Unidad Didáctica 1

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FACULTAD DE TEOLOGÍA SAN ISIDORO DE SEVILLA

Teología del Laicado

«UNIDAD DIDÁCTICA 1.
NATURALEZA Y DIGNIDAD
DEL FIEL CRISTIANO LAICO»

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Manuel Franco Rodríguez
Prof. Dr. José Antonio García Benjumea
Curso 2021-22

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A. Lea el capítulo primero de Christifideles laici, haga un resumen y un
pequeño comentario con palabras muy personales sobre lo que sugiere
su contenido para usted personalmente, para la comunidad cristiana y
para el mundo.

La viña es una imagen utilizada por el AT y retomada por Jesús para


designar al pueblo de Dios, del que forman parte los fieles laicos. San Juan
da un paso más e identifica a Jesús con la viña: Él es la vid y sus discípulos
somos los sarmientos. Por ello, el Concilio Vaticano II ha recogido esta
imagen para referirse a la Iglesia como misterio de comunión y, a partir de
esta concepción, poner de relieve la identidad y la original dignidad de los
fieles laicos.
El Concilio aborda la vocación y la misión de los laicos desde un punto
de vista positivo. Así, se dice de estos que pertenecen plenamente a la
Iglesia y a su misterio y que su vocación consiste en «buscar el Reino de
Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG
31). Por tanto, cuando hablamos de laicos nos referimos los fieles
cristianos, que se han incorporado a Cristo y a su Iglesia por el Bautismo y,
por tanto, participan de su triple función sacerdotal, profética y real, a
excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso
sancionado por la Iglesia. Por ello, los laicos deben crecer en la conciencia
no solo de pertenencia a la Iglesia, sino de ser realmente Iglesia.
La vida del laico consistirá, por tanto, en desarrollar los compromisos del
Bautismo. En el sacramento del Bautismo, el Espíritu Santo nos regenera y
nos constituye tanto hijos de Dios (cf. Gál 4,4-7) como miembros del
Pueblo de Dios y del Cuerpo de Cristo. De este modo, participamos de la
muerte de Cristo para participar también de su resurrección (cf. Rom 6,3-
5). Esto ha de manifestarse en una profunda comunión de todos los
bautizados con Jesús y entre sí. Por el Bautismo, somos también templos
del Espíritu Santo, llenos de la presencia de Dios y llamados a participar en
la misma misión de Cristo, es decir, en su triple oficio sacerdotal, profético
y real.
En primer lugar, los laicos participan en el oficio sacerdotal de Jesucristo
en tanto que «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la
vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y
corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la
vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios
espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 Pe 2,5)» (LG 34). En
segundo lugar, su participación en el oficio profético de Cristo se concreta
en el compromiso de acoger con fe el Evangelio y de anunciarlo de palabra
y de obra, con un testimonio coherente en su vida cotidiana, familiar y
social. Por último, los laicos participan en el oficio real de Cristo en tanto
que sirven al Reino de Dios y lo difunden en la historia.
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La participación de los laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote,
Profeta y Rey tiene su fundamento en el Bautismo, se desarrolla en la
Confirmación y se sustenta en la Eucaristía, en tanto que son miembros de
la Iglesia.
De aquí se deriva la común igualdad y dignidad de todos los bautizados,
que convierte a los laicos en corresponsables de la misión de la Iglesia
junto con los ministros ordenados y los religiosos, pero con una
peculiaridad: su «índole secular» (LG 31), que no debe ser considerada
solo desde un punto de vista sociológico, sino propiamente teológico. Así,
la vocación de los fieles consiste precisamente en vivir en el mundo y
contribuir a la santificación del mismo desde el ejercicio de las tareas que
les son propias: trabajo, vida familiar y social, etc.
La primera y fundamental vocación de los laicos es la vocación a la
santidad, es decir, a la perfección de la caridad. Esta vocación es común a
todos los miembros de la Iglesia, se enraíza en el Bautismo y se afianza en
los demás sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Para vivir según el
Espíritu, el laico ha de expresar su seguimiento e imitación de Cristo en su
inserción en las realidades temporales y en su participación en las
actividades terrenas. De este modo, la vida cotidiana se convierte en el
ámbito propicio para encontrarse con Dios, cumplir su voluntad y servir a
los hombres, llevándolos a la comunión con Dios.
Por tanto, la vocación a la santidad está estrechamente vinculada a la
misión y a la responsabilidad que se les han confiado a los fieles laicos en
la Iglesia y en el mundo. En efecto, su santidad contribuye a la edificación
de la Iglesia misma en la «comunión de los santos», de tal manera que
hacen crecer humildemente el Reino de Dios en la historia. Sin esta
santidad es humanamente imposible realizar la misión salvífica de la
Iglesia. Por ello, la Iglesia debe proponer continuamente como modelos de
santidad a aquellos hombres y mujeres que ofrecieron el testimonio de una
vida santa en la vida ordinaria mediante las beatificaciones y las
canonizaciones.
En definitiva, las palabras de san León Magno deben resonar y ser un
eco dentro del fiel laico: «Reconoce, cristiano, tu dignidad». Una dignidad
esta que garantiza tanto la igualdad y la comunión entre todos los
miembros de la Iglesia como su dinamismo apostólico y misionero.

En mi opinión, estamos ante un texto fundamental para comprender la


identidad, la vocación y la misión de los laicos en el seno de la Iglesia, que
nos ofrece las claves hermenéuticas adecuadas para evitar extremos como
la clericalización de los laicos o la laicización de los clérigos.
Ciertamente todos los cristianos tenemos una común dignidad en virtud
del sacramento del Bautismo, que nos constituye miembros de la Iglesia
―Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo― y nos hace partícipes de la misma
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misión de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey. Así pues, los laicos deben crecer
en la conciencia no solo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser Iglesia. Solo
así podremos dinamizar el laicado partiendo del protagonismo y la
participación de los propios laicos, sin menoscabo del papel de los pastores.

En efecto, los laicos quedan incorporados a esta Iglesia como miembros


auténticos en virtud del carácter bautismal. Así, en virtud del sacramento
del Bautismal participan de la triple función sacerdotal, profética y real de
Cristo.
Pero su misión es distinta a la de los pastores. Así, los laicos están
llamados a transformar el mundo ejerciendo las tares que les son propias: el
trabajo, la vida familiar y social, etc. Es importante, por tanto, que exista
una armonía entre la fe y los asuntos temporales, pero siendo conscientes
de que la fe está siempre por encima de los asuntos temporales.

B. Comentario de texto

Ciertamente los laicos no son toda la Iglesia. En efecto, también los


ministros ordenados forman parte de la misma. Ambos —laicos y ministros
ordenados— tienen la misma dignidad en virtud el Bautismo, que los ha
incorporado al Cuerpo místico de Cristo y constituido miembros del único
Pueblo de Dios. De este modo, la dignidad de los miembros de la Iglesia no
depende de su estado de vida ni de sus cualidades, sino que es inherente a
su condición de hijo de Dios.
Sin embargo, los ministros ordenados gozan de una autoridad peculiar
para desarrollar la misión que se les ha confiado. Esto no significa que los
laicos sean miembros pasivos en la vida de la Iglesia. Todo lo contrario,
han de desarrollar sus compromisos bautismales en tanto que han sido
hechos partícipes de la triple función sacerdotal, profética y real de Cristo.
Pero no de cualquier manera, según sus propios esquemas o criterios, sino
en comunión con Él, que es la Cabeza de la Iglesia.

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