Confieso Que He Vivido 5
Confieso Que He Vivido 5
Confieso Que He Vivido 5
ISBN Nº 978-956-8846-20-6
Octubre 2019
Edición:
Unidad de Comunicaciones SENAMA
Ilustraciones:
Sandra Conejeros
Diseño e impresión:
Andros Impresores
CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO
PRESENTACIÓN
Sebastián Sichel Ramírez Ministro de Desarrollo Social y Familia 7
Octavio Vergara Andueza Director Servicio Nacional del Adulto Mayor 8
PRIMEROS LUGARES
Reír llorando – Talca 11
Espinas en el alma – Arica 19
La higuera de mi infancia – Iquique 25
El arrendatario – Antofagasta 29
La fuerza del recuerdo – Copiapó 35
Borde costero de la IV Región – Ovalle 47
Soledad – Putaendo 55
Sombras – Recoleta 59
De mi diario de vida – San Vicente de Tagua Tagua 67
Mi perro El Cunco – Treguaco 79
El santo de la abuela Jesusa – Concepción 85
Instinto de supervivencia – Carahue 93
Decir dos – Valdivia 97
Mi pequeña biografía – Puerto Montt 107
Corceles del hipódromo del río – Chile Chico 119
El Parkinson… un fantasma – Porvenir, Tierra del Fuego 123
Confieso que he vivido – Montevideo – Uruguay 129
PRESENTACIÓN
El Concurso Literario Autobiográfico Confieso que he Vivido es una iniciativa
que nos entrega oportunidades a todos. A los autores, que consolidan en esta
publicación sus historias, y a los lectores, que pueden conocer las experiencias
más profundas de los adultos mayores que escriben.
Este libro nos abre la puerta a relatos que, a través de recuerdos y enseñanzas,
dejan de manifiesto que la experiencia es fundamental, y que es el momento
de disfrutar otro gran momento de sus vidas. Ellos, ustedes, con su infinita
sabiduría, tienen mucho para seguir entregando a la sociedad.
PRESENTACIÓN
Un relato autobiográfico, junto con mostrar a otros algunos sucesos
importantes de la vida de una persona, sirve como un elemento catalizador
que puede ser de gran ayuda para entender decisiones que tomamos en el
pasado, o cómo actuamos en un momento dado.
Este tipo de relato toma una especial significancia para una persona mayor,
que puede mirar hacia atrás con la tranquilidad y experiencia de los años
vividos, teniendo la posibilidad de plasmar sus sentimientos más profundos
y situaciones que dejaron huellas en sus vidas, y que forman parte de lo que
son hoy, como adulto mayor, sea cual sea su condición.
Durante los cinco años del Concurso Literario Autobiográfico Confieso que
he Vivido, hemos recibido alrededor de 3.000 relatos, incluso del extranjero,
lo que ya se ha vuelto una tradición; y de personas tan longevas que superan
los 100 años.
Quiero felicitar a todos ellos, a los ganadores de cada región, al primer lugar
nacional —don Sergio Ramírez, de la Región del Maule— y a todos quienes
nos enviaron sus relatos este año, pues con la dedicación de siempre se
animaron a abrir sus corazones y a compartir con las otras generaciones sus
más recordadas vivencias.
Sabemos que las personas mayores tienen mucho que decir y aportar en una
sociedad que tiene el gran desafío de reconocer el envejecimiento como una
oportunidad y una herramienta para crecer mediante el conocimiento que se
adquiere con los años.
Ganador Nacional
M Región del Maule N
Reír llorando
Autor
Sergio Arturo Ramírez Riquelme (65 años)
Talca
Ninguno de los cinco chiquillos que nos juntamos aquel día, imaginaba lo que
el destino tenía preparado para nosotros.
Éramos cinco, y Mario, el mayor del grupo, caminaba adelante por entre los
arbustos y cardales que teníamos que sortear en el camino.
Nuestros pies hollaban el blando gramado natural al tiempo que, con nuestras
manos, íbamos separando las altas matas de galega que en más de una visita
nos habían servido para escondernos unos de otros, cuando la aventura no se
trataba de perseguir pájaros o extraer camarones en la temporada invernal.
Mario oteaba los alrededores estirando su cuello por encima de los arbustos,
que para nosotros eran bastante altos. De pronto nos detuvo y con su cara
iluminada por un descubrimiento, nos dijo:
Nuestros pasos detrás del líder fue la mejor respuesta. Sigiloso pero seguro
nos guio hasta las cercanías de la carpa. Con todos los sentidos alerta,
avanzamos dispuestos a llevar a buen término el siempre riesgoso desafío
de sentarse gratis en los tablones que hacían las veces de graderías de aquel
circo pobre que a nosotros nos parecía inmenso e importante. El éxito de la
empresa le daba un valor agregado al placer de disfrutar el espectáculo.
Pero nada sucedió. Al llegar por la parte posterior dimos directamente con
la puerta de acceso de los artistas. Una media docena de carpas pequeñas
hacían las veces de camerinos en donde los artistas se preparaban para salir
a la pista y, seguramente, hacían también su vida familiar.
Sorteamos con agilidad felina la multitud de cuerdas que las fijaban a las
estacas clavadas en el duro y reseco terreno. Yo marchaba de los últimos. De
vez en cuando, Mario nos miraba como apremiándonos a caminar rápido y
ágilmente.
Me asomé.
Junto a la cama y montado sobre unos cajones que lo separaban del suelo, un
pequeño cajón blanco descansaba acompañado del chisporroteo de una vela
inserta en una palmatoria encima de un pequeño velador. La leve brisa de esa
tarde estival hacía bailar cadenciosa su llama, dibujando una grotesca danza
con la sombra del pequeño ataúd sobre el piso y parte de la pared de lona.
No supe cuánto tiempo permanecí allí, estático. Mis pies atornillados al piso,
mi garganta anudada y mi pensamiento en blanco.
El maquillaje de uno era una enorme y exagerada risa, mientras que el otro
había pintado su cara con una mueca de amargura y una lágrima solitaria
parecía rodar sin nunca terminar de caer.
—¿Y el borracho?
—¿Y…?
hermosa que era la niña que ayudaba al domador… y de lo graciosos que eran
los payasos
Payaso triste,
de circo pobre
Que vas humedeciendo
el aserrín de la pista
Con lágrimas de dolor.
Primer Lugar
M Región de Arica y Parinacota N
Espinas en el alma
Autora
Elena Bahamondes Puga (79 años)
Arica
Me transporto a mi infancia, entre los cuatro o cinco años. Papá era todo
para mí, el cielo y la vida. Su ternura era inmensa e infinita, siempre risueño,
divertido, amoroso, yo era su pequeña diablilla, me decía “mona”. Cuando
salíamos de paseo, me tomaba en sus fuertes brazos como a una bebé,
colmándome de besos, mientras yo tiraba de sus orejas y desordenaba su
pelo. Él cogía mis hombros apretándolos, pero yo con mis manos tapaba
sus ojos y él simulaba no ver nada; todo sucedía en las calles, mamá se
avergonzaba, siguiéndonos algo alejada, aparentando no conocernos. Íbamos
a los juegos de entretención, allí gritábamos, nos empujábamos cogiéndonos
de las ropas, subíamos a los aviones, rueda y la cuncuna. Lo que más nos
gustaba era “La casa fantasma”, allí el desorden no tenía límites, jugábamos
entre risas y caricias.
Lo admiraba con orgullo por vestir uniforme. Era un carabinero muy guapo,
alto, cabello claro, mirada conquistadora, tez blanca y manos fuertes. A veces
Días, meses y años inolvidables, pero a la vez un gran cambio me hizo odiarlo
por largo tiempo. Recuerdo con amargura las noches, ya acostada, pero
sin poder dormir, y a los minutos siguientes, oigo la voz de papá rogando
a su compañera entre balbuceos: “Ya, déjame acariciarte”, y luego un “No”
de mamá, seguido de su llanto. Por un largo momento, ya no lo soporto y
mis lágrimas fluyen una a una. Trato de contenerlas transformándose en un
fuerte dolor, profundo e incontrolable. Y pienso, “¿Estaba pegándole?”. Y mis
gemidos se hacen escuchar, mamá se levanta, me pregunta qué pasa, yo solo
respondí que tenía miedo, por lo que ella decide acostarse junto a mí.
