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Agradecimientos……………………………………………………………..3
Prólogo…………………………………………………………………………5
1. Introducción………………………………………………………………8
2. Derribando mitos……………………………………………………….15
3. Algunas reflexiones sobre los tratamientos y estilos de
crianza…………………………………………………………………….25
4. Los primeros síntomas y el trastorno del procesamiento
sensorial………………………………………………………………….37
5. Cuando el diagnóstico cambia: los trastornos del espectro
autista…………………………………………………………………….47
6. Las enseñanzas de Milagros: Algunas claves para facilitar la
interacción entre los niños……………………………………………57
7. Dicen que los ojos son las ventanas del alma…………………….69
8. Abriendo las puertas al mundo de las palabras…………………..74
9. Hasta el metal es blando cuando el calor es suficiente…………80
10. Solucionando problemas…………………………………………….86
11. Continuar a ciegas o encandilados por la luz: el camino sin un
diagnóstico…………………………………………………..…………100
12. Otras voces y el grito de palabras calladas……………………..105
13. ¿Inclusión escolar?......................................................................111
14. Resumen……………………………………………………………….112
15. Aclaración………………………………………………………………117
16. Sobre la autora………………………………………..……………….119
Bibliografía…………………………………………………………………120

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Agradecimientos
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A mis padres, que me dieron la posibilidad de cursar estudios universitarios,


y al papá de Uriel, que me dio lo más hermoso de mi vida.
A cada uno de los profesionales que nos acompañaron en este camino, con
aciertos y errores.
A Lalo Bunge y Estefi Millán, que nos guiaron en un primer momento para
realizar las evaluaciones necesarias y armar el equipo terapéutico rápidamente, y
nos siguen acompañando con amor en este camino.
A Karen Revelli, que con su inagotable compasión supo buscar la forma de
informar y acompañar amorosamente.
A Mauro Mascotena, quien vino por años a casa a supervisar un trabajo arduo
y a guiarme recordándome frecuentemente que era conmigo con quien Uriel llevaba
la delantera.
A Josefina Majorel. ¿Te acordás cuando te decía que te merecías un
monumento? Esta es mi forma de recordarte que cambiaste nuestra vida para
siempre. Tu sonrisa, tu calidez y tu persistencia hicieron que hoy seamos quienes
somos. Gracias infinitas por eso. Por ser la que dijo “no hay techo” y llenarme de
esperanza cuando todo parecía derrumbarse a mi alrededor.
A Juana Lartirigoyen, por haberle enseñado a Uriel a confiar en su cuerpo, a
escribir, a andar en bici y, sobre todo, por lograr que cada encuentro sea pleno de
diversión. Por trabajar no solamente en sus habilidades motoras sino también en su
autoestima.
A Cecilia Martín Arroyo, Ayelén Ravina y Gabriela Enríquez Duro por tener
una de las tareas más difíciles y llevarla adelante con un orgullo y dedicación
inigualables.
A Nancy Clements, quien, en su corto paso por Buenos Aires, volcó todos
sus conocimientos y calidez sobre nosotros y nos enseñó estrategias que seguimos
utilizando hoy en día y al equipo de Actualizados que hizo posible tenerla en el país.
A Mariano Scandar, por aceptar asistirnos en este sendero pese a
conocernos de otros ámbitos.

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A mis amigas que me sostuvieron en mis peores momentos y me hicieron
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saber que están ahí, conmigo, con nosotros, y que pase lo que pase hay una red
que nos sostiene.
A Mariana Naiman por sus hermosos dibujos y las tantísimas pruebas
realizadas para condensar en una imagen la idea del libro. Por ese ida y vuelta que
se fue transformando en una sólida amistad.
A Devora Minnucci, que se tomó el trabajo de leer con atención cada palabra
que escribí y convertir este relato en un verdadero libro.
A mi incansable compañero Uriel, quien cuando, por algún motivo, percibe
mi cansancio, me recuerda que me ama y acaricia mi alma.
A Santi Maldonado, quién me invitó a jugar con él y con su amplia sonrisa
despertó nuevamente en mí el deseo de acompañar a quienes recorren este
camino, sembrando esperanza y cultivando inclusión y compasión en quienes nos
rodean.

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Prólogo
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Este libro relata desde el más profundo amor los desafíos que plantea la
crianza de un niño con autismo. A través de sus páginas la autora nos invita a
recorrer con ella los signos de alarma, entender la multiplicidad etiliológica que
subyace al diagnóstico, los desafíos que plantea el contexto social y el paso a paso
de las estrategias que sirvieron para guiar a su hijo en un desarrollo pleno.
Nos zambulle de lleno en el mundo de las emociones que acompañan cada
momento, mientras descubrimos la utilidad de cada estrategia terapéutica nos abre
las puertas de su cotidianeidad y nos invita a llorar, a reír, a entender y a ponernos
en acción recordando que la esperanza y el disfrute son los motores que nos
permiten seguir siempre hacia adelante.
De una lectura amena sin perder rigor científico, es un libro de suma utilidad
para padres, familiares y profesionales de la salud. El espíritu del texto no es sólo
dar una visión clara de las condiciones del espectro autista sino también hacer una
invitación a todos los ciudadanos a pensarse como parte de la misma humanidad e
incluir a todos bajo la misma igualdad: la capacidad de amar y el deseo del bien
común.
Cuando me convocaron a escribir el prólogo dudé de ser la persona indicada
para realizar esta labor. Mis años de lucha por un mundo inclusivo se centraron en
las barreras físicas que sufren quienes, al igual que yo, se ven obligados a
desplazarse en silla de ruedas. Una vez que leí el libro comprendí que sin importar
cuál fuera la diferencia, necesitamos construir un mundo más empático. Las
barreras no sólo son físicas, también son sociales. El dolor de un proyecto trunco
es el mismo ya sea que cambie por la necesidad de desplazarse en silla de ruedas,
por necesitar un lazarillo, o por encontrarse de repente en el mundo del autismo. La
necesidad de información, aceptación, empatía e inclusión es igual para todos. Más
allá de las características de nuestro cerebro o del funcionamiento de nuestro
cuerpo, todos aspiramos a ser felices, amar y ser amados.
Tanto si creemos que se puede como si creemos que no se puede, en ambos
casos podemos tener razón. Desde que nacemos nos van inculcando modelos de

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pensamiento, que construyen creencias y favorecen el que tengamos determinada
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percepción de la realidad. Una realidad que no es estática, sino que es capaz de
ser modificada por los paradigmas que dan validez a la experiencia.
Los hechos son lo que son y es la visión del observador la que puede
transformarlos en una situación de sufrimiento o una experiencia de plenitud y
realización personal, en un doloroso caos o en la oportunidad de aprender y crecer
sirviendo al prójimo.
Yo sobreviví milagrosamente a un terrible accidente automovilístico que me
ocasionó una cuadriplejia. Un hecho trágico desde donde se lo mire. En un principio:
bronca, angustia y desolación ante lo que calificaba una vida sin sentido. Estaba
yendo a pescar, mi deporte favorito, y de repente el destino me confinó a ser usuario
de silla de ruedas para siempre.
Sin embargo, ese horizonte oscuro y aparentemente deprimente, fue el
catalizador para descubrir un nuevo mundo y todo un potencial latente. Me involucré
en un camino de autoconocimiento y evolución espiritual que provocó que mi
resocialización se volviera aún más plena.
El tiempo, los estudios y el trabajo desarrollado hicieron que mi visión se
expandiera y mi labor social estimulara un impacto llamando a la acción y
sembrando semillas de esperanza; los que me fueron transformando para muchos
en una guía, en un ejemplo de que aunque el proyecto de vida cambie, cada vida
tiene un sentido y es valiosa en sí misma.
¿Qué cambió respecto al diagnóstico inicial? Absolutamente nada. Sólo
cambió mi percepción de la experiencia y eso transformó todo.
¿Es lo que conscientemente elegí? Seguramente no, pero la inteligencia
cósmica que es mucho más sabia que nuestra limitada mente racional tenía
preparada otros planes: utilizarme como canal para que, con el fortalecimiento de
mis propios dones y talentos, únicos e irrepetibles, pudiera volverme un faro para
otras personas que estuvieran atravesando situaciones similares de oscuridad.
Algo así le ocurrió a Lorena, para quién el universo le tenía augurado el
desafío de criar a Uriel, un pequeño sensible con autismo. Una vivencia inesperada

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que le brindó la oportunidad fantástica de desarrollar el amor incondicional que sólo
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una madre sabe dar.
Ambos debimos readaptar los sueños que teníamos y aceptar el reto de crear
una vida con sentido verdadero que sirviera de inspiración a una sociedad muchas
veces acostumbrada a vivir en piloto automático.
Así, Lorena no sólo tuvo que aprender a ser mamá, sino que debió formarse
para ser su mejor versión en un mundo que no está preparado para lo diferente.
Como yo, sacó a relucir su porte de resiliencia en el deseo profundo de ser útil a los
demás.
Todos tenemos capacidades especiales, ni mejores ni peores: únicas. Es
nuestro deber como seres humanos trabajar para que las voces de cada ser puedan
ser escuchadas. Se trata de incluir a todos, se trata de integrar la belleza de la
diversidad, se trata de florecer a la Unidad, se trata de recordar que somos seres
espirituales viviendo una experiencia en la Tierra y esa es la misión que Uriel vino
a inmortalizar en nuestros corazones.
Este libro intenta transmitir, en base a experiencias personales, al
relevamiento de otros casos afines e investigaciones científicas rigurosas, que es
posible sobreponerse al impacto inicial de un pronóstico adverso y convivir
plenamente con los desafíos, enfrentando la realidad cotidiana con alegría.
Recomiendo su lectura, pues nos llevará a descubrir el motivo por el que
estamos vivos aquí y ahora: ser útiles a nuestro propósito trascendente de servir de
inspiración para iluminar caminos.
Unámonos por un mundo sin barreras.

Ciro Gabriel Avruj


Director de Sin Barreras

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1. Introducción
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Mi historia no tiene nada demasiado peculiar hasta el nacimiento de Uriel.


Crecí en el seno de una familia tradicional, con una hermana mayor y mis padres
juntos. Viví en un barrio humilde, rodeada de calles de tierra, alejada del caos de la
ciudad, en la época en la que los chicos salíamos a jugar a la vereda y todos los
vecinos nos conocíamos. Teníamos un patio enorme lleno de árboles frondosos que
daban frutas de estación que comíamos recién cosechadas, con ese inconfundible
sabor dulce intenso. Fui a un colegio común donde forjé hermosas amistades con
quienes nos seguimos acompañando hoy en día. Cuando terminé el colegió estudié
psicología en la UBA y luego me especialicé en psicología clínica. Mientras cursaba
la especialización conocí a mi marido. Desde el mismo instante en que lo vi me sentí
cautivada por su mirada cálida, su vasto conocimiento cultural y esa deslumbrante
capacidad para la oratoria. Él exponía los resultados de una investigación para la
depresión con tanta rigurosidad y claridad que nos mantuvo a todos los oyentes
absortos en sus palabras mientras intercalaba chistes que arrancaban carcajadas
al público atento. Pasaron varios meses hasta que se fijara en mí. Mientras tanto
continuaba mi formación como psicóloga clínica y terapeuta de orientación
cognitivo-conductual.
Mientras hacía mi formación de posgrado mi enamoramiento iba en aumento.
Exactamente 5 años después de darnos el primer beso, sellamos nuestro amor con
un intercambio de alianzas y un “sí quiero”. Compartíamos parte del trabajo, la casa
y un proyecto de vida juntos. Casi desde el comienzo de mi carrera dediqué parte
de mi tiempo a la investigación y a la docencia. Recibí varios premios y distinciones
por los trabajos realizados y tenía como uno de mis objetivos difundir las
herramientas más eficaces de la terapia cognitivo-conductual en Latinoamérica. Mi
marido, a quien tanto admiraba, sería nada más y nada menos que mi compañero
en esa pretenciosa aventura. Por ese entonces era una joven ambiciosa y exitista.
Estaba llena de sueños y repleta de energía para llevarlos a cabo, segura de que si
me esforzaba lo suficiente llegaría a donde quisiera. Nuestro primer libro y nuestro
hijo llegaron casi al mismo tiempo. Todo parecía salir a pedir de boca. Casi no

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volveré a hablar del padre de mi hijo en las páginas que siguen. El camino de pareja
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con un hijo que presenta una discapacidad es empinado y repleto de obstáculos. Es
una travesía de la que no se sale ileso. Cada uno va sufriendo heridas que dificultan
su andar y sigue adelante como puede. Es un camino sin puntos de referencia, en
el que acechan incansables los demonios internos: el miedo, la desesperanza, la
frustración, la culpa. Al borde del precipicio tantas veces y resbalando en el piso
mojado por tormentas y lágrimas, amortizaba con sonrisas impostadas los golpes
de las tempestades con el único afán de mantener lo más resguardado y saludable
posible a ese pequeño ser que traje a este mundo que poco entiende de aceptación
de las diferencias. Los ritmos de la marcha de cada uno son muy personales y
esperar al otro no es una opción cuando la responsabilidad de una vida se lleva en
la espalda. A veces la noche te toma por sorpresa y descubrís que, mientras
caminabas, tu compañero siguió otro rumbo. Otras veces el sol se asoma y te
reencontrás tratando de seguir avanzando juntos, pese a las lesiones y descuidos,
sólo para descubrir que unos pasos más adelante los caminos volverán a bifurcarse,
sin saber con claridad cuantos encuentros o desencuentros los esperan. No sé qué
nos deparará el destino, pero cada día intento avanzar siguiendo un principio rector:
si doy lo mejor de mí en cada paso, si tengo la tranquilidad de haber puesto el
corazón en cada decisión, entonces pase lo que pase va a estar bien.
Para quienes hemos planeado ser padres es bien conocida la larga cadena
de hermosas fantasías que acompaña ese proyecto. Desde el comienzo hacemos
listas con nombres, nos preguntamos cómo serán los rasgos de su cara,
visualizamos risas, juegos y sucesiones de etapas. Preparamos la habitación para
su llegada. Elegimos meticulosamente la ropa que utilizará su primer día de vida.
Diagramamos cómo cambiará la rutina familiar en torno a ese nuevo integrante y
emprendemos la aventura más fascinante que pueda vivir una persona: educar a
un ser humano íntegro, independiente, sensato y feliz.
Muchas veces damos por supuesto que ciertas cosas transcurrirán como para todo
el mundo. ¿Por qué habría de ser diferente para nosotros? Si hasta podemos
imaginar el colegio al que asistirá aún antes de haber visto su rostro por primera
vez.

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Recuerdo los últimos meses de embarazo repletos de ilusiones y decisiones
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sobre cómo sería la crianza de mi hijo, por un lado, y, por el otro, con una extraña
sensación de que algo no iba bien. Le comenté a la obstetra mi temor casi obsesivo
de que algo en el parto saliera mal y el presentimiento de que nacería por cesárea
de urgencia. Ella y mi marido intentaron tranquilizarme aduciendo que eran temores
comunes en madres primerizas y que el parto natural es más beneficioso para la
madre y el bebé. Un día después de la fecha probable de parto, las contracciones
avisaban que Uriel estaba por nacer. Nos dirigimos al sanatorio donde confirmaron
la dilatación y rompí bolsa. La obstetra me revisó, ordenó que monitoreasen los
signos vitales de mi hijo e informó que tenía una cesárea programada y volvería
enseguida. Pasaron pocos minutos para que los sensores comenzaran a sonar.
Algo no andaba bien. -Tiene sufrimiento fetal- anunció la enfermera que me asistía.
Los siguientes minutos se tornaron horas en mi sentir. El dolor físico casi
insoportable de las contracciones se mezclaba con el terror por las secuelas que
podrían dejar esos minutos en el desarrollo de mi hijo, de tal forma que no podía
diferenciarlos. El agobio y la desazón inundaron el espacio hasta que fui trasladada
al quirófano donde me practicaron una cesárea de urgencia. Al ver sus ojos mirando
los míos por primera vez se diluyeron el tormento y los temores. Esa mirada pura y
llana era suficiente para recobrar el aliento. No obstante, la tranquilidad no duró más
que unos instantes. Tomar el pecho para mi bebé fue una misión imposible. Las
puericultoras anunciaron que tenía el chupeteo “desorganizado”. Yo que no
entiendo nada de pechos y succiones no lograba comprender cómo se supone que
un bebé “organiza” la succión, pero algo tan básico para la supervivencia marchaba
mal. Al cabo de tres días nos dieron el alta. Es increíble lo frágil que se siente un
recién nacido al tenerlo en brazos. Tan pequeño, sin poder superar su primer
desafío, así de vulnerable, lo llevamos casa. Sentía que algo importante no estaba
bien. Algo que no se resolvía ni con mamaderas ni con el tiempo. Le comenté al
papá de Uriel mi sentir, quien volvió a intentar tranquilizarme diciéndome que era
primeriza y que era normal tener miedo por el desconocimiento. Recuerdo haberle
dicho como quien se sentencia a un destino inevitable: “voy a estar tranquila cuando
cumpla tres años y esté todo normal”. Ese día nunca llegó.

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Ser madre de un niño con necesidades especiales es un gran desafío. En
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muchas ocasiones, la sensación de incertidumbre respecto de cómo guiar y educar
a mi hijo se acompañó de una sensación de soledad descomunal. Esto es aún peor
cuando el entorno no está informado sobre lo que sucede y se niega a recibir
información y cuando, frente al desconocimiento de las bases orgánicas de algunas
condiciones, las madres solemos ser juzgadas como si determinado estilo de
crianza fuera la causa de las dificultades que presentan estos niños. Entonces
aparece ese nudo en la garganta que se cierra más con cada palabra que sale con
la intención de aflojarlo, llevando información que es desoída por mitos que
ensordecen. Cuando el entorno más cercano está repleto de prejuicios y desborda
de señalamientos que surgen desde el más puro desconocimiento. Cuando, desde
su experiencia con niños neurotípicos, hablan con cierto alarde de los buenos
resultados que obtuvieron con sus propios hijos haciendo tal o cual cosa y
sugiriendo, por lo bajo que, si siguieras sus indicaciones, entonces tu vida se
tornaría normal como por arte de magia. Cuando presumen que los problemas de
los chicos son causados por los padres y que sus hijos tuvieron un desarrollo
perfecto y se adaptaron muy bien a cada momento. Entonces, aunque quienes te
rodeen sean quienes más te aman y cada palabra o señalamiento sea hecho con
las mejores intenciones, es casi inevitable ahogarse en una soledad más inmensa
que el mismísimo universo.
Recuerdo una navidad, como tantas otras, en la casa de mi familia. A mi madre le
encanta llenar la casa de adornos y tiene una enorme colección de muñecos de
Papa Noel que hacen diferentes movimientos y sonidos. Mis sobrinos aman la casa
de sus abuelos durante las fiestas porque todo es un exceso de sensaciones. El
olor al adobe de la carne, las luces intermitentes adornando el arbolito, las barandas
de la escalera enfundadas en ásperas guirnaldas y las múltiples melodías navideñas
sonando al mismo tiempo son un bombardeo despiadado para quien percibe los
estímulos con mayor intensidad. Los mismos irrumpen cada sentido sin pedir
permiso, se cuelan por los poros perforando la tranquilidad. Cuando Uriel tenía 3
años su hipersensibilidad auditiva era muy marcada. Pasamos una de las navidades
más tristes de nuestras vidas. Mis sobrinos prendieron todos, absolutamente todos

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los muñecos al mismo tiempo. Uriel entró en una crisis de llanto y gritos, con sus
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pequeñas manos tapaba sus oídos tratando de apaciguar ese ruido, que para él era
ensordecedor e imposible de asimilar. Lo saqué al patio para alejarnos del
bochinche y los otros estímulos. Lo abracé con fuerza y esperé a que mis brazos,
la brisa y el tiempo apaciguaran su dolor. Le expliqué que pediría que apaguen los
juguetes por el malestar que le causaban. Una vez que Uriel estuvo tranquilo, me
esperó en el patio mientras fui a hablar con mi familia. Les solicité que por favor
mantuvieran los juguetes apagados ya que su sonido asustaba a mi hijo. La
respuesta fue dolorosa, no por falta de amor sino por abundancia de prejuicios. “Es
un malcriado. A él no le gusta, pero a los primos sí. Se va a tener que acostumbrar.”
¿Acaso debía acostumbrarlo a algo que lo hacía sufrir? Si en lugar de tratarse de
una hipersensibilidad auditiva, hubiera sido celíaco, ¿también me habrían dicho que
debía acostumbrarse a las harinas porque a sus primos les gustan? Otra vez la
soledad devorando mi alma. Esa soledad absurda que brotaba de presencias ciegas
al sufrimiento de mi cría. Sabía y sé del amor que me tienen quienes me rodean,
pero Uriel y yo ya no encajábamos ahí. Si hubiera podido pedir un regalo de navidad,
habría sido un poco de compresión.
Se les ha hecho mucho daño a miles de familias transmitiendo hipótesis
respecto de que ciertos estilos de maternaje serían los responsables de la aparición
de los trastornos del espectro autista (TEA). Actualmente, gracias al desarrollo de
las neurociencias, sabemos que estos cuadros se deben a un desarrollo neurológico
atípico, que hay una fuerte base biológica y que diversos factores están implicados
en la aparición de estos desórdenes. Afortunadamente, también sabemos que el
cerebro es neuroplástico y que podemos estimular a nuestros niños para facilitar su
desarrollo y mejorar su calidad de vida.
Este libro tiene como objetivo compartir con otras personas, que tienen contacto con
niños con trastornos del neurodesarrollo, estrategias que resultaron de utilidad en
el tratamiento de mi hijo.
A partir de la confirmación de que Uriel presentaba un trastorno del
neurodesarrollo, me fui volcando a estudiar todo tipo de formación académica que
pudiera darme herramientas para ayudarlo en sus desafíos. Aproveché mi título de

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licenciada en psicología para anotarme en diversos posgrados. Así fue como me
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formé en ABA, DIR-Floortime, Sonrise, PRT y Pensamiento Social. Como parte de
ese recorrido, también finalicé el profesorado en psicología, tomé algunos
workshops sobre pedagogía Montessori y estudié meticulosamente la crianza
respetuosa con la cual me identifico hasta la médula. Ese recorrido académico hizo
que contara con una enorme cantidad de recursos para Uriel. Los fui probando uno
tras otro y en simultáneo. Algunos por primera vez, con cierta prudencia y
escepticismo, y otros con plena confianza en que darían buenos resultados, ya que
los había utilizado cientos de veces con mis pacientes.
Como muchos otros padres, he recibido comentarios desesperanzadores por
parte de los profesionales que lo asistieron; tales como que no debería esperar que
recupere el lenguaje, ya que muchísimos chicos que lo pierden no lo recuperan
jamás, que no espere demasiado porque “sus bases están mal y los niños son como
una construcción, si las bases son endebles tarde o temprano se derrumbará”, etc.
Para mi hijo, igual que para muchos niños con trastornos del neurodesarrollo, el
lenguaje se fue desarrollando y hoy posee un vocabulario amplio y rico que utiliza
con fines comunicativos. También se han ido desplegando y fortaleciendo otras
áreas como la atención compartida, el juego simbólico, la autonomía, la empatía,
etc.
Estoy absolutamente convencida de que los cuidadores podemos hacer
muchísimo por ayudar a nuestros niños a mejorar y que dejarse llevar por la
desesperanza no hace más que obstaculizar. En lo personal he seguido al pie de la
letra cada indicación terapéutica, pero también me he encontrado con diversas
situaciones en las que los recursos que me habían sugerido o que había adquirido
por medio de libros, talleres o posgrados, no me alcanzaban para abordar algunos
problemas cotidianos. En algunas oportunidades decidí echar mano a recursos que
uso en la práctica clínica con pacientes adultos, adaptándolos para mi niño; en otras,
improvisé, a veces con excelentes resultados y a veces con fracasos rotundos. Hoy
deseo compartir con ustedes aquellas estrategias que funcionaron para ayudar a mi
hijo, con la esperanza de que a algunos de ustedes también les sean de utilidad.

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Aceptar que un hijo, la persona que uno más ama en el mundo, tiene un
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trastorno del neurodesarrollo, es muy duro. El mundo parece derrumbarse a
nuestros pies cuando se piensa en la palabra autismo y todas las connotaciones
asociadas a este. El temor de que un hijo esté destinado por su diagnóstico a una
vida aislada, condenado a la exclusión y al sufrimiento, irrumpe destruyendo las
ilusiones de un niño feliz con que todo padre soñó desde el mismo momento en que
deseó ser padre. Las expectativas para lograr un desarrollo esperable dentro del
estándar normal, la presión social para que nuestro hijo haga lo mismo que el resto
de los niños al mismo tiempo, como si todos fueran iguales, generan un apremio y
una frustración que se convierten en una carga difícil de llevar.
Para complicar las cosas aún más, el mercado está lleno de soluciones que se
promocionan como mágicas y no hacen más que generar falsas expectativas y dolor
entre los familiares que, desesperados, prueban cualquier recurso con la esperanza
de una mejoría.
Si bien cada niño tiene su propio potencial y no todos lograrán lo mismo,
quisiera transmitirles un principio con el cual me manejo día a día: los mayores
logros se obtienen disfrutando juntos. El disfrute compartido es uno de los objetivos
más importantes con niños con trastornos del espectro autista y eso nos motiva a
ambos seguir adelante y a ir por más. Cuando repasamos lo valioso de nuestras
vidas, lo que cuenta son esos momentos compartidos de risas, de miradas, de
complicidad, de amor y disfrute. A veces llega antes, a veces lleva más tiempo, pero
siempre vale la pena.

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2. Derribando mitos
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Algunas ideas han calado tan hondo en el imaginario colectivo que son
reproducidas casi sin pensar, sin tener en cuenta los avances logrados por los
investigadores durante décadas. En la era de la información estamos
bombardeados por datos y mensajes que en la mayoría de los casos carecen de
rigurosidad científica. Muchas veces los resultados de las investigaciones llegan
solamente a un grupo selecto de profesionales debido a que en su mayoría son
publicados en prestigiosas revistas de acceso arancelado. Esta información no está
disponible al público en general y en las escasas excepciones en las que lo está, el
lenguaje técnico suele obstaculizar la comprensión de un lector lego. A esta
dificultad se le suma que en el área de la salud mental y la crianza casi cualquier
persona cree tener respuestas y explicaciones para los sucesos que observa, aun
careciendo de cualquier tipo de formación académica que los sustente. Voy a relatar
una situación común, simplemente, a modo de ejemplo.
Me ha ocurrido en más de una oportunidad estar haciendo las compras y observar
que algún niño desconocido tiene una conducta disruptiva. Entonces puedo
escuchar comentarios del tipo: “es un malcriado”, “yo lo curo con una cachetada en
un segundo”, “es un maleducado”. “lo consintieron tanto que no tiene límites”. Todos
comentan como si conocieran las características del niño y cuál fue el detonante de
ese comportamiento, presuponiendo un nivel de comprensión adecuado de la
criatura en cuestión, dando por sentado que los cuidadores están actuando mal,
que ellos (que no tienen idea de todo lo anterior) saben qué hacer y lo harían mejor
solucionando el problema en un santiamén.
Este tipo de respuesta apresurada no se da en cualquier área, jamás escuche
a un profano opinar sobre los cálculos estructurales de un puente. Como en este
caso, también, todo transcurre sobre una estructura, la del sistema nervioso central.
Intentaré echar luz sobre algunos supuestos tan comunes como falsos.

