Una Belleza Rusa - Vladimir Nabokov
Una Belleza Rusa - Vladimir Nabokov
Una Belleza Rusa - Vladimir Nabokov
«Una belleza rusa» («Krasavitsa») es una divertida miniatura, con un desenlace inesperado. El
texto original fue publicado en el diario para emigrados Posledniya Novosti (París, 18 de agosto de
1934), y formó parte de Soglyadatay, colección de cuentos del autor editada por Russkiya Zapiski
(París, 1938).
Olga, de quien ahora nos ocuparemos, nació el año 1900, hija de una
familia de nobles adinerados, libres de preocupaciones. La pálida muchachita
con su blanco traje de marinero, los cabellos castaños peinados hacia un lado
y unos ojos tan alegres que todo el mundo se los besaba, fue considerada una
belleza desde su infancia. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios
cerrados, la sedosidad de las trenzas que le colgaban hasta la cintura, todo
resultaba encantador.
Su infancia transcurrió gozosa, segura y alegre, como desde antiguo era
habitual en nuestro país. Un rayo de sol sobre la cubierta de un volumen de la
Bibliothéque Rose en la finca familiar, la clásica escarcha en los jardines
públicos de San Petersburgo… Un repertorio de recuerdos como los citados,
constituía su única dote cuando salió de Rusia en la primavera de 1919. Todo
sucedió en total consonancia con el estilo de la época. Su madre murió de
tifus, su hermano fue ejecutado frente al pelotón de fusilamiento. Desde
luego, todo fórmulas hechas, los escalofriantes chismorreos de rigor, pero así
sucedió, no existe otra manera de decirlo, y de nada servirá apartar la nariz
con desprecio.
En fin, que en 1919 nos encontramos con una joven dama ya crecida, de
pálida cara llena con unas facciones tal vez excesivamente regulares, pero
aun así muy adorable. Alta, de senos suaves, viste siempre un jersey negro y
un chal en torno al blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés entre los finos
dedos de la mano en la que apunta un huesecillo, justo encima de la muñeca.
Sin embargo, hubo un momento de su vida, a finales de 1916, en que no
había colegial del centro de veraneo próximo a la finca familiar que no
hubiera pensado pegarse un tiro por ella, ni estudiante universitario que no…
En una palabra, había irradiado una cierta magia que, de haber durado, habría
causado… habría destrozado… Pero, por algún motivo, de nada sirvió. Los
acontecimientos no llegaron a desarrollarse, o bien se produjeron sin ningún
sentido preciso. Hubo flores que ella era demasiado perezosa para colocar en
un jarrón, hubo paseos al atardecer ahora con éste, ahora con otro, y al final
el callejón sin salida de un beso.
Hablaba fluidamente el francés, pronunciando les gens como si rimase
con agence y separando août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Traducía
ingenuamente los grabezhi (robos) rusos por les grabuges (pendencias) y
empleaba algunas arcaicas locuciones francesas que por alguna razón habían
perdurado en las viejas familias rusas, pero sabía arrastrar las erres de modo
muy satisfactorio pese a no haber estado nunca en Francia. Sobre el tocador
de su habitación de Berlín tenía una postal con el retrato del zar, obra de
Serov, sujeta con un alfiler rematado por una falsa turquesa. Era religiosa,
pero a veces en la iglesia sufría repentinos ataques de risa. Escribía versos
con esa aterradora facilidad característica de las jóvenes rusas de su
generación: versos patrióticos, versos humorísticos, absolutamente cualquier
tipo de versos.
Durante unos seis años, esto es, hasta 1926, residió en una pensión de la
Augsburgerstrasse (no lejos del reloj), en compañía de su padre, un viejo de
anchas espaldas, con gruesas e hirsutas cejas salientes, un bigote amarillento
y unos estrechos pantalones apretados sobre sus larguiruchas piernas. Estaba
empleado en alguna empresa optimista, su decencia y amabilidad eran
proverbiales y era de esos que nunca rechazan una copa.
En Berlín, Olga fue haciéndose gradualmente con un amplio grupo de
amigos, todos ellos jóvenes rusos. Se estableció un cierto tono desenfadado.
«Vamos al cinemono», o «Mira que era gili esa sala de baile alemana
Diele!». Todo tipo de dichos populares, frases rimadas, imitaciones de
imitaciones estaban muy a la orden del día. «Estas chuletas están de mal
humor». «Me pregunto ¿quién la estará besando ahora?». O, en voz ronca,
atragantada: «Messieurs les officiers…».
En casa de los Zotov, en sus habitaciones excesivamente caldeadas, ella
bailaba lánguidamente el fox-trot al son del gramófono, desplazando la
alargada pantorrilla, no sin gracia, mientras procuraba mantener alejado el
cigarrillo que acababa de terminar, y cuando sus ojos localizaban el cenicero,
revoloteando al compás de la música, allí lo depositaba sin perderse ni un
solo paso. ¡Qué delicioso, qué expresivo era el gesto con que sabía llevarse el
vaso de vino a los labios, bebiendo secretamente a la salud de un tercero
mientras contemplaba entre las pestañas a la persona que acababa de hacerle
sus confidencias! ¡Cómo le gustaba sentarse en un extremo del sofá,
comentando con esta o aquella persona los asuntos del corazón de otro, los
cambios de la fortuna, la probabilidad de una declaración —todo ello
indirectamente, a través de insinuaciones— y qué comprensivos sonreían sus
ojos, esos ojos puros muy abiertos, enmarcados por una fina piel levemente
azulada, con unas pecas apenas perceptibles! Pero, en cuanto a su persona
nadie se enamoraba de ella, y ésta es la razón de que recordase largo tiempo
el pelmazo que la manoseó en un baile de caridad y después lloró sobre su
hombro desnudo. El pequeño Barón R. lo retó, pero aquél rehusó el desafío.
Por cierto que Olga usaba la palabra «pelmazo» en toda y cualquier ocasión.
«Esos pelmazos», canturreaba en lánguidos y afectuosos tonos de pecho.
«Qué pelmazo…». «¿Verdad que son unos pelmazos?».
Pero hubo un momento en que su vida comenzó a ennegrecerse. Algo
había terminado, la gente ya se disponía a marcharse. ¡Con tanta rapidez! Su
padre murió, ella se mudó a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, tejía
pequeños gorritos a la moda y daba lecciones baratas de francés a algunas
damas de uno que otro club. De este modo fue languideciendo su vida hasta
que alcanzó la edad de treinta años.
Seguía siendo la belleza de siempre, con esa encantadora caída de los ojos
muy separados y esos labios de rarísima línea en los que ya parece estar
inscrita la geometría de la sonrisa. Pero su cabello había perdido su
resplandor y estaba mal cortado. Su traje sastre, negro, iba por su cuarto año.
Sus manos, con las uñas relucientes pero mal arregladas, estaban surcadas de
venas y temblaban, nerviosas, a causa de su condenado hábito de fumar sin
reposo. Y mejor será correr un velo de silencio sobre el estado de sus
medias…
Ahora, con los forros de su bolso hecho jirones (al menos siempre le
cabía la esperanza de encontrar una moneda extraviada); ahora, que estaba
tan cansada; ahora, cuando cada vez que se ponía su único par de zapatos
tenía que esforzarse para no pensar en las suelas, como cuando entraba en
casa del estanquero, tragándose el orgullo, y se forzaba a no pensar en lo
mucho que ya le debía; ahora, perdida ya toda esperanza de regresar a Rusia,
cuando el odio había llegado a ser tan habitual que casi ya no era pecado;
ahora que el sol comenzaba a ocultarse detrás de la chimenea, Olga sufría de
vez en cuando el tormento de la lujosa llamada de ciertos anuncios, escritos
con la saliva de Tántalo, y se imaginaba rica, luciendo ese vestido, dibujado
con la ayuda de tres o cuatro líneas insolentes, sobre la cubierta de ese barco,
bajo esa palmera, en la balaustrada de esa terraza blanca. Y además añoraba
también otras cosas.
Un día, de una cabina telefónica, salió corriendo como un huracán su
vieja amiga Vera, estuvo en un tris de derribarla, presurosa como siempre,
cargada de paquetes, con un terrier de enmarañadas cejas, cuya correa al
punto se arrolló un par de vueltas en torno a su falda. Vera se abalanzó sobre
Olga implorándole que fuese a pasar unos días en su villa veraniega, diciendo
que había sido el mismo Destino, que era maravilloso y cómo lo has pasado y
si tienes muchos pretendientes. «No, cariño, ya me pasó la edad», respondió
Olga, «y además…». Añadió un pequeño detalle y Vera se echó a reír,
dejando caer sus paquetes casi hasta tocar el suelo. «No, en serio», dijo Olga,
con una sonrisa. Vera continuó alentándola, tirando del terrier, volviendo la
cabeza de un lado a otro. Olga, que de pronto se había puesto a hablar con
voz nasal, le pidió prestado algún dinero.
A Vera le encantaba organizar cosas, ya fuese una fiesta con ponche, un
viaje o una boda. Y se lanzó ávidamente a la tarea de organizar el destino de
Olga.
—Se ha despertado la casamentera que llevas dentro, —bromeó su
marido, un báltico anciano de cabeza afeitada y monóculo. Olga llegó un
esplendoroso día de agosto. No tardó en encontrarse vestida con un traje de
Vera, su peinado y su maquillaje transformados. Protestó tímidamente, pero
cedió, y ¡cómo crujió de contento el parquet en la alegre pequeña villa!
¡Cómo centellearon y relucieron los espejitos, suspendidos en el verde huerto
para ahuyentar a los pájaros!
Un alemán rusificado, llamado Forstmann, un viudo atlético y
acomodado, autor de libros de caza, fue a pasar una semana con ellos.
Llevaba mucho tiempo pidiéndole a Vera que le encontrara una esposa, «una
auténtica belleza rusa». Forstmann tenía una nariz fuerte y voluminosa con
una fina vena sonrosada sobre el alto puente. Era educado, silencioso, a ratos
incluso taciturno, pero sabía como establecer instantáneamente y sin que
nadie se diera cuenta, una eterna amistad con un perro o con un niño. Olga se
puso difícil tras su llegada. Inquieta e irritable, hizo todo lo que no debía, y a
sabiendas de que no debía hacerlo. Cuando la conversación giraba en torno a
la vieja Rusia (Vera intentaba hacer que se vanagloriara de su pasado), le
parecía que todas sus palabras eran mentira y que todos notaban que lo eran,
y por consiguiente se negó tercamente a decir lo que Vera intentaba
sonsacarle y, en general, no cooperó en ningún sentido.
En la galería, terminaron de golpe una partida de naipes y, todos juntos,
salieron a dar un paseo por el bosque, pero Forstmann charlaba sobre todo
con el marido de Vera y, recordando alguna travesura de su juventud, ambos
enrojecían de tanto reír, se quedaban rezagados y se dejaban caer sobre el
musgo. La víspera de la partida de Forstmann, estaban jugando a las cartas en
la galería, como solían hacer por las noches. De pronto, Olga sintió un
espasmo irresistible en la garganta. Todavía se las arregló para sonreír y salir
sin indebido apresuramiento. Vera llamó a su puerta, pero ella no le abrió. A
media noche, después de aplastar una multitud de moscas soñolientas y tras
haber fumado un cigarrillo tras otro hasta que ya no pudo inhalar, irritada,
deprimida, detestando a todos y a sí misma, Olga salió al jardín. Chirriaban
los grillos, se balanceaban las ramas, de vez en cuando caía con un golpe
seco una manzana, y la luna hacía ejercicios gimnásticos sobre la encalada
pared del corral de las gallinas.
Por la mañana temprano, volvió a salir y se sentó en las escaleras del
porche ya calientes. Forstmann, con su bata azul oscuro, fue a sentarse a su
lado, carraspeó, le preguntó si accedería a ser su esposa (empleó exactamente
esa palabra: «esposa»). Cuando entraron a desayunar, Vera, su marido y su
prima soltera, en completo silencio ejecutaban danzas absurdas, cada uno en
un rincón distinto, y Olga dijo lentamente con voz afectuosa: «¡Vaya
pelmazo!», y al siguiente verano moría de parto.
Eso es todo. Naturalmente, puede tener una conclusión, pero yo la ignoro.
En tales casos, en vez de perderme en conjeturas, suelo repetir las palabras
del alegre rey de mi cuento de hadas favorito: ¿Qué flecha vuela
eternamente? La flecha que ha dado en el blanco.
EL LEONARDO
«El Leonardo» («Korolyok») fue compuesto en Berlín, en las márgenes cubiertas de pinos del
lago Grünewald, durante el verano de 1933. Publicado por primera vez en Posledniya Novosti
(París, 23 y 24 de julio de 1933), fue recopilado luego en Vesna v Fialte (Nueva York, 1956).
Korolyok (literalmente: reyezuelo) es, o se supone que es, una expresión empleada en los bajos
fondos rusos para designar a un «falsificador». Estoy profundamente agradecido al profesor
Stephen Jan Parker por haberme sugerido la expresión equivalente del hampa americana, en la que
reluce deliciosamente el regio polvillo de oro del nombre del Viejo Maestro. La sombra grotesca y
feroz de Hitler se cernía sobre Alemania cuando imaginé a esos dos brutos y a mi pobre
Romantovski.
Eugenia Isakovna Mints era una anciana viuda emigrada que siempre
vestía de negro. Su único hijo había muerto el día anterior. Aún no se lo
habían dicho: Era un día de marzo de 1935 y, tras un amanecer lluvioso, una
sección horizontal de Berlín se reflejaba en la otra —zigzags variopintos
entremezclándose con texturas más uniformes, etcétera—. Los Chernobylski,
viejos amigos de Eugenia Isakovna, habían recibido el telegrama de París
alrededor de las 7 de la mañana; un par de horas más tarde, llegaba una carta
por correo aéreo. El jefe del departamento de la fábrica donde trabajaba
Misha anunciaba que el pobre joven se había caído por el hueco de un
ascensor desde el último piso y había agonizado durante cuarenta minutos.
Aun en su estado inconsciente, no había cesado de lamentarse horrible e
ininterrumpidamente, hasta el mismísimo fin.
Entretanto, Eugenia Isakovna se había levantado. Se vistió, se echó un
chal de lana negra con rápido movimiento sesgado sobre los delgados
hombros y se preparó un poco de café en la cocina. La penetrante, la genuina
fragancia de su café era algo de lo cual se enorgullecía mucho frente a Frau
Doktor Schwarz, la patrona, «una mezquina bestia inculta». Hacía ya una
semana entera que Eugenia Isakovna no le dirigía la palabra —y ésa no era su
primera riña, ni mucho menos—, pero, como explicaba a sus amigos, no tenía
demasiado interés en mudarse por una serie de razones, muchas veces
enumeradas y nunca tediosas. Tenía sobre cualquier persona con la que
decidiese romper las relaciones la manifiesta ventaja de desconectar
simplemente su aparato auditivo, un adminículo portátil que parecía un
pequeño bolso negro.
Cuando pasaba por el vestíbulo con la cafetera en la mano, camino de su
habitación, vio agitarse una postal que, una vez introducida por el cartero por
una rendija especial, se inmovilizó en el suelo. Era de su hijo, de cuyo
fallecimiento acababan de enterarse los Chernovski por medios postales más
avanzados, por lo cual un observador objetivo podría haber comparado las
líneas prácticamente inexistentes que ahora leía, de pie con la cafetera en una
mano junto a la puerta de su espaciosa pero inadecuada habitación, con los
rayos todavía visibles de una estrella ya extinguida. Mi querida Moolik (el
nombre cariñoso que le daba su hijo desde la infancia), continúo hasta el
cuello de trabajo; no puedo tenerme literalmente en pie y nunca salgo a
ninguna parte…
Dos calles más abajo, en un apartamento igualmente grotesco, atestado de
extrañas chucherías, Chernobylski, que no había ido al centro de la ciudad
ese día, se paseaba de una habitación a otra, alto, gordo, calvo, con enormes
cejas arqueadas y una boca diminuta. Llevaba un traje oscuro, pero no se
había puesto el cuello (el duro cuello de la camisa, con la corbata alrededor,
colgaba como un yugo del respaldo de una silla del comedor) y hacía gestos
de impotencia mientras andaba a zancadas y comentaba:
—¿Cómo voy a darle la noticia? ¿Cómo se puede preparar gradualmente
a una persona cuando se tiene que gritar? ¡Dios mío, qué calamidad! Su
corazón no lo resistirá. Estallará… ¡Su pobre corazón!
Su mujer lloraba, fumaba, se rascaba la cabeza entre el ralo cabello gris,
telefoneaba a los Lipshteyn, a Lenoshka, al doctor Orshanski… y no lograba
decidirse a ser la primera en acudir al lado de Eugenia Isakovna. Su
realquilada, una pianista con gafas, de generoso pecho, muy compasiva y
experimentada, aconsejó a los Chernobylski que no se precipitaron
demasiado en darle la noticia:
—De todos modos tiene que recibir el golpe, pero cuanto más tarde
mejor.
—Sí, pero, por otro lado —chilló histérico Chernobylski—, no se puede
posponer la noticia. ¡Está claro que no se puede! Es su madre. Tal vez quiera
ir a París —¿quién sabe? Yo no sabría decirlo— o tal vez quiera trasladarlo
aquí. ¡Pobre, pobre Mishuk, pobre chico! Aún no había cumplido los treinta.
Tenía toda la vida por delante… Y pensar que fui yo quien le ayudó, quien le
consiguió el empleo, pensar que de no haber sido por ese sarnoso París…
—¡Vamos, vamos, Boris Lvovich! —le replicó sensatamente la inquilina
—. ¿Quién podía preverlo? ¿Qué tiene que ver usted con lo ocurrido? Es
cómico… Por cierto que, en general, debo decir que no comprendo cómo
pudo caerse. ¿Usted lo entiende?
Terminado su café y después de enjuagar la taza en la cocina (sin prestar
absolutamente ninguna atención a la presencia de Frau Schwarz), Eugenia
Isakovna, con bolsa de red negra, bolso y paraguas negros, salió a la calle.
