Destructora de Reinos

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Traducción de

Luis Carlos Fuentes Ávila

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Destructora de reinos

Título original: Realm Breaker

© 2021, Victoria Aveyard

Publicado según acuerdo con New Leaf Literary & Media Inc.,
a través de International Editors' Co.

Traducción: Luis Carlos Fuentes

Arte de portada: Sasha Vinogradova


Mapa: Francesca Baraldi
Mapa © &TM 2021, Victoria Aveyard. Todos los derechos reservados

D.R. © 2021, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.


Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas
Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México
www.oceano.mx
www.grantravesia.com

Primera edición: 2021

ISBN: 978-607-557-452-3

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas,


sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas
en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante
alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte
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Para aquellos que buscan y nunca encuentran

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PRÓLOGO

La canción no cantada

N ingún mortal vivo había visto un Huso.


Sus ecos aún persistían, en sitios recordados u olvida-
dos, en gente tocada por la magia, en criaturas descendientes
de otros mundos. Pero ningún Huso había ardido en una era.
Hacía mil años que el último de ellos había desaparecido. Los
pasos estaban cerrados, las puertas aseguradas. El tiempo de
los cruces había terminado.
Allward era un mundo solitario.
Y así debe permanecer, pensaba Andry Trelland. Por el bien
de todos nosotros.
El escudero se concentró en la armadura de su señor,
ignorando las primeras gotas de lluvia mientras ajustaba las
correas y hebillas sobre el ancho cuerpo de sir Grandel Tyr.
Los dedos bronceados de Andry trabajaban rápidamente so-
bre el cuero y el acero dorado que le eran tan familiares. La
armadura del caballero brillaba, recién pulida. Las hombre-
ras y el peto tenían la figura del león rugiente del reino de
Galland.
El amanecer despuntó débilmente, luchando a través de
las nubes de lluvia primaverales arremolinadas contra las co-
linas y las montañas apenas visibles. La sensación era como

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la de estar parado en una habitación con el techo bajo. Andry
inhaló, saboreando el aire húmedo. El mundo era opresivo a
su alrededor.
Sus caballos resoplaban cerca de ellos, atados trece en fila,
repegándose unos contra otros para calentarse. Andry hubiera
deseado poder unírseles.
Los Compañeros del Orbe esperaban en el claro al pie de
la colina. Algunos custodiaban el camino de peregrinación
que llevaba hacia los árboles, esperando al enemigo. Algu-
nos patrullaban el templo invadido de hiedra, con sus blan-
cas columnas como huesos de un esqueleto por largo tiempo
abandonado. Los grabados que mostraban eran familiares,
escritos por los Ancianos —las mismas letras que Andry ha-
bía visto en la mítica Iona. La estructura era antigua, más
vieja que el vetusto Imperio de Cor, construida para un
Huso muerto hacía mucho. Su campanario se erigía silencio-
so. Adónde condujo alguna vez el Huso que estaba dentro,
Andry lo desconocía. Nunca nadie lo había dicho, y él no
había conseguido reunir el valor para preguntar. Aun así, lo
sentía como un aroma a punto de desvanecerse, como una
onda de un poder perdido.
Sir Grandel torció el labio. El caballero de piel pálida frun-
ció el ceño y miró al cielo, al templo y a los guerreros que
estaban más abajo.
—No puedo creer que esté despierto a esta maldita hora
—espetó con la voz descompuesta.
Andry ignoró las quejas de su mentor.
—He terminado, mi señor —dijo, dando un paso atrás.
Revisó al caballero con la mirada buscando un defecto o una
imperfección, cualquier cosa que pudiera afectar a sir Grandel
en la batalla que se avecinaba.

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El caballero hinchó el pecho. Andry había sido escudero
de sir Grandel por tres años. Era un hombre arrogante, pero
Andry no conocía a un espadachín con su misma habilidad y
que además no pecara de soberbia. Era de esperarse. Y todo
estaba en orden, desde la punta de las botas de acero de sir
Grandel hasta los nudillos de sus guanteletes. El veterano ca-
ballero era la imagen misma de fuerza y valentía, el pináculo
de la Guardia del León de la reina. Un espectáculo temible y
emocionante de contemplar.
Como siempre, Andry se imaginó portando esa misma ar-
madura, el león sobre su pecho, la capa verde sobre sus hom-
bros, el escudo de su padre en su brazo… y no colgando de la
pared en el salón de su madre. Sin usarse por años, cubierto de
polvo, casi destrozado.
El escudero agachó la cabeza, alejando esos pensamientos.
—Está listo.
—Y vaya que me siento listo —replicó el caballero, apo-
yando sus dedos enguantados sobre la empuñadura de su
espada—. Luego de tantos días de arrastrar mis envejecidos
huesos por todo el Ward. ¿Cuánto tiempo hace que salimos
de casa, Trelland?
Andry respondió sin tener que pensarlo.
—Dos meses, señor. Casi dos meses al día de hoy.
Conocía la cuenta exacta como conocía sus dedos.
Cada día en el camino era una aventura, a través de valles
y montañas y regiones salvajes, hacia reinos que él nunca
había soñado con ver. En compañía de guerreros de gran
renombre e increíbles habilidades, héroes todos ellos. Su
expedición estaba a punto de terminar, la batalla era in-
minente. Andry no tenía miedo de pelear, sino de lo que
vendría después.

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El fácil y rápido regreso a casa. El campo de entrenamiento, el
palacio, madre enferma y padre muerto. Sin nada que esperar fuera
de otros cuatro años siguiendo a sir Grandel de la sala del trono a la
bodega de los vinos.
Sir Grandel no se dio por enterado de la inquietud del
escudero y siguió con su parloteo.
—Husos abiertos de par en par y reinos perdidos que
vuelven. Tonterías, nada más. Perseguir un cuento de ni-
ños —refunfuñó el caballero mientras se acostumbraba a los
guanteletes—. Perseguir fantasmas para fantasmas.
Giró la cabeza hacia sus Compañeros ya preparados para
la batalla, de estilo y colorido tan variado como las joyas de
una corona. Sus ojos azul turquesa se posaron sobre algunos
de ellos.
Andry siguió la mirada de sir Grandel. Se detuvo en las
figuras de tensa y rígida postura, de armaduras extrañas y
maneras más extrañas aún. A pesar de que llevaban muchos
días viajando con los Compañeros del Orbe, a algunos no los
sentía en absoluto familiares. Inescrutables como el acertijo
de un hechicero, distantes e inconcebibles como un mito. Y
erguidos justo frente a mí.
—No son fantasmas —murmuró Andry mientras obser-
vaba cómo uno de ellos acechaba el perímetro del templo. Su
cabello era rubio y trenzado, su figura ancha y monstruosa-
mente alta. La gran espada que colgaba de su cadera habría
requerido de dos hombres para blandirla. Dom, pensó Andry,
aunque su verdadero nombre era mucho más largo y difícil
de pronunciar. Un príncipe de Iona—. Los Ancianos son de carne
y hueso, igual que nosotros.
Ellos se distinguían fácilmente del resto de los guerreros.
Los Ancianos eran seres aparte, seis en total, cada uno como

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una bella estatua, distintos en apariencia pero de algún modo
todos similares. Tan distantes de los mortales como las aves
de los peces. Hijos de diferentes estrellas, decían las leyendas.
Seres de otro reino, contaban los pocos relatos históricos.
Inmortales, sabía Andry.
Atemporales, hermosos, eternos, distantes… y perdidos.
Incluso ahora no podía dejar de observarlos.
Se hacen llamar los Vedera, pero para el resto del Ward,
para los mortales que sólo los conocían por la historia antigua
o por las narraciones incompletas, eran los Ancianos. Los de
su clase eran pocos, pero, al parecer de Andry Trelland, toda-
vía eran poderosos.
El príncipe Anciano levantó la vista mientras rodeaba el
templo, encontrando la mirada del escudero con sus feroces
ojos esmeralda. Andry bajó el rostro rápidamente, sabiendo
que el inmortal podía escuchar su conversación. Sus mejillas
se sonrojaron.
Sir Grandel no se inmutó, con la mirada de piedra bajo el
yelmo.
—¿Los inmortales sangran, escudero?
—No lo sé, mi señor —respondió Andry.
La mirada del caballero se paseó entre los demás. Los An-
cianos provenían de cada rincón del Ward, emergiendo de
enclaves medio olvidados. Andry los había memorizado, al
igual que había hecho con los cortesanos, en ambos casos
para que sir Grandel no pasara un momento vergonzoso en
su compañía, y por su propia curiosidad.
Las dos mujeres Ancianas eran un espectáculo en sí mis-
mas, tan guerreras como los demás. Su presencia había sido
una sorpresa para los mortales, sobre todo para los caballeros
de Galland. Andry aún las encontraba intrigantes, si no es

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que imponentes. Rowanna y Marigon eran de Sirandel, en
las profundidades de Bosque del Castillo, al igual que Arbe-
rin. Andry supuso que eran parientes cercanas por su cabello
rojo, sus pálidos rostros zorrunos y sus cotas de malla púr-
pura, tornasoladas como piel de serpiente. Lucían como un
bosque en otoño, moviéndose entre sol y sombra. Nour venía
de Hizir, el desértico enclave en las Grandes Arenas de Ibal.
A los ojos de Andry ellos parecían ser hombre y mujer a la
vez. No usaban tipo alguno de armadura, fuera de unas apre-
tadas bandas de seda color ocaso rosado envueltas con piedras
preciosas. Su piel era dorada, sus ojos broncíneos, bordeados
de negro kohl y de púrpura del color del relámpago, en tanto
que su negro cabello había sido peinado en intrincadas trenzas.
Luego estaba Surim, quien había viajado más que cualquiera,
mortal o inmortal. De piel de bronce y ojos profundos, aún lle-
vaba encima el viaje desde Tarima como un pesado abrigo. Su
robusto poni lo cargó a través de la vasta estepa de Temurijon.
Dom era más roble y cornamenta que cualquier otra cosa.
Iba vestido de cuero bajo un manto verdigrís, bordado con el
gran ciervo de su enclave y su monarca. Sus manos estaban
desprovistas de guantes o guanteletes. Un anillo de plata for-
jado brillaba en su dedo. Su hogar era Iona, escondido en las
cañadas montañosas de Calidon, donde los Compañeros se
reunieron por primera vez. Andry la recordaba con claridad:
una ciudad inmortal de bruma y piedra, gobernada por una
inmortal señora enfundada en un vestido gris.
La voz de sir Grandel lo sacó del recuerdo.
—¿Y qué hay de los príncipes Sangre de Cor, descendien-
tes del viejo imperio? —dijo entre dientes. Sus palabras ya
eran afiladas como navajas—. Tocados por el Huso, quizá,
pero mortales como el resto de nosotros.