No se alimentaba, todos los días era llorar y llorar, veía su rostro pálido y
demacrado por el ser amado. Así fue pasando el tiempo, al punto que fue
llevada al médico, quedando hospitalizada. Mi abuela volvió sola a casa,
diciéndome que permanecería un tiempo allá. Mientras escribo siento ira,
mi corazón late frenético. Ese día el cielo cayó a mis pies, la tierra se abría,
estaba herida, no tenía alma, mi cuerpo se quebraba y quedé sola en la
habitación. Huérfana y desamparada.
Papá fue obligado a visitar a su esposa una vez por semana. ¿Qué fue de
nuestra familia? Se rompió en diminutos fragmentos. Yo quedé al cuidado
de mi abuela y una tía solterona, la que me obligaba a hacer aseo día a día,
moviendo nuestras camas, el ropero, etc. Quedaba exhausta. Me enseñó a
virutillar el piso, encerarlo y sacarle brillo agachada. Yo no sabía nada de
esto, mi madre lo hacía todo, diciéndome que solo hiciera las tareas, comiera
y jugara. Salía por las tardes a la calle para juntarme con mis amigas, pero
esto no fue posible después, porque me daba vergüenza salir luciendo mis
ropas sucias. Mi abuela no dejaba que me cambiara y debía hacerlo solo una
vez a la semana.
Mi abuela era la única que visitaba a mamá, yo no podía por ser pequeña,
y estaba prohibido por el riesgo de contagio. Continuaba el tiempo entre
Pasaron los meses, largos y amargos, mamá volvió a casa, y yo estaba feliz,
pero afligida a la vez, la observaba en su cama, delgada y triste, melancólica
y al hablar se cansaba. Al medio día, pasado un tiempo, me dijo: “Trae la
cocinilla, colócala junto a la cama, junta agua en la olla chica. Cuando esté
haciendo globitos pon la carne, las papas y el zapallo, etc.”. Esto sucedió
varios días hasta que mi abuela se decidió a hacerlo.
Mamá me ordenó cambiarme de ropa y no dejó que hiciera aseo, “solo barrer”,
me dijo. Y comencé a jugar con mis amigas en la calle.
En cierta ocasión fui de compras con ahorros míos. Entré en una gran
ferretería, había visto unos pequeños vasos y pedí verlos. El señor me
preguntó: “¿Cuántos necesitas?”, “Uno solo”, respondí. Y orgullosa volví a casa
regalándoselo a mamá, para sus gotas de la tos.
El odio a mi papá duró años y años, no podía perdonarlo, porque junto a mamá
estaba nuestro mundo, su figura para mí era solo un hermoso sueño quebrado
en mil pedazos.
Primer Lugar
M Región de Tarapacá N
La higuera de mi infancia
Autora
Purísima del Carmen Vásquez González (70 años)
Iquique
La figura campesina del abuelo Alamiro quedó grabada para siempre en los
ojos de la Infancia.
La casa que él levantó con sus manos fue el refugio de nuestros juegos, donde
mis primos, yo y mis hermanos vivimos nuestra inocencia.
Para nosotros era el paraíso, con varios adanes y evas y por suerte desprovisto
de serpientes, pero en lugar del manzano, estaba ella, “La Higuera”. En medio
del patio, de tronco áspero y grueso, para soportar el peso de los niños de
la casa, se preparaba para recibir muchos infantes traviesos dispuestos a
escalarla. Tal parece que se inclinaba para que los más pequeños también
pudieran llegar a su altura.
Al despertar… aún con legañas en los ojos y sin lavarnos la cara, corríamos a
treparla. Se ponía tan feliz que casi nos abrazaba y jugaba a servirnos leche y
miel de sus oscuras mamas.
Luego en la rama más alta, el Sol se abanicaba la cara. Un poco más abajo,
unos pajaritos piaban y a un lado el Choche y la Gabi peleando como siempre.
Primer Lugar
M Región de Antofagasta N
El arrendatario
Autor
Gustavo Alex Tapia Araya (67 años)
Antofagasta
Fue entonces que don Risbelto Quispe, mi último arrendatario, con solo cuatro
meses en la casa, me pidió el favor personal de entregarle a un amigo suyo
“un paquetito, mi jefe, para una amiga de esas tierras, es una encomienda, y
ella ya sabe que usted se la entregará en el terminal”.
Don Risbelto, a sus cincuenta años, era entre mediano y alto de estatura,
regordete por el pecho y carente de cuello, lo que le hacía ver como un
pequeño búfalo, más con su cara maciza y café, pero de una gran sonrisa que
le iluminaba toda la cara y daba buena fe que se trataba de un individuo a
todo dar.
Los arrendatarios de la casa le tenían respeto a don Risbelto por otro motivo.
Su pieza, que en principio no dejaba de ser un cuarto común y corriente, con
un gran clóset empotrado en una de las murallas y una ventana al jardín,
se había convertido por inspiración de sus hábitos a la buena vida en una
pequeña sala del palacio de Versalles.
Nadie le iba a negar el derecho a recordar sus raíces, más cuando la porcelana
peruana era de indudable calidad y le agregaba valor al cuarto.
Así fue que, tres semanas después recibí la llamada del encargado de mi
casa señalándome su extrañeza por la ausencia del peruano, quien sin aviso
permanecía ausente.
Habría de pasar un mes más para que tuviésemos la primera noticia de don
Risbelto, detenido en la cárcel de Santiago por tráfico de cocaína hacía poco
más de un mes.
Don Risbelto había permanecido bajo arresto y aislamiento para cazar a toda
su red.
Mirado con el tiempo, “el encargo” que tuve la oportunidad de trasladar hasta
La Serena meses antes me había convertido nada menos que en una mula de
la red tejida por el chef peruano. De haberse descubierto mi paquete, varios
años de cárcel me hubiesen alejado de la vida cotidiana.
Tengo entendido que todavía le quedan varios años adentro, antes que venga
a cobrarme todo. Pero yo le tendré de vuelta la mención del “encarguito” que
me hizo llevar hasta La Serena.
Primer Lugar
M Región de Atacama N
La fuerza del recuerdo
Autora
Alby Fuentealba Benavides (63 años)
Copiapó
Lo miré entre las personas y disipé cualquier duda amorosa que dudé tener.
Estaba tan avejentado, y no lo pensé con lástima, sino como esa realidad
que de repente te golpea. Lo que más me llamó la atención fue el estado
de tu dentadura. En esos momentos recordé las palabras de mi madre: “Hay
personas que llevan su edad en la sonrisa”. Ambos nos reencontrábamos
siendo grandes y, como siempre, como buenos amigos de la infancia.
No había cambiado tanto desde aquella vez que nos reunimos, solo un poco
más de arrugas en la cara, pero las expresiones, la forma de mirar, la postura
corporal, todo estaba allí.
Él tenía seis años más que yo, así que siempre estuvo allí como amigo de mis
hermanos y, por tanto, amigo de la familia, además de vecino. Me parecía tan
inusual que pudiera sentir algo diferente al cariño de amigo, que simplemente
me cerré a otro sentimiento que las circunstancias pudieran presentarme.
—Hola.
Siento la voz a mi espalda, que me hace girar por un momento. Respondo casi
por cortesía y también sorprendida de que me dirigiera la palabra.
—Hola.
—¿Qué haces?
—Aquí, viendo.
Ahora me doy cuenta que el tino para hacer preguntas no era su fuerte. Lo
miré extrañada y le contesté.
—Estoy bien así. Un pololo trae puros problemas y mis amigos vienen
cuando yo quiero —todas estas palabras las digo sin mirarlo y apoyándome
fuertemente en el marco de la ventana, como dando por terminada la inusual
y extraña conversación.
Sin embargo, los años hicieron que fuera yo quien lo mirara con otros ojos y
siempre a la distancia. Lo veía junto con mis hermanos, formando parte de mi
familia, yendo entre su casa y la mía, en fin, me di cuenta que era diferente.
La cercanía, el que pudiera sentirlo, verlo diariamente, comenzaron a poner
pensamientos alborotados que dejaron pasar ilusiones de quinceañera. Sin
embargo, nadie lo sabía, al menos hasta este momento. Quizás mi madre lo
intuyó, pero ella era muy respetuosa de la intimidad y jamás indagó respecto
de cosas que yo no quisiera que lo hiciera.