Tras unos momentos de vacilación había dejado de llover. Cerró el paraguas
y echó a andar por la acera reluciente, manteniéndose todavía muy erguida,
sobre unas piernas flaquísimas cubiertas con medias negras, la izquierda
ligeramente caída. Se advertía también que sus ojos parecían
desproporcionadamente grandes y que los posaba sobre el suelo como
arrastrándolos un poco, con las puntas dirigidas hacia fuera. Cuando no
estaba conectada con su aparato acústico, era idealmente sorda, y muy sorda
cuando lo tenía conectado. Lo que tomaba por el zumbido de la ciudad era el
zumbido de su sangre y, contra este habitual telón de fondo, sin rozarlo, se
movía el mundo circundante —peatones de caucho, perros algodonosos,
mudos tranvías— y, sobre su cabeza, con el ligero rumor de siempre, se
deslizaban las nubes, entre las cuales, de trecho en trecho, balbuceaba, por así
decirlo, un trocito de azul. Pasaba impasible entre el silencio general, bastante
satisfecha en conjunto, revestida de negro, hechizada y limitada por su
sordera, sin perder de vista los acontecimientos, y reflexionando sobre
diversos temas. Reflexionaba en que el día siguiente, que era festivo, vendría
a verla tal o cual persona; en que debía comprar las mismas galletas de
vainilla de color de rosa que la vez anterior, y también marmelad (jalea de
frutas) en la tienda rusa, y tal vez una docena de pasteles en aquella pequeña
pastelería donde siempre se podía tener la seguridad de que todo era reciente.
Un hombre alto con sombrero hongo que se le acercaba en dirección
contraria le produjo de lejos (bastante de lejos, a decir verdad) la impresión
de un tremendo parecido con Vladimir Markovich Vilner, el primer marido
de Ida, que había muerto solo en un coche cama, de un ataque al corazón,
¡qué desgracia!; y al pasar frente al relojero, recordó que ya era tiempo de
recoger el reloj de Misha, que se le había roto en París y se lo había enviado
por okaziya (esto es, «aprovechando la oportunidad de que alguien se dirigía
hacia allí»). Entró en la tienda. Silenciosos, viscosos, sin rozar nunca contra
nada, se balanceaban los péndulos, todos de modo distinto, todos en
discordancia. Sacó su artefacto en forma de monedero del bolso corriente,
más grande, introdujo la clavija en el oído con un rápido gesto que en otro
tiempo había sido tímido, y la lejana y familiar voz del relojero le contestó —
comenzó a vibrar—, luego se desvaneció, luego se lanzó estrepitosamente
contra ella: —Freitag… Freitag…
—Está bien, ya le oigo, el próximo viernes.
Al salir de la tienda, volvió a desconectarse del mundo. Sus ojos
descoloridos, con manchas amarillentas en torno al iris (como si se le hubiera
corrido el color), adquirieron una vez más una expresión serena, incluso
alegre. Recorrió calles que no sólo había aprendido a conocer bien durante la
media docena de años transcurridos desde su huida de Rusia, sino que habían
llegado a parecerle tan llenas de agradables distracciones como las de Moscú
o Jarkov. Lanzaba sin cesar casuales miradas de aprobación a los niños, o los
perritos, y pronto empezó a bostezar mientras seguía andando, bajo el
impacto del vivo aire de principios de primavera. Un hombre tremendamente
desgraciado, con una desgraciada nariz, vestido con una fedora
tremendamente vieja, pasó por su lado: un amigo de ciertos amigos suyos,
que siempre le mencionaban; y a esas alturas ya lo sabía todo de él, que tenía
una hija demente y un yerno despreciable y diabetes. Había llegado a cierto
puesto de frutas (que había descubierto la primavera anterior) y compró un
racimo de espléndidos plátanos; luego esperó un buen rato a que le tocara el
turno en una tienda, sin apartar ni por un momento los ojos del perfil de una
descarada mujer, que había entrado después que ella y que, aun así, había
conseguido situarse más cerca del mostrador; hasta que el perfil se abrió
como un cascanueces… pero, para entonces, Eugenia Isakovna había tomado
ya las medidas oportunas. En la pastelería, escogió con cuidado sus dulces
inclinándose hacia delante, de puntillas como una colegiala y agitando de acá
para allá un índice titubeante… con un agujero en la lana negra del guante.
Acababa de salir para sumergirse en la contemplación de un escaparate de
camisas de hombre cuando Madame Shuf, una dama vivaracha con un
maquillaje algo exagerado, la cogió por el codo, ante lo cual, Eugenia
Isakovna, con la mirada perdida en el espacio, se ajustó diestramente el
complicado aparato y sólo entonces, cuando el mundo se hizo audible para
ella, obsequió a su amiga con una sonrisa acogedora. Hacía viento y había
mucho ruido. Madame Shuf se inclinó y con esfuerzo, la roja boca
completamente torcida, procuró enfilar su voz exactamente hacia el negro
aparado auditivo:
—¿Ha tenido… noticias… de París?
—¡Oh, sí! Más a menudo que nunca —respondió dulcemente Eugenia
Isakovna, y añadió—: ¿Por qué no viene a verme, por qué no me llama
nunca?
Y una ráfaga de dolor hizo temblar su mirada fija, pues la bien
intencionada Madame Shuf había retrocedido con gesto demasiado
significativo.
Se separaron. Madame Shuf, que aún no sabía nada, se fue a su casa,
mientras su marido, en la oficina, profería «ajs» y «tsks» y agitaba la cabeza
con el auricular apretado contra el oído, escuchando lo que Chernobylski le
explicaba por teléfono.
—Mi mujer ya ha ido a verla —decía Chernobylski— y yo también iré
dentro de un instante, aunque le juro que no sé por dónde empezar, aunque, a
fin de cuentas, mi esposa es una mujer y tal vez consiga allanarme un poco el
camino.
Shuf sugirió que se lo fueran comunicando gradualmente, escribiendo
papelitos y dándoselos a leer: «Enfermo». «Muy enfermo». «Muy muy
enfermo».
—Ya, yo también lo había pensado. Pero eso no facilita las cosas. ¿Qué
calamidad, eh? Tan joven, tan sano, tan excepcionalmente dotado. Y pensar
que fui yo quien le consiguió ese empleo, que fui yo quien le ayudé a pagarse
los gastos… ¿Cómo? Sí, me doy perfecta cuenta de todo eso, pero aun así,
me vuelvo loco sólo de pensarlo. De acuerdo, nos veremos allí, seguro.
Mostró los dientes con aire feroz y agonizante, echó hacia atrás la gruesa
cara y por fin consiguió abrocharse el cuello. En el momento de salir lanzó un
suspiro. Ya había entrado en la calle en que ella vivía cuando la vio de
espalda, caminando tranquila y confiadamente ante él, con una red de la
compra repleta. No se atrevió a darle alcance y aminoró el paso. ¡Quiera Dios
que no mire hacia atrás! Aquellos pies que avanzaban obedientemente,
aquella estrecha espalda, sin sospechar todavía nada… ¡Ah, cómo se
encorvará!
Ella no le vio hasta que estuvieron en la escalera. Chernobylski guardó
silencio al comprobar que aún llevaba la oreja al descubierto.
—¡Pero qué agradable visita, Boris Lvovich! No, no se moleste… Llevo
bastante rato transportando mi carga y soy capaz aún de subirla hasta arriba;
pero puede sostenerme el paraguas, si lo desea, y así podré abrir la puerta.
Entraron. Madame Chernobylski y la pianista de corazón compasivo
llevaban un buen rato esperando. Ahora daría comienzo la ejecución.
A Eugenia Isakovna le gustaban las visitas, y sus amigos iban a verla con
frecuencia, de modo que no tenía motivo alguno para sorprenderse; sólo se
sentía complacida y comenzó en seguida a agitarse hospitalariamente. Les fue
difícil atraer su atención mientras se movía de un lado a otro, cambiando
bruscamente de rumbo (el plan que irradiaba en su fuero interno era preparar
una verdadera comida). Por fin, la pianista le dio alcance en el pasillo y la
retuvo por la punta del chal; los otros oyeron que la mujer le gritaba que
nadie, nadie se quedaría a comer. Conque Eugenia Isakovna sacó los
cuchillos de postre, dispuso las galletas de vainilla en un recipiente de cristal,
los bombones en otro… La hicieron sentarse casi a la fuerza. Los
Chernobylski, su inquilina y una tal señorita Osipov, que había aparecido sin
que nadie supiese cómo —una criatura diminuta, casi enana— se sentaron
también en torno a la mesa ovalada. De este modo consiguieron al menos una
cierta organización, un cierto orden.
—Empieza ya, Boris, por el amor de Dios —le suplicó su esposa,
rehuyendo la mirada de Eugenia Isakovna, que había comenzado a examinar
más detenidamente los rostros que la rodeaban, sin interrumpir, empero, el
suave fluir de sus amables, patéticas palabras, completamente indefensas.
—¡Nu, chto ya mogu! (Bueno, ¿qué puedo hacer yo?) —exclamó
Chernobylski e, incorporándose con un movimiento espasmódico, comenzó a
pasear por la habitación.
Sonó el timbre, y la solemne patrona, luciendo su mejor vestido, hizo
pasar a Ida y a la hermana de Ida: sus horribles caras blancas expresaban una
especie de avidez concentrada.
—Aún no lo sabe —les dijo Chernobylski. Se desabrochó los tres botones
de la chaqueta y volvió a abotonarlos, sin transición.
Eugenia Isakovna, con las cejas temblorosas pero sin perder la sonrisa de
sus labios, estrechó las manos de sus nuevas visitantes y se sentó de nuevo,
moviendo invitadoramente el pequeño aparato que tenía delante, sobre el
mantel, ora hacia este huésped, ora hacia aquél. Pero los sonidos se
desviaban, los sonidos se desmigajaban. De pronto, entraron los Shuf, luego
el cojo Lipshteyn, con su madre, luego los Orshanski y Lenoshka y (por pura
casualidad) la anciana Madame Tomkin, y todos se pusieron a charlar entre
sí, evitando cuidadosamente que sus voces pudieran llegar hasta ella. Aunque
lo cierto es que todos se agolpaban a su alrededor formando tristes y
abrumadores grupos y alguien se había alejado ya hacia la ventana y se
estremecía y agitaba allí apartado, y el doctor Orshanski, sentado al lado de
ella junto a la mesa, examinaba atentamente una galleta y la adosaba a otra,
como si se tratara de piezas de dominó, y Eugenia Isakovna, desvanecida ya
su sonrisa, dejando en su lugar algo semejante al rencor, seguía empujando su
aparato auditivo hacia los visitantes… y el sollozante Chernobylski bramaba
en un distante rincón: «¿Qué se puede explicar…? ¡Muerto, muerto,
muerto!». Pero ella no se atrevía ya a mirar en aquella dirección.
LABIOS CONTRA LABIOS
Mark Aldanov, cuyas relaciones con Posledniya Novosti (con quienes sostuve una animada
disputa durante todos los años 30) eran mejores que las mías, me informó cierto día de 1931 ó
1932 que, en el último momento, este cuento, «Labios contra labios» («Usta k Ustam»), aceptado
finalmente para su publicación, no sería editado a fin de cuentas. Razbili nabor («Han roto el
molde»), musitó tristemente mi amigo. El cuento no se publicó hasta 1956, en mi colección Vesna
v Fialte, editada por Chekhov Publishing House, Nueva York. Y, a esas alturas, cualquier persona
de la que se hubiera podido vislumbrar una remota semejanza con los personajes de la historia ya
estaba tranquilizadoramente muerta y sin sucesores. Esquire publicó la presente traducción en su
número de septiembre de 1971.
«La visita al museo» («Poseshchenie muzeya») fue publicado en la revista pura emigrados
Sovremennyya Zapiski (LXVIII, París, 1939), y en mi colección Vesna v Fialte (Chekhov
Publishing House, Nueva York, 1959). La presente traducción inglesa apareció en Esquire (marzo
de 1963), y formó parte de Nabokov’s Quartet (Phaedra, Nueva York, 1968).
Los lectores no rusos agradecerán posiblemente una nota aclaratoria. En cierto momento, el
desventurado narrador observa el rótulo de una tienda y comprende que no se encuentra en la
Rusia de su pasado, sino en la Rusia de los soviets. Lo que delata al rótulo es la ausencia de la
letra que en la vieja Rusia solía decorar el final de una palabra cuando ésta acababa en consonante,
letra que se omite en la ortografía reformada adoptada actualmente por los soviéticos.
Hace varios años, un amigo mío residente en París —una persona con
algunas rarezas, cuando menos— sabiendo que me disponía a pasar dos o tres
días en Montisert, me pidió que me acercara al museo local donde según le
habían dicho, se exhibía un retrato de su abuelo, obra de Leroy. Con la
sonrisa en los labios y abriendo las manos, me contó una historia bastante
vaga a la que confieso que no presté mayor atención, en parte porque no me
gusta meterme en asuntos ajenos, pero sobre todo porque siempre había
dudado de la capacidad de mi amigo para abstenerse de cruzar la frontera de
la fantasía.
Se trataba más o menos de lo siguiente: tras la muerte del abuelo en su
casa de San Petersburgo, en tiempos de la guerra ruso-japonesa, se subastaron
los enseres de su apartamento de París.
Tras un oscuro peregrinaje, el retrato fue adquirido, por el museo de la
ciudad natal de Leroy. Mi amigo deseaba saber si el retrato se encontraba
realmente allí; de ser así, si era posible rescatarlo y, de ser posible, a qué
precio. Cuando le pregunté por qué no se ponía directamente en contacto con
el museo, me replicó que había escrito varias veces, pero que nunca había
recibido respuesta.
Para mis adentros, tomé la decisión de no cumplir el encargo… Siempre
podría decirle que me había puesto enfermo o que había modificado mi
itinerario. La sola idea de visitar monumentos, ya sean museos o edificios
antiguos, me resulta detestable; además, el encargo de mi buen extravagante
me parecía una absoluta insensatez. Sin embargo, sucedió que, mientras
deambulaba por las calles desiertas de Montisert en busca de una papelería,
maldiciendo, la aguja de una catedral de largo cuello, siempre la misma, que
asomaba infatigable al final de cada calle, me vi atrapado por un violento
chaparrón que de inmediato comenzó a acelerar la caída de las hojas de arce,
toda vez que el buen tiempo de un octubre meridional apenas las sostenía por
un hilo. Corrí a resguardarme y me encontré en la escalinata del museo.
Era un edificio de modestas proporciones, construido con piedras de
muchos colores, con columnas, una inscripción dorada sobre los frescos del
frontispicio y un banco de piedra con patas de león a cada lado de la puerta
de bronce. Una de las hojas de la puerta estaba abierta y el interior parecía
oscuro en contraste con los reflejos del aguacero. Permanecí un rato en las
escaleras, pero a pesar del techo saliente que las cubría, fueron mojándose
gradualmente. Comprendí que la lluvia no tenía visos de parar y, no teniendo
nada mejor que hacer, decidí pasar al interior. Nada más pisar las lisas,
resonantes losas del vestíbulo, me llegó de un distante rincón el rechinar de
una banqueta desplazada y el vigilante —un jubilado sin importancia con una
manga vacía— se incorporó para salir a mi encuentro, apartando el periódico
y examinándome por encima de sus gafas. Pagué mi franco y, procurando no
mirar algunas estatuas que había en la entrada (y que eran tan tradicionales e
insignificantes como el primer número de un programa de circo), pasé a la
sala principal.
Todo era como debía ser: tonalidades grises, sustancia dormida, materia
desmaterializada. Había la consabida vitrina con viejas monedas desgastadas,
recostadas sobre la pendiente de terciopelo de sus compartimientos. Había
encima de la vitrina un par de búhos con los nombres en francés, que,
traducidos, serían «Gran duque» y «Duque mediano». Minerales venerables
yacían en sus tumbas abiertas de polvoriento papier-maché; una fotografía de
un asombrado caballero de puntiaguda barba dominaba un surtido de extrañas
masas negras de diversos tamaños. Presentaban una gran semejanza con un
conjunto de cagarrutas heladas y me detuve involuntariamente a
contemplarlas, pues me era del todo imposible adivinar su naturaleza,
composición o función. El guardián me había estado siguiendo con paso
sigiloso, manteniendo en todo momento una respetuosa distancia; ahora se
me acercó, con una mano a la espalda y el espectro de la otra en el bolsillo,
mientras tragaba saliva a juzgar por su manzana de Adán.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—La ciencia no lo ha determinado aún —respondió, con una frase que sin
duda se había aprendido de memoria—. Fueron halladas —prosiguió en el
mismo tono forzado— en 1895 por Louis Pradier, concejal municipal y
caballero de la Legión de Honor. Y su dedo tembloroso señaló la fotografía.
—Me parece perfecto —dije—, pero ¿quién decidió, y por qué, que
merecían ocupar un lugar en este museo?
—¡Y ahora fíjese en esta calavera! —gritó el viejo con energía
cambiando ostensiblemente de tema.
—De todos modos, me gustaría saber de qué están hechas —le
interrumpí.
—La ciencia… —comenzó a repetir, pero se detuvo en seco y miró
enfurruñado sus dedos, manchados por el polvo del cristal.
Procedí a examinar un jarrón chino, probablemente donado por algún
oficial de la Marina; un grupo de fósiles porosos; un pálido gusano
sumergido en turbio alcohol; un mapa verde y rojo de Montisert en el
siglo XVII, y un trío de herramientas herrumbrosas atadas con una fúnebre
cinta: una pala, una azada y un pico. «Para excavar en el pasado», pensé
distraído, pero esta vez no intenté pedirle explicaciones al guardián, que me
seguía dócilmente y en silencio yendo de acá para allá como una lanzadera
entre las vitrinas. Más allá de la primera sala seguía otra, aparentemente la
última, y en el centro de la misma, como una sucia bañera, yacía un gran
sarcófago; de las paredes, colgaban algunos cuadros.
En seguida me llamó la atención el retrato de un hombre entre dos
abominables paisajes (con ganado y «atmósfera»). Me acerqué y, con
considerable asombro, descubrí exactamente el objeto cuya existencia me
había parecido hasta entonces mera invención de una mente inestable. El
hombre, pintado en pésimos colores al óleo, lucía una levita, bigotes y unos
grandes quevedos colgados de una cinta; tenía un cierto parecido con
Offenbach; sin embargo, pese al vil convencionalismo de la obra, me pareció
vislumbrar en sus facciones el horizonte de una semejanza, por así decirlo,
como mi amigo. En un ángulo, minuciosamente trazada en rojo sobre un
fondo negro, se leía la firma Leroy con unos rasgos tan vulgares como la
misma obra.
Sentí un aliento avinagrado junto a mi hombro y, al volverme, topé con la
amable mirada del guardián.
—Dígame una cosa —le pregunté—, si alguien quisiera comprar uno de
estos cuadros, ¿a quién tendría que dirigirse?