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Andry Trelland fue criado en un palacio. Conocía bien el
tono de la envidia.
Cortael, del Viejo Cor, estaba solo, de pie, apoyando sus
botas sobre la piedra rota del camino de peregrinación. Ob-
servaba fijamente, inflexible, hacia las sombras del bosque,
como un lobo al acecho en su madriguera. También llevaba un
manto de Iona, y una cornamenta había sido moldeada en el
acero de su peto. Oscuro cabello rojo le caía sobre los hom-
bros, como sangre en el atardecer. No servía a reino mortal
alguno, pero había unas ligeras arrugas sobre su rostro, en su
adusto ceño y en las comisuras de sus labios delgados. Andry
supuso que rondaría los treinta y cinco años de edad. Como
los Ancianos, era de sangre de Huso, un hijo de los cruces,
sus ancestros mortales habían nacido bajo las estrellas de otro
mundo.
Al igual que su espada. Una Espada de Huso. La hoja des-
nuda reflejaba el cielo en lo alto, llena de luz gris, grabada con
marcas que ningún ser vivo era capaz de leer. Su presencia
era un estruendo de relámpagos.
El caballero entornó los ojos.
—¿Ellos también sangran?
—Tampoco lo sé —murmuró Andry, retirando su vista de
la espada.
Sir Grandel palmeó el hombro del escudero.
—Tal vez vamos a averiguarlo —dijo, y descendió pisando
fuerte por la colina. Su pesada armadura emitía un sonido
metálico a cada paso que daba.
En verdad espero que no, pensó Andry mientras su señor
se unía a los otros Compañeros mortales. Sir Grandel quedó
entre los primos North: los otros dos caballeros de Galland.
Edgar y Raymon North estaban tan hartos de esta búsqueda

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errante como sir Grandel, el cansancio en el rostro de uno se
reflejaba en el rostro de los otros dos.
Bress el Domador de Toros se abrió paso a empujones, con
su amplia sonrisa bajo el yelmo con cuernos. El mercenario
picoteaba a los caballeros siempre que podía, para disgusto de
ellos y el deleite de Andry.
—Aunque tú no blandirás la espada, de todas formas de-
berías rezar a los dioses antes de la batalla —dijo una voz
profunda, suave como el trueno.
Andry volteó para ver a otro caballero salir de entre los
árboles. Okran de Kasa, el brillante reino del sur, inclinó la
cabeza mientras se aproximaba, con su yelmo bajo un brazo y
su lanza bajo el otro. El águila de Kasan chillaba a lo ancho
de su armadura blanco perla, las alas y las garras extendidas
para matar. La sonrisa de Okran era una estrella fugaz, un
destello sobre su piel negro azabache.
—Mi señor —replicó Andry haciendo una reverencia—.
Dudo que los dioses escuchen las palabras de un escudero.
Okran levantó una ceja.
—¿Eso es lo que sir Grandel Tyr te ha dicho?
—Debo disculparme por él. Está cansado después de un
viaje tan largo, de cruzar la mitad del reino en estas duras
semanas —era el deber de un escudero cuidar de su señor, en
palabra y en hechos—. No es su intención insultarlo, ni a su
merced ni a nadie.
—No te preocupes, escudero Trelland. No soy de los que
se molestan por el zumbido de las moscas —respondió el ca-
ballero del sur, agitando una mano de dedos ágiles—. No hoy,
al menos.
Andry contuvo la descortés urgencia de sonreír.
—¿Le está diciendo mosca a sir Grandel?

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—¿Le dirías si lo hiciera?
El escudero no contestó, y eso fue respuesta suficiente.
—Buen chico —dijo el kasano con una risita y se aco-
modó el yelmo en la cabeza, fijando el protector de nariz de
amatista en su lugar. Un Caballero del Águila tomó forma,
como un héroe que emerge de un sueño.
—¿Tienes miedo? —las palabras surgieron antes de que
Andry pudiera detenerlas. La expresión de Okran se suavizó,
reafirmando su determinación—. ¿Temes al ladrón y su he-
chicero?
El kasano quedó en silencio por un largo momento, se-
reno y pensativo. Observó el templo, el claro, y en la orilla
de éste a Cortael, el centinela del camino. El bosque estaba
salpicado de gotas de lluvia, las sombras cambiaban de negro
a gris. Todo parecía tranquilo.
—El Huso es el peligro, no los hombres que lo buscan
—dijo con voz suave.
Por más que lo intentaba, Andry descubrió que no po-
día imaginarlos. El ladrón de espadas, el hechicero malvado. Dos
hombres contra los Compañeros: una docena de guerreros, la
mitad de ellos Ancianos. Será una masacre, una victoria fácil, se
dijo, forzándose a asentir.
El kasano elevó la frente.
—Los Ancianos llamaron a las coronas mortales y yo fui
enviado para responder, al igual que tus caballeros. Conozco
poco de la magia de Huso o de la Sangre de Cor, y creo aún
menos en ella. ¿Una espada robada, un pasaje roto? Todo
esto parece un conflicto entre dos hermanos, no algo que
le concierna a los grandes reinos del Ward —rio, sacudien-
do la cabeza—. Pero no me toca creer en lo que la Anciana
monarca dijo o en lo que Cortael advirtió, sólo enfrentarme

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contra lo que pudiera ser. El riesgo de retirarnos es dema-
siado grande. En el peor de los casos, nada ocurre. Nadie
viene —sus cálidos ojos oscuros temblaron—. En el mejor,
salvamos al mundo, incluso antes de que éste supiera que
estaba en peligro.
—Kore-garay-sida.
Era fácil recurrir al idioma del pueblo de su madre, que le
fue bien enseñado a Andry durante su infancia. Las palabras
eran miel en sus labios.
Así lo quieren los dioses.
Okran parpadeó, no estaba preparado para eso. Entonces
de pronto sonrió, una sonrisa cuyo peso fue subyugante.
—Ambara-garay —contestó, terminando el rezo con una
inclinación de su yelmo. Ten fe en los dioses—. No me dijiste
que hablas kasano, escudero.
—Lo aprendí de mi madre, mi señor —respondió Andry,
irguiéndose. Tenía un metro ochenta de altura, pero aun así
se sentía pequeño bajo la esbelta sombra de Okran. Habiendo
crecido en Ascal, Andry estaba acostumbrado a resaltar porque
su piel era más oscura, y estaba orgulloso de la herencia que
eso delataba—. Ella nació en Nkonabo, hija de Kin Kiane —la
familia de su madre, sus parientes, era conocida incluso en el
norte.
—Un linaje noble —dijo Okran, todavía sonriendo—. De-
berías visitarme en Benai cuando todo esto haya terminado y
nuestras vidas sigan su curso.
Benai, pensó Andry. Una ciudad de oro forjado y amatista,
asentada en las verdes riberas del Nkon.
El terruño que jamás había visto tomó forma. Las historias
de su madre eran una canción en su cabeza. Pero no podía
durar. La lluvia caía fría, una realidad imposible de ignorar.

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El título de caballero estaba a tres o cuatro años de distancia.
Toda una vida, era consciente Andry. Y hay tantas cosas más a
considerar. Mi posición en Ascal, mi futuro, mi honor. Su corazón
se encogió. Los caballeros no son libres de vagar como les plazca.
Deben proteger a los débiles, socorrer a los indefensos y, sobre todo,
servir a su reino y a su reina. Sin veranear.
Y tengo que pensar en mi madre, que se ha vuelto muy frágil.
Andry forzó una sonrisa.
—Cuando todo esto haya pasado —repitió, agitando una
mano mientras Okran descendía la colina con pasos ligeros
sobre la hierba húmeda.
Ten fe en los dioses.
En las faldas de las grandes montañas de Allward, rodea-
do por héroes e inmortales, Andry ciertamente sentía a los
dioses a su alrededor. ¿Quién más podría haber puesto en
semejante camino a un escudero, el hijo de una noble ex-
tranjera y un caballero menor? Heredero de ningún castillo,
sangre de ningún rey.
No seré ese muchacho mañana. Cuando todo esto haya pasado.
A la orilla del claro, el príncipe inmortal de Iona se reunió
con Cortael. Sus sentidos de Anciano estaban profundamente
concentrados en el bosque. Incluso desde la colina, Andry
notó la severidad con que tensaba la quijada.
—Puedo oírlos —dijo, y sus palabras sonaron como un
latigazo—. Un kilómetro más adelante. Sólo dos, como espe-
rábamos.
—Deberíamos tomar nuestras precauciones con un mago
—gritó Bress. El hacha sobre su hombro destelló como una
sonrisa contra el cielo.
Los inmortales de Sirandel voltearon a mirarlo como si
estuvieran frente a un niño.

