Cosmogonia Masonica Sietemmm Maestros Masones

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Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

NOTA SOBRE LOS TEXTOS

En el año 1992 se publicó el libro anónimo titulado Símbolo, Rito, Iniciación (Ediciones
Obelisco), el cual fue reeditado en 2003 con el t í tulo: Cosmogonía Masónica: Símbolo, Rito
Iniciaci ón (Kier). En ambas ediciones se consigna el nombre "Siete Maestros Masones" como autor
de la obra.

Publicamos aquí  las partes de dicho libro que fueron redactadas y escritas por Fernando Trejos
Zúñiga entre 1981 y 1984, en el seno de la Gran Logia Valle de M é xico, y que constituyen
aproximadamente un 30% de la totalidad de la obra.

Se incluyen tambié n en esta sección otros trabajos masónicos del mismo autor, publicados por la
Editorial S ymbolos, que no forman parte de ese libro.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

LA TRADICION HERMETICA
Fernando Trejos
 

Joya masónica

Es bien sabido y profundamente explicado por los autores más reconocidos, que la
Masonería es, dentro de las órdenes iniciáticas que han subsistido hasta nuestros
días, la que recibe de una manera más directa la herencia metaf ísica y simbólica de
la llamada “tradición hermética”.

El hermetismo deriva su nombre de Hermes Trismegisto, el Tres Veces Grande,


personaje legendario que los egipcios llamaron Toth, que fue quien transmiti ó la
filosof ía perenne y la ciencia esotérica al Occidente. Los griegos lo asimilaron al
dios Hermes, el Mercurio romano, mensajero de los dioses y transmisor de la
enseñanza primordial, que se ha mantenido intacta hasta nuestros días gracias a las
escuelas de iniciación en los misterios de las que deriva nuestra Orden.

Se dice que estos profundos conocimientos hab ían sido depositados en los antiguos
hierofantes, sacerdotes egipcios que en el interior de la caverna iniciaban, mediante
ritos similares a los nuestros, a los faraones y a los sabios que deb ían ser los
guardianes y transmisores de esta sabidur ía.

Es de suponer que José, el hijo de Jacob que logr ó ganar el aprecio del faraón por
sus conocimientos esotéricos, los sabios y sacerdotes de las doce tribus de Israel
antes de la servidumbre, y posteriormente Moisés, bebieron de la ciencia sagrada
de los sacerdotes egipcios, engrandeciendo y complementando de esta manera la
tradición hebrea. También se sabe que Pitágoras, así como otros sabios que
construyeron el llamado Siglo de Oro de los griegos, fueron iniciados por estos
 

hierofantes que formaban la casta sacerdotal egipcia. Y, aunque fuera


simbólicamente, el mismo Maestro Jesús fue llevado de ni ño hacia Egipto, y
algunos autores llegan a afirmar que regresó durante su vida oculta y que parte de
su formación la recibió de manos de aquellos sacerdotes. Este conocimiento fue
también recibido y expresado por los pitagóricos posteriores, como Timeo, S ócrates,
Platón y Apolonio de Tiana, constituyendo as í la base misma de la cultura y
tradición occidentales. Por lo tanto, podemos ver que esta tradición no se limita al
Egipto, sino que se expresa en todas las culturas verdaderas, y podemos afirmar
que en todas estas culturas existen personajes que pueden ser asimilados al mismo
Hermes, y los libros que se atribuyen a estos personajes mitológicos forman parte
de los llamados libros herméticos. En efecto, el Emperador Fo-Hi de la China, el
planeta mercurio llamado “Budha” por los hind úes, lo mismo que el Odin, Woden
o Wotan escandinavo tienen atributos similares a los de Hermes. También en la
tradición islámica, el profeta Idris es comparado tanto con Hermes, como con
Enoch y Elías, ambos llevados a los cielos sin pasar por la muerte. Y pueden hacerse
comparaciones igualmente interesantes, como las que se logran relacionando el
nombre de Hiram, que en su raíz es idéntico al de Hermes (HRM), as í como con los
arcángeles Rafael y Miguel, que la c á bala judía asimila también a Mercurio y al Sol.
Resulta particularmente notable el hecho de que también en la simbología
mexicana pueda ser comparable el Quetzalcohuatl, serpiente emplumada, con el
símbolo del caduceo de Mercurio compuesto también por una serpiente con alas.

También el escudo de M éxico, con el águila devorando a la serpiente, puede ser


comparado con el Toth egipcio, al cual relacionan con el Ibis, destructor de reptiles.
 

Todas estas comparaciones no pueden ser meras coincidencias, sino que por el
contrario constituyen una prueba más de que todas las culturas toman sus s ímbolos
de la Tradición Primordial, tronco com ún de todas ellas. Y todos estos
conocimientos habían sido ya manifestados, tomando a veces otros ropajes, tanto en
las antiguas civilizaciones orientales, como en aquellas culturas del norte y del sur
de las que por los cataclismos c íclicos ya no quedan vestigios, y de las que
probablemente sean también herederos nuestros pueblos precolombinos de
América. Pero es importante hacer notar que este conocimiento tambi én se
manifiesta en Occidente durante la última y cuarta partes del ciclo; y la ciencia
expresada a través de los mitos y símbolos egipcios, judíos, griegos, romanos,
cristianos y árabes, constituyen una unidad, de la que deriva propiamente la
llamada tradición hermética y que es la forma que toma la tradici ón unánime y
primaria en esos momentos históricos y lugares geográficos que podríamos definir
como occidentales, de los que recibimos de forma directa nuestra cultura, que en
sus aspectos más internos o esotéricos fue transmitida a través de los ritos y
enseñanzas dadas en las escuelas de iniciaci ón precursoras de la Masonería.

Aunque este pequeño trabajo no se propone hacer una detallada narración


histórica, obra que ya han realizado verdaderos especialistas, es sin embargo
necesario hacer mención de ciertos acontecimientos b ásicos íntimamente
relacionados con la historia de nuestra institución y de la tradición hermética en
particular. En primer lugar, nos referimos a lo ocurrido en la Alexandr ía del siglo III
de nuestra era, lugar donde se produce una verdadera síntesis de este conocimiento:
allí confluyen de manera asombrosa, ideas y personajes provenientes de diversos
tiempos y lugares; all í conviven los primeros cristianos con los gnósticos, los
pensadores griegos neoplatónicos, mezclándose a su vez con la tradición judía,
caldea, etc., y hasta con el hinduismo, el budismo y el tao ísmo chino. Esta
afortunada confluencia hace posible que se conforme una verdadera doctrina
sintética que se expandirá en diversas direcciones. Tambi én debemos mencionar el
descenso coránico en la persona de Mahoma, y la extraordinaria expansión del
 

imperio islámico, que habrá de influir de manera determinante en el pensamiento,


la ciencia y el arte de la Edad Media, durante la cual alcanza su mayor esplendor la
Tradición Hermética, que se expresa en este momento a través de las órdenes de
caballería (en especial cabe mencionar la de los Templarios) y también a través de
los bardos y los constructores del arte y la arquitectura gótica. Es durante este
período que se desarrollan de manera notable las ciencias herméticas y esotéricas,
tales como la numerología, la geometría y la arquitectura (ciencias de la escuadra y
el compás), así como la cá bala, la alquimia y la astrología, todas ellas intermediarias
entre la tierra y el cielo, vehículos de conocimiento o Arte Real y cosmológico, que
si conducimos adecuadamente nos llevará a los principios de lo supra-cósmico,
expresados por el arte sacerdotal.

Cuando la Edad Media entra en su decadencia y los caballeros y sabios son


torturados y quemados, confundidos con los brujos, estas ciencias se ocultan
nuevamente en las órdenes iniciáticas, tales como la de los M ísticos de Munich y la
de los Fieles de Amor (a las que pertenecieron el Maestro Eckhart y el Dante, entre
otros). En el Renacimiento, también nuestras ciencias ‘renacen’, tomando nuevas
formas; pero a partir de all í, cuando se siembra la semilla del racionalismo posterior
y del materialismo actual, todas estas ciencias son paulatinamente olvidadas y
sustituidas por las ciencias t écnicas y empíricas, aunque sin embargo son
conservadas intactas en esos centros de iniciación, que a partir del siglo XVIII
toman el nombre de “Masonería”.

Creemos que para comprender el sentido de la Tradición Hermética y la razón de


ser de nuestra Orden, es necesario superar los prejuicios de la mentalidad moderna.

“La tradición hermético-alquímica forma parte del ciclo de la civilizaci ón


premoderna, tradicional. Para comprender su espíritu hay que trasladarse
interiormente de un mundo a otro… Y sólo entonces surgirá en ciertas expresiones
una luz inesperada, ciertos símbolos se convertirán en medios para un despertar
interior, se admitirán nuevos vértices de realización humana, y se comprenderá 
 

cómo es posible que ciertos “ritos” puedan adquirir un poder “m ágico” y operativo
y constituirse en una Ciencia que por lo demás, no tiene nada que ver con lo que
hoy corre bajo este nombre”.

Se sabe que en sus orígenes la Masonería fue fundamentalmente “operativa”,


dándole la mayor importancia al estudio y la vivencia de estos conocimientos
herméticos, lo que constituía su razón de ser y le dio la fuerza necesaria para
cumplir su objetivo.

El mismo Oswald Wirth nos dice que la verdadera iniciación masónica es activa.
“Nos hace copartícipes en una obra, la Obra por excelencia, la Magna Obra de los
hermetistas. La iniciación no se busca para saber, sino para obrar, para aprender a
trabajar. Según el lenguaje simbólico empleado por cada escuela de iniciación, el
trabajo tiene por objeto la transmutación del plomo en oro (Alquimia) o la
construcción del Templo de la Concordia Universal (Francmasonería)”.

Desgraciadamente, nuestra Orden no ha podido escapar a la corriente de


decadencia que priva en el mundo moderno. Cuando se dan los primeros s íntomas
de esta decadencia y crisis, las logias comienzan a tonarse cada vez más
especulativas y menos operativas; y modernamente, la gran mayoría de los
integrantes de sus cuadros ignora su verdadera razón de ser, dando más
importancia a la influencia social, pol ítica y económica que a la iniciación efectiva e
individual de sus miembros y al conocimiento de las ciencias que la hicieron nacer
y que le dan su verdadera razón de ser.

Si esta actitud se generalizara, probablemente la Orden desaparecer ía como tal, o a


lo sumo se convertiría en una especie de club social más o en un simple grupo de
influencia política.

Dichosamente, todavía se mantienen también dentro de los cuadros, verdaderos


masones estudiosos de los principios metaf ísicos y de los s ímbolos herméticos; son
numerosos los autores masónicos que se han ocupado de preservar la doctrina y
explicar su profunda simbología; y, lo que quiz á es más importante de todo, se
 

mantienen los ritos y la transmisión iniciática, a través de los cuales se conserva ese
profundo influjo espiritual que har á que nuestra Orden cumpla la noble y divina
misión para la cual fue creada, de conformidad con la voluntad del Gran Arquitecto
del Universo.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL LENGUAJE SIMBOLICO
Fernando Trejos

En el Instructivo del Aprendiz de nuestra Liturgia se nos pregunta:

“Pues no es la beneficencia mutua nuestro objeto?”

Y debemos responder:

“Seríamos ridículos si s ólo para eso nos rodeáramos de símbolos y


misterios”.

Y se nos pregunta luego:

“¿Cuál es entonces nuestro secreto?”

Y debemos decir:

“Es inviolable por su naturaleza y se conserva hoy tan puro como cuando
se encontraba en los Templos de la India, la Samotracia, del Egipto y de la
Grecia. El que no estudia cada uno de nuestros tres grados, no comprende
 bien sus símbolos y explica su oculto significado, podr á vanagloriarse con
los títulos pomposos de Maestro, hacer señas más o menos extravagantes
 

y pronunciar palabras judío-bárbaro-helénicas; pero no será nada ni sabrá 


nada que ignore cualquiera de mediana educación…”.

Es decir, en otras palabras, que nuestro Instructivo nos hace ver claramente, desde
el inicio mismo, que una de nuestras principales obligaciones como masones, quiz á 
la más importante, es la de dedicarnos al estudio, la comprensión y la explicación
del oculto significado de los símbolos que nos rodean, heredados desde la más
remota Antigüedad. Que nuestra Institución encierra un secreto oculto detr ás de
esos símbolos, secreto que debemos llegar a conocer mediante el aprendizaje del
idioma sagrado: el lenguaje simbólico.

Si observamos cuidadosamente lo que nos rodea, nos daremos cuenta de que todo
lo que se manifiesta en el Universo es simb ólico. La posición de las estrellas, la
 jerarquía y movimiento de los planetas, el sol y la luna, el d ía y la noche; la tierra,
sus estaciones, los elementos que la componen, las variadas formas y cualidades de
las piedras, los minerales y las plantas, así como el comportamiento y las funciones
de las aves, los peces y todos los animales que la habitan, son s ímbolos diseñados
por el Gran Arquitecto.

