Los Espaguetis de Gonzalo by Viviana Rivero

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Viviana

Rivero

Los espaguetis de Gonzalo


Rivero, Viviana
Los espaguetis de Gonzalo / Viviana Rivero - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Vi-Da Tec, 2020.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-799-186-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. I. Título.
CDD A863

© Viviana Rivero, 2020


© IndieLibros, 2020
Conversión digital: Libresque
Acerca de Los espaguetis de Gonzalo

Dirán que es raro pero esto es lo que pasa: el profesor Gonzalo Petrini mira a la
profesora Hellman y le pasan cosas. No en cualquier momento: cuando come
espaguetis en la cantina de la facultad. Le pasan cosas a él, que sabe —¿o cree?
— que le gustan los hombres. A partir de esta premisa, Viviana Rivero construye
una fábula sobre el deseo pero, sobre todo, sobre la libertad.
Quién es Viviana Rivero

Viviana Rivero nació en Córdoba (Argentina) y vive repartida entre esa ciudad,
Buenos Aires y Madrid. Es abogada y ejerció plenamente antes de dedicarse a su
pasión principal: la escritura. También fue coach en grupos para el crecimiento y
desarrollo de las mujeres. Su primera novela, Secreto bien guardado, fue
recibida calurosamente por un público muy amplio. Escribió, además, Lo que no
se dice, Y ellos se fueron, La dama de noche, La magia de la vida, Los colores
de la felicidad, Mujer y maestra, Sí, Zafiros en la piel y El alma de las flores.
Sus libros se editan en Argentina, México, Colombia, Chile, Uruguay, España,
Italia, entre otros países.
Secreto bien guardado se convirtió en una miniserie que se emitió por Netflix.
Mes de agosto, primer miércoles

Gonzalo tomó el último trago del café de su taza y se arrellanó en la butaca de la


