Relatos Del País de Los Saharauis

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- Título: Relatos del País de los saharauis.

Libro I

- Varios autores:
Zahra Hasnaui, Sukeina Aali-Taleb, Maribel Lacave, Bahia Mahmud Awah, Bachir Ahmed
Aomar, Limam Boisha, Ricardo Acra Caudet, Chedjan Mahmud Yazid, María Jesús
Alvarado, Cristina Molera, Mariola del Pozo y Xabier Susperregi.

- Presentación: Zhara Hasnaui

- Autor de portada: Moulud Yeslem

- Selección: Xabier Susperregi

- Colección: Literatura y tradiciones saharauis. Libro II


- Edita: Biblioteca de las Grandes Naciones
bibliotecadelasgrandesnaciones.blogspot.com/
Libro 9º

Oiartzun, enero de 2013

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RELATOS
DEL PAÍS
DE LOS SAHARAUIS

Varios Autores
Presentación: Zahra Hasnaui
Ilustrador de la portada: Moulud Yeslem
Selección: Xabier Susperregi

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PRESENTACIÓN

Xabier Susperregi, nacido en 1971 en Errenteria, reside desde hace


años en el vecino Oiartzun. Casado y padre de tres hijos, desde joven se
interesó por los cuentos y leyendas, sin imaginarse que años más tarde
iban a ser una parte tan importante en su vida. Publica su primer libro en
el año 2005, Betiko jolasak (Juegos de siempre), que se convierte pronto
en una colección para escolares. Le siguen: Oiartzun haraneko kondairak
(leyendas del Valle Oiartzun, 2006), donde recoge y localiza todas las
leyendas de uno de los lugares más simbólicos y mágicos de todo el País
Vasco. En 2007 Gure Atsotitzak (Nuestros refranes) En 2008 Behin
batean... alegia (Érase una vez... la fábula), donde se recogen más de 300
fábulas, tanto de la tradición oral vasca como de otros países, como de
importantes autores y donde publica también una treintena de fábulas
propias. En 2009 publica un libro dedicado a un importante personaje de la
cultura vasca: “Manuel Lekuona”. En 2010 Igarkizunaren mundua. (El
mundo de las adivinanzas) donde se recogen más de un millar de
adivinanzas tradicionales de todas partes del mundo, pero donde tienen
mayor peso las dedicadas al País Vasco, Catalunya, Irlanda... En 2011
publica su más importante trabajo de investigación Sorginen liburua (El
libro de las brujas), con los últimos testimonios, cuentos y leyendas sobre
brujería recogidos en el País Vasco. Ha publicado también cuentos en
diversas compilaciones, revistas... Ha escrito la biografía y bibliografía del
novelista vasco "Ramón Zulaika".

Y también numerosos artículos etnográficos, destacando el de:


Medicina popular en Oiartzun en el Anuario de Eusko Folklore. También ha
preparado para el Atlas Etnográfico de Euskal Herria el trabajo donde se
recogen numerosos cuentos y leyendas de Zugarramurdi. El año próximo
publicará el libro sobre cuentos del Sahara y Palestina, cuya preparación

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le ha llevado centrarse en las investigaciones y labores que desea realizar
en los próximos años, dedicadas a las tradiciones y literatura saharaui que
le han cautivado de una manera difícil de explicar y que le resultan muy
importantes.

“La primera vez que vi una rosa del desierto, alguien me habló de
mares marchitos hace siglos, y de flores de agua que el tiempo y el olvido
disfrazaron de piedra”. Así empieza su cuento Mariola del Pozo en esta
nueva recopilación llevada a cabo por Susperregi en la que no todo es
cuento. De engañar al olvido trata este delicioso libro en el que Xabier nos
invita a las jaimas para imaginar dunas, espejismos, dragos, ríos de oro y
alfombras de flores; nos transporta a arenas caribeñas para recordar a las
toronjas y a las maestras, y nos entretiene con las no siempre honrosas
hazañas del entrañable Shartat. La recopilación recoge historias de ayer y
de hoy de temática saharaui escrita por diferentes autores, donde el nexo
común es el amor a la literatura y a la difusión de la misma, rescatando la
de un pueblo que muchos se empeñan en relegar al olvido. Semana tras
semana desde hace meses, Xabier ha sido puntual en su entrega de
relatos, entrega recopilada por el escritor vasco en este libro que nos
regala.

Mi agradecimiento a Xabier Susperregi por la iniciativa, que la


disfruten.

Zahra Hasnaui

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RELATOS

Relato 1- “Los lagartos azules y el ogro rojo” Por Zahra Hasnaui.


Relato 2- “Soñando un día...” Por Sukeina Aali-Taleb.
Relato 3- “El último espejismo” Por Maribel Lacave.
Relato 4- “Primera parte del ingenuo hidalgo don Quijote de La
Hamada, también llamado del Sahara” Por Zahra Hasnaui.
Relato 5- “Su sitio en el mundo” Por Conxi Moya.
Relato 6- “La leyenda del drago” Por Maribel Lacave.
Relato 7- “El hambre de mi abuelo” Por Bahia Mahmud Awah.
Relato 8- “Los hombres de la tierra. Capítulo I” Por Zahra Hasnaui.
Relato 9- “Polígamo” Por Bachir Ahmed Aomar
Relato 10- “El viejo pozo” Por Limam Boisha.
Relato 12- “Shartat, la oveja y la piel del león” Por Xabier
Susperregi
Relato 13- “Lembeidii y su duna” Por Bahia Mahmud Awah
Relato 14-“Gamel, el regalo de un targhi” Por Ricardo Acra Caudet
Relato 15- “La tabla de multiplicar” Por Limam Boisha
Relato 16- “Shartat y el pastor” Por Xabier Susperregi
Relato 17- “De la toronja y de la tormenta” Por Chedjan Mahmud
Yazid
Relato 18- “Shartat y el genio de la tetera maravillosa” Por Xabier
Susperregi
Relato 19- “La mujer de la melfha roja” Por Limam Boisha
Relato 20- “Ganfud Sau-uaf y Shartat” (Ganfud zahorí y Shartat)
Por Xabier Susperregi

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Relato 21- “Río de Oro” Por María Jesús Alvarado
Relato 22- “La mansión de adobe de Birganduz” Por Chejdan Mahmud
Relato 23- “El lobo, el coco y Shartat” Por Xabier Susperregi
Relato 24- “Heidi, la maestra” Por Limam Boisha
Relato 25- “Soy Fatma, saharaui” Por Cristina Molera
Relato 26- “Shartat y su primo palestino” Por Xabier Susperregi
Relato 27- “Las torres de Rabuni” Por Chejdan Mahmud
Relato 28- “Los dos camellos”Por Xabier Susperregi
Relato 29- “Desde mi ausencia, carta para ti Auserd”
Por Bahia Mahmud Awah
Relato 30- “Un desierto con flores de papel”
Por Miquel Cartró y Marta Fos
Relato 31- “La jaima rota” Por María Jesús Alvarado
Relato 32- Poema “Las rosas de piedra” de Zhara Hasnaui + relato “La
rosa del desierto” de Mariola del Pozo.
Relato 33- Poema “Luna” de Zahra Hasnaui + relato “La lunática más
bella del mundo”, de Mariola del Pozo.

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“LOS LAGARTOS AZULES Y EL OGRO ROJO”
Por Zahra Hasnaui

En un lugar, ya no tan remoto, de África, vivía una familia feliz de


lagartos. Las connotaciones populares asociadas a las familias de los
saurios, sobre todo a las hembras, suelen ser bastante negativas. En
justicia, se ha decir que son unos animales simpáticos y orgullosos.
Particularmente éstos, pues pertenecen a la casi extinta estirpe de los
Lagartos Azules del desierto del Sahara.

Aminetu era hija única, y su madre la cuidaba con mucho esmero.


Todas las mañanas, antes de salir de casa, se repetía el humillante ritual
del Gorro Blanco. Éste había pasado por generaciones de mujeres en la
familia de Aminetu, desde que su testaruda bisabuela murió de una
insolación por hacer caso omiso a las recomendaciones de su paciente
marido. Y todas las mañanas, Aminetu mascullaba maldiciones en honor a
su testaruda bisabuela que su madre fingía no oír, aparentemente
enfrascada en encasquetarle el gorro remendado, atándolo a su cuello con
unos finos hilos confeccionados por ella misma. La transparencia de los
hilos, única concesión en las negociaciones, no menguaba mucho,
admitámoslo, a la ridiculez de su atuendo. Las burlas de los chavales del
barrio, coreando chanzas para a continuación troncharse de risa, hurgaban
en la herida y acrecentaban su determinación de acabar algún día con esa
estúpida práctica familiar.

Aminetu era una muchacha noble, inteligente y generosa. Tenía un


pequeño defecto físico: una de sus patas delanteras era algo más corta que

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las demás, detalle que a nadie parecía importar, ni siquiera a la propia
Aminetu, excepto cuando se le iba la cabeza y se caía de bruces siendo
otra vez objeto de escarnio. Aminetu se levantaba, sacudía su orgullo
herido y avanzaba calculando el próximo paso a dar. Normalmente, los
años de experiencia le evitaban esa ecuación pero con los ojos de su
querido Alex se sentía levitar, hasta que el polvo invasor de sus narices y
el eco ultrajante de las risotadas le devolvían a su postura hiriente. Más o
menos así, gorro arriba, pata abajo, iban pasando los días.

Durante uno de esos momentos en los que la mirada de Alex estaba


a punto de hacerle otra trastada, Aminetu sintió la tierra abrirse bajo sus
patas fuertes. Dudó un segundo, para al momento confirmar que Alex no
provocaba esa sensación de hundimiento, más bien la contraria. Divisó, no
muy lejos, una tormenta de polvo que galopaba en su dirección. No era el
siroco habitual, le acompañaba un estruendo ensordecedor. Las señales
desesperadas de aviso y la espantada general le reafirmaron que la
amenaza se estaba cumpliendo: el Ogro Rojo del Norte estaba arrasando el
lugar a zancadas gigantes. De repente, el estrépito cesó, y poco a poco las
partículas de polvo se fueron sedimentando en el suelo, despejando el velo
que cubría la magnitud del Ogro. Éste se había parado, Aminetu también.
No sabía muy bien si por el miedo o la curiosidad, otra herencia fatídica de
su antepasada. Más maldiciones.

Aprovechó su parada involuntaria para observar al Ogro. Aparte de


las características típicas de los ogros, pudo constatar una que atribuía a
la leyenda: tenía los treinta y un ojos que lo veían todo, quince detrás,
quince delante y uno grande en medio de la frente, y las treinta y una
orejas que todo lo oían, colocadas paralelamente a los primeros. Era
enteramente rojo, incluso sus dientes, lo cual le confería un aspecto feroz.

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La convicción de que no sólo la apariencia era feroz recorrió la espina
dorsal de Aminetu.

Despertó horas después en el Agujero Negro donde el Ogro


encarcelaba a todos los lagartos azules que lograba capturar, con la
infame anuencia del supuestamente democrático gigante del lugar.

Era un ogro muy, muy despiadado. Sin embargo, los lagartos azules
temían más la degradante afición de hacerles bailar ante él, lo conseguía
torturando a sus familiares, para acabar convertidos en sándwich. Aminetu
se alegró de que su familia hubiera logrado escapar, hasta que reconoció
la cara apaleada de su amado Alex entre los prisioneros. Se esfumó la
tranquilidad. Sabía que estaba perdida, porque los treinta y un ojos y las
treinta y una orejas del ogro que lo veían todo y todo lo oían acabarían
descubriendo su debilidad. En ese instante, y esta vez sin imprecaciones,
recordó cómo la audacia de su testaruda bisabuela había logrado librar a
todo el poblado de un enemigo similar. Apartando de su pensamiento las
dudas de haber heredado esa cualidad, se decidió a emular la única acción
honrosa de su antecesora.

Los lagartos azules del Sahara tienen un arma secreta contra sus
depredadores: un olor pestilente que, en su grado mínimo de emisión,
logra adormecer al enemigo, y en el máximo alelarlo del todo. La
capacidad de producción máxima dependía de una condición: ser fémina y
demostrar arrojo. Aminetu pronto descifraría el misterioso triunfo de su
menudita bisabuela.

Estos saurios suelen ser animales pacíficos, amantes de la libertad y


escrupulosamente respetuosos con la del prójimo. Esta última

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característica suele llevar a engaño a los enemigos necios, malinterpretan
su espíritu democrático y acaban alelados.

Aminetu recorrió con la vista la lóbrega estancia, la indignación ante


el dolor de su pueblo le dio el empujoncito final. Despojándose de una vez
por todas del gorro recosido e ignorando las treinta y una orejas, se aclaró
la voz, y arengó encendidamente a sus paisanos. Afortunadamente para
ella y los demás, el Ogro dormía después de haberse zampado unos
cuantos lagartos rebeldes, no con demasiado placer, pues se habían
negado a bailar. Tras el discurso de Aminetu, los lagartos azules
presentes emitieron el hedor de mejor calidad, el nivel se mide por el
efecto conseguido en el enemigo, que jamás se registró en el Sahara. El
Ogro Rojo del Norte, perturbadas completamente sus facultades mentales,
vagó por el desierto hasta morir de insolación.

Moraleja: No te metas con los Lagartos Azules del Sahara


Occidental.

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“SOÑANDO UN DÍA...”
Por Sukeina Aali-Taleb

Soñando un día..., soñó ser pájaro. Retiró suavemente la tela que


cubría la puerta e inició el vuelo. Sintió cómo su cuerpo se elevaba
fácilmente, sin esfuerzo, el aire fresco sobre su rostro, cada vez más alto,
para caer en picado, y de este modo sentir la velocidad, el vértigo, la
sangre corriendo por las venas, su corazón acelerado palpitando. Planear
durante horas y descansar un instante en las copas de los árboles, para
reanudar de nuevo el viaje, viviendo eternamente entre el cielo y la tierra,
en ninguna parte.

Bachir abre los ojos, y como en un sueño, aparta la tela que cubre la
puerta, se calza sus botas y una vez en el exterior respira profundamente
el aire caliente.

Desde el interior de la tienda se escapa una voz femenina:


- Bachir, entra y come algo.
- No, no tengo hambre mamá.

El muchacho comienza a caminar mientras se despereza. El sol


como arma amenazante va aumentando su presencia. Bachir camina
rápido, va dejando a su paso el conjunto de jaimas. Sudor sobre su tez
morena, asfixiante calor, continúa andando. Atrás quedan las improvisadas
jaulas de las cabras, también el griterío de los niños. Sequedad en sus
labios, continúa andando. Y por fin, como en un duelo que necesita

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siempre de un vencedor, se observan los guerreros, la inmensidad del
desierto frente al cuerpo insignificante del valiente muchacho.

Soñando un día..., soñó ser pez. Corrió unos metros y se impulsó


para deslizarse sobre la suave elevación de la arena, y de este modo
poder sentir cómo la caricia del agua colmaba su rostro. Ligero y flexible,
dulcemente mecido por el balanceo lento de las olas, viviendo eternamente
entre el cielo y la tierra, en ninguna parte.

- Pero chico, ¿te has vuelto loco?, ¡despierta!

Bachir siente voces cada vez más cercanas que irrumpen de golpe
en sus pensamientos. Abre los ojos, turbantes y agitación a su alrededor, y
como en un sueño siente su cuerpo hundido en la duna de arena.

- ¿Qué ocurre? - exclama Bachir.


- ¿Qué ocurre?, ¿se puede saber dónde ibas?, ¿por qué te has
alejado tanto? ¡Te podías haber matado!, pero, ¿es que no te
das cuenta? - el hombre no deja tiempo para que Bachir se
explique.
- Creí que podía atravesar el desierto.
- Parece mentira, ¡ni que no conocieras esto! - el hombre
retrocede unos pasos indignado, una mujer se acerca a Bachir
para ofrecerle pequeños sorbos de agua, e interrumpe al
hombre cariñosamente:
- Tranquilo papá, es sólo un muchacho y está aturdido por el
sol.

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Sobre la cabeza de Bachir la mujer coloca delicadamente un paño
húmedo, el hombre acerca su jeep que descansa a unos metros, y avanza
refunfuñando:
- Agradece a mi hija el que te hayamos visto. Ella ha insistido
en que el bulto negro que veíamos a lo lejos era una persona,
que si hubiera ido yo solo...
- Mi padre decía que el bulto negro era un neumático viejo.

Bachir sonríe. No resiste el peso de sus párpados. Un viejo


neumático rodando..., siente cómo su cabeza no para de dar vueltas.

El hombre ayuda a Bachir a subir al coche, está anocheciendo, le


sitúa en la parte trasera del jeep con unas mantas por asiento y el cielo
estrellado por techo.

Soñando un día..., soñó ser estrella. Elevó sus brazos intentando


tocar la luna con sus dedos. Sintió como sus extremidades se estiraban
infinitas, desintegrado, abarcando con sus manos el firmamento. Etéreo,
luz en la oscuridad del mundo. Viviendo eternamente entre el cielo y la
tierra, en ninguna parte.

El coche de pronto se detiene, Bachir abre los ojos, la noche ha


caído bruscamente como un manto frío. Y como en un sueño siente su
cuerpo dolorido, cansado, exhausto.

- ¿Cuál es tu nombre, chico? - pregunta más calmado el hombre


que horas antes le ha socorrido.
- Bachir Mohamed Salem.
- Te llevaré a casa, estamos cerca.

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Una nube de polvo, la huella de las ruedas sobre la arena. Arranca
el coche en dirección a la casa del muchacho. Su familia le espera. La
tetera hierve en el infiernillo de butano, sus hermanos pequeños duermen.
Bachir entra en la jaima, saluda y se sienta a comer algo.
- ¿Qué tal el día, hijo?
- Bien.

El padre se sirve el último té, posteriormente se apresura a beberlo


de un trago.

- Come bien, pareces cansado.

Bachir permanece sentado, con las piernas cruzadas y un trozo de


pan y un plato de lentejas a sus pies, tiene mucha sed, es tarde.

Se escucha el sonido de la tela gruesa de la tienda en cada arrebato


del viento. Penetra el irifi por las ranuras de la jaima que resiste cada
sacudida.

Soñando un día..., soñó ser aire. Sintió la pesadez de su esqueleto


contra el suelo. Piernas, brazos, cabeza, cuerpo entero, una mole pesada
tumbada sobre la colorada alfombra. Un golpe brusco de viento y la vida,
en un soplo, esparcida en cientos de miles de diminutos pedazos. Contuvo
la respiración, para expulsarla lentamente, mezclada con las melodías
nocturnas del viento. Fuerte, poderoso, dominante. Indestructible. Siempre
libre, activo, moviendo el mundo. Viviendo eternamente entre el cielo y la
tierra, en ninguna parte.

La luz de la mañana despierta a todos muy temprano. Bachir abre


los ojos, y como en un sueño observa su cuerpo oscurecido por el sol,

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envejecido, arrugado. Entre sus dientes mastica la arena, el polvo, escupe
asqueado.

Olor a hierbabuena, sus hermanos están en el colegio, silencio. La


madre prepara la comida, el padre dibuja ensimismado espuma en los
vasos, comienza un nuevo día.

Bachir reúne las fuerzas necesarias y por fin expulsa


atropelladamente:
- Odio vivir aquí.

La voz suena temblorosa y las palabras como un eco permanecen


esparcidas en el aire.

- Lo odias tanto como lo odiaba yo.

Soñando un día..., soñó ser hombre. Se levantó del suelo y caminó


rápido avanzando unos metros sobre la dorada arena. El sol cegó sus ojos,
el calor brotando de la tierra quemaba sus pies descalzos. Anduvo hasta
alejarse lo suficiente del campamento. Miró hacia el norte, sur, este y
oeste. El corazón paralizado ante el brusco empujón de realidad, el vacío,
la nada. Soledad y abandono. Sintió como se ahogaba en infinitas y
espesas arenas, tierra estéril, tierra muerta. Viviendo eternamente entre
el cielo y la tierra, en ninguna parte.

Bachir abre los ojos, escucha sonidos de alegres canciones que le


despiertan. Y como en un sueño se levanta y camina despacio pero seguro
de sus pasos. Avanza por el desierto. Altivo y valiente. Entonces ansía
volar como un pájaro, para dejar de agitar sus alas y caer en el mar sereno
donde volver a brotar. Ansía ser pez, bucear en las profundidades de los

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océanos, también ansía ser estrella, aire, ansía la libertad. Despertar por
fin de la interminable pesadilla, dejar de sentirse prisionero, dejar de
soñar, retornar. Para vivir eternamente entre el cielo y la tierra.