También los colores, los sabores, los sonidos y, por supuesto, el hombre, que creado
a imagen y semejanza de la creación entera, y del Creador mismo, es símbolo del
Universo, de la manera misma que el Universo entero puede ser visualizado como
un hombre grande, símbolo a su vez de un ser invisible que en él se expresa.

Si, por otra parte, observamos las manifestaciones culturales, nos daremos cuenta
de que todas ellas son también simbólicas: los n úmeros y las letras, son s ímbolos de
energías que se encuentran detrás de ellos; el arte en todas sus manifestaciones,
cuyos orígenes son sagrados, es siempre expresión simbólica de ideas sutiles
inspiradas al artista por las musas; y tambi én los idiomas, pues cada palabra o
conjunto de palabras son símbolos de alguna idea que ellas expresan. Además, para
el hombre antiguo, tanto la agricultura como la artesan ía y hasta el comercio y la
guerra, así como la construcción de ciudades, templos, habitaciones, carruajes y
 

naves, incluyendo también cada uno de los utensilios que usa para la realizaci ón de
los oficios; todos los juegos que practica y, en fin, todo lo creado por Dios y por el
hombre, es símbolo viviente de una realidad que lo trasciende.

También los antiguos sabían que las verdades más altas llegan a nosotros a través
de los símbolos y que los hombres podemos utilizarlos como veh ículos de
conocimiento, que si conducimos adecuadamente nos llevarán precisamente a la
comprensión de esas verdades. Todos estos órdenes de la existencia son armónicos
y se dice que esta armonía, a la que nuestro símbolos masónicos nos habrán de
llevar, es asimismo un símbolo de la unidad divina de la cual todos estos órdenes
provienen, y a la que toda la creación finalmente retorna.

El hombre, desde su origen mismo, ha vivido en funci ón de los símbolos que lo


rodean. Pero a partir de la entronizaci ón del racionalismo durante esta época que
algunos autores tradicionales llaman del “oscurecimiento creciente”, el hombre
occidental pareció olvidarlos casi por completo, y se abocó de lleno al desarrollo, la
especialización y la multiplicación de las ciencias empírias y técnicas, llevado por
una ilusión de progreso indefinido, cuyas últimas consecuencias han sido la
tremenda crisis que vive el mundo moderno. Aunque la ciencia empírica y la
psicología no es la materia que nos compete, resulta sin embargo interesante
observar que aun esta ciencia moderna ha establecido con asombro que el hombre
actual, en el estado ordinario de conciencia, escasamente utiliza, cuando mucho, un
diez por ciento de sus potencialidades mentales y emotivas; y lo que es aun más
asombroso, recientes investigaciones psicológicas han logrado demostrar que la
educación moderna que en general todos hemos recibido, utilizando únicamente
métodos racionales, analíticos y discursivos, no s ólo no despierta aquellas
potencialidades dormidas sino que, por el contrario, atrofia ciertas partes de
nuestro cerebro que son precisamente aquellas que se activan cuando el hombre se
pone en contacto con energías superiores, cuando se conecta con las musas que
inspiran al artista o cuando comprende el lenguaje de los símbolos. Esas
investigaciones psicológicas han llegado hasta a demostrar “empíricamente” que
 

ciertas funciones del cerebro que se encuentran activas en los niños, se van
atrofiando a medida que el ni ño va creciendo rodeado de los prejuicios y
condiconamientos que le impone la educaci ón oficial que hoy se imparte; y que
únicamente se conservan estas facultades despiertas, en alguna medida, en aquéllos

que mantienen contacto con el arte y con el s ímbolo.

También los psicólogos se han ocupado de observar, pretendiendo descubrir algo


nuevo, que los mitos, los sue ños y las leyendas afectan de modo sensible al
psiquismo humano y que ciertos s ímbolos se repiten de tal manera en las
experiencias de sus ‘pacientes’, que este hecho s ólo puede ser explicable si se
considera que éstos se encuentran en lo que ellos llaman el inconsciente o
subconsciente colectivo y que otros autores llaman con m ás propiedad la ‘memoria
colectiva’ de la especie humana.

Hoy día, a nadie cabe duda de que los s ímbolos ejercen en el hombre un gran poder
transformador. Basta observar, por ejemplo, la influencia determinante que ejercen
en el hombre moderno los medios publicitarios y la propaganda, que operan
fundamentalmente a través de sistemas simbólicos, para darnos cuenta de que el
ser humano posee una naturaleza tal que es sensible a los s ímbolos; que éstos
pueden actuar sobre nosotros y afectar de modo determinante nuestra conducta.

Es por eso que están resucitando ideas antiguas, y el hombre pensante de estos
tiempos, abrumado y desilusionado por la evidente decadencia de la sociedad
moderna materialista, está volviendo los ojos al pasado haciendo renacer
disciplinas y corrientes de pensamiento de la antigüedad, íntimamente asociadas a
la simbología.

Para adentrarnos en el lenguaje simbólico, en primer lugar es necesario distinguir


dos clases de símbolos, que corresponden de manera precisa a dos aspectos de la
realidad y a dos maneras de encarar la vida: lo sagrado y lo profano. Los s ímbolos
sagrados, según nos dicen expresamente aquéllos que nos los han heredado, han
sido revelados al hombre; su explicaci ón oculta fue transmitida por tradición (de
 

 boca a oído) a través de los siglos, y se dice que sus or ígenes “se pierden en la noche
de los tiempos”; los símbolos profanos, como los utilizados por la propaganda
comercial y política, han sido por el contrario inventados por el hombre moderno;
antiguamente no se conocían y modernamente se han generado y reproducido,
convirtiéndose en un instrumento más que contribuye al adormecimiento de las
gentes. Aquellos son manifestaciones de ideas-fuerza que ellos mismos sintetizan y
concretan imprimiéndose en el interior de la conciencia de los que se abren a ellos;
éstos influyen más bien en el psiquismo y no en la conciencia, evocando ideas e

intenciones de un orden inferior.

Los símbolos sagrados son exactos y su contenido se encuentra expresado de una


manera precisa en las distintas formas que adquieren; los profanos en cambio no
tienen ningún contenido claro ni preciso y muchas veces son engañosos pues
exteriormente manifiestan cosas que interiormente no contienen. Nosotros nos
manejamos únicamente con los primeros, pero no podemos dejar de observar los
segundos pues debemos aprender a distinguirlos claramente y también porque
estos últimos nos ayudarán a desentrañar los signos de los tiempos que nos ha
tocado vivir.

Por otra parte, es necesario distinguir en los s ímbolos dos aspectos opuestos y
complementarios que también corresponden a dos maneras de encarar la realidad:
lo exotérico y lo esotérico. El primero se refiere a lo externo, a la forma que el
símbolo toma para expresarse sensiblemente; a su manifestación visible. El aspecto
esotérico indica más bien lo interno; el contenido oculto en el s ímbolo mismo; la
idea-fuerza o la energía inmanifestada e invisible que detrás del símbolo se
encuentra. En el símbolo sagrado, el aspecto exotérico no es de ninguna manera
arbitrario ni casual, por el contrario, obedece a ciertas leyes exactas y precisas, y es
por esto que decimos que ambos aspectos se complementan: porque la
manifestación externa del símbolo es la que trae al orden sensible aquello que
pertenece a un orden superior a lo cual podremos llegar si logramos atravesar o
traspasar el mero aspecto formal. Lo esot érico pues es anterior y por lo tanto
 

 jerárquicamente más alto que lo exot érico, y es a ello a lo que el lenguaje simb ólico,
 bien entendido, nos debe conducir; pero el aspecto externo es también necesario
para que el símbolo se exprese a nuestro orden sensible, velando su contenido a
quienes no tienen ojos para ver lo interno de las cosas, pero más bien desvelándolo
o revelándolo a los que sí están capacitados para ver.

De esta manera, lo exotérico puede variar, como de hecho varía, al expresarse en los
variados órdenes de la existencia o en las distintas culturas; pero lo esotérico se
mantiene invariable, de la misma forma en que una idea puede ser expresada en
varios idiomas sin que su contenido se altere.

Si observamos los s ímbolos exclusivamente desde el punto de vista exotérico,


encontraremos variadísimas formas de expresión simbólica en las distintas
manifestaciones del universo y en los diversos pueblos; podremos, como lo hace la
ciencia moderna, ‘archivarlos’ y exponerlos en museos y enciclopedias y hasta
llegar a ser ‘eruditos’ conocedores de los mismos, pero no podremos llegar a su
verdadero conocimiento y comprensión. Si, por el contrario, los abordamos desde el
punto de vista esotérico, más bien nos daremos cuenta de la identidad de todas las
culturas verdaderas; podremos observar cómo símbolos y sistemas simbólicos en
apariencia muy diferentes pueden ser sin embargo idénticos en su contenido; y
cómo la síntesis que se obtiene mediante las adecuadas relaciones entre los distintos
órdenes de la existencia y entre los variados sistemas simbólicos de todos los

pueblos, es lo que nos conduce a una verdadera comprensión y conocimiento de las


energías secretas que detrás de los s ímbolos se ocultan.

Sin embargo, es necesario hacer la observación de que lo esotérico nada tiene que
ver con el mal llamado ‘ocultismo’, ni mucho menos con las pr ácticas relacionadas
con la hechicería y la superstición, como algunos modernos podrían estar tentados
a creer, sino que por el contrario nos conduce m ás bien a lo m ás profundo de los
misterios de la creación, ocultos en el interior de nuestra propia conciencia.

Debemos saber, de todas maneras, que modernamente han proliferado en el mundo


 

corrientes de pensamiento que se hacen llamar esotéricas, provenientes de escuelas


pseudo-iniciáticas, creadoras de falsos maestros y falsos profetas que no son otra
cosa que simples profanadores de nuestros símbolos. Muchas veces con fines
meramente comerciales, otras con el objeto de adquirir determinados “poderes” y
algunas hasta con ‘buena intención’, han hecho aparecer cantidad de enseñanzas y
literatura y hasta corrientes políticas que utilizan nuestros s ímbolos con otros fines,
contribuyendo más bien a aumentar la confusi ón ya reinante. Con frecuencia es
f ácil distinguirlos, cuando son obras de meros charlatanes o fan áticos; pero
debemos de cuidarnos en particular de aquellas falsificaciones que adquieren
características de seriedad y hasta de cierta profundidad, muchas de las cuales ya
han logrado incluso entrar en algunas de las logias.

Nuestra institución hace derivar sus orígenes de los centros iniciáticos de la


antigüedad a través de los cuales se transmitió el lenguaje simbólico hasta nuestros
días. A la masonería le ha correspondido durante los últimos siglos, la delicad ísima
función de ser, en Occidente, el guardián de estos símbolos y transmitir su
profundo significado. Nuestra obligación pues es la de resguardar los símbolos y
rescatar su sentido originario y primitivo, no con el objeto de aumentar
simplemente nuestra erudición, sino más bien para aplicar este conocimiento a la
vida.

El lenguaje simbólico tiene el poder de actuar en la vida cotidiana, y se dice que


quienes se acercan a él de la manera adecuada podrán observar dentro de sí 
mismos la profunda acción transformadora ejercida por la energía que se encuentra
detrás de nuestros símbolos tradicionales.
 

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL SENTIDO CUALITATIVO DE LOS NUMEROS


Fernando Trejos

Si hemos distinguido en el simbolismo general entre los aspectos esotérico y


exotérico de toda manifestación (lo interno y lo externo del s ímbolo) en el caso del
simbolismo numérico esta distinción se muestra de un modo claro en el doble
aspecto cualitativo y cuantitativo de los n úmeros.

Uno de los rasgos caracter ísticos del hombre moderno, es su marcada tendencia a
verlo todo desde un punto de vista cuantitativo, olvidándose cada vez más de lo
cualitativo. Esta tendencia ha llegado al extremo de que hoy se valora a las personas
por lo que tienen (en cantidad) y no por lo que son (en cualidad). El hombre por
esta razón se aleja cada vez más de lo esencial, para dar toda la importancia a lo que
siempre fue considerado por los sabios antiguos como secundario y contingente.

Esta tendencia se observa claramente en el modo como se enseñan los números en


 

las escuelas, colegios y universidades de nuestro tiempo y c ómo los utiliza en


particular la ciencia moderna. En efecto, se ven únicamente como instrumentos
para contar y medir y, desde este punto de vista, puramente cuantitativo, se suman,
restan, multiplican y dividen, llegando hasta las más complicadas operaciones sin
vislumbrar de manera alguna el origen sagrado y divino, esencial y cualitativo que
los números poseen en su más importante aspecto. Se los utiliza también para
identificar objetos y toda clase de documentos, y para identificar personas, hasta el
extremo de que, hoy día, ya todos los hombres tenemos la obligaci ón de portar un
documento llamado de ‘identidad’, caracterizado fundamentalmente por un
número que se pierde en lo indefinido de la multiplicidad.

