Agatha Christie - 27. Pleamares de La Vida
Agatha Christie - 27. Pleamares de La Vida
Agatha Christie - 27. Pleamares de La Vida
Agatha Christie
Traducción: M. Amechazurra
Digitalizado por kamparina para Biblioteca-irc en Enero de 2.004
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PRÓLOGO
1
Poona: Capital del distrito del mismo nombre en Deccan, India. Cuartel general del ejército
inglés de Bombay. (N. del T.)
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II
1
Ritos de magia muy frecuentes en las tribus africanas.
2
Hombres dotados, al decir, de la extraña facultad de poder hacer trabajar a los muertos.
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LIBRO PRIMERO
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capítulo I
1
Women's Royal Naval Service. Servicio Femenino de la Armada Real. (N. del T.)
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1
W.A.A.F.: Women's Auxiliary Air Force. Cuerpo Auxiliar Femenino de las Fuerzas Aéreas.
(N. del T.)
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capítulo II
siempre su costumbre.
—Pues nada, en realidad —contestó él, levantando la vista y
clavándola en Frances que, dado lo trivial de la negativa, continuaba
interrogándole con la mirada.
Por un momento la máscara de indiferencia con que Jeremy pretendía
cubrir sus facciones, pareció desprenderse de súbito. Duró sólo una
fracción infinitesimal de segundo, pero el tiempo suficiente para que
Frances captara la mueca de agonía que se reflejó en su semblante y
que estuvo a punto de dar al traste con su imperturbabilidad habitual.
Se repuso y volvió a decir quedamente, sin mostrar la más mínima
alteración en el tono de su voz:
—Creo que harías bien en confiarte a mí...
Él exhaló un profundo y doloroso suspiro.
—De todos modos, tendrán que enterarse de ello tarde o temprano.
Y añadió una frase que logró producir cierta confusión.
—Creo que has hecho un mal negocio casándote conmigo. Frances.
Ella pasó por alto aquella circunstancia, cuyo alcance no acertaba de
momento a comprender, y se encaminó en derechura al bulto.
—¿De qué se trata? —dijo—. ¿De «dinero», acaso?
No supo por qué se le ocurrió dar preferencia a esta consideración.
No había habido en realidad señal de trastorno económico, salvo,
como es natural, el impuesto por las circunstancias. El servicio en la
oficina, reducido como en todas partes a causa de los alistamientos,
había vuelto a normalizarse con la llegada de los desmovilizados.
También cabía la suposición de alguna dolencia oculta; estaba
exhausto por el excesivo trabajo y su palidez se había acentuado en
los últimos meses. Sin embargo, el instinto de Frances le hizo insistir
en la cuestión monetaria.
El movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¡Ah, vamos! —exclamó ella, quedándose pensativa unos instantes.
No era Frances de esas mujeres que sienten devoción por el becerro
de oro, pero sí Jeremy, para quien la posesión del dinero suponía la
conquista del mundo, la estabilidad económica. Recordaba épocas de
abundancia en su vida cuando los caballos de su padre galopaban
victoriosos por todos los hipódromos de la nación, como también
tiempos de escasez y dificultades en que los mercaderes se negaban
a conceder créditos y en que lord Edward se había visto obligado a
apelar a ignominiosas estrecheces para evitar la presencia de los
esbirros de la ley. Hubo semana en que el pan fue su único alimento.
Ninguno de estos azares, sin embargo, había conseguido acibarar los
recuerdos de su niñez.
Cuando no había dinero todo se reducía a cultivar la privación, a
marcharse al extranjero o a pasar una temporada en casa de amigos
o familiares. Esto en el caso, tampoco muy frecuente, en que no
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—¿Volvería a nosotros?
Algo pareció cruzar por la habitación, una ráfaga de hielo, la
materialización de un pensamiento...
Y dijo Frances:
—Nunca te oí hablar de esto... Creí que el dinero era de ella y que
podía hacer de él lo que le viniese en gana.
—No. Pero la situación legal que se derivaría de un ab intestato,
como sucedía el año 1925...
Era dudoso que Frances prestase atención alguna a estas
explicaciones. Cuando aquél hubo terminado de hablar, ésta dijo:
—Personalmente, nada de eso podría afectarnos. Estaríamos todos
requetemuertos antes que ella hubiese alcanzado nuestra edad
actual. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Veinticinco, veintiséis? Con toda
seguridad llegará a cumplir los sesenta.
Jeremy Cloade añadió, sin poner gran convencimiento en sus
palabras:
—Podríamos solicitar un préstamo, basándolo en razones de carácter
familiar. Quizá sea más generosa de lo que suponemos... ¡Sabemos
tan poco de ella en realidad...!
—Y no creo que tenga queja de nuestro comportamiento. ¡Quién
sabe...!
Su marido creyó prudente advertir:
—Es preciso no dar la sensación de..., vamos, de exagerado apremio.
—¡Claro que no! —contestó ella con impaciencia—. Lo malo es que no
será con ella con quien tengamos que batallar, sino con ese hermano
que parece tenerla completamente fascinada.
—Un joven bien repelente, por cierto —añadió Jeremy Cloade.
La sonrisa de Frances surgió de nuevo.
—¡Al contrario! —dijo—. Es simpático. ¡De lo más simpático que te
puedas imaginar! Y un tanto falto de escrúpulos, por lo que he podido
deducir. Pero no temas; también yo sé prescindir de ellos cuando
llega la ocasión.
Su sonrisa se hizo dura y clavó una mirada en su marido.
—No te acobardes, Jeremy —le dijo—. Encontraré el modo de salir del
apuro, aunque para lograr ese dinero me viese obligada a asaltar un
Banco.
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capítulo III
decir..., Johnny?
Una mirada de él que tenía la frialdad y dureza del acero puso fin a
sus divagaciones.
—¡Dejemos en paz a Johnny! La guerra ya ha terminado y puedo
decir que he sido un hombre de suerte.
—¿Le llamas suerte... a haberte librado de ir al frente?
—Y no poca, ¿no te parece a ti?
No sabía qué interpretación dar a estas palabras. La voz de Rowley,
aunque suave, tenía inflexiones de filo de navaja.
—Pero, naturalmente —añadió con una sonrisa—, para las que como
tú vienen del teatro de la guerra, les ha de ser difícil acomodarse a la
vida tranquila del hogar.
—¡Eres un estúpido, Rowley! —replicó con violencia.
Ni ella misma comprendió la razón de su súbita irritabilidad. ¿Sería
acaso —se preguntó— porque reconocía un fondo de verdad en las
palabras de Rowley?
—¿Por qué no dejamos esta discusión y hablamos de nuestro
matrimonio? —dijo éste—, a menos..., digo yo..., que no hayas
cambiado de modo de pensar.
—¿Por qué lo dices?
—No lo sé.
—¿Crees, acaso..., que yo no soy la misma de siempre?
—No, exactamente.
—¿O eres tú, quizá, quien lo ha pensado mejor?
—No, Lynn. La vida del campo no deja tiempo libre para pensar en
los cambios.
—Entonces dices bien. ¿A qué pensarlo más? ¿Cuándo quieres que
nos casemos?
—¿Te parece bien en junio?
—Conformes.
Volvieron a quedarse silenciosos. A despecho de todo, Lynn se sintió
profundamente deprimida. Y, sin embargo, Rowley seguía siendo el
que siempre fue: afectuoso, sin empalagos emotivos y, como
siempre, parco.
Ambos se amaban. Se habían amado siempre, pero pocas veces
había sido el amor el tema de sus charlas. ¿A qué, pues, pretender
introducir ahora cambios en su idiosincrasia?
Se casarían en junio, vivirían en Long Willows (un bonito nombre a
juicio de Lynn) y nunca más volvería ella a intentar levantar el vuelo.
Esto en el sentido que para Lynn tenían estas palabras. La excitación
del tendido e izado de planchas; el rugir de quillas surcando mares y
olor de polvo de parafina y de ajos; el tumulto y algarabía de gentes
de los más remotos rincones del globo; la presencia de flores
exóticas, de rojas ponsetias que se yerguen altivas en polvorientos
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capítulo IV
capítulo V
paseo a caballo.
—Y volverás a encontrarla otra vez.
—¡Claro que volveré a encontrarla! Tú sabes lo pequeño que es esto.
Difícilmente das dos pasos sin dar de bruces con un Cloade. Pero si te
figuras que estoy enamorado de Lynn Marchmont, te equivocas. Es
una mujer orgullosa, desagradable y sin pizca de educación. Que le
haga buen provecho a Rowley. No, Rosaleen, no; no es ése, ni con
mucho, mi tipo.
