadamente a Berg. El guante fue a dar contra la pared y cayó en el jarro
del lavabo.
—Buena puntería —dijo Berg.
Cogió su sombrero y su bastón y pasó junto a Anton Petrovich camino de
la puerta.
—De todos modos, tendrás que acompañarme —dijo—. La puerta del
portal está cerrada con llave.
Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, Anton Petrovich le siguió hasta
la puerta. Cuando comenzaban a bajar las escaleras, Berg, que iba delante, se
echó a reír bruscamente.
—Lo siento —dijo sin volver la cabeza—, pero es tan gracioso… que lo
echen a uno con tantas complicaciones.
En el rellano siguiente volvió a reír ahogadamente y aceleró el paso.
Anton Petrovich se dio prisa a su vez. Aquella tremenda precipitación
resultaba indecorosa… Berg le obligaba deliberadamente a bajar a saltos y
trompicones. ¡Qué tortura…! El tercer piso…, el segundo… ¿Cuándo se
acabarían aquellas escaleras? Berg recorrió a toda prisa los peldaños que le
faltaban y se detuvo a esperar a Anton Petrovich, golpeando levemente con el
bastón en el suelo. Anton Petrovich estaba sin resuello y le costó introducir la
saltarina llave en la temblorosa cerradura. Por fin ésta se abrió.
—Procura no odiarme —dijo Berg desde la acera—. Ponte en mi lugar…
Anton Petrovich cerró de un portazo. Desde el principio había sentido la
creciente necesidad de golpear una puerta, la que fuese. El estruendo le hizo
zumbar los oídos. Sólo entonces, mientras subía las escaleras, advirtió que
tenía el rostro mojado de lágrimas. Al cruzar el vestíbulo, volvió a oír el
ruido del agua que corría. Esperando confiadamente que la temperatura
pasara de tibia a caliente. Pero ahora, por encima de ese ruido, distinguió
también la voz de Tanya. Estaba cantando en voz alta en el cuarto de baño.
Con una extraña sensación de alivio, Anton Petrovich regresó al
dormitorio. Entonces observó lo que no había advertido antes: que las dos
camas estaban desordenadas y que sobre la de su mujer había quedado tirado
un camisón rosa. Su traje de noche nuevo y un par de medias de seda estaban
desplegados sobre el sofá; a todas luces, se estaba arreglando para salir a
bailar con Berg. Anton Petrovich sacó su costosa pluma estilográfica del
bolsillo superior de la chaqueta. No puedo soportar la idea de verte. No sé si
podré controlarme si te veo. Escribió allí de pie, incómodamente doblado
sobre el tocador. Una gran lágrima le empañó el monóculo…, las letras se
disolvieron… Vete, por favor. Te dejo algún dinero. Hablaré con Natasha
mañana. Puedes pasar esta noche en su casa o en un hotel…, pero, por favor,
no te quedes aquí. Terminó de escribir y colocó el papel en el espejo, en un
lugar donde ella lo vería con toda seguridad. Junto a la nota dejó un billete de
cien marcos. Y, al cruzar el vestíbulo, volvió a oír a su mujer cantando en el
cuarto de baño. Tenía una voz como de gitana, una voz embrujadora…,
felicidad, una noche de verano, una guitarra…, aquella noche cantó sentada
sobre un almohadón en el suelo, y sus ojos risueños se entrecerraban al
cantar… Él acababa de declarársele…, sí, felicidad, una noche de verano, una
mariposa nocturna golpeándose contra el techo, «te entrego mi alma, te amo
con infinita pasión…». «¡Qué horror! ¡Qué horror!», no cesaba de repetirse
mientras bajaba a la calle. Hacía una noche muy cálida, con un enjambre de
estrellas. Era indiferente el rumbo que siguiera. Probablemente en ese
momento ella ya habría salido del cuarto de baño y habría encontrado la nota.
Anton Petrovich se estremeció al recordar el guante. Un guante recién
estrenado flotando en un jarro lleno a rebosar. La visión de ese malhadado
objeto pardo le arrancó un grito que sobresaltó a un viandante. Divisó las
oscuras siluetas de unos enormes álamos en torno a una plaza y se dijo:
«Mityushin vive por aquí». Anton Petrovich le telefoneó desde un bar, que
apareció ante sus ojos como en un sueño y luego volvió a perderse en la
distancia como la luz trasera de un tren. Mityushin le hizo pasar, pero estaba
borracho y al principio no paró mientes en la lívida cara de Anton Petrovich.
En el pequeño cuarto mal iluminado estaba sentada una persona a la que
Anton Petrovich no conocía, y una dama de cabellos negros vestida de rojo,
acostada sobre el sofá, de espaldas a la mesa y en apariencia dormida. Sobre
la mesa relucían varias botellas. Anton Petrovich había llegado en plena
celebración de un cumpleaños, aunque jamás pudo averiguar si el agasajado
era Mityushin, la bella durmiente o el hombre desconocido (que resultó ser
un alemán rusificado que portaba el extraño apellido de Gnushke).
Mityushin, con la cara encendida le presentó a Gnushke y, señalando con la
cabeza la generosa espalda de la dama dormida dijo en tono casual:
—Adelaida Albertovna, quiero presentarle a un gran amigo mío.
La dama no se movió; sin embargo, Mityushin no manifestó la menor
sorpresa, como si en ningún momento hubiera esperado que se despertara.
Todo resultaba un poco extraño y como de pesadilla: la botella de vodka
vacía con una rosa en el cuello, el tablero de ajedrez sobre el que se
desarrollaba una confusa partida, la mujer dormida, el ebrio pero muy
reposado Gnushke…
—Toma un trago —dijo Mityushin, y súbitamente arqueó las cejas—.
¿Qué te pasa, Anton Petrovich? Tienes muy mal aspecto.
—Sí, desde luego, debe usted tomar un trago —reiteró Gnushke con necia
diligencia; era un hombre de cara muy larga con un cuello muy alto, que
recordaba un perro basset.
Anton Petrovich se tragó media copa de vodka y se sentó.
—Ahora cuéntanos qué te ha pasado —dijo Mityushin—. No te
preocupes por Henry… Es el hombre más honrado del mundo. Me toca a mí,
Henry, y te advierto que si después de esto me comes el alfil, te daré mate en
tres jugadas. Bueno, desembucha, Anton Petrovich.
—Ya lo veremos —dijo Gnushke, exhibiendo un gran puño almidonado
al alargar el brazo—. Te has olvidado del peón h5.
—¡H5. Y un cuerno! —contestó Mityushin—. Anton Petrovich va a
contarnos lo que le ha pasado.
Anton Petrovich bebió otro trago de vodka y la habitación comenzó a
darle vueltas. El tablero de ajedrez se deslizó, y casi pareció chocar con las
botellas; las botellas y con ellas la mesa, se lanzaron sobre el sofá; el sofá con
la misteriosa Adelaida Albertovna salió despedido rumbo a la ventana e
incluso la ventana comenzó a moverse. Ese endiablado movimiento estaba en
cierto modo relacionado con Berg, y era preciso detenerlo…, detenerlo sin
demora, aplastarlo, desgarrarlo, destruirlo…
—Quiero que seas mi padrino —comenzó a decir Anton Petrovich, y tuvo
la vaga sensación de que la frase sonaba extrañamente truncada, pero no supo
corregir esa imperfección.
—¿Padrino de qué? —dijo Mityushin distraído, con la preocupada mirada
fija en el tablero, sobre el que se desplegaban los movedizos dedos de
Gnushke.
—No, escúchame —exclamó Anton Petrovich con voz angustiada—.
¡Escúchame! No bebamos más. Se trata de algo serio, muy serio.
Mityushin clavó en él sus chispeantes ojos azules.
—Se suspende la partida, Henry —dijo, sin mirar a Gnushke—. La cosa
parece grave.
—Tengo la intención de batirme en duelo —murmuró Anton Petrovich,
intentando retener por mera fuerza óptica la mesa que continuaba alejándose
—. Quiero matar a cierta persona. Se llama Berg…, tal vez le hayas conocido
en mi casa. Preferiría no explicar los motivos…
—Al padrino puedes decírselo todo —dijo afectadamente Mityushin.
—Perdonen que me entrometa —intervino de pronto Gnushke, alzando el
dedo índice—. Recuerden el precepto: «¡No matarás!».
—El hombre se llama Berg —dijo Anton Petrovich—. Creo que le
conocen. Y necesito dos padrinos.
Ahora podía pasarse por alto la ambigüedad.
—Un duelo… —dijo Gnushke.
Mityushin le dio un leve codazo.
—No interrumpas, Henry.
—Y eso es todo —concluyó en un susurro Anton Petrovich y, bajando la
vista, jugueteó débilmente con la cinta de su absolutamente inútil monóculo.
Silencio. La dama roncaba plácidamente en el sofá. Por la calle pasó un
coche tocando la bocina.
—Estoy borracho, y Henry está borracho —musitó Mityushin—, pero,
según parece, lo ocurrido es muy grave. —Se mordisqueó los nudillos y miró
a Gnushke—. ¿Tú qué opinas, Henry?
Gnushke suspiró.
—Mañana, vais a verle los dos —dijo Anton Petrovich—. Que escoja el
lugar y todo lo demás. No me dejó su tarjeta. Las reglas dicen que debía
haberme dejado su tarjeta. Le arrojé el guante.
—Actúa usted como un hombre noble y valeroso —dijo Gnushke, cada
vez más animado—. Por una extraña coincidencia, estoy algo familiarizado
con estas cuestiones. Un primo mío también murió en un duelo.
—¿Por qué «también»? —inquirió angustiado Anton Petrovich—. ¿Será
un presagio?
Mityushin bebió un sorbo de su copa y dijo despreocupadamente:
—Como amigo, no puedo negarme. Iremos a ver al señor Berg mañana
por la mañana.
—Por lo que respecta a las leyes alemanas —dijo Gnushke—, le
encerrarán varios años en la cárcel si lo mata; en cambio, si quien muere es
usted, no le molestarán a usted para nada.
—Ya he tenido en cuenta todo eso —declaró solemnemente Anton
Petrovich.
En ese momento, hizo de nuevo su aparición el hermoso y costoso
adminículo, la reluciente estilográfica negra con su delicada plumilla de oro,
que en momentos normales se deslizaba sobre el papel como un varita de
terciopelo; ahora, sin embargo, a Anton Petrovich le temblaba la mano, la
mesa se tambaleaba como la cubierta de un barco sacudido por la tormenta…
Sobre una hoja de papel de barba que le ofreció Mityushin, Anton Petrovich
redactó un escrito de desafío a Berg, en el cual le llamaba canalla tres veces y
que remataba con la derrengada frase: «Uno de los dos ha de morir».
Hecho esto, se echó a llorar, y Gnushke, chasqueando la lengua, secó la
cara del pobre tipo con un gran pañuelo a cuadros rojos, mientras Mityushin
no cesaba de señalar el tablero de ajedrez e iba repitiendo pomposamente:
—Le rematas como a este rey… Mate en tres jugadas y nada de
preguntas.
Anton Petrovich sollozaba e intentaba apartar las amigables manos de
Gnushke, repitiendo como una cantinela infantil:
—La quería tanto, ¡tanto!
Y un nuevo y triste día comenzaba a amanecer.
—Entonces quedamos en que a las nueve estaréis en su casa —dijo Anton
Petrovich, levantándose de un salto de la silla.
—A las nueve estaremos en su casa —replicó Gnushke como un eco.
—Podremos dormir aún cinco horas —dijo Mityushin.
Anton Petrovich alisó su sombrero y le dio forma (había estado sentado
encima de él todo el rato), le estrechó la mano a Mityushin, la retuvo un
momento entre las suyas, la levantó y la apretó contra su mejilla.
—Vamos, vamos, no debes hacer eso —masculló Mityushin y, como
antes, se dirigió a la dama dormida—. Nuestro amigo se marcha, Adelaida
Albertovna.
Esta vez ella se movió, se despertó sobresaltada y se volvió pesadamente.
Tenía el rostro hinchado y surcado por el sueño, con los rasgados ojos
excesivamente maquillados.
—Será mejor que dejéis de beber —dijo sin inmutarse, y se volvió otra
vez de cara a la pared.
En la esquina, Anton Petrovich encontró un taxi adormilado, que le
transportó a fantasmagórica velocidad entre las basuras de la ciudad gris
azulada y luego volvió a caer dormido frente a su casa. En el vestíbulo se
topó con Elspeth, la criada, la cual abrió la boca y se le quedó mirando con
ojos de pocos amigos, como si quisiera decir algo; pero lo pensó mejor y se
alejó por el pasillo arrastrando las chancletas.
—Espere —dijo Anton Petrovich—. ¿Se ha ido mi esposa?
—Es una vergüenza —dijo con gran énfasis la criada—. Esta es una casa
de locos. Acarreando baúles en plena noche, revolviéndolo todo…
—Le he preguntado si se ha ido mi mujer —gritó Anton Petrovich con
voz chillona.
—Se ha ido —respondió Elspeth de mala gana.
Anton Petrovich entró en el salón. Decidió dormir allí. El dormitorio
quedaba descartado, naturalmente. Encendió la luz, se acostó en el sofá y se
tapó con el abrigo. Algo le molestaba en la muñeca izquierda. Ah, claro, el
reloj. Se lo quitó y le dio cuerda, al mismo tiempo que pensaba: «Es
extraordinario cómo conserva este hombre su compostura… Ni siquiera se le
ha olvidado darle cuerda al reloj». Y, como todavía estaba borracho, enormes
olas rítmicas comenzaron a mecerle de inmediato, arriba y abajo, arriba y
abajo, hasta que empezó a sentir un fuerte mareo. Se incorporó… el gran
cenicero de cobre… rápido… Sus tripas se agitaron de tal modo que un fuerte
dolor le contrajo el vientre… y todo cayó fuera del cenicero. Se quedó
dormido en el acto. Un pie con un zapato negro y un botín gris quedó
colgando fuera del sofá, y la luz (de la cual se había olvidado por completo,
dejándola encendida) prestaba un pálido resplandor a su frente sudorosa.

2
Mityushin era un borracho y un camorrista. Era capaz de lanzarse a
cualquier cosa a la menor provocación. Un verdadero temerario. Uno también
recuerda haber oído hablar de cierto amigo suyo que, para molestar a
Correos, solía tirar cerillas encendidas en los buzones. Su apodo era Gnut.
Incluso es posible que fuera Gnushke. En realidad, la única intención de
Anton Petrovich era pasar la noche en casa de Mityushin. Y de pronto, sin
motivo alguno, habían comenzado a hablar de duelos… ¡Oh, desde luego!
Berg tenía que morir; sólo que primero debía de haber examinado
detenidamente la cuestión y, llegado el momento de escoger padrinos, éstos
debían haber sido en todo caso unos caballeros. Tal como habían ido las
cosas, todo el asunto había tomado un absurdo, un indecoroso derrotero…,
empezando por el guante y acabando con el cenicero. Claro que ahora ya no
había remedio… Tendría que apurar su copa…
Palpó bajo el sofá, adonde había rodado su reloj. Las once. Mityushin y
Gnushke ya han ido a ver a Berg. De pronto, un agradable pensamiento se
abrió paso velozmente entré los demás, los empujó a un lado y se esfumó.
¿Qué había sido? ¡Ah, si! Ellos estaban borrachos anoche, y él también
estaba borracho. Sin duda se quedaron dormidos hasta tarde; luego
recuperaron el buen juicio y pensaron que él no había dicho más que
bobadas; pero el agradable pensamiento se alejó como un destello y
desapareció. Eso no cambiaba nada… La cosa estaba en marcha y tendría que
repetirles lo que les había dicho la noche anterior. No obstante, era raro que
no hubieran aparecido todavía. Un duelo. ¡Qué palabra más impresionante,
«duelo»! Voy a tener un duelo. Un hostil enfrentamiento. Un combate cara a
cara. Un duelo. «Duelo» suena mejor. Se levantó y observó que tenía los
pantalones terriblemente arrugados. El cenicero había desaparecido. Elspeth
debía de haber entrado mientras él dormía. ¡Qué bochorno! Tenía que ir a
inspeccionar cómo había quedado el dormitorio. Olvidar a su esposa. Ya no
existía. Nunca había existido. Todo aquello había concluido. Anton Petrovich
inspiró profundamente y abrió la puerta del dormitorio. Encontró a la criada
embutiendo un periódico arrugado en la papelera.
—Tráigame un poco de café, por favor —dijo, y se acercó al tocador—.
Encima encontró un sobre. Su nombre; la letra de Tanya. Al lado, en
desorden, yacían su cepillo, su peine, su brocha de afeitar y un feo y tieso
guante. Anton Petrovich abrió el sobre. Los cien marcos y nada más. Volvió
el billete de todos lados, sin saber qué hacer con él.
—Elspeth…
La criada se le acercó, mirándole con recelo.
—Tenga, tome esto. Por las molestias de anoche y por las otras cosas
desagradables… Vamos, cójalo.
—¿Cien marcos? —preguntó en un murmullo la criada y, luego, se puso
súbitamente encarnada. Sabe Dios lo que le pasaría por la cabeza; el caso es
que golpeó la papelera contra el suelo y gritó—: ¡No! No puede sobornarme,
soy una mujer honrada. Espere y verá, le diré a todo el mundo que ha
intentado sobornarme. ¡No! Esta es una casa de locos… —Y salió dando un
portazo.
—¿Pero qué le habrá pasado? Señor, ¿qué le habrá pasado? —musitó
confundido Anton Petrovich y, asomándose rápidamente a la puerta, gritó a la
espalda de la muchacha—: ¡Váyase inmediatamente, fuera de esta casa!
«Es la tercera persona que echo a la calle —pensó, temblando de pies a
cabeza—. Y ahora no tengo a nadie que me traiga el café».
Dedicó un largo rato a lavarse y mudarse de ropa y luego se sentó en el
café, al otro lado de la calle, levantando la vista de vez en cuando para
comprobar si venían Mityushin y Gnushke. Tenía montones de cosas que
hacer en la ciudad, pero no estaba para negocios. Un duelo. ¡Encantadora
palabra!
Por la tarde se presentó Natasha, la hermana de Tanya. Estaba tan agitada
que casi no podía hablar. Anton Petrovich se paseó arriba y abajo, dando
palmaditas sobre los muebles. Tanya había llegado al apartamento de su
hermana a media noche en un estado terrible, un estado simplemente
imposible de imaginar. De pronto, Anton Petrovich se sintió incómodo al
tutear a Natasha. A fin de cuentas, ya no estaba casado con su hermana.
—Le pasaré una cierta cantidad al mes bajo ciertas condiciones —dijo,
procurando no dejar traslucir el timbre cada vez más histérico de su voz.
—El dinero es lo de menos —respondió Natasha, sentándose frente a él y
balanceando una pierna enfundada en una brillante media—. La cuestión es
que esto es un embrollo absolutamente espantoso.
—Gracias por venir —dijo Anton Petrovich— ya charlaremos otro día;
en este momento estoy muy ocupado. —Cuando ya la acompañaba a la
puerta, comentó de modo casual (al menos esperaba que su tono sonara
casual)—: Le he retado a duelo.
A Natasha le temblaron los labios; le besó rápidamente en la mejilla y se
marchó. ¡Qué raro que no comenzara a implorarle que no se batiera! Según
todas las reglas, debería haberle implorado que no se batiera. En nuestros
tiempos nadie se bate en duelo. Usa el mismo perfume que… ¿Qué quién?
No, no, nunca había estado casado.
Un poco más tarde, alrededor de las siete, llegaron Mityushin y Gnushke.
Traían mala cara. Gnushke saludó con una reservada inclinación de cabeza y
le alargó un sobre comercial cerrado. Anton Petrovich lo abrió. Empezaba
así: «He recibido su extremadamente estúpido y extremadamente grosero
mensaje…». A Anton Petrovich se le cayó el monóculo; volvió a colocárselo.
«Lo siento mucho por usted, pero, puesto que adopta esa actitud, no me
queda más remedio que aceptar su desafío. Sus padrinos son espantosos.
Berg».
A Anton Petrovich se le secó desagradablemente la garganta y volvió a
experimentar el ridículo temblor de piernas.
—Sentaos, sentaos —dijo, y él fue el primero en hacerlo. Gnushke se
hundió en un sillón, recuperó la compostura y se sentó en el borde del mismo.
—Es un personaje sumamente insolente —declaró con convicción
Mityushin—. Imagínate… Se ha pasado riendo todo el rato, tanto que he
estado a punto de darle un puñetazo en los dientes.
Gnushke carraspeó y dijo:
—Sólo puedo aconsejarle una cosa: apunte con cuidado, porque él hará lo
mismo.
Ante los ojos de Anton Petrovich fulguró fugazmente la página de una
libreta cubierta de cruces: el plano de un cementerio.
—Es un tipo peligroso —continuó Gnushke, recostándose en su sillón,
hundiéndose de nuevo e incorporándose con dificultad.
—¿Quién da el parte, Henry, tú o yo? —preguntó Mityushin mascando un
cigarrillo y accionando el encendedor con el pulgar.
—Será mejor que lo hagas tú —respondió Gnushke.
—Hemos tenido un día muy agitado —comenzó a decir Mityushin, con
los ojos celestes muy abiertos fijos en Anton Petrovich. A las ocho y media
exactamente, Henry, que todavía estaba borracho como una cuba, y yo…
—Protesto —dijo Gnushke.
—… fuimos a ver al señor Berg. Estaba tomando el café. En seguida le
entregamos tu notita. Y la leyó. ¿Y qué hizo Henry? Pues sí, se echó a reír.
Esperamos a que acabaran sus carcajadas y Henry le preguntó cuáles eran sus
planes.
—No, no cuáles eran sus planes, sino cómo pensaba reaccionar —le
corrigió Gnushke.
—… reaccionar. A lo cual el señor Berg respondió que estaba dispuesto a
batirse y que escogía la pistola. Hemos fijado todas las condiciones: los
combatientes se situarán uno frente a otro a veinte pasos de distancia. Se
disparará obedeciendo a una orden de mando. Si ninguno muere a resultas de
los primeros disparos, se proseguirá el duelo. Y así indefinidamente. ¿Algo
más Henry?
—Si es imposible conseguir verdaderas pistolas de duelo, se usarán
automáticas Browning —dijo Gnushke.
—Automáticas Browning. Una vez establecido todo esto, le preguntamos
al señor Berg cómo podíamos ponernos en contacto con sus padrinos. Se
dirigió al teléfono. Luego escribió la carta que tienes delante. Por cierto, se
pasó todo el rato bromeando. Después, fuimos a un café donde nos esperaban
sus dos compinches. Gnushke llevaba un clavel en el ojal. Tenían que
identificarnos por ese clavel. Se presentaron y, bueno, para abreviar, todo está
arreglado. Se llaman Marx y Engels.
—No es exactamente así —intervino Gnushke—. Son Markov y el
coronel Arkhangelski.
—Tanto da —dijo Mityushin y continuó—: Ahora viene la parte épica.
Nos dirigimos junto con esos muchachos a las afueras de la ciudad en busca
de un lugar adecuado. Ya conoces Weissdorf, justo después de Wannsee. Ahí
será. Dimos un paseo por los bosques hasta un claro donde, según nos dijeron
los chicos celebraron una pequeña merendola con sus amiguitas el otro día.
Es un claro pequeño y está totalmente rodeado de bosques. En resumen, el
lugar ideal. Aunque, desde luego, sin el grandioso decorado de montañas del
caso fatal de Lermontov. Mira cómo han quedado mis botas…, todas blancas
de polvo.
—Las mías también —dijo Gnushke—. Debo decir que ha sido un viaje
muy fatigoso.
Siguió una pausa.
—Hoy hace calor —dijo Mityushin—. Todavía más que ayer.
—Bastante más —asintió Gnushke.
Mityushin se dedicó a aplastar el cigarrillo en el cenicero con exagerada
minuciosidad. Silencio. A Anton Petrovich le latía el corazón en la garganta.
Intentó tragárselo, pero se puso a latir con más fuerza. ¿Cuándo se celebraría
el duelo? ¿Mañana? ¿Por qué no se lo habían dicho? ¿Tal vez pasado
mañana? Sería preferible pasado mañana…
Mityushin y Gnushke se miraron y se pusieron en pie.
—Pasaremos a recogerte mañana a las seis y media —dijo Mityushin—.
No vale la pena salir antes. De todos modos, por allí no pasa una maldita
persona.
Anton Petrovich se levantó a su vez. ¿Qué debía hacer? ¿Darles las
gracias?
—Bueno, gracias, caballeros… Gracias, caballeros… De manera que todo
está arreglado. De acuerdo, pues.
Los otros saludaron con una inclinación de cabeza.
—Todavía tenemos que buscar un médico y las pistolas —dijo Gnushke.
En el recibidor, Anton Petrovich cogió a Mityushin por el codo y
murmuró:
—¿Sabes una cosa? Es terriblemente absurdo, pero, verás, puede decirse
que no sé disparar… Bueno, sé cómo hacerlo, pero nunca he practicado…
—¡Hum! —respondió Mityushin—, es una lástima. Si hoy no fuera
domingo, habrías podido tomar un par de lecciones. Realmente no estás de
suerte.
—El coronel Arkhangelski da clases particulares de tiro —intervino
Gnushke.
—Sí —dijo Mityushin—. ¿Te crees muy listo, verdad? Pero ¿qué le
vamos a hacer, Anton Petrovich? De todos modos… la suerte suele
acompañar a los principiantes. Encomiéndate a Dios y aprieta el gatillo.
Se marcharon. Comenzaba a anochecer. Nadie había bajado las persianas.
Debía de quedar un poco de pan y queso en la despensa. Las habitaciones
estaban desiertas y calladas, como si antes todos los muebles hubieran
respirado y circulado de un lado a otro y ahora hubieran muerto. Un feroz
dentista de cartón inclinado sobre un aterrorizado paciente también de
cartón… Los había visto no hacia mucho, una noche azul, verde, violeta,
color rubí, surcada de fuegos artificiales, en el Parque de Atracciones. Berg
pasó un buen rato afinando su puntería, el rifle de aire comprimido hizo pop,
el perdigón dio en el blanco, soltó un muelle, y el dentista de cartón arrancó
un enorme diente con una raíz cuádruple. Tanya aplaudió, Anton Petrovich
sonrió, Berg volvió a disparar y los discos de cartón rechinaron al girar, los
chismes de arcilla se rompieron uno tras otro y la pelota de ping-pong que
bailoteaba sobre un fino chorro de agua desapareció. ¡Horrible…! Y, lo más
espantoso de todo era que Tanya había comentado en son de broma: «No
debe de ser muy divertido batirse en duelo contigo». Veinte pasos. Anton
Petrovich recorrió la distancia entre la puerta y la ventana, contando los
pasos. Once. Se encajó el monóculo e intentó calcular la distancia. Dos
habitaciones como ésta. Si al menos pudiera dejar fuera de combate a Berg al
primer disparo… Pero ni siquiera sabía apuntar con el artefacto. Fallaría
irremediablemente. A ver, este cortapapeles, por ejemplo. No, mejor con el
pisapapeles. Se trata de sostenerlo así y apuntar. O así, tal vez, muy alto,
junto a la barbilla… Así parece más sencillo. Y en ese preciso instante,
mientras sostenía ante sí el pisapapeles en figura de loro, apuntándolo ora
hacia aquí, ora hacia allá, Anton Petrovich comprendió que iba a morir.
Alrededor de las diez decidió acostarse. El dormitorio, sin embargo, era
tabú. Con gran esfuerzo, logró encontrar en el armario un juego de ropa de
cama limpio, metió la almohada en la funda y extendió una sábana sobre el
sofá de cuero del salón. Mientras se desnudaba, pensó: «Me estoy acostando
por última vez en mi vida». «¡Bobadas!», protestó con un débil grito una
pequeña partícula del alma de Anton Petrovich, la misma partícula que le
había empujado a arrojar el guante, a dar un portazo y a llamar canalla a
Berg. «¡Bobadas!», exclamó Anton Petrovich con un hilo de voz, y en el acto
se dijo que no debía de hablar así. Si pienso que no va a ocurrirme nada, me
sucederá lo peor. En la vida, todo sale siempre al revés. Querría leer algo por
última vez antes de acostarse.
«Ya empiezo de nuevo», gimoteó para sus adentros. «¿Por qué por última
vez? Estoy destrozado. Tengo que controlarme. Si al menos tuviera algún
indicio de lo que puede pasar… ¿Las cartas?».
Encontró una baraja allí cerca sobre una consola y cogió la carta de
encima, un tres de diamantes. ¿Qué significa el tres de diamantes en
quiromancia? Ni idea. Luego fue sacando, por este orden, la reina de
diamantes, el ocho de tréboles, el as de picas. ¡Ah! Mal presagio. El as de
picas… creo que significa muerte. Lo cierto es que todo esto son tonterías,
supercherías… Medianoche. Las doce y cinco. Mañana ya es hoy. Hoy voy a
batirme en duelo.
En vano intentó tranquilizarse. Seguían ocurriéndole cosas extrañas: el
libro que tenía entre las manos, una novela de un autor alemán, se titulaba La
montaña mágica, y montaña, en alemán, es «Berg»; decidió que si contaba
hasta tres y al decir «tres» pasaba un tranvía, sería señal de que iba a morir, y
un tranvía tuvo la buena ocurrencia de pasar en aquel momento. Y entonces
Anton Petrovich hizo lo peor que podría hacer un hombre en sus
circunstancias: decidió reflexionar sobre el verdadero significado de la
muerte. Cuando llevaba más o menos un minuto pensando de esta guisa, todo
perdió su sentido. Le costaba trabajo respirar. Se levantó, se paseó por la
habitación y se asomó por la ventana a contemplar el puro y terrible cielo
nocturno. «Tengo que redactar mi testamento», pensó Anton Petrovich. Pero
hacer testamento era jugar con fuego, como quien dice; era como
inspeccionar el contenido de la propia urna en el columbario. «Será mejor
que duerma un poco», exclamó en voz alta. Pero, en cuanto hubo cerrado los
párpados, se le apareció el rostro burlón de Berg, que le guiñaba
significativamente un ojo. Volvió a encender la luz, intentó leer, fumar,
aunque no solía hacerlo. Recuerdos triviales se deslizaban por su memoria —
una pistola de juguete, un sendero en el parque, cosas así— y de inmediato
interrumpía el curso de estos pensamientos, diciéndose que todos los que
están a punto de morir recuerdan cosas intrascendentes. Luego le aterrorizó el
fenómeno contrario: Se dio cuenta de que no había pensado en Tanya, que
una extraña droga lo había embotado haciéndole insensible a su ausencia.
«Era mi vida y se ha ido, pensó, inconscientemente ya me he despedido de la
vida, y todo me es ya indiferente, puesto que voy a morir…». Entretanto,
había comenzado a disiparse la noche.
Alrededor de las cuatro, se arrastró hasta el comedor y bebió un vaso de
agua mineral. Su pijama a rayas y sus finos y escasos cabellos se reflejaron al
pasar en un espejo próximo. «Voy a parecer una sombra de mí mismo —
pensó—. Pero ¿cómo dormir? ¿Cómo?».
Se envolvió en una bata, pues advirtió que le castañeteaban los dientes, y
se sentó en un sillón en medio de la habitación en penumbra que poco a poco
iba afirmando su presencia. ¿Cómo se desarrollará todo? Debo vestirme
sobriamente, pero con elegancia. ¿Un esmoking? No, sería una memez. Un
traje negro, entonces… y, sí, una corbata negra. El traje negro nuevo. Pero si
me hieren, en el hombro, por ejemplo… El traje quedará arruinado… La
sangre, el agujero y, además, tal vez se les ocurra cortar la manga. Bobadas,
no va a ocurrir nada de eso. Tengo que ponerme el traje negro nuevo. Y
cuando comience el duelo, me subiré el cuello de la chaqueta… Es la
costumbre, creo; para ocultar la blancura de la camisa, probablemente, o tal
vez sólo a causa de la bruma matutina. Así lo hacían en aquella película que
vi. Y debo mantenerme absolutamente impasible y dirigirme a todos con
cortesía y serenidad. Gracias, ya he disparado. Ahora le toca a usted. No
dispararé mientras no retire ese cigarrillo de su boca. Listo para continuar.
«Gracias, ya me he reído…». Es lo que suele decirse al escuchar un chiste
viejo… ¡Oh, si por lo menos pudiera uno imaginar todos los detalles!
Llegarían —él, Mityushin y Gnushke— en un coche, dejarían el coche en la
carretera, se adentrarían a pie por el bosque. Probablemente Berg y sus
padrinos ya les estarían esperando, así ocurre siempre en los libros. Ahora, un
problema: ¿hay que saludar al contrincante? ¿Qué hace Oneguin en la ópera?
Tal vez baste con levantar levemente el sombrero a distancia. Después sin
duda comenzarían a contar los metros y a cargar las pistolas. ¿Qué haría él
entre tanto? Sí, naturalmente…, apoyaría un pie sobre un tronco caído a una
cierta distancia y aguardaría con actitud despreocupada. Pero ¿y si Berg
también apoyaba el pie sobre un tronco caído? Berg era capaz de una cosa
así… Imitarme para ponerme en ridículo. ¡Sería espantoso! Otras
posibilidades eran recostarse contra un árbol o sentarse simplemente en la
hierba. Alguien (¿en un cuento de Pushkin?) comía cerezas de una bolsa de
papel. Sí, pero para eso hay que llevarse la bolsa al campo de duelo…
Resulta ridículo. Bueno, en fin, ya lo decidiría cuando llegase el momento.
Un aire digno y despreocupado. Después, ocuparemos nuestras posiciones.
Veinte pasos entre los dos. En ese momento se levantaría el cuello. Cogería la
pistola así. El coronel Angel agitaría un pañuelo o contaría hasta tres. Y, de
pronto, ocurriría algo absolutamente terrible, algo absurdo…, una cosa
imposible de imaginar, aunque pensara en ella varias noches seguidas,
aunque viviera hasta cumplir los cien en Turquía… Es bonito viajar, sentarse
en cafés… ¿Qué se siente cuando una bala le penetra a uno entre las costillas
o en la frente? ¿Dolor? ¿Náuseas? ¿O se produce simplemente un estallido y
después viene la negrura total? El tenor Sobinov se desplomó una vez con
tanto realismo que su pistola fue a caer entre la orquesta. ¿Y qué ocurriría si,
en vez de morir, recibía una espantosa herida… en un ojo o en el vientre? No,
Berg le mataría en el acto. Porque, naturalmente, sólo contabilizaba a los que
mataba en el acto. Otra cruz en la libretita negra. Imposible imaginar…
El reloj del comedor dio las cinco: ding-dawn[1]. Anton Petrovich se
incorporó con un enorme esfuerzo, tiritando y ciñéndose la bata; luego se
detuvo otra vez, perdido en sus pensamientos, y de pronto dio una patada en
el suelo, como hizo Luis XVI al oír que había llegado su hora. Su Majestad,
dirijíase al cadalso. No se podía hacer nada. Pateó el suelo con su blando y
torpe pie. La ejecución era inevitable. Apenas tendría tiempo de afeitarse,
lavarse y vestirse. Ropa interior escrupulosamente limpia y el traje negro
nuevo. Mientras introducía sus gemelos de ópalo en los puños de la camisa,
Anton Petrovich musitó que en sólo dos o tres horas la camisa estaría toda
ensangrentada. ¿Donde se produciría el orificio? Acarició el lustroso vello
que descendía por su grueso y acalorado pecho, y fue tal su miedo que se
tapó los ojos con la mano. Había algo patéticamente autónomo en la manera
en que se movían ahora todas sus entrañas: el corazón al latir, los pulmones al
hincharse, la sangre al circular, los intestinos al contraerse… y él se disponía
a llevar al matadero esa tierna, indefensa criatura interior que vivía tan a
ciegas, tan confiadamente…
¡Al matadero! Cogió su camisa favorita, desabrochó un botón y con un
bufido se sumergió de cabeza en la fría, en la blanca oscuridad de la tela.
Calcetines, corbata. Se lustró desmañadamente los zapatos con una gamuza.
Mientras buscaba un pañuelo limpio, descubrió una barra de labios.
Contempló un momento su cara horriblemente pálida en el espejo y luego se
retocó cautelosamente la mejilla con el producto carmín. Al principio, su
aspecto pareció todavía peor que antes. Se mojó el dedo y se frotó la mejilla,
lamentando no haber prestado nunca suficiente atención a la manera en que
se aplicaban el maquillaje las mujeres. Una leve tonalidad ladrillo recubrió
finalmente sus mejillas y decidió que así estaba bien. «Bueno, ya estoy», le
dijo al espejo. Al instante siguiente inició un agonizante bostezo, y el espejo
se disolvió en lágrimas. Rápidamente, perfumó su pañuelo, distribuyó los
papeles, el pañuelo, las llaves y la estilográfica en los diversos bolsillos y
anudó el cordón negro de su monóculo. Es una lástima no disponer de un
buen par de guantes. El par que tenía eran bonitos y nuevos, pero el guante
izquierdo se había quedado viudo. Una molestia inherente a los duelos. Se
sentó ante su escritorio, apoyó los codos sobre la mesa y se dispuso a esperar,
mirando ora por la ventana, ora hacia el reloj de viaje en su estuche plegable
de cuero.
Hacía una hermosa mañana. Los gorriones piaban como locos en el alto
tilo bajo la ventana. Una aterciopelada sombra azul pálido cubría la calle y,
de trecho en trecho, un tejado resplandecía con brillo argentino. Anton
Petrovich tenía frío y un irresistible dolor de cabeza. Un sorbo de brandy le
sabría a gloria. Ni una sola gota en la casa. La casa ya está abandonada; el
amo se marcha para siempre. ¡Bah, tonterías! Insistimos en que se mantenga
la serenidad. El timbre de la puerta sonará dentro de un instante. Debo
conservar una perfecta calma. El timbre va a sonar ahora mismo. Ya se
retrasan tres minutos. ¿Y si no vienen? Una mañana de verano tan
maravillosa… ¿Quién fue la última persona en Rusia que mató a otro en un
duelo? Un tal Barón Manteuffel, hace veinte años. No, no vendrán. Bien.
Esperaría otra media hora y después se acostaría… El dormitorio comenzaba
a perder el horror que le había inspirado y se hacía claramente atractivo.
Anton Petrovich abrió mucho la boca, disponiéndose a dejar escapar un buen
trozo de bostezo —sintió el crujido en los oídos, la hinchazón bajo el paladar
— y módicamente el inacabado bostezo. Anton Petrovich se dirigió al
vestíbulo, dio vuelta a la llave y Mytiushin y Gnushke se cedieron
mutuamente el paso en el umbral.
—Es hora de irnos —dijo Mityushin y le lanzó una penetrante mirada.
Lucía su habitual corbata de color almendra. Gnushke, en cambio, se había
puesto una levita vieja.
—Sí, ya estoy listo —dijo Anton Petrovich—, en seguida voy…
Les dejó de pie en el vestíbulo, corrió al dormitorio y, para ganar tiempo,
comenzó a lavarse las manos, mientras se repetía una y otra vez; «¿Qué está
pasando? ¿Dios mío, qué está pasando?». Sólo cinco minutos antes todavía le
quedaba alguna esperanza. Podía producirse un terremoto, Berg podía haber
muerto de un ataque al corazón, el destino podía haber intervenido,
suspendiendo los acontecimientos, salvándole.
—Date prisa, Anton Petrovich —le llamó Mityushin desde el recibidor.
Se secó rápidamente las manos y se reunió con los otros.
—Sí, sí, ya estoy, en marcha.
—Tendremos que coger el tren —dijo Mityushin ya en la calle—. Porque
si vamos en taxi al interior del bosque, y a estas horas podríamos despertar
sospechas y quizás al taxista se le ocurriese decírselo a la policía. Anton
Petrovich, por favor, no empieces a perder los nervios.
—¡Pero si no los pierdo…! No seas absurdo —replicó Anton Petrovich
con una desconsolada sonrisa.
Gnushke, que había guardado silencio hasta ese momento, se sonó
ruidosamente la nariz y dijo sin inmutarse:
—Nuestro adversario traerá el médico. No pudimos conseguir pistolas de
duelo. Pero nuestros colegas obtuvieron dos Brownings idénticas.
En el taxi que debía llevarles a la estación, se sentaron como sigue: Anton
Petrovich y Mityushin detrás, y Gnushke de cara a ellos en el asiento
plegable, con las piernas dobladas. Anton Petrovich sufrió un nuevo ataque
de nerviosos bostezos. Ese bostezo reivindicativo que había logrado reprimir.
Una y otra vez le acometió el espasmo saltarín, hasta que se le humedecieron
los ojos. Mityushin y Gnushke tenían un aire muy solemne, pero al mismo
tiempo parecían sumamente pagados de sí mismos.
Anton Petrovich apretó los dientes y bostezó sin abrir la boca. Luego, dijo
bruscamente:
—He dormido estupendamente, toda la noche de un tirón.
Buscó algo más que decir…
—Se ve bastante gente por las calles —dijo, y añadió—: Pese a lo
temprano de la hora.
Mityushin y Gnushke guardaban silencio. Otro ataque de bostezos. ¡Oh,
cielos…!
No tardaron en llegar a la estación. Anton Petrovich tenía la impresión de
no haberse desplazado nunca tan deprisa. Gnushke compró los billetes y,
sosteniéndolos en abanico, abrió la marcha. De pronto se volvió a mirar a
Mityushin y carraspeó de manera significativa. Berg se hallaba de pie junto al
quiosco de bebidas. Estaba extrayendo unas monedas del bolsillo de su
pantalón, hundiendo mucho la mano izquierda en su interior, mientras lo
sujetaba con la derecha, como hacen los anglosajones en los dibujos
animados. Exhibió una moneda en la palma de la mano y se la alargó a la
vendedora con unas palabras que la hicieron reír. Berg rió también.
Permaneció allí de pie, con las piernas ligeramente separadas. Vestía un traje
de franela gris.
—Demos un rodeo por detrás de ese quiosco —dijo Mityushin—. Sería
embarazoso tener que pasar justo por su lado.
Un extraño torpor invadió a Anton Petrovich. Totalmente inconsciente de
sus actos, montó en el vagón, se sentó junto a una ventanilla, se quitó el
sombrero, volvió a ponérselo. Su cerebro no empezó a funcionar hasta que el
tren arrancó con una sacudida; en ese instante, le sobrecogió la misma
sensación que nos invade en sueños cuando avanzamos a toda velocidad en
un tren que no viene de ninguna parte y que no va a ningún sitio, y de pronto
advertimos que estamos viajando en calzoncillos.
—Están en el otro vagón —dijo Mityushin, y sacó un paquete de
cigarrillos—. ¿Por qué demonios bostezas todo el rato, Anton Petrovich? Me
pone los nervios de punta.
—Siempre tengo ganas de bostezar por las mañanas —respondió
mecánicamente Anton Petrovich.
Pinos, pinos, pinos. Una pendiente arenosa. Más pinos. Una mañana tan
maravillosa…
—No puede decirse que esa levita sea un éxito Henry, —dijo Mityushin
—. Sin discusión… Te lo digo francamente, no has tenido una idea
afortunada.
—Eso es asunto mío —respondió Gnushke.
Preciosos, esos pinos. Y ahora un destello de agua. Bosques otra vez.
Cuán conmovedor el mundo, cuán frágil… Si al menos pudiera contenerme y
no volver a bostezar…, me duelen las quijadas. Si contienes el bostezo, se te
llenarán los ojos de lágrimas. Estaba sentado con el rostro vuelto hacia la
ventana, escuchando las ruedas que golpeaban al ritmo: «Abattoir…
abattoir… abattoir…»[2].
—Voy a darte un consejo —dijo Gnushke—. Dispara en seguida. Te
aconsejo que apuntes al centro del cuerpo… Si lo haces así, tendrás más
posibilidades.
—Todo es cuestión de suerte —dijo Mityushin—. Si le das, estupendo, y
si no, no te preocupes. También él fallará el tiro. Un duelo sólo empieza a ir
en serio después de los primeros disparos. Sólo entonces empieza la parte
interesante, podríamos decir.
Una estación. No estuvieron parados mucho rato. ¿Por qué le torturaban
así? Sería inconcebible morir hoy. ¿Y si me desmayo? Es preciso ser un buen
actor… ¿Qué salida me queda? ¿Qué hacer? Una mañana, tan maravillosa…
—Perdona la pregunta, Anton Petrovich —dijo Mityushin—, pero es
importante. ¿No hay nada que quieras confiarnos? Quiero decir, papeles,
documentos. ¿Una carta, tal vez, o un testamento? Es lo que suele hacerse.
Anton Petrovich negó con la cabeza.
—Es una lástima —dijo Mityushin—. Nunca se sabe qué puede pasar.
Aquí nos tienes, a Henry y a mí… dispuestos a pasar una temporada en la
cárcel. ¿Has dejado solucionados todos tus asuntos?
Anton Petrovich asintió. Ya no podía hablar. La única manera de no
ponerse a gritar era contemplar los pinos que pasaban veloces por su lado.
—Bajaremos dentro de un minuto —dijo Gnushke, y se levantó.
Mityushin se levantó también. Anton Petrovich, con los dientes
apretados, quiso imitarlos, pero una sacudida del tren le derribó otra vez
sobre el asiento.
—Hemos llegado —dijo Mityushin.
Sólo entonces consiguió separarse Anton Petrovich del asiento. Se encajó
el monóculo en la órbita y descendió cautelosamente al andén. El sol le
ofreció una cálida acogida.
—Vienen detrás de nosotros —dijo Gnushke.
Anton Petrovich sintió como si le creciera una joroba en la espalda. No,
esto es inconcebible, tengo que despertarme.
Salieron de la estación y emprendieron la marcha por la carretera,
bordeada de diminutas casas de ladrillo con petunias en las ventanas. Había
una taberna en el cruce de la carretera con un llano camino blanco que
conducía al bosque. Anton Petrovich se paró en seco.
—Tengo una sed terrible —musitó—. No me vendría mal un trago.
—Sí, no te hará ningún daño —asintió Mityushin.
Gnushke miró hacia atrás y anunció:
—Han dejado la carretera y se adentran por el bosque.
—Tardaremos sólo un momento —dijo Mityushin.
Entraron los tres en la taberna. Una mujer gorda estaba limpiando el
mostrador con un trapo. Les puso mala cara y les sirvió tres jarras de cerveza.
Anton Petrovich tragó, se atragantó un poco y dijo:
—Perdonadme un instante.
—Date prisa —dijo Mityushin, y dejó su jarra sobre el mostrador.
Anton Petrovich se metió por el pasillo, siguió la flecha que indicaba
hombres, humanidad, seres humanos, dejó atrás los servicios, pasó junto a la
cocina, dio un salto para esquivar un gato que se escurrió corriendo entre sus
pies, aceleró el paso, llegó al final del pasillo, abrió una puerta y un chorro de
luz solar le salpicó la cara. Se encontró en un pequeño patio verde por el que
se paseaban varias gallinas y vio a un muchachito con un descolorido traje de
baño sentado en un tronco. Anton Petrovich pasó corriendo por su lado,
después junto a unos matorrales de saúco, bajó unas escaleras de madera y
atravesó otros matorrales, luego resbaló inesperadamente, ya que el terreno
bajaba en pendiente. Las ramas le golpeaban la cara y las apartó
desmañadamente, agachándose y resbalando: la ladera, cubierta de saúcos, se
volvería cada vez más inclinada. Su precipitado descenso terminó por hacerse
incontrolable. Se deslizó con las tensas piernas abiertas, apartando de sí las
elásticas ramas. Fue a abrazarse a toda velocidad a un árbol inesperado y
comenzó a desplazarse en diagonal. Los matorrales clarearon un poco. Frente
a él se alzaba una alta cerca. Descubrió un boquete, se deslizó entre los
alambres y se encontró en una plantación de pinos, con una cabaña junto a la
cual habían tendido ropa a secar, salpicada de sombras, entre dos árboles.
Atravesó el bosque con la misma tenacidad y no tardó en advertir que se
deslizaba otra vez ladera abajo. Divisó frente a él un destello de agua entre
los árboles. Tropezó, luego descubrió un sendero a su derecha. El sendero le
condujo hasta el lago.
Un viejo pescador, moreno del sol, color de lenguado ahumado y con un
sombrero de paja, le indicó la dirección de la estación de Wannsee. Al
principio, el camino bordeaba el lago, después se adentraba en el bosque, y
Anton Petrovich estuvo vagando un par de horas entre los árboles hasta que
por fin emergió junto a la vía del tren. Se arrastró hasta la estación más
próxima y al llegar vio que se acercaba un tren. Montó en un vagón y se
deslizó entre dos pasajeros, que lanzaron curiosas miradas de reojo a ese
gordo, pálido y mojado, hombre vestido de negro, con las mejillas encendidas
y los zapatos sucios, luciendo un monóculo en la órbita tiznada. No se detuvo
hasta que hubo llegado a Berlín, o al menos tuvo la sensación de haber estado
huyendo continuamente hasta ese instante y no haberse parado hasta entonces
para recuperar el aliento y echar un vistazo a su alrededor. Estaba en una
plaza conocida. Una vieja florista con un enorme seno lanudo vendía claveles
a su lado. Un hombre cubierto con una especie de armadura de periódicos
voceaba el nombre de una publicación sensacionalista local. Un limpiabotas
le miró con ojos aduladores. Anton Petrovich suspiró aliviado y apoyó
firmemente el pie en la pequeña plataforma; inmediatamente los codos del
hombre comenzaron a moverse a gran velocidad.
«Todo ha sido espantoso, desde luego —pensó, mientras contemplaba el
brillo que empezaba a aparecer en la punta de su zapato—. Pero estoy vivo, y
eso es lo principal por el momento». Mityushin y Gnushke habrían regresado
probablemente a la ciudad y estarían montando guardia frente a su casa,
conque tendría que hacer un poco de tiempo en espera de que se serenase el
ambiente. No debía encontrárselos de ninguna manera. Mucho más tarde iría
a recoger sus cosas. Y tendría que salir de Berlín aquella misma noche…
—Dobryy den’ (Buenos días), Anton Petrovich —dijo una voz pegada a
su oído.
Fue tal su sobresalto que le resbaló el pie de la plataforma. No, no había
sido nada… Falsa alarma. La voz pertenecía a un tal Leontiev, un hombre a
quien había visto en tres o cuatro ocasiones, un periodista o algo por estilo.
Un individuo charlatán, pero inofensivo. Decían que su mujer le engañaba a
diestro y siniestro.
—¿De paseo? —preguntó Leontiev, con un melancólico apretón de
manos.
—Sí. No, tengo varias cosas que hacer —replicó Anton Petrovich,
mientras pensaba: «Espero que siga su camino: de lo contrario, puede crearse
una situación bastante incómoda».
Leontiev miró a su alrededor y dijo como si acabara de hacer un feliz
descubrimiento:
—¡Un tiempo espléndido!
En realidad era un pesimista y, como todos los pesimistas, un hombre
ridiculamente poco observador. Su cara, amarilla y larga, estaba mal afeitada
y todo él ofrecía un aspecto desmañado, enfermizo y lúgubre, como si la
naturaleza hubiera tenido dolor de muelas en el momento de crearle.
El limpiabotas hizo sonar airosamente sus cepillos. Anton Petrovich
examinó sus revividos zapatos.
—¿Hacia dónde va? —preguntó Leontiev.
—¿Y usted? —preguntó Anton Petrovich.
—Me da igual. De momento no tengo nada que hacer. Puedo
acompañarle un rato —carraspeó y añadió insinuantemente—: Si me lo
permite, claro.
—Por favor, no faltaba más —balbuceó Anton Petrovich. Ya se me ha
pegado, pensó. Tengo que buscar una calle que me sea menos familiar o voy
a tropezar todo el tiempo con gente conocida. Si al menos pudiera evitar
toparme con esos dos…
—Bueno, ¿qué es de su vida? —preguntó Leontiev.
Pertenecía a la clase de personas que le preguntan a uno por su vida sólo
para ofrecer una detallada descripción de cómo les va a ellos la suya.
—¡Oh, bien! Estoy muy bien —respondió Anton Petrovich.
Naturalmente, pronto se enterará de todo. ¡Dios mío, qué desastre!—. Yo voy
hacia allá —dijo en voz alta, y giró bruscamente en redondo.
Leontiev, que iba sonriendo tristemente embebido en sus propios
pensamientos, estuvo a punto de chocar con él y se tambaleó ligeramente
sobre sus flacas piernas.
—¿Hacia allá? De acuerdo, a mí me es indiferente.
«¿Qué puedo hacer? —pensó Anton Petrovich—. El caso es que no
puedo seguir paseando así con él. Tengo que reflexionar y decidir tantas
cosas… Y estoy terriblemente cansado y me duelen los callos».
Leontiev, por su parte, había iniciado un largo relato. Hablaba con voz
pausada, monótona. Hablaba de lo mucho que le costaba su habitación, de lo
difícil que le resultaba pagarlo, de lo dura que era la vida para él y su mujer,
de lo poco frecuente que era encontrar una buena patrona, de lo insolente que
se mostraba la suya con su mujer.
—Claro que Adelaida Albertovna también tiene su temperamento —
añadió con un suspiro. Era uno de esos rusos de clase media que empleaban
el patronímico para hablar de sus esposas.
Caminaban por una calle anónima, con el asfaltado en reparación. Uno de
los trabajadores lucía un dragón tatuado sobre el pecho desnudo. Anton
Petrovich se secó la frente con el pañuelo y dijo:
—Tengo que hacer un recado cerca de aquí. Me esperan. Una cita de
negocios.
—Bueno, le acompañaré hasta allí —dijo tristemente Leontiev.
Anton Petrovich exploró la calle. Un rótulo decía «Hotel». Un
desmedrado y achaparrado hotelito entre un edificio cubierto de andamios y
un almacén.
—Tengo que entrar aquí —dijo Anton Petrovich—. Sí, en este hotel. Una
cita de negocios.
Leontiev se quitó el raído guante y le estrechó blandamente la mano.
—¿Sabe una cosa? Creo que le esperaré un ratito. No tardará, ¿verdad?
—Tardaré bastante, me temo —contestó Anton Petrovich.
—Es una lástima. Verá, quería hablarle de una cosa y pedirle consejo. En
fin, no importa. Esperaré un rato, por si acaso. Puede que acabe antes.
Anton Petrovich entró en el hotel. No le quedaba otra solución. El interior
estaba vacío y más bien oscuro. Una persona desaliñada se materializó detrás
de un mostrador y le preguntó qué deseaba.
—Una habitación —respondió suavemente Anton Petrovich.
El hombre se lo pensó, se rascó la cabeza y exigió un depósito. Anton
Petrovich le alargó diez marcos. Una doncella pelirroja, con rápido meneo de
caderas, le condujo por un largo pasillo y abrió una puerta. Anton Petrovich
entró, dejó escapar un profundo suspiro y se sentó en un sillón tapizado de
pana. Estaba solo. Los muebles, la cama, el lavabo parecieron despertar y,
tras lanzarle una mirada malhumorada, volvieron a dormirse. En esta
amodorrada, totalmente anodina habitación de hotel, Anton Petrovich se
encontró por fin solo.
Con la espalda encorvada, cubriéndose los ojos con la mano, se hundió en
sus pensamientos y ante él fueron desfilando luminosas y abigarradas
imágenes, fragmentos de follaje soleado, un chiquillo sobre un tronco, un
pescador, Leontiev, Berg, Tanya. Al pensar en Tanya, gimió y encorvó
todavía más tensamente la espalda. Su voz, su querida voz. Tan
despreocupada, tan infantil, de mirada y miembros rápidos, se encaramaba en
el sofá, escondía las piernas bajo el cuerpo, y la falda se hinchaba a su
alrededor como una cúpula de seda y luego volvía a caer. O bien, permanecía
sentada junto a la mesa, totalmente inmóvil, parpadeando sólo de vez en
cuando y exhalando el humo del cigarrillo con el rostro levantado. No tiene
sentido… ¿Por qué me engañaste? Porque me engañaste. ¿Qué haré sin ti?
¡Tanya…! ¿No lo comprendes…? Me engañaste. Querida…, ¿por qué? ¿Por
qué?
Emitiendo pequeños gemidos y haciendo crujir las articulaciones de los
dedos, comenzó a pasear por la habitación, chocando sin darse cuenta contra
los muebles. Se detuvo casualmente junto a la ventana y miró al exterior. Al
principio no pudo distinguir la calle, ya que tenía empañados los ojos, pero
luego ésta se fue precisando, con un camión en la esquina, un ciclista, una
anciana que bajaba cautelosamente de la acera. Y por la acera, se paseaba
lentamente Leontiev, leyendo un periódico mientras caminaba; pasó de largo
y dobló la esquina. Y, por la razón que fuese, al divisar a Leontiev Anton
Petrovich comprendió cuán desesperada era su situación… Sí, desesperada,
no había otra palabra. Sólo ayer era un hombre perfectamente honorable,
respetado por amigos, conocidos compañeros de trabajo en el banco. ¡Su
trabajo! Nadie lo discutía. Ahora todo había cambiado. Había descendido una
pendiente resbaladiza y acababa de llegar al fondo.
«Pero ¿cómo es posible? Tengo que decidirme a hacer algo», dijo Anton
Petrovich con un hilo de voz. Tal vez quedara una salida. Le habían
atormentado un buen rato, pero cuando basta basta. Sí, tenía que tomar una
decisión. Recordó la mirada de sospecha que le dirigió el hombre del
mostrador. ¿Qué se le decía a una persona así? Sí, evidentemente: «Voy a
recoger mi equipaje…, lo he dejado en la estación». Conque ¡adiós para
siempre, hotelucho! La calle, a Dios gracias, estaba ahora despejada.
Leontiev había renunciado por fin a sus propósitos y se había marchado.
¿Puede indicarme el camino hasta la próxima parada del tranvía? Desde
luego, siga todo recto, caballero, y la encontrará. No, será mejor tomar un
taxi. Ahí vamos. Las calles se hacen familiares otra vez. Calma, mucha
calma. Debo darle una propina al taxista. ¡En casa! Cinco pisos. Con calma,
con mucha calma entró en el vestíbulo. Luego rápidamente la puerta del
salón. ¡Cielos, qué sorpresa!
En el salón, sentados en torno a la mesa circular, estaban Mityushin,
Gnushke y Tanya. Sobre la mesa había botellas, vasos y copas. Mityushin
estaba radiante, con la cara sonrosada, los ojos brillantes, borracho como una
cuba. Gnushke estaba bebido también y también radiante, frotándose las
manos. Tanya, sentada con los codos desnudos apoyados en la mesa, le
miraba inmóvil…
—¡Al fin! —exclamó Mityushin, y le cogió del brazo—. ¡Al fin aparece!
—y añadió en un susurro, con un guiño malicioso—: ¿Jugando al escondite
eh?
Anton Petrovich se sienta ahora y bebe un poco de vodka. Mityushin y
Gnushke siguen lanzándole las mismas miradas maliciosas pero bien
intencionadas. Tanya dice:
—Debes de tener hambre. Te traeré un bocadillo.
Sí, un gran bocadillo de jamón, con un ribete de tocino sobresaliendo.
Ella sale a preparárselo, y Mityushin y Gnushke se precipitan sobre él y
empiezan a hablar, quitándose uno al otro la palabra.
—¡Eres un tipo con suerte! Figúrate… El Sr. Berg también se puso
nervioso. Bueno, no «también», pero de todos modos se puso nervioso.
Mientras te estábamos esperando en la taberna, entraron sus padrinos y nos
anunciaron que Berg había cambiado de opinión. Esos bravucones anchos de
espaldas siempre acaban por resultar unos cobardes. «Caballeros, les rogamos
que nos excusen por haber accedido a actuar como padrinos de ese canalla».
¡Qué suerte tienes, Anton Petrovich! De modo que todo ha salido a pedir de
boca. Tú has quedado como un caballero y él está deshonrado para siempre.
Y, lo que es aún más importante, tu mujer, al enterarse, ha dejado en el acto a
Berg para volver a tu lado. Tienes que perdonarla.
Anton Petrovich esbozó una amplia sonrisa, se levantó y se puso a
juguetear con la cinta de su monóculo. Su sonrisa se fue desvaneciendo
lentamente. Cosas como ésta no suceden en la vida real.
Contempló la felpa apolillada, la panzuda cama, el lavabo, y aquella
miserable habitación en aquel miserable hotel le pareció la imagen misma del
lugar donde tendría que vivir en adelante. Se sentó en la cama, se quitó los
zapatos, movió aliviado los dedos y observó que tenía una ampolla en el talón
y el correspondiente agujero en el calcetín. Luego tocó el timbre y pidió un
bocadillo de jamón. Cuando la doncella dejó la bandeja sobre la mesa, apartó
deliberadamente la vista, pero, en cuanto se hubo cerrado la puerta, agarró el
bocadillo con ambas manos, se ensució de inmediato los dedos y la barbilla
con el reborde de tocino que colgaba y comenzó a masticar, con ávidos
gruñidos.
TERRA INCÓGNITA

