Wichi

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Este pueblo conocía el mundo que caminaba cada día, también el mundo acuático donde

habitaba el “Dueño del Agua”. Y el cielo que era el mundo de arriba, donde vivían los
antepasados en forma de estrellas. Y el que existía bajo tierra que era la morada de los
muertos. Pero ignoraban la existencia de otro diferente de todos estos, el del hombre blanco.
Cuando éstos llegaron, no les fue fácil penetrar en la región por la dificultosa geografía y el
ánimo belicoso de muchos de sus habitantes; lo que preservó por algún tiempo a los Wichi y a
sus vecinos del avance colonizador.

Wichi significa “verdadero hombre”. Bajos pero robustos y musculosos, de rostros adustos
enmarcados por lacias y renegridas cabelleras, fueron llamados despectivamente por los
conquistadores españoles “matacos”, que en castellano antiguo quiere decir “animal de poca
monta”.

Perseguidos por los recién llegados, opusieron resistencia refugiándose en el interior de sus
montes. Aún en nuestros días, algunos grupos, desprendidos de las comunidades, viven
internados en el bosque, manteniendo un aislamiento ancestral, son los llamados
“montaraces”.

Las pocas crónicas que hablan sobre su pasado aluden que estos hombres y mujeres, de pocas
palabras y actos, nunca dieron muestras de violencia. Los Wichi no conocen la prisa, son de
naturaleza calmada y tímida. Y a causa de la conquista y la marginación sufrida poseen una
conciencia desvalorizada de su propio ser y una actitud de sumisión y desconfianza hacia el
criollo o el hombre blanco.

Para el Wichi la naturaleza es la dadora primordial, la que nutre y satisface todas sus
necesidades. Ella está protegida por los dioses de los seres vivientes: el señor de los peces, el
dueño del monte, el padre de los pájaros. Ellos son los que castigan a aquellos que cazan o
pescan de más, desperdiciando lo obtenido.

Los ciclos naturales: “luna de las flores”, “luna de las algarrobas”, “luna de las cosechas” y
“luna de las heladas” son su brújula. Durante todo el año, los hombres, grandes apicultores y
cazadores, caminan largas horas en busca de miel y de animales silvestres como venados,
armadillos, iguanas y pécaris.

En los meses del invierno seco, dependen del pescado del río Pilcomayo. Cuando el calor
espesa la tarde, es señal de que habrá pesca. Los hombres cargan su red al hombro y marchan
ágiles a lo largo de varios kilómetros. Al llegar al río avanzan en fila, caminando o nadando,
empuñando la red desplegada. Cada tanto, un hombre detecta un pez, abre la red y lo atrapa.
Otro se zambulle en el agua rojiza y con la mano guía al pez dentro de la red. Bagres, viejas del
agua y surubíes morirán de un golpe de porra e irán a parar al morral.

En los húmedos veranos cultivan maíz, sandías, poroto y calabazas.

Las mujeres y los niños son los encargados de recolectar los frutos maduros del monte y de
preparar y tejer los hilos de las hojas de chaguar. Para los Wichi, las mujeres han descendido
del cielo mediante una larga soga compuesta de esa misma fibra.

Al ser nómadas, y por tanto, no permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, nunca le dieron
importancia a la vivienda. Las construían pequeñas y poco resistentes, y aún hoy, a pesar de
que su movilidad es nula, siguen haciéndolas con idénticas dimensiones y características.

Antiguamente las comunidades estaban integradas por un número no muy grande de familias,
a cuyo frente estaba un cacique. Si bien cada parcialidad tenía su territorio de caza, los
dominios eran colectivos. Un lugar preponderante ocupaba el chaman quien detentaba un
gran poder. Capaz de percibir las dimensiones ocultas de la realidad y aliarse con los espíritus,
era el puente entre la comunidad y lo sobrenatural; y el custodio de los mitos que explicaban
el misterio de los hombres y del mundo.

Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, las campañas del ejército argentino establecieron
en territorio Wichi una línea de fortines que posibilitó la entrega de las tierras a colonos.
Arrinconados y colonizados por las banderas del estado o por las de la evangelización, fueron
compulsivamente relocalizados o incorporados a los asentamientos construidos por la iglesia
anglicana, llamados “misiones”. La estrictez anglicana les prohibió sus prácticas tradicionales,
festivas y chamánicas. Estas, catalogadas de bárbaras, fueron lentamente borradas de la
memoria colectiva de algunas comunidades.

“La tierra nos habla y nosotros la entendemos, los criollos sólo están dejando un desierto sin
madera, y dicen que es el progreso, ¿y nosotros?…” dice un Wichi.

Los nuevos dueños de la tierra iniciaron una explotación devastadora del bosque chaqueño,
proceso que perdura hasta nuestros días. Por el desmonte, la tala indiscriminada y la
introducción de ganado, lo que alguna vez fue una tierra fértil llena de árboles y arbustos se
convirtió en un desierto seco y arenoso. Los Wichí siempre habían sufrido períodos de hambre,
pero la vida nunca había sido tan dura como ahora; los animales fueron desapareciendo y su
medio ambiente se fue desertificado drásticamente.