Al nacer todos traemos un cerebro igual

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Aún circula un prejuicio muy arraigado y antiguo en nuestra sociedad. Pese a estar
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cada vez más informados, el mito del recién nacido como tabula rasa sobre la que
sólo la impronta del ambiente humano dejará marcas que moldearan su estructura
cerebral y su personalidad sigue vigente.
Los chicos traen la información genética que aportan sus padres. Si bien puede
haber mutaciones genéticas, es bien sabido, por ejemplo, que las características
físicas son aportadas por ambos padres por medio del ADN. Así, en parejas de color
esperamos que su descendencia también lo sea; si ambos padres son altos,
esperamos niños altos y cuando una pareja tiene más de un hijo, no nos
sorprendemos de las diferencias de fisionomía y temperamento entre hermanos, ya
que damos por supuesto que no necesariamente heredarán los mismos rasgos a
menos que sean gemelos monocigotas. Así como al nacer los niños traen consigo
un color de piel definido, del mismo modo la carga genética da lugar a un tipo de
cerebro.
De un modo muy simplificado podríamos afirmar que el sistema nervioso
central es el encargado de recibir, procesar y emitir información. Esa información es
tanto externa como interna, es decir, que proviene tanto del ambiente como del
propio organismo. La misma es procesada de modo que ciertos estímulos son
filtrados mientras que otros pasan a la conciencia y se organizan. Esta organización
dará lugar a pensamientos, emociones y conductas, que a su vez se transformarán
en nueva información a elaborar.
La información que recibimos desde los sentidos es organizada en el cerebro. Por
este motivo, si una persona sufre, por ejemplo, lesiones en la parte del cerebro
encargada de procesar los estímulos visuales, puede tener trastornos en la visión,
aunque sus ojos estén sanos.
¿Qué pasaría si alguna de las funciones de filtrado funcionara diferente?
¿Qué sucedería si la integración de los estímulos fallara y todo fuera un caos
desordenado y sin sentido? ¿Qué ocurriría si la parte del cerebro dedicada a regular
la intensidad de los estímulos no pudiera hacer su trabajo?
En las primeras etapas de lectura sobre los trastornos del neurodesarrollo y,
más específicamente, de los trastornos de la regulación y el procesamiento

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sensorial, cayó en mis manos el trabajo realizado con un niño con graves
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dificultades en la regulación. El relato describía una falla tan grande en la
percepción, un exceso de filtrado tal, que el pequeño de 4 años se había quedado
parado sobre una chapa ardiente durante un largo rato, lo cual le ocasionó graves
quemaduras en los pies de las que pareció no enterarse. En ningún momento gritó
o lloró. Aunque sabía caminar, no cambió de lugar; como si fuera inmune al dolor.
Su sistema nervioso falló en su tarea de percepción y, por consiguiente, toda la
secuencia esperable se vio afectada. No hubo respuesta acorde simplemente
porque hubo un exceso de filtrado que ocasionó fallas en la percepción y el
procesamiento.
Todos sabemos que existen algunas enfermedades congénitas que afectan
al desarrollo del sistema nervioso central. Dentro de las condiciones más conocidas,
podemos ubicar al síndrome de x frágil o síndrome de Down. El mismo se debe a la
presencia de un cromosoma más que genera características físicas particulares,
discapacidad intelectual y retrasos en el desarrollo. En algunos casos, pueden
aparecer también enfermedades cardíacas, de la glándula tiroides y otras
complicaciones.
Lo que no todos saben es que los cerebros no son todos iguales. La mayoría las
personas tiene un desarrollo normal de su sistema nervioso que se ha dado en
llamar neurotípico. No obstante, otras personas nacen con algunas diferencias que
dan lugar a ciertas particularidades en el desarrollo, lo que se conoce como
neurodesarrollo atípico o trastorno del neurodesarrollo.
Dentro de las características que traen las personas que tendrán un desarrollo
estándar, se encuentra la de que su cerebro viene programado para mirar a los ojos
de las otras personas. El contacto visual juega un papel central en la interacción
social. El cerebro de los niños con autismo parece fallar en esta predisposición
natural. A simple vista, nadie notaría la diferencia en el contacto visual de un bebé
de meses que será diagnosticado con un trastorno del espectro autista y otro que
no. Sin embargo, científicos del Marcus Autism center han creado programas
diseñados con tecnología especializada y mediciones repetidas que pueden

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detectar diferencias entre estos grupos a partir de los 2 meses de vida (Klin y Jones,
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2013).
En cuanto a la estructura cerebral propiamente dicha, se han venido
buscando alteraciones en la misma desde hace muchos años. Recientemente, un
grupo de investigadores realizó estudios con resonancia magnética a bebés a los 6,
12 y 24 meses de edad y encontraron que los bebés que más tarde desarrollaron
autismo, habían presentado una hiperexpansión de la superficie de sus cerebros
entre los seis y los 12 meses de vida. Los científicos relacionaron ese aumento de
la superficie cerebral durante el primer año con una mayor tasa de crecimiento del
volumen cerebral total en su segundo año de vida, la cual estaría relacionada con
la aparición de los déficits sociales a partir de los dos años. Con este método se
alcanza un 80% de exactitud en la detección de autismo durante el primer año de
vida, lo cual era impensable hasta hace tan sólo un par de años (Hazlett et al. 2017).
Por otra parte, se ha avanzado tanto en las bases biológicas del autismo que
con una resonancia magnética es posible diferenciar en un 94% quienes padecen
trastornos del espectro autista y quienes no. Se ha encontrado que el circuito
cerebral es muy diferente en quienes presentan esta condición, comparado con las
personas con un funcionamiento cerebral normal, especialmente en zonas del
cerebro relacionadas con el lenguaje y la función social y emocional. La carga
genética parece ser tan fuerte que en los gemelos monocigotas la concordancia es
de casi el 98% y la ocurrencia en hermanos es veinte veces superior a la población
general. Si bien las bases genéticas para el desarrollo de las condiciones del
espectro autista (CEA) varían entre el 56-95%, la carga de estas es notablemente
más fuerte que los factores ambientales, que se reducen del 5 al 44% (Arberas y
Ruggieri, 2019).
Las cuestiones relativas a la herencia no son para nada sencillas. No se trata
de si un gen está o no presente. Se ha encontrado que por lo menos 33 genes están
implicados en la aparición de los trastornos del espectro autista (Poultney, 2013).
Para complicar las cosas aún más, cabe recordar el concepto de mosaiquismo
genético. Este hace referencia a aquellos casos en los cuales la alteración genética
congénita no está presente en todas las células sino solo en algunas, dando por

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resultado una atenuación de algunos rasgos de la enfermedad. Es probable que por
19
estos motivos, las distintas combinaciones genéticas, las mutaciones y el
mosaiquismo, encontremos un rango tan amplio en la expresión de los trastornos
de este espectro: desde personas sin adquisición del lenguaje hasta políglotos,
desde quienes presentan discapacidad intelectual hasta grandes genios que han
hecho historia.

El ambiente es determinante

Por lo general cuando escuchamos que el ambiente es detonante o


determinante para el desarrollo de ciertas condiciones o enfermedades, se suele
dar un lugar central a las variables emocionales. Se parte de la hipótesis de que
todos nacen más o menos iguales y de acuerdo a la estimulación que reciban, se
desarrollaran bien o no. Si el desarrollo se corre de los parámetros esperables,
entonces rápidamente se supone que la estimulación fue inadecuada; sin tener muy
claro cuáles son los factores ambientales implicados en la génesis de cada cuadro.
Es evidente que ciertos estresores ambientales dan lugar a circuitos
neuronales diferentes. Por ejemplo, para los pequeños que salen del vientre de una
madre con consumo patológico de sustancias, ese cerebro ya ha reforzado los
circuitos implicados en la adicción. Poco tiempo después de nacer, ya presentan
síntomas de abstinencia porque su pequeño sistema nervioso en desarrollo fue
acostumbrado a esa droga que recibió mientras aún estaba en el útero materno.
Los trastornos del espectro autista no escapan a esta lógica de la importancia
de los factores ambientales. En estos casos se cuenta con evidencia empírica para
las siguientes variables (Arberas y Ruggieri, 2019):

 la exposición a agroquímicos
 el consumo de drogas de la madre durante la gestación
 el nacimiento prematuro
 la edad avanzada de los padres

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 las infecciones virales durante el embarazo
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 sufrimiento fetal durante el embarazo
 dificultades durante el parto, especialmente si hubo hipoxia

Son bastante conocidas las experiencias con niños que fueron privados de
cuidados amorosos durante sus primeros tiempos de vida, dando lugar a
desenlaces fatales. El contacto físico humano es tan imprescindible que su falta
puede llevar a la muerte. A mediados del siglo XIX miles de bebés huérfanos morían
en los hospicios de todo el mundo a causa de una extraña condición que se llamó
Marasmo. Bebés que tenían cubiertas sus necesidades básicas de alimentación,
higiene y abrigo, sanos desde el punto de vista clínico, entraban gradualmente en
un estado de decaimiento que aumentaba hasta que morían. El Dr. Fritz Talbot
descubrió, gracias a las observaciones que hizo sobre una enfermera muy especial
llamada Ana, que aquellos bebés que recibían caricias, contacto amoroso, palabras
emitidas en un tono suave, quienes eran alzados y recibían ternura por parte de otro
ser humano, escapaban a la muerte por marasmo.
Los cuidados por parte de otro ser humano son claves para el crecimiento
sano de un bebé y quienes conocen estos estudios, seguramente, ponen un
especial énfasis en los cuidados maternos.

La madre es la culpable

Durante mucho tiempo se consideró que el autismo podía ser una respuesta de
niños normales a madres excesivamente frías y distantes, a las que se llamó madres
nevera. Esta hipótesis teórica fue transmitida a miles de familias, generando un
terrible sentimiento de culpa sin ningún fundamento empírico, sentenciando a los
niños a vivir confinados en asilos, ya que se creía que los primeros años sin un
adecuado amor maternal habrían perturbado irremediablemente su psiquismo y
debían ser separados de sus familias, puesto que nunca se podrían adaptar a la
vida en sociedad. El origen de este mito surge de la descripción que realizó el Dr.
Kanner del autismo clásico en 1943 y de algunos informes desarrollados

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posteriormente por un grupo de psicoanalistas que sostenían que los padres de
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niños con autismo poseían un alto coeficiente intelectual, interesados
principalmente en el pensamiento abstracto y emocionalmente fríos. Más adelante,
por medio de estudios bien controlados, se arribó a resultados que echaban por
tierra las hipótesis planteadas en relación con la crianza distante (Orniz y Ritvo,
1976). Actualmente, el conocimiento sobre bases biológicas de esta condición es
tal que se puede afirmar que no es causada por factores psicológicos o sociales
(Lorna Wing, 1998).
También se han postulado las ideas contrarias, planteando que es probable
que el niño sea sobreprotegido y por ese motivo no se desarrolle normalmente. La
sobreprotección de la madre, al tratarlo como un bebé indefenso y débil a lo largo
del tiempo, daría lugar a dificultades en el desarrollo y la tolerancia a la frustración.
De este modo, si un niño padecía un retraso en el lenguaje o control de esfínteres,
no se sospechaba un retraso madurativo con base en el sistema nervioso; sino que
se presuponía, desde una lectura psicogénica, un andamiaje materno inadecuado.
De cualquier modo, los dedos parecen indicar siempre a la madre cuando el
desarrollo de un niño no transcurre como se esperaba. Ya sea por déficit o por
exceso, la madre es sentenciada culpable antes de tener siquiera la chance de
juntar pruebas para el juicio y recurrir a un abogado. La comunidad científica ha
juntado pruebas suficientes para afirmar que el autismo es una condición de origen
biológico.
Más allá de los datos científicos que volqué en estas páginas para derribar
algunos mitos en torno a la crianza, no quiero dejar de subrayar un hecho. Tener un
hijo con dificultades en la comunicación es un desafío sumamente doloroso. Hasta
el momento todas las madres que conocí con hijos con algún tipo de CEA han hecho
esfuerzos inimaginables por ayudarlos. En medio de esa lucha, sintiendo el agobio
de pelear cada minuto, cada interacción, cada síntoma, recibir un comentario que
juzga el accionar se siente como si te hundieran la cabeza luego de años de haber
estado nadando sin salvavidas en medio de un mar helado, llevando a tu hijo sobre
tu cuerpo para brindarle el calor que te queda. Las palabras crean mundos y si
hunden a la madre, ahogarán al niño. Hay palabras que duelen y otras que calman.

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También con palabras se pueden construir botes de rescate, aliviar el abatimiento,
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alumbrar el camino y llevar esperanza.

Las personas con autismo viven en su mundo

Las personas con autismo, así como las que presentan cualquier otra
característica, habitan el mismo mundo que nosotros. Perciben el mundo de un
modo diferente, así como es distinta la percepción que se tiene parados desde el
suelo o sobrevolando el cielo en un avión. Si recordamos que el filtrado de la
información es diferente, es fácil entender que los datos que se adquieren desde
una perspectiva u otra también lo son. Del mismo modo, es distinta la construcción
que hacen de sí mismos y del entorno quienes presentan un CEA y quiénes no.
Con esa arquitectura diferente, algunos se refugian en actividades repetitivas que
les brindan orden y tranquilidad, mientras que otros hacen esfuerzos desesperados
por encajar. Al igual que los niños normotípicos, o los que poseen cualquier otro
diagnóstico, los que presentan CEA disfrutan de jugar y compartir si se respetan sus
necesidades. Uno de los grandes problemas de quienes presentan CEA es la
reacción que este tipo de cuadros provoca en los demás. Una persona que padece
cáncer despierta en los demás empatía y deseos de aliviar su sufrimiento. No se la
suele juzgar, incluso aunque haya incurrido en conductas que aumentan el riesgo
de tener esta enfermedad, como fumar en exceso. Lo más frecuente es que su
entorno muestre buena predisposición para acompañar y que todos hablen con esa
mezcla inconfundible de pesar y amor. En cambio, una persona que presenta
autismo es estigmatizada desde el mismo momento en que recibe el diagnóstico;
motivo por el cual, muchos familiares lo ocultan. Quienes padecen CEA con
frecuencia son aislados y burlados, como si la reacción de quienes los rodean no
fuera a impactarlos. Total, viven en su mundo y no se enteran. Tanto se enteran que
tienen 10 veces más chances de suicidarse que la población general (Hirvikoski,
2019). El principal desencadenante no es ninguna de las dificultades propias del
cuadro, no es una dificultad sensorial, o alguna autoestimulación, no son las

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dificultades intelectuales para quienes las tienen, el principal detonante es sentirse
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discriminado.
Las repercusiones del acoso y los rechazos sociales pueden acumularse con el
tiempo. En un estudio realizado en el Reino Unido en 2014, se encontró que dos de
cada tres personas adultas diagnosticadas con autismo informaron que habían
contemplado el suicidio en algún momento de sus vida, particularmente cuando se
enfrentaron a situaciones de bullying (Cassidy, 2014).

Si su cerebro no es normal entonces sólo cabe esperar lo peor

A diferencia de otros órganos, como los riñones o el corazón, que cuando


son dañados no pueden reparar su funcionamiento con estimulación externa, el
cerebro posee una cualidad conocida como plasticidad neuronal. Esto significa que
la estructura y función de las neuronas en parte son moldeables por la experiencia.
La plasticidad neuronal, o neuroplasticidad, es la capacidad del cerebro de
modificarse y desarrollarse. Los aprendizajes que adquirimos las personas
dependen en gran parte de las situaciones que atravesamos. Las experiencias que
se vivan provocarán el desarrollo de cierto tipo de redes y conexiones neuronales.
De este modo, se puede nutrir al cerebro con experiencias ricas para aquellas áreas
que requieran más estimulación.
Así como quién sufre un ACV, y tiene una lesión orgánica en su cerebro, se
beneficia de una adecuada rehabilitación neurocognitiva, los niños con esta
condición también lo hacen. Se han documentado muchos casos de personas que
perdieron alguna función luego de sufrir una lesión en alguna parte del cerebro. El
área de Broca, por ejemplo, es la parte del cerebro humano involucrada con la
producción del lenguaje. Cuando una persona padece una lesión en este sector,
tendrá repercusiones en el habla. No obstante, con una adecuada estimulación
neurocognitiva, podría recuperar el lenguaje. Los resultados dependerán en parte
de la amplitud de la lesión y en parte de la rehabilitación recibida, tanto en intensidad
como en calidad. Lo mismo sucede con quienes presentan CEA, la adecuada

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estimulación puede dar lugar al desarrollo de nuevos circuitos neuronales que
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impactan en el desarrollo de la comunicación y la sociabilización.

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3. Algunas reflexiones sobre los tratamientos y estilos de crianza
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La terapia conductual
La terapia conductual es la base de muchos modelos de aprendizaje y
subyace a la lógica que se utiliza para entrenar a las mascotas.
Este modelo de aprendizaje plantea que hay un antecedente, una conducta y una
consecuencia. Por ejemplo, le pido al perro que me dé la pata (antecedente), me da
la pata (conducta) y lo premio con comida (consecuencia). Si no da la pata se ignora
o castiga (consecuencia). Este tipo de lógica está muy difundida en la educación
tradicional. Por ejemplo, cuando los niños están aprendiendo a dejar los pañales,
les pedimos que cuando sientan deseos de hacer pipí, vayan al baño. Cuando
logran hacer pis en el inodoro, los llenamos de felicitaciones y reconocimientos. De
este modo, al recibir ese premio social, se vuelve más probable que la próxima vez
que sientan deseos de hacer pipí, vayan al inodoro para obtener su recompensa.
Es la lógica del premio y castigo.
Por otro lado, hay otros aprendizajes que se dan simplemente porque dos
eventos ocurren simultáneamente. Este precepto se grafica con el dicho: “el que se
quemó con leche, ve la vaca y llora”. La leche no tiene por qué quemar, pero si nos
quemamos (es decir, si la reacción emocional fue muy intensa), los estímulos que
se asocian a ese momento generan la misma reacción emocional.
A Uriel le encantan todos los animales. Cuando era pequeño, solía pedirle a una
vecina que le prestara su perro para jugar. En varias ocasiones lo trajimos a casa y
pasamos lindas tardes arrojándole un palo para que lo busque y llenándolo de
caricias. En una oportunidad, caminando por la calle, el perro de un desconocido se
acercó a Uriel y le ladró, ocasionando que entrara en pánico. El aturdimiento por los
fuertes ladridos y la actitud desafiante e inesperada del perro mostrando sus
colmillos, generaron una reacción de temor intenso en mi hijo. Ambos estímulos
(perro y temor) quedaron asociados por el solo hecho de aparecer juntos. Antes de
ese episodio, Uriel adoraba los perros; pero a partir de entonces, y por un tiempo,
cada vez que veía un perro cerca reaccionaba con temor. Siguiendo la
premisa de que, si se pueden asociar dos estímulos intencionalmente, también

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podría quebrarse cualquier asociación que causara malestar, se desarrollaron los
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tratamientos más eficaces con los que contamos hoy en día para las fobias
específicas, que se cree responden a una asociación patológica entre un estímulo
neutro (en el ejemplo, el perro) y la respuesta de miedo. Para romper esta
asociación se desarrolló un tratamiento denominado desensibilización sistemática
que consiste en ir presentando gradualmente los estímulos que generan malestar
hasta quebrar la asociación. En nuestro caso, fuimos construyendo una jerarquía
de estímulos relacionados con los perros. Primero un dibujo de un perro, más tarde
una foto, un perro de juguete, más adelante un perro de juguete que ladra, un video
de perros ladrando (primero con el sonido muy bajo y luego cada vez más alto), un
perro muy cachorrito, un perro más grande de cera, para terminar acariciando
distintos perros de gran tamaño.

La terapia cognitiva
La hipótesis básica de este tipo de terapia es que el modo en que percibimos
e interpretamos los hechos, y no los hechos en sí mismos, impacta sobre las
emociones. Para ejemplificar este punto compartiré un recuerdo. Cuando mi hijo
tenía 4 años, estábamos de vacaciones en una hermosa casa ubicada en un barrio
privado. Creo que ese mes debe haber sido el más lluvioso de la historia porque
solamente contabilicé dos días soleados. Uno de esos tantos días, mi suegra había
venido a visitarnos. Durante la mañana, el cielo había estado nublado, pero sin
lluvias, lo que nos había permitido pasear por el barrio caminando sin ninguna
dificultad. Al rato, estando en la casa, el agua comenzó a caer nuevamente. Ella
miró por el enorme ventanal y exclamó con pesar: ¡Qué pena! ¡Van a tener que
quedarse encerrados!
Hacía dos semanas que llovía diariamente. ¿Encerrados? De ninguna manera.
Esos días de lluvia incansable nos habían abierto la posibilidad de disfrutarla. La
galería de la casa se llenaba de pequeñas ranitas que croaban y con Uriel
gozábamos de unirnos a su salto inventando nuestras propias canciones para la
lluvia. Cuando paraba un ratito, chapoteábamos juntos en los charcos,
salpicándonos con barro y riéndonos del clima incapaz de robarnos la diversión.

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La situación no había cambiado, simplemente eran lecturas diferentes. Llovía. La
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lluvia para mi suegra significaba encierro y aburrimiento. Para ella la conducta que
se desprendía era quedarnos adentro, dejando las horas correr, esperando a que
saliera el sol. Para Uriel y para mí la lluvia era regodeo, una invitación a saltar con
las ranas e inventar canciones. Es evidente que las emociones asociadas a las
distintas lecturas son muy diferentes.
El trabajo desde la terapia cognitiva es identificar esas lecturas que hacemos
las personas de las situaciones para flexibilizarlas. Hay lecturas que provocan
mucho sufrimiento, como cuando alguien piensa que es un inútil, que su vida no
tiene sentido o que nunca logrará ser feliz. A esas lecturas las llamamos
disfuncionales y trabajamos sobre ellas para buscar otras interpretaciones de las
situaciones a partir de las cuales se desarrollaron esos pensamientos. Para esto
contamos con una serie de estrategias y recursos que apuntan a generar
interpretaciones alternativas.

Los modelos relacionales


Estos modelos sostienen que los aprendizajes más valiosos e importantes se
producen en el interior de una relación significativa entre dos o más personas. Estos
modelos dan un lugar central a la regulación de las emociones y la educación
emocional. Postulan que los principios que guían nuestra vida y aquello que nos
hace propiamente humanos surgen dentro de los vínculos de confianza. La
capacidad de amar, de reflexionar, de empatizar con el otro, son vistos como los
aprendizajes más valiosos a desarrollar.
Dichos modelos sostienen que no sólo es la madre quien transmite calma,
amor y disfrute, sino que los otros cuidadores significativos también tienen un rol
central en esa enseñanza que no es explícita, pero que moldea modos de relación
que se van desarrollando desde el nacimiento a lo largo de la vida.
Cuando alzamos a un bebé en brazos, lo acunamos, lo miramos a los ojos y le
hablamos con suavidad, le estamos transmitiendo muchas cosas. Cuando un hijo
no se comporta como esperamos y nos ponemos a su altura para mirarlo con calidez
directo a los ojos y con voz calma le hablamos de las emociones que está sintiendo

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y le hacemos saber que estaremos ahí para ayudarlo a regularlas y que lo
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seguiremos amando igual sin importar lo que haya hecho, le estamos enseñando
mucho sobre emociones. Quizás repita el comportamiento no deseado; pero una
vez que logre regular sus emociones y desarrollar la empatía, podrá llevar ese
aprendizaje consigo a otras situaciones diferentes y sentirse seguro y capaz de
avanzar sobre los desafíos.

Los estilos de crianza


Ser madre para mí es una aventura maravillosa que emprendo cada día.
Uriel, mi pequeño gran maestro, me hizo echar por tierra montones de ideas que
tenía acerca de la maternidad antes de que llegara a mi vida y la diera vuelta por
completo. No podemos saber de qué se trata hasta que estamos ahí, con un hijo en
brazos. Observar experiencias ajenas no tiene nada que ver con ser responsable
de la vida de una persona.
Fui criada en una familia tradicional, que siguió un enfoque tradicional de
crianza: el conductual. Igualito al que utilizan los entrenadores de perros. En otras
palabras, me decían que se esperaba de mí. Si lo hacía, me felicitaban o premiaban
con obsequios o permisos, si no lo hacía, me castigaban.
Si sacaba sobresalientes en el colegio, me compraban algo Si me iba mal… no
podía ni pensarlo, eso no era siquiera una posibilidad. Imaginen que si un día planté
una rosa en el patio (sin haber pedido permiso) y me golpearon por hacer algo sin
previa autorización, sacar una mala nota definitivamente no era una opción.
Está clarísimo que el método funcionó muy bien. Fui abanderada desde que tengo
memoria, tengo dos títulos universitarios, varios posgrados y muchos premios por
mi trabajo. Hasta el día de hoy jamás dije una mala palabra delante de mis padres
(o me habrían lavado la boca con jabón) y siempre fui muy respetuosa con mis
superiores.
El método del adoctrinamiento funciona a la perfección para que las mascotas y los
niños hagan lo que queramos o para que nos oculten aquello que saben que no
queremos que hagan. No recuerdo haberme rebelado hasta la adolescencia. Mis
padres me tenían prohibido andar en moto, así que cuando un chico me invitó a dar

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una vuelta lo hice a escondidas y, como eso, escondí mil cosas más que no voy a
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compartir aquí. Todas inaceptables para ellos, pero gratificantes para mí. Una pena
no haberlas podido compartir.
Nuevamente, el método funciona. Por eso hay tantos estudios que avalan la
eficacia del análisis y modificación de la conducta, o ABA, o método Lovaas para el
autismo. Si queremos obtener una conducta, la solicitamos, esperamos a que se
produzca y, cuando aparece, premiamos. Si no aparece, castigamos. Muy sencillo.
Cualquiera lo puede aplicar. Es la receta ideal para una sociedad exitista que mide
y otorga valor a las personas según los logros que obtengan.
El problema aparece cuando esperamos del niño, aunque tenga un formato
corporal pequeño y aún esté en desarrollo, algo un poco más sofisticado a que “nos
de la patita o se haga el muertito” como un perro o, mejor dicho, a que nos mire a
los ojos porque este libro trata de autismo. Entonces nos mira y le damos un
caramelo ¡muy bien! Ahora sabe que cuando se lo pedimos y cumple, obtiene una
recompensa. ¿Habrá aprendido algo de intimidad? ¿Habrá sentido esa comunión
de las miradas que se encuentran para ver más allá de las pupilas? ¿Habrá
entendido algo de la importancia de la mirada al interior de un intercambio humano?
En más de una oportunidad, Uriel se negó a sacarse fotos durante las
reuniones familiares. Entonces, alguno de los presentes le decía: “posa con una
sonrisa que yo después te doy un chocolate”. Claro que es difícil resistirse a esa
propuesta. Para mí es tan difícil que no puedo dejar de reclamar el mío cada vez
que escucho algo así. ¿O acaso por ser grande no merezco premio? ¿O era que
nos sacábamos las fotos por otro motivo y no por el chocolate? Después de que me
negaran mi chocolate, aunque bien merecido lo tenía por la hermosa sonrisa que
puse pese a tener que soportar que chantajeen a mi propio hijo en mi cara, lo llevé
a Uri a ver fotos familiares en las repisas de la casa. Le mostré fotos de mi
casamiento, de él cuando era bebé, de mi abuela que tanto lo quería y ya no estaba
ahí para compartir con nosotros. Le pregunté por qué creía que las teníamos ahí, a
la vista, por qué nos sacábamos fotos y qué sentía él al mirarlas. Con sus palabras
de niño pudo explicar perfectamente la idea: están ahí para recordarnos los lindos
momentos que pasamos con las personas que amamos. ¡Menos mal! Por un

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momento temí que fuera para que los niños aprendan a negarse, así les insisten
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ofreciéndoles chocolate.
La lógica de las consecuencias es pobre comparada con el tamaño del amor
sincero. Siendo apenas una veinteañera caí presa en el encanto de un hombre que
me llevaba una docena de años. Fue desaprobado rotundamente por mis padres a
causa de la diferencia de edad. Me lo hicieron saber y, acto seguido, me retiraron la
palabra por meses. Sabían que no podría soportar vivir así, inmersa en ese silencio
que duele y se siente como esquirlas de hielo que se clavan con cada mirada fría
que se intercambia en el más crudo de los mutismos. Ese era su castigo por mi mala
elección y lo suspenderían ni bien pusiera fin a ese noviazgo. Era su forma de
empujarme hacia lo que a ellos les parecía mejor para mí, de ponerme a andar el
camino que creían correcto y que esperaban para su hija que siempre había sido
un modelo de conducta. Olvidaron el poder del amor, que guía tantas elecciones.
Yo estaba tan perdidamente enamorada que decidí saltar al vacío para emprender
mi primera convivencia de pareja. Sabía que era muy probable que esa relación no
funcionara, pero aun así estaba decidida a seguir adelante, guiada por mis
emociones y deseos. Las elecciones no siempre son por premios y castigos, a veces
otras razones nos impulsan y pesan más que las consecuencias.
Lo que estoy tratando de decir es que las personas tenemos motivos que nos
inspiran a hacer cosas más allá de los resultados, que podemos tener motivos
diferentes y que reducir todo a consecuencias que los actos tendrán sobre nosotros
mismos es una simplificación excesiva de la motivación humana. Si lo pensamos en
términos extremos, alguien puede querer más dinero, pero no va a robar porque no
quiere ir a la cárcel. ¿Si estuviera seguro de que no va a ir preso, robaría? Porque
el premio puede ser muy grande, mucho dinero. El castigo también, ir a la cárcel.
Pero ¿si sólo estuviera el premio? No lo haríamos por otras cuestiones, por los
valores con que nos movemos, porque valoramos ser honestos, íntegros, honrados.
Y los valores no se adquieren mediante premios y castigos.
Cuando aún era joven, y no era creyente, notaba que muchas personas a mi
alrededor se sorprendían cada vez que realizaba algún acto de entrega
desinteresada. Les resultaba inexplicable que ayudara por amor y no sólo por temor

