Los Espaguetis de Gonzalo by Viviana Rivero
Los Espaguetis de Gonzalo by Viviana Rivero
Los Espaguetis de Gonzalo by Viviana Rivero
Rivero
Dirán que es raro pero esto es lo que pasa: el profesor Gonzalo Petrini mira a la
profesora Hellman y le pasan cosas. No en cualquier momento: cuando come
espaguetis en la cantina de la facultad. Le pasan cosas a él, que sabe —¿o cree?
— que le gustan los hombres. A partir de esta premisa, Viviana Rivero construye
una fábula sobre el deseo pero, sobre todo, sobre la libertad.
Quién es Viviana Rivero
Viviana Rivero nació en Córdoba (Argentina) y vive repartida entre esa ciudad,
Buenos Aires y Madrid. Es abogada y ejerció plenamente antes de dedicarse a su
pasión principal: la escritura. También fue coach en grupos para el crecimiento y
desarrollo de las mujeres. Su primera novela, Secreto bien guardado, fue
recibida calurosamente por un público muy amplio. Escribió, además, Lo que no
se dice, Y ellos se fueron, La dama de noche, La magia de la vida, Los colores
de la felicidad, Mujer y maestra, Sí, Zafiros en la piel y El alma de las flores.
Sus libros se editan en Argentina, México, Colombia, Chile, Uruguay, España,
Italia, entre otros países.
Secreto bien guardado se convirtió en una miniserie que se emitió por Netflix.
Mes de agosto, primer miércoles
Eran las ocho de la noche del sábado cuando Gonzalo en su casa abandonó el
capítulo de la serie que estaba viendo, se puso de pie y se apuró a poner el agua
caliente para cocinar los fideos. Él mismo los había amasado con la vieja receta
que su madre le había refrescado por teléfono. Quería tener todo listo para
cuando llegara Lucía. Hacía quince días que charlaba con ella en la cantina de la
facultad y la noche anterior por primera vez habían salido a tomar algo juntos.
Para su sorpresa lo venía pasando genial con una mujer; claro que no tenía muy
definido qué sentía por ella, salvo que congeniaban. Les gustaba compartir las
charlas interesantes, ácidas y filosóficas que eran el fuerte de su relación.
Mantenían una especie de amistad pero con esa extraña y fulminante atracción
que se daba cuando la veía comer espaguetis en la cantina. No podía vislumbrar
en qué iban a terminar y tampoco le importaba; no acostumbraba a planear
futuro de ninguna clase, mucho menos en una relación; él no se casaba con nada,
su lema era carpe diem. Lo que venía a su vida y le daba satisfacción lo
aceptaba. Lo que no, lo echaba de su existencia. Porque hoy la pasaba bien con
Lucía, pero mañana quién sabía qué iba a suceder. La vida cambiaba
constantemente y lo único que en verdad se repetía era el cambio.
Le gustaba Lucía, pero enamorado no estaba. Se sentía unido a ella por los
buenos ratos compartidos y el atracón de sensualidad que explotaba en él con
ella y los fideos; único, pero muy fuerte momento de atracción sexual. Y ésa era
justamente la razón por la que la había invitado a cenar. Ella había aceptado
encantada ante la promesa de Gonzalo de cocinarle lo que tanto le gustaba:
fideos.
Claro que el amasado de Gonzalo tenía segundas intenciones. Había decidido
llegar al fondo de la cuestión y saber hasta dónde lo atraía esta chica. La idea era
cocinarle, comer juntos y, si lo excitaba como en la cantina, pensaba intentar
acostarse con ella y comprobar de una buena vez si le gustaba. Tener buen sexo
con una mujer sería para él una prueba de fuego, le demostraría que no sólo se
trataba de la pasta con boloñesa. Pero ¿sería capaz de disfrutar? La situación era
una verdadera locura. Él no se sentía atraído por una mujer desde su juventud.
Filosofaba con él mismo cuando sonó el timbre. En instantes, Lucía ingresaba
al departamento y elogiaba los detalles de la casa.
Habían transcurrido unos minutos cuando, pese a las extrañezas del caso,
Gonzalo sintió que la normalidad de una cita lo invadía.
Él observó que ella llevaba pantalón negro y tacos altos como casi siempre,
pero arriba vestía una blusa de seda blanca, era escotada y mostraba el comienzo
de sus senos, detalle que a Gonzalo no le causó sensación alguna; ni siquiera se
sintió atraído a mirar. ¿Se habría equivocado al invitarla? ¿Y si sacarse de
encima a esta mujer se volvía una complicación? Lucía por su parte observó
cuán ordenado y meticuloso era él, tanto en la casa como con su persona. La
vajilla hacía juego con el mantel y el estilo de la casa. La camisa celeste que
tenía puesta estaba impecablemente planchada, llevaba el pelo claro prolijísimo,
su perfume importado se desparramaba en la sala.
Mientras esperaban que la comida estuviera lista tomaron una copa de vino y
charlaron de las actividades del día, del trabajo; luego comentaron algo del libro
que la semana anterior habían decidido leer al mismo tiempo para poder
polemizar juntos.
Cuando los espaguetis estuvieron a punto, Gonzalo los sirvió con la salsa
recién hecha. Se sentaron a la mesa y miró de reojo a Lucía, estaba nervioso. ¿Se
daría la magia de la cantina aquí en su casa? ¿Se excitaría mirándola? ¿Tendría
sexo con ella? Los pensamientos nuevamente lo subieron a la montaña rusa
interna que se apoderaba de él cuando pensaba en la posibilidad de acostarse con
una mujer.