Poco a poco surgió ese ideal de hombre, de “príncipe azul” en ese “amigo”
de la infancia, pero yo estaba temerosa del entorno, del qué dirán y prefería
estar con mi grupo de amigos, realizando obras sociales, ayudando a otros
y cumpliendo con los compromisos del centro juvenil. En cambio él estaba
practicando deportes y haciéndose famoso. Lo entrevistaban continuamente
y salió hasta en la televisión. Para nosotros seguía siendo el mismo, el
amigo de la casa que llegaba a comer el pan casero que hacía mi mamá,
que se perdía entre los matorrales de grosella de la huerta, en fin, aquel
joven de sonrisa cómplice que continuaba jugando a la pelota con mis
hermanos.
—¿Sí?
—¿Aún te gusta él? —no diré su nombre aquí, pero ella sí lo dijo en ese
momento.
Guardé unos segundos de silencio. Creo que ya sabía lo que venía y, otra vez,
me coloque a la defensiva.
—¡Ay que bueno! Porque siendo mi amiga quería que supieras que yo haré
todo por quedarme con él.
Pasaron los días y llegó a mis manos unos binoculares que mis hermanos
consiguieron de unos amigos y que, por consiguiente, molesté para que
permitieran que los usara. Mis hermanos generalmente alegaban un poco
ante mis requerimientos inocentes, pero finalmente terminaban por acceder,
aunque con ciertas condiciones. Las más importantes: “¡Cuídalos! ¡No los
rompas! ¡No los pierdas!”.
Allí estaba yo disfrutando de esos binoculares. Era una tarde de verano donde
el azul del río bajo los rayos del Sol, permitía una perspectiva ambiciosa del
paisaje. Todo se veía hermoso. Era espectacular ver aquello que con frecuencia
mis ojos no podían visualizar. Más aún si considerábamos el tiempo que por
lo común había en Valdivia, nublado o lluvioso para estar despejado con el
cielo inmensamente azulado.
Quizás fue un reflejo aún infantil de querer algo cuando alguien más lo tenía.
¡Qué sé yo! La cuestión era que no era para mí y sentí que debía continuar
como hasta ese momento. En silencio, añorando, amando, visualizando la
felicidad desde lejos.
Una tarde que regresaba a casa e iba caminando por la alameda que llevaba
a la Universidad, sentí que alguien me llamaba. Ya era otoño. Al voltear para
ver quién era, me encuentro con mi amiga que caminaba rápidamente en
dirección hacia mí. No había forma de esquivarla, así que no me quedó otra
que esperarla y continuar caminando junto con ella.
—Yo más o menos. No me siento muy bien con eso del embarazo.
—Más encima tengo que preparar eso del casamiento. Algo íntimo, ya sabes,
para evitar eso de los comentarios, aunque a nosotros eso no nos importa,
pero ya sabes, eso de la familia y los medios… bla… bla… bla…
del festival, así que ya estaba programando nuestra asistencia a ese evento
y todo prometía que la pasaríamos muy bien. Pocos días antes de viajar supe
que la fecha del casamiento coincidía con aquellos días en que yo estaría
fuera de la ciudad. Nuevamente el destino me ponía en una encrucijada para
elegir, pero también me colocaba una opción para eximirme del simple hecho
de ser testigo directo de su felicidad. Obviamente la elección la había hecho
varios años antes, por lo que fui a Viña y disfruté de Sandro en el escenario
del festival.
Entendí también lo que significa “amor ideal” de “amor real”, aunque no perdí
mayor tiempo en reflexionar respecto de ello. Él quedó allí como recuerdo
de lo que pudo ser y no fue. Sin mayores complicaciones ni sacrificios.
Quizás alguna lágrima adolescente llena de timidez y vergüenza, pero nada
más. Pienso que si hubiese sido amor verdadero, como esos que narran los
entendidos, habría hecho lo imposible por tenerlo, como lo dijo “mi amiga”.
Aunque a ella no le resultó para toda la vida, sirve como ejemplo de una
mujer que se esfuerza por tener a un hombre, ocupando para ello todas las
herramientas posibles y poniéndolo como eje central de su vida.
Cada cual obtuvo la vida que eligió y, con ella, la felicidad apropiada.
No se trata aquí de dilucidar quién fue feliz o quién lo fue menos. Tampoco
de intentar finalizar la relación que pudo existir. Queda por saber el término
de nuestras vidas, porque aún se mantienen en el quehacer del destino. A
lo mejor, la noticia de su fin me llegue desfasado, como todas las noticias
que tuve de él o quizás lo sepa tan rápido que podré asistir a sus funerales.
En cambio, mi término, si sucede antes que el suyo, estoy segura que no lo
sabrá, hasta después de un tiempo y como un hecho dicho casualmente por
algún conocido en común. Es que estamos tan separados que es imposible
que sepa de mí. No posee la suerte que yo he tenido. De que siempre, de
alguna u otra forma, me entero de lo que le sucede, aunque sea con desfase
de tiempo.
Pero en una pequeña venganza contra lo escrito por la mano superior, quise
relatar esto tan íntimo. Que quedara como manera de evidencia del jugueteo,
Primer Lugar
M Región de Coquimbo N
Borde costero
de la IV Región
Autor
Julio Alberto Aranis Rojas (73 años)
Ovalle
Las rocas menores las empujamos barranco abajo —no es fácil mantener la
calma cuando piedras de gran tamaño continúan cayendo cerca de ti, producto
de las réplicas que precedieron al terremoto—, las que no conseguimos sacar
por su enorme tamaño, las movimos dejando un reducido espacio entre ellas
y el abismo.
Más tranquilos iniciamos el descenso por entre las piedras que continuaban
entorpeciendo nuestro camino. Nada había cambiado, el terreno que bordea
la casa estaba seco, las marcas dejadas por el agua en la playa, señalaban que
subió poca cosa, el entorno no mostraba cambios extraordinarios. ¡Menos
mal!
Nuestra historia tuvo un final feliz, al contrario de muchas otras familias que
aún no consiguen recuperarse de este desastre.
Estoy consciente que mi vida fue una aventura, de la que aprendí innumerables
lecciones: buenas y malas, pero todas ellas válidas. No se puede evaluar lo
bueno sin conocer lo malo. No se puede apreciar la alegría sin haber sufrido.
No se puede valorizar el amor sin haber recibido indiferencia. No se puede ser
valiente sin sentir miedo. Estas experiencias son necesarias para poseer un
equilibrio como seres humanos.
Si fuese de ese modo nuestro paso por este planeta no tendría sentido. Tal
vez estos pequeños relatos de vida escrito por personas mayores, orienten
a los descendientes y futuras generaciones a encauzar sus vidas respetando
al ser humano y naturaleza que los rodea. Solo eso. Si conseguimos este
objetivo, quedo feliz por toda la eternidad.
Primer Lugar
M Región de Valparaíso N
Soledad
Autora
Nora del Carmen Valencia Silva (65 años)
Putaendo
Fue un 8 de marzo,
que nos casamos.
Un proyecto de vida,
que comenzaba
con dos niños preciosos,
que tú adorabas.
El dolor me consume,
quiero escapar.
La realidad me atrapa,
debo aceptar.
En mi alma se anida
la soledad.
Quizás la ilusión
o al ser más querido.
De pronto me detengo,
y pienso tanto, tanto,
que mis ojos se nublan
y me ahogo en mi llanto.
Primer Lugar
M Región Metropolitana N
Sombras
Autora
María Cristina Jiménez Quezada (64 años)
Recoleta
Tuvieron cinco hijos, siendo yo la última y única mujer. Aunque muy regalona
de mi padre jamás me permitió acercarme mucho a él ni menos dormir
en su cama. El dormitorio matrimonial consistía en dos camas de plaza y
media, separadas por un velador. Cuando yo sentía temor por las noches, iba
a costarme con mi madre pero jamás con papá, estaba prohibido porque él
siempre pensó que nos podía contagiar.
Tengo grabado el rencor que mi padre sentía por el tío que llegó a su casa
en Villarrica, pidiendo alojamiento y ocultando su tuberculosis. Mi abuela le
pasó una cama en el dormitorio de sus hijos, resultando cinco contagiados de
los ocho y una hermana muerta.
Con este aprendizaje temprano de una epidemia que había existido mucho
antes de mi nacimiento, entendía y aceptaba de buen modo las precauciones
que mi padre tomaba para protegernos y me sentía contenta con sus cuidados.