La usurpación de sus tierras les generó estancamiento y pobreza. “Aquí ya no se puede vivir de
la recolección. La mayoría de las tierras son fincas privadas, y los patronos no nos dejan entrar.
Tampoco se pueden criar animales porque no tenemos dónde”.

Privados de su hábitat, reducidos a una pequeña porción de tierra, el progreso no llegó para
dejarles salud, educación y una mejor calidad de vida.

Aun hoy los Wichi oponen resistencia. A pesar de la paulatina y alarmante pérdida de su
identidad cultural, conservan su lengua. Muchos aún practican la recolección de frutos y miel
del monte, cazan y pescan. Otros trabajan en obrajes madereros, en desmontes o como
cosecheros temporarios en campos ajenos. Tallan la madera de palo santo, tejen con fibras de
chaguar y hacen una alfarería utilitaria que venden como artesanía en los centros urbanos.

Algunos migraron, otros ocupan tierras marginales situadas en las cercanías de los poblados,
en medio del monte o sobre la ribera del Pilcomayo y Bermejo. Al mando de líderes
tradicionales y elegidos por la comunidad, comparten con otras etnias el resurgimiento de la
lucha por la tierra y participan con sus representantes en el espacio reconocido por las leyes
del aborigen. Su legado es su sabia cosmovisión que vibra en unidad con la naturaleza y
nuestro desafío es rescatar y preservar su valor.

Las fronteras entre lo humano y los seres de la naturaleza entre los wichí

Desde hace varias décadas, las teorías sociológica y antropológica se ocupan in- tensamente
del tema del cuerpo. De modo preponderante, se orientan al estudio del cuerpo y del género
en las sociedades occidentales. Estos modelos no son aplicables en aquellos aspectos de las
percepciones indígenas amerindias, donde la relación entre el cuerpo y el principio anímico
que le da vida como el “alma” o “espíritu”, excede las fronteras de lo humano.

La fenomenología, sobre todo la de Merleau-Ponty (1993), aparece como un telón de fondo


para muchas sociedades en cuanto trasciende el dualismo cartesiano de cuerpo y alma. Según
este autor, el cuerpo es la base de la percepción y el sustrato de las relaciones intersubjetivas
(94-95). Jackson (1998), por ejemplo, tomó de este autor la noción de que “la intersubjetividad
no es simplemente una dialéctica de intenciones conceptuales; se vive como una
intercorporeidad a través de los cinco sentidos” (11).

El mundo nos llega a través de la conciencia perceptiva; es decir, del lugar que ocupa el cuerpo
en el mundo social y cultural que habita, que constituiría la base de la intersubjetividad. Esta
última se logra mediante el intercambio y el movimiento de espejo “entre yo y el otro”. La
“corporalidad como intersubjetividad” ha sido un gran avance para las sociedades de
raigambre “occidental” y, hasta cierto punto, parece ser relevante para todas las sociedades.
Por ejemplo, nos dice Jackson que las reglas de reciprocidad e intercambio surgen de la
vinculación empática y de las imágenes espejadas de la propia corporalidad con el mundo
interpersonal (1998: 12). No obstante, ello no es suficiente para explicar ciertas
particularidades de las sociedades indígenas en lo que respecta a la supuesta dualidad de
cuerpo/espíritu o “alma”.

En la Amazonía, la visión multinaturalista de Viveiros de Castro (1998) ha permeado los


estudios de las Tierras Bajas con su clásico concepto de “una cultura, múltiples naturalezas”
(478), como también la comprobación de que en muchas concepciones de las Tierras Bajas, los
cuerpos son inestables y están permanente- mente afectados por otros seres y objetos (Vilaҫa,
2009: 146).

En el caso de los wichí chaqueños, que ocupan el área de frontera entre Argentina y las tierras
bajas de Bolivia -aunque se constatan muchas semejanzas en cuanto a la concepción holística
de cuerpo/alma, tanto con los grupos amazónicos como con muchos otros grupos indígenas de
diferentes partes del mundo-, presentan sus propias particularidades. Debido a ello, no
podríamos incluirlos en el perspectivismo (Dasso, 2008). Estas diferencias se detallarán en el
presente trabajo en lo que respecta a las relaciones cuerpo/ alma (hések) entre los wichí
bazaneros. No obstante, tanto en uno como en otro caso, se parte de la misma afirmación
general referida a las concepciones míticas. Como señala Viveiros de Castro:

Yo tenía la impresión de que se podía divisar un vasto paisaje, no sólo amazónico, sino
panamericano, donde se asociaban el chamanismo y el perspectivismo. Era posible, además,
percibir que el tema mítico de la separación entre humanos y no humanos, esto es, entre
“cultura” y “naturaleza”, para usar la jerga consagrada, no significaba, en el caso indígena, lo
mismo que en nuestra mitología evolucionista. La proposición presente en los mitos indígenas
es: los animales eran humanos y dejaron de serlo, la humanidad es el fondo común de la
humanidad y de la animalidad. En nuestra mitología (subrayado nuestro) es lo contrario: los
humanos éramos animales y “dejamos” de serlo, con la emergencia de la cultura. (Viveiros de
Castro, 2013: 17)
Además de estos conceptos, vale destacar que, en la visión de este autor, el par privilegiado en
su modelo es el de cazador-presa, donde la reciprocidad de perspectivas ocurre entre seres
que se transforman mutuamente a partir de encuentros sangrientos, y donde el matador debe
ser purificado. En el Chaco paraguayo, este modelo parece tener consonancia con los de los
nivaclé y los chamacoco. Nosdice Siffredi:

“ahí que el objetivo central de estos rituales sea el de resguardar al matador y su entorno
humano y ambiental de la contaminación que irradian los restos de la víctima -en especial el
scalp (nivaclé y lengua) y el cuero de jaguar todavía frescos (nivaclé y chamacoco)- por
intermedio de la sangre, el aliento y el hedor de la putrefacción. (Siffredi, 2005: 17).

Pero ¿qué pasa con aquellas etnias, sean amazónicas o chaqueñas, donde la actividad
fundamental es la horticultura o la recolección, y donde, no sólo en las actividades
económicas, sino sobre todo a través del parentesco y de la uxorilocalidad, cobran relevancia
las mujeres? No es casual que Viveiros de Castro se refiera a los “indios herbívoros de Overing”
por contraposición a los indígenas que él estudia, los araweté y los tupinambá históricos, que
han sido guerreros caníbales, a los que este autor les atribuye una visión dionisíaca donde el
ajeno desempeña un papel esencial en la formación de la identidad del guerrero (Viveiros de
Castro, 2013: 269). Por ello, distingue entre la “economía moral de la alteridad” (él y sus
discípulos) y la “economía moral de la intimidad”, donde inscribe a Joanna Overing (Viveiros de
Castro 2002: 319-344) y a otros autores que privilegian los modos de lograr la convivialidad en
lo sociológico y en lo afectivo. En ciertos aspectos, se asemeja a lo que Palmer denominó la
“buena voluntad”3 entre los wichí.

En varios estudios previos, hemos tratado la semejanza entre la visión de J. Overing sobre los
piaroa y los wichí en lo que respecta al parentesco y a las cosmologías que privilegian la
convivencia interna, más que la competencia agonística con los ajenos a través de cuya
confrontación se forja la identidad. En estos casos, como señala Jackson, la intersubjetividad
precisa de un minucioso trabajo de sociabilidad artesanal para hacer posible “esos momentos
raros [...] cuando el yo y el otro se constituyen en reciprocidad y aceptación en lugar de
violencia y desprecio” (Jackson, 1998: 208). A nivel de los prójimos, esto remite a la
“convivialidad” examinada por Overing y Passes (2000). En palabras de M. Strathern, sería
volver a tener en cuenta la sensualidad de la experiencia vivida (Vilaҫa, 2009: 143).

Entre los wichí, ello se hace evidente en la relación destacada con el mundo vegetal. Se
concibe que ciertos árboles o plantas poseen, al menos fugazmente, una especie de principio
anímico que les permiten comunicarse con ellos y que deriva, sobre todo, de la atribución a los
árboles y arbustos de la capacidad de formar familias parecidas a las familias extensas
equiparadas con las “arboledas” y “arbustales” (ambos denominados kwat por los wichí),
donde los “abuelos” están representa- dos por los árboles más antiguos de las arboledas y los
nietos por las semillas. Es principalmente esta relación la que permite que los abuelos
humanos se apropien de ciertos dones para sus nietos (Barúa, 2001). Ambos sexos pueden
beneficiarse de ello, así como de los cantos de ave y de sus dones asociados. En el caso de las
plantas, la relación parte de un legado de los ancestros de las mujeres, mientras que la
relación con las aves deriva de la asociación primigenia con los varones, como desarrollaremos
más abajo.

Volviendo al tema del cuerpo y el espíritu/alma, numerosas veces se ha descrito al cuerpo


como la envoltura, cáscara o manto4 que encubre al principio anímico, el hések wichí, e
incluso la forma corporal humana puede ser sólo una “máscara”5 que adoptan entes exentos
de humanidad. En todos los casos, si el hések no anima al cuerpo, se habla de una
“corporalidad falsa” o de una “alteridad encubierta” (Dasso, 1999: 10). Ello implica que ese ser
que se nos aparece con un cuerpo huma- no puede no ser humano en absoluto o ser un
cuerpo no habitado temporalmente, como en el caso del “que está soñando” o del chamán en
trance,6 o por el secuestro de algún antepasado estelar.7

Ello da lugar a la enfermedad que, en rasgos generales, implicaría la anulación de la


intersubjetividad (Jackson, 1998) y, específicamente en el caso de los wichí, implica la pérdida
de “la buena voluntad”. En palabras de Palmer (2005), el husék consiste en una presencia
interna8 que implica un componente que es a la vez físico y anímico (la vitalidad), y un
componente social que habilita la convivialidad al constituir el núcleo de la persona y que se
asocia con el comportamiento solidario, pacífico, previsible, atemperado, opuesto a toda
forma de agresividad.