—¿Estás seguro, David? —volvió a preguntar con gesto de duda.
—¡Claro que lo estoy!
Y añadió, esta vez con timidez:
—Sé que no te gusta que me eche las cartas, pero he de reconocer
que no dicen sino la verdad. Me anunciaron que una mujer vendría a
traerme llanto y dolor, una mujer venida de lejanas tierras. También
me dijeron que un hombre moreno se inmiscuiría en nuestras vidas
con grave riesgo para los dos. Salió después la carta de la muerte y...
—Manda al diablo tus hombres morenos y tus cartas —dijo riendo
David—. Eres un manojo de supersticiones. No andes con ningún
moreno, ése es mi único consejo. Síguelo y, en adelante, no seas tan
crédula.
Abandonó la casa riendo, pero al encontrarse lejos de ella, se
nublaron de pronto sus facciones y murmuró para sí, frunciendo el
entrecejo:
—¡Que mala suerte caiga sobre ti, Lynn! ¿Conque venir de tan lejos
para traer nuestra desdicha, eh?
Deliberadamente buscaba el modo de encontrarse con la mujer a
quien tan duramente acababa de apostrofar.
Rosaleen le siguió con la mirada mientras atravesaba el jardín y salía
por una pequeña puerta a un sendero público que se perdía entre las
huertas. Después subió a su alcoba y se entretuvo en revisar su bien
surtido guardarropa. Le gustaba sentir el tacto de su lujoso abrigo de
pieles. Se estremecía sólo en pensar que ella pudiese poseer un
abrigo así. Estaba todavía en su alcoba cuando una doncella subió a
anunciarle que la señora Marchmont acababa de llegar.
Adela Marchmont esperaba sentada en la sala con los labios
fuertemente apretados y el corazón latiéndole a un ritmo muy
superior al habitual. Durante varios días había tratado de serenarse y
de cobrar el valor suficiente para decidirse a acudir a Rosaleen en
solicitud de ayuda, pero su natural orgullo hacía que su propósito
fuese demorándose vez tras vez. Había contribuido poderosamente a
ello el incomprensible cambio efectuado en Lynn, que ahora se oponía
tenazmente a que su madre hubiese de recurrir a la viuda de Gordon
para que le resolviese su situación.
Sin embargo, otra carta del gerente del Banco recibida aquella misma
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capítulo VI
irónica sonrisa:
—¡Es usted muy pintoresco en el modo de decir las cosas!
—Usted sabe que Rosaleen no puede disponer del capital, sino sólo
de sus rentas, y que de cada libra el Estado se lleva diecinueve
chelines y medio en concepto de impuesto sobre la herencia.
—Lo sé. Sé que el impuesto es algo terrible en estos días. Pero podría
arreglarse si quisieran. Yo les prometo... devolvérselas...
—Es inútil que continúe. No se arreglará —interrumpió David.
Frances se volvió presurosa a Rosaleen:
—Rosaleen —le dijo—, usted que es tan generosa...
David cortó en seco la peroración.
—¿Pero qué es lo que se han creído ustedes de Rosaleen? ¿Que es
una cuba sin fondo? Cuando ella está delante todo son lisonjas,
insinuaciones y súplicas. Pero no hace sino volver las espaldas, y a
todos les falta tiempo para verte, el odio que les consume y desear su
muerte.
—Eso es falso —aulló Frances.
—No lo es. Estoy ya harto de todos ustedes. Y ella también lo está.
De aquí no ha de sacar usted ni un solo céntimo. Así es que puede
ahorrarse el visiteo y el amargarnos con el relato de sus
tribulaciones.
Su rostro estaba congestionado por la ira.
Frances se levantó. El gesto de ésta tenía la imperturbabilidad de una
esfinge.
En la parsimonia y meticulosidad que empleó para ponerse uno de
sus guantes, podía leerse el esfuerzo que hacía para contener la
tempestad que estaba a punto de desencadenarse en su interior.
—Ha extremado usted la nota de claridad, David —susurró.
Rosaleen murmuró:
—Créame que lamento lo ocurrido.
Sin prestar atención alguna a estas palabras dio unos pasos, en
dirección a la puerta vidriera y se detuvo frente a David.
—Ha dicho usted —dijo con calma y dignidad— que yo odio a
Rosaleen y eso no es cierto. Jamás la he odiado. En cambio, no
puedo decir lo mismo con respecto a usted.
—¿Y por qué?, si puede saberse —respondió con tono de mofa.
Porque una mujer ha de vivir. Rosaleen se casó con un hombre que le
triplicaba la edad. ¿Y qué? ¿Qué hay en ello de particular? En cambio,
usted..., ¿qué es lo que hace? Vivir cómoda y tranquilamente a sus
expensas.
—Y defenderla contra la demanda de arpías que la acosan
constantemente.
Quedáronse unos instantes mirándose fijamente el uno al otro. David
se dio cuenta de la cólera que dominaba a Frances y de pronto
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capítulo VII
bien.
—¿Pero es que no comprendes que lo que no quiero es verme en
situación de tener que agradecer nada a David Hunter?
—¿Y por qué has de estarlo? No es su dinero.
—Como si lo fuera. Rosaleen no hace nada sin contar primero con su
aprobación.
—Pero no es suyo legalmente hablando.
—En resumidas cuentas, que no puedes dejarme ese dinero,
¿verdad?
—Óyeme, Lynn. Si estuvieses en un verdadero apuro, con deudas o
ante un caso de extorsión, quizá me decidiese a vender una parte de
mis tierras o del ganado aun a riesgo del perjuicio que esto me habría
de ocasionar. Sabes que estoy con el agua al cuello; y si a todo esto
añades el estado de incertidumbre en que nos ha colocado el
gobierno con sus gravámenes e impuestos ya me dirás lo que puedo
hacer.
Lynn dijo con amargura:
—Nada, ya lo sé. Si Johnny hubiese vivido...
—¡Te he dicho que dejes a Johnny en paz! -restalló él con violencia—.
¡No vuelvas a mencionar ese nombre!
Ella se le quedó mirando con estupor. Estaba fuera de sí,
congestionado y con la cara como una amapola.
Lynn se volvió y se alejó lentamente en dirección a la Casa Blanca.
—¿No puedes devolver ese dinero, mamy?
—Imposible. Me fui derecha al Banco, cobré y me faltó tiempo para
pagar a Arthurs, a Bodgham y a Kanebworth. Este último se estaba
poniendo ya muy impertinente. ¡Qué alivio, querida! Hacía días que
no lograba pegar los ojos. He de reconocer que Rosaleen se portó
conmigo como nunca me lo hubiese esperado.
—Y supongo que continuarás visitándola ahora —añadió Lynn, con
amargura.
—No creo que sea ya necesario, hija mía. Sabes muy bien que trataré
de economizar cuanto pueda. Claro que todo está muy carísimo y va
de mal en peor.
—Como forzosamente ha de ocurrimos a nosotros, que no tendremos
otro remedio que continuar mendigando.
Un vivo rubor cubrió las mejillas de Adela Cloade.
—No creo que sea la forma más apropiada de describir nuestra
situación, Lynn. Le expliqué a Rosaleen que siempre habíamos
dependido de Gordon.
—Cosa que nunca debiéramos haber hecho, y mucho menos decirlo.
Tiene derecho a despreciarnos.
—¿Quién?
—¿Quién ha de ser? Ese odioso David Hunter.
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capítulo VIII
—Gracias, amigo.
Afianzó bien el paquete que llevaba a las espaldas y se puso en
marcha en dirección a Warmsley Vale.
Rowley se encaminó lentamente hacia la corraliza. Una sola idea
parecía bullir en su cerebro. ¿Dónde diablos había visto aquella cara
con anterioridad?
A eso de las nueve y media de aquella misma noche, Rowley limpió la
mesa de la cocina de los cachivaches que la cubrían y se puso en pie.
Miró abstraídamente el retrato de Lynn que había sobre la repisa de
la chimenea y, frunciendo el ceño, abandonó la casa.
Diez minutos más tarde empujaba la puerta que daba acceso al bar
de la hostelería del «Ciervo». Beatrice Lippincott, tras el mostrador,
le acogió con la más encantadora de sus sonrisas. El señor Rowley
Cloade, a su juicio, era una gallarda figura de varón. Frente a un gran
vaso de licor de raíces amargas, Rowley intercambió sus impresiones
con todos los presentes. Se hicieron comentarios bastantes
desfavorables acerca del Gobierno, del tiempo y de las perspectivas
que ofrecía la nueva cosecha.