—Los tesoros del museo son el orgullo de la ciudad —replicó el viejo—,
y el orgullo no se vende.
Temeroso de su elocuencia, me apresuré a asentir, sin dejar por ello de
preguntarle el nombre del director del museo. Intentó distraer mi atención con
la historia del sarcófago, pero insistí. Por fin me dio el nombre de un tal
M. Godard y me explicó donde podría encontrarlo.
Francamente, me complacía saber que el retrato existía. Es agradable
presenciar la materialización de un sueño, aunque no sea propio. Decidí
solventar el asunto sin demora. Cuando estoy de humor, nadie puede
detenerme. Salí del museo a paso ligero y resonante y descubrí que había
dejado de llover: el azul se extendía por el cielo, una mujer con las medias
salpicadas iba dando a los pedales de una reluciente bicicleta plateada y sólo
sobre las colinas circundantes colgaban aún algunas nubes. Nuevamente, la
catedral comenzó a jugar al escondite conmigo, pero fui más listo que ella.
Escapando por un pelo a los amenazadores neumáticos de un furioso autobús
rojo atestado de jóvenes que cantaban, crucé el asfalto entre el tráfico y un
minuto más tarde estaba llamando a la verja de M. Godard. Este resultó ser
un caballero delgado, de mediana edad, con cuello alto y pechera postiza, que
lucía una perla en el nudo de la corbata y cuya cara recordaba
extraordinariamente la de un perro lobo ruso; como si no bastara ya con eso,
cuando entré en su pequeña pero lujosamente amueblada salita, con su tintero
de malaquita sobre la mesa y un jarrón chino extremadamente familiar en la
repisa de la chimenea, le encontré relamiéndose como un perro, mientras
pegaba un sello en un sobre. Un par de floretes colgaban cruzados sobre el
espejo, en el cual se reflejaba su estrecha nuca gris. Unas cuantas fotografías
de un barco de guerra interrumpían agradablemente de trecho en trecho la
flora azulada del empapelado de la pared.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó, arrojando a la papelera la carta
que acababa de sellar. El acto me pareció desusado, pero no consideré
oportuno intervenir. Le expuse brevemente el motivo de mi visita,
mencionando incluso la sustanciosa suma de la que mi amigo estaba
dispuesto a desprenderse, aunque él me había pedido que no la revelase,
esperando a conocer primero las condiciones del museo.
—Todo lo que me dice es estupendo —dijo M. Godard—. El único
problema es que está usted en un error… No hay tal cuadro en nuestro
museo.
—¿Cómo que no hay tal cuadro? ¡Si acabo de verlo! Retrato de un noble
ruso, por Gustave Leroy.
—Tenemos un Leroy —dijo M. Godard tras hojear un cuaderno forrado
de hule y señalando con la sucia uña la anotación en cuestión—. Pero no es
un retrato, sino un paisaje rural: El retorno del rebaño.
Le repetí que había visto el cuadro con mis propios ojos sólo cinco
minutos antes y que no había fuerza en la tierra capaz de hacerme dudar de su
existencia.
—De acuerdo —asintió M. Godard—, pero yo tampoco estoy loco. Llevo
ya casi veinte años como conservador de nuestro museo y me sé este catálogo
como si fuese el Padrenuestro. Aquí dice Retorno del rebaño, lo cual
significa que el rebaño regresa y, a menos que el abuelo de su amigo aparezca
representado como uno de los pastores, no comprendo cómo puede haber un
retrato suyo en nuestro museo.
—Lleva levita —exclamé—. ¡Le juro que lleva levita!
—Y, en conjunto ¿qué le ha parecido nuestro museo? —preguntó con
suspicacia M. Godard—. ¿Le ha interesado el sarcófago?
—Mire —dije (y creo que ya había un cierto temblor en mi voz)—,
hágame un favor… Vamos allá ahora mismo y, si el retrato está donde le digo
usted me lo vende.
—¿Y si no está allí? —quiso saber M. Godard.
—Le pagaré esa cantidad de todos modos.
—De acuerdo —dijo—. Venga, coja este lápiz azul y rojo y, en rojo —en
rojo, por favor—, me lo pone por escrito.
Excitado como me sentía accedí a su petición. Tras examinar mi firma,
deploró la difícil pronunciación de los nombres rusos. Luego añadió su
propia firma y, doblando el papel a toda prisa, se lo guardó en el bolsillo del
chaleco.
—Vamos —dijo, emitiendo una tosecilla.
Por el camino entró en una tienda y compró una bolsa de caramelos de
aspecto pegajoso que comenzó a ofrecerme con insistencia; cuando me negué
en redondo, intentó ponerme unos cuantos en la mano. Retiré la mano. Varios
caramelos cayeron sobre la acera; se detuvo a recogerlos y luego me dio
alcance al trote. Cerca ya del museo, divisamos el autobús de turismo rojo
(ahora vacío) estacionado delante.
—¡Ajá! —dijo M. Godard complacido—. Veo que hoy tenemos muchos
visitantes.
Se quitó el sombrero y sosteniéndolo ante sí subió circunspectamente las
escaleras.
Las cosas no marchaban bien en el museo. Del interior salían gritos
alborotados, risas lascivas e incluso lo que parecía el fragor de una pelea.
Entramos en la primera sala; el anciano guardián intentaba contener a dos
sacrílegos que lucían una especie de emblemas festivos en las solapas y que,
con la cara enrojecida y rebosantes de energía, intentaban extraer las mierdas
del concejal municipal de debajo del cristal que las cubría. El resto de los
jóvenes, miembros de cierta organización atlética rural, se burlaban
ruidosamente, unos del gusano en alcohol, otros de la calavera. Uno de los
bromistas se extasiaba ante las tuberías del radiador de la calefacción,
fingiendo creer que también formaban parte de la colección; otro se disponía
a golpear uno de los búhos con el puño y el índice extendido. En total eran
unos treinta, y su movimiento y sus voces creaban una sensación de bullicio y
de intenso ruido.
M. Godard dio unas palmadas y señaló un letrero que decía; «Los
visitantes del museo deben ir decentemente ataviados». Luego se abrió paso a
empellones, conmigo pegado a sus talones, rumbo a la segunda sala. Toda la
concurrencia se arremolinó de inmediato detrás de nosotros. Conduje a
Godard hacia el retrato; se quedó inmóvil frente a él, con el pecho abombado,
luego retrocedió un poco, como para admirarlo, y su femenino tacón pisó el
pie de alguien.
—¡Un cuadro espléndido! —exclamó con genuina sinceridad—. En fin,
no vamos a molestarnos por una menudencia. Usted tenía razón y debe de
haber un error en el catálogo.
Y mientras así hablaba, sus dedos, moviéndose como por iniciativa
propia, rasgaron nuestro convenio en pequeños fragmentos que fueron
cayendo cual copos de nieve en una enorme escupidera.
—¿Quién es ese viejo simio? —preguntó un individuo con un jersey a
rayas y, dado que el abuelo de mi amigo aparecía representado con un cigarro
encendido en la mano, otro bromista sacó un cigarrillo y se dispuso a pedirle
fuego al retrato.
—De acuerdo, fijemos un precio —dije— y, en todo caso, salgamos de
aquí.
—¡Abran paso, por favor! —gritaba M. Godard, apartando a los curiosos.
Al fondo de la sala había una salida que yo no había advertido antes y nos
escabullimos por allí.
—No puedo tomar ninguna decisión —chillaba M. Godard por encima de
la barahúnda—. Lo decidido sólo es válido cuando lo ampara la ley. Tengo
que consultarlo primero con el alcalde, que acaba de fallecer y aún no ha sido
elegido otro. Dudo que pueda usted comprar el retrato; no obstante, me
gustaría mostrarle otro de nuestros tesoros.
Nos encontrábamos en una sala de considerables dimensiones. Libros de
color marrón, con aspecto de estar incompletos y bastas páginas descoloridas
se exhibían abiertos bajo un cristal sobre una larga mesa. A lo largo de las
paredes se alineaban maniquíes de soldados con botas de montar de anchos
bordes.
—Venga, tenemos que discutirlo con calma —exclamé desesperado,
mientras intentaba dirigir las evoluciones de M. Godard hacia un sofá
tapizado de felpa situado en un rincón. Pero el guardián me lo impidió. Entró
corriendo en nuestro seguimiento, agitando su único brazo, perseguido por
una alegre multitud de jóvenes, uno de los cuales se había cubierto la cabeza
con un casco de cobre que desprendía un rembrandesco esplendor.
—¡Quítese eso, quítese eso! —gritó M. Godard, y alguien, de un sonoro
golpe, derribó el casco de la cabeza del gamberro.
—No nos quedemos aquí —dijo M. Godard, tirándome de la manga, y
entramos en la Sección de Escultura Antigua.
Me extravié por un momento entre unas enormes piernas de mármol y
tuve que dar vueltas en torno a una rodilla de gigante antes de volver a
descubrir a M. Godard, que me estaba buscando tras el blanco tobillo de una
gigante vecina. En ese instante, una persona tocada con un sombrero hongo,
que debía de haber trepado a la estatua, se precipitó súbitamente al suelo de
piedra desde una gran altura. Uno de sus compañeros quiso ayudarle a
incorporarse, pero los dos estaban borrachos, y M. Godard, agitando la mano
como para quitarles importancia prosiguió rápidamente hacia la próxima sala,
radiante de tejidos orientales; tres perros correteaban sobre las azules
alfombras, y un arco y un carcaj reposaban sobre una piel de tigre.
Sin embargo, curiosamente, el espacio y la diversidad me produjeron tan
sólo una impresión de ahogo y vaguedad y, tal vez porque seguían afluyendo
nuevos visitantes, o bien porque estaba impaciente por salir de ese museo que
se iba prolongando innecesariamente y por concluir mis negociaciones
comerciales con M. Godard en calma y libertad, el caso es que comencé a
experimentar una vaga sensación de alarma. Entretanto, nos habíamos
trasladado todavía a otra sala, la cual debía de ser realmente enorme, a juzgar
por el hecho de que albergaba el esqueleto completo de una ballena, parecido
al armazón de una fragata; más allá se divisaban aún otras salas, con el lustre
oblicuo de grandes cuadros, llenos de nubes tormentosas, entre las que
flotaban los delicados ídolos del arte religioso, con ropajes azules y rosa; y
todo ello desembocaba en una abrupta turbulencia de cortinajes indistintos, y
se encendieron candelabros, y peces con translúcidos volantes se deslizaron a
través de iluminados acuarios. Subimos corriendo una escalera y, desde la
galería superior, divisamos una masa de canosas personas con paraguas que
examinaban una gigantesca reproducción del universo.
Por fin conseguí detener un instante a mi despreocupado guía, en una
sombría pero magnífica sala dedicada a la historia de las máquinas de vapor.
—¡Basta! —grité—. Me marcho. Ya hablaremos mañana.
Ya se había esfumado. Me volví y descubrí apenas a una pulgada de
distancia, las altas ruedas de una sudorosa locomotora. Durante largo rato
busqué el camino de regreso entre modelos de estaciones de ferrocarril. ¡Qué
extraño resplandor emitían las fúnebres señales violetas tras el abanico de
mojadas vías y qué espasmos sacudían a mi pobre corazón! De pronto, todo
volvió a cambiar: ante mí se extendía un pasillo infinitamente largo, con
numerosos despachos de oficina y gente esquiva y huidiza. Doblé una
marcada curva y me encontré rodeado de instrumentos musicales; las
paredes, verdaderos espejos, reflejaban una sucesión de grandes pianos y, en
el centro, había un estanque con un Orfeo de bronce sobre una roca verde. El
tema acuático no concluía allí, pues, al retroceder corriendo, fui a parar a la
Sección de Fuentes y Riachuelos, y se hacía difícil caminar siguiendo las
curvadas, mucilaginosas márgenes de esas aguas.
De vez en cuando, a uno u otro lado, escaleras de piedra, con charcos en
los peldaños, que me causaban una extraña sensación de temor, descendían
hacia nebulosos abismos, de los que brotaban silbidos, tintineo de platos,
traqueteo de máquinas de escribir, golpear de martillos y muchos otros
sonidos, como si allá abajo hubiera otro tipo de salas de exhibición, que ya
estuvieran cerrando o todavía por terminar. De repente me encontré sumido
en la oscuridad y empecé a tropezar sin cesar contra muebles desconocidos,
hasta que al fin divisé una luz roja y salí a una plataforma que rechinó bajo
mis pies… y, de pronto, al otro lado, descubrí un salón iluminado, amueblado
con muy buen gusto en estilo Imperio, pero ni un alma viviente, ni un alma
viviente… A esas alturas, mi terror era ya indescriptible; sin embargo, cada
vez que daba media vuelta e intentaba volver sobre mis pasos por los pasillos,
me encontraba en lugares todavía no vistos: un invernadero con hortensias y
cristales rotos, a través de los cuales se vislumbraba la penumbra de la noche
artificial; o un laboratorio abandonado con polvorientos alambiques sobre las
mesas. Finalmente, fui a parar a una especie de cuartucho, con percheros
monstruosamente cargados de abrigos negros y pieles de astracán; desde el
otro lado de una puerta, me llegó el estallido de un aplauso, pero, cuando la
abrí de golpe, no encontré ningún teatro, sino sólo una suave opacidad y una
espléndida imitación de niebla, con las manchas perfectamente convincentes
de unas farolas desdibujadas. ¡Más que convincentes! Avancé y, en el acto,
una jubilosa e inconfundible sensación de realidad vino a sustituir por fin
todos los irreales cachivaches entre los que había estado correteando sólo un
momento antes. La piedra bajo mis pies era una verdadera acera,
espolvoreada de una maravillosamente fragante nieve recién caída, sobre la
que ya habían dejado sus frescas huellas negras los escasos viandantes. Al
principio, el tranquilo y nevado frescor de la noche, sorprendentemente
familiar, me causó una agradable sensación tras mi enfebrecido peregrinaje.
Confiado, comencé a hacer conjeturas sobre el lugar exacto en que había
desembocado, y sobre el porqué de la nieve, y sobre qué eran aquellas luces
que brillaban exagerada pero indistintamente de trecho en trecho en la parda
oscuridad. Examiné y, deteniéndome, incluso toqué un guijarro redondo en la
cuneta, luego me miré la palma de la mano, llena de húmedo frío granular,
como si esperara encontrar una explicación en ella. Comprendí que iba
vestido con ropas demasiado ligeras, muy poco adecuadas, pero la clara
conciencia de haber escapado al laberinto del museo era todavía tan poderosa
que, en los primeros instantes no experimenté sorpresa ni temor.
Prosiguiendo mi despreocupada revisión, levanté la mirada hacia la casa
junto a la cual me había detenido e inmediatamente me sorprendió la visión
de unas escaleras y una barandilla de hierro que descendían entre la nieve en
dirección al sótano. Sentí una punzada en el corazón y con nueva, alarmada
curiosidad, contemplé el pavimento, su manto blanco atravesado por largas
líneas negras, el cielo pardo surcado incesantemente por una misteriosa luz y
el voluminoso parapeto que se alzaba a cierta distancia de allí. Intuía que al
otro lado había un precipicio; algo crujía y borboteaba allí abajo. Más allá, al
otro lado de la lóbrega cavidad, se extendía una cadena de borrosas luces.
Avancé un par de pasos, arrastrándome sobre la nieve con los zapatos
empapados, sin dejar de mirar la oscura casa que tenía a la derecha; en una
sola ventana brillaba una pálida bombilla bajo su pantalla verde de vidrio.
Aquí, una cancela de madera cerrada… Allá, lo que debían ser las persianas
de una tienda dormida… Y a la luz de una farola cuya forma llevaba largo
rato gritándome su imposible mensaje, distinguí el final de un rótulo «… inka
Sapog» («… ción de Calzado»). Pero no, no era la nieve la que había borrado
el «signo duro» del final. «No, no, voy a despertar dentro de un instante», me
dije en voz alta y, tembloroso, con el corazón palpitante, di media vuelta,
seguí andando, me detuve otra vez. De ningún punto en particular me llegó el
rumor de unos cascos que se alejaban, la nieve cubría como un casquete un
espolón de piedra ligeramente inclinado y presentaba una blancura
indiferenciada sobre el montón de leña al otro lado de la verja, y yo ya había
comprendido, irrevocablemente, dónde me hallaba. ¡Ay! No era la Rusia que
yo recordaba, sino la Rusia real de hoy, prohibida para mí,
desesperanzadamente esclavizada y desesperanzadamente mi propia tierra
natal. Allí estaba de pie sobre la nieve impasible, en una noche de octubre, un
semifantasma con un fino traje de corte extranjero, en algún lugar junto al
Moyka o al Canal Fontanka, o tal vez en el Obvodny, y tenía que hacer algo,
ir a alguna parte, correr: debía proteger desesperadamente mi frágil vida
ilegal. ¡Cuántas veces había experimentado en sueños una sensación similar!
Sólo que ahora era realidad. Todo era real: el aire que parecía entremezclarse
con los dispersos copos de nieve, el canal todavía deshelado, la casa flotante
de los pescadores y esa peculiar forma cuadrada de las ventanas a oscuras y
las ventanas amarillas. De la niebla salió a mi encuentro un hombre con un
gorro de piel y una cartera bajo el brazo, me miró sorprendido y se volvió
para echarme una segunda ojeada después de dejarme atrás. Esperé a que
hubiera desaparecido y entonces, con una prisa terrible, comencé a sacar todo
lo que llevaba en los bolsillos, a rasgar papeles, arrojándolos sobre la nieve y
enterrándolos con los pies. Había algunos documentos, una carta de mi
hermana desde París, quinientos francos, un pañuelo, cigarrillos; sin
embargo, para despojarme de toda la envoltura del exilio, tendría también que
quitarme y destruir el traje, la ropa interior, los zapatos, todo, hasta quedar
idealmente desnudo; y, a pesar de que ya estaba temblando de angustia y de
frío, hice lo que pude.
Pero ya es suficiente. No contaré mi detención ni narraré mi posterior
odisea. Baste decir que necesité una paciencia y un esfuerzo increíbles para
volver al extranjero y que, desde entonces, me he abstenido de cumplir esos
encargos que nos confía la locura de los demás.
UNA CUESTIÓN DE HONOR
«Una cuestión de honor» se publicó alrededor de 1927, bajo el título de «Podlets» («El
gozque»), en el diario para emigrados Rul (Berlín) y figuró en mi primera colección
Vozvrashchenie Chorba (Slovo, Berlín, 1930). La presente traducción fue publicada en The New
Yorker, (3 de septiembre de 1966) y formó parte del Nabokov’s Quartet (Phaedra, Nueva York,
1966).