(Publicado en la revista “Cuadernos del Matemático, 48”)

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“EL ÚLTIMO ESPEJISMO”
Por Maribel Lacave

Esa mañana, padre, subiste a la azotea de casa, como venías


haciendo todas las mañanas durante los últimos veinte años. Con paso
inseguro llegaste hasta la vieja manta tendida a la sombra y te sentaste en
ella con gran dificultad. Te vi intentar encender el brasero y me dispuse a
prepararte la primera tetera del día. Del bolsillo central de tu darrah
sacaste tus viejos prismáticos -único vestigio de tu paso por las tropas
nómadas españolas- y los dirigiste hacia el horizonte. Yo te miraba
ensimismada hasta que el borboteo de la tetera me hizo volver a la
realidad. Vertí en ella el azúcar y la hierbabuena, y la volví a acercar a las
brasas. Tú seguías escudriñando el este, siempre el este. Por ahí llegarán,
repetías. Sabías que una mañana cualquiera avanzarían a través del
desierto hasta nuestra vieja ciudad de El Aaiún, y entonces tú estarías
esperando en la azotea para ser el primero en divisar la nube de arena que
levantarían sus sandalias. Bajarías, entonces, y avisarías a madre para que
preparara tus blancas ropas no estrenadas que esperaban en el fondo del
baúl; te perfumarías con el frasco de olor que Brahim te trajo hace años de
Francia y harías que nosotras, las muchachas de la casa, nos bañáramos,
peináramos nuestras trenzas con aceite de clavo y vistiéramos nuestras
más hermosas mehlfas. Luego, toda la familia saldría a la puerta principal
para recibir a mis hermanos que volverían a la patria.

Como una obra de teatro ensayada una y mil veces, repasabas


continuamente todos los movimientos, todas las palabras a pronunciar,
todos los aromas a oler. Vivíamos todos esperando ese momento.

- Padre, cuéntame otra vez, de mis hermanos.

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Te acariciaste la larga barba blanca, tomaste un sorbo del vaso que
te acababa de pasar, y con la mirada perdida, volviste a contarme la
historia:
“Recuerdo aquella mañana de noviembre, año mil novecientos
setenta y cinco, como si la estuviese viviendo de nuevo. Cuando
desperté, noté en el aire un presagio que lo envolvía todo. Me
acerqué a la ventana y vi pasar una multitud de extraños que
portaban desconocidas banderas. Tu madre y yo cerramos con sigilo
todos los postigos y nos dirigimos al patio de atrás.

Ahmedu, nuestro vecino, nos informó:


- Lo que todos temíamos ha sucedido. España se ha retirado de
nuestro territorio cobardemente, en silencio, dejándonos solos
ante el avance del ejército marroquí. Entraron de noche,
vecino, como los ladrones, y están arrasando todo lo que
encuentran a su paso.

Ahmedu nos contó también que cientos de personas habían muerto


ya y muchas otras estaban siendo conducidas a las cárceles del norte.
Pero yo, hija, sonreía, pensando en tus tres hermanos que una semana
antes habían emprendido el largo camino del desierto como otros miles de
jóvenes. Antes de partir, Rahal, tu hermano mayor, me dijo estas palabras:
- Volveremos, padre. Volveremos para vivir con dignidad en la
tierra de tus padres y de los padres de tus padres. Quizás no
sea pronto, quizás las pequeñas Galia y Layla hayan olvidado
los juegos infantiles para entonces; pero te prometo que
cuando tu final se acerque, reposarás en una patria libre,
como lo hicieron todas las generaciones que te precedieron y

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tú, padre, desde la azotea de esta casa, nos verás llegar
victoriosos portando nuestra querida bandera.”

En ese momento, no pudiste evitar una lágrima que secaste con


disimulo para que yo no la viera. Muchos años habían pasado desde esa
historia. Muchos fueron los amigos y familiares que desaparecieron desde
entonces, muchos otros los que quedaron en el camino. Pero tú, seguías
subiendo cada mañana a la azotea para otear el horizonte, algunas veces
incluso antes del primer rezo. A veces, tus ancianos ojos te jugaban malas
pasadas, y nos llamabas a gritos cuando creías ver ondulantes banderas
donde sólo había nubes y alguna que otra gacela saltarina.

Nunca pudimos hacerte desistir de este ritual, ni siquiera yo, la niña


de tus ojos. Cuando la epidemia de cólera te rozó y tus piernas dejaron,
por un tiempo, de sostenerte, atendimos tus ruegos y te instalamos un
toldo y una colchoneta en la azotea para que el amanecer te encontrara
despierto y en tu puesto de observación.

Recuerdo que, a veces, venían algunos amigos a visitarte y tú me


pedías que les preparara el té. Así nos enterábamos de lo que ellos habían
oído en una radio llena de interferencias: que había habido una nueva
declaración en la ONU, que se estaba preparando un referéndum de
autodeterminación, que nuestros hermanos isleños seguían saliendo a las
calles de Canarias para exigir la retirada del ejército marroquí, que los
queridos muchachos del Frente Polisario habían conseguido una nueva
victoria militar...

Pero esa mañana, tras beber tu primer vaso de té, amargo y fuerte,
como la vida, te llevaste la mano al corazón y te oí hablar con Alá en voz
alta:

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- Dios justo, misericordioso, aún no puedo obedecerte y
reunirme contigo en el paraíso. Sabes que he de esperar a mis
hijos que llegarán pronto portando las banderas de mi querida
patria. Sólo entonces habrá valido la pena tanta ausencia y
tanto dolor.

Pálido y tembloroso, te apoyaste en el alféizar y volviste, por última


vez, la mirada al horizonte. En silencio, me levanté y me puse a tu lado. A
lo lejos, un vehículo avanzaba levantando una gran columna de arena.

- ¡Al fin llegan! ¡Han llegado! Pequeña Layla, avisa a tu madre y


a Galia, hay que prepararlo todo.

Entre todas preparamos tus galas, mientras tú te apoyabas vacilante


en mi hombro. Te vestimos, te perfumamos y te ayudamos a salir de la
casa. Con los ojos llenos de un llanto, no disimulado esta vez, abriste los
brazos para recibir, uno a uno, a tus tres hijos, que llegaban, como tú
habías pronosticado, con las cabezas encanecidas pero ansiosas las
miradas. Sin decir palabra alguna te abrazaste a quien creías Rahal, tu
primogénito, y le diste tu bendición justo antes de caer hacia atrás.

El oficial marroquí y sus dos ayudantes, se quedaron atónitos,


mirándote en el suelo sin comprender. Tus ojos seguían abiertos al cielo
de la tarde y una sonrisa de felicidad te llenaba el rostro sin vida.

- Se trata de una inspección rutinaria, venimos a hacer un


registro...

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No nos molestamos en contestar, ni siquiera les miramos. Entre
todas te alzamos y te entramos en casa. Esa misma noche salimos
clandestinamente, llevándote a lomos de nuestro viejo camello.

Caminamos muchas millas desierto adentro. Avanzamos sin


descansar durante varios días hasta que divisamos un puesto militar en el
que ondeaba la bandera saharaui. Con ternura de pájaro, arrullado como un
bebé, te depositamos en la arena. Habíamos llegado a territorio liberado,
donde tu alma podría, al fin, descansar en paz.

Hoy he vuelto a este lugar a reencontrarme contigo, pero ahora sé


que esos tres montículos sin nombre junto a los que enterramos tu cuerpo,
guardan los restos de mis queridos hermanos, caídos el mismo día, padre,
de su salida de El Aaiún, hace ya más de veinte años.

(Del libro “Dos para un tango”. De Maribel Lacave en coautoría con


Constantino Contreras. Ed. KPLÌNG- Chile. 2002)

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“PRIMERA PARTE DEL INGENUO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA
HAMADA, TAMBIÉN LLAMADO DEL SAHARA”
(Un homenaje a todos los Quijotes del mundo)
Por Zahra Hasnaui

“Capítulo primero”

Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo


saharaui en el comienzo de sus andanzas

En un lugar del Sahara, de cuyo nombre quiero acordarme y a todos


recordar, no ha mucho tiempo que vive un hidalgo de los de Kalashnikov
en astillero, la voluntad como adarga, mehari flaco y dreimisa corredora.
Una olla de algo más lagarto que carnero, arroz las más noches, y lentejas
lo demás consumen las tres partes de su hacienda. El resto della
concluyen tuba de maniya, barrad, darráa de basan, turbante de tubit y
sandalias de cuero para las fiestas, los días de entresemana se honra con
su uniforme de tropa de lo más digno. Tiene en su jaima a su madre, que
pasa de setenta, una sobrina que no llega a los veinte, y una descoyuntada
dreimisa que así sirve de rocín como de improvisado lecho en las gélidas
noches del desierto. Frisa la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
años, es de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la libertad. Quieren algunos decir que tiene el

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sobrenombre de “Marroquí” o “Mauritano”, que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por fuentes
constatadas, se deja entender que es Saharaui. De esto importa mucho a
nuestro cuento, es de añadir que en la narración del no se sale un punto de
la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, no ha mucho, vivía


en otro lugar del Sahara Occidental. Las huestes provenientes del norte se
apoderaron de su ciudad, devastando sus esperanzas de independencia.
Llegó a tanto el desatino que forzole a abandonar su hacienda y enseres
con lo puesto que, teniendo en cuenta la latitud, no era mucho. En llegando
a esta parte del desierto del Sahara, La Hamada, encontrose con unos
caballeros misericordiosos que cediéronle refugio, sobre todo de esas
fieras aves ferradas escupiendo fuego letal cual obra del diablo.

Con estas circunstancias perdía el pobre caballero el juicio, y


desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo
sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara sólo para ello.
No acertaba nuestro hidalgo a encontrar la razón de la sinrazón de su
condición. Dispuesto a enmedalla, se dio por leer libros de movimientos de
liberación y de independencia, escudriñando lo que ahí se relataba.
Participaban los mesmos personajes, una metrópolis, una colonia en lucha,
un caballero andante que doblegaba al ambicioso acometedor y un concejo
allende los mares que parecía tener gobierno sobre todos los países, de
nombre Naciones Unidas. Padecía sobremanera nuestro hidalgo en
hallando que su historia no compartía el mesmo final feliz, la
independencia. Enfrascóse tanto en su lectura, que el cerebro llenósele la
fantasía que leía en los libros, así de batallas, desafíos, como de valerosos
caballeros, Simón Bolívar, Gandhi, Kwame Nkruman, Nelson Mandela...

31
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció
convenible y necesario, así para su honra como para el servicio de su
República, visitar ese insigne concejo de sabios, Naciones Unidas, ante el
que presentar sus respetos, como cualquier caballero andante que se
precie, y exponer el agravio del que había sido objeto por parte del
monarca marroquí, ya que de sus lecturas entresacó que este concejo
arbitraba los litigios entre caballeros. Imaginábase el pobre ya
recompensado por tamaña intrepidez y por mayúscula afrenta con la
independencia inmediata de su país, y así, con estos tan agradables
pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa
a poner en efecto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo fue limpiar una gumía pequeña que había
pertenecido a su bisabuelo, desempolvando su vaina de cuero artesano
cuarteado, y llevándola a un herrero para rejuvenecer su filo. No acababa
de fiarse el feliz caballero de esos artilugios modernos, y dando honor al
nombre de la daga, guardola en la manga.

Fue luego a ver a su dromedario, y aunque ingenuo, mas no tonto,


en viendo sus tachas y su famélico perfil cambiólo por su dreimisa. Un
atisbo de lucidez hízole pensar en el inconveniente de atravesar el Gran
Mar, siendo de secano desconocía lo que es menester para ello; mas
pudiendo más su locura que otra razón alguna, finalmente antojósele un
obstáculo insignificante para su dreimisa.

Teniendo ya transporte y armas, sólo le quedaba poner nombre a sí


mismo y a su dreimisa. El de ésta lo tuvo de inmediato, Hurria. El alborozo
de la facilidad con que habíalo hallado se truncó en impaciencia ante la
imposibilidad de decidir el suyo. La fortuna parecía abandonarle. Llevóle

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ocho noches y ocho días. Después de muchos nombres, que formó, borró y
quitó, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al final se vino
a llamar de la forma más previsible, don Quijote de la Hamada, en honor a
la tierra que le había acogido, mas acordándose de que muchos caballeros
agregaban el nombre de su patria, así quiso como buen caballero, añadir al
suyo el nombre de la suya, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo
su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della,
resolviendo llamarse también El Quijote del Sahara. He aquí, pues, la razón
de esta doble nominación de nuestro bravo caballero.

Prestas, pues, sus armas, afilado el acero de su gumía, elegido el


rocín motorizado, confirmándose a sí mismo y a su llevada, se dio a
entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin fruto y
cuerpo sin alma. Si por su buena suerte, en su camino hacia el Alto
Concejo, encontrárase con algún gigante aluita y finalmente le rindiera,
sería a bien tener a quien presentarle hincado de rodillas para que su
grandeza dispusiera del vencido a su talante.

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo terminado


sus prevenciones y más cuando halló nombre para su dama! Y fue, a lo que
se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza, de quien siempre
ha estado enamorado. Llamábase República, y buscándole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de gran señora,
vino a llamarla República Árabe Saharaui Democrática, porque era natural
del Sahara también, nombre, a su parecer músico y significativo, como
todos los demás, que a él y a sus cosas había puesto.

Glosario de términos en hassania (por orden de aparición).

33
- Dreimisa: nombre popular con el que se denomina a los vehículos
del ejército saharaui, de una famosa casa británica. Literalmente
significa “rapada” (el coche es femenino en hassania; me he tomado
la licencia de mantener el género original).
- Tuba: pipa artesana local.
- Maniya: tabaco natural
- Barrad: tetera
- Darráa: vestimenta típica de los hombres
- Basan: tejido lustroso de color blanco o azul con el se suelen
confeccionar las darráas.
- Tubit: tejido de paño fresco.
- Jaima: tienda del desierto hecha de lana de dromedario.
- Hurria: libertad

* Este relato de Zahra aparece en el libro: “Don quijote, el azri de la badia


saharaui”. Editado por la Universidad de Alcalá de Henares en 2009

34
“SU SITIO EN EL MUNDO”

Por Conxi Moya

(A Bahria)

A la niña su papá le ha comprado un chicle, todavía una novedad en


aquellas primeras tiendas de los campamentos de refugiados saharauis. Un
chicle es una fiesta, pero es que su papá la mima todo lo que puede. Su
boquita es muy pequeña para el chicle, una bola grande, muy dura, muy
dulce, con saber a fresa, y que le cuesta masticar, deformándole los
carrillos en unos gestos muy graciosos.

El camello rebusca las hierbas que encuentra en el suelo. Este año


al menos ha llovido un poco e incluso en los campamentos se puede
encontrar algo de pasto para alimentar a los dromedarios. La gente lo mira
con pena. Está atado con suficiente cuerda para pastar alrededor pero sin
poder ir muy lejos. El camello rumia una y otra vez las tristes hierbas, con
parsimonia y calma, precisamente lo que le sobra es tiempo y lo que le
falta es libertad de caminar por las bastas extensiones saharianas, de
recorrer las inabarcables inmensidades con libertad, como hacían sus
antepasados. Un dromedario no ha nacido para verse atado o confinado en
un corral. Pero así son los nuevos tiempos que todo han cambiado.

A la niña le han dicho que comer chicle es malo para los dientes,
pero ahora, al pasar cogida de la mano de su papá delante del dromedario

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que rumia una y otra vez las tristes hierbas de la hamada, alza su manita y
le dice:
- Mira, mira, papá, el camello también come chicle.

Y los dos, niña y dromedario, luchan con el arma de su inagotable


paciencia para que no les arrebaten su sitio en el mundo.

(De su libro “Delicias saharauis” también se encuentra publicado en su


Blog: “Haz lo que debas”)

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“LA LEYENDA DEL DRAGO”
Por Maribel Lacave

Tal vez no fue real. Tal vez fue sólo una leyenda. Pero, en todo
caso, es una hermosa historia que bien debiera haber ocurrido.

Yo estaba sentada alrededor del fuego, en una de esas mágicas


noches de verano del desierto. Las estrellas se podían contar por miles y
bajaban hasta situarse frente a los ojos de los hombres. Ellas también
deseaban oír a los ancianos nómadas contar sus relatos, mientras
compartían el último té de la jornada.

Abderrahman Lagdaf, anciano de largas barbas blancas y ojos


profundos, se ajustó la capa y se acercó más al fuego, buscando el calor
que sus viejos huesos demandaban. Permaneció en silencio, mirando los
rescoldos, con los ojos perdidos en el pasado. Al cabo de unos instantes,
comenzó a hablar con voz suave y pausada:

“Hace muchos años -mi abuelo me contó que se lo había contado su


abuelo y a éste el suyo-, gran parte de este desierto nuestro era una
explosión de verdes donde crecían toda clase de plantas y de árboles. El
bosque era aquí tan tupido que un cazador no podía ver a su acompañante
mientras caminaban juntos. Era un paraíso húmedo y en flor, habitado por
nuestros antepasados y por los antepasados de nuestras gacelas, de
nuestras ardillas y de nuestras águilas.

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En ese tiempo vivía en el lindero del bosque una familia, de la tribu
de los Medanín, formada por el padre, la madre, y tres hermosas hijas. El
día que sucedieron los hechos que hoy les relato, la familia se preparaba
para asistir a la Fiesta de Esponsales, ocasión en la que se reunían todos
los miembros de la tribu y donde, cada primavera, se establecían los
compromisos matrimoniales de los más jóvenes. Engalanados con sus
mejores ropajes, perfumados con los más finos aceites de clavo, y
envueltos en gruesas capas de piel de ciervo, los cinco se internaron en el
bosque iniciando el recorrido que les llevaría hasta la cabaña de unos
parientes, anfitriones ese año de la fiesta.

Apenas habían caminado trescientos metros cuando oyeron un


sonido extraño, algo así como un lamento. Se detuvieron a escuchar, pero
el silencio había vuelto a adueñarse de la tarde. A los pocos minutos
volvieron a oírlo, está vez más cercano y prolongado. Era un llanto triste y
desesperanzado, era como la suma de muchos llantos, de muchas
tristezas.

Mesaud Larbi urgió a sus hijas para que caminaran más aprisa,
temeroso de que se tratara de algún animal hambriento o herido. De
pronto, al doblar un recodo, lo vieron. Era un hombre, no cabía duda; pero
un hombre muy extraño. Su piel era blanca, del color de la leche de las
camellas y sus cabellos amarillos como el sol de mediodía. No llevaba
barba y sus ropas, cortas y finas, contrastaban con la larga túnica habitual
de nuestra gente. El extraño los miraba fijamente, mientras de sus ojos,
del color de los pozos de agua, brotaban gruesas lágrimas.

Aixetu, la más joven y soñadora de las tres hermanas, se adelantó y


en un tierno impulso, extendió su capa sobre los hombros del extraño, que
le devolvió una mirada tan tierna como una lluvia de otoño. Con dulzura,

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con suavidad, sin dejar de mirarla, el desconocido la tomó en brazos y se
alejó con ella bosque adentro.

Zuinana y sus hijas quedaron paralizadas, mientras Mesaud Larbi


intentaba, en vano, perseguir al captor. Su avanzada edad y lo intrincado
del camino le dificultaban la búsqueda. Al cabo de más de una hora, se
dejó caer en tierra sollozando y llamando a su pequeña. Así lo encontraron
las mujeres cuando llegaron a su encuentro.

En silencio, sin apenas mirarse unos a otros, completaron el camino


hasta llegar a la cabaña de sus parientes donde contaron,
atropelladamente, lo sucedido. Todos los miembros de la tribu, provistos
de antorchas, se internaron en el bosque. Diez días y diez noches tardaron
en recorrerlo, palmo a palmo, sin poder hallar ningún rastro de Aixetu ni
del extraño hombre de piel blanca. Unos opinaban que debía proceder de
alguno de los pueblos que existían más allá del océano; otros pensaban
que era un enviado del dios del centro de la Tierra y algunos, -entre ellos
el abuelo de mis abuelos- estaban convencidos de que había bajado de las
estrellas.

Después de un mes, la familia volvió a su casa. Las muchachas


habían perdido la alegría y se pasaban las horas en silencio. Zuinana, antes
activa y laboriosa, se tornó lánguida y abatida. Nadie nombraba a Aixetu,
pero ella estaba presente en todos y cada uno de sus pensamientos.

Una mañana, Mesaud Larbi se despertó muy temprano, cogió el


hacha que había pertenecido a todos los primogénitos de su familia, y sin
decir nada a nadie, se dirigió al bosque. Decidido, sin apenas parpadear, la
levantó con fuerza e hirió de muerte al primer árbol. En el silencio de la
mañana, sólo se oían sus golpes secos y certeros. Ni siquiera los pájaros,

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siempre alborotadores, se atrevieron a dejar oír su canto. Así fue
derribando los altos eucaliptos, los pinos, los baobabs, los dragos. Uno a
uno, iban sucumbiendo a su desolación de padre. Al oscurecer, volvió a
casa y en silencio se acostó con el hacha entre sus manos. Al día
siguiente, con los primeros rayos del sol, prosiguió su tarea.

Llegaron el verano y el otoño y él seguía talando y talando árboles.