Después, incorporándose ligeramente, consiguió articular en voz baja
en el oído de Beatrice:
—¿Ha recibido usted por casualidad a un forastero? ¿Un hombre alto
y fornido con sombrero de alas anchas?
—Sí, señor Rowley. Uno que llegó a eso de las seis. ¿Se refiere a ése?
Rowley asintió con un movimiento de cabeza.
—Se paró junto a mi casa pidiendo que le enseñase el camino.
—Debe ser el mismo.
—Me gustaría saber quién es —dijo Rowley Cloade.
Miró a Beatrice y sonrió. Ésta devolvió la sonrisa.
—Nada más fácil, señor Rowley. Espere unos momentos.
Desapareció bajo el mostrador, reapareciendo a los pocos instantes
con un enorme libro con cubiertas de cuero, donde anotaba todos sus
registros. Lo abrió en la página en que estaban hechos sus más
recientes inscripciones. En la última línea decía así:
capítulo IX
humo.
—Tanto —prosiguió— como humanamente pueda conocerse a un
hombre. Usted no lo conoció, ¿verdad, Hunter?
—No.
—Es mejor, que sea así.
—¿Qué quiere usted decir?
—Querido amigo —dijo Arden, con melosidad—, quiero decir que eso
simplifica notablemente la cuestión. Le pido perdón por haberle
ocasionado la molestia de tener que venir a esta casa, pero...
Se detuvo un breve instante.
—Me pareció el único modo —continuó— de evitar que llegara a
conocimiento de Rosaleen. Hubiera sido una crueldad innecesaria.
—Al grano.
—A él voy. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar alguna vez..., cómo
lo diremos..., que había algo sospechoso en la muerte de Underhay?
—¿Quiere usted acabar de una vez con sus circunloquios?
—Lo haré así. Underhay, como supongo no ignora, tenía una idea
muy particular de las cosas. Por razones de caballerosidad, o por
otras quizá de índole muy diferente, le convino hace algunos años
que el mundo le tuviera por muerto. Era muy hábil en el manejo de
las gentes que trabajaban a sus órdenes y nada le hubiese costado
hacer circular una historia que corroborase la veracidad de este
detalle. Todo lo que Underhay tuvo que hacer es aparecer a unas mil
millas de distancia, bajo un nombre diferente, por supuesto.
—Todo eso me parece algo fantástico —replicó David.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
Arden se inclinó hacia delante y le dio unas ligeras palmadas en las
rodillas.
—Supóngase por un momento, Hunter, que fuese verdad lo que digo.
¿Me entiende? Que fuese verdad.
—Exigiría primero una prueba convincente de ello.
—¿Qué tal le parecería la de que Underhay en persona se presentase
en Warmsley Vale?
—Al menos, sería concluyente —contestó David, con sequedad.
—Sí, sí, concluyente, ¡qué duda cabe!, pero un poco desagradable
para la viuda de Gordon Cloade, que automáticamente dejaría de
serlo, ¿no le parece?
—Mi hermana —atajó David— se volvió a casar con perfecta buena
fe.
—No digo lo contrario ni lo he puesto en duda un solo instante. De
nada podría culparse a su hermana, y estoy seguro de que el juez
compartiría esa misma opinión.
—¿El juez? —contestó David, con aspereza—. ¿Qué tiene aquí que ver
el juez?
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capítulo X
capítulo XI
capítulo XII
es todo.
—Es un gran muchacho —añadió Frances—, pero terriblemente
calmoso. Tengo una sospecha de que sus relaciones con Lynn no van
todo lo bien que podría suponer.
Jeremy murmuró distraídamente:
—¿Lynn has dicho...? Sí, sí..., ¡claro! Perdóname, Frances. Se me
hace difícil serenarme. Estoy como atontado, lleno de
preocupaciones.
—No pienses más en eso, Jeremy —dijo rápidamente Frances—. Te
he dicho que todo se resolverá a medida de nuestros deseos.
—Es que hay veces que me asustas, Frances. ¡Eres tan impetuosa!
¿No comprendes que...?
—Sí, hombre, sí; lo comprendo todo. Y no me asusta. Al contrario. Me
divierte.
—Esto es precisamente el motivo de mi ansiedad.
—Vamos —le dijo con acento casi maternal—. No hagas esperar a ese
joven bucólico. Enséñale cómo debe rellenarse el formulario mil
ciento noventa y nueve..., o el que sea...
Al salir del comedor llegó a sus oídos el ruido que produjo la puerta
de entrada al cerrarse y la doncella vino a anunciarles que el señor
Rowley no podía esperar y que el asunto que le traía, tampoco era de
gran importancia.
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capítulo XIII
combatientes que hoy están sin trabajo, no nos sería difícil encontrar
alguno que se ofreciera a trabajar por menos de la cantidad que te he
mencionado.
—Dudo que encuentres uno solo en Warmsley Heath o en Warmsley
Vale —había añadido secamente Lynn.
Y aunque el asunto quedó sin decidir, la tendencia de su madre a
seguir contando con la ayuda de Rosaleen había acabado por
exasperarla. Revivía en su memoria las sarcásticas palabras que
David tuviera para con su familia.
Así, pues, decidió que un buen paseo la ayudaría a aligerar el peso de
sus múltiples preocupaciones.
Su humor no mejoró con el encuentro de su tía Kathie junto a la
oficina de Correos. La tía Kathie parecía radiante de satisfacción.
—Creo, querida Lynn, que no he de tardar en poder darte buenas
noticias.
—¿Qué quieres decir con eso, tía Kathie?
La señora Cloade sonrió con aire de suficiencia.
—He tenido comunicaciones verdaderamente sorprendentes que nos
anuncian un pronto fin a todas nuestras tribulaciones. Tuve también
un pequeño contratiempo, pero desde entonces no han cesado de
repetirme: «No pierdas la fe..., sigue probando...» En fin, querida
Lynn, no quiero darte esperanzas prematuras, pero tengo casi la
absoluta seguridad de que todo se ha de resolver
satisfactoriamente... y en plazo muy breve. Estoy verdaderamente
preocupada por la salud de tu tío. Trabajó mucho durante la guerra y
necesitaría un buen reposo y dedicarse luego a sus estudios
especiales. Claro que esto no lo puede hacer a menos de tener una
renta que le permitiese disponer de su tiempo. A veces sufre una
especie de ataques que me tienen con el alma en un hilo.
Lynn asentía a todo pensativamente. El cambio experimentado en
Lionel Cloade no se había escapado a su perspicacia, así como
tampoco la curiosa alteración en su modo de proceder. Sospechaba
que si no tenía un hábito, no dejaría de recurrir de vez en cuando al
uso de los estupefacientes. Esto explicaría la razón de sus períodos
de irritabilidad. La tía Kathie no era, ni con mucho, lo tonta que
aparentaba ser, y quizá se había dado cuenta también de esta posible
contingencia.
Caminando a lo largo de High Street acertó a ver a su tío Jeremy en
el momento en que éste entraba en su domicilio. Había envejecido
visiblemente en aquellas tres últimas semanas, pensó Lynn.
Aceleró el paso. Quería salir de Warmsley Vale y respirar el aire puro
de las colinas y campos. Daría un paseo de seis o siete millas que le
proporcionaría el tiempo suficiente para entregarse a su meditación.
Recordó que había sido siempre una mujer resuelta y con una clara
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capítulo XIV
este lío.
Tampoco podía imaginárselo Lynn. La capacidad de la tía Kathie para
embrollar las cosas se había elevado casi a la categoría de lo genial.
—Pero muchas veces creo —prosiguió la voz— que son las cosas las
que se complican por sí solas. Juzga por ti misma si quieres. Nuestro
aparato está estropeado y he tenido que hacer uso de este teléfono
público. Pues bien, al llegar aquí me encuentro con que sólo tengo
monedas de medio penique en vez de las de uno, que son las que se
utilizan para las llamadas. ¡Otro viajecito, como comprenderás!
Al fin terminó la conferencia y colgando el auricular se volvió de
nuevo a la sala.
Adela Marchmont, alerta, preguntó:
—¿Era acaso...?
Lynn respondió con prontitud:
—Era tía Kathie.
—¿Qué quería?
—Nada. Me contaba uno de sus tantos atolladeros.
Cogió un libro, y después de echar una furtiva mirada al reloj, se
sentó en uno de los sillones. En realidad calculó, era todavía
temprano para lo que ella esperaba. A las once y cinco se repitió la
llamada. Se levantó con calma creyendo que a la tía Kathie le habría
quedado aún algo en el tintero...