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—Nosotros somos las precauciones, Domador de Toros
—dijo Arberin suavemente, su voz acentuada por su idioma
insondable.
El mercenario apretó los labios.
—El Rojo es sólo un embustero entrometido —dijo Cortael
sin voltear—. Rodeen el templo; mantengan su formación
—el Sangre de Cor era un líder nato, acostumbrado a orde-
nar—. Taristan intentará escabullirse entre nosotros y abrir
un paso antes de que podamos detenerlo.
—Fracasará —exclamó Dom desenvainando su espada.
Okran golpeó el suelo con su lanza en señal de acuerdo, en
tanto que los primos North hicieron repiquetear sus escudos.
Sir Grandel se irguió, la quijada tensa, los hombros rectos. Los
inmortales se les unieron, arcos y espadas en mano. Los Com-
pañeros estaban listos.
Los cielos finalmente se abrieron y la lluvia fría y constante
se convirtió en aguacero. Andry tiritó cuando el agua penetró
por las grietas de su ropa y descendió a lo largo de su espalda.
Cortael levantó la Espada de Huso en dirección al camino.
La lluvia salpicaba la espada, ocultando la arcana silueta del
acero. El agua escurría por su rostro pero él estaba como una
piedra, recibiendo la tormenta. Andry sabía que Cortael era
mortal, pero en ese momento parecía eterno. Un fragmen-
to de un reino perdido, vislumbrado sólo por un momento
como a través de la rendija de una puerta a punto de cerrarse.
—Compañeros del Orbe —dijo Cortael levantando la voz.
Un trueno retumbó en algún lugar arriba en las monta-
ñas. Los dioses del Ward observan, pensó Andry. Podía sentir su
mirada.
La lluvia duplicó su embestida, cayendo a cántaros y con-
virtiendo el pasto en lodo.

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Cortael no vaciló.
—Esa campana no ha sonado en mil años —dijo—. Nadie
ha puesto un pie al interior de ese templo ni ha pasado a
través del Huso desde entonces. Mi hermano quiere ser el
primero. No lo hará. Fracasará. Cualquier vil intención que lo
haya traído hasta aquí, aquí terminará.
La espada resplandeció con el reflejo de un rayo. Cortael
la apretó con más fuerza.
—Hay poder en la Sangre de Cor y en la Espada de Huso,
suficiente para atravesar de un corte a los Husos. Es nuestro
deber detener a mi hermano de esta ruina, salvar al reino,
salvar al Ward —Cortael observó uno a uno a los Compañe-
ros. Andry sintió un escalofrío cuando su mirada pasó por
encima de él—. Hoy lucharemos por el mañana.
La determinación de Cortael no apaciguó el miedo que
crecía en Andry Trelland, pero le otorgó fuerza. Incluso si
su deber era únicamente observar y lavar la sangre, no se
acobardaría. Serviría a los Compañeros y al Ward en cual-
quier forma que le fuera posible. Hasta un escudero podía
ser fuerte.
—Esa campana no ha sonado en mil años —volvió a atro-
nar Cortael. Parecía un soldado, no un príncipe. Un mortal
falto de linaje, pero con un deber—. Y no sonará en otros mil.
El trueno volvió a escucharse, esta vez más cerca.
Y la campana resonó.
Los Compañeros se sobresaltaron como si fueran uno.
—Mantenga su posición —dijo Dom. El viento rasgaba la
cortina dorada de su cabello—. Esto es obra del Rojo. ¡Una
ilusión!
El tañido era hueco y pleno a la vez, un llamado al tiempo
que una advertencia. Andry saboreó su ira y su dolor. Parecía

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repetir un eco hacia delante y hacia atrás a través de los siglos,
a través de los reinos. Alguna parte de Andry le ordenó po-
ner tanta distancia como fuera posible entre él y la campana.
Pero sus pies siguieron plantados y sus puños apretados. No
me acobardaré.
Sir Grandel mostró los dientes y golpeó su pecho con la
palma de su mano, acero contra acero.
—¡Conmigo! —gritó, el viejo clamor de guerra de la Guar-
dia del León. Los North respondieron.
Andry lo sintió en su pecho.
Desde la colina, Andry percibió dos figuras que subían por
el camino, desdibujadas por las gotas de lluvia. Al que llama-
ban Rojo hacía honor a su nombre, envuelto en un manto del
color de la sangre recién derramada. Se erguía encapuchado,
pero Andry podía verle el rostro. El hechicero. Era joven, sin
barba, de pálida piel blanca y cabello como el trigo. Sus ojos
se veían enrojecidos, incluso desde la distancia. Éstos tembla-
ron cuando se posaron en los Compañeros, escudriñándolos
a todos de pies a cabeza. Su boca se movía sin emitir sonido,
formando con los labios palabras que nadie podía escuchar.
El otro hombre no vestía una armadura sino pieles gas-
tadas y un manto del color del barro. Era un canalla, la som-
bra del sol de su hermano. Su yelmo ocultaba su rostro,
pero no los rizos rojo oscuro que había debajo.
Su espada, idéntica a la de Cortael, aún seguía en su vaina,
adornada con joyas rojas y púrpuras, una puesta de sol entre
sus dedos. El ladrón de espadas.
Así que supuestamente esto será la ruina del reino, pensó An-
dry, desconcertado.
Cortael mantuvo su espada en alto.
—Eres un necio, Taristan.

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La campana sonó otra vez, tañendo de vuelta en la torre.
El otro hijo del Viejo Cor permaneció erguido en silencio,
escuchando la campana del templo. Y entonces sonrió, una
sonrisa de dientes blancos que era evidente incluso bajo el
yelmo.
—¿Cuánto tiempo ha pasado, hermano?
Cortael no se inmutó.
—Desde tu nacimiento —propuso finalmente Taristan,
contestando por él—. Apuesto a que lo disfrutaste, crecer
en Iona. Bendecido por el Huso desde el primer latido —a
pesar de que la actitud de Taristan era ligera, su tono casi
jovial, el escudero percibió astucia en él. Era como ver a un
perro salvaje midiendo a un sabueso entrenado—. Y hasta
el último.
—Ojalá pudiera decir que fue un placer conocerte, her-
mano —replicó Cortael.
A su lado, Dom se mostró furioso.
—Devuelve lo que has robado, ladrón.
Con rápidos dedos, Taristan hizo amago de desenvainar la
espada a su costado, dejando al descubierto algunos centíme-
tros de la hoja. Incluso bajo la lluvia el acero resplandecía, y
también las líneas grabadas en forma de telaraña.
Contrajo la boca en una sonrisa burlona.
—Eres bienvenido si quieres intentar recuperarla, Doma-
cridhan —su lengua pronunció torpemente el nombre com-
pleto del Anciano, a pesar de su esfuerzo. Removió la espada
en su vaina, burlándose de todos—. Si eres como las bóvedas
de tu familia, fracasarás. ¿Y quién eres tú para privarme de
mis derechos de nacimiento? Incluso si soy el menor, el que
sobra, es justo que ambos sostengamos una espada de nues-
tros ancestros, de nuestro reino perdido.

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—Esto terminará en ruina —gruñó Cortael—. Ríndete y
no tendré que matarte.
Taristan deslizó un pie, moviéndose con la gracia de un
bailarín, no de un guerrero. Cortael hizo lo propio, exten-
diendo la espada hacia la garganta de su hermano.
—Los Ancianos te criaron tal cual eres, Cortael —le dijo—.
Un guerrero, un erudito, un señor tanto para los hombres
como para los inmortales. El heredero que ha de reconstruir
un imperio largo tiempo perdido. Todo para lograr exacta-
mente lo que yo ya he conseguido: hacer que los Husos vuel-
van a cruzar. Reunir los mundos. Permitirle a su gente que
regrese a un hogar que no ha visto en siglos —le lanzó una
mirada a Dom—. ¿Me equivoco, Anciano?
—Abrir un Huso es poner todos los reinos en peligro. Tú
destruirías el mundo para conseguir tus egoístas fines —gru-
ñó Dom, perdiendo su actitud inalterable.
Taristan comenzó a caminar, chapoteando en el fango.
—Destrucción para algunos, gloria para otros.
El manto de quietud del Anciano cayó con la facilidad de
una capa desechada.
—Monstruo —espetó Dom furioso, con su propia espada
repentinamente en alto.
Taristan sonrió de nuevo, burlándose.
Está disfrutándolo, comprendió Andry con repulsión.
Dom rugió.
—No puedes forzar a un Huso. Las consecuencias…
—Ahorra tu aliento —dijo Cortael—. Su destino ha sido
trazado.
Taristan se detuvo.
—¿Mi destino ha sido trazado? —susurró. Su voz se tornó
suave y peligrosa, una navaja bajo seda.

