Santo Tomás Las Cinco
Santo Tomás Las Cinco
Santo Tomás Las Cinco
Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven.
Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está
en potencia respecto de aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya
que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más
que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, el fuego, hace que un leño, que está
caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa
esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr.,
es caliente en acto no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues,
imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es
que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si lo que
mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste, otro. Mas no se
puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría
motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben
del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es
necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por
Dios.
Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes;
pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí
misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de
causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la
intermedia, sea una o muchas, y éstas, causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se
suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última.
Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente
primera y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por
consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.
Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y
seres que se destruyen y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es
imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre ya que lo que tiene posibilidad de no
ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un
tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna
porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada
existía, fue imposible que empezase a existir alguna cosa, y, en consecuencia, ahora no habría nada,
cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles, o contingentes, sino que
entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la
razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es
posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas
necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la
causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.
4° vía: por los grados de perfección.
Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo
sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa
proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor.
Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues,
como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en
cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo
calor, es causa de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para
todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un
fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para
conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso,
sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige
alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser
inteligente que dirige todas las cosas materiales a su fin, y a éste llamamos Dios.
Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo en mí infinidad de ideas de ciertas cosas,
cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez no tengan existencia fuera
de mi pensamiento, y que no son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que
tienen naturaleza verdadera e inmutable. Así, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun no
existiendo acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mi pensamiento, y aun cuando jamás la haya
habido, no deja por ello de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia de esa figura, la cual es
inmutable y eterna, no ha sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu; y ello es
patente porque pueden demostrarse diversas propiedades de dicho triángulo -a saber, que sus tres
ángulos valen dos rectos, que el ángulo mayor se opone al lado mayor, y otras semejantes-, cuyas
propiedades, quiéralo o no, tengo que reconocer ahora que están clarísima y evidentísimamente en él,
aunque anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, cuando por vez primera imaginé un
triángulo, y, por tanto, no puede decirse que yo las haya fingido o inventado.
Y nada valdría objetar en este punto que acaso dicha idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por
la mediación de mis sentidos, a causa de haber visto yo alguna vez cuerpos de figura triangular;
puesto que yo puedo formar en mi espíritu infinidad de otras figuras, de las que no quepa sospechar ni
lo más mínimo que hayan sido objeto de mis sentidos, y no por ello dejo de poder demostrar ciertas
propiedades que atañen a su naturaleza, las cuales deben ser sin duda ciertas, pues las concibo con
claridad. Y, por tanto, son algo, y no una pura nada; pues resulta evidentísimo que todo lo que es
verdadero es algo, y más arriba he demostrado ampliamente que todo lo que conozco con claridad y
distinción es verdadero. Y aunque no lo hubiera demostrado, la naturaleza de mi espíritu es tal, que no
podría por menos de estimarlas verdaderas, mientras las concibiese con claridad y distinción. Y
recuerdo que, hasta cuando estaba aun fuertemente ligado a los objetos de los sentidos, había
contado en el número de las verdades más patentes aquellas que concebía con claridad y distinción
tocante a las figuras, los números y demás cosas atinentes a la aritmética y la geometría.
Pues bien, si del hecho de poder yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo
cuanto percibo clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo
extraer de ahí un argumento que pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí su idea -es
decir, la idea de un ser sumamente perfecto-, no menos que hallo la de cualquier figura o número; y no
conozco con menor claridad y distinción que pertenece a su naturaleza una existencia eterna, de cómo
conozco que todo lo que puedo demostrar de alguna figura o número pertenece verdaderamente a la
naturaleza de éstos. Y, por tanto, aunque nada de lo que he concluido en las Meditaciones
precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia de Dios por algo tan cierto, como hasta
aquí he considerado las verdades de la matemática, que no atañen sino a números y figuras; aunque,
en verdad, ello no parezca al principio del todo patente, presentando más bien una apariencia de
sofisma. Pues teniendo por costumbre, en todas las demás cosas, distinguir entre la existencia y la
esencia, me persuado fácilmente de que la existencia de Dios puede separarse de su esencia, y que,
de este modo, puede concebirse a Dios como no existiendo actualmente. Pero, sin embargo,
pensando en ello con más atención, hallo que la existencia y la esencia de Dios son tan separables
como la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la
idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios [es decir, un ser
supremamente perfecto] al que le falte la existencia [es decir, al que le falte una perfección], de lo que
repugna concebir una montaña a la que le falte el valle.
Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios sin existencia, como tampoco una montaña sin
valle, con todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue que haya montaña alguna en el
mundo, parece asimismo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue que haya Dios que
exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible
imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá
atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente.
Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues
del hecho de no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo montaña ni
valle alguno, sino sólo que la montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno de otro;
mientras que, del hecho de no poder concebir a Dios sin la existencia, se sigue que la existencia es
inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y no se trata de que mi pensamiento
pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, al contrario,
es la necesidad de la cosa misma -a saber, de la existencia de Dios- la que determina a mi
pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia, es decir, un
ser sumamente perfecto sin perfección suma, como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con
ellas.
Por «Dios» entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente,
omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen [si es que existe
alguna]. Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente
lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por
consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo
tenga la idea de sustancia en virtud de ser yo una sustancia, no podría tener la idea de una sustancia
infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una sustancia que verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por medio de una
mera negación de lo finito [así como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del
movimiento y la luz]: pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la sustancia
infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la
de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo,
es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto,
por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?