El original ruso de «Terra Incógnita» apareció bajo el mismo título en Posledniya Novosti
(París, 22 de noviembre de 1931) y fue reeditado en mi colección Soglyadatay (París, 1938). La
presente traducción inglesa se publicó en The New Yorker (18 de mayo de 1963).

El sonido de la cascada se fue apagando paulatinamente, hasta que por fin


acabó disolviéndose por completo, y proseguimos a través de la espesura de
una región hasta entonces inexplorada. Caminábamos, y habíamos caminado
durante mucho tiempo ya, Gregson y yo delante: nuestros ocho porteadores
nativos detrás, en fila india: al final, gimoteando y protestando a cada paso,
seguía Cook. Yo sabía que Gregson le había reclutado por consejo de un
cazador del lugar. Cook había asegurado que estaba dispuesto a cualquier
cosa con tal de salir de Zonraki, donde se pasan la mitad del año preparando
su «von-gho» y la otra mitad bebiéndolo. Sin embargo, seguía estando poco
claro —o bien yo había empezado ya a olvidar muchas cosas mientras
caminábamos y caminábamos— quién era exactamente ese Cook (¿un
marinero fugitivo, tal vez?).
Gregson avanzaba a mi lado, vigoroso, larguirucho, con las huesudas
rodillas desnudas. Sostenía un cazamariposas verde de largo mango como si
fuera un estandarte. Los porteadores, corpulentos badonios de un moreno
brillante con tupidas matas de pelo y arabescos de cobalto entre los ojos, a los
que también habíamos contratado en Zonraki, marchaban con paso firme,
regular. Detrás de ellos se arrastraba Cook, abotagado, pelirrojo, con el labio
inferior caído, las manos en los bolsillos y sin transportar nada. Recordaba
vagamente que al principio de la expedición había charlado mucho y había
contado extraños chistes, en un estilo muy propio, mezcla de insolencia y
servilismo, que recordaba un payaso de Shakespeare; pero pronto decayó su
ánimo y se tornó taciturno, y comenzó a descuidar sus tareas, entre las que
figuraba la de servirnos de intérprete, pues Gregson aún comprendía mal el
dialecto badonio.
Había algo lánguido y aterciopelado en ese calor. Una sofocante fragancia
emanaba de las inflorescencias de Vallieria mirifica, de color madreperla y en
forma de racimos de pompas de jabón, que pendían sobre el angosto y seco
lecho del arroyo por el que avanzábamos. Las ramas de los árboles
porfiróferos se entrelazaban con las de la limia de hojas negras hasta formar
un túnel, atravesado de vez en cuando por un rayo de luz difusa. Arriba, en la
densa masa de vegetación, entre los brillantes racimos pendulares y un
extraño género de oscuras marañas, castañeteaban y parloteaban monos de
pelaje cano, y un ave en forma de cometa centelleó como una luz de bengala,
chillando con su fina y aguda voz. Me repetía sin cesar que tenía la cabeza
pesada a causa de la larga marcha, el calor, la mescolanza de colores y la
barahúnda de la selva, pero en el fondo sabía muy bien que estaba enfermo.
Sin duda la fiebre local, suponía. Sin embargo, había decidido ocultarle mi
estado a Gregson y había adoptado un aire alegre, incluso festivo, cuando
sobrevino el desastre.
—Es culpa mía —dijo Gregson—. Jamás debí liarme con él.
Nos habíamos quedado solos. Cook y los ocho nativos nos habían
abandonado llevándose la tienda, el bote plegable, las provisiones y
colecciones, y se habían esfumado sin hacer ruido mientras nosotros
estábamos ocupados en la densa maleza, a la caza de fascinantes insectos.
Creo que intentamos darles alcance, no lo recuerdo con claridad, pero, en
cualquier caso, no lo conseguimos. Teníamos que optar entre regresar a
Zonraki o continuar el itinerario previsto, a través de territorio todavía
desconocido, en dirección a los montes Gurano. Ganó lo desconocido.
Seguimos adelante. Yo ya estaba temblando de pies a cabeza y ensordecido
por la quinina, pero seguí coleccionando plantas sin nombre, mientras
Gregson, aun comprendiendo plenamente lo arriesgado de nuestra situación,
continuaba cazando mariposas y dípteros con la avidez de siempre.
Habíamos recorrido apenas media milla cuando de pronto Cook nos dio
alcance. Llevaba la camisa desgarrada —aparentemente de modo deliberado,
por su propia mano— y estaba jadeante y sin aliento. Sin una palabra.
Gregson sacó el revólver y se dispuso a matar al canalla, pero él se arrojó a
sus pies y protegiéndose la cabeza con ambos brazos, comenzó a jurar que los
nativos se lo habían llevado a la fuerza y que querían devorarlo (lo cual era
mentira, pues los badonios no son caníbales). Sospecho que no le fue difícil
incitarlos, estúpidos y timoratos como eran, a abandonar el incierto viaje,
pero no había tenido en cuenta que sería incapaz de seguir su vigoroso paso y
tras quedarse irremediablemente rezagado, había vuelto a nuestro lado.
Habíamos perdido colecciones de valor incalculable por su causa. Tenía que
morir. Pero Gregson apartó el revólver y continuamos la marcha, con Cook
resollando y dando traspiés a nuestra zaga.
Los árboles iban clareando gradualmente. Extrañas alucinaciones me
atormentaban. Contemplaba los raros troncos de los árboles, alrededor de
algunos de los cuales se enrollaban gruesas serpientes color de carne; de
pronto, me pareció ver entre los troncos, como a través de mis dedos, los
tenues reflejos del espejo de un ropero entreabierto, pero en seguida me
sobrepuse, miré más atentamente y comprobé que sólo era el engañoso
destello de una mata de acreana (una planta escarolada, con grandes bayas
que semejaban gruesas ciruelas). Al cabo de un rato, los árboles se separaron
por completo y el cielo se alzó ante nosotros, como un sólido muro de azul.
Nos hallábamos en la cima de una pronunciada pendiente. Abajo relucía y
humeaba una enorme ciénaga y, mucho más lejos, se distinguía la trémula
silueta de una cadena de montañas color malva.
—Juro por Dios que deberíamos volver atrás —dijo Cook con un sollozo
en la voz—. Juro por Dios que moriremos en esos pantanos… Tengo siete
hijas y un perro en mi casa. Volvamos atrás… Ya conocemos el camino…
Se retorcía las manos, y el sudor inundaba su colorada frente y su gruesa
cara.
—A casa, a casa —seguía repitiendo—. Ya habéis cazado bastantes
bichos. ¡Volvamos a casa!
Gregson y yo comenzamos a descender por la pedregosa ladera. Al
principio, Cook permaneció arriba, una pequeña figura blanca erguida contra
el fondo monstruosamente verde de la selva; pero, de pronto, alzó los brazos,
profirió un grito y comenzó a deslizarse en nuestro seguimiento.
La pendiente se estrechaba, formando una cresta rocosa que se adentraba
en las ciénagas como un largo promontorio; las marismas centelleaban entre
la humeante bruma. El cielo de mediodía, libre ahora de sus velos de hojas, se
cernía opresivo sobre nuestras cabezas, con su oscuridad cegadora… Sí, su
oscuridad cegadora, no existe otra forma de describirla. Intenté no levantar la
vista; pero sobre ese cielo, al borde mismo de mi campo de visión, flotaban,
siempre a mi altura, blanquecinos fantasmas de yeso, volutas y rosetas de
estuco como las que se emplean para decorar los cielos rasos en Europa; sin
embargo, me bastaba mirarlas directamente para que se desvanecieran, y el
cielo tropical recuperaba su especial fuerza, lleno de uniforme, denso azul.
Seguíamos avanzando por el promontorio rocoso, pero éste continuaba
disminuyendo y traicionándonos. A su alrededor crecían doradas cañas de los
pantanos como un millón de espadas desnudas brillando al sol. Aquí y allá,
chispeaban pequeñas lagunas alargadas y, sobre ellas, revoloteaban oscuros
enjambres de mosquitos. Una gran flor de la ciénaga, presumiblemente una
orquídea, alargó hacia mí su colgante labio velludo que parecía manchado de
yema de huevo. Gregson blandió su cazamariposas… y se hundió hasta las
caderas en el cenagoso brocado, mientras una gigantesca mariposa de cola de
golondrina agitaba brevemente sus alas de satén y se alejaba de él por encima
de los cañaverales, en dirección al trémulo resplandor de pálidas emanaciones
sobre el que parecían pender los pliegues indiferenciados de una cortina. No
debo, me dije, no debo… Aparté la mirada y seguí caminando junto a
Gregson, ora sobre rocas, ora sobre terreno chapoteante. Estaba temblando,
pese al calor de invernadero. Preveía que dentro de un instante me
desplomaría totalmente, que los contornos y convexidades del delirio, que
asomaban a través del cielo y entre los dorados cañaverales, se apoderarían
por completo de mi conciencia. A ratos, Gregson y Cook parecían hacerse
transparentes y creía ver a través de ellos un papel de pared con un dibujo de
cañaverales repetido hasta el infinito. Me sobrepuse, hice un esfuerzo para
mantener abiertos los ojos y seguí adelante. A esas alturas, Cook se arrastraba
a cuatro palas, aullando y agarrándose a las piernas de Gregson, pero éste se
lo sacudía y seguía avanzando. Miré a Gregson, su obstinado perfil, y advertí
con horror que empezaba a olvidar quién era Gregson y por qué estaba con él.
Entretanto, íbamos hundiéndonos cada vez con mayor frecuencia y más y
más profundamente en el cieno; el insaciable cenagal nos succionaba y,
retorciéndonos, nos desasíamos de él. Cook caía continuamente y se
arrastraba, cubierto de picaduras de insectos, todo hinchado y empapado. Y
¡Dios mío!, cómo berreó cuando una repugnante manada de diminutas
serpientes hidróticas de un vivo color verde se lanzaron en nuestra
persecución, atraídas por nuestro sudor, tensándose y distendiéndose para
avanzar de dos en dos metros. A mí, sin embargo, me asustaba mucho más
otra cosa: de vez en cuando, a mi izquierda (siempre a mi izquierda, por el
motivo que fuese), acechando entre los monótonos juncos, surgía de la
ciénaga lo que parecía un gran sillón, pero que era en realidad un extraño y
enfadmnfibio gris, cuyo nombre Gregson se negaba a decirme.
—Un alto —dijo bruscamente Gregson—, vamos a hacer un alto.
Por un golpe de suerte conseguimos trepar sobre un islote, rodeado de la
vegetación de los pantanos. Gregson se quitó la mochila y nos distribuyó
algunos pastelillos indígenas, que olían a ipecacuana, y una docena de bayas
de acreana. Qué sediento estaba y de qué poco me sirvió el escaso zumo
astringente de la acreana…
—¡Mira, qué raro! —me dijo Gregson, no en inglés, sino en otra lengua
para que Cook no nos entendiera—. Tenemos que cruzar hasta las montañas,
pero, fíjate, qué raro… ¿Crees que las montañas no eran más que un
espejismo? Ya no se ven.
Levanté la cabeza de la almohada y apoyé el codo sobre la muelle
superficie de la roca… Sí, era cierto, ya no se distinguían las montañas: sólo
se veía el trémulo vapor suspendido sobre el pantano. Nuevamente todo
adquirió una ambigua transparencia a mi alrededor. Volví a recostarme y le
dije a Gregson por lo bajo:
—Tal vez tú no lo veas, pero algo sigue intentando acercarse.
—¿De qué me hablas? —preguntó Gregson.
Comprendí que estaba diciendo algo absurdo y me callé. La cabeza me
daba vueltas y me zumbaban los oídos; Gregson, apoyado sobre una rodilla,
hurgó en su mochila, pero no encontró ninguna medicina, y yo había agotado
mis existencias. Cook permanecía sentado en silencio, rascando tristemente
una roca. A través de un desgarrón de la manga de su camisa asomaba el
extraño tatuaje que tenía en el brazo: un vasito de cristal con una cucharilla,
muy bien ejecutado.
—Vallière está enfermo… ¿No tendrás algunas tabletas? —le dijo
Gregson.
No oí las palabras exactas, pero pude adivinar el sentido general de su
diálogo, que se tornaba absurdo y en cierto modo redundante cuando
intentaba escuchar más atentamente.
Cook se volvió lentamente y el vidrioso tatuaje se deslizó hacia un lado,
se desprendió de su piel y quedó suspendido en el aire: luego se alejó
flotando, flotando, y yo lo seguí con ojos asustados, pero, cuando me volví,
se desvaneció entre el vapor de la ciénaga, con un último y débil destello.
—Le está bien empleado —musitó Cook—. Es una lástima. Lo mismo
nos ocurrirá a ti y a mí. Una verdadera lástima…
En el curso de los últimos minutos —esto es, desde que nos habíamos
parado a descansar sobre el islote rocoso— parecía haberse hecho más
grande, se había hinchado y ahora presentaba un cierto aire burlón y
peligroso. Gregson se quitó el casco que le protegía del sol, sacó un sucio
pañuelo y se secó la frente, teñida de naranja sobre las cejas y blanca más
arriba. Luego se tocó otra vez con el casco, se inclinó sobre mi, y dijo:
—Haz un esfuerzo, por favor (o algo por el estilo). Intentaremos seguir
adelante. La bruma oculta las montañas, pero están ahí. Estoy seguro de que
hemos atravesado poco más o menos la mitad de la marisma. (Todo esto muy
aproximadamente).
—Asesino —dijo Cook en un susurro. Volvía a lucir el tatuaje en el
antebrazo, aunque no todo el vaso, sino sólo la mitad. No quedaba sitio
suficiente para el resto, que vacilaba, desprendiendo reflejos suspendidos en
el espacio.
—Asesino —repitió satisfecho, alzando los ojos inflamados—. Te advertí
que nos quedaríamos varados aquí. Los perros negros comen demasiada
carroña. Mi, re, fa, sol.
—Es un payaso —informé suavemente a Gregson—, un payaso
shakesperiano.
—Pay, pay, pay —respondió Gregson—, pay, pay…, pa, pa, pa… Oye —
siguió diciendo, gritándome al oído—, tienes que levantarle. Debemos seguir
adelante.
La roca era tan blanca y tan blanda como una cama. Me incorporé un
poco, pero no tardé en volver a caer sobre la almohada.
—Tendremos que llevarlo en andas —dijo la voz lejana de Gregson—.
Échame una mano.
—¡Qué disparate! —replicó Cook (o así me sonó a mí)—. Sugiero que
disfrutemos de un poco de carne fresca antes de que se reseque. Fa, sol, mi,
re.
—Está enfermo, él también está enfermo —le grité a Gregson—. Estás en
compañía de dos lunáticos. Sigue tú solo. Lo conseguirás… Vete.
—No creo que vayamos a dejarlo ir —dijo Cook.
Entretanto, al amparo de la confusión general, delirantes visiones iban
ocupando tranquila y firmemente su lugar. Las líneas de un pálido cielo raso
se alargaban y entrecruzaban en el cielo. Un gran sillón emergió del pantano,
como impulsado desde abajo. Resplandecientes aves volaban entre la bruma
de la marisma y, al posarse, una se trocó en el remate de madera de la pata de
una cama, otra en un jarrón. Recurrí a toda mi fuerza de voluntad, enfoqué la
vista y aparté esos peligrosos trastos. Sobre los cañaverales volaban pájaros
de verdad, con largas colas color fuego. El aire zumbaba lleno de insectos.
Gregson espantaba con la mano una mosca de colores abigarrados y al mismo
tiempo intentaba determinar a qué especie pertenecía. Por fin no pudo seguir
conteniéndose y la atrapó con su cazamariposas. Sus movimientos
experimentaban curiosas modificaciones, como si alguien los reordenara
constantemente. Le veía en distintas poses a la vez; se estaba despojando de
sí mismo, como si estuviera hecho de muchos Gregsons de vidrio cuyos
contornos no coincidieran. Luego volvió a condensarse y se quedó
firmemente erguido. Estaba sacudiendo a Cook por el hombro.
—Vas a ayudarme a transportarlo —decía claramente Gregson—. No
estaríamos metidos en este embrollo si no te hubieras portado como un
traidor.
Cook guardó silencio, pero poco a poco se fue poniendo encarnado.
—Escúchame bien, Cook, te arrepentirás de esto —dijo Gregson—. Es mi
última advertencia…
Llegados a ese punto, sucedió lo que venía madurándose desde hacía
largo rato. Cook hundió la cabeza como un toro en el estómago de Gregson.
Ambos cayeron; Gregson tuvo tiempo de sacar su revólver, pero Cook
consiguió hacérselo caer de la mano. Entonces se asieron el uno al otro y
comenzaron a rodar abrazados, con un jadeo ensordecedor. Yo les miraba
impotente. Las anchas espaldas de Cook estaban tensas y se le dibujaban las
vértebras bajo la camisa; de pronto, en vez de su espalda, apareció una pierna,
también suya, cubierta de vello cobrizo y con una vena azul que recorría la
piel de abajo arriba, y Gregson rodó sobre él. El casco de Gregson salió
despedido y se alejó dando tumbos, como la mitad de un enorme huevo de
cartón. De algún punto del laberinto de sus cuerpos emergieron retorciéndose
los dedos de Cook, sujetando un oxidado pero cortante cuchillo; el cuchillo se
hundió en la espalda de Gregson como si se tratara de arcilla, pero Gregson
se limitó a soltar un gruñido y ambos rodaron varias veces más; cuando volví
a distinguir la espalda de mi amigo asomaban de ella el mango y la mitad
superior de la hoja, y él tenía las manos en torno al grueso cuello de Cook,
que crujía bajo su presión, y las piernas de Cook se estremecían. Dieron otra
vuelta completa, y ahora sólo se distinguía una cuarta parte de la hoja…, no,
una quinta parte…, no, ahora no asomaba ni eso. Había penetrado por
completo. Gregson dejó de moverse después de haberse derrumbado sobre
Cook, quien también se había quedado inmóvil.
Yo les observaba y me pareció (brumosos como estaban mis sentidos a
causa de la fiebre) que todo era un juego inocuo, que se levantarían en
seguida y, una vez recuperado el aliento, me transportarían pacíficamente al
otro lado de la ciénaga, hacia las frescas colinas azules, a un lugar sombreado
con aguas borboteantes. Súbitamente, sin embargo, en esa fase final de mi
mortal dolencia —pues sabía que moriría dentro de escasos minutos—,
durante esos minutos finales, todo se tornó completamente lúcido: comprendí
que todo lo que ocurría a mi alrededor no era producto de una imaginación
exaltada, no era el velo del delirio a través del cual intentaban asomar
indeseados destellos de mi existencia supuestamente real en una distante
ciudad europea (el papel de la pared, el sillón, el vaso de limonada).
Comprendí que la habitación intrusa era ficticia, puesto que después de la
muerte todo es, en el mejor de los casos, ficticio: una imitación de la vida
compuesta a toda prisa, las habitaciones amuebladas de la no existencia.
Comprendí que la realidad estaba allí. Allí, bajo ese maravilloso y aterrador
cielo tropical, entre esos cañaverales que lucían como espadas, en ese vapor
suspendido sobre ellos y en las flores de gruesos labios que se aferraban al
plano islote, en el que yacían, a mi lado, dos cadáveres entrelazados. Y,
comprendido esto, hallé dentro de mí las fuerzas suficientes para arrastrarme
hasta ellos y arrancar el cuchillo de la espalda de Gregson, mi jefe, mi
querido amigo. Estaba muerto, absolutamente muerto, y todas las botellitas
que llevaba en los bolsillos se hallaban rotas y aplastadas. Cook también
estaba muerto y, por la boca, le asomaba la lengua, negra como la tinta. Abrí
los dedos de Gregson haciendo palanca y di la vuelta a su cuerpo hasta
dejarlo arriba. Tenía los labios entreabiertos y ensangrentados; su cara, que
ya parecía rígida, se veía mal afeitada; entre los párpados asomaba el blanco
azulado de los ojos. Por última vez distinguí todo esto clara,
conscientemente, con el sello de la autenticidad en cada detalle: sus rodillas
peladas, las moscas brillantes revoloteando a su alrededor, las hembras de
esas moscas buscando ya un lugar donde depositar sus huevos. Hurgué con
mis manos debilitadas y extraje un grueso cuaderno del bolsillo de mi
camisa; en ese momento me rindió la debilidad; me senté y mi cabeza se
desplomó. Sin embargo, logré conquistar esa impaciente bruma de muerte y
miré mi alrededor. Aire azul, calor, soledad… Y cuánto lo sentí por Gregson,
que ya nunca regresaría a casa… Incluso recordé a su esposa y a la vieja
cocinera, y sus loros, y muchas cosas más. Pensé en nuestros
descubrimientos, en nuestros preciosos hallazgos, las raras plantas y animales
aún por describir que ya nunca llegaríamos a bautizar. Estaba solo. Los
cañaverales brillaban más brumosos, el cielo llameaba de manera más
amortiguada. Mis ojos siguieron un exquisito escarabajo que se arrastraba
cruzando una piedra, pero no me quedaban fuerzas para atraparlo. Todo a mi
alrededor comenzaba a desvanecerse, dejando desnudo el escenario de la
muerte: unas cuantas piezas de realista mobiliario y cuatro paredes. Mi último
gesto fue abrir el volumen empapado en sudor, ya que era absolutamente
necesario que hiciera una anotación; por desgracia, se me cayó de las manos.
Busqué a tientas por toda la superficie de la manta, pero ya no estaba allí.
UN TIPO IMPULSIVO

«Un tipo impulsivo», «Jvat» en ruso, fue publicado por primera vez a principios de los años
30. Los dos principales periódicos para emigrantes, Rul (Berlín) y Posledniya Novosti (París), lo
rechazaron por considerarlo indecoroso y brutal. Apareció en Segodnya (Riga), en una fecha no
determinada de manera exacta, y en 1938 fue incluido en mi colección de cuentos cortos
Soglyadatay (Russkie Zapiski, París). La presente traducción inglesa se publicó en Playboy, en
diciembre de 1971.