Estaba ya tan lejos de su cabaña que no volvía a dormir a ella y se dejaba
caer, cansado, allí donde la noche lo sorprendía. Así pasaron años -mi
abuelo no podía precisar cuántos- y del bosque poco quedaba ya, apenas
algunos pocos árboles y retoños. Ni siquiera a esos jóvenes les dio una
oportunidad de vida, como tampoco se la dio a las flores, helechos y
enredaderas que crecían por doquier. Todo, absolutamente todo, sucumbió
a su dolor.

Hasta que llegó al último árbol, un espléndido drago, frondoso y


centenario. Su tronco medía como veinte cinturas de madre y su copa se
elevaba tan alta que recreaba la vista de los dioses. Al dar los primeros
hachazos, se oyó una queja, pero la llevaba en los oídos desde hacía tantos
años, que pensó que eran sus recuerdos. Dio un segundo golpe y el
lamento volvió a repetirse. Contaban los que lo oyeron que toda la tierra
se llenó de lamentos cuando, como un poseído, siguió golpeando con furia
hasta que el árbol cedió. Cuando la inmensa masa de ramas cayó al suelo
con gran estrépito, de su tronco comenzó a brotar un río de sangre.

Días más tarde, una caravana que por allí pasó encontró a Mesaud
Larbi tembloroso, con los ojos mirando más allá del mundo, acurrucado
junto a los cadáveres de su hija Aixetu y de una pequeña con la piel blanca
como la leche de las camellas. Contaban que hablaba a su hija con

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palabras llenas de miel, Aixetu, Aixetuha, sal de la vida, luz de la noche, le
decía.

Del extraño hombre nada se supo, pero mi abuelo decía que su


silueta aun podía adivinarse en el tronco del majestuoso drago.

Así es, amigos, como esta tierra nuestra, tan amada, dejó de ser un
paraíso cubierto de flores y se transformó en este desierto ocre y amarillo
que Alá bendiga. Y así es como la savia de los dragos se volvió roja, desde
entonces. Nunca, nunca más, crecieron árboles sobre este suelo.

Y como todos habéis oído, en las noches sin luna el desierto nos
trae un lamento lejano. Hay quien dice que es el viento del norte, pero yo
sé -pues me lo contó mi abuelo- que es la dulce Aixetu la que llora”.

Maribel Lacave. Del libro: “Dos para un tango” en coautoría con


Constantino Contreras. Ed. Kiplìng- Chile- 2002)

(Cuenta Maribel Lacave de este hermoso relato: “es un cuento, una


ficción, pero que escribí basándome en una breve leyenda oral que
escuché de pequeña en el Sahara”.)

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“EL HAMBRE DE MI ABUELO”
Por Bahia Mahmud Awah

Fue a principios del año 1957, yo no había nacido ni existía, cuando


mi madre, mis abuelos y sus dromedarios huían de la guerra en busca de
un lugar seguro para ellos y su ganado. Un día, al amanecer, los aviones
franceses tiraron desde el aire unas cajas que se abrieron, saliendo de su
interior unas octavillas con escritura. Ninguno sabía leer entre aquellos
beduinos excepto la quinceañera, que años después sería mi madre; su
hermano menor y los pastores recogieron por la noche las cuartillas y se
las llevaron para que se las leyera:

“A todos, si queréis salvar la vida, debéis adentraros en el interior


del territorio y alejaros de las fronteras”.

Mis abuelos decidieron reunir todo el ganado aquella misma noche y


preparar los dromedarios de carga. Desmontaron su jaima a toda prisa y
procedieron a cargar todos sus enseres sobre el lomo de sus emrakib [1].

Los dromedarios estaban molestos porque se le había interrumpido


su momento de descanso en lemrah [2] tras una larga jornada de pastoreo;
madres y crías entremezclados y nerviosos se buscaban en la oscuridad
unos a otros con intercambio de berridos, y mi abuelo daba la voz de “ohh,
ohh, ohh”, voz que invita a los animales a estar tranquilos.

Nisha, mi abuela, ayudada por Lajdar, el mayor de los hijos, de trece


años, colocaban y sujetaban su montura de amsacab [3] encima de Zeirig
su dromedario favorito. Mientras, Omar intentaba terminar la carga del
grueso de los enseres al lomo de los tres dromedarios de carga, Sheil,
Lehmami y el potente Arumay, que siempre cargaba los grandes fardos,

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como la jaima, sus faldas y todos los ercaiz [4]. En la parte sur del
territorio aparentemente no había enfrentamientos y mi abuelo Omar sabía
que era el lugar donde podría estar seguro con su familia e ibil [5].

El tiempo y la oscuridad de la noche eran el factor que mis abuelos


buscaban para recorrer decenas de kilómetros y amanecer en un posible
lugar que les ofreciese seguridad. La zona donde se dirigían era
desconocida para Omar y el tercer día, al alba, azotó un vendaval sin
precedentes, vientos que soplaban del sur y ocultaban todo que pudiera
divisar a un metro el ojo de un hombre del desierto curtido en esa hostil
naturaleza. Mi abuela le gritaba a Omar que no se separara de ellos y que
si se quedaba algún animal rezagado no lo siguiera. Él iba a trote de un
lado a otro para mantener unido el rebaño y evitar despistes de los
dromedarios pequeños que se quedaban atrás por no poder seguir el ritmo
de los mayores.

De repente mi abuela perdió de vista la silueta que dejaba Omar


sobre el lomo de Elbeyed, intentó buscarlo en los extremos del rebaño
pero no lo pudo ver, ni oír el sigiloso berrido del Elbeyed. Gritaba “¡Omar,
Omar, Omar, donde estás!”, varias veces repitió “¡Ina Lilahi!, ¡ina Lilahi!”,
profunda expresión que denotaba el dolor, la tristeza y la impotencia ante
los dramáticos sucesos que se estaban sucediendo.

El mayor de los hijos, montado a su lado en amsacab, le decía


“Mamá, ¿donde está mi padre, que no escucho la voz que da al ganado?”.
Nisha, cautelosa, le respondió que se había quedado atrás en busca de un
huar [6] rezagado y le intentó calmar diciéndole que no se preocupase, que
el padre se incorporaría a ellos pronto. Siguió unida al ganado y a trote
intentaba mantenerlo todo junto y en marcha orientado. De vez en cuando
le daba la voz “esh, esh, esh” para que no se dispersara y mantuvieran el
ritmo de marcha, acurrucados unos junto a los otros en la misma dirección.

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El viento soplaba cada vez más fuerte y los niños lloraban porque ya
era hora de acampar y tomar su leche o una kisra [7] si era posible.
Aturdida por la situación climatológica y la pérdida de su marido, sacó
fuerza de sus entrañas de beduina y continuó la marcha sin parar porque
sabía que si se detenía un minuto todo se echaría a perder, lo último que le
podía ocurrir era extraviar a los animales que cargaban el agua en sus
lomos, así que decidió aguantar mientras amainaba el vendaval.

Omar había seguido un rumbo absolutamente desconocido y sin


saber orientarse, se detuvo por un momento y se acercó a unos arbustos
por si indicaran indicios de orientación pero el viento había arrasado toda
señal, las copas inclinadas hacia otra dirección, las pequeñas dunas que se
formaban en los brazos de cada arbusto indicando siempre el sur ya no
existían. El sol no se veía y todo a su alrededor estaba oscuro.

Erró todo ese día sin detener su dromedario buscando huellas,


excrementos de animales, berridos, el lloriqueo de sus niños o la voz de su
mujer. Gritó muchas veces el nombre de Arumay por si le orientara, dejó
rienda suelta a su Elbeyed por si sus instintos lo llevasen a seguir el
ganado, hasta entrada la noche del siguiente día sin ningún rastro.

Entonces miró el opaco cielo convencido de la presencia de Dios en


todas partes, como aprendió de muy pequeño de su padre y exclamó
pacíficamente, como si rezara, “¡Dios mío, ahora sí que en tus manos dejo
a mi familia!, ¡tú sabrás de ellos!, ¡tú cuidarás de ellos!, ¡la guerra y la
sequía me empujan y me desalojan de mi tierra, el hambre devora las
tripas de mis niños, de mi mujer y la de mis dromedarios, ponte a mi lado
en estos momentos cruciales!”.

Llevaba demasiadas horas sin comer ni beber, todas las provisiones


se quedaron encima del lomo de Lehmami, además del agua y algunos
talegos de cebada escondidos en la tezaya [8] de Nisha. Omar, como no

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veía el sol, calculaba el tiempo fijándose en ciertos comportamientos de
Elbeyed, si ya era de noche el animal exigía descanso con unos suaves
berridos y un caminar más lento, ahí era cuando Omar le ordenaba
detenerse y se bajaba de su rahla [9]. Después buscaba una acacia o
cualquier otro arbusto para protegerse del horrendo guetma [10].

Esa noche los dos descansaron protegidos por la copa de una talha
[11] que el viento había levantado, aquel era el mejor regalo de la
naturaleza después de tres días sin comer. Quedaban algunos eljarrub [12]

aún sujetos a sus ramas, que el viento había dejado desnudas. Elbeyed
comió toda la parte tierna de la copa y Omar recogió los pocos copos del
eljarrub y los fue masticando despacio, pero eran amargos porque no
estaban todavía secos. Apoyó su espalda en los hombros de Elbeyed
buscando protegerse del frío y los vientos, pasó toda la noche acurrucado
sin dejar de sonarle las tripas.

Y llegó otro día sin que amainara el vendaval, otro día de hambre y
sed, otro día para un hombre del desierto extraviado por la fuerza de la
naturaleza y las imposiciones de la guerra. Se levantó y arrastró hacia su
dromedario algunas ramas de la acacia que les daba protección, Elbeyed
devoraba con fuertes mordiscos las verdes y espinosas ramas. Omar se
acordó que podía encontrar alguna humedad en las raíces de la acacia,
buscó y con dificultad arrancó algunas raíces que aún guardaban una sabia
muy dulce y las metió en la boca masticándolas. Su estomago sintió alivio
después del fuerte dolor que le causaron las amargas vainas que comió la
noche anterior.

El siguiente día Omar se encontraba al límite de sus fuerzas, tenía


alucinaciones y nauseas, pero debía sobrevivir al precio que fuera. Amaba
muchísimo su dromedario de montura Elbeyed, un animal escogido y
domado por él mismo. Poseía un trote en varios ritmos, gracias a tener

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desarrollada la peluda cola y a su bien proporcionado físico. Por eso le
dolió tanto la inevitable decisión.

A pesar de la escasez de sus fuerzas, Omar excavó un hueco de


medio brazo de profundidad, lo rodeó con piedras y lo llenó de palos de
leña secos que recogió alrededor de la talha. Sacó del bolsillo de su darraa
[13] una pequeña barrita de hierro, especialmente tratada para hacer
chispa al frotarla con una piedra de silex. Puso la fina mecha de algodón
encima del silex y la friccionó con la barrita dos o tres veces hasta que la
chispa encendió el algodón, y lo colocó despacio entre las finas ramas de
la leña. La lumbre estaba desprendiendo humo y calor. Omar sacó del
cinturón de su pantalón un afilado mus bleida [14], y metió su fina hoja en
la hoguera. En este instante sintió hasta dónde se necesitaban él y su
dromedario en aquella situación extrema. Sin detenerse a pensar, con el
cuchillo casi al rojo vivo, cortó de un tajo el rabo de Elbeyed. Al momento,
con la misma lámina del cuchillo, selló la herida para evitar la hemorragia,
y buscó una mata de propiedades curativas, masticó las hojas y las colocó
sobre las dos falanges que quedaron de la cola de Elbeyed. Después Omar
le acarició la cabeza y besó varias veces su nuca, diciéndole “tú y yo
estamos condenados a sacar fuerzas para encontrar a la familia”.

Omar decidió al día siguiente continuar la dirección contraria al


viento, al ver que no había cambiado desde el primer día; el viento soplaba
del sur y allí se dirigió. Cada vez que encontraba en el camino algo de
pasto verde se detenía y dejaba que Elbeyed repusiera fuerzas.

Omar sobrevivió diez días más con el resto del rabo de su


dromedario y las raíces que encontraba. La segunda semana había
empezado a despejarse el tiempo, con algunas lluvias que dejaban charcas
de agua de las que bebían Omar y Elbeyed. Mi abuelo había comenzado a
orientarse y a encontrarse con pastores y buscadores de dromedarios,

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intercambiando con ellos información sobre la familia y los daños del
vendaval de am elguetma, como finalmente llamaron los saharauis a aquel
año, el “año del vendaval”.

Aquella noche, mientras Nisha con la ayuda del mayorcito de sus


niños, ordeñaba la leche para la cena al lado de la hoguera de la jaima,
escuchó el melancólico berrido de Elbeyed que posaba sus rodillas en la
arena. Omar bajó de su lomo y llamó a sus hijos y su mujer “¿estáis bien
todos?”. Del interior de la jaima salieron los pequeños y se lanzaron a sus
brazos. Nisha, emocionada, se le acercó con un cuenco de leche recién
ordeñada y le invitó a tomarla “primero tómate esto”. Les pidió a sus hijos
que se apartaran y repitió “yejli el harab u ahlu ili shatuna” [15]. Desde esa
misma noche Elbeyed dejó de llamarse así y se convirtió en Guilal, por
tener el rabo cortado. Mi abuelo sobrevivió al hambre gracias al rabo de
su dromedario, y nos transmitió el odio a lo injusto, las guerras y sus
turbulencias.

[1] Emrakib: dromedarios domados para llevar la carga

[2] Lemrah: lugar donde reposan cada noche los dromedarios, situado
enfrente de la jaima de la familia

[3] Amsacab: montura de la mujer para el camello, realizada en ébano, la


preciosa madera africana

[4] Ercaiz: palos que sostienen la jaima

[5] Ibil: ganado camellar.

[6] Huar: cría del dromedario

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[7] Kisra: pan sin levadura de los nómadas que preparaban bajo arena
caliente

[8] Tezaya: mochila de piel de dromedario que usan las mujeres para
guardar provisiones

[9] Rahla: silla de montar el camello para el hombre. En el Sahara se hace


de un arbusto llamado ignin y se recubre de piel de dromedario

[10] Guetma: vendaval de vientos muy conocido por sus terribles


consecuencias para los habitantes del desierto

[11] Talha: acacia

[12] Eljarrub: vainas de la acacia que son comestibles cuando están secas

[13] Darraa: vestimenta tradicional del hombre saharaui

[14] Mus bleida: típico cuchillo usado por los nómadas, de mango
revestido con dos placas de marfil

[15] Yejli el harab u ahlu ili shatuna: Maldita la guerra y sus causantes
que nos separan.

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“LOS HOMBRES DE LA TIERRA. CAPÍTULO I”
(Al pueblo Mapuche)
Por Zahra Hasnaui

Gualicho es la destrucción...

En la llanura se respiraba un aire pernicioso, cargado de adversidad.


El rayadito había faltado a su cita para sanarle la patita coja, la garza
estaba más arisca de lo habitual, y el pequén llevaba días sin salir de su
cueva. Se tocó su kelkay, el collar siempre le había dado suerte. Fue el
presente de su padre el día que Ayelen, de la estirpe de los Mañke-
Cóndores, se convirtió en la nueva machi del poblado.

Se aferró al relieve del árbol rewe, símbolo de los chamanes de este


lado de la cordillera, hasta que la humedad de la sangre le hizo reaccionar.
Pensaba estar preparada para cualquiera de las maldades de Gualicho tras
tantos años de enfrentamiento. Sin embargo, su apariencia horrenda,
dientes negros enmarcados en un rostro pálido salpicado de pelos, ya
anticipaba lo peor. Amparado en la impunidad de un nuevo poder, soplaba
abrasadoras nubes rojas que cubrían el cuerpo de la víctima, asfixiándola
de calor. Sus artes perversas habían conseguido acabar con la mitad del
poblado. Pero era el temor a lo ignoto lo que más inquietaba a Ayelen.
Gualicho no era tan mortífero, ¿qué o quién le había hecho tan fuerte?

De día agotaba sus pensamientos yendo de tienda en tienda a


prestar ayuda médica a enfermos y familiares. Por la noche se acurrucaba

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en las memorias de la infancia. Ni siquiera cuando el dios Elan vomitó
fuego hubo tanta desolación en el valle. Sus paisanos lo achacaron a un
enfado del dios por la tardanza en la ofrenda. Ayelen sabía de buena
fuente que no fue tal necedad, sino un empacho; no debían haberle dado
tanta comida en su ausencia.

Muchas voces se levantaron contra la decisión del jefe en aceptarla


como sucesora de su padre. Ahora no sabía qué pensar. Quizá la cegara el
orgullo. Tendría que decidirse a dar el paso...

Gualicho es la destrucción... Gualicho es la destrucción.

La señal de aviso llevaba días despertando a Salem, en la otra orilla


del océano. A pesar del tono de advertencia, quería seguir escuchando la
voz dulce, segada por un ligero tinte de desesperación, esa voz
desconocida, a la que, no sabía cómo, empezaba a poner rasgos faciales...
pero el sol asomaba por el lateral derecho de su jaima.

Salem llevaba semanas ensayando la danza de moda, la danza del


dlim. Buscaba una ocasión para atraer la atención de una chica especial, y
la fiesta de una boda en el frig vecino se la brindaba. Eso sí, las
condiciones de la oferta eran duras, para su dignidad. Él nunca había
bailado, y esta danza no se lo estaba poniendo fácil. ¿Qué idiota se
entretendría en imitar los pasos imposibles de un avestruz?, pensaba
Salem. Y aun suponiendo que me los aprendiera, ¿cómo narices voy a
conseguir aparentar la elegancia esperada? Salem estaba atascado.

50
“POLÍGAMO”
(Un homenaje a la mujer Saharaui)
Por Bachir Ahmed Aomar

Dicen que la poligamia está prohibida en muchos países, aunque


también es verdad que en muchas culturas entra dentro de la normalidad.
Yo he querido ser monógamo y me ha sido imposible. Lo he intentado por
todos los medios y no lo he logrado. Quizá esté cometiendo un delito y
pueda ser condenado, pero los esfuerzos realizados, me han llevado a la
conclusión, de que no tengo remedio. Soy un polígamo empedernido y
estoy seguro de que lo seguiré siendo hasta los últimos días de mi vida.
Me gustaría pedir perdón por este horrible pecado a los que se sientan
molestos, pero juro que lo he intentado y no he podido lograrlo.

No sé qué me pasa que las mujeres saharauis me incitan al pecado,


a la poligamia. Cuanto más las conozco, más me siento inducido a ello.

Esa extraña sensación la siento desde hace bastantes años, pero


últimamente se ha convertido en una obsesión. No puedo reprimir el deseo
de amarlas a todas. Mi mente se siente confusa y, aunque intento reprimir
mis deseos polígamos, no lo consigo. Deseo confesar las razones que me
han llevado a ello para intentar reprimir esa irrefrenable fuerza que me
lleva al abismo. Estoy seguro que muchos me perdonarán, pero yo seguiré
cometiendo el mismo pecado.

Dentro de mis pecados, tengo que confesar que quiero a Galia Djimi,
a la que comencé a admirar desde el primer día que la conocí. Me

51
impresionó su fuerza y convicción para denunciar lo denunciable. Su
mirada traslada el sufrimiento de nuestro pueblo sin rencores. Siempre
que la recuerdo, me estremezco al pensar el los años que pasó
encarcelada y desaparecida en las lúgubres mazmorras marroquíes.

Mi corazón enamorado salta de alegría cuando veo alguna imagen de


Sultana Jaya. Nuestra sultana, la reina del ojo sacrificado. El reflejo de la
belleza y ardor de nuestras jóvenes. El fuego indomable de la lucha de la
juventud saharaui. Estoy condenado a amarla.

Tengo una amante que cuando me susurra al oído me hace derramar


lágrimas. No puedo escuchar a Mariam Hassan sin emocionarme. Su voz
traspasa mis sentidos y alegra mi corazón. Su inmensidad ha cruzado
fronteras y ha llevado el grito de libertad del pueblo saharaui más allá de
lo imaginable. Me rindo a sus pies.

De mis mujeres amadas, por la que más he sufrido últimamente, ha


sido Aminettu. Sentí un verdadero suplicio durante sus treinta y dos días
de huelga de hambre. Fueron días terribles, de insomnio y rabia contenida.
Su deterioro físico y voluntad de lucha agrandaba mi amor por ella. Su
mensaje de dignidad hizo fuertes a los débiles y envileció a los poderosos.
Su mensaje libertario lo tengo guardado en un pequeño cofre que tengo en
mi corazón.

No tengo ningún interés en que mis mujeres se peleen por mi amor.


Dentro del gran amor que siento por ellas, tengo que descubrirme y
traicionarlas. Aunque las amo a todas por igual, un amor sobresale por
encima de todos. Espero que me comprendan y sepan apreciar mi
sinceridad. La mujer que más me ha marcado, se llamaba Dedda Abdalahe,
era mi madre y no supe decirle lo mucho que la amaba. Era un recipiente

52
que guardaba lo más hermoso del pueblo saharaui. Empleó su vida para
enseñarme que el orgullo y la dignidad humana no tienen precio. Seguro
que en el más allá seguirá ondeando la bandera que tanto amaba. Se fue y
me dejó huérfano varias vidas.