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La ira se acumulaba en él como la tormenta se acumulaba
en lo alto.
En la colina, Andry sintió que su corazón latía más rápido
y se aceleraba su respiración.
—Ellos te tomaron y te entrenaron y te dijeron que eras algo
especial, un emperador que ha regresado, Sangre de Cor y
Nacido de Huso —dijo Taristan lleno de rabia—. El último
de un antiguo linaje, destinado a la grandeza. El Viejo Cor
era tuyo para ser reclamado y conquistado, tuyo para ser go-
bernado. Qué glorioso destino para el primogénito de una
paternidad anónima.
Con un gruñido, se llevó ambas manos al yelmo y se lo
retiró, revelando su rostro.
Andry soltó un resuello y quedó con la boca entreabierta.
Los dos hermanos se miraron fijamente, imágenes exactas
uno del otro.
Gemelos.
Si bien Taristan se mostraba harapiento y Cortael majes-
tuoso, Andry apenas podía distinguirlos. Ambos tenían el mis-
mo rostro fino, los mismos ojos penetrantes, la quijada adusta,
los labios delgados, la frente alta y una manera extraña y dis-
tante de todos los que tenían sangre de Huso. Separados del
resto de los mortales, semejantes sólo entre ellos mismos.
Cortael retrocedió, afligido.
—Taristan —dijo, y su voz casi fue engullida por la lluvia.
El ladrón de espadas desenvainó su propia Espada de
Huso, lo hizo despacio con un movimiento largo. La hoja can-
tó en armonía con la campana, una exhalación aguda para
un grave bramido.
—Cada sueño que hayas tenido te fue inculcado. Cada ca-
mino que hayas andado ya estaba trazado —dijo Taristan. La

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lluvia azotaba la espada—. Tu destino fue elegido el día que
naciste, Cortael. No el mío.
—¿Y qué eliges ahora, hermano?
Taristan alzó la frente.
—Elijo la vida que debí haber vivido.
La campana infernal sonó de nuevo, más profundo esta
vez.
—Me diste la oportunidad de rendirme —Taristan torció el
labio—. Me temo que yo no puedo hacer lo mismo. ¿Ronin?
El hechicero levantó las manos, blancas como la nieve,
con las palmas extendidas.
Los de Sirandel se movieron más rápido de lo que Andry
pensaba que era posible, y tres flechas salieron disparadas de
los arcos. Apuntaron con precisión, al corazón, la garganta
y el ojo. Pero a pocos centímetros del rostro de Ronin, las
flechas desaparecieron calcinadas. Más flechas volaron, con
increíble velocidad. Nuevamente las flechas ardieron bajo la
fulminante mirada roja, poco más que humo en la lluvia.
Cortael levantó alto su espada, con la intención de cortar
a Ronin por la mitad.
Taristan fue más veloz y bloqueó el golpe haciendo chocar
acero contra acero.
—Lo que hayas aprendido en el palacio —dijo entre dien-
tes, sus rostros idénticos muy cerca uno del otro—, yo lo
aprendí mejor entre el barro.
Las palmas del hechicero se juntaron y se oyó un rechinar
de piedras, otra andana de truenos y el siseo de un líquido
sobre algo caliente, como aceite chisporroteando en una sar-
tén. El terror invadió a Andry cuando miró hacia el templo,
alguna vez vacío, pero ya no más. Las puertas se abrieron
hacia el exterior, empujadas por una docena de pálidas manos

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manchadas de cenizas y hollín. Su piel agrietada mostraba el
hueso debajo o supuraba por las rojas heridas. Andry no podía
verles la cara, y por eso se sintió agradecido. Apenas podía
imaginar lo horrorosas que serían. Una luz poderosa surgió
del interior del templo, tan brillante que enceguecía, mien-
tras las sombras se derramaban por las puertas y se extendían
a través del claro.
Los Compañeros voltearon hacia la conmoción. La sor-
presa los dejó boquiabiertos.
—Las Tierras Cenizas —resolló Rowanna de Sirandel. Sus
ojos dorados se abrieron con el mismo miedo que Andry sen-
tía en su interior, aunque él no tenía idea de lo que ella que-
ría decir. Por un momento los ojos de ella se movieron del
templo a los caballos arriba en la colina. No era difícil adivinar
lo que estaba pensando.
Quería huir.
Abajo, con las espadas enganchadas, Cortael le gruñó al
rostro a Taristan.
—¿El Huso?
El gemelo le lanzó una mirada maliciosa.
—Ya ha sido roto, el paso está abierto —se movió con la
velocidad de un destello y estrelló su codo contra el rostro de
Cortael, produciendo un crujido. El gran señor giró y cayó.
De su nariz rota surgía un torrente de sangre escarlata—.
¿Qué clase de idiota crees que soy?
Dom atacó, profiriendo un grito de guerra de los Ancia-
nos. Se movió en un grácil arco, hasta que el mago levantó
una mano y lo hizo a un lado con apenas un toque, lanzán-
dolo al lodo a algunos metros de distancia.
Los repugnantes cadáveres vivientes del Huso se abrían
paso a la fuerza para salir del templo por docenas, tropezando

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unos con otros. Algunos ya estaban dañados y se arrastraban
sobre miembros destrozados que traqueteaban cubiertos por
una mugrienta armadura negra. Eran como hombres mor-
tales pero no, torcidos del interior hacia fuera. La mayoría
aferraba armas desgastadas por la batalla: espadas de hierro
oxidadas y hachas melladas, dagas resquebrajadas, lanzas as-
tilladas. Rotas pero aún afiladas, aún letales. Las flechas acri-
billaban la horda, los de Sirandel segaron la primera ola como
trigo con la guadaña. Podían matarse, pero su número no
hacía más que crecer. Desprendían un inconfundible olor a
humo y carne quemada, y un viento caliente soplaba desde
el interior del templo, desde el Huso, trayendo con él nubes
de ceniza.
Andry no podía moverse, no podía respirar. Sólo podía
ver los cadáveres atacar a los Compañeros, un ejército san-
griento y lleno de cicatrices de un reino perdido. ¿Estaban
vivos? ¿Estaban muertos? Andry no podía saberlo. Pero man-
tenían un extraño círculo alrededor de Taristan y Cortael,
como si se les hubiera ordenado que dejaran luchar a los
hermanos.
La lanza de Okran danzaba, atravesando gargantas mientras
se movía en ágiles círculos. Los caballeros Gallish formaban
un triángulo muy bien entrenado, peleaban duro, manchando
sus espadas de negro y rojo. Surim y Nour no eran más que
dos borrones en la refriega, un baile de la espada corta y las
dagas. Dejaban destrucción en su estela, abriéndose camino
entre los cadáveres que iban en aumento. Las criaturas pe-
leaban y gritaban con voces inhumanas, chillantes y desga-
rradas, sus cuerdas vocales estaban hechas pedazos. Andry
podía a duras penas distinguir algún rostro —estaban deste-
ñidos más allá de lo reconocible, los cráneos pelados y la piel

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del color del hueso, del rojo de las cicatrices o pintada de un
aceite grasoso. Cubiertos de ceniza, parecían madera quemada,
abrasada desde dentro hacia fuera.
El plan era dos contra doce, pensó Andry, petrificado. Pero
no, es doce contra docenas. Cientos.
Los caballos resoplaban y tiraban de sus cuerdas. Olían el
peligro, la sangre y, sobre todo, al Huso que siseaba al interior
del templo. Llenaba sus huesos de un terror fulminante.
Taristan y Cortael se rodeaban mutuamente. La mitad
de la armadura de Cortael estaba manchada de fango. Por
el mentón le escurría sangre, que caía sobre la cornamen-
ta de su peto. Sus espadas entrechocaban, golpeando con
precisión. Cortael era habilidad y fuerza puras mientras que
Taristan se batía como un gato de callejón, siempre en mo-
vimiento, desplazándose sobre las puntas de sus pies, la es-
pada en una mano y la daga en la otra, utilizando ambas por
igual. Golpeaba, esquivaba, usaba el fango y la lluvia para su
provecho. Sonreía y se burlaba, escupiendo sangre sobre el
rostro de su hermano. Estrelló su espada contra el hombro
de su adversario, sobre la chapa ligera y la cota de malla.
Cortael externó un gesto dolorido, pero prensó a su herma-
no en plena retirada. Los gemelos cayeron juntos, rodando a
través del fango.
Andry observaba sin parpadear, congelado en su sitio.
¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Sus manos temblaban; su
cuerpo se estremecía. Toma una espada, maldita sea. Pelea. Es tu
deber. Quieres ser un caballero, y los caballeros no se acobardan. Un
caballero no se quedaría mirando. Un caballero cargaría por esta
colina rumbo al caos, con su espada y su escudo en alto.
Colina abajo, el fango se pintaba de rojo.
Y un caballero moriría en el intento.

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Arberin gritó primero.
Un cadáver sujetó su roja trenza y trepó por su espalda.
Otro le siguió. Y otro, y otro, hasta que el peso acumulado de
los cuerpos derribó al Anciano. Sus cuchillas eran muchas.
Blanco acero, hierro negro, mellado y viejo. Pero suficiente-
mente afiladas.
Su carne cedió con facilidad.
Rowanna y Marigon se abrieron paso a golpes hasta su fa-
miliar. Se encontraron con un cuerpo aún sangrante. Su vida
inmortal había terminado.
Sir Grandel y los North perdían terreno, su triángulo se
estrechaba a cada segundo. Las espadas danzaban, los escu-
dos golpeaban, los guanteletes rajaban la carne. Cuerpos se
apilaban a su alrededor, pálidas extremidades y cabezas deca-
pitadas. Edgar tropezó primero y cayó como si se hundiera en
agua, lentamente, vislumbrando el fin. Hasta que sir Grandel
lo tomó de la capa y lo levantó de un jalón.
—¡Conmigo! —gritó por sobre el estrépito. En los cam-
pos de entrenamiento del palacio eso significaba sigan ade-
lante, resistan, esfuércense más. Hoy significaba simplemente
sobrevivan.
El Domador de Toros rugía, haciendo girar su hacha y cor-
tando gargantas a cada paso. Su armadura estaba manchada
de rojo y negro, sangre y aceite. Pero el mercenario no pudo
mantener ese ritmo. Andry quiso gritar cuando el casco con
cuernos de Bress el Domador de Toros desapareció bajo la
marea de cadáveres.
Los segundos se sentían como horas, y cada muerte como
una eternidad.
Rowanna fue la siguiente en caer, medio hundida en un
charco, con un hacha clavada en la espina dorsal.