La historia presenta, en un prosaico ambiente de expatriados, una tardía variación sobre el
tema romántico cuya decadencia se inició con la magnífica novela de Chekhov Un solo combate
(1891).
2
Mityushin era un borracho y un camorrista. Era capaz de lanzarse a
cualquier cosa a la menor provocación. Un verdadero temerario. Uno también
recuerda haber oído hablar de cierto amigo suyo que, para molestar a
Correos, solía tirar cerillas encendidas en los buzones. Su apodo era Gnut.
Incluso es posible que fuera Gnushke. En realidad, la única intención de
Anton Petrovich era pasar la noche en casa de Mityushin. Y de pronto, sin
motivo alguno, habían comenzado a hablar de duelos… ¡Oh, desde luego!
Berg tenía que morir; sólo que primero debía de haber examinado
detenidamente la cuestión y, llegado el momento de escoger padrinos, éstos
debían haber sido en todo caso unos caballeros. Tal como habían ido las
cosas, todo el asunto había tomado un absurdo, un indecoroso derrotero…,
empezando por el guante y acabando con el cenicero. Claro que ahora ya no
había remedio… Tendría que apurar su copa…
Palpó bajo el sofá, adonde había rodado su reloj. Las once. Mityushin y
Gnushke ya han ido a ver a Berg. De pronto, un agradable pensamiento se
abrió paso velozmente entré los demás, los empujó a un lado y se esfumó.
¿Qué había sido? ¡Ah, si! Ellos estaban borrachos anoche, y él también
estaba borracho. Sin duda se quedaron dormidos hasta tarde; luego
recuperaron el buen juicio y pensaron que él no había dicho más que
bobadas; pero el agradable pensamiento se alejó como un destello y
desapareció. Eso no cambiaba nada… La cosa estaba en marcha y tendría que
repetirles lo que les había dicho la noche anterior. No obstante, era raro que
no hubieran aparecido todavía. Un duelo. ¡Qué palabra más impresionante,
«duelo»! Voy a tener un duelo. Un hostil enfrentamiento. Un combate cara a
cara. Un duelo. «Duelo» suena mejor. Se levantó y observó que tenía los
pantalones terriblemente arrugados. El cenicero había desaparecido. Elspeth
debía de haber entrado mientras él dormía. ¡Qué bochorno! Tenía que ir a
inspeccionar cómo había quedado el dormitorio. Olvidar a su esposa. Ya no
existía. Nunca había existido. Todo aquello había concluido. Anton Petrovich
inspiró profundamente y abrió la puerta del dormitorio. Encontró a la criada
embutiendo un periódico arrugado en la papelera.
—Tráigame un poco de café, por favor —dijo, y se acercó al tocador—.
Encima encontró un sobre. Su nombre; la letra de Tanya. Al lado, en
desorden, yacían su cepillo, su peine, su brocha de afeitar y un feo y tieso
guante. Anton Petrovich abrió el sobre. Los cien marcos y nada más. Volvió
el billete de todos lados, sin saber qué hacer con él.
—Elspeth…
La criada se le acercó, mirándole con recelo.
—Tenga, tome esto. Por las molestias de anoche y por las otras cosas
desagradables… Vamos, cójalo.
—¿Cien marcos? —preguntó en un murmullo la criada y, luego, se puso
súbitamente encarnada. Sabe Dios lo que le pasaría por la cabeza; el caso es
que golpeó la papelera contra el suelo y gritó—: ¡No! No puede sobornarme,
soy una mujer honrada. Espere y verá, le diré a todo el mundo que ha
intentado sobornarme. ¡No! Esta es una casa de locos… —Y salió dando un
portazo.
—¿Pero qué le habrá pasado? Señor, ¿qué le habrá pasado? —musitó
confundido Anton Petrovich y, asomándose rápidamente a la puerta, gritó a la
espalda de la muchacha—: ¡Váyase inmediatamente, fuera de esta casa!
«Es la tercera persona que echo a la calle —pensó, temblando de pies a
cabeza—. Y ahora no tengo a nadie que me traiga el café».
Dedicó un largo rato a lavarse y mudarse de ropa y luego se sentó en el
café, al otro lado de la calle, levantando la vista de vez en cuando para
comprobar si venían Mityushin y Gnushke. Tenía montones de cosas que
hacer en la ciudad, pero no estaba para negocios. Un duelo. ¡Encantadora
palabra!
Por la tarde se presentó Natasha, la hermana de Tanya. Estaba tan agitada
que casi no podía hablar. Anton Petrovich se paseó arriba y abajo, dando
palmaditas sobre los muebles. Tanya había llegado al apartamento de su
hermana a media noche en un estado terrible, un estado simplemente
imposible de imaginar. De pronto, Anton Petrovich se sintió incómodo al
tutear a Natasha. A fin de cuentas, ya no estaba casado con su hermana.
—Le pasaré una cierta cantidad al mes bajo ciertas condiciones —dijo,
procurando no dejar traslucir el timbre cada vez más histérico de su voz.
—El dinero es lo de menos —respondió Natasha, sentándose frente a él y
balanceando una pierna enfundada en una brillante media—. La cuestión es
que esto es un embrollo absolutamente espantoso.
—Gracias por venir —dijo Anton Petrovich— ya charlaremos otro día;
en este momento estoy muy ocupado. —Cuando ya la acompañaba a la
puerta, comentó de modo casual (al menos esperaba que su tono sonara
casual)—: Le he retado a duelo.
A Natasha le temblaron los labios; le besó rápidamente en la mejilla y se
marchó. ¡Qué raro que no comenzara a implorarle que no se batiera! Según
todas las reglas, debería haberle implorado que no se batiera. En nuestros
tiempos nadie se bate en duelo. Usa el mismo perfume que… ¿Qué quién?
No, no, nunca había estado casado.
Un poco más tarde, alrededor de las siete, llegaron Mityushin y Gnushke.
Traían mala cara. Gnushke saludó con una reservada inclinación de cabeza y
le alargó un sobre comercial cerrado. Anton Petrovich lo abrió. Empezaba
así: «He recibido su extremadamente estúpido y extremadamente grosero
mensaje…». A Anton Petrovich se le cayó el monóculo; volvió a colocárselo.
«Lo siento mucho por usted, pero, puesto que adopta esa actitud, no me
queda más remedio que aceptar su desafío. Sus padrinos son espantosos.
Berg».
A Anton Petrovich se le secó desagradablemente la garganta y volvió a
experimentar el ridículo temblor de piernas.
—Sentaos, sentaos —dijo, y él fue el primero en hacerlo. Gnushke se
hundió en un sillón, recuperó la compostura y se sentó en el borde del mismo.
—Es un personaje sumamente insolente —declaró con convicción
Mityushin—. Imagínate… Se ha pasado riendo todo el rato, tanto que he
estado a punto de darle un puñetazo en los dientes.
Gnushke carraspeó y dijo:
—Sólo puedo aconsejarle una cosa: apunte con cuidado, porque él hará lo
mismo.
Ante los ojos de Anton Petrovich fulguró fugazmente la página de una
libreta cubierta de cruces: el plano de un cementerio.
—Es un tipo peligroso —continuó Gnushke, recostándose en su sillón,
hundiéndose de nuevo e incorporándose con dificultad.
—¿Quién da el parte, Henry, tú o yo? —preguntó Mityushin mascando un
cigarrillo y accionando el encendedor con el pulgar.
—Será mejor que lo hagas tú —respondió Gnushke.
—Hemos tenido un día muy agitado —comenzó a decir Mityushin, con
los ojos celestes muy abiertos fijos en Anton Petrovich. A las ocho y media
exactamente, Henry, que todavía estaba borracho como una cuba, y yo…
—Protesto —dijo Gnushke.
—… fuimos a ver al señor Berg. Estaba tomando el café. En seguida le
entregamos tu notita. Y la leyó. ¿Y qué hizo Henry? Pues sí, se echó a reír.
Esperamos a que acabaran sus carcajadas y Henry le preguntó cuáles eran sus
planes.
—No, no cuáles eran sus planes, sino cómo pensaba reaccionar —le
corrigió Gnushke.
—… reaccionar. A lo cual el señor Berg respondió que estaba dispuesto a
batirse y que escogía la pistola. Hemos fijado todas las condiciones: los
combatientes se situarán uno frente a otro a veinte pasos de distancia. Se
disparará obedeciendo a una orden de mando. Si ninguno muere a resultas de
los primeros disparos, se proseguirá el duelo. Y así indefinidamente. ¿Algo
más Henry?
—Si es imposible conseguir verdaderas pistolas de duelo, se usarán
automáticas Browning —dijo Gnushke.
—Automáticas Browning. Una vez establecido todo esto, le preguntamos
al señor Berg cómo podíamos ponernos en contacto con sus padrinos. Se
dirigió al teléfono. Luego escribió la carta que tienes delante. Por cierto, se
pasó todo el rato bromeando. Después, fuimos a un café donde nos esperaban
sus dos compinches. Gnushke llevaba un clavel en el ojal. Tenían que
identificarnos por ese clavel. Se presentaron y, bueno, para abreviar, todo está
arreglado. Se llaman Marx y Engels.
—No es exactamente así —intervino Gnushke—. Son Markov y el
coronel Arkhangelski.
—Tanto da —dijo Mityushin y continuó—: Ahora viene la parte épica.
Nos dirigimos junto con esos muchachos a las afueras de la ciudad en busca
de un lugar adecuado. Ya conoces Weissdorf, justo después de Wannsee. Ahí
será. Dimos un paseo por los bosques hasta un claro donde, según nos dijeron
los chicos celebraron una pequeña merendola con sus amiguitas el otro día.
Es un claro pequeño y está totalmente rodeado de bosques. En resumen, el
lugar ideal. Aunque, desde luego, sin el grandioso decorado de montañas del
caso fatal de Lermontov. Mira cómo han quedado mis botas…, todas blancas
de polvo.
—Las mías también —dijo Gnushke—. Debo decir que ha sido un viaje
muy fatigoso.
Siguió una pausa.
—Hoy hace calor —dijo Mityushin—. Todavía más que ayer.
—Bastante más —asintió Gnushke.
Mityushin se dedicó a aplastar el cigarrillo en el cenicero con exagerada
minuciosidad. Silencio. A Anton Petrovich le latía el corazón en la garganta.
Intentó tragárselo, pero se puso a latir con más fuerza. ¿Cuándo se celebraría
el duelo? ¿Mañana? ¿Por qué no se lo habían dicho? ¿Tal vez pasado
mañana? Sería preferible pasado mañana…
Mityushin y Gnushke se miraron y se pusieron en pie.
—Pasaremos a recogerte mañana a las seis y media —dijo Mityushin—.
No vale la pena salir antes. De todos modos, por allí no pasa una maldita
persona.
Anton Petrovich se levantó a su vez. ¿Qué debía hacer? ¿Darles las
gracias?
—Bueno, gracias, caballeros… Gracias, caballeros… De manera que todo
está arreglado. De acuerdo, pues.
Los otros saludaron con una inclinación de cabeza.
—Todavía tenemos que buscar un médico y las pistolas —dijo Gnushke.
En el recibidor, Anton Petrovich cogió a Mityushin por el codo y
murmuró:
—¿Sabes una cosa? Es terriblemente absurdo, pero, verás, puede decirse
que no sé disparar… Bueno, sé cómo hacerlo, pero nunca he practicado…
—¡Hum! —respondió Mityushin—, es una lástima. Si hoy no fuera
domingo, habrías podido tomar un par de lecciones. Realmente no estás de
suerte.
—El coronel Arkhangelski da clases particulares de tiro —intervino
Gnushke.
—Sí —dijo Mityushin—. ¿Te crees muy listo, verdad? Pero ¿qué le
vamos a hacer, Anton Petrovich? De todos modos… la suerte suele
acompañar a los principiantes. Encomiéndate a Dios y aprieta el gatillo.
Se marcharon. Comenzaba a anochecer. Nadie había bajado las persianas.
Debía de quedar un poco de pan y queso en la despensa. Las habitaciones
estaban desiertas y calladas, como si antes todos los muebles hubieran
respirado y circulado de un lado a otro y ahora hubieran muerto. Un feroz
dentista de cartón inclinado sobre un aterrorizado paciente también de
cartón… Los había visto no hacia mucho, una noche azul, verde, violeta,
color rubí, surcada de fuegos artificiales, en el Parque de Atracciones. Berg
pasó un buen rato afinando su puntería, el rifle de aire comprimido hizo pop,
el perdigón dio en el blanco, soltó un muelle, y el dentista de cartón arrancó
un enorme diente con una raíz cuádruple. Tanya aplaudió, Anton Petrovich
sonrió, Berg volvió a disparar y los discos de cartón rechinaron al girar, los
chismes de arcilla se rompieron uno tras otro y la pelota de ping-pong que
bailoteaba sobre un fino chorro de agua desapareció. ¡Horrible…! Y, lo más
espantoso de todo era que Tanya había comentado en son de broma: «No
debe de ser muy divertido batirse en duelo contigo». Veinte pasos. Anton
Petrovich recorrió la distancia entre la puerta y la ventana, contando los
pasos. Once. Se encajó el monóculo e intentó calcular la distancia. Dos
habitaciones como ésta. Si al menos pudiera dejar fuera de combate a Berg al
primer disparo… Pero ni siquiera sabía apuntar con el artefacto. Fallaría
irremediablemente. A ver, este cortapapeles, por ejemplo. No, mejor con el
pisapapeles. Se trata de sostenerlo así y apuntar. O así, tal vez, muy alto,
junto a la barbilla… Así parece más sencillo. Y en ese preciso instante,
mientras sostenía ante sí el pisapapeles en figura de loro, apuntándolo ora
hacia aquí, ora hacia allá, Anton Petrovich comprendió que iba a morir.
Alrededor de las diez decidió acostarse. El dormitorio, sin embargo, era
tabú. Con gran esfuerzo, logró encontrar en el armario un juego de ropa de
cama limpio, metió la almohada en la funda y extendió una sábana sobre el
sofá de cuero del salón. Mientras se desnudaba, pensó: «Me estoy acostando
por última vez en mi vida». «¡Bobadas!», protestó con un débil grito una
pequeña partícula del alma de Anton Petrovich, la misma partícula que le
había empujado a arrojar el guante, a dar un portazo y a llamar canalla a
Berg. «¡Bobadas!», exclamó Anton Petrovich con un hilo de voz, y en el acto
se dijo que no debía de hablar así. Si pienso que no va a ocurrirme nada, me
sucederá lo peor. En la vida, todo sale siempre al revés. Querría leer algo por
última vez antes de acostarse.
«Ya empiezo de nuevo», gimoteó para sus adentros. «¿Por qué por última
vez? Estoy destrozado. Tengo que controlarme. Si al menos tuviera algún
indicio de lo que puede pasar… ¿Las cartas?».
Encontró una baraja allí cerca sobre una consola y cogió la carta de
encima, un tres de diamantes. ¿Qué significa el tres de diamantes en
quiromancia? Ni idea. Luego fue sacando, por este orden, la reina de
diamantes, el ocho de tréboles, el as de picas. ¡Ah! Mal presagio. El as de
picas… creo que significa muerte. Lo cierto es que todo esto son tonterías,
supercherías… Medianoche. Las doce y cinco. Mañana ya es hoy. Hoy voy a
batirme en duelo.
En vano intentó tranquilizarse. Seguían ocurriéndole cosas extrañas: el
libro que tenía entre las manos, una novela de un autor alemán, se titulaba La
montaña mágica, y montaña, en alemán, es «Berg»; decidió que si contaba
hasta tres y al decir «tres» pasaba un tranvía, sería señal de que iba a morir, y
un tranvía tuvo la buena ocurrencia de pasar en aquel momento. Y entonces
Anton Petrovich hizo lo peor que podría hacer un hombre en sus
circunstancias: decidió reflexionar sobre el verdadero significado de la
muerte. Cuando llevaba más o menos un minuto pensando de esta guisa, todo
perdió su sentido. Le costaba trabajo respirar. Se levantó, se paseó por la
habitación y se asomó por la ventana a contemplar el puro y terrible cielo
nocturno. «Tengo que redactar mi testamento», pensó Anton Petrovich. Pero
hacer testamento era jugar con fuego, como quien dice; era como
inspeccionar el contenido de la propia urna en el columbario. «Será mejor
que duerma un poco», exclamó en voz alta. Pero, en cuanto hubo cerrado los
párpados, se le apareció el rostro burlón de Berg, que le guiñaba
significativamente un ojo. Volvió a encender la luz, intentó leer, fumar,
aunque no solía hacerlo. Recuerdos triviales se deslizaban por su memoria —
una pistola de juguete, un sendero en el parque, cosas así— y de inmediato
interrumpía el curso de estos pensamientos, diciéndose que todos los que
están a punto de morir recuerdan cosas intrascendentes. Luego le aterrorizó el
fenómeno contrario: Se dio cuenta de que no había pensado en Tanya, que
una extraña droga lo había embotado haciéndole insensible a su ausencia.
«Era mi vida y se ha ido, pensó, inconscientemente ya me he despedido de la
vida, y todo me es ya indiferente, puesto que voy a morir…». Entretanto,
había comenzado a disiparse la noche.
Alrededor de las cuatro, se arrastró hasta el comedor y bebió un vaso de
agua mineral. Su pijama a rayas y sus finos y escasos cabellos se reflejaron al
pasar en un espejo próximo. «Voy a parecer una sombra de mí mismo —
pensó—. Pero ¿cómo dormir? ¿Cómo?».
Se envolvió en una bata, pues advirtió que le castañeteaban los dientes, y
se sentó en un sillón en medio de la habitación en penumbra que poco a poco
iba afirmando su presencia. ¿Cómo se desarrollará todo? Debo vestirme
sobriamente, pero con elegancia. ¿Un esmoking? No, sería una memez. Un
traje negro, entonces… y, sí, una corbata negra. El traje negro nuevo. Pero si
me hieren, en el hombro, por ejemplo… El traje quedará arruinado… La
sangre, el agujero y, además, tal vez se les ocurra cortar la manga. Bobadas,
no va a ocurrir nada de eso. Tengo que ponerme el traje negro nuevo. Y
cuando comience el duelo, me subiré el cuello de la chaqueta… Es la
costumbre, creo; para ocultar la blancura de la camisa, probablemente, o tal
vez sólo a causa de la bruma matutina. Así lo hacían en aquella película que
vi. Y debo mantenerme absolutamente impasible y dirigirme a todos con
cortesía y serenidad. Gracias, ya he disparado. Ahora le toca a usted. No
dispararé mientras no retire ese cigarrillo de su boca. Listo para continuar.