Nuestra maleta está cuidadosamente decorada con etiquetas de vivos


colores: «Nürnberg», «Stuttgart», «Köln»… e incluso «Lido» (pero esta
última es falsa). Tenemos la piel morena, una red de venillas rojo púrpura, un
bigote negro bien recortado y pelos en la nariz. Respiramos hondo por la
nariz mientras intentamos resolver un crucigrama de un periódico para
emigrados. Estamos solos en un departamento de tercera clase… solos y, por
lo tanto, aburridos.
Esta noche llegaremos a un voluptuoso pueblecito. ¡Libertad de acción!
¡Fragancia de viajes comerciales! ¡Un cabello dorado sobre la manga de
nuestro abrigo! ¡Oh, mujer, tu nombre es Áurea! Así llamábamos a mamá y,
luego, a nuestra mujer Katya. Un dato psicoanalítico: cada hombre es un
Edipo. Durante el último viaje le fuimos infieles a Katya en tres ocasiones, y
ello nos costó treinta reichsmarks. ¡Curioso! Donde uno vive todas parecen
horrendas, pero en una ciudad extraña son tan adorables como hetairas
antiguas. Más deliciosas aún, no obstante, pueden ser las sutilezas de un
encuentro casual: su perfil me recuerda a la joven por cuya causa, hace
años… Una sola noche, y después nos separaremos como barcos… Otra
posibilidad: que ella resulte ser rusa. Permita que me presente: Konstantin…
Mejor omitir el apellido… ¿O tal vez inventar uno? Obolenski. Sí, parientes.
No conocemos ningún general turco famoso y no logramos adivinar el
nombre del padre de la aviación ni el de un roedor americano. Tampoco
resulta demasiado entretenido mirar el paisaje. Campos. Una carretera.
Chorretes de abedules. Choza y plantación de coles. Moza campesina, no está
mal, joven.
Katya es la personificación de la buena esposa. Carece de toda pasión,
cocina espléndidamente, se lava los brazos hasta los hombros todas las
mañanas y no es inteligente en exceso, por lo tanto, tampoco celosa. Dada la
genuina amplitud de su pelvis, a uno le sorprende que por segunda vez haya
vuelto a producir un niño muerto. Años laboriosos. Siempre cuesta arriba.
Marasmo Absoluto en los negocios. Sudando veinte veces para convencer a
un cliente. Exprimiendo luego una comisión gota a gota. ¡Cielos, cómo ansia
uno entrelazarse con un gracioso diablillo, lustroso como el oro, en un cuarto
de hotel fantásticamente iluminado! Espejos, orgías, un par de copas. Otras
cinco horas de viaje. Viajar en tren, suele proclamarse, predispone a este tipo
de cosa. Estoy extremadamente dispuesto. Al fin y al cabo, digan lo que
quieran, la fuente de la vida es un ardiente romance. No puedo concentrarme
en los negocios si no he satisfecho primero mis intereses románticos. Conque
he aquí el plan: punto de partida, el café del que me habló Lange. Ahora bien,
si allí no encuentro nada…
Barrera, galpones, gran estación. Nuestro viajero bajó la ventanilla y se
asomó, con los codos muy separados. Una nube de vapor surgía por debajo
de unos coches-cama, al otro lado de una plataforma. Alcanzó a distinguir
vagamente las palomas cambiando de lugar bajo la elevada cúpula
acristalada. Oyó que anunciaban salchichas en voz de tiple, cerveza en voz de
tenor. Una muchacha con el busto envuelto en blanca lana hablaba con un
hombre, tan pronto juntando los brazos desnudos en la espalda, mientras se
balanceaba ligeramente y se golpeaba las nalgas con el bolso, tan pronto
cruzando los brazos sobre el pecho, con un pie encima del otro, o sujetando el
bolso bajo el brazo para introducir con un leve chasquido los ágiles dedos
bajo el brillante cinturón; allí estaba riendo y tocando de vez en cuando a su
acompañante con ademanes de despedida, sólo para reanudar de inmediato
sus vueltas y giros: una muchacha tostada por el sol, con el pelo recogido
hacía arriba dejando las orejas al descubierto y un arañazo encantador en el
brazo color de miel. No nos mira, pero no importa, la observaremos
fijamente. Comienza a resplandecer y parece a punto de disolverse bajo el
rayo de nuestra mirada salaz. El telón de fondo no tardará en transparentarse
a través de su figura: un cubo de basura, un cartel, un banco; por desgracia,
en ese momento nuestra lente cristalina tuvo que volver a su estado normal,
pues el cuadro se deshizo, el hombre subió de un brinco al vagón contiguo, el
tren arrancó con una sacudida y la muchacha sacó un pañuelo del bolso. Y
cuando, en el curso de su retroceso, ella quedó exactamente frente a su
ventana, Konstantin, Kostya, Kostenka, le envió gustosamente tres besos con
la palma de la mano; pero su saludo pasó inadvertido, ella se perdió en la
distancia, haciendo ondear rítmicamente su pañuelo.
Cerró la ventanilla y, al volverse, comprobó con agradable sorpresa que,
mientras entregaba a sus actividades mesméxicas, el compartimiento había
conseguido llenarse: tres hombres con sus respectivos diarios y, en el
extremo más apartado, una morena con la cara empolvada. Su brillante abrigo
tenía la transparencia de la gelatina…, resistente a la lluvia, tal vez, pero no a
la mirada de un hombre. Humor decoroso y enfoque correcto…, ése es
nuestro lema.
Diez minutos más tarde estaba enzarzado en intensa conversación con el
pasajero que se había sentado frente a él, junto a la ventanilla, un anciano
caballero pulcramente vestido: el tema inicial se presentó bajo la forma de la
chimenea de una fábrica; pasaron a citar algunos datos estadísticos, y ambos
hombres comentaron con melancólica ironía las tendencias del desarrollo
industrial: entretanto, la mujer con la cara blanca había dejado caer un
marchito ramo de nomeolvides en el portaequipajes y, tras sacar una revista
de su bolso de viaje, se sumergió en el transparente proceso de lectura. A
través de él, le llega nuestra voz acariciante, nuestras sensatas palabras. El
segundo pasajero de sexo masculino se sumó a la conversación. Era un gordo
simpático, con pantalones de golf a cuadros enfundados en unas medias
verdes y hablaba de la cría del cerdo. Qué buena señal… Ella se va
arreglando cada parte que tú miras. El tercer hombre, un arrogante insociable,
se escudó en su periódico. El industrial y el experto en porcinos bajaron en la
siguiente estación: el insociable emprendió la retirada al vagón comedor y la
dama se trasladó junto a la ventanilla.
Examinémosla punto por punto. Ojos de expresión fúnebre, labios
lascivos. Piernas de primera categoría, seda artificial. ¿Qué es mejor, la
experiencia de una sensual morena de treinta años o la bobalicona joven flor
de una rapaza rubia y rizada? Hoy es mejor la primera, y mañana ya veremos.
Punto siguiente: a través de la gelatina de su impermeable centellea un
hermoso desnudo, como una sirena vista a través de las amarillas olas del
Rin. Se incorporó espasmódicamente y se despojó de su abrigo, pero sólo
descubrió un vestido beige con un cuellecito de piqué. Alísalo. Eso es.
—Temperatura de mayo —dijo afablemente Konstantin— y todavía
tienen encendida la calefacción en los vagones.
Ella arqueó la ceja izquierda y respondió:
—Sí, hace calor aquí, y estoy agotada. Acabo de terminar mi contrato.
Ahora regreso a casa. Todos brindaron por mí. La fonda de esa estación es de
primera. Bebí demasiado, pero nunca me emborracho, sólo me produce
pesadez de estómago. La vida se ha puesto dura, recibo más flores que dinero
y me vendrá muy bien un mes de descanso; ya tengo otro contrato para
después, pero, desde luego, es imposible ahorrar nada. Ese barrigón que
acaba de salir ha estado muy descarado. ¡Cómo me miraba! Me siento como
si llevara mucho, muchísimo tiempo en este tren, y tengo tantas ganas de
volver a mi acogedor pisito, lejos de tanta agitación y tantos peligros y tantas
porquerías…
—Permita que le ofrezca una cosa —dijo Kostya— para paliar sus
molestias.
Extrajo un cojín inflable cuadrangular de debajo de su trasero, con el
caucho recubierto de abigarrado satén. Siempre lo llevaba debajo durante sus
insípidos, duros, hemorroidales viajes.
—¿Y usted? —inquirió ella.
—Nos las arreglaremos, nos las arreglaremos. Tendrá que levantarse un
momento. Perdone. Ahora, siéntese. Blando, ¿verdad? Esa parte es
especialmente sensible a los viajes.
—Gracias —dijo ella—. No todos los hombres son tan considerados. He
perdido bastante peso últimamente. ¡Oh, qué agradable! Es como viajar en
segunda clase.
—La galanterie, Gnädigste —dijo Kostenka— es una cualidad innata en
nosotros. Sí, soy extranjero. Ruso. Aquí tiene un ejemplo; un día mi padre
salió a recorrer los terrenos de su finca con un viejo compinche, un famoso
general. En cierto momento se cruzaron con una campesina —una viejecita
encorvada, ya sabe, con un haz de leña a la espalda— y mi padre se quitó el
sombrero. Esto sorprendió al general y entonces mi padre dijo: «¿Preferiría
en verdad Su Excelencia que un simple campesino fuese más cortés que un
miembro de la nobleza?».
—Yo conozco a un ruso… Estoy segura de que usted habrá oído su
nombre… A ver, ¿cómo era? Baretski… Baratski… De Varsovia. Tiene una
farmacia en Chemnitz. Baratski… Baritski. Estoy segura de que le conoce.
—No, no le conozco. Rusia es un país muy grande… La finca de mi
familia tenía aproximadamente la misma extensión que Sajonia. Y todo se ha
perdido, todo ha quedado arrasado. Desde setenta kilómetros a la redonda se
divisaba el fulgor de las llamas. Mis padres fueron asesinados en mi
presencia. Le debo la vida a un fiel colono, un veterano de la campaña de
Turquía.
—¡Es espantoso! —dijo ella—. ¡Francamente espantoso!
—Sí, pero uno se acostumbra. Me escapé disfrazado de muchacha
campesina. En aquel entonces resultaba una jovencita muy graciosa. Los
soldados no me dejaban en paz. Sobre todo un tipo bestial… Y esto me trae a
la memoria una anécdota sumamente cómica.
Le contó su anécdota.
—¡Huh! —exclamó ella con una sonrisa.
—Bueno, luego siguió una época de vagabundeo y una multitud de
oficios. Hubo un período en que me dediqué a limpiabotas… y en sueños
veía el lugar exacto del jardín donde el viejo mayordomo enterró nuestras
joyas ancestrales, a la luz de un antorcha. Recuerdo que había una espada
incrustada de diamantes…
—Perdóneme un momento —dijo la dama.
El blando cojín no había tenido tiempo de enfriarse cuando ella ya volvía
a sentarse encima y cruzaba otra vez las piernas con suave gracia.
—… y también dos rubíes, así de grandes; luego paquetes de acciones en
un cofrecito de oro, las charreteras de mi padre, un collar de perlas negras…
—Sí, hay mucha gente que se ha arruinado —comentó ella con un
suspiro, y prosiguió, arqueando otra vez aquella ceja izquierda—: Yo
también he pasado por toda clase de dificultades. Tenía un marido; fue un
matrimonio horrible, hasta que me dije: ¡Basta! Voy a vivir mi propia vida.
Hace casi un año que no me hablo con mis padres —los viejos, ya sabe, no
comprenden a los jóvenes— y eso me hace sufrir mucho. A veces paso junto
a su casa y pienso que tal vez debería entrar… y mi segundo marido está
ahora en Argentina, a Dios gracias; me escribe cartas verdaderamente
maravillosas, pero jamás volveré con él. Hubo otro hombre, el director de una
fábrica, un caballero muy reposado; me adoraba, quería darme un hijo. Y su
mujer era también tan encantadora, tan cariñosa… Mucho mayor que él…
¡Oh!, los tres éramos tan amigos; en verano íbamos a remar al lago, pero se
mudaron a Frankfurt. O ahí tiene los actores…, una gente tan buena, tan
alegre… y las aventuras con ellos son tan kameradschaftlich[3], no se
abalanzan sobre una así en seguida, en seguida, en seguida…
Entretanto Kostya se decía; ya conocemos a todos esos padres y
directores. Lo está inventando todo. Muy atractiva, sin embargo. Senos como
un par de cerditos, finas caderas. Le gusta empinar el codo, según parece.
Pediremos un poco de cerveza al vagón restaurante.
—Bueno, algún tiempo después tuve un golpe de suerte, gané montones
de dinero. Tenía cuatro casas de pisos en Berlín. Pero el hombre en quien
confiaba, mi amigo, mi socio, me engañó… ¡Qué penosos recuerdos! Perdí
una fortuna, pero no mi optimismo, y ahora, otra vez, gracias a Dios, pese a
la depresión… A propósito, señora, permita que le muestre una cosa.
La maleta con las ostentosas etiquetas contenía (entre otros artículos de
mal gusto), muestras de un espejito de bolsillo muy a la moda, pequeños
objetos ni redondos ni cuadrados, sino de forma Phantasie, de mariposa o de
margarita o de corazón, pongamos por caso. Entretanto llegó la cerveza. Ella
examinó los espejitos y miró su imagen reflejada; y destellos de luz se
proyectaron por el departamento. Se tragó la cerveza como un soldado de
caballería y luego se secó la espuma de los labios rojo anaranjado con el
dorso de la mano. Kostya volvió a guardar cuidadosamente las muestras en la
maleta y la dejó otra vez en la rejilla. De acuerdo, empecemos.
—¿Sabe una cosa…? No hago más que mirarla e imaginar que nos
conocimos en cierta ocasión, hace años. Se parece usted absurdamente a una
muchacha —murió de tisis— a quien amaba tanto que estuve a punto de
pegarme un tiro por ella. Sí, los rusos somos unos excéntricos sentimentales,
pero, créame, sabemos amar con la pasión de un Rasputin y la ingenuidad de
un niño. Usted está sola y yo estoy solo. Usted es libre y yo soy libre. ¿Quién
puede impedirnos pasar varias horas agradables en un recogido nido de
amor?
Su silencio era seductor. Él abandonó su asiento y se sentó a su lado. La
miró de soslayo, e hizo girar los ojos, y entrechocó las rodillas, y se frotó las
manos, mientras contemplaba su perfil.
—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó ella.
Kostenka se lo dijo.
—Pues yo regreso a…
Citó el nombre de una ciudad famosa por su producción de quesos.
—De acuerdo, la acompañaré y mañana ya continuaré mi viaje. Aunque
no me atrevo a vaticinar nada, señora, tengo muchos motivos para pensar que
ni usted ni yo lo lamentaremos.
La sonrisa, la ceja.
—Ni siquiera sabe aún mi nombre.
—¿Y quién quiere saberlo, quién quiere saberlo? ¿Para qué sirve un
nombre?
—Éste es el mío —dijo ella, y le ofreció una tarjeta de visita: Sonja
Bergman.
—Pues yo soy sólo Kostya. Kostya, y nada más. Llámeme Kostya, ¿de
acuerdo?
¡Una mujer encantadora! ¡Una mujer nerviosa, sutil, interesante!
Llegaremos dentro de media hora. ¡Viva la Vida, la Felicidad, la Salud
pletórica! Una larga noche de placeres de doble filo. ¡Vea nuestra colección
completa de caricias! ¡Hércules amoroso!
La persona a quien apodamos el insociable regresó del comedor y
tuvieron que interrumpir el flirteo. Ella sacó varias fotografías de su bolsa y
procedió a enseñárselas:
—Esta chica es sólo una amiga. Mire este chico, es muy cariñoso, su
hermano trabaja en la radio. En ésta salí extraordinariamente. Esa es mi
pierna. Y aquí… ¿Reconoce a esta persona? Me había puesto gafas y un
sombrero hongo… ¿Gracioso, verdad?
Estamos a punto de llegar. El pequeño cojín fue devuelto con muchas
gracias. Kostya lo desinfló y lo guardó en la maleta. El tren comenzó a frenar.
—Bueno, hasta luego —dijo la dama.
Enérgica y jovialmente él bajó las dos maletas, la de ella, pequeña, de
fibra, y la propia, de fabricación más noble. Tres polvorientos rayos de sol
penetraban por el techo acristalado de la estación. El soñoliento insociable y
los nomeolvides olvidados prosiguieron su camino.
—Está completamente loco —dijo ella con una carcajada.
Antes de dejar su maleta en la consigna, Kostya retiró de ella un par de
zapatillas planas plegables. En la parada de taxis quedaba todavía un coche.
—¿Adonde vamos? —preguntó ella—. ¿A un restaurante?
—Prepararemos algo de comer en su casa —dijo Kostya terriblemente
impaciente—. Será mucho más íntimo. Suba. Es preferible así. Espero que
pueda cambiarme cincuenta marcos. Sólo tengo billetes grandes. No, espere
un segundo, aquí tengo algo de cambio. Vamos, vamos, dele las señas.
El interior del taxi olía a petróleo. No debemos estropear la diversión con
el pequeño entremés de unos contactos osculatorios. ¿Llegaremos pronto?
¡Qué ciudad más espantosa! ¿Pronto? El deseo se hace intolerable. Esa
erección que me conozco. ¡Ah!, hemos llegado.
El taxi se detuvo frente a una vieja casona, negra como el carbón con las
persianas verdes. Subieron al cuarto piso y ella se detuvo y dijo:
—¿Y si hubiera alguna persona dentro? ¿Cómo sabe que le dejaré entrar?
¿Qué es eso que tiene en el labio?
—Una llaga producida por el frío —respondió Kostya—, sólo una llaga
producida por el frío. Dese prisa. Abra. Olvidémonos del mundo y sus
preocupaciones. Rápido. Abra.
Entraron. Un vestíbulo con un gran ropero, una cocina y un pequeño
dormitorio.
—No, por favor, espere. Tengo hambre. Cenaremos primero. Deme ese
billete de cincuenta marcos; aprovecharé la oportunidad para cambiárselo.
—De acuerdo, pero dese prisa, por el amor de Dios —dijo Kostya,
hurgando en su cartera—. No tiene que cambiar nada, aquí tengo un bonito
billete de diez.
—¿Qué quiere que compre?
—Lo que usted prefiera. Sólo le ruego que se apresure.
Ella salió. Le encerró bajo dos llaves. No quería correr ningún riesgo.
Pero ¿qué botín podría hallar uno allí? Nada. En medio del suelo de la cocina
yacía boca arriba una cucaracha muerta con las oscuras patas en el aire. El
dormitorio contenía una silla y una cama de madera cubierta de encaje.
Encima, la fotografía de un hombre de gruesos carrillos y cabello ondulado
clavada sobre la sucia pared. Kostya se sentó en la silla y en un instante se
cambió los zapatos de calle rojo caoba por las zapatillas de tafilete. Luego se
quitó la chaqueta, se desabrochó los tirantes de color lila y se deshizo del
cuello almidonado. No había lavabo, de modo que utilizó a toda prisa la pila
de la cocina, luego se lavó las manos y examinó su labio. Sonó el timbre.
Se acercó rápidamente a la puerta de puntillas y aplicó el ojo a la mirilla,
pero no pudo ver nada. La persona que se hallaba al otro lado de la puerta
llamó de nuevo, Kostya oyó golpear el aro de cobre. No importa… No
podríamos dejarle entrar aunque quisiéramos.
—¿Quién es? —preguntó Kostya con voz insinuante a través de la puerta.
Una voz cascada inquirió:
—Por favor, ¿ha regresado Frau Bergman?
—Todavía no —respondió Kostya—. ¿Por qué?
—Una desgracia —dijo la voz, e hizo una pausa.
Kostya esperó. La voz continuó:
—¿No sabe usted cuándo regresará a la ciudad? Me han dicho que la
esperaban hoy. ¿Usted debe de ser Herr Seidler, no?
—¿Qué ha ocurrido? Le daré el recado.
Se oyó carraspear y la voz dijo como si hablara por teléfono:
—Aquí, Franz Loschmidt. Ella no me conoce, pero dígale por favor…
Otra pausa y una pregunta vacilante:
—¿No podría dejarme entrar?
—No tiene importancia, no tiene importancia —dijo impaciente Kostya
—, yo se lo diré todo.
—Su padre se está muriendo, no pasará de esta noche. Tuvo un ataque al
corazón en la tienda. Dígale que venga en seguida. ¿Cuándo cree que
regresará?
—Pronto —respondió Kostya—, pronto. Se lo diré. Hasta luego.
Tras una serie de crujidos cada vez más lejanos se hizo el silencio en la
escalera. Kostya se acercó a la ventana. Un joven desgarbado, aprendiz de la
muerte, luciendo un impermeable, sin sombrero, con una cabecita rapada de
color azul de humo, cruzó la calle y desapareció al doblar la esquina.
Momentos más tarde, procedente de otra dirección, apareció la dama con una
bolsa de red bien repleta.
La cerradura superior de la puerta dio un chasquido, luego la imitó la de
abajo.
—¡Huf! —dijo ella al entrar—. ¡He comprado un verdadero cargamento
de cosas!
—Luego, luego —exclamó Kostya—, comeremos luego. Al dormitorio,
pronto. Olvide esos paquetes, se lo ruego.
—Quiero comer —replicó ella en un largo tono sostenido.
Apartó bruscamente su mano y se fue a la cocina. Kostya la siguió.
—Rosbif —dijo ella—. Pan blanco. Mantequilla. Nuestro famoso queso.
Café. Un cuartillo de coñac. Dios santo, ¿no puede esperar un poco?
Suélteme, es indecente.
No obstante, Kostya la empujó contra la mesa, ella se echó a reír sin
poder remediarlo, se le enganchaban las uñas en el tejido de seda verde de sus
bragas, y todo resultó muy poco eficaz, incómodo y prematuro.
—¡Puf! —exclamó ella con una sonrisa.
No, no merecía tanto esfuerzo. Le agradezco sinceramente la invitación.
He desperdiciado mi energía. Ya no estoy en la flor de la juventud. Más bien
repulsivo. Su nariz sudorosa, su boca marchita. Podría haberse lavado las
manos antes de manosear la comida. ¿Qué es eso que tiene en el labio? ¡Qué
desvergüenza! Todavía está por ver quién le contagia qué a quién ¿sabe? En
fin, no tiene remedio.
—¿Me ha comprado el puro? —preguntó.
Ella estaba ocupada sacando cuchillos y tenedores de la alacena y no le
oyó.
—¿Qué me dices de ese puro? —repitió él.
—¡Oh, lo siento! No sabía que fumase. ¿Quiere que baje a buscarlo uno?
—No se moleste, yo mismo iré —replicó malhumorado, y pasó al
dormitorio, donde se puso los zapatos y el abrigo. A través de la puerta
abierta, pudo verla evolucionar sin gracia, poniendo la mesa.
—El estanco está a la vuelta de la esquina —canturreó y, después de
seleccionar un plato, comenzó a distribuir con cariño las frías y sonrosadas
rodajas del rosbif que hacía tanto tiempo que no había podido comprarse.
—Traeré de paso un pastel —dijo Konstantin, y salió. «Un pastel, y nata
batida, y un trozo de piña, y chocolates rellenos de coñac», añadió
mentalmente.
Ya en la calle, levantó la vista buscando su ventana (¿la de los cactus o la
contigua?), luego dobló a la derecha, dio un rodeo por detrás de un camión de
mudanzas, estuvo a punto de chocar con la rueda delantera de un ciclista y le
amenazó con el puño. Más allá, había un pequeño jardín público y una
especie de Herzog de piedra. Dobló otra esquina y al fondo de la calle,
recortándose contra una nube de tormenta e iluminada por una llamativa
puesta de sol, divisó la torre de ladrillos de la iglesia, junto a la cual
recordaba haber pasado en el taxi. Desde allí hasta la estación había sólo un
paso. Dentro de un cuarto de hora podría coger un tren que siguiera su ruta.
En ese aspecto, al menos, había estado de suerte. Gastos: consigna, 30
pfennigs, taxi, 1,40, ella, 10 marcos (habría bastado con 5). ¿Qué más? Sí, la
cerveza, 55 pfennigs con la propina. En total: 12 marcos con 25 pfennigs.
Una idiotez. En cuanto a las malas noticias, sin duda las recibiría más pronto
o más tarde. Le he ahorrado varios tristes minutos junto a un lecho de muerte.
Sin embargo, ¿tal vez debiera enviarle un mensaje desde aquí? Pero he
olvidado el número de la casa. No, ahora lo recuerdo: el 27. De todos modos,
puede suponerse que lo he olvidado… Nadie está obligado a tener tan buena
memoria. Me imagino perfectamente el alboroto que se habría armado si se lo
hubiese dicho en el acto… La vieja zorra. No, sólo nos gustan las rubitas…
Recuérdalo de una vez por todas.
El tren estaba atestado, el calor era sofocante. Nos sentimos incómodos,
pero no sabemos exactamente si tenemos hambre o sueño. Pero en cuanto
hayamos comido y dormido, la vida recuperará sus colores, y los
instrumentos americanos tocarán en el alegre café que nos describió nuestro
amigo Lange. Y luego, algún tiempo más tarde, moriremos.
ÚLTIMA THULE

El invierno de 1939-1940 fue la última estación en que escribí prosa en ruso. En primavera,
salí rumbo a América, donde pasaría veinte años seguidos escribiendo todas mis novelas en inglés.
Entre las obras de esos últimos meses en París figuraba una novela que no llegué a terminar antes
de mi partida y que nunca reanudé. A excepción de dos capítulos y algunas notas, terminé por
destruir el texto inacabado. El capitulo I, titulado «Ultima Thule», se publicó en 1942 (Novyy
Zhurnal. I. Nueva York). Le había precedido la publicación del capítulo 2, «Solus Rex», a
principios de 1940 (Sovremennyya Zapiski. LXX. París). La presente traducción, realizada por mi
hijo en febrero de 1971, con mi colaboración, es escrupulosamente fiel al texto original, incluida la
restauración de una escena que en Sovremennyya Zapiski aparecía señalada con puntos
suspensivos.
Tal vez si hubiera concluido mi libro, los lectores no se habrían quedado con la duda sobre
unas cuantas cosas: ¿era Falter un impostor? ¿Era un verdadero vidente? ¿Era un médium de quien
se servía quizá la mujer muerta del narrador para transmitir los borrosos contornos de una frase
que su marido reconoció o no reconoció? Sea como fuere, hay algo que queda bastante claro. A
medida que el viudo va creando un país imaginario (que al principio sólo es una distracción para
olvidar su dolor, pero luego se convierte en una obsesión artística con vida propia), Thule le
absorbe hasta tal punto que comienza a adquirir una realidad propia. En el capitulo I, Sineusov
menciona que piensa trasladarse de la Riviera a su antiguo apartamento de París; en realidad, se
muda a un tenebroso palacio en una remota isla del norte. Su arte le ayuda a resucitar a su esposa
bajo la figura de la reina Belinda, un acto patético que no le permite triunfar sobre la muerte ni
siquiera en el mundo de la libre fantasía. En el capítulo tres ella debía morir otra vez, asesinada
por una bomba destinada a su marido sobre el nuevo puente del Egel, pocos minutos antes de
regresar a la Riviera. Ésto es aproximadamente todo lo que he logrado recuperar entre el polvo y
los escombros de mis viejas fantasías.
Unas palabras sobre K.[4] Los traductores tuvieron algunas dificultades con esa designación,
pues la palabra rusa para decir «rey», korol, se abrevia «Kr» en el sentido en que aquí se emplea,
sentido que sólo puede darse con una «K» en inglés. Para decirlo claramente, mi «K» designa una
pieza de ajedrez (chessman), no un checo. En cuanto al título del fragmento, permítanme que cite
a Blackburne (Terms & Themes of Chess Problems, Londres, 1907): «Si el rey es la única pieza
negra sobre el tablero, el problema entra dentro de la variedad Solus Rex».
El príncipe Adulf, cuyo aspecto físico por el motivo que fuese imaginé semejante al de S. P.
Diaghilev (1872-1929), continúa siendo uno de mis personajes favoritos en el museo particular de
personajes de trapo disecados que todo escritor agradecido conserva en algún rincón de su casa.
No recuerdo los detalles de la muerte del pobre Adulf, excepto que era eliminado de alguna forma
horrible, chapucera, por Sien y sus compañeros, exactamente cinco años antes de la inauguración
del puente sobre el Egel.
Los freudianos ya se han extinguido, según creo, de modo que no será necesario advertirles
que se abstengan de tocar mis círculos con sus símbolos. El buen lector, por su parte, sin duda
sabrá vislumbrar uno que otro eco inglés de esta última novela rusa mía en Bend Sinister (1947) y,
sobre todo, en Pale Fire (1962); estos ecos me resultan un poco molestos pero lo que de verdad
me hace lamentar no haberla terminado es que prometía diferir radicalmente, por la calidad de su
colorido, por la amplitud de su estilo, por algo indefinible en sus poderosas corrientes
subterráneas, de todas mis otras obras en ruso. La presente traducción de «Ultima Thule» se
publicó en The New Yorker.