cantina de la facultad donde daba clases. Desde el primer día que comió allí,
hacía casi cuatro años, les tenía amor a esas sillas anchas, de pana suave y
colores estridentes. Era agradable sentarse en una después de enseñar derecho
comercial durante la mañana entera a sus alumnos de la carrera de Abogacía. Él,
que también trabajaba de profesor en la universidad pública, había aprendido a
disfrutar y valorar esos espacios cómodos y con buena climatización que las
privadas tenían.
Miró la hora y desistió de ponerse a leer el libro que tenía guardado en su
mochila. Cruzó las piernas y, apoyando los codos sobre la mesa, se inclinó hacia
adelante. Acababa de terminar de comer un sándwich; era su menú de los
miércoles. Ese día siempre almorzaba uno, quería quedar libre rápidamente para
poder observar el espectáculo que semanalmente venía disfrutando allí; ese que
estaba seguro empezaría en los próximos minutos: la profesora de Filosofía, que
comía con ganas un plato de espaguetis. Había algo en esa chica y en esa
situación que lo electrizaba, que lo punzaba, para qué engañarse… que lo
excitaba. Sensación que le llamaba poderosamente la atención. Porque si bien él,
a esta altura de su vida, con 38 años, había estado con alguna que otra mujer,
tenía claro que le gustaban los hombres. Los años de búsqueda de su identidad
sexual le habían dejado manifiesta su inclinación. Por lo menos tenía esa
seguridad hasta un mes atrás, cuando descubrió que mirar a esta joven rubia
comer espaguetis con boloñesa le producía un tremendo cosquilleo al mejor
estilo de los que había sentido con los dos grandes amores que había tenido en su
vida, esos que habían sido sus parejas durante largo tiempo. Porque con Marcos
Macedo, el último hombre con el que estuvo, acababa de romper después de dos
años. Y la verdad es que, aunque a veces lo extrañaba, trataba de agarrarse de
esa tabla salvavidas que era el lema de su existencia: carpe diem. Vivir el
momento. ¿Para qué añorar lo que se perdió? Si lo único que teníamos era el
hoy. El pasado no se acordaba de nosotros y el futuro aún no nos conocía.
Sumado a que lo que sirvió para ayer muchas veces no servía para hoy. Carpe
diem y punto.
Se hallaba enzarzado en sus pensamientos filosóficos cuando vio a la
profesora entrar a la cantina y se puso contento; no tenía miedo de escarbar en su
interior para saber cuánto le podía gustar una mujer. Si tenía que ser sincero, esa
sensación de excitación tan fuerte le gustaba; se trataba de una verdadera
montaña rusa, sobre todo porque se la provocaba el sexo femenino.
Lucía Hellmans ingresó al salón y se sentó en la mesa junto a la ventana que
usaba cada miércoles; luego dejó su cartera y lanzó un suspiro largo; estaba
cansada, acababa de terminar una larga mañana dando clases. Saludó con un
hola lejano al profesor que tenía enfrente, pidió al mozo los fideos de siempre y
se dedicó a controlar los mensajes de su celular. Leyó los dos mensajes y
respondió con un “No” unido a un pretexto tanto la invitación de una de sus
amigas como la de un hombre a cenar. Los dos planes la aburrían.
Gonzalo, sentado enfrente, la miró toda, le gustaba el cabello rubio y lacio que
ella llevaba recogido. Le agradaba su piel muy blanca, su poco maquillaje, el
sweater negro de cuello alto, el pantalón oscuro y las botas de taco que llevaba.
La chica tenía clase; le calculaba unos 35 años, aunque por momentos le parecía
menos.
El miércoles que la descubrió en la cantina, le había llamado la atención esa
manera tan de ella de comer los fideos. Su imagen lo había mantenido
hipnotizado, dejándolo sumergido en una lucha por observarla y por no hacerlo;
tratando de disimular la atracción que sentía. El segundo miércoles él llegó a la
misma hora y cuando la encontró, ya sentada y comiendo, se resignó y ya no
luchó contra nada sino que se dedicó a disfrutar del cuadro que ella y los fideos
componían; el tercer miércoles fue igual y hoy, que era el cuarto, en verdad la
situación se le había vuelto una obsesión. Porque en el instante en que el mozo
puso el plato con espaguetis en la mesa, a Gonzalo el corazón le dio un vuelco,
que él encontró ridículo. ¿De dónde provenía esta excitación extraña que tenía
en el cuerpo? Quiso ponerse a filosofar sobre lo que sentía, pero le fue
imposible; la imagen de la profesora lo atrapó.