En las mitologías amerindias no suele realizarse una separación tan marcada entre humanos y
animales. Los ancestros míticos podían tener forma animal y alma humana, ese sería el fondo
común de la humanidad. Con el paso de los mitos al de- venir histórico, los hombres van
adquiriendo la forma humana, aunque suelen dejar traslucir sutilmente, en diversos grados y
en algunas situaciones, los rasgos de los animales cuyos cuerpos y destrezas poseían sus
ancestros míticos.

El vínculo entre humanos y animales, más que una relación de separación, podría
representarse como una conjunción inestable. En casos extremos, el humano deja de
comportarse como tal para adoptar los rasgos completos del animal que lo ha poseído, como
en el proceso de jaguarización estudiado por Alejandra Siffredi entre los nivaclé del Chaco
Paraguayo. La autora estudia el continuum entre el enfermo al que le ha sido robada el alma
(sacaclit): “hasta una pérdida total del control del cuerpo y la palabra, acompañada por
incontrolables pulsiones predadoras que culmina en una metamorfosis corporal irreversible en
una entidad jaguaroide (jaguarización)” (Siffredi, 2005: 33), caracterizada por la violencia
creciente hacia el prójimo atribuida a la mutación del enfermo en un agente extrahumano: “yi
tsa- mtaj (lit. «está tsamtaj») refiere al padecimiento de la persona que está cambiándose en
un espíritu devorador” (8).

Esto sería más consonante con el modelo predador perspectivista propio de aquellas
sociedades a las que Descola les atribuye una “filosofía social caníbal” (37).

Esto parece ser distinto entre los wichí, aun cuando el jaguar también apa- rece como el
prototipo de la agresividad y de la falta de buena voluntad (Palmer 2005:153), en definitiva,
como la presencia del mal. Si adaptamos las categorías sobre el mal que aplica Edgardo Cordeu
(2004) para los ishír, el “mal eventual” que provoca el devenir entre los wichí puede ser
voluntario (la transgresión) o involuntario (el descuido); aunque lo ajeno y el mal, en sentido
amplio, actúen, en última instancia, como agentes devoradores de lo humano. Este sería el
“mal trágico”, un “mal irremediable e inextinguible” con el que sólo hay que aprender a
convivir (Cordeu, 2004: 23). Este proceso se considera irreversible y llevará al final del mundo
cuando el espacio natural se convierta en un gran cementerio. Cada evento aciago es un paso
en esa dirección. Su destino de inmortalidad se “tuerce” según las palabras de Dasso (2018:
57) debido a los eventos que introdujeron la temporalidad.

Sin embargo, en la vida cotidiana son otros los procesos que a la vez los per- turban y los
inspiran, y que tienen más relación con el pasado que con el futuro. Los antepasados míticos
(los pahlalis) poseían morfología animal y conducta humana. No obstante, a través de los
distintos avatares que los han ido alejando de su espacio mítico y los han colocado
definitivamente en la línea histórica, en el devenir, “engendran a la humanidad morfológica y
culturalmente humana, wichí” (Dasso, 1999: 50). De ellos, la mayoría son aves: “existe una
concepción generalizada de que las aves son espíritus humanos metamorfoseados”, nos señala
Palmer, y agrega: “aparecen de modo prominente en los mitos, su forma semi humana les
recuerda a los wichí a los prototipos humanos (p’athlalis) cuyas acciones se cuentan en el
mito” (Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 124-125, trad. nuestra).

Carecemos de narraciones exactas de los momentos en que los pahlalis que, aun presentando
una forma animal, pero que se los considera humanos por la presencia del hések, se
convierten en los cuerpos de los varones actuales, porque seguramente no ha ocurrido de una
vez sino a través de una serie de eventos. Uno de los acontecimientos es el del incendio del
mundo, tras lo cual tienen que volver a renacer los árboles para hacer posible el resurgimiento
de las personas y de los animales. Es muy importante el relato de Palmer (“El Gran Incendio”,
2005: 268- 75), porque no sólo da cuenta de este episodio cuya centralidad ya destacamos en
otros textos, sino porque en el relato que le seguiría “cronológicamente”, referido a la
restauración del mundo, señala también las normas matrimoniales que se instaurarán de ahí
en más, al menos para los wichí occidentales que él estudia y donde el protagonista es otro
pájaro: el icancho (Zonotrichia capensis), conocido también como “cachilo” o “chingolo”:

El pajarito Icanchu -uno de los Prototipos que sobrevivieron al incendio, junto con su hermana
menor (subrayado nuestro) − hizo un pim pim con los restos chamuscados de un yuchán. Al
tocar el tambor, hizo revivir unas raíces quemadas. Al mismo tiempo, él y su hermana
engendraron hijos, quienes formaban entre sí un grupo de hermanos propios. Con el tiempo,
los hermanos se emparejaron y tuvieron hijos, que eran primos hermanos entre sí. A su vez los
primos hermanos se casaron entre ellos y hubo descendencia, y así siguiendo. Con cada nueva
generación se produjo un círculo más amplio de cónyuges potenciales. (Palmer, 2005: 138)

Llama la atención que aparezca una mujer en este relato (que no aparecía en la narración de
Hornero y el incendio del mundo, por ejemplo) porque, según el corpus mítico, antes o
paralelamente, hombres y mujeres no se comunicaban, ya que presentaban naturalezas
diferentes. Las mujeres pertenecían al cielo y las estrellas, y tenían forma humana a diferencia
de los pahlalis. Según Cristina Dasso, es a razón de una transgresión9 violenta que, en este
caso, aparecen las mujeres terrestres. Los pahlalis violan a las mujeres de origen celeste, a
quienes sorprendieron robándoles la comida. A raíz de ello, las mujeres actuales sangran10 y
se vuelven aptas para la cópula con los varones. Ellas eran las que poseían morfología humana
y, parece ser que a través del sexo con los ancestros míticos a lo largo de generaciones
sucesivas, la descendencia, tanto masculina como femenina, va adquiriendo la forma actual.