«Gracias, ya me he reído…». Es lo que suele decirse al escuchar un chiste
viejo… ¡Oh, si por lo menos pudiera uno imaginar todos los detalles!
Llegarían —él, Mityushin y Gnushke— en un coche, dejarían el coche en la
carretera, se adentrarían a pie por el bosque. Probablemente Berg y sus
padrinos ya les estarían esperando, así ocurre siempre en los libros. Ahora, un
problema: ¿hay que saludar al contrincante? ¿Qué hace Oneguin en la ópera?
Tal vez baste con levantar levemente el sombrero a distancia. Después sin
duda comenzarían a contar los metros y a cargar las pistolas. ¿Qué haría él
entre tanto? Sí, naturalmente…, apoyaría un pie sobre un tronco caído a una
cierta distancia y aguardaría con actitud despreocupada. Pero ¿y si Berg
también apoyaba el pie sobre un tronco caído? Berg era capaz de una cosa
así… Imitarme para ponerme en ridículo. ¡Sería espantoso! Otras
posibilidades eran recostarse contra un árbol o sentarse simplemente en la
hierba. Alguien (¿en un cuento de Pushkin?) comía cerezas de una bolsa de
papel. Sí, pero para eso hay que llevarse la bolsa al campo de duelo…
Resulta ridículo. Bueno, en fin, ya lo decidiría cuando llegase el momento.
Un aire digno y despreocupado. Después, ocuparemos nuestras posiciones.
Veinte pasos entre los dos. En ese momento se levantaría el cuello. Cogería la
pistola así. El coronel Angel agitaría un pañuelo o contaría hasta tres. Y, de
pronto, ocurriría algo absolutamente terrible, algo absurdo…, una cosa
imposible de imaginar, aunque pensara en ella varias noches seguidas,
aunque viviera hasta cumplir los cien en Turquía… Es bonito viajar, sentarse
en cafés… ¿Qué se siente cuando una bala le penetra a uno entre las costillas
o en la frente? ¿Dolor? ¿Náuseas? ¿O se produce simplemente un estallido y
después viene la negrura total? El tenor Sobinov se desplomó una vez con
tanto realismo que su pistola fue a caer entre la orquesta. ¿Y qué ocurriría si,
en vez de morir, recibía una espantosa herida… en un ojo o en el vientre? No,
Berg le mataría en el acto. Porque, naturalmente, sólo contabilizaba a los que
mataba en el acto. Otra cruz en la libretita negra. Imposible imaginar…
El reloj del comedor dio las cinco: ding-dawn[1]. Anton Petrovich se
incorporó con un enorme esfuerzo, tiritando y ciñéndose la bata; luego se
detuvo otra vez, perdido en sus pensamientos, y de pronto dio una patada en
el suelo, como hizo Luis XVI al oír que había llegado su hora. Su Majestad,
dirijíase al cadalso. No se podía hacer nada. Pateó el suelo con su blando y
torpe pie. La ejecución era inevitable. Apenas tendría tiempo de afeitarse,
lavarse y vestirse. Ropa interior escrupulosamente limpia y el traje negro
nuevo. Mientras introducía sus gemelos de ópalo en los puños de la camisa,
Anton Petrovich musitó que en sólo dos o tres horas la camisa estaría toda
ensangrentada. ¿Donde se produciría el orificio? Acarició el lustroso vello
que descendía por su grueso y acalorado pecho, y fue tal su miedo que se
tapó los ojos con la mano. Había algo patéticamente autónomo en la manera
en que se movían ahora todas sus entrañas: el corazón al latir, los pulmones al
hincharse, la sangre al circular, los intestinos al contraerse… y él se disponía
a llevar al matadero esa tierna, indefensa criatura interior que vivía tan a
ciegas, tan confiadamente…
¡Al matadero! Cogió su camisa favorita, desabrochó un botón y con un
bufido se sumergió de cabeza en la fría, en la blanca oscuridad de la tela.
Calcetines, corbata. Se lustró desmañadamente los zapatos con una gamuza.
Mientras buscaba un pañuelo limpio, descubrió una barra de labios.
Contempló un momento su cara horriblemente pálida en el espejo y luego se
retocó cautelosamente la mejilla con el producto carmín. Al principio, su
aspecto pareció todavía peor que antes. Se mojó el dedo y se frotó la mejilla,
lamentando no haber prestado nunca suficiente atención a la manera en que
se aplicaban el maquillaje las mujeres. Una leve tonalidad ladrillo recubrió
finalmente sus mejillas y decidió que así estaba bien. «Bueno, ya estoy», le
dijo al espejo. Al instante siguiente inició un agonizante bostezo, y el espejo
se disolvió en lágrimas. Rápidamente, perfumó su pañuelo, distribuyó los
papeles, el pañuelo, las llaves y la estilográfica en los diversos bolsillos y
anudó el cordón negro de su monóculo. Es una lástima no disponer de un
buen par de guantes. El par que tenía eran bonitos y nuevos, pero el guante
izquierdo se había quedado viudo. Una molestia inherente a los duelos. Se
sentó ante su escritorio, apoyó los codos sobre la mesa y se dispuso a esperar,
mirando ora por la ventana, ora hacia el reloj de viaje en su estuche plegable
de cuero.
Hacía una hermosa mañana. Los gorriones piaban como locos en el alto
tilo bajo la ventana. Una aterciopelada sombra azul pálido cubría la calle y,
de trecho en trecho, un tejado resplandecía con brillo argentino. Anton
Petrovich tenía frío y un irresistible dolor de cabeza. Un sorbo de brandy le
sabría a gloria. Ni una sola gota en la casa. La casa ya está abandonada; el
amo se marcha para siempre. ¡Bah, tonterías! Insistimos en que se mantenga
la serenidad. El timbre de la puerta sonará dentro de un instante. Debo
conservar una perfecta calma. El timbre va a sonar ahora mismo. Ya se
retrasan tres minutos. ¿Y si no vienen? Una mañana de verano tan
maravillosa… ¿Quién fue la última persona en Rusia que mató a otro en un
duelo? Un tal Barón Manteuffel, hace veinte años. No, no vendrán. Bien.
Esperaría otra media hora y después se acostaría… El dormitorio comenzaba
a perder el horror que le había inspirado y se hacía claramente atractivo.
Anton Petrovich abrió mucho la boca, disponiéndose a dejar escapar un buen
trozo de bostezo —sintió el crujido en los oídos, la hinchazón bajo el paladar
— y módicamente el inacabado bostezo. Anton Petrovich se dirigió al
vestíbulo, dio vuelta a la llave y Mytiushin y Gnushke se cedieron
mutuamente el paso en el umbral.
—Es hora de irnos —dijo Mityushin y le lanzó una penetrante mirada.
Lucía su habitual corbata de color almendra. Gnushke, en cambio, se había
puesto una levita vieja.
—Sí, ya estoy listo —dijo Anton Petrovich—, en seguida voy…
Les dejó de pie en el vestíbulo, corrió al dormitorio y, para ganar tiempo,
comenzó a lavarse las manos, mientras se repetía una y otra vez; «¿Qué está
pasando? ¿Dios mío, qué está pasando?». Sólo cinco minutos antes todavía le
quedaba alguna esperanza. Podía producirse un terremoto, Berg podía haber
muerto de un ataque al corazón, el destino podía haber intervenido,
suspendiendo los acontecimientos, salvándole.
—Date prisa, Anton Petrovich —le llamó Mityushin desde el recibidor.
Se secó rápidamente las manos y se reunió con los otros.
—Sí, sí, ya estoy, en marcha.
—Tendremos que coger el tren —dijo Mityushin ya en la calle—. Porque
si vamos en taxi al interior del bosque, y a estas horas podríamos despertar
sospechas y quizás al taxista se le ocurriese decírselo a la policía. Anton
Petrovich, por favor, no empieces a perder los nervios.
—¡Pero si no los pierdo…! No seas absurdo —replicó Anton Petrovich
con una desconsolada sonrisa.
Gnushke, que había guardado silencio hasta ese momento, se sonó
ruidosamente la nariz y dijo sin inmutarse:
—Nuestro adversario traerá el médico. No pudimos conseguir pistolas de
duelo. Pero nuestros colegas obtuvieron dos Brownings idénticas.
En el taxi que debía llevarles a la estación, se sentaron como sigue: Anton
Petrovich y Mityushin detrás, y Gnushke de cara a ellos en el asiento
plegable, con las piernas dobladas. Anton Petrovich sufrió un nuevo ataque
de nerviosos bostezos. Ese bostezo reivindicativo que había logrado reprimir.
Una y otra vez le acometió el espasmo saltarín, hasta que se le humedecieron
los ojos. Mityushin y Gnushke tenían un aire muy solemne, pero al mismo
tiempo parecían sumamente pagados de sí mismos.
Anton Petrovich apretó los dientes y bostezó sin abrir la boca. Luego, dijo
bruscamente:
—He dormido estupendamente, toda la noche de un tirón.
Buscó algo más que decir…
—Se ve bastante gente por las calles —dijo, y añadió—: Pese a lo
temprano de la hora.
Mityushin y Gnushke guardaban silencio. Otro ataque de bostezos. ¡Oh,
cielos…!
No tardaron en llegar a la estación. Anton Petrovich tenía la impresión de
no haberse desplazado nunca tan deprisa. Gnushke compró los billetes y,
sosteniéndolos en abanico, abrió la marcha. De pronto se volvió a mirar a
Mityushin y carraspeó de manera significativa. Berg se hallaba de pie junto al
quiosco de bebidas. Estaba extrayendo unas monedas del bolsillo de su
pantalón, hundiendo mucho la mano izquierda en su interior, mientras lo
sujetaba con la derecha, como hacen los anglosajones en los dibujos
animados. Exhibió una moneda en la palma de la mano y se la alargó a la
vendedora con unas palabras que la hicieron reír. Berg rió también.
Permaneció allí de pie, con las piernas ligeramente separadas. Vestía un traje
de franela gris.
—Demos un rodeo por detrás de ese quiosco —dijo Mityushin—. Sería
embarazoso tener que pasar justo por su lado.
Un extraño torpor invadió a Anton Petrovich. Totalmente inconsciente de
sus actos, montó en el vagón, se sentó junto a una ventanilla, se quitó el
sombrero, volvió a ponérselo. Su cerebro no empezó a funcionar hasta que el
tren arrancó con una sacudida; en ese instante, le sobrecogió la misma
sensación que nos invade en sueños cuando avanzamos a toda velocidad en
un tren que no viene de ninguna parte y que no va a ningún sitio, y de pronto
advertimos que estamos viajando en calzoncillos.
—Están en el otro vagón —dijo Mityushin, y sacó un paquete de
cigarrillos—. ¿Por qué demonios bostezas todo el rato, Anton Petrovich? Me
pone los nervios de punta.
—Siempre tengo ganas de bostezar por las mañanas —respondió
mecánicamente Anton Petrovich.
Pinos, pinos, pinos. Una pendiente arenosa. Más pinos. Una mañana tan
maravillosa…
—No puede decirse que esa levita sea un éxito Henry, —dijo Mityushin
—. Sin discusión… Te lo digo francamente, no has tenido una idea
afortunada.
—Eso es asunto mío —respondió Gnushke.
Preciosos, esos pinos. Y ahora un destello de agua. Bosques otra vez.
Cuán conmovedor el mundo, cuán frágil… Si al menos pudiera contenerme y
no volver a bostezar…, me duelen las quijadas. Si contienes el bostezo, se te
llenarán los ojos de lágrimas. Estaba sentado con el rostro vuelto hacia la
ventana, escuchando las ruedas que golpeaban al ritmo: «Abattoir…
abattoir… abattoir…»[2].
—Voy a darte un consejo —dijo Gnushke—. Dispara en seguida. Te
aconsejo que apuntes al centro del cuerpo… Si lo haces así, tendrás más
posibilidades.
—Todo es cuestión de suerte —dijo Mityushin—. Si le das, estupendo, y
si no, no te preocupes. También él fallará el tiro. Un duelo sólo empieza a ir
en serio después de los primeros disparos. Sólo entonces empieza la parte
interesante, podríamos decir.
Una estación. No estuvieron parados mucho rato. ¿Por qué le torturaban
así? Sería inconcebible morir hoy. ¿Y si me desmayo? Es preciso ser un buen
actor… ¿Qué salida me queda? ¿Qué hacer? Una mañana, tan maravillosa…
—Perdona la pregunta, Anton Petrovich —dijo Mityushin—, pero es
importante. ¿No hay nada que quieras confiarnos? Quiero decir, papeles,
documentos. ¿Una carta, tal vez, o un testamento? Es lo que suele hacerse.
Anton Petrovich negó con la cabeza.
—Es una lástima —dijo Mityushin—. Nunca se sabe qué puede pasar.
Aquí nos tienes, a Henry y a mí… dispuestos a pasar una temporada en la
cárcel. ¿Has dejado solucionados todos tus asuntos?
Anton Petrovich asintió. Ya no podía hablar. La única manera de no
ponerse a gritar era contemplar los pinos que pasaban veloces por su lado.
—Bajaremos dentro de un minuto —dijo Gnushke, y se levantó.
Mityushin se levantó también. Anton Petrovich, con los dientes
apretados, quiso imitarlos, pero una sacudida del tren le derribó otra vez
sobre el asiento.
—Hemos llegado —dijo Mityushin.
Sólo entonces consiguió separarse Anton Petrovich del asiento. Se encajó
el monóculo en la órbita y descendió cautelosamente al andén. El sol le
ofreció una cálida acogida.
—Vienen detrás de nosotros —dijo Gnushke.
Anton Petrovich sintió como si le creciera una joroba en la espalda. No,
esto es inconcebible, tengo que despertarme.
Salieron de la estación y emprendieron la marcha por la carretera,
bordeada de diminutas casas de ladrillo con petunias en las ventanas. Había
una taberna en el cruce de la carretera con un llano camino blanco que
conducía al bosque. Anton Petrovich se paró en seco.
—Tengo una sed terrible —musitó—. No me vendría mal un trago.
—Sí, no te hará ningún daño —asintió Mityushin.
Gnushke miró hacia atrás y anunció:
—Han dejado la carretera y se adentran por el bosque.
—Tardaremos sólo un momento —dijo Mityushin.
Entraron los tres en la taberna. Una mujer gorda estaba limpiando el
mostrador con un trapo. Les puso mala cara y les sirvió tres jarras de cerveza.
Anton Petrovich tragó, se atragantó un poco y dijo:
—Perdonadme un instante.
—Date prisa —dijo Mityushin, y dejó su jarra sobre el mostrador.
Anton Petrovich se metió por el pasillo, siguió la flecha que indicaba
hombres, humanidad, seres humanos, dejó atrás los servicios, pasó junto a la
cocina, dio un salto para esquivar un gato que se escurrió corriendo entre sus
pies, aceleró el paso, llegó al final del pasillo, abrió una puerta y un chorro de
luz solar le salpicó la cara. Se encontró en un pequeño patio verde por el que
se paseaban varias gallinas y vio a un muchachito con un descolorido traje de
baño sentado en un tronco. Anton Petrovich pasó corriendo por su lado,
después junto a unos matorrales de saúco, bajó unas escaleras de madera y
atravesó otros matorrales, luego resbaló inesperadamente, ya que el terreno
bajaba en pendiente. Las ramas le golpeaban la cara y las apartó
desmañadamente, agachándose y resbalando: la ladera, cubierta de saúcos, se
volvería cada vez más inclinada. Su precipitado descenso terminó por hacerse
incontrolable. Se deslizó con las tensas piernas abiertas, apartando de sí las
elásticas ramas. Fue a abrazarse a toda velocidad a un árbol inesperado y
comenzó a desplazarse en diagonal. Los matorrales clarearon un poco. Frente
a él se alzaba una alta cerca. Descubrió un boquete, se deslizó entre los
alambres y se encontró en una plantación de pinos, con una cabaña junto a la
cual habían tendido ropa a secar, salpicada de sombras, entre dos árboles.
Atravesó el bosque con la misma tenacidad y no tardó en advertir que se
deslizaba otra vez ladera abajo. Divisó frente a él un destello de agua entre
los árboles. Tropezó, luego descubrió un sendero a su derecha. El sendero le
condujo hasta el lago.
Un viejo pescador, moreno del sol, color de lenguado ahumado y con un
sombrero de paja, le indicó la dirección de la estación de Wannsee. Al
principio, el camino bordeaba el lago, después se adentraba en el bosque, y
Anton Petrovich estuvo vagando un par de horas entre los árboles hasta que
por fin emergió junto a la vía del tren. Se arrastró hasta la estación más
próxima y al llegar vio que se acercaba un tren. Montó en un vagón y se
deslizó entre dos pasajeros, que lanzaron curiosas miradas de reojo a ese
gordo, pálido y mojado, hombre vestido de negro, con las mejillas encendidas
y los zapatos sucios, luciendo un monóculo en la órbita tiznada. No se detuvo
hasta que hubo llegado a Berlín, o al menos tuvo la sensación de haber estado
huyendo continuamente hasta ese instante y no haberse parado hasta entonces
para recuperar el aliento y echar un vistazo a su alrededor. Estaba en una
plaza conocida. Una vieja florista con un enorme seno lanudo vendía claveles
a su lado. Un hombre cubierto con una especie de armadura de periódicos
voceaba el nombre de una publicación sensacionalista local. Un limpiabotas
le miró con ojos aduladores. Anton Petrovich suspiró aliviado y apoyó
firmemente el pie en la pequeña plataforma; inmediatamente los codos del
hombre comenzaron a moverse a gran velocidad.
«Todo ha sido espantoso, desde luego —pensó, mientras contemplaba el
brillo que empezaba a aparecer en la punta de su zapato—. Pero estoy vivo, y
eso es lo principal por el momento». Mityushin y Gnushke habrían regresado
probablemente a la ciudad y estarían montando guardia frente a su casa,
conque tendría que hacer un poco de tiempo en espera de que se serenase el
ambiente. No debía encontrárselos de ninguna manera. Mucho más tarde iría
a recoger sus cosas. Y tendría que salir de Berlín aquella misma noche…
—Dobryy den’ (Buenos días), Anton Petrovich —dijo una voz pegada a
su oído.
