Confieso Que He Vivido 5

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Concurso Literario Autobiográfico

Confieso que he vivido


Quinta Edición
Concurso Literario Autobiográfico
Confieso que he vivido
Quinta Edición
El Servicio Nacional del Adulto Mayor, presenta:

Concurso Literario Autobiográfico


Confieso que he vivido, quinta edición

Publicado con financiamiento del programa


Envejecimiento Activo de SENAMA 2019

ISBN Nº 978-956-8846-20-6
Octubre 2019

Edición:
Unidad de Comunicaciones SENAMA

Ilustraciones:
Sandra Conejeros

Diseño e impresión:
Andros Impresores
CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

PRESENTACIÓN
Sebastián Sichel Ramírez Ministro de Desarrollo Social y Familia 7
Octavio Vergara Andueza Director Servicio Nacional del Adulto Mayor 8

PRIMEROS LUGARES
Reír llorando – Talca 11
Espinas en el alma – Arica 19
La higuera de mi infancia – Iquique 25
El arrendatario – Antofagasta 29
La fuerza del recuerdo – Copiapó 35
Borde costero de la IV Región – Ovalle 47
Soledad – Putaendo 55
Sombras – Recoleta 59
De mi diario de vida – San Vicente de Tagua Tagua 67
Mi perro El Cunco – Treguaco 79
El santo de la abuela Jesusa – Concepción 85
Instinto de supervivencia – Carahue 93
Decir dos – Valdivia 97
Mi pequeña biografía – Puerto Montt 107
Corceles del hipódromo del río – Chile Chico 119
El Parkinson… un fantasma – Porvenir, Tierra del Fuego 123
Confieso que he vivido – Montevideo – Uruguay 129

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

PRESENTACIÓN
El Concurso Literario Autobiográfico Confieso que he Vivido es una iniciativa
que nos entrega oportunidades a todos. A los autores, que consolidan en esta
publicación sus historias, y a los lectores, que pueden conocer las experiencias
más profundas de los adultos mayores que escriben.

Esa experiencia es tan valiosa como lo es el rol que cumplen en nuestra


sociedad. Por muchos años al decir adulto mayor nos imaginábamos una vida
inactiva, pero esa ya no es la realidad. Hoy la vejez es activa, un momento
de la vida con más tiempo para compartir con la familia y amigos, y seguir
desarrollándose.

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, decía Pablo Neruda en


una de sus obras más reconocidas. Y es que en la vida pasamos por muchas
etapas de crecimiento y aprendizaje, esta es una de ellas, una etapa donde
se emprenden nuevos proyectos, se adquieren mayores conocimientos y se
consolidan más habilidades, de forma positiva, saludable y participativa. Esa
es la vida de los adultos mayores que imaginamos y que queremos seguir
fomentando.

Este libro nos abre la puerta a relatos que, a través de recuerdos y enseñanzas,
dejan de manifiesto que la experiencia es fundamental, y que es el momento
de disfrutar otro gran momento de sus vidas. Ellos, ustedes, con su infinita
sabiduría, tienen mucho para seguir entregando a la sociedad.

Sebastián Sichel Ramírez


Ministro
Ministerio de Desarrollo Social y Familia

Servicio Nacional del Adulto Mayor 7


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

PRESENTACIÓN
Un relato autobiográfico, junto con mostrar a otros algunos sucesos
importantes de la vida de una persona, sirve como un elemento catalizador
que puede ser de gran ayuda para entender decisiones que tomamos en el
pasado, o cómo actuamos en un momento dado.

Este tipo de relato toma una especial significancia para una persona mayor,
que puede mirar hacia atrás con la tranquilidad y experiencia de los años
vividos, teniendo la posibilidad de plasmar sus sentimientos más profundos
y situaciones que dejaron huellas en sus vidas, y que forman parte de lo que
son hoy, como adulto mayor, sea cual sea su condición.

Consideramos fundamental que las personas mayores cuenten con espacios


de expresión, porque nos importa su voz. Justamente, este libro es un
mecanismo para compartir esas voces con los demás, confiados en el aporte
que representan para la sociedad.

En el mundo de hoy, donde las redes sociales constituyen los principales


canales de información, la expresión literaria sigue viva y presente entre
las personas mayores, y este concurso, enmarcado en el Plan Nacional de la
Lectura y el Programa Envejecimiento Activo de SENAMA, es prueba fidedigna
de eso.

Durante los cinco años del Concurso Literario Autobiográfico Confieso que
he Vivido, hemos recibido alrededor de 3.000 relatos, incluso del extranjero,
lo que ya se ha vuelto una tradición; y de personas tan longevas que superan
los 100 años.

Quiero felicitar a todos ellos, a los ganadores de cada región, al primer lugar
nacional —don Sergio Ramírez, de la Región del Maule— y a todos quienes
nos enviaron sus relatos este año, pues con la dedicación de siempre se
animaron a abrir sus corazones y a compartir con las otras generaciones sus
más recordadas vivencias.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Agradecemos su confianza y los animamos a seguir participando en instancias


como esta y de otros ámbitos del quehacer social que fomentan el compartir
experiencias y la vida en comunidad.

Sabemos que las personas mayores tienen mucho que decir y aportar en una
sociedad que tiene el gran desafío de reconocer el envejecimiento como una
oportunidad y una herramienta para crecer mediante el conocimiento que se
adquiere con los años.

Octavio Vergara Andueza


Director
Servicio Nacional del Adulto Mayor

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Ganador Nacional
M Región del Maule N
Reír llorando
Autor
Sergio Arturo Ramírez Riquelme (65 años)
Talca

La noche, metálica y tan fría


A mi alma descuidada vistió con su tragedia.
Arrancó de mi mano, con una pincelada
Todo lo construido hasta hoy… mi comedia.

Un tubo redondo, metálico y resbaloso era todo lo que nos separaba de la


aventura en el potrero detrás de la Aceitera Miraflores, además de servirnos
como puente sobre el oscuro y profundo Canal de la Luz.

Ninguno de los cinco chiquillos que nos juntamos aquel día, imaginaba lo que
el destino tenía preparado para nosotros.

Éramos cinco, y Mario, el mayor del grupo, caminaba adelante por entre los
arbustos y cardales que teníamos que sortear en el camino.

Nuestros pies hollaban el blando gramado natural al tiempo que, con nuestras
manos, íbamos separando las altas matas de galega que en más de una visita
nos habían servido para escondernos unos de otros, cuando la aventura no se
trataba de perseguir pájaros o extraer camarones en la temporada invernal.

Detrás de Mario, su hermano Jorge, luego su medio hermano, Checho,


un muchacho llamado Guillermo Castro, a quien apodábamos El Poroto, y
cerrando la fila, yo.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Mario oteaba los alrededores estirando su cuello por encima de los arbustos,
que para nosotros eran bastante altos. De pronto nos detuvo y con su cara
iluminada por un descubrimiento, nos dijo:

—Cabros… ¡hay un circo!

Todos quisimos comprobarlo por nuestros propios ojos, y encaramándonos


unos arriba de otros pudimos ver las coloridas banderas que flameaban en el
mástil mayor.

Mario nos miró de uno en uno. Su mirada no necesitaba palabras ni admitía


réplica. Era un simple e indiscutible ¡vamos a calarnos!

Nuestros pasos detrás del líder fue la mejor respuesta. Sigiloso pero seguro
nos guio hasta las cercanías de la carpa. Con todos los sentidos alerta,
avanzamos dispuestos a llevar a buen término el siempre riesgoso desafío
de sentarse gratis en los tablones que hacían las veces de graderías de aquel
circo pobre que a nosotros nos parecía inmenso e importante. El éxito de la
empresa le daba un valor agregado al placer de disfrutar el espectáculo.

Esperábamos a cada paso escuchar el vozarrón estentóreo del vigilante,


gritando.

—¡¡Para dónde creen que van ustedes, cabros de m….!!

Y ver su gruesa figura con la fusta en la mano, persiguiéndonos.

Pero nada sucedió. Al llegar por la parte posterior dimos directamente con
la puerta de acceso de los artistas. Una media docena de carpas pequeñas
hacían las veces de camerinos en donde los artistas se preparaban para salir
a la pista y, seguramente, hacían también su vida familiar.

Sorteamos con agilidad felina la multitud de cuerdas que las fijaban a las
estacas clavadas en el duro y reseco terreno. Yo marchaba de los últimos. De
vez en cuando, Mario nos miraba como apremiándonos a caminar rápido y
ágilmente.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

No encontramos oposición, pues, seguramente, los artistas estarían todos


en el lugar escogido como antesala de su actuación y el vigilante estaría
preocupado del cuidado de la parte anterior del circo, sin imaginar que un
grupo de pelusillas se les colaría por donde nadie lo pensaba.

Cuando mis compañeros ya transponían la entrada y se aprestaban a sentarse


en el primer tablón, algo dentro de una de esas pequeñas carpas llamó mi
atención.

Me asomé.

Junto a la cama y montado sobre unos cajones que lo separaban del suelo, un
pequeño cajón blanco descansaba acompañado del chisporroteo de una vela
inserta en una palmatoria encima de un pequeño velador. La leve brisa de esa
tarde estival hacía bailar cadenciosa su llama, dibujando una grotesca danza
con la sombra del pequeño ataúd sobre el piso y parte de la pared de lona.

No sé si fue morbo o curiosidad infantil, pero la verdad es que entré y,


acercándome al cajoncito, eché una mirada adentro.

Un pequeño infante, con sus párpados cerrados y su carita amarillenta como


la cera, parecía dormir. Sus manitos cruzadas sobre el pecho sostenían una
flor arrancada al inmenso jardín del campo. Sus vestidos de ropita humilde
dejaban ver el amor y la preocupación de quien lo había vestido para su
último viaje.

No supe cuánto tiempo permanecí allí, estático. Mis pies atornillados al piso,
mi garganta anudada y mi pensamiento en blanco.

—¡Dónde te habías metido! —me dijo Chico, cuando me senté a su lado.

La función había empezado hacía tiempo ya.

Sobre la pista circular de aserrín, dos payasos hacían reír al público.

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El maquillaje de uno era una enorme y exagerada risa, mientras que el otro
había pintado su cara con una mueca de amargura y una lágrima solitaria
parecía rodar sin nunca terminar de caer.

—A ver, Cascabelito —gritaba el de la risa absurda— ¿en qué se parece un


borracho a un árbol?

—¿En qué se parece un borracho a un árbol? —respondía el de la mueca, con


su voz tan propia de payaso. Esa voz que hace que el espectador guarde
silencio, nada más por disfrutarla.

—Sí, Cascabelito, ¿en qué se parece un borracho a un árbol?

—Muy fácil, señor Viruta… en que el árbol…

Y aquí se detenía para darle emoción e interés a la respuesta.

—Sí, Cascabelito… —decía el otro, a la vez que acercaba cómicamente su oído.

—…en que el árbol comienza en el suelo y termina en la copa.

—¿Y el borracho?

—El borracho comienza en la copa…

—¿Y…?

—Y termina en el suelo… —gritaba triunfalmente el triste.

Risas generales. Ruidosas cachetadas que lo perseguían por todo el redondel.


Hasta que , finalmente, El tony Virutita acertaba un golpe tal que hacía rodar
por el suelo al otro payaso, el que, finalmente, quedaba en una posición en
extremo ridícula, con la cara sumida en el aserrín de la pista y el trasero
levantado al público. Aprovechando el momento, un músico hizo sonar un
ruido sospechoso. La gente reía a más no poder.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

El payaso Virutita, poniendo cara de desconsuelo, decía, dirigiéndose a la


concurrencia:

—Parece que se me pasó la mano, porque este pobre pájaro ha exhalado su


último suspiro.

Con la risa de la gente y la música de la banda, se dio por terminada la


actuación de los payasos.

El de la mueca alegre se dirigió hacia donde se encontraba el resto de los


artistas esperando su turno para actuar, mientras que el de la lágrima solitaria
las emprendió en la dirección contraria, hacia la salida por donde nosotros
habíamos llegado. Al pasar cerca, la gente lo felicitaba y lo vitoreaba, pero él
parecía ausente.

Mis amigos, concentrados en lo que venía, no se dieron cuenta cuando yo me


puse de pie y salí tras el artista.

Si lo que vi la primera vez que estuve en ese lugar me conmovió el alma, lo


que me esperaba entonces no hay palabras para describirlo.

La absurda peluca rubia descansaba sobre el velador, junto al candelabro,


mientras que arrodillado en el suelo, el payaso lloraba abrazado al cajón que
contenía el cuerpo de su hijito.

Las lágrimas que corrían por su rostro deformaban su maquillaje, dando a su


figura una expresión aún más profunda y trágica. No sé si me vio parado allí
a la entrada. Su pelo liso entrecano distaba mucho de esa figura que, solo
unos momentos antes, hacía piruetas en la pista de aserrín para hacer reír al
público.

Volví en silencio a mi lugar. Ya no disfruté del espectáculo.

De regreso a casa, mis amigos conversaban acerca del espectáculo. De cómo


el señor de los caballos tenía la gracia para dominar esa cuadriga; de lo

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hermosa que era la niña que ayudaba al domador… y de lo graciosos que eran
los payasos

Reían, reían mucho al recordar.

Yo regresé en silencio. Una peluca rubia abandonada sobre ese mueble, un


cajoncito blanco con un ángel dormido adentro y un hombre adulto que,
llorando como un niño, marcaba el contraste entre la comedia y la tragedia
y más que nunca exaltaba la conocida proclama de que: el espectáculo debe
continuar.

Mientras una garra atenazaba mi pecho, los ojos reclamaban su derecho a


dejar fluir con libertad esas lágrimas que me quemaban al sentirse contenidas.

Yo tenía solo doce años.

Payaso triste,
de circo pobre
Que vas humedeciendo
el aserrín de la pista
Con lágrimas de dolor.

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Primer Lugar
M Región de Arica y Parinacota N
Espinas en el alma
Autora
Elena Bahamondes Puga (79 años)
Arica

Los recuerdos queman y arden en mi corazón, sintiendo como hojas de hierro


cayendo en lo más profundo de mi ser. El dolor es intenso, difícil de olvidar,
pero hago esfuerzos en mi memoria ya algo deteriorada y algunos detalles
vuelan en el espacio. Estoy nerviosa y angustiada, mi quebranto es doloroso,
pero deseo dar a conocer públicamente la existencia que fue mi niñez y es
aún difícil comprender lo vivido.

Me transporto a mi infancia, entre los cuatro o cinco años. Papá era todo
para mí, el cielo y la vida. Su ternura era inmensa e infinita, siempre risueño,
divertido, amoroso, yo era su pequeña diablilla, me decía “mona”. Cuando
salíamos de paseo, me tomaba en sus fuertes brazos como a una bebé,
colmándome de besos, mientras yo tiraba de sus orejas y desordenaba su
pelo. Él cogía mis hombros apretándolos, pero yo con mis manos tapaba
sus ojos y él simulaba no ver nada; todo sucedía en las calles, mamá se
avergonzaba, siguiéndonos algo alejada, aparentando no conocernos. Íbamos
a los juegos de entretención, allí gritábamos, nos empujábamos cogiéndonos
de las ropas, subíamos a los aviones, rueda y la cuncuna. Lo que más nos
gustaba era “La casa fantasma”, allí el desorden no tenía límites, jugábamos
entre risas y caricias.

Lo admiraba con orgullo por vestir uniforme. Era un carabinero muy guapo,
alto, cabello claro, mirada conquistadora, tez blanca y manos fuertes. A veces

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hacía guardia en los depósitos de agua potable. Me llevaba y yo era feliz,


había muchas plantaciones de tomates, ambos tomábamos los más grandes
y rojos para comerlos, sin sal y a medio limpiar, reíamos al ver corriendo por
nuestras bocas el sabroso jugo.

Días, meses y años inolvidables, pero a la vez un gran cambio me hizo odiarlo
por largo tiempo. Recuerdo con amargura las noches, ya acostada, pero
sin poder dormir, y a los minutos siguientes, oigo la voz de papá rogando
a su compañera entre balbuceos: “Ya, déjame acariciarte”, y luego un “No”
de mamá, seguido de su llanto. Por un largo momento, ya no lo soporto y
mis lágrimas fluyen una a una. Trato de contenerlas transformándose en un
fuerte dolor, profundo e incontrolable. Y pienso, “¿Estaba pegándole?”. Y mis
gemidos se hacen escuchar, mamá se levanta, me pregunta qué pasa, yo solo
respondí que tenía miedo, por lo que ella decide acostarse junto a mí.

Ellos continuaron siendo como amigos, no aprecio cariño, ella es distante y


se molesta con facilidad. A mí no se acerca, nunca recibo caricias, ni besos.

Aquí continúa mi calvario, un calvario cuyo camino estaba esparcido de


espinas. Cierto día, papá no llegó a casa, al parecer mamá ya lo sabía. Al ver
que oscurecía y que aún no aparecía, pregunté el porqué de su ausencia, pero
ella solamente comenzó a llorar frente a la pequeña ventana de nuestra
pieza. Así pasó horas y horas. Llegó la noche de igual manera, tan llena de
amarguras, parecía una pesadilla, sin luz, solo sombras envolviéndome de
aflicción, sin comprender nada. No sabía si dormía por ser tan pequeña aún,
y me quedaba dormida sobre la cama quizás cuántas horas. Al despertar
solo podía observarla en el mismo lugar, frente a la ventana, quizás con la
esperanza de verlo regresar.

No se alimentaba, todos los días era llorar y llorar, veía su rostro pálido y
demacrado por el ser amado. Así fue pasando el tiempo, al punto que fue
llevada al médico, quedando hospitalizada. Mi abuela volvió sola a casa,
diciéndome que permanecería un tiempo allá. Mientras escribo siento ira,
mi corazón late frenético. Ese día el cielo cayó a mis pies, la tierra se abría,
estaba herida, no tenía alma, mi cuerpo se quebraba y quedé sola en la
habitación. Huérfana y desamparada.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Yo sabía que mamá sería operada del pulmón, y mi pequeño mundo se


desplomó y lloré vertiendo lágrimas como una cascada sin fin, el dolor me
hizo madurar antes de tiempo. Deseé ser fuerte, pero no sabía cómo, ya no
podía dormir tranquila.

Papá fue obligado a visitar a su esposa una vez por semana. ¿Qué fue de
nuestra familia? Se rompió en diminutos fragmentos. Yo quedé al cuidado
de mi abuela y una tía solterona, la que me obligaba a hacer aseo día a día,
moviendo nuestras camas, el ropero, etc. Quedaba exhausta. Me enseñó a
virutillar el piso, encerarlo y sacarle brillo agachada. Yo no sabía nada de
esto, mi madre lo hacía todo, diciéndome que solo hiciera las tareas, comiera
y jugara. Salía por las tardes a la calle para juntarme con mis amigas, pero
esto no fue posible después, porque me daba vergüenza salir luciendo mis
ropas sucias. Mi abuela no dejaba que me cambiara y debía hacerlo solo una
vez a la semana.

Cumplo seis años, a papá lo obligaron a visitarme en la escuela para verme


en clases. Mi profesora era muy hermosa, alta, cabello negro, ojos azules
maravillosos, su cara perfecta. En clases, mi mente volaba entre nubes, ella
me llamaba la atención preguntándome acerca de la materia, pero yo no
sabía qué responder. Nuestro salón era grande y con ventanales hacia el patio,
por lo que mis compañeras ya sabían el día que papá llegaba para verme, al
suceder esto, ellas gritaban desordenándose, se alegraban sin límites porque
él traía golosinas y libros de cuentos que yo repartía luego de besarme y
recibir sus abrazos. Él conversaba con mi profesora lleno de alegría, tocaba
sus manos dándole un beso, y yo envidiaba esos instantes. Qué deseo de
correr y poder llorar a escondidas. Aquí comenzó el odio al observar a mi
padre junto a ella, la persona que respetaba y quería, envidié su hermosura y
cayó del pedestal en el que la tenía. Papá nos cambiaba a mamá y a su hija,
que tanto decía amar, por ella.

¿Qué éramos en su corazón? ¿Nos recordaba? ¿Nos quería? Preguntas que


viajaban sobre pasajeras nubes y el viento transportaba hacia el infinito.