Pero no fue así.
—¿Warmsley Vale, 34? ¿Podría la señorita Lynn Marchmont ponerse
al aparato? Es una llamada desde Londres.
Su corazón se detuvo por una fracción de segundo.
—La señorita Lynn Marchmont al habla.
—Un momento, por favor.
Esperó. Oyó voces confusas. Luego un silencio. Por lo visto el servicio
de teléfonos iba de mal en peor. Siguió esperando. Agitó el soporte
del auricular repetidamente. Otra voz, femenina, indiferente, fría,
habló con displicencia.
—Tenga la bondad de colgar. Volveremos a llamar más tarde.
Repuso el receptor en su sitio. Había andado sólo unos pasos cuando
el timbre repiqueteó de nuevo.
—¿Quién?
Esta vez era una voz de hombre.
—¿Warmsley Vale, 34? Una llamada personal para la señorita Lynn
Marchmont desde Londres.
—La señorita Lynn al habla.
—Un momento, por favor.
Luego oyó la misma voz, que en un tono apagado decía:
—Hable, Londres. Está usted comunicando.
Y de pronto, la voz de David.
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capítulo XV
señorita Lippincott.
—Esto debe ser una fantasía de esta chiquilla...
—No, doctor. Le aseguro que está muerto.
Y añadió con la fruición que produce él aporte de una noticia
sensacional:
—Tiene la cabeza machacada...
—Entonces creo que lo mejor es... —dijo, mirando fijamente a la
señorita Lippincott.
—Sí, doctor, vaya usted, se lo suplico. Es que no lo puedo creer...
Todos se dirigieron escaleras arriba con Gladys al frente. El doctor
observó atentamente la inmóvil figura y luego se arrodilló para
auscultarla.
Después miró a Beatrice. Sus modales se habían vuelto abruptos,
autoritarios.
—Mejor será que telefonee usted inmediatamente a la Jefatura de
Policía —dijo.
Beatrice Lippincott salió seguida por Gladys.
—¡Oh, señorita! ¿Cree usted que es un asesinato? —susurró esta
última con terror.
Beatrice se alisó los rizos de su «pompadour», con experta mano, y
contestó:
—Más vale que tenga usted un poco quieta esa lengua, Gladys.
Mencionar la palabra asesinato antes de haber sido dictaminado así
por el Juzgado, es ilegal, y puede acarrearle serias complicaciones
con la policía. Además, que nada sale ganando «El Ciervo» con esa
clase de chismografías.
Y añadió con graciosa condescendencia:
—Puede usted ir a tomarse una taza de té. Creo que la necesita.
—Sí, señorita; la tomaré. Tengo el estómago revuelto. Y, de paso,
traeré otra para usted.
Beatrice contestó con un silencio que equivalía a una admisión.
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capítulo XVI
Me figuré al entrar que de los dos era yo el más fuerte, pero pronto
me convencí de lo contrario. Nuestro hombre no tenía pelo de tonto y
por más que hice no conseguí obtener de él una sola admisión
definitiva y precisa. Creí asustarle cuando le mencioné la palabra
chantaje, pero por lo visto no conseguí sino regocijarle, pues me
preguntó «si estaba yo también en el mercado». Al contestarle que
yo no entendía de bajezas semejantes y que nada tenía que ocultar,
me dijo con todo el cinismo que no le había entendido bien o que
quizás él no se hubiese expresado con la suficiente claridad. Que lo
que él quería saber era simplemente si estaría yo interesado en
comprar algo que él tenía y que a su juicio era de suma importancia
para mí. «Sigo sin entender», le dije. «Que cuánto daría usted, o su
familia —me aclaró— por tener una prueba definitiva de que Robert
Underhay, dado por muerto en África, estaba en realidad vivo y
coleando.» «Y, ¿por qué hemos de dar nada?», le pregunté. Se echó
a reír y me contestó: «Porque tengo otro cliente, que precisamente
ha de venir esta noche, y que, por el contrario, pagará gustoso una
suma considerable a cambio de una prueba positiva de la muerte de
Robert Underhay.» Creo que en aquel momento perdí la cabeza y con
muy malos modos le dije que ninguno de mi familia estaba
acostumbrado a apelar a aquella clase de sucios manejos. Si
Underhay estaba vivo, me dije, fácil nos sería establecer el hecho. Me
dirigía ya a la puerta cuando de nuevo oí su voz que me decía con
tono sarcástico y burlón: «No olvide que nada podrá usted probar sin
contar con mi cooperación.»
—¿Y después?
—Creo que volví a casa bastante angustiado y pensando que no había
hecho sino empeorar las cosas. Que debía haber seguido mi impulso
primero y haberlo dejado todo en manos del tío Jeremy, que, como
abogado, estará más acostumbrado que yo a tratar con esta clase de
clientes escurridizos.
—¿A qué hora salió usted de «El Ciervo»?
—No tengo la menor idea... Espere. Debió de ser poco antes de las
nueve, porque recuerdo que al salir oí el vocerío de los vendedores de
diarios anunciando la edición de la noche.
—¿Mencionó Arden el nombre de la persona a quien esperaba?
—No; pero pondría la mano en el fuego, seguro de que se trataba de
David Hunter. ¿Quién más podía haber sido?
—¿Dio muestra alguna de temor por la perspectiva de la visita?
—Al contrario. Parecía el hombre más tranquilo y feliz del mundo
esperando la visita.
Spence señaló con un pequeño gesto las tenazas.
—¿Recuerda haber visto esas tenazas alguna vez, señor Cloade?
—No, creo que no. Cuando yo estuve en la fonda, la chimenea estaba
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apagada.
Frunció la frente como tratando de recordar...
—Estoy seguro —prosiguió— de que había algunos hierros en el
hogar, pero no podría precisar la clase a que pertenecían.
Y añadió:
—¿Fue con eso con lo que...?
Spence movió la cabeza afirmativamente.
—¡Qué raro! Hunter es de constitución más bien ligera, mientras que
Arden es fornido y corpulento.
El superintendente interpuso con voz incolora:
—El informe médico dice que el ataque fue hecho por detrás y que los
golpes dados con los pomos de las tenazas vinieron de arriba a abajo.
Rowley dijo reflexivamente:
—No cabe duda que ese Arden, o como se llame, parecía un hombre
muy seguro de sí. Pero no hubiera sido yo quien le diera la espalda a
un hombre a quien pretendiese estrujar, máxime si éste tenía el
historial belicoso de que venía precedido Hunter. No debía ser muy
cauto, que digamos.
—De haber sido cauto, estaría hoy tan vivo como lo estamos nosotros
—dijo secamente el superintendente.
—¡Ojalá hubiese sido así! —añadió fervientemente Rowley—. De no
haber perdido los estribos, como lo hice, quizá hubiese logrado
sonsacarle alguna información. Debí haberle hecho creer que sí, que
estábamos en el mercado, como él decía; pero..., no sé..., ¡me
pareció tan ridícula la proposición...! ¿Cómo podíamos enfrentarnos
con Rosaleen y David si, juntando todas nuestras fuerzas,
escasamente podríamos llegar a levantar quinientas libras?
El superintendente tomó el encendedor de oro.
—¿Recuerda usted haber visto esto con anterioridad?
Una profunda arruga apareció en el entrecejo de Rowley.
—Creo que sí, que lo he visto en alguna parte —contestó—, pero no
podría decirle dónde. Y hasta puedo decirle que no hace mucho
tiempo, pero..., ¡nada! ¡Que no me acuerdo!
Spence volvió a dejarlo y tomó la barrita de labios, sacándola de su
estuche.
—¿Y esto?
Rowley se sonrió.
—Esto no es de mi ramo, superintendente.
Éste se pintó con ella, ligeramente, el dorso de la mano. Luego inclinó
la cabeza a un lado como estudiándolo detenidamente.
—Parece un color apropiado para una dama morena —observó.
—¡Qué cosas más raras tiene que aprender la policía! —dijo Rowley,
levantándose.
—Entonces... —añadió—, ¿no pueden ustedes decirme con certeza
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capítulo XVII
LIBRO SEGUNDO
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capítulo I
capítulo II
capítulo III
capítulo IV
capítulo V
viva aún el primer marido? No sólo posibilidad, ¡sino que vive! ¿De
que pudiese volver? ¡Ha vuelto! ¿De que hubiese chantaje? ¡Ha
habido chantaje! ¿Posibilidad, por lo tanto, de que el chantajista
fuese silenciado? Ma foi, ¡ha sido silenciado!