Fue tal su sobresalto que le resbaló el pie de la plataforma. No, no había
sido nada… Falsa alarma. La voz pertenecía a un tal Leontiev, un hombre a
quien había visto en tres o cuatro ocasiones, un periodista o algo por estilo.
Un individuo charlatán, pero inofensivo. Decían que su mujer le engañaba a
diestro y siniestro.
—¿De paseo? —preguntó Leontiev, con un melancólico apretón de
manos.
—Sí. No, tengo varias cosas que hacer —replicó Anton Petrovich,
mientras pensaba: «Espero que siga su camino: de lo contrario, puede crearse
una situación bastante incómoda».
Leontiev miró a su alrededor y dijo como si acabara de hacer un feliz
descubrimiento:
—¡Un tiempo espléndido!
En realidad era un pesimista y, como todos los pesimistas, un hombre
ridiculamente poco observador. Su cara, amarilla y larga, estaba mal afeitada
y todo él ofrecía un aspecto desmañado, enfermizo y lúgubre, como si la
naturaleza hubiera tenido dolor de muelas en el momento de crearle.
El limpiabotas hizo sonar airosamente sus cepillos. Anton Petrovich
examinó sus revividos zapatos.
—¿Hacia dónde va? —preguntó Leontiev.
—¿Y usted? —preguntó Anton Petrovich.
—Me da igual. De momento no tengo nada que hacer. Puedo
acompañarle un rato —carraspeó y añadió insinuantemente—: Si me lo
permite, claro.
—Por favor, no faltaba más —balbuceó Anton Petrovich. Ya se me ha
pegado, pensó. Tengo que buscar una calle que me sea menos familiar o voy
a tropezar todo el tiempo con gente conocida. Si al menos pudiera evitar
toparme con esos dos…
—Bueno, ¿qué es de su vida? —preguntó Leontiev.
Pertenecía a la clase de personas que le preguntan a uno por su vida sólo
para ofrecer una detallada descripción de cómo les va a ellos la suya.
—¡Oh, bien! Estoy muy bien —respondió Anton Petrovich.
Naturalmente, pronto se enterará de todo. ¡Dios mío, qué desastre!—. Yo voy
hacia allá —dijo en voz alta, y giró bruscamente en redondo.
Leontiev, que iba sonriendo tristemente embebido en sus propios
pensamientos, estuvo a punto de chocar con él y se tambaleó ligeramente
sobre sus flacas piernas.
—¿Hacia allá? De acuerdo, a mí me es indiferente.
«¿Qué puedo hacer? —pensó Anton Petrovich—. El caso es que no
puedo seguir paseando así con él. Tengo que reflexionar y decidir tantas
cosas… Y estoy terriblemente cansado y me duelen los callos».
Leontiev, por su parte, había iniciado un largo relato. Hablaba con voz
pausada, monótona. Hablaba de lo mucho que le costaba su habitación, de lo
difícil que le resultaba pagarlo, de lo dura que era la vida para él y su mujer,
de lo poco frecuente que era encontrar una buena patrona, de lo insolente que
se mostraba la suya con su mujer.
—Claro que Adelaida Albertovna también tiene su temperamento —
añadió con un suspiro. Era uno de esos rusos de clase media que empleaban
el patronímico para hablar de sus esposas.
Caminaban por una calle anónima, con el asfaltado en reparación. Uno de
los trabajadores lucía un dragón tatuado sobre el pecho desnudo. Anton
Petrovich se secó la frente con el pañuelo y dijo:
—Tengo que hacer un recado cerca de aquí. Me esperan. Una cita de
negocios.
—Bueno, le acompañaré hasta allí —dijo tristemente Leontiev.
Anton Petrovich exploró la calle. Un rótulo decía «Hotel». Un
desmedrado y achaparrado hotelito entre un edificio cubierto de andamios y
un almacén.
—Tengo que entrar aquí —dijo Anton Petrovich—. Sí, en este hotel. Una
cita de negocios.
Leontiev se quitó el raído guante y le estrechó blandamente la mano.
—¿Sabe una cosa? Creo que le esperaré un ratito. No tardará, ¿verdad?
—Tardaré bastante, me temo —contestó Anton Petrovich.
—Es una lástima. Verá, quería hablarle de una cosa y pedirle consejo. En
fin, no importa. Esperaré un rato, por si acaso. Puede que acabe antes.
Anton Petrovich entró en el hotel. No le quedaba otra solución. El interior
estaba vacío y más bien oscuro. Una persona desaliñada se materializó detrás
de un mostrador y le preguntó qué deseaba.
—Una habitación —respondió suavemente Anton Petrovich.
El hombre se lo pensó, se rascó la cabeza y exigió un depósito. Anton
Petrovich le alargó diez marcos. Una doncella pelirroja, con rápido meneo de
caderas, le condujo por un largo pasillo y abrió una puerta. Anton Petrovich
entró, dejó escapar un profundo suspiro y se sentó en un sillón tapizado de
pana. Estaba solo. Los muebles, la cama, el lavabo parecieron despertar y,
tras lanzarle una mirada malhumorada, volvieron a dormirse. En esta
amodorrada, totalmente anodina habitación de hotel, Anton Petrovich se
encontró por fin solo.
Con la espalda encorvada, cubriéndose los ojos con la mano, se hundió en
sus pensamientos y ante él fueron desfilando luminosas y abigarradas
imágenes, fragmentos de follaje soleado, un chiquillo sobre un tronco, un
pescador, Leontiev, Berg, Tanya. Al pensar en Tanya, gimió y encorvó
todavía más tensamente la espalda. Su voz, su querida voz. Tan
despreocupada, tan infantil, de mirada y miembros rápidos, se encaramaba en
el sofá, escondía las piernas bajo el cuerpo, y la falda se hinchaba a su
alrededor como una cúpula de seda y luego volvía a caer. O bien, permanecía
sentada junto a la mesa, totalmente inmóvil, parpadeando sólo de vez en
cuando y exhalando el humo del cigarrillo con el rostro levantado. No tiene
sentido… ¿Por qué me engañaste? Porque me engañaste. ¿Qué haré sin ti?
¡Tanya…! ¿No lo comprendes…? Me engañaste. Querida…, ¿por qué? ¿Por
qué?
Emitiendo pequeños gemidos y haciendo crujir las articulaciones de los
dedos, comenzó a pasear por la habitación, chocando sin darse cuenta contra
los muebles. Se detuvo casualmente junto a la ventana y miró al exterior. Al
principio no pudo distinguir la calle, ya que tenía empañados los ojos, pero
luego ésta se fue precisando, con un camión en la esquina, un ciclista, una
anciana que bajaba cautelosamente de la acera. Y por la acera, se paseaba
lentamente Leontiev, leyendo un periódico mientras caminaba; pasó de largo
y dobló la esquina. Y, por la razón que fuese, al divisar a Leontiev Anton
Petrovich comprendió cuán desesperada era su situación… Sí, desesperada,
no había otra palabra. Sólo ayer era un hombre perfectamente honorable,
respetado por amigos, conocidos compañeros de trabajo en el banco. ¡Su
trabajo! Nadie lo discutía. Ahora todo había cambiado. Había descendido una
pendiente resbaladiza y acababa de llegar al fondo.
«Pero ¿cómo es posible? Tengo que decidirme a hacer algo», dijo Anton
Petrovich con un hilo de voz. Tal vez quedara una salida. Le habían
atormentado un buen rato, pero cuando basta basta. Sí, tenía que tomar una
decisión. Recordó la mirada de sospecha que le dirigió el hombre del
mostrador. ¿Qué se le decía a una persona así? Sí, evidentemente: «Voy a
recoger mi equipaje…, lo he dejado en la estación». Conque ¡adiós para
siempre, hotelucho! La calle, a Dios gracias, estaba ahora despejada.
Leontiev había renunciado por fin a sus propósitos y se había marchado.
¿Puede indicarme el camino hasta la próxima parada del tranvía? Desde
luego, siga todo recto, caballero, y la encontrará. No, será mejor tomar un
taxi. Ahí vamos. Las calles se hacen familiares otra vez. Calma, mucha
calma. Debo darle una propina al taxista. ¡En casa! Cinco pisos. Con calma,
con mucha calma entró en el vestíbulo. Luego rápidamente la puerta del
salón. ¡Cielos, qué sorpresa!
En el salón, sentados en torno a la mesa circular, estaban Mityushin,
Gnushke y Tanya. Sobre la mesa había botellas, vasos y copas. Mityushin
estaba radiante, con la cara sonrosada, los ojos brillantes, borracho como una
cuba. Gnushke estaba bebido también y también radiante, frotándose las
manos. Tanya, sentada con los codos desnudos apoyados en la mesa, le
miraba inmóvil…
—¡Al fin! —exclamó Mityushin, y le cogió del brazo—. ¡Al fin aparece!
—y añadió en un susurro, con un guiño malicioso—: ¿Jugando al escondite
eh?
Anton Petrovich se sienta ahora y bebe un poco de vodka. Mityushin y
Gnushke siguen lanzándole las mismas miradas maliciosas pero bien
intencionadas. Tanya dice:
—Debes de tener hambre. Te traeré un bocadillo.
Sí, un gran bocadillo de jamón, con un ribete de tocino sobresaliendo.
Ella sale a preparárselo, y Mityushin y Gnushke se precipitan sobre él y
empiezan a hablar, quitándose uno al otro la palabra.
—¡Eres un tipo con suerte! Figúrate… El Sr. Berg también se puso
nervioso. Bueno, no «también», pero de todos modos se puso nervioso.
Mientras te estábamos esperando en la taberna, entraron sus padrinos y nos
anunciaron que Berg había cambiado de opinión. Esos bravucones anchos de
espaldas siempre acaban por resultar unos cobardes. «Caballeros, les rogamos
que nos excusen por haber accedido a actuar como padrinos de ese canalla».
¡Qué suerte tienes, Anton Petrovich! De modo que todo ha salido a pedir de
boca. Tú has quedado como un caballero y él está deshonrado para siempre.
Y, lo que es aún más importante, tu mujer, al enterarse, ha dejado en el acto a
Berg para volver a tu lado. Tienes que perdonarla.
Anton Petrovich esbozó una amplia sonrisa, se levantó y se puso a
juguetear con la cinta de su monóculo. Su sonrisa se fue desvaneciendo
lentamente. Cosas como ésta no suceden en la vida real.
Contempló la felpa apolillada, la panzuda cama, el lavabo, y aquella
miserable habitación en aquel miserable hotel le pareció la imagen misma del
lugar donde tendría que vivir en adelante. Se sentó en la cama, se quitó los
zapatos, movió aliviado los dedos y observó que tenía una ampolla en el talón
y el correspondiente agujero en el calcetín. Luego tocó el timbre y pidió un
bocadillo de jamón. Cuando la doncella dejó la bandeja sobre la mesa, apartó
deliberadamente la vista, pero, en cuanto se hubo cerrado la puerta, agarró el
bocadillo con ambas manos, se ensució de inmediato los dedos y la barbilla
con el reborde de tocino que colgaba y comenzó a masticar, con ávidos
gruñidos.
TERRA INCÓGNITA
El original ruso de «Terra Incógnita» apareció bajo el mismo título en Posledniya Novosti
(París, 22 de noviembre de 1931) y fue reeditado en mi colección Soglyadatay (París, 1938). La
presente traducción inglesa se publicó en The New Yorker (18 de mayo de 1963).
«Un tipo impulsivo», «Jvat» en ruso, fue publicado por primera vez a principios de los años
30. Los dos principales periódicos para emigrantes, Rul (Berlín) y Posledniya Novosti (París), lo
rechazaron por considerarlo indecoroso y brutal. Apareció en Segodnya (Riga), en una fecha no
determinada de manera exacta, y en 1938 fue incluido en mi colección de cuentos cortos
Soglyadatay (Russkie Zapiski, París). La presente traducción inglesa se publicó en Playboy, en
diciembre de 1971.
El invierno de 1939-1940 fue la última estación en que escribí prosa en ruso. En primavera,
salí rumbo a América, donde pasaría veinte años seguidos escribiendo todas mis novelas en inglés.
Entre las obras de esos últimos meses en París figuraba una novela que no llegué a terminar antes
de mi partida y que nunca reanudé. A excepción de dos capítulos y algunas notas, terminé por
destruir el texto inacabado. El capitulo I, titulado «Ultima Thule», se publicó en 1942 (Novyy
Zhurnal. I. Nueva York). Le había precedido la publicación del capítulo 2, «Solus Rex», a
principios de 1940 (Sovremennyya Zapiski. LXX. París). La presente traducción, realizada por mi
hijo en febrero de 1971, con mi colaboración, es escrupulosamente fiel al texto original, incluida la
restauración de una escena que en Sovremennyya Zapiski aparecía señalada con puntos
suspensivos.
Tal vez si hubiera concluido mi libro, los lectores no se habrían quedado con la duda sobre
unas cuantas cosas: ¿era Falter un impostor? ¿Era un verdadero vidente? ¿Era un médium de quien
se servía quizá la mujer muerta del narrador para transmitir los borrosos contornos de una frase
que su marido reconoció o no reconoció? Sea como fuere, hay algo que queda bastante claro. A
medida que el viudo va creando un país imaginario (que al principio sólo es una distracción para
olvidar su dolor, pero luego se convierte en una obsesión artística con vida propia), Thule le
absorbe hasta tal punto que comienza a adquirir una realidad propia. En el capitulo I, Sineusov
menciona que piensa trasladarse de la Riviera a su antiguo apartamento de París; en realidad, se
muda a un tenebroso palacio en una remota isla del norte. Su arte le ayuda a resucitar a su esposa
bajo la figura de la reina Belinda, un acto patético que no le permite triunfar sobre la muerte ni
siquiera en el mundo de la libre fantasía. En el capítulo tres ella debía morir otra vez, asesinada
por una bomba destinada a su marido sobre el nuevo puente del Egel, pocos minutos antes de
regresar a la Riviera. Ésto es aproximadamente todo lo que he logrado recuperar entre el polvo y
los escombros de mis viejas fantasías.
Unas palabras sobre K.[4] Los traductores tuvieron algunas dificultades con esa designación,
pues la palabra rusa para decir «rey», korol, se abrevia «Kr» en el sentido en que aquí se emplea,
sentido que sólo puede darse con una «K» en inglés. Para decirlo claramente, mi «K» designa una
pieza de ajedrez (chessman), no un checo. En cuanto al título del fragmento, permítanme que cite
a Blackburne (Terms & Themes of Chess Problems, Londres, 1907): «Si el rey es la única pieza
negra sobre el tablero, el problema entra dentro de la variedad Solus Rex».
El príncipe Adulf, cuyo aspecto físico por el motivo que fuese imaginé semejante al de S. P.
Diaghilev (1872-1929), continúa siendo uno de mis personajes favoritos en el museo particular de
personajes de trapo disecados que todo escritor agradecido conserva en algún rincón de su casa.
No recuerdo los detalles de la muerte del pobre Adulf, excepto que era eliminado de alguna forma
horrible, chapucera, por Sien y sus compañeros, exactamente cinco años antes de la inauguración
del puente sobre el Egel.
Los freudianos ya se han extinguido, según creo, de modo que no será necesario advertirles
que se abstengan de tocar mis círculos con sus símbolos. El buen lector, por su parte, sin duda
sabrá vislumbrar uno que otro eco inglés de esta última novela rusa mía en Bend Sinister (1947) y,
sobre todo, en Pale Fire (1962); estos ecos me resultan un poco molestos pero lo que de verdad
me hace lamentar no haberla terminado es que prometía diferir radicalmente, por la calidad de su
colorido, por la amplitud de su estilo, por algo indefinible en sus poderosas corrientes
subterráneas, de todas mis otras obras en ruso. La presente traducción de «Ultima Thule» se
publicó en The New Yorker.
Esta es la primera traducción inglesa fiel al original de «Kartofel’nyy el’f», cuento escrito en
1929 en Berlín, publicado en esa misma ciudad en el diario para emigrados Rul (15, 17, 18 y 19 de
diciembre de 1929), e incluido en Vozvrashchenie Chorba (Slovo, Berlín, 1930), una colección de
cuentos míos. Una versión inglesa muy distinta (de Serge Bertenson e Irene Kosinska), llena de
errores y omisiones, apareció en Esquire (diciembre de 1939) y fue reproducida en una antología
(The Single Voice, Collier, Londres, 1969).
Aunque nunca tuve la intención de que el cuento pudiera servir de base para una película ni me
propuse desencadenar con él la fantasía de ningún guionista, su estructura y los repetidos detalles
pictóricos presentan sin duda alguna un sesgo cinematográfico. Su deliberada introducción
determina ciertos ritmos convencionales… o un remedo de tales ritmos. Sin embargo, no creo que
mi hombrecillo sea capaz de conmover ni al más lacrimoso fanático del interés humano, y esto
salva la cuestión.
Otro aspecto que diferencia al «Duende de la patata» de mis restantes cuentos cortos es su
ambientación británica. Es imposible en tales casos evitar un automatismo temático; pero, por otra
parte, este curioso exotismo (en cuanto se diferencia del ambiente más familiar de Berlín de mis
otros relatos) le confiere una artificial brillantez no del todo desagradable. Con todo, en conjunto
no es mi pieza favorita y sólo lo incluyo en esta colección porque el acto de volverlo a traducir
correctamente representa una preciosa victoria personal, de las que raras veces suelen tocarle en
suerte a un autor traicionado.
En los últimos tiempos, Fred se sentía cada vez más abatido y lloriqueaba
mucho, tristemente y sin ruido, como un pequeño spaniel japonés. Aunque se
pasaba meses sin desear para nada a una mujer, el virginal enano sufría de
vez en cuando agudas punzadas de solitaria angustia amorosa, las cuales
desaparecían tan de repente como habían nacido, y de nuevo volvía a ignorar
los hombros desnudos que asomaban blancos al otro lado de las
aterciopeladas fronteras de los palcos, y a las niñas acróbatas, y a la bailarina
española, cuyos lisos muslos se desvelaban por un instante cuando el rizado
fru-fru rojo anaranjado de sus volantes se alzaba bruscamente en el curso de
un rápido revoloteo.
—Lo que necesitas es una mujer enana —dijo Shock pensativo, mientras
con un familiar chasquido del índice y el pulgar extraía una moneda de plata
de la oreja del enano, cuyo bracito se levantaba en una curva arrastrando la
mano, como si quisiera cazar una mosca.