Mi abuela era la única que visitaba a mamá, yo no podía por ser pequeña,
y estaba prohibido por el riesgo de contagio. Continuaba el tiempo entre

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tristezas, llanto y angustia, sola y desamparada. Ya no jugaba con mis amigas,


estaba despeinada y con ropas sucias, cansada de hacer aseo, sacudir y
limpiar. Me entretenía solo con mis muñecas.

Pasaron los meses, largos y amargos, mamá volvió a casa, y yo estaba feliz,
pero afligida a la vez, la observaba en su cama, delgada y triste, melancólica
y al hablar se cansaba. Al medio día, pasado un tiempo, me dijo: “Trae la
cocinilla, colócala junto a la cama, junta agua en la olla chica. Cuando esté
haciendo globitos pon la carne, las papas y el zapallo, etc.”. Esto sucedió
varios días hasta que mi abuela se decidió a hacerlo.

Mamá me ordenó cambiarme de ropa y no dejó que hiciera aseo, “solo barrer”,
me dijo. Y comencé a jugar con mis amigas en la calle.

Conversando con mamá, me contó que en la operación le fue extirpado medio


pulmón más dos costillas, en ese instante le cortaron un ligamento que la
dejó con una parálisis en el brazo izquierdo, y todos los días yo practicaba
para inyectarle antibióticos, además, pasaba con mucha tos, incluso por las
noches esta aumentaba mucho más.

En cierta ocasión fui de compras con ahorros míos. Entré en una gran
ferretería, había visto unos pequeños vasos y pedí verlos. El señor me
preguntó: “¿Cuántos necesitas?”, “Uno solo”, respondí. Y orgullosa volví a casa
regalándoselo a mamá, para sus gotas de la tos.

Papá nunca más la visitó, solo me visitaba a mí en la escuela. Mamá dormía


prácticamente todo el día y yo hacía lo mismo en su cama, junto a ella. Qué
ganas de decirle a mi familia “¡Quiero mucho a mi mamá!”.

El odio a mi papá duró años y años, no podía perdonarlo, porque junto a mamá
estaba nuestro mundo, su figura para mí era solo un hermoso sueño quebrado
en mil pedazos.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de Tarapacá N
La higuera de mi infancia
Autora
Purísima del Carmen Vásquez González (70 años)
Iquique

La figura campesina del abuelo Alamiro quedó grabada para siempre en los
ojos de la Infancia.

La casa que él levantó con sus manos fue el refugio de nuestros juegos, donde
mis primos, yo y mis hermanos vivimos nuestra inocencia.

Para nosotros era el paraíso, con varios adanes y evas y por suerte desprovisto
de serpientes, pero en lugar del manzano, estaba ella, “La Higuera”. En medio
del patio, de tronco áspero y grueso, para soportar el peso de los niños de
la casa, se preparaba para recibir muchos infantes traviesos dispuestos a
escalarla. Tal parece que se inclinaba para que los más pequeños también
pudieran llegar a su altura.

Los otros árboles del patio cuchicheaban entre ramas:

“Mírenla, cómo acoge a esos pillos, la Estéril, la Condenada, árbol Mula”.

Y ella los escuchaba prefiriendo mirar a otro lado.

Cuando el sueño nos vencía y soñábamos inocentes en nuestras camas, ella


nos escribía mensajes en hojas verdes y pardas, que con sus propias manos
ponía bajo la almohada.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Y nosotros parece que dormíamos de prisa para apurar la mañana.

Al despertar… aún con legañas en los ojos y sin lavarnos la cara, corríamos a
treparla. Se ponía tan feliz que casi nos abrazaba y jugaba a servirnos leche y
miel de sus oscuras mamas.

Luego en la rama más alta, el Sol se abanicaba la cara. Un poco más abajo,
unos pajaritos piaban y a un lado el Choche y la Gabi peleando como siempre. 

En uno de sus brazos más fuertes, yo, la contorsionista, la que no cesaba de


dar vueltas y hacer piruetas raras.

De pronto, “Pocholo” gritó: “¡Habrá tormenta de higos, cúbranse las espaldas!”.

El sol huyó a perderse, los pajaritos volaban y nosotros parapetados esperando


que la tormenta pasara. 

Al rato, sentados a sus pies, agitados, intercambiábamos miradas en busca


de travesuras.

La magia se rompía con el grito de las madres y la sentenciosa frase:

“A lavarse las manos, a comer y a acostarse”.

Una noche soñé que la higuera florecida se vestía de novia nevada. Al


despertar la mañana, encontré bajo mi almohada un mensaje escrito por ella
misma en hojas verdes y pardas:

“CELEBRAREMOS EL CUMPLEAÑOS DE LA LUNA, BRINDAREMOS EN MI COPA


CON UN RICO LICOR DE LLOVIZNA Y HABRÁ BANQUETE COLGANTE CON TORTA
DE BREBAS MADURAS”.

A veces me pregunto, ahora ya adulta y cansada


¿Por qué no nos alteraba?
“Que el padre está sin trabajo”,
“Que había mujeres golpeadas”,

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

“Que la madre otra vez embarazada”,


“Que el vecino cayó borracho”,
“Que escuchamos en la radio que hubo inundación en Huston o terremoto en
Australia”.

Nos enterábamos de todo, pero solo el juego importaba.

Creo de todo corazón que La Higuera de Mi Infancia miró para nosotros y


protegió nuestra mañana.

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Primer Lugar
M Región de Antofagasta N
El arrendatario
Autor
Gustavo Alex Tapia Araya (67 años)
Antofagasta

Fue un aviso repentino. Debía viajar a San Isidro, en el valle de Elqui, a


despedirme de una pariente viejita, quien ya se despedía de la vida.

—Quiere despedirse de ti antes de morir —fue el imperativo de la llamada


telefónica. Y así, a la rápida, armé mi maleta y me dispuse a partir, aunque no
sin antes visitar la casa en que arriendo piezas a trabajadores mineros y de
otras áreas.

Fue entonces que don Risbelto Quispe, mi último arrendatario, con solo cuatro
meses en la casa, me pidió el favor personal de entregarle a un amigo suyo
“un paquetito, mi jefe, para una amiga de esas tierras, es una encomienda, y
ella ya sabe que usted se la entregará en el terminal”.

Don Risbelto, a sus cincuenta años, era entre mediano y alto de estatura,
regordete por el pecho y carente de cuello, lo que le hacía ver como un
pequeño búfalo, más con su cara maciza y café, pero de una gran sonrisa que
le iluminaba toda la cara y daba buena fe que se trataba de un individuo a
todo dar.

De oficio cocinero, siempre llevaba a la casa alguna comidita que él había


preparado y compartía con los restantes arrendatarios, quienes ya se habían
acostumbrado a sus delikatessen, especialmente en cuanto a pasteles y
preparaciones de carnes se trataba.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Lo anterior le había abierto, más que la amistad, el corazón de quienes le


rodeaban, incluyéndome a mí. Por tanto, no había razón para negarme al favor
solicitado y un día después viajaba yo rumbo a La Serena con el paquete
agregado a mi maleta.

En la capital de la Cuarta Región, tal como don Risbelto me había recalcado,


me encontraría con una dama joven, hija de una amiga, quien iría por el
encargo. Y, casi cronometrada con el bus, la dama me estaba aguardando,
y con esa docilidad amable de los peruanos recibió y me agradeció con
múltiples bendiciones haberle llevado “el encarguito, mi señor”.

Tras mi estadía en el valle de Elqui por una semana y de participar en las


exequias de mi lejana pariente anciana volví a la ciudad de Antofagasta para
continuar la vida.

Don Risbelto, agradecido “por el favorcito” me regaló un perfume de Jean


Paul Gaultier que, según me dijo, se lo habían regalado con motivo de una
premiación por su hechicera mano gastronómica.

Ciertamente el regalo sobrepasaba con creces mis aspiraciones aromáticas,


pero, por no ofender, no quise rechazarlo y se lo agradecí con un pisco sour
chileno que había llevado desde el valle de Elqui.

Los arrendatarios de la casa le tenían respeto a don Risbelto por otro motivo.
Su pieza, que en principio no dejaba de ser un cuarto común y corriente, con
un gran clóset empotrado en una de las murallas y una ventana al jardín,
se había convertido por inspiración de sus hábitos a la buena vida en una
pequeña sala del palacio de Versalles.

Los marcos de la puerta, ventana y clóset habían recibido molduras doradas,


las murallas pintadas de un blanco hueso contaban ahora con cuadros y la
cama era electrónica. Se podía modificar su inclinación mediante control
remoto: “soy enfermo de la columna y necesito este tipo de servicios”,
explicó una vez. Los cobertores importados hacían notar que había calidad
y los almohadones asociaban su reposo con la comodidad. También contaba
con una pequeña licorera en que no faltaban el buen whisky, vodka y el

30 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

coñac. Cointreau, Grand Marnier y Hennesy aparecían en las etiquetas.


Minirrefrigerador, horno microondas, gran televisor plano y contrato con
todos los beneficios de la televisión con canales adicionales hablaban de
buen capital.

El más pelador de los arrendatarios, que nunca falta alguno, me despachó


su conclusión un día que llegué a casa y había unos maestros cambiando la
cerámica en la pieza del arrendatario.

Al peruano no le había gustado el piso original de la pieza y le estaban


colocando otra cerámica con motivos incaicos.

Nadie le iba a negar el derecho a recordar sus raíces, más cuando la porcelana
peruana era de indudable calidad y le agregaba valor al cuarto.

—Al cholo le gusta vivir por lo alto —me dijo el pelador.

Y ciertamente era así. La verdad es que al hombre le gustaba vivir a lo grande


y su fama como chef para una cadena de restaurantes peruanos le daba
oportunidad de disfrutar de sus anillos, relojes de oro y mujeres bellas que
llegaban a buscarlo.

Nada hubiese cambiado nuestra admiración por el cariñoso chef de no mediar


el aviso que interpuso ocho meses después, cuando inocentemente, y con
su humildad cariñosa, me avisó que se ausentaría por dos semanas y quería
dejarme el mes pagado porque se iba de vacaciones a Santiago.

La novedad me agradaba. Un arrendatario que pagaba por adelantado,


quien no consumiría agua, gas ni electricidad, era un regalo del cielo. Y tras
despedirme de él, avisé a mi encargado de la casa lo que iba en curso con el
peruano.

Así fue que, tres semanas después recibí la llamada del encargado de mi
casa señalándome su extrañeza por la ausencia del peruano, quien sin aviso
permanecía ausente.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 31


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Le solicité entonces llamar a Carabineros para tratar de ubicarlo en Santiago,


entregando el número de su pasaporte y nuestra relación con él, junto con el
número de su celular.

Habría de pasar un mes más para que tuviésemos la primera noticia de don
Risbelto, detenido en la cárcel de Santiago por tráfico de cocaína hacía poco
más de un mes.

Don Risbelto había permanecido bajo arresto y aislamiento para cazar a toda
su red.

Con su esmerada caballerosidad, gastronomía, recursos y libertad de


movimientos, don Risbelto manejaba desde Antofagasta el despacho,
distribución y venta de la droga en el barrio oriente de Santiago, entre los
más conspicuos empresarios que participaban en las reuniones de la Sofofa
y las tertulias de Icare. Lamentablemente para él, uno de los empresarios
había resultado ni más ni menos que un oficial infiltrado de la Brigada
Antinarcóticos.

Mirado con el tiempo, “el encargo” que tuve la oportunidad de trasladar hasta
La Serena meses antes me había convertido nada menos que en una mula de
la red tejida por el chef peruano. De haberse descubierto mi paquete, varios
años de cárcel me hubiesen alejado de la vida cotidiana.

En compensación por el riesgo me quedé con los bienes de su pieza y a buen


precio vendí su ropa, licores, refrigerador, horno, televisor y cama ergonómica.

Tengo entendido que todavía le quedan varios años adentro, antes que venga
a cobrarme todo. Pero yo le tendré de vuelta la mención del “encarguito” que
me hizo llevar hasta La Serena.

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Primer Lugar
M Región de Atacama N
La fuerza del recuerdo
Autora
Alby Fuentealba Benavides (63 años)
Copiapó

—¡Hola! ¡Qué alegría verte!

Siento su abrazo fuerte mientras me pierdo en su pecho y me rodean sus


brazos. El ambiente es de amistad, camaradería y regocijo, además de familiar.

Estamos de visita y compartiremos un asado en el patio de su casa. Nos


rodean sus hijos, su mujer y mis hermanos y sobrinos.

—¡Qué bien está! Ya no hay que rodearla para abrazarla.

Las risas cómplices invaden el ambiente y todos celebramos la broma,


incluso yo. Mis recuerdos y los de todos se entrelazan en la figura redondita
que mantuve en la infancia y adolescencia, pero que el desarrollo propio de
la adultez se encargó de eliminar.

Lo miré entre las personas y disipé cualquier duda amorosa que dudé tener.
Estaba tan avejentado, y no lo pensé con lástima, sino como esa realidad
que de repente te golpea. Lo que más me llamó la atención fue el estado
de tu dentadura. En esos momentos recordé las palabras de mi madre: “Hay
personas que llevan su edad en la sonrisa”. Ambos nos reencontrábamos
siendo grandes y, como siempre, como buenos amigos de la infancia.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 35


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El detonante de los recuerdos fue un reportaje de un diario y que me llegó


vía internet. Me quedé largo rato mirando esa cara sin siquiera enterarme de
lo que se mencionaba en ese artículo. La foto central era un varón de edad
madura, con una barba corta perfilando el rostro, pequeñas arrugas rodeaban
los ojos y la boca, pero, sobre todo, estaba la mirada. Esa misma de antaño,
esa que permitía transportarte a un mundo diferente, de la que emanaba
alegría, picardía, inocencia. El cuerpo se mantenía atlético como siempre,
porque bien sé que esa fue siempre la debilidad que llevó a lo largo de la vida.

No había cambiado tanto desde aquella vez que nos reunimos, solo un poco
más de arrugas en la cara, pero las expresiones, la forma de mirar, la postura
corporal, todo estaba allí.

En la adolescencia se sienten con mayor intensidad los sentimientos, en


especial eso que llaman amor. En realidad, una no se da cuenta de su posesión,
no percibe cuando te toman con tal intensidad que traen grandes cantidades
de pena o de alegría, en cambio, cuando una se siente ya mayor, la fuerza de
los recuerdos es tremendamente inmensa, pero los sentimientos ya están
decantados. Sobre todo cuando con el transcurso de los años se va teniendo
mayor cantidad de tiempo para pensar.

Por otra parte, va surgiendo la necesidad de extraer desde lo más íntimo


esos secretillos guardados con cariño y hasta con cierta vergüenza, para
compararlos con la vida que se hizo, con lo que se dejó en el camino, más
aún si lo anterior se une a que los años permiten ciertas libertades al alejarse
los temores por el qué dirán o los prejuicios sociales, entonces el dar a luz
historias, anécdotas y recuerdos van haciendo realidad vidas, y en mi caso
dan cobijo a este relato.

No he sido de muchos amores, pero sí de sentimientos. El primero creo que fue


el más importante, porque hasta el día de hoy lo recuerdo como si fuera real
y presente. Probablemente se deba a que quienes nacimos y fuimos criados
en el sur de Chile, somos precavidos con lo que sentimos. Correspondo a
un tiempo en que las mujeres no acostumbrábamos a expresar lo que nos
sucedía interiormente, éramos pudorosas, recatadas y muy vergonzosas.
Tampoco se trata de hacer de este un relato lleno de flores, corazones o de

36 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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filigranas románticas, ya que seguramente, en ese caso, podría ser motivo de


un poema y no de esta narración.

En provincias, en aquellos años setenta, el ritmo de vida era muy diferente.


En mi ciudad natal, Valdivia, el tiempo de entretención que teníamos lo
dividíamos entre el deporte y el río Calle-Calle. En especial mi familia, que
tenía su casa a media cuadra de la costanera, por lo que indudablemente
podíamos disfrutar de una vista envidiable del río. Este mismo paisaje creo
que es el culpable de mi afición por la escritura y mi sensibilidad por los
problemas de los demás.

Muchas veces me pregunté, y lo sigo haciendo, respecto de qué habría


sido de nuestras vidas si hubiésemos estado juntos. Si me hubiese opuesto
al seguimiento que le hizo su primera esposa. Seguramente él no lo sabe,
pero ella me pidió permiso para conquistarlo. Al menos eso es lo que sentí
y que relataré más adelante. Es que una tiene un estúpido orgullo cuando
es adolescente y yo, lamentablemente, creo que siempre guardé algo de
niña mimada que se negaba a reconocer las cosas importantes cuando para
otros lo eran o, quizás, simplemente no quería que supieran que podía estar
enamorada de un amigo.

Él tenía seis años más que yo, así que siempre estuvo allí como amigo de mis
hermanos y, por tanto, amigo de la familia, además de vecino. Me parecía tan
inusual que pudiera sentir algo diferente al cariño de amigo, que simplemente
me cerré a otro sentimiento que las circunstancias pudieran presentarme.

El primer acercamiento se produjo una tarde de verano en que yo estaba


apoyada en el alfeizar de uno de los ventanales que daba hacia el río. Mi
mente estaba completamente abandonada a lo que veían mis ojos: el azul
del cielo con unas pocas nubes regordetas que se deslizaban con la brisa,
el suave movimiento de los árboles de ese verdor que solo se da en el sur
y el verde esmeralda que tenía el río. Simplemente no pensaba, sino que
disfrutaba de los colores. Debo haber tenido trece años y él unos dieciocho.

—Hola.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 37


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Siento la voz a mi espalda, que me hace girar por un momento. Respondo casi
por cortesía y también sorprendida de que me dirigiera la palabra.

—Hola.

—¿Qué haces?

Lo miro con extrañeza. Interiormente intento saber el porqué de su interés y


me coloco a la defensiva.

—Aquí, viendo.

—¡Ah! —guardó un momento de silencio y lanzó.

—Debieras estar con tus amigos o con tu pololo.

Ahora me doy cuenta que el tino para hacer preguntas no era su fuerte. Lo
miré extrañada y le contesté.

—Estoy bien así. Un pololo trae puros problemas y mis amigos vienen
cuando yo quiero —todas estas palabras las digo sin mirarlo y apoyándome
fuertemente en el marco de la ventana, como dando por terminada la inusual
y extraña conversación.

—Esta bien. Nos vemos.

Se acabó la conversación y se alejó por el pasillo de la casa en busca de mis


hermanos. Reconozco que siempre fui desarrollada físicamente y tan fea no
era, lo que atraía a chicos más grandes que yo, por ello estaba acostumbrada
a prevenir situaciones engorrosas y en ese instante me pareció que él no era
mi amigo, no teníamos tanta confianza como para intentar indagar acerca
de mí. Desde ese momento no se volvió a acercar a mí, al menos no tan
directamente. Creo que lo asusté con las palabras y mi actitud.

Sin embargo, los años hicieron que fuera yo quien lo mirara con otros ojos y
siempre a la distancia. Lo veía junto con mis hermanos, formando parte de mi

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familia, yendo entre su casa y la mía, en fin, me di cuenta que era diferente.
La cercanía, el que pudiera sentirlo, verlo diariamente, comenzaron a poner
pensamientos alborotados que dejaron pasar ilusiones de quinceañera. Sin
embargo, nadie lo sabía, al menos hasta este momento. Quizás mi madre lo
intuyó, pero ella era muy respetuosa de la intimidad y jamás indagó respecto
de cosas que yo no quisiera que lo hiciera.

Poco a poco surgió ese ideal de hombre, de “príncipe azul” en ese “amigo”
de la infancia, pero yo estaba temerosa del entorno, del qué dirán y prefería
estar con mi grupo de amigos, realizando obras sociales, ayudando a otros
y cumpliendo con los compromisos del centro juvenil. En cambio él estaba
practicando deportes y haciéndose famoso. Lo entrevistaban continuamente
y salió hasta en la televisión. Para nosotros seguía siendo el mismo, el
amigo de la casa que llegaba a comer el pan casero que hacía mi mamá,
que se perdía entre los matorrales de grosella de la huerta, en fin, aquel
joven de sonrisa cómplice que continuaba jugando a la pelota con mis
hermanos.