¿Recuerdas aquel día en que tú y yo estábamos comiendo (compartiendo


el alimento) un par de años antes de tu muerte? Suponiendo, desde luego, que
la memoria pueda vivir sin su tocado… Imaginemos —es sólo una idea
«aproposicional»— un manual totalmente nuevo de modelos epistolares. A
una dama que ha perdido su mano derecha: beso su elipsis. A un difunto:
Respectrosamente suyo. Pero basta de esas aborregadas viñetas. Si tú no lo
recuerdas, yo lo recordaré por ti: el recuerdo de ti puede pasar,
gramaticalmente hablando al menos, por tu recuerdo, y estoy totalmente
dispuesto a reconocer en aras de una frase ornamentada que si, después de tu
muerte, aún subsistimos yo y el mundo, sólo se debe a que tú recuerdas el
mundo y a mí. Me dirijo a ti ahora por el siguiente motivo. Me dirijo a ti
ahora por la siguiente ocasión. Me dirijo a ti ahora simplemente para hablarte
de Falter. ¡Vaya destino! ¡Vaya misterio! ¡Vaya escritura! Cuando me canse
de intentar convencerme a mí mismo de que era un pobre de espíritu o un
kvak (como solías rusificar tú el sinónimo inglés de «charlatán»[5]), se me
aparece como una persona que… que, por haber sobrevivido a la bomba de la
verdad que explotó dentro de él…, ¡se convirtió en un dios! Cuán mezquinos
resultan a su lado todos los videntes pasados: el polvo que levanta el rebaño
al ponerse el sol, el sueño dentro de un sueño (cuando sueñas que te has
despertado), los alumnos destacados de este instituto del saber nuestro
herméticamente cerrado a los extraños; porque Falter se sitúa fuera de
nuestro mundo, en la auténtica realidad. ¡La realidad…! Esa es la garganta de
paloma buchona de la serpiente que me fascina. ¿Recuerdas aquella ocasión
en que almorzamos en el hotel que administraba Falter cerca de la frondosa
frontera italiana, con sus múltiples terrazas donde las wisterias exaltan
infinitamente el asfalto, y el aire huele a caucho y a paraíso? Entonces Adam
Falter todavía era uno de los nuestros y, si bien nada en él presagiaba…,
¿cómo lo llamaré…? Digamos, sus dotes de profeta…, sin embargo, toda su
fuerte complexión (la coordinación como de carambola de sus movimientos
corporales, como si tuviera rodamientos de bolas en lugar de cartílagos, su
precisión, su altanería aquilina) explican ahora, retrospectivamente, por qué
sobrevivió al impacto: la figura original era lo suficientemente grande para
poder soportar esa substracción.
¡Oh, mi amor! ¡Cómo sonríe tu presencia desde esa fabulosa bahía!… ¡Y
nunca más…! Me muerdo los nudillos para que no comiencen a sacudirme
los sollozos, pero es imposible contenerlos; me deslizo pendiente abajo con
los frenos puestos, emitiendo sonidos de «uuh» «buuuh», y todo es un
disparate físico tan humillante: el calor centelleante, la sensación de sofoco,
el pañuelo sucio, los bostezos convulsivos alternando con las lágrimas…
Simplemente no puedo, no puedo vivir sin ti. Me sueno la nariz, trago, y
vuelta a empezar, intentando persuadir a la silla a la que me aferro, a la mesa
que aporreo, de que no puedo hacer «buuh» sin ti. ¿Es que puedes oírme?
Esto está sacado de un cuestionario trivial que los espectros no contestan,
pero con qué agrado responden por ellos nuestros compañeros de celda de la
muerte. «¡Yo lo sé!» (señalando al cielo al azar). «¡Te lo diré con mucho
gusto! Tu querida cabeza, el hueco en tu sien, el nomeolvides gris de un ojo
entrecerrado ante un beso incipiente, la plácida expresión de tus orejas
cuando te levantabas el pelo… ¿Cómo aceptar tu desaparición, este hoyo
abierto por el que va deslizándose todo… toda mi vida, gravilla húmeda,
objetos y hábitos…? ¿Y qué vallas sepulcrales pueden impedir que me arroje
con silencioso deleite en este abismo? Vértigo del alma. Recuerda cómo,
inmediatamente después de morir tú, salí corriendo del sanatorio, no
andando, sino como pateando e incluso bailando de dolor (pues la vida se
había quedado aprisionada en la puerta, como un dedo), solo sobre esa
sinuosa carretera que serpenteaba entre los pinos exageradamente escamosos
y los escudos llenos de pinchos de los agaves, en un mundo de verde
armadura que encogía calladamente los pies para no contagiarse de mi
enfermedad. ¡Ah, sí…» Todo a mi alrededor permanecía cauteloso,
atentamente silente y, sólo cuando yo miraba algo, ese algo sufría un
sobresalto y comenzaba a moverse, a crujir o a zumbar ostentosamente,
fingiendo no haberme visto. «Naturaleza indiferente», dice Pushkin.
¡Patrañas! Un continuo esquivar sería una descripción más exacta.
¡Qué vergüenza, sin embargo! Eras tan preciosa… Y, aferrado a ti desde
dentro por un pequeño botón, nuestro hijo se fue contigo. Pero, mi pobre
señor, uno no le hace un hijo a una mujer aquejada de tuberculosis de la
garganta. Traducción involuntaria del francés a la lengua de ultratumba.
Falleciste en tu sexto mes y te llevaste las doce semanas restantes contigo, sin
saldar plenamente tu deuda, por así decirlo. Deseaba tanto que ella me diera
un hijo, comunicó el viudo de nariz colorada a las paredes. Êtes-vous tout à
fait certain, docteur, que la science ne connaît pas de ces cas exceptionnels
où l’enfant naît dans la tombe? Y el sueño que tuve: aquel médico aliáceo
(que al mismo tiempo era Falter…, ¿o era Alexander Vasilievich?)
respondiendo con excepcional presteza que sí, que desde luego ocurría a
veces y que esos niños (esto es, los nacidos postumamente) se conocían con
el nombre de cadaverinos.
En cuanto a ti, ni una sola vez desde tu muerte has aparecido en mis
sueños. Tal vez las autoridades te interceptan o tú misma evitas entrevistarle
conmigo en la cárcel. Al principio, vil ignorante que era, temía —
supersticiosa, humillantemente— los pequeños crujidos que emite de noche
cualquier habitación, pero que ahora se reflejaban dentro de mí con destellos
aterradores, y mi cloqueante corazón emprendía la carrera con las alas
extendidas. No obstante, era peor aún la espera durante la noche, cuando
yacía acostado en la cama, intentando no pensar que tal vez me respondieses
de pronto con un golpecito si pensaba en ello, con lo cual no hacía más que
complicar la serie de paréntesis mentales, que poner guiones entre corchetes
(pensar en procurar no pensar), y el temor que éstos encerraban crecía y
crecía. ¡Oh, qué terrible fue el seco golpeteo de la uña fantasmal dentro del
tablero de la mesa y qué poco se parecía, naturalmente, a la entonación de tu
alma, de tu vida! ¡Un espíritu vulgar con trucos de pájaro carpintero, un
humorista desencarnado, un fresco empedernido aprovechándose de mi dolor
desnudo! En cambio, a la luz del día nada temía y te desafiaba a manifestar tu
receptividad de cualquier forma que prefirieras, mientras permanecía sentado
sobre los guijarros de la playa donde antaño se habían extendido tus doradas
piernas; y, como antes, llegaba una ola, perdido ya el aliento, pero, al no tener
nada que comunicar, se dispersaba con salmodias apologéticas. Guijarros
como huevos de cuco, un trozo de teja en forma de gatillo de pistola, un
fragmento de vidrio color topacio, algo muy seco que recordaba una cuerda
de líber, mis lágrimas, una cuenta microscópica, un paquete de cigarrillos
vacío con un marino de barba amarilla en el centro de un salvavidas, una
piedra como el pie de un pompeyano, el huesecillo de alguna criatura o una
espátula, una lata de petróleo, un destello de cristal rojo granate, una cáscara
de nuez, un oxidado e indescriptible objeto sin relación con nada, un trocito
de porcelana los fragmentos que encajaban en el cual debían existir
inevitablemente en alguna parte… E imaginé un tormento eterno, un trabajo
de forzado, que sería el mejor castigo para aquellos que, como yo, habían
dejado correr demasiado sus pensamientos en vida, a saber, buscar y reunir
todas las partes hasta recrear esa salsera o esa sopera…, vagabundeos con la
espalda encorvada a lo largo de salvajes costas brumosas. Y, a fin de cuentas,
si uno tiene una suerte extrema, tal vez consiga restaurar la pieza de vajilla la
primera mañana en vez de la trillonésima… y ése es el elemento más
atormentador de la suerte, de la Rueda de la Fortuna, del buen número de la
lotería, sin el cual un alma determinada podría verse denegada la felicidad
eterna más allá de la tumba.
En estos tempranos días de primavera la estrecha franja de guijarros está
abandonada y sin adornos, pero arriba, por el paseo, pasan algunos
viandantes, y tal o cual persona debe de haberse dicho sin duda al observar
mis omoplatos: «Ahí está Sineusov, el artista… Perdió a su mujer el otro
día». Y si alguien no me hubiera identificado efectivamente desde la acera,
probablemente habría permanecido así sentado para siempre, hurgando entre
los pecios disecados, contemplando el deslizarse de la espuma, observando la
falsa ternura de las nubecillas alargadas en serie a lo largo de todo el
horizonte y las manchas de calor, oscuras como el vino, en el helado azul
verdoso del mar.
Pero (mientras me debato entre los jirones de seda de la frase) volvamos a
Falter. Como has recordado ya, fuimos allí una vez, un día tórrido, trepando
como dos hormigas por el lazo de una cesta de flores, porque yo tenía la
curiosidad de ver cómo estaba mi antiguo tutor (cuyas lecciones se limitaban
a ingeniosas polémicas con los compiladores de mis manuales), un hombre
de aspecto flexible, bien acicalado, con una larga nariz blanca y una raya
lustrosa dividiéndole el pelo; y fue siguiendo esta línea recta como llegó más
tarde al éxito empresarial, mientras su padre, llya Falter, sólo era primer chef
en Ménard’s, en San Petersburgo, il y a pauvre llya trocándose en povar, que
significa «cocinero» en ruso. ¡Angel mío, oh, ángel mío! Tal vez toda nuestra
existencia terrena no sea ahora más que una broma para ti, o una rima
grotesca, algo así como «dental» y «transcendental» (¿te acuerdas?), y el
verdadero sentido de la realidad, de ese penetrante término, purgado de todas
nuestras extrañas, soñadoras, carnavalescas interpretaciones, te suene ahora
tan puro y tan dulce, ángel mío, que te divierte que pudiéramos tomarnos en
serio el sueño (aunque tú y yo llegamos a entrever por qué todo se
desintegraba al primer contacto furtivo —las palabras, las convenciones de la
vida cotidiana, los sistemas, las personas—, de modo que, ya sabes, yo pienso
que la risa es un pequeño remedio casual de la verdad perdida en nuestro
mundo).
Iba a verle ahora tras un intervalo de veinte años. Y cómo acerté cuando,
al acercarme al hotel, interpreté todos sus ornamentos clásicos —el cedro del
Líbano, los eucaliptos, el plátano, la pista de tenis de tierra rojiza, el
aparcamiento al otro lado del césped— como un ceremonial de destino
afortunado, como un símbolo de las correcciones que exigía ahora la anterior
imagen de Falter… Durante nuestros años de separación (muy poco dolorosa
para ambos) había pasado de ser un pobre y delgaducho estudiante con
animados ojos negros como la noche y una hermosa escritura, fuerte,
siniestra, a convertirse en un digno caballero, más bien corpulento, aunque no
había disminuido la vivacidad de su mirada ni la belleza de sus grandes
manos… Sólo que jamás le habría reconocido de espaldas, pues, en lugar del
espeso cabello liso y la nuca rasurada, ahora había un nimbo de negra pelusa
en torno a un espacio calvo, tostado por el sol, que parecía una tonsura. Con
su camisa de seda, color de nabo hervido, su corbata de cuadros, sus anchos
pantalones gris perla y sus zapatos multicolores, me produjo la impresión de
haberse vestido para un baile de disfraces; pero su larga nariz era la de
siempre, y con ella captó infaliblemente el leve aroma del pasado cuando me
acerqué, le palmeé la musculosa espalda y le planteé mi acertijo. Tú
permanecías de pie a cierta distancia, con los tobillos desnudos muy juntos
sobre tus altos tacones azul cobalto, examinando con contenido pero
malévolo interés los muebles del enorme salón, vacío a esa hora: la piel de
hipopótamo de los sillones, la austera barra, las revistas inglesas sobre el
vidrio de la mesa, los frescos, de estudiada simplicidad, que representaban
bronceadas muchachas de senos escasos contra un fondo dorado, una de las
cuales, con mechones paralelos de estilizados cabellos cayéndole sobre la
mejilla, había hincado una rodilla en el suelo por un motivo ignorado.
¿Habríamos podido concebir que el amo de todo ese esplendor dejaría de
verlo algún día? Angel mío… Entretanto, estrechando mis manos entre las
suyas, oprimiéndolas, pellizcándose el entrecejo y fijando en mí sus oscuros
ojos entornados, observaba esa pausa que deja la vida en suspenso y que
observan todos los que se disponen a estornudar, pero no acaban de estar
seguros de conseguirlo… Pero lo consiguió, el pasado surgió a la luz y
pronunció sonoramente mi apodo. Besó tu mano sin inclinar la cabeza y
luego, con un benévolo alboroto, a todas luces satisfecho de que yo, una
persona que había conocido tiempos mejores, le encontrara ahora en plena
gloria de la vida que él mismo se había creado gracias a su voluntad
escultórica nos hizo sentar en la terraza, pidió aperitivos y un almuerzo, nos
presentó a su cuñado, el Sr. L., un hombre culto con un formal traje oscuro,
que contrastaba curiosamente con la exótica afectación de Falter. Bebimos,
comimos, hablamos del pasado como de alguien gravemente enfermo, yo
conseguí dejar en equilibrio el cuchillo sobre el mango de un tenedor, tú
acariciaste al maravilloso e inquieto perro, que temía a su amo y, tras un
minuto de silencio, que Falter interrumpió de pronto con un nítido «Sí»,
como si emitiera un diagnóstico, nos separamos con mutuas promesas que ni
él ni yo teníamos la menor intención de cumplir.
No viste nada extraordinario en él, ¿verdad? Y ciertamente…, el tipo se
ha repetido hasta la saciedad: durante toda una monótona juventud, dio clases
para mantener a su padre alcohólico, y luego, lenta, obstinada,
impetuosamente, alcanzó la prosperidad; en efecto, además del hotel, no
demasiado rentable, poseía florecientes intereses en el ramo vinícola. Pero,
como pude comprender más tarde, te equivocaste al decir que todo resultaba
un poco aburrido y que los individuos como él, enérgicos, triunfadores,
apestan siempre a sudor. En realidad, ahora siento una loca envidia de la
característica básica del primer Falter: la precisión y la fuerza de su
«sustancia volitiva», como la definió el pobre Adolf —¿recuerdas?— en un
contexto muy distinto. Ya estuviera sentado en una trinchera o en un
despacho, ya corriera para atrapar un tren o se levantara una oscura
madrugada en un cuarto sin calefacción, ya estuviera organizando contactos
comerciales o persiguiendo a alguien con intenciones amistosas u hostiles,
Adam Falter no sólo permanecía siempre en plena posesión de sus facultades
mentales, no sólo vivía cada instante amartillado como una pistola, sino que
siempre tenía la certeza de alcanzar indefectiblemente el objetivo de aquel
día, y el del día siguiente, y toda la progresión gradual de sus objetivos,
trabajando al mismo tiempo con economía, pues no apuntaba alto y conocía
exactamente sus limitaciones. El mayor servicio que se hacía a sí mismo era
menospreciar deliberadamente sus talentos y capitalizar lo ordinario, lo
corriente; pues estaba dotado de extrañas cualidades, misteriosamente
fascinantes, que otra persona menos circunspecta tal vez podría haber
intentado aprovechar para fines prácticos. Posiblemente sólo muy al principio
de su vida perdió alguna vez el control, salpicando la monótona instrucción
de un colegial en una monótona materia con manifestaciones desusadamente
elegantes de su mente matemática, que dejaban un cierto temblor de poesía
flotando en el ambiente de mi sala de clases cuando él se marchaba corriendo
a dar su próxima lección. Pienso con envidia que, si yo tuviera los nervios tan
fuertes como él, el alma tan flexible, una fuerza de voluntad tan concentrada,
Falter me habría comunicado ahora la esencia del descubrimiento
superhumano que había realizado recientemente…, es decir, no habría temido
que la información me aplastase; yo, por otra parte, habría tenido la
constancia suficiente para obligarle a contármelo todo hasta el fin.
Una voz un poco ronca me llamó discretamente desde el paseo, pero,
habiendo transcurrido más de un año desde nuestro almuerzo con Falter, de
momento no reconocí a su humilde cuñado en la persona que ahora
proyectaba una sombra sobre mis piedras. Por mecánica cortesía fui a
reunirme con él en la acera, y él me expresó sus más profundos etcétera. Se
había alojado casualmente en mi pension[6], dijo, y aquella buena gente no
sólo le había informado de tu muerte, sino que también le había señalado
desde lejos mi figura sobre la playa desierta, una figura que se había
convertido en una especie de curiosidad local (por un instante me avergonzó
pensar que la espalda curvada de mi dolor pudiera verse desde todas las
terrazas).
—Nos conocimos en casa de Adam Ilych —dijo, exhibiendo sus gastados
incisivos y situándose en el campo de mi débil consciencia.
A continuación debo de haberle preguntado algo sobre Falter.
—¡Oh! ¿Luego no se ha enterado? —dijo sorprendido el charlatán, y así
conocí toda la historia.
Sucedió que la primavera pasada Falter había acudido por cuestiones de
negocios a una ciudad de la Costa Azul particularmente conocida por su
producción de vinos y, como de costumbre, se hospedó en un tranquilo
hotelito, cuyo propietario le debía dinero desde hacía tiempo. Es preciso
imaginarse ese hotel, acurrucado en el emplumado sobaco de una colina
recubierta de mimosas, y el pequeño sendero, aún no totalmente construido,
con su media docena de minúsculas villas, con los aparatos de radio cantando
en el pequeño espacio humano comprendido entre la nube de estrellas y las
dormidas adelfas, mientras los grillos galvanizaban la noche con sus
estridencias en el terreno baldío bajo la ventana abierta de Falter en el tercer
piso. Tras una higiénica velada en un pequeño burdel del Boulevard de la
Mutualité, Falter regresó al hotel alrededor de las once, de excelente humor,
con la cabeza despejada y las ijadas ligeras, y subió de inmediato a su
habitación. La frente de la noche salpicada de estrellas; la expresión de
amable locura de ella; el enjambre de luces de la ciudad vieja; un entretenido
problema matemático sobre el cual se había estado escribiendo el año anterior
con un erudito sueco; el seco, dulce olor que parecía cernirse, sin esfuerzo ni
premeditación, entre los huecos de la penumbra; el sabor metafísico del vino,
bien comprado y bien vendido; las noticias, recién llegadas de un remoto país
sin atractivos, de la muerte de su hermanastra, cuya imagen se había
marchitado hacía tiempo en su memoria… Todo ello, imagino, flotaba por la
mente de Falter mientras ascendía por el camino, para subir luego a su
habitación; y si bien, tomadas por separado, ninguna de estas reflexiones e
impresiones era nada nuevo o desusado para ese hombre de nariz dura, no del
todo ordinario, pero superficial (pues, en la base de nuestra esencia humana,
nos dividimos en profesionales y aficionados; Falter, al igual que yo, era un
aficionado), tomadas en su totalidad constituían tal vez el medio más
favorable para el relámpago, el chispazo extraterreno, tan catastrófico como
ganar apostando a todo o nada, monstruosamente fortuito, en ningún modo
anticipado por la función normal de su razón, que le sobrevino aquella noche
en aquel hotel.
Había transcurrido una media hora desde su regreso cuando, bruscamente,
la modorra colectiva del pequeño edificio blanco, con sus mosquiteras apenas
ondulantes, como crespones, y sus flores en la pared, se… no, no se
interrumpió, se desgarró más bien, se partió, sacudida por sonidos que
quienes los oyeron no podrían olvidar jamás, mi amor…, aquellos sonidos,
aquellos terribles sonidos. No eran los chillidos porcinos de un mariquita que
presurosos villanos acabaran de despachar al otro mundo en una zanja, ni el
alarido de un soldado herido a quien un cirujano brutal acaba de quitar el
peso de una pierna monstruosa…, no, eran más horribles aún, muchísimo
más horribles… Y puestos a hacer comparaciones, como dijo más tarde el
hotelero, Monsieur Paon, dichos sonidos recordaban sobre todo los gritos
paroxísticos casi exultantes, de una mujer en la agonía de un parto
infinitamente doloroso…, pero una mujer con voz de hombre y un gigante en
el vientre. Se hacía difícil identificar la nota dominante en medio del
tormentoso registro de esa garganta humana, si era dolor, miedo, o la
trompeta que anuncia la locura, o bien, y esto es lo más probable, si
expresaba una sensación insondable, cuya misma impenetrabilidad infundía
al alarido que retumbaba en el cuarto de Falter una cualidad que despertaba
en los oyentes un deseo aterrorizado de pararlo de inmediato. Los recién
casados interrumpieron su faena en la cama vecina y desviaron los ojos en
líneas paralelas, conteniendo el aliento; el holandés que se alojaba debajo se
deslizó hasta el jardín, ocupado ya por el ama de llaves y el resplandor
blanquecino de ocho criadas (sólo dos, en realidad, multiplicadas por sus
rápidas idas y venidas). El encargado del hotel, quien, según propia versión,
había conservado toda su entereza, corrió arriba y comprobó que la puerta
tras la cual proseguía el huracán de aullidos, tan poderoso que parecía capaz
de derribar a una persona, estaba cerrada por dentro y no cedería ni a los
porrazos ni a las súplicas. Los rugidos de Falter, en la medida en que podía
suponerse que realmente era él quien rugía (su ventana abierta estaba a
oscuras, y los intolerables sonidos que salían del interior no llevaban la
impronta de ninguna personalidad definida), se propagaron mucho más allá
de los límites del hotel, y los vecinos se reunieron en la oscuridad
circundante, y un pillastre tenía cinco cartas en la mano, todas triunfos. A
esas alturas resultaba absolutamente incomprensible cómo podían resistir
tanta tensión las cuerdas vocales de cualquier persona. Según una versión,
Falter estuvo gritando al menos un cuarto de hora; según otra, probablemente
más exacta, sus gritos duraron cinco minutos seguidos. De pronto (mientras
el dueño intentaba decidirse entre derribar la puerta con un esfuerzo
colectivo, colocar una escalera por fuera, o llamar a la policía), los gritos, que
habían alcanzado los límites últimos de la agonía, del horror, de la sorpresa y
de ese otro algo totalmente indefinible, se trocaron en una amalgama de
gemidos y luego cesaron por completo. Se hizo un silencio tal que, al
principio, todos los presentes hablaban en susurros.
Cautelosamente, el patrón volvió a llamar a la puerta, y al otro lado
sonaron suspiros y vacilantes pisadas. Poco después se oyó a alguien
manipulando la cerradura, como si no supiera abrirla. Débiles, blandos
puñetazos sonaron desmayadamente desde dentro. Monsieur Paon hizo
entonces lo que en realidad podría haber hecho mucho antes: fue a buscar
otra llave y abrió la puerta.
—Quisiera un poco de luz —dijo blandamente Falter desde la penumbra.
Pensando por un instante que tal vez Falter había roto la lámpara en
medio de su ataque, el patrón tocó instintivamente, el interruptor. La luz se
encendió obedientemente, y Falter, parpadeando con enfermiza sorpresa,
apartó los ojos de la mano que había engendrado la luz para fijarlos en la
bombilla nuevamente llena, como si la viera por primera vez.
Toda su apariencia externa, había experimentado una extraña, repugnante
transformación: parecía como si le hubieran extraído el esqueleto. Su rostro
sudoroso y ahora un poco fláccido, con el labio colgante y los ojos
enrojecidos, expresaba no sólo una sorda fatiga, sino también alivio, un alivio
animal, como después de pasar por los dolores de parir un monstruo.
Desnudo hasta la cintura, cubierto sólo con los pantalones del pijama,
permanecía inmóvil con la cabeza gacha frotándose el dorso de una mano con
la palma de la otra. No dio ninguna respuesta a las naturales preguntas de
Monsieur Paon y los huéspedes del hotel; se limitó a hinchar los carrillos,
apartó a un lado a quienes le rodeaban salió al descansillo, y se puso a orinar
copiosamente en las mismas escaleras. Luego dio media vuelta, se tendió en
la cama y se quedó dormido.
Por la mañana, el administrador del hotel telefoneó a la Sra. L, la hermana
de Falter, para prevenirla de que su hermano había sufrido una crisis de
locura, y lo despacharon a su casa, embotado y semidormido. El médico de
cabecera sugirió que sólo había sido un leve ataque y recetó el
correspondiente tratamiento. Pero Falter no mejoró. Cierto que transcurrido
un cierto tiempo comenzó a deambular libremente, e incluso silbaba de vez
en cuando, y profería insultos en voz alta, y se apoderaba de alimentos que le
había prohibido el médico. Pero el cambio subsistía. Era como un hombre
que lo hubiera perdido todo: el respeto hacia la vida, todo interés por el
dinero y los negocios, los sentimientos habituales y tradicionales, los hábitos
cotidianos, los modales, absolutamente todo. Era arriesgado dejarle ir solo a
ninguna parte, pues, con una curiosidad totalmente superficial y pronto
olvidada, pero ofensiva para los demás, se dirigía al azar a cualquier
viandante para discutir el origen de la cicatriz que alguien tenía en la cara o
una afirmación no dirigida a él pescada al vuelo de una conversación entre
desconocidos. Cogía una naranja de cualquier puesto de frutas que encontrara
en su camino y se la comía sin pelar, respondiendo con una semisonrisa
indiferente a las imprecaciones de la vendedora que le había perseguido.
Cuando se cansaba o se hartaba de caminar, se sentaba a la turca, en la acera
y, por hacer algo, se dedicaba a intentar atrapar los tacones de las chicas con
la mano, como si fueran moscas. Una vez se apropió de varios sombreros,
cinco de fieltro y dos jipijapas, trabajosamente coleccionados en diversos
cafés, y hubo problemas con la policía.
Su caso llamó la atención de un conocido psiquiatra italiano, que
casualmente tenía un paciente en el hotel de Falter. Este doctor Bonomini, un
hombre más bien joven, se dedicaba a estudiar, como él mismo explicaba, «la
dinámica de la psique» e intentaba demostrar en sus obras, cuya popularidad
no se limitaba sólo a los círculos científicos que todos los desórdenes
psíquicos podían explicarse a partir de los recuerdos subliminares de
calamidades sufridas por los antepasados del paciente y que si, por ejemplo,
el individuo sufría de magalomanía, bastaba determinar cuál de sus
bisabuelos había sido un fracasado hambriento de poder y explicarle al
biznieto que el tal antepasado había hallado la paz eterna después de muerto
para lograr su completa curación, aunque, de hecho, en los casos complejos
se tenía que recurrir a una escenificación teatral, con trajes de la época, y
representar el fallecimiento específico del antecesor cuyo papel se asignaba al
paciente. Estos tableaux vivants se pusieron tan de moda que Bonomini se
vio obligado a explicar al público en letra impresa los peligros de una
escenificación no sometida a su control directo.
Después de interrogar a la hermana de Falter, Bonomini llegó a la
conclusión de que los Falter no sabían gran cosa sobre sus antepasados;
ciertamente, llya Falter había sido adicto a la bebida; pero toda vez que,
según la teoría de Bonomini, «la enfermedad del paciente refleja sólo el
pasado distante», del mismo modo, por ejemplo, que una epopeya popular
sólo «sublima» sucesos remotos, los detalles sobre Falter père de nada le
servían. No obstante, se ofreció a intentar ayudar al paciente, con la
esperanza de conseguir, a través de un hábil interrogatorio, que el propio
Falter le ofreciera la explicación de su malestar, tras lo cual podrían deducirse
sin problemas los antepasados necesarios. Que existía una explicación lo
confirmaba el hecho de que, cuando los más allegados a Falter lograban
penetrar su silencio, éste aludía sucintamente y quitándole importancia a algo
totalmente fuera de lo corriente, experimentado durante aquella enigmática
noche.
Un día Bonomini se encerró con Falter en la habitación de este último y,
como correspondía al conocedor de corazones humanos que era, con sus
gafas de concha y ese pañuelito en el bolsillo superior de la chaqueta, al
parecer consiguió sonsacarle una respuesta exhaustiva sobre la causa de sus
aullidos nocturnos. Probablemente, también el hipnotismo intervino en el
asunto, pues, durante la posterior investigación, Falter afirmó con insistencia
que había hablado contra su voluntad, y que estaba arrepentido. Sin embargo,
añadió que la cosa no tenía mayor importancia que más pronto o más tarde
hubiera hecho el experimento de todos modos, aunque ahora era seguro que
no volvería a repetirlo jamás. Fuera como fuere, el pobre autor de La épica de
la locura fue presa de la Medusa de Falter. Al ver que la íntima entrevista
entre médico y paciente parecía prolongarse de manera anormal, Eleonora L.,
la hermana de Falter, que había estado tejiendo un chal gris en la terraza y
que ya llevaba largo rato sin oír la débil voz de tenor del psiquiatra, animosa
o falsamente aduladora y que al principio había resultado más o menos
audible a través de la ventana entreabierta, induciendo al otro a relajarse,
entró en la habitación de su hermano y le encontró examinando con embotada
curiosidad los sanatorios alpinos representados en un folleto probablemente
traído por el doctor, el cual yacía despatarrado mitad sobre una silla y mitad
sobre la alfombra, exhibiendo una franja de ropa interior entre el pantalón y
el chaleco, con las cortas piernas muy abiertas y la pálida cara café con leche
caída hacia atrás, víctima de un ataque al corazón, como más tarde se
demostraría. Falter respondió de modo ausente y sucinto a las preguntas de la
policía que intervino oficiosamente en el asunto; pero al fin, y harto ya de
tanta molestia, señaló que, habiendo resuelto accidentalmente «el misterio del
universo», había cedido a una hábil exhortación y había compartido la
solución con su inquisitivo interlocutor, tras lo cual éste había muerto de
pasmo. Los periódicos locales recogieron el caso, lo adornaron
convenientemente, y la persona de Falter, bajo forma de sabio tibetano,
alimentó durante varios días las columnas de noticias no excesivamente
escrupulosas.
Pero, como ya sabes, yo no leía los periódicos en aquellos días: tú estabas
agonizando. Ahora, sin embargo, tras oír la historia de Falter en todo detalle,
experimenté cierto deseo muy poderoso y tal vez ligeramente avergonzado.
Tú lo comprendes, naturalmente. En el estado en que me hallaba, las
gentes sin imaginación —esto es, privadas de su sostén y actividad
inquisitiva— recurren a los anuncios de los hechiceros; a quirománticos con
turbantes de comedia, que combinan el oficio de la magia con un negocio de
matarratas o preservativos; a gordas adivinas de piel morena; pero, sobre
todo, a espiritistas que fingen una fuerza todavía no identificada,
confiriéndole los lechosos rasgos de los fantasmas y haciéndola manifestarse
a través de ridículos medios físicos. No obstante, poseo una cierta
imaginación y, por lo tanto, se me ofrecían dos posibilidades: la primera era
mi trabajo, mi arte, el consuelo de mi arte; la segunda consistía en dar el salto
y creer que una persona como Falter, más bien corriente a pesar de ejecutar
juegos de salón propios de una mente sagaz, e incluso un poco vulgar cuando
uno lo piensa, había llegado a descubrir, y lo había hecho de manera
concluyente, aquello que ningún vidente, ningún hechicero había logrado
jamás.
¿Mi arte? ¿Te acuerdas, no es verdad, de aquel extraño sueco o danés —o
islandés, me da lo mismo—, en cualquier caso aquel tipo delgado y rubio,
con un bronceado tirando a naranja y pestañas de caballo viejo, que se me
presentó como «un conocido escritor» y, a cambio de un precio que te alegró
(ya estabas postrada en cama y no podías hablar, pero me escribías graciosos
comentarios con tiza de colores sobre una pizarra…, por ejemplo, que lo que
más apreciabas en la vida eran «los versos, las flores y las divisas»), me
encargó una serie de ilustraciones para el poema épico Ultima Thule, que él
acababa de componer en su propia lengua? Como es lógico, no podía ni
pensar en familiarizarme plenamente con su manuscrito, pues sus
conocimientos de francés, lengua en la cual tenían lugar nuestros
atormentados diálogos, eran sobre todo de oídas y no le permitían traducirme
su imaginería. Sólo logré comprender que su héroe era un cierto rey nórdico,
infeliz y poco sociable; que su reino, situado entre las brumas marinas, en una
melancólica y remota isla, era víctima de un sinfín de intrigas políticas de uno
u otro tipo, asesinatos, insurrecciones, y que un caballo blanco que había
perdido a su jinete sobrevolaba un brumoso brezal… Mi primer ensayo en
blanc et noir le complació, y decidimos los temas de los demás dibujos. Al
ver que no se presentaba al cabo de una semana tal como había prometido,
llamé a su hotel y descubrí que había partido rumbo a América.
Te oculté la desaparición de mi empleador, pero no continué trabajando
en los dibujos; además, tú ya estabas tan enferma que no tenía ganas de
pensar en mi plumilla de oro y mis filigranas en tinta china. Pero, después de
tu muerte, cuando las madrugadas y las noches se hicieron especialmente
intolerables, con lastimera, febril ansiedad, la conciencia de la cual llenaba de
lágrimas mis propios ojos, proseguí el trabajo que sabía que nadie reclamaría,
y que por ese mismo motivo me parecía la tarea apropiada… Su carácter
espectral, intangible, la ausencia de una finalidad o recompensa me
trasladaban a un reino semejante a aquél en el cual existes para mí, mi meta
fantasmal, mi amor, una creación terrenal adorable, que ya nadie vendrá a
buscar; y puesto que todo se conjuraba para distraerme, para imponerme la
pintura de la temporalidad en vez del diseño gráfico de la eternidad,
atormentándome con tus huellas sobre la playa, con los guijarros de la playa,
con tu sombra azul sobre la playa detestablemente iluminada, decidí regresar
a nuestra casa de París y dedicarme en serio al trabajo «Última Thule», esa
isla nacida en el desolado mar gris de mi pesar por ti, me atraía ahora como el
hogar de mis menos expresables pensamientos.
Sin embargo, antes de abandonar la Riviera, tenía que ver a Falter como
fuera. Era el segundo solaz que me había inventado. Logré convencerme de
que, a fin de cuentas, no se trataba de un simple lunático, que él no sólo creía
en el descubrimiento que había hecho, sino que ese mismo descubrimiento
era el origen de su locura, y no a la inversa. Averigüé que se había mudado a
un apartamento próximo a mi pensión. Supe también que su salud flaqueaba;
que, al abandonarle, la llama de la vida había dejado su cuerpo sin vigilancia
y sin incentivo; que probablemente no tardaría en morir. Supe, por fin, y esto
era especialmente importante para mí, que en los últimos tiempos, y a pesar
de ir perdiendo las fuerzas, se había vuelto desusadamente comunicativo y
que se pasaba días seguidos agasajando a sus visitantes (y, por desgracia, un
cazador de curiosidades situado en otra categoría que yo había conseguido
llegar hasta él), con discursos en los que meditaba sobre los mecanismos del
pensamiento humano, discursos curiosamente intrincados que nada
descubrían, pero de un ritmo y una sugestividad casi socráticos. Me ofrecí a
visitarle, pero su cuñado me respondió que el pobre tipo disfrutaba con
cualquier diversión y sus fuerzas le permitían trasladarse perfectamente a mi
casa.
Y así llegaron…, es decir, el cuñado, con su inevitable y ajado traje
negro, su esposa Eleonora (una mujer alta, taciturna, cuya bien delineada
robustez recordaba la anterior figura de su hermano y que ahora actuaba
como una especie de lección viviente para él, un cuadro moralista adyacente)
y el propio Falter, cuyo aspecto me chocó, pese a que ya esperaba encontrarle
cambiado. ¿Cómo podría expresarlo? El señor L. dijo que era como si le
hubieran quitado los huesos; yo, por mi parte, tuve la impresión de que le
habían extraído el alma pero que, en compensación, su mente había
multiplicado su agudeza por diez. Con lo cual quiero decir que bastaba una
mirada para comprender que no debía esperarse de Falter ninguno de los
sentimientos humanos habituales en la vida cotidiana, que había perdido por
completo el arte de querer a nadie, de sentir piedad, aunque sólo fuera por sí
mismo, de experimentar ternura y, llegado el caso, compasión por el alma de
otro, de servir habitualmente lo mejor posible la causa del bien, aunque fuese
el que le dictaran sus propias pautas, del mismo modo que había perdido la
capacidad de estrechar la mano o de servirse de su pañuelo. Y, sin embargo,
no producía la impresión de estar loco… ¡Oh, no, todo lo contrario! En sus
facciones extrañamente hinchadas, en su desagradable y hastiada mirada,
incluso en sus pies planos, calzados no ya con elegantes zapatos tipo Oxford
sino con baratas alpargatas, se palpaba una fuerza concentrada, y esa fuerza
no se interesaba en absoluto por la flaccidez e inevitable decadencia de la
carne sometida a su asqueado control.
Su actitud frente a mí no fue ya la de nuestro último y breve encuentro,
sino la que yo recordaba de los tiempos de nuestra juventud, cuando acudía a
darme clases. Sin duda era perfectamente consciente de que, desde el punto
de vista, había transcurrido un cuarto de siglo desde aquellos tiempos y, sin
embargo, como si junto con el alma hubiera perdido el sentido del tiempo
(sin el cual no puede vivir el alma), me trataba a todas luces como si todo
hubiera ocurrido ayer… Una cuestión no tanto de palabras, como de toda su
actitud. No obstante, no manifestó ninguna simpatía, ningún grado de cariño
por mí… Nada, ni un ápice.
Le sentaron en un sillón y extendió sus miembros de una manera extraña,
como podría hacerlo un chimpancé cuando su guardián le hace imitar a un
sibarita en posición yacente. Su hermana se instaló con su labor de punto y en
todo el curso de la conversación no levantó ni una vez la cabeza gris de
cortos cabellos. Su marido sacó dos diarios del bolsillo —uno local y otro de
Marsella— y guardó, asimismo, silencio. Sólo cuando Falter al observar una
gran fotografía tuya situada casualmente en su línea de visión, preguntó que
dónde te habías metido, el señor L., con la voz sonora, artificial, que se suele
emplear para hablar con los sordos, dijo sin levantar la vista de su periódico:
—¡Vamos! Sabes perfectamente bien que ha muerto.
—¡Ah, sí! —comentó Falter con inhumano desinterés y, dirigiéndose a
mí, añadió—: Bueno, en fin, que descanse en paz… ¿No es eso lo que suele
decirse en sociedad?
Luego se inició, entre nosotros, la siguiente conversación; una total
evocación, más que unas notas taquigráficas, me permite transcribirla ahora
exactamente.
—Quería verle, Falter —dije (de hecho me dirigí a él llamándole por su
nombre de pila y patronímico, pero, en la narración, su imagen intemporal no
tolera ninguna asociación del hombre con un país concreto y un pasado
genético)—, quería verle y hablar francamente con usted. Puede pedirles a
sus parientes que nos dejen solos.
—Ellos no cuentan —me cortó Falter.
—Cuando digo «francamente» —proseguí—, doy por supuesta la
recíproca posibilidad de hacer cualquier género de preguntas y la voluntad de
responderlas. Sin embargo, toda vez que soy yo quien hará las preguntas y
que espero que usted me dé las respuestas, todo depende de que usted acceda
a hablar con franqueza; no necesita iguales garantías por mi parte.
—Una pregunta sincera recibirá una respuesta sincera —dijo Falter.
—En tal caso, permítame ir directamente al grano. Les pediremos al señor
y la señora L. que salgan un momento, y usted me contará al pie de la letra lo
que le dijo al doctor italiano.
—¡Bueno, que me cuelguen! —exclamó Falter.
—No puede negarme usted lo que le pido. En primer lugar, la
información no me matará… Se lo garantizo. Puede que me parezca cansado
y desdichado, pero no se preocupe, tengo aún fuerzas suficientes. En segundo
lugar, le prometo guardar su secreto sólo para mí, e incluso pegarme un tiro,
si usted quiere, inmediatamente después de conocerlo. Como ve, admito que
mi locuacidad pueda preocuparle a usted aún más que mi muerte. Bueno,
¿acepta?
—Me niego rotundamente —respondió Falter, e hizo caer al suelo un
libro situado sobre una mesa próxima para apoyar el codo en ella.
—Con tal de iniciar de algún modo nuestra conversación, aceptaré
momentáneamente su negativa. Comencemos ab ovo. En fin, Falter, tengo
entendido que le ha sido revelada a usted la esencia de las cosas.
—Sí. Y punto —dijo Falter.
—Entendido, no quiere hablarme de ello. Sin embargo, yo hago dos
deducciones importantes: las cosas tienen una esencia, y esta esencia puede
serle revelada a la mente.
Falter sonrió.
—Sólo que no debe llamarlas deducciones, señor. No son más que
pequeños apeaderos en una línea de ferrocarril. El razonamiento lógico puede
ser un medio muy conveniente de comunicación mental cuando se trata de
cubrir distancias cortas, pero, por desgracia, la curvatura de la Tierra se
refleja incluso en la lógica: una progresión idealmente racional del
pensamiento acabará por retrotraerle al punto de partida, al cual volverá
consciente de la simplicidad del genio, con una deliciosa sensación de haber
abarcado la verdad, cuando en realidad sólo ha abarcado su propio yo. ¿Para
qué internarse, pues, por ese camino? Confórmese con la fórmula: la esencia
de las cosas ha sido revelada… en la cual, por cierto, aparece ya un desatino
suyo; no puedo explicárselo, puesto que el más mínimo intento de
explicación equivaldría a una fatal revelación. Mientras la proposición
permanece estática, el desatino no se advierte. Pero cualquier tentativa en el
sentido de lo que usted llamaría deducción descubre ya el fallo; el
desenvolvimiento lógico se convierte inexorablemente en envolvimiento.
—De acuerdo, por el momento me conformaré con esta mínima
respuesta. Permita que le haga ahora otra pregunta. Cuando a un científico, se
le ocurre una hipótesis, la comprueba por medio de cálculos y experimentos,
esto es, a través del remedo y la pantomima de la realidad. Su plausibilidad se
contagia a los demás, y la hipótesis queda aceptada como explicación
verdadera del fenómeno en cuestión, hasta que alguien descubre sus fallos.
Opino que toda la ciencia se compone de este tipo de ideas exiliadas o
desechadas. Y, sin embargo, en determinado momento, todas gozaron de un
alto rango; ahora sólo queda de ellas un nombre o una pensión. Pero en su
caso, Falter, sospecho que ha hallado usted un método distinto de
descubrimiento y comprobación. ¿Puedo llamarlo «revelación» en el sentido
teológico?
—No puede —dijo Falter.
—Aguarde un momento. Por ahora no me interesa tanto el método de
descubrimiento como su convicción de que el resultado es verdadero. En
otras palabras, o bien ha hallado usted un método de comprobar el resultado o
bien la convicción de su veracidad es inherente a él.
—Verá —respondió Falter—, en Indochina, un mono se encarga de sacar
los números en los sorteos de la lotería. Se da el caso de que yo soy ese
mono. Otra metáfora; una chalupa quedó varada en la costa de un país de
hombres honrados, una chalupa que no pertenecía a nadie; pero ninguno
sabía que el velero no tenía dueño; y su supuesta pertenencia a alguna
persona lo hacía invisible a los ojos de todos. Yo entré casualmente en él.
Aunque tal vez lo más sencillo sería decir que, en un momento de diversión,
no de diversión matemática necesariamente —las matemáticas, se lo advierto,
no son más que un perpetuo jugar a saltar sobre sí mismo, que se va
reproduciendo constantemente—, fui combinando diversas ideas y, por fin,
hallé la combinación exacta y exploté, como Berthold Schwartz. Por la causa
que fuese sobreviví; puede que otro también hubiera sobrevivido en mi lugar.
Sin embargo, después del incidente con mi seductor doctor no tengo el menor
deseo de tropezar de nuevo con la policía.
—Se va calentando usted, Falter. Pero volvamos a la cuestión; ¿de dónde
saca exactamente la seguridad de que está en la verdad? En realidad, ese
mono no es parte interesada en los números que salgan.
—Las verdades, y las sombras de verdades —dijo Falter—, en el sentido
de especies no de especímenes, desde luego, son tan raras en el mundo, y las
que hay a nuestro alcance son tan triviales o están tan contaminadas que —
¿cómo decirlo?—, que el rechazo que experimentamos al percibir la Verdad,
la instantánea reacción de todo nuestro ser, ha quedado como un fenómeno
poco conocido y estudiado. Sí, claro, a veces en los niños…, cuando un
chiquillo se despierta o recupera el sentido tras un acceso de escarlatina y se
produce una descarga de realidad; de realidad relativa, sin duda, pues ustedes,
los humanos, no poseen otra. Considere cualquier axioma, esto es, el cadáver
de una verdad relativa. Analice ahora la sensación física que evocan en usted
las palabras «el negro es más oscuro que el marrón» o «el hielo es frío». Su
pensamiento es demasiado perezoso para fingir educadamente que al menos
se dispone a levantar el trasero de su asiento, como si el mismo maestro
hubiera entrado cien veces en el aula durante el curso de una clase en la vieja
Rusia. Una vez, siendo niño, un día de gran helada, lamí la cerradura brillante
de una portezuela. Prescindamos del dolor físico, o de la satisfacción del
descubrimiento, suponiendo que éste sea agradable… Todo eso no es la
auténtica reacción ante la verdad. ¿Se da cuenta? Conocemos tan poco su
impacto que ni siquiera es posible encontrar una palabra exacta para
designarlo. Todos los nervios responden simultáneamente: «¡Sí!»… Algo por
el estilo. Prescindamos también de una cierta sorpresa, que es simplemente la
desusada asimilación de la materialidad de la verdad, no de la Verdad en sí.
Si usted me dice que fulano es un ladrón, en el acto yo combinaré en mi
mente una serie de trivialidades súbitamente iluminadas que yo mismo había
observado; sin embargo, tengo tiempo de asombrarme de que un hombre que
parecía tan recto haya resultado ser un malhechor, aunque,
inconscientemente, ya he absorbido la verdad, de tal modo que mi propia
sorpresa adquiere pronto una forma inversa (¿cómo pudimos nunca pensar
que un malhechor tan evidente era una persona honrada?): en otras palabras,
el punto sensible de la verdad se sitúa exactamente a medio camino entre la
primera sorpresa y la segunda.
—Entendido. Todo eso está bastante claro.
—Por otra parte —siguió diciendo Falter—, la sorpresa llevada a
pasmosas, inimaginables dimensiones puede tener efectos sumamente
penosos, y eso aún no es nada en comparación con el impacto de la Verdad
en sí. Y éste sí que ya no es posible «absorberlo». Fue una casualidad que no
me matara, igual que fue una casualidad que me ocurriera a mí. Dudo que
uno pueda llegar a plantearse la idea de ponerse a comprobar una sensación
de tamaña intensidad. Sin embargo, cabe la posibilidad de efectuar una
comprobación ex post facto, aunque personalmente no siento ninguna
necesidad de entrar en las complejidades de la verificación. Considere
cualquier verdad corriente, por ejemplo, que dos ángulos iguales a un tercero
son iguales entre sí; ¿nos dice también algo ese postulado sobre calor del
hielo o la presencia de rocas en Canadá? En otras palabras, una miniverdad
dada, por usar un diminutivo, no contiene otras miniverdades afines y, menos
aún, aquellas que pertenecen a clases o niveles distintos de conocimiento o de
pensamiento. ¿Qué diría usted entonces de una Verdad con mayúscula que
encierra en sí misma la explicación y la demostración de todas las
afirmaciones mentales posibles? Podemos creer en la poesía de una flor
silvestre o en el poder del dinero, pero ni una ni otra creencia predetermina la
fe en la homeopatía o en la necesidad de exterminar los antílopes de las islas
del lago Victoria Nyanza; en cambio, en mi caso, una vez aprendido lo que sé
—si a eso se le puede llamar aprender—, he recibido la llave que abre
absolutamente todas las puertas y arcas de tesoros del mundo; sólo que no
necesito usarla, pues cualquier pensamiento sobre su significación práctica se
desliza automáticamente, por su propia naturaleza, a través de toda la serie de
tapas articuladas. Puedo dudar de mi capacidad física para imaginar hasta el
límite todas las consecuencias de mi descubrimiento y, concretamente, en qué
medida he enloquecido ya o, a la inversa, cuánto me he alejado de todo lo que
se entiende por locura; pero desde luego no puedo dudar de que «me ha sido
revelada la esencia», como usted dice. Un poco de agua, por favor.
—Aquí tiene. Bueno, a ver si le he entendido correctamente, Falter…
¿Realmente es usted desde entonces un candidato a la omnisciencia?
Perdone, no me produce esa impresión. Estoy dispuesto a admitir que sabe
usted algo fundamental, pero en sus palabras no hay indicios concretos de
sabiduría absoluta.
—Economizo mis fuerzas —dijo Falter—. De todos modos, en ningún
momento he afirmado que ahora lo sé todo…, el árabe, por ejemplo, o
cuántas veces se ha afeitado usted en su vida, o quién ha tipografiado el
periódico que está leyendo ese imbécil de ahí. Sólo digo que sé todo cuanto
deseo saber. Cualquiera podría decir otro tanto después de hojear una
enciclopedia, ¿no cree?; sólo que la enciclopedia cuyo título exacto he
descubierto (con ello, por cierto, le doy una definición más elegante: conozco
el título de las cosas) lo abarca literalmente todo, y en eso reside la diferencia
entre mí mismo y el erudito más polifacético de la tierra. Fíjese bien, he
descubierto —y con esto le conduzco al borde mismo del acantilado de la
Costa Azul, señoras, no miren—, he descubierto algo muy simple con
respecto al mundo. Es en sí mismo tan evidente, tan cómicamente evidente,
que sólo mi miserable humanidad puede considerarlo monstruoso. Cuando,
dentro de un instante, diga «congruente», me estaré refiriendo a algo
infinitamente alejado de todas las congruencias que usted conoce, igual que
la naturaleza misma de mi descubrimiento nada tiene en común con la
naturaleza de cualquier conjetura física o filosófica. Ahora bien, el elemento
principal que hay en mí y que es congruente con el elemento principal que
hay en el universo no puede resultar afectado por el espasmo físico que me
conmocionó hasta tal punto. Al mismo tiempo, el posible conocimiento de
todas las cosas, consiguiente al conocimiento de lo fundamental, no encontró
en mi persona un aparato lo suficientemente sólido. Me estoy entrenando a
fuerza de voluntad para no abandonar el vivario, para observar las normas de
su mentalidad como si nada hubiera sucedido; en otras palabras, mi proceder
es el del mendigo, del trovador, que ha recibido un millón en moneda
extranjera y continúa viviendo en su sótano, pues sabe que entregarse al
menor lujo le destrozaría el hígado.
—Pero el tesoro está en sus manos, Falter, ése es el quid de la cuestión.
Dejemos la discusión de su actitud respecto al mismo y hablemos de la cosa
en sí. Repito… He tomado nota de su negativa a dejarme echar una ojeada a
su Medusa y también estoy dispuesto a abstenerme de las más evidentes
deducciones, ya que, como usted sugiere, cualquier conclusión lógica
equivale a encerrar el pensamiento dentro de sus propios límites. Le
propongo un método distinto de preguntas y respuestas: no le preguntaré por
el contenido de su tesoro. Pero, a fin de cuentas, no revelará su secreto si me
dice, pongamos por caso, si dicho tesoro se encuentra en Oriente o si contiene
al menos un topacio o, cuando menos, si algún hombre ha pasado alguna vez
por sus proximidades. Al mismo tiempo, sí me responde «sí» o «no» a una
pregunta, no sólo le prometo evitar seguir esa dirección concreta para una
posterior serie de preguntas afines, sino que me comprometo también a dar
por concluida la conversación.
—En teoría, intenta atraerme usted a una burda trampa —dijo Falter,
estremeciéndose ligeramente, como podría hacer otro al reír—. En realidad,
sólo sería una trampa si fuera usted capaz de hacerme al menos una pregunta
de ese tipo, lo cual es muy poco probable. En consecuencia, si disfruta con
una inútil diversión, adelante, dispare.
Reflexioné un momento y dije:
—Falter, permítame comenzar como el turista tradicional…, por la visita
de una iglesia antigua que conoce por fotografías. Permita que le pregunte:
¿Dios existe?
—Frío —dijo Falter.
No comprendí y repetí la pregunta.
—Olvídelo —me interrumpió Falter—. He dicho «frío», como se dice en
ese juego en que hay que encontrar un objeto escondido. Si uno busca debajo
de una silla o bajo la sombra de una silla y el objeto no puede estar en ese
lugar, porque se da el caso de que está en otra parte, entonces la pregunta
sobre si existe una silla o la sombra de esa silla no tiene nada que ver con el
juego. Decir que tal vez exista una silla pero que el objeto no está allí es igual
que decir que tal vez el objeto esté allí pero que no existe la silla, lo cual
significa que ha ido usted a parar otra vez al círculo predilecto del
pensamiento humano.
—Sin embargo, Falter, debe reconocer que, si usted dice que lo que
buscamos no está en las proximidades del concepto de Dios, ni mucho
menos, y que eso que buscamos es, en su terminología, una especie de
«título» universal, entonces el concepto de Dios no aparece en la portada;
luego, tal concepto no es realmente necesario y, puesto que no hay necesidad
de Dios, no existe ningún Dios.
—Entonces es que no ha comprendido lo que he dicho sobre la relación
entre un lugar posible y la imposibilidad de encontrar un objeto en él.
Entendido, me expresaré más claramente. Por el acto mismo de mencionar un
concepto dado ha colocado usted su propio ser en la posición de un enigma,
como si el mismo que busca se ocultase. Y al insistir en su pregunta, no sólo
se está escondiendo, sino que cree que, por el hecho de compartir la cualidad
de «ocultación» con el objeto buscado, se aproxima usted a él. ¿Cómo puedo
responderle si Dios existe cuando el tema que se debate es tal vez los
guisantes de olor o la banderita de un juez de línea en el fútbol? Está
buscando usted en el lugar equivocado y de manera equivocada, cher
monsieur, es todo lo que puedo responderle. Y si se cree capaz de sacar de
esta respuesta la menor conclusión sobre la utilidad o la necesidad de Dios, es
sólo porque está buscando en el lugar equivocado y de manera equivocada.
De todos modos, ¿no fue usted quien prometió no seguir las pautas lógicas
del pensamiento?
—Ahora sí que voy a atraparle, Falter. A ver cómo se las arregla para
evitar una afirmación directa. ¿No puede buscarse, pues, el título del mundo
en los jeroglíficos del deísmo?
—Perdone Moustache-Bleu —replicó Falter—, el recurso a un lenguaje
rebuscado y a trucos gramaticales sólo le servirá para dar al esperado non la
apariencia de un esperado oui. Por el momento no hago más que negar. Niego
la utilidad de buscar la Verdad en el terreno de la teología común y, para
evitar inútiles esfuerzos a su mente, me apresuro a añadir que el epíteto que
he empleado es una vía muerta. No se adentre por ella. Si ahora exclama:
«¡Ajá, luego existe otra verdad no corriente!», tendré que poner fin a la
discusión por falta de interlocutor, pues ello significaría que se ha escondido
usted tan bien que se ha perdido.
—De acuerdo. Le creeré. Admitamos que la teología embrolla la
cuestión. ¿No es así, Falter?
—Esa es la casa que Jack construyó[7] —dijo Falter.
—De acuerdo, prescindamos también de esa falsa vía. Aunque
probablemente podría explicarme por qué es falsa (ya que hay en este punto
algo extraño y engorroso, algo que le irrita) y así comprendería su reticencia a
responder.
—Podría —asintió Falter—, pero eso equivaldría a revelar el quid de la
cuestión, es decir, exactamente lo que no va a conseguir sonsacarme.
—Se repite usted, Falter. No me diga que va a mostrarse igualmente
evasivo si le pregunto, por ejemplo, si puede esperarse una vida ultraterrena.
—¿Le interesa mucho la respuesta?
—Tanto como a usted, Falter. Cualesquiera que sean sus conocimientos
sobre la muerte, ambos somos mortales.
—En primer lugar —dijo Falter—, le pido que preste atención al
siguiente y curioso enigma: cualquier hombre es mortal; usted es un hombre;
luego también es posible que usted no sea mortal. ¿Por qué? Porque un
hombre concreto (usted o yo), precisamente por el hecho de serlo, deja de ser
cualquier hombre. Sin embargo, ambos somos efectivamente mortales, pero
yo soy mortal de una forma distinta que usted.
—En vez de burlarse de mi pobre lógica, deme una sencilla respuesta:
¿existe aunque sólo sea un destello de la propia identidad más allá de la
tumba o acaba todo en una ideal oscuridad?
—Bon —dijo Falter, como es costumbre entre los rusos exiliados en
Francia—. Lo que desea saber es si Gospodin Sineusov residirá siempre en el
cómodo nido de Gospodin Sineusov, conocido también por Moustache-Bleu,
o si todo se desvanecerá bruscamente. Tenemos aquí dos ideas, ¿no cree? Luz
las veinticuatro horas del día y el negro vacío. En realidad, pese a la
diferencia de color metafísico, ambas se parecen mucho. Y se mueven
paralelamente, e incluso lo hacen a considerable velocidad. ¡Viva el
totalizador! ¡Hale, hale! Mire con los prismáticos: han iniciado una carrera, y
a usted le gustaría mucho saber cuál llegará la primera a la meta de la verdad;
cuando me pide que le responda «sí» o «no» respecto a la una o a la otra, lo
que quiere es que atrape a una de ellas por el cuello en plena carrera —y esas
condenadas tienen unos cuellos terriblemente viscosos—, pero aun
suponiendo que lograra coger una para usted, no habría hecho más que
interrumpir la competición o hacer que ganara la otra, la que no había
atrapado, resultado totalmente absurdo desde el momento en que ya no
existiría la rivalidad. Ahora bien, si me pregunta cuál de las dos corre más, le
responderé con otra pregunta: ¿qué corre más, un intenso deseo o un intenso
temor?
—Supongo que irán al mismo paso.
—Exactamente. Pues mire lo que sucede en el caso de la pobre mente
humana. O bien no encuentra manera de expresar lo que le aguarda a usted —
quiero decir, lo que nos aguarda— después de la muerte, y entonces queda
excluida la inconsciencia total, pues eso es perfectamente accesible a nuestra
imaginación —todos hemos experimentado la total oscuridad de dormir sin
sueños— o, por el contrario, es posible imaginar la muerte, y entonces
nuestra razón adopta de manera natural, no la noción de vida eterna, un ente
desconocido, incongruente con todo, lo terrestre, sino precisamente lo que
parece más probable: la familiar oscuridad del estupor. Realmente ¿cómo
puede admitir, por ejemplo, un hombre que confía en su razón que una
persona que está completamente borracha y muere a causa de cualquier
accidente externo mientras está profundamente dormida —perdiendo así por
azar lo que en realidad ya no poseía— vuelva a recuperar la capacidad de
razonar y de sentir gracias a la mera extensión, consolidación y
perfeccionamiento de su infortunado estado? En consecuencia, si usted se
limitara a preguntarme una cosa, si sé, en términos humanos, qué hay más
allá de la muerte —esto es, si intentara eludir el absurdo en que debe
desembocar la competencia entre dos conceptos contrarios, pero básicamente
similares—, una respuesta negativa por mi parte le llevaría lógicamente a la
conclusión de que su vida no puede acabar en la nada, en tanto que deduciría
la conclusión opuesta de una respuesta afirmativa. En uno u otro caso, como
puede comprender, quedaría exactamente en la misma situación que antes,
pues un «no» a secas le demostraría que no sé más que usted sobre el tema en
cuestión, mientras un húmedo «sí» le sugeriría que acepto la existencia de un
cielo internacional, de la cual su razón no podrá por menos que dudar.
—Simplemente, está eludiendo usted una contestación directa. Permítame
señalarle, no obstante, que no me ha respondido «frío» al plantearle el tema
de la muerte.
—Ya empieza otra vez —suspiró Falter—. ¿No le acabo de explicar que
absolutamente cualquier deducción se adecúa a la curvatura del pensamiento?
Es correcta siempre y cuando se mantenga usted en el ámbito de las
dimensiones terrestres, pero, tan pronto como intenta ir más allá, su error
aumenta proporcionalmente a la distancia recorrida. Y eso no es todo: su
mente elaborará cualquier respuesta mía desde un punto de vista
exclusivamente utilitario —ya que es usted incapaz de concebir la muerte
excepto en la imagen de su propia lápida—, con lo cual, a su vez,
distorsionaría en tal medida el sentido de esa respuesta que la convertiría ipso
facto en una mentira. Conque conservamos el decoro incluso al hablar de lo
trascendental. Me es imposible expresarme con mayor claridad… y debería
agradecerme mis evasivas. Usted intuye, supongo, que la misma formulación
de la pregunta presenta un obstáculo, obstáculo que, por cierto, es más
terrible que el mismo miedo a la muerte. Este es particularmente poderoso en
usted, ¿verdad?
—Sí, Falter. El terror que me inspira la idea de mi futura inconsciencia
sólo es equiparable a la repugnancia que me causa la anticipación mental de
mi cuerpo en descomposición.
—Bien expresado. Sin duda presenta también otros síntomas de esta
afección sublunar. Una sorda opresión repentina del corazón en medio de la
noche, como el vislumbre de una frenética criatura entre emociones
domésticas y pensamientos domesticados: «También yo moriré algún día». A
usted le sucede eso, ¿verdad? Odia al mundo, que continuará tranquilamente
sin usted. Una sensación básica de que todas las cosas del mundo son
bagatelas y fantasmáticas en comparación con su mortal agonía y, por lo
tanto, con su vida, pues, como se dice para sus adentros, la vida misma es la
agonía que precede a la muerte, Sí, ¡oh, sí! Puedo imaginar perfectamente
bien esa enfermedad que todos ustedes padecen en menor o mayor grado, y
sólo puedo decir una cosa: no comprendo cómo puede vivir alguien de ese
modo.
—Muy bien, Falter, parece que por fin vamos a llegar a alguna parte.
Aparentemente, por lo tanto, si reconociera que, en momentos de felicidad,
de arrebato, cuando mi alma queda al desnudo, me embarga de pronto la
sensación de que nada se extingue después de la tumba; de que en un cuarto
contiguo cerrado, bajo cuya puerta sopla una corriente de aire gélido, se
prepara una maravilla parecida a los ojos en la cola de un pavo real, una
pirámide de placeres comparable al árbol de Navidad de mi niñez; que todo
—vida, patria, abril, el rumor de un manantial o el de una voz amada— no es
más que un confuso prefacio y que aún no hemos llegado al texto central… si
puedo tener esas sensaciones, Falter, entonces no es posible vivir. Vivir…,
dígame que es posible y no le pediré más.
—En tal caso —dijo Falter, estremeciéndose de nuevo con callado
regocijo—, aún le entiendo menos. ¡Sáltese el prefacio y lo habrá
conseguido!
—Un bon mouvement, Falter… Cuénteme su secreto.
—¿Qué intenta hacer, cogerme desprevenido? Es hábil, ya veo. No, eso
está totalmente descartado. Los primeros días…, sí, los primeros días pensé
que tal vez fuera posible compartir mi secreto. Un hombre adulto, a menos
que sea un toro como yo, no lo resistiría, es cierto; pero me preguntaba si no
podría educar una nueva generación de iniciados, esto es, centrar mi atención
en los niños. Como puede ver, no superé de inmediato el contagio de la
dialéctica local. Pero ¿qué ocurriría en la práctica? En primer lugar, resulta
difícil concebir la idea de vincular a unas criaturas a un voto de silencio
monacal, con el riesgo de que una de ellas pronuncie distraídamente una
palabra y cometa un asesinato. En segundo lugar, en cuanto el niño creciese,
la información que se le había impartido en su momento, que él había
aceptado como dogma de fe y que había quedado adormecida en un remoto
rincón de su conciencia, podría despertar súbitamente, con trágicas
consecuencias. Aun cuando mi secreto no destruya en todos los casos a un
miembro maduro de la especie, es inconcebible que perdonara la vida de un
joven. En efecto, ¿quién no conoce ese período de la vida en que todo tipo de
cosas —el cielo estrellado sobre un balneario del Cáucaso, un libro leído en
el lavabo, las propias conjeturas sobre el cosmos, el delicioso pánico del
solipsismo— bastan por sí solas para provocar un frenesí en todos los
sentidos de un ser humano adolescente? No tengo por qué convertirme en
verdugo; no tengo la menor intención de aniquilar los regimientos enemigos
con ayuda de un megáfono; en resumen, no hay nadie en quien pueda confiar.
—Le he hecho dos preguntas, Falter, y las dos veces me ha demostrado
usted la imposibilidad de una respuesta. Me parece que será inútil preguntarle
nada más…, sobre los límites del universo o el origen de la vida, por ejemplo.
Probablemente me sugeriría que me conformase con un fugaz instante en un
planeta de segunda categoría, dotado de un sol de segunda categoría, o bien
volvería a reducirlo todo a una adivinanza: la palabra «heterólogo» es
también heteróloga.
—Probablemente —reconoció Falter, con un prolongado bostezo.
Su cuñado sacó en silencio el reloj del chaleco y miró de reojo a su
esposa.
—Lo curioso, Falter, es cómo se concilia en usted el conocimiento
superhumano de la verdad última con la pericia de un vulgar sofista que nada
sabe. Reconózcalo, todos sus absurdos subterfugios no han sido más que un
elaborado desprecio.
—Bueno, verá, ésa es mi única defensa —dijo Falter, mirando de soslayo
a su hermana, que extraía ágilmente una larga bufanda de lana gris de la
manga del abrigo que ya le estaba ofreciendo su cuñado—. De lo contrario
podría haberme inducido a decírselo, sabe. Sin embargo —añadió,
introduciendo el brazo que no correspondía, y luego el brazo correcto en la
manga, al mismo tiempo que intentaba esquivar los serviciales empujoncitos
de sus ayudantes—, sin embargo, aunque le haya acobardado un poco, voy a
consolarle: en medio de tanto dislate y palabrería, me he traicionado sin
darme cuenta… Sólo dos o tres palabras, pero en ellas ha centelleado un
resquicio de comprensión absoluta… Afortunadamente, usted no les ha
prestado atención.
Se lo llevaron, y así acabó nuestro más bien diabólico diálogo. Falter no
sólo no me había dicho nada; ni siquiera me había permitido aproximarme a
él, y sin duda su última declaración era tan burlona como todas las anteriores.
Al día siguiente, la voz apagada de su cuñado me anunció por teléfono que
Falter cobraba 100 francos por visita; le pregunté por qué demonios no me lo
habían advertido y se apresuró a responder que, si deseaba repetir la
entrevista, dos conversaciones me costarían sólo 150. Comprar la Verdad,
aunque fuera con descuento, no me tentaba en demasía, y, tras remitirle el
importe de esa deuda inesperada, me obligué a no pensar más en Falter. No
obstante, ayer… Sí, ayer recibí una nota de Falter en persona desde el
hospital. Me escribía, con letra clara, que moriría el martes y que, antes de
partir, se aventuraba a comunicarme, que… Seguían dos líneas trabajosas y,
al parecer, irónicamente tachadas. Respondí que agradecía su consideración y
que le deseaba unas interesantes impresiones póstumas y una agradable
eternidad.
Pero todo esto no me ayuda a acercarme a ti, ángel mío. Por si acaso,
mantengo bien abiertas todas las ventanas y las puertas de la vida, aunque
intuyo que no accederás a recurrir a los métodos consagrados de las
apariciones. Sobre todo, me aterra la idea de que, mientras sigas brillando
dentro de mí, tendré que proteger mi vida. Mi transitoria figura física es tal
vez lo único que garantiza tu existencia ideal. Cuando yo desaparezca, esa
existencia desaparecerá también. ¡Ay de mí! Me veo condenado, con pasión
de miserable, a acogerme a la naturaleza física, para no seguir hablándome de
ti, y a confiar luego en mi propia elipsis…
SOLUS REX