Esta manera de ver las cosas, tan propia y exclusiva del hombre occidental moderno
(corriente que está arrastrando a la humanidad entera), tiende de manera casi
imperceptible, pero cada vez más intensa, a llevar al hombre hacia la uniformidad,
la disolución y la desarmonía, alejándolo de la unidad, la uni ón y la armonía. Es lo
que de manera clara se describe como el “reino de la cantidad” y el olvido de la
calidad.

Las tradiciones antiguas, que son las fuentes de las que la Masonería bebe los
conocimientos, veían los números como los principios esenciales de las cosas.
Consideraban que el número no era humano, sino que había sido revelado al
hombre por la divinidad, para que sirviera como medio de conocimiento de las m ás
altas verdades y como vehículo de síntesis y unión entre el Cielo y la Tierra y entre
los distintos órdenes de la existencia. Los pitagóricos, por ejemplo, establecieron las
relaciones precisas entre la matemática, la geometría, la música y la astrolog ía
(todas ciencias numéricas) demostrando de esta manera la armonía del universo y
la analogía del macrocosmos y el microcosmos, sin dejar de reconocer que tambi én
la desarmonía de algunas de las partes est á incluida en la armon ía general del todo.
 

Las figuras geométricas, que se realizan con la regla, la escuadra y el compás,


representan la manifestación de los n úmeros en el plano bidimensional. A cada
figura geométrica corresponde un número determinado y su adecuada
comprensión nos puede llevar a interpretar y desentrañar los planos del Gran
Arquitecto del Universo. Si llevamos esta geometr ía al espacio tridimensional,
pasamos del plano a la construcción y observamos cómo los pueblos antiguos
construían ciudades y templos a imagen y semejanza del modelo del universo, así 
como el templo de Salom ón y la ciudad de Jerusal én (y podríamos mencionar las
otras tradiciones) fueron construidos tomando como modelo a la Jerusalén Celeste.
Nuestra Orden hereda de las órdenes de constructores este conocimiento,
enseñándonos así cómo debemos construir nuestros templos y, fundamentalmente,
cómo podemos aplicarlo para la construcción del templo interno, cuya coronación
constituye la meta de nuestra carrera masónica.

También mencioná bamos la relación del número con la música. Las notas musicales
no son otra cosa que n úmeros actuando en el mundo del sonido. Esto pone al
 

número en estrecha relación con las ideas de armonía y ritmo y particularmente nos
muestra la armonía de la ley natural.

Y la astrología, ciencia también numérica —que bien entendida pone al hombre en


la tierra en estrecho contacto con el cielo— utiliza la escuadra y el comp ás en la
realización de sus cálculos.

Por otra pate, la C á bala nos enseña de la relación de los números con las letras y las
palabras y también a comprender la esencia de los nombres a través del número.

Y podríamos mencionar que también los metales y los colores y, en realidad, todo lo
que se manifiesta es numérico; pues, como dice el evangelio cristiano, “hasta el
último de tus cabellos est á contado”.

Trataremos en los próximos trabajos de analizar cada uno de los números,


estableciendo con ellos las múltiples relaciones entre las distintas tradiciones y
entre los distintos estados del ser. Quizá podamos demostrar así, cómo la
numerología es un verdadero lenguaje; y, tal y como lo ha encarado la Masonería,
podremos ver cómo este lenguaje puede ser considerado, verdaderamente, un
idioma universal.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

LA UNIDAD
Fernando Trejos

El Número Uno

El número uno ha sido descrito por sabios antiguos como “lo inexpresable”, por lo
que cualquier discurso que pretenda expresarlo siempre estará limitado por el
lenguaje. Pero también se dice que es mediante la reiteración incesante del Nombre
Divino (o sea de la Unidad), como ese Nombre impronunciable finalmente se
 

realiza, en el interior de la conciencia de quien se abre a Él, por la Voluntad del


Gran Arquitecto del Universo.

El punto geométrico, se corresponde exactamente con el Uno aritmético. Siendo en


apariencia el más pequeño de los números es, sin embargo, desde una perspectiva
‘real’, el más grande de todos. Poniendo un ejemplo, cuantitativamente, el número
365 es 365 veces más grande que la unidad; cualitativamente, ese número es la
fragmentación de la unidad en 365 partes. Es decir, que en realidad el Uno no sólo
está contenido en los demás números, sino que, además, la Unidad los contiene a
todos dentro de Sí Misma, pues es el principio y origen de toda posible
numeración.

Si observamos las leyes naturales, nos damos cuenta de que conforme las cosas son
mayores en calidad, son a su vez más escasas, de poca cantidad. Sucede con los
metales y con las piedras: los que contienen una calidad más pura (como el oro y el
diamante), son escasos; los metales ordinarios y las piedras en bruto, abundan en la
multiplicidad. Lo mismo ocurre en todos los órdenes: mayor la purificación, más
cerca se encuentra la Unidad.

En el número Uno están contenidas todas las posibilidades aritméticas, pues


potencialmente en él se encuentran implícitos todos los n úmeros: cada uno de ellos
está compuesto por el número anterior, más uno. Es decir, la Unidad es el padre de
todos, siendo a su vez la que manifiesta la esencia y la energía más elevada de la
que todo proviene. Los demás números, así como todas las cosas, que como hemos
visto son también numéricas, expresan cualidades o atributos de la Unidad; y en la
medida en que se van alejando de ella van manifestando cualidades inferiores, o
sea, que la mayor cantidad expresa asimismo un mayor alejamiento de la esencia.

El monoteísmo es patrimonio de las culturas m ás altas, que han alcanzado mayor


fuerza de abstracción. La presencia del Dios Uno la observamos en las civilizaciones
más antiguas y es el denominador com ún de aquellas que a su vez remiten a la
Tradición Unica de la que todas derivan.
 

Esa Unidad se expresa del modo más sutil en todas las manifestaciones. Es el
sonido del silencio; el Verbo inaudible; el blanco incoloro que re úne dentro de sí 
mismo a todos los colores. Es la piedra filosofal de los alquimistas, expresi ón de la
perfección última de todos los metales; la “piedra de toque” o “piedra angular” que
“rechazaron los constructores” y que da sentido a toda la Obra. El Uno mismo o Yo
único e incondicionado del que todos los seres manifestados no somos más que un

reflejo ilusorio.

La tradición hindú llama Atma (que no debe ser confundido con alma), a ese


principio único e incondicionado cuya residencia o Brahma Pura se encuentra en el
centro o corazón de todos los seres. Dicen los Upanishads que es “m ás pequeño que
un grano de mijo; más pequeño que germen que se encuentra dentro de un grano
de mijo; pero más grande que la tierra y el cielo y que todos los universos juntos”.

En general se la describe en términos negativos y a veces también con formas


admirativas e interrogativas.

La filosof ía china lo llama el “Tao de Taos”, aunque nos advierte que “El Tao que
puede ser expresado no es el verdadero Tao” y también que “Desde el no-ser
comprendemos su esencia; y desde el ser sólo vemos su apariencia” …“Su
identidad es el misterio. Y en este misterio se halla la puerta de toda maravilla”.
(Tao Te King, I)

Es un ‘espacio’ vacío; un ‘tiempo’ eterno que no transcurre. El único increado,


origen a su vez de todas las criaturas.

La Unidad está presente en el Todo; y, seg ún la máxima de Hermes Trismegisto, “el


Todo está en Todo”. Se aloja en todas y cada una de las manifestaciones del ser; y
por lo tanto se encuentra en el interior de cada uno de nosotros.

Es el Alef  de los hebreos; se encuentra implícito en el Iod del Nombre de IHVH, Dios


Unico. El árbol sephirótico de la cá bala judía le llama Kether que quiere decir
“corona” y le coloca sobre la cabeza, pues es la expresi ón de la más alta realidad,
 

por encima de toda manifestación. A Kether se le alcanza por la Shequinah o


presencia divina, y el alcanzarlo supone la coronación de la obra de la creación y el
advenimiento de la Jerusalén Celeste.

La Unidad es invisible, aunque todo ser visible la expresa, se dice que puede ser
percibida a través de la contemplación de la Armonía del Universo y sus leyes.

Es inmutable, pero como el ‘motor inmóvil’ de Aristóteles y Santo Tomás,


constituye el origen de todo movimiento es como el punto inm óvil del centro de la
rueda, sin cuya inmovilidad sería imposible que ésta girara. Se le ha descrito como
“un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

Es indivisible como el átomo de los griegos, que nada tiene que ver con la part ícula
llamada ‘átomo’ dividida por la ciencia moderna.

Es indestructible, indimensionada, inconcebible. No es. Pero, no siendo, contiene


dentro de sí todas las posibilidades del ser.

El budismo la concibe como un estado en la conciencia: la No-Dualidad del Nirvana,


que es el estado de iluminación que nos conduce al Para-Nirvana, el grado más alto
de la evolución interna al que todo proceso iniciático, bien entendido, aspira.

La tradición islámica la llama Allah y agrega: “No hay más Dios que Allah”.

También los pueblos precolombinos la concibieron y le dieron nombre: Wakan


Tanka, Tunkashila, Tloque Nahuaque, Ñ amanduí , etc.

Y por supuesto el cristianismo, que describe a ese estado de la conciencia como el


“Reino de los Cielos”, “m ás pequeño que un grano de mostaza”. Y a través de la
máxima cristiana “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial”, se nos ordena
aspirar a la obtención de ese grado, que no es otra cosa que la identificaci ón con el
Padre.

“Que todos sean uno; como Tú, Padre en mí, y yo en Ti, que tambi én ellos en

nosotros sean uno… Para que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y T ú 
en mí, para que sean consumados en la unidad” (Juan, XVII, 21-23).
 

“Esta unión perfecta es el verdadero advenimiento del “Reino de Dios” que viene
de dentro y se expande hacia afuera, en la plenitud del orden universal,
consumación de la manifestación entera y restauración de la integralidad del
‘estado primordial’”. (René Guénon, Sí mbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada,
cap. LXXIII)

La obtención de la Unidad es la meta a que aspiran todas las escuelas iniciáticas. En


la Masonería, la adquisición del último grado, que constituye la coronaci ón de
nuestra Obra y la culminación del Arte Regio, consiste estrictamente hablando en la
identidad suprema con el Gran Arquitecto y en la facultad de “escribir” con Él en el
“Libro de la Vida”.

He ahí el profundo sentido de la numerología tradicional. Parte del punto, observa


todas las manifestaciones como atributos de la Unidad presente en todo lo creado y
nos ordena para retornar nuevamente a Ella, cuando el ciclo sea concluido y
logremos el Eterno Presente que perdimos por razón de la Caída, y que
recuperamos por la Redención.

Ilustración para la Divina Comedia: Paraíso, Canto 31

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion


 

LA DUALIDAD
Fernando Trejos

El Número Dos

En nuestros trabajos anteriores hicimos algunos comentarios referentes al aspecto


simbólico y cualitativo de los n úmeros. En el último, nos referimos en particular al
número uno y observamos el profundo significado de la Unidad aritm ética y el
punto geométrico. Describíamos esa Unidad, al no haber palabras para expresarla,
en términos negativos, superlativos o interrogativos. Y ve íamos cómo el alcanzar la
Unidad metaf ísica como un estado en la conciencia, constituye la meta última de
todo proceso iniciático bien entendido.

En este trabajo y los siguientes, nos proponemos hacer un esfuerzo para describir
cómo la unidad va progrediendo simbólicamente en los siguientes n úmeros
naturales hasta producir la manifestación; trabajo que ya han realizado de mucho
mejor manera, sabios de todos los tiempos, con el objeto de que nosotros, seres
manifestados, obtengamos a través de estos signos un “mapa de ruta” que nos
conduzca nuevamente a la unidad, que es nuestro origen y fin, el alfa y el omega.

Aunque es obvio que la Unidad, principio inmanifestado, se basta a sí misma, pues


lo contiene a todo y nada está fuera de ella en la simultaneidad del Eterno Presente,
por razones misteriosas produjo toda la manifestación como un reflejo de sí misma.

“Kether, la única realidad, por una parte permanece oculta en sí misma, en su

trascendencia absoluta, y por la otra se manifiesta a sí misma como inmanencia


increada, en medio de su propio reflejo transitorio: la creación”. (Leo Schaya, El
Significado Universal de la Cá bala, pág. 42).

Es esta la primera dualidad: lo inmanifestado y la manifestación; el creador y la


creación; el No Ser y el Ser.