Lucía enredó en el tenedor una porción de espagueti enrojecido por la
boloñesa y lo comió muy lentamente, disfrutando el sabor y aspirando el aroma.
Gonzalo pudo advertir que ella acomodó el bocado contra el paladar y lo dejó
allí un instante, el tiempo justo para unir el disfrute de la boca ante el sabor y el
de la nariz ante el aroma. Espaguetis, boloñesa y deleite. Enseguida la mano
blanquísima de la profesora movió el tenedor de manera circular en el contenido
del plato, sin despegar ni por un instante la mirada de la comida. Luego introdujo
en su boca un segundo bocado y cuando lo hubo tragado se mordió el labio
inferior en señal de placer; y nuevamente espaguetis, boloñesa y deleite.
Ella aspiraba el aroma de la salsa y Gonzalo podía imaginar cómo el perfume
inundaba los sentidos de la chica hasta atiborrarla, hasta saturarla. Ella metió el
tercer bocado en su boca y él pudo percibir cómo a Lucía el sabor se le metía en
cada papila gustativa, inundándola toda. Un cuarto bocado, y la respiración de
Gonzalo se aceleró. Un quinto, comido por ella con ganas, y el corazón a
Gonzalo se le iba al galope. Ella almorzaba sin pan y cada tanto bebía un sorbo
de agua mineral en una copa. Pero a él lo que lo conmocionaba no era verla
beber sino comer los fideos, tal como si la imagen que ligaba el rostro de ella
con la pasta produjera en su cuerpo un efecto afrodisíaco. Era la unión de esa
comida con los rasgos delicados y los movimientos certeros de sus manos al
manipular el alimento y meterlo dentro de ella lo que le producía ese efecto. No
hallaba otra explicación. La vio limpiar con la servilleta una pequeña mancha
roja de la comisura de los labios y le gustó la delicadeza con la que lo hizo. La
observó continuar con el ritual de apoyar el bocado contra el paladar y creyó
morir. Era como si, al observarla, él mismo se convirtiera en esa comida y
sintiera que lo devoraban. No existían las palabras para describir la extraña
sensación que le provocaba la imagen; un cosquilleo sensual lo punzaba y se
apoderaba de él. La chica le gustaba, o al menos le gustaba mientras comía los
espaguetis.
Unos instantes de espaguetis, boloñesa, deleite, y la voz de ella retumbó en el
salón sobresaltando a Gonzalo.
—Profesor Petrini…
Se sintió descubierto, se quedó mudo; ella prosiguió:
—Profesor Petrini, creo que va tener que pedir los mismos fideos. Se nota que
realmente quiere un plato y le confirmo que están muy buenos. Se los
recomiendo, los pido cada miércoles.
Gonzalo se puso de pie y, acercándose a ella, exclamó:
—Hola, no sabía que conocías mi nombre.
—Claro, cómo no, los profesores de comercial siempre son famosos en la
carrera.
—No es para tanto…
—Ya sabe —dijo ella sonriendo y tratándolo de usted—, los alumnos de
Abogacía dicen que su materia es importante. Los que enseñamos Filosofía
luchamos contra la estigmatización de que nuestra asignatura es inútil.
—Sin embargo la esencia del hombre es más importante que las leyes. Porque
lo que lo lleva a crearlas es justamente esa esencia —respondió él sonriendo.
—La eterna discusión de si obedecer la ley es más importante que obedecer la
moral. Muy bien, profesor, ya veo que su interés no sólo son los números.
—Nos hacen mala fama, porque somos más profundos de lo que parecemos.
¿Acaso Imre Lakato no dice que “los esfuerzos que hace el hombre para
establecer los fundamentos de la matemática son sólo un capítulo en el gran
esfuerzo que realiza el ser humano para superar el escepticismo”?
—Siempre me gustó Lakato y su idea de que la filosofía matemática está
empotrada en la epistemología.
—Usted también me sorprende, porque a Lakato lo amamos sólo los que
enseñamos Economía, querida profesora ¿Cómo me dijo que es su nombre?
—Aún no se lo dije, soy Lucía Hellman, y le advierto que puedo sorprenderlo
aún más.
—Un gusto, soy Gonzalo. Y estoy listo para sorprenderla también —dijo y
con rápido movimiento sacó de su mochila un libro cuya portada mostraba el
título El lobo estepario.
—Oh… lo conozco, es de Hesse, lo leí —dijo la voz femenina.
Cinco minutos y Gonzalo se hallaba sentado cómodamente tomando el
segundo café y ella de sobremesa pidiendo el primero. La conversación
estimulante sobre el ser humano los tenía entretenidos y pasándola bien.
Mes de agosto, tercer miércoles