Le conocí varias “pololas” a la distancia, por comidillas, por cotilleos de


amigas, pero en realidad no le vi con ninguna de ellas hasta que llegó el
momento de saber realmente que estaba siendo cotizado como hombre.
Reconozco que ese fue un golpe bajo, porque provino de los labios de una
amiga de ese entonces. De la misma que me acompañaba a verlo jugar y
que formaba parte del grupo de amigos. Ella lo conocía muy bien, porque su
familia estaba a cargo del casino del club deportivo del que formaba parte.
Debo haber tenido unos dieciséis años cuando sentía diferente, mirándolo,
celebrando sus triunfos deportivos y sintiéndome parte de su vida, siempre
en silencio.

Recuerdo que estábamos viéndolo jugar en el Coliseo de Valdivia. Era un


partido de clubes, así que no había mucha gente más que familiares y amigos
de los respectivos clubes. De pronto mi amiga me dice:

—Quiero hacerte una pregunta.

—¿Sí?

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—¿Aún te gusta él? —no diré su nombre aquí, pero ella sí lo dijo en ese
momento.

Guardé unos segundos de silencio. Creo que ya sabía lo que venía y, otra vez,
me coloque a la defensiva.

—¿Por qué? —contesté evitando mirarla.

—Es que a mí me gusta y como sé que a ti te gustaba…por eso te pregunto.

Respiré con ese aire de orgullo tonto y le espeté:

—No te preocupes. Ya no me gusta —y como una pequeña venganza infantil


agregué—, el que me está gustando es tu hermano.

—¡Ay que bueno! Porque siendo mi amiga quería que supieras que yo haré
todo por quedarme con él.

Me quedé sin palabras. No hice más comentarios y ni recuerdo quién ganó


ese partido. Solo registré que estaba indefensa ante la arremetida amorosa
de “mi amiga”. Reconozco que pensé que era una “patuda” al querer algo que
ni siquiera le pertenecía, pero como muchas veces, guardé silencio esperando
que, en un futuro próximo, me contara que había fracasado en su intento.
Por eso sentí que fue una suerte de pedir permiso para conquistarlo, pero
interiormente me quedó el sabor frustrante de haber negado por segunda
vez un incipiente amor.

Pasaron los días y llegó a mis manos unos binoculares que mis hermanos
consiguieron de unos amigos y que, por consiguiente, molesté para que
permitieran que los usara. Mis hermanos generalmente alegaban un poco
ante mis requerimientos inocentes, pero finalmente terminaban por acceder,
aunque con ciertas condiciones. Las más importantes: “¡Cuídalos! ¡No los
rompas! ¡No los pierdas!”.

Allí estaba yo disfrutando de esos binoculares. Era una tarde de verano donde
el azul del río bajo los rayos del Sol, permitía una perspectiva ambiciosa del

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paisaje. Todo se veía hermoso. Era espectacular ver aquello que con frecuencia
mis ojos no podían visualizar. Más aún si considerábamos el tiempo que por
lo común había en Valdivia, nublado o lluvioso para estar despejado con el
cielo inmensamente azulado.

Estaba en el balcón de la casa mirando desde el puente Calle-Calle hasta


antes de la curvatura donde el río Calle-Calle se junta con el Valdivia. Me
perdía gozosa entre la variedad de verdes que tenía la vegetación de las
montañas y en los colores de madera de las casas de la rivera del frente.
Seguía minuciosamente los detalles que entregaba la panorámica que
construía gracias a esos espectaculares binoculares prestados. De pronto,
los colores dejaron de ser luminosos y todo desapareció ante mis ojos
para quedarse solo con una imagen de esa rivera: mi amiga y él estaban
muy juntos la una cerca del otro. Estaban de pie frente al río y por lo tanto
frente a mí, ambos sobre el embarcadero que la casa de ella tenía. Podía
verlos a la perfección, aunque ellos ignoraban que los podía ver. Ella lo
abrazaba amorosamente y se pegaba a su espalda, acariciando el pecho
varonil. Él se sonreía y le tomaba las manos, permitiendo las caricias que se
le brindaban.

En un segundo pareció que los binoculares se quedaron pegados a mis ojos.


Estaba completamente estática, petrificada. Sentí que cambiaba algo en mi
interior y, sin saberlo, sufrí mi primera pena de amor, de frustración. Dejé mis
posturas infantiles y mi orgullo defensivo se desvaneció estrepitosamente
en la tibia brisa de ese verano. Esa tarde no tomé once. La excusa fue dolor de
estómago y mi madre le echó la culpa a “problemas femeninos”.

A partir de ese momento fui testigo a la distancia de la relación de “mis


amigos”. Alguien dirá: ¿Por qué no diste la pelea? Le contesto: no puedo
pelear por algo que deseché, que nunca acepté que existía…hasta que alguien
la vio como real, pero no fui yo.

Quizás fue un reflejo aún infantil de querer algo cuando alguien más lo tenía.
¡Qué sé yo! La cuestión era que no era para mí y sentí que debía continuar
como hasta ese momento. En silencio, añorando, amando, visualizando la
felicidad desde lejos.

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En paralelo, seguí con la vida de siempre, rodeada de amigos del centro


juvenil, el Liceo y mi casa. Terminé la secundaria sin mi madre, que murió
en el intertanto, y me vi obligada a entrar a la Universidad. Mi familia tomó
diferentes caminos, algunos salieron a estudiar a otras universidades,
se casaron y formaron su propia familia y yo continué mis estudios en la
Universidad Austral.

Una tarde que regresaba a casa e iba caminando por la alameda que llevaba
a la Universidad, sentí que alguien me llamaba. Ya era otoño. Al voltear para
ver quién era, me encuentro con mi amiga que caminaba rápidamente en
dirección hacia mí. No había forma de esquivarla, así que no me quedó otra
que esperarla y continuar caminando junto con ella.

—Hola. Te vengo llamando desde abajo.

—¿Ah, sí? No escuché.

—No importa ¿cómo has estado?

—Bien ¿Y tú? —continuó con la conversación formal. No quedaba otra.

—Yo más o menos. No me siento muy bien con eso del embarazo.

Pareció que el tiempo se detenía, pero no era así. La conversación continuó


de lo más normal, aunque por dentro estaba perpleja y devastada. La dejé
hablar y hablar.

—Más encima tengo que preparar eso del casamiento. Algo íntimo, ya sabes,
para evitar eso de los comentarios, aunque a nosotros eso no nos importa,
pero ya sabes, eso de la familia y los medios… bla… bla… bla…

Al llegar a la plaza nos despedimos afectuosamente, y deseándonos


mutuamente que todo resulte bien, nos separamos.

A partir de ese momento me llené de actividades. Incluso una de mis


hermanas me invitó a visitarla en la ciudad de Viña del Mar, justo en la época

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del festival, así que ya estaba programando nuestra asistencia a ese evento
y todo prometía que la pasaríamos muy bien. Pocos días antes de viajar supe
que la fecha del casamiento coincidía con aquellos días en que yo estaría
fuera de la ciudad. Nuevamente el destino me ponía en una encrucijada para
elegir, pero también me colocaba una opción para eximirme del simple hecho
de ser testigo directo de su felicidad. Obviamente la elección la había hecho
varios años antes, por lo que fui a Viña y disfruté de Sandro en el escenario
del festival.

Al regresar la vida siguió igual, dando y quitando. Murió mi padre, me fui


a estudiar a otra ciudad y armé nuevas situaciones. Los lazos de conexión
creía que ya no estaban y, sin embargo, continué sabiendo de su vida. Me
enteré que había sido padre y también de la separación de su matrimonio.
En ese momento pensé que las cosas siempre caen por su propio peso e
íntimamente, y por breves segundos, me alegré de ese término. También sabía
que era una alegría sin sentido, porque no ganaba nada con ello. De hecho,
seguimos nuestras vidas, separados no solo por la distancia sino también por
las circunstancias que cada cual creó.

Por las noches, cuando no podía coinciliar el sueño, me entretenía inventando


encuentros, momentos en que nos uníamos y teníamos una vida en común.
Lo malo es que nunca logré avanzar más allá del encuentro y del diálogo que
sosteníamos al vernos. Invertía tanto tiempo y esfuerzo en inventar frases,
lugares, en unir cosas pasadas y cambiarlas por nuevas que el sueño llegaba
inexorablemente. A la noche siguiente intentaba comenzar del punto en que
me había dormido, pero nuevamente surgían nuevas cosas, nuevas frases y
otra vez, me dormía. Esta entretención la mantuve por varios años, hasta que
se me hizo fácil dormir. El cansancio del trabajo contribuyó a ello, además
del reencuentro en que lo vi de una forma diferente.

Con el paso de tiempo ya no se sucedieron pensamientos acerca de él.


Simplemente aceptaba como noticias lo que sucedía en su vida. Supe de
la nueva pareja, de su matrimonio, de su familia, de su trabajo, sin siquiera
preguntar. De la misma manera que un pintor lanza brochazos sobre una tela.
Al comienzo, aparenta no tener sentido, pero poco a poco aparece una obra de
arte.

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Entendí también lo que significa “amor ideal” de “amor real”, aunque no perdí
mayor tiempo en reflexionar respecto de ello. Él quedó allí como recuerdo
de lo que pudo ser y no fue. Sin mayores complicaciones ni sacrificios.
Quizás alguna lágrima adolescente llena de timidez y vergüenza, pero nada
más. Pienso que si hubiese sido amor verdadero, como esos que narran los
entendidos, habría hecho lo imposible por tenerlo, como lo dijo “mi amiga”.
Aunque a ella no le resultó para toda la vida, sirve como ejemplo de una
mujer que se esfuerza por tener a un hombre, ocupando para ello todas las
herramientas posibles y poniéndolo como eje central de su vida.

Por mi parte, mi eje fue mi familia, el trabajo, el aspecto económico, en ese


orden. Los hombres y el amor que conllevan han sido anexos sabrosos de vivir,
no de centrarse en ellos. Comprendo que hay diferentes tipos de mujeres
como de hombres y yo formo parte de esa diferencia.

Cada cual obtuvo la vida que eligió y, con ella, la felicidad apropiada.

No se trata aquí de dilucidar quién fue feliz o quién lo fue menos. Tampoco
de intentar finalizar la relación que pudo existir. Queda por saber el término
de nuestras vidas, porque aún se mantienen en el quehacer del destino. A
lo mejor, la noticia de su fin me llegue desfasado, como todas las noticias
que tuve de él o quizás lo sepa tan rápido que podré asistir a sus funerales.
En cambio, mi término, si sucede antes que el suyo, estoy segura que no lo
sabrá, hasta después de un tiempo y como un hecho dicho casualmente por
algún conocido en común. Es que estamos tan separados que es imposible
que sepa de mí. No posee la suerte que yo he tenido. De que siempre, de
alguna u otra forma, me entero de lo que le sucede, aunque sea con desfase
de tiempo.

No sé si el destino quiso juntarnos dándonos oportunidades diversas para


unirnos o si eran con la intención precisamente de lo contrario, para demostrar
que no era lo nuestro el estar juntos. Las cosas se dieron así y lo acepto. Sin
arrepentimientos, sin deudas por saldar, sin cuestionar, sin esperar.

Pero en una pequeña venganza contra lo escrito por la mano superior, quise
relatar esto tan íntimo. Que quedara como manera de evidencia del jugueteo,

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del cruce de vidas, de uniones de imposibles que quedan en manos de algo,


o alguien, que está más allá de nosotros y que se engolosina viendo cómo,
torpemente, por lo demás, nos debatimos culpándonos unos a otros acerca
de lo que fue y no fue. Lo más seguro es que este relato quede entre los pocos
que lo lean y yo, algo así como el confesor con su confesante, ya que este tipo
de narraciones no es de la preferencia de todos. Quizás si hubiese mostrado
un poco de sexo, o de violencia, o de pequeñas venganzas cumplidas en el
tiempo, o por último podría haber mencionado personas ilustres que me
pudieron dañar, daría por asegurado mayor cantidad de lectores. Pero no es
así. Son simplemente confesiones de una mujer mayor.

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Primer Lugar
M Región de Coquimbo N
Borde costero
de la IV Región
Autor
Julio Alberto Aranis Rojas (73 años)
Ovalle

El Pacífico es hermoso como peligroso. Vivir en el borde costero representa un


riesgo como también una enorme satisfacción. Poder disfrutar de un paisaje
casi primitivo con una geografía poblada de rocas volcánicas con los más
variados formatos, tamaños y colores. De sus maravillosas puestas de sol, de
sus mañanas frías y el agradable aroma de algas marinas, son sensaciones
que no se olvidan jamás.

Es difícil explicar la alegría que sentimos cuando nos mudamos a nuestra


casa recién construida, lo más importante: diseñada por nosotros mismos.
Un lugar encantador donde la playa decorada con enormes rocas milenarias,
a pocos metros de nuestro antejardín, se hace presente con toda su belleza
primitiva.

Con 71 años de vida —ahora jubilado y con dos hijos emancipados— al


retornar a Chile, decidimos con mi esposa adquirir este terreno después de
vivir 28 años en el extranjero.

A principios de septiembre de 2015 nos mudamos a nuestra flamante


residencia. La primera semana nos dedicamos a desembalar, ordenar e
instalar muebles y artefactos eléctricos, un trabajo de nunca acabar. Por esos

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días la energía eléctrica la obteníamos de un generador a gasolina. El pozo


estaba inacabado, por ese motivo el abastecimiento de agua potable era
realizado por camiones cisternas (aljibes).

El 16 de septiembre de 2015 fue un día bastante agitado, nos disponíamos


a descansar cuando comenzó a moverse suavemente el piso de la cocina, en
ese momento me encontraba preparando un pisco sour.

—Está temblando —le dije a mi esposa, que aún no percibía el sismo.

En la medida que aumentaba la intensidad comencé a escuchar el tintinear


de copas golpeándose entre sí, seguido por un ronco bufido venido del fondo
de la tierra.

—¡Terremoto! —le grité.

—Va a pasar —me respondió con una sonrisa en los labios.

Ella bromeaba con este tipo de fenómenos, en reiteradas oportunidades


manifestó su deseo de experimentar nuevamente esta experiencia ya
olvidada, por vivir tanto tiempo en un país carente de este tipo de catástrofes.

Pero el tiempo transcurría y el movimiento continuaba cada vez más violento.


La casa crujía, los vidrios de los enormes ventanales sonaban amenazando
quebrarse en cualquier momento. ¿Es el fin del mundo? ¿Mi vida termina
hoy?

Después de tres largos minutos, poco a poco la situación se normalizó. A


pesar de su magnitud, ningún daño fue ocasionado en la vivienda, ella pasó
con éxito su primer terremoto.

Sabíamos que después de un fenómeno de esta intensidad existe la


posibilidad de un tsunami, por tanto contábamos con un máximo de 15
minutos para escapar —según lo relatado por víctimas que ya pasaron por esta
desagradable experiencia en el sur del país—; bastante nerviosos decidimos
abandonar el borde costero. Guardamos en el auto algunas ropas, alimentos,

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linternas y embarcamos con nuestro perro, buscando un lugar seguro en la


parte alta del condominio.

Nuestra parcela se encuentra rodeada de cerros, al pie de un enorme


acantilado, la única señal que llega a este sector es televisión, la que no había
sido instalada aún. No tenemos señal de teléfono ni internet, para entrar en
contacto con el mundo exterior es necesario subir y recorrer un kilómetro en
dirección a la ruta 5 norte (Carretera Panamericana), por tanto ignorábamos lo
que estaba sucediendo en el resto del planeta. Sabíamos que un movimiento
telúrico de esa intensidad puede causar una terrible destrucción, como ya
sucedió en varias oportunidades en nuestro país.

La única vía de escape es un camino de tierra que serpentea una profunda


quebrada. La cima se encuentra a 120 metros de altura. Con la camioneta a
todo motor enfrentamos el desafío, nuestro ímpetu fue detenido bruscamente
al encontrar derrumbes y grandes piedras bloqueando el paso.

Las rocas menores las empujamos barranco abajo —no es fácil mantener la
calma cuando piedras de gran tamaño continúan cayendo cerca de ti, producto
de las réplicas que precedieron al terremoto—, las que no conseguimos sacar
por su enorme tamaño, las movimos dejando un reducido espacio entre ellas
y el abismo.

Caminando adelante de la camioneta mi esposa me señalaba el lugar exacto


donde poner cada rueda, pero el piso suelto me hacía perder constantemente
la estabilidad. Las piedras lanzadas por los neumáticos se estrellaban con
fuerza en la parte inferior de la carrocería, produciendo sonidos estridentes
que aumentaban la tensión. Mi perro sin poder ocultar el terror que esta
situación le causaba, subió al asiento del pasajero y colocó ambas patas en
mis rodillas, mirándome fijo con el miedo reflejado en sus ojitos.

El piso estaba tan inestable que no conseguí subir, los neumáticos


continuaban patinando en ese mar de pedruscos que impedían el avance.
Solicité a mi esposa hacerse a un lado y retrocedí algunos metros para
tomar velocidad. Estaba consciente que esta medida involucraba riesgo,
pero no tenía otra alternativa y acelerando de forma moderada, me lancé

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por ese camino deformado. El vehículo zigzagueaba de izquierda a derecha


de forma peligrosa, con mis reflejos a flor de piel —que todavía funcionan—
compensaba estas dificultades en el momento preciso. El perro continuaba
apoyado en mis piernas.

Finalmente conseguimos “escapar” de aquella peligrosa situación.

Desde lo alto, la oscuridad de la noche no nos permitió observar lo que sucedía


con nuestra casa. Optamos por alejarnos del lugar con un sabor amargo en la
boca, era necesario entrar en contacto con nuestra familia.

Llegamos a la Carretera Panamericana donde se encuentra la oficina del


condominio, que a esa hora estaba cerrada. La comunicación telefónica era
precaria, de la misma manera conseguimos entrar en contacto con algunos
familiares, mediante la radio conocimos la magnitud del sismo —8,4 grados en
la escala internacional de Richter—, siendo el epicentro a pocos kilómetros de
nuestra casa. Su duración superó los tres minutos y el tren de olas producido
por el tsunami que lo precedió estaba destruyendo caletas, puertos, balnearios
y ciudades. Al escuchar estas noticias eran pocas las esperanzas de encontrar
nuestra vivienda completa. Lamentábamos que nuestras economías ganadas
con tanto esfuerzo se perdieran de un momento a otro.

Al despuntar el alba decidimos volver para conocer la realidad dejada por


el maremoto. En silencio emprendimos el regreso, durante el trayecto la
incertidumbre nos invadía, sin embargo no llegamos a desesperarnos ni
lamentar el desastre. Al llegar a la cima donde se inicia el camino de bajada,
mi mujer me pidió detener la camioneta, corrió al borde del acantilado
observando le situación dejada por el siniestro. Esperando ansiosamente
sus noticias, me preparé para lo peor. Bastante concentrada continuaba
analizando desde lo alto sin darme ninguna luz. Los minutos pasaban y mi
ansiedad crecía conforme el tiempo transcurrido. De un momento a otro
levantó el pulgar apuntando al cielo. ¡Pufff! Era la señal que estaba esperando.
La casa permanecía en su lugar, una sensación de alivio me invadió.

Más tranquilos iniciamos el descenso por entre las piedras que continuaban
entorpeciendo nuestro camino. Nada había cambiado, el terreno que bordea

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la casa estaba seco, las marcas dejadas por el agua en la playa, señalaban que
subió poca cosa, el entorno no mostraba cambios extraordinarios. ¡Menos
mal!

Durante el día continuamos con nuestras labores olvidando el incidente. La


noche mal dormida nos llevó temprano a la cama, estábamos cansados. Cerca
de las diez de la noche nuestros sueños fueron interrumpidos por ladridos del
perro, que anunciaban la presencia de desconocidos en las inmediaciones.
Observamos luces iluminando nuestro antejardín, voces femeninas llamaban
a mi esposa por su nombre ¿quién podría estar llegando a esa hora de la noche?
Sobresaltados nos vestimos y al abrir la puerta de entrada encontramos, con
linternas en mano, a dos hermanas de mi mujer —María Elena y Myriam—, la
incertidumbre que les causó este desastre las motivó a venir a nuestra casa
para conocer lo sucedido.

Agradecidos y emocionados las recibimos de brazos abiertos. Nos contaron


que decidieron visitarnos, a pesar de no conocer el lugar, porque estaban
sumamente preocupadas con las alarmantes noticias divulgadas en la
televisión. Nos contaron que las noticias mostraban caletas arrasadas, barcos
varados en las plazas de las ciudades inundadas, balnearios destruidos por los
terremotos, tsunamis y vientos de más de 100 k/h. En todo caso, los destrozos
dejados por la naturaleza eran serios, por esos motivos pensaron que nuestra
residencia también había sufrido daños, suponían que nos encontrábamos en
estado de shock, tratando de recuperar las pocas cosas que el agua nos dejó.