Aquella misma noche cuando Fred, terminada su actuación, se alejaba
gruñendo y bufando con su sombrero hongo y un diminuto abrigo por un
oscuro pasillo del teatro, una puerta se abrió con un repentino chorro de
alegre luz y dos voces le llamaron. Eran Zita y Arabella, hermanas acróbatas,
las dos a medio vestir, morenas, de negros cabellos, con azules ojos rasgados.
Un centelleo de teatral desorden y una fragancia de lociones llenaban el
cuarto. El tocador estaba lleno de borlas de polvos, peines, atomizadores de
cristal tallado, horquillas en viejas cajas de chocolate y barras de labios.
Al instante, las dos muchachas ensordecieron a Fred con su cháchara.
Pellizcaban y hacían cosquillas al enano, el cual, ardiente y enrojecido de
deseo, rodaba como una bola bajo las provocadoras caricias de los brazos
desnudos. Por fin, cuando la juguetona Arabella le atrajo hacia sí y cayó de
espaldas sobre el diván, Fred perdió la cabeza y comenzó a forcejear con ella,
resoplando y agarrándose a su cuello. En sus esfuerzos por deshacerse de él,
ella levantó el brazo y Fred se deslizó debajo, respiró hondo y pegó los labios
al cálido hueco pegajoso de su afeitada axila. La otra muchacha, que casi no
se tenía de risa, intentaba apartarlo en vano, tirando de él por las piernas. En
ese momento, se abrió bruscamente la puerta y entró el compañero francés de
las dos trapecistas, vestido con unas mallas blancas como el mármol.
Calladamente, sin ningún resentimiento, agarró al enano por el cogote (sólo
se oyó el chasquido del cuello de Fred al soltársele un botón), lo levantó en
volandas y lo echó fuera como a un mono. La puerta se cerró de un portazo.
Shock, que en ese momento pasaba casualmente por allí, llegó a vislumbrar
por un instante el brillo marmóreo del brazo y una figurita negra con los pies
encogidos que volaba por los aires.
Fred se había golpeado al caer y yacía inmóvil en el pasillo. No estaba
realmente inconsciente, pero se había quedado paralizado, con los ojos fijos
en un punto cualquiera, mientras le castañeteaban fuertemente los dientes.
—Mala suerte, chico —suspiró el prestidigitador, recogiéndolo del suelo.
Palpó con dedos translúcidos la abombada frente del enano y añadió—: Ya te
advertí que no entraras. Has recibido lo que merecías. Lo que necesitas es una
mujer enana.
Fred, con los ojos hinchados, no dijo nada.
—Dormirás en mi casa esta noche —decidió Shock, y se llevó en brazos
al Duende de la Patata hacia la salida.
Así acabó el activo día concedido a un enano con botines color de ratón.
A mediados de 1936, poco antes de dejar para siempre Berlín, me hallaba en Francia
terminando Dar (El regalo), y debía de tener concluidas al menos las cuatro quintas partes de su
último capítulo, cuando, en cierto momento, un pequeño satélite se desprendió del cuerpo central
de la novela y comenzó a girar a su alrededor. Considerado psicológicamente, puede ser que la
chispa que provocó la separación procediera de la mención del bebé de Tanya en la carta de su
hermano o bien el hecho de que éste recordara al maestro del pueblo en un premonitorio sueño.
Técnicamente, el círculo que describe el presente corolario (cuya última frase existe
implícitamente antes que la primera) pertenece al mismo tipo de serpiente-que-se-muerde-la-cola
que la estructura circular del capítulo cuarto de Dar (o, a ese respecto, que el Finnegans Wake, al
que es anterior). No es necesario conocer la novela para disfrutar con el corolario, el cual posee su
propia órbita y colorido, pero al lector puede serle de alguna utilidad práctica saber que la acción
de El regalo comienza el 1.º de abril de 1926 y acaba el 29 de junio de 1929 (con lo cual cubre un
período de tres años en la vida de Fyodor Godunov-Cherdyntsev, un joven emigrado residente en
Berlín); que la boda de su hermana se celebra en París a finales de 1926 y que la hija de ésta nace
tres años más tarde y sólo tiene siete años en junio de 1936, y no «alrededor de diez» como se le
hace suponer (a espaldas del autor) a Innokentiy, el hijo del maestro, cuando visita París en «El
círculo». Podría añadirse que el cuento causara en los lectores que conozcan la novela un delicioso
efecto de oblicua identificación, de desplazamiento de matices enriquecidos con un nuevo sentido,
toda vez que el mundo no se ve a través de los ojos de Fyodor, sino a través de los de un extraño,
más próximo a los radicales idealistas de la vieja Rusia (quienes, dicho sea de paso, detestarían la
tiranía bolchevique tanto como los aristócratas liberales) que no a Fyodor.
«Krug» se publicó en 1936, en París, pero aún no se ha logrado establecer en una retrospectiva
biográfica ni la fecha exacta ni el periódico (seguramente, Posledniya Novosti). Veinte años más
tarde fue reeditado en mi colección de cuentos cortos Vesna v Fialte (Chekhov Publishing House,
Nueva York, 1956).
En segundo lugar, porque estaba poseído por una súbita y loca nostalgia
de Rusia. En tercer lugar, finalmente, porque lamentaba aquellos años de
juventud y todo lo que iba asociado a ellos: el feroz resentimiento, la torpeza,
el ardor, y las mañanas deslumbradoramente verdes, cuando el bosquecillo le
ensordecía a uno con sus doradas oropéndolas. Allí sentado en el café,
mientras iba diluyendo con agua de sifón la dulzura cada vez más pálida de
su casis, fue recordando el pasado con el corazón encogido, con melancolía…
¿Con qué clase de melancolía…? En fin, con una melancolía no
suficientemente investigada aún. Todo el distante pasado se hinchaba con su
pecho, levantado por un suspiro. Y lentamente, su padre ascendió de la
tumba, con los hombros erguidos: Ilya llych Bychkov, le maître d’école chez
nous au village, con su flotante corbata negra, pintorescamente anudada, su
chaqueta de seda cruda, cuyos botones comenzaban a la antigua usanza muy
alto en la clavícula, pero también acababan bastante arriba, de manera que los
faldones divergentes dejaban al descubierto la cadena del reloj que cruzaba el
chaleco; tenía la tez rojiza, la cabeza calva aún cubierta de una suave pelusa
que recordaba el terciopelo sobre las astas primaverales de un ciervo; un gran
número de pequeñas arrugas cubría sus mejillas, y una excrescencia carnosa
junto a la nariz producía el efecto de una voluta adicional de la gruesa fosa
nasal. En sus tiempos del instituto y la universidad, Innokentiy solía acudir
desde la ciudad durante sus vacaciones para visitar a su padre en Leshino.
Sumergiéndose aún más profundamente, podía recordar la demolición de la
vieja escuela en el extremo del pueblo, el desmonte del terreno para su
sucesora, la ceremonia de la primera piedra, el servicio religioso al aire libre,
al conde Konstantin Godunov-Cherdyntsev arrojando la tradicional moneda
de oro, la moneda asomando de través en la arcilla.
Por fuera, el nuevo edificio era de un gris granítico, granuloso el interior
estuvo varios años, y luego a lo largo de otro prolongado período (esto es,
cuando pasó a formar parte del equipamiento de la memoria), oliendo
luminosamente a cola; las aulas habían sido dotadas de lujosos adminículos
educativos, por ejemplo, dibujos ampliados de insectos perjudiciales para el
campo o el bosque; pero a Innokentiy le irritaban aún más los pájaros
disecados que había donado Godunov-Cherdyntsev. ¡Coqueteando con el
pueblo llano! Sí, Innokentiy se consideraba a sí mismo un severo plebeyo. El
odio (o eso parecía) solía sofocarle de joven cuando contemplaba el gran
parque señorial al otro lado del río, cargado de antiguos privilegios y gracias
imperiales, arrojando el reflejo de sus negras masas sobre las verdes aguas
(con el cremoso borrón de una que otra planta racimosa floreciendo entre los
abetos).
La nueva escuela se construyó en el umbral de este siglo, en una época en
que Godunov-Cherdyntsev acababa de regresar de su quinta expedición al
Asia central y estaba pasando el verano en Leshino, la finca que poseía en el
territorio de San Petersburgo, en compañía de su joven esposa (a los cuarenta,
le doblaba en edad). ¡Hasta qué profundidades nos hemos sumergido, Dios
mío! En medio de la cristalina bruma que se fundía, como si todo ocurriera
bajo el agua, Innokentiy se vio como un niño de tres o cuatro años, entrando
en la casa condal y flotando a través de maravillosas habitaciones en
compañía de su padre, que avanzaba de puntillas, con un húmedo ramillete de
lirios del valle tan comprimido en el puño cerrado que las flores gemían… Y
todo a su alrededor parecía también húmedo, una luminosa, crujiente,
temblorosa neblina, más allá de la cual no se distinguía nada. Años más tarde,
la mansión se convertiría en un vergonzoso recuerdo, en el cual las flores de
su padre, avanzando de puntillas con las sienes sudorosas, simbolizaban un
agradecido servilismo, sobre todo después de que un viejo campesino le
contara a Innokentiy que «nuestro buen amo» había sacado a Ilya Ilych de un
trivial pero enmarañado asunto político, por el que le habrían desterrado a los
confines del Imperio de no ser por la intercesión del conde.
Tanya solía decir que no sólo tenían parientes en el reino animal, sino
también entre las plantas y los minerales. Y, en efecto, naturalistas rusos y
extranjeros habían descrito bajo el nombre específico de godunovi un nuevo
faisán, un nuevo antílope, un nuevo rododendro, y había incluso todo un
orden Godunov (personalmente el conde sólo describía insectos). Esos
descubrimientos suyos, sus relevantes aportaciones a la zoología y los mil
peligros por desdeñar los cuales se había hecho famoso no lograban, sin
embargo, que la gente mirara con indulgencia su alta alcurnia y su gran
riqueza. Además, no olvidamos que ciertos sectores de nuestra intelligentsia
habían mirado siempre con desdén los estudios científicos no aplicados y, por
lo tanto, reprochaban a Godunov que manifestara mayor interés por los
«bichos del Sinkiang» que por las condiciones de vida del campesino ruso. El
joven Innokentiy prestaba fácil crédito a los cuentos (en realidad idiotas)
sobre las concubinas viajeras del conde, su falta de humanidad al estilo chino
y las misiones secretas que cumplía para el zar con objeto de burlar a los
ingleses. La realidad de su imagen seguía desdibujada: una mano sin guante
arrojando una moneda de oro (y en el recuerdo todavía anterior, aquella visita
a la casa condal, a cuyo señor confundió el niño con un calmuco vestido de
azul celeste con quien se habían cruzado en el vestíbulo). Luego Godunov
volvió a marcharse, a Samarcanda o Vernyi (ciudades desde las cuales solía
iniciar sus fabulosas caminatas), permaneciendo largo tiempo fuera.
Entretanto, su familia veraneaba en el sur, pues, al parecer, preferían su casa
de campo de Crimea a la petropolitana. Los inviernos los pasaban en la
capital. Allí, en el Muelle, se alzaba su casa, una residencia privada de dos
pisos, pintada de un tono oliváceo. Innokentiy pasaba a veces casualmente
por delante de ella; su memoria conservaba las formas femeninas de una
estatua cuyas nalgas, blancas como el azúcar, con sus correspondientes
hoyuelos, se transparentaban a través de la gasa estampada que cubría una
ventana toda acristalada. Atlantes de color marrón oliva, con las costillas
fuertemente arqueadas, sostenían un balcón: la tensión de sus músculos de
piedra y sus bocas atormentadamente retorcidas le parecían a nuestro
exaltado estudiante toda una alegoría del proletariado esclavizado. Un par de
veces, a principios de la borrascosa primavera del Neva, había vislumbrado
en ese Muelle a la pequeña Godunov, con su foxterrier y su institutriz.
Pasaron realmente en un santiamén, pero quedaron nítidamente dibujadas:
Tanya llevaba botas anudadas hasta la rodilla y un corto abrigo azul marino
con abultados botones de latón y, mientras se deslizaba a paso rápido junto a
él, golpeaba los pliegues de su corta falda azul marino… ¿Con qué…? Creo
que con la correa del perro… Y el viento del Ladoga levantaba las cintas de
su gorra de marinero. Un poco más atrás venía presurosa su institutriz, con
una chaqueta de karakul, la cintura doblada, un brazo extendido, la mano
enfundada en un manguito de negra piel muy rizada.
Se hospedaba en casa de su tía, que era sastra, en una casa de
apartamentos de Okhta. Era arisco, insociable, dedicaba serios y
recalcitrantes esfuerzos a sus estudios y limitaba sus ambiciones a aprobar el
curso, aunque, ante la sorpresa de todos, acabó brillantemente la escuela y, a
los dieciocho años, ingresó en la Universidad de San Petersburgo como
estudiante de Medicina…, momento a partir del cual aumentó
misteriosamente la adoración de su padre por Godunov-Cherdyntsev. Pasó un
verano como preceptor particular con una familia de Tver. En mayo del
siguiente año, 1914, estaba de regreso en el pueblo de Leshino… y descubría,
no sin desaliento, que la finca al otro lado del río había cobrado vida.
Más sobre ese río, sobre sus inclinadas orillas, sobre su vieja caseta de
baños. Ésta era una estructura de madera erigida sobre pilastras; un sendero
escalonado, con un sapo en cada rellano, descendía hasta ella, y no todo el
mundo habría sido capaz de encontrar el principio de esa arcillosa bajada
entre los apretados arbustos que crecían detrás de la iglesia. Su constante
compañero de pasatiempos ribereños era Vasily, el hijo del herrero, un joven
de edad indeterminable (él mismo no sabía decir si tenía quince años o ya
había cumplido los veinte), de constitución maciza, desgarbado, con unos
pantalones chapuceramente remendados, grandes pies desnudos color de
zanahoria sucia y un temperamento tan taciturno como el de Innokentiy en
aquella época. Las pilastras de madera de pino proyectaban reflejos en forma
de concertina, que se enrollaban y desenrollaban sobre el agua. Bajo los
podridos tablones de la caseta de baños se oían sonidos de gorgoteo y
chapoteo. En una redonda caja metálica manchada de tierra con un cuerno de
la abundancia pintado —en su tiempo había contenido caramelos baratos—
se retorcían inquietos los gusanos. Vasily, cuidando de que no asomara la
punta del anzuelo, la recubría con un grueso segmento de gusano y dejaba
colgar libremente el resto; luego sazonaba el cebo con un escupitajo
sacramental y procedía a dejar caer el sedal con pesos de plomo por encima
de la barandilla exterior de la caseta de baños. Había caído la tarde. Algo
semejante a un ancho abanico de plumas rosa violáceo o a una aérea cadena
montañosa con estribaciones laterales cubría el cielo, y los murciélagos
comenzaban ya a revolotear, con el excesivo silencio y la perversa velocidad
de los seres membranosos. Los peces habían empezado a picar y, desdeñando
utilizar una caña, sujetando simplemente entre el índice y el pulgar el sedal
que se sacudía y se tensaba, Vasily le daba ligerísimos tirones para
comprobar la solidez de los espasmos subacuáticos… Y súbitamente, izaba
un escarcho o un gobio. Con gesto despreocupado, e incluso con una especie
de chasquido de a quién diablos le importa, extraía el anzuelo de la pequeña
boquita redonda y desdentada y metía a la frenética criatura (supurando
rosada sangre de una agalla desgarrada) en un frasco de vidrio donde ya
nadaba un leucisco, con el labio inferior muy alargado. La pesca era
especialmente buena cuando hacía un tiempo caluroso y nublado, y la lluvia,
invisible en el aire, cubría el agua de círculos concéntricos que se cortaban
mutuamente y entre los cuales aparecía de vez en cuando un círculo de origen
distinto, con un centro inesperado: el salto de un pez que desaparecía en el
acto o la caída de una hoja que se alejaba de inmediato con la corriente. ¡Y
qué delicioso era bañarse bajo esa tibia llovizna, en la línea de fusión de dos
elementos homogéneos pero de forma distinta: la densa agua del río y el agua
ligera del cielo! Innokentiy se zambullía con prudencia y luego se tomaba
tiempo para restregarse largamente con una toalla. Los chicos campesinos,
por el contrario, seguían retozando hasta quedar totalmente agotados; por fin,
tiritando, castañeteándoles los dientes y con un turbio moco cayendo desde la
nariz hasta el labio, saltaban a la pata coja para enfundarse los pantalones
sobre los muslos mojados.
Aquel verano, Innokentiy se mostró más taciturno que nunca y apenas
habló con su padre, limitándose a barboteos y «hums». Ilya Ilych, por su
parte, experimentaba un extraño embarazo en presencia de su hijo… sobre
todo porque suponía, con terror y ternura, que Innokentiy vivía de todo
corazón en el mundo puro de la clandestinidad, tal como había hecho él a su
misma edad. La habitación del maestro de escuela Bychkov: motas de polvo
en un oblicuo rayo de sol; a la luz de ese rayo, una mesa pequeña que se
había construido con sus propias manos, barnizando el tablero y adornándolo
con un pirograbado. Sobre la mesa, una fotografía de su esposa en un marco
aterciopelado —tan joven, con un vestido tan bonito, adornado por una
pequeña esclavina y un corpiño, el rostro encantadoramente ovalado (óvalo
que coincidía con la noción de belleza femenina en los años ochenta-noventa)
—; junto a la fotografía, un pisapapeles de cristal encerrando en su interior un
paisaje de Crimea hecho de madreperla y un limpiaplumas de trapo en forma
de gallito; y encima, en la pared, entre dos ventanas empotradas, un retrato de
Leon Tolstoy totalmente formado por el texto de uno de sus cuentos impreso
en caracteres microscópicos. Innokentiy dormía en un sofá de cuero en una
habitación adyacente más pequeña. Tras una larga jornada al aire libre dormía
profundamente; no obstante, a veces, una imagen tomaba un cariz erótico en
sus sueños, la fuerza de su atractivo le sacaba del círculo del sueño y
permanecía varios minutos allí tendido, tal como estaba, inmovilizado por los
escrúpulos.