—Bien —añadió Spence, mirando suspicazmente a Poirot—. Supongo
que todo esto encaja perfectamente con el tipo que yo he
mencionado. Son crímenes que se complementan. Chantaje y
asesinato.
—¿Y no lo encuentra usted interesante? Ya sé que en general no lo
es, pero en este caso...
Se detuvo con cómoda placidez.
—¿No ha observado usted que todo parece estar... un tanto
enrevesado?
—¿Qué quiere usted decir con «enrevesado»?
—Que todo parece ocurrir, ¿cómo diría yo?, en forma bastante
ilógica.
—El propio cadáver, sin ir más lejos.
Spence continuaba sin comprender.
—¿Se ha fijado usted bien en él? ¿No? Entonces vamos a otro punto.
Underhay llega a la posada e inmediatamente escribe a David Hunter.
Éste recibe la carta a la mañana siguiente a la hora del desayuno.
—¿Y bien? Él admite haber recibido esa carta de Enoch Arden.
—Esa fue la primera indicación de la presencia de Underhay en
Warmsley Vale, ¿no es así? ¿cuál fue la reacción de Hunter? Enviar a
su hermana para Londres sin pérdida de tiempo.
—Pero eso es perfectamente comprensible —contestó Spence—.
Quiere estar solo para manejar los asuntos a su manera. Temería
quizá que su hermana se mostrase débil. No olvide que él es la
cabeza pensante y que tenía a su hermana metida en un puño.
—Sí, sí, sobre eso no hay cuestión. Así, pues, decide mandar a
Rosaleen a Londres y él se va a ver a Enoch Arden. El detalle de la
conversación nos lo ha proporcionado la señorita Lippincott y lo que
de ella salta a la vista, como usted bien sabe, es que Hunter no
estaba seguro de si el hombre a quien hablara era o no, en realidad,
Robert Underhay. Lo sospechaba, pero no lo sabía.
—¿Y qué de particular hay en ello, señor Poirot? Rosaleen Hunter se
casó con Robert Underhay en la Ciudad de El Cabo y de allí se
encaminaron rectamente a Nigeria. Hunter y Underhay no se
encontraron jamás. Así se comprende, como usted dice muy bien,
que aunque Hunter sospechase que Arden y Underhay fuesen una
misma persona, no podía tener de ello una absoluta seguridad.
Poirot miró reflexivamente al superintendente.
—Así, pues, ¿nada ve usted de particular en todo lo que he dicho?
—Ya sé dónde quiere usted ir a parar. Que por qué Underhay no
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capítulo VI
hombre.
—Estamos muy agradecidos a usted, señor Poirot —dijo Rowley—. Me
gustaría saber cómo hace usted esos juegos de manos.
«¡Y no había sido otra cosa, en realidad —pensó Poirot—, que un
sencillo juego de manos que consistía en conocer una respuesta antes
de que se hubiese hecho la pregunta! Comprendí que para el ingenuo
Rowley la aportación de Porter, extraída a su entender poco menos
que de la nada, tenía tanta importancia como los conejos que un
habilidoso prestidigitador pudiese extraer del fondo de uno de sus
mágicos sombreros.»
Poirot no trató de aclararle el misterio. Era humano, después de todo,
que un mago no revelase a un auditorio sus secretos.
—Lynn y yo le estaremos eternamente agradecidos —añadió Rowley.
Pero Lynn no parecía, a juicio de Poirot, participar de ese entusiasmo.
Había huellas de insomnio en sus ojos y un movimiento nervioso en
sus dedos, que no cesaban de frotarse y entrelazarse unos con otros.
—Esto ha de poner una gran diferencia en nuestra futura vida
matrimonial —dijo Rowley Cloade.
—¿Cómo lo sabes? —contestó Lynn con acritud—. Quedan todavía
una infinidad de detalles por resolver.
—¿Van ustedes a casarse? ¿Cuándo?
—En junio.
—¿Y llevan ustedes mucho tiempo prometidos?
—Casi seis años —contestó Rowley—. Lynn acaba de licenciarse de
las «Wrens».
—¿Está acaso prohibido casarse en las «Wrens»?
Lynn contestó brevemente:
—Estuve en el servicio de ultramar.
Poirot se dio cuenta de un súbito fruncimiento en las facciones de
Rowley, que añadió a continuación:
—Será mejor que nos despidamos, Lynn. Estamos entreteniendo al
señor Poirot y quizá desee prepararse para volver a la ciudad.
Poirot respondió sonriente:
—Es que no pienso volver a la ciudad.
—¿Cómo?
Rowley quedó como petrificado.
—Voy a quedarme aquí, en «El Ciervo», por unos días.
—Pero..., pero, ¿por qué?
—C'est un beau paysage —dijo plácidamente Poirot.
—Sí, comprendo... —interpuso vacilante Rowley—. Pero... ¿no tiene
usted trabajo, acaso?
—Sí, pero tengo también unos ahorritos —añadió—, y éstos me
permiten no tener necesidad de ejercitarme con exceso. Puedo
disponer libremente de mi tiempo y dejarme llevar por mi
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carácter oficial.
—No, no lo creo —contesto el doctor después de meditar unos
instantes.
—¿No? Pues yo sí.
Cuando quería, la voz de Poirot parecía adquirir una cualidad casi
hipnótica. El doctor Cloade frunció el entrecejo y añadió con tono
vacilante:
—Claro que yo no tengo experiencia en casos judiciales, y que el
dictamen médico no tiene el hermetismo que muchos se figuran.
Somos falibles, como también lo es la medicina. ¿Qué es un
diagnóstico? Una mera suposición basada en conocimientos
insuficientes y en ciertos síntomas, indefinidos las más de las veces,
que nos conducen a mil variadas suposiciones. Quizá yo esté bastante
acertado en diagnosticar un sarampión porque en el curso de mi vida
he visto centenares de casos de esa enfermedad y conozco, casi al
dedillo, la variada gama de sus signos y síntomas. Pero difícilmente
encuentra usted lo que a los libros les ha dado por llamar «el caso
típico» del sarampión. He tenido también otras curiosas experiencias:
he visto el caso de una mujer que a punto de ser operada de
apendicitis se encontró con que lo que en realidad tenía era un
paratifus. También el de un niño con una afección en la piel y
diagnosticado por un joven y concienzudo doctor como de un caso
grave de insuficiencia vitamínica, ¡y luego un veterinario de la
localidad demuestra a su madre que todo es debido al contagio de un
herpes que tiene el gato con el que el niño acostumbra a jugar! Los
doctores, como todos los demás, son siempre victimas de la idea
preconcebida. Aquí tenemos el caso de un hombre, obviamente
asesinado, y a quien se encuentra tumbado en el suelo con unas
pesadas tenazas junto a él; parecía ilógico suponer que hubiese sido
golpeado con otra cosa que no hubiese sido el mencionado
instrumento. Y, sin embargo, hablando en el supuesto de una
completa inexperiencia en cabezas machacadas, yo hubiera
sospechado algo completamente diferente, de algo no tan liso y
redondo como los pomos del mango de las tenazas, de algo... ¡no sé
cómo decirlo...! Algo que tuviese un borde afilado... Un ladrillo, pongo
por ejemplo.
—Usted no dijo nada de eso en el sumario.
—No, porque en realidad no pasa de ser una mera suposición.
Jenkins, el cirujano de la policía, quedó satisfecho y su opinión es la
que cuenta en este caso. Pero ahí está la idea preconcebida: las
tenazas que se encuentran al lado del cuerpo. ¿Pudieron haberse
inferido las lesiones con aquella arma? Claro que sí. Pero si a usted se
le hubiesen enseñado sólo las heridas y se le hubiese preguntado qué
era lo que podía habérselas causado..., no sé..., creo que le habría
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capítulo VII
—¡Puf...! ¡Extranjeros!
—Eso —replicó plácidamente Poirot— es un poco difícil y complicado.
—¡Difícil...! ¿Para qué se ha luchado, si no, en esta guerra? ¿No ha
sido acaso para que cada cual se vuelva a su casita y se quede
tranquilo en ella?
Poirot decidió no entrar en controversia con la furibunda dama. Ya
había tenido ocasión de observar que cada individuo tenía por lo visto
un concepto muy distinto de la cuestión «¿Para qué se habría
luchado, en realidad, en esta guerra?»
Reinó un silencio que tenía mucho de hostilidad.