Haciendo un esfuerzo por volver a la normalidad, soltó:
—¡A probarlos! —y divertido agregó:— Bienvenida a la exquisita cocina de
los Petrini, porque fueron hechos con la receta de mi abuelo italiano.
—Gracias por cocinar para mí.
Gonzalo sonrió.
—¡Bon apetit! —exclamó y, llenando la tercera copa de vino, brindaron.
Entusiasmados, comenzaron en instantes con el ritual más antiguo del mundo:
disfrutar una comida.
Gonzalo la vio enredar en el tenedor el primer bocado de fideos y metérselo a
la boca. La observó hacer la maniobra que él tan bien conocía: la de apoyar la
comida contra el paladar y mantenerla allí durante unos segundos para unir el
gusto y el olfato que producían la pasta y la boloñesa juntas. Mirándola, por un
momento pudo sentir que él era esa comida y que estaba allí en la garganta de
Lucía, regodeándose de estar apresado en el interior de ella.
Otro bocado y ella realizó la mordidita del labio inferior que demostraba su
punto cúlmine de placer. Un par de bocados más, comidos por ella con
delicadeza, y la imagen de Lucía comenzó a provocarle el efecto afrodisíaco de
siempre. Gonzalo, que no quería quedar expuesto acerca de las sensaciones que
esa noche lo arreciaban, intentaba cenar, pero era poco lo que lograba comer. Él
acababa de hacer un nuevo descubrimiento: los ojos de Lucía emitían un destello
especial cuando ingería la comida, le brillaban. Otro bocado engullido por ella y
una pasión fuerte y extraña los envolvió. El aroma de la salsa que, esparciéndose
entre ellos, los emborrachaba casi tanto como el vino. Porque él abrió una
segunda botella y llenaron nuevamente las copas.
Lucía ya iba por la mitad del plato bajo la observación fascinada de Gonzalo,
y la respiración rítmica de él tenía la sinfonía del deseo. Su cuerpo de hombre
pedía sexo.
Ella, inmersa en su mundo de sabores, ajena a todo lo que la rodeaba,
degustaba en tranquilidad. Gonzalo podía adivinar cómo los fideos se enredaban
en la lengua de ella; esa que él ya empezaba a imaginar jugando en su cuerpo.
Lucía se corrió con delicadeza el cabello hacia atrás y él pudo verle el cuello y el
movimiento de la garganta al tragar. Todo el cuerpo de ella explotaba de placer
ante la comida y el de Gonzalo, al verla disfrutar con ésta.
—Están riquísimos —dijo al fin Lucía, lanzando un suspiro.
—Me alegra que te gusten —dijo él, con la voz queda por el deseo.
Se miraron largo y ella en esa mirada lo descubrió. Gonzalo la deseaba, y la
deseaba ya mismo.
Se sirvieron más vino. Ella tomó un sorbo de su copa y luego enredó el último
bocado en el tenedor. Cuando lo llevaba a su boca una mínima gotita roja de
salsa cayó del tenedor al plato y salpicó su camisa blanca y su cuello.
—Ay… —señaló ella con pena. Temía haber arruinado la camisa y, tal vez,
hasta el momento sensual que vivían a causa de la torpeza que había cometido.
Pero nada más distante a ese pensamiento, porque Gonzalo, al ver la gota roja
sobre la piel traslúcida de Lucía, se enardeció aún más. Su ardor llegaba al
clímax, no habría retorno ni retroceso. Él se acercaría a esa piel blanquísima y
nada lo detendría. No permitiría que nada lo detuviese. ¿Quería besarla? No, él
en verdad deseaba comerla, engullirla, pero se conformaría con tocarla. Lo
reconoció: él quería besar a una mujer, sí. Pero no porque fuera del sexo
femenino sino porque la pasión que Lucía emanaba en ese momento lo hacía
querer poseerla. Quería poseerla como ella poseía la comida.
Inclinó su cuerpo sobre la mesa en dirección a Lucía, se acercó a ella hasta
quedar sólo a centímetros y, con la punta de la servilleta, le limpió la camisa. Sus
manos de hombre sintieron la protuberancia de los senos de Lucía y la sensación
no le desagradó sino que lo conmocionó. Lucía, al sentir los dedos de Gonzalo
cerca de su pezón, emitió un gemido que salió de ella sin su permiso y que la
avergonzó.
Él la miró arrebolado, casi como disculpándose. Pero el sonido sensual fue
para Gonzalo la invitación al acto arrojado que él se atrevió a visualizar.
—¿Puedo…? —preguntó bajo la mirada de Lucía, que otorgaba el sí. Se
acercó más a ella y le pasó la lengua por la gotita de salsa que Lucía tenía en el
cuello.
Un par de caricias certeras y a partir de ese momento la noche se desmadró.
Porque pasó lo que tenía que pasar, o lo que no debía pasar, según la perspectiva
con la que se lo viese. Para el caso daba lo mismo, no había vuelta atrás. Los
restos de espaguetis quedaron abandonados en el plato mientras ellos dos se
arrancaban la ropa en el dormitorio.
Mes de septiembre, tercer miércoles
FIN
Los fideos caseros de Gonzalo
Amasar a mano. Luego estirar la masa con el palo de amasar y cortar los fideos
con el cuchillo dándoles el tamaño que se desee.
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