En otras palabras, las mujeres pueden concebir con los pahlalis; así, su descendencia masculina
irá adquiriendo la corporalidad humana de las mujeres. Sin embargo, unos y otros serán lábiles
a diferencia de sus antepasados, esto es: seres abiertos, propensos al mal, a la enfermedad y a
la muerte. Ya no podrán cambiar de forma con facilidad, ni ser descuidados hasta extremos
peligrosos. Asimismo, los ancestros míticos que no tomaron la forma humana se convertirán
en sus especies homónimas: el hornero, el pájaro carpintero, el chalchalero, etc., y su
apariencia será estable, ya no se podrán cambiar a voluntad como anteriormente.

No obstante, algunos rasgos originarios de los pahlalis se mantienen en su descendencia en


este entrecruzamiento (Dasso, 1999: 343); los cuerpos plenamente humanos van
completándose en cada nueva generación hasta que la transformación se haya consumado.
Esta será una metamorfosis progresiva y definitiva. No obstante, la ancestría pahlá pervivirá,
potencialmente, en los cuerpos de los hombres actuales y puede manifestarse en
circunstancias específicas. Sería muy arriesgado pensar en la coexistencia de ambas
morfologías: que en el cuerpo del varón persista aún cierta presencia corporal del hombre-ave
que alguna vez fue. Aun así, los cuerpos de los hombres suelen presentar señales de sus
antepasados que, normalmente, sólo los de su grupo familiar pueden develar.
En el caso de los wichí bazaneros, los gestos (ser risueño como Hornero), so- nidos (las tonadas
al hablar o la destreza para silbar) u otros aspectos de los cuerpos físicos masculinos, delatan la
pervivencia de ciertos rasgos de sus ancestros, que no son visibles para los ajenos, que no se
han despegado por completo de los ancestros míticos y que suelen sobrevivir en los “apodos”.
Estos los hemos registrado en 2001, pero, en aquel entonces, nuestra atención se centraba en
su función de ocultar los “nombres verdaderos” (secretos) de sus portadores (Barúa, 2001) o
en el ritual de la algarroba (yatchep), donde los varones se disfrazan de las aves originarias que
eran sus antepasados (Barúa, 2004). Sin embargo, también en la vida cotidiana.

Según creen los wichí, el Arco iris se forma en el cielo cuando ella ataca. En la literatura
mitológica universal, se la equipara al “híbrido fronterizo” y presenta una enorme carga
simbólica allí donde aparece (ver, por ejemplo entre las culturas mesopotámicas o entre los
griegos, en Lantero Moreno, 2018: 180) muchos varones son asociados a las aves primigenias
por una forma particular de hablar, por las formas de caminar o de reír,11 por el registro de la
voz o por los modos de seducir a las muchachas mediante el don del canto.

Hay que recalcar que sólo sus seres próximos pueden descubrir ese legado, sea en el mundo
cotidiano o en determinadas circunstancias. Aun en el nacimiento, suelen señalar rasgos
corporales que recuerdan a sus ancestros míticos, como nos narra el informante de Cristina
Dasso en Misión Chaqueña: “pero, aunque es así, hay muchas (crías) que son tan parecidas a
animales, peludos, con la boca cerradita, hay otros grandes, de ojos grandes, no son parejos”
(Dasso, 2001: 62).

La naturaleza de las metamorfosis de las que emergen los cuerpos humanos

Se ha señalado que los cuerpos femeninos y masculinos actuales son falibles debido a su
apertura que los expone a la enfermedad, a la brujería y a la contaminación por los fluidos
corporales como, por ejemplo, la sangre menstrual o la saliva.12 No obstante, entre los wichí
existen deseos de transformación que les permitan, por un tiempo, adquirir los sentidos de
otros seres cuyos atributos añoran.

Las metamorfosis repentinas y efímeras son las que pueden auto-provocarse mediante la
enunciación “‘yo quisiera’ (Chihwa!), cuando éstas palabras salen del corazón o de la
memoria” (Dasso 1999: 46-47).
La memoria remite a la plasticidad de las formas de los pahlalís y puede convertirse en acto
durante momentos de trance y ensoñamiento (huislek) en pequeñas dosis en los hombres y
mujeres wichí comunes o, de modo superlativo, en los chamanes. Mediante la apropiación de
los sentidos de otras especies, se habilita la comunicación entre ellas durante estados
extáticos, de duermevela o de ensoñación.