Porque además tenía su toalla aparte y su vajilla que no podía usar ningún
otro miembro de la familia.
Mamá recordaba con orgullo que mi padre se había mejorado sin antibióticos
porque no existían, con sobrealimentación y baños de sol; con los años se
descubrió que estos últimos eran contraproducentes. O sea, según mi madre,
papá había sido un Hércules que salió airoso de tamaña prueba, respirando
perfectamente con un cuarto de pulmón y por el resto de su vida que fue
bastante más larga de lo se había pronosticado.
Fue así que mi querido Ica, mi protector, el maestro que me estaba enseñando
a leer y que me quería con fervor, quedó confinado a una pieza donde los
hermanos no podíamos entrar. Se instaló una pequeña reja de madera para
que, especialmente yo, no estuviera cerca de él.
Recuerdo que mamá le hacía todos los días jugo de zanahoria. Yo esperaba
con paciencia que estrujara la hortaliza rallada con un pedazo de género.
A Ica le llevaba el jugo y yo me comía, feliz, en mi pequeño plato enlozado,
la zanahoria rallada y seca. Nunca sentí envidia ni lo tomé como las sobras
porque yo amaba a mi hermano y entendía que él necesitaba lo mejor para
sanarse. También mamá le hacía quesillo. El lechero pasaba muy temprano
vendiendo leche en una carretela tirada por un tolerante caballo. Mamá recibía
el líquido blanco y espumoso en una olla de aluminio donde el vendedor lo
iba echando con el jarro que medía los litros. En la noche hervía la leche y
le echaba unos polvos de cuajo que compraba en la farmacia. Tapaba la olla
con un paño blanco hecho con las bolsas de los sacos de harina y al otro día
la leche estaba cortada. Por la mañana colaba los cuajarones con los mismos
paños y luego los estrujaba con sus manos morenas que contrastaban con
el género y el quesillo resultante. Antes de llevarle a mi hermano, me daba
un pedazo de esa masa blanquecina, tibia y “chiclosa”, que sonaba entre mis
dientes.
Con estos cuidados y muchos más, a los seis meses mi hermano se levantó
de la cama y pudo salir al mundo exterior, bastante más alto de lo que yo lo
recordaba pero con la misma cara angelical de mi hermanito querido.
Era la segunda batalla ganada por guerreros dirigidos por una eficiente
generala, mi madre; y yo era una espectadora que amaba a esos soldados.
Creo que papá temió toda su vida que la tuberculosis se le cruzara otra vez en
su existencia. Pero no fue así, murió treinta y dos años después, de un infarto
al corazón.
Un día llegó a nuestra casa, desde Castro, la tía Angelita. Era la señora de un
hermano de mi papá, dulce como su nombre y de unos ojos tan transparentes
y azules que daban deseos de nadar en ellos. Llegó con unas heridas que no
sanaban en las piernas. Mi madre le diagnosticó de inmediato una tuberculosis
en piel, la que corroboraron los exámenes. La tía estuvo un tiempo en nuestra
casa, hasta que se fue al sur con sus piernas impecables y fuertes lazos de
amor entre ella y yo que perdurarán el resto de mi vida.
También era una lectora empedernida. Ella me contó que Franz Kafka, el autor
de La metamorfosis y la mamá de Pablo Neruda murieron de tuberculosis,
ella, un mes después de dar a luz al poeta. Por mi mamá conocí a Margarita
Gautier, la protagonista tísica de la novela La Dama de las camelias de
Alexandre Dumas; supe del hospital para tuberculosos en los Alpes suizos de
La montaña mágica, la novela de Thomas Mann. Sus enfáticos comentarios
que quedaron grabadas a fuego en mi mente de niña, me instaron a leer,
tiempo después, las obras de estos autores.
De ahí aprendí que en algún momento, el ser más amado, admirado por su
inteligencia y gallardía, tendrá un depredador que tal vez, haciéndose pasar
por un conocido, lo engañe, lo derribe y lo consuma.
Primer Lugar
M Región de O’Higgins N
De mi diario de vida
Autora
Natacha Poblete Araneda (73 años)
San Vicente de Tagua Tagua
Martes 31 de diciembre
Faltan pocos minutos para la medianoche. Este año, 1985, ha sido complicado,
agotador, con bastante que recordar. Mi primer abrazo para papá. Nos
transmitimos mutuamente la esperanza de estar juntos mucho tiempo y ver
realizado el anhelo de recuperar el Chile que perdimos.
Abro mis ojos y ya es de día. Inicio el caminar de este nuevo año, con
incertidumbre y un —¿hasta cuándo?— que no tiene respuesta. De pronto,
recuerdo “Maullín”… Sonrío, siento emoción, a pesar de lo que este episodio
significó en mi vida.
Hoy hemos decidido pasar este día en el lago Rapel. Vamos a intentar olvidar
por algunas horas, lo que vivimos a diario, desde que el golpe militar nos
2 de enero
La idea de hacer este viaje se gestó hace muchos años; algún día llevaríamos
a papá a Maullín, lugar donde permaneció relegado algunos meses, por
orden del entonces presidente Gabriel González Videla quien logró el triunfo
apoyado por partidos de izquierda y con el voto de los militantes del Partido
Comunista, a quienes traicionó. Yo tenía en esa época 2 años de edad y mi
hermanita 5 meses.
4 de enero
Hay hechos que a veces son inexplicables. Cuando decidimos viajar, con
calendario en mano, pensamos en esta fecha. Antes de emprender este
viaje en busca del pasado, nos enteramos que un día como hoy, 4 de enero
de 1948, papá inició como detenido político, junto con seis compañeros, el
camino hacia Maullín donde permanecieron relegados.
De esos siete hombres que un día tuvieron que alejarse de sus familias,
traicionados por quien recibió la Banda Presidencial, solo sobrevive mi padre.
Con sus 78 años para mí es el símbolo del hombre chileno que ha sabido
luchar por sus ideas y mantenerse fiel a sus principios.
5 de enero
Emprendemos la segunda etapa del viaje. Sigo sumida en los recuerdos. Papá
nació en 1908. Mi abuelo era dueño de quintas en Peumo. Conoció de cerca
las injusticias que se cometían con los campesinos de ese lugar. Así inició
su caminar por la senda que lo llevó a ser un hombre comprometido con sus
principios.
Las dos veces que fue detenido, mi mamá asumió con decisión y valentía la
responsabilidad de mantener unida a la familia. Entregó su vida a la educación
y afortunadamente jubiló, en el momento que nosotros los profesores más
jóvenes fuimos traspasados a las municipalidades.
6 de enero
El sol entibia tímidamente el día. Miro hacia el horizonte, veo islas, mar
y cielo. Esta aparente tranquilidad me hace olvidar un instante la cruda
realidad. La encargada de hacerme recordar lo que está sucediendo en
mi país es la emisora Estrella del Mar. Profesores despedidos, alumnos sin
derecho a matrícula. Es el resultado de la municipalización. Ollas comunes,
los maestros movilizados, continúa el drama en los hogares chilenos. Pienso
en Marcela, exalumna, amiga y hoy colega. Su paso por la Universidad fue
difícil. El sacrificio de los jóvenes por alcanzar su meta está representado por
ella. Muchas veces con su estómago vacío debió vencer los obstáculos que
a diario surgían. Su tenacidad la llevó al final del camino. Desde entonces
cumple con la noble tarea de educar. En estos momentos debe estar luchando
codo a codo con los compañeros despedidos. Sufro por estar tan lejos, pero
hoy mi deber es estar junto a papá.
14 de enero
Continuamos nuestro viaje, sin hablar. No entiendo por qué la vida es tan
dura con esta valerosa mujer que nuevamente es golpeada por el destino.
Pienso a la vez en los niños que han perdido su vida, víctimas de la represión
desatada por esta dictadura.
Sigo escuchando con atención sus recuerdos. Entre los relegados, uno
pertenecía a la Falange, partido político que no tenía ninguna relación con
los otros detenidos. Lo detuvieron por equivocación. Él siempre mantuvo la
esperanza de salir de aquí. Entre todos ayudaron al “Gran Escape”. Le dieron
dinero a un pescador, el que una noche lo sacó en bote. Al no aparecer al otro
día, corrieron la voz que se había suicidado. Trajeron buzos de Puerto Montt,
quienes rastrearon el río. Nunca lo encontraron, así es que, para no perder la
zambullida sacaron peces, y se los regalaron a ellos. Con la gente del pueblo
compartieron dicho obsequio en homenaje al compañero “desaparecido”.