Esta experiencia de vida fue muy impactante, no solamente por el hecho de


haber vivido minutos de terror, es difícil aceptar la pérdida total de nuestros
bienes materiales, no es fácil comenzar de cero cuando ya pasamos los 70
años.

Nuestra historia tuvo un final feliz, al contrario de muchas otras familias que
aún no consiguen recuperarse de este desastre.

Creo sinceramente que encontré mi Paraíso Perdido. Y lo que es mejor, vivo


en él todos los días del año, en compañía de mi esposa y compañera. Mis
hijos son independientes y ya tienen vida propia. Son profesionales bien

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calificados y se encuentran trabajando en el extranjero, cosa que me deja


muy feliz.

Estoy consciente que mi vida fue una aventura, de la que aprendí innumerables
lecciones: buenas y malas, pero todas ellas válidas. No se puede evaluar lo
bueno sin conocer lo malo. No se puede apreciar la alegría sin haber sufrido.
No se puede valorizar el amor sin haber recibido indiferencia. No se puede ser
valiente sin sentir miedo. Estas experiencias son necesarias para poseer un
equilibrio como seres humanos.

Como ya lo expresé antes, me siento muy satisfecho donde actualmente


estoy, pienso que ahora puedo unirme a los guerreros ancestrales que tanto
orgullo proporcionaba a mi madre. No gané todas las batallas, pero me
defendí como gato de espaldas. Y eso ya es suficiente.

Una de las grandes preguntas que siempre me hice fue:

¿Cuál será nuestro legado para las futuras generaciones?

¿Palabras, recuerdos, sentimientos y experiencias serán llevados por el viento


y perdidos para siempre?

Si fuese de ese modo nuestro paso por este planeta no tendría sentido. Tal
vez estos pequeños relatos de vida escrito por personas mayores, orienten
a los descendientes y futuras generaciones a encauzar sus vidas respetando
al ser humano y naturaleza que los rodea. Solo eso. Si conseguimos este
objetivo, quedo feliz por toda la eternidad.

52 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Primer Lugar
M Región de Valparaíso N
Soledad
Autora
Nora del Carmen Valencia Silva (65 años)
Putaendo

Fue un 8 de marzo,
que nos casamos.

Apenas seis años,


lo que duramos.

Un proyecto de vida,
que comenzaba
con dos niños preciosos,
que tú adorabas.

Sucedió ese accidente;


te sorprendió in fraganti;
te arrebató la vida,
en un solo instante.

Todo cambió aquel día,


nada es igual.

La casa está vacía,


sin tu presencia.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 55


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Nuestros hijos te buscan,


sienten tu ausencia.

Quiero cerrar mis ojos


y no pensar.

Creer que es solo un sueño


y va a terminar.

El dolor me consume,
quiero escapar.

La realidad me atrapa,
debo aceptar.

En mi alma se anida
la soledad.

Soledad que se siente,


cuando algo has perdido.

Quizás la ilusión
o al ser más querido.

Camino por las calles;


las encuentro vacías.

Es un andar tan lento…

Quizás sin rumbo fijo.

De pronto me detengo,
y pienso tanto, tanto,
que mis ojos se nublan
y me ahogo en mi llanto.

56 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Quiero guiar mis pasos


y continuar mi vida,
pero todo es oscuro,
¡No hay salida!

Cuando miro en la pieza,


esa cama vacía,
me pregunto en silencio
¡¿Por qué?!
¿Por qué se iría?

Servicio Nacional del Adulto Mayor 57


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Primer Lugar
M Región Metropolitana N
Sombras
Autora
María Cristina Jiménez Quezada (64 años)
Recoleta

Toda mi infancia y adolescencia viví con un tierno padre que en su juventud


había enfermado de tuberculosis.

Mi progenitor conoció a mi madre el año mil novecientos treinta y ocho en el


hospital El Peral de Puente Alto, donde ella era enfermera. Él llegó del sur con
veinte años, indigente y con una TBC avanzada. Había dejado su casa paterna
en Villarrica para venirse a la capital y no contagiar a sus hermanos menores.
Desde que tengo memoria, escuché muchas veces la romántica historia de
ellos: mamá, joven y menuda enfermera con su capa gris cubriendo su albo
uniforme, su toca almidonada con la distintiva cinta negra sobre su cabellera
azabache, entró a la sala donde estaban los tísicos. Mi padre, joven, apuesto
y sin capacidad de sopesar sus condiciones, desafió al futuro con una frase
que recordaba siempre: “¡esa negrita va a ser mía!”, provocando la burla de
los otros enfermos. Sin embargo, se cumplió la predicción. Pronto se casaron
desestimando la temprana viudez, antes del año, que el director del hospital
le presagió a mamá.

Tuvieron cinco hijos, siendo yo la última y única mujer. Aunque muy regalona
de mi padre jamás me permitió acercarme mucho a él ni menos dormir
en su cama. El dormitorio matrimonial consistía en dos camas de plaza y
media, separadas por un velador. Cuando yo sentía temor por las noches, iba
a costarme con mi madre pero jamás con papá, estaba prohibido porque él
siempre pensó que nos podía contagiar.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 59


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Tengo grabado el rencor que mi padre sentía por el tío que llegó a su casa
en Villarrica, pidiendo alojamiento y ocultando su tuberculosis. Mi abuela le
pasó una cama en el dormitorio de sus hijos, resultando cinco contagiados de
los ocho y una hermana muerta.

El flagelo de esta enfermedad también se había llevado a las dos hermanas


mayores de mi madre.

Con este aprendizaje temprano de una epidemia que había existido mucho
antes de mi nacimiento, entendía y aceptaba de buen modo las precauciones
que mi padre tomaba para protegernos y me sentía contenta con sus cuidados.
Porque además tenía su toalla aparte y su vajilla que no podía usar ningún
otro miembro de la familia.

Mi madre toda su vida se dedicó al cuidado de los enfermos al pulmón por


el bacilo de Koch y yo conocí tempranamente el idioma médico referente a
esta enfermedad. Ella amaba tanto a su profesión como a mi padre y crecí
escuchando las palabras hemoptisis, neumotórax, BCG, entre muchas otras
cuando ella comentaba los casos del hospital.

Mamá recordaba con orgullo que mi padre se había mejorado sin antibióticos
porque no existían, con sobrealimentación y baños de sol; con los años se
descubrió que estos últimos eran contraproducentes. O sea, según mi madre,
papá había sido un Hércules que salió airoso de tamaña prueba, respirando
perfectamente con un cuarto de pulmón y por el resto de su vida que fue
bastante más larga de lo se había pronosticado.

El fantasma de la tuberculosis se personificó en nuestro hogar cuando mi


hermano de diez años, Ricardo (Ica para mí), cinco años mayor que yo, contrajo
la temida enfermedad. Cuando vieron las sombras en sus pulmones y dieron
el diagnóstico, mamá lloró, mi padre se puso pálido y yo tenía la tranquilidad
de los niños pequeños, segura de que mi hermanito se mejoraría. Y así fue,
en una forma mucho más rápida y con menos secuelas que papá porque ya
existían los antibióticos.

Mamá no quiso dejar a mi hermano hospitalizado. Consideró que nadie lo


cuidaría mejor que ella y se lo llevó a casa firmando un papel que decía que

60 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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cualquier cosa que le pasara al niño sería exclusiva responsabilidad de su


madre. Pidió un permiso sin goce de sueldo en su trabajo y mi hermano contó
con la mejor enfermera del mundo.

Fue así que mi querido Ica, mi protector, el maestro que me estaba enseñando
a leer y que me quería con fervor, quedó confinado a una pieza donde los
hermanos no podíamos entrar. Se instaló una pequeña reja de madera para
que, especialmente yo, no estuviera cerca de él.

Recuerdo que mamá le hacía todos los días jugo de zanahoria. Yo esperaba
con paciencia que estrujara la hortaliza rallada con un pedazo de género.
A Ica le llevaba el jugo y yo me comía, feliz, en mi pequeño plato enlozado,
la zanahoria rallada y seca. Nunca sentí envidia ni lo tomé como las sobras
porque yo amaba a mi hermano y entendía que él necesitaba lo mejor para
sanarse. También mamá le hacía quesillo. El lechero pasaba muy temprano
vendiendo leche en una carretela tirada por un tolerante caballo. Mamá recibía
el líquido blanco y espumoso en una olla de aluminio donde el vendedor lo
iba echando con el jarro que medía los litros. En la noche hervía la leche y
le echaba unos polvos de cuajo que compraba en la farmacia. Tapaba la olla
con un paño blanco hecho con las bolsas de los sacos de harina y al otro día
la leche estaba cortada. Por la mañana colaba los cuajarones con los mismos
paños y luego los estrujaba con sus manos morenas que contrastaban con
el género y el quesillo resultante. Antes de llevarle a mi hermano, me daba
un pedazo de esa masa blanquecina, tibia y “chiclosa”, que sonaba entre mis
dientes.

Con estos cuidados y muchos más, a los seis meses mi hermano se levantó
de la cama y pudo salir al mundo exterior, bastante más alto de lo que yo lo
recordaba pero con la misma cara angelical de mi hermanito querido.

Era la segunda batalla ganada por guerreros dirigidos por una eficiente
generala, mi madre; y yo era una espectadora que amaba a esos soldados.

Seguí creciendo bajo el alero de una madre sobreprotectora respecto de la


tuberculosis. Cada cierto tiempo hacía exámenes a todos los miembros de
la familia y miraba detenidamente las radiografías por si encontraba alguna

Servicio Nacional del Adulto Mayor 61


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sombra en nuestros pulmones. Nos trataba de sobrealimentar para que no


fuéramos a contraer la enfermedad. Crecí tomando bacalao, jugo de carne,
una pequeña porción de vino añejo antes de las comidas y distintos jarabes
para que el apetito aumentara. Generalmente era castigada a la hora de
comer por no engullir todo el plato. Mamá se desesperaba con mi falta de
hambre y cuando yo no quería tragar me pegaba con una correa negra en las
piernas mandándome al patio. Entonces, llorando en la puerta de la cocina
le contaba a mi perra, una cocker spaniel negra, de la madre incomprensiva
que me había tocado. La mascota miraba, con sus ojos de pena, cómo caían
mis lágrimas y lamía mis rodillas mientras yo sollozaba. La verdad es que mi
tristeza era por impotencia porque los correazos no dolían.

Creo que papá temió toda su vida que la tuberculosis se le cruzara otra vez en
su existencia. Pero no fue así, murió treinta y dos años después, de un infarto
al corazón.

Mamá, al contrario, se sentía inmune. Y quizás por ser su única hija y su


verdadero clon, creyó que yo también lo era. Siempre me llevaba con ella
cuando iba a colocar inyecciones a los enfermos. Antes de salir a sus visitas,
hervía en una caja de metal unas jeringas de vidrio y el paciente debía tener
en su casa algodón, alcohol y la receta con la indicación del médico. Vi muchos
brazos y traseros donde mamá clavaba sus agujas. Admiraba su destreza y el
amor por lo que hacía, porque nunca cobraba. Era yo la que recibía regalos y
atenciones como muestras de agradecimiento.

Mi padre era un victorioso soldado de guerra un poco mutilado por dentro,


pero nadie se daba cuenta porque era trabajador como no hay otro. Logró
con tesón y esfuerzo una excelente situación económica a los pocos años de
casado.

Mi madre, con su experiencia, hizo muchos diagnósticos de personas cercanas


enfermas de TBC, ya fuera por su adelgazado cuerpo, su rostro pálido o la
sudoración y desmayos. Trabajaba realmente con y por amor. Y también
se daba sus gustos: iba a la peluquería una vez a la semana. Y yo, con ella.
Íbamos a la modista, la señorita Amy; al restaurante de su amiga la señora

62 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Sara, la que siempre me convidaba un Sorbete Letelier y me dejaba jugar con


las cajitas de madera que tenían seis botellas de Coca-Cola en miniaturas,
mientras ellas conversaban no sé de qué. Luego pasábamos al kiosco de la
señora Rosita y mamá se compraba la revista Confidencias y a mí, La pequeña
Lulú. Ya más grande la cambié por la Sussy.

Un día llegó a nuestra casa, desde Castro, la tía Angelita. Era la señora de un
hermano de mi papá, dulce como su nombre y de unos ojos tan transparentes
y azules que daban deseos de nadar en ellos. Llegó con unas heridas que no
sanaban en las piernas. Mi madre le diagnosticó de inmediato una tuberculosis
en piel, la que corroboraron los exámenes. La tía estuvo un tiempo en nuestra
casa, hasta que se fue al sur con sus piernas impecables y fuertes lazos de
amor entre ella y yo que perdurarán el resto de mi vida.

Mi madre tenía un fanatismo extraño por todo lo relacionado con la


tuberculosis. Y quizás la explicación está en que gracias a ella conoció al
gran amor de su vida.

También era una lectora empedernida. Ella me contó que Franz Kafka, el autor
de La metamorfosis y la mamá de Pablo Neruda murieron de tuberculosis,
ella, un mes después de dar a luz al poeta. Por mi mamá conocí a Margarita
Gautier, la protagonista tísica de la novela La Dama de las camelias de
Alexandre Dumas; supe del hospital para tuberculosos en los Alpes suizos de
La montaña mágica, la novela de Thomas Mann. Sus enfáticos comentarios
que quedaron grabadas a fuego en mi mente de niña, me instaron a leer,
tiempo después, las obras de estos autores.

Muchos recuerdos y enseñanzas tengo de mi madre respecto de esta


enfermedad. Lamentablemente no me sirvieron de nada cuando a los ochenta
años le detectaron sombras en el pulmón diagnosticándole una TBC. Dejé
que la trataran, con antibióticos fuertes, difíciles de tolerar, sin cuestionarme
que después de tantos contactos y hartos años de inmunidad era raro que
hubiese contraído la temida tuberculosis.

Once meses después, cuando murió de un cáncer que le había invadido


totalmente sus pulmones, pensé que los médicos quizás se habían

Servicio Nacional del Adulto Mayor 63


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

equivocado. Era difícil que el bacilo de Koch la hubiese atacado después de


años de resistencia y tantos anticuerpos hacia él.

De ahí aprendí que en algún momento, el ser más amado, admirado por su
inteligencia y gallardía, tendrá un depredador que tal vez, haciéndose pasar
por un conocido, lo engañe, lo derribe y lo consuma.

64 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Primer Lugar
M Región de O’Higgins N
De mi diario de vida
Autora
Natacha Poblete Araneda (73 años)
San Vicente de Tagua Tagua

Martes 31 de diciembre

Faltan pocos minutos para la medianoche. Este año, 1985, ha sido complicado,
agotador, con bastante que recordar. Mi primer abrazo para papá. Nos
transmitimos mutuamente la esperanza de estar juntos mucho tiempo y ver
realizado el anhelo de recuperar el Chile que perdimos.

Miércoles 1 de enero de 1986

Abro mis ojos y ya es de día. Inicio el caminar de este nuevo año, con
incertidumbre y un —¿hasta cuándo?— que no tiene respuesta. De pronto,
recuerdo “Maullín”… Sonrío, siento emoción, a pesar de lo que este episodio
significó en mi vida.

Dentro de unos días iniciaré la gran aventura; un viaje que programamos a


ese lugar hace muchos años y que pronto se hará realidad. Pero ¿por qué
hablo en singular? Debo decir, mi padre, una de mis hermanas y su familia,
una sobrina, nuestra querida Nanita, mi esposo, mis hijas y yo iniciaremos
pronto esta odisea.

Hoy hemos decidido pasar este día en el lago Rapel. Vamos a intentar olvidar
por algunas horas, lo que vivimos a diario, desde que el golpe militar nos

Servicio Nacional del Adulto Mayor 67


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

arrebató la democracia. Al llegar a este lugar donde existe una Central


Hidroeléctrica, revivo las imágenes del 3 de marzo del año anterior; aquí
estábamos cuando un terremoto estremeció a nuestro país. Esta tragedia
se llevó por delante muchas vidas. A mis padres, ya de edad, los dejó sin su
hogar y a mí sin aquellas murallas que fueron testigos de mi niñez, de mi
adolescencia, de mis sueños y anhelos. Frente a esta adversidad nos unimos;
juntamos nuestras fuerzas para iniciar la construcción de la que sería la
nueva casa.

¡Cómo olvidar esos largos y anchos corredores, donde nuestros juegos


infantiles llenaban de risas y alegría el espacio! La demolición la realizamos
con nuestras manos; cada adobe, cada teja, era un pedazo de mi vida que se
iba.

Desde allí sacaron a mi papá en dos oportunidades en calidad de detenido,


solo por pensar diferente; en 1948, cuando se dictó la “Ley de Defensa de la
Democracia” y en 1973, año del golpe militar. En esa casa de enormes muros,
nací y crecí pensando en luchar por los derechos de la gente de mi pueblo.

2 de enero

Debo viajar a Santiago a ultimar algunos trámites antes de partir en esta


odisea, cuyo destino es Chiloé. Soy la tesorera del Sindicato de Trabajadores
de la Educación de La Florida; tengo que dejar firmados unos documentos.

La idea de hacer este viaje se gestó hace muchos años; algún día llevaríamos
a papá a Maullín, lugar donde permaneció relegado algunos meses, por
orden del entonces presidente Gabriel González Videla quien logró el triunfo
apoyado por partidos de izquierda y con el voto de los militantes del Partido
Comunista, a quienes traicionó. Yo tenía en esa época 2 años de edad y mi
hermanita 5 meses.

Siempre he querido conocer el lugar donde trataron de enterrar las ideas de


un hombre íntegro, consecuente, leal y solidario, objetivo que por supuesto
no lograron.

68 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Junto con mi madre, me mostró el camino a seguir. Siento que estoy


cumpliendo con la tarea, que silenciosamente ambos me encomendaron.

Soy profesora, orgullosa de seguir los pasos de mamá. He aprendido a dar,


compartir, a luchar contra la injusticia, a rebelarme contra la tiranía, a no
perder de vista los valores que nos hacen ser mejores cada día. Con estas
ideas, en el ejercicio de mi profesión ayudo a formar niños y jóvenes de mi
país.

Con mucho entusiasmo papá prepara el viaje. Después de 39 años, caminará


por las calles que tantas veces recorrió; ahora lo hará conmigo, la pequeña
hija que lo llamaba desesperadamente, sin comprender por qué lo habían
alejado de su lado. Me siento orgullosa cuando pienso que entraremos al
pueblo y diré: —¡aquí estamos Maullín!—, ni la represión, ni el tiempo han
logrado vencer a este gran hombre que es mi papá.

4 de enero

Hay hechos que a veces son inexplicables. Cuando decidimos viajar, con
calendario en mano, pensamos en esta fecha. Antes de emprender este
viaje en busca del pasado, nos enteramos que un día como hoy, 4 de enero
de 1948, papá inició como detenido político, junto con seis compañeros, el
camino hacia Maullín donde permanecieron relegados.

Nos despedimos de mamá. No quiso acompañarnos y lo entendemos. Ella


cerró esa etapa difícil que le tocó vivir y seguramente no quiere recordar.

Busco en mi memoria algún recuerdo de esa época. Solo encuentro aquellos


que mamá me contó. Mi pena, la búsqueda del ser ausente, el llamado sin
respuesta. Me paraba frente a una foto de él, llorando. Mamá me consolaba,
sin saber cómo explicarme lo sucedido. Miro a mi viejo y agradezco a la vida
por tenerlo aún a mi lado. Pienso en aquellos niños chilenos que llaman a sus
padres sin saber si algún día volverán. No conocerán la alegría que significa
recompensar como hijos el sacrificio de ellos y agradecer eternamente su
amor.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 69


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

De esos siete hombres que un día tuvieron que alejarse de sus familias,
traicionados por quien recibió la Banda Presidencial, solo sobrevive mi padre.
Con sus 78 años para mí es el símbolo del hombre chileno que ha sabido
luchar por sus ideas y mantenerse fiel a sus principios.

Vamos dejando atrás pueblos y ciudades, me sumerjo en la belleza de mi


Chile. Concepción nos acoge para pasar la noche. La ansiedad me mantiene
despierta. Retorno al día en que fue detenido por primera vez. Pudo escapar,
sin embargo asumió con dignidad y valentía su destino, exactamente igual
como lo haría 25 años después, en el sangriento septiembre de 1973. ¡Qué
pequeña me siento ante él!