Como siempre sucedía, el encontronazo entre la guardia del amanecer y la


de media mañana (morndammer wagh y erldag wagh) despertó al rey. La
primera, indebidamente puntual, dejaba sus puestos en el momento prescrito,
en tanto que la segunda se retrasaba siempre un número constante de
segundos, no por negligencia, sino con toda probabilidad por culpa de algún
achacoso reloj perpetuamente retrasado. En consecuencia, los que partían y
los que llegaban se encontraban siempre en un mismo punto, el estrecho
sendero que pasaba directamente bajo la ventana del dormitorio del rey, entre
el muro trasero del palacio y un enmarañado matorral de densa pero
pobremente florida madreselva, bajo el cual yacían dispersos toda clase de
despojos: plumas de gallina, vasijas rotas y grandes latas de rojos carrillos
que habían contenido “Pomona”, una marca nacional de fruta en conserva. El
encuentro iba acompañado invariablemente del rumor apagado de una breve
y amable discusión (y esto era lo que, despertaba al rey), cuando uno de los
centinelas del amanecer, un hombre aficionado a la broma, fingía no querer
entregar la pizarra con el santo y seña a uno de los hombres de media
mañana, un viejo chiflado irritable y estúpido, veterano de la campaña de
Swirhulm. Luego el silencio volvía a reinar otra vez, y el único sonido
audible era el atareado crepitar, a ratos, algo más acelerado, de la lluvia que
caía sistemáticamente durante trescientos seis días de los trescientos sesenta y
cinco o seis, en vista de lo cual hacía tiempo que las peripecias del tiempo
habían dejado de preocupar a nadie (así le hablaba el viento a la madreselva).
El rey se dio la vuelta a la derecha en un intento de salir de su sueño y
apoyó un gran puño blanco bajo la mejilla, en la que el blasón bordado en la
funda de la almohada había estampado una señal cuadriculada. Entre los
ribetes interiores de las cortinas de color castaño, corridas sin demasiado
cuidado, que cubrían la única pero amplia ventana, se filtraba un rayo de luz
jabonosa, y el rey recordó al instante una obligación inminente (su presencia
en la inauguración de un nuevo puente sobre el Egel), cuya desagradable
imagen parecía inscribirse con geométrica inevitabilidad en ese pálido
triángulo de día. No le interesaban los puentes, los canales ni los astilleros, y
aunque, después de cinco años —sí, exactamente cinco años (mil ochocientos
veintiséis días)— de nebuloso reinado, debería haber adquirido ya el hábito
de ocuparse con diligencia de una multitud de cuestiones que le llenaban de
desdén debido a la orgánica brevedad con que aparecían esbozadas en su
mente (donde otras cosas muy distintas, en absoluto relacionadas con su
oficio real, se le aparecían como infinita e inextinguiblemente perfectas), se
sentía agraviado y deprimido cada vez que se veía obligado a entrar en
contacto, no sólo con cualquier cosa que exigiera una falsa sonrisa de su
deliberada ignorancia, sino también con aquello que no pasaba de ser un
barniz de normas convencionales aplicado sobre un objeto absurdo o tal vez
incluso inexistente. Que la inauguración del puente, cuyos planos no
recordaba, aunque sin duda debió de haberlos aprobado, le pareciera un mero
y vulgar festival, era también consecuencia de que nadie se había tomado al
menos la molestia de averiguar si a él le interesaba ese complicado fruto de la
tecnología, suspendido en el aire y sin embargo hoy tendría que cruzarlo
lentamente en un resplandeciente automóvil de sonriente parrilla, lo cual era
una verdadera tortura; le atormentaba asimismo la idea de aquel otro
ingeniero de quien le habían hablado tan pronto como mencionó casualmente
(porque sí, sólo para deshacerse de alguien o de algo) que le gustaría hacer un
poco de escalada, si la isla contara al menos con una montaña decente (el
viejo volcán junto al mar, largo tiempo apagado, no servía para nada y,
además, en su cumbre había construido un faro…, que por cierto no
funcionaba). Ese ingeniero, cuya dudosa fama florecía en los salones de las
damas y cortesanas de la corte, atraídas por su tez color de miel y sus
insinuantes palabras, había propuesto elevar la zona central de la llanura
insular y transformarla en un macizo montañoso, por medio de
procedimientos de inflación subterránea. Los habitantes de la localidad
escogida podrían permanecer en sus viviendas mientras el suelo se hinchaba.
Los pusilánimes que prefirieran alejarse de la zona de pruebas, donde se
apiñaban sus casitas de ladrillos y mugían las sorprendidas vacas rojas,
sensibles al cambio de altitud, tendrían en castigo que escalar los recién
creados despeñaderos para volver a sus casas, lo cual les llevaría mucho más
tiempo que su reciente huida a través de la llanura condenada a desaparecer.
Los prados se fueron levantando lentamente: los peñascos movieron sus
redondas espaldas; un letárgico arroyo cayó de su lecho y, para su propia
sorpresa, se transformó en una cascada alpina: los árboles avanzaron en fila
india hacia las nubes y muchos de ellos (los abetos, por ejemplo) disfrutaron
con el paseo; los pobladores, acodados en las barandillas de sus porches,
agitaban los pañuelos y admiraban la evolución neumática del paisaje. Así
irían creciendo y creciendo las montañas, hasta que el ingeniero hiciera parar
las monstruosas bombas. Pero el rey no esperó a oírle dar el alto y volvió a
amodorrarse, con sólo un breve intervalo para lamentar que, a fuerza de
resistir como resistía la buena voluntad de sus consejeros, siempre dispuestos
a apoyar la puesta en práctica de cualquier descabellado proyecto (mientras,
por otra parte, rígidas leyes limitaban sus derechos más humanos, más
naturales), no había autorizado el experimento, y ahora era ya demasiado
tarde, pues el inventor se había suicidado después de patentar una horca para
uso bajo techado (así, al menos, se lo repitió al durmiente el espíritu del
sueño).
El rey continuó durmiendo hasta las siete y media y, en el momento
acostumbrado, su mente entró rápidamente en acción y ya se dirigía al
encuentro de Frey cuando Frey entró en el dormitorio. El decrépito, el
asmático konwacher emitía invariablemente al moverse un curioso sonido
suplementario, como si tuviera mucha prisa, a pesar de que el apresuramiento
no parecía formar parte de su manera de ser; por ejemplo, aún no se había
decidido a morirse. Depositó un jofaina de plata sobre un taburete con un
corazón troquelado en el asiento, tal como venía haciendo desde hacía ya
medio siglo, durante dos reinados; ahora acudía con esa agua perfumada con
vainilla y al parecer encantada a despertar a un tercer monarca a cuyos
antecesores sirvió probablemente para fines ablucionarios. Sin embargo, en el
presente resultaba completamente superflua; y, no obstante, cada mañana
aparecían la jofaina y el taburete, acompañados de una toalla que llevaba
cinco años doblada. Sin dejar de emitir su especial sonido, el viejo ayuda de
cámara dejó entrar la luz del día en toda su plenitud. El rey se preguntaba
siempre por qué Frey no abría primero las cortinas, en vez de agitarse a
tientas en la penumbra para acercar a la cama el taburete con su inútil
utensilio. Pero hablar con Frey quedaba descartado a causa de su sordera, tan
en consonancia con el blanco búho de las nieves de sus cabellos. Estaba
aislado del mundo bajo el algodón de la vejez y, cuando salía del dormitorio
con una reverencia, el reloj de la pared comenzaba a tictaquear más
nítidamente, como si hubiera recibido una nueva carga de tiempo.
Ya empezaba a dibujarse el dormitorio, con la grieta en forma de dragón
que surcaba el techo y el enorme perchero erguido como un roble en una
esquina. Una admirable tabla de planchar se apoyaba contra la pared. Un
objeto para arrancarse las botas de montar por el tacón, anticuado ensere en
forma de enorme ciervo volante de hierro fundido asomaba por debajo de un
sillón cubierto con una blanda funda. Un ropero de roble, panzudo, ciego y
drogado de naftalina, se alzaba junto a un ovoide receptáculo de mimbre
destinado a la ropa sucia, dejado allí de pie por un Colón desconocido.
Diversos objetos colgaban sin orden ni concierto de las azuladas paredes: un
reloj (que ya había descubierto su presencia), un botiquín, un viejo barómetro
que indicaba más el estado del tiempo recordado que el real, un dibujo a lápiz
de un lago con cañaverales y un pato que alzaba el vuelo, una miope
fotografía de un caballero con polainas de cuero, montado sobre un caballo
de borrosa cola que un solemne palafrenero sostenía por las riendas frente a
un porche, el mismo porche con un grupo de criados de forzado rostro en las
escaleras, unas cuantas flores vellosas aplastadas bajo un vidrio polvoriento
en un marco circular… La escasez de mobiliario y su total inutilidad para las
necesidades y la sensibilidad de quienquiera que utilizase ese amplio
dormitorio (habitado en su tiempo, según parece por la Husmuder, como
solían llamar a la esposa del rey anterior) le daba un aspecto curiosamente
deshabitado y, de no haber sido por la intrusa jofaina y la cama de hierro, al
borde de la cual se sentaba un hombre en camisón con chorrera, los grandes
pies desnudos apoyados en el suelo, habría sido imposible imaginar que nadie
pudiera pasar sus noches allí. Sus pies palparon en busca de un par de
zapatillas de tafilete, las encontraron, y el rey cubierto con una bata tan gris
como la mañana, cruzó las tablas crujientes del piso en dirección a la puerta
tapizada de fieltro. Más adelante, al recordar esa mañana, tuvo la impresión
de que, al levantarse, había experimentado una desusada pesadez, tanto
mental como muscular, la premonitoria carga del día que se iniciaba, de tal
forma que la terrible desgracia que traería consigo ese día (y que ya le
acechaba junto al puente del Egel bajo la máscara de un trivial aburrimiento),
absurda e imprevisible como era, se le apareció en adelante como una especie
de factor determinante. Tenemos tendencia a atribuir al pasado inmediato
(ahora mismo lo tenía en la mano, lo he dejado ahí mismo y ya no está)
rasgos que lo vinculan con el presente inesperado, el cual no es, en realidad,
más que un patán pavoneándose con un escudo de armas comprado. Esclavos
del encadenamiento de los hechos, intentamos encerrar el vacío con un
eslabón espectral en la cadena. Cuando miramos atrás, sentimos la certeza de
que el camino que vemos a nuestra espalda es exactamente el mismo que nos
condujo a la tumba o a la fuente junto a la cual nos hallamos. La mente sólo
resiste los errátiles altibajos de la vida cuando logra descubrir señales de
elasticidad y amoldamiento en los sucesos anteriores. Tales eran, por cierto,
los pensamientos que acudían a la mente del artista ya no independiente
Dmitri Nikolaevich Sineusov, y había caído la noche, y en letras de rubí
verticalmente ordenadas resplandecía la palabra RENAULT.
El rey salió en busca de su desayuno. Nunca sabía en cuál de los cinco
posibles aposentos situados a lo largo de la galería de piedra, con telas de
araña en los ángulos de sus ventanas ojivales, le estaría esperando el café.
Fue abriendo las puertas una a una, sin cejar en su intento de localizar la
mesita servida, y por fin la encontró donde aparecía con menos frecuencia:
bajo un gran retrato opulentamente oscuro de su predecesor. El rey Gafon
aparecía retratado a una edad en la que él le recordaba, pero las facciones, la
postura y la estructura del cuerpo estaban dotadas de una magnificencia que
nunca había caracterizado al anciano de espaldas encorvadas, impaciente y
chapucero, con cara de vieja arrugada sobre el labio superior lampiño y un
poco torcido. Los guasones solían cambiar al hablar de él las palabras del
escudo de armas familiar, “ver y gobernar” (sasse ud halsem), por “sillón y
licor de avellanas” (sasse ud hazel). Había reinado treinta y pico de años, sin
provocar ni un amor ni un odio especiales en nadie, repartiendo
equitativamente su fe entre el poder de la bondad y el poder del dinero, dócil
en su aceptación de la mayoría parlamentaria, cuyas aspiraciones
superficialmente humanitarias atraían su espíritu sentimental, y
recompensando con generosidad, gracias a los fondos proporcionados por
arcas secretas, las actividades de aquellos diputados cuya devoción a la
corona aseguraba su estabilidad. Hacía tiempo que el oficio de rey se había
convertido para él en la rueda dentada de un hábito mecánico, y la caballerosa
sumisión del país, cuyo Peplerhus (parlamento) lucía pálidamente cual
nebulosa y crepitante antorcha adoptaba parecida forma de rotación regular.
Y si bien los últimos años de su reinado se vieron envenenados pese a todo
por una amarga sedición, que surgió como un eructo al final de una larga y
despreocupada cena, no debía culpársele a él, sino a la persona y la conducta
del príncipe heredero. De hecho, al calor de la vejación, los buenos burgueses
descubrieron que la antigua lacra del mundo instruido, el ya olvidado
profesor Ven Skunk, no andaba muy errado cuando afirmó que el embarazo
era simplemente una enfermedad y que cada rorro era un tumor paterno
“exteriorizado”, con una existencia autónoma y a menudo maligno.
El presente rey (en una primera aproximación le designaremos con la
letra R, según la notación empleada en ajedrez) era el sobrino del viejo y, al
principio, nadie imaginaba que el sobrino llegaría a subir a un trono
prometido por derecho al hijo del rey Gafon, el príncipe Adulf, cuyo apodo
popular absolutamente indecente (basado en una feliz asonancia), habremos
de traducir en aras del decoro por “príncipe Higo”. R creció en un remoto
palacio bajo la vigilancia de un malhumorado y ambicioso noble y su
caballuna y masculina esposa, de tal modo que apenas conocía a su primo y
sólo comenzó a verle un poco más a menudo a la edad de veinte años, cuando
Adulf tenía casi cuarenta.
Tenemos ante nuestros ojos a un individuo bien alimentado, campechano,
con el cuello grueso, una ancha pelvis, la cara uniformemente sonrosada, de
grandes carrillos y alegres ojos saltones. Su desagradable bigotillo, semejante
a un par de plumas de un negro azulado, parecía contradecirse de algún modo
con sus gruesos labios, que siempre tenían un aspecto grasiento, como si
acabara de roer un hueso de pollo. Su negro y espeso cabello, asimismo
grasiento y que desprendía un desagradable tufillo, prestaba un aire afectado,
poco corriente en Thule, a su gran cabeza, sólidamente plantada. Era
aficionado a los trajes llamativos y al mismo tiempo se lavaba menos que un
papugh (seminarista). Estaba bien versado en música, escultura y artes
gráficas, pero era capaz de pasar horas en compañía de personas aburridas y
vulgares. Lloraba abundantemente cuando oía tocar el tierno violín del gran
Perelmon y derramaba las mismas lágrimas al recoger los añicos de una copa
favorita. Se mostraba dispuesto a ayudar a cualquiera del modo que fuese,
siempre y cuando otras cuestiones no reclamaran su atención en ese
momento; y a base de jadear, dar codazos y lanzar dentelladas a la vida, se las
arreglaba para infligir constantes penas a terceras partes de cuya existencia ni
se preocupaba, penas muchísimo más profundas que las de su propio
espíritu…, penas que pertenecían a otro, el otro mundo.
Al cumplir los veinte años, R ingresó en la Universidad de Ultimare,
situada a cuatrocientas millas de brezos color púrpura de la capital, a orillas
del mar gris, y allí descubrió unas cuantas cosas sobre la moralidad del
príncipe heredero. Y habría descubierto muchas más de no haber evitado todo
tipo de charlas y discusiones que pudieran poner en peligro su ya no
demasiado fácil anonimato. El conde, su tutor, acudía a visitarle una vez a la
semana (a veces aparecía en el sidecar de una moto que conducía su enérgica
esposa) e insistía sin cesar en cuán desagradable, vergonzoso y arriesgado
sería que cualquiera de los alumnos o profesores llegara a enterarse de que
ese delgado y taciturno joven, tan destacado en sus estudios como jugando al
vanvol en el antiguo patio situado detrás del edificio de la biblioteca, no era
hijo de un notario ni muchos menos, sino un sobrino del rey. Ignoramos si era
por sumisión a uno de esos múltiples caprichos, enigmáticos en su estupidez,
con que alguien desconocido y más poderoso que el rey y el Peplerhus
unidos solía perturbar por el motivo que fuese la desmedrada, monótona,
septentrional vida de aquella île triste el lointaine, fiel a semiolvidados
pactos, o porque el malhumorado grande tenía sus propios planes particulares
y había hecho previsores cálculos (la educación de los reyes, en principio
debía ser secreta). Y tampoco había motivo alguno para hacer especulaciones
al respecto, toda vez que, en cualquier caso, otros asuntos tenían ocupado al
insólito estudiante. Los libros, el frontón, el esquí (entonces solía nevar en
invierno), pero, sobre todo, noches de especial meditación junto al fuego y,
un poco más tarde, su romance con Belinda, todo ello llenaba suficientemente
su existencia y le dejaba al margen de las preocupaciones por las vulgares y
mezquinas intrigas de la metapolítica. Además, aunque estudiaba
diligentemente los anales de la patria, jamás se le ocurrió pensar que dentro
de él dormitaba la misma sangre que había corrido por las venas de anteriores
reyes; o que la vida real que pasaba veloz junto a él también era “historia”…
historia escapada al túnel del tiempo para emerger a la pálida luz del sol. Ya
fuera porque la materia en que se había concentrado acababa un siglo antes
del reinado de Gafon o porque la magia que involuntariamente creaban los
más sobrios cronistas le parecía más preciosa que su propio testimonio
personal, el lector que había en él se impuso sobre el testigo presencial y, más
tarde, cuando intentó restablecer contacto con el presente, tuvo que
contentarse con componer dificultosamente párrafos provisionales, que sólo
contribuían a deformar la familiar lejanía de la leyenda (¡ese puente sobre el
Egel, ese puente manchado de sangre!).
Fue, pues, antes de iniciar su segundo año en la universidad cuando R,
que había venido a pasar unas breves vacaciones en la capital y se hospedaba
en unas modestas habitaciones pertenecientes al llamado “Club de los
Miembros del Gabinete”, conoció durante su primera recepción en la corte al
príncipe heredero, un ruidoso, rechoncho, indecentemente juvenil charmeur,
que desafiaba a los demás a no reconocer su encanto. El encuentro tuvo lugar
en presencia del viejo rey, sentado en un sillón de alto respaldo junto a la
vidriera de colores, devorando rápida y diestramente esas diminutas ciruelas
negras como aceitunas que eran más una golosina que una medicina para él.
Aun cuando al principio Adulf no pareció prestar atención a su joven pariente
y continuó charlando con dos cortesanos en función de interlocutores, el
príncipe inició, sin embargo, un tema cuidadosamente calculado para fascinar
al recién llegado, a quien presentaba su figura en escorzo: vientre arrogante,
manos hundidas en los bolsillos de sus arrugados pantalones a cuadros,
balanceándose suavemente ora sobre las puntas, ora sobre los talones.
—Consideremos, por ejemplo, caballeros —decía en el tono triunfal que
reservaba para las ocasiones públicas—, toda nuestra historia, y
comprenderán que siempre hemos explicado las raíces del poder asociándolas
a un origen mágico, de tal forma que la obediencia sólo resultaba concebible
cuando el poder se identificaba en la mente del que obedecía, con el efecto
infalible de un embrujo. En otras palabras, el rey era o bien un hechicero o
bien un hechizado, a veces por el pueblo, a veces por sus consejeros, a veces
por un enemigo político que le arrebataba la corona de la cabeza como quien
coge un sombrero de una percha. Recuerden la antigüedad más remota y la
norma de los mossmons (sumos sacerdotes, “pueblo de los pantanos”), el
culto de la turba iridiscente, cosas de ese estilo; o consideren esos… esos
primeros reyes paganos… Gildras y, sí, Ofodras, y ese otro, no recuerdo su
nombre, en fin, el tipo que arrojó su vaso al mar, tras lo cual los pescadores
estuvieron tres días y tres noches recogiendo agua salada transformada en
vino… Solg ud digh vor je sage vel, ud jem gotelm quolm osje musikel»
(«Dulce y generosa era la ola del mar y las mozas la bebían en conchas
marinas». El príncipe estaba citando la balada de Uperhulm). Y los primeros
frailes, que llegaron en un esquife aparejado con una cruz en vez de una vela
y toda la cuestión de la «Roca Fontanal»… Sólo consiguieron introducir el
enloquecido credo romano gracias a que supieron adivinar el punto flaco de
nuestro pueblo. Más aún —siguió diciendo el príncipe, moderando
repentinamente los crescendos de su voz, porque un dignatario del clero se
había detenido a escasa distancia de ellos—, si la llamada Iglesia nunca llegó
a absorber realmente el cuerpo de nuestro estado y ha perdido toda su
significación política en los dos últimos siglos, ha sido precisamente porque
los elementales y más bien monótonos milagros que consiguió producir
pronto se convirtieron en un fastidio… —El clérigo se alejó, y la voz del
príncipe recuperó su libertad— … y fueron incapaces de competir con la
magia natural, la magia innée et naturelle de nuestra patria. Consideren a los
reyes posteriores, indiscutiblemente históricos, y el establecimiento de
nuestra dinastía. Cuando Rogfrid I ascendió o, más bien, se abrió paso hasta
el vacilante trono, al que él mismo se refería como un barril que el mar arroja
a la orilla, cuando el país sufría los horrores de una insurrección y un caos
tales que su aspiración al trono parecía un sueño de niños, ¿recuerdan qué fue
lo primero que hizo en cuanto accedió al poder? De inmediato acuñó coronas,
medias coronas y grosken con la figura de una mano de seis dedos. ¿Por qué
una mano?, ¿y por qué de seis dedos? Ni un solo historiador ha logrado
descifrar su significado, y es dudoso que el mismo Rogfrid lo supiera. Pero
subsiste el hecho de que esa mágica medida pacificó rápidamente el país.
Más adelante, bajo el reinado de su nieto, cuando los daneses intentaron
imponernos su protegido y éste desembarcó con fuerzas inmensas, ¿qué
sucedió? De repente, con una total simplicidad, el partido antigubernamental
—he olvidado su nombre, en todo caso los traidores, sin los cuales no se
hubiera urdido toda la intriga— envió un mensaje al invasor en el cual le
anunciaba cortésmente que se veía en la imposibilidad de continuar
prestándole su apoyo; porque, fíjense bien, “el ling” —esto es, el brezo de la
llanura que debía atravesar el ejército traidor para unirse a las fuerzas
extranjeras— «se había enredado en las espuelas y los tobillos de la traición,
impidiéndole proseguir su camino». Lo cual, al parecer, debe entenderse al
pie de la letra, sin interpretarlo según el espíritu de esas rancias alegorías que
se inculca a los colegiales. Tenemos después —¡ah, sí!, un espléndido
ejemplo— a la reina Ilda, no debemos olvidarnos de la reina Ilda, la del
blanco seno y los abundantes amoríos, quien resolvía todos los problemas de
estado a base de encantamientos, y lo hacía con tanto éxito que cualquier
individuo que no contara con su aprobación perdía el juicio; ustedes saben
muy bien que hasta hoy en día el pueblo llano designa a los manicomios con
el nombre de ildehams. Y cuando ese pueblo llano comienza a intervenir en
los asuntos legislativos y administrativos, resulta absurdamente claro que la
magia está a favor del pueblo. Les aseguro, por ejemplo, que si el pobre rey
Edaric fue incapaz de tomar asiento en la recepción en honor de los cargos
elegidos, no fue desde luego por culpa de las almorranas. Y así sucesiva y
continuamente… —(el príncipe empezaba a estar harto del tema que había
escogido)—… la vida de nuestro país asoma la cabeza, como un anfibio, por
encima de la simple realidad nórdica, al mismo tiempo que sumerge su
vientre en la fábula, en una rica, vivificante magia. No en vano cada una de
nuestras piedras musgosas, cada viejo árbol ha intervenido al menos una vez
en un suceso mágico de uno u otro tipo. Aquí tenemos a un joven estudiante
que se está graduando en Historia. Estoy seguro de que ratificará mi punto de
vista.
Mientras escuchaba seria y confiadamente el razonamiento de Adulf, R se
sentía sorprendido de ver hasta qué punto coincidía con sus propios puntos de
vista. Ciertamente, la selección de ejemplos de libro de texto que había citado
el locuaz príncipe heredero le parecía un poco burda. ¿No estaría el quid de la
cuestión más que en las sorprendentes manifestaciones de la magia, en los
delicados matices de un algo fantástico, que teñía profunda, y al mismo
tiempo borrosamente, la historia de la Isla? No obstante, estaba
incondicionalmente de acuerdo con la premisa básica, y así se lo dijo,
bajando la cabeza y asintiendo para sus adentros. Sólo mucho más tarde
comprendería que la coincidencia de ideas que tanto le había sorprendido
había sido consecuencia de una astucia casi inconsciente por parte del que las
había expuesto, quien sin duda poseía un cierto instinto especial para
descubrir el cebo más eficaz con que atraer a un nuevo oyente.
Cuando el rey hubo terminado sus ciruelas, indicó a su sobrino que se
acercara y, no sabiendo en absoluto de qué hablarle, le preguntó cuántos
alumnos había en la universidad. R quedó confuso… Ignoraba el número y
no tuvo la suficiente capacidad de reacción para citar uno al azar.
—¿Quinientos? ¿Mil? —insistía el rey, con un tono de juvenil interés en
la voz—. Estoy seguro de que debe de haber más —añadió en tono
conciliador, al ver que no recibía una respuesta inteligible; luego, tras un
momento de reflexión, pasó a preguntar si a su sobrino le gustaba montar a
caballo.
En este punto intervino el príncipe heredero con su habitual y empalagosa
desenvoltura, invitando a su primo a una excursión para el próximo jueves.
—Es sorprendente cómo ha llegado a parecerse a mi pobre hermana, —
dijo el rey con un suspiro mecánico, mientras se quitaba las gafas y las
devolvía al bolsillo superior de su chaqueta recamada de color castaño—.
Soy demasiado pobre para darte un caballo —continuó—, pero tengo una
bonita fusta de montar. Gotsen —(dirigiéndose al lord chambelán)—, ¿dónde
está esa bonita fusta de montar con la cabeza de perrito? Búsquela luego y
désela… Es un objeto interesante, de valor histórico y todo eso. En fin, te la
doy gustoso, pero un caballo está fuera de mis posibilidades… Sólo tengo un
par de jacas, y las conservo para mi coche fúnebre. No te ofendas… no soy
rico. («Il ment», dijo por lo bajo el príncipe heredero, y se marchó
canturreando).
El día de la excursión hacía un tiempo frío e inestable, un cielo nacarado
rozaba sus cabezas, las matas de sargatilla se inclinaban a su paso en los
barrancos, los cascos de los caballos chapoteaban desparramando todo el lodo
de los densos charcos en un rastro de chocolate, croaban los cuervos. Los
jinetes abandonaron el sendero al otro lado del puente y se adentraron al trote
entre los oscuros brezales, sobre los cuales se alzaba de trecho en trecho un
esbelto abedul que ya amarilleaba. El príncipe heredero resultó ser un
magnífico jinete, aunque se hacía evidente que no había asistido nunca a una
escuela de montar, pues su postura era indiferente. Su ancho, pesado trasero
forrado de pana y cuero saltaba arriba y abajo sobre la montura y sus
redondos y caídos hombros despertaban una extraña, una vaga compasión en
su compañero, compasión que se desvanecía por completo cada vez que R
contemplaba la cara sonrosada del príncipe, radiante de salud y suficiencia, y
oía su insistente parloteo.
La fusta había llegado el día anterior, pero no la llevaba consigo. El
príncipe (que, por cierto, había introducido en la corte la costumbre de hablar
en mal francés) se había referido despectivamente a ella llamándola «ce
machin ridicule» y había asegurado que pertenecía al hijo pequeño del
palafrenero, quien debía de haberla dejado olvidada en el porche del rey. «Et
mon bonhomme de père, tu sais, a une vraie passion pour les objets trouvés».
—He estado pensando qué habría de cierto en lo que decía usted el otro
día. Los libros no lo mencionan para nada.
—¿El qué? —preguntó el príncipe, intentando trabajosamente conjeturar
qué peregrina teoría había estado exponiendo últimamente en presencia de su
primo.
—¡Oh, estoy seguro de que se acuerda! El origen mágico del poder, y el
hecho…
—Sí, claro, claro —le interrumpió presuroso el príncipe, y de inmediato
encontró la mejor manera de liquidar el manido tema—: No pude acabar de
exponerlo entonces porque había demasiados oídos alrededor. Verá, toda
nuestra actual desgracia se debe al extraño ennui del gobierno, a la inercia
racional, a los monótonos altercados de los miembros del Peplerhus. Todo
ello sucede porque, por el motivo que sea, se ha evaporado la fuerza misma
de los embrujos, tanto populares como reales, y nuestra magia ancestral ha
quedado reducida a un mero abracadabra. Pero no hablemos ahora de cosas
tan deprimentes, ocupémonos de cuestiones más alegres. Dígame una cosa…
Sin duda ha oído hablar mucho de mí en la universidad… ¡Ya me lo imagino!
Dígame, ¿qué decían de mí? ¿Por qué se calla? Decían que era un libertino,
¿verdad?
—Suelo mantenerme al margen de esas charlas maliciosas —dijo R—,
pero lo cierto es que corrían algunos rumores de ese tipo.
—Bueno, los rumores son la poesía de la verdad. Aún eres un niño —un
niño muy hermoso a fe mía— y, por lo tanto, hay muchas cosas que no
comprenderás de momento. Sólo te haré esta observación: todo el mundo es
básicamente malo, pero, cuando las cosas se hacen a hurtadillas, cuando, por
ejemplo, corres a hartarte de mermelada en un oscuro rincón o haces volar tu
imaginación por sabe Dios qué caminos, eso no cuenta; nadie lo considera un
crimen. En cambio, cuando un persona satisface de manera franca y asidua el
apetito que le impone imperiosamente su cuerpo, entonces… ¡Oh entonces!
La gente empieza a gritar: «¡Intemperancia!». Y otra consideración: si, en mi
caso, esa legítima satisfacción se limitara simplemente a un único método
invariable, la opinión popular acabaría resignándose o, como máximo, se
quejaría de que cambiase de querida con demasiada frecuencia. Pero ¡cielos!
¡Qué alboroto arman porque no me atengo al código del libertinaje, sino que
recojo mi miel dondequiera que la encuentro! Y fíjate bien, me gusta todo, ya
sea un tulipán o una sencilla briznita de hierba…, porque, verás —concluyó
el príncipe con una sonrisa y entrecerrando los ojos—, en realidad sólo busco
las fracciones de la belleza y dejo los enteros para los buenos burgueses, y
esas fracciones pueden encontrarse tanto en una bailarina como en un
descargador del muelle, en una Venus de mediana edad o en un joven
caballero.
—Sí —dijo R—, comprendo. Es usted un artista, un escultor, adora la
forma…
El príncipe tiró de las riendas de su caballo y soltó una carcajada.
—Bueno, no es exactamente una cuestión de escultura … à moins que tu
ne confondes la galanterie avec la Galatée, lo cual, no obstante, sería
perdonable a tu edad. No, no…, todo es mucho más sencillo. Pero no seas tan
esquivo conmigo, no voy a morderte, sencillamente no puedo soportar a los
mozos qui se tiennent toujours sur leurs gardes. Si no tienes nada más
interesante que proponer, podemos regresar por Grenlog y cenar a orillas del
lago, y luego ya se nos ocurrirá algo.
—No, lo siento… Verá…, tengo cosas que hacer… El caso es que esta
noche yo…
—¡Oh, bueno! No pretendo obligarte —dijo afablemente el príncipe, y un
poco después, junto al molino, se separaron.
Como habrían hecho la mayoría de las personas muy tímidas en su lugar,
mientras se disponían a afrontar esa cabalgata, R había anticipado que pasaría
un rato especialmente malo, por el sencillo motivo de que Adulf estaba
considerado un alegre conversador. Con una persona moderada, de maneras
más modestas habría resultado más fácil establecer de antemano el tono de la
excursión. Y en tanto se preparaba para ella, R intentó imaginar todos los
momentos de incomodidad que podrían surgir por la necesidad de elevar su
normal estado de ánimo al chisporroteante nivel de Adulf. Además, sentía
que su primer encuentro le había puesto en un compromiso, al haber
coincidido imprudentemente con las opiniones de una persona que, en
consecuencia, podía abrigar justificadas esperanzas de que ambos se
entenderían con la misma facilidad en posteriores ocasiones. Al hacer un
detallado inventario de sus potenciales desatinos y, sobre todo, mientras se
imaginaba con toda claridad la tensión, el peso de plomo en sus quijadas, el
desesperado aburrimiento que sentiría (a causa de su capacidad innata para
observar de soslayo en todo momento la proyección de sí mismo), mientras
ordenaba todo esto, incluidos los fútiles esfuerzos por fundirse con su otro yo
y hallar interés en aquellas cosas que se suponían debían tenerlo, R perseguía
también un objetivo práctico, secundario: desarmar al futuro, cuya única
fuerza está en la sorpresa. Y casi lo logró. El destino, limitado por su propia y
perversa elección, se contentó aparentemente con los innocuos detalles que R
había dejado fuera del campo de previsión: el pálido cielo, el viento sobre los
brezales, una montura agrietada, un caballo impaciente y nervioso, el
imperturbable monólogo de su engreído compañero, todo fundido en una
sensación bastante tolerable, sobre todo teniendo en cuenta que R había
fijado mentalmente un cierto límite de tiempo a la excursión. Sólo era
cuestión de resistir hasta el fin. Pero cuando el príncipe, con su nueva
invitación, amenazó con posponer ese límite hasta el infinito, todas cuyas
posibilidades debían ser atormentadamente valoradas una vez más (y,
llegados a este punto, R tendría que sufrir una imposición de «algo
interesante», que exigía una expresión de feliz expectación), ese período
adicional de tiempo —¡superfluo!, ¡imprevisto!— se le hizo intolerable; y por
ello, aun a riesgo de parecer desatento, había recurrido al pretexto de un
impedimento inexistente. Es verdad que, en cuanto hubo dado media vuelta a
su caballo, lamentó tan vivamente esa descortesía como, un momento antes,
le había preocupado su libertad. En consecuencia, todo cuanto de
desagradable esperaba del futuro perdió su importancia hasta convertirse en
un dudoso eco del pasado. Por un instante, pensó si no debería dar alcance al
príncipe y consolidar los cimientos de su amistad a través de la tardía, y por
eso mismo doblemente preciosa, aceptación de un nuevo mal rato. Pero su
pusilánime aprehensión de ofender a un hombre amable y jovial no llegó a
contrapesar su temor a ser claramente incapaz de ponerse a la altura de esa
amabilidad y esa jovialidad. Así sucedió que el destino le burló, a fin de
cuentas y que, con un último alfilerazo furtivo, despojó de todo valor aquello
que él estaba dispuesto a considerar una victoria.
Unos días más tarde recibió otra invitación del príncipe, en la cual le
rogaba que se «dejara caer» cualquier noche de la semana siguiente. R no
podía rehusar. Además, una sensación de alivio al pensar que el otro no
estaba ofendido allanó traicioneramente el camino.
Le introdujeron en una gran habitación amarilla, caliente como un
invernadero, donde encontró a una serie de personas bastante equitativamente
repartidas entre ambos sexos, sentadas en divanes, cojines y una gruesa
alfombra. Por una fracción de segundo, el anfitrión pareció vagamente
desconcertado ante la llegada de su primo, como si hubiera olvidado su
invitación o creyera haberle pedido que viniera un día distinto. Sin embargo,
esta fugaz expresión se trocó de inmediato en una sonrisa de bienvenida, tras
lo cual el príncipe ignoró a su primo. Tampoco los demás invitados, a todas
luces amigos íntimos del príncipe —muchachas extraordinariamente
delgadas, de finos cabellos, media docena de caballeros maduros con bien
afeitados y bronceados rostros y varios jóvenes luciendo las camisas de seda
de cuello abierto que estaban de moda en aquel momento—, le prestaron la
menor atención. R, reconoció de pronto entre ellos al famoso joven acróbata
Ondrik Guldving, un taciturno muchacho rubio, con una rara suavidad en sus
gestos y posturas, como si las ropas amortiguaran la expresividad de su
cuerpo, tan extraordinaria en la pista. La presencia del acróbata sirvió de
clave a R para toda la constelación de los presentes y, aun cuando el
observador era ridiculamente inexperto y casto, intuyó de inmediato que esas
deliciosas y esbeltas muchachas, difuminadas como una gasa, con las piernas
dobladas en variado abandono, que no se entregaban a la conversación sino a
reflejos de conversación (consistentes en lentas semisonrisas y «hums» de
interrogación o de respuesta, pronunciados a través del humo de los
cigarrillos que sostenían en el extremo de preciosas boquillas), pertenecían a
ese mundo esencialmente sordomudo que en otros tiempos había recibido el
nombre de demi-monde (con todas las cortinas corridas, sin conocer otro
mundo). El hecho de que, dispersas entre ellas, hubiera damas a las que solía
verse en los bailes de la corte no cambiaba para nada las cosas. El grupo
masculino era igualmente homogéneo en cierto modo, a pesar de incluir
representantes de la nobleza, artistas con las uñas sucias y jóvenes matones
tipo estibador. Y precisamente por ser inexperto y casto el observador, dudó
de inmediato de su involuntaria impresión inicial y se acusó de sentir
vulgares prejuicios, de aceptar servilmente las habladurías de la ciudad.
Decidió que todo era como debía ser, esto es, que su mundo no se vería
perturbado en ningún modo por la inclusión de esta nueva provincia, y que
todo lo que había en ella era simple y comprensible: una persona
independiente, amante de la diversión había seleccionado libremente a sus
amigos.
El ritmo pausadamente despreocupado y en cierto modo incluso infantil
de esa reunión resultó particularmente tranquilizador para R. El mecánico
gesto de fumar, las variadas golosinas sobre platitos veteados de oro, los
sociables ciclos de movimientos (alguien iba a buscar una pieza de música
para alguien; una muchacha se probaba el collar de otra muchacha), la
simplicidad, la serenidad, todo ello denotaba a su manera esa gentileza que R,
que no la poseía, reconocía en todos los fenómenos de la vida, ya fuera la
sonrisa de una dulce jovencita con su cofia de encaje o el eco de una vieja
amistad vislumbrado en el parloteo de otra. Con el ceño arrugado en
expresión concentrada, emitiendo de vez en cuando una serie de agitados
gruñidos, que acababan en un bufido de vejación, el príncipe estaba atareado
intentando introducir seis diminutas bolitas en el centro de un laberinto de
bolsillo transparente. Una pelirroja con un vestido verde y sandalias en los
pies desnudos repetía una y otra vez, con cómica pesadumbre, que jamás lo