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al infierno o por deseos de asegurarme una bella parcela en el más allá. Durante
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una de las primeras vacaciones que tomé, mientras hacía la especialización en
psicología clínica, ocurrió la catástrofe de Cromañón. Entonces, puse fin a mi
descanso para asistir psicológicamente a las víctimas. A mí alrededor nadie parecía
comprender qué me impulsaba a abandonar las vacaciones para contener y orientar
a un puñado de desconocidos sufrientes. Si hubiera creído que con eso me ganaría
el cielo, entonces todo cobraría sentido; pero no. No eran los premios, no me
pagaban horas extras. No había castigo posible, puesto que no era mi obligación ir
durante la licencia. Realmente estaba disfrutando mis vacaciones, pero no podía
dejar de ir. Era el sentido de comunión, la empatía que desbordaba mi ser, el
sentirme una pequeña parte de un todo en el que cada cual puede aportar para el
bienestar del prójimo. Era imaginar el sufrimiento de esas tantas familias que
perdieron a sus seres queridos de una forma tan atroz lo que me llevaba a querer
aliviar su padecimiento sin ninguna certeza de lograrlo, aunque esos momentos
estuvieran colmados de tristeza y dejaran dolorosas huellas de fuego en mi
memoria. La lógica de las consecuencias no es suficiente para comprender los actos
más intrínsecamente humanos. Por fortuna, fuimos varios los que decidimos asistir.
Por momentos, parecía que no íbamos a dar abasto; pero la solidaridad ganó
terreno en uno de los momentos más tristes de la historia de nuestro país.
Desde otra perspectiva, está la posibilidad de pensar al niño como persona
con derechos, intereses, gustos y sentimientos más allá de la edad o el nivel
intelectual. Es una mirada más respetuosa que entiende que no se trata sólo de
imponer desde fuera lo que consideramos correcto socialmente, sino que podemos
buscar en el interior de cada persona sus motivaciones y las interpretaciones que
hace de los hechos, aunque no tenga palabras.
El ejemplo que conté de la lluvia muestra la presencia de interpretaciones, incluso
no verbales, y cómo algo que podría ser percibido como aversivo pasó a ser
divertido sin necesidad de que mediaran palabras. Las personas construímos
mundos. El modo en que percibimos es singular y eso no nos es impuesto desde
afuera con premios y castigos, lo construimos poniendo de nosotros mismos en
cada momento. Cada mirada, cada voz, cada perspectiva tiene su fundamento y

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queremos guiar a nuestros niños a una construcción que alivie su sufrimiento y les
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permita tomar decisiones a conciencia.
Entender que el niño, no por ser pequeño, deja de ser una persona es el
primer punto para emprender un camino respetuoso. Cuando esperamos obtener
determinadas conductas a base de reforzadores olvidamos mirar dentro de los
chicos. ¿Qué lo motiva? ¿Qué siente? ¿Qué lo enoja? ¿A qué le presta atención?
¿Cómo está procesando la situación?
Un día iba caminando con Uriel y se puso a llorar de repente muy angustiado. –
¿Por qué le hicieron eso al árbol? – preguntó, mientras me mostraba las ramas que
yacían en el piso luego de la poda. Me suplicó que lo ayudara a ponérselas de
nuevo. Para él, ese árbol había sido descuartizado, desmembrado, imaginaba que
el árbol había sufrido el mismo dolor que sentiría él si alguien le cortara los brazos.
Esa era su visión particular de la situación.
Nunca falta alguna señora mayor que dice “los varones no lloran” y me da la
oportunidad de agradecerle su atención y aclararle que mi hijo no habla con
desconocidos. Tantas veces se enseñó conductualmente a disimular las
emociones, a callarlas, como si fuera malo sentir, incluso sin saber el motivo de la
emoción. Después nos sorprendemos cuando las personas tienen dificultades para
poner en palabras su sentir y aparecen reacciones impulsivas, pero si nunca
tuvieron la oportunidad de experimentar sin barreras una emoción y ser aceptados
y contenidos, si no tuvieron la posibilidad de nombrar las diferentes emociones y
compartirlas, cómo esperamos que tomen las decisiones importantes en un futuro
si no les fue permitido conectar con su interior.
Yo estaba fascinada. Un exceso de empatía siempre es mejor que su déficit y
veníamos trabajando tanto en ponerse en el lugar del otro y buscar el bienestar
común que por poco me pongo a llorar yo también, pero de alegría. Supongo que la
señora me habría dicho que las mujeres no tenemos que llorar porque nos afea ¡y
a mi edad encima nos arruga!
Uriel me mostró el camino de la crianza respetuosa, me invitó a sacudirme
los prejuicios y a amarlo así como es. Mi idea de crianza me aleja de los métodos
conductuales y me lleva de lleno a los relacionales y cognitivos. No quiero doblegar

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su voluntad y entrenarlo para que sea un autómata que obedece ciegamente a la
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autoridad sin entrar en contacto con sus propias ideas. Quiero zambullirme en su
interior para empaparme con sus deseos y reflexiones. Estoy convencida de que si
nos atrevemos a entrar al mundo de los niños, con o sin autismo, encontraremos
una magia difícil de explicar. Ellos nos tocan el alma y nos cambian para siempre
cuando en lugar de imponer nuestra visión adulta, nos interesamos por comprender
su infancia. Uriel me dejó entrar a su mundo para mostrarme que piensa diferente,
por sí mismo, y que hay cosas que nadie le enseñó y las pensó él solito. Que tiene
sus propios gustos, como la manteca y la música, que a mí me son totalmente
ajenos. Que tiene sus propias necesidades, que a veces nada tienen que ver con
las exigencias de la realidad. Que entrar en su interior y encontrar su esencia es
maravilloso. Quise ser su guía, pero es él quien me guía a su modo único, diferente,
como él, como todos.

¿Qué es entonces la crianza respetuosa?


Es reconocer que todas las personas, sin importar su edad, nivel de
desarrollo o patología, tienen derechos que deben ser respetados. Al nacer, y por
mucho tiempo, los seres humanos necesitamos de otro ser humano para cubrir
nuestras necesidades. Y las necesidades no son solamente físicas, sino también
emocionales. Basta recordar los estudios sobre Marasmo para comprender que
necesitamos ser aceptados y amados para sobrevivir. No alcanza con la
alimentación, el abrigo y la higiene.
Si un niño llora estando limpio, sin hambre, simplemente porque quiere upa
y lo dejamos llorar para que no se acostumbre a los brazos o para que aprenda
cuanto antes a resolver ese malestar que desde los ojos de adulto puede ser
irrelevante, lo estamos privando de sentir nuestro calor, nuestro amor, de cubrir su
necesidad afectiva. De pequeños son muy demandantes. Por sobre todas las cosas,
nos reclaman amor. Que estemos ahí para ellos.
Además de buscar en su interior aquello que emerge de su propia persona,
también debemos mostrarles algunos aspectos que hacen a la vida en comunidad.

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Hay ciertas normas sociales, como saludar, comer con cubiertos o mantenerse
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aseado, que deben ser respetadas para que todos nos sintamos a gusto.
Muchas veces padres de niños me preguntan cómo pueden hacer para que sus
hijos se quieran bañar, ya que a la hora del baño suele librarse una guerra hasta
lograrlo o darse por vencidos. Han probado distintos castigos que van desde no
dejarlos jugar con la Play Station hasta después del baño o amenazarlos con que
esa noche no tendrán postre, hasta arrastrarlos y meterlos bajo la ducha a la fuerza.
Si bien a Uriel actualmente le encanta bañarse, ha habido momentos en los que, al
igual que cualquier niño, no quería dejar de jugar y eso era lo que hacía que
postergara el momento del baño. Si ese es el problema, podemos pensar con ellos
a qué jugar durante el baño, realmente los juegos con agua pueden ser muy
divertidos.
Pero volvamos un poquito más atrás. Nosotros como adultos no nos bañamos para
después jugar videojuegos o para recibir nuestro postre, nuestras parejas no nos
llevan a la rastra a la ducha (y si fuera así, sería mejor replantearse esa relación).
Tenemos otras motivaciones, queremos estar limpios, nos incomoda sentir la
sudoración y la suciedad del día. Esa es la razón por la que tenemos ese hábito. Si
somos respetuosos con nuestros niños, podemos explicarles y mostrarles estos
motivos. A veces es tan sencillo como invitarlos a oler los zapatos y medias y,
además, bañarse no tiene por qué ser aburrido y desagradable. Mientras aún no
requieren intimidad, podemos hacerles compañía y conversar. El baño da cierta
privacidad que permite charlas inolvidables. También podemos pensar juegos para
el agua, preparar un baño de espuma, llevar vasos de distintos tamaños, preparar
animalitos de goma eva para rescatar con pinzas o coladores (podemos armarlos
con ellos), hacer pequeños agujeritos en la tapa de una botella y tener una mini
duchita para enjuagarse. Lo mejor de todo es pedirles ideas a ellos, son muy
creativos y estarán más motivados que nunca porque van a jugar justo a aquello
que se les ocurrió y desean.
Los caminos que se siguen con una crianza tradicional o con una respetuosa son
diferentes y conducen a distintos destinos. En la crianza respetuosa no hay atajos.

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Es más parecido a hacerse camino al andar por un sendero que se descubre juntos,
35
teniendo en cuenta los sentimientos y pensamientos de los niños.
Vayamos a otra situación, al caminar por la calle es común observar algún
niño llorando, gritando y golpeando a su cuidador. Casi siempre podemos advertir
la angustia en su rostro. Frecuentemente, a su lado hay un adulto gritándole aún
más fuerte y en su cara se evidencia la ira por la conducta del niño. Pueden gritarle
que la corte, que la termine o bien amenazar con golpearlo si continúa con ese
espectáculo. Por un segundo, imaginemos que ese niño es un amigo adulto muy
querido, está angustiado, tan angustiado que llora a gritos (no importa el motivo,
estos pueden ser muy variables). ¿A un amigo le gritaríamos que se calle? ¿Lo
amenazaríamos si no corta con su reacción emocional? Claro que no lo haríamos.
Entre adultos normalmente no nos faltamos el respeto porque entendemos que
tenemos derechos y dignidad: “somos un ser humano con todas las letras”. No
olvidemos que los niños también lo son. Pensemos qué transmitimos cuando
gritamos y amenazamos. En lo personal creo que enseñamos a gritar, a amenazar,
a manipular y que el más fuerte se sale con la suya a expensas del más débil.
Enseñamos que los errores merecen ser castigados y que los actos deben
ejecutarse por miedo a las consecuencias, no por entender la lógica que subyace o
por convicción de estar haciendo lo correcto. También enseñamos que no nos
importan las emociones, sólo los actos, y que estamos dispuestos a dejar que
desborden las de los adultos para acallar las de los niños.
Esconder las emociones no es regularlas. Esto último implica poder aplacar su
intensidad cuando necesitamos seguir adelante o cuando el ambiente no permite
su expresión (por ejemplo, el llanto en una reunión laboral no sería apropiado).
Esconderlas dentro de los vínculos más cercanos involucra fingir, impostar, dejar de
ser nosotros mismos para no perder ese amor que nos es tan vital.
Si cuando un niño llora, grita y golpea le hacemos saber que entendemos su enojo,
que percibimos su angustia, que sus golpes nos duelen y por eso le pedimos no nos
golpee, pero que lo amamos y vamos a permanecer a su lado abrazándolo hasta
que el tormento pase, entonces educamos con respeto. Empatizamos, sentimos su
emoción y la aceptamos, la dejamos ser hasta que se regule dando seguridad de

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que estaremos ahí para él. No olvidemos que la educación emocional es parte de
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nuestro trabajo como padres. Y educar en las emociones no es eliminar las que nos
incomodan, es permitir que todas surjan y fluyan, nombrarlas, mostrar con
amabilidad el impacto en el otro, pensar soluciones juntos y hacerle saber que
cuentan con nosotros.
A veces parecemos olvidar que todos somos diferentes, por nuestra historia,
nuestras vivencias, nuestra edad. Y que por ser diferentes tenemos ideas distintas
sobre las cosas y no por eso las nuestras son mejores. Las otras también tienen su
razón de ser y podemos comprenderlas si nos ponemos, honestamente, en el lugar
del otro. Si pensamos como niños cuando estamos con pequeños, si tenemos en
cuenta los estímulos sensoriales cuando compartimos un espacio con niños con
desregulación sensorial, si entendemos la prisa calma de los adultos mayores que
saben que su tiempo se acorta.
A veces parecemos olvidar que lo que da sentido a nuestra existencia no son
los premios, no es el juguete para el niño, no es el dinero para el adulto: es el amor
lo que mueve nuestro mundo.

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4. Los primeros síntomas y el trastorno del procesamiento sensorial
37

Quienes tenemos un hijo con un desarrollo atípico hemos sentido esa


sensación interna de que algo no va bien. Esa intuición que suele ser bastante
previa al reconocimiento del problema por parte del equipo médico que recibe
nuestras consultas.
Para la mayoría de las familias se arriba al diagnóstico entre los 18 y los 36 meses.
Sin embargo, en muchos casos ya pueden rastrearse con anterioridad ciertos
indicios de un desarrollo atípico, lo cual es aún más notorio cuando existe también
un trastorno en el procesamiento sensorial.
Recuerdo que una de mis primeras preocupaciones fue relacionada con el
sueño. Hasta pasados los dos años Uriel solía despertarse cada 10 a 15 minutos,
convirtiendo las noches en el trabajo más agotador que alguien pueda imaginar.
Comentaba a todo mi entorno sobre mi cansancio y la espera ansiosa porque su
ciclo de sueño y vigilia se regulasen. Pasar noche tras noche sin dormir, durante
meses que se hicieron años, me parecía más cercano a una tortura que a aquellos
relatos cálidos que suelen escucharse de las madres de lactantes. Llevé mi
inquietud a varios pediatras. Realmente estaba aniquilada por el sueño y sentía que
eso estaba afectando mi humor y mi capacidad de pensar. Los pediatras repetían
la misma respuesta incansablemente: los bebés duermen mal. Y en el fondo me
acompañaba esa profunda sensación de que algo no andaba bien, sin importar qué
dijeran los médicos. Más adelante me llamarían la atención otras cosas.
La hipersensibilidad auditiva se hizo notar tempranamente. No solamente era
llamativa una hiperreacción a los sonidos fuertes, como sirenas de ambulancias o
martillazos, también era extrema la reactividad a sonidos mínimos tales como el
zumbido de los mosquitos o el ruido del gas al destapar una gaseosa. Cuando el
sonido era muy intenso era bastante sencillo atribuir el llanto a los sonidos, pero
cuando se trataba de sonidos suaves tardamos mucho tiempo en comprender qué
era lo que lo perturbaba. Tantas veces fue incomprensible para quienes lo
cuidábamos ese llanto a gritos, desgarrador, repentino, que pudimos ir descifrando
poco a poco al descubrir qué sonidos lo asustaban. Su hipersensibilidad auditiva

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era tal que si estaba durmiendo y alguien leía a su lado el sonido de pasar la página
38
era suficiente para que despertase. El camino a recorrer fue atravesar el dolor y
buscar cómo acercar con amor y diversión los estímulos que lo perturbaban para
que pudiera ir cambiando el significado que les atribuía. Para estos sonidos mínimos
estuve semanas pensando qué podría hacer, cómo jugar con él para que pudiera
asociar el disfrute a esos ruidos. En algunas ocasiones simplemente dejé algo
sonando muy suavemente y lejos de él, para permitirle que se acerque
gradualmente. Eso hizo, por ejemplo, con un cepillo de dientes eléctrico que escondí
debajo de algunos almohadones para apaciguar el sonido. Uriel se molestó un poco,
pero con el correr de los días se fue acercando cada vez más hasta que lo tomó
entre sus pequeñas manos y se dispuso a jugar a lavarle los dientes a un muñeco.
En algunas oportunidades me llevó más tiempo pensar qué hacer que lo que le llevó
a Uriel revertir su temor. Una tarde compré serpentina en un cotillón pensando que
el sonido era similar al de los aerosoles y gaseosas al destaparlas. Le propuse a Uri
ensuciar el vidrio de la casa con chorros de papel. Se lo presenté como si fuera el
mejor plan del año, con mi cara rebosante de entusiasmo y utilizando el tono de
alegría de quién está por participar de la mejor fiesta de su vida. Resultó perfecto.
Vaciamos 2 pomos de serpentina sobre el vidrio de la ventana y el piso del living
mientras los dos hacíamos algunas exclamaciones onomatopéyicas de tipo “¡Guau!”
“¡Iupiiii!” “¡Iuju!”, ya que su lenguaje aún era pobre pero suficiente para convertir ese
momento en magia.
También fue notorio desde muy pequeño el disgusto que sentía por el
balanceo. Los padres de otros niños nos decían que sus pequeños se dormían en
el auto o que disfrutaban de la mecedora. Este desagrado que mostraba Uriel
respondía a su hipersensibilidad vestibular.
El sistema vestibular regula nuestro equilibrio. Permite situar nuestro cuerpo en el
espacio y da sentido al balanceo. Para quien tiene un sistema vestibular
hipersensible, un pequeño balanceo puede ser vivido como subirse a una montaña
rusa. Un leve vaivén lo molestaba tanto que, siendo apenas un bebé de pocos
meses de vida, podía pasar horas de viaje en auto sin pegar un ojo y rompía en
llanto cuando lo subíamos a una hamaca. Esto fue cediendo poco a poco, pese a

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mi tamaño decidí subirme con él a las hamacas de la plaza para niños y comenzar
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a moverme muy lentamente mientras lo abrazaba con tanta fuerza como amor. De
a poco cada vez fue disfrutando más del movimiento rítmico del balanceo y fue
pidiendo más intensidad en el mismo. Las hamacas del parque se convirtieron en
aviones que lo llevarían más allá de los árboles si lo empujaba con la fuerza
suficiente, en cohetes capaces de llevarlo hasta la luna que vislumbrábamos por las
tardes y en barcos piratas que nos llevaban a tierras remotas si el impulso era
suficiente. Más tarde compré una hamaca paraguaya que instalé en el living y poco
a poco se fue convirtiendo en un lugar de juegos, canciones, disfrute y descanso.
La fascinación por los objetos giratorios era tal que Uriel se inclinaba hacia
un costado cuando lo llevábamos en su carrito para observar las ruedas al rodar.
Recuerdo con cierta ternura que durante el verano mi hijo disfrutaba entrar a los
diferentes locales del barrio y mirar hacia el techo para descubrir los ventiladores.
Los empleados que conocían su sonrisa al verlos andar, encendían los ventiladores
para él y con eso parecían encender también su alegría.
El terror a bañarse, especialmente a mojarse la cara y la cabeza, era tan
grande que cuando llegaba el momento de bañarse, los gritos lastimosos me daban
ganas de llorar con él. Nuevamente fue con paciencia e inventando juegos con agua
que pudimos superar ese desafío. Tantas veces me puse el traje de baño y entré a
la bañadera con él para jugar a mil cosas diferentes: a la lluvia con un vaso con
agujeritos, a la fuente con un trozo de manguera, a la guerra con trozos de esponja,
a sostener con equilibro en la cabeza una esponja mojada, a bañar a los muñecos
y a cada cosa que se nos ocurriera.
Pero la aversión no era sólo a bañarse, también era a ensuciarse. El contacto en
cualquier parte de su cuerpo con alguna textura pegajosa, viscosa o arenosa
provocaba en él una reacción de horror. Un miedo extremo podía adivinarse al ver
cómo su pequeño cuerpo se ponía rígido y tembloroso mientras su cara
empalidecía. Cualquier intento de explicarle que el puré, la arena o lo que fuera que
había tocado no era peligroso, resultaba inútil. Solamente funcionaba limpiarlo con
una servilleta y abrazarlo con firmeza y paciencia hasta que el malestar se diluyera
con el paso del tiempo.

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Todo lo descripto hasta aquí son síntomas de un trastorno del procesamiento
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y la regulación sensorial. Este fue el primer diagnóstico que recibimos poco antes
de que Uriel cumpliera apenas 2 años.
El trastorno del procesamiento sensorial es una disfunción a nivel del sistema
nervioso para procesar e integrar adecuadamente la información recibida del
entorno a través de los sentidos (visual, auditivo, gustativo, olfativo y táctil) y la
información proveniente del propio cuerpo (propioceptivo y vestibular).
Cuando un bebé nace se ve abrumado por estímulos provenientes de los
diversos sentidos que no puede significar. El mundo es caótico en un principio.
Gradualmente, conforme va interactuando con el ambiente y con sus figuras de
apego, va ordenando ese torbellino sensorial. Los niños que tienen un trastorno del
procesamiento sensorial de tipo hipersensible, tienen dificultado ese ordenamiento.
No encuentran fácilmente la calma ya que vivencian como amenazantes estímulos
inocuos, tales como el sonido de alguna máquina o ser balanceados. Cuando se
enfrentan a estímulos que sobrepasan su capacidad de procesamiento pueden
aparecer rabietas. Es importante recordar que frente a determinadas sensaciones
pueden verse desbordados y reaccionar con ira, pánico o aislamiento. Ayudarlos a
lidiar con diferentes estímulos y ordenar su mundo será uno de nuestros primeros
objetivos.
Los niños que reciben el diagnóstico de trastorno del procesamiento sensorial
son remitidos a sesiones de terapia ocupacional, a fin de facilitar dicho
procesamiento. Usualmente se indican “dietas sensoriales” que consisten en una
serie de ejercicios específicos de acuerdo a cómo se presenta la dificultad en cada
niño.
En el caso de Uriel había una hipersensibilidad a los estímulos provenientes de los
sentidos auditivo, táctil, propioceptivo y vestibular. La indicación fue acercarlo
gradualmente a aquellos estímulos que le provocaban displacer, respetando sus
tiempos. Sabía por mi formación como terapeuta cognitiva-conductual e
investigadora en salud que la desensibilización sistemática es altamente eficaz para
combatir algunas reacciones de ansiedad y era claro que Uriel presentaba en
ocasiones reacciones asimilables al pánico.

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Recuerdo que una de las primeras indicaciones fue procurar que tocara distintas
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texturas y se nos sugirió comenzar por espuma de afeitar y gel para el cabello.
Nunca olvidaré aquel primer día. Bastó que tocara la espuma con la punta de sus
dedos para que su rostro empalideciera de repente, sus pequeños puños se
agarrotaran y quedara inmóvil mirando al vacío. Lo abracé con fuerza y sentí su
corazón acelerado. Fue un momento sumamente duro, ya que naturalmente todos
los padres queremos evitar el sufrimiento de nuestros hijos y él claramente estaba
sufriendo. ¿Qué estaba pasando? ¿No habría sido suficientemente gradual? Tal vez
habría sido mejor empezar con algún instrumento para que tocara las texturas sin
que las sintiera en sus deditos, pensaba.
Explicarle a un niño que sentiría malestar al principio, pero que luego se iría
aliviando, tal como solemos hacer con los adultos, era absurdo. Con un niño que
por entonces no tenía lenguaje, armar una jerarquía para provocar un acercamiento
gradual era una tarea ardua. Decidí presentarle todos los días un poco de espuma,
dejando que él se acercara sólo si quería, y un palito, por si no quería ensuciarse
los dedos. Por supuesto que pasaron unos cuantos días sin que mostrara ningún
interés en acercarse a la espuma.
La solución para nosotros apareció después, de casualidad, casi sin imaginar
que se convertiría en una guía para muchos otros desafíos y dificultades. Con el
objetivo de acercarlo a diferentes texturas compré temperas de colores y pintura
para dedos. Uriel evitaba sistemáticamente tocarlas con cualquier parte de su
cuerpo y, si por algún motivo su piel entraba en contacto con las pinturas,
nuevamente aparecía el pánico. Un día compré un enorme pote de témpera. La
sucesión de noches sin dormir hizo que agotada por el cansancio y el sueño,
tropezara y cayera al piso junto con el pote que se rompió en mil pedazos
ensuciando las baldosas y salpicando las paredes y los muebles. Miré el desastre
de mi casa. Podía contemplar mi orgullo herido y sentir el dolor en las piernas y las
manos resbaladizas por la témpera. Efusivamente y al borde de las lágrimas
exclamé: ¡qué enchastre! Y Uriel comenzó a reír con todas sus ganas. Entonces,
entusiasmada con sus carcajadas, olvidé el dolor de mi cuerpo provocado por la
caída y me ensucié más las manos repitiendo: ¡qué enchastre! Y volvió a reír. Así

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fui ensuciándome cada vez más sin levantarme del charco de pintura azul, mientras
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él me acompañaba con su risa, hasta que por su propia voluntad tocó la tempera y
continuó riendo. Aún conservo el mantel blanco que estaba tendido ese día sobre
la mesa. Quedó teñido para siempre con gotas azules que me recuerdan lo valioso
de aquel despertar de nuevo a la vida.
A partir de ese día decidí esforzarme por hacer cada situación tan divertida
como pudiera. De modo que, en lugar de sufrirla, la disfrutáramos. Hasta ese
momento, siguiendo un enfoque conductual, pensaba que si lo acercaba
gradualmente a los estímulos aversivos se produciría un acostumbramiento y el
malestar desaparecería, tal como sucede en las fobias cuando se aplica
desensibilización sistemática. A partir de entonces comencé a pensar que lo mejor
no era ayudarlo a tolerar con desagrado determinados estímulos, sino ayudarlo a
significarlos diferente. No tenía sentido utilizar las técnicas clásicas de
reestructuración cognitiva con un niño de 2 años, pero me estaba faltando la
resignificación cognitiva que podría transformar en agradables aquellos estímulos
que le causaban displacer y estaba dispuesta a usar toda mi creatividad para
lograrlo.
Recuerdo una tarde que lo había llevado a una sesión con su terapeuta
ocupacional. En la cocina del departamento en que tenía su consultorio había una
puerta que hacía un horrible sonido con las bisagras al abrirse y cerrarse. Uriel fue
sorprendido por ese ruido y entró en pánico. Cuando pudo calmarse, le pidió a su
terapeuta que por favor no abrieran esa puerta durante su sesión de terapia. Ella le
respondió que eso no sería posible, más personas trabajaban ahí y no podía
impedirles el uso de una parte de la cocina, debía acostumbrarse a que de repente
podría surgir algún sonido molesto. Si bien era lógico, comprensible y sensato lo
que le explicó su terapista ocupacional, no lo era para Uriel que sufría ese sonido
como si alguien utilizara un martillo neumático para taladrar sus tímpanos. Con el
afán de resignificar los estímulos desagradables, inventé una historia. Le conté que
había un pequeño monstruo que era muy juguetón y adoraba a los niños. Solía
aparecerse de repente en cualquier lugar con el solo fin de divertirse con el pequeño
al que había ido a visitar. Entonces un día hice un pequeño muñeco de masa,

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regordete y con 5 ojos y lo escondí en mi bolsillo, lo saqué y fingiendo la voz, hice
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chistes y juegos. Luego hice algo similar en su mochila. Lo hice aparecer durante el
almuerzo y pedir cosas repugnantes para los humanos y deliciosas para este
pequeño monstruo que amaba jugar a las escondidas. Hasta que, finalmente, lo
llevé a al consultorio de la terapista ocupacional. Con su consentimiento lo escondí
en la alacena, justo detrás de la puerta que tenía las bisagras desgastadas. Sugerí
que me pareció escuchar a nuestro amigo monstruo y Uri fue de buen grado a
buscarlo. Por momentos, dudó en abrir las puertas. Pero cada vez fue tomando más
y más coraje, hasta que encontró al pequeño monstruo y soportó alegremente el
precio de escuchar ese ruido espantoso. Una vez más la resignificación le había
ganado terreno a la hipersensibilidad.
Su terapista ocupacional informó que las dificultades motoras de Uriel podían
explicarse por fallas en el sistema propioceptivo. Este sistema recibe estímulos a
través de los músculos, tendones, ligamentos y articulaciones y nos
da información acerca de la posición y el movimiento de nuestro cuerpo en el
espacio. Para mejorar su funcionamiento hay diferentes estrategias a implementar.
Una de mis preferidas fue la adquisición de una hamaca elástica, que alternaba con
la hamaca paraguaya común. Estar dentro de la tela elastizada le permitía a Uriel
ejercer presión con sus brazos y piernas y sentir en sus músculos y articulaciones
la resistencia de la tela. Yo solía jugar desde fuera, buscándolo con mis dedos,
simulando animales para que intentara atraparlos, luego me escondía y volvía a
aparecer buscando su mirada y su sonrisa. Hemos emprendido viajes por mares
calmos y tempestades a bordo de nuestro barco-hamaca. También hemos viajado
al espacio, donde debimos esquivar meteoritos, rebotamos en planetas con
superficie saltarina y, alguna que otra vez, una nave espacial se estrelló contra
nosotros. La versatilidad de ciertos objetos es increíble y cuando se pone el corazón
en el juego, las opciones parecen infinitas.
Lamentablemente, las dificultades motrices impactan de lleno en la vida
cotidiana. Vestirse, calzarse, sacarse la ropa, saltar, mantener el equilibrio, servirse
agua, dibujar, subir la escalara, jugar en la plaza, todo es un desafío inmenso.
También en esta área recibimos muchos comentarios del estilo “ya está en edad