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Un golpe de martillo penetró el peto de Raymon North.
El gorgoteo húmedo de su aliento moribundo se escuchó so-
bre el campo de batalla. Edgar se inclinó sobre él, olvidan-
do su espada para sostener contra su pecho la cabeza de su
primo. A pesar de los mejores esfuerzos de sir Grandel, las
criaturas cayeron con cuchillos y dientes sobre el caballero
arrodillado.
Andry había conocido a los North desde que era un niño.
Nunca hubiera pensado que los vería morir, y de esa manera
tan lamentable.
Sir Grandel era pesado, difícil de derribar, aunque las cria-
turas lo intentaban. Levantó la vista desde el claro y cruzó
una mirada con Andry, que seguía en lo alto. Andry vio sus
propias manos moverse, haciendo ademanes sin pensarlo,
llamando con señas a su señor para que abandonara la batalla.
Conmigo. Sobrevive. En otra ocasión, sir Grandel lo habría re-
prendido por cobarde.
Esta vez obedeció, y corrió.
Lo mismo hizo Andry, con la espada repentinamente en
su puño. Su cuerpo se movía más rápido que su mente, desli-
zando sus pies sobre el barro. Soy el escudero de sir Grandel Tyr,
un caballero de la Guardia del León. Éste es mi deber. Debo ayudar-
lo. Cualquier otro pensamiento desapareció, todos los miedos
fueron olvidados. Debo ser valiente.
—¡Conmigo! —aulló Andry.
Sir Grandel trepó pero las criaturas lo siguieron, tiran-
do de sus extremidades, jalándolo hacia atrás. Levantó una
mano enguantada, con los dedos extendidos. No trataba de
alcanzar algo, no suplicaba. No pedía ayuda o protección. Sus
ojos se abrieron enormes.
—¡CORRE, TRELLAND! —gritó el caballero—. ¡CORRE!

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La orden final de sir Grandel Tyr golpeó de lleno contra
Andry. Él se detuvo y contempló las rojas fauces de la carni-
cería colina abajo.
Un cadáver le arrancó la espada al caballero. Él siguió lu-
chando, pero el lodo succionaba sus botas y resbaló, cayendo
contra la pendiente y clavando sus dedos entre la hierba mo-
jada.
Las lágrimas punzaban los ojos de Andry.
—Conmigo —susurró. Su voz era una flor que moría con-
gelada.
No fue capaz de ver cómo una espada descendía, y lue-
go otra. El mundo se llenó de manchas frente a sus ojos,
puntos negros que se expandían para ocultar su visión. El
aroma de la sangre y la podredumbre y las cenizas todo lo
consumía. Tengo que correr, pensó. Sus piernas eran como
agua estancada.
—Muévete —se ordenó Andry entre dientes, obligándose
a dar un paso atrás. Sintió que su padre lo miraba, al igual
que sir Grandel. Caballeros muertos en batalla, caballeros que
habían cumplido con su deber y no habían renunciado a su
honor. La clase de caballero que él nunca sería. Andry envai-
nó su espada. Sus dedos buscaron las riendas de la montura.
Nour estaba muerto sobre los escalones del templo, con
sus largos y ágiles miembros extendidos sobre el mármol.
Eran hermosos hasta en la muerte. Marigon lloraba abierta-
mente sobre el cuerpo de Rowanna, pero aún peleaba con un
ritmo letal. Aullaba moviendo su cabellera, no un zorro sino
un lobo de rojo pelaje. Surim y Dom seguían vivos y luchan-
do, tratando de abrirse paso para llegar hasta Cortael.
La lanza de Okran cayó rota a sus pies, pero no estaba
desprovisto de escudo y espada. La armadura blanca de Kasa

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se tornó carmesí, el Águila manchada por una presa recién
muerta.
Andry desató sus riendas con manos temblorosas. Luego
volteó hacia el caballo de Okran. El escudero tensó la quijada
y puso sus dedos en movimiento. Estaban entumecidos por el
miedo, torpes mientras soltaba el córcel del caballero. Puedo
hacer esto, cuando menos.
Cortael y Taristan peleaban en el ojo de un huracán san-
griento. El lodo se mezclaba bajo sus pies, maltrecho como un
campo de torneo. Ahora Cortael lucía igual que su hermano,
andrajoso y consumido, muy alejado de un príncipe o un em-
perador. Ambos jadeaban exhaustos, tambaleándose sobre sus
pies, cada golpe era un poco más lento, un poco más débil.
Ronin estaba parado frente a las puertas del templo, donde
el aire giraba en un remolino de cenizas. Mantenía los brazos
abiertos, las palmas levantadas en adoración a un dios que
Andry no conocía. Levantó la cabeza y sonrió en dirección
al campanario. La campana sonó en respuesta, como si una
campana pudiera hacer tal cosa.
Las espadas de Huso se encontraron al tiempo que un rayo
caía, ambas hojas brillaron por un momento con un blanco
púrpura resplandeciente.
Uno de los caballos relinchó y reculó, reventando la cuerda.
Todos salieron disparados, y Andry maldijo. El cuero se des-
lizaba entre sus dedos. Andry apretó y se preparó, esperando
ser arrastrado por la colina. En lugar de eso, el semental blan-
co de Dom relinchó, atrapado entre sus manos.
Un grito en kasano rompió nuevamente el corazón de
Andry. Okran cayó, su cuerpo atravesado por espadas. Murió
viendo hacia el cielo, buscando al águila, a las alas que ha-
brían de llevarlo a casa.

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Al otro lado del claro, Marigon perdió una mano de un
hachazo, y después la cabeza.
Surim y Dom rugieron, incapaces de alcanzarla, dos islas
en el mar de sangre. Las olas se cerraron primero alrededor
de Surim. Le silbó a su caballo, pero el poni de la estepa ya
estaba en la refriega, peleando a su lado. El animal murió
despedazado antes de que pudiera alcanzarlo. Fue también el
final de Surim.
Andry perdió la voz, no pensaba siquiera en rezar.
Dentro del círculo, Cortael gritó su rabia. Sus ataques fue-
ron de nuevo feroces. Con un golpe de espada derribó la daga
de Taristan, que al caer se hundió en lo profundo del fango.
Con otro, desarmó a su guardia y clavó la Espada de Huso
muy hondo en el pecho de su hermano.
Andry quedó inmóvil, con un pie en el estribo, sin atre-
verse a sentir esperanza.
El ejército de cadáveres también se detuvo, sus quijadas
abiertas y ensangrentadas. Sobre los escalones, Ronin dejó
caer las manos, abriendo grandes sus ojos escarlata.
Taristan cayó de rodillas, con la espada sobresaliendo de
su cuerpo. Estaba pasmado. Por encima de él, Cortael lo mi-
raba sin alegría ni triunfalismo, su rostro estaba inmóvil, ex-
cepto por la lluvia que lo lavaba.
—Tú mismo te hiciste esto, hermano —dijo lentamen-
te—. Pero aun así, pido tu perdón.
Su gemelo se atragantó. Era difícil formar las palabras.
—No es… no es tu culpa haber nacido primero. No… no
es culpa tuya haber sido elegido —tartamudeó Taristan, con-
templando su herida. Cuando levantó sus negros ojos, su mi-
rada era dura, resuelta—. Pero sigues subestimándome, y de
eso sí eres culpable.

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Con una mueca desdeñosa, sacó de su propio pecho la
espada, cuya hoja salió aceitosa y roja.
Andry no podía creer lo que veían sus ojos.
—Esas campanas no han sonado por los dioses en mil años
—dijo Taristan, poniéndose nuevamente en pie, con una Espa-
da de Huso en cada mano. A su alrededor, las criaturas emitían
extraños sonidos, como risas de insectos—. Y hoy no doblan
por tus dioses. Doblan por los míos. Por Él. Por Lo Que Espera.
Cortael trastabilló hacia atrás, aterrado. Levantó una
mano entre los dos, indefenso, a la merced inexistente de un
hermano olvidado.
—¡Destruirás el Ward por una corona!
—Un rey de cenizas sigue siendo un rey —se jactó Taristan.
Entre el pantano de cuerpos luchaba Dom, abriéndose
paso a golpes hacia su amigo.
No va a lograrlo, pensó Andry. El mundo giraba a su alre-
dedor. Está demasiado lejos, todavía está demasiado lejos.
Taristan clavó la Espada de Huso de Cortael en el lodo a su
lado, favoreciendo su propia espada. Cortael nada pudo hacer
para detenerlo mientras la levantaba. No había adonde mo-
verse, ni adonde correr. Su rostro se descompuso, un príncipe
reducido a mendigo.
—Hermano…
La hoja conectó un golpe certero, traspasando la arma-
dura y la malla hasta el corazón de Cortael. El heredero del
Viejo Cor cayó de rodillas, con la cabeza colgando sobre los
hombros.
Taristan apoyó una bota en el pecho de Cortael para sacar
la espada, dejando que el cuerpo se desplomara.
—Y un hombre muerto permanece muerto —dijo entre
dientes, mirando el cadáver con desprecio.

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Levantó nuevamente su arma, listo para cortar en peda-
zos el cuerpo de su hermano.
Pero su espada se encontró con otra, una espada de Iona
en la mano del último Compañero en pie.
—Déjalo —gruñó Dom, furioso como un tigre. Empujó a
Taristan con facilidad.
El Anciano se plantó entre Taristan y el cuerpo de su ami-
go, los pies en posición para una nueva pelea a pesar de estar
deshecho, asediado y exhausto. La espada de Cortael, ensan-
grentada e inútil, aún estaba erguida en el fango, una lápida
que los esperaba a los dos.
Taristan rio abiertamente, divertido.
—Las historias dicen que los de tu clase son valientes, no-
bles, la grandeza encarnada. Deberían decir que también son
estúpidos.
Los labios de Dom se movieron, delatando una sonrisa.
Sus ojos, los ojos del Anciano de un reino inmortal, eran sor-
prendentemente verdes. Por un instante se dirigieron a la
parte alta de la colina, hacia el escudero plantado firmemente
sobre la silla del semental blanco.
El corazón de Andry se aceleró. Tensó la quijada con ab-
soluta determinación. Asintió, una sola vez.
El Anciano silbó, alto y afinado. El caballo echó a correr,
cargando colina abajo. No hacia la batalla, sino alrededor de
ella, a un lado de las criaturas, los cuerpos, los Compañeros
caídos y muertos.
Moviéndose a la velocidad que sólo un inmortal podía pre-
sumir, Dom se lanzó por la espada de Cortael, saltando de cabe-
za para sacar la espada del fango. La arrojó mientras giraba para
levantarse, usando todo el impulso para lanzar la espada como
una jabalina, hacia arriba y sobre las cabezas llenas de cicatrices

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del ejército del Huso. Voló como una flecha disparada desde su
arco. Un último estertor de victoria ante la derrota absoluta.
Taristan rugió mientras la espada y el semental competían
en una carrera de velocidad.
El mundo de Andry se redujo al destello del acero que
aterrizó sobre la resbaladiza hierba más adelante. Sentía al
caballo debajo de él, todo músculos y miedo. El escudero es-
taba entrenado para cabalgar, adiestrado para pelear desde
la montura. Se colgó hacia un lado, apretando fuerte con los
muslos, y estiró sus dedos morenos.
La Espada de Huso se sintió fría en su mano.
El ejército gritó pero el semental no perdió el paso. El pul-
so de Andry batía fuerte al mismo ritmo que los cascos que
golpeaban el suelo debajo de él, un terremoto que resonaba
en su pecho. Su mente se nubló, una bruma mientras cada
Compañero caído aparecía frente a él, sus finales irrevoca-
blemente grabados en su memoria. No se entonaría canción
alguna sobre ellos. Ninguna gran historia los respaldaría.
Era demasiado. Todos sus pensamientos se fragmentaron
y se reformaron, fundiéndose en uno solo.
Fracasamos.