La fortaleza que siempre me transmitió me ayudó a vencer el miedo cuando


a mi casa llegaron los militares, mientras él estaba detenido. Mi esposo en
esa época trabajaba en una escuela de La Florida ubicada en el campamento
Nueva Habana, donde las clases se realizaban en buses, ahora llamado Nuevo
Amanecer. Ambos profesores, comprometidos con la lucha que daba el pueblo
contra la tiranía, también sufrimos el embate del dictador. En ese lugar vivía
un conocido dirigente del MIR, razón por la que fuimos allanados.

El comandante a cargo me interrogó. Sentía su odio resbalar por mi piel.


Sin embargo, los argumentos con que defendí mis ideas, mi actuar como
ciudadana respetuosa y creyente del sistema democrático, la labor que
hacemos los profesores con los niños de nuestro país, permitió que saliera
airosa de ese trance. Mi esposo fue detenido. Cuando supe dónde estaba fui
a conversar con el comandante para saber qué iba a hacer con él. Caminé por
los pasillos del cuartel hasta su oficina, sin siquiera pensar en el riesgo que
corría. Después de lo acontecido me di cuenta que pude haber desaparecido.
Tuvimos una larga conversación, sentados frente a frente. Tuve la posibilidad
de exponer mis ideas mientras él me escuchaba con atención. Salí de allí,
consternada, pues me prometió que lo dejaría en libertad. Y cumplió su
palabra.

Mi padre aún permanecía detenido en la cárcel de Rancagua. Diariamente


viajé desde Santiago, después de mi jornada de trabajo, a esa ciudad. Ahí nos
juntábamos con mis hermanas, esperando la oportunidad para entrar a verlo.

70 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Después de tres meses fue liberado. El mismo comandante que estuvo al


mando de la patrulla militar que “nos visitó” donde vivíamos con mi esposo,
intercedió para que su juicio se realizara pronto. En algún momento de la
conversación que mantuve con él, le comenté de la detención de mi padre,
que ya en esa época era adulto mayor.

Después de un tiempo fui al Regimiento en su búsqueda; necesitaba saber


acerca de su pensamiento respecto de lo que en Chile ocurría. Para mí era un
misterio su actitud. No lo encontré. Se había acogido a retiro al poco tiempo
del golpe. Espero algún día encontrar respuestas.

5 de enero

Emprendemos la segunda etapa del viaje. Sigo sumida en los recuerdos. Papá
nació en 1908. Mi abuelo era dueño de quintas en Peumo. Conoció de cerca
las injusticias que se cometían con los campesinos de ese lugar. Así inició
su caminar por la senda que lo llevó a ser un hombre comprometido con sus
principios.

Las dos veces que fue detenido, mi mamá asumió con decisión y valentía la
responsabilidad de mantener unida a la familia. Entregó su vida a la educación
y afortunadamente jubiló, en el momento que nosotros los profesores más
jóvenes fuimos traspasados a las municipalidades.

Crecí escuchando acerca del derecho a tener acceso a la educación, a la


salud, al trabajo. Me fui moldeando con sólidos principios en el duro batallar
cotidiano. Concentraciones, rayados, marchas, fueron el inicio formal de este
camino, que me llevó a ser dirigente juvenil del Partido. Conocí de cerca
los sueños, las esperanzas de los compañeros campesinos y trabajadores y
así reafirmé mi compromiso de no desmayar en la lucha por la equidad y
la justicia.

Vamos cruzando el Canal de Chacao. Dejamos atrás el continente. El Sol


desaparece dejando en el horizonte una estela de colores. El viaje a Maullín
está programado para el 14. Antes recorreremos la Isla Grande de Chiloé.
Durante el tiempo de permanencia acá, viviremos en la casa que una amiga

Servicio Nacional del Adulto Mayor 71


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nos arrendó. Está ubicada en la población “Salvador Allende”. ¡Jugarretas del


destino!

6 de enero

El sol entibia tímidamente el día. Miro hacia el horizonte, veo islas, mar
y cielo. Esta aparente tranquilidad me hace olvidar un instante la cruda
realidad. La encargada de hacerme recordar lo que está sucediendo en
mi país es la emisora Estrella del Mar. Profesores despedidos, alumnos sin
derecho a matrícula. Es el resultado de la municipalización. Ollas comunes,
los maestros movilizados, continúa el drama en los hogares chilenos. Pienso
en Marcela, exalumna, amiga y hoy colega. Su paso por la Universidad fue
difícil. El sacrificio de los jóvenes por alcanzar su meta está representado por
ella. Muchas veces con su estómago vacío debió vencer los obstáculos que
a diario surgían. Su tenacidad la llevó al final del camino. Desde entonces
cumple con la noble tarea de educar. En estos momentos debe estar luchando
codo a codo con los compañeros despedidos. Sufro por estar tan lejos, pero
hoy mi deber es estar junto a papá.

14 de enero

Durante la semana anterior fuimos a muchos lugares de esta maravillosa isla,


último enclave de los conquistadores españoles. Recorrimos varios pueblos
que aún conservan gran parte de la historia de la isla.

Hoy es el día. Vamos cruzando nuevamente el Canal de Chacao al encuentro


con el pasado. Nos detenemos en el cruce antes de tomar el camino que
nos llevará a Maullín. Risas, bromas, recuerdos y fotos para inmortalizar este
momento. Continuamos el trayecto. De pronto, en el camino alguien hace
señas para que nos detengamos; es necesario trasladar hasta el hospital a
un niño que sufrió un accidente. En esta soledad nos unimos para vencer a
la muerte. Su madre llora silenciosamente tratando de evitar con sus manos
que la vida escape de su pequeño cuerpo. Nos cuenta con angustia que el año
anterior perdió a su hija, también trágicamente. Llegamos al hospital y es
trasladado al interior de este recinto. Esperamos en silencio el diagnóstico.
Debe ser trasladado de urgencia a Valdivia.

72 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Continuamos nuestro viaje, sin hablar. No entiendo por qué la vida es tan
dura con esta valerosa mujer que nuevamente es golpeada por el destino.
Pienso a la vez en los niños que han perdido su vida, víctimas de la represión
desatada por esta dictadura.

Vamos llegando al pueblo de Maullín. Miro a papá y le digo: —¡aquí estamos!—.


Sonríe y comenta que en “el viaje anterior” llegó en bote. Lo tomo de la mano
y camino a su lado. Veo en sus ojos la emoción al pisar nuevamente esta
tierra. La dura experiencia que significó para él estar lejos de nosotras, dejó
también vivencias gratas e inolvidables. Huellas imposibles de borrar.

Espero un momento y lo atosigo con preguntas. Mira alrededor y se


desconcierta. No logra reconocer el Maullín de antaño. En 1960 el terremoto
destruyó gran parte del pueblo. La reconstrucción cambió su fisonomía.
Solo la iglesia permanece en el mismo lugar. Caminamos por las calles
buscando algún vestigio del pasado. De pronto nuestra mirada encuentra
el nombre de una pensión que es el mismo del lugar donde los relegados
vivían. Conversamos con el dueño y efectivamente era hijo del matrimonio
que los hospedó el tiempo que permanecieron aquí. La acogida fue fría y
distante. Claro, no podía ser de otra manera. En las actuales circunstancias
mi padre es un hombre marcado. Con un dolor invisible nos despedimos y
volvemos a la realidad. No somos bienvenidos. Las personas que conocieron y
aprendieron a querer a estos siete hombres ya no existen. El paso del tiempo
sigue borrando las huellas del pasado. Nos sentamos frente a la iglesia y
papá nos relata algunas anécdotas que me hacen reír y olvidar la desilusión
anterior.

Ellos debían costear su estadía en este lugar. Al comienzo no fue fácil. La


gente por temor no se acercaba a ellos. Pero en la medida que el tiempo
transcurrió los habitantes del pueblo entendieron que no eran delincuentes.
Solo hombres cuyos ideales en ese momento no eran aceptados por la clase
gobernante. Pasaron a formar parte del paisaje cotidiano. En una oportunidad
en que sus ahorros habían disminuido y se acercaba la fecha de cancelar
la pensión, se les ocurrió que uno de ellos ofreciera sus servicios como
adivino. Averiguaron datos importantes de los vecinos y lo instalaron en un
lugar donde ofrecieron los servicios del “vidente”. El éxito fue rotundo. La

Servicio Nacional del Adulto Mayor 73


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clientela aumentó rápidamente. Lograron juntar una cantidad de dinero que


fue suficiente para cancelar sus deudas.

Sigo escuchando con atención sus recuerdos. Entre los relegados, uno
pertenecía a la Falange, partido político que no tenía ninguna relación con
los otros detenidos. Lo detuvieron por equivocación. Él siempre mantuvo la
esperanza de salir de aquí. Entre todos ayudaron al “Gran Escape”. Le dieron
dinero a un pescador, el que una noche lo sacó en bote. Al no aparecer al otro
día, corrieron la voz que se había suicidado. Trajeron buzos de Puerto Montt,
quienes rastrearon el río. Nunca lo encontraron, así es que, para no perder la
zambullida sacaron peces, y se los regalaron a ellos. Con la gente del pueblo
compartieron dicho obsequio en homenaje al compañero “desaparecido”.

Cierto día él fue llamado por el capitán de Carabineros. Todos pensaron


que le iban a notificar acerca de su libertad. Pero nada de eso ocurrió.
Ceremoniosamente la autoridad le comunicó que él tenía un familiar que
era un amigo suyo, y le había solicitado un trato deferente para ellos. Desde
entonces, cada vez que iban a firmar a la Comisaría se sentían como en su
casa. Cuando dejaron Maullín, después de algunos meses de permanencia, lo
hicieron con sentimientos encontrados. Por una parte, la alegría de regresar al
lado de su familia, y por otra la tristeza de dejar a amigos, hermanos chilenos
cuyos anhelos eran los mismos: justicia y oportunidad de educación, salud
y trabajo.

Emprendemos el viaje de regreso a la isla.

18 de enero

Nos juntamos a compartir un tradicional curanto con la familia de nuestra


amiga que nos arrendó su casa. Doña Alicia, su madre fue Intendente de
Chiloé y permaneció detenida en su hogar, por orden militar, durante 11
largos e interminables meses. Actualmente es la presidenta de la Comisión
de Derechos Humanos aquí en la isla. Su casa, en ese entonces, a medio
construir debió ser terminada por sus hijas, para tener un techo durante el
tiempo que fue su prisión, transformándose así en el primer y único campo
de concentración ubicado en la entrada de Chiloé: Chacao.

74 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Me emociona el respeto y cariño que cada chilote profesa a su isla; cómo


cuidan sus tradiciones, la naturaleza, su música. Estuvimos en el Encuentro
de Proyección Folclórica del Magisterio, donde nos encontramos con el grupo
de profesores de San Vicente. En el acto de clausura estuvo presente Osvaldo
Verdugo, presidente del Colegio de Profesores. Aplaudimos calurosamente. La
rechifla espontánea para el alcalde y el gobernador. Rendimos un homenaje a
los colegas despedidos y a todos nuestros compatriotas que han sufrido las
consecuencias de esta dictadura.

20 de enero

Iniciamos el viaje de regreso a nuestra tierra. Voy feliz por lo que significa haber
tenido la oportunidad de estar al lado de papá en esta aventura y acompañarlo
en su retorno a Maullín. Sin embargo, la incertidumbre se apodera de mí. No
sé qué pasa en La Florida, la comuna donde trabajo. Son miles los profesores
cesantes por todo Chile. Continúan las movilizaciones. La represión se deja
sentir una vez más.

27 de enero

Estoy de regreso en Santiago. Nos reunimos para analizar la situación de


nuestros colegas. Tengo en mis manos la lista de los despedidos de nuestra
comuna: Carmen, Patricia, Marcos, Luis, Ana María. Tienen título, no cumplen
los requisitos para jubilar, sin embargo, recibieron la carta donde se les
informa su despido. Reuniones, entrevistas con el alcalde de la comuna y con
quienes dirigen la Corporación de Educación. Debemos permanecer unidos,
como una sola voluntad. No estamos solos, adhieren miles de chilenos
apoyando a los maestros.

En Quellón, Televisión Nacional hizo un reportaje para destacar a un profesor


que por su compromiso, entrega y sacrificio era un ejemplo para nuestra
sociedad. Hoy también está despedido.

28 de febrero

Hoy iniciamos las actividades en el liceo. Lo que nos espera será difícil.
Sabemos que la unión hace la fuerza.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 75


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Atrás quedó ese viaje maravilloso, que quedará escrito en nuestra memoria
y en mi diario de vida. Ahora tengo en mi mente el mismo anhelo de muchos
compatriotas: recuperar nuestro país que alguna vez fue la “Copia feliz del
Edén”.

&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&

Mis padres fallecieron cuando los chilenos iniciábamos nuestro caminar por
la senda de la democracia. El comandante falleció en agosto de 2012 en
algún lugar del sur de Chile. La respuesta a mi pregunta respecto de qué
pensó y sucedió después de nuestra conversación, se fue con él. Tal vez algún
día volvamos a encontrarnos en el infinito. Debo reconocer que el destino
jugó a mi favor, lo que no sucedió con muchos compatriotas en esa dura
época de oscuridad que nos tocó vivir.

Vivo actualmente en mi pueblo. Contenta de caminar con tranquilidad por


sus calles. Participo en diferentes actividades. Sin embargo, después de
tantos años aún sigo esperando y soñando que mi Chile vuelva a ser algún
día la “Copia feliz del Edén”.

76 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Primer Lugar
M Región de Ñuble N
Mi perro El Cunco
Autora
María Inés Nova Parra (73 años)
Treguaco

Pequeño montoncito de pelos negros, no te imaginas lo hondo que calaste en


mi ser. Recuerdo cuando negué recibirte:

—¡Mami!… Aquí en el Lider hay un perrito botado, ¿me lo puedo llevar?

—¡No Catalina!

—(Nuevamente la insistencia) ¡Es tan lindo y pequeño!, ¡yo lo voy a cuidar!

—No quiero que me obligues, no es primera vez que recibo ruegos y llamadas
para tener mascotas, primero fue la perra Mona y te recuerdo que la gata
Mailen también fue producto de lo mismo…

Mi nieta Catalina siguió insistiendo y siempre mi respuesta fue negativa.

—¡Es más, si sigues insistiendo no te recibo en Coelemu ni a ti ni al perro!

Después de esa agresiva respuesta cesaron las llamadas. Llegó el fin de las
vacaciones y una mañana de marzo, sentí las llaves en la puerta del ingreso
a casa que se abría:

—¡Soy yo mami! —entró a mi dormitorio con un bulto envuelto en sus


brazos y estática me miraba con sus grandes ojos, suplicando ser aceptada

Servicio Nacional del Adulto Mayor 79


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

con su envoltorio. Ella tan frontal y directa con su mirada solo suplicaba.
No me pareció una niña con un perro en brazos, más parecía una madre
que necesitaba ser recibida con un recién nacido. Le sonreí y rápidamente
descargó sobre mi lecho una pelotita negra, que calzaba calcetines blancos.

Tus vivos y brillantes ojos, entre alegre y melancólico, de grandes orejas


negras y caídas, te hacían parecer de alguna raza especial… ¡no sé cuál!,
rápidamente y en el acto me llenó de besos y ladridos, doblegando mi
decisión. Ya aceptado en mi grupo familiar empezaron los conflictos, pues
mi gata Mailen lo rechazó de inmediato, sin motivo alguno, la seguía y le
ladraba, cuando lograba alcanzarla, de un salto felino, se subía a un mueble
mirándolo con indiferencia. Cunco, resignado y comprendiendo la magnitud
de tal acrobacia, daba media vuelta y aporreaba cualquier juguete e
inmediatamente se daba al olvido.

Entraste al corazón de todos, hasta las vecinas te protegieron del “Chascas”,


que con fiereza te corría de sus dominios. En los viajes a Paniagua eras un
perro feliz, seguías a los pollos, los gansos, los patos; era tu revancha por no
atrapar a Mailen. Encontraste una amiga, la perra regalona de la vecina Elsa,
jugaban hasta quedar agotados. Me llamaba la atención que siendo un perro
tan pequeño le daba muestras de amor, y luego cada cual para su casa; como
dos niños obedientes.

Cunco era especial, cuando estaba en Coelemu él jugaba todo el día, más bien
destrozaba mis plantas durante el día, corría de un lado a otro, a veces hasta
con los maceteros en la boca, en las tardes se recostaba al sol esperando a
que mi nieta llegara del liceo, entonces jugaban, lo bañaban o lo llevaban
al veterinario. A pesar de ser un perro era de paladar fino o al menos él se
creía así, ya que no comía cualquier cosa, si algo no le gustaba no comía y
punto, sin embargo, aunque la comida le agradara la compartía igual, una gata
abandonada que aloja en nuestro patio se sentaba muy campante y degustaba
de los almuerzos del Cunco, él solo la miraba y de vez en cuando le ladraba.

El último viernes que fuiste al campo te despediste atrapando una gallina


blanca. La acorralaste entre las moras, con Teresa quedamos afónicas
gritando:

80 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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—¡Suéltala Cunco!… ¡Suéltala Cunco!

Me corté las manos para quitártela, solo la tenías apañada y no le habías


hecho ningún daño. Tu mirada de triunfo con tu trofeo era inmensa, la gallina
salió ilesa para juntarse con su parvada y tú jugaste con tu amiga Pituca
hasta agotarte.

El día sábado, de vuelta en casa, no quisiste tomar desayuno. Tus ojitos


no demostraban dolor, me comuniqué con tu dueña que se encontraba en
Santiago por huelga de profesores, me pidió de que te llevara inmediatamente
al médico, así lo hice, como no tenía dinero se formó una cadena solidaria,
Carlos y yo pagamos la clínica, Teresa compró la receta. El diagnóstico fue
fatal.

—¡Si no mejora en dos días, morirá!

Catalina desde Santiago daba instrucciones acerca de lo que había


averiguado del Parvovirus, te acomodé una cama cerca de la estufa. De
vez en cuando acariciaba tu cabeza y me mirabas con ternura, Mailen te
observaba desde una silla y no entendía lo derrotado que estabas, quizás
comprendía, porque tú no la molestabas con tus ladridos, pasaste dos días
en las mismas condiciones y siempre, a pesar de lo grave, salías al patio a
expulsar una sustancia seguramente dañina, escarbabas un hoyo pequeño,
como para proteger a los demás, de tu virus maligno.

Al tercer día te acomodé en tu cama, te hice un poco de cariño y sentí que te


quedaste dormido, me alegré porque descansabas un rato de tu sufrimiento.
Después de un rato volví a acariciar tu cabeza pero ya no respirabas. No
recuerdo haber sufrido tanto por un animalito muerto, ni siquiera por mi
perra Mona que me acompañó a todas partes durante más de 10 años,
quizás porque murió de vieja, a lo mejor no te demostré el gran amor que te
profesaba, porque eras tan pequeño, de mirada tan alegre y agradecida. Verte
así, inerte, darme cuenta que tus patas de calcetines blancos ya no correrían.
Eras demasiado joven para la partida, solo sé que el dolor que tengo en el
corazón y las lágrimas por tu ida, me rompen el alma.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 81


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Catalina, su dueña, según su mamá, estaba muy mal y no quería comunicarse


conmigo, exigí que lo hiciera y me pidió que lo enterrara en el campo, pues
no quería dejarlo en cualquier lugar, quería que Cunco descansara en el
lugar donde más disfruto. Fue lo mejor, en el patio de mi cabaña en Paniagua
descansa su cuerpecito negro. Planté una mata de camelia blanca y todos los
años florecerá.

Catalina no pudo despedirse, yo no quise que sintiera el dolor que yo concebía


cuando lo miraba acercándose a la muerte, aunque él nunca dio su brazo a
torcer, quizá él presentía que moriría pero la calma y lucha que demostraba
rompió mi alma. Cuando mi nieta llegó no mencionó palabra alguna de Cunco,
sabía que si lo hacía rompería en llanto, durmió un rato y al despertar me dijo:

—El Cunco se vino a despedir, soñé con él, mami, yo estaba acostada y de
un salto subió a la cama, me llenó de besos, estaba contento y yo reía a
carcajadas.