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de...”. Ya está en edad de ponerse las medias solo, de sacarse la remera, de colgar
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su campera, de usar zapatillas con cordones, de servirse agua, etc. Como si fuera
tan importante cumplir con determinado estándar social. Porque ya saben cómo es
esto, en China al año los chicos ya no usan pañales y el hijo de la vecina antes de
los tres años ya andaba en bicicleta sin rueditas. Para recuperar el humor y la
creatividad me fue muy útil sacudirme las exigencias y aceptar que nuestro camino
no es el estándar. Nuestro camino es diferente y a nuestro ritmo. A mí no me importa
que Uriel siga usando zapatillas con abrojo. Honestamente, no está en mi lista de
prioridades. Sí me importó que aprendiera aquellas cosas que le darían autonomía
en un futuro, a sabiendas de que le llevaría más tiempo y de que tendría que tolerar
la frustración de hacer muchos esfuerzos para logros mínimos, por lo cual
necesitaríamos motivación extra. Dentro de esas cosas que brindan autonomía
estuvo aprender a vestirse. Los momentos de cambiarse fueron bastante
tormentosos cuando Uriel era muy pequeño, hasta que comprendí que solamente
debía comprar prendas de algodón y cortar las etiquetas. Ya superada esa etapa,
usaba los momentos de cambiarlo para jugar con él a esconderlo y esconderme
detrás de su ropa para reencontrarnos de nuevo en una mirada y una sonrisa.
También en ocasiones le ponía las prendas en cualquier lado para aumentar la
interacción, las medias en la mano o el pantalón de sombrero. Realmente era un
momento muy ameno y divertido para nosotros. Cuando me decidí a que era hora
de que se cambiara solito, miré montones de tutoriales sobre “cómo ayudar a tu hijo
a ponerse una remera”. Así fue que un día elegí la remera más amplia, con motivos
en el frente, cuello enorme y con el discurso animado de “¡Qué grande estás! ¡Ya
estás listo para cambiarte solito!”. Me encontré con medio intento de Uriel de
ponerse la remera, seguido por un “no me sale”. Y era verdad, sabía que le iba a
costar mucho y esto no le resultaba nada motivante. El intento seguido del fracaso
no motiva a nadie, aunque lo haya felicitado y le haya explicado que cada nuevo
aprendizaje lleva su tiempo. Entonces, luego de pensar varios días, me puse un
traje de baño y le dije que íbamos a hacer el baile de la ropa. Siguiendo la melodía
de “Don Pepito y Don José” armamos la coreografía de la vestimenta, jugando a
que las prendas preguntaban por las partes del cuerpo, cantando rítmicamente -

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¡Hola don bracito! ¡Hola don Uriel! ¿Pasó usted por la manga? Por la manga yo
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pasé...-, mientras ambos nos íbamos poniendo la remera. Esta vez la predisposición
al aprendizaje era enorme. En realidad, al juego; pero eso es lo esperable en los
niños. En medio de risas, bailes y canciones practicamos vestirnos y al cabo de
unos meses, Uriel había aprendido a vestirse y desvestirse solo. Una vez más el
desafío era transformar en un juego compartido y agradable las metas que teníamos
por delante.
Algunas situaciones requerían una solución casi inmediata y mi potencial
creativo parecía estar agotado por momentos. La tristeza que espera al acecho todo
el tiempo a que algo salga mal para recordar lo empinado del camino, el cansancio
por la energía volcada en cada actividad compartida y la constante formación para
poder guiar a mi hijo, parecían devorarse la creatividad en mis momentos de fastidio.
En una oportunidad, por recomendación terapéutica, le solicité a la maestra de
inglés tener desde el inicio del año las canciones que utilizaría durante el mismo.
De este modo, Uriel estaría familiarizado con las melodías y eso podría aumentar
su sensación de seguridad durante las clases. La docente se negó al pedido
argumentando que al final del año todos los niños tendrían de regalo un CD con las
mismas y que cada niño aprendería lo que pudiera durante el ciclo escolar.
Lamentablemente, una vez más, el desconocimiento sobre las características de los
trastornos del neurodesarrollo dio lugar a una respuesta que nada tenía que ver con
el pedido específico que había realizado. Hacia mediados de año, cuando Uriel
cursaba preescolar, la maestra escribió en el cuaderno de comunicaciones: “Hoy
Uriel se angustió mientras trabajábamos el vocabulario con un video. Le expliqué
que es para aprender los números, que a sus amigos les gusta y que es divertido,
pero me pidió retirarse cuando vuelva a ponerlo. Les pido por favor que lo ayuden
a entender que no pasa nada malo en ese video, no lo voy a usar los próximos días
así les doy tiempo a resolverlo pero les pido por favor que lo conversen antes de la
semana que viene. La canción es Hickory dickory crash y pueden encontrarla en
Youtube.”.
Lo primero que pensé fue que eso no tendría que haber pasado. Se habría podido
evitar si tan sólo hubiera cumplido con el pedido terapéutico. Pero no, ahora

[email protected]
teníamos un chico angustiado, que quería huir de su clase de inglés y una maestra
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que nos apuraba a resolver una situación precipitada por su propia negativa. Esos
pensamientos no me conducían a ningún lado, me encerré a llorar en el baño unos
minutos. Otra vez estaba en el mismo lugar llorando incomprensión. Las lágrimas
tampoco me llevaban a buen puerto y, honestamente, no se me ocurría nada
productivo para hacer. Salí del baño y, cuando logré tranquilizarme, le pregunté a
Uriel por su clase de inglés y le comenté que su seño me había escrito porque él se
había puesto mal con una canción. – ¡Es que se rompe el reloj y hace un ruido muy
fuerte! – dijo. Tan simple y claro. No era el contenido del video, era lo estruendoso
del sonido lo que generaba su malestar. Le propuse mirar juntos el video sin sonido
y así lo hicimos. El video muestra un reloj de pie al que van subiendo distintos
animalitos, cada uno marca una hora, hasta que al final sube un elefante y el reloj
se rompe. Miramos el video varias veces con la computadora muda, luego fuimos
subiendo de a un punto el volumen hasta que pudo tolerar la canción completa.
Repetimos ese sistema durante varios días seguidos. A medida que Uriel iba
tolerando mejor la canción, y el tiempo iba calmando mi bronca, pudimos comenzar
a jugar. Mientras le cantaba la canción, jugaba como si él fuese el reloj y mis manos
los animalitos que suben. Aprovechaba para hacerle cosquillas, para frenar la
melodía y que él la continúe con su vocecita, y para masajearlo cuando llegaba la
parte del elefante.
Ese sería uno de nuestros desafíos: transformar en agradables y divertidos
aquellos estímulos que le provocaban displacer. La bronca, el cansancio, la
incomprensión o la tristeza no nos iban a arrebatar la posibilidad de sentir el placer
de jugar juntos. Y así tuvimos cientos de experiencias llenas de payasadas,
diversión, disfrute compartido y superación de dificultades sensoriales.

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5. Cuando el diagnóstico cambia: los trastornos del espectro autista
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El primer diagnóstico que recibimos por parte del neurólogo, cuando Uriel
tenía alrededor de un año y medio, describía perfectamente muchas de las
conductas y reacciones atípicas de mi niño. La hipersensibilidad en los distintos
sistemas sensoriales (auditivo, táctil, gustativo y propioceptivo) así como la baja
tolerancia a la frustración y la torpeza motriz ahora cobraban sentido como signos
de un cuadro: el trastorno de regulación sensorial.
No obstante, había algo inquietante, que no lograba ser contenido dentro del
diagnóstico, algo que me llevaba a la sensación de estar al borde de un abismo,
algo inexplicablemente perturbador que parecía irreductible pese a los marcados
esfuerzos terapéuticos.
Uriel siempre fue muy receptivo a mis caricias. Desde recién nacido se calmaba al
escuchar mi voz y solía encontrar paz en mis brazos. Recuerdo infinidad de paseos
en los que, cuando mi espalda ya no podía soportar su peso, lo sacaba a dar una
vuelta en cochecito y al percibir su tormento por algún sonido, lo tomaba con fuerza
en un brazo y con el otro empujaba el carrito. Tengo tan presentes los comentarios
de amigos y familiares sugiriendo que lo estaba mal acostumbrando y que me
tomaba el tiempo, que debía dejarlo llorar porque no estaba pasando nada. Era
verdad, no estaba pasando nada perceptible para ellos, pero sentía mi corazón
desgarrarse con ese llanto turbulento brotando desde el más profundo sufrimiento
de mi hijo. Percibía ese dolor que solamente pudo cobrar sentido una vez que
comprendí que su cerebro procesaba diferente los estímulos y que sus reacciones
excesivas por estímulos imperceptibles para los demás, no eran exageradas para
su propia percepción. Si él escuchaba una bocina como el estallido de una bomba
en el interior de su oído, ¿qué posibilidad había de que disfrutara un paseo por la
ciudad?
Poco a poco Uriel fue tolerando mejor algunos estímulos. Cada día avanzaba
superando desafíos sensoriales a la par que yo ganaba confianza en inventar juegos
entretenidos para que las dificultades no nos aniquilaran la alegría.

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Este avance, sin embargo, no dejaba de tener cierto sabor amargo. Uriel se
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rehusaba a estar con otras personas, especialmente con niños. Era tan evidente su
interés por ciertos objetos -los juegos de encastre, instrumentos musicales y
juguetes giratorios- como su desinterés por la mayoría de las personas. Una tarde
de verano estábamos con mi familia en el patio. Uriel era pequeño y estaba sentado
sobre el pasto, pasando suavemente su mano mientras sentía la textura del césped
entre sus deditos. Se lo veía concentrado, ensimismado, absorto en su actividad
solitaria. Mi abuela, que lo quería con una devoción sin igual, se acercó a él para
hablarle. Bastó que se dirigiera hacia él mencionando su nombre para que detonara
en llanto. – Ni siquiera lo toqué. – replicó ella como disculpándose por haber
causado un estallido emocional incomprensible. – Es que a él le gusta estar
tranquilo con las cosas, no con la gente. – aseveré sin tomar plena conciencia de
mi afirmación. Aseveración que encerraba mi más profundo temor y presentimiento.
Había leído sobre autismo y era claro que había un vínculo fuerte entre mi hijo y yo
y si en ese momento hubiera tenido que responder a la pregunta sobre si me miraba
a los ojos, la respuesta habría sido un sí rotundo. Claro que sí, a mí y a su padre
nos miraba, nos entendía y de algún modo, aunque no lo dijera, sabíamos que
también nos amaba.
Apresuré otra consulta con el neurólogo. Uriel ya había cumplido los 2 años.
El hecho de que hubiera perdido el poco lenguaje que había adquirido, y que no lo
recuperara, sumado a ese apego inusual por las cosas, me quitaban el poco sueño
que tenía. El neurólogo descartó rápidamente la presencia de un trastorno del
espectro autista, aunque hubiera un desfasaje en el lenguaje, argumentando que
Uriel tenía una clara intención comunicativa. Si bien no utilizaba palabras, puesto
que de un día para otro parecía haber enmudecido, si usaba su cuerpo para hacer
gestos idiosincráticos con la finalidad de comunicarse con nosotros.
Uno de los síntomas claves en los trastornos del espectro autista son las
dificultades en la comunicación. Suele haber una disminución en el interés por el
intercambio con los otros, un patrón solitario en el cual parece mermada la voluntad
de compartir.

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Ese día en el consultorio había un mosquito. Al verlo, Uriel me llamó. Miró atento a
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mi rostro y cuando establecí contacto visual, señaló con su dedo índice al mosquito
e hizo con el mismo dedo un gesto de volar y picar. – Un nene con autismo no puede
hacer eso, es demasiado complejo – dictaminó el neurólogo, dejando caer una
manta de suave tranquilidad sobre nosotros.
Insatisfecha con su respuesta consulté con una amiga, una psiquiatra infantojuvenil
a quien le estaré eternamente agradecida por su sinceridad, calidez y claridad. Su
opinión fue diferente.
Me explicó, con la empatía que sólo tienen quienes han sido tocados de cerca por
la discapacidad, que el error era pensar en términos dicotómicos. No se trataba de
si me miraba o no a los ojos, ese planteo era incorrecto. La pregunta debía ser
formulada en términos dimensionales: ¿mira tanto a los ojos como lo hacen los otros
niños de su edad? – Es probable que te mire, pero menos de lo esperable –
sentenció.
Estaba en la consulta con ella y con Uri a upa, dormido en mis brazos. Cuando se
despertó llorisqueó un poquito y luego se bajó a agarrar un juguete. Su hipótesis se
confirmó en ese momento. Uriel no había utilizado sus ojos para monitorear
nuestras caras en busca de autorización para jugar. No nos convocó para participar
de su juego. Se entretuvo ordenando los juguetes tirados en el piso,
meticulosamente, como si no estuviéramos ahí.
Mientras tanto, entre preguntas y argumentos, fui comprendiendo que mi
temor se hacía realidad. La palabra autismo resonaba en mi cabeza. El cuadro más
grave que puede padecer un niño desde el punto de vista de la salud mental.
Justamente ese cuadro tenía mi hijo. Ese cuadro del que sabía muy poco porque,
pese a mi profesión y a la insistencia de quienes me conocen para que me dedicara
a trabajar con niños, había decidido trabajar exclusivamente con adultos porque el
sufrimiento de los pequeños me aniquila, me destroza el alma en mil pedazos y no
estaba dispuesta a sufrir. Y ahí estaba, aprendiendo sobre trastornos del
neurodesarrollo; pero, esta vez, por mi hijo.

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Aún puedo revivir por momentos esa sensación de irrealidad e impotencia, como si
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fuera el personaje de una tragedia griega tratando de engañar al destino que me
tenía atrapada en un callejón sin salida.
Karen, mi amiga psiquiatra, procedió con la evaluación. Lo llamó por su
nombre varias veces y Uri no respondió. Parecía un niño sordo sin serlo. – ¿Suele
pasar esto? – preguntó – Que le hablen ¿y no responda?. Le expliqué que a veces
pasaba, pero que yo creía que era porque no la conocía a ella. Él solamente
respondía cuando lo llamábamos el padre o yo. Lo llamé y, para mi alivio, se dio
vuelta para mirarme. Alivio fugaz, que se esfumó con la siguiente pregunta: –
¿Disfruta estar con otros nenes? –. A Uriel no le gustaba estar con otros niños ni
con otros adultos, fuera de sus padres y su niñera. Tenía terribles crisis de llanto
cuando alguna amiga venía de visitas a mi casa, especialmente si venía con sus
hijos. Le gustaba jugar solo o indicarnos a nosotros cómo jugar. No quería que le
cambiaran su juego. Debía ser siempre igual. Los juegos repetitivos y monótonos
se habían apropiado de nuestro tiempo sin que nos diéramos cuenta. Lo mismo
sucedía con la lectura. A veces, al leerle un cuento, detenía la lectura en una página
y buscaba que le leyéramos esa misma página decenas de veces antes de poder
continuar.
Después de ofrecerle algunos juguetes y mostrarle distintas emociones con
su voz, Karen anunció otro síntoma: tiene baja expresividad emocional. Uriel era un
niño risueño con aquello que le agradaba, como observar a las palomas salir
volando al espantarlas en la plaza, pero era completamente cierto que jamás había
visto algunas emociones en su rostro. No conocía su expresión de las otras
emociones básicas. El enojo, la tristeza, el miedo y el desagrado se expresaban con
un llanto tan inmediato que no había tiempo de anticipar por sus gestos de qué
emoción se trataba. Pasaba en menos de un segundo del bienestar a un llanto
intenso que solamente podíamos descifrar quienes habíamos visto la secuencia de
hechos o conocíamos bien sus horarios. Si habíamos permanecido a su lado,
podíamos deducir si el llanto se debía a algún sonido o textura, a si tenía hambre o
a si estaba disgustado o frustrado por algún juego que no salía como él quería. Para
cualquier observador externo que no estuviera empapado de las características de

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mi pequeño, habría sido imposible comprender frente a su llanto qué era lo que
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desencadenaba tal reacción emocional o de qué emoción se trataba exactamente.
Karen prosiguió la evaluación rastreando otros posibles síntomas. – ¿Hace
movimientos raros o hay algo que te haya llamado la atención en cuanto a lo motor?
–. Otra vez la respuesta era afirmativa. No era algo constante y no me había
parecido grave, pero mencioné que por momentos caminaba en puntas de pie.
También le gustaba tener cosas chiquititas en la mano. Incluso se había llevado
cosas de algunos lugares sin que me diera cuenta y era casi imposible que las
soltara sin hacer un berrinche. Las agarraba con fuerza entre sus pequeños dedos.
Siempre eran objetos sin valor, como una ramita o una piedra. No lograba entender
por qué eran tan importantes para él, cómo parecían tornarse imprescindibles a tal
punto que había noches en las que el sueño lo encontraba con su puño agarrotado
y dentro de él ese objeto que le había producido fascinación. El encanto podía durar
horas, o días, y luego era sustituido por otra cosa diminuta que lo sumía nuevamente
en un hechizo inexplicable. Karen tomó nota haciéndome saber que seguía
agregando tildes a su check list de signos de alerta.
Otra cosa que hacía era girar sobre su eje y parecía no marearse nunca. Con el
tiempo comprendí que ese gusto por convertir su cuerpo en un trompo respondía a
la necesidad de estimular su sistema vestibular, el encargado del equilibrio. Los
síntomas dificultades en la de regulación sensorial se superponían en algún punto
con los de las condiciones del espectro autista y esto era así porque muchos de los
niños con condiciones del espectro autista (CEA), así como los que presentan
trastornos de atención, tienen también desregulaciones sensoriales.
Tal vez por su experiencia en la profesión, tal vez por su capacidad de percibir
los temores de quienes están delante de ella, o por hitos de su propia historia, Karen
anticipó la respuesta a una pregunta que no me animaba a formular. Una pregunta
que me horadaba el alma cada día y que estoy segura de que todos los que están
en este lugar se han hecho: ¿Hice algo mal? ¿Tendría que haber hecho algo
diferente? Sabía que su cerebrito era distinto al de la mayoría, estaba segura de
eso. Pero, ¿y la parte que corresponde al ambiente? Sin duda hice lo mejor que
pude y lo amé con todo mi corazón, pero eso no fue suficiente para que todo saliera

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bien. ¿Tendría que haber hecho algo diferente durante el embarazo? ¿Guardar más
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reposo? ¿Angustiarme menos con el diagnóstico de cáncer de mi madre? O fue por
el nacimiento, ¿si le hubiera hecho caso a mi intuición y hubiésemos programado
una cesárea? O quizás después, si en lugar de vestir con amabilidad y una sonrisa
que procuro que nunca me falten, hubiera concurrido un poco más incisiva a las
consultas con los pediatras al formular las preguntas sobre el sueño, ¿habríamos
ganado tiempo? ¿Si lo hubiera estimulado diferente? Hice cada cosa que creí que
lo iba llevar por el camino de un desarrollo saludable. Una vez que me resigné a
qué no tomaría el pecho, busqué una posición para darle la mamadera en la que
pudiera encontrar en mis ojos la mirada cálida que acompaña ese acto de intimidad
y amor. Compartíamos un placer inmenso cuando masajeaba su pequeño cuerpo
tratando de reproducir los masajes de Shantala, que había aprendido poco tiempo
antes de dar a luz. Lo llevaba cada tarde al parque para que pudiera ver el
movimiento de las hojas de los árboles, escuchar el graznar de los patos y el agua
de las fuentes correr. Inventaba canciones para él cada día y procuraba que cada
una de sus necesidades fuera cubierta en tiempo y forma. Como buena madre
primeriza sin dificultades económicas, llené la casa de juguetes y artefactos para
bebés. Pero ahí estaba, habiendo hecho todo lo posible para elevarnos, tan sólo
para descubrir que cada vez volábamos más bajo.
Como si pudiera leer la mente, Karen precipitó un comentario: – No hay nada
que hayas hecho que produzca esto. Su cerebro procesa diferente y, si te das
cuenta ahora es porque las demandas del ambiente aumentaron.
De los bebés no esperamos prácticamente nada. Ellos se alimentan, duermen,
después se desplazan y, muy de a poco, se va esperando cada vez más. Por eso
los diagnósticos se hacen casi siempre después de los tres años. En muchos casos,
mucho más tarde. No es que los chicos estén peor, es que las exigencias son cada
vez mayores y entonces se van haciendo más evidentes las diferencias entre los
que tienen un desarrollo típico y los que no. –.
Las fantasías de un niño sano y feliz se desarmaban otra vez frente a mi
nariz. Karen hablaba con cierto orgullo sobre la cantidad de tratamientos
disponibles. Me aseguraba que con sólo tramitar el certificado de discapacidad

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podría tener esos tratamientos a disposición y que, con el tiempo, hasta era posible
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que no notáramos diferencias con niños que tuvieron un desarrollo típico. Sentí la
palabra discapacidad clavarse en lo más profundo de mi ser. Mi vida y la de mi hijo
cambiarían desde ese día y para siempre. Discapacidad. Mi niño feliz se desvanecía
frente a mí y una sucesión de fantasías terribles se sobrevenían unas tras otras a
un ritmo frenético. Temía que no pudiera volver a hablar, que no tuviera amigos,
que todos se burlaran de él, que lo rechazaran por sus dificultades, que no pudiera
valerse por sí mismo el día de mañana y, por sobre todas las cosas, temía por su
sufrimiento, por una vida llena de dolor y sinsentido.
Conservaba una mínima esperanza de que el avance de la ciencia hubiera
encontrado la forma de revertir esta condición y tomé coraje para hacer una
pregunta para cuya respuesta no estaba preparada: – ¿De cuánto tiempo de
tratamiento estamos hablando? –. – Más intensivo al principio, por eso vas a
necesitar el certificado. Son varias horas por día. Y el tratamiento es de por vida.
Igual, pueden tener una linda calidad de vida. – afirmó. Y con esta última afirmación
fue suficiente para que las lágrimas que querían escapar de mis ojos se secaran y
las guardara para más tarde. Al fin y al cabo, en cierta forma ya sabía lo que estaba
escuchando. Lo intuía desde el principio, aunque no tuviera claro el rótulo. Algo en
mi hijo no estaba bien y era algo grave. Algo tan grave que por momentos pensaba
que solamente cabía esperar la muerte para que el alivio llegara.
Y en este punto, puedo asegurar, ahora que ya pasaron años de aquel día, que lo
más difícil no fue que Uriel mejore en alguno de sus síntomas. Lo realmente difícil
no fue que mejore su comunicación, ni que desarrolle una más amplia expresividad
emocional o que haga amigos de su edad y respete normas. Fue duro, sí, no lo
niego. Pasé años casi sin dormir para poder estudiar sobre el cuadro, para planificar
juegos y estrategias que ayudarían a mi hijo. Disminuí mis horas de trabajo rentado
para abocarme a él, a acompañarlo y estimularlo, y cada segundo valió la pena. Hoy
tiene nueve años y es un niño cálido, sumamente expresivo, cariñoso y amiguero.
Es empático y busca ayudar con empeño cuando percibe el sufrimiento en alguna
persona.

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Lo más difícil no fue atraer a Uriel a este mundo compartido. Lo peor fue, y sigue
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siendo, la discriminación y el aislamiento que sufrimos (en plural, porque la familia
también lo sufre) por parte de algunos adultos que actúan como si los trastornos del
espectro autista fueran contagiosos y debieran ser mantenidos separados de las
personas supuestamente normales.
En el transcurso de estos años hemos vivido muchísimas situaciones sumamente
dolorosas en ese sentido. A modo de ejemplo, cuando Uriel tenía 6 años, una tarde,
al retirarlo del colegio, una amiguita le pidió a su madre invitarlo a jugar a su casa.
La madre apresuró el paso y le dijo por lo bajo: a él no. No sé exactamente qué
imaginaría esa mujer que haría mi hijo. Nunca me preguntó qué complicación podría
haber o cómo ayudarlo. Simplemente, ese no era su problema y fue más sencillo
mirar para otro lado.
Sí puedo afirmar que el entorno que juzga y aísla se siente como un empujón
al vacío, como un precipicio que te llama tentándote a desaparecer de ese contexto
virulento. Lo único que quisieras en ese momento, es que todo el alrededor
desapareciera para sentir solamente el cuerpo de tu hijo pegado al tuyo, para
fundirse en un abrazo sin prejuicios ni mandatos, en una unión del más puro y simple
amor.
Más adelante, cuando Uriel tenía 7 años, la madre de su mejor amigo me citó
en un bar para informarme que, por recomendación de una maestra, le ordenó a su
hijo que evitara jugar con el mío. Desde hacía 4 años disfrutaba de verlos, construir
esa sólida amistad, desprejuiciada, auténtica, mutua, la misma que fue dinamitada
con la sugerencia de un adulto hostil. Hoy sólo quedan ruinas de lo que fue alguna
vez una unión pura, desinteresada, y la inocencia de la infancia agonizando en el
interior de estos pequeños grandes amigos. Uriel preguntaba insistentemente por
qué su mejor amigo ya no lo quería. Las lágrimas brotaban de sus ojos castos,
incapaz de comprender qué había pasado. Su mejor amigo, con quien hasta ese
momento pasaba la mayor parte del tiempo, se negaba a jugar y trabajar con él.
Uriel quería averiguar qué había hecho mal, pedir disculpas, cambiar lo que fuera
necesario para recuperar a su amigo. ¿Cómo explicarle que su único pecado había
sido nacer diferente? Decirle la verdad me parecía cruel y negarle los hechos sería

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inútil. Opté por sugerirle que se lo preguntara directamente a él y puse al tanto de
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la situación a la psicopedagoga del colegio, no sin antes hacer la respectiva
denuncia por discriminación en la Dirección General de Educación de Gestión
Privada.
Esta es para mí la parte más difícil. La parte sobre la que no tenemos control y que,
de algún modo, me impulsa a escribir este libro. Los niños, con o sin cualquier tipo
de trastorno, necesitan ser aceptados tal como son, necesitan formar parte de un
grupo, sentirse queridos, y todos se benefician de interactuar con personas
diferentes simplemente porque todos lo somos. Los adultos somos responsables
del bienestar de todos los niños con quienes tenemos contacto. Les enseñamos a
incluir o a discriminar. Formamos con estos pequeños actos a los ciudadanos del
futuro, inculcamos valores, y, a veces, aún sin quererlo, podemos hacer mucho daño
o reparar la autoestima de un niño.
Había leído sobre ghosting pero nunca lo había vivido en carne propia hasta
hace un par de años. Una tarde Uriel había invitado a un amigo a jugar a casa. Por
el camino nos cruzamos con una mamá de otro compañerito que llevaba a su hijo y
varios amigos a jugar a su casa. Al ver a nuestro invitado se acercó a saludarlo y le
preguntó si él también quería ir a su casa a jugar. Tardé unos segundos en entender
la situación. Yo estaba de la mano con Uriel y su amigo y esta señora se acercaba
a invitar a mi invitadito a otro lado. En ningún momento dirigió la mirada a Uriel. Él
y yo éramos como fantasmas, invisibles para ella.
No quisiera ser injusta y debo reconocer que hubo algunas pocas personas
que desde el principio nos aceptaron. Una de ellas fue Analía, a quién conocí
cuando nuestros hijos eran bebés y me acompañó a través de todo este tiempo
conteniéndome y apoyándome. Fue quien más me insistió con la pregunta sobre
cómo hacer para que sus hijos ayuden a integrarse al grupo a los niños con algún
tipo de dificultad, especialmente a sus compañeros con trastornos del espectro
autista. Así como hubo individuos que evitaban sistemáticamente interactuar con
nosotros, hubo un puñado de personas que me hicieron saber que podría contar
con ellas sin importar lo que pasara con mi hijo. Esas personas reviven la esperanza
en la capacidad de los seres humanos de amar y construir un mundo en el que

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quepamos todos. Fueron pocas, pero suficientes como para poder abrigar la idea
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de un crecimiento en comunión. Eugenia, Natalia, Lucelia y Mariana aún nos
acompañan y disfrutan cada avance como si fuera propio. Una persona muy
especial falleció, pero su hija Milagros le hace honor a su nombre, y esa pequeña,
les aseguro, no necesita guía para ayudar a los niños a integrarse, ya que, pese a
su corta edad, es experta en aceptación, respeto e inclusión.
Ojalá todos los papás de los niños con trastornos del neurodesarrollo tengan varias
Analías y Milagros en su vida.

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6. Las enseñanzas de Milagros: algunas claves para facilitar la interacción
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entre los niños.