18 de enero
20 de enero
Iniciamos el viaje de regreso a nuestra tierra. Voy feliz por lo que significa haber
tenido la oportunidad de estar al lado de papá en esta aventura y acompañarlo
en su retorno a Maullín. Sin embargo, la incertidumbre se apodera de mí. No
sé qué pasa en La Florida, la comuna donde trabajo. Son miles los profesores
cesantes por todo Chile. Continúan las movilizaciones. La represión se deja
sentir una vez más.
27 de enero
28 de febrero
Hoy iniciamos las actividades en el liceo. Lo que nos espera será difícil.
Sabemos que la unión hace la fuerza.
Atrás quedó ese viaje maravilloso, que quedará escrito en nuestra memoria
y en mi diario de vida. Ahora tengo en mi mente el mismo anhelo de muchos
compatriotas: recuperar nuestro país que alguna vez fue la “Copia feliz del
Edén”.
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Mis padres fallecieron cuando los chilenos iniciábamos nuestro caminar por
la senda de la democracia. El comandante falleció en agosto de 2012 en
algún lugar del sur de Chile. La respuesta a mi pregunta respecto de qué
pensó y sucedió después de nuestra conversación, se fue con él. Tal vez algún
día volvamos a encontrarnos en el infinito. Debo reconocer que el destino
jugó a mi favor, lo que no sucedió con muchos compatriotas en esa dura
época de oscuridad que nos tocó vivir.
Primer Lugar
M Región de Ñuble N
Mi perro El Cunco
Autora
María Inés Nova Parra (73 años)
Treguaco
—¡No Catalina!
—No quiero que me obligues, no es primera vez que recibo ruegos y llamadas
para tener mascotas, primero fue la perra Mona y te recuerdo que la gata
Mailen también fue producto de lo mismo…
Después de esa agresiva respuesta cesaron las llamadas. Llegó el fin de las
vacaciones y una mañana de marzo, sentí las llaves en la puerta del ingreso
a casa que se abría:
con su envoltorio. Ella tan frontal y directa con su mirada solo suplicaba.
No me pareció una niña con un perro en brazos, más parecía una madre
que necesitaba ser recibida con un recién nacido. Le sonreí y rápidamente
descargó sobre mi lecho una pelotita negra, que calzaba calcetines blancos.
Cunco era especial, cuando estaba en Coelemu él jugaba todo el día, más bien
destrozaba mis plantas durante el día, corría de un lado a otro, a veces hasta
con los maceteros en la boca, en las tardes se recostaba al sol esperando a
que mi nieta llegara del liceo, entonces jugaban, lo bañaban o lo llevaban
al veterinario. A pesar de ser un perro era de paladar fino o al menos él se
creía así, ya que no comía cualquier cosa, si algo no le gustaba no comía y
punto, sin embargo, aunque la comida le agradara la compartía igual, una gata
abandonada que aloja en nuestro patio se sentaba muy campante y degustaba
de los almuerzos del Cunco, él solo la miraba y de vez en cuando le ladraba.
—El Cunco se vino a despedir, soñé con él, mami, yo estaba acostada y de
un salto subió a la cama, me llenó de besos, estaba contento y yo reía a
carcajadas.
La segunda noche volvió a soñar con él, pero este sueño fue la despedida de
Cunco, cuenta que lo abrazó tan fuerte que sintió que siempre estaría con él,
jugando, corriendo por la casa y protegiéndose uno al otro.
Primer Lugar
M Región del Biobío N
El santo de la abuela Jesusa
Autor
Sergio Melgarejo Fuentealba (75 años)
Concepción
El raído camisón de lino que la abuela Jesusa tenía sobre los hombros
resbaló levemente al suelo como un pequeño trozo de espuma dejando al
descubierto un cuerpo envejecido y colmado de interminables arrugas que
asemejaban, más bien, un tejido de deslucida arpillera. En un artificioso
ritual mañanero acercó su desnudez al antiguo espejo de la habitación
mientras miraba con desgano aquellos ochenta y cinco años de frágil
contextura y los pechos caídos que se vaciaban en sus manos huesudas
buscando el amor que, de tan imprevisible, nunca llegó a alegrar sus días.
Proféticas fueron, entonces, las palabras de su madre al momento de parir:
“¡Esta niña no viene bien, yo creo que será puramente de trabajo y nunca
tendrá varón!”. Y así fue, lo que constituyó todo un acierto de su madre,
fallecida de forma trágica en un accidente de río, ya que toda la niñez de
Jesusa transcurrió en el pueblo de Chiguayante ocupada en atender a su
anciano padre aquejado de una extraña y dolorosa enfermedad y aprender
los secretos en la crianza de aves finas de corral en lo que el viejo era
todo un experto. Cuarenta y ocho años habían pasado desde aquel funesto
día que su padre falleciera dejándole a la mano tres promesas. La primera,
que lo sepultara el día de su muerte junto al gallo Justiniano, padre de
toda la sucesión de gallinas de raza Menorca, el que debía ser sacrificado y
acomodado junto a él en la urna. “¡Este animal, hija mía, nos ha dado todo lo
que tenemos y ha sido de una nobleza y estirpe tan grandes que se merece
dormir de cara al Biobío el sueño eterno junto a mí. Yo me arroparé con sus
plumas y cubriré mis ojos con sus blancas orejillas!”, la segunda, hacerse
cargo del criadero de aves con el compromiso de continuar la tradición
familiar y, la tercera, ir en tren a Yumbel para el veinte de enero, día de
San Sebastián, con la intención de visitar el santuario y llevarle al señor
cura un par de pollos de fina crianza. Con todos los conocimientos técnicos
adquiridos de su padre se abocó Jesusa en cuerpo y alma a la noble tarea
de trabajar las especies en los diferentes corrales confeccionados para tal
efecto. La ciudad, con su clima de privilegiada templanza, era el sitio ideal
para mantener sus ponedoras y por sus manos pasaron las mejores Leghorn
de la región y la mejor raza en la producción de carne como era la Pedresa
o gallina castellana. A poco andar se percató del enorme sacrificio que se
había echado a la espalda. Si bien aquel pueblo era bueno para vivir, el
trabajo no le dejaba espacios de libertad y por un momento pensó que lo
mejor sería vender el criadero. Pero luego venía a su memoria la promesa
hecha a su padre y continuaba su oficio con mayor tesón. Con el correr de
los años contrató los servicios de un inquilino, se deshizo de aquellas razas
que no le significaban mayor beneficio y se radicó en un espacio alejado del
pueblo instalando allí su criadero con la intención de terminar sus últimos
días cumpliendo aquel trabajo que era toda su vida.
Era temprano todavía cuando Jesusa dejó la casa y los corrales en manos de
Arturo, su inquilino. Agarró fuerte el canasto con cosas para el viaje y salió
encaminando sus pasos rumbo a la estación de Ferrocarriles de Chiguayante.
Muchos años habían transcurrido desde la llegada a ese sector y rara vez
había ido al pueblo porque todo lo que necesitaba se lo compraba Arturo.
Recordaba muy bien el lugar exacto donde descansaban los trenes que
trasladaban pasajeros con destino a las diversas ciudades del norte y sur
del país, por lo que enfiló directamente por calle Manuel Rodríguez hacia la
estación.
“Aquí es donde descansan, toman agüita y comen los caballos de fierro que
me llevarán donde el santito”, se dijo, sonriendo, mientras miraba con interés
las casas nuevas del pueblo que ella no conocía. Su lento caminar y el canasto
por el que sobresalía la cabeza de un pollo con el pico abierto por el calor
sorprendió a muchas personas que la saludaron a su paso. Luego de caminar
muchas cuadras llegó al sector estación y cansada se sentó en un banco a
esperar la llegada de su tren.