conseguiría; pero él perseveró largo rato, agitando el recalcitrante artilugio,
golpeando el suelo con el pie, y volviendo a empezar desde el principio. Por
fin, lo arrojó sobre un sofá, donde otros comenzaron a manipularlo
prontamente. Un hombre de hermosas facciones, desfiguradas por un tic, se
sentó al piano, golpeó las teclas con desordenado vigor en una parodia de la
manera de tocar de alguien y volvió a levantarse de inmediato, tras lo cual él
y el príncipe se dedicaron a discutir sobre el talento de un tercero,
probablemente el autor de la truncada melodía, y la pelirroja, rascándose un
grácil muslo a través del vestido, empezó a explicarle al príncipe el punto de
vista de la parte agraviada en un complicado pleito musical. Bruscamente, el
príncipe consultó su reloj y se dirigió al rubio y joven acróbata, que estaba
bebiendo naranjada en un rincón:
—Ondrik —dijo con aire preocupado—, creo que es la hora.
Ondrik se pasó sombríamente la lengua por los labios, dejó su vaso y se
acercó. Con torpes dedos, el príncipe desabrochó la bragueta de Ondrik,
extrajo toda la masa sonrosada de sus partes, seleccionó la principal y
comenzó a frotar regularmente la reluciente verga.
—Al principio —relató R—, creí haber perdido el juicio, me pareció que
era una alucinación.
Lo que más le asombró fue la naturalidad del procedimiento. Sintió la
ascensión de la náusea en su interior, y se marchó. Una vez en la calle,
incluso corrió durante un rato.
La única persona con quien se sintió capaz de compartir su indignación
fue su tutor. Aunque no sentía ningún afecto por el no demasiado atractivo
conde, decidió consultarle el asunto, siendo como era el único familiar que
tenía. Desesperado, le preguntó al conde cómo era posible que un hombre de
la moralidad de Adulf, un hombre que, además, ya no era joven y, por lo
tanto, tenía pocas probabilidades de cambiar, pudiera gobernar un día el país.
Bajo el prisma en que súbitamente había visto al príncipe heredero, advirtió
también que, aparte su detestable cinismo y pese a su afición por las artes,
Adulf era en realidad un salvaje, un patán autodidacta, sin ninguna cultura
real, que se había apropiado de un puñado de sus perlas, había aprendido a
exhibir los destellos de su adaptable mente y, lógicamente, no se interesaba
en lo más mínimo por los problemas de su inminente reinado. R seguía
preguntando si no era una loca insensatez, el delirio de las pesadillas,
imaginar a una persona como ésa en el papel de rey, pero, al hacer esas
preguntas no esperaba prácticamente respuestas concretas. Era la retórica del
joven desencanto. Sin embargo, a medida que iba expresando su perplejidad
en abruptas frases entrecortadas (no había nacido elocuente), R se acercó a la
realidad y pudo mirar fugazmente su rostro. Debo reconocer que en seguida
volvió a perderla de vista, pero ese destello quedó grabado en su alma,
revelándole fugazmente los peligros que acechaban a un estado condenado a
convertirse en juguete de un soez rufián.
El conde le escuchó atentamente, posando de vez en cuando sobre él la
mirada de sus rapaces ojos sin pestañas. En ellos se reflejaba una extraña
satisfacción. Calculador y frío mentor, respondió con mucha cautela, como si
no estuviera demasiado de acuerdo con R, tranquilizándole y diciéndole que
un hecho presenciado por azar estaba causando un impacto excesivo en su
juicio; la única finalidad de la higiene establecida por el príncipe era no
permitir que un joven amigo malgastara sus fuerzas con prostitutas y que
Adulf poseía cualidades que tal vez se revelarían tras su ascensión al trono.
Al final de la entrevista, el conde se ofreció a presentarle a cierto sabio, el
famoso economista Gumm. El conde lograba con ello un doble fin: por una
parte, quedaba libre de toda responsabilidad en lo que pudiera suceder
después y se mantenía al margen, lo cual le vendría muy bien en caso de
cualquier tropiezo, y por otra parte, ponía a R en manos de un conspirador
experimentado, iniciando así la realización de un plan que el malvado y
astuto conde venía acariciando, según parece, desde hacía bastante tiempo.
R conoció a Gumm, conoció al economista Gumm, un viejecito de vientre
redondo con un chaleco de lana y gafas azules, muy levantadas sobre su
frente sonrosada, al jactancioso, acicalado, risueño Gumm. La frecuencia de
sus entrevistas fue aumentando y, al finalizar su segundo año en la
Universidad, R pasó incluso una semana en casa de Gumm. A esas alturas, ya
había averiguado lo suficiente sobre la conducta del príncipe heredero para
no lamentar su primer estallido de indignación. No tanto por boca del mismo
Gumm, que parecía estar corriendo siempre de un lado a otro, como de sus
parientes y personas más próximas, R tuvo noticia de las medidas que ya se
había intentado tomar para dominar al príncipe. Al principio, la gente había
intentado informar al viejo rey de los devaneos de su hijo, a fin de conseguir
un control paterno. En realidad, cuando tal o cual persona, tras conseguir
acceder al kabinet del rey, salvando las espinas del protocolo, le exponía
francamente esos desmanes a Su Majestad, el anciano, con el rostro
encendido y agarrándose nervioso los faldones de la bata, manisfestaba una
ira superior a lo que podría haberse esperado. Gritaba que pondría fin a todo
eso, que la copa de la tolerancia (con lo cual derramaba tormentosamente su
café matutino) comenzaba a rebosar, que le alegraba escuchar un informe
sincero, que deportaría por seis meses al impúdico canalla en un suyphellhus
(nave monasterio, ermita flotante), que… Y cuando acababa la audiencia y el
complacido funcionario se disponía a marcharse, el viejo rey, todavía
bufando, pero ya sereno, lo llevaba a un lado y, con un confidencial gesto de
ir al grano (aunque en realidad estaban solos en el estudio), decía: «Sí, sí, lo
comprendo, todo es como usted dice, pero escuche… aquí entre nosotros…,
¿no cree que deberíamos mostrarnos razonables…? Al fin y al cabo, mi Adulf
es soltero, un perro alegre, le gusta hacer un poco de ejercicio… ¿Por qué
armar tanto alboroto? Recuerde que nosotros también fuimos jóvenes alguna
vez». Esta última consideración resultaba bastante absurda, pues la distante
juventud del rey había transcurrido en una apocada tranquilidad y, luego, la
difunta reina, su esposa, le había tratado con severidad desusada hasta que
hubo cumplido los sesenta. La reina era, dicho sea de paso, una mujer
extraordinariamente obstinada, estúpida y mezquina, con una constante
propensión a inocentes pero sumamente absurdas fantasías y, muy
posiblemente, era culpa suya que los hábitos de la corte, y en cierta medida
también los del estado, hubieran adquirido esas peculiares características
difíciles de definir, esa extraña mezcla de estancamiento y capricho, de
imprevisión unida al envaramiento de la locura no violenta que tanto
atormentaban al presente rey.
La segunda forma de oposición, desde el punto de vista cronológico había
sido considerablemente más profunda. Consistía en la acumulación y
fortificación de los recursos públicos. Difícilmente podía confiarse en la
participación consciente de la clase plebeya: los labradores, tejedores,
panaderos, carpinteros, vendedores de granos, pescadores y otras gentes de la
isla aceptaban la transformación de cualquier príncipe heredero en rey con la
misma sumisión con que acataban los cambios de tiempo. La gente humilde
contemplaba el brillo de la aurora entre los cúmulos de las nubes, meneaba la
cabeza… y eso era todo; en su oscuro cerebro de líquenes tenían reservado un
lugar tradicional para el desastre tradicional, nacional o natural. La pobreza y
modorra de la economía, el nivel congelado de los precios, que habían
perdido hacía tiempo su sensibilidad vital (a través de la cual se establece en
el acto una relación entre una cabeza vacía y un estómago vacío), la sombría
constancia de unas cosechas nada considerables sino justo suficientes, el
pacto secreto entre pastos y cereales, que habían accedido, al parecer, a
complementarse y mantener así compensada la agronomía… todo ello, según
Gumm (véase La base y la anábasis de la economía) mantenía al pueblo en
una actitud de lánguida sumisión. Y si intervenía en ello algún tipo de
brujería, pues tanto peor para las víctimas de sus viscosos encantamientos.
Además —y ello era motivo de especial tristeza para los ilustrados—, el
príncipe Higo gozaba de una especie de picante popularidad entre las clases
bajas y la pequeña burguesía (la línea divisoria entre las cuales era tan tenue
que con frecuencia se observaban fenómenos tan desconcertantes como el
retorno del próspero hijo de un tendero al humilde oficio manual de su
abuelo). La sonora carcajada que invariablemente acompañaba los
comentarios sobre las hazañas de Higo frenaba los reproches. La máscara de
regocijo permanecía pegada a la boca y ya no era posible distinguir la
aprobación fingida de la real. Cuanto más desenfrenados los devaneos de
Higo, más sonoras eran las risotadas del pueblo, con más fuerza y
satisfacción golpeaban los puños sobre las mesas de las tabernas. Un detalle
característico: una vez que, pasando a caballo con un cigarro entre los dientes
por un pueblecito apartado, el príncipe se fijó en una hermosa niña, la invitó a
dar un paseo y se la llevó, ante el horror de sus padres (apenas contenido por
el respeto), mientras el abuelo les seguía corriendo por el sendero hasta que
tropezó y cayó en una zanja, toda la aldea, según informaron los agentes,
expresó su admiración con grandes carcajadas, felicitó a la familia, disfrutó
haciendo conjeturas y no escatimó malintencionadas preguntas cuando la
niña regresó tras una hora de ausencia, con un billete de cien coronas en una
mano y, en la otra, un pajarito sin plumas que había caído de su nido en una
desolada arboleda, donde ella lo había recogido camino de la aldea.
En los círculos militares, el descontento contra el príncipe se basaba, no
tanto en consideraciones generales de moralidad y de prestigio nacional como
en el resentimiento directo engendrado por su actitud hacia el ponche
llameante y el estrépito de los fusiles. El mismo rey Gafon, a diferencia de su
combativo predecesor, era un viejo tipo «profundamente civil»; sin embargo,
el ejército lo toleraba, pues su total ignorancia de los asuntos militares
quedaba compensada por la timorata estima en que los tenía a todos; por el
contrario, la Guardia no podía perdonar el abierto desdén de su hijo. Los
juegos guerreros, los desfiles, la música a carrillos hinchados, los banquetes
de regimiento en los que se seguían pintorescas costumbres y varios otros
pasatiempos religiosamente observados por el pequeño ejército insular sólo
suscitaban un despectivo fastidio en el espíritu eminentemente artístico de
Adulf. Sin embargo, la intranquilidad del ejército no iba más allá de algunos
murmullos inconexos, a los que se sumaban, tal vez, juramentos nocturnos (al
resplandor de bujías, vasos y espadas)…, que estarían olvidados por la
mañana. En consecuencia, la iniciativa quedaba en manos de las mentes
ilustradas del público, las cuales, triste es decirlo, no eran numerosas; entre la
oposición antiadulfiana figuraban, no obstante, algunos estadistas, directores
de periódicos y juristas, todos ellos respetables ancianos de vigorosa rudeza
que ejercían una gran influencia, secreta o manifiesta. En otras palabras, la
opinión pública se puso a la altura de las circunstancias y, a medida que
progresaba la iniquidad del príncipe heredero, las ansias de someterlo pasaron
a estar consideradas como una señal de honestidad e inteligencia. Sólo faltaba
encontrar un arma. Por desgracia, eso era precisamente lo que no tenían.
Estaba la prensa, estaba el parlamento, pero, según el texto de la constitución,
cualquier mínima falta de respeto, a un miembro de la familia real sería
castigada con la prohibición del periódico o la disolución de la cámara. La
única tentativa de soliviantar a la nación acabó en un fracaso. Nos referimos
al célebre juicio del doctor Onze.
Dicho juicio presentaba características sin paralelo en los anales sin
paralelo de la justicia thuleana. Un hombre famoso por su virtud, un profesor
y ensayista especializado en temas cívicos y filosóficos, una personalidad tan
estimada, dotada de tan gran rigor en sus opiniones y principios, en una
palabra, un personaje tan sorprendentemente sin mácula que la reputación de
cualquiera resultaba dudosa a su lado, fue acusado de diversos crímenes
contra la moral, se defendió con la torpeza de la desesperación, y, por fin,
reconoció su culpa. Hasta aquí no había nada demasiado desusado en ello:
¡Dios sabe en qué furúnculos pueden trocarse los pezones del mérito cuando
se los somete a escrutinio! El aspecto desusado y sutil del caso estaba en el
hecho de que la acusación y las pruebas constituían prácticamente una réplica
de todo lo que podía imputarse al príncipe heredero. Imposible no
maravillarse ante la precisión de los detalles obtenidos para encajar un retrato
de cuerpo entero en el marco ya preparado, sin retocar ni omitir nada. Buena
parte de ello era tan nuevo e individualizaba con tal precisión los lugares
comunes durante tanto tiempo burdo rumor que al principio las masas no
comprendieron quién había posado para el retrato. Muy pronto, sin embargo,
los comentarios cotidianos en los diarios comenzaron a suscitar un interés
bastante excepcional entre los lectores que habían comprendido, y personas
que normalmente pagaban veinte coronas para presenciar un juicio ahora no
escatimaban quinientas o más.
La idea inicial había surgido en el seno de la prokuratura (magistratura).
El juez más anciano de la capital se interesó por ella. Sólo faltaba encontrar
una persona lo suficientemente recta para que no pudiera confundírsela con el
prototipo del caso, lo suficientemente inteligente para no actuar como un
payaso o un cretino ante el tribunal y, en particular, lo suficientemente
entregada a la causa para estar dispuesta a sacrificarlo todo por ella, a
soportar un monstruoso baño de fango y a trocar su carrera por una condena a
trabajos forzados. No había candidatos para desempeñar este papel. A los
conspiradores, en su mayor parte hombres de familia acomodada, les
gustaban todos los detalles del plan excepto aquél, sin el cual no podía
representarse la comedia. La situación parecía ya desesperada… cuando, un
día, en una reunión de los conjurados, se presentó el doctor Onze totalmente
vestido de negro y, sin sentarse, declaró que estaba a su completa disposición.
La natural impaciencia por asirse a la ocasión apenas les dio tiempo a
maravillarse; porque no cabe duda de que, al primer golpe de vista, debió de
resultar difícil comprender cómo podía conjugarse la rarificada vida de un
pensador con la complacencia en ser puesto en la picota en aras de una
conjura política. En realidad, su caso no era tan poco corriente. Dada su
constante dedicación a problemas espirituales y su constante adaptación de
las leyes de los más rígidos principios a las más frágiles abstracciones, al
doctor Onze le parecía imposible cegarse a aplicar personalmente el mismo
método cuando se le ofrecía la oportunidad de realizar una acción
desinteresada y probablemente sin sentido (y por eso también abstracta,
teniendo en cuenta la total pureza de su esencia). Además, debemos recordar
que el doctor Onze estaba dispuesto a renunciar a su cátedra, a la quietud de
su estudio tapizado de libros, a la continuación de su última obra, en
resumen, a todo lo que tiene derecho a apreciar un filósofo. Digamos que su
estado de salud era indiferente; subrayemos el hecho de que, antes de someter
el caso a una detenida inspección, se había visto obligado a dedicar tres
noches a la consulta de obras bastante especiales sobre problemas de los que
poco podía saber un asceta y añadamos que, poco antes de tomar su decisión,
se había prometido con una virgen senescente tras años de amor inexpresado,
período durante el cual el antiguo novio de ella había estado debatiéndose
contra la tisis en la distante Suiza, hasta que por fin expiró, liberándola así de
su pacto con la compasión.
El caso se inició con la denuncia presentada por aquella mujer
verdaderamente heroica, la cual acusó al doctor Onze de haberla conducido
con engaños a su garçonniére secreta, «un antro de lujo y libertinaje». Una
denuncia parecida (con la única diferencia de que el apartamento que habían
alquilado y amueblado subrepticiamente los conspiradores no era el mismo
que solía alquilar el príncipe en cierta época para sus placeres especiales, sino
otro situado justo enfrente al otro lado de la calle, lo cual estableció en el acto
la idea del reflejo en el espejo que caracterizaría todo el juicio) había sido
presentada contra Higo por una doncella no demasiado inteligente, que, por
azar, ignoraba que su seductor era el heredero del trono, esto es, una persona
que no podía ser procesada bajo ninguna circunstancia. A ello siguió la
declaración de numerosos testigos (algunos de ellos seguidores altruistas,
otros agentes mercenarios; no se habían hallado suficientes del primer
grupo); sus declaraciones habían sido brillantemente redactadas por un
comité de especialistas, entre los cuales destacaban un distinguido
historiador, dos importantes literatos y varios expertos juristas. En estas
declaraciones iban desvelándose gradualmente las actividades del príncipe
heredero, en el orden cronológico correcto, pero con una cierta contracción
del calendario en comparación con el tiempo que había tardado el príncipe en
llegar a exasperar hasta ese punto al público. Fornicación en grupo,
ultrauranismo, rapto de menores y muchas otras diversiones fueron descritas
ante el acusado en forma de detalladas preguntas, a las que él respondía con
mucha mayor brevedad. Una vez examinado todo el caso con la metódica
diligencia característica de su mentalidad, el doctor Onze, a quien nunca se le
había ocurrido interesarse por el arte teatral (de hecho, no iba al teatro) logró
inconscientemente, gracias a un sabio enfoque, una espléndida
personificación del criminal que sustenta su rechazo de los cargos (una
actitud que en el presente caso tenía por objeto permitir el despliegue de la
acusación) en declaraciones contradictorias, reafirmadas con desconcertada
obcecación.
Todo se desarrolló según lo previsto, aunque, por desgracia, pronto se
hizo patente que los conspiradores no tenían ni idea de qué podían sacar
realmente de ello. ¿Abrir los ojos a la gente? Pero el pueblo conocía de
siempre la verdadera catadura de Higo. ¿Que la revulsión moral se trocara en
revuelta cívica? Pero nada indicaba la vía para lograr semejante
metamorfosis. ¿O tal vez todo el plan no significaba más que un eslabón en
una larga cadena de revelaciones progresivamente más eficaces? Pero
entonces la osadía y la corrosividad del caso, por el mismo hecho de
conferirle un irrepetible carácter de exclusividad, no podían dejar de romper,
entre el primer eslabón y el siguiente, una cadena que por encima de todo
exigía alguna forma de moldeación gradual.
La publicación de todos los detalles del caso sólo sirvió para enriquecer a
los periódicos. Su circulación aumentó en tal medida que, a la frondosa
sombra resultante, algunas personas avispadas (Sien, por ejemplo),
consiguieron crear nuevos órganos dedicados a tal o cual finalidad, pero cuyo
éxito estaba garantizado gracias a sus reportajes sobre el juicio. El número de
los ciudadanos honradamente indignados era muy inferior al de los que
mostraban un malicioso interés o una simple curiosidad. La gente sencilla leía
y se reía. Veía esas sesiones públicas como una broma increíblemente
divertida, inventada por un grupo de bribones. La imagen del príncipe
heredero adquirió en su mente el aspecto de un polichinela cuya capa de
barniz sufre, tal vez, alguna abolladura por culpa del palo del diablo sarnoso,
pero que, aun así, sigue siendo el favorito de los espectadores, la estrella del
espectáculo. Por otra parte, la sublime personalidad del doctor Onze no sólo
no fue reconocida como tal, sino que provocó alegres estallidos de malicia
(de los que, por desgracia, se hizo eco la prensa de escándalo), pues el pueblo
llano confundió su posición con una perversa facilidad de adaptación por
parte de un cerebro a sueldo. En una palabra, sólo se consiguió aumentar la
pornográfica popularidad que siempre había rodeado al príncipe, e incluso las
más irónicas conjeturas sobre cómo debía sentirse al leer la descripción de
sus propias fechorías estaba marcado por esa buena disposición con que
involuntariamente alentamos la exhibicionista temeridad de otro.
La nobleza, los consejeros, la corte y los miembros «corteístas» del
Peplerhus fueron sorprendidos en plena siesta. Decidieron mansamente que
lo mejor sería volver a echarse y esperar, y así dejaron escapar un precioso
momento político. Cierto que, algunos días antes del veredicto, los miembros
del partido realista consiguieron, por complicados o simplemente torcidos
medios, hacer aprobar una ley que prohibía informar en los periódicos sobre
«casos de divorcio, u otros juicios que pudieran contener matices
escandalosos», pero, toda vez que, constitucionalmente, ninguna ley podía
entrar en vigor hasta después de transcurrido un plazo de cuarenta días desde
el momento de su aprobación (plazo que se denominaba «posparto de
Themis»), los periódicos dispusieron de tiempo sobrado para informar sobre
el juicio hasta su misma conclusión.
El príncipe Adulf, por su parte, reaccionó con completa indiferencia,
expresada, además, con tal naturalidad que uno se preguntaba si se daba
cuenta de a quién se estaban refiriendo realmente. Toda vez que debía estar
familiarizado con cada detalle del caso, debemos llegar a la conclusión de
que o bien había sufrido un ataque de amnesia o poseía una soberbia
capacidad de autocontrol. Sólo una vez creyeron ver sus íntimos una fugaz
sombra de vejación en su larga cara: «¡Qué lástima! —había exclamado—.
¿Por qué no me invitó ese polisson a sus fiestas? Que de plaisirs perdus!». En
cuanto al rey, también se mostraba indiferente, pero, a juzgar por la manera
en que carraspeaba mientras guardaba el periódico en un cajón y se quitaba
las gafas de cerca, y también por la frecuencia de sus sesiones secretas con tal
o cual consejero convocado a una hora intempestiva, era de suponer que
estaba sumamente trastornado. Se decía que, durante los días del juicio, le
había ofrecido varias veces con fingida despreocupación, a su hijo el yate real
para que Adulf pudiera realizar «un pequeño viaje alrededor del mundo»,
pero Adulf se limitaba a reírse y a besarle la calva.
—Realmente, hijo mío —insistía el viejo rey—, ¡es tan delicioso el mar!
¡Podrías llevarte a los músicos y un barril de vino!
—Hélas! —respondía el príncipe—, el sube y baja del horizonte marítimo
me atan el plexo solar.
El juicio entró en su fase final. La defensa aludió a la «juventud» del
acusado, a su «sangre ardiente», a las «tentaciones» que rodean la vida de un
soltero…, todo ello una parodia bastante burda de la excesiva indulgencia del
rey. El fiscal pronunció su discurso con un ímpetu salvaje, y superó todas las
expectativas pidiendo la pena de muerte. Las últimas palabras del reo
introdujeron un matiz totalmente inesperado. Exhausto tras la prolongada
tensión, horrorizado por haberse visto obligado a revolcarse en el fango de
otro e involuntariamente atemorizado ante el estallido del fiscal, el infeliz
sabio perdió el control y, tras murmurar unas cuantas incoherencias, comenzó
de pronto a contar, en un tono desconocido, histéricamente claro, que una
noche, siendo joven, después de beber su primer vaso de licor de avellana,
había aceptado ir a un burdel con un compañero de clase y no había
conseguido llegar hasta la puerta, pues se había desmayado en plena calle.
Esta imprevista confesión estremeció al público con una larga carcajada,
mientras el fiscal perdía la cabeza e intentaba hacer callar al acusado
recurriendo a medios físicos. Luego el jurado se retiró para fumar un
cigarrillo en silencio en la sala que tenían asignada y no tardó en volver para
anunciar el veredicto. Sugerían que el doctor Onze fuese condenado a once
años de trabajos forzados.
La prensa aprobó la sentencia con gran verborrea. Los amigos visitaron
en secreto al mártir para estrecharle la mano y despedirse de él… Y de
pronto, el buen viejo Gafon, por primera vez en su vida, sorprendió a todo el
mundo, incluido tal vez él mismo, con un acto bastante astuto: aprovechó una
indiscutible prerrogativa y le concedió a Onze un indulto total.
Así, tanto la primera como la segunda forma de presión sobre el príncipe
acabaron prácticamente en nada. Quedaba un tercer procedimiento, más
definitivo y seguro. Todas las conversaciones que se celebraron en el entorno
de Gumm tendían exclusivamente hacia la aplicación de esa tercera medida,
aunque nadie pronunciaba a las claras su verdadero nombre. Hay un número
suficiente de eufemismo para designar la muerte. R, una vez envuelto en las
enmarañadas circunstancias de un complot, no alcanzaba a comprender con
exactitud qué estaba sucediendo, y la causa de esa ceguera no residía tan sólo
en su juvenil inexperiencia; iba ligada al hecho de que instintiva, aunque
erróneamente, se consideraba el principal instigador (aunque, como es lógico,
no era más que un comparsa honorario… o un rehén honorario) y, en
consecuencia, se negaba a creer que la empresa que él había iniciado pudiera
acabar en un derramamiento de sangre. De hecho, no existía en realidad
empresa alguna, pues tenía la vaga sensación de que el mero acto de superar
la repugnancia que le causaba tener que estudiar la vida de su primo suponía
ya una hazaña lo bastante importante y necesaria. Y cuando, con el tiempo,
comenzó a aburrirse un poco de ese estudio y de las constantes discusiones en
torno al mismo tema, continuó participando no obstante en ellas,
obedientemente fiel a la tediosa materia, pensando siempre que cumplía con
su deber al colaborar con una clase de fuerza que seguía siendo un misterio
para él, pero que, finalmente, lograría transformar, con un toque de su varita
mágica, un príncipe imposible en un presunto heredero aceptable. Aun
cuando acogió con agrado la posibilidad de forzar sencillamente a Adulf a
renunciar a sus pretensiones al trono (y las vaguedades del discurso figurativo
a que recurrían los conspiradores podrían dar lugar a tal interpretación), por
extraño que parezca, nunca llevó esa idea hasta su lógica conclusión, esto es,
hasta su propia persona como segundo en la línea de sucesión. Durante casi
dos años, al margen de sus estudios, mantuvo relaciones con el rotundo
Gumm y sus amigos e, imperceptiblemente, se encontró atrapado en una
trama muy densa y delicada. Y tal vez el forzado aburrimiento al que se
sentía cada vez más sensible no debiera reducirse a su mera incapacidad —
por lo demás, característica de su naturaleza— de mantener el interés por
cosas que gradualmente iban adquiriendo la capa anterior del hábito (a través
del cual ya no lograba distinguir el brillo de su apasionamiento), sino que, a
los mejor, ésa era la voz deliberadamente cambiada de una advertencia
subliminar. Entretanto, el asunto que se había iniciado mucho antes de su
participación iba aproximándose a su sangriento desenlace.
Una fría noche de verano fue invitado a una asamblea secreta; acudió,
puesto que la invitación no sugería nada fuera de lo acostumbrado. Aunque es
cierto que más tarde recordaría con cuánta reticencia, con qué opresiva
sensación de verse forzado, había partido rumbo a la cita; pero con similares
sentimientos había asistido a reuniones anteriores. En una gran sala sin
calefacción y, por así decirlo, ficticiamente amueblada (el papel de las
paredes, la chimenea, el aparador, con un polvoriento cuerno usado para
beber en un estante…, todo parecía dispuesto para la escena), había un grupo
de hombres sentados, más de la mitad de los cuales eran desconocidos para
R. Allí vio por primera vez al doctor Onze: su calvicie de un blanco
marmóreo con una depresión en el centro; sus gruesas pestañas rubias, las
pequeñas pecas sobre las cejas, la sombra rojiza en los pómulos, los labios
fuertemente apretados, la levita de un fanático y los ojos de un pez. Una
extática expresión de humilde, fulgurante melancolía no contribuía a
embellecer sus infortunadas facciones. Todos le hablaban con ostensible
respeto. Todos sabían que su prometida había roto con él después del juicio,
explicándole que, irracionalmente, continuaba viendo en el rostro del
desdichado los rastros de la sucia perversión que éste había confesado al
asumir la personalidad de otro. Y que se había retirado a una aldea distante y
que se había dedicado en cuerpo y alma a la enseñanza. Y en cuanto al doctor
Onze, iría a recluirse en un modesto monasterio, poco después del suceso del
que esa asamblea constituía el prefacio.
Entre los presentes, R descubrió también al célebre jurista Schliss, a
varios frad (liberales), miembros del Peplerhus, al hijo del ministro de
Educación Pública… Y sentados en un incómodo sofá de cuero a tres
delgados y taciturnos oficiales del ejército.
Encontró una silla de rejilla desocupada junto a una ventana, en cuyo
antepecho se había sentado un hombre bajito que se mantenía al margen de
los demás. Tenía unas facciones plebeyas y hacía girar incesantemente entre
las manos una gorra del cuerpo de Correos. R estaba lo bastante cerca para
poder observar sus enormes pies bastamente calzados, que no casaban en
absoluto con su enclenque figura, de modo que resultaba algo así como una
fotografía tomada a ras del suelo. Sólo más tarde sabría R que ese hombre era
Sien.
Al principio a R le pareció que la conversación que mantenían las
personas reunidas en la sala no se diferenciaban de aquéllas a las que estaba
habituado desde hacía largo tiempo. Algo dentro de él (¡otra vez, ese íntimo
amigo!) ansiaba incluso, con una especie de infantil vehemencia, que esa
reunión no se diferenciara de todas las anteriores. Pero el extraño y en cierto
modo repugnante gesto de Gumm cuando apoyó la mano en el hombro de R
al pasar y asintió misteriosamente con la cabeza…, eso y también el lento,
cauteloso sonido de las voces y la expresión de la mirada de los tres oficiales
le hizo aguzar el oído. En apenas dos minutos supo que lo que se tramaba
fríamente allí, en aquella sala espuria, era el asesinato ya acordado del
príncipe.
Sintió soplar el aliento del destino en sus sienes y la misma náusea, casi
física, que ya había experimentado en otra ocasión, después de aquella velada
en casa de su primo. Por la mirada que le lanzó el silencioso pigmeo desde el
alféizar (una mirada mezcla de curiosidad y sarcasmo), R comprendió que su
confusión no había pasado inadvertida. Se levantó y todos se volvieron hacia
él, y el hombre grueso de erizados cabellos que hablaba en aquel momento
(hacía rato que R ya no oía su voz) se interrumpió en seco. R se acercó a
Gumm, que arqueó sus cejas triangulares y permaneció a la expectativa.
—Tengo que irme —dijo R—, creo que no me siento bien, será mejor que
me marche.
Saludó con una inclinación de cabeza; unas cuantas personas se
levantaron cortésmente; el hombre del alféizar sonrió y encendió su pipa.
Mientras avanzaba hacia la salida, R tuvo la sensación de pesadilla de que tal
vez la puerta no era más que una naturaleza muerta, que su pomo era sólo un
efecto y que no giraría. Pero la puerta, súbitamente, recuperó sus
características reales y, acompañado por un joven, calzado con zapatillas y
con un manojo de llaves en la mano, que había surgido calladamente de otra
habitación, R se dispuso a descender una larga y oscura escalera.
EL DUENDE DE LA PATATA

Esta es la primera traducción inglesa fiel al original de «Kartofel’nyy el’f», cuento escrito en
1929 en Berlín, publicado en esa misma ciudad en el diario para emigrados Rul (15, 17, 18 y 19 de
diciembre de 1929), e incluido en Vozvrashchenie Chorba (Slovo, Berlín, 1930), una colección de
cuentos míos. Una versión inglesa muy distinta (de Serge Bertenson e Irene Kosinska), llena de
errores y omisiones, apareció en Esquire (diciembre de 1939) y fue reproducida en una antología
(The Single Voice, Collier, Londres, 1969).
Aunque nunca tuve la intención de que el cuento pudiera servir de base para una película ni me
propuse desencadenar con él la fantasía de ningún guionista, su estructura y los repetidos detalles
pictóricos presentan sin duda alguna un sesgo cinematográfico. Su deliberada introducción
determina ciertos ritmos convencionales… o un remedo de tales ritmos. Sin embargo, no creo que
mi hombrecillo sea capaz de conmover ni al más lacrimoso fanático del interés humano, y esto
salva la cuestión.
Otro aspecto que diferencia al «Duende de la patata» de mis restantes cuentos cortos es su
ambientación británica. Es imposible en tales casos evitar un automatismo temático; pero, por otra
parte, este curioso exotismo (en cuanto se diferencia del ambiente más familiar de Berlín de mis
otros relatos) le confiere una artificial brillantez no del todo desagradable. Con todo, en conjunto
no es mi pieza favorita y sólo lo incluyo en esta colección porque el acto de volverlo a traducir
correctamente representa una preciosa victoria personal, de las que raras veces suelen tocarle en
suerte a un autor traicionado.

En realidad se llama Frederic Dobson. Le contó su historia a su amigo el


prestidigitador con estas palabras:
—No había nadie en Bristol que no conociera a Dobson, el sastre de
ropas de niño. Soy su hijo… y me enorgullezco de ello por pura obcecación.
Debes saber que bebía como una vieja ballena. En cierta fecha alrededor de
1900, unos meses antes de que yo naciera, mi papaíto, empapado en ginebra,
vistió uno de esos querubines de cera —ya sabes, traje de marinero, con los
primeros pantalones largos de un muchacho— y lo puso en la cama de mi
madre. Fue un milagro que la pobre no abortara. Como puedes comprender,
todo esto lo sé sólo de oídas… Sin embargo, si mis amables informaciones no
mentían, ésta fue al parecer la razón secreta de que yo sea…
Y Fred Dobson desplegó sus manecitas en un triste y bondadoso gesto.
Con su habitual sonrisa soñadora, el prestidigitador se agachó, cogió en
brazos a Fred como si fuera un bebé y, con un suspiro, le dejó encima del
armario, donde el Duende de la Patata se hizo sumisamente un ovillo y
empezó a estornudar quedamente y a lloriquear.
Tenía veinte años y pesaba menos de cincuenta libras, con sólo un par de
pulgadas más de estatura que el famoso enano suizo Zimmermann (apodado
«Príncipe Baltasar»). Igual que el amigo Zimmermann, Fred estaba
sumamente bien formado y, a no ser por aquellas arrugas en la frente
abombada y en los extremos de sus ojos rasgados, así como un aire de tensión
más bien inquietante (como si se resistiera a crecer), nuestro enano podría
haber pasado sin dificultad por un amable muchachito de ocho años. Su pelo,
color de paja mojada, colgaba muy liso y equitativamente dividido por una
raya, que recorría el centro exacto de su cabeza para acabar firmando un
astuto pacto con su coronilla. Fred tenía el andar ligero, movimientos
desenvueltos y bailaba bastante bien, pero el primero de sus representantes, al
observar la gruesa nariz que el enano había heredado de su pletórico y
bromista padre, consideró acertado contrapesar la noción de «duende» con un
epíteto cómico.
El Duende de la Patata, por su solo aspecto, provocó atronadores aplausos
y carcajadas en toda Inglaterra y, más tarde, en las principales ciudades del
continente. Se diferenciaba de la mayor parte de los enanos por su carácter
apacible y amistoso. Llegó a sentir un gran apego por Copo de Nieve, el pony
en miniatura sobre el que trotaba diligentemente en torno a la pista de un
circo holandés y, en Viena, conquistó el corazón de un estúpido y taciturno
gigante oriundo de Omsk al empinarse hacia él la primera vez que lo vio y
suplicarle como un crío que quiere que la chacha le coja en brazos.
Por lo general no actuaba solo. En Viena, por ejemplo, aparecía con el
gigante ruso y revoloteaba a su alrededor, pulcramente vestido con
pantalones a rayas y una elegante chaqueta, con un voluminoso rollo de
música bajo el brazo. Le traía al gigante su guitarra. El gigante se quedaba
parado como una enorme estatua y cogía el instrumento con movimientos de
autómata. Una larga levita que parecía tallada en ébano, unos altos tacones y
un sombrero de copa con brillantes reflejos verticales aumentaban la estatura
del imponente siberiano, con sus trescientas cincuenta libras de peso, que
proyectaba su poderosa mandíbula hacia delante y comenzaba a tañer las
cuerdas con un dedo. En los camerinos se quejaba de vértigos, en tonos
mujeriles. Fred le tomó gran cariño e incluso derramó algunas lágrimas en el
momento de la separación, pues se habituaba rápidamente a la gente. Su vida
giraba y giraba con uniforme monotonía, como la de un caballo de circo. Un
día, en la oscuridad de las bambalinas, tropezó con un bote de pintura y cayó
suavemente dentro de él, un acontecimiento que continuaría recordando
durante largo tiempo como un hecho extraordinario.
De esta guisa viajó el enano por casi toda Europa, y ahorró algún dinero,
y cantó con voz argentina a lo castrato, y en los teatros de variedades
alemanes el público comía gruesos emparedados y nueces recubiertas de
caramelo en el extremo de un palito, y en los teatros españoles, comía
violetas azucaradas y también nueces sobre palitos. El mundo era invisible
para él. En su memoria quedaba siempre el mismo abismo sin rostro riéndose
de su persona y, después, cuando acababa la función, el suave eco soñador de
una noche fresca, con ese azul tan intenso que parece tener cuando uno sale
del teatro.
Tras su regreso a Londres, encontró a un nuevo socio en la persona de
Shok, el prestidigitador. Shok poseía un melodioso registro, delgadas manos
pálidas, prácticamente etéreas, y un mechón de pelo castaño que le caía sobre
una ceja. Parecía más un poeta que un mago de la escena y exhibía sus
habilidades con una especie de tierna y grácil melancolía, sin la ruidosa
cháchara característica de su profesión. El Duende de la Patata le ayudaba
con cómicos movimientos y, al final del acto, aparecía en la galería con una
arrulladora exclamación de júbilo, aunque un minuto antes todo el mundo
había visto cómo Shock le encerraba en una caja negra justo en medio del
escenario.
Todo esto sucedía en uno de esos teatros londinenses con acróbatas que
emprenden el vuelo en medio del tintineo y los estremecimientos de los
trapecios, y un tenor extranjero (fracasado en su propio país) que canta
barcarolas, y un ventrílocuo con uniforme de marino, y ciclistas, y el
inevitable payaso excéntrico que se pasea arrastrando los pies, con un
minúsculo sombrero y un chaleco que le llega hasta las rodillas.