Uriel comenzó el jardín en sala de tres. Con apenas dos años y medio
conoció a quien sería su amiga inseparable durante toda su infancia: Milagros. Por
aquel entonces la adaptación al jardín fue realmente tortuosa. El primer día de
clases, en el que los padres podíamos ingresar al aula, Uriel permaneció aferrado
a mí, dejando que su carita se empapara en llanto, asustado por el bullicio y tantos
rostros nuevos. Se nos comunicó a los padres que a partir del día siguiente, dado
que los niños ya habían conocido a sus maestros, ingresarían al aula sin nuestro
acompañamiento.
Los días siguientes fueron todos iguales. Le explicaba a Uriel que estaría en el jardín
un rato con sus maestras y que pasaría a buscarlo más tarde. Lo acompañaba
conteniendo mis lágrimas mientras veía como las suyas brotaban sin cesar de sus
ojos. Le decía tan cálidamente como podía que era bueno que fuera al jardín para
conocer a otros chicos y hacer amigos, mientras él lloraba a gritos y yo trataba
infructuosamente de convencerme a mí misma de que hacía lo mejor para él. Cada
vez que la maestra alzaba sus brazos para agarrarlo a upa, él dejaba escapar un
grito desgarrador. Intentaba aferrarse con fuerza a mi cuerpo y su llanto podía oírse
un largo rato, incluso desde la vereda.
El neurólogo había insistido en que era importantísimo que tuviera un espacio
para socializar con pares. Por lo tanto, era mi deber como madre brindarle ese
espacio tan relevante, aunque cada mañana al dejarlo me preguntara si realmente
era necesario y bueno para él pasar por eso. “A algunos chicos la adaptación les
cuesta más que a otros”, me repetía incansablemente la secretaria del jardín, a la
vez que aseguraba que era evidente que Uriel la pasaba muy bien en casa. – Los
chicos que se aburren en la casa quieren venir para entretenerse –decía – vos
seguro que jugas con él y por eso le cuesta tanto –.
Desde el inicio a Milagros le llamaba la atención el llanto de Uriel e intentaba
aliviarlo. Su madre contaba que Mili hablaba mucho de él en su casa. Con su mirada
de niña decía que Uri lloraba mucho pero que ella se acercaba y al rato se curaba.

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Quizás el hecho de que su padre fuera médico determinaba la elección de sus
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palabras o quizás entendía con una claridad deslumbrante las dificultades de Uri y
la importancia de acompañarlo. Como a muchos niños con trastornos del
neurodesarrollo, a mi hijo le costaban las transiciones. Cuando sonaba el timbre que
anunciaba el recreo, él se quedaba inmóvil dentro del aula. Era Milagros quien lo
tomaba de su mano y lo llevaba al patio, facilitando ese momento. Y si bien Uri nos
ha contado muy enojado en varias oportunidades que su amiga lo obligaba a salir
cuando él no quería, yo no podía dejar de sentirme agradecida por esa pequeña
que le marcó con tanto amor los rituales esperables dentro de la institución escolar.
Hubo una época en la que Uriel tenía fascinación por los volantes de la calle,
disfrutaba juntarlos y llevarlos a casa. No hacía nada con ellos más que dejarlos
apilados sobre una mesa, como si el único objetivo fuera juntar la mayor cantidad
posible sólo para luego dejarlos ahí. Para mí era una actividad sin sentido que me
preocupaba mucho. No había juego simbólico, ya que no jugaba a repartirlos o a
simular que eran otra cosa. No había posibilidad de transformarlos en algo nuevo,
puesto que se negaba a utilizarlos como material para hacer dibujos, rompecabezas
u origamis. No había chances de deshacerme de ellos porque Uriel me había pedido
firmemente que no los tirara y era evidente que para él realmente eran muy
importantes, aunque no hiciera nada con ellos más que juntarlos.
Una tarde Milagros invitó a mi hijo a jugar a su casa y yo tuve la fortuna de
acompañarlos y ser testigo de su magia. Por el camino, Uriel agarró una publicidad
y, como siempre, ella se acercó y le dijo: ¡Yo te ayudo!
Ahí estaba ella otra vez, sin juzgar se sumaba a la propuesta de él y se adivinaba
el disfrute en la expresión de los dos, compañeros y cómplices en una actividad que
apenas estaba comenzando a desarrollarse. Con la ayuda de Mili, Uriel pudo
conseguir más volantes que de costumbre.
Al llegar a su casa, Milagros propuso jugar a la búsqueda del tesoro. Se organizaron
por turnos: primero ella escondería los volantes y él los buscaría y, luego, se
invertirían los roles. La actividad era idéntica a la que hacía con tanto placer Uriel
durante la caminata en la calle, debía buscar y juntar los volantes. Sin embargo, ese
cambio mínimo que ella propuso la convertía en un juego simbólico lleno de emoción

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del cual disfrutaron juntos gran parte de la tarde. Así, tomando algo que era de sumo
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interés para él, colaborando con su iniciativa y proponiendo un cambio mínimo que
transformó la actividad en un juego simbólico, la pequeña Milagros estaba
generando sin saberlo un espacio que flexibilizó una acción que para los adultos
que la habíamos observado desde fuera parecía rígida y sin sentido.
Otra tarde se encontraron a jugar mientras su madre y yo tomábamos un
café. Ellos fueron a una de las habitaciones mientras las mamás compartíamos una
charla en el living. Al rato se acercaron y anunciaron alegremente que habían
armado un show para nosotras. Habían seleccionado una canción y preparado una
coreografía. Cada uno tenía que hacer una parte. Por momentos, hacían el mismo
paso de baile. Por momentos, uno acompañaba al otro en algún giro y se
complementaban en los movimientos de un modo tan tierno que ambas nos
emocionamos. En más de una oportunidad, equivocaron el paso y, entre risas
cómplices, ponían la canción desde el principio con la esperanza de que saliera
como ellos querían por completo. Ovacionamos y aplaudimos a los pequeños
artistas que nos habían brindado el más dulce de los espectáculos, dedicado
exclusivamente a nosotras y con una puesta en escena donde lo que más relucía
era el trabajo en equipo y la colaboración.
Y ahí estaba una de las claves de la inclusión. Las actividades competitivas
generan rivalidades y división. Separan al que gana del que pierde, dando lugar a
fuertes sentimientos: éxito o frustración, según cuál sea el resultado. Si queremos
facilitar el intercambio entre las partes, fortaleciendo el vínculo, las actividades
deben ser colaborativas y si vamos a dar lugar a alguna competencia, entonces,
debe ser por grupos o de niños contra algún adulto. De otro modo, no hacemos más
que generar tensión y ponemos en riesgo la frágil autoestima de estos niños. El tipo
de actividad que se elija será crucial por el alto impacto que tienen los juegos
colaborativos para favorecer la sensación de pertenencia y los competitivos para
menoscabarla.
Los juegos competitivos pueden utilizarse cuando, por ejemplo, los niños
juegan con un adulto como rival. A ellos les gustaba jugar a la mancha y a las
escondidas contra mí. En estas últimas, me tomaba un largo rato para contar

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mientras escuchaba atenta las ocurrencias de lugares y negociaciones que hacían
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para esconderse juntos. Los buscaba por los lugares más lejanos, haciendo
comentarios y ruidos para darles la tranquilidad de que se habían escondido bien y
el tiempo suficiente para que pudieran pensar su siguiente escondite o discutir quién
sería esta vez el que saldría corriendo a gritar “pica”. Para buscarme también
aprendieron a organizarse. Al principio iban juntos; pero no tardaron en descubrir
que era mejor seleccionar en qué sector de la casa buscar cada uno, siempre sin
dejar demasiado lejos el lugar de picar. Habían conformado un verdadero equipo de
niños, unidos por la amistad y el deseo de compartir.

¿Qué hacemos cuando un niño con CEA tiene una crisis?


Una mañana como cualquier otra estaba de guardia en el hospital en el que
trabajo y me dirigía al toilette, bastante lejos del estar que ocupo con mis
compañeros. Mientras me iba aproximando fui escuchando cada vez con mayor
intensidad gritos de terror y pedidos de auxilio, por lo cual me acerqué a la
muchedumbre con la esperanza de poder colaborar. Se había armado una especie
de semicírculo con alrededor de cien personas que emitían exclamaciones
improductivas. Podían escucharse a la vez: ¡Oh! ¡Por Dios! ¡Que alguien ayude a
esa criatura! ¡Se va a lastimar! ¡Cuidado que no te lastime! ¿Es que la madre no
sabe qué hacer? Yo no entiendo cómo pasan estas cosas…
Al mismo tiempo podía oírse esa cabecita golpeando la pared y esa pequeña boca
intentando gritar algo que resultaba ininteligible para todos los presentes que
escuchábamos los sonidos guturales desesperados que emitía. Una mujer policía,
un poco descolocada por la situación, repetía incansable la misma palabra una y
otra vez. “Calmate”, decía, como si pronunciar esa palabra fuera a tener algún efecto
ansiolítico sobre aquel niño abrumado.
Me abrí paso entre la gente y me anuncié como profesional de guardia del hospital.
Pedí que se corran y que hagan espacio. – Es importante que todos los que se
acercaron abran espacio y vuelvan a sus cosas – pedí. Me acerqué a la madre y le
pregunté si su hijo tenía un CEA. Me respondió que sí, mientras trataba de agarrarlo
fuerte con sus manos para que cesaran los golpes. Me presenté como la psicóloga

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de guardia de ese día y sugerí que saliéramos al patio, ya que algo de lo que ocurría
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allí resultaba hostil para el niño. Los acompañé hasta la salida. Una vez afuera me
agaché para estar a la altura del pequeño. Le pregunté a su madre nombre y edad
del niño. – Se llama Uriel y tiene 9 años –.afirmó. –¡Igual que el mío! –. Exclamé.
Por un segundo visualicé como podría haber sido la vida de mi hijo si no hubiera
recibido el tratamiento tan precozmente. Las manitos del pequeño se zafaron de las
de su madre que lo sujetaban con fuerza y fueron directo a mi cara a impactar con
los puños cerrados. Le agarré las manos, lo miré directo a sus ojos desorbitados y
le dije que todo estaba bien, que sabía que tenía mucho miedo y que yo no le iba
hacer daño, que quería ayudarlo. Intentó morderme, se tiró en el piso que quiso
golpear con sus manos y se raspó una pierna que comenzó a sangrar. Al instante,
y mirando fijamente a una mujer con una discapacidad motora que se acercaba
realizando bruscos movimientos involuntarios con sus brazos, dejó escapar otro
grito de horror. – Ahora le pido que se aleje –, le dije a la madre sin reparar
demasiado en mi comentario. Entonces ella, con una sabiduría abrumadora y una
mirada despejada, me respondió: – No. Ella es igual que él. –. Sus palabras se
clavaron en mi alma. Qué poco había aprendido de todo esto. Tenía razón, ella era
igual que él. Igual que mi hijo. Igual que yo. Una mujer sin maldad que simplemente
arrastra consigo una dificultad. Algunos las llevamos bien escondidas, tanto que
resultan imperceptibles para los demás. Las de otros, en cambio, son evidentes;
como lo era la de esa mujer que agitaba sus manos asustando a las palomas y al
niño.
La mujer miraba. La madre del niño hacía esfuerzos descomunales para contener
el llanto. El pequeño intentaba golpearse y golpearme. Por lo menos ahora ya no
éramos cientos sino solamente cuatro participando de la escena. Abracé al niño por
la espalda y mientras lo mecía con suavidad, le hablaba al oído. Le conté que podía
sentir su temor, que estaba ahí para protegerlo y que no iba a dejar que nada malo
le pasara. Le conté también que tenía un hijo con su mismo nombre y edad y le
prometí que cuando estuviera más tranquilo, le iba a mostrar su foto en el celular.
Al cabo de unos minutos se fue relajando. Comencé a sentir que el agarrotamiento
de sus músculos aflojaba. Le sonreí y le ofrecí para su raspadura una curita que

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aceptó de buen grado. Cumplí mi promesa y le mostré fotos de mi hijo que observó
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sonriente. Me tomó la mano y me acarició. Fue su forma de decirme gracias o, al
menos, así lo interpreté yo.
A diferencia de mí hijo, este Uriel no había adquirido el lenguaje, por lo cual
no podía explicarnos qué lo había asustado. No podía transmitirnos cómo pensaba
que golpearse calmaría algo de ese sufrimiento que necesitaba acallar. No tenía la
capacidad de usar palabras para ayudarnos a entenderlo. ¿Habría sido un sonido?
¿Un gesto? ¿Un olor? ¿Una imagen? ¿Una idea? No había respuestas para esas
preguntas. Solamente podía adivinar su emoción. El terror era evidente y la angustia
también. Por un momento me sentí afortunada por los logros de mi hijo.
Especialmente, por su capacidad para comunicarse y describir con tanta claridad
sus emociones y necesidades. Pero, al instante, me invadió una sensación de
deuda y de injusticia que dudo poder transmitir con palabras.
Si hubiera elegido otra profesión, ¿cómo estaría mi hijo? ¿Tampoco podría
hablar? Si yo no tuviera tantos amigos psicólogos y psiquiatras, ¿cuánto tiempo
habría tardado en hacer las consultas con profesionales idóneos y en brindarle
tratamiento?
Y toda esa gente que estaba ahí, como público de un espectáculo siniestro,
¿entendía algo de lo que había sucedido? Mi sensación de deuda crecía a medida
que pasaban los minutos. Sentía sobre mi mano ese agradecimiento hecho de
caricias que durará para siempre; pero no podía dejar de pensar en cuantos cientos
de chicos pasan por esto cada día, en cuantas miles de personas se encuentran en
este tipo de situaciones y no comprenden realmente qué está sucediendo ni cómo
pueden ayudar.
Volví a sentirme afortunada de tener no sólo un hijo que recuperó el habla,
sino también un hijo que nunca se autoagredió ni lastimó a nadie.
En sus peores momentos de desborde emocional, él simplemente llora y se deja
abrazar con fuerza. Prefiere un rato de silencio y cuando está listo para seguir, dice:
“ya está”. A veces, cuenta en ese momento lo que sucedió. Otras veces, aclara que
no quiere hablar hasta más tarde y, cuando él lo considera prudente, se acerca y
pide contar lo ocurrido, aunque ya esté resuelto, por el simple placer de compartirlo.

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Hubo un día en que Uriel perdió un anillo de plástico que era muy valioso
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para él. Al retirarlo por la puerta del colegio se abalanzó sobre mí, me abrazó y dejó
brotar el llanto que había estado conteniendo durante toda la jornada escolar. No
medió palabra. Simplemente, se lanzó a llorar frenéticamente en mis brazos. Las
madres observaban la escena con cara juzgona. No era la primera vez que lo veían
llorar sin causa aparente. Los niños cuchicheaban mientras mantenían la vista
clavada en nosotros. Podrían haber agarrado sus mochilas e irse a su casa, podrían
haber seguido con su rutina, pero algo de esa escena atraía su atención. Permanecí
abrazada a él, lo besé y le dije cuánto lo amaba. La directora de la institución justo
en ese momento pasó por mi lado y comentó: – ya está grande para eso –.
¿Se es demasiado grande alguna vez para llorar por la pérdida de algo que es
valioso para nosotros? ¿Se es demasiado grande para recibir el abrazo de una
madre? ¿Somos lo suficientemente empáticos para comprender que aquello que
causa sufrimiento en el otro no necesariamente coincide con lo que nos provoca
dolor a nosotros mismos? Una vez que se fue diluyendo el malestar, comenzamos
a hablar sobre la pérdida. Algunos chicos que permanecían dando vueltas en la
puerta de la escuela se acercaron a preguntarme qué le pasaba a Uriel,
interrumpiendo mi charla y sin registrar la intimidad del momento. Milagros, que
también estaba ahí, le respondió a uno de los preguntones, casi con furia, si no se
daba cuenta de que era algo privado y que lo dejara tranquilo. Y así se puede
resumir otra de sus enseñanzas. No juzgues. Si no podés colaborar, no interfieras.
Con que haya una o dos personas muy cercanas, es suficiente. Mucha gente,
miradas y bullicio, solamente suman estrés al niño y a quienes están intentando
aliviar la situación. Si realmente te interesa ayudar, preguntá cómo podés colaborar.
Si te dicen que no hay nada que puedas hacer, no te ofendas y retírate. El dolor se
disuelve más rápido en la intimidad.

Una respuesta para Analía: las actividades como imanes


Así como los niños, con su frescura, resuelven algunas situaciones de un
modo simple y maravilloso, los adultos también pueden facilitar la interacción. Tal

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como los polos opuestos de un imán se atraen y los iguales se repelen, del mismo
64
modo hay actividades que funcionan como imanes atrayendo a los chicos.
¿Qué logrará unir más a las personas, juegos competitivos o colaborativos?
¿Trabajo en equipo o premios a quién demuestre mejores destrezas? ¿Será mejor
un resultado positivo predecible para todos o un juego de azar?
Inmersos en una sociedad individualista es fácil comprobar con un breve
vistazo a cualquier estante con juguetes que, en la gran mayoría, se fomenta la
competencia entre las personas en detrimento de la colaboración. La mayor parte
son juegos de ganar – perder. No es tan habitual encontrarnos con materiales que
fomenten el trabajo en equipo. Estamos tan acostumbrados a movernos en un
mundo exitista, que muchas veces adquirimos juegos sin siquiera pensar qué
valores fomentamos a través de estos. Sin embargo, muchas actividades tienen un
gran potencial para estimular la colaboración.
Los bloques son ideales para construir algo formando un equipo. En ese tipo de
actividad no reglada, se puede practicar la negociación (qué vamos a construir), la
planificación (qué secuencia de pasos vamos a seguir para lograrlo), los turnos y
división de roles (qué tarea estará a cargo de cada uno; si hubiera diferencias
significativas en cuanto a las praxias, alguno de los integrantes podría buscar
bloques de terminado color mientras que el otro los une). El resultado final es
disfrutado por todos y es fruto de un trabajo compartido.
Cualquier actividad que implique que cada uno hace una parte para dar lugar
a un conjunto final es buena para este propósito. Por ejemplo, hacer un dibujo sobre
un afiche y que cada uno dibuje, pinte o decore una parte con algún material.
Preparar una torta, en la que cada uno sigue un paso, agregando por turnos los
ingredientes, para cuando esté lista deleitarse juntos. Realizar experimentos
caseros, como un volcán con vinagre y bicarbonato de sodio, en el que cada uno
buscará y colocará los ingredientes para luego sorprenderse juntos con el resultado.
Poner música y cambiar la letra de las canciones para formar un nuevo contenido
más divertido.
Además de proponer actividades colaborativas, también es de suma utilidad hablar
con todos los niños para anticiparles que queremos pasar una tarde divertida y

[email protected]
amena y que cuando todos ponemos de nuestra parte, somos solidarios y
65
ayudamos a los demás, esto es más fácil y todos nos sentimos alegres.
¿Te acordás, amiga, del día en que dejaste a Julián en casa y jugaron con
espuma? Te envié una foto de ellos felices, con una sonrisa gigantesca, jugando a
que nevaba en el living. Dijiste que era la única persona en el mundo dispuesta a
permitir que la casa se llenara de espuma de afeitar. El juego consistía en ponerse
espuma en las manos y aplaudir bien alto de modo que la misma estalle y se
desparrame como si estuviera nevando. En ese juego estaban condensados todos
los principios que unen a los chicos. Los dos eran un equipo buscando una finalidad
en común: generar nieve. Ambos disfrutaban del juego. Nadie ganaba o perdía; sino
que, cuanto más hacía nevar cada uno de ellos, mayor era la diversión de ambos.
Desarrollaban un juego simbólico (el juego no era desparramar espuma sino jugar
a que estaban en un lugar en el que nevaba) y, de yapa, Uriel recibía estimulación
sensorial táctil.
Más tarde, jugaron a que el baño era un lavadero de autos. Llenaron de espuma
algunos autitos de juguete y luego los enjuagaron en la pileta para, por último,
secarlos con la toalla. Otra vez eran equipo en un juego simbólico no competitivo.
Podían haber jugado a las carreras de autos o a ver quién era más rápido lavando
su auto, pero eso difícilmente hubiera generado esa sensación de complicidad y
solidaridad entre los dos. De este modo, en cambio, aprendieron que pueden
apoyarse unos a otros, que trabajando juntos las cosas fluyen y todos la pasan bien.
Y sí, después tuve que limpiar la casa, que estaba impecable antes de la llegada de
Juli, pero podría jurar que pocas veces disfruté tanto de realizar una tarea
doméstica. Cada salpicón de espuma eran los restos de esa unión y esa alegría
desparramadas por mi casa.
Para los padres de niños con CEA que quieran estimular la sociabilización de
sus hijos lo ideal es comenzar invitando a un niño o niña de la misma edad, o un
poquito mayor, que sea colaborador/a. No convocaremos siempre al mismo chico,
sino que iremos variando de invitadito para ir favoreciendo la generalización de los
dominios adquiridos y los vínculos con distintos estilos de personalidad. Una vez
que la interacción fluye en el uno a uno, podemos invitar a dos niños y planificar

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actividades grupales. Cuanto mayor sea la cantidad de niños, mayor será el desafío
66
para nuestro pequeño. Por eso el aumento en el número debe ser muy gradual. Las
actividades seguirán la misma lógica: colaborativas, que despierten interés en todos
los participantes, y no competitivas. Para muchos niños es útil hacer una lista con
posibles juegos y actividades antes de recibir a los invitados. Si hacen esto siempre,
es lindo incluir como actividad: asegurarse de que todos la pasen bien.
Dentro de este tipo de actividades grupales, se volvió una tradición la
búsqueda del tesoro. Cada vez que venían varios amigos a casa, tenía guardadas
monedas de chocolate que escondía con cuidado en el cuarto de Uriel. La consigna
era buscarlas y ponerlas en un recipiente para luego repartir la misma cantidad entre
los presentes. De este modo, daba igual quién las encontrara; ya que el botín sería
repartido equitativamente entre todos. Con el tiempo fuimos complejizando la
búsqueda y, actualmente, disfrutan de buscarlas por la noche, alumbrando con una
linterna los recovecos, con la ilusión de encontrar el tesoro escondido. Este tipo de
juego tiene múltiples variantes, como jugar a los piratas que perdieron su cofre y
deben recuperar su fortuna que se encuentra desparramada por el barco-casa o
hacer cartelitos con pistas sobre dónde buscar.
Si se van a proponer juegos de ganar-perder, en esta etapa que estamos
fomentando la interacción, es mejor acordar algunas reglas que los preserven de
encontrarse en situaciones desventajosas. Por ejemplo, si se juega a las
escondidas, pueden contar por turnos en lugar de que cuente el que fue encontrado
primero, ya que de otro modo corremos el riesgo de que los roles queden rígidos y
nuestro niño cuente todo el tiempo hasta que la frustración termine por acabar con
sus ganas de jugar.
Los mismos materiales pueden utilizarse tanto para juegos colaborativos
como competitivos, pero los segundos dejan un sabor amargo en los perdedores.
Por eso, al principio es muy importante que el adulto estructure la actividad. Un
cesto con pelotas, por ejemplo, puede usarse como juego competitivo poniendo a
prueba quién logra embocar más pelotas, pero también puede usarse como juego
colaborativo tratando de entre todos embocar la mayor cantidad de pelotas en

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menos de un minuto. Otra variante puede ser que los niños intenten embocar
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mientras que el adulto mueve el cesto rítmicamente para agregar complejidad.
Mientras escribo estas páginas, Uriel se acerca a curiosear y me pregunta
qué hago. Le cuento que estoy escribiendo juegos para quienes invitan nenes a su
casa y no se les ocurre a qué jugar. Él quiere colaborar. Acepto alegremente su
ofrecimiento y transmito su propuesta: Piensen una historia y ármenla entre todos,
después cada uno elige un personaje y la representa. Es como jugar a ser actores
donde cada uno puede ser lo que más le guste y tener los poderes que quiera. Si
todos quieren el mismo personaje, pueden turnarse para que nadie se quede con
las ganas.
Su juego favorito del momento es representar que entra a una casa abandonada
con sus amigos. Las puertas crujen. Todo está lleno de polvo y telarañas, pero eso
no los detiene porque son muy valientes. Entran por la noche con linternas, con
miedo a encontrar fantasmas que deambulen por allí. Encuentran varios muebles
rotos y la casa completamente sucia y apestosa, pero con cosas muy antiguas y
valiosas adentro. Logran venderlas a muy buen precio en la feria del barrio y con
eso se van todos al Caribe a disfrutar del cálido mar azul.

Cuando recibimos otros niños en casa es muy útil ser claros con las reglas
del hogar que rigen para todos. Copio a modo de ejemplo las que tenemos pegadas
en casa y que son presentadas a cada nuevo amiguito que viene a jugar.

NORMAS

 Decir las cosas de buena manera (no gritar, no pegar y no


insultar).

 Cuidar las cosas y juegos (no romper a propósito objetos ni


construcciones o juegos).

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 Cuando termino un juego, guardo lo que usé para jugar 68
antes de pasar a otro juego.

 Todos los niños pueden participar de todos los juegos, pero


nadie está obligado a jugar. El que quiere juega y el que no quiere jugar,
no juega y respeta el juego de los demás (no destruye ni molesta).

 Ser amable. Si pienso algo feo sobre otra persona, me lo


guardo hasta encontrar la forma de decirlo sin lastimar sus
sentimientos.

 Los juegos con pantallas pueden usarse por una hora como
máximo. La siguiente hora se harán actividades que no incluyan
pantallas.

 Asegurarse de que todos la pasen bien. Si hay alguien


incómodo, averiguamos qué paso y ponemos manos a la obra para
ayudarlo a recomponerse.

 Si quiero usar algo que no me pertenece, pido permiso.

 Si hice algo malo o que ofendió a alguien, le pido disculpas.

Al principio, es preferible programar muchos encuentros cortos que pocos


largos. Pasar mucho tiempo con otros niños, siendo estimulado para interactuar con
ellos, es un gran desafío para los chicos con CEA. Necesitarán un descanso por la
exigencia que esto representa. Es maravilloso cuando se quedan con ganas de más
y son ellos mismos quienes piden otro encuentro.

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7. Dicen que los ojos son las ventanas del alma
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La disminución del contacto visual es uno de los síntomas más difíciles de


llevar emocionalmente. La ausencia de mirada lleva directo a la idea de aislamiento,
de falta de interés, de soledad. Y, por el contrario, los momentos de contacto visual
se convierten en valiosas joyas que queremos guardar para siempre quienes
tenemos un hijo con autismo.
Para trabajar este síntoma hemos recibido diversas indicaciones que iban
desde el conductismo más clásico hasta sugerencias de líneas relacionales al estilo
DIR- floortime1 (Greenspam y Wieder, 2008). Desde un enfoque conductual clásico
se nos ha indicado pedirle directamente que nos mire a los ojos y darle algún tipo
de recompensa, como alguna golosina o juego, o bien, una recompensa social como
un elogio y una sonrisa. Nunca me pareció muy natural ni adecuado premiar a mi
hijo por responder al pedido de “mírame a los ojos”, por lo que creo que es la
indicación que más resistencia me causó.
Los acalorados intercambios teóricos con los profesionales de aquel momento
llevaron a que la indicación cambie y se nos pasó a sugerir que ignoremos todo
pedido que no se acompañe de una mirada directa a los ojos. De ese modo, de
acuerdo con la teoría conductual, solo reforzaríamos positivamente el contacto
visual. Si bien seguíamos dentro de la lógica del entrenamiento canino de premios
y castigos, al menos el premio sería acorde a la situación y un reforzador bastante
natural, ya que obtendría aquello que había pedido.
Una tarde Uriel estaba mirando un estante con juguetes y mientras sostenía
su mirada clavada en el juego que quería, me pidió insistentemente que se lo
alcanzara. Debe habérmelo pedido alrededor de 8 o 9 veces sin mirarme. Yo seguí
firmemente la indicación terapéutica de no responderle si no me miraba a los ojos y
permanecí callada a su lado. Antes de volverlo a pedir se dio vuelta, me miró a los
ojos y me preguntó con asombro: - ¿Mamá, estás sorda? -. Respondí que amaba

1
DIR o Developmental, Individual Difference, Relationship-based es un modelo explicativo sobre los
distintos trastornos del neurodesarrollo. Floortime es la intervención basada en el juego propuesta por este
modelo desarrollado por Greenspam y Weider.