El ensueño (huislek) es una institución entre los wichí, y consiste en la posibilidad de que cierta
clase de sueños cobren vida suspendiendo, de modo temporal, la realidad cotidiana.
Normalmente, se vinculan a la activación de recuerdos reales o imaginarios. En el caso wichí,
serían aquellos que les fueron contados por sus ancestros y que ocurrieron en los tiempos
míticos, o bien, aquellos que quizás nunca sucedieron -como lanzarse desde una rama hasta el
cielo-, pero que se han vivido como verdaderos; como nos suele ocurrir con nuestras
“memorias” infantiles. El huislek constituye “un estado intermedio entre el sueño y la vigilia”
(Lantero Moreno, 2018: 28). El tiempo mítico suele reconocerse en la literatura etnográfica
como “el Tiempo del Sueño” (Jackson, 1998).13 Entre los wichí, cuando de un modo u otro se
reinstalanen el aquel tiempo, parecen vivir el “recuerdo de una experiencia soñada”, o una
“exaltación de la memoria” entre el ensueño y la visión que se define con el término huislek,
que incluye a ambos.

Nos aclara Dasso (1999) que el “principio anímico”, el hések, le da vida al cuerpo, pero también
suele hallarse fuera de este, sobre todo durante el sueño cuan- do se puede producir una
descorporeización efímera. En especial, los chamanes acceden a experiencias de otros
mundos, aunque no se transforman el cuerpo ni el alma en el ser que así percibe (Dasso, 1999:
177). Un ejemplo concreto ocurre en el ritual del cebil o hatah (Anadenanthera colubrina var.
cebil), donde la ingesta del alucinógeno permite “ver” lo que el hések tendrá oportunidad de
observar durante su vuelo. Generalmente, tal visión requiere de un soporte material, en este
caso, el hueso de un pájaro. Hemos estudiado los cantos-lamento de las mujeres wichí donde,
para acceder a la visión del ave, necesitan desprender la cabecita de un pajarito de bello canto
y quemarla, y, a medida que el humo se expande por el cielo, la mujer puede ver lo que el ave
“ve” (Barúa, 2013: 225).

En el caso de los chamanes, su visión es mucho más amplia y la logran mediante la flauta
realizada con los huesos largos de un tipo de cigüeña, el yulo o jabirú (Jabiru mycteria), cuya
adecuada manipulación permite que “su alma puede desprenderse del cuerpo y volar como el
ave citada” (Dasso y Barúa, 2006: 221-2).

Los hombres-ave
En la traducción de un relato de los maká del Chaco paraguayo (de la misma familia lingüística
de los wichí, chorote y nivaclé), José Braunstein se refiere al momento en que “los pájaros se
estaban transformando en hombres” (1990/91: 44). Lo que nos interesa de este testimonio
pionero es el “estar transformándose”, que refiere a una metamorfosis progresiva, algo que no
ocurre de repente como en el “yo quisiera”, sino que deviene en el tiempo y que se relata de
modo “casi cinematográfico”.14 Entre los wichí, las transformaciones progresivas implican un
cambio de naturaleza y pueden advertirse, por ejemplo, en el relato sobre “el advenimiento de
las mujeres” (Palmer, 2005: 88-89) que se va completando con otras narraciones sobre la
vinculación de los hombres y las mujeres que van cambiando sus características originarias
hasta adquirir la naturaleza humana actual.

Lo mismo ocurre con los muertos, donde su proceso de descomposición los hace perder su
condición humana para transformarse en espíritus que habitan en el submundo: “después de
la muerte, el espíritu cambia de categoría, al redefinirse como ahãt y parte al submundo
comounalma desprovista de su envoltura corporal” (Palmer, 2005: 66). No obstante, el
presentarse con un cuerpo humano no implica necesaria- mente la existencia, o no, de
humanidad. Sólo los ancestros míticos pudieron generar cambios drásticos en la ecuación
cuerpo/alma. Por ejemplo, tras la transgresión de Hornero -quien provoca el incendio del
mundo por no saben comportarse- él se quema, pero luego revive, ahora sí de forma
definitiva, como el pájaro que lleva ese nombre (Furnarius rufus):

La casa de Hornero se cayó al suelo y se hizo pedazos. Así el fuego pilló a Hornero, quien gemía
en voz alta mientras moría quemado. /Después de la muerte del hombre Hornero, su voluntad
surgió de las cenizas en forma de pájaro. Apareció como pájaro/ […] Por eso hace su nido
como la casa de barro que sabía construir como hombre. /Tampoco perdió la costumbre de la
risa. Cuando se posa en un árbol y canta, su canto repite la carcajada de su ancestro. (Palmer,
2005: 272-273)

Respecto a esto, Braunstein se refiere a los hombres- pájaro maká:

el concepto implícito sobre el origen del hombre, particularmente inaprehensible en estos


grupos, aparece en forma clara. En él juegan la ambigüedad entre forma humana y huma-
nidad óntica; si la primera es el resultado de la transformación de las aves, la segunda no es
cuestionada, estaba ya presente en esos mismos seres, hombres pájaros, sólo su poder la
diferenciaba de la humanidad actual. (1990-91: 45-46)