Empinada sobre el amplio ventanal del carro Jesusa miró cómo el paisaje
de aquel pueblo encantado comenzaba a avanzar en sentido contrario,
primero en lenta sucesión y luego de un rato, cuando la velocidad del
tren cortaba la vastedad sin límites de las praderas y lomajes, todo
le parecía devorado por aquel metálico caballo que galopaba raudo
hacia su destino y expelía en la mañana su negro aliento de carbón al
enfilar las sucesivas curvas entre estación y estación. Más allá, hacia
el sur, el Biobío, con su cuchillo de aguas, parecía cortar en dos el
agreste paisaje y su cauce, que en invierno dominaba los campos con
sigiloso caudal, era tan solo un dorado espejismo abierto al son de la
mañana. ¡Qué lindo es todo esto —se dijo Jesusa—, me gustaría vivir
aquí para siempre! Si bien el continuo bambolear de los carros producía
en ella una ingrata sensación de incomodidad, por la posición en que
iba sentada, lo que la llevaba, a menudo, a acomodarse sobre el saco
de papas, había algo en ese viaje y en ese pueblo que la transportaba
a un lugar de bellas ensoñaciones. Pronto se cansó y decidió que era
mucho mejor sentarse en el piso del carro, si bien corría el riesgo de
ser pisada, ya que el apretuje de las personas que viajaban de pie era
mayor, en tanto su padre, preocupado por el estado de sus pollos, les
acariciaba la cabeza y el plumaje de un brillo magnífico para calmar
su ansiedad. El viejo conocía muy bien el oficio, ya que toda su vida
había tratado con aves y sabía que sus regalones necesitaban un trato
cariñoso. De pronto se abrió la puerta del carro y un chiflón de viento
se coló al interior dando paso a un hombre que gritó a todo pulmón:
¡los boletos, se revisan todos los boletos!. El inspector del tren, con
una destreza inigualable, caminaba entre los pasajeros cortando los
boletos. Más atrás otro hombre, tal vez mucho más diestro, equilibraba
sobre la cabeza un canasto de bebidas gritando su producto al oído
de los viajeros que, ya incomodados por el viaje tan largo, movían la
cabeza dando evidentes muestras de contrariedad.
sentir la suave mano que le acariciaba el hombro. Había mucha gente que
la observaba entre sorprendida y curiosa preguntándose qué hacía aquella
anciana sentada allí en un banco de madera y aquellos pollos que recorrían
tranquilamente el lugar buscando comida. El canasto estaba caído y gran
parte del cocaví había sido picoteado por las aves que tomaban su alimento
con entera libertad. Miró al hombre fijamente. Traía uniforme verde y una
gorra del mismo color.
—¡Yo voy a Yumbel, señor, a dejarle estos pollos al señor cura. Es una manda,
¿sabe?. Hoy es veinte de enero y estoy esperando que llegue el tren que me
llevará al santuario. ¿Usted es el inspector, verdad?, oiga, parece que me
quedé dormida, ¿qué hora es?
—¡Son las cuatro de la tarde, abuelita, y déjeme decirle una cosa: hace mucho,
mucho tiempo que ya no salen trenes desde aquí con dirección a Yumbel
porque la estación de ferrocarriles cerró su servicio para siempre hacia esa
localidad. Mire, yo no soy ningún inspector, yo soy policía y por su seguridad,
y si usted así lo quiere, puedo pedirle un vehículo policial para que la lleve de
regreso a casa. Y podemos incluir en el viaje a esos dos lindos pollos que le
llevaba de regalo al curita. Aunque si usted quiere los puede dejar conmigo…!
Primer Lugar
M Región de La Araucanía N
Instinto de supervivencia
Autor
Emilio Adelaido Orive Plana (73 años)
Carahue
¿Quién anda por ahí? —preguntó algo asustada la dueña de casa al sentir
ruidos extraños en el patio trasero, a tan altas horas.
—Soy yo, el Chiruco señora Josefa, el portón estaba abierto por eso no golpié
ná.
—Le traigo un recado de parte de don José —dijo el niño—, porque parece
que ya está por desocuparse doña Maxi, la embarazá. Que fuera rapidito, por
favor.
—¡Ay Jesús, que ya viene!, —dijo ella y en menos que canta un gallo, echándose
un chal negro sobre los hombros, partió a la carrera la “comadrona” del pueblo
tranqueando rápido y moviendo con agilidad su figura menuda para llegar,
casi sin aliento, cinco cuadras más allá, a la casa requerida.
Josefa Cosa había llegado al lugar hacia lo menos ya cuarenta años junto
con uno de los grupos de inmigrantes procedentes de la madre patria que a
principios del siglo veinte se aventuraron por estos parajes, casi inexplorados,
y que se quedaron para siempre en, aquel entonces, el caserío de Cunco. La
joven, de unos diecinueve o veinte primaveras, nada más transcurridos tres
meses, se “amancebó” con Juan Macias, hijo de colonos chilenos avecindados
en la zona. Hacían un pareja divertida, ya que Juan medía a lo menos un metro
ochenta y su pareja le llegaba solamente como a una cuarta más arriba de la
cintura, lo que al parecer no importaba demasiado a Josefa, ya que a menudo
bromeaba, con mucha gracia, sobre el asunto. —¿Y que?, —decía— ¡Yo soy
Josefa, la cosa de Macias!, —en un divertido juego de palabras aludiendo a
su apellido. Con el tiempo se dio a practicar el oficio de matrona heredado
de su madre allá en su natal España, solo con la sabiduría que le fue dando la
experiencia, siendo reconocida su fama como tal en toda la región.
—Un kilo y medio —dijo doña Pepita mirando el ”fiel” de la balanza. Esto no se
ve bien, pensó en voz alta —alguien que vaya a buscar al doctor Nordheimer,
hoy domingo debe estar en casa—. Lo grave del asunto lo ameritaba, ella que
había ayudado a bienparir, sin mayores sobresaltos, a cientos de mujeres en
Cunco y sus alrededores tenía literalmente entre sus manos un caso delicado
y postrada, pálida y ojerosa a una parturienta muy debilitada por el duro
trance a pesar de la miniatura que había parido.
Hay que bautizarlo, dijo alguien, no vaya a ser cosa que se muera moro el
pobrecito. Y así fue que por la premura del tiempo la abuela lo santiguó,
exorcizando los demonios y le pusieron Emilio por su abuelo paterno y
Adelaido por su bisabuelo materno, después lo dejaron en el seno de su
madre por si acaso y en una de esas pudiera funcionar aquello del instinto
de supervivencia. Y sucedió el milagro, la criatura amaneció aferrado a la
teta que rebosaba de leche, como náufrago a su tabla de salvación. ¡Gracias
mamá!
Primer Lugar
M Región de Los Ríos N
Decir dos
Autora
María Agustina Mella Alvarado (62 años)
Valdivia
Nací el 18 de agosto de 1956, por lo que ya voy a cumplir sesenta y tres años.
Hija de un padre Carabinero, muy profesional, pero también muy ausente en
el hogar. Y una madre que estudió en la Normal de Ancud, titulándose de
Profesora de Modas, quien con el pasar de los años y por una circunstancia
trágica se tuvo que transformar en dueña de casa para cuidar del hogar y de
sus seis hijos.
Mi madre por aproximadamente ocho años tuvo un taller de modas con seis
operarias, que atendía por muchas horas, por lo que la casa y los niños eran
cuidados por nanas, hasta aquel aciago día de tanto dolor para mi familia.
Mi padre estudió hasta sexto preparatoria, en la época que decían “la Letra
con sangre entra”, y lo que me maravillaba era ver su hermosa letra, al igual
que lo era la de mi madre. A papá cuando estaba en casa lo veía estudiar el
significado de dos palabras del diccionario Sopena ilustrado, al día. Le gustaba
leer y me escribía poemas. Por él todos los hermanos tenemos la afición de la
lectura. Era un romántico, soñador y también lachito, con algunas aventuras
que hicieron poner verde a mi madre, y que a pesar de todo duraron cuarenta
y tres años juntos, hasta que él falleció.
Yo sentía cómo golpeaban las olas, que no eran grandes, más bien suaves y
cuando miraba por la ventana posterior, que daba al mar, veía solo agua y
sentía como si fuese en un barco, era hermoso, pero hoy no volvería a vivir en
un lugar así por los tsunamis, que ahora conozco.
Cuando fue el gran terremoto de Chile, en 1960, allá solo salió el mar uno
seis metros fuera de lo habitual, enterándonos por el periódico y la radio de
lo que había sucedido en el norte.
Después nos trasladamos a otra casa con tres piezas grandes de paredes y
techos altos como las casas antiguas, eran la cocina, donde hacíamos la vida
cotidiana, y dos dormitorios. También teníamos baño de pozo séptico, el que
vi hacer a mi papá.