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1
LA HIJA DE LA CONTRABANDISTA

Corayne

L a visibilidad era tan clara que se extendía a kilómetros de


distancia. Un buen día para finalizar un viaje.
Y un buen día para comenzar otro.
Corayne adoraba la costa de Siscaria en esta época del
año, en las mañanas de inicios del verano. Sin tormentas pri-
maverales, sin amenazantes nubes negras, sin neblina de in-
vierno. Sin colores esplendorosos, sin belleza. Sin ilusiones.
Nada sino el horizonte azul vacío del Mar Largo.
La bolsa de cuero rebotaba sobre su cadera, con el libro de
registros seguro en su interior. El libro de tablas y listas valía
su peso en oro, especialmente hoy. Recorrió con entusiasmo
el antiguo camino de Cor junto a los acantilados, siguiendo
las planas piedras pavimentadas hasta Lemarta. Ella conocía
el camino como conocía el rostro de su propia madre. Color
arena y esculpido por el viento, no maltratado por el sol sino
dorado por la luz. El Mar Largo se estrellaba quince metros
más abajo, lanzando una aspersión con el ritmo de la marea.
Olivos y cipreses crecían sobre las colinas, y el viento soplaba
suavemente con un aroma de sal y naranjas.
Un buen día, pensó nuevamente, dirigiendo el rostro hacia
el astro. Su guardián, Kastio, caminaba a su lado, con su cuer-

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po desgastado por las décadas surcando las olas. De cabello
gris y furiosas cejas negras, el viejo marinero siscariano estaba
muy bronceado de la punta de los dedos de las manos a la
punta de los pies. Andaba con un paso extraño, pues padecía
de las rodillas y de ese permanente balanceo de los marinos
en altamar.
—¿Has tenido más sueños? —preguntó, mirando su carga
de soslayo. Sus vívidos ojos azules buscaron el rostro de ella
con el enfoque de un águila.
Corayne negó con la cabeza y parpadeó fatigada.
—Sólo estoy emocionada —dijo, forzando una leve son-
risa para apaciguarlo—. Sabes que apenas duermo antes de
que regrese el barco.
El viejo marino era fácil de engañar.
No necesita saber sobre mis sueños, ni él ni nadie. Ciertamente
le diría a mi madre, quien volvería todo aún más insoportable con
su preocupación.
Pero siguen presentándose cada noche. Y de alguna manera cada
vez son peores.
Manos blancas, rostros ocultos. Algo que se mueve en la oscuridad.
El recuerdo del sueño la dejó helada aun a plena luz del día y
ella aceleró el paso, como si pudiera dejar atrás su propia mente.
Los barcos seguían su ruta a lo largo de la Costa de la
Emperatriz hacia el puerto de Lemarta. Tenían que navegar
por la garganta del puerto natural de la ciudad, a la vista del
camino y de las torres de vigilancia de Siscaria. La mayoría
de las torres eran reliquias del Viejo Cor, casi ruinas de piedra
deslavada por las tormentas, bautizadas con los nombres de
emperadores y emperatrices muertos largo tiempo atrás. So-
bresalían como dientes en una mandíbula medio vacía. Las
torres que aún se mantenían en pie eran atendidas por viejos

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soldados o por marinos atados a tierra, hombres en el ocaso
de su vida.
—¿Cómo va la cuenta esta mañana, Reo? —preguntó Co-
rayne cuando pasó por la Torre de Balliscor. En la ventana
estaba su único cuidador, un anciano decadente.
Movió un par de dedos arrugados y piel tan desgastada
como el cuero viejo.
—Sólo dos más allá de la punta. Velas azul verdoso.
Velas aguamarina, corrigió ella en su cabeza, marcadas con
la sirena dorada de Tyriot.
—Nada se te escapa, ¿eh? —dijo ella, sin detener el paso.
Él soltó una débil risita.
—Puedo estar perdiendo el oído, pero mi vista es tan aguda
como siempre.
—¡Tan aguda como siempre! —repitió Corayne, repri-
miendo un sonrisa burlona.
Efectivamente habían pasado dos galeras tyrienses por
Punta Antero, pero una tercera nave se escurrió sigilosa
por los bajos, a la sombra de los acantilados. Difícil de detectar
para aquellos que no sabían dónde mirar. O para aquellos a
quienes se les había pagado para mirar hacia otro lado.
Corayne no dejó una moneda para el vigía medio ciego
de Balliscor, pero sí entregó el soborno habitual en las torres
de Macorras y de Alcora. Una alianza comprada sigue siendo
una alianza, pensó, escuchando la voz de su madre en su
cabeza.
Le dio otro tanto al portero en las murallas de Lemarta,
a pesar de que la ciudad portuaria era pequeña, de que las
puertas ya estaban abiertas y de que Corayne y Kastio eran
muy conocidos. O al menos mi madre es muy conocida, muy apre-
ciada, y en igual medida muy temida también.

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El portero tomó la moneda y agitando la mano les indicó
que entraran a las calles conocidas, llenas de flores de lila y
azahar. Perfumaban el aire, escondiendo el olor de un puerto
abarrotado, un lugar intermedio entre una ciudad pequeña
y un pueblo bullicioso. Lemarta era un lugar luminoso, los
edificios de piedra estaban pintados de los colores radiantes
del ocaso y la alborada. En una mañana de verano, las calles
del mercado estaban atestadas de comerciantes y vecinos por
igual.
Corayne regalaba sonrisas como hacía con las monedas:
un objeto de intercambio. Como siempre, sentía una barrera
entre ella y la multitud de personas, como si las observara a
través de un cristal.
Los granjeros conducían sus mulas desde los acantila-
dos, cargadas de verduras, frutas y granos. Los comerciantes
ofrecían sus mercancías en todos los idiomas del Mar Largo.
Sacerdotes devotos caminaban en filas, sus ropas teñidas de
diversos tonos según su orden. Los sacerdotes de manto azul
de Meira eran siempre los más numerosos, rezando a la diosa de
las aguas. Marineros a la espera de la marea o un buen viento
holgazaneaban en los patios de las tabernas, conocidas como
seden, bebiendo vino bajo el sol.
Una ciudad portuaria era muchas cosas, pero, sobre todo,
un cruce de caminos. Si bien Lemarta era insignificante en el
esquema del mundo, no era algo para mirar con desprecio.
Era un buen lugar para anclar.
Pero no para mí, pensó Corayne mientras aceleraba el paso.
Ni un segundo de más.
Un laberinto de escalones los llevó a los muelles, escupien-
do a Corayne y Kastio sobre la pasarela de piedra que bordea-
ba el agua. El sol en lo alto se reflejaba brillante en las aguas

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someras turquesa. Lemarta miraba hacia el puerto, encorvada
contra los acantilados como el público en un anfiteatro.
Los barcos de Tyriot acababan de atracar. Estaban ancla-
dos a ambos lados de un embarcadero largo que sobresa-
lía hasta aguas más profundas. Una multitud de tripulantes
abarrotaba las galeras y el embarcadero, derramándose so-
bre los tablones. Corayne captó frases en tyrio y kasano que
iban de cubierta a muelle, pero la mayoría hablaba mor-
dial, la lengua de comercio compartida a ambos lados del
Mar Largo. La tripulación descargaba cajas y animales vivos
frente a un par de oficiales de puerto siscarianos, quienes
hacían todo un espectáculo de tomar notas para sus regis-
tros de impuestos y obligaciones portuarias. Media docena
de soldados los acompañaban, ataviados con suntuosas tú-
nicas púrpura.
Nada de impresionante calidad o de particular interés, notó Co-
rayne observando la carga.
Kastio siguió su mirada, entornando los ojos bajo sus cejas.
—¿De dónde? —preguntó.
La sonrisa de ella floreció tan rápido como una respuesta.
—Sal de las minas de Aegir —dijo Corayne totalmente
confiada—. Y te apuesto una copa de vino a que el aceite de
oliva es de los huertos de Orisi.
El viejo marinero soltó una risita.
—No hay apuesta. Ya aprendí la lección más de una vez
—replicó—. Tienes madera para este negocio, eso nadie lo
puede negar.
Ella vaciló y su voz sonó más aguda.
—Esperemos que sí.
Otro oficial de puerto esperaba al final del siguiente em-
barcadero, aunque el atracadero estaba vacío. Los soldados