La segunda noche volvió a soñar con él, pero este sueño fue la despedida de
Cunco, cuenta que lo abrazó tan fuerte que sintió que siempre estaría con él,
jugando, corriendo por la casa y protegiéndose uno al otro.

82 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región del Biobío N
El santo de la abuela Jesusa
Autor
Sergio Melgarejo Fuentealba (75 años)
Concepción

El raído camisón de lino que la abuela Jesusa tenía sobre los hombros
resbaló levemente al suelo como un pequeño trozo de espuma dejando al
descubierto un cuerpo envejecido y colmado de interminables arrugas que
asemejaban, más bien, un tejido de deslucida arpillera. En un artificioso
ritual mañanero acercó su desnudez al antiguo espejo de la habitación
mientras miraba con desgano aquellos ochenta y cinco años de frágil
contextura y los pechos caídos que se vaciaban en sus manos huesudas
buscando el amor que, de tan imprevisible, nunca llegó a alegrar sus días.
Proféticas fueron, entonces, las palabras de su madre al momento de parir:
“¡Esta niña no viene bien, yo creo que será puramente de trabajo y nunca
tendrá varón!”. Y así fue, lo que constituyó todo un acierto de su madre,
fallecida de forma trágica en un accidente de río, ya que toda la niñez de
Jesusa transcurrió en el pueblo de Chiguayante ocupada en atender a su
anciano padre aquejado de una extraña y dolorosa enfermedad y aprender
los secretos en la crianza de aves finas de corral en lo que el viejo era
todo un experto. Cuarenta y ocho años habían pasado desde aquel funesto
día que su padre falleciera dejándole a la mano tres promesas. La primera,
que lo sepultara el día de su muerte junto al gallo Justiniano, padre de
toda la sucesión de gallinas de raza Menorca, el que debía ser sacrificado y
acomodado junto a él en la urna. “¡Este animal, hija mía, nos ha dado todo lo
que tenemos y ha sido de una nobleza y estirpe tan grandes que se merece
dormir de cara al Biobío el sueño eterno junto a mí. Yo me arroparé con sus

Servicio Nacional del Adulto Mayor 85


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plumas y cubriré mis ojos con sus blancas orejillas!”, la segunda, hacerse
cargo del criadero de aves con el compromiso de continuar la tradición
familiar y, la tercera, ir en tren a Yumbel para el veinte de enero, día de
San Sebastián, con la intención de visitar el santuario y llevarle al señor
cura un par de pollos de fina crianza. Con todos los conocimientos técnicos
adquiridos de su padre se abocó Jesusa en cuerpo y alma a la noble tarea
de trabajar las especies en los diferentes corrales confeccionados para tal
efecto. La ciudad, con su clima de privilegiada templanza, era el sitio ideal
para mantener sus ponedoras y por sus manos pasaron las mejores Leghorn
de la región y la mejor raza en la producción de carne como era la Pedresa
o gallina castellana. A poco andar se percató del enorme sacrificio que se
había echado a la espalda. Si bien aquel pueblo era bueno para vivir, el
trabajo no le dejaba espacios de libertad y por un momento pensó que lo
mejor sería vender el criadero. Pero luego venía a su memoria la promesa
hecha a su padre y continuaba su oficio con mayor tesón. Con el correr de
los años contrató los servicios de un inquilino, se deshizo de aquellas razas
que no le significaban mayor beneficio y se radicó en un espacio alejado del
pueblo instalando allí su criadero con la intención de terminar sus últimos
días cumpliendo aquel trabajo que era toda su vida.

Aquella mañana de domingo Jesusa se levantó más temprano que de


costumbre. Hacía mucho tiempo que venía dándole vueltas a la promesa de
viajar a Yumbel porque era lo último que le faltaba para cumplir a cabalidad
los deseos de su padre. Sabía que San Sebastián era muy “cobrador” y
quería tener las cuentas muy claras con él. Tantos años trabajando sola
para mantenerse y nunca se había dado la oportunidad de cumplirle al viejo
su último deseo. Se vistió prolijamente, preparó su cocaví de huevo duro,
queso y tortilla y salió al patio con la intención de alimentar las parvadas,
recolectar los huevos que todos los días vendía en la feria y elegir los
mejores pollos de raza que llevaría de regalo al señor cura. Las aves no
tenían nombre como en los tiempos de su padre, pero Jesusa conocía todos
los ejemplares como si fueran sus hijos y sabía muy bien cuál podría ser
aquel que representara mejor su atención hacia el santito. Al entrar al
corral un Menorca joven cantó batiendo sus alas con tal fuerza que Jesusa
asustada le preguntó: ¿me estás avisando algo o quieres que te lleve en
este viaje?

86 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Era temprano todavía cuando Jesusa dejó la casa y los corrales en manos de
Arturo, su inquilino. Agarró fuerte el canasto con cosas para el viaje y salió
encaminando sus pasos rumbo a la estación de Ferrocarriles de Chiguayante.
Muchos años habían transcurrido desde la llegada a ese sector y rara vez
había ido al pueblo porque todo lo que necesitaba se lo compraba Arturo.
Recordaba muy bien el lugar exacto donde descansaban los trenes que
trasladaban pasajeros con destino a las diversas ciudades del norte y sur
del país, por lo que enfiló directamente por calle Manuel Rodríguez hacia la
estación.

“Aquí es donde descansan, toman agüita y comen los caballos de fierro que
me llevarán donde el santito”, se dijo, sonriendo, mientras miraba con interés
las casas nuevas del pueblo que ella no conocía. Su lento caminar y el canasto
por el que sobresalía la cabeza de un pollo con el pico abierto por el calor
sorprendió a muchas personas que la saludaron a su paso. Luego de caminar
muchas cuadras llegó al sector estación y cansada se sentó en un banco a
esperar la llegada de su tren.

…”Atravesaron la mañana, suave y soleada, con viento del sur. De la mano


de su padre y acompañada de mamá y tías que cargaban las bolsas
y canastos con el cocaví para el viaje y los dos pollos como ofrenda
para el santito, Jesusa era la menor de la familia. Ese día era el 20 de
enero de un año que no sabía. Entraron a la Estación de Ferrocarriles de
Chiguayante junto a todos los peregrinos que se esmeraban por llegar
cuanto antes al tren Valdiviano que los llevaría a Yumbel y se dirigieron
de inmediato a comprar los pasajes. La algarabía por subir al tren era
mayor y esa rara mezcla de cuerpos, brazos y piernas entrelazados
que pugnaban por subir a los carros en loca carrera se le antojaba
muy parecida a la pintura de un mural que había visto en la Estación
de Concepción. El tren, una vieja máquina carbonera de fierro negro,
ya estaba instalado en la línea principal y era prácticamente asaltado
por el gentío que se aglomeraba en los accesos. Había, incluso, algunos
que introducían a los niños por las ventanas de los carros con el fin de
reservar asientos.

—¿Dónde está la Jesusa?

Servicio Nacional del Adulto Mayor 87


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—¡Va sentá en el saco de papas, viejo, es la única que pudo encontrar


un lugar!

—¡Cúidenme bien a la niña, miren que si algo le pasa el santo no se los


perdonará. Ustedes saben que le dan “vahíos a la cabeza” con los viajes
muy largos.

Acomodaron los canastos con pollos lo mejor que pudieron en el


interior del carro. Las aves iban amarradas de sus patas para que no se
escaparan y pugnaban por sacar la cabeza entre los sacos para respirar.
Los asientos, todos ocupados desde muy temprano, no daban abasto
para tantos viajeros, ansiosos de realizar una vez más aquel viaje que
los congraciaría con “San Chabita” como le decían en religioso coloquio
a San Sebastián. Jesusa acomodó su pequeña humanidad sobre el saco
de papas e introdujo con sigilo, no sin antes mirar de reojo a su padre, la
mano en una bolsa que le devolvió un tibio trozo de tortilla al rescoldo.
“Ahí tiene queso de cabra, mijita, pa’ que le ponga a la tortilla –dijo
papá – parece que tiene hambre la niña”.

Empinada sobre el amplio ventanal del carro Jesusa miró cómo el paisaje
de aquel pueblo encantado comenzaba a avanzar en sentido contrario,
primero en lenta sucesión y luego de un rato, cuando la velocidad del
tren cortaba la vastedad sin límites de las praderas y lomajes, todo
le parecía devorado por aquel metálico caballo que galopaba raudo
hacia su destino y expelía en la mañana su negro aliento de carbón al
enfilar las sucesivas curvas entre estación y estación. Más allá, hacia
el sur, el Biobío, con su cuchillo de aguas, parecía cortar en dos el
agreste paisaje y su cauce, que en invierno dominaba los campos con
sigiloso caudal, era tan solo un dorado espejismo abierto al son de la
mañana. ¡Qué lindo es todo esto —se dijo Jesusa—, me gustaría vivir
aquí para siempre! Si bien el continuo bambolear de los carros producía
en ella una ingrata sensación de incomodidad, por la posición en que
iba sentada, lo que la llevaba, a menudo, a acomodarse sobre el saco
de papas, había algo en ese viaje y en ese pueblo que la transportaba
a un lugar de bellas ensoñaciones. Pronto se cansó y decidió que era
mucho mejor sentarse en el piso del carro, si bien corría el riesgo de

88 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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ser pisada, ya que el apretuje de las personas que viajaban de pie era
mayor, en tanto su padre, preocupado por el estado de sus pollos, les
acariciaba la cabeza y el plumaje de un brillo magnífico para calmar
su ansiedad. El viejo conocía muy bien el oficio, ya que toda su vida
había tratado con aves y sabía que sus regalones necesitaban un trato
cariñoso. De pronto se abrió la puerta del carro y un chiflón de viento
se coló al interior dando paso a un hombre que gritó a todo pulmón:
¡los boletos, se revisan todos los boletos!. El inspector del tren, con
una destreza inigualable, caminaba entre los pasajeros cortando los
boletos. Más atrás otro hombre, tal vez mucho más diestro, equilibraba
sobre la cabeza un canasto de bebidas gritando su producto al oído
de los viajeros que, ya incomodados por el viaje tan largo, movían la
cabeza dando evidentes muestras de contrariedad.

Así llegó Jesusa a la estación de Yumbel después de dormirse varias


estaciones. La profunda sacudida del tren al frenar dio con su cuerpo
en el suelo junto a los pollos que, asustados, saltaron fuera del canasto
y que con el tumulto que se produjo entre los pasajeros al escuchar
el largo pitazo de la locomotora fueron muy difíciles de atrapar. Su
padre, cosa muy rara en él, se preocupó, primero de alcanzar las aves
que llevaban al señor cura y luego levantarla para bajarla del tren.
La estación quedaba algo retirada del pueblo de Yumbel, por lo que
tuvieron que seguir a pie la procesión que se había formado entre los
peregrinos, los que, con cánticos al santo y acompañados de velas
encendidas, caminaban lentamente rumbo al santuario. A Jesusa le
encargaron los pollos que pugnaban por escaparse debido al calor de la
tarde y el polvo que se producía con la caminata. Llegaron justo en el
momento en que el sacerdote iniciaba la misa, por lo que tuvieron que
esperar más de una hora para iniciar la fila que entregaría los presentes
al señor cura y a San Sebastián. Pero la pequeña Jesusa no entendía
cuál de los dos era más importante, si el curita, que estaba recibiendo
personalmente las aves que ya olían a cazuela y que abrió los ojos
golosos cuando agradeció a su padre el fruto de su esfuerzo y trabajo,
o el santito, con todos los favores concedidos a esa gente que venía de
los rincones más alejados del país. Luego visitaron la plaza buscando

Servicio Nacional del Adulto Mayor 89


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un sector sombreado para instalarse a descansar y comer el cocaví que


habían llevado para el viaje.

Agobiada por el intenso calor de enero y todavía con mucha hambre


Jesusa subió ágilmente al tren para iniciar el camino de regreso a
casa en su querido Chiguayante junto a su familia y al lado de muchos
peregrinos que miraban con compasión su cuerpo frágil acomodándose
al interior del carro. Un señor de barba y ojos color miel le ofreció
ubicarla a su lado. Allí iría sentada en el borde de un asiento y no en
el suelo, si bien, como siempre sucedía, ya no había canastos ni sacos
que ocuparan el espacio destinado a las personas. Su padre asintió no
sin antes mirar de reojo a mamá que parecía dormir de pie mientras
mordía con fruición la bombilla del mate. Atrás quedaba Yumbel y
los dos pollos que su padre le entregara al señor cura. ¡No se le vaya
a ocurrir comérselos —le dijo—, porque son para la crianza! El curita
guiñó un ojo ¡todos los días no se comían pollos tan finos como esos!

A lo lejos creyó sentir Jesusa el clamoroso canto de uno de los gallos y


sintió una profunda pena porque el motivo de toda una vida de trabajo
de su padre se disgregaba como las hojas de un árbol cuando es azotado
por el viento.

Se acomodó en un asiento frente a la ventana. Desde allí podría mirar


el viaje de regreso y esperar que el tenue manto de la tarde desplegara
sus sombras alargadas sobre las praderas, y los caballos y animales
de engorda volviendo sin prisa a los establos le sugerirían a su mente
infantil una paz infinita. En eso estaba cuando súbitamente sintió un
fuerte golpe al interior del tren y un brusco movimiento dio con su
pequeño cuerpo en el suelo. ¡Otro carro más acoplándose! —pensó,
mientras la mano de su padre trataba de calmarla acariciándole el
hombro que se golpeara en la caída…”.

—¿Abuelita, abuelita, despierte, qué hace aquí?

La voz del hombre, estentórea y firme, despertó a Jesusa trayéndola de vuelta


del profundo sueño en que se había hundido. Sobresaltada abrió los ojos al

90 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

sentir la suave mano que le acariciaba el hombro. Había mucha gente que
la observaba entre sorprendida y curiosa preguntándose qué hacía aquella
anciana sentada allí en un banco de madera y aquellos pollos que recorrían
tranquilamente el lugar buscando comida. El canasto estaba caído y gran
parte del cocaví había sido picoteado por las aves que tomaban su alimento
con entera libertad. Miró al hombre fijamente. Traía uniforme verde y una
gorra del mismo color.

—¡Yo voy a Yumbel, señor, a dejarle estos pollos al señor cura. Es una manda,
¿sabe?. Hoy es veinte de enero y estoy esperando que llegue el tren que me
llevará al santuario. ¿Usted es el inspector, verdad?, oiga, parece que me
quedé dormida, ¿qué hora es?

—¡Son las cuatro de la tarde, abuelita, y déjeme decirle una cosa: hace mucho,
mucho tiempo que ya no salen trenes desde aquí con dirección a Yumbel
porque la estación de ferrocarriles cerró su servicio para siempre hacia esa
localidad. Mire, yo no soy ningún inspector, yo soy policía y por su seguridad,
y si usted así lo quiere, puedo pedirle un vehículo policial para que la lleve de
regreso a casa. Y podemos incluir en el viaje a esos dos lindos pollos que le
llevaba de regalo al curita. Aunque si usted quiere los puede dejar conmigo…!

Servicio Nacional del Adulto Mayor 91


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de La Araucanía N
Instinto de supervivencia
Autor
Emilio Adelaido Orive Plana (73 años)
Carahue

¿Quién anda por ahí? —preguntó algo asustada la dueña de casa al sentir
ruidos extraños en el patio trasero, a tan altas horas.

—Soy yo, el Chiruco señora Josefa, el portón estaba abierto por eso no golpié
ná.

—¿Y a quién buscas chaval?, —preguntó la mujer, de apariencia delgada que


acentuaba aún más su delgadez por el ropón oscuro que vestía. De baja
estatura y unos sesenta años, que hablaba con un indesmentible acento
español.

—Le traigo un recado de parte de don José —dijo el niño—, porque parece
que ya está por desocuparse doña Maxi, la embarazá. Que fuera rapidito, por
favor.

—¡Ay Jesús, que ya viene!, —dijo ella y en menos que canta un gallo, echándose
un chal negro sobre los hombros, partió a la carrera la “comadrona” del pueblo
tranqueando rápido y moviendo con agilidad su figura menuda para llegar,
casi sin aliento, cinco cuadras más allá, a la casa requerida.

Josefa Cosa había llegado al lugar hacia lo menos ya cuarenta años junto
con uno de los grupos de inmigrantes procedentes de la madre patria que a

Servicio Nacional del Adulto Mayor 93


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

principios del siglo veinte se aventuraron por estos parajes, casi inexplorados,
y que se quedaron para siempre en, aquel entonces, el caserío de Cunco. La
joven, de unos diecinueve o veinte primaveras, nada más transcurridos tres
meses, se “amancebó” con Juan Macias, hijo de colonos chilenos avecindados
en la zona. Hacían un pareja divertida, ya que Juan medía a lo menos un metro
ochenta y su pareja le llegaba solamente como a una cuarta más arriba de la
cintura, lo que al parecer no importaba demasiado a Josefa, ya que a menudo
bromeaba, con mucha gracia, sobre el asunto. —¿Y que?, —decía— ¡Yo soy
Josefa, la cosa de Macias!, —en un divertido juego de palabras aludiendo a
su apellido. Con el tiempo se dio a practicar el oficio de matrona heredado
de su madre allá en su natal España, solo con la sabiduría que le fue dando la
experiencia, siendo reconocida su fama como tal en toda la región.

—Un kilo y medio —dijo doña Pepita mirando el ”fiel” de la balanza. Esto no se
ve bien, pensó en voz alta —alguien que vaya a buscar al doctor Nordheimer,
hoy domingo debe estar en casa—. Lo grave del asunto lo ameritaba, ella que
había ayudado a bienparir, sin mayores sobresaltos, a cientos de mujeres en
Cunco y sus alrededores tenía literalmente entre sus manos un caso delicado
y postrada, pálida y ojerosa a una parturienta muy debilitada por el duro
trance a pesar de la miniatura que había parido.

Sosteniéndolo con una sola mano el doctor movió la cabeza negativamente,


con escepticismo. No obstante que es de tiempo, aseguró, después de
auscultarlo, está muy débil y tiene una leve cardiopatía congénita (soplo al
corazón) y sumado al estado de la madre el pronóstico no es muy auspicioso,
remarcó el doc.

Hay que bautizarlo, dijo alguien, no vaya a ser cosa que se muera moro el
pobrecito. Y así fue que por la premura del tiempo la abuela lo santiguó,
exorcizando los demonios y le pusieron Emilio por su abuelo paterno y
Adelaido por su bisabuelo materno, después lo dejaron en el seno de su
madre por si acaso y en una de esas pudiera funcionar aquello del instinto
de supervivencia. Y sucedió el milagro, la criatura amaneció aferrado a la
teta que rebosaba de leche, como náufrago a su tabla de salvación. ¡Gracias
mamá!

94 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de Los Ríos N
Decir dos
Autora
María Agustina Mella Alvarado (62 años)
Valdivia

Decir dos; cinco; quince; veinticuatro; veinticinco; treinta y ocho o sesenta y


tres años, en fin, decir estos números, son decirlos fácil, apenas unos sonidos
exclamados, pero determinados como años, son tantos momentos vividos,
sufridos, gozados. Quizás cuando joven anhelados, pero el tiempo es solo una
brisa en la vorágine de la vida. Mi vida, una vida llena de recuerdos de una
familia de ocho.

Nací el 18 de agosto de 1956, por lo que ya voy a cumplir sesenta y tres años.
Hija de un padre Carabinero, muy profesional, pero también muy ausente en
el hogar. Y una madre que estudió en la Normal de Ancud, titulándose de
Profesora de Modas, quien con el pasar de los años y por una circunstancia
trágica se tuvo que transformar en dueña de casa para cuidar del hogar y de
sus seis hijos.

Yo vendría a ser la cuarta, después de tres varones —Santiago, Rubén y Jaime


Javier—. Este desgraciadamente falleció cuando tenía apenas seis meses,
producto de cólicos según le dijeron a mi madre, en esa época, los doctores.
La enfermedad fue provocada por las nanas que lo cuidaban pensando, en su
ignorancia, que no le haría daño darle jugo de manzanas verdes, después de
la mamadera, y que ellas mascaban y dejaban caer el jugo en la boquita de
mi hermanito.

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CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Mi madre por aproximadamente ocho años tuvo un taller de modas con seis
operarias, que atendía por muchas horas, por lo que la casa y los niños eran
cuidados por nanas, hasta aquel aciago día de tanto dolor para mi familia.