Siendo, como veíamos, la Unidad inmóvil, sin embargo contiene el principio de


todo movimiento. En ella se producen, según la cá bala, los “primeros
 

estremecimientos del Ser”. Es el motor inm óvil o la causa primera.

El primer movimiento que se produce a partir del punto o número uno es de


polarización. El punto se polariza en una l ínea recta o la Unidad produce al binario.
Lo indimensionado produce una primera dimensión. A partir de este primer
movimiento, todo la creación obedecerá a esta ley del binario. En efecto, todo lo que
se manifiesta tiene sexo: vida y muerte; bien y mal; placer y dolor; luz y
oscuridad; macho y hembra. En la unión de los contrarios se encierra el gran
misterio.

Tenemos la tendencia a observar únicamente una de las caras de la moneda y por lo


tanto nos perdemos la visión de la totalidad. En general queremos conocer lo que es
la vida sin conocer la muerte; y desconocemos que solo mediante el conocimiento
de los misterios de la muerte (razón de ser de la muerte inici ática) podremos
conocer los misterios de la vida y la inmortalidad. S ólo conociendo el supremo
dolor encontraremos el supremo placer. Sólo descendiendo a los infiernos
podremos ascender a los cielos. Hay algo que une a los contrarios, puesto que sin
este algo no podrían oponerse. Y es por esto que no podemos comprender al
número dos aisladamente; y necesariamente lo tenemos que ver íntimamente
relacionado con el uno que lo produce y con el tres que une los opuestos. La l ínea
recta contiene en sí misma un punto central a partir del cual la polarizaci ón se
produjo. Este punto central es la Unidad, que se hace manifiesta en el binario,
 

produciendo al ternario.

En la filosof ía hindú, al binario se le expresa con los t érminos sánscritos Purusha y


Prakriti, que podrían ser traducidos como “esencia” y “sustancia”; y también con
los términos Sattwa y Tamas, las energías ascendentes y las descendentes. En el
taoísmo chino, el Tao se polariza en Yang (principio masculino) y Yin (principio
femenino).

Y se ve expresado también en los dos primeros trigramas y hexagramas del I Ching,


denominados Ch’ien, Lo Creativo, el Cielo, compuesto de l íneas rectas masculinas, y
K’un, Lo Receptivo, la Tierra, simbolizada con l íneas partidas femeninas. El
 budismo considera que la dualidad (expresada, entre otras formas con los términos
Pingala e Ida), es el origen de todo sufrimiento, y que s ólo mediante la unión de los
contrarios se logra encontrar el camino que conduce a la supresión de la causa de
todo sufrimiento.

En la tradición hebrea vemos como Adán, originariamente andrógino (macho y


hembra), es separado en dos mitades; y se expresa la idea de que el pecado original
del hombre fue el comer de la manzana del árbol del bien y del mal (la dualidad), lo
que lo alejó del árbol de la Vida (unitario).

En el cristianismo, esta dualidad se expresa como el Padre y el Hijo, el creador y la


criatura.

En los simbolismos griegos y romanos, esta dualidad se manifiesta en el car ácter


andrógino de muchos de sus dioses. Por ejemplo, Saturno, Cronos, siendo el Padre
de los Dioses, se le ve también como la Madre Mayor. Y Jano, el dios romano por
 

cierto comparable a los dos Juan del cristianismo, se le simboliza con un doble
perfil, uno que mira al pasado y el otro al futuro, representando el primero al
solsticio de verano o “puerta de los hombres” y el segundo el solsticio de invierno o
“puerta de los dioses”.

El número dos, se expresa también con el símbolo del eje. El axis mundi o eje de la
tierra (que se extiende simbólicamente en el espacio, más allá de la atmósfera
terrestre y sirve también como símbolo de unión entre los mundos), es una l ínea
recta, invisible e inmóvil alrededor de la cual se produce el movimiento de rotaci ón.
El centro de la tierra se ve así polarizado en una dirección ascendente (norte) y una
descendiente (sur).

Aplicando este simbolismo a lo humano, podemos observar que también hay un eje
invisible que atraviesa al hombre desde la base de la columna vertebral hasta la
coronilla, produciendo la idea del Zenit, que se extiende hacia lo alto (lo que vuela)
el Nadir, que se extiende hacia lo bajo (lo que repta). Esto nos habla también de una
doble naturaleza en el hombre, animal y divina. En la direcci ón ascendente, el
hombre tiende hacia lo divino, pudiendo alcanzar su identidad suprema que es
precisamente la identificación con el Uno; pero en su dirección descendente, el
hombre también se identifica con la bestia, y en este sentido es no sólo el más dé bil
de los animales, sino que es el único ser capaz de alterar el orden de la naturaleza y
destruirla.

Esta dualidad se expresa en el simbolismo general, en el doble aspecto de todos los


símbolos, que podríamos definir en principio como ben éfico y maléfico. Y en el
caso del simbolismo num érico, podemos observar que todo n úmero contiene a la
dualidad, siendo pasivo con respecto al anterior y activo con respecto al siguiente.
De esta manera, el número dos es pasivo con respecto al uno (que lo produce), pero
activo con respecto al tres (al que engendra); y lo mismo si observamos cualquier
número.

También se expresa la dualidad en el doble movimiento de todas las cosas, el aspir


 

y el expir del hombre y el universo; el flujo y reflujo de la tierra y de los mares; la


creciente y la menguante de la Luna; la parte ascendente y la parte descendente del
ciclo solar o año; la diástole y la sístole del corazón; el solve et coagula de la
alquimia, etc.

Y específicamente en el simbolismo masónico, encontramos esta dualidad


expresada en las dos columnas del templo, que corresponden de manera exacta a
las dos columnas del árbol sephirótico de la cá bala: la columna B y la columna J;
columna de la construcción y columna de la destrucci ón; de la fuerza y de la
forma; del amor y la misericordia, y del rigor y la justicia.

También está expresado en el símbolo de la regla, con la que construimos la l ínea


recta. En el compás, con que construimos el círculo, observamos tambi én dos
puntas: una que señala al centro o la inmanifestación, y la otra a la circunferencia o
la manifestación. Y puede ser visualizada esta dualidad en la doble direcci ón
horizontal y vertical de la escuadra.

Por ahora no nos resta más que repetir que el número dos lo comprenderemos más
adecuadamente si lo analizamos con relación al tres, lo cual ser á el objeto de
nuestro próximo trabajo.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion


 

LA TRIADA
Fernando Trejos

El Número Tres

“El Tao engendra al Uno,


el Uno engendra el dos,
el dos engendra el tres.
El Tres engendra todos los seres”.
(Lao Tse, Tao Te King, XLII).

Desde el día que nos iniciamos en el grado de aprendiz, se nos insisti ó de manera
especial en el simbolismo del n úmero tres. Cuando nos encontrá bamos en la
caverna iniciática, se nos entregó un “triangular” con tres preguntas
fundamentales; después de los primeros viajes subterráneos en la búsqueda de la
caverna iniciática, y una vez que entramos en el templo, fuimos sometidos a tres
viajes, que simbolizaban también tres pruebas, de aire, de agua y de fuego; se nos
dio a beber de tres l íquidos, uno dulce, uno amargo y agua insabora; y una vez que
vimos por primera vez la “gran luz”, pudimos comenzar a observar en el interior
del templo gran cantidad de signos relacionados con el número tres.

En el ara o altar de nuestro templo, encontramos tres luces, junto a los tres
instrumentos fundamentales de nuestro trabajo: la Biblia, la escuadra y el compás.
Esas tres luces, están también representadas por los tres dignatarios principales de
la Logia, el Venerable Maestro y los dos Vigilantes. Y continuamente, en el curso de
nuestros trabajos, escuchamos sentencias masónicas compuestas de tres palabras,
como “libertad, igualdad, fraternidad” o “fuerza, belleza y candor”, etc.

Por otra parte, habremos observado que los toques y se ñales del grado de aprendiz,
tienen todos que ver con este número; y también la edad masónica de tres años.

Detrás del Venerable Maestro y de cada uno de los Vigilantes, ha de haber un


triángulo, símbolo de este n úmero; y la bandera de la Logia ha de ser también
triangular, según el manual de instrucción del aprendiz, “porque el triángulo
 

simboliza los tres objetos de la Masonería, o sea el estudio del hombre, de la


naturaleza y de Dios”.

Los grados de la masonería simbólica, son también tres: el aprendiz que deletrea en
el Libro de la Vida, y talla la ‘piedra bruta’; el compa ñero, que lee y construye la
piedra cú bica; y el Maestro que escribe en ese libro con el Gran Arquitecto y corona
la piedra con una pirámide”.

Todas las tradiciones de la antigüedad, rindieron de alguna manera culto a este


número, y vieron siempre en la Tríada o la Trinidad un gran misterio, que se
expresa también a través de los Tres Principios que regulan toda la creaci ón, que no
son otra cosa que la uni ón de los contrarios.

En el hinduismo, se observa la triada Atma, Jivatma y Buddhi. Atma es el espíritu


puro e incondicionado; se le representa como el punto central de la circunferencia, o
punto inmóvil del compás; el Jivatma es el espíritu individualizado en cada uno de
los seres manifestados, las almas individuales, en cuyo corazón habita Brahma o
 Atma, los innumerables reflejos a que la Unidad da lugar, simbolizados por los
indefinidos puntos de la circunferencia; y el Buddhi es aquello que une al Jivatma
con el Atma, el radio, que junta la circunferencia con el centro. Aplicado este
simbolismo al hombre, el centro de la rueda es el Yo único, objeto eterno de la
 búsqueda del iniciado; los puntos de la circunferencia son los múltiples “yoes”, con
los que de ordinario nos identificamos; nuestro cuerpo f ísico y todo aquello que
constituye nuestra “personalidad”, y el radio de la rueda representa al alma, a la
vez el obstáculo que nos impide ver el centro y el veh ículo que nos conduce a él. En
otro lenguaje, esta trinidad de espíritu, alma y cuerpo se nombra con los t érminos
esencia, sustancia y forma.
 

También expresan los hindúes a la tríada con los conceptos de Brahma, Shiva y
Vishnú. Brahma es el constructor o creador, Shiva el destructor, y Vishnú el
conservador que equilibra. En el fondo es el mismo simbolismo de las dos
columnas del Templo, más el iniciado que entre columnas, es el tercer elemento que
une los contrarios.

En el taoísmo chino, el Yin, el Yang y el Tao es lo que expresa a los tres principios. El
Yin es lo femenino, lo receptivo, lo oscuro, lo blando; el Yang lo masculino, lo
creativo y activo, lo luminoso, lo duro; en todo Yin hay un punto de Yang y
viceversa, y el Tao es lo que une a esos contrarios, tanto la meta, como el camino.

Además, la dualidad Cielo y Tierra, está unida también por un tercer elemento que
es el Hombre Verdadero, cuya función es la de servir de intermediario entre el
mundo de arriba (el espíritu) y el de abajo (la materia).

En la escuela pitagórica se enseñaba que el tres es el n úmero de “la constitución del


universo”. Todos los n úmeros pueden ser reducidos a los nueve números naturales,
los cuales también se reducen a los tres primeros n úmeros que contienen todas las
cosas; y los tres primeros n úmeros se encuentran sintetizados en la Unidad, pues
cada uno de los aspectos de esta trinidad son esencialmente uno s ólo.

En la geometría, la unidad se polariza en la l ínea recta; pero esta línea, para que
 

pueda tener dos polos, tiene que tener también un punto central a partir del cual la
polarización se produjo; asimismo el eje de la tierra tiene dos polos y un centro; y
en el hombre, aquel eje que lo atraviesa supone también un punto central
simbolizado por el corazón. Este punto central, llevado a otra dimensión, produce
la primera figura bidimensional: el triángulo, símbolo geométrico de la trinidad.

El triángulo constituye la primera forma y es asimismo la estructura más fuerte.


Esta figura sirve también como símbolo de centro: con su vértice hacia arriba,
simboliza la montaña y la piedra; y con su v értice hacia abajo, a la copa, la caverna
y el corazón.

También se relaciona al n úmero tres con los tres colores primarios (amarillo, azul y
rojo), de cuya combinación se producen todos los demás, asimismo con las tres
notas musicales que componen la armonía de un acorde perfecto; con las tres
figuras cerradas básicas de la geometría (el círculo, el triángulo y el cuadrado); con
los tres reinos de la naturaleza (animal, vegetal y mineral). En la gram ática, lo
vemos expresado en las tres primeras personas del singular (yo, tú y él); en el
tiempo, a través de sus tres caras (pasado, presente y futuro); y a veces también se le
relaciona con las tres preguntas básicas de la filosof ía: ¿quién soy?, ¿de dónde
vengo?, ¿adónde voy?

