Cuento de Mario Vargas Llosa

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Cuento de Mario Vargas Llosa: El abuelo

Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los


vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo
ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento
improvisado que era una enorme piedra y espiaba
ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A
través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía
en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo
ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a
otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto
de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que eran
inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había
comenzado, o si aquellas sombras movedizas las causaban los
árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido
y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad.
Pero los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de
don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en torno
del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su
frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada
momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El
entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo
dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía
ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la
oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen,
persistente momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el
mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo.
“¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y
vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba
loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y
adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de
rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera
esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando
haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el
pestillo corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia
la calle sin ser visto.
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un
instante, a los pocos minutos de haber ingresado
cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la
huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como
dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba
sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo.
Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta
aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el pequeño,
habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo,
justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la
cocina.
Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos
violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de
temblar. Tentando entre los bolsillos de su saco, encontró
pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había
comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito
sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de
sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio,
taconeando con elegancia, agitando levemente y en círculo su
largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba
frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños.
“Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar
molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La
vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó,
abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde
estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón del rocambor
donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las
precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a
la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de
suave color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y
extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa
bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la
tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi,
indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la
ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre
grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y bella en
medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad
por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro
fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente
sobre el borde del canal vecino a la carretera, cuando de
pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un extraño
objeto.
“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase!
¡Pare!”.
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de
piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente,
de una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y
el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad,
esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin
nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió
inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia,
polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño
de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la
nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un
puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo
pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo
con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la
cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces,
sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a
manera de una larga lengueta, imprimía a su mano
movimientos sucesivos, y se divertía enormemente
imaginando que aquello estaba vivo…
Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el
maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a
nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro
permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre
los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la
cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los
complicados dibujos sangrientos y mágicos del círculo central
de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo estuvo
muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas
complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo
indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese
instante, el proyecto se apartó solo un momento de su mente:
fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno
de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita
de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin
vida, sino habitada de animalitos pardos y blancos que
picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que
a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta.
Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran:
confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre
les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban
los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no
pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle
que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche
durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado
que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía
sorpresivamente el palomar, causando desasosiego entre los
animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por
un catalejo.
Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto
sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había
creído polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se
mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como
metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda
blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que
fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo
la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado,
arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se
había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el
suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso
entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna
sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata
de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con
violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada
inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre
su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al
comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta
exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era
eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos
minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían
sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de
un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza,
limpia, luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor
sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de
nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del
Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda
de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle
se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviera
clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un respingo
de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía
con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan
ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese
trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos
que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el
pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con
torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un
dolor agudo en la frente y en un sabor desagradable de tierra
mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo por
incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas,
respirando fatigosamente, temblando. En la caída había
tenido tiempo para elevar la mano que aprisionaba la calavera
de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros
del suelo siempre limpia.
La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don
Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin
distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente.
Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes
manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una
forma clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él
había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto
abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató
angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces
lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima,
que cruzaba el jardín como un animalillo. No esperó más:
extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y
piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre
la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela
perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran
excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado
para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa:
por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un
nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado
la voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles,
don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese momento
como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz
gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso
de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido
cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como
una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo.
Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las
últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero casi de
inmediato dejó de oírlos.
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio
venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El
primer fósforo dio solo un fugaz hilito azul. El segundo
prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo
mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la
vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era
exactamente la imagen que supuso cuando una llamarada
sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido, como
de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó
la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas,
por el cráneo, por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha
prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil,
repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el aceite”,
estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro,
medio mágico de la calavera en llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito
salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de
golpe. El niño estaba delante de él, en el círculo iluminado por
el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y los
dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y
la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo
unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha
visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al
mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto
no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que
llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror
profundo y eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al
fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio vio
también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios
en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones
violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el
espantoso aullido, la visión de esa figura de pantalón corto
súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que
los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan,
cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y
entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos,
apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los
macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a
medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el
espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el
grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de
su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un
viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo
notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el
muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor,
más tranquilo.

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