—¡No sé a dónde iremos a parar! —tronó la vieja—. ¡No lo sé! Mi
marido murió aquí hace dieciséis años, y aquí está enterrado. Yo
vengo todos los años, sin faltar uno, y me paso casi un mes en este
fonducho.
—Una piadosa peregrinación —dijo cortésmente Hércules Poirot.
—Y cada año las cosas van más de mal en peor. ¡No hay servicio! ¡La
comida es detestable! ¡Picadillo a todo pasto! ¡Un bistec es un bistec,
señor, de pierna o solomillo, pero nunca carne de caballo
desmenuzada!
Poirot movió desconsoladamente la cabeza.
—Una de las cosas buenas que han hecho es cerrar los aeródromos —
continuó la anciana—. Era una vergüenza que todos esos aviadores
anduviesen de aquí para allá acompañados siempre de esas
espantosas chiquillas. ¡Chiquillas, sí! No sé en qué están pensando las
madres de hoy en día. Dejar corretear a sus hijas de esa manera. Y la
culpa la tiene el Gobierno por obligar a las madres a trabajar en las
fábricas a menos que estén criando. ¡Criando! ¡Estupideces!
Cualquiera puede cuidarse de una criatura. Las niñas de pecho no
andan detrás de los soldados. Las que están entre los catorce y los
dieciocho, ¡ésas son las que hay que vigilar! Las que verdaderamente
necesitan a sus madres. Sólo una madre sabe leer en el pensamiento
de sus hijas. ¡Soldados! ¡Aviadores! Eso es lo único en que piensan.
¡Americanos! ¡Negros! ¡Gentuza polaca!
La indignación la hizo toser. Cuando se hubo repuesto, siguió con su
retahíla de improperios, usando a Poirot como blanco de su furia.
—¿Por qué ponen espino artificial alrededor de sus campos? ¿Para
evitar que los soldados salgan y ataquen a las muchachas? ¡Quiá! ¡Al
contrario! ¡Para evitar que las chicas se lancen encima de los
soldados! Locura por el macho, ¡eso es lo que tienen! Fíjese sólo en la
forma cómo visten. ¡Pantalones! Hay locas que además los llevan
cortos. ¡Si supieran la facha que tienen vistas por detrás!
—Estoy en todo conforme con usted, señora.
—¿Y qué es lo que llevan en la cabeza? ¿Sombreros? No. Un pedazo
de tela retorcida sobre unas caras cubiertas de polvos y aceites. Otra
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porquería sobre los labios y las uñas. ¡No sólo las de los dedos de las
manos, sino hasta las de los pies! Bien pintaditos de carmín.
La vieja se detuvo congestionada, como un globo que está a punto de
estallar, y miró a Poirot como en espera de una corroboración a sus
palabras. Éste se limitó a suspirar y a mover tristemente la cabeza.
—Y aun en la Iglesia —prosiguió la airada anciana—. ¿Cómo van?
Descubiertas. Ni siquiera tienen el recato de tocarse con uno de esos
ridículos pañuelos que hoy tanto se llevan. Van luciendo ondulaciones
permanentes en el pelo. ¿Qué digo pelo? ¿Acaso sabe hoy alguien lo
que es una cabellera femenina? De joven me podía yo sentar sobre la
mía.
Poirot echó una furtiva mirada a sus grisáceos mechones. Le parecía
imposible que aquella fiera hubiese podido tener juventud.
—Una de esas mujerzuelas asomó por aquí las narices la otra noche
—continuó impertérrita—, envuelta la cabeza con un pañuelo color
naranja y, como todas, bien pintadita y empolvada. No pude por
menos que quedármela mirando. Menos mal que se marchó al poco
tiempo.
—No siendo, afortunadamente, ninguna de nuestras residentes —
prosiguió—, ¿qué diablos vendría a hacer en el cuarto de uno de los
huéspedes? Le digo a usted que es repugnante. Hablé de ello a la
señorita Lippincott, pero veo que ésta es tan mala pécora como todas
las demás. Pone los ojos en blanco en cuanto ve unos pantalones.
Un leve interés empezó a despertarse en la mente de Poirot.
—¿Dice usted que en el cuarto de uno de los huéspedes? —preguntó.
—Sí, señor. El número 5. Lo vi con mis propios ojos.
—¿Cuándo fue eso, señora?
—El día anterior al del alboroto que hubo aquí por el asesinato de
aquel hombre. Antes solíamos venir sólo las personas decentes; pero
ahora...
—¿Y a qué hora del día ocurrió eso que acaba usted de contar?
—¿Cómo del día? ¡De la noche, querrá usted decir! Eran pasadas las
diez. Yo subía a mi habitación, como de costumbre, a eso de las diez
y cuarto, cuando veo que sale una joven del cuarto número 5, y se
me queda mirando con el mayor descaro. Luego vuelve a entrar
riendo y oigo claramente sus voces.
—¿También la de él?
—También la de él, que le decía furioso: «Bueno, basta; salga de
aquí, niña, que me tiene ya harto.» ¿Cree usted que ése es modo de
hablar con una señora?
—¿Ha notificado usted eso a la policía? —preguntó Poirot.
La vieja fijó en Poirot unos ojos de basilisco y se levantó tambaleando
de su silla.
—¿La policía? —exclamó con voz ronca y encorvándose
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Resulta entonces que Arden fue muerto: o bien por la mujer que dejó
caer la barrita para los labios, o bien por la mujer del pañuelo color
naranja, o por alguien que llegara después de que ésta última
hubiese salido de la posada. Y fuese quien fuese el matador, tuvo que
ser también él quien, deliberadamente, puso las manecillas del reloj
señalando la hora de nueve y diez.
—Suponiendo que David Hunter no se hubiese encontrado en realidad
con Lynn Marchmont en un sitio tan retirado como Mardon Wood,
¿cree usted que ese solo hecho podría empeorar su situación?
—Bastante. El tren de las 9'20 es el único que pasa por Warmsley
Heath en dirección a Londres. Estaba oscureciendo. Son muchos los
jugadores de golf que lo utilizan para regresar a la ciudad; el personal
de la estación no conoce a Hunter, ni de vista. Sabemos, además,
que no tomó ningún taxi en la estación de Victoria. Así, pues, no
tenemos más corroboración que la palabra de su hermana para
aceptar como buena su versión de la hora en que llegó a Shepherd's
Court.
Poirot permanecía silencioso y Spence preguntó:
—¿En qué está usted pensando, señor Poirot?
Éste contestó como reconstruyendo la escena:
—Un largo paseo alrededor de la Casa Blanca... Un encuentro en
Mardon Wood... Una llamada telefónica desde Londres... y a todo
esto Lynn Marchmont y Rowley Cloade comprometidos para casarse...
¡Me gustaría saber qué es lo que hablaron aquella noche por teléfono!
—¿Está usted interesándose por la parte humana del caso? ¿A qué
puede conducirle ese determinado interés?
—Siempre ha sido lo humano lo que más me ha interesado en la vida.
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capítulo VIII
Iba haciéndose tarde, pero a Poirot le quedaba aún una visita que
hacer. Ésta era la de Jeremy Cloade, y a su casa se dirigió
inmediatamente.
Fue conducido al despacho por una diminuta doncella de aspecto
inteligente.
Al encontrarse solo, Poirot echó una inquisitiva mirada a su alrededor.
Todo seco y legal, pensó. Como su propia persona. Sobre la mesa
había un gran retrato de Gordon Cloade y otro bastante borroso de
lord Edward Trenton a caballo. Estaba aún examinando este último
cuando Jeremy Cloade hizo su aparición.
—¡Ah, perdón! —exclamó Poirot volviendo a colocar la fotografía en
su sitio con cierta confusión.
—Es el padre de mi esposa —aclaró Jeremy, dejando vibrar cierta
satisfacción en el tono de su voz—, con uno de sus mejores caballos
llamado «Chestnut Trenton». Llegó segundo en el Derby de 1924. ¿Es
usted aficionado, acaso, a las carreras?
—¡No, por Dios!
—Un deporte para el que se necesita tener una gran fortuna —añadió
secamente Jeremy—. Lord Edward se arruinó en él y tuvo que irse a
vivir en el extranjero. Sí, un deporte costoso.
La nota de orgullo seguía impresa en sus palabras.
Quizás él —juzgó Poirot— prefería tirar su dinero a la calle antes de
invertirlo en la azarosa especulación de los hipódromos, pero no
podía por menos de sentir una secreta admiración por aquellos que lo
hacían. Cloade prosiguió:
—¿En qué puedo servirle, señor Poirot? Mi familia ha contraído una
deuda de gratitud hacia usted por lo del hallazgo de Porter para los
fines de identificación.