Entre los wichí, al parecer, las metamorfosis progresivas suelen ocurriren los casos de cambio
de existencia: de pahlalís a hombres, de mujeres estrella a mujeres, de vivos a muertos y de los
hombres-ave a los pájaros actuales en los wichí y en los maká. Para los wichí, cada persona es
percibida como diferente a otra en cuanto a sus apariencias, habilidades y cualidades. Ello se
reconoce por razones que consideraríamos sociales y “espirituales” (el aumento de la edad
que implica un mayor crecimiento del hések asociado a un incremento de la capacidad
espiritual, el aprendizaje y el don). Pero su filiación con los hombres-ave sólo se muestra
ocasionalmente, por ejemplo, durante el yatchep. Esta es la ceremonia donde se festeja la
abundancia de la algarroba (frutos de Prosopis alba y otras especies de algarrobos). Gracias a
ella, la parentela wichí y todos los allegados celebrantes parecen reinstalarse
temporariamente en el tiempo anterior a la separación entre los hombres actuales y sus
antepasados, los hombres-ave.

Hemos sido testigos de que los viejos de la aldea de Tres Pozos se disfrazan de animales,
reasumiendo así su condición de pahlalis. Durante la celebración del yatchep, los ancianos se
disfrazan de distintos animales, como un “palomo” (chi- laí), un “ñandú” (wanthloj) o una
“chuña” (neché). La alegría y la espontaneidad de la comunidad contrastan notablemente con
la “conducta impostada” que muestran durante la vida cotidiana el resto del año fuera del
ámbito familiar. En cambio, durante estas fiestas se reasume la existencia pahlá a través de los
disfraces. Del mismo modo, así como normalmente se separan los alimentos que son para
humanos y los que corresponden a los animales, la algarroba es bienvenida por igual tanto
para unos como para otros. Por su parte, las mujeres prefieren las aves de bello canto como el
azulejo, el colibrí, o el chalchalero. De hecho, fue el canto de los hombres- ave el que atrajo a
tierra a las mujeres primigenias (mujeres estrella) y allí fueron doblegadas por los pahlalís.

En el contexto general, las cualidades de las aves que son apreciadas, son la capacidad de
vuelo (apropiándose de la visión de sus ojos para poder ver desde arriba los distintos ámbitos
del mundo, por ejemplo) y el canto, que es uno de los mecanismos que posibilita el
ensoñamiento. Las bellas tonadas amansan, seducen y producen arrobamiento.

En resumen, y siguiendo a Lantero Moreno (2018), hemos distinguido cómo ocurren las
metamorfosis instantáneas entre los wichí, aquellas que son efímeras como la de los chamanes
o, a veces, de los hombres y mujeres actuales, y que eran muy comunes en los pahlalís
(bastaba con desearlo: “yo quisiera”); y las metamorfosis progresivas. Estas últimas suelen ser
las que desencadenan condiciones definitivas: separan al hombre del ave, a la mujer de la
estrella, al hombre pájaro de la especie homónima, -aunque parecen conservar cierta aura de
las formas de las que surgieron-. No obstante, existen diferencias con el perspectivismo, no
sólo porque no prevalece el modelo predador, sino porque las metamorfosis actuales son
fugaces e implican la salida momentánea del alma con fines específicos: un chamán wichí
puede apropiarse de las cualidades de vuelo de un cóndor si tiene que volar a gran velocidad, y
si debe realizar varios cambios de dirección adopta las habilidades de un colibrí (Palmer, 2005:
209), pero su visión es chamánica y no ornitológica, o de otro ser. No se transforma en ave,
sino que accede a otro espacio donde ve lo que ven las aves que ha elegido, o puede volar
como ellas según sus deseos y necesidades.

Cristina Dasso distingue con claridad estas diferencias: entre los wichí, la universalidad del
alma no se da por descontada, esta debe animar al cuerpo. Un animal es normalmente un
cuerpo sin alma, y el alma sin cuerpo suele ser la del temible cadáver (Dasso, 2008: 181, 182,
185). Por lo general, la perspectiva indígena favorece una percepción humanizada y desde ella
intenta comprender lo que le rodea, pues, indígenas o no, mediante la humanización de un
“otro”, lo acercamos y podemos establecer una comunicación (Barúa, 2017: 67).

Las huellas de los ancestros

El camino o noyij como la “huellas originales de los ancestros míticos”, refieren a un paisaje
mítico15 relacionado con las formaciones más importantes para los wichí, como las aguadas y
los dos grandes ríos de su región: el Pilcomayo y el Bermejo. No obstante, son las huellas que
han dejado sus ancestros inmediatos, o ellos mismos, los que marcan el paisaje y van
generando nuevos topónimos. En sus caminatas se desplazan sobre las huellas de sus
antepasados, pero también suelen trazar nuevos senderos sobre dicho paisaje marcado por lo
que le ha ocurrido a la flora, a la fauna o a ellos mismos (por ejemplo, si fueron chamuscados,
murieron con violencia, fueron partidos por un rayo, etc.) (Braunstein, Palmer, Barúa y de la
Cruz, 2017: 149-205). Según señala Palmer (1995), “su sistema clasificatorio de topónimos es
su mapa donde leen como en una carta de navegación donde todos los azares y todas las
aguas relativamente seguras están marcados” (10).