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que lo acompañaban parecían medio dormidos, totalmente
desinteresados. Corayne puso en sus labios su mejor sonrisa y
su mano dentro de la bolsa, con los dedos cerrados alrededor
del último y más pesado saquito. El peso era un consuelo, tan
bueno como el escudo de un caballero.
A pesar de que había hecho esto una docena de veces, to-
davía sus dedos temblaban. Un buen día para comenzar un viaje,
se dijo nuevamente. Un buen día para comenzar.
Por encima del hombro del oficial, un barco llegó a puerto,
emergiendo de la sombra del acantilado. No había modo de
confundir la galera, su bandera púrpura intenso era un faro.
El corazón de Corayne latió desbocado.
—Oficial Galeri —llamó ella, con Kastio a sus espaldas.
Aunque ninguno de los dos usaba ropas finas y vestían ligeras
túnicas de verano, mallas de cuero y botas, ambos caminaban
por el embarcadero como si fueran de la realeza—. Siempre
es un placer verlo.
Galeri inclinó la cabeza. El oficial casi le triplicaba la edad
—se acercaba a los cincuenta años— y era espectacularmente
horrendo. Aun así, Galeri era popular entre las mujeres de
Lemarta, principalmente porque sus bolsillos estaban llenos
de sobornos.
—Domiana Corayne, sabes que el placer es mío —replicó
él, tomando su mano extendida con un ademán ostentoso.
El saquito pasó de los dedos de ella a los de él, y desapare-
ció luego en su abrigo—. Y buenos días para ti, Domo Kastio
—agregó, asintiendo en dirección al anciano. Como respues-
ta, Kastio lo fulminó con la mirada—. ¿Más de lo mismo esta
mañana? ¿Cómo le va a la Hija de la Tempestad?
—A ella le va bien —Corayne sonrió sinceramente, mi-
rando la galera que se deslizaba hacia el embarcadero.

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La Hija de la Tempestad era más grande que las galeras
tyrienses, más larga y dos veces y media más fina, con un
ariete más adecuado para la batalla que para el comercio justo
bajo la línea de flotación. Era un navío hermoso, su casco
estaba pintado de oscuro para los viajes en mares fríos. Con
el cambio de estación llegaría el camuflaje de aguas cálidas:
verde mar y franjas color arena. Pero por el momento era una
sombra que sobrevolaba el púrpura oscuro como el vino de
un barco siscariano que regresa a casa. La tripulación estaba
en buena forma. Corayne lo supo al ver los remos moverse en
perfecta sincronía mientras maniobraban la embarcación lar-
ga y plana hacia el muelle.
Una silueta se levantaba en la popa, y el calor se extendió
por el pecho de Corayne.
Volteó bruscamente hacia Galeri y sacó un papel de su
libro, ya estampado con el sello de una noble familia.
—La lista del cargamento. Más de lo mismo —para un car-
gamento aún no descargado—. Encontrarás las cuentas exactas.
Sal y miel, traídas de Aegironos.
Galeri ojeó el papel sin interés alguno.
—¿Con destino a? —preguntó, abriendo su propio libro
de notas. Detrás de él, uno de los soldados comenzó a orinar
hacia fuera del muelle.
Corayne sabiamente lo ignoró.
—Lecorra —contestó. La capital siscariana. Alguna vez el
centro del reino conocido, ahora una sombra de su gloria im-
perial—. Para Su Excelencia, duque Reccio…
—Con eso basta —murmuró Galeri. Los cargamentos de
los nobles no podían ser gravados, y sus sellos eran fáciles
de replicar o robar para aquellos con la inclinación, la habilidad
y el atrevimiento.

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Al final del embarcadero fueron lanzadas unas cuerdas,
y algunos hombres saltaron tras ellas. Sus voces eran una
maraña de idiomas: primordial y kasano y treco e incluso la
rítmica lengua de Rhashir. El mosaico del ruido se entretejió
con el arrastrar de cuerdas sobre la madera, el chasquido de
un ancla al caer en el agua, el latigazo de una vela. Corayne
apenas podía soportarlo, sentía que moría de la emoción.
Galeri hizo una ligera reverencia, sonriendo. Dos de sus
dientes eran más brillantes que el resto. Marfil, comprado o re-
cibido como soborno.
—Muy bien, esto está en orden. Estaremos vigilando, desde
luego, para cuidar el envío a Su Excelencia.
Era la única invitación que Corayne necesitaba. Pasó al
trote junto al oficial y los soldados, haciendo su mejor es-
fuerzo por no echar a correr. En sus años más mozos lo ha-
bría hecho, correr a toda velocidad hacia la Hija de la Tempes-
tad con los brazos extendidos. Pero ya tengo diecisiete años, soy
casi una mujer, y además la agente del barco, se dijo. Debo actuar
como parte de la tripulación y no como una niña que se agarra a
las faldas.
Y no es que alguna vez haya visto a mi madre usar falda.
—¡Bienvenidos de regreso! —gritó Corayne, primero en
primordial, después en la media docena de idiomas que do-
minaba y en dos más que estaba aprendiendo. Las palabras de
Rhashir seguían fuera de su alcance, en tanto que la lengua
jydi era famosa por resultar imposible para los forasteros.
—Has estado practicando —dijo Ehjer, el primer miem-
bro de la tripulación que fue a su encuentro. Medía casi dos
metros de alto, su piel estaba cubierta de tatuajes y cicatrices
ganadas a pulso en las nieves del Jyd. Corayne conocía la
historia de los peores de ellos: un oso, una escaramuza, una

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amante, un alce particularmente furioso. ¿O quizás esos dos úl-
timos eran el mismo?, se preguntó antes de que él la abrazara.
—No seas condescendiente conmigo, Ehjer. Sueno haarblød
—jadeó, luchando para respirar bajo sus brazos. Él rio de co-
razón.
El embarcadero se atestó con el reencuentro, los tablones
eran un desorden de cajas y tripulantes. Corayne lo recorrió
teniendo cuidado de fijarse si había nuevos marinos que hu-
bieran sido reclutados durante el viaje. Siempre había unos
pocos, fáciles de detectar. La mayoría tenía ampollas en las
manos y quemaduras de sol, por la falta de costumbre de la
vida en cubierta. A la Hija de la Tempestad le gustaba entrenar
a los suyos desde las olas.
Una regla de mi madre, como tantas otras.
Corayne la encontró donde siempre, medio encaramada
en la barandilla.
Meliz an-Amarat no era ni alta ni baja, pero su presencia
era vasta y reclamaba atención. Una buena cualidad para cual-
quier capitán de barco. Examinaba el muelle con ojo de halcón
y orgullo de dragón, su tarea aún no terminaba aunque el navío
ya estuviera seguro en el puerto. Ella no era una capitana a la
que le gustara holgazanear en su cabina o escurrirse hasta la
taberna seden más cercana para beber mientras la tripulación
hacía todo el trabajo duro. Cada caja y cada saco de arpillera pa-
saban bajo su mirada para ser contados en un registro mental.
—¿Qué tal los vientos? —preguntó Corayne, viendo a su
madre gobernar el reino de su galera.
Meliz sonrió desde la cubierta. Su melena suelta le llegaba
a los hombros, negra como las nubes de tormenta. Las tenues
líneas de expresión alrededor de su boca habían sido bien
ganadas.

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—Buenos, pues ellos me han traído a casa —dijo ella. Su
voz era como la miel.
Eran palabras que Corayne escuchaba desde que era una
niña apenas lo suficientemente grande para saber adónde
partía su madre, cuando lo único que podía hacer era despe-
dirla con una mano y aferrarse a Kastio con la otra. Pero ya
no más.
Corayne sintió que su sonrisa decaía, que se volvía pesa-
da. Su felicidad se dobló en los bordes, desgastada por los ner-
vios. Espera tu momento, se dijo. Se prometió. No aquí, no ahora.
El oficial de puerto ignoró su cargamento, en su mayoría
sin marcar. No lo abriría en los muelles sino que lo dejaría en
paz hasta que estuviera muy lejos del cuidado de la capita-
na An-Amarat y la Hija de la Tempestad. Corayne conocía su
contenido, desde luego, pues era su trabajo encontrar lugares
para venderlo o intercambiarlo. Todo estaba en su libro, ente-
rrado entre listas falsas y cartas marítimas verdaderas.
—Dejen ésas en la punta del embarcadero —dijo brusca-
mente Corayne, señalando un grupo de cajas—. Un barco de
Ibal atracará junto a nosotros antes de que termine la mañana
y necesita llevarse su carga rápidamente.
—¿Cómo?
Meliz descendió de su trono con una sonrisa estirando sus
labios. Ella nunca estaba lejos de una sonrisa o una carcajada.
Hoy ella parecía forjada en bronce, con su piel oscurecida por
el sol y el sonrojo de un viaje exitoso coloreando sus mejillas.
Sus ojos de caoba centellaban, y eran más llamativos aún por
la línea negra que corría a lo largo de sus párpados.
—Contesta bien, hija.
Corayne enderezó los hombros. Había crecido este último
año y ya podía ver a su madre directo a los ojos.