Mi padre nacido y criado en las minas de Madre de Dios, en donde también


trabajó hasta que debió hacer el Servicio Militar. Mi abuelo Quintiliano era
capataz en esas minas. El abuelo fue un vividor y lacho que le gustaba apostar,
farreándose todo lo que ganó en juergas. Aparecía unos ocho meses después
de que nacía el hijo, la abuelita Arsenia lo recibía, le hacía otro hijo y se iba.

Mi padre estudió hasta sexto preparatoria, en la época que decían “la Letra
con sangre entra”, y lo que me maravillaba era ver su hermosa letra, al igual
que lo era la de mi madre. A papá cuando estaba en casa lo veía estudiar el
significado de dos palabras del diccionario Sopena ilustrado, al día. Le gustaba
leer y me escribía poemas. Por él todos los hermanos tenemos la afición de la
lectura. Era un romántico, soñador y también lachito, con algunas aventuras
que hicieron poner verde a mi madre, y que a pesar de todo duraron cuarenta
y tres años juntos, hasta que él falleció.

Tengo recuerdos de aproximadamente los dos años, era bastante loquita,


como marimacho, me gustaba jugar al fútbol con mis hermanos. No tenía
miedo de subirme a cualquier árbol o cerco como gato.

Cuando tenía esa edad mi padre fue trasladado a Rioseco, un pequeño


pueblo, algunos kilómetros al norte de Punta Arenas. Había un matadero
a donde llevaban piños de ovejas, que pasaban por nuestra casa, y en más
de alguna oportunidad un arriero le decía a mis hermanos mayores: “si son
capaces de agarrar una oveja, es suya”, más o menos. Y mis hermanos se
esforzaban lográndolo más de una vez, y yo también ayudaba, aunque a
veces era un poquito de estorbo haciéndonos de una ovejita que mi padre
faenaba.

Rioseco, un bello pueblito donde me crié. En un principio llegamos a vivir a


una casa pequeña con palafito, sobre la playa de un lugar en el Estrecho de
Magallanes, en donde cada noche, cuando subía la marea, el agua entraba en
lo que podríamos decir nuestro sótano.

98 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Yo sentía cómo golpeaban las olas, que no eran grandes, más bien suaves y
cuando miraba por la ventana posterior, que daba al mar, veía solo agua y
sentía como si fuese en un barco, era hermoso, pero hoy no volvería a vivir en
un lugar así por los tsunamis, que ahora conozco.

Cuando fue el gran terremoto de Chile, en 1960, allá solo salió el mar uno
seis metros fuera de lo habitual, enterándonos por el periódico y la radio de
lo que había sucedido en el norte.

En esa primera casa no teníamos luz eléctrica ni agua potable y usábamos


velas y una lámpara Petromax a parafina, la que usaba algo que le llamaban
“camisa”, una especie de malla blanca de forma circular que hacía de mecha
que se encendía y generaba la luz.

El agua, mis hermanos y mi padre, la traían de un pilón comunitario y lo


acopiaban en baldes puestos en una repisa. Yo, alguna vez, intentando robar
galletas de un tarro que mi madre guardaba más alto en la repisa, me vi
baldeada por uno de esos baldes que me dieron un buen baño de agua fría.
En esa época solo me dedicaba a ser regalona, así que no me castigaban.

Después nos trasladamos a otra casa con tres piezas grandes de paredes y
techos altos como las casas antiguas, eran la cocina, donde hacíamos la vida
cotidiana, y dos dormitorios. También teníamos baño de pozo séptico, el que
vi hacer a mi papá.

Esta segunda casa pertenecía a la parroquia del lugar, la que estaba a unos
cien metros. Todo ese espacio era nuestro patio. Teníamos dos columpios
y un balancín, además en el lado posterior de nuestra casa, nuestro patio
daba a la playa, y obvio que al agua del Estrecho. Era un lugar hermoso
porque en el lado sur de nuestro patio pasaba un río, el Rioseco, que no tenía
mucho cauce, lo que me permitía explorarlo sin peligro con mis hermanos y
formar diques de arena en su desembocadura. Además este río en invierno
se congelaba y podíamos patinar y usar los trineos que confeccionaban mis
hermanos mayores. De ese lugar tan bello vienen muchos recuerdos como
que al despertarme, buscando a mi madre, salía pilucha, solo calzando mis
botas de goma aunque haya nevado y la nieve me llegara a la rodilla o más

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arriba, seguro había “pasado el río” en la noche… Siempre la encontraba


lavando ropa, aprovechando el chorro de agua.

Ahora me pregunto, cómo aguantaba el frío que provoca tanto dolor. Cómo
le dolerían sus manos. Pero se las aguantaba porque ya llegamos a ser seis,
más el papá. Había que lavar la ropa y se levantaba muy temprano, como a
las cinco.

Comienzo a estudiar

Cuando tenía tres años yo era tan inquieta que mi papá habló con la profesora
de mis hermanos por si me podía recibir como oyente, y le dijo sí, ya me
conocía y según le dijo que yo era bastante despierta, “mándemela nomás”.
Así es que comencé a ir al colegio. La escuela era pequeña, de cuatro salas.
La más grande la transformaban en salón de actos, si era necesario, y en una
sala se impartía clase a dos cursos, el quinto al lado izquierdo, y el sexto al
lado derecho. Esa era la sala de mis hermanos y ahí comencé a aprender con
el Silabario Hispano Americano, que me encantaba.

Un día mi profesora, como gran cosa, me quiso hacer recitar porque me


encontraba habilosa y era la más chica del colegio, frente a los socios del
Rotary Club que llegaban a regalarnos zapatos para todos los alumnos.
Cuántas veces ensayé lo que tenía que declamar: “Soy chiquitita, tengo
colores, manos arriba he dicho señores”, eso era todo. Lo recitaba frente a
mi familia, en el curso, frente a los alumnos, en fin, estaba motivada. Y llegó
el gran día, salgo al escenario y ¡plop!, había tanta gente extraña mirándome
que me dio pánico escénico. No me salió la voz, así que me sacaron de ahí
casi en estado catatónico. Qué plancha.

Un día cuando tenía cinco años, después de dos años de acudir como oyente,
no se conocía aún el sistema preescolar de hoy, me paré frente a un aparador,
en donde encima había una caja de metal roja, donde venía té, pudiendo leer
todo lo que decía ahí. Fue como si una pantalla se hubiera abierto en mi mente,
sintiendo una sensación maravillosa, había aprendido a leer casi sin darme
cuenta y ahora podía ingresar al Sistema Educacional con mucho a mi favor.

100 Servicio Nacional del Adulto Mayor


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Mi primer castigo

No recuerdo haber recibido muchas palizas, pero cuando crecí recibí más de
alguna, y creo que no fueron más porque hasta los siete años fui la regalona.
Hasta que nació mi hermanita. Los que más recibían castigos eran mis
hermanos mayores, a quienes mi padre hacía responsables de cuidar a los
más pequeños y ayudar a mi mamá.

En una de esas, llegué del colegio con un hermoso sacapuntas, contándole a


mi papá que lo había encontrado en el suelo de la sala, y obvio con lo estricto
que era me dijo: “lo que está en el suelo en tu sala, tiene dueño”. Y sin más
sacó su cinturón con el que me golpeó. No me acuerdo cuántos correazos me
dio y después me llevó de un ala al colegio donde encontró a mi profesor, que
aún estaba ahí, obligándome a contarle cómo había encontrado el sacapuntas
y entregárselo porque era de un compañero. A todo esto el profesor entregó
el aparatito a su dueño y nunca me dijo algo al respecto. Creo que pensó era
suficiente con el castigo que recibí.

Mientras mi padre me “caldaba”, me daba “consejos”, para que nunca más


volviera a apoderarme de lo que no era mío.

Sufriendo bullyng

Cuando tenía ocho años nos fuimos a vivir a Punta Arenas, por el traslado de
mi papá y entré a estudiar el cuarto año en la Escuela Yugoslavia (hoy Escuela
Croata). Fueron tres años de muchas experiencias positivas y algunas pocas
tristes, debido a que todo iba bien hasta que comencé a sufrir bullyng.

Un día, un grupito de compañeros de curso esperábamos ser atendidos por el


dentista al que nos habían llevado. Para pasar el tiempo comenzamos a jugar
a la “mancha” en donde teníamos que alcanzar a otro jugador para pegarle
la mancha y arrancar. Para desgracia mía al hacer esto yo llevaba la mano
estirada para tratar de alcanzar a la Mirtha, ella se da vuelta y me esquiva
como agachándose. En este giro sus lentes se enredaron con la punta de mi
dedo mayor y se caen al suelo trisándose.

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Desde el día siguiente, esta niña me comenzó a cobrar doce pesos de esa
época y que por supuesto jamás pude pagar.

Cuando me enteré del monto que debía pagar, me fui del colegio a mi casa
pensando… diciéndome, voy a llegar y decírselo a mi madre, quien manejaba
nuestro escaso presupuesto, con muchas dudas mías de cómo ella recibiría
la noticia. Pero nada más entrar, desde el portón, escuché que mi madre
caldaba a uno de mis hermanos mayores porque había perdido una lista de
rifa y tendría que pagarla. Así que me quedé callada y empecé a sufrir de
muchos vejámenes del grupo de las compañeras de padres más adinerados
del curso, yo era de las más pobres.

Tenía un hermoso pelo largo, que suelto me llegaba más abajo de las rodillas
y mi mamá me lo peinaba en dos trenzas. Alguna de estas malvadas me
las jalaba por detrás y me tiraban sentada al suelo, lo que generalmente
me dejaba llorando, o me pisaban los talones sacándome los zapatos, me
empujaban. Un día un lote de cinco de estas facinerosas me esperaban frente
al colegio porque me habían amenazado que me iban a pegar a la salida.
Yo caminaba del hall al baño llorando de miedo, no sabía qué hacer, hasta
que dos alumnas mayores me preguntaron qué me pasaba y les conté lo
que me sucedía, me dijeron que no me preocupara, que ellas me iban a ir a
dejar a mi casa y así fue. De todos modos esto duró hasta que un día decidí
dejar de asistir a clase y hacer la cimarra, que duró por aproximadamente
una semana, hasta que mi mamá se enteró. Yo le había dicho a mi profesora
jefe que mi madre estaba enferma, así que empecé a faltar. Los primeros
días vagué por la ciudad, hoy cuando me acuerdo me llegan a dar escalofríos
de pensar a todo lo que me expuse. Después me los pasé en la casa de una
compañera que vivía a media cuadra de la casa. La Bety era muy floja o se lo
pasaba enferma, así que faltaba mucho, y ella estaba muy contenta de que la
acompañara, porque su mamá estaba enferma en cama, por lo que nadie en
esa casa objetó mi actuar.

Mi maestra comenzó a preocuparse de mi ausencia así que envió a unas


compañeras mayores, en otros cursos (habían alumnas de 16 años en quinto
básico), quienes fueron hasta mi casa y se encontraron con mi mamá,
preguntándole cómo se encontraba de salud ¡plop!, ella no entendía nada,

102 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

así que en breve le informaron de mi ausencia. Y eso fue mi sentencia de


“castigo ejemplar”.

En el tiempo que yo llegaba mi madrecita se premunió de la mejor correa


que pilló, una tira de neumático con la que me golpeó y casi me mata.

El primer lunes, con los verdugones en mis canillas, me fue a dejar al colegio,
y la profesora, mi maravillosa maestra, la Sra. Rosa Moya, me aceptó. Luego
de conversar con mi madre solo me pidió que me pusiera al día, que ella
se preocuparía más de mí. Y así fue, creo que habló con mis compañeras
porque ellas jamás volvieron a atacarme abiertamente. Mi maestra de Artes
Musicales descubrió que cantaba bien, y de esto se valió mi maestra jefe para
hacerme cantar, también recitar y actuar en cada acto que había. Siempre le
voy a agradecer a la Sra. Rosa, que más allá de ser mi profesora me trató
como una hija, tanto así que cuando tenía diez años, ocho meses y cinco días
(nunca olvidé esta fecha), mi papá fue trasladado a Temuco y ella le pidió a
mis papás que me dejasen con ella para que me educara. Por supuesto que
mis papás no aceptaron.

Mi paso por la política

Mi Enseñanza Media en Temuco, sin muchos contratiempos, en el Liceo


Gabriela Mistral, con algún pololeo inocente.

En esa época, antes de 1973, había una gran efervescencia política, y los
jóvenes tomábamos partido por diferentes bandos, yo era una pendeja
demasiado restringida, siempre procurándome momentos de libertad y para
esconderme de mi papá, que si me encontraba vagando por ahí seguro me
castigaba, así que comencé a acompañar a otras compañeras hasta la Sede
del Partido Comunista, Yo no tenía muchos conocimientos de esa doctrina y
tampoco me interesaba saber más allá, solo digo que encontré en ese lugar
un espacio donde no me trataban como niñita. En ese lugar los adultos sabían
cómo tratar a los cachorros. Simplemente nos hablaban como adultos, y eso
fue todo con el comunismo. Después del golpe militar por mucho tiempo
estuve preocupada por haber participado de alguna reunión en ese lugar y
que me hayan fichado. Pero nada me pasó al respecto.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 103


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Mi paso por la Universidad

Tenía quince años cuando terminé la Enseñanza Media, nunca repetí, y mis
promedios eran aceptables. El hecho es que a esa edad di la prueba de
Aptitud Académica, castellano 565 y matemática 560 puntos con los que
pude postular a Pedagogía. En primera opción quedé en Pedagogía en Física,
muy malo, porque en la E.M. daba bote en ese ramo, así que asistí al llamado
a viva voz y logré matricularme en la carrera de Pedagogía en Biología y
Ciencias. Hermosa carrera, pero tenía dos químicas —1 y 2— y ese fue otro
de mis ramos cacho en el pasado. A pesar de todo quedé feliz, con quince
años entré a estudiar en la Universidad de Chile de Temuco, hoy la UFRO. Mis
padres estaban orgullosos de su niñita universitaria.

Fueron tres años en los que intenté lo mejor, pero creo que mi inmadurez
no me ayudó y no terminé mi carrera. Cuando tenía química me iba a la
Biblioteca y leía, no asistía a la clase. Cómo lo aprobaría si ni siquiera le di
chance, si hasta en matemática y física me saqué siete y los aprobé. Siempre
tuve beca de la JUNAEB y gracias a eso no pagué un peso en todo ese proceso.

Yo quería haber estudiado Artes Plásticas, pero mi papá me dijo “quieres


morirte de hambre”, tenía una mala idea de los artistas plásticos, pero yo
adoraba ese ramo, y mis trabajos eran tan buenos que mi profesora jamás me
los entregó y se los dejaba para muestras, según me decía.

Pero bueno, como no serví para profesora, estudié dos años intensivos en el
HICHNOC de Temuco, Secretariado Ejecutivo con Inglés, idioma que aprendí
bastante, también logré mecanografiar 61 palabras por minuto con todos los
dedos, destreza que aún disfruto. Obteniendo el título que me sirvió en mi
vida profesional de 38 años como funcionaria pública.

104 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de Los Lagos N
Mi pequeña biografía
Autor
Víctor Hugo Miller Bertín (72 años)
Puerto Montt

Escribo para ganar


Sé que Dios me va a ayudar
Nunca fui gran escritor
Solo cartas reducidas y algunos versos de amor
¡…A ver si por fin atino!
…Y si le doy en los cachos
Sigo escribiendo y les cuento
La vida de un viejo guacho.
Guacho porque soy solo
Como zapato en el techo
Y en silla me voy derecho
A contar mis amarguras
Porque el sendero es de espinas
Y las piedras tan re-duras.
En fin, seguir avanzando
Porque si paras la micro
Más probable es que no suba
El chofer con mala cara
¡Apura viejo huevón!
No te quedí boquiabierto
Y sigues por el camino
Chalupiando contra el viento

Servicio Nacional del Adulto Mayor 107


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Porque tu vida es así


Arquitecto del destino
Tú construiste tu tiempo;
Pídele a Dios que te ayude
Haciendo un tiempo mejor
Camina siempre derecho
DICIENDO ESTE SOY YO
No bajes el moño a nadie
Solo inclínate ante Dios
Y sigo buscando mi meta
Los castillos que soñé
Un fundo con hartas vacas
Caballos, ovejas, chanchos
Y mi perro “el Cotelé”
No hay mejor tiempo que el sueño
Porque no paga el impuesto
Si la vida fuese sueño
Mil años sueño a tu lado
Qué más quisiera el peliento
Pero no es así la cosa
A mí me tocó tardío
Cuando me senté a la mesa
El plato estaba vacío
Ni migas en la panera
Y ahora, ¿dónde me agarro?
Porque si me voy de aquí
No quiero hundirme en el barro
ELEAM es buena tela
Te dan cama, te dan manye,
Y no se apagan las velas
Te llevan al hospital para atender tus dolencias
Te cuidan, lavan tu ropa y día por medio a la ducha
Jabón líquido y shampoo pa’ que resbalen los piojos
Y no digan ¡Qué indecencia!
Así un día con otro se va terminando el tiempo
Dibujas, pintas, escribes y una viejita tejiendo

108 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Tranquilo si tú lo quieres
No hay que dar mucho bombín
A los que envidian lo que haces y te tiran la chaqueta
Porque no pueden hacerlo son muñecos de aserrín
Que se sientan en la sala a esperar que los atiendan
Como plantas de interior no mueven una pestaña
Buenos para la pedida
Digo que son puras mañas.
En fin… a mí qué me importa
Sigo en lo mío tranquilo
Cumplo con el reglamento
Ya no me amargo por nada
Lo malo lo lleva el viento.

Nací un veinte de agosto


Allá en el cuarenta y siete
Fui creciendo lo normal
A la sombra de mis padres
Llegué de pronto a los seis
Y de cabeza al colegio
El gomina me pusieron
Tenía las mechas tiesas
Mi mamá me las domaba con brancato y con peineta
Me iba recontra bien
Un balazo pal estudio
Aprendía todo al toque
Hasta que llegó el diluvio
No me lo imaginaba
Sorpresa, asco y dolor
Me sentí podrido, sucio
Pensé en Dios que es tan regrande
Mis maldades castigó
El tío fue mi verdugo
¿Por qué castigarme así?
Si solo eran travesuras de un niño que está creciendo
No le importó nada al bestia

Servicio Nacional del Adulto Mayor 109


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Inmundo, degenerado, a cuántos más lo habrá hecho


Porque yo morí callado
Tenía rabia con miedo
Mi mamá me iba a apalear
Yo era la piedra de tope
Por caga’s de los demás
Ya no dormía tranquilo
Como debe ser un niño
Me cagó la vida el duende
Y se fue muerto de la risa
No tenía ya más prisa en ese tiempo tabú
¿A quién se los cuentas tú?
Si era pecado mortal
Que te abuse un animal
Con el cuerpo de un humano.
Así fue pasando el tiempo
Solo mi padre, mi amigo parecía intuir
Que algo malo me pasaba
Él siempre me preguntaba
Y no le quise decir
Preguntaba con ternura
¡A qué darle una amargura si la pena era tan mía!
Quizás, tal vez algún día
Como creo tanto en Dios
La justicia que es divina elimine este dolor.

Pero sigamos viviendo


Queda mucho por andar
Son setenta los que marco
También algunos son buenos
Agarré de nuevo vuelo
Y me puse a meditar
Sin estudios no soy nada
Tengo que matar el chuncho
Y me largué a pololear
Pa’ saber si era marica

110 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

si podía atinar
Y resultó la experiencia
No tenía mala pinta
Y entre álgebra y la ciencia
Me di cuenta que podía
Y erecciones no faltaban
Un parque, una calle oscura, la matiné del domingo
La fila de los cocheros
Y de repente un malón
Con los gastos compartidos
Rájate con el trago
Y yo me rajo tomando
Y así, bailando y cantando
Me fui entrando en el ambiente
Y el año sesenta y tres
Me destapé con más ganas
Y no hubo fin de semana
Que no tuviera carrete
Bailé como condenado
Pero al trago le hacía poco
Nunca me gustó el curao
Que se olvida de sus mocos
En eso sí me cuidé
Y solo pa’ agarrar vuelo
Me mandaba combinados
Coca con ron fue primero
Después fue coca con pisco
Pero solo son recuerdos
Ahora ya no tomo na’
La diabetes me lo impide
Los años te ponen cuerdo
Y le esquivo a la pela’
Sí, me queda por vivir
También por hacer más cosas
Pintura, versos y prosas
Pa’ que luzca el ELEAM

Servicio Nacional del Adulto Mayor 111


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Estoy muy agradecido


Y ya no lo puedo obviar
Quien no reconoce es burro
Porque un perro sí agradece
Si no, pregúntele al Guaipe
Que es el perro del hogar.