Mis mujeres luchan cada día y engrandecen a este pequeño pueblo


que grita libertad. Dentro de sus melhfas, hay rebeldía contra la opresión y
ganas de vivir en libertad. Ellas nos han hecho grandes y libres.

Pasan lo años y me sorprenden mis mujeres. Tengo la seguridad que


las niñas de ahora, dentro de unos años, ocuparán un lugar en mi corazón,
es irremediable no amarlas. Los hados me han condenado a ser polígamo y
yo lo acepto con honor y orgullo.

Mi corazón no tiene capacidad para poder amar a tantas mujeres,


aun así, las amo. Son miles mis mujeres; hermosas, dignas y altivas. Así
son y así las amo.

¡He confesado mi pecado, aunque advierto que no tengo remedio!

Dice la gran Mariam Hassan: “Respeto a todas las mujeres, pero


nosotras somos muy fuertes. Vivimos en campamentos de refugiados y
esto es muy duro, pero a la vez tenemos una alegría especial. Pienso que
somos las mujeres más libres del mundo”

* Melhfa: vestido tradicional femenino saharaui.

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“EL VIEJO POZO”
Por Limam Boisha

Cuando llevaban tres días de travesía por el desierto, y se les


habían agotado todas las provisiones que llevaban, el más joven de los dos
hombres se desmayó. El otro hombre no pudo hacer nada, no podía ni
consigo mismo. Sólo pudo arrastrar el cuerpo inmóvil hasta acercarlo a la
sombra de la acacia espinosa. Era ya al atardecer. El hombre mayor palpó
el corazón de su acompañante y se alegró de que siguiera vivo. Una
diminuta sombra negra cruzó ante sus ojos como un mal presagio. Recordó
que durante todo un día y una noche no habían visto una jaima, ni un
camello, ni siquiera una huella. Tenía la plena seguridad de que si en un
día no alcanzaban un viejo pozo que él creía que debía estar en dirección
Oeste, no muy lejos de "Udei Lasel" (Arroyo de Miel), morirían. Hacía
veintiséis años que no pasaba por allí. La última vez que lo hizo tenía trece
años y acompañaba a su padre a buscar una camella y su cría que habían
sido recién compradas y escaparon hacia el Sur de donde venían porque
no se adaptaban a la tierra de Ahel Sahel.

El hombre mayor rezó en silencio e intentó conciliar el sueño para


engañar el hambre y la sed, sobre todo la sed, pero no pudo. El más joven
durmió profundamente y nunca supo si aquella visita que recibió fue un
sueño o realidad: era su madre que llegó caminando, se sentó a su lado, lo
despertó y le extendió un cuenco lleno de leche, él bebió hasta saciarse, y
después le entregó otro cuenco lleno de dátiles, y comió hasta llenarse.
Ella se despidió y se marchó.

54
Por la mañana el joven se levantó de un salto, vigoroso y lleno de
energía. Su compañero no se explicaba lo que había pasado. Al mediodía,
cuando el mayor ya no podía más, lo subió sobre sus espaldas y continuó
por el sendero que le indicaba el hombre mayor. Al atardecer brotó a lo
lejos una esperanza, divisaron la talha que siempre da sombra al viejo
pozo.

55
“SHARTAT, LA OVEJA Y LA PIEL DEL LEÓN”

(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y al fabuloso Shartat)


Por Xabier Susperregi

Una vez el chacal, el lobo, la hiena y Shartat habían hecho un pacto


para cazar juntos y repartirse las piezas que lograran. Estaban de
enhorabuena pues habían visto a un pastor buscando a una oveja
extraviada. Tan sólo tenían que encontrarla antes que él y después
avisarse. Pero suertes hay malas o buenas y a Shartat le tocó una de ellas,
pues buscando a una oveja se encontró con un león. Suerte buena para
Shartat pues encontró primero al león, eso sí, que acababa de despeñarse.
Pensó en repartir aquel manjar con sus amigos, pero al primer pedazo de
león le siguió otro y otro más y para cuando se quiso dar cuenta, del rey
de los animales tan sólo quedaba su piel. Se acercó al río, pues estaba
sediento y en el agua vio el reflejo de la oveja regordeta. Se lanzó al río
para cogerla y a punto estuvo de ahogarse. Entonces, al lograr salir vio la
oveja y pensó:
- Bueno, si no he conseguido atrapar la otra, al menos podré
comerme ésta.

Se fue a abalanzar sobre ella cuando escuchó los aullidos y gritos de


sus amigos que se acercaban. Shartat se asustó porque allí mismo estaba
la piel del león y pensó que la hiena, el lobo y el chacal se enfadarían si se
enteraban de que no había compartido el león. Además, tampoco les había
avisado al encontrar la oveja. No sabía qué hacer.

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- ¡Espera! –le dijo la oveja-. Se me ocurre una idea para que
tus amigos se marchen, sin hacerte ningún mal, pero si lo
consigo, deberás dejarme marchar. Debes prometérmelo.
- Te lo prometo dijo Shartat –pensando que no incumpliría su
promesa si le dejaba marchar un poco y luego se la comía un
mucho.
- Colócame la piel del león encima y grita. Cuando tus amigos
me vean, creerán que soy el león y saldrán corriendo
asustados.

Así lo hizo Shartat y dio un fuerte grito sin tan siquiera mirar cómo
le quedaba la piel de león a la oveja regordeta. Al ver la escena, la hiena,
el lobo y el chacal salieron despavoridos. Entonces, Shartat se giró y al
ver a la oveja con la piel del león se dio tal susto y pegó un grito que se
escuchó en todo el país de los saharauis y salió corriendo con tanto miedo
que todavía no se ha parado.

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“LEMBEIDII Y SU DUNA”
Por Bahia Mahmud Awah

Culminado un día más de la larga jornada de un dayar de lluvias, me


detengo del trotar, ya es de noche, mi marcub suelta un sigiloso berrido
muestra de su lealtad, esa obediencia que suele ser obra de experto
domador. Doy orden a mi dromedario usando el vocablo con el que se
entienden los dueños de la badia con sus animales de montura: wtshsh
wtshsh wtshsh, él suelta otro berrido que suena fiel, amistoso y se apoya
en sus rodillas delanteras tocando tierra firme.

Sobre mi cómoda rahla siento el contacto con el suelo en el que ya


están descansando las rodillas del animal, algo suave se nota, cuando ya
están enfilándose sus robustas rodillas, acomodándose en un mar de
sedas. Bajo sujetándome en el garbus de mi rahla, y mi pie derecho
apoyado sobre el harec, el extremo delantero donde termina el lomo del
dromedario. Sin soltar lejzama de cuero, riendas bien labradas con trenzas
de color blanco, rojo y azul, le enrollo un agaal en una de las rodillas, por
si se asusta y se levanta dejándome en la oscuridad y solo, haciendo caso
a la habitual prudencia de un nómada que no debe dejar de obedecer las
leyes del desierto.

Acampo esa noche en un uad de Tiris, cuyo paisaje puedo descubrir


más adelante: un lugar de abundante batha, fina, cristalina, suave, arenosa,
cálida con dispersados grupos de acacias donde se percata el fresco olor
de su amarilla flor anish. En el uad abunda leña de un arbusto llamado

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askaf, restos de yamra, una espinosa hierba deliciosa comestible cuando
está verde y espinosa cuando se seca, algo de elguerreima muy verde y
extensas superficies de nsil fresco, un auténtico y merecido agasajo en
esta noche para mi dromedario.

No tengo que buscar el refugio entre los brazos de una murcballa ni


de askafalla, sino en una lisa superficie del batha. Ahí, tras librar el lomo
del dromedario de mi rahla, trenzar entre sus patas delanteras elgüeid,
recoger su jzama enrollándola sobre su elegante cuello, le doy una
amigable palmada para que se sienta libre y paste esta noche sin alejarse
de mí. Estiro mi suave aliuish sobre una superficie que he revisado
detenidamente por si hay restos de espinas de talha. Me apresuro a buscar
leña, y enseguida tengo mi draa de askaf, por no decir una arroba,
suficiente para alumbrar y preparar mi comida.

De mi tasufra saco las provisiones de esa noche, un pilón de azúcar


sólida belga, envuelto en dos papeles, uno blanco y el otro azul, sujetados
con dos pequeñas cuerdas, como un legendario caballero andante de la
badia, vestido de gala, con dos daráas, blanca y azul, con sus correajes o
znaid.

Luego extraigo de un saco las caderas de una gacela que he cazado


poco antes de ocultarse el sol. Esta noche mi plato es una mreifisa, un pan
sin levadura jubsetftur, preparado bajo arena caliente con ligeras brasas
por encima, troceado y mezclado con el caldo de la carne y un poquito de
aceite, así el manjar del nómada ya está listo.

Mientras que se prepara mi cena, estoy tomando el segundo vaso


del té a la luz de mi modesta hoguera, y he de decir que ya con el primero
se me ha ido quitando todo el cansancio. Con el segundo, interiorizando mi

59
mundo de nómada y pensando en mil incoherentes historias, hermosas
mujeres de la badia, venta, compra, trueques de mercancías de caravanas
desde Tombuctú a Gleib El Cabo, me entran ganas de silbar un estribillo
con letras de unos versos de un poeta perseguido desde su tierra y muerto
en unos montes de Tiris, quien antes de ser ejecutado pidió que le dejasen
cantar sus últimos versos:

“Mallijlig mah elmactub,


U el mactub elal abad irah,
Yaugui hadu galabt Sheirug
U hada zaad Egleib Elquirah.”

“Inevitable lo ya predestinado,
lo escrito es ineludible,
admirados son estos montes de Sheirug,
precioso es el monte de Gleib Elquirah.”

Siento que no estoy solo en esta noche de mi desierto, con la mirada


perdida en el horizonte disfruto unos instantes silbando aquellos versos de
Sheirug y meditando cómo no habían dejado libre al poeta prisionero
después de deleitarles con estos hermosos versos. Al terminar mi cena
aún me queda tomar la tercera tanda del té que he dejado para después.

Acerco mis manos al calor de las reservadas brasas apartadas de la


hoguera y miro hacía mi izquierda. Observo que en el horizonte nace una
media luna que va cobrando a cada momento más luminosidad,
ofreciéndome desde donde estoy sentado poder ver la silueta blanca de mi
marcub pastando muy cerca de mí a la luz del gamar.

60
Y con la prudencia habitual de un beduino exploro con mi mirada
todo a mi alrededor, aplicando el proverbio saharaui “Laard tuled blaa
draa”, es decir “los imprevistos de la tierra”. La luna casi está llena,
radiante, lúcida. Observo de nuevo fijamente un pequeño relieve que se
destaca en el horizonte, justo enfrente de mí sin hacer ningún cambio de
ángulo. Ignoro la vecindad de un sujeto principal y referente en la alborada
noche de mi gamar sahariano.

Pequeño y humilde pero gigante entre los grandes pudiendo ser


nada más y nada menos que él mismo, eso es llanamente Lembeidii el
magno, el “abrazado por su duna” como ya lo había descrito un poeta.

A un verso se puede preguntar, a un poema se puede confundir. Un


manuscrito de Badi encontrado en Tiris. Un ignoto lunar en la geografía de
Tiris meridional. Un perdido rincón del Paraíso, el apremiado entre los
más afortunados para los nómadas del desierto, porque es el nombre de un
monte que inspiró al decano de los poetas de Tiris, Badi.

Lembeidii es el ingeniado, el innovado, el esculpido, el ideado, el


compuesto, el realizado, y así es él, por eso su nombre es un verso o un
poema.

¿Pero dónde esta Lembeidii de todos los saharauis? ¿Es ese


Lembeidii arropado por una duna y cantado en un poema por Badi
Mohamed Salem?

No hay más que decir de Lembeidii, ya todo sobre él lo ha dicho el


poeta de Tiris:

“Lembeidii u ilbu leelih

61
ana nibguih,
Galb u guird u shalja u msaad.”

“Lembeidii y su duna
yo tanto les quiero, monte, duna
valle y su orientación.”

Cuando comienzo a rezar ya ha amanecido, inclino la cabeza a mi


derecha para concluir la oración. Recito el fin del rezo “saludo a mi
derecha y a mi izquierda y a todos los profetas y misioneros” y en esa
dirección está mirándome un pequeño monte abrazado por una blanca
duna. Son el mismísimo Lembeidii y su duna, varados en el ombligo de
Tiris, sin lugar a dudas, es otro profeta, otro misionero, al que también
estoy rezando.

Notas:

- Dayar: Buscador de dromedarios, lluvias, agua pastos etc.


- Wtshsh wtshsh wtshsh: vocablo con el que se ordena al dromedario para
que se arrodille.
- Garbus: pieza de la montura que separa las piernas del jinete.
- Rahla: montura del dromedario.
- Harec el extremo delantero donde termina el lomo del dromedario.
- Lejzama: riendas de cuero.
- Agaal: cuerda elaborada de fibra de arbustos para detener las patas
delanteras del dromedario en situación de arrodillado o en descanso.
- Tiris: Region sur del Sahara bastas sabanas, ríos y montes muy cantada
por los poetas.
- Uad: Río seco con vegetación.
- Elguerreima: Especie de lechugas salvajes del desierto.

62
- Aliuish: Manto de piel del cordero con mucho pelaje.
- Badia: Campos verdes del desierto.
- Gleib El Cabo: Una montaña en Tiris que lleva el nombre de un cabo
español.
- Jubsetftur: Típico pan de los nómadas sin levadura y preparado
enterrado en tierra caliente.
- Murcballa: Arbusto muy tierno y apreciado por los dromedarios.
- Askafalla: Arbusto con alto contenido de sodio apreciado por los
dromedarios en invierno.
- Nsil: Fina hierba conocida en Tiris de la que se alimentan todos los
rumiantes del desierto.
- Tasufra: Mochila grande de los beduinos, hecha de cuero. Se coloca
justo detrás de la montura del dromedario.
- "Laard tuled blaa draa”: Sabio proverbio saharaui que dice la “tierra
pare sin ubre” en alusión de los imprevistos que uno no espera hasta que
suceden.

63
“GAMEL, EL REGALO DE UN TARGHI”

Por Ricardo Acra Caudet

Todos y cada uno de los hombres que nacen en las dunas llevamos
un targhi dentro de nosotros.

El concepto de esta palabra es que un hombre del desierto ama su


tierra por encima de todo lo demás.

Y desde el momento que pisa el suelo, siente la necesidad de


recorrer su tierra, en un eterno camino.

A veces, le toca un terreno pedregoso, sin sombra protectora, con


viento que mueven las piedras y calores que revientan las rocas con el
frío de la noche en medio de la nada. Otras veces, camina sobre blanda
arena morena como su piel, y sus huellas las borra el viento.

El desierto tiene mil caminos invisibles, como el mejor de los


secretos escondidos. Y...

Raschid se los conocía todos... llevaba toda la vida caminando por la


tierra que vio al nacer y que pisó en su primer caminar. Tenía desde niño...
el espíritu targhi... y su sangre era de arena y su fuerza era siroco...

Pero, después de tanto tiempo, sentía el cansancio de su cuerpo,


pero su espíritu le impedía rendirse. Se sentó en una piedra bajo una
pequeña acacia, a descansar y....

¡La piedra se movió tirándole al suelo!

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Era un Djinn, un duende o demonio del desierto. Hay buenos y malos,
pero Raschid tuvo baraka y el djinn era bueno.

Se compadeció del hombre y para mitigar su cansancio, sonriendo


cogió una nube, que en aquel momento, pasaba por el cielo, y con unos
movimientos de las manos y con soplidos mágicos, moldeó una figura de
cuatro patas, con una elevación y un largo cuello. Y se lo regaló al targhi
Raschid.

Eso es una leyenda que se cuenta en las noches del desierto, y los
ejti sagirs abren los ojos, asombrados y sonríen al comprender que...

El amigo y compañero Gamel, no bebe mucha agua, porque está


hecho de una nube.

Y al ir a dormir, su Nounm será siempre.... ¡Convertirse en un targhi!

Esto es el espíritu del desierto... que tengo dentro y me hace soñar...


¡como un targhi!

65
“LA TABLA DE MULTIPLICAR”
Por Limam Boisha

El frío de la mañana achataba el cerebro y una nube helada envolvía


el ancho espacio de la clase y nos obligaba a acurrucarnos en las mesas
buscando alguna rendija de calor, mientras tanto, un vacío de hambre
estrujaba nuestros estómagos y desde algún oscuro pozo de pellejo de la
mesa de al lado se elevaban maullidos como si alguien tuviera allí un gato
oculto en sus entrañas. Durante aquellos meses el maestro nos abrumó
con la tabla de multiplicar, ¿no podía haber elegido otro mes más cálido
para esos ejercicios? No había terreno fértil para los números en mi
cabecilla, alojaría de buenas ganas panes, cuentos, lentejas, dibujos,
zapatos, geografía, abrazos cálidos que me podían amparar del riguroso
invierno que barría la Hamada entera.

Uno podía asegurar que hasta la tabla del Cinco el camino era
relativamente fácil, pero desde la del Seis y sobre todo la del Siete, Ocho
y Nueve, (descontando la del Diez) no había manera que los aprendiera y
más cuando mis dedos se entumecían y de las ventanas de mi nariz
chorreaba niebla y agua.

Al maestro parecía que le divertía nuestra ignorancia con la tabla y


cuando anunciaba su referida orden, sus ojos llenos de chanza, pillería y
maldad a partes iguales, se dilataban. Era un ser aburrido, sus
exposiciones eran tediosas y carecía de metodología educativa, nunca nos
enseñó estrategias, ni trucos, ni nada original para socorrer nuestras

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desabrigadas memorias frente al tedio de la tabla de multiplicar y ante la
lejanía de los consejos luminosos de nuestros padres.

- Saquen sus pizarras – ordenó con la típica expresión reflejada


en su semblante picado como un pedazo de carne.

Mientras colocábamos delante de nosotros las pizarritas, el maestro


facilitaba a cada uno una tiza para escribir el ejercicio, después iba
directamente al grano:
– Vamos a repasar la tabla de multiplicar, me imagino que todos
la han memorizado desde la primera a la última. Ahora
atención: si les digo 4x4 anoten directamente la respuesta y
cuando yo golpee la mesa con el palo, quiero que todos
levanten las pizarras.

El maestro comenzaba a dictar las fórmulas: “2x3” y todos


plasmábamos la respuesta lo más rápido que podíamos, mientras tanto él
daba una vuelta por las mesas para verificar las respuestas. De nuevo:
“3x9” y con su palo de madera golpeaba otra mesa; cuando se percataba
que todo el mundo estaba respondiendo de manera satisfactoria, fruncía el
ceño y saltaba a otra tabla: “5x5”, ante esa combinación mágica (mágica
por fácil) dejaba pasar una larga pausa, mientras nosotros nos
recreábamos en una respuesta que ya dábamos por bebida y comida. En
seguida cambiaba de parecer y soltaba con voz aguda: “8x 6” y sin darnos
oportunidad a pensar la nueva respuesta golpeaba la mesa con el palo para
que todos levantáramos la pizarrilla.

En medio de la confusión no éramos pocos los que errábamos,


entonces él empezaba a pasearse como triunfador de mesa en mesa

67
viendo, señalando, corrigiendo y castigándonos con más deberes como
escribir en el cuaderno cincuenta o cien veces la tabla de multiplicar.

(Este hermoso relato y otros muchos puedes hallarlo en el Blog de


la Generación de la Amistad Saharaui)

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“SHARTAT Y EL PASTOR”
Por Xabier Susperregi
(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y al fabuloso Shartat)

Un día Shartat fue a visitar al pastor y como quiera que se le hizo


tarde, el hospitalario anfitrión le dijo que se quedara allí a pasar la noche.
Como quiera que Shartat no conseguía conciliar el sueño, se lo hizo saber
al pastor y éste le dijo:
- Shartat, haz lo que yo: acércate al redil y cuenta las ovejas.
Tengo cuarenta y seguro que te quedas dormido antes de
contarlas todas.

Eso hizo Shartat y se acercó al lugar donde estaban guardadas las


ovejas y empezó a contar:
- ¡Una!

Después dijo:
- ¡Dos!

Luego:
- ¡Tres!

Y así fue contando hasta detenerse después de nombrar el número


ocho.

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El pastor que se dio cuenta que su invitado dejaba de contar, se
alegró y se sintió satisfecho por el sabio consejo que le había dado a
Shartat.

Cuando amaneció, el pastor encontró a Shartat profundamente


dormido y tan solo halló treinta y dos ovejas.