En los últimos tiempos, Fred se sentía cada vez más abatido y lloriqueaba
mucho, tristemente y sin ruido, como un pequeño spaniel japonés. Aunque se
pasaba meses sin desear para nada a una mujer, el virginal enano sufría de
vez en cuando agudas punzadas de solitaria angustia amorosa, las cuales
desaparecían tan de repente como habían nacido, y de nuevo volvía a ignorar
los hombros desnudos que asomaban blancos al otro lado de las
aterciopeladas fronteras de los palcos, y a las niñas acróbatas, y a la bailarina
española, cuyos lisos muslos se desvelaban por un instante cuando el rizado
fru-fru rojo anaranjado de sus volantes se alzaba bruscamente en el curso de
un rápido revoloteo.
—Lo que necesitas es una mujer enana —dijo Shock pensativo, mientras
con un familiar chasquido del índice y el pulgar extraía una moneda de plata
de la oreja del enano, cuyo bracito se levantaba en una curva arrastrando la
mano, como si quisiera cazar una mosca.
Aquella misma noche cuando Fred, terminada su actuación, se alejaba
gruñendo y bufando con su sombrero hongo y un diminuto abrigo por un
oscuro pasillo del teatro, una puerta se abrió con un repentino chorro de
alegre luz y dos voces le llamaron. Eran Zita y Arabella, hermanas acróbatas,
las dos a medio vestir, morenas, de negros cabellos, con azules ojos rasgados.
Un centelleo de teatral desorden y una fragancia de lociones llenaban el
cuarto. El tocador estaba lleno de borlas de polvos, peines, atomizadores de
cristal tallado, horquillas en viejas cajas de chocolate y barras de labios.
Al instante, las dos muchachas ensordecieron a Fred con su cháchara.
Pellizcaban y hacían cosquillas al enano, el cual, ardiente y enrojecido de
deseo, rodaba como una bola bajo las provocadoras caricias de los brazos
desnudos. Por fin, cuando la juguetona Arabella le atrajo hacia sí y cayó de
espaldas sobre el diván, Fred perdió la cabeza y comenzó a forcejear con ella,
resoplando y agarrándose a su cuello. En sus esfuerzos por deshacerse de él,
ella levantó el brazo y Fred se deslizó debajo, respiró hondo y pegó los labios
al cálido hueco pegajoso de su afeitada axila. La otra muchacha, que casi no
se tenía de risa, intentaba apartarlo en vano, tirando de él por las piernas. En
ese momento, se abrió bruscamente la puerta y entró el compañero francés de
las dos trapecistas, vestido con unas mallas blancas como el mármol.
Calladamente, sin ningún resentimiento, agarró al enano por el cogote (sólo
se oyó el chasquido del cuello de Fred al soltársele un botón), lo levantó en
volandas y lo echó fuera como a un mono. La puerta se cerró de un portazo.
Shock, que en ese momento pasaba casualmente por allí, llegó a vislumbrar
por un instante el brillo marmóreo del brazo y una figurita negra con los pies
encogidos que volaba por los aires.
Fred se había golpeado al caer y yacía inmóvil en el pasillo. No estaba
realmente inconsciente, pero se había quedado paralizado, con los ojos fijos
en un punto cualquiera, mientras le castañeteaban fuertemente los dientes.
—Mala suerte, chico —suspiró el prestidigitador, recogiéndolo del suelo.
Palpó con dedos translúcidos la abombada frente del enano y añadió—: Ya te
advertí que no entraras. Has recibido lo que merecías. Lo que necesitas es una
mujer enana.
Fred, con los ojos hinchados, no dijo nada.
—Dormirás en mi casa esta noche —decidió Shock, y se llevó en brazos
al Duende de la Patata hacia la salida.

Existía también una señora Shock.


Era una mujer de edad indefinida, con ojos negros que tenían un reflejo
amarillento alrededor del iris. Su flaca figura, su piel apergaminada, sus
negros cabellos sin vida, el hábito de exhalar con fuerza el humo del tabaco
por la nariz, el estudiado desarreglo de su peinado y vestido…, un conjunto
que difícilmente hubiera atraído a muchos hombres, pero, que sin duda, era
del agrado del señor Shock, aunque, en realidad, nunca parecía prestar
atención a su esposa, pues su constante dedicación a la tarea de imaginar
trucos secretos para su espectáculo le hacía presentarse siempre como un
personaje irreal y tornadizo, que pensaba en otra cosa mientras hablaba de
trivialidades y en cambio observaba intensamente a su alrededor cuando se
hallaba sumergido en astrales fantasías. Nora tenía que mantenerse
constantemente alerta ya que él nunca perdía la ocasión de urdir algún
pequeño, inútil, pero sutilmente ingenioso engaño. Así, por ejemplo, aquella
ocasión en que la dejó perpleja con su desusada glotonería: se relamía
golosamente los labios, roía los huesos de pollo hasta dejarlos pelados, se
llenó varias veces el plato; luego se marchó lanzando una lastimera mirada en
dirección a su esposa y poco después la doncella le comunicaba a Nora,
riendo para sus adentros, que el señor Shock no había tocado ni una brizna de
su cena y la había dejado toda debajo de la mesa, en tres cacerolas recién
estrenadas.
Ella era hija de un respetable artista que sólo pintaba caballos, perros
moteados y cazadores con elegantísimas chaquetas. Antes de casarse había
vivido en Chelsea, había admirado las brumosas puestas de sol sobre el
Támesis, había tomado clases de dibujo, había asistido a ridículas
recepciones que frecuentaban los bohemios locales, y allí se habían fijado en
ella los grises ojos fantasmales de un hombre silencioso y delgado. Él
hablaba poco de sí mismo y todavía era un desconocido. Algunas personas le
tenían por un compositor de poemas líricos. Ella se enamoró perdidamente de
él. El poeta se prometió distraídamente con ella y, el primer día de su
matrimonio, le explicó con triste sonrisa que no sabía escribir poesía. Y en
ese preciso momento y lugar, en medio de la conversación, transformó un
viejo reloj despertador en un cronómetro niquelado, y el cronómetro en un
reloj de oro en miniatura, que desde ese día Nora lució siempre en la muñeca.
Ella comprendió, sin embargo, que el prestidigitador Shock era, a su manera,
un poeta; pero nunca llegó a habituarse a que exhibiera su arte en todo
instante y en cualquier circunstancia. Es difícil ser feliz cuando el marido de
una es un espejismo, un peripatético juego de manos, un engaño de los cinco
sentidos.

Nora estaba tamborileando ociosamente con una uña contra el vidrio de


un recipiente en el que palpitaban y agitaban sus aletas varios peces rojos que
parecían recortados en piel de naranja, cuando se abrió sin ruido la puerta y
apareció Shock (sombrero de seda ladeado, mechón de pelo castaño sobre la
frente), con una pequeña criatura toda acurrucada en sus brazos.
—Le he traído —dijo el prestidigitador con un suspiro.
Nora pensó fugazmente: un niño. Perdido. Encontrado. Sus ojos negros se
humedecieron.
—Hay que adoptarlo —añadió suavemente Shock, sin moverse de la
puerta.
De pronto, el pequeño cobró vida, murmuró algo y comenzó a arañar con
timidez la pechera almidonada de la camisa del prestidigitador. Nora examinó
las diminutas botas bajo los botines de gamuza, el pequeño sombrero hongo.
—No me dejo engañar tan fácilmente —se burló con desprecio.
El prestidigitador la miró con aire de reproche. Luego depositó a Fred
sobre un sofá afelpado y lo cubrió con una bata.
—Blondinet lo ha maltratado —explicó Shock, y no pudo resistir la
tentación de añadir—: Lo ha golpeado con unas pesas. Justo en la tripa.
Y Nora, tierna de corazón como son con frecuencia las mujeres sin hijos,
sintió una compasión tan especial que estuvo a punto de romper a llorar. Se
dispuso a servir de madre al enano, le dio de comer, le ofreció un vaso de
oporto, le restregó la frente con agua de colonia, le mojó con ella las sienes y
las infantiles cavidades detrás de las orejas.
A la mañana siguiente, Fred se despertó temprano, inspeccionó la
habitación desconocida, habló con los peces rojos y, tras un par de
silenciosos sollozos, se instaló en el alféizar de la ventana como si fuera un
chiquillo.
Una encantadora bruma condensada recubría los grises tejados de
Londres. A lo lejos se abrió la ventana de una buhardilla y su cristal captó un
destello de sol. La bocina de un automóvil cantó en medio del frescor y la
ternura del amanecer.
Los pensamientos de Fred giraban en torno al día anterior. Los acentos
risueños de las muchachas equilibristas se mezclaban extrañamente con el
contacto de las frías y fragantes manos de la señora Shock. Primero le habían
maltratado, luego le habían acariciado y, no lo olviden, era un enano muy
afectuoso, muy ardiente. Jugueteó en su imaginación con la posibilidad de
rescatar algún día a Nora de un hombre fuerte, brutal, que se parecía al
francés de las mallas blancas. Incongruentemente, le vino a la memoria el
recuerdo de una enana de quince años con quien había actuado una vez. Era
una personita malhumorada, enfermiza, con la nariz puntiaguda. Los dos se
presentaban a los espectadores como una pareja de novios y, estremeciéndose
de repulsión, él tenía que bailar con ella un íntimo tango.
Volvió a sonar un claxon solitario y luego se alejó. La luz del sol
comenzaba a infiltrar la niebla en la blanda desolación londinense.
Alrededor de las siete y media, el piso empezó a cobrar vida. El señor
Shock salió rumbo a un destino desconocido con una abstracta sonrisa. Del
comedor llegaba el delicioso olor de unos huevos con tocino. Apareció la
señora Shock con el cabello peinado de cualquier manera, luciendo un
quimono bordado con girasoles.
Después del desayuno le ofreció a Fred un cigarrillo perfumado con un
pétalo rojo en la punta y entrecerrando los ojos, le pidió que le hablara de su
vida. En esos momentos narrativos, la vocecilla de Fred se hacía ligeramente
más profunda: hablaba con lentitud, escogiendo las palabras y, aunque suene
extraño, esa imprevista dignidad de la dicción le iba muy bien. Con la cabeza
inclinada, solemne y elásticamente tenso, se sentó de perfil a los pies de
Nora. Ella se recostó en el sofá afelpado, con los brazos echados atrás,
revelando sus afilados codos desnudos. Acabado su relato, el enano
enmudeció, pero todavía seguía moviendo de un lado a otro la palma de su
mano diminuta, como si continuara hablando muy bajito. Su chaqueta negra,
su cara inclinada, su carnosa naricilla, su pelo oscuro y esa raya al medio que
le llegaba hasta la nuca conmovieron vagamente el corazón de Nora.
Mientras le miraba a través de las pestañas caídas, intentó imaginar que esa
figura allí sentada no era un enano adulto, sino su inexistente hijito que le
contaba cómo le maltrataban sus compañeros en la escuela. Nora alargó la
mano y le acarició ligeramente la cabeza… y, en ese mismo instante, por una
enigmática asociación de ideas, evocó otra cosa, una curiosa visión
vindicativa.
Al sentir el leve contacto de esos dedos sobre sus cabellos, Fred se quedó
primero inmóvil, luego comenzó a lamerse los labios en febril silencio. Su
ojos inquisitivos no lograban despegarse de la verde borla de la zapatilla de la
señora Shock. Y súbitamente, de manera absurda y embriagadora, todo se
puso en movimiento.

Londres resultaba particularmente encantador, aquel día azul de humo,


bajo el sol de agosto. El cielo tierno y festivo se reflejaba en la lisa extensión
del asfalto, las brillantes columnas relucían teñidas de carmesí en las
esquinas, los coches cruzaban raudos y rodaban con tenue zumbido por el
verde gobelino del Parque… y toda la ciudad resplandecía y palpitaba bajo el
blando calor, y sólo en el subsuelo, en los andenes del metro, era posible
encontrar una zona de frescor.
Cada día del año por separado es un regalo que se ofrece a un solo
hombre… al más feliz; todos los demás utilizan su día para gozar del sol o
renegar de la lluvia, sin saber nunca a quién pertenece realmente ese día; y su
afortunado propietario está contento y se divierte con su ignorancia. Una
persona no puede saber de antemano qué día le tocará exactamente en suerte,
qué nimiedad recordará para siempre: las ondulaciones de los rayos del sol
reflejados sobre una pared al borde del agua o la revoloteante caída de una
hoja de arce. Y con frecuencia sucede que sólo reconoce su día de manera
retrospectiva, mucho después de haber arrancado, arrugado y arrojado bajo la
mesa la hoja del calendario con la cifra olvidada.
La Providencia le concedió a Fred Dobson, un enano con botines gris
ratón, el feliz día de agosto de 1920 que se inició con el melodioso sonido de
una bocina y el destello de un postigo abierto en la distancia. Al regresar de
un paseo, los niños contaron a sus padres, con gran admiración, que habían
visto a un enano con sombrero hongo y pantalones listados, con un bastón en
una mano y un par de guantes de color canela en la otra.
Después de despedirse de Nora con un ardiente beso (ella esperaba
visitas), el Duende de la Patata salió a la ancha y lisa calle, inundada de luz
solar y, en el acto, comprendió que toda la ciudad había sido creada para él y
sólo para él. Un jovial taxista bajó la banderilla metálica del taxímetro con un
sonoro golpecito; la calle comenzó a deslizarse a su paso, y Fred resbaló una
y otra vez del asiento de cuero, riendo y cloqueando por lo bajo.
Se apeó del taxi junto a la puerta de Hyde Park y, sin prestar atención a
las miradas de los curiosos, fue avanzando a pasitos cortos, junto a las verdes
sillas plegables, junto al estanque, junto a las grandes matas de rododendros,
oscurecidas bajo la sombra de los olmos y los tilos, sobre un montículo tan
liso y blando como un paño de billar. Los jinetes pasaban veloces por su lado,
alzándose y descendiendo ligeros sobre sus monturas, mientras chascaba el
cuero amarillo de sus polainas, con las delgadas cabezas de sus corceles
erguidas haciendo tintinear los bocados; y caros automóviles negros, con un
deslumbrante destello de los rayos de las ruedas, avanzaban pausadamente
sobre el amplio encaje de sombras violetas.
El enano siguió andando, inhalando los calientes vapores de bencina, el
olor de las hojas que parecían pudrirse con la superabundancia de verde
savia, e hizo remolinear su bastón, y frunció los labios como si se dispusiera
a silbar, tan grande era la sensación de liberación e ingravidez que le
embargaba. Su amante le había despedido con tan apresurada ternura, había
reído tan nerviosa, que él había comprendido cuánto temía que su anciano
padre, que siempre iba a comer con ella, sospechara algo si encontraba a un
caballero extraño en casa.
Aquel día le vieron en todas partes; en el parque, donde una sonrosada
niñera con cofia almidonada le ofreció, por la razón que fuera, un paseo en el
cochecito que empujaba; y en las salas de un gran museo; y en las escaleras
mecánicas que ascendían arrastrándose lentamente desde el fondo de
rugientes profundidades, donde vientos eléctricos soplaban entre brillantes
carteles; y en una elegante tienda que sólo vendía pañuelos de hombre; y en
la cima de un autobús, adonde había sido izado por unas manos amables.
Y al cabo de un rato empezó a cansarse… Tanto movimiento y tanta
luminosidad le mareaban, le irritaban los ojos burlones que se le quedaban
mirando y se dio cuenta de que debía examinar cuidadosamente la inmensa
sensación de libertad, orgullo y felicidad que seguía acompañándole.
Cuando por fin un hambriento Fred entró en su restaurante habitual,
adonde acudían todo tipo de actores y donde su presencia a nadie podía
sorprender, y cuando miró a toda aquella gente a su alrededor, al viejo payaso
aburrido ya borracho, al francés, un antiguo enemigo que ahora le saludaba
con una amistosa inclinación de cabeza, el señor Dobson comprendió con
perfecta claridad que jamás volvería a aparecer en escena.
El lugar estaba envuelto en una semipenumbra, con pocas lámparas
encendidas en el interior y poca luz del día filtrándose desde fuera. El
aburrido payaso, que parecía un banquero arruinado, y el acróbata,
extrañamente grotesco en su traje de paisano, jugaban una silenciosa partida
de dominó. La bailarina española, con un enorme sombrero de anchas alas
que proyectaba una sombra azul sobre sus ojos, estaba sentada sola en una
mesa apartada, con las piernas cruzadas. Había media docena de personas a
las que Freud no conocía; examinó sus facciones desteñidas por años de
maquillaje; entretanto el camarero le había traído un cojín para que estuviera
más alto, cambiaba el mantel, ponía diestramente la mesa.
De súbito, en las oscuras profundidades del restaurante, Fred distinguió el
delicado perfil del prestidigitador, hablando en voz baja con un viejo obeso
con aspecto de americano. Fred no esperaba encontrarse allí con Shock —
quien nunca frecuentaba las tabernas— y, a decir verdad, se había olvidado
por completo de su existencia. Ahora el mago le inspiraba tanta lástima que,
primero, decidió ocultárselo todo, pero luego pensó que, en cualquier caso,
Nora sería incapaz de engañarle y probablemente se lo contaría todo a su
marido aquella misma noche («Me he enamorado del señor Dobson…, voy a
dejarte») y que debía ahorrarle una difícil, desagradable confesión. ¿Acaso no
era él su caballero, no se sentía orgulloso de su amor, no tenía, por lo tanto,
derecho a causarle un dolor a su esposo, por mucha lástima que le inspirara?
Él camarero le trajo un trozo de pastel de riñones y una botella de cerveza
de jengibre. Encendió después algunas luces más. De trecho en trecho, sobre
la polvorienta felpa, se iluminaron las flores de cristal, y el enano vio
aparecer a lo lejos, bajo un dorado resplandor, el mechón castaño del
prestidigitador y el vaivén de las luces y las sombras sobre sus finos dedos
transparentes. Su interlocutor se levantó, con las manos en la cintura del
pantalón y una obsequiosa sonrisa, y Shock le acompañó al guardarropa. El
gordo americano se cubrió con un sombrero de ala ancha, estrechó la etérea
mano de Shock y, subiéndose una vez más los pantalones, se dirigió a la
salida. Por un instante pudo vislumbrarse un resquicio de luz del día,
mientras las lámparas del restaurante adquirían un resplandor más
amarillento. La puerta se cerró con un ruido sordo.
—¡Shok! —llamó el Duende de la Patata, agitando sus cortas piernas bajo
la mesa.
Shok se acercó. Por el camino, extrajo pensativo un cigarro encendido del
bolsillo superior de su chaqueta, inhaló, expulsó una nubecita de humo y
volvió a guardar el cigarro. Nadie consiguió adivinar cómo lo había hecho.
—Shock —dijo el enano, con la nariz enrojecida a causa de la cerveza—,
tengo que hablar contigo. Es sumamente importante.
El prestidigitador se sentó a la mesa de Fred y apoyó el codo sobre ella.
—¿Cómo va tu cabeza? ¿Te duele? —preguntó en tono indiferente.
Fred se secó los labios con la servilleta; no sabía cómo empezar, temeroso
aún de causarle demasiado pesar a su amigo.
—Por cierto —dijo Shock—, esta es la última noche que actuaré contigo.
Ese tipo va a llevarme a América. Las perspectivas parecen bastante buenas.
—Quería decirte. Shock… —y el enano, desmigajando el pan, intentó
encontrar las palabras adecuadas—. El caso es que… Tienes que ser valiente.
Shock. Estoy enamorado de tu mujer. Esta mañana, cuando tú te fuiste, ella y
yo, los dos, quiero decir, ella…
—El único problema es que soy mal marinero —musitó el prestidigitador
— y se tarda una semana de aquí a Boston. Una vez fui en barco a la India.
Al terminar el viaje me sentía como una pierna dormida.
Fred, que se había puesto de un rojo encendido, frotó el mantel con su
puño diminuto. El prestidigitador sonrió débilmente para sí, y luego
preguntó:
—¿Querías decirme algo, mi pequeño amigo?
El enano fijó la vista en sus ojos espectrales y meneó la cabeza
confundido.
—No, no, nada… No se puede hablar contigo.
Shock alargó la mano —sin duda se proponía sacarle una moneda de la
oreja—, pero, por primera vez en muchos años de magia magistral, la
moneda, que los músculos de la palma no habían sujetado con bastante
firmeza, cayó donde no debía. Shock la recogió y se levantó.
—No voy a comer aquí —dijo, examinando con curiosidad la coronilla
del enano—. No me gusta este sitio.
Fred, taciturno y callado, estaba comiendo una manzana al horno.
El prestidigitador salió quedamente. El restaurante fue vaciándose. La
lánguida bailarina española con el gran sombrero salió en compañía de un
tímido joven de ojos azules, exquisitamente vestido.
—Bueno, si se niega a escucharme, eso arregla las cosas —se dijo el
enano; suspiró aliviado y decidió que, a fin de cuentas, Nora sabría
explicárselo mejor. Luego pidió papel de escribir y se dispuso a escribirle una
carta. Esta acababa como sigue:

Ahora comprenderás por qué no puedo seguir viviendo como hasta el


momento. ¿Qué impresión te causaría saber que cada noche el vulgo se
desternilla de risa ante el espectáculo de tu amado? Voy a romper mi
contrato y mañana me marcharé. Recibirás otra carta mía en cuanto haya
encontrado un rincón tranquilo donde podamos amarnos después de tu
divorcio. Nora mía.

Así acabó el activo día concedido a un enano con botines color de ratón.

Londres iba oscureciéndose cautelosamente. Los ruidos de la calle se


fundieron en una suave nota vacía, como si alguien hubiera dejado de tocar
pero no hubiera retirado el pie del pedal del piano. Las negras hojas de las
limas del parque se dibujaban como ases de picas contra el cielo transparente.
En tal o cual esquina, o entre las siluetas funerarias de unas torres gemelas, se
revelaba como una visión una encendida puesta de sol.
Shock tenía por costumbre ir a su casa para cenar y cambiar su ropa por el
frac profesional, para luego marcharse directamente al teatro. Aquella noche
Nora le esperaba muy impaciente, temblando de perverso regocijo. ¡Cuánto le
alegraba tener su propio secreto privado! La imagen del enano en sí había
quedado olvidada. El enano era un desagradable gusanillo.
Oyó el delicado clic de la cerradura en la puerta de entrada. Como ocurre
con tanta frecuencia cuando uno ha traicionado a una persona, la cara de
Shock le pareció distinta, casi la de un desconocido. Él la saludó con la
cabeza y bajó avergonzado y triste los ojos de largas pestañas. Sin decir una
palabra, ocupó su lugar frente a ella en la mesa. Nora examinó su ligero traje
gris, que le hacía parecer aún más delgado, aún más difícil de atrapar. Sus
ojos se encendieron con una cálida expresión de triunfo; le tembló malévola
una comisura de la boca.
—¿Cómo está tu enano? —preguntó, saboreando el tono casual de sus
palabras—. Pensé que volverías a traerle.
—Hoy no le he visto —respondió Shock, y se puso a comer. De pronto
cambió de parecer. Sacó un frasquito, lo destapó con un cuidadoso chirrido y
vertió el contenido en un vaso de vino.
Nora esperó con irritación a que el vino se tiñera de un brillante color azul
o se tornara transparente como el agua, pero el clarete no cambió de
tonalidad. Shock advirtió la mirada de su esposa y sonrió débilmente.
—Para la digestión… Sólo unas gotas —murmuró. Una sombra cruzó
fugazmente su cara.
—Mientes como de costumbre —dijo Nora—. Tienes un estómago
extraordinario.
El prestidigitador rió suavemente. Luego carraspeó muy serio y apuró el
vaso de un trago.
—Come deprisa —dijo Nora—. Se te va a enfriar la comida.
Con torvo placer pensó: «¡Ah, si supieras! Nunca te enterarás. ¡Esa es mi
fuerza!».
El prestidigitador comió en silencio. De pronto hizo una mueca, apartó el
plato y comenzó a hablar. Como de costumbre, su mirada no se dirigía
directamente a ella, sino un poco más arriba, y su voz era suave y melodiosa.
Describió cómo había pasado el día. Le dijo que había visitado al rey en
Windsor adonde le habían invitado a actuar para los pequeños duques, que
lucían chaquetas de terciopelo y cuellos de encaje. Le relató todo esto con
rápidos y vividos toques, mimando a las personas que había visto,
parpadeando, agitando ligeramente la cabeza.
—Saqué toda una bandada de palomas blancas de mi sombrero —dijo
Shock.
«Y el enano se agarraba con sus pequeñas palmas, y lo estás inventando
todo», se dijo Nora entre paréntesis.
—Y las palomas, ¿sabes?, se pusieron a revolotear alrededor de la reina.
Ella las espantó a voces, pero siguió sonriendo por cortesía.
Shock se levantó, se tambaleó, se apoyó levemente en el borde de la mesa
con dos dedos y dijo, como si con ello acabara su relato:
—No me encuentro bien, Nora. Es ese veneno que me he tomado. No
debiste engañarme.
Se le hinchó convulsivamente la garganta y salió del comedor,
apretándose un pañuelo contra los labios. Nora se levantó de un salto; las
cuentas de ámbar de su largo collar se engancharon en el cuchillo de postre
que tenía sobre el plato y lo tiraron al suelo.
«Es pura comedia», pensó con rencor. «Quiere asustarme, atormentarme.
No, amigo mío, no te servirá de nada. ¡Ya verás!».
¡Qué humillante que Shock hubiera descubierto del modo que fuese su
secreto! Pero, al menos, ahora tendría la oportunidad de revelarle todo lo que
pensaba de él, de gritarle que le odiaba, que le despreciaba rabiosamente, que
no era una persona, sino un fantasma de goma, que no podía soportar seguir
viviendo con él, que…
El prestidigitador estaba sentado en la cama, hecho un ovillo, y
castañeteaba los dientes angustiado; sin embargo, consiguió esbozar una
débil sonrisa cuando Nora entró en el dormitorio como una tromba.
—¿Conque te imaginaste que te creería? —dijo, jadeante—. ¡Ah, no esto
se acabó! Yo también se engañar. ¡Me repugnas! Eres un hazmerreír con tus
inútiles trucos…
Shock, que seguía sonriendo desvalidamente, intentó incorporarse de la
cama. Su pie rozó la alfombra. Nora se interrumpió mientras se esforzaba por
pensar qué otros insultos podría dirigirle.
—No —articuló Shock con dificultad—. Si hay algo que… Por favor,
perdóname…
La vena de su frente estaba tensa, se dobló todavía más, hubo un estertor
en su garganta, el mechón húmedo se estremeció sobre su frente, y el pañuelo
con que se tapaba la boca quedó empapado de bilis y sangre.
—¡Deja de hacer el imbécil! —gritó Nora, y golpeó el suelo con el pie.
Él consiguió incorporarse. Tenía la cara pálida como la cera. Arrojó el
pañuelo hecho una bola a un rincón.
—Espera, Nora… No comprendes… Este es mi último truco… Nunca
haré ninguno más…
Un nuevo espasmo contrajo su descompuesto, y sudoroso rostro (dio un
traspiés,) cayó sobre la cama, apoyó la cabeza en la almohada.
Ella se le acercó, lo miró con el entrecejo fruncido. Shock yacía con los
ojos cerrados y le crujían los apretados dientes. Cuando se inclinó sobre él,
los párpados de Shock temblaron; miró vagamente a su esposa, sin
reconocerla hasta que de pronto sí la reconoció y sus ojos se encendieron con
una húmeda chispa de ternura y dolor.
Y en ese instante Nora comprendió que le amaba más que a nada en el
mundo. Se sobrecogió de horror y de piedad. Comenzó a revolotear por la
habitación, cogió un poco de agua, dejó el vaso sobre el lavabo, corrió otra
vez junto a su marido, el cual había levantado la cabeza y se apretaba el borde
de la sábana contra los labios, temblando de pies a cabeza mientras vomitaba
abundantemente, mirando con fijeza con ojos ciegos, velados por la Muerte.
Con gesto enloquecido, Nora corrió a la otra habitación, donde había un
teléfono; el auricular le temblaba entre las manos; marcó por dos veces un
número equivocado, volvió a llamar, jadeando entre sollozos y golpeando la
mesita del teléfono con el puño. Y cuando por fin le respondió la voz del
doctor, gritó que su marido se había envenenado, que se estaba muriendo, tras
lo cual, inundó el auricular con un torrente de lágrimas y, después de colgarlo
de través, regresó corriendo al dormitorio.
El prestidigitador, sonriente y atildado con un chaleco blanco y
pantalones negros impecablemente planchados, estaba de pie frente al espejo
y, con los codos separados, se arreglaba con toda minuciosidad la corbata.
Vio a Nora en el espejo y, sin volverse, le dirigió un guiño distraído, mientras
silbaba suavemente y seguía retorciendo con yemas transparentes las puntas
negras de su lazo de seda.

Drowse[8], una minúscula ciudad al norte de Inglaterra, presentaba


verdaderamente un aire tan soñoliento que uno sospechaba que, por una
causa desconocida, había quedado olvidada entre los brumosos campos,
suavemente ondulados, y allí se había dormido para siempre. Tenía una
oficina de correos, un taller de bicicletas, dos o tres estancos con rótulos rojos
y azules, una antigua iglesia gris rodeada de lápidas sobre las que se alargaba
perezosamente la sombra de un enorme castaño. La calle principal estaba
bordeada de setos, pequeños jardincillos y casitas de ladrillos ceñidas con
franjas diagonales de hiedra. Una de ellas había sido alquilada a un tal F. R.
Dobson, a quien nadie conocía a excepción de su ama de llaves y el médico
del lugar, y éste no era dado el chismorreo. El señor Dobson no salía nunca,
al parecer. El ama de llaves, una mujer alta y severa, que antes había
trabajado en un manicomio, respondía a las casuales preguntas de los vecinos
explicándoles que el señor Dobson era un anciano paralítico, condenado a
vegetar en un encortinado silencio. No es de extrañar, pues, que los
habitantes se olvidaran de él el mismo año de su llegada a Drowse. Se
convirtió en una imperceptible presencia que la gente daba por sentada, lo
mismo que aceptaba al obispo desconocido cuya efigie de piedra llevaba
tanto tiempo de pie en su nicho sobre el pórtico de la iglesia. Al misterioso
anciano se le atribuía un nieto, un tranquilo muchachito de rubios cabellos
que de cuando en cuando, al atardecer, salía de la casita de los Dobson, con
pequeños y tímidos pasos. Pero esto ocurría de tan de tarde en tarde que nadie
hubiera podido afirmar con certeza si el niño era siempre el mismo; y, como
es natural, el crepúsculo era en Drowse particularmente difuso y azul,
desdibujando todos los contornos. De este modo, a los pocos curiosos y
amodorrados drowsianos se les pasó por alto el hecho de que el supuesto
nieto del supuesto paralítico no crecía con el transcurso de los años y que sus
rubios cabellos eran sólo una peluca admirablemente bien hecha; en efecto, el
Duende de la Patata había empezado a quedarse calvo nada más iniciar su
nueva existencia, y su cabeza había quedado pronto tan lisa y brillante que
Ann, su ama de llaves, pensaba a veces que sería divertido abarcar con la
palma ese globo. Por lo demás no había cambiado mucho. Tal vez su vientre
se había hinchado un poco, y venas rojizas asomaban bajo la nariz más
desfigurada y carnosa, que él se empolvaba cuando se vestía de niño.
Además, Ann y su doctor sabían también que los ataques al corazón que
aquejaban al enano no tendrían un buen fin.
Fred vivía pacífica y discretamente en sus tres habitaciones, estaba
suscrito a una biblioteca circulante, de la que recibía un promedio de tres o
cuatro libros (sobre todo novelas) por semana, había comprado una gata
negra de amarillentos ojos porque temía mortalmente a los ratones (que
golpeteaban en algún lugar situado detrás del armario como si hicieran rodar
diminutas bolas de madera), comía mucho, sobre todo dulces (a veces se
levantaba a medianoche y cruzaba el helado piso, inquietantemente pequeño
y tiritando en su largo camisón, para apoderarse, como un niño, de las
galletas recubiertas de chocolate que guardaban en la despensa) y cada vez
recordaba con menos frecuencia su aventura amorosa y los primeros horribles
días que había pasado en Drowse.
Sin embargo, todavía conservaba en su escritorio, entre finos programas
cuidadosamente doblados, una hoja de papel de cartas de color melocotón
con una marca de agua en forma de dragón, garabateado con una letra
angulosa, apenas legible. He aquí lo que decía:

Querido Sr. Dobson:


Recibí su primera carta, y también la segunda, en la que me pide que
vaya a D. Temo que todo haya sido un tremendo error. Por favor, procure
olvidarlo y perdóneme. Mi marido y yo salimos mañana en dirección a los
Estados Unidos y probablemente tardaremos algún tiempo en regresar.
Simplemente no sé qué más puedo escribirle, mi pobre Fred.

Fue entonces cuando sufrió su primer ataque de angina de pecho. Desde


entonces, había en sus ojos una triste mirada de sorpresa. Y durante varios
días paseó de una habitación a otra tragándose las lágrimas y gesticulando
con una diminuta y temblorosa mano.
No obstante, pronto comenzó a olvidar. Le tomó gusto a la comodidad
que no había conocido hasta entonces: el velo azul de las llamas sobre las
ascuas en la chimenea, los polvorientos jarroncillos en sus pequeñas y
circulares anaqueles, el grabado entre los dos ventanales, un perro San
Bernardo, acompañado de su barrilito, que reanimaba a un alpinista sobre una
roca desolada. Raras veces rememoraba su vida pasada. Sólo en sueños veía
alguna vez un cielo estrellado, agitado por el temblor de numerosos trapecios,
mientras le encerraban en su negro baúl. A través de sus paredes, percibía la
voz dulce y canturreante de Shock, pero no lograba encontrar la trampilla en
el suelo del escenario y se ahogaba en una pegajosa oscuridad, en tanto la voz
del prestidigitador iba haciéndose cada vez más triste y más remota y acababa
desvaneciéndose. Y Fred se despertaba con un gruñido sobre su amplia cama,
en su abrigada habitación, a oscuras, con el débil olor a lavanda, y
permanecía largo rato ante la pálida luminosidad de la persiana, intentando
recuperar el aliento y apretando su puño de niño contra su galopante corazón.
Con el paso de los años, fue apagándose en él el deseo de la mujer, como
si Nora hubiera absorbido todo el ardor que antes le atormentaba. Es verdad
que había ciertos momentos, ciertas imprecisas noches de primavera, en que
el enano, después de vestirse furtivamente con pantalones cortos y encajarse
la rubia peluca, salía de la casa para sumergirse en la crepuscular penumbra.
Entonces se deslizaba a hurtadillas por algún sendero que se adentrase en los
campos y, de pronto, se detenía a observar angustiado una borrosa pareja de
enamorados abrazándose junto a un seto, al amparo de las zarzas en flor.
Luego también eso pasó y dejó de ver el mundo por completo. Sólo de vez en
cuando recibía la visita del doctor, un hombre de cabellos blancos con
penetrantes ojos negros, que venía a jugar al ajedrez y, desde el otro lado del
tablero, examinaba con científico deleite esas suaves y diminutas manos, esa
pequeña carita de bulldog, cuya frente prominente se surcaba de arrugas
cuando el enano estudiaba una jugada.