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su mirada y que me pidiera las cosas mirándome a los ojos. Le expliqué que para
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mí él tenía el mismo poder que el gato con botas en Shrek. Aquel poder que desde
ese día llamaríamos la “mirada derrite mamá”. Le alcancé el juguete, lo besé y
jugamos juntos un largo rato. De más está decir que a partir de ese día cada vez
que quería una golosina o un juguete nuevo practicaba con esmero su “mirada
derrite mamá”. Él mismo descubrió que cuando el pedido era muy costoso
económicamente, debía invertir varios días de miradas y pedidos amables para
obtenerlo. A veces era tan costoso que podría derrochar todas las miradas
derretidoras del mundo y aun así no lo obtendría, pero siempre tendría a cambio
una sonrisa y una explicación amorosas.
Al cabo de un tiempo de seguir esta indicación aparecieron resultados, bastante
pobres, por cierto; pero resultados al fin. La mirada estaba bastante restringida a los
momentos en los que quería obtener algo de mí y sabía que no lo obtendría con sus
ojos perdidos lejos de los míos. Ya conocerán la explicación para eso: él es así, está
en él, su biología lo lleva hacia el aislamiento, anula un sentido sensorial para poder
procesar otro ya que se abruma con la sobrecarga, etc.
Desde otra perspectiva relacional, más cercana al método DIR-floortime, es
fácil comprobar que cuando hacemos algo que nuestros niños disfrutan o les llama
la atención, el contacto visual aumenta. Este método propone seguir la iniciativa del
niño y jugar a cualquier cosa que capture su interés estimulando la interacción. No
se busca entretener al niño y es de alguna manera, el opuesto a imponer una
actividad. La finalidad principal es convertir en interactiva cualquier acción del
pequeño. Es una propuesta respetuosa en la que se está atento al surgimiento
desde el interior del niño a sus propias motivaciones, buscando esa chispa que lo
enciende en sus deseos de ir por más. En otras palabras, no significa hacer lo que
el pequeño quiera sino seguir su área de interés de forma tal de trasformar en un
juego recíproco aquella actividad que realiza espontáneamente. Esto se logra
convirtiendo en intencional cualquier acción, de modo que el niño se vea estimulado
a interactuar y participar. Esta lógica se puede utilizar frente a cualquier situación,
incluso en las que es evidente que el niño busca aislarse. Si, por ejemplo, se tira en
el piso y cierra los ojos, podemos recostarnos a su lado y bostezar, ofrecer una

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manta para taparse o mimos para un descanso, preguntándole dónde desea
71
sentirlos.
En el caso de Uriel las canciones y algunos juegos se convirtieron en una
fuente casi inagotable de estímulos que fortalecerían el contacto visual. Una vez
más aproveché mi título para hacer un posgrado con el objetivo de ayudar a mi hijo.
Esta vez sería sobre DIR-Floortime. Tuve la suerte de contar con un material
precioso que leí reiteradas veces y apliqué tan fielmente como pude. No pasó
mucho tiempo para que se hiciera evidente que cuando había un ida y vuelta en el
juego, el contacto visual aumentaba conforme lo hacía el interés en el juego
compartido. Adicionalmente, todo parecía mejorar. Nuestras sesiones caseras de
floortime, sumadas al trabajo terapéutico, traían consigo la esperanza de una
mejoría sin límites.
El avance fue realmente muy notable, pero en algún punto se detuvo. La diferencia
con niños sin trastornos del espectro autista pasó a ser sutil. Más marcada en
momentos de estrés y casi imperceptible en vacaciones y fines de semana largos,
cuando había más tiempo para el juego y menos obligaciones.
Un día tuve la fortuna de conocer a una maravillosa mujer, madre de un niño
con autismo de alrededor de 15 años que no había desarrollado el lenguaje. Ella
había logrado una excelente comunicación no verbal con su hijo y dijo algo que
resignificaría lo que yo venía pensando acerca del contacto visual. En medio de una
charla sobre este tema preguntó - ¿Contacto visual? - y desarrolló una idea que
para mí sería reveladora y de inmensa ayuda con mi hijo: No se trata de mirar a los
ojos, lo importante es la comunicación no verbal. Ellos tienen que entender que la
cara comunica muchas cosas. Tienen que poder buscar las respuestas a sus
inquietudes en nuestro rostro. El desafío es lograr un monitoreo facial, que
comprendan que la cara informa sobre permisos, emociones, indicaciones, etc.
Ella explicó que estaba aplicando un modelo relacional con su hijo y sugirió lo
siguiente: Enseñen algo, enseñen sin hablar o hablando muy poco. Vayan despacio
para dar tiempo al procesamiento. Capten su atención sin forzar ni imponer (algunos
sonidos o toques leves pueden servir a este fin) y recuerden dar indicaciones con el
cuerpo, especialmente con el rostro.

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Al principio, los gestos y movimientos deben ser exagerados para captar su atención
72
y facilitar el aprendizaje. Con el paso del tiempo pueden interpretar con
sorprendente exactitud gestos cada vez más sutiles y comprender qué se espera
de ellos y cómo nos sentimos.
Uriel era pequeño. Con apenas 4 años y un lenguaje muy desarrollado, su
mayor parte del tiempo compartido naturalmente era de juego. Cuando yo debía
hacer alguna tarea doméstica, él jugaba solo unos minutos. Entonces decidí incluirlo
más en las tareas cotidianas, indicándole, con pocas palabras y con expresiones
faciales claras, los pasos para que aprendiera distintas cosas. Su interés en
aprender ciertas cosas que hacían a sus hábitos cotidianos facilitó enormemente
captar su atención. En poco tiempo, había aprendido a preparar su desayuno y, más
importante que eso, en cada paso seguía con su mirada mi rostro para confirmar
que estaba realizándolo correctamente.
Se fue incluyendo, gradualmente y en forma cada vez más activa, en actividades en
las que antes no estaba implicado. Simultáneamente, ganaba autonomía y
aumentaba su registro facial.
Una de las primeras cosas que le enseñé, casi sin hablar, fue a tender la ropa. Yo
sacaba la ropa limpia del lavarropas y él, copiando mi accionar, la extendía sobre el
tender y ponía broches. Algo tan cotidiano y sencillo no es fácil de explicar sin usar
el lenguaje, pero las prendas que caen al piso, los broches que nada sujetan y las
diferencias que requiere cada ropa para ser tendida adecuadamente nos dieron
muchas oportunidades para comunicarnos sin hablar.
Preparar un baño, elegir la ropa o hacer una comida fueron pequeñas metas
en las cuales se lo invitó a participar y aceptó de buen grado, ampliando de este
modo los encuentros e interacciones más allá de los momentos de juego e intereses
espontáneos. Hacer las compras juntos sin emitir palabras es uno de los recuerdos
más divertidos que conservo de aquella época. Una tarde fuimos al supermercado
sin hacer ninguna lista. Simplemente, cada uno debía pensar que quería para la
cena, buscar los ingredientes y hacérselo saber al otro. El otro, por su parte, podía
estar o no de acuerdo con el menú y tratar de convencer a su compañero de comprar
lo que quería. Los gestos de hambre, delicia, desagrado y súplica exagerados

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hicieron que otros compradores nos miraran y rieran y que otros niños se acercaran
73
a preguntar si podían jugar con nosotros. Sin duda, las mejores compras fueron
esas, sin apuro, con paciencia, atentos cada uno al otro, a sus deseos y sus gestos,
a su compañía.
Por otra parte, ya había decidido que disfrutar juntos era prioritario; por lo que
no faltaban caras alocadas y divertidas frente a los errores y besos, abrazos y
felicitaciones ante cada pequeño avance. Jugamos a “dígalo con mímica”
incasablemente cientos de tardes y nos divertimos con los errores en las
interpretaciones de nuestros pedidos. Inventamos una varita mágica que nos
convertía en lo que quisiéramos. Entonces si, por ejemplo, nos transformábamos en
gatos, debíamos entendernos con maullidos y gestos. Así fuimos avanzando
lentamente hacia otra forma de comunicación.
Entre las cosas que Uri más disfrutaba hacer en aquel entonces, estaba
preparar jugo en una jarra y, muchas veces, cometía errores intencionalmente. Lo
revolvía poco para ver mi cara de asco, mezclaba sabores o ponía agua tibia,
esperando mi reacción. Definitivamente eso era mucho más que mirar a los ojos.

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8. Abriendo las puertas al mundo de las palabras
74
La pérdida del lenguaje verbal oral implica cierta retirada; un alejamiento no
sólo de las personas, sino también del mundo de las ideas. Las palabras, aquella
herramienta que usamos diariamente para comunicarnos, también permiten
despegarnos de lo concreto y pasar al plano propiamente humano: el mundo
simbólico.
Existen medios de comunicación previos, más elementales, que podemos
observar en niños pequeños e incluso en las mascotas que, sin palabras, mediante
un lenguaje corporal nos hacen saber sus necesidades. El perro que se acerca a la
puerta y llorisquea o que busca su correa y la lleva entre sus dientes a su dueño
como pidiendo dar un paseo, el que apoya su cabeza en nuestro regazo a la espera
de una caricia, el que se acerca al alimento y nos lanza una mirada expectante.
Desde pequeños los niños nos hablan con su cuerpo, levantan sus bracitos para
que los alcemos a upa, nos llevan de la mano hasta donde quieren que los
acompañemos para pedirnos o mostrarnos algo señalando con sus deditos, nos
sonríen esperando una sonrisa como respuesta. Estas interacciones previas al
desarrollo de la comunicación mediante palabras ya contienen algo de la lógica
intrínseca del mismo: comunican una intención en relación a otro del que se espera
que responda.
El lenguaje verbal oral implica un salto cualitativo, otro nivel de comunicación.
Supone el pasaje de un mundo concreto a un mundo simbólico, abre la posibilidad
de desprenderse de los objetos reales para dar un salto a la imaginación y operar
sobre ideas. El pronóstico cambia radicalmente para quienes adquieren o recuperan
lenguaje verbal. Su estimulación supone la puesta en marcha de una pieza
fundamental en el engranaje cerebral. De éste depende la posibilidad de lograr la
abstracción, de anticipar cadenas de eventos, de prever la lógica de las
consecuencias de determinadas acciones antes de que sucedan. Las palabras nos
desprenden del tiempo real y nos permiten viajar al pasado y al futuro, reflexionar
sobre diversos temas, incluso aquellos que no hemos experimentado directamente
en nosotros mismos, como la muerte.

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Si no somos alcanzados por las palabras, el tiempo se reduce al presente, a
75
los impulsos, a las necesidades, sin posibilidad de reflexión alguna. El pensamiento
se ve obstaculizado; ya que las palabras no sólo comunican, también son la materia
prima de las ideas.
Lo verdaderamente importante no es tanto producir palabras como apropiarse del
lenguaje. Los niños mudos adquieren la lengua de señas y conquistan el mundo
simbólico.
En el caso de Uriel, las indicaciones fueron claras y los resultados rápidos:
utilizar muy pocas palabras simples y en momentos de alta motivación.
Hay niños que tienen dificultades en la comprensión y producción del lenguaje
verbal oral. Ese no era el caso de Uriel, quien siempre tuvo buena comprensión.
Recuerdo que en una de las primeras evaluaciones en casa, un profesional
intentaba convencerme de que su capacidad de comprensión verbal seguramente
estaba disminuida. Eso es lo más común. Cerca del 75% de los chicos con CEA
tienen discapacidad intelectual y las dificultades en la comunicación son parte del
cuadro. No obstante, aunque Uriel no hablaba, estaba convencida de que me
entendía.
– ¿Responde a órdenes simples? – preguntó el profesional.
– Sí. Si le pido, por ejemplo, que me traiga un vaso, lo hace. –.
– Eso es porque conoce la palabra vaso y simplemente tiene que dártelo o
ponerlo sobre la mesa. Es algo que vio muchas veces. Seguramente, si le pidieras
que pusiera un vaso debajo de tu cama, no podría hacerlo. –.
Era un pedido ridículo, nunca le habría pedido semejante disparate si no hubiera
sido para poner a prueba su nivel de comprensión. No estaba dispuesta a quedarme
con la duda. Le pedí a Uriel que agarre un vaso y lo ubique debajo de mi cama. Así
lo hizo. Su nivel de comprensión parecía conservado, no así su producción
lingüística.
Antes de pasar a la estimulación del lenguaje, quiero hacer un breve
comentario. Cuando mi hijo perdió el lenguaje, su silencio se hizo eco dentro de mí.
Se convirtió en todo el silencio del mundo, ocupando mi alma con vacío. Los padres
no sabemos de teorías, ni de estadísticas, ni de tratamientos hasta que nos

[email protected]
formamos para acompañar a nuestros hijos, pero conocemos a nuestros hijos mejor
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que nadie. Inclusive en mi caso, pese a ser psicóloga, mi formación académica en
niños era hasta ese momento muy escasa. Es tan difícil formar equipo cuando
estamos abrumados por la tristeza, cuando queremos creer que es todo es una
pesadilla y pronto vamos a despertar. Entonces, a veces necesitamos que duden y
prueben con nosotros antes de recibir oscuras sentencias. Necesitamos que nos
informen sin asesinar nuestra esperanza. Necesitamos que nos ayuden a
aceptarlos así como son, únicos, auténticos, diferentes, sin resignar el anhelo de un
futuro lleno de sentido.
El lenguaje verbal oral es parte de la comunicación, no se trata solamente de
emitir sonidos sino de un ida y vuelta. De ciclos en los cuales un ser humano realiza
una acción y el otro responde. Este dar y recibir por turnos, propio del lenguaje
utilizado con fines comunicacionales, es clave para su uso social. Desde muy
pequeños, los bebés aprenden que cuando sonríen, obtienen otra sonrisa como
respuesta; que cuando balbucean, obtienen nuestra atención y balbuceamos con
ellos; que, si tiran un objeto, lo levantamos y se lo damos. De este modo van
aprendiendo las bases de la interacción y el lenguaje verbal es una de las
herramientas por excelencia para hacerlo.
Previo a la producción de palabras, se da un intercambio corporal de gestos,
sonidos y actos. Cuando un bebé arroja un objeto al piso y espera que su madre se
lo alcance, está comunicando una intención que podríamos traducir como “¡esto es
divertido, yo lo tiro y vos me lo das!”. Cuando los niños aún son no verbales, los
juegos simples que implican un intercambio van construyendo la idea de turnos y
de interacción que sienta las bases para el desarrollo del lenguaje verbal. Cuando
Uriel era pequeño y no verbal, un juego con el que pasábamos largos ratos era
sentarnos uno frente al otro, a una distancia corta, y hacer rodar una pelota por
turnos para que el otro la agarre y la devuelva. Este ida y vuelta de ningún modo
era monótono. A veces contaba hasta tres antes de empujar la pelota, otras veces
amagaba con enviarla hacia uno u otro lado, la golpeaba con el dedo índice o con
algún objeto y, en otros momentos, con toda la mano, acompañando siempre el
lanzarla y agarrarla con diversas expresiones faciales exageradas y onomatopeyas

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para generar suspenso, sorpresa y disfrute en cada intercambio. Este mismo juego
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lo hicimos sentados cada uno a un lado de la mesa, rodando la pelota sobre la
misma e intentando atajarla antes de que cayera al piso, agregando así un poco de
dificultad. Cuando Uri fue mayor, jugamos a lanzarnos globos por el aire y tratar de
romper nuestros propios récords, contando cuántos intercambios lográbamos sin
que cayeran al piso. El uso del globo en lugar de una pelota hace que el intercambio
sea más lento y por lo tanto más sencillo y con más posibilidades de planificar
movimientos y atender a las expresiones del otro. También tratábamos de embocar
por turnos un globo arriba del ropero, que casi siempre entraba y salía, lo que, por
algún motivo, le daba mucha risa a Uriel. Cuando fue mayor, lo llamó “el juego del
globo escapista”.
Ya unos años más tarde, conforme su motricidad fue mejorando, el mismo juego
tomó la forma de arrojarnos la pelota por el aire con las manos y, mucho más tarde,
con una raqueta.
La plataforma de la comunicación está dentro de este tipo de juegos simples, los
cuales involucran un dar y recibir que se acomoda a la acción del otro. Aún sin la
mediación de palabras, hay un mensaje enviado por un emisor “¡ahí va la pelota!”
que es recibido por un receptor, quien inmediatamente rota en su rol “¡la tengo, ya
te la mando!”. De este modo, se introduce la idea de poder generar una respuesta
en otra persona, de obtener algo que se desea por medio de una acción, y la
expectativa por la respuesta del interlocutor forja la necesidad de atender a la otra
persona.

¿Cómo estimular, entonces, la producción del lenguaje verbal oral?

Hablando poco y aprovechando los momentos de mucha motivación para


tratar de extraer del niño algún sonido.
Si está sediento y mira la botella de agua, podemos simplemente decir:
“agua”. Las frases largas dificultan la producción. No es buena idea en niños no
verbales preguntar: “¿Querés que mamá te dé agua?”. Es mucho más eficaz decir
con emoción, como quien adivina mágicamente la necesidad ajena, la palabra

[email protected]
“agua” mostrando su vaso expectante y esperando que se produzca cualquier
78
sonido. Ni bien obtenemos un sonido, una pequeña aproximación, un “a” o un “aba”,
es suficiente para que le alcancemos su vasito.
A medida que se van adquiriendo los sonidos, se van aumentando las
expectativas y se espera una producción cada vez más cercana al sonido correcto
de la palabra.
Al principio, reforzaremos cualquier aproximación; ya que nuestro primer
objetivo es la producción de sonidos. Luego, gradualmente, y siempre conservando
una actitud amorosa, iremos estirando el tiempo de espera para buscar ese esfuerzo
en el niño por producir la palabra en cuestión de un modo más cercano a su
pronunciación correcta.
Mucho mejor resulta cuando estamos haciendo algo que genera en nuestro
pequeño un desborde de placer. A Uriel, por ejemplo, siempre le gustaron las
cosquillas. Aún hoy en día adora ponerse panza arriba como los perritos para que
le haga cosquillas. Cuando él aún era no verbal, la palabra “cosquillas” era una
exigencia demasiado grande. No tenía sentido en ese momento tratar de enseñarle
esa palabra. Sin embargo, le hice cosquillas mirándolo a los ojos, muy cerquita de
su cuerpo, y, cuando rio, le respondí con una enorme sonrisa y un “ja”. Entonces
detuve las cosquillas para preguntarle: – ¿Ja? –. Las primeras veces buscó mis
manos para volver a apoyarlas sobre su cuerpito, entonces volví a preguntar,
juguetonamente, –¿Ja? – y a hacerle cosquillas. Luego de repetir este ciclo varias
veces, salió de él su pedido – ¡A! –, que fue recompensando con una avalancha de
cosquillas.
A la mayoría de los niños les gustan los animales. Aprovechar los juegos con
animales también puede ser divertido y estimulante para ellos. Pero no se trata de
estar sentados en una silla y decir – el gato hace miau, el perro hace guau y el
caballo hace jiiii –. Es mucho más eficaz andar por la casa en cuatro patas, jugando
de verdad a ser un animal.
Uriel adora los caballos y, cuando era pequeño, solía subirse a mi espalada mientras
yo marchaba con las rodillas y las manos sobre el piso. Entonces, detenía mi marcha
y le decía – va –. Al cabo de un tiempo, ese juego sirvió no sólo para que Uriel dijera

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“va” cada vez que quería que retomara la marcha, sino que también pudo decir “jiiii”
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cuando quería que levantara mis manos del piso e irguiera la espalda para sujetarse
con fuerza a mi cuello y divertirse por continuar aferrado sin caer. Más adelante
también aprendió a decir “rápido” y “despacio” y, con esas palabras, a manejar la
velocidad de su mamá-caballo.
Y ahí estaba Uriel asistiendo a la magia del lenguaje verbal oral,
descubriendo que hablando se logran cosas. Durante unos cuantos meses salía
corriendo ante cualquier sonido que Uriel emitiera para reforzar la adquisición del
lenguaje, especialmente cuando me llamaba. Nada más emocionante que volver a
escucharlo decir “mamá” después de haber atravesado la posibilidad de que su
capacidad de hablar se hubiera perdido para siempre.
La recuperación del lenguaje verbal oral en el caso de Uriel fue muy rápida.
Luego de un par de meses de mutismo y de alrededor de seis meses de práctica
diaria, pasó de no emitir sonidos a armar oraciones simples como: “ir casa abu”. Al
cabo de un año, su nivel de producción verbal ya estaba dentro de los parámetros
esperables para su edad. Uriel utilizaba muy bien las palabras para obtener lo que
quería, tenía buena pronunciación y pedía jugar a aquello que quería, siendo
complacido la mayor parte de las veces; ya que aún queríamos reforzar la idea de
que él podía hacer que sucediera aquello que quería. Recuerdo con emoción el día
de mi cumpleaños de ese año, ya que recibí el mejor regalo que pudiera imaginar.
Uriel seguramente comprendió que ese día era especial para mí porque recibía
llamadas y regalos y, en un momento, se acercó y, mirándome a los ojos, me dijo
por primera vez: – Te amo, mamá –. No sólo dijo palabras cargadas de sentimientos,
sino que no estaba esperando obtener nada a cambio. Esas palabras eran un regalo
para mí. Buscaba darme algo, como el resto de los presentes, y me dio su amor
construido con palabras.
A diferencia de los niños con desarrollo neurotípico, los chicos con
dificultades en el lenguaje verbal oral necesitan más horas de estimulación y
práctica graduada. Como todas las personas, aprenden con más facilidad cuando
tienen interés y hay fuertes emociones implicadas en la actividad. Ellos, con sus
intereses y áreas de disfrute, son los mejores guías en este camino.

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9. Hasta el metal es blando cuando el calor es suficiente
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La rigidez y la perseveración son características comunes a varios trastornos


del neurodesarrollo. Las manifestaciones de rigidez pueden ser vistas por un
observador externo como un capricho, un berrinche o el producto de la falta de
límites. Los padres, sin embargo, podemos reconocer fácilmente cuando un hijo
tiene un capricho y cuando lo angustia que algo cambie, cuando necesita repetir
una secuencia invariablemente para que su mundo no se torne caótico,
impredecible y amenazante.
Cuando Uri era pequeñito, pasó de tomar en mamadera a un vaso del sapo
Pepe que le regaló su madrina. Es un vaso transparente, con un dibujo en el frente,
tapa roja y un sorbete del mismo color. Si le dábamos bebida en cualquier otro vaso
la rechazaba como si el recipiente fuera más importante que el contenido. Intenté
comprar varios vasos iguales para dejarlos en los lugares que más frecuentamos,
pero, lamentablemente, no conseguí ni uno. Si íbamos a algún lado, a pasar el día
a la casa de mis padres, de vacaciones o de visitas a algún lugar, debía recordar
llevar su vaso para que bebiera. En las ocasiones en las que no encontraba el vasito
e intenté darle en otro, lo rechazó con tal vehemencia que parecía que algún día iba
a convertirse en adulto y seguiría bebiendo en el vaso de Pepe. Como el cambio de
vaso no daba ningún resultado o, a lo sumo, podría haber resultado en un niño
deshidratado, probé cambiar el sorbete. Compré uno igualito, con el mismo bucle
que el original pero de color verde. Uriel lo sacó y reclamó el rojo. – Con este no me
gusta –afirmó, dejando claro que ese cambio mínimo era suficiente para que no
aceptara siquiera probar el contenido del vaso.
La necesidad de que todo permanezca igual se hace presente hasta en esos
detalles, que pueden llevar días, meses, y hasta años de planificar y de probar
distintas estrategias. Lo dejé usar su sorbete rojo gastado y continué pensando
opciones. A la hora del baño llevé sorbetes a la bañera y comenzamos a jugar
haciendo burbujas soplando con fuerza con una punta del sorbete sumergida en el
agua. Al ratito tomé un poquito de agua y usé el sorbete como si fuera una fuente,
para volver a expulsarla. Debo reconocer que fue un juego bastante asqueroso.

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Pero quizás por eso a Uri le produjo risa y lo quiso copiar, convirtiendo su propio
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sorbete en fuente. ¡Por fin estaba succionando líquido en un sorbete de otro color y
desde otro recipiente distinto al del sapo Pepe!
Al día siguiente, repetimos el juego en la bañadera, pero esta vez llevé unos vasos
de plástico transparentes, sin dibujos, para poner ahí el agua y jugar con ellos. Uriel
agarró uno de los vasos, llenó su boca con agua y la usó como si fuera una fuente,
sin siquiera utilizar un sorbete. Pasó cerca de un mes desde ese día hasta que
tomara agua de otros vasos y, actualmente, sigue prefiriendo los vasos
transparentes porque es más fácil para él saber cuánto le queda. Luego de estos
ensayos divertidos, en otros contextos pudo ir flexibilizando esa rigidez que parecía
inmutable.
En el caso de Uriel, múltiples situaciones y acciones se tornaron rígidas.
Quería usar siempre la misma ropa, viajar en el último asiento del colectivo, que el
subte fuera siempre de color amarillo, repetir incansablemente las señales de
tránsito durante los viajes, ser siempre él quien tocaba el botón del ascensor, etc.
Cuando algo no era del modo en que él esperaba, se veía invadido por una inmensa
angustia, un llanto incontenible, un malestar que lo desbordaba. Su mundo parecía
desorganizarse y, luego, repetía con tristeza que no le había gustado que las cosas
salieran así. Su reacción me recordaba a quien vive una situación tan difícil que no
puede afrontarla exitosamente, como si salirse de lo esperado funcionara como un
evento traumático.
En varias oportunidades fue suficiente proponer juegos divertidos, haciendo
algo diferente, para que la rigidez disminuyera. Un día, por ejemplo, invitamos a
unos compañeros a jugar a casa y los chicos quisieron jugar a pescar peces de
colores en un pequeño juguete giratorio. Por aquel entonces, Uriel tenía una
fascinación por el color violeta. Sólo quería pescar peces de este color y no quería
que nadie más los tomara. Los niños, que no comprendían lo que sucedía,
pescaban con sus cañas tantos peces como podían sin reparar en el color. Uriel
irrumpió en llanto y no quiso continuar el juego. Los peces violetas eran suyos. No
había explicación o acuerdo que pudiera calmarlo. Al día siguiente, mientras se
bañaba, le propuse arrojar los peces a la bañera y pescarlos con coladores. En ese

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contexto, espontáneamente, comenzó a pescar peces de diferentes colores y me
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permitió a mí tomar los violetas. Unos días después, pudo hacer lo mismo con su
juguete giratorio, ganando flexibilidad al haber ensayado algo diferente, en un
contexto distinto, jugando y sin confrontar.
En otras ocasiones observamos que podía ser de utilidad realizar cambios
mínimos para que éstos fueran aceptados gradualmente. Un día, por ejemplo, Uriel
jugaba a comer morrones de color rosado. El adulto con quien jugaba variaba el
color de los que comía, pero Uriel repetidamente quería jugar a comer morrones
rosados. Frente a la propuesta de cualquier cambio en este sentido, Uri aclaraba
que él sólo comería los rosados. Intentar imponer una variación sólo provocaba su
enojo y aumentaba su rigidez. Entonces, luego de un rato, me sume al juego y
propuse algunos cambios muy pequeños: morrones rosados con lunares violetas,
morrones rosados fríos y calientes, morrones rosados rellenos, morrones a rayitas,
morrones en mal estado, etc. Estas variaciones mínimas fueron aceptadas de buen
grado y el juego se fue enriqueciendo gracias a la presentación de cambios
mínimos.
A veces nos es difícil pensar pequeños cambios, ya que estamos
acostumbrados a creer que las cosas deben ser de cierto modo y queremos que
sean así.
Uriel tenía un juego de sumas y restas al que le encantaba jugar. El mismo consistía
en poner todas las zanahorias de plástico en los huecos del tablero que formaban
la huerta y girar una ruleta. La ruleta tenía números del 1 al 4 y cuando salían, se
debían poner las zanahorias en la olla. Si salía que algún animal se comía las
zanahorias, las que se habían ganado debían salir de la olla y volver a la huerta. Uri
comprendía las reglas y disfrutaba muchísimo de jugar con este juego, que fue
durante un largo tiempo uno de sus preferidos. El problema era que ponía las
zanahorias al revés, la punta hacia arriba y el cabo hacia abajo, como si fueran
pinitos. Le compré zanahorias con hojas para que viera como crecen en la tierra.
Plantamos una, le expliqué, infructuosamente, mil veces, que las zanahorias no son
pinos y la punta va hacia abajo. Él decía, sin inmutarse, – A mí me gusta así. Vos
poné las tuyas como quieras. –. Los razonamientos no funcionaron y su rigidez me