70
“DE LA TORONJA Y DE LA TORMENTA”
Por Chedjan Mahmud Yazid

Un bosque verde espeso y muy cerrado, quizás es la imagen que


más me impactó en mi tierna infancia, porque, mi primera exclamación al
verlo desde la guagua “Girón V” era: “uy, si me meto allí, me perderé para
siempre”. Tenía apenas 9 años de edad, quizás ya cumplidos o todavía por
cumplir o, ¿tal vez 10 años?

Con el tiempo, aquel bosque tenebroso se convertiría en tantas


cosas para mí que, hoy en día aún añoro su generosidad, complicidad y
compañía. Fue mi cobijo; mi alimento; mi mar; sitio de mis juegos y
travesuras y cómo no, mis amores y desamores.

Era el mes de octubre de 1982 y, mi inquieta curiosidad volaba y


tanto que se me difuminaba casi por completo: qué soy; de donde vengo;
porqué vengo; a donde voy etc. Tantas cosas que marcan y marcarían para
siempre mi vida. En esos momentos se abría para mi un mundo nuevo, una
vida en la que me sumerjo profundamente en todos los sentidos y
maneras. No tenía lugar en mi mente otro fin, que explorar el lugar donde
estoy, aquellos frutos grandes y amarillos que colgaban de los árboles y
que se veían por todas partes en cantidades infinitas, hacían latir aún más
fuerte mi curiosidad y mi apetito, que sin saber todavía qué era aquella
fruta o especie vegetal, ya la deseaba y, no tuve que esperar tanto, justo
al bajar de las guaguas corrimos en desbandada a los árboles y el griterío

71
de todos y advertencias de otros no tenían cabida en ningún corazón en
aquel intenso instante.

La TORONJA, que así se llama a ese fruto tan absorbente en su


presentación natural, fue mi primer bocado en Cuba, sí, comí toronjas
hasta la in saciedad, también la añoré, la agasajé, bailé y lloré en su honor;
caminé largas jornadas en su busca y la encontré y, otras veces no; ahogó
mi sed; fue motivo de mis peleas colegiales y, fue regalo una y mil veces a
mis enamoradas y me alegré al recibirla como obsequio, la guardé bajo
tierra como un tesoro en las épocas de escasez, luego iba a escondidas
para saborearla, también la maltraté, porque era la mejor herramienta para
sustituir una pelota de béisbol que era nuestro deporte predilecto.

Cuba, abrió sus puertas de par en par para mí, para nosotros y para
millares de jóvenes de otros centenares de países. Cuba era mi destino y
mi tierra de acogida durante 13 largos años pero también fructíferos y
hermosos. Estudié casi todo el ciclo formativo allí, desde 5º de primaria
hasta graduarme en la universidad. Yo definiría a Cuba como mi madrastra,
pero esa que fue buena en todo momento, tolerante, eficaz, alegre y a la
vez severa, me dio lo que tenía y se esmeró de que no me faltara ni me
pasara nada y hasta me agasajó como hijo predilecto, sobre sus propios
hijos. En Cuba no me permitían dormir porque me decían, que sólo es
necesario dormir cuando se esta muy cansado y a mi edad, ni siquiera
había dado un paso de la vida real y... gracias a Dios, nunca desoí sus
sinceros consejos y traté con todos los medios de estar siempre en pie.

Nosotros: éramos 600 niños de entre 9 y 12 años de edad, todos


nacidos en plena guerra del Sahara Occidental y nuestra primera infancia
fue marcada por el fusil y la bala, las trinchares y el miedo constante y
sobre todo los largos viajes a todas partes y a ningún sitio. El Sahara, tan

72
luego supe que era el desierto más grande e inhóspito del mundo y, que mi
país se llama así porque esta en su parte más occidental. Mi país ahora sé
que existe realmente, porque convivo con personas que han estado o
viven allí. Aquellos murmullos que oía de pequeño sobre un tal Sahara
Occidental y sus ciudades y sus barrios eran ciertos y, que mi padre murió
defendiéndola.

Cuando abandoné Cuba, ya con 22 años y estaba bastante crecidito


y con un titulo de licenciado bajo el brazo, era un mes de octubre, como
antaño cuando llegue a la isla, no tenía una idea exacta de a dónde iba,
pero quería ir, ver a mi familia era lo más urgente, de la última vez hacía
ya 13 años, un día me desligué de ellos sin mediar palabra y ese hecho
también para siempre separó nuestras maneras y actitudes, cierto, ya no
me acordaba de sus rostros ni de sus palabras. Mi reencuentro fue
lamentablemente frió, pero intenso, no derramé lagrima ninguna, apenas mi
madre pudo dejar ver unas cuantas gotas. Tenía una sensación rara en
esos momentos, que más adelante. esa sensación se transformaría en
confusiones, malentendidos, incoherencias, pensamientos raros,
obligaciones...

Así, casi agobiado hice volar mi imaginación y, lo hice de todas las


maneras posibles, en uno de esos vuelos, año y medio después de mi
llegada a Tindouf, aterricé en Gran Canaria, era marzo 1997.

Ésa, es otra historia y, otra lucha. Supe aquí en canarias que 2 y 2


no son siempre 4 y otras cosas más y supe cual es mi razón de ser en esta
vida y también cuál es la de los tigres y los leones, las hormigas, los
buitres y las hienas.

73
Por ejemplo hoy sé que estoy desarraigado, que tengo cien cabezas
y mil lenguas; mis pasos van marcando un rumbo de lo que no tenía que
haber pasado nunca o, tal vez sí, pero, sé que mi tristeza no es contagiosa,
porque va encubierta con chocolate y un trasparente hilo de miel para
disimularla.

Por ejemplo, que los buitres se alimentan de los animales muertos y


vuelan muy alto y; las hormigas son tan fieras y voraces como los leones.

En fin, que con esto pretendo que me comprendan y que cada cual
dé buenamente mucho de sí, siempre, siempre, siempre.

(10 de octubre de 2004)

74
“SHARTAT Y EL GENIO DE LA TETERA MARAVILLOSA”
(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y al fabuloso Shartat)
Por Xabier Susperregi

Se encontraba Shartat hambriento y caminando por el desierto


cuando observó algo que brillaba y sobresalía un poco a lo lejos de la
arena. Se acercó rápidamente llenó de curiosidad y al retirar con cuidado
la arena, encontró una hermosa y vieja tetera de tassamint, cobre rojizo.
Al destaparla, para su enorme sorpresa salió de su interior un diminuto ser
ataviado con su darrah.

Era muy pequeño y también tenía una pequeña voz que dijo así:
- ¡Shartat! Soy el genio de la tetera maravillosa. Por haberme
liberado te concedo tres deseos.
- ¡Habla más alto! No puedo oírte –dijo Shartat.

El genio entonces se subió a una piedra que allí había y así habló
más alto, pero con la misma pequeña voz:
- ¡Shartat! Soy el genio de la tetera maravillosa. Por haberme
liberado te concedo tres deseos.
- ¡Grita! Por favor, que no puedo oírte –dijo Shartat, al tiempo
que se agachaba para estar más cerca del genio y saber qué
le decía.

75
Entonces, el genio de la tetera maravillosa se colocó justo junto al
oído y soltó un grito tremendo:
- ¡Shartat! Soy el genio de la tetera maravillosa. Por haberme
liberado te concedo tres deseos.
- ¡Maldita sea! –dijo Shartat echándose las manos a los oídos.

Había gritado tanto el genio que Shartat tampoco había podido


escucharlo. Y entonces le dijo:
- Háblame por favor, en un tono que pueda entenderte.
- De acuerdo. Soy el genio de la tetera maravillosa que por
liberarme te acaba de conceder tus tres deseos. ¡Hasta dentro
de mil años!

Y tras decir aquello desapareció tal y como había llegado. Shartat se


encogió de hombros y dando una patada a la tetera continuó su camino.

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“LA MUJER DE LA MELFHA ROJA”
Por Limam Boisha

La música inundaba jaimet Rrag (la jaima de la boda). En su centro


habían improvisado un cuadrilátero de tela blanca como escenario del
baile, para que el público sentado alrededor no la traspasara. Dentro sólo
bailaba un hombre, que para no ser reconocido por la gente cubría su
rostro con un turbante. Saltaba de un lado a otro estirando sus piernas
hacia el aire como tijeras oxidadas y con el tornillo flojo. Buscaba entre el
público algún cómplice y cuando no lo hallaba empujaba hacia el perímetro
a cualquier persona para que le hiciera compañía. La gente intercambiaba
miradas de desaprobación y tomaba al hombre por loco.

“Es mejor la jaima vacía que éste pobre diablo bailando solo” -
susurró el Auzir, el ministro de la boda, al agobiado novio, asfixiado entre
la multitud de parientes, amigos y desconocidos. Un par de amigas o
familiares de la novia - ausente por decreto- estaban dispuestas a bailar y
animar la boda, pero desistieron ante la inesperada presencia del familiar
mayor, transgresor de los códigos no escritos que no permiten su
presencia en una boda.

Boda que el grupo musical no lograba animar. Algunos hombres, en


su mayoría de pie al final de la jaima, llevaban las manos cruzadas o en
sus bolsillos y se camuflaban bajo sus turbantes, para ver sin ser vistos.
Masticaban frases: “Esta boda, más que boda, es un entierro”, susurraba
uno. “Floja. Insípida”, decía otro. Porque no habían visto mujeres
hermosas y porque el cuadrilátero estaba desierto y no acababa de
animarse y anhelaban ver muchachas joviales bailar sobre las alfombras.

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Un grupo de mujeres que formaba un semicírculo en una esquina,
juzgaba que no existía mejor escaparate para las jovencitas que una boda.
No tanto bailar, como ser vistas, y quién sabe, suspiró una, quizá mi hija,
sea la elegida. Aburrida de tanto murmullo se levantó la muchacha de
melhfa color rojo vivo y mirada enigmática. Bailó y alumbró la jaima más
que el ruidoso generador de luz alquilado. El vuelo de sus manos era
música con la música. Oleaje, pan, cintura de duna. Promesa que enlazaba
danza y deseo. Manantial su cuello, líquida fragancia, burbujeante el ritmo
de sus pies descalzos sobre la alfombra. Los turbantes que antes ni
siquiera sospechaban de su existencia, ahora preguntaban “¿quién es la
muchacha de la melhfa roja?” Querían saber su nombre, su familia, su
fracción, su tribu y, “¿en qué campamento vive?”.

Detrás de ella salieron otras mujeres y bailaron, algunas con gracia


y hermosura, otras con repertorios complicados, todas orgullosas, con sus
cuellos en alto, desafiantes, animadas por el entusiasmo, las ovaciones
solidarias, pero no encandilaron tanto como lo había hecho la muchacha de
la melhfa roja, que entró, bailó y desapareció. Ella, la afortunada que en
boca de todos, se llevó la Cabeza de Avestruz *.

* En la cultura saharaui, Ras Anaama o Cabeza de Avestruz, es el


símbolo de la belleza femenina.

(Este maravilloso relato de Limam Boisha puedes encontrarlo en el Blog


de la Generación de la Amistad Saharaui o bien, en el Nº 31 de la Revista
Shukran)

78
“GANFUD SAU-UAF Y SHARTAT” (GANFUD ZAHORÍ Y SHARTAT)
(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y a los fabulosos
Ganfud y Shartat)
Por Xabier Susperregi

Cierto día Shartat observó al erizo Ganfud con su debus o vara en


las manos, caminando de forma extraña, como si anduviese buscando algo.
Con curiosidad se acercó preguntando:
- Amigo Ganfud... ¿se puede saber qué estás haciendo?
- Ando buscando agua. Mi padre me enseñó cómo hacerlo y a él
su propio padre y a su padre le había enseñado el suyo quien
lo aprendió de...
- Para, para... –pidió Shartat que se quedó quieto observando,
pensando que Ganfud trataba de engañarle una vez más.

Finalmente, Ganfud se detuvo con su debus cerca de una piedra


redondeada parecida a una tortuga y cogiendo su bala (pala) que tenía
cerca, se puso a cavar mientras Shartat empezaba a reír y a medida que
pasaba el tiempo reía más y más hasta quedarse riendo por los suelos. Y
no dejó de hacerlo hasta que oyó gritar a Ganfud:
- ¡Lo logré!

Después cogió Ganfud su pequeña garraf (jarra) y efectivamente


pronto pudo llenarlo y beber de él.

Shartat no salía de su asombro y entonces Ganfud le dijo:

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- Seguro que cerca de tu jaima también hay agua abundante.
¿Pero qué me darías a cambio de decirte dónde debes cavar?

Entonces sacó Shartat un trozo de queso que había robado al pastor


y se lo ofreció como pago.

Pronto estuvo Ganfud con su debus cerca de la jaima de Shartat y


después de unos minutos se detuvo tal y como hizo anteriormente cuando
encontró agua.

Shartat cogió su bala y se puso a cavar y cavar mientras que Ganfud


marchaba feliz con el trozo de queso que había robado Shartat al pastor.

Allí quedó Shartat horas y horas cavando sin encontrar nada.

Al día siguiente, Edbaa el lobo se detuvo extrañado al ver a Ganfud


con su debus caminando de forma extraña cerca de una piedra redondeada
parecida a una tortuga...

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“RÍO DE ORO”
Por María Jesús Alvarado

José, el viejo, había sido pescador de altura cuando joven, hasta que
una caída le obligó a quedarse en tierra y dedicarse a tareas menos duras.
Desde entonces, todos los domingos por la mañana se levantaba muy
temprano, cogía sus aparejos –minuciosamente puestos la noche anterior-,
el bocadillo y el puñado de almendras que le preparaba su mujer, Balbina,
y se marchaba al muelle, de donde volvía bien pasado el mediodía con un
buen cargamento de pescado.

Alguna que otra vez lo acompañaba Balbina, pero generalmente


prefería ir solo, pues a ella le resultaba difícil pasar tantas horas lejos de
la casa, sin echar una mano a la hija en la comida o en tantas cosas que
siempre hay que hacer en una casa de familia. A José se le iba la mañana
en entretenida conversación con su caña y con los ejemplares que ambos
iban robándole al mar, ese inmenso mar azul que tantos bellos momentos
de juventud traía a su corazón solitario. La ría de Villa Cisneros tenía un
encanto especial y sus aguas tenían tanta vida que le resultaba más que
suficiente para apagar la nostalgia de alta mar que a menudo le
sobrevenía.

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Violeta tenía seis años la primera vez que su abuelo la llevó con él a
pescar. Llevaba tiempo insistiendo en ir, pero siempre tropezaba con la
misma respuesta: “Aún eres muy pequeña”.

Ahora, por fin, parecía que había llegado el momento tan esperado:
- Tendrás que madrugar mucho. Y aguantar en el muelle toda la
mañana –le dijo el abuelo-, si no es así, no te llevaré otro día.

El sábado por la noche no podía quedarse dormida. ¿Le dejaría el


abuelo coger la caña a ella sola? ¿Sacaría muchos peces? ¿Y si se caía al
agua? Violeta se hacía mil preguntas, inquieta, y mil respuestas se daba a
sí misma: “Mamá dice que es muy peligroso sentarse en el borde... ¡En el
muelle el mar está muy hondo, y el abuelo ya está un poco mayor para
tirarse a salvarme...! No me tengo que preocupar, con el abuelo no me
puede pasar nada, y además me enseñará a pescar tan bien como él...” Y
cerró los ojos, bien apretados, deseando que pasaran las horas.

Al fin llegó el gran día. Se levantó de un salto en cuanto el abuelo la


despertó, todavía oscuro. Desayunaron juntos, cogieron los aparejos, dio
un beso a su madre y a su abuela, que se habían levantado para la ocasión,
y salió con una mano fuertemente agarrada a la del viejo y con un pequeño
balde en la otra.

Estaba empezando a clarear, y una espesa niebla a ras del suelo


hacía el momento más especial aún para Violeta. Notó un poco de frío, a
pesar del chaquetón de lana que llevaba, pero no dijo nada. Caminaron en
silencio hasta el final de la calle, totalmente mojada a esta hora, bajaron la
cuesta de muelle, pasaron la pequeña playa dormida y siguieron a lo largo
del espigón hasta casi llegar al final. Un poco más allá estaba sentada una
pareja un poco mayor, con su caña en alto. Y en el mismo extremo, unos

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cuantos hombres. Pensó que todos habían madrugado mucho, aún más que
ellos. Al verlos llegar, saludaron a José.
- ¡Buenos días! ¡Hoy viene muy bien acompañado!
- ¡Buenos días! Sí, es mi nieta. Quiere aprender a pescar, así
que, a partir de ahora tendré ayudante.

Se apartó unos pasos.

- Aquí estaremos bien, pequeña.

Soltó los aparejos y los dispuso ordenadamente, explicándole,


mientras preparaba la caña, la utilidad de cada elemento. Se sentaron en
las sillitas plegables que José había llevado colgadas al hombro, el balde
entre los dos, el engodo de pan y sardinas junto a la bolsa de los
bocadillos, y esperaron en silencio, sin perder de vista la pequeña boya de
corcho de fabricación casera. Violeta estaba emocionada. Ya no tenía frío,
y pensó que nunca había olido el mar de forma tan intensa.

El abuelo le había dicho que cuando se iba a pescar no se hablaba,


sólo se estaba atento al mar y, si se tenía práctica, hasta se oían los peces
cuando se acercaban. Así que permaneció callada, esperando contentar al
abuelo para que le permitiera volver. Él la miraba de reojo, satisfecho, y
de vez en cuando le guiñaba un ojo cómplice, o le explicaba en voz baja
algún detalle.

La mañana transcurrió muy rápidamente. Habían pescado bastante y


estaba entusiasmada. Era mucho más divertido de lo que había imaginado.

De vuelta, bajo el sol intenso, le preguntó:


- ¿Puedo volver contigo el próximo domingo, abuelo?

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- Claro que sí, pequeña, claro que sí.

Le apretó la mano muy fuerte hasta que llegaron a asa y se lanzó


feliz a los brazos de su madre.

II

A lo largo de sucesivos domingos de pesca, José el viejo enseñó a


su nieta muchas cosas, no sólo de la pesca sino de la ría. Le contó muchas
historias de cuando él era joven; de tiburones y ballenas, de las
costumbres de los nativos, de cuando su yerno –el padre de Violeta-
estaba vivo, antes de aquel terrible accidente, e iban todos juntos a pescar
con ella dormida en el capazo, y planearon ir en falúa un día de estos al
poblado de Argub, al otro lado de la ría, e incluso llegar a istmo, y más
allá, a ver el Atlántico... tendrían que animar a mamá.

Una de esas mañanas, mientras aguardaban en silencio que algún


pez rompiera la calma, Violeta preguntó en voz baja:
- Abuelo...
- ¿Ajá? –sin quitar la vista del mar.
- ¿... y por qué le llaman Río de Oro?
- Dicen que los primeros españoles que llegaron por mar, al
amanecer, cuando el barco se adentraba en la ría, vieron
cómo de pronto las arenas de ambos lados de la costa se
volvían doradas y el mar, por la enorme cantidad de peces
que en él había, brillaba bajo el sol como si fuera oro. Le
llamaron en ese momento Río de Oro, y así se ha quedado
desde entonces.
- ¿Y tú lo has visto?

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- Dicen que, todavía hoy, si la noche ha sido clara y con el
grado de humedad adecuado, puede verse de igual manera.
Pero yo nunca he tenido la suerte en tantos años viniendo a la
ría de madrugada. No sé si será verdad o fantasía de algún
borrachín de amanecida.

III

No habían dado las seis cuando José el viejo despertó a Violeta


apresuradamente.

- ¡Anda, pequeña, levántate! ¡Debemos ir corriendo al muelle!

Violeta protestó adormilada:


- Pero abuelo, hoy voy a la escuela. Hoy no vamos a pescar. Te
has confundido de día, abuelo.
- No, chica, ya sé que hoy no toca pesca, pero tengo un
presentimiento. Debemos darnos prisa. Hay que estar en el
muelle antes de que salga el sol. ¡Venga, venga! ¡Vístete
rápido!

Violeta no se atrevió a protestar a pesar del sueño que tenía y de


que aún parecía ser noche cerrada. El nerviosismo y entusiasmo del
abuelo le decían que debía obedecer sin chistar, así que se vistió
rápidamente y salieron apresurados, ante la sorpresa y las protestas de la
madre y la abuela que tampoco recibieron mayor explicación.

El viejo la agarró fuerte de la mano y la hizo correr, más ágil casi él


que ella, toda la calle hasta la cuesta grande y hasta la playa, y luego

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hasta la mismísima punta del muelle. No había nadie más. Pararon, casi sin
resuello. El aire era frío y el cielo comenzaba a clarear con un azul limpio
e intenso.

Tras la orilla de en frente comenzaban a aparecer los primeros


rayos. El viejo subió al muro de un salto e hizo un gesto a Violeta para que
le siguiera.

- ¿Qué es, abuelo?


- Espera, espera... no sé... tenemos que esperar un poco a ver...