—Parecen todos jubilosos, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.
—¡Ah! —contestó fríamente Jeremy—. Me parece un alborozo un
tanto prematuro. Queda todavía mucha lana que cardar. Después de
todo, la muerte de Underhay fue aceptada en África y se necesitan
años para destruir una opinión oficialmente establecida. Eso sin
contar que la declaración prestada por Rosaleen fue contundente y
que hizo una favorable impresión tanto en el ánimo del juez como en
el del Jurado.
Parecía talmente como si Jeremy Cloade tratase de obstruir todo
intento de mejorar la situación.
—No me gustaría tener que verme obligado a emitir una opinión
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capítulo IX
presentación.
—Pase usted, señor Poirot —dijo el inspector.
Los tres volvieron a entrar en la casa.
—Recibimos una llamada telefónica —explicó el sargento Graves—, y
el superintendente Spence me envió a que recogiera informes.
—¿Suicidio?
—Sí —contestó el inspector—. Un caso clarísimo. No sé si el haber
declarado en la encuesta debió perturbar también su cerebro, pero
tengo entendido que estaba atravesando una situación económica
bastante crítica. Se mató con su propio revólver.
—¿Está permitido subir? —preguntó.
—A usted sí, no faltaba más. Acompañe usted al señor Poirot,
sargento.
—Sí, señor.
Graves le condujo al primer piso. Estaba todo como Poirot lo dejara la
última vez que lo vio; las desgastadas alfombras, los libros... El
comandante Porter estaba sentado en el espacioso sillón. Su actitud
era perfectamente natural. Su brazo derecho pendía a lo largo del
cuerpo sobre la alfombra; directamente debajo de él estaba el
revólver. En el ambiente flotaba todavía el acre olor de la pólvora.
—Creen que esto ocurrió hará unas dos horas —siguió explicando
Graves—. Nadie oyó el disparo. La dueña de la casa estaba fuera.
Poirot contemplaba con las cejas fruncidas la inmóvil figura y la
chamuscada piel que rodeaba el pequeño orificio abierto en la sien.
—¿Tiene usted alguna idea de los motivos que pudieron impulsarle a
cometer una cosa así? —preguntó el sargento.
Tenía un cierto respeto por Poirot, por la deferencia con que el
superintendente siempre le trataba, pero en su fuero interno le
consideraba sólo como uno de esos misteriosos charlatanes que todo
lo creen saber.
Poirot le respondió como ensimismado:
—Sí..., sí. Hubo un motivo poderoso. Eso salta a la vista.
Su mirada se dirigió a una pequeña mesa que daba al lado izquierdo
del comandante. Sobre ella había un sólido cenicero de cristal, una
pipa y una caja de palitos fosfóricos. Nada en resumen. Sus ojos
siguieron recorriendo la habitación. Después se detuvieron en un
abierto «buró».
Los papeles estaban en sus correspondientes casilleros. Una pequeña
carpeta con armazón de cuero ocupaba el centro de la mesa. A un
lado, una bandejita de metal con una pluma y dos lápices, y al otro
una caja de «clips» y un libro de sellos.
Todo en la habitación revelaba el espíritu de meticulosidad y orden de
su ocupante.
Y, sin embargo, algo faltaba, pensó Poirot. ¿Qué? ¡Ah, sí...!
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capítulo X
Eran ya pasadas las ocho cuando Poirot llegó a la fonda. Encontró una
nota de Frances Cloade suplicándole que fuese a verla, cosa que hizo
sin perder un momento.
Estaba esperándole en un salón en el que no había estado nunca con
anterioridad. Las abiertas ventanas daban a un murado jardín con
numerosos perales ya en flor. Había floreros con tulipanes sobre las
mesas. El viejo mobiliario lucía dando pruebas de su constante
bruñido, y los bronces del guardafuegos y utensilios de avivar la
lumbre lanzaban áureos destellos.
Era, pensó Poirot, una hermosa sala.
—Hace poco dijo usted que yo le necesitaría, señor Poirot. Tenía
usted razón. Tengo que hacer una confesión y creo que es usted la
persona más indicada para oírla.
—Siempre es más fácil decir las cosas a personas que de antemano
las conoce, señora.
—¿Usted sabe lo que yo le voy a decir?
Poirot hizo un gesto afirmativo.
—¿Desde cuándo...?
Poirot se adelantó a contestar la preguntar que había quedado sin
formularse.
—Desde el momento que vi la fotografía de su padre. Los rasgos
fisonómicos parecen ser muy pronunciados en su familia, señora
Cloade. Nadie dudaría del parentesco que existe entre él y usted. Y
ese mismo parecido se encuentra entre el hombre que se presentó en
Warmsley Vale bajo el nombre de Enoch Arden.
Ella suspiró. Más que suspiro parecía un doloroso quejido.
—Sí..., tiene usted razón, aunque el pobre Charles trataba de
disimularlo con una poblada barba. Era mi primo, señor Poirot. El
«garbanzo negro» de la familia. No le he tratado mucho, pero
recuerdo que de niños acostumbrábamos a jugar juntos. Y ahora...,
ahora soy yo la causante de su muerte brutal.
Permaneció silenciosa unos momentos, que Poirot aprovechó para
decir suavemente:
—¿Quiere usted contarme...?
Frances hizo un esfuerzo para sobreponerse.
—Sí, es algo que no debo guardar por más tiempo dentro de mí.
Estábamos desesperados por la falta de dinero. Ahí es donde mi
historia empieza. Mi marido..., mi marido se vio de pronto en una
grave dificultad. La peor que puede suceder a un hombre cuando se
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capítulo XI
capítulo XII
1
Pukkas: genuino, real: por extensión darse importancia.
2
Chota hazris: desayuno temprano.
3
Tiffins: comida ligera.
4
Chela: discípulo de un gurú.
5
Gurú: instructor espiritual.
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delito así.
—¿Y usted no está segura, tampoco?
Lynn dibujó en su cara una patética sonrisa.
—No. ¿Cree usted que puede amarse a un hombre en quien no pueda
depositar una mujer su confianza?
—Desgraciadamente, sí.
—No he sido nunca leal con David, precisamente por esta razón. He
dado siempre crédito a multitud de habladurías que han ocurrido por
el pueblo en el sentido de que David no era en realidad David Hunter,
sino un mero amigo de Rosaleen, y me sentí avergonzada, al oír decir
al general que había conocido a David de niño en la verde Irlanda.
—C'est épatant! —exclamó Poirot— la facilidad con que la gente toma
el rábano por las hojas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Simplemente lo que he dicho —contestó—. Dígame: ¿recibió usted
una llamada telefónica de la señora Cloade, me refiero a la esposa del
doctor, la noche en que se cometió el asesinato?
—Sí.
—¿Por qué motivo?
—Nada importante. Un embrollo que se había armado con algunas de
sus cuentas.
—¿Sabe usted si habló desde su propia casa?
—No, porque el teléfono estaba estropeado. Tuvo que valerse de uno
público.
—¿A las diez?
—Algo así.
—¡Algo así! repitió Poirot, pensativo.
Y luego dijo, procurando dulcificar un poco el tono
de su voz:
—Ésa no fue la única llamada que tuvo usted aquella noche, ¿verdad?
—No —contestó secamente Lynn.
—David Hunter llamó desde Londres, ¿verdad?
—Si.
—Supongo que también querrá usted saber lo que dijo.
—Sí, aunque comprendo que no me asiste derecho alguno para...
—No se preocupe —le atajó Lynn—. Se lo diré con gusto. Me dijo que
se marchaba para no volver. Que no era un hombre digno de mí y
que nada en el mundo, ni aun yo, podía hacerle cambiar.
—Y como era posible que esto fuese verdad, no le debió hacer mucha
gracia la noticia, ¿verdad? —preguntó Poirot con acento de picardía.
—Espero que cumpla su palabra, si sale absuelto, por supuesto, y que
ambos se marchen para América o donde sea, de una vez y para
siempre. Será el modo de que dejemos de pensar en ellos y de que
aprendamos a resolver, sin ayuda de nadie, nuestras propias
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capítulo XIII
interior.
Era un espacioso y elegante dormitorio. El sol entraba a torrentes por
una de las ventanas iluminando unas artísticas alfombras que cubrían
casi totalmente el suelo.