Por la mañana se iba a los bosques, con un manual de medicina bajo el
brazo y las dos manos metidas bajo el cordón rematado por unas borlas que
anudaba su blanco blusón ruso. Su gorra de estudiante, que llevaba inclinada
de acuerdo con la costumbre izquierdista, dejaba caer unos cuantos rizos
castaños sobre su abombada frente. Sus cejas estaban permanentemente
fruncidas. Podría haber sido bastante bien parecido de haber tenido los labios
menos abultados. Una vez en el bosque, se sentaba sobre un grueso tronco de
abedul, derribado poco tiempo atrás por una tormenta (y al que aún le
temblaban de miedo todas las hojas), y fumaba, obstruía con el libro la
procesión de presurosas hormigas o se perdía en negras meditaciones. Un
solitario, un impresionable y susceptible joven, supersensible al aspecto
social de las cosas. Despreciaba todo lo que rodeaba la vida campestre de los
Godunov, por ejemplo sus servidores… «Servidores», repetía, arrugando la
nariz con voluptuosa repugnancia. Entre ellos incluía al gordo chófer, con sus
pecas, su librea de pana, sus polainas de un castaño anaranjado y el cuello
almidonado bajo un pliegue de su bermejo cogote, el cual solía ponérsele de
un rojo encendido cuando hacía arrancar con la manivela, en el galpón de los
carruajes, el no menos repugnante convertible tapizado de lustroso cuero
rojo; y el senil lacayo de grises patillas, que tenía la función de amputar las
colas de los foxterriers recién nacidos; y el preceptor inglés, al que podía
verse paseando por el pueblo, sin sombrero, con un impermeable y
pantalones blancos…, lo que provocaban ingeniosos comentarios de los
chicos del pueblo sobre calzoncillos; y procesiones religiosas con la cabeza
descubierta; y las jóvenes campesinas contratadas para arrancar las malas
hierbas de los senderos del parque mañana tras mañana, bajo la supervisión
de uno de los jardineros, un pequeño jorobado sordo envuelto en una camisa
rosa, que, para terminar, barría la arena próxima al porche con particular celo
y anticuada devoción. Innokentiy, todavía con el libro bajo el brazo —el cual
le impedía cruzar los brazos como le hubiera gustado—, permanecía apoyado
contra un árbol del parque y reflexionaba enfurruñado sobre diversas
materias, tales como el resplandeciente techo de la blanca mansión que
todavía no había entrado en movimiento.
La primera vez que les vio aquel verano fue a finales de mayo (a la vieja
usanza) desde lo alto de una colina. Una cabalgata apareció sobre el camino
que circundaba su base: Tanya iba delante, montada a horcajadas como un
muchacho sobre un brioso bayo; la seguía el conde Godunov-Cherdyntsev en
persona, un personaje de aspecto insignificante montado en un tranquilo
caballo, extrañamente pequeño, de color gris ratón; detrás venía el inglés en
pantalones de montar, luego uno de los primos y, en último lugar, el hermano
de Tanya, un chico de unos trece años que de pronto espoleó su montura, les
adelantó a todos y recorrió a toda velocidad el trecho empinado que les
faltaba para llegar al pueblo, moviendo los codos a la manera de los jockeys.
A esto siguieron varios encuentros casuales y, por fin… De acuerdo, ahí
va. ¿Preparados? Un caluroso día de mediados de junio…
Un caluroso día de mediados de junio, los segadores avanzaron
balanceándose a ambos lados del sendero que conducía hasta la casa señorial,
y la camisa de cada segador se adhería en ritmo alternado ora a la paletilla
derecha, ora a la paletilla izquierda. «¡Que Dios os asista!», dijo Ilya Ilych
con el saludo tradicional de los caminantes a los hombres que trabajan.
Llevaba su mejor sombrero, un panamá, y un ramito de orquídeas malva de
los pantanos. Innokentiy caminaba a su lado en silencio, moviendo la boca en
rotación circular (estaba abriendo semillas de girasol entre los dientes,
masticándolas al mismo tiempo). Ya estaban cerca del parque señorial. En un
extremo de la pista de tenis, el enano y rosado jardinero sordo, que ahora
lucía un delantal de trabajo, mojaba una brocha en un cubo y, doblado en dos,
caminaba hacia atrás trazando una gruesa línea cremosa sobre el suelo. «Que
Dios os asista», dijo Ilya Ilych al pasar.
Encontraron la mesa puesta en la avenida principal; la moteada luz del sol
ruso jugueteaba sobre el mantel. El ama de llaves, luciendo una gorguera, con
el acerado cabello pulcramente peinado hacia atrás, había comenzado ya a
servir el chocolate, que los criados distribuían en tazas azul oscuro. Visto de
cerca, el conde aparentaba los años que tenía. Había hebras grises en su barba
amarillenta y un abanico de arrugas se extendía desde los ojos a la sien. Tenía
un pie apoyado en el extremo de un banco del jardín y estaba haciendo saltar
a un foxterrier. En sus intentos por apoderarse de la pelota, ya mojada, que él
sostenía, el perro no sólo saltaba muy alto sino que incluso conseguía subir
todavía más, cuando ya estaba suspendido en el aire, con un giro adicional de
todo su cuerpo. La condesa Elizaveta Godunov, una mujer alta y sonrosada
con un gran sombrero vacilante, se aproximaba procedente del jardín en
compañía de otra dama, con la que charlaba animadamente mientras hacía el
gesto ruso de abrir las dos manos que indica una vacilante consternación, llya
Ilych se detuvo allí con su ramo e hizo una reverencia. En la bruma
multicolor (así la percibía Innokentiy, que, a pesar de haber ensayado
brevemente la noche anterior una actitud de democrático desdén, sufría un
sumo embarazo) oscilaban varios jóvenes, niños que corrían, el chal negro
bordado de llamativas amapolas de alguien, un segundo foxterrier y, por
encima de todo, por encima de todo, esos ojos que pasaban de la luz a la
sombra, esas facciones todavía borrosas pero que ya le amenazaban con una
fatal fascinación, el rostro de Tanya cuyo cumpleaños se festejaba ese día.
Ahora todos se habían sentado. Se encontró en el extremo sombrío de la
larga mesa, donde los contertulios se dedicaban no tanto a charlar entre sí
como a mirar con insistencia, con las cabezas vueltas todas en la misma
dirección, hacia el extremo más luminoso, donde se hablaba y se reía
ruidosamente, y donde había un magnífico pastel color de rosa con una
satinada capa de almíbar y dieciséis velas, y las exclamaciones de los niños, y
el ladrido de los dos perros que casi llegaban a saltar sobre la mesa… en tanto
que, en este extremo, la guirnalda de sombra de los tilos mantenía unidas a
las gentes de condición más humilde: llya Ilych, que sonreía como ofuscado;
una etérea pero fea damisela, cuya timidez se expresaba en una exudación de
cebolla; una decrépita institutriz francesa con ojos perversos, que tenía sobre
el regazo, bajo la mesa, una diminuta criatura invisible que de vez en cuando
emitía un campanilleo. Y así sucesivamente. Justo al lado de Innokentiy se
sentaba el hermano del administrador de la finca, un cabeza dura, un pelma y,
además, tartamudo. Innokentiy sólo le habló porque el silencio hubiera sido
aún peor, de modo que, a pesar del carácter paralizante de la conversación,
hizo esfuerzos desesperados para mantenerla. Más adelante, en cambio,
cuando se había convertido en un visitante asiduo y por casualidad se cruzaba
con el pobre tipo, Innokentiy no le hablaba nunca, esquivándolo como si
fuera una trampa o un recuerdo vergonzoso.
Girando en lenta caída, el fruto alado de un tilo fue a aterrizar sobre el
mantel.
En el extremo reservado a la nobleza, Godunov-Cherdyntsev alzó la voz,
dirigiéndose por encima de la mesa a una dama muy anciana vestida de
encaje y, mientras hablaba, enlazó con un brazo el grácil talle de su hija que
permanecía de pie a su lado y no cesaba de lanzar al aire una pelota de
caucho recogiéndola en la palma de la mano. Innokentiy luchó durante un
buen rato contra un exquisito pedazo de pastel que acabó por ir a parar fuera
de un plato. Por fin, tras un golpecito desmañado, el dichoso dulce de
frambuesa rodó y cayó bajo la mesa (y allí lo dejaremos). Su padre sonreía
tontamente o se relamía el bigote. Alguien le pidió que pasara las galletas;
estalló en una alegre carcajada y las pasó. Súbitamente, justo sobre su oído,
Innokentiy oyó una rápida y jadeante voz. Sin sonreír, y todavía con la pelota
en la mano, Tanya le pedía que fuera con ella y sus primos. Acalorado y
confundido, intentó levantarse dificultosamente de la mesa, empujando a su
vecino en medio del proceso de desenredar la pierna derecha de debajo del
banco que compartían.
Cuando la gente hablaba de ella exclamaba: «¡Qué muchacha más
linda!». Tenía los ojos gris claro, las cejas negras y aterciopeladas, una boca
pálida y tierna, más bien grande, afilados incisivos y —cuando no se sentía
bien o no estaba de humor— se alcanzaban a distinguir los finos pelillos
negros de encima de su labio. Era desusadamente aficionada a todos los
juegos de verano, tenis, badminton, croquet, todos los cuales ejecutaba con
destreza, con una especie de encantadora concentración… y, naturalmente,
allí acabaron las sencillas tardes de pesca con Vasily, que quedó muy
perplejo con el cambio y, hacia el atardecer, comparecía por los alrededores
de la escuela, invitando a Innokentiy con vacilante sonrisa mientras sostenía
una lata llena de gusanos a la altura de la cara. En tales momentos, Innokentiy
se estremecía interiormente, intuyendo su traición a la causa del pueblo.
Entretanto, no disfrutaba demasiado en compañía de sus nuevos amigos. La
verdad es que no le admitían realmente en el centro de su existencia, sino que
le mantenían en la verde periferia, permitiéndole participar en sus diversiones
al aire libre, pero sin invitarle nunca a entrar en la casa. Esto le enfurecía;
anhelaba que le invitasen a comer o a cenar, sólo por el placer de rehusar
altivamente; y, en general, se mantenía sin cesar alerta, callado, moreno y
velludo, temblándole los músculos de las apretadas mandíbulas… y con la
sensación de que cada palabra que Tanya decía a sus compañeros de juegos
proyectaba una pequeña sombra insultante en su dirección y, ¡Dios mío!,
cómo los detestaba a todos, a sus primos, a sus amigas, a los juguetones
perros. Bruscamente, todo fue difuminándose en un silencioso desorden hasta
desvanecerse, y allí estaba, en la profunda oscuridad de una noche de agosto,
sentado en un banco apartado del parque y esperando, con un picor en el
pecho porque se había metido entre piel y camisa la nota que, como en una
vieja novela, le había traído de la mansión una niñita descalza. El estilo
lacónico de la orden le hacía sospechar una humillante broma; aun así, había
sucumbido a la invitación… y había hecho bien: un leve crujido de pasos
destacó entre el rumor uniforme de la noche. Su llegada, sus palabras
incoherentes, su proximidad le parecieron milagrosas; el repentino e íntimo
contacto de sus fríos y ágiles dedos sorprendió su castidad. Una enorme luna
rápidamente ascendente ardía entre los árboles. Vertiendo torrentes de
lágrimas y acariciándole a ciegas con salados labios, Tanya le dijo que al día
siguiente su madre se la llevaba a Crimea, que todo había terminado y —¡oh,
cómo pudo ser tan obtuso! «¡No te vayas a ninguna parte, Tanya!», suplicó,
pero un golpe de viento ahogó sus palabras, y ella sollozó aún con mayor
fuerza—. Cuando se hubo marchado presurosa, él permaneció en el banco sin
moverse, escuchando el zumbido de sus oídos, y luego emprendió el regreso
en dirección al puente por la carretera que parecía agitarse en la oscuridad, y
luego vinieron los años de guerra —servicio de ambulancias, la muerte de su
padre— y, después de eso, una desintegración general de las cosas, pero
gradualmente fue recomponiéndose otra vez la vida, y, sobre 1920, ya era
ayudante del profesor Behr en un balneario de Bohemia y, tres o cuatro años
más tarde, trabajaba, a las órdenes del mismo especialista del pulmón, en
Saboya, y allí, un día, en algún lugar próximo a Chamonix, Innokentiy
conoció por casualidad a un joven geólogo soviético. Empezaron a charlar y
este último mencionó que allí mismo había muerto, medio siglo atrás, como
un vulgar turista, el gran explorador de Fergana, Fedchenko; qué curioso
(añadió el geólogo) que siempre ocurriera así: la muerte se habitúa de tal
modo a perseguir a los hombres temerarios por montañas salvajes y desiertos
que también les acecha en broma, sin ninguna intención especial de dañarles,
en cualquier otra circunstancia y, con gran sorpresa por su parte, las
sorprende durmiendo la siesta. Así pereció Fedchenko, y Severtsev, y
Godunov-Cherdyntsev, así como muchos extranjeros de clásica fama: Speke,
Dumont d’Urville. Y después de pasar varios años más dedicado a la
investigación médica, lejos de las preocupaciones e intereses de la
expatriación política, Innokentiy se encontró casualmente en París durante un
par de horas para una entrevista profesional con un colega, y ya corría
escaleras abajo, enfundándose un guante, cuando, en uno de los descansillos,
una alta dama de espaldas encorvadas salió del ascensor… y, de inmediato,
reconoció en ella a la condesa Elizaveta Godunov-Cherdyntsev. «Claro que le
recuerdo. ¿Cómo no iba a recordarle?», dijo ella, no mirándole a la cara, sino
por encima de su hombro, como si hubiera alguien de pie detrás de él (la
condesa bizqueaba ligeramente). «Bueno, entre, querido», siguió diciendo,
recuperándose de un momentáneo trance, y levantó con la punta del zapato
un ángulo del grueso felpudo, cubierto de polvo, para coger la llave.
Innokentiy entró tras ella, atormentado por no poder recordar qué le habían
dicho exactamente sobre el cómo y el cuándo de la muerte de su marido.
Y unos minutos más tarde Tanya llegó a casa, con todas las facciones
ahora más claramente fijadas por la penetrante aguja de los años, con la cara
más pequeña y los ojos más amables; encendió inmediatamente un cigarrillo
riendo y recordando sin el menor embarazo el distante verano, en tanto que él
no podía dejar de maravillarse de que ni Tanya ni su madre hubieran
mencionado al explorador muerto y hablaran con tanta sencillez del pasado,
en vez de romper en los tristes sollozos que él, un extraño, sólo lograba
contener con dificultad… ¿O tal vez ambas se limitaban a poner de
manifiesto el autocontrol peculiar de su clase? Pronto se les reunió una pálida
niñita de negros cabellos, que debía tener unos diez años: «Ésta es mi hija;
ven aquí, cariño», dijo Tanya, aplastando la colilla del cigarrillo, ahora
manchada de rojo de labios, en una concha marina que hacía las veces de
cenicero. Luego llegó a casa su marido, Ivan Ivanovich Kutaysov, y pudo oír
a la condesa, que había salido a su encuentro en la habitación contigua,
identificando a su visitante, en su francés doméstico importado de Rusia,
como le fils du maître d’école chez nous au village, lo cual le recordó a
Innokentiy que Tanya había dicho una vez en su presencia a una amiga, a la
que quería hacer notar lo bien que tenía las manos: Regarde ses mains y
ahora, escuchando el melodioso ruso, hermosamente idiomático, en que la
niña respondía a las preguntas de Tanya, se descubrió pensando, de un modo
malévolo y bastante absurdo: «¡Ajá, ya no hay dinero para enseñarles lenguas
extranjeras a los niños!», sin pasársele en aquel momento por la cabeza que,
en aquellos tiempos de exilio, en el caso de una niña nacida en París que
asistía a una escuela francesa, esa lengua rusa representaba el más ocioso y el
mejor de los lujos.
La conversación sobre Leshino comenzaba a languidecer; Tanya,
confundiéndolo todo, insistía en que él solía enseñarle los cantos
prerrevolucionarios de los estudiantes radicales, como aquel sobre «el
déspota que se divierte en su rico palacio mientras la mano del destino ya ha
comenzado a trazar la sentencia de muerte sobre el muro». «En otras
palabras, nuestra primera stengazeta (diario mural soviético)», comentó
Kutaysov, un gran bromista. Salió a colación el hermano de Tanya; vivía en
Berlín, y la condesa empezó a hablar de él. De pronto Innokentiy comprendió
algo maravilloso: nada se pierde, nada en absoluto; la memoria acumula
tesoros, los secretos almacenados van creciendo entre la oscuridad y el polvo
y, un día, un visitante de paso en una biblioteca pide un libro que nadie había
solicitado durante veintidós años. Se levantó de la silla, se despidió; sus
protestas para que no se marchara no fueron demasiados efusivas. Qué
curioso que le temblaran las rodillas. La experiencia le había causado un gran
impacto. Cruzó la plaza, entró en un café, pidió una copa, se incorporó
brevemente para retirar su propio sombrero aplastado de debajo de su cuerpo.
¡Qué terrible sensación de inquietud! Se sentía así por varias razones. En
primer lugar, porque Tanya se había conservado tan encantadora y tan
invulnerable como solía ser en el pasado.
VLADIMIR NABOKOV. Nacido en San Petersburgo en 1899 en el seno de
una acaudalada y aristocrática familia, aprendió francés e inglés de niño. En
1919, iniciada la revolución bolchevique, marchó al Reino Unido, estudiando
Filología Eslava y Románica en el Trinity College de la Universidad de
Cambridge. Tres años más tarde, marchó a Berlín viviendo dentro de la
comunidad rusa en el exilio, y comenzando a escribir poesía. En 1937 viajó a
Francia, asentándose más tarde en París. En 1940, por la presión nazi, emigró
con su familia a Estados Unidos, trabajando en el museo Americano de
Historia Natural, compaginando el trabajo con el de profesor de Literatura
Comparada en el Wellesley College, donde años después sería profesor de
ruso. En 1945 adquirió la nacionalidad americana, y en 1948 fue profesor de
ruso en la Universidad de Cornell. Su primera novela (Mashenka) apareció en
1926, título continuado por Rey, Dama, Criado (1928), La Defensa de Luzhin
(1930) o Habitación Oscura (1933), libros que le convirtieron en uno de los
principales narradores de su época. Tras el éxito literario y económico de
Lolita, publicada en 1955, marchó a Montreux en Suiza, donde continuó su
carrera literaria y su afición por la entomología y los problemas de ajedrez, y
donde falleció en 1977.
Notas
[1] En inglés, dawn = amanecer. <<
[2] En francés, matadero. <<
[3] En alemán, «entre compañeros». <<
[4] En la traducción española, R, de rey. <<
[5] En inglés, quack. <<
[6] En francés en el original. <<
[7] This is the house that Jack built, de un cuento popular. <<
[8] En inglés, modorra. <<