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desesperaba. Ahora que lo escribo, no veo la importancia de poner las zanahorias
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al revés en un juego; pero en aquel momento no podía dejar de pensar en que ese
era un comportamiento rígido y yo debía ayudar a mi hijo a flexibilizarlo. Para mí era
tan básico que tenían que ir como crecen en la naturaleza que tardé meses en
encontrar la forma de divertirnos con ellas y flexibilizarnos los dos.
Como a Uri le encantaban las cosas asquerosas, comenzamos a jugar a que las
zanahorias estaban podridas y rebotaban en la olla, a que las cocinábamos y las
comíamos, a que distintos animales las ocultaban en sus escondites, etc. Confieso
que el primer día que Uriel puso una de sus zanahorias con la punta para abajo,
acordamos que yo pondría todas las mías como pinitos. Ojalá tuviera la capacidad
para describir la expresión de su rostro de ese momento, esa mezcla de satisfacción
y triunfo con la picardía destellando en sus enormes ojos.
Existen situaciones extremadamente difíciles en las que lograr la flexibilidad
es un trabajo arduo, de meses de planificar y ensayar juegos con la esperanza de
que algo de la rigidez ceda. Siempre es útil observar qué hacen los niños que no
presentan dificultades en su desarrollo en diferentes circunstancias.
Cuando los niños neurotípicos afrontan situaciones difíciles, tales como ir al
dentista, la doctora, recibir una vacuna o darse un golpe fuerte, suelen repetir en
sus juegos lo sucedido. Es fácil observar que luego de recibir una vacuna, los niños
juegan una y otra vez a vacunar a sus muñecos. Repiten incansablemente aquello
que fue vivido con malestar y este tipo de juego simbólico los ayuda a superar el
mal momento. Tomé esta idea como guía para ayudar a Uriel a procesar aquellas
situaciones que había vivenciado como desbordantes.
Este juego no aparecía espontáneamente en él, tal como sucede con otros niños;
sin embargo, parecía tener el mismo efecto en reducir la desazón.
Una vez iniciado el juego, Uriel se compenetraba en el mismo, buscaba con la
mirada las emociones en mi rostro y compartía las suyas con efusivas
exclamaciones. Pese a tratarse de situaciones que habían sido desagradables, era
evidente su goce por tener el control del juego y cambiarlo cuando quisiera.
Vivíamos en un piso muy alto, por lo que cuando bajábamos era frecuente
que el ascensor estuviera vacío. Pero había ocasiones en las que algún vecino de

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un piso superior ya había marcado la planta baja, entonces Uri se negaba a subir y
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suplicaba que esperase a que viniera vacío. En varias oportunidades esperamos,
pero había otros momentos en que estaba con el tiempo justo y esperar significaba
llegar tarde al colegio y a mi trabajo. Sabía que no era capricho, que, por su modo
de ver las cosas, no ser él quién presionaba el botón convertía el ascensor en un
lugar inseguro y terrorífico. Por este motivo, uno de los primeros juegos que hicimos
fue el de subir al ascensor que representábamos con la puerta de un placard.
Jugamos horas a que el ascensor venía con gente y que ya habían marcado los
botones. Ensayábamos distintas alternativas, tales como esperar otro ascensor,
marcar otros botones, marcar un botón cada uno, bajar un piso por escalera y otro
en ascensor alternadamente. Más tarde, lo ensayamos en el ascensor real, como
quien se expone al lugar donde sufrió un evento traumático. Esperamos a que
viniera vacío y en lugar de marcar planta baja, tocamos todos los pisos y bajamos
en algunos, sólo para volver a subir inmediatamente. Luego él tocó algunos botones
y yo otros. También hicimos carrerita contra el ascensor para ver quién era más
veloz, si la máquina o el niño y su madre corriendo un piso por las escaleras. De a
poco, que hubiera otros botones marcados dejaba de significar caos, pasaba a ser
seguro y, casi me atrevo a decir que, también pasaba a ser gratificante.
Cada uno de esos ensayos no era simplemente un juego. Estábamos procesando
emocionalmente el recuerdo de situaciones que habían sido vivenciadas como
traumas. Los nuevos encuentros con estas situaciones fueron cada vez más
sencillos, con menor angustia frente a los cambios. Si bien siguen apareciendo
momentos de rigidez, muchas veces inesperados, él mismo está construyendo una
imagen de sí mismo y el mundo donde los cambios son simplemente un desafío y
él puede lidiar con ellos.
También jugamos a que su asiento preferido del colectivo venía ocupado y
no le dejaban el asiento. Para esto dispusimos las sillas en el living simulando un
colectivo. Teníamos la silla del conductor, la fila de un pasajero, la de dos y la última
fila larga. Su lugar preferido estaba allí, al final de todo y al lado de la ventanilla. A
veces jugábamos a que se podía sentar dónde él quería, pero la verdad es que era
mucho más divertido el juego para los dos cuando ese asiento estaba ocupado y

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Uri trataba de conseguirlo. Yo me sentaba ocupando ese lugar y él se acercaba y
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me pedía por favor que se lo dejara. Otras veces inventaba historias divertidas,
como que había tenido gripe y me tosía en la cara para que me asustara y me fuera
o hacía el ruido de flatulencias para que huyera del apestoso último lugar.
La hora en que solíamos viajar para la entrada y salida del colegio coincidía
con el horario pico. No sólo era casi un milagro conseguir un asiento, sino que llegar
hasta el fondo era casi tan difícil como convencer a Uriel de ocupar otro asiento. Si
bien Uri tenía el certificado de discapacidad y con él habría conseguido fácilmente
cualquier asiento que quisiera, había decidido que solamente lo utilizaría para cubrir
sus tratamientos -que de otro modo no hubiera podido solventar-. No estaba
dispuesta a que mi hijo leyera que tenía una discapacidad. Años más tarde,
hablamos sobre sus diferencias, pero no en esos términos sino en términos de
desafíos personales, compartiéndole todas mis incapacidades y descubriendo las
destrezas y desafíos diferentes que todos tenemos. Definir a una persona por
aquello que no tiene o no puede hacer, no era algo que fuera a aceptar, así que
pagamos el boleto como cualquier ciudadano y echamos mano a otros recursos.
Reconozco que cuando estábamos viajando en colectivo y Uriel quiso implementar
lo ensayado jugando en casa, me encontré presa de vergüenza cuando simuló que
estaba descompuesto del estómago y actuó como si fuera a vomitar sobre el
ingenuo pasajero que ocupaba aquel preciado asiento. Por cierto, creo que fue un
aprendizaje muy completo. Por un lado, practicó muchas veces pedirles a
desconocidos algo que quería, se fue flexibilizando con cada frustración y juego, y,
por otro lado, aprendió que a veces mentir puede ser muy útil. No me enorgullezco
demasiado de esto último, pero sirvió para que pudiera empezar a pensar que, así
como él podía engañar a alguien, él también podía ser engañado. Esa picardía
debía ser desarrollada para sobrevivir algún día sin mi guía en medio de la jungla
humana.
Nos prometimos que jamás nos mentiríamos entre nosotros y vengo
cumpliendo mi parte de la promesa a raja tabla, pero sé que él faltó a su palabra en
varias oportunidades y eso, irónicamente, me llena de esperanzas.

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10. Solucionando problemas
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Un desafío frecuente en el trabajo con niños con un neurodesarrollo atípico
es la generalización, lograr que aquello aprendido en un contexto pueda ser
transferido a otros. Con el objeto de generalizar los avances, se ha propuesto que
los abordajes debieran ser domiciliarios. De este modo, se estarían dando en el
contexto natural del niño. Ahora bien, si sentamos a los niños en pequeñas sillas y
les presentamos materiales que normalmente no forman parte de su cotidianeidad,
¿los estamos ayudando a solucionar problemas reales? ¿Aquello que aprendan en
estas condiciones será fácilmente trasladable a otros contextos?
Los padres, naturalmente, queremos ayudar a nuestros hijos. En varias
oportunidades podemos vernos tentados por resolverles pequeños problemas
cotidianos en lugar de enseñarles cómo hacerlo o dejar que lo intenten por sí
mismos. Sin embargo, cualquier buen profesor sabe que no hay mejor aprendizaje
que el significativo, el que tiene sentido para el aprendiz, el que forma parte de su
desafíos reales y cotidianos. Si, por ejemplo, en lugar de permitir que nuestros hijos
se preparen un sándwich, se lo damos listo, no comprenderán todos los pasos que
hay detrás ni sabrán cómo hacerlo de manera autónoma. Tampoco podrán resolver
las dificultades que puedan aparecer durante el proceso. Una tarea tan sencilla
como el armado de un sándwich implica una planificación y secuenciación de
acciones. Desde elegir el menú, buscar con qué contamos en la heladera, comprar
y pagar los ingredientes faltantes, hasta escoger los utensilios y el armado
propiamente dicho.
Estimular secuencias lejanas a las rutinas de los niños no los ayudará mucho
a manejarse mejor en el día a día. Cada día está lleno de momentos en que
podemos ayudarlos a solucionar problemas por ellos mismos: un sachet de leche
por abrir (para lo cual deberá buscar tijeras), un jabón que se terminó (buscará en
la despensa o bien saldrá con nosotros a comprar), la mesa que no está puesta, el
preparado de la ropa para después del baño, etcétera, son situaciones propicias
para este fin.
Existe una categoría específica de problemas en la cual necesitarán un apoyo
especial: los problemas interpersonales. Un amigo que no le quiso prestar un

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juguete, recuperar algo que le fue quitado, afrontar las burlas, son algunos de los
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problemas que pueden aparecer.
Estimular el disfrute compartido, tanto con adultos como con pares, es
fundamental para mejorar los vínculos. Cuando aparecen complicaciones en esta
área, podemos recurrir a diversos apoyos para facilitar la interacción. Dentro de
estos recursos, uno que nos resultó de gran utilidad fueron las historias sociales.
Las mismas consisten en relatos que van explicando en un lenguaje acorde al
desarrollo del niño lo que es esperable que suceda en una situación determinada y
cómo afrontar diferentes problemas que podrían aparecer. Poder predecir ciertas
situaciones y conocer con anticipación qué sucederá y qué se espera de cada uno
de los participantes, provee de un marco de contención y predictibilidad que
disminuye la sensación de confusión y ansiedad que suelen generar los eventos
nuevos.
En la web podemos encontrar varios cuentos desarrollados por familiares de
niños con CEA que pueden ser de gran utilidad para el aprendizaje de rutinas, tales
como “El calzoncillo de Tomás”, “Los dientes de José”, “José en la peluquería”, etc.
En otras ocasiones el desafío será tan individual que lo ideal es armar una
historia social personalizada con el nombre de nuestro pequeño y la situación
concreta que representa un desafío en ese momento.
La mayor parte de la bibliografía sobre historias sociales sugiere su uso para
personas con autismo de alto funcionamiento o asperger y proponen que sean
leídas por los pacientes antes de enfrentar una situación difícil. Pese a esto,
implementamos historias sociales con Uriel cuando apenas tenía 3 años y las
repasamos juntos en casa con excelentes resultados.
Hoy comparto con ustedes una historia que preparé para ayudarlo a entrar al
jardín. En la puerta del jardín, al cual concurría, solía estar parada una auxiliar
docente que llenaba de besos y caricias a todos los niños al momento del ingreso.
A Uriel no le gustaba que lo tocaran personas desconocidas y le tenía terror a esta
auxiliar llamada Graciela. Hablamos con ella en varias oportunidades para pedirle
que, por favor, no tocara a nuestro hijo, pero fue en vano. Entonces decidí armar la
historia que copio a continuación y que funcionó a la perfección.

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Muchos de los problemas interpersonales en las personas con un trastorno


del espectro autista provienen de dificultades en la lectura de las situaciones
sociales.
Las personas con un desarrollo neurotípico suelen adaptarse sin dificultad a las
normas sociales y pueden generar vínculos de amistad sin grandes esfuerzos. Para
la mayoría de los niños con trastornos del espectro autista, estas áreas tan centrales
de la vida generan enormes desafíos y suelen ser los puntos de mayor sufrimiento
para el niño y su familia.
Hay quienes promueven la idea de que las normas debieran enseñarse
mediante premios y castigos, al estilo de un entrenamiento canino. Por ejemplo, si
te mantenés sentado durante la cena, tenés postre; si te parás, no. Este tipo de
adiestramiento puede ser muy eficaz para que los niños obedezcan normas
impuestas desde afuera. Antes de ser madre pensaba que a los chicos se les

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enseñaba así, así me educaron a mí. Pero Uriel me llevó a descubrir que esperaba
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mucho más de él que una simple obediencia mecánica. Él me fue iluminando el
camino que hoy se llama crianza respetuosa, en la que las emociones y
razonamientos de cualquier persona, independientemente de su edad, son válidos,
aunque no sean iguales a los propios.
Queremos preparar a los niños para un futuro con autonomía, en el que el
día de mañana sean adultos que puedan tomar buenas decisiones, incluyendo
distintas perspectivas junto con el impacto de su accionar en los demás y en ellos
mismos. Queremos que ellos razonen, que puedan pensar por sí mismos y para
esto no alcanza que simplemente aprendan a seguir instrucciones. Encontramos
más útil pensar con ellos el impacto de cada acción en los demás, las emociones y
acciones del otro y, finalmente, en la de ellos mismos. Por ejemplo, si le grito a
alguien, ¿cómo se va a sentir?, ¿cómo va a reaccionar?, ¿cómo me voy a sentir yo
(niño) con esa reacción? Y si le hablo con voz calma, ¿cómo se va a sentir?, ¿cómo
va a reaccionar? y ¿cómo me voy a sentir yo (niño) con esa reacción?
En estos años de buscar ayuda y formación para desarrollar al máximo el
potencial de mi hijo, tuve la fortuna de conocer a muchas personas maravillosas y
generosas. Una de ellas es Nancy Clements, fonoaudióloga y directora ejecutiva del
Social Thinking. Cuando vino a Buenos Aires a impartir su formación sobre
pensamiento social para profesionales, concurrí a tomar sus clases de posgrado. Si
bien fui como alumna psicóloga le hablé de mi hijo y le expliqué que me resultaba
difícil aplicar algunos conceptos con él, frente a lo cual lo invitó a participar y lo tomó
como ejemplo para enseñarnos a los asistentes cómo abordar conductas
desadaptativas y facilitar el desarrollo de la empatía. Propuso utilizar un cuadro que
completó dialogando con Uri de un modo divertido y amable. Al final le dijo: – Vos
elegís –.
Cada uno elige cómo comportarse; pero, en esta elección le abrió las puertas a
pensar el efecto de su accionar en el otro y, en consecuencia, en él mismo. Dado
que vivimos en sociedad, lo que uno hace impacta en el otro y vuelve sobre uno
mismo y esa es la base de las decisiones conscientes, autónomas y cooperativas.

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En esta ocasión tomamos como problema social hablar en exceso sobre los juegos
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de la Play Station, ya que Uriel podía pasar horas hablando sobre esto sin registro
de cuánto tiempo pasaba, repitiendo la misma historia y con escaso registro del
interés del interlocutor.
Aún recuerdo con ternura el momento en que se conocieron. Nancy se
presentó y mientras le hacía algunas preguntas a Uri sobre su nombre, edad,
colegio y gustos, ella se fue sacando los zapatos, apoyó sus pies descalzos sobre
la mesa y se dispuso a jugar con los dedos de los pies. Luego, contó que ella ama
los zapatos y que tiene más de 100 pares de zapatos de todos los colores y que
pasaría el día entero comprando zapatos y hablando sobre eso. Quienes
observábamos la interacción tratábamos de controlar la risa por lo absurdo de su
accionar. Entonces Nancy le preguntó: – ¿Qué te parece lo que estoy haciendo?
¿Estás cómodo con esto? –. – Es raro – respondió Uriel – no me siento muy
cómodo. –. Una vez que Uriel sintió la incomodidad, presentó el modelo de
pensamiento social. En resumen, plantea que hay normas sociales en toda
interacción social. Algunas son enseñadas explícitamente (como, por ejemplo,
utilizar un pañuelo y no la manga para limpiarse la nariz), mientras que otras son
normas ocultas, que dependen del contexto y el tipo de relación que tengamos (por
ejemplo, puedo gritar en la cancha, pero no puedo gritar en el cine). Cuando
hacemos algo que sale de lo esperado, como poner los pies descalzos sobre la
mesa, las otras personas se sienten incómodas y eso termina haciendo que todos
nos sintamos así.
Entonces, le contó que yo me sentía un poco incómoda a veces, cuando él me
hablaba sobre los juegos electrónicos y que le había pedido ayuda con eso. Sacó
una hoja en blanco y escribió:
“Situación: Hablando de los juegos electrónicos con mamá.”
A continuación, dibujó un cuadro y fue volcando en el papel la información que
obtenía del diálogo.
Nancy: – Cuando estás hablando con mamá, ¿qué te parece que es
inesperado mientras hablas con mamá? –.
Uri: – Gritar… decir mentiras. –.

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Nancy: – ¿Insultar a mamá? –.
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Uri: – ¡Yo nunca haría eso! ¡Nunca insulté a nadie! –.
Nancy: – ¡Muy bien! Sos un niño muy educado. ¿Cuánto tiempo te parece
que sería inesperado hablar sobre juegos electrónicos? –.
Uri: – Dos horas seguidas. –.
Nancy: – ¡Excelente! ¿Y qué te parece que sería esperable cuando hablas
sobre estos juegos con mamá? –.
Uri: – Lo contrario que lo inesperado. Hablar un poquito. –.
Nancy: – ¿Cuánto sería un poquito? –.
Uri: – ¿5 minutos? –.
Nancy: – ¡Muy bien! ¡Sos muy inteligente! ¿Qué me podés decir sobre el tono
de voz? –.
Uri: – Hablar con voz calma. –.
Nancy: – ¿Y las mentiras? –.
Uri: – Tendría que decir la verdad. –.
Nancy: – Si vos hablaras por sólo 5 minutos de la play, ¿cómo se sentiría
mamá? –.
Uri: – Interesada, porque es poquito y a ella le gusta que le cuente mis cosas.
–.
Nancy: – ¡Oh! ¡Eso es bueno! Para mantenerla interesada podés hablarle un
rato sobre tus juegos, unos minutos. ¿Y qué hay sobre utilizar la voz calma? ¿Cómo
se siente cuando tu voz es tranquila? –.
Uri: – Feliz. –.
Nancy: – ¿Podés adivinar cómo se siente mamá cuando le decís la verdad?
–.
Uri: – Se siente orgullosa de mí por ser sincero. A mí tampoco me gusta que
me mientan. –.
Nancy: – ¡Muy bien! Y cuando vos hacés lo esperado, ¿qué hace mamá? –.
Uri: – Me dice cosas lindas y me hace muchos mimos. –.
Nancy: – ¡Oh! ¡Son muy dulces! ¿Cómo te sentís vos entonces? –.
Uri: – ¡Muy feliz! –.

[email protected]
Nancy: – ¡Excelente! Y cuando lo que hacés es inesperado; por ejemplo,
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cuando le gritas a mamá, ¿cómo se siente ella? –.
Uri: – Se enoja. Me dice que no le gusta que le hable así y que se lo diga
lindo. –.
Nancy: – ¿Y qué hay de hablar 2 horas seguidas? ¿Cómo se siente? –.
Uri: – Aburrida, porque a ella no le gusta la play station y no querría que
juegue tanto con la play. –.
Nancy: – Claro, como vos cuando te conté sobre mis zapatos. Mirá que lindos
los que traigo hoy. Son amarillos. Podría hablarte todo el día de mis zapatos, pero
¿qué pasaría con vos? –.
Uri: – ¡Me aburriría! –.
Nancy: – Claro. Y si le mentís, ¿qué siente ella? –.
Uri: – Ya no confiaría en mí. –.
Nancy: – Muy bien. Entonces, ¿qué pasaría? Ya me dijiste algunas cosas
que puse acá (señalando la columna “qué pasa”). Te diría que no le gusta que le
hables así y no querría que juegues tanto con la play. ¿Algo más? –.
Uri: – Sí, no querría seguir charlando. –.
Nancy: – ¿Cómo te sentirías vos? –.
Uri: – Triste. –.
Nancy: – Te voy a contar algo. Vos elegís. Vos podés elegir qué hacer. –.

Situación: hablando de los juegos electrónicos con mamá


Comport Cómo se Qué pasa Cómo
amiento siente el otro me siento yo
esperado
 Ha  Intere  Me  M
blar un sada dice cosas uy feliz
poquito (5  Feliz lindas.
minutos).  Orgul  Me
 Vo losa hace mimos.
z calma.
 De
cir la verdad.

[email protected]
Comport Cómo se Qué pasa Cómo
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amiento siente el otro me siento yo
inesperado
  Enoja  No 
Gritar. da me gusta que Triste
 Ha  Aburr me hables
blar 2 horas ida así.
seguidas.  Desc  No
 De onfiada quiere que
cir mentiras. juegue tanto
a los juegos
electrónicos.
 No
quiere
charlar.

De ese modo completó la grilla que serviría de guía para múltiples situaciones
interpersonales, ya que permite predecir los resultados a la vez que facilita el
desarrollo de la empatía al plantear como pasos a seguir la anticipación de las
emociones y comportamientos del interlocutor.
Es importante hacer una salvedad en este punto. Este tipo de estrategia
presupone un nivel cognitivo y de abstracción que no tienen todos los niños, ya sea
por su edad o bien por déficits a nivel cognitivo. Será útil entonces sólo con aquellos
que posean un buen nivel de lenguaje y abstracción.
La asertividad, por otra parte, es una destreza que se puede estimular en
todos los niños con lenguaje y que solemos entrenar en la práctica clínica con niños
y adultos. Por asertividad se entiende decir de forma clara y amable aquello que
sentimos y pensamos. Muchos de los malos entendidos y discusiones en la vida
cotidiana se deben a dificultades en la comunicación cuando aquello que queremos
transmitir no coincide con lo que efectivamente decimos. ¿Cuántas veces hemos
sido espectadores de algún niño que le pide a su madre una golosina y cuando ésta
se la niega, lo escuchamos decirle “mala, no te quiero más”? El niño está enojado.
Sabe que su madre lo quiere cuidar y que no es mala por no darle lo que pide, pero
lo primero que sale es “¡Mala!”. Lamentablemente, muchas madres responden: “sí,
soy mala, malísima”. No, no lo son y sus hijos no dejaron de quererlas. Los niños

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no son asertivos, así como tampoco son flautistas, ni cocineros, ni nada que se deba
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aprender guiado por otro ser humano. Para poder aprender asertividad primero
debemos identificar las emociones y poder nombrarlas. Esto es traducir en palabras,
sentimientos. Una vez que logramos eso, avanzamos sobre qué pensamos o qué
nos gustaría, para decirlo de modo amable. Difícilmente sea un objetivo para alguien
agredir o lastimar a una persona querida, pero a veces el objetivo se borronea con
las emociones fuertes. En este ejemplo, el niño quiere un dulce, no quiere herir a su
mamá. En palabras asertivas el mensaje completo sería: “estoy enojado, quiero un
dulce y no me gusta que me digas que no”. Para comenzar sería suficiente con que
la madre se agache a la altura de su hijo y empatizando con su emoción, la ponga
en palabras: “estás enojado”. Más tarde habrá tiempo para seguir completando
pensamiento y expectativas. La asertividad se aprende con práctica y con ejemplos.
Si exigimos en lugar de pedir, si gritamos en lugar de usar una voz calma, si usamos
adjetivos negativos para referirnos a la otra persona en lugar de hablar sobre cómo
nos sentimos nosotros con su accionar, si no somos claros con lo que esperamos
del otro, entonces no somos un buen modelo a seguir. En las áreas referidas a la
interacción, más que en cualquier otra, es necesario revisar nuestro accionar y
corregir todo aquello que no coincida con lo que deseamos transmitir.
Una noche se había cortado la luz en casa. Uriel se asustó ante la repentina
oscuridad y comenzó a llorar a gritos. Lo alcé y fui con él en brazos hasta la cocina,
dónde encendí una vela. Las sombras provocadas por la llama lo impresionaron. Le
mostré que podíamos hacer figuras de sombra con nuestras manos, intentando que
comprendiera que eso que temía era simplemente un efecto de la luz. Entonces,
quise bajarlo para revisar el disyuntor y corroborar que el corte no fuera solo en mi
casa. Tomó mi rostro con sus dos manos y, con su carita todavía empapada y
mirándome fijamente, dijo: – No, vos me tenés que tranquilizar a mí primero. –. Creí
que ya lo había hecho. Fue evidente que no lo suficiente, pero estaba aprendiendo
a expresar sus emociones y necesidades. Había que seguir mejorando, pero su
modo de buscar contención mediante el uso de su cuerpo, palabras y miradas, en
un momento difícil, me hizo saber que íbamos por buen camino.

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11. Continuar a ciegas o encandilados por la luz: el camino sin un
100
diagnóstico

En diversas oportunidades quise contrastar la idea de los distintos


profesionales encargados de los tratamientos. Por un lado, un prestigioso neurólogo
afirmaba que no había indicios de un trastorno del espectro autista. Por otro, Karen
había sido testigo de los síntomas que parecían estar esperando una oportunidad
para saltar a nuestro encuentro, intermitentes, graduales, pero reales. Varios
profesionales se negaron a responder pese a mi insistencia utilizando distintos
argumentos: “Es muy chiquito para dar un diagnóstico”. “Hay que ver la evolución”.
“No me gusta etiquetar a los pacientes”. “Eso lo tenés que hablar con el neurólogo”.
Todos conocemos muy bien el alto precio de las etiquetas, incluso cuando se
acompañan de la palabra “presuntivo”, y la marca de fuego que puede dejar en un
niño un diagnóstico precoz cuando el entorno pasa a verlo como “el que tiene
problemas”. Las interacciones se guían más por un cuadro que por la esencia de
esa personita. Esa es la condena que trae el rótulo, como si una vez caratulado,
quedara así para siempre, inmutable. Pero también sabemos que los diagnósticos
ordenan, dan una idea de un camino a seguir y de aquello esperable al recorrerlo.
Los diagnósticos a veces funcionan como mapas, que nos hablan sobre tipos
de superficie y distancias a recorrer. Como mamá sabía que tenía derecho a
reclamar el de mi hijo. Cerca de los 5 años le insistí tanto a su psicólogo con
preguntas respecto al diagnóstico que, luego de responder con varias evasivas que
decidí no aceptar, admitió que no lo sabía con exactitud, pero que sí sabía cómo
ayudarlo. Eso era suficiente. Sabíamos que se trataba de un desarrollo atípico, pero
cada día podíamos verlo avanzar y desarrollar más habilidades. Los síntomas se
habían atenuado a tal punto que parecía genuino dudar del diagnóstico. Sin
embargo, una simple mirada hacia atrás traía los recuerdos que me hacían volver
al punto de inicio, a esa sensación de algo grave e inevitable. Debía recordar esos
malos tiempos para no caer en la trampa de olvidar sus dificultades y exigirle como
si nos las tuviera. Estaban ahí, solo que casi imperceptibles. A la vez, debía

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reconocer sus logros e incentivarlo para seguir avanzando exactamente desde
101
donde estuviera parado.
Uriel comenzó la primaria con 6 años. Ese año era un gran desafío para él,
ya que la escuela a la que concurría pasaba a tener doble turno obligatorio. No me
preocupaban los contenidos académicos. Un poco porque su interés natural por las
letras y los números habían hecho que aprendiera sólo y sin esfuerzo a leer, sumar
y restar. Otro poco porque después de haber pasado por tantos desafíos, me
costaba ver la importancia que pudiera tener cualquier cosa que le enseñaran en la
escuela. ¿Acaso iba a modificar su futuro el momento en el que aprendiera sobre la
colonización de América? ¿Era importante que aprendiera los signos de puntuación
a determinada edad? ¿Qué más da cualquiera de esas cosas si ahora habita
nuestro mundo y disfruta de la compañía de otras personas?
Su adaptación a la doble jornada fue excelente y gozó de ese año de colegio.
Por fin llegaba el alivio. Al volver a casa, jugaba a ser maestro y se regocijaba al
ponernos como alumnos a los adultos o a sus amigos a practicar la cursiva,
repitiendo las estrategias que enseñaba su seño. – La ‘a’ es como un avión, que
sube y baja por el mismo camino, hace medio giro y después vuelve a subir y bajar
– decía sonriente mientras dibujaba las letras en su pizarrón del living y controlaba
que lo copiásemos a la perfección.
Ese año se hizo un grupo de amigos muy cercanos, entre quienes estaba
Milagros. Tuvo también a su mejor amigo varón, que pedía insistentemente venir a
jugar a casa y con quien se quisieron como si fueran hermanos, y a algunos otros
amigos más, algunos del colegio y otros del barrio.
Los mayores desafíos parecían superados. Poseía una gran creatividad, el
juego simbólico era variado y acorde a su edad, tenía un lenguaje amplio y rico que
utilizaba con fines comunicativos, establecía buen contacto visual, era claro que
ahora disfrutaba más de las personas que de los objetos y buscaba la compañía de
un modo adecuado y amable. Concurría feliz al colegio y había incrementado su
iniciativa social a tal punto que él mismo buscaba niños con los cuales jugar cuando
íbamos a alguna plaza. Saludaba a los vecinos y establecía conversaciones en los
breves viajes en ascensor o en el patio en común del edificio de su abuela. Se hacía