Esta segunda casa pertenecía a la parroquia del lugar, la que estaba a unos
cien metros. Todo ese espacio era nuestro patio. Teníamos dos columpios
y un balancín, además en el lado posterior de nuestra casa, nuestro patio
daba a la playa, y obvio que al agua del Estrecho. Era un lugar hermoso
porque en el lado sur de nuestro patio pasaba un río, el Rioseco, que no tenía
mucho cauce, lo que me permitía explorarlo sin peligro con mis hermanos y
formar diques de arena en su desembocadura. Además este río en invierno
se congelaba y podíamos patinar y usar los trineos que confeccionaban mis
hermanos mayores. De ese lugar tan bello vienen muchos recuerdos como
que al despertarme, buscando a mi madre, salía pilucha, solo calzando mis
botas de goma aunque haya nevado y la nieve me llegara a la rodilla o más
Ahora me pregunto, cómo aguantaba el frío que provoca tanto dolor. Cómo
le dolerían sus manos. Pero se las aguantaba porque ya llegamos a ser seis,
más el papá. Había que lavar la ropa y se levantaba muy temprano, como a
las cinco.
Comienzo a estudiar
Cuando tenía tres años yo era tan inquieta que mi papá habló con la profesora
de mis hermanos por si me podía recibir como oyente, y le dijo sí, ya me
conocía y según le dijo que yo era bastante despierta, “mándemela nomás”.
Así es que comencé a ir al colegio. La escuela era pequeña, de cuatro salas.
La más grande la transformaban en salón de actos, si era necesario, y en una
sala se impartía clase a dos cursos, el quinto al lado izquierdo, y el sexto al
lado derecho. Esa era la sala de mis hermanos y ahí comencé a aprender con
el Silabario Hispano Americano, que me encantaba.
Un día cuando tenía cinco años, después de dos años de acudir como oyente,
no se conocía aún el sistema preescolar de hoy, me paré frente a un aparador,
en donde encima había una caja de metal roja, donde venía té, pudiendo leer
todo lo que decía ahí. Fue como si una pantalla se hubiera abierto en mi mente,
sintiendo una sensación maravillosa, había aprendido a leer casi sin darme
cuenta y ahora podía ingresar al Sistema Educacional con mucho a mi favor.
Mi primer castigo
No recuerdo haber recibido muchas palizas, pero cuando crecí recibí más de
alguna, y creo que no fueron más porque hasta los siete años fui la regalona.
Hasta que nació mi hermanita. Los que más recibían castigos eran mis
hermanos mayores, a quienes mi padre hacía responsables de cuidar a los
más pequeños y ayudar a mi mamá.
Sufriendo bullyng
Cuando tenía ocho años nos fuimos a vivir a Punta Arenas, por el traslado de
mi papá y entré a estudiar el cuarto año en la Escuela Yugoslavia (hoy Escuela
Croata). Fueron tres años de muchas experiencias positivas y algunas pocas
tristes, debido a que todo iba bien hasta que comencé a sufrir bullyng.
Desde el día siguiente, esta niña me comenzó a cobrar doce pesos de esa
época y que por supuesto jamás pude pagar.
Cuando me enteré del monto que debía pagar, me fui del colegio a mi casa
pensando… diciéndome, voy a llegar y decírselo a mi madre, quien manejaba
nuestro escaso presupuesto, con muchas dudas mías de cómo ella recibiría
la noticia. Pero nada más entrar, desde el portón, escuché que mi madre
caldaba a uno de mis hermanos mayores porque había perdido una lista de
rifa y tendría que pagarla. Así que me quedé callada y empecé a sufrir de
muchos vejámenes del grupo de las compañeras de padres más adinerados
del curso, yo era de las más pobres.
Tenía un hermoso pelo largo, que suelto me llegaba más abajo de las rodillas
y mi mamá me lo peinaba en dos trenzas. Alguna de estas malvadas me
las jalaba por detrás y me tiraban sentada al suelo, lo que generalmente
me dejaba llorando, o me pisaban los talones sacándome los zapatos, me
empujaban. Un día un lote de cinco de estas facinerosas me esperaban frente
al colegio porque me habían amenazado que me iban a pegar a la salida.
Yo caminaba del hall al baño llorando de miedo, no sabía qué hacer, hasta
que dos alumnas mayores me preguntaron qué me pasaba y les conté lo
que me sucedía, me dijeron que no me preocupara, que ellas me iban a ir a
dejar a mi casa y así fue. De todos modos esto duró hasta que un día decidí
dejar de asistir a clase y hacer la cimarra, que duró por aproximadamente
una semana, hasta que mi mamá se enteró. Yo le había dicho a mi profesora
jefe que mi madre estaba enferma, así que empecé a faltar. Los primeros
días vagué por la ciudad, hoy cuando me acuerdo me llegan a dar escalofríos
de pensar a todo lo que me expuse. Después me los pasé en la casa de una
compañera que vivía a media cuadra de la casa. La Bety era muy floja o se lo
pasaba enferma, así que faltaba mucho, y ella estaba muy contenta de que la
acompañara, porque su mamá estaba enferma en cama, por lo que nadie en
esa casa objetó mi actuar.
El primer lunes, con los verdugones en mis canillas, me fue a dejar al colegio,
y la profesora, mi maravillosa maestra, la Sra. Rosa Moya, me aceptó. Luego
de conversar con mi madre solo me pidió que me pusiera al día, que ella
se preocuparía más de mí. Y así fue, creo que habló con mis compañeras
porque ellas jamás volvieron a atacarme abiertamente. Mi maestra de Artes
Musicales descubrió que cantaba bien, y de esto se valió mi maestra jefe para
hacerme cantar, también recitar y actuar en cada acto que había. Siempre le
voy a agradecer a la Sra. Rosa, que más allá de ser mi profesora me trató
como una hija, tanto así que cuando tenía diez años, ocho meses y cinco días
(nunca olvidé esta fecha), mi papá fue trasladado a Temuco y ella le pidió a
mis papás que me dejasen con ella para que me educara. Por supuesto que
mis papás no aceptaron.
En esa época, antes de 1973, había una gran efervescencia política, y los
jóvenes tomábamos partido por diferentes bandos, yo era una pendeja
demasiado restringida, siempre procurándome momentos de libertad y para
esconderme de mi papá, que si me encontraba vagando por ahí seguro me
castigaba, así que comencé a acompañar a otras compañeras hasta la Sede
del Partido Comunista, Yo no tenía muchos conocimientos de esa doctrina y
tampoco me interesaba saber más allá, solo digo que encontré en ese lugar
un espacio donde no me trataban como niñita. En ese lugar los adultos sabían
cómo tratar a los cachorros. Simplemente nos hablaban como adultos, y eso
fue todo con el comunismo. Después del golpe militar por mucho tiempo
estuve preocupada por haber participado de alguna reunión en ese lugar y
que me hayan fichado. Pero nada me pasó al respecto.
Tenía quince años cuando terminé la Enseñanza Media, nunca repetí, y mis
promedios eran aceptables. El hecho es que a esa edad di la prueba de
Aptitud Académica, castellano 565 y matemática 560 puntos con los que
pude postular a Pedagogía. En primera opción quedé en Pedagogía en Física,
muy malo, porque en la E.M. daba bote en ese ramo, así que asistí al llamado
a viva voz y logré matricularme en la carrera de Pedagogía en Biología y
Ciencias. Hermosa carrera, pero tenía dos químicas —1 y 2— y ese fue otro
de mis ramos cacho en el pasado. A pesar de todo quedé feliz, con quince
años entré a estudiar en la Universidad de Chile de Temuco, hoy la UFRO. Mis
padres estaban orgullosos de su niñita universitaria.
Fueron tres años en los que intenté lo mejor, pero creo que mi inmadurez
no me ayudó y no terminé mi carrera. Cuando tenía química me iba a la
Biblioteca y leía, no asistía a la clase. Cómo lo aprobaría si ni siquiera le di
chance, si hasta en matemática y física me saqué siete y los aprobé. Siempre
tuve beca de la JUNAEB y gracias a eso no pagué un peso en todo ese proceso.
Pero bueno, como no serví para profesora, estudié dos años intensivos en el
HICHNOC de Temuco, Secretariado Ejecutivo con Inglés, idioma que aprendí
bastante, también logré mecanografiar 61 palabras por minuto con todos los
dedos, destreza que aún disfruto. Obteniendo el título que me sirvió en mi
vida profesional de 38 años como funcionaria pública.