Pasaron unos minutos. José, aún cansado por la carrera, miraba


alternativamente al cielo y al mar. Violeta miraba al cielo, al mar y al
abuelo. Olía bien, como siempre. Se distrajo siguiendo el vuelo de una
gaviota y de pronto el abuelo, emocionado, le gritó:
- ¡Mira, pequeña, mira el mar!

El intenso azul se borraba ante sus ojos y se convertía poco a poco


en refulgente oro. Los rayos de sol que aparecían tras la ribera opuesta
iban difuminando su contorno y la fundían con la ría que, lentamente, se
encendía como un mar de fuego, hasta alcanzar la orilla en la que ellos se
encontraban. En pocos segundos, todo a su alrededor, hasta el suelo que
pisaban, brillaba como el sol.

Ya no notaban el frío. Ni podían hablar. Llenos de luz, abrazados, en


el amanecer más hermoso de sus vidas, derramaron lágrimas de oro.

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“LA MANSIÓN DE ADOBE DE BIRGANDUZ”
Por Chejdan Mahmud

Estuve a punto, pero, no lloré. A mi llegada a la daira de Birganduz


en los campamentos de refugiados saharauis en Tindouf, sobre
impresionado, empecé a tomar fotos antes de hablar o saludar a nadie. La
casa de mi tío Mohamed Lamin estaba destruida, su bello salón que, días
antes era el refugio de su también bella sobrina que había contraído
matrimonio una semana antes de las inundaciones, estaba por los suelos.
No lloré, no lloré, motivos me sobraban para hacerlo después de ver tanta
desgracia. Había llorado cuando vi a mi madre en tan grave estado
psíquico. Pero, esta vez algo me cortó de cuajo el desgano de todo y de
nada, aparte, de no ver a nadie llorando y, todos viendo a sus casas, su
sudor por el suelo. ¡Increíble!

Al acercarme a uno de los refugios improvisados, una tienda de


campaña malograda, un fino hilo musical de al haul atrajo mi atención
irremediablemente, porque no me lo creía, -eso de tener ganas aún de
escuchar música después de todo lo que pasó-, dentro de esa jaima se
respiraba un aire verdaderamente agradable, mi prima, la recién casada,
hacía el té al ritmo del suave al haul que yo escuchaba antes, en medio de
mis luchas internas por llorar o no. Me invitaron a sentarme y, lo hice,
entonces no tardaron las bromas y las risas sobre lo sucedido.

No vi lágrimas ni sollozos ni lamentos; vi risas y cuentos


extraordinarios sobre sus propias desgracias.

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- Uds. si son grandes -pensé yo.

Mi otra prima Haila, con su sonrisa contagiosa me contaba lo


extraordinario que es oír caer el adobe al ritmo de los truenos y Alhija me
decía que al unísono de esos truenos subían más el tono de las alabanzas a
Dios.

Birganduz, sus casas de adobe no son tan pintorescas que las miles
y miles que inundan los campos de refugiados saharauis. Pero sí hay una
mansión también de adobe que su dueño había gastado un dineral muy
largo para construirla, y, ahora se ha quedado en cenizas. La vi, a sus
inquilinos no.

No sentí lastima, seguro ellos tampoco, sabemos los saharaui que en


donde estamos es impropio. Esa mansión ya no existe, sus dueños sí.
Ahora sé que no les vino la tragedia a los saharauis esos días de lluvia,
hace 30 años que la suya empezó, esto es una herida más de una larga
guerra. Tanto tiempo desviviendo, se nos olvido, y la fuerza, que estamos
en tierras ajenas. El exilio cruel e inhumano, nos lleno en su momento de
libertad y esperanza; hoy, es un magnánimo silencio, tal, que el saharaui
se ha quedado inmerso ya no, en su subsistencia, sino en su bienestar y
comodidad, que todo ser humano anhela y sobre todo, MERECE.

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“EL LOBO, EL COCO Y SHARTAT”
(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y al fabulo Shartat)
Por Xabier Susperregi

Era una época de gran escasez para todos los animales del Sahara
que trataban de sobrevivir fuera como fuera... casualidades de la vida, el
lobo fue a pasar junto a una palmera en el preciso instante en que se
desprendía de sus ramas un hermoso coco. Tuvo suerte de que no le diera
en la cabeza y más suerte aún de caer sobre una piedra; abriéndose y
soltando su líquido delante de sus narices.

Fue un auténtico descubrimiento con el que logró calmar su hambre


y su sed. Entonces se acordó de Shartat y de lo mucho que estaba
sufriendo a causa del hambre. Y cogiendo otro coco marchó rápidamente a
buscar a su amigo. Al verlo, le dijo:
- Mira esto Shartat, es algo valiosísimo. Tan sólo tienes que
golpear con fuerza y... a disfrutar comiendo y bebiendo.

Shartat cogió el coco entre sus manos y lo observó con extrañeza.


Después hizo tal y como le dijo el lobo: golpeó con fuerza y comió y bebió
hasta hartarse, pobrecito lobo.

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“HEIDI, LA MAESTRA”
Por Limam Boisha

Heidi, se llamaba la maestra que nos daba clases. Era amable y


cariñosa con todos. La noche antes del examen nos estuvo haciendo un
repaso de las hermanas y las primas de las posibles preguntas del
examen, pues nosotros éramos un grupo de treinta y ocho niños saharauis
que cursábamos estudios de primaria en una escuela de un pueblo de
Habana Campo.

Después de terminar el repaso y haberse ido la maestra, algún


listillo o estúpido, qué sé yo, se le ocurrió decirnos a los treinta y ocho
que la buena de Heidi, nuestra maestra -en complicidad con el director-
nos habían soplado preguntas del examen y que nosotros como saharauis
no podíamos tolerar eso, dijo además, que lo hacían sólo para probarnos a
ver si aceptábamos. Estuvimos varias horas hablando de ello. Las
opiniones estaban muy divididas, unos decían que eso había que decírselo
al director, y otros decían que no, que eso era una tontería, (yo quería
aprobar y no me importaba cómo, y tenía ganas de decir que por qué no
nos calláramos y nos fuéramos a dormir y dejar las cosas como estaban,
pero no tuve el valor de decirlo allí ante todos) pero si a mí me daba igual,
para nada les daba igual a otros que estaban dispuestos a llevar el caso a
donde fuera. Tuvimos que votar y como casi siempre, ganaron los más
radicales, aunque con una diferencia mínima.

El lunes varios de los chicos fueron a hablar con el director


Valdemoro y le dijeron: “Nosotros los saharauis no queremos aprobar así,

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si creen que nos van a pillar de esa manera pues ten seguro que no
caeremos en esa trampa”.

- ¿De qué hablan?, les preguntó el director.


- De Heidi, la maestra, nos sopló las preguntas del examen.

El director mandó llamar urgentemente a Heidi, ella dijo que no era


verdad, que jamás se le ocurriría semejante disparate y allí mismo en el
despacho del director empezó a llorar. Los treinta y ocho niños nos dimos
cuenta del error y empezamos a abrazarla y a llorar con ella cuando nos
enteramos que iban a echarla de la escuela.

(Éste y otros maravillosos relatos saharauis de Limam y de otros


autores y autoras, los puedes encontrar en el blog de la Generación de la
Amistad saharaui)

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“SOY FATMA, SAHARAUI”
Por Cristina Molera

Tengo casi 40 años y no he salido jamás de aquí. Nunca quise


casarme, ni tener hijos, no, esta tierra inhóspita no es para ellos. Me niego
a que crezcan y un día tengan dudas sobre su identidad... como me pasa a
mí...

A veces quisiera huir, pero ¿a dónde?

Dicen que nací en un hermoso país que nos arrebataron, del cual no
recuerdo más que las historias contadas y recontadas por mi madre. Sus
ojos se humedecen cada vez que pronuncia las palabras: “mi casa”, ella no
es de aquí, su casa está en Aaiun, la capital de mi país, ese gran
desconocido para mí, y que tan sólo conozco a través de ella.

No recuerdo la edad que tenía, si de la primera imagen que me


persigue desde la más tierna infancia. Espumosas olas bañando mis pies...
y de pronto sólo arena y más arena, sol y una humilde jaima. Pero el agua
ya no está bajo mis pies. Todo es muy confuso.

Cada mañana, al amanecer, cuando el mohayem está en silencio,


suelo pasear hasta una vieja talha. Allí dejo fluir mis pensamientos, mis
planes, sí, porque yo también tengo planes.

Mis hermanas, más jóvenes que yo, presumen de “familia española”,


sus familias de acogida en verano. Tuvieron suerte, en mi época de niña

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no existía el proyecto de Vacaciones en Paz. Me cuentan que las llaman
por teléfono, que siempre tendrán una casa, me enseñan fotografías en la
playa. Playas con espuma blanca como la de mis sueños. ¿Será que
confundo la realidad con el deseo de haberlo vivido?

Quizá nunca estuve allí, quizá sí.

Malditos los que me robaron las ilusiones, malditos los que me


negaron mi identidad. ¿Quien soy? ¿Una saharaui exiliada, que ni siquiera
la reconocen por nacionalidad?

No soy argelina, jamás seré marroquí, pero tampoco seré española,


ellos renegaron de mi pueblo y nos abandonaron. Creo que no podré
soportarlo mucho tiempo más. Me estoy consumiendo por momentos. Que
nadie más se atreva a decirme que hay que esperar. ¿Esperar a que? ¿A
ser aniquilados? ¿A ser olvidados?

¡Basta ya, devolvedme mi identidad! Soy saharaui y mi nombre es


Fatma, no me olvidéis.

(Este relato y otros preciosos de Cristina y también de autores saharauis,


puedes encontrarlos en el blog: “siempresahara.blogspot.com”)

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“SHARTAT Y SU PRIMO PALESTINO”
(A todos los niños saharauis, a su maravillosa nación y al fabuloso Shartat)
Por Xabier Susperregi

Las historias y vivencias de Shartat se fueron haciendo más y más


famosas y salieron de los confines del país de los saharauis; tanto es así
que encontrándose un primo lejano suyo en un mercado de Jerusalén
donde vendía frutas y dátiles, pudo escuchar infinidad de hazañas suyas
narradas por un anciano que había recorrido maravillosos lugares donde
aprendió fabulosas historias, pero para quien su personaje favorito, no era
otro sino Shartat.

Hacía muchos años que no había tenido noticias de su primo Shartat


y el escuchar aquellos relatos le llenaron de ilusión para poder
reencontrarse y por ello decidió realizar aquel largo viaje para visitarle.

Pero... ¿qué regalo podría hacerle? –se preguntaba. Con los detalles
que narró el anciano, sabía que lo mejor que podría llevarle sería una
oveja regordeta o algo que le llenara el buche. Pero aquello tan sólo le
duraría unos minutos y él deseaba para Shartat algo muy especial y que
pudiera conservar mucho tiempo y así recordar su amistad. Además, no
podría realizar tan larga marcha llevando una oveja regordeta consigo.

Pensando y pensando, por fin tuvo una hermosa idea y estuvo varias
semanas preparándola. Marchó en busca de plantas de papiro y pasó
varias horas hasta encontrarlas. Tras recogerlas regresó a su casa y con
mucho mimo les cortó sus tallos y los puso en remojo. Durante varios días
estuvo consultando a todas las sabias ancianas que vio por el mercado y

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memorizando todo cuanto le contaban. Pasadas dos semanas, se dispuso a
cortar los tallos en finas tiras y a prensarlas con un pequeño rodillo. Con
mucho mimo también estuvo frotando suavemente el papiro con una
concha varias veces durante algún tiempo hasta que estuvo dispuesto para
la escritura. Y así, de su propio puño y letra, el primo de Shartat fue
escribiendo todas las recetas de cocina tradicionales palestinas que
aprendió de las sabias ancianas y que había memorizado como si del
auténtico tesoro que era aquella información se tratase. Aquel recetario
iba a ser el mejor regalo para el ser del mundo que más disfrutaba
comiendo. Así también, al quedar escritas, podrían conservarse para
siempre. Semanas de intenso trabajo pero que al primo de Shartat habían
producido enorme satisfacción.

Así pues emprendió un viaje lleno de calamidades pues el camello


sobre el que viajaba enfermó y tuvo que acabar el trayecto montado
encima de sus sandalias. Pero había merecido la pena, porque al verlo
llegar, Shartat comenzó a saltar y correr como enloquecido de la alegría.
Pensando que su primo no vendría con las manos vacías.

Así era pues le entregó los papiros manuscritos, a modo de libro,


enlazados con finos cordeles dorados. Y Shartat cogió feliz su regalo y
corrió y corrió dando saltos hacia su jaima. El primo marchó también hacia
la jaima y al llegar preguntó:
- ¿Te gustó mi regalo?
- ¡Sí!, aunque estaba un poco soso –sentenció Shartat.

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“LAS TORRES DE RABUNI”
Por Chejdan Mahmud

Nada igual que una vista privilegiada, eso, es lo que ostentan, sobre
todo, las dos torres de Rabuni. Juntas o separadas están, depende del
ángulo del que las miras. Sus vértebras descubiertas te anuncian una
figura esquelética magullada y triste. El paso de las calamidades
climatológicas del insufrible desierto hacen mella en todo y todos, pero la
solemne postura de las dos torres, erguidas constantemente, desafiantes,
hacen que el mismísimo viento les cante su mejor canción a la vez que las
acaricia suavemente cada vez que se asoma por su lado.

Rabuni, se disuelve en la mesura del tiempo como Dios manda –


nunca mejor dicho-. Aquel regocijo patriótico, aquellos tiempos gloriosos
de la revolución; esa disciplina impecable; ese entusiasmo sin límites y
ese fervor contagioso, se han diluido con las miserias de sus casas de
barro y sus ministerios malogradamente feos. El bunker impecable de la
nación saharaui, el alma máter de un pueblo exiliado y el comedor de miles
de almas, es ahora un lugar fantasmagórico, habitado por figurantes de una
historieta invendible, (amén de los buenos creyentes).

Y esas dos torres, son como dos faros vigías que orientan a los
navegantes de las palabras y los flashes de las cámaras, a los sedientos de
alzar su mirada más allá de las ennegrecidas piedras del desierto. Me
atrevería a decir que no representan nada para nadie. Las sufridas miradas
de las personas que habitan bajo su sombra, aún esperan que termine la
última ronda del té. El mañana es todavía hoy para los saharauis.

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El pulcro silencio de las torres de Rabuni se diluye con todo y con
nada, algunos ajetreos mundanos: un taxi aquí; un raro uniforme militar
allá o, un desenfadado plebeyo insurrecto que necesita unos papeles,
deambulan erráticos siguiendo el chasquido de los pedruscos que visten el
suelo de Rabuni.

Las torres de Rabuni y, esas cuatro aglomeraciones de barro, que se


hacen llamar ministerios, tienen todo en común, no en la forma, pero sí en
el símbolo, representan... (no sé que representan), estarán allí hasta que el
cuerpo aguante. Mientras, el viento del desierto, el calor y el frío, más una
política exterior desentendida, seguirán azotando a uno y a otro
irremediablemente. Es cuestión de ESPERAR.

Sólo sé ahora, que nací esperando y por eso aprendí a tener


paciencia, mucha paciencia y las torres de Rabuni también, ya lo creo.

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“LOS DOS CAMELLOS”
Por Xabier Susperregi
(A todos los niños saharauis y a los que lo fueron)

La casualidad quiso que un hombre comprara dos crías de camello


que habían nacido el mismo día. Debieran haberse llevado como hermanos
aunque no lo eran pero no ocurrió así.

Mientras que uno creció fuerte y hermoso, el otro sin embargo


siempre fue algo más débil, también es cierto que el robusto se
aprovechaba su fuerza para comer mayor cantidad de plantas secas y
espinosas que encontraban en las afueras del frig.

Mientras que uno era bello y altivo, el otro no se sentía así y


siempre andaba cabizbajo. Su compañero no se cansaba de burlarle y de
hacerle sentirse mal.

Mientras que uno tenía una hermosa boca con todos sus perfectos
dientes, el otro pobrecito, cayó una vez sobre una roca puntiaguda y se
dejó parte de su dentadura, para siempre, en aquel lugar.

Mientras que uno era feliz con su vida, el otro no lo era.

Mientras que uno era ágil y veloz a pesar de su envergadura, el otro


era más lento y torpe, siempre tropezándose con todo.

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Mientras que uno se había convertido en el sultán de los animales
del frig, el otro era una especie de bufón del que todos los demás hacían
burla y lo despreciaban.

Mientras que uno soltaba unas patadas de que si te dan te matan, el


otro era muy noble, tan pacífico que jamás golpeó a nadie.

Llegó el día en que se acercó el dueño a los dos camellos y les dijo:
- Mañana he de madrugar y llevar a sacrificar un camello sin
falta, para pagar una deuda.

Uno se alegró de no ser él pues ya sabía a quién elegiría el dueño,


pues el otro también se alegró ya que de alguna forma se acabarían para
siempre sus pesares.

Así, mientras que uno descansó despreocupado toda la noche, el


otro permaneció sin dormir, observando la luna y las maravillosas estrellas
sobre el desierto y pensando que todo aquello se iba a acabar.

Al despertar, el dueño se acercó a donde estaban los camellos y


para su sorpresa y desagrado, descubrió que el camello que pensaba
sacrificar, había logrado soltar el lazo que lo sujetaba y se había escapado.
No tenía tiempo para ponerse a buscarlo y tuvo que llevarse a su
preferido.

Y es que a veces unidas; la belleza, hermosura, la fuerza, la agilidad,


una buena dentadura, dar buenas patadas y la velocidad no pueden
derrotar a la inteligencia.

99
Y nuestro camello inteligente, además de noble y pacífico, a falta de
más camellos, se convirtió también en el más bello, fuerte, ágil del frig y
además, vivió feliz.

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“DESDE MI AUSENCIA, CARTA PARA TI AUSERD”
Por Bahia Mahmud Awah

Mi querida Auserd, cuánto tiempo ha pasado desde que me separé


de ti, hace unos treinta y un años. Sabes que no he podido olvidarte, a
pesar de esas tres décadas que inicié con el éxodo el año 1975 y continué
con el exilio y la diáspora en el extranjero.

Cuando salí huyendo aquella noche dejándote atrás en las tinieblas


de la guerra, pensé que esta ausencia no podría ser más que varias
semanas o un mes, pero mis cálculos eran de un niño de 15 años. Fíjate
que cuando preparé mi evasión, con el consentimiento de mi mamá y mi
hermana, iba a llevar mi bicicleta pero al final mi opción estaba a la altura
de mi infancia que dejé entre los valles de tus magnos montes, Bumarca,
Buserz y Buguetalla. Decidí entonces no llevar nada salvo tus recuerdos,
sembrados por siempre en mi corazón.

Te seré sincero en esta carta contándote lo que me ocurrió los


primeros meses de mi huida entre la multitud de familias, que también iban
dejando atrás sus casas, sus ciudades y sus pertenencias. Al principio
pensaba que iba solo, pero después me fui encontrando en el camino del
éxodo con amigos y otras gentes venidas desde diferentes ciudades, El
Aaiun, Villa Cisneros, Argub, Smara, Bir Nzaran y hasta de ti, también
había amigos huidos que te abandonaban, como yo. Sentía consuelo al
encontrarme a conciudadanos y vecinos de nuestro barrio.

Mi madre fue quien me dijo “vete de aquí y rápate la melena porque


si te cogen los soldados invasores te la van arrancar pelito a pelito”; la
melena era símbolo de los jóvenes polisarios y yo no le hice caso en ese

101
momento, pero pensando que podía ser cierto me la corté al cero la misma
noche de mi evasión.

Pasé por los bombardeos de Um Draiga, me sorprendió el primero


justo en el pozo donde nos estábamos abasteciendo de agua con los
hermanos Jlil y Labat Slama, huidos también de mi pueblo, con quienes me
encontré en el camino. Labat era mi condiscípulo en el colegio y amigo, su
familia y la mía vecinos y amigos. La familia Slama me cuidó mucho hasta
que llegué a los campamentos de refugiados en el sur de Argelia.

Estuve tres años estudiando en el norte de Argelia terminando el


bachillerato en español con profesores SAHARAUIS, que hablaban el
idioma igual o mejor que mis primeros maestros de primaria que eran
españoles, y a quienes recuerdo con todo el cariño de mi corazón, como
Don Francisco y Don Emilio.

Querida Auserd: me tuve que ir a Cuba a terminar mis estudios


superiores. Allá conocí otro mundo diferente en paisaje a tus desnudos
montes y dunas, cubiertos por aquellos finos vientos que a veces soplan
para refrescarte del calor sahariano.

Allí me forje como valedor de mí mismo. En ocasiones me sentía


como huérfano cuando mis amigos recibían correspondencia de sus
familias, fotos, ropa... yo sabía que tú y los míos estabais muy lejos,
incomunicados y retenidos como escudos humanos en la ciudad. Pero
siempre te tenía presente, junto con mis recuerdos de la familia, a veces
soñaba que me llegaban cartas tuyas y que me contabas de mi familia y mi
colegio.