Eran las ocho de la noche del sábado cuando Gonzalo en su casa abandonó el
capítulo de la serie que estaba viendo, se puso de pie y se apuró a poner el agua
caliente para cocinar los fideos. Él mismo los había amasado con la vieja receta
que su madre le había refrescado por teléfono. Quería tener todo listo para
cuando llegara Lucía. Hacía quince días que charlaba con ella en la cantina de la
facultad y la noche anterior por primera vez habían salido a tomar algo juntos.
Para su sorpresa lo venía pasando genial con una mujer; claro que no tenía muy
definido qué sentía por ella, salvo que congeniaban. Les gustaba compartir las
charlas interesantes, ácidas y filosóficas que eran el fuerte de su relación.
Mantenían una especie de amistad pero con esa extraña y fulminante atracción
que se daba cuando la veía comer espaguetis en la cantina. No podía vislumbrar
en qué iban a terminar y tampoco le importaba; no acostumbraba a planear
futuro de ninguna clase, mucho menos en una relación; él no se casaba con nada,
su lema era carpe diem. Lo que venía a su vida y le daba satisfacción lo
aceptaba. Lo que no, lo echaba de su existencia. Porque hoy la pasaba bien con
Lucía, pero mañana quién sabía qué iba a suceder. La vida cambiaba
constantemente y lo único que en verdad se repetía era el cambio.
Le gustaba Lucía, pero enamorado no estaba. Se sentía unido a ella por los
buenos ratos compartidos y el atracón de sensualidad que explotaba en él con
ella y los fideos; único, pero muy fuerte momento de atracción sexual. Y ésa era
justamente la razón por la que la había invitado a cenar. Ella había aceptado
encantada ante la promesa de Gonzalo de cocinarle lo que tanto le gustaba:
fideos.
Claro que el amasado de Gonzalo tenía segundas intenciones. Había decidido
llegar al fondo de la cuestión y saber hasta dónde lo atraía esta chica. La idea era
cocinarle, comer juntos y, si lo excitaba como en la cantina, pensaba intentar
acostarse con ella y comprobar de una buena vez si le gustaba. Tener buen sexo
con una mujer sería para él una prueba de fuego, le demostraría que no sólo se
trataba de la pasta con boloñesa. Pero ¿sería capaz de disfrutar? La situación era
una verdadera locura. Él no se sentía atraído por una mujer desde su juventud.
Filosofaba con él mismo cuando sonó el timbre. En instantes, Lucía ingresaba
al departamento y elogiaba los detalles de la casa.
Habían transcurrido unos minutos cuando, pese a las extrañezas del caso,
Gonzalo sintió que la normalidad de una cita lo invadía.
Él observó que ella llevaba pantalón negro y tacos altos como casi siempre,
pero arriba vestía una blusa de seda blanca, era escotada y mostraba el comienzo
de sus senos, detalle que a Gonzalo no le causó sensación alguna; ni siquiera se
sintió atraído a mirar. ¿Se habría equivocado al invitarla? ¿Y si sacarse de
encima a esta mujer se volvía una complicación? Lucía por su parte observó
cuán ordenado y meticuloso era él, tanto en la casa como con su persona. La
vajilla hacía juego con el mantel y el estilo de la casa. La camisa celeste que
tenía puesta estaba impecablemente planchada, llevaba el pelo claro prolijísimo,
su perfume importado se desparramaba en la sala.
Mientras esperaban que la comida estuviera lista tomaron una copa de vino y
charlaron de las actividades del día, del trabajo; luego comentaron algo del libro
que la semana anterior habían decidido leer al mismo tiempo para poder
polemizar juntos.
Cuando los espaguetis estuvieron a punto, Gonzalo los sirvió con la salsa
recién hecha. Se sentaron a la mesa y miró de reojo a Lucía, estaba nervioso. ¿Se
daría la magia de la cantina aquí en su casa? ¿Se excitaría mirándola? ¿Tendría
sexo con ella? Los pensamientos nuevamente lo subieron a la montaña rusa
interna que se apoderaba de él cuando pensaba en la posibilidad de acostarse con
una mujer.
Haciendo un esfuerzo por volver a la normalidad, soltó:
—¡A probarlos! —y divertido agregó:— Bienvenida a la exquisita cocina de
los Petrini, porque fueron hechos con la receta de mi abuelo italiano.
—Gracias por cocinar para mí.
Gonzalo sonrió.
—¡Bon apetit! —exclamó y, llenando la tercera copa de vino, brindaron.