Estos tres principios están expresados tanto en el macrocosmos como en el


microcosmos, y podríamos ver con asombro cómo aun la ciencia moderna, al
dividir esa partícula mal llamada “átomo”, encontró tres minúsculos cuerpos:
electrón, protón y neutrón.
 

En la alquimia, ciencia enteramente ligada a la francmasonería, estos tres principios


se expresan como el matrimonio alquímico del azufre y el mercurio, bendecidos por
la sal.

En la cá bala hebrea, la esfera tres del árbol sephirótico es llamada Binah (la


Inteligenci divina); y la primera tr íada, constituida por los tres supremos sephiroth;
Kether (la Corona), Hokhmah (la Sabiduría) y Binah (la Inteligencia), constituyen lo
que se llama en hebreo Olam ha Atziluth, que es el mundo de las emanaciones, del
espíritu y del fuego, único inmanifestado y verdadero. “Los tres primeros Sephirot,
“Corona”, “Sabiduría” e “Inteligencia” tienen que ser considerados una y la misma
realidad (son idénticos por fusión esencial y sin confusión jerárquica)”. (Leo Schaya,
op. cit.).

No queremos terminar este trabajo sin hacer mención de la importancia


fundamental que dio en particular el cristianismo al Misterio de la Trinidad. Se la
ve en el simbolismo de la Sagrada Familia (Padre, Madre e Hijo); en las tres cruces
del calvario (los dos ladrones y el Cristo); pero fundamentalmente en las ideas de
Padre, Hijo y Espíritu Santo, que constituyen las tres Personas de la Trinidad,
expresión de un sólo Dios verdadero.

Se dice que estos tres primeros n úmeros son inmanifestados y que es con el número
cuatro que se da el primer n úmero de manifestación.

Siendo la Trinidad la expresión de los conceptos más abstractos, habrá de ser


también tema de constante meditación por parte del masón.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion


 

LOS SIMBOLOS Y EL CUATERNARIO


Fernando Trejos

Algunos aspectos generales de nuestros s ímbolos

Cuando nos referimos al lenguaje simb ólico, observamos c ómo todo lo que se
manifiesta en la creación es el símbolo de un ser invisible que en ella se expresa; o
sea, que cada uno de los seres existentes obedece a algún arquetipo, es decir, a una
“idea” (en el sentido platónico del término), de la que el ser manifestado es s ólo un
reflejo ilusorio. A su vez, podemos ver cómo esos arquetipos, emanados del ser
primordial, son los atributos del Gran Arquitecto, que produce el universo como
una exhalación de su gracia, imponiendo simultáneamente en forma rigurosa los
límites necesarios a la creación, para aspirar nuevamente, todas las cosas
manifestadas, hacia Sí.

Se nos dice que el templo masónico, lo mismo que el hombre, es un modelo del
cosmos. Por lo tanto, hay una clara relaci ón simbólica hombre-templo-universo; y es
por eso que construyendo nuestro templo interno colaboramos en la obra de la
creación del templo universal, sum ándonos de esta manera a la Gran Obra o Arte
Real, enseñado y transmitido desde el origen de los tiempos, por hierofantes,
constructores y alquimistas, de los que somos herederos.

El hombre fue creado para coronar la obra de la Creación. Cuando logra, mediante
el arte supremo de conocerse a s í mismo, descubrir su esencia íntima, es decir, el
centro de su ser, logra el conocimiento y la identidad con la causa primera.

En nuestra Orden se nos enseña a construir. Todos nuestros instrumentos de trabajo


están relacionados con este arte. El arte de la construcción no es un fin en sí mismo,
sino un medio de alcanzar nuestra suprema meta. La Palabra perdida,
impronunciable, es el secreto inviolable que nuestra Orden guarda celosamente, es
el misterio inefable, objeto eterno de la búsqueda del hombre, que permanecerá 
siempre oculto en la profundidad de su esencia misteriosa. Nuestra labor no es la
 

de descubrir el misterio, incognoscible por su propia naturaleza. Nuestra tarea es la


de guardar ese secreto misterioso, que es el espíritu mismo de la Masoner ía, oculto
en el Ara de nuestro templo y en el corazón de nuestro ser. Esta idea nos despierta
la búsqueda de lo milagroso y nos hace recuperar el sentido m ágico de la vida,
mediante el reconocimiento de que guardamos y transmitimos ese secreto
misterioso. Esa custodia y transmisi ón es la razón de ser de la iniciaci ón en los
misterios, que comenzamos a recibir en el interior de la caverna y que debemos
profundizar a medida que avanzamos por nuestro camino, construyendo nuestro
templo (un cosmos, un orden), que nos permitirá salir finalmente de él rumbo al
Eterno Oriente.

Para tener una noción más clara de lo que fue nuestra Orden en la antigüedad, y de
los misterios que ésta guarda y conserva, tendríamos que atenernos al punto de
vista sagrado, esotérico, iniciático y tradicional, que es, como lo apuntamos en otro
trabajo, el que nos proponemos seguir en forma exclusiva. Esto implica que no
procuraremos de ninguna manera expresar puntos de vista personales, sino que,
por el contrario, trataremos de repetir, con nuestra forma particular, ideas
tradicionales, universales y eternas. Este tipo de ideas, seg ún lo que heredamos de
los griegos, se transmite a través de las ciencias esotéricas, y particularmente de las
cuatro principales ciencias numéricas: la matemática, la geometría, la música y la
astrología, temas de estudio y meditación que, como sabemos, son habituales en
todas las logias del mundo.

El Número Cuatro

En nuestros últimos trabajos, hicimos énfasis en el sentido cualitativo y esot érico de


los números y vimos algunos aspectos simb ólicos de los tres primeros, que
constituyen la Gran Tríada, la Trinidad Suprema, símbolo de lo inmanifestado.

Decíamos que la unidad es indimensionada, como el punto geométrico su


equivalente. Este no tiene alto, ni ancho, ni largo; es lo m ás pequeño pero a su vez lo
 

más grande de todo; se encuentra en todas partes y en ninguna. Observ á bamos


cómo esta unidad se polariza produciendo al n úmero dos, la línea recta, la primera
dimensión, simbolizada por nuestra regla de 24 pulgadas, y c ómo en el tres y en la
figura geométrica del triángulo se producen ya las dos primeras dimensiones (base
y altura). Pero se dice que los hombres somos seres tridimensionales, pues
percibimos el mundo en tres dimensiones. En nuestro simbolismo, este pasaje del
mundo de dos dimensiones al de tres (es decir, del n úmero tres al cuatro), se
expresa cómo el pasaje del plano al volumen, o sea, de la geometría plana a la
construcción. No podemos conocer el arte de la construcción si no conocemos el
arte de la geometría; no podríamos conocer ésta sin conocer la ciencia de los
números; y no podremos realizar nuestro templo sin conocer la armon ía que nos
enseña la música y la astrología que nos muestra al cosmos. Es por esto que la
numerología nos da una base fundamental y un orden, sin el cual no sería posible
ningún tipo de construcción ni de comprensión; y las cuatro ciencias aludidas, son
un todo, que nos permitirá realizar la armonía en nuestro templo, dentro de
nosotros mismos, y eventualmente en el mundo.

Geométricamente, esta tridimensionalidad se produce mediante la aparición de un


punto central en el triángulo:

 .........................

Es lo que simboliza nuestro tri ángulo con el ojo en el centro. La unidad se suma as í 
al ternario, produciendo el cuaternario y las tres dimensiones. Esta figura
geométrica resultante, el tetraedro regular, es la primera figura volumétrica: una
pirámide de cuatro caras, cada una de las cuales está compuesta por un triángulo
equilátero, siendo por lo tanto todos sus lados iguales; esto es s ímbolo, como hemos
 

dicho, de la primera manifestación y también del mundo de la construcción y de la


creación. El número cuatro simboliza al cosmos, mientras que los tres primeros son
considerados supra-cósmicos.

Según la Cá bala, la primera trinidad es el mundo de lo trascendente, y con el cuatro


comienza lo inmanente, los números de construcción cósmica.

El cuatro es la unidad en otro plano. Siguiendo la Tetraktys pitagórica, podemos ver


cómo 4 = 1+2+3+4 = 10 = 1+0 = 1. Es decir, que el n úmero cuatro expresa a la
unidad inmanifestada en el mundo de la manifestación; a la vez que este número se
encuentra íntimamente unido al denario, que incluye a todos los números
naturales.

También se representa al cuatro en la geometría con los símbolos del cuadrado y de


la cruz, que fijan los l ímites en el espacio y el tiempo, como veremos luego.
Precisamente, la unión de estos dos conceptos nos ayuda a intuir la presencia de
otra dimensión que no perciben nuestros sentidos externos, pero que según la
tradición constituye la realidad verdadera. Este número también está presente en la
idea de los cuatro elementos, de los cuatro mundos cabalísticos y de las cuatro
partes en que puede ser subdividida toda jerarquía.

Los Cuatro Elementos Alquímicos


 

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL NUMERO CUATRO, LA ESCUADRA,

EL CUADRADO Y LA CRUZ
Fernando Trejos

Decíamos que el número cuatro corresponde en la geometría del espacio a la


pirámide de base triangular (de cuatro caras iguales), y en la geometr ía plana a las
figuras del cuadrado y la cruz. Veíamos en la primera al s ímbolo de la
tridimensionalidad y señalá bamos que el ser humano, siendo en su estado
ordinario un ser tridimensional, tiene potencialmente, según la tradición, la
posibilidad de conocer otras dimensiones, insospechadas para el hombre corriente.

La cuarta dimensión es la unión del tiempo y el espacio. La antigüedad y la


tradición conocían de la existencia de estos ‘otros mundos’, más reales que ‘éste’ y
coexistentes con él, y sabían de los estados múltiples del ser. Se dice que el hombre
puede acceder a estas otras dimensiones, mediante la apertura de la conciencia. Tal
el sentido del mito platónico de la caverna en el que se nos hace ver simbólicamente
que las cosas que percibimos con nuestros sentidos f ísicos pudieran ser sólo un
reflejo ilusorio, como una sombra, de la realidad; y que podr ía ser posible para el
verdadero iniciado ‘pasar’ a otro mundo que sí es verdadero. Como nos relata la
tradición hebrea que ocurrió a Enoch y a Elías, que ‘vieron’ y fueron llevados a él
sin pasar por la muerte f ísica. Como nos dice la tradición azteca que el hombre
atraviesa por el ombligo del sol hacia el mundo de los dioses. Como nos relatan, en
 

fin, los mitos de todos los pueblos y culturas que evocan y recuerdan ese estado
primordial que perdió el hombre por la ca ída y recuperará por la redención, al fin
del ciclo.

Quizá la idea que más precisamente nos ayuda a unir los conceptos de tiempo y
espacio y a percibir esas otras dimensiones, es la de la ley del cuaternario expresada
enla figura de la cruz de brazos iguales (+) s ímbolo que se encuentra presente en
forma unánime en las culturas de todos los tiempos y lugares. En efecto, esta cruz
señala las cuatro direcciones del espacio (norte, sur, este y oeste), uni éndolas con las
cuatro estaciones del tiempo cíclico. Esta ley determina las cuatro partes en que se
subdivide el ciclo de cualquier ser manifestado, que supone un nacimiento, un
crecimiento, un apogeo y una decadencia. La muerte, que simbólicamente se une al
punto de nacimiento, viene a ser la quintaesencia, el punto central de la cruz que
también simboliza a la vida y al eterno presente.

Sabido es que todas las criaturas tienen una existencia f ísica, y que los ciclos y los
seres, grandes y pequeños, se encuentran entrelazados los unos con los otros. El
electrón se encuentra contenido en la molécula, ésta en un ser mayor (el hombre por
ejemplo), que a su vez se halla en la tierra, la cual pertenece a un sistema solar, que
es uno de los innumerables sistemas de una de las incontables galaxias que pueblan
el universo. Con respecto al tiempo, observamos segundos, minutos, horas, d ías,
semanas, meses, años, décadas, siglos, milenios, manvá ntaras, kalpas. (Según la
tradición hindú, un kalpa constituye el ciclo de vida de un universo, cada uno de los
cuales podría ser visualizado como un ciclo respiratorio de Brahma. El kalpa está 
constituido por catorce manvá ntaras, y cada manvá ntara es un ciclo humano
 

completo de existencia, un ‘día’ de la tierra). Podríamos reducir estas dimensiones


hasta lo infinitamente pequeño, o aumentarlas hacia lo indefinidamente grande;
pero en todo caso basta observar las que se encuentran a nuestro alcance para
darnos cuenta de que cada una contiene otras menores a la vez que se encuentra
contenida en otra mayor, siguiendo todas la ley del cuaternario: cuatro partes tiene
el día, cuatro fases la luna que regula los meses, cuatro estaciones el a ño, cuatro
períodos la vida del hombre, cuatro yugas un manvá ntara. (Según la misma
tradición hindú, un manvá ntara se encuentra dividido en cuatro yugas o subciclos
que corresponden de manera exacta a las cuatro edades de los griegos: Kryta o
Satya Yuga o Edad de Oro; Treta Yuga o Edad de Plata; Dvapara Yuga o Edad de
Bronce y Kali Yuga o Edad de Hierro, que es la que vivimos desde hace largo tiempo
y que según la tradición está muy próxima a concluir (ver Égloga IV de Virgilio).