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—Las pieles seguirán hasta Qaliram.
Meliz parpadeó, curvando toda su oscura frente en esplén-
didas caídas. Tenía tres pequeñas cicatrices sobre el ojo izquier-
do, los cortes fortuitos de un oponente con mala puntería.
Tomó a su hija del brazo, instándola a caminar.
—No sabía que tenían necesidad de zorro y marta cibelina
en las Grandes Arenas.
Corayne no la culpó por su escepticismo. Ibal era prin-
cipalmente un desierto. Las pieles del norte ciertamente no
alcanzarían un precio favorable. Pero ella tenía sus razones.
—Su corte real le ha tomado gusto a sus montañas —dijo
sin mucha seriedad, complacida consigo misma—. Y con toda
esa sangre de desierto, bueno, no podrán mantenerse calientes
sin nuestra ayuda. He hecho mis pesquisas. Está todo arreglado.
—Supongo que no será tan terrible tener contactos entre
la familia real de Ibal —Meliz bajó la voz—. En especial des-
pués de aquel malentendido en el Estrecho el verano pasado.
Un malentendido que dejó tres marineros muertos y a la Hija de
la Tempestad al borde del naufragio. Corayne volvió a tragar el
sabor amargo del miedo y el fracaso.
—Justo lo que pensé.
Meliz la acercó a ella. Luego de casi dos meses de abando-
no, Corayne se regocijó con la atención. Rozó con la cabeza el
hombro de su madre, deseando poder abrazarla plenamente.
Pero los tripulantes estaban a su alrededor, ocupados en su
trabajo, dedicados al barco y sus necesidades, y Galeri obser-
vaba desde la orilla, más fisgón que oficial.
—Tú sabes que tienes algo de esa sangre de desierto —dijo
Meliz—. De mi lado, desde luego.
A pesar de la calidez del brazo de su madre, Corayne sin-
tió una fría onda de inquietud en su vientre.

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—Entre otras —musitó. Había muchas conversaciones
que quería tener con su madre. Mi linaje está lejos del de ellos.
Meliz volvió a mirar a su hija. Era un mal tema para su
regreso a casa, y ella decidió navegar hacia otro lado.
—Muy bien, ¿qué más me tienes preparado?
Corayne aspiró aire, aliviada y ansiosa por impresionar.
Sostuvo el libro abierto para mostrar las páginas repletas de
una escritura delicada y parsimoniosa.
—Los madrentinos entrarán en guerra contra Galland
dentro de poco, y ellos pagarán mejor a cambio de armamen-
to —se permitió una pequeña sonrisa—. Especialmente acero
treco libre de conflictos.
El metal era valioso, tanto por su durabilidad como por el
estricto control que Trec mantenía sobre sus exportaciones.
Meliz compartió su satisfacción.
—¿Te enteraste de todo esto en Lemarta? —inquirió, le-
vantando una ceja.
—¿Dónde más podría haberme enterado? —dijo brusca-
mente Corayne. Su piel comenzaba a calentarse—. Somos una
ciudad portuaria como cualquier otra. Los marineros hablan.
Los marineros hablan, los viajeros hablan, los mercaderes y los
guardas y los vigías hablan. Todos hablan fuerte y a menudo… men-
tiras, en su mayoría. Alardean de tierras que no han visto o de gran-
des hazañas que nunca lograrán. Pero la verdad está siempre ahí,
debajo, esperando salir a la luz, pepitas de oro entre la arena.
La capitana An-Amarat rio en su oído, con su aliento fres-
co. Su madre olía a mar. Siempre olía a mar.
—¿Y alguno de ellos te habla a ti? —la molestó ella, su
intención era clara. Lanzó una mirada al viejo marinero que
pasaba sus días cuidando a su hija—. Kastio, ¿cómo le va a mi
hija con los chicos?

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Una descarga de vergüenza bajó por la columna vertebral
de Corayne. Con ambas manos cerró su libro de un golpe y
volteó, sonrojada.
—Madre —gruñó, escandalizada.
Meliz reía, despreocupada y acostumbrada a la incomodi-
dad de su hija.
—Oh, vamos. Yo tenía tu edad cuando conocí a tu padre
—dijo ella poniendo una mano sobre su prominente cadera,
con los dedos extendidos sobre el cinto de su espada—. Bueno,
era un año mayor. Tenía tu edad cuando conocí a la chica
anterior a tu padre…
Corayne guardó su libro, devolviendo las preciosas páginas
a su bolsa.
—Basta, eso es más que suficiente. Hay mucha informa-
ción que debo organizar, y ciertamente esto no vale la pena
guardarlo en mi memoria.
Meliz volvió a reír y tomó la cara de su hija entre sus
manos. Se acercó dando un paso con un movimiento bambo-
leante, su corazón aún seguía sobre la cubierta de un barco.
Aunque amaba a Meliz, Corayne se sentía pequeña y joven
entre sus manos. Y lo odiaba.
—Te ves radiante cuando te sonrojas —dijo Meliz con
toda la verdad que pudo reunir en sus palabras.
Así son las madres, piensan que sus hijos son como el sol y la
luna. Como el Mar Largo en una mañana diáfana, Corayne
no se hacía ilusiones. Meliz an-Amarat era radiante, hermosa
y magnífica. Adorable como una reina, pero Meliz había na-
cido plebeya en el Ward, hija de un contrabandista, una niña
del mar y del Estrecho y de cada reino que éstos tocaban. Es-
taba hecha para las olas, la única cosa en el mundo tan feroz
y atrevida como ella.

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No como yo. Corayne se conocía, y si bien era la hija de
su madre, no era su igual. De color idéntico, piel dorada que
alcanzaba el bronce durante el verano, y cabello negro que
brillaba rojizo bajo la luz. Pero Corayne tenía labios delgados,
nariz breve, un rostro más serio que su madre, que sonreía
como un rayo de sol. Sus ojos eran ordinarios, completamente
negros, planos y vacíos como una noche sin estrellas. Inescru-
tables, distantes. Sus ojos reflejaban la manera en que Corayne
se sentía separada del mundo.
No le molestaba pensar semejantes cosas. Es bueno conocer
tu propia medida. Sobre todo en un mundo donde las mujeres
valían tanto por su apariencia como por sus acciones. Corayne
nunca persuadiría a un vigilante de flota con el batir de sus
pestañas. Pero la moneda correcta en las manos adecuadas,
el tirón justo de la cuerda apropiada… eso sí podía hacerlo
Corayne, y hacerlo bien.
—Eres perfecta cuando mientes —dijo la chica, zafándose
gentilmente.
—Tengo mucha práctica —respondió Meliz—. Por su-
puesto, nunca te miento a ti.
—Tú y yo sabemos que eso está a reinos de distancia de
ser verdad —dijo Corayne sin tono de acusación. Requirió
de toda su determinación para mantener su rostro tranquilo
y mesurado, indiferente ante la vida de su madre y a la con-
fianza que ellas nunca podrían verdaderamente compartir—.
Pero yo sé que tienes tus razones.
Meliz era lo suficientemente honrada para no discutir.
Hubo verdad en admitir sus mentiras.
—Las tengo —murmuró—. Y siempre, siempre, son por tu
seguridad, mi querida hija.

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A pesar de que las palabras se le atoraban en la garganta,
Corayne se obligó a pronunciarlas, sintiendo sus mejillas en-
rojecer de calor.
—Necesito preguntarte algo… —comenzó. Sólo para ser
interrumpida por los pasos de las botas de Galeri.
Madre e hija voltearon hacia él, con falsas sonrisas gene-
radas con facilidad.
—Oficial Galeri, nos honra con su atención —dijo la capi-
tana, inclinando educadamente la cabeza. El de ellos era un
arreglo agradable, y los hombres mezquinos eran raudos para
sentir el desprecio de las mujeres, aunque fuera imaginado.
Galeri se deleitó con el brillo de la capitana An-Amarat.
Se aproximó, más de lo que se había aproximado a Corayne.
Meliz no se inmutó, acostumbrada a las miradas lascivas de
los hombres. Incluso recién llegada de un viaje, vestida en
ropas carcomidas por la sal, podía atraer muchas miradas.
Corayne se tragó su repulsión.
—Tu hija me ha dicho que vienes de Aegironos —dijo
Galeri. Señaló con el pulgar las cajas que se apilaban en el mue-
lle tras él. Había marcas de runas sobre la madera—. Extraño, los
Aegir no suelen marcar sus cajas con rasguños en lengua jydi.
Suspirando en su interior, Corayne comenzó a contar las
monedas que le quedaban en la bolsa, preguntándose si po-
dría juntar lo suficiente para apaciguar la curiosidad de Galeri.
La sonrisa de su madre sólo se ensanchó.
—A mí también me pareció muy extraño.
Corayne había visto a su madre coquetear muchas veces.
Ahora no se trataba de eso.
El rostro de Galeri se puso serio, era fácil leer que su mente
estaba trabajando. Sus soldados eran pocos, no estaban bien
entrenados y en su mayoría eran unos inútiles. La capitana

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An-Amarat tenía toda su tripulación a sus espaldas, y su pro-
pia espada en el cinto. Podía matarlo y partir con la corriente
antes de que los oficiales del muelle aledaño se dieran cuenta
siquiera del cadáver. O él podía simplemente seguir adelante
con las monedas que ya había ganado y obtener más después
del próximo viaje. Sus ojos temblaron, sólo por un segundo,
al pasar por encima de Corayne. La única cosa en el mundo
que él podía usar contra Meliz an-Amarat, en caso de que las
cosas salieran mal.
Corayne cerró un puño, aunque no tenía idea de qué hacer
con él.
—Es bueno tenerte de regreso en el puerto, Mel Infernal
—dijo Galeri, dibujando una sonrisa igual a la de ella. Una
gota de sudor le escurrió por el cuero cabello mientras él se
apartaba, haciendo una reverencia a las dos.
Meliz lo observó marcharse, mostrando los dientes tras
una sonrisa aterradora. La persona que ella era en las olas
nunca bajaba a tierra, nunca por mucho tiempo. Corayne
rara vez veía a aquella mujer, la feroz capitana de una feroz
tripulación, que cruzaba las aguas sin importarle la ley o el
peligro. Aquella mujer no era su madre, no era Meliz an-
Amarat. Aquella mujer era Mel Infernal.
Ese nombre significaba poco aquí, en el puerto de origen
de la Hija de la Tempestad, donde la galera se deslizaba para
atracar cuando los vientos eran suaves, con poca dificultad
fuera de algunos oficiales curiosos. Pero en los mares, a lo
ancho del Ward, el barco había sido bautizado con acierto, al
igual que su capitana.
Corayne también había escuchado esas historias.
Los marineros hablan.
Y las madres mienten.

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