Primer Lugar
M Región de Los Lagos N
Mi pequeña biografía
Autor
Víctor Hugo Miller Bertín (72 años)
Puerto Montt
Tranquilo si tú lo quieres
No hay que dar mucho bombín
A los que envidian lo que haces y te tiran la chaqueta
Porque no pueden hacerlo son muñecos de aserrín
Que se sientan en la sala a esperar que los atiendan
Como plantas de interior no mueven una pestaña
Buenos para la pedida
Digo que son puras mañas.
En fin… a mí qué me importa
Sigo en lo mío tranquilo
Cumplo con el reglamento
Ya no me amargo por nada
Lo malo lo lleva el viento.
si podía atinar
Y resultó la experiencia
No tenía mala pinta
Y entre álgebra y la ciencia
Me di cuenta que podía
Y erecciones no faltaban
Un parque, una calle oscura, la matiné del domingo
La fila de los cocheros
Y de repente un malón
Con los gastos compartidos
Rájate con el trago
Y yo me rajo tomando
Y así, bailando y cantando
Me fui entrando en el ambiente
Y el año sesenta y tres
Me destapé con más ganas
Y no hubo fin de semana
Que no tuviera carrete
Bailé como condenado
Pero al trago le hacía poco
Nunca me gustó el curao
Que se olvida de sus mocos
En eso sí me cuidé
Y solo pa’ agarrar vuelo
Me mandaba combinados
Coca con ron fue primero
Después fue coca con pisco
Pero solo son recuerdos
Ahora ya no tomo na’
La diabetes me lo impide
Los años te ponen cuerdo
Y le esquivo a la pela’
Sí, me queda por vivir
También por hacer más cosas
Pintura, versos y prosas
Pa’ que luzca el ELEAM
El ejército llamaba
Pa’ que cumpla mi milicia
Punta Arenas, el Pudeto
Putas que te llevan lejos
Le hice el quite como pude
Verónicas y cachañas
Esto se hizo pa’ los hombres
A mí no me vengai con mañas
Y así me fui por un año
A cuadrarme como queso
Bandera, fusil y botas
Uniforme y fornituras
Tienes que estar en la dura
Pa’ que no te pille el sueño
Y te hinchen las pelotas
Buena pasta camaradas
El Julio, el Walter y Andrés
Me entendí bien con los tres
Compartíamos el pucho
El café y algún sangucho
De principio a fin de mes
Es gente que no se olvida
Aunque transcurran los años
Porque te marca la frente
Haber conocido a gente
Que para ti son extraños
La vida es así, y tú vas
Cabalgando en yegua flaca
Y aunque te pongan estacas
Sigues adelante igual
No soy beato, ni pechoño
Respeto siempre la fe
Porque es Dios el que nos cuida
Nos ayuda y nos protege
Y aunque llegue a humear el eje
Siempre a mi lado está Él
Primer Lugar
M Región de Aysén N
Corceles del hipódromo
del río
Autora
Cecilia Fernández Inostroza (69 años)
Chile Chico
Él se toma mi jardín,
la tierra y los tambores
con que mi madre lavaba,
y secaba sus sudores
como una gran pesadilla
corríamos y corríamos
tratando de salvar algo,
¡no sabes lo que se siente!
Primer Lugar
M Región de Magallanes N
El Parkinson… un fantasma
Autora
Gladys Martínez Rabah (66 años)
Porvenir, Tierra del Fuego
Cambiaron muchas cosas para el grupo familiar, formada por 4 hijos y 2 nietos
y sobre todo para mí.
en Radio y dice que debe ir a reparar los transmisores que están fallando,
en las ocasiones que vuelve al pasado en que su padre tenía transportes,
camiones que llevaban víveres a las estancias y retornaban con fardos de
lana para exportación, pregunta ¿por qué los choferes no han llegado todavía
para cargar los camiones?
Hace unos cinco años optó por andar con los ojos cerrados, son más frecuentes
sus caídas, he comenzado a darle los alimentos en la boca, un día me preguntó
si alguna vez pensé en tener una guagua tan grande para atender.
Hace meses un día mojó la cama, lo que trajo un nuevo cambio a mi vida, “los
pañales”, un pañal de noche y uno por el día, mis brazos se resienten cada día
más y más, debo ir a kinesiólogo, un año de interminables e inútiles terapias
no han servido de nada porque mi tarea es cada día la misma y cada día peor.
Desarma su cama varias veces en la noche, vota todo al piso, sábanas,
frazadas y a veces hasta el colchón, trabajo agotador para mí, casi no duermo,
me siento cansada, pero debo seguir, mis hijos están lejos y no pueden
ayudar. Uno en Iquique, otro en Punta Arenas, la hija mayor en Porvenir y yo
en Chiloé.
Me siento colapsada y no tengo otra solución, cerré los ojos, puse un poco de
ropa en un par de bolsos y tomé un nuevo rumbo.
Hace una semana vivo en Porvenir, Tierra del Fuego, no es mi casa, no son mis
cosas, no hay vecinos ni gente conocida, me faltan mis actividades, tengo
que aprender a vivir en otra ciudad y con otra gente, pero lo importante es
que estoy acompañada y recibiendo apoyo en su cuidado.
El sigue con sus visiones y regresando al pasado, pregunta por familiares que
ya no están, dice que debe ir a trabajar, pide sus herramientas, quiere hacer
mediciones, reparar cosas, debo andar detrás de él para que no rompa nada,
cuidando que no se caiga, para que no se siga golpeando.
M Ganador Internacional N
Confieso que he vivido
Autora
Nelly I. Fraga (71 años)
Montevideo – Uruguay
Sí, confieso que he vivido y tal vez demasiado… Estamos en 2019, tengo casi
72 años; paso a narrar uno de los momentos más difíciles de mi vida.
Han pasado 56 años, pero aun me cuesta contarlo, creo que esos días forjaron
la mujer que voy arrastrando hasta hoy.
Me pongo tensa, mis hombros se encojen, pero me digo que debo hacerlo, y
continúo escribiendo, recordando aquellos tiempos…
Seguí sin querer entender, corría la mitad del año 1959, solo había en mí 12
años adormecidos.
Voló el tiempo.
—Subí que tu padre está solo y pasa algo —dice, toda agitada. Volé escaleras
arriba hasta el cuarto de trabajo, al abrir la puerta lo veo llorando y agarrándose
los pantalones que se le caían por los pañales de tela improvisados.
¡En ese momento pasé de niña a mujer! Miré a mis parientes y sin dudarlo los
eché, prohibiéndoles volver a pisar nuestra casa. Palabra que sostuve, meses
más tarde.
Así fue como llegó a nuestra casa quien más tarde sería el padre de mis hijos,
hombre joven, con puesto público, trabajaba en las dependencias de los
Ferrocarriles del Estado. Estaba interesado en agregar otro ingreso. Desde los
primeros días facilitó la tarea, modernizó el sistema de trabajo, introdujo la
máquina de sumar a manija, pues hasta el momento sumábamos cantidades
de boletas a lápiz y papel, lo que aceleró el ritmo de trabajo, y yo también me
sumé al equipo, liquidando las apuestas junto con papá.
Año 1961. Papá se recuperó y comenzó su lucha interna, dejar todo en orden
para el futuro de su familia.
Me vistieron con tacos altos y un vestido blanco con encaje, pedrería y tul,
confeccionado por un modisto. Tengo fotos donde mamá, papá y yo sonreímos
de pie detrás de la mesa, donde hay una torta de tres pisos, y otra bailando
el vals con mi viejito; todas las demás… no cuentan en mi memoria. El baile
fue figurativo como todo en esa gran fiesta, donde se pretendía ocultar la
realidad que aplastaba nuestras vidas en esos días.
Con todo previsto para esperar el último recorrido, mis padres habían
trasladado el dormitorio matrimonial al comedor en la planta baja; donde
convivíamos con el olor penetrante de la enfermedad.
Todo eso era mejor que oírlo pedir le alcanzaran el revólver; yo no sabía qué
hacer, pero por cobardía o egoísmo, elegí ignorar su pedido, tenía quince
años.
—Nena, hay que hacer algo, papá sufre mucho, llamemos al médico. —Como
loca corro al teléfono, lo llamo a gritos, pido con el doctor y amigo de la
familia.
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