Entusiasmados, comenzaron en instantes con el ritual más antiguo del mundo:
disfrutar una comida.
Gonzalo la vio enredar en el tenedor el primer bocado de fideos y metérselo a
la boca. La observó hacer la maniobra que él tan bien conocía: la de apoyar la
comida contra el paladar y mantenerla allí durante unos segundos para unir el
gusto y el olfato que producían la pasta y la boloñesa juntas. Mirándola, por un
momento pudo sentir que él era esa comida y que estaba allí en la garganta de
Lucía, regodeándose de estar apresado en el interior de ella.
Otro bocado y ella realizó la mordidita del labio inferior que demostraba su
punto cúlmine de placer. Un par de bocados más, comidos por ella con
delicadeza, y la imagen de Lucía comenzó a provocarle el efecto afrodisíaco de
siempre. Gonzalo, que no quería quedar expuesto acerca de las sensaciones que
esa noche lo arreciaban, intentaba cenar, pero era poco lo que lograba comer. Él
acababa de hacer un nuevo descubrimiento: los ojos de Lucía emitían un destello
especial cuando ingería la comida, le brillaban. Otro bocado engullido por ella y
una pasión fuerte y extraña los envolvió. El aroma de la salsa que, esparciéndose
entre ellos, los emborrachaba casi tanto como el vino. Porque él abrió una
segunda botella y llenaron nuevamente las copas.
Lucía ya iba por la mitad del plato bajo la observación fascinada de Gonzalo,
y la respiración rítmica de él tenía la sinfonía del deseo. Su cuerpo de hombre
pedía sexo.
Ella, inmersa en su mundo de sabores, ajena a todo lo que la rodeaba,
degustaba en tranquilidad. Gonzalo podía adivinar cómo los fideos se enredaban
en la lengua de ella; esa que él ya empezaba a imaginar jugando en su cuerpo.
Lucía se corrió con delicadeza el cabello hacia atrás y él pudo verle el cuello y el
movimiento de la garganta al tragar. Todo el cuerpo de ella explotaba de placer
ante la comida y el de Gonzalo, al verla disfrutar con ésta.
—Están riquísimos —dijo al fin Lucía, lanzando un suspiro.
—Me alegra que te gusten —dijo él, con la voz queda por el deseo.
Se miraron largo y ella en esa mirada lo descubrió. Gonzalo la deseaba, y la
deseaba ya mismo.
Se sirvieron más vino. Ella tomó un sorbo de su copa y luego enredó el último
bocado en el tenedor. Cuando lo llevaba a su boca una mínima gotita roja de
salsa cayó del tenedor al plato y salpicó su camisa blanca y su cuello.
—Ay… —señaló ella con pena. Temía haber arruinado la camisa y, tal vez,
hasta el momento sensual que vivían a causa de la torpeza que había cometido.
Pero nada más distante a ese pensamiento, porque Gonzalo, al ver la gota roja
sobre la piel traslúcida de Lucía, se enardeció aún más. Su ardor llegaba al
clímax, no habría retorno ni retroceso. Él se acercaría a esa piel blanquísima y
nada lo detendría. No permitiría que nada lo detuviese. ¿Quería besarla? No, él
en verdad deseaba comerla, engullirla, pero se conformaría con tocarla. Lo
reconoció: él quería besar a una mujer, sí. Pero no porque fuera del sexo
femenino sino porque la pasión que Lucía emanaba en ese momento lo hacía
querer poseerla. Quería poseerla como ella poseía la comida.
Inclinó su cuerpo sobre la mesa en dirección a Lucía, se acercó a ella hasta
quedar sólo a centímetros y, con la punta de la servilleta, le limpió la camisa. Sus
manos de hombre sintieron la protuberancia de los senos de Lucía y la sensación
no le desagradó sino que lo conmocionó. Lucía, al sentir los dedos de Gonzalo
cerca de su pezón, emitió un gemido que salió de ella sin su permiso y que la
avergonzó.
Él la miró arrebolado, casi como disculpándose. Pero el sonido sensual fue
para Gonzalo la invitación al acto arrojado que él se atrevió a visualizar.
—¿Puedo…? —preguntó bajo la mirada de Lucía, que otorgaba el sí. Se
acercó más a ella y le pasó la lengua por la gotita de salsa que Lucía tenía en el
cuello.
Un par de caricias certeras y a partir de ese momento la noche se desmadró.
Porque pasó lo que tenía que pasar, o lo que no debía pasar, según la perspectiva
con la que se lo viese. Para el caso daba lo mismo, no había vuelta atrás. Los
restos de espaguetis quedaron abandonados en el plato mientras ellos dos se
arrancaban la ropa en el dormitorio.
Mes de septiembre, tercer miércoles