Transcurrieron ocho años. Era un domingo por la mañana. Una jarra de


chocolate protegida por un cubre-teteras en forma de cabeza de loro, esperaba
a Fred sobre la mesa del desayuno. El soleado verdor de los manzanos
entraba a raudales por la ventana. La enérgica Ann se disponía a quitar el
polvo de la pequeña pianola en que el enano tocaba ocasionalmente
vacilantes valses. Las moscas se posaban sobre el frasco de mermelada de
naranja y se frotaban las patas delanteras.
Fred entró, ligeramente arrugado por el sueño, luciendo unas zapatillas
caseras y una pequeña bata negra ribeteada de amarillo. Se sentó con los ojos
entrecerrados y se acarició la calva. Ann se fue a la iglesia. Fred abrió la
sección ilustrada de un periódico dominical y, mientras se chupaba y
proyectaba hacia afuera los labios alternativamente, examinó con toda
detención cachorros premiados, una bailarina rusa doblada en la lánguida
agonía de un cisne, el sombrero de copa y la jeta de un financiero que había
embaucado a todo el mundo… Bajo la mesa, la gata arqueó el lomo y se
restregó contra su tobillo desnudo. Terminó el desayuno y se levantó con un
bostezo. Había pasado muy mala noche —nunca le había causado tanto dolor
su corazón—, y ahora le daba pereza vestirse, aunque sentía los pies helados.
Se trasladó al sillón de la ventana y se acurrucó en él. Permaneció allí sentado
sin que ningún pensamiento cruzara por su cabeza y, a su lado, la gata negra
se desperezaba, abriendo sus diminutas mandíbulas rosadas.
Sonó el timbre.
—El doctor Knight —se dijo Fred con indiferencia y, recordando que
Ann no estaba en casa, fue a abrir él mismo la puerta.
El sol se metió en la casa. En el umbral había una señora alta,
completamente vestida de negro. Fred retrocedió, murmurando y
arreglándose la bata. Echó a correr hacia las habitaciones interiores; perdió
una zapatilla por el camino, pero la ignoró, preocupado tan sólo por evitar
que quienquiera que fuese el que había venido advirtiera que él era un enano.
Se detuvo jadeante en medio del salón. ¡Oh! ¿Por qué no se le había ocurrido
simplemente cerrar de golpe la puerta de entrada? ¿Y quién diantres podía
haber venido a verle? Un error, sin duda.
Y entonces oyó claramente el sonido de unos pasos que se acercaban. Se
retiró al dormitorio. Quiso encerrarse, pero no había la llave. La segunda
zapatilla había quedado abandonada sobre la alfombra del salón.
—Es espantoso —dijo Fred en un susurro y escuchó.
Los pasos habían entrado en el salón. El enano emitió un leve gemido y
corrió hacia el armario, en busca de un escondrijo.
Una voz que sin la menor duda le era conocida pronunció su nombre, y la
puerta del dormitorio se abrió.
—Fred, ¿por qué huyes de mí?
Descalzo, con su bata negra, la calva perlada de sudor, el enano se hallaba
junto al armario, agarrado todavía a la anilla de la cerradura. Recordó con
extrema claridad los peces rojo anaranjados en su pecera de vidrio.
Ella había envejecido de un modo enfermizo. Sombras de un marrón
oliváceo se extendían bajo los ojos. Los oscuros pelillos sobre el labio
superior se habían tornado más visibles que antes; y de su sombrero negro, de
los severos pliegues de su negro vestido, se desprendía un vaho polvoriento y
miserable.
—Jamás creí que… —comenzó a decir lentamente Fred, mirándola con
desconfianza.
Nora le cogió por los hombros, le hizo volverse hacia la luz y con
ansiosa, con triste mirada examinó sus facciones. El enano parpadeó
incómodo, deplorando no llevar su peluca y extrañándose de la excitación de
Nora. Hacía tanto tiempo que había dejado de pensar en ella que ahora no
sentía nada, excepto tristeza y asombro. Nora cerró los ojos sin soltarle y
luego, apartando con un leve empujoncito al enano, se volvió hacia la
ventana.
Fred carraspeó y dijo:
—Te había perdido totalmente de vista. Cuéntame, ¿cómo está Shock?
—Sigue con sus trucos —respondió Nora en tono ausente—. Hace muy
poco que regresamos a Inglaterra.
Sin quitarse el sombrero, se sentó junto a la ventana y siguió mirándole
fijamente, con extraña intensidad.
—¿Es decir, que Shock…? —se apresuró a continuar el enano, que se
sentía incómodo bajo su mirada.
—… es el mismo de siempre —dijo Nora. Y, todavía sin apartar los
brillantes ojos del enano, se quitó rápidamente los satinados guantes negros
con forro blanco e hizo una bolsa con cada uno de ellos.
«¿Es posible que de nuevo ella…?», se preguntó de pronto el enano. Por
su cabeza desfilaron velozmente la pecera, el olor del agua de colonia, las
borlas verdes de sus zapatillas.
Nora se levantó. Las negras bolas de las guantes rodaron al suelo.
—El jardín no es grande, pero tiene manzanos —dijo Fred, y continuó
preguntándose para sus adentros: «¿Hubo realmente un momento en que
yo…? Tiene la piel muy cetrina. Y bigote. ¿Por qué estará tan callada?»—.
Aunque salgo muy poco —añadió, y se balanceó ligeramente en su silla
mientras se acariciaba las rodillas.
—Fred, ¿sabes por qué he venido? —preguntó Nora.
Se levantó y se acercó mucho a él. Fred sonrió como para disculparse e
intentó escapar deslizándose de su silla.
Fue entonces cuando ella le declaró en voz muy suave:
—El caso es que tuve un hijo tuyo.
El enano se quedó helado, con los ojos fijos en una minúscula ventanita
reflejada en la superficie de una taza azul oscuro. Una tímida sonrisa de
asombro centelleó en las comisuras de sus labios, luego se extendió e iluminó
sus mejillas con un rubor rojizo.
—Mi… hijo…
Y de pronto lo comprendió todo, todo el significado de la vida, de su
larga agonía, de la pequeña ventanita que relucía sobre la taza.
Levantó poco a poco los ojos. Sentada de lado en una silla, Nora se
estremecía en violentos sollozos. La cabeza de vidrio de la aguja de su
sombrero brillaba como una lágrima. La gata se restregó contra sus piernas
con un tierno ronroneo.
Él corrió a su lado, recordando una novela que había leído hacía poco:
—No tienes que tener ningún miedo —dijo el señor Dobson—
absolutamente ningún miedo de que pueda quitártelo. ¡Soy tan feliz!
Ella le miró entre un velo de lágrimas. Estuvo a punto de explicarle algo,
pero tragó saliva, observó la tierna y feliz satisfacción que irradiaba la
expresión del enano… y no le explicó nada.
Se apresuró a recoger sus arrugados guantes.
—Bueno, ahora ya lo sabes. Con eso basta. Tengo que irme.
Un repentino temor aguijoneó a Fred. Una aguda vergüenza vino a
juntarse a la temblorosa alegría. Jugueteando con las borlas de su bata,
inquirió:
—Y… ¿cómo es? ¿No será…?
—¡No, al contrario! —replicó vivamente Nora—. Es un chico alto, como
todos los chicos. —Y volvió a deshacerse en lágrimas.
Fred bajó la vista.
—Me gustaría verle.
Luego rectificó alegremente.
—¡Oh, lo comprendo! No debe saber que soy así. Pero tal vez podrías
organizar…
—Sí, desde luego —dijo Nora a toda prisa y casi con brusquedad,
mientras cruzaba el vestíbulo—. Sí, ya organizaremos algo. Ahora tengo que
irme. Hay veinte minutos a pie hasta la estación.
Ya en el umbral, ella volvió la cabeza y, por última vez, examinó ávida y
fúnebremente las facciones de Fred. La luz del sol temblaba sobre su calva,
sus orejas eran de un rosa translúcido. Sumido en su sorpresa y su embeleso,
él no comprendía nada. Y cuando ella se hubo marchado, Fred permaneció
largo rato de pie en el vestíbulo, como si temiera que un gesto brusco pudiera
hacer derramarse su rebosante corazón. Una y otra vez intentó imaginarse a
su hijo, y sólo logró ver su propia persona con traje de colegial y una pequeña
peluca rubia. Y a través del acto de transferir su propio aspecto a su hijo, dejó
de sentirse un enano.
Se vio entrando en una casa, en un hotel, en un restaurante, para conocer
a su hijo. En su imaginación, acarició luego los rubios cabellos del niño con
conmovedor orgullo de padre… Y luego, con su hijo y Nora (¡Vaya una
tonta…! ¡Mira que pensar que iba a quitarle el niño!), se vio caminando por
una calle, y luego…
Fred se golpeó los muslos con las palmas de las manos. ¡Había olvidado
preguntarle a Nora dónde y cómo podía ponerse en contacto con ella!
Entonces se inició una absurda, enloquecida fase. Corrió a su dormitorio
y comenzó a vestirse con frenético apresuramiento. Se puso las mejores ropas
que tenía, una cara camisa almidonada, prácticamente nueva, pantalones
listados, una chaqueta confeccionada años atrás por Resartre de París… Y
mientras se vestía, no cesaba de reír entre dientes, y se rompió las uñas en las
hendeduras de los apretados cajones de la cómoda, y tuvo que sentarse un par
de veces para reposar su hinchado y palpitante corazón, y volvió a dar vueltas
por la habitación en busca del sombrero hongo que no se ponía desde hacía
años y, por fin, cuando consultó un espejo al pasar, vislumbró la imagen de
un compuesto caballero, ya maduro, con un elegante y traje serio, y bajó
corriendo las escaleras del porche, cautivado con una nueva idea: hacer el
viaje de regreso con Nora —a quien sin duda conseguiría dar alcance—… ¡y
ver a su hijo aquella misma noche!
Un ancho camino polvoriento conducía directamente a la estación. Los
domingos estaba más o menos desierto… Sin embargo, inesperadamente,
asomó por una esquina un muchacho con una pala de cricket. Fue el primero
en ver al enano. Con jubilosa sorpresa, al ver la espalda de Fred que ya se
alejaba y el vaivén de sus botines de color gris ratón, se dio una palmada en
lo alto de la gorra de vivos colores.
Y en el acto, de Dios sabe dónde, fueron apareciendo otros chicos, y
comenzaron a seguir al enano con boquiabierta cautela. Él echó a andar cada
vez más rápido, mirando el reloj de vez en cuando y riendo excitado por lo
bajo. Se sentía ligeramente mareado por el sol. Entretanto, había aumentado
el número de muchachos, y los casuales viandantes se detenían a mirar
extrañados. A lo lejos, sonaron las campanas de la iglesia: la soñolienta
ciudad comenzaba a cobrar vida. Y de repente, estalló en una incontrolable,
largo tiempo contenida carcajada.
El Duende de la Patata, incapaz de dominar su ansiedad, inició un trote
corto. Uno de los muchachos le adelantó corriendo para echar un vistazo a su
cara; otro gritó algo en una voz ruda y ronca. Fred, con el rostro contraído a
causa del polvo, siguió corriendo. Y de pronto, le pareció que todos aquellos
chicos que se arremolinaban tras él eran sus hijos, sus alegres, sonrosados y
bien formados hijos, y esbozó una sonrisa de desconcierto mientras seguía
trotando, resoplando e intentando no pensar en el corazón que le perforaba el
pecho con una ardiente punzada.
Un ciclista que avanzaba junto al enano sobre relucientes ruedas se llevó
el puño a la boca en forma de megáfono y comenzó a jalear al corredor como
se hace en una carrera. Las mujeres salieron a sus porches y, protegiéndose
los ojos y riendo sonoramente, se señalaban unas a otras al enano en su
carrera. Todos los perros de la ciudad se despertaron. En la sofocante iglesia,
los fieles no podían evitar que los ladridos, los incitantes hurras llegaran a sus
oídos. Y la muchedumbre que había seguido al enano continuaba aumentando
a su alrededor. La gente pensaba que todo aquello no era más que un
excelente reclamo, la publicidad de un circo o el rodaje de una película.
Fred empezó a dar traspiés. Le silbaban los oídos, el botón del cuello se le
clavaba en la garganta, no podía respirar. Las risas, los gritos, el rumor de
pies le ensordecían. Por fin, entre la niebla de sudor, consiguió divisar el
vestido negro de Nora. Ella avanzaba lentamente junto a una pared de
ladrillos, bajo un torrente de sol. Miró atrás, se detuvo. El enano le dio
alcance y se agarró a los pliegues de su falda.
Con una sonrisa de felicidad, levantó la mirada hacia ella e intentó hablar,
pero en lugar de hacerlo, arqueó las cejas sorprendido y se derrumbó a
cámara lenta sobre la acera. La gente se agolpó ruidosamente a su alrededor.
Alguien acabó por comprender que no se trataba de una broma, se inclinó
sobre el enano, luego silbó por lo bajo y se descubrió la cabeza. Nora
contemplaba inmóvil el diminuto cuerpecito de Fred, que recordaba un
guante negro arrugado. La sacudieron. Una mano la cogió por el codo.
—Déjenme en paz —dijo Nora con voz sorda—. Yo no sé nada. Se me ha
muerto mi hijo hace un par de días.
EL CÍRCULO

A mediados de 1936, poco antes de dejar para siempre Berlín, me hallaba en Francia
terminando Dar (El regalo), y debía de tener concluidas al menos las cuatro quintas partes de su
último capítulo, cuando, en cierto momento, un pequeño satélite se desprendió del cuerpo central
de la novela y comenzó a girar a su alrededor. Considerado psicológicamente, puede ser que la
chispa que provocó la separación procediera de la mención del bebé de Tanya en la carta de su
hermano o bien el hecho de que éste recordara al maestro del pueblo en un premonitorio sueño.
Técnicamente, el círculo que describe el presente corolario (cuya última frase existe
implícitamente antes que la primera) pertenece al mismo tipo de serpiente-que-se-muerde-la-cola
que la estructura circular del capítulo cuarto de Dar (o, a ese respecto, que el Finnegans Wake, al
que es anterior). No es necesario conocer la novela para disfrutar con el corolario, el cual posee su
propia órbita y colorido, pero al lector puede serle de alguna utilidad práctica saber que la acción
de El regalo comienza el 1.º de abril de 1926 y acaba el 29 de junio de 1929 (con lo cual cubre un
período de tres años en la vida de Fyodor Godunov-Cherdyntsev, un joven emigrado residente en
Berlín); que la boda de su hermana se celebra en París a finales de 1926 y que la hija de ésta nace
tres años más tarde y sólo tiene siete años en junio de 1936, y no «alrededor de diez» como se le
hace suponer (a espaldas del autor) a Innokentiy, el hijo del maestro, cuando visita París en «El
círculo». Podría añadirse que el cuento causara en los lectores que conozcan la novela un delicioso
efecto de oblicua identificación, de desplazamiento de matices enriquecidos con un nuevo sentido,
toda vez que el mundo no se ve a través de los ojos de Fyodor, sino a través de los de un extraño,
más próximo a los radicales idealistas de la vieja Rusia (quienes, dicho sea de paso, detestarían la
tiranía bolchevique tanto como los aristócratas liberales) que no a Fyodor.
«Krug» se publicó en 1936, en París, pero aún no se ha logrado establecer en una retrospectiva
biográfica ni la fecha exacta ni el periódico (seguramente, Posledniya Novosti). Veinte años más
tarde fue reeditado en mi colección de cuentos cortos Vesna v Fialte (Chekhov Publishing House,
Nueva York, 1956).

En segundo lugar, porque estaba poseído por una súbita y loca nostalgia
de Rusia. En tercer lugar, finalmente, porque lamentaba aquellos años de
juventud y todo lo que iba asociado a ellos: el feroz resentimiento, la torpeza,
el ardor, y las mañanas deslumbradoramente verdes, cuando el bosquecillo le
ensordecía a uno con sus doradas oropéndolas. Allí sentado en el café,
mientras iba diluyendo con agua de sifón la dulzura cada vez más pálida de
su casis, fue recordando el pasado con el corazón encogido, con melancolía…
¿Con qué clase de melancolía…? En fin, con una melancolía no
suficientemente investigada aún. Todo el distante pasado se hinchaba con su
pecho, levantado por un suspiro. Y lentamente, su padre ascendió de la
tumba, con los hombros erguidos: Ilya llych Bychkov, le maître d’école chez
nous au village, con su flotante corbata negra, pintorescamente anudada, su
chaqueta de seda cruda, cuyos botones comenzaban a la antigua usanza muy
alto en la clavícula, pero también acababan bastante arriba, de manera que los
faldones divergentes dejaban al descubierto la cadena del reloj que cruzaba el
chaleco; tenía la tez rojiza, la cabeza calva aún cubierta de una suave pelusa
que recordaba el terciopelo sobre las astas primaverales de un ciervo; un gran
número de pequeñas arrugas cubría sus mejillas, y una excrescencia carnosa
junto a la nariz producía el efecto de una voluta adicional de la gruesa fosa
nasal. En sus tiempos del instituto y la universidad, Innokentiy solía acudir
desde la ciudad durante sus vacaciones para visitar a su padre en Leshino.
Sumergiéndose aún más profundamente, podía recordar la demolición de la
vieja escuela en el extremo del pueblo, el desmonte del terreno para su
sucesora, la ceremonia de la primera piedra, el servicio religioso al aire libre,
al conde Konstantin Godunov-Cherdyntsev arrojando la tradicional moneda
de oro, la moneda asomando de través en la arcilla.
Por fuera, el nuevo edificio era de un gris granítico, granuloso el interior
estuvo varios años, y luego a lo largo de otro prolongado período (esto es,
cuando pasó a formar parte del equipamiento de la memoria), oliendo
luminosamente a cola; las aulas habían sido dotadas de lujosos adminículos
educativos, por ejemplo, dibujos ampliados de insectos perjudiciales para el
campo o el bosque; pero a Innokentiy le irritaban aún más los pájaros
disecados que había donado Godunov-Cherdyntsev. ¡Coqueteando con el
pueblo llano! Sí, Innokentiy se consideraba a sí mismo un severo plebeyo. El
odio (o eso parecía) solía sofocarle de joven cuando contemplaba el gran
parque señorial al otro lado del río, cargado de antiguos privilegios y gracias
imperiales, arrojando el reflejo de sus negras masas sobre las verdes aguas
(con el cremoso borrón de una que otra planta racimosa floreciendo entre los
abetos).
La nueva escuela se construyó en el umbral de este siglo, en una época en
que Godunov-Cherdyntsev acababa de regresar de su quinta expedición al
Asia central y estaba pasando el verano en Leshino, la finca que poseía en el
territorio de San Petersburgo, en compañía de su joven esposa (a los cuarenta,
le doblaba en edad). ¡Hasta qué profundidades nos hemos sumergido, Dios
mío! En medio de la cristalina bruma que se fundía, como si todo ocurriera
bajo el agua, Innokentiy se vio como un niño de tres o cuatro años, entrando
en la casa condal y flotando a través de maravillosas habitaciones en
compañía de su padre, que avanzaba de puntillas, con un húmedo ramillete de
lirios del valle tan comprimido en el puño cerrado que las flores gemían… Y
todo a su alrededor parecía también húmedo, una luminosa, crujiente,
temblorosa neblina, más allá de la cual no se distinguía nada. Años más tarde,
la mansión se convertiría en un vergonzoso recuerdo, en el cual las flores de
su padre, avanzando de puntillas con las sienes sudorosas, simbolizaban un
agradecido servilismo, sobre todo después de que un viejo campesino le
contara a Innokentiy que «nuestro buen amo» había sacado a Ilya Ilych de un
trivial pero enmarañado asunto político, por el que le habrían desterrado a los
confines del Imperio de no ser por la intercesión del conde.
Tanya solía decir que no sólo tenían parientes en el reino animal, sino
también entre las plantas y los minerales. Y, en efecto, naturalistas rusos y
extranjeros habían descrito bajo el nombre específico de godunovi un nuevo
faisán, un nuevo antílope, un nuevo rododendro, y había incluso todo un
orden Godunov (personalmente el conde sólo describía insectos). Esos
descubrimientos suyos, sus relevantes aportaciones a la zoología y los mil
peligros por desdeñar los cuales se había hecho famoso no lograban, sin
embargo, que la gente mirara con indulgencia su alta alcurnia y su gran
riqueza. Además, no olvidamos que ciertos sectores de nuestra intelligentsia
habían mirado siempre con desdén los estudios científicos no aplicados y, por
lo tanto, reprochaban a Godunov que manifestara mayor interés por los
«bichos del Sinkiang» que por las condiciones de vida del campesino ruso. El
joven Innokentiy prestaba fácil crédito a los cuentos (en realidad idiotas)
sobre las concubinas viajeras del conde, su falta de humanidad al estilo chino
y las misiones secretas que cumplía para el zar con objeto de burlar a los
ingleses. La realidad de su imagen seguía desdibujada: una mano sin guante
arrojando una moneda de oro (y en el recuerdo todavía anterior, aquella visita
a la casa condal, a cuyo señor confundió el niño con un calmuco vestido de
azul celeste con quien se habían cruzado en el vestíbulo). Luego Godunov
volvió a marcharse, a Samarcanda o Vernyi (ciudades desde las cuales solía
iniciar sus fabulosas caminatas), permaneciendo largo tiempo fuera.
Entretanto, su familia veraneaba en el sur, pues, al parecer, preferían su casa
de campo de Crimea a la petropolitana. Los inviernos los pasaban en la
capital. Allí, en el Muelle, se alzaba su casa, una residencia privada de dos
pisos, pintada de un tono oliváceo. Innokentiy pasaba a veces casualmente
por delante de ella; su memoria conservaba las formas femeninas de una
estatua cuyas nalgas, blancas como el azúcar, con sus correspondientes
hoyuelos, se transparentaban a través de la gasa estampada que cubría una
ventana toda acristalada. Atlantes de color marrón oliva, con las costillas
fuertemente arqueadas, sostenían un balcón: la tensión de sus músculos de
piedra y sus bocas atormentadamente retorcidas le parecían a nuestro
exaltado estudiante toda una alegoría del proletariado esclavizado. Un par de
veces, a principios de la borrascosa primavera del Neva, había vislumbrado
en ese Muelle a la pequeña Godunov, con su foxterrier y su institutriz.
Pasaron realmente en un santiamén, pero quedaron nítidamente dibujadas:
Tanya llevaba botas anudadas hasta la rodilla y un corto abrigo azul marino
con abultados botones de latón y, mientras se deslizaba a paso rápido junto a
él, golpeaba los pliegues de su corta falda azul marino… ¿Con qué…? Creo
que con la correa del perro… Y el viento del Ladoga levantaba las cintas de
su gorra de marinero. Un poco más atrás venía presurosa su institutriz, con
una chaqueta de karakul, la cintura doblada, un brazo extendido, la mano
enfundada en un manguito de negra piel muy rizada.
Se hospedaba en casa de su tía, que era sastra, en una casa de
apartamentos de Okhta. Era arisco, insociable, dedicaba serios y
recalcitrantes esfuerzos a sus estudios y limitaba sus ambiciones a aprobar el
curso, aunque, ante la sorpresa de todos, acabó brillantemente la escuela y, a
los dieciocho años, ingresó en la Universidad de San Petersburgo como
estudiante de Medicina…, momento a partir del cual aumentó
misteriosamente la adoración de su padre por Godunov-Cherdyntsev. Pasó un
verano como preceptor particular con una familia de Tver. En mayo del
siguiente año, 1914, estaba de regreso en el pueblo de Leshino… y descubría,
no sin desaliento, que la finca al otro lado del río había cobrado vida.
Más sobre ese río, sobre sus inclinadas orillas, sobre su vieja caseta de
baños. Ésta era una estructura de madera erigida sobre pilastras; un sendero
escalonado, con un sapo en cada rellano, descendía hasta ella, y no todo el
mundo habría sido capaz de encontrar el principio de esa arcillosa bajada
entre los apretados arbustos que crecían detrás de la iglesia. Su constante
compañero de pasatiempos ribereños era Vasily, el hijo del herrero, un joven
de edad indeterminable (él mismo no sabía decir si tenía quince años o ya
había cumplido los veinte), de constitución maciza, desgarbado, con unos
pantalones chapuceramente remendados, grandes pies desnudos color de
zanahoria sucia y un temperamento tan taciturno como el de Innokentiy en
aquella época. Las pilastras de madera de pino proyectaban reflejos en forma
de concertina, que se enrollaban y desenrollaban sobre el agua. Bajo los
podridos tablones de la caseta de baños se oían sonidos de gorgoteo y
chapoteo. En una redonda caja metálica manchada de tierra con un cuerno de
la abundancia pintado —en su tiempo había contenido caramelos baratos—
se retorcían inquietos los gusanos. Vasily, cuidando de que no asomara la
punta del anzuelo, la recubría con un grueso segmento de gusano y dejaba
colgar libremente el resto; luego sazonaba el cebo con un escupitajo
sacramental y procedía a dejar caer el sedal con pesos de plomo por encima
de la barandilla exterior de la caseta de baños. Había caído la tarde. Algo
semejante a un ancho abanico de plumas rosa violáceo o a una aérea cadena
montañosa con estribaciones laterales cubría el cielo, y los murciélagos
comenzaban ya a revolotear, con el excesivo silencio y la perversa velocidad
de los seres membranosos. Los peces habían empezado a picar y, desdeñando
utilizar una caña, sujetando simplemente entre el índice y el pulgar el sedal
que se sacudía y se tensaba, Vasily le daba ligerísimos tirones para
comprobar la solidez de los espasmos subacuáticos… Y súbitamente, izaba
un escarcho o un gobio. Con gesto despreocupado, e incluso con una especie
de chasquido de a quién diablos le importa, extraía el anzuelo de la pequeña
boquita redonda y desdentada y metía a la frenética criatura (supurando
rosada sangre de una agalla desgarrada) en un frasco de vidrio donde ya
nadaba un leucisco, con el labio inferior muy alargado. La pesca era
especialmente buena cuando hacía un tiempo caluroso y nublado, y la lluvia,
invisible en el aire, cubría el agua de círculos concéntricos que se cortaban
mutuamente y entre los cuales aparecía de vez en cuando un círculo de origen
distinto, con un centro inesperado: el salto de un pez que desaparecía en el
acto o la caída de una hoja que se alejaba de inmediato con la corriente. ¡Y
qué delicioso era bañarse bajo esa tibia llovizna, en la línea de fusión de dos
elementos homogéneos pero de forma distinta: la densa agua del río y el agua
ligera del cielo! Innokentiy se zambullía con prudencia y luego se tomaba
tiempo para restregarse largamente con una toalla. Los chicos campesinos,
por el contrario, seguían retozando hasta quedar totalmente agotados; por fin,
tiritando, castañeteándoles los dientes y con un turbio moco cayendo desde la
nariz hasta el labio, saltaban a la pata coja para enfundarse los pantalones
sobre los muslos mojados.
Aquel verano, Innokentiy se mostró más taciturno que nunca y apenas
habló con su padre, limitándose a barboteos y «hums». Ilya Ilych, por su
parte, experimentaba un extraño embarazo en presencia de su hijo… sobre
todo porque suponía, con terror y ternura, que Innokentiy vivía de todo
corazón en el mundo puro de la clandestinidad, tal como había hecho él a su
misma edad. La habitación del maestro de escuela Bychkov: motas de polvo
en un oblicuo rayo de sol; a la luz de ese rayo, una mesa pequeña que se
había construido con sus propias manos, barnizando el tablero y adornándolo
con un pirograbado. Sobre la mesa, una fotografía de su esposa en un marco
aterciopelado —tan joven, con un vestido tan bonito, adornado por una
pequeña esclavina y un corpiño, el rostro encantadoramente ovalado (óvalo
que coincidía con la noción de belleza femenina en los años ochenta-noventa)
—; junto a la fotografía, un pisapapeles de cristal encerrando en su interior un
paisaje de Crimea hecho de madreperla y un limpiaplumas de trapo en forma
de gallito; y encima, en la pared, entre dos ventanas empotradas, un retrato de
Leon Tolstoy totalmente formado por el texto de uno de sus cuentos impreso
en caracteres microscópicos. Innokentiy dormía en un sofá de cuero en una
habitación adyacente más pequeña. Tras una larga jornada al aire libre dormía
profundamente; no obstante, a veces, una imagen tomaba un cariz erótico en
sus sueños, la fuerza de su atractivo le sacaba del círculo del sueño y
permanecía varios minutos allí tendido, tal como estaba, inmovilizado por los
escrúpulos.
Por la mañana se iba a los bosques, con un manual de medicina bajo el
brazo y las dos manos metidas bajo el cordón rematado por unas borlas que
anudaba su blanco blusón ruso. Su gorra de estudiante, que llevaba inclinada
de acuerdo con la costumbre izquierdista, dejaba caer unos cuantos rizos
castaños sobre su abombada frente. Sus cejas estaban permanentemente
fruncidas. Podría haber sido bastante bien parecido de haber tenido los labios
menos abultados. Una vez en el bosque, se sentaba sobre un grueso tronco de
abedul, derribado poco tiempo atrás por una tormenta (y al que aún le
temblaban de miedo todas las hojas), y fumaba, obstruía con el libro la
procesión de presurosas hormigas o se perdía en negras meditaciones. Un
solitario, un impresionable y susceptible joven, supersensible al aspecto
social de las cosas. Despreciaba todo lo que rodeaba la vida campestre de los
Godunov, por ejemplo sus servidores… «Servidores», repetía, arrugando la
nariz con voluptuosa repugnancia. Entre ellos incluía al gordo chófer, con sus
pecas, su librea de pana, sus polainas de un castaño anaranjado y el cuello
almidonado bajo un pliegue de su bermejo cogote, el cual solía ponérsele de
un rojo encendido cuando hacía arrancar con la manivela, en el galpón de los
carruajes, el no menos repugnante convertible tapizado de lustroso cuero
rojo; y el senil lacayo de grises patillas, que tenía la función de amputar las
colas de los foxterriers recién nacidos; y el preceptor inglés, al que podía
verse paseando por el pueblo, sin sombrero, con un impermeable y
pantalones blancos…, lo que provocaban ingeniosos comentarios de los
chicos del pueblo sobre calzoncillos; y procesiones religiosas con la cabeza
descubierta; y las jóvenes campesinas contratadas para arrancar las malas
hierbas de los senderos del parque mañana tras mañana, bajo la supervisión
de uno de los jardineros, un pequeño jorobado sordo envuelto en una camisa
rosa, que, para terminar, barría la arena próxima al porche con particular celo
y anticuada devoción. Innokentiy, todavía con el libro bajo el brazo —el cual
le impedía cruzar los brazos como le hubiera gustado—, permanecía apoyado
contra un árbol del parque y reflexionaba enfurruñado sobre diversas
materias, tales como el resplandeciente techo de la blanca mansión que
todavía no había entrado en movimiento.
La primera vez que les vio aquel verano fue a finales de mayo (a la vieja
usanza) desde lo alto de una colina. Una cabalgata apareció sobre el camino
que circundaba su base: Tanya iba delante, montada a horcajadas como un
muchacho sobre un brioso bayo; la seguía el conde Godunov-Cherdyntsev en
persona, un personaje de aspecto insignificante montado en un tranquilo
caballo, extrañamente pequeño, de color gris ratón; detrás venía el inglés en
pantalones de montar, luego uno de los primos y, en último lugar, el hermano
de Tanya, un chico de unos trece años que de pronto espoleó su montura, les
adelantó a todos y recorrió a toda velocidad el trecho empinado que les
faltaba para llegar al pueblo, moviendo los codos a la manera de los jockeys.
A esto siguieron varios encuentros casuales y, por fin… De acuerdo, ahí
va. ¿Preparados? Un caluroso día de mediados de junio…
Un caluroso día de mediados de junio, los segadores avanzaron
balanceándose a ambos lados del sendero que conducía hasta la casa señorial,
y la camisa de cada segador se adhería en ritmo alternado ora a la paletilla
derecha, ora a la paletilla izquierda. «¡Que Dios os asista!», dijo Ilya Ilych
con el saludo tradicional de los caminantes a los hombres que trabajan.
Llevaba su mejor sombrero, un panamá, y un ramito de orquídeas malva de
los pantanos. Innokentiy caminaba a su lado en silencio, moviendo la boca en
rotación circular (estaba abriendo semillas de girasol entre los dientes,
masticándolas al mismo tiempo). Ya estaban cerca del parque señorial. En un
extremo de la pista de tenis, el enano y rosado jardinero sordo, que ahora
lucía un delantal de trabajo, mojaba una brocha en un cubo y, doblado en dos,
caminaba hacia atrás trazando una gruesa línea cremosa sobre el suelo. «Que
Dios os asista», dijo Ilya Ilych al pasar.
Encontraron la mesa puesta en la avenida principal; la moteada luz del sol
ruso jugueteaba sobre el mantel. El ama de llaves, luciendo una gorguera, con
el acerado cabello pulcramente peinado hacia atrás, había comenzado ya a
servir el chocolate, que los criados distribuían en tazas azul oscuro. Visto de
cerca, el conde aparentaba los años que tenía. Había hebras grises en su barba
amarillenta y un abanico de arrugas se extendía desde los ojos a la sien. Tenía
un pie apoyado en el extremo de un banco del jardín y estaba haciendo saltar
a un foxterrier. En sus intentos por apoderarse de la pelota, ya mojada, que él
sostenía, el perro no sólo saltaba muy alto sino que incluso conseguía subir
todavía más, cuando ya estaba suspendido en el aire, con un giro adicional de
todo su cuerpo. La condesa Elizaveta Godunov, una mujer alta y sonrosada
con un gran sombrero vacilante, se aproximaba procedente del jardín en
compañía de otra dama, con la que charlaba animadamente mientras hacía el
gesto ruso de abrir las dos manos que indica una vacilante consternación, llya
Ilych se detuvo allí con su ramo e hizo una reverencia. En la bruma
multicolor (así la percibía Innokentiy, que, a pesar de haber ensayado
brevemente la noche anterior una actitud de democrático desdén, sufría un
sumo embarazo) oscilaban varios jóvenes, niños que corrían, el chal negro
bordado de llamativas amapolas de alguien, un segundo foxterrier y, por
encima de todo, por encima de todo, esos ojos que pasaban de la luz a la
sombra, esas facciones todavía borrosas pero que ya le amenazaban con una
fatal fascinación, el rostro de Tanya cuyo cumpleaños se festejaba ese día.
Ahora todos se habían sentado. Se encontró en el extremo sombrío de la
larga mesa, donde los contertulios se dedicaban no tanto a charlar entre sí
como a mirar con insistencia, con las cabezas vueltas todas en la misma
dirección, hacia el extremo más luminoso, donde se hablaba y se reía
ruidosamente, y donde había un magnífico pastel color de rosa con una
satinada capa de almíbar y dieciséis velas, y las exclamaciones de los niños, y
el ladrido de los dos perros que casi llegaban a saltar sobre la mesa… en tanto
que, en este extremo, la guirnalda de sombra de los tilos mantenía unidas a
las gentes de condición más humilde: llya Ilych, que sonreía como ofuscado;
una etérea pero fea damisela, cuya timidez se expresaba en una exudación de
cebolla; una decrépita institutriz francesa con ojos perversos, que tenía sobre
el regazo, bajo la mesa, una diminuta criatura invisible que de vez en cuando
emitía un campanilleo. Y así sucesivamente. Justo al lado de Innokentiy se
sentaba el hermano del administrador de la finca, un cabeza dura, un pelma y,
además, tartamudo. Innokentiy sólo le habló porque el silencio hubiera sido
aún peor, de modo que, a pesar del carácter paralizante de la conversación,
hizo esfuerzos desesperados para mantenerla. Más adelante, en cambio,
cuando se había convertido en un visitante asiduo y por casualidad se cruzaba
con el pobre tipo, Innokentiy no le hablaba nunca, esquivándolo como si
fuera una trampa o un recuerdo vergonzoso.
Girando en lenta caída, el fruto alado de un tilo fue a aterrizar sobre el
mantel.
En el extremo reservado a la nobleza, Godunov-Cherdyntsev alzó la voz,
dirigiéndose por encima de la mesa a una dama muy anciana vestida de
encaje y, mientras hablaba, enlazó con un brazo el grácil talle de su hija que
permanecía de pie a su lado y no cesaba de lanzar al aire una pelota de
caucho recogiéndola en la palma de la mano. Innokentiy luchó durante un
buen rato contra un exquisito pedazo de pastel que acabó por ir a parar fuera
de un plato. Por fin, tras un golpecito desmañado, el dichoso dulce de
frambuesa rodó y cayó bajo la mesa (y allí lo dejaremos). Su padre sonreía
tontamente o se relamía el bigote. Alguien le pidió que pasara las galletas;
estalló en una alegre carcajada y las pasó. Súbitamente, justo sobre su oído,
Innokentiy oyó una rápida y jadeante voz. Sin sonreír, y todavía con la pelota
en la mano, Tanya le pedía que fuera con ella y sus primos. Acalorado y
confundido, intentó levantarse dificultosamente de la mesa, empujando a su
vecino en medio del proceso de desenredar la pierna derecha de debajo del
banco que compartían.
Cuando la gente hablaba de ella exclamaba: «¡Qué muchacha más
linda!». Tenía los ojos gris claro, las cejas negras y aterciopeladas, una boca
pálida y tierna, más bien grande, afilados incisivos y —cuando no se sentía
bien o no estaba de humor— se alcanzaban a distinguir los finos pelillos
negros de encima de su labio. Era desusadamente aficionada a todos los
juegos de verano, tenis, badminton, croquet, todos los cuales ejecutaba con
destreza, con una especie de encantadora concentración… y, naturalmente,
allí acabaron las sencillas tardes de pesca con Vasily, que quedó muy
perplejo con el cambio y, hacia el atardecer, comparecía por los alrededores
de la escuela, invitando a Innokentiy con vacilante sonrisa mientras sostenía
una lata llena de gusanos a la altura de la cara. En tales momentos, Innokentiy
se estremecía interiormente, intuyendo su traición a la causa del pueblo.
Entretanto, no disfrutaba demasiado en compañía de sus nuevos amigos. La
verdad es que no le admitían realmente en el centro de su existencia, sino que
le mantenían en la verde periferia, permitiéndole participar en sus diversiones
al aire libre, pero sin invitarle nunca a entrar en la casa. Esto le enfurecía;
anhelaba que le invitasen a comer o a cenar, sólo por el placer de rehusar
altivamente; y, en general, se mantenía sin cesar alerta, callado, moreno y
velludo, temblándole los músculos de las apretadas mandíbulas… y con la
sensación de que cada palabra que Tanya decía a sus compañeros de juegos
proyectaba una pequeña sombra insultante en su dirección y, ¡Dios mío!,
cómo los detestaba a todos, a sus primos, a sus amigas, a los juguetones
perros. Bruscamente, todo fue difuminándose en un silencioso desorden hasta
desvanecerse, y allí estaba, en la profunda oscuridad de una noche de agosto,
sentado en un banco apartado del parque y esperando, con un picor en el
pecho porque se había metido entre piel y camisa la nota que, como en una
vieja novela, le había traído de la mansión una niñita descalza. El estilo
lacónico de la orden le hacía sospechar una humillante broma; aun así, había
sucumbido a la invitación… y había hecho bien: un leve crujido de pasos
destacó entre el rumor uniforme de la noche. Su llegada, sus palabras
incoherentes, su proximidad le parecieron milagrosas; el repentino e íntimo
contacto de sus fríos y ágiles dedos sorprendió su castidad. Una enorme luna
rápidamente ascendente ardía entre los árboles. Vertiendo torrentes de
lágrimas y acariciándole a ciegas con salados labios, Tanya le dijo que al día
siguiente su madre se la llevaba a Crimea, que todo había terminado y —¡oh,
cómo pudo ser tan obtuso! «¡No te vayas a ninguna parte, Tanya!», suplicó,
pero un golpe de viento ahogó sus palabras, y ella sollozó aún con mayor
fuerza—. Cuando se hubo marchado presurosa, él permaneció en el banco sin
moverse, escuchando el zumbido de sus oídos, y luego emprendió el regreso
en dirección al puente por la carretera que parecía agitarse en la oscuridad, y
luego vinieron los años de guerra —servicio de ambulancias, la muerte de su
padre— y, después de eso, una desintegración general de las cosas, pero
gradualmente fue recomponiéndose otra vez la vida, y, sobre 1920, ya era
ayudante del profesor Behr en un balneario de Bohemia y, tres o cuatro años
más tarde, trabajaba, a las órdenes del mismo especialista del pulmón, en
Saboya, y allí, un día, en algún lugar próximo a Chamonix, Innokentiy
conoció por casualidad a un joven geólogo soviético. Empezaron a charlar y
este último mencionó que allí mismo había muerto, medio siglo atrás, como
un vulgar turista, el gran explorador de Fergana, Fedchenko; qué curioso
(añadió el geólogo) que siempre ocurriera así: la muerte se habitúa de tal
modo a perseguir a los hombres temerarios por montañas salvajes y desiertos
que también les acecha en broma, sin ninguna intención especial de dañarles,
en cualquier otra circunstancia y, con gran sorpresa por su parte, las
sorprende durmiendo la siesta. Así pereció Fedchenko, y Severtsev, y
Godunov-Cherdyntsev, así como muchos extranjeros de clásica fama: Speke,
Dumont d’Urville. Y después de pasar varios años más dedicado a la
investigación médica, lejos de las preocupaciones e intereses de la
expatriación política, Innokentiy se encontró casualmente en París durante un
par de horas para una entrevista profesional con un colega, y ya corría
escaleras abajo, enfundándose un guante, cuando, en uno de los descansillos,
una alta dama de espaldas encorvadas salió del ascensor… y, de inmediato,
reconoció en ella a la condesa Elizaveta Godunov-Cherdyntsev. «Claro que le
recuerdo. ¿Cómo no iba a recordarle?», dijo ella, no mirándole a la cara, sino
por encima de su hombro, como si hubiera alguien de pie detrás de él (la
condesa bizqueaba ligeramente). «Bueno, entre, querido», siguió diciendo,
recuperándose de un momentáneo trance, y levantó con la punta del zapato
un ángulo del grueso felpudo, cubierto de polvo, para coger la llave.
Innokentiy entró tras ella, atormentado por no poder recordar qué le habían
dicho exactamente sobre el cómo y el cuándo de la muerte de su marido.
Y unos minutos más tarde Tanya llegó a casa, con todas las facciones
ahora más claramente fijadas por la penetrante aguja de los años, con la cara
más pequeña y los ojos más amables; encendió inmediatamente un cigarrillo
riendo y recordando sin el menor embarazo el distante verano, en tanto que él
no podía dejar de maravillarse de que ni Tanya ni su madre hubieran
mencionado al explorador muerto y hablaran con tanta sencillez del pasado,
en vez de romper en los tristes sollozos que él, un extraño, sólo lograba
contener con dificultad… ¿O tal vez ambas se limitaban a poner de
manifiesto el autocontrol peculiar de su clase? Pronto se les reunió una pálida
niñita de negros cabellos, que debía tener unos diez años: «Ésta es mi hija;
ven aquí, cariño», dijo Tanya, aplastando la colilla del cigarrillo, ahora
manchada de rojo de labios, en una concha marina que hacía las veces de
cenicero. Luego llegó a casa su marido, Ivan Ivanovich Kutaysov, y pudo oír
a la condesa, que había salido a su encuentro en la habitación contigua,
identificando a su visitante, en su francés doméstico importado de Rusia,
como le fils du maître d’école chez nous au village, lo cual le recordó a
Innokentiy que Tanya había dicho una vez en su presencia a una amiga, a la
que quería hacer notar lo bien que tenía las manos: Regarde ses mains y
ahora, escuchando el melodioso ruso, hermosamente idiomático, en que la
niña respondía a las preguntas de Tanya, se descubrió pensando, de un modo
malévolo y bastante absurdo: «¡Ajá, ya no hay dinero para enseñarles lenguas
extranjeras a los niños!», sin pasársele en aquel momento por la cabeza que,
en aquellos tiempos de exilio, en el caso de una niña nacida en París que
asistía a una escuela francesa, esa lengua rusa representaba el más ocioso y el
mejor de los lujos.
La conversación sobre Leshino comenzaba a languidecer; Tanya,
confundiéndolo todo, insistía en que él solía enseñarle los cantos
prerrevolucionarios de los estudiantes radicales, como aquel sobre «el
déspota que se divierte en su rico palacio mientras la mano del destino ya ha
comenzado a trazar la sentencia de muerte sobre el muro». «En otras
palabras, nuestra primera stengazeta (diario mural soviético)», comentó
Kutaysov, un gran bromista. Salió a colación el hermano de Tanya; vivía en
Berlín, y la condesa empezó a hablar de él. De pronto Innokentiy comprendió
algo maravilloso: nada se pierde, nada en absoluto; la memoria acumula
tesoros, los secretos almacenados van creciendo entre la oscuridad y el polvo
y, un día, un visitante de paso en una biblioteca pide un libro que nadie había
solicitado durante veintidós años. Se levantó de la silla, se despidió; sus
protestas para que no se marchara no fueron demasiados efusivas. Qué
curioso que le temblaran las rodillas. La experiencia le había causado un gran
impacto. Cruzó la plaza, entró en un café, pidió una copa, se incorporó
brevemente para retirar su propio sombrero aplastado de debajo de su cuerpo.
¡Qué terrible sensación de inquietud! Se sentía así por varias razones. En
primer lugar, porque Tanya se había conservado tan encantadora y tan
invulnerable como solía ser en el pasado.
VLADIMIR NABOKOV. Nacido en San Petersburgo en 1899 en el seno de
una acaudalada y aristocrática familia, aprendió francés e inglés de niño. En
1919, iniciada la revolución bolchevique, marchó al Reino Unido, estudiando
Filología Eslava y Románica en el Trinity College de la Universidad de
Cambridge. Tres años más tarde, marchó a Berlín viviendo dentro de la
comunidad rusa en el exilio, y comenzando a escribir poesía. En 1937 viajó a
Francia, asentándose más tarde en París. En 1940, por la presión nazi, emigró
con su familia a Estados Unidos, trabajando en el museo Americano de
Historia Natural, compaginando el trabajo con el de profesor de Literatura
Comparada en el Wellesley College, donde años después sería profesor de
ruso. En 1945 adquirió la nacionalidad americana, y en 1948 fue profesor de
ruso en la Universidad de Cornell. Su primera novela (Mashenka) apareció en
1926, título continuado por Rey, Dama, Criado (1928), La Defensa de Luzhin
(1930) o Habitación Oscura (1933), libros que le convirtieron en uno de los
principales narradores de su época. Tras el éxito literario y económico de
Lolita, publicada en 1955, marchó a Montreux en Suiza, donde continuó su
carrera literaria y su afición por la entomología y los problemas de ajedrez, y
donde falleció en 1977.
Notas
[1] En inglés, dawn = amanecer. <<
[2] En francés, matadero. <<
[3] En alemán, «entre compañeros». <<
[4] En la traducción española, R, de rey. <<
[5] En inglés, quack. <<
[6] En francés en el original. <<
[7] This is the house that Jack built, de un cuento popular. <<
[8] En inglés, modorra. <<

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