Al norte, la media noche, la luna nueva, el invierno, el nacimiento y la muerte del


día, del año y del hombre (o de cualquier ciclo del cosmos, la naturaleza o la
historia); al oriente la mañana, el cuarto creciente, la primavera, la infancia, el
crecimiento; al sur el mediod ía, la luna llena, el verano, la juventud o apogeo; y al
occidente la tarde, el cuarto menguante, el otoño, la madurez, el principio de la
decadencia que será seguido nuevamente por el norte, la vejez y la muerte, que da
inicio a otro ciclo o al nuevo nacimiento. Todo esto nos sugiere la idea de que la
cruz puede ser vista realizando un movimiento circular o ROTA, lo cual se
representa más claramente en el símbolo de la cruz gamada o sv ástika y
particularmente en el de la cruz que se inscribe dentro de la circunferencia. Esta es
la unión perfecta de la escuadra y el compás, mediante la cual se realiza la
misteriosa cuadratura del círculo o circulatura del cuadrado; la uni ón entre el cielo
y la tierra, el esp íritu y la materia, el tiempo y el espacio.
 

El zodíaco, que también se encuentra dividido en cuatro partes iguales, cuyos


extremos señalan a los signos de capricornio y c áncer, de aries y libra (los dos
solsticios y los dos equinoccios), fue el s ímbolo utilizado desde la antigüedad
remota para expresar conceptos temporales; veían en él tanto a los ciclos cósmicos
como los planetarios, solares (anuales) y diarios. Pero han sido encontradas
antiguas representaciones del zodíaco inscrito en un cuadrado, en cuyo caso
simboliza ideas espaciales relacionadas con el diseño del Gran Arquitecto y con la
 Jerusalén Celeste, a cuya imagen fue construida la ciudad de Jerusal én y el Templo
de Salomón. Nuestro templo, que debe ser una réplica de aquél, expresa en sus
columnas el simbolismo aquí aludido: al norte los aprendices; al sur los
compañeros; al oriente los maestros; y al occidente la vida profana y la puerta del
templo.

También se relaciona a este número con las cuatro piedras de esquina (corner stones)
que no deben ser confundidas con la piedra angular que es única y axial. En el
cristianismo se hacen corresponder con los cuatro evangelistas y los cuatro signos
zodiacales que se les atribuyen a Lucas, Marcos, Juan y Mateo: Tauro, Leo, Escorpio
y Acuario; el buey, el le ón, el águila y el ángel.
 

La tétrada hermética, compuesta por las cuatro figuras fundamentales (el c írculo, la
cruz, el triángulo y el cuadrado); la tetraktys pitagórica a la que los griegos rend ían
culto, la búsqueda del Tetragammaton o “palabra perdida” (conceptos relacionados
con el número cuatro), son todos temas mas ónicos que han sido siempre objeto
fundamental de estudio en las logias.

Pero quizá el valor simb ólico de este n úmero, destaca de modo especial en la
observación de los cuatro signos de fuego, aire, agua y tierra y las m últiples
derivaciones a que dan lugar. Estos cuatro elementos podrían ser inscritos en la
cruz y relacionados con la idea c íclica de las cuatro estaciones; con los tres signos
zodiacales de cada elemento, o con las cuatro condiciones intermedias a que dan
lugar (lo seco, lo h úmedo, lo frío y lo caliente). Pero tambi én pueden ser observados
desde el punto de vista de la jerarquía de los ‘mundos’ o estados del ser.

El fuego corresponde al espíritu incondicionado, al ser puro e increado, el


inimaginable mundo de las emanaciones que la c á bala llama olam ha'atsiluth; el aire
simboliza al mundo de las ideas o de los arquetipos, al prototípico mundo de la
creación, olam ha beriya; el agua al alma o psiqu é, al mundo de las formaciones, olam
ha yetsirah, a veces llamado plano astral o mundo de las influencias astrales; y la
tierra representa al cuerpo, a la materia, al mundo de la realidad sensorial llamdo
olam ha asiya. Son las cuatro letras del inexpresable nombre de YHVH (o
tetragramaton); los cuatro palos (bastos, copas, espadas y oros) del “Libro de Toth”
o TAROT (ROTA); la jerarqu ía cuaternaria de los seres (Nombres de Poder,
Arcángeles, Ángeles y seres materiales), que signa a la creación entera y a cuya
imagen fue creado el hombre, la única criatura que tiene la posibilidad de participar
en forma simultánea y consciente, de los cuatro mundos.

A su vez, estos cuatro elementos expresan los cuatro estados de la materia ( ígneo,
líquido, gaseoso y sólido), se los visualiza como energ ías ‘elementales’ simbolizadas
por las salamandras, las ondinas, las sílfides y los gnomos; y est án ligados a la idea
de jerarquía que también observamos en las pirámides divididas en cuatro gradas o
 

grados (profano, aprendiz, compañera y maestro), que también simbolizan las


 jerarquías sociales como las expresadas en la organización de las castas hindúes
(brahmanes, kshatriyas, vaishyas y sûdras) y en el plan ideal de La Rep ú blica de Platón.

Como podemos ver, el cuaternario tiene variadísimas derivaciones.

Aún podríamos agregar algunos comentarios referentes a otras palabras sagradas


de cuatro letras, o sobre simbolismos relacionados tambi én con la escuadra, como el
de las letras gamma y daleth, o comparar las distintas clases de cruces de brazos
iguales, como la de los templarios, los celtas, los precolombinos, etc. o referirnos al
tema de los cuadrados de la logia, o a los n úmeros cuadrados o a los cuadrados
mágicos; o podríamos, en fin, mencionar otros determinados asuntos igualmente
relacionados con el número cuatro como el de la doctrina de las cuatro verdades del
 budismo. Quizá en un futuro tendremos la oportunidad de tratar algunos de ellos;
pero hacerlo ahora sería salirse de la idea original de estos trabajos que pretenden
ser sintéticos y tratan únicamente de mostrar con algunos ejemplos, el tipo de ideas
que pueden surgir cuando trascendemos el sentido puramente cuantitativo de los
números y los observamos desde el punto de vista cualitativo y tradicional, propio
del hermetismo y la simbología esotérica.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

LA QUINTAESENCIA
Fernando Trejos

Si el tiempo, como vimos, marca cuatro estaciones en las distintas dimensiones en


que se manifiesta, el quinto punto central representa a la inmóvil y siempre
presente eternidad en la que todo es simultáneo, no sujeto al devenir. Y si el espacio
se proyecta en cuatro puntos cardinales, el quinto es el inmutable centro, el punto
de referencia (el yo, u observador) a partir del cual esa proyección es posible.
 

El número cinco simboliza el estado del ser en el que todo es aqu í y ahora, aquella
región en la que el tiempo y el espacio se hallan fundidos. Es la unidad, o esp íritu
puro, oculta en el cuaternario. El centro mismo del cuadrado y la cruz, sin el cual
estas figuras no podrían existir.

Si el cuadrado y la cruz nos sirven para simbolizar al mundo de la creaci ón y a la


manifestación universal, el punto central que les da raz ón de ser es la
representación de lo oculto e interno, de lo esot érico, de la esencia única que es el
origen y el destino com ún de todo ser manifestado.

En el caso de la construcci ón piramidal, 83742258de base cuadrada, este quinto


punto es el centro de la base que se eleva verticalmente hacia el v értice de la
pirámide, o sumidad del templo.

El cinco es en la Masoner ía el número con que se identifica el compañero. Y en


nuestro simbolismo constructivo, en el que observamos cuatro piedras de esquina
 

(corner stones), la quinta es la piedra angular, o piedra de toque, la que da sentido a


toda la construcción, y que según el Evangelio cristiano ha sido rechazada por los
constructores. En la carta XXI del Tarot, en cada una de las esquinas se simboliza a
un elemento, y el ombligo de la mujer, en el centro de la l ámina, representa la
quintaesencia, simbolismo equiparable al cristiano que, colocando en cada esquina
a uno de los cuatro evangelistas, asigna el quinto punto central al mismo Cristo.

La tradición agrega a los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego), un quinto,
llamado éter, que simboliza el vac ío espacio celeste, la realidad espiritual que todo
penetra, y que une dentro de sí a todos los seres. El éter es anterior a los otros
cuatro elementos, pues es el primero de ellos, pero al mismo tiempo es el último, ya
que él absorbe dentro de sí a todos los seres en unidad primordial. En el ser
humano el éter se aloja en la cavidad central del corazón (la caverna interior en
medio de dos aurículas y dos ventrículos), morada de la divinidad, y es en él donde
se une el alma individual con la realidad universal, y lo humano con lo divino.

En la cá bala, la quinta sefirah llamada Gueburah, el rigor, cumple la funci ón de negar


todo aquello que niegue a la unidad, y por lo tanto destruye todo lo que no es ella
absorbiendo a todos los seres en ese principio único y metaf ísico.

También desde otra perspectiva se considera al n úmero cinco como central. En


efecto el cinco es el del medio en los nueve n úmeros naturales. Es un perfecto
intermediario entre el punto y la circunferencia, la unidad y la manifestación, entre
el cielo y la tierra, el esp íritu y la materia. Los pitag óricos lo consideran número
‘nupcial’, pues siendo el resultado de la suma del primer n úmero impar con el
primer par (3 + 2), representa la uni ón de lo masculino (el cielo, 3) con lo femenino
(la tierra, 2).

El cinco es el n úmero del microcosmos, el hombre, y muy diversas tradiciones han


relacionado a este número con el ser humano, por el hecho de que éste percibe la
realidad sensible con cinco sentidos, tiene cinco dedos en sus manos y en sus pies, y
su propia figura es pentagonal, pues posee cinco extremidades: los dos brazos, las
 

dos piernas y la cabeza.

Al hombre se le inscribe en una estrella de cinco puntas representando así al ser


humano en cuanto emanado de Dios y creado a su imagen y semejanza.

En el templo masónico destaca esa Estrella Flameante, dentro de la cual se coloca la


letra G, simbolizando también la perfección humana, y el arquetipo divino del
hombre.

Los chinos nos hablan de cinco elementos (fuego, agua, metal, madera y tierra) y
también los hacen corresponder con los puntos cardinales del espacio y el tiempo,
siendo el quinto elemento (la tierra) el central. También consideran al cinco como
número de centro, y dividiéndose la ciudad en cuatro partes, al Emperador le
corresponde habitar en el quinto punto del medio.

Y los indios americanos le dieron a esta cifra un car ácter sagrado y especialmente
significativo, haciendo al número cinco símbolo del dios del ma íz, de Quetzalcóatl,
 

del sacrificio y la resurrecci ón.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL NUMERO SEIS
Fernando Trejos

El número seis, en la geometría plana, nace del tres, cuando el tri ángulo equilátero
de los tres principios (con su v értice hacia arriba) se refleja a s í mismo, haciendo
nacer otro triángulo invertido que se entrelaza con el primero en un centro común.

Para la Cá bala, la creación es el reflejo ilusorio y transitorio del mundo


inmanifestado representado por la tríada. En la Estrella de David o Sello
Salomónico (símbolo del macrocosmos, el ser universal) el tri ángulo superior
representa a la triunidad de los principios, inmanifestada y misteriosa; increada,
permanente y real. Y el inferior a su reflejo ilusorio y transitorio: la creaci ón, con
sus miríadas de seres y formas cambiantes y finitos. En esa figura estos dos mundos
simultáneos se encuentran en un equilibrio perfecto. Aquí, los estados espirituales
del ser están unidos indisolublemente con los materiales. Los cuatro elementos
están fundidos.
 

Las energías ascendentes, volátiles y sutiles, que atraen hacia el esp íritu, copulan
con las descendentes, promotoras de la creación material y de la ilusi ón de la
manifestación.

Esta unión entre lo primario y lo secundario queda claramente manifestada en el


símbolo natural del arco iris (escala y puente que une la tierra con el cielo), en el
que los tres colores fundamentales (azul, amarillo y rojo) se combinan en armon ía
con los tres complementarios (verde, naranja y violeta).

Por otro lado, podemos observar al hex ágono en el interior de la estrella, otro
símbolo senario al que los geómetras concedieron importancia especial, por la
perfección que implica el hecho de ser el único polígono regular cuyo lado mide
exactamente igual que el radio del círculo que lo circunda.