Por ahora me voy piola


Ya les conté la primera parte de mis andanzas de joven
Después viene la madura
Donde las cosas son duras
Y aprietan más las ojotas
Y el peso también se nota
Pues hay más obligación
Pero bajemos telón
Para dejarlo en suspenso
Porque allí lo que les cuento
Es poco más angurriento
Que la primera sección.

Y aquí estamos de vuelta


Segunda parte y final
Porque hoy es quince de julio
A mamá voy a ensalzar
En mis brazos se murió
Hace quince años atrás
Ciento seis habría cumplido
Y no la puedo besar
Pobre mamá, cuántas penas
Tuviste que soportar
Yo sé que estás y te siento
Con celo y preocupación
“Mira bien con quién te juntas”
“Cuidado con tomar mucho”
“No vas a caer al chucho por una equivocación”
Temores exagerados

112 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Pero fue una buena madre


Nunca me faltó en el clóset
Camisa blanca y corbata
Impecable los zapatos
Y cortaba un pelo al aire
Con la ray’el pantalón

Papá no fue mucho menos


Fue tan relindo mi viejo
Para él yo fui su conejo
Enfermo de regalón
Capaz de entregar la vida
Cuando algo se me ocurría
Pa’ hace reír al campeón
Él no escatimaba en gastos
Yo lo merecía todo
Y un caballo me compró
Putas que ahora hace falta
Tener un viejo como ese
Más que padre, fue un amigo
Más que amigo, fue mi dios
Que Diosito me perdone
Pero ese es su mandamiento
Si me equivoco, lo siento
Pero no hay mala intención.

Volvamos un poco atrás


Se me quedó en el tintero
Debí contarlo primero
En esta segunda parte
Aunque quieras escaparte
Es algo que no se olvida
Fue el más grande en la historia
Y los que quedamos vivos
A Dios le gritamos gloria
De Concepción hacia el sur

Servicio Nacional del Adulto Mayor 113


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Sacudió el lomo la yegua


Un enorme terremoto
Nunca supieron qué grande
Pues saltaron las agujas
Del sismógrafo instalado
Murió remuchaza gente
Otros desaparecieron
Y de un paraguazo subieron
las olas de nuestro mar
Corral, se fue de perdices
Y el Riñihue se encimó
Se bloquearon los desagües
Anunciando inundación
Con tres tacos se aplacaron
Los miedos del poblador
Pero seguía temblando
Todos miraban al cielo
Pidiendo perdón a Dios
¡…Va a venir otro más fuerte!
Acabo ‘e mundo va’ hacer
Y pa’ no perder tan feo
Empezamos a comer
Pavos, chanchos y vaquillas
Destapemos un tonel
La chicha como champaña
Chicharrones, pan y miel
No hubo otro terremoto
Pero lo pasamos bien
Esto sucedió en el campo
Y nos rajamos comiendo
La ciudad fue diferente
Casas quemadas y hambruna
De enfermos al hospital
Ya no le calzaba ni una
Y siguió pasando el tiempo
Hasta que leí en la lista

114 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

El ejército llamaba
Pa’ que cumpla mi milicia
Punta Arenas, el Pudeto
Putas que te llevan lejos
Le hice el quite como pude
Verónicas y cachañas
Esto se hizo pa’ los hombres
A mí no me vengai con mañas
Y así me fui por un año
A cuadrarme como queso
Bandera, fusil y botas
Uniforme y fornituras
Tienes que estar en la dura
Pa’ que no te pille el sueño
Y te hinchen las pelotas
Buena pasta camaradas
El Julio, el Walter y Andrés
Me entendí bien con los tres
Compartíamos el pucho
El café y algún sangucho
De principio a fin de mes
Es gente que no se olvida
Aunque transcurran los años
Porque te marca la frente
Haber conocido a gente
Que para ti son extraños
La vida es así, y tú vas
Cabalgando en yegua flaca
Y aunque te pongan estacas
Sigues adelante igual
No soy beato, ni pechoño
Respeto siempre la fe
Porque es Dios el que nos cuida
Nos ayuda y nos protege
Y aunque llegue a humear el eje
Siempre a mi lado está Él

Servicio Nacional del Adulto Mayor 115


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Han pasado cuarenta años


He perdido como chino
Dos matrimonios fallidos
Tres hijos tengo perdidos
Ya no están en mi camino
Que sean felices, muy bien
A qué más aspira un padre
Que no sea su bienestar
Yo no defendí a tiempo
Mi derecho a estar con ellos
Una soga aquí en el cuello
Siento cuando los recuerdo
Y en las lágrimas me pierdo
Con mi amargura sin fin
Brian, Christian y Candita
Nunca los voy a olvidar
Hasta la muerte estaré
Esperando verlos siempre
Y si mis cenizas llegan
Navegando por el mar
Les diré “yo soy su viejo”
Ahora les voy a contar
Omití contar detalles
De mi vida de casado
El que fue de dulce y agraz
Para qué picar cebolla
Lo pasado, sepultado
Viviré, solo Dios sabe
Yo no soy un tonto grave
Ni me revuelco en melindres
Si alguien me dio la espalda
Es mejor echarse el ave
Y ser un rotoso insigne
Que andar mirando carachos.

116 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Todavía soy bien macho


Y me las puedo arreglar
ESO SERÍA TODO

Servicio Nacional del Adulto Mayor 117


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de Aysén N
Corceles del hipódromo
del río
Autora
Cecilia Fernández Inostroza (69 años)
Chile Chico

Voy a contar mis vivencias,


algunas medias tristes,
otras quizás más jocosas
dentro del mismo universo
de mi niñez juguetona
inquieta cual mariposa
todas contadas en versos.

Estas son mis experiencias:


siete cachorros creciendo
ágiles y muy inquietos.

Mi mamita… ella nos cuidaba,


papá buscaba el sustento,
mientras la vida pasaba
sin penas ni sufrimientos.

Los días van y viniendo


nada nos mantenía quietos,
años cincuenta o sesenta

Servicio Nacional del Adulto Mayor 119


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

vivíamos a orillas del río


corríamos todo el día
de punta a punta hacia arriba
con cansancio para abajo,
era nuestro, nuestro río,
todos corceles muy nuevos,
nuestros cascos sin atajos,
las piedras eran como gomas,
pies descalzos eran corchos,
pero firmes los pilares,
jugábamos con lanchitas
de sardinas o salmones
y llegaban a nuestros muelles
de piedra o malecones,
un día se enojó el río
y se llevó hasta la orilla
y se llevó nuestros muelles
y nuestros barcos piratas
y también los mercaderes.

Llovía mucho… llovía.

Corrimos hacia nuestra orilla,


pero no habían veleros
ni muebles, ni embarcación
se lo llevó la crecida
una gran inundación.

Él se toma mi jardín,
la tierra y los tambores
con que mi madre lavaba,
y secaba sus sudores
como una gran pesadilla
corríamos y corríamos
tratando de salvar algo,
¡no sabes lo que se siente!

120 Servicio Nacional del Adulto Mayor


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Tu pecho salta y se agita


tristeza, pena en tu mente,
buscamos una explicación
a tan terrible tragedia
desde el suelo me levanto
mirando a mi alrededor
no hay casa, no hay techo
solo una terrible desolación.

Nuestro hogar por muchos años


nos cobijará de otras lluvias,
la luna mudo testigo
nos mira, nos abrazaba
en muchas largas tertulias
de cuentos, risas, penurias
que otrora acompañaba
y ella que junto conmigo
enmudeció de la pena
mientras la lluvia serena
humedecía mis ojos,
¡qué terrible lo que se siente
quedar a brazos cruzados!

Nuestro río, que era nuestro,


nos había castigado.

Quizás nunca volveríamos


a seguir en nuestras empresas,
la competencia o la leña
para cocinar el pan
y en el hipódromo de la vida
nuestros hijos soñarán
y que la vida te enseña
aunque con penas a abrazar
los tropiezos de la vida,
siempre a saber aceptar.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 121


CONCURSO LITERARIO AUTOBIOGRÁFICO CONFIESO QUE HE VIVIDO

Primer Lugar
M Región de Magallanes N
El Parkinson… un fantasma
Autora
Gladys Martínez Rabah (66 años)
Porvenir, Tierra del Fuego

Hace 15 años, un día como cualquiera un fantasma vino a cambiar la vida en


nuestro hogar.

Estábamos sentadas a la mesa mi hija Susana y yo, de pronto ella me dice…


“mamá, ¿te has dado cuenta de que mi papá tiene un movimiento raro en la
mano?”. La verdad no me había dado cuenta o más bien no me llamaba la
atención, ya que siempre acostumbraba a hacer ese movimiento para firmar,
incluso cuando estábamos en la mesa hacía unos golpecitos con la cuchara
sobre el plato.

Desde ese día comenzamos a observarlo, yo conocía a una doctora y le


comenté la situación, dándome ella unos consejos de qué detalles debería
observar durante unos días y luego contarle, después de seguir su consejo
le comenté lo que habíamos notado, a lo que ella recomendó llevarlo al
consultorio para una evaluación médica.

Ya en la consulta con el médico, este le realiza un examen muy especial y


que yo observé en silencio, lo hizo desnudarse casi por completo, luego de
ello le vendó los ojos y le pasó sobre la piel por distintos lugares del cuerpo
un algodón preguntándole si sentía frío, calor o si le pinchaba, su respuesta
fue que le pinchaba y dolía, luego le pinchó con un alfiler y la respuesta de
mi esposo fue que le quemaba, por último encendió un encendedor y se lo
acercó a distintos lugares y él dijo que sentía mucho frío.

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Me hizo vestirlo nuevamente y me dijo “¡si usted cree que su esposo


tiene Parkinson… no es así!”. Pero yo sabía que sí era, dejé que me diera su
diagnóstico, y le dio unas pastillas porque según él, el problema de mi esposo
era algo nervioso solamente, por supuesto no se las di, sino que busqué la
opción de llevarlo a un neurólogo particular.

Solicité un informe de su atención y fuimos al neurólogo, al entrar al box del


médico me di cuenta de que lo observó caminar y sentarse, luego le entregué
el informe del doctor del consultorio, leyéndolo movió su cabeza y solo dijo,
“¡uf… mi colega!”.

Y recibimos la dolorosa noticia… Parkinson… comenzar inmediatamente el


tratamiento, aunque era algo que venía arrastrando por algunos años y no se
notaba, si no lo iniciábamos sería un deterioro demasiado rápido.

Se reciente la economía del hogar, los medicamentos son caros y no los


entrega el consultorio, no están incluidos en el AUGE, Grifoparkin significaban
$ 57.000 al mes y solo teníamos su pensión, fue difícil mantener su
tratamiento, pero además insistí con el médico que hizo el mal diagnóstico
que lo incluyera en la lista y me los entregaran, hasta que lo logré, eso trajo
un alivio a nuestra economía.

Cambiaron muchas cosas para el grupo familiar, formada por 4 hijos y 2 nietos
y sobre todo para mí.

El Parkinson es una enfermedad degenerativa que no tiene una cura real,


solo medicación paliativa, el cuerpo se va deteriorando poco a poco, luego le
agregaron otro medicamento, Cifrol, el que tomó durante un tiempo, pero lo
suspendimos, ya que le ocasionaba efectos secundarios.

A mi esposo le afectó la motricidad de la cintura hacia abajo, se le pegan


los pies al caminar, es porfiado, no acepta ayuda y se cae con facilidad, vive
rodeado de fantasmas, personajes imaginarios, niños que recorren la casa,
familias que ocupan su habitación, son los efectos de los medicamentos.

Vuelve mucho al pasado, pregunta por su padre o madre ya fallecidos, quiere


volver al trabajo y me pide su maletín de herramientas, Muchos años trabajó

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en Radio y dice que debe ir a reparar los transmisores que están fallando,
en las ocasiones que vuelve al pasado en que su padre tenía transportes,
camiones que llevaban víveres a las estancias y retornaban con fardos de
lana para exportación, pregunta ¿por qué los choferes no han llegado todavía
para cargar los camiones?

Hace unos cinco años optó por andar con los ojos cerrados, son más frecuentes
sus caídas, he comenzado a darle los alimentos en la boca, un día me preguntó
si alguna vez pensé en tener una guagua tan grande para atender.

Hace meses un día mojó la cama, lo que trajo un nuevo cambio a mi vida, “los
pañales”, un pañal de noche y uno por el día, mis brazos se resienten cada día
más y más, debo ir a kinesiólogo, un año de interminables e inútiles terapias
no han servido de nada porque mi tarea es cada día la misma y cada día peor.
Desarma su cama varias veces en la noche, vota todo al piso, sábanas,
frazadas y a veces hasta el colchón, trabajo agotador para mí, casi no duermo,
me siento cansada, pero debo seguir, mis hijos están lejos y no pueden
ayudar. Uno en Iquique, otro en Punta Arenas, la hija mayor en Porvenir y yo
en Chiloé.

Hemos pensado llevarlo a un hogar donde lo puedan cuidar, pero es una


muy difícil decisión, mi hija me pide hacer un nuevo cambio, dejar mi casa,
mis actividades, mi trabajo, la gente con quienes he compartido por más de
30 años, pero me ofrece la solución de recibir la ayuda que necesito para
cuidarlo.

Me siento colapsada y no tengo otra solución, cerré los ojos, puse un poco de
ropa en un par de bolsos y tomé un nuevo rumbo.

Hace una semana vivo en Porvenir, Tierra del Fuego, no es mi casa, no son mis
cosas, no hay vecinos ni gente conocida, me faltan mis actividades, tengo
que aprender a vivir en otra ciudad y con otra gente, pero lo importante es
que estoy acompañada y recibiendo apoyo en su cuidado.

El sigue con sus visiones y regresando al pasado, pregunta por familiares que
ya no están, dice que debe ir a trabajar, pide sus herramientas, quiere hacer

Servicio Nacional del Adulto Mayor 125


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mediciones, reparar cosas, debo andar detrás de él para que no rompa nada,
cuidando que no se caiga, para que no se siga golpeando.

Esto he vivido y seguiré viviendo por no sé cuánto tiempo.

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M Ganador Internacional N
Confieso que he vivido
Autora
Nelly I. Fraga (71 años)
Montevideo – Uruguay

Sí, confieso que he vivido y tal vez demasiado… Estamos en 2019, tengo casi
72 años; paso a narrar uno de los momentos más difíciles de mi vida.

Han pasado 56 años, pero aun me cuesta contarlo, creo que esos días forjaron
la mujer que voy arrastrando hasta hoy.

Me pongo tensa, mis hombros se encojen, pero me digo que debo hacerlo, y
continúo escribiendo, recordando aquellos tiempos…

Soy hija única de un matrimonio de clase obrera, donde el hombre trabaja y


la mujer se encarga del hogar, vivimos en un barrio de la zona urbana de la
ciudad de Montevideo.

Un día cualquiera papá empieza a visitar el médico, cosa no acostumbrada


por él. En la casa corre un murmullo a gritos. Mamá me explica que van a
operar a mi viejito.

Hora y lugar señalado, me veo en una sala de espera rodeada de demasiada


gente conocida. Sale el médico, habla con mamá, un tío abuelo, un tío llegado
de Brasil, un vecino del viejo barrio y otro del nuevo. Escucho algo como que
“tenía todo tomado, le sacamos un pedazo de intestino donde había un tumor
grande como una flor”.

Servicio Nacional del Adulto Mayor 129


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Seguí sin querer entender, corría la mitad del año 1959, solo había en mí 12
años adormecidos.

Una vez repuesto mi viejito se puso a trabajar en el negocio familiar, instalado


en nuestra casa, junto con sus primos a quienes consideraba sus “hombres de
confianza”.

Voló el tiempo.

Una tarde mamá me llama.

—Subí que tu padre está solo y pasa algo —dice, toda agitada. Volé escaleras
arriba hasta el cuarto de trabajo, al abrir la puerta lo veo llorando y agarrándose
los pantalones que se le caían por los pañales de tela improvisados.

¡En ese momento pasé de niña a mujer! Miré a mis parientes y sin dudarlo los
eché, prohibiéndoles volver a pisar nuestra casa. Palabra que sostuve, meses
más tarde.

Así fue como llegó a nuestra casa quien más tarde sería el padre de mis hijos,
hombre joven, con puesto público, trabajaba en las dependencias de los
Ferrocarriles del Estado. Estaba interesado en agregar otro ingreso. Desde los
primeros días facilitó la tarea, modernizó el sistema de trabajo, introdujo la
máquina de sumar a manija, pues hasta el momento sumábamos cantidades
de boletas a lápiz y papel, lo que aceleró el ritmo de trabajo, y yo también me
sumé al equipo, liquidando las apuestas junto con papá.

Año 1961. Papá se recuperó y comenzó su lucha interna, dejar todo en orden
para el futuro de su familia.

Además de aleccionar a mamá dejó un cuaderno detallado con lo que había


que hacer una vez que él partiera. Llega una nueva internación, solo fueron
dos o tres días.

Mi viejito no acepta ir al cuchillo nuevamente, no cree en la ostomía (ano


contra natura), todo eso era muy reciente, no había nada más para hacer en
esa época.

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Así empezó su vía crucis y la nuestra. Visitas interminables al Hospital Italiano,


donde estaban los mejores oncólogos y cirujanos.

Ya no me interesa el liceo, estoy en el último año, no voy a clases, lo único que


me interesa es poder estar junto a mi padre. Los días se hacen interminables
y muy oscuros.

Se aproximan mis 15 años y el viejo firme a su voluntad aguanta. Me hacen


una gran fiesta, creo que llené más de 250 sobres con invitaciones, donde la
carátula mostraba a una joven al pie de una escalera, cabello oscuro recogido
y sonriente, indicando en letras doradas el día sábado 23 de noviembre, para
el agasajo.

Me vistieron con tacos altos y un vestido blanco con encaje, pedrería y tul,
confeccionado por un modisto. Tengo fotos donde mamá, papá y yo sonreímos
de pie detrás de la mesa, donde hay una torta de tres pisos, y otra bailando
el vals con mi viejito; todas las demás… no cuentan en mi memoria. El baile
fue figurativo como todo en esa gran fiesta, donde se pretendía ocultar la
realidad que aplastaba nuestras vidas en esos días.

Con todo previsto para esperar el último recorrido, mis padres habían
trasladado el dormitorio matrimonial al comedor en la planta baja; donde
convivíamos con el olor penetrante de la enfermedad.

Los últimos días él deliraba, su cabeza estaba helada y el cuerpo caliente.


Puse un colchón a los pies de su cama, mis padres me necesitaban. Sentí la
dulce sensación del amor que nos unía, a pesar de los delirios nocturnos. Una
noche se enderezó, me agarró por el pelo gritando:

—Se va la gallina —esos eran los efectos de la morfina.

Todo eso era mejor que oírlo pedir le alcanzaran el revólver; yo no sabía qué
hacer, pero por cobardía o egoísmo, elegí ignorar su pedido, tenía quince
años.

Esos días achicaron a mi madre, la debilitaron, se hizo más dependiente de


mí. Tuvo miedo de la carrera que debía seguir sola.

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El 14 de febrero mamá me llama llorando.

—Nena, hay que hacer algo, papá sufre mucho, llamemos al médico. —Como
loca corro al teléfono, lo llamo a gritos, pido con el doctor y amigo de la
familia.

Él dice: —Tranquilízate y dile a Carlitos, el farmacéutico, que me llame.

Llega el farmacéutico, habla con mamá y ella reclama mi presencia. Carlitos


me explica que si inyecta la dosis indicada papá hará un paro cardiaco.

—¿Qué hacemos? —pregunta.

—¡Dale la mitad!, —decido y subo a trabajar en la quiniela, junto con quien


sería el padre de mis hijos.

—Papá te llama —dijo mamá.

Voy, me siento a su lado, él apoya su espalda en mi pecho y solo exclama:

—¡Hija…! Sus últimos estertores llenan mis abrazos. Nada más…

Así me convertí en mujer.

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