En el caso de los wichí bazaneros, el espacio en el que habitan queda marca- do por lo ocurrido
a los integrantes del grupo familiar y a sus allegados, donde los momentos risueños, burlescos,
inesperados o aciagos en la vida de estos eximios caminantes, quedan plasmados en el
territorio y en las narraciones. Las huellas implican el recuerdo y las emociones que cada uno
de sus seres cercanos ha vivido. Señalan, sobre todo, los peligros y la naturaleza cambiante del
paisaje que ellos de- ben constatar diariamente y transmitir a sus parientes. Los caminos se
hacen seguros a fuerza de recorrerlos, de observar la flora, la fauna y los fenómenos celestes;
de anticipar los sobresaltos, una y otra vez hasta que también se vuelvan inseguros, agresivo y
muchas veces mezquino, en cuanto se percibe al territorio como un ente indomable. Así, el
espacio es un territorio marcado por aquello que han visto, oído, sentido, temido o sufrido.

Dichas marcas actúan como puentes que han construido sobre una naturaleza indómita. De
esta forma, las huellas de sus antepasados y las de ellos mismos se encuentran en el territorio
a través de las narraciones míticas y de los topónimos.
En el caso de los wichí bazaneros, el espacio en el que habitan queda marca- do por lo ocurrido
a los integrantes del grupo familiar y a sus allegados, donde los momentos risueños, burlescos,
inesperados o aciagos en la vida de estos eximios caminantes, quedan plasmados en el
territorio y en las narraciones. Las huellas implican el recuerdo y las emociones que cada uno
de sus seres cercanos ha vivido. Señalan, sobre todo, los peligros y la naturaleza cambiante del
paisaje que ellos de- ben constatar diariamente y transmitir a sus parientes. Los caminos se
hacen seguros a fuerza de recorrerlos, de observar la flora, la fauna y los fenómenos celestes;
de anticipar los sobresaltos, una y otra vez hasta que también se vuelvan inseguros, agresivo y
muchas veces mezquino, en cuanto se percibe al territorio como un ente indomable.

Así, el espacio es un territorio marcado por aquello que han visto, oído, sentido, temido o
sufrido. Dichas marcas actúan como puentes que han construido sobre una naturaleza
indómita. De esta forma, las huellas de sus antepasados y las de ellos mismos se encuentran
en el territorio a través de las narraciones míticas y de los topónimos.

Podría decirse que así como sus topónimos, las huellas de sus antepasados también se dejan
entrever en sus cuerpos actuales: la presencia velada de los ancestros míticos sólo ocurre en el
ritual del yatchep (Barúa, 2004), pues durante esos días lúdicos, de abundancia, de alegría y de
espontaneidad, parecen revivir en su memoria la existencia pahlá. Podríamos afirmar que en
ese tiempo de celebración se produce una “re vivencia de las imágenes del pasado” (Dasso,
2018: 57). Así, los hombres-ave se hacen presentes a través de los sentimientos de aquellos
ancianos que los rememoran con sus disfraces. Fuera de este ritual y en la existencia cotidiana,
hemos visto que los atributos que ellos toman son los que aún poseen las aves actuales, como
el vuelo y el canto. Gracias a ellas, se apropian de sus sentidos: si un chamán necesita volar
alto, recurre a la visión del cóndor; si precisa la versatilidad en el cambio de direcciones, toma
las habilidades de vuelo del colibrí. Si las mujeres necesitan los cantos para su contento, se
apropian de la destreza para cantar que presentan ciertas aves.

Conclusiones

Como se ha señalado hasta aquí, muchos de los ancestros varones wichí poseían un cuerpo de
ave combinado con un alma humana, pero cada uno de ellos tenía sus propias
particularidades. En el devenir que se hace posible por la sucesión de los acontecimientos,
algunos toman el cuerpo humano y mantienen su hések. Aquellos que se transforman
definitivamente en aves pierden su alma humana, pero la relación humanos-ave de los
tiempos míticos parece no perderse del todo, lo que permite la apropiación momentánea por
parte de los humanos de las destrezas y habilidades de sus ancestros. Sin embargo, podrá
advertirse que en la experiencia cotidiana no recurren a los ancestros míticos, sino a las aves
en las que se convirtieron. Debido a ello, es de destacar que para lograrlo necesitan de un
soporte físico; en los ejemplos que se han tomado en el texto, los chamanes han recurrido a
los huesos largos del jabirú, las mujeres a la cabecita de un pájaro de bello canto y los jóvenes
al charqui del pájaro elegido. Es decir, en todos estos casos se toma prestada una parte del
cuerpo del ave y, a través del estado de ensoñamiento o de trance, permiten que su alma salga
de su cuerpo y se incorpore al soporte físico de las aves, a fin de que su alma humana (como
era la de los pahlalís) se apropie de los sentidos y habilidades de las que carece el cuerpo
humano actual. De algún modo, estarían recomponiendo, por un breve lapso, una figura con
las habilidades del cuerpo del ave actual y su alma humana, lo que los acerca fugazmente a los
pahlalís.

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