Lucía terminó de ducharse en el baño de Gonzalo y buscó una toalla en el placar


que había bajo el lavabo. Al no encontrar ninguna en el estante tomó con apuro
lo único que había: una bata blanca. Se la puso.
Se hallaba agotada, a su intenso día laboral se le sumaba que habían comido
los espaguetis amasados por Gonzalo y habían hecho el amor dos veces
seguidas; con pasión, violencia y juegos como a ellos les gustaba, como cada
miércoles después de los fideos. Gonzalo, viéndola cansada, la había invitado a
quedarse a dormir y ella había aceptado. La verdad es que, aunque el trecho
desde Caballito a Palermo no era tan largo, ella no tenía ganas de manejar hasta
su casa.
Encerrada en el baño se lavó los dientes con el cepillo de Gonzalo; a él no le
molestaría, ya se lo había ofrecido en otras oportunidades. Mirándose en el
espejo pensó: “¡Qué loca es la vida!”. No hacía tanto que conocía a este hombre
y ahora estaba a punto de quedarse a dormir con él. Era verdad que tenían
suficiente confianza pero también que había algo extraño en la relación; ella, que
había tenido otros noviazgos y parejas, se daba cuenta. Aunque la pasaban muy
bien juntos, entre ellos no existía un gran enamoramiento. Lía, su amiga, había
comentado: “Lu, hay algo raro ahí. Para mí que los fideos son el fetiche del
profesor”.
Lucía no tenía todas las respuestas a lo que estaba viviendo con Gonzalo
Petrini, pero estaba segura de que él gustaba de ella, al menos cuando comía los
espaguetis, porque inmediatamente tras la comida entre ellos explotaba esa
pasión que daba pie a los encuentros tremendos que habían tenido. Aunque
cuanto más pensaba menos podía entender. La situación era demasiado rara.
Lucía terminó de lavarse los dientes y se desenredó el pelo con paciencia, no
tenía apuro. De seguro Gonzalo, en el cuarto, dormitaba. Ella se hallaba frente al
espejo cuando lo notó, la bata de toalla blanca tenía bordadas en azul las
iniciales “M M”. Las miró fijamente, se acordaba de que había visto a Gonzalo
con una igual pero con sus propias iniciales: G P. Es decir que en la casa había
dos iguales pero con letras distintas. Pensó: “M M… ¿quién será? ¿A qué
nombre corresponderá?”. Y así como si se tratara de un puzzle, en su cabeza se
unieron las piezas armando el dibujo completo, porque los comentarios de Lía,
las fotos que ella había visto de Gonzalo en la playa con ese hombre rubio y la
extraña relación que ella y Gonzalo llevaban adelante, al fin, tomaron sentido. Se
recogió el pelo todavía húmedo con un broche y salió del cuarto de baño.
Afuera, tendido en la cama, tal como lo había imaginado, Gonzalo se hallaba
dormitando. Se acostó a su lado.
—¿Al fin te quedás a dormir? —dijo Gonzalo entre sueños.
—Sí.
—Buenísimo.
—Gonzalo…
—¿Hum…? —respondió sin abrir los ojos.
—¿Cómo me dijiste que se llamaba ese amigo tuyo con el que fuiste a la playa
el verano del año pasado?
Silencio.
Ella insistió: —El rubio, lindo. ¿Sabes cuál digo…?
—Ah, Marcos
—¿Marcos qué?
—Marcos Macedo —dijo Gonzalo con desgano. Cansado como estaba no
tenía ganas de meterse en semejante tema. Pero su curiosidad pudo más: —¿Por
qué querés saber?
Pronunció la última pregunta abriendo los ojos y descubriendo que ella
llevaba puesta la bata de las iniciales M M.
—Por nada —respondió ella.
Otra vez el silencio.
—Decime, preguntame lo que quieras… —señaló Gonzalo, que empezaba a
pensar que sobre este tema lo mejor sería la transparencia.
Lucía tocó con la punta de sus dedos el bordado de las iniciales MM y dijo:
—¿Es de él, verdad? Digo, de tu amigo.
—Sí —dijo rotundo y preguntó:
—¿Querés que te cuente?
—Por ahora no. Pero más adelante, seguro que sí.
—Cuando quieras. Aquí estaré para entretenerte con mis confesiones.
—¿Te puedo hacer otra pregunta?
—Claro…
—¿Son los espaguetis, verdad? Me refiero a que es esa comida la que…
Gonzalo hizo un silencio largo. Lucía acababa de adivinarlo. Era una mujer
inteligente y eso le agradaba. Pensó que lo mejor era no ignorar esa capacidad y
decidió sincerarse:
—Sí, son los fideos. Lo habrás visto hace un rato. El efecto es tremendo.
Ella levantó las cejas y sonriendo exclamó:
—¡Y me terminás contagiando a mí!
—Así es, y tan mal no nos va —respondió Gonzalo y, extendiendo su brazo,
la metió en su regazo quedando el rostro de Lucía en su cuello. No era algo que
soliera hacer, en la pareja él no era el protector, pero el momento lo ameritaba.
Se quedaron así abrazados unos minutos hasta que la respiración de ambos
confirmó que el sueño se adueñaba de ellos. Un último pensamiento coherente
vino a Gonzalo: “Mejor así, ahora las cosas están claras”. El de Lucía a su lado
fue el mismo.
Cuarenta miércoles después