Sobre una cama de madera yacía Rosaleen, dormida al parecer. Su
cabeza estaba ligeramente inclinada sobre la almohada y unas largas
y oscuras pestañas parecían acariciar suavemente sus mejillas. Una
de sus manos estrujaba con fuerza un pañuelo y en su cara, en
general, había una expresión de placidez de niño que se queda
dormido tras un prolongado llanto.
Poirot cogió una de sus manos con objeto de tomarle el pulso. Estaba
fría como el hielo.
—Debe de llevar así ya unas horas —le dijo a Lynn—. Murió
seguramente mientras dormía.
—¡Oh, señor! ¿Y qué cree usted que debemos hacer ahora? —
exclamó la doncella, rompiendo a sollozar.
—¿Quién era su doctor?
—El tío Lionel —respondió Lynn.
—Telefonee inmediatamente al doctor Cloade —dijo Poirot a la
doncella.
Salió ésta con los ojos aún llenos de lágrimas y Poirot empezó a
inspeccionar la habitación. Había una pequeña cajita de cartón sobre
la mesilla de noche con la siguiente inscripción: «Para tomar una en
el momento de acostarse.» Abrió la caja envolviéndola primero con
un pañuelo. En su interior quedaban aún tres sellos. Se dirigió
después a la chimenea y luego a una mesita escritorio. La silla había
sido empujada a un lado. Sobre aquélla había una carpeta abierta y
en ella una hoja de papel emborronada con una serie de garabatos
que recordaban la escritura de un niño de pocos años. Decía así:
«No sé qué hacer... No puedo seguir así por más tiempo... He sido
tan mala... Tengo que confesarlo todo a alguien y recuperar la
tranquilidad... Empezaré diciendo que no fue nunca mi idea hacer mal
a nadie. No sabía siquiera lo que iba a ocurrir. Debo ponerlo todo por
escrito...»
capítulo XIV
capítulo XV
O mía, o de nadie.
—¡Rowley!
Lynn se había levantado y retrocedía paso a paso. Es-- taba
aterrorizada. Quien ahora tenía ante sí no era el Rowley que ella
conociera, sino una bestia embrutecida por la rabia y los celos.
—He matado ya a dos personas —dijo ominosamente Rowley—,
¿crees que titubearé en hacerlo con una tercera?
Estaba ya al lado de ella, con las manos alrededor de su cuello.
—Ya no puedo más, Lynn...
Sus dedos presionaban con fuerza... Los objetos parecían girar en
confuso torbellino... Luego una oscuridad cada vez más profunda.
Y de pronto una tos. Una tos significativa y artificial.
Rowley se contuvo y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo. El
cuerpo de Lynn, libre de las potentes tenazas que la mantenían en
pie... se desplomó sin sentido.
Ya en el interior, pero a poca distancia de la puerta, estaba la figura
de Poirot.
—Espero —dijo— que no soy inoportuno. Llamé, como es natural... Vi
que nadie contestaba... y me tomé la libertad de entrar. ¿Estaban,
quizá, muy ocupados?
Hubo un momento en que el aire estuvo tenso y cargado de
electricidad. Rowley le miró fijamente. Por un momento pareció como
si fuera a lanzarse sobre el detective. Después cambió de opinión y
dijo con voz seca e inexpresiva :
—Ha llegado usted... en el momento preciso.
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capítulo XVI
—¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —gritó ésta, brillándole unas
lágrimas en las pupilas.
—Sí, lo es. Usted sólo quiso ver la mitad de la verdad cuando en su
mente empezó a germinar la duda de que en realidad fuese su
hermana. Admítalo y verá con qué facilidad encajan las piezas de
este, al parecer, complicado rompecabezas. Esta Rosaleen era una
católica (la esposa de Underhay no lo era), con la conciencia turbada
por el remordimiento y enamorada como una tonta de David.
Imagínese por un momento lo que por la cabeza de éste debió pasar
aquella noche del «blitz» al ver a su hermana muerta, a Gordon
Cloade agonizando... toda una vida de regalo y comodidades que se
desvanecían en un instante. Luego ve a la muchacha, más o menos
de la misma edad que Rosaleen, la única superviviente con excepción
de su persona, y sólo inconsciente a causa de la explosión. No hay
duda que ha debido hacerle el amor con anterioridad, como tampoco
de que podrá, con tacto, someterla fácilmente a su voluntad. Debe de
haber tenido un gran partido entre las mujeres —añadió secamente
Poirot, sin mirar a Lynn, que se sonrojó súbitamente—. Es un
oportunista que no desprecia modo alguno de conseguir la fortuna, e
identifica a la criada como a su propia hermana. Cuando ésta vuelve
en sí, se lo encuentra al lado de la cama. Un poco de adulación sirve
para que ella acepte, sin esfuerzo, su nuevo papel en la vida.
»Pero imagínese su consternación al ver llegar la primera carta que
Trenton escribe desde la posada. Hacía ya tiempo que en mi fuero
interno venía haciéndome esta pregunta: "¿Será acaso Hunter del
tipo de hombres que se dejan amilanar fácilmente por un chantajista
vulgar?" Por un lado parecía sospechar que el hombre que trataba de
"sablearle" fuese en realidad Robert Underhay. ¿Pero a qué continuar
con la sospecha cuando su propia hermana habría podido sacarle de
la duda sin temor a equivocarse? ¿Y por qué mandarla
precipitadamente a Londres sin darle tiempo siquiera a echar un
vistazo a aquel hombre? Sólo podía existir una razón. El temor de
que, de ser Underhay, fuese él quien la viera a ella y descubriese el
engaño. Sólo había una solución. Pagar y preparar la rápida huida.
»Pero de pronto el misterioso chantajista es hallado muerto en sus
habitaciones y el comandante Porter identifica el cadáver como el del
capitán Robert Underhay. Nunca en su vida se ha encontrado David
Hunter en situación más apurada. Y lo que es aún peor: la muchacha
empieza a resquebrajarse. Algo empieza a remorderle en la
conciencia y da muestras de peligrosa debilidad. Tarde o temprano
acabará por hacer una confesión que hará que David acabe por dar
con sus huesos en la cárcel. Por otra parte, las exigencias amorosas
de aquélla son cada día más apremiantes y molestas. Él se había
enamorado de usted y decide terminarlas de una vez. ¿Cómo?
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capítulo XVII
un asesinato?
—Homicidio, al menos, y éste se paga con prisión.
—Es posible. Pero si es así yo estaré en la puerta de la cárcel
esperándote.
—Además, tenemos el caso de Porter. Yo soy, moralmente, el
responsable de su muerte.
—Eso no es cierto. Tenía años suficientes para haber rechazado, si
hubiera querido, tu proposición. Nadie puede culpar a otro de errores
que él haya cometido con ojos bien abiertos. Tú le sugieres algo que
no es ciertamente honroso, eso hay que admitirlo, y que él acepta.
Luego se arrepiente y escoge el suicidio como único medio de escapar
a la situación que sólo su debilidad de carácter había creado. ¿De
dónde sacas que puedas tú ser responsable de su muerte?
Rowley siguió moviendo obstinadamente la cabeza.
—No, no, no. Tú no puedes casarte con un posible candidato a la
horca.
—¿Pero qué locuras estás diciendo? Si eso fuese verdad, hace tiempo
que habrías tenido un policía pegado a ti como la sombra al cuerpo.
—Pero, ¿y el homicidio...? ¿Y el soborno de Porter...?
—¿Qué es lo que te hace suponer que la policía se figure algo de lo
que acabas de decir?
—Ese Poirot, al menos, lo sabe.
—Poirot no es ningún policía. Yo te diré lo que éste cree. Desde el
momento en que sabe que David Hunter estuvo en Warmsley Vale
aquella noche, sospecha que fue él quien mató, no solamente a
Arden, sino también a Rosaleen. No le acusarán del primero, en parte
por creerlo innecesario, y en parte porque no se puede juzgar a una
persona dos veces por el mismo delito. Pero mientras sospechen de
él, no se preocuparán de buscar por otra parte.
—Pero ese Poirot...
—Poirot aseguró a Spence que se trataba de un accidente y éste se
rió en sus barbas. No temas que salga ni una sola palabra de sus
labios. Poirot es un verdadero encanto de hombre.
—No, Lynn, no puedo permitir que corras ese riesgo. Además...,
¿cómo te diré...? He perdido la confianza en mí, y ya no podrás nunca
considerarte segura a mi lado.
—Quizá no. Pero te quiero, Rowley; veo lo mucho que has sufrido, y
si te he de ser franca, tampoco he tenido nunca gran apego a eso que
tú llamas seguridad.
FIN