Y aun podemos ver en el interior del hexágono al cubo, otro s ímbolo fundamental
de la Masonería relacionado con el senario por el hecho de tener seis caras.
 

El cubo nace también del cuadrado, el que llevado a la tridimensionalidad, o a la


geometría espacial, adquiere forma cú bica. La primera potencia es la unidad; la
segunda, el cuadrado; la tercera, el cubo.

Del cubo son visibles a la vez únicamente tres de sus seis caras; las otras tres se
mantienen ocultas. He ahí otro símbolo del equilibrio entre lo inmanifestado y la
manifestación, lo invisible y lo visible.

Mientras al paraíso terrestre se lo figura en forma circular o esf érica, a la Jerusalem


Celeste se la representa como un cubo, pues son “iguales su longitud, su latitud y
su altura” (Apocalipsis, XXI, 16).

Desde una perspectiva, la esfera es s ímbolo del cielo y del esp íritu y el cubo lo es de
la tierra y la materia. La forma esf érica de la bóveda celeste y de cada uno de los
astros que la pueblan, contrasta con la forma cú bica de la solidificación y la
materialización. Pero desde otra perspectiva, la esfera es más bien símbolo del
movimiento y la manifestación, en contraste con el cubo que lo es de la inmovilidad
de lo trascendente y abstracto.

En la masonería se nos enseña que debemos tallar la piedra bruta, dándole la forma
 

cú bica de la perfección.

Ahora bien, si tomáramos un cubo y lo desdobl áramos llevándolo a las dos


dimensiones del plano, obtendríamos una figura compuesta de seis cuadrados
(cada uno de ellos una de las caras del cubo), que es en el simbolismo constructivo
la forma que toma la cruz cristiana, relacionada por esto con el n úmero a que nos
estamos refiriendo.

Y en el Islam, el centro está representado por una construcción cú bica, la Ka’bah, en


uno de cuyos ángulos se encuentra la ‘piedra negra’ de la Meca.

Podemos ver cómo las tradiciones judía, cristiana e islámica, se identifican todas
ellas con figuras geométricas que se relacionan con este número, símbolos de
apariencias formales diferentes, pero análogos en sus significados.

El seis también nace de la cruz, cuando ésta es atravesada en su centro por una l ínea
que le da tridimensionalidad. A las cuatro direcciones del espacio (norte, sur, este y
oeste; o adelante, atrás, derecha e izquierda), agregamos aquí otras dos (el zenit y el
nadir; arriba y abajo). Es la cruz tridimensional compuesta por tres líneas rectas, o
tres ejes (dos horizontales y uno vertical) y seis brazos. Los indios de la praderas de
los Estados Unidos, acostumbran invocar, en todos sus ritos, a los poderes de los
cuatro puntos cardinales, más los poderes del cielo y de la tierra (ver Alce Negro,
La Pipa Sagrada). Desde esta perspectiva son seis las direcciones del espacio.
 

La creación, según el Génesis, fue realizada en seis días, y al sexto día fue creado el
hombre. A estas seis fases del tiempo se las hace corresponder a las seis direcciones
del espacio. Recordemos que también en la astrología corresponden seis signos
zodiacales a cada una de las fases, ascendente y descendente, del a ño.

En la Cá bala, la sexta sefirah, Tifereth, la belleza divina, es la central. En ella “los


colores están entrelazados”. Es el corazón del árbol de la vida, que une en armon ía
lo de arriba y lo de abajo, lo de la izquierda y lo de la derecha, lo de adelante y lo de
atrás.

En el tantrismo hindú un triángulo rojo invertido representa a Shakti, la energía


cósmica femenina y un triángulo blanco con el v értice hacia arriba simboliza a
Shiva, el hombre absoluto. En el ritual t ántrico, mediante la unión sexual estos dos
principios cósmicos se funden en un punto central común, el bindu.

Y en la tradición extremo oriental 64 hexagramas (conjuntos de seis l íneas)


componen el oráculo chino denominado I Ching.

Pi, La Gracia, monte sobre fuego

“Los santos sabios de tiempos antiguos hicieron el Libro de las Mutaciones de este
modo: ellos quisieron escrutar los órdenes de la ley interior y del destino.
Establecieron por lo tanto el Tao (sentido) del Cielo y lo denominaron: lo oscuro y
lo luminoso. Establecieron el Tao (sentido) de la Tierra y lo denominaron: lo blando
 

y lo firme. Establecieron el Tao (sentido) del hombre y lo denominaron: el amor y la


 justicia. Juntaron estas tres energías fundamentales y las duplicaron. Por esta causa
son siempre seis trazos los que en el Libro de las Mutaciones forman un signo.” (I
Ching, Libro II, cap. I).

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL NUMERO SIETE
Fernando Trejos

“Clemente de Alejandría dice que de Dios, “Corazón del Universo”, parten las

indefinidas extensiones que se dirigen hacia arriba, abajo, derecha, izquierda,


adelante y atrás; dirigiendo su mirada hacia estas seis extensiones como hacia un
número siempre igual, él acaba el mundo; él es el principio y el fin (el alfa y el
omega); en él se acaban las seis fases del tiempo y de él reciben su extensi ón
indefinida; he ahí el secreto del número siete.” (P. Vulliaud, La Cá bala judí a, citado
por René Guénon, El Simbolismo de la Cruz, cap. IV).

7 = 1+2+3+4+5+6+7 = 28 = 2+8 = 10 = 1+0 = 1

Cuando vimos la Tetraktys pitagórica observá bamos cómo mediante este sistema de


reducción 4 también es igual a 1. En el siete la unidad vuelve nuevamente, como lo
hará cada tres números (10 = 1+0; 13 = 1+3 = 4 = 1; 16 = 1+6 = 7 = 1; 19 = 1+9 = 10 =
1+0 = 1) hasta infinito.

Si la creación fue realizada en seis d ías, el séptimo es el día del descanso, el Sabbath,
en el que todo retorna a la Unidad del Principio.

Los siete días de la semana (que es la duración de cada una de las cuatro fases de la
luna) son un símbolo de los de la creaci ón. Imitando al Creador al s éptimo día el
hombre descansa; y en la tradición judía cada siete años se hace descansar la tierra,
y al año 50 (7x7 = 49+1 = 50) se celebra el gran jubileo, el yobel, año de liberación.
 

El número siete es quizá el que más se repite en el simbolismo numérico de todas


las tradiciones. Mencionaremos únicamente algunos ejemplos escogidos de entre
los múltiples septenarios que se encuentran por doquier.

Son siete los seres luminosos que puede el hombre observar en el cielo a simple
vista cuyos movimientos son distintos a los de las demás estrellas.

Estos siete planetas de la antigüedad se corresponden con exactitud con los siete
días de la semana (y los de la creaci ón) y a su vez se relacionan precisamente con
los siete metales principales de la alquimia. Se trata de una escala c ósmica (macro y
micro) que se manifiesta tanto en el cielo como en la tierra.

El Domingo corresponde al Sol y al Oro; el Lunes a la Luna y la Plata; el Martes a


Marte y el Hierro; el Mi ércoles a Mercurio y el Mercurio; el Jueves a J úpiter y el
Estaño; el Viernes a Venus y el Cobre; y el S á bado a Saturno y al Plomo.

Por su parte, la escala musical de siete notas (que reproduce el sonido de los siete
planetas en su rotación) ejemplifica el ascenso gradual que de la tierra al cielo
realiza el iniciado, el cual conocer á durante su proceso de crecimiento interior siete
dimensiones escalonadas del ser.

.......................

Esta misma idea se nos revela en el kundalini yoga por el simbolismo de los siete
chakras , ruedas o centros sutiles a los que se coloca simb ólicamente en siete puntos
de la columna vertebral y que representan tambi én siete estados de la conciencia
 

que se abrirán gradualmente como una flor de loto que teniendo al inicio visibles
únicamente cuatro de sus pétalos al final del proceso desplegará los diez mil

pétalos, símbolo de la conciencia total. La apertura de los siete chakras también es


representada por el ascenso de la serpiente kundalini la que, encontrándose
enroscada y dormida en la base de la columna vertebral durante el estado de
ilusión y sueño que significa la vida profana, con la iniciaci ón recibirá el rayo del
conocimiento que la despertará y la hará ascender por el eje vertical y escalonado
de esa columna, para salir finalmente liberada por la coronilla hacia los estados
verdaderos del ser.

Son también siete las jerarquías angélicas y siete los arc ángeles, cada uno de ellos
por cierto relacionado a un planeta.

En el Antiguo Testamento se menciona el siete setenta y siete veces y en el


Apocalipsis Juan nos habla, con un simbolismo cargado de misterio, de siete
iglesias, siete estrellas, siete esp íritus de Dios, siete trompetas, siete truenos, siete
cabezas, siete plagas, siete copas, siete ángeles, siete montañas y siete reyes.

Son muchas las tradiciones y escuelas inici áticas que hablan de siete grados de la
iniciación; en el budismo —y tambi én en otros pueblos— se conciben siete cielos,
que van siempre de lo más denso a lo m ás sutil, y que se han de ir conociendo
gradualmente en un proceso de ascenso vertical.

Por otro lado, el siete nace de la suma del tres (los tres principios) y el cuatro (los
cuatro elementos). Esto da lugar a la doctrina pitagórica del trivium y el cuadrivium,
 

 base a su vez de la división septenaria de las llamadas artes liberales. Son tres artes
relacionadas con la palabra (gramática, lógica y retórica) y otras cuatro que nos
definen los temas principales de estudio del iniciado (matem ática, geometría,
música y astronomía).

También es el siete n úmero de centro. Volviendo al simbolismo planetario desde


otra perspectiva, podemos ver un esquema usual, donde aparecen los planetas en
una espiral (el símbolo de la espiral est á lógicamente emparentado con el de la
escala), de la siguiente manera:

Allí vemos tres planetas llamados ‘interiores’ (Luna, Mercurio y Venus) y tres


‘exteriores’ (Marte, Júpiter y Saturno), siendo en este caso el s éptimo el Sol, en el
centro mismo alrededor del cual los demás giran. Este mismo esquema podría
 

servirnos para representar los siete metales de la alquimia, cuyos signos son
idénticos a los de los planetas.

También el número siete viene a ser el punto central del hexágono, la estrella de
David, la cruz cristiana, el cubo y la cruz tridimensional.

El centro del hexágono es el séptimo punto a partir del cual nacen seis radios o
rayos. Ese punto central es denominado el séptimo rayo de la creación.

Si en la estrella de David ve íamos en el trabajo anterior a los seis colores del arco
iris, aquí   añadimos el color del centro, que contiene y produce (por su
descomposición) a todos los demás: el blanco.

En el simbolismo constructivo cristiano, la cruz que obtuvimos del desdoblamiento


de un cubo, es la que sirve de base para dise ñar el suelo del templo. A su alrededor
habrá un rectángulo; pero el centro del templo no es el centro del rect ángulo, sino el
centro de la base del cubo que se mantuvo inm óvil cuando este se desdobl ó.

Si en el cubo vimos seis lados, el n úmero siete viene a ser su propio centro interior,
equidistante de todas sus caras y aristas.
 

Obsérvese cómo en el simbolismo c ú bico de los dados (juego num érico sagrado de
origen chino) a la cara numerada uno se le opone siempre la n úmero seis (1+6 = 7);
a la dos se opone la cinco (2+5 = 7); y a la tres la cuatro (3+4 = 7). Nos atrevemos a
decir que hay un n úmero siete invisible (que en verdad es el principal) en el interior
del cubo.

Finalmente podemos ver al número siete en el centro de la cruz tridimensional que


nos marca las seis direcciones del espacio. Este séptimo punto es el de referencia; el
interior del observador a partir del cual las otras seis direcciones tienen sentido. En
la C á bala el “Santo Palacio” o “Palacio interior” está situado en el centro de las seis
direcciones del espacio. En la tradición hindú  se habla de siete rayos del sol. Seis
corresponden a las seis direcciones y el s éptimo al centro.

En nuestra Orden el número siete es el que se relaciona al grado de Maestro, por ser
la edad de este grado de “siete años y más”; se dice que esto significa que el
Maestro Masón domina el significado de este número y tiene profundo
conocimiento de su simbolismo. Las siete luces, y los siete dignatarios principales
de la Logia, son otra muestra de la importancia que la Masoner ía concede al
septenario.

Cosmogonia Masonica: Simbolo, Rito, Iniciacion

EL RITO Y EL SIMBOLO
Fernando Trejos
 

Algunas consideraciones sobre el tiempo y el espacio

Uno de los temas a que m ás importancia ha concedido la Tradición Masónica es el


del rito, como la forma transmitida desde la antigüedad de sacralizar al tiempo y al
espacio.