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Tantos años después cuál sería mi sorpresa, navegando por internet
me encontré con fotos tuyas de los años setenta hechas por un piloto y
otras actuales de un observador de los cascos azules de Naciones Unidas.
Qué hermosa estás, qué linda estás, como aprendí a decir en el Caribe. Te
ves radiante con tus típicas faldas blancas, las bellas dunas que visten tus
montes.

En la foto, volví a ver los valles de Ayhfun, nuestros lugares de


acampadas y excursiones con los maestros. Y vi Bumarca, con su marca
pintada en blanco, con la media luna y las letras ATN (Agrupación Tropas
Nómadas). Y vi Buserz, con sus miles de historias, muchas de ellas
protagonizadas por nosotros en nuestras escaladas.

Querida Auserd: me emocioné tanto al ver la entrada al patio de mi


colegio, en esa foto que está tomada desde un avión. Se aprecia la torre
del agua y el estanque donde salvábamos aves atrapadas durante el
verano.

¿Recuerdas aquella centenaria talha, acacia, donde jugábamos al


columpio colgados de sus fuertes ramas?, aún resiste, como resistimos
nosotros lejos de ti. Te conté una vez que me escondí debajo de ella con
mi hermanita Lehbeila, cuando se iba a marchar con mi hermana mayor a
vivir en Villa Cisneros. Yo no quería y, aunque mi mamá me explicó que mi
hermana mayor iba estar sola y necesitaría de ella hasta acomodarse y
conocer amistades, yo la escondí para que no se la llevaran.

Al ver el bloque de casas colominas donde tuvimos nuestro primer


hogar, y la otra nueva que construyó mi padre a finales del 74, me sentí
como si allí estuviera en realidad junto a ti, nunca dudé de tu hermosura,
única hija de Tiris, anfitriona de mis recuerdos de infancia. Me fijé

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detenidamente en el majestuoso cuartel donde tuve mi primer colegio, y
recordé mi primer regalo de Reyes, un parchís, tenía cinco años, y mis
maestros trajeron una acacia y la montaron en el patio del colegio, la
llenaron de colores y luces. Yo no entendía el motivo pero lo sentía muy
bonito y me gustó mucho el regalo y la fiesta.

Sobre el cuartel se veía la bandera de España. Eran otros tiempos,


al menos vivíamos en nuestras casas y contigo, Auserd, aunque me
hubiera gustado que aquella bandera fuera la saharaui, para que nunca se
hubiera izado la roja manchada de nuestra sangre, la bandera del invasor
marroquí, significaría que España habría cumplido con sus obligaciones
ante el mundo y nosotros los SAHARAUIS.

Querida Auserd: he conocido muchas ciudades y podría haberte


olvidado, pero tu amor anida en mis entrañas. Amé a la preciosa Habana,
conocí la inmensa y acogedora Madrid, la solidaria Argel, la amiga Bilbao,
la fresca y tolerante Barcelona, pasé por la helada Terranova y paseé por
la bohemia ciudad de Praga, pero no he encontrado ninguna como tú, que
haya robado de esta forma mi corazón.

Querida Auserd: me despido de ti con la ilusión de verte pronto


abrazarte y besarte hasta la saciedad, y me gustaría que en cada
primavera llevaras unos ramos de lehbalia y los depositaras sobre la rauda
de mi abuelo, que descansa en el cementerio en la falda de Buguetalla, y
rezaras por todos los que allí dejé de niño.

Te quiero.

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“UN DESIERTO CON FLORES DE PAPEL”
Por Miquel Cartró y Marta Fos
(Traducido del catalán por los autores)

En un rincón de los campamentos de refugiados saharauis, en el


campamento de Smara de Tindouf, vive Nabt, un niño saharaui de nueve
años que vive refugiado en el desierto con su familia.

Hace muchos años, cuando él aún no había nacido, sus padres, sus
abuelos y todos los saharauis vivían en su país, el Sahara Occidental. Pero
un día, hace más de treinta y cinco años, Marruecos envió a los soldados
para quedarse con su tierra. Hubo una guerra y los saharauis tuvieron que
dejarlo todo e ir hacia Argelia, para salvarse y protegerse de las bombas
que les lanzaba el ejército de Marruecos. Y así fue como encontraron
refugio en un desierto donde no hay plantas ni agua, sólo hay arena,
piedras y un calor infernal. Hace tanto calor que en verano pueden llegar
a más de 50º C.

La casa de Nabt es una tienda de lona, sin luz ni agua, que los
saharauis llaman jaima. En los campamentos de refugiados saharauis, no
hay juguetes y no se puede ver una flor en todo el desierto. Llevan el
agua que utilizan en unos camiones, tienen muy poca para cada familia y la
guardan en unos depósitos muy viejos y oxidados. Pero hay quien dice
que a pesar de todas estas carencias, la gente que vive en los
campamentos tiene el corazón más grande que todos los desiertos del
mundo juntos.

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Un día muy caluroso del mes de abril, Nabt estaba sentado fuera de
su jaima. Estaba oscuro, el cielo estaba más estrellado que nunca. Aquella
noche, sin embargo, era muy especial. Nabt contempló las estrellas
durante mucho rato. Le gustaba mucho observarlas e intentaba descubrir
cómo se podían haber hecho aquellos agujeros de luz en el cielo. Él
pensaba que cada agujerito de luz era el deseo de un niño o niña del
mundo. Pensando, pensando, Nabt creía que cada vez que veía una
estrella fugaz, quería decir que un deseo de un niño ya se había cumplido.

Nabt siempre dejaba correr su imaginación cuando miraba las


estrellas. Cerraba los ojos y dibujaba formas y animales con ellas, como
un camello, una cabra, una jaima...

Aquella noche, cerró un momento los ojos y dibujó con las estrellas
más brillantes del cielo, la bandera de su país, el Sahara Occidental. Nabt
se sentía feliz, cerraba los ojos y las estrellas se movían hacia aquí, hacia
allá, formando los colores de su bandera, el rojo, el verde, el negro y el
blanco. Se pasaba horas jugando con las estrellas.

Su abuelo le había contado muchas veces historias de las estrellas,


pero la estrella Polar le tenía robado el corazón. Era la única estrella de
todo el cielo que no se movía. Estaba quieta y señalaba el norte. Todo el
cielo estrellado giraba a su alrededor. Tenía que ser una estrella muy
importante.

Aquella noche, sin embargo, Nabt buscaba un punto de luz que


brillara más que todas las estrellas del desierto juntas. El niño buscaba y
buscaba, pero no sabía de qué color sería ese punto luminoso tan
especial. Buscaba las luces del avión que tenía que traer un grupo de
maestros del Penedès al campamento de Smara.

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Nabt había visto muchas veces personas de muchos países que
llegaban a su campamento para ayudar a la gente saharaui, a veces eran
médicos, a veces maestros. Pero esta vez, venían a su casa y eso hacía
que estuviera muy contento y nervioso.

Su abuelo, desde dentro de la jaima lo miraba de reojo, vestido con


un darrah blanco y haciendo té. Nabt miraba fijamente la estrella Polar,
pero estaba pendiente de todo lo que pasaba dentro de la jaima. Su
abuelo, que se llama Mulay, pasaba el té de un vaso a otro tal y como dice
la tradición saharaui: el primer té es el amargo como la vida, luego
viene el dulce como el amor y por último, el tercer té es suave como la
muerte.

Empezó a hacer aire frío, y Nabt entró en la jaima con su madre, los
abuelos y sus hermanos. Se sentó sobre la alfombra y acercó las manos al
brasero. Se envolvió con una manta y escuchó atentamente los cuentos
saharauis que su abuelo les iba explicando. No se cansaba nunca de
escucharlo, le admiraba porque tenía una gracia especial para contar
historias. Poco a poco se le fueron cerrando los ojos hasta que se
durmió.

A la mañana siguiente, Nabt se levantó muy pronto. Lo despertaron


unas voces que provenían de los altavoces de los campamentos que
repetían constantemente el nombre de su madre y el de otras madres de
amigos suyos. Se imaginó que había llegado el grupo de maestros del
Penedès. Estaba muy emocionado, nervioso y contento porque volvería a
ver a sus amigos y amigas catalanes, Martina y Oriol.

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Nabt había sido acogido en casa de Martina el verano pasado y
ahora ella iba a los campamentos con su amigo Oriol a conocer a su
familia. Oriol y Martina eran maestros y durante mucho tiempo, en
Vilafranca, habían estado preparando un proyecto para realizar actividades
para los niños y las niñas de la tarbia de Hauza, una de las guarderías del
campamento.

Nabt se fue descalzo y corriendo hacia el punto de encuentro donde


ya habían llegado sus amigos catalanes. Él buscaba a Martina y Oriol por
todas partes, pero no los encontraba en ningún lugar. Miró y volvió a
mirar por dentro, por encima y debajo de los camiones. Pasaba entre las
melfas de las mujeres, pero no encontraba a Oriol ni a Martina. Se quedó
quieto, inmóvil y pensativo. Miró a su hermano mayor, Hamdi, con la
mirada perdida. Hamdi le guiñó un ojo señalando el último camión que
había llegado. Nabt se fue corriendo y Oriol salió del camión cargado con
dos cajas en cada brazo y sonriendo gritó muy fuerte:
- ¡Salam alecum!

Detrás de él iba Martina con una gran sonrisa. Cuando dejaron las
cajas, Nabt y sus hermanos, Hamdi, Mohamed Saleh, Mohamed y Sukaina,
abrazaron muy fuerte a Martina y a Oriol. Mannou, la madre de Nabt
saludó a los maestros catalanes y fue a hablar con la encargada de la
daira. Seguidamente, cogieron las cajas, las mochilas, las bolsas y
caminaron hacia la jaima.

Todos iban a casa de Nabt en silencio, expectantes y


emocionados. De todas las jaimas, salían niños o niñas saharauis que
observaban con curiosidad la llegada de los maestros catalanes.

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Cuando llegaron a la jaima, les esperaba el resto de la familia con
una gran sonrisa. Se sentaron en el suelo, sobre una alfombra de muchos
colores, y el padre del Nabt, Lehbib, vestido con un darrah azul, les
ofreció su mejor té.

Comieron cuscús todos juntos, sentados en el suelo, dentro de la


jaima. Mientras iban comiendo, Martina se dio cuenta de algo que la dejó
muy preocupada. Vio que Nabt no oía bien, sus hermanos le hablaban pero
él prácticamente no se enteraba de nada. Martina, al terminar de comer,
habló con la madre de Nabt. Le preguntó cómo se había encontrado él
durante los meses que había estado en los campamentos después de pasar
el verano en su casa del Penedès.

La madre le explicó que Nabt se había encontrado mal hacía unos


cuatro meses. Le dolía mucho la oreja y poco a poco había ido perdiendo
oído, cada vez más. Martina y Oriol, muy preocupados por la salud de
Nabt, lo llevaron al dispensario médico de los campamentos, un edificio
muy rudimentario con muy pocos medicamentos básicos para la gente que
vive en su daira. Allí, se encontraron con unas chicas valencianas que
eran doctoras. Miraron el oído de Nabt y le detectaron un problema en el
tímpano de la oreja derecha. Un problema que en los campamentos no se
podía operar por falta de medicamentos y quirófanos.

Así pues, Nabt se estaba quedando sordo y allí no podían hacer


nada para impedirlo. La única solución era esperar que llegara el próximo
verano y el niño participara en las vacaciones para los niños y niñas
saharauis que se organizan cada año en Cataluña y el resto de
comunidades autónomas y estuviera acogido en el Penedès, en casa de
Martina. Entonces Nabt se podría operar en Vilafranca.

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Tras la visita al dispensario médico, Oriol volvió a la jaima y Martina
se fue con Nabt y todos sus hermanos, a dar de comer a las cabras que
tenía la familia. Los corrales de las familias saharauis están un poco
apartados de los campamentos y están hechos de trozos de chapa y
hierro. Las cabras suelen comer los pocos restos que sobran de comida y
trozos de papel, ropa y plástico. Esto sorprendió mucho a Martina. En el
desierto no hay hierba ni matorrales, así pues, las cabras ya se han
acostumbrado a comer papeles y plásticos que les dan las familias
saharauis.

Al llegar a la jaima, Martina, Nabt y todos sus hermanos se


encontraron a Oriol solo, vestido con un darrah blanco y sentado ante la
tetera mientras intentaba hacer un té. Al levantar la cabeza para
saludarlos, le vieron sus ojos azules llorosos y con una mirada muy seria.

Martina, rápidamente, intuyó que algo malo estaba ocurriendo. Oriol


explicó a su amiga que mientras ella estaba dando de comer a las cabras,
los tíos de Nabt, Zein y Teslem, habían venido llorando a la jaima diciendo
a la familia que su hijo de tres años, Chej , acababa de morir en la jaima
de al lado.

Chej se había puesto muy enfermo y necesitaba un medicamento


sencillo, que en Cataluña podemos encontrar en cualquier farmacia, pero
que en los campamentos de refugiados no había. Así pues, el niño enfermó
y murió. Toda la familia de Nabt había ido a ayudar a Zein y Teslem, y
Mannou, la madre de Nabt, había pedido a Oriol que se quedara con todos
sus hijos y primos durante toda la tarde y noche.

Así es que Martina y Oriol también estaban muy tristes,


desconcertados por aquella pérdida de Chej, un niño lleno de vida que

110
había muerto tan pequeño. Les daba mucha rabia comprobar cómo tantas
personas tenían que vivir refugiadas durante tantos años, fuera de su país,
sin luz eléctrica, agua corriente ni los medicamentos más básicos.

Estaban en la jaima con once niños que lloraban la muerte de su


primo, de su hermano o de su amigo Chej. Así es de dura la vida en los
campamentos de refugiados saharauis.

Para animar un poco a los niños, Martina tuvo una idea. En su


mochila llevaba vasos de plástico transparente y tizas de colores que había
llevado a los campamentos para dibujar. Se sentaron todos fuera de la
jaima, cogieron un poco de arena y la pintaron con las tizas de colores. Y
por la noche, cuando toda la familia volvió a la jaima, los once niños
regalaron la arena coloreada a sus familiares para que no estuvieran tan
tristes.

A la mañana siguiente, Martina y Oriol se despertaron muy pronto.


Salieron de la jaima y observaron los primeros rayos del sol, que en el
desierto tenían una belleza espectacular, y desayunaron con la familia. El
día anterior había muerto el pequeño Chej, les habían dicho que Nabt se
estaba quedando sordo, pero la vida continuaba y las caras de toda la
familia mostraban mucha tranquilidad. Estaban acostumbrados a las malas
noticias, a la vida difícil del desierto, lo que sorprendió mucho a los dos
maestros del Penedès.

Después del desayuno, Martina y Oriol se fueron con Nabt y su


hermano mayor, Hamdi, y sus hermanos más pequeños, Saleh y Mohamed,
hacia la tarbia de Hauza. Aquella mañana iniciaban los talleres, juegos y
danzas en la tarbia.

111
Los hermanos pequeños cargaban las cajas a cuestas; contentos y
emocionados porque en aquellas cajas sabían que había muchos colores,
lápices, gomas y papeles que llevaban para todos los niños y niñas de la
tarbia.

Durante aquellos días, Oriol y Martina serían sus maestros. Cuando


llegaron a la tarbia, les esperaban el resto de maestros del Penedès, que
también pasaban unos días muy emotivos con los niños saharauis. Los
niños y las niñas se lo agradecieron con su mejor sonrisa.

Al entrar en la tarbia, las maestras saharauis recibieron a los


maestros del Penedès con los brazos abiertos. En un instante, Oriol,
Martina y los demás maestros estaban rodeados por decenas de ojos
curiosos, brillantes y expectantes por su presencia en la tarbia.

Los niños y las niñas entraron en las clases. Todo era silencio y
expectación. Era muy divertido. Por la pequeña puerta del aula, salían
decenas de ojos que no se perdían detalle de lo que pasaba en el aula
donde los maestros catalanes preparaban las actividades.

Los niños estaban muy emocionados, no estaban acostumbrados a


tener en la escuela plastilina ni pegatinas y se ponían pegatinas por la
cabeza, la nariz e incluso las ponían por las paredes.

Estuvieron toda la mañana pintando y pegando pegatinas en unas


flores de papeles de colores. Al finalizar la actividad, la tarbia se llenó de
flores multicolores. Nabt y sus hermanos también pintaron una
flor. Salieron de la tarbia muy contentos e ilusionados, querían enseñar a
toda su familia la flor que habían pintado.

112
De camino a casa, Nabt quiso enseñar a Oriol los corrales y las
cabras que tiene su familia. Martina les acompañó. Ese día, la novedad era
que la familia de Nabt tenía una cabra nueva, blanca y bastante
grande. Era la cabra que tenían sus tíos que con la muerte de Chej no se
podían hacer cargo de ella durante aquellos días.

Los tres niños, Oriol y Martina iban decididos a conocer a la nueva


cabra con la flor en las manos. Cogían la flor muy fuerte para que el
siroco, el aire del desierto, no se la llevara.

Nabt, con un silbido muy fuerte, llamó a las cabras que, al verlos, se
dirigieron a su corral. Entraron todas menos una, Cra, la cabra de sus tíos.
Intentaron de todas las maneras posibles que la cabra entrara en el corral,
pero no quería entrar de ninguna manera.

La cabra se había fijado en la flor de papel que llevaba Hamdi, que


en aquel momento estaba dentro del corral con las cabras. Cra,
rápidamente, entró en el corral sin perder las flores de vista. Cuando
parecía que todo iba bien, de repente, la cabra hizo un movimiento
extraño. Se volvió hacia Hamdi y mordió la flor. Los cinco se quedaron
quietos, mudos, inmóviles, sin saber qué decir ni qué hacer. La situación
era bastante divertida.

De repente, la cabra empezó a correr y Nabt y su hermano mayor se


fueron corriendo para intentar cogerla. Oriol y Martina, con Saleh y
Mohamed al cuello, se pusieron a correr para intentar seguirles y coger a
Cra pero no la podían atrapar. Mientras corrían, no podían parar de
reír. Era una situación muy cómica, pero sabían que no podían perder la
cabra. La cabra corría y corría cada vez más lejos a través de los
corrales, de las jaimas y pasó por todos los barrios del campamento.

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Finalmente, la cabra se desorientó y llegó a los alrededores de la
escuela. Ese día, la escuela estaba cerrada, pero había una gran multitud
de niños al lado del edificio escolar que jugaban un partido de fútbol. Los
niños futbolistas eran amigos de Nabt y, al verle perseguir al animal,
corrieron y saltaron sobre la cabra para que no se pudiera
escapar. Cuando Martina, Oriol, Nabt y sus hermanos llegaron donde
estaba la cabra, se echaron todos a reír al verla rodeada por todos sus
amigos. Uno le tiraba de la cola, el otro, de las patas e incluso había uno
que le tiraba de las orejas para que no escapara.

Al volver a casa, después de encerrar a Cra en el corral, Nabt dio la


flor a su abuela Mariam. La mujer, miró extrañada a Nabt al ver la flor con
un mordisco. Cuando le contaron lo que había pasado, las risas se oían por
todos los campamentos.

Los días iban pasando y Martina y Oriol parecían dos saharauis


más. Hacían el té, se vestían con la melfha y el darrah, sabían decir cuatro
palabras en hasania, la lengua que hablan los saharauis. Incluso Nabt y sus
hermanos ya les habían buscado un nombre saharaui: Toumana para
Martina y Brahim para Oriol.

Los maestros del Penedès pudieron hacer todas las actividades que
habían estado preparando para la tarbia de Hauza. Hicieron molinillos de
viento, construyeron unas maracas musicales, pintaron títeres divertidos y
llenaron la tarbia y todo el campamento de flores de papel pintadas de
muchos colores. En la tarbia no había mesas ni sillas, pero eso no fue
obstáculo para que los niños y maestros pudieran trabajar y pasarlo muy
bien.

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Y llegó el día de volver a casa. Martina y Oriol estaban muy
emocionados a la hora de decir adiós a la familia saharaui. Durante unos
días, habían compartido una experiencia inolvidable. Habían vivido en el
campamento de refugiados sin luz ni agua corriente, sin televisión, coches
ni grifos. Habían realizado actividades en la tarbia sin mesas ni
sillas. Pero habían hecho muchos amigos y amigas saharauis.

Quedaron fascinados de cómo los habían recibido todas las familias,


con los brazos abiertos. Se dieron cuenta que en esta vida no hay que
tener tantas cosas para ser feliz.

Mientras iban en camión hacia el aeropuerto, Martina y Oriol


cerraron los ojos durante un instante. Les venían a la memoria muchos
recuerdos y momentos especiales vividos en los
campamentos. Recordaban cada gesto, cada mirada, cada sonrisa...

Se sintieron muy afortunados de haber vivido aquella experiencia


tan grande, bonita y emocionante. Mientras iban al aeropuerto de Tindouf,
ya empezaban a planificar cuando sería el próximo viaje.