Abandono el libro de Maquiavelo que estoy leyendo y me dedico a poner la


mesa. Es miércoles, y ella llegará de trabajar en cualquier momento. Las ideas
del filósofo aún me dan vueltas en la cabeza; El príncipe es el libro que hemos
elegido para charlar con Lucía esta semana de esa forma que nos gusta. Pongo a
calentar el agua para los fideos. Esta vez los espaguetis los he comprado en la
casa de pastas de la otra cuadra. Ya hemos probado los de ese lugar en otra
oportunidad y hemos confirmado que producen el mismo apasionado resultado,
así que cuando estoy muy cansado, como hoy, no los amaso sino que los
compro. Pero todavía seguimos eligiendo los miércoles porque los fines de
semana nos gusta salir a comer a algún restaurante.
Acomodo un poco el desorden que hay en la casa, pantuflas en el living,
cremas para manos en la cocina y otras pequeñeces. Los objetos desperdigados
por el departamento son la prueba de que desde hace un par de meses ya no vivo
solo, sino con Lucía.
Pongo a calentar el agua en la olla y suena el timbre, es ella.
Ya sé. Somos raros. ¿Y qué?
¿Acaso alguien puede decidir qué persona es normal y cuál no? Creo que cada
uno hace lo que puede y lo que quiere con su vida. Y como dice el maestro
Arturo Cayena, mi pintor favorito: el límite de la locura es no hacerse daño a sí
mismo ni a los demás, todo lo demás está permitido por más loco que sea. Y, la
verdad, nosotros dos estamos muy lejos de dañar a alguien.
En casa, desde que vivimos juntos, tenemos una rutina que comprende el
enfrascamiento de cada uno en su propio trabajo, algunas charlas profundas
sobre todo de sobremesa acerca del ser humano, alguna que otra salida a cenar y,
claro, el invariable amasado de espaguetis en la cena del miércoles, que es
nuestra noche de sexo. Porque desde el día en que Lucía visitó mi casa y le
cociné, no ha pasado un miércoles sin que tengamos sexo. Intimidad que yo
puntuaría con el número 10, gracias a los fideos y la boloñesa. Es cierto que
nuestros encuentros íntimos se repiten sólo una vez a la semana, sí, pero son
intensos. Enamoramiento no hay, cariño sí, compañerismo y entendimiento,
también. Al fin de cuentas, esas características son las más difíciles de conseguir
en un pareja. En mi caso, ni siquiera con mis dos grandes amores las he logrado
en la magnitud que hoy las tengo con Lucía. Y si tengo que decir cuánto durará
esta relación, la verdad es que no lo sé. Tal vez meses, o años, o sólo días. Pero
por ahora puedo asegurar que a pesar de las rarezas la nuestra es una existencia
casi feliz, lo cual por estos días no es poco. Carpe diem, me digo y me
tranquilizo. Claro que jamás pueden faltar los espaguetis a la boloñesa en nuestra
mesa, por lo menos una vez a la semana. Porque soy un convencido por
experiencia propia de que la comida en algún punto se conecta con el alma. Lo
sé, lo aseguro. Sabores, amores, sentimientos, van juntos.

FIN
Los fideos caseros de Gonzalo

* 1 kg de harina común (000 o 0000)


* De 8 a 12 huevos según el gusto. (Si se ponen 12 no es necesario agregar
agua. Si se ponen 8 se debe añadir ¼ de taza de agua, o un poco más, si la masa
lo necesita para poder amasarla.) Los huevos se deben batir antes de unirlos
con la harina.
* 1 cucharada sopera al ras de sal.
* 1 cucharada sopera al ras de aceite.

Amasar a mano. Luego estirar la masa con el palo de amasar y cortar los fideos
con el cuchillo dándoles el tamaño que se desee.
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