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un nuevo amigo en cada viaje que hacíamos. Había aprendido a estar atento a los
102
intereses de los demás y anticipaba qué podía llevar para compartir en función de
la persona con la que planeaba algún encuentro. Comenzó a entablar relaciones de
amistad con niños del barrio, construyendo vínculos por fuera del ámbito escolar,
simplemente por el disfrute que obtenía de su compañía.
Todo marchaba sobre ruedas. Las evaluaciones neurocognitivas daban
resultados que establecían que los parámetros se encontraban dentro de lo
esperable. Hablar de autismo sería injusto con él. Esta vez había acuerdo entre
todos los profesionales intervinientes. El cuadro parecía haber remitido, aunque
quedaran cosas por hacer. Esa famosa check list que Karen había completado años
atrás ahora estaba quedando en blanco.
Cuando Uriel tenía ya 9 años cayó en mis manos un texto: “Autismo, del que
no se nota”. El escrito habla de un modo muy claro y divertido sobre uno de los
extremos de los trastornos del espectro autista conocido como Asperger, el extremo
más funcional o menos grave. Tan sutil que puede pasar desapercibido para
muchos, o mejor dicho para casi todos. Cuadro que se les supone a muchas
celebridades, tales como Bill Gates, Einstein, Newton o Messi. Por ese motivo, este
síndrome se ha dado en llamar “fábrica de genios”. Está claro que estas
personalidades no sólo tenían (si es que realmente lo tuvieron) una CEA, sino que,
principalmente, tuvieron una habilidad sobresaliente en algún ámbito que no tiene
por qué estar relacionada con algún tipo de autismo.
Tal como le sucede al autor del texto en cuestión, hace ya un par de años que
escucho en relación a Uriel que no se le nota que tenga o haya tenido nada alguna
vez. Su entorno no logra comprender para qué concurre a tal o cual tratamiento.
Uriel, sin embargo, aprovecha cada espacio. Sabe que cuando algo lo preocupa,
puede hablarlo con su psicólogo; como cuando no sabe qué hacer al cruzarse con
la nena que le gusta. Y que si el uso del compás o la regla le traen problemas, puede
recurrir a la psicopedagoga que lo ayudará con algunas ideas para hacer más
llevadero el desafío.
Independientemente del diagnóstico, de cuál sea, de qué tanto remita, de que
haya o no un diagnóstico, cada persona es única y su identidad no debería estar

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construida por haber presentado un síndrome alguna vez. Así como alguien que
103
padeció leucemia alguna vez, no es un “leucémico” (con perdón del neologismo),
alguien que padeció síntomas de CEA, no es un autista. Es un ser humano que
puede haber tenido o tiene dificultades y que, más allá de ellas, tienen sentimientos,
percepciones, razonamientos, ideas, valores, deseos y un propósito en la vida, al
igual que todos los demás.
Ya con 9 años, Uriel continúa en una primaria común, en un grupo de su
misma edad, con un buen rendimiento académico. Con la mayoría de sus
compañeros tiene buena relación y las pocas veces en las que fue burlado, pudo
dirigirse por propia iniciativa al gabinete psicopedagógico escolar, desde donde
pusieron manos a la obra para resolver los conflictos. Ha descubierto su pasión por
la música y la estudia con tanto entusiasmo y esmero que contagia su frenesí.
Ahora que el sol parece brillar para nosotros, más de una vez escuché el
comentario: – Para mí nunca tuvo autismo. Debe haber estado mal el diagnóstico
porque yo no veo nada de lo que contás. –. Entonces, me pregunto, cuando alguien
recibe la noticia de que porta HIV y luego de hacer las consultas pertinentes con los
especialistas y tomar el tratamiento indicado con tan buenos resultados que se
negativiza -es decir, que el virus para a ser indetectable en los análisis de
laboratorio- ¿también descreemos de su historia? ¿También decimos que debe
tratarse de un error? Si el diagnóstico solo se pudiera corroborar por la ausencia de
resultados pese al tratamiento, ¿para qué lo haríamos?
Durante estos años he visto a Uriel avanzar y retroceder, su camino no es
lineal. Hay habilidades que están adquiridas y son firmes, como el lenguaje y la
empatía. Pero también hay desafíos que lo empujan hacia atrás, como cuando un
grupo de compañeros disfrutaba de asustarlo y burlarse de sus gritos y Uriel volvió
a tener trastornos del sueño y dificultades para asistir al colegio. En esos momentos,
trato de recordar todo el camino recorrido y me convenzo de que esos retrocesos
nos servirán para tomar impulso, luego de aprender la moraleja que nos dejará ese
lento transitar.
Cuando los síntomas están presentes, las estrategias que podemos
implementar son múltiples y seguramente algunas servirán de mucho para algunos

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niños y de poco para otros. Recuerden siempre que diagnóstico no equivale a
104
pronóstico. Como mamá quiero transmitirles que busquen, que se impliquen, que
sigan adelante pese a los obstáculos, que innoven, y, especialmente, que se unan
a ellos, que jueguen sin juzgar, que se diviertan juntos, pues sin importar que tan
grave sea la condición que presenten sus hijos, no hay nada más valioso que un
vínculo de amor genuino y nadie mejor para proporcionarlo que los padres.

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12. Otras voces y el grito de palabras calladas
105

La historia de Uriel es solamente una más entre mil historias. No todos


recorren el mismo camino, no todos obtienen los mismos resultados, pero todos son
igualmente únicos y maravillosos.
En el transcurso de estos años he tenido la posibilidad de conocer a varias mamás
de chicos con CEA. En algunos casos, también pude conocer a sus hijos. Algunos
han tenido desafíos diferentes y también merecen una mención especial a sus
características, logros y retos pendientes.
Un día como cualquier otro, conocí a la pequeña María, una niña dulce y
hermosa que, por aquel entonces, tenía 3 años. A María no le gustaban las visitas
y te lo hacía saber dándote la espalda cada vez que la mirabas y alejándose si te
acercabas. Yo venía de tomar una formación en Sonrise hacía poquitos días, así
que estaba ávida de poner en práctica mis nuevos aprendizajes y utilicé con ella
uno de los principios básicos de esa línea de abordaje. Simplemente me uní a su
actividad. María disfrutaba de peinar a sus ponis y aceptó de buen grado que tomara
uno de sus unicornios y lo peinara. Primero, peinamos sus caballos. Una vez que
terminamos con esa tarea, María comenzó a hacer extraños movimientos con su
cuerpo. Se balanceaba hacia atrás y adelante sobre su poni recién peinado mientras
aleteaba sus manos con energía. Era claro que se trataba de autoestimulaciones y,
siguiendo el principio mencionado, yo también las hice. Me puse a aletear a su lado
enérgicamente, mientras me balanceaba sobre el unicornio que había peinado yo.
María me miró y se echó a reír. Comprendió que estaba ahí con ella, disfrutando de
su compañía, de que me haya abierto las puertas de su cuarto y de su alegría.
Luego, siguió riendo y aleteando por la habitación. Yo hice lo mismo diciendo –
somos pájaros –, con el objetivo de transformar en juego simbólico una actividad
que parecía carente de sentido. Nos fundimos en un baile de aleteos y risas, de
miradas cómplices. María no tenía lenguaje, pero supe que disfrutó de mi visita
cuando al llegar la hora de irme, jaló de mi mano hacia dentro de la casa. María
levantó vuelo. Hoy sigue siendo una niña dulce y hermosa que puede decir – Quiero
que te quedes a jugar otro rato. –.

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Uno de los chicos más dulces que conocí tenía fascinación por las texturas.
106
Él disfrutaba de ensuciarse, agarrar el puré con la mano, revolcarse en el barro,
llenarse de témpera y hacerse milanesa con arena. Tenía hiposensibilidad táctil. Es
decir que sentía las texturas con menor intensidad que la mayoría de las personas.
Uno de los problemas más escatológicos apareció cuando descubrió el placer que
le causaba amasar las heces entre sus dedos. En el baño de su casa, de repente
aparecían las paredes, las toallas y los artefactos manchados con caca. El pequeño
intentaba limpiar como podía, pero su habilidad para la limpieza aún dejaba mucho
que desear. El baño quedaba todo enchastrado, al igual que sus manos, con caca
entre los dedos y debajo de las uñas. Al ser interrogado al respecto, se excusaba
diciendo “que había tenido problemas para limpiarse bien”, “que se le complicó con
el papel higiénico”, etc. Hasta que un día le reconoció a su mamá que el placer que
le daba sentir la caca tibia en sus manos era tan grande que no podía dejar de
hacerlo. Su madre me contó avergonzada lo ocurrido, con temor a ser juzgada y a
que su hijo estuviera empeorando. Pensamos juntas como resolver la situación y
llegamos a esta idea: si lo placentero era sentir esa textura cálida, había que
proporcionarle esa misma estimulación de un modo socialmente aceptado. Probó
comprarle arcilla y entibiarla en el microondas. Sorprendió a su hijo diciéndole que
iban a jugar juntos a amasar popó. Colocó sobre la mesa una fuente con arcilla tibia
y jugaron a armar y desarmar popó. Le advirtió que cada vez que tuviera ganas de
jugar con caca podría recurrir a la arcilla y que ella estaría muy orgullosa de él. De
hecho, ya lo estaba por haberle explicado qué era lo que estaba sucediendo en el
baño. La arcilla funcionó para ellos como la serpentina para nosotros. Fue una de
esas soluciones que parecen mágicas. Desde ese día no hubo más juegos con
heces reales y los juegos con arcilla fueron ganando en riqueza. Ya no sólo moldean
caca, sino también caracoles, gusanitos, flores, pelotas, etc.
Hace muchos años atrás, un día de guardia como cualquier otro, asistí a uno
de los tantos pacientes que veo cada semana que intenta quitarse la vida. Faltaba
poquito para que se cumplieran 5 años de la operación de cáncer de mi madre y
planeábamos festejar que seguía con vida y podía seguir construyendo junto a la
familia nuevos recuerdos.

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Antes de ver a la paciente en cuestión, pensé en el contraste entre festejar la vida
107
y querer terminarla. Cada semana veo pacientes que no soportan más su
sufrimiento, que encuentran sus días asolados por el dolor mental y quieren poner
fin a ese dolor, recurriendo al suicidio como último recurso desesperado.
Me acerqué a la cama en la que yacía acostada. Era una mujer de más de 50 años,
tenía los ojos negros con los párpados hinchados de llorar, la piel del rostro marcada
de tristeza, con esa facie caída y desilusionada de seguir en el mundo de los vivos.
Después de presentarme, le pregunté qué había pasado, qué era lo que estaba
ocurriendo que la llevó a ingerir veneno como si fuera alimento.
– Estoy enferma. Ya no tengo fuerzas. Me duele el cuerpo. Mi hijo tiene autismo
y no puede valerse por sí mismo.
¿Qué va a ser de él si yo no estoy? –.
La pregunta tenía tanto sentido para mí. Me había hecho esa pregunta mil
veces pensando en el futuro de mi hijo el día en que yo ya no estuviera. Me aterraba
que no fuera autoválido o que me pasara algo que me impidiera continuar dándole
tantos recursos como fuera posible, como si estuviera corriendo una batalla contra
el tiempo por si algo malo me pudiera pasar alguna vez. “¿Qué va a ser de él si yo
no estoy?”. Tenía tanto sentido la pregunta, pero se tornaba absurda en el contexto
de una tentativa de suicidio.
– ¿No había querido acabar con su vida? No entiendo. – dije, con total
honestidad. –.
– Él depende de mí. Yo tengo cáncer y no puedo más. –.
– Perdón, sigo sin entender y quisiera comprender para poder ayudarla. Me
dice que su hijo la necesita porque depende de usted, pero intentó suicidarse. –.
– No. Planeé un viaje para los dos. Nos íbamos a ir juntos. No lo puedo dejar
así y yo ya no puedo seguir. –.
En un instante, todo se aclaró. Sentí una punzada en el cuerpo y se me erizó
la piel. Tomé su mano y amordacé el dolor que se hacía mío para no llorar con ella.
Enmudecí al recordar que en la misma sala había un chico que no hablaba,
intoxicado con veneno. Todo cobró el más crudo de los sentidos. Ella y su hijo iban
a partir juntos. Lo había planeado por un largo tiempo, en secreto. Estaban solos.

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La mayoría de las personas “normales” le teme al autismo o simplemente lo ignoran,
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lo desconocen, lo evitan. La pensión que podría recibir su hijo, no le alcanzaría para
sobrevivir y la vida que imaginaba para él era tan triste, que pensó en ahorrarle todo
el sufrimiento al que creía que se vería expuesto. Aún se me inunda el pecho de
congoja cuando recuerdo a esa mujer hablando de forma tan desgarradora, de ese
amor ciego con el que pretendía, a fuerza de muerte, esquivar el martirio de una
vida en soledad. Pocas veces pensé con tanta seriedad cuál es nuestro compromiso
como sociedad con las personas que de algún modo “no encajan”. Como este chico
con autismo que estaba próximo a perder a su madre, único ser en este mundo a
quien real y honestamente le importaba. ¿Qué hacemos cuando las personas no
pueden crear redes sociales por sí mismas, cuando los recursos económicos son
insuficientes, cuando los tratamientos no funcionan, las instituciones no alojan y las
personas prefieren morir? ¿A cuántas puertas habría golpeado sin encontrar
respuesta antes de llegar a esa decisión desesperanzada? ¿Cuántas personas y
organismos habrían escuchado sus súplicas cuando aún abrazaba la idea de un
futuro digno para su hijo? ¿Ella quería terminar con sus vidas o todos nosotros los
habíamos estado asesinando lentamente con indiferencia? Hice los trámites para
internar a la madre y a su hijo -es lo que se hace en la urgencia cuando hay riesgo
de vida-. Cuando terminé con las tareas administrativas, le pedí de un modo
desesperado a mi compañera de guardia, amiga y madrina de mi hijo, que, si algo
me pasaba alguna vez, se hiciera cargo de él, y me tranquilizó haciéndome saber
que él siempre tendía un lugar en su casa y en su corazón.
Ese fin de semana me tocaba festejar la vida de mi madre, mi hijo ya tenía
su diagnóstico y yo el corazón tan destrozado y el cerebro tan lleno de preguntas
que casi no hablé por el resto del día. La sombra de ese dolor se pegó en mi alma
de tal forma que es la primera vez que cuento esta historia. Quizás así encuentre
alguna respuesta que dé sentido a lo vivido. Quizás difundirla ayude a generar un
poquito de conciencia del nivel de sufrimiento ajeno que tantas veces es
proporcional a la indiferencia y rechazo del entorno.
Las últimas niñas cercanas con autismo que conocí son dos hermosas y
pequeñas mellizas. Al enterarme de que su madre, a quién conocía hacía algunos

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años, había tenido dos hijas con autismo, me acerqué más ella para conocer su
109
historia y acompañarnos en este camino incierto. Su madre es una mujer joven,
responsable y extremadamente amable, de esas personas que te alegran de sólo
verlas porque siempre saludan con una hermosa y despejada sonrisa. A juzgar por
su calidez, jamás hubiera imaginado lo esforzada que era su vida puertas adentro
del hogar. Un día de verano, cuando las niñas estaban de vacaciones, tuve la
fortuna de conocerlas en su casa. Su madre me llevó hasta un departamento, abrió
la puerta y fue tan solo mirar hacia adentro y revivir mil momentos de juego con Uriel
en casa. Tenía las mismas cosas que alguna vez había tenido yo en el living. Había
una hamaca, una pelota de yoga, una pequeña mesa de trabajo con sillitas, un piso
de gomaeva, las paredes despejadas y un espejo irrompible puesto a una altura
cuidadosamente calculada para aumentar el contacto visual durante el juego en el
piso. Todo estaba tan meticulosamente programado para el disfrute de las niñas
que casi podían olerse largas horas de juego esparcidas en el aire.
– ¡Me hace acordar tanto a mi casa hace unos años! – exclamé.
– Es el departamento que alquilo para que puedan tener sus terapias
tranquilas, por eso están todos esos elementos de juego – respondió su madre, con
esa sonrisa que mezclaba ternura y tristeza al mismo tiempo.
– Pensé que íbamos a tu casa. ¡Qué esfuerzo debe ser sostener todo esto!
– pensé en voz alta. Y continué para adentro, dos niñas con autismo, dos
departamentos, los trabajos y esa sonrisa resiliente que nos regala en cada
encuentro a quienes la conocemos, esos silencios que hicieron que pasara tanto
tiempo antes de enterarme de la condición de las pequeñas y hacerle saber que no
está sola.
Cerró la puerta con llave y me condujo a otra puerta dentro del mismo edificio.
– Esta es mi casa – dijo, abriendo la puerta suavemente.
El saludo amoroso del reencuentro entre la madre y sus hijas no se hizo esperar.
Las niñas no hablaban con palabras, pero hablaban tan bien con su cuerpo que
cualquier observador atento habría podido escuchar esos “te amo”.
Las hermosas mellizas ya tenían 6 años, no tenían lenguaje, no controlaban
esfínteres, no eran autónomas en su higiene ni en su alimentación y la lista de ‘no’

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podría seguir hasta hacerse muy larga, pero eso no tendría sentido. Ellas tenían
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algo más importante y maravilloso que cualquiera de esas cosas.
Tienen a una persona que las acepta de un modo incondicional, sin importar qué
puedan hacer. Tienen una mamá que se ilumina al verlas sonreír y sentir sus
abrazos y ellas lo saben, lo sienten. Por eso pude escuchar el grito alegre de sus
mudos te amo.

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13. ¿Inclusión escolar?
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Los hechos que se relatan en este texto, ocurrieron realmente. Algunos nombres
y datos fueron cambiados para preservar la identidad de las personas involucradas.
En la vida real, Uriel concurrió al colegio con integración escolar. Le solicité a
quien fuera su integradora que escribiera un capítulo sobre el tema, pero se negó a
hacerlo, argumentando que después de trabajar con Uriel, decidió dejar de realizar
integraciones escolares. Esta decisión se funda en la mala experiencia que tuvo con
el colegio en el cual tanto Uriel como ella fueron víctimas de múltiples episodios de
discriminación y maltrato propiciados por el equipo directivo y por parte del plantel
docente. La intensidad de los mismos mermó luego de múltiples denuncias
realizadas en las oficinas de la Dirección General de Educación de Gestión Privada,
una vez que un abogado particular tomó cartas en el asunto.
La situación ideal está dada cuando padres, profesionales y escuela funcionan
como equipo. Así como ningún material para padres reemplaza el tratamiento
cuidadosamente diseñado por profesionales capacitados y comprometidos, y
ningún profesional conoce tan bien al niño como los padres ni tiene tantas
oportunidades como ellos de interactuar de modo reparador dentro de su rutina,
ningún espacio terapéutico tiene tanto impacto en la socialización con pares como
lo que ocurre dentro de la escuela.
Confiamos en que las piedras que encontramos en nuestro camino servirán para
construir un sendero más claro y firme por el cual puedan transitar otras familias y
que con el tiempo serán recuerdos de aprendizajes que nos impulsaron a trabajar
para construir un mundo más inclusivo.

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14. Resumen
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Signos de trastornos de la regulación sensorial


Los niños con dificultades en la regulación sensorial pueden evitar ciertos
estímulos o buscarlos.
En el caso de hipersensibilidad, tenderán a evitar los estímulos táctiles,
visuales, propioceptivos, vestibulares y/o auditivos. Pueden verse desbordados en
entornos ruidosos o con sobrecarga de estímulos. Tienen baja tolerancia al dolor y
a la frustración. También suelen sufrir los cambios en la rutina.
Los niños con hiposensibilidad sensorial, por el contrario, tienden a buscar
en exceso los distintos estímulos. Suelen moverse mucho. Tienen muy alta
tolerancia al dolor. Frecuentemente, se distraen y tocan o muerden cosas. Además,
no miden los riesgos físicos.

Signos de alarma de las Condiciones del Espectro Autista CEA

A partir de los 6 meses


No balbucea.
Disminución en la mirada hacia otras personas.
No se observa anticipación cuando va tomado en brazos.
No muestra interés en juegos recíprocos simples, como el “cucú-tras”.
Falta de sonrisa social.
Ausencia de ansiedad de separación a los 9 meses.

Después de los 12 meses


Disminución del contacto visual.
Falta de respuesta al ser llamado por su nombre.
No señala para pedir algo.
No muestra objetos.
Disminución del interés por compartir.
Hipersensibilidad frente a estímulos auditivos.

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Falta de interés en juegos recíprocos.
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Ausencia de mirada frente a lo que otros le señalan.
Falta de imitación espontánea.
Ausencia de balbuceo comunicativo.

Entre los 18-24 meses


No señala con el dedo índice aquello que le interesa.
No sigue la mirada del adulto.
Ausencia de mirada frente a lo que otros le señalan.
Retraso en el desarrollo del lenguaje.
Juego repetitivo (por ejemplo, poner en fila o apilar).
Ausencia de juego simbólico.
Falta de interés en otros niños o hermanos.
No suele mostrar objetos.
No responde cuando se le llama por su nombre.
Ausencia de imitación espontánea.
Restricción de la expresividad emocional.
Pérdida del lenguaje.
Presencia de autoestimulaciones motoras (como el aleteo de manos).

Tratamientos y estilos de crianza

Terapia conductual
Antecedentes - conductas - consecuencias. Lógica de premios y castigos.
Si dos estímulos ocurren repetidas veces al mismo tiempo, quedan
asociados.

Terapia cognitiva
Las ideas que desarrollamos sobre las cosas impactan directamente sobre
nuestras emociones y comportamientos

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Modelos relacionales
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Todas las personas tienen sus propias motivaciones y deseos. Tenerlos en
cuenta es la base para desarrollar relaciones significativas.
Identificar las motivaciones propias del niño y utilizarlas para construir en una
actividad interactiva.
La inteligencia y los valores se desarrollan al interior de los vínculos.

Crianza respetuosa
Todos tenemos derechos y dignidad, sin importar la edad o nivel intelectual.
Todos necesitamos que se respeten nuestros sentimientos, ideas y pensamientos.
Si reprendemos las emociones, no lograremos una buena regulación emocional.
Los adultos somos responsables de todos los cuidados de los niños y esto incluye
contención, calidez, seguridad, amor y educación emocional.
La educación emocional se logra nombrando las emociones, conteniéndolas
y aceptándolas, y guiando hacia la conducta que tiene repercusiones positivas en
todos los implicados.

Claves para facilitar la interacción entre los niños


 Procurar que el juego contemple los intereses del niño con CEA.
 Proponer juegos colaborativos.
 Asegurarse de que cada participante tenga un rol activo.
 Elegir juegos en los que todos ganan.
 Si se realiza alguna actividad competitiva, que sea de niños
contra el adulto.
 Establecer las reglas desde el inicio.
 Asegurarse de que todos la pasen bien.

Frente a las crisis:


 Si hay mucha gente, pedir intimidad.
 Ponerse a la altura del niño.

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 Empatizar con la emoción del niño, nombrándola.
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 Abrazarlo con firmeza. El abrazo genera propiocepción que
calma.
 Informar al entorno sobre la situación, para generar conciencia
de las diferencias y necesidades de cada chico.
 No juzgar las emociones.

El registro facial
 Ponerse a la altura del niño.
 Responder inmediatamente a las demandas que realiza el niño
mirando nuestro rostro.
 Seguir la motivación del niño para incluirse en la actividad que
él realiza, convertirla en interactiva y ser exagerado con los gestos.
 Usar pocas palabras (o ninguna) y dar mucha información
gestual.
 ¡Diviértanse juntos!

Estimulación del lenguaje


 Buscar momentos de alta motivación para el niño.
 Usar un sonido o palabra sencilla.
 Esperar a que se produzca algún intento del niño de reproducir
un sonido.
 Reforzar cada intento del niño con aquello que lo motiva.
 Gradualmente. ir incluyendo palabras más complejas en función
del progreso.

Rigidez
 Identificar juegos y acciones rígidas.
 Identificar de quién es la rigidez (a veces somos los adultos y
las instituciones los que deberíamos flexibilizarnos).

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 Proponer modificaciones tan mínimas como se pueda y siempre
116
con actitud juguetona. Las modificaciones pueden ser los elementos, los
lugares, las emociones, la trama, etcétera.
 Jugar a aquellas situaciones que generaron malestar como
modo de facilitar el procesamiento emocional.
 Ofrecer distintas alternativas para las situaciones difíciles
(dentro del juego no importa que estas sean viables, en el juego todo vale).

Solución de problemas
 Aprovechar las distintas situaciones cotidianas en las que
aparezcan dificultades para que intenten resolverlas por sí mismos.
 Anticipar situaciones para que ellos mismos puedan planificar
lo que necesitan.
 Ante problemas interpersonales de difícil solución o situaciones
atípicas, utilizar historias sociales (lo ideal es hacerlas para ese niño en
particular, incluyendo sus características y soluciones posibles).
 Estimular el desarrollo de la empatía y recordarle al niño que él
elige qué impacto quiere producir en el otro a través de su conducta y que
esto repercutirá en él mismo.
 Entrenar en asertividad: nombrar las emociones, permitir su
expresión, evitar adjetivos negativos y decir claramente qué se espera.

Encandilarse
 Diagnóstico no es pronóstico.
 El camino no es lineal.
 Sacúdanse los prejuicios y acepten a ese ser humano tal como
es.
 Respeten y sean amables con todos, sin importar la edad o el
diagnóstico. Transmitan amor y disfruten juntos. Al final, eso es lo que cuenta.

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Aclaración:
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En el momento en que redacté este libro aún no había escuchado sobre


NDBI. Más adelante, tuve la fortuna de conocer a la Lic. Natalia Santamaría,
quién luego de leer el libro me explicó con la calidez y claridad que la
caracteriza que ya no existe esa disyuntiva entre intervenciones
conductuales y relacionales, y que los nuevos modelos incluyen las
intervenciones más eficaces de los distintos modelos teóricos.
Le pedí un párrafo para quienes lean este libro y ella lo explica así:
En marzo de 2015, un grupo de investigadores cómo Sally Rogers, Laura
Schreibman, Geraldine Dawson, Aubyn Stahmer, Connie Kasari y Brooke
Ingersoll, varios de los más grandes nombres en la investigación actual de
tratamientos del autismo, se unieron para publicar el artículo "Intervenciones
Conductuales de Desarrollo y Naturalistas: Tratamientos Empíricamente
Validados para Trastorno del Espectro Autista"
Las autoras planteaban que el diagnóstico cada vez más temprano del
autismo, la importancia de la intervención temprana, y el desarrollo de
intervenciones específicas para niños pequeños, fueron contribuyendo al
surgimiento de intervenciones en autismo, empíricamente fundadas y
similares entre sí, que representan la integración de las ciencias de la
conducta aplicada y del desarrollo. Las “Intervenciones Conductuales de
Desarrollo y Naturalistas (NDBI)” son implementadas en los entornos
naturales donde se desarrollan los niños, implican el uso del control
compartido entre el terapeuta o adulto y el niño, utilizan contingencias
naturales, y usan una variedad de estrategias conductuales para enseñar
habilidades apropiadas desde el punto de vista del desarrollo.
Con la propuesta de esta denominación, NDBI, las autoras buscaban aportar
parsimonia en un campo que incluye intervenciones con diferentes nombres,
pero características comunes, y así mejorar la comprensión y la toma de
decisión entre padres, profesionales y agencias de salud.

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El artículo describe cómo el campo del Análisis Aplicado de la Conducta fue
118
evolucionando desde el Ensayo Discreto hacia métodos de enseñanza
naturalista como PRT (Pivotal Response Treatment – Enseñanza de
Conductas Pivotales) y como ESDM (Early Start Denver Model – Modelo
Denver de Intervención Temprana) que toman en cuenta las teorías del
desarrollo. Los autores describen los elementos comunes demostrando que
estos modelos tienen entre sí más semejanzas que diferencias.

En síntesis, este trabajo ofrece poderosas razones para que tanto


investigadores como profesionales se unan y trabajen bajo el “paraguas” de
las NDBI (Intervenciones Conductuales de Desarrollo Naturalistas) para
facilitar la comprensión de los abordajes para padres, para las agencias de
salud, y para brindar a los niños servicios de alta calidad y actualizados desde
la investigación.

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Sobre la autora
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Lorena Vetere es madre de un niño con una CEA. Psicóloga y Profesora de


Psicología egresada de la Universidad de Buenos Aires (UBA) con diploma
de honor (1999). Ha completado la residencia en Psicología Clínica del
Gobierno de la Ciudad de Bs. As. (2002-2006) y fue Becaria Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas CONICET (2006-2009).
Ha realizado formaciones de posgrado en diversos modelos de tratamiento
cognitivo conductuales. Además, es Doctoranda en Psicología en la UBA,
Especialista en psicología clínica (2011). Ha dirigido y dictado cursos de
posgrado en prestigiosas universidades, fundaciones e instituciones de
enseñanza, entre ellas la Universidad de Buenos Aires y la fundación
Favaloro. Es autora de decenas de publicaciones sobre terapia cognitiva y
psicoterapia, siendo reconocida con numerosos premios y distinciones por
sus estudios e investigaciones en las áreas de investigación y tratamientos
psicoterapéuticos. Se desempeña actualmente como Investigadora Adjunta
en la Carrera de Investigación del GCBA y Coordinadora de Diplomados en
Intervenciones para Condiciones del Espectro Autista en el Instituto de
Terapia Cognitivo Conductual (ITCC Argentina) y Directora de CEA-ITCC y
CEA Solidario.

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