Pero antes, esperaban la llegada de Nabt a Vilafranca el próximo


verano para poder operarle y curarle el oído.

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“LA JAIMA ROTA”
Por María Jesús Alvarado

Las niñas musulmanas crecían en su grupo, entre su gente,


ayudando a sus madres a mantener limpia la jaima, a cocinar o a dar de
comer a los animales. Sólo unas cuantas, cuyos padres estaban más
abiertos a la cultura occidental, asistían a la escuela con cierta
regularidad.

Eran despiertas y con muchas ganas de aprender. Sus padres les


exigían un buen rendimiento y acudían a entrevistarse con la maestra con
frecuencia para seguir su evolución. Así que, en general, eran buenas
estudiantes, serias y disciplinadas, aunque el aprendizaje de la lengua les
costaba bastante, especialmente los tiempos verbales, resultando muy
graciosa a veces su expresión.

En ocasiones se ausentaban por temporadas de uno o dos meses, e


incluso más, internándose en el desierto con su familia y con sus rebaños
de cabras y camellos, viajando muchos kilómetros adentro. Y cuando al fin
regresaban, habían olvidado cómo se decían muchas cosas.

Una de ellas era Aixa.

Violeta la echaba mucho de menos en estas ausencias y ambas se


alegraban sobremanera de volver a verse.

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Notaba que todas volvían alegres, satisfechas de lo hermosos que
estaban sus camellos y la buena leche que daban sus cabras, después de
haber encontrado buenos pastos allá donde las nubes, instrumentos de Alá,
bendecían la tierra. Y sentía curiosidad y admiración por la capacidad que
tenían para pasárselo bien sin nada. Se iban al desierto sin juguetes, sin
libros, sin amigas, sin nada. Aixa intentaba hacerle comprender que no
necesitaban nada de eso, que su vida era muy diferente y que lo pasaban
muy bien así. Adultos y niños compartían el mismo mundo, el mismo
trabajo y las mismas satisfacciones: ordeñar las cabras, recoger la jaima,
buscar agua, preparar la comida, el té, entretener a los más pequeños...
hablar mucho y escuchar cuentos del desierto e historias de sus
antepasados, cuando se reunía al final del día toda la familia. Si el padre
debía estar fuera varios días, al volver siempre había canciones e incluso
baile, hasta que decidían irse a dormir, no sin antes rezar y dar gracias
por su suerte.

Violeta no podía evitar un cierto sentimiento de envidia por esa vida


libre, en armonía con los demás y con el cielo y la tierra.

Cuando estaban en el pueblo, las niñas iban a la escuela y aprendían


cosas nuevas, estaban cerca de otros familiares que habían elegido una
vida más sedentaria, y a veces era el padre el que se iba con unos cuantos
hombres y su caravana de camellos, permaneciendo las mujeres en la casa
con los niños y los viejos.

Aixa y Violeta se querían mucho, pero sólo se veían en la escuela.


No podían jugar por las tardes pues el barrio musulmán estaba lejos de la
casa de Violeta y ni a una ni a otra les dejaban ir solas hasta el otro lado
del pueblo.

117
Solamente se reunían algún domingo en su casa (las mujeres
intercambiando recetas y los hombres hablaban de política y asuntos que
ellas no entendían) o cuando había fiesta musulmana y los invitaban a
comer pinchitos y tomar el té en la jaima. En el último Aid El Quebir habían
pasado todo el día juntas. La madre de Aixa peinó a Violeta con trencitas y
toda su familia se vistió con las ropas saharauis propias para a ocasión.
Jugaron, cantaron y bailaron hasta que se hizo de noche y advirtió que el
abuelo se emocionaba al despedirse, agradecido por su generosidad y por
compartir con ellos su tradición.

II

El padre de Aixa aseguraba que cuando algo se desea con mucha


intensidad, si es con sentimiento limpio y bueno, es como si se viviera en
realidad. Convencidas de ello, acordaron la manera de estar juntas sin que
nadie se enterase y sin tener que infringir las normas: Aixa rompería por
una esquina la jaima sin que nadie lo notara. De este modo, Violeta podría
entrar por allí cuando quisiera. Sólo hacía falta la fuerza de su mente y la
bondad de su corazón.

Así, muchas noches al irse a dormir, Violeta imaginaba que salía de


casa y se dirigía a la jaima de Aixa, entraba por el hueco descosido y se
tumbaba en la alfombra junto a ella. Por su parte, Aixa esperaba con los
ojos cerrados, hasta que sentía cómo entraba Violeta y entonces hablaban
y hablaban en voz baja hasta que el sueño las vencía.

La madre de Aixa cosió aquella esquina muchas veces, extrañada. Y


Aixa la descosió otras tantas, sin que nadie nunca descubriera su artimaña.

118
Durante mucho tiempo, tanto si estaba en el pueblo como si habían
ido al desierto, el corazón de Violeta entró por aquel descosido y abrazó al
de su amiga que la esperaba impaciente.

Curiosamente, cuando volvían a encontrarse en la escuela, y se


contaban lo que habían hablado, no siempre recordaban lo mismo.

III

Ahora que viven tan lejos, y con la incertidumbre de volver a verse


alguna vez, mantienen su secreto en la distancia.

El esposo de Aixa ha aceptado esa manía suya de mantener la jaima


rota por una esquina, incluso cuando el siroco cuela la arena por ella. Y
muchas noches, cuando él y los niños duermen y reina el silencio en el
campamento, Aixa oye cómo Violeta se cuela despacito y se tumba a su
lado.

Entonces, como cuando eran niñas, se cuentan la vida, las


inquietudes, las ilusiones... felices de comprobar que ni el tiempo ni la
distancia podrán borrar jamás el camino que enlaza sus corazones.

119
Poema “Las rosas de piedra” de Zhara Hasnaui
y relato “La rosa del desierto” de Mariola del Pozo.

“LAS ROSAS DE PIEDRA”


Por Zahra Hasnaui

Narra un cuento el origen de las rosas del desierto. En los pliegos de su


manto, una señora saharaui trajo un rosal de su ciudad natal. Al morir, el
malvado viento del este, sopló, y sopló esparciendo sus flores convertidas
en piedra por el desierto del Sahara. Alí sentía pena por el rosal, sabía que
no todo era cuento. Quizá hubiera muerto de nostalgia. Con paciencia,
recogió sus restos y los plantó en su jardín. Sus paisanos no cesaban de
maravillarse ante la magia de su renacer. Al morir Alí, revolvieron toda la
casa en busca del secreto del rosal. Sólo encontraron una regadera con
agua de mar.

120
“LA ROSA DEL DESIERTO”

Por Mariola del Pozo

La primera vez que vi una rosa del desierto, alguien me habló de


mares marchitos hace siglos, y de flores de agua que el tiempo y el olvido
disfrazaron de piedra.

Pero fue en una de esas interminables noches en la wilaya de


Smara, allá donde las estrellas amenazan con tragarte de golpe y para
siempre, cuando escuché por primera vez la historia de esas rosas.

Recuerdo que en el aire se mezclaban los sonidos de la luna con el


olor a incienso llegado de alguna parte, y las sombras de las jaimas me
susurraban cuentos al oído, que se amarraron en algún lugar de mi
memoria, para buscar allí esa patria, que el exilio les robó.

Me hablaron de un amor que fue posible, entre una duna y un rosal,


y desde entonces ya no creo a quien me habla de fósiles y ciencias,
porque sé que la noche del desierto sabe más que nadie de amores y
desencuentros.

121
EL ROSAL Y LA DUNA

Hace mucho tiempo, cuando los marroquíes invadieron el Sahara


Occidental, los saharauis tuvieron que huir hacia un futuro incierto.
Cogieron sus maletas y baúles, agarraron de la mano a sus ancianos y a
sus niños y, sin volver la vista atrás, tomaron rumbo hacia la tierra de
nadie, donde les esperaba un sol implacable que les dio cobijo en medio de
la nada

Cuentan que, antes de partir, alguien escuchó la voz de un anciano


saharaui que lanzó al mar la promesa de un regreso, y las olas la
convirtieron en espuma:
- Volveremos pronto, quizás mañana; ¡espéranos en El Aaiún!

Allí, en El Aaiún, vivía una mujer que sólo se llevó rosas al exilio.
No preparó maletas ni baúles, y no agarró de la mano a ningún hombre y a
ningún niño. Marchó sola con sus flores y la esperanza abierta de que a
donde quiera que llegaran pudieran florecer como antes florecieron en el
patio de su casa.

Fueron las rosas más bonitas de El Aaiún, regadas con agua de mar
y con caricias prestadas que les dejaba el viento. Crecieron con las risas
de los niños del patio vecino, y vieron durante mucho tiempo cómo se
amarraban las culturas bajo el asfalto de las aceras.

Presintieron la huida en sus espinas, pero no pudieron hacer nada


para evitar la larga marcha.

122
Cuando los saharauis llegaron al desierto, comenzaron a levantar
jaimas y a buscar pozos de agua para ganarle la batalla al sol y a la arena
hasta el día del regreso.

La mujer de las rosas no levantó ninguna jaima. Tampoco intentó


refugiarse en familias que pudieran aceptarla. Su búsqueda fue sólo de una
sombra, que pudiera resguardar sus rosas del fuego que amenaza con
marchitarlas.

Comenzó a recorrer toda la Hamada, y de repente la vio. Era un


gigante de arena que teñía de sombras el suelo sobre el que se levantaba,
la duna más grande de todas las de la Hamada. La mujer se arrodilló,
plantó el rosal ante la duna, y su voz penetró en el vientre de arena del
gigante arrancándole la promesa que cuidaría de sus flores, protegiéndolas
de todo aquello que pudiera hacerles daño: “Cuida de ellas, duna; que con
el olor a rosa se mezcle en el desierto el olor a esa tierra que nos
arrancaron de cuajo. Deja que te cuenten las historias que yo ya no podré
contar, y que te hablen de las calles y ciudades que no volveré a ver. Te
dirán cómo es el mar que tú nunca soñaste, y podrás oír las caracolas y el
rumor del mundo que nos han arrebatado. Cuídalas, viejo gigante, y
mantenlas vivas hasta el día que mi pueblo sea libre, y alguien la siembre
de nuevo en el patio de mi casa.”

La mujer se envolvió en su melfa, negra como un sudario, y la duna


y el rosal vieron como moría lentamente; tenía en su cara una sonrisa
inmensa y la mirada muy abierta, llena de escarcha de estrellas y olas
marinas.

A partir de aquel día, la duna regaba de sombras el rosal que le trajo


colores prestados de otros mundos, y le gustó su nuevo trabajo de

123
cuidador de rosas. Nunca había visto el rojo de las flores ni el verde de los
tallos. Había pasado la vida mirando el color dorado de la arena que se
fundía en el infinito con el azul del cielo. Le contaba historias de caravanas
de tuaregs que en otro tiempo cruzaron ante su sombra, y curaba sus
soledades de flores exiliadas de recuerdos y caricias.

El rosal no hablaba nunca, pero a través de su olor la duna podía


escuchar los relatos que la mujer le prometió. Podía sentir las calles y
ciudades, los niños y sus risas, y el mar, sobre todo el mar, lleno de rabia
de espuma, lanzando una y otra vez contra las rocas el lamento de un
anciano guerrillero.

Y así, arropados por cuentos y colores, la duna y rosal se


enamoraron.

Pero fue el Viento del Sur el que un día, después de posarse en la


cima de la montaña le susurro al oído:
- Eh, viejo gigante, no te das cuenta que esas flores están
muriendo, cada día que pasa sus colores se van perdiendo.
Míralas, apenas les queda un soplo de vida. No sé como
pudiste pensar podrían vivir aquí. ¿Acaso no sabes que jamás
una flor echó raíces en el desierto?
- ¿Qué dices, Viento del Sur? –preguntó la duna-. Un día
prometí que cuidaría de ellas, y no habrá nada que me impida
cumplir mi promesa. Además, mis rosas siguen igual que el
primer día.

Pero en ese momento, como un pequeño río que no va a ninguna


parte, se oyó por primera vez la voz del rosal:

124
- No, duna. El Viento del Sur tiene razón. Vengo de un lugar
donde hay un mar, y ese mar me da la vida. Me has regado
con tu sombra y tus historias, pero no es suficiente. Y créeme
que no lo siento por mí, sino por aquella mujer que un día me
trajo aquí. Cuando nuestro pueblo sea libre de nuevo, ya nadie
podrá sembrarme en el patio de su casa.
- Viento del Sur... Tú recorres todos los lugares, te acuestas en
los mares y en los lagos... Trae un poco de agua para regar
mis rosas -pidió la duna.
- De verdad que lo lamento. Podría traer en mis alas el agua
que me pides, pero sé que al llegar aquí el sol de la Hamada,
que no perdona nada, secaría hasta la última gota. La única
solución que puedo daros es llamar al Viento del Norte; él es
más viejo y ha visto más cosas que yo. Quizás él pueda
ayudaros.

Y en ese mismo instante, nada más oír su nombre, llegó el Viento


del Norte. Llegó soplando con fuerza, como sólo los vientos ancianos y
sabios sabían soplar. Llegó para salvar una promesa, una historia de amor,
y un deseo de libertad:

- Yo puedo hacer que tus rosas vivan para siempre. Puedo


sembrar el mar en el desierto. Pero escucha, duna. Jamás en
esta Hamada bailaron juntas las flores y la arena, y si las
quieres tanto como dices, tienes que ofrecerle al desierto algo
a cambio: tu propia vida.
- He vivido tanto como el mismo mundo -respondió la duna-.Ya
escuché todas las historias que tenía que escuchar, pero no
pude ver todos los colores hasta que un día, una mujer que
llegó de lejos, plantó estas rosas frente a mí. ¡Adelante,

125
Viento del Norte! Haz lo que tengas que hacer, y que en el
desierto echen raíces las flores y las promesas.

En ese momento se levantó un siroco inmenso. Fue el viento más


fuerte que los habitantes del desierto conocieron, pero también el más
breve. Duró tan sólo dos segundos. Cuando desapareció, la duna ya no
estaba, y tampoco el rosal. Pero cuando los Vientos del Norte y del Sur
miraron hacía abajo, vieron como a lo largo y a lo ancho el desierto estaba
sembrado de rosas de piedra y arena. Y cuentan que, en ese mismo
instante, alguien vio a los vientos sonreír.

Hoy, en el lugar donde antes se levantaba aquella duna, se sientan


los ancianos polisarios. Envueltos en sus darrahs, y mirando a través de
sus zams negros como la noche, escuchan esta historia que quedó
prendida en las estrellas. Entonces cierran los ojos y sonríen, porque
saben que el día que el Sahara sea libre, alguien sembrará una rosa de
piedra en un patio de El Aaiún.

126
Poema “Luna” de Zahra Hasnaui + relato “La lunática más bella del
mundo”, de Mariola del Pozo.

“LUNA”
(Por Zhara Hasnaui)

Luna
De puntillas voy,
pisando el pasado.

Me fui
sin querer olvidarte.
Y sin querer, recuerdo
que me fui y olvidaste.

¡Luna!, me llaman,
lunática Luna,
velero decrépito
de velachos rojos
arriados en tus mares.
Luna, lunática Luna.

Zahra Hasnaui nos cuenta:


Doña Rosita.
Nunca supe su historia real. La casualidad me hizo parar en la cafetería
que ella había convertido en su hogar. Como una novia de impoluto blanco,

127
aparecía al mediodía, y se quedaba hasta el atardecer para recogerse en
su otro hogar. Yo me adapté a su ritual. Se sentaba en la mesa reservada
con dudosos fines humanitarios por el propietario, Doña Rosita atraía
clientes.

Ajena a los cuchicheos y a las risas ahogadas, colocaba coqueta el velo


que cubría sus canas rebeldes. Con polvos blancos acentuaba las arrugas
que el carmín torcido convertía en un cuadro grotesco.

Que si la había dejado su gran novio por otra más rica, que si la había
recluido su padre en un internado para evitar su amor, que si... Las
versiones eran tan numerosas como chismosos en el barrio. El caso es que
doña Rosita había perdido la razón por un amor, o quizá había encontrado
la razón de su vida.

128
“LA LUNÁTICA MÁS BELLA DEL MUNDO”

POR MARIOLA DEL POZO

Hace tiempo conocí a una mujer de mi pueblo que dijo haber vivido
en la luna.

Contaba que un día tuvo un accidente de coche, y justo cuando


pensó que la muerte iba a pillarla allí mismo, sintió cómo unos brazos de
plata la rescataban de entre los hierros, y la alzaron, no hasta al cielo, sino
hasta la mismísima luna.

Ocurrió que en el momento del accidente, unos selenitas que


miraban la tierra por los cráteres, vieron como caía el coche, y decidieron
acudir en su ayuda.

La mujer se repuso de sus heridas entre mares lunares, y se acabó


enamorando de unos de los habitantes de la luna, concretamente, del de
los brazos de plata que la salvaron de aquella muerte segura.

Hablaba de la luna, y de aquel hombre, de una manera tan bella, que


nadie podía dudar que fuera cierta aquella experiencia extraterrena.

No diré cómo los describía, porque no quiero quitarle fuerza y


poesía a las palabras llenas de miel y amor que soltaba a bocajarro a todo
aquel que quisiera oírla.

129
Pero si os contaré que desde aquel día los enfermos de amor,
aquellos que la escuchábamos sabiendo que era verdad lo que decía,
andamos buscando por mares y desiertos el testimonio vivo de esa
historia, y no para darla por cierta, si no para curarnos.

Y es que ocurrió, que a pesar de las bellezas tan inmensas que se


encontraban en aquel mundo, el aire allí resultaba tan irrespirable para
cualquier ser humano, que decidió irse de vuelta a la tierra. El menor soplo
de aliento le resultaba tan doloroso, que no tuvo fuerzas para buscar por
cualquier parte hechiceros que le hicieran un vestido con el vientre de las
estrellas para poder respirar. Se marchó, porque era más fácil irse. Y el
selenita enamorado, tampoco buscó chamanes en la cara oculta que le
dieran la pócima para permitirle vivir en la tierra, y se quedó, porque era
más fácil resignarse.

Pero cuando la mujer volvió a la tierra, el hombre de plata lloró


tanto, que en algún lugar del mundo se formó un lago de lágrimas de luna,
y cuentan, que quien tiene la suerte de encontrarlo y bebe de sus aguas,
recupera de un sólo trago tiempos y amores perdidos.

Y si no creéis esta historia, podéis venir a mi pueblo. Es fácil


encontrarla cualquier noche recorriendo las esquinas. Lleva un traje de
lunares, el pelo enredado en cintas de raso rojo, y los ojos pintados de un
verde de muchas temporadas.

Pregunta a todo el mundo si saben dónde está el lago de las lágrimas


de luna, que tiene que ir a buscarlo para beber de sus aguas, porque ahí
arriba, alguien la está esperando.

130
Las gentes del pueblo, le vuelven la cara, mientras sonríen a medio
camino entre la burla y la pena. Pero nosotros, los enfermos de amor,
sabemos que no está loca, al menos no con esa locura disfrazada que lleva
arrastrando como un colgajo. Porque a fuerzas de buscar el lago de
lágrimas de luna, sabemos que tan sólo es una lunática. Y a pesar de que
las arrugas de su piel han enterrado ya muchas juventudes.... es la lunática
más bella del mundo.

131
132
Bibliografía
De literatura y tradiciones
sobre el Sahara I

133
“DON QUIJOTE, EL AZRI DE LA BADIA SAHARAUI”
(VARIOS AUTORES)

(Universidad de Alcalá, 2009. Homenaje de los escritores saharauis a la


lengua española)

134
“LA PRIMAVERA SAHARAUI”
ESCRITORES SAHARAUIS CON GDEIM IZIK
(VARIOS AUTORES)

(Generación de la Amistad. 2012)

135
“LES FLORS DE SAHARA”
Contes per la pau al Sàhara
MIQUEL CARTRÓ Y MARTA FOS
Ilustraciones de Móniica Piñol

(ACAPS WILAIA ALT PENEDÈS 2011)

136
“LA FUENTE DE SAGUIA”
VARIOS AUTORES

(Editorial: Diputación de Zaragoza y Um Draiga 2009)

137
“SUERTE MULANA”
MARÍA JESÚS ALVARADO

(Editorial Puentepalo. 2002)

138
“CUADERNOS DEL MATEMÁTICO, 48”
VARIOS AUTORES

(2012)

139
“LA MAESTRA QUE ME ENSEÑÓ EN UNA TABLA DE MADERA”
BAHIA MAHMUD AWAH

(Editorial: Sepha www.editorialsepha.com.


Colección Sinceros a la izquierda 2011)

140
“RITOS DE JAIMA”
LIMAM BOISHA

(Editorial Bubisher. 2012)

141
“DELICIAS SAHARAUIS”
CONXI MOYA

(Editorial Bubok 2009)

142
“EL SUEÑO DE VOLVER”
BAHIA MAHMUD AWAH

(Editorial CantArabia. 2012)

143
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146

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