Para el mundo moderno, carente de comprensión acerca de lo sagrado, lo espacio-


temporal resulta siempre uniforme, insignificante y totalmente profano. Pero para
el masón, heredero de la Antigua Tradición, hay puntos significativos en el tiempo,
determinados por los movimientos de la tierra y las revoluciones del sol y los
planetas, que observa cuidadosamente por el estudio de la Astrología y que celebra
y sacraliza, permitiéndose de esa manera conocer otras dimensiones del mismo y
emprender el viaje iniciático que lo conducir á hacia el Eterno Oriente, donde
finalmente el tiempo se detiene.

Las dos fiestas más importantes que se celebran en nuestra Orden (y que por cierto
han celebrado todos los pueblos) son las de los dos solsticios, de verano y de
invierno —eje vertical de la rueda— que corresponden respectivamente al Sur y al
Norte, al mediodía y a la medianoche y a los signos zodiacales de C áncer y de
Capricornio. Estos dos puntos del tiempo eran llamados por los griegos Puerta de
Los Hombres y Puerta de Los Dioses, la tradici ón hindú los identificaba como el
Pitr-Loca y el Deva-Loca, y están relacionados con los dos perfiles del Jano de los
romanos y con los dos Juan (bautista y evangelista) de la tradición cristiana. Se dice
que por la primera de las puertas salen las almas de los no iniciados que despu és de
 

la muerte habrán de retornar a otro estado de manifestación; y que por la segunda


las de los que, gracias a la muerte y el proceso inici áticos, han conocido los estados
múltiples del ser y las diversas dimensiones del tiempo y el espacio, logrando de
este modo realizar el retorno a la Unidad, donde se recupera la inmovilidad del
Origen y se obtiene la Gran Luz oculta en la inmanifestación. Es ese el sentido
esotérico de que nuestros trabajos se realicen del mediodía a la medianoche; pues si
 bien es cierto que para el profano la mayor luz se halla en el mediodía y en el
solsticio de verano (el d ía más largo del año), el iniciado por el contrario encuentra
la Gran Luz en el solsticio de invierno, pues en su b úsqueda interna se ha dirigido
hacia el conocimiento del Sol de Medianoche. Y tambi én es ese el sentido simb ólico
de que el Cristo nazca justamente a las cero horas y en el solsticio invernal de
Capricornio y que a partir de ese nacimiento el tiempo comience a contarse de
nuevo.

Las otras dos fiestas que hemos de celebrar con plena conciencia de lo que
significan, son las de los dos equinoccios, de primavera y otoño, que corresponden
a los signos de Aries y Libra y que son equidistantes de las dos primeras. Se
simbolizan en estas cuatro fechas también a los cuatro elementos, pues el
Capricornio corresponde a la Tierra, Aries al Fuego, C áncer al Agua y Libra al Aire;
nos permiten observar las transformaciones que ocurren en la tierra en armonía con
las leyes del cielo; nos recuerdan a su vez los grandes ciclos c ósmicos determinados
también por la ley del cuaternario y por los movimientos de los astros, y evocamos
con ellas las cuatro edades (de Oro, Plata, Bronce y Hierro) en que se divide todo
ciclo.

Aparte de estos cuatro, todos los pueblos encontraron puntos en el tiempo, que
celebraban de acuerdo a sus calendarios rituales (los cuales encontramos en todas
las culturas). Eran en esos puntos significativos cuando se realizaban los ritos,
vivificando con ellos los mitos y trayendo al presente aquel tiempo perdido o Edad
de Oro en que los dioses habitaban la tierra y ésta se regía en forma total por las
leyes del cielo.
 

Nosotros celebramos estas fiestas, pero tambi én sacralizamos el tiempo en todas


nuestras tenidas, pues durante el lapso en que éstas transcurren (que
simbólicamente es, como dijimos, del mediod ía a la medianoche), realizamos
nuestro ritual, nos salimos del tiempo uniforme del mundo profano e ingresamos a
otro tiempo en el que todo se hace simbólico. Con el espacio sucede lo mismo, y en
nuestro caso es el templo (y sobre todo su espacio vacío), el que viene a representar
al lugar donde habita el espíritu que por cierto no es otro que nuestra propia
interioridad. Los antiguos nos enseñaron a reconocer los puntos espaciales que se
salen de lo amorfo y de lo profano. Ellos sacralizaron esos puntos y construyeron en
los mismos sus templos y ciudades; para esto se da fundamental importancia a los
cuatro puntos cardinales, marcados también por las leyes del cielo y en armonía con
las cuatro estaciones del tiempo, y esa es la raz ón de que nuestras construcciones se
orienten de acuerdo a tales leyes. Ese es el caso de la ciudad de la antigua
Tenochtitlan, México. Los sabios y reyes, guiados por los designios de los dioses y
por las órdenes de sus antepasados, supieron reconocer (después de la
peregrinación y en un tiempo determinado) aquel lugar que habría de ser su centro.
Donde el águila devoraba a la serpiente, donde lo sutil de lo volátil había dominado
a la densidad de lo que repta, donde el esp íritu había penetrado a la materia, allí 
habría de erigirse el Templo Mayor, centro simb ólico de la ciudad y del imperio que
se desarrollaría a su alrededor. También en este caso, a partir de ese momento, el
tiempo habría de comenzar a correr de nuevo. Esto era posible gracias al
conocimiento que de la cosmogon ía tenían sus sabios, sacerdotes y se ñores. Y no es
excepción en la historia de la humanidad, sino que por el contrario es la regla, pues
 

por procedimientos y símbolos similares fueron fundados todos los centros


espirituales de la antigüedad que escribieron la historia del hombre y de los cuales
recibimos la herencia y el influjo espiritual.

En el caso de la ciudad de Jerusal én y el Templo de Salom ón ocurre lo mismo. El


pueblo judío, después de un largo peregrinaje por el desierto, y de haber atravesado
por en medio de las aguas, encuentra la Tierra Prometida. Luego que David (con
una honda, símbolo de lo sutil y vol átil) mata al gigante Goliath (que representa a la
materia densa), es erigido en ese lugar el Centro. All í se construirá el templo y la
ciudad de Jerusalén, tomando como modelo a la Jerusal én Celeste, cuyas leyes eran
también conocidas por el sabio Salom ón y el arquitecto Hiram. Sabemos que
nuestro Templo es una réplica de aquél y que nuestro ritual ha sido tomado de los
ritos iniciáticos que se practicaron desde la más remota antigüedad en el interior de
las cavernas y los templos en los que, tal como debemos hacer nosotros, se da vida
al tiempo y el espacio verdaderos.

El ritual es para nosotros el vehículo que nos conducir á a la realización del Arte
Real y al cumplimiento de la Gran Obra. Junto con el significado esot érico de los
símbolos constructivos y guerreros, es la herencia m ás preciada que hemos recibido
de los antepasados. He ahí la importancia trascendental que tiene para los masones.
Y es por eso que una de las obligaciones fundamentales que tenemos es la de
realizar el rito en forma perfecta y con un conocimiento cabal de lo que significa.

Es esta una gran responsabilidad, pues de lo contrario nuestra Orden podría


 

desaparecer en la multiplicidad de lo profano.

Rito y símbolo

Veíamos cómo para la Masonería, en cada tenida en que se celebra alguna fiesta
litúrgica (en especial las cuatro anuales de los dos solsticios y los dos equinoccios),
y también en todas las tenidas ordinarias, se logra, mediante la realizaci ón perfecta
y consciente del ritual, el conocimiento gradual de otras dimensiones de nosotros
mismos, que no podríamos alcanzar si no fuera por la intermediaci ón del símbolo
al que utilizamos como vehículo (el más adecuado a la naturaleza humana) para la
comprensión y vivencia de esos otros estados de la conciencia y del ser, que los
seres humanos tenemos en potencia y que no se realizan si no es a través de un
trabajo interior al que coadyuvan los ritos y s ímbolos sagrados, tomados de los
diseños del Gran Arquitecto y que los iniciados de todos los tiempos recuerdan y
repiten, evocando así ideas sutiles y arquet ípicas que conducen a la realización
espiritual.

Y no está de más apuntar aquí que para nuestra Orden el rito es un símbolo, y que
al hablar de él podemos recordar conceptos que hemos enunciado en otros trabajos
acerca del símbolo en general y que son tambi én válidos con respecto al rito en
particular.
 

En primer lugar el rito (como el s ímbolo) es la representación de una idea y


también de una fuerza y una energía, que se esconde detrás de su apariencia
formal. En ese sentido, cada uno de los pasos, toques, se ñales, baterías y palabras
que realizamos y pronunciamos, tienen un sentido esotérico u oculto que
recordamos, vivificamos, y vamos conociendo al practicar nuestra liturgia. El
propio sentido etimológico de la palabra rito, proveniente del término sánscrito rita,
está relacionado con la idea de orden, siendo en realidad, todo ritual verdadero,
una forma ordenada de representar ideas, pensamientos y energías que a través del
propio rito se transmiten, conservan y mantienen vivos, permitiendo a los que
participan de la ceremonia la posibilidad de ordenarse intelectualmente y sobre
todo la de experimentar el influjo espiritual que este ordenamiento simbólico y
sagrado otorga a los que son capaces de abrir su coraz ón y recibirlo. Y este es otro
sentido fundamental que tienen el rito y el s ímbolo: que son actuantes; que
producen un efecto en el interior del hombre y que lo transforman permitiéndole el
crecimiento interior y el conocimiento de otras realidades de orden metaf ísico a las
que se llega gracias a la muerte del hombre viejo, profano e ignorante, limitado por
sus propios condicionamientos y prejuicios y el nacimiento del nuevo hombre que
la Logia da a luz. Es esto lo que se simboliza en la ceremonia de iniciaci ón, que es el
primer ritual masónico de que participamos y en el que se representa de forma
ejemplar cada uno de los pasos que habremos de dar en el transcurso de nuestro
proceso iniciático. En esa primera ceremonia recibimos una iniciación virtual; y ésta
se hará real y efectiva en la medida que vayamos conociéndola gradualmente, cada
vez en mayor profundidad, permitiendo de esa manera que la transmutación
(muerte-resurrección) que en ella se simboliza, se produzca verdaderamente en el
interior de nosotros mismos. Si realizamos el ritual de forma perfecta y con un claro
entendimiento de lo que estamos haciendo, podremos experimentar la acción que
ejerce sobre nosotros y veremos a estos símbolos actuantes recobrar toda la fuerza y
vigor que nuestros antecesores les concedieron y que se mantienen intactos y
siempre renovados, gracias a los verdaderos masones que viven y realizan en su
 

interioridad lo que sus rituales están simbolizando.

Otra característica del rito es que aumenta su fuerza por la reiteraci ón. Cada vez
que se realiza una ceremonia de iniciación volvemos a vivir la propia nuestra, pero
recobrando ahora un sentido más claro y profundo. Lo mismo sucede con las
demás ceremonias y con las tenidas ordinarias: la repetición idéntica de ciertas
palabras, posturas, gestos y se ñales hace posible que su significado se vaya
grabando en nuestros corazones, penetrando cada vez con mayor claridad, porque
el rito y el s ímbolo transmiten una luz, que cada vez que la evocamos brilla con
mayor intensidad. Pero la reiteración del rito no es una repetici ón mecánica, una
especie de rutina o mera costumbre, pues perdería su verdadero sentido, carecería
de energía y terminaría siendo una aburrida formaliad realizada por aut ómatas.
Por el contrario, el verdadero masón hace de cada ritual una ceremonia nueva,
significativa y viva. En cada tenida el tiempo se regenera, regenerándonos a su vez
a nosotros mismos. Pero esto no podr ía querer decir jamás que podamos estar
proponiendo innovaciones o añadiendo alteraciones a nuestros rituales, pues
aunque éstos se adecúan, como decíamos, al tiempo y espacio en que se celebran,
deben mantenerse intactos e idénticos en su esencia, pues su antig üedad, es decir
su proveniencia de la Tradición Primordial, es lo que les concede su fuerza.

Recordemos, antes de concluir, que una de las cosas que distinguen a un masón real
de uno que no lo es, o de otro que lo aparente, aparte del conocimiento de los
antecedentes históricos de la Orden y de la doctrina inici ática que a través de los
símbolos se transmite, es precisamente la forma justa y perfecta como conoce,
práctica y realiza los rituales.
 

Hagamos un esfuerzo, QQ.HH. por conocer las liturgias y realizar nuestros ritos de
la mejor manera que nos sea posible. Esa disciplina coadyuvará al
perfeccionamiento de nosotros mismos y de nuestra Logia, que pareciera estar
esperando que nosotros invoquemos de la manera adecuada para bañarnos con su
Luz.

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